Nuevo Diccionario De Catequetica

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Nuevo Diccionario de Catequética Vol. I y II M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre

San Pablo Madrid, 1999

Nuevo Diccionario de Catequética Autores: M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre Editorial: San Pablo, Madrid, 1999 2368 páginas Equipo internacional de 142 especialistas, dirigido por V. Mª Pedrosa, Mª Navarro, R. Lázaro y J. Sastre. Entre los autores, además de los catequetas, intervienen biblistas, moralistas, liturgistas, profesores de dogmática, de historia de la Iglesia, de patrología, etc. A estos autores hay que añadir un buen número de especialistas en ciencias humanas de Universidades eclesiásticas y civiles de España, Iberoamérica, Bélgica, Alemania, Italia y Francia. Reúne los conceptos fundamentales de la catequética. El perfil conceptual de la obra se detiene en algunos aspectos más preocupantes de hoy: la relación entre evangelización y catequesis, la iniciación cristiana, la opción por la catequesis de adultos, la inculturación de la catequesis, etc. La liturgia cristiana en 125 voces monográficas y 221 subvoces. Un fruto maduro de la reforma litúrgica del Vaticano II. Consta de dos volúmenes, que se venden conjuntamente: Volumen I: A-I Volumen II: J-Z AUTOR: Equipo internacional de 142 especialistas, dirigido por V. Mª Pedrosa, Mª Navarro, R. Lázaro y J. Sastre. Entre los autores, además de los catequetas, intervienen biblistas, moralistas, liturgistas, profesores de dogmática, de historia de la Iglesia, de patrología, etc. A estos autores hay que añadir un buen número de especialistas en ciencias humanas de Universidades eclesiásticas y civiles de España, Iberoamérica, Bélgica, Alemania, Italia y Francia.

Volumen I: A-I Volumen II: J-Z

ACCIÓN CATEQUIZADORA

SUMARIO: I. Introducción. II. Progreso en la acción catequizadora o catequesis: 1. De enseñanza doctrinal a proceso catequético de iniciación; 2. De la etapa comunitario-pastoral a «momento esencial del proceso de evangelización»; 3. De la catequesis de niños a la «catequesis de adultos». III. Vacíos y dificultades de la acción catequizadora: 1. Vacío de acción catequética; 2. Dificultades en la acción catequizadora. IV. Agentes de la acción catequizadora. Conclusión.

i. Introducción La sociedad moderna, impregnada de indiferencia y agnosticismo religiosos, ha puesto en entredicho la capacidad iniciatoria de la catequesis en el tiempo de la cristiandad. Ya en el siglo pasado, J. H. Newman constataba que una simple fe implícita —es decir, recibida y tenida, más que personalmente asumida y ejercida— conducía a las personas cultas a la indiferencia y a las personas sencillas a la superstición. La catequesis, realizada en la cristiandad en medio de su acción pastoral, no propició una verdadera iniciación cristiana. Así, hoy día, es necesaria una verdadera acción misionera en nuestro propio entorno, seguida de una catequesis de carácter iniciatorio-catecumenal, para lograr cristianos fundamentados e iniciados en la fe. De esta forma, la catequesis –dentro del proceso de evangelización (cf EN 17-24; AG 11-18)— aparece «tan unida a la acción misionera, fundamentando básicamente lo que allí se inició, como a la acción pastoral, que continuará madurando esta formación básica» (CAd 45). La catequesis es un elemento integrante de la iniciación cristiana y esta, en su sentido más estricto, se sitúa en la etapa anterior a la etapa pastoral propiamente dicha. El nuevo Directorio general para la catequesis lo ha expresado claramente: «La catequesis de iniciación es el eslabón necesario entre la acción misionera, que llama a la fe, y la acción pastoral, que alimenta constantemente a la comunidad cristiana» (DGC 64; cf IC 41). La catequesis es probablemente el ámbito pastoral en que mayores avances se han producido en la Iglesia tras la renovación del Vaticano II —da la impresión de que el ministerio de la catequesis saca siempre nuevas energías de los concilios— y esto es esperanzador porque la catequesis es vital para la construcción de la Iglesia, el nervio central de la iniciación cristiana. Todo grupo humano se ve obligado a cuidar con esmero los cauces de iniciación de sus nuevos miembros a la ideología y vivencia del grupo. Así lo ha hecho la Iglesia desde sus inicios. Los Hechos de los apóstoles hablan de la institución del diaconado como una opción que toman los apóstoles con vistas a que ellos pudieran dedicarse al ministerio de la Palabra (cf He 6,4). Este mismo libro narra las primeras experiencias de instrucción cristiana: «[Apolo] había sido instruido [en griego katecheo o catequizar] en el camino del Señor» (He 18,25). La finalidad con la que se escriben los mismos evangelios, todos lo sabemos, es la de poder dar una instrucción más pormenorizada a los nuevos miembros que, no habiendo conocido a Jesús, desean ingresar en la comunidad. Uno de los momentos más brillantes de la Iglesia de Jesús lo constituyen los siglos II-V debido al catecumenado, con la catequesis como nervio central, y que dio origen a grandes obisposcatequistas como san Juan Crisóstomo, san Gregorio Nacianceno, san Agustín, etc. «Los períodos de renovación de la Iglesia son también tiempos fuertes de la catequesis» (CCE 14).

II. Progreso en la acción catequizadora o catequesis En los últimos 30 años se han producido tres grandes avances en la acción catequizadora en la Iglesia, aunque algunos países habían comenzado la renovación catequética antes del Vaticano II:

1) El paso de ser contemplada fundamentalmente como una enseñanza doctrinal a ser vista como un proceso iniciatorio, de estilo catecumenal, en especial a partir del MPD (1977) y CT (1979). 2) De estar situada en la esfera pastoral a ser un elemento integrante de la acción evangelizadora, «momento esencial del proceso de evangelización» (DGC 63). 3) De estar polarizada en los niños a considerar la catequesis de los adultos como la forma principal de catequesis, punto de referencia de toda experiencia catequizadora. 1. DE ENSEÑANZA DOCTRINAL A PROCESO CATEQUÉTICO DE INICIACIÓN a) Hitos de la renovación catequética, del Catecismo de Trento al Catecismo de la Iglesia católica. Antes de nada hay que decir que el estilo de catequizar es portador de una imagen de Iglesia. Un catecismo muy doctrinal revela una Iglesia más que preocupada (eso es bueno), obsesionada por guardar fielmente el corpus doctrinae, mientras que un catecismo antropológico refleja más una Iglesia que busca ofrecer el evangelio al hombre de hoy, o un catecismo con un gran talante comunitario expresa una Iglesia deseosa de impulsar la vivencia comunitaria de la fe. Cuando el concilio de Trento asume la ignorancia religiosa del pueblo cristiano y apuesta por una catequización generalizada para todo el pueblo fiel, opta por aceptar el género catecismo, que viene a ser un resumen de la teología de aquel momento eclesial, reforzada por las afirmaciones conciliares; el resumen queda dividido en las cuatro grandes estructuras catequéticas, aunque ordenadas originalmente: lo que hay que creer (el símbolo de los apóstoles), lo que hay que recibir (los sacramentos), lo que hay que obrar (el decálogo) y lo que hay que orar (la oración dominical). Han sido cuatro siglos de doctrina, presentados pedagógicamente también en catecismos minores y breves, de forma que los destinatarios pudieran aprenderlos de memoria y asegurar así la fe tradicional frente a la fe nueva protestante. Por los años 1940-1950, especialmente en Alemania y Francia –más tarde en España–, la catequesis recupera una de las formas más tradicionales de la catequesis –vigente en el Catecumenado bautismal (siglos II-V)–: la narración de la historia de la salvación, que, al decir de san Agustín, «comienza con la creación y llega hasta nuestros días». En los años 1960-1970, la catequética francesa, la holandesa y la latinoamericana recuerdan uno de los elementos claves en toda catequización: el destinatario de la catequesis y sus circunstancias socio-políticas y culturales. La historia de la salvación trata de salvar al ser humano, pero ¿cómo es este, dónde está inmerso, qué espera, qué necesita...? La catequesis recupera así otra clave en la catequización: la dimensión antropológico-social. Pocos años más tarde, a finales de los años 70, la acción catequística recupera otra de las dimensiones más antiguas de la catequesis catecumenal, la dimensión comunitaria: la catequesis nace de la comunidad, se realiza en la comunidad y prepara a los catequizandos para incorporarlos a la comunidad (cf MPD 77, 13). A lo largo de esta evolución, la Iglesia detecta uno de los riesgos de la catequesis: que se desvirtúe la unidad doctrinal y que los catequizandos no logren una síntesis del mensaje cristiano. En casi todas las Iglesias se publican catecismos nacionales incluso para los adultos. Por fin, en 1985, la Iglesia decide elaborar el actual Catecismo de la Iglesia católica (CCE), que se aprobó y publicó en 1992 (FD 4). b) La acción catequizadora en el nuevo Directorio general para la catequesis (DGC). En 1997, la Iglesia católica publica el nuevo Directorio general para la catequesis; en él la catequesis iniciatoria –de estilo catecumenal– recupera carta de naturaleza: «El catecumenado bautismal [es el] inspirador de la catequesis en la Iglesia» (DGC 90).

Así pues, según el nuevo Directorio, la catequesis es un proceso iniciatorio inspirado en la catequesis catecumenal, que, en unos casos, prepara para el bautismo y, en otros, como es el caso general de la catequesis de nuestras parroquias, ayuda a los catequizandos de las diversas edades a vivir las virtualidades del bautismo ya recibido (RICA 295). Por ello «la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (DGC 82). La Conferencia episcopal española ha elaborado los puntos de referencia básicos y el proyecto evangelizador misionero y catecumenal unitario que pide el Directorio, aplicándolos a la realidad de las diócesis españolas, en el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, aprobado en su LXX asamblea plenaria el 27 de noviembre de 1998. Esta recuperación del carácter iniciatorio de la catequesis es uno de los aciertos más destacables de la Iglesia. Con la catequesis iniciatoria posbautismal, no se trata de subsanar la insuficiencia doctrinal de unos cristianos ya iniciados mediante la catequesis doctrinal. Con ella se trata de abordar a los creyentes que han celebrado ya los sacramentos de la iniciación, e iniciarlos, introducirlos vitalmente en los misterios que han celebrado. Con todo ello, la Iglesia les ofrece la posibilidad de renovar, al término del proceso catequizador, la profesión de fe que en el comienzo de su andadura bautismal no pudieron hacer personalmente. La catequesis iniciatoria actual recupera del catecumenado aspectos importantes. Sintetizamos aquí lo que en otras voces del Diccionario se encontrará más analíticamente expuesto. Esos aspectos catecumenales recuperados para la catequesis actual son: — La finalidad de la catequesis, que es poner a los catequizandos «no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80). Es una vinculación vital que conlleva una «vinculación fundamental a Dios (conversión, metanoia), llevada a cabo en la comunión eclesial (koinonía), para el servicio del mundo (diakonía)» (CAd 134). — Las tareas fundamentales de la catequesis, que son: «ayudar a conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo» así como «iniciar y educar para la vida comunitaria y para la misión» (DGC 85-86). Así, esta catequesis integral intenta desarrollar todas las dimensiones de la vida de fe. Estas tareas de la catequesis son: 1) La tarea noética, el conocer sapiencial (sapere: saborear), gustando del mensaje cristiano. 2) La tarea celebrativo-litúrgica que impulsa el deseo de vivir y gozar la salvación que Cristo nos ofrece, especialmente en los sacramentos. 3) La tarea moral o la educación en las actitudes morales del evangelio. 4) La tarea orante, fruto de la contemplación del amor y cercanía de Dios que vive el creyente. 5) La tarea comunitaria, pues la catequesis prepara a los catequizandos para vivir su fe en comunidad. 6) La tarea misionera y transformadora de quienes, como Pedro y Juan, no pueden callar «lo que hemos visto y oído» (He 4,20); anunciando el mensaje junto al testimonio de vida y estando activamente presentes como cristianos en la sociedad, en la vida profesional, social, etc. (cf IC 42). — La eclesialidad de la catequesis. La catequesis no nace de la iniciativa del catequista; es la acción de una Iglesia-Madre que entrega (traditio) a los catecúmenos o catequizandos toda la riqueza contenida, tanto en el mensaje y la vida de Jesús como en la Tradición viva eclesial de veinte siglos. Los catecúmenos o catequizandos, a su vez, devuelven (redditio) esa entrega, «enriquecida con los valores de las diferentes culturas» (DGC 78). — El itinerario catequético-catecumenal desarrolla, en primer lugar, una catequesis bíblica (narratio), que trata de introducir a los catecúmenos o catequizandos en la dinámica de la historia de la salvación; continúa con una catequesis doctrinal (explanatio), basada fundamentalmente en la explicación-entrega del credo apostólico, y termina con la catequesis mistagógica, que ayuda a los catecúmenos o catequizandos a gustar y gozar de los misterios salvadores expresados en los

símbolos de los sacramentos iniciatorios celebrados. Este itinerario incorpora una catequesis moral o los criterios, actitudes y comportamientos que se desprenden de las otras tres catequesis para la vida. — La estructura gradual de la catequesis. Estas etapas (precatecumenado, catecumenado y mistagogia) responden al crecimiento progresivo en la fe de todo aquel que recorre el camino de esta catequesis catecumenal: 1) El tiempo de la precatequesis trata de suscitar la conversión inicial; 2) el catecumenado o catequesis integral propiamente dicha, y 3) el tiempo de la mistagogia, etapa eminentemente espiritual, basada en la vivencia gozosa de los sacramentos iniciatorios celebrados y en la experiencia de vivir en comunidad abierta a las tareas de la misión. — El carácter básico o la iniciación en los fundamentos de la fe. La catequesis iniciatoria introduce en lo «nuclear de la experiencia cristiana, las certezas básicas de la fe» (DGC 67), proporcionando a los catequizandos la cimentación suficiente sobre la que deberán construir más tarde, en la vida de comunidad, el edificio de su vida cristiana. Este educar en las certezas y convicciones básicas es lo que hace de la catequesis un servicio a la unidad de la fe. La catequesis de la iniciación proporciona lo común cristiano. — El carácter transitorio o la duración limitada de la catequesis iniciatoria proviene también del catecumenado bautismal, con un principio y un final. Pero ello no impide que quien ha sido catequizado tenga necesidad después, a lo largo de su vida cristiana, de una catequesis permanente que se realiza en «formas múltiples» (cf DGC 69-72). En síntesis. La catequesis de iniciación, por ser orgánica y sistemática, no se reduce a lo meramente circunstancial y ocasional; por ser formación para la vida cristiana, desborda — incluyéndola— la mera enseñanza; por ser esencial, se centra en lo común para el cristiano, sin entrar en las cuestiones disputadas, ni convertirse en investigación teológica (ni llegar a ninguna especialización). En fin, por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe... «Esta riqueza, inherente al catecumenado de adultos no bautizados, ha de inspirar a las demás formas de catequesis» (DGC 68). 2. DE LA ETAPA COMUNITARIO-PASTORAL A «MOMENTO ESENCIAL DEL PROCESO DE EVANGELIZACIÓN». De la etapa comunitario-pastoral, la catequesis ha pasado a ser elemento central de la acción evangelizadora, «momento esencial del proceso de evangelización» (DGC 63). La catequesis ha sido considerada durante largo tiempo como una acción característica de la etapa pastoral o de la vida de la comunidad. La vida parroquial se fundaba básicamente en la catequesis, la misa dominical, las novenas, las procesiones, etc. En los países tradicionalmente cristianos, nadie en esos momentos hubiera situado a la catequesis en la esfera de la acción misionera (aun cuando se sabía que la catequesis era uno de los pilares de la acción misionera en «países de misión»). Situar la acción catequizadora en la etapa comunitario-pastoral conduce a dos situaciones que muchos no aceptaríamos hoy: En primer lugar, a que la oferta de la catequesis se haga a los de casa, a los de siempre, como ha ocurrido en muchas experiencias de catequesis de adultos. En segundo lugar, como consecuencia, conduce a una desvalorización de la acción catequizadora, contemplándola como impropia de estos tiempos de misión, en que la Iglesia debe potenciar acciones misioneras. Esta es una de las razones –no la única– por la que la catequesis de adultos no ha entrado en bastantes diócesis y parroquias: no era una acción en la órbita de la misión. Por fin, se ha superado el complejo de estar trabajando con la catequesis al margen del hoy evangelizador de la Iglesia. El nuevo Directorio ha situado la catequesis como «momento esencial del proceso de la evangelización» (DGC 63), como «eslabón necesario entre la acción misionera... y la acción pastoral» (DGC 64). Ello supone:

– Reconocer la referida prioridad de la acción catequética respecto a las otras acciones evangelizadoras (la misionera y la pastoral) y potenciadora de las mismas (cf CAd 54), ya que ella prepara cristianos adultos en la fe para la vida pastoral en la comunidad y, como consecuencia, serán estos quienes puedan llevar a cabo la acción misionera fuera y dentro de las fronteras de la comunidad (acción misionera): «Cuanto más capaz sea la Iglesia de dar prioridad a la catequesis, tanto más encontrará en la catequesis una consolidación de su vida interna como comunidad de creyentes y de su actividad externa como misionera» (CT 15). – Considerar la acción catequética como momento esencial del proceso evangelizador supone, además, buscar entre los no iniciados o entre aquellos que no tienen suficientemente fundamentada su fe, los destinatarios más idóneos para la catequización. En efecto, situada la catequesis como eslabón entre la acción misionera y la acción comunitario-pastoral, y teniendo como objetivo ayudar a madurar en la fe a aquellos en los que se ha despertado la fe inicial y desean fundamentarla, queda claro que su destinatario más idóneo no debe ser el sujeto activo de la comunidad. Ello no impide reconocer que en el interior de la vida de la comunidad se dé el caso de muchos miembros cuya fe no está suficientemente fundamentada –en buena medida son sujetos pasivos de la vida comunitaria–, y que requieren, por tanto, que su iniciación en la fe sea terminada mediante una buena catequesis. Resumiendo. Durante mucho tiempo, la catequesis ha sido considerada fundamentalmente como preparación a la vida sacramental. Piénsese en las familias de los niños que aspiran a celebrar la primera comunión. La catequesis está vinculada a los sacramentos iniciatorios, pero estos son sacramentos que incorporan a la vida de la comunidad a quienes aún no lo estaban. En este sentido, la catequesis genuinamente iniciatoria está más cerca de la esfera misionera que de la vida comunitaria. «La iniciación no es del orden de transmisión de un saber intelectual; es pedagogía de entrada en un misterio»1. 3. DE LA CATEQUESIS DE NIÑOS A LA «CATEQUESIS DE ADULTOS». De estar polarizada en los niños, la catequesis ha pasado a tener, en «la catequesis de adultos», su forma principal. La catequesis de adultos debe ser considerada como la forma principal de catequesis a la que todas las demás, siempre ciertamente necesarias, de alguna manera se ordenan. Esto implica que «la catequesis de las otras edades debe articularse con ella en un proyecto catequético coherente de pastoral diocesana» (DGC 59). Este principio catequético no tiene aún visos de llevarse a la realidad en gran parte de la Iglesia. Cuando se habla de catequesis se sigue pensando en los niños. No nos imaginamos una comunidad parroquial sin catequesis de niños, pero no tenemos ningún sentimiento de culpabilidad pastoral por no ofrecer de manera estable una catequesis sistemática para adultos. Durante el tiempo de la cristiandad la catequesis se polarizó en la infancia –no fue así en la época de los santos Padres– y no es fácil superar la influencia de tantos siglos. Hay obispos de regiones pastorales que piden a todas las parroquias «una catequesis de adultos como oferta institucional permanente»2. La prioridad referida de la catequesis de adultos (cf CAd 53-56) no debe quedar en los papeles, sino plasmarse en presupuestos, personal, convocatorias, ofertas, etc. No significa infravalorar la catequesis de niños y jóvenes; es esta la que debe tener en cuenta las líneas de fondo de la catequesis de adultos, lo cual no termina de hacerse realidad. La catequesis de adultos trata de orientarse mirando a la tradición iniciatorio-catecumenal; la catequesis de niños y adolescentes lo hace en un grado muchísimo menor. Entre las importantes mejoras catequéticas, habría que potenciar la catequesis de adultos jóvenes, muchos de ellos alejados o indiferentes. Esto llevaría a cambiar en algunos hogares el clima

religioso familiar; algunos adultos se transformarían en verdadera referencia testimonial, la catequesis en el ámbito familiar se haría más viable etc...; lo cual aportaría un gran bien para la vida de fe de las generaciones jóvenes.

III. Vacíos y dificultades de la acción catequizadora 1. VACÍO DE ACCIÓN CATEQUÉTICA. Parece innecesario –y hasta quizás una paradoja– hablar de un vacío de catequesis o acción catequizadora, cuando muchos pastoralistas tienen la sensación de una inflación de catequesis. Hay que reconocer que hay etapas de la vida cristiana muy importantes, en las que falta una buena oferta de catequesis iniciatoria y, por tanto, orgánica y sistemática. Esta se halla presente en la niñez y en la adolescencia, y en ellas con grandes deficiencias. La catequesis de niños se reduce, en muchos casos, a lo que puede realizarse hasta la primera eucaristía. A partir de ahí hay un descenso significativo de niños en la catequesis. Esto trae como consecuencia un vacío de catequesis en el momento en que el niño llega a su adultez infantil (11 años): no ha seguido el proceso catequético completo y no termina, por tanto, haciendo la confesión bautismal de fe, propia de su edad, que es la meta de toda catequesis. Por lo que respecta a la adolescencia, la catequesis está muy condicionada, por una parte, por el cambio antropológico profundo por el que pasan los adolescentes, que exige, las más de las veces, limitarse, en un largo primer momento, a una precatequesis, desbloqueo religioso, etc., y, por otra, por el sacramento de la confirmación. Una buena parte de los catequistas que trabajan en esta catequesis tienen la impresión de quedarse a mitad de camino de lo que debe ser una iniciación cristiana, que termina en la comunidad parroquial con la confesión de la fe por parte de los jóvenes, y la confirmación sacramental por parte de la Iglesia. 2. DIFICULTADES EN LA ACCIÓN CATEQUIZADORA. La acción catequizadora no es fácil. La catequesis es una acción pedagógica relacional, cuyo éxito depende de la combinación de una serie de elementos que no siempre están presentes, o no lo están en la medida que la meta de la catequesis lo exigiría. Las dificultades provienen, al menos, de tres factores: a) La falta de concienciación y preparación de los responsables de la catequesis o acción catequizadora. La concienciación de los sacerdotes, en concreto, acerca de la catequesis de adultos, es escasa: pocas parroquias ofrecen para ellos una catequesis de iniciación, es decir, orgánica y sistematizada. En cuanto a la preparación de los catequistas para cualquier edad, su capacitación sigue siendo la asignatura pendiente del movimiento catequético. Se gastan muchísimos más esfuerzos en elaborar diseños, materiales catequéticos, organización de los grupos, etc., que en capacitar y atender de cerca a quienes van a animar y dirigir la acción catequizadora. b) La resistencia interior de los catequizandos para ser catequizados. Para un catequista que trata de ayudar con ilusión a unos hermanos a madurar en el camino de la fe, pocas cosas resultan más gratificantes que encontrarse con hombres y mujeres o jóvenes y niños, que desean acercarse al Señor y participar activamente de su discipulado. Pues bien, esta no es, desgraciadamente, la realidad actual. La falta de experiencia cristiana en las familias jóvenes, la no fácil disponibilidad al cambio que exige entrar generosamente en el discipulado de Jesús («Maestro, te seguiré adondequiera que vayas» [Mt 8,191), el entorno que rodea a los destinatarios: de tensión, de consumo y bienestar... todo esto provoca en ellos una especie de resistencia interior ante la oferta catequizadora. Los que trabajan con adolescentes, jóvenes y adultos conocen muy bien la dificultad que entraña convocarlos a la catequesis de confirmación, a los encuentros prematrimoniales y a las reuniones con ocasión de la sacramentalización de sus hijos.

c) La complejidad de una buena dinámica del proceso. Nos fijamos en los siguientes aspectos: — La experiencia de encuentro con Jesucristo. «El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80; cf CT 6). «La catequesis trata de propiciar la vinculación básica del hombre con Jesucristo» (CAd 139). Es decir, la fe se apoya básicamente en este encuentro con Jesús, el Señor, y cuando la catequesis no favorece esta experiencia religiosa de comunión con él, se corre el peligro del doctrinalismo. «Para acceder, de esa situación de fe heredada, poseída, inercial, a una fe personal, es indispensable que el sujeto se despierte a la experiencia de la fe, escuche personalmente el testimonio de la presencia (de Dios) en su interior y en su vida, y consienta a esa presencia, descentrándose en el movimiento de confianza absoluta» (J. Martín Velasco, p. 45). Cuando en una persona no se ha producido esa experiencia de encuentro que le ha seducido y que puede producir la conversión a Jesús, el Señor, la incidencia vital de la catequesis en la persona es escasa y se evapora fácilmente. Si de algo adolece la catequesis es de una falta de experiencia religiosa. — La dificultad de una catequesis integral, en la que se intente desarrollar todas las dimensiones de la vida cristiana como: el conocimiento sapiencial del contenido de la fe, las actitudes morales cristianas, el gusto por la celebración y la oración, el cultivo de la vivencia comunitaria, el impulso misionero militante... Es difícil promover equilibradamente todas las dimensiones de la fe, pero es preciso intentarlo. Si en un grupo de catequesis se potencia en exceso una dimensión de la fe, sobre las otras, se dará lugar, como consecuencia, a un tipo de creyentes desajustados en su vida cristiana. — El establecer los límites de lo básico, lo fundamental, propio de la catequesis. Es esta característica de buscar lo básico, lo esencial, la que hace que la catequesis sea un servicio a la unidad de la fe. ¿Cuáles son esos aspectos nucleares que nunca pueden faltar? ¿Con qué densidad los debemos trabajar? ¿Dónde está la frontera de lo nuclear y las quaestiones disputatae? En la práctica no es fácil responder. La respuesta a esos interrogantes condiciona en buena parte la duración del proceso. El hecho de atender únicamente a lo básico no quiere significar que estemos pensando en un proceso simple. Las imágenes utilizadas por los santos Padres al hablar de la naturaleza del catecumenado (gestación, noviciado, poner fundamentos sólidos de un edificio...) dejan entrever un proceso educativo global, del que pueda salir un cristiano suficientemente cimentado en la fe, que haya superado la minoría de edad y pueda seguir creciendo en su vida cristiana mediante una educación o catequesis permanente. En nuestro mundo actual habremos de ofrecer un proceso bien estructurado a la luz del catecumenado bautismal, prolongado pero no muy largo, que dé al creyente una consistencia de fe suficiente para vivir en el mundo de hoy con la ayuda posterior de una educación permanente en la vida teologal. — La dificultad de un acompañamiento individualizado. La catequesis que pretende incorporar a unos creyentes a la vida de la comunidad, no puede menos que utilizar una pedagogía grupal, para vivenciar la dimensión comunitaria de la fe. Esto no obstante, cada componente del grupo (en especial de adolescentes, jóvenes y adultos) necesita por parte del catequista un acompañamiento individualizado, que con frecuencia no se puede realizar. Todos los componentes de un grupo maduran personalmente según la calidad de la dinámica del propio grupo. Pero la madurez individual no depende únicamente de los condicionamientos positivos grupales. Cada uno tiene sus problemas, que repercuten en su caminar catecumenal, y el catequista debe conocerlos para ayudar personalmente a cada uno a crecer como persona creyente.

— El acierto de una buena pedagogía. La catequesis actual debe cultivar tres aspectos pedagógicos, no fáciles de realizar: a) Un «entrenamiento» integral. La catequesis inicia, ejercita, entrena en conocer el mensaje cristiano y en ponerse a la escucha y en comunión, con Dios y con Jesús, el Señor; inicia, entrena en la oración y en la celebración de la fe; en practicar las actitudes morales cristianas; en vivir en comunidad fraterna, y en mejorar nuestra sociedad y comunicar a otros su propia experiencia de discípulo de Jesús. b) Cultiva un nuevo estilo de relación (contenidos, lenguaje...) respecto de los que vuelven a la fe desde la lejanía de la fe. El catequista cultiva, como Jesús, la acogida, la confianza en la persona, la paciencia, el respeto a la libertad. Este proceder le hace adoptar un lenguaje para sintonizar la buena nueva de Jesús con los que «vuelven a la fe». c) Un saber combinar la pedagogía grupal con el acompañamiento individualizado (cf CC 206-220, sobre la pedagogía divina, para hablar de la pedagogía en la catequesis [cf DGC 137-147]). — La inculturación en el entorno cultural de su tiempo. Una catequesis que desee inculturarse hoy en la sociedad moderna deberá ser: una catequesis atenta a la libertad y el desarrollo personal del sujeto; una catequesis en la que los catequizandos puedan hacer una auténtica experiencia eclesial de libertad de expresión, diálogo y corresponsabilidad (democracia); una catequesis con un buen sentido crítico hacia dentro y hacia fuera; una catequesis abierta al diálogo y a la comunicación (cf A. Fossion, p. 19-52). Los párrafos del nuevo Directorio dedicados a la inculturación de la catequesis (DGC 109-110, 203-207) son una aportación muy actual para la comunicación eficaz del mensaje cristiano al hombre de hoy.

IV. Agentes de la acción catequizadora La catequesis es una responsabilidad de toda la comunidad cristiana. Esta deberá enseñar a sus miembros los aspectos constitutivos y vitales de la propia comunidad. De esta manera, en nuestro caso, las comunidades cristianas podrán seguir de cerca «el desarrollo de los procesos catequéticos... y acoger a los catequizados en un ambiente fraterno, donde puedan vivir, con la mayor plenitud posible, lo que han aprendido (CT 24)» (DGC 220; cf IC 14-15). Un proceso iniciatorio es demasiado importante para la Iglesia como para que el obispo no asuma la «alta dirección de la catequesis» (CT 63). Toda la documentación catequética designa al obispo como el primer responsable de la catequesis en la Iglesia particular. La catequesis es «un servicio realizado, de modo conjunto, por sacerdotes, religiosos y seglares catequistas, en comunión con el obispo» (CF 27). Desde quienes, a instancias del obispo y en su nombre, elaboran el «proyecto global de catequesis, articulado y coherente..., convenientemente ubicado en los planes pastorales diocesanos» (cf DGC 223, final), hasta el catequista que está en relación directa con los catequizandos, hay toda una serie de mediaciones —responsables, a su vez, de la catequesis—, como el presbítero que convoca, los padres que acompañan desde el clima familiar de fe, el testimonio de la comunidad etc. que pueden ayudar o dificultar la consecución de los objetivos propuestos. Pero los catequistas seglares son el gran agente de la catequización. Por ello la comunidad debe cuidar con esmero su designación. El hecho de contar con un amplio número de niños y adolescentes catequizandos ha obligado, muchas veces, a solicitar la colaboración de laicos creyentes, en los que no se ha discernido con suficiente diligencia la vocación o carisma catequizador. No es este el camino idóneo para designar a los catequistas. El ministerio de la catequesis ha de ser entregado a aquellos que, tras un discernimiento personal y comunitario, dan muestras de haber recibido el carisma para catequizar y de haberse preparado para su ejercicio.

Los catequistas laicos no son los sustitutos del sacerdote, ni tampoco sus colaboradores, sino quienes participan de uno de los ministerios más importantes de una Iglesia ministerial. Ellos van a ayudar a iniciarse en la fe a niños, jóvenes y adultos —con la importancia que tiene la iniciación en todo grupo humano—; en muchos casos, desgraciadamente, ellos van a ser los únicos mediadores que acerquen a los catequizandos a la experiencia de la fe en el encuentro con Jesús, el Señor. La Iglesia debe velar por su formación y capacitación en las dimensiones de la fe, en la que ellos, a su vez, van a iniciar a otros. El catequista de un grupo, que actuó con talante apostólico y misionero, con gran amor a la Iglesia y con una sólida espiritualidad —oración y celebración— es un gran don del Espíritu a su Iglesia. La importancia del catequista laico y religioso laical ha crecido en la medida en que ha ido disminuyendo el número de presbíteros. Por eso el nuevo Directorio aconseja que «exista, ordinariamente, un cierto número de religiosos y laicos, estable y generosamente dedicados a la catequesis y reconocidos públicamente por la Iglesia» (DGC 231). Una acción de tal importancia en la Iglesia deberá ser tomada con gran responsabilidad en todas las comunidades cristianas. «En la Iglesia de Jesucristo nadie debería sentirse dispensado de recibir la catequesis» (CT 45; cf IC 2). No sólo los niños y adolescentes; también los jóvenes, los adultos y los mayores. ¿Qué puede decir de sí misma una comunidad que tenga que responder negativamente ante una demanda de catequización por parte de algunos adultos? Una demanda de catequesis desde las diversas edades no es una demanda más. Afecta a lo esencial, a la identidad de la comunidad cristiana. NOTAS: 1. L. M. CHAUVET, Croissance de I'Eglise, 108, 45-48. – 2. OBISPOS DE EUSKALHERRIA, Evangelizar en tiempos de increencia. Carta pastoral de Cuaresma-Pascua de Resurrección, Idatz, San Sebastián 1994, 90. BIBL.: AA.VV., Pero ¿existe la catequesis de adultos?, Sinite 106 (1994) número monográfico; cf los artículos de Lázaro R., Garitano F., Pedrosa V., Floristán C. y Gil M. A.; ALBERICHE., Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 38-51, 87-120; COMISIÓN NACIONAL FRANCESA DE CATEQUESIS, Formación cristiana de adultos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989, 11-18, 51-59, 237243; Catecumenado de adultos, Mensajero, Bilbao 1996, Prólogo, 5-15; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FoSSION A., Catéchése et modernité, Lumen vitae 51 (1996); GARITANO F., La catequesis de la comunidad cristiana y en la Iglesia local, Teología y catequesis 4 (1983) 559-577; MARTÍN VELASCO J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, 17-87; SEPE C., La catequesis a la luz del jubileo del año 2000, Actualidad catequética 171 (1996). Félix Garitano Laskurain

ACCIÓN MISIONERA

SUMARIO: I. La acción misionera. Naturaleza y formas: 1. La acción misionera con los más alejados: el primer anuncio; 2. La acción misionera con «otros alejados de la fe»: la precatequesis. II. Vacío de acción misionera: 1. ¿Por qué este vacío de acción misionera cara al interior de la Iglesia?; 2. Exigencias de la acción misionera en los cristianos agentes de esta acción; 3. Dificultades para la acción misionera. III. Agentes de la acción misionera: 1. Todo cristiano puede y debe comunicar su experiencia de fe; 2. Condiciones básicas para el anuncio misionero; 3. Condiciones específicas en el momento actual. IV. Lugares para el anuncio misionero: 1. Fuera del

ámbito parroquial; 2. Dentro de los ámbitos parroquiales; 3. Elementos necesarios para el anuncio misionero. V. El posanuncio misionero. Conclusión.

Muchos pastores y teólogos dejan entrever aún en sus escritos aquella trilogía de los años sesenta: evangelización, catequesis y sacramentalización, identificando así la acción misionera con la evangelización o, si se prefiere, reduciendo la evangelización a la acción misionera. Uno de los aciertos de la catequesis española ha sido haberse dejado impregnar por el esquema evangelizador del Vaticano II en su decreto Ad gentes, y de la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi. Desde estos documentos, se entiende y define la evangelización como un proceso dinámico, rico y complejo, que se desarrolla gradualmente, estructurado en tres etapas: misionera, catequética y pastoral (cf CAd 36-38). El Directorio general para la catequesis asume y desarrolla esta manera de entender la evangelización (DGC 47-49), que es la que recoge el documento de la Conferencia episcopal española La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, aprobado por su LXX asamblea plenaria el 27 de noviembre de 1998.

I. La acción misionera. Naturaleza y formas La acción misionera, como punto de arranque de la evangelización, se sitúa en el mundo de los no creyentes. Estos no se hallan únicamente en los territorios donde aún no ha penetrado la savia del evangelio. En el mundo occidental, especialmente, «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y su evangelio» (RMi 33). En 1944 conocidos pastoralistas franceses declararon a Francia Pays de mission. Por lo que respecta a otros países de tradición cristiana – católica, protestante, anglicana–, el clima socio-religioso vivido durante siglos no ha provocado en los bautizados la necesidad de personalizar la fe y numerosos hombres y mujeres se han encontrado a la intemperie ante la avalancha de la modernidad y la posmodernidad. La vivencia religiosa de las personas no estaba lo suficientemente arraigada, y muchísimos cristianos han ido alejándose de la fe en mayor o menor grado y, aunque conservan en muchos casos un fondo religioso que despierta en determinadas ocasiones, construyen su vida sobre criterios del mundo, prácticamente al margen de la fe. Es decir, la acción misionera es también necesaria en muchas Iglesias de larga tradición cristiana. No es idéntica la situación de alejamiento de la fe de unos y otros y esto hace que la acción misionera no pueda ser uniforme. El punto de llegada de la acción misionera en unos y otros es el mismo: suscitar en ellos la conversión, la adhesión inicial a Jesucristo y a su evangelio (cf CC 4041). Pero el punto de partida es distinto. 1. LA ACCIÓN MISIONERA CON LOS MÁS ALEJADOS: EL PRIMER ANUNCIO. Con los más alejados, habrá que comenzar con un primer anuncio de Jesucristo y su evangelio. Quizá no sea la primera vez que muchos de ellos lo oyen, ya que a menudo se trata de cristianos bautizados que pudieron ser catequizados en su infancia. Sin embargo, los muchos años que han vivido al margen de la fe, han desfigurado en ellos todo rasgo cristiano y es necesario situarse ante ellos como ante los no creyentes. Es «un anuncio que el creyente hace al no creyente a través de su vida y su testimonio de vida, en lenguaje vital y experiencial» (CAd 41) y que incluye el siguiente mensaje: «En Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres como don de la gracia y de la misericordia de Dios» (EN 27). Aunque el creyente no lo exprese en estos términos, con su vida y sus palabras deja ver que se siente mejor emplazado en la vida desde que ha conocido a Jesucristo y lo ha acogido en su vida: con otra luz y esperanza, con otra mirada hacia la vida, con la sensación de sentirse acompañado

gratuitamente por el Espíritu (el amor y la fuerza de Dios), con una mayor cercanía a las personas, etc.; esto es, se siente salvado. No es fácil determinar cuándo y cómo un creyente puede hacer este primer anuncio a un increyente: Hay veces que se requiere mucho tiempo de convivencia mutua para que un increyente comience a preguntar al creyente: «¿qué es esto?» (Mc 1,27), ¿cómo lo has conseguido?, ¿qué sientes en tu interior'?, etc. Otras veces, sin embargo, un viaje, una comida, un acontecimiento de cierta relevancia en la vida de una persona, pueden transformarse en mediación válida para poder hacer este anuncio misionero. El objetivo del primer anuncio es provocar en los alejados una actitud de búsqueda, el interés por la fe, la simpatía por Jesucristo y su evangelio. El impacto que el encuentro con un verdadero creyente ha podido producir en un alejado, requiere ser trabajado después a través de un sencillo proceso de búsqueda, hasta que esta simpatía por Jesucristo vaya tomando cuerpo y se transforme ya en una adhesión inicial a él. La Iglesia siempre ha cuidado –y cuida– este proceso de búsqueda de la fe, tanto con los no bautizados (precatecumenado) como con los bautizados alejados de la fe (precatequesis). El prefijo pre- está indicando que estas personas no están aún en condiciones de participar en un catecumenado o una catequesis propiamente dicha, en tanto no se dé en ellos una adhesión inicial a Jesucristo y su evangelio. «El hecho de que la catequesis, en un primer momento, asuma estas tareas misioneras, no dispensa a una Iglesia particular de promover una intervención institucionalizada del primer anuncio como la (actuación) más directa del mandato misionero de Jesús» (DGC 62). 2. LA ACCIÓN MISIONERA CON «OTROS ALEJADOS DE LA FE»: LA PRECATEQUESIS. Nos referimos a aquellos hombres y mujeres que se declaran cristianos o creyentes, en los que persiste un fondo religioso que alimentan ocasionalmente, pero que construyen su vida diaria sin gran refer encia a Jesucristo y su evangelio. Estos bautizados se encuentran en aquella situación intermedia que, según el Directorio, necesita una nueva evangelización (DGC 58). En estos es necesario interpelar su distanciamiento de la fe y despertar en ellos el deseo de participar en un proceso precatequético de búsqueda de la fe. Cabría incluir en este apartado tanto a muchos creyentes que frecuentan ocasionalmente la comunidad cristiana con motivo de algún acontecimiento sacramental, funerales o grandes fiestas litúrgicas (navidad, semana santa...), como a quienes acuden con mayor o menor asiduidad a cultos de la religiosidad popular, pero para quienes Jesucristo no ocupa el centro de su vida religiosa. Todos ellos tienen en común que no han descubierto aún la novedad viva y la centralidad del evangelio de Jesús. a) La precatequesis es una explicitación más reposada del primer anuncio del evangelio, dirigida a aquellas personas en quienes se ha despertado algún interés por la persona de Jesús «en orden a una opción sólida de la fe» (DGC 62). Es un proceso, no muy largo —depende siempre del destinatario con el que se trabaje—, en el que el grupo afronta la buena noticia que aporta Jesucristo a las vidas de sus miembros, desde los interrogantes que surgen de sus experiencias nucleares. De esta forma el proceso facilita a las personas el hecho de escuchar la invitación personal de Dios y de poder experimentar un primer encuentro salvador con Jesucristo. A lo largo de los encuentros que abarca un proceso de precatequesis, se pretende transmitir lo fundamental del mensaje, el kerigma sobre Jesucristo, que podríamos resumir así: Os anunciamos al Dios de la misericordia que, en su deseo de salvarnos, se ha manifestado en la presencia de Jesucristo, muerto y resucitado. Nosotros somos testigos de ello. En su nombre se nos perdonan todos los pecados. No podemos, pues, esperar otro salvador fuera de él. Creed esta buena noticia. Convertíos, poneos a vivir mirando a Dios, dejándoos conducir por el Espíritu Santo que hay en vosotros y que recibiréis amplia y gratuitamente. Y uníos a nosotros, la Iglesia de Jesús. La precatequesis busca que la persona ya interesada por Cristo se adhiera de forma inicial a él y a su evangelio. El Ritual de la iniciación cristiana de adultos insiste fuertemente en este punto: no cabe comenzar el catecumenado si no se ha dado esa adhesión inicial. «Espérese a que los

candidatos tengan el tiempo necesario para concebir la fe inicial» (RICA 50). «Sólo contando con la actitud interior de el que crea, la catequesis propiamente dicha podrá desarrollar su tarea específica de educación de la fe» (DGC 62). b) Todo este planteamiento está revelando que la acción misionera comprende, propiamente, dos tiempos o acciones progresivas, que responden al nivel de alejamiento de la fe de los destinatarios: el primer anuncio, en función de aquellos que se encuentran en la increencia, y la precatequesis para quienes viven una cierta religiosidad cristiana, o para quienes, religiosamente inquietos, provienen de la lejanía de la fe. Ambos tiempos son, desde luego, tiempos de «búsqueda de la fe» (cf CAd 206-210). Uno y otro constituyen los dos primeros momentos del proceso de conversión permanente: el interés por el evangelio que persigue el primer anuncio, y la conversión que persigue la precatequesis, seguidos de los otros dos momentos: la profesión de fe que pretende la catequesis, y el camino hacia la perfección que pretende la acción pastoral (cf DGC 56). La acción misionera no es una acción que se realiza únicamente en los llamados países de misión; es necesario hacerla también al interior de la comunidad cristiana. Dentro de la acción misionera, la precatequesis puede tomar dos acentos, según se lleve a cabo con personas provenientes de un serio alejamiento de la fe o con otras personas alejadas, pero todavía religiosas. Una cierta analogía de estas dos acentuaciones la encontramos en la misma predicación apostólica. Es distinto el anuncio misionero dirigido a un público religiosamente indiferente que hace Pablo en el areópago de Atenas (He 17,16-31), del que hace Pedro a judíos religiosos (He 2,22-36).

II. Vacío de acción misionera 1. ¿POR QUÉ ESTE VACÍO DE ACCIÓN MISIONERA CARA AL INTERIOR DE LA IGLESIA? Nos encontramos inmersos en una sociedad afectada por una indiferencia y un agnosticismo poscristianos y por un rechazo a lo institucional, todo lo cual hace que la oferta de la Iglesia no tenga muchos adeptos. Si a esto añadimos el hecho de que los cristianos están poco motivados y preparados para la misión, se comprende el actual vacío de acción misionera. Herederos de una sociedad de cristiandad, tanto en los seminarios como en los institutos catequéticos y en escuelas de catequistas se preparaba, y se prepara, con más o menos competencia, para realizar la acción catequizadora o catequesis. En cambio, estaba totalmente ausente —y lo está casi hoy día– la pedagogía misionera, o cómo ayudar a una persona a pasar de la no fe a la fe. Un dato significativo de esta deficiencia misionera: casi en ninguna diócesis se cuenta con un departamento de acción misionera en función de la propia diócesis. No se entendería que una diócesis no tuviese un departamento de catequesis o acción catequizadora. Sin embargo, no se palpa aún la necesidad de un organismo diocesano competente para llevar a cabo el anuncio misionero y que canalice sus acciones, siendo así que la misión es algo esencial en la Iglesia de Jesús. 2. EXIGENCIAS DE LA ACCIÓN MISIONERA EN LOS CRISTIANOS AGENTES DE ESTA ACCIÓN. Ciertamente, la acción misionera comporta unas exigencias mayores que la acción catequética o la acción pastoral —siempre le es más fácil hablar de Dios al que está presto a escucharlo– y más en un momento eclesial como el que estamos viviendo. Hoy día, las resistencias del entorno ante el hecho religioso demandan al cristiano comprometido en la acción misionera: 1) una vivencia humanizadora y significativa de la fe; 2) una ilusión y una creatividad para encontrar nuevos caminos y posibilidades evangelizadoras; 3) una capacidad de discernir allá donde parec e nacer un interés por la fe y una pastoral de seguimiento; y todo ello, 4) sintiéndose respaldado por una Iglesia, una comunidad, o, cuando menos, por un colectivo significativo, donde pueda verificarse aquello que anuncia el cristiano misionero.

3. DIFICULTADES PARA LA ACCIÓN MISIONERA. a) La gran dificultad de la acción misionera para el cristiano misionero reside en lograr que el destinatario capte el anuncio misionero como buena noticia. Para ello, es necesario que los destinatarios experimenten: 1) que lo que anunciamos va en línea de lo que ellos buscan; 2) que va más allá de lo que ellos esperaban; 3) que no es pura promesa verbal; hay hechos que lo avalan. El evangelio, para ser visto como plenitud de humanidad, ha de ser oído en el hombre y desde el hombre. El evangelio es una vida concreta vivida a la luz de Dios. Por eso, debajo de todo mensaje evangélico hay que buscar la situación humana que ilumina y transforma, y descubrir así en la fe una manera nueva de vivir. Es importante en todo anuncio misionero ayudar a los destinatarios a descubrir en ellos mismos signos, huellas de todo aquello que se les anuncia (semina Verbi). b) Los obstáculos para una buena acción misionera se encuentran a veces en los propios destinatarios. Situaciones de bienestar o consumo –y por el lado contrario, la angustia por sobrevivir–, o bloqueos de tipo afectivo, sexual, psicológico, etc.., pueden impedir que el individuo se sienta capaz de entrar dentro de sí y pueda captar, en realidad, cuáles son sus necesidades y preguntas profundas. Ello obligaría a buscar medios para ayudarles a superar tales obstáculos, empeño harto difícil para educadores sencillos. Además, «el esfuerzo misionero exige la paciencia» (CCE 854). Por lo insinuado aquí, se entiende lo dificultoso de la acción misionera. Se multiplican las llamadas a la acción misionera, los intentos por clarificar la nueva evangelización que demandan los tiempos actuales, pero las experiencias de acción misionera de cierta calidad son más bien escasas.

III. Agentes de la acción misionera 1. TODO CRLSTIANO PUEDE Y DEBE COMUNICAR SU EXPERIENCIA DE FE. «La Iglesia entera es misionera, la obra de la evangelización es un deber de todo el pueblo de Dios» (AG 35). Hoy se habla más de misión que de misiones, refiriéndonos a la evangelización. El plural suele expresar territorios particulares donde es necesario hacer el primer anuncio evangélico. La utilización del singular misión, en cambio, descubre que la acción misionera es esencial a toda la Iglesia. Todo hombre o mujer bautizado, según sus posibilidades, debe compartir su fe con los que no la viven. La acción catequizadora —la catequesis— es un servicio que requiere unas condiciones que no están al alcance de todos. Por eso precisamente el obispo encarga a determinados fieles la misión de catequizar. La acción misionera, en cambio, es la consecuencia de aquella llamada que Jesús lanza a todo su discipulado: «Id y haced discípulos míos, bautizándolos...». Dentro de la acción misionera hay algún campo que requiere una mayor capacitación, como animar un grupo en búsqueda mediante una precatequesis; en este caso la Iglesia escogerá a quien juzgue capacitado como acompañante —padrino— en la búsqueda de la fe. Pero ¿quién no puede comunicar a otro su propia vivencia de fe? Pablo VI llegó a preguntarse si cabe otra forma de comunicar el evangelio que no sea esta comunicación interpersonal (cf EN 46). No se trata sólo de comunicar la propia experiencia de fe, sino de hacerlo con la fuerza del testigo, con convicción y coherencia personal. Ello supone interés por adquirir un alto nivel de vida de fe. Pero convendrá comunicarla en el nivel que la vayamos teniendo, conscientes de que la hondura de nuestra vivencia creyente podrá hacer nacer en el otro una vivencia religiosa más auténtica . 2. CONDICIONES BÁSICAS PARA EL ANUNCIO MISIONERO. Hay unas exigencias básicas, necesarias en todo momento y lugar, para quien desee ser fecundo en el anuncio misionero a otros: 1) haber experimentado que es bueno lo que pretende anunciar; por eso lo hace, porque ha

experimentado que al cambiar de rumbo su vida, ha ganado en ilusión y ganas de vivir; 2) una comunión con todo ser humano. En realidad, la evangelización es un acto de amor; nosotros no somos profesionales del anuncio misionero, sino creyentes que aman al ser humano y comparten con él lo que ellos han gustado como bueno en sus vidas; 3) concienciarse de su responsabilidad cara a la misión de Jesús, que esta no es algo que incumbe únicamente a los sacerdotes, religiosas, etc.; 4) creer en su capacidad evangelizadora; todos podemos hacer algo —y lo hacemos— por mejorar la convivencia; hoy hay muchas posibilidades en la sociedad para que un creyente pueda canalizar su deseo de acercarse al mundo de los pobres y marginados; todos podemos comunicar a otros nuestra vivencia personal; todos tenemos una familia donde podemos pretender hacer nacer una pequeña experiencia de esa convivencia nueva del evangelio; todos tenemos unos amigos que nos valoran y nos escuchan y a quienes podemos transmitir nuestra vivencia de fe; 5) ser impulsado, acompañado y animado a ello por sus hermanos creyentes; a este respecto debe darse en las comunidades una mutua interpelación evangelizadora. 3. CONDICIONES ESPECÍFICAS EN EL MOMENTO ACTUAL. Hay otras exigencias más específicas, propias del momento en que vivimos. Es frecuente observar que determinadas actitudes y convicciones de quien trata de misionar bloquean a veces en los interlocutores la posible recepción de dicho mensaje. Se trata de especificar supuestos, convicciones y actitudes que componen lo que llamamos el talante necesario para poder evangelizar. a) Supuestos. El agente de la acción misionera: 1) debe haber experimentado que es bueno lo que pretende anunciar; por eso lo hace, porque ha experimentado que al cambiar de rumbo su vida, ha ganado en ilusión y ganas de vivir; 2) debe haberse concienciado cara a su responsabilidad en la misión de Jesús; 3) debe creer en su capacidad evangelizadora; 4) debe ser impulsado y animado a evangelizar por sus hermanos creyentes y concretamente por los dirigentes de la comunidad. b) Convicciones: 1) «La evangelización cuenta con los anhelos y esperanzas de los hombres, si bien los trasciende, porque la oferta evangelizadora es mayor aún que la medida del corazón del hombre» (Evangelización y hombre de hoy, 122). 2) Quien no conoce a Cristo, quien no ha hecho la experiencia de la fe, pierde algo vital para su realización. «La evangelización va más allá de un teísmo difuso, porque ofrece la misma relación de conocimiento, amor y vida de Jesús con el Padre» (Ib, 172). 3) Difícilmente ganaremos a un increyente a base de razones. Nuestro reto frente a él es demostrar que la fe humaniza más que la no fe. 4) La razón que nos mueve a ir al increyente es nuestro amor hacia su persona; deseamos transmitirle algo que para nosotros ha sido bueno. 5) Dios está siempre más allá... Es un misterio. No podemos pretender poseer a Dios, sino ser poseídos por él. No hacemos más grande o más pequeño a Dios por afirmar o negar su realidad. 6) Desde ese punto de vista, no olvidamos que para Dios todos somos sus hijos e hijas, que en toda persona hay una semilla de Dios y que en la medida en que uno se abre al hermano, esta semilla va creciendo, se manifieste creyente o no. 7) En estos momentos de indiferencia, más que dar respuestas, debemos estar preocupados en suscitar preguntas. Tenemos más necesidad de testigos que de predicadores. «Preferir la humildad de los signos al ruido de las palabras» (Ib, 140). 8) Ante el hombre y la mujer actuales, «sin pasión teológica, son insuficientes los caminos habituales seguidos por la Iglesia para transmitir la fe» (Ib, 160). 9) Nuestro lugar es el mundo, no la parroquia. Nuestra tarea es la de hacer el mundo nuevo de Dios, unidos a todos los que luchan por mejorar este mundo. Es imposible que nos crean si no nos ven solidarios en la lucha. Ahí, en la lucha, debemos ayudarles a descubrir que el mundo nuevo está más allá de nuestras posibilidades como seres humanos. En realidad, las actitudes en la vida son la verificación o descalificación de lo que valen todas nuestras afirmaciones y discursos. 10) Difícilmente el hombre moderno podrá escuchar la invitación a la fe, mientras no nos comprometamos en la lucha por transformar las estructuras de pecado que le rodean. 11) La calidad de una parroquia se mide por su capacidad en transmitir la fe a un no creyente. 12) «La valentía misionera y la razón de ser de la existencia

apostólica se nutren y templan sin cesar en la oración» (Ib, 170). 13) «A la Iglesia le será imposible excluir toda desfiguración del rostro de Cristo. Nunca será la Iglesia suficientemente santa para acometer con garantía de éxito la misión evangelizadora» (Ib, 170). c) Actitudes. Actitud del «ir»: No esperar a que un no creyente o alejado nos pida ayuda para buscar la fe. Ir a ofrecerle, intercambiar, dar y recibir, siempre sin agobiar. Calidad antes que cantidad. No estar preocupados por traer gente sino por ser nosotros auténticos seguidores de Jesucristo. Actitud espiritual: no somos nosotros fundamentalmente, sino el Espíritu Santo, quien hace mover en el sujeto el interés por la fe. Actitud de amor: lo que nos mueve a dirigirnos al increyente es el amor; lo queremos y como consecuencia le ofrecemos lo mejor de nosotros. «Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado la fuerza de su impulso misionero» (CCE 851). Actitud de gratuidad: lo que hemos recibido gratis, lo damos gratis. Lo nuestro es compartir, ofrecer, de ninguna manera invadir, querer convencer. Actitud de igualdad: todos somos buscadores de Dios. El espíritu de Dios actúa también en ellos. Actitud de solidaridad con la gente que nos rodea, en su lucha contra el mal, reflejo de que la fe nos ha humanizado. De esta forma, la evangelización «prolonga la presencia de Cristo con una nueva encarnación» (Evangelización y hombre de hoy, 146). Actitud de predilección hacia los alejados cuando los imaginamos en nuestra celebración. Ello debe marcar el estilo de la celebración, los gestos y símbolos a utilizar. Actitud serena ante la increencia: tenemos que aprender a cohabitar con ella. Tampoco sabemos si este fenómeno servirá de purificación a la Iglesia, si hará nacer algo nuevo... Actitud de esperanza en lo que llevamos entre manos, superando complejos de inferioridad y evitando caer en apoyos mundanos, sabiendo que el «Espíritu Santo es, en verdad, el protagonista de toda la misión eclesial» (CCE 852).

IV. Lugares para el anuncio misionero El anuncio misionero hay que hacerlo allá donde no se conoce o no se ha experimentado la novedad salvadora de Jesucristo, allá donde una situación deshumanizada pide a gritos ser renovada por la savia nueva del evangelio. Pablo VI hablaba de «toda una muchedumbre muy numerosa de bautizados, que están totalmente al margen del bautismo y no lo viven» (EN 56). A casi 25 años de esta exhortación apostólica, hemos de reconocer que tal muchedumbre ha crecido considerablemente, como lo ha hecho el secularismo ateo del que habla el documento papal. Es evidente que nuestros pueblos, familias, universidades... se han convertido en lugar de misión. ¿Dónde y cómo conectar con todos aquellos que pasan de la fe? Allá donde se encuentran, esto es, en la vida de todos los días, y también en las comunidades cristianas, porque un buen número de ellos acuden a solicitar algún servicio religioso para ellos mismos o bien para alguno de sus familiares. 1. FUERA DEL ÁMBITO PARROQUIAL. Desde el bautismo, todos los bautizados contamos con una misión profética como es «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra» (CCE 905). El anuncio misionero fuera de las fronteras parroquiales tiene un doble reto: 1) mostrar que una opción por Dios conlleva a una opción por el ser humano (la comunión solidaria con todo ser humano), y 2) hacer ver que una vida iluminada e impulsada desde el evangelio de Jesús humaniza más que una vida sin fe. Ambos retos parecen necesarios para que los no creyentes o seriamente alejados de la fe puedan quedar interpelados por una vida vivida desde la fe. Pero no basta el testimonio, el signo; es necesario ayudar a la gente a interpretarlo: «¿Por qué vivís así?». Ahora bien, ¿cuál es el momento idóneo para un anuncio verbal de Jesucristo? Hay movimientos religiosos que practican el anuncio directo desde el primer momento. No es fácil decirlo. La pedagogía utilizada por Jesús

(predicar tras el signo) parece indicar que el anuncio debe estar precedido y acompañado por el signo testimonial. En muchos casos el discernimiento pastoral exigirá la espera, «el esfuerzo misionero exige la paciencia» (CCE 852); en otros puede que haga nacer la pregunta antes de lo esperado; en otros, por fin, bien porque el signo no es suficientemente rico, bien porque los destinatarios tienen los ojos y los oídos indispuestos para poder ver más allá de lo que ven y oyen, no habrá espacio para que el anuncio verbal pueda ser escuchado. Aun cuando todo bautizado es misionero y por tanto debe compartir su fe con los que no la conocen, la Iglesia deberá favorecer aquellos movimientos que, por su carisma y organización, pueden hacer mejor el anuncio misionero en la vida pública. Es de todos conocida la gran aportación que a la misión evangelizadora de la Iglesia han hecho los movimientos especializados de Acción Católica, los Cursillos de Cristiandad, las Misiones populares etc. 2. DENTRO DE LOS ÁMBITOS PARROQUIALES. Muchos de los que están seriamente alejados de la fe acuden a las comunidades parroquiales, bien para solicitar un servicio religioso (un funeral), bien para solicitar un sacramento para ellos mismos o para alguno de su familia. No es fácil saber las motivaciones que les inducen a dar este paso, pues hay motivaciones que funcionan y dirigen la demanda desde el inconsciente. En efecto: 1) hay resortes arcaicos que están más o menos latentes y que son muy poderosos, como seguir con la tradición familiar, hacer lo que hacen todos los demás, ofrecer al niño todas las posibilidades (de lo contrario puede aparecer un cierto sentimiento de culpabilidad); 2) o es ese niño que llevamos todos dentro y que se despierta con todos estos acontecimientos...; 3) tampoco podemos dejar de lado las presiones ambientales, familiares...; 4) pero también es posible que en el fondo de mucha gente que solicita un sacramento haya una disponibilidad fundante hacia Dios, una apertura hacia el Misterio, sin que ellos sepan traducirlo en un acto de fe en Jesucristo, pues no en vano, desde la fe, creemos que la «gracia obra de manera invisible en todos los hombres de buena voluntad», sean creyentes o no (GS 23). 3. ELEMENTOS NECESARIOS PARA EL ANUNCIO MISIONERO. a) La acogida. La calidad de la acogida es primordial en todo ámbito de relaciones y lo es, también, en el terreno religioso. Posiblemente, una de las cosas que sus paisanos agradecían más en Jesús era su acogida. Es importante, siempre, acoger a una persona que viene solicitando algo; es un signo de humanidad. Más aún, en nuestro caso, cuando unas personas, desde la inseguridad –y acaso desde la culpabilidad o la vergüenza– que les produce el tener que encontrarse en un ámbito que no dominan y del que se habían separado, acuden solicitando un servicio religioso. Sea grande o pequeña su fe, no somos quiénes para reprochar su nivel de vida cristiana, sino al contrario, desde donde están ellos, hemos de tratar de conocer al máximo –y valorar– sus motivaciones y posicionamientos religiosos y ayudarles a abrirse al Dios del evangelio de Jesús: «gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» (Mt 10,8). Ciertamente, no es fácil equilibrar la gratuidad con la exigencia requerida por la fe, como tampoco lo es mantenerse acogedor cuando no coinciden la oferta y la demanda, cuando quien pide un servicio religioso, acaso, más que un sacramento lo que solicita es un rito cristiano de paso, movido en buena parte por una lógica de comunión (hacer lo que hacen los otros, lo que han hecho siempre en mi casa...) y nosotros, en cambio, funcionamos con una lógica de la diferencia, convencidos de que el sacramento produce una identidad que nos diferencia de otras personas. Con todo, una buena parte de la efectividad del anuncio misionero se juega en este primer encuentro acogedor, lo cual interpela el lugar, el talante y el lenguaje de la acogida. b) El contenido evangelizador de los encuentros. El que es consciente de que una gran mayoría de quienes acuden a solicitar un servicio religioso no están en el nivel sacramental, planteará el contenido de dichos encuentros, no tanto desde la óptica teológica del sacramento en cuestión

cuanto desde el acontecimiento humano y el nivel de fe en que se encuentran los destinatarios que tiene delante, tratando de ayudarles a abrirse a la llamada de Dios. Ciertamente, no es cosa de caer en rigorismos legislativos o en ortodoxias doctrinales, pero tampoco de desembocar en un laxismo o en una tertulia de café. Este es un momento idóneo –algo serio ha pasado en sus vidas para acercarse a la comunidad cristiana– para interpelarles y ayudarles a descubrir la llamada que Dios les dirige en este paso que pretenden dar. c) Favorecer el encuentro en la familia. La visita a la familia entra dentro de la pedagogía del «id», a la que tanto nos invitó el Señor, «los envió a todos los pueblos y lugares» (Le 10,1). La visita favorece la imagen de una Iglesia que se acerca a la gente, en lugar de hacerlos venir al despacho parroquial, algo que puede ser bien apreciado, sobre todo por las clases populares. Aun reconociendo las dificultades que supone hoy el presentarse en un hogar –individualismo exacerbado, guardar la intimidad de cada familia, desconocimiento mutuo entre sacerdotes y buena parte de los feligreses, etc.– el encuentro en familia en torno a un acontecimiento importante, como puede ser un nacimiento, una muerte, unas bodas de plata..., es pastoralmente recomendado en una visión de Iglesia misionera. Naturalmente, se trata de una presencia ofertada, nunca impuesta; nadie debe sentirse violentado ni presionado a ello. d) El estilo misionero de la celebración (símbolos, lenguaje...). Siguiendo la recomendación misionera de Jesús: dejar las 99 ovejas e ir en busca de la que se había perdido, sabiendo que en dichas celebraciones ocasionales se van a encontrar hombres y mujeres que viven sin ninguna referencia explícita a la fe, es conveniente que la celebración adquiera un estilo misionero: una predicación con un tono caluroso y comunicador, en un lenguaje vital y de experiencias, anunciándoles al Dios-vida, cercano a sus vidas, y unos símbolos adaptados a la mentalidad del hombre actual (recordando que la mayor parte de las personas son más sentimiento que razón).

V. El posanuncio misionero Una buena acción misionera pretende mínimamente suscitar el interés y la simpatía por la fe, y allá donde este interés ha tomado cuerpo en una precatequesis, llegar hasta una adhesión inicial a Jesucristo y su evangelio, por parte de los destinatarios. No cabe pensar, por tanto, que con esta acción termina la iniciación en la fe de un creyente, aun cuando, ciertamente, muchos de los que han escuchado nuestro anuncio misionero no tendrán ningún interés mayor en continuar madurando ese pequeño despertar a la fe que se ha dado en ellos. Sería disparatado imaginar una fe adulta en aquel que ha mostrado un interés por la fe y depositar en él responsabilidades educativas de la comunidad cristiana. El despertar a la fe requiere ser fortalecido y alimentado por sucesivas ofertas educativas de la fe: la precatequesis, la catequesis catecumenal, la vida comunitaria, etc. Muchos de nuestros esfuerzos pastorales quedan a mitad de camino de sus posibilidades porque no se ha cuidado la continuidad de dicha acción. Se cuida mucho más el pre que el pos en las diversas acciones pastorales. La efectividad de una buena acción misionera requiere estos tres pasos pastorales: 1) El discernimiento. Estar muy atento para poder discernir en los destinatarios el interés por la fe. Esto está pidiendo un cierto trato particular con las personas, saber abordar con tacto, pero a la vez con audacia, la oferta de la fe; 2) El seguimiento. Muchas de nuestras posibilidades quedan cortas porque no hemos sido capaces de plantear abiertamente la continuación, el después, en la búsqueda de la fe a aquellas personas en las que hemos intuido un interés por la fe. Ello puede ser debido, bien a la falta de tiempo, bien a que no contamos con la parresía o audacia evangélica suficiente para ello. La efectividad de una buena acción misionera está pidiendo tanto el seguir de cerca a esas personas como el contar con ofertas educativas que puedan continuar madurando esa fe inicial; 3) Las ofertas educativas en la fe. Naturalmente no cabe seguir de cerca a nadie si

luego no contamos con los apoyos educativos suficientes. Una parroquia, una zona pastoral, debe contar con ofertas de precatequesis y de catequesis iniciatoria-catecumenal, así como con acompañantes o padrinos para la fase precatequética, y con catequistas capacitados para la fase catecumenal, que puedan ayudar, a esos cristianos que vuelven a la comunidad, a madurar su fe inicial.

Conclusión Para acabar, recogemos una sugerencia operativa de la que se ha hablado en el apartado II. Es necesario que los responsables diocesanos se planteen la urgencia de poner en marcha un servicio o departamento o delegación diocesana para la acción misionera, muy relacionada con el servicio o departamento o delegación diocesana de catequesis. El Directorio lo expresa así: «El hecho de que la catequesis, en un primer momento, asuma estas tareas misioneras, no dispensa a una Iglesia particular de promover una intervención institucionalizada del primer anuncio, como la actuación más directa del mandato misionero de Jesús. La renovación catequética debe cimentarse sobre esta evangelización misionera previa» (DGC 62). BIBL.: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, «Para que el mundo crea» (Jn 17,21). Plan pastoral de la Conferencia episcopal española, 1994-97, Edice, Madrid 1994; Congreso Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986; GARAUDY R., ¿Tenemos necesidad de Dios?, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993, 175-198; GONZÁLEZ-CARVAJAL L., Evangelizar en un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993, 115-154; MARTÍN VELASCO J., Increencia y evangelización, Sal Terrae, Santander 1988, 145-249; La educación de la experiencia religiosa en una sociedad secularizada, Actualidad catequética 141 (1989) 31-52; Propuestas para una Iglesia evangelizadora, Teología y catequesis 1 (1985) 29-42; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA, Evangelizar en tiempos de increencia. Carta pastoral Cuaresma-Pascua de Resurrección 1994, Idatz, San Sebastián 1994; RUIz DE LA PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 291-302; SECRETARIADOS DE CATEQUESIS DE EUSKAL-HERRIA, A la búsqueda del Dios vivo, Bilbao 1995, 9-16; SETIÉN J. M., Presencia misionera, Boletín diocesano, San Sebastián 1987, 698-703. Félix Garitano Laskurain

ACCIÓN PASTORAL

SUMARIO: I. Necesidad de la acción pastoral: 1. La etapa o acción catequizadora no prepara la etapa o acción pastoral; 2. Causas de esta carencia de preparación. II. Qué es la acción pastoral: 1. La catequesis permanente o educación permanente en la fe; 2. Hacia una maduración de las diversas dimensiones de la fe. III. Vacío de la acción pastoral: 1. Desconcierto pastoral y malentendidos; 2. Prever de forma concreta «el después». IV. Agentes de la acción pastoral y principios pastorales.

I. Necesidad de la acción pastoral 1. LA ETAPA O ACCIÓN CATEQUIZADORA NO PREPARA LA ETAPA O ACCIÓN PASTORAL. La catequesis corre el riesgo de esterilizarse, si una comunidad de fe y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis. Por eso, la comunidad eclesial, a todos los niveles, es doblemente responsable respecto a la catequesis: tiene la responsabilidad de atender a la

formación de sus miembros, pero también la responsabilidad de «acogerlos en un ambiente donde puedan vivir, con la mayor plenitud posible, lo que han aprendido» (CT 24; cf IC 61). Por lo que se deduce de este texto, la acción pastoral sigue a la acción catequizadora y se refiere a los jóvenes que han superado ya esa acción catequizadora –catequesis de iniciación– y a los adultos que han recorrido el proceso de catequesis iniciatoria, para concluir su iniciación cristiana. Unos y otros son ya sujetos activos de la etapa o acción pastoral en la comunidad cristiana. La adultez o madurez en la fe es un objetivo cuyo alcance está más allá de la madurez que puede proporcionar un proceso catequético. Los símbolos que utilizamos —y que utilizaron los santos Padres– para describir los logros cristianos de la catequesis o acción catequizadora apuntan a los «cimientos de un edificio», «al esqueleto humano», «a las raíces de una planta». Estas imágenes – en los santos Padres– describen el catecumenado, ese período iniciatorio de catequesis básica en los comienzos de la experiencia de fe; período de introducción a la lectura y comprensión de la Palabra, de rodaje en la experiencia comunitaria. Pero, como dice el Directorio general para la catequesis, «el proceso permanente de conversión va más allá de lo que proporciona la catequesis de base. Para favorecer tal proceso se necesita una comunidad cristiana que acoja a los iniciados para sostenerlos y formarlos en la fe» (DGC 59). «La experiencia religiosa se convertirá en un fenómeno muy fugaz sin el apoyo de la institución. La institución –en nuestro caso la comunidad creyente–será la que permita que dicha experiencia crezca y se transmita de generación en generación»1. Los cristianos que han superado la etapa catequética o acción catequizadora iniciatoria deberían encontrar en la comunidad, por lo menos, el nivel de vida comunitaria, oracional, de lectura de la Palabra comunitariamente comentada, el impulso misionero, etc., que han vivido en grupo a lo largo del proceso catequético, de forma que vayan creciendo en todos esos aspectos. No es esa, sin embargo, la realidad de nuestras parroquias. Muchísimos grupos que terminan el proceso catequético o acción catequizadora suelen experimentar un gran desconcierto. Bastantes grupos querrían continuar, pero ante la carencia de ofertas parroquiales que canalicen la experiencia de fe vivida en ellos, unos terminan por continuar profundizando el evangelio dominical; otros, algún libro de actualidad; otros grupos tratan de convertirse en una especie de movimiento apostólico, incluso se dan grupos que abordan temas que han sido elaborados para la etapa del primer anuncio y la precatequesis. En realidad los catequizandos tendrían que ser informados y preparados para el después de la etapa catequética, para la etapa comunitario-pastoral que después van a vivir en la comunidad cristiana. Desgraciadamente, no es esa la realidad. Lo reconoce la Comisión internacional para la catequesis: «Un criterio, entre los más valiosos del proceso de la catequesis de adultos, desdichadamente descuidado con frecuencia, es el expresado por el compromiso de la comunidad que acoge y sostiene al adulto» (CACC 28). 2. CAUSAS DE ESTA CARENCIA DE PREPARACIÓN. Sin ninguna pretensión de analizar dicha carencia, cabría apuntar a dos causas fácilmente detectables: a) Ninguna comunidad va a acoger —o se va a sentir responsabilizada para acoger— a aquellas personas —jóvenes o adultas— que provienen de una etapa de la evangelización —la acción catequizadora— con la que la comunidad no se ha sentido identificada o responsable. En concreto, la experiencia catequizadora con adultos es, en muchos casos, iniciativa de un sacerdote o un laico concreto; la comunidad la conoce, más o menos, pero no se siente responsable de esa acción como puede sentirse quizá de la misa dominical o de la catequesis de niños. Sin embargo, «el pueblo de Dios siempre debe entender y mostrar que la iniciación (cristiana) de los adultos es cosa suya y asunto que atañe a todos los bautizados» (RICA 14). En realidad, ese catequista laico

—o presbítero— debería actuar como portavoz del deseo que la comunidad está viviendo y hace de puente entre ella y los adultos convocados; así el grupo de catequesis de adultos sería «un árbol arraigado en el terreno firme de la comunidad cristiana» (CF 72). b) Nuestra praxis pastoral —lo decimos más arriba— está más pendiente del antes que del después en todos sus trabajos pastorales. Ha sido inútil insistir en diseñar el perfil de unas comunidades juveniles de referencia, antes de lanzarse a la catequesis preconfirmatoria situada en la adolescencia. Por eso, la mayor parte de los esfuerzos en torno a la confirmación no han sido más fecundos: han desembocado en el vacío comunitario. En esta incoherencia pastoral se sitúa una catequesis iniciatoria de adultos o de adolescentes-jóvenes, no canalizada después convenientemente en la vida de la comunidad.

II. Qué es la acción pastoral La acción pastoral no se entiende en este trabajo «en su sentido amplio, como sinónimo de toda la acción evangelizadora de la Iglesia, sino en su sentido estricto, como (tercera) etapa de la evangelización dirigida a los fieles de las comunidades cristianas que han sido ya iniciados en la fe» (CAd 38). Esta acción pastoral es requerida, bien porque la catequesis no busca más que una iniciación básica en la vida cristiana y esta debe ir madurando y creciendo después, progresivamente, en la vida de la comunidad, bien porque, a lo largo del proceso, se han observado lagunas importantes en algunas de las tareas catequéticas, lagunas impropias de un creyente adulto en la fe y que es preciso subsanar. Efectivamente «hay acciones que preparan a la catequesis y acciones que emanan de ella» (DGC 63). Esta oferta de acompañamiento a los iniciados por parte de la comunidad está en la línea de lo que hacían los cristianos veteranos con los recién bautizados (los neófitos) en la época de los santos Padres: organizaban unas eucaristías conjuntas –neófitos y cristianos adultos en la fe– en el tiempo de pascua: bien para acogerlos en la comunidad, bien para profundizar y gustar los sacramentos recibidos. Pablo era consciente de la débil madurez de fe de los bautizados de Corinto que habían sido iniciados en el camino: «os di a beber leche, no alimento sólido, porque no lo podíais soportar» (lCor 3,2). 1. LA CATEQUESIS PERMANENTE O EDUCACIÓN PERMANENTE EN LA FE. La acción pastoral abarca todos aquellos medios que sirven a la maduración integral de los cristianos. Entre ellos, sobresale la catequesis permanente o educación permanente en la fe, en sus diversas formas. Entre estas se encuentran: la catequesis ocasional, como lectura cristiana de nuevos acontecimientos, el estudio y profundización de la Sagrada Escritura, la renovación de los sacramentos recibidos, fundamentalmente del bautismo, apoyándose en los tiempos fuertes litúrgicos, el estudio teológico para crecer en la inteligencia de la fe y poder así dar más claramente «razón de nues tra esperanza» (lPe 3,15), etc. Esto es lo que el nuevo Directorio propone como «formas múltiples de catequesis permanente» (DGC 72), siempre que «no se relativice el carácter prioritario de la catequesis como iniciación». Todas estas ofertas son, pues, un segundo grado (nivel) de catequesis, posterior a la catequesis de iniciación» (DGC 51, nota 64). Cuanto más nos formamos, más sentimos la exigencia de proseguir y profundizar tal formación; como también, cuanto más somos formados, más capaces nos hacemos de formar a los demás (cf ChL 63). 2. HACIA UNA MADURACIÓN DE LAS DIVERSAS DIMENSIONES DE LA FE. Pero, la comunidad cristiana debe ofrecer, además, a estos recién iniciados en la etapa catequética o acción catequizadora una continuidad en la maduración de aquellas dimensiones de la fe en que han sido iniciados y que constituyen la esencia de la misma. Concretamente, debe ayudar al crecimiento de:

a) La experiencia de la fe. K. Rahner dice: «el cristiano del futuro o será místico o no existirá en absoluto»2. El autor entiende al místico como un cristiano dotado de una experiencia profunda de cercanía y acogida de Dios en su interior. Muchas de las experiencias catequizadoras con jóvenes y adultos han abusado de hojas, libros, cuadernos.., han enseñado muchas cosas, pero no han favorecido la experiencia del encuentro con Dios, con Jesús, el Señor, en la fe, que es la base de la iniciación cristiana. Por lo que respecta a los adolescentes, los encuentros preconfirmatorios a lo más que llegan, quizá, es a que comiencen a descubrir la simpatía por Jesús, que Jesús y su mensaje puede ser interesante para sus vidas; pero no llegan, al menos en un largo período de su catequesis preconfirmatoria, a la experiencia de encuentro con Dios, con Cristo, el Señor. Parte de nuestros iniciados –recientes y menos recientes– se han marchado de nuestras comunidades parroquiales acaso en busca de experiencias religiosas orientales, porque en la catequesis de iniciación hemos destacado la vertiente del compromiso en el campo socio-político o exigencia transformadora de la fe y no hemos favorecido suficientemente ni el encuentro vivo y personal con Jesús, el Señor (la experiencia cristiana), ni les hemos ofrecido con el mismo interés cauces de interioridad, oración, lectura cristiana de la vida, etc. «Los valores cristianos, a falta de la savia vital que los nutre (la oración), con el tiempo se ven aquejados de una anemia progresiva que los va vaciando de sustancia»3. «Es muy probable que, sin una asidua e intensa oración personal, resulte extraordinariamente difícil hacer la experiencia de Dios en las celebraciones comunitarias y en el desarrollo de la vida ordinaria» 4. Jesús dio una importancia capital a la oración personal en su vida. Los catequizandos y los catecúmenos se encargan de recordar a la Iglesia que las cuestiones eclesiales no son para ellos las más importantes. Para ellos, la gran cuestión es Dios: «Habladnos de Dios. Con los catecúmenos, la Iglesia siempre debe volver a empezar y a descubrir lo que constituye su fundamento, antes de hablar de sí misma. Nuestra misión consiste en acoger a los catecúmenos y escuchar lo que Dios dice a las Iglesias por medio de ellos. Si los ha llamado es con vistas a una novedad que queda por descubrir»5. b) Una vivencia de celebración adecuada al nivel de fe de estos iniciados. «La liturgia... es el lugar privilegiado de la catequesis del pueblo de Dios» (CCE 1074) y «la homilía vuelve a recorrer el itinerario de fe propuesto por la catequesis» (CT 48). Con todo, parece obligado que las comunidades cristianas ofrezcan periódicamente a los cristianos ya iniciados unas eucaristías distintas, más reposadas, en las que se pueda comentar en común la Palabra, recitar salmos, cantar recogidamente, etc., como lo hacían durante el proceso catequético. Esto es más necesario tratándose de jóvenes, ya que dicen no hallarse a gusto en el marco de nuestras celebraciones parroquiales. Su mundo simbólico-cultural diferente, la calidez de sus grupos de fe, etc., están pidiendo celebraciones periódicas pensadas para ellos. La maduración de la fe y la experiencia de las celebraciones que han promovido las catequesis preconfirmatorias no son, quizá, lo suficientemente fuertes como para impulsar a los adolescentes recién entrados en la juventud a participar habitualmente en la celebración dominical adulta. Por eso es importante estimular a estos jóvenes a no perder el contacto con esta celebración dominical, pero ofreciéndoles en momentos oportunos celebraciones más adaptadas a ellos, porque «la catequesis (y la misma educación permanente) se intelectualiza si no cobra vida en la práctica sacramental» (CT 23). c) La dimensión comunitaria. Las comunidades parroquiales no suelen ofrecer espacios y relaciones cálidas de amistad, oración, compartir y fiesta, como los cristianos iniciados lo han encontrado en el camino catequético-catecumenal. De ahí que las comunidades cristianas deban ofrecer en su interior plataformas comunitarias que puedan servir de referencia, de

acompañamiento y de acogida para nuevos grupos en búsqueda de la fe. El estilo de vida y funcionamiento de estas comunidades no es algo definido y terminado, donde se incorporan calladamente los que vuelven; al contrario, «estos se unen a un modo de existencia que también ellos contribuyen a definir»6. No obstante, para potenciar esta dimensión comunitaria, Juan Pablo II recalca la conveniencia de las pequeñas comunidades eclesiales en el marco de las parroquias y no como un movimiento paralelo que absorba a sus propios miembros; estas «pueden ser una ayuda notable en la formación de los cristianos, pudiendo hacer más capilar e incisiva la conciencia y la experiencia de la comunidad y de la misión eclesial» (ChL 61; DGC 258c). d) La dimensión apostólico-misionera. Dado que la misión pertenece a la esencia de la Iglesia («ella existe para evangelizar» [EN 14]), «designó a doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), y reconociendo que la dimensión de la misión es hoy día, acaso, la dimensión menos trabajada en los procesos catequéticos, las comunidades deberán pensar en esa laguna, presentando a los catequizandos ofertas que les ayuden, por una parte, a crecer en conciencia e ilusión misionera, y por otra, a canalizar su capacidad y deseo de compromiso (pedagogía del compromiso). «La comunidad es misionera y la misión es para la comunidad» (ChL 32). El compromiso, la actividad, es quizás el apoyo de mayor enganche para que los adolescentes –ya jóvenes confirmados– continúen suficientemente adheridos a la comunidad cristiana. En este sentido, sería de desear y de esperar que los cristianos iniciados en la lectura de los acontecimientos desde claves cristianas pudieran desembocar en grupos de revisión de vida o movimientos apostólicos. «Es muy propio de los seglares, repletos del Espíritu Santo, convertirse en constante fermento para animar y ordenar los asuntos temporales según el evangelio de Cristo» (AG 15). En una palabra, todo catequizado debe encontrar en la comunidad la forma de desarrollar y crecer en todas las dimensiones de la fe en que han sido iniciados. Para él es muy importante poder verificar en la comunidad lo que ha tratado de descubrir en el proceso catequético. «La experiencia habla claramente del fallo de una catequesis que sólo presenta la experiencia cristiana como debería ser, es decir, en abstracto, sin confrontación visible y constatable con la realidad vivida por la comunidad»7. Es triste reconocer que esta convicción, tan lógica pastoralmente, no se verifica en la mayor parte de las parroquias.

III. Vacío de la acción pastoral 1. DESCONCIERTO PASTORAL Y MAL ENTENDIDOS. Hemos recordado que muchos de los grupos de catequesis de jóvenes y adultos, una vez terminado su proceso catequético, han sufrido una gran desorientación y, en algunos casos, una sensación de abandono, dado que la mayoría de las parroquias no cuentan con un proyecto pastoral donde se contempla la catequesis de adultos ni su salida hacia el futuro. Ante esto, y ante el deseo de no querer perder lo adquirido a lo largo del proceso catequético, muchos grupos optan por seguir reuniéndose comentando algún libro, preparando la liturgia dominical con los textos bíblicos... Otros optan por transformarse en una pequeña comunidad cristiana, pero sin una perspectiva clara: hacia dónde va, cómo incorporar lo específico del camino catequético recorrido, cuál es su diferencia con lo que hasta ahora han vivido en el proceso de catequesis iniciatoria... Este hecho afecta más claramente a aquellos miembros que se han visto obligados a ir a otra parroquia para realizar su proceso catequético. Esta situación puede provocar malentendidos en los responsables parroquiales, que llegan a pensar que el trabajo catequético con adultos desangra a las parroquias, porque se lleva a sus

mejores cristianos, o que, al final, desemboca en algo que la catequesis de adultos ha tratado siempre de evitar: que la catequesis promueva «un movimiento comunitario paralelo, al margen de nuestras parroquias, sin contribuir a renovarlas, lo que supondría que la catequesis no ejerce su misión de incorporar a los cristianos a la comunidad» (CAd 54). 2. PREVER DE FORMA CONCRETA «EL DESPUÉS». Por lo que respecta a los adolescentes-jóvenes, es claramente constatable que, una vez terminada la catequesis iniciatoria de la confirmación, muchos abandonan la comunidad cristiana, salvo en contados casos en que determinados jóvenes continúan porque, detrás de ellos, hay una comunidad de jóvenes mayores que los ha acogido. Bastantes responsables parroquiales se preguntan: ¿qué aporta la catequesis a la vida parroquial, si todos los esfuerzos catequéticos, sobre todo con adolescentes, no se ven compensados con una posterior incorporación activa a la vida de la comunidad? Se les puede responder interpelando su modelo de funcionamiento pastoral: hay que prever salidas, al catecumenado de confirmación, por ejemplo, mediante grupos de fe en los que se realice la educación permanente de la fe, se contrasten las acciones apostólicas llevadas a cabo en el entorno social, se celebre gozosamente la fe y así se colabore al crecimiento de la comunidad parroquial. Esto supondría una preparación de animadores de estos grupos o de otras posibles salidas pastorales. La catequesis es sólo una forma peculiar de educar la fe; no se le debe atribuir, ni ella debe apropiarse, más campos ni responsabilidades que los suyos propios (cf CC 59). «No es tarea específica de la acción catequética el promocionar, crear y organizar la vida comunitaria de una Iglesia local» (CC 288). Pero el movimiento catequético no puede abandonar a quienes, una vez iniciados, buscan apoyos comunitarios. Son varios los secretariados diocesanos de catequesis que, en labor de suplencia, han tratado de impulsar y coordinar ese movimiento comunitario plural de jóvenes ya iniciados. Las actuales parroquias ¿pueden organizar una acción pastoral de cara a los iniciados en la fe? Este planteamiento de unas comunidades que siguen, acogen y planifican acciones para quienes terminan su iniciación cristiana, o vuelven a la fe, está suponiendo unas auténticas comunidades propias para tiempos de misión, y la parroquia, institución heredada de la cristiandad, difícilmente puede responder a esa exigencia comunitaria, a no ser que se transforme mucho más de lo que se ha transformado. En efecto, «la comunidad cristiana es germen y matriz de iniciación, cuando se sitúa en estado de misión, y en continua referencia catecumenal» (C. Floristán). ¿No habrá que tomar más en serio que las parroquias que quieran convocar a los adultos a grupos de catequesis han de contar con plataformas o cauces comunitarios adultos capaces de acompañar y acoger a los que realicen el camino catequético? Ciertamente, cuando los grupos de catequesis de adultos empiezan en una parroquia, hay que iniciarlos lo mejor que se pueda, pero con la intención de que, más adelante, la parroquia cuente con estas plataformas comunitarias que sean punto de referencia, de acogida y acompañamiento para otros grupos catequéticos de adultos, de jóvenes y hasta de niños. ¿Habrá que reconocer que aquellos lugares pastorales en que existen comunidades juveniles asentadas, sean parroquiales o de otro estilo (CVX, Fraternidades marianistas, franciscanas, Juventudes marianas, vicencianas, comunidades Adsis, neocatecumenales...), son los lugares más indicados desde donde se puede convocar a los adolescentes a la confirmación? Ciertamente, para comenzar habrá que hacerlo lo mejor que se pueda, para que en el futuro se den esas comunidades juveniles vivas. Otra cosa serán las relaciones que las comunidades no parroquiales han de promover y cultivar con la diócesis y las estructuras de la Iglesia diocesana, con la ayuda de la misma diócesis.

IV. Agentes de la acción pastoral y principios pastorales El esquema todavía utilizado para hablar de los agentes-responsables —«la acción misionera es obra de todos; la acción catequética es obra de los catequistas, y la acción pastoral pertenece a los pastores»— no responde ya a una actual concepción de la Iglesia evangelizadora. Las tres acciones implican a toda la comunidad cristiana, si bien los grados de responsabilidad en los cristianos pueden variar de unos a otros. No cabe responsabilizar únicamente a los párrocos o a los consejos pastorales parroquiales de la ausencia de una buena acción pastoral. Hay que reconocer que los mismos iniciados en la fe no muestran con frecuencia verdadero interés por poner en marcha o incorporarse a esas plataformas comunitarias: grupos de fe, escuelas bíblicas, grupos de revisión de vida, comunidades eclesiales de base... ¿Será que no ha sido acertada la catequesis de iniciación en la fe? ¿O tendremos que invocar, una vez más, a nuestra debilidad, a nuestra condición de pecado: «llevamos este tesoro en vasijas de barro»? (2Cor 4,7). A la hora de intentar poner en marcha la acción pastoral, parece obligado recordar tres principios pastorales: a) No hay catequesis sin comunidad. Los catequistas no transmiten lo que se les ocurre. Disponen del mandato de Jesús: «Enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,20). Esto Jesús se lo dice a los apóstoles como Iglesia naciente. La comunidad cristiana es el origen de la catequesis. Más aún, «el ámbito normal de la catequesis es la comunidad» (MPD 13). Más todavía, «la catequesis es una acción educativa que se realiza desde la responsabilidad de toda la comunidad, en un contexto o clima comunitario referencial, para que los que se catequizan se incorporen activamente a la vida de dicha comunidad» (CAd 126). b) No hay comunidad sin catequesis. Desde los comienzos de la Iglesia de Jesús observamos que la predicación apostólica y la catequesis —la escucha de la enseñanza de los apóstoles (He 2,42)— eran uno de los pilares de la comunidad. Esta iba creciendo porque los que se bautizaban —tras haber escuchado y obedecido al evangelio (una vez iniciados) (cf He 2,37-40; 8,4-10)– se agregaban a la comunidad (He 2,41; 8,11-13). La comunidad se reúne en torno a Jesús, y la meta de la catequesis es vincular a los catequizandos con Jesús (cf He 9,5-6). c) Es incoherente una catequesis de iniciación cristiana si no están proyectados, para después, unos medios que den profundidad y madurez a dicha iniciación: la catequesis o educación permanente en la fe, «elementos muy importantes de la acción pastoral (cf DGC 49, 51c, 69-72). Esto no indica que toda comunidad parroquial debe ser capaz de ofrecer todos los medios posibles para realizar una auténtica acción pastoral. Tanto las pequeñas comunidades eclesiales de base y los grupos de fe, como los cursos teológico-bíblicos, las celebraciones especiales para iniciados etc., pueden —y en algunos casos deben— ser interparroquiales. Esto es más patente en la actual situación pastoral, con una carencia fuerte de presbíteros que impulsen la acción pastoral. Los ámbitos pastorales supraparroquiales que comienzan a ser una realidad en muchas diócesis, son un claro exponente de todo ello. Reconocemos al Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, como el gran agente de la acción pastoral. Sin él, Dios queda lejos, Cristo queda en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es simple organización, una dominación la autoridad, una propaganda la misión, una evocación mágica el culto y una moral de esclavos el quehacer cristiano» 8. NOTAS: 1. P. BERGER, Una gloria lejana, Herder, Barcelona 1994, 209. — 2.- K. RAHNER, Elementos de espiritualidad para la Iglesia de mañana. Stuttgart 1989; cf Schriften 14, 180. — 3. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 338. – 4. J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, 68. - 5. COMISIÓN NACIONAL FRANCESA DE CATEQUESIS, Catecumenado de adultos, Mensaje-ro, Bilbao 1996, 14. – 6 Cf Ib, 7. —

7. E. ALBERICH, Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 194. –8. Congreso Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 174; cf EN 74-80. BIBL.: BOURGEOIS H., Los que vuelven a la fe, Mensajero, Bilbao 1995; GARITANO F., La catequesis de la comunidad cristiana y en la Iglesia local, Teología y catequesis 4 (1983) 559-577; Una praxis pastoral que estimule la pertenencia a la comunidad cristiana, Teología y catequesis 51 (1994) 85101; GONZÁLEZ FAUS J. I., Nueva evangelización, nueva Iglesia, Cristianisme i justicia, Barcelona 1992, 14-26; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1982, 141-183; PAGOLA J. A., ¿Cómo renovar nuestras parroquias?, en Congreso: Parroquia evangelizadora, Edice, Madrid 1988, 3' ponencia, 133-181: SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS DE MADRID, De la cristiandad a la comunidad, San Pablo, Madrid 1978; XIII REUNIÓN DE VICARIOS DE PASTORAL, Evangelización de la increencia. La renovación de la acción pastoral, Publicación ciclostilada, Madrid 1987, 58-66. Félix Garitano Laskurain

ACOGIDA DE LA PALABRA

SUMARIO: 1. Referencias fundamentales para la acogida de la Palabra: 1. La Palabra del Padre, en el Espíritu, en la comunidad; 2. Palabra y vida. II. Proceso pastoral en la acogida de la Palabra: 1. Apertura a la Palabra; 2. Educar en y desde la Palabra; 3. Celebrar y vivir la Palabra.

1. Referencias fundamentales para la acogida de la Palabra 1. LA PALABRA DEL PADRE, EN EL ESPÍRITU, EN LA COMUNIDAD. El encuentro y la acogida permanentes de la Palabra han de hacer referencia necesaria a las fuentes que dan existencia e identidad a la misma. La palabra de Dios se hizo carne y como tal se manifiesta en la persona y en el acontecimiento de Jesús. El Espíritu es la fuente de inteligencia, aceptación y asimilación de la Palabra. En la comunidad eclesial, la Palabra se hace experiencia y proyecto de salvación. a) La Palabra se hizo carne. Dios Padre se nos ha manifestado en su Hijo Jesús. El es su Palabra. En él Dios mismo se ha hecho carne, historia y aventura humanas para incorporarnos a su designio de salvación. En la persona y en el acontecimiento de Jesús, Dios ha pronunciado toda su Palabra. En Jesús, la Palabra es iniciativa, revelación, proyecto y vida. El es la Palabra. Nadie puede acoger la palabra de Dios si no es en Jesús 1. El conocimiento, la adhesión y el seguimiento de Jesús necesitan el testimonio del Espíritu y la experiencia de la comunidad eclesial. b) La Palabra en el Espíritu. Toda atracción, testimonio y enseñanza es don del Padre (Jn 6,44-45). El Espíritu es el maestro de la verdad completa (Jn 16,13), el intérprete y el testigo (Jn 14,26) 2. La Palabra es instrumento del Espíritu y, como él mismo, es fuego, luz, fuerza e impulso. Es preciso abrirse al Espíritu, pedir el don del Espíritu para poder acoger la Palabra, para poder ser acogidos por la Palabra. Sólo en el Espíritu Santo podemos pronunciar la palabra: «Jesús es el Señor» (lCor 12,3). c) La Palabra en la comunidad. La Palabra, como el Señor Jesús, está viva y presente en la comunidad eclesial hasta el fin del mundo (Mt 28,20) 3. Por ello, la palabra de Dios es palabra actual. En fidelidad a la fe apostólica, la comunidad vive la Palabra en refer encia a la historia como acontecimiento. La comunidad se hace presente, como mensaje y como acontecimiento. La

comunidad hace histórica la Palabra. La fidelidad a la Palabra pasa por la acogida comprometida de la historia humana. La relación Palabra-historia prolonga el acontecimiento de la encarnación. La comunidad es el seno donde el Espíritu hace carne la Palabra. La comunidad vive la Palabra como experiencia y como oferta universales. La fidelidad a la Palabra brota de la vivencia de la comunión eclesial y de la solidaridad con el Reino entre los perdidos 4. 2. PALABRA Y VIDA. En la Palabra, el Padre se nos manifiesta como tal, crea con nosotros relaciones nuevas, nos propone un proyecto de vida nueva, se nos entrega por amor, nos comunica su misma vida. Acoger la Palabra implica entrar en la dinámica de encuentro, alianza y transformación de la propia vida personal y social. a) La Palabra anuncia un acontecimiento de vida. Es una noticia nueva y buena. En Jesús hemos encontrado al Padre, su amor, su reino, su herencia y su vida. En Jesús hemos recibido el Espíritu, entrañas de Dios. En Jesús hemos formado comunidad de hermanos solidarios. En Jesús hemos recuperado identidad, corazón y relaciones nuevas5. Desde estas, la Palabra ajusta nuestra vida a los valores del Reino. La Palabra, pues, nos manifiesta lo que somos. Desde ahí, deberemos discernir permanentemente lo que hemos de hacer. La acogida de la Palabra supera el ámbito de la ética. Se enraíza en la nueva condición de nuestra identidad. En este sentido la acogida de la Palabra hace referencia a la fidelidad al don recibido y, al mismo tiempo, a la tarea histórica de la praxis cristiana. La Palabra ha de ser acogida en esta doble dimensión. b) La Palabra denuncia acontecimientos de muerte. Jesús encontró la oposición a las palabras y a las obras de su Padre (Jn 10,25-27). La Palabra es denuncia del pecado porque es profecía de la vida. Todo lo que conduce al hombre a la muerte es pecado. Muerte es cuanto impide al hombre ser y vivir como hijo del Padre y hermano solidario de sus hermanos. La palabra de Jesús discierne el corazón con sus planteamientos, actitudes y opciones. Denuncia la falsedad, el egoísmo, la ley y los sistemas opresores. Especialmente es defensora de los débiles, desde la justicia liberadora del Padre. La comunidad, abierta al Espíritu, deberá vivir la Palabra en su radicalidad profética, sin reducirla a mera doctrina moralizante o a ideologías interesadas6. c) La Palabra pronuncia un mensaje de salvación. Jesús se presenta como el enviado del Padre. Nos propone el reinado de Dios, anunciándolo e invitándonos a entrar en él. El Reino se realiza y se manifiesta en la pascua. El Señor resucitado y exaltado es el reino de Dios. El Resucitado es el gran testigo de la Palabra: el testimonio es que Dios nos ha dado la vida eterna en su Hijo (cf lJn 5,9-13). En la comunidad, la Palabra desvela la naturaleza peculiar de la salvación cristiana: victoria sobre la muerte, vida nueva en Cristo, identidad de hijos y de hermanos, relaciones de amor nuevo, herencia del Espíritu, transformación de la realidad según el plan de Dios, solidaridad y esperanza para los perdidos, bienaventuranza y alegría en plenitud... Este mensaje lo acogemos como acontecimiento y utopía al mismo tiempo. d) La Palabra propone un proyecto de vida nueva. «La palabra de la predicación, propuesta con poder y escuchada en la fe y en el Espíritu, es una palabra eficaz y reveladora que, en la anámnesis, hace realmente presente la historia salvífica y promete ya realmente al hombre el futuro salvífico absoluto»7. La Palabra se traduce en un proyecto de vida que responde a las exigencias del seguimiento a Jesús. La referencia de la Palabra a la vida es omnicomprensiva y globalizante. La acogida de la Palabra debe evitar reduccionismos. La Palabra no puede reducirse a creencias o a preceptos. Es ante todo un acontecimiento y un proyecto de vida. Toda la existencia personal y social del creyente está informada con la absoluta novedad de este acontecimiento. Esta novedad del Espíritu se opone a los criterios e intereses de la carne (Rom 8,1-18). Para poder hacer un proyecto de vida nueva, desde la Palabra, es necesario el discernimiento cristiano en la

oración y en la atención a las instancias de la historia. Sólo desde el Espíritu y desde los pobres, podemos acoger la Palabra como vocación profética y samaritana. Sólo así la pobreza será libertad, la justicia será misericordia y la cruz sabiduría y poder de Dios. e) La Palabra promueve la salvación. La Palabra convoca a la comunidad (He 2,37-41; 1Jn 1,1-3). La Palabra hace presente a Cristo entre los hermanos8. Los hermanos se reconocen como tales en la medida en que oyen la Palabra y la cumplen (Lc 8,21). La Palabra hace posible el gesto sacramental, su significación y eficacia salvífica. La Palabra discierne, estimula y convierte el corazón del discípulo: la Palabra purifica (Jn 15,3) 9. La permanencia en la Palabra da garantía a la oración (Jn 15,7). El Padre ama al que guarda su Palabra: la fidelidad a la Palabra es signo del amor (Jn 14,23). Dios habita en quien ama y guarda su Palabra; le da su Espíritu para que pueda entender y hacer memoria del Señor (Jn 14,23-27). La comunidad proclama la salvación proponiendo la Palabra y confirmándola con prodigios (Mc 16,20). Los signos de la koinonía y de la diakonía cristianas son manifestación de la salvación promovida por la Palabra.

II. Proceso pastoral en la acogida de la Palabra En el seguimiento de Jesús, el discípulo vive abierto a la palabra del Maestro; el proceso de crecimiento en la vida cristiana viene determinado por la acogida progresiva de la Palabra. Distinguimos tres etapas fundamentales: a) Apertura a la Palabra. La evangelización es una etapa determinada por la propuesta de la Palabra y la apertura inicial a ella, asumiendo un cambio progresivo del corazón y de la mente. La apertura a la Palabra necesita un proceso hasta llegar a aceptar el evangelio de Jesús como Buena Noticia de salvación. b) Educar en y desde la Palabra. El catecumenado para la iniciación cristiana centra la catequesis en una profundización de la Palabra y en una adhesión progresiva a ella. Esta educación implica un proceso de incorporación de toda la vida en el acontecimiento y en las exigencias de la Palabra. Los sacramentos de iniciación son signos de la acogida de la Palabra y de la eficacia de la misma. c) Celebrar y vivir la Palabra. Es la tarea fundamental de la comunidad y, en ella, de todo creyente. Celebrar la Palabra como don y vivirla como tarea. Celebrarla y vivirla desde Jesús y desde la historia con la fuerza del Espíritu. Nos detenemos a considerar la acogida de la Palabra en cada una de estas tres etapas. 1. APERTURA A LA PALABRA. Esta inicial apertura se refiere a la etapa de la evangelización. Es fundamental como proceso personalizado. Quien no haya sido adecuadamente evangelizado, difícilmente podrá ser catequizado como seguidor de Jesús. He aquí algunos supuestos de la apertura inicial a la Palabra: a) Convocar a la experiencia. La apertura a la Palabra requiere la superación de los bloqueos que impiden el desarrollo de la dimensión trascendente de la persona. Para ello nada mejor que ciertas experiencias mayores que aportan vivencias de encuentro, solidaridad, gratuidad, interioridad, etc. La evangelización como tarea pastoral, además de la propuesta de la Palabra, exige la roturación, limpieza y abono del terreno en el que sembrar la semilla (Mt 13,1-9). Son necesarias experiencias que ablanden el corazón y abran los ojos y los oídos (Mt 13,15).

Las experiencias de solidaridad en la vida y en el trabajo de los pobres provocan la apertura del corazón samaritano, en el que surgen sentimientos e interrogantes determinados. Se trata, en fin, de abrir el corazón a la inteligencia de una propuesta que trasciende lo inmediato, y nos urge a un sentido ulterior y definitivo de la existencia. Se trata de inducir desde la experiencia, la inquietud y la búsqueda 10. a) Provocar la búsqueda. La labor evangelizadora ha de promover el encuentro comunitario de aquellos que, desde experiencias similares, necesitan y quieren iniciar un proceso de búsqueda desde un camino nuevo. La comunicación de vida, la solidaridad en la ayuda recíproca, la formación y reflexión en grupo ayudan extraordinariamente a profundizar y a estimularse mutuamente. Nuevas experiencias compartidas ayudarán a progresar en este camino de búsqueda. b) Testificar con la propia vida. Es en este proceso de búsqueda donde la comunidad debe aportar su testimonio creyente. El testimonio, como todo signo, ha de ser relativo a la necesidad y capacidad del destinatario. En primer lugar, el testimonio se ofrece en la participación e integración de las experiencias de vida. Ahí es donde se manifiestan valores, actitudes y opciones determinadas, vividas desde la solidaridad y la alegría. El testimonio de la alegría vivida en la comunidad es fundamental para desvelar el amor y la unidad que nacen del Espíritu de Jesús (Jn 15,8-17; 17,20-23). Pero es el testimonio del servicio gratuito y permanente el que mejor es percibido por quien busca un nuevo sentido a la vida desde la experiencia de la limitación. La comunidad debe proyectar la Palabra sobre el telón del propio testimonio. También el reconocimiento de la propia debilidad es humilde testimonio de la necesidad que todos tenemos de ser salvados. En la evangelización, la tarea del catequista-educador ha de ser fundamentalmente profética11. c) Suscitar la pregunta. La pregunta surge en un corazón abierto y en búsqueda cuando el testimonio cristiano provoca el interrogante y la sospecha de que algo nuevo acontece. Es estéril pretender dar respuestas a quien no pregunta. Es sembrar junto al camino (Mt 13,4). Ante todo, es preciso trabajar el corazón y la mente para que surja la pregunta sobre instancias últimas y fundamentales. La comunidad debe aportar un testimonio tal que sea considerada como el sujeto apto a quien hace la pregunta. La Palabra es respuesta de sentido y salvación para quien se interroga sobre su propia identidad y sobre la superación de la muerte y del pecado. El hombre busca respuesta al sentido de su finitud y a sus aspiraciones de libertad, justicia y felicidad. La experiencia creyente de la comunidad será el vehículo que una la pregunta del hombre a la respuesta de la Palabra12. La pregunta surge entre el testimonio y el anuncio evangelizadores. e) Anunciar la Palabra. La apertura a la Palabra se hace explícita mediante el anuncio de la misma13. El anuncio ofrece un encuentro, una propuesta, una oferta amorosa, un acontecimiento transformante, una iniciativa salvífica, un amor nuevo. La Palabra anunciada se hace carne, historia, referencia personal, invitación comunitaria, relaciones nuevas, prospectiva de libertad liberada, compromiso solidario. Anunciar la Palabra en la Iglesia es anunciar una herencia compartida en comunión, una experiencia configurada en fraternidad y en solidaridad desde un mismo Espíritu. Anunciar la Palabra es anunciar a Jesús y, en él, anunciar un hombre nuevo, una comunidad de hijos y hermanos, una tarea de liberación desde el amor del Padre común.

El anuncio es invitación a incorporarse a una vida nueva personal y comunitaria. El anuncio solicita la entrega del corazón en la conversión inicial. 2. EDUCAR EN Y DESDE LA PALABRA. Es la tarea fundamental de la Iglesia: «Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos» (Mt 28,19). La catequesis tiene como objetivo educar a la acogida de la Palabra como proyecto de vida. Pero es preciso hacer notar que la acogida de la Palabra es adhesión personal del corazón bajo la acción del Espíritu. La comunidad ha de testificar y anunciar, pero no puede transformar el corazón, que es parcela de la libertad y de la gracia (cf 1Cor 3,6). Esta limitación de la comunidad en la transmisión de la Palabra no disminuye lo más mínimo la importancia de su tarea educadora. He aquí los aspectos más importantes de la misma: a) Interiorizar la Palabra. Sembrar en terreno apropiado no basta. Es necesario que la semilla se enraíce, crezca y dé su fruto. La interiorización de la Palabra es una dimensión fundamental de la acogida. Interiorizar supone valorar y admirar el don que se nos ofrece, acogerlo como salvación propia y en referencia a la existencia cotidiana, agradecer y vivir el gozo de la iniciativa del Señor. La interiorización de la Palabra nos remite a la historia personal y social; implica la sinceridad del corazón, la búsqueda de silencio y la comunicación en la fe 14. Será preciso enseñar a meditar la Palabra, a contemplarla como acontecimiento, a celebrarla. Como María, el creyente se hace contemplativo de la Palabra (Lc 2,19), además de siervo de la misma (Lc 1,38). Orar desde la Palabra. Es otra tarea fundamental de aprendizaje catecumenal. Jesús es el maestro de la oración. El nos ha dado ejemplo de oración y la palabra de su oración en el Padrenuestro. La comunidad transmite al catecúmeno la oración de Jesús; le introduce en ella y le enseña a orar desde ella. La oración de Jesús nos enseña a buscar la voluntad del Padre y a pedirle el Espíritu. Así deseamos y buscamos el Reino manifestado en el pan, en el perdón solidario y en la libertad sobre la injusticia y el pecado. Orar desde la Palabra es sumergir en ella toda la aventura humana, discerniendo y asumiendo nuevos compromisos. Orar desde la Palabra es también alabar y dar gracias a través de ella. Orar desde la Palabra es encuentro fraterno en el Señor, haciendo comunión en su voluntad. Para educar a la acogida de la Palabra es ineludible enseñar a orar desde la Palabra. c) Comunicar la vida en referencia a la Palabra. La Palabra está viva en la comunidad por la presencia del Espíritu. Este concede sus dones para hacer carne la Palabra en la fraternidad solidaria. Desde la pluralidad de los dones del Espíritu, surge la comunicación en la comunidad. Todo carisma es dado en función de la comunión y de la misión. La comunicación de vida es actitud y actividad esencial en la comunidad. La diversidad de situaciones y acontecimientos encuentran referencia común en la Palabra para un discernimiento y vivencia acordes con el Espíritu. A través de la comunicación, la comunidad sirve a la Palabra y la Palabra sirve como instrumento del Espíritu. Por medio de la Palabra, la comunicación de vida se convierte en profecía entre los hermanos (1Cor 14,1.3-5). Toda exhortación, consuelo y orientación, como respuesta a la comunicación de los hermanos, es también ejercicio profético en la comunidad 15. Enseñar a comunicar desde la Palabra en referencia a la vida concreta, es la gran tarea que la comunidad tiene respecto a sus catecúmenos.

d) Discernir espiritualmente desde la Palabra. La Palabra, testificada y propuesta por la Iglesia, es la referencia objetiva de todo discernimiento en el Espíritu. El discernimiento espiritual es necesario, personal y comunitariamente, como camino de toda opción o decisión desde la fe. El discernimiento es también tarea que afecta al proceso catecumenal en el seno de la comunidad. La Palabra no es un instrumento para argumentar decisiones coyunturales. Es la instancia fundamental en la que informar los planteamientos, las actitudes y las opciones que inspiran nuestras decisiones y nuestra conducta. La Palabra no omite la necesaria reflexión y discernimiento entre lo que somos y lo que hacemos. Hemos de evitar una lectura sesgada y sectaria de la Palabra, causa y efecto de la instrumentalización de la misma16. La comunión eclesial y la iniciativa plural del Espíritu en ella son imprescindibles para el discernimiento desde la Palabra. La comunidad debe aportar a sus catecúmenos el servicio del teólogo y del catequista que ayudan al conocimiento, profundización y encarnación de la Palabra. En las asambleas litúrgicas, en las reuniones de comunicación y de formación, en la revisión de compromisos, en la participación en la oración comunitaria o en la homilía dialogada, etc., la comunidad se refiere a la Palabra como realidad viva que discierne y juzga17. e) Ajustar la vida a la Palabra. Buscamos la justicia del Reino (Mt 6,33) cuando ajustamos nuestra conducta a las exigencias de la Palabra. Ciertamente la Palabra no es un código moral, pero nos manifiesta el proyecto de Dios en Jesús y nos convoca a su seguimiento. El seguimiento de Jesús nos impulsa a ir, venderlo todo, darlo a los pobres y seguirle (cf Mt 19,21). Desde Jesús y desde los pobres, la Palabra nos propone un reajuste de nuestra vida 18. Tantas realidades que, en otras referencias, se hacen imprescindibles, se convierten en añadiduras. La Palabra ajusta la vida transformando el corazón. La mansedumbre y la humildad del corazón nos asemejan a Jesús y nos capacitan para tomar su carga (Mt 11,29). El nuevo mandamiento del amor (Jn 15,12-14) es el criterio para ajustar nuestra vida: un amor en referencia al amor de Jesús, un amor hasta dar la vida, un amor vinculado a las necesidades y situaciones del prójimo (Lc 10,33-38; Mt 25,35-37), un amor manifestado en la unidad de los hermanos (Jn 17,20-25), un amor alimentado por la Palabra y el Pan, un amor enraizado y estimulado por el Espíritu. Desde este amor ha de ser reinterpretada y vivida la ley, superada la competencia, sustituido el poder por el servicio, ejercida la autoridad como ministerio, significados la persona y sus derechos, etc. El proceso catecumenal descubre los nuevos retos de la conversión desde una educación en y desde la Palabra19. 3. CELEBRAR Y VIVIR LA PALABRA. El cristiano ha consagrado su vida al seguimiento evangélico de Jesús. Mediante los compromisos adquiridos en el bautismo, en la confirmación y en la eucaristía, vive permanentemente abierto a la palabra de Dios. El creyente es siempre un caminante. Ha de discernir los acontecimientos, a veces conflictivos, desde la Palabra. Esta le acrecienta en la fe en el Señor y enciende su corazón en el Espíritu (Lc 24,25-28.32). La Palabra queda confirmada en la fracción del Pan y en el testimonio de la comunidad (Lc 24,30-36). La acogida permanente de la Palabra por parte de la comunidad, implica celebrarla como fuente y estímulo de la comunión y del servicio cristianos 20. a) Celebrar la Palabra. La comunidad se realiza y se significa como cuerpo de Cristo en la asamblea eucarística. En ella celebra y vive la comunión en el Pan compartido (ICor 10,16-21). Toda

celebración comunitaria es convocatoria en la gracia de Jesús, en el amor del Padre y en la comunión del Espíritu (2Cor 13,13). La comunidad se reúne para confesar su fe en el Señor Jesús, desde la proclamación de la Palabra. Desde esta reconocemos el designio del Padre y asumimos agradecidos el don del Espíritu21. La celebración de la Palabra se inicia en la oración y concluye en la oración. La Palabra es introducida con devoción y culto; es proclamada con solemnidad; es interiorizada en el silencio y en la oración responsorial; es proyectada, como profecía en la homilía. Ella nos abre a la profesión de la fe y a la oración en la comunión eclesial. La Palabra se hace acontecimiento en el Sacramento. Desde la Palabra aprendemos a orar con alabanzas, con acción de gracias, con intercesión. Siempre hacemos memoria, proclamando el acontecimiento y el don de la salvación. Es importante que la comunidad cuide los signos que manifiestan no sólo la proclamación de la Palabra, sino también su aceptación humilde y gozosa. La Palabra se celebra en referencia al camino de la historia. El Señor, peregrino y presente entre nosotros, nos desvela el verdadero sentido de nuestro acontecer. Este es el objetivo de la celebración: que la comunidad recupere para sí misma y para cada hermano el verdadero sentido de la vida y del camino. b) La Palabra, fuente de comunión. La comunidad, convocada y reunida en el Señor, se convierte ella misma en Palabra, en manifestación de la iniciativa de Dios. La comunión cristiana es, al mismo tiempo, fruto y seno de la Palabra. En la comunión cristiana la Palabra se hace convocatoria, reconciliación, memoria actual, oración y gozo de fraternidad. Desde la Palabra la comunión se manifiesta en el lavatorio de los pies y en la fracción del Pan. La comunidad se identifica y se vincula a través del relato de la Palabra. Este relato es narrado y celebrado de forma festiva, mediante los diversos signos que constituyen un subrayado de la Palabra22. La fraternidad de las comunidades cristianas es una prolongación celebrativa de la Palabra. Vivir y manifestarse como hermanos es instaurar la Palabra en las relaciones; es actualizar el servicio como primera consigna evangélica; es proclamar la paternidad universal del Padre de Jesús. La Palabra es fuente de comunión. La comunión cristiana es acontecimiento y signo de la Palabra. c) La Palabra, impulso a la diaconía. «El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1-3; Lc 4,18). La Palabra del Señor es profecía y acontecimiento de liberación para los oprimidos. Por ello es impulso de toda diaconía cristiana. La Palabra se hace carne en el pan eucarístico haciéndose cuerpo unificado y reconciliado entre todos los miembros, especialmente con aquellos que más necesitan amor y liberación. La koinonía en el pan necesariamente reclama y exige la diaconía en el cuerpo. Partir el pan significa y realiza la unión del cuerpo. La causa de los pobres y su liberación están necesariamente unidas a la proclamación y a la aceptación de la Palabra como Buena Noticia23. No existe celebración de la Palabra sin comunión y sin diaconía cristianas. La proclamación y la acogida de la Palabra se realizan en y desde la historia compartida, y se prolongan en la solidaridad activa.

Evangelización y diaconía son dimensiones de la misión cristiana 24. Su íntima vinculación es necesaria para hacer aceptable la Palabra. Su íntima unión es signo de que la Comuni dad acepta adecuadamente la Palabra. NOTAS: 1. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid 1983, 342-361. —2. DV 5, 7. —3. L. MALDONADO, La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 13-17. —4. M. LEGIDO, Fraternidad en el mundo, Sígueme, Salamanca 1982, 250257. —5. DV 2. —6. VS 28-35. —7. K. RAHNER, Presencia del Señor en el culto, en La nueva comunidad, Sígueme, Salamanca 1970, 20. —8. AA.VV., De dos en dos, Sígueme, Salamanca 1981, 223-241. –9. J. L. PÉREZ ALVAREZ, Acercamiento a los jóvenes 10 desde la palabra de Dios, en Juventud y compromiso de la fe, CCS, Madrid 1975, 80-83. - ID, Dios me dio hermanos, CCS, Madrid 1994, 183-190. — 11. Ib, 194-198. —12. R. TONELLI, Pastoral juvenil, CCS, Madrid 1985, 91. —13. F. CGUDREAU, ¿Es posible enseñar la fe?, Marova, Madrid 1976, 152. –14. B. CALATI, Pa-labra de Dios: Métodos y formas de la lectio divina, en S. DE 4 15 FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1478-1480. – L. MALDONADO, La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 17-30. –16. EN 17. – 17. O. CulMANN, Cristo y el tiempo, Herder, Barcelona 1967, 202. –18. VS 88s. –19. E. ALBERICH, Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 94-97. –20. E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, San Sebastián 1968, 143-148. —21. E. ALBERICH, o.c., 69-71. –22. J. ALDAZÁBAL, Celebración y vivencia de la fe: iniciación de los jóvenes en el lenguaje simbólico, Misión joven 227 (1995) 23-32. –23. EN 34. – 24. Y. M. CONGAR, Un pueblo mesiánico. La Iglesia, sacramento de la salvación. Salvación y liberación, Cristiandad, Madrid 1975, 207-222. BIBL.: Además de la consignada en notas: AA.VV., Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Madrid 1996; D'ARc J., Caminos a través de la Biblia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996; DUQUOC C., La palabra de Dios, en Iniciación a la práctica de la teología, Cristiandad, Madrid 1984; FERRER F., Palabras hechas amistad, Narcea. Madrid 1996; FERNÁNDEZ RAMOS F., Interpelado por la Palabra, Narcea, Madrid 1980; GEVAERT J., La dimensión experiencial de la catequesis, CCS, Madrid 1985; HuBAUT M., Orar las parábolas. Acoger el reino de Dios, Sal Tcrrae, Santander 1995; MARTINI C. M., ¿ Qué debemos hacer?, PPC, Madrid 1995; WALGRAVE J. H., Palabra de Dios s~ existencia cristiana, Marova, Madrid 1971.

José Luis Pérez Álvarez

ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL

SUMARIO: 1. En camino hacia la madurez cristiana: 1. Interés creciente por el acompañamiento espiritual; 2. La maduración de la personalidad creyente. II. Historia de la dirección espiritual: 1. Crisis de la dirección espiritual y nuevo planteamiento; 2. Acompañar espiritualmente el proceso de iniciación cristiana; 3. Aportaciones de los documentos del magisterio. III. Acompañamiento espiritual y tipos de acompañamiento: 1. Acompañamiento ordinario; 2. Acompañamiento sistemático; 3. Acompañamiento extraordinario. IV. Naturaleza y articulación del acompañamiento espiritual: 1. Actitudes requeridas; 2. La entrevista personal; 3. Funciones del acompañante espiritual; 4. Medios que facilitan el acompañamiento. V. Acompañamiento y madurez cristiana: 1. Acompañar la conversión; 2. Acompañar el proceso de maduración cristiana; 3. Madurez y ascesis. VI. Acompañamiento y discernimiento vocacional: 1. El proceso de discernimiento; 2. El acompañamiento del discernimiento vocacional; 3. Pasos en el discernimiento vocacional.

I. En camino hacia la madurez cristiana 1. INTERÉS CRECIENTE POR EL ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL. La preocupación por la vida espiritual ha sido una constante en la vida de la Iglesia, ha adquirido formas distintas a lo largo de la historia, ha padecido crisis más o menos profundas y se está recuperando con fuerza en las últimas décadas. La visión teológica del Vaticano II, al tiempo que puso en crisis la clásica dirección espiritual, también facilitó las bases del nuevo planteamiento del acompañamiento espiritual. La formulación de la catequesis como itinerario de fe, el aporte de las ciencias psicopedagógicas y la necesidad de personalizar la fe ante los retos del mundo contemporáneo han contribuido al

interés por el diálogo espiritual. En consecuencia, el papel del catequista y del animador de grupos o comunidades cristianas, sobre todo si están en procesos básicos de iniciación o formación, tiene unos perfiles nuevos, entre los que destaca la preocupación personal por cada componente y su crecimiento en la fe. En la actualidad, cada día cobra más vigor la concepción de la persona como un todo dinámico, formado por los componentes de la personalidad, los cambios psicológicos y las influencias del entorno socio-cultural. El conjunto de la existencia humana se entiende como un proceso en el que el éxito conlleva superar no pocas dificultades; además nadie puede suplantar a la persona en la difícil y apasionante tarea de hacerse cargo de su vida. El acompañamiento espiritual puede ayudar a tomar conciencia y a buscar salidas, pero sólo el interesado puede responder desde sí mismo a su propia maduración, a la voluntad de Dios y a los retos que desde fuera le llegan. Este cambio de enfoque en la dirección espiritual está avalado por múltiples estudios desde diferentes puntos de vista y por la experiencia eclesial de muchas personas y grupos. La maduración humana y cristiana tiene mucho que ver con las crisis y dificultades que se van presentando, y con las decisiones que el interesado va tomando después de un discernimiento apropiado. Por esta razón el acompañamiento espiritual es algo para toda la vida, configurado de forma distinta en cada etapa, y que tiene que ver con los aspectos nucleares del catecumenado de adolescentes, jóvenes y adultos. 2. LA MADURACIÓN DE LA PERSONALIDAD CREYENTE1. Sabemos que la fe consiste básicamente en la orientación específica de la vida según el Dios de Jesucristo. A lo largo de las diferentes etapas de la vida la persona va configurando las relaciones consigo misma (identidad), con los demás (relaciones interpersonales) y con Dios (trascendencia). Esta configuración depende de los siguientes factores: la visión del mundo, las relaciones con los otros, la conciencia moral y la capacidad simbólica. La maduración no se va consiguiendo de forma lineal; por el contrario, es la activación de estructuras lo que produce el avance. En este camino hay elementos que permanecen, elementos que se reformulan y elementos nuevos que se incorporan; este movimiento adquiere forma espiral y aumenta en complejidad, pero también en relación y unidad de todas las capacidades humanas. En estos dinamismos propios de la persona que crece hay que situar los contenidos de la fe, pues el paso de una fe sociológica o incipiente a una fe personal o madura no es únicamente un proceso de interiorización, ya que importan los contenidos del mensaje cristiano en lo que tienen de cosmovisión, valores, celebración y compromiso. La meta de la madurez espiritual para el cristiano podría formularse con los siguientes rasgos: la vivencia de la relación personal con Dios Padre, la superación del egoísmo, la docilidad al Espíritu Santo, la distinción entre el bien y el mal, las relaciones fraternas y comprometidas, y la centralización en Cristo y su evangelio en la vida cotidiana. Para alcanzar esta meta es necesaria la cooperación de los elementos humanos y divinos y la superación de múltiples obstáculos, tales como las heridas del pecado, las frustraciones y los miedos, la afectividad desordenada, el poco conocimiento de sí mismo y la experiencia inadecuada de Dios.

II. Historia de la dirección espiritual La palabra de Dios es, en muchas ocasiones, una invitación del Padre a sus hijos débiles, ignorantes y pecadores, para que recompongan su existencia y den una respuesta nueva; el mismo Pablo es enviado a Ananías para que este le inicie en el camino del evangelio (He 9,6-19). Los escritos paulinos refieren constantemente cómo el Espíritu Santo que habita en cada creyente

(lCor 3,16) guía su caminar (Rom 8,14); el seguidor de Jesús tiene que examinarse desde el interior y comprobar en qué medida aparecen en su vida los «frutos del Espíritu» (Gál 5,22). Los evangelizadores de las comunidades del Nuevo Testamento se preocupan de aquellos que evangelizan como una madre se preocupa por sus hijos (He 20,30; 1Tes 2,7.11-12). A partir de las enseñanzas de los apóstoles y de la vida de las primeras comunidades surgen creyentes con fuerte interés por profundizar la vida cristiana junto a maestros experimentados en la vida interior y en los caminos del Espíritu. En el cristianismo de Oriente esta relación de maestro-discípulo se estructura alrededor del desierto como lugar geográfico y espiritual, y los núcleos del aprendizaje cristiano son la penitencia, el combate contra el mal, la docilidad al espíritu y la búsqueda incesante de la paz interior; la meta es el hombre espiritual. En Occidente también se vive esta experiencia, matizada por dos elementos importantes: el carácter apostólico de la vida cristiana y la respuesta a los retos que la evolución socio-histórica va presentando. Innumerables figuras de santos fundadores se podrían aducir como iniciadores de una determinada espiritualidad de vida religiosa, presbiteral y laical, que ha permanecido vigente en las comunidades e instituciones por ellos fundadas 2. 1. CRISIS DE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL Y NUEVO PLANTEAMIENTO. La figura tradicional del director espiritual no es fácilmente entendible y aceptable, tanto en la situación socio-cultural como en el contexto eclesial actual3. Por un lado, los creyentes maduros sienten la necesidad de una fe más personalizada, comunitaria y en constante discernimiento; por otra parte, cuesta admitir todo lo que es autoridad, dirigismo o imposición. Esta nueva sensibilidad y la teología conciliar y posconciliar nos instan a encontrar una nueva formulación de la relación espiritual, que asegure su función y sea aceptada por los parámetros culturales actuales y de la pedagogía no directiva. Provenientes del mundo de la psicopedagogía han aparecido los términos consejero, orientador y acompañante. También hoy es evidente que los caminos de Dios no resultan fáciles de descubrir ni de aceptar; aquí aparece la figura del acompañante espiritual para ayudar a leer con fe la realidad personal desde la confianza, la relación interpersonal de ayuda y la fidelidad a Dios ya la persona a la que se acompaña. Únicamente creyentes con fe madura y experimentada, además de apropiada formación teológica y espiritual, pueden realizar este ministerio dentro de la comunidad cristiana. La formación psicopedagógica ayudará mucho al acompañante espiritual en una mejor comprensión y realización de su misión. Ante todo, el que pretenda ayudar a otros en los caminos del Espíritu necesita ser persona de evangelio, con gran confianza en las posibilidades de la gracia y en las posibilidades de la persona como imago Dei, y con un saber hacer que permita a las personas que orienta llegar a descubrir la voluntad de Dios para con ellos. 2. ACOMPAÑAR ESPIRITUALMENTE EL PROCESO DE INICIACIÓN CRISTIANA. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha recogido todos estos aspectos en la institución del catecumenado de la vida cristiana (SC 64), que trata de llevar adelante la iniciación cristiana por la conjunción de los siguientes aspectos: la historia personal y social, el mensaje del evangelio, la iniciación a la vida litúrgico-sacramental y la presencia comprometida según los valores del evangelio4. La iniciación cristiana trata de poner las bases del crecimiento permanente en la fe, que ha de durar toda la vida; la madurez cristiana depende de la vida de oración cotidiana, de una fe personalizada, de la identificación eclesial, del compromiso transformador de la sociedad y del discernimiento espiritual del estilo y estado de vida, con todos sus componentes: profesión, trabajo, uso del dinero, empleo del tiempo, militancia, etc.

La etapa siguiente en la vida espiritual se da cuando se siente a Dios como protagonista definitivo de la propia vida y se asumen con amor las limitaciones o fracasos, poniendo en Dios la esperanza. Se vive con gran libertad interior, no desorientan las experiencias de desierto (noches), la oración es principalmente contemplativa y se siente gran paz interior, sin que falte el compromiso con la justicia y la solidaridad. 3. APORTACIONES DE LOS DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO. Dios mismo está presente y actuante en el interior de cada creyente, y cada cristiano busca decidir su vida según la voluntad de Dios, dentro de la Iglesia y al servicio de la única misión (LG 12, 31, 41; GS 14). Pablo VI en la Evangelii nuntiandi se refiere a los «sacerdotes que, a través del sacramento de la penitencia o a través del diálogo pastoral, se muestran dispuestos a guiar a las personas por los caminos del evangelio, a confirmarlas en sus esfuerzos, a levantarlas si están caídas y a atenderlas siempre con discernimiento y disponibilidad» (EN 46). La catequesis está al servicio del progreso de la vida de fe. Afirma el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971: «La fe, que es única, se encuentra con mayor o menor intensidad en los fieles, según la gracia dada a cada uno por el Espíritu Santo e impetrada constantemente en la oración (cf Mc 9,23), y según la respuesta que cada uno otorga a esta gracia. Además, la vida de fe se encarna en diversas situaciones a medida que se desarrolla la existencia del hombre, mientras este llega a la madurez y acepta las responsabilidades de su vida. Por tanto, la vida de fe admite varios grados, ya sea en la aceptación global de toda la palabra de Dios, ya sea en su explicitación y aplicación a las diversas tareas de la vida humana, según la madurez y las diferencias de cada hombre. Tal aceptación, explicación y aplicación a la vida del hombre son distintas según se trate de párvulos, de niños, de adolescentes, de jóvenes o de adultos. La catequesis tiene la función de ayudar, en el decurso de la existencia humana, el despertar y el progreso de esta vida de fe hasta la plena explicación de la verdad revelada y su aplicación a la vida del hombre» (DCG 30, 34; cf DV 8; CD 14). La catequesis educa para que la totalidad del hombre responda a Dios. «Según esto, la catequesis, educadora de esa fe, ha de cuidar –por igual–esas dos dimensiones: conversión y conocimiento, entrega confiada y homenaje del entendimiento y voluntad, experiencia vital y verdad revelada, fides qua (actitud con la que se cree) y fides quae (mensaje en el que se cree)» (CC 129). «La catequesis ha de reconciliar desde el interior los dos aspectos, tratando de superar la dicotomía (cf CT 22) que muchas veces nos afecta» (CC 130). «Se trata, por tanto, de que el hombre entero (CT 20) se vea impregnado por la palabra de Dios, ya que la catequesis apunta a alcanzar el fondo del hombre» (CT 52 y CC 131). El proceso catequético y el acto catequético (CC c. V) exigen una personalización de la fe por parte del catequista respecto de cada uno de los componentes de su grupo. «Al final de un proceso catequético, los cristianos han de desembocar ordinariamente en una comunidad cristiana inmediata e integrarse plenamente en ella. La comunidad irá manteniendo su vida de fe y en ella vivirán el don de la comunión con los hermanos y serán impulsados a una vida cotidiana que sea coherente con la fe que profesan y celebran» (CC 287; cf CC 248). La espiritualidad propia del catequista tiene las siguientes referencias: «El catequista descubre la acción del Espíritu Santo no sólo en el catequizando sino dentro de sí mismo, como fuente de la espiritualidad exigida por su tarea» (CF 61). «En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (EN 46). Los textos que hemos citado a modo de ejemplo nos manifiestan claramente que la educación de la fe supone una relación interpersonal en clave espiritual entre el catequista y cada uno de los

catequizandos. Las Orientaciones sobre pastoral de juventud (OPJ) de la Conferencia episcopal española matizan aún más la necesidad del acompañamiento espiritual al diseñar la figura del catequista de jóvenes, al subrayar la importancia del cultivo de la espiritualidad cristiana y al situar lo vocacional dentro de la pastoral juvenil. «Por pastoral juvenil entendemos toda aquella presencia y todo conjunto de acciones con las cuales la Iglesia ayuda a los jóvenes a preguntarse y descubrir el sentido de su vida, a descubrir y asimilar la dignidad y exigencia del ser cristianos; les propone las diversas posibilidades de vivir la vocación cristiana en la Iglesia y en la sociedad, y les anima y acompaña en la construcción del Reino» (n. 15). El período de catequesis constituye la segunda etapa del proceso evangelizador de los jóvenes, tiene un carácter de formación cristiana integral y fundamental y encamina a la meta de la confesión de la fe. «La catequesis es como el noviciado de los cristianos, el período de maduración de la conversión. La etapa en la que los convertidos se inician en todos los aspectos de la comunidad, para poder integrarse en ella como sujetos activos de la misma» (Proyecto Marco, 75). «Al animar al compromiso por el reino de Dios, ha de presentar todas las vocaciones desde donde se puede servir a este reino –laical, laical consagrada, ministerio sacerdotal, vida religiosa y monacal– y ayudar en el discernimiento vocacional» (cf OPJ 32; ChL 58). Todos los aspectos que aquí hemos seleccionado piden una evangelización de la juventud, articulada en la relación catequista-catequizando y en el equilibrio entre vida-reflexión, acción y celebración. Las cuestiones de fondo del itinerario de fe, la inserción en la comunidad cristiana y el discernimiento vocacional no serán posibles sin el acompañamiento personal, como el elemento que más puede potenciar la catequesis con jóvenes y dar unidad a los elementos constitutivos del proceso de maduración de la fe.

III. Acompañamiento espiritual y tipos de acompañamiento No es fácil dar una definición de lo que se entiende por acompañamiento espiritual; intentaremos decir en qué consiste el acompañamiento, a través de los distintos elementos que se ponen en juego. Entendemos por acompañamiento la relación estable entre el acompañante y el acompañado para discernir juntos la voluntad de Dios respecto del acompañado, y así este pueda alcanzar la plenitud de la vida cristiana 5. La ayuda como clarificación, motivación y orientación que un creyente puede recibir de otro se entenderá como mediación del Espíritu Santo, que es el auténtico artífice de la vida interior. La relación de acompañamiento puede presentarse de tres formas distintas según la situación de las personas y el objetivo principal de la misma relación de ayuda. 1. ACOMPAÑAMIENTO ORDINARIO. Es fruto de la preocupación constante del catequista por los componentes de su grupo. Periódicamente se entrevistará con cada catequizando para interesarse por los diferentes aspectos de su vida (familia, estudios, relaciones, etc.) que tengan que ver con la fe; especialmente comentarán cómo va comprendiendo los temas que tratan, las relaciones con los demás componentes del grupo, la vida de oración, el proyecto de vida y los problemas o dificultades que van surgiendo y que se desean compartir. Conviene que este diálogo espiritual se realice unas tres veces al año. En general, los catequizandos valoran la atención personal que los animadores de grupo les prestan en estos momentos.

2. ACOMPAÑAMIENTO SISTEMÁTICO. La sistematicidad de este tipo de acompañamiento viene marcada por las etapas del seguimiento de Jesús y sus respectivas actitudes. Consiste en recorrer en la propia historia el camino que Jesús hizo en obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. Se acompaña la comunión en la vida y misión de Jesús para llegar así al encuentro con el Padre y con los hermanos. Los momentos significativos de este itinerario de fe son la conversión, el estar con Cristo para conocer la voluntad del Padre y el compromiso con los más necesitados, la opción por la comunidad de fe y el compromiso con el Reino. Cada una de las etapas significativas del seguimiento van pidiendo actitudes nuevas que únicamente se pueden dar desde el sentirse alcanzado por la persona, mensaje y causa de Jesús. Esta identificación con la persona de Jesucristo lleva a la disponibilidad vocacional; un aspecto constitutivo del acompañamiento sistemático es el discernimiento vocacional, desde la actitud de disponibilidad a lo que Dios quiera, expresado a través de las urgencias de la comunidad eclesial y de los más necesitados. El acompañamiento pondrá constantemente en relación los aspectos de la madurez humana y la madurez cristiana. En la medida en que se necesiten, según la situación y sensibilidad de cada persona, se abordarán los temas oportunos para un crecimiento armónico en la fe, sin retrocesos ni lagunas. 3. ACOMPAÑAMIENTO EXTRAORDINARIO. Es aquel que se realiza en situaciones especiales, por las opciones que va a tomar la persona o por situaciones especialmente problemáticas en el aspecto psicológico, moral o religioso. En estos casos se requiere la presencia del especialista en uno u otro campo y, con frecuencia, los datos que puede aportar un psicodiagnóstico. En el campo de la catequesis y de la pastoral estamos llamados a atender los dos primeros tipos de acompañamiento. El primero de ellos, el acompañamiento ordinario, pertenece a los catequistas; ahora bien, difícilmente un catequista puede acompañar a otros si a su vez no es acompañado. Sería deseable que los catequistas de adolescentes y jóvenes vivieran el acompañamiento sistemático; aquí es donde los sacerdotes, religiosos y laicos cualificados pueden desempeñar una función muy valiosa y necesaria. Conviene distinguir el sacramento de la reconciliación y el acompañamiento espiritual, aunque puede vivirse de forma relacionada. El sacramento de la reconciliación es para el perdón de los pecados, situado en el proceso de conversión. El acompañamiento espiritual se refiere a otros muchos aspectos de la vida, tales como las experiencias, sentimientos, dificultades, dudas, criterios, etc., en la formación de la personalidad cristiana; con frecuencia el diálogo espiritual concluye con la celebración del sacramento de la reconciliación.

IV. Naturaleza y articulación del acompañamiento espiritual La vida cristiana se puede definir como encuentro con el Padre en el seguimiento de Cristo por la docilidad al Espíritu Santo; de este modo Dios nos va haciendo semejantes a su Hijo, en medio de las dificultades interiores y exteriores al creyente y con la ayuda de las mediaciones eclesiales (IPe 4,12; Rom 8,5-13; Gál 5,22-23). La meta personal y comunitaria al servicio de la cual está el acompañamiento personal es la perfección cristiana como plenitud en Cristo (Ef 4,13).

1. ACTITUDES REQUERIDAS. a) Por parte del acompañante. El acompañante también es seguidor de Jesús, pero con la misión de ayudar a otros en el mismo itinerario de fe que él ha recorrido y recorre. Debe sentirse muy identificado con aquel a quien trata de servir en la comunidad eclesial. Como dice el evangelista Juan, debe dar fe de lo que «ha visto y oído», es decir, debe tener competencia experiencial. El mismo debe estar constantemente a la escucha de Dios y disponible a la voluntad del Padre, para poder iniciar a otros en esta misma actitud. A esta competencia espiritual debe unir el acompañante la preparación teológica y espiritual necesaria y específica; con todo, no puede olvidar que es la propia vida el elemento que más puede ayudar a otros6. b) Por parte del acompañado. En la base del acompañamiento espiritual está el que el acompañado sepa básicamente de qué se trata, quiera esta relación de ayuda y tenga confianza en el acompañante. Una persona únicamente se fía de otra si esta tiene autoridad moral por su experiencia, formación y coherencia de vida. Esta confianza se da con facilidad al comienzo de la relación, pero debe mantenerse a lo largo de ella cuando el conocimiento entre las personas sea más completo y real. El acompañado no puede nunca olvidar que es él quien tiene que responder y tomar las decisiones oportunas; por ello debe evitar pasar al acompañante la responsabilidad que a él le corresponde o hacer de este un mero confidente para recabar apoyo afectivo. De la adecuada manera de situarse acompañante y acompañado dependerá el éxito de la relación de ayuda. La persona acompañada también necesita fiarse de las orientaciones y propuestas que le pueda hacer el acompañante; con creatividad y personalización tratará de llevarlas a la práctica. 2. LA ENTREVISTA PERSONAL. Constituye el cauce normal por el que se vehicula la relación de ayuda como acompañamiento espiritual. La persona que busca ayuda y orientación ha de sentirse acogida y escuchada en su situación con sus problemas y limitaciones. En este contexto de confianza una persona comunicará lo profundo de ella, y podrá ser eficazmente ayuda da a encontrar la solución a sus problemas7. Las actitudes requeridas en el acompañante son: coherencia entre lo que dice y hace, aceptación incondicional de la persona que va a orientar y empatía para hacerse cargo del modo como la otra persona vive desde dentro su situación. La escucha atenta por parte del acompañante ayuda al acompañado a escucharse a sí mismo y a Dios en las situaciones concretas que vive; esta experiencia da unidad a la vida personal, al tiempo que la clarifica. Durante la entrevista las intervenciones del acompañante tenderán a que la otra persona perciba mejor en qué consiste su problema, reciba los datos oportunos para reestructurar la situación y encuentre los medios para seguir avanzando en la maduración humana y cristiana. Para facilitar la comunicación, sobre todo en las primeras entrevistas, es conveniente utilizar la técnica de entrevistas semidirigidas; esta técnica consiste en facilitar a la persona que va a venir a la entrevista algún tipo de instrumento (preguntas, texto, cuestionario, etc.) que le facilite la comunicación hasta que vaya adquiriendo más confianza y facilidad en la comunicación de la vida interior. Al terminar una entrevista debe fijarse con flexibilidad la fecha de la siguiente y deben proponerse las tareas concretas y prácticas como conclusión de la relación de ayuda. La siguiente entrevista comenzará por el comentario del resultado conseguido en la práctica de lo propuesto.

3. FUNCIONES DEL ACOMPAÑANTE ESPIRITUAL. El objetivo último del acompañamiento espiritual está en el descubrimiento del paso de Dios por la vida del creyente; el acompañante se siente instrumento de una acción en la que el Espíritu Santo es el protagonista, y el acompañado busca con la ayuda recibida la voluntad de Dios en su vida 8. Para que esto sea posible deben ponerse en juego las siguientes funciones: a) Atención a todo lo que pasa en la vida cotidiana de la persona: sentimientos, vivencias, pensamientos, dificultades, logros, avances, retrocesos, etc. Interesa situar los aspectos concretos dentro del conjunto de la historia personal, y dar a ésta unidad. b) Iluminar la existencia del acompañado desde la palabra de Dios, la persona de Jesús y su evangelio. Atención especial merecen la resonancia y sentimientos que la contemplación de los ministerios de la vida de Jesucristo van suscitando en el creyente. El análisis de estos sentimientos ayuda a entender el paso de Dios por la persona e historia de cada creyente. c) Apoyar afectivamente al acompañado en sus problemas, crisis y dificultades. Al realizar este apoyo el acompañante evitará caer en los defectos que dificultan el crecimiento interior: el paternalismo y el dirigismo. El paternalismo consiste en dar primacía a los sentimientos protectores y de simpatía que siente el acompañante, más que al crecimiento del acompañado o a la búsqueda conjunta de la voluntad de Dios; este modo de proceder revelaría en el acompañante una personalidad inmadura y adolescente. El dirigismo viene producido por la personalidad impositiva del acompañante y por la personalidad débil del acompañado; esta forma de proceder busca lo mejor, pero no respeta los ritmos de maduración de la persona orientada y, a la larga, la ayuda prestada resulta poco eficaz. d) Ayudar al crecimiento interior. Estamos ante el tema común y nuclear del acompañamiento espiritual; en la relación de ayuda, el acompañante cuidará especialmente la actitud de conversión, el progreso en el seguimiento de Jesús, el camino de oración, la superación de los defectos, la actitud de disponibilidad, la constancia en los compromisos y la veracidad del discernimiento vocacional. Esta tarea pide al acompañante un gran equilibrio, percepción objetiva de la situación y tacto pedagógico para no agobiar ni forzar los ritmos personales del acompañado. Una vez más, la sinceridad y la confianza son la base para que el proceso vaya adecuadamente. 4. MEDIOS QUE FACILITAN EL ACOMPAÑAMIENTO. La vida cristiana es el contenido fundamental del acompañamiento, pues esta es la que tiene que ser convertida, iluminada y transformada. El creyente acompañado debe sentir de una u otra forma que su persona y su vida cotidiana son lo fundamental en el diálogo espiritual; en la existencia se da el encuentro de la gracia de Dios y la cooperación humana que propicia la maduración de la personalidad cristiana. Esta maduración comprende ineludiblemente la experiencia de Dios, el descubrimiento de la comunidad, la formación de la conciencia moral, el compromiso social y la llamada vocacional. Estos aspectos estructurantes de la persona no se adquieren de golpe, ni de una vez para siempre, pues el aprendiz necesita ser iniciado, comprender, asimilar, fundamentar, optar y encarnar el nuevo sentido de la existencia. Para poder acompañar la formación integral de la persona resultan de gran interés los siguientes medios: a) El proyecto personal. Es un escrito personal que recoge los aspectos nucleares de la vida personal: la fundamentación de la persona en Dios, los ámbitos por donde transcurre la vida (familia, amigos, centro, calle, parroquia, trabajo, ocio, etc.), los medios que se van a poner para dirigir la vida (horario, oración, vida sacramental, lecturas, defectos que se van a corregir, actitudes que se van a potenciar, etc.) y las metas hacia las que se va. Para que los adolesc entes y jóvenes elaboren el proyecto personal necesitan motivación, un guión y bastante asesoramiento.

Los proyectos de grupo se pueden hacer a partir de los proyectos personales. La entrevista puede ser una buena ocasión para revisar el proyecto personal a fin de hacerlo más operativo. b) Los temas que se tratan en el grupo de fe. En este caso la entrevista personal servirá para personalizar los temas que se van desarrollando en el grupo. Cada persona tiene sus ritmos, sensibilidad, motivación y posibilidades; según estos condicionamientos, se verá el mejor modo de ir pasando temas por el corazón e ir incorporando a la vida lo que se va viendo comunitariamente. Sin esta dimensión los diálogos en el grupo pueden resultar superficiales, impersonales y poco comprometidos. c) Las cuestiones personales. Estas son propias de cada persona según su historia, situación actual, problemática y planteamientos de futuro. En ningún caso se perderá la visión de conjunto, pues tanto la persona como el seguimiento de Jesús tienen un sentido unitario. Las cuestiones principales son las que se refieren a la madurez personal, el seguimiento de Jesús, la experiencia de Dios, el sentido eclesial, los compromisos, el estilo de vida y el discernimiento vocacional. Conviene secuencializar de forma pedagógica cada uno de estos aspectos estructurantes en indicadores que permitan ver los pequeños pasos que se pueden dar para ir avanzando, saber lo que se ha recorrido y lo que falta para llegar a la meta. d) Los contenidos del acompañamiento9. Por contenidos entendemos los núcleos del mensaje cristiano referentes a la maduración personal del cristiano. Los principales son: la persona a partir de una visión cristiana, la aceptación de los contenidos específicos de la fe, el sentido comunitario de la fe (compartir la vida, la acción evangelizadora y celebración), la convergencia de la existencia, las tareas y las convicciones del seguidor de Jesús, la maduración en la vida afectiva (relaciones interpersonales, sexualidad, sentido comunitario y compromiso social), la actitud de disponibilidad respecto a la voluntad de Dios y al servicio del Reino, el progreso en la vida de oración (de la oración reflexiva a la contemplativa, y de esta a la oración afectiva y unitiva) y los compromisos apostólicos intra y extra eclesiales.

V. Acompañamiento y madurez cristiana El término madurez humana alude a la integración de los aspectos físicos, psíquicos, sociales, morales y espirituales de la persona y a su plena vivencia en el contexto socio-cultural en que se está. La madurez espiritual se da por la incorporación a Cristo y el ejercicio de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La madurez humana y cristiana se integran perfectamente. La ruptura interior de la persona en lo humano (la posmodernidad como cultura del fragmento) y la separación entre lo humano y lo espiritual es lo que puede impedir en mayor medida la realización personal como algo unitario y singular. La madurez humana tiene mucho que ver con la integración interior de las inclinaciones, los deseos, los criterios y los proyectos; cuando la intención, la afectividad y las actuaciones son convergentes podemos hablar de persona madura y realizada. Este tipo de personas verán con claridad qué decisiones tienen que tomar, y sentirán la alegría y fuerza necesarias para llevarlas a la práctica. Si todo esto se percibe como expresión del proyecto de persona que uno es como imagen de Dios, la energía interior para superarse, amar a los demás y transformar la realidad será muy grande. Por el contrario, cuando la tarea de ser y hacerse persona crea perplejidad interior, dudas permanentes, tensiones y desasosiego, algo importante necesita clarificación o motivación; en muchos casos se debe a que por un lado se quiere crecer y ser cristiano, y por otro se vive dominado por pasiones, egoísmos o intereses incompatibles con la fe. No hay que olvidar que la madurez psicológica, la madurez moral y la madurez espiritual caminan paralelas, son convergentes y repercuten directamente en el sentimiento de felicidad personal.

1. ACOMPAÑAR LA CONVERSIÓN. Cada persona tiene que elegir en su vida entre el camino del bien y el camino del mal (Prov 2,19; Jer 21,8; Dt 30,15-16); en el Nuevo Testamento el camino es Jesucristo mismo (Jn 14,6) como revelación definitiva de Dios como Padre y del hombre como hijo de Dios (He 9,2; 19,9.23; 24,14.22). Cristo nos invita a todos a la conversión (Mc 1,15; Lc 13,1-5; Mt 18,3) y a la renuncia al egoísmo (Mc 8, 34-35). La falta de conversión en la vida cristiana se manifiesta en vivir según la carne y no según el Espíritu (lCor 1, l0ss.); esto lleva a un uso inadecuado de la libertad (1Cor 9,41) y a la autosuficiencia. En consecuencia, uno cree que lo sabe todo y que todo lo hace bien cuando está fallando en lo fundamental; es la ceguera que produce la soberbia y el vivir proyectados en el propio yo. Al olvidarse de que todo viene de Dios y debe ser interpretado desde él, no se acoge el evangelio en todas sus exigencias (lCor 3,1ss; Ef 4,14), se vive en permanentes dudas de fe, e incluso cuando se vive la fe se hace con criterios de honor y poder, no de servicio y amor incondicional (lCor 13,1-11). 2. ACOMPAÑAR EL PROCESO DE MADURACIÓN CRISTIANA. La madurez de la personalidad cristiana se da cuando las virtudes teologales actúan como principio estructurante de la existencia dando unidad a los sentimientos, pensamientos y comportamientos, y centrándolos en Dios y su proyecto (Rom 11,20; Jn 20,28; Gál 2,20). Una de las primeras consecuencias de la vida teologal es el sentimiento de que Dios existe y es para nosotros un Padre misericordioso, atento y bondadoso (Rom 4,21; 14,5; 1Tes 1,5); la experiencia de Dios conlleva la percepción nítida de lo que construye positivamente a la persona, y de lo que deshumaniza a uno mismo y a los demás (lCor 14,20; Heb 5,14; Rom 12,2) 10. La apertura a la novedad de Dios y a los valores éticos desde lo nuclear de la persona es el mejor camino para que el Espíritu Santo pueda actuar en el corazón del creyente, ayude a conocer los misterios de la vida de Cristo (Col 1,27; Ef 1,9) y vaya configurando al creyente con la persona de Jesucristo (1Tes 5,23). La madurez cristiana incluye también la eclesialidad como pertenencia y referencia a la comunidad de los que tienen el Espíritu del Señor resucitado. Ser miembro activo de la Iglesia implica colaborar en su propia edificación (Ef 2,20ss.) y trabajar por extender el reino de Dios en medio de los quehaceres temporales. La madurez humana va apareciendo por la superación de elementos que parecen opuestos, pero que se integran en una síntesis armónica; estos binomios son: los deseos y la adaptación de la realidad, lo objetivo y lo subjetivo, la autonomía personal y la cooperación solidaria, la necesidad de ser aceptado y las tareas que hay que desempeñar, los impulsos y el dominio de sí mismo, etc. El hilo conductor que va ayudando a resolver adecuadamente estas antítesis es la maduración de la afectividad; cuando el amor se entiende principalmente como don y amor oblativo se ha madurado básicamente. La forma de entender y vivir la sexualidad y el grado de sensibilidad social ante las injusticias que padecen los más desfavorecidos constituyen los mejores termómetros de la madurez de la personalidad, pues difícilmente se puede ser responsable en las relaciones con los demás si personalmente no se ha alcanzado esta madurez. El resultado final de este camino de madurez es el sentimiento de felicidad, la confianza radical y la esperanza que ayudan a sentir la vida y el futuro con optimismo existencial. Este sentimiento básico tiene capacidad estructurante de la personalidad, y es generador de energías necesarias para superar adecuadamente los problemas. 3. MADUREZ Y ASCESIS. Todos los seres humanos percibimos dentro de nosotros enfrentamientos y rupturas entre los diferentes componentes (físico, psíquico, social, ético, religioso, etc.) de la

vida humana. La ascesis se orienta y sirve a la recomposición de la unidad interior de la persona y a la necesidad de preparar el terreno para que el Espíritu Santo nos cambie por dentro y nos santifique. La vocación cristiana consiste en descubrir y cumplir la voluntad de Dios; ahora bien, la aceptación de la voluntad de Dios implica la superación de muchos egoísmos y limitaciones. Hay enfoques, actitudes y comportamientos básicamente incompatibles con la voluntad de Dios, con la dignidad humana o con el respeto a otras personas, y nuestro corazón se siente inclinado a «hacer el mal que no quiere y no hacer el bien que quiere»; por esto se necesita la ascesis, para recomponer la unidad interior y querer de corazón lo que Dios quiere. Lo importante para un cristiano es la plena unión con Dios en lo que los místicos llaman los desposorios espirituales; pero para ello se necesita un camino en verdad, bondad y amor oblativo. Al servicio de estos requisitos está la ascesis.

VI. Acompañamiento y discernimiento vocacional La existencia cristiana se nos presenta con frecuencia como toma de decisiones en situaciones poco claras y-conflictivas. La propia persona del creyente, la vida eclesial y lo que sucede a nuestro alrededor son los tres ámbitos donde se ejerce el discernimiento11. La distancia entre la realidad concreta que somos y vivimos y la plenitud del horizonte escatológico nos obliga a estar en permanente discernimiento. La persona de Jesús es la gran referencia para el discernimiento cristiano; por el sacramento del bautismo, sus seguidores hemos recibido su Espíritu (Rom 8,9), que nos posibilita el vivir conforme a lo que somos: hijos de Dios y hermanos entre nosotros. No hay posibilidad de discernir adecuadamente si no se está convertido a la persona de Jesús y a su evangelio. La conversión, la oración personal y la actitud de completa disponibilidad nos permiten distinguir las mociones auténticas del Espíritu de las que no lo son. 1. EL PROCESO DE DISCERNIMIENTO. En el libro de los Ejercicios espirituales (nn. 168-189) san Ignacio de Loyola nos ha precisado desde su experiencia el proceso de discernimiento cristiano, que consta de los siguientes aspectos: a) Estado de libertad interior por dominio propio y el don del Espíritu (n. 21). Esta situación se expresa por el deseo del más y mejor (n. 25) respecto de la voluntad de Dios, la disposición para «sentir y gustar de las cosas interiormente» (n. 2), es decir, desde la afectividad. b) Para avanzar en el camino del discernimiento hay que comenzar por pedir con la cabeza y el corazón la gracia que se desea alcanzar (n. 91). La acogida de la palabra de Dios desde lo profundo del corazón y la contemplación de los misterios de la vida del Señor son el contenido fundamental de los Ejercicios espirituales. Al misterio cristiano se llega a través de la oración contemplativa y afectiva, para ser transformados por aquello que contemplamos. c) «Hacernos indiferentes» (n. 23) a todo lo que no es Dios y su reino; todo lo demás es relativo e innecesario, y se asume si ayuda a hacer la voluntad de Dios y a construir su reino. Por lo mismo, todo deseo, seguridad o decisión que no se confirme desde Dios debe revisarse. d) Actitudes ante las elecciones. Se pueden tener dos actitudes, una adecuada y otra inadecuada. La actitud cristiana se da cuando el cristiano se dispone «mirando para lo que soy creado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi alma» (n. 169). La actitud no evangélica es la que elige primero los medios, y luego trata de acomodar la voluntad de Dios a los propios intereses (n. 169).

e) Comprobar las consolaciones y desolaciones en el «conocimiento interior» del Señor y en el compromiso con su proyecto. Se trata de ver qué cosas nos llenan de amor a Jesucristo, nos dan paz y alegría y aumentan las virtudes teologales (n. 316). Las experiencias de consolación llevan a amar todas las cosas en y desde Dios, y a buscar la salvación personal y de los demás, y a confirmar las decisiones que se han tomado. Por el contrario, las experiencias de desolación se manifiestan en ceguera, tristeza, frialdad para las cosas de Dios, y en falta de amor y esperanza; en consecuencia, la persona se siente atraída por todo lo terreno (n. 317); la desolación es manifestación de la acción del mal espíritu en nosotros. A partir de las mociones interiores, del examen de razones y motivos a favor y en contra de una elección y en un tiempo tranquilo se puede hacer una elección como voluntad de Dios. Después debe llevarse la elección a la oración para que Dios la confirme (nn. 179-183). 2. EL ACOMPAÑAMIENTO DEL DISCERNIMIENTO VOCACIONAL. Nos centramos ahora en el discernimiento vocacional al que cada creyente está llamado como maduración de su vocación bautismal12. La referencia obligada es Jesús de Nazaret, por dos motivos principales; él tuvo una vocación única como mesías de Dios, y su persona es para nosotros la referencia de toda vocación. Para Jesús lo último y definitivo fue hacer la voluntad del Padre, expresada como la llegada y realización del reino de Dios; Jesús vivió desde su experiencia original y recorrió un camino histórico para encontrar la expresión de la voluntad del Padre: la praxis del amor a los más pobres como amor preferencial y conflictivo. Jesús también animó el proceso vocacional de sus discípulos, desde la primera llamada hasta el envío misionero poco antes de la ascensión (Mt 28,16-20). Jesús «eligió a los que quiso» y en el grupo de los elegidos coincidieron personas muy distintas; él les invitó a la radicalidad evangélica y a formar comunidad para la misión. El seguimiento vocacional de Jesús, entonces y ahora, tiene unas notas muy específicas: relativizarlo todo por el Reino, que sea para13 siempre, en favor de los más pobres y en gratuidad. La dinámica del seguimiento no es la de conocer para seguir, sino la de seguirlo para mejor conocerlo y amarlo. Sólo es posible permanecer en el seguimiento vocacional de Jesús si su persona, vida, mensaje y causa enamoran nuestro corazón; únicamente así la renuncia y los esfuerzos se viven en positivo y para dar cabida a la utopía del evangelio. Sabemos que la vocación tiene estructura dialogal, llamada y respuesta; la vocación es la iniciativa de Dios para una misión. Si la vocación es auténtica ayuda a vivir, a realizarse. No es posible llegar a percibir la llamada de Dios sin un conocimiento interno de la persona de Jesús en la oración contemplativa y en la praxis del seguimiento; elegir es ante todo ser elegido por el estilo de vida de Jesús y su proyecto liberador. 3. PASOS EN EL DISCERNIMIENTO VOCACIONAL. a) La iniciativa en la llamada vocacional parte de Dios (Le 5,10). Se inicia la andadura vocacional cuando el creyente percibe que su proyecto de vida tiene que ver con el proyecto de vida de Jesús. No se trata de tener fe, sino de que toda la vida esté en referencia a él y a su causa. b) La seducción de Cristo (Flp 3,8). Supone que la persona de Jesús aparece como lo más importante, como la novedad que recrea y resitúa todas las cosas. Produce el efecto de descentrar a la persona de sus egoísmos e intereses para abrirle un horizonte nuevo.

c) La vocación se vive en el mundo, sin ser del mundo, para transformar el mundo (Jn 17,15). La vida cristiana se entiende como un estilo alternativo de vida, basado en los valores del evangelio: ser, servir y compartir. La sociedad suele moverse, en gran parte, por los intereses del tener, dominar y competir. La confrontación de uno y otro estilo lleva al conflicto y a la praxis transformadora de la realidad. Las dificultades no se pueden superar sin la ayuda de la gracia, el discernimiento de lo bueno y la toma de partido. d) «Los gritos de los más pobres» (GS 1). Cuando lo que sucede a nuestro alrededor deja de percibirse ingenuamente, algo importante ha ocurrido en la conciencia. La capacidad crítica iluminada por la fe nos permite descubrir las causas del mal y hacer de la propia vida una respuesta liberadora. Los sufrimientos y las penas de los marginados no nos dejan indiferentes, pues a través de ellos percibimos la misma voz de Dios que llama y envía. e) La llamada relativiza todo lo que no es Dios y la justicia de su reino (Mt 19,21). El seguimiento de Jesús como llamada vocacional nos invita a quitar del corazón todo lo que nos impida responder de forma pronta, libre y generosa. Cada vocacionado verá los autoengaños que le acechan a la hora de discernir y de tomar opciones. Los principales autoengaños son: no vivir la fe como llamamiento personal, entender la radicalidad del evangelio como algo optativo, no sentirse urgido por las necesidades de los más pobres, querer tener plena claridad intelectual para tomar decisiones, miedo a elegir por cerrar otros caminos y reservarse facetas de la vida al margen de los planteamientos creyentes. f) La vivencia de la vocación consiste en la identificación con Cristo (Gál 2,20). Cuando Pablo exclama «y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí», siente la seducción de Cristo y el corazón inflamado por el amor a todos los hombres. La confianza absoluta en Dios Padre misericordioso y la identificación gozosa con la cruz desde el servicio humilde es lo único que da las fuerzas necesarias para responder a la llamada de Dios con constante fidelidad. g) Con Cristo resucitado, cabeza y primogénito de la nueva humanidad. Cristo resucitado, cabeza de la nueva humanidad y primogénito de los hermanos, va haciendo camino. ¿Cómo continuar su misión? ¿Cómo servir más y mejor a su causa? La respuesta a estos interrogantes vocacionales son posibles desde la experiencia de que el Resucitado está presente y actuante en medio de nosotros como primicia. h) «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La presencia del Señor es para que nos animemos a vivir del amor, de la entrega y la gratuidad. Construir el reino de Dios en este momento supone una forma nueva de ver y hacer. Ser testigos y enviados hasta el extremo del orbe para construir la fraternidad. Las vocaciones cristianas son misioneras, pues son servicio fraternal a todos los hombres y mujeres, empezando por los más pequeños y sencillos. El vocacionado sabe que Dios nunca le fallará y que siempre será para él sostén y fuerza . NOTAS: 1 J. SAHAGÚN LUCAS, El hombre, ¿quién es? Antropología cristiana, Atenas, Madrid 1988; J. A. GARCÍA-MONGE, 2 Estructura antropológica del discernimiento espiritual, Manresa 61 (1984) 137-145. - R. MERCIER, Aspectos históricos de la dirección espiritual, Vida espiritual 65 (1979) 15-21. — 3 A. MERCATALI, Padre espiritual, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 1435-1454; J. D. GAITÁN, Dirección y guía espiritual. Purificación actual de una praxis secular, Revista de espiritualidad 153 (1979) 615-633. — 4 J. SASTRE, Pastoral juvenil y acompañamiento, Misión 2 joven 204-205 (1994) 40-42; El acompañamiento espiritual, San Pablo, Madrid 1994 ; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Orientaciones sobre pastoral de juventud, PPC, Madrid 1991, 20-21. — 5 J. F. VALDERRÁBANO, Planteamiento y justificación del acompañamiento espiritual, Confer 80 (1982) 597-625. — 6 J. PUJOL, Formas de ayuda en el acompañamiento espiritual, Confer 80 (1982) 703-727. —7 E. ALBURQUERQUE, Ayuda del formador, adulto en la fe, mediante la entrevista pastoral, Confer 80 9 10 (1982) 661-683. — 8 J. SASTRE, El acompaña-miento espiritual, ose., 107-114. — Ib, 65-67 y 75-88. — R. ZAVALLONI, Madurez espiritual, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), o.c., 1123-1138. — 11 L. M. ROLLA, Discernimiento de espíritu y antropología cristiana, Manresa 51 (1979) 41-64. –12 J. FONT, Discernimiento de espíritu. Ensayo de interpretación psicológica, Manresa 59 (1987) 127-144; M. NAVARRO, Claves y nuevos paradigmas de la experiencia de la vocación, Seminarios 39/129 (1993) 331-372; 13 J. SASTRE, El discernimiento vocacional. Apuntes para una pastoral juvenil, San Pablo, Madrid 1996, 82-92. — R. BERZOSA, Cómo articular una teología de la vocación hoy, Seminarios 34/110 (1988) 441-449.

BIBL.: AA.VV., Acompañamiento espiritual de los jóvenes formandos, Confer 80 (1982) 591-821; AA.VV., El acompañamiento espiritual de los jóvenes, CCS, Madrid 1985; AA.VV., Teología espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, Espiritualidad, Madrid 1980; ALBRECHT B., Seguir a Jesús en medio de este mundo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1980; ARTAUD G., Conocerse a sí mismo. La crisis de adulto, Herder, Barcelona 1981; Co-LOMB J., El crecimiento de la fe, Marova, Madrid 1980; DE FLORES S.4 GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , sobre todo: DE FLORES S., Itinerario espiritual, 999-1021; MERCANTILI A., Padre espiritual, 1435-1454, y ZAVALLONI R., Madurez espiritual, 1123-1138; GIORDANO B., Una nueva metodología para la dirección espiritual, Seminarios 84 (1982) 151; GoNzÁLEZ FAUS J. 1., Este es el hombre. Estudio sobre identidad cristiana y realización humana, Sal Terrae, Santander 1980; LACUEVA F., Principios básicos del arte de aconsejar, Clic, Tarrasa 1977; MATEOS J., Los «doce» y otros seguidores de Jesús en el evangelio de Marcos, Cristiandad, Madrid 1982; MENDIZÁBAL L., Dirección espiritual: teoría y práctica, Católica, Madrid 1978; Ruiz SALVADOR F., Caminos del Espíritu, Espiritualidad, Madrid 1978; SICARI A., Llamados por su nombre. La vocación en la Escritura, San Pablo, Madrid 1981; SPICQ C., Vida cristiana y peregrinación en el Nuevo Testamento, Católica, Madrid 1977; TRESMONTANT C., La mística cristiana y el porvenir del hombre, Herder, Barcelona 1980; VACA C., Psicoanálisis y dirección espiritual, Religión y Cultura, Madrid 1967; VALDERRÁBANO J. F., Dirección espiritual, en A. APARICIO-J. CANALS (dirs.), Diccionario teológico de la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 1989; Acompañamiento espiritual en la formación para la vida religiosa, Publicaciones Claretianas, Madrid 1983, 8.

Jesús Sastre García

ACTO CATEQUÉTICO

SUMARIO: I. Concepto de acto catequético. II. Los elementos del acto catequético: 1. La experiencia en la catequesis; 2. La palabra de Dios en la catequesis; 3. La expresión de fe en la catequesis. III. La dinámica del acto catequético: 1. Experiencia; 2. Palabra de Dios; 3. Expresión de fe.

I. Concepto de acto catequético «Se entiende por acto catequético la realización concreta de la acción catequizadora en cuanto que integra –en mutua interacción– los diversos elementos que la componen: experiencia humana, palabra de Dios, confesión de fe, oración y celebración, compromiso cristiano y vida comunitaria» (CAd, anexo, 30). Se distingue del proceso catequético, entendido como «acción dinámica desarrollada progresivamente a través de un programa y unas etapas sucesivas» (CAd, anexo, 29). Lo que caracteriza el acto catequético es la integración de todos sus elementos: La palabra de Dios «incide en el terreno de la experiencia humana y, en virtud del poder fecundante del Espíritu, produce su fruto en el corazón del hombre, que se exterioriza mediante la expresión de fé, en forma de confesión, celebración y compromiso» (CAd 264). El acto catequético se corresponde, en cuanto a su extensión, con el desarrollo de un tema o aspecto del misterio cristiano, no así con una sesión de catequesis (un tema puede requerir varias sesiones). En una sesión de catequesis no tienen que estar presentes necesariamente todos los elementos del acto catequético, pero «sólo cuando el conjunto de estos elementos ha podido activarse, se puede decir que se ha producido un acto catequético» (CAd, anexo, 30). El acto catequético tiene una estructura jerarquizada. La correcta realización de la catequesis depende, en buena parte, del respeto a esta jerarquía. La palabra de Dios y la experiencia – humana y cristiana– son los elementos que sostienen el peso de su estructura, mientras que la expresión de fe es el «corolario constante que acompaña de manera ininterrumpida el proceso de catequización» (CC 234). La palabra de Dios es el elemento medular del acto catequético y el que da vida a toda su estructura.

Desde el punto de vista pedagógico, el acto catequético no se identifica con el método que lo activa. Uno es el acto catequético, en sus componentes fundamentales, y diversos los métodos, de acuerdo con los tiempos, el orden o la intensidad con que esos componentes se ponen en acción. La pluralidad de métodos en la catequesis es signo de vitalidad y creatividad (cf CT 55; DGC 148-149). El concepto pedagógico que mejor se acomoda a lo que entendemos por acto catequético podría ser el de modelo, entendido como «representación selectiva de los elementos esenciales del fenómeno didáctico, que permite describirlo y explicarlo en profundidad»1. Se trata, pues, de una imagen proporcional de la realidad, una creación hipotética, que tiene una doble función heurística (interpretativa de la acción catequizadora) e integrativa (entre la teoría y la práctica).

II. Los elementos del acto catequético En el acto catequético, como ya se ha dicho, se integran varios elementos o factores, que se reclaman mutuamente y que no se pueden disociar entre sí. Estos son: la experiencia –humana y cristiana– del catequizando, la palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y la expresión de fe en sus diversas formas (confesión, celebración y compromiso). 1. LA EXPERIENCIA EN LA CATEQUESIS. Inicialmente nos referimos a la experiencia en un sentido amplio (todo lo humano), con dos limitaciones: la concepción popular que la identifica con la sabiduría de los mayores, y la concepción científica de aquello que ha sido sometido a experimentación. La vida humana como participación personal y social en la historia y en la cultura y, sobre todo, la vivencia cotidiana de la realidad es, toda ella, la posible materia prima de la catequesis. Conviene destacar que la catequesis no sólo se interesa por las experiencias individuales, sino también por las sociales, así como por los problemas más acuciantes que preocupan hoy a la humanidad: la lucha por la paz, los derechos humanos, la abolición de la tortura, las nuevas relaciones Norte-Sur, el feminismo, la ecología, etc. (cf DGC 17-21; 211). La experiencia en catequesis implica también, y muy especialmente, la experiencia cristiana. Nos referimos a esa biografía religiosa con que llega el catecúmeno o catequizando a la catequesis: la imagen que tiene de Dios, su experiencia de oración, los criterios morales, los acontecimientos de fe vividos, las decisiones adoptadas y, en el caso de los niños, si ha tenido lugar o no el despertar religioso (cf CF 78-79). Todo este material, una vez elaborado, llega a ser la experiencia humana de la que se habla en catequesis: la propia vida reflexionada, interpretada, transformada. Para ello hace falta todo un tratamiento pedagógico con distintos pasos: 1) la apropiación, la implicación personal, el contacto directo y vivencial con la realidad; 2) la vivencia intensiva y totalizante, en la que participa toda la persona (inteligencia, emotividad, operatividad, etc.); 3) la profundización mediante la reflexión y el esfuerzo interpretativo; 4) la expresión de lo vivido mediante formas diversas de lenguaje (palabra, gesto, rito, etc.); 5) el cambio, el crecimiento, la transformación de la persona. La experiencia surge de la vida y retorna a la vida, pero no vuelve como fue: la persona es ya distinta, ha cambiado2. Sólo cuando se ha realizado este recorrido pedagógico, lo vivido se transforma en experiencia. En la historia de la experiencia humana en catequesis, destaca como momento importante la constitución Gaudium et spes del Vaticano II, donde se propugna la sintonía con «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1).

Alrededor de ese momento aparece la llamada catequesis antropológica o de la experiencia. Primero en su versión personalista, especialmente en Europa3. Más tarde en su versión sociopolítica, cuyo punto de arranque hay que situarlo en la Semana catequética de Medellín (Colombia) de 1968, donde se afirma que las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas son parte indispensable del contenido de la catequesis 4. El Directorio general de pastoral catequética de 1971 ratifica esta presencia activa de la experiencia humana en la acción catequizadora: «La catequesis debe ayudar a los hombres a explorar, interpretar y juzgar las experiencias y también a darle un sentido cristiano a su propia existencia» (DCG 74). A partir de aquí, los distintos materiales catequéticos que se van produciendo suelen tener en cuenta la experiencia humana con desigual fortuna. Así también, van apareciendo deficiencias y errores en su utilización. Unas afectan a la propia experiencia humana en sí, como: el uso restringido de la experiencia, reduciéndola a ciertas zonas de lo humano (lo personal, lo psico-social, etc.); la falta de profundidad o la interpretación insuficientemente fundada de la experiencia; la lectura ideológica, instrumentalizada, de la experiencia, o hecha desde presupuestos hostiles a la fe... Otras deficiencias se refieren a su relación con la palabra de Dios, como: la yuxtaposición de la experiencia humana a la experiencia de la fe, haciendo imposible la relación entre la fe y la vida; la subordinación de los contenidos de la fe a las experiencias humanas elegidas, olvidando elementos esenciales del mensaje; la utilización de la experiencia como simple punto de partida o pretexto pedagógico para la transmisión del mensaje cristiano; el aplazamiento indefinido del encuentro con la palabra de Dios. A la luz de los documentos del magisterio de la Iglesia sobre la catequesis en los años 70 (Evangelii nuntiandi, Sínodo de obispos sobre la catequesis y Catechesi tradendae), la reflexión catequética ha ido consiguiendo una formulación más equilibrada y precisa de la experiencia en catequesis, como aparece, entre otros, en los documentos de la Iglesia española: La catequesis de la comunidad (1983), El catequista y su formación (1985) y La catequesis de adultos en la comunidad cristiana (1990). En los últimos años, la problemática de la experiencia humana en catequesis parece haber perdido relieve, tanto en la reflexión como en la práctica catequética. Entre otras razones, podemos indicar: a) un cierto cansancio pedagógico, unido a la incapacidad de muchos catequistas para tratar la experiencia adecuadamente; b) cierta actitud de sospecha ante la llamada catequesis de la experiencia, propiciada a veces por alguna que otra voz autorizada, que ha favorecido la inhibición por miedo a equivocarse. El nuevo Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 —con abundantes referencias al tema— destaca explícitamente la importancia de la experiencia humana en catequesis, cuyo fundamento es la pedagogía de la encarnación «por la que el evangelio se ha de proponer siempre para la vida y en la vida de las personas» (DGC 143): es parte esencial de la catequesis. «La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es puramente metodológica, sino que brota de la finalidad misma de la catequesis, que busca la comunión de la persona humana con Jesucristo» (DGC 116); su iluminación e interpretación es tarea permanente de la pedagogía catequética y no debe descuidarse, a pesar de las dificultades, «so pena de caer en yuxtaposiciones artificiosas o en comprensiones reduccionistas de la verdad» (DGC 153); ha de ser valorada debidamente, por la diversidad de funciones que desempeña: transformando la

existencia humana, favoreciendo la inteligibilidad del mensaje y, sobre todo, siendo espacio donde se manifiesta y se realiza la salvación (cf DGC 152). Venciendo dificultades y superando errores, se impone hoy la necesidad de recuperar la experiencia humana para la catequesis, en toda su amplitud y profundidad. 2. LA PALABRA DE DIOS EN LA CATEQUESIS. «La palabra de Dios ilumina todo el acto catequético y es el elemento que da conexión a todos los demás» (CC 228). La catequesis hace resonar la Palabra en el corazón de los catecúmenos y catequizandos «para dejarse interpelar, para conocerla en profundidad y para orientar desde ella su experiencia» (CAd 266). La Sagrada Escritura y el catecismo son los polos referenciales a los que acudir, en el proceso de catequización, para entrar en contacto con la palabra de Dios (cf DGC 132; CAd 266). Por la posición preeminente que la Sagrada Escritura tiene en todo el ministerio de la Palabra (cf DGC 127), nos referimos especialmente a ella, al plantearnos cómo se hace presente la palabra de Dios en el acto catequético. La constitución dogmática Dei Verbum (DV) del Vaticano II constituye para la catequesis «una sólida base sobre la que apoyar la manera de entender el carácter propio de la catequesis» (CC 106). Todavía no se ha reflexionado suficientemente sobre este documento, para sacar todas sus consecuencias catequéticas. Por ejemplo, de su concepción personalista de la Revelación, del carácter histórico y sacramental de la misma, de las pistas que nos ofrece para superar las dificultades de conciliación entre la fides qua y la fides quae, entre Escritura y Tradición, entre integridad del Mensaje y adaptación pedagógica, etc. El estudio de la palabra de Dios se ha visto alentado posteriormente por el documento de la Pontificia comisión bíblica: La interpretación de la Biblia en la Iglesia 5. Se trata de un manifiesto en favor de la racionalidad en el estudio de la Biblia, de la historicidad de la Revelación, de la apertura respecto a todos los métodos objetivos de investigación y del diálogo con todas las ciencias que puedan aportar soluciones. El capítulo dedicado a la Interpretación de la Biblia en la vida de la Iglesia (CC 111-125) ilumina especialmente la manera de entender la palabra de Dios en el acto catequético. Desde la Dei Verbum y La interpretación de la Biblia en la Iglesia, nos preguntamos cómo en el acto catequético la palabra de Dios «se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22). La Revelación es el acontecimiento de Dios saliendo al encuentro del hombre para entablar con él un diálogo de salvación. Así, «en los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21). La Biblia nos muestra cómo Dios trata con el hombre por los caminos de la historia y de la encarnación: – Durante siglos, Dios formó a su pueblo y preparó los caminos del evangelio. Israel conoció a Dios, no en abstracto, sino por la experiencia de los caminos de Dios en su historia. Esta historia de salvación se encuentra, hecha palabra de Dios, en los libros del Antiguo Testamento. La Revelación encuentra en Jesucristo su consumación y perfección: el Hijo de Dios entra en la historia; «la Palabra hecha carne... habla las palabras de Dios» (DV 4), utilizando sin reparo la condición humana y sus medíos de expresión. Y la Iglesia apostólica, guiada por el Espíritu, va descubriendo la verdad completa (cf Jn 16,12-15) en su propia historia (la vida de las primeras comunidades cristianas), a la luz de la tradición de Israel referida a Cristo y del testimonio

apostólico sobre el Señor resucitado. De todo esto dan fe los escritos del Nuevo Testamento, donde la palabra de Dios despliega su fuerza de modo privilegiado. Si Dios se comunica con nosotros entrando en la historia y sometiéndose a ella (kénosis), hemos de afirmar que no existe palabra de Dios, por así decirlo, químicamente pura. No hay palabra de Dios sin palabra humana, sometida a las leyes y a las limitaciones de nuestro lenguaje. En la Biblia, Dios se hace texto. Un texto alejado de nosotros por miles de años. Construido de acuerdo con una cultura que no es la nuestra. ¿Cómo podrá ser ese texto palabra de Dios para nosotros hoy? «La difícil tarea de la catequesis consiste justamente en hacer hablar hoy al lenguaje de una tradición» (CC 145). El acto catequético es un acto hermenéutico, de actualización. La hermenéutica moderna nos ha hecho comprender que «todo texto, y por tanto también el bíblico, se dirige al lector con una pretensión, no se deja considerar pasivamente, se acerca a la existencia del lector con una nueva posibilidad existencial. A su vez, el lector se acerca al texto con una relación vital al tema... A esta íntima relación previa entre texto y lector, junto con la dinámica que se desencadena cuando ambos se enfrentan, podemos llamarla círculo hermenéutico»6. Se trata de una expresión ya clásica para diseñar las leyes de la interpretación y, por tanto, del conocimiento y de la apropiación de sentido. La palabra círculo indica la dinámica que se establece entre el comienzo y el final del proceso, que es el mismo sujeto que interpreta: partiendo de mí, mediante el texto, vuelvo de nuevo a mí pero a un nivel distinto. Cuando tratamos de escuchar hoy un texto del pasado (en nuestro caso, la Biblia), se ponen en funcionamiento los distintos momentos del círculo hermenéutico: desde la precomprensión de nuestra situación de vida concreta, llegamos por la exégesis al encuentro con el texto y su sentido vital; sentido que podemos hacer contemporáneo nuestro mediante un proceso de actualización o transculturación; para dejarnos interpelar por esa palabra y tomar una decisión concreta o actuación, a través del discernimiento. Aquí se cierra el círculo, encontrándonos con nuestra situación de vida iluminada, confrontada, cambiada7... Analizamos más en detalle cada uno de estos momentos: a) La pre-comprensión. Para comprender, debo comprenderme. Pensar en un acercamiento objetivo, neutral, al texto es una falsificación. Hay siempre una confrontación entre el texto y yo, entre lo que escucho y lo que soy. Sobre todo, cuando están en juego valores importantes y el riesgo de su aceptación o su rechazo. Y más aún cuando se trata de la fe, y es la salvación lo que se ventila. La precomprensión supone apertura al texto e hipótesis adelantada de lectura: 1) la apertura al texto consiste en una actitud interior de aprecio, en un doble sentido: espero de esa palabra algo valioso para mi vida, y percibo al mismo tiempo en ella un deseo de comunicación, el gesto de una mano amiga, que trata de suscitar en mí la simpatía; 2) la pre-comprensión supone también situarse ante el texto desde los propios interrogantes vitales, esperar de él una verificación de aquellas hipótesis de sentido, que ahora tengo sobre mí mismo y sobre los demás, tanto individual como colectivamente. b) La escucha del texto. Para comprender un texto del pasado es necesario hacerse contemporáneo del mismo. La Biblia tiene en sí una densidad existencial propia de los personajes que la pueblan. «El sentido para mí, que brota de la Biblia, pasa necesariamente a través del sentido para ellos; la actualidad de la Palabra es actualización, es decir, transferencia al presente de un significado que apareció y que fue vivido en el pasado, prolongación de validez también para hoy de un sentido manifestado ayer... La mayor convergencia eclesial suele darse en el gesto de violentar el libro con el pretexto de hacerlo vivo. Cuando el primer servicio al libro, y a la Iglesia a quien se le ha confiado, es el de restituirle su sentido propio, para activar en torno a él la comunión real del consenso en vez de la convergencia formal del polisenso» 8. Esta es la misión de

la exégesis, realizada a través de una pluralidad de métodos, que no han de verse como contrapuestos y creadores de confusión, sino como una opción convergente de instrumentos diversos que, bien conjuntados, pueden ofrecernos el sentido del texto en toda su riqueza sinfónica9. c) La actualización. Pero no basta que la Biblia se diga a sí misma: ha de hablar con el hombre de hoy. «La actualización es necesaria porque, aunque el mensaje de la Biblia tenga un valor duradero, sus textos han sido elaborados en función de circunstancias pasadas y en un lenguaje condicionado por diversas épocas. Para manifestar el alcance que ellos tienen para los hombres y mujeres de hoy, es necesario aplicar su mensaje a las circunstancias presentes y expresarlo en un lenguaje adaptado a la época actual» (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 112). Con H. Gadamer, recordamos que para comprender un texto hay que interpretarlo siempre a través del espesor u horizonte de las tradiciones que nos lo han transmitido. Actualizar consiste en hacer la historia de las actualizaciones precedentes hasta la nuestra. «Cuando la catequesis transmite el misterio de Cristo, en su mensaje resuena la fe de todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia» (DGC 105). Podemos distinguir en este caso un momento bíblico, un momento eclesial y un momento antropológico: — Momento bíblico. La Biblia lleva dentro de sí esta dinámica de actualización a través de las llamadas relecturas, que de los acontecimientos salvadores se han ido haciendo durante su largo proceso de elaboración. Así tenemos, por ejemplo, la relectura que el Nuevo Testamento hace del Antiguo, o la que hacen las primeras comunidades de la historia terrena de Jesús... (DGC 84-90). La actualización va precisando el mensaje del texto bíblico, siguiendo la dirección que señalan las distintas relecturas del mismo dentro de la Biblia. — Momento eclesial. Un salto desde el pasado de la Biblia a nuestro presente, poniendo entre paréntesis veinte siglos de vida de la Iglesia, es un salto en el vacío que, por desgracia, se da en muchas catequesis (cf DGC 30). Es necesario que el mensaje bíblico tenga en cuenta las distintas actualizaciones que ha ido haciendo la tradición viva de la Iglesia «con su enseñanza, su vida, su culto» (DV 8). Un proceso de tradición10 que no ha de ser visto como historia de la Iglesia, sino como experiencia de una comunidad que vive su fe en la historia. Una tradición protegida —pero no monopolizada— por el magisterio de la Iglesia, en la que participan todos los cristianos (cf DV 8; LG 12; DGC 95-96). En este contexto adquiere todo su significado la definición de la catequesis como traditio Evangelii in symbolo, verdadero acto de tradición11, que no se puede limitar a una repetición de los documentos de la fe, sino que ha de posibilitar su interpretación creativa (cf CC 146). — Momento antropológico. La vuelta al presente se completa con la transculturación. Efectivamente, el horizonte bíblico, además de ser histórico, es también antropológico, es decir, es un mundo de experiencias y valores que tiende irresistiblemente a identificarse con el mundo de experiencias y valores profundos del hombre de todo tiempo y situación concreta en que vive. La actualización se realiza cuando un valor humano de algún o algunos personajes bíblicos interpela a la libertad de personas de hoy desde ese mismo valor humano, siempre dentro de esa gama de valores universales comunes, que tienen relación con los eternos y decisivos problemas de la vida: Dios, nuestro destino, el destino de la historia, el bien y el mal, el sufrimiento, el amor, el futuro (cf DGC 133, nota 10). Cuando se produce esa correlación interpeladora o interacción entre el mensaje revelado y las experiencias humanas profundas de las personas de hoy, la Palabra revelada se ha hecho actual. Será la inculturación la que deberá poner el mensaje bíblico en relación más explícita con los modos de sentir, de pensar, de vivir y de expresarse, propios de la cultura local (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 116). Esta actualización interpeladora lleva a la actuación.

d) La actuación. La Palabra no tiene como finalidad solamente ser escuchada (entendida desde el horizonte cultural propio), sino que ha de ser practicada (cf Lc 11,28). No es lo mismo actualización que actuación: «La primera es la elaboración del mensaje dentro de las categorías mentales de hoy; la segunda, la llamada que el mensaje dirige (que el mismo mensaje es) a la libertad de cada uno, en la singularísima (no universal) y puntual (no repetible) situación del encuentro»12. El mensaje bíblico no es único, en el sentido de que el texto no nos da la respuesta puntual a la situación vital de cada uno. Eso explica que, a una misma Palabra, los creyentes puedan dar respuestas diferentes, aunque no contradictorias. El mensaje, más bien, nos ofrece una dirección de marcha, nos da unas posibilidades de opción; «se podría decir que el texto tiene una función negativa: dice lo que no se debe hacer, traza un límite más allá del cual no se andaría en el camino de Jesús»13. De la actualización a la actuación no se pasa automáticamente, sino a través del discernimiento. Este implica un diálogo a tres niveles: con Dios (en la meditación, la plegaria, el silencio), con el hombre (las ciencias humanas, los datos de la razón...) y con la comunidad (el catequista, el grupo, el sacerdote...). Cuando no se tiene en cuenta esta hermenéutica, es frecuente el mal uso de la palabra de Dios en el acto catequético. Errores más frecuentes son: el fundamentalismo, como interpretación literalista de la Biblia; la instrumentalización, que la utiliza para probar afirmaciones dogmáticas, morales o ideológicas; el exegetismo, que se sirve de los métodos histórico-críticos, sin hacer ver la vitalidad de la Palabra ni actualizarla a la situación de los destinatarios; el intuicionismo carismático, que invita a cada uno a expresar lo que le sugiere el texto bíblico, sin preocuparse de lo que realmente dice14. 3. LA EXPRESIÓN DE FE EN LA CATEQUESIS. Expresarse es hacer pasar algo al plano de lo visible, hacer presente a uno mismo y a los otros lo que llevamos en nuestro interior. Nos referimos aquí a la expresión como acto humano, inteligente y libre: acción, al menos en parte, consciente, controlada, intencionada, organizada. Se trata de un acto de creación (aporta algo nuevo al mundo) y, al mismo tiempo, de encarnación (lo espiritual toma cuerpo sin perder por eso su calidad). La expresión conlleva un doble dinamismo: un encuentro del hombre consigo mismo, que implica la necesidad de un cierto recogimiento interior para descubrirse personalmente y en relación con el medio, y un salir de sí mismo traduciéndose, para acercarse a los otros y encontrarse con ellos a un nivel más profundo. La expresión de cualquier experiencia vivida por el hombre tiende a fijarse en el rito, como intento de revivir aquella experiencia; a tipificarse en conductas o modos de proceder surgidos de la actitud nacida en el acontecimiento original; a formularse en dogmas, que responden a la necesidad del ser humano de determinar conceptualmente el contenido de su experiencia 15. En el campo educativo, experiencia y expresión son momentos alternativos del dinamismo de maduración del ser humano, en una cadena de mutuos refuerzos: la experiencia se desarrolla expresándose y, a su vez, la expresión da lugar a una nueva experiencia. El acto catequético participa de este dinamismo: la catequesis tiene su origen en la confesión de fe (experiencia de fe de la Iglesia) y conduce a la confesión de fe (expresión de fe del catecúmeno) (cf MPD 8). Sin expresión de fe no hay madurez cristiana: «No puede decirse que la educación en la fe sea verdaderamente tal mientras no lleva a los catequizandos a expresar la renovación que se está operando en sus vidas» (CAd 267). La expresión de fe tiene diversas formas: la confesión o proclamación de la misma, la celebración y el compromiso cristiano. Estas formas tienen su razón de ser en el concepto mismo de catequesis: — Desde la catequesis entendida como «educación integral de la fe». Para el creyente, la fe no es algo fijo, inmóvil. No sólo hay un camino que conduce a la fe, sino un camino en la fe misma. Hay un crecimiento de la fe (cf 2Cor 10,15), que la catequesis facilita desarrollando todas sus

dimensiones, «por las que esta llega a ser una fe conocida, celebrada, vivida, hecha oración» (DGC 144). La fe crece por el conocimiento: una fe informada, instruida, que busca entender y trata de llegar a la penetración interna de lo que cree. La fe crece, también, por las obras del amor (cf Gál 5,6): el compromiso en el mundo para la construcción del Reino. La fe, como puro don y gracia, crece, sobre todo, por la oración y la celebración: ellas son como la respiración de la fe, donde inhalamos la fuerza del Espíritu. Por estas tres vías de crecimiento progresa el creyente con la ayuda de la expresión de su fe16. — Desde la catequesis entendida como «acto de tradición viva de la Iglesia». La Tradición no se entiende como una simple colección de verdades, sino como presencia viva de la palabra de Dios que se realiza en «la doctrina, la vida y el culto» de la Iglesia, de suerte que Dios «sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado» (DV 8). La catequesis inicia al catecúmeno o cate quizando para incorporarse real y vitalmente en esa tradición: le entrega el evangelio (Sagrada Escritura) condensado en el símbolo, regla de fe de la Iglesia; le entrega el Padrenuestro, modelo de toda oración cristiana; le entrega el Mandamiento nuevo y las Bienaventuranzas, encarnación de las actitudes básicas que configuran la vida evangélica. Y el catequizando, a través de la expresión de su fe, devuelve aquella vida que le ha sido entregada, enriquecida con los valores de su cultura (cf DGC 78). La expresión de fe desborda los límites del acto catequético. Su lugar es toda la vida cristiana: el creyente confiesa la fe en la comunidad cristiana, en medio de los hombres, en la vida y, de forma suprema y excepcional, por el martirio (cf DGC 83); celebra la fe principalmente por medio de la liturgia ordinaria de la Iglesia y por la práctica de la oración personal y comunitaria; compromete su fe viviendo los valores evangélicos en medio del mundo y colaborando activamente en la construcción del Reino. A la catequesis le corresponde, respecto a las distintas expresiones de la fe, tan solo una función iniciadora. a) La confesión de la fe en el acto catequético. «Mediante la profesión de fe, proclamada en la comunidad, el catecúmeno devuelve —progresivamente interiorizado— el símbolo que le fue entregado» (CC 234). Para ello, la catequesis deberá iniciar en el conocimiento de la fe. La confesión de la fe puede hacerse presente en el acto catequético: — Como confesión explícita de esa misma fe. A través de distintos lenguajes (palabra hablada o escrita, dibujo, expresión corporal, etc.), los catecúmenos y catequizandos expresan su vivencia interior surgida en el encuentro con la Palabra: la intervención salvadora de Dios en sus vidas, la transformación que están experimentando, lo que han contemplado y tocado con sus manos acerca de la palabra de la vida (cf 1Jn 1,1). — Como confrontación de las expresiones de fe propias con las expresiones acuñadas por la Iglesia. A través de su propio lenguaje, los miembros del grupo hacen una aportación creativa a la tradición viva de la Iglesia y, teniendo en cuenta los documentos de la fe, someten su expresión a la necesaria revisión crítica para retener sólo lo que es conforme a la fe (cf DCG 75). — Como memorización cordial (creer es recordar) o aprendizaje significativo de las fórmulas de fe, tanto doctrinales como sapienciales, en toda su variedad: sentencias bíblicas, fórmulas litúrgicas, plegarias comunes, expresiones de fe recogidas en los símbolos y en los principales documentos de la Iglesia... (cf DGC 154). — Como instrucción elemental orientada a que los catecúmenos y catequizandos puedan dar razón de su esperanza (cf 1Pe 3,15) ante ellos mismos y ante el mundo. La catequesis favorece su acceso a la inteligencia de la fe (una fe ilustrada y convencida de su racionalidad), para asegurar la

verdad y la , profundidad de su dimensión vivencial, superando el sentimentalismo inconsciente, y, para practicar de forma razonable la obediencia a la fe (Rom 1,5). b) La celebración de la fe en el acto catequético. «Mediante la celebración, el catecúmeno refiere constantemente a Dios, verdadero artífice de su crecimiento, la maduración progresiva de su fe cristiana al compartirla con la comunidad fraterna» (CC 234). Para ello, en la tarea catequizadora se ha de cuidar al máximo una relación profunda entre liturgia y catequesis. Algunas incidencias en el acto catequético: La catequesis debe disponer de momentos celebrativos, en los que el grupo consiga que su fe llegue a ser experiencia significativa y dimensión interpretativa de la existencia. Esta presencia no puede ser marginal (cf DGC 30) y deberá evitar toda instrumentalización pedagógica de la celebración: lo que se celebra es el paso de Dios por nuestra historia. Sin celebración no hay comunicación ni maduración de la fe. En el acto catequético tiene un lugar indiscutible la oración. No sólo la oración de petición, sino también de alabanza, de adoración, de acción de gracias... Oración espontánea y con las fórmulas de la tradición orante de la Iglesia. «Cuando la catequesis está penetrada por un clima de oración, el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad» (DGC 85). La dinámica catequética necesita hablar la lengua de la liturgia. La correlación entre experiencia y Palabra necesita del lenguaje total de la celebración: el lenguaje simbólico es el único que permite expresar nuestras experiencias en toda su profundidad; el lenguaje simbólico es, también, el lenguaje del misterio, indispensable para expresar la experiencia religiosa. Si la celebración es una catequesis en acto, el acto catequético deberá impregnarse de talante celebrativo y la pedagogía de la celebración deberá inspirar la pedagogía catequética. Puesto que «el modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal» (MPD 8), el método más apropiado para la catequesis será aquel que mejor respete el clima catecumenal. c) El compromiso de la fe en el acto catequético. «Mediante el compromiso, el catecúmeno transforma progresivamente su vida y da testimonio ante el mundo de ese hombre nuevo en que se va convirtiendo» (CC 234). Aunque su lugar de realización es la vida, corresponde a la catequesis una pedagogía para iniciar al compromiso. Implicaciones en la configuración del acto catequético: A la pedagogía del compromiso, dentro de la pedagogía catequética, pertenece: hacer una lectura cristiana de la realidad; proponer campos de acción concretos donde sea necesaria una presencia cristiana transformadora; sugerir compromisos progresivos y enfocados a acciones que estén al alcance de los catequizandos; presentar modelos de identificación, empezando por el testimonio del propio catequista. La estructura misma del acto catequético ha de llevar por sí sola al compromiso: al tomar conciencia del contraste entre su realidad personal y social por una parte, y el proyecto de Dios descubierto en la Palabra por otra, el catequizando deberá sentirse espontáneamente llamado al compromiso. De no ser así, la acción catequética habría fracasado. El compromiso es, por tanto, un buen indicador de calidad para la catequesis. El grupo catequético es hoy uno de los puntos de convergencia en el pluralismo de los métodos: el acto catequético se concibe normalmente para ser realizado en grupo. La vida de grupo, pedagógicamente cuidada, es clima y lugar de experimentación del compromiso primordial de la fe: la comunión. La catequesis inicia a la comunión eclesial ayudando a catecúmenos y catequizandos a vivir como experiencia cristiana la experiencia de grupo (cf DGC 159).

En el acto catequético conviene disponer de momentos fuertes para discernir qué exigencias de acción trae consigo la fidelidad a Jesucristo y a su evangelio. Básicamente, en su contenido más inmediato, común y habitual de las obras de misericordia (cf ChL 41). Pero también en lo referente a la participación activa en tareas eclesiales (catequista, animador litúrgico, cooperante en obras asistenciales...), y en lo que atañe a una presencia activa en la sociedad (en la vida profesional, cultural, sindical, ciudadana, política...).

III. La dinámica del acto catequético El concepto teológico de correlación es el que mejor nos ayuda a entender la dinámica del acto catequético. Se llama correlación a la relación y diálogo recíproco entre el mensaje de la fe (palabra de Dios) y las aspiraciones del ser humano (experiencia humana). La correlación se inspira en el método teológico introducido por H. Cohen (1915) y formulado con más precisión por P. Tillich: sólo aquel Dios que se da a conocer en la Revelación puede ser respuesta a la pregunta que es el hombre mismo y satisfacer aquello que, en último análisis, está buscando (ultímate concern)17. Esta intuición teológica ha ido madurando progresivamente y corrigiendo los defectos de formulaciones anteriores. Aplicada al campo de la educación de la fe, se ha convertido en el modelo más adecuado para explicar cómo debe lograrse la perfecta relación entre la fe y la vida (cf DGC 153). La correlación nos permite superar la tentación del dilema. Fe y vida no son realidades que se yuxtaponen: la fe es simplemente una manera particular de vivir, abriéndose a la trascendencia del Espíritu. Para esclarecer la relación entre la fe y la vida, es necesario introducir el término experiencia que profundiza a las dos y las pone en interacción. La experiencia es el término mediador entre la vida y la fe. «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros. La catequesis actúa sobre esta identidad de experiencia humana entre Jesús Maestro, y el discípulo» (DGC 116). La correlación pone en marcha la dinámica del acto catequético: establece entre sus dos fuentes (las experiencias humanas de hoy y las experiencias fundantes de la fe) «una relación de reciprocidad crítica y constructiva»18: Una relación de reciprocidad. No se trata de confundir, ni de oponer, ni de yuxtaponer la vida a la fe, sino de establecer relaciones entre ellas a través del concepto de experiencia. Una relación de reciprocidad crítica. Respetando la singularidad de las experiencias de las personas y los grupos, así como la singularidad de la experiencia de la tradición de la fe en su contexto histórico. Lo que revela la Palabra, no sólo confirma, sino que corrige, desconcierta, supera a la experiencia humana; esta, a su vez, provoca a la Palabra, la hace viva y eficaz, y le hace sacar del arca de sus tesoros «1as cosas nuevas y viejas» (Mt 13,52). Una relación de reciprocidad constructiva. Apoyándose en la fides qua (el dinamismo de la búsqueda de la fe tanto en la Tradición como en los catecúmenos o catequizandos), trata de lograr equilibrios siempre nuevos y más adecuados entre la fides quae del grupo catequético y la fides quae de la Iglesia (las objetivaciones de la fe). La dinámica del acto catequético es una tarea de profundización. Cuando no hay profundidad, se malogra la catequesis. La experiencia humana no puede quedarse en la superficie de la cotidianidad. A través de la reflexión del grupo y del contraste con las experiencias de otros, ha de llegar hasta los grandes interrogantes de la existencia o de la condición humana, lugar común de encuentro con los contenidos de la fe. La palabra de Dios tampoco llega a conectar con la vida de los creyentes en la superficie de sus formulaciones objetivas (textos de la Escritura, fórmulas de la Tradición). Es necesario interpretar esa Palabra para descubrir lo que estaba profundamente en

cuestión en la situación que le dio origen. Esa situación será el lugar común de encuentro con la vida de los catequizandos. La dinámica del acto catequético es, sobre todo, una tarea de inculturación. El nuevo Directorio describe las tareas de la catequesis respecto a la inculturación de la fe: conocer en profundidad la cultura de las personas; reconocer la presencia de la dimensión cultural en el mismo evangelio; discernir los valores evangélicos presentes en esa cultura y purificarla de todo lo que esté bajo el signo del pecado; llamar a las personas a la conversión que la fuerza del evangelio opera en las culturas; promover en cada cultura a evangelizar una nueva expresión del evangelio... (cf DGC 203-204). Todo esto «determina un proceso dinámico integrado por diversos elementos, relacionados entre sí» (DGC 204). Lo que nos permite la construcción de un modelo teórico de funcionamiento, que bien podemos llamar círculo catequético. Dicho modelo sintetiza de forma operativa toda la reflexión hecha anteriormente, muestra la estructura del acto catequético y permite representar los diferentes momentos que lo articulan. No es una guía para las sesiones de catequesis, sino un modelo teórico porque, sólo con él, no se puede actuar directamente: ello será más propio de una metodología de la catequesis. El modelo presentado refleja un proceso lógico, no un proceso cronológico. Cada uno de los momentos o pasos no ha de ser tratado con una temporalidad uniforme. Tampoco son pasos que deban seguirse uno a otro, ni siquiera en el orden en que están señalados. Ni la experiencia ha de estar solamente al principio del acto catequético, ni la expresión de fe únicamente al final, ni la palabra de Dios ha de limitarse a hacer de puente entre experiencia y expresión. Los momentos, más bien, tenderán a entrecruzarse en el desarrollo concreto de la catequesis. La imagen circular del modelo nos está sugiriendo, por un lado, la flexibilidad con que deberán conjugarse todos sus elementos y, por otro, la unidad y globalidad de todo el acto catequético. Los términos que designan las distintas tareas pedagógicas, en el modelo aquí presentado, son meramente orientativos, variables según situaciones y sensibilidades. Lo importante es el momento al que se alude y el objetivo que se persigue, sea cual sea su denominación.

1. EXPERIENCIA: a) Evocación. Tomar conciencia de la experiencia básica que subyace al tema catequético y que lo dinamiza de principio a fin. Apropiarse la experiencia, es decir, verse implicado en ella, sentirse aludido. b) Profundización. Búsqueda del sentido profundo, humanamente último, de la experiencia evocada. Profundizar es descubrir las aspiraciones profundas que se esconden tras los hechos, las raíces y las causas de lo que nos pasa, la actitud con que se está viviendo esa situación, los valores y contravalores que encierra con vistas a la humanización, sus límites y posibilidades... Profundizar es también, a partir de la experiencia concreta de los catecúmenos o catequizandos, tomar conciencia de las implicaciones colectivas que comporta: su repercusión, por ejemplo, en el campo de la'convivencia, la justicia, la paz, el desarrollo de los pueblos, etc. c) Universalización. La universalización, o generalización, consiste en comprobar la manera que tienen de vivir esa misma experiencia otras personas o grupos, desde los más próximos a los más alejados. Es otra forma de profundizar la propia experiencia, abriéndola a horizontes nuevos. Esto nos permite llegar a eso humano común, a esos valores universales comunes de los que se ha hablado anteriormente.

2. PALABRA DE Dios: a) Actualización. Actualizar la Palabra consiste en tratar de «encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que expresa, y enlazar esta a la experiencia creyente de nuestro mundo» (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 74). Esto supone un doble movimiento: puesto que la Palabra se ha encarnado en un tiempo, una cultura y un lugar determinados, será necesario viajar al pasado del texto para desenterrar la experiencia de fe que está en el origen de cualquier expresión del Mensaje. Para ello, el catequista deberá servirse de los resultados de la exégesis tanto bíblica como teológica. Puesto que la palabra de Dios ha de ser palabra para nosotros hoy, será necesario regresar a nuestro presente y poner en correlación sus puntos esenciales (lo humano común de la Palabra) y nuestra vida (lo humano común descubierto en la experiencia). b) Interiorización. Después de pasar por la ascesis de una lectura aten-ta y laboriosa, la catequesis deberá hacer resonar la Palabra en el corazón de catecúmenos y catequizandos, ayudar a «hacer el paso del signo al misterio» (DGC 108). El catequista ha de dar paso al Espíritu para que la palabra se haga carne en los oyentes y experimenten personalmente cómo Dios se hace presente en sus vidas. Es el momento de la proclamación de la Palabra, del silencio, de la plegaria y de la meditación: como María, que «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). c) Conversión. El catecúmeno o catequizando responde con la fe a la palabra de Dios. Va madurando su conversión, renunciando a todo absoluto humano y adhiriéndose de una forma más plena a Jesucristo y a cuanto está unido a él: a Dios, su Padre; al Espíritu Santo que impulsa su misión; a la Iglesia, su cuerpo; y a los hombres, sus hermanos (cf DGC 81). Es el momento del discernimiento con vistas a la actuación, como nos ha sugerido el círculo hermenéutico. La catequesis «hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe» (DGC 82). 3. EXPRESIÓN DE FE: 1) Confesión. A lo largo de las sesiones de catequesis, el catecúmeno o catequizando —con su corazón, su memoria, su inteligencia y su voluntad— va confesando su fe: expresando lo que supone la aceptación de la palabra de Dios en su vida. 2) Celebración. El grupo catequético celebra, en comunidad frater-na, su experiencia de fe y da gracias a Dios, en la oración, por la salvación que el Señor va realizando progresivamente en sus vidas. 3) Compromiso. El catecúmeno o catequizando se compromete en lo que confiesa y celebra. Trata de discernir cómo comunicar a los hombres el don de la fe que ha recibido, y cómo colaborar activamente en la construcción del reino de Dios en el mundo. NOTAS: 1M. RoMÁN-E. DÍEZ, Curriculum y enseñanza. Una didáctica centrada en procesos, EOS, Madrid 1994, 178-179 — 2 Cf E. 3 ALBERICH, La catequesis de la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 78-79. – INSTITUTO SUPERIOR DE CATEQUESIS DE NIMEGA, Bases para una nueva catequesis, Sígueme, Salamanca 1973; M. VAN CASTER, Pour une éclairage chrétien de 1'expérience, Lumen vitae 25 (1970) 241-252; J. LE DU, Realidad humana y reflexión cristiana, Comercial de publicaciones, Valencia 1970; A. EXELER, La educación religiosa, CCS, Madrid 1992. — 4 Catequesis y promoción humana, Sígueme, Salamanca 1969, 18. Idea 5 posteriormente confirmada en Puebla, 803. – PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, PPC, Madrid 1994. — 6 L. F. GARCÍA VIANA, La Biblia en la formación de catequistas, Teología y catequesis 3 (1983) 340. —7 Se sigue aquí muy de cerca la exposición del profesor Cesare Bissoli en la Universidad pontificia salesiana de Roma. cf C. BISSOLI, Attualizzare la Bibbia, ma come?, Note di pastorale giovanile 12 (1978) 5, 48-54; La Bibbia nella catechesi, Ldc, Turín 1973. — 8 A. RIZZI, Teologia della liberazione. Spunti correttivi, Rivista di teologia morale 5 (1973) 189. Una exposición más amplia sobre el problema hermenéutico, del mismo autor: Bibbia e interpretazione. L'incidenza del problema ermeneutico negli studi biblici, en I 9 libri di Dio. Introduzione generale alla Sacra Scrittura, Turín 1975, 273-321. — Cf M. NAVARRO, Tendencias actuales de la 10 exégesis bíblica, Selecciones de teología 136 (1995) 261-267. - Cf W. KASPER, Escritura y Tradición: perspectiva pneumatológica, Selecciones de teología 123 (1995) 260. — 11 Cf A. BRAVO, La catequesis acto de tradición, Teología y —12 catequesis 3 (1984) 343-346; C. BissoLI, La Bibbia e la Tradizione come fonti della catechesi, Catechesi 49 (1980) 3-13. A. RIZZI, a.c., 191. —13 Ib, 195. —14 Cf C. BISSOLI, La Bibbia nella catechesi, o.c., 10-13 y L. F. GARCÍA VIANA, a.c., 342. — 15 Cf H. BISSONNIER, La ex-presión, valor cristiano, Marfil, Alicante 1967. —16 Cf W. KASPER, La fe que excede todo conocimiento, Sal 17 Terrae, Santander 1988, 61-65. - P. TILLICH, Teología sistemática I, Sígueme, Salamanca 1982, 86-93. – 18 Cf L. Rl-DEZ, La ' ' correlazione in catechesi: l esperienza della tradizione e 1 esperienza attuale, en A. FOSSION-L. RIDEZ, Adulti nella fede, Paoline, Milán 1992, 118-119.

BIBL.: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; DUBUISSON O., El acto catequético: su finalidad y su práctica, CCS, Madrid 1989; FOSSION A.-RIDEZ L., Adulti nella fede, Paoline, Milán 1992; GEVAERT J., La dimensión experiencia) de la catequesis, CCS, Madrid 1985; HUGUET, J., Hacia dónde va la catequesis I, CCS, Madrid 1983; LÓPEZ J.-PEDROSA V. M., Experiencia humana y experiencia de fe. La interacción catequética en el catecismo y en la catequesis, Actualidad catequética 81-82 (1977) 113-137; SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Con vosotros está. Manual del educador 2. Orientaciones fundamentales para la catequesis de los preadolescentes. 3. Orientaciones pedagógico-catequéticas, Edice, Madrid 1977.

Manuel Montero Gutiérrez

ADOLESCENTES, Catequesis de SUMARIO: I. Quiénes son los preadolescentes: 1. Cambio físico, cambio psicológico; 2. Un nuevo contexto social; 3. Hacia criterios éticos propios; 4. Un Dios a imagen propia. II. Quiénes son los adolescentes: 1. Cambios físicos y psicológicos; 2. Un nuevo contexto social; 3. Con criterios éticos propios; 4. Un Dios a su imagen y necesidad. III. De cara a la evangelización y la catequesis: 1. Reflexión y práctica de la catequesis de preadolescentes; 2. Situación y retos de la catequesis de adolescentes. IV. Pistas específicas para una catequesis de preadolescentes. V. Pistas específicas para una catequesis de adolescentes: 1. Un Cristo que busca, llama e interpela; 2. Una fe que se encarna y proyecta; 3. Un método que es el camino para la meta de la fe. VI. Catequesis fuera del grupo. VII. La comunidad evangelizadora y los catequistas.

Los niños son objeto de preferencia para Cristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (cf Mc 10,13-16). Y además, son modelo para los adultos: «Si no os hacéis como niños...» (Mt 18,3). Y «al que escandalice a uno de estos...» (Mc 9,42). Jesús sintió pena cuando aquel joven no le siguió (cf Mc 10,17-24). La Iglesia madre cuida de todos sus hijos, pero con preferencia de los más débiles (cf GE 1). Y entre los más débiles están los niños y los jóvenes. Por la inmadurez propia, por lo desasistidos de la familia y de la sociedad, por la falta de armazón humana y de fe, por el ambiente... Por otra parte, cuidar a los niños, además de signo evangélico y modelo donde aprender la Iglesia adulta o de adultos, es la mejor inversión. Si los niños de la más tierna edad no pueden sobrevivir sin los padres o alguien que haga sus veces, tampoco el adolescente que se abre a una vida nueva puede sobrevivir en su fe sin los padres en la fe —la Iglesia—. Lo que se dice de los jóvenes: que no sólo son objeto, sino también sujetos de evangelización, se debe decir de niños y adolescentes. Los niños y los jóvenes de hoy no son la Iglesia del mañana, son ya la Iglesia, hoy. Como afirma el Directorio general para la catequesis (DGC), «en términos generales, se ha de observar que la crisis espiritual y cultural que está afectando al mundo tiene en las generaciones jóvenes sus primeras víctimas. También es verdad que el esfuerzo por construir una sociedad mejor encuentra en los jóvenes sus mejores esperanzas. Esto debe estimular cada vez más a la Iglesia a realizar con decisión y creatividad el anuncio del Evangelio al mundo juvenil. A ese respecto, la experiencia muestra que es útil para la catequesis distinguir en esas edades entre preadolescencia, adolescencia y juventud, sirviéndose oportunamente de los resultados de la investigación científica y de las condiciones de vida en los distintos países» (DGC 181).

I. Quiénes son los preadolescentes

Es fundamental conocer al preadolescente y al adolescente en sus características fundamentales, para ayudarles en la iniciación y en la maduración de la fe. Los evangelizadores, que se ocupan de la persona en su aquí y su ahora, no sólo estudian lo más objetivamente la realidad de lo que es el preadolescente —en transformación profunda y fundamentalmente cambiante—, sino también de lo que subjetivamente cree ser. Y eso se aprende sobre todo a través de la propia reflexión, observación, análisis, diálogo y confrontación. La preadolescencia es una etapa de la vida —algunos dicen que la etapa ignorada u olvidada— que se define por su relación con la etapa de la adolescencia. Y si se habla con precisión, la preadolescencia no puede identificarse con una edad concreta: en el desarrollo de la persona influyen múltiples factores fisiológicos, culturales, económicos, sociales... Con cierta aproximación, se sitúa entre los 10 y los 14 años. Está muy estudiado el papel del cuerpo en la psicología particular en esta etapa. Bastante menos —aunque también es necesario— lo está el estudio de la influencia del cuerpo social, a través de ideas, esquemas de valores, estructuras, redes de comunicación... sobre la personalidad. Un chico o chica de la misma edad tiene a menudo enfoques, reacciones, actitudes muy diferentes en una gran ciudad que en ambiente rural, en el centro de la ciudad que en un suburbio, en Europa que en Africa, entre emigrantes que entre nativos, en ambiente hostil o en ambiente acogedor... En esta etapa el niño abandona progresivamente su mentalidad, gustos y esquema de valores infantiles, para adquirir, sin saltos bruscos, una mentalidad y comportamiento más adulto. Este tiempo de ensayos e intentos por dejar las cosas de niño y abrirse al nuevo mundo de adulto es como un segundo nacimiento, con todo lo que comporta de dura adaptación: ni él se ve el mismo, ni su entorno le parece igual. Desorientado y confundido ante tanta novedad, sin entrenamiento para enfrentarse a ella, sin protección, no le queda más que futuro, perspectivas nuevas, mirada diferente. Edad de búsqueda de identidad, basculante, en dialéctica entre el pensar, sentir y querer como niño y el pensar, sentir y querer como adulto. Con las debidas reservas, se habla de rasgos comunes, nunca definitorios ni exclusivos, y menos aún exhaustivos. 1. CAMBIO FÍSICO, CAMBIO PSICOLÓGICO. El período de la preadolescencia nunca es homogéneo en los cambios físicos —en chicos y en chicas— ni lo es la manera de asumirlos, ni se sabe lo que repercuten en la estructura de la personalidad. Ante esta sensación de cambio y desarrollo, lo mismo siente orgullo y ganas de vivir por las riquezas que descubre, que duda, miedo o culpabilidad... ¡Se siente extraño! Sufre la ambivalencia de la satisfacción de entrar en el mundo de los adultos y la confusión o desagrado por ver perdido el equilibrio de la infancia. Se puede exteriorizar en crisis con rasgos de apatía, indisciplina, terquedad, timidez, cambios bruscos, etc., que le hacen inseguro y difícil de entender. En la inteligencia, pasa del pensamiento intuitivo al pensamiento abstracto: define, analiza, busca causas y atisba consecuencias. Esta dimensión racional le abre al mundo de los ideales, de las ideas y de los valores, pero fácilmente conlleva crisis religiosas y morales. Progresivamente adquiere sus propias ideas, contrasta con los otros, a veces desde la oposición, como exploración unas veces y como defensa otras. Para huir de este mundo duro y hostil fantasea con frecuencia, consiguiendo la realización de los deseos frustrados por la realidad, aunque sus fantasías también van dirigidas a lo erótico-sexual y la ambición, al afán de posesión material. El fantasear es más frecuente en las chicas; los chicos recurren más a la acción.

2. UN NUEVO CONTEXTO SOCIAL. El preadolescente necesita crear nuevas relaciones: las relaciones familiares no le satisfacen, se siente incomprendido por los mayores, se aleja de ellos llegando incluso al rechazo. En el fondo de esta actitud está una gran inseguridad y el deseo de llamar la atención para que se le considere persona. Su interés se centra en el mundo de los iguales, donde dará respuesta a su necesidad de autonomía y de identidad personal: allí diferencia lo que es adquirido, lo que es de su ambiente y lo que es ya propio suyo. Al final de esta etapa suelen aparecer los amigos íntimos con quienes comparte la necesidad de comunicación, de ser comprendido y aceptado. Aumenta la confianza en sí mismo y refuerza su yo al identificarse con otro. La gran importancia que da a los héroes nace de esta misma necesidad. 3. HACIA CRITERIOS ÉTICOS PROPIOS. Este nuevo aprender a vivir, el desarrollo cognoscitivo, el tipo de relaciones y su manera de situarse en el mundo, conllevan, evidentemente, un desarrollo ético y moral muy cargado de subjetivismo; pero conforme madura la personalidad, su capacidad de interiorización, sus relaciones de iguales y la confrontación pacífica o violenta con los adultos, va creando criterios más objetivos. El factor que más contribuye a la conciencia moral es el descubrimiento de su interior. Al conocer sus posibilidades cae en la cuenta de las responsabilidades propias y ajenas. Es el paso de la moral heterónoma, venida de fuera, a la moral autónoma, la que procede de dentro y supone autocontrol y capacidad de interiorización. Gracias al progreso del pensamiento y a su capacidad de juicio, capta los principios morales, reconoce el bien y el mal, enjuicia los comportamientos y asume responsabilidades. En esa fase de la vida parece lógica la incoherencia, a causa de factores muy fuertes que actúan sobre su emotividad: inseguridad, descontrol de los impulsos, nervios, deseo de autoafirmación, presiones y miedos, influjos... Unas veces aparece como sumiso y hasta sometido a la autoridad moral mientras que otras, por necesidad de afirmación, la rechaza. Conforme se acerca a la adolescencia, va experimentando un cambio en los intereses —intimismo, curiosidad sexual, subjetivismo— que, unido a su falta de autocontrol hacen del preadolescente un ser irritable y agresivo. A ello contribuye igualmente el mundo afectivo sexual: al tiempo que se abren a las relaciones heterosexuales, el autoerotismo les desequilibra, rebaja su autoestima y el yo ideal, se agudiza el conflicto y provoca ensimismamiento y ansiedad. 4. UN Dios A IMAGEN PROPIA. El preadolescente busca y sintoniza con un Dios que le ayude a comprenderse a sí mismo, a situar las causas de su ansiedad, contradicciones y conflictos internos. Es la época del Dios cercano y amigo, que le ofrece la seguridad que le falta. Un Dios confidente, en diálogo íntimo, comprensivo ante su dolor y consuelo en su soledad. Un Dios a quien rezar en la dificultad y de quien esperar la fuerza necesaria. Existen, sin embargo, matices según sean los preadolescentes: más próximos a la voluntad, a la norma o ley, a un Dios todopoderoso y sancionador, o más atraídos por un Dios relacional, de bondad, proximidad y belleza. Ahora, a la problemática psicológica el preadolescente añade la religiosa, somete a crítica su fe en Dios, en el fondo o en las expresiones, pues sospecha que la realidad o la imagen de Dios responden también a la herencia de los mayores. No es, pues, raro que abandone las prácticas religiosas, al no entenderlas en plenitud o por motivos de autonomía personal o por imitación de los otros. Por el contrario, esta etapa de ideales y de modelos o héroes aproxima a Cristo como héroe al que imitar y a los valores interiorizados como meta de fraternidad, libertad, justicia... Y además, el intimismo que vive le favorece la vida de oración y la experiencia religiosa, clave para su futuro de fe.

II. Quiénes son los adolescentes La adolescencia continúa el proceso de cambio hacia la adultez comenzado en la preadolescencia. El aspecto físico le asemeja cada vez más al adulto pero no le hace adulto. Normalmente oscila entre los 14 y los 17 años. Dos nuevas experiencias desconcertantes marcan al adolescente: la ruptura, la muerte de la infancia y la frustración: el mundo no es tan perfecto como lo vivía, lo creía y lo soñaba de niño. Cae la imagen ideal que se había hecho de los padres. Si desconoce a los padres o experimenta la separación, también la estructura familiar se tambalea, y con ella, el amor. Inventa nuevos modos de ser y nuevos proyectos. Además, su situación se complica, pues muere también el Dios de su infancia: había creído en un Dios poderoso y Cristo se le aparece ahora como pobre eliminado del mundo. 1. CAMBIOS FÍSICOS Y PSICOLÓGICOS. El adolescente se muestra a menudo displicente, huraño y agresivo, en la mayoría de los casos sin causa aparente. La causa es interna y no aparece: ni la sabe explicar, ni se da cuenta a veces, o la ve como producto de las actitudes de los demás. Se adentra en su yo, a la vez atrayente, a la vez ignorado y con frecuencia desconcertante. Obstinado y terco, necesita afirmarse, encontrar su identidad a través del rechazo. Se afirma en la idea que se hace de sí mismo —unas veces maravilloso, otras horrible—pero, por fin, es él mismo. Es hipersensible, aunque a veces quiera jugar a duro. La necesidad de amar y ser amado marca esta etapa, demostrando con ello que el adolescente va entrando en la madurez afectiva. El poder amar le hace sentirse alguien: se proyecta, expresa sus capacidades, se exalta emotivamente. Pero los fracasos afectivos son difíciles de remontar, son elementos desestabilizadores que socavan incluso los ideales. El mundo afectivo envuelve a menudo al adolescente. La inteligencia se desarrolla, se objetiviza, le permite adentrarse más en el mundo de las abstracciones. Ahora ya puede razonar, dialogar y discutir con el adulto, sobre todo de temas de la familia, la sociedad, la cultura y la religión; y está convencido de que en algunos temas está más preparado que los adultos. Poco a poco va asimilando los cambios físicos y va ganando en seguridad, al asumir su nueva imagen corporal y psicológica. 2. UN NUEVO CONTEXTO SOCIAL. Fisiológicamente se ve adulto, socialmente niño. Eso le dificulta la imagen de sí y la inserción social: todo marcha a velocidades supersónicas, menos su integración social. Y es que, además', la adolescencia pasa más desapercibida por la prolongación de la escolaridad y la entrada más tardía en el mundo laboral, y también por la precocidad de la pubertad —hoy se ve a las chicas de once años y a los chicos de doce ya en la pubertad—. Los adolescentes en ventaja cuentan todavía con tres sólidos pilares afectivos: padres, amigos y grupo. Pero no son eternos. La relación con los padres sufre debido a la necesidad de nuevas relaciones entre sus iguales, por la autoafirmación progresiva y la conquista de la propia autonomía, y por el descubrimiento de las limitaciones de sus padres. La reacción llega a veces hasta el malestar, el desprecio y el odio, con eternas discusiones, abandono del hogar, taciturnidez y aislamiento. Las amistades juegan un papel muy importante para reforzar el yo, abrir a la alteridad y socializar; para intercambiar intimidad, problemas personales, la vida sentimental, crisis religiosa... La vida social del adolescente está marcada por la pertenencia a un grupo: allí amplía el abanico de relaciones, encuentra compensación afectiva, realiza actividades de su gusto y conquista autonomía. A veces abandona el grupo, si se ha encontrado una relación afectiva con el otro sexo, que llega a ser plenificadora, preferente si no exclusiva.

Los grupos surgen de manera organizada: los hay que le vienen impuestos, como la familia o la escuela, y los hay expresamente buscados por el interés. Se siente mejor en los grupos que elige que en los que le vienen impuestos. Las pandillas son otra forma de vivir la socialización. Surgen espontáneamente y gustan de vivir al margen de la sociedad. El adolescente necesita ser aceptado por los compañeros para aceptarse a sí mismo. Y las preferencias de los compañeros se hacen ley para él. 3. CON CRITERIOS ÉTICOS PROPIOS. El adolescente se distancia cada vez más de la conciencia moral recibida de los mayores, para guiarse por una conciencia más racionalmente suya. A veces, el rechazo a los principios morales heredados reviste formas de rebeldía. La moral para el adolescente es más coherencia con la imagen de sí mismo que adhesión a la acción de Dios. Construir su vida requiere contar con modelos y normas. Su ética está marcada por la meta de realizar su ideal, no forzosamente en clave de moral objetiva. Rechaza los legalismos de una sociedad corrupta, pero es exigente consigo mismo y con los demás hasta crear a veces un orden social rígido y con absolutizaciones. Si descubre metas que valen la pena, se decide generosamente a seguirlas. La sociedad, también aquí, va modelando al adolescente más a su imagen que a la de la familia y el grupo. La sociedad va imponiendo cada vez más sus criterios morales y su escala de valores. 4. UN DIOS A SU IMAGEN Y NECESIDAD. La dimensión religiosa sigue también las leyes del cambio: las creencias de la infancia han sido pensadas, sopesadas y contrastadas desde su propia experiencia y se rigen por opciones personales. Pronto le surgirán conflictos entre religión, razón, ciencia y pluralismo religioso. Es corriente considerar la religión como respuesta a los problemas de la vida, y a Dios como la gran solución a los problemas (reza para que le aprueben y para marcar un gol). Además de sentir necesidad de confiar en alguien, siente deseos de entregarse a acciones solidarias colectivas en beneficio de la humanidad. En eso Cristo es modelo de vida: arriesga su vida, mantiene una actitud valiente ante la libertad, la justicia, la autoridad... Y además es misericordioso. La religión es, a veces, un elemento integrador de la personalidad del joven: las circunstancias ambientales pueden contribuir a ello.

III. De cara a la evangelización y la catequesis «En las regiones consideradas como desarrolladas, se plantea de modo especial el problema de la preadolescencia: no se tienen suficientemente en cuenta las dificultades, necesidades y capacidades humanas y espirituales de los preadolescentes, hasta el punto de poder afirmar, en relación a ella, que es una etapa ignorada. Actualmente, con frecuencia, los catequizandos de esta edad, al recibir el sacramento de la confirmación, concluyen también el proceso de iniciación sacramental, pero a la vez tiene lugar su alejamiento casi total de la práctica de la fe. Es necesario tomar en cuenta con seriedad este hecho y llevar a cabo una atención pastoral específica, utilizando los medios formativos que proporciona el propio camino de iniciación cristiana» (DGC 181; cf IC 134-138). 1. REFLEXIÓN Y PRÁCTICA DE LA CATEQUESIS DE PREADOLESCENTES. La preadolescencia ha sido verdaderamente la edad olvidada; no ha gozado de particular preocupación en la catequesis de la Iglesia hasta tiempos muy recientes. Como en tantos otros campos, catequesis y ciencias antropológicas van unidas. Los estudios psicológicos y sociológicos de los preadolescentes, urgidos por la pedagogía del nuevo contexto occidental y eclesial en un mundo tan plural, secularizado y

abierto a las nuevas culturas, favorecen e impulsan la reflexión y la praxis de la catequesis de los preadolescentes. Y el mundo tan diversificado de estos, según los contextos sociorreligiosos, obligan a diversificar mucho más las ofertas de evangelización en razón de la cercanía o lejanía a la propuesta y vivencia cristiana, y en razón de situaciones psicosociológicas generales, que exigen un tratamiento específico. En el primer aspecto —cercanía o lejanía–, se mueven los preadolescentes de ambientes creyentes (familiares, educativos y sociales); los de ambientes fríos o cansados en la vivencia de la fe; los de ambientes claramente descreídos y ajenos a la fe; los simplemente desinformados; los decididamente hostiles a la fe o a un tipo de Iglesia... En el segundo aspecto, están los minusválidos, los emigrantes desenraizados, los hijos de una sociedad muy en diáspora, las minorías étnicas, los que viven serios traumas familiares, y un largo etcétera. 2. SITUACIÓN Y RETOS DE LA CATEQUESIS DE ADOLESCENTES. «ES necesario distinguir la adolescencia de la juventud, aun sabiendo la dificultad de definir de modo claro su significado. De modo global, hablamos aquí de aquella etapa de la vida que precede a la asunción de las responsabilidades propias del adulto. Muchas situaciones, actitudes y problemas de carácter general, relacionados con lo socio-cultural, comúnmente atribuidos a la juventud, tienen mucho que ver con los mismos aspectos de la adolescencia. a) Líneas generales comunes. Son muy distintas las situaciones, actitudes y niveles de los adolescentes por cuanto se refiere a la fe, a su capacidad y posibilidades de aceptar procesos de maduración. Hay adolescentes –cada vez más– no bautizados o bautizados sin el mínimo proceso catequético; adolescentes con ciertas vivencias cristianas, pero sin suficiente información religiosa; adolescentes con grandes ansias de clarificaciones, de maduración y de opciones radicales, y otros desinformados y ajenos al mundo de la fe, pero no hostiles... La Iglesia cuida bien que mal los procesos de formación en grupos de fe. Lo que no tiene debidamente planificados son los procesos formativos de quienes no están en grupos de fe –la inmensa mayoría de adolescentes creyentes–. Y, además, falla lamentablemente la conexión entre catequesis específica y pastoral general de adolescentes. Así como la conexión y articulación entre catequesis de niños, adolescentes, jóvenes y adultos; entre catequesis parroquial y catequesis de congregaciones, comunidades y movimientos; entre catequesis y evangelización; entre catequesis y clase de religión; entre actividades de tiempo libre, de voluntariado... y catequesis; entre catequesis en grupo e integración en la vida parroquial; entre catequesis de confirmación y proceso de formación juvenil... ¿Cómo no dar mayor relieve a las mediaciones útiles para una catequesis eficaz, como son la acción de grupo bien orientada, la pertenencia a asociaciones juveniles de carácter educativo, y el acompañamiento personal del joven, en el que destaca la dirección espiritual?» (cf Directorio general de pastoral catequética, DCG 87). b) Procesos diferenciados. Si el adolescente es el centro, el que de alguna manera impone los objetivos y contenidos catequéticos, los proyectos y procesos no pueden ser uniformes: deben ser necesariamente muy diferenciados, adaptados en la medida de lo posible a cada destinatario. Ello obligará a diversificar la oferta hasta extremos insospechados: desde el catecumenado en edad escolar y una catequesis que complete y culmine la iniciación cristiana, hasta una catequesis sobre cuestiones específicas y encuentros más o menos ocasionales e informales. Se nos imponen — más que los que imponemos—itinerarios suficientemente ágiles, flexibles y profundos, adecuados a la sensibilidad, problemática y posibilidades de esta etapa. La seriedad de la oferta debe contemplar la educación —en clave evangélica— para la verdad, la justicia, la libertad, el amor y la sexualidad, la formación de la conciencia, el planteamiento

vocacional, el compromiso cristiano en la sociedad y la responsabilidad misionera en el mundo. No pueden faltar la dimensión teológica, ética, histórica, social... La formación intelectual, artística, cívica, religioso-misionera, deben ir parejas, en conexión y progresión, de forma que los adolescentes sean misioneros entre sus compañeros y agentes de transformación de toda estructura y colectivo. Empeñarse en catequizar en sentido estricto sin preparar previamente con acciones humanizadoras tendentes a abrir a los valores humanos, a la trascendencia y a la fe, es en buena parte desperdiciar recursos, sumar dificultades a la ya difícil aceptación de la fe, e instalarse en la frustración o sensación de impotencia. c) Responder a las necesidades. Resulta imprescindible conectar con los intereses de los adolescentes y tratar de responder a sus necesidades: entre las más importantes, el sentido de la vida y el sentido de Dios. Para ello resulta obligado llegar —id y anunciad— a los foros donde ellos viven su vida —lugar geográfico—, a las actividades que más les llenan —lugar psicológico— y al fondo de su esquema de valores, experiencias y expectativas —lugar vital—. Allí se entabla el diálogo que aspira a ser encuentro, porque fácilmente ellos, al sentir que se les ama como son, nos amarán a nosotros y amarán lo que nosotros amamos. O en el peor de los casos, con sus opciones y actitudes, nos pondrán sobre las pistas de una buena catequesis. La buena catequesis tiene como base una buena pedagogía, y esta nos dice que siempre, y más en esta etapa, el ser humano busca seguridades (en valores, personas y cosas), busca nuevas experiencias, sentirse útil en la vida y ser útil para los de su entorno, y amar y ser amado. Y lo mejor: la fe en Cristo, vivida en Iglesia, responde a estas motivaciones-necesidades profundas.

IV. Pistas específicas para una catequesis de preadolescentes Partiendo de las características más universalmente aceptadas del preadolescente, ofrecemos unas pinceladas en relación con la catequesis de estas edades y la maduración en la fe de dichos destinatarios. a) La dimensión racional y crítica. El lenguaje de la fe, particularmente en esta edad, no es especialmente lógico y discursivo, sino más bien simbólico, alternativo con el de la ciencia y la filosofía; es más existencial que deductivo. En esta etapa debería lograrse una nueva fundamentación y síntesis. El catequista, los educadores y el grupo son claves para lograr la racionalización y el equilibrio crítico, con el testimonio, las experiencias de vida, los tiempos de reflexión-diálogo y un método que sepa combinar elementos simbólicos, inductivos y deductivos. b) La dimensión emotivo-sentimental. El adolescente suele cargar de emotividad, a veces explosiva, sus pensamientos, opiniones y valoraciones, hechos, situaciones, propuestas... Mundo afectivo, emociones y pasiones le hacen vivir en un contexto con frecuencia subjetivo y distorsionado. c) El «me gusta» o «no me gusta», la fuerza de lo inmediato gratificante, lo instintivo y visceral, se imponen en su manera de optar y actuar, y también en su manera de pensar. La riqueza emotiva debe ser vista como tal, debidamente compensada, pero jamás despreciada, manipulada o exaltada. La pasión es un componente de la vida normal; la pasión por la vida y por los valores pertenece a la más pura esencia evangélica. El mundo del símbolo, del arte, el sentimiento, la trascendencia y la religiosidad, son valores a desarrollar, educar y evangelizar, nunca a eliminar ni a infravalorar.

d) La dimensión ético-moral. Si toda actitud y acción cuenta con un componente ético-moral, la búsqueda de autenticidad, de autonomía y de actividad, en el adolescente, permite tomar conciencia de lo complejo de cada situación, de los diferentes puntos de vista justificados, del obligado pluralismo, de la importancia de la coherencia personal y de los riesgos de la vida moral. Cristo aparece como modelo, ayuda, fuerza y garantía. El presenta una moral en buena medida acorde con la radicalidad típica del adolescente. La Iglesia, por su parte, presenta innumerables testigos de una vida moral intachable. La oración, la interiorización de la Palabra, la revisión de vida y otros recursos a mano ayudarán al adolescente a asumir actitudes morales cristianas. e) La dimensión asociativo-comunitaria. La exigencia del grupo de pertenencia, muy sentida en la primera adolescencia, va abriéndose, poco a poco, a un grupo de confrontación, donde se labra la propia autonomía y, posteriormente, a un grupo donde se reflexiona, se elaboran y se llevan a cabo proyectos, como exigencia de determinados ideales. El grupo cristiano, el grupo de precatecumenado o comunidad eclesial, pueden al mismo tiempo llenar las necesidades de la edad y estimular la encarnación de los valores, a través de la interiorización, búsqueda en común, personalización y socialización de la vida de fe.

V. Pistas específicas para una catequesis de adolescentes El grupo o comunidad ayuda al adolescente, en su desconcierto, dudas, búsqueda, contradicciones, radicalismos, utopías y generosidades —camino de Emaús—, a descubrir lo importante de la presencia y el papel de Dios en la búsqueda, el éxodo, la inseguridad, el vivir en eterno camino. Ofrece un ambiente global de seguridad —no de proteccionismo—, donde se hace vida la realidad que se propone, y que en buena parte el adolescente busca; una realidad que no está totalmente enfrentada a sus intereses, enfoques, necesidades y aspiraciones. La Iglesia institución —madre, maestra y testigo— puede y debe asegurar estas dimensiones. Más próximamente, la Iglesia local, a veces encarnada en movimientos, asociaciones o comunidades, de talla humana, donde cada uno se siente y es percibido como persona y aceptado en su realidad más profunda. Además de la presencia institucional, está la del catequista, de categoría humana y cristiana, con capacidad de ser modelo de identificación, o al menos de convicción, para indicar metas, ayudar a encontrar o construir caminos, acompañar durante el trayecto y testimoniar la vida y los valores. La catequesis ayuda al adolescente a encontrarse a sí mismo, a estructurar su personalidad y a multiplicar y proyectar sus posibilidades de realización hacia lo que sueña y puede. Ayuda a encontrar en la fe valores capaces de apasionarle y polarizar sus energías. Su tendencia a la radicalidad y a la revisión sistemática, emotiva o visceral —que él vive como lógica y racional—, exige testimonios personales e institucionales muy vivos, y una fuerte dosis de realismo para alimentar equilibradamente la utopía y la capacidad de aceptarse y comprenderse. La fe encuentra cauces para vivir la dimensión evangélica que en esa fase de la vida del adolescente atrae más o se puede vivir en mayor plenitud. Siempre será imprescindible la presencia ausente (no atosigante) del catequista, o la ausencia presente (distancia geográfica, pero cercanía afectiva y de valores). La referencia a la experiencia religiosa profunda de encuentro con Cristo, radical como el adolescente, pero comprensivo, crítico e inconformista, y al mismo tiempo misericordioso, utópico pero realista, unido al Padre pero unido también a los hermanos, acerca a Cristo al adolescente, casi se le identifica en las aspiraciones.

La Iglesia puede ofrecer espacios donde se encarna este Cristo, tan cercano al pensar y sentir de los adolescentes. Y los encuentros con Cristo se hacen desde la afinidad: caminar en la misma dirección, en la confluencia de valores y expectativas, partir de los inter eses, necesidades, realizaciones, posibilidades de los adolescentes (Santiago y Juan le seguían y Jesús se volvió: ¿qué buscáis...?). Uno y otros se buscaban. Pero otro tipo de encuentro se produce desde la divergencia: van en dirección contraria en intereses y aspiraciones, y Cristo interpela (al joven rico: «déjalo todo y sígueme»; o a Saulo: «¿por qué me persigues?»). 2. UNA FE QUE SE ENCARNA Y PROYECTA. Desde estas mismas claves, la fe cristiana se presenta como novedad: buena nueva. En ambientes alejados, el evangelio tiene el encanto de conectar con la vida, lo más real de la existencia, y conectar con los ideales de persona, familia, sociedad fraterna y felicidad. Lo nuevo es lo que construye, lo que hace futuro. Y la fe se presenta como realidad que hay que ir descubriendo y haciendo, lo mismo que la propia personalidad. Hay que abarcarla e interiorizarla. El adolescente entiende fácilmente que la fe auténtica no necesariamente forma parte del mundo adulto que él tiende a rechazar, es la fe que adhiere vitalmente a Cristo en Iglesia. La fe tiene mucho de utopía, de elemento unificador e impulsor de la personalidad. Tiene mucho de absoluto y de definitivo. De construcción personal y de perspectivas de futuro. Los diversos movimientos juveniles tienden a introducir al adolescente en su propia experiencia. Ofrecen, por tanto, un íter específico, y suficientemente elaborado, de formación humana y religiosa. La propuesta se diferencia notablemente dentro de cada movimiento. 3. UN MÉTODO QUE ES EL CAMINO PARA LA META DE LA FE. No basta enseñar, hay que mostrar, atestiguar, hacer experiméntar. Para los adolescentes de hoy vale lo que es tangible, experimentable, lo que grita, congrega y arrastra: lo que para ellos es coherencia, testimonio sin equívocos. Esta pedagogía exige: 1) Un estilo, talante y manera nueva de percibir, vivir y expresar la fe. Hoy no convence el fiel practicante, dócil a la doctrina y enseñanzas de la Iglesia. Se requieren creyentes de fe personalizada, experimentada, de colores vivos y llamativos o de servicio callado pero eficaz; 2) Un modo nuevo de vivir y participar en la comunidad cristiana. Será necesario ofrecer experiencias concretas de comunidad, en el fondo tan evangélicas como juveniles: acogedora y dialogante, profética y comprometida con la causa de los humanos; 3) Un modo más cercano y vital de ser Iglesia. Más en la línea de la praxis que de la doctrina y de las normas. Que ofrezca razones para vivir, para luchar y para celebrar. Con micro-experiencias de una Iglesia alternativa, que supere la excesiva institucionalización. En comunidad sí, pero no una Iglesia que a menudo les aparece como fin a sí misma. Están muy cerca del Concilio: una Iglesia de comunión y servicio; 4) Una metodología que funcione no a ritmo de gustos e intereses, sino de necesidades y posibilidades: la Iglesia no la hace cada generación ni depende del subjetivismo personal, grupal o generacional. La actitud dialógica debe practicarse a todos los niveles. Ciertamente no excluye ninguna idea ni experiencia, pero tampoco toda la verdad surge del diálogo: hay una fe confesada por millones de creyentes, que antes fue propuesta por Cristo y sus elegidos, los apóstoles.

VI. Catequesis fuera del grupo Hay adolescentes que, por circunstancias personales, familiares, sociales, etc., no forman parte de ningún grupo de catequesis con otros de su edad. «Todo bautizado, por estar llamado por Dios a la madurez de la fe, tiene necesidad y, por lo mismo, derecho a una catequesis adecuada. Por ello, la Iglesia tiene el deber primario de darle respuesta de forma conveniente y satisfactoria» (DGC 167).

«La pedagogía catequética es eficaz en la medida en que la comunidad cristiana se convierte en referencia concreta y ejemplar para el itinerario de la fe de cada uno... Junto al anuncio del evangelio de forma pública y colectiva, será siempre indispensable la relación de persona a persona, a ejemplo de Jesús y de los apóstoles. De este modo la conciencia personal se implica más fácilmente, el don de la fe, como es propio de la acción del Espíritu Santo, llega de viviente a viviente, y la fuerza de persuasión se hace más incisiva» (DGC 158). La Iglesia, cuando no puede proponer procesos sistemáticos de formación en la fe, proyecta la evangelización de los alejados y recurre a todos los medios humanos y materiales. La vida familiar, las celebraciones sociales ocasionales, los encuentros interpersonales esporádicos, el testimonio personal y comunitario, la presencia cualificada de movimientos cristianos, los medios de comunicación al alcance (radio, televisión, vídeos, revistas, carteles, canciones...), los momentos de reflexión en circunstancias y situaciones especiales, los contactos a través de actividades de tiempo libre, voluntariados, acciones o campañas conjuntas... pueden ser ocasión para que, aunque sea mínimamente, se presenten valores evangélicos. Algunas veces ya es buen logro desbrozar, desmontar prejuicios y predisponer positivamente a acoger la propuesta. Un caso particular es el de los adolescentes con minusvalías. Los adolescentes con cualquier clase de minusvalía son objeto prioritario de atenciones y de evangelización. Además de todos los medios ordinarios de evangelización, la comunidad cristiana se ingenia para darles la preparación posible y adecuada, y por lo tanto cualificada y específica. Lo que es opción evangélica favorece la imagen pedagógica de la Iglesia: las opciones son muy a menudo el lenguaje más claro.

VII. La comunidad evangelizadora y los catequistas Afirma el Directorio «Ningún método, por experimentado que sea, exime al catequista del trabajo personal, en ninguna de las fases del proceso de la catequesis. El carisma recibido del Espíritu, una sólida espiritualidad y un testimonio transparente de vida cristiana en el catequista constituyen el alma de todo método, y sus cualidades humanas y cristianas son indispensables para garantizar el uso correcto de los textos y de otros instrumentos de trabajo. El catequista es intrínsecamente un mediador que facilita la comunicación entre las personas y el misterio de Dios, así como la de los hombres entre sí y con la comunidad. Por ello ha de esforzarse para que su formación cultural, su condición social y su estilo de vida no sean obstáculo al camino de la fe; aún más: ha de ser capaz de crear condiciones favorables para que el mensaje cristiano recibido sea buscado, acogido y profundizado. El catequista no debe olvidar que la adhesión de fe de los catequizandos es fruto de la gracia y de la libertad, y por eso procura que su actividad catequética esté siempre sostenida por la fe en el Espíritu Santo y por la oración. Finalmente, tiene una importancia esencial la relación personal del catequista con el catecúmeno y el catequizando. Esa relación se nutre de ardor educativo, de aguda creatividad, de adaptación, así como de respeto máximo a la libertad y a la maduración de las personas. Gracias a una labor de sabio acompañamiento, el catequista realiza uno de los más valiosos servicios a la catequesis: ayudar a los catequizandos a discernir la vocación a la que Dios los llama» (DGC 156). A lo que nos dice el Directorio añadimos, resaltamos o especificamos algunos aspectos del catequista de preadolescentes y adolescentes: inexcusable cercanía física y psicológica; radicalidad en la esperanza, optimismo y entusiasmo; testimonios inequívocos de la opción por Cristo y los demás; coherencia y constancia en la vida, en la relación y en el método; cultivo de los valores humanos hasta poder ser modelo de identificación, dejando claro que el protagonista, modelo y amigo que no falla, es Cristo; claridad de mente y capacidad de hacer síntesis entre fe y cultura, con lenguajes de hoy; valorar a la Iglesia, a la comunidad cristiana, al asociacionismo... para trabajar en equipo y hacer Iglesia, no su Iglesia; espiritualidad de lo cotidiano, nunca

excluyente de las otras formas válidas de vivir la fe; dominio del método inductivo, de técnicas y recursos, creativo y favorecedor de la creatividad; capaz de compaginar utopía y realismo; abierto a lo global y a los detalles, a lo esencial y a lo secundario; respetuoso de las situaciones y procesos de cada uno, también de su propio papel de adulto educador; preocupado de su tarea de orientador vocacional a lo largo de todo el proceso (cada uno donde pueda ser más feliz trabajando por el Reino). BIBL.: COMISIÓN NACIONAL DE PASTORAL CATEQUÉTICA, Proyecto de formación humana 2. Preadolescentes, CCS, Madrid 1990; Proyecto de formación humana 3. Adolescentes, CCS, Madrid 1990; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; MARTÍN G., La religiosidad del preadolescente, CCS, Madrid 1988; PETITCLERC J. M., Cómo hablar de Dios a los jóvenes, CCS, Madrid 1997; OBISPOS FRANCESES, Proposer la foi dans la societé actuelle. III Lettre aux catholiques de France, Cerf, París 1997; MARTÍN VELASCO J., Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; MION R., Domanda di valori e di religione nei giovani ' ' dell Europa dell Est e dell'Ovest, Salesianum 57 (1995) 305-357.

Alfonso Francia Hernández

ADULTOS, Catequesis de

SUMARIO: I. El adulto y la edad adulta. II. La catequesis de adultos en el actual momento pastoral. III. Principales aspectos pedagógico-catequéticos. IV. Las metas de la catequesis de adultos: 1. La madurez de la fe; 2. La creación y el crecimiento de comunidades cristianas adultas. V. Los lugares de la catequesis de adultos: 1. El catecumenado de adultos; 2. Los grupos catequéticos de inspiración catecumenal; 3. La parroquia; 4. Los movimientos y asociaciones de fieles. VI. Algunos rasgos necesarios de la actual catequesis de adultos. VII. Problemas abiertos de la catequesis de adultos: 1. La catequesis de adultos en un contexto poscristiano; 2. Los diversos «modelos» de catequesis de adultos; 3. Crecimiento del número de niños y adolescentes no bautizados; 4. La presencia de la catequesis de adultos en el proyecto pastoral de las diócesis.

Hace algunos años, casi no se consideraba la conexión entre estas dos palabras: catequesis y adultos. La catequesis era vista y entendida como una acción dirigida a niños y adolescentes. Hoy, sin embargo, los documentos de la Iglesia manifiestan cada vez más una prioridad y una urgencia pastoral de la catequesis de adultos. La misma idea tradicional de catequesis estaba más cercana al concepto de formación permanente del cristiano (supuesta ya la fundamentación de la fe). Hoy, por el contrario, la catequesis tiene como objetivo primordial la fundamentación básica de la fe. Durante mucho tiempo se ha concebido la catequesis de adultos al estilo de una presentación sistemática y orgánica de la fe, más en la línea y el estilo de una enseñanza teológica; hoy se cambia también el estilo y la metodología, acercándose más a la pedagogía propia de un proceso iniciatorio (cf IC 11 lss). Las razones de estos cambios de perspectiva y de modos de hacer hay que buscarlas: 1) en el cambio de contexto socio-cultural en que se desenvuelve la Iglesia de hoy; 2) en los cambios experimentados por las ciencias de la educación en referencia al mundo de los adultos; 3) finalmente, en el cambio de la conciencia de la propia Iglesia sobre su función iniciadora y educadora de la fe. La renovación catequética de la Iglesia española, que recibió un fuerte impulso a raíz del Vaticano II (abril 1966: primeras Jornadas nacionales de catequesis), intuyó casi desde el primer momento la urgencia y la importancia de la catequesis de adultos. Es verdad que al principio fue una idea

compartida sólo por unos pocos, pero la historia reciente muestra cómo se ha ido abriendo camino con fuerza hasta desembocar en espléndidos frutos. La forma como ha ido creciendo esta acción pastoral de la catequesis de adultos, a partir, muchas veces, del entusiasmo de alguna persona o de algún grupo reducido, ha hecho también que a veces resulte difícil o problemática la integración eclesial de estas acciones. Hoy, sin embargo, se dispone de suficientes documentos orientadores de la Santa Sede y de la Iglesia española, que ofrecen pistas más que sobradas para poder hacer un buen discernimiento e indicar cauces hacia la comunión1. Tratar ahora de la catequesis de adultos supone situarse ante tres coordenadas que se complementan: 1) la coordenada antropológica, que ofrece una visión de lo que es el adulto y la edad adulta; 2) la coordenada pastoral, que sitúa la catequesis de adultos en el momento actual de la cultura y de la vida de la Iglesia; 3) la coordenada pedagógico-catequética, que ofrece pistas para el planteamiento y la puesta en práctica de la catequesis de adultos en la situación presente.

I. El adulto y la edad adulta En el lenguaje común, se entiende por adultez el estado de desarrollo pleno al que puede llegar una persona tras las varias etapas de su crecimiento. Hoy se admite que, dentro ya de la adultez, se va pasando por sucesivas etapas de la vida adulta, mientras dura la vida de la persona. En épocas pasadas, en que las formas de vida y la cultura mantenían una relación mucho más estrecha, el desarrollo de la persona hacia la adultez resultaba bastante armónico, de forma que quien crecía en edad, iba creciendo a la vez, sin excesivas dificultades, en las restantes dimensiones de su personalidad. En la actualidad, por el contrario, la diversidad de elementos que influyen en la persona y la van configurando desde la niñez hace que los niveles de desarrollo que se alcanzan puedan ser muy variados, según el grado de eficacia con que cada agente educativo haya podido influir sobre la persona: familia, barrio, escuela, televisión, grupo religioso de pertenencia. La adultez alcanzada según la edad biológica puede no corresponderse en absoluto con el desarrollo o la maduración de otros aspectos de la personalidad. Esta constatación tiene repercusiones importantes en el planteamiento de una posible catequesis de adultos. Por otra parte, los permanentes cambios y nuevas influencias que la persona experimenta a causa de su inmersión en el ambiente y en la cultura, la van llevando a la necesidad de una continua adaptación a las nuevas situaciones, con lo que la adultez no llega a ser percibida como un estado adquirido, sino más bien como una capacidad de afrontar nuevos retos, de posicionarse ante ellos y de superar las dificultades que presentan. Ser adulto lleva hoy consigo un permanente ejercicio de aprendizaje. Esta faceta de la condición adulta tiene también implicaciones importantes para la catequesis. No es este el lugar para entrar en la descripción psicosociológica del adulto ni de la edad adulta en nuestro contexto cultural. Baste decir que esta etapa de la vida está ampliamente estudiada y analizada por las ciencias humanas desde sus diferentes perspectivas 2. Un planteamiento responsable de la catequesis de adultos y de la pastoral con adultos exige a los agentes pastorales un mínimo conocimiento de estas aportaciones de la moderna investigación, sin fiar a la propia intuición o a la capacidad de improvisar el éxito de la empresa.

II. La catequesis de adultos en el actual momento pastoral

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, puede afirmarse que la catequesis de adultos existió antes que la catequesis infantil. La propia dinámica de la evangelización y del nacimiento de las comunidades cristianas primitivas puso en primer lugar la instrucción catecumenal de los adultos que se adherían a la fe tras la proclamación del kerigma cristiano. Sólo más tarde, con el surgimiento de la situación de cristiandad, se hizo común en la praxis de la Iglesia el desplazamiento de la actividad catequética del ámbito de los adultos al de los niños nacidos en el seno de familias de bautizados. Esta forma de actuar se ha mantenido prácticamente en toda la Iglesia (con la lógica excepción de las comunidades de los países de misión) hasta la mitad del siglo XX. Es el Vaticano II el que, partiendo de la experiencia de estos países de misión, y ciertamente con una visión realista de los nuevos tiempos que se avecinaban, restableció el catecumenado de adultos en la Iglesia, hizo de él un primer desarrollo (AG 14), y estableció la diversificación de los ritos bautismales para adultos y para niños (SC 64-67). La posterior publicación del Ordo initiationis christianae adultorum y sus respectivas traducciones a las lenguas modernas, junto con las introducciones pastorales propuestas por los episcopados, desencadenó un amplio movimiento de renovación pastoral en el campo de la catequesis de adultos, que aún está presente y actuante en la Iglesia. En el contexto de la renovación catequética española, el primer paso hacia un planteamiento específico de la catequesis de adultos se dio en abril de 1970, con el I Encuentro nacional de catequesis de adultos, al que han seguido otros muchos en años posteriores. Un acontecimiento que puede considerarse ciertamente punto de inflexión en la historia de la moderna catequesis de adultos en España, es la publicación, en diciembre de 1990, de las Orientaciones pastorales sobre la Catequesis de adultos, por parte de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis de la Conferencia episcopal española, así como las reflexiones y orientaciones al respecto, contenidas en el documento La iniciación cristiana, publicado por la misma Conferencia episcopal en 1999. Tanto la reflexión como la acción catequética con los adultos continúan abiertas, ahora ya con referencias específicas a estos documentos, pero también con atención a las nuevas condiciones que el rápido cambio sociocultural está creando en el conjunto de los bautizados de nuestra época. Junto a la conciencia que el movimiento catequético ha ido despertando en los pastores y en los catequistas, otra serie de hechos constatados de forma muy generalizada han contribuido también a que se vea cada vez con más claridad la necesidad y urgencia de una catequesis de adultos: 1) El contacto con los niños en la catequesis infantil, sobre todo en la preeucarística, hace descubrir la carencia cada vez mayor de una primera iniciación al mundo de lo religioso en el ámbito familiar. Este hecho es signo del grado de secularización cada vez más alto en la generación adulta, sobre todo entre los adultos jóvenes; 2) El esfuerzo que se hace en las catequesis presacramentales con adultos —catequesis de padres con ocasión de la primera eucaristía de los hijos, catequesis prebautismales y catequesis prematrimoniales— se percibe como una intervención pastoral sin pasado ni futuro, sólo puntual, por falta de un trabajo continuado y de unas comunidades o grupos adultos de referencia; 3) El mismo futuro del gran esfuerzo catequético que se lleva a cabo en los niveles de la infancia y la adolescencia, queda cuestionado cuando no existen comunidades adultas capaces de acoger e integrar a las nuevas generaciones de creyentes; 4) Un aspecto de gran trascendencia es la escasez o carencia absoluta de presencia cristiana pública y confesante en los ambientes en que se fragua y construye la vida de la sociedad: la política, la economía, el trabajo, la cultura, el ocio, la comunicación, etc. Incluso habiendo cristianos presentes en tales realidades, en muchas ocasiones la falta de adultez de fe hace que esa presencia no consiga ser operante e influyente.

Todas estas constataciones, así como las graves carencias de formación cristiana que se están señalando entre los bautizados, han llevado a tomar conciencia de la necesidad prioritaria de una acción catequética sólida y bien estructurada con los adultos en la actividad pastoral de la Iglesia.

III. Principales aspectos pedagógico-catequéticos Sin bajar a planteamientos técnicos de pedagogía catequética, se plantean aquí algunos principios y orientaciones de carácter global sobre lo que hoy requiere la catequesis de adultos. a) La catequesis debe considerar al adulto en cuanto tal. Después de bastantes siglos de tradición catequética casi exclusivamente infantil, existe ciertamente el riesgo de transferir a la catequesis de adultos los métodos y los acentos de la catequesis infantil. Será necesario, por ello, tener en cuenta que, en nuestro tiempo, la pedagogía de los adultos —la andragogía— ha conocido un desarrollo que no puede ignorarse y cuyos avances deben ser incorporados a la catequesis de adultos. Al mismo tiempo, la cultura actual es reflejo y expresión de un mundo adulto y de un pensamiento que afirma fuertemente la racionalidad y la autonomía de la persona; por ello, un acercamiento al mundo religioso y a la experiencia de la fe que sea respetuoso con el destinatario debe saber tratar a este teniendo en consideración su estado y su situación concreta. b) La catequesis debe tener en cuenta las etapas del proceso de fe. En una catequesis de adultos, sobre todo de inspiración catecumenal, no puede olvidarse que los destinatarios proceden de una cultura secular y con mínimas referencias religiosas, por lo que los procesos de despertar religioso, propios de la etapa evolutiva infantil pueden no haberse vivido en su momento y resultar, por tanto, necesarios. Lo mismo ha de decirse de una cierta iniciación al lenguaje simbólico, necesario para que sea posible la transmisión de la experiencia religiosa. Por supuesto, estos procesos habrán de ser propuestos de forma adaptada al contexto de la edad y de la cultura de los destinatarios, pero deben ser mantenidos, porque resultan imprescindibles en muchos casos. La etapa de la conversión, que normalmente es un tiempo de transformación interior más que una decisión fulminante, debe ser también muy tenida en cuenta, respetada en su ritmo y acompañada con cariño e inteligencia por el catequista. Pasar por alto esta etapa por no creerla necesaria o darla por supuesta, sin que quizá haya existido nunca, puede tener consecuencias muy negativas para el proceso de fe. Por el contrario, si se asegura bien, en cuanto sea posible, la actitud sincera de conversión, puede haberse ganado el camino hacia la madurez de la fe. La etapa propiamente catecumenal o catequética, programada y desarrollada sin precipitación, debe ir llevando al conocimiento y a la interiorización progresiva de toda la fe cristiana y de sus exigencias para el creyente. Esta etapa desembocará o en los sacramentos de la iniciación, tras la profesión adulta de la fe —en el caso del catecumenado— o en la renovación de esos sacramentos y la consiguiente incorporación a la comunidad cristiana adulta, en el caso de la catequesis de inspiración catecumenal. c) La catequesis debe estar atenta al desarrollo armónico de todas las dimensiones de la fe. Estas dimensiones, que el Directorio general para la catequesis enumera como «conocimiento de la fe, educación litúrgica, formación moral, enseñanza de la oración e iniciación a la vida comunitaria y a la misión» (DGC 84-86), no se van educando de forma lineal y sucesiva, sino simultáneamente y en un proceso equilibrado y armónico. El privilegiar sólo alguna, o algunas, de estas dimensiones en menoscabo de las restantes puede dar como resultado una vivencia de la fe parcial, empobrecida o sin el necesario equilibrio. En este sentido, la acción testimonial y orientadora del catequista,

adulto en la fe, podrá contribuir grandemente a la auténtica maduración cristiana del catecúmeno. d) La catequesis debe favorecer la identidad laical de los destinatarios. Hoy no es posible pretender enseñar a vivir la fe de una forma genérica, que pueda ser válida para cualquier persona, en cualquier estado de vida y en cualquier circunstancia. La educación de la fe, a lo largo del proceso catequético, debe atender a la condición específica del bautizado que vive en el mundo, y que va a continuar inmerso en él después del período de catequesis, y enseñarle a vivir ahí como creyente, a descubrir cómo Dios se le va revelando en ese mundo, y a saber que, a partir de su condición de laico, debe ir «buscando el reino de Dios, ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG 31). Este talante específico de la catequesis de adultos exige de los catequistas una especial sensibilidad a este aspecto y una cierta experiencia de vida cristiana laical, que le pueda servir de testimonio y de apoyo en su tarea catequética. e) La catequesis debe ser vivida y llevada a cabo en un contexto comunitario. No sólo el grupo de catequesis de adultos debe ir constituyéndose progresivamente como una inicial comunidad de creyentes, sino que su camino debe estar orientado a una futura integración en la comunidad eclesial en cuyo ámbito tal grupo ha nacido como grupo catequético. La comunidad cristiana es el origen, lugar y meta de la catequesis (cf DGC 254). Por ello la referencia activa a la comunidad debe ser una dimensión presente en todo momento en la vida del grupo. Un lazo de unión insustituible entre el grupo y la comunidad es el catequista. El es el adulto en la fe, testigo y acompañante de los que van haciendo el itinerario hacia la fe. Su talante, su sencillez, su cercanía y, sobre todo, su testimonio convencido de enviado de la comunidad, van dando al grupo catequético el tono y la referencia comunitaria que le ayudarán a crecer en su identidad eclesial. Quienes nacen a la fe adulta en este clima comunitario, serán después los que reclamarán a la comunidad cristiana el apoyo y el sostenimiento continuo que les será necesario para seguir viviendo su vida cristiana.

IV. Las metas de la catequesis de adultos 1. LA MADUREZ DE LA FE. La acción catequética, en cuanto educadora de la dimensión creyente de la persona, tiende a que esta crezca y madure en su fe. Tal madurez se entiende como lo propio y específico de la condición adulta. En este proceso van implicándose y desarrollándose varias capacidades de la persona: a) En primer lugar, la capacidad de situarse como criatura ante el Creador y como hijo ante DiosPadre; de reconocer a Jesucristo como el Salvador y al Espíritu Santo como el origen de la santidad; de abrir la propia existencia al don de Dios en espíritu de oración confiada. Este situarse del adulto creyente ante Dios no encierra aspectos alienantes, sino que procede de una actitud religiosa radical, que confiere al sujeto una conciencia de plenitud difícil de imaginar en otros contextos quizá mucho más presentes en la actual cultura. b) En segundo lugar, la capacidad de percibir la propia vida y la historia humana integradas en la realización de un proyecto que no es propio, sino de Dios: la historia de la salvación. La referencia a este proyecto va dando sentido y significado a los acontecimientos, e incluso las realidades que pueden parecer negativas llegan a ser 'asumidas e integradas como elementos de esa visión globalizante. A la luz de esta misma visión, la persona es capaz de encontrar respuesta y sentido a las grandes preguntas existenciales que tantas veces atormentan al ser humano. c) En tercer lugar, la capacidad de orientar la propia conducta en la dirección de lo que se va descubriendo como voluntad de Dios. La vida del creyente no puede ser fruto de un

determinismo, sino de un ejercicio permanente de libertad. Ahora bien, elegir en cada caso aquello que lleva a la realización de lo que Dios quiere demanda la consideración y la ponderación de muchas variables; este ejercicio de discernimiento es normalmente fruto de una personalidad creyente equilibrada y madura. d) En cuarto lugar, la madurez de fe aporta al creyente la conciencia viva y operante de la pertenencia a la comunidad eclesial. Ello lleva consigo una identificación con el ser y con la misión de la Iglesia, que se traduce consecuentemente en el ejercicio de la propia responsabilidad eclesial en la condición y circunstancias de cada uno. e) En quinto lugar, el creyente adulto se capacita para estar presente en el mundo y en sus variados ámbitos (familia, cultura, trabajo, economía, política, etc.), en cuanto seguidor de Jesucristo, y para colaborar con otras personas de buena voluntad —creyentes o no— en la búsqueda y construcción de una sociedad y de unas relaciones entre las personas, según el ideal del evangelio y el proyecto del reino de Dios. f) Por último, aunque no con menos importancia, no puede pensarse la adquisición de las capacidades enumeradas sin la asimilación contemporánea de una estructura de conocimiento de los contenidos de la fe, acorde a la realidad y al nivel cultural de cada sujeto, y que es la que da consistencia a las actitudes y a los comportamientos 3. Ciertamente, la adquisición de todas estas capacidades es fruto de un itinerario de crecimiento y maduración de la persona como creyente, itinerario en el que intervienen muchos factores educativos: la comunidad que catequiza, la persona del catequista, la metodología utilizada, las etapas que se van cubriendo, etc. Todo deberá ser tenido en cuenta en el proceso de la catequesis de adultos para que puedan alcanzarse los objetivos que se pretenden. 2. LA CREACIÓN Y EL CRECIMIENTO DE COMUNIDADES CRISTIANAS ADULTAS. En el actual contexto de mentalidad y cultura secular y urbana, cada vez más extendido, los planteamientos de otras épocas, que esperaban de la socialización un gran apoyo para la vida y la práctica cristiana, ya no son válidos. La fe ya no impregna la cultura, y los signos de referencia religiosa están cada vez menos presentes. En ese entorno poco favorable, las actitudes creyentes sólo pueden mantenerse y resistir si están bien enraizadas en las personas, y si estas encuentran apoyo en grupos sólidos de referencia. El papel de la catequesis de adultos es, en este contexto, de importancia capital. Ella debe ir desembocando, de forma natural y espontánea, en comunidades cristianas adultas, en donde se viva la fe, según el talante adulto y compartido que se ha aprendido a lo largo del proceso catequético, y cuyos puntos de apoyo y de crecimiento sean los que ya se han venido practicando: la referencia permanente a la palabra de Dios, la oración en común, la celebración comunitaria de la liturgia, el discernimiento compartido de la voluntad de Dios a partir de la vida, el apoyo mutuo en el compromiso temporal. Además, cuando estas comunidades vayan surgiendo en los ámbitos parroquiales tradicionales, pueden ir convirtiéndose, a la vez, en fuerza de renovación de esas parroquias, con tal que estos cristianos nuevos, salidos de la catequesis de adultos, sepan ir al encuentro de esos otros hermanos y se pongan a caminar a su lado, en todos los ámbitos de la vida y la experiencia eclesial, renunciando a cualquier actitud puritana o elitista. Y por último, la presencia social de la Iglesia, que se hace visible en su ambiente a través de estas comunidades cristianas adultas, irá adquiriendo una mayor fuerza testimonial en ese ambiente y podrá ser, a la vez, un signo interpelante e incluso provocador de una forma de vida alternativa, que radica en el seguimiento de Jesucristo y proclama los valores del evangelio.

V. Los lugares de la catequesis de adultos

La Iglesia-Madre, al catequizar, engendra nuevos hijos. La catequesis, por su origen y por su finalidad, está siempre relacionada con el nacimiento a la fe y con el bautismo. Ahora bien, el nacimiento a la fe sólo tiene lugar en el seno de la Iglesia-Madre, a la que el neófito queda incorporado al recibir el bautismo (cf IC 112-123; 134-138). La catequesis de adultos, en su doble faceta posible de catecumenado propiamente dicho o de catequesis posbautismal, guarda siempre esta orientación y referencia al nacimiento a la fe, y por ello no puede pensarse más que en íntima vinculación con la Iglesia visible e inmediata, que es la Iglesia particular. Los que hoy son llamados lugares de catequesis reciben su vigencia de la comunión que guardan con la Iglesia local y no pueden pensarse ajenos a ella o con estructuras y modos de actuar que prescindan de esta comunión. Entre los diferentes lugares de catequesis que suelen considerarse, hay varios que son más propios de la catequesis de adultos: 1. EL CATECUMENADO DE ADULTOS. Es el lugar por excelencia de la catequesis y el referente de todas las demás formas de catequesis de adultos. Sus destinatarios son los adultos no bautizados, así como los adolescentes e incluso los niños en edad escolar que desean prepararse para recibir el bautismo. El desarrollo actual del catecumenado está inspirado en la rica tradición de la Iglesia primitiva y fue actualizado en el Vaticano II, a partir de las experiencias de las Iglesias de los países de misión. Tanto las orientaciones pastorales como los mismos ritos, que se encuentran en el Ritual para la Iniciación cristiana de adultos (RICA), publicado tras el Concilio, constituyen una expresión inapreciable de lo que debe significar este especial proceso de fe: la gradualidad y la especificidad de cada etapa; la especial atención a las situaciones de fe de los catecúmenos; la participación permanente de la comunidad en el acompañamiento de los futuros cristianos; la riqueza y la variedad de los elementos litúrgicos. Puede decirse que el catecumenado es, en cierto sentido, sacramento (signo eficaz) de la maternidad de la Iglesia: ella es quien confía a un catequista la responsabilidad de acompañar a los catecúmenos; la que ora por ellos a lo largo de su itinerario de fe y la que, finalmente, los acoge e integra en su seno con vistas a su plena realización como cristianos. 2. LOS GRUPOS CATEQUÉTICOS DE INSPIRACIÓN CATECUMENAL. Estos grupos acogen a adultos ya bautizados, que desean hacer el camino de la fe «a modo de catecumenado, en el que están presentes algunos elementos del RICA, destinados a hacer captar y vivir las inmensas riquezas del bautismo recibido» (ChL 61; cf IC 124-133). Los destinatarios de esta catequesis pueden presentar situaciones muy diferentes de fe: desde verdaderos alejados que, movidos por la gracia de la conversión, van haciendo el proceso completo de la fe, como si fueran verdaderos catecúmenos, hasta cristianos más o menos practicantes, pero de fe tradicional y sociológica, que buscan personalizarla y aprender a vivirla de forma consecuente. Esta variedad de destinatarios indica también la flexibilidad que habrá que poner en juego en estos procesos, con vistas a su eficacia. Unos esquemas excesivamente rígidos en sus planteamientos y desarrollos pueden dar como resultado personas deformadas e inmaduras en su fe. Esta forma de catequesis de adultos está hoy presente en muchos ámbitos parroquiales, y siguen las orientaciones y directrices de las propias Iglesias locales, promulgadas por los respectivos obispos como marco de referencia diocesano para esta acción. Existen también otros grupos o movimientos que tienen como seña de identidad su finalidad catequizadora de adultos o de jóvenes. Tales grupos tienen sus propias estructuras organizativas y sus propios métodos, que suelen conferir a sus miembros una fuerte identificación, aunque en ocasiones presentan dificultades para su integración en la comunión de la Iglesia local. Para hacer más eficaces estos dos ámbitos de catequesis de adultos y, sobre todo, para servir mejor a la comunión, hoy parece muy deseable el establecimiento en las Iglesias locales de la institución del catecumenado de adultos, con unas orientaciones precisas, a la luz del magisterio universal y del propio país, en cuyo marco puedan quedar integradas todas las acciones eclesiales que, en una u otra forma, pueden considerarse catecumenales.

3. LA PARROQUIA. Dentro de los proyectos diocesanos de catequesis de adultos, que cada vez se van haciendo más frecuentes, la parroquia es el lugar natural de catequesis de adultos. Por su carácter de comunidad abierta, o de comunidad de comunidades, en ella tienen un lugar propio todos los bautizados. A ella acuden, en demanda de servicios religiosos, muchos bautizados frecuentemente alejados de la fe, a los que se puede, a través de diversos caminos pastorales, invitar a participar en un proceso catequético. Puede decirse que la parroquia, por su condición de estructura pastoral básica, tiene, más que ninguna otra, el derecho y el deber de disponer de unos cauces establecidos de catequesis de adultos, abiertos a todos los que deseen o necesiten utilizarlos. «Así como no es concebible que una parroquia no asuma y encauce las acciones que en ella se ejercen en favor de la catequesis de niños, tampoco debe ser concebible que la comunidad ignore y no asuma las iniciativas en favor de la catequesis de adultos» (La catequesis de adultos, 114). 4. Los MOVIMIENTOS Y ASOCIACIONES DE FIELES. Muchos adultos cristianos suelen adherirse a asociaciones de fieles o movimientos apostólicos, en los que encuentran apoyo y estímulo para el desarrollo de su vida cristiana, según los objetivos propios de dichas asociaciones o movimientos: el culto al Señor, a la Virgen María o a los santos; la acción caritativa y social; la presencia activa y testimonial en los ámbitos de la vida secular y profana: familia, cultura, ocio, economía, trabajo, política. Estas asociaciones son, en bastantes ocasiones, lugares de catequesis de adultos. Sucede, sin embargo, que algunos planes de formación permanente de esos grupos dan por supuesto que los miembros ya han hecho el proceso catequético hacia la madurez de fe, cuando, en muchos casos, este itinerario no ha tenido lugar en absoluto. Esto puede provocar una falta de correspondencia entre la oferta de formación y las necesidades reales de las personas. En unos casos, los propios movimientos o asociaciones ofertan a sus miembros estos procesos de inspiración catecumenal; en otros, les orientan hacia aquellos lugares donde pueden llevarlos a cabo. Cuando la catequesis tiene lugar en el seno del propio grupo, se tiene la ventaja de desenvolverse en un contexto cristiano y apostólico concreto, al que resulta fácil integrarse una vez finalizado el proceso. En el otro caso, la catequesis deberá ser completada en el grupo de pertenencia con otros elementos formativos específicos del mismo. De una u otra forma, lo verdaderamente importante es que cualquier miembro de una asociación o movimiento cristiano encuentre la oportunidad de hacer, si lo necesita, un camino básico hacia la fe adulta, que le capacite para vivirla con plena madurez y de forma consecuente.

VI. Algunos rasgos necesarios de la actual catequesis de adultos Las especiales connotaciones culturales de la época actual, en la que viven los destinatarios de la catequesis de adultos, configuran sin duda la propia catequesis. He aquí algunos de los rasgos que hoy parece más necesario lograr en la catequesis de adultos: a) La catequesis de adultos debe ser una acción de marcado acento «misionero». Fueron primero el Concilio y después los sínodos sobre la evangelización y sobre la catequesis los que resaltaron con fuerza el carácter procesual del camino de la fe. La experiencia confirma también que, cuando no se ha dado la primera adhesión a la fe, es decir, la conversión, no es posible esperar que enraíce en la persona la enseñanza catequética. En nuestro país, de fuerte tradición de cristianismo sociológico, muchos intentos de implantar una catequesis de adultos han fallado o han encontrado graves dificultades por la carencia de acciones previas de carácter misionero, qu e hayan llevado a las personas a una conversión inicial. Por esta razón, se ha ido abriendo camino el planteamiento de una catequesis misionera que, teniendo en cuenta esta carencia, contenga una

carga importante de anuncio explícito y sea capaz de despertar la fe, al mismo tiempo que ofrece los elementos que le dan contenido y la ilustran. La Iglesia de hoy experimenta una grave carencia de acción directa e intencionalmente misionera. Esta catequesis misionera atiende especialmente a esta dimensión de anuncio y suple lo que quizá debería haberse hecho previamente y en otros ámbitos. Porque la conversión, que es base y cimiento de cualquier proceso de fe, no puede nunca darse por supuesta. b) Una catequesis orientada a la «iniciación cristiana». En el contexto secular y profano actual, el aspecto iniciatorio de la catequesis de adultos debe ser muy tenido en cuenta. La dimensión simbólica —cauce de todo el lenguaje religioso—; la dimensión comunitaria y de pertenencia, con toda su carga de implicación de la afectividad; el aprendizaje de las actitudes básicas de la experiencia religiosa (apertura al otro, confianza, acogida, gratuidad...); la conciencia de paso que debe significar el hecho del bautismo —tanto si se recibe en el caso del catecumenado propiamente dicho como si se renueva y se actualiza en el caso de la catequesis pos-bautismal— son elementos propios de la experiencia de la iniciación, que tienen que formar parte hoy del proyecto de la catequesis de adultos. Ignorar esta dimensión puede suponer dejar al margen un aspecto enraizado en la más antigua tradición cristiana y que hoy, a causa de los condicionamientos culturales, difícilmente puede ser dado por supuesto, ni puede ser suplido por la presencia de otras facetas de la catequesis. c) Una catequesis con un fuerte protagonismo laical. La acción misionera se lleva a cabo normalmente en las fronteras de la fe, que son los terrenos propios de los creyentes laicos. La vida y la palabra testimonial de un laico tienen una fuerza de interpelación y de convicción que no puede tener la palabra de un sacerdote, frecuentemente considerado desde fuera como un profesional de lo religioso. La acción misionera y la catequesis de adultos tiene más eficacia cuanto más se apoya en los creyentes laicos. El trabajo del sacerdote deberá centrarse más en la formación y el acompañamiento de estos agentes. Este modelo de catequesis de adultos quizá ponga en cuestión algunos proyectos pastorales de corte más clerical. Sin embargo, parece que el futuro se abre camino a partir de estos planteamientos. d) Una catequesis de fundamentación básica de la fe. La catequesis de adultos que hoy parece necesaria debe poner el acento en la estructura ción de una personalidad creyente, más que en la eventual transmisión de amplios conocimientos. No se olvide que esta fue, en su momento, la tarea del catecumenado primitivo, que precedía al bautismo: la iniciación cristiana. La catequesis de adultos adquiere este carácter cuando es fiel a la inspiración catecumenal. Este talante está hoy presente en la mayoría de los procesos catequéticos con adultos, ya que estos, de una u otra forma, están inspirados en el RICA (cf IC 11 lss). Aunque la catequesis con ya bautizados —y la mayoría de las veces sacramentalizadostendrá unos elementos propios, diferentes del catecumenado propiamente dicho, sin embargo, su estilo, sus acentos y casi todos sus objetivos guardan una gran coincidencia con él. La fundamentación de la fe se va consiguiendo en base a la educación de las cuatro dimensiones de la experiencia creyente: el conocimiento, la celebración, la vivencia y la contemplación del misterio de Cristo. En esta tarea educativa se da una implicación de toda la persona del catequizando. El arte de la buena catequesis, y del catequista-acompañante de un grupo de adultos, será ir consiguiendo el desarrollo equilibrado y armónico de estas dimensiones. Esta será la garantía de una verdadera maduración de la fe. e) Una catequesis orientada a la comunidad y al compromiso. La propia experiencia de la catequesis de adultos, vivida en el grupo catequético, va iniciando en la vivencia comunitaria. Es este uno de los aspectos más significativos de la experiencia cristiana para el hombre de hoy,

condenado a sufrir con frecuencia el ais lamiento y el anonimato de una sociedad mayoritariamente urbana y masificada. Esta experiencia comunitaria no es sólo psicológicamente deseable, sino que es, sobre todo, un signo del reino de Dios, «de la nueva manera de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio» (EN 23). Junto a la introducción en la experiencia comunitaria, la responsabilidad misionera es igualmente una característica y una meta de la actual catequesis de adultos. No busca con ella la Iglesia ampliar sus filas, sino servir a la misión hacia los de fuera, que también están destinados a conocer y a acoger en sus vidas el don de Dios. El estilo misionero no se traduce hoy tanto en un afán conquistador cuanto en una capacitación para la presencia testimonial en ámbitos marcados por el secularismo y la indiferencia, así como para el diálogo con personas que quizá viven y practican otros credos religiosos. La inculturación de la fe tendrá que realizarse hoy a través de estas difíciles mediaciones: la presencia como levadura en la masa en medio de la cultura profana y secular; el encuentro franco, respetuoso y tolerante con otros planteamientos filosóficos y religiosos; la propuesta valiente de los valores evangélicos y de la fe cristiana como oferta de enriquecimiento capaz de humanizar el mundo presente.

VII. Problemas abiertos de la catequesis de adultos Precisamente porque la pastoral catequética con los adultos tiene lugar en una Iglesia viva y en camino, no puede pensarse que todos los problemas estén resueltos. Los pastores y los agentes de pastoral deben afrontar las nuevas situaciones buscando aquellas respuestas que, en los momentos actuales, se vean más eficaces. Se presentan algunos de los problemas más urgentes entre nosotros. 1. LA CATEQUESIS DE ADULTOS EN UN CONTEXTO POSCRISTIANO. La catequesis de adultos no puede considerarse como una acción pastoral independiente y válida por sí misma, sino dentro de un proceso de renovación de toda la pastoral de la Iglesia, en el espíritu del Vaticano II y de las enseñanzas posteriores del magisterio. Toda catequesis tiene un antes y un después. El antes es la primera evangelización y el después la integración en la comunidad cristiana adulta. En nuestra situación de vieja cristiandad, o de cultura poscristiana, es necesario y urgente plantear, con toda apertura, el problema de la primera evangelización, que debe ser puerta de la primera adhesión de fe y de la conversión. Esta etapa es imprescindible y previa a la catequesis de adultos. Esta primera evangelización debe ir acompañada de signos que interpelen y den credibilidad al anuncio cristiano. La existencia o no de estos signos y su significatividad en nuestro contexto cultural es un reto de primera magnitud, si se quiere servir con eficacia a la nueva evangelización. Junto a los signos, se hace también necesario capacitar a los agentes de la misión. La tarea de los adultos cristianos, de los militantes de movimientos apostólicos es, en este ámbito, urgente e imprescindible. Pero esa tarea demanda una formación específica. El diálogo misionero tiene unas características que es necesario conocer y cuyo ejercicio es necesario también aprender. Esta deficiencia de agentes formados para la misión en las fronteras de la fe es una carencia grave de nuestra Iglesia. Recientemente, la Santa Sede ha ofrecido dos Instrucciones sobre el diálogo que, aun teniendo objetivos diferentes a los que aquí se plantean, contienen orientaciones plenamente válidas para entablar un diálogo, en cuyo punto de mira está la propuesta de la fe4. Puede afirmarse que, en contextos poscristianos, el diálogo misionero del creyente con el alejado de la fe ocupa un lugar por derecho propio.

2. Los DIVERSOS «MODELOS» DE CATEQUESIS DE ADULTOS. Así como en la Iglesia de los primeros siglos el catecumenado bautismal estaba profundamente vinculado a la Iglesia local y a la persona del obispo, en este último tercio del siglo XX, en el que se ha asistido a una gran expansión de la catequesis de adultos —sobre todo según el modelo y la inspiración catecumenal— la pluralidad de planteamientos hace más difícil la unidad eclesial que tanto resplandeció en la antigüedad. Esta pluralidad nace de los diversos orígenes de las experiencias catequéticas; de los diferentes contextos socioculturales en los que se han ido desarrollando; de las personas que las han inspirado; de los diferentes métodos que se han utilizado y se siguen poniendo en práctica. Hay que decir que esta pluralidad, siendo en sí un valor y un signo de los tiempos en la Iglesia, puede contener el riesgo de una cerrazón, de un particularismo o de una exclusividad, que siempre son negativos, si no se educa exquisitamente la actitud de comunión eclesial. Puede aceptarse sin reservas una variedad de métodos catequéticos de inspiración catecumenal, siempre que sea común la imagen de Iglesia hacia la que se camina, es decir, siempre que haya una confluencia cordial y sincera en la eclesiología. Esta eclesiología no puede ser más que la ofrecida por la Lumen gentium. Si en algún caso las divergencias se dan en este nivel, quizá se esté no ante un pluralismo, sino ante un riesgo real de quiebra de la comunión. Será entonces necesario hacer una reflexión desde la teología de la Iglesia local y desde el obispo, como garante de la unidad, para comprender bien el sentido profundamente eclesial de la institución del catecumenado y del lugar que deben ocupar los itinerarios de inspiración catecumenal dentro de la vida de una diócesis. Si no se tienen en cuenta estas referencias, las conclusiones pueden resultar distorsionadas. 3. CRECIMIENTO DEL NÚMERO DE NIÑOS Y ADOLESCENTES NO BAUTIZADOS. Un tipo especial de catequesis de adultos es el que comienza a hacerse común en muchas parroquias: se trata de la catequesis de niños y adolescentes que no fueron llevados al bautismo por sus padres en el momento de nacer y solicitan el sacramento después de haber adquirido el uso de razón. El RICA considera este caso en su capítulo V. Aparte del deber pastoral de atender estas situaciones — cada vez más numerosas, sobre todo en contextos urbanos— conviene hacer un planteamiento pastoral de más largo alcance. Esta catequesis hacia el bautismo puede dar lugar, no sólo al resurgimiento de una renovada pastoral bautismal, sino a una intervención importante de la comunidad en el proceso catecumenal, al estilo de los primeros siglos. En este contexto, es posible pensar también en una acción con los padres que, normalmente, será de carácter misionero. Sin olvidar que el acompañamiento de los catecúmenos puede reportar al conjunto de la comunidad una verdadera renovación, al replantearse los orígenes de su propia fe. La Iglesia española ha desarrollado las orientaciones pastorales que se prevén en el capítulo V del RICA en el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, aprobado por la LXX asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española el 27 de noviembre de 1998. Creemos que, en previsión de los tiempos que se avecinan, este tipo de catequesis abre un camino de futuro que debe ser abordado con creatividad y con visión pastoral. 4. LA PRESENCIA DE LA CATEQUESIS DE ADULTOS EN EL PROYECTO PASTORAL DE LAS DIÓCESIS. A pesar de los avances que se vienen dando en el campo de la catequesis de adultos, aún no se ha llegado a una aceptación plena y normal del hecho de que la catequesis de adultos tiene un lugar propio e irrenunciable en el proyecto pastoral de una Iglesia particular (cf IC 126-127). Esto, que sería un signo claro —aunque no el único— de que se va pasando de una pastoral de cristiandad a una pastoral misionera, no puede considerarse en absoluto alcanzado. Las acciones de catequesis de adultos son quizá obra de algunos pastores que lo han descubierto por su cuenta y son más sensibles al tema. La diversidad de itinerarios y la falta de un marco común desconciertan a los menos seguros, que prefieren esperar a, que las cosas se clarifiquen. La dificultad y la lentitud de los comienzos, cuando no se tiene experiencia y quizá se cuenta con pocos o ningún catequista, lleva a bastantes al retraimiento por temor a lo desconocido. Se hace necesario, por tanto, en las

Iglesias locales, optar claramente por la pastoral misionera, uno de cuyos pilares es la catequesis de adultos; promover la redacción de un proyecto-marco de catequesis de adultos que, asumido y propuesto por el obispo diocesano, se convierta en referencia necesaria y común para todas las acciones en este ámbito; acometer la preparación paciente y concienzuda de catequistas que se vayan capacitando para ser acompañantes de otros adultos en su camino de fe; abordar la concienciación de los presbíteros sobre su papel propio en la catequesis de adultos y sobre la originalidad de su aportación a la misma, distinta de la de los catequistas; finalmente, trabajar en la renovación constante de las comunidades cristianas, de modo que puedan llegar a ser el ambiente espontáneo y cordial en el que se vayan integrando los adultos que terminan sus procesos catequéticos y se disponen a ejercer de cristianos apoyados en y por su comunidad. NOTAS: 1. Disponemos, en primer lugar, del nuevo Directorio general para la catequesis (DGC), publicado el 15 de agosto 1997, que debe ser considerado como la actualización y propuesta autorizada de toda la doctrina catequética elaborada por la Iglesia desde la publicación del anterior Directorio general de pastoral catequética (Directoriurn Catechisticum Generale, DCG), de 1971. Se tiene en cuenta también el documento La catequesis de adultos en la comunidad cristiana, publicado por el Consejo Internacional de Catequesis, en la pascua de 1990. Con referencia a la Iglesia española, hay que mencionar las Orientaciones pastorales sobre la catequesis de adultos, de diciembre de 1990, y La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, de noviembre de 1998, donde la Conferencia episcopal aplica a la realidad española el contenido del Ritual de la iniciación cristiana 2 de adultos (RICA). — Pueden consultarse al respecto, con una orientación específica hacia la catequesis de adultos: CENTRO NACIONAL DE ENSEÑANZA RELIGIOSA DE FRANCIA, Formación cristiana de adultos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989, II Parte; E. ALBERICH-A. BINZ, Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994, cap. 4. — 3 En el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, puede encontrarse una descripción muy detallada de la madurez de fe, que continúa teniendo plena vigencia para 4 evaluar la eficacia de un proceso de catequesis de adultos (DCG 21-30). — Se trata de las orientaciones sobre «diálogo y misión», del Secretariado para los no cristianos, de 1984 (traducción de los Secretariados de Catequesis del Sur, Málaga 1993 ), y del documento «Diálogo y anuncio» del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso y la Congregación para la evangelización de los pueblos (Ecclesia 2547 [28 septiembre 1991] 25-42). BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994; Formas y modelos de catequesis con adultos, CCS, Madrid 1996; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; CONSEJO INTERNACIONAL PARA LA CATEQUESIS, La catequesis de adultos en la comunidad cristiana, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1990; FLORISTÁN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GIGUÉRE P., Una fe adulta. El proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995; SECRETARIADOS DE CATEQUESIS DE LAS DIÓCESIS DEL SUR, Catequesis misionera en Andalucía. Criterios para una catequesis de inspiración catecumenal con adultos, en Actualidad catequética 159 (1993) 131-143.

Antonio M°. Alcedo Ternero

AGENTES DE LA CATEQUESIS

SUMARIO: I. El Agente divino: el Espíritu Santo. II. Los agentes eclesiales: 1. La comunidad cristiana (la Iglesia); 2. El obispo. El papa; 3. Los presbíteros; 4. Los laicos: los padres; los catequistas laicos; 5. Los religiosos; 6. Los responsables diocesanos; 7. Los catequetas.

I. El Agente divino: el Espíritu Santo (EN 75; CT 73; DV 58-60, ChL 61; DGC 42-45 y 288; CC 108 y 182-194; IC 11) La catequesis, antes que tarea humano-eclesial, es obra del Espíritu Santo. El es «el agente principal de la evangelización» (EN 75) y «el principio inspirador de toda obra catequética y de los que la realizan» (CT 73). Sin pretender desarrollar un esquema teológico completo de la acción del Espíritu Santo, indicamos algunos de los aspectos más significativos para el tema que nos ocupa1:

a) Una lectura atenta de los evangelios nos hace descubrir la presencia constante del Espíritu Santo en la vida y misión de Jesucristo, evangelio de Dios, primer evangelizador y modelo de evangelizadores (cf EN 7): la encarnación del Verbo en las entrañas de María acontece «por obra del Espíritu Santo» (símbolo apostólico [cf Lc 1,35]), el Espíritu unge a Jesús (cf Mc 1,9-11par.; Lc 4,18; He 10,38), lo impulsa al desierto (cf Mc 1,12par.) y lo acompaña a lo largo de su vida pública, de modo que Jesús predica y actúa «impulsado por el Espíritu Santo» (Lc 4,14; cf Lc 10,21; Jn 3,34). Jesús promete que, después de su resurrección, enviará el Espíritu a los creyentes (cf Jn 7,37-39; 16,7) y lo da efectivamente a los apóstoles (cf Jn 20,22). Cf DV 15-24. b) El Espíritu Santo es el verdadero protagonista igualmente de la evangelización y del crecimiento de la Iglesia. El libro de los Hechos está jalonado de referencias al Espíritu Santo como el auténtico artífice (agente) de la expansión de la fe en Jesucristo por medio de los evangelizadores: desciende sobre los apóstoles el día de pentecostés (cf He 2,1-4) y en su fuerza anuncian a Jesucristo resucitado (cf He 2,16ss.), conduce a Pedro a casa del pagano Cornelio, abriendo así las puertas de la Iglesia a los no judíos (cf He 11,12), envía a Bernabé y Pablo a la misión a los gentiles (cf He 13,2), es el artífice de las grandes decisiones eclesiales (cf He 15,28), etc. El Espíritu Santo fue y sigue siendo «el protagonista de toda la misión eclesial» (RMi 21; cf CCE 852, DV 25ss). c) En la vida de la comunidad cristiana, el Espíritu Santo tiene la misión de enseñar y recordar a los creyentes todo lo que ha dicho Jesús (cf Jn 14,26). «Las palabras enseñar y recordar significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mutables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro» (DV 4). La revelación definitiva del Padre nos ha sido entregada en Jesucristo, Mesías, Señor y Redentor; en este sentido, la obra de la redención, la evangelización y la fe serán siempre cristocéntricas. Pero se trata de un «cristocentrismo trinitario» (DGC 99), siendo el Espíritu Santo el que, por un lado, posibilita en la Iglesia la memoria viva de Jesús, fielmente conservada y transmitida y, por otro, «vivifica esta enseñanza, haciendo que no se reduzca a simples y abstractas enunciaciones de verdades, sino que sea espíritu y vida, revelación de un rostro, el de Cristo, imagen del Padre» 2. El Espíritu actúa así en el creyente como «Maestro interior que, en la intimidad de la conciencia y del corazón, hace comprender lo que se había entendido, pero que no se había sido capaz de captar plenamente» (CT 72), de modo que el conocimiento de la fe se haga verdaderamente sapiencial, íntimo, vital, comunión, confesión y testimonio. Este es el sentido profundo de la afirmación paulina: «Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es movido por el Espíritu» (1Cor 12,3). «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo» (CCE 154; cf DV 5). Como escribe L. González-Carvajal, «la tradición espiritual y teológica de Occidente –san Agustín, san Gregorio Magno, la Imitación de Cristo...– ha cultivado un tema...: el del maestro interior. Hace falta, desde luego, un maestro exterior que evangelice y enseñe; pero ello no serviría de nada si un maestro interior no facilitara la comprensión de la palabra exterior. Este maestro interior –no hace falta decirlo– es el Espíritu Santo. De ahí la antiquísima costumbre, practicada ya por san Juan Crisóstomo, de invocar al Espíritu Santo antes de comenzar la predicación» 3. Como maestro interior, el Espíritu Santo actúa tanto en el evangelizador-catequista como en el evangelizado-catecúmeno: — En el evangelizador-catequista, ayudándole a proponer no su propia palabra sino la única Palabra de salvación y vida, Jesucristo, y haciendo que puedan unificarse en la persona del

evangelizador la enseñanza y el testimonio, de modo que el acto de evangelizar-catequizar no sea mera exposición de doctrinas sino testimonio de fe y servicio a la fe. Para ello es necesario que el evangelizador se abra, mediante la oración, a la acción del Espíritu Santo, para ser de esta manera su «instrumento vivo y dócil» (CT 72). – En el evangelizado-catecúmeno, iluminándolo y disponiéndolo a acoger el don de la fe como adhesión vital a Jesucristo (conversión y seguimiento), a comprender sapiencialmente su mensaje y a confesarlo con la palabra y la vida, realizando en el iniciado-bautizado la cristificación o configuración con Cristo. d) El Espíritu hace testigos: «Él dará testimonio de mí. Y vosotros también lo daréis» (Jn 15,26ss; cf He 1,8). Finalidad de la catequesis es hacer testigos del Resucitado, cristianos maduros en su fe y en su responsabilidad apostólica. «La catequesis, que es crecimiento de la fe y maduración de la vida cristiana hacia la plenitud, es por consiguiente una obra del Espíritu Santo, obra que sólo él puede suscitar y alimentar en la Iglesia» (CT 72). e) El Espíritu suscita los carismas y ministerios en la Iglesia, llamados «dones espirituales» (1Cor 12,1; cf Rom 12,6-8), entre los que están el de la predicación y la enseñanza de la fe y el «ministerio de la catequesis» (CT 13; DGC 219; cf CCE 797-801). En este sentido, la Iglesia, agente de la evangelización, es previamente obra del Espíritu, que la configura como comunidad carismática y ministerial para poder vivir y ofrecer al mundo el evangelio de Jesucristo. f) El Espíritu Santo y los sacramentos: en la catequesis, especialmente en la de iniciación, la referencia a los sacramentos y a la liturgia es esencial. También desde esta perspectiva, el Espíritu Santo entra en acción en el proceso catequético, puesto que la liturgia es «obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia» (CCE 1091ss.)4.

II. Los agentes eclesiales 1. LA COMUNIDAD CRISTIANA (LA IGLESIA) (EN 59ss.; DGC 78ss., 105 y 219ss.; CC 266; CAd 107110; CCE 863ss). «La obra de la evangelización es deber fundamental del pueblo de Dios» (AG 35). «Evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial... La Iglesia es toda ella evangelizadora» (EN 60). «La iniciación cristiana en el catecumenado no deben procurarla solamente los catequistas o sacerdotes, sino toda la comunidad de fieles...» (AG 14). «La catequesis ha sido siempre y seguirá siendo una obra de la que la Iglesia entera debe sentirse y querer ser responsable» (CT 16). «La catequesis es una responsabilidad de toda la comunidad cristiana» (DGC 220). Esta insistencia, reflejada en este puñado de textos significativos, nos hace mirar a la Iglesia entera como el gran agente y responsable primero de la catequesis. Toda la Iglesia ha recibido la misión de anunciar el evangelio a todos los hombres (cf EN 59, ChL 35) y de educar en la fe a sus propios miembros (cf ChL 61). Esta doble tarea (anuncio del evangelio hacia fuera y dentro de la comunidad, anuncio misionero, afianzamiento y desarrollo catequético) es compartida por la comunidad entera, si bien «sus miembros tienen responsabilidades diferentes, derivadas de la misión de cada uno» (CT 16). a) Unidad de misión, variedad ministerial. «Hay en la Iglesia variedad de ministerios pero unidad de misión» (AA 2). Esta frase lapidaria del Vaticano II, unida a otras afirmaciones similares sobre todo de LG y AG además del propio AA, sienta las bases de la corresponsabilidad evangelizadora y apostólica de todo el pueblo de Dios, partícipe de la misma tarea de Jesucristo. Jesucristo es el Enviado del Padre. En multitud de textos evangélicos y de otros escritos neotestamentarios se

expresa la conciencia de que Jesús es enviado, mejor, el enviado definitivo y revelador pleno de Dios, en continuidad con los demás enviados genuinos de la historia de la salvación (sobre todo, los profetas), pero con una relevancia excepcional y única (cf Heb 1,1-4). La clave de envío-misión es fundamental para entender la vida y la obra de Jesús (cf LG 3). Esta misión o envío engloba toda la obra salvífica de Jesucristo: revelación del Padre, el Reino manifestado en hechos y palabras, predicación, signos, liberación, redención, vida eterna... De este envío de Jesucristo nace el envío de la Iglesia: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros» (Jn 20,21; cf LG 17). La misión de la Iglesia hemos de entenderla, ante todo, en sentido global, como servicio a la obra salvífica de Jesucristo. Así la entiende el Concilio, como tarea global y total de la Iglesia: «La Iglesia ha nacido con la finalidad de propagar el reino de Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre y, de esta forma, hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora» (AA 2). La misión es, pues, todo aquello para lo que la Iglesia ha sido constituida y existe, su razón de ser y su tarea, en cuanto «sacramento universal de salvación» en medio de la historia (cf LG 48). La misión se define sustancialmente en términos de evangelización, entendida también de manera amplia y completa como anuncio de la buena noticia, testimonio, transformación de la humanidad... (cf EN 17ss). En esta tarea-misión, que el Concilio llama también apostolado, participa todo cristiano por el hecho de serlo: «Se impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de la salvación» (AA 3; cf LG 17). Esta responsabilidad, compartida con los demás miembros del pueblo de Dios, nace de los sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación y eucaristía [cf AA 3]), entendidos como una unidad5. Siendo fieles a la eclesiología conciliar, podemos hacer estas dos afirmaciones fundamentales: 1) toda la Iglesia es portadora y responsable de la misión, que es su razón de ser y su tarea; 2) la comunidad cristiana realiza esto mediante una variedad de carismas o dones (cf LG 12, 32; AA 3), que se configuran como ministerios (en sentido amplio de servicios, tareas y funciones). b) Toda la Iglesia es apostólica. En el símbolo niceno-constantinopolitano afirmamos: «Creo en la Iglesia... apostólica». Podemos entender la apostolicidad en la Iglesia de dos maneras o a dos niveles: como apostolicidad de toda la Iglesia y como sucesión en el ministerio apostólico (obispos)6. Como escribe Y. Congar, «el principio de la apostolicidad existía, desde el origen, en la concepción que se tenía de la Iglesia como comunidad comenzada en los apóstoles, pero llamada a una extensión y a una duración indefinida, de manera que la Iglesia no sea otra cosa que la dilatación, por así decir, del primer núcleo apostólico»7. Volviendo al tema de la misión, uniéndolo al de la apostolicidad, podemos afirmar que el envío pospascual de los once (cf Mt 28,16-20) se refiere, por supuesto, a ellos en primer lugar, pero también a todos los discípulos, presentes y futuros, representados en ellos en cuanto germen del nuevo pueblo de Dios. En este sentido, es un envío de la Iglesia entera, toda ella enviada y toda ella apostólica, en cuanto que está fundada sobre los apóstoles y participa de la misión a ellos confiada (cf CCE 857, 863ss). De hecho, la Iglesia siempre ha entendido las palabras «Id y anunciad el evangelio» como dichas para toda ella y como un encargo válido para todos los tiempos. Esta apostolicidad de todo el cuerpo eclesial no se puede separar de la del ministerio apostólico de los obispos (y, en su medida, de todo ministerio ordenado), ministerio que tiene en la Iglesia la función de salvaguardar (velar por, épiskopein) la fidelidad de la Iglesia a su Señor y a la enseñanza que de él nos viene por medio de los apóstoles 8.

El Vaticano II utiliza frecuentemente la palabra apostolado para referirse a la responsabilidad de todos los miembros, especialmente de los fieles laicos, en la única misión eclesial: «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (AA 2). c) Pueblo profético, sacerdotal y real. El triple oficio o munus de Cristo profeta, sacerdote y rey es participado por el cristiano en virtud de su incorporación a Cristo por los sacramentos de la iniciación (cf LG 10-13, 34-36)9. «Los tres oficios responden a las tres acciones fundamentales a través de las cuales la Iglesia vive, se edifica y cumple su misión» 10. Esta participación en el triple oficio no es meramente pasiva, sino que tiene que ser ejercida en la vida concreta cristiana11. El Vaticano II habla de una triple tarea/exigencia, que primero es don y gracia, derivada de la triple participación bautismal12: — Tarea evangelizadora (oficio profético): Hacia fuera: todo cristiano está «obligado a confesar delante de los hombres la fe recibida de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11, cf AA 6) mediante el testimonio de la vida y la palabra (cf LG 35); y al interior de la propia comunidad cristiana (se cita concretamente el servicio de la catequesis [cf AA 10, 24]). — Tarea santificadora: en los distintos ámbitos de la vida, a través del consejo, el servicio de la reconciliación, la caridad, etc. (servicio mediador), mediante el «culto espiritual» (LG 11), por el que todo cristiano ofrece su propia existencia «como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como culto auténtico» (Rom 12,1; cf 1Pe 2,5), así como por su participación en la celebración litúrgica de la Iglesia, especialmente de la eucaristía, en la que no sólo los ministros ordenados sino todos pueden asumir servicios concretos y deben participar activamente (cf AA 6, 24; SC 14, 26ss). — Tarea regia, de conducción de las realidades de la vida y de la historia «en la justicia, el amor y la paz» (LG 36; cf AA 7), en sintonía con los valores del reino de Dios. Esta responsabilidad, compartida por todos los cristianos (pues la Iglesia entera está en medio del mundo al servicio del Reino, y en este sentido todo el pueblo de Dios es secular13), es especialmente propia de los fieles laicos, que «tienen como vocación específica el buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG 31), ya que su vida se desarrolla normalmente en medio de las profesiones y actividades del mundo, en la vida familiar y social. d) La catequesis, ministerio eclesial. Dentro del ministerio profético de la Iglesia, pero referido en realidad a todas sus dimensiones, destaca el de la catequesis 14. CT 13 utiliza la expresión «ministerio de la catequesis», por su importancia y significación en y para la Iglesia. Es un ministerio esencial, que tiene que ver con toda la vida de la Iglesia (anuncio de la palabra, celebración sacramental y litúrgica, vida de caridad y testimonio...) y en él está implicada toda la comunidad cristiana. «La catequesis ha de ponernos en contacto con todo el misterio de la salvación, tal como la comunidad cristiana lo proclama, lo celebra y io vive» 15. Ya hemos dicho cómo, según el Vaticano II, el anuncio misionero, mediante el testimonio de vida y la confesión de la fe ante los demás, es responsabilidad de todo bautizado-confirmado, es decir, de todo cristiano iniciado incorporado a Cristo: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades» (LG 17, 33). «Se impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de la salvación» (AA 3). En lógica consecuencia, ningún miembro de la comunidad cristiana debe sentirse ajeno a la tarea que continúa la obra de la evangelización primera, en el seno de la comunidad: el catecumenado y la catequesis. Por tanto, aunque no todos los miembros intervengan en la tarea catequética directamente, son responsables, en cuanto miembros de la comunidad, de una acción que es «de toda la Iglesia» (CT

16) y que es, además, una de sus acciones esenciales. Lo hacen así mediante su testimonio personal y comunitario, su contribución activa a la frescura y vigor evangélicos de la comunidad, la oración por los catecúmenos y los catequistas, su disposición a ejercer el servicio de la catequesis si tienen la capacitación adecuada y son requeridos para ello, el interés por los distintos servicios eclesiales, etc. Se pone así de manifiesto el carácter materno de toda la Iglesia que inicia y acoge, gesta para la fe, da a luz a los nuevos cristianos y los acompaña en su crecimiento (cf DGC 79). Estos nacen y crecen en la fe de la Iglesia: «la de los apóstoles, que la recibieron del mismo Cristo y de la acción del Espíritu Santo; la de los mártires, que la confesaron y la confiesan con su sangre; la de los santos, que la vivieron y viven en profundidad; la de los Padres y doctores de la Iglesia, que la enseñaron luminosamente; la de los misioneros, que la anuncian sin cesar; la de los teólogos, que ayudan a comprenderla mejor; la de los pastores, en fin, que la custodian con celo y amor y la enseñan e interpretan auténticamente» (DGC 105). Hablar de la fe de la Iglesia no significa negar que la fe es, ante todo, don de Dios y también respuesta personal de cada creyente. Quiere decir que es en la Iglesia y por medio de ella, iluminada y guiada constantemente por el Espíritu Santo, donde encontramos a Jesucristo verazmente (auténticamente) y nos encontramos con él (fe como experiencia y encuentro interpersonales, fe como conversión). La fe en Dios, en Jesucristo, en la Trinidad... es la fe de la Iglesia, en el sentido de que es la fe que la convoca desde los tiempos de los apóstoles, que ella profesa, de la que vive y para cuyo servicio y anuncio existe. La Iglesia, salvando la acción primordial del Espíritu Santo, como hemos visto antes, es agente (no en el sentido de creadora y dadora sino como pedagoga de la fe y servidora del encuentro salvador, tanto del catecúmeno con Cristo como de Cristo con el catecúmeno) y lugar o ámbito divino-humano del nacimiento, crecimiento y vivencia de la fe. Es agente y lugar de la catequesis. La relación catequesis-comunidad aún tiene otros acentos, que indicaremos brevemente: la comunidad se refuerza y crece continuamente en el servicio catequético, y recibe de él y de los catecúmenos que van creciendo en la fe y en la vivencia comunitaria nuevo vigor y savia nueva (cf DGC 219, 221); la catequesis, para ser auténtica, exige a la comunidad un esfuerzo permanente de autenticidad comunitaria, si ha de ser verdadero hogar de los nuevos cristianos y de los cristianos que están creciendo en su fe, ya que la catequesis no puede «capacitar al cristiano para vivir en comunidad» (DGC 86) si esta no existe o existe muy debilitadamente; la comunidad es también meta de la catequesis, a la que tiende y en la que desemboca el cristiano iniciado para, en ella y con ella, seguir creciendo y viviendo su fe, en la koinonía de la Iglesia (cf CT 24). En suma, la responsabilidad de la comunidad en la catequesis es doble: «atender a la formación de sus miembros... y acogerlos en un ambiente donde puedan vivir, con la mayor plenitud posible, lo que han aprendido» (CT 24). Cf CC 254-265; CAd 125-132. e) La Iglesia particular (ChL 25ss.; DGC 217ss.; CC 290-295; CAd 115-124). No es uniforme el modo de expresarse los teólogos a la hora de utilizar la terminología Iglesia particular e Iglesia local. Aquí utilizamos la propuesta en el DGC (nota 1 al n. 217), donde Iglesia par

ticular significa diócesis, y evitamos el uso de Iglesia local, que unos aplican a las comunidades cristianas dentro de la Iglesia particular 16 y otros, como el DGC, a la agrupación de Iglesias particulares, realidad esta que otros llaman Iglesia regional17.

La Iglesia en su plenitud, en cuanto a los elementos constitutivos esenciales, solamente se realiza en la Iglesia universal y en la Iglesia particular o diócesis. La Iglesia universal se entiende como «cuerpo de las Iglesias» (LG 23) o «la comunión de las Iglesias particulares»18 y en cada una de estas, a su vez, «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica» (CD 11). Existe, además, una pluralidad de comunidades de fieles que también son llamadas Iglesias (cf LG 26), siempre que estén unidas a sus pastores y presididas por el ministerio pastoral; sería lo que llamamos parroquias y otras comunidades cristianas con distintas apelaciones (pequeñas comunidades, comunidades eclesiales de base, etc). Los elementos constitutivos de la Iglesia particular, según la definición de CD 11, son: 1) el pueblo de Dios (una porción del mismo, porque el pueblo de Dios entero es la Iglesia universal); 2) el Espíritu Santo (creador y configurador de la ecclesía o convocación de los creyentes); 3) el evangelio (la palabra de Dios cuyo culmen es Jesucristo); 4) la eucaristía (en cuanto sacramento primordial de la koinonía o comunión eclesial), y 5) el ministerio apostólico del obispo junto con su presbiterio19. (Cf CC 290ss). El Directorio general para la catequesis, en su quinta parte, sitúa la catequesis en cuanto ministerio eclesial en el marco de la Iglesia particular, destacando así la relevancia de esta como agente, lugar y meta de la catequesis. La Iglesia particular es, en efecto, el espacio eclesial completo, o Iglesia en sentido pleno, más inmediato para nacer a la fe y vivirla. Dentro de la Iglesia particular destacan, entre otras comunidades cristianas, las parroquias (cf SC 42); el destacan es del propio Concilio, lo que indica una cierta primacía de las parroquias sobre otras comunidades cristianas en el seno de la Iglesia particular (cf ChL 26). Las parroquias han tenido históricamente, y siguen teniendo, una relevancia grande en la configuración y organización pastoral de la Iglesia, en general, y en lo que se refiere a la iniciación cristiana y, por tanto, a la catequesis en particular (cf CT 67; DGC 257). La pila bautismal y el altar son los signos visibles de este encargo que la Iglesia particular confía especialmente a la comunidad parroquial, esto es, la tarea materna participada de la diócesis de gestar nuevos cristianos20. Aun en aquellos casos en que la catequesis, por las razones válidas que sean, se desarrolla en otros ámbitos comunitarios (colegios, movimientos, etc.), estos deben sentirse muy integrados en el ministerio catequético de la Iglesia particular, normalmente a través de su inserción en la parroquia y/ o en el arciprestazgo (cf CT 67; cf CC 268-271). f) La catequesis, «responsabilidad diferenciada pero común». Este ministerio de la catequesis o acción de gestar a la fe e iniciar en la vida cristiana es realizado por la Iglesia según su propia estructura carismático-ministerial. Catequizar es, de esta manera, «una responsabilidad diferenciada pero común» (CT 16) o, lo que es lo mismo, común aunque diferenciada. Común: de todos, ya que toda la Iglesia es portadora del encargo del Señor de anunciar el evangelio; diferenciada: no de todos de la misma manera, sino según la dinámica y estructura carismática y ministerial propia de la Iglesia. 2. EL OBISPO. EL PAPA (EN 68; CT 63; DGC 222ss; CCE 874-896; CC 314; CAd 234; CF 43-46; IC 1516). En el ministerio de la catequesis en la Iglesia particular, tiene el obispo, en virtud de su ministerio apostólico, un papel insustituible. El no puede realizar solo el ministerio de la catequesis, pero este no puede ser realizado sin él. a) Enseñanza y garantía de la verdad. Entre las funciones del obispo sobresale la de enseñar (cf CD 12), no una verdad abstracta, sino una «doctrina de vida» (CT 63), la Verdad de la salvación de Jesucristo. Enseñar equivale a anunciar el mensaje de manera autorizada, con la autoridad que le viene del ministerio apostólico. «La sucesión apostólica está constituida, como apostolicidad formal, por la conservación de la doctrina transmitida desde los apóstoles» 21

Se trata, fundamentalmente, de la garantía de estar en comunión de vida y de fe con lo que la Iglesia recibió de los apóstoles, su testimonio veraz acerca del Señor Jesús (cf He 16,32). El «carisma cierto de la verdad» (charisma veritatis certum, san Ireneo22), recibido por el obispo, es un don para toda la comunidad, no separable, ciertamente, del sensus fidei del conjunto de los creyentes, sino a su servicio, como garantía de permanencia en la tradición viva de la Iglesia (cf LG 12). Este aspecto de garantía de eclesialidad es fundamental, puesto que el iniciado lo es, como dijimos arriba, en la fe de la Iglesia, no en la fe de nadie en particular, para confesar la fe común: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos» (Ef 4,5). La catequesis, sobre todo la de iniciación, por transmitir los fundamentos comunes de la fe y de la vida cristiana, es la forma eclesial por excelencia de la educación de la fe, y hasta tiene cierto carácter de oficialidad en la Iglesia que no revisten otras formas más opcionales y coyunturales de educación permanente de la fe, que también son eclesiales. b) Ministerio de comunión. Los obispos participan, en cuanto miembros del colegio episcopal, de la solicitud por todas las Iglesias (cf CD 6) y ayudan con su ministerio a afianzar en los miembros de sus Iglesias particulares la conciencia de pertenecer a un pueblo de Dios universal, enseñando «a todos los fieles a amar a todo el Cuerpo místico de Cristo» (LG 23). A la vez, son vínculo de comunión al interior de la propia diócesis, por su ministerio de presidencia de la entera comunidad diocesana. c) Catequesis y sacramentos. La catequesis «está estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al bautismo, sacramento de la fe» (DGC 66). Esta relación estrecha con los sacramentos, vincula igualmente la catequesis al ministerio del obispo, que es ministerio de presidencia y de regulación de la acción litúrgica de la Iglesia particular (cf LG 26). Signo de su responsabilidad en la iniciación cristiana es, en nuestra praxis sacramental actual, su participación directa en el sacramento de la confirmación, de la que es «ministro originario» (LG 26). Al obispo se le pide, en relación con el ministerio de la catequesis (cf CD 14; CT 63; DGC 223): — Ejercer él mismo este ministerio, en la medida de sus posibilidades, siguiendo el ejemplo de los grandes Padres (Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín...), verdaderos protagonistas del catecumenado en sus Iglesias (cf CT 12). En la situación actual, en que esto es con frecuencia difícil, el obispo debe buscar oportunidades de estar en contacto directo con el ministerio catequético, por ejemplo, impartiendo algunas catequesis a adultos que han de ser bautizados o confirmados, relacionándose frecuentemente con los responsables de la actividad catequética y los catequistas, compartiendo sus gozos y preocupaciones, realizando alguna celebración significativa de la encomienda del servicio catequético y envío de catequistas, etc. — Promover la catequesis en su diócesis (CT habla de una mística de la catequesis), dedicar atención y recursos, personales y materiales, de modo que este ministerio tan importante no sea descuidado y tenga la importancia que merece, y ejercer la «alta dirección de la catequesis» (CT 63) con la ayuda de algunos colaboradores más inmediatos. — Velar por la «autenticidad de la confesión de fe» (DGC 223), de modo que no falte ninguno de los elementos que hacen que el acto de fe sea verdadero, como adhesión no sólo a una doctrina sino también a la persona de Jesucristo. En relación con esto, CT 63 se refiere a la «tarea ingrata de denunciar desviaciones y corregir errores»; también esto pertenece, si es necesario, a la tarea de vigilancia del obispo (el verbo griego épiskopein, del que deriva obispo, tiene el sentido de vigilar, cuidar de, estar atento a..., como lo expresan estas palabras de Ignacio de Antioquía a Policarpo de Esmirna: «Vigila, ya que has recibido un espíritu [pneuma] que no duerme»23). Conviene, no obstante, insistir en que no se trata de cuidar solamente de la integridad de•la

doctrina, sino también de la dinámica propia de la iniciación, que no transmite sólo contenidos sino que educa creyentes. Y que, junto a la vigilancia, ha de estar presente el estímulo. — Promover, con la ayuda de los expertos, textos y otros instrumentos didácticos (cf DGC 283), cuidando que respondan al objetivo final de una verdadera iniciación en sentido completo. De manera especial, la publicación de los catecismos es responsabilidad directa de los obispos (cf DGC 284). — Cuidar la formación integral de los catequistas, que son un elemento fundamental en la calidad de la catequesis. Cuidar igualmente que los candidatos al presbiterado, y los propios presbíteros, reciban una formación catequética adecuada. — Establecer un plan coherente de catequesis, con etapas, como proceso progresivo de educación y crecimiento en la fe, en sintonía con los planes pastorales de la diócesis (pastoral de conjunto) y de las Iglesias particulares cercanas: provincia eclesiástica, región pastoral, Conferencia episcopal, etc. Esta planificación comporta ejercer el discernimiento sobre las distintas ofertas catequizadoras que puedan existir en la diócesis. — Los obispos comparten con el papa, en el espíritu de la colegialidad episcopal, la responsabilidad de la catequesis en la Iglesia universal (cf CT 63). Al papa, en cuanto cabeza del Colegio episcopal (cf LG 22), compete también el ministerio de la catequesis en la Iglesia universal, y lo ejerce a través de sus enseñanzas y regulando determinados aspectos concernientes a la catequesis en toda la Iglesia, a través de la Congregación para el clero (cf DGC 270ss). 3. Los PRESBÍTEROS (EN 68; CT 64; DGC 224ss.; CAd 235; CF 40-42; IC 33). Los presbíteros son colaboradores del obispo en el ministerio pastoral (cf CD 11; PO 7; CT 64). Comparten con el obispo un mismo ministerio, el de Cristo Cabeza, «una unidad de consagración y misión» (PO 7), y forman con él un único presbiterio (cf LG 28) 24. Frente a una concepción del ministerio muy centrada en el culto, el Vaticano II acentúa el aspecto evangelizador del ministerio del presbítero: evangelizar constituye su primer deber (PO 4)25. Este subrayado es muy importante en una situación como la nuestra en que la llamada a la fe y la educación en ella, pilares de una pastoral misionera, deben ser tarea prioritaria de las comunidades cristianas y también de los presbíteros (cf PO 4). La responsabilidad del presbítero en la catequesis deriva del sacramento del orden, por el que es constituido pastor de la comunidad cristiana a él confiada, heraldo del evangelio y presidente del culto divino, en comunión con el obispo y bajo su autoridad (cf LG 28). Por eso, «es el conjunto del ministerio sacerdotal (y no sólo la dimensión profética) lo que reclama la responsabilidad del presbítero en la catequesis»26: a) Por el ministerio de la palabra, el presbítero se siente responsable directo de la actividad evangelizadora (anuncio misionero y catequesis) y la promueve en la comunidad; b) como ministro de la liturgia, vincula la catequesis a los sacramentos de la iniciación cristiana; c) como pastor, «descubre, reconoce y fomenta» los distintos carismas y servicios (PO 9) en la armonía de la vida y acción de la comunidad. «El ministerio de los presbíteros es un servicio configurador de la comunidad, que coordina y potencia los demás servicios y carismas» (DGC 224). En concreto, cuida que el ministerio catequético ocupe el lugar que le corresponde y sea ejercido por catequistas (religiosos y laicos) competentes, de cuya formación él mismo se siente responsable, y pone en contacto la catequesis con la vida y actividad de la comunidad,

fomentando el interés y el sentido de responsabilidad de la misma en la actividad catequética (recordar lo dicho al hablar de la comunidad como agente primero de la catequesis) 27. Como partícipe del ministerio pastoral de comunión, sus tareas son similares, en su grado, a las descritas más arriba al hablar del obispo: cuidar la comunión eclesial, la vinculación de s u comunidad concreta con la diócesis y la Iglesia universal, la pastoral de conjunto, la asunción y puesta en práctica de los planes pastorales y catequéticos de la diócesis, velar por la verdad (autenticidad) de la catequesis en su comunidad, etc. (cf DGC 225). 4. Los LAICOS: LOS PADRES; LOS CATEQUISTAS LAICOS (EN 70; CT 66; ChL 33ss; DGC 230ss; CAd 236; CF 35-37; IC 34-35). Ya hemos dicho que la responsabilidad de todo cristiano en el anuncio del evangelio deriva de su bautismo, o mejor, de su incorporación a Cristo y a la misión de la Iglesia por los sacramentos de la iniciación. Pero cabe destacar distintos modos y niveles en el ejercicio de la misma: a) Esta responsabilidad tiene una exigencia universal, para todos, y se realiza mediante el testimonio y el anuncio personales del evangelio, que todo bautizado puede y debe hacer espontáneamente en las más variadas circunstancias de la vida. b) Además del bautismo, el sacramento del matrimonio habilita a los padres cristianos para ser «los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos» (ChL 34, 62; cf FC 38), propiciando el despertar religioso y las primeras experiencias de fe en el seno de la familia, a través de la educación humano-religiosa en el día a día de la vida familiar, pero también con la modalidad de la catequesis familiar sistemática y, de todos modos, acompañando al hijo y colaborando de cerca en la catequesis de la comunidad, ofreciéndose ellos mismos a veces como catequistas (cf CT 68; DGC 226ss.)28. De hecho, en la situación actual esta capacidad de la familia como transmisora de la fe ha entrado frecuentemente en crisis, lo cual exige una evangelización de la propia familia, empezando por los padres. c) En el ejercicio de su profetismo bautismal, algunos laicos son llamados a cooperar como catequistas29. Esta llamada tiene el doble sentido de ser llamada-vocación de Dios (todo carisma al servicio de la comunidad es dado por el Espíritu Santo) y llamada-encargo de la Iglesia, que «suscita y discierne esta llamada divina y les confiere la misión de catequizar» (DGC 231), como ejercicio de un ministerio eclesial. La costumbre, cada vez más extendida, de celebrar con la comunidad el acto del envío (en la propia parroquia y a veces en la iglesia catedral con el obispo) pone de relieve este carácter público y oficial del servicio que se va a desempeñar, en nombre de la Iglesia. El carácter secular de los catequistas laicos es un elemento a destacar, como «una especial sensibilidad para encarnar el evangelio en la vida» a la hora de educar en la fe (DGC 230) y una ayuda a la entera comunidad para permanecer atenta y sensible a las realidades de la vida y de la sociedad (cf AA 10). 5. Los RELIGIOSOS (EN 69; CT 65; DGC 228ss.; VC 76ss.; CAd 237; CF 38ss). En la realización diferenciada del ministerio común de la catequesis (cf CT 16), entra no sólo la diferencia de responsabilidad ministerial (ministerio ordenado y no ordenado), sino también la diferencia de estados de vida del cristiano y su mutua referencia y fecundación (cf VC 31) 30 La catequesis, sobre todo la de iniciación, tiene unas características propias que le vienen de su finalidad como iniciación en lo común y básico de la fe y la vida cristiana, sea quien sea el agente (catequista) de esta iniciación. Pero no cabe duda de que en la realización compartida del ministerio catequético en una comunidad cristiana, la convergencia de los carismas (ministerio

presbiteral, vida consagrada —en el sentido usual de este término para la vida religiosa— y vida laical) supone una riqueza para la misma acción catequética y pone de manifiesto esta riqueza de la comunidad en cuanto seno materno de la fe. La comunidad cristiana es una comunidad diferenciada, variada en carismas, sobre la base de una consagración y una dignidad comunes que brotan del bautismo (cf LG 10, 32). Sobre la participación de los religiosos y religiosas en el ministerio de la catequesis, cabe hacer algunas afirmaciones fundamentales: a) Brota, en principio, de su condición de bautizados, pero también de su específica condición en la Iglesia. Esta condición específica colorea su aportación a la catequesis. b) Los religiosos aportan a la catequesis el testimonio de la profesión de los consejos evangélicos como expresión vivida del deseo de la Iglesia de «entregarse a la radicalidad de las bienaventuranzas» (EN 69). c) Tienen la posibilidad de una dedicación incondicional a las tareas del evangelio, con una disponibilidad y entrega «a Dios y a los hermanos» (VC 76) que otros miembros de la comunidad no pueden tener, no porque su amor sea menos intenso, sino por las condiciones de vida y su dedicación a las tareas familiares, profesionales, etc. d) Y, especialmente los miembros de familias religiosas dedicadas a la educación, aportan, además de su vivencia cristiana, su preparación y experiencia bíblico-teológica y pedagógica, siendo todo ello muy enriquecedor para los demás catequistas. e) También hay que señalar que la dedicación a la catequesis, sobre todo en el marco de la parroquia, compartiendo la misma tarea con otros miembros laicos y presbíteros, es enriquecedora para el propio religioso. 6. Los RESPONSABLES DIOCESANOS. Para poder ejercer la «alta dirección de la catequesis» (CT 63) en sus Iglesias particulares, los obispos necesitan la ayuda más cercana de algunos colaboradores del ministerio pastoral y expertos en las distintas ciencias que tienen que ver con la catequesis (teología, pedagogía, etc). No se trata de agentes de la catequesis en sentido inmediato; sin embargo, decimos aquí una palabra sobre ellos por su condición de estrechos colaboradores del ministerio episcopal en la promoción y realización de la acción catequética. Ya el año 1935 la Sagrada congregación del concilio mandó instituir en las diócesis el Officium catecheticum, que generalmente se denomina Secretariado de catequesis, como instrumento de cercana colaboración con el obispo en el ejercicio del ministerio catequético en la diócesis. A este organismo compete: realizar los pertinentes análisis de situación y detectar las necesidades de cara a la catequesis; elaborar, en estrecha relación con el obispo y los responsables jerárquicos de la pastoral diocesana (vicarios, consejos, etc.), el proyecto diocesano de catequesis y los programas concretos de acción; ofrecer a las parroquias y demás comunidades cristianas instrumentos catequéticos a todos los niveles; promover y coordinar la formación de los catequistas y, en general, la actividad catequética en las vicarías y arciprestazgos; colaborar con otros Secretariados (especialmente el de liturgia, por la especial relación de esta con la iniciación cristiana y el catecumenado) y con otros organismos supra e interdiocesanos de catequesis, etc. (cf DGC 265, 279-285). No entramos aquí a valorar la función jerárquica de este organismo en el conjunto de la pastoral diocesana. Se puede entender simplemente como un organismo técnico de consulta y ayuda o, mejor, como un servicio institucional que, bajo la dirección de un responsable que con frecuencia

es delegado episcopal, en nombre del obispo y en estrecha relación con él, realiza el encargo específico de promover y engarzar la pastoral catequética dentro de la pastoral de conjunto de la diócesis31 y de suscitar y sostener el sentido de la responsabilidad hacia la catequesis en los sacerdotes y demás agentes pastorales. Su cometido no es, por tanto, de simple asesoramiento sino de promoción, impulso y propuesta de líneas operativas. 7. Los CATEQUETAS. Aunque tampoco son agentes directos e inmediatos de la catequesis, su trabajo es indispensable para la realización concreta y operativa de una catequesis verdadera y significativa. La catequesis tiene dos polos permanentes de atención: Dios y el hombre, la palabra de Dios y la experiencia humana, y ha de estar al servicio del encuentro salvador entre ambos. Así también el catequeta, en cuanto estudioso de la catequesis, ha de atender estos dos polos: Dios, que sale al encuentro del hombre, la historia y la realización de la fe, por una parte, y, por otra, el sujeto humano que es invitado a acoger a Dios y a creer. La teología y las ciencias humanas constituyen el campo de trabajo de la ciencia catequética: a) La teología es investigación y reflexión sobre el dato revelado, el Dios cristiano, la historia de la fe y de la Iglesia, y en concreto de la catequesis... Pero, teniendo en cuenta que la catequesis transmite los contenidos de la fe no de modo analítico sino sintético, no extensiva sino intensivamente, es propio y específico del catequeta teólogo, no tanto el análisis (que le viene dado por la teología dogmática, la exégesis bíblica, etc., cuyos datos él recibe y utiliza), cuanto la síntesis teológica de lo nuclear del mensaje para la fundamentación de la vida cristiana. b) Las ciencias humanas (antropología, ciencias sociales y de la educación, etc.) propician el conocimiento del hombre, el hecho religioso, la situación social, las reglas de la educación, sus condicionamientos y exigencias presentes, la pedagogía adecuada... Dada la situación de secularización y pérdida de relevancia social de la fe en nuestras sociedades occidentales, así como la exigencia de inculturación de la fe y de la catequesis (cf DGC 109ss.), se hace imprescindible este trabajo interdisciplinar para una transmisión y educación de la fe que sea de verdad significativa, abriendo caminos de posibilidad a la experiencia religiosa cristiana, en sintonía con la ley divina de la encarnación que sale al encuentro del hombre en su situación concreta. En suma, al catequeta (y esto vale también para todo catequista) se le pide atención a lo permanente de la fe y del hombre, a la vez que a lo siempre nuevo y fluctuante de las situaciones humanas; conocimiento de la tradición eclesial y sintonía con ella y apertura a la novedad de cada persona y cada momento histórico. Este servicio de síntesis humanosocio-religiosa y de exploración de caminos operativos para la transmisión de la fe en cada momento es indispensable para la posibilidad misma de la catequesis. NOTAS: 1 Para un mayor desarrollo, cf COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000..., sobre todo los cc. IV: El Espíritu Santo y Cristo, V: El Espíritu Santo y la Iglesia y VIII: El Espíritu en la vida del cristiano. — 2 Ib, 81. —3. Evangelizar en un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993, 131. — 4 Cf COMITÉ..., c. VII: El Espíritu Santo en la liturgia. — 5 Cf H. LEGRAND, La Iglesia local, en Iniciación a la práctica de la teología III, Cristiandad, Madrid 1985, 217. — 6. Cf Ib, 207ss.; Y. CoNGAR, La Iglesia es apostólica, en AA.VV., Mysterium Salutis IV/l, Cristiandad, Madrid 1973. — 7 Ib, 550. — 8. Cf Ib, 569. — 9 Acerca del uso del triple «munas» en la teología católica, cf R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1988, 373ss. -10 Ib, 376. — 11 Cf

J. A. RAMOS, Teología pastoral, BAC, Madrid 1995, c. IX: Los agentes de la acción pastoral. Los laicos. — 12 La exposición que sigue la he expuesto más detalladamente en mi artículo El compromiso evangelizador de la comunidad cristiana, Surge 415-416 (1982) 200-222. — 13 La reflexión sobre la secularidad y la laicidad de toda la Iglesia está presente en la teología posconciliar; cf B. FORTE, Laicado y laicidad, Sígueme, Salamanca 1987. — 14 Cf A. BRAVO, sobre todo pp. 340-345. — 15 Cf E. YANES, Los ministros y responsables de la catequización en la Iglesia, en Por una formación religiosa para nuestro tiempo. Actas de las 1 Jornadas nacionales de estudios catequéticos, Marova, Madrid 1967, 146. — 16 Cf R. BLÁZQUEZ, o.c., 110.—17Ib, 112.—18 lb, 111.— 19CfIb, 115-121; H. LEGRAND, o.c., 151-162. — 20 Cf L. TRUJILLO y equipo de ponencia, Parroquia, comunidad y misión, en Congreso «Parroquia evangelizadora», Edice, Madrid 1989, 1 l9ss.; R. BLÁZQUEZ, o.c., 123-130; J. A. RAMOS, o.c., c. XVI: La pastoral parroquial. — 21 Y. CONGAR, o.c., 569. — 22 Cf Ib, 571. — 23 L. LÉCOUYER, Episcopado, en RAHNER K., Sacramentum Mundi, Herder, Barcelona 1972. — 24 Cf J. A. RAMOS, o.c., c. IX: Los agentes de la acción pastoral. Los presbíteros. — 25 Cf J. EsPEJA, Ministerios, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 806. — 26 El sacerdote y la catequesis, segunda ponencia: La catequesis en el ministerio sacerdotal, 129; para lo que sigue, cf apdo. C de dicha ponencia. — 27 D. BoROBIO, Ministerios laicales, Atenas, Madrid 19862, c. 3: «Alguien tiene que dirigir»: La identidad del presbítero. — 28 Cf L. ZUGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad catequética 173 (1997) 107-131; J. A. PAGOLA, La familia, «escuela de fe». Condiciones básicas, Sal Terrae 1005 (1997) 743-754. — 29 Cf D. BOROBIO, o.c., c. 10: El ministerio y el servicio del catequista; sobre el sentido de la «misión» del catequista, cf E. YANES, a.c., 160ss. (si bien se trata de una reflexión anterior al nuevo CIC). — 30 J. A. RAMOS, o.c., c. IX: Los agentes de la acción pastoral. Los religiosos. — 31 Cf en este sentido la reflexión de J. M. ESTEPA, La función y el ministerio catequético en la pastoral diocesana, Teología y catequesis 35-36 (1990) 389-395. BIBL.: Además de la citada en notas: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 19912, 147-151; El sacerdote y la catequesis, en XXV Jornadas nacionales de delegados diocesanos de catequesis, Edice, Madrid 1992; ALCEDO A., Los agentes de la catequesis, SM, Madrid 1991; BRAVO A., El ministerio catequético, Teología y catequesis 3 (1982) 337-352; COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Sacerdotes para evangelizar. Reflexiones sobre la vida apostólica de los presbíteros (1987); DOMINGO Y URIARTE F., Los responsables de la catequesis, Teología y catequesis 45-48 (1993) 523-542; FERRER F., El Espíritu Santo en la misión evangelizadora y catequética de la Iglesia (ponencia presentada en las XXXI Jornadas nacionales de delegados diocesanos de catequesis, Madrid 3-5 de febrero de 1998, en Actualidad catequética); GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; LOMBAERTS H., El catequeta, Teología y catequesis 45-48 (1993) 597-604; MADRIGAL S., Sentir eclesialmente la fe. La Iglesia, ámbito de transmisión de la fe cristiana, Sal Terrae 1005 (1997) 729-742. Pedro Jurío Goicoechea

ALIANZA

SUMARIO: I. La alianza en la experiencia común. II. La alianza en la religión cristiana: 1. Desde la Biblia; 2. Desde la tradición. III. Conexiones antropológicas. IV. La propuesta catequética: 1. ¿Qué significa «catequizar» sobre la alianza?; 2. Modelos; 3. Itinerarios.

I. La alianza en la experiencia común

Modernamente, alianza reclama la idea de una relación vinculante entre personas o entre instituciones, para objetivos militares, políticos o económicos comunes; un pacto que implica una reciprocidad de derechos y deberes. Este es el significado fuerte de alianza, tan antiguo como el mundo y bajo todos los cielos. Más en general, con evidente prolongación semántica, viene a significar todo tipo de acuerdo, de concordato, de unión entre entidades diversas, pero interesadas por el mismo objetivo. No es difícil descubrir ciertas ca racterísticas antropológicas culturales de fondo, cuya comprensión facilita la confrontación y, por consiguiente, la identificación de alianza en sentido cristiano: a) La alianza a menudo nace frente a necesidades urgentes de defensa, y se traduce en fuerza tangible de protección en la confrontación del más débil. En esta perspectiva, la alianza manifiesta la necesidad de relaciones positivas que exigen a la persona salir de sí misma y encontrarse con otra por razones de seguridad, de estabilidad, de salvación. b) Una alianza, cuanto más comprometida es, tanto más nace de un acuerdo prolongado entre las partes, con concreción de cláusulas precisas y, normalmente, con un acto solemne y público final de intercambio de los instrumentos propios de la alianza. Una alianza puede surgir también en secreto, pero lo que ella produce no está carente de efectos visibles. c) Una alianza no es moralmente indiferente; puede pretender objetivos buenos, bajo forma de solidaridad y ayuda frente a injustos agresores o para combatir procesos de miseria y de hambre; o puede buscar objetivos malvados, como, por ejemplo, acuerdos criminales, de mafia, de colaboración para la guerra o el control egoísta de los recursos energéticos. d) Es innegable que en este último siglo, las diferentes alianzas entre las naciones han dejado un recuerdo triste de hostilidad, que ha desembocado a menudo en la guerra. De aquí que la misma palabra usada en el lenguaje eclesiástico —no mucho menos de cuanto parece— puede resonar como un eco desagradable o, al menos, puramente secularizada. Conviene tener en cuenta esto en la comunicación de la fe.

II. La alianza en la religión cristiana En el corazón de la eucaristía, el acto cultual más alto de los cristianos, se proclama que la sangre de Cristo es para «la alianza nueva y eterna». El cristianismo se propone como original religión de alianza, cuyas partes son dos: Dios y el hombre (pueblo); la Revelación hace de cuadro de referencia; documento primario es la Biblia, cuyo contenido puede definirse como «historia de alianza», o mejor, historia de una única alianza en diversas fases del tiempo. 1. DESDE LA BIBLIA. Recordando debidamente que la investigación científica señala más sus resultados y deja a un lado los diversos puntos todavía inciertos, podemos afirmar que la lectura de la Biblia, a través del prisma de la alianza, nos manifiesta un rico escenario lingüístico, conceptual, ritual y existencial, hasta el punto de llegar a ser una de las categorías centrales de la Revelación. Seguimos aquí una exposición lógica, que favorece el itinerario catequético. a) Una elemental experiencia humana asumida por Dios. El mundo de la Biblia, como todo mundo humano, conoce la experiencia del berit, principal término hebreo para decir alianza, relación de solidaridad entre dos contrayentes: individuos (Gén 21,32), cónyuges (Ez 16,8), pueblos (Jos 9), soberanos o súbditos (2Sam 5,3); para resolver disputas de propiedad, de vecindad, de proyect os en contraste entre ellos (Gén 21,32; 31,44; 2Sam 3,12-19). Antes que categoría religiosa, la alianza

es una profunda experiencia humana de relación constructiva a muchísimos niveles privados y públicos, individuales y colectivos, no por juego, sino para regir el peso de la vida. Por este motivo tan existencialmente significativo y universal, la alianza no podía dejar de ser asumida por Dios, según el principio de la pedagogía divina, como símbolo y paradigma de su relación con el hombre, obviamente según las características específicas de tal proporción, única en sí misma. Como primera cualidad, se trata de una relación entre partes infinitamente desiguales (lo dicen suficientemente la teofanía de la zarza ardiente [Ex 3,13-15], y el mismo relato de la alianza sinaítica [Ex 24]); se trata de una relación totalmente no preestablecida, una relación querida con libre elección por parte de Dios, según su lógica. Una lógica no caprichosa, sino motivada por una elección de amor (Dt 4,37). En su base está sobre todo el hesed de Dios, su total benevolencia, a la que acompaña su emet, su total fidelidad (Ex 20,6; 34,6). Es fundamental este tejido indisoluble de amor, libertad, fidelidad en el proceder de Dios, para penetrar correctamente en el misterio de la alianza bíblica. Desde esta óptica, el análisis de los textos lleva a especificar que berit, más que contrato bilateral, es un juramento de Dios de elegirse el pueblo como aliado, por lo que es fácil el paso de alianza a testimonio o testamento de Dios. Y es precisamente testamento, antiguo y nuevo, como viene a llamarse la Biblia entera. En la misma línea se sitúa el término griego diatheke en los evangelios y en las cartas de los apóstoles (Mt 26,28; Gál 3,15-18). Un último e importante hecho: la alianza, que es exclusiva acción de Dios, no se lleva a cabo sin la mediación de hombres, líderes del pueblo: Moisés en el Sinaí (Ex 19s.), Josué en Siquén (Jos 24), hasta alcanzar el valor pleno con Jesús, el «mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15). El significado no carece de importancia en la comunicación de la fe: para realizarse, la alianza de Dios se vale de sus servidores o ministros, los cuales, por su parte, se presentan como aliados por excelencia con Dios y a la vez solidarios con el pueblo, testigos ejemplares y creíbles en primera persona de cuanto anuncian a los demás. b) Con una multiplicidad de signos. Siendo un acto unilateral de Dios, por designio del mismo Dios, la alianza requiere, no obstante, el tú del hombre; o, más exactamente, el tú de un pueblo, porque es un pueblo, una comunidad orgánica, lo que nace de la relación que se establece entre individuos que viven juntos una relación inaudita con Dios. Tal vínculo trascendente se apoya en algunos signos a modo de sacramento, esto es, en ciertas experiencias humanas que, mejor que toda explicación lógica, revelan esa inefable relación de Dios con el hombre, entre Dios y el hombre. Experiencias que, como es previsible, manifiestan de manera natural, más plenamente, una relación orientada al amor, a la libertad y a la fidelidad. La analogía padre-hijo es acertada para resaltar actitudes personales de amor, devoción y obediencia (Dt); la analogía del matrimonio, donde se entretejen la elección del otro, el amor, el compromiso nada fácil de la fidelidad, tiene un potencial mucho más directo para hablar de alianza. Este es el paradigma preferido por los profetas, como Oseas y Jeremías; existe también la analogía del pastor con el rebaño, capaz de poner de relieve la devoción y protección del primero hacia el segundo (Ez 34); por fin, formalmente privilegiada es la analogía de relación entre reysúbdito, o también entre el rey fuerte y los reyes vasallos, como aparece ya en los tratados de alianza hititas, en el siglo XII a.C. Este esquema es el que prevalece en el Pentateuco y en los libros históricos. Es conocida su secuencia formal: nominación de los contrayentes, Yavé e Israel; títulos merecidos del gran Rey: se señalan la liberación de Egipto y el don de la tierra; cláusulas de la alianza: compromiso de protección por parte de Dios y la correspondiente obediencia total del pueblo a la voluntad divina, expresada en la ley (decálogo); sigue una serie de bendiciones y maldiciones que dependen de la fidelidad o infidelidad, obviamente, de Israel (cf Ex 19-24).

Ciertamente, la analogía real evidencia al máximo el poder de Dios y su voluntad de salvar al pueblo, aliándose con él en un pacto cuanto más solemne mejor. En un proceso de comunicación de la fe, todas estas experiencias no sólo sirven para comprender la alianza de Dios con su pueblo, sino que, asumidas por su Espíritu, llegan a ser signo sacramental, como ocurre en el sacramento del matrimonio, en el ministerio ordenado, en la relación entre padres e hijos. c) En la plena responsabilidad del hombre. El concepto de gratuidad de la alianza no disminuye del todo aquello que es el efecto principal: la masa de gente llega a ser comunión de personas, pueblo de Dios, que es gratificado con una incomparable relación salvífica y, a la vez, revestido de una vital e ineludible responsabilidad, en el sentido de que es llamado a responder y corresponder libremente a la iniciativa de Dios y a la nueva situación en que viene a encontrarse. Tres son los grandes caminos: — El primero es la ley, exactamente el decálogo, que expresa, con la solemnidad de la formulación jurídica, la palabra de Dios, convirtiéndose en su voluntad. Pero no se trata sólo de preceptos formales corrientes, sino de imperativos que se motivan o nacen de una precisa indicación de gracia o don por parte de Dios: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de la casa de la esclavitud. No tendrás otro Dios fuera de mí...» (Ex 20,2-17). Será esta, por tanto, la paradoja bíblica, que consiste en que toda iniciativa de Dios se traduce en ley, pero al mismo tiempo toda ley del pueblo depende y se motiva siempre con la iniciativa de Dios. Tendremos, pues, un numeroso despliegue de preceptos en nombre de la alianza (código elohísta [Ex 20,22-23; 33]; código de santidad [Lev 17-26]; código yavista [Ex 34]; código deuteronómico [Dt 12-26], pero a la vez, con sorprendente anacronismo, todos estos cuerpos legales, cuanto más diferentes son en tiempo y contenido, mejor encuentran su sentido e inspiración en la alianza sinaítica, matriz histórica de toda otra alianza. El pentateuco es la prueba literaria más clara de esta unificadora intuición teológica. En la época de Jesús, la ley era vivida en el judaísmo con este sentimiento de fidelidad analítica y total a Dios, con una visible señal en la carne, la circuncisión. Por desgracia, no era respetada de la misma manera la libre iniciativa de gracia. Un hecho evidente: el mismo enviado de Dios como mecías, Jesucristo, viene a ser contestado y rechazado. Aquí surge el conflicto entre ley y evangelio. Es una contribución esencial de la teología de la alianza el hacer comprender que la ley, toda ley, la de Dios sobre todo, se sitúa en el misterio de la gracia que antecede y hace posible la obediencia de la fe. Por ello, la escucha de la Palabra, que anuncia las grandes acciones de Dios con el hombre, permite y garantiza a este la fidelidad a Dios en la libertad de hijo. — El segundo gran camino de respuesta al Dios de la alianza es el culto en cuanto memorial que actualiza la relación divina. Las fiestas, con su liturgia de origen agrario y de inspiración mítica, que gracias a la alianza se hacen historia, se convierten en fiestas de alianza en algún aspecto: la pascua es la fiesta por excelencia que renueva la alianza primordial nacida en el Éxodo (Ex 12); Pentecostés vendrá a recordar el mismo don de la ley sobre el Sinaí (Dt 16,9), etc. El sábado (Dt 5,12-15) y después el domingo se convierten en signos sacramentales semanales, donde se expresa, se celebra y se vive la alianza de Dios con su pueblo. El acto cultual supera así la pura interpretación ritualista, formal; no pertenece en primer lugar a la iniciativa del hombre, como sucedía en el mundo cananeo, sino que es correspondencia moral a la acción de Dios (cf Jer 7). — Finalmente, el tercer gran camino es el corazón. El corazón es inmanente por sí a la relación que Dios con su hesed o benevolencia establece con el pueblo. Los profetas, que no son meros intérpretes, lo ponen de manifiesto, acuñando la conocida fórmula de la alianza: «Tú serás mi pueblo, Yo seré tu Dios»; o también: «Pueblo mío-Dios mío». Pero la comprensión de esta realidad requiere una correspondiente interiorización de la relación por parte del pueblo, ya que

no se manifiesta de manera evidente y satisfactoria. Aparece ante todo un pueblo de dura cerviz, que cumple la alianza con hipocresía, alejamiento del corazón, apego a otros dioses, opresión a los pobres... El cambio de esta situación tendrá lugar sólo en el tiempo de la alianza nueva o renovada, gracias al don de un corazón nuevo. Desde esta perspectiva, la afianza, con todo su séquito de ritualismo y de práctica, sin negar la validez de estos signos, exige que sean practicados dentro de una relación que pertenece al misterio del corazón, al corazón de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios; corazón que significa interioridad, participación afectiva, fidelidad y coherencia práctica, relación interpersonal de intensa subjetividad que nace del amor. d) Una alianza en la historia de ayer, de hoy y de mañana. La alianza de Dios penetra en las vicisitudes de Israel y de la comunidad cristiana, atraviesa la historia de manera que esta llega a ser, en cierto modo, historia de alianzas rotas y renovadas. Descubrimos que la descripción bíblica de vez en cuando está condicionada al subyacente desarrollo teológico. Una es la concepción de alianza durante el antiguo período del pueblo en el desierto, otra la que corresponde al tiempo del maduro pensamiento profético, otra también la que tiene lugar en la revelación de Jesús y los apóstoles. Dejando aquí a un lado el seguimiento de tál desarrollo, manifestamos que la Biblia nos permite situar la alianza en tres ciclos: en el presente histórico de Israel y de la Iglesia, en el momento originario de la creación y en el futuro escatológico de la conclusión. — En su presente histórico, Israel ve la afirmación de la alianza en la experiencia del éxodo y del Sinaí (Ex 1-24), como acto constitutivo, fundante de su misma identidad como pueblo. Verdaderamente Israel ha nacido en estado de alianza y no puede autoconcebirse y vivir fuera de tal relación, tanto más cuanto que esta no viene motivada por la grandeza o los méritos de Israel (Dt 7,7; 9,4). Necesariamente la alianza, como pura gracia, pertenece a las promesas de Dios y, por tanto, es considerada por el pueblo anticipada y ejemplarmente vivida en los vínculos de alianza que Dios ha establecido con los padres, Abrahán sobre todo, testimonio supremo de acogida en la fe (Gén 15; 17; Rom 4). Mirando hacia delante, la alianza sinaítica se prolonga actualizándose en las sucesivas vicisitudes de la conquista y asentamiento en la tierra: alianza de Josué en Siquén (Jos 24), de David (2Sam 23,7; 2Sam 7), de Josías (2Re 23), de Esdras y Nehemías (Neh 9). Gracias a la predicación de los profetas, implícitamente Isaías y Miqueas y explícitamente Oseas y Jeremías, el motivo de la alianza recibe una perfección teológica cada vez mayor, proveniente de la importancia del Deuteronomio y de la escuela deuteronomista, que considera este libro como el libro de la alianza, a la que hay que hacer referencia para obtener el sentido justo y los criterios de valoración de la práctica concreta. Esta presencia vital y permanente de la alianza de Dios en el pueblo, en el angustioso tiempo del exilio de Babilonia, agudizó la conciencia del pueblo por su infidelidad a Dios. A esto responde una doble tradición, sacerdotal y profética. La primera se funda en el pasado, analizando las raíces del designio de Dios; la segunda mira hacia el futuro, a los remedios innovadores de Dios. — La tradición de los sacerdotes, recordando la inagotable paciencia de Dios y confiando en ella, se propone relanzar la certeza de la alianza basándola en un horizonte de motivaciones aún más universal y radical. La alianza de Dios precede a Moisés y a los padres, está a la base del mundo salvado del diluvio: la alianza con Noé (Gén 9,8-17) es la que trae la grandísima novedad de que no sólo los hijos de Sem-Abrahán son objeto de la relación con Dios. El CCE afirma que «la alianza con Noé después del diluvio expresa el principio de la economía divina con las "naciones", es decir, con los hombres agrupados, "según sus países, cada uno según su lengua, y según su familia, sus clanes" (Gén 10,5)... La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones hasta la proclamación universal del Evangelio» (CCE 56, 58).

Del mundo salvado por Noé al mundo creado por Abrahán es fácil hacer una misma lectura en clave de alianza. Si no aparece el término formal berit, fácilmente se descubren ciertos rasgos típicos de un pacto: el don de la vida en el jardín del paraíso, la cláusula del precepto de respetar, los resultados negativos, las maldiciones en las que incurre la primera pareja (Gén 2-3). Se insinúa que no sólo la realidad histórica de Israel o de las naciones, sino la realidad del hombre en sí mismo y del cosmos que le rodea es objeto de un pacto con Dios, a cuya condición feliz desea retornar finalmente (cf Rom 8,19-22). Pero es cierto que la repetición constante de ritos de alianza, cuando esta por naturaleza tiene un carácter inviolable y por tanto inmutable, es testimonio de un aspecto altamente dramático: desde el principio, la historia de la alianza es también historia de transgresiones a ella por parte del pueblo, que no pierde por ello sus beneficios y aboga sobre él la ira de Dios (Ex 32,10). Baste el hecho de que al día siguiente de la solemne alianza sinaítica, Israel olvida al único Dios y adora el becerro de oro (Ex 32-34), hecho que continúa en los becerros de oro de Jeroboán durante la posesión de la tierra (1Re 12,28). La denuncia profética se hace vehemente (Jer 11,1-4) y el gran teólogo que preside los libros que van del Dt al 2Re relaciona la tremenda desventura del exilio con la alianza traicionada (cf 2Re 17,7-23). No es irrelevante, catequéticamente hablando, recoger de esta historia de errores una sencilla advertencia para vivir la alianza con una vigilancia responsable. — Sin embargo, es cierto que Dios, libre en dar, se mantiene fiel al juramento de la alianza. Lo que no se logra hoy, se alcanzará mañana: el amor de Dios por su pueblo da a la alianza una posibilidad de futuro, en el reino mesiánico. Con una excelente pedagogía, como indican los profetas, Dios hace de la alianza, enredada todavía en un lenguaje político militar, una alianza de amor, grabada en el alma; un amor que va de Dios al pueblo para que pueda retornar a Dios. Este es el sentido que nos ofrece Oseas (2,20), donde la relación entre las partes asume ante todo el lenguaje de una profunda intimidad: «Pueblo mío-Dios mío» (2,25). Pero para que este actuar no resulte falso, Dios reedifica el corazón mismo del hombre, dotándolo de un espíritu nuevo. Son portavoces de ello Jer 31,31-34 y Ez 16,59-63; 36,24-28. A estos anuncios se refieren como cumplimiento las afirmaciones de Heb 8,6-13. e) Una alianza nueva y eterna. ¿Y la persona de Jesús? ¿Qué aporta el Nuevo Testamento? No hay muchas cosas que decir respecto al pasado: se asiste más bien a una cierta merma en el uso de la categoría, pero se llega a la raíz de su sentido y a una cláusula verdaderamente resolutoria. Por medio está la muerte sacrificial y victoriosa de Jesús, en cuyo contexto, durante la última cena, Jesús pronuncia por primera y última vez el término alianza: «Tomad y bebed... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; cf Mt 26,27; Mc 14,24; 1Cor 11,25). La referencia está netamente relacionada con la sangre de la alianza sinaítica (cf Ex 24,8). Pero con el matiz fundamental de que se trata de una alianza verdaderamente nueva, o sea, correspondiente al designio de Dios. De tal novedad, en estrecha e iluminadora confrontación con la antigua alianza, se mueve sobre todo la Carta a los hebreos, que usa el término 17 veces. Jesús es la alianza personificada: en él se expresa la fidelidad de Dios y al mismo tiempo la fidelidad del hombre, para siempre. Gracias a él el hombre recibe el corazón de una nueva criatura y el don del Espíritu (cf Heb 8,10). También en la última cena Jesús afirma: «Os aseguro que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que beba un vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Con estas palabras revela que la nueva alianza no es un acontecimiento estático, sino que viene a ser una incesante oferta que interpela a toda persona, aun a aquellas que no lo saben, hasta que el Reino llegue en plenitud. Entonces llegará a puerto esta singular relación de Dios con el hombre, sembrada en la creación, hecha visible en el pueblo de Israel, debilitada y rota por el pecado y finalmente, en Cristo, convertida en el gran proyecto realizado (cf Ef 1,4-6).

Entonces, efectivamente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). Debemos tenerlo muy presente en la comunicación de la fe: la novedad de la alianza neotestamentaria está en la novedad de la persona de Jesucristo dentro de un único gran designio de alianza que va desde la creación hasta la manifestación escatológica. En síntesis: El hombre bíblico comprende su relación con Dios como un vínculo de unidad, convenido libremente por Dios por amor hacia Israel, y acogido y suscrito por ellos en términos de fe y de práctica de vida. Este vínculo no es fruto de una especulación abstracta, sino que nace de convincentes y concretas intervenciones histórico-salvíficas de Dios, que se sitúan como signos de la alianza. Esta sufre continuas renovaciones con relación a las múltiples situaciones de necesidad del pueblo, motivadas por las muchas roturas debidas a la infidelidad. Hasta la venida última del Señor Jesús. Esto nos permite precisar una verdad, tomada de Juan Pablo II, de particular incidencia en la catequesis: en verdad para Dios la alianza es siempre la misma, esto es, única y jamás revocada, ni siquiera en los momentos más oscuros. La novedad está en el hecho de que con Jesús se manifiesta el milagro de la fidelidad estable del hombre (Jesús y cuantos están en él) a Dios, que siempre permanece fiel. 2. DESDE LA TRADICIÓN. La finalidad catequética de nuestro argumento nos legitima recoger el pensamiento de la Iglesia, tomándolo directamente del Catecismo de la Iglesia católica (CCE), que Juan Pablo II considera «instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (FD 4). Y en verdad, más que otros catecismos existentes, el CCE llama la atención sobre la alianza noventa veces. Y limitándose sobre todo, como es su estilo, a acumular datos más que a profundizar sobre ellos, este catecismo nos ofrece una cierta sistematización teológica. En efecto, podemos examinar seis núcleos de contenido: a) Alianza como acontecimiento bíblico. Se recogen los puntos más importantes vistos arriba sobre el binomio alianza y creación (alianza de Noé, alianza de Abrahán, alianza sinaítica, alianza escatológica). Especial relieve adquiere la afirmación de valor perenne que mantiene el Antiguo Testamento (121); el corazón creado a imagen de Dios es el lugar de la alianza (2563); las naciones son invitadas a la alianza (58). b) Alianza como acontecimiento cristológico y espiritual. Cristo representa la definitiva alianza con Dios (73), gracias al sacrificio pascual (613) y al ejercicio de su sacerdocio (662; 1348). La respuesta de la fe, sostenida por el Espíritu Santo, es vista como compromiso y adhesión a la alianza (1102). c) Alianza como acontecimiento sacramental. La liturgia, todos los sacramentos, especialmente la eucaristía y el matrimonio, los demás signos sacramentales (el canto, el sábado, los lugares de culto, el pan y el vino, el altar, otros símbolos...) son relacionados y contemplados dentro del misterio de la alianza (Parte II). d) Alianza como hecho ético. El decálogo y, más en general, la ley, se consideran vinculados y reciben pleno significado dentro de la alianza (2060-2063). e) La oración como alianza. «La plegaria cristiana es una relación de alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, enteramente dirigida al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (2564). En particular, la súplica del perdón de los pecados («perdónanos y perdona nuestras ofensas») es una crucial exigencia del misterio de la alianza a la que sólo Dios puede responder (2841).

f) Alianza como acontecimiento eclesial. Manifestándose Dios por ella como Padre del pueblo, gracias a la alianza la Iglesia se constituye en pueblo de Dios. Necesita reconocer con claridad que ha sido una elección que tuvo por objeto Israel, por lo cual se debe hablar de «alianza jamás revocada» (121; 839-840). «Todo esto sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta, que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles, para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (781).

III. Conexiones antropológicas La densidad existencial de la alianza ha estado presente en todo lo tratado hasta aquí, y la hemos explicitado frecuentemente. Ahora queremos hacer ver en síntesis la incidencia que la religión de alianza ofrece sobre el misterio del hombre; o con otras palabras, iluminar sobre qué aspecto, qué antropología subyace a la hora de asumir la alianza, para poder valorarla en el discurso catequético. a) Es claramente una experiencia de relación. La religión hebreo-cristiana no es una religión de arriba abajo (en cuanto que la iniciativa de Dios domine todo), ni tampoco de abajo arriba, sino experiencia de encuentro entre lo alto y lo bajo, como entre partes, diversas entre sí, en condición netamente asimétrica, pero mutuamente necesarias para que el acto religioso se cumpla auténticamente. El diálogo, la reciprocidad, el hablarse y hacerse, la mutua respuesta, son elementos constitutivos. Los innumerables modelos de que se sirve la Biblia para hablar de la alianza de Dios (matrimonio, paternidad, servicio del pastor, pacto político) no son sólo triquiñuelas didácticas, sino que adquieren valor simbólico; son en sí mismos gérmenes de verdad de la alianza, semillas del pacto. b) Superando así la tentación de un deductivismo ideológico, es necesario anotar el sentido de la alianza dentro de la revelación bíblica. Aparece pronto que se trata de una relación donde la bilateralidad o alteridad de las partes se apoya sobre la unilateralidad de una elección de amor que se debe total y únicamente al misterio de Dios, dentro del cual la alianza se sitúa como misterio. Esto lleva consigo un cruce de cualidades que dan el perfil justo de esta antropología de relación. La primera es una cualidad amorosa: Dios hace alianza por amor al hombre. Lo correspondiente en la respuesta del hombre es el amor, plasmado sobre la misma grandeza de Dios. «Pueblo mío-Dios mío». Desde esta óptica, el concepto de alianza pierde necesariamente todo colorido militaresco, mercantil o burocrático. Las alianzas humanas, desde la Alianza Atlántica a las compañías de seguros, adquieren un concepto lejano, limitado y equívoco. Sólo una genuina relación amorosa –enseñan los profetas– es la que más se acerca a la alianza bíblica. El lugar de la alianza es el corazón. c) Una tercera cualidad, que nace de la matriz del amor, consiste en el principio de libertad conjugado con el principio de fidelidad y de responsabilidad. El aliado, por naturaleza, no es esclavo ni siquiera de Dios. La Biblia en esto es inflexible. Resuena nítida la propuesta de Dios en la víspera del encuentro en el Sinaí: «Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza...» (Ex 19,5). Quien no pacta libremente con Dios o quien no logra hacer surgir de la alianza un estilo de libertad, la capacidad de elegir aquello que vive, no se corresponde al hombre de la alianza. Ciertamente se trata de una libertad que opta por el amor en fidelidad. Esta es la exigencia quizás más fuerte, teniendo en cuenta la ininterrumpida secuencia de infidelidades de tantos sujetos históricos con los que Dios hizo alianza. Hacía falta llegar a Jesús para recuperar la posibilidad real de fidelidad. Solamente en él, para siempre.

La fidelidad siempre asume el gran compromiso de la responsabilidad, entendida en el sentido de corresponder con hechos y palabras a los hechos y palabras de Dios. La religión de la alianza bíblica jamás produce en el corazón del creyente una especie de narcótico sagrado, sino que introduce en él un dinamismo operativo imparable. En efecto, el estatuto de la alianza es altamente ético. Antes que de ritos, el hombre de la alianza se nutre de obediencia a la ley de Dios, expresada todavía hoy en el decálogo, interpretado a la luz del mandamiento del doble amor. Pero —es bueno reconocerlo— no se trata de imperativos kantianos, autojustificándose, de cara a uno mismo, sino más bien de imperativos tanto más rigurosos cuanto más motivados por los indicativos de gracia manifestados en el actuar salvífico de Dios. d) Esto conlleva comprender bien que la alianza de Dios, encuentro entre dos amores, el de Dios y el nuestro, no es fruto de una especulación filosófica ni se propone como átomos fragmentados, sino que se manifiesta entre los pliegues de la historia de un pueblo, en el que se advierte un proyecto progresivo, avivado por una pedagogía de la sabiduría. Quien penetra en la alianza bíblica entra en una alianza que se realiza continuamente, acepta formar parte de una humanidad en construcción. Pero con una novedad de valor absoluto: dentro de la alianza-proyecto, una mediación capital define y garantiza la verdad y el cumplimiento de la alianza. Es Jesucristo, por el cual la alianza de Dios, nunca revocada, llega a ser nueva y eterna. La renovación del hombre que aporta el hombre nuevo Jesús, gracias al don del Espíritu Santo, confiere naturalmente el modo de pensar y de vivir la alianza. Nadie va a Dios y él no viene a nosotros, cristianos y no cristianos, sino por la mediación de Jesús, en su modo de vivir la alianza. Quien acepta la religión de alianza acepta situar su vida dentro de una triple correlación: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio de Cristo, imagen perfecta de la perfecta relación o alianza entre Dios y el hombre. e) Lo que impresiona en la alianza bíblica es el carácter social. El tú al que Dios dirige el diálogo de alianza somos nosotros, un pueblo bien organizado, el pueblo de Dios. No existe en verdad ninguna masificación, como en las alianzas humanas, donde se colocan en primer puesto los que cuentan. Aquí ciertamente los últimos, «el pobre, la viuda, el forastero» se convierten en centinelas de la alianza (cf Dt 24,17; 27,19). La ejemplaridad, la socialización, la solidaridad, e incluso la apertura a los no correligionarios, son compromisos típicos de la alianza, consiguiendo un estilo de comunión profunda donde Jesús sitúa a la Iglesia gracias a su sacrificio de la nueva alianza (cf 1Cor 10,14-18). f) Finalmente, reconociendo que la alianza de Dios, iniciada ayer, continúa en el tiempo, la memoria de las acciones positivas de Dios hacia nosotros se convierte en factor de subsistencia de la alianza. Una alianza sin tal memoria es una alianza que desaparece. La liturgia, los sacramentos, en especial la eucaristía, son continuos signos rememorativos (memorial de la alianza), celebraciones que ofrecen actual, en acto hoy, el don de ayer y de siempre, que convierten en aliado de Dios a quien recibe tales signos. La alianza bíblica exige una antropología del rito, de la celebración, de la plegaria.

IV. La propuesta catequética La comunicación de la fe es indispensable para poder conocer y acoger los dones de Dios. También el misterio de la alianza, tan rico en implicaciones teológicas y humanas, quiere pasar a través de la relación del catequista y sus destinatarios, relación que, nunca como ahora, aparece como signo sacramental de la misma alianza que trata de comunicar. Distinguimos tres aspectos: el significado, los modelos y los itinerarios.

1. ¿QUÉ SIGNIFICA «CATEQUIZAR» SOBRE LA ALIANZA? a) A la búsqueda de un criterio organizador. No se puede decir que los catecismos actuales dan un relieve particular a la alianza, salvo excepciones, como el CCE. El Directório general para la catequesis (DGC), de 1997, como el Directorio general de pastoral catequética (DCG) de 1971, tras afirmar el clásico pensamiento de que «el Hijo de Dios penetra en la historia de los hombres, asume la vida y la muerte humana y realiza la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres» (DGC 41), no hace ninguna otra indicación explícita de la alianza como categoría organizadora de los contenidos catequéticos, salvo en el n. 135. Acusamos en esto también a CT y EN. Se podría decir que los documentos del magisterio no subrayan la alianza; vale como contenido para hablar de ella en su momento, pero no, sobre todo, como categoría pedagógica para hablar de cualquier otro contenido. ¿No será acaso un déficit esta visión tan marginal? Por otra parte, si traducimos alianza por una relación religiosa significativa más universal, se podría demostrar que en el DGC emergen muchas resonancias de la alianza: la catequesis, como continuación de la pedagogía de Dios (139), debe llevarse a cabo como relación interpersonal y en un proceso de diálogo (143), donde el catequista juega el papel de mediador (156)... Se legitima así, a nuestro parecer, un doble riel en la comunicación de la fe: catequizar sobre la alianza es catequizar según la alianza. b) Catequizar sobre el misterio de la alianza. Se puede afirmar que un camino de fe que no considere el tema de la alianza descuida un aspecto constitutivo del hecho cristiano. Esto plantea considerar seriamente el tesoro de revelación que nos es inmanente. Vía obligada y primaria es la Sagrada Escritura, los libros de la antigua y la nueva alianza. Todo lo dicho anteriormente (II) viene bien para señalar el marco de referencia sustancial en su sentido profundo y en sus articulaciones históricas. Obviamente, en relación con la condición de los destinatarios. c) Catequizar sobre la fe según la alianza, esto es, tomándola como regla omnímoda. Sabemos que ha sido un deseo surgido entre los estudiosos de la Biblia, antes que entre los catequetas. En la investigación de lo que podría definirse el centro de la Escritura, W. Eichrodt construyó una catedral de la fe, su teología del Antiguo Testamento, en torno al motivo generador de la alianza. Ha quedado prácticamente solo, porque la categoría de la alianza en sentido técnico, usada por ejemplo en el Pentateuco, no aparece expresamente en los profetas del siglo VIII a.C., aparece ausente en los sapienciales, y en el mismo Nuevo Testamento viene suplantada por el tema del reino de Dios (sinópticos), o la justificación por la gracia (Pablo). A esto se añade el innegable cambio de sensibilidad frente a ese mismo concepto. Creemos que se podría dar un paso adelante para no perder el valor relevante y extenso de la alianza bíblica, tratando a la vez de enunciar su significado de un modo más adecuado a la cultura del hombre de hoy y más en relación con la totalidad del discurso de la fe. Exponemos aquí algunos puntos a título de ejemplo: — Al presentar los datos de la fe, se subrayará, con la fuerza que dimana del misterio de la alianza, que la fe es ante todo relación amorosa y responsable entre Dios y la persona, relación entre personas vivas. Esto conlleva hablar de Dios (Jesucristo) subrayando las categorías de amor, libertad, promesa, fidelidad, juicio... Pero requiere a la vez hablar del hombre en su intrínseca estructura relacional hacia lo alto y hacia los demás, de su vocación al conocimiento de la verdad y de la vida como don objetivo, el rechazo a toda referencia narcisista, la apertura a la socialización y la solidaridad con los débiles.

— Desde la óptica de la alianza se hace un criterio hermenéutico estable que sirve de confrontación con las diversas experiencias de relación que vive una persona: familiar, social, económica... Surge un juicio cristiano de crítica (ciertas alianzas humanas serían denunciadas como idólatras por los profetas), pero capaz de discernir también muchas analogías positivas (el amor familiar sobre todo) que son anuncio, invocación, indicación de la alianza divina. — Hablar de fe para quien participa en la alianza significa reconocer la dualidad dialogal entre Dios y el hombre, dualidad a veces dialéctica, leal en aceptar las diferencias, pero decidida a reconocer y hacer comunión. — Siempre a partir de la alianza, don y tarea, el evangelio y la ley forman un binomio estructural para enunciar y llevar a cabo el programa cristiano de vida. — Un último elemento al que hay que prestar atención: la alianza bíblica requiere una precisión de lenguaje y de actitud. En vez de Antiguo y Nuevo Testamento se debería hablar de primera y segunda alianza, o de una única alianza en dos fases, antes de Jesús y con Jesús. El Antiguo Testamento y el pueblo judío se reconocerán como factores constitutivos de la única alianza jamás revocada. 2. MODELOS. Prestemos atención a dos catecismos que han elaborado muy a fondo la comunicación de la fe según el esquema de la alianza: a) L'Alleanza di Dio con gli uomini. Catechismo degli adulti, Conferencia episcopal francesa, EDB, Bolonia 1991 (trad. italiana). El título quiere expresar claramente que la fe cristiana no se funda en una idea vaga de Dios, sino en la intervención de Dios en la historia de los hombres. Por eso, en todo el catecismo se habla de la alianza, como «el hilo conductor de todo el libro y siempre posible de descubrir» (p. 6). En realidad, la alianza se convierte en una categoría evocadora, más que fundante, sobre la que se agregan nominalmente seis grandes núcleos: Dios de la alianza, la nueva alianza en Jesucristo, la Iglesia pueblo de la nueva alianza, los sacramentos de la nueva alianza, la ley de vida de la nueva alianza y el cumplimiento de la alianza en el reino de Dios. b) Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Conferencia episcopal española. Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976. Este catecismo asume la alianza, y otras grandes experiencias bíblicas, como posibilidades privilegiadas de encuentro con Cristo, porque encuentran en magnífica relación el mundo de la fe y el mundo del preadolescente: «La alianza no es sólo una experiencia bíblica, sino que corresponde también a la experiencia social... Expresa la necesidad que el hombre tiene de estar con otros» (Manual del educador, 1. Guía doctrinal, 106). Específicamente, se considera a la alianza en su raíz semántica de estar con, entendida globalmente como un compartir, de parte de Dios y del hombre, el mismo proyecto, basado en amar fielmente a Dios y a los otros (106-111). En el volumen I del texto, se desarrolla el contenido con notables estímulos didácticos (pp. 31-40) y orientado a la programación de los distintos niveles escolares, para aquellos momentos en los que el es tudio plantea la relación con los demás. 3. ITINERARIOS. a) Objetivo y contenido común. Lo que se pretende es ayudar a comprender que la fe cristiana consiste en una relación interpersonal entre Dios y el hombre, que se configura en una bipolaridad existencial de gracia de Dios y de deber ser del hombre. Tal relación tiene su paradigma completo e indispensable en el misterio de Jesucristo y su expresión visible en el pueblo de Dios, judío y cristiano. Concretamente, el motivo de la alianza requiere el desarrollo del contenido en cuatro núcleos: el acontecimiento de la alianza en la historia bíblica hasta Jesús; los signos sacramentales que la celebran y actualizan; la responsabilidad ética que nace de la

confluencia entre evangelio y ley; el principio de comunión y, por tanto, de solidaridad como espiritualidad y estilo de conducta. b) Es necesario elaborar también itinerarios para cada una de las edades. Un test al comienzo puede ayudar a conocer dos cosas: el significado que la alianza bíblica tiene o no tiene para los interlocutores y las experiencias de relación que pueden hacer de enganche. Puede servir de ayuda el apoyarse en estudios que versen sobre datos psicológicos y sociales relativos a la experiencia de la relación, necesidad de ayuda recíproca, respuesta moral... en la evolución del sujeto. Es sugerente el esquema que propone E. Erikson sobre los ocho períodos del desarrollo psicosocial, cada uno bajo el signo de la ambivalencia. En tales estadios se considera importante el influjo del contexto social, vivido concretamente en las relaciones, en el bien o el mal, con los otros: padres, profesores, otras figuras sociales entre las cuales podríamos colocar al pastor, al catequista. Sería importante analizar cómo el motivo de la alianza con Dios se manifiesta en el existencial primero de la confianza (o desconfianza) y, sucesivamente, en la autonomía, la iniciativa, el compromiso, la identidad, la intimidad, la capacidad generativa, la integridad. La aplicación pedagógico-didáctica no es automática ni resulta omnicomprensiva, pero ofrece a la propuesta de fe una mejor incidencia educativa. c) Nos parece oportuno como dinámica expositiva seguir en todas las edades tres órdenes de consideración: histórico (los hechos narrados), intencional (el mensaje inmanente) y operativo (las aplicaciones a la vida). — Para los preadolescentes el tema debería incluir, desde el punto de vista histórico, la narración tal como viene dada en la Biblia (la alianza en la historia de los hebreos y de Jesús); desde el punto de vista intencional, se debería poner de relieve el significado de confianza positiva que Dios trata de dar a la vida de cada uno, una confianza aún más aceptable por estar unida a un juramento de fidelidad; en términos operativos, se anuncia que el mandato, la ley, radican sobre algo que los precede y motiva, o sea, las grandes muestras de amor por parte de Dios. — Para los jóvenes, la consideración histórica se enriquece a base de un análisis crítico respecto al origen y evolución del concepto de alianza y de los textos que hablan de ella; en cuanto a la intencionalidad, merece la pena profundizar en el núcleo teológico de la alianza, que podríamos hoy traducir así: la religión bíblica es relación interpersonal en la que se entrecruzan dos libertades, la de Dios y la del hombre, unidas por el vínculo de un amor fiel, de Dios que da y del hombre que responde; desde el punto de vista operativo, conviene pararse a considerar la ética como responsabilidad y solidaridad en el marco innovador y fascinante de la alianza. — Para los adultos, el tema de la alianza se expone bajo el perfil propio del adulto, maduro. Puede formar parte del contenido del itinerario todo cuanto se viene diciendo en estas páginas. Especialmente, desde el punto de vista histórico, conviene tener en cuenta lo específico de la alianza de Jesucristo («nueva y eterna») y, al mismo tiempo, la estrecha relación con la única alianza de Dios a partir del pueblo hebreo (Antiguo Testamento); desde el punto de vista intencional, el punto central debe ser el existencial divino y humano de la relación como amor y del amor como relación. Luego se puede especificar el binomio señorío de Dios y promoción del hombre, donde lo absoluto de Dios, parte fundante de la alianza, se manifiesta en el cuidado y crecimiento del hombre, parte asociada; y viceversa, donde la promoción del hombre se inspira radicalmente en el señorío de Dios y con él realiza; a nivel operativo, se profundiza en los componentes sacramentales (alianza que se celebra) y en los éticos (alianza que se vive) y, a la vez, en aquel estilo de vida que se deriva de la espiritualidad de la alianza. BIBL.: BEAUCAMP E., Les grandes thémes de L' Aliance, Cerf, París 1988; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976; CROATTO J. S., Alianza y

experiencia salvífica en la Biblia, San Pablo, Buenos Aires 1964; GIUSSANI L., L'Alleanza, Jaca Book, Milán 1970; L'HOUR J., La morale de 1'Alliance, Gabalda, París 1966; LOHFINK N., L' Alleanza mai revocata. Riflessioni esegetiche per il dialogo tra cristiani ed ebrei, Queriniana, Brescia 1991; MACCARTHY, Treaty and Covenant, PIB, Roma 1978; MARTIMORT A. G., 1 segni della nuova alleanza, San Paolo, Roma 1966; MESTERS C., Biblia. Livro da alianga, Paulus, Sáo Paulo 1986; PLASTARAS J., Creación y alianza, Santander 1967; SALA A., Alianza, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993.

Cesare Bissoli

ÁMBITOS EDUCATIVOS, Otros

SUMARIO: I. Otros ámbitos educativos y lugares de catequesis: 1. El Directorio general para la catequesis, de 1997; 2. Lugar y ámbito. II. Lugares de catequesis: asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles: 1. Clarificación terminológica; 2. Aspectos pastorales. III. Ambitos de catequesis: 1. Medios de comunicación social; 2. Otros ámbitos ocasionales.

I. Otros ámbitos educativos y lugares de catequesis Además de los .lugares de catequesis en los que se hace cercana y se visibiliza la Iglesia y en los que los cristianos nacen a la fe, se educan en ella y la viven, como son la familia, la parroquia, la escuela católica y las comunidades eclesiales de base, también se señalan como lugares de catequesis las asociaciones, los movimientos y grupos apostólicos (cf IC 32-38). No son lugares tan específicos en sus fines y características como los otros; sin embargo, constituyen un auténtico lugar de catequesis para muchos cristianos que se inician en la fe, o de formación permanente catequética para los iniciados. Asimismo, son considerados ámbitos educativos en relación a la catequesis los medios de comunicación social y otras áreas culturales o areópagos modernos, como son los encuentros o campañas por la paz, el desarrollo, la ecología, etc., junto con la llamada religiosidad popular. La diversidad de estos otros lugares y ámbitos merece un estudio también diversificado, señalando lo que les es común en relación a la catequesis y sus posibilidades diversas, según su naturaleza. 1. EL DIRECTORIO GENERAL PARA LA CATEQUESIS, DE 1997. El Directorio general para la catequesis dedica a asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles dos números específicos dentro del capítulo dedicado a lugares y vías de catequesis (DGC 261-262), que recogen lo ya señalado dispersamente en los otros documentos del magisterio. Con respecto a los otros ámbitos (medios de comunicación y religiosidad popular) ya estaban tratados en el anterior Directorio general de pastoral catequética, de 1971; en este se subraya su necesidad pastoral para la acción misionera (DCG 160, 161, 195, 196, 209) y se amplía su consideración a otros ámbitos, llamados areópagos modernos (DCG 211). Todos estos lugares y ámbitos se han tenido tradicionalmente en cuenta en los documentos magisteriales y pastorales relacionados con la catequesis, pero quizás es a partir del nuevo Directorio cuando las orientaciones sobre ellos han quedado mejor estructuradas, gracias a la experiencia eclesial de los últimos años, en los que se ha ido proporcionando en distintas Iglesias particulares procesos de catequesis de iniciación cristiana para niños, adolescentes y jóvenes, en los que intervienen distintos lugares y ámbitos educativos en un proceso único y coordinado. Con respecto a los adultos, se ha ido clarificando la naturaleza de estos otros lugares o ámbitos en relación a la catequesis, a medida que se ha ido abriendo paso una catequesis con fuerte talante

misionero y la importancia pastoral del grupo, de la comunicación y de la religiosidad popular. Esta importancia fue señalada en el anterior Directorio (DCG) y subrayada por la exhortación apostólica Catechesi tradendae. Se trata, pues, de unas concreciones eclesiales ya tradicionales en su consideración pastoral con respecto a la catequesis, que quedan hoy mejor determinadas en su naturaleza y en la relación con aquella. 2. LUGAR Y ÁMBITO. Aunque en libros y artículos de catequética se suele utilizar indistintamente el término lugar o ámbito de catequesis, sobre todo cuando se trata de otros, entendemos aquí por lugar un espacio comunitario donde se realiza la catequesis de inspiración catecumenal y la catequesis permanente (cf DGC 253) y, en consecuencia, sólo daremos esta consideración a las asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles. Entendemos por ámbitos los medios y posibilidades para la catequesis de espacios, lugares y situaciones distintas, como son los medios de comunicación social, los lugares de peregrinación o las situaciones que originan las campañas de sensibilización acerca de algún tema humano.

II. Lugares de catequesis: asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles «Toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición, educadora de la fe» (CT 70). La exhortación apostólica Catechesi tradendae señala las que se dedican a la práctica de la piedad, al apostolado, a la caridad y la asistencia, a la presencia cristiana en las realidades temporales; es decir, a las asociaciones y grupos que no nacen o se constituyen para la catequización de sus miembros, sino para otras importantes acciones eclesiales y para ayudar a sus miembros a realizar su misión laical en la Iglesia y en el mundo. A este tipo de asociaciones, movimientos y agrupaciones les da el nuevo Directorio la consideración de lugar de catequesis, pues si bien no se constituyen con la finalidad directa de la catequesis, esta es «siempre una dimensión fundamental en la formación de todo laico. Por eso, estas asociaciones y movimientos tienen ordinariamente unos tiempos catequéticos. La catequesis, en efecto, no es una alternativa a la formación cristiana que en ellos se imparte, sino una dimensión esencial de la misma» (DGC 261). 1. CLARIFICACIÓN TERMINOLÓGICA. Genéricamente se denominan movimientos eclesiales al conjunto variado de asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles, cuyos miembros se forman para ejercer el apostolado en la sociedad o para contribuir a la construcción de la comunidad eclesial, como laicos. También se aplica el término de movimientos eclesiales a los nuevos movimientos que tienen una finalidad más directamente catequética de iniciación cristiana, como son las Comunidades neocatecumenales, el movimiento Comunión y liberación, Comunidades de la Palabra, Focolares y Movimientos catequéticos para la infancia y la juventud, que surgen como grupos parroquiales o catecumenados en colegios católicos. En un material de trabajo publicado por la Comisión episcopal de apostolado seglar, de la Conferencia episcopal española, sobre la realidad del apostolado seglar en España, se señalan grupos de laicos en la vida y edificación de la comunidad cristiana: en la catequesis, en la animación litúrgica, en la acción caritativa, en la acción asistencial y de promoción social y humana, en los grupos de oración y de corresponsabilidad pastoral, además de los, aproximadamente, 200.000 miembros que forman comunidades dentro de las parroquias y colegios católicos. En cuanto a la presencia de grupos para la inserción del laico en la sociedad, distingue este documento doce grupos distintos dentro de la Acción católica, además de otros grupos de laicos en la pastoral familiar, juvenil, obrera, de enseñanza, en el mundo de la salud, emigrantes, cooperadores misioneros y otros, que forman un variadísimo bosquejo tipológico desde esta perspectiva. Menos variado, aunque también diverso, es el concepto de los denominados movimientos eclesiales.

Se puede hablar de asociación cuando el grupo tiene estatuto y estructura orgánica e institucional y, en consecuencia, sus miembros se adhieren formalmente al ente jurídico existente. Se habla de movimiento cuando las personas se unen en torno a unas ideas fuerza, o a un método de trabajo, o a un espíritu aglutinador, que convoca a su pertenencia mediante una adhesión vital, con vocación de pertenencia en el tiempo, sin necesidad de establecerse jurídicamente, y de extensión en otros lugares por la propia bondad de sus ideas, métodos o espíritu transmitidos por los propios miembros. Y finalmente se habla de grupos o agrupaciones cuando las características de la asociación o del movimiento se limitan en el espacio o en el tiempo. Hay agrupaciones reconocidas jurídicamente, pero limitadas a unos grupos reducidos, y otras, sin pretensión de reconocimiento jurídico, que se ajustan más a lo que es un movimiento, pero que también se limitan en su extensión. Con todo, aunque pueda parecer clasificadora esta distinción, existen movimientos con estatutos y organización jurídica, como los movimientos de Acción católica, y movimientos que no los tienen, pero que poseen una sólida organización interna y externa muy superior a las más estructuradas asociaciones, como las comunidades neocatecumenales. El valor, pues, de los movimientos eclesiales como lugares de catequesis depende más de la propia dinámica de cada grupo o célula que de la forma jurídica que tenga. Incluso, dentro de una misma asociación, movimiento o agrupación, las posibilidades que ofrece cada grupo concreto son muy distintas con respecto a otro de la misma asociación o movimiento, dado que los programas de formación se determinan en gran medida a partir de la fuerte experiencia cristiana que se vive en ellos. El Directorio general para la catequesis, en concordancia con la Catechesi tradendae 70, trata en el apartado de «asociaciones, movimientos y agrupaciones» sólo aquellas que no nacen propiamente para constituirse en ámbitos de catequización; y así habrá de considerarse este lugar de catequesis excluyendo a los movimientos propiamente catequéticos (comunidades catecumenales, comunidades de la Palabra y catecumenados), o el propio catecumenado bautismal de adultos, que es tratado también en el Directorio como lugar de catequesis (cf DGC 256). 2. ASPECTOS PASTORALES. En el Directorio y otros documentos del magisterio pontificio y de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis de España se señalan aspectos a tener en cuenta con respecto a estos lugares, tanto en general como en relación a la edad de los miembros. a) En general, son tres los aspectos a tener en cuenta: 1) El movimiento eclesial, sea cual sea su característica jurídica, formativa, pastoral o metodológica debe respetar la naturaleza propia de la catequesis: «la catequesis, sea cual sea el lugar donde se realice, es, ante todo, formación orgánica y básica de la fe. Ha de incluir, por tanto, un verdadero estudio de la doctrina cristiana y constituir una seria formación religiosa, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (DGC 262a; CT 47). Para ello es conveniente reseñar en los programas de formación de los distintos movimientos unos tiempos específicamente catequéticos (CT 67; ChL 60). 2) El movimiento eclesial puede expresar los contenidos catequéticos con sus propios recursos y con los elementos de su metodología característica. Lo deseable es que la formación apostólica y la espiritualidad específica de cada movimiento se desarrolle en un tiempo posterior a la formación básica inicial e integral de la catequesis, pero «en realidad muchas veces no ocurre esto; habrá de aprovechar al mismo tiempo sus propios cauces formativos, sus elementos propios para una educación sistemática de la fe, o posibilitar que otras instituciones eclesiales creen cauces adecuados para su logro» (CC 282). El Directorio subraya la meta deseable a fin de no difuminar la naturaleza propia de la catequesis (DGC 262b). 3) La importancia del movimiento eclesial como lugar de catequesis no puede suponer una alternativa a la parroquia. Esta es el lugar privilegiado de catequesis (CT 67;

DGC 257); por esto toda parroquia importante, entre otras obligaciones, debe «adoptar los lugares de catequesis en la medida en que sea posible y útil, velar por la calidad de la formación religiosa y por la integración de distintos grupos en el cuerpo eclesial» (CT 67). Las asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles deben tener a la parroquia como comunidad educativa de referencia. Pueden, pues, ser lugares de catequesis, pero en necesaria conjunción con la parroquia, que es el lugar privilegiado, el «más significativo en que se forma y manifiesta la comunidad cristiana» (DGC 257). Por tanto, se valora realmente el movimiento eclesial como lugar de catequesis, ya que es un refuerzo de notable eficacia para la catequesis y ayuda a concretar la experiencia eclesial en relación con la vida del laico inmerso en el mundo. También se valora que en los planes formativos de los movimientos haya tiempos o momentos de catequesis, pues lo requiere todo programa de formación apostólica, y son más necesarios en la actualidad para personas no iniciadas en la fe que se incorporan a los movimientos, atraídos por sus acciones o actividades, o por la atractiva forma de vida en grupo o comunidad. Los documentos citados señalan las cautelas indicadas para no diluir la naturaleza propia de la catequesis, que produciría un resultado formativo no deseado, como es el construir sin cimientos o formar sólo para la actividad. Asimismo es necesario señalar los criterios de eclesialidad como condición necesaria para que las asociaciones y movimientos laicales sean lugares de catequesis. En la Christifideles laici se enumeran y explican estos criterios: «El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, la responsabilidad de confesar la fe católica, el testimonio de una comunión firme y convencida, la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia, el comprometerse en una presencia en la sociedad humana» (ChL 30). b) Por edades: 1) Infancia. En los últimos años se han desarrollado asociaciones y movimientos que, a modo de oratorio, son ámbitos educativos de niños para el tiempo posterior a la primera comunión. El movimiento Scout en su sección educativa infantil (lobatos) o el movimiento Junior recogen la rica experiencia del oratorio fundado por san Felipe Neri en 1500. Los colegios católicos, especialmente los pertenecientes a las congregaciones fundadas por san José de Calasanz y san Juan Bosco, incorporaron el oratorio en su propuesta formativa. Actualmente otras asociaciones, grupos o movimientos parroquiales o de colegios han visto en esta experimentada fórmula una posibilidad de ofrecer una formación de carácter ambiental, lúdico, de tiempo libre, que sea al mismo tiempo formación religiosa que privilegia la experiencia de vida que produce el juego y la convivencia. El tiempo que transcurre entre la primera comunión y la preparación al sacramento de la confirmación viene a coincidir con la denominada infancia adulta y la preadolescencia. Los movimientos y asociaciones que forman a niños en estas edades posibilitan que no haya ruptura en el proceso de iniciación cristiana y que sigan vinculados a la comunidad eclesial donde se inician sacramentalmente. Es un gran instrumento pastoral entre esos dos momentos fuertes para la catequesis (iniciación sacramental y preparación a la confirmación). La misión que tienen estos movimientos y asociaciones en la infancia adulta, en la que la catequesis debe ofrecer la síntesis de la fe en el momento más adecuado para el desarrollo evolutivo del niño, no siempre puede desarrollarse respetando la naturaleza propia de la catequesis; en ese caso el movimiento debe motivar y acompañar a los niños para recibir la catequesis de síntesis de la fe en los grupos catequéticos específicos de la parroquia o colegio. 2) Preadolescencia, adolescencia, juventud. Para estas edades el Directorio general para la catequesis recomienda a las asociaciones, movimientos y agrupaciones como lugar de catequesis. A diferencia de lo dicho con respecto a la infancia, en estas otras fases de la vida la catequesis consigue mejor su naturaleza propia en el seno de un movimiento eclesial. «No se puede olvidar que resulta provechosa aquella catequesis que se puede llevar a cabo al interior de una pastoral

más amplia de preadolescentes, adolescentes y jóvenes, orientada al conjunto de problemas que afectan a su vida. A este fin la catequesis debe integrar aspectos tales como el análisis de la situación, la atención a las ciencias humanas y de la educación y la colaboración de los laicos y de los mismos jóvenes... Son mediaciones útiles para una catequesis eficaz: una acción de grupo bien orientada, una pertenencia a asociaciones juveniles de carácter educativo y un acompañamiento personal del joven, en el que destaca la dirección espiritual» (DGC 184). Los movimientos Scout, Junior, grupos de adolescentes y jóvenes en parroquias y colegios subrayan, a través de su simbología, ritos y estructuras, una identidad comunitaria que es una buena mediación para introducir al preadolescente y adolescente en el sentido de pertenencia a la Iglesia y hacerlo a través de las distintas dimensiones: oracional, ritual, apost ólica... La mayor carencia actual que tienen estos movimientos y grupos para la catequesis en estas edades, es la organización de los contenidos noéticos a comunicar con su propia metodología. Parece necesario un catecismo básico para estas edades y la elaboración diocesana de un proceso de iniciación cristiana único y coherente para los niños, adolescentes y jóvenes, en íntima conexión con los sacramentos de iniciación (DGC 274a). La integración de los grupos y movimientos en un proceso único diocesano posibilita que estos asuman la preparación sacramental de sus miembros para la recepción de los sacramentos de la confirmación y el matrimonio, pues aquellos cristianos que han vivido una experiencia eclesial prolongada y se han formado básica e integralmente en la fe, en sus distintas etapas, no necesitan el mismo tiempo ni los mismos objetivos que aquellos que no lo han hecho. 3) Adultos. Cuanto se ha señalado en general se debe entender especialmente indicado con respecto a los adultos, pues es la forma principal de la catequesis (CT 43; CC 237/8; CAd). De las dos modalidades básicas de catequesis de adultos (CC 240) los nuevos movimientos eclesiales (Comunidades neocatecumenales, comunidades de la Palabra, Focolares...) han desarrollado una metodología atenta a la fundamentación de la fe de bautizados no iniciados, en situación cuasi-catecumenal (CT 44), mientras que los movimientos de Apostolado seglar y Acción católica son lugares para la catequesis, incorporando a sus programas de formación los fundamentos de la fe para anunciarlos misioneramente o consolidarlos, según se trate de programas para militantes o para iniciación de los propios miembros. Tanto en un caso como en el otro, la mayor dificultad para poder ser auténticos lugares de catequesis es la falta de un proyecto diocesano de catequesis para adultos (DGC 274b) que establezca lo común, básico y fundamental de los procesos de formación, que pretendan tanto la fundamentación básica de la fe como despertarla o consolidarla. A pesar de ello, es destacable el gran servicio que realizan a la catequesis los distintos movimientos de adultos, tanto por el numero de personas que atienden como por la seriedad de sus programas de formación. Es muy de alabar su actual disposición a revisar sus programas y dejarse interpelar eclesialmente. Buena disposición que merece ser correspondida por un buen proyecto diocesano.

III. Ámbitos de catequesis 1. MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL. a) Documentos. El documento conciliar Inter mirifica y los posconciliares Communio et progressio (1971) y Aetatis novae (1992) exponen las enseñanzas y orientaciones más importantes de la abundante relación de textos, alocuciones y mensajes del magisterio pontificio con respecto a los medios de comunicación social. En ellos se trata de la

naturaleza del proceso comunicativo y de los instrumentos para el derecho y deber a la comunicación, de la titularidad y acceso a los medios, de su incidencia social y de la responsabilidad de su uso, así como del diálogo y cooperación entre la Iglesia y los medios de comunicación social, y también acerca de «la utilización que de los medios de comunicación se ha hecho esencial para la evangelización y la catequesis» (CP 126, 129, 216; AN 9, 11,22;IM3). Para completar la presentación de este ámbito, habrá que acudir, sin embargo, a documentos referidos a la evangelización y a la catequesis, especialmente al DGC en los números 160/2 y 209, que sintetiza lo señalado a este respecto en EN 45, CT 46 y RMi 37. En estos documentos se afirma que los medios de comunicación social, primer «areópago del tiempo moderno», son para muchos el principal instrumento informativo y formativo, y que la Iglesia se sentiría culpable ante su Señor si no los empleara, pues gracias a ellos puede hablar a las masas. La variedad de medios de comunicación social y su constante desarrollo pueden dejar anticuada cualquier presentación específica de los mismos como ámbito para la catequesis. Hablar hoy de prensa, discos, grabaciones, vídeos y audio, e incluso de radio o televisión puede sonar a una presentación anticuada de los medios de comunicación social, cuando la comunicación informática quiere ser el principal medio de comunicación. Parece, pues, razonable tratar de este ámbito para la catequesis en general, pero indicando que cada medio es distinto del otro, realiza su propio servicio y, en consecuencia, exige un uso específico. Cada medio exige de los catequistas «un serio esfuerzo de conocimiento, de competencia y de actualización cualificada. Pero sobre todo, dada la gran influencia que estos medios ejercen en la cultura, no se debe olvidar que no basta usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta misma cultura (cf DGC 161). La importancia de los medios de comunicación social para la inculturación es señalada en el Directorio (209), recordando que hay que equilibrar bien el lenguaje de la imagen con el de la palabra, la salvaguarda del genuino sentido religioso, la promoción de la madurez crítica de los usuarios, la elaboración de los materiales catequéticos y la colaboración entre los agentes pastorales. b) Historia de los medios de comunicación social, como ámbito para la catequesis. Pío XII en la encíclica Miranda prorsus (1957) acota el concepto de comunicación social, aplicándolo a «la difusión de los bienes destinados a la comunidad y a cada uno de los individuos, entendida la difusión en el sentido de comunicación realizada a gran escala» y apunta hacia la utilización de estos en la misión evangelizadora adoptando una posición de «vigilante prudencia de madre... cuidando de proteger a sus hijos en el maravilloso camino del progreso», e invita a educar al receptor y espectador del cine, la radio y la televisión a comprender el lenguaje propio de cada una de estas artes. El Vaticano II, en el decreto Inter mirifica da un paso más, y además de acoger los nuevos medios de comunicación social propone fomentarlos principalmente por medio de los laicos. Asimismo, invita a los seglares a no ser sólo receptores y espectadores formados, sino también usuarios en las distintas tareas evangelizadoras de la Iglesia. La instrucción pastoral Communio et progressio (1971) invita a obispos, sacerdotes, religiosos y seglares a colaborar en publicaciones y emisiones de radio, televisión y cine. La aportación de esta instrucción es incorporar el diálogo como recurso pastoral porque, «la Iglesia desea tratar y dialogar con los informadores —sea cual sea su creencia religiosa— sobre cuanto ella pueda aportar». Aetatis novae (1992) centra su atención no sólo en los profesionales responsables y en el pueblo católico que utilizan los medios de comunicación social, sino en la Iglesia, señalando que ha de

ponerse en actitud de servicio al hombre, portadora de su mensaje de salvación, que está llamada a ser la voz de los sin voz y la voz de la verdad. Desde 1967 la Jornada mundial para las comunicaciones sociales ha tratado a los medios de comunicación social como ámbito para la evangelización y la catequesis de manera específica en los siguientes enfoques: vehículo de la fe (1968), al servicio de la verdad (1972), al servicio de la afirmación y promoción de los valores espirituales (1973) y al servicio de la evangelización en el mundo (1974) e instrumento de encuentro entre fe y cultura (1984) y de la promoción cristiana de la juventud (1985). Al servicio también de la formación cristiana de la opinión pública (1986), de la religión (1989), del mensaje cristiano en la actual cultura informática (1990), de la proclamación del mensaje de Cristo (1992) y los vídeos y casetes en la formación de la cultura y de la conciencia (1993). c) Presencia evangelizadora de la Iglesia en los medios de comunicación social. Actualmente en España la Iglesia se hace presente con distintas fórmulas. En los medios de comunicación social de titularidad pública, en programas concedidos a la Conferencia episcopal española (en RTVE) u obispos (televisiones autonómicas). Son programas que posibilitan la utilización del medio para la evangelización y catequesis, y potencian dimensiones de esta, más adecuadas a este ámbito, como son: el lenguaje testimonial, el lenguaje simbólico y la presentación apologética de los contenidos de la fe. Estos programas son seguidos por el público creyente y convencido, situados en la parrilla de programación en tiempos muertos. También en las televisiones de titularidad pública se presentan las celebraciones y fiestas populares más importantes, con su propio lenguaje evangelizador y catequético y llegan a un público más amplio. La COPE, con accionariado mayoritario de la Conferencia episcopal española y otras instituciones eclesiales, emite semanalmente programas que pueden ser utilizados como ámbitos para la catequesis y que privilegian las dimensiones moral, social y apostólica de la catequesis, con un lenguaje fundamentalmente testimonial. Esta fórmula de titularidad de los medios de comunicación social presta un buen servicio a la catequesis, al cuidar la presentación de una adecuada imagen de la Iglesia, tanto en la información general como en la específicamente religiosa. Televisiones, radios y páginas en Internet propias de diócesis y organismos eclesiales completan la actual presencia de la Iglesia en España. Son iniciativas nuevas que están abriéndose camino con la esperanza de ser un instrumento de evangelización y catequesis, principal preocupación actual con respecto a los medios de comunicación social. El lenguaje catequético que mayor eficacia tiene en los medios de comunicación social es el testimonial. Los testimonios vivos y auténticos de creyentes logran, al divulgarse, un impacto positivo incluso en la audiencia no creyente: testimonios de mártires actuales, la presentación de actividades sociales, la confesión pública de católicos del mundo de la cultura, la política, las artes o el espectáculo, etc. 2. OTROS ÁMBITOS OCASIONALES. a) Peregrinaciones. Un ámbito muy actual con gran experiencia eclesial son las peregrinaciones. De las tres grandes peregrinaciones de la cristiandad, Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela, es esta última la que mejor conserva su ámbito para la catequesis, pues, hecha a pie, en bicicleta o a caballo, utiliza el tiempo y los hitos del camino como instrumento catequético. El tiempo y el espacio son fundamentales en la peregrinación y se utilizan en la catequesis como espacios y tiempos dedicados a Dios, el único necesario, tiempo de emancipación y liberación, de

reconciliación con Dios y con los hermanos, tiempo de gozo. Y espacios y tiempos para la misión y evangelización de la comunidad de peregrinos que se encuentra en el camino. La peregrinación es una imagen plástica de la propia vida cristiana, que se convierte en real en el peregrino. Este peregrina movido por la fe y se encamina al lugar santo, para allí profesar renovadamente su fe. Es la imagen del cristiano, peregrino de la fe recibida como don en el bautismo hasta el encuentro definitivo con el Señor, cara a cara. La peregrinación a Compostela a la que acuden anualmente miles de personas recorre un itinerario —Camino de Santiago— que está marcado por estas características y señalado por la presencia de María —icono de la Iglesia peregrina— y de los apóstoles. Tiene un profundo sentido eclesial. Roma, como centro católico de peregrinación, es meta a la que llevan todos los caminos. Como ámbito de catequesis requiere reservar unos tiempos y visitar las basílicas de San Pedro y de San Pablo, para afianzar al peregrino en su fe apostólica. Jerusalén, centro cristiano de peregrinación, como ámbito para la catequesis tiene una virtualidad eminentemente cristológica. El recorrido por los santos lugares exige ya un tiempo dedicado a ello, que los distintos centros de peregrinación saben utilizar con esta finalidad. Además de estas tres grandes peregrinaciones, otras más locales o nacionales participan de algunas de las posibilidades catequéticas indicadas. b) Encuentros. Juan Pablo II ha instaurado periódicamente encuentros mundiales de la juventud, o de la familia, que participan de lo indicado sobre la peregrinación como ámbito de catequesis. El encuentro con el sucesor de Pedro es un ámbito que subraya lo católico, la gran Iglesia, como signo e instrumento de evangelización del mundo contemporáneo. La preparación y acompañamiento de jóvenes o familias en estas convocatorias garantiza su mejor utilización como ámbito para la catequesis. El modelo de los encuentros con el Papa se ha extendido a otros similares con los obispos en sus diócesis, propiciando una formación eclesial de los que participan en ellos. Otros encuentros en ámbitos parroquiales o de colegios: convivencias, retiros, semanas juveniles... son ocasiones para la catequesis, cuyos objetivos y contenidos necesitan ser programados en cada ocasión. Son lugares idóneos para que la catequesis complete su oferta, subrayando o matizando algunas de las metas que se plantean en los itinerarios más formales de la catequesis de la comunidad cristiana. c) Campañas. En aspectos más puntuales que se necesitan subrayar son también ámbitos para la catequesis las campañas anuales de: Manos Unidas, Día mundial de oración por las vocaciones, Domund, etc., que no se limitan a unas catequesis ocasionales formalmente ofrecidas, sino a un conjunto de actividades celebrativas, reflexivas y de compromiso social y apostólico que posibilitan las dimensiones catequéticas, algunas veces relegadas. BIBL.: ARZOBISPADO DE VALENCIA. DELEGACIÓN DE MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL, La doctrina de la Iglesia sobre los medios de comunicación social, 1993; CANO G., Los medios audiovisuales y la Iglesia, una alianza para los nuevos tiempos, Actualidad catequética 168 (1995); COMISIÓN EPISCOPAL DE APOSTOLADO SEGLAR, Presencia y futuro del apostolado seglar en España, Edice, Madrid 1989; DIÓCESIS DE BILBAO, Catecumenado y comunidades eclesiales, Actualidad catequética 170 (1996); GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987

(especialmente: Movimientos eclesiales, Acción católica, Asociaciones, Lugares de la catequesis, Oratorio, Peregrinaciones, Medios de comunicación social); IRIBARREN J., El derecho a la verdad, BAC, Madrid 1968; MENA GÓMEZ R., La información y la vida de la Iglesia, Actualidad catequética 168 (1995); OURSEL R., Rutas de peregrinación, Encuentro, Madrid 1982. Francisco Ferrer Luján

ANTIGUO TESTAMENTO

SUMARIO: I. Orígenes, raíces, historia: El pueblo de Israel es un pueblo elegido por Dios. El Antiguo Testamento es la respuesta histórica narrativa a su conciencia vocacional. II. Cómo transmite el Antiguo Testamento las historias de un pueblo y las etapas de la salvación de Dios: 1. Orígenes, fundamentos y formación del pueblo; 2. Asentamiento del pueblo y nacimiento de las instituciones políticas y religiosas; 3. La dimensión poética y sapiencial de Israel. III. Catequesis sobre Antiguo Testamento: teología narrativa: 1. Presupuestos para una catequesis sobre Antiguo Testamento; 2. Variables diferenciales en la catequesis bíblica del Antiguo Testamento.

I. Orígenes, raíces, historia Los seres humanos individuales y también los pueblos nos hacemos preguntas acerca de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. El ser humano, según los datos que conocemos de su historia, siempre se ha interrogado sobre sus orígenes. La razón se debe a que, por una parte, un•ser humano sin historia, y un pueblo sin raíces históricas, acaba perdiendo su identidad. Y, por otra, se debe al estímulo activo que proporcionan tales interrogantes. No es difícil constatar hasta qué punto estas preguntas por los orígenes propios han sido las que, en muchos casos, han guiado los descubrimientos y avances de la historia humana. Es importante centrarse en el presente, desde luego, pero sin dejar de tener la vida anclada en el pasado. Tocamos, en este punto, una de las cuestiones que preocupan hoy, especialmente en relación con las generaciones más jóvenes. El presentismo chato y pragmático, sin negar sus aspectos positivos, obstaculiza el proceso por el cual el ser humano va construyendo el sentido de su vida. La perspectiva de los orígenes, por el contrario, posibilita tener una historia a la que remitirse para descubrir ese sentido. El cristiano se hace también esta pregunta, que, lejos de ser abstracta, aunque se trate de una cuestión existencial, es, por definición, un interrogante concreto que pide respuestas concretas. Estas solemos encontrarlas y transmitirlas en forma histórica narrativa. La fe cristiana tiene una historia, historia de salvación de Dios a la humanidad, que se narra a través de personajes concretos con sus nombres, su tierra, sus costumbres, su familia. Esta historia, que vincula a cristianas y cristianos con el judaísmo antiguo, se remonta hasta los inicios mismos de la humanidad. Un pueblo con profundidad de sentido se hace preguntas universales sobre los orígenes. Es decir, se interroga sobre su misma condición humana. El cristiano que se hace preguntas acerca de sus fundamentos encuentra una línea de respuestas cuando lee el Antiguo Testamento. Y, en la perspectiva del pueblo de Israel, las historias y los libros del Antiguo Testamento constituyen la respuesta que el pueblo se dio cuando se interrogó, a su vez, por sus orígenes y fundamentos. Y es que el interrogante sobre quiénes somos, de dónde venimos, por qué estamos aquí y cuál es nuestro sentido en la vida, no es más que el interrogante vocacional.

EL PUEBLO DE ISRAEL ES UN PUEBLO ELEGIDO POR DIos. EL ANTIGUO TESTAMENTO ES LA RESPUESTA HISTÓRICA NARRATIVA A SU CONCIENCIA VOCACIONAL. ¿Cuándo y con qué motivo se hace Israel la pregunta sobre sus orígenes, sobre su procedencia? El punto de partida se encuentra en su conciencia de elegido. Israel tiene una especial conciencia de ser un pueblo llamado gratuitamente por Dios. La conciencia vocacional en la Biblia, sin embargo, incluye la misión; por lo tanto, Israel se siente un pueblo en cuyos orígenes se encuentra una Palabra divina que le dice que Dios se ha fijado en él y que, por ello, le envía en medio de las naciones, para que, a través de él, sean benditos todos los pueblos de la tierra. Las preguntas sobre el propio origen, si bien pueden surgir en cualquier momento de la vida d e un individuo o de un pueblo, y pueden ser suscitadas por muy diversas circunstancias, tienen momentos más propicios que otros. En el ser humano individual una época crítica e importante es, por ejemplo, la adolescencia, cuando el sujeto debe integrar su infancia con los cambios que experimenta y con el proyecto de futuro que su cuerpo y el resto de su persona parecen indicarle. Pero Israel no ha tenido un momento único propicio para interrogarse sobre sí mismo, como tampoco lo tiene el individuo humano. Israel se ha hecho esta pregunta muchas veces y, al responderse, se ha asignado diferentes inicios de sí mismo en cuanto pueblo. Debemos destacar, de entre todos esos momentos, el período en torno al siglo IV, cuando Israel, después de dos deportaciones y en medio de experiencias difíciles de digerir, se encuentra en un tiempo de incertidumbre y de dolor. Estas circunstancias de crisis piden a la fe religiosa de Israel una respuesta. En esta época se considera que se redactó el Pentateuco, corpus literario de los orígenes y fundamentos de Israel; una época que estaba caracterizada por una pluralidad social, cultural y religiosa, que hacía necesario un pacto de unidad entre las distintas tendencias que componían el mosaico del judaísmo. Israel nana sus orígenes étnicos y religiosos, integrando en su historia diferentes orientaciones y tradiciones, diferentes teologías y concepciones de la historia, ofreciendo, de este modo, una repuesta diversificada a las crisis por las que había pasado en cuanto pueblo. Esta pluralidad de tendencias religiosas se refleja en los escritos del Antiguo Testamento, especialmente en los libros del Pentateuco, narraciones y normativa, en los que pueden apreciarse las llamadas cuatro fuentes o hipótesis documentaria: el J (yavista), E (elohísta), P (sacerdotal) y D (deuteronomista). Tal respuesta, decíamos, significa que Israel se ha hecho la pregunta por su origen muchas veces y, cada vez, se ha asignado un comienzo. Pero si esto es así, ¿cómo se explica, sin embargo, su unidad? Esta unidad le llega a través de acontecimientos históricos de gran valor simbólico y, en gran medida, universal, junto con algunas figuras de referencia, que se integran en la historia conjunta. Entre tales historias y figuras de referencia, tomadas en sentido cronológico-evolutivo, sobresalen las siguientes: 1) orígenes y fundamentos, creación del mundo, de la vida y de la humanidad por la palabra y mano de Dios; historia de la creación y maduración de la primera pareja humana (Adán y Eva); comienzo de la historia humana, el mal como violencia contra la vida (Caín y Abel, Noé y el diluvio); elección e historias familiares de los patriarcas y las matriarcas; nacimiento del pueblo en el paso del mar e historias de su maduración a la libertad en el tiempo de su estancia en el desierto (Moisés, Aarón y Miriam, Josué, los jueces y líderes como Débora, Jael, Sansón...); 2) período monárquico o del nacimiento de las instituciones: la monarquía davídica y salomónica, la división del reino, la profecía como instancia crítica religiosa y social (los profetas anteriores y posteriores al destierro); 3) las crisis y la infidelidad a Yavé como motivación de la catástrofe del destierro de Babilonia; las historias de las dificultades y el aprendizaje de la convivencia con otros pueblos y culturas (tiempo del dominio persa) y el período helenista con la pluralidad de tendencias del judaísmo.

II. Cómo transmite el Antiguo Testamento las historias de un pueblo y las etapas de la salvación de Dios

¿Cómo se explica Israel a sí mismo? ¿Cómo entiende y vive su identidad? ¿De qué forma lo ha dejado plasmado y cómo ha querido transmitirlo? El Antiguo Testamento, en primer término, muestra que Israel no tiene una identidad separada de su relación con Dios. Es decir, que cuando el pueblo se pregunta: «quién soy», su respuesta siempre tiene que ver con Yavé. Su forma de interpretarse a sí mismo y de transmitirlo a las siguientes generaciones, pasa por formas literarias que favorecen la comunicación y la identificación. Por ejemplo, las narraciones del Exodo dicen que Israel es el primogénito de Yavé (cf Ex 4,22); algunos profetas, como Oseas y Jeremías, prefieren decir que Israel es la novia o la esposa amada de Yavé (cf Os 2). Y cuando, por el contrario, el pueblo pierde su norte, las razones vuelven de nuevo a referirse a las relaciones con Yavé: Israel ha dejado de ser el hijo amado o la esposa fiel (cf Jer 3,20), para convertirse en una prostituta o en un hijo desaprensivo. Toda la historia que Israel se cuenta a sí mismo y transmite a sus generaciones futuras tiene un marcado sello relacional con Dios. Y las dos expresiones literarias principales que utiliza son la narración y la poesía. La normativa está incluida en contextos narrativos. 1. ORÍGENES, FUNDAMENTOS Y FORMACIÓN DEL PUEBLO. Israel, cuando se mira a sí mismo y se pregunta por sus orígenes, se encuentra con Dios hecho Palabra que llama a la vida (cf DGC). En estos comienzos se encuentran ya unidos para siempre la Palabra y la acción (DGC 139). Israel se definirá a sí mismo en la palabra y la acción y en sus relaciones mutuas: su palabra, sobre todo la palabra de diálogo y respuesta a la palabra de Dios, y sus acciones, en conformidad o disconformidad con la voluntad de Dios, marcarán su historia. Esta importancia que da Israel a la fuerza de la Palabra explica que se organice, como pueblo, en torno a ella. La creación está narrada en dos relatos unidos entre sí por algunas claves de interpretación, como por ejemplo los procesos progresivos de perfeccionamiento en cada realidad creada, a medida que avanza la vida, y los procesos de diferenciación, mayores cuanto más avanza. Así, el ser humano en el relato primero (el P, Gén 1,27-28) se encuentra como el culmen de la creación, con respecto al resto de la vida. Pero este ser humano es, a la vez, el ser más diferenciado y perfecto de todos. Visto en relación con el segundo relato (el J, 2,4b-3,23), sin embargo, este ser humano es tan solo un esbozo general que se va diferenciando y perfeccionando en la medida en que va transcurriendo la narración de los procesos a través de los cuales se va haciendo humano: el acto de nombrar y diferenciar (cf Gén 2,19), el reconocimiento de la igualdad y diferencia ante otro ser humano (cf Gén 2,23), la adquisición del conocimiento, la palabra, la libertad, la decisión (cf Gén 3,1-8), la desobediencia y sus consecuencias (cf Gén 3,8-24)... Cuando se va leyendo este doble relato con estas claves, se percibe la creación y la llamada a la vida por parte de Dios como un proceso paciente y amoroso de maduración. La mayoría de los exegetas y de los teólogos suelen interpretar el segundo relato, Gén 2,4b-3,24, como una historia de trasfondo mítico según el esquema de caída, culpa y castigo. En la historia, en este caso, estaría narrado el origen del mal, de acuerdo con Rom 5,12-21: los humanos son responsables de la desobediencia, interpretada como pecado, es decir, como culpa moral ante Dios; y Dios, a su vez, castiga el pecado marcando, de este modo, tanto la condición humana como su historia posterior. Sin embargo, en virtud de su misma forma narrativa, abierta y de talante mítico, otros exegetas y teólogos creen ver en los dos relatos de la creación el proceso de maduración de los humanos bajo la palabra y la mirada de Dios. Aquí no se podría hablar todavía de historia. En estas narraciones, según tal interpretación, se muestran los humanos en sus estadios más inmaduros y van creciendo en la medida en que Dios les brinda un ámbito de libertad, es decir, una posibilidad de escoger y decidir. Para tomar la decisión de comer del árbol del conocer bien y mal, se requiere esa curiosidad que impulsa al descubrimiento y al conocimiento y este, en efecto, sobreviene

cuando se toma conciencia y se abren los ojos. En este caso, la desobediencia no estaría marcada tanto por una culpa moral cuanto por la misma dinámica de la maduración de los humanos a la libertad. Los orígenes del mal, así, no estarían tan vinculados a esta desobediencia de un estado anterior a la historia humana cuanto al relato de la violenta historia de Caín y Abel, que tiene lugar fuera ya del paraíso, y, por lo tanto, dentro de la historia. Este primer acto de violencia humana entre iguales tiene su continuidad en otras historias violentas que culminan, en una primera gran etapa, en el relato del diluvio, esa segunda oportunidad recreadora que Dios da a la humanidad. En este caso, la acusación de pecado es explícita (cf Gén 6,11-13). La tierra estaba llena de violencia (algunas traducciones hablan de maldad o perversidad) y se hace preciso un nuevo acto creador. De este modo, por un lado se ofrece una imagen de Dios que confía, aunque castigue, y que da segundas oportunidades a sus criaturas. Por otro, se indican los extremos a que puede conducir la violencia humana, como raíz del mal que afecta a todo el ecosistema en el que los humanos se desenvuelven. Es indudable la importancia pedagógica que siguen teniendo hoy tales relatos, dado el lugar que la violencia parece ocupar en nuestro mundo y en nuestra época. Las cotas destructivas del mal trato que los humanos se dan entre sí y que dan al ecosistema aparecen en el centro de la educación divina del camino humano hacia la responsabilidad moral de sí mismo, de los demás y del resto de la creación. En estas historias de orígenes y fundamentos, se incluyen los orígenes remotos del pueblo en tres grandes niveles: el de las historias familiares de Abrahán y Sara, y el resto de patriarcas y matriarcas que se cuenta en la segunda parte del libro del Génesis (Gén 12-36) y la historia de José (Gén 37-50); el de la historia del éxodo de Egipto y su estancia en el desierto, donde tiene lugar la alianza de Dios con Israel y donde se establecen las leyes fundamentales para la convivencia y regulación del pueblo, que se encuentra en los libros del Exodo, Números, Levítico y Deuteronomio, y, por fin, el tercer nivel, el de la llamada conquista de la tierra prometida, Canaán, que se narra en los libros de Josué y de los Jueces. La primera palabra de confianza, alianza y amistad con el pueblo, tiene lugar mediante las personas y la familia de Abrahán y Sara. Y, a partir de ellas, en las de sus generaciones futuras, que constituirán las bases del árbol genealógico de Israel: Agar, la esclava, con su hijo Ismael; Isaac y Rebeca; Jacob y sus mujeres Raquel y Lía, con sus respectivas esclavas, Bilhá y Zilpá, que dieron origen a los 12 hijos y a Dina, la hija, de quienes saldrían las 12 tribus de Israel. En estas historias, de un profundo y complejo talante humano, se manifiesta la cercanía y la fidelidad de Yavé, dispuesto a llevar adelante su promesa de bendición a todas las naciones, aunque le fallen sus amigos y amigas; se manifiesta, asimismo, el profundo respeto de Dios ante la libertad humana, pero también su absoluta libertad para intervenir en la vida de los personajes, siempre, eso sí, sin violentar aquellos dones que él mismo dio a sus criaturas. En el Exodo, la Biblia cuenta otro de los inicios del pueblo, menos ancestrales en este caso, pero de una importancia básica y única. Ya no se trata de los antepasados, sino de quienes fundaron el pueblo. Israel comienza a ser un pueblo gracias a la desobediencia civil de unas mujeres, matronas egipcias, que no dejan morir a los niños israelitas a pesar de la orden del faraón de asesinarlos (cf Ex 1,1-22). Y, en seguida, gracias a otras tres mujeres, que salvan la vida de Moisés, el libertador, y que le cuidan y educan (su madre biológica, su hermana y la princesa de Egipto, madre adoptiva), el personaje puede convertirse en líder y elegido de Dios (cf Ex 2,1-10). Moisés, cuando ya ha madurado y ha pasado por todo un proceso purificador de su vocación (cf Ex 2,11-15); cuando llega a tener los mismos ojos de Dios para ver la realidad de su pueblo (cf Ex 3,1-10) como la ve Dios mismo, saca a Israel de Egipto, como le ha ordenado Yavé, le hace pasar el Mar Rojo y lo conduce por el desierto a lo largo de 40 duros años, a pesar de sus múltiples resistencias. El pueblo, en toda esta etapa, va aprendiendo lentamente quién es: quién le ha dado la vida, quién

le ha ofrecido la libertad, el apoyo, la seguridad; quién le ha guiado, qué significa ser un pueblo libre y cómo se llega a vivir todos estos dones. Israel aprende la verdadera libertad de pasar de la servidumbre del pueblo, al servicio de Dios, en medio de protestas, nostalgias, resistencias y pataletas infantiles con el agua y la comida. Y Dios, aunque se impacienta de vez en cuando, no se desespera. Sigue a su lado mediante su presencia en los personajes mediadores y mediante sus descensos a la tienda del encuentro. Pero el mismo Dios va pidiendo, cada vez más, una responsabilidad moral a las acciones, y consecuencias de las acciones, de todo el pueblo y también de sus líderes (Moisés, Aarón y Miriam). En los libros que siguen al Pentateuco, Josué y Jueces se nana la continuación de esta historia de comienzos. ¿Cómo llega Israel a Canaán? ¿Cómo consiguen establecerse las tribus? Aunque los historiadores, apoyados en las evidencias arqueológicas y en los documentos extrabíblicos y de la historia universal, intentan reconstruir la historia de los comienzos de Israel en Palestina, no existe unanimidad en tal reconstrucción. Lo más probable es que se trate de una ocupación parcial, que tuvo lugar nada más en las mesetas centrales de Palestina, donde se refugió el grupo que vino con Moisés del desierto y con cuya llegada se produjo una revuelta de los campesinos y pastores que habitaban tales mesetas. Lo cierto es que los relatos nos hablan de una larga y difícil convivencia entre diferentes etnias, marcada por múltiples conflictos políticos y religiosos. En resumen, los libros del Pentateuco y los de Josué y Jueces, narran la vocación de Israel y sus primeros pasos en la historia. Grandes temas de estas narraciones son la imagen de Dios creador y libertador; la institución de la pascua, el significado del paso del Mar Rojo, la alianza y el nombre de Dios, el don de la ley en un contexto histórico, la idolatría como respuesta negativa del pueblo, el credo histórico, la tierra que simboliza la identidad, el pan y la libertad. 2. ASENTAMIENTO DEL PUEBLO Y NACIMIENTO DE LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS. LOS libros de Samuel y Reyes y, en una versión posterior, los libros de las Crónicas, narran el nacimiento, auge y decadencia de una de las instituciones políticas más ambiguas de Israel: la monarquía. A la par, tiene lugar el establecimiento de otra gran institución: la profecía. La profecía es una institución religiosa ligada a la monarquía y, en muchas ocasiones, a contrapelo de ella y de otras instituciones políticas. Es, a la par, la instancia crítica que Dios suscita en Israel a fin de que este no olvide ni sus orígenes ni su misión. Los profetas recuerdan al pueblo tanto su condición de relación libre y fiel con Yavé como las consecuencias sociales e históricas que de esta conciencia se derivan: la justicia social, el derecho humano a la libertad y la parcialidad y la predilección de Dios por los pobres y desamparados. Los reyes y líderes políticos representan al pueblo. Son elegidos por Dios para proteger la identidad de Israel, animar su vida social, política y religiosa y para tener especial cuidado de los más desgraciados. Sin embargo, el abuso del poder, la ambición del dinero y el deseo ególatra de prestigio por parte de estos líderes, acarrean nuevas opresiones e injusticias y amenazan la identidad religiosa de Israel, que acaba por volverse a los ídolos y olvidarse de Yavé. Los profetas son la voz doliente de Dios por su pueblo, la crítica dura a su conducta y la insistente llamada a la conversión. Porque siempre hay, para Yavé, una segunda oportunidad. El pueblo, obcecado en su pecado, acaba cayendo en las manos de otros pueblos que lo deportan, lo someten y pretenden arrebatarle su identidad. La decadencia del sistema político y su correlato social y religioso, injusto y excluyente, acaba siendo una trampa mortal para Israel. El lector cristiano advierte, en las diferentes historias y reconstrucciones interpretativas de los hechos, de qué forma se anudan entré sí lo privado y lo público y cómo unos niveles tienen consecuencias en el otro. Aprenderá de la historia de David de qué forma se encadenan el abuso del poder, el sexo y la violencia asesina (cf 2Sam 11) y advertirá cómo, en la actualidad, estos nudos siguen vigentes. O cómo, según las profecías de Amós, Oseas y otros, la existencia de pobres es consecuencia del injusto reparto de los bienes y de pactos políticos cuyo objetivo es el aumento del poder y la

riqueza de personas e instituciones determinadas. Del mismo modo que verá en el libro de Rut de qué forma la misericordia de una mujer, extranjera y que no pertenece oficialmente a la fe israelita, es signo de la misericordia de Dios, que restablece la justicia y prolonga la vida de los pueblos. O cómo el compromiso de personajes individuales, como la reina Ester y Mardoqueo, pueden evitar un genocidio. En resumen, a través de la lectura de los libros históricos y proféticos (1 y 2Sam; 1 y 2Re; Crón, Esd, Neh, Rut, Tob, Jdt, Est, 1 y 2Mac; Is, Jer, Ez, Dan, y profetas menores) el creyente accede, entre otras cosas, a una imagen de Dios de múltiples rasgos, interpretación proyectiva, en muchos casos, de las situaciones por las que pasan los individuos y los pueblos; una imagen de Dios colérica, exigente y justiciera, en muchas ocasiones, pero también un Dios entendido y experimentado como dialogante, paciente, de entrañas de misericordia y de perdón. El lector creyente accede mediante la lectura de estos libros a la ambigüedad de la historia y del ser humano, a sus contradicciones, a sus intentos de conversión y al dolor que experimenta ante las consecuencias de sus pecados. 3. LA DIMENSIÓN POÉTICA Y SAPIENCIAI, DE ISRAEL. El Antiguo Testamento es un buen ejemplo de la unidad entre poesía y narración y entre estas formas literarias de expresión y comunicación y el realismo y la fantasía. La prosa narrativa de las historias del Antiguo Testamento incluyen elementos de fantasía y de poesía. A menudo, poemas como los de algunos salmos se convierten en narraciones en verso de las historias de siempre. El pueblo, así, une la vida y la fe de múltiples maneras. Ora narrando litúrgicamente, una y otra vez, los grandes acontecimientos de la salvación (cf Sal 105-107; 114). Escucha la crítica de los profetas, pero también sus anuncios cargados de esperanzas y de sueños, como los del segundo Isaías, en poéticos oráculos. Expresa la crisis de fe que acarrea la perplejidad del mal en el mundo y en uno mismo, el sentimiento de injusticia de ver cómo medran los que consideramos malos y lo mal que les va a los que consideramos justos, mediante la historia versificada de un individuo llamado Job. El lector creyente puede seguir haciendo suyas las terribles preguntas de Job a Dios, sus desgarradas protestas y sus quejas, de rabiosa actualidad. Descubrirá, así, como también en muchos de los refranes populares del libro de los Proverbios, o del Sirácida, la tensión de la fe, las preguntas que la vida hace a esta y la difícil respuesta posible, a pesar de Jesús y de su pascua. Aprenderá el carácter de misterio inaprensible de Dios y la dificultad para manipularlo, junto con la tentación continua de engañarse con su imagen, de reducir la complejidad de la vida a simplistas preguntas-respuestas que dan seguridad, pero que no responden a la historia de la salvación... En los libros poéticos el lector creyente podrá respirar la frescura del mejor erotismo poético al reconstruir los diálogos amorosos entre la amada y el amado del Cantar de los cantares, integrando, de nuevo, la experiencia humana del amor apasionado con la experiencia religiosa del amor de Dios por su pueblo y por cada uno de sus individuos. Porque, antes como ahora, sabemos que hay experiencias desbordantes que prefieren la evocación y el lenguaje abierto, creativo y poco sujeto a las normas, de la poesía. En resumen, podemos decir que nada de lo que sea humano, tanto desde el punto de vista individual como desde el punto de vista social y colectivo, escapa a la historia de Israel, que, como pueblo creyente, la cuenta y la transmite como historia sagrada, como historia religiosa. El Dios que se revela en los libros del Antiguo Testamento no tiene un rostro único, ni es homogéneo, rígido, estereotipado y unívoco. Es un Dios de rostro múltiple, revelado en las diferentes épocas, pedagógicamente adaptado a cada momento del pueblo y de su capacidad de comprensión. Un Dios de una variada y rica expresividad, que cada creyente debe reconstruir a partir de diversos fragmentos, pero desde la perspectiva que ofrece Jesús en los evangelios. Y el ser humano que revelan las múltiples páginas del Antiguo Testamento se muestra, asimismo, en su enorme diversidad, en su múltiple rostro y sus diversos contextos. Si el rostro de Dios, a partir de sus

grandes atributos y de sus múltiples fragmentos, se revela cercano y misterioso, íntimo e inaprensible, el rostro humano que se deja mirar y llamar por Dios, se revela en la hondura de su misterio. Por eso acercarse a ambos sigue siendo una forma de encuentro con uno mismo.

III. Catequesis sobre Antiguo Testamento: teología narrativa Aunque el corpus legal y los libros poéticos del Antiguo Testamento tienen enorme importancia, me ha parecido más pedagógico centrarme en las narraciones, es decir, en las posibilidades catequéticas que encierra la teología narrativa veterotestamentaria. 1. PRESUPUESTOS PARA UNA CATEQUESIS SOBRE ANTIGUO TESTAMENTO. a) Lo primero que cualquier catequista y catequizando debe tener presente es la importancia del Antiguo Testamento para el Nuevo Testamento. Los evangelios no pueden entenderse bien ni se puede captar mucho de su mensaje sin tener una buena información y formación sobre el Antiguo Testamento. En efecto, hay esquemas literarios, trasfondos de mentalidad, costumbres, escenas, personajes, citas... que sólo son comprensibles en su contexto cuando se sabe de dónde vienen, a qué se refieren y de qué forma se adecuan o contrastan con lo que prescribía el Antiguo Testamento. Para entender el sentido y el mensaje del midrás de la infancia de Jesús en Mateo es preciso conocer el Exodo, el libro de Josué y la interpretación del destierro como un nuevo éxodo invertido que realiza el pueblo. No es igual, por otro lado, explicar este trasfondo que, una vez conocido, evocarlo en una lectura atenta de estos capítulos de Mateo. Estos textos, en efecto, presuponen este conocimiento y pretenden evocarlo a fin de que quien los lea o escuche perciba semejanzas y diferencias y, en ellas, el sentido de lo que se narra. b) El segundo supuesto catequético para el Antiguo Testamento es, lógicamente, el de la conciencia de la distancia en tiempo, época, lengua, espacio y cultura entre el Antiguo Testamento y quien entra en contacto con él. Este supuesto debe ser consciente. Es decir, si no hay conciencia de estas distancias será preciso crearla. Con ello se evitarían problemas que, con frecuencia, son difíciles de abordar, como el literalismo, el fundamentalismo y el empirismo histórico, que es el responsable de entender los textos como meras ventanas desde las que cada cual se asoma al mundo antiguo, sin tener en cuenta que los textos tienen toda una historia en la que se ha seleccionado un determinado material y se ha desechado otro; que esta selección se ha llevado a cabo según los propósitos a los que se destinan cada uno de los libros y que pueden ser propósitos de propaganda nacionalista o, por el contrario, de apertura universal; propósitos litúrgicos o de identificación religiosa con la fe yavista. Cada contexto y cada situación requerirá unos determinados recursos. En unas ocasiones bastará con evocar la historia del propio pueblo indígena que se acerca a las Escrituras, como es fácil que ocurra en pueblos de América latina, por ejemplo. En otras podrá recurrirse a ciertos materiales ya creados a propósito, unas veces, o como expresiones artísticas, en otras; por ejemplo, puede ser útil tener a mano algunas películas y novelas que han intentado con éxito reconstruir los entornos de épocas y personajes bíblicos. c) El tercer supuesto es el respeto que requiere la forma en que se transmite el mensaje. Por ejemplo, un poema, antes de ser explicado, debe ser adecuadamente leído o escuchado a fin de que produzca el impacto que pretende en el oyente o lector. Si se comienza una catequesis con la lectura de un poema del libro de la Sabiduría o de un poema del segundo Isaías con la explicación directa, se mata el mensaje que conlleva la forma explícita, que es eso que llamamos poesía y poema. Es preciso insistir en ello porque nuestras catequesis bíblicas se han caracterizado hasta ahora, y todavía se siguen caracterizando, por un altanero desprecio y una tremenda falta de respeto hacia la forma del mensaje de salvación de las Escrituras, como si se pudiera separar el

mensaje de la forma en que este se brinda. Catequistas y catequizandos deben aprender a percibir el mensaje en sus formas concretas, como aprendizaje existencial para percibir la revelación continuada del Señor en los diversos modos en que hoy se brinda. Es, por tanto, un supuesto necesario para la actitud de discernimiento. d) El cuarto supuesto se refiere a ciertos elementos que tienen que ver expresamente con la sensibilidad de nuestro tiempo. Me refiero a los contextos culturales raciales, clasistas y sexistas que se reflejan en las Escrituras. Y por ello, este supuesto se relaciona con la percepción de ciertas imágenes de Dios y de las normas éticas. Si se ha tenido en cuenta el segundo supuesto, entonces este será más sencillo de crear o de abordar, porque, evidentemente, están relacionados. Así, por ejemplo, no se pueden abordar las historias de Jacob y de sus mujeres, Lía y Raquel, sin tener en cuenta, entre otras muchas cosas, la condición de la esclavitud en aquellos tiempos, la mentalidad sobre las posesiones y los rasgos del trato que se daba a esclavas y esclavos. Pero, además, dado el papel que juegan en estas historias Zilpá y Bilhá, esclavas de Lía y Raquel, como madres de algunos hijos de Jacob, pero pertenecientes a sus señoras, debe tenerse en cuenta no sólo esta condición de esclavitud, sino el sesgo sexista y clasista que impregnaba la relación de estas mujeres con Jacob, pero también con las señoras o esposas legales, y las consecuencias relacionales que todo ello tenía en la convivencia y trato entre los hijos e hijas 1. Esto evitaría que la catequesis y la transmisión de los textos bíblicos reforzara el clasismo, el nacionalismo a ultranza y el sexismo en una sociedad que, como la nuestra, aunque sea en el nivel de las aspiraciones, pretende la construcción de una sociedad más igualitaria, acorde con el mensaje de Jesús y del conjunto del Nuevo Testamento. e) El último supuesto que puede pedirse a la catequesis sobre el Antiguo Testamento tiene que ver con dos tentaciones siempre presentes cuando se lee la Biblia. La primera se refiere a la pregunta por la verdad de lo narrado en el Antiguo Testamento y que, generalmente, encubre la pregunta sobre aquella forma de verdad que prevalece en la mentalidad occidental, la verdad histórica, entendida como evidencia documental verificada y contrastada científicamente. La segunda tiene que ver con la inmediatez de la aplicación. Suele formularse, más o menos, con una pregunta así: ¿y esto qué me dice a mí hoy? O, más en concreto, ¿me vale esto para la vida? Si el trasfondo de la primera cuestión es un reduccionismo acerca de la condición de la verdad de un mensaje y las condiciones en las que solemos aceptarla, el trasfondo de la segunda se refiere a un cierto utilitarismo inmediato en el plano de la fe. Si esto no me vale para este momento, en mis circunstancias y de forma concreta, entonces es que no vale. Es decir, si no es útil para mí aquí y ahora, entonces no me sirve. Es preciso salir al paso de cada una de estas tentaciones, creando unos supuestos lo suficientemente asentados como para que interfieran lo menos posible en las catequesis. Son cuestiones que suelen llevarse mucho tiempo y muchas energías en las sesiones, clases, cursillos y, al final, no suelen dar mucho fruto. La tentación del concepto empirista y periodístico de la verdad es típica de nuestro tiempo. Pero, además, es irracional. Pretende que los hechos pueden separarse de su significado o que este siempre se ajusta a una pretendida objetividad. En realidad, en esta cuestión laten problemas que tienen que ver con los conceptos teológicos de inspiración y revelación. Si en ellos no se introduce cuanto antes la categoría de encarnación y no se advierte la importancia que adquieren las mediaciones históricas, culturales y subjetivas (de sujeto o de los sujetos), el catequista, el educador, estará fomentando una concepción del mensaje cristiano desligado de la historia, o una imagen de Dios que se manifiesta sin contar con la naturaleza (milagrismo), el ser humano y la historia, e incluso contra ellas, por más criaturas que sean. Transmitirá la imagen de un Dios bíblico caprichoso y poderoso, al que gusta dejar bien claro quién es el que detenta el poder y que

se muestra celoso de los humanos que pueden robarle prestigio y protagonismo. Este Dios, no lo olvidemos, será muy difícil de conciliar con el Dios de Jesús que presentan los evangelios. La otra tentación, utilitarismo inmediato religioso, es también difícil de frenar. Ciertamente, la Biblia es un libro en el que el ser humano de todos los tiempos sigue reconociéndose. Pero para que los humanos nos reconozcamos y hagamos nuestros los textos y su mensaje, sin anacronismos de graves consecuencias, es preciso contar con esas distancias a las que hice referencia al tratar el supuesto segundo: la necesidad de tomar conciencia de la distancia entre el Antiguo Testamento y hoy, en todos los sentidos. Lo que transforma la vida es un cambio de mentalidad y este no se realiza de la noche a la mañana ni por reiterados intentos de aplicaciones literales del supuesto mensaje inmediato de los textos. Captar el mensaje del Antiguo Testamento es ir captando la mentalidad del pueblo, la forma en que Dios actúa y los personajes y grupos interpretan que Dios actúa en sus vidas. Esto hace que, lentamente, aprendamos a mirar la vida y la realidad, a nosotros mismos y a Dios, de una manera nueva, y que nos acerquemos al evangelio con una preparación interior que nos capacite para escuchar, como dirigida a nosotros, la palabra de Dios en Jesús. 2. VARIABLES DIFERENCIALES EN LA CATEQUESIS BÍBLICA DEL ANTIGUO TESTAMENTO a) En la perspectiva del género hay que contemplar algunas peculiaridades por las que debe tenerse en cuenta si se trata de niñas, adolescentes, jóvenes y adultas, o si se trata de niños, adolescentes, jóvenes y adultos. La variable del género traspasa la de la edad. La primera cuestión que no debe obviarse es que la transmisión del Antiguo Testamento, ya sea como historia sagrada, ya sea como lectura litúrgica continua en las eucaristías diarias o festivas, o incluso en los estudios sistemáticos de teología, comporta un sesgo sexista, incluso cuando se dice que no se hacen diferencias. Muchos miles de mujeres testimonian y denuncian este sesgo. En primer término, no debe olvidarse que el Antiguo Testamento es un conjunto de libros de mentalidad patriarcal 2. En segundo término, la catequesis no puede ignorar a las múltiples mujeres que hay en todos los libros de la Escritura. En tercer lugar, hay que explicar el sesgo sexista cultural e histórico de ciertos textos; tal vez de la mayoría. Y esto debe ser explícito. Y, en último término, el punto de partida que guíe tanto las explicaciones sesgadas, como la inadecuación de modelos, costumbres, etc. debe ser el de los evangelios, con expresa referencia a la conducta de Jesús para con cada uno de los géneros. Cuando los textos tengan varias alternativas válidas de interpretación, sería éticamente deseable que se eligieran aquellas que fueran menos lesivas para la dignidad del 52% de la humanidad, las mujeres, que, además, constituyen hoy la parte más victimizada por la pobreza (feminización de la pobreza) y la violencia. Por ejemplo, habría que tenerlo en cuenta al narrar y explicar los textos de la creación de la humanidad. b) En la perspectiva de las edades. 1) Para los niños, teniendo en cuenta los diferentes momentos evolutivos de la religiosidad, es fundamental privilegiar la modalidad narrativa de la catequesis bíblica. Por una parte, se respeta la forma del mensaje y, por otra, se respeta y aprovecha la capacidad imaginativa y fabuladora de los niños. No olvidemos que nuestra cultura es, en gran medida, narrativa. Esto significa que el catequista debe vigilar su tendencia a ofrecer explicaciones racionalistas, proyección de sus preocupaciones e intereses, más que adecuación a la mente infantil y a los estadios psicoevolutivos de su religiosidad. Es importante no separar la imagen de Dios de las historias en las que interviene. Habrá que prestar atención a no hablar de Dios como de un elemento que hay que explicar aparte.

Los niños y las niñas tienen enorme facilidad para deducir cómo es Dios a partir de las historias en las que aparece e interviene. Es preciso, también, evitar las moralejas. Las historias ya son morales, y la moraleja que no es pedida por niños indica que el catequista no confía en la moralidad de la historia que ha contado o que ha explicado o leído para ellos. En otras ocasiones manifiesta dudas y problemas de educadores, catequistas y orientadores, acerca de la moralidad de ciertas historias. Para ilustrar lo que quiero decir, me remito a las actitudes confiadas que solemos tener ante narraciones de dudosa moralidad como los cuentos clásicos infantiles. En la mayoría de ellos abunda la violencia, se divide a los humanos de forma maniquea en buenos y malos, se realizan acciones que no son generosas, se da cabida a venganzas, castigos durísimos, ausencia de piedad... Y, a pesar de todo, la mayoría de los adultos no se hace problema sobre tan dudosa moralidad... En cambio, sienten terribles reticencias y no confían en los niños al transmitirles ciertas historias bíblicas que, como esas otras, suelen contener muchas ambigüedades y que, como esas otras, pueden cumplir un objetivo religioso y de discernimiento moral, según la mentalidad de cada edad y las necesidades psicológicas y evolutivas de cada momento. No es necesario evitar o eliminar el mal, el sufrimiento o las tragedias en las historias del Antiguo Testamento. No olvidemos, de nuevo, que los cuentos infantiles integran los elementos perversos y trágicos de la vida. A este respecto es importante, siempre que sea posible, acabar las historias con finales felices. De este modo, sin ocultarles la realidad, las historias del Antiguo Testamento contribuyen a crear un esquema psicológico de referencia positivo, confiado y catártico. Se prepara, así, el marco pascual de la fe y la confianza básica de que el bien y la luz vencen al mal y a la tiniebla. Son interesantes, a este respecto, las historias del Exodo. En la narración de historias bíblicas veterotestamentarias a niños es importante evitar crear esquemas sexistas, racistas y clasistas. Estas historias tienen garra suficiente como para crear estereotipos de los que luego es difícil deshacerse; o para reforzarlos, cuando ya existen (que suele ser lo común). Cuando ocurre algo así, se añade un serio inconveniente en relación con los evangelios y pueden ocurrir varias cosas: que se empleen los mismos esquemas sexistas, racistas y clasistas al leer las historias evangélicas, incapacitándose así para apreciar las rupturas innovadoras de Jesús y del reinado de Dios; que se haga un corte maniqueo, considerando el Antiguo Testamento como un estadio negativo en su conjunto, olvidando la filiación religiosa judía del mismo Jesús y obstaculizando, de paso, el diálogo ecuménico con la religión judía; que los esquemas creados o reforzados dificulten la dinámica pedagógica de la revelación de Dios en Jesús, ya que no podría percibirse la contemporaneidad de la continuidad y la ruptura innovadora. Por último, es preciso señalar que, sobre todo entre los 4 y los 8 años, no es necesario contar muchas historias bíblicas a niños, sino contar muchas veces las mismas historias, animarles a que las repitan y las narren entre sí y a otra gente, a que las interpreten, reproduzcan y representen de diferentes maneras. Esta repetición es la que forma en ellos esquemas psicológicos, sociales y religiosos de referencia. Esto advierte ya de la importancia que tiene saber seleccionarlas. 2) En relación con los adolescentes, contando con la dilatación de este período en nuestras sociedades occidentales, sería bueno tener en cuenta algunas cosas como las siguientes. No desestimar en ningún momento la importancia de la dimensión narrativa de la fe, a partir de las historias del Antiguo Testamento, aunque es indudable que las mismas preguntas de chicas y chicos irán orientando el tipo de explicaciones que sobre ellas necesitan. Por ejemplo, es momento de ofrecerles una buena y seria introducción a las Escrituras, a medida que cada historia vaya pidiendo contexto, análisis histórico y social y teología. Es un momento especialmente oportuno para introducirles en la perspectiva de la antropología cultural aplicada a los textos

bíblicos. De este modo, el despertar de una nueva forma de pensamiento se une a la fuerza narrativa del mensaje religioso. Debe tenerse en cuenta que las narraciones y explicaciones bíblicas han de favorecer la personalización de la fe en los chicos, debido a su tendencia a la abstracción, así como debe favorecerse en ellos la integración del ideal en la realidad y en la vida, dada su propensión a situarlo fuera. En las chicas, será preciso prestar atención a que los sentimientos y emociones, que en un principio ayudan a personalizar la fe, no las cierren en una espiritualidad intimista de corte espiritualista. En esta etapa es fundamental configurar modelos en el horizonte de sentido de chicas y chicos. En el Antiguo Testamento hay una impresionante gama de héroes y antihéroes, que pueden contribuir positivamente a la dinámica psicológica y religiosa de la imitación e identificación de actitudes, soporte necesario para, en una época posterior, dar el paso hacia el seguimient o de Jesús, verdadera actitud de fe madura con respecto al personaje central. Es importante, también, tener en cuenta los momentos de dudas y crisis de fe. Abordarlos con historias bíblicas, como las experiencias de Jeremías o de Job o del Qohélet, por ejemplo, es una forma indirecta y eficaz de clarificación, ayuda y liberación. Del mismo modo, es interesante saber situar adecuadamente la dimensión moral de las historias del Antiguo Testamento, evitando una moral heterónoma y favoreciendo una moral teónoma y de actitudes, que ayude, positivamente, a crear la propia capacidad de discernimiento y de libertad interior. 3) En lo que respecta a los jóvenes, así como a los adultos, creo que, además de dar continuidad a la tarea catequética bíblica comenzada con la etapa adolescente, podría acentuarse y ampliarse la formación para una lectura crítica y creyente del Antiguo Testamento. Existen diversos métodos de praxis, entre los que destaco el de la lectio divina, de probada tradición eclesial, en sus diferentes momentos de lectio, oratio, collatio, contemplatio y actio. Como criterios y cuestiones a tener en cuenta señalo los que me parecen más relevantes. Es importante para una persona creyente, sea joven o de más edad, prestar atención a la complejidad y ambigüedad que caracterizan las historias, situaciones y personajes del Antiguo Testamento. Con ello queda de manifiesto una imagen de Dios respetuosa con la libertad humana, pero también confiada en la responsabilidad de las personas y de la dinámica histórica. Sería de desear que se favoreciera un adecuado análisis social y político, de forma que la intervención de Dios en la vida de la humanidad, tal y como aparece revelada en su Palabra, no sea situada al margen de la historia misma y sus vicisitudes. Muy importante, a mi modo de ver, sería que los creyentes, jóvenes y adultos, fueran madurando en capacidad interpretativa. De hecho, las narraciones, como teología narrativa, se prestan a diversas interpretaciones que, ciertamente, deben ser adecuadamente evaluadas en su contexto literario, canónico e histórico. En este sentido, no está de más advertir del peligro que catequistas y formadores en la palabra de Dios, suelen correr al precipitarse en dar las respuestas antes, incluso, de que hayan sido formuladas las preguntas. Más pedagógico, si las preguntas no surgieran, sería provocar interrogantes. Pero, además, considero que catequistas y animadores de la Palabra no deben tener miedo a dejar abiertos algunos graves interrogantes, para los que las Escrituras, el Antiguo Testamento en nuestro caso, no tiene respuestas, o que, incluso, ha dejado dolorosamente abiertos. Piénsese, a modo de ejemplo, en el libro de Job, que abre unos interrogantes que después no cierra. O, en un sentido distinto, en el libro de Jonás de final abierto, provocación para el lector, lectora u oyente, que puede, si quiere, comprometerse a poner un final concreto, o puede seguir eligiendo dejarlo abierto...

Concluyendo, la catequesis sobre el Antiguo Testamento, de eminente modalidad narrativa, puede convertirse en verdadera escuela de fe y de humanidad, de compromiso social y liberador para todo creyente. Precisa, quizás, buenos catequistas, que hayan realizado procesos serios de formación bíblica. NOTAS: 1. Puede verse al respecto E. ESTÉVEZ, Las esclavas, y M. NAVARRO, Las extrañas del Génesis, tan parecidas, tan diferentes, en I. GÓMEZ ACEBO (ed.), Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997. — 2 Actualmente existe una ingente cantidad de libros y de artículos en los que se pone de relieve, tanto el sesgo sexista de la transmisión de la Biblia en los círculos cristianos y judíos, como las posibles alternativas a fin de ofrecer una perspectiva diferente y más igualitaria. En español, entre otras, puede verse C. BERNABÉ, Biblia, en M. NAVARRO (ed.), 10 mujeres escriben teología, Verbo Divino, Estella 1995. BIBL.: AA.VV., La Biblia en grupo. Doce itinerarios para una lectura creyente, Verbo Divino, Estella 1997; AA.VV., La nueva crítica del Pentateuco, Estudios bíblicos 52 (1994); CHARPENTIER E., Para leer el Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 1986; GóMEZ ACEBO L (ed.), Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997; Los libros de Josué, Jueces y Rut, Herder-Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid 1995; MESTERS C., La formación del pueblo de Dios, Verbo Divino, Estella 1997; Lectura orante de la Biblia, Verbo Divino, Estella 1997; NAVARRO M., Barro y aliento. Exégesis y antropología de Gén 2-3, San Pablo, Madrid 1993; PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Ciudad del Vaticano 1993; SICRE J. L., Introducción al Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 1992.

Mercedes Navarro Puerto

ANUNCIO MISIONERO NDB

SUMARIO: I. Nuestro contexto socio-cultural. II. El anuncio en la misión de la Iglesia: 1. El anuncio como elemento esencial de la misión; 2. El contenido del anuncio misionero. III. El anuncio misionero en la pastoral actual. IV. El anuncio misionero en la catequesis. V. Condiciones para el anuncio misionero: 1. La comunidad misionera; 2. Los cristianos presentes en el mundo; 3. Un lenguaje capaz de anunciar: signos y palabras.

La etimología del término catequesis habla de hacer eco, hacer resonar. Es necesario suponer un sonido, una voz previa, que haga posible el eco, la resonancia. Este significado originario nos sitúa ante un aspecto de la acción catequética que suele olvidarse o ignorarse con frecuencia: la necesidad de un anuncio, de una proclamación de Jesucristo, cuya resonancia en el interior de la persona que está en camino hacia la fe es desarrollada por la catequesis. De tal forma que con dificultad se podrá entender una catequesis que no haya sido precedida por una acción kerigmática, de proclamación.

I. Nuestro contexto socio-cultural Toda reflexión sobre la acción pastoral ha de tener siempre presentes los condicionamientos históricos en que se realiza dicha acción. No todas las acciones tienen igual validez en contextos diferentes; más bien, cada contexto y cada circunstancia configuran la urgencia, la importancia y el modo de llevar a cabo una acción pastoral. Ciñéndonos al campo de la reflexión catequética, puede afirmarse que las condiciones de nuestra cultura, en cuyo seno ha de realizarse la catequesis, han experimentado cambios profundos en el último medio siglo. Si en épocas relativamente recientes la catequesis podía acentuar sin dificultad su dimensión de instrucción sobre la fe (en particular sobre sus contenidos), dando por supuesto que esta fe había sido ya despertada y educada inicialmente, hoy este planteamiento

resulta absolutamente inválido. La situación llamada de cristiandad ha dejado paso a otra que puede llamarse de secularización radical, y que en nuestro contexto comienza a llamarse poscristiana. En ella es posible encontrar muchos elementos que hacen referencia a lo cristiano en la cultura y en la vida social, aunque las mismas personas que utilizan estas referencias pueden no tener en absoluto una opción personal de fe. Puede oírse hablar de Jesucristo, pero no percibirse que Jesucristo es anunciado. La tremenda presión mediática que se da en nuestra cultura hace que cualquier anuncio o afirmación, por importante que pueda ser, corra el riesgo de ser banalizada. Nuestra aldea global es un mercado plural de propuestas de sentido. Para muchas gentes, el anuncio de Jesucristo resulta ser una oferta más entre otras: la dinámica publicitaria ha acostumbrado al hombre de hoy a hacer caso sólo a las propuestas que le resultan atractivas y convincentes. En este contexto debe situarse la Iglesia para plantearse la obligación ineludible de hacer el anuncio misionero y de encontrar la forma y las condiciones para llevarlo a cabo.

II. El anuncio en la misión de la Iglesia Cuando Jesús, antes de subir a los cielos, envía a sus discípulos, les da el encargo de anunciar el evangelio (Mt 28,19; Mc 16,15). La misma tarea que él había llevado a cabo durante su vida pública, de anunciar actuando y enseñando la Buena Noticia del amor de Dios Padre, queda después confiada a los discípulos, de forma que la condición evangelizadora se convierte en la identidad de la Iglesia: «Ella existe para evangelizar» (EN 14). En esta tarea, nada ni nadie la puede suplir, de modo que todo lo que hace la Iglesia, o lo que pueda hacer, o está al servicio de la evangelización, o hay que decir que no tiene razón de ser en ella; hasta tal punto es central su misión evangelizadora. 1. EL ANUNCIO COMO ELEMENTO ESENCIAL DE LA MISIÓN. El testimonio del Nuevo Testamento es muy significativo cuando muestra la clara conciencia que tenían los apóstoles y las primeras comunidades de su responsabilidad de evangelizar. Las expresiones son muy reveladoras: «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 4,20) y tantas otras. La urgencia de esta primera época es que Jesucristo sea conocido y creído, y el camino para ello es el anuncio directo. Luego, a lo largo de los siglos, han variado las formas de llevar a cabo esta misión. Han cambiado también las épocas y los acentos de esta tarea, desde los grandes procesos de inculturación del cristianismo en el pensamiento antiguo o medieval, pasando por las difíciles y generosas misiones entre paganos de los siglos XVI-XX, hasta la presencia silenciosa y martirial de los cristianos en las Iglesias de detrás del telón de acero, ya en nuestros días. Hoy, en nuestros países llamados de vieja cristiandad, se plantea a los cristianos la urgencia de hacer presente el anuncio misionero de Jesucristo en un ambiente de indiferencia y a unas personas que vienen de vuelta de lo cristiano. Se trata de un reto de envergadura que reclama imaginación y audacia para seguir siendo fieles a la misión. Toda la actual tarea pastoral, que puede considerarse como de mantenimiento, debe ser consecuente a la acción primordial e ineludible que confiere su identidad a la Iglesia: el anuncio de Jesucristo y de su evangelio. Aunque haya, quizá, que preguntarse si en muchos casos no se ha invertido el orden y la importancia de estos elementos. 2. EL CONTENIDO DEL ANUNCIO MISIONERO. En el origen de la fe hay necesariamente un anuncio que despierta la adhesión primera y el deseo de seguir buscando. El anuncio que hace Jesús y que reciben sus discípulos y contemporáneos es el de Dios Padre que actúa en favor del hombre, que es amigo de pobres y sufrientes, que rescata con misericordia a los perdidos, y que anuncia y proclama una nueva situación, el Reino, en el que actuarán unos nuevos valores. Pero la historia personal de Jesús y, en particular, su muerte y resurrección, llevarán a los discípulos a ampliar este anuncio que ellos mismos habían escuchado a su Maestro. En adelante, la Buena Noticia va a ser el propio Señor Jesús, que se convierte no sólo en el mensajero, sino en el mensaje del amor de Dios y de su intervención salvadora: «Jesús mismo es el evangelio de Dios» (EN 7). El es el signo

III. El anuncio misionero en la pastoral actual Es significativo que una de las llamadas más insistentes de los agentes de pastoral sensibles al actual momento histórico sea la de pasar de una pastoral de cristiandad a una pastoral de misión. Esta se entiende como una pastoral que tiene en cuenta el vacío de fe y de opción personal por Jesucristo, incluso en personas practicantes al estilo tradicional, cuanto más en personas y grupos sociales que viven al margen de la fe y de la pertenencia real a la Iglesia, aunque hayan sido sacramentalizados. Sin olvidar el número creciente de no bautizados entre las generaciones más jóvenes. A este vacío de fe, la Iglesia no puede responder más que planteándose como tarea prioritaria la pastoral evangelizadora, en la que resulta central el anuncio misionero. El Congreso de Evangelización y hombre de hoy, celebrado en 1985, en su conclusión 16, afirmaba: «En nuestra situación histórica, es urgente pasar de una pastoral de conservación a una pastoral de misión; por ello, consideramos tareas prioritarias de nuestra Iglesia reevangelizar a los cristianos y evangelizar a los alejados y a los no cristianos, iniciando en la fe a niños, jóvenes y adultos. De esta forma, la Iglesia participa en la edificación de un mundo y una humanidad nuevos». Hay que reconocer que, por la acción del Espíritu, han surgido en la Iglesia en los tiempos recientes diversas fórmulas de acción misionera, promovidas por personas o grupos, que han intentado dar respuesta a esta urgencia. Igualmente, los diferentes movimientos de orientación catecumenal que se han desarrollado entre adultos y jóvenes tienen una componente importante de acción misionera, ya que normalmente se dirigen a personas alejadas que necesitan hacer su camino de fe completo. Junto a esta realidad consoladora, se constata, con preocupación, que muchas de las acciones normales de la pastoral de nuestras parroquias, cuyos destinatarios son personas alejadas y, en algunos casos increyentes, tienen un escaso o nulo talante evangelizador, por lo que no llegan a ser ocasión de que Jesucristo sea anunciado. El estudio que se hizo al respecto en las diócesis españolas con ocasión del Congreso Parroquia evangelizadora en 1988, resulta revelador y preocupante al mismo tiempo. La razón puede estar en que la mayoría de los presbíteros, agentes directos de esta acción pastoral, no fueron preparados para esta nueva situación cultural y no se encuentran capacitados para afrontar sus retos. Este deberá ser, por ello, un aspecto a tener muy en cuenta en el futuro en la formación de los sacerdotes jóvenes y de los candidatos al sacerdocio. Otra explicación puede ser la dificultad de encontrar formas válidas de comunicación significativa que lleguen al hombre de hoy, que vive permanentemente aturdido por los impactos mediáticos. Estas constataciones nos hacen ver que el cambio de sentido de la acción pastoral, que se considera deseable y necesario, no resulta fácil en absoluto, aunque se tengan las mejores intenciones y deseos.

IV. El anuncio misionero en la catequesis Sabemos que el anuncio misionero es anterior a la acción catequética. Sin embargo, en muchas ocasiones no resulta posible o no hay oportunidad de hacer las cosas conforme a este modelo teórico. Entonces se hace necesario que ambas acciones se den de modo simultáneo: el anuncio se realiza en un contexto de catequesis y la catequesis no es sólo desarrollo de la proclamación, sino proclamación al mismo tiempo (piénsese, por ejemplo, en las catequesis prebautismales y preeucarísticas de muchas de nuestras parroquias). La misma necesidad puede darse en circunstancias de religiosidad popular, quizás sincera,

pero mezclada con una profunda ignorancia religiosa. La catequesis, en estos casos, no sólo debe pretender dar contenido a la fe, sino despertarla de forma inicial, mediante el anuncio misionero. Esta es la modalidad que, en algunas 'regiones, se está llamando catequesis misionera (inspirada en el Directorio general de pastoral catequética [DCG] 18, en EN 56 y en CT 19), que acentúa la dimensión misionera, tratando de suscitar, en primer lugar, la conversión al evangelio. «La situación concreta de muchos cristianos está pidiendo una carga fuerte de primera evangelización en la actividad catequética propiamente dicha» (CC 49). El Directorio general para la catequesis de 1997 (DGC), al hablar de las diferentes situaciones socio-religiosas ante la evangelización, llama a ésta situación intermedia, ya que en ella «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33). Esta situación requiere una nueva evangelización. Su peculiaridad consiste en que la acción misionera se dirige a bautizados de toda edad, que viven en un contexto religioso de referencias cristianas, percibidas sólo exteriormente. En esta situación, el primer anuncio y una catequesis fundante constituyen la opción prioritaria (DGC 58). El anuncio misionero, que se orienta a la catequesis, debe entenderse como una acción en dos tiempos: el primero, que es el anuncio propiamente dicho, propone a Jesucristo y su evangelio y llama a la adhesión de fe; el segundo, que es llamado pre-catequesis, se concibe como un tiempo de búsqueda, de clarificación y de decisión de seguir el proceso catequético (CAd 204-210). La puesta en práctica de este anuncio misionero y del acompañamiento de las personas en el tiempo de la precatequesis exige a la Iglesia la preparación cuidadosa de agentes capacitados para esta delicada tarea pastoral. En cuanto a la metodología, hay que tener en cuenta que la presencia simultánea del anuncio y de la catequesis propiamente dicha puede demandar una cierta alternancia de los métodos. Mientras la catequesis puede tener unos acentos más asertivos o expositivos, referidos a los contenidos de la fe, el anuncio debe ser más interpelante y directo. A lo largo del itinerario catequético, ambos deberán ser sabiamente utilizados y dosificados por el catequista, al servicio del acompañamiento hacia la fe de las personas que tiene confiadas.

V. Condiciones para el anuncio misionero A pesar de que, como recuerda la EN, «la Iglesia existe para evangelizar», no siempre aparece como patente e incuestionable que allí donde la Iglesia está presente está también la acción misionera y el anuncio explícito de Jesucristo. En ocasiones, el peso de tradiciones añadidas, o la rutina, o la instalación, puede acarrear el olvido de lo esencial y, en la práctica, la acción misionera queda relegada y llega a no estar presente. Si tal situación, aunque no sea aceptable en principio, ha podido tener una cierta explicación en tiempos pasados, de cristiandad, en las circunstancias actuales se convierte en un grave pecado de omisión. Hoy no es posible suponer que el anuncio y el conocimiento de Jesucristo pueda llegar a las personas y a los ambientes por otro cauce que no sea la propia comunidad eclesial y el testimonio y la palabra de los cristianos. Con todo, el anuncio misionero no se produce de forma espontánea o automática, simplemente por la presencia de la Iglesia. Es necesario que se den algunas condiciones, que vienen demandadas por el contexto cultural en que nos movemos. 1. LA COMUNIDAD MISIONERA. El fundamento bíblico y eclesial de la misión es claro, y los textos del magisterio de nuestros días reafirman la misma conciencia: «La Iglesia entera es misionera, la obra de la evangelización es un deber fundamental del pueblo de Dios» (EN 59). Se trata de que, en su existencia concreta e histórica, la Iglesia —las Iglesias particulares y cada comunidad inmediata—vivan según esta conciencia. Para ello se necesita, en primer lugar, que exista

comunión. Los miembros de la Iglesia saben que no están unidos por una agregación puramente casual o sociológica, sino por el Espíritu del Señor, que es quien construye la unidad. Cuando una comunidad vive esta comunión, se cumple lo que pidió Jesús en su oración: «Padre..., que todos sean una sola cosa... para que el mundo crea» (Jn 17,21). Así lo expresa Juan Pablo II: «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» (ChL 32). La comunión crea unidad desde la aceptación de la pluralidad de carismas y de vocaciones. Esto es signo de la riqueza que da el Espíritu para que la misión pueda llevarse a cabo. La comunidad misionera es alimentada permanentemente por la Palabra, por la eucaristía y por la oración en común; en ella tiene un lugar privilegiado la iniciación a la fe a través de itinerarios catecumenales; es una comunidad abierta, capaz de acoger a los de fuera y de compartir con los pobres; en sintonía con el entorno social y sabiendo estar presente en medio de él de forma testimonial y significante. Este estilo de ser y de estar es el que da a la comunidad misionera el respaldo para poder anunciar de forma creíble el mensaje de Jesucristo. Por el contrario, si la comunidad no presenta estas características, sino que se conduce dentro de esquemas puramente tradicionales, más vuelta al pasado que al presente y al futuro, es claro que le faltarán no sólo la energía para llevar el anuncio a los hombres, sino la fuerza y el respaldo moral que necesita para que este sea tomado en consideración. «Será, sobre todo, mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo» (EN 41). 2. Los CRISTIANOS PRESENTES EN EL MUNDO. En una cultura secularizada, se afirma cada vez más la necesidad de que quienes lleven a cabo el anuncio misionero sean los mismos que viven plenamente inmersos en esa cultura y en sus ámbitos normales de vida. Una Iglesia clerical o clericalizada difícilmente puede ser hoy misionera. El testimonio ante los no creyentes y la propuesta directa de la fe procede de la condición bautismal más que de la ordenación sacramental. El problema se presenta muchas veces porque la'mayoría de los cristianos laicos no tiene conciencia de este aspecto específico de su condición y vocación laical y porque, incluso teniendo esta conciencia, les falta preparación para llevar a efecto la tarea misionera. El Vaticano II desarrolló ampliamente la originalidad y el alcance de la vocación de los laicos (LG y AA). Después de él, parece irse afianzando la convicción de que el papel de los laicos en la tarea misionera es irremplazable. Esta tarea se lleva a cabo en dos ámbitos: el de la construcción de la ciudad secular según el proyecto de Dios y el del diálogo misionero y el anuncio explícito de Jesucristo que se va haciendo en las fronteras de la fe, allí donde es impensable la presencia y la credibilidad de un ministro ordenado. Para iluminar la situación que hoy se vive, es posible remontarse a los primeros siglos cristianos, cuando la expansión del cristianismo entre los gentiles estaba plenamente en manos de los laicos, hombres y mujeres convencidos de su fe y capaces de contagiarla por la fuerza de su testimonio. Hoy nos encontramos en situaciones bastante semejantes a aquellas, aunque con nuevas dificultades añadidas, como son las ya citadas condiciones de la sociedad poscristiana. 3. UN LENGUAJE CAPAZ DE ANUNCIAR: SIGNOS Y PALABRAS. Una última, aunque no menos importante, condición para que se dé el anuncio misionero, es que este sea transmitido en un lenguaje capaz de ser comprendido por sus destinatarios. Aun más allá de la comprensión, este lenguaje debe ser capaz de interpelar y de invitar a la respuesta. El anuncio de Jesucristo no consiste sólo en una transferencia de información sobre él, sino en una llamada a adherirse a él, por lo que la intensidad comunicativa del lenguaje debe ser mucho mayor. Este lenguaje, a semejanza del que usó Jesús, está hecho a la vez de signos y palabras. a) Los signos. Dentro de la dinámica de la evangelización, los signos son aquellas acciones, conductas, gestos, que sólo encuentran explicación remitiendo a la verdad o realidad que

significan (Jesús, no sólo se manifiesta como «Luz del mundo», sino que devuelve a un ciego la vista: Jn 8,12; 9,1-41). Es verdad que los signos que hizo Jesús eran los propios del Hijo de Dios y no es posible pretender repetirlos. Sin embargo, él promete a sus discípulos que, en su tarea de evangelizadores, «les acompañarán signos» (Mc 16,16-18). Estos signos han estado y continúan estando presentes en la historia de la evangelización. Hoy los signos son, por lo general, formas de conducta de los cristianos que, siendo comunes, resultan en cierto modo extrañas o interpelantes en el contexto en que tienen lugar: por ejemplo, la pobreza asumida voluntariamente, el compromiso desinteresado por los demás, la honradez en contextos donde es común la corrupción, la forma esperanzada de afrontar el dolor, la enfermedad o la muerte. Y lo mismo que en el nivel personal, puede decirse del testimonio de las comunidades cristianas: cuando son lugares abiertos de acogida incondicionada, cuando se da una generosidad al compartir y al ayudar a los necesitados, cuando se denuncian, incluso con riesgos, situaciones de injusticia. En un caso o en otro, se trata de signos de liberación que actualizan aquello que Jesús anunció y prometió a sus discípulos. Esta variedad de signos que hoy pueden estar acompañando a la evangelización, son los que preparan a la comprensión y a la aceptación del anuncio misionero, ya que permanentemente están remitiendo a la realidad de la fe y de Jesucristo, a partir de la cual se van haciendo comprensibles. Todo este proceso dinámico de la evangelización puede encontrarse bellamente descrito en numerosos textos del reciente magisterio de la Iglesia (AG 11-12; EN 17-24; RMi 4243). b) Las palabras. Recuerda el Concilio que «la revelación de Dios se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas» (DV 2). En la evangelización, que consiste en anunciar a los hombres la revelación y la intervención salvadora de Dios por Jesucristo, también van unidos los signos y las palabras: «estas proclaman las obras y explican su misterio» (DV 2). Las palabras humanas que hacen posible el anuncio misionero son, en primer lugar, palabras para un diálogo, que después tendrán que ser palabras para un anuncio. En cuanto palabras al servicio del diálogo, deben pertenecer a la cultura, al pensamiento y a las experiencias de los destinatarios. Sólo así pueden conformar un lenguaje significativo, es decir, cargado de sentido. En el evangelizador, la condición para poseer este lenguaje es la encarnación, la inmersión en la realidad del destinatario. Desde ella, podrá ir deshaciendo prejuicios, provocar una búsqueda y acompañar los pasos del evangelizado que quizá anda aún en la oscuridad. En cuanto palabras al servicio del anuncio, deberán ser, en primer lugar, fieles a la verdad revelada que se pretende transmitir, y que la Iglesia entrega en fórmulas acuñadas, y, al mismo tiempo, ser capaces de expresar su contenido profundo utilizando un lenguaje que tenga sentido para quien lo escucha. En los tiempos y circunstancias actuales, no es pequeño el esfuerzo que deberán hacer los evangelizadores para hallar este lenguaje válido que está reclamando el anuncio misionero. De nuevo en EN 63 encontramos enunciadas las exigencias de adaptación y de fidelidad que requiere el lenguaje de la evangelización. El anuncio misionero resulta hoy irrenunciable como punto de partida para una catequesis que debe desarrollar una fe inicial ya presente. En unas ocasiones este anuncio será previo a la catequesis y, en otras, tendrá que ser simultáneo a ella. En cualquier caso está llamado a ser la piedra de toque de toda la actividad que la Iglesia debe llevar a cabo al servicio de su misión y del hombre de nuestros días. BIBL.: Congreso «Evangelización y hombre de hoy», Edice, Madrid 1986; Congreso «Parroquia evangelizadora», Edice, Madrid 1989; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); GEVAERT J., Primera evangelización, CCS, Madrid 1992.

Antonio Mª. Alcedo Ternero

BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN

SUMARIO: I. El bautismo: teología y liturgia: 1. Predicación apostólica y bautismo; 2. Teología bautismal; 3. El bautismo en la práctica actual; 4. Liturgia bautismal. II. La confirmación: praxis y contenidos: 1. Dos prácticas iniciatorias cristianas en la Iglesia; 2. El sacramento de la confirmación; 3. Efectos propios de la confirmación; 4. La confirmación en las Iglesias occidentales. III. Catequesis del bautismo y la confirmación: 1. Preliminares para la catequesis; 2. Sacramento e increencia; 3. Situación frecuente en las catequesis de bautismo y confirmación; 4. La pedagogía de Dios. IV. Catequesis del sacramento del bautismo: 1. El bautismo de adultos (3065 años) y jóvenes (19-29 años). El precatecumenado; 2. El catecumenado y la fidelidad al RICA; 3. El bautismo de los recién nacidos o de muy corta edad; 4. El bautismo de los niños en edad escolar y catequética (6-11 años); 5. El bautismo de los preadolescentes (12-14 años). V. Catequesis del sacramento de la confirmación: 1. Planteamiento catequético global; 2. La catequesis de confirmación con los adolescentes; 3. Algunos elementos para la catequesis y la celebración.

I. El bautismo: teología y liturgia 1. PREDICACIÓN APOSTÓLICA Y BAUTISMO. a) Palabra, fe-conversión y bautismo. Son reveladores los testimonios de la práctica eclesial primitiva. En ellos la predicación apostólica y la conversión que le sigue van siempre acompañadas del bautismo del nuevo creyente. Palabra, fe-conversión y bautismo: este es el orden. Así sucede en el discurso de Pedro en Jerusalén (He 2,37-38.41), en el de Felipe en Samaría (He 8,13), en la conversión del eunuco de Candaces (He 8,35-39), en la conversión de Saulo de Tarso (He 9,18; 22,14-16), en el caso de Pedro en casa de Cornelio (He 10,47-48), en la conversión de Lidia en Filipos (He 16,14-16), en Corinto en la conversión de Crispo, jefe de la sinagoga (He 18,8), y con los seguidores del Bautista de Efeso (He 19,1-7). Tanto es así, que conversión y bautismo aparecen como los gestos básicos para la inserción en las filas de la comunidad cristiana (He 2,41; cf CCE 1253). El hecho de que Jesús fuera bautizado por Juan al iniciar su misión pública parece haber sido la causa decisiva para que la Iglesia naciente adoptara un rito bautismal muy parecido al de Juan Bautista y lo convirtiera en signo distintivo de todo aquel que confiesa que Jesús es Señor y salvador. b) Bautismo ¿en nombre de quién? Significado cristocéntrico-trinitario. En un principio este baño por «el agua y el Espíritu» (Jn 3,5) era dado «en el nombre de Jesucristo» (He 2,38; 10,48); «en el nombre de Jesús, el Señor» (He 8,16; 19,5; 1Cor 6,11); «en Cristo» (Gál 3,27) o «en Cristo Jesús» (Rom 6,3). Se trata de diferentes fórmulas que quieren subrayar el grado de pertenencia a Cristo de todo aquel que, convirtiéndose a la esperanza del Reino, se adhería a él confesándolo como «único Salvador». Así se desvanecía toda pretensión de salvación fuera de la comunidad cristiana. Ante el carácter salvífico del bautismo cristiano, Juan Bautista puede exclamar: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno que no conocéis; viene después de mí, pero yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias» (Jn 1,26-27.33). Mateo tiene especial interés en mostrar la superioridad del bautismo de Jesús sobre el de Juan (Mt 3,13-15). El mismo Mateo cierra su evangelio con palabras solemnes puestas en boca de Jesús y que recogen la comprensión bautismal de carácter estrictamente trinitario presente en las primeras comunidades: «Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del

Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19s). Poco después la Didajé y Justino citan esta fórmula trinitaria como ya totalmente usual hacia finales del siglo I 1. Con mucha anterioridad Pablo incorpora muchas referencias trinitarias al hablar del bautismo (1Cor 6,11; 2Cor 1,21-22; Ef 4,5; cf CCE 1223, 1225 y 1226). 2. TEOLOGÍA BAUTISMAL. a) Bautismo y nueva alianza. Como rito simbólico nacido en un ambiente judío, el bautismo cristiano expresa desde los primeros momentos la novedad decisiva introducida por Cristo en la historia de la salvación. De esta forma el bautismo desplaza y suplanta también los ritos de la antigua alianza. Asumiéndolos en parte, la novedad de Cristo los transforma totalmente infundiéndoles un nuevo significado. A algunos, como por ejemplo la circuncisión, los abroga totalmente (Gál 2,1-3). Esta superación no se realizó sin serias dificultades, llegando a enfrentar incluso a los mismos dirigentes de la comunidad. Los Hechos de los apóstoles cuentan cómo la Iglesia de Jerusalén, después de larga y enconada discusión, toma la decisión de admitir entre sus filas a miembros que no provienen del judaísmo, los incircuncisos (He 15,1ss). A partir de este momento los cristianos disfrutan de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,lss). Por su pertenencia a Cristo han quedado totalmente desligados de la ley y la práctica judía. Ante la nueva alianza, la antigua ha perdido todo su valor salvífico (Rom 4,9-12; Gál 5,6; 6,11-16; 1Cor 10,1-5; He 10,43-48). b) Bautismo y vida nueva «en Cristo». Ya más positivamente el Nuevo Testamento designa el bautismo como baño regenerador (Tit 3,4-7; 1Cor 6,10-11; Ef 5,26; Heb 10,19-25), que comporta un nacimiento a la vida divina y hace al hombre, por tanto, verdadero hijo de Dios (Gál 3,26-28; Rom 6,1-14; Col 2,11-15; 1Jn 3,9; 2Pe 1,4; cf Gál 4,4-7; 1Pe 1,3-9). En Rom 6,3-11 y en Col 2,10-15, Pablo explica el proceso de salvación que se realiza en el bautismo mostrando un paralelismo entre el bautismo y la muerte y resurrección de Cristo: Cristo, que murió, fue resucitado por Dios para la vida eterna. El bautismo se asocia a esta muerte y resurrección de Cristo. Por una parte, el bautismo significa una renuncia al pecado hasta la muerte. Así muere el hombre viejo. Pero, de la misma forma que Cristo superó la muerte a través de la resurrección, el bautizado es «incorporado a Cristo» en esta victoria sobre la muerte y el pecado. Esta nueva vida que recibe en el bautismo es la vida de la filiación divina. Por eso el bautismo es designado con toda propiedad como un «renacer de lo alto» (Jn 3,5) para vivir la vida de «los hijos de Dios» (Rom 8,12-17; Gál 4,6-7; 5,13-16; cf CCE 1215, 1243, 1263 y 1265). c) Simbología bautismal en el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento encontramos gran variedad de expresiones que hacen referencia directa al bautismo. Se trata de expresiones comparativas o simbólicas con una doble polaridad. Por una parte, expresan la centralidad de Cristo en la nueva vida del cristiano. Por otra, manifiestan y describen el nuevo ser del bautizado. Así se habla de «ser iluminados por Cristo». El bautizado ha pasado de las tinieblas a la luz (Ef 5,814; Flp 2,15), ha sido iluminado por Cristo (Jn 1,9; Ef 1,18), es hijo de la luz (lTes 5,5), camina en la luz (1Jn 1,5-7; 2,7-11), tiene que revestirse de las obras de la luz (Rom 13,11-14; cf CCE 1216). El paso de la muerte a la vida se expresa con frecuencia como un despojarse del «hombre viejo», para revestirse del «hombre nuevo» (Ef 4,20-24; Col 3,8-11), revestirse del Señor Jesucristo (Rom 13,14; Gál 3,27). Por el bautismo, el hombre ha sido injertado en Cristo (Col 2,6-7), para que de esta forma pueda vivir su nueva existencia que proviene de Cristo (cf CCE 1269). El bautizado ha sido marcado —sellado al fuego— con la impronta del «Espíritu como prenda de salvación» (2Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30; 2Tim 2,19). Este Espíritu ha sido derramado sobre el bautizado (lCor 2,12; Un 2,20.24-27).

Los bautizados son transformados en «piedras vivientes» para la edificación espiritual (lPe 2,5) que «es el templo de Dios» (lCor 3,10-17), o «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,19). Esta edificación tiene a Cristo como único «fundamento» (1Cor 3,11) y como «piedra angular» (Ef 2,20; cf CCE 1265 y 1268). Por el bautismo el hombre recibe las arras del Espíritu, como primicia de lo que vendrá (Rom 8,2225; 2Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14). Ha sido «derramado en nuestros corazones... el Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5; lCor 6,11; Tit 3,4-7), convirtiendo nuestros corazones en templo donde él habita (Rom 8,9; lCor 3,16; 6,19; Ef 2,22; 2Tim 1,14), tal como Cristo había prometido a sus apóstoles (Jn 14,17). La unción del Espíritu dado por el bautismo nos convierte en «ciudadanos de los consagrados y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19; Col 3,1-3), en ciudadanos del cielo (Flp 3,20), destinados a ser herederos de la vida eterna (He 20,32; Rom 8,15-17; Ef 1,18; Col 3,24; lPe 1,3-5; cf CCE 1274). d) Bautismo y nueva existencia: liberada, reconciliada e incorporada. Esta variedad de expresiones del Nuevo Testamento ha permitido una formulación teológica de la nueva vida —vida eterna— que proviene de la aceptación de la Palabra por la fe sellada por el bautismo. Por ello, la fe cristiana ve en el bautismo una liberación. El baño de regeneración borra el pecado y libera de la muerte (Rom 6,1-14), libera del sometimiento a la ley (Rom 7,1-6; Gál 3,12-14; lPe 1,18-21), de la separación de Dios en que se encuentra el hombre natural (Rom 8,31-39; Gál 5,13). Por el bautismo, el hombre participa del dominio de Cristo sobre los poderes de este mundo (Ef 1,15-13; 6,10-12; Col 1,13; 2,15; cf CCE 1262 y 1237). El bautismo introduce en el camino de la salvación porque produce la reconciliación con Dios. Cristo es la reconciliación de la humanidad con Dios. El bautismo, que asocia al hombre a Cristo, hace partícipe a este hombre de la reconciliación con Dios (Col 1,15-23; Ef 2,11-18). La incorporación a la muerte y resurrección de Cristo por el bautismo hace al hombre miembro del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Rom 4,4-5; ICor 12,12-30; Ef 4,11-16), donde, en armonía con los demás miembros, está llamado a vivir sus propios carismas en bien de todos (Rom 12,2-8; Ef 4,1-13), superando todo tipo de división (Ef 2,14-18; lCor 12,4-11). De esta forma el bautismo es incorporación a Cristo e incorporación a la Iglesia, comunidad sacramental de salvación: «puerta de entrada a la Iglesia» (LG 14; cf CCE 1267). Por el bautismo el hombre se convierte en verdadero hijo de Dios. Por haber recibido el mismo Espíritu del Hijo, está llamado a dejarse llevar por este Espíritu (Rom 8,12-17; Gál 4,4-7; 1Jn 3,1-3), viviendo de esta forma la más auténtica filiación divina que ha de llevarle a la posesión de la plenitud que tiene el Hijo, Jesucristo, según el plan divino de salvación (Ef 1,3-14). Así pues, el bautismo aparece como aquel gesto sacramental de la Iglesia a través del cual se comunica al hombre aquella vida que Cristo posee en propiedad. De esta forma la existencia cristiana se convierte en la ejercitación de esta nueva vida recibida. A semejanza de Cristo, también el bautizado es constituido profeta, sacerdote y rey. Bajo estos tres aspectos, el cristiano vive en el mundo proclamando su fe, ofreciendo su vida al Padre y configurando el mundo histórico según las exigencias del Reino. Vivir esta nueva vida consecuentemente lleva a aquella plenitud de vida abierta por la muerte y resurrección de Cristo (cf CCE 1241, 1268 y 1273). La configuración a Cristo es incompatible con la presencia del pecado en el hombre. Nueva vida comporta superación de la vieja. A una vida dominada por el pecado le sucede una vida animada por el Espíritu. Por eso el bautismo es una muerte al pecado, paso del hombre viejo al hombre

nuevo. La configuración a la muerte de Cristo es el punto de partida para la progresiva configuración a su resurrección (cf CCE 1262). El bautismo abre al hombre una vida nueva, una vida no según la carne, sino según el Espíritu (Rom 8,1-17; Gál 2,17-21). De esta forma la vida recibida en el bautismo se convierte en fermento de transformación (1Cor 5,6-8) de toda la vida humana a semejanza de la vida de Cristo (2Cor 4,10), de tal manera que la vida humana ya no sea humana sino vida de Cristo en el hombre (Gál 2,20; cf CCE 1270). 3. EL BAUTISMO EN LA PRÁCTICA ACTUAL. La práctica general actual de administrar el bautismo a los niños en su más tierna edad hace que en los países llamados cristianos la mayoría de la población forme parte de la Iglesia, pero que muy pocos conozcan y vivan de acuerdo con la fe cristiana. Desde esta perspectiva se hace difícil entender el bautismo como el sacramento de la conversión a Cristo y del inicio de una nueva existencia. En la práctica, este déficit catequético se intenta subsanar durante el período de preparación a la primera penitencia y primera eucaristía y a la confirmación. A pesar de estos esfuerzos impulsados por todas las reformas emanadas del Vaticano II, el bautismo ha perdido aquel significado central que tenía en las Iglesias primitivas. Junto a la relevancia particular que revestía su celebración, la historia de la liturgia de los siglos II-IV nos muestra el grado de exigencia con que se acompañaba su preparación. La institución del catecumenado antiguo es una muestra fiel de esta exigencia inicial (cf CCE 1247-1249), pero progresivamente se fue relajando a medida que se adelantaba la edad del bautismo. Paralelas a estas reformas son constantes y muy variadas las tentativas actuales de devolver al bautismo toda su importancia y significado. Como reconoce el Directorio general para la catequesis, en nuestros ambientes secularizados y neopaganos se insiste cada vez más en la necesidad de una evangelización misionera y una catequesis de la iniciación cristiana adecuada a todo aquel que quiera ser bautizado (cf DGC 58-68; IC 69-84). 4. LITURGIA BAUTISMAL. a) El símbolo bautismal del agua. En la liturgia bautismal ocupa un lugar destacado el elemento del agua. Al simbolismo natural que posee el agua (da vida, purifica, destruye...) la Biblia ha cargado a este elemento natural de un fuerte simbolismo históricosalvífico, que reaparece en la ceremonia del bautismo. En el Antiguo Testamento Dios se sirve frecuentemente del agua para llevar a cabo su designio salvador en bien de su pueblo escogido. En el actual Ritual la bendición de la fuente bautismal recoge el lugar central del agua en momentos cruciales de la historia de la salvación. Se hace memoria del inicio de la creación, cuando «el Espíritu aleteaba sobre las aguas»; del arca de Noé que, deslizándose sobre las aguas destructoras del diluvio, se posa suavemente sobre el monte Ararat; de las aguas del mar Rojo, que se abren para dejar paso al pueblo elegido y se cierran para cubrir a sus perseguidores; de las aguas del Jordán, donde Juan bautiza a Jesús de Nazaret; de la sangre y agua que se derraman del costado abierto de Jesús en la cruz... (Cf CCE 1217-1222). No están recogidas en esta bendición otras escenas donde el agua actúa también como medio salvador: las aguas que transportan a Jonás hasta la playa salvándolo de la muerte a que le habían destinado los marinos al echarlo al mar (Jon 1,15-2,11); las aguas de Massá y Meribá que, brotando milagrosamente por mandato de Moisés, apaciguan la sed del pueblo errante por el desierto (Ex 17,5-7); las aguas que salen del templo y convirtiéndose en gran río alcanzan el mar Muerto, saneando sus aguas insalubres y volviendo productivas sus riberas saladas (Ez 47,1-12). Rememorando estas gestas divinas a través del agua, se pide solemnemente que el poder salvador de Dios transforme por el agua y el Espíritu la vida de aquel sobre quien va a ser

derramada. Gracias a la invocación de la Santísima Trinidad sobre el hombre, la vida de este queda transformada en nueva vida según el Espíritu. b) Otros símbolos importantes. Otros símbolos relevantes en el bautismo son la luz, el vestido y el aceite. A semejanza de los atletas que se preparan para la lucha, el candidato es ungido con el óleo de la salvación, pidiendo que Dios acreciente sus fuerzas para resistir los embates del enemigo que intenta apartarlo de Cristo. Al final de la ceremonia, al bautizado se le entrega una luz encendida en el cirio pascual «para que la luz de Cristo ilumine toda tu vida». Asimismo se le reviste de una túnica blanca, significando que, a través del bautismo, el hombre se ha despojado del hombre viejo, para ser revestido de Cristo. c) Símbolos menores. A estos ritos fundamentales solían acompañar otros ritos de complemento o culminación: la unción, la imposición de manos, la signación y el beso de paz. Después de estos ritos, los recién bautizados eran acompañados solemnemente a la presencia de la comunidad reunida, para participar con ella por primera vez de la celebración de la eucaristía. De esta forma los neófitos –o recién bautizados– quedaban plenamente incorporados a la dinámica comunitaria cristiana (cf CCE 1234-1245).

II. La confirmación: praxis y contenidos 1. Dos PRÁCTICAS INICIATORIAS CRISTIANAS EN LA IGLESIA. Las Iglesias orientales han mantenido hasta hoy día la unidad teológica interna en la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. En cambio, la práctica de las Iglesias occidentales derivó en una separación temporal en la celebración de los tres sacramentos iniciáticos, llegando a romper el orden interno según el cual estos tres sacramentos constituían los pasos progresivos de la incorporación a Cristo. La práctica generalizada en el occidente cristiano es celebrar el bautismo, la primera eucaristía y la confirmación con algunos años de separación. El Vaticano II ha resaltado insistentemente la unidad interna de estos tres sacramentos. La misma preocupación manifiestan también los rituales que surgieron de la reforma litúrgica que introdujo el mismo Concilio (cf IC 91-98). 2. EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN. Refiriéndose directamente a la confirmación, el Vaticano II afirma que los fieles bautizados «por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y a defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras» (LG 11; cf CCE 1285). Se hace difícil encontrar en el Nuevo Testamento textos que justifiquen un sacramento de la confirmación independiente del bautismo. En cambio los Hechos de los apóstoles nos relatan escenas donde los apóstoles imponían las manos a los ya bautizados para que recibieran el Espíritu Santo (cf He 8,15-17; 19,5-6), gesto que hay que entender como «destinado a completar la gracia del bautismo» (CCE 1288). Y «muy pronto, para mejor significar el don del Espíritu Santo, se añadió a la imposición de manos una unción con óleo perfumado (crisma)» (CCE 1289). Este rito de la unción con el crisma se ha mantenido tanto en las iglesias de oriente como en las de occidente. A pesar de las evoluciones históricas de las distintas Iglesias, el rito de la unción con el crisma constituye el núcleo de este sacramento, que en occidente llamamos confirmación y en oriente crismación. 3. EFECTOS PROPIOS DE LA CONFIRMACIÓN. La íntima relación de este sacramento con el bautismo se pone una vez más de manifiesto al considerar los efectos propios de la confirmación.

Según el Catecismo de la Iglesia católica este sacramento, fundamentalmente, «da crecimiento y profundidad a la gracia bautismal». Se trata de un crecimiento que se especifica de la siguiente manera: «Nos enraíza más profundamente en la filiación divina que nos hace decir "Abbá, Padre" (Rom 8,15); nos une más firmemente a Cristo; aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo; hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás v ergüenza de la cruz» (CCE 1303). Por eso, hay que considerar el sacramento de la confirmación como un complemento y profundización del don recibido en el bautismo. Por ello hay que ver en la confirmación el acabamiento del bautismo. También, como este, se recibe una sola vez (cf CCE 1304). 4. LA CONFIRMACIÓN EN LAS IGLESIAS OCCIDENTALES. a) Salvaguardar la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana. En las Iglesias de Occidente los ritos posbautismales o de la confirmación (unción, signación, imposición de manos y beso de la paz) se reservaron desde muy pronto al obispo. Por ello, para celebrar estos ritos posbautismales, había que acudir expresamente al lugar de residencia del obispo o esperar su visita, para que él confiriera el complemento sacramental al rito bautismal celebrado en la infancia. A lo largo de la historia, la celebración de los ritos de la confirmación se fue retrasando progresivamente, hasta que con la reforma carolingia llegaron a independizarse totalmente, rompiendo la unidad primitiva del proceso iniciático cristiano y dando lugar a una confirmación desligada del bautismo. La cuestión iniciática se complicó cuando, con la reforma de san Pío X, que anticipó la edad de la primera comunión, se hizo práctica generalizada la interposición de la celebración de la primera eucaristía entre bautismo y confirmación. Como decimos, el Vaticano II pidió: «Revísese el rito de la confirmación para que aparezca más claramente la íntima relación de este sacramento con toda la iniciación cristiana; por tanto, conviene que la renovación de las promesas del bautismo preceda a la celebración del sacramento» (SC 71). De ahí que el Ritual de la iniciación cristiana de adultos recuerde que «los tres sacramentos de la iniciación cristiana se ordenan entre sí para llevar a su pleno desarrollo a los fieles» (Observaciones generales 1-2). Y el Catecismo de la Iglesia católica reitera también que: «Con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la confirmación constituye el "conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana", cuya unidad debe ser salvaguardada» (CCE 1285). b) La praxis iniciatoria más común en el Occidente cristiano. No obstante estas advertencias, son muchas las conferencias episcopales occidentales que han optado por mantener el orden del bautismo, primera eucaristía y confirmación. Entre las razones que avalan esta praxis de muchos episcopados, está la consideración de carácter pastoral de Pablo VI: «En la Iglesia latina la confirmación suele diferirse hasta alrededor de los siete años. No obstante, si existen razones pastorales, especialmente si se quiere inculcar con más fuerza en los fieles su plena adhesión a Cristo, el Señor, y la necesidad de dar testimonio de él, las conferencias episcopales pueden determinar una edad más idónea, de tal modo que el sacramento se confiera cuando los niños son ya algo mayores y han recibido una conveniente formación» (Ritual de la confirmación. Observaciones previas 11, 2°). El Código de Derecho canónico (1983) sancionó esta orientación (c 891). A partir de esto, muchas conferencias episcopales han fijado una edad prudencial; el episcopado español determinó que la confirmación podía celebrarse «en torno a los catorce años, salvo el derecho del obispo diocesano de seguir la edad de la discreción a que hace referencia el c. 891»2. En España muchas diócesis han asumido este criterio pastoral. De esta forma se consigue la celebración de la confirmación en una edad más madura. Ello permite al candidato manifestar su opción cristiana de forma más consciente y asumir

responsablemente el don gratuito de Dios, a la vez que ratifica el compromiso bautismal que en otro tiempo adquirieron en su nombre los padres y padrinos. En suma, en el momento actual existe en las Iglesias occidentales una doble praxis en la celebración de este sacramento. En algunas Iglesias particulares se mantiene el orden del bautismo, la confirmación y la primera eucaristía, concluyendo la iniciación cristiana en torno a los 8-10 años. En otras muchas el orden es: bautismo, primera eucaristía y confirmación, concluyéndose la iniciación cristiana en torno a los 14-18 años con la eucaristía, en que se celebra la confirmación y en que los confirmandos se incorporarán a la comunidad adulta. En todo caso, dentro de esta separación temporal, es muy importante seguir la orientación del Catecismo, que se acaba de recordar: «Con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la confirmación constituye el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal» (CCE 1285). c) Una problemática con hondo calado eclesiológico. Las discusiones en torno al orden de la celebración de los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía tiene todavía mucho camino que recorrer para conducir a una práctica común. En realidad serán las exigencias de la participación en la sacramentalidad de la Iglesia las que determinen si la confirmación debe seguir inmediatamente a la recepción del bautismo —expresando así más claramente el carácter de complemento de aquel—, o ser administrada como colofón de una catequesis de adolescencia y juventud, convirtiendo la confirmación en el complemento del don recibido en el bautismo, que —siendo también don gratuito de Dios— se recibe ahora de forma responsable y personal. En el fondo de esta discusión se deja entrever una problemática eclesiológica que abarca mucho más que el orden de la celebración de los sacramentos iniciatorios.

III. Catequesis del bautismo y la confirmación 1. PRELIMINARES PARA LA CATEQUESIS. Hablar en estos momentos sobre la catequesis de los sacramentos del bautismo y de la confirmación es hablar de una realidad pastoral compleja, por lo que se refiere a los destinatarios de estos sacramentos. Hasta ahora el bautismo se vinculaba al hecho antropológico del nacimiento (nacer-bautizar); ahora, en casos que empiezan a ser frecuentes, se vincula a la eucaristía (bautismo-primera eucaristía) o a la misma confirmación (bautismoconfirmación-eucaristía) e incluso al sacramento del matrimonio: la suave presión del novio o la novia, o del cónyuge católico, motiva a veces la petición del bautismo del no-católico. Esta nueva práctica pastoral coexiste, a su vez, con la práctica tradicional, en dos sentidos: 1) con el bautismo celebrado poco después del nacimiento de los niños, práctica que viene desde los primeros tiempos cristianos, y especialmente una vez desaparecido el catecumenado bautismal (siglos V-VI), y 2) con la petición de los sacramentos de la iniciación cristiana por parte de jóvenes o adultos que han llegado a la fe en Jesucristo a través de un proceso catecumenal —inspirado en el catecumenado primitivo— (cf CCE 1248; AG 14) y quieren incorporarse conscientemente a la Iglesia de los discípulos de Jesús para vivir como testigos del evangelio. No es fácil responder, pues, a la complejidad de situaciones que nos presenta la práctica pastoral en nuestros días. 2. SACRAMENTO E INCREENCIA. Antes de hablar de la catequesis del bautismo y la confirmación, recordemos la situación de indiferencia religiosa en que viven tanto la mayoría de los padres o familias que desean bautizar a sus hijos como la mayoría de los bautizados que se inscriben a la catequesis de confirmación. Estamos viviendo en la cultura de la increencia. Aunque la increencia —indiferencia religiosa—, según Martín Velasco, es un fenómeno que se ha dado en todas las

épocas de la historia, en nuestra sociedad actual ha penetrado con una gran fuerza. Los sociólogos lo confirman con datos numéricos 3. Se manifiesta con unos rasgos característicos, aunque destaca su carácter masivo; es decir, no sólo disminuye el número de creyentes a escala mundial, sino que la increencia —indiferencia religiosa— ha pasado a ser un fenómeno de masas de gran relevancia cultural en la cultura de la increencia. Así, «en muy poco tiempo, hemos sido transferidos de una cultura oficialmente confesante a una cultura devotamente increyente» (J. L. Ruiz de la Peña). A este carácter masivo y a su influjo cultural se refiere globalmente el Concilio cuando dice: «Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta, no rara vez, como exigencia del progreso científico, de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia, y la misma legislación civil» (GS 7c). 3. SITUACIÓN FRECUENTE EN LAS CATEQUESIS DE BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN. Respecto de la evangelización del mundo, el Directorio distingue tres situaciones «que piden respuestas adecuadas y diferenciadas» (DGC 58): 1) La situación propia de pueblos, grupos humanos, contextos culturales, donde Cristo y su evangelio no son conocidos o donde faltan comunidades cristianas maduras, testimoniales y confesantes (cf RMi 33b). Esta situación reclama la misión ad gentes, que se dirige a los no cristianos, motivándoles a la conversión al Salvador. En esta situación, la catequesis se desarrolla ordinariamente dentro del catecumenado bautismal; 2) La segunda situación es la de aquellos contextos socioculturales en que están presentes y activas «comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal» (RMi 33c). Estas comunidades necesitan una intensa acción pastoral de la Iglesia. En esta situación la catequesis se desarrolla en verdaderos procesos de iniciación cristiana, en todas las edades, para una fe madura y confesante; 3) La tercera situación se da en muchos países de tradición cristiana, y a veces también de Iglesias jóvenes, y es una situación intermedia (cf RMi 33d), pues en ella «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33d). Esta situación es la que viven muchos de los padres de niños bautizados y muchos de los confirmandos y, como tal, requiere una nueva evangelización. En esta situación, la opción prioritaria es una catequesis kerigmática o precatequesis y, a continuación, la catequesis fundante que ofrece la iniciación cristiana (cf DGC 58c y 62). Consiguientemente, la mayor parte de las familias de bautizandos, así como la mayoría de los confirmandos, han de ser sucesivamente objeto de una precatequesis y de una catequesis de iniciación cristiana (cf DGC 62). Esta nunca será auténtica, si previamente no se asegura la conversión a Cristo salvador mediante aquella. Cuando a continuación hablemos de adultos, este término abarcará, además de los padres de los bautizandos, a otros muchos adultos. 4. LA PEDAGOGÍA DE DIos. «En la escuela de Jesús Maestro, el catequista une estrechamente su acción de persona responsable con la acción misteriosa de la gracia de Dios. La catequesis es, por esto, ejercicio de una pedagogía original de la fe» (DGC 138; CT 58). Ella está guiada, conducida, inspirada en la original y eficaz pedagogía de Dios, que él emplea a lo largo de la historia de nuestra salvación para hacernos partícipes de su revelación salvadora y liberadora «en Cristo». a) Al realizar la catequesis de los sacramentos, hoy habremos de practicar, en primer lugar, la pedagogía de Dios en su condescendencia y paciencia humilde: sale al encuentro de los hombres y mujeres, los acepta como son y como están, suscita en ellos una actitud de búsqueda, quiere que lo reconozcan como cercano, amigo y salvador por sus gestos liberadores, iluminados por la

palabra de los profetas; busca su conversión-confianza en él, pero sabe esperar a que le abran las puertas del corazón. Esta actitud condescendiente y esperanzadora llega a su plenitud luminosa en Cristo, el Hijo encarnado. b) Acudiremos, en segundo lugar, al principio de la pedagogía divina del paso de lo visible a lo invisible, de lo inmanente a lo trascendente, de las realidades-signo al misterio en ellas significado y presente. Esta pedagogía de los signos se realiza, al menos, en dos niveles: 1) En el nivel de la expresión literaria: parábolas, alegorías, metáforas, frases poéticas, etc., para adentrarnos en alguna realidad revelada y asumirla personalmente desde los sentidos, la imaginación, la inteligencia, la afectividad... 2) En el nivel litúrgico-sacramental, cuando celebramos una acción cultual: la oración de las horas, un sacramento... Entonces, mediante una lectura lúcida de los signos y símbolos litúrgico-sacramentales (catequesis mistagógica), ayudamos a descubrir en esta acción la presencia viva y actual del Señor resucitado en medio de la comunidad y a entrar desde la fe en comunión con él para alabar al Padre y para madurar nuestra vida de hijos y hermanos (cf DGC 143-146).

IV. Catequesis del sacramento del bautismo Conforme al pensamiento actual de la Iglesia desde el Vaticano II, y en especial desde el año 1972, la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana y su proceso catecumenal previo se realizan según las orientaciones del Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), publicado en esa fecha, que dedica al tema del bautismo sobre todo los nn. 54, 69-84, 134-138. 1. EL BAUTISMO DE ADULTOS (30-65 años) Y JÓVENES (19-29 años). EL PRECATECUMENADO. Coherente con la situación religiosa deficiente de muchos jóvenes y adultos, el RICA, de las cuatro etapas para la instrucción-preparación de los simpatizantes y la de los catecúmenos (precatecumenado, catecumenado, etapa de purificación e iluminación y la mistagogia), pone el énfasis en el precatecumenado, que ordinariamente no se debe omitir (n. 9). En él se realiza la evangelización misionera, en la que sobresale el primer anuncio del Dios vivo y de Jesucristo salvador a los no cristianos, para que se conviertan libremente al Señor bajo la luz y fuerza de su Espíritu. También en el precatecumenado se realiza la precatequesis, que madura la simpatía o primera adhesión al Señor, hasta llegar al nivel de la verdadera fe o conversión inicial a su persona y a su mensaje (cf DGC 61-62). Para el RICA es tan trascendental el precatecumenado, que advierte que este tiempo no se acorte: «espérese hasta que los candidatos, según su disposición y condición, tengan el tiempo necesario para concebir la fe inicial y para dar los primeros indicios (suficientes) de su conversión» (RICA 50, 1). Una interesante pista operativa precatequética consiste en practicar los pasos siguientes: 1) Entrar en diálogo amistoso con el grupo sobre algunos valores o situaciones en que todos están interesados: convivir, una necesidad y un problema; el anhelo de vivir en justicia y solidaridad; vivir para ser o para tener; la llamada a vivir en libertad; el acoso del dolor o de las debilidades morales ¿puede tener sentido?; la persona como misterio, etc. 2) Confrontar estos valores y situaciones con testimonios concretos de personas que viven esos valores y situaciones desde la fe cristiana. 3) Acercarse a Jesús viviendo y proclamando esos mismos valores y situaciones con el sentido de Buena Noticia de salvación, como raíz y motivación de la vivencia y seguridad que manifiestan los testigos recordados. 4) Estimular la llamada a la conversión al Señor Jesús: ¿Has vivido algunos de estos valores o situaciones de forma parecida a los creyentes que se han recordado? ¿Vislumbras que Jesús, con su vivencia y cercanía a ti, puede humanizarte más con

esos valores cultivados por ti? ¿Intuyes que puede hasta llevarte a sentirte vinculado a él en adelante? En el anuncio de Jesús (tercer paso) puede irse ofreciendo —a lo largo de los temas y sesiones— lo nuclear del evangelio: Dios se nos ha revelado y Jesús es la culminación de esa revelación amorosa; Jesús nos anuncia al Dios de la misericordia; la señal clara del deseo salvador de Dios es Jesús, su Hijo encarnado, muerto y resucitado; Jesús solidario nos hermana a todos con él enviándonos su Espíritu; ¡convertíos y bautizaos! ¡Uníos a nosotros, la comunidad de los seguidores de Jesús, para continuar su reino, su obra de fraternidad con todos! Tras este período que alumbra la fe inicial, se ingresa en el catecumenado. 2. EL CATECUMENADO Y LA FIDELIDAD AL RICA. La conversión y la fe vienen de Dios, pero el catequista tendrá en cuenta los rasgos psicosociológicos del adulto y del joven bautizandos. El catecumenado —catequesis— bautismal de adultos y jóvenes debe proponer el mensaje del sacramento en sus aspectos más sustanciales y sensibilizar a los ritos y a los símbolos de la celebración, como elementos celebrativos que favorecen una nueva expresión del mensaje bautismal y el enraizamiento de la experiencia de fe. a) Junto al mensaje bautismal expuesto, la catequesis bautismal no debe olvidar que el rito del bautismo, en general, consta de cuatro partes: 1) Ritos de acogida: el diálogo con los padres y padrinos —si se trata de niños— o con los mismos bautizandos, y la señal de la cruz. En el bautismo de adultos, sin embargo, estos ritos tienen lugar al principio del proceso catecumenal. 2) Liturgia de la Palabra: esta da el sentido a lo que se celebra; de ahí que se la proclame y se la escuche con atención. El rito completo abarca las lecturas bíblicas, la homilía y la oración de los fieles. 3) Celebración del sacramento: Comprende la bendición del agua y las promesas bautismales (renuncia al mal y profesión de fe), el bautismo propiamente dicho (por inmersión en el agua bautismal o por infusión sobre la cabeza) y los ritos complementarios: la unción de la frente con el crisma o crismación, y la entrega de la vestidura blanca y del cirio encendido. 4) Los ritos de despedida: la oración dominical y la bendición. b) Los ritos y símbolos bautismales tienen significados muy relacionados con la historia humana que, a su vez, es historia de la salvación de Dios. Es preciso desentrañar su significado revelado: en parte antes y durante las catequesis preparatorias, en parte después de la celebración con la catequesis mistagógica (del símbolo al misterio): — La cruz: antropológicamente es signo e instrumento de castigo, de sufrimiento y de muerte para los rebeldes y los esclavos. Desde la fe, es el símbolo fundamental de los cristianos como seguidores del Crucificado-resucitado. El bautizando es señalado ya en el rito de acogida con la cruz, para poner su vida bajo la señal de la cruz, signo de victoria y salvación. — El agua bautismal: el agua es un símbolo común con gran variedad de significados en torno a la vida y la muerte. Signo de vida, porque hombres, animales y plantas no vivirían sin el agua, fuente de vida. Pero es también signo de muerte, porque los ríos y los mares, cuando se desbordan, siembran el pánico y la muerte. La plegaria bautismal de bendición del agua recuerda cómo Dios se ha servido de ella para significar la gracia o vida resucitada del bautismo: el agua de la creación, la del diluvio, en el paso del Mar Rojo, el agua del bautismo en el Jordán (CCE 1217-1222). El agua, signo y fuente de vida, expresa por excelencia la vida nueva que brota del bautismo. — La unción y la crismación: las unciones —o masajes— en la vida diaria pueden tener un sentido terapéutico, reconfortante o embellecedor, si se trata de un aceite perfumado: son símbolo de salud, bienestar, paz. Las unciones en la historia bíblica son signos de alegria y acogida; se ungía a los reyes, sacerdotes y profetas. Jesús será llamado el Ungido o Mesías. La unción prebautismal

significa la liberación del poder del mal, y la posbautismal el sacerdocio real del bautizado (cf LG 26). — La luz y la vestidura blanca: la luz, el sol, son calor y posibilidad de vida, son visión y posibilidad de contemplar las maravillas de la naturaleza, son separación del día y de la noche. Cristo es «la luz verdadera que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). El cirio pascual es símbolo de la resurrección. En la noche pascual la comunidad cristiana aclama la luz de este cirio que iluminará el corazón y la vida del bautizado. Pablo recuerda que por el bautismo nos hemos revestido de Cristo (Gál 3,27). La túnica o alba blanca con que se vestían los recién bautizados era signo de la nueva vida recibida. 3. EL BAUTISMO DE LOS RECIÉN NACIDOS O DE MUY CORTA EDAD. La Iglesia, siguiendo una práctica multisecular (CCE 1252), admite al bautismo a los recién nacidos o de muy corta edad, porque son bautizados en la fe de la Iglesia, que se visibiliza especialmente en la comunidad reunida, en donde destacan, concretamente, las personas de los padres y padrinos. A ellos afecta directamente lo dicho más arriba sobre «sacramento e increencia». Muchas son familias de deficiente experiencia religiosa y escasa conciencia de pertenencia a una comunidad. Según esto, sugerimos dos modalidades de preparación: a) Si la comunidad está marcada por un ambiente todavía cristiano, proponemos una catequesis al menos en cuatro tiempos y con los siguientes contenidos, haciendo las oportunas adaptaciones: — Encuentro individualizado con los padres y padrinos, en casa o en la parroquia, donde a través del diálogo se pongan de relieve: la participación en el gozo del nacimiento del hijo, el interés por conocer la vida de los miembros de la familia: sus alegrías y dificultades, sus inquietudes religiosas, por qué bautizar a un hijo, que bautizar comporta la fe en Jesucristo y la incorporación a una comunidad, etc.; y por fin, una breve presentación de la vida y de los servicios pastorales de la comunidad parroquial y la disposición de ponerse al servicio de la familia del bautizando. — Primer y segundo encuentro comunitario, en la parroquia, con los padres que desean el bautismo de sus hijos. En ellos se exponen los aspectos fundamentales del mensaje sobre el sacramento y la responsabilidad educativa de los padres: la comunidad eclesial y su aspecto sacramental y el bautismo como adhesión a la persona y al mensaje de Jesús (la fe), como baño de regeneración (purificación del pecado), como donación de la vida divina (la gracia de la filiación), como comunión con el Padre y el Espíritu Santo, como incorporación a la Iglesia, comunidad de los bautizados y como compromiso —para los padres— de educar a sus hijos en la fe. — Tercer encuentro comunitario, en la parroquia, con las mismas personas, para explicarles pedagógicamente el rito del bautismo, a partir de la simbología bautismal: la señal de la cruz, el óleo de los catecúmenos, el agua como elemento natural y como signo y fuente de vida divina, la unción con el sagrado crisma, el vestido blanco (si se va a revestir al niño) y la entrega del cirio encendido. Esta catequesis prebautismal para los padres habrá de complementarse con las dos acciones siguientes: — El período familiar desde el bautismo del niño hasta el comienzo de la catequesis parroquial. Celebrado el bautismo, se motiva a las familias a favorecer el despertar religioso de sus hijos. Para ello se les exhorta a acudir a los dos encuentros anuales que la parroquia –el equipo responsable de pastoral bautismal– celebra con estas familias, previa convocatoria oportuna: la celebración de la fiesta de la Presentación del Señor -2 de febrero–, en un tono de acción de gracias, y un mini cursillo, que puede consistir en dos o tres reuniones sobre pedagogía religiosa familiar que ayude

al despertar religioso de los niños: el testimonio familiar y su repercusión en la imagen de Dios en los hijos; sobre la formación religioso-moral; sobre la iniciación a la oración familiar y la oración infantil; sobre el uso de los símbolos para la oración y la catequesis familiar, etc. Así la parroquia acompañará a las familias jóvenes desde el bautismo de sus hijos hasta su entrada en la catequesis parroquial. — La catequesis parroquial o catecumenado posbautismal. Es preciso estimular a estas familias jóvenes a que sus hijos se incorporen a la catequesis parroquial, de manera que la fe que han procurado suscitar en este período posbautismal en la familia adquiera su maduración en la catequesis de la comunidad cristiana, pero contando también con su colaboración. «Por su naturaleza misma, el bautismo de niños exige [para estos] un catecumenado posbautismal [una catequesis extendida de iniciación cristiana]. No se trata sólo de la necesidad de una instrucción posterior al bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la persona. Es el momento propio de la catequesis» (CCE 1231). b) Si los padres forman parte de los llamados «increyentes», esto es, creyentes alejados o indiferentes: — Podemos proporcionarles una precatequesis (cf DGC 62), que se ofrece ya en bastantes diócesis de la Iglesia. Esta se puede desarrollar empezando con una entrevista individual de contenido humano, a modo de acogida. Después podrán ofrecérseles cuatro, cinco o seis reuniones en las que se comentan unos documentos u hojas muy sencillas que se dan a los padres con temas como los siguientes: 1) la experiencia del nacimiento del hijo y el anuncio de Cristo; 2) la libertad del niño y su educación progresiva para que asuma libremente su bautismo; 3) el bautismo, compromiso religioso de los padres: testimonio de fe y educación de la fe de sus hijos; 4) el bautismo don de Dios y nuestra condición de hijos de Dios; 5) la comunidad que acoge: aspecto comunitario del bautismo, y, para los padres que han dejado renovarse en la fe, 6) el bautismo como fiesta del nacimiento como hijos de Dios y miembros de la Iglesia, preparada con una explicación de los ritos bautismales. — Podría tenerse en cuenta también el bautismo como sacramento que se retrasa4, pero que, al mismo tiempo, se comienza con un rito de presentación del niño a la comunidad, a la vez que se incorporan los padres –al menos uno de ellos– a un proceso precatequético mensual (cf DGC 62), hasta prepararse durante varios meses a celebrar el bautismo de su hijo. Si estos contact os con los pastores y el equipo de laicos no son posibles, o no dan el fruto requerido; y si ni los padrinos y madrinas ni la comunidad cristiana dan suficiente garantía de la educación de la fe del niño, «se podrá proponer, como último recurso –dice la citada Instrucción– la inscripción del niño con miras a un catecumenado en época escolar» 5. 4. EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS EN EDAD ESCOLAR Y CATEQUÉTICA (6-11 años). El Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA, c. V) asemeja de alguna manera a estos niños con los adultos que piden el bautismo, en lo que se refiere al proceso de iniciación cristiana. Aunque sean niños, deben ya prepararse, a través de la catequesis, para celebrar el bautismo, tanto si piden sólo este sacramento como si piden el bautismo y la primera eucaristía. a) Recordamos que el niño vive la acción de Dios en interacción con su propia psicología. De ahí que la historia psicológica personal condiciona toda su vivencia cristiana. Dentro de la etapa de la niñez (6-11 años), de 6 a 9 años el niño vive un período de socialización. En lo que se refiere a su relación con Dios, su religiosidad es egocéntrica, antropomórfica y mágica. De 9 a 11 años profundiza en esa socialización con una gran extroversión y vive el período de la niñez adulta; en la relación del niño adulto con Dios, se produce ya una simbolización y socialización de la experiencia religiosa.

b) Los pastores de las comunidades tendrán que discernir qué camino escoger: bien preparar y celebrar primeramente el sacramento del bautismo y preparar después a los niños para la eucaristía, o bien, en un verdadero proceso catecumenal más amplio, preparar a la vez al bautismo y a la primera eucaristía. – Si sólo se prepara a los niños para el bautismo, se han de abordar, en su lenguaje, temas como: 1) La Iglesia como comunidad de creyentes-seguidores de Jesucristo; 2) ¿Quién es Jesús? Su persona, su historia y su mensaje (Jesús hombre e Hijo de Dios; bienaventuranzas, parábolas y milagros; pasión, muerte y resurrección: misterio pascual); 3) La Iglesia celebra la obra de salvación y liberación de Jesucristo; los sacramentos de la iniciación, signos de la presencia y de la obra salvadora y liberadora de Jesús; 4) El agua como signo de vida y de muerte, y el bautismo como baño regenerador, que purifica y da la vida nueva: hijos de Dios, a semejanza de Jesucristo; 5) Las promesas bautismales (renuncia al pecado y profesión de fe cristiana); 6) Por el bautismo somos miembros de la comunidad de creyentes. Siguiendo la pedagogía de Dios, las catequesis ayudarán a descubrir el mensaje expresado en los símbolos bautismales, adaptados a la psicología religiosa de los niños y aptos para ahondar en la adhesión o conversión a la persona de Cristo salvador. – Si se prepara para el bautismo y la eucaristía, convendrá tener presentes las siguientes orientaciones: 1) Todas las parroquias y comunidades cristianas tienen un itinerario catequético — catecumenado posbautismal lo llama el Catecismo de la Iglesia católica (1231)— para preparar a los niños a la primera penitencia y primera eucaristía. Recordamos que este proceso, a grandes rasgos, abarca los temas sobre Dios, Padre y creador; la familia, el país, la persona, el mensaje y la obra de Jesús; la Iglesia y el Espíritu Santo que anima las comunidades cristianas; los criterios morales del evangelio: su mandamiento nuevo, las bienaventuranzas y el decálogo; la eucaristía, la reconciliación, el bautismo y la oración, en especial al padrenuestro, y las otras oraciones básicas del cristiano. 2) Un criterio operativo importante. Sería muy provechoso que estos niños no bautizados se incorporasen a la catequesis parroquial normal para hacer su itinerario catecumenal. Esto daría lugar a mejorar el clima catecumenal de los grupos que acogen a estos niños. Efectivamente, los niños bautizados de estos grupos —la mayoría— junto con sus catequistas y algunas familias constituirían la comunidad acompañante de los no bautizados en nombre de la comunidad parroquial. La catequesis de estos grupos estaría muy cuidada, de manera que para los niños bautizados fuera un catecumenado posbautismal, mientras que para los no bautizados se convertiría en un catecumenado prebautismal. En diversos momentos, los no bautizados —con sus padres— tendrían algunas catequesis intensivas sobre los criterios morales cristianos, sobre el sacramento del bautismo, sobre la eucaristía —para su práctica después del bautismo y primera eucaristía—. Pero los niños bautizados los acompañan con su testimonio, preparan juntos las celebraciones previas a los pasos de una a otra etapa y, al fin, renuevan su profesión de fe y las promesas bautismales cuando sus compañeros celebren el sacramento del bautismo. Quienes participan de esta manera se renuevan cristianamente. 3) En todo caso, tanto en la catequesis iniciatoria de los niños no bautizados como en la celebración de los sacramentos de la iniciación, se han de tener presentes las orientaciones del RICA en su capítulo V (306-369). Donde la práctica pastoral diocesana aconseje celebrar los tres

sacramentos de la iniciación cristiana, tal como lo indica el RICA, la catequesis deberá profundizar en cada uno de estos sacramentos. 5. EL BAUTISMO DE LOS PREADOLESCENTES (12-14 años). En la preadolescencia se da una aceleración del crecimiento y las necesidades personales pasan a primer término; se produce un replegamiento hacia el propio yo y una crisis de los valores recibidos y vividos durante la infancia. Se inicia la llamada crisis de identidad personal. Esta crisis conlleva una especial inquietud por el sentido de la vida; es, por tanto, una crisis religiosa. El apoyo en Dios o su abandono ante los vaivenes de la vida son fluctuantes en el preadolescente. Dios parece fuera del alcance de su vida. Pero mediada la preadolescencia, Dios es percibido ya como Alguien con quien establecer una relación personal, consuelo en los conflictos internos; es Dios salvador y Padre. Más que conocer a Dios, el preadolescente quiere sentirlo. Es muy sensible al Dios humanado en Jesús de Nazaret, que comprende, ama y con quien se puede contar. Está abierto a descubrir su evangelio y vive sus valores. Sin embargo, siente un rechazo hacia las instituciones eclesiásticas, como al mundo adulto autoritario. Con frecuencia abandona las prácticas religiosas, pero suele seguir en relación personal con el Dios paternal y con Jesús, su salvador, aunque con una religiosidad muy individualista. La primera adolescencia no se presta a hacer una catequesis de la iniciación cristiana tan orgánica, sistemática e integral —aunque sí básica—(cf DGC 65-68 y 181) como en la niñez; es una edad muy apta para estimular a una sincera conversión religiosa. En general, todos los preadolescentes viven en situación de nueva evangelización (cf DGC 58c) y, por tanto, necesitan una precatequesis o catequesis kerigmática (cf DGC 62), cuyo centro existencial es la persona de Jesús. No obstante, es de suponer que los preadolescentes que piden bautizarse estén más dispuestos a realizar esta catequesis de iniciación cristiana, aunque haya que ser algo flexible en razón de las características de la edad. Sus objetivos y los contenidos catequéticos prebautismales son semejantes —con la consiguiente adaptación– a los de la iniciación cristiana de jóvenes o adultos, de que hemos hablado. Sin embargo, la adaptación a los preadolescentes puede venir en buena parte desde la pedagogía que se utilice. He aquí algunas orientaciones: 1) Tener muy presentes los objetivos de toda catequesis de iniciación cristiana (DGC 63-68); 2) Ayudar a discernir a fondo —conforme a la edad— las motivaciones de la petición de los sacramentos y a interiorizar las motivaciones evangélicamente válidas; 3) Favorecer con técnicas apropiadas el hecho dé vivir en grupo la experiencia gozosa de ser díscípulo de Jesús y descubrirla como don de Dios y celebración personal de cada uno; 4) Ayudar a descubrir, a través de esta experiencia y de los símbolos sacramentales, el contenido de fondo de los sacramentos de la iniciación (agua, unción, luz; imposición de manos, crismación; palabra, pan y vino); 5) Acompañar individualmente a los preadolescentes en la búsqueda de sentido de la propia existencia cristiana; 6) Preparar a conciencia y vivir comunitariamente (o en pequeño grupo) los ritos de iniciación al catecumenado y otros ritos: entregas del credo, etc.; 7) Ejercitarles en la experiencia de la plegaria personal, debidamente preparada y realizada; 8) Entrenarles en la práctica de compromisos propios de la edad, dentro y fuera del grupo.

V. Catequesis del sacramento de la confirmación Recordando lo dicho más arriba, el Catecismo afirma: «Con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la confirmación constituye el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la

recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal» (cf CCE 1285; IC 55-56). La Conferencia episcopal española, en La iniciación cristiana, dedica a este tema especialmente los nn. 85-100. 1. PLANTEAMIENTO CATEQUÉTICO GLOBAL. Por lo que se ha ido exponiendo hasta ahora, la celebración de la confirmación y su correspondiente catequesis pueden llevarse a cabo en distintas edades. a) En la etapa de la niñez (6-11 años) y en la edad catequética y escolar (que puede prolongarse hasta los 14 años) y en la preadolescencia (12-14 años). La celebración de la confirmación en estas edades se realiza en aquellas diócesis en que la práctica pastoral consiste en celebrar la confirmación entre el bautismo y la primera eucaristía. En esta praxis se seguirá el RICA, en su capítulo IV (306-313). Será provechoso tener en cuenta, en cuanto se pueda, las orientaciones expuestas más arriba para la catequesis del bautismo en la etapa de la niñez y de la preadolescencia. Naturalmente, habrá que introducir el mensaje cristiano de la confirmación en torno al Espíritu Santo y aprovechar la catequesis mistagógica sobre los ritos y símbolos del sacramento, adaptado a los niños y preadolescentes. b) En la etapa de la adolescencia adulta (15-18 años). Esta es la etapa que queda aún por abordar en cuanto a la iniciación cristiana. Los escasos adolescentes que piden el bautismo lo hacen en orden a celebrar en uno u otro momento la confirmación. La mayor parte de los adolescentes que desean confirmarse fueron bautizados de niños. Pero también una mayoría de ellos están tocados o por la ausencia de práctica religiosa o, incluso, a veces, por la indiferencia. ¿Cómo realizar la catequesis iniciatoria para disponer a estos adolescentes a celebrar fructuosamente la confirmación? c) En la etapa adulta (30-65 años) y en la juventud (19-29 años). Bien se celebre ella sola, bien se celebre con el bautismo y la eucaristía, como sacramentos de la iniciación cristiana completa, la preparación siempre habrá de guiarse por el RICA en sus cuatro etapas: precatecumenado, catecumenado, etapa de purificación e iluminación y mistagogia. Recomendamos poner en práctica lo que en la catequesis del sacramento del bautismo se dijo sobre la importancia del precatecumenado para la conversión - fe inicial, sobre la pista precatequética operativa y sobre el catecumenado y su fidelidad al RICA (para la confirmación nn. 227-231). Aquí habrá que abundar en el contenido teológico de la confirmación (CCE 1285-1289: la confirmación en el plan de salvación; el don del Espíritu; 1302-1305: los efectos de la confirmación), muy en relación mistagógica con los ritos y los símbolos sacramentales, que se expresan más abajo (cf CCE 12931301; resumen: 1315-1321). 2. LA CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN CON LOS ADOLESCENTES. Muchos de ellos viven en una situación que requiere la nueva evangelización (cf DGC 62) dado que están necesitados de conversión a Jesús, el Señor. Esto es así, en primer lugar, por su misma edad: están en búsqueda de una nueva identidad y no se sienten de momento capacitados para encontrarse de tú a tú con el Señor. En segundo lugar, por el clima de indiferencia religiosa que respiran, al menos las sociedades del primer mundo, asentadas en la autosuficiencia que da el dominio de la ciencia y de la técnica. Y, en tercer lugar, por su abandono de las prácticas religiosas, que –a su modo de ver– limitan su vivencia de libertad y la someten al imperativo de la institución. Los adolescentes están, por tanto, en busca del sentido de su vida y en plena crisis religiosa. Suelen rechazar cuanto no responde a sus inquietudes y expectativas y tienden a lo sumo a vivir una religiosidad subjetiva y selectiva o a la carta. ¿Cómo realizar una catequesis fiel al mensaje de la confirmación y a personalidades como las indicadas?

a) Lo que suele hacerse. Sean uno, dos o tres años los dedicados a esta catequesis, el primer tercio de este tiempo se dedica a la convocatoria (el precatecumenado): etapa antropológico-religiosa en que, contando con las inquietudes e intereses de los adolescentes, se les orienta a lograr la amistad e intimidad con Jesucristo, como Señor y salvador, es decir, la fe-conversión inicial. A continuación, en los otros dos tercios del tiempo, se realiza la catequesis de iniciación cristiana (el catecumenado), poniendo el acento en la confirmación. La catequesis se concluye con una bien preparada celebración sacramental. Después se convoca a los confirmandos a continuar vinculados, en grupo, a la parroquia o comunidad eclesial, con diverso éxito pastoral. b) Lo que convendría hacer. Dada la importancia que tienen tanto los adolescentes adultos (15-18 años) como el sacramento de la confirmación para el futuro próximo de la Iglesia, sería importante tener en cuenta los puntos siguientes: – Que los catequistas del equipo responsable de confirmación estén confirmados una vez experimentado el catecumenado preconfirmatorio y formen parte de algún grupo de fe o comunidad de referencia de la comunidad cristiana. Que el equipo como tal se reúna periódicamente –durante un curso previo– para estudiar el proceso catequético en su conjunto, pero experimentando, como jóvenes o adultos-jóvenes, aquellos temas que parezcan más trascendentales o delicados. Que al final se dediquen a programar el curso. – Que, dada la situación religiosa de los adolescentes actuales, una gran parte del proceso preconfirmatorio –por ejemplo, los dos primeros tercios– se dedique a la convocatoria o precatecumenado y la última parte más breve –el último tercio– se destine al catecumenado o catequesis de la iniciación cristiana. Porque «sólo a partir de la conversión y contando con la actitud interior de quien crea, la catequesis propiamente dicha podrá desarrollar su tarea específica de educación de la fe» (cf DGC 62). – Que la etapa de convocatoria o precatecumenado cumpla su cometido: favorecer y lograr la feconversión al Señor Jesús, pero teniendo muy presentes los problemas adolescentes: la búsqueda de su nueva identidad, la necesidad de socialización, la crisis religiosa con sus vaivenes en la búsqueda de Dios, de Jesucristo y en la aceptación de la Iglesia como institución, etc. – Que la etapa de la catequesis de la iniciación cristiana o catecumenado ayude: 1) a discernir los motivos personales para incorporarse al mismo; 2) a estimular la búsqueda de la propia identidad humana y cristiana y la configuración de un proyecto de vida; 3) a presentar a Cristo como modelo de identificación de valores éticos atractivos en esta edad, y como Hijo de Dios, hermano nuestro, salvador y liberador; 4) a mostrar a la Iglesia como familia y lugar de encuentro con Jesús; 5) a presentar la confirmación como el sacramento del Espíritu, don que se da a experimentar y que compromete a ser testigos del evangelio para la transformación del mundo en reino de fraternidad. – Que los responsables pastorales sean conscientes de que, debido a la brevedad de este catecumenado preconfirmatorio, los adolescentes han adquirido tan solo una madurez en la fe inicial y que la iniciación cristiana, una vez celebrada la confirmación, necesita de una cuarta etapa, la mistagogia, más prolongada que la tradicional: unos meses o un curso. En ella se afianzaría la vivencia de los sacramentos iniciatorios y se haría un buen rodaje de vida comunitaria, pero también habría que tratar temas catequéticos no abordados en el breve catecumenado y otros que habría que profundizar. Asimismo, se realizaría con paz el discernimiento vocacional, en que cada uno descubra la llamada a la vida apostólica desde los carismas detectados a la luz del Espíritu.

– Los responsables pastorales, por fin, habrán de tener presente el cauce o los cauces grupales de continuidad para los que quieran seguir, terminada la cuarta etapa. Más aún, sería importante que ese cauce o cauces grupales o comunitarios se fueran anunciando a lo largo del proceso preconfirmatorio y con un acento más inmediato en la última etapa. Esto daría pie a que diversos grupos juveniles de fe o pequeñas comunidades de referencia se entroncaran en la parroquia o comunidad cristiana. 3. ALGUNOS ELEMENTOS PARA LA CATEQUESIS Y LA CELEBRACIÓN. a) En primer lugar, subrayamos el sentido de los símbolos del sacramento, en función de una catequesis mistagógica: 1) El obispo. «El ministro originario de la confirmación es el obispo. Por regla general el sacramento es administrado por el mismo obispo, de manera que se manifieste más claramente la referencia a la primera efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés» (RICA 7). La presencia del obispo no es para manifestar la autoridad jerárquica sino para expresar la unidad de la Iglesia y el compromiso con sus tareas, como colaboradores activos. 2) La crismación. Es el signo básico de la confirmación. Ya hemos dado un breve apunte al hablar de los símbolos en la celebración bautismal. La unción con el crisma significa básicamente el don del Espíritu; un don que nos marca y nos fortalece para cumplir una misión: ser buen olor de Cristo, testigos del evangelio en medio del mundo. 3) La imposición de las manos. Signo bíblico tradicional a través del cual expresamos la donación y el envío del Espíritu. La Iglesia utiliza este gesto en diversas ocasiones: para la reconciliación, para la ordenación, para la unción de los enfermos. También Jesús imponía las manos a los niños (Mc 10,16) y a los enfermos (Mt 9,18). b) En segundo lugar, recordamos sucintamente las partes del rito del sacramento: 1) Rito inicial de acogida. Palabras de bienvenida. 2) Liturgia de la Palabra. Después de la lectura del evangelio, los confirmandos son presentados al obispo y este se dirige fundamentalmente a ellos. 3) Celebración del sacramento. Se renuevan, en primer lugar, las promesas bautismales. Después el obispo y los sacerdotes presentes imponen las manos sobre los confirmandos implorando el don del Espíritu. A continuación tiene lugar la crismación —con la señal de la cruz— en la frente de los confirmandos y el gesto de paz. NOTAS: 1 Didajé VII, 3; JUSTINO, Apología I, 61. — 2 Decreto del 25.11.83, art. 10, D.O. de la CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA 3 (1984) 102. — 3 Cf Informe de Foessa, Euramérica, Madrid 1982. — 4 Cf CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA 5 FE, Instrucción sobre el bautismo de niños, Roma 20.10.1980, 30, 4°. — Ib. BIBL.: AMICH J. M., Quinze, setze, disset, SIC, Barcelona 1994; BARTH G., El bautismo el tiempo del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1986; BOROBIO D., Sacramentos en comunidad. (Para una catequesis a jóvenes y adultos), Desclée de Brouwer, Bilbao 1984; Proyecto de iniciación cristiana. Cómo se hace un cristiano. Cómo se renueva una comunidad, Bilbao 1980; Confirmar hoy. De la teología a la praxis, Descleé de Brouwer, Bilbao 1979; CASTILLO J. M., Bautismo y Confirmación, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (dls.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1983, 78-89 y 217-227; CODINA V.IRARRÁZABAL D., Sacramentos de iniciación. Agua y Espíritu de libertad, San Pablo, Madrid 1988; CoMISIÓN EPISCOPAL DE LITURGIA, Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), Madrid 1976; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FRANQUESA A., El gran sacramento de la iniciación cristiana, Phase 177 (1990) 185-209; El rito de la iniciación cristiana y su repercusión ecuménica, Phase 131 (1982) 363-383; KÜNG H., La s confirmación como culminación del bautismo, Concilium 100 (1974) 99-126; LARRABE J. L., Los acramentos de la iniciación cristiana, Madrid 1990; LLABRÉS P., La iniciación cristiana, el gran sacramento de la nueva creación, Phase 171 (1989) 183-202; 2 PAREDES J. C. R., Iniciación cristiana y eucaristía. Teología particular de los sacramentos, San Pablo, Madrid 1997 ; SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, La iniciación cristiana hoy. Liturgia y catequesis. Ponencias de las jornadas nacionales de liturgia 1988, PPC, Madrid 1989; TENA P.-BOROBIO D., Sacramentos de iniciación cristiana: bautismo y confirmación, dentro de la celebración en la Iglesia II: Sacramentos, Sígueme, Salamanca 1990, 27-180; VELA J. A., Reiniciación cristiana, Verbo Divino, Estella 1986; VORGRIMLER H., Teología de los sacramentos, Herder, Barcelona 1989, 138-172.

Josep Castanyé Subirana, Miquel Raventós Suriá y Vicente M° Pedrosa Arés

BIENAVENTURANZAS-DECÁLOGO

SUMARIO: I. Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas: 1. La buena noticia de las bienaventuranzas; 2. Las catequesis de Mateo y de Lucas; 3. Las bienaventuranzas en la historia de la Iglesia. II. Las bienaventuranzas, camino hacia la plenitud humana: 1. Están sembradas en lo humano, aunque amenazadas; 2. Cada bienaventuranza libera en nosotros la vida. III. Bienaventuranzas y decálogo. IV. Educar las semillas de las bienaventuranzas. V. Pistas pedagógicas y metodológicas: 1. Principios catequéticos entrañados en las bienaventuranzas; 2. Algunas sugerencias metodológicas concretas.

Los entendidos en las ciencias humanas nos confirman que buscar la felicidad es el deseo más hondo del corazón de cualquier hombre o mujer. Íntimamente relacionada con el amor que se da y se recibe, parece que se logra al saberse amado tal cual uno es. Por alcanzarla, sacrificamos dinero, tiempo y cuanto tenemos. La cultura consumista en que vivimos, que conoce bien esta necesidad de nuestro corazón, persigue, incansable, seducirnos y nos hace caer en la trampa de tener cada vez más, arrastrados por el invencible deseo de ser felices. Precisamente porque la felicidad está siempre ante nosotros como meta inalcanzable, buscamos con ahínco los caminos que a ella conducen. Algunos la relacionan con estar en armonía consigo mismo, con la naturaleza, con los otros y con Dios, fuente de la existencia; y los rápidos momentos de paz profunda que a veces experimentan se lo confirman. Pero pronto se mezclan en sus vidas sombras y dudas que los desequilibran, hieren y rompen por dentro, o les impulsan a herir a los demás en lugar de amarlos. La ruptura de su armonía les impide continuar buscando y hace surgir en ellos la duda de si es realmente posible alcanzar la dicha que añoran y todo ser humano anhela. A este gran interrogante, responde el evangelio con la propuesta de las bienaventuranzas, que invitan a encontrar la felicidad en la pobreza, las lágrimas, el hambre o la persecución; es decir, en situaciones inconfortables en las que parece que no puede haber ninguna dicha. Por eso, podrían parecer pura ilusión si no supiéramos que son la expresión de la vida de Jesús, que pasó por todo eso y alcanzó la felicidad que, corno cualquiera de nosotros, buscaba. El ayuda a descubrir que la felicidad se asienta en el núcleo más hondo de la persona, y que es posible mantener en paz a pesar de todas las tribulaciones en que puede verse envuelta. Es Jesús, el hombre nuevo, quien muestra con su existencia cómo lograr lo que todo ser humano anhela: ser feliz haciendo felices a los demás.

I. Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas 1. LA BUENA NOTICIA DE LAS BIENAVENTURANZAS. Encontramos en los evangelios dos formulaciones de las bienaventuranzas. Las de Mateo, más conocidas, son ocho. Aparecen como prólogo al sermón del monte (Mt 5,3-12). Las cuatro de Lucas van seguidas de otros tantos ayes o lamentos (Lc 6,20-26). Como telón de fondo están los pobres, los que sufren, los marginados «endemoniados, lunáticos, paralíticos» a los que él curó (Mt 4,24; Lc 6,18). Las bienaventuranzas, primordialmente dirigidas a los discípulos –se lee en el Directorio general para la catequesis–, se orientan a la transformación del mundo, anuncian la buena noticia del Reino y una dicha que pasa por hacer felices a los demás (DGC 103; VC 33). a) Dios ama a los pobres. La buena noticia de que Dios nos quiere libres y felices recorre la Escritura. Esta se abre con el reconocimiento de que la persona, ser en relación, está llamada a

lograrse viviendo en armonía consigo misma, con la naturaleza, con los otros y con Dios, la fuente de la vida (Gén 1,1-4). Las conocidas imágenes del caos, del jardín y del árbol de la vida expresan simbólicamente esa invitación a vivir en plenitud. Y la Biblia se cierra con la afirmación de la plena realización del anhelo humano en la existencia de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), en que «Dios enjugará las lágrimas de los ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni pena» (Ap 21,4). Entre este comienzo y este final, transcurre una historia de dolor y gozo, frustraciones y esperanzas en la que se van narrando las dramáticas consecuencias de pobreza, muerte, hambre y guerra (Ap 6,8) generadas por la seducción de querer ser como Dios; la quiebra del sueño de Dios de una vida en comunión con él y con los demás, expresado en la Alianza; la manifestación de su amor-dolor ante la suerte de los pobres y la ceguera de quienes la provocan, transmitida por los profetas, con la imagen de la madre cuyas entrañas se estremecen ante la situación de su pueblo (Os 11,8) y con las llamadas a volver al amor primero (Ap 2,4; Os 2,16-17), porque él es un Dios fiel, siempre dispuesto a perdonar, a recrear a la persona en su integridad original. «Los amaré de todo corazón» (Os 14,5). Esta historia manifiesta el corazón de Dios, que escucha los gritos del pueblo y actúa liberándolo por mediación de Moisés y los profetas. Y durante la dolorosa época del exilio en Babilonia, su ternura se hace perceptible en la mediación del Siervo, misteriosa figura, cuyo perfil actualizó Jesús y cuya experiencia del Dios de los pobres mantendrá viva la esperanza. A lo largo de esta historia Dios, que es fiel, llama de continuo a conversión e invita a cada uno a ser feliz, para que guste, en libertad, la vida recibida y la ponga al servicio de los demás. Siglos antes del nacimiento de Jesús, en la imagen de un banquete, Isaías soñaba con un mundo feliz: «El Señor todopoderoso brindará a todos los pueblos en esta montaña un festín de pingües manjares, un festín de vinos excelentes... El Señor Dios secará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,6-8). La felicidad que reclama la comunión con Dios y con los demás es una manifestación del reino de Dios: el que Jesús nos révelará al manifestarnos que Dios es el Abbá, el Padre/Madre de todos, el Dios de los más pequeños, desfavorecidos y pobres, que a todos quiere sentar a su mesa. b) Jesús pobre y al servicio de los pobres. Leyendo las bienaventuranzas desde la existencia de Jesús, que realmente las vivió, podremos ir descubriendo su trasfondo, pues reflejan sus actitudes y comportamientos ante la vida. De la lectura de los evangelios se deduce inmediatamente que sus primeros destinatarios fueron los pobres, los que sufren, los no violentos, los que pasan hambre... Jesús de Nazaret, el que «se rebajó» (Flp 2,7), desde abajo y enviado por el Espíritu del Señor (Lc 4,18), mostró a todos cuál es la calidad del amor de Dios y cómo evitar los sufrimientos que impiden ser felices. La primera comunidad cristiana vio a Jesús como la actualización del Siervo anunciado por Isaías. Desde esa clave leyeron su vida los evangelistas (Mt 12,18-21; Lc 4,16-21). Más en concreto, Lucas pone en boca del mismo Jesús el texto de Is 61, después de haber eliminado la referencia a la violencia, para significar que este anuncio se cumplía en él 1. La vida de Jesús se ajustó al perfil del Siervo. Consagrado como él para anunciar el derecho a las naciones; solidario con los que sufren injusticias, mentiras, odios y violencias, no se apoyó en la fuerza ni en el poder, sino en Dios, y sufrió sin defensa alguna. Hasta le mataron; pero su muerte dio vida a una multitud. Cabe preguntarse si anunció Jesús, directamente, todas las bienaventuranzas a los pobres de su tiempo. Muy probablemente pronunciara dos: dichosos «los pobres», a secas, y dichosos «los perseguidos» como antaño lo fueron los profetas 2. La primera explicita su deseo de mostrar que Dios Abbá ama a todos, y de un modo preferencial a los pobres y pecadores, y les muestra su amor, al querer cambiar, con su colaboración, las situaciones que generan pobreza, violencia y marginación o se apoyan en una imagen falsa,de él. La segunda presenta las consecuencias de una determinada opción. Tras la muerte y resurrección de Jesús, la comunidad cristiana se aplicó a sí misma lo dicho por Jesús y llegó a expresarlo en una formulación cercana a la de Lucas, con objeto

de animar a los discípulos, que sufrían las consecuencias de la pobreza y la persecución al seguir a Jesús. 2. LAS CATEQUESIS DE MATEO Y DE LUCAS. Las bienaventuranzas que Mateo y Lucas insertan en su evangelio son como dos catequesis, ofrecidas a sus respectivas comunidades, teniendo en cuenta la situación particular de cada una de ellas 3. a) Coincidencias y divergencias. La comunidad de Mateo está formada por cristianos provenientes del judaísmo, cuya mentalidad sostenía que únicamente podían pertenecer al Reino quienes cumplieran fielmente las prescripciones de la ley. Jesús intentó cambiar esta mentalidad, al abrir el reinado a todos, judíos o no; así parece deducirse de la parábola del juicio final sobre el amor, el gran criterio para formar parte del Reino (Mt 25,31-46). Las bienaventuranzas de Mateo forman dos bloques de cuatro. Recogen una serie de actitudes y de acciones respectivamente. La pobreza de corazón abre el primero de ellos, señalando su importancia. No violencia, dolor, hambre y sed de justicia siguen como desglose de la misma. El segundo bloque se centra en las obras. Pero entre la misericordia y el trabajo por la paz aparece la pureza de corazón, actitud de la que aquellas brotan desde dentro a fuera. Finalmente en la bienaventuranza de los «perseguidos por la justicia» queda formulada la consecuencia de la entrega amorosa a Dios 4. Ya la misma forma de presentación de las bienaventuranzas es catequética, pues evoca la tan subrayada invitación en Mateo de no separar vida y fe: «No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). Las tres primeras bienaventuranzas en Lucas, que sólo menciona cuatro, están referidas a situaciones reales: ser pobre, pasar hambre, llorar. La última, semejante a la de Mateo, alude a la persecución por causa de Jesús. Pero a continuación, el evangelista añade una serie de ayes o lamentos, contrapuestos a los anuncios de dicha que acaba de mencionar y en los que advierte a los ricos, a los que ríen y a los que están saciados, que su situación no proporciona la felicidad que buscan, mientras que a los que ahora son pobres, a los que pasan hambre y a los que lloran y son difamados se les anuncia dicha plenitud. Para entender el sentido de esta catequesis hay que tener en cuenta la situación de la comunidad a la que va destinada. Una comunidad formada por cristianos de origen griego que han abrazado la pobreza evangélica por seguir a Jesús y como él están sufriendo las consecuencias del servicio a los pobres, cuyas expresiones son la pobreza y sufrimiento real que está experimentando la comunidad. Es lo que subraya la cuarta de las bienaventuranzas: «Dichosos seréis si os odian los hombres, si os expulsan, os insultan y proscriben vuestro nombre como infame por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), al describir una situación contraria a la de los ricos que aparecen en el segundo bloque. A la comunidad de Lucas le acecha la tentación del dinero que, contrariamente al amor que se entrega y hace feliz, encierra en sí, bloquea y hace desgraciados a otros: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). A la tentación de tener, tan habitual en nuestra búsqueda de felicidad, Lucas ofrece la alternativa de ser, según el proyecto de persona soñada por Dios y que se realizó plenamente en el hombre nuevo, Jesús. b) El núcleo común. Las dos versiones de las bienaventuranzas tienen aspectos comunes. En ambas, la primera se refiere a los pobres. Mateo precisa «pobres de espíritu». Son los anawin, expresión que se aplicó tras el destierro de Babilonia a quienes, sintiendo agudamente su pobreza existencial, se sabían amados por el Dios de los pobres y confiaban en él para existir y continuar viviendo. Y consecuentemente, el que es pobre de espíritu se hace pobre de hecho, seducido por ese Dios. Lucas se dirige a los discípulos pobres a secas, que pasan hambre, que lloran y son

perseguidos por su fidelidad a Jesús. Lo pasan tan mal que están tentados de recuperar lo que dejaron al seguirle. Los dos evangelistas coinciden en la última bienaventuranza, la de la persecución. Mateo la desdobla, subrayando de este modo las consecuencias del servicio al Reino y la dicha del discípulo aun en medio de injurias y calumnias. Los discípulos de Jesús son los primeros destinatarios de ambas catequesis 5. Es evidente en Lucas; está menos claro en el texto de Mateo. Y, además, en este evangelista, los anuncios de dicha se ofrecen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Estos, incluso sin ser discípulos, pueden participar de una dicha que está vinculada a actitudes y comportamientos, cuya raíz son los mismos mandamientos. El sermón del monte, que explicita las bienaventuranzas, enseña a vivirlas en plenitud: «No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla» (Mt 5,17). c) La fuente de la dicha. El motivo de la dicha se declara en la primera y la última bienaventuranza, «porque de ellos es el reino de Dios» (Mt 5,3.10). El amor de Dios es fuente de gozo, porque quien se sabe amado ama a su vez, y al amar y servir se realiza como persona. Las ciencias humanas dan gran importancia al amor para la adquisición de una seguridad básica personal. Dios nos ama con ternura: «¿Puede una mujer olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti» (Is 49,51); nos quiere vivos, felices. Cuando caemos está junto a nosotros para levantarnos: «Como a una mujer abandonada y desolada te ha requerido el Señor» (Is 54,6). Jesús, encarnación de Dios que es amor, nos enseña a dejarnos amar por el Abbá, vocablo del lenguaje familiar —papaíto, mamaíta— cargado de significación. Dios es el principio amoroso de nuestra existencia. Jesús confió en el Dios de los pobres, hasta en su muerte violenta. Y el Padre lo resucitó, mostrando de ese modo que la vida es más fuerte que la muerte y nada puede impedir que, en su núcleo más hondo, la persona sea feliz. Por eso, únicamente desde la experiencia de la resurrección, con la que el Padre culminó la vida de entrega de Jesús, es comprensible la felicidad de las bienaventuranzas. «El Padre me ama», dice Jesús (Jn 15,9); esa es la experiencia de los pobres de corazón, primera de las bienaventuranzas y clave para interpretar las restantes. Ser pobre de corazón significa estar reconciliado con su pobreza existencial y dejarse amar. Es la actitud del niño, que tanto cuesta al adulto. La invitación de Jesús es clara: «Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios» (Mt 18,3). Los que se saben indefensos se dejan amar por el Dios de los pobres. Saberse amado de este modo aumenta la autoestima, al mismo tiempo que lanza a compartir con los demás lo que gratuitamente ha recibido. Cuando uno lo hace, siente que está en armonía consigo, con el cosmos, con los otros y con Dios. Es una experiencia de plenitud, que coincide con el shalom bíblico o la paz. El término bienaventuranza o macarismo, de makarios –dichoso en griego– deriva de una palabra hebrea, ashre, que significa felicidad, prosperidad, fortuna. Es la revelación o el descubrimiento de una dicha muy profunda, que el hombre bíblico refiere a Dios. En algunos pasajes del Antiguo Testamento (Sal 2,12; 34,9; 84,13; Is 30,18) se llama dichoso al que confía en Yavé. En el Nuevo Testamento, María dice de sí misma que la llamarán bienaventurada, dichosa (Lc 1,48). Santiago declara dichosos a los que padecieron penalidades en nombre del Señor (Sant 5,11). Finalmente podemos decir que, al proclamar los macarismos o bienaventuranzas, se está afirmando un futuro que lleva consigo la transformación del presente. d) Don y compromiso a un tiempo. Las semillas de las bienaventuranzas ya están sembradas en nuestro corazón: son un don cuyo florecer depende de la respuesta de nuestro libre compromiso. La humanidad, tal como se manifestó en la vida de Jesús, lleva en sí semillas de bondad y de amor más fuertes que la muerte, el odio, la violencia o la mentira. Por eso, cualquier hombre o mujer puede ser feliz en la medida en que vaya educando y desarrollando esas semillas. Con frecuencia

se habla de ley natural cuando nos referimos a los mandamientos. Las bienaventuranzas son como la flor de las tendencias amorosas inscritas en todo corazón humano. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5). Germinan, florecen y dan ciento por uno, cuando cultivamos la pobreza de corazón, la no violencia, el llorar por sentirnos alejados del proyecto del Reino, el hambre y la sed de justicia, la pureza de corazón. Todas estas actitudes emanan de la pobreza de corazón, porque ellos, los pobres, los que se saben necesitados, están más predispuestos para dejarse amar por el Abbá, que quienes se sienten suficientes, constantemente acechados por la tentación de ser como dioses y de vivir sin él, apoyados en el dinero, la fama o el poder. El sermón del monte, que en Mateo se abre con las bienaventuranzas, explicita las actitudes y comportamientos recogidos en estas, mostrando a los discípulos cómo se es «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13-14). Las acciones no brotarán por voluntarismo, sino de las actitudes, como expresión de un amor que se ensancha y se entrega a los más necesitados de amor, a los más atropellados en su dignidad humana: «Dichosos los misericordiosos, dichosos los que trabajan por la paz». El compromiso por la misericordia y la paz con frecuencia encontrará oposición, e incluso la muerte; pero también en ese caso es posible experimentar el gozo muy hondo de las bienaventuranzas, porque se trata de la promesa del Señor cuya realización hace posible el Espíritu del Resucitado. 3. LAS BIENAVENTURANZAS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA. La comunidad cristiana, a lo largo de su historia, se ha referido constantemente a las bienaventuranzas como al núcleo de la vida cristiana. Son frecuentes las referencias de los Padres de la Iglesia a vivir la pobreza evangélica desde las actitudes de la justicia, la misericordia y la paz. También las orientaciones del magisterio actual de la Iglesia nos invitan a vivir las bienaventuranzas, porque «sin el espíritu de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios». Y nos recuerdan que las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús y responden al deseo natural de felicidad del ser humano (CCE 1718-1719). A las enseñanzas dedos grandes Padres de la Iglesia, ha acompañado el testimonio de los santos y santas, canonizados o no, que en la Iglesia se han significado por vivir el evangelio y han ido realizando en sus vidas las actitudes y comportamientos de las bienaventuranzas: Francisco de Asís, Vicente de Paúl, Oscar Romero, Teresa de Calcuta, o la recientemente nombrada doctora de la Iglesia, Teresa del Niño Jesús, que en la «noche oscura del sentido», confió plenamente en Dios, en unión con los que sienten la tentación de renegarle y actualizó la bienaventuranza de los que sufren, porque no alcanzan a vivir el evangelio como lo desean. Podrían multiplicarse los testimonios de los que actualizan las bienaventuranzas trabajando por la transformación del mundo, solidarizados con los que sufren en su cuerpo o en su espíritu.

II. Las bienaventuranzas, camino hacia la plenitud humana 1. ESTÁN SEMBRADAS EN LO HUMANO, AUNQUE AMENAZADAS. El objetivo de todos los esfuerzos humanos es conseguir ser felices, aun en las situaciones más difíciles y complejas en que la persona humana pueda verse. Los psicólogos afirman que una sana autoestima, el amor, el trabajo y tener un sentido en la vida son elementos que favorecen el logro de la persona en relación6. Las bienaventuranzas dan respuesta a esas dimensiones, al invitar a dejarse amar por el Dios de los pobres, el mejor medio para la autoestima, y al ofrecer la oportunidad de sacar lo mejor de sí mismos para ponerlo al servicio de los demás, mediante el esfuerzo que transforma y recrea personas y cosas. Tendemos siempre hacia un futuro mejor. Bienaventuranza, en castellano viene de ventura y es palabra esperanzadora, ya que une la referencia al futuro con una actitud o acción actual positiva

7. La vocación humana alcanza su plenitud en el amor que da y se entrega. Los momentos más felices en cada existencia humana están asociados a un hacer algo bueno por los demás. «La mujer cuando está de parto se siente angustiada, porque ha llegado su hora; pero cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de la angustia por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,21). Quienes dicen, creyentes o no, que quieren vivir a tope la vida, la arriesgan por los demás. Vive en plenitud quien la entrega: la clave de la felicidad está en ser en sí mismo a pesar de todo. Las bienaventuranzas están sembradas en el corazón humano en forma de bondad, de amor hasta el perdón, de misericordia y de trabajo por la justicia. Estos y otros valores están brotando de continuo en la humanidad y hacen que esta perdure a pesar de tanta guerra y violencia. Pero requieren ser cultivados porque están amenazados y hay que contrarrestar las actitudes de la violencia 8, que germinan en el caldo de cultivo de nuestra cultura. El evangelio, en frase de Pablo VI, es la plenitud de lo humano, y las bienaventuranzas, corazón del evangelio, ofrecen la posibilidad de vivir como Jesús al actualizar, por su Espíritu, sus actitudes y comportamientos en un mundo que busca ser feliz (cf CT 9; GS 22). Las bienaventuranzas vienen, sobre todo, en nuestra ayuda, porque invitan a desarrollar lo mejor que hay en cada persona y ofertan alternativas a las trampas que nos tiende el mal y que nos impiden ser felices. 2. CADA BIENAVENTURANZA LIBERA EN NOSOTROS LA VIDA9. a) Dichosos los pobres de espíritu. La primera bienaventuranza alerta sobre la mentira de los ídolos que, como el dinero, el prestigio y la autosuficiencia, intentan acaparar el corazón. Ofrece, como alternativa, la invitación a dejarse amar por Dios, poniendo en él la confianza. El sabe que somos de barro y cada creyente sabe que su amor le da fuerzas para aceptar sus desajustes personales, que le hacen sufrir, para salir al encuentro de la naturaleza herida, de las personas empobrecidas y para luchar contra la injusta riqueza con el fin de erradicar la pobreza. b) Dichosos los que sufren. Quien deja entrar en su corazón este anuncio escucha una invitación a confiar en Jesús pobre y humillado, que lloró como un hombre cualquiera (cf Lc 19,41; Jn 11,35). Se verá libre del miedo al dolor y a la muerte porque el espíritu del Señor le dará la fuerza necesaria para aceptarse como es, para llorar ante su propia fragilidad y la de los demás, y solidarizarse con los hombres y mujeres que sufren, con la esperanza puesta en el Dios de la vida que resucitó a Jesús. c) Dichosos los no violentos. Esta bienaventuranza desenmascara la dinámica destructiva de la violencia que un mal uso de la agresividad genera en el ser humano. Invita a canalizar esa energía para crear y construir, como Jesús, desde una actitud de no violencia, tan subrayada en el sermón del monte (cf Mt 5,38-42). d) Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia. La cuarta bienaventuranza estimula a superar una concepción de la justicia únicamente referida a proteger el yo de las amenazas ajenas, y alienta a que los derechos de los demás pasen antes que los propios. Así obraba Jesús, que tenía hambre y sed de ver cumplida la voluntad del Padre, el reino, la fraternidad 10 (cf Jn 4,34). e) Dichosos los misericordiosos. Al ser humano le acecha el peligro de endurecer su corazón para protegerse del dolor que le produce la vista de la miseria ajena. Esta bienaventuranza alienta a cultivar el sentimiento humano de la compasión y de la solidaridad y a comprometerse con los necesitados, como el samaritano de la parábola. También nos advierte del peligro que corre de justificar una conducta egoísta con racionalizaciones que intentan ampararse en leyes, reglamentos o normas.

f) Dichosos los puros de corazón. Ante una tentación, tan habitual en nuestra existencia, como la de la hipocresía, la mentira, o la ceguera 11, la bienaventuranza de los que tienen el corazón limpio anima a ser sinceros y a intentar vivir en la verdad que nos hace libres (Jn 8,32). La verdad sobre uno mismo y sobre los demás es fuente de liberación y dicha. Jesús guía a la plenitud de esa verdad cuando abre los ojos para confesar a Dios como amor, fuente de toda existencia, en quien podemos confiar plenamente. Francisco de Asís veía el cumplimiento de está bienaventuranza, que nos conduce a la adoración, en que Dios sea Dios. g) Dichosos los que trabajan por la paz. Semejante proclamación descubre la trampa, tan arraigada en nuestra cultura, de creer en el principio diferenciador de los otros, distintos e inferiores: hay negros y blancos, pobres y ricos, payos y gitanos, hombres y mujeres, españoles y marroquíes... La ideologización de este principio está en la base de muchos odios y guerras 12. El verdadero trabajo por la paz pasa por el diálogo, en el que las dos partes aportan algo. El sermón del monte sugiere formas concretas de no-violencia: somos hermanos, hijos de un mismo Padre «que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,4546). Sobre esta base se apoya también el amor a los enemigos. La formulación de esta bienaventuranza es ya un recuerdo de que la paz se logra con trabajo y con esfuerzo, que supone en sí mismo una fuente de dicha. h) Dichosos los perseguidos por causa de la justicia. La última de las bienaventuranzas de Mateo, libera de la trampa de creer que la vida se logra guardándola, en lugar de entregándola. Pone de manifiesto la tentación de tener reservas personales en dinero, fama, prestigio, etc. El testimonio de Jesús, que se entregó hasta dar la vida, es el gran motivo para entregarse sin miedo. El mensaje pascual es el fundamento de la esperanza activa que hoy moviliza a hombres y mujeres hacia el encuentro con el Resucitado en los crucificados de la historia, e invita a descubrir en ellos una vida amenazada que pide ser liberada, y reclama una entrega que hace feliz.

III. Bienaventuranzas y decálogo ¿Qué relación existe entre las bienaventuranzas y los mandamientos? El documento Libertad cristiana y liberación, en el número 62, afirma que «Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas [las bienaventuranzas] el decálogo, dándole su sentido pleno y definitivo». Por su parte el Directorio abunda en ello cuando manifiesta que «el amor a Dios y al prójimo, que resumen el decálogo, si son vividos con el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, constituyen la carta magna de la vida cristiana que Jesús proclamó en el sermón del monte» (DGC 115). La misma expresión de carta magna la encontramos en Pablo VI (EN 8). Ya san Agustín presentaba el sermón del monte como la «carta perfecta de la vida cristiana» (De sermone Domini in monte 1.1). «El sermón del monte, en el que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las bienaventuranzas, es una referencia indispensable en la formación moral, hoy tan necesaria» (DGC 85). Así pues, el cristiano habrá de tener en cuenta las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas (cf CT 29). Parece obvio que el mensaje que la Iglesia comunica tiene que ser significativo de la persona humana. Por tanto, la catequesis moral, cuando presente en qué consiste la vida digna del evangelio y promueva las bienaventuranzas como espíritu que impregna el decálogo, intentará enraizarlas en las virtudes humanas presentes en el corazón del hombre (cf DGC 117). No es de extrañar entonces que el Catecismo de la Iglesia católica se refiera a la catequesis de la vida nueva

en Cristo señalando que esta, entre otras características «sea una catequesis de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo resumido en ellas es el único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre»; sea «una catequesis de las virtudes humanas que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien», y sea una «catequesis del desdoblamiento de la caridad desarrollada en el decálogo» (CCE 169), ya que, efectivamente, los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor a Dios y al prójimo. El mismo Directorio no deja de notar cómo la tradición patrística y de los catecismos enriquece la catequesis actual de la Iglesia. Y recuerda que el decálogo –una de las siete piezas maestras que la configuran, articuladas de diferentes maneras– está en la base tanto del proceso de iniciación como del proceso permanente de maduración cristiana (cf DGC 130). Los mandamientos son como señales en el camino del cristiano, que le reenvían de continuo al Yo soy de Dios. El nos hace firmes a la hora de seguir esas orientaciones, auténticamente humanas, que nos permiten amar y ser felices. Adquieren todo su sentido cuando tratamos de vivir cada uno de ellos con el espíritu de las bienaventuranzas y no cuando nos limitamos a cumplirlos de forma legalista. Situarnos en este punto de vista es reconocer de lleno el mundo de la fe y de la gracia de Dios. A este mundo estamos llamados en el seguimiento de Jesucristo.

IV. Educar las semillas de las bienaventuranzas Para que una semilla florezca hay que cultivarla (cf Mt 13,4ss). Educar es sacar lo mejor de uno mismo. Las ciencias humanas afirman la necesidad de cultivar, antes de la adolescencia, las semillas de la bondad, la compasión, la misericordia... 13. La catequesis es una de las acciones privilegiadas para cultivarlas, progresivamente, en las diferentes edades mediante el proceso de identificación con Jesús (DGC 72). La vivencia de las bienaventuranzas supone la madurez humana necesaria para ser conscientes de que la muerte, el dolor y el sufrimiento no son la última palabra y de que la vida se gana entregándola. Ese es el eje de la dicha que anuncian. El espacio catequético más adecuado para educar en esta madurez es el llamado catecumenado o catequesis de adultos de inspiración catecumenal (cf DGC 64). No obstante, y hasta que llegue ese momento, no sólo es posible, sino necesario, ir educando esos valores a partir de la primera infancia, conjugando integridad del mensaje con adaptación del mismo (DGC 112). a) Catequesis de infancia. A juicio de los psicólogos, a partir de las primeras edades y antes de los 14 años, es conveniente educar las actitudes en la línea que señala Mateo en la formulación de las bienaventuranzas: pobreza de corazón o aceptación de sí mismo, tan asociada al sentirse querido por el Dios Padre/Madre, o las personas que lo simbolizan, tal vez los propios catequistas. Experimentar la dicha de saberse amado como uno es, anima a ser compasivo; sentirse invitado a realizar gestos de bondad hacia los otros, ayuda a saborear el gozo que estos gestos producen en uno mismo y en los demás. En estas primeras edades, la referencia a Jesús como modelo está muy mediada por el testimonio de los educadores. b) Infancia adulta. En la etapa que se inicia a partir de los 9-10 años predominan la norma y la acción; la lógica supera a la afectividad. Es un momento favorable para presentar a Jesús en su contexto histórico, realizando signos en favor de los demás, y para aproximarles a las bienaventuranzas como orientaciones que brotan del amor. Por la curiosidad intelectual propia de los niños y niñas de estas edades, es también un tiempo propicio para iniciarles en el conocimiento de la configuración de los evangelios y de las mismas bienaventuranzas.

c) Preadolescencia-adolescencia. En esta etapa de claro predominio afectivo, es frecuente que los chicos y chicas se sientan solos, desconectados. De ahí que la tarea más importante del catequista sea la de acompañarles en la aceptación de la propia realidad personal, que tanto les desconcierta por sus cambios notables y sus nuevas reacciones. Es buen momento para verificar si la imagen de Dios que se está perfilando en ellos es la idealización del propio yo o la imagen del Dios de Jesús, cuyas entrañas de Padre/Madre se describen en los relatos de Oseas (cf Os 11): el Dios que nos quiere porque él es bueno, el Dios que perdona y no culpabiliza. Hay que tener en cuenta que en esta etapa pueden aflorar sentimientos de culpa ante los impulsos nuevos incontrolados. Por eso puede facilitar el crecimiento desde dentro, la identificación con personajes bíblicos que se dejan encontrar por Jesús tal como son y se sienten amados y reconocidos por él, como la samaritana, el paralítico, Zaqueo y otros. El catequista es el testigo más inmediato para ayudar a crecer sin paternalismos, estimulando lo mejor de uno mismo, desde las claves de las bienaventuranzas. d) Jóvenes. En buena parte de la juventud de hoy se aplaza mucho la independencia de la protección familiar, debido principalmente a la prolongación de los estudios y a la dificultad para encontrar trabajo; por ello interesa que los chicos y chicas vayan descubriendo el modo de ir situándose en la vida. Las bienaventuranzas son para ellos modelos de conducta ética y estímulo para una acción solidaria. Pero hay que ir más allá, para que perciban los sentimientos de Jesús, con los que puedan identificarse. Los jóvenes atraviesan una etapa muy adecuada para tomar conciencia de lo que viven, de lo que les hace desgraciados o felices y para decidirse a tomar la vida en sus propias manos. e) Adultos. A partir de la experiencia de una vida haciendo frente al dolor y a la injusticia, a la frustración y al fracaso, etc., la edad adulta es propicia para experiementar el don de las bienaventuranzas, desde la experiencia de la pobreza y las limitaciones propias. Esto puede conducir a confiar en el Dios de los pobres, primera de las bienaventuranzas. Pero antes habrá que verificar si la imagen de Dios que tiene la persona adulta es infantil y culpabilizante y necesita ser purificada para acercarse a la imagen de Dios que revela Jesús. En tales casos, se precisa el catecumenado de adultos, que les ayude a conocer, a través de la Escritura, que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16), y que, al mismo tiempo, vaya creando el deseo y la necesidad de celebrarlo en la liturgia, profundizarlo en la oración y expresarlo en el compromiso. f) Tercera edad. Con frecuencia se olvida esta etapa, y es importante tenerla en cuenta. La persona mayor lleva mucha carga de experiencia dolorosa en su existencia, y la perspectiva de una muerte cercana la lleva a preguntarse por el logro o pérdida definitiva de su vida. Puede ser, por lo tanto, un tiempo adecuado para reconocer toda la carga de bondad que ha ido acumulando en su vida, para ir perdiendo miedo a la soledad y a la muerte, por la esperanza en un futuro que será pleno, como el anunciado en las bienaventuranzas (DGC 188). g) Los educadores, a lo largo del proceso catequético, siguiendo a Jesús, aprenderán de él a ver en el corazón de toda persona la bondad y el deseo hondo de lograr la vida entregándola; aprenderán a estar alerta ante el mal que tienen cerca y en cuyas trampas pueden caer sin darse cuenta. Las bienaventuranzas ayudan a detectar estos males, a desenmascararlos y hacerles frente con sus contrarios. Parece necesario que el catequista tenga asumidas, en cierta medida, las bienaventuranzas o tienda a ello con pasión.

V. Pistas pedagógicas y metodológicas

1. PRINCIPIOS CATEQUÉTICOS ENTRAÑADOS EN LAS BIENAVENTURANZAS. a) Identificación con el modelo Jesús. Función de los testigos. Las bienaventuranzas nos ofrecen un modelo de persona que encuentra la dicha en la entrega a los demás y no en la mera satisfacción de las necesidades creadas por los sentidos: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará» (Mc 8,35). Es un modelo opuesto al hedonista e individualista que nos ofrece la sociedad. La misma antropología afirma que el camino de la felicidad pasa por la entrega de la propia vida a los demás. La persona como ser en relación alcanza su plenitud en la medida de su propia donación. Hasta llegar a ello, va madurando en un proceso de identificación con los padres, con los educadores y otras personas clave. Las bienaventuranzas nos invitan a contemplar las actitudes y comportamientos del modelo Jesús, como la perla preciosa por la que se vende todo (cf Mt 13,45-46). Actualmente se está acentuando la importancia de la sensibilidad en el crecimiento personal 14; esto apoya la necesidad de que el educador tenga presente la enseñanza de Pablo a los cristianos de Filipos: «Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Esto quiere decir que hay que conocer a Jesús no sólo teóricamente, sino sobre todo de modo experiencial, a base de contemplarle con los sentidos y a través de los datos que nos hablan de él en la Escritura, y en la vida de sus testigos. Este conocimiento supone mirar, escuchar, tocar, oler, gustar, para que la sensibilidad de Jesús vaya configurando la nuestra y, espontáneamente, nuestros actos reproduzcan los suyos. De todo ello se deriva la importancia de que los catequistas sean personas seducidas por Jesús y deseosas de seguirle. b) Encarnación en la vida. Las formulaciones de las bienaventuranzas explicitan las vivencias de Jesús, que se manifiestan en los evangelios. Jesús vivió y después escribieron sobre él. Los escritos recuerdan su existencia entregada. Esta perspectiva subraya la necesidad de tener muy en cuenta la vida de los catecúmenos. Esta es la que importa transformar, en ella están sembradas, y también amenazadas, la bondad, la humildad, la compasión, la misericordia, la justicia, la libertad... La acción catequética no puede, por tanto, eludir estas dimensiones de la vida en las que se juega la felicidad de la persona (cf DGC 145). Lo importante en la acción catequética es favorecer la vivencia de las bienaventuranzas, ayudando a descubrir la dicha que encierran y que se manifiesta en la obra hecha con esfuerzo personal. Cada una de ellas nos estimula a sacar de nosotros lo mejor que tenemos y a compartirlo con los demás. En eso reside la fuente de la dicha que anuncian (DGC 116-117). c) Talante comunitario. Las bienaventuranzas están formuladas en plural, se orientan a la comunidad de los discípulos, a los que se invita a ser felices haciendo felices al grupo de lisiados, cojos y ciegos que aparecen en los versículos precedentes. Esta perspectiva señala el modo de ir educando la dimensión comunitaria en la catequesis: sentirse seducidos por Jesús, el Hombre, y ejercitarse en el amor a los hermanos. De este modo se evita el peligro de confundir comunidad con nido cálido (DGC 103). 2. ALGUNAS SUGERENCIAS METODOLÓGICAS CONCRETAS. Hay tres aspectos que conviene acentuar en relación con la catequesis de las bienaventuranzas: a) Caer en la cuenta de la búsqueda personal de felicidad y de los medios concretos para su realización. También habrá que preguntarse por los medios que el ambiente ofrece y las consecuencias que producen. Conviene aludir a la seducción de los medios de comunicación de masas, con sus reclamos publicitarios que, a modo de trampas engañosas, alimentan los deseos de tener, de poder y de autosuficiencia, encerrando a la persona en sí misma e impidiéndole ser. Esta experiencia no se limita a lo personal, es universal; basta echar una mirada a la cultura actual, para percibir los engaños y frustraciones sociales.

Como contraste, habrá que ayudar a percibir los signos de la paz y el gozo personales y los momentos en que se vivieron. Signos que ponen de manifiesto la sed de ser felices y van acompañados de amor que se recibe y que se da. Los medios pueden ser variadísimos, siempre orientados a despertar y dinamizar el deseo profundo de la persona. Es importante invitar, sobre todo a los adultos, a la aceptación de las propias posibilidades y limitaciones, base sobre la que se puede ofertar un proyecto que anime a caminar. Relacionado con la búsqueda, es importante presentar las bienaventuranzas como proyecto que dinamiza a muchas personas, hoy como ayer. Hay datos que confirman su veracidad. La oferta responde a las aspiraciones humanas y permite gozar de una felicidad en medio de situaciones aparentemente contrarias. Su formulación denota su realismo, invita hacia un futuro mejor. La formulación de Mateo las abre al universalismo, sin limitación de credos religiosos o de otras situaciones. b) Verificar si las imágenes que cada persona tiene de Dios coinciden con las de Jesús, según hemos aludido anteriormente. Con frecuencia se constata que una buena teoría no basta para que las entrañas queden afectadas por el Dios de la misericordia, el Dios-con-nosotros que es Jesús. A este respecto, y con la ayuda de una técnica proyectiva como, por ejemplo, la de intentar que una persona haga de Dios para tratar de responder a los gritos de dolor de tantas personas que sufren, es posible descubrir la gran distancia que existe entre lo que conocemos de Dios y la experiencia personal que tenemos de él. Experimentarlo ahonda la conciencia de la propia pobreza y abre al deseo de descubrir quién es Dios para los que sufren y cómo responde él al dolor humano. La pregunta deja abierta la puerta a la presentación de la vida de Jesús, el Siervo, releída desde las bienaventuranzas. Cuando hay deseo de conocer, es posible hacerlo dejándose sorprender, actitud de los pequeños que Jesús alaba, base para sentir el gozo de las bienaventuranzas y una de las expresiones de la pobreza de corazón. Favorecer un clima que propicie tales actitudes en la catequesis, requiere que el catequista crea en la buena noticia de las bienaventuranzas y que estas ya están sembradas. Si es así podrá comunicarlas por irradiación y ayudará a cada persona para que, al sacar y compartir lo mejor de sí misma, se vaya logrando un mundo más feliz. NOTAS: 1 J. DUPONT, El mensaje de las bienaventuranzas, Verbo Divino, Estella 1978. — 2 SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas, Edice, Madrid 1981, 26. — 3 Ib, 34. — 4 El sentido de justicia en Mateo incluye la justicia social, pero la desborda. Se refiere a la conducta que se ajusta al proyecto de Dios sobre la persona en el mundo. — 5 G. LOHFINK, El sermón de la montaña, ¿para quién?, Herder, Barcelona 1989, 15-39. — 6 E. ROJAS, ¿Qué es la 8 felicidad?, Planeta, Barcelona, 55-57. — 7 J. MARÍAS, Las bienaventuranzas hoy, Planeta, Barcelona 1995, 9-15. — L. RoJAs MARCOS, Semillas de violencia, Espasa, Madrid 1997, 203-221. — 9 En adelante seguimos la versión de Mateo por ser la más 10 explícita y conocida. — Ver lo dicho en nota 4 sobre la concepción de la justicia en Mateo y también SECRETARIADO 8 12 NACIONAL DE CATEQUESIS, o.c., 132-157. — 11 J. SARAMAGO, Ensayo sobre la ceguera, Alfaguara 1997 . — L. ROJAS 13 14 19 MARCOS, O.C., 188-205. — Ib, 208-221. — D. GOLEMAN, La inteligencia emocional, Kairos, Barcelona 1997 . BIBL.: Además de la consignada en notas, CHÉRCOLES A., Las bienaventuranzas, «Jesús Cáritas», El Palmar 1994; LAMBERT B., 2 Las bienaventuranzas y la cultura de hoy, Sígueme, Salamanca 1987; Six J. F., Las bienaventuranzas, San Pablo, Madrid 1989 .

Teresa Ruiz Ceberio y Antonio Bringas Trueba

CARISMAS Y MINISTERIOS

SUMARIO: I. Carismas: 1. Terminología y uso lingüístico; 2. Significado sociológico; 3. Utilización teológica. II. Ministerios: 1. Terminología y contenido; 2. Ministerios ordenados; 3. Ministerios laicales. III. Relación entre carismas y ministerios: 1. En una Iglesia comunión, guiada por el Espíritu; 2. En el desempeño de las tareas catequéticas.

En su aparente simplicidad, la conjunción y entre carismas y ministerios establece una relación mutua de ambos términos; su articulación recíproca resulta, sin embargo, compleja en la situación actual de las distintas comunidades eclesiales. De esta complejidad forman parte la plurivalencia semántica de los mismos términos empleados, su utilización en el lenguaje teológico-jurídico y en el lenguaje ordinario, los presupuestos eclesiológicos en los que se inserta su articulación y las necesidades pastorales de la misión y de la evangelización, tanto en las nuevas Iglesias como en las de vieja raigambre. Partiendo del Vaticano II (1965), se tendrán en cuenta los desarrollos posconciliares, con especial atención a lo dicho en el Código de Derecho canónico (CIC 1983), en el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1992) y en el reciente Directorio general para la catequesis (DGC 1997). Lo que se pretende es exponer sucintamente la realidad plural de carismas (I) y ministerios (II) en sus coordenadas teológicas, así como su armonización eclesial en la perspectiva de las tareas catequéticas (III).

I. Carismas 1. TERMINOLOGÍA Y USO LINGÜÍSTICO. a) Nuevo Testamento griego: La palabra carisma es la transcripción del término griego charisma, muy raro en los textos anteriores al Nuevo Testamento (cf Si 7,33; 38,30); en el Nuevo Testamento está presente en 17 ocasiones, todas ellas, a excepción de lPe 4,10s., pertenecientes a san Pablo, y a las cartas pastorales (Rom 1,11; 5,15-16; 6,23; 11,29; 12,6; 1Cor 1,7; 7,7; 12,4.9.28.30-31; 2Cor 1,11; 1Tim 4,14; 2Tim 1,6). En griego, charisma es sustantivo verbal de chariseszai (mostrarse generoso, gratificante), está relacionado con charis (don, gracia), y mediante el sufijo -ma indica «el resultado de una acción entendida como charis (don, gracia), sin distinguirse siempre netamente de esta palabra» (Conzelmann) 1. b) La Vulgata latina. La Vulgata solamente transcribió el término en 1Cor 12,31 (charismata), llevando a cabo una traducción en los demás casos, si bien de manera diversa: gratia (Rom 5,16; 6,23; lCor 1,7; 12,4.9.28.30; 1Tim 4,14; 2Tim 1,6; lPe 4,10), donum (Rom 5,15; 11,29; lCor 7,7), donatio (2Cor 1,11). La Nueva Vulgata (1979) se aparta de la precedente en el caso de Rom 6,23 (donum), conserva charismata en lCor 12,31, gratia en Rom 1,11; 5,16; lCor 12,4 y donatio en 2Cor 1,11, traduciendo con este mismo término todos los restantes pasos. c) Historia de la teología. Remitiendo a estudios más detallados2, puede decirse que la introducción del término carisma en la teología latina constituye una transcripción y no añade significados distintos de los que tenía en su uso griego. Durante mucho tiempo se utilizó de manera reducida (santo Tomás establece su comprensión como gratia gratis data, para distinguirlo de la gracia santificante [Sum. Theol. III 8111 al]). A comienzos del siglo XVII se abre paso su progresiva utilización técnica. Pero con el paso del tiempo se producirá un desplazamiento de su origen bíblico-teológico hacia la utilización sociológica (cf infra M. Weber). Las interferencias mutuas se reflejan en gran parte del lenguaje ordinario contemporáneo. d) Vaticano II. Aunque la acción del Espíritu Santo se menciona repetidamente en sus textos, no es muy frecuente el uso del sustantivo carisma o del adjetivo carismático para designarla3 : LG 11 (cita de lCor 7,7), 12 (dones o gracias especiales, carismas excelsos o sencillos), 25 (carisma de infalibilidad), 30 (carisma de los fieles laicos), 50 (carismas de los santos); DV 8 (carisma cierto de la verdad); AA 3 (carismas también de los más sencillos), 30 (carismas para el bien común); AG 23

(cf lCor 12,1), 28 (carisma y ministerio, cf 1 Cor 12,11); PO 4 (carisma de los predicadores), 9 (carismas multiformes de los laicos); LG 4 (dones jerárquicos y carismáticos), 7 (apóstoles y carismáticos, cf lCor 14); AG 4 (dones jerárquicos y carismas). Así, junto a textos en los que se hacen observaciones que presuponen conocido su significado, hay otros que expresan la valoración conciliar de los carismas en la Iglesia. e) El Código de Derecho canónico (CIC 1983). En su redacción definitiva no contiene referencia alguna a los carismas, de los que sí se hablaba aún en el proyecto de 1982. En el texto vigente se han sustituido por indicaciones generales sobre la acción del Espíritu Santo. Quizá la falta de un concepto preciso y universalmente aceptado de carisma en el lenguaje teológico, junto al miedo de alimentar la contraposición entre carisma y norma canónica, ha impedido al legislador su uso en la nueva codificación. Especialistas en la materia lamentan esta ausencia como un déficit pneumatológico, si bien creen que no ha desaparecido por completo el principio carismático 4. f) El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1992). También aquí el término carisma es objeto de un uso más bien limitado. En ocasiones se trata de citas del Vaticano II o de otros documentos magisteriales: el carisma de la verdad, propio de los obispos, (94, cf DV 8); múltiples gracias especiales, llamadas carismas, abiertas a todos (798, cf LG 12; AA 3); según los carismas que el Señor quiera conceder a los fieles (910, cf EN 73). Otras veces hace una aplicación del mismo a realidades muy precisas: se trata del carisma de infalibilidad, otorgado a los pastores (890, 2035); de los carismas ofrecidos a cada una de las vírgenes consagradas (924); del carisma de la vida consagrada, propio de religiosos y religiosas (1175), del carisma especial de curación (1508), del carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres (2684). Pero el CCE ofrece también como peculiaridad un tratamiento explícito de los carismas en los nn. 799-801: presenta una definición de los mismos, diciendo que «son gracias del Espíritu Santo, que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (799; cf en este sentido los nn. 688, 951, comunión de los carismas, y 2003, gracias especiales ordenadas a la gracia santificante); el CCE indica también la actitud con la que han de ser acogidos («con reconocimiento, como maravillosa riqueza de gracia) y ejercidos (según la caridad, verdadera medida de los carismas [800]), e insiste en la necesidad del discernimiento (referencia al papel de los pastores y complementariedad de los diversos carismas [801]). g) El Directorio general para la catequesis (DGC 1997). Dentro de un uso reducido, se emplea en distintos contextos de interés catequético: para indicar el carisma de la verdad, propio del magisterio y de los obispos (44, 222; cf DV 10,8); para la diversidad de carismas en función de las distintas responsabilidades (216); para poner en conexión los diversos métodos catequéticos con los numerosos carismas de servicio a la palabra de Dios (148); como término aplicado con propiedad a los fundadores de órdenes religiosas (229) o a las peculiaridades de asociaciones o movimientos (262), a fin de distinguirlos del ministerio ordenado y de los servicios (224), y para aplicarlo especialmente a la función del catequista (156). Resultado: carisma es la transcripción de un término (charisma), que en el griego bíblico paulino encierra una gama de significados diferentes, presentes también actualmente. Su utilización en sentido técnico ha sido resultado del lenguaje teológico posterior. Pero tampoco en nuestros días hay unanimidad respecto al mismo. Con frecuencia necesita ser traducido y no es correcto transcribir siempre el término carisma, con las connotaciones actuales, en todos los lugares bíblicos donde aparece en griego. No en vano el término se ve afectado por la evolución semántica y por los desplazamientos en su utilización. 2. SIGNIFICADO SOCIOLÓGICO. Enlazando con el uso paulino del término, e inspirándose también en los trabajos de dos autores protestantes, los del jurista e historiador del derecho, R. Sohm,

sobre la organización social del cristianismo primitivo, y los del teólogo e historiador de la Iglesia, K. Holl, sobre el monacato griego5, M. Weber introdujo el término carisma en la moderna sociología de la religión, entendiéndolo así: «una cualidad... que se estima extraordinaria... de una personalidad, por cuyo motivo a esta se la valora como dotada de fuerzas o propiedades sobrenaturales o sobrehumanas, o al menos específicamente extracotidianas, no accesibles a cualquier otra persona, o bien se la estima como enviado de Dios o como modelo y, por tanto, como caudillo (Führer)»6. De esta manera, el concepto de carisma se formaliza (cualidad extraordinaria), se generaliza (aplicable a diversos fenómenos religiosos) y permite hablar de un poder o de una autoridad carismática (cualidades personales no comunes), al lado de la autoridad legal (en razón del derecho) y tradicional (en virtud de la transmisión). Pero no solamente queda desvinculado de su contexto bíblico originario. Constituido en concepto autónomo, propio de las teorías sociológicas, se proyecta a su vez sobre las realidades eclesiales, sobre todo de tipo institucional, dando origen a una tensión entre concepto teológico y concepto sociológico de carisma (realidades no homologables)7. Weber se interesó especialmente por el carisma de las personalidades (fundadores de religiones, revolucionarios, políticos), el carisma in statu nascendi. Pero también se ocupó de su normalización cotidiana y de su institucionalización. Y aquí elaboró el concepto de carisma ministerial (Amtscharisma): el carisma ya no aparece vinculado a la persona, sino al ministerio (officium), al elemento institucional; queda objetivado. Ejemplo emblemático de esta institucionalización del carisma es para Weber el ministerio sacerdotal de la Iglesia católica. Nos encontramos, pues, ante implicaciones recíprocas entre perspectiva sociológica y teológica, que pueden contribuir, según los casos, a esclarecer o a complicar la comprensión de los carismas y de su relación con los ministerios. Sobre todo porque, en el lenguaje cotidiano, carisma se ha convertido en sinónimo de espontaneidad y libre inspiración, algo imprevisible, al margen de cualquier vínculo, irracional, sin sistema ni organización. 3. UTILIZACIÓN TEOLÓGICA. La exposición previa ha puesto ya de manifiesto la distancia que separa el significado de carisma en la teología paulina y las connotaciones adquiridas progresivamente en el lenguaje teológico8. De entre estas se destacan aquí las que pueden tener mayor incidencia en la comprensión de los ministerios. El carisma es un don generoso que tiene su origen último en Dios (con frecuencia se hace referencia al Espíritu Santo) y que no resulta homologable sin más con las capacidades o habilidades naturales (aunque lógicamente se inserte en ellas). Dios lo otorga individualmente, siendo su carácter extraordinario u ordinario uno de los motivos centrales de la discusión intrateológica en el Vaticano II: si se acentúa su índole excepcional, entonces los carismas son raros; si se comprenden como gracias de todo tipo, cada cristiano puede estar dotado de carismas en su vida diaria9. LG 12 considera los carismas «gracias especiales» y AA 3 «dones peculiares» (es decir, no toda gracia es considerada carisma), que, sin embargo, se hallan distribuidos entre todos los fieles, pues hay carismas excelsos y carismas más sencillos y más extendidos (carisma sive clarissima, sive etiam simpliciora et latius diffusa [LG 12]). Los carismas han de recibirse de manera positiva, con agradecimiento; no justifican expectativas temerarias ni presuntuosas; están sometidos al discernimiento de quienes presiden la Iglesia (tarea peculiar suya es «no apagar el Espíritu» [LG 12; AA 31), y han de ser ejercitados para el bien de los hombres, la renovación y la edificación de la Iglesia (LG 12; AA 3). Su utilidad constituye otro punto de discusión intrateológica. El Vaticano II ha mantenido la comprensión de santo Tomás (Sum. Theol. I II q 111 al), quien prolongaba el «para utilidad» de 1 Cor 12,7 con la añadidura «es decir, de los demás» (scilicet aliorum), ausente del texto paulino. Sin embargo, no puede excluirse que la utilidad de los carismas tenga también que ver con el aprovechamiento personal de quien los posee (lo cual influirá sin duda positivamente en la comunidad), y no sólo con su utilidad eclesial en favor de los demás. En este ámbito se ha de plantear la relación entre carismas y ministerios, que será expuesta más adelante.

II. Ministerios 1. TERMINOLOGÍA Y CONTENIDO. El término ministerio se usa ampliamente para designar tareas, funciones, servicios o poderes en el interior de aquellas realidades sociales que aspiran a una cierta permanencia y estabilidad. No es, en este sentido, algo exclusivo del lenguaje eclesial teológico. Pero en la medida en que la Iglesia constituye una realidad peculiar (pueblo de Dios, comunión), adquiere en ella características especiales. Originariamente significa servicio (diakonía, ministerium) y encuentra su realización emblemática en el ministerio de Cristo, servidor por excelencia de los designios salvíficos de Dios Padre (cf Mc 10,45; Mt 20,28; He 1,17; 6,4; Rom 11,13; 2Cor 4,1); esta actitud impregnará también, en consecuencia, el conjunto de la misión apostólica como cooperación a la salvación divina (cf lCor 4,1; 2Cor 5,18ss.; He 1,25; 6,4; 20,24; Col 1,7). Conservando en su raíz este significado originario de servicio, que siempre mantuvo en las diversas vicisitudes de la historia cristiana, el término ha conocido una gran difusión en la época posconciliar, siendo perceptible como una doble dirección: por una parte, su uso en un sentido englobante, genérico o polivalente; por otra parte, su empleo en un sentido más delimitado y preciso. Tomemos como referencia ejemplificativa los recientes CIC, CCE y DGC. — El CIC (1983), que utiliza el término ministro (minister) en 71 ocasiones, para referirse bien al titular de una función litúrgica, bien al que ha recibido la ordenación, bien a un ministro no católico, hace un uso del término ministerio (ministerium) para designar el ministerio de Cristo (canon 519), el de la Iglesia (618, 654, 1025.2), el de un laico instituido (230.1, 1035.1, 1050.3), el de un clérigo ordenado (245.1, 252.1, 255, 324.2, 499, 506.1, 509.2, 545.2, 548.2, 553.2, 559, 899.1, 1041.1°, 1051.1, 1740) o para expresar el sentido general de servicio, función jurídica (41) o judicial (1481.1, 1502, 1634.1). — En el CCE (1992) se habla de ministerios a propósito de Jesús (574, 858) o de Cristo (2600), del evangelio (2636), de la Iglesia (1684), del ministerio de los apóstoles (553, 858), de los ministerios diversificados y plurales (873, 2004, 2039), del ministerio de la catequesis y de la palabra (9, 24, 132), de ciertos ministerios eclesiales que no requieren un sacramento específico (1668); pero se aplica mayoritaria y especialmente al ministerio eclesial, ordenado, apostólico, pastoral o sacerdotal, en sus diversos grados (episcopado, presbiterado, diaconado) y en sus distintas tareas (830, 874-896, 1088, 1120, 1142, 1175, 1367, 1442, 1461, 1536-1589). — El DGC (1997) usa el término aplicado a Jesús (163), a la tarea evangelizadora de la Iglesia (287), a la acción educativa de los padres (227; cf FC 38; CT 68), al ministerio ordenado de obispos (222, 284) y presbíteros (224), al ministerio de Pedro (270); pero especialmente aplicado a la tarea catequética (9, 13, 59, 216, 219, 222, 231, 233) y al ministerio de la Palabra (9, 35, 50-52, 57, 61, 64, 69, 71, 73, 77, 82, 93, 97, 108, 121, 127, 257, 260, 272, 280). A su vez, sobre todo en la terminología teológico-canónica, se percibe el deseo y la búsqueda de un sentido más preciso y delimitado, en el que ministerium (ministerio) se distinga de munus (tarea) y de officium (oficio)10. No puede decirse que la cuestión terminológica haya encontrado por ahora una solución satisfactoria para todos; a la dificultad contribuye también la diversidad de comprensiones teológicas y de acentos eclesiológicos. El término se aplica, en primer lugar, a las tareas y oficios que exigen como requisito previo la ordenación sacramental; así se habla de ministerios ordenados (episcopado, presbiterado y diaconado). Pero el término se emplea también aplicado a las tareas y oficios que pueden ser ejercidos por bautizados, sin la necesidad previa del sacramento del orden. La terminología, en este segundo caso, se presta a más fluctuaciones: desde el lenguaje sobre una Iglesia enteramente ministerial 11 (es decir, de servicio), hasta expresiones como nuevos ministerios, ministerios no ordenados, ministerios bautismales, ministerios laicales, ministerios confiados a laicos (que, sin embargo, también son o

pueden ser ejercidos por ordenados), entre los cuales, a su vez, se distinguen ministerios instituidos, ministerios reconocidos y simples servicios. No puede negarse, ulteriormente, que en este campo se da no sólo una gran diversidad, sino también, a veces, una cierta confusión terminológica a la hora de designar concretamente a las personas bautizadas que ejercen dichos ministerios (agentes o asistentes de pastoral, colaboradores o coordinadores pastorales, dirigentes de comunidades, laicos en responsabilidad pastoral...) 12. Al tratarse de una situación en gran parte nueva, se requerirá tiempo hasta lograr determinadas clarificaciones. Las cuestiones terminológicas, por sí solas, no son las más importantes. Pero pueden ser de ayuda para solventar algunas dificultades. 2. MINISTERIOS ORDENADOS. a) Comprensión teológico-eclesial. La misión de Jesucristo y el envío o misión apostólica de los doce constituyen el fundamento bíblico de los ministerios ordenados, el modelo originario de referencia, su núcleo vinculante. Lo que no significa una fijación normativa de los elementos circunstanciales e históricos. Entre las líneas básicas de su comprensión teológica y eclesial merecen destacarse: — La sacramentalidad 13: elemento integrante de la tradición teológico-dogmática sobre el ministerio ordenado (cf Trento y Vaticano II), este hecho implica su radicación última en el misterio de Dios. Es decir, se trata de una realidad fundamentada en el acontecimiento Jesucristo y en el don del Espíritu Santo, algo de origen divino. Con ello se va más allá de una concepción meramente funcionalista (utilidad) y horizontal (creación humana). Pero sobre todo, se ubica al ministro ordenado en el lugar que le corresponde: actuar no en nombre propio, sino haciendo presente a Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia (in persona Christi capitis). De esta manera, en cuanto servidor transparente de una salvación que no es él mismo ni de él procede, visibiliza la alteridad de Dios y de su poder salvífico. — La radicación eclesial. La dimensión se ha recuperado con fuerza en la época posconciliar y lleva consigo la superación de un individualismo deficiente, en el que la ordenación parecía otorgar una potestad de la que hacer uso y abuso, de forma autónoma, al margen de su matriz y de su finalidad eclesial. Pero sobre todo ha contribuido a colocar al ministro ordenado en el contexto eclesial-comunitario, donde encuentra su razón de ser: en igualdad radical y solidaria con los demás bautizados, para facilitar el ejercicio del sacerdocio común, desempeñando las tareas que le son propias y específicas. Al ministerio ordenado le es inherente una dimensión comunitaria y eclesial por constituir también una actuación in persona Ecclesiae14. — La inserción secular. Esta se refiere no al simple ser en el mundo, que va parejo con el existir humano y con la lógica cristiana de la encarnación, sino al modo específico en que este ser en el mundo queda configurado por la ordenación sacramental. En una reciprocidad asimétrica, ya que también la configuración concreta y cambiante del mundo incide en la inserción secular de quien ha sido ordenado. Para ello Jesús de Nazaret constituye la referencia decisiva. En él la presencia divina en el mundo se ha hecho tan radical que la carne de Dios ha devenido el quicio de la salvación. Por ello, el ministerio ordenado en cuanto realidad sacramental aparecerá descentrado de sí mismo y centrado sobre el mundo, siguiendo el dinamismo del Espíritu divino. Precisar en la teología y en la praxis esta inserción secular sigue siendo, no obstante, una tarea en gran parte pendiente 15. — La perspectiva ecuménica. Los diversos documentos del diálogo interconfesional 16 confirman cómo se ha convertido en tema de interés común algo que fue motivo de enfrentamientos y divisiones. El camino recorrido no ha sido pequeño. Puede hablarse de un acuerdo casi completo con la Iglesia oriental ortodoxa (excepción hecha de algunos puntos relativos a su eclesiología eucarística y a la configuración del ministerio de los sucesores de Pedro). También se ha avanzado

en el diálogo con los anglicanos, abordando explícitamente la validez de sus ordenaciones; las dificultades que permanecen están relacionadas con el problema de la autoridad en la Iglesia y con la reciente ordenación de mujeres para el ministerio presbiteral y episcopal. Las divergencias con las Iglesias protestantes son mayores, ya que afectan a la comprensión sacramental del ministerio, a la teología y configuración del episcopado y a la incidencia que el principio de la justificación por la sola fe tiene en las cuestiones eclesiológicas. Pero también aquí se han dado pasos importantes. A pesar de las dificultades aún vigentes, hoy día se impone elaborar la teología del ministerio ordenado en perspectiva ecuménica 17. b) Obispos, presbíteros y diáconos. Siendo uno, el ministerio ordenado se desglosa en tres grados: — Episcopado. El Vaticano II promulgó un decreto (Christus Dominus [CD]) sobre el oficio pastoral de los obispos y supuso, además, un avance doctrinal, al decantarse claramente por la sacramentalidad del episcopado (LG 21) y recuperar la importancia de la colegialidad episcopal en una eclesiología de comunión (LG 22s). La institución de las conferencias episcopales (CD 37s.), que contaban ya con algunos antecedentes, pretendía traducir en la práctica los principios conciliares. El motu proprio Ecclesiae sanctae (1966), de Pablo VI, prescribió que se constituyeran donde aún no existían y en el Directorio de los obispos (1973) son valoradas como aplicación concreta del afecto colegial 18. La normativa específica que regula su erección, composición y funcionamiento, su finalidad y sus competencias, queda recogida en el CIC de 1983 (447-459). Por su parte, en el sínodo extraordinario de los obispos de 1985, al mismo tiempo que se reconocía su utilidad pastoral y su necesidad, se pedía que se explicitase con mayor amplitud y profundidad su estatuto teológico y jurídico. La responsabilidad personal de cada obispo para con su Iglesia particular, la participación en la responsabilidad común de todos los obispos y la autoridad doctrinal de las conferencias episcopales eran los principales puntos necesitados de explicitación respecto a una institución eclesiológica establecida prácticamente en toda la Iglesia 19 Después de varios años de intensas discusiones teológicas, con reacciones mayoritariamente críticas a los primeros proyectos y al Instrumentum laboris por parte de los episcopados, ha visto la luz el motu proprio de Juan Pablo II, Apostolos suos (1998), en el que se explicitan los principios teológicos y jurídicos de las conferencias episcopales y se concreta la nueva normativa que debe entrar en vigor a partir de ahora 20. — Presbiterado. También la figura del presbítero encontró su lugar en el Vaticano II (cf LG 28, PO y OT). Sin embargo, en el inmediato posconcilio se difundió la impresión de no haber recibido un tratamiento adecuado, en comparación con el otorgado a obispos y laicos. El estallido de una crisis de identidad, cuyos ecos y efectos no han desaparecido del todo, alcanzó no sólo a muchos presbíteros en su existencia concreta, sino también a su comprensión teológica y eclesial. A la crisis contribuyeron numerosos elementos: el deseo de superar una concepción retenida como demasiado sacral y ontologizante, la aplicación de principios democráticos en su comprensión y ejercicio, la contraposición entre evangelización y sacramentalización, las propuestas para modificar la disciplina (celibato, actividades profesionales), el impacto de los profundos cambios sociales y culturales. Esta problemática fue abordada en varios sínodos de obispos (1967, 1971, 1974), pero sobre todo en el de 1990, que dio como resultado la exhortación apostólica de Juan Pablo II Pastores dabo vobis (1992), seguida por el Directorio (1994) para la vida y el ministerio de los presbíteros21. En la época posconciliar se han multiplicado los trabajos sobre la teología y espiritualidad presbiteral22. Pero la dificultad mayor no parece residir en este campo, sino más bien en las consecuencias de la reducción drástica y creciente del número de presbíteros.

— Diaconado. Aunque el ministerio eclesiástico es ejercido por quienes ya desde antiguo se llaman obispos, presbíteros y diáconos (LG 28), el diaconado, que en la Iglesia de los primeros siglos desempeñó un papel relevante, se había convertido, de hecho, en una etapa transitoria hacia el presbiterado. Su restablecimiento como grado propio y permanente de la jerarquía constituyó una gran innovación del Vaticano II, cuya realización dejó en manos de las distintas conferencias episcopales (LG 29; cf también 20, 41; SC 35, 86; CD 15; DV 25; AG 15, 16; OE 17). Las reglas generales para su restauración en la Iglesia latina fueron establecidas por Pablo VI en la carta apostólica Sacrum diaconatus ordinem (1967), a la que siguió la aprobación del nuevo rito de ordenación (1968) y las precisiones establecidas en la carta apostólica Ad pascendum (1972) para la admisión y ordenación de candidatos 23 En el CIC (1983) se recogen los elementos esenciales de la normativa en vigor para los diáconos permanentes en la Iglesia latina (236, 276, 281, 288, 1031, 1032, 1035, 1037, 1042, 1050). Recientemente se ha publicado una Ratio fundamentalis y un Directorium (1998), en los que se ofrecen las normas directrices, la legislación en vigor y los principios orientativos, relativos a los diáconos permanentes24. La elaboración de una teología del diaconado menos fluctuante, el lugar preciso de los diáconos en el interior de una eclesiología diocesana 25, las necesidades concretas de su formación y de su existencia, la pregunta siempre planteada sobre la ordenación de mujeres al diaconado, todo ello sigue constituyendo un conjunto de cuestiones pendientes, con incidencias de relieve sobre un grupo eclesial, cuyo número ha aumentado significativamente a lo largo de los últimos años 26. 3. MINISTERIOS LAICALES27. a) Desarrollo posconciliar. Está relacionado con la difusión de una nueva conciencia eclesiológica (redescubrimiento del sacerdocio común, valoración del laicado, corresponsabilidad y participación eclesial de todos los bautizados) y con las nuevas situaciones surgidas en las diversas iglesias (la misión como responsabilidad común, escasez creciente de sacerdotes, urgencia de las tareas evangelizadoras). En el lenguaje del Vaticano II no aparece el término ministerio (ministerium) aplicado a las diversas tareas laicales, pero sí afirmaciones que son como el punto de partida: LG 33, donde los laicos aparecen aptos en orden a que «la jerarquía los escoja para ciertas funciones (munia) eclesiásticas orientadas a un fin espiritual»; AA 24, donde la jerarquía puede encomendar a los laicos «algunas funciones (munia) que están estrechamente unidas a las tareas (officia) de los pastores». Son como los presupuestos para el primer uso posconciliar del término ministerio aplicado a los laicos, obra del teólogo Y. Congar 28. Un paso adelante supuso el motu propio Ministeria quaedam (1972), de Pablo VI, sobre la reforma de las hasta entonces denominadas órdenes menores, en el que, por una parte, se habla del lectorado y acolitado como ministerios (ministeria) confiados a laicos y, por otra parte, se autoriza a las conferencias episcopales para que instituyan nuevos ministerios como el de catequista y el de la caridad29. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) prosigue en esta línea, hablando de ministerios (ministeria) no derivados del orden sagrado, y enumerando algunos que pueden ser considerados como tales 30. El CIC (1983) prefiere el uso de otros términos, como tareas, oficios, derechos, obligaciones o actividades (munus, officium, ius, obligatio, opera) para precisar las distintas facetas de la cooperación de los laicos, vinculando la condición laical masculina únicamente con los ministerios estables de lector y acólito (230, 1035, 1050); pero introduce dos novedades importantes, al admitir que los laicos puedan ser nombrados jueces de un tribunal diocesano (1421) y que puedan participar en el ejercicio de la cura pastoral de una parroquia (517). El sínodo de los obispos de 1985 se hizo eco de algunas críticas relativas al uso indiscriminado del término ministerio, con la posible confusión entre sacerdocio común y ministerial, así como al abuso de la suplencia, y a una posible clericalización de los laicos; tales críticas fueron recogidas

en la exhortación apostólica Christifideles laici (1988), de Juan Pablo II, donde se habla, no obstante, de «ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos», con fundamento sacramental en el bautismo, confirmación o matrimonio 31. En Redemptoris missio (1990), Juan Pablo II recuerda el incremento de los ministerios (ministeria) eclesiales y extraeclesiales, con posibilidades abiertas a formas de ministerio (ministerium) bastante diversificadas32. Finalmente, el desarrollo posconciliar culmina, por ahora, con una Instrucción (1997) firmada por ocho dicasterios de la curia romana y aprobada en la forma específica por Juan Pablo II 33: tras una premisa introductoria, se recuerdan algunos principios teológicos y se establecen una serie de disposiciones prácticas relativas a la cooperación de los laicos con el ministerio de los sacerdotes. b) Cuestiones suscitadas. La asunción por parte de laicos de responsabilidades pastorales que puedan ser valoradas como ministerios ha suscitado numerosas cuestiones, replanteadas de nuevo a propósito de la última Instrucción34. Aquí se mencionan sólo las dos siguientes, unidas por una misma pregunta de fondo: 1) Identidad teológica y ubicación eclesial de los ministros ordenados. No es una pregunta artificial, sino una dificultad perceptible en la vida personal de algunos protagonistas, en el funcionamiento de diversas comunidades y en determinados planteamientos teológico-eclesiales. Su origen no radica principalmente en la negación teórica de una diferencia sacramental (essentia, non gradu tantum) entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, si bien esta queda difuminada en algunos proyectos (donde el sacerdote queda como simple delegado de la comunidad). En la mayor parte de los casos las dificultades han surgido al hilo del funcionamiento concreto de las comunidades, de la magnitud de los nuevos desafíos evangelizadores y de la atribución a laicos de competencias nuevas. Todo ello, muy condicionado por la escasez creciente de sacerdotes, que a veces ha impuesto, por vía fáctica, una dirección no querida ni sospechada por los planteamientos conciliares (el sacerdote como el hombre del culto y de los sacramentos); escasez relacionada con las condiciones de acceso al ministerio ordenado (celibato, exclusión de los viri probati casados), y previsible también para un futuro inmediato. Se han producido así desplazamientos intracomunitarios, con la posibilidad de una estructura ministerial en parte nueva y desconocida. Nada extraño que algunos presbíteros concretos tengan la impresión de no encontrar su sitio, se vean obligados a un nuevo aprendizaje de inserción en la comunidad y, en sintonía con otros bautizados, juzguen necesario repensar su propia identidad teológico-eclesial. 2) Identidad teológica y ubicación eclesial de los ministerios laicales. En la época posconciliar se ha intensificado el deseo de superar una simple descripción negativa de la condición laical (no ordenados) por un concepto mucho más positivo. Que de hecho aunque se haya conseguido no resulta del todo evidente. La distinción entre tareas seculares –en el mundo– (reservadas a laicos o seglares) y tareas ministeriales intraeclesiales (reservadas a ministros ordenados), siendo legítima, tropieza con serios inconvenientes en cuanto principio de delimitación estricta. Por otra parte, el reconocimiento o la concesión a los laicos de tareas ministeriales e incluso de participación directa en la cura pastoral ha suscitado la discusión sobre el estatuto eclesial-teológico de estos laicos: ¿siguen siendo tales, se lleva a cabo sin quererlo una clericalización de ellos, o constituyen algo así como un nuevo ordo, una especie de tercer polo de referencia?35 Aunque la mayor parte de los ministerios confiados a laicos se ejercen sin problemas, con aceptación creciente y con resultados positivos para la vida cristiana y para la evangelización, hay un caso límite de las tareas ministeriales reconocidas hasta ahora a laicos no ordenados. Se trata de las posibilidades abiertas por el CIC (1983) en su canon 517.2: el obispo diocesano tiene competencia para conceder una «participación en el ejercicio de la cura pastoral» a diáconos y a personas que no hayan recibido previamente el orden sacerdotal. Se trata de una posibilidad impensable y no integrable en el CIC de 1917; va, por tanto, más allá del derecho hasta entonces vigente. Pensado en un principio para Iglesias del tercer mundo, donde la escasez de sacerdotes era un problema habitual, el carisma ha encontrado aplicación también en Iglesias europeas y occidentales, si bien en una medida por ahora relativa 36. En sí es el desarrollo ulterior de otros

carismas, en los que a los no ordenados se les reconoce la posibilidad de administrar el bautismo y de asistir a los matrimonios (861.2, 1112). Y es también una de las posibilidades para remediar la penuria de sacerdotes, junto al caso de un sacerdote que tiene la cura pastoral de varias parroquias (526) o a un grupo de sacerdotes que tienen la encomienda in solidum de una o varias parroquias (517.1). La innovación del canon 517.2 respecto al pasado es valorada de manera desigual por quienes lo hacen desde una perspectiva canónica (en general bastante críticos con los nuevos desarrollos) y por quienes lo hacen desde una perspectiva pastoral, en sintonía con las nuevas situaciones de la misión y de la evangelización (oportunidad para revitalizar y renovar el estilo de dirigir las comunidades cristianas) 37. Permanece, en cualquier caso, como una solución de emergencia, impuesta por las necesidades. Pero si esta situación se convirtiera en normal, entonces habría que plantearse una nueva configuración de la estructura ministerial, que afectaría tanto al ministro ordenado como al laico. Por una parte, estamos ante la figura de un sacerdote, que de hecho no es párroco, que tampoco es el moderador del canon 517.1, que ejerce su ministerio en varias parroquias sin las obligaciones y derechos de un párroco, y que puede terminar apareciendo a la comunidad respectiva y a la persona o grupo que de hecho llevan la responsabilidad pastoral como un cuerpo más bien extraño; se desgaja así el tipo de unidad tradicional entre las diversas tareas sacerdotales (palabra, sacramentos, celebración eucarística, vida comunitaria, conocimiénto recíproco). Por otra parte, el laico no ordenado (o el grupo a quien se le encarga) aparece como un cuasi-párroco, que de hecho lleva la responsabilidad de la cura pastoral, pero que no puede hacerlo en su globalidad, porque carece de la ordenación sacramental necesaria para el desempeño de ciertas funciones (celebración eucarística, sacramento de la penitencia). Su ministerio tiene, además, un carácter de suplencia (aunque la situación de excepcionalidad se convierta en algo estable) y se ve afectado por una cierta provisionalidad (mientras dure la penuria de sacerdotes). El canon 517.2 representa un caso límite, aún poco frecuente, que lleva a que algunos se pregunten por la conveniencia de ordenar sacerdotes a estos laicos. Pero los problemas que afloran en torno a él resuenan de alguna manera en los demás ministerios laicales; se trata de la identidad teológica del laico y su ubicación en el conjunto de la eclesiología. Las dificultades son objetivas. Y requieren respuestas, teóricas y prácticas, que constituyan un camino teológica, eclesial y pastoralmente acertado.

III. Relación entre carismas y ministerios 1. EN UNA IGLESIA COMUNIÓN, GUIADA POR EL ESPÍRITU. La idea de Iglesia comunión se ha ido convirtiendo en hilo conductor y en concepto clave de la eclesiología posconciliar 38. Nos remite al Dios comunión, Padre, Hijo y Espíritu, como la fuente y como el modelo de la realidad eclesial; de este Dios dimana el dinamismo que hace surgir en el pueblo de Dios relaciones de reciprocidad. Todos somos radicalmente iguales en un pueblo convocado por Dios, diferentes en los dones y responsabilidades dentro del único Cuerpo de Cristo, unidos vitalmente en el interior de esta Iglesia, que es también acontecimiento del Espíritu Santo. Para que esta idea clave de comunión no se transforme en fórmula vacía o en invocación mágica, debe mostrar su eficacia al afrontar con realismo las tensiones, las dificultades y los desafíos existentes. Entre ellos, la necesidad de superar teórica y prácticamente una comprensión piramidal de la Iglesia (descenso progresivo desde la cúspide hasta el último cristiano) y una contraposición dualista clérigos-laicos (en la que se identifica a los segundos por lo que no son), a favor de una Iglesia caracterizada por la participación y por la corresponsabilidad. En esta Iglesia comunión no hay lugar para una contraposición alternativa entre carismas y ministerios. Primero, porque no se corresponde con la realidad histórica un supuesto modelo bíblico, que hoy se trataría de reproducir; como si en las comunidades paulinas se hubiera dado una sustitución progresiva de una organización inicial,

totalmente carismática, más auténtica cuanto más primitiva, por otra organización más tardía, menos originaria en razón de su posterioridad, en la cual el ministerio ordenado habría terminado absorbiendo y domesticando, es decir, anulando todos los carismas 39. En segundo lugar, porque tampoco puede sostenerse que el ministerio ordenado nada tenga que ver con la realidad del Espíritu40. Es también un don suyo y, por tanto, una realidad pneumatológica: en este sentido un carisma (1 Tim 4,14). Esto no significa identificar carismas y ministerios, ya que la distinción es correcta (cf LG 4; AG 4). Pero tampoco se les puede contraponer de manera excluyente. Precisamente en los textos litúrgicos de ordenación ministerial es donde mejor se expresa la conciencia eclesial de estar ante un don gratuito del Espíritu, que se acoge agradecidamente. ¿Podremos hablar, entonces, de una estructura fundamental carismática de la Iglesia? Si con ello quiere decirse que los carismas son esenciales en ella, que una Iglesia sin carismas es una Iglesia empobrecida, que también el ministerio ha de valorarse como don de Dios y de su Espíritu, entonces sí podría emplearse la expresión. Pero la respuesta es negativa en el caso de que con ella se pretendieran excluir los elementos ministeriales como algo no querido ni previsto por Cristo. El ministerio apostólico es una estructura fundamental y un elemento irrenunciable, transmitido en la Iglesia por la imposición de manos, en el poder del Espíritu. Parte muy importante de su tarea consiste precisamente en ayudar a discernir los carismas y a que sean aceptados gozosamente; conformarse con afirmar que no puede apagarlos es demasiado poco. 2. EN EL DESEMPEÑO DE LAS TAREAS CATEQUÉTICAS. Puesto que en otro lugar hay un tratamiento explícito del ministerio del catequista, baste aludir aquí a la necesidad de imaginar la Iglesia católica41 de cara al futuro en relación con las tareas catequéticas, y recordar brevemente algunas indicaciones del DGC. Entre ellas destacan tres: el papel central otorgado a la Iglesia particular (V parte, c. I), la presentación de la catequesis como responsabilidad común de todos y la diferenciación de esta, según condición personal y según el ministerio recibido 42. Sostener que la catequesis es acción de toda la Iglesia particular (218, 219, n. 13) hace de esta el centro de gravedad de la catequesis, acentúa su carácter eclesial y lleva consigo la valoración de la comunidad cristiana como origen, lugar y meta de la catequesis (254). De ahí que todos sus miembros sean comúnmente responsables de las tareas catequéticas (216, 219, 221). Pero al ser una responsabilidad diferenciada, cabe distinguir niveles. Destaca el papel del obispo como primer responsable de la catequesis (222s., 136), en cuanto anunciador y maestro de la fe (LG 25), dotado con el carisma cierto de la verdad (DV 8), catequista por excelencia (CT 63), que ha de ejercer su solicitud en comunión eclesial y colegial (76, 131, 270, 282). Los presbíteros, en cuanto educadores en la fe (PO 6), han de animar la catequesis de la comunidad cristiana, cuidando especialmente el cultivo de vocaciones para esta tarea y la formación catequética (224s.), en una doble dirección: la relacionada con los catequistas (246) y la relacionada con él mismo (11, 246). Sobre los diáconos, el DGC se limita a enumerarlos en la lista de los que participan de la responsabilidad común (216, 219); pero en el DGC se les recomienda que aprendan el arte de comunicar la fe al hombre moderno de manera eficaz e integral, y que presten atención solícita a la catequesis de los fieles erí las diversas etapas de la existencia cristiana (23s). Los padres de familia son (deberían ser) los primeros educadores de la fe y los que introdujeran progresivamente a sus hijos en los misterios de la vida cristiana (226ss). Especial invitación reciben los religiosos y religiosas para dedicar a la catequesis el máximo de sus capacidades, como una aportación que brota de su condición específica, y que con frecuencia responde a los carismas fundacionales, de gran impacto y vitalidad en la historia de la catequesis (228s).

También los laicos ejercen la catequesis desde el carácter peculiar de su inserción en el mundo, pero como una tarea que brota del bautismo y de la confirmación (230s). En resumen, todos los carismas y ministerios, en su diversidad de gamas y de acentos, están llamados a tener su lugar propio en la tarea global de la evangelización y en la óptica de una catequesis decididamente misionera. '

NOTAS: 1. Cf O. CULLMANN, La notion biblique du charisme et l oecumenisme; W. N. WAMBACQ, Le mot «charisme», NRTh 97 2 (1975) 345-355; A. VANHOYE, l carismi nel Nuovo Testamento, Roma 1986. – Cf los trabajos de N. BAUMERT, Charisma und bei Paulus, en A. VANHOYE, L'Apótre Paul, Leuven 1986, 60-78; Zur Semantik von «charisme» bei den frühen Vütern, ThPh 63 (1988) 60-78; Zur Begriffsgeschichte von «charisme„ im griechischen Sprachraum, ThPh 65 (1990) 79-100; para la teología de santo Tomás, cf P. FERNÁNDEZ, Teología de los carismas en la «Summa Theologiae» de santo Tomás, Ciencia tomista 105 (1978) 1773 223. – Cf G. RAMBALDI, Uso e significato di «Carisma» nel Vaticano JI, Greg. 56 (1975) 141-162; Carismi e laicato nella Chiesa, Greg. 68 (1987) 57-111; V. GARCÍA MANZANEDO, Carisma-ministerio en el concilio Vaticano II, PS, Madrid 1982; A. VANHOYE, El problema bíblico de los carismas a partir del concilio Vaticano II, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balances y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989, 295-312. — 4. Así E. CORECCO, Istituzione e carisma in riferimento alle strutture associative, en W. AYMANS (ed.), Das konsoziative Element in der Kirche; sobre el tema, cf más ampliamente L. GEROSSA, Charisma und Recht, 5 Einsiedeln 1989. — Sobre historia y recepción del concepto, cf M. N. EBERTZ, Das Charisma des Gekreuzigten, Tubinga 1987, —6 15-51. M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga 1922, 140. — 7. Cf A. ZINGERLE, Institution des Ausserallt/iglichen. Das Konzil aus der Sicht soziologischer Charisma-Theorie, en F. X. KAUFMANN-A. ZINGERLE (eds.), Vatikanum II und Modernisierung, Paderborn 1996, 189-208. — 8. Cf N. BAUMERT, Charisma, 20-28, quien constata hasta treinta connotaciones distintas en su evolución semántica, se muestra partidario de una regulación lingüística y hace una propuesta: «Carisma es una capacitación procedente de la gracia de Dios, otorgada por Dios especialmente en cada caso (es decir, individuell und 9 10 ereignishaf), para la vida y el servicio en la Iglesia y en el mundo», 46 (trad. propia). — Cf G. RAMBALDI, Carismi, 79-92. - Cf A. BORRAS, Petite grammaire canonique des nouveaux ministéres, NRT 117 (1995) 240-261. — 11. Cf ASAMBLEA PLENARIA DEL EPISCOPADO FRANCÉS, ¿Todos responsables en la Iglesia? El ministerio presbiteral en la Iglesia enteramente ministerial, 12 Santander 1975. — Cf A. BORRAS, Les ministéres laics: fondements tholégiques et figures canoniques, en ID (dir.), Des largues 13 en responsabilité pastorales?, París 1998, 95-120. - Cf S. DEL CURA ELENA, La sacramentalidad del sacerdote y su espiritualidad, 14 en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Congreso de espiritualidad sacerdotal, Madrid 1989, 73-119. — Cf G. GRESHAKE, Ser 15 sacerdote, Sígueme, Salamanca 1995, 89-120; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, San Pablo, Madrid 1988. — Cf F. VALERA SÁNCHEZ, En medio del mundo, Atenas, Madrid 1997; S. DEL CURA ELENA, La secularidad del presbítero desde su 16 sacramentalidad, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Simposio presbiterado y secularidad, Madrid 1998. — Cf A. GONZÁLEZ MONTES (ed.), Enchiridion Oecumenicum, 2 vols., Sígueme, Salamanca 1986, 1993. — 17 Cf A. MAFFEIS, Il ministeoo nella Chiesa. Uno studio del dialogo cattolico-luterano (1967-1984) Brescia 1991 (bibl. 315-361). — 18. Cf para sus antecedentes la 19 instrucción del 24.8.1889 en Leonis XIII Acta IX (1890); el motu proprio Ecclesiae sanctae, en AAS 58 (1966) 773s. - Según el Annuario Pontificio de 1998, en la actualidad hay 106 conferencias episcopales jurídicamente constituidas; sobre el conjunto de cuestiones, cf H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA (eds.), Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Sígueme, Salamanca 1988. — 20. Carta apostólica en forma de motu proprio sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias 21 de obispos: texto orig. latino en L'Osservatore Romano (24.7.1998), trad. española en Ecclesia 2904 (1.8.98) 17-24. — Cf JUAN PABLO II, Adhortatio apostolica postsynodalis «Pastores dabo vobis», AAS 84 (1992) 657-804; CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, 22 Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Ciudad del Vaticano 1994. — Sobre esta temática, cf la colección que 23 publica la Facultad de teología del Norte de España, Burgos, sobre Teología del Sacerdocio, 22 vols., desde 1969ss. — Cf AAS 24 59 (1967) 697-704; 60 (1968) 369-373; 64 (1972) 534-540. - CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA Y PARA EL CLERO, Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes. Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos 25 permanentes, Ciudad del Vaticano 1998. — En la redacción anterior del CCE 875 no quedaba claro si la facultad de actuar in persona Christi Capitis era válida también para los diáconos. En la reciente edición oficial en latín, dicha potestad se atribuye a obispos y presbíteros, reservando para los diáconos la capacidad de servir al pueblo de Dios en la diaconía; igualmente se aplica el término sacerdocio sólo al obispo y al presbítero, pero con ello no se pretende cuestionar la sacramentalidad del diaconado 26 (CCE 875). — Cerca de 23.000 diáconos permanentes hay en estos momentos (cf Annuarium Statisticum Ecclesiae); para las cuestiones pendientes, cf A. G. MARTIMORT, Les diaconesses. Essai historique, Roma 1982; M. J. AUBERT, Des femmes diacres, un nouveau chemin pour 1'Eglise, París 1987; A. BoRRAS-B. POTTIER, La grace du diaconat. Questions actuelles autour du diaconat latin, Bruselas 1998. — 27 Siendo posibles y legítimas otras denominaciones, usamos esta. A pesar de las discusiones recientes, el mismo Juan Pablo II habla de ministerios ordenados y ministerios laicales, cf L'Osservatore Romano (6.8.1998) 4, Ecclesia 2907/8 (1998) 1257. La razón de ello está en «la constante referencia al único y fontal ministerio de Cristo», tal como había dicho en su alocución al simposio sobre Colaboración de los fieles laicos al ministerio presbiteral nn. 3s. (L'Osservatore Romano [23.4.1991] 4), no obstante las advertencias hechas sobre su posible ambigüedad, recogidas por el DGC 1997 (54-55) y 28 por la reciente Instrucción (1998) art. 1. — Así S. PIÉ, Los ministerios confiados a los laicos, Phase 224 (1998) 133-153 (144), donde resume las etapas del desarrollo posconciliar. «La Iglesia de Dios no se construye solamente por los actos del ministerio oficial del presbiterado, sino por una multitud de servicios diversos más o menos estables u ocasionales, más o menos espontáneos o reconocidos...; hasta ahora ni se les había llamado por su verdadero nombre, el de ministerios, ni se les había 29 reconocido su puesto, su estatuto en la eclesiología» (Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Fax, Madrid 1973). — Cf 30 AAS 54 (1972) 529-534. — «Catequistas, animadores de la oración y del canto, cristianos dedicados al servicio de la palabra de Dios o a la asistencia de los hermanos necesitados y los jefes de pequeñas comunidades responsables de movimientos apostólicos o de otros responsables», EN 73. — 31. «Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación, y para muchos de ellos, además en el matrimonio... Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental... Ha sido constituida una comisión... para estudiar en profundidad los diversos problemas... surgidos a partir del florecimiento actual de los ministerios confiados a laicos» 32 [ChL 23]. — RMi 73 habla de munus a propósito de la tarea de los catequistas y RMi 74 de otras formas de ministerio

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(ministerii) y de otros ministros (ministri), además de la catequesis. — CONGREGATIO PRO CLERICIS ET ALIAE, Instructio de quibusdam quaestionibus circa fidelium laicorum cooperationem sacerdotum ministerium spectantem, AAS 89 (1997) 852-877; trad. esp. en Ecclesia 2876 (17.1.1998) 78-87 — 34 Cf A. CATTANEO, Die Institutionalisierung pastoraler Dienste der Laien. Kritische Bemerkungen zu gegenwdrtigen Entwicklung, AKKR 165 (1996) 56-79; A. BORRAS (dir.), Des latcs en responsabilité pastorales?, o.c.; los artículos de P. TENA, D. BOROBIO, S. PIÉ, en Phase 224 (1998) 95-153; B. SESBOÜE, ¡No tengáis miedo! Los 35 ministerios en la Iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998 (orig. francés 1996). — Cf K. RAHNER, Pastorale Dienste und 2 Gemeindeleitung; SdZ 195 (1977) 733-743; D. BOROBIO, Ministerios laicales, Atenas, Madrid 1986 ; L. RUBIO (ed.) Los 36 ministerios en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1985. — Según SECRETARIA STATUS, Annuarium Statisticum Ecclesiae, Ciudad del Vaticano 1998, 61-63, los datos correspondientes al 31.12.96 son los siguientes: parroquias con párroco propio del clero diocesano, total 134.239, Europa 77.433, España 10.511; con párroco del clero religioso, total 25.087, Europa 9.257, España 1.108; parroquias sin párroco: administradas por otro sacerdote o vicario, total 55.644, Europa 47.042, España 10.419; confiadas a diáconos permanentes, total 609, Europa 204, España 3; a religiosos no sacerdotes, total 132, Europa 59, España 0; a religiosas mujeres, total 1.133, Europa 141, España 13; a laicos, total 1.669, Europa 995, España 1; vacantes, total 2.070, Europa 1.363, 37 España 6. — Cf ST. HAERING, Die Ausübung pfarrlicher Hirtensorge durch Diakone und Laien, AKKR 165 (1996) 353-372; R. TORFS, La position délicate des animateurs pastoraux dans le cadre du canon 517.2, en A. BORRAS (dir.), Des laUs en 38 responsabilité pastorales?, o.c., 147-154. — Cf J. ZIZIOULAS, La Iglesia como comunión, Diálogo ecuménico 94-95 (1994) 305318; M. KEHL, La Iglesia, Sígueme, Salamanca 1996, 55-72, 133-144; J. RIGAL, L'ecclésiologie de communion. Son evolution historique et ses fondements, París 1997. — 39 La contraposición entre carismas y ministerios es hilo conductor del trabajo de E. KÁSEMANN, Amt und Gemeinde im NT, en Exegetische Versuche und Bestimmungen 1, Gotinga 1960, 109-134, cuyos resultados fueron asumidos por H. HÜNG, La estructura carismática de la Iglesia, Concilium 4 (1965) 44-65; para su discusión crítica, cf A. 40 VANHOYE, a.c., 300-308. — Cf G. CANNOBIO, Lo Spirito e 1'istituzione: senso e non senso di una contrapposizione, Riv. Sc. Rel. 41 ' 12 (1998) 5-14. - Tomo la expresión del libro de G. LAFONT, Imaginer l Eglise catholique, París 1996. — 42 Cf V. M. PEDROSA, La catequesis en la Iglesia local, Sinite 117 (1998) 121-152.

Santiago del Cura Elena

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

SUMARIO: I. El contexto: 1. Acontecimiento en la historia posconciliar de la Iglesia; 2. Historia de la redacción. II. El texto: 1. Características formales; 2. Visión de conjunto; 3. Algunos contenidos en particular; 4. La edición típica. III. Para el uso del Catecismo: 1. Ver los límites; 2. Ver la totalidad; 3. Ver el Misterio.

I. El contexto El Catecismo de la Iglesia católica (CCE), cuya elaboración concluyó con la aprobación pontificia el 25 de junio de 1992, fue promulgado por la constitución apostólica Fidei depositum, de Juan Pablo II, dada el 11 de octubre de 1992, en el trigésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y fue presentado a la Iglesia y al mundo en Roma, los días 7, 8 y 9 de diciembre de 1992, un triduo dotado de especial solemnidad. Casi cinco años más tarde, el 8 de septiembre de 1997, fue presentada también en Roma la edición típica, en lengua latina, promulgada por la carta apostólica Laetamur magnopere, que firmaba el mismo Papa el 15 de agosto de 1997. Entretanto habían ido apareciendo las diversas traducciones: la versión francesa, que había sido la lengua común de los redactores, estuvo en la calle en París ya antes de la presentación romana; la española y la italiana salían en diciembre de 1992; la alemana en 1993 y la inglesa en 1994. Desde entonces el CCE ha sido traducido a treinta lenguas y se cuentan por millones los ejemplares vendidos. La traducción española ha superado ya el millón de ejemplares. 1. ACONTECIMIENTO EN LA HISTORIA POSCONCILIAR DE LA IGLESIA. El CCE es un hito notable en la historia de la catequética. Pero para entenderlo bien hay que situarlo en el contexto más amplio y general de la historia de la Iglesia.

a) Del concilio de Trento al Vaticano II. El CCE constituye un importante acontecimiento eclesial. Al presentarlo el 7 de diciembre de 1992, Juan Pablo II dijo que su publicación debía «incluirse, sin más, entre los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia». Por segunda vez en su historia bimilenaria, la Iglesia se dota a sí misma de un instrumento como este. El otro caso fue el del llamado Catecismo romano, redactado por mandato del concilio de Trento y publicado por san Pío V en 1566. Son los dos únicos catecismos publicados por el Papa para uso de la Iglesia universal. Una breve comparación de la coyuntura histórica de uno y otro catecismo ayudará a entender la naturaleza y el sentido del CCE. El concilio de Trento ordenó expresamente la confección de un catecismo. Los reformadores protestantes ya habían escrito sus catecismos. En 1529, Martín Lutero había dado a la imprenta dos: uno pequeño, para el pueblo, y otro grande, para los pastores. Juzgaba urgentes estas obras pedagógicas para paliar la ignorancia en la que fieles y clérigos «habían sido mantenidos por los papistas». Pero también autores o reformadores católicos habían escrito obras encaminadas a la instrucción en la fe del pueblo y de los pastores: recordemos las de Juan de Valdés (1529), Ponce de la Fuente (1543-1548) o san Pedro Canisio (1555-1559); lo mismo hicieron el sínodo de Colonia (1536) y el de Petrikau (1551). Era, pues, una necesidad comúnmente sentida la de superar la extendida ignorancia de la gente y del mismo clero. Esa necesidad es la que movió también a los Padres de Trento a pedir la redacción de un catecismo. La obra doctrinal y reformadora del concilio exigía por sí misma la instrucción de los creyentes en la fe católica. Pero además, la exigía también el enorme desafío suscitado por la Reforma protestante. Había que poner en manos de los pastores un cuerpo doctrinal que recogiera de modo sintético la fe cristiana tal y como acababa de ser expresada de nuevo por el mismo concilio. El catecismo había de ser un instrumento pedagógico al servicio de la identidad de la fe católica en un momento de grave crisis de la misma. El logro del cardenal san Carlos Borromeo y del equipo de cuatro teólogos que, bajo su dirección, redactó el Catecismo romano fue conseguir, en aquellas circunstancias, un texto sin tono polémico, armonioso y elegante. Volveremos sobre la disposición adoptada por este influyente catecismo. El concilio Vaticano II, a diferencia del de Trento, no sólo no pidió la redacción de ningún catecismo, sino que, cuando se planteó esta posibilidad, no deseó tomarla en consideración. La opinión contraria a la redacción de un catecismo oficial para toda la Iglesia predominó hasta comienzos de los años ochenta, y no sería abandonada hasta el sínodo extraordinario de los obispos que tuvo lugar en 1985 para celebrar y actualizar el Vaticano II, a los veinte años de su clausura. ¿Qué había sucedido en este lapso de tiempo? ¿Por qué pide el sínodo lo que el concilio había obviado? Una de las tareas fundamentales que el concilio había recibido de Juan XXIII era la de hacer de nuevo accesible la doctriría de la Iglesia, «con toda su fuerza y belleza» a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia se sentía con energías suficientes para tomar esta iniciativa misionera. Se veía más impulsada a hacerse entender por el mundo que necesitada de aclararse ella misma en su propio interior; ni las carencias de formación del clero, ni las amenazas a la identidad de la fe católica podían compararse con las experimentadas cuatrocientos años antes, en el momento del concilio de Trento. No parece, pues, extraño que no se sintiera la necesidad de un instrumento como un catecismo universal. Es más: no se veía ni siquiera conveniente, pues de lo que se trataba no era tanto de definir y consolidar la fe cuanto de buscar fórmulas nuevas para su proposición al mundo, en diálogo abierto con la cultura contemporánea. Los trabajos y documentos conciliares fueron el primer gran exponente autorizado de este empeño. Ellos constituyen, en este sentido, «el gran catecismo de nuestros tiempos», según expresión de Pablo

VI, repetida por Juan Pablo II. Aunque no son propiamente un catecismo, ponen las bases de una reformulación de la comprensión de la fe y echan a andar o relanzan un proceso de tanteos y fermentaciones que iban a necesitar su tiempo. b) El posconcilio y el sínodo de 1985. Sin embargo, empezaron bien pronto los intentos de elaborar exposiciones sintéticas de la fe adaptadas a la mentalidad de nuestros días, a las que se dio el nombre de catecismos. En 1966, al año siguiente de la clausura del concilio, aparecía el llamado Catecismo holandés, promovido y publicado por los obispos de aquel país. La gran difusión que alcanzó en toda la Iglesia y los problemas que planteaba exigieron una intervención de la Santa Sede. Algunos pensaron que, si no se quería dejar el campo totalmente libre a nuevos problemas, había llegado ya la hora de un catecismo universal. Pero justamente las dificultades encontradas por aquel primer intento particular parecían poner de manifiesto que no se tenían todavía claves suficientemente maduras para una empresa así. La propuesta de un catecismo para toda la Iglesia, planteada de nuevo por algunos obispos en el sínodo de 1967, tampoco prosperó. Todas las cosas tienen su kairós, su tiempo. Hay quien ha dicho que el CCE ha llegado con veinticinco años de retraso. Otros piensan que siempre es demasiado pronto para lo que no debería darse nunca, y menos aún en un momento que llaman de involución. El caso es que, además del Directorio general de pastoral catequética, pedido por el Concilio y publicado en 1971, los catecismos fueron haciendo su aparición en la Iglesia posconciliar. Hay que recordar en particular los redactados por las conferencias episcopales para los catecúmenos de diversas edades, incluso para los adultos. Además, en el ámbito de la teología también se fueron viendo como posibles y necesarias algunas síntesis de la fe o cursos básicos, que pusieran al alcance de diversos círculos de personas instruidas una comprensión de conjunto de la fe cristiana en el contexto de la cultura actual. Estos y otros intentos de síntesis bíblicas, ecuménicas, etc. hicieron que desde principios de los años ochenta pareciera llegado el tiempo de la sedimentación y de la recolección de todo lo sembrado y puesto en movimiento desde el concilio. El tiempo había llegado porque la obra parecía ya posible. Pero además, porque se iba revelando como cada vez más necesaria. La razón de esta necesidad aparece claramente detectada por el sínodo extraordinario de 1985, cuando hace el balance de los veinte años transcurridos desde la clausura del concilio. La relación final habla de frutos muy grandes y de defectos y dificultades (I, 3). Las dificultades, especialmente en el llamado primer mundo, parecen resumirlas los sinodales en la desafección a la Iglesia. La causa fundamental de esta situación, localizable en el interior de la Iglesia (además del secularismo, procedente más bien del exterior) la ve el sínodo en «la lectura parcial y selectiva del concilio y en la interpretación superficial de su doctrina en uno u otro sentido» (I, 4). La relación se detiene a continuación en diversos aspectos de la vida de la Iglesia, en los que se aprecia en concreto ese estado de cosas. Pues bien, bajo el epígrafe «Fuentes de las que vive la Iglesia», se hace el siguiente grave diagnóstico sobre la evangelización y la catequesis: «Por todas partes en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del evangelio a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento del orden moral se reducen frecuentemente a un mínimo. Se requiere, por tanto, un nuevo esfuerzo en la evangelización y en la catequesis integral y sistemática» (II, B, 2). Con el fin de salir al paso de esta nueva necesidad, el sínodo hace en este mismo epígrafe la famosa sugerencia que iba a acabar siendo llevada a la práctica siete años después con el CCE: «De modo muy común se desea que se escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sea como el punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la doctrina debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos» (II, B, 4).

Al hacer esta propuesta, el sínodo está queriendo responder a la situación nueva creada en los años transcurridos desde el Concilio por las lecturas selectivas y superficiales de la doctrina conciliar. Aquí, en concreto, se trata, sobre todo, de la deficiente recepción de la constitución Dei Verbum que ha conducido, con frecuencia, a una interpretación de la Sagrada Escritura «separada de la tradición viva de la Iglesia» y de «la interpretación auténtica del Magisterio» (II, B, 1). Casi tres años antes, en una relevante conferencia sobre la catequesis, dictada en París y Lyon en 1983, el cardenal Ratzinger había apuntado ya al mismo diagnóstico y a la misma necesidad. En su opinión iba resultando urgente la síntesis de los contenidos nucleares de la fe, en particular para la catequesis, pues la «hipertrofia de los métodos» —en expresión del cardenal- está poniendo en peligro la transmisión de la fe. Lo ilustraba con un ejemplo: «una madre alemana me contaba un día que un hijo suyo, que iba a la escuela primaria, se estaba ya iniciando en la cristología de los logia del Señor (un problema de exégesis), pero que no había oído todavía ni una palabra sobre los siete sacramentos ni sobre los artículos del credo». Ratzinger detectaba la misma necesidad que el sínodo iba a confirmar: hay que arbitrar instrumentos para proponer de modo articulado los contenidos de la fe de la Iglesia. Esta ha sido parcelada y disgregada por diversos intentos de reconstrucción, más o menos históricos o subjetivos. Pero «cada vez que se estima que es posible relegar en la catequesis la fe de la Iglesia, aunque sólo sea un poco, bajo el pretexto de extraer de la Escritura un conocimiento más directo y preciso, se entra en el dominio de la abstracción (...). En estas condiciones [la catequesis] se reduce a no ser más que una teoría entre otras, un poder semejante a los demás; ya no puede ser estudio y recepción de la verdadera vida, de la vida eterna». Pues bien, esos instrumentos doctrinales integradores no había que inventarlos: son aquellos que reflejan en la catequesis la dinámica misma de la vida de la fe, que es profesada, celebrada, traducida en obras y ejercitada en la oración. He ahí, en general, lo que aportan los catecismos, tanto protestantes como católicos. Esa era, precisamente, la estructuración del Catecismo romano, que ve en esas cuatro grandes piezas de la catequesis auténticos lugares teológicos, desde los que acoger y transmitir la revelación de Dios en Jesucristo. 2. HISTORIA DE LA REDACCIÓN. LOS tiempos parecían, pues, maduros, y el sínodo de 1985, acontecimiento colegial especial que reunía también a los presidentes de todas las conferencias episcopales, formula la sugerencia de «que se escriba un catecismo o compendio». a) Organos de trabajo. Juan Pablo II hizo suya esta sugerencia ya al concluir la asamblea sinodal y, a los seis meses, el 10 de junio de 1986, nombraba una comisión pontificia encargada de presidir la elaboración de dicho libro. Los miembros de la comisión eran doce: cinco cardenales de la curia romana y seis arzobispos y un obispo de todas las partes del mundo. El cardenal J. Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, a quien se encargaba la presidencia de la comisión y los cardenales prefectos W. W. Baum (Educación cristiana); S. Lourdusamy (Iglesias orientales); J. Tomko (Evangelización de los pueblos), y A. Inocenti (Clero); además, el card. B. Law, arzobispo de Boston (USA); J. Stroba, arzobispo de Poznan (Polonia); N. Edelby, arzobispo greco-melquita de Alepo (Siria); H. S. D'Souza, arzobispo de Calcuta (India); I. de Souza, arzobispo coad. de Cotonou (Benin); J. Schotte, arzobispo secretario general del sínodo, y F. S. Benítez Avalos, obispo de Villarica (Paraguay). La comisión pontificia se reúne por primera vez el 15 de noviembre de 1986. El Papa les recuerda el encargo del sínodo y, remitiendo a la conferencia del card. Ratzinger de 1983 en Lyon y París, les habla de que el género catecismo es algo irrenunciable ciable en la labor catequética, ya que su «estructura fundamental» es tan antigua como el catecumenado, es decir, como la Iglesia misma.

Para llevar adelante el trabajo que se le ha encomendado, la comisión se dota de un secretariado, de un comité de redacción y de un colegio de consultores. Este último estará compuesto por cuarenta teólogos elegidos en función de sus especialidades y de su pertenencia a culturas y lenguas diversas. El comité de redacción, cuyo nombramiento se hará oficial en julio de 1987, quedó integrado por los siguientes siete prelados residenciales: J. M. Estepa, arzobispo castrense de España; J. Honoré, arzobispo de Tours (Francia); D. Konstant, obispo de Leeds (Gran Bretaña); E. E. Karlic, obispo de Paraná (Argentina); W. Levada, arzobispo de Portland (EE.UU.); A. Maggiolini, obispo de Carpi (Italia) y J. Medina Estévez, auxiliar de Rancagua (Chile). El secretariado fue encomendado a colaboradores de la Congregación para la doctrina de la fe y a su frente se puso al dominico, profesor de Friburgo, Christoph von Schánborn. b) Fases de elaboración. El trabajo de elaboración del CCE se prolongó algo más de cinco años: de enero de 1987 a febrero de 1992. En este tiempo se pueden distinguir tres fases principales: Fase inicial (de enero de 1987 a noviembre de 1989): desde la primera reunión del comité de redacción, hasta que se consigue un texto que parece suficientemente maduro como para ser sometido a consulta de todos los obispos del mundo, el llamado Proyecto revisado. El texto fue presentado tres veces a la comisión pontificia (mayo de 1987; mayo 1988 y febrero de 1989). A los cuarenta teólogos consultores se les envió después de la revisión de mayo de 1988. En este tiempo se toman dos decisiones importantes: la división cuatripartita del conjunto: credo, sacramentos, preceptos y, además, un epílogo sobre el padrenuestro, no previsto en las líneas básicas dadas en noviembre de 1986 por la comisión pontificia, y la opción por el credo de los apóstoles como base de la primera parte. Fase central (de noviembre de 1989 a noviembre de 1990): se consulta al episcopado mundial y, sobre la base de las observaciones recibidas, la comisión da las últimas orientaciones para el trabajo. Del Proyecto revisado se imprimen unos cinco mil ejemplares, en francés, inglés, español y alemán y se envían, a primeros de diciembre de 1989, a todos los obispos. Las respuestas recibidas son elaboradas por el secretariado y estudiadas luego por el comité de redacción en la reunión celebrada en Frascati del 1 al 14 de julio de 1990. En el sínodo de los obispos de octubre de 1990, el cardenal Ratzinger da cuenta de los resultados de la consulta: desde el punto de vista cuantitativo, el conjunto de las respuestas (obispos particulares, 798; grupos, 25=1092 obispos; Conferencias episcopales, 28) cubre alrededor de un tercio del episcopado y representan globalmente las grandes áreas geográficas. Cualitativamente el juicio global expresado en esas respuestas se distribuye como sigue: el 18,6% estiman el Proyecto revisado como «muy bueno»; el 54,7% lo consideran «bueno»; el 18,2% lo ven «satisfactorio con reservas»; el 5,8% lo juzga de manera «algo negativa» y el 2,7% lo descarta como «inaceptable». Los juicios negativos no llegaban, en conjunto, al 10%. Se podía considerar, por tanto, que el episcopado confirmaba la idea lanzada por el sínodo de 1985 y que, además, aceptaba el texto que se le había presentado, al menos tomo base para seguir trabajando sobre él hacia la consecución de un texto definitivo. Las cuestiones más recurrentes, entre los 24.000 modi que se catalogaron, fueron las siguientes: 1) La finalidad misma del libro y su título; 2) La articulación del texto de acuerdo con la jerarquía de verdades; 3) El uso de la Sagrada Escritura; 4) Las referencias al Vaticano II; 5) Sobre las formulaciones «en breve»; 6) Sobre las religiones no cristianas; 7) La exposición de la moral cristiana; 8) Sobre el epílogo acerca del padrenuestro; 9) Diversas lagunas concretas que rellenar. Según el Informe de Ratzinger, la comisión pontificia, en su reunión de septiembre de 1990, a la vista de las cuestiones planteadas por el episcopado, se pronuncia del modo siguiente: 1) En favor del título «Catecismo», entendido analógicamente; 2) Se explicará en el Prefacio del CCE que la

jerarquía de verdades es entendida como sinfonía de la doctrina articulada en la estructura cuatripartita; 3) La Dei Verbum inspirará el uso de la Sagrada Escritura, que será examinado por un grupo mixto de teólogos y exegetas; 4) Se dará más relevancia a algunos documentos del concilio, como Ad gentes, Apostolicam actuositatem, Gaudium et spes y Sacrosanctum concilium; 5) Se mantendrán los «en breve» para recodar la necesidad de elementos de memorización en los catecismos; 6) Se modificará la presentación de las religiones no cristianas; 7) Se hará una revisión general de la parte dedicada a la moral; 8) El Epílogo se transformará en una cuarta parte sobre la oración cristiana. Fase final (de noviembre de 1990 a febrero de 1992): sobre la base de las anteriores indicaciones de la comisión, se va perfilando el texto en cuatro borradores sucesivos a lo largo del año de 1991: marzo, mayo, agosto y diciembre. La comisión lo evalúa en octubre de 1991 y, por fin, el 14 de febrero de 1992, aprueba por unanimidad el Proyecto definitivo, que es sometido al juicio del Papa. Juan Pablo II hace algunas observaciones, incorporadas a la décima redacción del Catecismo, que es puesto de nuevo en manos del Santo Padre el 30 de abril de 1992, fiesta de san Pío V, el papa del Catecismo romano. El 25 de junio de 1992 tiene lugar la aprobación oficial pontificia del CCE.

II. El texto La mirada que acabamos de echar al contexto en el que surge, se impone y se lleva a la práctica la idea del Catecismo, nos ayuda ahora a entender de qué texto se trata: cuáles son sus características formales y los rasgos principales de su contenido. 1. CARACTERÍSTICAS FORMALES. a) Autor y autoridad. El CCE no es más que un catecismo, pero no es un catecismo más. No es más que un catecismo puesto que «cada punto de la doctrina que propone, no tiene otra autoridad sino la que ya posee». El Catecismo «no es una especie de nuevo superdogma»1. Es un libro que tiene sus fuentes: la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia, la liturgia, los santos. De estas fuentes dimana el diverso grado de autoridad doctrinal de cada una de las proposiciones del Catecismo, que doctrinalmente no añade nada a dicha autoridad originaria. Pero el CCE no es un catecismo más, porque no es el catecismo de un determinado autor privado, ni siquiera el de un autor o autores que hubieran obtenido un especial refrendo de alguna autoridad eclesiástica, como un obispo, o un sínodo diocesano, etc. Es un catecismo de autoridad casi única, sólo comparable a la del Catecismo romano, porque ha sido publicado «en virtud de la autoridad apostólica» del mismo Papa, quien lo reconoce y presenta a toda la Iglesia «como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial» y como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica» 2. A diferencia del otro catecismo publicado por un papa, el Catecismo romano, el CCE, por razón de su autor, no es romano; su autor es el episcopado mundial, en varios sentidos: 1) porque la idea de su publicación partió del sínodo extraordinario de los obispos de 1985; 2) porque la responsabilidad de su elaboración fue llevada por una comisión de doce prelados de todo el mundo; 3) porque la materialidad de su redacción estuvo a cargo de los siete obispos miembros del comité de redacción, que la llevaron a cabo en sus respectivas sedes residenciales3; 4) porque cada uno de los obispos del orbe fue consultado y la voz de una tercera parte de ellos se dejó oír. Jurídicamente el CCE es una obra pontificia; materialmente es una obra del colegio de los obispos con su cabeza. «No hay ningún otro texto posconciliar que repose sobre una base tan amplia» 4. Esta complejidad y peculiaridad de su autoría avala la autoridad que le atribuye el Papa en los

textos ya citados de la constitución Fidei depositum y lo presenta realmente como lo que su título señala: el catecismo «de la Iglesia católica». Por tanto, dentro de sus límites propios, el CCE «refleja lo que es la enseñanza de la Iglesia; rechazarlo en su conjunto significa separarse inequívocamente de la fe y de la enseñanza de la Iglesia» 5. b) Destinatarios y finalidad. El CCE no es un catecismo destinado directamente a los catecúmenos. No es, según la terminología clásica, un catecismo minor. Es un catecismo maior, para los responsables de la tarea catequética. Sus principales destinatarios son, por tanto, los obispos. Este instrumento tiene para ellos la finalidad de ayudarles, en general, a «reforzar los vínculos de unidad en la misma fe» en su servicio a la Palabra «y muy particularmente para la composición de los catecismos locales»6. Al presentar la edición típica, en septiembre de 1997, Juan Pablo II insistía en que «es necesario, donde aún no se haya hecho, proceder a la elaboración de catecismos nuevos que, al mismo tiempo que presenten íntegramente el contenido doctrinal del CCE, privilegien itinerarios educativos diferenciados y articulados, de acuerdo con las expectativas de los destinatarios». Porque un catecismo maior no sustituye a un catecismo minor. Y, además, porque un catecismo para toda la Iglesia ha de ser traducido en el lenguaje más cercano de cada lugar. En el mismo discurso de 1997 el Papa deja bien claro que, aunque los obispos sean los principales destinatarios del Catecismo, ninguno de los fieles ha de sentirse excluido: presbíteros, catequistas, familias, teólogos, incluso «cuantos no creen en absoluto o ya no creen», todos pueden encontrar en el Catecismo una valiosa ilustración de «lo que la Iglesia católica cree y procura vivir». Parece, pues, clara una doble finalidad principal del CCE. Por un lado, y en general, ofrecer a todos una síntesis armónica de la fe católica en su conjunto; en este sentido su utilidad es amplísima: desde instrumento para la formación permanente de sacerdotes, catequistas, etc., hasta libro de consulta esporádica para la familia o el interesado por las cuestiones de la Iglesia, sin excluir su utilización para la oración personal o para la predicación. Por otro lado, y en particular, el CCE está destinado a promocionar el género catecismo. Se espera que, bajo su inspiración, se relance la confección de buenos catecismos, tanto por el rigor doctrinal de sus contenidos como por su adaptación a lugares y personas. La finalidad más genérica, de ayuda para el ministerio de la Palabra, así como la más específica, de dinamización catequética, vienen sustentadas por la confianza en la inteligibilidad universal de la única fe de la Iglesia a la que se quiere servir. Algunos piensan que un catecismo para toda la Iglesia no podrá ser nunca bueno porque no estará inculturado; o, mejor, porque no podrá evitar una determinada inculturación (romana, por ejemplo) que, más o menos inconscientemente, tenderá a imponerse en otros ámbitos culturales. Los redactores manifiestan haber sido conscientes de este problema. La gran cantidad y multiplicidad de voces que han intervenido en la elaboración del CCE ha pretendido justamente ser reflejo, más que de una pluralidad de puntos de vista, de la sinfonía de la fe, es decir, de su sonido unísono, que no monotono, en la Iglesia extendida por todo el mundo. La sinfonía pide y exige ser interpretada siempre de nuevo en cada lugar. Y no sonará nunca exactamente de la misma manera. Pero será identificable como la misma: la única fe de la Iglesia. Esta es la finalidad última del CCE, en su doble aspecto genérico y catequético: ser instrumento de la unidad y comunión en la misma fe. En la inevitable y fructífera tensión entre los dos polos de la unidad y verdad de la fe anunciada, por un lado, y de la pluralidad de situaciones y de métodos, por otro, el Catecismo está al servicio del primer polo en este momento de la historia posconciliar de la Iglesia. De modo análogo, por cierto, a como sirven también a la unidad en la verdad la misma Sagrada Escritura o los documentos del Vaticano II. En su nivel de catecismo de la Iglesia, el CCE, se presenta hoy como instrumento auténtico de la comunión en la diversidad. Esa es su finalidad, apoyada en la certeza

de que sólo de un cierto lenguaje común puede surgir la comunión, y sustentada en la confianza de que ese lenguaje común sobre los contenidos de la fe es posible. 2. VISIÓN DE CONJUNTO. Será útil tener a la vista el armazón fundamental del CCE y comentar lo que en él pertenece a la tradición de los catecismos y lo que significa innovación. El esquema general es el siguiente: I. La profesión de la fe (228 páginas): 1° Sección: «Creo-creemos»: C. 1: El hombre es «capaz» de Dios; C. 2: Dios al encuentro del hombre; C. 3: La respuesta del hombre a Dios; 2° Sección: Los símbolos de la fe: C. 1: Creo en Dios Padre; C. 2: Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios; C. 3: Creo en el Espíritu Santo. II. La celebración del misterio cristiano (138 páginas): 1 ° Sección: La economía sacramental: C. 1: El misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; C. 2: La celebración sacramental del misterio pascual; 2° Sección: Los siete sacramentos de la Iglesia; C. 1: Los sacramentos de la iniciación cristiana; C. 2: Los sacramentos de curación; C. 3: Los sacramentos al servicio de la comunidad. III. La vida en Cristo (168 páginas): 1 ° Sección: La vocación del hombre: la vida en el Espíritu; C. 1: La dignidad de la persona humana; C. 2: La comunidad humana; C. 3: La salvación de Dios: la ley y la gracia; 2° Sección: Los diez mandamientos: C. 1: «Amarás al Señor, tu Dios,...»; C. 2: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». IV. La oración cristiana (74 páginas): 1 ° Sección: La oración en la vida cristiana: C. 1: La revelación de la oración; C. 2: La tradición de la oración; C. 3: La vida de oración; 2° Sección: La oración del Señor: el «Padrenuestro». a) La tradicional estructura cuatripartita. Los catecismos surgidos después del Vaticano II presentan articulaciones diversas. Muchos de ellos aparecen organizados en torno a distintas ideas matrices o hilos conductores que vertebran la exposición: por ejemplo, la idea de alianza o la de reino de Dios. Estas opciones suponen una determinada preferencia teológica que puede ser muy certera y muy apropiada en un determinado momento o lugar, pero que no deja de estar condicionada por coordenadas espaciales, temporales o de escuela. Los redactores del CCE quisieron evitar estos condicionamientos tratando de buscar la mayor universalidad y permanencia posible. Si el Catecismo no había de adoptar ninguna perspectiva global particular, se imponía, como lo más cercano a ese ideal, el esquema tradicional de los catecismos o las llamadas cuatro piezas fundamentales de la catequesis: el credo, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Estas piezas son —como hemos dicho— incluso más antiguas que el mismo libro «catecismo», se remontan a las primeras catequesis de la Iglesia, atestiguadas por los Padres. Al articularse en torno a ellas, el libro pierde algo en unidad sistemática, pero gana en universalidad y en practicidad. En efecto, la división cuatripartita remite a los elementos más universales de la vida de la Iglesia, como son el símbolo de la fe, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Son cuatro columnas de la doctrina cristiana que podrán ser abordadas de una o de otra manera por las diversas teologías, pero que no podrán faltar en ninguna: son obligados lugares teológicos, en cuanto a que remiten inmediatamente a las mismas fuentes reveladas de la fe, que es, a un tiempo, creída, celebrada, vivida y orada. Además de universales, estos cuatro lugares son prácticos, es decir, vienen ligados a la práctica eclesial de la fe: el símbolo no es un mero compendio doctrinal; es, ante todo, la expresión de la fe en la que el catecúmeno es bautizado; los sacramentos son la fuente de la que brota día a día la vida pascual de la Iglesia y de cada fiel; los mandamientos señalan los caminos de la caridad; la oración expresa la confiada esperanza de la transformación escatológica de este mundo. La estructura cuatripartita del Catecismo no es, tal vez, la más propia de un tratado sistemático, pero es muy apropiada para una comprensión global del conjunto de la fe en clave práctica, es decir, no sólo para ser entendida en su coherencia y organicidad, sino también para ser asumida como vida propia. Las cuatro partes del Catecismo enseñan la doctrina de la fe mostrando, al

mismo tiempo, sus implicaciones en sus cuatro realizaciones vitales fundamentales. De ahí que la estructura del CCE no sea tan estática como pudiera parecer a primera vista. Sus cuatro partes no son cuatro compartimentos estancos; desde dentro de cada una de ellas hay una llamada permanente a las otras tres. Lo ponen pedagógicamente de relieve la multitud de referencias cruzadas que se han puesto en los márgenes del texto. b) Las novedosas «primeras secciones». Mientras que las cuatro piezas fundamentales de la catequesis han dado lugar a una estructuración cuatripartita tradicional, el CCE aporta como nuevo a la articulación del texto la división de cada una de sus partes en dos secciones. En nuestra opinión, esta novedad pone muy significativamente de relieve cómo el CCE es —según pidieron los Padres del sínodo de 1985— un catecismo «adaptado a la vida actual de los cristianos». En efecto, la situación actual de los cristianos es tenida en cuenta a lo largo del texto en múltiples lugares: no sólo donde se habla expresamente de cuestiones o contextos nuevos, como son los que plantean a la vida moral las nuevas coyunturas sociopolíticas o las nuevas posibilidades ofrecidas por la ciencia y la técnica. A esto responden la reflexión sobre idolatrías actuales y sobre el ateísmo y el agnosticismo (2113-2128), los nuevos planteamientos de la ética de la vida y de la paz (2263-2317), de la familia (2360-2391) y de la doctrina social de la Iglesia (2419-2449), etc. Además, la atención a la situación actual se extiende también a la comunidad eclesial, con sus nuevos puntos de vista teológicos, exegéticos y ecuménicos, a los que el Vaticano II ha dado cauce y reconocimiento. Así, por ejemplo, el CCE plantea de modo renovado la cuestión del hombre sobre la base de su único fin sobrenatural (356, 367, 618), el sentido sacrificial de la muerte de Cristo a la luz de toda la vida de Jesús como ofrenda al Padre (574-655), la comprensión inclusiva de la catolicidad de la Iglesia en su relación con los no católicos y los creyentes no cristianos (836848), el matrimonio como comunión de vida y amor (1603ss.), etc. Pero más allá de estos y otros muchos importantes temas en los que la novedad de la situación de la Iglesia y del mundo ha exigido nuevas formulaciones y planteamientos, es el mismo ritmo binario de la estructura de cada parte del CCE en dos secciones el que marca una notable novedad en la estructura del libro. Estas primeras secciones son una especie de amplias introducciones en las que se da cuenta del modo en el que la temática de cada una de las partes viene referida al ser humano en cuanto sujeto de la fe. El Catecismo romano no vio necesaria esta referencia inicial al sujeto. Hoy, después del llamado giro antropológico de nuestra cultura moderna, se comprende que el CCE haya introducido esta innovación. Este es el rasgo más marcado de inculturación del Catecismo. Los redactores sopesaron las razones que hablaban en favor de hacer partir la exposición desde abajo, es decir, desde una descripción de la situación en la que se hallan el hombre y la mujer a quienes se dirige hoy la palabra del evangelio. La tarea se mostraba imposible si se quería escribir un catecismo para toda la Iglesia, pues las situaciones concretas son, en realidad, muy diversas en las distintas áreas geográficas y/o culturales del planeta. La inculturación más concreta debía quedar para los catecismos locales. Con todo, el CCE, al introducir las secciones de las que hablamos, muestra haber asumido el rasgo moderno de referencia al sujeto como elemento de un nuevo modo de ver las cosas: es, en este sentido, un catecismo inculturado. – La primera sección de la primera parte recoge temas de la llamada teología fundamental que, como es sabido, se han desarrollado en la Edad moderna como capítulos amplios de la teología: la revelación y sus fuentes, la fe y su análisis. Es decir, desarrollos en torno al modo como accedemos al credo —objeto de esta primera parte del CCE—, cómo nos llega, cómo lo hacemos propio. No será fácil determinar qué ha sido antes: si el desenvolvimiento teológico de estos temas en el contexto de las disputas confesionales consiguientes a la Reforma protestante o el desarrollo de la conciencia moderna de la subjetividad; porque se trata de factores que se potenciaron mutuamente.

– La sección primera de la segunda parte, sobre la «economía sacramental», recoge la más reciente teología sobre la Iglesia como «sacramento de la acción de Jesucristo» (1118). Con ella se da razón del ámbito en el que el hombre de hoy vive aquello que cree como revelado en Jesucristo (frente al individualismo) y se pone en su lugar la dimensión histórica de la liturgia de la Iglesia, vinculada al acontecimiento pascual (frente al naturalismo). Sólo después de esta explicación de la economía sacramental, que hace presente hoy para cada hombre el misterio revelado en Jesucristo, se pasa a hablar de cada uno de los sacramentos. — La referencia al sujeto es más evidente aún en la sección primera de la parte tercera. Bajo el título de «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu», se pone de manifiesto que los mandamientos —de los que tratará la sección segunda— hay que entenderlos desde y para la persona humana (c. 1); y que la persona, por su parte, no se entiende si no es en relación a la comunidad humana (c. 2) y, ante todo, si no es bajo la acción del Dios de la gracia (c. 3). La parte moral del CCE no se reduce, pues, como en el caso del Catecismo romano, a un comentario de los mandamientos, sino que se abre con una explicación de las condiciones subjetivas que posibilitan tanto el cumplimiento cabal como la intelección adecuada de ellos. — Incluso la sección primera de la parte cuarta tiene un tono muy distinto de las consideraciones del Catecismo romano acerca del qué, el porqué y el cómo de la oración. No sólo porque al hablar del combate de la oración se aluda a las dificultades propias de nuestro tiempo en este campo (2727), sino, sobre todo, porque se habla con amplitud de la revelación de la oración (c. 1), es decir, de nuevo de las condiciones de posibilidad, en este caso, de la vida de oración. 3. ALGUNOS CONTENIDOS EN PARTICULAR. Lo que acabamos de decir no ha de inducir a engaño. El CCE tiene muy en cuenta la subjetividad, pero no se siente en absoluto tributario de ella. Al contrario, es un texto doctrinal y consciente de la importancia de la doctrina (cf 23 y 170) como patrimonio recibido que hay que transmitir. No por doctrinarismo, sino por realismo. Ya hemos hablado de la estructura nada doctrinarista del Catecismo, que se halla más orientada a la práctica que al sistema. Pero las proposiciones doctrinales son importantes porque remiten a una realidad no reductible al sujeto o a la conciencia: en nuestro caso, al acontecimiento de la revelación en Jesucristo. La fe tiene que poder expresarse en proposiciones si es que no ha de diluirse en meras experiencias personales o culturales y si es que ha de poder distinguirse de otras formas de fe como fe cristiana. Hemos visto también más arriba cómo esta preocupación por la identidad de la fe y de la vida cristiana está en el origen de la empresa del Catecismo. Pues bien, enumeremos siquiera algunos de los contenidos doctrinales más relevantes del CCE. a) La primera parte es la más amplia: casi el 40% de la obra. Es una proporción adecuada al interés doctrinal del Catecismo, ya que es aquí donde se presenta el corazón de la fe en cuanto autorrevelación del mismo Dios. Para ello se adopta, siguiendo el credo, una estructura trinitaria: no en vano es reconocida la doctrina de la Trinidad Santa como «la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de la fe» (234). La visión trinitaria será también, por eso, determinante de las otras tres partes del Catecismo: la liturgia es obra de la Trinidad (1077-1083); la vida cristiana es una vida desde el Dios trino (1693-1695); la oración es también en y al mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu (2664-2672). Pero es al explicar el credo cuando se ponen las bases de esa visión de Dios que informa toda la vida cristiana y que ha sido posibilitada por Dios mismo en su revelación en Jesucristo y por el Espíritu Santo. El CCE se centra en la Trinidad porque es cristocéntrico: «En la catequesis lo que se enseña es a Cristo (...); el único que enseña es Cristo» (427). El es el gran sacramento en el que Dios mismo se nos manifiesta (515); la liturgia es la obra del Cristo glorioso que sigue actuando en su Iglesia, por medio de su Santo Espíritu (1084-1109), para la curación y salvación del hombre (1116); así es

como se hace posible la vida en Cristo, es decir, su seguimiento verdadero (1694-1698), y que la oración, en cuanto comunión con Cristo, tenga las mismas dimensiones que su amor (2565). Conviene subrayar algunos temas particulares de la primera parte: la «importancia capital» (282) de la catequesis sobre la creación, que es presentada como «fundamento de todos los designios salvíficos de Dios» (280) y, por tanto, como «obra de la Santísima Trinidad» (290ss.); la presentación de la resurrección como «la verdad culminante de nuestra fe en Cristo» (638), pero no como punto de llegada de una cristología puramente desde abajo ni como punto de partida de una cristología meramente desde arriba, sino como supremo y sin par punto de conexión de la historia humana con el Dios trascendente; la explicación de la realidad de la Iglesia en íntima conexión con los artículos sobre Cristo y sobre el Espíritu «para no confundir a Dios con sus obras» (750) y para poder entender bien en qué sentido no hay salvación fuera de ella (846). b) La segunda parte aparece muy estrechamente ligada a la primera, pues en ella se presenta la liturgia de la Iglesia como la obra actual del Dios trino en cuanto encaminada a la salvación y santificación de cada uno de los hombres. Las dos primeras partes del CCE, que suman ellas solas dos tercios de la extensión de la obra, ponen de manifiesto, en conjunto, algo de fundamental importancia, que debería quedar claro en la catequesis: es Dios quien sale al encuentro de los hombres en su Palabra y en los sacramentos. La vida moral y la vida de oración serán respuesta a la iniciativa divina. Además del carácter trinitario, y en particular pneumatológico, del tratamiento de los sacramentos conviene subrayar su óptica mistagógica y su sensibilidad para el rito oriental. El sentido de los sacramentos es expuesto a partir de sus elementos celebrativos, que aparecen como camino introductorio al misterio de salvación y santificación que celebran. La atención a los ritos orientales ayuda a comprender mejor el mismo misterio. Por otro lado, la clasificación empleada (sacramentos de iniciación, de curación y de la comunidad) es fundamentalmente pedagógica y no deberá hacer perder de vista que «todos los sacramentos están unidos a la eucaristía y a ella se ordenan» (1324). c) La tercera parte articula las diversas cuestiones concretas de la vida moral en el marco tradicional del decálogo. Pero el decálogo, por su parte, no es presentado como el marco último de la vida moral cristiana. Esto hubiera dado lugar a una moral del precepto y la obligación. El marco viene dado, más bien, por la ley nueva, es decir, por la ley interior de la gracia, del amor, de la libertad y del Espíritu Santo (1972). Por eso, antes que de los mandamientos se habla, en la sección primera, del deseo de felicidad y de la bienaventuranza cristiana, de la libertad, de la pasión natural y de las virtudes que la orientan al amor. Es decir, que el marco más abarcante de la moral cristiana es «la pertenencia a Dios instituida por la alianza» (2062) o, como ya hemos dicho, el seguimiento de Cristo (2053). El decálogo, por tanto, es interpretado a la luz del «doble y único mandamiento de la caridad» (2055). Pero la moral cristiana no es sólo para los cristianos, no es una moral de gueto; su fundamento no se halla en las disposiciones más o menos sabias de un profeta inspirado a quien siguen los suyos. El Espíritu Santo, más bien, conduce a los seguidores de Jesucristo a la verdad del propio ser del hombre en la que radican las pautas del hacer verdaderamente humano, que no permanecen nunca del todo ignoradas por ningún ser racional. La moral cristiana es, por eso, tan específica como universal. Porque la ley nueva asume y perfecciona la Ley natural. El CCE sale al paso de la posible confusión de ley moral natural con ley de la naturaleza: aquella «se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana» (1995).

En cuanto a los contenidos concretos de la moral, el CCE no hace sino referir sintéticamente la doctrina de la Iglesia. Sobre la cuestión de la pena de muerte, que resultó tan controvertida, véase lo que decimos más abajo al hablar de la edición típica. d) La cuarta parte está planteada como una introducción práctica a la vida de oración, sin perder de vista el adecuado enfoque doctrinal que ha de suponer. Porque «el misterio de la fe exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración» (2558). Dicho objetivo se logra, ante todo, mediante la introducción en la revelación trinitaria de la oración, pero también recurriendo a la experiencia orante de los santos y de la tradición espiritual, tanto de oriente como de occidente. El padrenuestro es meditado como «resumen de todo el evangelio» (2761). Y la oración a María es presentada, en una perspectiva hondamente ecuménica, como comunión (2673) con aquella que es pura transparencia de Cristo, la que «nos muestra el camino (Hodoghitria) (2674). 4. LA EDICIÓN TÍPICA. Juan Pablo II presentó oficialmente el 8 de septiembre de 1997 el que denominó «texto definitivo y normativo» del CCE. Está redactado en un latín claro y fluido, bajo el título de Catechismus Catholicae Ecclesiae. Según la Carta apostólica que lo promulga, el texto latino típico «repite fielmente la doctrina» del que fuera publicado en 1992. Se esperó cinco años para redactar el texto definitivo con el fin de poder incorporar las mejoras que, sin duda, serían propuestas después de un tiempo de utilización del CCE en las diversas lenguas. Esas mejoras afectan a la claridad y precisión en la formulación de la doctrina. Veamos el caso más llamativo. El párrafo titulado «La legítima defensa» ha sido organizado de una manera nueva y más clara, con el fin de evitar ciertos malentendidos surgidos en torno a la doctrina sobre la pena de muerte. Queda mejor diferenciado lo que es, por un lado, el derecho a la legítima defensa en general (2263-2264) y, por otro, el deber de la misma que incumbe a la autoridad (2265-2267). A la autoridad no se le niega absolutamente la posibilidad de recurrir a la pena de muerte: 1) si esta fuera la única posibilidad de salvar vidas humanas y 2) supuesta la definición plena de la identidad y la responsabilidad del culpable. A continuación se exhorta al uso de otros medios «más conformes con la dignidad de la persona humana» y se afirma, citando la encíclica Evangelium vitae, publicada en 1995, que casos en los que fuera «absolutamente necesaria la supresión del reo» —es decir, que cumplan la primera condición para la legitimidad de la pena de muerte— en nuestros días «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». Como se puede ver, el CCE casi descalifica en la práctica la pena de muerte. Ya era así en la edición de 1992; la edición típica lo hace con más claridad tanto por la nueva disposición general del texto como gracias a la expresión más categórica tomada de la Evangelium vitae.

III. Para el uso del Catecismo A modo de conclusión ofrecemos algunos criterios que ayudarán a hacer un uso adecuado del CCE. Son observaciones que se derivan de la naturaleza misma de la obra que hemos descrito. 1. VER LOS LÍMITES. Por las razones ya explicadas, el CCE no es un catecismo más, pero es un catecismo; en concreto, un catecismo maior. No hay que perder de vista este género propio del libro tanto para no abusar de él como para no decepcionarse ante él. Abusarían del Catecismo quienes lo emplearan indiscriminadamente como catecismo para ponerlo en manos de los catecúmenos en toda ocasión y sean cuales fueran las personas. Nadie está excluido en principio como lector del CCE, que podrá ser útil siempre. Pero si se trata de catequesis propiamente dicha, en muchos casos será necesario acudir a esos otros instrumentos más adaptados que son los diversos catecismos locales y menores. En todo caso, un síntoma positivo de la buena formación de los catequistas sería que ellos sí pudieran acudir al CCE como texto permanente de consulta.

Por otro lado, para evitar decepciones conviene no esperar del Catecismo lo que no pretende ni puede dar. El CCE no es ni un manual de teología o de exégesis, ni una monografía sobre un asunto determinado ni, mucho menos, un ensayo sobre una o varias cuestiones discutidas. Quien busque explicaciones teológicas o exegéticas desarrolladas, en las que necesariamente entran las diversas opiniones de escuela o los planteamientos personales e hipotéticos de los autores, no las encontrará aquí. El Catecismo propone la doctrina que la Iglesia puede presentar como propia y común. Y eso de modo sintético y más enunciativo o narrativo que argumentativo. El CCE, por ejemplo, no ofrece análisis exegéticos, pero no porque —en contra de lo que él mismo dice y aconseja (110, 126)— no hubiera tenido en cuenta los géneros literarios y la exégesis crítica, sino porque su género de catecismo no lo permite. Algo semejante a lo que sucede con una buena homilía: supone la exégesis crítica, pero no aburre ni desorienta a los oyentes con digresiones técnicas, sino que les ayuda a hacer vida, sencilla y gozosa, la fe de la Iglesia. 2. VER LA TOTALIDAD. Para que el uso del Catecismo sea fructífero es necesario atender al todo en un doble sentido: al todo del texto y al todo del contexto. No resultará buena una lectura del CCE, ni una catequesis hecha con su ayuda, si la atención se centra unilateralmente en un capítulo o una parte del mismo. Se trata, como hemos puesto de relieve, de un libro que presenta la doctrina cristiana como un organismo vivo. La organicidad del texto catequético es —nos atrevemos a decir— su valor fundamental. Cuando es troceado, es despojado de su valor más original. El Catecismo, por ejemplo, no es un prontuario de soluciones a problemas morales. Si fuera leído como tal, separando su parte tercera de las demás, no podría ser bien entendido el conjunto de la vida cristiana y se correría el riesgo de caer en un moralismo de uno u otro signo. Una concentración excesiva en la primera parte, por el contrario, conduciría a un doctrinarismo contrario al espíritu cristiano y al del CCE. El propio Catecismo remite continuamente al todo, al conjunto, no sólo por medio de las referencias marginales, sino desde su mismo contenido y redacción. En su utilización debe seguirse ese impulso de integralidad. En particular, quisiera subrayar la necesidad de que los temas de teología fundamental que se tratan en las primeras secciones no queden marginados de la catequesis. Dado el contexto cultural de nuestro mundo, tendente al subjetivismo, la catequesis se juega mucho en el abordaje correcto e integrado de esas cuestiones. Ver el todo significará también atender al contexto en el que el libro se incardina. Es el contexto analizado por el sínodo de 1985: un momento de especial dificultad para la transmisión de la fe a las generaciones nuevas que reclama de los responsables de la catequesis no sólo una metodología pedagógica adecuada, sino, ante todo, la familiaridad viva con el contenido de la fe. El Catecismo es un gran instrumento para conseguir esa familiaridad. Esa es su razón de ser. Pero en cuanto instrumento, él mismo pide ser puesto en el contexto de la vida de la Iglesia, que es el lugar propio de la catequesis. Es evidente que el testimonio oral de la fe, su celebración litúrgica y su alimentación sacramental, la vida en Cristo de la comunidad y, en especial, de los catequistas, todo ello constituye el ámbito vivo de la catequesis en el que el libro tiene su lugar propio. El Directorio general para la catequesis dedica un capítulo al CCE, insertándolo en el marco global de la tarea catequética de la Iglesia. Es una buena ayuda para percibir esta totalidad de la que hablamos. 3. VER EL MISTERIO. El CCE es un libro profundamente religioso y mistagógico: está orientado a introducir en el misterio de Dios y de la vida humana en su profundidad divina. Pero además, en cierta manera, el propio Catecismo forma parte de ese Misterio. Sus límites son claros, como lo son los de la Iglesia misma. Pero es a través de ellos como el Dios del amor omnipotente se pondrá de un modo nuevo en el camino de muchas vidas. El CCE ha de ser visto y utilizado en el marco de la economía divina de la salvación, porque es un instrumento que, por la iniciativa y con el refrendo de la autoridad apostólica, la Iglesia se ha dado hoy a sí misma para llevar adelante su misión.

NOTAS: 1. J. RATZINGER, Introducción al nuevo «Catecismo de la Iglesia católica», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-64, 58. — 2. FD 4. — 3. Cf J. RATZINGER, Ein Katechismus für die Weltkirche?, Herder Korrespondenz 44 (1990) 341-343. — 4. Ib, 343. — 5. J. RATZINGER, a.c., 58. - 6. FD4. BIBL.: DULLES A., The Hierarchy of Truths in the Catechism, The Thomist 58 (1994) 369-388; GONZÁLEZ DE CARDEDAL 0.MARTÍNEZ CAMINO J. A. (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, San Pablo, Madrid 1993: en este libro se encontrará una amplia bibliografía, que incluye también los documentos pertinentes de la Santa Sede. Otros escritos importantes, de fecha posterior, son: HONORÉ J., L'enjeu doctrinal du Catéchisme de 1'Eglise catholique, Nouvelle Révue Théologique 115 (1993) 870-876; PINCKAERS S., The Use of Scripture and the Renewal of Moral Theology: The «Catechism» and «Ueritatis splendor», The Thomist 59 (1995) 1-19; RATZINGER J.-SCHÓNBORN C., Introducción al Catecismo de la Iglesia católica, Ciudad Nueva, Madrid 1994; RODRÍGUEZ P., El Catecismo de la Iglesia católica. Interpretación histórico-teológica, en FERNÁNDEZ E (ed.), Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, Unión Editorial, Madrid 1996, 1-45; SUBCOMISIÓN EPISCOPAL DE CATEQUESIS, Catecismo de la Iglesia católica: Guía para su lectura litúrgica y la predicación, Coeditores litúrgicos, Madrid, 3 vols.: Año C (1994), Año A (1995), Año B (1996).

Juan Antonio Martínez Camino

CATECISMOS Y CATECISMO

SUMARIO: I. Significado etimológico e histórico de catecismo: 1. Primer significado: enseñanza o institución de la enseñanza cristiana; 2. Segundo significado: el libro de la doctrina cristiana. II. El catecismo en la historia de la Iglesia: 1. El Símbolo de los apóstoles; 2. El catecismo en los siglos VII al XV; 3. El catecismo en el siglo XVI; 4. El catecismo en los siglos XVII-XX; 5. Catecismos de la renovación conciliar (1965-1992). III. El Catecismo y los catecismos de las Iglesias locales. IV. El concepto teológico de catecismo: 1. El catecismo, libro de la fe; 2. El catecismo, servicio a la transmisión de la fe; 3. El catecismo, servicio a la identidad cristiana; 4. El catecismo, servicio a la unidad de la fe; 5. Mensaje «sinfónico» de la fe al servicio de la inculturación de la misma; V. Conclusiones

I. Significado etimológico e histórico de catecismo El término catecismo proviene del latín eclesiástico catechismus, emparentado con el verbo latino catechizare –catequizar– que, a su vez, tiene sus raíces etimológicas en el verbo griego Katejeo. Este, en su sentido profano original, viene del efecto de voz producido por las máscaras que los actores se ponían ante el rostro en el teatro para hacer eco, resonar, de modo que la audición llegara nítida a los espectadores. En el Nuevo Testamento, usado en diversas formas verbales, adquiere el significado en su sentido estricto de dar una instrucción cristiana. En la época patrística, en que florece la institución catecumenal previa al bautismo (siglos II al V), el vocablo catechizare se hace más preciso en su contenido y señala la instrucción fundamental cristiana dada de palabra a los catecúmenos o candidatos al bautismo (catequesis prebautismal) durante todo el catecumenado hasta su culminación en los sacramentos de iniciación, incluida la instrucción oral cristiana ofrecida a los neófitos o recién bautizados (catequesis mistagógica). En la Edad media, el verbo catechizare seguirá designando solamente la instrucción anterior al bautismo. A partir de los siglos XV-XVI el término catechizare equivaldrá a proporcionar el catechismus –el catecismo–, esto es, la enseñanza oral de los fundamentos de la fe a los ya bautizados. De manera que, como diremos a continuación, el sustantivo catechismus designará, por una parte, la institución para enseñar la doctrina cristiana, orientada principalmente a los niños y, por otra, será el nombre común del libro destinado a realizar esa enseñanza.

1. PRIMER SIGNIFICADO: ENSEÑANZA O INSTITUCIÓN DE LA ENSEÑANZA CRISTIANA. Desaparecido el catecumenado prebautismal para adultos, en los siglos VI al IX el término catechizare siguió significando catechemenus fieri, convertirse en catecúmeno. El niño era catequizado antes de ser bautizado. Esta acción equivalía a los escrutinios que, en forma de preguntas-coloquio, el ministro hacía (al niño) a los padrinos para comprobar su situación de fe; las respuestas positivas que estos daban, eran la garantía de la catequesis futura posterior al bautismo que el niño iba a recibir. Así la palabra catechizare irá adquiriendo el sentido de dar una enseñanza cristiana inicial en forma de preguntas y respuestas. Más adelante catechizare será lo mismo que dar el catechismus –el catecismo–, es decir, dar esa enseñanza cristiana elemental que los padres y padrinos ofrecían a los niños bautizados. Las familias recibían este encargo de los pastores: enseñaban a los hijos el padrenuestro, el símbolo apostólico y el avemaría, y les iniciaban en la piedad (oración) y la vida honesta (moral evangélica). A partir del desarrollo del humanismo renacentista (siglos XV-XVI) se multiplicarán en toda la Iglesia las escuelas dominicales del catecismo o doctrina cristiana para los niños, en los locales parroquiales o de las cofradías. Después del concilio de Trento se crearán también escuelas para los jóvenes. La institución del catecismo infantil llega hasta el Vaticano II, asumiendo después de este las aportaciones del movimiento catequético, en especial las que la renovación pedagógica había producido en el ámbito escolar. El catecismo se organizará o dentro de la misma escuela, como parte de la enseñanza general, o como institución parroquial. En resumen: el catecismo, sobre todo desde el Renacimiento, se entiende como una forma de educar la fe, un sistema de enseñanza religiosa elemental, destinado preferentemente a niños, inserto bien en la institución escolar, bien en la parroquia y, de ordinario, marcado por la centralidad pedagógica y doctrinal del libro del catecismo. 2. SEGUNDO SIGNIFICADO: EL LIBRO DE LA DOCTRINA CRISTIANA. Esta es la nueva acepción de catecismo: un libro peculiar. Los catecismos son compendios sucintos y claros de la doctrina cristiana —con frecuencia, no siempre, en forma de preguntas y respuestas—, sancionados, de una manera u otra, por la autoridad eclesiástica, y destinados bien a los niños o gente sencilla, bien a los propios catequistas, sacerdotes y gente culta, para proporcionar los elementos fundamentales de la fe en situaciones históricas diversas. Hoy se tiende a considerar que los catecismos son libros de fe que los obispos ofrecen a las comunidades cristianas de manera autorizada y auténtica y constituyen, por tanto, regla de fe. Recogen el anuncio cristiano y la experiencia de fe vivida y traducida por la Iglesia y tienen como finalidad ser leídos significativamente por los catequizandos de distintas edades y medios culturales. Se distingue entre catecismos oficiales, textos de quienes ejercen el magisterio en la Iglesia y catecismos autorizados, de instancias técnicas diocesanas o de autores particulares, que deben ser autorizados por quienes ejercen el magisterio eclesial para su uso en la catequesis como material complementario. El catecismo debe recoger de modo sistemático y orgánico la Verdad revelada, como la vive y expresa la Iglesia en los distintos lenguajes litúrgico y oracional, testimonial, comunitario y magisterial. Cada lenguaje es limitado y uno solo no puede introducir, con toda la riqueza de la tradición eclesial, en la sustancia viva de la fe y la vida de la Iglesia. El catecismo es un libro de tradición, ya que la Iglesia entrega hoy lo que recibió de los apóstoles.

II. El catecismo en la historia de la Iglesia 1. EL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES. A la luz de esta definición del catecismo como libro de fe, se podría considerar, de algún modo, como primer catecismo el Símbolo de los apóstoles, ya que en él se halla «la suma de la catequesis dogmática del cristianismo primitivo, [como] fundamento y norma de la vida cristiana» (J. A. Jungmann); también porque la Iglesia lo ha considerado siempre en su tradición como «un compendio de las Escrituras» (san Jerónimo; CT 28; MPD 8), «expresión eclesial» de las mismas y transmisión de la «íntegra sustancia vital del evangelio» (MPD 8). Y también porque el Símbolo no quedaba encerrado en el corazón de los catecúmenos tras la entrega oral y explicada del mismo (Traditio evangelii in symbolo) en el catecumenado prebautismal, sino que, aprendido de memoria, los catecúmenos lo pronunciaban en su momento (Redditio symboli) en forma de profesión de fe bautismal (MPD 8), en medio de la asamblea cristiana. Así pues, el Símbolo de los apóstoles, como resumen de la doctrina revelada, fijada como fórmula breve de fe y memorizada, tiene bastante que ver con el catecismo-compendio de fe. El Símbolo de los apóstoles, dentro de su género de profesión de fe, es una visión global y sintética de la fe, que no se presta a parcialidades ni ambigüedades como compendio de la Sagrada Escritura —summa Scripturarum lo llamaba san Jerónimo— y es producto del afán pastoral de los santos Padres por proponer la regula fidei, de modo que la revelación tomara contacto real con los creyentes de la comunidad viva y concreta. 2. EL CATECISMO EN LOS SIGLOS VII AL XV. Entre los siglos VII al IX decrecen notablemente los bautismos de adultos, en parte por la extensión del bautismo de niños, fruto de la penetración de la Iglesia en la familia; en parte, por la dilación cada vez mayor del bautismo de muchos adultos hasta la hora de la muerte, consecuencia del rigor penitencial de la época, y en parte, también, por el bautismo masivo de los pueblos nórdicos invasores del Imperio romano. En estas circunstancias, el catecumenado prebautismal de adultos, como proceso institucionalizado de la iniciación cristiana, desapareció. Con el catecumenado desaparece también esa forma original de educar la fe llamada catequesis. La organización catecumenal no es sustituida por una institución nueva y específica más adaptada a los nuevos tiempos, sino que la instrucción e iniciación cristiana recae —durante toda la Edad media— en otras instituciones ya existentes: la familia cristiana y el padrinazgo, por una parte, y la predicación dominical y ocasional, por otra. Los obispos y los sínodos episcopales establecen normas frecuentes para los padres y padrinos como responsables directos de la educación religiosa de los niños. A esta forma informal de enseñanza religiosa se la llamará, ya entrada la Edad media, catechismus y catechizare — catecismo y catequizar— y, al que la recibe, catechizatus —catequizado—1. A partir del siglo XVI el catechismus se convertirá en institución oficial de la enseñanza cristiana. Las iniciativas jerárquicas repercuten en los sacerdotes, como maestros del pueblo cristiano. Estos predicarán todos los domingos y fiestas de precepto no sólo inspirándose en los textos bíblicos de la misa, según las homilías de los Padres de la Iglesia —esto quedará para las iglesias principales— sino, sobre todo, exponiendo varias veces al año el padrenuestro, el símbolo, las virtudes y vicios más frecuentes, la doctrina de los sacramentos y, en particular, el modo de confesar los pecados y otras fórmulas doctrinales. Es decir, desde la Alta Edad media se fue estableciendo esta nueva forma de predicar de género catequético. El siglo XII supone un avance pedagógico importante. Además de la enseñanza cristiana elemental, ofrecida de palabra —catecismo familiar y predicación catequética—, nace y se

desarrolla el libro o libros de religión2. No son todavía catecismos propiamente dichos, sino manuales de vida cristiana sobre los deberes de los cristianos seglares y la preparación a los sacramentos, pero que, a su vez, contienen una sumaria exposición de la doctrina cristiana. Se llaman comúnmente Lucidarios, Septenarios e Interrogatorios, destinados estos últimos a los fieles para preparar su confesión anual. Los Septenarios exponen toda la doctrina cristiana a partir de estructuras septenarias: siete peticiones del Padrenuestro, siete obras de misericordia corporales y siete espirituales, siete sacramentos, siete dones del Espíritu Santo, siete vicios capitales y sus virtudes contrarias, etc. El hallazgo mnemotécnico alcanzó un gran éxito e influyó en santo Tomás y aun en los primeros catecismos del siglo XVI. En general, muchas obras de los siglos XIII al XV recogen las aportaciones de contenido y pedagogía de estos Septenarios, y otras completan el contenido con los doce artículos del credo, los diez mandamientos, las ocho bienaventuranzas, etc. Para orientar a los pastores en la predicación catequética al pueblo cristiano, nacen pronto los manuales de predicación o artes predicandi. El más clásico y difundido en la Europa occidental de cultura latina fue el Manipulus curatorum, compuesto hacia 1330 por Guy de Montrochier. En este manual se justifica, por primera vez, la distribución de la materia de la enseñanza, que marcará los catecismos posteriores: Quid credendum (credo), quid petendum (padrenuestro), quid faciendum (mandamientos) y quid sperandum (gloria del paraíso y postrimerías del hombre). En los siglos XIV y XV, aquella centralidad de la predicación catequética de los siglos VII al XII, en torno al Símbolo y al padrenuestro, se diluye en otras múltiples estructuras doctrinales: septenarias, quinarias, ternarias, nonarias, etc., quedando todo el contenido casi en pie de igualdad y con fuerte acento moralizador. No son ajenos a este talante homologador y moralista el decaimiento general de las costumbres cristianas y la irrupción en la pastoral de la teología escolástica, con su prurito de definir, distinguir, dividir y subdividir conceptualmente la realidad. 3. EL CATECISMO EN EL SIGLO XVI. Siguiendo el esquema del catecismo-enseñanza oral, durante toda la Edad media, la educación religiosa de los niños siguió confiada totalmente a la familia, apoyada en las amonestaciones de los párrocos sobre cómo instruir y educar en la virtud, y en los libros de religión o manuales de vida cristiana, que se extendían detalladamente en la educación cristiana de los hijos. Pero el siglo XVI presentará un cambio radical. Por causas complejas se multiplican las escuelas de la doctrina cristiana, organizadas por primera vez a finales del siglo XV. Serían «la forma oficial de la enseñanza religiosa para todos los niños de determinado territorio eclesiástico... una especie de catecumenado organizado para una enseñanza colectiva con personas oficialmente designadas; intentaban además una iniciación a la conducta moral y a la vida eclesial en colaboración con las familias» (L. Csonka). El concilio de Trento prescribe el catecismo dominical y festivo para niños y jóvenes, mediante la exacta imitación de las escuelas de la doctrina cristiana. «De este modo el catecismo parroquial festivo perdía su carácter de iniciativa privada y venía a ser la nueva forma oficial de catequesis juvenil» (L. Csonka). Este catecismo-institución, lo mismo que la predicación dominical y festiva al pueblo, giró cada vez más en torno al catecismo libro-doctrinal. El término catechismus –catecismo–, aplicado al Manual doctrinal, tiene su prehistoria. En 1357 aparece el primer catecismo inglés, del cardenal Thoresby, con el título Lay folks Catechisme, inspirado en la Somme le-Roy (1279), a través de una refundición de esta, titulada De

informatione simplicium (hacia 1281). Por otro lado, en 1478, el cardenal Pedro González de Mendoza, confesor de la reina Isabel la católica, escribe un Catechismus pro iudeorum conversione, bilingüe, publicado en Sevilla. «A partir de 1520 corren numerosos catecismos, o con este título expreso o análogo como el de Enchiridion o Institutio, tanto entre protestantes como entre católicos» (J. I. Tellechea). En 1528, A. Althamer edita en Nuremberg un Katechismus in Frag und Antwort, catecismo de preguntas y respuestas. El género literario catechismus –catecismo– se extiende, sobre todo, a partir del siglo XVI. Los catecismos tendrán como telón de fondo la urgencia de una auténtica cristianización mental y vital y, por consiguiente, la de una sincera y honda conversión, y la de un cultivo serio, aunque inicial, de los fundamentos de la fe cristiana en relación a niños, jóvenes y adultos. Por necesidades pastorales se publican dos modalidades de catecismos: unos extensos, destinados a párrocos, sacerdotes y personas cultas; otros concisos, casi esquemáticos, adecuados al pueblo llano y particularmente a los niños, a modo de cartilla para su memorización. En ambas versiones domina el talante práctico. a) El «Katechismus» de Lutero. Aunque hacía mucho tiempo que la Iglesia intentaba establecer un buen sistema de formación para los jóvenes y el pueblo sencillo, y hacía en-sayos con pequeños manuales o epítomes de la doctrina cristiana, fue, sin embargo, Lutero quien, inspirándose probablemente en la obrita de A. Althamer, abrió la era de los catecismos entre protestantes y católicos, publicando su célebre Katechismus en dos ediciones o modalidades (1529). Se había dado con un instrumento educativo eficaz de largo alcance para el crecimiento en la fe del pueblo cristiano. Por eso Lutero es considerado como «el padre de los catecismos modernos y el iniciador de la enseñanza religiosa popular» (L. Csonka). Contribuyó a su éxito la gran calidad de lenguaje – alemán– y el progreso de la difusión escrita por medio de la imprenta. Lutero se mantiene fiel a las estructuras doctrinales tradicionales. Pero la nueva fe aparece en el ordenamiento de la materia doctrinal. Comienza por los mandamientos, que el hombre no puede guardar; añade después el Símbolo y la doctrina de la fe fiducial como único medio de salvación; por fin, la oración dominical y los sacramentos. Las respuestas –a las preguntas– están tomadas fundamentalmente de la Sagrada Escritura. Destaca sobre todo el carácter pastoral de los catecismos de Lutero, por centrarse en las estructuras doctrinales sustanciales –dejando otras de tono menor y excluyendo sutilezas teológicas– y por la redacción en lenguaje sencillo, cercano al pueblo. Una observación importante: los catecismos de Lutero llegaron a ser tan imprescindibles en la educación de la fe popular, que se convirtieron en norma de fe, disminuyendo así de hecho no sólo la importancia del catequista y de la misma Iglesia, sino incluso de la Sagrada Escritura. b) Los catecismos católicos y su estructuración. En pleno concilio de Trento (1545-1563), entre 1555 y 1559, y para contrarrestar el éxito de los catecismos de Lutero, el jesuita Pedro Canisio publica en Alemania sus tres catecismos: mayor, mediano y menor. Su contenido es dinámico, a partir de la vida teologal; el hombre cristiano actúa desde el dinamismo interior de esas virtudes: a la fe se vincula el credo; a la esperanza, la oración; a la caridad, los mandamientos; en una cuarta parte se exponen los sacramentos, y en la quinta se presenta la justicia cristiana, en donde se acumulan muchas fórmulas medievales: vicios y virtudes, obras de misericordia, dones, bienaventuranzas, consejos evangélicos, etc. No obstante, en todas estas acciones, se resalta la fe como «puerta de nuestra salvación». «La obra de Canisio tiene más próximo parentesco con la labor de los Padres de los primeros siglos que con la escolástica medieval y la corriente polemista» (C. Csonka). Con un lenguaje concreto,

muy cercano a la Sagrada Escritura, abundante en comparaciones y textos bíblicos, los catecismos se difundieron ampliamente. c) El catecismo del concilio de Trento. En 1566, tres años después de clausurado Trento, se publica el catecismo pedido por el Concilio y llamado Catecismo romano o de san Pío V o Catechismus ad parochos. En su momento fue una obra maestra por su contenido y por su didáctica, por haber seleccionado —como otros lo habían hecho— y por haber ordenado sabiamente —como nadie las había ordenado– las fórmulas o estructuras catequísticas más importantes: el símbolo, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Con esta estructuración, en efecto, se articulan el pensamiento central del cristianismo (principio de tradición eclesial) y las aportaciones del humanismo renacentista (principio de historicidad). Inspirándose en los tiempos apostólicos y patrísticos, el catecismo pone de relieve la iniciativa de Dios, exponiendo en la primera y segunda parte –símbolo y sacramentos– las intervenciones salvíficas de Dios en la historia de la salvación. Por el contrario, en la tercera y cuarta parte – mandamientos y oración–presenta preferentemente la respuesta del hombre al amor de Dios, resaltando la libertad y el protagonismo en su salvación y tareas temporales, según el espíritu del tiempo. Los textos bíblicos y patrísticos dan riqueza y cercanía al catecismo. Los catecismos de san Pedro Canisio y del concilio de Trento son un esfuerzo lúcido de síntesis entre la fe tradicional (fides quae) y la cultura humanista y buscan promover la fe personal (fides qua) de los creyentes3. d) Los catecismos de san Roberto Belarmino. El peligro de aquella situación religiosa era evidente y se cayó en él. «Cuando las escisiones religiosas, que provocaron la Reforma protestante, sembraron la división y el desconcierto en el pueblo, los catecismos asumieron la finalidad de fijar posiciones, adquiriendo con ello clara investidura confesional» (J. J. Tellechea). En efecto, por reacción antirreformista y aceptando la concepción de la fe personal de Trento como «fundamento y raíz de la justificación» (perdón y renovación interior del hombre), los teólogos y pastores dan por supuesta esta fe en los fieles, es decir, dejan de insistir en la educación de esta actitud de fe (la virtud teologal de la fe, la fides qua) y ponen el acento en transmitir las verdades de la fe íntegramente profesadas (la profesión de fe, de las verdades de la fe, de la fides quae). El mensaje de la fe prevaleció sobre la opción personal de fe, apoyada en la ayuda gratuita de Dios. Así, la doctrina cristiana se presenta al creyente bajo el aspecto de deber y la iniciativa divina queda bastante desvirtuada por un peligroso antropocentrismo. «El portavoz más notable de esta teología y de la catequesis controversista fue nada menos que el cardenal Belarmino» (F. X. Arnold), quien publicó sus catecismos en 1597 y 1598. Estos catecismos, tras la recomendación de los papas, fueron acogidos como oficiales en toda Italia y en no pocos países, hasta la publicación del Catecismo de san Pío X, en 1905. Este giro de 180 grados hacia la acentuación objetiva de la fe (mensaje), disminuyendo la insistencia subjetiva de la fe (acto personal o virtud teologal) ha tenido una repercusión insospechada en la educación religiosa posterior, incluso hasta nuestros días. e) Los catecismos católicos en España. También en las postrimerías del siglo XVI hay que nombrar a dos jesuitas españoles: Gaspar Astete y Jerónimo de Ripalda, célebres por sus respectivos catecismos (escritos en 1576 y 1586) (cf Luis Resines, 1995). Ambos se adelantaron a Belarmino en la objetivación de la fe sobre la valoración del acto de fe, y en la estructura antropocéntrica. Menos polemista el catecismo de Astete y más antiprotestante el de Ripalda, ninguno de los dos se inspira en el Catecismo romano, ni en la ordenación doctrinal ni en su impregnación bíblica. Ambos han sido los más utilizados en las diócesis de España y en las de origen hispánico hasta la década de 1960 4.

4. EL CATECISMO EN LOS SIGLOS XVII-XX. a) Catecismo: libro e institución. En este período el contenido de los catecismos sigue cercano a la teología de la controversia o apologética y está lejano de las fuentes vivas de la Sagrada Escritura y de la liturgia: su lenguaje es abstracto; el método con que son utilizados es deductivo y la pedagogía magisterial y depositaria. El catecismo-libro continuará siendo el centro del catecismo-institución, como organización eclesial destinada a los niños y también a los jóvenes, para proporcionarles la enseñanza cristiana fundamental. Y así continuará hasta el siglo XX. ¿Se ha pensado que el catecismo, como institución educativa cristiana, en su raíz, pertenece a la época de cristiandad? Aunque la Iglesia en el siglo XVI queda dividida, el mundo católico —al menos allí donde no ha llegado el impacto de la escisión— sigue viviendo en esa simbiosis de lo religioso y lo socio-político de la cristiandad. En este sentido, la institución del catecismo, a pesar de su polarización en el compendio doctrinal y sus limitaciones bíblico-litúrgicas, metodológicas, lingüísticas, antropológicas, etc., podrá quedar compensada por el ambiente familiar y social cargado todavía de cierta impregnación educativoreligiosa. b) El catecismo insuficiente. Con el paso del tiempo, y especialmente con los cambios socioculturales de los siglos XIX y XX, «la institución catequética (el catecismo) y el estudio del libro (el manual) se revelarán insuficientes para mantener vivo el anuncio de la Palabra en la comunidad cristiana» (J. Audinet). El manual se fue quedando estrecho y descolgado de las preguntas del hombre moderno. Los catecismos antiguos respondían, desde la fe, a preguntas sobre la familia, las autoridades civiles, la vida social, como correspondía a la cultura de la época. Pero de mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX y aun hasta el Vaticano II (1965), hay muchas preguntas nuevas: «¿Qué catecismo (de entonces) tiene un capítulo sobre el racismo, la revolución, la demografía, la pobreza, el subdesarrollo, la educación...?» (J. Audinet). c) Intentos de un catecismo universal. La confusa variedad de tantos catecismos breves y los diferentes métodos de transmitir lo esencial de la fe, hizo nacer el deseo de un catecismo único para toda la Iglesia. La idea se propuso en el concilio Vaticano I (1869). Estos inconvenientes se evitarían redactando «un nuevo catecismo en latín, semejante al catecismo breve del venerable cardenal Belarmino». Los padres conciliares querían una norma común para la enseñanza inicial de la fe. El catecismo breve quedó redactado y aprobado. Tras incorporar varias enmiendas, se leyó en el aula conciliar, pero no fue votado de manera definitiva por el aplazamiento indefinido del Concilio. La cuestión vuelve a surgir en el Vaticano II, pero, ante las condiciones tan diferentes de cada país, se adoptó la idea de elaborar un Directorio catequético para orientar la confección de los catecismos locales, bajo la autoridad de las conferencias episcopales. Esta recomendación quedó incorporada en el decreto sobre los obispos Christus Dominus (n 44). Antes de publicarse el Directorio general de pastoral catequética (Directorium catechisticum generale [1971]), reverdece el tema del catecismo universal en la sesión del sínodo de obispos de 1967, pidiendo que aparezca algún documento magisterial o regla de fe con las verdades fundamentales, frente a los errores u opiniones peligrosas, o una versión actualizada del catecismo de Trento o, mejor, un catecismo del Vaticano II. Pero el sínodo (1967) no dejó constancia de esta cuestión. En 1971 aparecía el Directorio general de pastoral catequética, cuya autoridad reafirmó la exhortación apostólica possinodal Catechesi tradendae (1979) (cf CT 2, 50). Será el sínodo episcopal extraordinario de 1985, convocado para evaluar los veinte años del posconcilio, el que, en su Relación final, recupere —en alguna medida, aunque con importantes matices nuevos— el tema del catecismo universal: «De modo común se desea que se escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre fe como sobre moral, que sea

como un punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos» (Relación final, II, B, a, 4, Documentos del sínodo 1985, PPC, Madrid 1985). 5. CATECISMOS DE LA RENOVACIÓN CONCILIAR (1965-1992). El Vaticano II ha sido el punto final oficial del catecismo-institución y el punto de arranque también oficial de la nueva institución educadora de los cristianos: la catequesis de inspiración catecumenal. A su vez, esta revisión de la acción catequética desde los principios conciliares ha originado una nueva concepción del catecismo-libro y su resituación y relativización en la catequesis renovada. Entre los años 1965 y 1992, sólo en Europa, aparecen catecismos oficiales tan renovadamente variados como (sólo algunos de ellos): el prologado por los obispos holandeses: Nuevo catecismo de adultos, con el suplemento de Roma (1966); el del episcopado alemán: Nuevo catecismo católico: Creer-Vivir-Obrar (10-14 años, 1971); el del episcopado español: Con vosotros está (12=15 años, 1976); el del episcopado italiano: No sólo de pan (Jóvenes, 1979); el del episcopado francés: Pierres vivantes (9-11 años, 1980); el de la conferencia episcopal española: Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia (adultos relacionados con niños de 9-11 años, 1986); el de la conferencia episcopal alemana: Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia (1988); el de la conferencia episcopal francesa: Catecismo para adultos (1993), y el de la conferencia episcopal belga: Libro de la fe (1987). Lo mismo sucede en las Iglesias latinoamericanas y en muchas de las Iglesias nacionales de la Iglesia universal. En un sentido amplio, todos estos catecismos oficiales respondieron y responden a la finalidad propuesta por el Directorio de pastoral catequética de 1971 (n. 119), que es «proporcionar un aprendizaje práctico de los documentos de la revelación y de la tradición cristiana y los principales elementos que deben servir para la actividad catequística, para la educación personal de la fe», es decir, «ponen al alcance de la mano (manuales) las principales fuentes de fe en relación con la edad determinada, a la que se dirigen» (A. Cañizares), pero con un primer esfuerzo de inculturación, que ha de incrementarse notablemente a partir de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica (1992) y del Directorio general para la catequesis (1997), como diremos a continuación. De una manera más o menos aproximada, de los numerosos catecismos oficialmente publicados después del Vaticano II, en las numerosas diócesis o Iglesias nacionales, se puede decir lo que el nuevo Directorio general para la catequesis dice de los catecismos locales: «Por medio de los catecismos locales, la Iglesia actualiza la pedagogía divina (DV 15) que Dios utilizó en la revelación, al adaptar su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita (cf DV 13). En los catecismos locales, la Iglesia comunica el evangelio de una manera muy accesible a la persona humana, para que esta pueda realmente percibirlo como Buena Noticia de salvación. Los catecismos locales se convierten, así, en expresión palpable de la admirable condescendencia (DV 13) de Dios y de su amor inefable (cf DV 13) al mundo» (DGC 131).

III. El Catecismo y los catecismos de las Iglesias locales Aunque este debiera ser el último apartado del epígrafe anterior, lo situamos como un nuevo epígrafe por la relevancia de su contenido, pues se trata del último catecismo posconciliar, punto de referencia de los nuevos catecismos locales inculturados (cf FD 4). El Directorio general de pastoral catequética de 1971, que marcaba las orientaciones para la catequesis, emanadas del Vaticano II, fue sustituido en 1997, una vez publicada la edición típica

del Catecismo de la Iglesia católica (CCE), por el Directorio general para la catequesis. El CCE se ofrece a todos los fieles y a todos los hombres que quieran conocer la fe de la Iglesia como «regla segura para la enseñanza de la fe» y «se destina a alentar y facilitar la redacción de nuevos catecismos locales que tengan en cuenta las diversas situaciones y culturas, pero que guarden cuidadosamente la unidad de la fe y la fidelidad a la doctrina católica» (FD 4). Los catecismos oficiales, es decir, aquellos que el obispo diocesano para su diócesis o la conferencia episcopal para un conjunto de diócesis asumen como propios, se considera que deben formar una unidad con el CCE (cf DGC 136). Deben ser la expresión honda, de mutua interioridad, que se da entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares (cf EN 62). Así como la Iglesia universal vive y se expresa en cada una de las Iglesias particulares, así el CCE debe informar interiormente los catecismos locales. Un catecismo local no es sólo de un obispo o de una conferencia episcopal sino que es también de la Iglesia universal, destinado a un pueblo y a una cultura determinada. Es la Iglesia universal la que, dirigiéndose a ese pueblo, expresa la fe de toda la Iglesia. La aprobación por la Sede apostólica de un catecismo local «es el reconocimiento del hecho de que es un texto de la Iglesia universal para una situación y cultura determinadas» (DGC 285), expresándose así la catolicidad de la Iglesia. El anuncio de la Palabra en las múltiples lenguas, situaciones y culturas de los cristianos son la expresión concreta de la misma fe apostólica y, al mismo tiempo, de la rica diversidad de la formulación de esa misma fe. Muestran en su armonía la sinfonía de la fe, de la catolicidad de la Iglesia, de la comunión eclesial y de la realidad de la colegialidad episcopal en la profesión de fe (DGC 136). Los catecismos locales son necesarios al actualizar la pedagogía divina de condescendencia con la situación de los hombres (cf DGC 131). Son textos oficiales de la Iglesia, expresión de un acto de tradición; presentan de manera orgánica, atendiendo a la jerarquía de verdades, la síntesis de la fe de la Iglesia; son punto de referencia inspirador de la catequesis, junto con la Sagrada Escritura, y de su pedagogía (cf DGC 132). El DGC indica los aspectos que deben tenerse en cuenta a la hora de adaptar o contextualizar la síntesis orgánica de la fe a las diferentes culturas, edades, situaciones de los destinatarios (cf DGC 133-135). Respecto a los catecismos no oficiales e instrumentos de trabajo —medios didácticos— para la catequesis (textos didácticos para los catecúmenos o catequizandos, guías didácticas para catequistas o padres, medios audiovisuales, etc.), elaborados por organismos diocesanos o particulares, rige la ley de la doble fidelidad a Dios y a la persona humana (CT 49), teniendo en cuenta la psicología de la edad, el lenguaje comprensible y el ambiente socio-cultural y religioso en que viven (cf DGC 283), y enmarcándose dentro del proyecto diocesano de catequesis (cf DGC 274).

IV. El concepto teológico de catecismo «Los catecismos son libros de fe que recogen el anuncio cristiano y la experiencia de fe vivida por la Iglesia, la cual traduce esta riqueza a fin de que sea legible y significativa para los que caminan hacia la maduración cristiana. Al proponer a los creyentes esta riqueza de manera autorizada y auténtica, los obispos ofrecen a sus comunidades un conjunto que constituye regla de fe y orientación básica de la catequesis» (CC 223). Situándonos más en el plano de lo que un catecismo debe ser que en el análisis de sus realizaciones históricas en la Iglesia universal o en las Iglesias particulares, el libro del catecismo es, en la intención profunda de la Iglesia, un compendio orgánico y elemental del misterio

cristiano. En el catecismo, la Iglesia, por medio de los obispos como pastores responsables de la acción catequética en su diócesis, recoge, de modo autorizado y auténtico, los documentos o fuentes de fe que considera esenciales para la fundamentación y maduración de la vida cristiana de los creyentes en una situación y tiempo determinados. Así pues, el catecismo, como texto oficial de la Iglesia, comprende, al menos, las cinco dimensiones teológicas siguientes: 1. EL CATECISMO, LIBRO DE LA FE. El catecismo, en su identidad más profunda y radical, es un libro de la fe católica tal como la vive la Iglesia en una época determinada. Con esto estamos queriendo decir que está sujeto a las coordenadas históricas y que debe tener una ambición universal, de modo que pueda ser leído significativamente por los católicos desde su situación cultural. Es una expresión autorizada y auténtica del anuncio cristiano y de la experiencia de fe vivida y traducida por la Iglesia en un momento histórico y, por tanto, expresión oficial de su magisterio (cf DGC 121). Es, a su vez, un manual de documentos de la fe, que los pastores ofrecen a los cristianos de unas edades y lugares concretos para iniciarles en la fundamentación de la fe común de la Iglesia: las verdades medulares del credo, la celebración de la fe en la liturgia y los sacramentos, la oración del Señor —el padrenuestro— y de la Iglesia, y las orientaciones básicas de la vida cristiana según el evangelio —decálogo y bienaventuranzas—. El catecismo es, por tanto, un documento doctrinal, a modo de regla de fe, heredero y deudor de las profesiones de fe bautismales de los primeros siglos y, en especial, del símbolo de los apóstoles (siglos III-IV). Estas profesiones de fe, desde el concilio de Nicea (325), son consideradas como vinculantes para todo cristiano, como expresión de fidelidad a la tradición apostólica que ha formulado y transmitido la fe de la Iglesia. Por esta razón, el catecismo, que debe compendiar las fórmulas breves, siempre preferibles en la catequesis, de los contenidos de la fe y vida cristiana, viene a considerarse, desde los siglos XVI-XVII, como criterio de doctrina eclesial y distintivo de la ortodoxia, siendo así fuente de discernimiento (cf DGC 121 y 132). 2. EL CATECISMO, SERVICIO A LA TRANSMISIÓN DE LA FE. Desde el siglo XVII el libro del catecismo se constituyó en criterio de validez de la enseñanza cristiana y ha tenido una excesiva valoración en la transmisión de la fe, prevaleciendo de hecho sobre la lectura de la Sagrada Escritura, el testimonio vivo de los catequistas y la fuerza educadora de la comunidad cristiana, como acertadamente señala J. A. Jungmann. «El catecismo (la catequización) tiene éxito cuando el texto es bueno, la explicación ha sido comprendida y la memorización es impecable» (J. Audinet). Sin embargo, el catecismo es sólo un instrumento —ciertamente importante, pero sólo un instrumento—, al servicio de la transmisión de la fe (CT 33; CC 233,3). La transmisión de la fe es el mismo acto catequético —la acción de catequizar—, la catequesis como acto de tradición. En ella la Iglesia, por medio de los catequistas que comunican su propia experiencia de fe, transmite a los catecúmenos su propia experiencia creyente condensada en la Escritura, en la liturgia, en las expresiones de su magisterio en que se acuñó a lo largo del tiempo la fe de la Iglesia, en la doctrina de los teólogos, en los testimonios de los cristianos. Es decir, comunica su experiencia de fe condensada en los documentos de la fe, seleccionados autorizadamente para ofrecer la fundamentación cristiana. Este es el lugar y papel del catecismo: ser portador y servidor auténtico de las fuentes de la fe, seleccionadas autorizadamente para ofrecer los núcleos centrales de la fe a unos destinatarios precisos (niños, adolescentes, jóvenes, adultos, mayores, catequistas, presbíteros) en su circunstancia histórica.

La catequesis es el proceso pedagógico que propicia el encuentro personal entre el catecúmeno o catequizando y los documentos de la fe, estimula el cotejo con ellos, provoca el encuentro vivo de la persona que quiere creer y le ayuda a abrirse receptivamente a la fuerza religiosa de la palabra de Dios vehiculada por la palabra de la Iglesia. Ahí se verifica el encuentro personal con el Dios vivo, con Cristo, como Palabra del Padre. Es esta resonancia comunitaria —catequética— la fuente imprescindible «de vivencia cristiana, de inteligencia del mensaje, de celebración gozosa y de compromiso cristiano» (CC 148), es decir, de crecimiento interno y maduración de los creyentes. La catequesis tiene un talante interpelador y el catecismo colabora a suscitarlo en la medida en que es vehículo auténtico de las fuentes de la fe. La catequesis tiene también una función hermenéutica y actualizadora de la tradición eclesial. A ella colabora el catecismo en cuanto síntesis y traducción significativa de las fuentes de la fe al hoy de la cultura. Como intérprete oficial de los documentos de la fe, y dentro del acto catequético, el catecismo contribuye a la difícil tarea de hacer hablar hoy al lenguaje de la tradición, para que los cristianos comprendan y asuman la sustancia viva del evangelio desde el propio horizonte cultural (cf DGC 133; CC 145-150) y den así libremente su adhesión a Dios y a su enviado, Jesucristo. Esta función hermenéutica y midrásica del catecismo cobra especial relieve desde 1960 y, posiblemente, tendrá aún mayor relieve en el futuro5. Los catecismos modernos no pueden aspirar sólo a poner al alcance de los cristianos, de manera sencilla y en las coordenadas culturales de una época, el contenido de la revelación. Si quieren ser reales y eficaces servidores de la transmisión de la fe, contribuirán en la catequesis a iniciar a los cristianos a leer la Sagrada Escritura como palabra viva hoy en la Iglesia, sacramento de salvación del mundo, es decir, les iniciarán a detectar significativamente el sentido que su contenido 'revelado tiene hoy en nuestra cultura, y a prestarles, dada la erosión continua del lenguaje, expresiones elocuentes, tomadas de ayer o forjadas hoy, bajo el discernimiento eclesial. Un catecismo que nazca de la reinterpretación eclesial de los «documentos fundantes de la fe» en el hoy de Dios, en sintonía con la cultura actual, puede ser un texto que lleve al catecúmeno o catequizando hasta el corazón de la revelación y la haga significativa hoy, es decir, «puede ser una palabra catecumenal», que llegue al hombre de hoy y le encamine al encuentro con Cristo (cf MPD 8,5). 3. EL CATECISMO, SERVICIO A LA IDENTIDAD CRISTIANA. El reto de la nueva cultura a la Iglesia — en España, en América latina y a nivel mundial—consiste en educar a unos creyentes capaces de vivir su identidad cristiana entre los avatares del cambio cultural y social y, desde ella, trasformar las tendencias del pensamiento, las escalas de valores y las pautas de conducta de esta cultura. No basta, por tanto, que los cristianos conserven nítidos los contornos de su propia identidad; han de ser agentes de cambio y factores activos de evangelización de las culturas (EN 19-20; CT 56; CC 152-153 y 159). Entre todas las acciones de la Iglesia, la catequesis es la que tiene la misión de asegurar la identidad del cristiano, sentando la fundamentación de la fe o consolidándola (cf DGC 194; CC 97). Desde la inspiración catecumenal (cf DGC 67-68; CC 83-92), la catequesis ejerce cuatro funciones para afianzar la nueva existencia creyente como don bautismal y, a la vez, como opción libre del cristiano: 1) la función kerigmática, de transmisión fiel de la revelación-fe cristianas; 2) la función litúrgica y contemplativa, de iniciación a la celebración de la fe en los sacramentos y a la oración de Cristo; 3) la función moral y comunitaria de iniciación a la vida evangélica en Cristo como estilo de vida de los seguidores de Jesús, y 4) la función apostólica y misionera, de testimonio, corresponsabilidad y presencia pública de los cristianos en la sociedad y anuncio misionero a los no-creyentes.

En este servicio comunitario a la primera madurez teologal, el catecismo presenta la explanación del símbolo de la fe, como expresión privilegiada de la fe eclesial (cf DGC 82-83; CC 168); de los sacramentos, como lugar de encuentro con Cristo en la comunidad, de fiesta, de liberación y compromiso solidario; del padrenuestro, como modelo de toda oración cristiana, y de las diez palabras o decálogo, el mandamiento nuevo de Cristo y las bienaventuranzas como estilo de vida según el evangelio del seguidor de Cristo (cf DGC 122; CC 230-232). Y todo ello en el ámbito de la comunidad cristiana. Estos desarrollos están modulados en los catecismos de cada época con los acentos que requiere el momento histórico para salvaguardar la identidad de los cristianos (cf DGC 133-136; CC 169-198). Sin embargo, el catecismo es letra muerta hasta que los creyentes, en encuentros personales ocasionales, en la catequesis y en la vida de comunidad, escuchan y acogen en su existencia las realidades de fe y moral, aprendidas en el catecismo, y así se adhieren de verdad a la persona de Cristo, objetivo final de la catequesis, y manifiestan —en obras y palabras–esa adhesión a él, confesando la fe, en la comunidad y en su vida en el mundo. Entonces la identidad cristiana se hace realidad vital, auténtica profesión de fe en los labios, en el corazón y en la vida (cf DGC 8283; CC 166ss. y 174). En este sentido el catecismo es estímulo y test de la identidad real de los creyentes. 4. EL CATECISMO, SERVICIO A LA UNIDAD DE LA FE. La fe es siempre, en su totalidad, la misma y, sin embargo, es también siempre nueva la manera de acercarnos a ella. El proceso catequético, y consecuentemente el catecismo, se mueve en esa eterna y necesaria tensión: identidad de la fe y novedad en su transmisión, unidad de la fe y variedad de lenguajes; comunión dentro de la Iglesia y lugar de encuentro con no creyentes, creyentes de otras confesiones o seguidores de otras filosofías; vehículo y síntesis lúcida de las fuentes de la fe (cf DGC 121; CC 150) y servicio a la unidad de la profesión de fe. Los modos o géneros en que se ha expresado la fe son varios desde sus orígenes: relatos históricos, himnos, mandamientos, exhortaciones, confesiones de fe, doxologías, promesas, etc. (CC 149). Este es uno de los aspectos en que la fe se diferencia de una ideología: como palabra viva puede expresarse fácilmente de muchas formas, sin perder su unidad. El catecismo permite mantener ese lenguaje común mínimo que necesita toda comunidad de fe para comunicarse sin equívocos entre sí y entablar diálogo con otros creyentes o personas no creyentes de la misma área cultural (cf CC 143). El catecismo, por tanto, no está en contra ni del pluralismo ni del progreso teológico legítimo; sólo asume la decantación de la fe común de la Iglesia, es decir, de lo que la Iglesia considera ya como patrimonio común de la fe viva de la comunidad eclesial (cf DGC 124 y 125; CC 70-76) en el momento actual de su historia, dejando las quaestiones disputatae a la clarificación de la discusión teológica y, en último término, del magisterio eclesial. 5. MENSAJE «SINFÓNICO» DE LA FE AL SERVICIO DE LA INCULTURACIÓN DE LA MISMA. Cuanto hemos expuesto sobre las dimensiones teológicas del catecismo, normalmente lo referimos a cada uno de los catecismos aprobados o asumidos como suyos por los obispos diocesanos para sus Iglesias particulares o por la conferencia episcopal para el conjunto de las diócesis. Más en concreto, de cada uno de estos catecismos se asegura que es un servicio a la unidad de la fe. Sin embargo, el hecho de la publicación del CCE y de los catecismos locales elaborados en referencia a aquel, ha dado pie a explicitar lo que la Iglesia siempre ha vivido, pero no había expresado con tanta claridad y profundidad como ahora: «El CCE y los catecismos locales, cada uno con su autoridad específica, forman una unidad». De tal manera que los catecismos locales en comunión con el CCE «son la expresión concreta de la unidad en la misma fe apostólica, y al mismo tiempo, de la rica diversidad de la formulación de esa misma fe» (DGC 136).

Esta conjunción armónica que, a primera vista, parece contradictoria, contempla la fe como un mensaje sinfónico —la sinfonía de la fe—, como un mensaje a voces mixtas —la polifonía de la fe—. «Un catecismo local de un episcopado concreto no es un texto sólo de una parte de la Iglesia: es un texto de la Iglesia universal destinado a un pueblo y cultura determinados. Es la Iglesia entera la que dirigiéndose a ese pueblo expresa la fe de esa manera» 6. Así, los catecismos locales inculturados, en comunión con el CCE, expresan y favorecen la unidad polícroma –inculturada– de la fe, haciendo posible que se repita «la estupenda experiencia de los tiempos apostólicos, cuando cada creyente oía anunciar en su propia lengua las maravillas de Dios (cf He 2,11)» (Juan Pablo II, 8.9.1997). Así, el CCE y los catecismos locales son un servicio a la inculturación de la fe.

V. Conclusiones Los catecismos, tal y como hoy los entendemos, son, en buena medida, fruto de las posibilidades que abrió la invención de la imprenta. La Iglesia del Renacimiento supo, en este aspecto, acoger la modernidad para la transmisión de la fe y la evangelización. No se puede entender el catecismo-libro sin el catecismo-institución de enseñanza cristiana elemental. Uno y otra se implican y condicionan mutuamente. Por eso, cuando la institucióncatecismo fue reemplazada —en torno al Vaticano II— por la catequesis inspirada en el catecumenado bautismal, el catecismo-libro sufrió una metamorfosis profunda, sin perder los elementos sustanciales de su identidad. Con ocasión de la Reforma del siglo XVI hubo catecismos oficiales que cumplieron mejor que otros, también oficiales, la intención profunda de la Iglesia: ser síntesis lúcidas de la fe eclesial y de la cultura renacentista. Entre ellos están los de san Pedro Canisio y el Catecismo romano de san Pío V. La Iglesia está hoy, tal vez, en mejores condiciones para elaborar catecismos que hagan «hablar» a la tradición viva de forma interpeladora a nuestros contemporáneos: ha actualizado la experiencia y el conocimiento del mensaje de Jesús; puede analizar y conocer mejor la cultura y los problemas de nuestro mundo con métodos de análisis fiables; puede disponer de lenguajes bien conocidos y experimentados por los cristianos. Pero los catecismos resultantes tendrán vocación de ser no expresión definitiva de la revelación, sino servidores humildes de la misma a la hora de evangelizar-catequizar nuestra cultura en nuestro momento histórico. En los últimos lustros, los catecismos han tenido, más que en otros tiempos, un carácter oficial, al estar elaborados por quienes ejercen el magisterio en la Iglesia o bajo su dirección y responsabilidad pastoral, en el ámbito de su jurisdicción. Este hecho, en algún modo nuevo, quiere asegurar que los contenidos del catecismo respondan a la recta doctrina, garante de la identidad cristiana, sin que falte en ellos la necesaria renovación que piden tanto la pedagogía religiosa como la sintonía cultural con nuestro tiempo. 2

NOTAS: 1. Cf Sum. Theol. III q. 71, ad 1 et 4. — Al monje inglés Alcuino de York (t 804), que presidía y alentaba las escuelas carolingias, se atribuye la Disputatio puerorum, en forma de preguntas y respuestas, como un diálogo en que el discípulo pregunta y el maestro responde. Aborda la historia sagrada y la doctrina de los sacramentos, el símbolo y el padrenuestro. Fue 3 el libro de religión de los siglos XI al XIII e inspiró muchas iniciativas semejantes. — A. GARCÍA SUÁREZ, tras una investigación realizada en 1970, afirma que el Catechismo de Carranza es una fuente principal —básica— del Catecismo romano y anima a los especialistas en historia de la Iglesia a estudiar su hipótesis de trabajo. En caso de confirmarse esta, el Catechismo christiano pasaría de sospechoso de herejía a ser un documento de valor incalculable. Cf ¿El «Catecismo» de Bartolomé de Carranza, fuente principal del Catecismo romano de san Pío V?, Scripta Theologica II-Fas 2 (1970) 341-423. «La feliz pista señalada..., añade una nueva paradoja a esta historia: el Catecismo oficial del concilio siguió de cerca en muchos pasajes al catecismo católico más

discutido del siglo» (J. J. TELLECHEA, Bartolomé de Carranza, Catechismo christiano. Edición crítica y estudio histórico, BAC, 4 Madrid 1972, Introducción general, 88-89). — Es interesante la investigación de L. RESINES en Teología y Catequesis 58 (1996) 89-138, con el título: Astete frente a Ripalda: dos autores para una obra, donde prueba que «Gaspar Astete escribió el Astete y 5 el Ripalda» (p. 138). — Cf W. LANGER, Catecismo, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, pár. 7. En la Biblia, el midras es un género literario, que hace una reconsideración de las Sagradas Escrituras del pasado reinterpretándolas en función de las circunstancias del presente: una actualización de los datos tradicionales; cf P. GRELOT, Historia del problema de la hermenéutica bíblica, en La Biblia, palabra de Dios, Herder, Barcelona 1968, 243ss.; G. AUZOU, La tradición bíblica, Fax, Madrid 1961, 277, 284-286. Un catecismo de este género sería una aportación valiosa al vasto problema de la inculturación de la fe o evangelización de las culturas: cf EN 20; P. ARRUPE, Catequesis e inculturación. Sínodo 1977, Actualidad Catequética 86 (1978) 76-80. La catequesis es un lugar privilegiado para desarrollar la creatividad del pueblo de Dios en la comprensión, 6 vivencia y formulación de la fe; cf también el DGC 109-110 y 203-207. — J. MANUEL ESTEPA, Congreso internacional de catequesis, Roma, octubre 1997, Actualidad catequética 176 (1997) 90-92. BIBL.: ALBERICH E., Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983; ARNOLD F. X., Al servicio de la fe, Herder, Barcelona 1960; AuDINET J., Catéchése action d'Eglise et culture, Catéchése 62 (1975) 66-83; Catequesis, Catecismo, Catequética, en RAHNER K., Sacramentum mundi I, Herder, Barcelona 1976; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Manual del educador 2. Orientaciones. Fascículo 1, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1977; CSONKA L., Historia de la catequesis, en PONTIFICIO ATENEO SALESIANO, Educar 3. Metodología de la catequesis, Sígueme, Salamanca 1966; ESTEPA J. M., La acción catequética en la pü : ral general de la Iglesia, en AA.VV., Por una formación religiosa para nuestro tiempo, Actas de las 1 Jornadas nacionales de Estudios catequéticos, abril 1966, Marova, Madrid 1967; ExELER A., Esencia y misión de la catequesis, Ed. J. Flors, Barcelona 1968; FERRER F., Estructura y dimensión pedagógica del catecismo «Esta es nuestra fe», Actualidad catequética 132 (1987) 215s.; GARCÍA SUÁREZ A., Algunas reflexiones sobre el sentido y la evolución histórica de los catecismos en la Iglesia, Actualidad catequética 76 (1976) 159s.; JUNGMANN J. A., Catequética, Herder, Barcelona 1957; LUBAC H. DE, La profesión de fe apostólica, Communio 2 (1979) 20-29; MARTHALER B., El sínodo y el catecismo, Concilium 208 (1986) 423-431; MISSER S., La catequesis a través de los tiempos (Texto policopiado), Barcelona 1966; PEDROSA V. M., Ochenta años de catequesis en la Iglesia de España, Actualidad catequética 100 (1980) 52s.; PIKAZA X., Las confesiones de fe en la Biblia. Sus formas y significados, Communio 2 (1979) 7-19; RATZINGER J., Transmisión de la fe y fuentes de fe, Actualidad catequética 112113 (1983) 197-218; RESINES L., Los catecismos de Lutero, Actualidad catequética 117-118 (1984) 87s.; TELLECHEA J. J., Bartolomé de Carranza. Catechismo Christiano. Edición crítica y estudio histórico, BAC, Madrid 1972.

Manuel Matos Holgado y Vicente M° Pedrosa Arés

CATECUMENADO E INSPIRACIÓN CATECUMENAL

SUMARIO: I. Catecumenado: 1. Constantes de la evangelización; 2. Catequesis cristiana primitiva; 3. La institución del catecumenado; 4. Restauración del catecumenado; 5. Etapas del catecumenado; 6. Discernimiento; 7. Reunión catecumenal; 8. Pedagogía catecumenal. II. Inspiración catecumenal: 1. Catequesis, proceso catecumenal; 2. Dimensiones y tareas; 3. Adultos, jóvenes y niños; 4. Evangelización de los bautizados.

I. Catecumenado La palabra catecumenado procede del verbo griego katechéin, que significa resonar, hacer sonar en los oídos y, por extensión, instruir, catequizar. Así, catecúmeno es el que está siendo instruido, catequizado; más en concreto, el que está siendo iniciado en la escucha de la palabra de Dios. La definición más antigua de catequista tiene también el mismo significado. Catequista es el qu e instruye en la Palabra (cf Gál 6,6; CF 31) al discípulo o catecúmeno. El catecumenado conecta con esta experiencia fundamental: Dios habla hoy. Y se pone al servicio de ella. En la Biblia, el mayor problema religioso del hombre no está en si Dios existe o no existe, sino en si Dios habla o no habla. Para quien le busca, quizás a tientas (cf He 17,27), la respuesta no está en las nubes de los razonamientos teóricos. La respuesta es la experiencia de fe (cf EN 46), como escucha de la palabra de Dios en el fondo de la historia.

En sentido estricto, el catecumenado «es la institución de la Iglesia al servicio de la iniciación cristiana de los adultos recién convertidos que se preparan para recibir el bautismo» (CC Anexo 17; cf CAd Anexo 11; CCE 1230). El catecumenado cristaliza como institución eclesial en la Iglesia del siglo III, pero recoge la herencia de un proceso de evangelización que se remonta a la misión apostólica y a la misión del mismo Jesús (Jn 20,21). En función de esta evangelización originaria ha de ser entendido el catecumenado posterior. Por ello, más que la institución catecumenal como tal, interesa el proceso de evangelización que la institución pretende desarrollar. Esta evangelización tiene unas constantes que aparecen, de una u otra forma, en cualquier experiencia de fe (cf IC 121). 1. CONSTANTES DE LA EVANGELIZACIÓN. La evangelización es un proceso vivo y complejo, con elementos diversos que es preciso integrar, con constantes vitales que hay que cuidar (cf EN 24; CC 21; DGC 46), si queremos transmitir todos el mismo evangelio en la diversidad de tiempos, situaciones y culturas (cf Mc 2,1-12; He 2,36-47; AG 11-15; CCE 1229; DGC 32 y 38). Cuando evangeliza, Jesús anuncia (con palabras y con obras) que el reino de Dios está en acción. Anuncia una Palabra que se cumple, una Palabra acompañada de señales y signos: enseña y cura, dice y hace. A la pregunta de los discípulos de Juan, responde con el lenguaje de los hechos (cf Mt 11,5; Lc 7,22; DGC 38). Evangelizar es sembrar la Palabra en el campo de la historia (cf Mt 13,3; He 8,4; Tes 2,13). Junto a la acción de Dios, Jesús anuncia la necesaria conversión del hombre (cf Mc 1,15; He 2,38; y DGC 53 y 85). Su programa aparece proclamado en el sermón de la montaña. Es la carta magna de la comunidad cristiana. El evangelio es anunciado como gracia a quienes, por sí mismos, ni siquiera pueden cumplir la ley. Jesús evangeliza con la fuerza del Espíritu (cf Lc 4,14). Y la acción del Espíritu es una realidad que brota a raudales como fruto de su Pascua, según su promesa (cf Jn 15,26-27; 16,7-15; He 2,38). La experiencia de fe se hace posible en la dinámica del Espíritu. La evangelización apostólica apela a la experiencia del Espíritu como a un hecho al que se puede remitir: «lo que estáis viendo y oyendo» (He 2,33). Si el mensaje parece increíble, lo cierto es que es anunciado en medio de un reto: «somos testigos» (2,32), y, además, cualquiera puede serlo (cf DGC 43). El perdón, la amnistía, la justificación es parte esencial de la buena noticia del evangelio. Quien comienza a creer y comienza a cambiar, ya está juzgado favorablemente por Dios (Jn 3,18). Es el caso del paralítico (Mc 2,5). Lo proclama Pedro el día de Pentecostés (He 2,38). Lo proclama también Pablo (Rom 8,21). A petición de uno de sus discípulos, Jesús les enseña a orar (cf Lc 11,1-13; DGC 85). El discípulo dialoga con Dios, con un Dios vivo que dialoga con el hombre. La oración culmina en la celebración de las maravillas de Dios: «Jamás hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). Para llevar adelante su misión, Jesús no se identifica con ninguno de los grupos sociales y religiosos de su tiempo: saduceos, fariseos, esenios, escribas. Jesús anuncia el evangelio a los pobres, la muchedumbre sometida por los poderosos. Su enseñanza no es abstracta: donde hay opresión, hay Palabra de liberación. Como aquel día, en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,18-19; DGC 103). Cuando evangeliza, Jesús no está solo, comparte su misión. Ahí están los doce (Mt 10,1) y, más allá de este círculo íntimo, está el grupo que sigue a Jesús (Mt 8,22), están los setenta y dos (Lc 10,1), están las mujeres que acompañan a Jesús (Lc 8,1-3). La comunidad es la nueva familia del discípulo, el lugar donde recibe la enseñanza especial del evangelio, el centro de operaciones

desde donde se difunde el evangelio recibido. En los Hechos de los apóstoles, quien se convierte a Cristo se incorpora a la comunidad (cf He 2,47; DGC 84 y 86). Jesús comienza a evangelizar en la periferia del mundo judío, en Galilea, pero su destino final es Judea, Jerusalén, el templo. El templo está manchado y debe ser purificado; más aún, debe ser sustituido (cf Jn 2,13.22; 4,24). La denuncia del templo determina el proceso contra Jesús. Se le condena como blasfemo (Mt 26,65), como subversivo (Mt 27,37). Evangelizar significa también participar del proceso que a Cristo le lleva a la cruz (cf lCor 1,23). Lo que pasó después es proclamado por Pedro el día de Pentecostés como el centro del mensaje cristiano: «Tenga, pues, todo Israel la certeza de que Dios ha' constituido señor y mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36; cf DGC 41). El reino de Dios se manifiesta ahora en la persona de Jesús, constituido Señor de la historia. ¡Lo mismo que Dios! 2. CATEQUESIS CRISTIANA PRIMITIVA. La catequesis de Jesús y de los doce es fundamental en el desarrollo de las primeras comunidades. Además, es modelo permanente para la catequesis de todos los tiempos. El anuncio del evangelio, con sus constantes, es la semilla de la catequesis. Los discípulos van por todas partes anunciando la buena nueva de la Palabra. Se distinguen ya unas etapas. El objetivo es hacer discípulos, enseñando todo el evangelio a los hombres. El catequista aparece como el que instruye en la Palabra. La catequesis (principalmente de adultos) se realiza por inmersión en la vida de la comunidad. La Iglesia naciente recibe del Señor resucitado la misión de hacer discípulos de todos los pueblos. Los discípulos son enviados a evangelizar. No se trata sólo de una evangelización primera, sino, al menos, de una evangelización básica, fundamental (cf DGC 67). Han de hacer discípulos «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20; cf DGC 34 y 82). He aquí, de forma concisa y lapidaria, una síntesis de la iniciación cristiana primitiva y, por tanto, de la catequesis correspondiente (originariamente, posbautismal). El proceso de evangelización tiene unas etapas que es preciso identificar. Comienza con el anuncio primero del evangelio (siembra de la Palabra) y se cumple de forma básica y fundamental en la catequesis (crecimiento y maduración que produce fruto). La relación que se da entre anuncio misionero y catequesis es profunda. Son como el grano y la espiga (cf Mc 4,1-20; DGC 15, 17 y 31). La catequesis, para bautizados o para quienes se preparan a recibir el bautismo, implica una entrega viva del evangelio, y de todo el evangelio, a los hombres: «La catequesis no es otra cosa que el proceso de transmisión del evangelio tal como la comunidad cristiana lo ha recibido, lo comprende, lo celebra, lo vive y lo comunica de múltiples formas» (DGC 105; cf 30, 66, 78 y 111). En la Iglesia naciente, se distingue entre el anuncio del evangelio a los no cristianos (kerigma) y la enseñanza dada a los nuevos convertidos, en la que se explican las Escrituras a la luz de los hechos cristianos (didajé): «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (He 2,42) aquellos que previamente habían acogido el anuncio del evangelio. Ciertamente, la iniciación cristiana es entonces algo más que enseñanza. Es también comunión, fracción del pan, oración, temor ante los prodigios y señales, comunicación de bienes, agregación a la comunidad (cf 2,4247). Es decir, iniciación a la vida cristiana total (cf DGC 63). Desde los orígenes se distinguen dos clases de creyentes: los niños (los que no hablan) y los adultos (los cristianos maduros). Por ello puede decir Pedro: «Como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual no adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la

salvación» (lPe 2,2; cf Heb 5,12). Hay clara conciencia de que la evangelización se realiza en un proceso de crecimiento y de maduración, ya fuera antes o después del bautismo. En la Iglesia naciente se bautiza enseguida. La experiencia de fe es rica y abundante. Los Hechos de los apóstoles nos hablan de la celebración del bautismo tras la primera experiencia del Espíritu. Es lo que sucede en casa de Cornelio (cf He 10,44-48). Sin embargo, la situación religiosa y política adversa (y otros problemas) conducen a veces al abandono de la fe. Ello irá aconsejando prudencia y no bautizar a nadie hasta que no haya dado señales suficientes de que ha madurado el proceso de conversión. Entre los testimonios más antiguos de la catequesis cristiana primitiva (fuera del Nuevo Testamento) es preciso citar, entre otros, la Didajé o Doctrina de los apóstoles (siglo I); la Apología 1, de Justino (siglo II); la Demostración de la predicación apostólica, de san Ireneo (hacia 115-203); finalmente, el Pastor de Hermas (hacia el 140, en Roma), que —sin utilizar todavía la palabra catecumenado— manifiesta la existencia de un tiempo de preparación al bautismo: los candidatos son iniciados en la Palabra y han de dar pruebas de conversión. 3. LA INSTITUCIÓN DEL CATECUMENADO. Los trabajos de Clemente (en Alejandría, a finales del siglo II) testimonian claramente el uso de la palabra catecúmeno y la práctica catecumenal. La estructura es muy flexible. Hay mezcla de paganos y neófitos. El proceso dura unos tres años. En El pedagogo, cada detalle concreto de la vida diaria es puesto en confrontación con el evangelio. En el norte de Africa, Tertuliano (hacia el 160-220) escribe su Tratado del bautismo. La iniciación bautismal es la única entrada en la única fe por sucesivas etapas: paganos, catecúmenos y fieles. Se requiere, por tanto, un tiempo en el que se consolide y verifique la conversión. La Tradición apostólica, de Hipólito de Roma, una obra escrita hacia el 215, presenta una organización del catecumenado caracterizada por una fuerte estructura. Se distinguen dos etapas: la preparación remota al bautismo (durante unos tres años) y la preparación próxima (que coincide con la cuaresma). En esta etapa, los candidatos al bautismo, hasta ahora oyentes (audientes), se llaman elegidos (electi). Orígenes (hacia el 185-254) es el primer catequista que conocemos con precisión. Principalmente en su obra Contra Celso encontramos detalles sobre la estructura de la catequesis y la organización del catecumenado. Distingue claramente tres etapas catecumenales: la probación precatecumenal, la probación catecumenal y la probación penitencial posbautismal. Distingue también entre oyentes y elegidos. Desde comienzos del siglo III, la estructura del catecumenado ya está determinada en sus líneas esenciales. El siglo IV, fecundo en obras catequéticas de gran envergadura, no hará más que llevarlas a su plena expansión. En Oriente contamos con Cirilo de Jerusalén (18 Catequesis pronunciadas a lo largo de la cuaresma y de la semana de pascua del año 348), Teodoro de Mdpsuestia (16 Homilías catequéticas pronunciadas en Antioquía hacia el 392), Juan Crisóstomo (8 Catequesis escritas probablemente hacia el 390) y el Itinerario de Egeria (información preciosa sobre la preparación al bautismo en Jerusalén, a finales del siglo IV). En Occidente contamos con Ambrosio (De Mysteriis, catequesis sobre los sacramentos en función de una tipología bíblica, escritas en Milán hacia el 390-391; también el tratado De sacramentis, escrito con notas tomadas de catequesis habladas) y con Agustín (algunos sermones prebautismales y, sobre todo, De Catechizandis Rudibus, librito capital sobre el modo de catequizar, enviado hacia el 400 al diácono Deogracias, que lleva la catequesis en Cartago y se encuentra muy desalentado). El texto de san Agustín sigue la historia de la salvación, cuya narración (más breve o más larga) siempre ha de ser completa: «Mas no por eso debemos exponer detenidamente todo el Pentateuco, los libros de los Jueces y de los Reyes, los de Esdras y

todo el Evangelio y los Hechos de los apóstoles, pues ni hay tiempo para ello ni es necesario. Más bien hay que recorrer por encima las cosas principales y destacar lo más admirable y lo que se oye con más gusto; que esto no conviene mostrarlo para quitarlo en seguida de la vista, sino que hay que detenerse en ello, y darle vueltas para que haga impresión en el ánimo de los oyentes. Las otras cosas pueden recorrerse rápidamente. De este modo no fatigaremos al oyente queriendo moverle, ni le confundiremos queriendo instruirle» (De Catechizandis Rudibus, III, 5). Durante los siglos IV y V, las circunstancias cambian con la conversión de los emperadores. Se constituye una cristiandad. Se desarrolla el período cuaresmal, en detrimento del catecumenado propiamente dicho. Finalmente, el siglo VI sólo conserva ritos más o menos condensados, y el bautismo de niños se impone sobre el catecumenado. En el siglo VI el catecumenado queda reducido a la cuaresma y, además, queda situado en la primera parte de la misa. Con ello la Iglesia ya no tiene otro espacio de acogida que la misa misma, y los catecúmenos deben adaptarse al sistema de una comunidad preestablecida. Posteriormente hasta se perderá la conciencia de que la cuaresma tuvo algo que ver con el catecumenado. Con la situación de cristiandad se pierde —a gran escala— el proceso de evangelización y catequización de los adultos, predominando decisivamente la masificación, el cultualismo y la fijación infantil de la catequesis. 4. RESTAURACIÓN DEL CATECUMENADO. La restauración del catecumenado ha ido madurando lentamente en la Iglesia, tanto en tierras de misión como en países de vieja cristiandad. Su necesidad se ha ido haciendo sentir en el contexto de una progresiva secularización del mundo contemporáneo. A partir de 1878 el cardenal Lavigerie, fundador de los Padres Blancos, introduce en África el catecumenado en sentido estricto. A ejemplo suyo, por aproximaciones sucesivas y con fortuna diversa, la primera mitad de nuestro siglo conoce una expansión del catecumenado en algunas Iglesias jóvenes de África y de Asia. Dentro de Europa es en Francia donde revive primero el redescubrimiento del catecumenado, vinculado a la urgencia de la misión. Más concretamente, las primeras iniciativas surgen en los años cincuenta en Lyon; después en París, bajo el impulso de testigos como F. Coudreau. De esta manera, una red catecumenal se extiende primero en Francia y después en Bélgica (Bruselas y Amberes) y en Suiza (Ginebra). A través de Estrasburgo se tejen vínculos con Alemania Federal y desde Lyon se establecen relaciones con la comunidad anglicana, y posteriormente con la Iglesia católica inglesa. Después, París conecta con Lisboa y se establecen intercambios con Madrid (Secretariado nacional de catequesis). Finalmente, a través del secretariado de la Conferencia episcopal holandesa se establecen relaciones de cara a la implantación en los Países Bajos. Más recientemente, se incorporan a la tarea catecumenal Italia (Roma, Milán, Nápoles) y Albania (Tirana). En países de vieja cristiandad (como España, Portugal e Italia, y también en Latinoamérica) el catecumenado tiende a realizarse con adultos bautizados, con vistas a una conversión y reiniciación más auténtica (neocatecumenados, catequesis de inspiración catecumenal con jóvenes y adultos, procesos de evangelización en comunidades eclesiales de base). En estos casos, «preferimos hablar de catequesis de inspiración catecumenal más que de catecumenado en sentido estricto» (CC Anexo 17; cf CCE 1231). El Vaticano II (1962-1965) ordena la restauración del catecumenado (cf SC 64). El catecumenado «no es una mera exposición de dogmas y preceptos, sino una formación y noviciado convenientemente prolongado de la vida cristiana, en que los discípulos se unen con Cristo, su Maestro. Iníciense, pues, los catecúmenos convenientemente en el misterio de la salvación, en el

ejercicio de las costumbres evangélicas y en los ritos que han de celebrarse en los tiempos sucesivos; introdúzcanse en la vida de fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios» (AG 14). Asimismo, el Vaticano II prescribió la revisión del Ritual del bautismo de adultos, teniendo en cuenta la restauración del catecumenado. En cumplimiento de esta orientación conciliar, la Congregación para el culto divino publicó en 1972 el Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), una aportación decisiva a la restauración actual del catecumenado (sobre lo previsto al respecto en el Código de Derecho canónico, cf cc. 206, 788, 851 y 865). 5. ETAPAS DEL CATECUMENADO. Recogiendo la tradición viva de la Iglesia, el Ritual señala las distintas etapas que se suceden en el proceso catecumenal: a) El precatecumenado. En esta etapa se hace la evangelización, o sea, se anuncia abiertamente y con decisión al Dios vivo y a Jesucristo. De esta primera evangelización, llevada a cabo con la ayuda de Dios, brotan la fe y la conversión inicial, así como la verdadera voluntad de seguir a Cristo (cf RICA 9, 10, 11, 68; DGC 88; IC 24). La fase precatecumenal concluye con la entrada en el catecumenado. b) El catecúmenado propiamente dicho. Comienza la iniciación en la escucha de la palabra de Dios (cf RICA 14-20), la catequesis integral. La etapa catecumenal se prolonga cuanto sea necesario para que madure la conversión y la fe de los catecúmenos; si fuera preciso, por varios años. En determinados casos, puede abreviarse (cf RICA 98). La etapa concluye con la celebración de la elección. La elección es como el eje de todo el catecumenado. Para ser elegidos, se requiere la fe iluminada y la voluntad deliberada de recibir los sacramentos de la Iglesia (cf RICA 133-142; DGC 88; IC 25-26; 121). c) La purificación o iluminación. Esta etapa coincide tradicionalmente con el tiempo de cuaresma y está dedicada a una preparación más intensa de los sacramentos de iniciación. Los elegidos (o iluminados) son invitados a permanecer vigilantes, a orar, a purificar y renovar sus corazones por la conversión y a asistir asiduamente a la catequesis, camino que lleva a la plenitud de la Pascua. Es una fase breve, pero muy intensa (cf RICA 21-25; IC 27; 122). En ella se celebran los escrutinios (discernimiento), los exorcismos (superación de resistencias) y las entregas (del credo y del padrenuestro). Desde la antigüedad, las entregas del credo y del padrenuestro pertenecen a la fase final del catecumenado (cf RICA 53 y 181). La entrega del símbolo es un acto fundamental que contiene todo el significado de la catequesis: se celebra la transmisión de la fe (cf 1Cor 15,3), de toda la fe de la Iglesia, resumida en el credo. Su formulación puede variar, pero el símbolo constituye siempre un conjunto elemental y completo del mensaje cristiano. La entrega del credo es un momento apropiado para hacer una catequesis intensiva sobre el mismo. Al entregar el padrenuestro, la Iglesia celebra la iniciación a la oración de los nuevos creyentes. El padrenuestro es la oración modelo de los cristianos, que ponen su confianza en el Padre, porque son hijos (cf Rom 8,14-27 y Gál 4,4-7). La entrega del padrenuestro es un momento apropiado para hacer una catequesis intensiva sobre la oración cristiana. d) La mistagogia. La última etapa, tradicionalmente realizada en el tiempo pascual, se dedica a la catequesis mistagógica, es decir, a la profundización en la nueva experiencia de los sacramentos y de la comunidad. Es la etapa de los neófitos (cf RICA 37-40; IC 29-30; 123). En el catecumenado antiguo, «la formación propiamente catecumenal se realiza mediante una catequesis bíblica, centrada en la narración de la historia de la salvación; la preparación inmediata al bautismo, por medio de una catequesis doctrinal, que explica el símbolo y el padrenuestro,

recién entregados, con sus implicaciones morales, y la etapa que sigue a los sacramentos de la iniciación, mediante una catequesis mistagógica, que ayuda a interiorizarlos y a incorporarse en la comunidad. Esta concepción sigue siendo un foco de luz para el catecumenado actual y para la misma catequesis de iniciación» (DGC 89). Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «hoy, en todos los ritos latinos y orientales, la iniciación cristiana de adultos comienza con su entrada en el catecumenado, para alcanzar su punto culminante en una sola celebración de los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía. En los ritos orientales la iniciación cristiana de los niños comienza con el bautismo, seguido inmediatamente por la confirmación y la eucaristía, mientras que en el rito romano se continúa durante unos años de catequesis, para acabar más tarde con la confirmación y la eucaristía, cima de su iniciación cristiana» (CCE 1233). 6. DISCERNIMIENTO. En la fase final del catecumenado se hace un discernimiento (escrutinios) para verificar la autenticidad del proceso realizado por el catecúmeno: es decir, si realmente ha pasado de la sed al agua de la vida, como la samaritana (Jn 4,5-42); de la ceguera a la luz, como el ciego de nacimiento (Jn 9,1-41); de la muerte a la vida, como Lázaro (Jn 11,1-45). Al final, es preciso: discernir si se ha cumplido el proceso catecumenal; garantizar y celebrar la superación de resistencias; ver si se producen, entre otros, frutos tan importantes, como la confesión de fe, la oración cristiana, el testimonio, las señales del evangelio, el amor fraterno. Junto a los escrutinios se celebran los exorcismos. El tiempo de preparación al bautismo es un tiempo de lucha, de tentación, de superación de resistencias. A la luz de la Palabra, en actitud de oración y con la fuerza del Espíritu, el discernimiento puede desenmascarar la tentación. La comunidad cristiana es consciente de que Cristo es más fuerte que los poderes del mal (cf Mt 12,22-32). En general, el significado fundamental del discernimiento es el de probar, examinar, verificar. Desde el punto de vista cristiano, el discernimiento tiene por objeto conocer la voluntad de Dios (cf Rom 12,2), que se manifiesta en su Palabra y se acoge con docilidad a la acción del Espíritu. La dinámica catecumenal supone una iniciación en la palabra de Dios, viva y actual, escuchada en las circunstancias ordinarias de la vida. Esta escucha de la palabra de Dios, dicha hoy, se realiza a la luz de la palabra de Dios dicha ya, recogida en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Si Dios habla (de la forma que sea), el creyente ha de escuchar. Ello supone un discernimiento realizado a distintos niveles (personal, pastoral, comunitario) y también la acogida de algo que, por encima de todo, es don de Dios, no producto del hombre. Ciertamente, toda Escritura es inspirada por Dios y útil para educar en la fe (2Tim 3,16-17), pero hay situaciones cuyo contexto manifiesta significativamente que Dios sigue hablando, o que Cristo se mete en la conversación, como sucedió a los caminantes de Emaús (cf Lc 24,32). Frente a la alucinación (individual y enfermiza), la experiencia de fe puede ser percibida y discernida por muchos hermanos a la vez (cf 1Cor 15,6). La comunidad ayuda a objetivar y a verificar qué relación se da entre la escucha de la palabra de Dios y la realidad. La palabra de Dios trasciende todo método: se cumple en la dinámica del Espíritu. Se requiere una actitud de escucha y un fiel discernimiento, que respete la iniciativa de Dios y acoja en cada caso el don de Dios, más allá de todo racionalismo (que considerara imposible qúe Dios hable hoy), más allá de todo iluminismo (que ofreciera una falsa iluminación o una nueva revelación) y más allá de toda manipulación (que pretendiera falsamente hacerle hablar a Dios).

La catequesis ha de ayudar a discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa el creyente junto con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios (cf GS 11 y DGC 32). Es fundamental discernir la propia vocación. Dios llama a cada persona con una vocación particular. Lo que es bueno para uno no es bueno para otro y lo que es mejor para uno no siempre lo es para otro. Cada cual tiene su gracia (1Cor 7,7). La vocación supone un cambio en el rumbo de la vida: la llamada de Dios sorprende al hombre en su tarea habitual y le orienta hacia un destino que sólo Dios conoce (cf Gén 22,1). La vocación es la llamada que hace Jesús para reunir a sus discípulos: «Venid conmigo» (Mc 1,17), les dice. Ciertamente, muchos no responden: «muchos son los llamados, pero pocos los escogidos» (Mt 22,14). Seguir a Jesús no es sólo asumir su doctrina, sino compartir su misión y su destino (cf Mc 10,21; Mt 16,24). Una de las tareas de la catequesis es iniciar en el estilo de vida de Jesús. La Iglesia naciente vive la condición cristiana como una vocación. San Pablo llama a los cristianos «santos por vocación» (Rom 1,7). Dado que la vocación cristiana nace del Espíritu, que es uno, hay en medio de esta única vocación diversidad de dones, de servicios y de operaciones, pero en esta variedad no hay, en definitiva, más que un solo cuerpo y un solo espíritu (lCor 12,4-13). A los pastores de la Iglesia corresponde especialmente el discernimiento de carismas. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (lTes 5,21), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común (cf lCor 12,7; CCE 801). Se distingue entre discernimiento y evaluación de la catequesis. El discernimiento (más espiritual, individualizado y de carácter más religioso) se centra en el proceso interior de maduración en la fe (cambio personal, superación de resistencias a la acción de Dios, llamadas que el catecúmeno va escuchando, nuevos caminos que se le abren). La evaluación (más exterior y grupal) se refiere al desarrollo de la acción catequizadora en el grupo y trata de analizar hasta qué punto se están logrando las metas propuestas, la pedagogía que se está utilizando, la dinámica relacional y, en general, todos los elementos que forman parte de la acción catequizadora. Es esencial al discernimiento y a la evaluación que se hagan en un clima alentador y esperanzador (cf CAd, Anexo 36). 7. REUNIÓN CATECUMENAL. Todo el proceso catecumenal pasa por la reunión catecumenal, o comunitaria. No podemos olvidar que el lugar originario de la catequesis es la reunión de la comunidad. San Pablo consideró importante lo que pasa en ella. Por eso escribe a los corintios: «Cuando os reunís, unos pueden cantar, otros enseñar, otros manifestar una revelación, otros hablar en lenguas extrañas y otros interpretarlas. Pero que sea para aprovechamiento de todos» (1Cor 14,26; cf DGC 140-144). No podemos ignorar las cuestiones o situaciones de los participantes, si no queremos responder a preguntas que no se hacen o a problemas que no existen. Por ejemplo, en el encuentro de Pedro y Cornelio se asume el interrogante (cf He 10,21-29). Esto supuesto, con la adaptación necesaria en cada caso, puede utilizarse el esquema de reunión que Pablo propone a la comunidad de Corinto. En él se conjugan diversos elementos: 1) oración (a partir de aquello que más llama la atención y que está en relación con los acontecimientos personales, sociales o eclesiales); 2) enseñanza (escucha de la palabra de Dios dicha ya, recogida en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia); 3) revelación (escucha de la palabra de Dios dicha hoy en una circunstancia concreta); 4) discurso en lenguas (comunicación realizada en otros lenguajes, que necesitan interpretación para poder ser entendidos).

También puede utilizarse el siguiente esquema, semejante al de «ver-juzgar-actuar», incluyendo explícitamente la dimensión actual de la Palabra y la oración: 1) información (de lo más importante, acontecido desde la última reunión); 2) escucha de la Palabra (dicha ya o dicha hoy); 3) oración (desde lo escuchado, desde lo vivido, con un salmo, con propias palabras, con una canción); 4) acción, que brota de la escucha de la palabra de Dios en una situación concreta (cf Mc 8,21; Sant 1,22). No todos los elementos se dan en todas las reuniones, ni tampoco se dan necesariamente todos desde el principio. Así, por ejemplo, en un momento dado, a petición de uno de sus discípulos, Jesús les enseña a orar (cf Lc 11,1). Es fundamental la participación, la comunicación, realizada libremente al nivel que cada uno quiera expresarse. Recordemos aquí que, originariamente, homilía significa conversación; no es un monólogo, sino un diálogo. Si hay silencio, hay que ver lo que significa. Puede significar bloqueo, tensión, falta de comunicación; pero también reflexión, escucha, contemplación. En muchos casos, en el silencio se gesta la Palabra. 8. PEDAGOGÍA CATECUMENAL. POCO a poco, dentro de su sencillez, se puede ir comprendiendo la complejidad, la riqueza y la variedad de la pedagogía catecumenal. He aquí algunas claves más importantes. Es una pedagogía de la escucha de la palabra de Dios que se hace acontecimiento. Es una pedagogía de la relación, de la comunicación, del grupo. De la experiencia humana común y de la experiencia de fe. De la información y documentación necesaria (datos objetivos: doctrinales, científicos, jurídicos, etc). Del discernimiento personal, pastoral, comunitario. De la acción (compromiso, testimonio, liberación). De la confesión de fe, recapitulada en el símbolo de la fe. De la oración (conversación con un Dios que habla) y de la celebración de la fe (dimensión festiva de la palabra de Dios cumplida en los acontecimientos). Es muy importante el papel de quien lleva el grupo, de quien instruye en la Palabra. Su función es la de ser guía. Cuando Felipe oye al eunuco leer ál profeta Isaías, le dice: «¿Entiendes lo que estás leyendo?». Y él le responde: «¿Cómo lo voy a entender si alguien no me lo explica?». Felipe le guía no sólo en el sentido de las Escrituras, sino también en el sentido de los acontecimientos. Todo lo que ha sucedido ese día tiene una clave: la buena nueva de Jesús (cf He 8,30-35).

II. Inspiración catecumenal La restauración moderna del catecumenado ha ido favoreciendo la inspiración catecumenal de toda catequesis. Se dice en el sínodo de 1977: «El modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal» (MPD 8; cf prop. 30). La inspiración catecumenal supone hacer de la catequesis un proceso de iniciación cristiana integral, es decir, una iniciación en las dimensiones fundamentales de la vida cristiana: en el conocimiento del misterio de Cristo, en la vida evangélica, en la oración y celebración de la fe, en el compromiso misionero (CC 83-85). 1. CATEQUESIS, PROCESO CATECUMENAL. En sentido restringido, la catequesis es la enseñanza elemental de la fe. En sentido pleno, es la iniciación cristiana integral, es decir, «iniciación no sólo en la doctrina, sino también en la vida y culto de la Iglesia, así como en su misión en el mundo» (CC 79; DGC 63; cf IC 17-18). La catequesis renovada, que ahora y siempre necesita la Iglesia, implica la promoción del sentido pleno: «La catequesis no consiste únicamente en enseñar la doctrina, sino en iniciar a toda la vida cristiana» (CT 33). Según esto, la catequesis debe tener una inspiración catecumenal. El nuevo Directorio general para la catequesis constata (y acoge) la evolución posconciliar del concepto de catequesis (DGC 35).

Entre el catecumenado bautismal y la catequesis de inspiración catecumenal hay una diferencia esencial: haber recibido (o no) los sacramentos de la iniciación. Supuesta esta diferencia, he aquí algunos elementos del catecumenado bautismal que deben ser fuente de inspiración para la catequesis posbautismal. El catecumenado: 1) recuerda constantemente a toda la Iglesia la importancia fundamental de la función de iniciación, con los factores básicos que la constituyen: la catequesis y los sacramentos correspondientes; 2) es responsabilidad de toda la comunidad cristiana (cf AG 14d): la institución catecumenal acrecienta en la Iglesia la conciencia de su función maternal; 3) está impregnado por el misterio de la pascua de Cristo, centro del mensaje cristiano; 4) es lugar inicial de inculturación, en el que los catecúmenos son acogidos integralmente, con sus vínculos culturales. Una catequesis viva participa de esta función de incorporar a la catolicidad de la Iglesia las semillas de la Palabra esparcidas en individuos y pueblos; 5) proporciona a la catequesis posbautismal una dinámica y unas características configuradoras: la intensidad e integridad de la formación; su carácter gradual, con etapas definidas; su vinculación a ritos, símbolos y signos, especialmente bíblicos y litúrgicos; su constante referencia a la comunidad cristiana (cf DGC 90). 2. DIMENSIONES Y TAREAS. Una catequesis de inspiración catecumenal inicia en todas las dimensiones de la vida cristiana, lo que supone las correspondientes tareas (cf IC 121). La catequesis inicia en la palabra viva de Dios, «la palabra del reino» (Mt 13,19), palabra sembrada en el campo de la historia: «el campo es el mundo» (13,38). Es una enseñanza especial. El discípulo entra dentro del misterio anunciado a la muchedumbre por medio de parábolas: «Dios, que habló en otro tiempo, sigue hablando» (DV 8). Más aún, y es fundamental: quien escucha la Palabra se encuentra con Cristo. Toda la Escritura da testimonio de él (Jn 5,39). Por ello, «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (DV 25). En el proceso catecumenal, los catecúmenos reciben el evangelio (Sagrada Escritura) y su expresión eclesial que es el símbolo de la fe (credo). La catequesis inicia en la justicia nueva del evangelio (cf Mt 5,1-48), es decir, promueve un proceso de conversión. Para empezar, basta la conversión inicial. Con la gracia de Dios, el nuevo convertido emprende un camino espiritual, por el que pasa del hombre viejo al hombre nuevo: «Trayendo consigo este tránsito un cambio progresivo de sentimientos y de costumbres, debe manifestarse con sus consecuencias sociales y desarrollarse paulatinamente durante el catecumenado» (AG 13). Si la catequesis inicia en la Palabra (diálogo de Dios con el hombre), inicia también en la oración (diálogo del hombre con Dios). El discípulo ora como Jesús: en secreto (Mt 6,6), en grupo o comunidad (Mt 11,25), con pocas palabras (Mt 6,7), desde situaciones concretas (Lc 6,12), con palabras tomadas de los salmos (cf Mt 27,46; Lc 23,46; Jn 11,41), según el modelo que nos enseñó Jesús, es decir, según el espíritu del padrenuestro (cf Lc 11,2-4). Asimismo, la catequesis inicia en la celebración viva de la fe. La Palabra anunciada y escuchada es también celebrada (sacramentos). La catequesis inicia en el compromiso misionero: nace de la confesión de fe y conduce a la confesión de fe. Quien ha sido evangelizado, evangeliza a su vez. Jesús, que sigue evangelizando, comparte su misión con los discípulos enviados a hacer discípulos (cf Mc 16,20). La catequesis hace discípulos integrados en comunidades vivas. La adhesión al evangelio no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado: «se revela concretamente por medio de una entrada visible en una comunidad de fieles» (EN 23). En nuestro tiempo, volvemos a recordar la función

central de la comunidad como origen, lugar y meta de la catequesis (CC 253; cf DGC 253-254, 261, 263-264). Como era en el principio (cf He 2,42). La catequesis es iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana. Esto no excluye que «razones de método o de pedagogía» aconsejen organizar la comunicación del mensaje «de un modo más bien que de otro» (CT 31). Por lo demás, «la variedad en los métodos es un signo de vida y de riqueza» (CT 51). Los métodos han de ser abiertos y flexibles: Dios habla de muchas maneras. 3. ADULTOS, JÓVENES Y NIÑOS. En pleno posconcilio, el Directorio general de pastoral catequética recordó a los pastóres la prioridad de la catequesis de adultos, «la forma principal de catequesis» (DCG 20; cf CT 43; IC 111ss). Promoviendo la prioridad de la catequesis de adultos, volvemos a las fuentes: nos acercamos a aquellos tiempos en que los destinatarios de la catequesis eran, en principio, adultos que, a su vez, catequizan a los niños en las familias cristianas. a) Adultos. En España, las orientaciones pastorales sobre la catequesis han sido concebidas desde el modelo de la catequesis de adultos, «el proceso paradigmático en el que los demás deben inspirarse» (CC 237). En nuestra situación se hace «más necesario que nunca el que los niños y jóvenes, para poder afirmarse en su fe, puedan referirse a los adultos, a comunidades cristianas vivas que den testimonio de la misma» (CC 237). Asimismo, entre nosotros se ha recordado justamente la función de iniciación propia de la catequesis. Ahora bien, no podemos olvidar que es preciso profundizar, consolidar, alimentar y hacer cada día más madura la fe, pues, de otro modo, corre el riesgo de morir por asfixia o por inanición (EN 54). Dice Juan Pablo II: «Para que sea eficaz, la catequesis ha de ser permanente» (CT 43; cf DGC 51). No es que el cristiano tenga que estar toda la vida en proceso catequético, pero sí debe estar toda la vida en una comunidad donde sigue madurando y profundizando la fe en todas las situaciones de la vida. La catequesis de adultos, para ser fiel al hombre de hoy, «ha de tener muy en cuenta las experiencias vividas, los condicionamientos y los desafíos con que tales adultos se encuentran, así como sus múltiples interrogantes y necesidades de cara a la fe» (DGC 172). Se deben tener en cuenta las diversas situaciones religiosas de los hombres y las mujeres de hoy: «En (consecuencia, cabe distinguir entre: 1) adultos creyentes, que viven con coherencia su opción de fe y desean sinceramente profundizar en ella; 2) adultos bautizados que no recibieron una catequesis adecuada; o que no han culminado realmente la iniciación cristiana; o que se han alejado de la fe, hasta el punto de que han de ser considerados cuasi-catecúmenos; 3) adultos no bautizados que necesitan, en sentido propio, un verdadero catecumenado. 4) También debe hacerse mención de aquellos adultos que provienen de confesiones cristianas no en plena comunión con la Iglesia católica» (DGC 172). b) En cuanto a los jóvenes, hay que considerar las luces y sombras de su condición de vida, tal y como se dan en las distintas regiones y ambientes: el cambio cultural y social que viven, el alargamiento de la etapa antes de tomar parte en las responsabilidades de los adultos, el tiempo de espera, a veces de desencanto y de insatisfacción, incluso de angustia y de marginación; en muchos se descubre una fuerte tendencia a la búsqueda de sentido de la vida, a la solidaridad, al compromiso social, e incluso a la misma experiencia religiosa. Hay que considerar las diferentes situaciones religiosas: jóvenes no bautizados;jóyenes bautizados que no han realizado el proceso catequético ni completado la iniciación cristiana; jóvenes que atraviesan crisis de fe; otros con posibilidades de hacer una opción de fe o que la han hecho y esperan ser ayudados (cf DGC 182184).

c) En la adolescencia, etapa vital que conduce a la pubertad, en muchos casos «no se tienen suficientemente en cuenta las dificultades, necesidades, capacidades humanas y espirituales de los preadolescentes». Además, muchos «al recibir el sacramento de la confirmación, concluyen también el proceso de iniciación sacramental, y suele producirse un alejamiento casi total de la práctica de la fe. Es necesario tomar en cuenta con seriedad este hecho» (DGC 181). d) Por lo que se refiere a la infancia, aparecen en muchos casos «niños con graves carencias, en la medida en que les falta un apoyo religioso familiar adecuado, o por no tener una verdadera familia, o por no frecuentar la escuela, o por condiciones de inestabilidad social o de inadaptación, o por otras causas ambientales. Muchos no están siquiera bautizados; otros no realizan el camino de iniciación. Corresponde a la comunidad cristiana suplir, con generosidad y de modo realista, estas carencias, tratando de dialogar con las familias, proponiendo formas apropiadas de educación escolar y llevando a cabo una catequesis proporcionada a las posibilidades y necesidades concretas de esos niños» (DGC 180; sobre el ritual de la iniciación de los niños en edad catequética, cf RICA 306-313; IC 134-138). 4. EVANGELIZACIÓN DE LOS BAUTIZADOS. La progresiva toma de conciencia de que es preciso evangelizar a los bautizados es nota característica del tiempo posconciliar. Es este un problema que repercute de lleno en la catequesis (de una forma especial en la catequesis de adultos) y que se afronta con tratamiento catecumenal en el contexto actual de progresiva secularización de la sociedad. El problema, planteado ya en la II Conferencia general del episcopado latinoamericano (Medellín, 1968), fue recogido en el Directorio general de pastoral catequética: «Muchísimas veces la situación real en que se encuentra un gran número de fieles pide necesariamente una cierta forma de evangelización de los bautizados, que precede a la catequesis». Esta forma de evangelización se concreta en las «organizaciones catecumenales», para quienes —estando bautizados— carecen, sin embargo, de la debida iniciación cristiana (DCG 19; cf Medellín VIII, 3, 7, 9, 17; Puebla 461, 1007-1008; Santo Domingo 130-131). El problema fue asumido con carácter de urgencia y con tratamiento catecumenal por Pablo VI (cf EN 44 y 52). Con el título de cuasi-catecúmenos, Juan Pablo II recoge el problema de la reiniciación de los bautizados, insuficientemente evangelizados; asimismo, asume la necesidad de una nueva evangelización (cf CT 44 y ChL 34). Haciendo balance del tiempo posconciliar, el sínodo extraordinario (1985), en su relación final, dice aún más: «La evangelización de los no creyentes presupone la autoevangelización de los bautizados y también de los mismos diáconos, presbíteros y obispos». En España, se reconoce que la mayoría de nuestros cristianos está necesitando el anuncio misionero del evangelio, antes que una catequesis propiamente dicha (CC 48; cf IC 62ss). Algo semejante se dijo en el Congreso de evangelización (1985): «Por diversos motivos, nuestro país de vieja tradición cristiana, está necesitando una nueva evangelización» (Conclusiones 9 y 16). El Directorio general para la catequesis señala la misma dirección: «Estas situaciones de la fe de los cristianos reclaman con urgencia del sembrador el desarrollo de una nueva evangelización» (DGC 26; IC 124ss). BIBL.: CONFERENCIA EUROPEA DE CATECUMENADO, Los comienzos de la fe, San Pablo, Madrid 1990; II CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La Iglesia en la actual transformación de América latina a la luz del Concilio. Conclusiones, San Pablo, Bogotá 1970; 11I CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La evangelización en el presente y en el futuro de América latina, BAC, Madrid 1979; IV CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Nueva evangelización, promoción humana, cultura cristiana, PPC, Madrid 1993; CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Ritual de la iniciación cristiana de adultos, Roma 1972; DANIELOU J.-DE CHARLAT R., La catequesis en los

primeros siglos, Studium, Madrid 1975; DODD C. H., La predicación apostólica y sus desarrollos, Apostolado Prensa, Madrid 1974; FLORISTÁN C., El catecumenado, PPC, Madrid 1972; LÓPEZ J., Catecumenado, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°.

Jesús López Sáez

CATEQUESIS

SUMARIO: Introducción. I. La catequesis en la historia de la Iglesia: 1. El término catequesis y su realidad teológico-pastoral en la historia; 2. Resumen. II. Concepto evolutivo de catequesis. Definiciones más significativas: 1. Evolución de la catequesis en la segunda mitad del siglo XX; 2. Definiciones más significativas a partir del Vaticano II. III. La catequesis en el Directorio general para la catequesis (1997). La catequesis de iniciación y la catequesis permanente: 1. La Iglesia reflexiona sobre la acción catequética; 2. Catequesis de iniciación y catequesis permanente, niveles distintos, específicamente diferentes pero complementarios, de catequesis. IV. Ni catequesis de iniciación sin catequesis permanente, ni catequesis permanente sin catequesis iniciatoria: 1. La catequesis de iniciación necesita, hoy especialmente, la catequesis permanente; 2. Toda catequesis permanente debe suponer una catequesis iniciatoria. Conclusión.

Introducción El término catequesis no significa, como generalmente se piensa, la organización catequética, ni la ciencia catequética, ni tampoco la catequesis dirigida a los niños; se refiere, en general, a la acción de catequizar en su conjunto. Desde mediados de los años sesenta se hizo clásica la expresión: «Todo acto de Iglesia es portador de catequesis 1. Se quería decir que todas las acciones eclesiales: proféticas, litúrgicas, testimoniales, etc. contribuyen a madurar la vida cristiana, son educadoras de la fe. El mismo Juan Pablo II (Catechesi tradendae [CTI, 49a) lo indica también cuando dice que «toda actividad de la Iglesia tiene una dimensión catequética», una capacidad para educar en la fe. Esta virtualidad, no obstante, se ha atribuido siempre de manera especial a las acciones vinculadas al ministerio de la Palabra, las cuales se designan con términos como: predicación, anuncio misionero, catequesis, homilía y enseñanza teológica. Supuestas estas consideraciones e intentando entrar en materia, ¿es bueno llamar catequesis indistintamente a toda forma de educación en la fe mediante el ministerio de la Palabra? Si no se precisan la naturaleza y la finalidad de la catequesis se corre el riesgo de llamar catequesis a cualquier acción de este ministerio y no lograr eficazmente aquella maduración de la fe que se espera de la genuina acción catequética. Es preciso, por tanto, precisar el concepto teológico de catequesis.

I. La catequesis en la historia de la Iglesia La historia de la catequesis es testigo de que, a partir de un sentido fundamental, el concepto y realidad teológico-pastoral de catequesis ha ido acentuando de forma diversa aquellos aspectos

que exigían las circunstancias socioculturales que la Iglesia ha vivido en su historia, en orden a lograr cristianos adultos y comunidades vivas y dinámicas en el mundo. Siendo la catequesis una «experiencia tan antigua como la Iglesia» (CT, título del cap. 2), el repaso de la historia ayudará a clarificar, en alguna medida, las acciones genuinamente catequéticas y los componentes específicos de su identidad teológica. 1. EL TÉRMINO CATEQUESIS Y SU REALIDAD TEOLÓGICO-PASTORAL EN LA HISTORIA. a) En la época apostólica (siglo I). En su sentido profano original, el verbo katechein significa hablar desde arriba; así los poetas catequizan a sus oyentes desde el escenario. Más exactamente aún, significa hacer eco, resonar, por el efecto de voz producido mediante las máscaras que los actores se ponían ante el rostro en el teatro, para hacer eco, para hacer resonar la voz, de manera que las palabras llegaran nítidas a los espectadores. En la Biblia, el sustantivo catequesis, katechesis, no aparece en el Nuevo Testamento. Se encuentra, en cambio, seis veces el verbo, katecheo, en cinco formas verbales distintas. Es una palabra tardía y raramente usada en el griego profano. La versión griega de los LXX no la usa. En sentido derivado, el verbo katecheo, en el griego bíblico, quiere decir informar, contar, comunicar una noticia (por ejemplo He 21,21-24; Lc 1,4). En sentido estricto significa dar una instrucción cristiana (He 18,25; Rom 2,18; Gál 6,6) 2. Las primeras comunidades desarrollan el ministerio de la Palabra de forma muy creativa y adaptada a las circunstancias de los oyentes y emplean otros términos que señalan esos matices: evangelización para suscitar la fe; instrucción o doctrina para profundizar en ella; exhortación, para corregir y alentar; testimonio para iluminar y convencer, etc. 3. No obstante, en medio de esta multiplicidad terminológica del Nuevo Testamento «cabe destacar una cierta distinción de base entre un primer momento de lanzamiento (anuncio) del mensaje, a través de verbos como gritar (krasein), anunciar (keryssein), evangelizar (euanguelizein), testimoniar (martyrein) y un segundo momento de explicitación y profundización expresado por los verbos enseñar (didaskein), catequizar (katechein), predicar (homilein), transmitir (paradidonai) y otros semejantes» 4. Como se ve, el verbo catequizar es uno más de este mismo momento en que se explicita el mensaje. En la Iglesia primitiva, la expresión catequizar no ha adquirido todavía la importancia central que adquirirá más tarde con los santos Padres. Dentro de la explicitación de la fe, en el Nuevo Testamento se distingue entre los rudimentos, elementos fundamentales, de la revelación o leche espiritual y el alimento sólido propio de los adultos en la fe. (cf Heb 5,12-14; 1Pe 2,2). El primer alimento tendría, más bien, un carácter iniciatorio y el segundo designaría una enseñanza más completa del mensaje recibido. En cuanto a su contenido, esta explicitación y profundización del mensaje, este alimento sólido, abarca toda la Sagrada Escritura, en especial el Nuevo Testamento. Más aún, según el sentir común de la exégesis actual, la gestación de muchos de los relatos evangéli cos y otros escritos neotestamentarios ha tenido lugar dentro de ese proceso de instrucción o explicitación del mensaje al nuevo discípulo de Cristo. b) En la época patrística (siglos II-V). A partir del siglo II se perfila el contenido del término catequesis. Este es empleado por primera vez por san Clemente de Roma (siglo II) preferentemente para designar la instrucción fundamental dada a los candidatos al bautismo. Y para san Hipólito (siglo III) el vocablo tiene ya ese significado como específico y exclusivo. En

efecto, el contenido preciso de catequesis brota en una época en que la Iglesia está ya extendida y bien organizada en sus instituciones, entre las cuales sobresale el catecumenado. En su interior, el nombre de catequesis se aplica a una acción concreta, cuyos rasgos van a ser de alguna manera paradigmáticos en el futuro eclesial. Es la edad de oro del catecumenado para la iniciación cristiana, y la catequesis, juntamente con los sacramentos de la iniciación, «es elemento central de la iniciación cristiana» (C. Floristán). Efectivamente, katechizein, catechesis, catechizare, catechizatio designan la enseñanza cristiana dentro de la institución catecumenal, con la finalidad de preparar al bautismo. Esta catequesis catecumenal se lleva a cabo de forma gradual, estructurando el contenido en tres grandes etapas (cf DGC 88-89, 107, 129): 1) en la primera, como preparación lejana al bautismo, se presentan las grandes gestas de Dios (magnalia Dei [He 2,5]), en la historia de la salvación hasta el hoy de la Iglesia; es la catequesis bíblica; 2) En la segunda, como preparación bautismal inmediata, se comenta de palabra un texto doctrinal bastante fijo y pragmático, llamado símbolo, y también la oración dominical, ambos con sus implicaciones morales; es la catequesis doctrinal; 3) La iniciación cristiana sellada con los sacramentos de la iniciación conduce a los neófitos a culminarla penetrando y gustando el misterio vivificante de los sacramentos acontecidos en la comunidad cristiana; es la catequesis mistagógica5. Por tanto, en la época patrística, katejein indica la instrucción dada a los catecúmenos y didaskein se refiere a la instrucción de los ya bautizados. No obstante, todos los componentes de la catequesis: La enseñanza, la oración, los elementos litúrgicos, las consecuencias morales, todo ello recibido y vivido en la comunidad catecumenal hacen de la catequesis, en este tiempo de los santos Padres, una iniciación cristiana integral6. c) En la época medieval (siglos VI-XV). Tras el reconocimiento del cristianismo como religión oficial y las conversiones y bautismos multitudinarios, el catecumenado, como matriz de la Iglesia y desarrollo de la conversión, desaparece, y con él desaparece hasta el mismo término de catequesis7. Se mantiene, no obstante, el término catequizar y aparece un término nuevo: catechismus, catecismo, para designar la institución catequizadora, pero todavía no el libro con el que se catequiza, cosa que no ocurrirá hasta la época moderna. En esta época, catechizare y catechismus —catequizar y catecismo— señalan, en general, la enseñanza anterior al bautismo, normalmente de niños. Y por estas expresiones se entendía las preguntas que el sacerdote formulaba a los padrinos antes del bautismo, para pulsar su situación de fe y las respuestas que estos daban como garantía de la enseñanza que los niños iban a recibir una vez bautizados. «A nadie se le ocurrió entonces llamar catechizare a la enseñanza siguiente al bautismo»8. Por el contrario, a esta enseñanza posbautismal en la Edad media se la llamará instructio, que en el latín eclesiástico medieval equivale a institutio, no instrucción, sino formación en sentido amplio. La voz más autorizada de este tiempo, santo Tomás de Aquino, confirma lo que decimos. El santo distingue cuatro formas de instrucción cristiana: 1) Instrucción para convertirse a la fe; 2) Instrucción sobre los fundamentos de la fe para recibir los (primeros) sacramentos; 3) Instrucción para alimentar la vida cristiana; 4) Instrucción sobre los misterios profundos de la fe y de la perfección de la vida cristiana9. Traduciendo estas categorías de santo Tomás a nuestro lenguaje, hoy a la primera instrucción la llamaríamos primer anuncio; la segunda coincide con la catequesis de la iniciación cristiana; la tercera (instructio de conversatione christianae vitae) es nuestra educación permanente en la fe; y la cuarta, la enseñanza teológica (cf DGC 51-52; 61-72). Como vemos; a los tres primeros

momentos del ministerio de la Palabra (anuncio misionero, catequesis de iniciación y educación permanente de la fe), santo Tomás añade un cuarto momento o forma de este ministerio: la enseñanza de la teología. d) En la época moderna (XVI-XVIII). En el siglo XVI, dentro del binomio catechizare-catechismus, adquiere un relieve especial el término y el contenido de catechismus —catecismo—. Catequizar y dar el catecismo son, en principio, expresiones equivalentes entre protestantes y católicos. En el campo protestante, «el catecismo es una enseñanza para instruir a los paganos que quieren ser cristianos» (M. Lutero en 1526). Sin embargo, los protestantes implantaron pronto la práctica de dar el catecismo a los niños bautizados para que, «tengan por verdadero el bautismo recibido con serio temor de Dios y sepan a tiempo lo acontecido con ellos en presencia de la Iglesia»10 Según Zezshwitz, los protestantes no entendieron por catecismo simplemente un libro doctrinal —que también lo era—, «sino una forma actual —aunque literariamente fijada— de enseñanza o de preguntas y respuestas al servicio del examen sobre la fe» que los catequizandos tenían que rendir a los visitadores de las comunidades. Con ello los protestantes tomaron nuevamente en serio la relación mutua entre bautismo y fe, pero transformando el catecumenado prebautismal en catecumenado posbautismal para preparar a celebrar la cena del Señor. Por tanto, el catecismo —como institución— entre los protestantes pasó a ser una preparación para una buena comunión. La aportación original de la Reforma fue trasladar la enseñanza prebautismal al tiempo posterior al bautismo, pero sigue siendo una enseñanza iniciatoria, pues se hace en función de un rito de la iniciación cristiana. Si miramos ahora expresamente la catequesis y el catecismo en la Iglesia católica, en este tiempo, observamos que, ante la crisis renacentista y la necesidad de una honda transformación cristiana en todos sus miembros, sobre todo en las masas creyentes, se descubre de nuevo la necesidad de una institución destinada exclusivamente a la enseñanza fundamental de la fe. Pero sus destinatarios no son ya adultos convertidos, sino personas bautizadas en su infancia. El término mismo de catequesis estuvo a punto de adquirir una gran relevancia11, pero su contenido no podía tener la densa carga educativo-cristiana de la época catecumenal. A la nueva institución se la llamó catecismo, recuperando la denominación medieval arriba aludida y abarcó en principio todos los ritos que preparaban al bautismo de niños y, en particular, como antaño, las preguntas formuladas a los padrinos y sus respuestas, con las aclaraciones correspondientes. De aquí que el término catecismo fuera recibiendo el sentido de enseñanza cristiana elemental en forma de preguntas y respuestas. Pronto se aplicó esta palabra al libro doctrinal –pequeño o grande– utilizado después ampliamente en la instrucción cristiana para adolescentes y jóvenes, pero sobre todo para los niños, en la institución del catecismo12. Junto a este sentido de la catequesis dirigida a niños, esta empezó a adquirir también un sentido de formación generalizada para todo el pueblo cristiano. En efecto, en el tiempo de la Reforma, la preocupación catequética de católicos y protestantes no era fundamentalmente la infancia y la adolescencia, sino, más en general, la formación cristiana del hombre corriente. Se puede, pues, dar por supuesto que unos y otros entendían por catequesis la instrucción a todo el pueblo cristiano. En este caso la catequesis habría extendido su carga iniciatoria a la instrucción general de todos los fieles, para dar una fundamentación a su fe (una catequesis o educación generalizada y básica de la fe)13. Según esto, los términos catequesis y catecismo y su contenido formativo (instructio=institutio) se aplican también a los bautizados, bien conservando su finalidad iniciatoria presacramental

(Zezschwitz), bien ampliándose a una enseñanza más generalizada y básica possacramental, pero importante para todos los fieles cristianos, según situaciones, edades y responsabilidades. De ahí que los autores compusieran catecismos maiores, minores y hasta breves. – La instrucción religiosa del pueblo cristiano tenía su legislación ya desde la Edad media. Pero el concilio de Trento la vigoriza y la extiende a toda la Iglesia. Trento determina elaborar el Catecismo romano para ayudar a los párrocos a cumplir su deber de instruir al pueblo fiel. Para ello prescribe que, además de la predicación dominical y festiva, instruyan al pueblo cristiano (adulto) en el catecismo festivo (institución) durante todo el año, y todos los días o tres veces por semana en adviento y cuaresma (Ses. 24, de ref. C 4; ib 337). Así se fue organizando este catecismo para el pueblo fiel, en general, en sínodos diocesanos y mediante prescripciones episcopales, hasta el siglo XX14. Como puede verse, en esta época moderna la catequesis, manteniendo su carácter iniciatorio para las edades más jóvenes, extiende su acción al conjunto del pueblo de Dios mediante una enseñanza generalizada que quiere establecer una buena fundamentación de la fe del conjunto de los fieles cristianos. e) En la época contemporánea (finales del siglo XIX y siglo XX). San Pío X, en su célebre encíclica Acerbo nimis (1905), trata de forma muy completa la urgencia de mejorar el catecismo. Ante la gran difusión de la ignorancia religiosa y la corrupción moral, señala como primer remedio el catecismo para niños, adolescentes y jóvenes, y «restablece la práctica de la instrucción religiosa dominical para adultos, separada y distinta de la homilía» 15. Respecto de los niños apremia a establecer en cada parroquia el catecismo dominical y festivo durante una hora. Y además, una instrucción durante un determinado período como preparación a la confesión y confirmación, y otro período en cuaresma o después de pascua, que prepare a la comunión. El Código de Derecho canónico (CIC 1917) sigue en la misma dirección que san Pío X: sus disposiciones principales (cc. 1329-1336) se refieren a la instrucción catequística, es decir, al catecismo parroquial dominical y a la preparación a los sacramentos. Reitera las preocupaciones de san Pío X sobre la penitencia, la confirmación y la comunión (c. 1330). Incluso insiste sobre la continuidad de este catecismo (c. 1331). Y pone especial énfasis en el destinatario adulto: «Los domingos y demás días de precepto (a la hora más oportuna) el párroco debe explicar el catecismo a los fieles adultos, empleando un lenguaje que esté al alcance de los mismos» (c. 1332). Considerados estos tres momentos catequéticos (Trento, Acerbo nimis y CIC) como una cata hecha en los últimos siglos, observamos que el término catecismo y su contenido se aplican a la instrucción cristiana dada después del bautismo a todo el pueblo cristiano para todas las edades, en una especie de enseñanza generalizada, a causa de la necesidad de una fundamentación sólida de la fe y de la moral. Este catecismo, como institución catequética, solamente adquiere una dimensión presacramental cuando, a partir de san Pío X, reivindicador de la comunión para los niños, se prescriben tanto en Acerbo nimis, como en el CIC, «además, y durante un determinado período», una preparación a la confirmación y otro período para la comunión. Sin embargo, la forma doctrinal y memorista como se hace esta instrucción presacramental, el escaso tiempo dedicado a la preparación de la confirmación en la niñez, antes o después de la primera comunión, así como la celebración multitudinaria y escasamente preparada de la confirmación, desdibujan mucho la calidad iniciatorio-sacramental tanto de la preparación como de las celebraciones.

Así se explica que el término catechismus, catecismo, haya adquirido durante siglos el sentido de catequesis generalizada para todas las edades de la vida, en orden a una fundamentación básica de todo el pueblo fiel. Y el catecismo, con este significado amplio, ha llegado hasta los aledaños del Vaticano II en toda la Iglesia. Y la expresión catequesis permanente, ¿cuándo y cómo aparece en la Iglesia? Para consolidar la fe, e incluso para suscitarla donde se había deteriorado notablemente, surgió en 1925 (Munich) del Movimiento catequético y se reforzó a partir de 1950 (etapa kerigmática en adelante). En la década de 1950, la Unesco establece dos categorías de enseñanza: la formación básica (de estudios reglados en las instituciones docentes) y la formación permanente, para el resto de la vida. A finales de la década de 1950 o comienzos de la década de 1960, cuando en la Iglesia de Francia se está revalorizando el término y el significado primitivo de catequesis, P. A. Liégé, inspirándose en la Unesco, habla de dos grados de catequesis: 1) el de la catequesis de la iniciación, para los adultos que se preparan al bautismo y para los niños que se preparan a su primera comunión; y 2) el de la catequesis permanente, para los jóvenes y adultos ya iniciados en la fe16. De esta manera se recupera para hoy, con otros nombres, la didaskalia de la época de los santos Padres (siglos II-V) y la tercera instrucción de santo Tomás, «para alimentar la vida cristiana» (siglo XIII). En la década de 1960 se fue privilegiando el concepto de catequesis permanente, mientras que el de catequesis iniciatoria para adultos queda muy en la sombra. Hasta que, en 1975, Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, manifiesta la necesidad de una catequesis «bajo la modalidad de un catecumenado (catequesis de iniciación) para un gran número de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren poco a poco la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a él» (EN 44). Más explícitamente, CT (22c [19791) afirma que la catequesis es siempre una catequesis de iniciación. De esta manera, la catequesis iniciatoria adquiere, en 1977, una mayor explicitación e importancia en el nuevo DGC (67-68). 2. RESUMEN. Sintetizando este conjunto de datos históricos acerca de la concepción de la catequesis y fijándonos en cómo se han ido presentando a la conciencia de la Iglesia las diferentes necesidades de catequización, podemos concluir lo siguiente: a) En la época apostólica, y dentro del Nuevo Testamento, aparecen muchos términos para designar la realización concreta del ministerio de la Palabra. Sin embargo, dentro de esa multiplicidad terminológica, unos términos tienden a expresar el anuncio del evangelio a los no creyentes, mientras que otros se refieren, más bien, a la enseñanza dirigida a los ya convertidos. Dentro de este segundo momento de enseñanza, incluso se habla de una primera enseñanza elemental (leche espiritual, rudimentos de la fe...) y de una enseñanza más honda (alimento sólido, enseñanzas más profundas...). En esta época apostólica, el término catequesis, catequizar, catecúmeno es uno más entre otros y apunta a la enseñanza de los convertidos. b) En la época patrística acontece el florecimiento del catecumenado bautismal, dirigido fundamentalmente a los adultos. Los santos Padres llaman catequesis a la formación que prepara al bautismo. De hecho realizan una selección terminológica (prefieren el término catequesis respecto a los otros) y una puntualización de contenido (la formación básica preparatoria al bautismo). Para hablar de la formación cristiana posterior al bautismo, los santos Padres utilizaban otras expresiones: didajé, institutio christiana... Considerando el ministerio de la Palabra en su conjunto, vemos, pues, cómo en la época patrística se decantan ya tres formas principales de ese ministerio: el anuncio a los no creyentes, la catequesis a los candidatos al bautismo y la didajé a los convertidos.

c) En la época medieval, la institución del catecumenado se diluye, y con él una catequesis centrada, sobre todo, en el mundo de los adultos. La formación cristiana se ve centrada en los niños y jóvenes de las familias cristianas. Sin embargo, aunque haya un cambio en la edad de los destinatarios, las tres formas básicas del ministerio de la Palabra se mantienen. Un ejemplo eminente es el propio santo Tomás de Aquino, que añade, incluso, una forma nueva al ministerio de la Palabra: la enseñanza teológica. Para él, en efecto, hay cuatro formas de ese ministerio (las llamaba instructiones): la que suscita la conversión, la que educa en los rudimentos de la fe (catequesis propiamente hablando), la que alimenta diariamente la vida cristiana y la que enseña los profundos misterios de la fe. A estas formas hoy las llamaríamos: primer anuncio, catequesis de iniciación, educación permanente de la fe (o catequesis permanente) y enseñanza de la teología. d) En la época moderna se introduce un factor nuevo, que afecta a los destinatarios de la catequesis, pero no a las formas de presentar la palabra de Dios. El factor nuevo es la toma de conciencia, cada vez más aguda, de que no sólo los niños y adolescentes, sino incluso los mismos adultos necesitan una formación cristiana básica (catequesis). Se va viendo, en efecto, cómo entre muchos adultos se da una gran ignorancia religiosa y, en muchas ocasiones, un serio deterioro moral. Tanto entre los protestantes como entre los católicos surge la necesidad de una catequesis básica generalizada, a nivel de todo el pueblo cristiano, que remedie esas insuficiencias. Esta necesidad dará origen a los catecismos menores (para niños y jóvenes) y a los catecismos mayores (para adultos). e) En la época contemporánea se mantiene viva esta misma problemática y la Iglesia tiene la clara conciencia de que ha de catequizar a todo el pueblo cristiano. El propio Código de Derecho canónico (1917) reclama esta catequesis básica generalizada, dirigida no sólo a los niños y jóvenes, sino también a los adultos. A partir de 1960, más o menos, se toma conciencia, incluso, de que la catequesis de adultos debe tener un doble nivel. Siguiendo las indicaciones de la pedagogía profana se introduce en la catequética la distinción entre formación básica y formación permanente, es decir, entre catequesis básica y catequesis permanente. Sería injusto, ciertamente, que una catequesis básica generalizada tratase a todos los adultos por igual, como si todos estuviesen a ese nivel de fe que requiere una formación elemental. La catequesis permanente se dirige a los ya iniciados y supone la formación básica. El DGC recoge estas diferentes formas del ministerio de la Palabra que se han ido consolidando a lo largo de la historia de la Iglesia y acentuando de modo diverso según las circunstancias históricas. El Directorio habla, en concreto, del primer anuncio (a los no creyentes), del catecumenado bautismal (para no bautizados), de una catequesis de iniciación (para niños y jóvenes como proceso unitario, y también para los adultos bautizados que necesiten fundamentar la fe) y de una catequesis permanente (para los adultos realmente iniciados, y con una fe madura, por tanto). El Directorio habla, incluso, de una catequesis perfectiva, es decir, de la enseñanza de la teología impartida a los candidatos al sacerdocio, a los agentes de pastoral y a miembros del pueblo de Dios especialmente cualificados.

II. Concepto evolutivo de catequesis. Definiciones más significativas 1. EVOLUCIÓN DE LA CATEQUESIS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX. En los cinco últimos siglos, la catequesis toma conciencia de que la educación cristiana no puede dirigirse sólo a la niñez, sino, de manera generalizada, a todo cristiano que necesite fundamentar su fe. A su vez, dentro ya del siglo XX, también se ha tomado con-ciencia clara de que la catequesis no puede

reducirse a una mera enseñanza, sino que ha de prestar atención a todo el sujeto mediante tareas que son, a la vez, de iniciación, de educación y de instrucción. En la Iglesia, especialmente en las cinco últimas décadas, hay una doble inquietud: 1) la mirada a los primeros siglos, a las fuentes de la vida cristiana: Sagrada Escritura y Tradición, y especialmente a la catequesis primitiva, en un intento por volver a la riqueza de los orígenes apostólicos y patrísticos, y 2) la mirada al sujeto y al clima sociocultural en que él está inmerso, para incorporar –por fidelidad al hombre– todas las aportaciones científicas propicias al servicio de la fe. Con esta doble fidelidad al mensaje y al hombre, el término catequesis se carga de un sentido nuevo y se recupera el catecumenado17. Son, sobre todo, Alemania (J. A. Jungmann 1936 y E. X. Arnold 1948) y Francia (J. Colomb y M. Fargues 1946, F. Coudreau 1948 y P. A. Liégé) las que, con sus movimientos bíblico, litúrgico, teológico, catequético, pastoral, pedagógico... fueron acuñando, en aproximaciones sucesivas, el concepto de catequesis, contrastándolo con una praxis catequética muy creativa. A esta clarificación de la identidad de la catequesis contribuyeron notablemente el Vaticano II (1965), Medellín (1968), el Directorio general de pastoral catequética (DCG, 1971), el Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA, 1972), las III y IV Asambleas del sínodo de los obispos (Evangelización, 1974, y Catequesis, 1977) y sus respectivos documentos y exhortaciones apostólicas: Evangelii nuntiandi (EN, 1975), Mensaje al pueblo de Dios (MPD, 1977) y Catechesi tradendae (CT, 1979); también Puebla (1979), y últimamente el nuevo Directorio general para la catequesis (DGC, 1997) 2. DEFINICIONES MÁS SIGNIFICATIVAS A PARTIR DEL VATICANO II. Desde el comienzo del movimiento catequético, a finales del siglo XIX (Munich), pero especialmente desde su intensificación a mediados del XX (etapa kerigmática, 1950, y Vaticano II, 1965 en adelante), en cada definición de catequesis que va emergiendo, se percibe el reajuste que el concepto de catequesis —naturaleza, finalidad, tareas y contenidos— va asumiendo, aunque permaneciendo siempre fiel al núcleo fundamental de los primeros siglos, que ha considerado constantemente la catequesis como educación de la fe del convertido. a) El Vaticano II (1965) ofrece dos definiciones descriptivas: 1) «La formación (institutio) catequética tiende a que la fe, ilustrada por la doctrina, se torne viva, explícita y operante, tanto en los niños y adolescentes como en los adultos» (CD 14); 2) «La formación (institutio) catequética ilumina y robustece la fe, nutre la vida con el espíritu de Cristo, conduce a una consciente y activa participación en el misterio litúrgico y mueve a la acción apostólica» (GE 4). La primera definición subraya la finalidad integral de la catequesis: la educación general de la fe, no reducida a un conocimiento de la fe (fides quae), sino como entrega total a Dios (fides qua), que incluye la adhesión intelectual a lo que él ha revelado, así como el compromiso coherente en las obras. A la vez, subraya el medio para conseguir esta finalidad: mediante la formación doctrinal. A esta el Código de Derecho canónico de 1983, c. 773, añade: «la práctica —la experiencia— de la vida cristiana». Por tanto, la definición no se centra en la etapa específicamente iniciatoria, sino que se refiere a la maduración general de la fe en todas sus dimensiones. Esta definición fue asumida por el DCG de 1971, 17. La segunda definición describe la catequesis por sus tareas u objetivos inmediatos: consolidar el conocimiento de la fe; alimentar las actitudes morales cristianas con el espíritu de Cristo; ejercitar en la participación de la liturgia e impulsar a la vida apostólica. Esta definición se inspira en el decreto AG (11-15; cf CIC c. 788.2) donde se trata del catecumenado y la formación de los catecúmenos en él. A pesar de esto, la definición mencionada de catequesis no se polariza tampoco en el sentido iniciatorio, ya que en el tiempo del Vaticano II una era la actividad

catecumenal (iniciatoria) en el mundo misionero (missio ad gentes) y otra la función educadoracatequética de los centros educativos cristianos en las Iglesias ya constituidas. Son como dos acciones paralelas. Consecuentemente, las dos definiciones de catequesis del Vaticano II manifiestan una concepción amplia de catequesis, es decir, de constante educación en la fe. b) En la Semana internacional de catequesis de Medellín (1968) fue considerada como buena la definición de catequesis de J. Audinet: «La acción por la cual un grupo humano interpreta su situación, la vive y la expresa a la luz del evangelio»18. La circunstancia latinoamericana propició la explicitación de un componente teológico de toda acción eclesial; también, por tanto, del ministerio de la Palabra y, en concreto, de la catequesis: la conexión fe-vida en el mundo. La III Conferencia episcopal general del episcopado latinoamericano en Medellín (septiembre 1968: Conclusiones-catequesis), comenta así esta definición de catequesis: «La catequesis actual debe asumir totalmente las angustias y las esperanzas del hombre de hoy, a fin de ofrecerle las posibilidades de una liberación plena, las riquezas de la salvación integral en Cristo, el Señor... Las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas... deben ser interpretadas seriamente, dentro de su contexto actual, a la luz de las experiencias vivenciales del pueblo de Israel, de Cristo y de la comunidad eclesial, en la cual el Espíritu de Cristo resucitado vive y opera continuamente» (Conclusión 8). En esta perspectiva, la definición de la Semana internacional de catequesis corresponde a una modalidad de educación permanente en la fe o catequesis permanente. De hecho, para el DGC 71, la lectura cristiana de los acontecimientos es una de las formas de esta catequesis permanente. c) La Conferencia episcopal italiana, en su documento programático Il rinnovamento della catechesi (1970), define la catequesis como: «explicación cada vez más sistemática de la primera evangelización, educación de cuantos se disponen a recibir el bautismo o a renovar sus compromisos; iniciación a la vida de la Iglesia y al testimonio concreto de la caridad» (30b). Esta definición también expone la catequesis por sus tareas: desarrollo sistemático del primer anuncio, educación conectada con la liturgia bautismal, iniciación al testimonio en el mundo e iniciación a la vivencia comunitaria. La definición, sin embargo, tiene abundantes resonancias iniciatorias o reiniciatorias: organicidad del mensaje en torno a la persona de Cristo, preparación al bautismo o a su renovación, iniciación a la comunidad... Que son elementos catecumenales. No extraña, por tanto, que luego se aluda expresamente, en el 30c, a la definición de GE 4, inspirada en el catecumenado descrito en AG (11-15, cf supra). d) En 1972, los teólogos catequetas del Instituto superior de catequética de Nimega ofrecen una nueva definición de catequesis, fruto de su investigación: «Entendemos por catequesis la iluminación de la existencia humana total, como acción salvífica de Dios, en cuanto testimonio del misterio de Cristo, por medio de la palabra, con el fin de despertar y alimentar la fe y traducirla en acciones plenamente coherentes en la vida diaria» 19. La definición pertenece a la etapa antropológica del movimiento catequético: la catequesis de la interpretación o catequesis de la experiencia. Destaca un elemento muy importante de la catequesis referente a la fidelidad al hombre: dar sentido a su existencia. Esta es una finalidad de la catequesis, cuya naturaleza consiste en dar «el testimonio del misterio de Cristo, por medio de la palabra»: este ilumina la existencia humana y despierta y alimenta la fe... Esta definición tampoco hace alusión a un primer momento iniciatorio estructurante de la vida cristiana. Por tanto abarca toda la educación de la fe, desde el comienzo al final de la vida: tanto la catequesis

kerigmática en orden a despertar la fe, como la catequesis de iniciación en orden a fundamentarla y la catequesis permanente en orden a educarla continuamente. Esta catequesis de la iluminación cristiana de la experiencia fue acogida oficialmente en la Iglesia en el DCG de 1971 (26; cf 20-21, 23, 30, 34, 74). e) En 1975, Pablo VI, en su Evangelii nuntiandi, sin dar una definición de catequesis, la presenta, en primer lugar, como un medio inherente a la evangelización (EN 44) en el sentido totalizador que él da a la evangelización (cf EN 14, 24c: la evangelización proceso complejo), subrayándola como «enseñanza religiosa sistemática de los datos fundamentales» de la revelación y como educadora de las costumbres o criterios morales del evangelio. Asimismo, la catequesis, sin confundirse con el primer anuncio, ha de tener siempre un carácter misionero y mantener viva la conversión a Jesucristo (cf EN 54). En segundo lugar, EN subraya la necesidad de una catequesis de talante catecumenal: «Cada día [es] más urgente la formación catequética (institutio) bajo la modalidad de un catecumenado para un gran número de jóvenes y adultos» (44, final). Es decir, urge una catequesis iniciatoria, fundamentadora, concebida como un aprendizaje en activo de la vida cristiana. A esta acción fundamentadora parece reservar Pablo VI el término catequesis (EN 45; cf DV 24). f) El sínodo de los obispos de 1977 en su Mensaje al pueblo de Dios, ofrece este modelo referencial para la catequesis: «El modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal, que es formación específica, que conduce al adulto convertido a la profesión de su fe bautismal en la noche pascual» (8, la cursiva es nuestra). El sínodo hace así una de sus aportaciones más notables, en continuidad con EN (44, final): el talante catecumenal que ha de adquirir la catequesis. El sínodo no excluye la necesidad de una educación permanente de la fe, pero la Iglesia, cada vez con más claridad, parece querer asegurar el papel fundamentador de la catequesis. g) La exhortación apostólica Catechesi tradendae (1979), inspirándose en EN (17-24) y en MPD (1 y 11), describe la catequesis de modo diverso en diferentes párrafos numerados, pero siempre insistiendo en su carácter iniciatorio: «Globalmente se puede considerar aquí la catequesis en cuanto educación de la fe de los niños, de los jóvenes y adultos, que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 21). La catequesis es «una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 18; cf CCE 5). «La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo; revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, y comunicada constantemente mediante una traditio viva y activa, de generación en generación» (CT 22c). Todos estos párrafos de la Catechesi tradendae expresan la identidad de la catequesis en su sentido más específico: 1) su naturaleza se expresa llamándola iniciación cristiana integral que afecta a todas las dimensiones de la vida cristiana; 2) es una educación iniciática ordenada (orgánica) y sistemática, en cuanto a la doctrina que transmite; 3) su contenido no es meramente doctrinal, aislado de la vida, es una buena noticia capaz de dar el sentido último a la existencia humana desde sus más profundas experiencias.

No obstante, CT, después de llamar auténtica —o catequesis en su sentido más específico— a la catequesis de iniciación (CT 22c), habla también de una catequesis permanente que «ayude a promover en plenitud y alimentar diariamente la vida cristiana» (CT 20). Con unas u otras expresiones, CT se refiere de esta manera a una educación permanente de la fe (cf CT 39c, 43, 45). Efectivamente, la catequesis de iniciación —orgánica e integral— es una formación de primer nivel. En cambio, la educación de la fe o catequesis permanente es una formación de segundo nivel, que ayudará a la maduración de la misma (cf CT 21 final). Para CT existen dos formas de catequesis, la de iniciación y la permanente y las dos son específicamente distintas, pero complementarias. Por eso dice: «Es importante que la catequesis de niños y de jóvenes, la catequesis permanente y la catequesis de adultos no sean compartimentos estancos e incomunicados... Es menester propiciar su perfecta complementariedad» (CT 45b). Este texto sería ininteligible si no se admite en CT la distinción entre catequesis de iniciación con niños, jóvenes y adultos y la catequesis permanente con los ya iniciados. h) La catequesis de la comunidad (1983), documento de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, de la Conferencia episcopal española, propone esta definición descriptiva: La catequesis es «la etapa (o período intensivo) del proceso evangelizador en la que se capacita básicamente a los cristianos para entender, celebrar y vivir el evangelio del reino, al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial y en el anuncio y difusión del evangelio. Esta formación cristiana —integral y fundamental— tiene como meta la confesión de fe» (CC 34). A seis años del sínodo episcopal sobre la catequesis y del MPD (1977) y a cuatro de CT (1979), pero inspirándose en ellos, la catequesis española: 1) sitúa la acción catequética en el interior del proceso total de evangelización, como una etapa de la misma; inspirándose en CT 18, afirma que hay acciones evangelizadoras que «preparan a la catequesis» (testimonio, promoción humana de los pueblos, primer anuncio...) y acciones evangelizadoras que emanan de ella y la siguen (la acción pastoral comunitaria: educación permanente, sacramentos...); 2) expresa su naturaleza como iniciación o capacitación básica, integral y fundamental de los cristianos; 3) señala su finalidad: conocer, celebrar, vivir el evangelio del reino (Cristo revelado como reino de Dios), al que se han convertido y siguen; 4) explicita intencionadamente la finalidad de construir la comunidad cristiana y de difundir el evangelio (para la transformación de los hombres y del mundo); 5) sintetiza la finalidad en llegar a la profesión de fe, confesándola con el corazón, los labios y las obras en medio de la comunidad y del mundo. Para el Episcopado español, la catequesis es siempre iniciatoria. A ella le sigue la educación permanente en la fe, a través de múltiples formas (CC 57-58).

III. La catequesis en el Directorio general para la catequesis (1997). La catequesis de iniciación y la catequesis permanente 1. LA IGLESIA REFLEXIONA SOBRE LA ACCIÓN CATEQUÉTICA. Después del recorrido histórico sobre el término catequesis y su contenido, y después de analizar diversas definiciones históricas de catequesis a partir del Vaticano II (1965), la Iglesia se topa con varias realidades que, desde hace dos décadas largas, la han inducido a reflexionar sobre la acción catequética: 1) Desde Pablo VI, hay una nueva concepción de evangelización, como proceso integrador de todo cuanto la Iglesia hace y vive para realizar la salvación de nuestro mundo (cf EN 14, 17, 21; AG 11-18). Comprende tres etapas o momentos esenciales (CT 18): la evangelización misionera o etapa misionera, la

evangelización catequética o etapa catequético-iniciatoria (catecumenal) y la evangelización pastoral o etapa comunitario-pastoral (cf DGC 47-49); 2) La fe es un don (iniciativa gratuita de Dios) destinado a crecer en el corazón de los creyentes (colaboración personal). La adhesión en fe a Jesucristo da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida (cf DGC 56); 3) El ministerio de la Palabra, elemento esencial de la evangelización (EN 22, 51-53), tiene diversas funciones básicas (de convocatoria, de iniciación, de educación permanente... [cf DGC 51-52]); 4) En la Iglesia se están dando, de hecho, dos concepciones diferentes de catequesis: la de los que conciben la catequesis como acción meramente iniciatoria (catequesis de iniciación) y la de los que la identifican con todo el proceso cristiano de educación en la fe (catequesis permanente) (cf DGC 35e, comienzo). El Directorio trata de describir la catequesis de manera integradora, conjugando el conjunto de estos elementos o realidades (cf DGC 34-72). 2. CATEQUESIS DE INICIACIÓN Y CATEQUESIS PERMANENTE, NIVELES DISTINTOS, ESPECÍFICAMENTE DIFERENTES PERO COMPLEMENTARIOS, DE CATEQUESIS. La catequesis de iniciación y la catequesis permanente no son excluyentes, sino complementarias (DGC 69). Son dos niveles distintos de catequesis, específicamente diferentes; el primero —la catequesis iniciatorianecesita del segundo —la catequesis permanente—, y, a su vez, el nivel segundo —la catequesis permanente— no puede prescindir del nivel primero —la catequesis iniciatoria—. Efectivamente: a) La catequesis iniciatoria: características fundamentales. A esta catequesis se refiere CT cuando dice que «la catequesis es uno de esos momentos —muy importante, por cierto—en el proceso total de la evangelización» (18 y 20c). En esta etapa catequética se configura la conversión a Jesucristo, dando una fundamentación a esa primera adhesión. «Los convertidos mediante una "enseñanza y aprendizaje convenientemente prolongado de toda la vida cristiana" (AG 14) son iniciados en el misterio de la salvación y en el estilo de vida propio del evangelio» (DGC 63; cf CT 18). La catequesis, por tanto, es la que realiza la función iniciatoria del ministerio de la Palabra y así pone los cimientos del edificio de la fe (san Cirilo de Jerusalén). Así pues, la catequesis de iniciación no es una acción facultativa, sino básica, en la construcción de la personalidad del discípulo de Cristo. El crecimiento interior de la Iglesia y su fidelidad al plan de Dios dependen esencialmente de la catequesis de iniciación. Esta es, pues, un momento prioritario en la evangelización (cf DGC 64). Todo esto es así, porque esta catequesis recupera la capacidad forjadora de cristianos —iniciación cristiana— que tenía el catecumenado bautismal de los primeros siglos, y en él, el elemento fundamental de la iniciación cristiana era la catequesis, vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al bautismo (cf DGC 66). Las características fundamentales de la catequesis al servicio de la iniciación cristiana se resumen así (DGC 67-68 y 78): — Es una formación orgánica y sistemática de la fe. Orgánica, porque procura una síntesis viva de todo el mensaje evangélico, dando unidad a sus diversos elementos en torno al misterio de Cristo. Sistemática, porque sigue un programa articulado. Esta es la característica principal de la catequesis. Pero esta iniciación ordenada y sistemática a la Revelación realizada en Jesucristo y conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, no es ajena a la vida humana. La revelación, ciertamente, no está aislada de la vida ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia, y la ilumina, para inspirarla o para juzgarla, a la luz del

evangelio. Los catequistas son educadores del hombre y de la vida del hombre en la fe (cf CT 22c y d). — Es una iniciación cristiana integral (CT 21), de manera que educa —desarrolla— todas las dimensiones existenciales de la fe en relación con todas las dimensiones de la personalidad humana, y así propicia un auténtico seguimiento de Cristo. Lleva a profesar la fe desde el corazón (san Agustín), desbordando, aunque la incluya, la mera doctrina. Es un aprendizaje de toda la vida cristiana, en aquello que es común a todos los cristianos. La iniciación cristiana integral no promueve especializaciones ni en el mensaje ni en el método. Estas especializaciones quedan para la catequesis permanente. — Es una formación básica, esencial (CT 21b), centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, en las certezas más básicas de la fe y en los valores evangélicos más fundamentales. Es decir, enraíza o consolida aspectos de la fe como: la experiencia de encuentro con Dios, la adhesión a él, la vivencia comunitaria, los criterios morales, el aprendizaje de la oración y la celebración litúrgica, la sensibilidad misionera y las primeras experiencias de transformación del mundo según el evangelio (cf CT 36, 42, 44; DGC 90). Como se ve, esta catequesis iniciatoria se inspira en el catecumenado bautismal (cf MPD 8; DGC 90). Pues bien, «esta riqueza, inherente al catecumenado de adultos no bautizados ha de inspirar a las demás formas de catequesis» (DGC 68 final). Este es el primer nivel de catequesis. — Este primer nivel de catequesis o catequesis iniciatoria se realiza, al menos, según tres modalidades diversas: «con los jóvenes y adultos no bautizados, con los jóvenes y adultos bautizados necesitados de fundamentar su fe, y con los niños, adolescentes y jóvenes, en íntima conexión con los sacramentos de la iniciación ya recibidos o por recibir, y en relación con la pastoral educativa» (DGC 274). También podría promoverse con los mayores (65 años en adelante). b) La catequesis permanente: sus diversas formas. La catequesis de iniciación o fundamental se distingue de la catequesis permanente, destinada a desarrollar «en profundidad y en extensión la catequesis de iniciación, para la vida cristiana de adulto en pleno ejercicio» 20. Es «la Iglesia en estado de catequesis»21. «La educación permanente en la fe es posterior a su educación básica y la supone. Ambas son dos funciones del ministerio de la Palabra, distintas y complementarias, al servicio del proceso permanente de conversión» (DGC 69). — Es la comunidad cristiana la que acoge a los adultos en la fe, para acompañarles en su maduración continuada de la vida cristiana. Ese acompañamiento eclesial se convierte en plena incorporación de los ya iniciados en la comunidad. Esta catequesis permanente lleva, especialmente, a que «el don de la comunión y el compromiso de la misión se ahonden y se vivan de manera cada vez más profunda» (DGC 70). Pero mientras la catequesis de iniciación se dirige a los catecúmenos y catequizandos y tiene a la comunidad como referencia, la catequesis o «educación permanente de la fe se dirige no sólo a cada cristiano, para acompañarle en su camino hacia la santidad, sino también a la comunidad cristiana como tal, para que vaya madurando tanto en su vida interna de amor a Dios y de amor fraterno cuanto en su apertura al mundo como comunidad misionera. El deseo y oración de Jesús... son una llamada incesante: "Que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21)... [Estas ideas requieren] en la comunidad, una fidelidad grande al Espíritu Santo, un constante alimentarse del cuerpo y la sangre del Señor y una permanente educación de la fe en la escucha de la Palabra» (DGC 70b).

«Esta intencionalidad catequética, directamente comunitaria, marca una distinción importante entre catequesis de iniciación y catequesis permanente. Esta manera de ver las cosas es fundamental en el DGC»22. — Dado que ambas modalidades de catequesis son niveles distintos de catequesis específicamente diferentes, no extraña que, mientras la catequesis iniciatoria tiene un perfil muy preciso, según hemos visto, la catequesis permanente cuenta con muchas formas de catequesis (cf DGC 71): por ejemplo, el estudio y profundización de la Sagrada Escritura en la Iglesia y con la Iglesia y su fe siempre viva; la lectura cristiana de los acontecimientos, exigida por la vocación misionera de la comunidad cristiana con la ayuda de la doctrina social de la Iglesia; la catequesis litúrgica, «forma eminente de catequesis» (CT 23); la catequesis ocasional en determinadas circunstancias de la vida, para leerlas y vivirlas desde la fe; las iniciativas de formación espiritual; la profundización teológica del mensaje cristiano, etc. c) Complementariedad de ambas formas de catequesis. El DGC aboga por la trabazón de las catequesis iniciatoria y permanente. «Es fundamental que la catequesis de iniciación de adultos, bautizados o no, la catequesis de iniciación de niños (adolescentes) y jóvenes y la catequesis permanente estén bien trabadas en el proyecto catequético de la comunidad cristiana, para que la Iglesia particular crezca armónicamente y su actividad evangelizadora mane de auténticas fuentes» (DGC 72). ¡Que unas y otras no sean compartimentos estancos!

IV. Ni catequesis de iniciación sin catequesis permanente, ni catequesis permanente sin catequesis iniciatoria 1. LA CATEQUESIS DE INICIACIÓN NECESITA, HOY ESPECIALMENTE, LA CATEQUESIS PERMANENTE. Además de las reflexiones expuestas más arriba sobre la relación necesaria entre la catequesis de primer nivel y la de segundo nivel, hoy es especialmente necesaria la catequesis permanente después de la catequesis iniciatoria. En primer lugar, porque aunque se asimilara bien el mensaje cristiano orgánicamente cristocéntrico, el pensamiento teológico avanza tan rápidamente que la formación orgánica recibida sería preciso actualizarla en una formación continua del mensaje cristiano. En segundo lugar, porque la iniciación cristiana se enfrenta hoy, al menos en los países de cultura occidental, a la dificultad peculiar de que esta cultura por sí misma no es unificadora sino fragmentaria. Existe el peligro de que los adolescentes, jóvenes y adultos en situación de iniciarse en la vida cristiana, no asimilen plenamente el mensaje cristiano organizado en torno a Jesucristo en una catequesis orgánica. De ahí que la catequesis básica o iniciatoria haya de complementarse en el futuro con la catequesis permanente 23. a) Dinamismos evangelizadores de la catequesis iniciatoria en el catecumenado bautismal. La gran intuición de la Iglesia a partir de la década de 1960, movimiento catequético francés y austríacoalemán, Semanas internacionales de catequesis de Bangkok y Katigongo, 1962 y 1964 24 y, en especial, a partir del sínodo episcopal sobre la catequesis, 1977 (MPD 77 y CT, 1979) 25, es haber recuperado la fecundidad educadora del catecumenado bautismal (siglos II-V). En efecto, el catecumenado primitivo es un hecho mayor para la catequesis de todos los tiempos. Un acontecimiento que imprime carácter, que da a la catequesis iniciatoria una marca de buena solera para hacer cristianos y comunidades cristianas vivas. De ahí que la catequesis de la edad de oro del catecumenado sea el paradigma de toda catequesis (cf MPD 8). Por eso, la Iglesia hoy, ante una situación sociorreligiosa con muchos rasgos parecidos a la de los primeros siglos y necesitada de una nueva evangelización (DGC 58c), quiere recuperar los dinamismos evangelizadores sobre los que pivotan la catequesis y los sacramentos de la iniciación en el catecumenado.

El Mensaje al pueblo de Dios, impregnado, en buena parte, de acentos catecumenales (7-15), da nombre a esos dinamismos evangelizadores que fecundan la educación catecumenal: la catequesis es palabra, memoria y testimonio (7-11), tres categorías dinámicas que ponen de relieve otras tantas dimensiones de la catequesis y su mutua articulación. En la tercera parte (MPD 13) aparece una cuarta categoría dinamizadora de la catequesis: «El lugar o ámbito normal de la catequesis es la comunidad cristiana». «La comunidad –dirá la proposición 25 del sínodo– [es] origen, lugar y meta de la catequesis». Estos cuatro elementos, concentrados en el catecumenado bautismal y que dinamizan su catequesis iniciatoria, se identifican con las cuatro grandes mediaciones por las que la Iglesia realiza su tarea evangelizadora en el mundo: la palabra = martyria; la celebración litúrgica = leiturgia; el servicio-testimonio = diakonía, y la comunión en la comunidad cristiana = koinonía. b) Pistas operativas para la complementariedad de la catequesis de iniciación, mediante la catequesis permanente. La educación o catequesis permanente encuentra en estas mediaciones otros tantos cauces o pistas operativas para llevar a cabo su tarea, como sucede en la catequesis iniciatoria dentro del catecumenado bautismal. Hablando de jóvenes y adultos que han culminado su iniciación cristiana tras algún proceso catecumenal o catequesis de inspiración catecumenal: — Algunos alimentarán su vida cristiana con una catequesis permanente, que insista en la Palabra: con el estudio y profundización de la Sagrada Escritura; con la lectio divina; con la profundización sistemática del mensaje cristiano mediante una enseñanza teológica de nivel medio o superior, que les capacite para dar razón de la propia fe, hoy; etc. — Otros realizarán su catequesis permanente poniendo el acento en la liturgia: la catequesis litúrgica que prepara a los sacramentos y favorece un sentido más hondo del propio culto litúrgico, que estimula a la contemplación y al silencio... – Otros desarrollarán su educación permanente en la fe desde el testimonio-servicio: la lectura cristiana de los acontecimientos, en el interior de la propia comunidad cristiana de referencia, desde el evangelio, desde la doctrina social de la Iglesia; la animación de un grupo cristiano en clave de catequesis liberadora... – Otros, en fin, se formarán en una catequesis permanente que insista en la comunión eclesial: una catequesis que acentúe la renovación de la comunidad parroquial como comunión de comunidades, o de la propia comunidad eclesial de base; una formación espiritual que fortalezca la vivencia del propio carisma comunitario...26. En este mismo Diccionario se encuentran verdaderas modalidades de catequesis permanente: las catequesis ocasionales, todas las formas de catequesis liberadora; la revisión de vida, ciertas formas de catequesis familiar en función de los padres, etc. Sin olvidar que la catequesis permanente puede revestir otras formas muy variadas: sistemáticas y ocasionales, individuales y comunitarias (cf DCG 19 final). 2. TODA CATEQUESIS PERMANENTE DEBE SUPONER UNA CATEQUESIS INICIATORIA. «La catequesis fundante (o iniciatoria) no basta, particularmente hoy, para promover a cristianos adultos en la fe, pero tampoco la catequesis será sólo permanente; siempre necesitará un período estrictamente fundante o de iniciación» (Mons. J. M. Estepa). Una de las aportaciones importantes del DGC es precisamente haber recuperado esta catequesis tradicional en la Iglesia desde su nacimiento en forma de catecumenado bautismal; de él vivió cuatro siglos (II-V) con una experiencia innegable de haber promovido a verdaderos cristianos y a auténticas comunidades

cristianas, testimoniales y confesantes, precisamente en los siglos decisivos de implantación de la experiencia cristiana en el mundo. a) La catequesis kerigmática o precatequesis, o de carácter misionero (cf DGC 62), siempre será una tarea de suplencia, quizá frecuentemente necesaria aún en el futuro. Se trata de la relación entre el primer anuncio y la catequesis dentro de la etapa propiamente misionera respecto de los no creyentes o de los religiosamente indiferentes. Son dos formas básicas —mejor, dos funciones— del ministerio de la Palabra, distintas pero complementarias (cf DGC 6la). b) Recuperar la catequesis histórico-bíblica de los santos Padres. Recuperar la catequesis de inspiración catecumenal iniciatoria significa recuperar la catequesis patrística: 1) con su narración (narratio), en tres etapas, de la historia de la salvación: la de las gestas de Dios en el Antiguo Testamento; la de la vida de Jesús y sus misterios, en el Nuevo Testamento, y las intervenciones de Dios en la historia eclesial «hasta nuestros días» (san Agustín) en el tiempo de la Iglesia, hasta la parusía del Señor Jesús. 2) Recuperar la catequesis de los santos Padres es también volver a la explicación doctrinal sistemática (explanatio) de esta historia con las entregas del símbolo de la fe o credo apostólico y del padrenuestro, con todas sus implicaciones morales. 3) Asimismo, es recuperar la catequesis mistagógica que, una vez celebrados los sacramentos de la iniciación, ayudaba a interiorizarlos y gustarlos (cf DGC 129). «Al fundamentar el contenido de la catequesis en la narración de los acontecimientos salvadores, los santos Padres querían enraizar el cristianismo en el tiempo, mostrando que era historia salvífica y no mera filosofía religiosa, y que Cristo era el centro de la historia» (cf DGC 107, nota 12). c) Un lenguaje apto para una catequesis de primer nivel. Según esto, tanto el lenguaje kerigmático, el lenguaje narrativo bíblico-histórico, el sobrio discurso doctrinal de la explanatio o doctrina sistemática del símbolo de los apóstoles y el padrenuestro, así como también el lenguaje simbólico utilizado en la catequesis mistagógica para penetrar —mediante los signos— en el misterio salvador presente en los sacramentos, todos ellos son lenguajes primarios, más adecuados para una catequesis de iniciación, de primer nivel, que una catequesis más conceptualizada, que tiene su punto de referencia en un documento de fe doctrinalmente estructurado, como suele ser un catecismo.

Conclusión Los treinta años largos transcurridos desde el Vaticano II hasta las puertas del tercer milenio han dado a luz orientaciones muy certeras para la promoción de la catequesis, que no estaban recogidas en el DCG de 1971. En este momento se han recogido en el nuevo Directorio de 1997. En el fondo, una de las graves cuestiones que ha reajustado el DGC ha sido el concepto teológico de catequesis, y el criterio que ha elegido, ha sido el criterio de convergencia: cómo colaborar a la nueva etapa que se abre al movimiento catequético en la Iglesia (cf DGC, Presentación de la edición española de Mons. J. M. Estepa, 10), evitando la confrontación de la catequesis de la iniciación y la catequesis permanente. Creemos haber clarificado este criterio de convergencia, que nos lleve a todos los implicados en esta tarea fundamental de la Iglesia a una mayor armonía y fraternidad en favor del reino de Dios en el mundo. NOTAS: 1. Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1968, 44. -2 Para la reflexión que sigue, de carácter histórico, cf A. EXELER, Esencia y misión de la catequesis, Juan Flors, Barcelona 1968, 172-181. –

3. Cf B. MAGGIONI, citado por E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 46-47; DGC 50c. – 4. Cf E. ALBERICH, o.c., 47. – 5. Cf J. DANIÉLOU-R. DU CHARLAT, La catéchése aux premiers siécles, Fayard-Mame, París 1968, 44ss., 64ss., 89ss., 6 125ss., 249ss. – Cf ib 52, 55-56, conclusión; D. GRASSO, Teología de la predicación, Sígueme, Salamanca 1966, 317-318 y 341342; A. EXELER, o.c., 174. — 7. Cf J. AUDINET, Catequesis, Catecismo, Catequética, en RAHNER K. (ed.), Sacramentum Mundi, Herder, Barcelona 1976, 684. – 8. V. ZEZSCHWITZ en A. EXELER, o.c., 175. – 9. Cf SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sum. Theol., III q 71 10 a 4; q 71 a 1 ad 2. – G. WICELIUS, en A. EXELER, o.c., 176, nota 28. – 11. Cf J. AUDINET, a.c. –12. Cf ib, 683-692. – 13. Para esta 14 reflexión, cf A. EXELER, o.c., 176-181. – Cf L. CSONKA, Historia de la catequesis, en BRAIDO P. (ed.), Educar III: Metodología de 16 la catequesis, Sígueme, Salamanca 1966, 140-142. – 15. Cf ib, 197-198. – Cf P. LIÉGÉ, ¿Qué quiere decir «catequesis»? Ensayo de aclaración, Catéchése 1 (1960) 35-42.– 17. Cf E. ALBERICH, Catequesis, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 154-159. – 18. Cf La renovación de la catequesis, en Catequesis y promoción humana, Medellín 1968, Sígueme, 19 Salamanca 1969, 34-35; 18 y 20, y Orientaciones generales 11 y 15. – Bases para una nueva catequesis, Sígueme, Salamanca 1972, 77-78 (traducción retocada). – 20. P. LIÉGÉ, o.c., 19-21. – 21. Ib, 21 final. – 22 J. M. ESTEPA, Conferencia en el Congreso 23 Internacional de Catequesis (Roma, octubre 1997), Actualidad catequética 176 (1997) 88, nota 1 I. – Cf ib. — 24 Cf A. FOSSION,, 25 26 La catéchése dans le champ de la communication, Du Cerf, París 1990, 197-204. – Cf ib, 275-287 y 302. – Cf DGC 71; otras pistas operativas de catequesis permanente, en E. ALBERICH-A. BINZ, Formas y modelos de catequesis de adultos. Una panorámica internacional, CCS, Madrid 1996. BIBL.: AA.VV., ¿Qué es la catequesis? 2, Marova, Madrid 1968 (Artículos de Liégé, Ayel, Daniélou, Van Caster, Loewe, Saudreau, Girault); AA.VV., Catequesis: educación de la fe 3, Marova, Madrid 1968 (Liégé, Arnold, Van Caster, Le Du); AA.VV., III Encuentro nacional de estudios catequéticos: «La catequesis de la comunidad», Teología y catequesis 4 (1983) 529-576; ALBERICH E., Catequesis, en GEVAERT J., Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 154-159; ALCEDO A., La catequesis en la Iglesia. Carpeta 6, SM, Madrid 1990; APARISI A., Invitación a la fe, ICCE, Madrid 1972; AUDINET J., La renovación de la catequesis, en Semana internacional de catequesis: Catequesis y promoción humana, Sígueme, Salamanca 1969; BOROBIO D., Catecumenado, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 131-150; Catecumenado para la evangelización, San Pablo, Madrid 1997; CAÑIZARES A., ¿Qué catequesis? Claves para un perfil de su identidad, Communio 2 (1983) 109-134; COLOMB J., Manual de catequética 1, Herder, Barcelona 1971, 25-82; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Libertad cristiana y liberación, PPC, Madrid 1986; Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia. Notas y comentarios de Jean Honoré, Descleé de Brouwer, Bilbao 1967, 30-68; FLORISTÁN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GINEL A., Un período de clarificación en la catequesis española (1976-1983), Teología y catequesis 35-36 (1990) 347-372; GONZÁLEZ DORADO A., La buena noticia hoy. Hacia una evangelización nueva, PPC, Madrid 1995; JUNGMANN J. A., Catequética, Herder, Barcelona 1966; LÓPEZ J., El problema de la reiniciación en España, en Iniciación al catecumenado de adultos, CEEC, Madrid 1979, DOC 1; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1993; MATOS M., La catequesis como «Traditio evangelii in symbolo», Actualidad catequética 106 (1982) 95-107; MAYMÍ P., Pedagogía religiosa, San Pío X, Madrid 1980; MOVILLA S., Catequesis, en FLORISTÁN C. Y TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, 120-141; PEDROSA V. M., Memoria y prospectiva de la catequesis española. La catequesis en España, hoy, ayer y mañana, en Jornadas «Amigos de Proyecto Catequista», CCS, Madrid 1996, 30-50; RODRÍGUEZ MEDINA J. J., Pedagogía de la fe, Bruño-Sígueme, Madrid-Salamanca 1972.

Vicente W. Pedrosa Arés y Ricardo Lázaro Recalde

CATEQUESIS CON DISCAPACITADOS

SUMARIO: I. Nuestro mundo y la presencia de la debilidad humana. II. El proyecto amoroso de Dios y los débiles del mundo: 1. La vida humana tiene un valor único; 2. En Jesús toda debilidad humana adquiere un rostro nuevo; 3. La Iglesia, comunidad fratemal para toda persona débil. III. La actividad catequética en la comunidad eclesial: 1. Objetivo de la catequesis en ambientes especiales; 2. ¿A quién se dirige la catequesis especial?; 3. ¿Qué mensaje presentar en la catequesis especial? IV. El proceso catequético en el ambiente especial: 1. La pedagogía catequética se inspira en la pedagogía de Dios; 2. La pedagogía catequética se inspira en la manera de actuar de Jesús; 3. Pedagogía de los signos; 4. Pedagogía de la experiencia; 5. La catequesis especial dentro de la organización catequética; 6. La formación de catequistas para ambientes especiales.

I. Nuestro mundo y la presencia de la debilidad humana

Cada vez es más evidente que nuestro mundo no es excesivamente optimista respecto al humilde, al marginado, al discapacitado, al anciano, al pobre en general. La presencia de la debilidad humana desconcierta y llega a ser piedra de escándalo para un mundo que pone su punto de mira en unos valores muy lejanos de estas acuciantes realidades. En estos momentos de tanta competitividad para nuestros pueblos, especialmente en Occidente, se tiene la convicción, cada vez más arraigada, de que en esta carrera vertiginosa sólo subsistirán los más capacitados, los mejor preparados, los más sobresalientes; en definitiva: los fuertes. En los países que decimos más desarrollados se da una lucha sin freno por el tener. Para algunos es la lucha sin fin por la propia subsistencia y por crearse un pequeño espacio dentro de la sociedad. Para otros es la carrera desmedida hacia el éxito y el confort. Sin éxito social no hay sitio, ni trabajo, ni casi identidad personal. Parecería ser que en nuestra actual cultura occidental el gran baremo para poder presentar una digna identidad personal se centrara en la eficacia, en la fuerza, en la belleza, en la especialización a ultranza, en la máxima rentabilidad. La misma educación orienta, no pocas veces, sus esfuerzos hacia la consecución de tales objetivos y hacia la integración masiva en un tal dinamismo, olvidando peligrosamente valores esenciales e imprescindibles para un mínimo desarrollo global del hombre. Miles de seres humanos, entre ellos especialmente los discapacitados, contemplan atónitos esta carrera vertiginosa donde la concreta realidad personal queda olvidada, si no despreciada, en aspectos esenciales de su desarrollo humano y espiritual. Las personas que, por múltiples razones, no pueden seguir esta vertiginosa carrera corren el peligro de sentirse inútiles, desvalorizadas, no queribles, con la sensación de ser un peso para el resto de la sociedad. Este es el doloroso sentimiento y la experiencia diaria de muchos seres que se sienten débiles y frágiles dentro de nuestros grupos sociales. La huida y el refugio en la droga, el alcohol, la delincuencia, la prostitución, la marginación, ponen en evidencia, a su vez, la propia impotencia de una sociedad que se vive autosuficiente. En una lucha tan dura el corazón se endurece y apenas hay sitio para la compasión, la ternura, la comunión y otros valores trascendentales para la verdadera felicidad del hombre. En un mundo así, fascinado por tales valores, atrapado en estos afanes, ¿cuál es el sitio, el espacio, para todos los seres que sufren algún tipo de discapacidad? ¿Quiénes son hoy los discapacitados? ¿Dónde integrarlos, con qué criterios y cómo? Lo que de ordinario llamamos normalidad y normalización ¿es de verdad lo más humano?

II. El proyecto amoroso de Dios y los débiles del mundo 1. LA VIDA HUMANA TIENE UN VALOR ÚNICO. La vida de cada ser humano tiene en el proyecto amoroso de Dios un valor único, original, misterioso. El Dios que se revela a través de la historia de la salvación, es un Dios de vida, se goza en ella, la sustenta, la recrea sin cesar, la ama. Desde las primeras páginas del Génesis, la vida aparece como el máximo don, como lo bueno por excelencia, como algo a gozar y a saborear en la gratitud. La creación misma es una experiencia y una manifestación de esta explosión de vida: «Y vio Dios que era bueno...», se repite de forma reiterada en el primer capítulo del Génesis en esa gozosa contemplación de las maravillas que van surgiendo en la creación.

La vida adquiere un tono original cuando se trata del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó... Y vio Dios todo lo que había hecho y todo era muy bueno» (Gén 1,26-27.31). En este proyecto de Dios, la vida de cada ser humano tiene un valor único, original, misterioso, vida a su imagen. El hombre, cualquiera que sea, puede experimentar que su vida es deseada particularmente por Dios, que está marcada con su sello más personal; puede sentir que Dios se goza de su existencia, de su respiración, de cada latir de su corazón; puede, en fin, verse personalmente reconocido por este Dios que le llama sin cesar a la vida. Nadie como un ser discapacitado necesita esta vivencia profunda de sentir su vida deseada, reconocida, acogida. Nadie como él necesita experimentar que su vida es, de verdad, un gozo para alguien, para personas muy concretas, un gozo para Dios mismo. Para posibilitar este descubrimiento de la presencia amorosa de Dios Padre, la persona que por alguna razón esté herida en su corazón necesita de alguien con quien pueda entablar una relación real, profunda, personal, que acepte ser intermediario en este crecimiento suyo, en este proceso de su despertar. 2. EN JESÚS TODA DEBILIDAD HUMANA ADQUIERE UN ROSTRO NUEVO. La encarnación de Jesús es no sólo un sí pleno y definitivo a la vida, sino la afirmación radical de la dignidad del hombre, la celebración de su ser, de su existencia, de su crecimiento. Todo ser, simplemente por serlo, queda ahí enaltecido, dignificado, reconocido. Jesús en su encarnación está gritando que todo hombre, sea cual fuere su color, su raza, su familia, su capacidad, tiene su valor, su dignidad, su belleza, su importancia. Nadie como Jesús en su encarnación dignifica al discapacitado, lo reconoce, lo valoriza, lo embellece, lo integra, lo normaliza. Como todo hombre, el discapacitado tiene derecho pleno a recibir y experimentar en su vida esta mirada novedosa, restauradora, llena de esperanza de Jesús. No es posible integración alguna que quiera llegar a los aspectos más profundos de la vida del discapacitado si olvida esa valoración radical con la que Jesús dignifica al ser humano y que va mucho más allá de la simple capacidad, de la utilidad, de las posibilidades sociales que un hombre pueda tener. Esta fuerza liberadora de la presencia de Jesús se manifiesta especialmente en el gran acontecimiento de su muerte y de su resurrección (cf CCE 616, 618). Ahí se nos revela el sentido secreto del dolor y del sufrimiento. La debilidad humana y la limitación adquieren un rostro nuevo. En adelante, nuestras heridas interiores y exteriores pueden ser ese lugar original, ese abismo desde el que podemos gritar a Dios y realizar ese encuentro profundo y misterioso con él, convirtiéndose así el sufrimiento en semilla de transformación y de resurrección. Ahí, unidos a Jesús, podemos sentir a Dios como un padre amorosamente presente (CCE 272). Es cierto que todo ello supone un proceso, a veces largo, en el que no faltan la frustración, la rabia, el escándalo, la protesta, hasta llegar a esa aceptación pacífica y sencilla de la realidad. Toda persona que sienta en su propia carne o en su espíritu la debilidad, cualquiera que sea, tiene un derecho radical a descubrir en su vida esta mirada original de Jesús, a sentirse reconocido en ella, a saborearla y percibir su calor. Descubrir la misteriosa presencia de Jesús resucitado es vivir en esperanza la restauración definitiva de toda nuestra humanidad: «Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también

nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23). 3. LA IGLESIA, COMUNIDAD FRATERNAL PARA TODA PERSONA DÉBIL. La Iglesia realiza, al estilo de Jesús, su labor evangelizadora con palabras y con obras, proclamando el evangelio y con el testimonio de su vida: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (EN 18; cf CCE 763-764). Los seres afectados por alguna discapacidad tienen necesidad de encontrar en la vivencia de la comunidad una mirada de comprensión, de bondad, de gozo; la experiencia confiada de sentirse queridos por sí mismos, por lo que sencillamente son. Necesitan una vivencia comunitaria que sea restauradora, reparadora, que les permita encontrar el gozo de ser, de existir, de compartir. Juan Pablo II lo recuerda con precisión refiriéndose a la importancia de su vida afectiva: «La vida afectiva de las personas discapacitadas deberá recibir especial atención... Que puedan encontrar una comunidad llena de calor humano, donde su necesidad de amistad y de afecto sea respetada y satisfecha en conformidad con su inalienable dignidad moral...» (Roma, abril, 1984). Hoy más que nunca, ante los numerosos problemas de marginación en todas sus facetas, nuestras comunidades cristianas están urgidas por este estilo tan novedoso de Jesús de hacerse presentes en medio de la debilidad humana. Frente a los valores de la eficacia, del hiperactivismo, del poder de las ideas, los discapacitados nos revelan el valor de la relación, la riqueza del corazón, el valor de la humildad y de la debilidad aceptada y acogida. Son profetas silenciosos. Es fácil dejarlos de lado, considerarlos inútiles y pasar de largo. Sin embargo, su silencio es una llamada a la vivencia comunitaria, una invitación a la comunión. Es el gran signo del Reino en todos los tiempos: «En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35). La comunidad cristiana universal siempre se ha sentido urgida por la presencia de la debilidad humana. Los cristianos que en los siglos pasados querían vivir según el estilo y la manera de ser de Jesús, levantaban hospitales, escuelas, hospicios, dispensarios, que respondían a las necesidades y urgencias del momento. Ellos percibían con especial clarividencia la presencia de la pobreza y la debilidad en sus múltiples manifestaciones. La catequesis especial para las personas con discapacidad tuvo su gran aliento en los años del Vaticano II y se amamantó y creció con la gran movilización teológica, pastoral y pedagógica que significó su puesta en marcha. Coincidiendo con la creciente sensibilización y atención científica de la sociedad al problema de la discapacidad, el Concilio se refiere explícitamente a la atención especial que deberá dispensarse a las instituciones que se dedican a la educación y asistencia de los minusválidos (cf GE 9). Con frecuencia la voz de la Iglesia ha resonado con alegría y con fuerza para afirmar el lugar escogido que tienen dentro de la misma Iglesia los discapacitados y todas las personas e instituciones que les acompañan1. Así lo expresan en concreto los documentos de los últimos papas. Pablo VI, que «se ha constituido abogado de esta parte tan desfavorecida de la humanidad doliente», con diversos motivos y en diversas ocasiones quiso atraer la atención de todos los cristianos sobre la presencia en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia de un número creciente de niños, jóvenes y adultos, discapacitados o inadaptados. Juan Pablo II ha subrayado también la importancia que tiene para la Iglesia ver en los discapacitados la imagen viva de Cristo redentor de los hombres y la necesidad de una acogida plena en la comunidad cristiana: «Las comunidades cristianas deben ofrecer señales evidentes de credibilidad, a fin de que los hermanos afectados

por una discapacidad no se sientan extraños en la casa común que es la Iglesia» (En el jubileo de comunidades con personas discapacitadas; Roma, 1 de abril de 1984). De igual modo lo expresan las conferencias episcopales de los distintos países. La Conferencia episcopal española, desde su XVIII asamblea plenaria, viene insistiendo explícitamente en la necesidad de que la pastoral de la Iglesia tome en consideración las exigencias y necesidades de los niños, jóvenes y adultos discapacitados o marginados, dedicando personas y medios para su atención. Insiste en la importancia de integrarlos en la comunidad cristiana, ayudándoles a evolucionar religiosamente. Su vida, aunque limitada, merece todo el respeto de la comunidad de los creyentes. Considera pastoralmente urgente organizar la educación religiosa en este ámbito, preparar a catequistas y sacerdotes especializados y nombrar delegados diocesanos que se ocupen de toda esta realidad (cf Orientaciones pastorales y pedagógicas de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, Atención a los minusválidos en la Iglesia y en la escuela 1986). También en otros países latinoamericanos, los documentos eclesiales han ido reflejando este camino, manifestado ya por la experiencia de las comunidades parroquiales, diocesanas y nacionales sobre la catequesis de las personas con discapacidad y de sus familias, así como de la formación de sus catequistas y demás agentes pastorales. Las intuiciones, deliberaciones y propuestas de algunos encuentros catequísticos (entre los que se destaca el I Congreso catequístico nacional, celebrado en Buenos Aires del 14 al 17 de agosto de 1962), fueron como el inicio de una serie inagotable de profundización, maduración y consolidación de una pedagogía catequística cada día más cercana a la pedagogía de la revelación, de la celebración litúrgica, de la experiencia de lo cotidiano, de la expresión simbólica (cf Conferencia episcopal argentina, Buenos Aires, 30 de agosto de 1967).

III. La actividad catequética en la comunidad eclesial 1. OBJETIVO DE LA CATEQUESIS EN AMBIENTES ESPECIALES. La catequesis es un elemento muy señalado dentro del proceso total de la evangelización. Tiene un carácter propio, es un período de enseñanza y de madurez. Cf Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, 23; Directorio general para la catequesis (DGC), de 1997, 63. «Es la etapa o período intenso del proceso evangelizador, en la que se capacita básicamente a los cristianos, para entender, celebrar y vivir el evangelio del Reino, al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial, y en el anuncio y difusión del evangelio. Esta formación cristiana, integral y fundamental, tiene como meta la confesión de la fe» (CC 34). Todo cristiano, sean cuales fueren sus posibilidades o limitaciones, tiene derecho pleno a encontrar en la comunidad cristiana la posibilidad de poder vivir este período intenso, más o menos largo, durante el cual pueda gozosamente descubrir, experimentar, celebrar y vivir este mensaje de Jesús (cf DGC 167-170). No existe un objetivo distinto para la catequesis en ambientes especiales, a pesar de que su realización exija otro ritmo, otras modalidades y formas de hacer. En el ambiente especial, como en los ambientes ordinarios, la catequesis pretende despertar la fe, alimentarla, educarla, llevarla hacia su madurez. La catequesis es una iniciación para todo cristiano, no sólo en la doctrina, sino también en la vida, en la liturgia de la Iglesia y su misión en el mundo: «La catequesis ilumina y robustece la fe, anima la vida con el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alienta a una acción apostólica» (GE 4; cf DGC 67-68). Se trata de una experiencia vital en la que las capacidades intelectuales van a jugar, para el que las posea, un papel importante, pero no el único. De ninguna forma en la catequesis puede ponerse

el acento exclusivamente en los aspectos del entender, destinándola únicamente a los capacitados intelectuales. Si la comunidad cristiana, aunque sólo sea de forma inconsciente, pusiera determinados límites a este nivel, no tendrían cabida en ella los más sencillos de nuestra sociedad, los más limitados a nivel intelectual, sobre todo los discapacitados más profundos. Bien es verdad que los modos y formas de hacer a niveles metodológicos habrán de ser en algunos casos muy especiales y nos van a exigir gran creatividad e imaginación, a la vez que un profundo conocimiento de su personalidad y de sus dificultades concretas. «La catequesis especial se propone llevar a cada hermano diferente la alegría de vivir la preferencia de Dios; de vivir el espíritu de las bienaventuranzas de las que están tan cerca. Se propone integrar de verdad a los pobres en el seno de la comunidad eclesial, tal como son, pequeños y limitados, mostrando silenciosamente que la iniciativa es siempre de Dios; que sin él nada somos ni podemos, para que también ellos ejerzan su misión profética, frente a un mundo cada vez más lleno de sí mismo, autosuficiente y altanero, acostumbrado a los éxitos, y que juzga inútil lo que no es eficiente» 2 (DCG 91; cf DGC 189). El hombre es no sólo un ser racional, sino también un ser en relación. Es decir, crece, se desarrolla, se estructura como identidad personal en la relación. El complejo proceso de la identificación, incluida la identificación cristiana, se realiza dentro de significativas relaciones interpersonales necesarias e insustituibles. Se trata de un crecimiento progresivo que apunta hacia una cierta madurez, pero cada uno a su paso, a su ritmo, sintiendo un profundo respeto hacia las posibilidades de la persona, que es, en definitiva, la máxima responsable en el recorrido de su camino: «Se precisa, en primer lugar, una gran estima por la vida humana, en sí misma, una arraigada convicción de la dignidad trascendental de la persona, aun cuando su inteligencia esté tan poco desarrollada que parezca a veces inexistente. Se precisa también una compasión y una paciencia ilimitadas, un arte y una técnica terapéutica y pedagógica muy avanzados»3. 2. ¿A QUIÉN SE DIRIGE LA CATEQUESIS ESPECIAL? Toda catequesis se hace desde la comunidad y para la comunidad cristiana. Sin embargo, van a existir en dicha comunidad necesida des que exigirán una presencia, un apoyo y unas maneras pedagógicas de hacer originales (DGC 189). La catequesis especial se dirigirá a todos aquellos cuya realidad existencial se caracteriza por la presencia de dificultades extraordinarias, y su modo de ser, de existir o de relacionarse se encuentra particularmente afectado. Se dirigirá a los más débiles que no pueden, por sí mismos, seguir el ritmo normalizado de la comunidad. Para entendernos, podríamos llamar discapacitada a cualquier persona que, dada su especial condición física, psíquica o social, necesita modos particulares de presencia, de relación, de apoyo, de asistencia, de educación, de atención pastoral. Las clases de inadaptación pueden ser muy variadas. Las causas pueden ser múltiples. Podemos distinguir diversos tipos de discapacidad: a) Los enfermos graves a niveles físicos, los discapacitados sensoriales, y todos los que padecen minusvalías severas en el estado psicomotor. En todos ellos van a tener gran importancia los trastornos psíquicos asociados a dichas discapacidades. b) Por razón de su estado psíquico llamaríamos discapacitados a un amplio grupo de personas, desde las que sufren neurosis graves con claras y manifiestas dificultades para tener una buena relación con la realidad de su entorno, hasta las que padecen psicosis más severas, las que viven el mundo de la esquizofrenia y del autismo, donde la interpretación, el dominio y vivencia de la realidad estarían distorsionados y casi o totalmente ausentes.

También por su estado psíquico encontramos un grupo social con grandes dificultades para la convivencia, con rasgos claramente psicopáticos en la estructura de su personalidad, conocidos en nuestra sociedad con el nombre de delincuentes y predelincuentes, cuya violencia y agresividad preocupan especialmente en la actualidad a nuestra comunidad internacional. Son personas que, dados los enormes condicionantes que han vivido en su historia personal, experimentan grandes dificultades para la convivencia familiar y social, para la escolaridad, para una vida normalizada, a la vez que plantean graves y angustiosos interrogantes a los padres, a los educadores, a los catequistas, a la Iglesia, a la sociedad entera. Ante tanta dificultad, y condicionados por nuestra propia ansiedad, corremos un cierto peligro de catalogarlos rápidamente como niños o jóvenes de mala voluntad, asociales, perezosos, malos. A este amplio grupo de personalidades psicopáticas habría que añadir también muchos drogadictos, alcohólicos, y muchas personas que manifiestan graves dificultades en la vivencia de su sexualidad. Personalidades todas ellas, desde el punto de vista psíquico, complejas, y por lo general muy carenciales y desestructuradas en su mundo interno. Nadie ignora que se trata de un gravísimo problema de nuestro tiempo, ante el que la sociedad y en especial sus responsables sienten una enorme impotencia, dada la poca eficacia de sus esfuerzos. Las consecuencias son enormemente destructivas, su recuperación es difícil y costosa; en algunos casos, imposible. La prevención se plantea como el camino de la máxima urgencia. Dentro de este amplio grupo de discapacidades psíquicas tampoco podemos olvidar los numerosos casos de inadaptación, fruto de esta contradictoria sociedad en la que vivimos: niños y jóvenes marcados muy severamente por la marginación social, por el abandono, por los castigos familiares (es creciente el número de niños maltratados en sus propios ambientes), por los graves traumas que padecen en sus propios contextos sociales. Luego se les llamará niños o jóvenes caracteriales. Merece una especial atención dentro de las discapacidades psíquicas la discapacidad mental. Sin duda, la catequesis deberá dedicarle un lugar privilegiado. La enorme complejidad de factores involucrados en este tipo de discapacidades nos obliga a rechazar todo concepto estereotipado de las mismas y a huir de una definición exhaustiva y unitaria. Teniendo en cuenta la originalidad individual de cada caso podríamos decir que existen tantas discapacidades como discapacitados. Cada uno tiene su peculiar modo de ser. La discapacidad mental «hace referencia a limitaciones sustanciales en el funcionamiento actual. Se caracteriza por un funcionamiento intelectual significativamente inferior a la media, que generalmente coexiste junto a limitaciones en dos a más de las siguientes áreas de habilidades de adaptación: comunicación, autocuidado, vida en el hogar, habilidades sociales, utilización de la comunidad, autodirección, salud y seguridad, habilidades académicas funcionales, tiempo libre y trabajo. El retraso mental se ha de manifestar antes de los 18 años de edad». Dicha definición, adoptada por la Asociación americana sobre el retraso mental (AAMR), representa la concepción del retraso mental que ha estado vigente de modo más generalizado en estos últimos años. Está basada en un enfoque multidimensional que pretende ampliar el concepto del retraso mental, evitar la confianza depositada en el Cociente intelectual como criterio para asignar un nivel de retraso mental y relacionar las necesidades individuales del sujeto con los niveles de apoyo apropiados4. Esto nos sitúa ante personas que padecen desde una discapacidad profunda, con imposibilidad de llegar a la palabra escrita o hablada y, en muchos casos, con la apariencia de ser incapaces de establecer cualquier tipo de relación con los demás, hasta la discapacidad mental ligera que algunos identifican con la dificultad de acceder a la abstracción, al pensamiento formal y al razonamiento.

Sin embargo, la discapacidad mental no se reduce a una edad mental, ni siquiera a un Cociente intelectual. La experiencia y el contacto con los discapacitados mentales nos lleva a considerarlos como unos seres humanos con sus inagotables riquezas, sus recursos imprevisibles y sus desconcertantes contradicciones. De ahí su forma peculiar de aproximarse a sí mismo, al mundo, a sus semejantes y a su experiencia de Dios. El discapacitado mental, de ordinario, ha tenido dificultades en el desarrollo de la percepción, de la inteligencia, de la verbalización, de la afectividad, en todo el importante proceso de la simbolización. A la hora de acercarse a la realidad difícilmente llega a verla como una unidad dentro de la diversidad, como una síntesis. Percibe cosas, personas, pero no llega a descubrir, o al menos lo hace en proporción muy reducida, su sentido complejo y diverso. Tiene dificultad, sobre todo, para llegar a una significación más interior, quedándose fácilmente en el nivel de lo concreto, lo tangible, lo material. Se le escapa también la estructura del tiempo; vive el presente. La noción de antes y después la percibirá como una enorme globalidad. La capacidad de verbalización será muy limitada, presentando a veces serios problemas de lenguaje. De igual modo aparecerán las dificultades para el aprendizaje, no pudiendo seguir un proceso normal ni en cantidad ni en calidad. Su ritmo de asimilación y reacción será lento. Los aspectos afectivos manifestarán la misma falta de madurez y estructuración. Su personalidad psíquica es débil, poco diferenciada; distingue mal sus propios sentimientos y es poca su fortaleza psíquica ante la angustia, la culpabilidad, el temor. En muchos casos vive a expensas de sus estímulos y de las reacciones de su entorno, buscando siempre la presencia cariñosa y tierna que ofrezca acogida y seguridad. De igual forma aparece su debilidad psíquica ante tendencias tan vitales como su instinto sexual. El discapacitado se mostrará siempre muy dependiente de los demás, indefenso y con gran necesidad de relaciones interpersonales espontáneas, serias y sinceras, donde se sienta acogido, valorado e integrado y donde pueda expresar sus capacidades de relación y comunicación. En síntesis, podemos decir que la diversidad de situaciones personales, familiares y sociales de la vida de la persona con discapacidad forma parte de la catequesis', y que cada una de esas situaciones es lugar de resonancia de la palabra de Dios en su propio lenguaje, modalidad y expresión, donde el sujeto activo de esta catequesis pase de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas... más humanas, por fin, y especialmente, la fe 6. 3. ¿QUÉ MENSAJE PRESENTAR EN LA CATEQUESIS ESPECIAL? Respecto al contenido doctrinal de la catequesis no podemos pensar en un contenido para el hombre llamado normal y otro distinto para el discapacitado (cf DGC 111). Sin embargo, en los ambientes más especiales vamos a tener la urgencia constante de preguntarnos qué es lo básico y nuclear del mensaje de Jesús. Siguiendo el criterio pastoral que se suele emplear en los ambientes más sencillos, debemos saber distinguir claramente lo esencial del mensaje de Jesús de lo más accidental, lo más importante de lo que es sencillamente relativo, lo imprescindible de aquello que podemos dejar por ser secundario (cf DGC 114-115). En el mensaje de Jesús no todo tiene la misma importancia, la misma fuerza, la misma urgencia. Hay realidades fundamentales de las que progresivamente y en forma de espiral se va desprendiendo todo el resto. De ahí la necesidad constante de sintetizar, de globalizar en torno a estos núcleos fundamentales, tanto cuanto la realidad concreta de las personas lo exija. Esto sólo

será posible si el catequista tiene una visión clara y sencilla de las realidades esenciales y básicas de la revelación que el Padre nos ha hecho a través de Jesús. Ser fieles a lo esencial sería ir promoviendo un proceso catequético que nos lleve lentamente al reconocimiento amoroso de los acontecimientos fundamentales a través de los cuales Dios Padre se hace especialmente presente: a) Descubrimiento gozoso de Dios como Padre, que nos quiere, nos cuida y nos invita a experimentar la alegría de sentirnos hijos. La creación y la vida son el gran regalo de Dios. b) Encuentro con Jesús: está vivo entre nosotros, pasó por la vida haciendo el bien, dio la vida en la cruz y resucitó por todos los hombres. María es la madre de Jesús y madre nuestra. c) Experiencia gozosa de la presencia del Espíritu de Jesús, que nos ilumina y fortalece, a la vez que anima a la creación entera. d) Participación alegre en la Iglesia, como comunidad de amigos y de hermanos, donde Jesús se hace especialmente presente en la celebración de los sacramentos. En la eucaristía Jesús se hace nuestro pan, nuestro alimento. La oración del padrenuestro condensa la esencia del evangelio. e) Descubrimiento progresivo de la invitación de Jesús a parecernos a él en nuestra vida, especialmente en el amor a los sencillos y necesitados. f) Vivencia gozosa de esa espera de Jesús, cuya presencia se nos manifestará más allá de la

muerte. Estas realidades esenciales, que podemos vivir y recrear como el centro de nuestra fe, cada uno puede descubrirlas segun su ritmo evolutivo, según sus propias posibilidades, a la vez que pueden expresarse de un modo personal, sin caer de ninguna forma en la complejidad y en la abstracción difícil. El descubrimiento de estos contenidos deberá realizarse siguiendo el proceso de maduración de cada persona, que en el ambiente especial, y en concreto con los discapacitados mentales, no coincide necesariamente con la edad cronológica, sino más bien con su grado de madurez y sociabilidad (cf DGC 118). Dicho proceso puede realizarse en varias fases o etapas, que se irán desarrollando de forma concéntrica e integradora, como en una suave espiral, sin estar apremiados por edades cronológicas cumplidas o por contenidos que se exijan para ser aprendidos. Se trataría de un auténtico proceso catequético, entendido como un período intensivo de formación cristiana integral y fundamental (cf CC 34), desarrollado a lo largo de un tiempo determinado, y a través de diversas etapas vitales (cf CC 236; CCE 53). Dicha catequesis exige un cuidado especial donde se respete la ley fundamental de la fidelidad a cada hombre y a todo el hombre, a su situación, a su historia, a sus heridas y cicatrices, a sus lenguajes, a sus dialectos siempre personalísimos y originales. Esta necesaria fidelidad a cada hombre, a sus diversas etapas y situaciones de la vida, torna a la catequesis en fuente de riqueza e inspiración para todo tipo de resonancias en el corazón de todos, y especialmente en el corazón de los sencillos. La catequesis de personas con discapacidad, lejos de ser lugar de limitaciones y dificultades, experimenta con más fuerza esta riqueza y nos permite afirmar que sería más apropiado hablar de la originalidad de esta catequesis que de su especialidad.

Estas etapas o fases, tal como aparecen en las orientaciones pastorales y pedagógicas de la Comisión episcopal española de enseñanza y catequesis, en Atención a los minusválidos en la Iglesia y en la escuela (1986), pueden reducirse a las siguientes: despertar religioso, iniciación sacramental y síntesis de la fe cristiana. Nos referiremos especialmente a las dos primeras, ya que la etapa correspondiente a la síntesis de fe, cuando puede darse, sigue las orientaciones propias de un ambiente normalizado. a) El despertar religioso. Esta básica iniciación cristiana reviste los sencillos caracteres de un despertar, de un abrir los ojos y el corazón a todo el mundo de lo religioso, un despertar a ese sentimiento o presentimiento de Alguien misterioso, pero real y presente, distinto de los padres. Es evidente que esta primera iniciación ha de hacerse fundamentalmente en el seno de la familia7, envuelta en las afectivas relaciones de los seres queridos, como por ósmosis, y a través de ese delicado e importante proceso de identificación. «El niño pequeño recibe de sus padres y del ambiente familiar los primeros rudimentos de la catequesis, que acaso no serán sino una sencilla revelación de Dios, Padre celeste, bueno y providente, al cual aprende a dirigir su corazón» (CT 36; cf DGC 226, 255). Entre las personas sencillas, fundamentalmente en el contexto de la discapacidad, la simbolización de Dios se realizará a través de los lazos familiares, de los padres fundamentalmente. La experiencia familiar va a ser definitiva para esa pre-comprensión vivencial de la experiencia religiosa. La confianza básica experimentada y sentida en el contexto familiar, las experiencias gratas de gozoso reconocimiento, de aceptación, de valoración, van a ser como el terreno abonado, idóneo y necesario, donde despierte y aflore ese germen de confianza y de fe religiosas, si a su vez se vive allí una atmósfera espontánea, acogedora de la presencia de Dios como Padre (cf DGC 178, 226-227). Incluso los discapacitados más severos pueden vivir de alguna forma este misterioso proceso de identificación, en el que van a llegar a un conocimiento vivencial de realidades esenciales de nuestra fe, más allá de toda comprensión intelectual. Cuando esta atmósfera no se da, el despertar religioso en este contexto, va a quedar seriamente deteriorado y surgirán enormes dificultades para poder suplirlo. Todo trabajo pastoral en estos ambientes especiales, centrado únicamente en los hijos, al margen del ambiente familiar, será un trabajo con garantías de muy poca solidez. Es necesario encontrar modos, cada vez más imaginativos, de integración de las familias con miembros discapacitados en diversos movimientos y asociaciones, a fin de que su apertura ayude a acoger, evangelizar y acompañar procesos de fe de otras familias (cf CC 245-246). b) La iniciación sacramental. La iniciación sacramental está destinada a todos los miembros de la comunidad cristiana, sin excepción (cf DGC 70-85). Uno de los grandes desafíos que tienen hoy nuestras comunidades cristianas es cómo integrar a las personas discapacitadas en la vida comunitaria y sacramental. La experiencia nos dice que las personas con discapacidades mentales profundas se sienten transformadas al participar en una comunidad de fe, a la vez que transforman a la misma comunidad. Lamentablemente, en la integración y participación litúrgica se producen las mayores carencias de la vida eclesial. Todavía no encuentra los lenguajes adecuados para asumir que la comunidad es en sí misma diversa y plural, y que la participación comunitaria implica necesariamente una gran fidelidad a esa diversidad y pluralidad de personas.

La iniciación sacramental, en el contexto de la discapacidad mental, no se fundará especialmente en el criterio de su capacidad intelectual o de su posibilidad de razonar, sino en su calidad de relación. Todo hombre, sea cual fuere su capacidad de razón o de abstracción, es un ser en relación, con posibilidad de expresar, a su modo, especialmente de forma simbólica, sus contenidos internos: sus afectos, su confianza, sus deseos más profundos. La mediación simbólica, con su peculiaridad de conectar con los espacios más inconscientes y profundos del hombre, ofrece al discapacitado mental, incluso profundo, esta posibilidad de relación y de conocimiento, que hará posible una participación peculiar y original en el seno de una comunidad que ella misma viva y exprese esta experiencia de comunicación. En este contexto las pequeñas comunidades de fe, alentadas por la propia parroquia, son de un gran valor para estimular y hacer posible esta experiencia de fe y de fraternidad, aun en los más sencillos de la comunidad. Ahí será posible una cuidadosa preparación, empleando espacios de tiempo más largos y acentuando la atención personal. c) El sacramento de la eucaristía y la discapacidad mental. Nuestras comunidades cristianas siempre se han interrogado sobre los criterios a tener en cuenta para que una persona con una discapacidad mental más o menos severa o profunda pueda acceder a la eucaristía, es decir cuándo y bajo qué condiciones puede realizar la primera comunión. Es una cuestión antigua que ha sido objeto de una cierta regulación jurídica en la historia de la Iglesia. Durante los primeros siglos no se habla de incapacidad para comulgar sino de indignidad para recibir al Señor (1Cor 11,28). A partir de los siglos XII y XIII se va haciendo unánime el criterio de la necesidad de uso de razón para acceder a la comunión. El decreto Quam singulari, de Pío X, iría orientado en esta misma línea al exigir el comienzo de la edad de razón para la primera recepción de la eucaristía. El Código de Derecho canónico al tratar de la admisión a la eucaristía dice concretamente: «Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohíba puede y debe ser admitido a la sagrada comunión» (CIC 912). Al referirse a la admisión de los niños a la primera comunión, además de un suficiente conocimiento, exige la necesidad de una preparación cuidadosa, sin olvidar el nivel de capacidad de cada uno: «Para que pueda administrarse la santísima eucaristía a los niños, se requiere que tengan suficiente conocimiento y hayan recibido una preparación cuidadosa, de manera que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y con devoción» (CIC 913). Sin duda, estos criterios han de tenerse en cuenta en todo lo que se refiere a los discapacitados mentales, incluso profundos, y de forma general para todas aquellas personas con algún tipo de inadaptación. Sin olvidar, sin embargo, que la palabra conocimiento no se refiere solamente a una comprensión mental o un saber razonado, sino que tiene un sentido más amplio y profundo. Podemos conocer por medio de la inteligencia y sus finos procesos de abstracción, pero también por medio de los sentidos, de la sensibilidad, de los afectos, de la intuición. ¿En qué signos podemos reconocer la aptitud para este conocimiento tan original, cuando se trata de personas con discapacidades mentales, incluso a niveles profundos? En primer lugar, en su deseo. Deseo que puede ser expresado de múltiples formas y maneras; a veces con un sencillo gesto, entendido en esa relación estrecha con las personas a quienes ama y con quienes vive su experiencia de fe. El proceso de identificación es aquí de suma importancia.

Puede ser reconocido también en su sentido de lo sagrado, manifestado en su postura, en sus gestos, en su comportamiento, en la calidad de su relación. Frecuentemente el deficiente mental no tiene palabras para expresar la diferencia entre el pan ordinario y el pan de Dios, pero puede manifestar que conoce esta diferencia por su actitud, por su mirada, por la calidad de su silencio, por su empatía en la vivencia de la celebración comunitaria. Cuando el discapacitado mental forma parte de una comunidad de fe, que celebra festivamente la eucaristía y se siente acogido y valorado en su seno, es normal que surja en él el deseo de comulgar. La familia, los catequistas, el sacerdote, la comunidad en la que está integrado, deben alimentar este deseo y preparar con sumo cuidado esta iniciación cuando el deseo existe. Toda persona que sea capaz de una mínima relación interpersonal tiene abierta esta vía de un conocimiento profundo y original, que puede suscitar ese sentimiento interior, que va más allá de toda comprensión puramente racional. En ese contexto, es evidente la importancia que tiene el sentido comunitario de la eucaristía. En la mayor parte de los casos, la posibilidad de comulgar que tienen los discapacitados mentales está en íntima relación con su inserción comunitaria, que depende tanto de su capacidad para tener una mínima relación interpersonal como de la capacidad de la comunidad cristiana para acogerlos. La importancia de la asamblea de creyentes que rodea al sujeto del sacramento es tan grande, que en ocasiones sólo ella, y no el sujeto, es consciente del acto que realiza. Así sucede en el bautismo del recién nacido, o en la unción de un agonizante ya inconsciente. Este carácter comunitario no deja de tener su sentido profundo en el caso de la comunión de los discapacitados profundos, en cuanto que tal acto sacramental manifiesta que los hombres son llamados y salvados por Dios en comunidad. La eucaristía es el sacramento por excelencia de la fraternidad y del amor. Son los padres y el sacerdote, convenientemente asesorados por las personas que atienden al discapacitado (catequistas, educadores, médicos, psicólogos, la comunidad en la que participa) quienes han de juzgar sobre el momento oportuno de recibir la primera comunión y la frecuencia de las comuniones sucesivas.

IV. El proceso catequético en el ambiente especial El proceso catequético en el ambiente especial, y particularmente con los deficientes mentales, no es radicalmente distinto del proceso que se realiza en la catequesis normal. La atención a la experiencia, a los métodos activos, a la dinámica de la inducción, a la presencia de la comunidad, a la importancia de la relación, a la mediación simbólica, es propio de toda catequesis (cf CT 51; DGC 148-153). En el ambiente especial, sencillamente, se vivirá todo ello con más radicalidad y con enorme creatividad y originalidad, dando testimonio constante a la comunidad cristiana de lo que es una catequesis viva, concreta, experiencial, creativa, que se centra sin cesar en lo esencial del mensaje de Jesús. 1. LA PEDAGOGÍA CATEQUÉTICA SE INSPIRA EN LA PEDAGOGÍA DE DIos. En la dinámica del movimiento catequético se vive como algo evidente, y a la vez original, que la pedagogía catequética se inspira constantemente en la misma pedagogía divina, expresada en la historia de la salvación. Al revelarse a los hombres, Dios ha empleado una pedagogía que constituye el modelo de referencia para toda catequesis: «Dios mismo, a lo largo de toda la historia sagrada, y principalmente en el evangelio, se sirvió de una pedagogía que debe seguir siendo el modelo de la pedagogía de la fe» (CT 58; DCG 33; DGC 139).

Entre los rasgos más sobresalientes de esta pedagogía divina encontramos, en primer lugar, un Dios que, de forma gratuita, viene al encuentro del hombre, se pone en relación con él, lo acompaña en su historia, se hace su compañero de camino. La originalidad de su presencia nos sorprende por su don, su amoroso respeto, su condescendencia hacia el hombre: «Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita» (DV 13). Todo ello sitúa a la pedagogía catequética bajo el signo de la pedagogía del encuentro, de la relación, de la experiencia interpersonal, del don, de la gratuidad, de la valoración, de la oración confiada, de la presencia del Espíritu, de la permanente creatividad. La catequesis especial ha de ser fiel a este modo de hacer de la pedagogía divina. Pedagogía que trasciende de modo radical el lenguaje exclusivamente racional y se abre a una visión más amplia y global de todo el hombre en su proceso personal e histórico. Sin esta fidelidad al modo de hacer de Dios la catequesis especial se queda sin perspectiva, sin camino, sin salida. No es posible. 2. LA PEDAGOGÍA CATEQUÉTICA SE INSPIRA EN LA MANERA DE ACTUAR DE JESÚS. La pedagogía de Dios a través de la historia de la salvación es ante todo una pedagogía de encuentro, de presencia original: llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a la humanidad a su Hijo, Jesucristo, que constituye la viva y perfecta relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De él recibe la pedagogía de la fe «una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia (y por tanto para la catequesis): la fidelidad a Dios y al hombre, en una misma actitud de amor» (DGC 140, 145). Jesús, a través de su presencia, su palabra, sus signos, sus obras, manifiesta los rasgos fundamentales de su pedagogía: la acogida del otro, en especial del pobre y del pequeño, su estilo de amor, tierno y fuerte, que opta radicalmente por la liberación y por la vida, su manifestación y expresión que engloba múltiples lenguajes: la palabra, el silencio, las imágenes, las parábolas, la metáfora, los gestos del cuerpo, la mirada, el contacto. El discapacitado mental, en concreto, necesita la presencia real de alguien que está, a quien puede ver, tocar, escuchar, saborear, de quien puede percibir su contacto, su calor, su fe sencilla pero vigorosa. Los padres, los catequistas, los educadores, conocen bien la fuerza de tal relación. Sin dicho clima difícilmente se acogerá ningún tipo de mensaje; con él, será posible la comprensión experiencial, incluso de contenidos profundos. Se requiere; pues, en los ambientes especiales una calidad de presencia que, privilegiando los aspectos afectivos, facilite un clima de oración, de silencio, de contemplación, donde se desarrolle con cuidado el oído interior de cada persona para hacerse sensible a la palabra y a la acción de Dios en lo más profundo de su corazón. Todo este contexto de vivencia relacional, afectiva y amistosa, proporcionará a la catequesis un clima de calma, de paz, de bondad, de belleza, de alegría espontánea. Toda la metodología, en definitiva, quedará impregnada de esta original actitud. En la catequesis especial las actitudes del catequista, los materiales que se empleen, el ritmo que se imponga, las exigencias que se manifiesten, han de estar impregnadas de esta amorosa condescendencia de Dios Padre con el hombre, en especial con las posibilidades de los débiles y los sencillos (cf DGC 146). No se trata de hacer más complicada la catequesis especial. Dios habla desde lo ordinario y se revela al hombre con sumo respeto, con sencillez (cf CC 215). El lenguaje ha de ser, pues, sencillo, claro y contundente, como en toda buena noticia. El clima, de silencio y oración, que permita «desarrollar el encuentro catequético en fraterna alegría». Que el material didáctico no sea

excesivo ni rebuscado. La amistad sincera y profunda con las personas discapacitadas, la cercanía cordial, la escucha atenta a cada una de sus palabras, sus gestos y actitudes, será, en definitiva, la condición para una genuina relación catequética. 3. PEDAGOGÍA DE LOS SIGNOS. La catequesis ha dado siempre suma importancia al lenguaje de los signos, a la expresión simbólica, a esa mediación visible o sensible que hace presente otra realidad menos visible, pero de ordinario más profunda, más interior, más rica (cf CC 217). La verdadera expresión simbólica está mucho más cerca del hombre sencillo de lo que podemos imaginar. Le es más accesible que el camino del lenguaje abstracto, tan habitual en nuestra cultura occidental. A medida que el lenguaje se ha ido conceptualizando y ha ido adquiriendo la riqueza de la precisión y de la síntesis, ha ido perdiendo parte de su primitiva riqueza, de su fuerza emocional, del vigor de sus componentes afectivos. Es preciso que los ambientes especiales den suma preponderancia a esta pedagogía de las mediaciones y de los signos, que conectan más directamente con el inconsciente personal y colectivo, y con las experiencias afectivas más profundas y universales del hombre y de su cultura. La liturgia cristiana ha sabido recogerlas e iluminarlas con enorme sabiduría a través de toda su tradición. Los discapacitados mentales van a estar especialmente abiertos a este lenguaje del signo, del gesto, del símbolo, para expresar toda la riqueza de su mundo interno. Su forma de razonar irá más por una vía de asociación afectiva y de intuición que por el camino del discurso y del silogismo. Su expresión estará mucho más ligada a lo concreto, a lo espontáneo, a lo afectivo, a lo corporal, a lo gestual, a la imagen sencilla y cercana. Para algunos discapacitados, el hecho de hablar puede suponer, incluso, una enorme dificultad. Sin embargo, no son indiferentes al gesto, al tacto, a los sonidos, a la mirada, a la música. El cuerpo en su totalidad es un magnífico instrumento de expresión. El lenguaje simbólico8 va a estar muy dependiente de la expresión corporal. Las actitudes más interiores de apertura o de cerrazón, de seguridad o de miedo, de tristeza o de alegría, se manifiestan en todo el cuerpo, especialmente en las zonas más expresivas: el rostro, la mirada, el gesto. En la catequesis con discapacitados es necesario conocer más a fondo las enormes posibilidades de la expresión corporal. Liberar esta expresión, encauzarla, abandonar las actitudes estereotipadas y fijas, buscar el entendimiento entre el sentimiento y la expresión del cuerpo o del gesto, es disponerse al encuentro, a la acogida, a la comunicación, con todas las posibilidades que ofrece el ser humano. El cuerpo, los gestos, los movimientos, el juego, el canto y la danza, posibilitan que el niño o el joven con discapacidad vivencie con mayor profundidad y claridad su religiosidad. Siguiendo esta fidelidad a la pedagogía de los signos, se utilizará con especial interés en los ambientes especiales el método inductivo que, a la vez que da gran importancia a lo concreto y a lo experiencial, lleva del hecho al misterio, de lo visible a lo invisible, del signo a lo trascendente, «ofrece grandes ventajas y es conforme con la economía de la revelación» (DCG 72; DGC 150). La pedagogía de los signos es la pedagogía por excelencia para toda catequesis en donde las capacidades intelectuales han quedado dañadas o disminuidas por diversas razones, encontrando la riqueza interior y misteriosa del hombre otras vías de expresión que le permitan ver las cosas con una mirada nueva, con unos ojos nuevos: con la luz de la fe (cf CC 219).

4. PEDAGOGÍA DE LA EXPERIENCIA. En el acto catequético se integran varios elementos que se reclaman mutuamente sin que puedan prescindir los unos de los otros: la experiencia cristiana, la palabra de Dios, la expresión de la fe (cf CC 221). La catequesis especial ha de saber conjugar, con suma creatividad, dichos elementos dentro de su proceso, sin perder de vista la flexibilidad de su presentación y la particularidad de su ritmo. En dichos ambientes se ha de privilegiar la experiencia como medio extraordinario de conocimiento y de expresión. En la medida en que mejor se conecte con esa experiencia, ya sea personal, familiar, religiosa o social, mejor se abrirá a ser fecundada e iluminada por la palabra de Dios. La experiencia humana no está en contradicción con el evangelio. Al contrario, entre ellos hay un lazo indisoluble, ya que el evangelio se refiere al sentido último de la existencia para iluminarla, juzgarla y transfigurarla: «No hay que oponer una catequesis que arranque de la vida a una catequesis tradicional, doctrinal y sistemática. La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación... Pero esta revelación no está aislada de la vida, ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22). Si queremos que la palabra de Jesús llegue al corazón del hombre sencillo, es necesario llegar a su ser más profundo, donde su existencia puede recobrar sentido y esperanza, donde se plantean a su experiencia vital los interrogantes de su reconocimiento, de su valoración, de su desamparo, donde vive la extrañeza de sentirse distinto, donde experimenta las dudas de si merece sentirse querido y del valor de su propio cariño. Sin llegar a esas experiencias básicas y nucleares, sin esa actitud de admiración que permita llegar a ese diálogo experiencial, difícilmente podremos llevar a la persona herida en su cuerpo o en su psique al diálogo con Dios, para ser alcanzada por su Palabra y por su salvación generosa y gratuita. La catequesis de la experiencia les ayudará a consolidar y madurar su identidad cristiana en el mundo y en la comunidad eclesial 9, como asimismo, a desarrollar auténticas relaciones interpersonales y comunitarias y a participar en la construcción de la sociedad humana como sujetos activos que, como los demás jóvenes, viven en el mundo de hoy 10. En definitiva, allí donde la comprensión intelectual se hace más dificultosa, es necesario que la palabra de Dios se encarne en lo concreto, en lo visible, en lo palpable, en lo sensible, en lo básicamente experienciable. Todo ello, evitando el infantilismo y la artificialidad, sabiendo conjugar lo nuclear y esencial del evangelio con las experiencias más nucleares del hombre sencillo. Sin duda, están aquí en juego la creatividad y la audacia del movimiento catequético para mirar con enorme seriedad al hombre herido por algún tipo de discapacidad y a la vez profundizar con no menos fidelidad en la palabra de Dios que, en definitiva, ilumina dicho proceso y es el elemento que da cohesión a todo lo demás. Respetando el tiempo y la capacidad receptiva de cada uno, todo encuentro catequético será oportunidad de proclamar, saborear, celebrar y convidar a la experiencia de una buena noticia. La catequesis con discapacitados está llamada a ser más creativa que cualquier otra, porque nuestro sujeto limitado nos exige una mayor adaptación. Esa creatividad deberá llegar a los programas, los métodos, los recursos didácticos y la pastoral familiar, utilizando su lenguaje, sus signos y símbolos para llegar mejor a su vida concreta11. 5. LA CATEQUESIS ESPECIAL DENTRO DE LA ORGANIZACIÓN CATEQUÉTICA. Toda actividad catequética, cuyo objetivo principal es iniciar y fundamentar la fe de la comunidad creyente, no

puede separarse, en modo alguno, de la vida de la Iglesia: «En esta Iglesia y, más precisamente, en las distintas comunidades en las que se concreta, encuentra la catequesis su origen, su lugar propio y su meta» (CC 253). El sínodo de 1977 generó en su proposición 25 la feliz expresión: «fuente, lugar y meta de la catequesis», referida a la comunidad eclesial. Esta expresión la popularizó la I Semana latinoamericana de catequesis, celebrada en Quito (Ecuador), en octubre de 1984. Porque la Palabra resuena en la comunidad creyente y es asumida por ella en la fe, la catequesis surge de esa comunidad creyente como de su manantial. Ese es el lugar por excelencia de la catequesis, que nunca puede ser una tarea meramente individual, sino que se realiza siempre en la comunidad cristiana12. Asimismo, una de las finalidades más propias de la catequesis es insertar, incorporar, con cordial acogida, a los cristianos en la comunidad eclesial (EN 23, CT 24). La comunidad cristiana es el punto de partida y el clima imprescindible en el que todo creyente se inicia y madura en la fe: «La misión de educar en la fe corresponde a la Iglesia local. Insertada en ella, la comunidad cristiana inmediata es el lugar del conocimiento y de la glorificación del Padre; es el punto de partida ordinario y el clima nutricio en el que el creyente se inicia y madura en la fe» (CC 266; cf DGC 254). Todos los creyentes tienen aquí su sitio, su derecho, su clima idóneo para crecer en la fe y madurar en ella. Todos, sin excepciones, sin preferencias. Si hay alguna preferencia será para los más sencillos y pobres de la comunidad, para los más discapacitados, para los más inhibidos. En todas las comunidades hay niños, jóvenes o adultos, afectados por múltiples discapacidades que no les permiten seguir el ritmo normal de la comunidad. Podemos tener la tentación de considerar un lujo el ocuparnos de las personas más discapacitadas cuando carecemos de medios para hacer frente a las demás tareas pastorales que nos urgen desde los distintos ambientes. En nuestra vida pastoral corremos el riesgo, tan propio de nuestra cultura occidental, de dejarnos fascinar por la rentabilidad y la eficacia, de considerar una pérdida de tiempo el esfuerzo cuando no vemos resultados espectaculares. Catequizar en los ambientes especiales, sobre todo más severos, es aceptar la pobreza aparente de los resultados con respecto a la suma de los esfuerzos desplegados. Es vivir la paciencia y el desinterés a largo plazo. Es aceptar la palabra del evangelio: «Uno es el que siembra, otro el que siega». Si la comunidad diocesana no es capaz de consagrar lo mejor de sus energías al servicio de Jesús en los más pobres y desfavorecidos, y se calcula todo en función del rendimiento aparente y de la eficacia brillante, el esfuerzo catequético y evangelizador estará gravemente comprometido. La persona discapacitada tiene pleno derecho a su espacio dentro de la comunidad diocesana, a ser invitada, buscada, iniciada, con sumo respeto a sus capacidades y ritmos personales. Su atención no puede dejarse solamente en manos de personas aisladas, llenas de buena voluntad y de gran sensibilización hacia estos problemas. Con frecuencia falta un auténtico compromiso, tanto de los pastores como de la comunidad eclesial, para una cordial acogida de la persona discapacitada, para su integración plena y activa en la vida comunitaria, así como también una vinculación orgánica en la pastoral de la comunidad eclesial de sus catequistas, de sus familiares y amigos sensibilizados. Se requiere que toda la comunidad acoja y acompañe su crecimiento y maduración en la fe y en la vida comunitaria (cf DCG 91; CT 41; DGC 189). Dentro de la organización catequética diocesana, la catequesis especial ha de encontrar su ámbito, su tiempo, sus programas de acción concretos; nunca estará al margen como algo separado y distinto, sino dentro mismo del movimiento catequético diocesano.

Son bien conocidos los aspectos fundamentales más necesarios para una adecuada organización catequética diocesana: análisis de la situación, programa de acción, formación de catequistas, orientaciones para la catequesis e instrumentos de trabajo, coordinación de la catequesis en toda acción pastoral, promoción de la investigación (cf DCG 98-134; DGC 279). Es indudable que la catequesis especial, siempre dentro de la organización y coordinación diocesana, necesita su peculiar análisis de la situación con el máximo conocimiento de la realidad; precisa una formación más específica de los catequistas, algunos programas concretos de acción, orientaciones propias para estos ambientes, instrumentos de trabajo más adaptados y, además, una investigación seria y continua con el apoyo y ayuda de todas las ciencias humanas necesarias. Se requiere que los obispos, primeros catequistas en sus comunidades diocesanas, pongan todo su empeño en la catequesis especial, que alienten y acompañen los procesos de integración de esta catequesis en la pastoral orgánica de la diócesis, en la sólida formación de los catequistas y demás agentes pastorales que asisten a las personas con discapacidad (CCE 888). Muchas diócesis, incluso regiones y países, cuentan con equipos interdisciplinares que planifican y llevan adelante planes y proyectos catequéticos y pastorales de alto valor testimonial para otras actividades eclesiales (cf DGC 222, 223). No se concibe una catequesis dirigida a las personas con discapacidad que no esté integrada en la vida de la comunidad y en la pastoral orgánica parroquial, diocesana y nacional. 6. LA FORMACIÓN DE CATEQUISTAS PARA AMBIENTES ESPECIALES. El buen funcionamiento del ministerio catequético exige una adecuada formación de los catequistas, en lo que se refi ere tanto a una formación básica inicial como a una formación más permanente y especializada, incluida su atención pastoral y espiritual (cf DGC 233-248; GCM 21). El catequista que va a ejercer su labor pastoral en ambientes especiales realiza, en principi o, su formación básica con los mismos criterios y exigencias que el resto del grupo de catequistas. Además, se cuidará que su formación profundice en las dimensiones propias de una catequesis especial, sin olvidar algunos rasgos básicos de la personalidad del creyente dedicado a esta labor pastoral: a) Su dimensión humana, su equilibrio afectivo, la armonía interior de su personalidad, su capacidad para el diálogo y la relación sentida y amorosa. b) La calidad de la experiencia de su propia fe, de su propio proceso catequético, con el que se puedan identificar los más sencillos. c) La atención y calidad de su espiritualidad, alimentada constantemente por la palabra de Dios, el silencio, la oración y la contemplación. Esta catequesis reclama con más urgencia la presencia de testigos cualificados: una pequeña comunidad de catequistas que, también en comunidad, junto á educadores y técnicos, vivan en estrecha colaboración e intercambio, superando el mero trabajo interdisciplinar. El niño, el joven y el adulto con discapacidad necesitan catequistas, educadores y acompañantes terapéuticos que se tomen en serio su formación humana y espiritual. Todo sacerdote tiene el deber de conciencia de formarse para la escucha, la comprensión y el acompañamiento pastoral de estas personas, y de que esta relación vaya madurando en calidad y en profundidad pastoral. Cuando las conferencias episcopales estaban preparando la Conferencia de Puebla, ya se recomendaba que los sacerdotes recibieran una adecuada formación catequética especializada, ayudada por las ciencias pedagógicas y psicológicas, según las rectas metodologías; y

particularmente aquellas congregaciones o familias religiosas cuyo carisma distintivo en la Iglesia es la atención pastoral de los hermanos impedidos. Asimismo, recomendaba que cada conferencia episcopal se preocupara de que sus propios secretariados de catequesis pudieran contar con un equipo que promoviera, investigara y orientara la catequesis de los deficientes mentales y físicos o marginados de todo tipo. La comunidad eclesial velará para que toda ella, especialmente los catequistas y pastores, estén a la escucha de las riquezas, potencialidades y originalidades de cada persona, y no sólo de sus necesidades y dificultades. Todo catequista y agente pastoral estará cada día más obligado a su formación y actualización permanente, para asegurar que el mensaje evangélico ilumine y contribuya a la promoción integral del hombre lastimado y portador de discapacidades y achaques 13. La catequesis de los discapacitados presenta dificultades especiales y, por ello, exige una específica preparación en los catequistas (cf Plan de acción de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis para el trienio 1984-1987). El catequista especializado deberá ser fiel, como todo catequista, a Dios, a la Iglesia y al hombre. La fidelidad al hombre enfermo o discapacitado implica una esmerada formación religiosa y científica, constantemente actualizada, que le permita adecuar mejor el mensaje salvífico del Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación14. Entre los rasgos del catequista de personas con discapacidad, podemos destacar los siguientes: 1) El catequista ejerce la diaconía servicial a los más pequeños, y su nota distintiva es la ternura entrañable y abundante al hermano solo y desamparado; 2) Como todo catequista, será fiel al Señor que lo envía, a la Iglesia de la que es intérprete (cf DCG 35), y a los latidos del corazón de cada hombre al que es enviado. La fidelidad a estos latidos implica una esmerada formación antropológica y científica, permanentemente actualizada, que le permita proclamar mejor el mensaje del Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación; 3) Con todo, el catequista evitará convertirse en un mero técnico que sabe y maneja hábilmente la palabra de Dios en el ejercicio de su profesión. El centro de su acción estará puesto en la transmisión, con un lenguaje catequético, de la palabra de Dios al corazón de su hermano con discapacidad; 4) Apertura a los nuevos aportes metodológicos y pedagógicos. Amplia formación psicopedagógica desde una visión cristiana de las ciencias y la pedagogía catequética, la psicología religiosa y las didácticas especiales. Porque Dios obra siempre en la novedad de la vida y dona su espíritu de creatividad y constante renovación, sobre todo en lo que se refiere a la metodología catequética (cf DGC 243); 5) Pobreza y desprendimiento evangélico y disponibilidad para asumir las dificultades derivadas de su misión; 6) Responsabilidad y perseverancia en la tarea catequética, signo del cuidado providencial con el que Dios asiste y dialoga con sus hijos, y especialmente con aquellos a los que hizo primeros destinatarios de su revelación («Te alabo Padre, por haber revelado estas cosas a los pequeños...»); 7) Promover una actitud de profunda y sincera amistad pastoral de los catequistas con las personas con discapacidad, en una relación que, como tal, está llamada a intensificarse en la oración común, en la vida litúrgica y comunitaria. En definitiva, la comunidad eclesial es el lugar de crecimiento en la comunión. Comunidad de la que el catequista es intérprete que lee y enseña a leer los signos de fe y, al mismo tiempo, lee y enseña a leer los signos, las señales, las huellas, el rastro, las pisadas del Verbo en la historia, en su historia, en su comunidad y en sus propias cicatrices, para mejor seguir a Jesús (cf DGC 35). En el plano diocesano, dicha acción catequética está animada y coordinada por el Secretariado de catequesis, responsable de toda la organización catequética en la diócesis. El esfuerzo desarrollado por las diócesis en pro de la catequesis especial ha sido grande, pero no tanto como

el que se necesita para una verdadera promoción y profundización de la catequesis especializada. A veces faltan los mínimos recursos, sobre todo algunas personas más especializadas que promuevan, coordinen y alienten todos los esfuerzos que exige dicho movimiento. NOTAS: 1. PABLO VI, Vaticano, 25 de octubre de 1975. — 2. M. RASPANTI, Intervención en el aula sinodal, Roma, 6 de octubre de 1977. — 3. PABLO VI, Al Consejo directivo de la Liga internacional de asociaciones protectoras de deficientes mentales, Roma, 4 5 de julio de 1971. - R. LUCKASSON Y OTROS, Mental retardations: definition, classification, and systems of supports, AAMR, 6 Washington 1992. — 5. Medellín, Cat. VIII, 6. — PP 20. - 7. L. ZuGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad catequética 173 8 (1997) 107-131. - M. ARROYO, La función simbólica en la experiencia religiosa de los sencillos, Teología y catequesis 57 (1996). 10 — 9. M. RASPANTI, Homilía de Pentecostés, Catedral de Morón, 21 de mayo de 1972. — Ib. — 11. IV Jornadas nacionales de 12 catequesis especial, San Miguel (Argentina) 1978. — MPD 13; JEP 67-70, 1978. — 13. O. NAPOLI, ¿Una catequesis diferencial?, 14 Morón 1969. - M. RASPANTI, Aula sinodal, Roma 1977. BIBL.: BISSONNIER H., Catequesis para niños y jóvenes deficientes mentales, Boletín de orientación catequística 35, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1966; CONGAR 1. M. J.-SAUDREAU M.-BISSONNIER H.-DESCOLEURS B. (CELAM CLAF), La catequesis de los más pobres, Marova, Madrid 1974; ESTEPA J. M., La función y el ministerio catequético en la pastoral diocesana, Teología y catequesis 35-36 (1990); PAULHUS E., Enfants á risque, Fleurus, París 1990; PAULHUS E.-MESNY J., La catequización de los inadaptados, Marova, Madrid 1971; ROUQUES D., Initiation chrétiénne des débiles profonds, Fleurus, París 1969; VANIER J., Comunidad: lugar de perdón y fiesta, Narcea, Madrid 1980.

Marcelo Arroyo Cabria y Osvaldo C. Napoli Piñeiro

CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO (Catequesis kerigmática)

SUMARIO: I. Catequesis de carácter misionero: memoria: 1. Catequesis y misión al encuentro; 2. Catequesis y misión en el magisterio de la Iglesia universal; 3. La catequesis de carácter misionero en la catequética española; 4. El acento misionero en la catequesis latinoamericana; 5. Catequesis de carácter misionero y «nueva evangelización». II. Catequesis de carácter misionero: prospectiva: 1. Ajustes de vocabulario; 2. Acentos da una catequesis de carácter misionero; 3. Destinatarios de la catequesis de carácter misionero; 4. El catequista para una catequesis de carácter misionero; 5. Proyectos catequéticos de carácter misionero.

El Directorio general para la catequesis (1997) ve el momento presente como un tiempo de misión (DGC 241) y destaca «el carácter misionero de la catequesis actual y su tendencia a asegurar la adhesión en la fe por parte de los catecúmenos y los catequizandos en medio de un mundo donde el sentido religioso se oscurece» (DGC 29). Recoge así el sentir del movimiento catequético de los últimos tiempos que, a través de formulaciones diversas, ha tratado de describir y dar respuesta a esta honda inquietud. Haremos memoria de todo ese proceso. Pero el Directorio no se limita a constatar un hecho. Darle a la catequesis «un acentuado carácter misionero» (DGC 33) es, sobre todo, un reto para el futuro. De ahora en adelante, la catequesis, «junto a su función de iniciación, debe asumir frecuentemente tareas misioneras» (DGC 52), especialmente en la evangelización de los jóvenes y de los adultos (cf DGC 185 y 276).

I. Catequesis de carácter misionero: memoria 1. CATEQUESIS Y MISIÓN AL ENCUENTRO. La relación entre catequesis y misión ha recorrido ya un largo camino en las Iglesias de antigua tradición cristiana. Se observa, al principio, un doble movimiento: de la catequesis a la misión y de la misión a la catequesis. La constatación de que

también los países cristianos están llegando a ser países de misión y que, por tanto, requieren una acción específicamente misionera, marca el inicio de la relación entre catequesis y misión. Contribuyeron a ello las iniciativas de la Acción católica, especialmente la JOC desde 1924, y el movimiento de los sacerdotes obreros, seguidas de la reflexión de Henry Godin, Fernand Boulard y otros. A partir de la década de 1950, grandes pastoralistas, sobre todo franceses (A. Rétif, P. A. Liégé, A. M. Henry...), tienen la aguda conciencia de encontrarse ante nuevas situaciones que exigen respuestas de estilo misionero. Se piensa que una de ellas puede ser una catequesis renovada. Así, Liégé sugiere un tipo de catequesis que no se separe jamás de la evangelización primera y J. Dimnet afirma que hay que hacer un esfuerzo misionero en el mismo corazón de la catequesis1. Esta impregnación misionera de la catequesis se concretará en Francia (París y Lyon) con la instauración del catecumenado para los adultos no suficientemente evangelizados. La renovación catequética europea, que se inició con la llamada catequesis kerigmática, suscita el acercamiento del mundo de las misiones a la catequesis. Las revistas misioneras se abren a las cuestiones catequéticas, se organizan centros de formación catequética en los países de misión, se dedican semanas de misionología a la catequesis... Mención especial merecen algunos catequetas misioneros, como J. Hofinger, organizador del Congreso internacional de Eichstátt (1960), en el que se valoran las posibilidades misioneras de la renovación kerigmática, pero se reconoce que, a pesar de sus ventajas sobre los catecismos neoescolásticos, no responde a las necesidades de los territorios de misión; o como A. Nebreda, promotor del Congreso internacional de Bangkok (1962), donde se intentan bosquejar las etapas que un adulto tendría que recorrer para acceder a la fe y al bautismo: se habla de preevangelización, evangelización y catequesis. El concepto de misión comienza a modificarse y no queda ya restringido a ciertos ámbitos geográficos: «No son los territorios, sino los hombres y los espacios humanos dentro de la Iglesia los que definen las situaciones misioneras en las que se ejerce la única misión de la Iglesia» 2. Se habla ya de pastoral misionera, en un sentido amplio. 2. CATEQUESIS Y MISIÓN EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA UNIVERSAL. A partir del Vaticano II, se renueva la eclesiología, y en ella se integra plenamente la misionología. Las misiones se conciben desde la misión de la Iglesia, como quehacer de todo el pueblo de Dios. En el decreto Ad gentes se afirma con vigor que «la Iglesia, por su propia naturaleza, es misionera» (AG 2). Y es precisamente en este documento, el más catequético de todo el Concilio, donde se inicia, a nivel oficial, lo que podríamos llamar la legitimación del uso del calificativo misionero, aplicado a tareas pastorales en las Iglesias tradicionalmente cristianas: hay situaciones que requieren de nuevo la acción misionera (cf AG 6). En el Directorio general de pastoral catequética (1971) se reconoce que la catequesis «con frecuencia se dirige a hombres que, aunque pertenezcan a la Iglesia, nunca dieron, de hecho, una verdadera adhesión personal al mensaje de la revelación. Esto significa que la evangelización puede preceder o acompañar, según las circunstancias, al acto de catequesis propiamente dicho» (DCG 18). Gran importancia tuvo para este tema la publicación en 1972 del Ritual para la iniciación cristiana de adultos (RICA) por parte de la Congregación para el culto divino. En los Praenotanda del capítulo IV, se dan pistas para la catequización de aquellos adultos que, aunque bautizados de niños, no han tenido una conveniente iniciación cristiana. Una catequesis especial, puesto que la conversión se funda en el bautismo ya recibido (RICA 295). El sínodo de obispos de 1974 se d edica

a la evangelización. Pablo VI recoge admirablemente la reflexión sinodal en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, en la que la evangelización se entiende como la totalidad de la misión de la Iglesia. En este documento se nos invita a prestar atención a «toda una gran muchedumbre, hoy día muy numerosa, de bautizados, que en gran medida no han renegado de su bautismo, pero están totalmente al margen del mismo y no lo viven» (EN 56). La respuesta catequética a este problema fue recogida en el sínodo de obispos de 1977, donde se declara misionera toda catequesis (cf MPD 17). Juan Pablo II, en la exhortación Catechesi tradendae, fruto de este sínodo, tras analizar aquellas situaciones de nuestra catequesis que detectan «el hecho de que a veces la primera evangelización no ha tenido lugar», indica cómo «la catequesis debe -a menudo preocuparse no sólo de alimentar y enseñar la fe, sino de suscitarla continuamente con la ayuda de la gracia, de abrir el corazón, de preparar una adhesión global a Jesucristo en aquellos que están aún en el umbral de la fe» (CT 19). 3. LA CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO EN LA CATEQUÉTICA ESPAÑOLA. Los obispos españoles recogen todo este sentir del magisterio de la Iglesia universal. En el documento La catequesis de la comunidad, se plantea la necesidad de una catequesis de talante misionero, o catequesis acentuadamente misionera, para aquellos cristianos que, aunque vinculados a la Iglesia, están necesitados de una conversión inicial. Sería distinta de una catequesis en sentido propio, ya que esta supone la conversión, pero también distinta del primer anuncio, dirigido a quienes se sienten desvinculados de la Iglesia o han perdido la fe (cf CC 173). Se reconoce que la función misionera no es propia de la catequesis, pero al mismo tiempo se constata que «la situación concreta de muchos cristianos está pidiendo una fuerte carga de primera evangelización en la actividad catequética propiamente dicha» (CC 49). En el documento Catequesis de adultos se recoge esta inquietud misionera en la llamada precatequesis. La expresión se inspira en el precatecumenado que la Iglesia establece para los no creyentes. Se describe como un momento de búsqueda para aquellos bautizados que, alejados de la fe, se interesan por el evangelio; o para quienes, desde una religiosidad quizá superficial, necesitan purificar y madurar sus planteamientos religiosos. Precatequesis y primer anuncio se conciben como dos momentos distintos de la propuesta del evangelio (cf CAd 204-213). Entre un documento episcopal y otro, se da en la Iglesia española una amplia reflexión sobre el tema a lo largo de la década de 1980. La dimensión misionera de la catequesis estuvo especialmente presente en el Congreso de evangelización (1985) y en el de Parroquia evangelizadora (1988). Planes de acción de la comisión episcopal de enseñanza y catequesis, como los del trienio 1984-87, 1987-90 y 1990-93, han incorporado esta preocupación a sus objetivos y líneas de acción. A ello se han dedicado jornadas nacionales de directores diocesanos de catequesis: La catequesis en una situación misionera (1988), La catequesis de talante misionero con cristianos bautizados pero alejados de la fe y vida cristiana (1989), Una formación de catequistas que eduque el sentido misionero (1990). En 1999 se publicó el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (IC), aprobado en asamblea plenaria el 27 de noviembre de 1998, con el que la Conferencia episcopal ha querido adaptar el RICA a la realidad española. Lo misionero en catequesis ha sido, también, objeto especial de estudio por parte de teólogos y catequetas3. 4. EL ACENTO MISIONERO EN LA CATEQUESIS LATINOAMERICANA. Muy en línea con los congresos catequético-misioneros de Eichstátt y Bangkok, se celebró en 1968 la Semana internacional de catequesis de Medellín (Colombia), momento decisivo para la renovación catequética, especialmente en su vertiente antropológica. Pero importante también para el acento misionero de la misma, como puso de relieve A. Nebreda: el problema de la catequesi s es un problema de conversión (no podemos darla por supuesta) y es, también, un problema de precatequesis4. La II

Conferencia general del episcopado latino-americano, celebrada igualmente en Medellín, días después, afirma que la catequesis «debe ser eminentemente evangelizadora, sin presuponer una realidad de fe antes de oportunas constataciones» (Medellín 8-9). En 1979 se reúne en Puebla (México) la III Conferencia de obispos de América latina. El discurso de Puebla es más integrador que el de Medellín: en el centro no está ya el hombre-en-situación, sino la Fe del hombre-en-situación. Puebla no fue una asamblea para la catequesis, sino para la evangelización. Pero es en ese contexto donde se propugna una catequesis de nueva evangelización para las nuevas situaciones (Puebla 252); un proceso de reinformación catequética (Puebla 329) para aquellos bautizados que viven un catolicismo popular debilitado (Puebla 333); una catequesis, en fin, profética (Puebla 803). El acento misionero está muy presente en la catequesis de América latina: aparece en distintos documentos, como las Líneas comunes de orientación para la catequesis en América latina (1985), y es lenguaje bastante común entre los catequetas del continente 5. Juan Pablo II hace, precisamente en América latina, su llamada a la nueva evangelización: «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (Haití 1983). En 1992, la IV Conferencia episcopal latinoamericana, reunida en Santo Domingo, traza su plan pastoral de futuro sobre estos tres objetivos: nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana: la nueva evangelización ha de ser el elemento englobante para entender en su verdadera dimensión la promoción humana, e impregnar con la luz del evangelio las culturas de los pueblos latinoamericanos. El plan tiene en cuenta una catequesis de acento misionero: «Kerigma y catequesis. Desde la situación generalizada de muchos bautizados de América latina, que no dieron su adhesión personal a Jesucristo por la conversión primera, se impone, en el ministerio profético de la Iglesia, de modo prioritario y fundamental, la proclamación vigorosa del anuncio de Jesús muerto y resucitado, raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana y principio de toda auténtica cultura cristiana» (Santo Domingo 33). 5. CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO Y «NUEVA EVANGELIZACIÓN». De hablar de pastoral misionera se ha pasado a hablar de nueva evangelización. En este proceso no hay discontinuidad, sino universalización en cuanto a pueblos y ambientes. La nueva evangelización es un plan orgánico de toda la Iglesia y significa dar un paso adelante en la evangelización, entrar en una nueva etapa de dinamismo misionero (ChL 35). La Redemptoris missio le marca espacio en la totalidad de la misión de la Iglesia: Situada entre la misión ad gentes para los no cristianos y la atención pastoral a los cristianos (en la que se integran la catequesis de iniciación y la educación permanente de la fe), la nueva evangelización se dirige a aquellos bautizados que viven alejados de la fe. Esta distinción no anula la interdependencia: la misión ad gentes sirve de modelo a la nueva evangelización y esta, a su vez, ha de impregnar con su ardor la atención pastoral a los cristianos (cf RMi 33-34). La nueva evangelización aparece hoy como un proyecto pastoral tan necesario como ambiguo. No faltan voces críticas que advierten la posibilidad de que sea entendida en sentido restauracionista por algunos sectores eclesiales6. En este caso, una catequesis de carácter misionero no tendría cabida. Pero no es así como debe entenderse: «Esta pastoral evangelizadora responde a una nueva situación: crisis de fe, abandono de la Iglesia, indiferencia religiosa. Requiere actitudes nuevas: recuperar la conciencia misionera. Tiene objetivos nuevos: anuncio primero del evangelio, llamada a la conversión a Jesucristo, despertar de la fe. Se dirige a nuevas personas: las que han abandonado la comunidad cristiana. Obliga a revisar los contenidos de nuestra pastoral: todas las actividades han de adquirir un tono evangelizador y centrarse en lo fundamental del anuncio de

fe. Obliga a revisar la vida y los comportamientos de las comunidades cristianas: revitalización de la comunidad, del testimonio y del compromiso transformador. Obliga a incorporar nuevos métodos: encuentro con personas alejadas y propuesta cordial de la fe. Parte de una experiencia eclesial nueva: una Iglesia que trata de recuperar el espíritu de sus orígenes y lo que es esencial a su ser, el anuncio de Jesucristo»7. La nueva evangelización, vista así, puede ser el horizonte pastoral desde el que plantear hoy una catequesis de talante misionero.

II. Catequesis de carácter misionero: prospectiva La historia recorrida nos ofrece los materiales suficientes como para reconducir el tema de la catequesis de carácter misionero hacia sus posibilidades operativas de cara al futuro. 1. AJUSTES DE VOCABULARIO. Aunque la cuestión conceptual no ha de ser lo más importante, sí que conviene una mínima precisión, para que conserven su genuinidad las distintas acciones eclesiales. Nunca ha dejado de preocupar cierta ambigüedad de vocabulario en el tema de los posibles acentos misioneros de la catequesis: unas veces por su indefinición y, otras, por miedo a invadir territorios que no le son propios8. La ambigüedad continúa. Y es que no es fácil definir los confines entre las distintas tareas de evangelización (cf RMi 34), ni reducir la misión a una única y unívoca línea de acción y a un determinado modelo histórico, como nos hace ver el sugestivo estudio de S. Dianich (1988). Recientes documentos del Magisterio, especialmente la Redemptoris missio (1990) y el Directorio general para la catequesis (1997), nos ofrecen una visión más estructurada de la evangelización, que permite precisar mejor la terminología misionera. La evangelización constituye la misión esencial de la Iglesia (cf EN 14). Esta misión «es única e idéntica en todas partes y bajo cualquier condición, aunque no se ejerza del mismo modo según las circunstancias» (AG 6). De ahí que, en la misma evangelización, se den modalidades y grados diferentes: a) Las modalidades de la evangelización «no nacen de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que esta se desarrolla» (RMi 33). Estas circunstancias son las «diferentes situaciones socio-religiosas» (DGC 58) con las que ha de enfrentarse: Primera situación: pueblos, grupos humanos y contextos socioculturales donde se desconoce a Cristo y su evangelio (cf RMi 33); la evangelización se realiza aquí según la modalidad de la misión ad gentes. Segunda situación: comunidades cristianas sólidamente asentadas, fervientes en la fe y en la vida, testigos del evangelio en su ambiente y comprometidas en la misión universal (cf RMi 33); la evangelización se realiza aquí a través de la acción pastoral de la Iglesia. Tercera situación: se trata de una situación intermedia, en la que «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de su fe, o incluso no se consideran ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33); esta situación requiere una nueva evangelización (cf DGC 25-26). b) El proceso evangelizador se estructura por etapas o momentos esenciales, de modo gradual (DGC 47): «la acción misionera para los no creyentes y para los que viven en la indiferencia religiosa; la acción catequético-iniciatoria para los que optan por el evangelio y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación, y la acción pastoral para los fieles cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad cristiana» (DGC 49). Esta gradualidad se realiza de forma distinta en cada una de las situaciones anteriormente descritas:

En la situación que postula la misión ad gentes, la acción misionera (en sentido estricto) se realiza por medio de una evangelización primera, dirigida a los no cristianos, invitándolos a la conversión, y la acción catequética tiene lugar, ordinariamente, dentro del catecumenado bautismal (cf DGC 58). Ambas acciones son modelo esencial e inspirador de las otras formas de evangelización y catequesis, y en ningún momento deberán ser suplantadas por estas (cf DGC 59). En la situación que postula la acción pastoral de la Iglesia, tienen lugar procesos de iniciación cristiana para niños, adolescentes y jóvenes, así como diversas modalidades de formación cristiana para los adultos (cf DGC 58). En la situación que postula una nueva evangelización, «el primer anuncio y una catequesis fundante constituyen la opción prioritaria» (DGC 58). Esta estructuración nos permite precisar mejor el uso del calificativo misionero aplicado al campo de la catequesis: En primer lugar, parece lo más adecuado reservar la expresión catequesis misionera para aquella que se realiza en la misión ad gentes, por ser el paradigma de todas las demás (cf DGC 90). El Directorio general para la catequesis utiliza la expresión dinamismo misionero de la catequesis (cf DGC 59, 86) para indicar el influjo que la misión ad gentes debe ejercer en toda catequesis: urgiendo «una catequesis evangelizadora, es decir, una catequesis llena de savia evangélica y con un lenguaje adaptado a los tiempos y a las personas» (DGC 194); promoviendo la animación misionera en las Iglesias de antigua cristiandad (cf RM 66); suscitando la vocación más específicamente misionera (ChL 35) de llevar el evangelio a cuantos no conocen todavía a Cristo; educando el sentido misionero en orden a la evangelización y a la edificación de la Iglesia (cf DGC 86). Por último, de acuerdo con el Directorio, sugerimos la expresión catequesis de carácter misionero para referirnos a las distintas modalidades catequéticas propias de aquella situación en la que se requiere una nueva evangelización. Dentro de esta situación destaca especialmente la acción de primer anuncio a bautizados faltos de una verdadera conversión, pero con un cierto interés o inquietud hacia el evangelio. El nuevo Directorio general para la catequesis prefiere llamar a esta acción catequesis kerigmática (DGC 62), aunque reconoce que puede ser también designada como precatequesis (cf DGC 62, 117). La expresión catequesis kerigmática no se refiere aquí al período o etapa particular del movimiento catequético que, hacia la mitad del siglo XX y principalmente en los países germánicos, propugnó una revisión de los contenidos, superando la enseñanza árida y abstracta por una presentación más vital e histórica del mensaje cristiano 9. Quiere, más bien, poner de relieve tanto el acento de primer anuncio (kerigma) que ha de tener esta catequesis como la vuelta a las fuentes de la predicación apostólica para recuperar su fuerza misionera, su capacidad de adaptación a culturas diversas y su concentración en lo esencial. La catequesis kerigmática, como «propuesta de la buena nueva en orden a una opción sólida de fe» (DGC 62), se define por su contenido. Comprende una explanación del evangelio (RICA 11) a quienes, ya tocados por el anuncio inicial, muestran interés por conocerlo mejor con vistas a su opción creyente. Se trata de una catequesis que, por ir dirigida a personas que no viven el evangelio, debe presentar con toda su fuerza el anuncio de Jesucristo y la invitación a la conversión: anuncio de lo nuclear cristiano y, al mismo tiempo, respuesta a las dudas, problemas y cuestiones que plantea una reorientación global de la vida.

Con algunas variantes, e inspirados en el kerigma primitivo, se han propuesto síntesis diversas de aquellos contenidos que no deberían faltar en esta catequesis. He aquí un ejemplo: «La invitación a reconocer la existencia de un Dios creador y padre, salvador y providente; el anuncio de la salvación que Dios ofrece al hombre por medio de su Hijo Jesucristo; la posibilidad de dar plenitud al hombre desde la fe en Jesucristo; la invitación a la conversión, a la adhesión a Dios y a la confesión de fe: la atención a los interrogantes, búsquedas, dificultades y esperanzas que vive el hombre de hoy»10. A la catequesis kerigmática deberá seguir una catequesis de iniciación o reiniciación en «un proyecto evangelizador misionero y catecumenal unitario» (DGC 277). Todo lo que a continuación se sugiere sobre los acentos, los destinatarios, el catequista y los proyectos de una catequesis de talante misionero, tiene su aplicación más inmediata y directa en la llamada catequesis kerigmática. 2. ACENTOS DE UNA CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO. Entre otras características, se destacan algunas de las que califican especialmente esta modalidad de catequesis: Una catequesis de conversión: que necesita un tiempo de búsqueda en el que, por la moción del Espíritu y el anuncio del kerigma, se prepare una conversión aún inicial, pero portadora ya de una adhesión a Cristo y una voluntad de seguirle (cf DGC 56). Una catequesis fundante: que se centra en lo nuclear cristiano, y responde a las dudas, problemas y cuestiones que plantea una orientación global de la vida. Una catequesis inculturada: que ofrece el mensaje reflexionado y expresado con las propias categorías vivenciales y culturales de sus destinatarios (cf EN 63). Una catequesis apologética: que deshace malentendidos, quita prejuicios, corrige deformaciones y, sobre todo, presenta la oferta cristiana como significativa y razonable (cf DGC 110). Una catequesis comprometida: que anuncia el amor de Dios desde el compromiso por el hombre; el anuncio de Dios más creíble hoy será «el luchar contra los males evitables que tienen su origen en la injusticia de los hombres, y la compasión, el servicio y la solidaridad con los que sufren males inevitables»11. 3. DESTINATARIOS DE LA CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO. Se trata de una catequesis que ha de gravitar sobre el mundo de los adultos y de los jóvenes. Teniendo en cuenta, sobre todo, situaciones como estas: Jóvenes que llegan a la preparación para la confirmación sin que esta sea la culminación de un adecuado proceso de iniciación cristiana, que debió comenzar en la catequesis infantil (cf DGC 185); aquellos que, viviendo en una situación de indiferencia religiosa, participan en algún encuentro presacramental: preparación al matrimonio, bautismo o primera comunión de los hijos (cf DGC 258); adultos que, tras algún encuentro ocasional, estarían dispuestos a iniciar una catequesis posbautismal a modo de catecumenado (ChL 61), pero les falta una adhesión personal a la fe (cf DGC 172 y 258). 4. EL CATEQUISTA PARA UNA CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO. El catequista ideal para este tipo de catequesis deberá ser, como en los países de misión, un apóstol laico de frontera. He aquí algunas actitudes específicas: 1) Ardor misionero: nacido de la compasión evangélica del buen Pastor que, dejando las noventa y nueve, sale a buscar la oveja perdida (cf Lc 15,4). ¡Tal vez hoy con las proporciones invertidas!; 2) Madurez de fe y testimonio: si no hay otra forma de evangelizar más que transmitiendo a otros «la propia experiencia de fe» (EN 46); si el hombre de hoy «escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan» (EN 41), el catequista deberá introducir la narración de la propia fe y el testimonio de la propia vida en el interior de su acción misionera; 3) Presencia e integración: el catequista deberá hacerse presente en su mundo concreto e integrarse en su cultura; tener sentido de Iglesia y tomar parte en la vida de su comunidad; saberse situar en el momento actual de la catequesis; 4) Capacidad comunicadora:

desde la convicción de que «el lugar misionero por excelencia es aquel en el que se practica una buena comunicación humana lo más próxima posible al encuentro» 12; 5) Acompañamiento espiritual: para poder hacer una lectura sapiencial de la existencia, y no sólo explicar una doctrina; para ir dando respuesta a las cuestiones vitales y de actualidad; para ayudar a discernir los signos de los tiempos e interpretar críticamente los acontecimientos. 5. PROYECTOS CATEQUÉTICOS DE CARÁCTER MISIONERO. En el campo de la catequesis de carácter misionero nos encontramos con más reflexiones teóricas que realizaciones prácticas. Esto es debido, principalmente, a que en las Iglesias de antigua cristiandad no se ha tomado conciencia clara de que la pastoral de mantenimiento ya no es suficiente hoy para hacer presente el evangelio en una sociedad indiferente y descreída. La llamada a «pasar de una pastoral de conservación a una pastoral de misión» aún no se ha hecho realidad en la mayoría de nuestras Iglesias. Sin una opción general, clara y decidida, por una pastoral misionera, es muy difícil poner en marcha acciones catequéticas de carácter misionero. Ha llegado el tiempo de pasar a la acción. Diseñar y experimentar nuevos procesos de catequesis de carácter misionero, para diferentes edades y situaciones, al servicio de la nueva evangelización. Contamos ya con pistas suficientes para ponernos manos a la obra: 1) Las sugerencias del Ritual de la iniciación cristiana de adultos, a partir del c. IV, en conexión con el desarrollo de un proceso catecumenal normal (RICA 295-305; cf IC 112-133). Se ofrecen unas posibilidades que aún no han sido bien aprovechadas 13; 2) Los documentos producidos por amplias reflexiones eclesiales de acento misionero (por ejemplo, los congresos españoles de Evangelización y Parroquia evangelizadora, o la conferencia latinoamericana de Santo Domingo), desde los que se podrían diseñar proyectos operativos de este tipo de catequesis 14; 3) La mística de la nueva evangelización, aún sin explotar y sin aplicar suficientemente; 4) Puede ser una pista la oferta misionera de la Tertio millennio adveniente, los materiales ofrecidos por el comité para el jubileo del año 2000 y los proyectos que, en este sentido, han realizado muchas Iglesias locales 15; 5) Los materiales ya elaborados por algunas Iglesias o catequetas, que son muy orientadores, aunque todavía escasos16. 1

NOTAS: Cf CELAM-CLAF, Evangelización y catequesis, Marova, Madrid 1968, 19 y 113. - 2. M. J. LEGUILLOU, La misión como tarea eclesiológica, Concilium 13 (1966) 447. – 3. Buen resumen de este período y amplia orientación bibliográfica, en V. M. 4 PEDROSA, Algunas opciones actuales de la catequesis en España, Teología y catequesis 45-48 (1993) 326-332. - Cf A. NEBREDA, 5 Catequesis fundamental: precatequesis, en Catequesis y promoción humana, Sígueme, Salamanca 1969, 43-70. - Cf Actas del Congreso internacional de catequesis de Sevilla (1992), Teología y catequesis 45-48 (1993). - 6. Cf J. MARTÍN VELASCO, La evangelización hoy, Teología y catequesis 45-48 (1993) 357-358; A. GONZÁLEZ DORADO, La buena noticia hoy. Hacia una evangelización nueva, PPC, Madrid 1995, 8-9. – 7. OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA, Evangelizar en tiempos de increencia, Idatz, San Sebastián 1994, 79. El documento es una atinada aplicación a nuestras Iglesias locales del proyecto universal para una nueva evangelización. - 8. Sobre la indefinición, cf A. SEUMOIS, Misionera (catequesis), en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 571; J. GEVAERT, Primera evangelización, CCS, Madrid 1992, 33-42; O. DEGRDSE, Ad Gentes-Evangelii nuntiandi-Redemptoris missio, Communio 4 (1992) 316. - 9. E. ALBERICH, Kerigmática 10 (Catequesis), en J. GEVAERT (dir.), o.c., 494-497. - M. UREÑA Y OTROS, La catequesis en la evangelización, en El sacerdote y la catequesis, Madrid 1992, 106. Ver también F. GARITANO, Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 12 141 (1989) 63-95. - 11. OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA, o.c., 70. - V. M. PEDROSA, Le_ 13 relación interpersonal en la catequesis. Pensamiento catequético subyacente, Teología y catequesis 61 (1997) 62. - Sobre las posibilidades del RICA para una catequesis de carácter misionero, r.f J. A. VELA, Reiniciación cristiana, Verbo Divino, Estella 14 1986. - En este sentido van las sugerencias de J. A. UBIETA, Un diseño evangelizador para la transmisión de la fe en nuestro 15 tiempo, Teología y catequesis 30 (1989) 233-259. – CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Proponer la fe en la sociedad actual, Ecclesia 2, 835-36 (1997) 24-49. - 16. Cf DELEGACIÓN EPISCOPAL DE C4TEQUESIS DE BILBAO, Evangelización de adultos desde una pastoral misionera, 3 vv., Bilbao 1993-1994; B. RODRÍGUEZ, Salid a los caminos. La evangelización de los alejados, San Pablo, Madrid 1994; F. ECHEVARRÍA, Ser cristiano. El kerigma para bautizados, San Pablo, Madrid 1994. BIBL.: CAÑIZARES A., Catequesis misionera, Teología y catequesis 1 (1985) 57-71; CAVALLOTTO G.. Catechesi a dimensione missionaria, Via, veritá e vira 124 (1989) 36-46; Catechesi missionaria, en Dizionario di missiologia, EDB, Bolonia 1993, 81-88; DIANICH S., Iglesia en misión, Sígueme, Salamanca 1988; GEVAERT J., Primera evangelización, CCS, Madrid 1992; MONTERO M., p La catequesis en una pastoral misionera, PPC, Madrid 1988; VELA J. A., Reiniciación cristiana, Verbo Divino, Este a 1986.

Manuel Montero Gutiérrez

CATEQUESIS E INCULTURACION DE LA FE EN LATINOAMÉRICA

SUMARIO: I. Desde hace quinientos años. II. Hasta nuestros días: 1. De Medellín a Puebla; 2. Santo Domingo y la catequesis kerigmática, inculturada y misionera. III. Las Semanas latinoamericanas de catequesis: 1. Quito: la comunidad catequizadora en el presente y futuro de América latina; 2. Hacia una catequesis inculturada: la Semana de Caracas.

I. Desde hace quinientos años Podemos considerar como un primer intento de inculturación de la catequesis, el esfuerzo que realizaron los primeros evangelizadores por hacer comprensible la doctrina cristiana a los pobladores originarios de nuestras tierras latinoamericanas. a) El esfuerzo de De Acosta. José De Acosta era misionero jesuita. En 1576, De Acosta elaboró un tratado sobre la evangelización y conversión de los indígenas titulado De procuranda 1ndorum Salute, que sirvió de base a su propuesta de reforma de los métodos de evangelización presentada en el III Concilio limense, esforzándose por imponer la charitas como principio del encuentro misionero con los indígenas. b) El III Concilio limense recogió las inquietudes de De Acosta, que también las tenían la mayoría de los misioneros. Produjo un material catequético de una riqueza incalculable, recogido en la obra Catecismo para indios, como instrumento de evangelización y medio de cristianización. En ella se pueden encontrar, junto a principios de pedagogía catequética, información sobre las costumbres y ritos de los indígenas, sermonario para la predicación, guía para la confesión y estudios filológicos sobre reforma de lenguas indígenas. Salvando las distancias, podemos considerar este Catecismo limense como un incipiente compendio de pastoral catequética inculturada.

II. Hasta nuestros días 1. DE MEDELLÍN A PUEBLA. Son estos dos acontecimientos de la vida eclesial de América latina los que han marcado, sin duda, el pensamiento teológico y la praxis pastoral de la Iglesia católica en nuestros países y, de forma particular, la inculturación de la catequesis. a) Medellín. Como prioridades de la renovación catequística para nuestro continente, la Asamblea de Medellín plantea la exigencia de que la catequesis se funde en una teología de la revelación, fiel a la transmisión del mensaje bíblico, no sólo en su contenido doctrinal, sino «sobre todo (fiel) a la realidad vital encarnada en los hechos de la vida del hombre de hoy» (Medellín 8, 6). En este sentido, la catequesis debe asumir, como contenido, «las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas del hombre y de la mujer de Latinoamérica, interpretadas a la luz de las experiencias vivenciales del pueblo de Israel, de Cristo y de la comunidad eclesial» (Ib). La catequesis no puede desconocer la necesidad de cambio social que exige el momento histórico actual, marcado por una situación de necesidad e injusticias. Por ello, será tarea de la catequesis

ayudar a la evolución integral del hombre y la mujer latino-americanos, orientándolos para que sean fieles al evangelio (Ib 8, 7). El pluralismo cultural y lingüístico de nuestros pueblos exige de la catequesis una encarnación en esta realidad, adaptando sus contenidos y métodos a la diversidad de lenguas y mentalidades, así como a la variedad de situaciones y culturas (Ib 8, 8). Finalmente, las conclusiones de este apartado recogen algunas propuestas que marcan las líneas para una catequesis inculturada, sobre todo en los siguientes puntos: «b) evitar toda dicotomía o dualismo entre lo natural y lo sobrenatural; c) guardar fidelidad al mensaje revelado, encarnado en los hechos actuales; d) orientar y promover, a través de la catequesis, la evolución integral del hombre y los cambios sociales; e) respetar, en la unidad, el pluralismo de situaciones, y k) adaptar el lenguaje eclesial al hombre de hoy, salvando la integridad del mensaje» (Ib 8, 17). b) Puebla. Las conclusiones de la Conferencia de Puebla fueron publicadas con el título: La evangelización en el presente y en el futuro de América latina. El apartado tercero del capítulo III, nn. del 977 al 1011, está dedicado a la catequesis. Pero ya en su capítulo segundo, el Documento de Puebla plantea la pregunta: ¿qué es evangelizar? Y señala los signos de una auténtica evangelización: una vida de profunda comunión eclesial; la fidelidad a los signos de la presencia y de la acción del Espíritu en los pueblos y en las culturas, que sean expresión de las legítimas aspiraciones de los hombres; la preocupación porque la palabra de verdad llegue al corazón de los hombres y se vuelva vida; el aporte positivo a la edificación de la comunidad; el amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados; la santidad del evangelizador (Puebla 378-384). Analizando el desarrollo de la catequesis desde Medellín, apunta algunos aspectos positivos que son signos de una mayor inculturación: el esfuerzo por integrar vida y fe, historia humana e historia de la salvación, situación humana y doctrina revelada (Ib 979); una educación sobre el sentido crítico constructivo de la persona y de la comunidad en una visión cristiana (Ib 982); el redescubrimiento de su dimensión comunitaria (Ib 983); una progresiva toma de conciencia de que la catequesis es un proceso dinámico, gradual y permanente de la educación en la fe (Ib 984). En definitiva, a la catequesis le toca la tarea de «iluminar con la palabra de Dios las situaciones humanas y los acontecimientos de la vida, para hacer descubrir en ellos la presencia o ausencia de Dios» (Ib 997). 2. SANTO DOMINGO Y LA CATEQUESIS KERIGMÁTICA, INCULTURADA Y MISIONERA. Sobre la catequesis dice el Documento de Santo Domingo: «La nueva evangelización debe acentuar una catequesis kerigmática y misionera. Se requieren, para la vitalidad de la comunidad eclesial, más catequistas y agentes pastorales dotados de un sólido conocimiento de la Biblia que los capacite para leerla, a la luz de la Tradición y del magisterio de la Iglesia, y para iluminar, desde la palabra de Dios, su propia realidad personal, comunitaria y social. Ellos serán instrumentos especialmente eficaces de la inculturación del evangelio. Nuestra catequesis ha de tener un itinerario continuado que abarque desde la infancia a la edad adulta, utilizando los medios más adecuados para cada edad y situación. Los catecismos son subsidios muy importantes para la catequesis; son a la vez camino y fruto de un proceso de inculturación de la fe» (Santo Domingo 49). Esta inculturación del evangelio se refiere no sólo al mensaje, sino a toda la vida comunitaria de la Iglesia; por ello es necesario «realizar una pastoral urbanamente inculturada en relación a la

catequesis, a la liturgia y a la organización de la Iglesia. La Iglesia deberá inculturar el evangelio en la ciudad y en el hombre urbano. Discernir sus valores y antivalores; captar su lenguaje y sus símbolos. El proceso de inculturación abarca el anuncio, la asimilación y la re-expresión de la fe» (Ib 256).

III. Las Semanas latinoamericanas de catequesis 1. QUITO: LA COMUNIDAD CATEQUIZADORA EN EL PRESENTE Y FUTURO DE AMÉRICA LATINA. Este es el título de las conclusiones de la I Semana, publicación conocida como Documento de Quito. El objetivo de este encuentro era realizar una lectura catequística del Documento de Puebla. En el apartado cuarto, Acción catequística de la comunidad, aun sin usar el término, desarrolla algunos rasgos de una catequesis inculturada. En este sentido, expone que la comunidad catequizadora debe asumir las culturas y la religiosidad popular hasta el punto de considerar que no puede haber una educación de la fe auténtica, profunda y seria, mientras que la catequesis no estudie, discierna y asuma las culturas de los pueblos latinoamericanos. Por ello, la comunidad catequizadora debe estar en una permanente escucha, admiración y contemplación de todo lo justo, lo noble y lo bueno que existe en las culturas indígenas y afroamericanas, así como en las subculturas campesinas, urbanas, obreras, juveniles y de la civilización tecnológica. En todos estos espacios hay una palabra de Dios con la que la catequesis debe sintonizar (cf Quito 4,2). Asimismo la catequesis debe asumir el lenguaje del pueblo latinoamericano, su manera propia de expresarse, sencilla, directa, festiva, espontánea, centrada en la propia experiencia. Para llevar a cabo esta tarea, es necesario que la comunidad catequizadora se preocupe por escoger y formar como catequistas a sus mejores miembros, pues ser catequista exige vivir la fe, participando en la vida de nuestros pueblos, en profunda comunión con la comunidad cristiana. Su formación debe enfatizar el servicio fiel a la palabra de Dios, capacitándolos para leer, en atenta escucha, la intervención de Dios dentro de la compleja historia del pueblo latinoamericano (cf Ib 5). 2. HACIA UNA CATEQUESIS INCULTURADA: LA SEMANA DE CARACAS. El objetivo de este encuentro se centró en reasumir todo el camino andado en los últimos treinta años, en el trabajo catequético en todo el continente, integrando la reflexión de la Conferencia de Santo Domingo sobre la nueva evangelización y la inculturación del evangelio y, de este modo, proponer las líneas que deben enmarcar la catequesis inculturada. Es una realidad que, a lo largo de todos estos años, de forma progresiva aunque lenta, la catequesis en América latina ha sufrido una profunda renovación, hasta adquirir el papel de protagonista que hoy tiene en la evangelización del continente. Los rasgos de esta renovación, que lo son, a su vez, de la inculturación, se recogen en las conclusiones, publicadas con el título de Hacia una catequesis inculturada, que se conoce también como Documento de Caracas. a) Las imágenes de Jesús inculturadas en nuestro pueblo. El punto de partida es la constatación de cómo la catequesis centrada en la persona de Jesucristo, promovida en los últimos años, nos ha ayudado a descubrir las imágenes de Jesús inculturadas en nuestro pueblo y en sus manifestaciones culturales, lo que a su vez se convierte en un recurso precioso para nuestra

catequesis inculturada: hablar no de un Jesús abstracto, sino del Jesús que cada pueblo reconoce como propio (Caracas 35-56). Así, la catequesis tiene como objetivo llevar a un encuentro vital con la persona de Jesús (Ib 41) a través de un itinerario permanente que desembocará, de forma integrada, en la adhesión personal a Jesucristo y al compromiso de inculturar a Cristo en todos los ambientes de la vida cotidiana (Ib 42). «A través de ese itinerario, se va realizando el proceso de inculturación del evangelio como Jesús lo realizó con sus oyentes: itinerario que parte del anuncio de la buena noticia del Reino, se promueve con el testimonio alegre, y termina con la transformación de la realidad, en el horizonte de la plenitud del Reino anunciado» (Ib 43). Para ello la catequesis debe tener en cuenta las imágenes de Jesús inculturadas en nuestro pueblo. Entre todas ellas resalta la del Cristo sufriente. «El Cristo sufriente resalta como respuesta al sufrimiento del pueblo latinoamericano, lo que hace que la religiosidad popular tenga predilección por imágenes como el Nazareno, el Crucificado, el Cristo de los azotes...» (Ib 50). «Más recientemente, como resultado del desarrollo de las teologías de la liberación, ha aparecido una imagen de Cristo liberador, que manifiesta la solidaridad de Dios con el pobre» (Ib 54). b) Principios de inculturación utilizados por Jesús. A partir de aquí, el documento presenta algunos principios de inculturación usados por Jesús como modélicos para nuestra actividad catequética: «El reto que tenemos por delante es grande: presentar a Jesús y su buena noticia a través de una catequesis inculturada, es decir, optando por el respeto y aceptación de la gente de nuestro pueblo y su cultura, como hizo el mismo Jesús, asumiendo su religiosidad para, desde ahí, hacer posible el encuentro personal de cada uno con Jesucristo» (Ib 57). Y es que la inculturación es un proceso que depende no de principios o normas, sino de la acción y actitud de sus agentes. Por ello es necesario que los catequistas asuman una actitud auténticamente inculturadora. Deben presentarse, como dice el documento: «en silencio y con los pies descalzos. Actuar como hizo el Espíritu Santo en el misterio de la encarnación, sin imposición, sin irrupción violenta, respetando el proceso personal de la vida de María, respondiendo a sus interrogantes, esperando su respuesta» (Ib 58). También nuestro lenguaje debe ser como el de Jesús, que hablaba «no con palabras rebuscadas ni en lenguaje sublime; lo hacía con el lenguaje popular y las palabras aprendidas de sus padres, y con gestos concretos de acogida, atención y servicio» (Ib 60). Como Jesús, tenemos que aprender el uso y el significado de los utensilios y elementos comunes que el pueblo maneja, y hacerlos parte de la presentación del mensaje: «Jesús conocía para qué sirve la sal, la levadura y el aceite, el vino y la harina, la red y las barcas de pescadores, la lámpara que se enciende a la caída del sol; y son estos los signos y los recursos que él usó para dar a entender que las cosas tienen que cambiar si realmente queremos hacer las cosas como Dios manda» (Ib 63). Entrar en comunión con los sentimientos del pueblo o del grupo que se catequiza es otro de los principios clave de la inculturación que Jesús nos ofrece: «Se alegró con la fiesta de las bodas de Caná, ofreció el mejor vino, gozó la fragancia del perfume que derramó en sus pies María, compartió la comida y el descanso con sus doce amigos, a los que enseñó a lavar los pies. Abrazó a los niños, tocó a los leprosos y se compadeció de todos. Lloró por la muerte de su amigo Lázaro, se entristeció por el joven que fue vencido por su egoísmo y no fue capaz de dejar sus riquezas para seguirlo» (Ib 64).

Y es que, para poder inculturar el evangelio, es necesario estar encarnado en el grupo o en el pueblo que se evangeliza. Y no podremos encarnarnos en el grupo o en el pueblo si no somos capaces de encarnarnos en Jesús, como él se encarnó en nosotros. En este sentido se expresa el Documento de Caracas cuando propone: «Los catequistas debemos aprender de Jesús, que tan bien nos habló de las cosas de su Padre con su vida y con su palabra, a transformarnos en él, para poder llevarlo al corazón y a la cultura de nuestro pueblo» (Ib 68). c) Lecciones de nuestra historia para la inculturación. Pasa el documento al análisis de algunos datos de la memoria histórica de la inculturación de la catequesis, con el fin de aprender lecciones de la historia, lo que ya es, en sí, uno de los principales criterios de la inculturación. Para ello propone «formar a los catequistas en mentalidad de proceso: nada empieza ahora, ni conmigo... Nuestra Iglesia latinoamericana tiene un largo recorrido; y la fe llega hasta nosotros a través de una cadena de testigos. Asimismo exige del catequista estar ubicado históricamente en su pueblo y su cultura» (Ib 80). Es importante recordar cómo «los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad de los aborígenes y censuraron los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista» (Ib 73). Ellos deben ser, para nosotros, ejemplo a seguir: «En cuanto a la inculturación del evangelio destacamos el esfuerzo hecho por los misioneros, que apreciaron las culturas indígenas y estudiaron sus lenguas frente a la mentalidad común de la época. Formaron misioneros indígenas que propagaron el evangelio en sus propios pueblos» (Ib 74). d) Fundamentos teológicos de la inculturación de la catequesis. La tercera parte del Documento de Caracas está dedicada a exponer los fundamentos teológicos de la catequesis inculturada. El punto de partida es el misterio de la encarnación, «paradigma de la inculturación del evangelio» (Ib 88). En base a la manifestación definitiva de Dios en la historia del hombre, se van definiendo los fundamentos teológicos de la inculturación de la catequesis: «A lo largo de toda su existencia, Jesucristo va asumiendo la carne humana en las circunstancias concretas de la vida. A través de todas ellas nos va evangelizando» (Ib). La primera consecuencia es que, en cuanto al ámbito de la catequesis, esta inculturación o encarnación «crea y fortalece permanentemente la Iglesia particular, con rostro propio y en comunión con toda la Iglesia» (Ib 94). La gran preocupación de toda Iglesia particular es que el evangelio sea realmente anunciado, vivido y celebrado en ese ámbito socio-cultural en que ella peregrina (cf EN 62). Por otra parte, la base para extraer los criterios teológicos para la catequesis inculturada, nos la ofrece el número 53 de Catechesi tradendae, que dice: «De la catequesis podemos decir que está llamada a llevar la fuerza del evangelio al corazón de la cultura y de las culturas». En cuanto al método, el Documento de Caracas señala cuatro criterios fundamentales: 1) la búsqueda e identificación con Cristo, Dios encarnado en el hombre; 2) el carácter situacional de la catequesis, que incluye el ver, juzgar, actuar, revisar y celebrar; 3) salir al encuentro del catequizando, partir de su realidad y de sus preocupaciones, usar su mismo lenguaje; 4) catequesis como proceso permanente, sistemático y gradual, que ofrece al hombre latinoamericano, en cada momento de su vida, los medios para adecuar su fe a las nuevas situaciones existenciales.

Finalmente, en cuanto al contenido, debe incluir, dentro de la síntesis de fe propuesta por la Catechesi tradendae y encarnada en ella: la promoción humana, la espiritualidad del acompañamiento, las riquezas religiosas y espirituales de las diversas culturas del continente y las legítimas aspiraciones de los hombres y pueblos de América latina, en cuanto a la construcción de una sociedad igualitaria, fraterna, justa y libre, de acuerdo con el proyecto del reino de Dios (cf Caracas 108-116). e) Propuestas concretas para la incultu ración de la catequesis en América latina. La última parte del Documento presenta una serie de propuestas para la inculturación de la catequesis en cada uno de los elementos que intervienen en el proceso: los instrumentos (catecismos, manuales, subsidios...), los catequistas y su formación, los contenidos, métodos, procesos, etapas y evaluación. Así, en cuanto a los catecismos e instrumentos para la catequesis, propone «estudiar en las Iglesias particulares pluriétnicas la conveniencia de formular un catecismo básico para cada etnia o para cada cultura interétnica, con los contenidos fundamentales para incorporar a sus bautizados en la plena vida eclesial, tomando en cuenta los temas clave de su cultura» (Ib 119). Por otra parte, la Biblia debe pasar a ser «el libro por excelencia de la educación de la fe» (Ib 123), ya que la catequesis es, ante todo y sobre todo, parte del ministerio de la Palabra. También los medios de comunicación social deben ser utilizados adecuadamente en la catequesis, ya que ellos son vehículos de inculturación (cf Ib 134). Pero el principal medio para hacer posible la catequesis inculturada será prestar una atención especialísima a la formación de los catequistas (cf Ib 136). Con este fin, se propone, como primer paso, «educar a los catequistas en la renuncia de sí mismos y en el afán de servicio, a ejemplo de nuestros mártires, para conocer críticamente, amar, vivir y transformar por el evangelio la realidad del pueblo o grupo sociocultural en que han de actuar» (Ib 137). La austeridad de vida, la sencillez del lenguaje y la profundidad cuestionadora en el testimonio de vida, todo ello entroncado en las bienaventuranzas evangélicas, debe ser tarjeta de presentación del catequista (cf Ib 138). Pero, sobre todo, el catequista debe «dejarse cuestionar por Jesucristo, quien actúa desde dentro del pueblo, parte de las realidades de vida sentidas por la gente y está atento a los pequeños acontecimientos» (Ib 141). Referente a los contenidos de la catequesis, el Documento de Caracas apunta como necesario «acentuar la opción de Jesucristo por los pobres y sencillos, por los enfermos, los pecadores, los postergados, como la mujer y los niños, y los marginados como los leprosos, los extranjeros y publicanos, que nos llama a una forma cristiana de presencia en el mundo» (Ib 148). Es asimismo necesario «subrayar la imagen de Jesús evangelizador y profeta que anuncia el reinado de Dios y denuncia la iniquidad a partir de la renuncia de sí, en lo cual la Iglesia ha de serle fiel» (Ib 150). Por otra parte, para equilibrar la imagen sufriente y muriente de Cristo, tan arraigada en nuestros pueblos, es necesario «reexpresar en forma adecuada la imagen de Jesucristo resucitado, cercano, viviente, comprometedor al enviarnos a cooperar en la salvación del mundo» (Ib 151). También debe incluirse como contenido de la catequesis inculturada el «discernir desde la fe las situaciones humanas, para detectar la presencia o ausencia de Dios en ellas y así asimilarlas en la catequesis» (Ib 155), con el fin de «presentar el paso de situaciones menos humanas a más

humanas, como manifestaciones de la acción de Dios con nuestra participación en la historia» (Ib 158). A la hora de presentar a los testigos de la fe, la catequesis debe hacerlo desde los modelos autóctonos. Por ello se propone: «incorporar el testimonio de los mártires, apóstoles, santos y beatos de América latina y el Caribe en nuestra catequesis, para tender a una espiritualidad encamada en nuestra historia y realidad» (Ib 160). En cuanto a la metodología, la catequesis debe asumir la pedagogía de Jesús. «Jesús parte de las realidades sentidas por la gente, utiliza el lenguaje de los pequeños y va a lo esencial, siendo modelo de pedagogía para la catequesis inculturada» (Ib 91; cf Ib 163). Para ello, debemos «apoyar los procedimientos dialogales que reconocen todo lo verdadero y bueno que hay en el otro y desechar los impositivos, al compartir la riqueza del evangelio y de las culturas con que entramos en contacto» (Ib 173). Asimismo es de vital importancia «respetar el ritmo de asimilación de la fe en las personas y comunidades, para permitir el cambio de sus hábitos mentales y prácticos hasta vivir una cultura cristiana» (Ib 174). Ante la realidad de la fuerza que tienen en América latina y el Caribe las sectas religiosas y cultos ancestrales, así como la presencia de la New Age, lo que ha originado situaciones de sincretismo entre la religión católica y esas otras creencias, el documento propone, como tarea de la catequesis inculturada, «acompañar procesos que ayuden a rescatar todo lo compatible con el evangelio y a redimir o superar lo que esté marcado por el pecado y la ignorancia» (Ib 177). Debe ser criterio fundamental de la catequesis inculturada asumir, tanto en sus objetivos como en sus contenidos y metodología, la promoción humana, como lo propuso la Conferencia de Santo Domingo. Para ello se plantea, entre otras cosas, «promover, mediante la catequesis, de acuerdo a la doctrina social de la Iglesia, la dignidad de la persona humana, su igualdad, solidaridad y subsidiaridad, su obligación y derecho a la educación y al trabajo, su responsabilidad ante Dios, ante sí misma y ante la sociedad, la función y rectas formas de propiedad de los bienes de la tierra...» (Ib 186). Asimismo, sin dejar de lado a otros grupos y situaciones, es conveniente «priorizar la catequesis de jóvenes y adultos orientándolos a participar en las decisiones transformadoras de la familia, de la sociedad y de la cultura según el evangelio» (Ib 187). Y en este mismo sentido, «privilegiar en la catequesis a la familia y a las pequeñas comunidades, en las cuales la interacción personalizante favorece la encarnación de la fe en la vida cotidiana» (DC 202). Es lo que se puede recoger aquí; pero el Documento de Caracas toca otros muchos aspectos, también interesantes, para el avance de la catequesis. Por eso se recomienda su lectura. BIBL.: CANSI B., Inculturagdo, endoculturacáo da Igreja e catequese, Medellín 79 (1994) 397-412; CASTRO QUIROGA L. A., América latina: inculturazione e catechesi, Catechesi missionaria 1 (1992) 31-37; DE ACOSTA J., De procuranda indorum salute. Educación y evangelización, CSIC, Madrid 1987; DECATCELAM, Hacia una catequesis inculturada. Memorias de la II Semana latinoamericana de catequesis, Caracas-Venezuela, septiembre 1994, CELAM, Bogotá 1995; Líneas comunes de catequesis para América latina, CELAM, Bogotá 1986; La comunidad catequizadora en el presente y futuro de América latina, CELAM, Bogotá 1983; Hacia una catequesis inculturada, CELAM, Bogotá 1995; Fos5ION A., Catequesis y cultura: el proceso de inculturación, Medellín 72 (1992) 819-824; GARCÍA AHUMADA E., Inculturación de la catequesis, Didascalia 1 (1994) 4-12; IRARRÁZAVAL D., Inculturación latinoamericana de la catequesis, Teología y vida 4 (1989) 270-298; MERLOS F., La catequesis latinoamericana de cara a las culturas amerindias, a la religiosidad popular y a la teología de la liberación, Medellín 72 (1992) 787-794; Lectura catequética del Documento de Santo Domingo, Medellín 76 (1993) 557-578; VIOLA R., Inculturación y métodos catequísticos, Medellín 61 (1990) 97-104.

Juan Manuel Benítez Hernández

CATEQUESIS E INCULTURACIÓN DE LA FE EN EL MUNDO OCCIDENTAL

SUMARIO: I. Lo esencial en este tema. II. El proceso de inculturación de la fe por la catequesis: 1. Trabajo en común; 2. Dar y recibir; 3. Un diálogo intercultural; 4. Singularidad cultural y comunión universal. III. Los desafíos de la inculturación de la fe en el contexto occidental: 1. Privilegiar la libertad de la persona y la espontaneidad del amor a sí mismo; 2. Asumir los valores de la cultura democrática; 3. Promover que la fe cristiana acompañe a la razón crítica y a la cultura científica; 4. Descubrir el desafío del diálogo interreligioso.

I. Lo esencial en este tema La fe cristiana se expresa siempre en las culturas humanas. El mensaje de Cristo mismo, desde el principio, estuvo vinculado al mundo bíblico y, en concreto, a la civilización palestina, aunque nunca se ligó con ninguna cultura específica. Con el paso del tiempo, las civilizaciones se transforman, y lo mismo ocurre con las expresiones de la fe. «Independientes con respecto a las culturas, evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna»1. Esta tradición viviente del evangelio, a través de las distintas culturas, no es algo que resulte obvio; en períodos de cambio, exige una gran iniciativa para superar las rupturas que aparecen entre expresiones de fe heredadas y la cultura que está surgiendo. Es el caso que vivimos: «La ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas» 2, decía Pablo VI. Hoy, el problema de la inculturación de la fe no es patrimonio exclusivo de las jóvenes Iglesias del tercer mundo. La nueva cultura del viejo occidente cristiano lo está viviendo con intensidad. La fe y la institución eclesial pasan por una gran prueba. Los catequistas son conscientes de ello, pues viven continuamente la contradicción entre expresiones tradicionales de la fe y su realidad ambiental, a la que aquellas no responden ya. Para muchos de nuestros contemporáneos – jóvenes o adultos– la fe no es incuestionable, no parece necesaria para vivir ni evidente para la inteligencia. De todos modos, en nuestras sociedades occidentales, tampoco el ateísmo se impone; lo que domina hoy es la perplejidad, el sentimiento de ruptura y desconcierto res pecto al lenguaje religioso, que resulta demasiado restringido y limitado para las aspiraciones personales, demasiado marginal para la ciencia. Por eso es muy difícil el trabajo catequético, aunque sea muy importante. De suyo, el contexto cultural no es antirreligioso ni anticristiano; comporta múltiples recursos y valores esenciales para nuevas expresiones de vida, de celebración y de pensamiento cristiano. La catequesis es decisiva en la inculturación de la fe: «Por la catequesis, la fe cristiana se encarna en las culturas»3. Esta afirmación alcanza todo su sentido en un período de cambio cultural como el que vivimos.

II. El proceso de inculturación de la fe por la catequesis Antes de concretar los desafíos que nuestra época plantea a la catequesis, describiremos someramente el desarrollo de la inculturación. Es decir, el proceso por medio del cual el cristiano

vive, se expresa y se comunica en distintos contextos culturales, a la vez que incide en ellos y se enriquece por su contacto. 1. TRABAJO EN COMÚN. Los catequistas no son los únicos agentes de la inculturación. Con los catequizandos participan en la inculturación de la fe, creando así la tradición viviente. Por su parte, en una cultura dada, los catequistas deben discernir, con prudencia, el lenguaje, los valores, las riquezas y aspiraciones en que se pueden apoyar para anunciar el evangelio sin alterarlo. Los catequistas, por su parte, también reciben el mensaje, del que están llamados a apropiarse, que tienen que expresar y vivir de un modo nuevo y personal. «Así, la catequesis ayuda a las culturas a hacer surgir de su tradición viva expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristianos»4. 2. DAR Y RECIBIR. La relación entre fe y cultura no se establece ni se realiza en una única dirección: «La verdadera encarnación de la fe, por la catequesis, implica dar y recibir» 5. El espíritu de Dios no actúa únicamente en la Iglesia, también lo hace en las culturas, que, al recibir el mensaje evangélico, lo viven, expresan y celebran con sus propios recursos. Esto «enriquece por igual tanto a la Iglesia como a las diversas culturas» 6. «Fe y cultura se estimulan mutuamente; la fe purifica y enriquece la cultura y esta, a su vez, enriquece y purifica la fe, porque el diálogo libera la fe y la capacita para expresarse con mayor plenitud al trascender los límites que le ha impuesto una cultura específica»7. Tenemos que pensar en lo mucho que han aportado a esta apertura los conocimientos científicos sobre los orígenes de las especies, el psicoanálisis o los nuevos métodos de análisis de textos que fecundan la reflexión teológica contemporánea. Este dar y recibir favorece el discernimiento sobre lo que, en una cultura concreta, tiene que encauzarse a partir del evangelio, y también lo que esa misma cultura puede aportar de novedad a la comprensión de la fe, al modo de expresarla, vivirla y celebrarla. 3. UN DIÁLOGO INTERCULTURAL. El proceso de inculturación no se limita al diálogo entre fe y cultura. El evangelio anunciado es portador de elementos culturales de los ambientes en los que vivió y se expresó a lo largo del tiempo. «El mensaje evangélico se transmite siempre a través de un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en cierto diálogo de culturas» 8. Por ejemplo: leer un pasaje del Antiguo Testamento o del evangelio, explicar el símbolo de los apóstoles, narrar la vida de san Francisco, o informarse sobre las comunidades cristianas de otros ambientes, es adentrarse en contextos culturales distintos. En este sentido, la transmisión de la fe es un factor de diálogo intercultural y no puede renunciar a «hacer cambiar» a los catequistas, invitándoles a «salir de su país» para enriquecerlos con el contacto de otras culturas, inspirándose en las expresiones que la misma fe asumió de ellas. La creatividad de la catequesis está siempre en la encrucijada de la tradición y de un contexto cultural concreto. 4. SINGULARIDAD CULTURAL Y COMUNIÓN UNIVERSAL. De lo dicho más arriba se desprende que la inculturación de la fe, por la catequesis, tiene una doble exigencia: por una parte, surgen expresiones de fe adaptadas a un contexto cultural y, al mismo tiempo, en esas expresiones singulares se perciben signos de la universalidad de la fe. Por ejemplo, un crucifijo africano muestra la particularidad cultural de la Iglesia africana y es, también, signo universal de la fe. Lo mismo ocurre con los diferentes modos de pensamiento, de vida y de celebración cristianas; son el fruto del evangelio en una cultura concreta, y también la realización de una comunión universal –transcultural– en nombre del evangelio. Por eso, una de las tareas de la catequesis es dar a conocer la misma fe en Cristo en la diversidad de sus expresiones culturales.

III. Los desafíos de la inculturación de la fe en el contexto occidental

¿Qué exigencias específicas tiene este proceso de inculturación, en nuestro mundo occidental? Podemos destacar cuatro, que corresponden a cuatro rasgos esenciales de nuestra cultura: se trata de una cultura de la persona, una cultura democrática, una cultura científica y, por último, una cultura marcada por el pluralismo de las religiones. 1. PRIVILEGIAR LA LIBERTAD DE LA PERSONA Y LA ESPONTANEIDAD DEL AMOR A SÍ MISMO. Nuestra cultura valora la autonomía de la persona, su derecho a la diferencia, su libertad de expresión y de conciencia; promueve la creatividad del individuo, la posibilidad de desarrollarse conforme a su deseo, de trazar su camino personal de existencia y búsqueda de sentido al abrigo de cualquier afiliación o adoctrinamiento. Hoy cada persona se siente llamada, y en cierto modo impulsada, por el mismo contexto de su vida, a forjar su identidad, a encontrar su camino en una realidad compleja, sin caminos previamente trazados. Esta estima de la persona puede derivar hacia el individualismo o el hedonismo en el sentido negativo de ambos términos. A pesar de ello, lo que nuestra cultura destaca justamente es el derecho de la persona a ser ella misma y a disfrutar del placer de vivir. La importancia que hoy se da a la libertad del individuo modifica profundamente su relación con el fenómeno religioso; la religión se percibe como el espacio de libertad por excelencia. En el pasado, y casi de manera automática, la familia y el ambiente cultural comunicaban la fe; se vivía normalmente bajo el régimen de la obligación; los catecismos se elaboraban con un triple «hay que»: verdades que hay que creer, mandamientos que hay que observar, sacramentos que hay que recibir. Nuestros contemporáneos han abandonado masivamente la relación con lo religioso. Para ellos, la fe sólo tiene un sentido: vivirla como libre adhesión y experimentarla como un bien. Culturalmente fe y libertad están hoy intrínsecamente unidas. Podemos afirmar que, en este contexto, el futuro del cristianismo depende de su capacidad de aliarse con la capacidad de libre decisión de las personas. El Vaticano II asumió plenamente la libertad religiosa, no sólo por razones de oportunismo cultural, sino por la naturaleza de la misma fe y por la dignidad del hombre: en materia religiosa no se puede forzar a nadie para que actúe contra su conciencia 9. La primacía en que nuestra cultura sitúa el desarrollo del hombre, tiene implicaciones inmediatas en la catequesis: a) Ante todo, la catequesis ha de optar por la libertad de los catequizandos, tiene que apoyarse en sus aspiraciones, y estimularlos para que vivan la libertad de adultos en la fe; con respeto y discreción, la catequesis valorará la singularidad de cada persona, sus gustos, sus cuestionamientos, sus talentos, velando para que la dinámica de grupos –siempre necesaria– no obstaculice la apertura de cada uno a su propia subjetividad y autonomía en la fe 10. Pero, en cualquier caso, lo que importa es que los catequizandos puedan realizar, en la misma catequesis, una experiencia de libertad en nombre del evangelio. b) Por su contenido y su forma, la catequesis deberá favorecer la posibilidad de que cada catequizando reconozca la fe como un valor y un camino de desarrollo personal. De hecho, el objetivo de la catequesis es experimentar la vida cristiana como saludable para la existencia personal, descubriendo que, en el fondo, es una manera de amarse a sí mismo. Actualmente en el cristianismo se ignora con frecuencia la legitimidad del amor a sí. ¿No consiste el ideal cristiano en llegar a conciliar tres amores: amor a Dios, amor al prójimo, amor a sí mismo?11. «Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo». Destacar la estrecha articulación entre estos tres amores y reconciliar el cristianismo con la espontaneidad del amor a sí mismo, en la mentalidad de nuestros contemporáneos, es uno de los mayores retos de la catequesis de hoy. 2. ASUMIR LOS VALORES DE LA CULTURA DEMOCRÁTICA. Aunque el ideal quede todavía lejano, las democracias modernas significan un notable progreso en la historia de la humanidad. La

democracia reconoce la soberanía del pueblo y los derechos del hombre. Distingue los poderes, garantiza y protege los derechos de cada persona, a la vez que exige el respeto hacia los derechos de los demás. Confiere derechos civiles y políticos. Ha organizado derechos sociales para que se respete la riqueza producida socialmente y se asegure a todos los ciudadanos condiciones de vida dignas de su ciudadanía. La democracia no suprime las relaciones conflictivas, pero obliga a todos al diálogo y a dirimir los conflictos bajo los auspicios de la ley de la negociación y no por la violencia. La democracia no es solamente un cúmulo de instituciones y leyes; es un espíritu, una suma de valores, una manera de situarse en sociedad; en resumidas cuentas, una cultura. «La democracia es una cultura y no sólo un conjunto de garantías institucionales» 12. En su relación con la fe cristiana, la cultura democrática, como cualquier otra, puede dar y recibir. Evidentemente, la Iglesia no es una democracia en el sentido político del término: es una comunidad que se elige y que vive en nombre del evangelio; pero, situándonos bajo el enfoque de la inculturación, la Iglesia también tiene que dejarse fecundar por la cultura democrática. Es este un gran desafio: hay que superar el contencioso, todavía muy vivo, entre la Iglesia y el espíritu democrático. Efectivamente, en los países más adelantados democráticamente, el cristianismo encuentra mayor dificultad, sobre todo, en cuanto al modo de ejercer la autoridad. ¿Qué puede aportar la catequesis a la inculturación de la fe en una cultura democrática? Puede ayudar a los catequizandos a descubrir que la vida cristiana es un modo de ser ciudadano, un estilo de asumir la relación social, reconociendo en ella, gracias a la fe en Jesucristo, el don, misteriosamente presente, de una común fraternidad en el nombre de un Dios al que podemos dirigirnos diciendo: «Padre nuestro». En nombre de esta fraternidad humana y de la filiación divina, comunica un compromiso apasionado contra la exclusión, a favor de la justicia social, en pro de la igualdad de los hombres en su diversidad. Se esforzará por manifestar que el Dios Trinidad que habita en el mundo, infunde en la existencia social un espíritu de alianza que reúne a los hombres en una misma dignidad, a la vez que diferencia y personaliza a cada uno de ellos. En una cultura en la que es muy importante el debate, la catequesis debe ser para los catequizandos una experiencia de diálogo en el respeto de las reglas éticas de la comunicación humana. Ha de preocuparse por la verdad, en el compartir equitativo de la palabra y en la constante posibilidad de evaluación crítica del mismo proceso de comunicación. En otros términos: es conveniente que los catequizandos sean reconocidos como verdaderos compañeros y que en la catequesis puedan vivir el diálogo fraterno que el Concilio deseaba: «La verdad se ha de buscar... con una libre investigación, con auxilio del magisterio o de la enseñanza, por medio de la comunicación y el diálogo, de suerte que unos expongan a otros la verdad que ya han encontrado...» 13. Por último, la catequesis, en su mismo funcionamiento, ha de procurar que los catequizandos vivan una auténtica experiencia eclesial de participación y corresponsabilidad. Es importante que no sólo sean destinatarios de la catequesis, sino también parte integrante de su organización y programación. Con estas orientaciones queremos llegar a crear una generación de cristianos capaz de vivir los valores democráticos en nombre del evangelio. Deseamos aportarles un «suplemento» de sentido y de exigencia. Ellos, en la misma Iglesia y por su dignidad de bautizados, contribuirán a suscitar exigencias de debate, crearán un modo participativo de actuar, ofrecerán el poder de su libertad y transmitirán la calidad de su saber y de sus competencias. 3. PROMOVER QUE LA FE CRISTIANA ACOMPAÑE A LA RAZÓN CRÍTICA Y A LA CULTURA CIENTÍFICA. La cultura actual es racional, científica y técnica. En la escuela se forma a los jóvenes para una reflexión técnica y crítica y para una investigación científica y técnica. Desde temprana

edad se ven inmersos en un universo modelado por la técnica. Estos saberes son instrumentos para la acción, para la transformación del medio y para construir la sociedad. Por eso todas las ciencias y las técnicas son humanas, han sido elaboradas por los hombres y para los hombres. ¿Para qué sirven las ciencias? ¿A qué preocupaciones humanas intentan responder? ¿Qué ciudad quieren construir? ¿Según qué valores? Estos interrogantes son fundamentales y exigen una articulación entre ciencia, ética y política. En una cultura científica, la catequesis se esforzará, ante todo, por respetar la inteligencia de los catequizandos. Esto exige proceder con seriedad, con un plan reflexionado, documentado, con rigurosos métodos de trabajo de investigación. Asumir el reto de la inteligencia en la catequesis no quiere decir que haya que moverse en terrenos de elucubraciones intrépidas, ni que esté reservada a «inteligentes»; es apelar al ejercicio de la razón del catequizando, sea cual fuere y sean cuales fueren su edad, sus aptitudes o su formación humana. Lo que importa es que la fe, aunque supere la razón, pueda apoyarse en ella y que el catequizando tenga la experiencia de que la fe es razonable. Si la catequesis renunciara al reto de la inteligencia sería un drama para la fe. La catequesis tiene que formar para una reflexión crítica en doble sentido: primero, los catequizandos han de establecer cierta distancia crítica frente a sus representaciones religiosas para verificarlas, y eventualmente transformarlas, confrontándolas, con rigor, con el mensaje cristiano, con los textos básicos, con la tradición y con su historia. El segundo aspecto es en sentido inverso: adoptar una actitud crítica con relación a la fe cristiana, confrontándola con los datos de la experiencia, con las ciencias humanas y los derechos del hombre. Asumiendo este derecho a la vigilancia crítica de la fe cristiana, podrán comprobar su carácter salvífico para la existencia humana y apropiárselo con toda libertad. Por último, la catequesis ha de intentar situar la fe cristiana en el dominio de lo interdisciplinar, estudiándola con los instrumentos, conceptos y teorías que ofrecen las disciplinas contemporáneas (ciencias, historia, filosofía), que aportarán su sentido peculiar. Por otra parte, hay que considerar la fe cristiana como fuente de sentido, sabiduría y conocimiento para «leer» los demás saberes culturales e interpretar la existencia humana, enriqueciéndola con un sentido suplementario. Es importante que nuevas generaciones de cristianos sean capaces de relacionar los saberes culturales de hoy con los recursos de sentido de la tradición cristiana. 4. DESCUBRIR EL DESAFÍO DEL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO. La actual sociedad secularizada, pluralista y democrática, es también plurirreligiosa. Es normal que, en esta cultura, el cristianismo sea como una religión entre otras y se plantee la cuestión de su particularidad y relatividad en relación a otras religiones. La cuestión del pluralismo de las religiones está muy presente entre los jóvenes. La catequesis no puede ignorarlo. Por eso tiene que informar con claridad sobre las diferentes religiones y ha de emprender estudios comparativos para llegar a captar sus especificidades. Pero, sobre todo, tiene que proporcionar a los catequizandos un método teológicamente apropiado para comprender y vivir, a la luz de la fe, el diálogo entre religiones. También destacará el convencimiento cristiano que podemos resumir en cuatro puntos: 1) confesión y anuncio de Jesucristo como salvador de la humanidad; 2) reconocimiento de las religiones como camino de salvación 14; 3) posibilidad —sin sincretismo— de enriquecimiento mutuo de las tradiciones religiosas y, por último, en el diálogo recíproco; 4) mediación crítica de las ciencias humanas y de los derechos del hombre. El objetivo es que nazca una nueva generación de cristianos seguros en la fe y, a la vez, abiertos al diálogo interreligioso, con vistas a un enriquecimiento mutuo y a la espera de una humanidad más fraterna.

NOTAS: 1. EN 20. — 2 Ib. — 3. MPD 5. — 4 CT 53. — 5. MPD 5. — 6. GS 58. -7. P. ARRUPE, Catequesis e inculturación. 9 10 Intervención en el sínodo de 1977 sobre catequesis, Lumen Vitae 4(1977)449.— 8. CT 53.— CfDH2.— La catequesis en la Iglesia hoy es sobre todo grupal. Por el grupo se puede hacer una experiencia comunitaria. Sin embargo, hay que recordar que la dinámica de grupos, en catequesis, puede ser una fuente de ilusiones y llevar a compromisos de fe efímeros cuando la dimensión personal se ahoga, en cierto modo, por los efectos del grupo. — 11 Si Dios me ama, soy amable y puedo amarme a mí mismo. Si soy amado y amable, puedo devolver a los demás el amor con el que soy amado. Comprendo, de este modo, que el amor a sí mismo no es egoísmo. El egoísmo es un «sin-amor» a sí y a los demás. Quien no ha sido amado, tiene dificultad para 12 13 amarse a sí mismo y para amar a los demás. — A. TOURAINE, Qu'est-ce que la démocratie?, Fayard, París 1994, 181. — DH 3. 14 — Los cristianos anuncian la salvación en Jesucristo, pero no limitan esta salvación a los miembros de la Iglesia únicamente. Anuncian una salvación que desborda las fronteras de la Iglesia.

André Fossion

CATEQUESIS EN LA ÉPOCA PATRÍSTICA

SUMARIO: I. Los Padres apostólicos (siglos I-II); II. Los Padres apologistas: diversos modos de presentación de los contenidos. III. La iniciación cristiana en la gran Iglesia. IV. La catequesis en las distintas iglesias: las escuelas catequéticas. V. La catequesis en el período posniceno. VI. A la búsqueda de la historia catequética en Hispania.

La transmisión de viva voz, la instrucción oral (1Cor 14,19; Gál 6,6), fue la forma (método catequético) que la Iglesia dio a su enseñanza religiosa1. La enseñanza catequética producía un eco o resonancia de la palabra de Dios (la persona de Jesús) en aquel que la escuchaba. La catequesis apostólica muy pronto se fijó por escrito; en su estructura original conservó un estilo familiar y directo propio de la enseñanza oral y se atenía más a la educación práctica de la vida cristiana que a una presentación especulativa de la verdad revelada. La literatura patrística evolucionará a partir de los modelos catequéticos neotestamentarios, que tienen como fin la invitación del Señor a sus discípulos a cumplir el mandato del «id y enseñad» lo que de él habían recibido, tanto a los judíos, como a los de la diáspora y a los gentiles. La enseñanza del Señor abrazaba los contenidos dogmáticos (que Jesús era el Mesías anunciado, que era Dios) y las afirmaciones morales (la vida nueva). A la par de la primera teología nace la catequesis. La reflexión sobre la Palabra y sobre la existencia cristiana conlleva una presentación y mensaje catequético. La historia de la catequesis ha tenido más en cuenta los escritos sistemáticos y programáticos que el permanente trasfondo catequético implícito en todas y cada una de las tradiciones teológicas. Desde los orígenes del cristianismo y de las plurales tradiciones exegéticas y teológicas, es posible descubrir el nacimiento, los pasos y crecimiento de la catequesis cristiana en las distintas geografías y comunidades. Cada tradición exegético-teológica (especialmente la gnóstica, la asiática, la alejandrina y la africana) es fruto de la catequesis. Así es posible historiar la catequesis heterodoxa, la gnóstica y la ortodoxa: la asiática, la alejandrina y la africana2. El binomio teologíacatequesis es, para los santos Padres, inseparable. Los testimonios literarios de la época patrística reflejan la catequesis o instrucción en cada período, en cada una de las Iglesias, y la diversidad de destinatarios.

I. Los Padres apostólicos (siglos I-II) Testimonian el sentir catequético de la segunda generación cristiana, recibido de boca de los mismos apóstoles o de sus discípulos.

Entre los escritos más antiguos que conservan la primitiva estructura catequética sobresale la Didajé (año 70; otros la sitúan a principios del siglo II), una especie de manual –obra de un desconocido compilador que recoge materiales de distintas épocas–para las comunidades cristianas, donde se resalta la instrucción moral (las dos vías) –que reaparecerá en el Pseudobernabé (año 100; escrito de procedencia sirio-alejandrina), en la Doctrina de los apóstoles (siglo III) y en las Constituciones apostólicas (380; escrito de origen antioqueno)–, la instrucción litúrgico-cultual y oracional y la instrucción disciplinar. Probablemente la Didajé es reflejo de las comunidades sirias, de las tradiciones sinópticas y del paso de la tradición judía a la cristiana. El didajista, junto a la ausencia de temas centrales como es el misterio pascual, acentúa la iniciación al bautismo y a la eucaristía, la importancia del ayuno y de la oración y la teología de las bendiciones o plegarias. Clemente Romano (95/98), con una forma epistolar, propone en la Carta a los corintios una catequesis eclesiológica centrada en la armonía eclesial. La obra clementina aporta un abundante espectro de simbolismos y variedad de formas, enriquecidos con elementos judíos (homilías sinagogales) y griegos (diatribas cínico-estoicas) para exponer la imagen de la Iglesia universal y peregrina y su concreción en la Iglesia particular. Ignacio de Antioquía (años 100-120), expone en sus cartas la doctrina cristológica y eclesiológica, en polémica con el docetismo, proponiendo una auténtica catequesis sobre el martirio y una iniciación a la vida espiritual cristiana, mientras que Policarpo de Esmirna (118-120) exhorta a una vida coherente con el evangelio. Uno y otro son testigos de la valoración de la creación visible, de la realidad objetiva e histórica de la persona de Jesucristo y de la carne como lugar en el que se da el testimonio cristiano frente a la tentación gnóstica, frente a la apariencia o desprecio de lo creado. La Epístola del Pseudobernabé (año 100?), con las secciones exegético-dogmática y moral, y el Pastor de Hermas (130-140), con la presentación de la Iglesia preexistente, histórica y escatológica, completan el panorama de la llamada literatura apostólica, caracterizada por una catequesis plural, según el destinatario y el ambiente cultural al que se dirige, sirviéndose de múltiples tradiciones orales y literarias, y escogiendo aquellos aspectos que más interesan al destinatario según sea judío, de la diáspora o pagano. La pluriformidad de los escritos obedece a la pluralidad geográfica y religiosa, tanto del catequista como del catequizado. Es notable su similitud con los escritos neotestamentarios. El perfil catequético del período inmediatamente posterior a los apóstoles viene dado por el objetivo misionero, por la necesidad de seguir completando la iniciación cristiana, por la urgencia de un cambio de vida, o conversión, y por una insistencia en la necesaria preparación de los que iban a ser bautizados. El esquema subyacente en estos escritos mira a la conversión y a mantener al convertido en la nueva vida.

II. Los Padres apologistas: diversos modos de presentación de los contenidos A medida que se expande el cristianismo aparecen nuevos métodos de transmisión. El catequista se siente impelido a aproximar su enseñanza a las nuevas situaciones y a las inquietudes de sus auditores. La catequesis no prescinde de las nuevas aportaciones del pensamiento cristiano y del esfuerzo que la Iglesia hace para mejor comprenderse a sí misma en un ambiente cada vez más amplio. De este modo, los testimonios de los siglos II-III, anteriores a Nicea (325), los denominados Padres apologistas, son una fuente inagotable para el conocimiento de las distintas formas catequéticas y de los diversos modos de presentación de los contenidos cristianos. En pleno siglo II, eclesiásticos (los representantes de la gran Iglesia, en contraposición a los sectarios) y heterodoxos (gnósticos) construyen el edificio catequético, pero con distintos presupuestos. Para los primeros, la transmisión de la fe se cimienta en una revelación positiva, objetiva y

auténtica, oral y escrita, pública y para todos, y que se retrotrae hasta el mismo Señor; los segundos defienden y optan por transmitir una revelación oral, subjetiva, privada y para unos pocos. Tan catequesis es una como otra, la gnóstica y la eclesiástica, pero la distancia entre ambas es abismal en cuanto a método y contenidos. La distancia no estriba tanto en las expresiones o términos cuanto en la intelección de los mismos. No consiste sólo en decir lo mismo, sino en sentir lo mismo. Todavía no se ha escrito la historia de la catequesis en la época prenicena, fijándose más en las grandes tradiciones teológicas que en autores o títulos aislados. La pluralidad exegética y teológica, favorecida por las diversas circunstancias geográficas y religioso-culturales, imponían ir abriendo nuevos cauces catequéticos. La existencia de la comunidad eclesial es fruto de la iniciación y esta consistía en la recepción y expresión de la acogida de la Palabra (exégesis). La historia del pensamiento cristiano preniceno tendrá que contemplar unidas exégesis, teología y catequesis.

III. La iniciación cristiana en la gran Iglesia Entre los eclesiásticos merece ser citado, entre otros, san Justino (+ 165). Originario de Samaría, peregrino por todos los centros del saber y maestro en Roma, escribe las Apologías y el Diálogo con Trifón, donde recoge datos sobre la iniciación cristiana, como el camino que conduce al bautismo y a la eucaristía, y ofrece una exposición de los principales artículos de la fe cristiana, las partes del símbolo: la unicidad de Dios, la existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el dogma de la creación, el nacimiento, muerte y resurrección del Señor y la salvación eterna; además de la condenación de la idolatría y el paganismo. La catequesis propone, fundándose en la enseñanza de los apóstoles, la verdad para ser creída. El que se adhiere a la instrucción recibida promete vivir según la Palabra acogida, y desea convertirse mediante el arrepentimiento de sus pecados y contando con el acompañamiento de la comunidad. La iniciación culmina con el bautismo y la eucaristía. Los escritos de san Justino señalan el proceso, las etapas de la iniciación cristiana o catecumenado (encuentro, instrucción y recepción eclesial plena), al mismo tiempo que dan a conocer los principales contenidos que abraza el iniciado cristiano. San Justino es un convertido, después de una prolongada búsqueda, del paganismo al cristianismo, que atiende y tiene presentes las diferencias y similitudes del mensaje cristiano –el de la persona de Jesucristo– y el mensaje humano, aquel mensaje al que han tenido acceso la filosofía y las religiones. Su catequesis está atenta a servir de puente entre la especificidad y originalidad cristiana y las positivas aportaciones paganas. Justino –testigo de la singular antropología cristiana–defiende las aportaciones del cristianismo a todo hombre y, valiéndose de la doctrina del logos spermatikos hace ver cómo la enseñanza y vida evangélica llevan a plenitud el deseo religioso latente en el corazón de todas las religiones. En esta misma tradición eclesiástica sobresale la tradición asiática, en la que se enmarca san Justino, y que tiene sus orígenes en san Policarpo, discípulo de san Juan y modelo de catequistas que, entre otros, catequizó a san Ireneo3. San Ireneo (t 202/ 203), oriundo de Esmirna y que se trasladó a Lyon, representa el amplio espectro de la geografía católica; es uno de los ejemplos más significativos de cómo las tradiciones teológicas no se agotan en los rígidos límites geográficos. En la persona de san Ireneo, la tradición oriental (griega) está presente en el occidente (la Galia). Con él el género catequético forma ya parte de un determinado y orgánico género literario; E. Peretto calificó la Demostración de la predicación apostólica (Epideixis) ireneana como el primer catecismo para adultos de la historia; en él se exponen, a modo de catecismo, los diversos momentos de la historia de la salvación; se hace ver la necesidad de la

presentación de la predicación apostólica en su integridad y pureza en orden a la salvación; en la sección de la catequesis apostólica de la Epideixis se prima la afirmación trinitaria, la creación del hombre y el nuevo nacimiento por el bautismo; en la sección profética se hace ver el mensaje salvífico del Verbo, anunciado por los profetas, manifestado en Jesucristo y que llega a nosotros por y en la Iglesia. La concepción catequética ireneana se sitúa en las antípodas de la gnóstica por conceder el primado a la creación visible, a la criatura humana y a la encarnación, a la historia, y por la íntima comunión de la cristología con la antropología. La magna obra de Ireneo —el Adversus Haereses (Contra las herejías)— es la joya de la dogmática católica y, al mismo tiempo, es el escrito teológico con más alcance catequético de todos los tiempos. Lo que ampliamente se expone en el Adv. Haer. aparece sintetizado en la Epideixis. La catequesis ireneana es un cántico a la criatura humana recién creada –imagen de Dios en la carne– para que pueda ir creciendo hasta la plenitud (semejanza con Dios), «porque la gloria de Dios es el hombre dotado de vida, y vida del hombre es visión de Dios» (Adv. Haer. IV, 20, 7; cf IV, 14, 1; V, 9, 2.3; IV, 20, 5; IV, 38, 3). El abrazo de Dios creador con su criatura es el cantus firmus de la catequesis inspirada en la tradición asiática. Un texto de excepción para el conocimiento de la catequesis y de la iniciación cristiana próxima y remota –admisión de los candidatos, duración y ritos— es la Tradición apostólica del Pseudohipólito de Roma (235-253), que testimonia la praxis de la comunidad romana y es el texto que ejerce un notorio influjo en la Iglesia antigua. Además de los contenidos doctrinales, la Tradición apostólica, en los cc. 15-22 conservados en la versión sahídica, describe las etapas de la iniciación cristiana; esta, camino obligado para formar parte de la comunidad cristiana, consistía en la preparación remota, que conllevaba una primera admisión en la que se valoraban las motivaciones, estado de vida y profesión; la duración giraba en torno a tres años, en los que se atendía a una formación orgánica, que ayudaba a crecer espiritual y moralmente e iniciaba a los catecúmenos en la oración; la preparación próxima incluía un nuevo examen de admisión para conocer más de cerca el tenor de su vida y conducta, y a lo largo de una semana se les exponía las ya cercanas celebraciones litúrgico-bautismales a las que los catecúmenos se preparaban con la oración, el ayuno y restantes ritos cotidianos.

IV. La catequesis en las distintas iglesias: las escuelas catequéticas En África las actas y pasiones de los mártires —un ejemplo es la anónima Pasión de Perpetua y Felicidad (siglo III): arresto, prisión y ejecución de un grupo de catecúmenos que se preparaban, bajo la dirección del catequista Saturo, para ser bautizados— pueden ser tenidas como un modo de catequesis testimonial en la que se resalta la importancia del martirio y la concepción cristiana del mundo; los relatos martiriales se impusieron como un valioso género catequético para acercar a los fieles la vida de Jesucristo, reflejada en el mártir, y para invitar a su seguimiento. Las actas y pasiones de los mártires pueden ser consideradas como los catecismos que mejor aproximan la verdad cristiana al gran público4. Algunas pasiones fueron tan reconocidas por la Iglesia, que incluso eran tenidas por escritos canónicos. En la Iglesia de Cartago sobresalen, entre los prenicenos, Tertuliano (160-240) y Cipriano (200258). Al primero debemos la expresión «el cristiano no nace, se hace» (Apol. 18, 4), que esconde todo un programa catequético de carácter tipológico, en el que propugna una escuela de vida cristiana, el crecimiento espiritual y moral, junto a la instrucción orgánica de la que formaba parte la oración, es decir: acercarse a la fe, entrar en la fe y sigilar la fe (bautismo). Sus escritos, apologéticos y doctrinales, en lo que a la iniciación cristiana se refiere, siguen los pasos de la Tradición seudohipolitiana, aunque son menos precisos en cuanto a referencias concretas como el tiempo de la preparación remota y próxima. Tertuliano muestra una preferencia por situar la

iniciación cristiana en el marco festivo y celebrativo de la pascua. San Cipriano, en el marco de la herencia tertulianea, de la que no toma distancia alguna, ayuda a fijar una terminología en la que destaca el uso de catechumeni, audientes y doctores audientium (catequistas). Cipriano llama a su catequista-guía, de nombre Ceciliano, «padre de su nueva vida» (PL 3,1545). La catequesis ciprianea no queda reducida a los títulos de carácter exegético o doctrinal; los escritos de sesgo autobiográfico (por ejemplo a Donato) o la memoria de su conversión, tienen una intención catequética. En este mismo contexto es de señalar que el Epistolario de Cipriano es una fuente todavía no agotada para el conocimiento de la iniciación cristiana del Africa de su tiempo. En Alejandría5, Panteno (t 200) puso los cimientos de una escuela catequética, el didaskaleion, continuación cristiana de una preexistente escuela judía. Se puede, aunque con pequeñas variantes, elencar la sucesión de maestros en la escuela alejandrina: Atenágoras (+ 178), con una escuela privada de filosofía cristiana; Panteno, con un pequeño círculo de discípulos; Clemente, con una escuela privada de filosofía cristiana; Orígenes, el fundador de la escuela propiamente catequética; Heraclas; Dionisio (siglo III); Teognoto, Serapión, Pedro (siglo IV), Aquilas, Macario y Rodón. La catequesis era de impronta exegética, dirigida principalmente a los ya bautizados y abierta al diálogo con herejes y filósofos. Clemente Alejandrino (siglos II/III), discípulo de Panteno, y Orígenes (siglo III) continuarían la labor catequética como grandes maestros del didaskaleion. La catequesis alejandrina se caracterizaba por la presentación doctrinal mediante la exégesis bíblica y por la refutación de la herejía, y tiene como fin primordial conducir a la fe (cf Ped. I, 6; PG 8, 285). A Clemente se debe la distinción entre kerigma (anuncio) y catequesis; considera el catecumenado como un tiempo de conversión y de formación moral. La catequesis clementina — que trae a la memoria el método catequético (que a Dios se le reconoce de un modo especial en sus obras y en su providencia) de Teófilo de Antioquía (siglo II), ejemplo singular de teología negativa, en sus libros a Autólicoinvita a los paganos a abandonar sus errores y a escuchar y abrazar las enseñanzas salvíficas del Verbo. Orígenes (+ 253-254), catequista a los 18 años, dedicó su vida a la catequesis y a la teología (exégesis), en Alejandría y Cesarea, atendiendo sobre todo a la dimensión pastoral-formativa; transmite referencias al catecumenado y su organización en el Contra Celso y en sus Homilías (cf Hom. Lc XXI, 4; XXII, 6); es de gran interés la distinción y relación origeniana entre los incipientes (los que comienzan), que se mueven a nivel histórico, los progredientes (los que avanzan), que se encuentran en el ámbito de la moral, y los perfectos (los espirituales), los que ya han llegado a la perfección. El peso y gravedad concedida por Orígenes alejandrino, a la catequesis catecumenal recuerda al Pseudohipólito romano; en cuanto a la preparación remota y próxima del catecumenado, abunda en la información transmitida por autores anteriores, pero Orígenes insiste en el matiz bíblico que debe estar presente en la formación catequética. En la Iglesia sirio-palestinense es de destacar la Didascalia de los apóstoles (primera mitad del siglo III), un documento canónico-litúrgico, en el que se resaltan los derechos y deberes del obispo en la comunidad cristiana y se refleja la forma catequética, la estructura y el intenso proceso de la iniciación cristiana. Es de señalar que, además de no ofrecer datos precisos sobre el tiempo de la iniciación, da por supuesta la catequesis. La catequesis prenicena busca ser transmisora del mensaje cristiano, presentado en su globalidad y, en cuanto a formas, deja traslucir las distintas tradiciones teológicas en las que se desarrolla, a saber: la catequesis eclesiástica asiática, alejandrina y africana; a la par de estas formas catequéticas, otro capítulo importantísimo sería el reconstruir la catequesis y catecumenado gnóstico en sus más diversas variaciones. El período preniceno es, con mucho, el más rico en exégesis y teología, y por esto mismo es el más rico en los contenidos y formas catequéticas. El mal llamado siglo de oro patrístico —siglo IV— es un tiempo de mayor producción teológica en cantidad, pero no en creatividad y calidad; lo mismo se puede afirmar de la producción

catequética. Erasmo escribía a Eck, en 1518, que «prefería una página de Orígenes a diez de san Agustín»; esta frase erasmiana se puede aplicar también a la literatura catequética.

V. La catequesis en el período posniceno En el período posniceno, a partir del siglo IV, los testimonios catequéticos encuentran su sustento: 1) en la riqueza conciliar: Nicea (325), Constantinopla (381), Efeso (431) y Calcedonia (451); 2) en la organización litúrgica: la estructuración del año, con la Pascua como centro y preparada con la cuaresma; 3) en las circunscripciones eclesiásticas: patriarcados de Antioquía, Alejandría y Constantinopla, y 4) en el fuerte impulso misionero favorecido por obispos, monjes y laicos. De ahí el florecimiento catequético de este tiempo en todas las Iglesias, tanto de Oriente como de Aafrates, Efrén (t 373), con sus escritos didáctico-catequéticos y los madrasche (instrucciones), y el nestoriano Narsai (t 502) notifican la catequesis de Siria oriental. La enseñanza de san Gregorio es el título de un antiguo catecismo armenio, redactado en el siglo V por intelectuales que no ocultan su proximidad a Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa y Gregorio de Nacianzo. La comunidad jerosolimitana, en el siglo IV, conoce el florecimiento litúrgico y catequético con Cirilo de Jerusalén, a quien se atribuyen, aunque no sin problemas, las Catequesis prebautismales y mistagógicas, predicadas en la cuaresma del 348 con un tono cordial y comunicativo, que favorecen que el argumento resulte persuasivo. Las Catequesis prebautismales (una sobre Ez 18,31 que trata de las condiciones requeridas para ser admitido al bautismo y las dieciocho restantes) están dirigidas a los que van a recibir la gracia (iluminación) bautismal. A cada una de ellas precede una lectura escriturística. Las cinco Catequesis mistagógicas —que algunos atribuyen a Juan de Jerusalén—son una introducción a los misterios, a los sacramentos de iniciación. Las catequesis se consideran fundamentales para la futura vida del creyente, y exponen ordenadamente los contenidos centrales del mensaje cristiano (Dios: Catequesis 6-9; Jesucristo: Cat. 10-15; el Espíritu Santo: Cat. 16-17; el bautismo, la resurrección, la Iglesia y la vida eterna); tienen como fin edificar la sólida construcción de la existencia cristiana, que se cimienta en el conocimiento de las verdades basilares y en la respuesta o adhesión que se manifiesta en el cambio de vida o conversión. La peregrina Egeria (siglo IV), para unos hispánica, para otros galicana, en su Diario de peregrinación (Itinerarium) por la Tierra santa, recogió las instrucciones que recibían el nombre de catequesis; Egeria confirma las noticias de Cirilo: la conexión entre catecumenado y cuaresma en el marco de la instrucción cristiana; la coincidencia entre vigilia bautismal y vigilia pascual; la formación espiritual unida a una catequesis orgánica y global, orientada a la ascesis, a la penitencia y a la experiencia litúrgica. En las iglesias de Antioquía, herederas de un rico legado exegético, resalta la predicación catequética de san Juan Crisóstomo (348-407), figura similar al Nacianceno, a los que iban a ser iluminados; en sus dos Catequesis bautismales y en los Sermones catequéticos no oculta la dependencia de Diodoro de Tarso; da a conocer interesantes aspectos de la iniciación cristiana, marcada por la libre elección, en torno al tiempo cuaresmal: la catequesis, la experiencia ascético penitencial y la intelección de los ritos. Juan Crisóstomo silencia la traditio del símbolo. Teodoro, obispo de Mopsuestia (t 428), ciudad próxima a Tarso, pronunció 16 homilías catequéticas: 10 versan sobre el Símbolo, 1 comenta el padrenuestro, 5 son instrucciones mistagógicas, 3 comentan el bautismo y 2 explican la eucaristía. Es obvia la proximidad de Teodoro al Crisóstomo en lo que se refiere a la estructura catequética y catecumenal, aun cuando el primero da preferencia a la exposición dogmática y sacramental y el segundo privilegia la enseñanza moral; el primero se interesa más por la vivencia ritual y el segundo por la experiencia ascético-penitencial.

Las Constituciones apostólicas (siglos IV/V), son una recopilación canónico-litúrgica de origen antioqueno; en el libro III rememora la Didascalia (siglo III), en el libro VII recoge la Didajé (siglo II) y propone la catequesis sobre la Trinidad, que por lo que se puede deducir tendría una amplia duración; en el libro VIII se hace eco de capítulos de la Tradición apostólica pseudohipolitiana (siglo III). En el Occidente latino las figuras más significativas para el conocimiento de la catequesis y el catecumenado son: san Ambrosio de Milán (339-397), Cromacio de Aquileia (+ 408) y Rufino de Aquileia (+ 410), en las Iglesias de Italia. Ambrosio, tenido por algunos como uno de los más grandes catequetas de Occidente, en la Explanatio Symboli (año 389) comenta el símbolo romano a modo de breviario de la fe; en el De sacramentis hace una explanación sobre el bautismo, confirmación, eucaristía y padrenuestro; en el De mysteriis reelabora una catequesis tipológica, atendiendo al simbolismo de los ritos. Ambrosio hace posible la reconstrucción de la catequesis y catecumenado de la Iglesia milanesa en el siglo IV. En lo que respecta a la catequesis mistagógica, lo que significa Cirilo de Jerusalén para Oriente lo significa Ambrosio para Occidente. El ambrosiano tratado de los misterios recuerda el escrito de Hilario de Poitiers (315-367) que, como manual de exégesis tipológica, servía de pauta para la catequesis. Cromacio de Aquileia, en sus homilías catequéticas, se hace eco de las polémicas pneumatológicas (pneumatómacos) subrayando el papel del Espíritu en la transmisión de la fe. Rufino de Aquileia, con el Comentario al símbolo, se dirige a los catequistas matizando el significado de las expresiones, recordando los libros escriturísticos, buscando, frente a la herejía, la sustancial uniformidad de los contenidos de la fe. Pedro Crisólogo (+ 450), en las homilías a los catecúmenos, se adapta a las nuevas circunstancias y se hace eco de la disciplina arcani, que prohibía poner por escrito el símbolo para que no cayese en manos de los herejes e infieles. La Iglesia en Africa, durante el período posniceno, a la sombra de la gran tradición martirial y de la dura polémica donatista, en la que circularon catecismos y catequesis propias de fuerte carácter proselitista; después de las controversias antropológicas de sesgo pelagiano y de la honda implantación de escritos menores como los atribuidos a san Cipriano, en el tiempo en que la Iglesia católica se define frente a la Iglesia africana, explicitando el auténtico significado de la sacramentalidad cristiana; después de la gran labor catequética de la obra de Optato de Milevi (siglo IV), aparece la figura de san Agustín (354-430), catequista infatigable. Escribe el primer manual de pedagogía catequética: De catechizandis rudibus (año 400), en el que se exponen orientaciones para la comunicación catequética (I-IX), y dos modelos, uno breve y otro amplio, de catequesis siguiendo la historia de la salvación. Las pautas agustinianas quieren aproximar al sentido religioso, latente en el mensaje cristiano. En la exposición catequética, propugna ir más allá de las explicaciones racionales y quiere mostrar cómo Jesucristo es más que un hombre sabio; en este sentido san Agustín quiere, al igual que Orígenes, superar las tentaciones presentes en la comprensión y tradición intelectual significada por Celso. Los restantes escritos agustinianos permiten la reconstrucción del rico proceso catecumenal africano. La catequesis en san Agustín está destinada no sólo a que el fiel crea, sino también a enseñar cómo vivir; la catequesis sacramental es más teológico-moral que tipológica, y mira, asimismo, al compromiso moral y ascético; valora el signo de la cruz como distintivo del cristiano, y en todo el proceso catequético brilla la intención pedagógica-pastoral. Quodvultdeus (+ 453), tras los pasos de san Agustín, compara la iniciación cristiana a los trabajos agrícolas, cuya fecundidad depende de la gracia. Las recopilaciones canónico-litúrgicas son ejemplo de la preocupación y necesidad de acoger sistemáticamente las tradiciones catequéticas y catecumenales: en Egipto, el Sínodo alejandrino (siglo V), que hace acopio de los Cánones de los apóstoles, de la Constitución de la Iglesia egipcia y de las Constituciones apostólicas; el Testamento del Señor (siglo V), que se atiene a la Tradición apostólica y a la Didascalia de los apóstoles; la Liturgia egipcia de la misa y del bautismo (siglo VI);

la Jerarquía eclesiástica de Dionisio Areopagita (siglo V), el más antiguo tratado de liturgia, informa sobre la iniciación cristiana, al igual que los escritos de Severo de Antioquía (siglo VI). Con el paso del tiempo, fue decreciendo en intensidad y en exigencia la catequesis y el catecumenado. La cristiandad, en Oriente y Occidente, perdió el vigor misionero de los primeros siglos; el mensaje cristiano dejaba de ser novedoso frente al paganismo. Sin embargo, Cesáreo de Arles (siglo VI), en el Sermón CC, deja constancia de la iniciación cristiana en la Galia; la tradición africana (san Agustín) dejó su huella en la terminología y estructura catequética; la catequesis tiende a ofrecer una formación ritual y ejercicios ascético-penitenciales. Gregorio de Tours (a fin del siglo VI) testimonia el poco tiempo dedicado a la catequesis y el declive del catecumenado.

VI. A la búsqueda de la historia catequética en Hispania La más primitiva tradición catequética en España se encuentra en las actas del Concilio de Elvira (año 300/ 302?), inicio de la amplia lista de concilios, en los que sobresale el interés por la catequesis. En los concilios hispánicos se deja ver un acentuado interés por una catequesis atenta a la circunstancia histórica que se vive; sobresale asimismo la diversidad de intereses catequéticos según las diferencias geográficas. Es notable la distancia entre el norte (la Tarraconense y la Gallaecia) y el sur (Illiberris). Indicaciones precisas, anteriores al concilio de Elvira, llegaron a nosotros en la Epístola 67 de san Cipriano (mitad del siglo III), el testimonio literario más antiguo de la cristianización hispánica. La praxis conciliar y las primeras noticias sobre el cristianismo en la Península, sumados a la más temprana teología, ofrecen elementos para reconstruir el itinerario y los primeros pasos de la catequesis en España. En el siglo IV Paciano de Barcelona, en la Tarraconense, es el representante más antiguo de las letras hispano-latinas que intenta una catequesis adaptada a su Iglesia (Sobre el bautismo); es patente el influjo africano y ambrosiano (?). Prudencio (siglos IV-V), también en la Tarraconense, con el género poético traduce la más rica teología cristiana (cristología y antropología), para que llegue a los distintos estamentos del pueblo. Habría que rescatar el perfil catequético de los escritos prudencianos que repristinan la teología asiática (Ireneo) y sirven de correctivo a las desviaciones priscilianistas y constatar su parca influencia. Es muy probable que la obra de Ireneo (Adv. Haer.) haya llegado a nosotros en la versión latina gracias al ambiente antipriscilianista presente en la obra prudenciana. Egeria (siglo IV), en la Gallaecia, con las noticias litúrgicas de Oriente, hizo posible que el monacato fuese, en gran parte, referencia catequética para todo el noroeste hispánico. Todavía está por estudiar el alcance del texto egeriano en la iniciación catequético-litúrgica de Occidente. Sería de interés buscar la influencia oriental en las diversas manifestaciones eclesiales de esta época (concilios, monacato, toponimia, etc.) para incorporarlas a una historia de la catequesis que no se ciñese únicamente a los textos explícitamente catequísticos. Gregorio de Elvira (siglo IV), en la Bética, es el ejemplo más señero del predicador-catequeta de la Hispania romana; es digna de reseñar la forma como presenta los contenidos doctrinales cristianos y la exégesis bíblica a los paganos y judíos. Se caracteriza por la sencillez del lenguaje y exhorta al estudio y oración para la exposición del mensaje cristiano; exposición que tiene como finalidad principal encontrar y explicar el sentido de las Escrituras. La tarea expositiva es un deber y un acto de caridad arduo y trabajoso que requiere investigación, estudio y cuidadosa solicitud. A Gregorio de Elvira hay que añadir el nombre de Potamio, en la Lusitania. Prisciliano, una de las figuras más notables del siglo IV occidental y que más enraizamiento ha tenido a lo largo de dos siglos, logró con sus Tratados llevar a cabo el programa catequético

heterodoxo más importante de su época. Si útil es para la historia del cristianismo universal conocer el método catequético de los grandes teólogos gnósticos, no menos lo es para la primera catequesis hispánica el tener presente las formas del catecismo priscilianista. No hay que olvidar que el movimiento originado por Prisciliano conmocionó la cristiandad, interesó a todas las Iglesias, y duró dos largos siglos en la península Ibérica. La catequización hispánica de los siglos IVVI está marcada por la presencia de la versión priscilianista en la sociedad peninsular. En la Gallaecia bracarense, Martín de Dumio (siglo VI) es un modelo de catequeta en la sociedad sueva, que se adelanta a las formas eclesiales y catequísticas del proyecto toledano o visigótico. El abad y obispo dumiense escribió el De correctione rusticorum, siguiendo a san Agustín, como gran programa catequético para el noroeste hispánico; refleja el modelo que más éxito tendría en buena parte de Occidente en la Alta Edad media y testifica cuánto condicionó la forma de catequesis el mundo rural en contraposición al urbano. Isidoro de Sevilla, en el De ecclesiasticis officiis, confirma que en el siglo VII, en España, permanecen trazas de la catequesis patrística, pero sin el vigor, la amplitud de tiempo y la apertura hacia un catecumenado prolongado que tuvo aquella. Si importante y de sumo interés es la catequesis en la Hispania romana, no lo es menos en el período visigótico, no sólo en Toledo y en los concilios toletanos, sino en la rica, y desconocida, literatura teológica del siglo VIII en el norte hispánico. Este es uno de los siglos más decisivos, entre el mundo que procede de la antigüedad tardía y el que emerge en los días que preceden al esplendor carolingio, para conocer la catequesis que tendrá su vigencia en la Alta y Baja Edad media. NOTAS: 1. Lampe, en KITTEL, Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1965ss., 5,271. — 2. Cf A. ORBE, Ideas sobre la Tradición en la lucha antignóstica, Augustinianum 12/1 (1972) 19-35; Sobre los inicios de la Teología, Estudios eclesiásticos 56/2 (1981) 689-704. — 3. Cf EUSEBIO DE CESAREA, Historia eclesiástica V, 20, 4-8. — 4. Cf E. ROMERO POSE, A propósito de las actas y pasiones donatistas, Studi Storico Religiosi IV/1 (1980) 59-76. — 5. Cf EUSEBIO DE CESÁREA, o.c., V, 9 y el Codex Baroccianus 142; cf B. POUDERON, D'Athénes á Alexandrie, Quebec-Lovaina-París 1997, 1-70. BIBL.: Es notoria la ausencia de bibliografía en español sobre catequesis y catecumenado en la época patrística. Véanse las obras publicadas en la Biblioteca de autores cristianos (Madrid) y en la editorial Sígueme (Salamanca), y en Biblioteca patrística y Fuentes patrísticas, en la editorial Ciudad Nueva (Madrid). Abundantes referencias bibliográficas en: Biblioteca di scienze religiose de la Universidad pontificia salesiana (Roma), que ha publicado los siguientes títulos: Valori attuali della catechesi patristica (BSR 25); Cristologia e catechesi patristica (BSR 31.42); Eclesiologia e catechesi patristica (BSR 46); Spirito Santo e catechesi patristica (BSR 54); Morte e inmortalitá nella catechesi dei Padri del III-1V secolo (BSR 66); Spiritualitá del lavoro nella catechesi dei Padri del 111-1V secolo (BSR 75); Crescita del uomo nella catechesi dei Padri (BSR 78.80); La mariologia nella catechesi dei Padri (BSR 88.95); La formazione al sacerdozio ministeriale nella catechesi e nella testimonianza di vita dei Padri (BSR 99); Esegesi e catechesi nei Padri (secc. II-IV) (BSR 106). AA.VV., 1 simboli dell'iniziazione cristiana, Analecta liturgica 7, P. A. San Anselmo, Roma 1983; BARDY G., La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Encuentro, Madrid 1990; BAREILLE G., Catéchése y Catéchuménat, en DThC II, París 1905, 1877-1895; 1968-1987; CAVALLOTTO, Catecumenato antico. Diventare cristiani secondo i Padri, EDB, Bolonia 1996 (con amplia bibliografía y útiles cuadros sinópticos que sintetizan las principales aportaciones patrísticas sobre el catecumenado); DANIÉL0U J.-DU CHARLAT R., La catéchése aux premiers siécles, París 1968; DUJARIER M., Le parrainage des adultes aux trois premiers siécles de l'Eglise, París 1962; GROSSI V., La catechesi battesimale agli inizi del secolo V. Le fonti agostiniane, Studia Ephemeridis Augustinianum 39, I. P. A., Roma 1993; HAMMAN A. G., La vida cotidiana de los primeros cristianos, Ediciones Palabra, Madrid 1985; ORBE A., 11 catecumeno ideale secondo Ireneo, en: Cristologia e catechesi patristica, Roma 1981, 15-24; RILEY H. M., Christian Initiation, Washington 1974; SAUVAGNE M., Catéchése et larcat. Participations des lafcs au ministére de la Parole, París 1962; SAXER V., Les rites de 1'initiation chrétienne du Ile au Vle siécle. Esquisse historique et signification d'aprés leurs principaux témoins (Centro italiano di studi sull'Alto Medioevo, 7), Spoleto 1992; SIMONETTI M., Catechesi de esegesi dal I al 111 secolo, en Esegesi e Catechesi nei Padri, a cura di S. Felici, LAS, Roma 1992; L'initiation chrétienne du Ile au Vie siécle: Esquisse bistorique des rites et de leur signification, en Segni e riti nella Chiesa altomedievale occidentale I (Settimane di studio del Centro italiano di Studi sull'Alto Medioevo, XXXIII), Spoleto 1987, 173-205; VAN DEN EYNDE D., Les normes de 1'enseignement chrétien dans la littérature patristique des trois premiers siécles, Gembloux-París 1933; VENTURI G., Problemi dell'iniziazione cristiana. Nota bibliografica, Ephem. Liturg. 88 (1974) 241-270.

Eugenio Romero Pose

CATEQUESIS FAMILIAR EN AMÉRICA LATINA

SUMARIO: I. Evolución de una situación. II. Algunas modalidades de catequesis familiar. 1. Catequesis de novios; 2. Meditación del embarazo en espíritu de Adviento; 3. Catequesis prebautismal a los padres de niños pequeños; 4. Colaboración de los padres en la catequesis preescolar y escolar; 5. La familia en la catequesis de perseverancia y de confirmación; 6. Catequesis familiar de iniciación eucarística.

I. Evolución de una situación A pesar de la tendencia persistente a la disgregación de la familia en América latina y el Caribe, la supervivencia de costumbres, aunque decrecientes, de casarse por la Iglesia, de bautizar a los niños, de prepararlos para la eucaristía, y de otras devociones, ha permitido a la Iglesia emprender una nueva evangelización, que ha surgido por iniciativas laicales, particularmente femeninas, gradualmente apoyadas por religiosos, religiosas y sacerdotes antes de su proclamación por la jerarquía eclesiástica. La doctrina conciliar (LG 11 b, 35c; AA 11, 30; GE 3; GS 48, 52) respaldó el paso, iniciado ya hacia 1960 en algunas diócesis de Chile, de una catequesis parroquial de niños —que, en general, llegaba hasta los preadolescentes– a una evangelización y catequesis de adultos, sobre todo con ocasión de la iniciación eucarística de los hijos. La II Conferencia general del episcopado latinoamericano, realizada en Medellín, Colombia, en 1968, en el rico documento 8 de sus conclusiones, referente a catequesis, superó la costumbre de dar catecismo al proponer una evangelización de bautizados y nuevas formas de un catecumenado en la catequesis de adultos (Medellín 8, 9). Recogió algunas experiencias iniciales pero señeras, y estableció que «las comunidades cristianas de base, abiertas al mundo e insertadas en él, tienen que ser el fruto de la evangelización», por lo cual «la familia... debe ser objeto de la acción catequística, para que sea dignificada y sea capaz de cumplir su misión», con lo cual «la familia, Iglesia doméstica, se convierte en agente eficaz de la renovación catequística» (Ib 8, 10). La III Conferencia, realizada en Puebla, México, a comienzos de 1979, valoró en la acción catequística «un redescubrimiento de su dimensión comunitaria de tal modo que la comunidad eclesial se está haciendo responsable de la catequesis en todos sus niveles: la familia, la parroquia, las comunidades eclesiales de base, la comunidad escolar, y en la organización diocesana y nacional» (Puebla 983). Declaró la familia «sujeto y agente insustituible de evangelización» (Ib 602; cf 569) y «la familia cristiana, primer centro de evangelización» (Ib 617). En octubre de 1979, Juan Pablo II profundizó estas opciones, comenzando por el primado de la catequesis de adultos (CT 43), destacando el rol de los padres como educadores de la fe desde la primera infancia (CT 36) y dando primacía a la catequesis familiar en sus diversas formas (CT 68). En 1992, la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, realizada en Santo Domingo, República Dominicana, respaldó los avances logrados y señaló nuevas metas: «Fortalecer la vida de la Iglesia y de la sociedad a partir de la familia: enriquecerla desde la catequesis familiar, la oración en el hogar, la eucaristía, la participación en el sacramento de la reconciliación y el conocimiento de la palabra de Dios, para ser fermento en la Iglesia y en la sociedad» (Santo Domingo 225).

Los catequistas y comunidades de base, luego las parroquias, y finalmente los equipos diocesanos y nacionales de catequesis, se han inspirado en la Biblia para enriquecer la catequesis familiar: se valoran costumbres como la de bendecir a los hijos (Gén 27,1-4.27-29; 49,1-28), de relatarles los beneficios de Dios (Sal 78,3-8), de orar a diario con ellos (Dt 6,4-9), de prevenirlos frente al ambiente que lleva a la codicia y a la violencia (Prov 1,8-19), de infundirles fortaleza en su fe (2Mac 7,20-23), de hacer peregrinaciones religiosas en familia (Lc 2,41); se propone celebrar en familia la pascua liberadora de Dios (Éx 12,21-27), tomar la familia de Nazaret como modelo de ejercicio prudente de la autoridad educativa (Lc 2,42-52; cf Ef 6,4; Col 3,21; Tit 2,15) y de animación a la disciplina (cf 1Tes 5,14; 2Tes 3,11-13). La familia, en el Nuevo Testamento, es primero destinataria del evangelio (Lc 19,9; Un 2,13s.), luego centro de vida eucarística (He 2,46; 1Cor 16,19) y, finalmente, agente de evangelización y de formación de apóstoles (He 18,24-28; 2Tim 1,5; 3,14s). Se anima a todos en la familia a dar buen' ejemplo en bien del evangelio y de la Iglesia (Tit 2,2-8). El comportamiento influye en el cónyuge no creyente más que las palabras (1Pe 3,1-4.7). Se ha de procurar la conversión del cónyuge sin forzar la libertad (1Cor 7,15s). Quien no atiende a su familia no es cristiano (1Tim 5,8).

II. Algunas modalidades de catequesis familiar 1. CATEQUESIS DE NOVIOS. La preparación de novios resulta muy fructuosa y enriquecedora cuando se confía a matrimonios catequistas. Hay variedad de experiencias de diverso valor. Una buena fórmula consiste en que cada pareja de novios, o bien dos y hasta tres, reciben la atención de un matrimonio, de preferencia en su propia casa, en entrevistas estructuradas, con un temario preciso para sucesivos encuentros. Los catequistas casados comunican principalmente su testimonio sincero de vivencia del sacramento, reconociendo las dificultades de la vida real. Este modelo promueve en la parroquia o en la comunidad eclesial local numerosos matrimonios catequistas de novios, que se turnan en semanas sucesivas para atender nuevas parejas a medida que se inscriben. La diócesis capacita a los matrimonios catequistas de novios en procesos más breves que los necesarios para otras formas de catequesis. Este sistema favorece una preparación profunda y amistosa y encamina a las jóvenes parejas a integrarse en una comunidad eclesial que les resulta grata, fraterna y personalizante. El ser catequista de novios puede constituir uno de los compromisos apostólicos más abundantemente ofrecido a los miembros activos de las parroquias que surgen en las misiones y en otras actividades evangelizadoras. El proceso debe ser catequístico. La preparación simplemente psicológica, sexológica, legal y ritual, que algunas parroquias todavía ofrecen, carece de tres condiciones indispensables: 1) una «preparación personal para la celebración del matrimonio, por la cual los novios se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado» (CIC 1063.2); 2) los novios han de reconocer que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento» (CIC 1056); 3) el contrayente católico debe comprometerse «para que toda la prole se bautice y se eduque en la Iglesia católica» (CIC 1125). En sucesivas entrevistas, suponiendo en la mayoría de los novios una fe muy poco desarrollada, se revisa brevemente el conocimiento de Jesucristo y de su mensaje, se motiva el concepto cristiano del amor, de la sexualidad y de la familia, hasta llegar gradualmente al sentido del sacramento, y a orar en forma cada vez más espontánea, animados al principio por los catequistas. La alta tasa actual de fracasos matrimoniales y algunas encuestas a divorciados han sugerido incluir en estos encuentros la motivación para contestarse mutuamente algunas preguntas en privado: «¿Nos sentimos ambos respetados? ¿Qué garantía de vida correcta ofrece cada uno al

otro en las maneras de actuar? ¿Cuántos y qué aspectos de la vida tenemos y ponemos en común? ¿Qué haremos si nos nace un hijo deforme o discapacitado? ¿Cómo pensamos educar a los hijos en diferentes aspectos? ¿Tenemos acuerdos claros sobre la administración del dinero? ¿Estamos dispuestos a compartir tareas domésticas de forma equitativa? ¿Hemos tenido tiempo suficiente para conocernos como para un compromiso total? ¿Hemos tomado en serio las opiniones de nuestras respectivas familias? ¿Qué muestras de estabilidad, capacidad conciliadora y madurez de trato ofrece cada uno? ¿Estamos dispuestos a un compromiso definitivo ante Dios?». Las conversaciones después de los encuentros inducen a un número significativo de novios a postergar su matrimonio y en algunos casos a desistir de él, lo cual es buen logro de la catequesis prematrimonial. Los que resisten bien el proceso dan más garantía de estabilidad. En algunas parroquias, el presbítero o el diácono que presidirá la celebración prepara la parte litúrgica para una celebración, no sólo válida sino fructuosa del sacramento, con varias parejas, en ambiente de retiro espiritual más que de clase doctrinal, que dispone a la reconciliación sacramental y a la eucaristía (cf CIC 1065.2). 2. MEDITACIÓN DEL EMBARAZO EN ESPÍRITU DE ADVIENTO. No es oportuno recargar a los matrimonios jóvenes con reuniones parroquiales. Con ocasión del embarazo, se fomenta su diálogo en la fe con material utilizable en el hogar en cualquier momento, tal como posters, colecciones de oraciones para la mesa o para la noche, volantes, folletos, audiocasetes, videogramas u otros. Se sugieren textos motivadores para la reflexión de los esposos en diferentes días en ambiente de oración: ISam 1,1-20, la mujer que anhela un hijo lo ofrece a Dios con tal de gozar de ese don; Job 10,8-12, Job invoca a Dios que lo gestó en el vientre materno; Job 33,4.6, Elihú alega que Dios lo modeló tal como a Job; Sab 7,1-6, Salomón declara haber sido gestado en diez meses lunares como todo hijo de Adán; Sal 139,13-18, el salmista alaba el misterio prodigioso de su gestación; Qo 11,5-6, Qohélet admira el misterio del embarazo; 2Mac 7,20-29, la madre de siete niños hebreos mártires reconoce la obra de Dios en su gestación; Gál 4,4-5, una mujer engendra a Jesús, que nos hará hermanos; Lc 1,5-17, Juan Bautista recibe el Espíritu Santo antes de nacer; Lc 1,2325, Isabel reconoce a Dios como autor primero de su embarazo; Lc 1,41-45, un niño no nacido puede recibir a Dios; Lc 1,57s., el pueblo creyente reconoce que un hijo es don de Dios; Lc 1,59-66, los creyentes se preguntan por la vocación del niño; Lc 1,26-38, la concepción de un hijo es un don de Dios; Lc 1,39-40.56, María encinta no deja de servir al prójimo; Lc 1,46-55, María embarazada proclama la grandeza del Señor; lSam 2,1-10, Ana alaba a Dios al dar a luz al profeta Samuel. La parroquia apoya la espera de la nueva vida con celebraciones de la Palabra o de la eucaristía, con una bendición de las madres embarazadas, de los padres y de sus hijos en gestación; por ejemplo, una en adviento y otra unos seis meses después, en alguna fiesta mariana. 3. CATEQUESIS PREBAUTISMAL A LOS PADRES DE NIÑOS PEQUEÑOS. La preparación de padres y padrinos al bautismo de los niños se propone motivar el compromiso de los padres de educar a sus hijos en una vida cristiana que no debe abandonarse apenas iniciada. Esta catequesis, también breve en el uso actual, se confía a matrimonios catequistas preparados por la diócesis. Entre las experiencias conocidas, la mejor es atender cada vez a una sola familia, a dos, o a lo más a tres, cuando se cuenta con pocos catequistas en una comunidad. Para no recargarlos, cada parroquia o capilla invita a bastantes matrimonios a ser catequistas de prebautismales, motivándolos para un servicio hermoso y simple, ya que cada católico ha de definir su servicio a la Iglesia y al mundo, más allá de su trabajo y de su hogar. Muchas personas y parejas solteras piden el bautismo para los hijos. Estas parejas requieren una atención muy comprensiva y serena por parte de los representantes de la Iglesia: secretaria

parroquial, sacerdote o diácono, catequistas prebautismales. Con tino, encaminan al sacramento del matrimonio a quienes puedan realizarlo. Hay que preparar al bautismo de los niños sin uso de razón no sólo a los padres, sino además a los padrinos, explicándoles amablemente su rol (CIC 872 y 874). Esta catequesis también se realiza en visitas a modo de entrevista estructurada, con apoyo en algún manual sencillo. En sucesivos encuentros se revisa el conocimiento que tienen de Jesucristo y de su evangelio el o los progenitores que piden el bautismo (CIC 868) y los padrinos, despertando el interés por su lectura asidua, ya que generalmente traen muy poca formación cristiana. Para continuar el crecimiento cristiano después del bautismo y para ayudarles a iniciar en la fe a los hijos desde muy pequeños, se suele entregar a padres y padrinos algún material impreso o grabado, y se les recomiendan temas de reflexión familiar que suelen publicar determinados periódicos, revistas, programas de radio o televisión. 4. COLABORACIÓN DE LOS PADRES EN LA CATEQUESIS PREESCOLAR Y ESCOLAR. Los educadores en la fe que programan, realizan o publican materiales para la educación religiosa sistemática de los jardines de infancia y de las escuelas tratan de obtener la colaboración de los padres, como corresponde en toda catequesis de niños y adolescentes. Para eso, definen objetivos, actividades, contenidos y procedimientos. Al menos, informan a los padres sobre los objetivos y logros de la educación religiosa, les invitan a compartir en el hogar determinados temas de conversación o de oración bíblica, a introducir motivaciones y signos religiosos en las celebraciones familiares, tales como cumpleaños, día del padre, día de la madre, fiestas patrias. Si, al comienzo, los padres o tutores no apoyan de hecho la formación cristiana de los hijos, los educadores estimulan un diálogo interesante con los niños. Fuera del horario académico, en muchas escuelas de nivel básico y medio, se ofrece una preparación sacramental, además de la clase de educación religiosa. 5. LA FAMILIA EN LA CATEQUESIS DE PERSEVERANCIA Y DE CONFIRMACIÓN. Desde los doce años en adelante, la progresiva emancipación de los adolescentes respecto de sus padres sustituye gradualmente el protagonismo de los padres por el de los hijos en la educación de la fe. A esa edad la intervención de los padres de familia no se puede programar en forma tan directa, sino en forma similar a la descrita para la educación religiosa escolar. A través de diversos sistemas, tales como la escuela para padres en los centros educativos, o los encuentros de generaciones en las parroquias y movimientos laicales (días de campo familiar, vacaciones familiares), se intenta alimentar con recursos creativos el diálogo de los padres con los hijos mientras dura la adolescencia, hoy tan prolongada, con la mira puesta en la evangelización de cada miembro de la familia. Los padres de adolescentes agradecen la ayuda que se les brinda para educarlos en esta etapa difícil, lo cual da ocasión para motivar sus actitudes a la luz del evangelio y del magisterio eclesial sobre educación. En la preparación a la confirmación, que suele constituir una evangelización de bautizados cuando se hace a una edad de suficiente madurez, y en los grupos juveniles de formación en la fe, aunque no estén concebidos como una catequesis sistemática, resulta útil alimentar un diálogo entre padres e hijos sobre asuntos de fe, con apoyo programado de los catequistas y animadores. En la catequesis de confirmación se ha usado una amable carta del catequista a los padres ál comienzo de cada tema, para estimular su colaboración a la acción de la Iglesia, lo cual ha constituido una evangelización para los padres. Siempre resulta provechoso diseñar procesos y materiales de apoyo para quien es elegido padrino o madrina de bautismo, de confirmación o de matrimonio.

No todas estas formas de intervención de la familia en el crecimiento en la fe de una persona se pueden llamar propiamente catequesis familiar; lo son más bien las que tienen por responsables a los padres, o a uno de ellos, o a quienes hacen sus veces. La evangelización de los hijos a los padres difícilmente adopta una forma sistemática y programada, y más que catequesis familiar, es una catequesis a la familia. 6. CATEQUESIS FAMILIAR DE INICIACIÓN EUCARÍSTICA. La forma más lograda de catequesis familiar en América latina y el Caribe es la iniciación penitencial y eucarística de los niños, bajo la responsabilidad de los padres, apoyados por la comunidad. Se expande sin decretos, por convicción de párrocos, de animadores de pastoral escolar y de obispos, hasta diversas diócesis de Norteamérica y de Europa. Al prolongarse por unos dos años, permite un proceso evangelizador de los padres mientras se los motiva para iniciar a los niños en la vida cristiana, con positivas repercusiones en toda la vida eclesial. a) Las características básicas de este sistema catequético: 1) Los destinatarios principales son los padres de familia, para asegurar a los niños un apoyo permanente en su crecimiento cristiano. 2) Los padres de familia se reúnen cada semana en pequeños grupos de unas diez personas con un matrimonio que les sirve de guía de catequesis familiar. 3) La evangelización de los padres de familia pretende integrarlos, al término del proceso, en una comunidad cristiana de base con su propia creatividad social y apostólica, por lo cual las reuniones no deben ser muy distantes en el tiempo, ni el proceso debe durar menos de dos años. 4) Con ayuda de su reunión y de un Cuaderno del niño, los padres comparten la reflexión evangélica y la oración en casa con su hijo para prepararle a participar en la eucaristía. 5) El niño trabaja en su Cuaderno, que le motiva a dialogar con sus padres sobre la fe y la vida de la Iglesia. 6) Cada sábado o domingo el niño celebra lo aprendido en la semana y se habitúa a celebrar el día del Señor, en una reunión a cargo de un animador de celebraciones para niños o auxiliar de catequesis familiar. 7) La diócesis forma a ambos agentes para asegurar la calidad del proceso. En Honduras, que desarrolló primero los celebradores de la Palabra como animadores de comunidades de base, estas asumieron la forma de catequesis familiar, que está orientada a suscitar esas comunidades. Las comunidades de base y la catequesis familiar son sistemas pastorales que se potencian mutuamente. b) Las personas: El sistema de catequesis familiar de iniciación eucarística tiene tres clases de personas: 1) Los destinatarios son los niños que se preparan a la vida eucarística, y principalmente sus padres. 2) Los agentes apostólicos son los guías de catequesis familiar, con preferencia matrimonios, para los grupos de padres que han de acudir, posiblemente en pareja, y los auxiliares de catequesis familiar para los grupos de niños (en cada grupo de niños se intenta contar con un auxiliar y un ayudante que se inicia en este apostolado, lo cual facilita la disciplina de los niños y asegura el funcionamiento cuando el auxiliar se ve impedido de concurrir). 3) Los formadores (generalmente miembros del equipo diocesano o del equipo nacional) son quienes dan cursos sistemáticos iniciales a los agentes apostólicos; también los coordinadores locales de guías y de auxiliares, que han ejercido estos apostolados por más tiempo, dan formación permanente a los más nuevos, mediante reuniones semanales de evaluación y de preparación de las reuniones. El éxito de la catequesis descansa en la selección, formación y acompañamiento del personal apostólico que la realiza, lo cual depende del párroco o del coordinador pastoral de la escuela donde este sistema catequético se establece. c) Los objetivos. Los objetivos permanentes son tres: 1) Evangelizar a los padres con ocasión de la preparación de los hijos a la vida eucarística. 1) Encaminar a las familias a integrarse activam ente en la parroquia, con preferencia en pequeñas comunidades cristianas que se unen en comunidades eclesiales de base más amplias, por ejemplo, hasta tener su propia capilla. 3)

Despertar en los padres y en los hijos el compromiso social como fruto de su adhesión a Jesucristo. El primer objetivo es imperioso en el primer año, también llamado primer nivel (ya que en algunos lugares se asustan si se les anuncia una duración de dos años). El segundo y tercer objetivos se persiguen sistemáticamente en el segundo año o segundo nivel. Cada sesión semanal, a su vez, tiene un objetivo simple y explícito, coherente con el objetivo de nivel o año, y comprensible por parte de los participantes, para que colaboren en su logro y en su evaluación. d) Etapas. Cada uno de los dos años tiene varias etapas. Se han mantenido más estables las del primer año, que son: 1) Arar, o preparar a los padres y a los hijos para acoger la palabra de Dios y transmitirla, mediante un mejoramiento de su comunicación mutua. Culmina con la celebración de entrega de la Biblia o del Nuevo Testamento. 2) Sembrar la Palabra, mediante la presentación de Jesucristo en su vida y en su pascua. Termina con una celebración de Jesús como Señor. Sólo hacia el final de esta etapa una parte significativa de los padres comienzan a vivir una relación personal con Jesucristo y a transmitir esta vivencia a sus hijos. 3) Cosechar una adhesión libre al Señor. Termina con una celebración del sacramento del perdón. Las etapas del segundo año, con algunas variantes en las diferentes ediciones, son principalmente: 1) Presentación del pueblo de Israel y de la Iglesia. Culmina con una renovación de las promesas bautismales. 2) Presentación de la alianza y de la pascua de Israel y de Jesucristo. Incluye una celebración de la pascua judía y posteriormente una eucaristía, en la que los niños más maduros, a juicio de sus padres y animadores, comienzan a comulgar. 3) Presentación de la Iglesia como signo del reino de Dios, de las cinco vocaciones de especial consagración (presbítero, diácono permanente, religioso, consagrado en instituto secular, misionero ad gentes), de la misión del laico y de la contribución económica a la Iglesia. Termina con una celebración de envío al mundo. e) Las sesiones. Cada sesión tiene también etapas. Las de los padres se basan en el método activo de ver, juzgar, actuar y orar tomado de José Cardijn. 1) Ver consiste en que alguno de los participantes relate algún hecho sucedido, relacionado con el objetivo de la reunión, procurando elegir alguna experiencia de fe y no una simple anécdota; se puede suscitar esta clase de relatos a partir de un dibujo, de una foto, o incluso de un pasaje evangélico. 2) Juzgar consiste en reflexionar ese hecho de vida y otros similares, luego de iluminarlos con un texto bíblico propuesto en el manual o con otro sugerido por los guías. 3) Actuar es el compromiso libre que se toma de comunicar esta experiencia de fe a los hijos, y de procurar seguir a Jesús creativamente según lo descubierto de él en la reunión. 4) Orar es un rato de oración compartida al final de la sesión, y también el clima de atención a Dios y al prójimo, mantenido por los guías durante todo su transcurso. Las reuniones de los niños también tienen etapas: a partir de un juego o dramatización, con el intervalo de un canto para serenarse como grupo, se llega al momento de la reflexión bíblica aplicada a la vida mediante numerosas preguntas del auxiliar de catequesis familiar, procurando incorporar a todos los niños, y se logra una oración compartida espontánea en forma verbal, y también silenciosa y después coral, terminando con nuevos cantos, aplausos rítmicos, gritos dialogados, cantos con gestos y despedida personal, tal como la acogida inicial. f) Los contenidos. Son de tres clases: testimonial, experiencial y doctrinal. 1) El contenido testimonial de sentirse humildemente unido al Padre da fuerza a la palabra y acción como a Jesús (Jn 5,36-38) y a los apóstoles (He 2,32s). La confianza en el espíritu de Jesucristo mostrada por los guías y auxiliares es lo que anima a los niños, a sus padres y a los propios formadores a mantenerse en comunión con Dios y con su Iglesia. 2) El contenido experiencial consiste en la relación entre la fe y la vida que los catequistas guías y auxiliares procuran establecer en las

reuniones, tanto de adultos como de niños. 3) Los contenidos doctrinales dependen de los objetivos de cada etapa, y en diferentes ediciones han sido modificados de acuerdo a las evaluaciones realizadas. g) Los procedimientos. Son activos, grupales y liberadores. 1) El método activo se explicó al describir las etapas de cada sesión. 2) Hay reuniones semanales de una hora para los padres de familia, en casa de alguno de ellos, con apoyo de un manual para ellos y de otro para los guías. Conviene que el grupo no sobrepase los ocho o diez adultos, para que todos puedan decir algo en cada sesión. Hay celebraciones infantiles de la Palabra en el respectivo fin de semana, con ayuda de un Cuaderno del niño y de un manual para el auxiliar de catequesis familiar que reúne a los hijos de los miembros de dos o tres grupos de padres, es decir, unos diez a quince niños: son celebraciones de la Palabra, con una parte catequística, destinada a complementar, sin sustituir, la comunicación realizada por los padres de familia durante la semana. 3) Se procura que todo sea liberador. Para eso, el sistema es personalizante, ayudando al crecimiento interior de cada adulto y de cada niño, que han de sentirse respetados y tenidos en cuenta. Se refuerza la autoestima de cada uno felicitando cada aporte, cada logro y cada avance, especialmente en los más tímidos y menos participativos, lo cual es muy importante en los sectores más pobres. Se evita imponer, pero se anuncia con fe la buena noticia salvadora. En los juegos se prefiere la cooperación a la competición, o se compite entre equipos y no entre individuos. No se rechaza a ningún pecador, puesto que todos somos agraciados por la misericordia de Dios. Se aceptan personas solteras con hijos, separados casados de nuevo o no. A todos se anuncia el evangelio completo, dejando que cada uno vaya tomando sus decisiones. No se condena a nadie, y si alguno tiene dificultades con las leyes canónicas, se trata el caso en privado con respetuosa discreción. Se desarrolla el espíritu crítico y autocrítico de catequizandos y catequistas mediante interpelaciones evangélicas personalizantes y mediante evaluaciones que llevan a decisiones colectivas. Al tratar problemas de la sociedad, se miran desde la Iglesia comprometida con los más pobres. Si alguna vez se menciona la política de partidos, se respetan todas las opciones y se cuestionan todas desde el evangelio. Se pone al alcance del pobre: 1) el material, que se puede pagar por cuotas si el grupo se organiza; 2) el lenguaje de los manuales, y 3) la posibilidad de asumir rotativamente responsabilidades en el grupo, en la comunidad eclesial y en el sector local. Se fomenta por la conversión del corazón, la alegría sana y la libertad de los hijos de Dios en las celebraciones litúrgicas y en sencillas convivencias festivas. h) La retroinformación. Hay retroinformación semanal, global, formal y externa. 1) La información sobre el logro de los objetivos de cada sesión la obtiene el coordinador del equipo de guías de catequesis familiar en su reunión semanal, donde oran juntos, evalúan la sesión de la semana anterior y preparan la próxima. También el coordinador del equipo de auxiliares de catequesis familiar se reúne cada semana con ellos para orar juntos, evaluar fraternalmente la celebración de la Palabra realizada en el fin de semana anterior y para, juntos, preparar creativamente la próxima. La finalidad de esta retroinformación semanal es mejorar la tarea de los agentes y los logros en los destinatarios. 2) La retroinformación global para los autores de los materiales, que son formadores del personal apostólico que lo utiliza, se obtiene tanto de los participantes en los cursos como de los párrocos que los inscriben, y de congresos nacionales de catequesis familiar, como los realizados en Argentina en 1993 y 1997 (reseñados en la revista Didascalia) o el Encuentro latinoamericano de catequesis familiar, realizado en Santiago de Chile en 1985, por el DECAT, Departamento de catequesis del CELAM. 3) La retroinformación formal se organiza cada cuatro o cinco años, al preparar cada nueva edición del material, con una consulta escrita completada con reuniones presenciales de los autores, con diversos grupos de formadores diocesanos del país, y con coordinadores parroquiales de catequesis familiar. 4) La retroinformación externa se obtiene de estudios de sociología religiosa, como los dirigidos en Chile por Patricia Van Dorp y por Josefina Puga.

i) Los materiales. Hay materiales oficiales y suplementarios. En forma suplementaria se han creado grabaciones de radioteatros breves para los padres, casetes de cantos infantiles y litúrgicos, y comienzan a aparecer CD-Rom multimedia, con la orientación de Javier Díaz Tejo, autor de Algunos criterios catequéticos básicos para la recepción y uso de la computación educativa al servicio de la educación de la fe, tesis presentada en el Instituto superior de pastoral catequética de Chile, Catecheticum, Profesor-Guía: E. García Ahumada. Los materiales oficiales son cinco: 1) El Libro de los padres, diseñado para una reunión interfamiliar a cargo de un matrimonio-guía, es el material más importante de esta catequesis. En su diagramación destaca: la revisión del diálogo realizado en la semana anterior con el niño; el texto bíblico central; las preguntas acerca del texto bíblico principal o acerca de alguna ilustración motivadora; las sugerencias para comunicar vivencias e informaciones al niño y al resto de la familia durante la semana; las pistas para la oración; las preguntas o propuestas para el propósito libre de la semana, y algún pensamiento motivador para recordar. 2) El Libro de los guías orienta al buen uso del Libro de los padres y prócura resolver las dificultades más corrientes con que tropiezan los guías: cómo mejorar la integración de varones, cómo crear acogida mutua y alegría desde la primera reunión, cómo animar a los padres a llevar a la reunión el Cuaderno del niño para comentar el diálogo realizado con él, cómo promover la participación evitando el monopolio de la palabra, cómo favorecer gradualmente la vida sacramental, cómo detectar posibles matrimoniosguías, cómo fomentar la integración a comunidades cristianas, a la comunidad parroquial, a la preocupación por la justicia y la solidaridad en el trabajo y en la sociedad. 3) El Libro del auxiliar de catequesis familiar incluye las orientaciones generales sobre el rol de este animador, que debe dejar el protagonismo a los padres de familia o a quienes hacen sus veces, y pautas pedagógicas para cada celebración de la Palabra. 4) El Cuaderno del niño despierta la curiosidad, creatividad e iniciativa del niño, animándolo a conversar con sus padres sobre los temas, vinculados uno a uno a los del Libro de los padres y al de la reunión o celebración infantil correspondiente. 5) La Metodología ofrece contenidos globales para los cursos de iniciación de este personal apostólico. Cuando el sistema de catequesis familiar de iniciación eucarística se aplica en una escuela, se organizan los grupos de padres de familia por sectores geográficos, de modo que sea fácil a los guías de catequesis familiar reunir en sus casas a matrimonios de su vecindad, y que todo el grupo se vaya vinculando a su propia parroquia, por ejemplo, con ocasión de las confesiones y otras celebraciones del proceso. BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Formas y modelos de catequesis con adultos. Una panorámica internacional, CCS, Madrid 1996, 9094; BIESINGER A., Erstkommunion als Familienkatechese. Zur Relevanz von «catequesis familiar», Theologische Quartalschrift 174-2 (1994) 120-135; DECAT, Catequesis familiar, CELAM, Bogotá 1987; DECKER C., Catequesis familiar. Historia y descripción 4 del método, Instituto arquidiocesano de catequesis, Santiago de Chile 1996 ; DÍAZ J.-VALENZUELA E., La eucaristía. Jesús nos invita a su fiesta (CD-Rom). Diakom Ltda, Santiago de Chile 1997; GAMBINO V., Caminos hacia Dios. Educación cristiana en familia y en el parvulario, 2 a 6 años, San Pablo, Santiago de Chile 1979; GARCÍA AHUMADA E., Qué es la catequesis familiar, San Pío X, Madrid 1998; PUGA J., Hacia una plena participación del pueblo de Dios en la eucaristía. Esfuerzos catequísticos y litúrgicos en parroquias, Centro de investigaciones socioculturales CISOC-Bellarmino, Santiago de Chile 1997; VAN DORP, Estudio evaluativo de la catequesis familiar, Centro Bellarmino, Santiago de Chile 1978.

Enrique García Ahumada

CATEQUESIS FAMILIAR EN ESPAÑA

SUMARIO: I. Familia y catequesis en España: aspectos generales: 1. En la familia cristiana; 2. La preocupación de algunos catequetas por la educación de la fe en la familia; 3. La preocupación de la Iglesia española y sus propuestas. II. Propuestas de catequesis familiar: 1. Propuestas para la

educación del despertar religioso en familia; 2. Propuestas de catequesis familiar; 3. Materiales catequéticos con referencias a la educación de la fe en la familia. Conclusión.

Por diferentes razones no resulta fácil hacer una exposición exhaustiva, detallada y plausible de la catequesis familiar en España, aceptando incluso que el concepto de catequesis familiar no se ha utilizado en sentido unívoco, dada la variedad de matices y contenidos que encierra o se le atribuyen. En primer lugar, es el hecho mismo de su existencia, pues más que de catequesis familiar, cabría hablar de transmisión de la fe, o de la cultura religiosa o de la conciencia cristiana en la familia. En segundo lugar, porque no existen (y no sólo en España) estudios específicos sobre la misma. Ni las diferentes Historias de la Iglesia española1 que hemos consultado, ni la obra de L. Resines sobre la catequesis en España 2, ni los escasos artículos dedicados a la historia de la catequesis española contemporánea 3 o a la catequesis familiar4 que hemos encontrado en las revistas especializadas se detienen en su estudio. Sólo tangencialmente hacen referencia a ella. En tercer lugar, hasta no hace mucho tiempo tampoco eran muchos los autores que consideran a los padres como los primeros catequistas de sus hijos. Finalmente, la Iglesia española no hace una propuesta concreta de catequesis familiar hasta la renovación de los catecismos españoles en la década de los 80. Por otro lado, quizá pueda decirse que la primera catequesis familiar contemporánea que entró en España, pero de cuya implantación, repercusión y uso no tenemos datos, fue la traducción y publicación de una excelente catequesis familiar belga, de gran repercusión e implantación en aquel país5. Dadas estas limitaciones, nos ceñimos a poner de manifiesto solamente los datos de la catequesis familiar en España que son conocidos y de los que tenemos fuentes documentales. Referiremos los aspectos generales de la catequesis familiar en España que creemos consolidados, tendremos en cuenta los catequetas que recuerdan a los padres su obligación de ser los primeros educadores de la fe de sus hijos y les ofrecen materiales catequísticos para que puedan realizar su misión y, finalmente, presentaremos la oferta de catequesis familiar por parte de la Iglesia española. Acabaremos haciendo una breve reseña de materiales catequéticos publicados que son considerados por sus autores como catequesis familiar o tienen indicaciones de contenido y método para que los padres transmitan y eduquen la fe en familia.

I. Familia y catequesis en España: aspectos generales 1. EN LA FAMILIA CRISTIANA. Un primer dato constatable y relevante de la familia española, por lo menos hasta bastante recientemente y en un amplísimo sector de familias, es su profunda raigambre y tradición católica. La fe cristiana, sus principios, motivaciones y expresiones impregnan las fibras y convicciones más íntimas de la familia española. La identidad cristiana de los padres, sus convicciones religiosas, su práctica religiosa, más o menos habitual, la religiosidad popular, los ejercicios religiosos de piedad, la oración de la mañana y de la noche, el rezo del rosario en familia, las misiones populares, el mismo decurso del calendario marcado profundamente por la liturgia y celebraciones de la Iglesia, etc., han ayudado y mantenido el espíritu, la fisonomía y la identidad cristianas de la familia. Por ello, puede decirse que la transmisión y educación cristiana de lós hijos ha tenido como contexto y vía propios la identidad cristiana de la familia, expresada en su vida de fe y de piedad, al margen incluso de cómo se entendiera la identidad cristiana. Era algo dado por supuesto y descontado el hecho del que se partía con toda naturalidad y sin mayor preocupación. Por decirlo de algún modo: el hijo ya nacía cristiano. En el sentido amplio del término, los padres son y ejercen de catequistas de sus hijos. No creemos que resulte exagerado afirmar que la familia, junto con el ambiente social cristiano,

ha servido de verdadero catecumenado social para los hijos, de primera escuela de aprendizaje de la vida cristiana. Era como una especie de primera evangelización de los hijos.. Los contenidos de fe transmitidos solían ser los fundamentos o rudimentos de la fe cristiana, la explicación o comentario sencillo de algunas fórmulas de fe, la oración, la práctica de la misa dominical, narraciones bíblicas o de vidas de santos de particular devoción, el precepto del cumplimiento pascual y una gran carga de sentido moral. Todo ello iba estructurando y configurando la personalidad cristiana de los hijos. Estos iban creciendo en un ambiente cristiano formulista, de tradiciones religiosas cristianas, lleno de espontaneidad y de sencillez, pero también bastante rutinario, costumbrista y con grandes lagunas en su formación cristiana. El modo de transmisión de la fe es la misma vida y ambiente familiares, las respuestas que los padres dan a las cuestiones de sus hijos, la inculcación de los preceptos cristianos. Especial mención requiere la primera comunión de los hijos, que además de ser un verdadero acontecimiento familiar y social, comportaba en la práctica el final de la formación cristiana en la familia. Un segundo elemento, constatable a partir de la escolarización de los niños, es la así llamada delegación de los padres en los sacerdotes y en los profesores de religión en la escuela. Si hasta finales del siglo XVI la familia aseguraba, en gran parte, la catequesis de los niños, completada en la Iglesia por la predicación y la liturgia, no ocurre así tras el impacto de la cultura moderna. Muchos padres piensan que pueden delegar la formación religiosa de sus hijos en el sacerdote o en el catequista. Consecuencia de ello es que las expresiones de la existencia cristiana en el ámbito familiar, a las que acabamos de referirnos, van decayendo progresivamente, hasta el punto de que muchos hijos ya no viven en su familia ni un ambiente cristiano ni una verdadera existencia cristiana. Se produce un absentismo de los padres en la educación cristiana de sus hijos; la catequesis se escolariza; los padres no se creen preparados para desempeñar su misión educadora cristiana y, sobre todo, llegan a creer que la enseñanza religiosa escolar logra mejor los objetivos que la catequesis familiar y parroquial. Consecuencia de ello, por lo que se refiere a la catequesis familiar, no es otra que la exclusión de los padres. O dicho más suavemente: los padres llegan a sentirse dispensados y libres de su propia responsabilidad y obligación; no se consideran preparados para llevar a cabo la tarea de educar la fe de sus hijos. Se produce así una especie de doble fractura en la educación cristiana de los hijos: 1) una fractura interna en la transmisión y educación de la fe de los hijos en la familia; 2) otra en la secuencia y progresión de la formación cristiana: la catequesis parroquial no puede dar por supuesta la primera e inicial formación religiosa en la familia, y se ve abocada a suplirla. Esta situación, en términos generales, perdura prácticamente hasta hoy. Sin embargo, a pesar de sus luces y sombras, la primera evangelización a través de la familia cristiana ha sido un pilar y un factor determinante en la transmisión y educación de la fe de los hijos. A pesar de la delegación de los padres, la catequesis parroquial y la enseñanza religiosa en la escuela estatal y en los colegios de la Iglesia y de las congregaciones religiosas, con todos los avatares históricos, políticos y sociales que ha tenido en España, era seguida por la casi totalidad de la población escolar española, y garantizaba, de algún modo, su formación cristiana. 2. LA PREOCUPACIÓN DE ALGUNOS CATEQUETAS POR LA EDUCACIÓN DE LA FE EN LA FAMILIA. No obstante esto, ha habido autores que no sólo han recordado a los padres su obligación y responsabilidad educadora cristiana, sino que también les han ofrecido materiales catequéticos para ayudarles en esta tarea. Uno de ellos es Francesc Matheu y Smandía que, a finales del siglo XVIII, publicó un Compendi o breu explicació de la doctrina cristiana en forma de diálogo entre pare i fill. Es un catecismo breve,

simple, con preguntas y respuestas en un diálogo entre padre e hijo, bastante directo, que parece reflejar el mandato de algunos sínodos diocesanos de redactar catecismos en forma de diálogo. Por la propuesta que hace a los padres y por los catecismos que publicó con este fin, hay que referirse también a san Antonio María Claret. Tanto en sus Avisos muy útiles a los padres de familia6 como en Catecisme de la doctrina cristiana explicat y adaptat a la capacitat deis noys y noyas y adornat ab moltas estampas, recuerda a los padres su misión educadora, les ofrece materiales catequísticos y les indica el sencillo método a seguir. En el Catecisme7 dice que es «también para los mayores, y con especialidad para vosotros, padres de familia... para que cuando vuestros hijos os preguntaren... les respondáis explicándoles por medio de ellas la religión cristiana, que tenéis obligación vosotros de enseñarles y ellos de aprenderla... Y a vosotros, padres de familia, os suplico por las entrañas de Jesucristo, que procuréis que así se lo aprendan vuestros hijos y domésticos, con lo que además de cumplir un deber, podréis ganar las muchas indulgencias... y finalmente la gloria eterna, que a todos deseo. Así sea». Andrés Manjón, fundador de las Escuelas del Ave María, recogiendo la defensa que hace de este derecho la encíclica Divini illius magistri, está totalmente persuadido de que la educación de los hijos es un derecho y un deber natural de los padres. Y para que puedan ejercer y realizar este derecho-deber, se preocupa de ayudar a los padres a cumplir esta tarea y obligación publicando las Hojas paterno-escolares del Ave María. Resulta curioso observar que el P. Manjón sitúa este derecho-deber de los padres en la virtud de la justicia, explicándoles cómo deben asegurar en sus hijos los principios religiosos que iluminen siempre su conciencia; cómo deben aprovechar cualquier circunstancia para hablar de Dios y cómo han de contagiar la religión a través de la misma vida religiosa familiar. D. Daniel Llorente, en su Tratado elemental de pedagogía catequística 8, dice: «los padres, la madre sobre todo, deben ser los primeros catequistas de sus hijos, los que han de enseñarles las primeras nociones y prácticas religiosas. Y si más adelante se ven en la precisión de que otros les ayuden en la educación cristiana de sus hijos, no pueden ellos desentenderse de un deber tan sagrado; han de escoger personas de fe arraigada, que sepan y quieran desempeñar bien su cometido; han de vigilar y orar; han de cooperar los padres, con su autoridad, con su ejemplo y con sus exhortaciones y consejos. "¿Tienes hijos? Edúcalos y doblega desde su juventud su cuello" (Si 7,23). Decidles, como la madre de los Macabeos: "Te pido, hijo mío, que mires al cielo" (2Mac 7,28). Así lograréis su felicidad y la vuestra. Si la familia no quiere o no está capacitada para desempeñar su obligación, habrá que suplir su falta; mas procurando al mismo tiempo que adquiera esa capacidad y se haga cargo de su deber». Y Juan Tusquets, en su Pedagogía de la religión9 insiste, sobre todo, en que los padres han de cooperar necesariamente con la catequesis parroquial. Si estos autores que hemos citado anteriormente se refieren a la catequesis familiar recordando a los padres su obligación de educar a sus hijos en la fe, pero sin exponer ni hacer referencia explícita a sus fundamentos teológicos y sacramentales, hay otros autores que no se contentan con recordar tal obligación, sino que claramente se refieren a la catequesis familiar o a la formación cristiana en la familia a partir de su fundamento teológico y sacramental, es decir, al sacramento del matrimonio y al ministerio profético de los padres, recogiendo con ello las aportaciones de la teología del sacramento del matrimonio y del laicado, ampliamente expuestos por los documentos conciliares. Uno de estos autores es S. Misser, que afirma: «la educación de unos padres cristianos sólo puede ser fruto de un cristianismo eficazmente vivido... En el orden sobrenatural la misión de los padres es excelsa. Ellos son los primeros y definitivos catequistas. Es más, en el sacramento conyugal y

paterno-maternal radica ya todo el misterio cristiano... Así que la catequesis familiar no es una simple cuestión deontológica o de moral profesional del matrimonio, sino cuestión que afecta a su propia esencia... La acción cristiana de los padres debe verterse cuidadosa y delicadamente en el cauce natural del curso vital de sus hijos, a través de sus edades psicológicas... Deberán cuidar de grabar profundamente la idea de Dios en el alma de los hijitos a través de lo que estos mismos presienten, a través del concepto que van formando de lo trascendente, mediante el concebir un sentido y actitud profundamente religiosos hacia sus propios hijos... Ya el despertar de los hijos a las realidades del mundo debe permitirles sorprender a sus padres en una reverencial y vital actitud de oración... Así deben afianzar el hábito de la oración matutina y vespertina. El marco de religiosidad familiar debe concentrarse en torno a la lectura de la sagrada Biblia y de la oración en familia. Así deben irse fijando en los hijos las consideraciones de las grandes etapas de la obra salvadora de Dios. Pero a ello debe acompañar una actitud sinceramente cristiana ante todas las realidades de la vida... Consigue una importancia nuclear en esta educación la asistencia al culto en compañía de los padres»10. J. J. Rodríguez Medina es quien más directa y explícitamente habla del ministerio profético de los padres, en el que sitúa la educación de la fe de los hijos en la familia. En efecto, al hablar de la Iglesia como pueblo de Dios y del testimonio de todo cristiano como ministerio profético, se refiere a la misión educadora de los padres y afirma: «la misión profética de los padres participa, a nuestro entender, de las dos formas de misión: por constituir el hogar una comunidad cristiana natural, en virtud del matrimonio –que antes de ser sacramento es contrato natural–, los padres, por el hecho de serlo, son ministros naturales de la palabra respecto de sus hijos. Tienen responsabilidad directa en la formación religiosa de estos. Son sus catequistas por antonomasia, incluso con preferencia sobre los sacerdotes y educadores. En este sentido, el ministerio profético de los padres no es derivado de la jerarquía. Cristo y la Iglesia respetan, asumen y sobrenaturalizan la sociedad matrimonial, convirtiéndola en sociedad eclesial, mediante la aceptación del contrato matrimonial realizado ante el sacerdote, testigo de la Iglesia como institución visible. Por lo mismo, y en virtud de este segundo título, los padres cooperan a la misión profética del obispo del cual dependen, y participan de ella aceptando, por ejemplo, algunas modalidades concretas que el obispo señale para la mejor educación cristiana de los hijos»11. Finalmente, P. Maymí Pons, recogiendo aspectos fundamentales de la teología del matrimonio y de la familia expuestos por el Vaticano II (LG y GS), de la renovación catequética y de la Catechesi tradendae, no sólo afirma que la familia, como la Iglesia, debe actualizar la triple misión de Cristo: evangelizar, celebrar y servir, sino que «los padres tienen la misión bellísima de dar hijos a Dios y de dar a Dios a los hijos; darles, en la propia persona de los padres, la imagen y el sacramento más entrañable de la paternidad de Dios; trocar la familia humana en el afluente más hondo de toda liturgia; trocarla en iglesia doméstica; convertir el abrazo a los hijos en sagrario vivo y caliente, donde deletrear poco a poco el rostro dulce de Dios, todo el amor increíble de nuestro Padre que está en los cielos», y acaba refiriéndose a que la evangelización en el seno de la familia pasa por la urgencia y la necesidad de la pastoral familiar, tanto en las parroquias como en los centros educativos cristianos12. 3. LA PREOCUPACIÓN DE LA IGLESIA ESPAÑOLA Y SUS PROPUESTAS. Al ocuparnos de la preocupación de la Iglesia española por la catequesis familiar y de sus propuestas, hemos de hacer referencia a ella a partir de la década de 1980, en la que se produce una verdadera propuesta de catequesis familiar, gracias, sobre todo, a la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, responsable de la redacción de los nuevos catecismos nacionales. a) Una primera referencia a la formación de la fe en familia. En 1969, la Comisión episcopal de enseñanza y educación religiosa publica el documento La Iglesia y la educación en España hoy. Sin

ocuparse directamente de la catequesis familiar, hace referencia explícita y directa a la educación en la vida de la fe de los hijos, basándose en el decreto conciliar Gravissimum educationis momentum, n. 3; y tomándolo como base, hace una descripción de lo que debe ser la educación de la fe en el ambiente familiar, de sus fundamentos sacramentales, de algunos de sus contenidos y de algunos de sus aspectos metodológicos. A pesar de su extensión, vale la pena citarlo literalmente: «Los esposos cristianos, en virtud del bautismo, de la confirmación y, sobre todo, por razón del mismo sacramento del matrimonio, están llamados a dar a los hijos una educación en la vida de la fe, y a favorecer en ellos la primera experiencia de Iglesia y de comunidad humana... La educación de la fe en el ambiente familiar se realiza, ante todo, por el testimonio de vida cristiana de los padres. Para la educación de la fe de los niños nada tiene tanto valor como una vida familiar honrada, sincera, que ama la justicia, que respeta la opinión ajena y fomenta el diálogo amistoso, que es iluminada por los criterios evangélicos de pobreza, de amor fraterno, de perdón cristiano, y que alimenta una fe que se expresa tanto en los momentos difíciles de la vida como en los días de júbilo, que tienen su ritmo de oración comunitaria familiar y litúrgica y que, en todo momento, mira hacia Jesucristo como luz, camino, verdad y vida. La experiencia del amor incondicional con que los niños deben ser amados por sus padres, y del amor profundo con que estos se aman entre sí, es para los niños un signo vivo del amor de Dios Padre. Los padres están, además, llamados, según su capacidad, a dar una instrucción religiosa generalmente de carácter ocasional o no sistemático. Partiendo de la realidad de los acontecimientos de la vida familiar, de las fiestas del año litúrgico, de la actividad que los niños realizan en el ambiente escolar, en la parroquia, en las agrupaciones, etc., los padres van descubriendo a los hijos la presencia del misterio de Cristo Salvador del mundo. Todo esto reclama una acción pastoral que ilumine la fe de los padres y que les oriente en el cumplimiento de su misión educadora»13. Junto a esta descripción, y por la necesidad y urgencia de coordinación y complementariedad entre la catequesis familiar y la enseñanza religiosa escolar, habría que añadir la gran cantidad de documentos, tanto de la Conferencia episcopal como de los obispos de las distintas regiones eclesiásticas, que recuerdan a los padres que son los primeros educadores de la fe de sus hijos. b) La propuesta de catequesis familiar en la renovación de los catecismos españoles 14. La XVII asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española encargó a la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis la revisión de los tres grados del catecismo nacional. En la hipótesis de la que parte esta Comisión, que recoge las razones pedagógicas y de la praxis de la catequesis eclesial, se inclina por elaborar tres catecismos para la comunidad cristiana: Padre nuestro, para los niños de 5 a 7 años; Jesús es el Señor, para niños de 7 a 9 años; Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, síntesis de fe para niños de 9 a 11 años. La apuesta y la oferta de catequesis familiar es ofrecida claramente en los catecismos Padre nuestro y Jesús es el Señor. El primer catecismo, dirigido al despertar religioso del niño y a la iniciación de las actitudes básicas religiosas, está pensado, sobre todo, para la catequesis familiar, como ayuda a los padres cristianos en la primera iniciación en la fe de sus hijos. Pero dado que es necesaria la complementariedad entre la catequesis y la enseñanza religiosa escolar, el catecismo básico Padre nuestro está pensado para su uso por los educadores de los distintos ámbitos – familia, escuela y comunidad–, intentando en todo caso privilegiar el ámbito familiar y tomar en cuenta, con realismo, el poco desarrollo de catequesis parroquial para niños tan pequeños. Esta hipótesis, aprobada por el plenario de la Conferencia episcopal, pasó a las respectivas guías didácticas15, destacando el papel de la familia y de la comunidad cristiana en la catequesis de iniciación y desentrañando los contenidos bíblico-teológicos necesarios para la actualización del proceso catequético. ¿Cómo se presenta y articula esta propuesta en las guías pedagógicas de los dos catecismos mencionados? Ambas guías, habida cuenta de la diferencia que implica la educación del despertar

religioso (Padre nuestro) y la catequesis de iniciación sacramental (Jesús es el Señor), pretenden ser una ayuda a padres y catequistas para que, en su vida cotidiana y en la catequesis, actúen de una manera acorde con lo que el niño experimenta vitalmente, para ayudarle, desde esa misma realidad, a descubrir la presencia de Dios Padre en su vida. Consecuentemente con ello, la guía del catecismo Padre nuestro parte de que la catequesis familiar «precede, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis» (CT 68), hace un breve comentario a los padres como elemento previo a la breve descripción del despertar religioso del niño y les presenta las tres series de t emas que lo componen. A los padres se les ofrecen unas sencillas notas para el diálogo con los niños, siempre a partir de la propia realidad experimentada por los niños y en coordinación con los contenidos que va a recibir (o puede haber recibido con anterioridad) en la catequesis comunitaria. Hay que tener en cuenta que la propuesta catequética que se hace a los padres tiene las mismas características que la catequesis comunitaria; es decir, es una catequesis orgánica y articulada, algunas de cuyas características son: una enseñanza sistemática, elemental pero bastante completa, una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida, una presentación de los textos fundamentales de la fe a través de los principales lenguajes (bíblico, litúrgico, formulación doctrinal...) mediante los cuales la Iglesia comunica la fe. Junto a esto, se presentan elementos para preparar las celebraciones de las fiestas de la Virgen María, la navidad y la semana santa. Este mismo esquema de propuesta se sigue en la guía pedagógica del catecismo Jesús es el Señor, pero de manera mucho más rica y completa, ya que ofrece a los padres más elementos pedagógico-didácticos para la catequesis familiar. Estos elementos son los siguientes: hablamos a partir de la realidad de la vida del niño que guarda relación con el tema catequético; nos comprometemos, que quiere ayudar a los niños a traducir en su vida lo que han escuchado en la catequesis (podría llamarse perfectamente seguimiento de Jesús o formación de la personalidad cristiana) y vivimos juntos, que ayuda a descubrir al niño la alegría de ser cristiano, además de ayudarle a comprender y memorizar ciertas fórmulas del catecismo. Ofrece también elementos para celebraciones, tales como el recuerdo del bautismo y de la semana santa. c) El documento La catequesis de la comunidad16 (CC). Este importante documento de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis es el que plantea y describe lo que es la catequesis familiar, haciendo una pro-puesta clara de la misma, no sólo por-que de alguna manera culmina y da cuerpo a cuanto se empezó con la re-novación de los catecismos, sino por-que asume la doctrina conciliar, la Evangelii nuntiandi y la Catechesi tradendae. En los nn. 245-246 de manera más genérica y en los nn. 272-276 de manera más concreta y desarrollada, recoge la doctrina conciliar y pontificia sobre la catequesis familiar; se explica con cierto detalle la familia como lugar de catequización por sus fundamentos sacramentales y eclesiales, causa y razón de que la educación en la fe sea misión propia de la familia, los objetivos y pedagogía propios de esta modalidad de catequesis —recordando su complementariedad con las demás formas de catequesis—, el cambio de mentalidad que supone, la urgente necesidad de preparar a los padres y cómo puede renovarse la misma comunidad familiar. Vale la pena que nos detengamos a describir brevemente cada uno de estos aspectos. — La familia, lugar de catequización: a partir de la afirmación de que la familia es un cauce catequético «en cierto modo insustituible» (CT 68), y de que «debe ser un espacio donde el evangelio es transmitido y donde se irradia» (EN 71), recuerda sus fundamentos teológico y eclesiológico, a saber: «ella es como una célula de la gran Iglesia establecida por Jesucristo. Participa... de las acciones y de la vida de esa misma Iglesia profética y catequizadora, orante y cultual, de comunión y de servicio... y constituye un ámbito fundamental para el germen, crecimiento y maduración de la fe» (CC 272ab).

— Misión educadora de la familia: establecidos estos fundamentos, recuerda la misión propia de la familia, que no es más que «la educación de la fe de sus miembros, especialmente de los hijos. Ella es catequista por vocación y naturaleza. Los padres y el conjunto familiar son los primeros catequistas y la primera catequesis de los hijos. Estos escuchan y aprenden el evangelio, antes que nada, en las personas que integran la realidad familiar y encaman los valores humanos y cristianos» (CC 272). — Sus objetivos: recordando que la catequesis familiar «precede, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis» (CT 68), señala que sus objetivos son: «el despertar religioso, la iniciación en la oración personal y comunitaria, la educación de la conciencia moral, la iniciación en el sentido del amor humano, del trabajo, de la convivencia y del compromiso en el mundo, dentro de la perspectiva cristiana» (CC 273). — Su pedagogía: como la catequesis familiar asume las características propias de la vida familiar (cf FC 53), es «una catequesis más del testimonio que de la enseñanza, más ocasional que sistemática, más permanente que estructurada en períodos» (CC 273). – Su necesaria complementariedad con otros ámbitos catequéticos: a pesar de su peculiaridad, la catequesis familiar no es autónoma; ha de complementarse «con otros ámbitos comunitarios de la Iglesia, con los que han de colaborar las familias» (CC 275). Estos otros ámbitos son, y por este orden, la parroquia, la comunidad escolar y otros ámbitos educadores de la fe. Lógicamente, este documento reconoce que implantar la catequesis familiar «reclama cambiar de mentalidad a las familias y a la educación de la fe en su seno... Los padres cristianos deben convencerse de que no necesitan especiales conocimientos teológicos, sino asumir sencilla y confiadamente los dones sacramentales y de la gracia que derivan de su matrimonio» (CC 274). Recuerda, además, que los padres cristianos también están llamados a ser catequistas fuera del hogar, y que la catequesis familiar puede ser un instrumento valiosísimo de renovación de la comunidad cristiana familiar (cf CC,276).

II. Propuestas de catequesis familiar De un tiempo a esta parte, tanto por motivos teológicos (sacramentalidad del matrimonio, la familia como iglesia doméstica y ministerialidad de los padres en su tarea educativa, como hace constar expresamente la Familiaris consortio) como específicamente catequéticos y pastorales (la traducción práctica de la eclesialidad y ministerialidad de la familia cristiana en la responsabilidad educadora de los padres), no sólo la catequesis familiar está recibiendo mayor preocupación y atención, sino que también se están elaborando materiales catequéticos que faciliten y ayuden a los padres en la tarea de la educación de sus hijos en la fe. A la vista de estos materiales se observa que unos están dedicados a la educación en familia del despertar religioso (5-7 años); otros abarcan todo el arco de la iniciación sacramental (7-9 años); otros, quizá la mayoría, ofrecen sugerencias prácticas y recursos catequéticos a los padres. Como no es posible hacer una presentación completa de estos materiales, nos vemos abocados a hacer una sencilla reseña de los mismos. Comenzamos por los destinados exclusivamente a la educación del despertar religioso; a continuación, los que abarcan tanto el despertar religioso como la iniciación sacramental; finalmente, los que ofrecen indicaciones catequéticas para los padres y la catequesis en familia. No pudiendo reseñarlos todos, optámos por presentar los que parece que están teniendo mayor aceptación, difusión y uso.

1. PROPUESTAS PARA LA EDUCACIÓN DEL DESPERTAR RELIGIOSO EN FAMILIA. a) Despertar religioso de los niños, Claret, Barcelona 1981. Consta de un folleto para los padres, que describe el despertar religioso del niño, sus grandes orientaciones y algunos consejos metodológicos para llevarlo a cabo. Lo complementan un conjunto de veinticuatro cuadernillos ilustrados, sencillos, con riqueza de lenguaje bíblico, distribuidos en tres núcleos: La vida de Jesús. La vida de cada día. La vida en mí. b) Al encuentro con Dios en compañía del niño pequeño, del que son autores H. BusslingerSimmen y otros, publicado por Ediciones San Pío X, Madrid 1997. Se trata de un sencillo material a base de diálogos, ejemplos y sugerencias, destinado a la educación cristiana de los niños entre los 3 y los 6 años. Al decir de los autores, no es un programa ni un manual de obligaciones religiosas, sino una ayuda para que los padres y los más pequeños descubran al Señor en las diferentes actividades del ambiente hogareño. Para conseguirlo, ofrece un total de dieciséis temas. c) Despertar religioso en familia17: La Delegación diocesana de catequesis de Madrid ha elaborado un material, coordinado por María Navarro y publicado por PPC en 1998, para facilitar a los padres la educación en el despertar religioso de sus hijos. Tiene en cuenta a los niños hasta los 7 años, por lo que distribuye el contenido en tres folletos para los padres. Los tres dedican un amplio espacio a recordar las características psicosociales y religiosas de los niños. El primero pone las bases de este despertar con los niños de 0-3 años; el segundo ofrece pistas para la primera educación religiosa de los niños de 3-5 años; y el tercero completa este proceso con los niños de 5-7 años. Se incluye también un folleto destinado a los animadores de la comunidad cristiana que acompañan a los padres y les ayudan a realizar esta misión. El material se completa con 22 láminas y 3 posters para los niños, y una casete con las canciones. d) Despertar a la fe: su autora es Enriqueta Capdevila18. Consta de dos cuadernos: Despertar a la fe 1 y 2, CCS, Madrid 1998. Ofrece a los padres redescubrir el mundo con los hijos, acompañarlos en un proceso de crecimiento que los conduzca a reconocerse hijos de Dios y hermanos de los hombres. Cada folleto está dividido en tres grandes núcleos; el primero: Despertar a la vida, Al principio creó Dios el cielo y la tierra y Un mundo cercano. El segundo: Dejad que los niños se acerquen a mí, Nos ha nacido un salvador y Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen. e) Talleres de catequesis, CCS, Madrid 1998. Dos mamás son sus autoras: Victoria Delquié, animadora de un taller de niños, y Anne Gravier, catequista e ilustradora de libros infantiles. Consta de libro del animador y cuaderno del niño. Está dirigido al despertar de la fe de niños de 3 a 7 años, invitándoles a entrar con gusto en el maravilloso mundo de Dios. Presenta doce talleres, cada uno de los cuales se desarrolla en cuatro tiempos: Cuéntanos la Biblia, Tiempo de explicación y de diálogo, Actividades, y Cantamos y rezamos. Este material refleja la experiencia directa de las autoras en la catequesis de los más pequeños. f) ¡Despierta! Es un material publicado por las Delegaciones y Secretariados diocesanos de catequesis de las diócesis de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria (1998). Consta de Guía del catequista, Libro de la familia (para seguir y apoyar la catequesis de la comunidad cristiana), Libro del niño y Folleto de temas para encuentros con la familia. Ofrece una serie de 17 temas distribuidos en cinco bloques: 1) La tierra, nuestra casa grande y bonita; 2) Preparar y celebrar la Navidad; 3) Crecemos en familia; 4) Con los cinco sentidos; 5) ¡No te pierdas la fiesta! Cada tema coordina perfectamente el ámbito familiar, la labor del catequista, las actividades del cuaderno del niño y los encuentros con la familia. 2. PROPUESTAS DE CATEQUESIS FAMILIAR. a) Catequesis familiar: Los autores de este material son P. de la Herrán, M. A. Cárceles y R. Martínez Carazo, Catequesis familiar, Dios es nuestro

Padre, primer curso (tres trimestres y 21 temas); P. de la Herrán y R. Martínez Carazo, Catequesis familiar, Jesús es nuestro amigo, segundo curso (tres trimestres y 21 temas); Catequesis familiar, mi primera comunión, tercer curso (29 temas); Catequesis familiar, Seguimos a Jesús, cuarto curso (tres trimestres y 21 temas), Palabra, Madrid 1991. Catequesis familiar semanal de unos quince minutos que, al decir de los autores, no precisa ir al unísono con la catequesis parroquial o con la formación religiosa del colegio. b) Catequesis familiar: La autoría se debe al equipo de catequesis familiar del departamento de catequesis infantil de Barcelona, formado por varias personas (Argila M. y otros) que no solamente han elaborado estos materiales, sino que los han experimentado, revisado y reeditado en Claret, Barcelona 19974. Es, pues, un material con una larga trayectoria. Lo forman dos cursos y cada uno de ellos consta de la Guía del catequista y de las Hojas de padres e hijos. El primer año ofrece 13 temas y el segundo 12. El programa está presentado bajo cuatro epígrafes: 1) Temas de iniciación; 2) Temas litúrgicos; 3) Sacramentos, y 4) Jesús, mensaje-obra. Los destinatarios son padres con hijos hasta los ocho años, hayan hecho o no la primera comunión. Cada tema consta de una hoja para los padres, que se reflexiona y contesta en la reunión de los padres con el responsable de la catequesis familiar, y una hoja para el comentario y diálogo en familia, con sugerencias para el canto y la oración. c) Catequesis familiar: Es un extenso plan de catequesis familiar cuyos autores son J. Muñoz Ferrer y M. Martí, publicado por CCS, Madrid 1998, que comprende la educación del despertar religioso en familia y la catequesis de iniciación sacramental. Abarca, por tanto, el ciclo de 0 a 8 años. Los contenidos están distribuidos en cuatro series, cada una de las cuales —excepto la primera, de un solo cuaderno— ofrece un cuaderno de los niños, el libro de los padres, el libro del guía de los catequistas de los padres y el libro de las celebraciones o de los catequistas de niños. La secuencia de las series es la siguiente: 1) Alba. El despertar religioso en familia, de tres núcleos de catequesis destinados a hacer germinar la fe del niño en el seno de la familia; 2) Brisa, que consta de 22 temas distribuidos en tres bloques: Dios nuestro Padre, Jesús nos llama y El Espíritu nos ayuda a crecer en el amor al Padre; 3) Luz, de 19 temas distribuidos en tres bloques: Unidos, Queremos conocer a Jesús y Jesús está con nosotros; 4) Vida, que presenta 18 temas distribuidos en dos bloques: Queremos conocer a Jesús y Jesús está con nosotros. El folleto Metodología de la catequesis familiar explica el planteamiento, desarrollo y metodología de este modelo de catequesis. Claramente inspirada en su concepción y estructura en la catequesis familiar chilena, los autores afirman que se inspira en el catecismo Jesús es el Señor. Está prevista la edición de una casete, Nueva creación, con las canciones que aparecen en los materiales de la colección. En cada serie se coordina la reunión de los guías, la de estos con los padres, la catequesis en la familia y las celebraciones. 3. MATERIALES CATEQUÉTICOS CON REFERENCIAS A LA EDUCACIÓN DE LA FE EN LA FAMILIA. a) Secretariado diocesano de catequesis del obispado de Cartagena, Murcia 1990. Consta de tres cursos, y cada curso ofrece un cuaderno para el niño, una guía para el catequista y un cuaderno con orientaciones para los padres, que tiene como base la catequesis parroquial. El primer curso, con 13 temas, se titula Quiero conocer a Jesús. El segundo curso, de 16 temas, Jesús vive entre nosotros. El tercer curso, con 16 temas, Escuchamos las palabras de Jesús. b) Semilla. Son sus autores E. Pérez Landáburu, A. Pérez Urroz y C. Bueno. Publicados por San Pío X, Madrid 1994-95, lo componen cinco cuadernos destinados a niños de 7 a 12 años y una guía única para los cinco cursos. Cada cuaderno consta de nueve temas, al final de cada cual se ofrecen unas propuestas de actividades en familia que acaban con una oración. Los dos primeros cuadernos (7-9 años) están dedicados prácticamente a la educación del despertar religioso; el tercero (9-10 años) se dedica a la Iglesia y a los sacramentos del bautismo, la reconciliación y la eucaristía; el cuarto (10-11 años) está destinado a la oración y a la formación moral desde el

encuentro con Jesús en la Palabra, en la eucaristía y en la comunidad; el quinto (11-12 años), que culmina el proceso, ofrece una especie de síntesis de fe. c) Departamento diocesano de catequesis de Sevilla, PPC-Edelvives-Verbo Divino, 1996. Abarca tres cursos, cada uno de los cuales consta del Cuaderno del niño y de la Guía de los padres y de los catequistas, en la que se incluyen sugerencias para los padres y actividades catequéticas en la familia. El primer curso, titulado Despertar, consta de 20 temas. El segundo curso, titulado Hablamos con nuestro Padre Dios, consta de 16 temas. El tercer curso, cuyo título es Conocemos y caminamos con Jesús, consta también de 16 temas. d) Delegación diocesana de catequesis de Madrid. Tiene publicado un itinerario de catequesis de

infancia de 7 a 10 años, dividido en tres niveles. El primer nivel, titulado Dios es nuestro Padre (PPC 1998), consta de 15 temas, siguiendo el desarrollo de los contenidos del catecismo Padre nuestro, destinado a la educación del despertar religioso en la comunidad cristiana, sirviendo, por tanto, para niños que ya hayan realizado el despertar religioso en la familia y para los que no lo hayan realizado, si bien a los primeros les sirve como síntesis. El segundo nivel, Catequesis de infancia 1, consta de 11 temas desarrollados en el libro del catequista y en el cuaderno del niño y la familia. El tercer nivel, Catequesis de infancia 2, consta de 7 grandes temas, desarrollados en tres sesiones cada uno, con sus correspondientes guía y cuaderno. Se complementa con un cuaderno específico ¡A la catequesis con nuestros hijos...!, con los mismos temas de los dos niveles de catequesis de los niños, para la formación específica de los padres.

Conclusión La catequesis familiar, tanto en su sentido más concreto como en su sentido más amplio, es una realidad en la que, poco a poco, va volviéndose a hacer camino en la praxis eclesial y en la tarea educadora de la familia. Son muchos los esfuerzos, los materiales y los programas educativos en la fe que se publican o están en vías de publicación. Una cosa parece cierta: que la catequesis familiar irá arraigándose, tomando cuerpo y dando sus frutos, en la medida en que los planteamientos y acciones pastorales, con y para la familia, comiencen por descubrir a los padres su ministerialidad educativa, que arranca de la sacramentalidad de su bautismo, confirmación y matrimonio, así como prestándoles toda la ayuda necesaria para que asuman su condición de primeros catequistas de sus hijos, así como que ellos son el primer evangelio que ven, leen y aprenden sus hijos. En este sentido, la catequesis familiar no ha de descuidar que es, en primer lugar, catequesis para los padres. Conjuntando esfuerzos, coordinando y complementando ámbitos educativos, especialmente la familia, la comunidad cristiana, se puede augurar a la catequesis familiar un gran futuro. Hay aspectos importantes de la educación en la fe que difícilmente puede alcanzar la catequesis comunitaria, y que sólo pueden conseguirse en la catequesis familiar. NOTAS: 1. R. GARCIA-VILLOSLADA (dir.), Historia de la Iglesia en España, III 2: La Iglesia en la España de los siglos XV y XVI; IV: La Iglesia en la España de los siglos XVII-XVIII; V: La Iglesia en la España contemporánea, BAC, Madrid 1980; B. BARTOLOMÉ MARTINEZ (dir.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España, L• Edades antigua, media y moderna, BAC, Madrid 1995; II: Edad contemporánea, BAC, Madrid 1997. – 2. L. RESINES, La catequesis en España. Historia y textos, BAC, Madrid 1997; y anteriormente Historia de la catequesis en España, CCS, Madrid 1995. – 3. Cf V. M. PEDROSA, Ochenta años de catequesis en la Iglesia de España, Actualidad catequética 20 (1980) 617-658; J. M. ESTEPA, La catequesis en España en los últimos veinte años, Actualidad catequética 26 (1986) 19-43. – 4. A. MATESANZ RODRIGO, La catequesis familiar a lo largo de la historia, Teología y catequesis 20 (1986) 541-562. – 5. P. RANWEZ-J. DEFOSSA-J. GÉRARD-LIBOIS, Unidos hacia el Señor. La formación religiosa en familia, Atenas, Madrid 1958; y posteriormente P. RANWEZ, ¿Educan los padres? El amanecer de la vida cristiana. Sugerencias, 6 8 Sígueme, Salamanca 1968. – Librería religiosa, Barcelona 1845. – 7. Pla, Barcelona 1848, en catalán y en castellano. – Gráficas 1 9 10 Andrés Martín, Valladolid 1965 °, 436. – Barcelona 1935, 273-288. - S. MisSER, Catequizar. Problema de renovación en el contexto de la Iglesia y el mundo de hoy, Estela, Barcelona 1965, 316-319. – 11. J. J. RODRÍGUEZ MEDINA, Pedagogía de la fe. — 12 Situación y contenidos de la catequética hoy, Bruño-Sígueme, Madrid-Salamanca 1972, 447-448. P. MAYMÍ PONS, Pedagogía de la fe, San Pío X, Madrid 1998, 382-383. – 13. COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Documentos colectivos del episcopado español sobre formación religiosa y educación 1969-1980, Edice, Madrid 1981, 21-114, especialmente el n. 23, pp.

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39-40.– Cf La elaboración de nuevos catecismos. Informe de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis a la XXXII Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española. Noviembre 1979, Actualidad catequética 110 (1982) 21-27 — 15. COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Padre nuestro. Primer catecismo de la comunidad cristiana. Introducción pastoral y guía pedagógica. Para la catequesis de la iniciación de los niños, Edice, Madrid 1983; SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Jesús es el Señor. Segundo catecismo de la comunidad cristiana. Guía pedagógica. Para la catequesis de la 16 iniciación de los niños, Edice, Madrid 1988. – COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, La catequesis de la comunidad. Orientaciones pastorales para la catequesis en España hoy, Edice, Madrid 1983. – 17 Puede verse una sucinta presentación de MARÍA NAVARRO, Despertar religioso en familia. Material para los padres, Teología y catequesis 66 (1998) 107116. – 18. Puede verse de la misma autora, El més petit de tots. El compromis d'educar l'infant en la fe 1. De 0 a 3 anys, la familia creix. El compromis d'educar I'infant en la fe 2. De 3 a 5 anys; de cara enfora. El compromis d'educar 1'infant en la fe 3. De 5 a 7 anys, Edicions Secretariat interdiocesá de catequesi de Catalunya i les Illes, 1994. BIBL.: BARRENA F., Con los padres, San Pablo, Madrid 1985; CARBONELL E., Principales constantes históricas de la familia como ámbito de transmisión y educación de la fe. Algunas propuestas consecuentes para hoy, Actualidad catequética 161 (1994) 135161; CASABLANCA R. M., El niño capaz de Dios. Desarrollo psicológico, despertar espiritual antes de los tres años, Mensajero, Bilbao 1990; COLOMB J., Manual de catequética. Al servicio del evangelio, II, Herder, Barcelona 1971, 708-730; COMISIÓN EPISCOPAL DE APOSTOLADO SEGLAR, Vivencia y transmisión de la fe en familia, El Escorial 24-27 julio de 1997. Curso de verano para agentes de pastoral familiar; DUPERRAY G. Y OTROS, Familia, Iglesia y fe, Marova, Madrid 1978; GATTI G., II ministero catechistico della famiglia nella Chiesa, EDB, Bolonia 1978; GATTI T., Primeros educadores de la fe, padres y formadores de la infancia, Bruño-San Pío X, Madrid-Salamanca 1970; HELLER D., Cómo hablarle a su hijo de Dios, Norma, 1990; MARTINI C. M., Familia y vida laical, PPC, Madrid 1993; NAVARRO M.-SORAZU E., Familia y catequesis, CPC 12, CCS, Madrid 1994; OSER F., El origen de Dios en el niño, San Pío X, Madrid 1996; VILCHEZ L. F., La familia educadora de la fe, Narcea, Madrid 1984; WILBERTZ A., Pequeña escuela de padres para la educación religiosa, PPC, Madrid 1991.

Enrique Carbonell Sala

CATEQUESIS LIBERADORA EN AMÉRICA LATINA

SUMARIO: I. América latina, continente incómodo y desafiante. II. La liberación, experiencia preteológica: 1. Aspiración de la humanidad; 2. Praxis histórica de los pueblos; 3. Elemento consustancial al cristianismo. III. La liberación, con dimensión pastoral: 1. Un viraje significativo; 2. Una teología en contexto latinoamericano; 3. Una trayectoria sinuosa; 4. Sus grandes ejes. IV. La catequesis de signo liberador: 1. Su entorno; 2. Su matriz; 3. Su mensaje; 4. Su mediación; 5. Su pedagogía; 6. Sus propósitos.

La catequesis de signo liberador se sitúa en el contexto socio-cultural y eclesial de América latina, donde se dan cita todas las formas de la pobreza, la marginalidad, la opresión y la dependencia, pero también de la esperanza. Se sitúa igualmente en la segunda mitad del siglo XX, momento en el que la Iglesia latinoamericana irrumpe en el escenario teológico universal con una teología tendente a clarificar y expresar la única fe cristiana en el mundo de los empobrecidos. En continuidad con el Vaticano II, desde hace años se vive el criterio de que toda acción pastoral, antes de ser un problema práctico, es un problema teológico. Lo cual implica revisar las mentalidades y hacer nuevos planteamientos e interpretaciones del misterio cristiano, antes de querer dar respuesta pastoral a las situaciones históricas concretas. En efecto, no parece posible renovar nada significativo a través de la acción pastoral, si primeramente no se cuestiona la teología que inspira, nutre y sirve de sustento a la praxis. El Concilio, que fue llamado Concilio pastoral, estableció claramente este principio inspirador. La Iglesia latinoamericana recogió esta herencia con seriedad y compromiso. Se dio a la ardua tarea no sólo de revisar su mentalidad teológica sino de iniciar «un nuevo modo de hacer teología»1, reconociéndose sujeto del quehacer teológico y propiciando así iniciativas, experiencias, rupturas, formas de organización; en una palabra, otros modelos de pastoral, surgidos de los nuevos planteamientos que se hacían.

La catequesis, por su parte, en cuanto expresión privilegiada de la pastoral profética de la Iglesia, se benefició enormemente de este despertar teológico. Tuvo que nutrirse de él para ser fiel al misterio de Dios proclamado en el interior del misterio del hombre latinoamericano. Dado que existe una correlación entre teología y catequesis y que toda conmoción en el campo de la teología tiene repercusiones igualmente en el terreno de la catequesis2, las Iglesias de América latina comprendieron pronto que no sólo este ministerio, sino el conjunto de su pastoral, iba a sufrir una sacudida que cambiaría radicalmente su rostro.

I. América latina, continente incómodo y desafiante A América latina se la viene llamando desde hace algunos años continente de la esperanza. Y no se sabe si ello se refiere a un sueño inalcanzable, si es convicción de los que siguen creyendo en ella, o simplemente es la expresión de una cruel ironía que la deja siempre en el umbral de la historia. ¿Será que más bien habría que llamarla continente de la desesperanza? Es espacio donde resplandece la injusticia en sus formas más perversas. Continente de la riqueza, que genera pobreza como un absurdo de la historia. Realidad geográfica que se define cultural y religiosamente como identidad común, pero que se revela demasiado inconsistente en la praxis social y en el concierto de los pueblos del planeta. Lugar donde convergen todas las formas de la dependencia y la desigualdad, cuyos efectos más inmediatos son: la conciencia colectiva de nacidos para perder, de ser espectadores de la historia, zona periférica y conjunto de sociedades reflejo, cuyo mejor destino es la imitación acrítica. En el contexto del llamado nuevo orden internacional, de carácter unipolar, modernizante y neoliberal, América latina juega el honorable papel de comparsa, proveedora de materias primas baratas, campo de usura para capitales foráneos, mano de obra regalada, democracias formales como soportes de ese nuevo proyecto planetario, escenario pobre de la más feroz economía de mercado. En este ámbito sobresale la cultura de la muerte como colofón inevitable: violencia, narcotráfico, campañas antinatalistas impuestas, guerrilla, violación de los derechos humanos, deuda externa, delincuencia, administración de la justicia... El continente está marcado por un pluralismo cultural, reconocido hace apenas unos años. Se despejó la idea romántica del monolitismo cultural, producto de una interpretación miope de la historia y de la realidad. América latina, ¿existe como realidad objetiva o sólo como concepto académico o ideológico? –se preguntan algunos–. Por lo demás, experimenta una transición global en lo geopolítico, en lo socioeconómico y lo cultural, sin poder alcanzar las condiciones ni la madurez necesarias para enfrentar los desafíos inéditos que se le plantean. Su vulnerabilidad salta a la vista. Hay que subrayar también el progresivo deterioro de los niveles económicos de vida, a causa de la creciente e inmoral dependencia financiera y tecnológica, la deuda exterior y las corruptas administraciones públicas que flagelan a los más débiles. Una situación donde la participación democrática carece de sustento y de un proyecto político que busque el bienestar de los menos favorecidos. Los vicios ancestrales en el ejercicio de la autoridad y la falta de liderazgo político hacen de América latina el reino del despojo, presa fácil de toda suerte de agresiones externas. La educación básica del pueblo no logra ser reconocida efectivamente como un derecho fundamental de todo hombre y de toda mujer, ni como elemento esencial de la dignidad humana, ni clave necesaria de humanización. Por un lado se dice que la educación es el eje central del

desarrollo integral de los pueblos; que es un proceso que habilita para ejercitar la capacidad de decisiones y propiciar una amplia participación social; que forma parte de las culturas y están a su servicio para promoverlas. Por el otro disminuyen los presupuestos económicos para tareas educativas en favor, por ejemplo, del armamentismo. Hay un reforzamiento de los modelos economicistas de educación, fundados en el lucro, la producción salvaje, el consumo y la acumulación desenfrenada. Hay una perversa politización de la educación, que se pone al servicio de los sistemas ideológicos, populistas y demagógicos, ignorando la dimensión humanista de la existencia. La educación es vista a menudo como una parcela de poder que se adquiere para consolidar la situación establecida o ingresar en ella sin apenas cuestionarla. Es una fuente inagotable de esclavitudes de todo tipo la incontrolable movilidad humana, generadora de los modernos nomadismos por razones de trabajo, de turismo o de discrepancia política, unida al fenómeno del urbanismo creciente y anárquico, creador de los enormes cinturones de miseria típicos de las metrópolis latinoamericanas. Es bien sabido que entre las causas más relevantes de esta situación habrá que señalar el desprecio a la persona humana como filosofía de la vida, la insuficiente educación básica que está muy lejos de llegar a todos y la injusticia institucionalizada como sustento del andamiaje social3.

II. La liberación, experiencia preteológica Es importante subrayar que la liberación es una realidad implícita en el contexto latinoamericano antes esbozado brevemente. Su presencia obedece al conjunto de desafíos generados por una situación potencialmente explosiva, pero al mismo tiempo esperanzadora. De la opresión, de la explotación, de la dependencia, de la desigualdad, de la pobreza, surge inevitablemente un movimiento que, en su más profunda esencia, apunta a la superación de todo aquello que impide ser persona. Porque de lo que se trata precisamente es de esto: buscar las condiciones favorables para que la no-persona, el no-hombre, la no-mujer, puedan encontrar estímulos para vivir con dignidad. Se trata de recuperar la dignidad que se les niega. Por eso la liberación tiene que contemplarse en unas dimensiones previas a todo discurso teológico. 1. ASPIRACIÓN DE LA HUMANIDAD. Independientemente de un credo religioso o político, la liberación es un poderoso e irresistible anhelo de todo hombre y de toda mujer. Es estímulo para sobrevivir y para ser. En la conciencia de la opresión portadora de muerte, en la experiencia de la irritante desigualdad, de la injusticia dominante, del desprecio a los débiles, de las dominaciones ideológicas, culturales, políticas, económicas y religiosas, en la marginalidad de los excluidos del poder, en todo eso se intuye que la dignidad humana y los derechos de cada uno son realidades que no se pueden negociar. Aspirar a la liberación es camino y clave, no sólo de supervivencia, sino de realización humana, entendida como el proyecto fundamental de la existencia de los individuos y de los pueblos. La liberación se da germinalmente en las mismas condiciones que pretenden eliminarla. Las múltiples esclavitudes que atan los procesos vitales del ser humano lo inducen a reconocer su vocación irrenunciable a la libertad como presupuesto de toda realización humana. La liberación es dimensión inherente a la existencia 4. 2. PRAXIS HISTÓRICA DE LOS PUEBLOS. En el horizonte histórico de los pueblos se descubren innumerables procesos tendentes a establecer condiciones para un ejercicio sano de la libertad. Esfuerzos individuales y colectivos, búsquedas y luchas dolorosas, a menudo titubeantes e inciertas, se han constituido en caminos para alcanzar las utopías libertarias, según las diversas interpretaciones que de la libertad se hayan tenido. De ahí la aparición de sociedades esclavistas,

democráticas, igualitarias, socialistas, en cuyo seno siempre estuvo la preocupación por promover la libertad como fundamento insustituible de la convivencia humana. Esta persistencia de la liberación como praxis histórica de los pueblos de todos los tiempos induce a pensar que debe ser considerada como patrimonio de la humanidad. Ha sido parte sustancial, hilo conductor y meta del proyecto histórico de los grupos humanos. Sin embargo, es necesario reconocer que' estos procesos de liberación han dado pie a frecuentes e innumerables conflictos, en los que se han enfrentado distintas concepciones y formas de ejercicio de la propia libertad y de la libertad ajena. 3. ELEMENTO CONSUSTANCIAL AL CRISTIANISMO. La liberación, más que ser únicamente una aspiración y una praxis histórica de los pueblos, incide directamente en la experiencia cristiana como tema fundamental. La libertad del hombre como presupuesto de la fe, y la libertad cristiana como epicentro del seguimiento de Jesús, son aspectos que anteceden a toda búsqueda teológica. Se vive existencialmente la vocación humana a la libertad, culminada por la presencia del Dios que llama al diálogo salvífico en la libertad. La divina revelación se va gestando a través del empeño de Dios por crear al hombre espacios de libertad y senderos de liberación. Que el hombre sea libre es la máxima aspiración de Dios. Toda forma de esclavitud es su aflicción suprema. Se diría que la pedagogía de la revelación es una escuela para aprender a ser libres bajo la sabiduría del Dios liberador. Temas tan importantes como la experiencia del éxodo, del exilio y de los profetas, pasando por los múltiples clamores de liberación expresados en los salmos y en los libros sapienciales, hasta llegar al anuncio y la praxis liberadora de Jesús, que nos dejó como mandato supremo el amor fraterno, como espíritu las bienaventuranzas y como tarea su seguimiento radical, resumen lo que sus discípulos llamarán la libertad cristiana5.

III. La liberación, con dimensión pastoral 1. UN VIRAJE SIGNIFICATIVO. Muchos valores del cristianismo fueron rescatados y actualizados por el Vaticano II. Sus nuevos planteamientos teológicos abarcaron la totalidad de la vida de la Iglesia. Se reconocieron autonomías, se deslindaron cuestiones, se clarificaron ambigüedades, se redescubrieron esencias, se inauguraron actitudes inéditas, se tendieron puentes de diálogo en todas las direcciones, se dejaron abiertos temas que merecían mayor investigación. El Concilio se inscribe plenamente en la transición sociocultural de la segunda mitad del presente siglo 6. Una consecuencia inmediata derivada del acontecimiento conciliar ha sido la necesaria contextualización histórica y cultural de la Iglesia en todas sus expresiones: en su liturgia, su teología, su pastoral, su espiritualidad, sus procesos, su organización, sus instituciones... A una época en que lo particular y específico tendía a diluirse en aras de lo universal, sucede el tiempo en que todo eso debe revalorizarse cuidadosamente para encontrar el equilibrio. El quehacer teológico en particular, saldrá beneficiado con este cambio de actitud, pues terminará una era de importación y dependencia, para dar paso a otra, marcada por la creatividad teológica7. 2. UNA TEOLOGÍA EN CONTEXTO LATINOAMERICANO. Hablar de una teología en el ámbito de América latina es abordarla como un fenómeno eclesial con raíces latinoamericanas, surgido en un espacio geográfico y sociocultural determinado, con un método propio y destinado a dar respuesta a los desafíos peculiares del continente, dentro del universo teológico de la catolicidad.

Una serie de cuestiones fundamentales están en la base del discurso teológico liberador: ¿Cómo ser cristiano en un mundo poblado de miserables? ¿De qué manera expresar la fe en una situación donde el hombre y la mujer no son vistos ni tratados como personas plenamente humanas? ¿Cómo rendir culto a Dios en una realidad donde las estructuras de injusticia están generando toda clase de esclavitudes, a tal punto de constituirse en expresión de un verdadero pecado social? El encuentro de la fe con el mundo de los empobrecidos, típico de los países del sur, es considerado como el verdadero detonante de una reflexión que buscará siempre la gloria de Dios en el hombre viviente. Por eso el tratamiento teológico de la liberación va a suponer, por una parte, una experiencia solidaria de inserción entre los excluidos, a fin de reconocer en ellos el rostro sufriente de Jesús, y por la otra, una praxis de compromiso liberador con los pobres para restituir a todo hombre y a toda mujer su inalienable dignidad. «Antes de hacer teología es preciso hacer liberación», si no queremos deslizarnos hacia idealismos irrealizables8. 3. UNA TRAYECTORIA SINUOSA. Existen muchos estudios que pretenden hacer un balance histórico de esta forma de hacer teología9. Los inicios provienen de diversas intuiciones, pensamientos e iniciativas de personas y de épocas que vivieron y anunciaron la fe en su dimensión liberadora. Así, la tradición profética de evangelizadores y misioneros que, desde los comienzos, cuestionaron el modo de presencia de la Iglesia y su comportamiento hacia las poblaciones nativas de América latina. Más recientemente la aparición de inquietudes en el campo social, el redescubrimiento de la dimensión social de la fe y la proclamación del evangelio como fuerza de cambio. Todo ello, unido a la reflexión teológica acerca de cuestiones que por mucho tiempo parecieron no tener vínculo alguno con la praxis cristiana: las realidades terrenas, la política, el trabajo, la historia, el mundo, el compromiso temporal, la construcción de la ciudad secular, la justicia social como tarea esencialmente cristiana 10. Se dan las primeras tentativas de reflexión y de sistematización en los campos de la cristología, la eclesiología y la espiritualidad, a fin de responder a las urgencias inmediatas del momento. Estas primeras aproximaciones temáticas se elaboran en base al método teológico, científicamente sostenido y capaz de articular coherentemente el proceso teológico liberador: un ver analítico, un juzgar teológico y un obrar pastoral. El diálogo con las ciencias analíticas de la realidad, en especial las sociales, será determinante como mediación privilegiada del discurso teológico11. Por su parte, el magisterio de la Iglesia, desde los inicios de esta teología y durante su mayor desarrollo y evolución, no dejó de acompañarla, ya inspirándola y alentándola, ya invitándola a rectificar y clarificar, ya previniéndola contra los excesos que ponen en entredicho aspectos sustanciales de la fe: En este contexto se debe destacar el papel determinante que jugó la II Conferencia del episcopado latinoamericano celebrada en Medellín (1968), así como otros diversos pronunciamientos emanados del magisterio12. La consolidación y la difusión de la teología de la liberación, que abarcó un período aproximado de tres décadas, modificó profundamente el panorama teológico, no sólo de América latina, sino también de la Iglesia universal. Se convirtió en instancia inspiradora de las Iglesias particulares y en punto de referencia de muchos procesos pastorales, donde sobresalen las comunidades eclesiales de base como expresión de un nuevo modo de ser Iglesia, esto es, una Iglesia cuya mayor fuerza residirá en su capacidad para estar cerca de las luchas de los débiles y excluidos de los sistemas establecidos13. De igual modo, se constituyó en lugar de encuentro con corrientes teológicas de otras latitudes, en objeto de análisis, en interlocutor válido que podía sentarse a la mesa de la investigación teológica y tenía una aportación original que ofrecer. El universo teológico de la Iglesia se enriquecía con esta interpretación de la fe, nacida de las entrañas de la opresión y la injusticia.

Las reacciones, las críticas, los cuestionamientos y aun las censuras y sospechas suscitadas por la teología de la liberación, provocaron un debate intra y extraeclesial que condujo a tomar posturas contrastantes, a clarificar y madurar cuestiones, a una autocrítica saludable y a una precisión más rigurosa de planteamientos y conceptos. Cabe señalar que este debate universal dio pie a ciertos radicalismos conocidos por todos: el de los que aceptaron, a veces acríticamente, todo lo que provenía del discurso liberador y el de los que rechazaron emocionalmente todo lo que tuviese alguna relación con esta teología, sin tomarse la molestia de analizarla para conocerla de cerca. Es de notar, igualmente, que una consecuencia inmediata de esta situación fue la diversificación de las corrientes teológicas inspiradas en la liberación, de tal forma que no puede hablarse de una, sino de varias teologías de la liberación 14. Hoy puede decirse que el quehacer teológico de la liberación y los resultados del mismo han conseguido un espacio en la vida de la Iglesia. Han obligado a mirar la teología de otra manera. Han rescatado la tradición de que el quehacer teológico no es patrimonio de grupos privilegiados, sino tarea de la comunidad entera, no importa cuáles sean sus circunstancias históricas o socioculturales. Ella es el sujeto colectivo y primordial de la teología. 4. Sus GRANDES EJES. La teología de la liberación descansa en unos postulados que le permiten expresarse como un cuerpo internamente trabado, capaz de reflejarse en la catequesis y en toda la actividad pastoral de la comunidad cristiana. Estos son algunos de los más importantes: a) La teología de la liberación tiene su punto de partida en una inserción solidaria en el mundo de los oprimidos por toda clase de injusticias, acompañada por una praxis que busca restaurar la dignidad de los débiles. Se funda en una experiencia contemplativa del Dios de la vida y de la misericordia, que sufre en el hermano pobre, desfigurado por el pecado personal, estructural e histórico. b) Desde la realidad y desde la óptica de los pobres, como lugar teológico, se desencadena un proceso de reinterpretación del misterio cristiano en su conjunto. La liberación no es un tema más que la teología va a tratar (como podría ser la teología del trabajo, de la historia, de la ecología...), sino un nuevo modo de hacer teología, una hermenéutica diferente de la fe, un estilo de repensarla a partir de lo concreto de la praxis y desde la perspectiva de los pobres. c) La palabra de Dios y la tradición viva de la Iglesia se leen a la luz del magisterio de la Iglesia, de la fe de todo el pueblo de Dios y de las situaciones de pecado social, derivado de las estructuras de injusticia. El Dios de la vida es el Dios de la liberación que tiene una conducta y una clara preferencia por las víctimas, por los débiles, los sencillos y los excluidos del poder, del dinero y del prestigio. d) Los discípulos del Dios de la vida se congregan en la comunidad de los creyentes que viven su existencia cristiana en el seguimiento de Jesús, paradigma de pobreza, que, con su anuncio, sus gestos, sus obras y el estilo de su vida entera, pone de manifiesto su opción clara y preferente por los pobres, destinatarios privilegiados del Reino, y por eso mismo fuerza liberadora de la historia. Ellos son signo mesiánico de la presencia del Reino cumplido en Jesús. e) La teología de la liberación recoge la tradición profética que desenmascara todas las formas de idolatría que pretenden sustituir al Dios vivo. Denuncia todas las opresiones y esclavitudes que desfiguran al hombre y a la mujer, negándoles su dignidad de personas, de hijos y de hermanos. Anuncia la utopía de Dios revelada en Jesús, el pobre, que propone el camino liberador de las

bienaventuranzas, el de la fuerza en la debilidad, el de la muerte como condición de vida, el de la persecución y el martirio como certezas para llegar al señorío. Su muerte y su resurrección representan el cumplimiento perfecto y absoluto de la liberación irreversible de Dios para con su pueblo. Es el sacramento definitivo de la liberación del Padre, realizada por el Espíritu en la historia, para salvarla de sus múltiples esclavitudes. f) La teología de la liberación tiene un horizonte que consiste en promover un modelo de hombre, de sociedad y de Iglesia fundado en los valores esenciales del evangelio del Reino. El Reino es la realidad central de la revelación de Jesús, que lo propone como presencia misteriosa, permanente y transformadora de Dios en el mundo, en la historia y en el corazón de todo hombre y de toda mujer. Tiene alcance universal. Se detecta allí donde hay humanidad, historia y cosmos. Es respuesta a necesidades reales y anhelos profundos. Es personal y concreto, interior, espiritual y de carácter religioso. Por eso exige conversión. Pero también es liberación de males estructurales, sociales e históricos. Concentra su fuerza transformadora y llega a cumplimiento en Jesús, el ungido del Espíritu. Se expresa en la Iglesia como humilde sacramento que hace creíble la buena nueva. Apunta finalmente a los cielos nuevos y á la tierra nueva, donde se consuma en la plenitud escatológica15. g) Es importante subrayar que la teología de la liberación debe gran parte de su influencia al método de que se vale. Con él ha intentado articular la vida, la fe y la praxis. A través de un análisis profundo de los fenómenos de dependencia, injusticia y opresión, recurriendo a las ciencias sociales, ha intentado desmontar los mecanismos perversos que están en la base de las situaciones que degradan a la persona (mediación socio-analítica). Mediante una interpretación, desde la óptica de los pobres, tanto de la Escritura como de la tradición viva unida al magisterio de la Iglesia, pretende alcanzar no sólo un nuevo modo de hacer teología, sino también una visión orgánica del conjunto de los misterios de la fe (la Trinidad, la Iglesia, los sacramentos, la moral, la espiritualidad, María...), vivida por toda la comunidad como fuerza liberadora que brota de la mayoría de empobrecidos por las situaciones perversas de injusticia. Es clave en este momento el juicio profético inspirado en el designio de Dios (mediación hermenéutica). Finalmente retorna a la realidad con la intención, la actitud y la decisión de crear condiciones favorables para el compromiso en la construcción de nuevas relaciones, en el cambio de estructuras, en una nueva jerarquía de valores, en el rescate de la dignidad de los más humillados, mediante la solidaridad, la participación y la propuesta de alternativas y oportunidades para todos (mediación práctica) 16.

IV. La catequesis de signo liberador La teología de la liberación, en sus distintas concepciones, tendencias y expresiones, es un signo tan relevante del modo latinoamericano de interpretar la fe, que prácticamente se ha convertido en trasfondo de la reciente historia de la Iglesia del continente. Ha tenido y sigue teniendo incidencias pastorales en la mayor parte de las manifestaciones del pueblo de Dios. Su fuerza inspiradora abarca todas las mediaciones salvíficas. Es un hecho irreversible. Todo el ámbito eclesial se ve afectado por esta acción inédita del Espíritu. Hay un nuevo lenguaje y una praxis pastoral distinta. Hoy se habla de una Iglesia y una liturgia liberadoras, de un Cristo liberador, de una educación, una espiritualidad y una pastoral de liberación... Muchos creyentes han redescubierto allí la novedad y la energía transformadora de su fe. Se han reconciliado con su Iglesia, a la que contemplan como signo de esperanza. Otros también han adoptado posturas de condena, de angustia o de alarma, como reacción ante los riesgos que supone ir por caminos no andados. Por su parte, muchos pastores, catequistas y demás agentes pastorales han llegado a una conciencia nueva. Son protagonistas y testigos de que, en muchos casos, se actúa bajo la inspiración de las corrientes liberadoras al estilo de América latina. De ahí

surgen unas exigencias que se asumen como desafíos y presupuestos de su quehacer, a saber: clarificar su pensamiento en torno a las cuestiones vinculadas a la liberación; determinar sus posturas y opciones; realizar una praxis pastoral coherente. En el marco anteriormente descrito y, a modo de conclusión, proponemos a continuación un enunciado que expresará globalmente lo que significa hoy en América latina la catequesis liberadora. Posteriormente iremos comentando los alcances que tiene cada uno de los incisos de dicho enunciado: «La catequesis liberadora se inscribe en un contexto latino-americano de pobreza, engendrada por mecanismos de opresión y de injusticia; / se sitúa en el marco de la evangelización como matriz y sustento de toda acción eclesial; / anuncia un mensaje cuya fuerza promueve la dignidad integral de las personas, invitándolas a liberarse de sus esclavitudes, / desde una Iglesia, sacramento del Reino, solidaria con las causas de la justicia, / a través del ministerio profético de hombres y mujeres que practican la pedagogía liberadora de Dios revelada en Jesús, / para edificar al hombre nuevo y a la nueva humanidad según el designio liberador de Dios». 1. Su ENTORNO. La catequesis liberadora se inscribe en un contexto latinoamericano de pobreza engendrada por mecanismos de opresión y de injusticia. Al igual que la teología, la catequesis liberadora tiene su punto de origen en la conciencia, el análisis y el reconocimiento de una situación solidaria de esclavitud como expresión del pecado en todas sus formas: personal, eclesial, estructural, social. Estamos implicados en este juego de fuerzas pecaminosas y perversas. Cada uno es artífice y cómplice a la vez. Por eso, en la catequesis liberadora se sostiene que la liberación no es principalmente un acto para los demás, sino para uno mismo en solidaridad con otros. Este doloroso reconocimiento del pecado personal en el pecado colectivo pone en condiciones de avanzar por los caminos de la conversión. La catequesis de la liberación comienza por una lúcida percepción de la fe, que descubre, en innumerables signos de muerte, la infidelidad al designio del Dios de la vida. 2. Su MATRIZ. Se sitúa en el marco de la evangelización como matriz y sustento de toda acción eclesial. La vida entera de la comunidad cristiana está orientada al anuncio gozoso de la buena nueva del reino de Dios. Nacida de la palabra evangelizadora de Jesús y enviada por ella al mundo, sabe que ha de comenzar por evangelizarse a sí misma como condición para llevarla a otros. Al igual que Jesús, evangelio del Padre, la Iglesia existe para evangelizar, a través de todas las manifestaciones de su vida y por todos los medios a su alcance. Nada de lo que ella haga está al margen de su tarea evangelizadora. Su dicha y vocación propia, su identidad más profunda, consiste en evangelizar. Ahí reside el principio integrador de todo lo que la Iglesia realiza en nombre de su misión17. La catequesis sólo puede entenderse dentro de una comunidad cuya única tarea es la de evangelizar. Su lugar propio está dentro del anuncio de la buena nueva. Se pone a su servicio como uno de sus ministerios más cercanos. Ciertamente la catequesis tiene su estilo propio, sus tiempos, lugares, pedagogía y métodos, pero siempre en el marco de la obra evangelizadora de la Iglesia. La catequesis sólo existe para ser un ministerio evangelizador. Es una forma de evangelizar18. 3. Su MENSAJE. Anuncia un mensaje cuya fuerza promueve la dignidad integral de las personas, invitándolas a liberarse de sus esclavitudes. La catequesis liberadora sólo tiene un mensaje que ofrecer, en fidelidad total y en relación a la vida concreta de los hombres. Manifiesta pedagógicamente que en la persona de Jesús, en su vida, en sus obras y en sus palabras reside el proyecto del Padre y la clave para comprendernos a nosotros mismos, para relacionarnos con él y con los hermanos, para juzgar la realidad y para interpretar en la fe los acontecimientos de nuestra historia personal y colectiva.

En el centro de la catequesis encontramos esencialmente a Jesucristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios, muerto y resucitado, Mesías liberador y Señor de la historia, Maestro que enseña con autoridad los caminos del reino de Dios. Escudriñar el misterio de Cristo en toda su hondura es la tarea más alta de la catequesis19. La fe en Jesucristo, que la catequesis propicia, sólo es madura cuando logra penetrar en la vida y en las realidades humanas donde se vive concretamente el seguimiento de Jesús. Cambiar las estructuras de pecado y las situaciones de injusticia no es una añadidura de la fe. Llegar a los hombres en la integridad de su persona, construir el Reino en las realidades humanas, es parte esencial de la fe en Jesucristo, que debe expresarse como experiencia de encarnación transformadora. Por eso la catequesis liberadora busca iluminar a los creyentes sobre su llamada a luchar y romper con toda situación de pecado personal y social. Pone en manos de todos el evangelio de la liberación cristiana, promoviendo la conciencia de solidaridad efectiva, sobre todo con aquellos que son víctimas de las fuerzas que están al servicio de la opresión. Descubre la necesidad de formar la conciencia moral del cristiano en orden a la transformación de lo temporal según los criterios del evangelio. 4. Su MEDIACIÓN. Desde una Iglesia, sacramento del Reino, solidaria con las causas de la justicia20. El Reino ha sido el centro de la predicación de Jesús, quien lo entrega a la comunidad de sus discípulos para hacer de ella germen, signo, mediación e instrumento del mismo en la historia. Ella se sabe heredera del Reino. Es consciente de que en su interior «se concentra al máximo la acción del Padre» para que realice su proyecto salvador, que abarca la liberación del mal, expresado en el pecado personal que reside en lo profundo del corazón, como también en el pecado social que ofende a Dios y destruye la dignidad de sus hijos. Una liberación que, por lo demás, no puede aplazarse indefinidamente, para más allá de la historia humana, sino que ha de reflejarse aquí en signos concretos de justicia y de fraternidad. La Iglesia con vocación liberadora no pretende, sin embargo, acaparar el Reino como si el Padre no pudiese actuar eficazmente más allá de sus fronteras visibles. Por el contrario, allí donde los hombres luchan honestamente y crean condiciones de dignificación recíproca, el Reino se hace presente con toda su fuerza transformadora. El Reino se concentra en la Iglesia, pero se amplifica en el mundo en una interacción continua 21. Por eso, esta Iglesia se sabe profundamente solidaria con «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» 22. Por su ministerio catequético se da a la tarea de cuestionar las múltiples idolatrías del dinero y del poder, del sexo, del estado, de la razón, de la cultura, de la ideología, de la raza y del uso privilegiado de los bienes de todos. Todo ello con el fin de revelar a todo hombre y a toda mujer su radical vocación a la libertad como presupuesto de comunión con el Creador, con el cosmos, consigo mismos y con los hermanos. La Iglesia comprometida con la catequesis liberadora será capaz de realizar semejante empresa si logra llegar a sus interlocutores con una palabra persuasiva, con acciones eficaces de promoción integral, con un vigoroso testimonio de liberación en su interior y con una evangélica convicción acerca de la persona, especialmente pobre, asumida como el valor supremo de la creación. 5. Su PEDAGOGÍA. A través del ministerio profético de hombres y mujeres que practican la pedagogía liberadora de Dios, revelada en Jesús. Al leer la Escritura advertimos que la revelación de Dios está unida a la forma como El mismo se revela. Descubre su misterio y su designio salvador, pero lo hace a su modo, con un estilo y unos comportamientos que van estrechamente

vinculados al anuncio liberador de su mensaje. Hay una pedagogía divina que se nos da como norma y camino para la proclamación de la fe. Sólo hay una revelación y sólo una pedagogía para entregarla, la que Dios mismo nos ha manifestado, sobre todo en la persona de su Hijo Jesús. Ambas están fundadas en una voluntad inequívocamente liberadora. Las características más sobresalientes de la pedagogía de Dios, revelada en Jesús, podrían describirse de la siguiente manera: 1) Jesús parte siempre de situaciones concretas y de problemas reales, acogiendo a las personas como son, solidarizándose con ellas, sin prejuicios ni ideas que las encasillen, impidiéndoles ir por los caminos de su liberación (Jn 4,1-45). Nunca habla de Dios sin antes haber escuchado a las personas. Sabe aguardar el momento oportuno, pues no es posible dar una buena respuesta sin conocer antes las preguntas, las aspiraciones, los problemas (Lc 24,13-35). Cuando habla lo hace con lenguajes y signos inteligibles y creíbles. Que se entiendan por su claridad y que se crean por su autenticidad y su verdad (Lc 15,1-32; Mt 5-7; 13,1-58). 2) Su presencia, su palabra, sus actitudes y sus comportamientos cuestionan siempre a las personas, pero dentro de un gran respeto a su libertad (Lc 21,1-4; Jn 8,1-11; Mt 15,29-39). No ejerce ningún tipo de violencia ni de imposición, ni de intolerancia física, psicológica o moral. Es enormemente paciente con el ritmo que cada uno tiene para llegar a la fe (Mc 10,17-22). No exige que la gente renuncie a su historia para llegar a creer, sino más bien espera que se enfrente lealmente a ella y le dé otro sentido y otra dirección (Mc 1,14-20). En sus encuentros y diálogos con los demás se pone en la perspectiva de ellos. No ve por ellos, sino como ellos, para comprender la realidad desde su perspectiva. Les da ojos para ver y oídos para entender (Mc 7,24-30; 5,21-43; 8,22-26). No sólo coexiste con las personas, sino que convive y comparte profundamente la vida con todos (Mc 3,31-35; 9,1-50). 3) Entrena a los discípulos para el servicio, sirviéndolos (Jn 13,12-17; Mc 9,33-37). Igualmente puede decirse del amor, de la verdad, de la justicia, del respeto a los derechos del otro y de los demás valores fundamentales del reino de Dios. Su norma es siempre «como yo». Ejerce con ellos una autoridad que se apoya más en la integridad de su vida que en su saber de maestro (Mt 11,25-30; 12,1-21; 15,10-20). Jesús cree mucho en las posibilidades de cada persona. Para él no hay casos perdidos. La persona siempre es redimible. Su pedagogía se apoya en lo mejor que hay en todo hombre y en toda mujer (Lc 5,27-32; 19,1-10; Mc 14,3-9). Espera de cada uno que no dé más pero tampoco menos de lo que puede dar (Mt 19,16-30; Mc 5,17-20; Lc 9,57-62; 17,11-19). 4) La pedagogía de Jesús se opera en estrecha relación con el Espíritu, cuya fuerza y unción habilita a quienes pretenden ser signos de la liberación de Dios (Lc 4,16-19). Igualmente se mantiene en un diálogo continuo con el Padre (Lc 11,1-13; 18,1-8), que prefiere a los pobres como destinatarios privilegiados de la buena nueva del Reino (Lc 7,18-23). Por eso, en los conflictos sabe ser firme sin ser tirano y ser misericordioso sin ser débil (Mt 23,1-39; Lc 20,2026). Por eso también no se desespera ni desprecia a las personas cuando estas se resisten a su mensaje. Sigue respetándolas y amándolas, porque conservan su dignidad, su libertad y sus derechos (Lc 9,51-55). En definitiva, la suprema ley de la pedagogía de Jesús residirá en su amor singular a cada persona, expresado como signo transparente de la ternura del Padre (Jn 15,13; 10,11; 14,6-11; Lc 15,1-32). Una pedagogía del amor, que libera de las esclavitudes y de los miedos que frenan la transformación de las realidades marcadas por el misterio de la iniquidad. Amar a la manera de Jesús es ser libre para dar la vida por los hermanos 23. 6. Sus PROPÓSITOS. Para edificar al hombre nuevo y a la nueva humanidad según el designio liberador de Dios. En el marco de una visión integral de la persona, la catequesis liberadora no deja de impulsar todas las dimensiones, fases evolutivas, experiencias, situaciones y acontecimientos que son parte constitutiva de la existencia humana: la materia intrínsecamente asociada al espíritu, la inmanencia unida a la trascendencia, la historia junto a la escatología, la espiritualidad vinculada a la exigencia social, el orden de la justicia en estrecha relación con el de la caridad; en una palabra, todo lo que constituye el ser, el vivir y el actuar del hombre y de la

mujer24. Por eso nada que pertenezca a lo humano o tenga relación con ello puede permanecer al margen de la catequesis liberadora. Es importante subrayar que la catequesis de la liberación se realiza bajo la doble exigencia de la trascendencia y de la inmanencia; o, si se desea, de la dimensión divina y humana del misterio de Cristo. Por una parte, apunta a la restitución de la dignidad perdida por el pecado que se instala en el corazón del hombre, distanciándolo de su Creador y Señor. Ello le pide una actitud muy honesta de conversión personal. Por otra parte, lo induce simultáneamente a descubrir su vocación a la justicia y a la fraternidad como expresiones sociales de esa conversión. La catequesis liberadora ha de responder con la misma fuerza e intensidad a este doble imperativo de su quehacer. No puede olvidar su dimensión espiritual, pues la comunidad correría el riesgo de perder su significación más profunda y su originalidad propia en la propuesta de su mensaje. Tampoco puede silenciar la dimensión social de la justicia y de la promoción humana, pues estaría negando el fundamental principio cristiano de que no puede haber redención sin previa encarnación. Ambas son consustanciales a la fe, al quehacer pastoral de la comunidad cristiana y, en particular, al ministerio de la catequesis. 2

NOTAS: 1. L. BoFF-C. BoFF, Cómo hacer teología de la liberación, San Pablo, Bogotá 1986, 31-32. – CT 61. – 3. Es importante ver los diversos análisis de la realidad latino-americana que hacen los documentos de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Ofrecen una visión bastante realista de la situación que vive el continente, destacando los desafíos que se plantean para la Iglesia. – 4. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Libertatis nuntius. Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, 1, 6 de agosto de 1984. – 5. Ib, III-1V. – 6. Cf K. H. NEUFELD, en R. LATOURELLE (ed.), El Vaticano II: balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989, 61-84. – 7. E. DUSSEL, Sobre la historia de la teología en América latina, en Encuentro latinoamericano de teología, Liberación y cautiverio, México 1976. – 8. J. M. IBÁÑEZ, Teología de la liberación y libertad cristiana, Universidad católica de Chile, Santiago 1989, 11-20. – 9. R. OLIVEROS, Historia de la teología de la liberación, en ELLACURÍA I.-SOBRINO J. (eds.), Mysterium liberationis 1, Trotta, Madrid 1990, 17-50; C. MACCISE, La teología de la liberación, 20 años de una praxis y reflexión teológico-pastoral, Cevhac, México 1985; J. J. TAMAYO (ed.), Para comprender la teología de la 10 liberación, Verbo Divino, Estella 1991, 25-49. - Cf R. WINLING, La teología del siglo XX, Sígueme, Salamanca 1987, 209-227. – 13 11. L. BOFF-C. BOFF, o.c., 33-54. – 12 J. J. TAMAYO (ed.), O.C., 5-159. - M. DE C. AZEVEDO, Comunidades eclesiales de base, en 14 ELLACURÍA I.-SOBRINO J. (eds.), o.c., II, 245-265. – J. C. SCANNONE, Teología de la liberación, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, 563-579. – 15. RMi II. – 16. C. BOFF, Epistemología y 19 método de la teología de la liberación, en ELLACURÍA I.-SOBRINO J. (eds.), a.c., I, 79-113. – 17. EN 14, 44. – 18. CT III. – CT 1; 20 Documento de Puebla 1979, 994. – COMISIÓN EPISCOPAL DE EVANGELIZACIÓN Y CATEQUESIS, Guía pastoral para la 23 catequesis de México, México 1992, 73-75. – 21. Puebla 226-231, 274-279. – 22 GS 1. – COMISIÓN EPISCOPAL DE 24 EVANGELIZACIÓN Y CATEQUESIS, O.c., 109-113. – EN III; CT 29. BIBL.: Además de la citada en notas: 1. AA.VV., Espiritualidad de la liberación, CEP, Lima 1980; BoFF L., Y la Iglesia se hizo pueblo, San Pablo, Bogotá 1989; Teología del cautiverio y de la liberación, San Pablo, Madrid 1985; Jesucristo el liberador, IndoAmerican Press Service, Bogotá 1977; FREIRE P., Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, México 1988; GALILEA S., Teología de la liberación. Ensayo de síntesis, Indo-American Press Service, Bogotá 1976; El reino de Dios y la liberación del hombre, San Pablo, Bogotá 1992; GUTIÉRREZ G., Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1973; MARTÍNEZ F., Teología latinoamericana y teología europea, San Pablo, Madrid 1989; MONDIN B., Teologías de la praxis, BAC, Madrid 1974; SOBRINO J., Jesucristo liberador, Trotta, Madrid 1991; TAMAYO J. J. (ed.), Para comprender la teología de la liberación, Verbo Divino, Estella 1991. II. Principales documentos del magisterio de la Iglesia en relación al tema: 1) SECRETARIADO NACIONAL DE PASTORAL SOCIAL DE COLOMBIA, 12 trascendentales mensajes sociales, Bogotá 1992; 2) 10 documentos eclesiales sobre evangelización y catequesis con índice analítico, Progreso, México 1987; 3) CELAM, Documentos finales de las Conferencias generales del episcopado latinoamericano: Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo, CELAM, Bogotá 1992; 4) CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucciones Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientiae (1986), escritas para clarificar varios aspectos de la teología de la liberación. Además, la Carta de Juan Pablo II a los obispos de Brasil (1986); 5) COMISIÓN EPISCOPAL DE EVANGELIZACIÓN Y CATEQUESIS, Guía pastoral para la catequesis de México, México 1992.

Francisco Merlos Arroyo

CATEQUÉTICA

SUMARIO: I. La catequética: origen y divisiones. II. La catequética, reflexión científica sobre la catequesis. III. La catequética: disciplina teológica y pedagógica. IV. El equilibrio de las tensiones.

I. La catequética: origen y divisiones La catequética o ciencia catequética es la disciplina que se ocupa de la catequesis, en cuanto proceso y en cuanto acto, en el contexto de la praxis pastoral de la Iglesia. Su existencia y legitimidad son ya un hecho sólidamente aceptado en el ámbito de la reflexión y de la praxis pastoral de la Iglesia. Se trata de una disciplina reciente pues, si es verdad que la catequesis es una actividad tan antigua como la Iglesia misma, no se puede decir ciertamente lo mismo de la catequética, que ha surgido y se ha ido configurando en el curso de los dos últimos siglos. A lo largo de su historia, la Iglesia ha sabido realizar y organizar en formas muy variadas la actividad catequética, pero son muy contadas las ocasiones de reflexión explícita sobre los contenidos y métodos de tal actividad. Se suele citar, por lo que atañe a la época patrística, el famoso pequeño tratado de san Agustín De catequizandis rudibus (del 399) y, a finales de la Edad media, la obra de G. Gerson, Tractatus de parvulis trahendis ad Christum (1406), pero ni siquiera en estos casos se puede hablar aún de reflexión científica sobre la catequesis, o considerar estos escritos como obras catequéticas en sentido propio. Se puede hablar de nacimiento de la catequética como disciplina académica en el año 1774, cuando, por disposición de la emperatriz María Teresa de Austria, y siguiendo el proyecto preparado por el abad benedictino Rautenstrauch, fue introducida en las escuelas de teología del Imperio austro-húngaro la enseñanza de la catequética, o como disciplina a se, o como parte de la teología pastoral. Pero en realidad, nuestra disciplina empezará a desarrollarse con una cierta amplitud y rigor solamente hacia finales del siglo XIX, siguiendo el nacimiento y desarrollo del llamado movimiento catequético, es decir, de la rica floración de ideas, inquietudes y esfuerzos que, desde finales del siglo pasado y hasta el acontecimiento del Vaticano II, tratará de renovar la teoría y la práctica de la catequesis bajo el influjo de nuevas corrientes culturales, especialmente de orden pedagógico y psicológico. De ahí que la catequética, nacida dentro del molde teológico de la reflexión pastoral, reciba bien pronto el influjo de las jóvenes ciencias psicológicas y pedagógicas, lo que explica que en algunos países, como Alemania, se haya extendido más bien la denominación pedagogía religiosa (Religionspádagogik), junto a la más tradicional de catequética. Se puede decir que, a lo largo de su desarrollo, la reflexión catequética ha mostrado siempre un doble punto de referencia, teológico y pedagógico, con alternancia de acentos: más pedagógico en las primeras décadas del siglo, dominado por la preocupación metodológica y didáctica, más teológico en la fase llamada kerigmática del movimiento catequético, caracterizada por la renovación del contenido de la catequesis. De esta doble pertenencia y continua fluctuación dan fe las vicisitudes y alternancias de los dos términos, pedagogía religiosa y catequética para designar nuestra disciplina, junto con otras variadas expresiones de igual o semejante significado: pedagogía catequética, pastoral catequética, pedagogía del catecismo, pedagogía cristiana, metodología catequética, metódica de la enseñanza religiosa, catequética pastoral, etc. Esta fluctuación constituye de por sí un signo de la riqueza y complejidad del acto catequético, pero al mismo tiempo revela la existencia de una fuente constante de tensión y de posible discrepancia en el desarrollo de la disciplina. A partir del Vaticano II, la catequética ha conocido un período de relativa fecundidad y expansión, determinado por el nuevo clima de repensamiento global de la praxis eclesial y por el desarrollo de la reflexión epistemológica. La existencia de diversos centros e institutos de catequética, la

multiplicación de publicaciones e investigaciones en el campo catequético y la presencia institucionalizada de la catequética (o de la pedagogía religiosa) en el ámbito académico aseguran la consolidación y el crecimiento de la joven disciplina.

II. La catequética, reflexión científica sobre la catequesis La identidad de la catequética queda propiamente determinada ante todo por el objeto mismo de que se ocupa, es decir, la catequesis, con toda la riqueza de sus dimensiones y en la variedad de sus realizaciones, ya sea en forma de enseñanza, de expresión simbólica, de reflexión comunitaria, de iniciación sacramental, de itinerario organizado de fe, etc. La catequética es concretamente la reflexión sistemática y científica sobre la catequesis con vistas a definir, comprender, orientar y valorar el ejercicio de esta importante acción educativa y pastoral. Dada la complejidad y riqueza del objeto estudiado, se explica que la catequética admita en su seno divisiones y especificaciones. La forma concreta de hacerlo ha variado a lo largo de la historia y resulta condicionada también por los distintos contextos teológicos y culturales en que se realiza. Así, por ejemplo, algunos autores suelen distinguir entre catequética fundamental, material y formal. Por catequética fundamental se entiende el estudio de las condiciones y presupuestos básicos de la acción catequética y la determinación de su identidad y dimensiones fundamentales. La catequética material tiene como objeto los contenidos de la comunicación catequética: estructura y articulación del mensaje, temas a tratar, criterios de selección y de inculturación, fuentes del contenido, etc. Finalmente, la catequética formal se ocupa de los aspectos propiamente metodológicos y pedagógicos de la transmisión o mediación catequética: métodos, estructuras, agentes, lenguajes, programación1. Otros prefieren adoptar la distinción entre catequética fundamental y/o general y catequética especial o diferencial, esta última relativa a los diferentes destinatarios de la acción catequética, según la edad o la condición: niños, jóvenes, adultos, minusválidos, intelectuales, etc.; o a los distintos ámbitos o lugares de la catequesis: familia, escuela, parroquia, asociación2. Para comprender la naturaleza de la ciencia catequética interesa también precisar cuál es propiamente el ángulo de visión o perspectiva específica (objeto formal) de su estudio. A este respecto es importante no perder de vista que la catequesis es esencialmente una acción eclesial, y como tal invoca un saber teórico que le permita ser analizada, fundamentada, iluminada y guiada. No tendría sentido limitarse, por ejemplo, a focalizar o poner al día contenidos a transmitir, dejando de lado los aspectos propiamente metodológicos y operativos de la catequesis como proceso y como acto. Ni puede bastar tampoco elaborar una teoría que fije de una vez para siempre las coordenadas esenciales de la catequesis, sin advertir que la acción catequética se tiene que encarnar necesariamente en el aquí y ahora de circunstancias concretas e irrepetibles. Ahora bien, si la catequética se califica como ciencia de la acción catequética, significa que deberá configurarse, en su momento más específico, como disciplina metodológica, es decir como teoría del método o camino a seguir (métodos) para proyectar y llevar a cabo el proceso y el acto catequéticos. Y desde este punto de vista, la catequética se presenta sustancialmente como metodología sistemática y científica de la catequesis, como reflexión orgánica sobre el proceso y acto catequéticos, a fin de analizarlos, interpretarlos y orientarlos. Toda ciencia queda definida, además, por el método utilizado en su desarrollo. Ahora bien, el método de la investigación catequética debe corresponder a la variedad de dimensiones y aspectos que presenta la catequesis, como proceso y como acto. De aquí se puede colegir una gran multiplicidad de métodos: técnicas de conocimiento y análisis de la realidad (psicológicas, sociológicas, históricas); instrumentos hermenéuticos de interpretación y discernimiento (sobre

todo teológicos y filosóficos); métodos de proyectación y organización catequética (metodología pastoral, pedagógica, didáctica); técnicas de expresión, comunicación, interacción, animación de grupos; sistemas de evaluación y reproyectación operativa, etc. Cabe concluir, por lo tanto, que la disciplina catequética se configura como un saber necesariamente pluridisciplinar, ya que recurre a una multiplicidad de métodos y procedimientos científicos. Es más: hoy se considera necesario orientarse hacia una auténtica interdisciplinaridad, como intento de hacer dialogar entre sí y llevar a una recíproca interacción los distintos procesos disciplinares involucrados en la reflexión catequética.

III. La catequética: disciplina teológica y pedagógica El estatuto epistemológico de la catequética adquiere perfiles más exactos si se estudia el lugar y el significado de la disciplina en el concierto de las ciencias que, de alguna manera, tienen relación con ella. En este sentido, la catequética resulta vinculada en forma particular a dos constelaciones epistemológicas: la de las ciencias teológicas y la de las ciencias pedagógicas. Por eso la catequética, en su devenir histórico, se ha presentado siempre relacionada, con alternancias de acentuación, a este doble punto de referencia. Y según la dimensión dominante, aparecerá fundamentalmente como disciplina teológica o como materia pedagógica. 1) Que la catequética pertenezca al ámbito de la reflexión teológica se deduce de la naturaleza misma del acto catequético, que se coloca en el marco de las actividades pastorales y se cualifica como servicio de la palabra eclesial para la educación de la fe. Se podrá observar que, durante mucho tiempo, tal pertenencia ha sido de hecho concebida en términos de subordinación pura y simple de la catequesis a la teología sistemática y a sus cánones interpretativos. Todavía está muy extendida la concepción según la cual la verdadera ciencia normativa de la catequesis es la teología sistemática, que dicta por lo tanto a aquella los principios fundamentales de acción y los contenidos a transmitir. Pero hoy, justamente, se considera superada esta visión, ya que reduce la catequética a simple deducción o aplicación de la teología sistemática. Por él contrario, la naturaleza teológica de la catequética recibe su connotación más adecuada cuando se la sitúa en el cuadro de la teología pastoral o práctica. Nacida en el seno de esta última, desde sus comienzos, a finales del siglo XVIII, la catequética resulta necesariamente vinculada a la teología pastoral, como parte al todo, por razón de su objeto, la catequesis, que pertenece al ámbito de la acción pastoral de la iglesia. Dada esta pertenencia, la catequética se califica, por lo tanto, en primera instancia como disciplina teológica. Situada en el marco de la teología pastoral o práctica, es evidente que la catequética debe definir su identidad en relación con otras disciplinas o sectores afines, como son la homilética o ciencia de la predicación, la pastoral litúrgica, la pastoral juvenil, la pastoral escolar; etc. No siempre resulta fácil deslindar los confines, pues con frecuencia la catequesis se desarrolla, y con pleno derecho, en el interior mismo de otras actividades pastorales, como son la liturgia, la pastoral de juventud, la religiosidad popular, las actividades escolares, etc. Se impone, por lo tanto, un criterio de distinción bastante dúctil y, sobre todo, la necesidad de diálogo e interacción entre estos diversos ámbitos de acción y de reflexión disciplinar. 2) Por otra parte, la catequética responde también a las características de una verdadera disciplina pedagógica y, como tál, encuentra su colocación en el conjunto de las ciencias de la educación. Sabemos que hoy reviste una importancia particular para la reflexión pastoral el conjunto, enormemente desarrollado, de las ciencias humanas en general, y en especial de las ciencias de la educación. El giro antropológico propio de nuestra cultura obliga a una renovada

atención al sujeto, al hombre en situación, a la dimensión histórica y cultural de toda acción y toda reflexión. De ahí el interés por todas las ciencias humanas capaces de iluminar el quehacer pastoral: antropología cultural, sociología, psicología, ciencias de la religión, ciencias de la comunicación, etc. Se puede decir que el mundo en general, con sus problemas y aspiraciones, asume el significado de un verdadero «lugar teológico», por lo que cobran relevancia especial, en orden a la reflexión operativa cristiana, todas las aproximaciones y disciplinas que nos abren el acceso al conocimiento e interpretación de esta realidad. Y la catequética como disciplina debe mantener relaciones muy estrechas, sobre todo con el ámbito de la reflexión pedagógica. De hecho, la vinculación de la catequética al campo de la educación es un hecho tradicional, así como son tradicionales las denominaciones pedagogía religiosa, pedagogía catequética3, y otras semejantes, para designar nuestra disciplina. El carácter pedagógico de la investigación catequética puede ser destacado desde una doble vertiente: en cuanto proceso educativo de maduración en la fe y en cuanto actividad que se inserta necesariamente en el dinamismo global del crecimiento y maduración de la persona. En este sentido la catequética puede y debe ser llamada con propiedad ciencia pedagógica, sin perjuicio de su vinculación al ámbito de la teología, en su vertiente pastoral o práctica. El mundo de las ciencias de la educación es muy rico y complejo, y abarca sustancialmente tres sectores o niveles disciplinares: el de las ciencias prevalentemente descriptivas del hecho educativo (biología, psicología, sociología de la educación, historia de la educación y de la pedagogía); el de los saberes interpretativos (como la filosofía y teología de la educación), y el de las ciencias proyectativas u operativas (metodología pedagógica, didáctica, etc.). Es fácil comprender la complejidad y la riqueza que, desde este punto de vista, recibe el desarrollo del discurso catequético.

IV. El equilibrio de las tensiones A la luz de las reflexiones hechas sobre la naturaleza y tarea de la catequética, es posible detectar ciertos rasgos característicos de una disciplina joven que, en cierto sentido, vive y se desarrolla al filo de diversas antinomias o, si se quiere, tensiones dialécticas: 1) Tensión entre fidelidad a Dios y fidelidad al hombre. Es la conocida ley estructural del método catequético que, difundida sobre todo por J. Colomb, ha entrado ya oficialmente en la conciencia catequética de la Iglesia4. Pero el principio de la doble fidelidad se traduce con frecuencia en fuente de exigencias contrapuestas y en campo de batalla entre defensores de la fidelidad a Dios y abogados de la fidelidad al hombre. 2) Tensión entre pedagogía divina y pedagogía humana. No pocas veces el componente pedagógico de la catequesis viene identificado con los dictámenes de una real o supuesta pedagogía divina, en términos tales que parecen vanificar concretamente cualquier recurso a la pedagogía profana o a las ciencias de la educación. 3) Tensión entre madurez cristiana y madurez humana. En el horizonte de los objetivos de la acción catequética se halla la clásica discusión sobre el ideal de madurez que debe ser perseguido, y por lo tanto sobre las relaciones existentes entre madurez cristiana y madurez humana. Ahora bien, la necesaria implicación del crecimiento en humanidad en todo proceso integral de maduración de la fe trae consigo evidentes repercusiones para la tarea catequética. 4) Tensión entre contenido y método. Es esta quizá la forma más clásica y continuamente emergente de la tensión derivada de la complejidad epistemológica de la ciencia catequética. El campo de la catequesis está tradicionalmente expuesto al juego dialéctico de la contraposición entre contenido y método, entre la competencia teológica, que fija los contenidos, y las exigencias pedagógicas relativas a la mediación metodológica. Todo esto sobre el trasfondo, explícito o inconsciente, de la primacía del contenido

sobre el método. En realidad, una correcta inteligencia de la relación contenido-método permite superar tales conflictos. 5) Tensión entre las dimensiones teológica y pedagógica de la catequesis, que sitúa la disciplina catequética en el punto de encuentro de estos dos grandes ámbitos disciplinares. La pertenencia al ámbito teológico garantiza la fidelidad de la catequesis a su identidad eclesial de praxis pastoral para la educación de la fe. En cuanto ciencia pedagógica, posee los criterios y elementos necesarios para responder a las exigencias propias de todo proceso educativo. Esta doble pertenencia constituye para la catequética una indiscutible riqueza, pero también, como atestigua la historia, una fuente continua de tensión y de incomprensión. 6) Tensión entre el carácter científico y el talante sapiencial de la catequética, entre ciencia y arte de la catequesis. Ninguno de los dos aspectos puede ser ignorado o menospreciado: se trata de conjugar la doble exigencia, llevando paulatinamente el arte de la catequesis al mayor nivel posible de racionalidad científica. 7) Tensión entre teoría y praxis, entre reflexión y acción, entre nivel empírico y científico de la proyectación y realización catequética. También aquí se impone el equilibrio: un proceso metodológico correctamente entendido debe asegurar la dialéctica siempre fecunda entre una práctica controlada y guiada por la teoría, y una teoría continuamente confrontada con la verificación y estímulo procedente de la práctica. La catequética, tradicionalmente, vive sumergida en el continuo juego dialéctico de estas tensiones y dualismos, que constituyen en cierto sentido su fortuna y su desgracia, su riqueza y su problema. De hecho, no es de extrañar la existencia de tal contraposición, si se considera la naturaleza teándrica de la encarnación y de la Iglesia, que se repercute sobre todo el campo de la acción pastoral. NOTAS: 1. Cf por ejemplo H. HALEFAS, Catequética fundamental, Desclée de Brouwer, Bilbao 1974; W. NASTAINCZYK, Formalkatechetik, Seelsorge Verlag, Friburgo 1969. – 2 De este tenor es, por ejemplo, la división propuesta por J. J. RODRÍGUEZ MEDINA, Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972, 32-34. – 3. Cf la obra clásica de D. LLORENTE, Tratado elemental de pedagogía catequística, Valladolid 1928. – 4. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio general de pastoral catequética (DCG) 1971, 34. BIBL.: ADLER G. y OTROS, La compétence catéchétique, Desclée, París 1989; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; Catequética, en FLORISTÁN C.-TAMAYo J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 151164; AUDINET J. y OTROS, Théologie et catéchése, Chalet, Lyon 1982; COUDREAU F., ¿Es posible enseñar la fe?, Marova, Madrid 1976; GROPPO G., Teologia dell'educazione, LAS, Roma 1991; GRUPPO ITALIANO CATECHETI, La catechetica: identitá e compiti, Udine 1977; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente las voces: G. STACHEL, Catequética, 167s. y Pedagogía de la religión (Religionspddagogik), 650-653, U. GIANETTO, Catequética, Manuales de, 168-171, G. GROPPO, Teología pastoral y catequética, 781-783; MAYMÍ P., Pedagogía religiosa, San Pío X, Madrid 1980; RODRÍGUEZ MEDINA J. J., Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972.

Emilio Alberich Sotomayor

CATEQUISTA, El

SUMARIO: I. Tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia: 1. Catequistas con una fe profunda; 2. Catequistas firmes en su identidad cristiana; 3. Catequistas con fina sensibilidad misionera; 4. Catequistas con honda preocupación social. II. El ministerio de la catequesis y sus agentes: 1. Diversidad de ministerios en la Iglesia; 2. Características del ministerio de la catequesis; 3. Un ministerio que se ejerce colegialmente; 4. Presbíteros, religiosos y laicos en el ministerio catequético; 5. Los laicos que asumen este ministerio. III. La tarea del catequista: 1. Identificación del catequista con el carácter propio de la catequesis; 2. Una tarea de fundamentación y de formación integral; 3. Cómo realiza el catequista su tarea. IV. La pastoral de catequistas. Dimensiones más importantes.

1. Tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia No es fácil delinear la figura del catequista que hoy necesita la Iglesia. Su tarea, si bien es fundamentalmente la misma a lo largo de la historia de la Iglesia, cobra acentos peculiares según las diversas coyunturas históricas y culturales. La función del catequista y la manera de realizar su misión, en efecto, no son exactamente las mismas en un país de misión, con su cultura propia, y con unos destinatarios cristianos, que en una Iglesia de antigua cristiandad, con una cultura en rápida evolución y con unos destinatarios ya bautizados, aunque muchas veces alejados de la fe. Por otra parte, el tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia hay que determinarlo, particularmente, en función del horizonte cultural de un siglo que termina y de otro que se abre; horizonte que está reclamando una nueva evangelización. Como afirma el Directorio general para la catequesis, se necesitan catequistas que sepan actuar en el marco religioso cultural de esta nueva evangelización de los bautizados. Hay que tener, por eso, muy en cuenta las necesidades evangelizadoras de este momento histórico, con sus valores, sus desafíos y sus sombras. Para responder a este momento se requieren catequistas dotados de una fe profunda, de una clara identidad cristiana y eclesial, de una fina preocupación misionera y de una honda sensibilidad social (cf DGC 237; cf IC 44). 1. CATEQUISTAS CON UNA FE PROFUNDA. Vivimos hoy en día en un modelo cultural dominado por el consumo, por la búsqueda de satisfacciones inmediatas. Este modelo, entre otras cosas, nos polariza por el disfrute de lo presente. Las perspectivas a largo plazo y la esperanza de un más allá no agobian tanto al hombre. Por eso se constata que los hombres y mujeres de hoy van perdiendo la capacidad de preguntarse con hondura por el sentido profundo de la vida. Fácilmente nos convertimos, entonces, en seres superficiales, sin profundidad, viviendo de manera insignificante e intrascendente. La pregunta sobre Dios y sobre el más allá queda cada vez más lejana y, como dijo con acierto el teólogo Paul Tillich, «esta dimensión trascendente se va convirtiendo en una dimensión perdida». En este contexto, la Iglesia necesita catequistas imbuidos de un hondo sentido religioso, con una experiencia madura de fe y un fuerte sentido de Dios. Dado que «la misión primordial de la Iglesia es anunciar a Dios y ser testimonio de él ante el mundo» (DGC 23), el catequista ha de ser capaz de dar testimonio de su fe en Dios y de responder a la inquietud más honda del corazón humano, muchas veces no consciente: la sed de absoluto anida en él. Sólo un catequista así devolverá al ser humano el hondo sentido de la vida y le hará gustar el camino de la verdadera felicidad. 2. CATEQUISTAS FIRMES EN SU IDENTIDAD CRISTIANA. La Iglesia necesita hoy catequistas que, junto a una fe profunda, se mantengan firmes en su identidad cristiana y eclesial. Vivimos, en efecto, en un mundo marcado por el pluralismo de formas de pensar, de criterios morales, de estilos de vida diferentes. La uniformidad cultural de antaño ha pasado. Esta situación exige de la Iglesia un nuevo modo de presencia, no fácil de conseguir. Para muchos ciudadanos de una sociedad democrática los criterios de la Iglesia ya no son el último referente en el que inspirarse. En este contexto, los cristianos han de acostumbrarse a vivir como una comunidad concreta y bien definida, en medio de grupos humanos que tienen otros valores y otra forma de concebir la vida. En muchos sitios, incluso, la concepción cristiana de la vida es juzgada como cosa trasnochada y del pasado. En medio de tal pluralismo ideológico y axiológico, la Iglesia necesita catequistas que se sientan firmes en sus convicciones cristianas, y que sean capaces de educar a los niños, jóvenes y adultos para que sepan confesar su fe y dar razón de su esperanza, por estar anclados en las verdades

esenciales de la fe, en convicciones serias y en los valores evangélicos fundamentales. Hoy se pide a los catequistas, ante todo, que sepan educar testigos en medio de un mundo donde el relativismo ético ha ganado terreno. 2. CATEQUISTAS CON FINA SENSIBILIDAD MISIONERA. La Iglesia necesita hoy, igualmente, catequistas preocupados por la conversión al Señor de muchos bautizados actuales. En los países de antigua tradición cristiana, y a veces también en las Iglesias más jóvenes, «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe e incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33). Bastantes de estas personas, sin embargo, siguen cultivando expresiones de religiosidad popular, con su efervescencia social, y momentos de emoción intensa de experiencia de lo sagrado. Esta situación responde a un contexto sociorreligioso que requiere una nueva evangelización. En ella, para lograr la recuperación de la fe perdida u olvidada, es necesario, pero no basta, el testimonio cristiano; hace falta también el anuncio de una palabra que interprete este testimonio y llame a las puertas del corazón de los religiosamente indiferentes. «En esta nueva situación... el anuncio misionero y la catequesis, sobre todo de jóvenes y adultos, constituyen una clara prioridad» (DGC 26). Para realizar esta nueva evangelización, la Iglesia necesita catequistas con una mirada de fe sobre nuestro mundo, para detectar las señales de la acción del Espíritu y leerlas como llamadas de salvación; catequistas que crean en los increyentes e indiferentes, sabedores de que, trabajados por el Espíritu, pueden ser recuperados para la fe viva; catequistas capaces de ponerse en diálogo afectivo y lleno de humanidad con las personas ante las que irradiar la luminosidad y bondad de ese Alguien presente en medio de ellas; catequistas de esperanza, paciencia y alegría interior, como frutos del Espíritu que los habita; catequistas, en fin, comprometidos con lo humano, como expresión de la condescendencia divina, anunciadores de la salvación en medio de unos hermanos alejados de la fe. 4. CATEQUISTAS CON HONDA PREOCUPACIÓN SOCIAL. Junto a ese oscurecimiento del sentido de Dios en nuestra sociedad y a un cierto relativismo ético, el momento cultural que vivimos ha quedado a merced de un neoliberalismo económico que todo lo invade. La antigua tensión de las sociedades entre colectivismo y liberalismo ha pasado. Una clara constatación se abre camino: hoy somos víctimas de estructuras económicas deshumanizadoras, con profundas contradicciones internas y mecanismos económicos y financieros rígidos y ciegos (cf SRS 16). El resultado es un inmenso sufrimiento en muchos hermanos nuestros y en muchas naciones, un paro masivo que no termina de remontar, el retorno de muchos a la pobreza, aun en medio de las sociedades más avanzadas, y un deterioro social generalizado. En este contexto, en el que los valores humanos más hondos tienden a oscurecerse, la Iglesia necesita unos catequistas dotados de un hondo sentido social, capaces de formar unos cristianos que sepan inocular el fermento dinamizador del evangelio en medio de una problemática socioeconómica que crea insolidaridad. La obra evangelizadora de la Iglesia, en este vasto campo de la relación entre los pueblos y entre las diferentes capas sociales, tiene una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. «En cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana» (DGC 19).

II. El ministerio de la catequesis y sus agentes

El Espíritu, que conduce a la Iglesia en su misión, suscita continuamente vocaciones para la evangelización y la catequesis que hoy necesita la Iglesia. A unos llama al ministerio sacerdotal, una de cuyas funciones es, precisamente, la educación de la fe. A otros llama a la vida consagrada para realizar, desde esa vocación, tareas evangelizadoras muy variadas. Muchos de ellos son llamados a trabajar en la catequesis. Muchos laicos, en fin, se ven solicitados «a una cooperación más inmediata con el apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor» (LG 33). A algunos de ellos la Iglesia les encomienda la tarea concreta de catequizar. Todos estos agentes están al servicio del «ministerio de la catequesis» (CT 13), que es un ministerio fundamental en toda Iglesia particular. 1. DIVERSIDAD DE MINISTERIOS EN LA IGLESIA. Sabido es que hay en la Iglesia una gran diversidad de ministerios en la unidad de la misión. El Nuevo Testamento describe, en efecto, diversas formas según las cuales el cristiano ejerce su responsabilidad eclesial: «Así, el Espíritu a uno le concede hablar con sabiduría; a otro, por el mismo Espíritu, hablar con conocimiento profundo; el mismo Espíritu a uno le concede el don de la fe; a otro el poder de curar a los enfermos; a otro el don de hacer milagros; a otro el decir profecías; a otro el saber distinguir entre los espíritus falsos y el Espíritu verdadero; a otro hablar lenguas extrañas, y a otros saber interpretarlas. Todo esto lo lleva a cabo el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere» (lCor 12,811). Los catequistas, en concreto, reciben el carisma de educar en la fe a otros, realizando ellos también su tarea, movidos por el Espíritu. 2. CARACTERÍSTICAS DEL MINISTERIO DE LA CATEQUESIS. «En el conjunto de ministerios y servicios, con los que la Iglesia particular realiza su misión evangelizadora, ocupa un lugar destacado el ministerio de la catequesis» (DGC 219). Este ministerio catequético está configurado por estas características: 1) Es un servicio único, realizado de modo conjunto por sacerdotes, religiosos y laicos, en comunión con el obispo; 2) Es un servicio oficial, que se realiza en nombre de la Iglesia. No es una acción que pueda realizarse a título privado o por pura iniciativa personal; 3) Tiene un carácter propio, que se distingue de otros ministerios también fundamentales (anuncio misionero, ministerio litúrgico, enseñanza de la teología, ministerio de la caridad...). Los agentes de la catequesis no se confunden con los otros agentes pastorales, ya que su acción se circunscribe a un modo particular de educar en la fe. 3. UN MINISTERIO QUE SE EJERCE COLEGIALMENTE. Es muy importante subrayar que el ministerio de la catequesis en la Iglesia no es algo meramente individual. El servicio de la catequesis, en una Iglesia determinada, es uno solo y se realiza por medio de muchos agentes, de modo corporativo, cada uno con su vocación eclesial, cada uno con su carisma. Como afirma Catechesi tradendae, se trata de «una responsabilidad diferenciada pero común» (CT 16). Esto quiere decir que el sujeto activo de las grandes acciones evangelizadoras es la Iglesia particular. Es ella la que anuncia, la que catequiza, la que bautiza, la que celebra la eucaristía... Los agentes de la catequesis sirven (se ponen al servicio) a ese ministerio y actúan en nombre de la Iglesia. Las implicaciones teológicas, espirituales y pastorales de esta eclesialidad de la catequesis son grandes (cf DGC 21). El hecho de que el ministerio catequético sea único, pero realizado de manera diferenciada, afecta mucho a la naturaleza de la catequesis, ya que esta transmite la fe apoyándose en la palabra y el testimonio de toda la comunidad cristiana. Es la conjunción de la palabra y el testimonio sacerdotal, religioso y laical la que presenta el rostro completo de la realidad eclesial a la que los catecúmenos y los catequizandos se adhieren. «Si faltase alguna de estas formas de presencia, la catequesis perdería parte de su riqueza y significación» (DGC 219).

4. PRESBÍTEROS, RELIGIOSOS Y LAICOS EN EL MINISTERIO CATEQUÉTICO. En este cuerpo colectivo, que sirve al ministerio de la catequesis, los presbíteros, los religiosos y los laicos tienen cada uno, por tanto, su puesto propio: 1) Los presbíteros reciben la misión de catequizar. Al recibir el ministerio sacerdotal mediante el sacramento del orden, se les confiere, entre otras cosas, el ministerio de la Palabra, por el que han de realizar a un tiempo la misión de anunciar el evangelio a los no creyentes y la misión de educar en la fe a los creyentes. «Tratan, por ello, de que los fieles de la comunidad se formen adecuadamente y alcancen la madurez cristiana» (DGC 224). 2) Los religiosos, al ser llamados al servicio catequético, ofrecen una aportación peculiar valiosísima, la que deriva de su condición específica de personas consagradas a Dios mediante la profesión de los consejos evangélicos. La radicalidad de su entrega es signo viviente de una Iglesia llamada a vivir los valores de las bienaventuranzas. Es más, los diversos carismas fundacionales «enriquecen una tarea común con unos acentos propios, muchas veces de gran hondura religiosa, social y pedagógica» (DGC 229). 3)Los laicos colaboran en el servicio catequético desde su condición peculiar: «el carácter secular es propio de los laicos» (LG 31). Lo característico de su aportación consiste, en efecto, en que viven plenamente insertos en las tareas seculares: vida familiar, profesional, sindical, política, cultural; es decir, viven la misma forma de vida que aquellos a quienes catequizan. De este modo, «los propios catecúmenos y catequizandos pueden encontrar en ellos un modelo cristiano cercano en el que proyectar su futuro como creyentes» (DGC 230). 5. Los LAICOS QUE ASUMEN ESTE MINISTERIO. «La vocación del laico para la catequesis brota del sacramento del bautismo y es robustecida por el sacramento de la confirmación, gracias a los cuales participa de la misión sacerdotal, profética y real de Cristo» (DGC 231). Esta es la vocación común al apostolado. Todos los creyentes tienen, en efecto, el deber de confesar su fe con la palabra y el testimonio. Pero además de esta vocación común, algunos laicos se sienten interiormente llamados por Dios para asumir la tarea de transmitir a otros la fe de una manera más orgánica. Es una vocación específica para asumir el servicio oficial de la catequesis. La Iglesia discierne esta llamada divina y confiere a los que considera aptos la misión de catequizar. Los documentos de la Iglesia distinguen dos tipos de catequistas: los catequistas a tiempo pleno y los catequistas a tiempo parcial (DGC 233; cf AG 17). Es decir, se dan entre los catequistas grados diversos de dedicación. Muchos catequistas, en efecto, sólo pueden dedicar a la catequesis un corto espacio de tiempo (una sesión semanal, por ejemplo) y lo hacen durante un período limitado de su vida (tres o cuatro años). Se trata de una aportación muy valiosa. La mayor parte de los catequistas colaboran, normalmente, de esta manera. Pero, junto a ellos, es necesario avanzar hacia una forma de colaboración más intensa y estable. Por colaboración intensa puede entenderse, por ejemplo, el equivalente a una media jornada laboral. Por colaboración estable hay que entender un compromiso suficientemente dilatado en el tiempo (de diez a quince años, por ejemplo). El nuevo Directorio da mucha importancia a este compromiso más intenso y estable: «la importancia del ministerio de la catequesis aconseja que en la diócesis exista, ordinariamente, un cierto número de religiosos y laicos estables y generosamente dedicados a la catequesis, reconocidos públicamente por la Iglesia y que, en comunión con los sacerdotes y el obispo, contribuyan a dar a este servicio diocesano la configuración eclesial que le es propia» (DGC 231). Esta aportación del Directorio es riquísima y tiene un gran alcance. Apunta a una institucionalización del compromiso religioso y laical para el servicio de la catequesis, de acuerdo a las prescripciones del Código de Derecho canónico: «Los laicos que sean considerados idóneos

tienen capacidad de ser llamados por los sagrados Pastores para aquellos oficios eclesiales (officia) y encargos (munera) que puedan cumplir según las prescripciones del derecho» (CIC 228). Las ventajas de institucionalizar el servicio o encargo de ser catequista en nuestras Iglesias particulares son grandes. Es la mejor forma de oficializar el reconocimiento de la comunidad cristiana al catequista, seglar o religioso. Otra ventaja clara —y no la más pequeña— es que, mientras el presbítero, normalmente, y en virtud de su ministerio pastoral, debe atender un amplio abanico de tareas eclesiales, esos catequistas estables ejercen esta tarea eclesial dedicándose sólo a ella. También es importante que las diócesis sostengan económicamente a estos catequistas, aunque no hagan de ello una profesión. No es necesario ni conveniente que esta nueva figura, la del catequista estable, irrumpa artificialmente en nuestra escena pastoral, sino sólo en la medida en que las necesidades catequizadoras de una diócesis lo reclamen. Pero qué duda cabe que muchas diócesis pueden ir dotándose de estos cuadros de religiosos y seglares que, en unión de algunos presbíteros más directamente responsabilizados de la catequesis, van a visibilizar el ministerio de la catequesis en una Iglesia particular.

III. La tarea del catequista 1. IDENTIFICACIÓN DEL CATEQUISTA CON EL CARÁCTER PROPIO DE LA CATEQUESIS. Un aspecto esencial que configura la identidad del catequista en la Iglesia es su identificación con el carácter propio de la catequesis. En la medida en que el catequista descubra y realice lo que es peculiar y específico de la tarea catequética en el conjunto de la evangelización, su identidad como catequista se irá consolidando. Ser catequista, en efecto, es distinto de ser misionero del primer anuncio entre los no creyentes. Tampoco hay que confundirlo con el animador permanente de una comunidad cristiana. Ser catequista no es lo mismo que ser profesor de religión en un colegio o dirigente de un grupo apostólico. La tarea del catequista en la Iglesia tiene su propia especificidad (cf IC 44). ¿Cuál es, entonces, el carácter propio de la tarea que realiza el catequista? 1) «La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo, revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, y comunicada conjuntamente, mediante una traditio viva y activa, de generación en generación (CT 22, recogido en DGC 66). 2) Dentro del proceso evangelizador, «el momento de la catequesis es el que corresponde al período en que se estructura la conversión a Jesucristo, dando una fundamentación a esa primera adhesión» (DGC 63). Lo más peculiar de la catequesis es, por tanto, la realización de esta función iniciadora, fundamentadora, del ministerio de la Palabra. Pero es tal su riqueza interna, que colabora también en la función misionera y en la función de educación permanente de la fe de ese ministerio. En efecto, en la situación de nueva evangelización, muy extendida en toda la Iglesia, la tarea del catequista deberá atender a la necesidad de conversión que tienen muchos bautizados que acceden a la catequesis (cf CT 19). Es la tarea que corresponde al precatecumenado o a la precatequesis y se realiza por medio de una catequesis kerigmática, que es la propuesta de la buena nueva con vistas a una opción de vida sólida de fe (cf DGC 62).

La catequesis ejerce también, junto a la homilía, la función de educar permanentemente la fe. Hoy día, una educación básica de la fe no basta; hay que continuar alimentándola continuamente. La catequesis dispone de formas apropiadas para hacerlo, fundamentalmente por medio de la llamada catequesis ocasional. Tres son, por tanto, las formas básicas de catequesis: catequesis kerigmática, catequesis de iniciación y catequesis ocasional. Su función más propia y peculiar es la de iniciación, es decir, la que tiene por objeto fundamentar la fe. 2. UNA TAREA DE FUNDAMENTACIÓN Y DE FORMACIÓN INTEGRAL. Por ser la catequesis una iniciación a la vida cristiana, el catequista se caracteriza por desarrollar un proceso de fundamentación básica de la fe, ya sea con niños, con jóvenes o con adultos. Dicho en otras palabras, la tarea propia del catequista consiste en poner los fundamentos de la fe en todo aquel que se ha visto cautivado por el evangelio. El Espíritu se vale del catequista para cimentar la vida cristiana del convertido. El catequista es, por tanto, un formador de base que facilita la educación de los fundamentos de la fe. Se trata de una tarea paciente, sorda, humilde, tenaz... No tiene la espectacularidad del conferenciante brillante o la del profesor erudito, pero sí la gratificación de saberse formador integral de cristianos. Su talante es el de ser un educador de personas, un formador de testigos del Reino. No trata de impactar comunicando las últimas adquisiciones de la ciencia teológica: a otros les corresponderá esa tarea. El catequista se centra, más bien, en la transmisión de aquellas certezas sencillas pero sólidas de la fe, en la educación de los valores evangélicos más fundamentales. Esta formación básica y fundamental es, sin embargo, integral, y está, por tanto, «abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21). Ha de enseñar a conocer la fe, a vivirla, a celebrarla y a anunciarla. El catequista, en consecuencia, no es un especialista en un determinado aspecto del cristianismo, sino un iniciador en todas las dimensiones o aspectos de la fe. Es como un maestro básico de la fe que proporciona la primera educación integral, la más elemental, pero seguramente la más duradera. Sólo cuando esta base está bien asegurada entra en juego la educación permanente, a través de formas muy variadas. «En diversas regiones es llamada también catequesis permanente» (DGC 51; cf IC 21). Pero en su sentido más propio, la catequesis, como dice CT 21, «es siempre iniciación». Aquí reside toda la grandeza del catequista. Otros agentes educativos vendrán después a construir sobre su labor. El se limita a poner los fundamentos de nuestro edificio espiritual. Pero todo el mundo sabe que la solidez de una casa depende de la calidad de sus cimientos. 3. CÓMO REALIZA EL CATEQUISTA SU TAREA. Para realizar esta tarea, el catequista debe inspirarse en el propio Jesús, formador de sus discípulos. Los evangelios lo presentan anunciando, ciertamente, la buena noticia a las muchedumbres, pero dedicando igualmente a los discípulos una formación especial, una educación más honda. Esta preparación de los discípulos fue una verdadera catequesis. Jesús educa a sus discípulos de una forma nueva, distinta a la que utilizaban los maestros de su época. Y es, precisamente, esa nueva manera de educar la que ha de inspirar al catequista en su tarea. Lo más importante es saber catequizar desde una hondura religiosa. Cuando Jesús educaba, siempre se producía el mismo fenómeno: las personas se acercaban a Dios. Esta forma de hacer

catequesis sólo es posible mediante un cierto desbordamiento de la propia vivencia religiosa del catequista hacia el catecúmeno. Jesús tenía una preocupación misionera constante. Su contacto con las gentes buscaba siempre la conversión. Nunca se contentó con cuidar sólo a las ovejas del redil. Su obsesión era siempre la oveja que estaba fuera. Igualmente, la palabra del catequista, imitador de Jesús, será siempre una palabra misionera, de interés por los que viven al margen de la fe. Otra característica de la manera de educar de Jesús es que su mensaje nunca era aséptico, sino interpelador. Catequizar es siempre invitar a definirse, a optar, a comprometerse. Jesús sabía dirigirse a aquella zona de las personas, el corazón, de donde brotan las decisiones, las tomas de postura, los compromisos más existenciales. El catequista, siguiendo a Jesús, ha de saber presentar el evangelio en relación con la vida diaria, con las experiencias humanas más hondas, con los interrogantes más acuciantes del hombre. Recuérdese, por ejemplo, el diálogo de Jesús con la samaritana y su verdadera sed. En la conversación con ella, vemos cómo Jesús supo captar la fibra más sensible de aquella mujer, aquello que realmente le estaba afectando más. Junto a su hondura religiosa, Jesús hablaba desde una sensibilidad especial hacia los más pobres. Incluso en sus conversaciones con los ricos, la referencia a los que más sufrían era constante. Es muy importante, por eso, que el catequista deje transparentar esa misma sensibilidad, fruto de una opción preferencial por los más pobres. La problemática de los que más sufren ha de estar constantemente presente en la boca de todo catequista. Es fundamental, finalmente, que la palabra del catequista esté respaldada por el testimonio de su vida. Jesús así lo hacía: «Aunque no me creáis a mí, creed en las obras». Sin ese respaldo testimonial, la palabra del catequista sonará a hueca, será una palabra abstracta.

IV. La pastoral de catequistas. Dimensiones más importantes Dentro de la organización de la acción catequética en una Iglesia particular, la pastoral de catequistas tiene una importancia peculiar. De entre todos los elementos interesantes de la catequesis, los agentes, es decir, los catequistas, son lo más importante. Por muy buenos instrumentos de catequización que se utilicen (catecismos, materiales, medios...), por muy bien organizada que esté la catequesis, si no se cuenta con buenos catequistas, bien preparados, la acción catequizadora no será eficaz. Dentro de la catequética, sin embargo, el concepto de pastoral de catequistas (con esta u otra formulación afín) ha sido poco elaborado, seguramente porque en la realidad pastoral el interés se ha polarizado, sobre todo, en la formación de los mismos (aspecto, sin duda, vital y decisivo), pero se descuidan otras dimensiones muy importantes de la necesaria atención a los catequistas en una Iglesia concreta. El número elevado de los mismos —en España se calculan unos 270.000— puede estar planteando importantes problemas pastorales para la evangelización (cf DGC 33). Una adecuada pastoral de catequistas ha de cuidar, ante todo, el problema de la vocación de los catequistas. La experiencia dice que los criterios de adhesión de un candidato para ser catequista son, muchas veces, improvisados y poco rigurosos. La misma promoción de vocaciones para la catequesis se suele realizar con vistas a atender a necesidades urgentes e inmediatas más que, con perspectivas de más largo plazo, para ir configurando una catequesis que sea realmente renovadora de la Iglesia.

También es importante —dentro de una pastoral de catequistas— la atención personal al catequista, como miembro cualificado de la comunidad cristiana. Los presbíteros tienen aquí un importante papel a realizar. A veces se ha definido la misión de estos en la catequesis como la de un catequista de catequistas. La distribución de los catequistas plantea, asimismo, importantes cuestiones. En aquellos ámbitos de catequización —por ejemplo la catequesis de adultos— donde los catequistas son más escasos, la promoción adecuada de la catequesis, a nivel de una Iglesia particular, exige una distribución más homogénea y mayores dosis de generosidad apostólica en los agentes. Una cuestión vital para una acción evangelizadora eficaz es la de la coordinación de los agentes de pastoral. Cuando sobre unos mismos destinatarios inciden diversas acciones pastorales —por ejemplo sobre la juventud esa coordinación es algo insoslayable. Profesores de religión, animadores de movimientos apostólicos, responsables de comunidades eclesiales de base, catequistas... este conjunto de agentes ha de trabajar de modo coordinado. Una adecuada pastoral de catequistas ha de saber vincularlos a esos otros agentes para plantear la educación en la fe de modo conjunto. La promoción de dirigentes es muy importante en todo colectivo humano numeroso. En nuestro contexto eclesial español, la figura del animador del grupo de catequistas aparece como algo fundamental. Promover estos dirigentes y proporcionales una formación específica es cometido de una adecuada pastoral de catequistas. La promoción de dirigentes a un nivel más amplio, de zona o de diócesis, es también muy importante. El reconocimiento de los catequistas por parte de la comunidad cristiana es algo que debe procurarse con todo cuidado. Muchas veces el grupo de catequistas es una pieza aislada, desconocida para la comunidad. Si aquellos actúan en nombre de esta, la comunidad debe conocerlos, apoyarlos y valorarlos. En medio de este conjunto de acciones interesantes de una pastoral de catequistas, qué duda cabe que la formación de los mismos constituye el aspecto más importante y realmente decisivo para toda la obra catequizadora. Esta formación ha de referirse tanto al ser como al saber y al saber hacer del catequista, tratando que madure como persona y como creyente, que adquiera el conocimiento necesario del mensaje cristiano y la manera más adecuada para su comunicación.

BIBL.: AA.VV., El sacerdote y la catequesis, Edice, Madrid 1992; AA.VV., Formar catequistas en los años ochenta, CCS, Madrid 2 1984; BOROBIO D., Ministerios laicales, Atenas, Madrid 1986 ; FOSSION A., La spiritualité du catechiste aujourd'hui, Dieu toujours recommencé, Lumen vitae, Bruselas 1997; GATTI G., Ser catequista hoy, Sal Terrae, Santander 1981; HASTINGS A., El ministerio del catequista, Seminarios 56, v. 21; INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS CATEQUÉTICAS SAN Pío X, Los educadores de la fe en el momento actual, San Pío X, Madrid 1978; SECRETARIADO DE LA COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Los ministerios laicales como cauce de corresponsabilidad en la pastoral de la Iglesia local, Madrid 1988; SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS DE MADRID, Manual para el catequista de adultos, San Pablo, Madrid 1983; SORAVITO L., Catequista, en GEVAERT J. (dir), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; WYLER A., El educador al servicio de la fe, Sígueme, Salamanca 1985.

Ricardo Lázaro Recalde y Vicente M°. Pedrosa Arés

CELEBRACIÓN Y ORACIÓN, Iniciación a la

SUMARIO: I. Mutua relación: 1. Aproximaciones; 2. El lugar de la convergencia: la iniciación. II. Iniciar en la celebración: 1. Lo específico de la celebración; 2. La vida como celebración. III. Iniciar en la oración: 1. La oración; 2. Iniciación en la oración; 3. Jesús, pedagogo de la oración; 4. Conclusión.

I. Mutua relación La catequesis y la liturgia se relacionan mutuamente. Sin embargo, en tiempos recientes, el equilibrio de relaciones no siempre ha sido fácil de mantener. Quizás, preocupados los catequistas por una acentuación seria de la dimensión antropológica de la catequesis y por el compromiso cristiano en la transformación de la realidad mundana, se ha marginado un poco la relación liturgia-catequesis. Es bueno recordar la llamada de atención que hacía el Mensaje al pueblo de Dios al finalizar el sínodo de 1977: «En toda catequesis íntegra hay que unir siempre de modo inseparable: el conocimiento de la palabra de Dios, la celebración de la fe en los sacramentos, la confesión de la fe en la vida cotidiana» (MPD 11). ¿De dónde vienen los problemas de la relación entre iniciación a la celebración y a la oración y la catequesis? Creo que una de las fuentes del problema radica en el concepto que se tiene de catequesis y de iniciación. 1. APROXIMACIONES. En la medida en que la catequesis se aproxima e inspira en los métodos de la escuela, de la sola enseñanza, está perdiendo su carácter de iniciación, propio de toda catequesis, donde hay que situar también la iniciación en la celebración y en la oración. No es desdeñable apuntar aquí, además, el marco mismo en el que se realiza la catequesis. En ocasiones, el espacio geográfico en que se desarrolla la catequesis influye positiva o negativamente en la dimensión de iniciación litúrgica que aquella conlleva. El espacio propio de la comunidad cristiana, el templo, ayuda a la acción catequética para iniciar en aquello que allí se realiza: la reunión de la asamblea para la escucha de la Palabra y la celebración de los sacramentos. Algunos materiales habituales utilizados para la catequesis de niños, de adolescentes y jóvenes ofrecen una iniciación que después no se ve reflejada en las celebraciones de la comunidad cristiana. Una cosa es lo que se hace en la sesión de catequesis y otra cosa es la vida celebrativa de la comunidad cristiana. Se produce así una especie de ruptura o dualidad entre la celebración real comunitaria y la iniciación a la celebración en el proceso de educación de la fe. Finalmente, reconociendo que la liturgia, considerada en su globalidad, tiene una dimensión clara de educación de la fe, la catequesis ha olvidado su función de iniciar en la celebración. Ha salido así perdiendo la celebración, dado que lo que en ella se hacía y decía resultaba (y resulta) incomprensible para los participantes. En algunos casos, la constatación de esta realida d ha llevado a un número reducido de pastores a hacer de la celebración un espacio catequético, cosa que no le es propia1. Algunos liturgistas han defendido siempre el papel de la liturgia sobre la catequesis2. En realidad, «catequesis y liturgia constituyen visiblemente dos dimensiones de una misma realidad» (IC 39). 2. EL LUGAR DE LA CONVERGENCIA: LA INICIACIÓN. Como síntesis, diremos que toda celebración tiene una dimensión catequética. En la celebración se proclama la palabra de Dios y se explicita, a través de ritos y de la homilía, para que el creyente capte la actualización de la salvación de Dios, aquí y ahora, para la comunidad celebrante. Al mismo tiempo, la catequesis tiene que iniciar a la celebración litúrgica, pues le corresponde a la catequesis «la educación de las diferentes

dimensiones de la fe, ya que la catequesis es una formación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana. En virtud de su misma dinámica interna, la fe pide ser conocida, celebrada, vivida y hecha oración. La catequesis debe cultivar cada una de estas dimensiones» (DGC 84; cf IC 42). La catequesis tiene el cometido de preparar a la celebración de los sacramentos y de profundizar todo cuanto se celebra y se vive en ellos (ritos, símbolos, signos, actitudes, calendario litúrgico, etc.)3. Las dos realidades, liturgia y catequesis, son complementarias, no absolutas ni excluyentes. El Directorio general para la catequesis (DGC), al enumerar las tareas fundamentales de la catequesis, pone, en segundo lugar, la educación litúrgica: «En efecto, "Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúgica". La comunión con Jesucristo conduce a celebrar su presencia salvífica en los sacramentos y, particularmente, en la eucaristía. La Iglesia desea que se lleve a todos los fieles cristianos a aquella participación plena, consciente y activa que exige la naturaleza de la liturgia misma y la dignidad de su sacerdocio bautismal. Para ello, la catequesis, además de propiciar el conocimiento del significado de la liturgia y de los sacramentos, ha de educar a los discípulos de Jesucristo "para la oración, la acción de gracias, la penitencia, la plegaria confiada, el sentido comunitario, la captación recta del significado de los símbolos..."; ya que todo ello es necesario para que exista una verdadera vida litúrgica» (DGC 85). Desde el Vaticano II, especialmente el decreto Ad gentes, la Iglesia se ha planteado seriamente el concepto de iniciación cristiana que, en los primeros siglos, era la forma normal de acceso al bautismo, la confirmación y la eucaristía. Cuando los niños fueron admitidos al bautismo, la iniciación cristiana, tal como se llevaba a cabo entre los siglos II al VIII, perdió su vigencia siendo reemplazada por el ambiente de cristiandad y por otras acciones concretas de la comunidad cristiana, que variaron según los lugares y los momentos de la historia. En nuestros días, la iniciación cristiana ha vuelto a tomar importancia. Aunque son muchos los factores que han contribuido a ello, señalamos aquí dos: la pérdida del ambiente de cristiandad en la sociedad y el aumento de peticiones de bautismo en las etapas de adolescencia y vida adulta. La respuesta oficial a este problema la dio la Iglesia con la publicación del Ritual de la iniciación cristiana de adultos (1972) y la adaptación a la realidad particular española, llevada a cabo por la Conferencia episcopal en La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones4 (IC). Sin embargo, hay que reconocer que es una tarea pendiente. El Directorio general para la catequesis (1997) aborda de nuevo el problema y describe la catequesis como «elemento fundamental de la iniciación cristiana, estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al bautismo, sacramento de la fe. El eslabón que une la catequesis con el bautismo es la profesión de fe, que es, a un tiempo, elemento interior de este sacramento y meta de la catequesis. La finalidad de la acción catequética consiste precisamente en esto: propiciar una viva, explícita y operante profesión de fe. Para lograrlo, la Iglesia transmite a los catecúmenos y a los catequizandos la experiencia viva que ella misma tiene del evangelio, su fe, para que aquellos la hagan suya al profesarla. Por eso, la auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo, revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, y comunicada constantemente, mediante una traditio viva y activa, de generación en generación» (DGC 66).

II. Iniciar en la celebración La exigencia de iniciar en la celebración se desprende de la misma identidad de la catequesis y de la liturgia. El Concilio enseña que la liturgia es la «acción sagrada por excelencia» (SC 7) y que representa «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de

donde mana toda su fuerza» (SC 10). El puesto que el Concilio reconoce a la liturgia es bien claro dentro de la vida cristiana. En el proceso de evangelización, la catequesis se define como momento esencial al servicio de la iniciación cristiana. La catequesis es una formación orgánica y sistemática, centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, a través de tareas de iniciación, educación e instrucción (DGC 67, 68). ¿Cuál es la aportación que la catequesis tiene que hacer a la celebración? 1. LO ESPECÍFICO DE LA CELEBRACIÓN. «La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma» (SC 14). La tarea de la catequesis consiste en introducir al creyente en el contenido de lo que se celebra: el misterio de Cristo. Este misterio no es una idea, es un acontecimiento acaecido en la historia del pueblo de Israel y que tiene su plenitud en la vida, muerte y resurrección de Jesús; hoy se perpetúa en la Iglesia por medio del Espíritu. Uno de los criterios de presentación del mensaje evangélico que la catequesis ha de tener presente es el carácter histórico de la salvación (cf DGC 107-108). Al proponer la salvación como historia, la catequesis se ve obligada a acudir a la Biblia para conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La catequesis no inicia en una historia que pasó y ya no pasa, sino que inicia en unas acciones de Dios en la historia que siguen siendo historia de salvación hoy para todos los hombres y para la persona concreta. «El misterio de la Palabra no sólo recuerda la revelación de las maravillas de Dios hechas en el pasado..., sino que, al mismo tiempo, interpreta, a la luz de esta revelación, la vida de los hombres de nuestra época, los signos de los tiempos y las realidades de este mundo, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación de los hombres» (DCG 11). Es el aspecto bíblico y doctrinal de la catequesis. El mandato de Jesús «Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22,19; lCor 11,24) lleva a la comunidad cristiana a recordar continuamente las intervenciones fundantes de la historia de la salvación. Recordando, celebrando los acontecimientos del Dios salvador, nos fundamos como comunidad salvada, inserta en la corriente de salvación que Dios inició al principio de la creación. La celebración no podrá ser nunca una aburrida repetición de algo ajeno a nuestra propia historia y destino salvífico. «La referencia al hoy histórico-salvífico es esencial en la catequesis. Se ayuda, así, a catecúmenos y catequizandos a abrirse a la inteligencia espiritual de la economía de la salvación» (DGC 108). La catequesis tiene que conjugar a la vez las dimensiones bíblica, doctrinal y mistagógica que le son propias, para que la persona comprenda y celebre la acción de Dios como acción que llega a la comunidad y a la persona en el momento mismo de la celebración. Al celebrar los hechos de salvación, la comunidad y la persona entran en diálogo con Dios a través de la Palabra proclamada y de los signos realizados. La única forma que tenemos de participar en los hechos que celebramos y actualizamos es por medio de signos; desde lo material y visible, desde los gestos y los símbolos se facilita la participación en la realidad salvífica, que de otra manera no podríamos ni siquiera atisbar. Si bien es cierto que la celebración posee en sí misma elementos que inician en la comprensión de lo que se realiza, es imprescindible la complementariedad de la acción catequética. Sólo así el celebrante podrá percibir la profundidad de los signos y de las palabras dentro de la celebración: la inmersión en el agua, la fracción del pan, la unción con el aceite, la imposición de manos... el

misterio que está detrás de las cosas visibles que realizamos (ritos) y utilizamos (pan, vino, agua, óleo santo...). 2. LA VIDA COMO CELEBRACIÓN. «En la liturgia; toda la vida personal es ofrenda espiritual» (DGC 87). La tarea de la catequesis no se detiene en la iniciación en la celebración, considerada esta como una acción litúrgica de la comunidad. La catequesis inicia también al catecúmeno en la comprensión de su vida como celebración5. Lo podemos resumir diciendo que la catequesis inicia a una manera de vivir en la que vivir es celebrar. La novedad del culto cristiano consiste, siguiendo el relato de la samaritana, en poder celebrar sin necesidad de estar sujetos a lugares determinados (Jn 4,20-24). Entender la propia vida como liturgia conlleva entender qué es la liturgia y el ritmo de la liturgia. Desde esa base, la catequesis podrá ayudar a la persona a descubrir en los acontecimientos ordinarios de su vida el misterio pascual de Jesús presente en su existencia. En concreto, la catequesis ayudará al catecúmeno a leer e interpretar su vida desde la referencia bíblica. Como la historia del pueblo elegido, la historia personal y comunitaria, vistas en perspectiva de historia de salvación, están salpicadas de momentos de éxodo, de desierto, de tentación, de llamada, de negación, etc. Más aún, gracias a que no nos pasan cosas diferentes y no vivimos cosas diferentes de las que vivieron los hombres y mujeres protagonistas de los relatos bíblicos, nosotros podemos entender su historia y podemos admirar la intervención de Dios, que les invitó, y nos invita hoy, a caminar por caminos nuevos. Dios interviene en la historia humana realizando la salvación. La vida de cada día y la vida en su totalidad están impregnadas de la presencia de Dios, que llama continuamente a salir de la muerte y caminar hacia la vida, a renacer al misterio de resurrección inaugurado por Jesucristo. El creyente iniciado sabe que su vida es una celebración en la medida en que, con su hacer, colabora con Dios en la preocupación porque todos los hombres se salven y que en todas las partes se extienda el reino de las bienaventuranzas. La vida del creyente se convierte en un intenso e íntimo diálogo con Dios en la actividad ordinaria: el mundo entero y el puesto de trabajo son la mesa del sacrificio; los hermanos que encuentra y a los que sirve son el signo de la presencia viva del Hijo de Dios, que nos solicita a dejar una vida pensada y realizada desde el egoísmo; su entrega y servicio, movido por el amor, son su ofrenda al Padre. Toda la vida se convierte así en expresión de caridad.

III. Iniciar en la oración 1. LA ORACIÓN. Al enumerar las tareas fundamentales de la catequesis, el Directorio propone, en cuarto lugar, enseñar a orar. Hay que subrayar, ante todo, la diversificación que se hace entre celebración y oración. «La comunión con Jesucristo lleva a los discípulos a asumir el carácter orante y contemplativo que tuvo el Maestro. Aprender a orar con Jesús es orar con los mismos sentimientos con que se dirigía al Padre: adoración, alabanza, acción de gracias, confianza filial, súplica, admiración por su gloria. Estos sentimientos quedan reflejados en el padrenuestro, la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, y que es modelo de toda oración cristiana. La entrega del padrenuestro, resumen de todo el evangelio, es, por ello, verdadera expresión de la realización de esta tarea. Cuando la catequesis está penetrada por un clima de oración, el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad. Este clima se hace particularmente necesario cuando los catecúmenos y los catequizandos se enfrentan a los aspectos más exigentes del evangelio y se sienten débiles, o cuando descubren —maravillados— la acción de Dios en sus vidas» (DGC 85). Si la celebración pone el acento en la dimensión más comunitaria de la persona, la oración mira a la dimensión de relación personal entre el creyente y el Dios vivo; es un encuentro con Dios. La

oración se convierte en momento original y decisivo de experiencia de Dios. La oración es una dimensión de la vida cristiana, que es educable. En este sentido a la catequesis le compete una tarea específica de iniciación. Hay que reconocer hoy, por una parte, el malestar y la dificultad de muchos creyentes ante la oración; al mismo tiempo, hay que reconocer las diversas iniciativas de oración y escuelas de oración que están surgiendo en las comunidades cristianas, impulsadas, en no pocos casos, por la actividad catequética. La experiencia de oración de Jesús es descrita en el Nuevo Testamento como momentos fuertes de su vida que posibilitan y engarzan con la vida ordinaria. Podemos resumirlo así: la oración influye en la vida y la vida influye en la oración. La oración de Jesús es una manifestación de la relación que mantiene con su Padre. Lo que especifica la oración de Jesús es su sentirse hijo y su sentir a Dios como Padre. Jesús vive y se entiende a sí mismo como hijo referido a un Dios que es Padre. Ora de una determinada manera —la mejor expresión es la oración del padrenuestro— porque vive de una determinada manera. No hay ruptura ni divergencia entre su vivir y su orar. Su manera de vivir es oración. Su oración es su manera de vivir: adoración, alabanza, acción de gracias, confianza filial, súplica, admiración, búsqueda y realización de la voluntad del Padre. 2. INICIACIÓN EN LA ORACIÓN. Iniciar en la oración es algo más que enseñar a rezar. Igual que iniciar en los sacramentos es algo más que llevar a los catequizandos a los sacramentos. En ocasiones nos llevamos las manos a la cabeza y nos preguntamos: ¿pero cómo es posible que estos catecúmenos abandonen los sacramentos con la insistencia y esfuerzo que hemos puesto para que los practiquen? La pregunta contiene ya la respuesta. Insistencia y esfuerzo no son precisamente las palabras esenciales de lo que es la iniciación. Insistencia y esfuerzo parece que hablan de una instrucción o de una repetición machacona de conceptos o de hábitos. Por no haber realizado una iniciación adecuada es por lo que, entre otras cosas, al final nos encontramos con unos resultados concretos que no nos agradan o que no esperábamos. Hay que señalar que no hablamos ahora de una oración con adjetivación: oración infantil, joven o adulta. Estas expresiones son, cuando menos, ambiguas y pueden dar origen a confusión. Existen niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos que oran. El núcleo de la oración es siempre el mismo: la relación de intimidad que se establece entre dos personas. Unicamente la situación existencial de la persona que reza es la que varía, o, si se prefiere, es concreta, es decir, está determinada por un desarrollo y maduración personal que depende de muchos factores, entre otros, de la edad biológica. Entender bien esta diferenciación es importante para una correcta iniciación en la oración. Hay personas metidas en la acción pastoral que hablan, por ejemplo, de una oración joven, cuya originalidad consiste en la variedad constante de fórmulas, para evitar — dicen—el cansancio, y en la búsqueda externa de modos de hacer llamadas jóvenes: lenguaje juvenil, creatividad juvenil, estilo juvenil, etc. Así se consumen esquemas y fórmulas que quedan envejecidos y sin atractivo nada más usarlos. Lo nuevo en este tipo de entrenamiento en la oración radica en la novedad de la forma externa, sin importar mucho el corazón mismo de la oración. Creemos que este no es un camino consistente de iniciación en la oración. Al tratar la iniciación en la oración es evidente el papel iniciador de la palabra de Dios. La oración es relación interpersonal y diálogo, sí; pero diálogo en el que hay que dejar a la persona principal, Dios, el cuidado de llevar la iniciativa. La vida de oración es, ante todo, iniciación en la escucha, el silencio y la meditación. La oración misma es respuesta adecuada a la palabra escuchada y comprendida. La iniciación en la oración tiene como punto de partida el concepto de relacióndiálogo interpersonal. Y dentro de esta perspectiva no es tan importante lo que tengo que

responder y cómo tengo que hacerlo cuanto lo que tengo que escuchar y cómo desarrollo mis posibilidades de escucha de la palabra del Dios que se hace mi interlocutor. 3. JESÚS, PEDAGOGO DE LA ORACIÓN. Jesús mismo se nos presenta en los evangelios no sólo como orante, sino como pedagogo que enseña a orar6. El primer paso para iniciar en la oración es tomar a la persona donde está para conducirla, progresivamente, hacia la relación que es posible entablar con el Padre. El primer encuentro de toda relación madura es encontrarse la persona consigo misma, con su realidad concreta. Difícilmente se entablará un diálogo de verdadera oración si la persona prescinde, para orar, de su propia realidad. El Dios revelado en la Biblia busca dialogantes reales, capaces de mantenerse en su presencia. Aceptar permanecer en presencia del otro trae como consecuencia una conversión al otro, en este caso una conversión a Dios, una apertura a lo que el interlocutor divino es y desea que seamos. Esto es lo que hace Jesús con sus discípulos: acepta su situación, su lento caminar hacia la verdad que él es, sus dificultades para entrar en diálogo con él sin confundirlo con un fantasma. Iniciar en la oración va directamente correlacionado con una manera de ser: no es válida la oración (es decir, una relación amistosa con Dios) que olvida la reconciliación con el hermano (Mt 5,23-24). El fin de la oración, que es la unión con Dios, no puede estar en contradicción con una situación vital de división, de odio, de tensión en el orante. ¿Cómo es pensable dialogar con Dios, a quien no vemos, y que nos amó también en situación de tinieblas (Rom 5,9-10), si no dialogamos con el hermano, al que vemos (1Jn 4,20)? Iniciar en la oración implica entrenamiento en el silencio que es capaz de escuchar y de percibir los signos de su presencia hasta en la oscuridad de la noche. Jesús se retira al silencio a orar e invita a los discípulos a entrar en el silencio (Mt 6,6). Hay realidades de la vida humana que sólo pueden existir en el silencio. Hay grados de relación interpersonal que precisan silencio para llegar a ellos. El silencio no es ausencia de presencia, sino profundidad del misterio personal que nos deja sin palabras para contemplar la espesura de la realidad del Otro. La catequesis tiene que llevar al catecúmeno del ruido al silencio, y del silencio a la contemplación del misterio, que es donde el corazón prorrumpirá las palabras más suyas y más densas. Iniciar en el verdadero silencio, en nuestro mundo de ruidos físicos y mediáticos, es una de las tareas de la catequesis. Esta, luego, tendrá que dejarse ayudar de otras ciencias del hombre para alcanzar la finalidad perseguida. Iniciar en la oración exige cultivar en la persona actitudes de humildad (Lc 18,9-13), de confianza (Mt 6,7-9), de perseverancia (Lc 21,34-36). Estas actitudes centran a la persona en su sitio verdadero: creatura frente al Creador. La actitud de la primera ruptura entre el hombre y Dios que nana la Biblia en Génesis 3,5 es una actitud de orgullo, de querer «ser como dioses». Querer ser como dioses es lo que más nos distancia de Dios. En el cristianismo, no es cuestión de querer escalar hasta donde Dios está, sino aceptar que Dios baja donde nosotros estamos y nos toma de la mano. La oración del creyente no es cuestión de muchas palabras ni de abrumar a Dios con obsequios. Todo lo relacional es cuestión del corazón, es cuestión de amor y de confianza filial. La relación con Dios no es inteligible desde los cálculos comerciales, sino desde el amor de Padre a hijo y de hijo a Padre. 4. CONCLUSIÓN. Orar es un ejercicio difícil. Exige iniciación. Orar en el sentido de entrar en coloquio cálido y afectuoso con el Señor, en diálogo alejado de la rutina, en diálogo en el que se ponga en juego toda nuestra vida, con nuestras alegrías y nuestras penas, con nuestros éxitos y nuestros fracasos, en diálogo en el que nos dispongamos ante el otro sin prejuicios, sin posturas previas, sin condiciones...; orar así es difícil. Un diálogo que permita, si es necesario, hacer que

nuestra vida cambie, un diálogo en el que podemos arriesgarnos a todo, no es fácil ni se puede lograr en unos días. Orar bien requiere orar mucho. De la misma manera que necesitamos muchas horas de nuestra vida para intimar con los amigos o con la persona de nuestra vida, y siempre hay palabras nuevas que nos sorprenden; de la misma manera que dedicamos muchas horas a dominar bien un oficio o una profesión, debemos dedicar un tiempo diario y continuado para lograr una buena oración. A orar se aprende orando, como a amar, amando, o a andar, andando. Y todo esto sin olvidar que no somos nosotros los interlocutores más importantes en el diálogo. Dios siempre es Dios. Y en la oración, Dios es el principal interlocutor. El impone su tiempo, su ritmo, que nosotros no sabemos. El es a la vez interlocutor y contenido mismo de la oración. El se irá comunicando conforme quiera y le parezca. La oración es un misterio de relación entre dos personas vivas que quieren intimar. Dios es el protagonista principal. NOTAS: 1. A. M. TRIACCA, Homilía, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 434-436. — 2. E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1997, 218. — 3. S. PINTOR, Celebración, en J. GEVAERT (dir.), o.c., 180-182. — 4 Este documento, aprobado por la LXX asamblea de la Conferencia episcopal española el 27 de noviembre de 1998, publicado por Edice, Madrid 1999, dedica a la liturgia de la iniciación cristiana todo el apartado B del n° 2 de la segunda parte (nn. 45-59), y otros números sueltos de la tercera (82, 99, 104, 109, 123, 132 y 135-138). — 5 M. SODI, Celebrare, en Dizionario di pastorale giovanile, Ldc, Leumann-Turín 1992, 160-165. — 6. CCE 2607-2615. BIBL.: AA.VV., Educar a los jóvenes en la fe. Itinerario de evangelización para la comunidad cristiana, CCS, Madrid 1991; 2 ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1997 ; ALDAZÁBAL J., Vocabulario básico de liturgia, CPL, Barcelona 1994; BoROBIO D., La iniciación cristiana, Sígueme, Salamanca 1996; La celebración en la Iglesia 1. Liturgia y sacramentología fundamental, Sígueme, Salamanca 1991; LARRAÑAGA L, Itinerario hacia Dios, PPC, Madrid 1997; MORENO A., Orar, tiempo del Espíritu, PPC, Madrid 1998.

Álvaro Ginel Vielva

COMPROMISO. Orientaciones pedagógicas

SUMARIO: L Compromiso desde las exigencias de la historia: 1. Sentido del mundo y de la historia; 2. Estructura de un proceso de encarnación. II. Compromiso desde las exigencias del amor cristiano. III. Coordenadas del compromiso abierto a la adultez: 1. Educar en las dimensiones de la adultez; 2. Compromiso en diversas situaciones. IV. Comunidad cristiana y educación al compromiso: 1. Presupuestos; 2. Retos para las comunidades. V. Por los caminos samaritanos. VI. Compromiso, interioridad y celebración: 1. Compromiso y apertura al Espíritu; 2. Compromiso y oración, formación, discernimiento y celebración. VII. El compromiso evangelizador: 1. Qué supone evangelizar; 2. El testimonio y el anuncio evangelizador. VIII. Compromiso y vocaciones específicas.

I. Compromiso desde las exigencias de la historia 1. SENTIDO DEL MUNDO Y DE LA HISTORIA. Entendemos por mundo el ámbito del acontecer humano, la estructura cultural en que se enmarca la conducta de los hombres, el producto de la ciencia y de la técnica, el destino y el sentido global de lo creado. Al hablar de historia nos referimos a un conjunto de acontecimientos y relaciones, al relato de lo pasado y a la prospectiva de lo por venir, a la posibilidad y al límite de la libertad. La historia también tiene un sentido y un destino por descubrir y asumir.

El compromiso cristiano tiene en cuenta el sentido inmanente y trascendente del mundo y de la historia. La historia de la salvación es la iniciativa salvífica que Dios realiza en la historia humana. a) Presencia cristiana en la historia: el reino. El Reino es el proyecto

del Padre propuesto y actuado por Jesús. El Reino implica un nuevo corazón, unas nuevas relaciones, un nuevo sentido de las realidades, una nueva prospectiva escatológica. El Reino se manifiesta en la comunión de los hijos y hermanos, y en la solidaridad de estos con los pobres y perdidos1. El Reino es búsqueda y compromiso de la comunidad de Jesús entre los pobres. El compromiso cristiano se enmarca en la justicia del Reino: la fraternidad solidaria. El discernimiento de la presencia del Reino pasa por la liberación de los pobres. Todo compromiso cristiano hace referencia al Reino2. b) Educar a la presencia y a la encarnación. Jesús es la presencia significativa y diaconal del Padre entre los hombres. El puso su tienda entre nosotros. Asumió nuestra naturaleza y nuestra historia. El compromiso cristiano parte de la presencia y de la encarnación de Jesús y es prolongación de las mismas. La casa como fraternidad («Venid y veréis») y la calle como solidaridad («Id y anunciad») son la tarea del discípulo. Como el siervo del banquete, enviado por el Señor, transita de la casa a la calle. 2. ESTRUCTURA DE UN PROCESO DE ENCARNACIÓN 3. Asumir un compromiso encarnado en la historia supone implicarse en los siguientes pasos: 1) Análisis de la realidad. En el análisis de las estructuras, de las relaciones y de las conductas descubrimos intereses, ideologías, estados de opinión, grupos dominantes, alianzas existentes, valores, actitudes, lenguaje y símbolos, etc. Educar en el conocimiento de la realidad y en una lectura creyente de la misma es tarea fundamental para iniciar al compromiso. 2) Concienciación. El compromiso requiere la toma de conciencia de lo que realmente acontece, de las causas que lo originan, de la necesidad moral y social de actuar, de las opciones posibles a realizar. La concienciación creyente brota de la relación Palabra-historia. La realidad analizada y valorada, iluminada por la Palabra, ha de llevarse a la oración personal y comunitaria. En la oración y en la revisión de vida, la toma de conciencia deriva en actitudes y actuaciones comprometidas. 3) Identificación. Jesús se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Ante la injusticia y el pecado es inaceptable la neutralidad personal y comunitaria. La identificación supone renunciar a privilegios, socializar los bienes, popularizar la cultura, universalizar las relaciones, cooperar en la transformación de las estructuras, orientar adecuadamente las opciones personales... La referencia a Jesús debe guiar todo el proceso educativo de identificación. 4) Profecía cristiana. La experiencia de la identificación aporta capacidad para vivir y testificar la profecía cristiana. La profecía es denuncia ante un sistema que produce desinteriorización e insolidaridad. La profecía cristiana es un signo antes que una crítica, una propuesta y no sólo una denuncia. La profecía exige la coherencia del testimonio personal. Es importante educar a vincular la Palabra a los gestos. 5) Solidaridad liberadora. El compromiso cristiano se traduce en solidaridad liberadora. Desde la familia, el trabajo, la comunidad eclesial y cívica, cada uno va descubriendo ámbitos y solicitudes para implicarse en acciones solidarias, especialmente en proyectos sociales. Educar a la solidaridad requiere ayudar a descubrir los caminos samaritanos donde se aprende a ser prójimo. Desde la praxis de la solidaridad debemos ir descubriendo las implicaciones culturales, sociales y políticas en que se enmarca el compromiso por la justicia.

II. Compromiso desde las exigencias del amor cristiano

a) La fe como adhesión vital a un proceso globalizante. El cristiano es una persona cuya existencia está vivificada por el acontecimiento y la persona de Jesús. El proyecto de vida cristiana se enraíza y se educa en la adhesión y seguimiento de Jesús, en la vivencia celebrativa de su acontecimiento salvador, en la ética de un amor nuevo y en la pertenencia a la comunidad de los hijos y hermanos solidarios. Toda la vida queda implicada y comprometida por la vivencia de la fe4. b) El seguimiento de Jesús como compromiso. Seguir a Jesús y entrar en el Reino supone asumir nuestra condición de hijos y hermanos, siervos del proyecto del Padre, que es recuperar a los hijos perdidos. Nuestra condición de seguidores nos hace asumir la pobreza evangélica como buenaventura, la oración como tarea permanente, el servicio como distintivo. Educar, pues, al compromiso requiere recorrer los caminos del Reino: la purificación de Damasco, la solidaridad de Jericó, la experiencia de Emaús, etc. Desde estos caminos será preciso ir haciendo, en la realidad concreta, proyecto de vida5. c) Las dimensiones del amor cristiano. El compromiso cristiano es la respuesta al mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Hemos de recuperar las dimensiones del amor cristiano. La forma de amar de Jesús y las necesidades y situaciones de los hombres son las coordenadas desde las que recuperar la naturaleza y la amplitud del amor cristiano. Desde Jesús, el amor cristiano debe recuperar la referencia al amor del Padre y al proyecto del Padre sobre los hombres. De aquí surge la gratuidad y la entrega hasta dar la vida. Desde las necesidades y situaciones de los hombres, el amor cristiano ha de ser universal (a todos los hombres, sin exclusiones), total (a todo lo que constituye una persona, sin reduccionismos), histórico (a partir de las necesidades y situaciones más condicionantes), trascendente (desde la visión cristiana sobre la dignidad y el destino del hombre). Será preciso, al mismo tiempo, extender las exigencias del amor a las dimensiones antropológicas del hombre: al ser individual, a las relaciones que lo constituyen como sujeto, a las estructuras que enmarcan su existencia, al sistema que mantiene unas determinadas estructuras. Desde aquí, el amor adquiere dimensiones interpersonales, comunitarias, sociales y políticas. La solidaridad y el servicio son el criterio de la justicia cristiana (Mt 25,31-46). Acercarse y compartir serán siempre los criterios de todo compromiso cristiano. d) Opciones educativas. El compromiso se enraíza en la renovación del propio corazón. La sinceridad y la recuperación de la conciencia es fundamental en la educación al compromiso. Es necesario descubrirse implicado (cómplice, ausente, inconsciente o comprometido) en el propio contexto social, asumiendo los adecuados análisis y discernimientos. Hemos de favorecer experiencias profundas de solidaridad, interiorizándolas adecuadamente en comunidad. Un proyecto de vida comprometida ha de estructurarse, en primer lugar, a partir de los elementos que aglutinan la vida: familia, trabajo o estudio, relaciones, etc. Desde aquí ha de instaurarse un proceso de socialización y corresponsabilidad. En todo ello es fundamental la proyección comunitaria de la persona 6.

III. Coordenadas del compromiso abierto a la adultez

1. EDUCAR EN LAS DIMENSIONES DE LA ADULTEZ. La pastoral de juventud encuentra especiales dificultades y retos a la hora de ofrecer, a los jóvenes mayores, proyectos comunitarios y comprometidos en los que vivir la fe dentro de las coordenadas de la vida adulta. No pocos jóvenes creyentes padecen una profunda distorsión entre la fe vivida y las solicitudes y los intereses adultos. Para muchos, la fe se convierte en una superestructura religiosa añadida a su vida, y, frecuentemente, ajena a las instancias de su proyecto adulto. Por otra parte, ¿por qué no pocos educadores entienden que, para que la fe globalice la vida de los jóvenes, es preciso optar vocacionalmente por instituciones o tareas que configuran en sí mismas un mundo alternativo? Es necesario que la fe cristiana se viva como un proyecto que redime y salva la existencia histórica del hombre, dando sentido nuevo a las relaciones y a los compromisos. Las relaciones y los compromisos que constituyen la trama de un proyecto adulto son: la profesión y el trabajo, las relaciones afectivas y el estado de vida, y la inserción social. El compromiso debe hacer referencia primordial a estas necesidades, desde los valores, relaciones y ambientes correspondientes. Desde aquí se irán descubriendo implicaciones estructurales, sociales y políticas más amplias7. 2. COMPROMISO EN DIVERSAS SITUACIONES. a) En la profesión y en el trabajo. El trabajo profesional condiciona psicológicamente porque enmarca la actividad, las relaciones y el contexto socioeconómico de la persona. El trabajo, a su vez, está enmarcado en un contexto social y político. Hoy, además, es escaso y precario. El trabajo profesional ha de ser vivido desde las diversas dimensiones: vocacional, social, económica y estructural. Ciertamente será preciso asumir, en el discernimiento, las contradicciones y la ambigüedad propias de lo posible y las urgencias económicas que tanto condicionan. A este respecto la relación trabajo-familia ayuda a discernir. Para quienes puedan, ofrecer trabajo a otros será uno de los compromisos más significativos de la solidaridad exigida en el juicio definitivo (Mt 25,31ss). b) Compromiso y estado de vida. Vivir la afectividad-sexualidad como vehículo y expresión del amor es un compromiso ineludible para quien, desde el Señor, quiere vivir con un corazón unificado y entregado. Educar y comprometer la propia afectividad supone vivirla y hacerla crecer en experiencias adultas de solidaridad, pertenencia, interioridad y comunicación. El estado de vida es el compromiso fundamental en que enmarcamos nuestras relaciones afectivas. Matrimonio y celibato son dos estados de vida cristianos. El primero es sacramento del amor. El segundo es profecía del amor definitivo manifestado en Jesús. Todo creyente se debe sentir comprometido a vivir una afectividad integrada: integrar las pulsiones en el amor y el amor en el proyecto vocacional de vida. El compromiso del amor matrimonial depende de la integración de cada uno de los cónyuges en un proyecto integrador compartido. La fe cristiana, desde la referencia a Jesús, hace que este amor sea sacramento del amor de Dios a los hombres. De este se alimenta y crece. La relación feproyecto de vida es el fundamento de la sacramentalidad del matrimonio. Hacer del matrimonio un sacramento permanente y creciente es el compromiso fundamental de los esposos. Desde aquí adquiere dimensión y prospectiva la familia cristiana. El compromiso del celibato cristiano no consiste en la fidelidad a una renuncia, sino en la entrega a un amor referencial y de servicio al Reino. El celibato es una opción de pobreza y de diaconía evangélicas, que han de ser educadas desde la experiencia de solidaridad por el amor universal a

los más necesitados, desde la pertenencia comunitaria, desde la disponibilidad ministerial, desde la praxis de los caminos extramuros, desde la itinerancia espiritual. Educar e implicar la afectividad es un compromiso fundamental para todo cristiano. Será preciso advertir que la integración afectiva ha de ser consolidada por la acción del Espíritu. La oración y la vida comunitaria son medios imprescindibles, junto al compromiso de la misericordia8. c) Inserción social. Las tentaciones del desierto (poseer, dominar, gozar como objetivos primordiales) son propias de la adultez. La sociedad fácilmente tiende a configurar desde ellas el proyecto adulto. Por otra parte, debemos insertarnos en los ambientes, en las relaciones y en la participación de la sociedad a la que pertenecemos. En el contexto social debemos aportar el testimonio, la acogida, el diálogo, la manifestación de los valores propios. Hemos de evitar tanto intentar imponer nuestra identidad como camuflarla u ocultarla. El testimonio cristiano ha de ser interpelante, especialmente desde la significatividad comunitaria y samaritana. Es preciso descubrir la inserción eclesial-comunitaria como interacción y equilibrio de la necesaria inserción social. Para ello las comunidades cristianas deben vivir abiertas a los problemas, instancias y solicitudes del entorno social9. d) Compromiso político. Es necesario implicarse también, desde las exigencias de la fe, en los problemas y en los ámbitos estructurales, sociales y políticos, para poder servir con eficacia, influir desde los valores evangélicos de la libertad y la justicia, procurar que realmente se sirva a los fines adecuados, defender los derechos de los más débiles, efectuar con resonancia las instancias críticas, y trabajar por mejorar las mediaciones estructurales que traman las relaciones sociales. El proyecto cristiano va más allá de un compromiso temporal concreto, pero lo comprende, en él se encarna y en él vive también su profecía y su acontecimiento. Por tanto, el cristiano no debe considerarse neutral o ausente en este campo. El Reino exige trabajar intensamente por la creación del hombre nuevo. Para ello es preciso construir relaciones, estructuras y sistemas cada vez más adecuados en su ordenamiento y en sus valores. Defender la libertad de todos a partir de los oprimidos, procurar la justicia desde la igualdad de oportunidades, empeñarse en una más justa distribución de bienes, promover el respeto de los derechos humanos, estimular un cambio más justo en las relaciones laborales, favorecer una educación asequible y liberadora, proteger a las minorías desfavorecidas, etc., supone insertarse políticamente en los ámbitos y en las relaciones donde todo esto sea factible. El absentismo, por principio, supone un falso análisis de la realidad, una concepción reduccionista y privatizada del proyecto cristiano, una ausencia de encarnación y de pascua liberadoras y supone, eventualmente, una colaboración implícita con la injusticia dominante, en base a la defensa de intereses particulares. La dimensión política del compromiso no lleva necesariamente a la militancia permanente en los partidos políticos. La participación en tantas otras instituciones sociales conlleva una acción de verdadera dimensión político-social en la que se expresa el compromiso de tantos creyentes 10.

IV. Comunidad cristiana y educación al compromiso 1. PRESUPUESTOS. El proyecto cristiano, propuesto por el evangelio, compromete de forma coherente en todas las dimensiones de la vida. El compromiso no es un aspecto de la vida cristiana. Es toda ella, vivida como amor y servicio al prójimo, en todas sus dimensiones, en respuesta al amor de Dios manifestado en Jesús. Los principales presupuestos para la educación al

compromiso son: 1) La comunidad cristiana como sujeto y ámbito de un proyecto cristiano comprometido. Una comunidad en la que la diaconía sea el signo fundamental de la presencia de Jesús. Una comunidad en diáspora samaritana. Una comunidad que aprende la Palabra y celebra el Pan desde los caminos peregrinos. Una comunidad orante, abierta al Espíritu desde la historia compartida con los pobres y desfavorecidos. Una comunidad en la que se practica el discernimiento espiritual. Una comunidad fraterna, solidaria y ministerial11; 2) Un proyecto de vida cristiana integrador que, partiendo de la diaconía del amor cristiano, redescubra la Palabra y celebre el acontecimiento pascual, en comunión de fraternidad y de misión solidaria y evangelizadora; 3) Un proyecto pastoral catecumenal en que se eduque a los jóvenes en los caminos del Reino, desde experiencias solidarias y actitudes evangélicas del seguimiento. Un proyecto catecumenal que mire hacia la adultez de la fe y que parta de la vida misma de la comunidad apadrinante. Un proyecto que evite reduccionismos espiritualistas, en los que el compromiso social se conciba como algo extrínseco al dinamismo de la fe12. 2. RETOS PARA LAS COMUNIDADES. Las comunidades cristianas han de ser ámbitos de educación al compromiso. Para ello, en primer lugar, ellas mismas han de proyectarse como continuadoras de la diaconía evangélica. Esto implica asumir los retos de la renovación: volver a la radicalidad del evangelio e informar toda actividad desde la dimensión evangelizadora. Será preciso acrecentar la vivencia y el signo de la fraternidad, anteponiendo la relación a la estructura, volviendo a los caminos evangélicos y relativizando las mediaciones para poder ser fermento y signo del Reino13. Especialmente las comunidades religiosas han de acentuar, sobre todo, su específico compromiso: la profecía cristiana14. a) Educar desde un proyecto integrador. La educación al compromiso cristiano supone un proceso de iniciación cristiana en el que la relación fe-vida crece dinámicamente. En el proceso evangelizador, el compromiso fundamental a que se aspira es asumir una conversión inicial al Señor, es decir, el compromiso de un corazón y de unas relaciones nuevas. En el proceso catecumenal, el seguimiento de Jesús deriva en un ajuste de la propia vida a las exigencias del Reino, desde las opciones expresadas en los sacramentos de iniciación y desde la progresiva pertenencia a la comunidad cristiana. Todo ello se traduce en un creciente empeño por construir fraternidad y solidaridad. La iniciación cristiana, especialmente entre los jóvenes, exige un proyecto pastoral de continuidad y de crecimiento, tanto en la línea comunitaria como en el compromiso. Sólo desde un proyecto adulto se podrán consolidar vocaciones adultas. Las comunidades cristianas necesitan un proyecto de pastoral continuado de convocatoria evangelizadora, de iniciación cristiana y de inserción eclesial y proyección vocacional específica 15. b) Ofertas educativas. La Iglesia ha de presentar la multiplicidad de sus ofertas vocacionales. Cada comunidad cristiana ha de aportar, especialmente a los jóvenes, oportunidades de experiencias de compromiso y discernimiento cristiano para orientar la vida, y ha de dar a conocer los movimientos y las comunidades o grupos donde poder acceder a una opción vocacional concreta, etc16. Uno de los compromisos fundamentales de las comunidades es el de la formación de los matrimonios y de la familia17. Los cristianos adultos necesitan poder encontrar, en el seno de las comunidades, ámbitos de reflexión creyente sobre determinados aspectos del mundo de la cultura, de la profesión y del trabajo, etc.; renovarse en los valores, en las actitudes y opciones del evangelio y una educación adecuada en la solidaridad y el compromiso18.

V. Por los caminos samaritanos a) La diaconía samaritana. «El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10; cf Mt 9,13). El compromiso cristiano ha de referirse a los signos de identidad de la misión de Jesús. La misericordia, como talante del corazón y como praxis del amor, es el signo de la proximidad cristiana. Jesús, en la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37), nos describe las actitudes y la praxis de la diaconía cristiana. Desde estas podremos discernir quién es nuestro prójimo. La comunidad necesita hacerse pobre en sus intereses y proyecciones, y practicar la misericordia y la oración, si opta por ser comunidad samaritana. En la diaconía samaritana, la misericordia no es un simple sentimiento de compasión, sino una pasión hecha caminos nuevos, apuestas creativas, implicaciones solidarias hasta las últimas consecuencias. Todo ello, asumido desde la experiencia directa e inmediata de la necesidad del herido y despojado. El criterio del compromiso cristiano está en la proximidad solidaria. ¿Quién fue prójimo del hombre caído en manos de los ladrones? b) Educar en las actitudes y opciones samaritanas. Supone descubrir las situaciones de necesidad, aprender a asumirlas sin dar rodeos, acercándose y contemplando de cerca para que las entrañas se muevan a compasión. Implica «bajarse del propio burro», vendar y curar, vinculando la propia vida al proceso de liberación del prójimo. Esto nos llevará a enderezar nuestro camino, a solidarizarnos en la curación del hermano, a implicar a otros en esta tarea comunitaria y social, a apostar con nuevos medios. Educar al compromiso cristiano requiere descubrir y recorrer los caminos samaritanos en el entorno social en que vive la comunidad y cada uno de los cristianos. El ejercicio de la revisión de vida (ver, juzgar y actuar) debe ayudar a realizar el recorrido samaritano. A través de este camino de proximidad misericordioso, descubriremos el verdadero rostro de Dios. La diaconía samaritana es la verdadera propedéutica de la fe. c) La solidaridad samaritana interpela. La solidaridad samaritana interpela al mundo de la cultura y del trabajo19. La diaconía samaritana encuentra también una expresión muy determinante en los servicios sociales. El trabajo social fomenta el bienestar de las personas y mira primariamente a los más desfavorecidos. Esto supone emplear mayores esfuerzos y recursos al servicio de los que menos posibilidades tienen. El trabajo social se entiende como trabajo comunitario. Promueve servicios de carácter global y polivalente, y su finalidad es la atención a los problemas de la comunidad residente en la zona. Esto supone información, promoción y orientación de recursos, coordinación de actividades y desarrollo de programas específicos. Este trabajo está especialmente orientado hacia los adolescentes y jóvenes marginados, hacia minorías étnicas desprotegidas, hacia enfermos marginales, ancianos en soledad, parados, drogodependientes, etc. En el trabajo social los cristianos estamos solicitados a vivir y ejercer la interpelación samaritana 20. Sólo quien pone su tienda entre los necesitados podrá convocar a otros a compartir el compromiso solidario, citándolos al «cuida de él...» (Lc 10,35). d) Compromiso por los pueblos desfavorecidos. El compromiso cristiano se abre a un peregrinaje más universal: allá donde nos citan pueblos e iglesias especialmente necesitadas. Con ellos encontramos también nosotros nueva salvación al compartir juntos el don recibido.

La presencia y el servicio en los países desfavorecidos es un compromiso misionero de promoción y evangelización al que debemos ser educados y educar, especialmente a las generaciones jóvenes. Pastoral y misión son dos dimensiones de la tarea educativa que mutuamente se complementan y potencian. Los patrones del desarrollo, en los países pobres, son totalmente injustos, tanto en términos de distribución como en materia de recursos. El objetivo último no puede seguir siendo el desarrollo económico de los países ricos, sino un desarrollo compartido, orientado a la promoción del hombre como centro. Es preciso recuperar el verdadero concepto de desarrollo integral humano, e implicar en ello a quienes a nivel cultural, social y político puedan influir en decisiones y programas que promuevan la redistribución de bienes y la racionalización de los mismos. Todo ello supone un proceso de políticas económicas, fiscales, comerciales, energéticas, agrícolas e industriales cara a un desarrollo sostenible 21. Por otra parte, las gentes sencillas de estos pueblos son instrumentos divinos para enganchar el corazón, recuperar la conciencia, adquirir palabra nueva, relaciones gratuitas, valoración de lo elemental y de lo sencillo. Nos comprometen convirtiéndonos.

VI. Compromiso, interioridad y celebración 1. COMPROMISO Y APERTURA AL ESPÍRITU. El cristiano reconoce que el Espíritu es el fuego, la fuerza y el impulso que promueve en la Iglesia la fidelidad dinámica a la misión de Jesús. El amor del Padre y del Hijo es la fuente de todo amor cristiano; es el manantial del compromiso. Por esto, la apertura permanente al Espíritu es actitud y tarea primordiales. El Espíritu educa al compromiso: 1) Nos lleva al desierto para discernir desde la tentación. La educación al compromiso pasa por la experiencia de la propia debilidad, por el discernimiento de los valores desde la Palabra, por la opción radical que orienta la vida; 2) Nos educa desde la experiencia de la comunión y de la diaconía. Los hermanos de la comunidad configuran el proyecto espiritual. La opción por los pobres ajusta espiritualmente relaciones y posesiones. El Espíritu potencia y especifica así la pertenencia del corazón bienaventurado; 3) Vincula la praxis del compromiso a la experiencia de libertad interior. El compromiso, alimentado por la apertura al Espíritu, libera el corazón de falsas pretensiones, de condiciones e intereses, de inmediatismos y eficacias aparentes, de toda vanidad y competencia. El Espíritu acrecienta la gratuidad, consolida la paciencia, potencia el aguante activo. Desde aquí es garante de la libertad interior. 2. COMPROMISO Y ORACIÓN, FORMACIÓN, DISCERNIMIENTO Y CELEBRACIÓN. a) La oración es compromiso. El compromiso requiere experiencia interior: tener los sentimientos de Jesús, trabajar en referencia a su Reino, discernir la realidad y la actividad desde la Palabra. Todo esto es don del Espíritu. Necesitamos desearlo, buscarlo y pedirlo. A esto se le llama oración. La oración es, en sí misma, fundamental compromiso para el seguidor de Jesús; nos devuelve a nuestra radical condición de buscadores de la voluntad del Padre, que es el Reino para los hijos perdidos. En la oración asumimos el compromiso de entregamos a los hermanos perdidos. En el padrenuestro, oración de Jesús, el clamor por el Reino está vinculado al pan de cada día, al perdón solidario, a la libertad verdadera. El hombre comprometido deberá recuperar la meditación de la Palabra en referencia al corazón y a la historia. La actividad nos desgasta: necesitamos también tiempos de contemplación, de silencio, de mirada amorosa para recuperar el rostro de Dios, la compasión y la esperanza que es certeza en el Señor22.

b) La formación, tarea fundamental. La formación es fundamental en la evolución del compromiso de las personas y de las comunidades. Desde las exigencias de la adultez, desde las situaciones y problemas de la realidad que asumimos, desde la evolución de la propia persona, desde las solicitudes efectivas, familiares, profesionales, ministeriales, etc., necesitamos adecuar nuestras responsabilidades y nuestras tareas. La formación teológica y la social son dos pilares en los que apoyar la educación al compromiso cristiano. Palabra-historia son realidades a conocer, valorar y relacionar desde el corazón y desde la praxis. Por ello, la comunidad cristiana ha de procurar una adecuada formación para sus miembros. Hemos de asumir con convencimiento pleno que el tiempo dedicado a la formación es tiempo de compromiso y de servicio23. c) El discernimiento espiritual en el compromiso. En la educación al compromiso cristiano no basta analizar la realidad para deducir de ella las exigencias de una respuesta cristiana. Es necesario un discernimiento espiritual personal y comunitario para percibir y asumir las instancias del Espíritu, las actitudes evangélicas, los criterios y valores ineludibles, etc. La Palabra es mediación fundamental en el discernimiento cara al compromiso. La experiencia y el testimonio de la comunidad ayuda a iniciar en los criterios de discernimiento de la propia conciencia y de la actividad. El discernimiento descubre las dimensiones de la eficacia cristiana, de la sabiduría de la cruz, de la gratuidad en el amor, de la fidelidad a lo pequeño, de la grandeza del servicio, etc. El acompañamiento espiritual es uno de los medios más adecuados para vivir en permanente discernimiento espiritual. d) Celebración de la fe y compromiso. La comunidad revive en la liturgia el acontecimiento de Jesús. Este acontecimiento se hace real y eficaz en nuestra historia hoy, aquí y ahora. Toda nuestra vida queda inserta en el acontecimiento de Jesús. Desde la encarnación, la profecía y la pascua del Señor, estamos estimulados al compromiso cristiano. Necesitamos educar al compromiso cristiano desde la vivencia de la liturgia. A través del año litúrgico, el creyente va renovando su existencia, incorporándose al acontecimiento del Señor progresivamente, desde las instancias y solicitudes de su propia vida. Especialmente en la eucaristía asumimos el compromiso de la comunión y del servicio, mientras en la reconciliación sacramental somos convertidos a la coherencia del amor. La celebración litúrgica ha de ser escuela de compromiso cristiano 24.

VII. El compromiso evangelizador Ser portadores del evangelio es encomienda que todos los cristianos recibimos del Señor Jesús. Testificar y anunciar la buena noticia es el compromiso específico que asumimos en el seguimiento de Jesús. La buena noticia necesita signos que la verifiquen. Estas son condiciones de toda evangelización: una comunidad fraterna y solidaria que transmite lo que vive, una presencia de proximidad y cercanía abierta al diálogo y al servicio, el testimonio de la unidad y del amor entre los creyentes. El principal compromiso evangelizador de un cristiano consiste en construir y potenciar su comunidad como fraternidad solidaria. 1. QUÉ SUPONE EVANGELIZAR. La evangelización supone objetivos precisos y progresivos que implican a las comunidades: 1) La presencia significativa de la comunidad dentro de un entorno social concreto. Las formas de encarnación, de solidaridad, de relaciones, etc., hacen significativa

u opaca la vida y el proyecto de una comunidad. Es preciso tener en cuenta que la significación depende también de la capacidad de comprensión de los destinatarios. 2) Crear interrogantes más profundos es objetivo de todo testimonio evangelizador. Es preciso crear preguntas antes de ofrecer respuestas. Para crear interés, será necesario vivir insertos en la misma historia y merecer llegar a ser interlocutores libremente elegidos25. 3) Compartir solicitudes comunes. Desde la pregunta podemos progresar en un camino común. Desde el común compartir se acrecienta el testimonio, se aprecia la fraternidad gratuita, se percibe mejor la acción de Dios en los semejantes, se siente cada uno interpelado a una experiencia nueva. 4) Proponer experiencias mayores que respondan a las instancias del corazón. Desde la experiencia vivida y reflexionada se crea nueva conciencia. Desde esta adquiere nueva dimensión la palabra y la realidad. Donde no hay experiencia de cambio no hay evangelización, aunque haya adoctrinamiento. Experiencias mayores de interioridad, de comunidad, de solidaridad son las que provocan la necesidad de apertura. 5) Invitar al «ven y verás». El encuentro con Jesús se enmarca en su casa. «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38). La comunidad cristiana es el ámbito del encuentro. La unidad y el amor fraterno son los signos de la presencia del Resucitado. Las llagas de su costado y de sus manos son los signos de su identidad. Una comunidad, por tanto, en la que se puedan tocar las llagas del Señor. Comunidad orante, comunicante, celebrante y ministerial. En su seno, el proceso catecumenal lleva a los iniciados a asumir la fe como compromiso integrador. 6) Comprometer en el «id y anunciad» (cf Mt 28,19). El evangelizado se convierte en evangelizador. Compartir lo que se ha encontrado y repartir lo que se ha recibido... es tarea de todo compromiso evangelizador. Ser sal y no ocultar la luz (Mt 5,13-17) es deber y criterio para el discípulo. 2. EL TESTIMONIO Y EL ANUNCIO EVANGELIZADOR. El testigo es un puente: debe unir las dos orillas. Fidelidad al evangelio y solidaridad con los hombres. ¿Qué buscan realmente los hombres? ¿Qué necesitan? ¿Qué les ofrece la comunidad? El testigo está realmente comprometido cuando con su vida es capaz de crear instancias, interrogantes e inquietudes que llevan a Jesús. Para ello, es preciso que, a través de las relaciones y de la solidaridad, seamos capaces de abrir la veta de lo trascendente: ir más allá de lo inmediato, entrar en el diálogo del corazón, asumir el reto del propio destino, sentirse necesitado de salvación, percibir en el otro una experiencia nueva a compartir. El testigo hace referencia a la comunidad. En esta se verifica todo testimonio cristiano. La propuesta implícita del testimonio ha de explicitarse en el anuncio. Ciertamente el anuncio primero es el del testimonio de la vida personal y comunitaria. Pero en la transmisión compartida, la palabra y los signos son medios imprescindibles de comunicación y de referencia de la experiencia común. Es compromiso de la comunidad profesar su fe en el Señor Jesús y confesar su identidad ante los hombres. El anuncio es profesión y confesión del Amor encontrado y, al mismo tiempo, convocatoria e invitación a compartirlo. En el evangelio, el anuncio y la propuesta explícita se realizan a través de múltiples mediaciones y caminos: el desconcierto de Saulo en el camino de Damasco, la sed y el agua samaritanos, el árbol de Zaqueo, la Palabra en el camino de Emaús, la impotencia de los enfermos, la resurrección de Lázaro, etc. Toda realidad humana es vivida por Jesús como parábola para el anuncio de la buena nueva de su Padre. Descubrir la realidad como invitación a la propuesta del Reino es la fuente del anuncio evangelizador. Hemos de iniciar a ello. a) El mundo de los jóvenes. La tarea evangelizadora entre los jóvenes necesita hoy especial dedicación y creatividad. Tanto los jóvenes alejados bienestantes, como los adolescentes y jóvenes desfavorecidos socialmente, presentan retos ineludibles. La presencia eclesial en su

mundo necesita agentes pastorales especialmente comprometidos y comunidades significativas, capaces de crear relaciones y actividades de solidaridad y promoción. Para ello, los jóvenes creyentes deben asumir el compromiso de ser testigos, portadores de un proyecto de vida interesante, abierto a la solidaridad y al diálogo. Será preciso entender que la pastoral de juventud necesita apuestas nuevas y ofertas comprometedoras, especialmente para los jóvenes mayores26. b) El compromiso del catequista. Uno de los compromisos más profundamente eclesiales es el de catequista, cualquiera que sea el nivel en que se ejerce su ministerio. El catequista es un enviado por la comunidad a transmitir la experiencia de fe de la comunidad. Desde esta función transmisora, el catequista es testigo y educador. Su compromiso comporta fidelidad a la vivencia de la fe y competencia y entrega en su misión educadora. El catequista, por consiguiente, asume como compromiso su preparación y su dedicación a este servicio tan fundamental de la comunidad cristiana. Los padres cristianos se consideran a sí mismos como catequistas de la fe de sus hijos, en vinculación a la comunidad eclesial.

VIII. Compromiso y vocaciones específicas a) Enraizar la opción específica en el compromiso cristiano. Entendemos por vocación específica aquella forma carismática e institucionalizada de vivir la vocación cristiana. Esta forma peculiar o específica suele manifestarse en la manera de vivir la comunión y la misión eclesiales, mediante relaciones y actividades que configuran la propia vida. El seguimiento a Jesús se concreta en la vocación específica de cada creyente. Todos somos llamados a vivir la fe como vocación, en base a los dones del Espíritu y a las concreciones objetivas. Sea en el matrimonio cristiano, en la vida comunitaria institucionalizada o en el ministerio presbiteral, etc., cada creyente accede a una vocación específica. Tomamos en consideración dos aspectos: sólo desde el compromiso creciente se accede a la valoración y a la opción por una vocación específica; la vocación específica se convierte en el compromiso global de la persona. b) Importancia de las dimensiones antropológicas. En la educación al compromiso vocacional específico, se requieren determinadas condiciones: 1) Un proceso adecuado en un contexto adecuado. El proceso debe respetar las posibilidades y exigencias de las condiciones personales. Al mismo tiempo, el proceso debe ser fiel a la jerarquía de los valores y de las opciones. Todo esto supone que la persona crezca en su propio y adecuado contexto afectivo, tanto relacional como operativo. 2) Primacía de la experiencia. Debemos ofrecer e invitar a experiencias capaces de suscitar adhesión a los valores vocacionales. Primacía de la adhesión a los valores antes que a las instituciones. Desde la experiencia se podrá educar a la pertenencia. 3) Fomentar el crecimiento afectivo. El crecimiento afectivo-relacional es una realidad que condicionará posteriores adhesiones y opciones. El corazón ha de ser más un motor que un obstáculo. Así ha de ser educado y orientado, tanto cara al matrimonio como cara al celibato. c) Educar desde un proceso específico. La pastoral vocacional es, para toda comunidad, un compromiso inherente a su propia naturaleza y existencia. Quien vive coherentemente como convocado, actúa generosamente como convocante. Cada comunidad se ofrece en la Iglesia como una oferta abierta a los demás. La pastoral vocacional es compromiso de la comunidad cristiana. Por ello, desde su propia vida, proyecta un proceso formativo coherente a su propio carisma.

Las instancias principales, que han de inspirar todo proyecto que eduque al compromiso de una vocación específica, han de tener en cuenta, en primer lugar, el descubrimiento y la vivencia de los valores que especifican esa vocación. Esto será posible si progresivamente incorporamos a los convocados a la experiencia de comunión y de servicio de la comunidad. No basta una valoración teórica, es preciso que surja el interés y la atracción. A este respecto es imprescindible el compromiso recíproco del acompañamiento personal y del discernimiento comunitario. d) Inserción y pertenencia comunitaria. La vocación específica se objetiviza cuando se concreta en una opción con otros y para otros. Estas dimensiones de comunión (con otros) y de misión (para otros) se realizan en la inserción comunitaria institucional (matrimonio, comunidad institucionalizada, ministerio ordenado). La pertenencia comunitaria es un factor vocacional que ha de ser vivido como soporte y compromiso de fidelidad. La ingenuidad de minusvalorar los aspectos de la pertenencia han provocado frecuentes fracasos vocacionales. La educación a la pertenencia ha de enraizarse en una adecuada comprensión teológica que ayude, eclesiológica y pneumatológicamente, a descubrir el don de la comunión cristiana eclesial. La pertenencia es un don antes que una elección. e) La definitividad del compromiso vocacional. La definitividad es una opción amorosa del corazón. La definitividad no nace de la actividad, sino de la relación. La vocación es una llamada de Dios dinámica, creciente y transformante que Dios nos hace, desde el seguimiento a Jesús, por medio de los dones de su Espíritu. La definitividad de la respuesta vocacional depende de la apertura creciente a la llamada mediante el discernimiento de los caminos del Espíritu. Sólo el discernimiento espiritual y la oración nos ayudan a descubrir, como mediaciones de la llamada, los que nos pudieran parecer obstáculos. Al margen de la sabiduría de la cruz, no es fácil entender y asumir la definitividad de la pascua. Sólo desde esta se puede educar al compromiso definitivo en el Amor. NOTAS: 1. G. GUTIÉRREZ, La opción preferencial por los pobres, Forum Deusto, en La religión en los albores del siglo XXI, Univ. 2 3 Deusto, Bilbao 1994, 105-123. — J. L. PÉREZ ÁLVAREZ, Dios me dio hermanos, CCS, Madrid 1993, 94-98. — COMUNIDADES 4 ADSIS, El reto de los jóvenes, Atenas, Madrid 1987, 132-146. — J. L. PÉREZ ALVAREZ, Juventud y compromiso de la fe, CCS, 5 2 6 Madrid 1975, 43-45. — J. A. ESTRADA DÍAZ, La espiritualidad de los laicos, San Pablo, Madrid 1997 , 298-301. — J. L. PÉREZ 7 ALVAREZ, Iniciación al compromiso en el catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1985, 19-22. — ID, Dios me dio hermanos, o.c., 243-253. — 8. Ib, 254-265. — 9. M. J. NAVARRO, Diálogo entre la fe cristiana y la sociedad moderna, Iglesia viva 139 (1989) 10 2 121-135. — CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo, San Pablo, Madrid 1997 , 43-46, 12 51-54. — 11. J. L. PÉREZ ÁLVAREZ, Para que una comunidad sea significativa, Instituto de Vida Religiosa, Vitoria 1995, 5-75. — CEAS, Juventud en la Iglesia, cristianos en el mundo, Edice, Madrid 1992, 112-120. — 13. L. MALDONADO, La comunidad —14 15 cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 112-129. J. J. TAMAYO, Hacia la comunidad, Trotta, Madrid 1994, 90-102. — J. L. PÉREZ 16 17 ALVAREZ, Dios me dio hermanos, o.c., 213-226. — COMUNIDADES ADSIS, o.c., 241-243. — A. VILLAREJO, El matrimonio y la — 18 familia en la «Familiaris consortio», San Pablo, Madrid 1984, 214-256. J. M. MARDONES, El mundo religioso-cultural del —19 cristianismo español actual, Iglesia viva 139 (1989) 33-52. AMALORPAVADASS, Evangelización y cultura, Concilium 134 20 21 (1978) 80-86. — R. ECHARREN, La Iglesia y la acción social, Iglesia viva 119 (1985) 454-464. - El abismo de la desigualdad. Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo, Col. Cristianisme i Justicia 50 (1992). — 22. Y. RAGUIN, Caminos de 24 contemplación, Narcea, Madrid 1971, 33-34. — 23. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, O.C., 56-68. — L. MALDONADO, o.c., 25 ' 26 60-68. — A. CAÑIZARES, La evangelización hoy, Marova, Madrid 1977, 127-132. — COMUNIDADES ADSIS, O.C., 11-31. BIBL.: AA.VV., Iniciación al compromiso cristiano en el catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1985; ALBERICH E., Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos del Dios vivo, Edice, Madrid 1985; Los católicos en la vida pública, Edice, Madrid 1986; Anunciar a Jesucristo con obras y palabras, Edice, Madrid 1987; MOUNIER M., El afrontamiento cristiano, Estela, Barcelona 1968.

José Luis Pérez Álvarez

COMPROMISO TRANSFORMADOR Y MISIONERO,

Iniciación al

SUMARIO: I. Un poco de historia: 1. Origen secular del término; 2. El compromiso entra en la Iglesia. II. Compromiso cristiano: 1. Compromiso transformador; 2. Campos del compromiso transformador; 3. Compromiso misionero; 4. Compromiso eclesial. III. Dinamismos del compromiso: 1. Inspiración evangélica; 2. Fuentes; 3. Dimensión teologal; 4. Otras dimensiones; 5. Relación con las otras tareas de la catequesis.

I. Un poco de historia El término compromiso tiene, entre otras acepciones, la de obligación contraída, palabra dada, fe empeñada. En este sentido se usa la palabra compromiso referida a las exigencias sociales y públicas de la vida de los creyentes, preferentemente de los laicos, y a su presencia en la sociedad. Se habla así de compromiso temporal, o también de compromiso social o socio-político, y de compromiso por la justicia. El término se inserta en el sentido más amplio de compromiso evangelizador y misionero, o de acción apostólica y misionera; la palabra compromiso se aplica también a las responsabilidades intraeclesiales, que los laicos asumen dentro de la comunidad cristiana. 1. ORIGEN SECULAR DEL TÉRMINO. La palabra compromiso no tiene su origen en el mundo eclesial, sino más bien en la acción social, política y económica de los movimientos de izquierda en su lucha por un mundo más justo, especialmente por el influjo de la teoría marxista de la lucha de clases como modo eficaz de transformación revolucionaria de la realidad injusta. La lucha contra las estructuras alienantes de la sociedad enmarca el compromiso social y político —muchas veces revolucionario— como forma eficaz de transformación de la realidad desde las plataformas públicas, sobre todo sindicales y políticas. En los últimos años, el compromiso utópico entra en crisis y, como consecuencia, también la conciencia de poder transformar radicalmente la realidad social. Entre las causas más importantes de este debilitamiento entran, de modo entrelazado, la crisis del Estado del bienestar, la ideología del pensamiento único, la globalización de la econo mía, la ruptura entre lo público y lo privado y el fracaso del socialismo real. Surgen así otras formas de compromiso, como los voluntariados, las ONGs, etc., orientadas más a la ayuda concreta y directa, a la acción solidaria con los marginados del tercer y del cuarto mundo. Muchos se preguntan si estas formas de compromiso social no estarán, en el fondo, más cerca de pasadas formas de caridad individualista y asistencial. 2. EL COMPROMISO ENTRA EN LA IGLESIA. La idea del compromiso cristiano entró en los ámbitos eclesiales a través del apostolado seglar, particularmente de los movimientos apostólicos obreros, tales como la JOC y la HOAC, manteniendo su significado socio-político de intento de la transformación de la sociedad desde las plataformas políticas y sindicales. Se comenzaba así a superar los límites individualistas y asistenciales de la caridad cristiana, buscando la promoción integral de las personas y la transformación de las estructuras sociales. El importante desarrollo de la doctrina social de la Iglesia —sobre todo Gaudium et spes y el posterior magisterio— y una mayor profundización teológica de lo social —teología de las realidades terrenas, teología política, de la liberación—, han superado las viejas dicotomías entre orden de la creación y de la salvación, y han situado la dimensión social de la virtud de la caridad y del compromiso eclesial en el corazón de la vida del cristiano y de la evangelización de la Iglesia.

Así, el Vaticano II define como vocación propia de los laicos «buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios... A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales» (LG 31; CCE 898). La promoción del hombre, la defensa de los derechos humanos, la lucha por la justicia, toman carta de ciudadanía en la Iglesia y ya no son consideradas meras tareas preevangelizadoras, sino parte integrante de la evangelización, de modo que «la acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presentan claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del evangelio, es decir, de la misión de la Iglesia para la redención y la liberación de toda situación opresiva» (Sínodo de los obispos 1971; cf EN 31). Sin embargo, actualmente el protagonismo e importancia del compromiso cristiano parece más teórico que real, pues frente a las grandes afirmaciones se constata la falta de presencia de los cristianos en la vida pública y la crisis del apostolado laical.

II. Compromiso cristiano Se estudia aquí el concepto de compromiso cristiano y su concreción en compromiso transformador, compromiso explícitamente misionero y compromiso eclesial, así como la tarea de la catequesis de iniciación en las distintas dimensiones del compromiso; se concretan diversos campos del compromiso transformador, tales como la familia, la solidaridad, la política, el trabajo y la cultura. Las fuentes inspiradoras son, preferentemente, del actual magisterio eclesial. En la acción misionera de la Iglesia, como primera etapa de la evangelización, los cristianos, impulsados por la caridad, impregnan y transforman el orden temporal asumiendo y renovando las culturas, dan testimonio del nuevo modo de vivir que caracteriza a los cristianos, y proclaman explícitamente el evangelio, mediante el primer añuncio, llamando a la conversión (cf DGC 48). Siguiendo la dinámica de la revelación —Dios se revela con hechos y palabras—, «la evangelización se realiza con obras y palabras..., es enseñanza y compromiso» (DGC 39). Sería, por tanto, artificial disociar doctrina y vida, como si se tratara de realidades alternativas o contrapuestas, como advierte Juan Pablo II al afirmar que «es inútil insistir en la ortopraxis en detrimento de la ortodoxia: en el cristianismo son inseparables la una y la otra. Unas convicciones firmes y reflexivas llevan a una acción valiente y segura» (CT 22). El evangelio es anunciado con la palabra y con el testimonio de las obras, frutos ambos de la experiencia de la fe, porque, como se pregunta Pablo VI, «¿hay otra forma de comunicar el evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (EN 46). La catequesis, una de las etapas de la evangelización, tiene como objetivo iniciar al creyente en la vida cristiana y, en consecuencia, en las diferentes dimensiones de la fe. La iniciación al compromiso transformador y misionero afecta a contenidos, tareas, pedagogía y destinatarios de la catequesis. Ante el imperativo del Vaticano II de que los catecúmenos necesitan aprender a cooperar eficazmente en la evangelización (cf AG 14), Catechesi tradendae insiste en que «la catequesis está abierta igualmente al dinamismo misionero» (CT 24; cf DCG 28; DGC 86). Según el mandato conciliar —recogido por el Ritual de la iniciación cristiana de adultos y el Código de Derecho canónico— «la formación catequética ilumina y robustece la fe, alimenta la vida cristiana según el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio de Cristo y alienta la acción apostólica» (GE 4; cf RICA 19; CIC 788,2). La adhesión inicial al Señor, para alcanzar la madurez de la vida cristiana en un proceso de conversión, debe desarrollar, a través de la catequesis, todos los niveles de la vida —también la dimensión pública y social—, porque «la fe lleva consigo un cambio de vida, una metanoia... Y este cambio de vida se manifiesta en todos los niveles de la existencia del cristiano: en su vida interior de adoración y acogida de la voluntad divina; en su participación activa en la misión de la Iglesia; en su vida matrimonial y familiar; en el

ejercicio de la vida profesional; en el desempeño de las actividades económicas y sociales» (DGC 55; IC 26). El compromiso toma carta de ciudadanía en la Iglesia, y la educación en la fe alcanza así a lo público y social en la vida del creyente. Entre las distintas dimensiones de la fe, «la catequesis capacita al cristiano para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia» (AG 14; DGC 86), y porque las actitudes evangélicas del creyente «deben manifestarse con sus consecuencias sociales» (AG 13), «la catequesis está abierta al compromiso misionero» (CT 24; DGC 86). «De ahí también —insiste Juan Pablo II— el cuidado que tendrá la catequesis de no omitir, sino iluminar como es debido, en su esfuerzo de educación en la fe, realidades como la acción del hombre por su educación integral, la búsqueda de una sociedad más solidaria y fraterna, la lucha por la justicia y la construcción de la paz» (CT 29). Los destinatarios de la iniciación al compromiso transformador y misionero son todos los cristianos, pero de forma preferente los laicos. Ellos, por su condición específica de cristianos en el mundo, siendo cristianos de pleno derecho en la comunidad eclesial y ciudadanos insertos en la sociedad, están especialmente vocacionados para el compromiso. Según Lumen gentium, lo peculiar de los laicos es su carácter secular; viven en medio del mundo, en sus actividades y profesiones, en las condiciones de la vida social; la vida secular les es propia; deben contribuir a la salvación del mundo desde dentro, como fermento; su vocación es la búsqueda del reino de Dios a través de las realidades temporales, ordenándolas según Cristo; por su carácter secular, los laicos «realizan, según su condición, la misión del pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31). El compromiso cristiano no sólo entra a formar parte de los contenidos de la catequesis, sino también de la misma entraña del acto catequético, como uno de sus principales pasos: experiencia humana, palabra de Dios, y expresión de fe, concretada en confesión de fe, celebración y compromiso (cf CC 221). También una de las tareas centrales de la catequesis es fomentar la acción apostólica y misionera (cf CAd 191-195). El Directorio general para la catequesis sitúa, después de las tareas fundamentales de la catequesis —ayudar a conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo (DGC 85)—, otras dos tareas relevantes: «la iniciación y educación para la vida comunitaria y para la misión» (DGC 86). Para que los bautizados puedan cumplir esta última tarea, corresponde a la catequesis iniciarles en el compromiso transformador y misionero, para que sean testigos del evangelio colaborando en la transformación de las realidades temporales según Dios y anunciando a Jesucristo a los hombres. Y para ser testigos del evangelio, la primera condición es la coherencia de la vida con la fe: «La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos» (CCE 2044). La iniciación a la misión comprende el compromiso transformador, el anuncio explícito del evangelio y el apostolado eclesial: «La catequesis ha de promover en todos los creyentes un vivo sentido misionero. Este se manifiesta en el testimonio diáfano de la fe, en la actitud de respeto y de comprensión mutuas, en el diálogo y la colaboración en defensa de los derechos de la persona y en favor de los pobres y, donde es posible, con el anuncio explícito del evangelio» (DGC 201). La iniciación a la misión se dirige primero a «capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la vida profesional, cultural y social»; en un segundo término, se debe preparar a los creyentes a confesar su fe con el explícito «anuncio de Cristo»; por último, hay que iniciar a los bautizados para que sean capaces de «cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de cada uno» (DGC 86): En resumen, «la formación al apostolado y a la misión es una de las tareas fundamentales de la catequesis» (DGC 30).

1. COMPROMISO TRANSFORMADOR. El compromiso transformador, o compromiso social, es una forma privilegiada de la misión. Se subraya primero su carácter de presencia, como la levadura en la masa, siguiendo la dinámica de la encarnación, no de forma indiferenciada sino significativa, que alcanza los amplios campos del mundo. La presencia de los cristianos en la sociedad tiene como objetivo específico —según el texto conciliar arriba citado— «buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios»; para que el orden social sea transformado según los planes del Creador, a los fieles laicos «de manera especial, les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales» (LG 31; CCE 898). Ordenar las realidades temporales según Dios se verifica en la «acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo» (Sínodo de los obispos 1971), en la «liberación integral del hombre» como centro de la misión de la Iglesia, y, en consecuencia, en la «opción o amor preferencial por los pobres» (Puebla 1134-1164; SRS 42; cf CCE 2444-2448), que, lejos de ser un signo de particularismo o sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. La opción por los pobres, como forma cualificada de compromiso cristiano, no es posible practicarla sin enfrentarse a las «estructuras de pecado» (SRS 36.37) de la sociedad injusta. La defensa de los derechos humanos es «la tarea central y unificadora del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana» (ChL 37; cf DGC 19), porque la evangelización tiene como tarea irrenunciable manifestar la dignidad inviolable de la persona. En este campo la labor de la catequesis es fundamental. El Directorio general para la catequesis señala que «en la tarea de la iniciación a la misión, la catequesis suscitará en los catecúmenos y en los catequistas la opción preferencial por los pobres» (DGC 104), y en la defensa de los derechos humanos, «la catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 19). Son los laicos quienes están particularmente vocacionados a realizar el compromiso transformador, y su iniciativa se hace especialmente necesaria a la hora de buscar respuestas conformes al plan de Dios a los problemas políticos, sociales y económicos (cf CCE 899). En consecuencia, para comprometerse en la trasformación de la realidad, es importante que la pedagogía de la catequesis inicie «en una lectura teológica de los problemas modernos» (DGC 16), siguiendo esta secuencia: 1) constatación de la bondad intrínseca de la creación; 2) reconocimiento de la fuerza negativa del pecado, y 3) apertura al dinamismo liberador de la pascua (cf GS 2). En este orden de cosas es importante subrayar la importancia de la catequesis en la iniciación de los laicos en la lectura cristiana de la realidad, particularmente en el descubrimiento de los signos de los tiempos (cf GS 11); así, «la catequesis, a la luz de la misma revelación, interpreta los signos de los tiempos y la vida de los hombres y mujeres, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación del mundo» (DGC 39; cf DCG 11, 26). Los pasos de la pedagogía del compromiso transformador tienen como punto de partida la atención a la vida — los hechos, las situaciones, sus causas, sus consecuencias—; continúan con la interpretación de la realidad no sólo desde las ciencias humanas, sino sobre todo desde los criterios del evangelio, y se verifican en la acción, que no se queda en la sola buena voluntad o en la rectitud de intención, sino que busca la transformación de la realidad. Esta lectura creyente y crítica de la vida empuja a los creyentes a la acción transformadora del mundo según el plan salvífico de Dios. Por último, el Directorio constata cómo en la catequesis actual está creciendo una nueva sensibilidad en la formación de los catequizandos en el testimonio cristiano y el compromiso en el mundo (cf DGC 30); sin embargo, para muchos la iniciación al compromiso es más teórica que real, y la consecuencia más negativa es el repliegue de los cristianos. Es significativo, al respecto, buscar en el Catecismo de la Iglesia católica la voz compromiso —referida a la misión—, para confirmar esta carencia (CCE 1072, 1913). 2. CAMPOS DEL COMPROMISO TRANSFORMADOR. Juan Pablo II, en la exhortación Christifideles laici (40-44), enumera distintos campos de compromiso social que los cristianos están llamados a

evangelizar: 1) La familia. Superando el reduccionismo de privatizar el mundo familiar, el Papa comienza por la familia como primer campo en el compromiso social. Invita a los laicos al compromiso apostólico con la familia, para que esta se convenza de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, y se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable de su propio crecimiento y participación en la vida social (cf ChL 40; FC 42-4). 2) La solidaridad. Entre los distintos servicios que los cristianos prestan a la sociedad sobresale el de la caridad, alma y apoyo de la solidaridad. La caridad, en efecto, anima y sostiene una activa solidaridad, atenta a todas las necesidades del ser humano, no sólo con las personas en singular, sino también solidariamente con los grupos y comunidades. Una forma cualificada de servicio desinteresado al bien de los más desfavorecidos son hoy las distintas formas de voluntariado (cf ChL 41). 3) La política. La caridad no puede ser separada de la justicia; por eso, para animar el orden temporal, los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política, es decir, de la acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común (cf ChL 42; GS 74-76; SRS 38). El fruto de la actividad política solidaria es la paz, pues la cultura de la solidaridad es camino hacia la paz y el desarrollo (cf ChL 42; SRS 39). 4) El trabajo. La misión de los laicos encuentra su momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene como clave la organización del trabajo, cuyo objetivo último es situar al hombre en el centro de la economía y del trabajo, y cuyo principió básico es el destino universal de los bienes (cf ChL 43; GS 63.67; LE 24-27). Un campo concreto de acción transformadora en relación con la vida económico-social y con el trabajo es el ecologismo, como justa concepción del desarrollo (cf SRS 34). 5) La cultura. En último lugar se ofrece, como campo de la evangelización, la cultura y las culturas del hombre. El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura. La superación del divorcio entre fe y cultura encuentra uno de los caminos más importantes en la presencia de los fieles laicos en los centros donde se genera y se transmite la cultura, sobre todo, en los instrumentos de comunicación social (ChL 44; cf EN 18-20). 3. COMPROMISO MISIONERO. El testimonio y la acción transformadora de los cristianos no agotan la acción evangelizadora de la Iglesia, sino que más bien se orientan a la proclamación expresa del misterio de Cristo. El anuncio explícito del evangelio tiene la prioridad permanente en la misión de la Iglesia: «La evangelización también debe contener siempre —como base, centro y culmen de su dinamismo— una clara proclamación de que en Jesucristo se ofrece la salvación a todos los hombres» (EN 27). Este enunciado fundamental de la evangelización genera, según Redemptoris missio (cf CCE 849856), dinamismos concretos para la misión. El primer anuncio tiene una función central e insustituible, pues nace la fe y en él tiene su origen la comunidad eclesial (RMi 44). El contenido del primer anuncio —proclamación hecha en el contexto histórico concreto y desde la acción del Espíritu— es Cristo muerto y resucitado, plena liberación del hombre y de la historia de la humanidad (RMi 44). El anuncio no es algo meramente individual; por el contrario, está vinculado a la acción misionera de toda la Iglesia; está animado por la fe; es respuesta a la búsqueda de la verdad para quienes, sin ser cristianos, son movidos por la acción del Espíritu; su verificación más plena es el testimonio martirial de la propia vida (RMi 45). La catequesis tiene como meta fundamentar y hacer madurar la fe inicial, surgida del primer anuncio del evangelio. Esta finalidad, expresada en la confesión de fe, se realiza a través de diversas tareas, en virtud de cuya dinámica «la fe pide ser conocida, celebrada, vivida y hecha oración... Pero la fe se vive en la comunidad cristiana y se anuncia en la misión: es una fe compartida y anunciada. Y estas dimensiones deben ser también cultivadas en la catequesis» (DGC 84). En el proceso de la iniciación cristiana, los que recibieron el anuncio de Jesucristo se convierten en sus testigos y misioneros. En situaciones de pluralismo cultural y religioso, la catequesis ha de capacitar especialmente al diálogo interreligioso, para que exista una comunicación más fecunda con los miembros de otras

confesiones. Asimismo, debe ayudar al robustecimiento de la identidad de los bautizados; ha de hacer ver el vínculo y el fin común de toda la humanidad, y debe ayudar a descubrir las semillas del Verbo presentes en las otras religiones (cf RMi 55-57; DGC 86; 193-201). El Directorio urge a la catequesis en el campo de la iniciación a la misión, porque «la educación en el sentido de la missio ad gentes es aún débil e inadecuada. A menudo la catequesis ordinaria concede a las misiones una atención marginal y de carácter ocasional» (DGC 30). 4. COMPROMISO ECLESIAL. Aunque para algunos el término compromiso cristiano, en sentido estricto, sólo debería usarse en su relación con el mundo, el compromiso de los laicos alcanza también a las tareas intraeclesiales, según el Directorio general para la catequesis (DGC 86). El antiguo Directorio general de pastoral catequética indicaba la necesidad de clarificar la relación entre acción eclesial y acción temporal en la catequesis de los adultos (cf DCG 32; CAd 195). En la Iglesia, «la fe se vive en la comunidad cristiana y se anuncia en la misión» (DGC 84). Una comunidad cristiana cerrada en sí misma no cumple su finalidad de estar abierta al mundo, donde vive su vocación evangelizadora; a su vez, el compromiso transformador y misionero pierde su identidad cristiana y a la larga no es fecundo, si no brota de una comunidad cristiana identificada consigo misma: «La comunidad es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el que convoca y une a la Iglesia y el que la envía a predicar el evangelio» (ChL 32). En una Iglesia ministerial y corresponsable, todos sus miembros están llamados a la construcción de la comunidad desde la vocación propia de cada uno. También los laicos tienen su puesto dentro de la Iglesia como miembros activos; por eso «los pastores han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos» (ChL 23). Sin embargo, una intensa participación de los laicos dentro de la Iglesia no debe hacerse a costa de su presencia activa en el mundo. De aquí la queja del Papa cuando recuerda que los seglares pueden caer en «la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político» (ChL 2). En la Iglesia, como misterio de comunión y misión, las acciones temporales y eclesiales tienen una mutua relación, y la catequesis debe educar para participar en ambas de forma armónica y equilibrada. La catequesis —dentro de la iniciación a la misión— educa también en las tareas de índole intraeclesial, ya que a los discípulos «se les preparará, igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de cada uno» (DGC 86; IC 21).

III. Dinamismos del compromiso Terminamos desarrollando algunos dinamismos del compromiso cristiano: su inspiración evangélica, a partir del discurso evangélico de la misión; los sacramentos de la iniciación cristiana, como su fuente principal; su raíz teologal; otras dimensiones del compromiso, y su relación con las otras tareas de la catequesis. 1. INSPIRACÍÓN EVANGÉLICA. En el evangelio están las claves inspiradoras de la acción misionera de los cristianos. El discurso de Jesús sobre la misión (cf Mt 10,5-42; Lc 10,1) es referencia obligada del compromiso cristiano y de su iniciación en la catequesis (cf DGC 86; CAd 193). No sólo hay que iniciar en el compromiso, sino que es necesario que la catequesis eduque en las actitudes evangélicas para la misión: hay que ir en busca de la gente y hacerse presente, como el pastor con la oveja perdida; se trata de compartir su forma de vida; se anuncia y se sana a la vez, se evangeliza con obras y palabras; los medios son pobres, sin dinero ni alforja; el rechazo y hasta

la persecución van unidos a la misión; la fuerza del testigo está en la confianza en el Padre; su premio no está en el éxito conseguido, sino en trabajar por el Reino. 2. FUENTES. El origen de donde surge el compromiso evangelizador son «los sacramentos de la iniciación cristiana» (DGC 86). Por eso el Concilio insiste en la iniciación catecumenal a la misión: «Los catecúmenos han de aprender a cooperar activamente en la evangelización y edificación de la Iglesia con el testimonio de la vida y la profesión de la fe» (AG 14). También el Ritual de la iniciación cristiana de adultos insiste en la relación entre iniciación y compromiso apostólico y misionero, al afirmar que los tres sacramentos de la iniciación cristiana se ordenan entre sí para llevar a su pleno desarrollo la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo (RICA 3); así como que el proceso de conversión de los catecúmenos «debe manifestarse con sus consecuencias sociales durante el catecumenado» (RICA 19). Para Juan Pablo II las referencias fundamentales de la misión de los laicos como anunciadores del evangelio son «iniciación cristiana, vocación y dones del Espíritu» (ChL 33). También el Catecismo de la Iglesia católica relaciona y fundamenta el compromiso en los sacramentos de iniciación, al considerar que «los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación» (CCE 900). 3. DIMENSIÓN TEOLOGAL. El compromiso cristiano tiene una fuerte inspiración teologal y hunde sus raíces en las virtudes teologales. Nace de la fe, se alimenta de una caridad activa, y tiene su horizonte en el Dios de la esperanza. El compromiso nace de la fe: la presencia de los cristianos en el mundo es prolongación de la encarnación del Verbo; la lectura cristiana de la realidad es escucha atenta y obediente al Espíritu, que habla a través de los signos de los tiempos y del clamor de los débiles. El compromiso se alimenta de la caridad: la solidaridad es actualización de una caridad operante; el servicio a los hombres, especialmente a los pobres, se inspira en la actitud del Siervo de Dios; la diaconía cristiana es forma privilegiada de la relación de la Iglesia con el mundo. El horizonte del compromiso es la esperanza: la promoción humana y la lucha por la justicia son parte integrante de la evangelización y, por tanto, anuncio y preparación del reino futuro; la esperanza teologal ayuda a conservar una distancia crítica frente a toda liberación humana, relativizando mediaciones e ideologías. 4. OTRAS DIMENSIONES. Hay que afirmar también del compromiso la dinámica de la encarnación, su motivación cristiana, su carácter eclesial, la actitud de diálogo y respeto y su categoría como acción pastoral. 1) La dinámica de la encarnación hace descubrir que también en las realidades terrenas se está jugando la salvación, y la historia humana está llamada a ser historia de salvación. 2) El compromiso debe tener una clara motivación evangélica; los cristianos son llamados a la misión desde la experiencia gozosa de la fe, superadora de planteamientos meramente voluntaristas o motivaciones de pura eficacia; una vocación apostólica, que no nace de una vivencia profunda de fe, está llamada al fracaso de tantos cristianos quemados por el activismo o la acción sin hondura cristiana. 3) El dinamismo apostólico, misionero y transformador es de toda la Iglesia; hay una auténtica corresponsabilidad eclesial en orden a la presencia evangelizadora en el mundo, si bien los laicos, por su vocación específica, están llamados a tener la iniciativa en la presencia en la sociedad y en la transformación del orden social. 4) Tampoco es indiferente al dinamismo misionero una actitud de respeto, espíritu de diálogo y colaboración, que alcanzan a la colaboración con los no cristianos, al reconocimiento de la autonomía de lo temporal y al diálogo interreligioso. 5) El compromiso también forma parte de las más cualificadas acciones eclesiales; junto a otras funciones pastorales —catequesis, liturgia—, el compromiso cristiano goza de la misma dignidad, y, en cierta manera, es criterio de la autenticidad evangelizadora de las otras tareas. 5. RELACIÓN CON LAS OTRAS TAREAS DE LA CATEQUESIS. Las distintas tareas de la catequesis contienen un conjunto rico y variado de aspectos, cuya finalidad es la iniciación a la globalidad de la vida cristiana. Cada tarea, a su modo, realiza la finalidad de la catequesis: la formación moral

está abierta a su dimensión social, la educación litúrgica es muy exigente en su compromiso evangelizador. Las tareas se implican y desarrollan mutuamente, llamándose la una a la otra: el conocimiento de la fe capacita para la misión. Cada dimensión de la fe debe enraizarse en la experiencia humana: la oración está abierta a todos los problemas personales y sociales (DGC 87). Todas las tareas son necesarias, también el compromiso transformador y misionero (cf IC 42). BIBL.: AA.VV., Educación en la fe y compromiso cristiano, San Pío X, Madrid 1976; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 162-182; DiAz C., Vocabulario de acción social, EDIM, Valencia 1995; FLORISTÁN C., Compromiso, en FLORISTÁN C.TAMAVO J. J. (dirs.), Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Estella 1988, 87ss.; GATTI G., Ética cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988; MACCISE C., Solidaridad, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991^, 1329-1337; MARTÍN VELASCO J., Presencia evangelizadora y compromiso de los cristianos, Teología y catequesis 23-24 (1987) 524-544; MATESANZ A.-VIDEL V., Catequesis y compromiso cristiano, Teología y catequesis 23-24 (1987) 545-559; RESINES L., Compromiso, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 201-202.

Lucas Berrocal de la Cal

COMUNICACIÓN Y CATEQUESIS SUMARIO: I. La comunicación en la sociedad actual: 1. Las nuevas tecnologías; 2. Una comunicación audiovisual; 3. Ambivalencia de los medios. II. Los medios, al servicio de la comunicación: 1. El proceso de la comunicación; 2. Comunicación de masas y comunicación interpersonal; 3. Niveles de relación en un grupo; 4. La comunicación afecta a todas las facetas de la personalidad. III. La comunicación en la experiencia cristiana: 1. La raíz de la comunicación; 2. El camino de la comunicación eclesial. IV. Algunas claves para la tarea catequética: 1. Recuperar la audiovisualidad del mensaje cristiano; 2. La opción por los medios grupales. Conclusión: El lenguaje de los pobres.

El ser humano es como una ventana abierta al exterior; por ella se asoma, sale al encuentro de los demás y, a la inversa, permite que los demás entren de alguna manera en su interioridad. Esta ventana abierta es la facultad de comunicación, una facultad casi ilimitada, que ejercemos de diversas formas: palabra hablada o escrita, gestos, imágenes, sonidos, movimientos, etc. Lo que decimos o hacemos, incluso lo que callamos u omitimos, son formas de manifestarnos a los demás. A estas formas las llamamos lenguaje, entendido, por su función simbólica, como «el poder de encontrar a un objeto su representación, y a su representación un signo»1. El lenguaje es, pues, el medio que permite ejercer la facultad de comunicar y, por ello, la forma más manifiesta de comunicación. Esto que identifica al ser humano se aplica a la Iglesia y a su misión. ¿Cómo evangelizar sin ejercer la facultad de comunicar? ¿Cómo anunciar el evangelio sin adoptar los sistemas que lo hacen posible? La catequesis «desempeña un papel esencial dentro de la misión evangelizadora» y encuentra en la comunidad eclesial «su origen, su lugar propio y su meta» (CC 22, 253). En este contexto, desarrolla un proceso comunicativo que consiste, esencialmente, «en la transmisión de la fe eclesial» (CC 135). Por ello, la comunicación es el soporte de la catequesis. «Esta tiene el deber imperioso de encontrar el lenguaje idóneo que le permita realizarse y desarrollarse como acto de comunicación y, más en concreto, como acto de comunicación de la fe eclesial» (CC 140).

I. La comunicación en la sociedad actual

La palabra comunicación se encuentra por doquier. Está de moda. Y, en parte, se debe al boom de magnetoscopio, y televisores, de teléfonos y ordenadores, de satélites y canales de difusión. En cualquier momento y lugar, podemos ser testigos de todos los acontecimientos que suceden en nuestro mundo. No hay país, nación ni familia que pueda resistir a los tentáculos que extienden las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación. 1. LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS. La imagen que se ofrece a todo análisis es la de un mundo cada vez más complejo, donde se multiplican las fuentes de fricción, a la vez que se fortalecen las razones para cooperar y los medios para comunicarse. La universalización de las tecnologías de producción, organización y gestión, la circulación intensa de productos e individuos, el auge de las telecomunicaciones y de la informática, la proliferación de mensajes que se difunden por el planeta, contribuyen a transformar la sociedad y a establecer un nuevo tipo de relación entre los individuos y los pueblos. El motor de esta transformación es la comunicación. Esta se apoya, se sustenta y se difunde en una nueva tecnología, que es como el sistema nervioso de la sociedad. Expresiones como civilización de la imagen, era espacial, cultura informática o sociedad de la comunicación, quizá sólo sean una cuestión de nombres. Sin embargo, un hecho es cierto: la tecnología, impulsada por la electrónica, es el canal fundamental a través del cual se manifiestan y circulan las ideas, la cultura, los acontecimientos y, en suma, la vida. Es, sin duda, el elemento clave que se sitúa en la base de la comunicación moderna. Sometidos a su impacto, sentimos que nuestra sensibilidad entra en campos difíciles de controlar y con fuerza suficiente para transformar actitudes y conductas. Las nuevas tecnologías van minando los sistemas tradicionales de comunicación, a la par que hacen surgir las líneas maestras de un nuevo estilo de comunicarse. 2. UNA COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL. Una característica significativa de la comunicación actual reside en su carácter audiovisual. Su novedad no está tanto en sus elementos formales (la imagen y el sonido siempre han estado presentes en la comunicación humana) cuanto en los medios electrónicos en que se sustenta, lo que permite registrar y conservar los mensajes, difundirlos y multiplicar hasta el extremo sus posibilidades de recepción. En este sentido, la comunicación audiovisual (que se aplica tanto a los canales que difunden los mensajes como al lenguaje en que se expresan) goza de todos los parabienes. «Una imagen vale más que mil palabras», dice un antiguo refrán; lo cual es un indicador de la eficacia comunicativa que se atribuye, de entrada, a la expresión icónica sobre la verbal. Esto no quiere decir que, en la práctica, esté exento de problemas. Veamos algunos datos que se dan en nuestra realidad actual. a) Un nuevo modelo cultural. Los estudios sociológicos ofrecen datos elocuentes. Respecto a los niños, las estadísticas hablan, por ejemplo, de un promedio de veintitrés horas semanales ante el televisor. ¿Cuántas pasan en la escuela? En cuanto a los jóvenes, la influencia de los medios de comunicación en su vida personal y social es creciente: la prensa, el cine, la radio y la televisión ocupan el tercer lugar, después de la familia y de los amigos, por encima de los libros y centros de enseñanza, y a mucha distancia de los partidos políticos y de la Iglesia. «La demanda juvenil en el campo cultural es fundamentalmente de orden sensorial –musical rítmico y de imagen– frente a un modelo cultural basado en valores conceptuales y librescos. Constatamos, a su vez, una subcultura juvenil caracterizada por una mayor espontaneidad, una reacción ante los excesos de la racionalidad, una valoración positiva de lo corporal y de los aspectos más vitales de la personalidad, un desplazamiento de la cultura escrita en favor de la audiovisual»2.

Si se mira la situación con ojos reduccionistas, es lógica cierta actitud de sospecha. Los medios de comunicación, por su carácter audiovisual, constituyen un masaje que determina lo que suele llamarse el hombre desmenuzado. Basta hojear una revista o ver un telediario: en media hora, o menos, pasamos de un tema de actualidad política a otro sobre moda, de reír con un chiste a llorar con un atentado terrorista, de un problema económico a otro religioso. En un tiempo récord, y a modo de flash o de ráfagas sucesivas, entramos en contacto con la realidad de una manera mezclada, fragmentada, sin análisis de los contextos y, a veces, mientras se realiza otra actividad en paralelo. No es difícil caer en la tentación de entender y saber de todo, aun a riesgo de superficializar el significado de los hechos. Es como si las excesivas informaciones impidieran centrarse en un punto particular; claro que, quien lo consiga, pierde el ritmo y se queda en el camino: mientras él va, los otros están de vuelta. Y es que hay necesidad de movimiento, de ritmo, de acción. b) Un lenguaje complejo. Todo lenguaje consiste en un sistema de signos portadores de significación. Los signos audiovisuales se muestran así y, por tanto, son lenguaje. Ahora bien, el número y la identidad de signos que lo componen y su carácter analógico hacen difícil, por no decir imposible, formular una gramática y hacer un diccionario semejante al de un idioma. Por otra parte, más que de un lenguaje, habría que hablar de un conjunto de lenguajes, cuya clave comunicativa no es fácil de determinar. Ciertamente, la imagen y el sonido son los principales elementos constitutivos del lenguaje audiovisual. Pero también se amplía a otros lenguajes que, por su origen y naturaleza, se diferencian del lenguaje verbal o escrito, como es el caso del lenguaje del cuerpo, que se expresa con gestos o movimientos potencialmente comunicativos. Lo audiovisual abarca, por tanto, todo lenguaje no verbal. Ahora bien, por su carácter de audio no puede dejarse de lado la palabra hablada. Está en la televisión, en el cine, en el vídeo, y es el lenguaje básico de la radio. Pero es un estilo de palabra que pone en escena y dramatiza una realidad y que se hace imagen verbal, como sucede en el poema y en el teatro, o que se hace música, como en el caso de la canción. De ahí que lo audiovisual se entienda como una mezcla de lenguajes que actúan conjuntamente y se complementan: «una forma particular de comunicación, regida por reglas originales, que resulta de la utilización simultánea y combinada de documentos sonoros y visuales variados» 3. Añádase a esto la existencia de un proceso que va del lenguaje a los medios, y que estos le otorgan cierto carácter específico, de forma que no es igual el lenguaje de la televisión que el del cine o el del montaje audiovisual.

3. AMBIVALENCIA DE LOS MEDIOS. a) Los medios tienen dueño. La cultura actual, apoyada en los medios de comunicación, pone en manos de la humanidad nuevas posibilidades para vivir más y mejor, para dominar el medio en que vive y para establecer unas relaciones humanas libres, respetuosas y democráticas. Nunca ha tenido la humanidad tantos medios para vencer el hambre, la ignorancia y la soledad, ni tan eficaces para acortar distancias, eliminar fronteras y estimular la participación, el diálogo y la libertad de todos los hombres. Sin embargo, esos resultados potenciales coexisten con la incomunicación, el subdesarrollo y la destrucción. La técnica, portadora de libertad y de progreso es, a la vez, vehículo de manipulación e instrumento de violencia. Es una de las grandes paradojas de la humanidad, que se debe, quizá, no tanto a los medios tecnológicos cuanto a las personas en cuyas manos están y a los intereses a los que responden; estos provienen del poder, del dinero, de las fuerzas de presión. Las nuevas

tecnologías son instrumentos para el bien y para el mal; depende de quién las maneje. Es decir, tienen dueño y este decide su destino. b) Analogía y subjetividad. Lo audiovisual transmite su información mediante imágenes y sonidos de carácter analógico. Esto quiere decir que el receptor reconoce esas imágenes como semejantes a las que conforman su experiencia perceptiva cotidiana; intuitivamente, ve en ellas cierta representación de lo que ve o podría ver en presencia de la realidad. Se trata, pues, de signos que hacen referencia a objetos o realidades concretas, no a abstracciones ni a argumentaciones conceptuales. Ahora bien, esta referencia no es absoluta. Por una parte, esa relación, más que con lo real, es con la imagen previa que cada cual tiene de la realidad; es una relación de imagen a imagen. Por otra parte, la imagen que vemos, en cuanto signo, no es una representación pura y simple: su autor ha proyectado en ella su manera de ver la realidad, lo cual constituye cierta reconstrucción e interpretación de la misma (subjetividad). Igual sucede con el sonido: la música se define como un lenguaje de sensaciones que activa la sensibilidad, la emoción, la vibración; en suma, la afectividad. En este sentido, no se puede descartar de los signos audiovisuales alguna arbitrariedad y convencionalismo, o cierta ambigüedad en su significación. Esto no quiere decir que su analogía con la realidad sea nula o carezca de elementos (códigos) que avalen su objetividad lingüística y comunicativa; es un lenguaje que tiene parte de ambigüedad y parte de analogía, parte de subjetivo y parte de objetivo. Lo cual sucede con todo lo que se presenta ante los sentidos como una huella de lo real. Cuando se ha llegado a identificar la cultura con el libro, no es fácil comprender el masaje con que el lenguaje audiovisual ofrece sus mensajes. Este articula la información mediante signos diferentes a los de la expresión escrita, y desencadena un tipo de comunicación que no se restringe al campo de la racionalidad, sino que engloba todas las instancias de la personalidad humana. Por ello se hace necesario el aprendizaje de sus códigos lingüísticos, igual que se aprende a leer y a escribir. c) El efecto de los medios. Durante muchos años se ha imputado, en particular a la televisión, un efecto desastroso en la sensibilidad y en la mente, sobre todo, de niños y jóvenes. La sociología de los medios se basa en una experimentación suficiente para comprobar que las cosas no son así de simples; el público tiende a recibir y retener aquellas informaciones que van en el sentido de sus creencias previas y que contribuyen más a reforzar las opiniones existentes que a transformarlas; como mucho, pueden reforzar una eventual tendencia al cambio cuando este se manifiesta en el conjunto de la sociedad o cuando los conflictos entre grupos de pertenencia crean cierta predisposición a tomar nuevas opciones. Por otra parte, la abundancia de canales de difusión, potenciada aún más por la llamada revolución digital, posibilitan una diversificación de mensajes alternativos que evitan el riesgo de uniformidad comunicativa y prestan atención al pluralismo y a las particularidades individuales. El usuario puede escoger sus programas e, incluso, adaptarlos a sus preferencias del momento. Las conclusiones, pues, están muy matizadas y son poco generalizables. La televisión no parece modificar, por ejemplo, los resultados de los escolares ni predisponerlos a la delincuencia. Puede, si se ve con exceso, producir fatiga psíquica y desencadenar trastornos molestos. En la mayoría de los casos, su eficacia consiste en reforzar opiniones o actitudes ya tomadas. Además, generalmente llega al público en una situación de ocio, de ahí que su eficacia haya que enjuiciarla desde esta perspectiva y conjugarla con otra serie de factores concurrentes.

En todo caso, la comunicación no es el efecto necesario de la técnica para la comunicación, ya que esta no se rige por las leyes de causa-efecto; pero sí es su razón de ser. Sólo la comunicación puede dar validez y justificar éticamente el uso de unos medios formidables en sí mismos, pero ambivalentes en sus efectos e intenciones.

II. Los medios, al servicio de la comunicación Primera convicción: La comunicación no está en los medios sino en las personas. Propiamente hablando, nadie se comunica con un televisor o con un ordenador. Este es una máquina que memoriza y controla informaciones, pero no siente ni padece; es sólo un instrumento que se interpone entre una persona o grupo que está delante y otra persona o grupo que está detrás. La comunicación sólo es posible entre personas; los medios son sólo medios. Segunda convicción: El término comunicación conjuga dos palabras: común y acción. Hablamos, pues, de una acción común. No hay comunicación cuando actúa solamente una de las partes mientras la otra permanece pasiva, cuando una es la que da y otra se limita a recibir, cuando sólo uno de los interlocutores tiene derecho a la palabra. La comunicación —acción común— requiere diálogo, respeto mutuo, libertad de opinión, igualdad entre las partes... Comunicarse es participar y compartir. 1. EL PROCESO DE LA COMUNICACIÓN. El siguiente esquema sintetiza los elementos que intervienen en el proceso de la comunicación:

El emisor es la persona que envía o transmite un mensaje, la fuente de la que brota la comunicación; representa la respuesta a la pregunta: quién comunica. El receptor es la persona o grupo que recibe la información o mensaje que transmite el emisor; representa la respuesta a la pregunta: a quién se le comunica. El mensaje es el contenido de la comunicación, lo que se transmite o de lo que se informa, aquello que el emisor quiere decir y de hecho dice, aunque no lo pretenda. Es la respuesta a la pregunta: qué comunica. El código es el conjunto de signos y símbolos que se utilizan para transmitir el mensaje. Hay códigos verbales, icónicos, sonoros, gestuales, escritos. Comprende todo lo que se identifica con el lenguaje y responde al cómo comunica. Para que haya comunicación es menester que el receptor sea capaz de descodificar o descifrar los códigos que utiliza el emisor; ambos deben poseer el mismo código, conocer y hablar el mismo lenguaje. El canal es el medio que transporta el código o lenguaje y, con él, el mensaje; cumple, pues, una función mediadora entre emisor y receptor. También responde a la pregunta: cómo comunica. Hay canales fisiológicos, como la presencia física, la vista y el oído, y canales técnicos, como la televisión y el ordenador. Los ruidos son todo lo que perturba, desvía o dificulta la comunicación. Son elementos ajenos que interfieren negativamente en el proceso de la comunicación o en alguno de sus componentes. El feedback designa el control que el emisor

ejerce sobre la información una vez recibida por el receptor. También se denomina retroalimentación, poniendo el acento en la relación que se establece entre emisor y receptor a partir del mensaje transmitido. Todo receptor reacciona de alguna manera ante un mensaje; si el emisor conoce y recibe esa reacción, podemos hablar de feedback; de lo contrario, no. El feedback significa, pues, la relación e intercambio de mensajes que se realiza entre emisor y receptor, por lo que de alguna manera se alternan los papeles de ambos: el receptor es, a su vez, emisor, y el emisor es, asimismo, receptor. 2. COMUNICACIÓN DE MASAS Y COMUNICACIÓN INTERPERSONAL. Media significa mediación, intermediario. Mass-media o medios de masas es el conjunto de medios o instrumentos destinados a comunicar a un público numeroso elementos de información, juicio y cultura. Groups-media, medios de grupo o medios grupales significa lo mismo, pero con la salvedad de que se trata de medios destinados a pequeños grupos y que, además, pueden ser manejados por estos. Este matiz diferenciador es muy esclarecedor para comprender el contexto de la comunicación catequética. De hecho, sólo por aproximación se puede hablar de comunicación en los medios de masas; son más bien medios de información o de difusión. En cambio, los medios de grupos tienen todas las condiciones para desarrollar una verdadera comunicación en cuanto acción común. Presentamos las características dé unos y otros: Medios de masas: 1) El protagonismo de la comunicación está en manos de un grupo de profesionales, que forman parte de una organización ideológicamente definida y con objetivos precisos. La información se transmite a un público numeroso y disperso. Es una comunicación ad extra. Entre emisores y receptores hay distancia física, desconocimiento mutuo y apenas relación personal. 2) Mensaje unidireccional, en una sola dirección: del emisor al receptor. Este no participa: recibe la información de manera básicamente pasiva; es consumidor de programas. 3) No hay, pues, feedback o, a lo sumo, muy lento, restringido e incontrolado; este se mide por los índices de audiencia, sondeos de opinión o llamadas telefónicas. Apenas se da cabida a la valoración crítica del mensaje por parte del receptor. 4) Proporciona un conocimiento genérico y fragmentado de las cosas, con profusión de mensajes subliminales que el receptor no suele percibir conscientemente. No es seguro que este sea capaz de descodificar los códigos o lenguajes utilizados. 5) Los canales se basan en la más alta tecnología, con programas sofisticados a los que el receptor sólo accede de forma pasiva. Pueden estar al servicio de intereses ideológicos o partidistas. Riesgo de manipulación y de masificación: disminuyen las particularidades culturales en favor de una cultura de masas. Desarrollan una conciencia planetaria y un mundo sin fronteras. Medios de grupos: 1) Comunicación entre dos o más personas, en grupo o en una organización. Los protagonistas son tanto los emisores como los receptores. La información se pone al servicio de individuos que están unidos o conjuntados. Es una comunicación ad intra en la que todos, aunque en distinto grado, son emisores y receptores a la vez. Hay cercanía física y relación personal. 2) Mensaje bidireccional: de emisor a receptor y de receptor a emisor. Todos participan activamente, lo que suscita el interés, la conciencia crítica y la responsabilidad activa. 3) Hay feedback inmediato, vivo, espontáneo y controlable. El diálogo suscita la valoración crítica y el desarrollo progresivo y veraz del mensaje. Esto influye de tal forma que puede hacer variar el sentido y contenido de la comunicación. 4) Tendencia a expresarse abiertamente y a dilucidar lo indirecto o poco claro. Conocimiento de la realidad más personalizado y educativo. Se asegura la descodificación correcta del lenguaje mediante la relación y el diálogo. 5) Los principales canales son los fisiológicos. Los tecnológicos intervienen en la medida en que son de fácil acceso y favorecen la expresión y el diálogo. Están al servicio del grupo y de su libertad: ejercen una función concientizadora y refuerzan la autonomía personal y las particularidades culturales. Suscitan la conciencia de grupo y la solidaridad con personas concretas.

Hay características que se dan en un sitio y no en otro o, al menos, no se dan en todos de la misma manera. Una de ellas, quizá la más significativa, afecta al feedback. Este es uno de los criterios que determinan el grado de comunicación que existe e, incluso, su validez; es como el termómetro de la comunicación, ya que hace que los sujetos de la misma puedan asumir la palabra, establecer relaciones mutuas, desarrollar su conciencia de pertenencia a un grupo y valorar el carácter de su interacción en función de la finalidad que les ha unido o reunido. También es clave lo que se refiere al qué se comunica. Hay gran diferencia entre comunicar lo que se sabe y comunicar lo que se vive. La forma en que se implican las personas no es igual en cada caso. Por eso se habla de distintos niveles de comunicación. 3. NIVELES DE RELACIÓN EN UN GRUPO. El diálogo es, quizá, el elemento más significativo mediante el cual se desarrollan las relaciones humanas y, en nuestro caso, la catequesis. El lenguaje de ese diálogo revela el tipo de relación que existe y, por tanto, el tipo de catequesis. Se pueden distinguir tres niveles: 1) La palabrería. Es la forma más superficial de diálogo. Consiste en hablar de cualquier cosa, sabiendo o no, sin que nadie se implique en lo que se dice. Sucede en la catequesis cuando faltan unos objetivos precisos o el grupo no los acepta ni se implica en ellos; los catequizandos se contentan con charlar e intercambiar opiniones que, aun de signo religioso, no les conducen a ninguna parte. 2) La información. El diálogo tiene un contenido preciso, pero los interlocutores siguen sin implicarse en lo que dicen. Hay una información de base que proporciona los elementos necesarios para investigar, analizar, contrastar y llegar a conclusiones claras y objetivas; pero si el grupo se queda ahí, sin implicarse ni comprometerse, no traspasará el ámbito de la cultura religiosa, aunque esta sea de calidad y suponga una aportación valiosa para la formación de los catequizandos. 3) La comunicación. El diálogo alcanza toda su intensidad cuando no se trata sólo de decir algo, sino de decirse a sí mismos. En este caso, los miembros del grupo expresan la resonancia que tiene en ellos la cuestión planteada; esto requiere confianza recíproca para exponer lo que cada uno lleva dentro de sí y para esperar que los otros hagan lo mismo. El intercambio grupal no es un simple eco de lo que se piensa, se sabe o se dice, sino de lo que cada uno siente, busca y vive. Hay comunicación cuando cada cual expresa su implicación personal en aquello que dice, cuando su expresión es una verdadera y sincera confesión de sí mismo. En esta fase la catequesis alcanza su sentido pleno como lugar en el que el grupo confiesa su fe. La plena comunicación requiere, pues, la implicación personal de los que participan y un grado de relación cercano al de la experiencia comunitaria. Jakobson, célebre lingüista, afirmaba: «Quien comunica el mensaje de otro, no comunica; para que haya comunicación debe ser un mensaje que traduzca la implicación personal en aquello que se dice, que revele algo de uno mismo». 4. LA COMUNICACIÓN AFECTA A TODAS LAS FACETAS DE LA PERSONALIDAD. Los estudios psicofisiológicos realizados sobre el cerebro humano determinan la presencia en el mismo de dos hemisferios, el izquierdo y el derecho, con funciones netamente diferenciadas e independientes, a la vez que relacionadas y complementarias. El hemisferio cerebral izquierdo desarrolla funciones ligadas a la abstracción y al lenguaje hablado o escrito; representa el pensamiento conceptual y analítico, lo intelectual, lo matemático, la lógica formal; en suma, todo lo que es vehiculado por una comunicación verbal o escrita. El hemisferio cerebral derecho desarrolla funciones ligadas a lo concreto y al lenguaje simbólico y artístico; representa el pensamiento global y sintético, lo sensible y emocional, lo creativo y experiencial, lo intuitivo e imaginario; en suma, todo lo que es vehiculado por una comunicación audiovisual.

Nuestros sistemas de comunicación han privilegiado comúnmente las funciones propias del hemisferio izquierdo. No se trata ahora de ir al extremo contrario, sino de sopesar y equilibrar la balanza entre ambos hemisferios, de forma que la comunicación, y con ella la catequesis, sea integral y asuma todas las facetas que configuran la personalidad humana. El lenguaje audiovisual se inscribe en la categoría de comunicación no verbal y, por tanto, desempeña las funciones propias del hemisferio cerebral izquierdo. La riqueza de recursos que confluyen en el audiovisual hacen de él un lenguaje simbólico por excelencia. El símbolo no está reñido con lo real ni es sinónimo de misterioso; al contrario, es tal en la medida en que sitúa ante una realidad evocadora, sugerente y portadora de sentido. Su función es conducir la sensibilidad y la mente hacia más allá de la realidad representada. Y esto hace el lenguaje audiovisual. Este expresa lo concreto, lo real, lo experiencial, y suscita la sensibilidad y la afectividad. Pero no se queda ahí, a menos que se le impida, ya que el impacto recibido actúa como resorte que impulsa al individuo a analizar sus efectos, a descubrir sus causas y a objetivar la información recibida. De esta manera, y aunque lo uno sea previo a lo otro, el hombre entero se ve envuelto en un proceso comunicativo total, que no sólo activa su sensibilidad, sino también su mente, a fin de conducirse hacia más allá de la realidad expresada y valorar con objetividad su percepción de la misma. Esto es lo que se entiende por lenguaje total, un lenguaje que despierta el subconsciente y suscita la subjetividad; pero no para que el individuo se quede ahí, sino para que, consciente de ella, se sienta motivado a analizarla, a contrastarla, a controlar sus efectos y, en definitiva, a objetivarla y a tomar opciones personales. Este proceso comunicativo es una de las aportaciones más valiosas del lenguaje audiovisual a la catequesis. No sólo porque asume las diferentes formas de expresión que tenemos a nuestra disposición, sino porque activa todas las fibras de la personalidad humana, tanto las emotivas como las racionales.

III. La comunicación en la experiencia cristiana Para un cristiano, la comunicación no es un simple movimiento psicológico inherente a la naturaleza humana. Es algo más. Es una categoría fundamental de la revelación cristiana. 1. LA RAÍZ DE LA COMUNICACIÓN. La revelación es, en sí misma, un acto de comunicación. Dios revela a los hombres su esencia misma, su amor trinitario, cuya comunicación es tan profunda y de tan alto grado que nos resulta un misterio comprenderlo. El misterio de Dios es la revelación de la mayor relación armónica que pueda existir, por así decir, entre emisores y receptores: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Perfecta comunicación de amor entre Personas fundida en una sola naturaleza. Esta comunicación intradivina se da al exterior y alcanza su momento culminante cuando «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14) e «imagen del Dios invisible» (Col 1,15). La Palabra, sin dejar de serlo, se hace Imagen, y esta hace visible la Palabra. Es el más perfecto audiovisual que jamás mente humana hubiera podido imaginar: Dios se hace audiovisual para comunicarse con el hombre y para que este pueda comunicarse con él. El misterio de la encarnación revela, pues, el más alto grado de comunicación que pueda darse en la historia. Por una parte, desborda los límites del espacio y del tiempo impuestos a la condición humana; por otra, se adapta al lenguaje que los hombres podemos entender y a los medios con que nos comunicamos. Desde ese momento, por iniciativa de Dios, el ser humano tiene vía libre

para acceder al misterio insondable de Dios y a su acción salvadora. Sólo necesita tener «ojos para ver y oídos para oír». También el hombre, en cuanto imagen y templo vivo de Dios (Gén 1,27; 2Cor 6,14), es un serpara-la-comunicación. A ello le impulsa el Espíritu en una triple vertiente: comunicación con Dios, con la humanidad entera, con los creyentes. Esta comunicación se fundamenta y encuentra su sentido en la comunicación divina y, por ello, «depende de una Instancia distinta que lo colorea todo y constituye un a priori fundamental, que se encuentra en la base de todo... Es de Dios de quien el cristiano recibe un cierto don de comunicar que es, a la vez, una revelación y un impulso originario»4. Este impulso a comunicar es el punto de partida de la acción evangelizadora. El cristiano, movido por el espíritu de Dios, se siente impulsado a abrirse a los demás para respetarlos, ayudarlos, amarlos y compartir con ellos sus inquietudes y su vida por el camino del diálogo, de la solidaridad y de la verdad. Ser testigos de Jesús sólo es posible mediante el don de la comunicación, un don que lleva a comunicar no la fe —porque esta es gracia y, por tanto, don de Dios— pero sí la propia experiencia de fe (de la fe eclesial) con la palabra, el testimonio de vida y el compromiso comunitario. 2. EL CAMINO DE LA COMUNICACIÓN ECLESIAL. Pablo VI lo expresaba en estos términos: «En cada nueva etapa de la historia, la Iglesia, impulsada por el deseo de evangelizar, no tiene más que una preocupación: ¿A quién enviar para anunciar el misterio de Jesús? ¿En qué lenguaje anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que resuene y llegue a todos aquellos que lo deben escuchar?» (EN 22). a) La experiencia primitiva. Jesús, «el primero y más grande evangelizador» (EN 7), anunció la buena nueva de la salvación con toda su persona: con sus palabras, con sus signos y con sus propias opciones. Jesús no habló de comunicación, pero comunicó y, sobre todo, se comunicó a sí mismo. Transmitió lo que había recibido del Padre, compartió con sus discípulos su intimidad más profunda y culminó su misión salvadora mediante un acto sublime de comunicación: la entrega de la propia vida. Esta entrega la inmortalizó en la eucaristía y la donación del Espíritu. Jesús no dejó nada escrito. Predicó, pidió a los suyos que hicieran lo mismo y les otorgó el don, que se hizo mandato, de la comunicación: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Los discípulos, movidos y guiados por el Espíritu del Señor, anunciaron sin descanso la buena noticia de Jesús. Entre los primeros discípulos, igual que en Jesús, la comunicación transciende las palabras para hacerse experiencia de vida, compromiso misionero y donación de sí mismo. Palabra, testimonio y comunidad no son vías independientes entre sí ni circulan en paralelo; son vertientes que se apoyan mutuamente y se funden en una única realidad: el amor. «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Tal es la clave de la verdadera y auténtica comunicación. Esta hunde sus raíces en el amor. Por ello, los primeros cristianos, perseverando en las enseñanzas de los apóstoles y en la fracción del pan (He 2,42), extendieron el reino de Dios y convivieron como hermanos; había comunicación de bienes, unidad, solidaridad, diálogo y paz, signos todos ellos de la más plena y auténtica comunicación ad intra y ad extra. La misma redacción de los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento es una muestra peculiar y significativa de un sistema de comunicación que integra la palabra viva, el testimonio apostólico y la experiencia comunitaria. Estas tres vías son el lenguaje que hace visible y audible el mensaje y, por tanto, comunicable.

b) A lo largo de la historia. Durante muchos siglos, y antes de que Gutenberg inventara la imprenta, el modo más natural de comunicación estaba constituido por el lenguaje oral y por la imagen. Desde los alfabetos ideográficos, pasando por la pintura, la vidriera, la escultura y la arquitectura, la imagen fue uno de los principales vehículos de comunicación y de cultura. Baste recordar, por ejemplo, los símbolos icónicos utilizados en las catequesis primitivas, las grandes catedrales medievales con su ordenación, imágenes pintadas o esculpidas, juegos de luz y de sonido, o las mismas representaciones populares de escenas evangélicas. Todo esto es un lenguaje que recuerda las principales afirmaciones de la fe, evoca la naturaleza y suscita la oración y la contemplación; en una palabra, sitúa al pueblo ante la experiencia de lo trascendente. Con la invención de la imprenta, la letra impresa empezó a destacar como medio privilegiado de comunicación. El libro se impuso poco a poco como el más idóneo y genuino sistema portador de cultura. No era un obstáculo que el pueblo no supiera leer; siempre habría alguien que pudiera leérselo. No obstante, saber leer llegó a ser necesario para acceder a la cultura, hasta el punto de que ser analfabeto suponía marginación y pobreza. Aún hoy consideramos una lacra social la existencia de analfabetos. Lo cual es una muestra de la importancia de un sistema de comunicación, como el libro y otros medios impresos, que ha llegado a imponerse como un símbolo de progreso y de cultura. Esta situación no fue ajena a la Iglesia ni a sus sistemas de comunicación. Baste recordar, a título de ejemplo, los catecismos de Astete y de Ripalda, que durante más de tres siglos han configurado un estilo de catequesis y alimentado la fe de los católicos de habla hispana. Estas breves pinceladas manifiestan la importancia que han desempeñado los medios de comunicación en la tarea catequizadora de la Iglesia. Hoy, igual que ayer, la Iglesia se encuentra ante un reto evangelizador que afecta de lleno a sus sistemas de comunicación. La transformación que se ha operado en nuestra sociedad, de la mano de las nuevas tecnologías, impone la necesidad de encontrar nuevos cauces de evangelización, adaptados al momento histórico y social, a fin de conseguir superar la ruptura entre evangelio y cultura, calificada por Pablo VI como «el drama de nuestro tiempo» (EN 20). «El hecho de que vivimos en una civilización de la imagen debería impulsarnos a utilizar, en la transmisión del mensaje evangélico, los medios modernos puestos a disposición por esta civilización» (EN 42).

IV. Algunas claves para la tarea catequética La función de todo medio es estar al servicio de..., en nuestro caso, de la comunicación catequética. Lo cual requiere, por una parte, adoptar los mecanismos que configuran la comunicación grupal ya señalados y, por otra, adaptar el mensaje de Jesús a los modos de comprender y expresarse que imperan en la sociedad actual. En palabras de Juan Pablo II, la juventud «emplea un lenguaje al que es preciso saber traducir con paciencia y buen sentido, sin traicionarlo, el mensaje de Jesucristo» (CT 40). 1. RECUPERAR LA AUDIOVISUALIDAD DEL MENSAJE CRISTIANO. Jesús es el más perfecto audiovisual de Dios. Esta Palabra-Imagen de Dios que es Jesús sólo es comparable con las palabras-imágenes humanas de una manera analógica. Jesús no es sólo una representación o expresión de la realidad de Dios; es el lenguaje de Dios por excelencia y, en este sentido, el vehículo que comunica el mensaje de Dios, un mensaje que era desde el principio y que ahora se manifiesta, es decir, se hace audible y visible. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida... os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros» (1 Jn 1,1-3).

Ahora bien, Jesús no es sólo el lenguaje de Dios, sino también el mensajero en quien Dios se comunica. El mensaje se identifica con el mensajero: Dios no sólo está en Jesús, sino que Jesús es el Hijo de Dios encarnado; no sólo es el audiovisual de Dios sino Dios mismo hecho audiovisual, el primer y más perfecto audiovisual que hace visible al Dios invisible. Este audiovisual no puede menos de ser el lenguaje original y fundante de los diversos lenguajes eclesiales. ¿Cómo no recuperar esta audiovisualidad del mensaje cristiano en la catequesis? Jesús ya no está físicamente entre nosotros; pero está presente y se hace audiovisual en la vida y en la experiencia de la comunidad cristiana que, como Jesús, anuncia con su palabra, con su testimonio y con su compromiso «lo que hemos visto y oído»; comunidad que, depositaria de la salvación de Jesús, es ahora, y como él, el audiovisual de Dios en el mundo actual. Sobre esta base se asienta el valor de los medios en la catequesis. El lenguaje audiovisual en el que se expresan esos medios hunde sus raíces en la misma pedagogía de Dios, una pedagogía de signos, el más excelente de los cuales es «la Palabra hecha carne». ¿Cómo hacer hoy visible y audible esa Palabra? La primera condición se encuentra en esa audiovisualidad básica y original de la comunidad eclesial, fundamental para que el mensaje que proclama no suene como «una campana que toca o unos platillos que aturden» (1Cor 13,1). La segunda condición, consecuencia de la anterior, pasa por la renovación de los llamados lenguajes eclesiales. Estos forman parte del patrimonio eclesial y son ingredientes necesarios de todo proceso catequético. Ahora bien, ¿cómo hacer hablar hoy de forma significativa el lenguaje de una tradición? Esta tarea de adaptar, reformular o traducir los lenguajes eclesiales encuentra en los medios audiovisuales una de sus posibilidades más genuinas y eficaces. a) La audiovisualidad de la Biblia. Sus formas expresivas (la narración, el relato, el himno, la acción de gracias, la aclamación, el acontecimiento, la experiencia de fe) son netamente audiovisuales. La Biblia se expresa en un lenguaje básicamente narrativo que muestra y evoca la realidad de un encuentro, la acción que salva, la experiencia que subyace, el acontecimiento que se celebra, la situación que compromete y el compromiso al que conduce. Su lenguaje se sitúa en un horizonte de evocación; lo importante no es el vocablo en sí, en su sentido fonético, sino su condición de palabra que evoca un pasado que se vive en el presente y proyecta hacia el futuro. Por eso el lenguaje bíblico es un fiel aliado del lenguaje audiovisual. b) El valor simbólico de la liturgia. La liturgia está plagada de elementos cuyo valor expresivo (sensible, emocional, corporal, imaginativo, icónico y sonoro) es patente. La lógica de la liturgia y la del audiovisual son coincidentes. Es la lógica del simbolismo, de ese conjunto de elementos sensibles y visibles en el cual los creyentes, siguiendo el dinamismo analógico de las imágenes (tales como el pan, el fuego, el agua, el aceite), captan significados que trascienden las realidades materiales. Estos significados no son meros objetos de pensamiento; el símbolo es acción, emoción, experiencia que impulsa a una transformación o, en otras palabras, a hacer vivir de otro modo. Más que en el plano del conocimiento, la liturgia nos sitúa en el plano de la emoción, de la analogía y de la experiencia. c) El credo, expresión de la acción salvadora de Dios en la historia, nos sitúa en una doble perspectiva: una perspectiva vivencial de proclamación o confesión de la fe, y otra, más racional, que se refiere a la inteligencia de la fe o a la forma como la Iglesia sistematiza y formula los contenidos de la misma. En principio no podemos pedirle al audiovisual que se haga portavoz de las formulaciones de la fe en lo que tienen de expresión abstracta y conceptual. Sería pedirle lo que no puede dar como expresión lingüística; no es el lenguaje idóneo para transmitir conceptos. Esto no significa que lo

audiovisual tenga que ir por un lado y lo conceptual por otro, como si se tratara de vías paralelas; habremos de hablar, más bien, de vías convergentes respetando las funciones propias de cada lenguaje. No obstante, «el símbolo apostólico no presenta verdades abstractas, sino las obras más importantes que Dios ha realizado en favor de los hombres» (Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales 137); lo cual remite, como criterio, a la audiovisualidad de la Biblia y de la experiencia eclesial. d) El lenguaje de la experiencia. La palabra de Dios se cumple, implica a la persona, penetra en su interior y la transforma en todo su ser. Es precisamente en la experiencia humana donde tiene lugar la integración de la palabra en la acción y de la acción en la palabra. Por eso, por fidelidad a la palabra de Dios y a la persona humana, es importante la experiencia (personal, grupal, comunitaria, eclesial) como lenguaje esencial de la comunicación catequética. Por otra parte, la experiencia constituye el contenido fundamental del lenguaje de los medios. El carácter emotivo y vivencial de estos activa todos los resquicios de la persona humana, tanto los que hemos atribuido al hemisferio cerebral derecho como los que hemos atribuido al izquierdo. Por ello, el medio audiovisual instaura un camino inductivo que impulsa a la persona a crecer desde dentro, desde su propia interioridad, y a descubrir el mensaje cristiano en relación con sus propias experiencias y en el diálogo grupal. Por eso, por este carácter experiencia) de los medios, estos actúan como núcleo generador del proceso catequético y como lenguaje que aglutina a todos los lenguajes. De ahí el valor del testimonio (EN 21), un valor inherente a la Iglesia, cuya clave reside en el amor, más visible y veraz que las palabras. No hay nada tan sincero y profundamente comunicativo como el amor. La Iglesia aparece ante el mundo como el audiovisual de Dios en la medida en que transparenta el amor mismo de Dios. Lo cual afecta, ¡y de qué manera!, al catequista. Este es el primero que, a los ojos de los catequizandos, encarna la experiencia del amor y el mejor lenguaje; en sus obras, en su manera de ser y de vivir pone a prueba la autenticidad del mensaje que proclama; un mensaje que no le pertenece, porque viene de Dios, pero que se expresa y se manifiesta en su testimonio personal y comunitario. Esta prioridad del lenguaje experiencial y testimonial lleva a subrayar que, aunque todos los lenguajes eclesiales pueden tener un lugar propio en la expresión audiovisual, no todos lo tienen de la misma manera ni con la misma propiedad. En otras palabras, todo mensaje requiere un lenguaje, pero no todo lenguaje es capaz de transmitir el mismo mensaje. De ahí que la catequesis requiera el concurso de los diferentes lenguajes y medios, a fin de conseguir una acción integradora. De hecho, un único medio o un único lenguaje, por sublime que sea, es incapaz de desarrollar por sí solo todo lo que requiere la comunicación catequética, igual que es incapaz de expresar todo lo que constituye la comunicación humana. Por tanto, lejos de establecer disyuntivas entre los lenguajes y los medios, de situar a unos por encima o en contra de otros, de separar o sustituir, la cuestión está en sumar, unir y conseguir la complementariedad de los mismos. 2. LA OPCIÓN POR LOS MEDIOS GRUPALES. La validez pastoral de un medio depende del grado de comunicación que favorezca. Un grupo humano se mantiene y se desarrolla en la medida en que existen relaciones profundas entre sus miembros. ¿Cómo hablar de comunicación (acción común, común unión) sin que los implicados en ella (emisores y receptores) lleguen a percibirse y sentirse mutuamente como personas que tienen algo que decir y necesitan compartir sus experiencias concretas únicas y originales? El ser humano no sólo necesita escuchar; también ser escuchado. Los medios grupales ofrecen esta posibilidad, ya que integran los sistemas actuales de comunicación en dos perspectivas: una de tipo complementario, que consiste en poner al servicio

de los grupos informaciones, mensajes o programas que circulan en los medios de masas; otra de tipo creativo, que consiste en la posibilidad de que los grupos accedan activamente, de manera sencilla, al lenguaje de los medios y puedan expresarse en ellos. La Iglesia debe abarcar todos los campos que le permita la tecnología actual para desarrollar su acción evangelizadora, incluidos los medios de masas. Sin embargo, es en la comunicación grupal donde verdaderamente se desarrolla la catequesis. Primero, porque esta no pretende la conversión de las masas, sino la maduración de la fe de los creyentes; segundo, porque es en el seno de los pequeños grupos, en la relación dialogal, donde se garantiza una comunicación veraz y auténtica; tercero, porque la fe se vive, se expresa y se celebra en el ámbito comunitario. Se podrían añadir más razones. Permítase esta última: porque también los pobres tienen derecho a acceder, de forma sencilla, a las nuevas tecnologías y beneficiarse de sus ventajas comunicativas. Recordemos que la comunicación —y la catequesis— no está en los medios, sino en las personas. El lenguaje de los medios, en manos de un grupo, le dan a este todo el protagonismo para pertrecharse de defensas críticas frente al lenguaje camuflado y totalitario que a veces aparece en los mismos medios y, sobre todo, para suscitar la comunicación interpersonal, ayudar a la búsqueda, estimular la interiorización, situar ante la propia experiencia de vida y de fe. El medio, en suma, más que hablar por sí mismo, hace que el grupo hable, reflexione e investigue. Es la forma de que el medio esté al servicio de la comunicación.

Conclusión: El lenguaje de los pobres Jesús, el audiovisual de Dios, sigue acampando entre nosotros. Su lenguaje es el de los pobres, sus preferidos. Estos no hablan con la fuerza de sus palabras; no hablan desde la altura de la ciencia ni en los estrados de la televisión, sino desde la debilidad que emerge de la pobreza. Su palabra es de tú a tú, directa, concisa, interpeladora. No es dominadora ni orgullosa. Es confiada, humilde, esperanzada. Si hay grito, es contra su injusticia; si hay dolor y amargura, es para solicitar misericordia. Si hay rebeldía, es para exigir justicia. Jesús nos habla en el lenguaje de los pobres. Tal es el lenguaje propio del cristiano en su comunicación con Dios, la cual impregna —o ha de impregnar— todas las comunicaciones humanas. Estas, en sus actitudes y en sus palabras, en sus medios y en sus objetivos, son portadoras, por así decir, del lenguaje humano de Dios, un lenguaje que sólo manifiesta su fuerza y su poder en la debilidad. Porque ni siquiera el lenguaje nos pertenece. Como el profeta Jeremías, el creyente reconoce que no sabe hablar y que ese vacío lo llena el único que lo puede llenar: «Yo pongo mis palabras en tu boca» (Jer 1,4-10). Y son palabras que emergen, cual surtidor, del corazón de quien ama la verdad, se deja penetrar por ella y, en consecuencia, se siente impulsado a hacer audible y visible la acción y la palabra de Jesús que vive en medio de nosotros. En palabras de E. Babin, «si hemos nacido de Dios, siempre habrá en nuestro interior una voz que nos diga: ¿estás seguro de comunicar como los pobres? Cuando hablas en la televisión o en el púlpito, desde el olimpo de tu ciencia, ¿hablas como un rico o hablas como un pobre? ¿Hablas dominando o recibiendo? ¿Buscas tu ideal de comunicación en los altos ejecutivos o en los niños? ¿Haces que en tu trabajo y en tu casa reine el lenguaje del corazón o el de la razón? Cuando hablas de Dios, ¿qué es lo que comunicas: tus ideas sobre él o tu contacto personal con él?» 5. 2

NOTAS: 1. H. WALLON, De lacte á la pensée. París 1942. – Jornadas sobre juventud y modelos culturales. Conclusiones, Madrid 1981. – 3. P. BABIN, Nuevos modos de comprender, SM, Madrid 1986, 32. – 4. ID, La era de la comunicación, Sal Terrae, Santander 1990, 40. – 5. Ib, 88.

BIBL.: AA.VV., Comunicaciones, fe y cultura, SM, Madrid 1984; AA.VV., Introducción a los medios de comunicación, SM, Madrid 1990; AA.VV., Catequistas en la comunidad, SM, Madrid 1987; ARANGUREN J. L., La comunicación humana, Guadarrama, Madrid 1975; BABIN P., La era de la comunicación. Para un nuevo modo de evangelizar, Sal Terrae, Santander 1990; Langage et culture des médias, Universitaires, París 1991; BABIN P.-KOULOUMDIAN M. F., Nuevos modos de comprender, SM, Madrid 1986; BENITO A. (dir.), Diccionario de ciencias y técnicas de la comunicación, San Pablo, Madrid 1991; CASTAÑO G., Comunicación y catequesis, Actualidad catequética 91 (1979) 11-22; DAVARA F. J. Y OTROS, Introducción a los medios de comunicación, San Pablo, Madrid 1990; DAVIS F., La comunicación no verbal, Alianza, Madrid 1976; DAZA G., Los medios audiovisuales en la catequesis, Marova, Madrid 1979; DEP. DE AUDIOVISUALES DEL SNC, El lenguaje audiovisual en la catequesis. Búsqueda de una criteriología común, Actualidad catequética 91 (1979) 51-56; ESCALERA M., Audiovisuales y catequesis, Misión Joven 16-17 (1978) 5-33; La catequesis audiovisual en España, Actualidad catequética 91 (1979) 23-49; Claves y modelos del procedimiento audiovisual en la catequesis, Sal Terrae 70 (1982) 353-365; El procedimiento audiovisual, Religión y Escuela 77 (1992) 25-28; FERNÁNDEZ-ARDANAZ S., Medios de comunicación social en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 769-775; GINEL A., Acentuaciones y límites de la comunicación en catequesis, Sinite 20 (1979) 401-420; GONZÁLEZ CORDERO D., Lenguaje audiovisual y comunicación de la fe, Sinite 149 (1991) 67-98; GUTIÉRREZ F., El lenguaje total, Humanitas, Buenos Aires 1974; Pedagogía de la comunicación, Humanitas, Buenos Aires 1976; LÓPEZ QUINTÁS A., Estrategia del lenguaje y manipulación del hombre, Narcea, Madrid 1979; MILLER G. A., Psicología de la comunicación, Paidós, Barcelona 1980; MoRAGAS M. DE, Sóciología de la comunicación de masas, G. Gili, Barcelona 1984; PAULUS J., La función simbólica y el lenguaje, Herder, Barcelona 1984; PEDROSA V., Lo audiovisual en la formación de los catequistas, Actualidad catequética 147 (1990) 113-154; El lenguaje audiovisual para una triple fidelidad: a Dios, a los hombres de hoy y a la «traditio», Actualidad catequética 149 (1991) 99-159; SHERER R., Realidad, experiencia, lenguaje. Fe cristiana y sociedad moderna I, SM, Madrid 1985; ZECCHETTO V., Educación, catequesis, audiovisuales, San Pablo, Bogotá 1976.

Maximiano Escalera Fernández

COMUNIDAD CRISTIANA

SUMARIO: I. La recuperación de los orígenes. II. Nacida de la comunión para la comunión: 1. En una historia de alianza; 2. La fuente está en la Trinidad; 3. Reunida y enviada por el Espíritu. III. Realización histórica de la comunión: 1. Dimensión comunitaria de la fe; 2. La comunidad inmediata. IV. Ámbito maternal de la catequesis: 1. Una catequesis en clave comunitaria. Proceso histórico; 2. La comunidad cristiana, origen, lugar y meta de la catequesis.

I. La recuperación de los orígenes A lo largo de toda la etapa posconciliar pocos acontecimientos han sido tan trascendentales para la Iglesia como la recuperación de la comunidad en cuanto eje central de toda su pastoral y núcleo de la vida eclesial. Hablamos de acontecimiento en un sentido dinámico; no nos referimos, pues, al establecimiento de una serie de estructuras externas, sino a la transformación que se va produciendo lentamente, a menudo de manera imperceptible. Es, sobre todo, una toma de conciencia que va calando en las diferentes instancias eclesiales, y que se expresa ya a gritos desde muchos foros: «Tanto en las diócesis como en las parroquias o en los movimientos apostólicos o en las congregaciones y órdenes religiosas, debe darse siempre ese núcleo llamado comunidad. Es, debe ser, su raíz última; como su corazón entrañable, su venero y manantial, que vivifica al conjunto de todos sus miembros»1. El desarrollo de esta conciencia comunitaria ha ido de la mano con la profundización que la propia Iglesia ha realizado de sus dos dimensiones esenciales: comunión y misión. Para ambas la comunidad cristiana es el lugar necesario de verificación y encarnación. Simultáneamente, y alentadas por el Vaticano II desde su constitución Lumen gentium, se ha avanzado en la reflexión y consiguiente revisión –lejos aún de concluirse– de la composición intraeclesial. Se superan, aun con grandes resistencias, los esquemas divisorios jerarquía-laicado y clérigosreligiosos-fieles, tendentes ambos a resaltar lo que diferencia sobre lo que es común; en

cambio, va afianzándose otro binomio como esquema más representativo de esta eclesiología de comunión: comunidad-ministerios y carismas, donde la unidad en la comunidad es el punto de partida, la condición cristiana común; desde ella se fundamenta la distinción, que viene requerida por la iniciativa libre y variada del Espíritu, que es quien suscita en la Iglesia la riqueza de ministerios y carismas para la utilidad común. En el marco de la comunidad, nacida de la fuente común que es el bautismo, es donde podemos referirnos a una común dignidad, una común llamada a la santidad y un común derecho, que también es deber, a participar en la misión de la Iglesia, la evangelización (cf ChL 55). Finalmente, ligada a las anteriores, se ha producido la recuperación de la iniciación cristiana, en cuanto proceso catequético que conduce a la adquisición de la identidad cristiana. Este es el auténtico caballo de Troya, en el mejor sentido, pues su introducción en el seno del cuerpo eclesial, en las iglesias locales, en las parroquias, en los movimientos apostólicos... trae consigo un doble fruto: por una parte, produce la autoidentificación del grupo iniciador, le induce a redescubrir su identidad; en este camino, hecho a nivel local, es donde toman cuerpo las recuperaciones de otros aspectos de la identidad eclesial a que antes aludíamos. Y por otra parte, el proceso va incorporando en la comunidad a nuevos sujetos que han podido asumir la fe cristiana en esta clave comunitaria, tan esencial a la catequesis de inspiración catecumenal. Como afirma el Directorio general para la catequesis de 1997, así es como la comunidad se ha convertido en origen, lugar y meta de la catequesis (DGC 254).

II. Nacida de la comunión para la comunión «La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio». Esta afirmación del sínodo extraordinario de 1985, asumida por Juan Pablo II (ChL 19), nos señala el dinamismo que ha impulsado la realidad actual de la comunidad cristiana. El misterio de la Iglesia-comunión es la clave que nos permite sobrepasar la estructura sociológica de la comunidad cristiana para descubrir el origen de su vida y sentido. «La comunión expresa el núcleo profundo de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, que constituyen la comunidad cristiana referencial» (DGC 253). 1. EN UNA HISTORIA DE ALIANZA. La comunidad cristiana se enraíza en una historia de alianza narrada a través de todas las páginas de la Biblia. Desde el comienzo al final, quien tiene la iniciativa en esa historia es Dios. El, que ha creado al hombre «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26), lo llama a vivir en comunión, con él y con sus semejantes, y en esa comunión se cifra la realización de la persona humana. Dios es representado pintorescamente, a veces en formas atrevidas, intentando la comunión con el hombre, a pesar de las huidas de este. Cuando tiene que darse a conocer se identifica por sus relaciones: «El Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob...» (Ex 3,15). Sus profetas lo representan como el marido que quiere entrañablemente a su esposa, y que incluso la busca y la perdona cuando ella le ha sido infiel (cf Os 2,16-25). Sin embargo, esta comunión no se traduce nunca en una relación intimista, verticalista, del individuo con su Creador al margen dedos demás hombres. Desde el comienzo, Dios plantea al hombre la pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4,9). Y esa pregunta se hace más implacable cuando el hermano es el débil, el explotado, el indefenso. A través de ellos, especialmente, pasa la comunión, dé tal forma que no habrá comunión con Dios sin comunión humana, y que la ruptura de esta última quebranta igualmente la comunión con Dios.

La ruptura de la comunión es lo que constituye el contrapunto de la historia de la alianza. Se trata de una historia de pecado que protagoniza el hombre. Con el pecado, queda frustrada la comunión, y con ella las posibilidades de realización humana. La historia de la alianza se convierte, pues, en historia de salvación. Dios asume como misión suya salvar al hombre: conducirlo de nuevo a la comunión. «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente» (ChL 32). 2. LA FUENTE ESTÁ EN LA TRINIDAD. Jesús nos revela la fuente de la alianza; es el único que podía conocerla. Con él nos asomamos a la Trinidad de Dios y descubrimos que la comunión define el ser mismo de Dios: Dios es comunión. Entre el Padre y el Hijo existe la comunicación más plena y el don total de sí en el Espíritu Santo. La comunión de la Trinidad es propuesta por Jesús como modelo e ideal de la comunión humana: «Que todos sean una sola cosa... como nosotros somos uno» (Jn 17,21-22). Esta comunión, personalizada en el Espíritu Santo, se desborda entre el Padre y el Hijo y se exterioriza en misión que alcanza a toda la humanidad; de tal forma que el modelo e ideal de toda misión será también la Trinidad: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Así es la tensión dinámica comunión-misión que brota de la Trinidad: «La comunión es misionera y la misión es para la comunión» (ChL 32). En la persona de Jesús, en su encarnación, en su vida y en su muerte, lo hemos experimentado: «En esto hemos conocido el amor: en que él ha dado su vida por nosotros» (Un 3,16). Juan desarrolla esta reflexión y saca las consecuencias en su primera carta: «Si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (lJn 4,11). Es necesario asumir ese dinamismo para entrar en relación con él; la comunión con los hermanos nos asegura la comunión con Dios: «Si nos amamos los unos a los otros, Dios está en nosotros» (lJn 4,12). El signo por excelencia de la participación en el dinamismo divino comunión-misión es la comunión del pan y el vino eucarísticos, el cuerpo de Jesús entregado y su sangre derramada por la salvación de todos. El término koinonía, usado por Pablo al narrar la cena del Señor (1Cor 10,14.22), expresa el proyecto contenido en aquel signo, signo fundante de la comunidad cristiana, un proyecto de fraternidad que abraza a todos los hombres y anticipa la vuelta del Señor para la plena comunión que tendrá lugar en el banquete del Reino. 3. REUNIDA Y ENVIADA POR EL ESPÍRITU. En el signo de la eucaristía encuentra la Iglesia las claves fundamentales para comprenderse a sí misma. En ella se descubre nacida de la comunión para la comunión, y con esa conciencia se presenta ante el mundo como sacramento de salvación, es decir, «signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). «La realidad de la Iglesia-comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del misterio, o sea, del designio divino de salvación de la humanidad» (ChL 19). La comunión con el cuerpo de Cristo introduce a los creyentes en el misterio de Cristo: misterio de comunión y salvación de la humanidad, según el plan proyectado por el Padre para realizar por la fuerza del Espíritu (cf Ef 1,3-14). Pero la comunión en el cuerpo de Cristo tiene su verificación en el cuerpo de la Iglesia, en las relaciones de solidaridad y de comunión fraterna establecidas en su interior y proyectadas luego hacia la renovación de la sociedad. Los creyentes «se reúnen, pues, en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora» (EN 13). El Espíritu Santo es quien reúne a los creyentes en esta comunión. El mismo que personifica la comunión en la Trinidad, el Amor entre el Padre y el Hijo, es el dinamizador de la comunión en la

Iglesia; «aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia» (ChL 19). Lucas narra en el libro de los Hechos de los apóstoles los comienzos de la comunidad cristiana, a la que llama ekklesía, sin hacer distinción en su magnitud local o universal. La narración, una lectura en clave teológica, resalta vivamente el protagonismo del Espíritu en todo el desarrollo de la comunidad, que se proyecta en dos dimensiones complementarias: una dirigida hacia el interior de la comunidad: es la comunión o koinonía; la otra proyecta la comunidad hacia fuera, hacia su misión: es el anuncio de la Palabra o evangelización. a) La koinonía. «Koinonía es el término que sintetiza y expresa la existencia de la comunidad primitiva como comunión con Cristo, muerto y resucitado, y, por él, con el Padre y con los hermanos, mediante la acción del Espíritu Santo» (Diccionario teológico. El Dios Cristiano, 252). Esta dimensión nuclear y esencial de la comunidad cristiana se desarrolla a través de varios rasgos que Lucas sintetiza en los tres sumarios (He 2,42-47; 4,32-35 y 5,12-16) de la comunidad de Jerusalén: 1) Comunión en la enseñanza de los apóstoles, dirigida fundamentalmente a los de dentro, aunque no excluye a los de fuera. Es la transmisión (traditio) de la experiencia originaria de la fe, partiendo de los apóstoles; 2) Comunión de vida y de fe, de bienes materiales y de sentimientos. Es lo que Lucas llama propiamente koinonía. Esta actitud de compartir se basa no en una simple amistad, sino en la acción de Jesús, que nos amó hasta el extremo, hasta dar su vida por nosotros (cf Ef 5,2; Flp 2,68), y está, por tanto, íntimamente ligada con el gesto de la eucaristía; 3) Comunión en la fracción del pan. El nombre alude al gesto familiar en Jesús, y tan frecuente entre los judíos, con el que el padre de familia partía el pan, lo bendecía y lo distribuía. En la comunidad cristiana este gesto fue asumido como un signo con un contenido propio, a partir del cual se desarrolla una liturgia típicamente cristiana, la eucaristía. Mediante este gesto la comunidad realiza y actualiza no sólo la presencia de Jesús en medio de ella, sino sobre todo su participación en el sacrificio de Jesús, su disposición de ser cuerpo de Cristo repartido para todos; 4) Comunión en las oraciones. Desde el principio se siente comunidad orante, que se dirige al Padre con la oración de Jesús, movida por el Espíritu Santo. Es cierto que asume buena parte de las plegarias judías, especialmente los salmos, pero filtradas o releídas a través de la experiencia de Jesús, y esta experiencia la expresa la comunidad en las confesiones de fe, himnos y cánticos que pronto empiezan a circular entre las Iglesias y que Pablo recoge en sus cartas. b) La evangelización. La comunidad ha sido reunida por la Palabra, se fundamenta en ella y mantiene su cohesión en torno a la Palabra (cf He 2,37-41). Pero desde el primer momento, la comunidad –cada una de las sucesivas comunidades que van surgiendo, empezando por la de los apóstoles– «tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: Debo anunciar también el reino de Dios a las demás ciudades (Lc 4,43), se aplican con toda verdad a ella misma» (EN 14). Y su acción evangelizadora aparece como una consecuencia de haber recibido el Espíritu: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con absoluta libertad la palabra de Dios» (He 4,31). La Palabra que los miembros de la comunidad anuncian es testimonio de la resurrección de Jesús (He 2,32; 4,20; 5,12; etc.); es invitación a acoger el mensaje de Jesús y a convertirse a esta «nueva vida» (cf He 5,20); también son testimonio de la llegada del Reino los signos que realizan curando enfermos y liberando de espíritus inmundos (cf He 3,6; 5,12-16; 8,5-7; etc.), y lo es la fuerza llamativa de su vida en comunión (cf He 2,47; 4,33; 5,13). Los que acogen la Palabra son introducidos en la comunión de los creyentes (cf He 2,41.47), con lo cual se completa el dinamismo comunión-misión de la mano del Espíritu: «La comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión» (ChL 32; cf EN 15). De igual manera, la iniciación catequética que la comunidad realiza con los que ya han aceptado la primera evangelización, no se limita al aprendizaje de la doctrina, sino que pretende la iniciación en la comunión cristiana, donde Cristo y la Iglesia se presentan de forma inseparable (cf DGC 80-81).

III. Realización histórica de la comunión 1. DIMENSIÓN COMUNITARIA DE LA FE. a) No hay fe cristiana sin comunión. El misterio de la Iglesia-comunión se encarna en los seguidores de Jesús, reunidos en la comunidad eclesial. La fe cristiana lleva en su esencia esta dimensión comunitaria que se desarrolla en lazos de filiación con Dios y de fraternidad con los hombres. Así como la alianza –la antigua y la nueva– es el hilo conductor de toda la historia de la salvación, según queda reflejada en la Biblia, igualmente la comunión es la clave por la cual la fe cristiana va tomando forma en la historia y en la vida del cristiano. La profundización en la fe cristiana no es sino el desarrollo de la comunión en los dos ejes indicados, de manera que no hay fe cristiana sin comunión; cuando falta esta, aquella queda reducida a una vaga religiosidad. La predicación de Jesús en tomo al reino de Dios –que constituye el núcleo de su mensaje– es, fundamentalmente, una invitación a entrar en esta dinámica de filiación y fraternidad, y tiene un objetivo inmediato: la constitución de una comunidad que sirva de signo de dicha dinámica sobre la que se construye el reino de Dios. La Iglesia primitiva, en cuyo seno se seleccionaron y organizaron los relatos evangélicos, vio en esta comunidad fundada por Jesús el modelo de referencia para lo que ella debía ser. No en vano dicha comunidad –en número más o menos grande, según los distintos relatos–aparece con tanta frecuencia como testigo directo y también como destinatario de las palabras y los hechos de Jesús. b) La comunión, fuente, camino y meta de la comunidad. Comunidad y comunión son dos realidades que se implican y se requieren mutuamente en el seguimiento de Cristo. Entre ambos existe la relación de significante a significado. La comunión es quien da sentido a la comunidad, al tiempo que se hace visible gracias a ella. – La comunión es la fuente de la comunidad. Esta afirmación nos remite a nuestra reflexión anterior sobre la koinonía cristiana. El origen de la comunidad cristiana no podemos buscarlo en la afinidad psicológica entre sus miembros, sino en el Espíritu Santo concedido por el Padre en Jesús, prolongando así en nosotros la comunión que existe en la Trinidad. Se trata, pues, de un regalo que se nos hace, antes que de un logro de nuestra voluntad. Estamos convocados por el Señor Jesús; él es el Evangelio de Dios que nos reúne en tomo a él; sólo él puede crear entre los hombres la fraternidad capaz de absorber las divisiones y los odios, la distancia y la soledad; sólo en él, animados por su Espíritu, es posible amar, perdonar, comunicarse, compartir, ayudarse, sin una previa disposición psicológica o afectiva; porque quien se encarga de realizar la unidad es el mismo espíritu de Jesús2. Pero Dios no regala su comunión a unos pocos, unos privilegiados. Su deseo es que llegue, sobre todo, a los más lejanos, los marginados, los perdidos. Por eso, quien es consciente de haber recibido el don de la comunión queda comprometido en su difusión. Más aún: la garantía de la comunión definitiva con el Señor sólo queda asegurada si se ha promovido la comunión con los más débiles, con los hermanos más necesitados (cf Mt 25). De tal manera que la comunión en el interior de la comunidad cristiana se convierte para esta en un reto permanente a construir fraternidad con los de fuera. – La comunión es el camino de la comunidad. La comunidad cristiana no tiene otro camino que el de la comunión. Su proyecto, su tarea permanente, ha de ser construir la comunión en sus dos ejes: filiación y fraternidad. Ha de caminar, pues, en una referencia constante a Dios: buscando la unidad en la oración, en la escucha y la comunicación de la Palabra, en la celebración eucarística, en la apertura al Espíritu para discernir los acontecimientos. E igualmente ha de caminar en la referencia a los hermanos, en él servicio fraterno, en el compartir la vida y los bienes, en la atención a los necesitados, en la aceptación de la pluralidad. Cami nar en la comunión implica también aceptar y asumir las mediaciones humanas en las cuales se encarna la comunión: la

diversidad de carismas y estados de vida, las estructuras e instituciones que en cada tiempo y lugar pueden contribuir a desarrollarla, y, sobre todo, la ministerialidad, como dimensión eclesial que favorece la corresponsabilidad de todos en la comunión y la misión de la comunidad. – La comunión es la meta de la comunidad. La comunión es una realidad escatológica. Sólo en el Reino definitivo podremos vivirla en su plenitud. Pero ya en esta vida podemos saborearla, porque el Espíritu Santo actúa entre nosotros comunicándonos la vida de Dios, la comunión de la Trinidad. De ella es sacramento la comunidad eclesial, y en cuanto sacramento realiza lo que significa. La conciencia de este ya pero todavía no, actúa en la comunidad eclesial como un permanente revulsivo que la obliga a relativizar sus proyectos, a poner en cuestión sus logros y a dar un sentido utópico a sus objetivos finales. La meta de la comunión siempre está más allá de lo que puede conseguir. Y sin embargo, puesto que ya está presente en ella como la fuente de su propio ser y como regalo del que ya puede disfrutar, está capacitada para anunciarlo proféticamente, introduciendo así en este mundo, en la sociedad de hoy, como una cuña, la realidad escatológica de la comunión. Este es el sentido, por ejemplo, del matrimonio cristiano, convertido en sacramento que anuncia el amor indisoluble de Cristo por su Iglesia; o el celibato consagrado, signo de un amor gratuito puesto al servicio de todos, como es el amor de Dios. c) Los niveles de la comunión. Al explicitar el ámbito en el que la comunión se encarna conviene huir de dos extremos igualmente viciosos: tan malo es el encerrarla en el pequeño marco familiar de una comunidad que vive vuelta hacia sí, como el diluirla en una supuesta universalidad que prescinde de las mediaciones inmediatas. Los niveles de la comunión se organizan en relación a dos planos que se cruzan: 1) En primer lugar, el plano de la eclesialidad, donde la comunión se alimenta, echa raíces y encuentra sentido en la fe. La comunión se estructura en círculos que se engloban unos a otros. Los más interiores corresponden a las comunidades inmediatas, donde se establecen las relaciones interpersonales. En ellas es donde debe comenzar a vivirse y donde se ha de alimentar a diario la comunión (DGC 253). Desde las comunidades inmediatas los creyentes se unen a las comunidades referenciales: primeramente, la Iglesia local o diócesis, donde se da la plenitud de la Iglesia y de la comunión bajo la presidencia del obispo; finalmente, la Iglesia universal, presidida por el papa, donde se realiza la comunión de Iglesias locales extendidas por todo el mundo (cf CC 255). Otros círculos intermedios representan a las Iglesias regionales y nacionales. A partir de estos círculos la comunión se dirige hacia horizontes más amplios, siempre sobre el mismo plano de la eclesialidad: el ecumenismo nos abre a otras Iglesias cristianas, buscando todo aquello que nos une en la fe. Más allá del marco visible de la Iglesia, la comunión nos une al mundo entero, pues todo él está llamado a participar en el reino de Dios, y por todas partes están diseminadas las semillas del Verbo (AG 11). 2) El otro plano en el que se encarna la comunión está referido a los destinatarios de la misión. Al igual que en el plano anterior, tampoco aquí hay exclusiones, pero sí hay un orden de preferencias que son las del reino de Dios. Los pobres son los preferidos por la comunidad cristiana; con ellos debe manifestar su comunión, tanto más intensa cuanto mayor es la necesidad de aquellos. 2. LA COMUNIDAD INMEDIATA. a) Un espacio de vida para la comunión en la fe. La comunidad inmediata es el espacio donde el creyente experimenta en primera instancia el misterio de la Iglesia. Se caracteriza por unas relaciones interpersonales cercanas y una comunicación directa entre sus componentes. En este espacio la gracia de la comunión se encarna y toma cuerpo, y desde aquí se proyecta hacia otros círculos más amplios; en cierto sentido podemos calificar la comunidad inmediata de núcleo generador de la comunión, siempre sin olvidar que nos referimos a un don que viene de lo alto, no a un proyecto meramente humano. Los creyentes acogen en la fe este don que convierte su grupo humano en una célula de la Iglesia; de su iniciativa y responsabilidad dependerá luego que la comunión crezca y se desarrolle, en los niveles y planos a los que antes nos referíamos.

El concepto comunidad inmediata se refiere, en realidad, a núcleos comunitarios de diferente extensión y relación entre sí: desde la pequeña comunidad de fe, constituida como un grupo sociológicamente primario, pasando por el conjunto de grupos que están unidos por un mismo carisma en torno a una misión concreta, hasta la gran comunidad parroquial que reúne dentro de sí a grupos muy diferentes. ¿ Comunidad parroquial o, mejor, parroquia como comunión de comunidades? Esta segunda denominación parece más adecuada para definir la aportación que debe hacer la parroquia, en cuanto organización eclesial, a los grupos que se encuentran en su seno: el reconocimiento y la complementariedad de los distintos carismas, la pluralidad de relaciones interpersonales, la variedad de urgencias que plantea la misión, la apertura a la comunión universal a través de la Iglesia local... Es esa dimensión que proporciona volumen a la experiencia de comunión que el creyente vive en la pequeña comunidad. La parroquia entra así en la categoría de comunidades inmediatas, sin acaparar esta denominación, pero con aquella función peculiar que deberá discernir de continuo para no reducirse a una estructura burocrática de administración de sacramentos. La propuesta que hacía la II Conferencia del episcopado latinoamericano (1968) sigue siendo el reto que cada comunidad inmediata ha de proponerse en su interior: «La vivencia de la comunión, a la que ha sido llamado, debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base, es decir, una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros... La comunidad cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial, que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial y foco de evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo» (Medellín 15, 10). b) La formación de las comunidades inmediatas. Unas surgen como ofertas institucionales, promovidas desde la jerarquía, cumpliendo esta con su ministerio pastoral de facilitar a los fieles los medios y estructuras adecuadas para vivir su fe. La principal de ellas es la parroquia (cf SC 42), en la cual, «la comunión eclesial encuentra su expresión más visible e inmediata» (ChL 26). Será la forma utilizada por la mayoría de los cristianos para vivir en comunión con la diócesis y con la Iglesia universal. Otras surgen espontáneamente entre los fieles, siguiendo el dinamismo carismático que el Espíritu suscita, y haciendo uso de su derecho a la asociación (ChL 29; CCE 215). Son las pequeñas comunidades cristianas con sus correspondientes agrupaciones en orden a la comunión y a la misión (cf EN 58). Para todas ellas la referencia inexcusable es la Iglesia local o diócesis, pues sólo en ella podrán participar del misterio total de la Iglesia. Se habrán de prever, pues, los lazos estructurales que hagan manifiesta esa referencia. Suelen estar ya establecidos en lo que se refiere a la parroquia y a las pequeñas comunidades insertas de una u otra forma en la parroquia. Para aquellas comunidades que, por motivos razonables, no deseen vincularse a ninguna parroquia3, el obispo con su consejo pastoral habrá de habilitar cauces de comunión y comunicación con todas estas comunidades, procurando siempre salvaguardar la identidad y carisma de cada una de ellas, pues son un don del Espíritu a la Iglesia diocesana y universal. El esquema organizativo del arciprestazgo, sobre todo en las ciudades, presenta grandes ventajas y posibilidades para coordinar comunidades parroquiales y no parroquiales, y facilitar la colaboración mutua, más allá de las suspicacias, recelos y exclusivismos que afloran con frecuencia por parte de unas y de otras. c) Rasgos de la comunidad inmediata. La comunidad inmediata debe responder a una serie de características que garanticen su identidad eclesial. Encontramos diversas descripciones (cf EN 58; CC 257-265; Conceptos fundamentales del cristianismo, 186-187), coincidentes en lo esencial, aunque cada una tiende a subrayar determinadas dimensiones dentro del conjunto, ya sea la fundamentación cristológica, la referencia a la palabra de Dios, la proyección o compromiso social, la participación de bienes, la vida fraterna, la comunión eclesial, la celebración de la liturgia, la

corresponsabilidad ministerial,... Esta variedad de acentuaciones, sin diferir por ello en lo esencial, nos sugiere dos observaciones importantes: En primer lugar, que no existe un tipo único de comunidad cristiana inmediata, sino más bien una infinidad de variedades, dependientes de múltiples factores tales como la historia propia de la comunidad y los procesos personales de sus miembros, las características culturales y las necesidades sociales del entorno, los carismas presentes en el grupo y la generosidad de quienes los poseen, las preferencias teológicas y litúrgicas... En segundo lugar, la descripción de rasgos de una comunidad in-mediata no tiene como objetivo trazar una frontera entre las comunidades que cumplen perfectamente estos requisitos y las que no, sino proponer un camino con una dirección clara que permita discernir y avanzar en un proceso de maduración. Las diferencias pueden ser muchas entre unas y otras comunidades, pero la verdadera separación procede no de las acentuaciones diversas, sino de la diferencia de dirección que se produce al excluir más o menos deliberadamente alguno de los componentes esenciales de la identidad comunitaria eclesial. La descripción que ofrecemos a continuación está hecha con una perspectiva intencionadamente catequética, pensando en aquellos que, tras haber hecho un proceso de profundización en la fe, se preguntan cómo ha de ser la comunidad en que deben insertarse, o cómo construirla, o en qué se diferencia del grupo catecumenal que les ha acompañado en el proceso... La comunidad inmediata es: 1) Un grupo de «talla humana». La expresión quiere resaltar la infraestructura en la que se encarna lo cristiano; asume su amplitud, por ejemplo en toda la variedad de edades, pues todas tienen cabida en la comunidad, y su ambigüedad, pues cuenta con las debilidades, los retrocesos, las raíces siempre presentes del egoísmo humano; pero subraya la madurez como tónica y, por tanto, la capacidad de relaciones interpersonales fraternas y solidarias. Su núcleo fundamental ha de estar constituido por adultos —aun-que sean jóvenes—, es decir, personas que han asumido su identidad y han definido ya su posición en la vida c on determinadas opciones básicas ya he-chas. No parece apropiado, pues, hablar de una comunidad cristiana de adolescentes, que, por definición, aún están en búsqueda de su propia identidad. Pero no es suficiente la calidad y madurez de las personas; también es necesario que tanto el número de miembros como las estructuras favorezcan las relaciones cercanas entre los miembros de la comunidad, el sentido de pertenencia, la participación y el compromiso. 2) Un grupo de identidad cristiana. El centro de la comunidad es Cristo, lo cual «implica la clara conciencia de una vinculación personal con Cristo y Dios Padre en unión con el Espíritu» (CC 258). No son sus problemas e intereses in-ternos los que ocupan el primer puesto en las preocupaciones de la comunidad. La Palabra es su punto de referencia fundamental y desde ella la comunidad discierne sus opciones y proyectos. Para acoger la Palabra y darle la respuesta adecuada se hace comunidad orante. Asume como propio el programa de Jesús, sintetizado en el mandamiento del amor y las bienaventuranzas. Expresa y celebra su fe en Jesús. Se sitúa en formación permanente, a fin de comprender y asimilar mejor el mensaje y «saber dar razón de su esperanza» (lPe 3,15). Desarrolla su vida litúrgica y, de manera especial, celebra la eucaristía como centro y cumbre de toda la vida eclesial. Está comprometida en la realización del reino de Dios: hacia dentro de la comunidad, construyéndola mediante los distintos ser-vicios, ministerios y carismas, y haciendo de ella un signo de la llegada del Reino; hacia fuera, participando en la reconversión de las estructuras sociales y anunciando la buena nueva con su propio testimonio y el envío explícito de algunos de sus miembros; vive la urgencia de atender sobre todo a los más necesitados, como privilegiados del reino. 3) Un grupo en plena comunión eclesial. Acepta la interdependencia y la solidaridad con las otras comunidades eclesiales y fomenta la propia integración en la Iglesia local diocesana y en la Iglesia universal.

IV. Ámbito maternal de la catequesis

1. UNA CATEQUESIS EN CLAVE COMUNITARIA. PROCESO HISTÓRICO. La toma de conciencia de la Iglesia sobre su identidad comunitaria forzosamente debía traer consigo un replanteamiento de la catequesis y, en general, de todo el proceso de educación de la fe, poniéndolos, cada vez más, bajo el signo de la comunidad. Desde la convicción cada vez más arraigada de que «la catequesis está íntimamente unida a toda la vida de la Iglesia» (CT 13), se ha desarrolla-do en las décadas posteriores al Vaticano II un considerable trabajo con vistas a: 1) «dar la prioridad a la catequesis, por encima de otras iniciativas cuyos resultados pueden ser más espectaculares» (CT 15), y 2) hacer de ella «una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21). Al subrayar este carácter iniciático, se pone en primer plano la finalidad comunitaria de la catequesis y, por lo mismo, su referencia a la Iglesia comunidad, como reconoce el nuevo Directorio: «Por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe» (DGC 68). Algunos pasos históricos señalan esta recuperación: Por parte de la Iglesia universal, ya en 1971 el Directorio general de pastoral catequética señalaba la relación intrínseca entre catequesis, testimonio y comunidad, y la dependencia entre el catequista y la comunidad: «La catequesis debe apoyarse en el testimonio de la comunidad eclesial». «El catequista es, en cierta manera, intérprete de la Iglesia ante los catequizan-dos» (DCG 35). Pablo VI recoge las aportaciones del sínodo de 1974 sobre la evangelización en su exhortación Evangelii nuntiandi. La catequesis queda englobada en el complejo proceso de la evangelización; en cuanto tal, «no es para nadie un acto individual y aislado, sino pr ofundamente eclesial» (EN 60). El sínodo de 1977, dedicado todo él a la catequesis en nuestro tiempo, avanza en la misma línea y define claramente las nuevas posiciones: El «lugar o ámbito normal de la catequesis es la comunidad cristiana. La catequesis no es una tarea meramente individual, sino que se realiza siempre en la comunidad cristiana». Simultáneamente subraya la importancia de las nuevas formas de comunidad: pequeñas comunidades eclesiales, asociaciones, grupos juveniles (MPD 13). Asumiendo el mensaje del sínodo anterior, Juan Pablo II afirma en CT la necesidad de que la catequesis tenga una orientación comunitaria, y no de una manera vaga, sino en referencia a la comunidad concreta: «Todo el que se ha adherido a Jesucristo por la fe, y se esfuerza por consolidar esta fe mediante la catequesis, tiene necesidad de vivirla en comunión con aquellos que han dado el mismo paso. La catequesis corre el riesgo de esterilizarse, si una comunidad de fe y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis» (CT 24; cf DGC 69). Por su parte, la Iglesia latinoamericana había proclamado ya en Medellín (1968) su opción por la catequesis, entendida como proceso comunitario de crecimiento en la fe. En la Iglesia española, el primer impulso oficial para situar la catequesis en clave comunitaria lo encontramos en 1978, en un documento del episcopado español, de carácter programático y de largo alcance: Una nueva etapa en el movimiento catequético; en él se señala como objetivo prioritario de acción pastoral el tratar de conseguir una catequesis desde y para la comunidad cristiana. Desde esa fecha, los sucesivos planes trienales de la Conferencia episcopal española confirman y desarrollan dicho objetivo. Para orientar y sostener este esfuerzo, aparece en 1983 el principal documento catequético de la Iglesia española en las últimas décadas, La catequesis de la comunidad. Entre los criterios que proporciona para potenciar, discernir y dar coherencia a la acción catequética española, resaltan

los referidos a la inspiración catecumenal de la catequesis, a la formación de la identidad cristiana a partir de la iniciación eclesial, a su carácter comunitario y al papel de la comunidad en la acción catequética. Desde estas orientaciones se van estructurando a continuación los di-versos sectores de la catequesis. El primero y más importante, el de la Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales (1990), de la que se afirma que es «una acción educativa que se realiza desde la responsabilidad de toda la comunidad, en un contexto o clima comunitario referencial, para que los adultos que se catequizan se incorporen a la vida de dicha comunidad» (CAd 126). Luego el de jóvenes (1991): «Toda pastoral con jóvenes ha de proponer y animar el encuentro personal y comunitario del joven con Cristo vivo... Ha de impulsar, y además facilitar, la participación en la vida de la comunidad...» (OPJ 30). Todas estas aportaciones confluyen sobre el nuevo Directorio y en él que-dan integradas armónicamente. Se puede decir que este documento es la coronación de un proceso que ha situado a la catequesis en el centro de atención de la comunidad cristiana, y a esta como marco y objetivo de toda catequesis. Este espíritu es el que inspira posteriormente el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (1998), de la Conferencia episcopal española, donde, entre otras cosas, se dice que la iniciación cristiana, «misión maternal de la Iglesia, aunque pertenece a todo el cuerpo eclesial, se lleva a cabo en las Iglesias particulares...» (IC 14), y que «es necesaria también la educación permanente de la fe en el seno de la comunidad eclesial» (IC 21). 2. LA COMUNIDAD CRISTIANA, ORIGEN, LUGAR Y META DE LA CATEQUESIS. La clave comunitaria de la catequesis tiene tres componentes que señalan a la comunidad cristiana como origen, lugar y meta de la catequesis, según la expresión del sínodo de 1977 (prop. 25). Ella «es en sí misma catequesis viviente. Siendo lo que es, anuncia, celebra, vive y permanece siempre como el espacio vital indispensable y primario de la catequesis» (DGC 141). a) Origen. Es todo un juego de relaciones o vínculos que forman el en-tramado sobre el que se cimienta la catequesis eclesial. En este entrama-do apuntamos primeramente a la Iglesia local, a quien corresponde la misión de educar en la fe (DGC 217; CC 266); ella es la comunidad inicia-dora por excelencia. Siempre en la referencia trazada por este marco, que a su vez se sitúa en la perspectiva de la Iglesia universal (EN 61-62), precisamos ahora el origen de la catequesis en la comunidad cristiana inmediata, insertada en la Iglesia lo-cal: «es el punto de partida ordinario y el clima nutricio en que el creyente se inicia y madura en la fe» (CC 266). Consciente de su responsabilidad como mediadora en la entrega de la fe, la comunidad cristiana inmediata se esfuerza para «que la acción catequética ponga en marcha un dina-mismo comunitario que eduque en el sentido eclesial propio de la vida cristiana» (CC 266). En esta cadena de mediaciones, cuando la comunidad cristiana inmediata es excesivamente amplia o difusa, como es el caso de muchas parroquias, «se requiere la existencia de un núcleo comunitario, compuesto por cristianos maduros, ya iniciados en la fe, a los que se les dispense un trata-miento pastoral adecuado y diferenciado» (DGC 258; cf CAd 130), que pueda actuar como signo visible de la comunidad eclesial para cuantos se encuentran en el itinerario de la iniciación cristiana. Los catequizandos perciben estas vinculaciones eclesiales primera-mente a través de la persona del catequista, el cual no actúa en nombre propio sino «como portavoz de la Iglesia, transmitiendo la fe que ella cree, celebra y vive» (CF 72). Recibe la misión del obispo, «primer

responsable de la catequesis y catequista por excelencia» (CT 63). Esta vinculación se ha de expresar con signos concretos. De igual manera, debe fomentarse en el catequista su sentido de pertenencia a la comunidad cristiana inmediata y, en segundo lugar, al grupo de catequistas. Este último es, en la práctica, un factor decisivo para el buen funcionamiento de un proceso catequístico. Gracias al grupo de catequistas, cada catequista realiza su acción desde la comunidad, ofreciendo el testimonio de los valores comunitarios, pero también en comunidad, apoyándose mutuamente para poder desarrollar de forma sistemática y continuada el itinerario catequético. El grupo de animadores es testigo, en representación de la comunidad cristiana, del avance que los catequizandos van experimentando, y garantizan con una tarea de discernimiento sistemático los pasos que les conducen hacia la integración en una comunidad. Finalmente, al afirmar que la comunidad es el origen de la catequesis se está llamando la atención sobre una corriente que debe funcionar en doble sentido: de la comunidad eclesial hacia los catequizandos, que se manifiesta a través de las vinculaciones institucionales de comunidades y animadores de diferentes niveles, y es impulsada por la conciencia eclesial de que la catequesis es responsabilidad de toda la comunidad cristiana (DGC 220; AG 14) y debe ejercerse en solidaridad e interdependencia de todos los actores; y de los catequizan-dos hacia la comunidad eclesial, pues aquellos no pueden encerrarse en el grupo de catequesis sino que han de iniciarse también en los lazos concretos de comunión que les permitan sentirse incorporados efectivamente a la comunidad eclesial. b) Lugar. «El anuncio, transmisión y vivencia del evangelio se realizan en el seno de una Iglesia particular. Sólo en comunión con ella se vive la experiencia cristiana» (CAd 115). No se trata, pues, de una alusión geográfica, un espacio material para la re-unión; hay que entenderlo en el sentido de seno materno, es decir, allí donde se transmite la vida, el alimento y los medios necesarios para alumbrar y desarrollar la vida nueva del cristiano. De fondo está la imagen de la Iglesia en cuanto madre (cf LG 64), tan apreciada por los santos Padres. De esa maternidad de la Iglesia participa la comunidad cristiana in-mediata a través de la catequesis: «Ella acompaña a los catecúmenos y catequizandos en su itinerario catequético y, con solicitud maternal, les hace partícipes de su propia experiencia de fe y los incorpora a su seno» (DGC 254; cf CAd 110, 126). Entre los ámbitos comunitarios de la catequesis sobresale la comunidad parroquial, que «debe seguir siendo la animadora de la catequesis y su lugar privilegiado» (CT 67). Sin embargo, en palabras de Juan Pablo II, debe realizar esta función «sin monopolizar y sin uniformar; por el contrario, tiene el deber de multiplicar y adaptar los lugares de catequesis en la medida en que sea posible y útil» (CT 67; cf DGC 257). Las comunidades eclesiales de base pueden ser instrumentos valiosos de evangelización y de catequización, e igualmente las asociaciones, grupos y movimientos apostólicos, en la medida en que se convierten en ámbitos verdaderamente comunitarios y desarrollan la dimensión catequética en sus planes de formación (DGC 261-264). Entre unas y otros hemos de resaltar aquellas comunidades que, por carisma y misión eclesial, se dedican a la catequesis o a la educación cristiana. Todos estos ámbitos no son excluyentes sino que han de complementarse entre sí y favorecer la mutua coordinación en el marco de la Iglesia local. Pero todos ellos quedarían desprovistos de fuerza sin la necesaria mediación del grupo de catequesis; se puede decir que este es el último eslabón, el más cercano al destinatario, como lo es también la familia cristiana, en la transmisión de la vida materna de la Iglesia. El grupo catequético, como expresión e iniciación en la comunidad, es una exigencia de la catequesis (CC 283), es método obligado para un contenido de fe esencialmente comunitario, «mediación privilegiada de experiencia de Iglesia» (OPJ 44; cf CAd 132) que con-duce, como de forma natural, a la meta de la catequesis, que es la propia comunidad cristiana (DGC 159).

c) Meta., La comunidad es el fruto del proceso catecumenal: en cuanto dimensión de la fe que el cristiano ha debido asumir durante el proceso; en cuanto Iglesia universal que crece en sus miembros; pero también, en cuanto comunidad eclesial inmediata, don-de el creyente concreto vive y madura en la fe. «La catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia» (DGC 86). «Al final de un proceso catequético, los cristianos han de desembocar ordinariamente en una comunidad cristiana inmediata e integrarse plenamente en ella. La comunidad irá manteniendo su vida de fe y en ella vivirán el don de la comunión con los hermanos...» (CC 287; cf EN 23; DGC 220). Muchos procesos catequéticos de jóvenes y de adultos se resienten precisamente en esta capacidad de conseguir la meta final, y esta es la piedra de toque para juzgar su validez. La integración implica una vinculación a la comunidad, en el doble sentido de identificación y pertenencia. La identificación pasa por asumir el misterio de Iglesia, misterio de comunión, con sus raíces trinitarias y su desarrollo en los diversos niveles de comunión, y vivirlo a través de las actitudes de filiación y fraternidad. Igualmente, y por la misma naturaleza misionera de la comunión eclesial (cf ChL 32), la integración en la comunidad cristiana exige asumir la misión de la comunidad e integrarse en ella desde los propios carismas, a través de las mediaciones por las que la Iglesia realiza su misión: los ministerios de la palabra, de la liturgia y de la caridad (cf CC 152). La pertenencia se hace efectiva por la participación y la corresponsabilidad en la construcción de la comunidad. Al señalar la comunidad como meta de la catequesis hemos de evitar el reduccionismo de su fácil equiparación con determinada comunidad inmediata, y más frecuentemente con la que ha sido acompañante en el proceso catequético, ya sea parroquial o de otro tipo. La comunidad signo del Reino supera cualquier concreción aun-que se manifieste en ella. Las posibles comunidades inmediatas donde los cristianos viven su fe son esencial-mente transitorias; la elección de una u otra, incluso el paso de una a otra, ha de hacerse en función de las Iglesias referenciales, universal y local, y, en definitiva, de un mejor servicio al reino de Dios. Por ello, todo proceso de tipo catecumenal debe culminar con un discernimiento vocacional en el que se presente a los catequizandos una diversidad de ámbitos comunitarios entre los que puedan encontrar el más acorde para realizar su vocación. La anterior afirmación pone en evidencia el desafío que está implícito en esta propuesta de meta y que, hoy por hoy, se acusa como un déficit en la pastoral de juventud: nos referimos a la necesidad de encontrar comunidades cristianas que sean realmente convocantes, es decir, que por los valores que viven, tanto ad intra como ad extra de la comunidad, ofrecen un proyecto al servicio del Reino, capaz de entusiasmar a jóvenes como a adultos. Estas comunidades no se presentan ellas mismas como el objeto de la convocatoria, sino el Reino que en ellas acontece; por tanto, los signos que de-jan ver son aquellos que acompañan la presencia del Reino: la opción por Dios como primer valor, y la relación fraterna, la solidaridad con los pobres y marginados; pero sin olvidar que estos signos se hacen creíbles a los hombres y mujeres de hoy cuando se presentan en orden inverso del que aquí hemos escrito. NOTAS: 1. L. MALDONADO, La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 5. — 2 Cf P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia. Narcea, Madrid 1978, 23-24. — 3. Cf COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas, Madrid 1982, 46. BIBL.: BOTANA A., Iniciación a la comunidad, C. V. La Salle, Valladolid 1990; DE PABLO V., Juventud, Iglesia y comunidad, CCS, Madrid 1985; ESTEPA J. M., La comunidad cristiana: origen, meta, ámbitos y agentes de la catequesis, Actualidad catequética 92 y 93 (1979); FLORISTÁN C., Comunidad y Comunión, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; LIÉGÉ P. A., Comunidad y comunidades en la Iglesia, Narcea, Madrid 1978; MALDONADO L., La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992; MERCATALI A., Comunidad de vida, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1982; 2 PERALES E., Vivir el don de la comunidad, San Pablo, Madrid 1995 ; PÉREZ J. L., Dios me dio hermanos. Comunidad cristiana y pastoral de juventud, CCS, Madrid 1993; PUJOL 1 BARDOLET J., El ministerio de animación comunitaria, San Pablo, Madrid 1998;

RAMOS GUERREIRA J. A., Comunión y comunidad, en INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Ser cristianos en comunidad. III Semana de estudios de teología pastoral, Verbo Divino, Estella 1993; ROMERO P., Comunicación y vida comunitaria, San Pablo, Madrid 1997; SILANES N., Comunión, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992.

Antonio Botana Caeiro

COMUNIDADES ECLESIALES DE BASE

SUMARIO: I. Rasgos de identificación: 1. Dimensión comunitaria; 2. Estructuras de coordinación, animación y asesoramiento; 3. Compromiso liberador; 4. La palabra de Dios: al descubrimiento de la Biblia; 5. Los sacramentos y la comunidad sacramental; 6. Ministerios; 7. Comunidad misionera; 8. Ecumenismo; 9. Espiritualidad; 10. El método; 11. Orientación fundamental de la eclesialidad. II. Tensiones y retos. Conclusión.

Para una aproximación a la realidad de las Comunidades eclesiales de base, tal vez conviene, ante todo, tomar nota de lo que en ellas se hace. En las comunidades eclesiales de base: 1) El pueblo se reúne para hacer posible el reino que Jesús inauguró (Lc 4,16-22; Mt 11,1-6; 25-26); son experiencia del Reino. 2) Los miembros se organizan para vivir relaciones de hermanos y hermanas como anuncia Jesús (Gén 3,1-7; 11,1-9. Mt 22,15-16; 10,15-16; 26,3-5; ICor 11,17-34; 12,12-31; Sant 1,2-10. Mt 5,23-24). 3) Se pretende vivir la dignidad de hijos e hijas de Dios que rechazan toda dependencia injusta (Gén 9,5-6; Col 3,9-17; Ef 4,20; Gál 5,1-2). Se quiere tener identidad como persona, como pueblo y como Iglesia. 4) Se escucha y comparte la palabra de Dios (Mt 5,12-17; 22,23; Lc 11,27-28; Sant 2,12). 5) Se discierne la realidad en que se está a la luz de la palabra de Dios y de los documentos de la Iglesia, con la ayuda de las ciencias humanas; se motiva, a partir de la fe cristiana, la participación en las luchas liberadoras del pueblo (Mt 7,15-23; 16,1-6; 23,2-13; 24,32; Lc 7,22; Jue 6,11-40; 7,1-22; Sant 2,14-26). 6) Se ora con el pueblo, se celebran los sacramentos del Señor y también se celebra la vida (Mt 7,12; He 2,42-47; 4,24-31) y lo que se va realizando como comunidad. 7) Se descubre que todos podemos y debemos servir y así se van creando los servicios que el pueblo necesita. La comunidad propone ministerios de acuerdo a las necesidades de ese pueblo y los pastores los aprueban oficialmente (He 6,1-7; lCor 12,4-11). Se crean estructuras y equipos donde se vive la experiencia de corresponsabilidad. 8) Se aprende a practicar el amor solidario con las personas, pueblos, culturas y realidades que sufren (Lc 10,29-37; Mt 25,31-46; Rom 9,6-16; 12,15-16); abren el corazón para valorar la diversidad de culturas. 9) Se mantiene la comunión de fe con los pastores —obispos, sacerdotes y otros ministros— (Flp 2,5-11; Lc 1,46-55). 10) Se procura construir una sociedad más justa como anuncio del Reino que ya comienza (Lc 7; 18,8-23; 11,20; He 4,32-35); se apoyan estructuras que defienden las causas justas del pueblo.

I. Rasgos de identificación Existen unos rasgos que han ido identificando la eclesialidad de las pequeñas comunidades. Hay que tener en cuenta que las comunidades eclesiales de base son, a la vez, un termómetro y un fermento eclesial. Revelan la situación concreta de la Iglesia. Son principio de transformación del conjunto, una vez que no se desligan de la comunidad eclesial más grande, parroquia y diócesis. El proceso de las comunidades de base no puede ser tomado aisladamente.

Para Medellín, la comunidad eclesial de base es el «primero y fundamental núcleo eclesial, que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto, que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructura eclesial y foco de evangelización y, actualmente, factor primordial de promoción humana y desarrollo» (Medellín 15,10). Según Puebla, las comunidades eclesiales de base constituyen «un motivo de alegría y de esperanza para la Iglesia» (Puebla 96); están dando frutos (Puebla 97, 629, 641-642). «Son expresión del amor preferente de la Iglesia por el pueblo sencillo» y le da posibilidad concreta de participación en la tarea eclesial y en el compromiso de transformar el mundo (Puebla 643). Las comunidades de base, en el corazón de la historia actual, viven como células de la Iglesia de Medellín, de Puebla, de Santo Domingo. Son una esperanza y una responsabilidad de la Iglesia. Como se dijo, no son un fenómeno uniforme1. Algunas están en una fase embrionaria, otras todavía no alcanzan a expresar claramente toda su eclesialidad. Otras desaparecieron. Muchas otras han perseverado y reflejan una consistencia pastoral de un nuevo modelo de Iglesia. Entre los rasgos que identifican actualmente la eclesialidad de las comunidades eclesiales de base, anotamos: 1) la dimensión comunitaria; 2) las estructuras de coordinación, animación y asesoramiento; 3) el compromiso liberador; 4) el descubrimiento vital de la palabra de Dios: la Biblia; 5) una nueva vivencia de los sacramentos en la perspectiva central de la Iglesia como sacramento; 6) los ministerios; 7) la comunidad misionera; 8) el ecumenismo; 9) la espiritualidad; 10) el método; 11) La orientación fundamental de la eclesialidad. Las comunidades de base, por razones de urgencia y de exigencias históricas, acentúan ciertos aspectos de su dimensión eclesial y otros no tanto. Esos aspectos se estructuran de tal forma que originan un nuevo modelo eclesial. Por eso se afirma que las comunidades de base son un acontecimiento cualitativo: «Las comunidades eclesiales de base son una nueva estructura eclesial y no una subdivisión de la parroquia. Ellas son un nivel fundamental de la Iglesia, en el cual los bautizados viven su fe de modo comunitario, profético, solidario y misionero, optando prioritariamente por los pobres, denunciando el proyecto social existente y animando a la construcción de una sociedad nueva, orientándose a la utopía del Reino». Las personas, motivadas principal y primariamente por su fe, se reúnen en las comunidades de base, donde asumen la radicalidad del evangelio como referencia insustituible para la vida y la acción comunitarias. Destacaremos a continuación algunos rasgos característicos de las comunidades eclesiales de base. 1. DIMENSIÓN COMUNITARIA. En las comunidades eclesiales de base se recupera la dimensión comunitaria de la Iglesia, entendiéndola como fermento social y como espacio de misericordia y de consuelo para el pueblo, particularmente para los olvidados, marginados y alejados. 2. ESTRUCTURAS DE COORDINACIÓN, ANIMACIÓN Y ASESORAMIENTO. La comunidad eclesial de base pone una estructura mínima de coordinación: Nacen, casi siempre, de un grupo espontáneo de gente que se reúne por motivos religiosos o para encontrar una respuesta a sus necesidades y problemas. Son grupos: de oración; de lectura de la Biblia; de participación y de diálogo, en especial, sobre todo lo relativo a la vida: inseguridad, desempleo, educación de los hijos, drogas, violencia, corrupción, novelas y películas de la actualidad, enfermedades, proyectos, accidentes,

elecciones, etc. Poco a poco sienten la necesidad de una acción como grupo y de tener un mínimo de organización o coordinación interna colegiada, que mantiene contacto vital con los ministros de la Iglesia. La mayoría de las comunidades de base nacieron unidas a un sacerdote, a una religiosa o a algún grupo pastoral. El sacerdote no es simplemente un amigo o más de las comunidades eclesiales de base, porque son comunidades eucarísticas; ni de ellas participa simplemente como un miembro entre otros. Por razón del ministerio que la Iglesia le ha confiado, deberá presidirlas en la caridad, con un estilo de coparticipación, de búsqueda del consenso, de discernimiento comunitario, antes de tomar decisiones. En lo que se refiere a otros servicios comunitarios de las comunidades de base, la experiencia ha enseñado que lo importante no es tener líderes, sino equipos ministeriales, sin monopolios o permanencia indefinida en los cargos. Las comunidades de base se visitan recíprocamente y descubren que es muy importante reunirse de vez en cuando. Por eso aparecen las asambleas parroquiales y diocesanas de comunidades de base. En algunos países, este encuentro se realiza también a nivel regional y nacional. Fue así como nacieron los equipos de asesoramiento y apoyo nacional, como un servicio de comunión (hacia dentro y hacia fuera) de la comunidad eclesial de base, como ayuda para la formación permanente, ofreciendo subsidios teológicos, pastorales y de espiritualidad. No se trata de una coordinación en sentido teológico riguroso, pues esa es tarea de los obispos y párrocos. Tampoco es una organización burocrática, como los secretariados de movimientos, organizaciones apostólicas, culturales, económicas o políticas. Se trata de un servicio espontáneo para facilitar la articulación y la comunión de todos. La vida de la comunidad eclesial de base exige una nueva visión de parroquia, como comunidad de comunidades de base, confluyendo, lógicamente, en una pastoral diocesana de conjunto. Esto permite que las comunidades eclesiales de base y los distintos movimientos, asociaciones religiosas y comisiones pastorales no se desconozcan, ni se enfrenten, sino que se complementen como organismos de naturaleza distinta, pero que están integrados todos en el mismo cuerpo eclesial, cuyas células básicas son las comunidades de base. Así pues, queda claro que el elemento clave para esta integración —actualmente un deseo, más que una realidad— es el marco teológico-pastoral y el método desarrollado por los equipos, arriba citados, de asesoramiento y apoyo a la comunión y a la formación permanente. Es de justicia reconocer, en esta perspectiva de comunión y coordinación, el esfuerzo de las comunidades de base en buscar insistentemente la comunión con los pastores, invitándolos continuamente (independientemente de los resultados) a que se acerquen a las comunidades de base para escuchar, valorar y entender y, sólo después, si es necesario, orientar, complementar y enseñar o corregir. La articulación de las comunidades eclesiales de base con el conjunto eclesial no es efectiva cuando se hace por yuxtaposición o por simple integración de las mismas en las estructuras existentes. Lo que se cuestiona es el modelo eclesial que subyace a los distintos estamentos eclesiales y que, a la vez, lo proyectan al exterior. 3. COMPROMISO LIBERADOR. La fe incluye la dimensión sociopolítica y económica, sin reducirse a ellas. El compromiso por la paz y por la justicia es parte integrante de la evangelización y, por ello, de la vida de la comunidad eclesial de base. La comunidad eclesial de base es un espacio en el que se confirma la dignidad de la persona humana y en donde el bautizado es sujeto activo de la evangelización2. El caminar de las comunidades de base siguió frecuentemente este proceso: 1) acercamiento geográfico de la vida del pueblo; 2) experiencia directa de sus problemas; 3) análisis de las situaciones y estructuras de injusticia en las cuales se encuentran las personas, considerando los problemas no sólo en sus efectos, sino particularmente en sus causas; 4) sensibilidad con los

sufrimientos de las personas; 5) concienciación acelerada, que lleva a tomar una posición profética y a actuar. La comunidad eclesial de base, efectivamente, analiza la realidad a partir de perspectivas más profundas. No se da por satisfecha con un análisis científico, sino que proyecta sobre los acontecimientos el criterio de Dios, lo que hace más grave el juicio que sobre ellos pronuncia: afirma que la situación negativa existente no sólo puede, sino que debe ser cambiada, porque así lo quiere Dios. La fe en la resurrección del Señor comprueba que los crucificados de la historia tienen la última palabra. No se trata de tomar el poder, dentro del actual orden de cosas, sino de proponer otro orden. El valor de los análisis que las personas de la base aprenden a hacer les quita su ingenuidad socio-político-económica. Les da una conciencia mucho más crítica. Las comunidades eclesiales de base abarcan lo social y lo económico y se introducen en los asuntos políticos. En la medida en que penetran en este campo, tienen que actuar de forma planeada y organizada, asumir una conciencia histórica dinámica y saber que deben luchar por un nuevo proyecto social. Las comunidades de base crean la motivación para el nacimiento de organizaciones populares independientes: 1) de cuño económico, como las cooperativas; 2) de cuño social, como los clubes de madres; 3) de cuño cultural, como los grupos de teatro, de músicos; 4) de cuño político, como las asociaciones de barrio y los sindicatos. Estas Organizaciones populares surgen, con frecuencia, como inspiración de las propias comunidades de base y como prolongación de su práctica. Ellas, poco a poco, ganan identidad y autonomía. Las Organizaciones populares intentan solucionar los problemas comunes, reivindicar derechos y construir una sociedad diferente. No surgen para dar solución a un problema o para afrontar un momento de lucha, sino para encontrar soluciones colectivas a largo plazo. Casi siempre son iniciadas por pequeños grupos más conscientes y activos, que crean un nuevo espacio de acción para las mayorías pobres. Estas Organizaciones populares pueden ser manipuladas por los propios dirigentes o por los grupos y partidos políticos. Pueden desviarse y convertirse en piezas del sistema imperante (como por ejemplo, cooperativas de consumo y crédito, que se convierten en empresas con espíritu y métodos capitalistas). Muchas Organizaciones populares fracasaron porque se preocuparon más de cuidar las estructuras y los instrumentos colectivos, las técnicas y el trabajo, que de tomar en consideración el desarrollo humano de sus agentes. La acción popular, una vez iniciada, tiende a convertirse en movimiento popular, con un proyecto común definido y con incidencia política, porque solucionando los problemas más urgentes, descubren el factor generador estructural e ideológico de los mismos. Entonces suelen pasar dos cosas: 1) Las personas y las comunidades utilizan un nuevo instrumento de análisis de la realidad, valiéndose de las ciencias sociales. 2) Por medio de las Organizaciones populares y la militancia en los partidos políticos, los miembros de las comunidades de base pasan a tener conciencia y militancia política en el propio ambiente. Algunos llegan a conquistar cargos públicos de representación política a nivel local e incluso nacional. En momentos de crisis nacional, existió la tentación de identificar las comunidades eclesiales de base con un partido o proyecto político específico, que parecía estar más en sintonía con las necesidades del pueblo. Algunos de ellos intentaron prácticamente hacer de las comunidades de base, meras instancias de concienciación y movilización del pueblo. Sin embargo, las comunidades eclesiales de base no son el sector político de la Iglesia. Ellas son Iglesia y por ello no pueden desinteresarse de lo político. La experiencia enseña también que los pronunciamientos episcopales son más directos y repercuten mucho más en el pueblo, cuando son hechos previa consulta a las bases.

Debe existir un espacio de libertad para la actuación de las comunidades eclesiales de base, en lo referente: 1) al compartir tanto los propios bienes materiales (servicios, colectas, cajas comunes, etc.) como el tiempo (estar al lado de los enfermos, de los que están solos, participar en reuniones de estudio, planificación, evaluación, etc.); 2) a las obras de misericordia, a los esfuerzos asistenciales, promocionales y liberadores. En la experiencia de las comunidades de base fueron puntos fuertes: la visita a los encarcelados; el servicio a los ancianos; la ayuda a los desempleados, emigrantes y personas sin documentación; el esfuerzo para reconciliar personas y grupos; la presencia consoladora junto a familias destruidas por el dolor; 3) a la responsabilidad sociopolítica, promoviendo el bien común, iniciando o apoyando organizaciones populares existentes, dando y recibiendo colaboración a cristianos y no cristianos. La misión histórica del pobre no es sólo en beneficio de los propios pobres, sino de todos, porque apunta hacia un nuevo orden social, como exigencia del reino de Dios (Puebla 1158). Los pobres y los que asumen su causa, están llamados a ser protagonistas en la búsqueda de un nuevo proyecto de humanidad. El pueblo, en la medida en que se va uniendo, va formando sus propias organizaciones (aunque sean de naturaleza, contenido y proporciones distintas). La Iglesia siempre hizo algo por los pobres. Motivó a los ricos para que ayudaran a los necesitados. Lo que ella pretendía en aquel tiempo era una acción asistencial y promocional. En ambas, los agentes principales continuaban siendo los privilegiados de los bienes materiales y de la cultura (dado que para la obtención y desarrollo de esta se requieren también los bienes materiales). La diferencia cualitativa actual, respecto de aquel tiempo, es la con-ciencia social de que la causa de la pobreza son las injusticias y no siempre los fenómenos incontrolables. Los pobres, en la mayoría del tercer mundo, de hecho, fueron empobrecidos. Para este tipo de pobreza la respuesta asistencial puede ofrecer algo; pero las soluciones asistenciales, que buscan sólo remediar los efectos de la pobreza, y no sus causas, son también responsables de la situación de esa pobreza generalizada. Ante todo esto, los cristianos no pueden asumir una postura de neutralidad. Hay diferencias lógicas y conflictos inevitables entre los que se empeñan en mantener los esquemas dominantes y los que creen que, en nombre de Dios y de los hermanos/as, deben cambiarse las reglas sociales que oprimen y explotan a esas mayorías humanas, que piden la intercesión de la Iglesia (cf Puebla 87-89). No se trata de actuar por y para los pobres, sino de actuar con ellos y como ellos. Esto significa convertirse a las exigencias de la primera bienaventuranza evangélica. A partir de la perspectiva de la fe, la comunidad eclesial de base apoya al pueblo en su lucha por la justicia, sin asumir sus planes y programas de modo paternalista. Las acciones políticas y otras responsabilidades sociales, incluso inspiradas en el evangelio, son decididas y realizadas por los ciudadanos (cristianos o no), que en nombre y con responsabilidad propia, establecen sus proyectos y forman sus organismos sociopolíticos. La comunidad de base mantiene la referencia de la fe que ayuda a motivar, discernir, evaluar y acelerar la acción específicamente política. A partir de las comunidades de base, las personas se disponen a participar en los proyectos socioeconómicos y políticos que fueron discernidos como los más adecuados para servir al pueblo. La opción de fe pasa por lo político y económico, sin que se agote en ellos. La comunidad eclesial de base no es alternativa sociopolítica, ni mera instancia de movilización y organización del pueblo. En la comunidad eclesial de base se hace la lectura de lo político a partir de la fe y se entiende lo que tiene que ver lo político con la fe.

De todo esto, se concluye la necesidad de dar a los cristianos, y particularmente a los que tienen militancia política directa, una preparación especializada de tipo ético, cívico, político y una constante asistencia. Cuando no se da esa formación, las consecuencias lamentables son: abandono de la fe, manipulación de las mediaciones eclesiales, etc. Los nuevos instrumentos de participación y ejercicio de responsabilidad en la sociedad y en la Iglesia institucional, crearon dificultades y tensiones que piden diálogo y nuevos planteamientos individuales y de conjunto, así como la conversión personal, grupal y estructural. Al asumir la causa de los pobres y al estimular a sus miembros a comprometerse en el campo político, a fin de hacer efectiva su opción evangélica, la comunidad sufre malentendidos, persecuciones e incluso el martirio, a manos de los poderes militares, políticos, económicos y, a veces, religiosos. No es necesario decir que muchos conflictos surgen por errores, limitaciones y pecados de los miembros de las comunidades de base, o por actitudes equivocadas de estas. 4. LA PALABRA DE DIOS: AL DESCUBRIMIENTO DE LA BIBLIA. Es característico de las comunidades eclesiales de base querer asumir comunitariamente la palabra de Dios y procurar entenderla como un conjunto unitario. Los miembros de la pequeña comunidad son orientados para asumir la palabra de Dios y vivir en comunión con el Dios de la Palabra, manifestada en Jesús, asimilada por la gracia del Espíritu. La palabra de Dios ilumina la realidad y da orientaciones sobre la meta final y sobre el estilo de vida (personal, social, eclesial) que Dios quiere. En las comunidades de base existen tres referencias centrales que se interrelacionan: la realidad, la palabra de Dios y la comunidad. Las comunidades eclesiales de base entienden la realidad a la luz de la Palabra. Procuran colaborar con la presencia del Reino, que el Espíritu ha empezado ya a manifestar en cada persona, cultura, situación o acontecimiento de la historia. De esta forma, la Biblia, ayudando a entender el sentido global de la historia de la humanidad y de la vocación del pueblo de Dios: manifiesta quién es Dios; da sentido al mundo, a toda la creación y a los bienes materiales, y coloca la Iglesia en el proyecto, en la acción y en la perspectiva del Reino. Las comunidades eclesiales de base descubren la Biblia como palabra de Dios en la historia, uniendo fe y vida, relacionando la religión con los problemas comunes del pueblo, y no simplemente con las necesidades individuales de cada uno. De aquí aparece: la necesidad y oportunidad de enraizar la experiencia comunitaria de participar, compartir y actuar como familia humano-divina, y la responsabilidad ante la creación (herencia de todos), la humanidad y la historia. Las personas retoman la palabra de Dios y también su propia palabra. Descubren que saben, pueden y deben hablar para vivir y sobrevivir. Así, la palabra de Dios da luz a un nuevo estilo de gente que entiende que su Dios es el Dios de la vida abundante y solidaria. La Biblia en las comunidades de base: 1) es un paso cualitativo de madurez comunitaria; 2) es fuente de inspiración evangélica, de fuerza comunitaria y de conversión personal; 3) es liberadora, programadora, reivindicadora y celebrante, y 4) es más un espejo para ver lo de hoy, que una ventana para considerar el pasado lejano. 5. Los SACRAMENTOS Y LA COMUNIDAD SACRAMENTAL. La comunidad eclesial de base es la expresión local de la sacramentalidad de la Iglesia. Cada sacramento refuerza y amplía esa perspectiva. El aspecto original de la comunidad eclesial de base es que ella privilegia la sacramentalidad eclesial, como conjunto. Cada sacramento es entonces entendido en esa perspectiva. La comunidad eclesial de base manifiesta particularmente la sacramentalidad de la Iglesia en su dimensión bautismal y eucarística. Ella: 1) recoge y sacramentaliza lo que es importante en la vida de las personas y ambientes; 2) expresa la reconciliación como liberación

del pecado (renuncia y lucha radical contra las estructuras y los agentes del pecado); 3) profesa una fe en el Dios Padre-Madre de todos, en Jesús, Salvador de todos y en el Espíritu, fuerza de vida, liberación, realización y misión. La celebración eucarística tiene un sentido más pleno al prolongarse en la vivencia comunitaria y el compromiso liberador. Ella está unida a todo lo que la comunidad refleja, proyecta y realiza. Generalmente las comunidades de base participan de la eucaristía con la comunidad parroquial. Pocas comunidades y en pocas ocasiones, tienen el privilegio de una eucaristía doméstica. La vida comunitaria y el compromiso liberador de las comunidades de base se centran en Jesús y en su proyecto. El cristocentrismo de la fe se hace más existencial en ellas. La Virgen María, en sus distintas invocaciones locales, es una presencia poderosa en las comunidades de base. De hecho, el ejemplo de María, su cántico liberador, son retomados y actualizados en la vida comunitaria. Los santos contemporáneos (mártires, confesores...) aunque no canonizados todavía, son fuerza/para las personas y comunidades. El santoral no es buscado como fuente de milagros para las horas de impotencia humana, sino como inspiración para un compromiso con el proyecto y la comunidad de Jesús. Se suele decir: «¡Nuestros mártires no están simplemente para ser recordados, sino para continuar y completar lo que ellos empezaron!». Las comunidades eclesiales de base promueven, entre sus miembros, celebraciones devocionales, principalmente en las fiestas más populares. En los lugares cercanos a los templos parroquiales, algunas fiestas litúrgicas se inician simultáneamente en cada comunidad eclesial de base. Seguidamente, se unen y se dirigen al templo parroquial para la culminación del acto religioso comunitario. Las celebraciones en las comunidades de base se desarrollan: 1) con símbolos de la realidad y de la cultura local (popular); 2) con la participación activa y creadora de la propia comunidad; 3) con nuevos cánticos concienciadores y llenos de contenido bíblico y social. Muchos símbolos de fe, de vida comunitaria y de la realidad (cruces, Biblia, imágenes de los santos, plato vacío, instrumentos de trabajo, alambradas, fotos de los más recientes mártires, incluso de algunos que fueron miembros de la comunidad) son sacramentales de la vida de la comunidad eclesial de base, que expresan el proyecto de Jesús —y consecuentemente la misión de la comunidad eclesial de base— en términos de acontecimiento, esperanza, gracia social para todas las personas, a través de la mediación de la comunidad eclesial. Partiendo de este cuadro de conjunto, se percibe mejor el significado de la realidad de cada sacramento y de los sacramentales. 6. MINISTERIOS. Los ministerios en las comunidades eclesiales de base se constituyen a partir de las necesidades asumidas, y de acuerdo con los recursos del personal de cada comunidad. En las comunidades de base, surgen ministerios no ordenados, como: el ministerio de la coordinación de la comunidad; el de los visitadores de las familias y de las propias comunidades de base; el de los catequistas; el de los enfermos; el de las causas de justicia; el de la acción ecuménica; el de la solidaridad; el de la reconciliación, etc. En algunas comunidades, fueron autorizados ministros extraordinarios para el bautismo y para que fueran testigos eclesiales cualificados para las bodas. Estos ministerios se hacen progresivamente permanentes y se articulan como los miembros de un cuerpo3. Ayudan igualmente a descentralizar y a desclericalizar a los ministros eclesiales. 7. COMUNIDAD MISIONERA. La comu nidad eclesial de base es una comunidad misionera y una misión comunitaria. La responsabilidad misionera es de la comunidad eclesial de base como tal, y no compromiso particular de algunos de sus miembros. Toda y cualquier misión es ejercida en nombre y con el apoyo conjunto. La calidad misionera de las comunidades de base se manifiesta

de modo distinto: 1) identificando, recogiendo y desarrollando valores presentes en cada realidad cultural y social; 2) abriendo la comunidad al contacto ecuménico y a otras expresiones religiosas. La visión se expresa hoy de forma conjunta y progresiva: 1) inculturizándose. Poniéndose al servicio de la vida y asumiendo lo más íntimo de cada cultura, pueblo y realidad, para expresar, a partir de ahí, lo fundamental del evangelio; 2) dialogando, que es descubrir y profundizar lo que aparece en los símbolos y gestos; identificar términos generadores, confirmar y potenciar lo que ya es presencia del Reino; 3) anunciando el contenido de Jesús (sus ejemplos y enseñanzas). Cada cultura tiene el derecho de recibir el mensaje de Jesús, enviado por Dios a todos; 4) liberando; aunque exista ya alguna presencia del Reino en las culturas, razas y pueblos, hay también en ellas pecado (personal, comunitario, estructural), que pide una liberación completa; 5) formando la comunidad eclesial, que es la mediación ordinaria y privilegiada del Reino (LG 6-8). 8. ECUMENISMO. Las comunidades eclesiales de base están descubriendo el ecumenismo. El ecumenismo4, a nivel de las comunidades de base, está aconteciendo particularmente a través de las luchas por la justicia, en la búsqueda de la paz y de la reconciliación, en los proyectos relacionados con la defensa de la ecología y de la concienciación política, en el servicio a los pobres, en el compartir la palabra de Dios5, en las experiencias de oración y en las relaciones fraternas. Están surgiendo encuentros de los cristianos de distintas tradiciones evangélicas, sobre todo en torno a la lucha por la justicia. En realidad, las experiencias ecuménicas están siendo más espontáneas entre los agentes de pastoral y asesores. En las bases hay todavía grandes dificultades, porque los católicos se resienten de los continuos ataques y del proselitismo de los grupos evangélicos, pentecostales y otros. También existe un prejuicio por parte de los católicos contra los protestantes. 9. ESPIRITUALIDAD. Lo que constituye la comunidad eclesial de base no es una comunión sociológica, ni la dinámica de grupo. La mística de la comunidad eclesial de base le viene de su vocación y misión: 1) vocación de ser comunidad histórica, que refleja vitalmente el misterio del Dios de la vida, teniendo como centro a Jesús y su proyecto, al ritmo de las bienaventuranzas y con la fuerza cohesiva dada por el evangelio; 2) misión de colocar el fermento de Jesús en las situaciones todavía no tocadas por el evangelio, dando prioridad a los pobres, formando la comunidad de Jesús, asumiendo la perspectiva de la cruz y de la resurrección. Las raíces evangélicas del ser y actuar de las comunidades de base son: 1) sensibilidad por el Reino, descubriéndolo en una realidad más amplia que la Iglesia; 2) la radicalidad profética que une fe y vida, desinstalándose del modelo de sociedad individualista y materialista, que denuncia lo que es anti-Reino; 3) la insistencia comunitaria vivida y buscada en las relaciones, en el trabajo conjunto y en la solidaridad, y 4) la responsabilidad misionera. 10. EL MÉTODO. En las comunidades eclesiales de base el método es también contenido. Es un proceso constante de ver, juzgar, actuar, evaluar y celebrar comunitariamente. Estos cinco pasos iniciales tienen, además, dos tareas: la primera en relación al pueblo en general: divulgar motivando; y la segunda en relación a la propia comunidad: formación constante. Los pasos del método, más que etapas separadas, son un estilo de vida comunitaria: 1) ver es captar y analizar los hechos y las situaciones en sus causas, efectos y estructuras, ideologías, sistemas, proyectos y utopías; 2) juzgar es pronunciar un juicio científico y de fe sobre lo que se ha visto; 3) actuar es decidirse con una visión global y una acción local concreta, articulada, organizada con estrategias y tácticas oportunas. Es asumir un proyecto; 4) evaluar es confirmar la meta, reorientar las acciones y aprender de lo ya vivido. Ayuda a asumir los propios fracasos y

corregir las incoherencias respecto a: un lenguaje liberador y una práctica opresora; propuestas generosas y realizaciones discretas; inicios entusiasmados y perseverancia inconsistente; objetivos buenos y pasos pobres; 5) celebrar comprende dos momentos: el de la fiesta comunitaria y el de la celebración de la fe, retomando, con sus propios signos, la vida y el compromiso. La celebración anticipa el gozo de la comunidad definitiva y de la conquista que no tiene vuelta atrás. Celebrar ayuda a seguir adelante y a perseverar. Toda la vida es contexto de salvación, en el cual el compromiso, el dolor, la fiesta, pasan a ser componentes de esa celebración. La comunidad eclesial es la penetración del futuro escatológico en el hoy de la historia. 11. ORIENTACIÓN FUNDAMENTAL DE LA ECLESIALIDAD. El punto central de la perspectiva eclesiológica de las comunidades de base es que ellas no son un movimiento, sino la propia Iglesia local en donde: 1) los bautizados se encuentran haciendo una experiencia real de comunidad de fe, de culto y de caridad; 2) se escucha la palabra de Dios y el clamor de las personas, particularmente de las más necesitadas; 3) se responde a las llamadas de Dios y de la vida, con un compromiso transformador y de anuncio de la buena nueva; 4) se celebra la fe, la comunión y la vida, unidos a la gran Iglesia, como la pascua completa de Jesús. Se trata de vivir en la comunidad eclesial de base de hoy la Iglesia de siempre, presente en el Cenáculo y en el basurero del barrio; Iglesia de Pedro, de Pablo, de Oscar Romero, de Margarita, del José sin apellidos, Iglesia de María, de los apóstoles, de Jesús, del Padre y del Espíritu de ambos.

II. Tensiones y retos En el caminar de las comunidades eclesiales de base surgen tensiones, contradicciones, equívocos y también mucha creatividad, porque se trata de un proceso vital. Felizmente no todo está claro ni solucionado todavía en la Iglesia. Así, el camino de las comunidades de base exige creatividad y constante evaluación, mucha paciencia llena de esperanza, así como un buen humor fundamental y comunitario. Las tensiones, bloqueos y retos son de distintos tipos y tienen extensiones e intensidades diversas. Pueden acontecer en una parte y no en otra. A título de ejemplo, indicamos: a) Tensión provocada por considerar las comunidades eclesiales de base como comunidades de un determinado movimiento o como un movimiento más en la Iglesia y no como células básicas de una nueva estructura eclesial. En la Iglesia existen iniciativas con eclesiologías y metodologías distintas, que quieren reconstruir lo comunitario. La diferencia entre estas iniciativas y las pequeñas comunidades está en que las comunidades de base, sin ser grupos elitistas, nacieron para ser células básicas de la Iglesia particular. Ellas integran a los bautizados de la zona y son para ellos el nivel de referencia eclesial inmediato y dinámico. Las comunidades de base viven lo fundamental de la Iglesia en el contexto de las bases, con una metodología, teología y espiritualidad coherentes con el Vaticano II, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Las comunidades de base empezaron de modos distintos, como círculos bíblicos, grupos de oración, reuniones de amigos con actividades culturales, sociales y de caridad. Estas experiencias, cuando evolucionaron asumiendo las demás dimensiones de la eclesialidad, llegaron a ser comunidades de base. Comunidades eclesiales de base y movimientos, son expresiones eclesiales de naturaleza diferente. No se trata de decidir que una es mejor que la otra, sino de asignarles su propia identidad y función específica, para el bien común. b) Tensión provocada por el nacimiento y desarrollo de las pequeñas comunidades en las Iglesias parroquiales y diocesanas, que son incoherentes con el proceso pastoral iniciado en Medellín. Las

comunidades eclesiales de base inauguran un modelo de Iglesia que implica una revisión de estructuras pastorales. Así, originan conflictos con las comunidades mayores y con otros grupos de la misma Iglesia, que no van al mismo ritmo fundamental. La comunidad eclesial de base necesita, como correlativo, una pastoral integradora que cubra toda la misión de la Iglesia y que la comprometa de lleno con el nuevo camino. Por falta de una referencia eclesial que recoja, identifique, corrija e integre los éxitos del caminar de las comunidades de base, se minimiza o se desvirtúa su proceso. En la práctica existen dos modelos eclesiales vigentes, caminando paralelos o en oposición: el de las parroquias actuales, modelo dominante, que por su peso estructural, tiende a asimilar las comunidades de base o a dejarlas de lado; y el modelo de las comunidades de base que, siendo minoritario, promete. c) Tensiones provocadas por querer estructurar las pequeñas comunidades como base sociopolítica, unida únicamente a una clase social. Cuando se tiene una óptica limitada de la liberación, se corre el riesgo de dejar a un lado los que no son materialmente pobres. La comunidad eclesial de base no es una especie de elite de los pobres, lejana del propio pueblo. d) Tensión provocada al crear, mantener y desarrollar «coordinadoras» de comunidades eclesiales de base que son, en la práctica, alternativas a la jerarquía de la Iglesia diocesana. Cada comunidad eclesial de base debe tener su propio equipo de coordinación o un consejo reconocido oficialmente. Las comunidades de base, a nivel diocesano, regional y nacional, sienten la necesidad de crear estructuras de asesoramiento y articulación. Hay bloqueo cuando los agentes de animación del proceso de las comunidades de base se constituyen en protagonistas de las decisiones. A veces, los conflictos de los agentes con la jerarquía o con el proceso, aparecen como si fueran conflictos de la comunidad eclesial de base como tal. El reto verdadero está en establecer nuevas estructuras de acompañamiento, coordinación, etc., que sean más adecuadas a la eclesiología de las comunidades de base y, a la vez, puedan mantener una efectiva comunicación eclesial de conjunto. e) Tensiones provocadas por apoyar a las pequeñas comunidades como algo transitorio, como instrumento de un proyecto, organización o partido. Las comunidades eclesiales de base no surgen para responder a un servicio parroquial específico, como catequesis, liturgia, o acción social. Tampoco son una estructura de movilización popular, descartable una vez que haya cumplido con su objetivo. No son, pues, una etapa transitoria de pastoral. f) Tensión provocada por el reto de reconocer oficialmente la comunidad eclesial de base como lugar eclesial. Reto de no quedarse únicamente en la aceptación teórica de lo que ha sido dicho por el magisterio de la Iglesia sobre las comunidades de base, «célula inicial de estructuración eclesial», sino en dar pasos concretos, para reconocer eso precisamente en las comunidades de base existentes. Las Iglesias particulares deben llegar a un acuerdo pastoral, que establezca progresivamente la comunidad eclesial de base como referencia eclesial oficial, en la cual los bautizados vivan su experiencia de comunión y misión, y por ella, se unan a todo el cuerpo eclesial, signo y sacramento del Reino en el mundo. Algunos de los sínodos diocesanos, en proceso, intentaron legislar, por vez primera en América latina, teniendo en cuenta las comunidades de base como referencia inicial de la estructura y vida de la Iglesia local. g) Tensión provocada cuando se vacía el Reino de su contenido escatológico, reduciéndolo a un proyecto histórico. La evangelización no se agota en la liberación, aunque tenga que pasar por ella. Incluso el fracaso de los objetivos temporales y la locura de la cruz tienen que presentarse como fuerza salvadora. Las comunidades de base, presionadas por una sociedad que idolatra la eficacia, pueden caer en la tentación de dejar a un lado a los que colaboran poco en la lucha, como los enfermos terminales, los incurables, los ancianos, los indefensos, o abandonar las actividades menos eficaces, como la atención personalizada a los individuos que necesitan de

consejo y orientación. La motivación más profunda para la lucha es la esperanza y los valores religiosos. h) Tensión «provocada» por la Biblia, por reducir la Biblia a algunos textos con la intención de confirmar lo que se dice antes. La tentación es doble: 1) pretender reducir el horizonte bíblicoteológico de la opción por los pobres a un único modelo histórico, como por ejemplo el de la liberación y organización del pueblo de Israel, sin una incursión rigurosa en la perspectiva del Reino y del pueblo de Dios en el Nuevo Testamento; 2) aplicar el concepto teológico de pueblo de Dios, pura y simplemente, a los habitantes pobres del país, sin precisiones ni exigencias. i) Tensión provocada por transformar lo popular de las comunidades eclesiales de base en populismo. Lo popular de la comunidad eclesial de base se orienta: 1) para reconstruir el sentido de pueblo de Dios a partir de lo comunitario y liberador; 2) para respetar el proceso de las bases sin imponerles estrategias ni actividades que no hayan sido asimiladas de modo consciente y responsable. Las comunidades de base son populares, no porque están formadas por miembros del pueblo, sino porque están, por su propia dinámica, en contacto constante con la vida y la realidad del pueblo. Ellas propician, de esta manera, que el pueblo sea escuchado, apoyado y evangelizado, y que se haga cada vez más el agente de su propio proceso (no solamente de un programa, sino de todo el proceso, con vistas al objetivo final). La opción por los pobres, como radicalidad evangélica y como prioridad pastoral, es intrínseca al proyecto de Jesús. El modo de expresar esto en determinados momentos históricos no tiene fuerza normativa en todos los lugares y tiempos, aunque sea un ejemplo válido a ser tomado en consideración. j) Tensión provocada por el reto de la inculturación en el interior de la comunidad eclesial de base. Las comunidades de base son una especie de homogeneización pastoral de las bases. La inculturación en la base sigue siendo un gran reto. La conciencia de su urgencia es mayor que la tendencia a ponerla en práctica. Lo que en realidad existe en algunas comunidades de base son realidades discretas, signos modestos de inculturación. El gran reto que ahora se presenta viene de los contextos multiculturales, ahora trabajados intensamente por la, así llamada, cultura de la informática y sus modelos científico-técnicos de consumo y materialismo6. k) Tensiones provocadas por la urgencia de relacionar las comunidades de base con las grandes masas de bautizados. El gran reto de la Iglesia para las comunidades de base es relacionarse, de forma efectiva y constante, con las grandes masas de los bautizados: cómo concienciarlos y organizarlos eclesialmente, de modo que su fe sea eficaz en la vida y en el contexto social donde se encuentran. l) Tensión provocada por mantener la propuesta global de las comunidades de base, apoyando las que ya han caminado y, a la vez, respetando el ritmo de los distintos procesos de otras comunidades de base. Reto de llegar a las zonas del país que no se abrieron todavía a este proceso eclesial de base, respetando su caminar, sin imponerles el ritmo de los que ya tienen una experiencia de muchos años y, a la vez, ayudándoles a dar nuevos y urgentes pasos adelante. Reto de no instalarse teológica y pastoralmente, repitiendo de manera mediocre la reflexión y los programas de las comunidades de base que surgieron antaño, como respuesta a los problemas de décadas anteriores o de otras Iglesias locales. m) Tensión y crisis en las comunidades eclesiales de base y en sus agentes ante los cambios actuales de la sociedad y de la actual coyuntura eclesial. De modo general, en la presente coyuntura, las estructuras y el estilo de la pastoral tienden a ser más abiertos a las responsabilidades sociales y más centralizados y rígidos en lo que se refiere a la vida interna de la comunidad eclesial. En relación a las comunidades de base, directamente no existe ni euforia ni rechazo, sino indiferencia; postura que evidentemente afecta a las comunidades de base. Hay un

ambiente menos favorable al proceso de descentralización teológico-pastoral, que las comunidades de base, necesariamente, deben provocar. Esto implica cansancio, rutina y dudas sobre la propuesta global de inaugurar —desde las comunidades de base— un nuevo modelo de Iglesia. Las iniciativas que, con el ritmo de Medellín y de Puebla, venían privilegiando la articulación latinoamericana, hoy se descentralizan hacia el nivel regional, diocesano y de base, dando la sensación de que se entra en una especie de diversidad desarticulada o de fragmentación. n) Tensión provocada por el desgaste del lenguaje y de la novedad de las comunidades eclesiales de base. Las comunidades de base no se reducen solamente a América latina, ni son propiedad de la Iglesia católica. En las últimas décadas, ha habido una cierta socialización y universalización de las experiencias y del lenguaje de las comunidades de base, que fueron surgiendo en todos los continentes y en varias tradiciones evangélicas. La tensión aparece precisamente porque se coloca el rótulo de «comunidad eclesial de base» a cualquier esfuerzo comunitario, sin que sea realmente una célula del nuevo modelo de Iglesia.

Conclusión Acontece con las comunidades eclesiales de base algo semejante a las estaciones: son primavera y prometen mucho. «A veces son calientes como el verano (por su profetismo, por sus luchas en favor de la justicia); muchas llegan a dar frutos sabrosos como en tiempo de otoño; no faltan en las comunidades de base los tiempos de invierno —de profundización, de espera— cuando se mueren los insectos malignos y todo lo que es accidental se cae, para que lo fundamental se afirme y resista, conservando la vida»7. Esta es la razón por la que se dice que, en muchas partes, las comunidades de base son una realidad significativa que anuncia una nueva primavera y promete una cosecha abundante. Las comunidades de base son frecuentemente un desafío a las viejas instituciones y provocan conflictos sociales y eclesiales. Aun cuando parecen perderse entre los que forman el reverso de la historia, ellas permiten a las personas abrir las ventanas a horizontes más amplios y alimentan la increíble esperanza de que habrá un día en que todos, al levantar la vista, verán qué reina sobre la tierra la libertad, la comunión, la paz y el amor (cf J. A. Labordeta). La comunidad eclesial de base es propuesta, lucha y comienzo del proyecto del Señor: 1) para el renacer del día de la paz, cuando las mesas queden repletas de pan; 2) para conseguir la fraternidad y derrumbar las barreras de las divisiones y de las fronteras injustas y exclusivistas, y 3) para lograr el triunfo del tiempo de la verdad y de la justicia, donde no exista ni el odio, ni la sangre, ni la miseria. Los rosales florecerán, los jazmines inundarán el mundo con la fragancia de su perfume. La acción de gracias y la fiesta no dejarán sitio a las lágrimas. Cuando finalmente todos los caminos converjan en él... y «Dios lo será todo en todas las cosas» (lCor 15,28). NOTAS: 1. Las comunidades eclesiales de base, siendo numerosas en toda América latina, tienen, sin embargo, una historia y un camino bien distintos en cada país. Las comunidades de base de Brasil, México y Chile, con una tradición de largos años, son distintas de las del Caribe inglés y francés, con pocos años de existencia. La práctica comunitaria de Brasil no es semejante a la del Perú. Las comunidades eclesiales de base de Nicaragua, de Guatemala y El Salvador, que pasaron por una situación de guerra, poseen una fuerte experiencia martirial. Las de Honduras están unidas a la importante experiencia de los Delegados de la palabra de Dios. Las de la Guayana inglesa surgen en un país de mayoría hinduista. Las de Belice nacieron recientemente. Las de Jamaica se abren camino en un país donde los católicos son menos del 10% de la población. Las de Bolivia (Amara, Quechua, Minas, la región amazónica y las periferias urbanas) son marcadamente

distintas. Las de Argentina, en general, están más concienciadas; en Colombia, el conflicto con la jerarquía es más frecuente. Hay también diferencias entre las comunidades de base de cultura moderna, las de cultura indígena y las afroamericanas. — 2 Puebla 1147 habla del pobre como sujeto activo de evangelización y, en el 1146, dice que los que han sido ayudados, se sienten capaces de asumir por sí mismos su propio proceso de liberación evangélica. — 3. «Los ministerios eclesiales de los hijos/as del pueblo en el corazón de la Iglesia, significan el rescate de las dimensiones, acciones, funciones y vitalidad del cuerpo total. El cuerpo también actúa, en funciones ciertamente propias, intransferibles y no asumibles por la cabeza. En un sentido más exacto, la cabeza no confía funciones al cuerpo, ni ministerios a los laicos. Ella dirige y dinamiza la ministerialidad total de un cuerpo integralmente animado por el Espíritu de Jesús» (cf A. PARRA, Los ministerios en la Iglesia de los pobres, Vozes SP, 1991, 186). — 4. Cf UUS 77, 99. — 5 A pesar de las dificultades originadas por el fundamentalismo de algunos grupos evangélicos y pentecostales, en varios lugares de Europa y Estados Unidos, existen las comunidades de base denominadas ecuménicas, que representan un nuevo tipo de expresión eclesial. — 6. «La comunicación instantánea con cualquier parte del mundo, la inducción a decisiones inmediatas y emocionales, no reflexionadas ni maduradas, lleva a considerar provisionales y pasajeras todas las actitudes y a dar como imposible un compromiso estable y definitivo». -7. D. Julio Labayén, obispo en Filipinas, citado por Margaret Hebletheite, en una serie de trabajos en la revista The Tablet, Londres, 16 de abril, 435-436; 23 de abril, 465-467; 30 de abril, 498-499; 7 de mayo, 527-530. BIBL.: AA.VV., Comunidades de base y expresión de la fe, Estela, Barcelona 1970; AA.VV., Comunidad de base y prospectiva pastoral en América latina, IPLA, Bogotá 1972; AA.VV., Comunidades de base, Marova, Madrid 1971; AA.VV., Comunidades de base, Concilium 104 (1975); ALONSO A., Comunidades eclesiales de base, Sígueme, Salamanca 1970; BARBÉ D., En el futuro, las comunidades de base, Studium, Madrid 1974; BOFE L., Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Studium, Madrid 1980; DELESPESSE M.-TANGE A., El resurgimiento de las experiencias comunitarias, Mensajero, Bilbao 1971; LEPAGE L., Las comunidades, ¿sectas o fermentos?, Mensajero, Bilbao 1972; WESS P., ¿Cómo se llega a la fe? Comunidades de base eclesiales, Herder, Barcelona 1986. José E Marins

CONCIENCIA MORAL. Orientaciones pedagógicas

SUMARIO: I. Interpretación histórica de la conciencia: 1. Perspectiva bíblica; 2. Profundización teológica; 3. Cultura y filosofía moderna. II. Exposición sistemática: 1. Génesis y desarrollo de la conciencia moral; 2. Significado y naturaleza; 3. La conciencia, norma de moralidad. III. Formación de la conciencia moral: 1. Educabilidad de la conciencia y responsabilidad de la persona; 2. Apertura a la verdad; 3. Discernimiento ético; 4. Conciencia y sentido de pecado; 5. Acompañamiento pastoral.

Conciencia traduce el término griego syneidesis y el latino conscientia (cum-scientia), que evocan la idea de conocer con'. Significa, ya en su etimología, la disposición de la persona para conocerse a sí misma en confrontación con Dios y con el prójimo. Es decir, la primera percepción de la conciencia es que nos hace conscientes de nuestro propio ser más íntimo y profundo. Sin embargo, el concepto de conciencia no es simple ni sencillo, ni tampoco homogéneo o uniforme. Al contrario, ha estado sometido históricamente a múltiples cambios, asumiendo una

gama muy amplia de significados. Así, por ejemplo, apelando a la conciencia se quiere designar: conocimiento, juicio de valor, interioridad, responsabilidad personal, sentido del deber, escala de valores, sentimiento de culpabilidad, discernimiento moral, etc. Ante tal complejidad es imprescindible un análisis histórico que nos permita clarificar su naturaleza y significado. Desde esta visión histórica intentamos presentar una elaboración sistemática y proponer algunas orientaciones para su formación.

I. Interpretación histórica de la conciencia La noción de la conciencia moral ha evolucionado a lo largo de la historia. Ha sido decisivo el desarrollo del concepto en la tradición cristiana. Pero es importante también la aportación que, especialmente desde la época moderna, ofrece la reflexión humana. En la imposibilidad de proponer un análisis amplio y completo, señalamos solamente algunas etapas de esta evolución, fijándonos en los momentos y autores más representativos. 1. PERSPECTIVA BÍBLICA. Ni en el Antiguo Testamento ni en los evangelios se encuentra el término conciencia; en cambio, san Pablo, tomándolo del helenismo, lo utiliza con frecuencia. Pero, si está ausente el término, no lo está la reflexión en torno a lo que la conciencia significa. El Antiguo Testamento emplea, sobre todo, la categoría del corazón para expresar lo que más tarde la reflexión filosófica llamaría conciencia moral. El término es muy frecuente en los escritos veterotestamentarios, utilizándose más que en su sentido propio de órgano vital, en un sentido figurado, como asiento de la vida física y psíquica, volitiva e intelectual, y también de la vida moral y religiosa. Es, pues, la sede de sentimientos diversos y, en este sentido, representa la interioridad de la persona. Más que a las distintas funciones, designa al hombre en su totalidad; es el centro de su vida interior. Llamado a la alianza, el hombre bíblico encuentra la raíz de su responsabilidad en la palabra de Dios, que penetra en el corazón y le hace capaz para discernir el bien del mal. De este encuentro con la palabra brota la exigencia moral. El corazón es precisamente esa interioridad constitutiva del hombre, donde llega la palabra y se hace juicio. Es, pues, el ámbito de la valoración y de la decisión moral, de la falta y del endurecimiento, pero también de la conversión y del a mor de Dios. Los evangelios prolongan esta enseñanza y culminan el proceso de interiorización. Habría que pensar en todos aquellos pasajes en los que el corazón aparece como la sede de la pureza, de la justicia, del bien o del mal del hombre. Con insistencia, Jesús se refiere al corazón: «¿No sabéis que todo lo que entra por la boca va al vientre y termina en el retrete? Pero lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias. Eso es lo que mancha al hombre» (Mt 15,17-20). Para él, el valor moral no está tanto en el acto o en el gesto externo, cuanto en el corazón que lo inspira y del que brota. Es el corazón la raíz que determina el valor moral; los actos son los frutos que lo manifiestan (Mt 12, 3335). San Pablo recoge la enseñanza evangélica y la traduce al contexto de las categorías culturales populares del mundo helenista, de las que toma el término conciencia para introducirlo en el vocabulario cristiano. Aunque no lo define ni explica en ninguno de los pasajes en que aparece, su utilización resulta familiar a sus oyentes y lectores. Los textos más significativos son los que abordan el problema suscitado por la comida inmolada a los ídolos (1 Cor 8 y Rom 14). Se trata de un problema práctico, presente en las primeras comunidades y causa de división entre los creyentes. Pablo comienza haciendo ver la insuficiencia del conocimiento y afirmando que es indispensable el amor, para defender enseguida el valor de

la conciencia, la necesidad de seguir su dictamen y el deber de respetar la conciencia ajena, aun cuando esté equivocada. A ella corresponde el juicio último sobre la acción concreta, independientemente de que uno sea débil o fuerte. Es importante resaltar, en el pensamiento paulino, la relación entre conciencia y caridad (1Cor 8). Aun siendo necesarios el conocimiento y la libertad, es preciso que estas dimensiones humanas estén impregnadas y actúen según la caridad. Pero además, san Pablo destaca también la relación entre la conciencia y la fe (Rom 14). En virtud de la fe, la conciencia es voz del nuevo ser en Cristo, de la nueva existencia del bautizado. Esta misma perspectiva se encuentra también en otros textos de las cartas paulinas. Para Pablo, la conciencia es patrimonio de todos los hombres; y en cada uno es el testigo que acusa o defiende (Rom 2,14-15). Es posible, pues, apelar a la propia conciencia para proponer la verdad (2Cor 4,2). Y es necesario vigilar para conservarla limpia e incontaminada (Tit 1,15; ITim 3,9). Porque la conciencia expresa la interioridad del hombre y proyecta el conjunto de su conducta (1Tim 1,5; 1,19). En resumen, se puede decir que los datos bíblicos sitúan la conciencia en un doble plano: como sede de la interioridad cristiana por la que el hombre se compromete en una nueva existencia en Cristo, y como función concreta de discernimiento y de juicio moral sobre lo que se debe hacer o evitar. Desde esta doble perspectiva se comprende también su relación fundamental a la fe y a la caridad, y su carácter de instancia juzgadora que acompaña a las acciones humanas. 2. PROFUNDIZACIÓN TEOLÓGICA. La visión de la conciencia que emerge de la revelación está presente y determina durante mucho tiempo la vida de las comunidades cristianas. En general, se puede decir que la tradición cristiana mantiene los dos niveles de comprensión de la conciencia, aunque progresivamente va adquiriendo mayor importancia el segundo, que termina por prevalecer en la teología postridentina. En la patrística no se encuentra todavía una elaboración teológica de la conciencia. Siguiendo la revelación bíblica, los Padres recurren a distintos términos (corazón, conocimiento, ley de Dios, etc.) para referirse a la conciencia moral. Pero destacan la centralidad de la conciencia como interioridad de la persona, de donde irradia toda la actividad moral del cristiano (Orígenes, san Ambrosio, san Juan Crisóstomo, san Cirilo de Alejandría, san Agustín), y, sobre todo, resaltan su concepción religiosa. Para los Padres, la conciencia manifiesta al hombre la voluntad de Dios. A través de ella, responde a Dios. Por eso adquiere una importancia tan grande en la vida moral. La Edad media realiza una aportación de gran interés, especialmente en la clarificación de los conceptos y en la sistematización de los problemas. La teología monástica mantiene la reflexión sobre la conciencia en ámbito de la fe y de la preocupación pastoral; la escolástica la reviste de un carácter más especulativo e intelectual. El problema planteado por san Pablo en torno a la conciencia errónea alcanza una resonancia muy amplia en la controversia sostenida entre Abelardo y san Bernardo. Mientras este defiende la pecaminosidad de la conciencia falsa, aunque actúe de buena fe, para Abelardo, lo que cuenta es la intención, de manera que la ignorancia excusaría por completo de pecado. Esta tensión dialéctica se mantiene en la escolástica. La concepción antropológica de santo Tomás queda abierta a la dimensión personal, pero en la reflexión posterior prevalece muy pronto la dimensión objetiva, exigiendo que el juicio de la conciencia se ajuste a la ley. Para santo Tomás, la conciencia no consiste en aplicar de una manera mecánica los principios abstractos a las situaciones concretas, sino en hacerlo de una forma personal, buscando la verdad

y la realización de la voluntad de Dios. Pero, sobre todo, santo Tomás distingue con claridad entre sindéresis, entendida como conciencia originaria, fundamental, habitual, que capacita a la persona para abrirse a los principios universales y a los valores morales, y la conscientia, entendida como acto que los aplica a las situaciones concretas (conciencia actual). Y, además, en la doctrina tomasiana, la conciencia, precisamente en cuanto juicio y norma subjetiva de la acción moral, es, esencialmente, un saber racional práctico. Esta racionalidad de la conciencia le permite resolver el problema de la relación entre conciencia y ley, integrando las dos instancias éticas a la luz de la razón. En la Edad moderna se consolida la importancia de la conciencia, que en la reflexión teológica llega a constituir un tratado fundamental. Pero se desarrolla en una perspectiva prevalentemente individualista y se concede la primacía al aspecto funcional, es decir, al juicio práctico sobre los actos concretos, reduciendo su verdadera naturaleza. En el marco de las controversias mantenidas por los sistemas morales en los siglos XVII y XVIII, el concepto de conciencia se limita de tal manera que su única función parece ser mostrar la obligatoriedad de la ley. Esta reducción del sentido de la conciencia invade casi toda la teología moral en el amplio período de la casuística, que se extiende desde el concilio de Trento hasta la primera mitad del siglo XX. Se olvida su carácter fundamental y el valor de la libertad, para caer en el objetivismo y en el legalismo. Paradójicamente, la antigua enseñanza cristiana sobre el valor y libertad de la conciencia es asumida por el pensamiento profano, muchas veces en un contexto anticlerical. Ha sido necesario, en pleno siglo XX, volver a las fuentes bíblicas y escuchar los signos de los tiempos, para proclamar que la libertad de conciencia no es algo contrario a la fe cristiana. El Vaticano II (GS y DH) reivindica la consistencia de la conciencia, no sólo como juicio práctico sino como centro de la interioridad de la persona; reconoce la profundidad y complejidad de su dinamismo y su función indispensable en la vida de la persona y de la sociedad. Siguiendo s us orientaciones, Juan Pablo II desarrolla una amplia enseñanza sobre la conciencia. Recuerda que «de los pastores de la Iglesia se espera una catequesis sobre la conciencia y su formación» (RP 26); pone de relieve su dignidad y señala su carácter normativo (DeV 43-45); enseña la relación esencial entre conciencia y verdad, y la necesidad de discernir algunas teorías modernas que la exaltan desmesuradamente, llegando a una interpretación creativa de la conciencia, desgajada de la verdad y de la ley (VS 54-64). Finalmente, el Catecismo de la Iglesia católica se refiere con frecuencia a la conciencia. El tratamiento sistemático que presenta viene estructurado en cuatro momentos: el juicio que la conciencia está llamada a realizar (1777-1782), la formación de la conciencia (1783-1785), la necesidad de decidir moralmente en conciencia (1786-1789) y algunos problemas relacionados con la conciencia errónea (1790-1794). A través de ellos, ofrece una síntesis entre la conciencia como núcleo más secreto y sagrario del hombre y la conciencia como juicio de la razón (1796). Subraya, además, la preocupación por una reducción subjetiva de la conciencia y la importancia de la formación como compromiso ético fundamental. 3. CULTURA Y FILOSOFÍA MODERNA. Mientras en los siglos XVI y XVII la teología moral se anquilosaba cerrándose en controversias estériles, el pensamiento moderno se lanza al descubrimiento del sujeto, abriendo nuevos horizontes a la filosofía y a la reflexión sobre la conciencia moral. Descartes centra sus meditaciones filosóficas en el sujeto que piensa, concibiendo la conciencia como una realidad esencialmente cognoscitiva. Se realiza así la separación entre conciencia psicológica y moral. Si durante mucho tiempo la palabra conciencia se había referido exclusivamente a la conciencia moral, desde ahora la conciencia psicológica se emancipa y comienza el proceso de crisis de la conciencia moral. Empieza, en efecto, a abrirse paso el

subjetivismo, que puede llegar a la negación de la moral o a la afirmación radical de una moral autónoma, como sucede en Kant. Kant hace de la autonomía el pivote ético central. De ahí la reivindicación de la conciencia, considerada como el tribunal interno del hombre. La concepción de Descartes culmina en la filosofía hegeliana. Con Hegel, la conciencia llega a ser el todo, el absoluto. Es decir, se llega a la negación del Absoluto y a la afirmación consiguiente de la inmanencia total. Así, Hegel niega toda relación de la conciencia con cualquier cosa que esté fuera de ella; la única relación posible está en ella misma, en la autoconciencia. Este endiosamiento de la conciencia es muy pronto rechazado: en nombre de la individualidad (Kierkegaard), de la historia (Marx), o de la libertad (Nietzsche, Sartre). Pero el primer rechazo de Hegel lleva de nuevo a Kant. Su influjo es determinante en el pensamiento de Husserl, que, aun sin tratar directamente de la conciencia moral, pone las bases para una ontología de la conciencia. Frente a la sutil fragmentación escolástica, Husserl constata que no existe conciencia que no sea trascender, que no sea conciencia de. Es decir, la conciencia consiste en salir fuera de sí mismo, en trascenderse. Y este trascenderse garantiza precisamente su unidad. A lo largo de los siglos XIX y XX se han sucedido las críticas contra la conciencia moral. Las principales provienen de la llamada filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y del estructuralismo (Foucault, Lévi-Strauss). Desde planteamientos diferentes desconfían de la conciencia y tienden a reducirla a una infraestructura. Para Marx, la conciencia es el instrumento de la autoridad para mantener el orden establecido, obstaculizando, en definitiva, la dialéctica de la historia en su desarrollo. La concibe simplemente como represión, y la ve fundada en las estructuras políticas, sociales y religiosas, a las que contribuye a mantener estáticas. Es, pues, una sobreestructura de la que el hombre tiene que liberarse. Nietzsche, como decíamos más arriba, se opone a la conciencia en nombre de la libertad. La libertad suprime la conciencia, que no es más que el envilecimiento del hombre, un producto del resentimiento, del instinto de crueldad que se vuelve contra sí mismo y produce la culpa. El axioma fundamental de la psicología de Freud es la negación del mal moral. Según Freud, no existe; se reduce al mal físico. Por lo tanto el sentido de la culpa es fruto de la ignorancia. En este contexto, entiende la conciencia como el superyo; es autoridad opresiva que no permite la realización de las fuerzas instintivas. Por ello, el empeño moral se realiza no en la formación de la conciencia, sino en la supresión del superyo. Y a la crítica de la filosofía de la sospecha se une el estructuralismo con su proclamación de la inexistencia del sujeto. Para la antropología estructural, no existe el hombre, no existe el sujeto. Son una mera construcción especulativa. Lo que llamamos hombre es un simple nudo en la trama objetiva, un elemento de la estructura. Y destruido el sujeto, sucede la negación de la conciencia. Si no hay persona, nadie responde, nadie es responsable de nada. Pero, a pesar de la crítica profunda a la que ha sido sometida, la conciencia recobra hoy su importancia primordial. Desde el análisis existencial, Heidegger sostenía ya una interpretación de la conciencia como llamada de la preocupación, por la que el hombre es llamado desde la postración de la existencia a su más alta posibilidad de ser. Después, Jaspers ve en la conciencia una voz que soy yo mismo, que hace posible y exige como respuesta la decisión existencial. También desde la psicología (Jung, Erikson, Fromm) se afirma su valor. Pero ha sido especialmente en la filosofía personalista (Scheler, Steinbüchel, Buber, Guardini, Mounier, Lévinas) donde mejor

se percibe el cambio de perspectiva. Se retoma la reflexión sobre la relación entre conciencia y realidad. Y, sobre todo, se retorna el problema capital de la conjugación de los grandes pilares de la ética kantiana: la autonomía del individuo y la universalidad de la ley moral (Apel, Habermas).

II. Exposición sistemática Desde la luz del pensamiento bíblico y del posterior desarrollo de la tradición cristiana, pero teniendo también presentes la aportación y los interrogantes planteados por la reflexión humana, intentarnos ahora llegar a una elaboración sistemática, al menos sobre algunas de las cuestiones que los datos de la evolución histórica plantean. Esta visión histórica manifiesta, ante todo, la necesidad de renovar la concepción de la conciencia, rehabilitando tanto lo que hemos llamado conciencia fundamental como su carácter normativo y su función de juicio moral. Pero, además, es necesario detenerse en una cuestión previa, que adquiere una importancia particular para la catequesis. Nos referimos a la génesis y al desarrollo de la conciencia moral. Es importante la confrontación de la persona con la conciencia, así como el discernimiento moral; pero, antes de pensar en la conciencia adulta capaz de expresar la identidad de la persona y discernir el bien y el mal, es necesario plantearse su origen y las etapas de su desarrollo, aspecto decisivo para poder discurrir sobre su formación. 1. GÉNESIS Y DESARROLLO DE LA CONCIENCIA MORAL. Son muchas las teorías que intentan explicar la génesis de la conciencia moral. En general, frente al innatismo del pasado, que sostenía que el individuo nace con una especie de facultad moral, defienden, más bien, que el niño nace sin conciencia moral. No es que nazca sin una capacidad moral potencial, sino que de la misma manera que al llegar al mundo no tiene ni una mente ni un cuerpo maduros, tampoco viene con un conjunto de conceptos morales. Será necesario el desarrollo; el ser humano tiene que crecer física, intelectual y moralmente. Pero, en estas diversas teorías referentes a la génesis, vamos a considerar simplemente las dos que nos parecen más relevantes y actuales: el psicoanálisis freudiano y la psicología cognitiva de Piaget y Kohlberg. La explicación de Freud parte de la ruptura entre lo psíquico y lo consciente. El marco de referencia de la teoría freudiana está configurado por los siguientes elementos: la existencia del inconsciente activo, la diferenciación entre el ello, el yo y el super-yo, la actuación de la vida psíquica a través de instintos (de vida, de muerte) y de principios (del placer, de la realidad), y la importancia de la infancia en la configuración psíquica. Situado en este marco referencial, Freud identifica la conciencia moral con el superyo. Por consiguiente, la ontogénesis de la conciencia coincide con la formación del superyo, que, según Freud, es heredero del complejo de Edipo, y se verifica a través de la identificación, idealización y sublimación. En una perspectiva muy diferente se sitúa el análisis psicológico de Piaget y Kohlberg, que se centran en las estructuras cognitivas que posibilitan el desarrollo moral. Piaget estudia el juicio moral del niño, analizando el respeto por las reglas desde su propio punto de vista. Parte del análisis de las reglas del juego, para pasar después a las reglas específicamente morales prescritas por los adultos, buscando la idea que el niño se hace de estos deberes concretos. Piaget estudia el juicio moral, enmarcándolo en el desarrollo de la inteligencia e insistiendo en que esta se desenvuelve de acuerdo con procesos cognitivos que siguen un orden cronológico. Pero las diferencias de razonamiento en las distintas etapas de la vida no se atribuyen simplemente a los conocimientos adquiridos; influye también, al mismo tiempo, la interacción del sujeto con el ambiente. En relación con el fundamento de la obligación moral, Piaget distingue dos grandes estadios: uno de heteronomía (desde los 6 a los 12 años), en el que las reglas son sagradas porque están puestas por los adultos, y otro de autonomía, en el que se respetan las

reglas porque son exigidas por las relaciones del grupo. Llegar a la autonomía moral supone, según Piaget, la interacción con el grupo social; al principio es de sumisión; luego, de respeto y de cooperación mutua. Esta teoría piagetiana ofrece elementos válidos para explicar la psicología de la moralidad y para orientar la formación moral de la conciencia. Dichos elementos se han visto enriquecidos con los trabajos de L. Kohlberg, que amplía el análisis a todo el arco del desarrollo moral, describiendo con precisión las etapas morales por las que atraviesa la persona. Según Kohlberg, el desarrollo moral se realiza en una secuencia de seis estadios, divididos en tres niveles. El primero es el preconvencional. En este nivel, que caracteriza el razonamiento moral de los niños, el bien y el mal se juzgan por las consecuencias inmediatas. El primer estadio está determinado por la obediencia incondicional a los adultos y por el miedo al castigo; en el segundo, empieza a nacer la idea de la reciprocidad. El segundo nivel es el convencional, que surge normalmente en la adolescencia y que muchas veces sigue dominando el pensamiento de los adultos. En él, el bien y el mal se definen por las convenciones sociales. El individuo se orienta en conformidad con las normas del grupo social. Durante el tercer estadio, la aprobación del grupo alcanza un papel determinante; en el cuarto, es el orden social el que asume este papel. La conciencia moral es, más bien, heterónoma o sociónoma; tiende a la conformidad con las imágenes estereotipadas de la mayoría y al mantenimiento del orden social establecido. El tercer nivel es el posconvencional, que caracteriza el razonamiento de una minoría de adultos. Cuando surge, lo hace en la adolescencia o al comienzo de la adultez. En él, los problemas morales se consideran desde una perspectiva que sobrepasa las normas; se buscan principios y valores independientes de la autoridad, del grupo, del orden constituido. En el quinto estadio hay una preocupación especial por los derechos individuales; se apela al contrato social y al consenso de los ciudadanos sobre lo justo o lo injusto. En el sexto, se recurre a principios universales, y lo justo o injusto se define por la decisión de la conciencia, que se sitúa ya en la autonomía moral. La teoría de Kohlberg ha ejercido y sigue ejerciendo un influjo muy grande en la pedagogía. Representa también un interlocutor obligado para la teología moral y para la catequesis. Hay que reconocer lealmente sus valiosas aportaciones, como la reacción contra el relativismo moral o la revalorización de la dimensión cognoscitiva y racional de la experiencia moral. Pero, al mismo tiempo, conviene anotar críticamente la reducción formalista de los principios morales (la moral queda reducida a un lenguaje tanto más universal cuanto más privado de contenidos), la ausencia de una justificación metaética de la experiencia moral, el descuido de la atmósfera afectiva en su metodología educativa. Además, hay que tener en cuenta, especialmente en el quehacer pedagógico y catequístico, sabiendo que no es posible fijar con exactitud las distintas etapas de los tres niveles, que la edad cronológica de las personas no siempre coincide con la edad de la maduración de la conciencia. Y, del mismo modo, no siempre el camino recorrido es ascendente. Las personas avanzan a través de crisis y de conflictos; hay progresos y hay retrocesos morales. 2. SIGNIFICADO Y NATURALEZA. La reflexión psicológica sobre el desarrollo de la conciencia propone la conciencia adulta como conciencia autónoma; es decir, el comportamiento moral procede del interior del sujeto. La conciencia como sede de la interioridad era uno de los elementos más valiosos que encontrábamos en la raíz de la revelación bíblica, y que ha alentado también en el pensamiento cristiano. Es este, quizás, el primer aspecto que conviene subrayar para comprender la naturaleza de la conciencia moral.

La reflexión teológica actual destaca, en efecto, la referencia fundamental a la totalidad de la persona. La conciencia viene a ser como la misma interioridad que se proyecta hacia Dios y hacia los demás seres. La persona juzga el bien y el mal no sólo con la inteligencia, sino también con la voluntad, con el sentimiento, con el inconsciente. Y en su juicio entra, además, su entorno social, entran los otros, y entra, sobre todo, Dios. Ciertamente, la persona juzga por la razón; pero la inteligencia se encuentra en un sujeto que tiene, además, voluntad, afectividad y otros muchos condicionamientos psicológicos. La conciencia es el juicio que realiza el entendimiento práctico sobre la moralidad de los actos que la persona se propone hacer o ha hecho. Es un juicio inseparable de obrar libremente. La voluntad no obra sin conocer el objeto de su querer. No hay decisión de la voluntad sin luz intelectual y, por consiguiente, sin estimación de la moralidad del acto. La conciencia no es, pues, algo que proviene de fuera del hombre. No es voz, ni eco de la sociedad. No es tampoco una deducción científica, ni la simple aplicación de una norma. No es una estructura o una facultad que se le añada. Es la misma persona en su dimensión hacia la plenitud de su ser. Es «el núcleo más secreto y sagrado del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella» (GS 16). La conciencia juzga el funcionamiento de la persona como ser humano; es conocimiento de uno mismo, del propio éxito o fracaso en el arte de vivir. Pero es algo más que simple conocimiento. Implica una calidad afectiva, en cuanto reacción de toda la personalidad, no únicamente de la mente. Por todo ello, la conciencia representa la expresión de nuestro verdadero yo. Y contiene asimismo la esencia de nuestra experiencia moral. Conserva el conocimiento de nuestro fin en la vida y de los principios por medio de los cuales queremos lograrlo. 3. LA CONCIENCIA, NORMA DE MORALIDAD. La conciencia no sólo testimonia; también juzga y valora, orienta y compromete a la acción. Precisamente por su raíz en la persona, no se limita a dar un juicio sobre el quehacer del hombre. Implica, además, un juicio sobre su ser y se convierte también en medida y norma de acción. Es, en efecto, la norma interiorizada de moralidad. Afirmar el carácter normativo de la conciencia significa afirmar que ella es la norma por donde pasan todas las valoraciones morales de los actos humanos. Ninguna acción humana puede considerarse buena o mala si no es en relación a la conciencia. Y no es que la conciencia cree la bondad o maldad; no crea la moralidad, sino que la manifiesta. Manifiesta lo bueno y lo malo, en virtud de su función de mediación entre Dios y el obrar libre del hombre. El objeto del juicio de la conciencia es, sobre todo, el sentido y la orientación de la vida. No se trata de un juicio teórico, sino práctico, vital. Procede de la sintonía de la vida con los valores morales. Por eso resulta tanto más auténtico cuanto más veraz y profundamente bueno es el hombre; cuanto mayor es su inclinación a la verdad y al bien. Y puesto que durante la vida el hombre no es total y definitivamente bueno, la deformación del juicio de la conciencia no constituye una abstracción o una excepción. De hecho, sucede con frecuencia que se parte de presupuestos falsos, se aplican mal los principios, estamos mal informados, somos precipitados o negligentes en la valoración, víctimas de prejuicios, de presiones sociales, etc. Todos estos condicionamientos constituyen una fuente de errores morales considerables. Por ello, el juicio de la conciencia, para ser auténtica norma de moralidad, debe ser verdadero. El hombre debe eliminar, o al menos reducir, las posibilidades de error. Además, la fidelidad a la propia vocación y el deber de realizarla con autenticidad imponen al hombre la obligación de seguir el juicio de su conciencia; debe seguir este dictamen cuando la conciencia es recta. El hombre debe cumplir cuanto la conciencia le presenta en orden a conseguir el fin. Como hemos dicho, la conciencia no funda la obligación moral: la manifiesta y la determina.

La bondad moral nace de la conformidad del acto a la verdad. El hombre no es la fuente de la verdad. Por tanto, la conciencia no puede sustituir a la ley divina, ni convertirse de un modo autónomo en fuente de la determinación del bien y del mal. Pero, por otra parte, tampoco la ley divina se impone directamente a la persona; llega a ser imperante sólo a través de la mediación de la conciencia. Ningún valor tiene esta fuerza imperante si no es propuesto por la conciencia. El hombre, pues, es responsable en fuerza de su conciencia. Así pues, se puede afirmar el deber indiscutible de conformarse y conformar el propio comportamiento al dictamen de la conciencia. Cuando la conciencia presenta un acto como obligatorio, el hombre debe cumplirlo. Sin embargo, no pueden situarse en el mismo nivel la conciencia verdadera y la conciencia errónea. No puede identificarse tampoco la conformidad con la conciencia y la bondad del acto. Es cierto que ningún acto puede ser bueno si no está de acuerdo con la conciencia. Pero esto no basta para hacer bueno el acto. La conciencia no es la fuente exclusiva de moralidad; necesita confrontarse con la norma moral objetiva. Toda la tradición cristiana manifiesta la correlación entre la ley y la conciencia. No es sólo la fuente de la moralidad, sino que la exigencia de discernimiento, la apertura a la verdad, así como su misma naturaleza mediadora del bien, la impulsan a la relación con la ley. En realidad, ley y conciencia, íntimamente asociadas, configuran la dignidad de la persona. La conciencia pone al hombre ante la ley, siendo, al mismo tiempo, testigo de su fidelidad o infidelidad. Esta enseñanza ha sido recientemente clarificada por Juan Pablo II ante algunas posturas teológicas. El Papa explica la relación ley-conciencia como juicio práctico que ordena lo que el hombre debe hacer o evitar: «Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento... Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora» (VS 59). La conciencia tiene, pues, un carácter normativo. La dignidad y la autoridad derivan de la verdad que está llamada a escuchar y a expresar. Y esta verdad está expresada por la ley divina, norma universal y objetiva de moralidad. Por tanto, «la conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» (DeV 43).

III. Formación de la conciencia moral La conciencia es la medida de la perfección moral. Su complejidad y el papel que le compete en la vida moral de las personas hacen ver la importancia de su formación. La función de orientar y guiar en la fe se complementa con la educación de la conciencia. Esta tarea formativa supone, por una parte, el reconocimiento de la importancia de la conciencia moral. Frente a los riesgos y dificultades que suponen el orden científico y técnico y el orden político, la conciencia reivindica la soberanía del hombre, el riesgo de la libertad, la asunción de la propia historia, la percepción de la autonomía y responsabilidad como quehacer ético. Por otra

parte, supone también la convicción de que la conciencia es educable, de que está llamada y «tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance gradualmente en búsqueda de la verdad y en la progresiva interacción e interiorización de valores y normas morales» (VhL 39). 1. EDUCABILIDAD DE LA CONCIENCIA Y RESPONSABILIDAD DE LA PERSONA. La conciencia se construye. Tiene necesidad de una maduración continua a lo largo de toda la vida. Como la persona, es una realidad dinámica que crece y se perfecciona; es educable. Y la orientación de esta maduración y desarrollo progresivo es precisamente hacia la autonomía moral. En esto coinciden, como hemos apuntado anteriormente, las distintas teorías que estudian el desarrollo del sentido moral. A través de distintas etapas o estadios, la conciencia debe hacer el camino que va de la heteronomía a la autonomía moral. La conciencia heterónoma se caracteriza porque sitúa el centro de referencia del obrar moral (principio, normas, costumbres) en los otros. El individuo actúa según las reglas sociales que se le imponen desde fuera. No decide de su vida; en realidad, otros deciden por él. Vive una moral preferentemente colectiva. Infringir las normas sociales provoca sentimientos de inseguridad, miedo e inquietud. La formación de la conciencia implica superación de la heteronomía para llegar a hacer de la conciencia voz del propio ser en crecimiento, una reacción de nosotros ante nosotros; la voz de nuestro verdadero yo. Se trata de ser capaces de percibir la voz de la propia conciencia en lo profundo de su ser, de preguntarse: ¿qué es para mí el bien en la situación en que vivo? ¿Qué decisión debo tomar en estos momentos para ser fiel? Este tipo de conciencia es fruto del ser profundo de cada individuo, original y único, y de los valores elegidos como propios. Para llegar a ella es necesaria la aceptación de sí mismo, el reconocimiento y aceptación de Dios y el reconocimiento de los otros. Sólo la referencia y fidelidad a esta conciencia profunda asegura el crecimiento y consistencia de la persona. La primera consecuencia que surge de este carácter dinámico de la conciencia y de la necesidad de su desarrollo atañe a la responsabilidad de la misma persona en orden a su formación. Es el individuo quien tiene que responsabilizarse del crecimiento y formación de la propia conciencia. Se trata de un compromiso que debe acompañar al hombre a lo largo de toda su vida. Porque en la situación de cambio acelerado y profundo que atraviesa la sociedad actual, nadie puede conformarse con las respuestas éticas de la adolescencia. Pero esta responsabilidad ha de ser compartida también por la familia, la escuela y la comunidad cristiana. El derecho-deber educativo de los padres es calificado por Juan Pablo II como esencial, original, primario, insustituible e inalienable (FC 36). Los padres deben formar a los hijos en los valores esenciales de la vida humana y, especialmente, deben cuidar la formación de la conciencia moral. Junto a ellos, también la escuela tiene su competencia y función específica. Pero, de manera particular, debe sentirse comprometida la comunidad cristiana. En concreto, desde esta perspectiva, el grupo de catequesis, como grupo eclesial, signo de la Iglesia, debe llegar a ser lugar de acogida donde se reflexiona y revisa la experiencia vivida, donde catequistas y miembros del grupo testimonian la fe y la caridad. Desde él, cada uno sigue y hace su camino en compañía de los otros, compartiendo el proyecto moral del evangelio y comprometiéndose en una sociedad más humana y más justa. En este sentido, el grupo es también lugar ético y ámbito privilegiado para formar la conciencia cristiana. 2. APERTURA A LA VERDAD. La formación de la conciencia tiende a guiar a la persona hacia el bien y la verdad. Porque el individuo tiene el deber de seguir la conciencia recta, y la conciencia, a su vez, tiene la obligación de seguir la verdad. Por ello, la búsqueda y reconocimiento de la verdad

objetiva constituye en el proceso educativo un aspecto de vital importancia. Para formar la conciencia es indispensable que la persona busque la verdad y quiera obrar en verdad. Se trata de la identificación con la verdad, de la apropiación personal de los valores y exigencias morales, de la interiorización del mensaje cristiano. Formar la conciencia es ayudar al creyente a conocer a Cristo y a amarlo, a identificarse con él, a aceptarlo como centro de toda la vida, a adoptar sus valores y criterios. Para la conciencia, la relación a la verdad es una condición esencial. Si no se da, queda vacía y pierde su autenticidad. Entre verdad y conciencia existe una reciprocidad que no es posible romper. No se puede hablar de formación de la conciencia sin una tensión sincera de búsqueda de la verdad. Porque la conciencia no es un absoluto; por su misma naturaleza implica la relación a la verdad objetiva. En esta relación con la verdad encuentra su justificación. En efecto, la verdad asegura la dignidad de la conciencia, incluso en aquellas situaciones en que no consigue llegar a la verdad objetiva. Quienes se preocupan seriamente de formar la propia conciencia o de ayudar a otros en este proceso, saben que muchas veces es posible encontrarse en situaciones difíciles, en las que no aparecen claramente los verdaderos valores morales, o las decisiones que deben tomarse. A veces, la tensión puede resultar grave y dramática, porque las situaciones en que hoy vivimos son muy complejas. Especialmente en estos momentos la conciencia cristiana cuenta con la ayuda inestimable de la palabra de Dios y de la enseñanza del magisterio de la Iglesia. Para el creyente, el medio privilegiado en la búsqueda de la verdad es la palabra de Dios. Ha de acompañar todo el camino personal y comunitario de formación de la conciencia. El cristiano tiene que dejarse juzgar por la Palabra: en las intenciones más profundas, en los criterios de valoración, en las decisiones y opciones, en la disponibilidad para acoger y responder a las llamadas de Dios. Y, junto a la Palabra, alcanza un valor particular la enseñanza del magisterio en el campo ético. Estando a la escucha y al servicio de la palabra de Dios, el magisterio tiene la función pastoral de enseñar y orientar la conciencia de los creyentes. Su competencia está, precisamente, en el orden de la verdad objetiva. Su misión es proponerla y orientar hacia ella la conciencia de los creyentes y de todos los hombres. Busca, por una parte, la fidelidad al evangelio; por otra, concretar sus exigencias en la vida de la comunidad. 3. DISCERNIMIENTO ÉTICO. La conciencia adulta implica la capacidad de juicio y de discernimiento. Y el quehacer formativo ha de suponer necesariamente ayudar a ser capaces de discernir el bien y el mal, el pecado y la acción de Dios. En realidad, el discernimiento es el quicio de la formación de la conciencia porque significa la capacidad de ejercer la propia libertad y responsabilidad moral. En la vida cristiana, el tema del discernimiento tiene una tradición y una resonancia muy rica. Hunde sus raíces en la misma revelación bíblica, que relaciona expresamente discernimiento y búsqueda de la voluntad de Dios. Para san Pablo, el discernimiento constituye lo que tiene que ser, en concreto, la conducta del hombre de fe: «Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es el culto que debéis ofrecer. Y no os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2). Según san Pablo, el culto auténtico que los creyentes deben ofrecer a Dios implica inconformismo e intransigencia, y, además, una transformación interior que debe afectar a toda la persona del creyente, capacitándola para discernir cuál es la voluntad de Dios. Es decir, la existencia cristiana se traduce y expresa en el discernimiento. Lo que de verdad especifica y define al hombre

cristiano es la capacidad de discernir personalmente lo que Dios quiere. Por eso, los cristianos han de vivir como hijos de la luz, en contraposición a los hijos de las tinieblas, y esto lleva consigo la práctica del discernimiento, para ver lo que agrada al Señor (cf Ef 5,8-10). El discernimiento es principio clave de una moral personalista. Y la formación de la conciencia tiene que asumir también el principio pedagógico de la personalización, que supone cercanía y empatía, camino de diálogo y encuentro personal. Formar la conciencia en esta clave implica ayudar a ver y analizar la realidad, a descubrir las causas y motivaciones, a buscar soluciones a la luz de la palabra de Dios. Se forma conciencia, provocando una continua confrontación de la propia escala de valores con los valores evangélicos. Pero conviene advertir, además, que la tarea educativa en el discernimiento tiene que ayudar a superar los riesgos del subjetivismo e individualismo, la posible tendencia al intimismo, así como las desviaciones ideológicas del juicio ético. 4. CONCIENCIA Y SENTIDO DE PECADO. La actitud de discernimiento lleva también a la percepción del pecado en la propia vida y al reconocimiento de los propios pecados. De manera que la formación de la conciencia tiene mucho que ver con el sentido del pecado. Como señala Juan Pablo II, «este sentido tiene su raíz en la conciencia moral y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado» (RP 18). El oscurecimiento del sentido del pecado es un signo de la deformación de la conciencia. A su eclipse sigue inevitablemente la pérdida del sentido de pecado. La primera dificultad que encuentra tanto la teología como la praxis catequística en su reflexión sobre el pecado es hacerlo inteligible a los hombres y lograr que lleguen a captar su sentido. Entre los cristianos se percibe un profundo malestar ante el concepto de pecado. Hablar de él les parece a algunos una provocación. Y, sin embargo, el mal no puede ignorarse y las diferentes ideologías hablan de algo que está muy emparentado con lo que llamamos pecado. Las ciencias psicológicas elaboran conceptos para explicarlo: inadaptación, regresión, inmadurez; la cultura moderna habla del mal que sufre el hombre y del mal que hace. Pero la teología, la pastoral, la catequesis saben que su mensaje no es escuchado. Parece, pues, que el hombre moderno, sensible al mal, no lo es tanto al problema del pecado. Sin embargo, el pecado es una realidad central en la Sagrada Escritura y en la tradición eclesial. Reviste una importancia capital en la historia de la salvación: «Cristo murió por nuestros pecados» (lCor 15,3). Por ello ocupa también un papel relevante en la reflexión teológica, y ha de ocuparlo en la catequesis. Redescubrir su significado constituye actualmente una tarea importante en la Iglesia. En estos últimos años ha existido una amplia reflexión en torno al pecado y se ha producido una evolución significativa. Durante mucho tiempo ha estado presente una concepción del pecado excesivamente jurídica, cosificada e individualista. Hoy se tiende a una concepción más relaciona) y comunitaria. Juan Pablo II se ha referido al misterio del pecado (RP 13-18), resaltando su dimensión humana y religiosa, personal, comunitaria y social, y augurando que florezca de nuevo un sentido saludable del pecado: «Ayudará a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la alianza; una escucha atenta y una acogida fiel al magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la penitencia» (RP 18). 5. ACOMPAÑAMIENTO PASTORAL. Formar la conciencia requiere, finalmente, contacto personal, disponibilidad para el diálogo y la dirección espiritual, y requiere también la experiencia vital del sacramento de la reconciliación. Todo esto puede ser e incluir el acompañamiento pastoral.

En la catequesis, el acompañamiento empieza con la convivencia y presencia amiga. Sigue en la reflexión, revisión y compromiso del trabajo en grupo. Y se concentra, especialmente, en el encuentro personal que, sin duda, puede favorecer mucho la renovación interior y la formación de la conciencia. En el desarrollo moral de la conciencia, el verdadero camino pasa por acompañar, buscar y ver juntos, ayudar a discernir, confrontar y valorar. Hubo un tiempo en el que, en la vida cristiana, se dio una importancia muy grande a la dirección espiritual, identificándola incluso con la dirección de conciencia. Esta concepción de dirección espiritual, entendida prevalentemente como dependencia, obediencia y tutela ha estado en crisis. La superación de la crisis pasa por recobrar su sentido auténtico, que se sitúa en la perspectiva de orientación y ayuda a las personas en vistas al reconocimiento de la voluntad de Dios y de la apropiación personal de la vida en el Espíritu. Hoy se prefiere hablar de acompañamiento porque es encuentro y relación personal. Implica una tarea común que tiende a la progresiva realización y madurez de las personas. A través del acompañamiento así entendido, es posible guiar en la búsqueda de la verdad; es posible ayudar a valorar y confrontarse con la ley; y sobre todo, es posible orientar al discernimiento ético y a construir una conciencia moral adulta, capaz de ser testigo fiel de la persona. BIBL.: AA.VV., La coscienza morale oggi, Accademia Alphonsiana, Roma 1987; AA.VV., Conciencia y libertad humana, Cete, Toledo 1988; AUBERT J. M., Conciencia y ley, en LAURET B.-REFÓULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología IV, Cristiandad, Madrid 1985; DELHAYE PH., La conciencia moral del cristiano, Herder, Barcelona 1969; EY H., La conciencia, Gredos, Madrid 1976; GÓMEZ C., Conciencia, en GAFO J. (ed.), 10 palabras clave en bioética, Verbo Divino, Estella 1993; HORTELANO A., Problemas actuales de moral I. Introducción a la teología moral. La conciencia moral, Sígueme, Salamanca 1979; LEONARD A., Le fondement de la morale, Cerf, París 1991; LAUN A., La conciencia, Eiunsa, Barcelona 1993; MADINIER G., La coscience morale, Presses Universitaires de France, París 1954; MAJORANO S., La coscienza. Per una lettura cristiana, San Paolo, Milán 1994; MIETH D., Conciencia, en BOCKLE F. Y OTROS, Fe cristiana y sociedad moderna XII, SM, Madrid 1986; MIRANDA V., Conciencia moral, en VIDAL GARCÍA M., Conceptos fundamentales de ética teológica, Trotta, Madrid 1992; PRIVITERA S., La coscienza, EDB, Bolonia 1986; VALADIER P., Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995.

Eugenio Alburquerque Frutos

CONFESIÓN DE FE

SUMARIO: I. Confesión y profesión de fe en la catequesis. II. Credos, confesiones o símbolos de fe: 1. Funciones de los credos; 2. Contenido de los credos; 3. Credos principales. III. Los credos y la comunicación actual de la fe.

I. Confesión y profesión de fe en la catequesis El Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 asegura que «la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe»1, indicando de esta manera cuál es el lugar originario y la meta de la catequesis. Pero la fe no se confiesa sólo con palabras, enunciados doctrinales o formulaciones precisas, sino que tiene un sentido más amplio e integral, que desborda el marco estricto de la recitación del credo. Confesar la fe implica compromisos. Se confiesa con la vida, con los hechos, mediante la praxis, a través del testimonio. Por ello, los confesores son siempre testigos que, al proponer la fe, se exponen a sí mismos, arriesgando la propia vida si fuera preciso; los mártires constituyeron desde siempre el testimonio confesante por excelencia2.

Toda la acción catequética se orienta hacia el logro de una confesión de fe viva, explícita y operante (DGC 56, 66), hacia una adhesión global a Jesucristo desde la sincera conversión del corazón (RMi 20). En este sentido, la confesión de fe es meta de la catequesis (DGC 218). Si bien con frecuencia las expresiones confesión y profesión de fe se usan como intercambiables, a continuación el tratamiento se restringe a los credos o símbolos3, los cuales, sin embargo, están estrechamente relacionados con el testimonio integral de la fe y desempeñan un papel importante en la acción catequética.

II. Credos, confesiones o símbolos de fe Con el término de símbolos de fe, confesiones o credos se designa normalmente un resumen preciso, más o menos breve y fijo, de los contenidos esenciales de la fe cristiana. Credos, por la primera palabra con que normalmente comienzan (credo, credimus, creo, creemos) y profesiones de fe, porque compendian la fe profesada por los cristianos (CCE 187). La proveniencia, el significado y los motivos de su designación como símbolo no se hallan suficientemente dilucidados. A pesar de su origen griego (symbolon), el término aparece por vez primera aplicado a los credos en el occidente latino, en concreto en Cipriano de Cartago, quien asegura que el cismático Novaciano bautiza con el mismo «símbolo que nosotros los católicos... y no parece diferenciarse de nosotros en el interrogatorio bautismal» (Ep. 69, 7; Hartel II, 756). Por su parte, Firmiliano de Cesarea, a propósito del bautismo administrado por una mujer desequilibrada, admite que no faltaba ni el «symbolum Trinitatis ni el interrogatorio establecido por la Iglesia» (Ep. 75, 11; Hartel II, 817s). En Oriente se hablaba normalmente de la fe o de la doctrina, no hallándose el término symbolon para designar al credo hasta los así llamados cánones del concilio de Laodicea (Mansi 2, 563s). Siguiendo a Rufino (CCL 20, 2), bastantes autores antiguos y modernos interpretan símbolo en el sentido de signo (indicium) o señal, pero como equivalente de collatio (composición conjunta, resultado de diversas aportaciones), explicación que se funda en la semejanza existente entre los términos griegos symbolon y symbol (collatio), y en el falso supuesto de la composición del credo por los doce apóstoles (cf infra, Símbolo apostólico). Otros 4, al significado de sello acreditativo y distintivo (PL 38, 1058), añaden el de pacto, acuerdo, contraseña, garantía legal (PL 38, 1072). Algunos de estos significados son recogidos por el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 188). Por su parte, varios investigadores modernos, apoyándose en testimonios antiguos (CSEL 4, 198), opinan que la asunción del término símbolo para designar a los credos cristianos proviene de las religiones mistéricas, en las que symbola equivalía a las fórmulas estereotipadas, conocidas por los iniciados, que servían de signos identificativos. Kelly, después de atender a las distintas hipótesis, da por seguro que «primitivamente el symbolum significó las tres preguntas bautismales»5, lo cual estaría confirmado por el concilio de Aries (314) que en su c. 9 ordena interrogar sobre el símbolo a los que provienen de la herejía para comprobar si responden con la Trinidad, en cuyo caso no han de ser nuevamente bautizados (CCL 148, 10s). A pesar de su influencia recíproca y de su semejanza con otras fórmulas doctrinales, como las reglas de fe (regula fidei, regula veritatis), estas no son intercambiables sin más con el símbolo bautismal, pues la regla de fe es un compendio de la fe cristiana propio de la tradición doctrinal de una iglesia concreta, resumen flexible en su extensión y tenor literal, pero coincidente en el contenido nuclear de la doctrina (CCL 1, 197s; 2, 1160, 1209; Adv. Haer. 1,101); por otra parte, la regla de fe se configuró en un ambiente de polémica antignóstica y antiherética, por lo que en la primera antigüedad cristiana era valorada como garantía y prueba de ortodoxia doctrinal. 1. FUNCIONES DE LOS CREDOS. Para el Catecismo los credos son resumen y expresión de la fe (CCE 186), formulados en un lenguaje común y normativo (CCE 185), que sirven a la unidad entre

los creyentes y alimentan la comunión intraeclesial (CCE 197). Por su parte, el Directorio general para la catequesis los valora como pilares de la exposición catequética (DGC 130), que en su explicitación están llamados a ser fuente de vida y de luz para el ser humano (DGC 117), y que constituyen un elemento inherente a todo proceso orgánico de catequesis (DGC 89, 154, 240). Son algunas de sus numerosas funciones. Esta diversidad se halla relacionada con la circunstancia vital (Sitz im Leben) en la que fueron surgiendo6. Algunos, como Cullmann, intentaron poner en relación el origen de las profesiones de fe con una gran diversidad de situaciones propias de las comunidades cristianas, tales como el bautismo y catecumenado, los exorcismos, las diversas celebraciones litúrgicas, la catequesis, las persecuciones, las controversias con la herejía. Pero, ante la ausencia de testimonios documentales que prueben esta pluralidad de situaciones, como momentos originarios, antes del siglo III, sigue prevaleciendo la tesis tradicional que relaciona originariamente la profesión de fe con el bautismo, su preparación y su celebración (la introducción del símbolo en la celebración eucarística no parece haber tenido lugar antes del siglo VI). Kelly sostiene que «la verdadera y original finalidad de los credos, su primaria raison d'étre, fue su papel de afirmaciones solemnes de fe en el contexto de la iniciación bautismal»7. A este respecto es usual distinguir entre credos declaratorios y credos en forma de pregunta-respuesta. Los credos declaratorios, o recitación (pública, solemne) en primera persona de fórmulas fijas, no pueden datarse antes del siglo IV, al menos no hay ningún testimonio explícito a su favor. Explicar este silencio recurriendo a la disciplina del arcano (el símbolo se transmitía oralmente, se aprendía de memoria y solamente era conocido por los iniciados en la fe), no parece convincente, pues nada indica que tal disciplina, de la que hay testimonios en el siglo IV (PG 33, 852ss; PL 14, 335; CCL 20, 2), tuviera también vigencia en los siglos anteriores, en los que se citan las reglas de fe, se describe la constitución de la Iglesia y se expone públicamente la celebración litúrgica (Ireneo, Hipólito, Justino). De ahí que investigadores recientes8 hagan de este argumento e silentio —de falta de pruebas escritas— motivo suficiente para no hablar de credos declaratorios antes del siglo IV. ¿Se dieron, entonces, desde los comienzos las fórmulas interrogatorias, acompañadas de las respuestas respectivas y relacionadas con la celebración litúrgica del bautismo? Kelly ha hecho un esfuerzo detallado y encomiable por descubrir sus huellas y sus antecedentes en los siglos anteriores (Tertuliano, Justino, Hipólito), incluso en los mismos textos del Nuevo Testamento (He 8,36-38; 16,14s.; lPe 3,21; 1Tim 6,12; Heb 4,14). Pero también en este punto otros autores se muestran menos optimistas en la valoración de sus resultados, reteniendo como no demostrado irrefutablemente el uso del credo en la liturgia bautismal de los dos primeros siglos y considerando algunas reconstrucciones de fórmulas interrogatorias hechas por Kelly (por ejemplo a propósito de Ireneo y Justino) como una combinación hipotética9. Puede retenerse, no obstante, como elemento seguro una estrecha relación entre estructura trinitaria del bautismo (Mt 28,19) y estructura de los símbolos de fe. Estos tienen también una función de alabanza y de adoración, son doxología confesante; hacia ello apuntan las distintas formulaciones, desde las más simples hasta las más complejas, densas, elegantes y elaboradas. Así se explica la recitación de los símbolos en las celebraciones litúrgicas (lex orandi, lex credendi), en las que el reconocimiento adorante de Dios es presupuesto, acompañante y meta. El bautismo es uno de los momentos más decisivos en la vida de un cristiano y es normal que en estas circunstancias se haga la confesión de fe. También poseen una función identificativa y comunitaria. En ellos se pone de manifiesto la propia identidad creyente (el símbolo como señal acreditativa y testificativa) y se expresan e intensifican los lazos de pertenencia y las vinculaciones comunitarias; ellos son expresión pública de la fe compartida y fortalecimiento múltiple de la comunión. Por esto el rechazo global o parcial de las confesiones de fe lleva de por sí a la

excomunión. Así se explica el carácter delimitativo de las mismas, pues sirven para diferenciarse frente a otros grupos religiosos y no religiosos. Así se entiende también el carácter defensivo 10 o polémico, en contra de las interpretaciones equivocadas o heterodoxas, que algunos credos han adquirido a veces en su decurso histórico. Pero sería incorrecto interpretar esta función como autoafirmación excluyente o enclaustramiento complacido en el propio gueto; sólo desde la propia identidad creyente es posible el diálogo riguroso y la apertura para con los otros. 2. CONTENIDO DE LOS CREDOS. El Directorio dedica el c. II de la 2a parte al contenido de la catequesis, teniendo como punto de referencia el Catecismo, en el que el símbolo constituye el primero de los cuatro pilares que sostienen la transmisión de la fe (DGC 122). Esta referencia inspira la articulación cristológico-trinitaria, que confiere «un profundo carácter religioso» (DGC 123). En repetidas ocasiones se insiste en la importancia de esta articulación, para vincular bien la confesión de fe cristológica («Jesús es Señor») con la confesión trinitaria («Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo»), estableciendo este cristocentrismo trinitario a la cabeza de los criterios que han de guiar la presentación del mensaje evangélico (DGC 97s.) y la estructura interna de la catequesis en cualquier modalidad de presentación (DGC 100). Radica aquí, sin duda, uno de los avances significativos respecto al Directorio general de pastoral catequética de 1971 (DCG 41). Y un efecto de la adhesión más estricta y amplia a los textos del Nuevo Testamento. Cristo es en rigor lo que los apóstoles confiesan y anuncian11, el contenido de su kerigma, el evangelio en persona. Esta fe cristiana ofrece, ya a finales del siglo I, un perfil bastante preciso y delimitado, no solamente como cuerpo doctrinal transmitido, sino también como conjunto de sumarios más o menos convencionales, diversos en estilo, frecuencia, trasfondo vital y estructura. Hay formulaciones que tienen una sola cláusula de carácter cristológico, otras que ofrecen una estructura bimembre al referirse a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo, y otras que amplían triádicamente su estructura, al incluir también al Espíritu Santo. a) Las fórmulas de carácter cristológico resaltan lo específico de la fe cristiana en continuidad y discontinuidad con su trasfondo judío, reconociendo a Jesús de Nazaret como aquel en quien se han cumplido las expectativas mesiánicas y se ha hecho realidad la salvación de Dios. En su configuración más sencilla, son homologías, aclamaciones de Jesús bajo tres designaciones distintas: Señor (lCor 12,3; 16,22; Flp 2,11; Rom 10,9), Cristo (He 2,36; Un 2,22), Hijo de Dios (He 8,37; Heb 4,14; Mt 16,16; Jn 1,29). Estas aclamaciones sencillas se amplifican en formulaciones centradas en la muerte y resurrección de Cristo; más o menos estereotipadas, incluyen referencias a la encarnación y a la vida terrena de Jesús y vienen a decir: Cristo es el crucificado, resucitado por Dios, en favor nuestro y para nuestra salvación (Rom 1,3s.; 4,24s.; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,3-5.14s.; 2Cor 4,13s.; Col 2,12; lTes 1,10; Gál 1,1; 4,4). Es lo mismo que dicen algunos himnos cristológicos que podrían considerarse como fórmulas de fe ampliadas, estructuradas rítmicamente, usadas en las celebraciones litúrgicas y orientadas a que toda la comunidad termine aclamando a Jesús como el Señor de la creación entera (1Tim 3,16; F1p 2,6-11). b) Las fórmulas de estructura bimembre se refieren simultáneamente a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo. La fe de Israel en un solo Dios era una fe monoteísta que también los cristianos compartían. Ahora bien, estos debían dar cuenta igualmente del acontecimiento Cristo, de modo que su fe en Dios aparecerá unida siempre a Jesús y, por ello, creerán en el único Dios como aquel que ha resucitado de entre los muertos al Señor Jesús. Ambos, Dios Padre y su Hijo Jesucristo, aparecen simultáneamente mencionados (1Cor 8,6; 1Tim 2,5s; 6,13s; 2Tim 4,1). Para los cristianos no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas. No hay más dioses ni señores que merezcan reconocimiento y obediencia, ni que puedan aportar la salvación. La referencia al único Dios era obvia para quien

procedía del judaísmo (cf Jos 24; Dt 6,4), aunque quizá no tanto para el perteneciente al ámbito del mundo gentil o pagano. Al hablar de Dios como el Padre no solamente se recoge una tradición veterotestamentaria sobre Yavé como Padre de Israel, sino también el eco de la invocación de Dios como Abba por parte de Jesús; se trata del Padre de Jesucristo. Y su Hijo es el único Señor, que ha tenido también su papel en la creación de todas las cosas, en referencia clara a la mediación creadora y a la preexistencia de Cristo. Se trata, pues, de una unidad inescindible e irrenunciable entre el reconocimiento confesante de Dios y el de Jesucristo (cf 1Cor 8,6); en esta confesión se expresa la continuidad de la fe cristiana con la del Antiguo Testamento (monoteísmo) y, al mismo tiempo, lo distintivo cristiano frente a ella (pertenencia de Jesucristo, el Hijo de Dios, a la realidad divina del Dios único). c) Finalmente, también se dan en el Nuevo Testamento fórmulas triádicas, donde junto al Padre y al Hijo es mencionado el Espíritu (1Cor 6,11; 12,4s; 2Cor 1,21s; 1Tes 5,18s; Gál 3,11-14; 2Cor 13,14; Mt 28,19). Pero las explícitas son muy escasas y no pueden considerarse, sin más, aclamaciones homológicas o confesiones de fe; más bien son fórmulas de saludo o bendición litúrgica (2Cor 13,14) o simplemente la fórmula bautismal en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Su escasez no significa que la fe trinitaria se halle ausente del Nuevo Testamento o que no tenga fundamentación alguna en sus textos. Si es cierto que las formulaciones de la teología trinitaria posterior son, en gran parte, elaboración de la reflexión creyente, también lo es que la revelación salvífica de Dios Padre en Jesucristo y en el Espíritu tiene una estructura trinitaria. Este contenido cristológico-trinitario es el que reflejan, incluso en su misma estructura, todos los símbolos de fe posteriores, desde los comienzos hasta nuestros días. 3. CREDOS PRINCIPALES. Aunque nin guno de los símbolos surgidos en la vida de la Iglesia pueda considerarse superado e inútil 12, el Catecismo otorga especial relieve al llamado símbolo de los apóstoles y al símbolo de NiceaConstantinopla o nicenoconstantinopolitano (CCE 193-196). Por su parte, el Directorio considera el símbolo apostólico como síntesis vital del misterio cristiano (DGC 115), recuerda su importancia al afirmar que «la catequesis es transmisión de los documentos de la fe» (DGC 149), y aboga por la memorización de sus principales fórmulas (DGC 154). a) Símbolo apostólico: En una carta enviada por el sínodo de Milán del 390 al papa Siricio, aparece por vez primera la expresión símbolo de los apóstoles (symbolum apostolorum, PL 16, 1174) para designar el sumario de la fe, propio de la tradición romana. Nada extraño, pues, que en el extenso y detallado tratamiento científico de que ha sido objeto toda la temática desde finales del siglo pasado13, sea usual distinguir entre el antiguo credo romano (designado normalmente como R) y el llamado símbolo apostólico (designado normalmente como T o TR=textus receptus). Del credo romano nos han llegado dos versiones lingüísticas diversas, una en griego (lengua de la Iglesia romana hasta finales del siglo II o comienzos del III), que sería la más antigua y originaria, y otra versión en latín (lengua que se fue imponiendo desde mediados del siglo III), que sería casi contemporánea con el original griego, es decir, de finales del siglo II o comienzos del III. Tanto de una como de otra hay gran cantidad de variaciones, con divergencias estilísticas y terminológicas. El texto actual del símbolo apostólico aparece por vez primera en su configuración completa en la obra Scarapsus, del autor Pirminio, de origen probablemente español, escrito entre el 710 y el 724 (DS 28; cf PL 89, 1034s., 1046). Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI, gozó de alta estima entre los teólogos medievales, fue integrado en el catecismo de Trento y en el Breviario romano, y en la liturgia actual tiene su lugar propio junto al credo de Nicea-Constantinopla. También es altamente estimado por las iglesias surgidas de la Reforma protestante, las cuales hicieron del

mismo una recepción positiva y han recurrido a su peso y autoridad en momentos conflictivos y en situaciones difíciles. Por lo que se refiere a su composición directa por los mismos apóstoles, la tradición piadosa que se admitía como cierta hasta el siglo XV constituye solamente una leyenda bien intencionada. Rufino de Aquileia indica en su comentario (404 ca.) que el símbolo fue obra común de los apóstoles (CCL 20,134s), pero todavía no distribuye los artículos respectivos entre los doce. El primer ejemplo de esta distribución individual se halla en la Explanatio symboli (CSEL 73,3-12), que puede atribuirse probablemente a san Ambrosio. Más desarrollada aparece la idea en los Sermones De Symbolo, falsamente atribuidos a san Agustín (PL 39, 2189), donde la distribución respectiva de una frase a cada apóstol concreto va unida con la idea de que solamente los doce habían recibido el Espíritu Santo. La leyenda alcanzó una gran difusión en la Edad media, donde se convirtió en motivo de ilustración para salterios, breviarios, vidrieras, e incluso en tema de composiciones poéticas. En el concilio de Florencia (1438) el metropolita Marcos Eugenikós aseguró no saber nada de este símbolo apostólico, del que habría quedado algún testimonio en los Hechos si realmente los apóstoles lo hubieran compuesto. Más tarde, la leyenda fue sometida a una fuerte crítica por el humanista Lorenzo Valla y, desde entonces, todos los estudiosos del tema hasta nuestros días comparten el carácter ficticio de su composición por parte de los mismos apóstoles. Lo cual no impide sostener que «el convencimiento del siglo II en el sentido de que la regla de fe creída y enseñada en la Iglesia católica era herencia de los apóstoles, encierra mucho de verdad» 14. De esta herencia doctrinal apostólica forma parte el núcleo y la estructura trinitaria de la fórmula bautismal, lo cual determinó la enunciación simétrica de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, si bien la formulación teológica sobre la divinidad del Espíritu Santo se introducirá en los credos una vez garantizada la divinidad de Jesucristo. b) Símbolo de Nicea-Constantinopla. Representa un estilo de credos válidos para la cristiandad entera, y es el resultado de dos concilios ecuménicos, el de Nicea I (325) y el de Constantinopla 1(381). Ambos constituyen un momento clave en la historia del dogma cristiano y en el establecimiento de la fe ortodoxa en el Dios de Jesucristo. La preocupación fundamental del símbolo de Nicea15 era garantizar inequívocamente la divinidad de Jesucristo frente a las negaciones arrianas (DS 125); pero, por ello mismo, al fijar la fe cristológica, influirá decisivamente también en la doctrina trinitaria. Nicea quiere dar una explicación de Jesucristo como unigénito de Dios, precisando que el engendramiento del Hijo equivale a su procedencia de la «sustancia (ousía) del Padre». Con esta precisión se quiere trascender el ámbito de lo creatural y reconocer al Hijo en su filiación divina. Algo que Arrio había negado decididamente y que Nicea refuerza mediante la introducción de su término más característico: «consustancial con el Padre». Con ello Nicea pretende testimoniar la fe, confesar como Hijo de Dios al Jesús crucificado y resucitado, proclamar que quien encuentra a Jesús encuentra al mismo Dios Padre. Lo que se hallaba en juego era la comprensión cristiana de Dios. Y esta rompe todos los esquemas que quieran imponérsele en nombre de su trascendencia o de su unicidad. En este sentido, al dar Nicea carta de ciudadanía eclesial a un lenguaje dogmático nutrido de categorías filosóficas, no se está produciendo tanto una helenización del Dios cristiano cuanto una deshelenización de la concepción de Dios. Por un camino ciertamente paradójico. La insuficiencia del lenguaje bíblico por sí solo para despejar todas las ambigüedades hace que se recurra a una terminología filosófica ya existente, problemática, pero utilizada conjuntamente por Arrio y por Nicea. En el primer caso, para hacer de una filosofía religiosa la instancia última que dictamine sobre la relación existente entre Dios y Jesús (la de un simple intermediario). En el caso de Nicea para reconocer a Jesucristo como Hijo de Dios y como Señor, cuestionando la comprensión de Dios vigente en el helenismo.

Con una conceptualidad filosófica prestada, Nicea no se mueve en el plano de la especulación, sino en el de la confesión de fe. Su preocupación es primordialmente salvífica: si Jesucristo no es verdaderamente el Hijo, si el mismo Dios no se halla en juego en él, entonces los hombres no son en verdad hijos de Dios ni han sido realmente salvados por él. La de Nicea fue una apuesta arriesgada, con consecuencias históricas (un tipo de pensamiento que impondrá su propia dinámica y dificultará comprender la radicalidad divina de la encarnación). Pero Nicea constituye una expresión auténtica de la fe en el Dios del evangelio. El camino que va desde entonces hasta el concilio de Constantinopla (381) iba a suponer un desarrollo decisivo para la pneumatología y, con ello, para la configuración final de la doctrina y de la fe trinitaria. Partiendo de uno de los muchos credos nicenos entonces existentes, el de Constantinopla 16 completa la laguna pneumatológica para responder así a los que negaban la divinidad del Espíritu Santo. Estos eran grupos de cristianos diseminados por distintas regiones del imperio de Oriente (Egipto, Asia Menor), partidarios de un esquema binitario en el que no había lugar más que para el Padre ingénito y para el Hijo único engendrado. Hablaban del Espíritu como una criatura, un ángel, un ser intermedio entre Dios y los hombres, de naturaleza ministerial, al que, por tanto, no se le había de otorgar el mismo honor y gloria que al Padre y al Hijo. Esta deficiencia la quieren remediar las cinco afirmaciones sobre el Espíritu Santo, que Constantinopla introduce para precisar la fe pneumatológica de la Iglesia: «creemos en el Espíritu, el Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas» (DS 150). El lenguaje empleado es muy distinto del que escogió Nicea para definir la divinidad de Jesucristo. Constantinopla reúne un material tradicional, no especulativo, donde prevalece el carácter bíblico de las expresiones y el recurso a la praxis de las celebraciones litúrgicas. Esta praxis oracional y litúrgica (adoración y glorificación conjunta de Padre, Hijo y Espíritu), de uso comunitario, desempeñó un papel importante en las confrontaciones populares, y se convirtió en la prueba más elocuente de la divinidad del Espíritu Santo (lex orandi, lex credendi). El símbolo nicenoconstantinopolitano sigue siendo hoy día el vínculo dogmáticamente más decisivo entre las grandes iglesias cristianas de Oriente y de Occidente y se convierte, al ser profesado por millones de cristianos, en una oportunidad ecuménica de primer orden. Es lo que quiere aprovechar la Comisión Fe y Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias en la publicación de un documento que lleva por título: Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y por subtítulo: «Una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en el símbolo de Constantinopla»17.

III. Los credos y la comunicación actual de la fe Aun a riesgo de desanimar a quienes tanto invierten en la búsqueda de recursos pedagógicos y de remedios metodológicos, no puede olvidarse que la fe personal (fides qua) constituye siempre un don de Dios y, en rigor, nadie puede comunicarla: solamente puede surgir como respuesta libre a una oferta divina. Esto no significa desvalorización de dichos esfuerzos, sino colocar en su justo lugar la importancia, no pequeña, de las mediaciones humanas en el favorecimiento de esa respuesta. No es cuestión menor, sino más bien decisiva, la pregunta por la transmisión o comunicación de la fe. Y tanto el Catecismo (CCE 186) como el Directorio (DGC 149) valoran los credos como recurso importante para esta tarea. Pero comunicar la fe no implica sólo transmitir unos contenidos objetivos (depositum fidei) en los que se condensa la gran Tradición vinculante; implica también atender a las circunstancias del oyente actual y a las exigencias de una gramática común a quien habla y a quien escucha, para que sea posible el entendimiento y la sintonía recíprocas. En la comunicación de la fe hay, por tanto, un momento que mira hacia lo previamente acontecido, hacia una historia fundante, que nos obliga a mantener la memoria. Y hay también un

momento prospectivo del presente y del futuro, con las exigencias ineludibles de la inculturación. En el actual Directorio (DGC) recibe un acento más marcado que en el Directorio de 1971 (DCG) el elemento de continuidad y de mantenimiento de la memoria cristiana. El DCG se mostraba sensible a la aspiración y a la necesidad de nuevas fórmulas expresivas de la fe, acordes con la actual condición humana y con las diversas culturas (DCG 8). En el DGC no se renuncia a este deseo, pero se insiste en la importancia del lenguaje de la Tradición (30) y de la memoria (208), precisamentecomo condición de posibilidad de la inculturación de la fe, y no sólo como vía de remedio al relativismo ambiental 18. Las exigencias de inculturación aparecen subrayadas con fuerza en varios momentos del DGC (108, 146, 208). Es un buen deseo. Su realización concreta, sin embargo, continúa siendo una tarea pendiente. Se trata, pues, de una dinámica bidireccional hacia el pasado histórico y hacia el presente-futuro, que en el DGC (78, 85, 88, 129, 132) queda muy bien recogida mediante el recurso al binomio de entrega y devolución del símbolo (traditio-redditio), propio del catecumenado bautismal, adaptado a la nueva situación 19. En cuanto instrumentos de evangelización, los símbolos pueden necesitar adecuación a las circunstancias históricas y culturales, ya que probablemente sólo reinterpretados, retraducidos o, al menos, convenientemente explicados, puedan volverse hoy día elocuentes y alcanzar así su cometido último: remitirnos al Dios vivo y verdadero del que quieren dar testimonio. Hoy nos topamos con realidades nuevas: la indiferencia religiosa, el movimiento ecuménico, la conciencia del pluralismo de religiones, la incapacidad para comprender una determinada conceptualidad filosófico-teológica, el giro antropológico, las prospectivas de futuro, la praxis confesante en cuestiones éticas, sociales y políticas, la superación de los confesionalismos estrechos, la propia identidad creyente a través del tiempo... Todo un cúmulo de circunstancias que han dado origen en los últimos treinta años a propuestas de confesiones de fe o fórmulas abreviadas, con una configuración muy distinta en su estructura, en sus contenidos, en su lenguaje y en su intencionalidad 20. Muchas de ellas tienen una vigencia efímera y localizada; otras quieren, ante todo, responder a las necesidades y preocupaciones del hombre de hoy; otras son una versión modernizada de los símbolos tradicionales; en gran parte pueden considerarse como espejo de las situaciones eclesiales, corrientes teológicas y sensibilidades humanas y culturales propias de los últimos años. No es posible predecir su viabilidad, su recepción o su futuro, pues los símbolos tradicionales siguen siendo de uso preferente o exclusivo en las celebraciones comunitarias y litúrgicas. Constituyen, en todo caso, un fenómeno necesitado de valoración y discernimiento, para comprobar hasta qué punto los respectivos oyentes pueden realmente escuchar el verdadero contenido evangélico en su propia lengua (cf He 2,8). 2

NOTAS: 1. DGC 82; la afirmación está tomada de MPD 8. — DGC 83 remite a RMi 45: «Los mártires, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los 3 anunciadores y los testigos por excelencia». — En parte condenso y en parte amplío, de acuerdo con la finalidad de la presente obra, mis artículos Concilios y Símbolos de fe, publicados en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 263-291, 1292-1307. — 4. Cf H. J. CARPENTER, Symbolum asa Tttle of the Creed, JThS 43 (1942) 1-11; H. LIETZMANN, Symbolstudien, WBG, Darmstadt 1966 (colección de artículos publicados en ZNW entre 1922/7); A. BREKELMANS, Confesiones de fe en la Iglesia antigua: origen y función, Concilium 51 (1970) 32-41; Agitación en torno ala confesión de fe, Concilium 51 (1970) 129-146; J. P. JOSSUA, Signification des confessions de foi, Ist. 17 (1972) 48-56; J. N. D. KELLY, Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. — 5 Cf J. N. D. KELLY, o.c., 77. — 6 Del tema se han ocupado intensamente los estudiosos de este siglo; cf para información más detallada, J. N. D. KELLY, o.c., 47ss. y A. M. RITTER Y OTROS, Glaubensbekenntnis(se) en TRE 12 (1984) 384-446 (amplia bibl.). — 7. J. N. D. KELLY, a.c., 49. — 8. Cf A. M. RITTER Y 10 OTROS, a.c., 407. — 9 Ib, 496s. — Este carácter de la profesión de fe queda acentuado en el reciente motu proprio de Juan Pablo II, Ad tuendam fidem (1998); cf Civilt8 cattolica 3554 (1998) 170-183, Ecclesia 2902 (18.7.1998) 1084-1089. — 11. Cf W. RODORF, La confession de foi et son «Sitz im Leben» dans l'Eglise ancienne, NT 9 (1967) 225-238; K. WENGST, Christologische Formeln und Lieder des Urchristentums, Gütersloh 1972; A. W. WAINWRIGHT, La Trinidad en el Nuevo Testamento, Secretariado 12 Trinitario, Salamanca 1980. — Para su diversidad en estilos y composición, cf A. HAHN, Bibliothek der Symbole und 3 Glaubensregeln der alten Kirche, ed. por G. L. HAHN con un añadido de A. HARNACK, Breslau 1897 (repr. Hildesheim 1962); J. 3 13 CoLLANTES, La fe de la Iglesia católica, Católica, Madrid 1986 . — Cf A. HARNACK, Zur Geschichte der Entstehung des Apostolischen Symbolums, ZThK 4 (1894) 130-166; B. CAPELLE, Le symbole romaine au second siécle, RevB 39 (1927) 33-45; Les

origines du symbole romaine, RThAM 2 (1930) 5-20; P. NAUTIN, Je crois l'Esprit Saint dans la Sainte Église pour la résurrection de 14 15 la chair, París 1947. — J. N. D. KELLY, O.C., 45. — Cf I. ORTIZ DE URBINA, Nicea y Constantinopla, Vitoria 1969; W. KASPER, El 3 16 Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1990 , 209-229. — Cf A. M. RFITER, Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbol, Gotinga 1965; AA.VV., El concilio de Constantinopla I y el Espíritu Santo, Semanas de estudios trinitarios 17, Secretariado Trinitario, Salamanca 1983. — 17. Cf Diálogo ecuménico 32 (1987) 371-441. La explicación ecuménica es el resultado de tres coloquios previos, celebrados en distintas continentes: uno sobre el artículo «Creo en un solo Señor, Jesucristo», celebrado en 1984 en Kerala (India), en un contexto donde los cristianos son minoría; otro tenido en Chantilly (Francia), en 1985, sobre el artículo «Creo en el Espíritu Santo», en el contexto europeo de tradición cristiana e indiferencia religiosa; un tercero llevado a cabo también en 1985 en Kinshasa (Zaire), sobre el artículo «Creemos en un solo Dios», en el contexto africano, donde choca la concepción trinitaria del Dios uno. Merecen destacarse positivamente la aceptación de Nicea-Constantinopla como hilo 18 conductor y contenido expositivo de la explicación y la relevancia de la comprensión trinitaria de Dios. – Cf A. FOSSION, Un 19 nouveau Directoire général pour la catéchése, Lumen vitae 53 (1998) 91-102 (96). – DGC 78: «La profesión de fe recibida de la Iglesia (traditio), al germinar y crecer a lo largo del proceso catequético, es devuelta (redditio) enriquecida con los valores de las diferentes culturas». En la n. 5 añade, remitiendo a CT 28: «La bipolaridad de este gesto expresa la doble dimensión de la fe : 20 don recibido (traditio) y respuesta personal e inculturada (redditio)». – Como clausura solemne del «año de la fe», y siguiendo la propuesta hecha por el primer sínodo de obispos, que se había ocupado de problemas relativos a la fidelidad doctrinal, Pablo VI (1968) pronunció una profesión de fe en nombre de todo el pueblo de Dios (AAS 60, 1968, 433-445; J. COLLANTES, o.c., 863ss). Se conmemoraba el centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo y se quería salir al paso de los riesgos que llevaban consigo algunas interpretaciones (nuevas) del cristianismo, surgidas a raíz del Vaticano II. No se trata de una definición dogmática en sentido estricto, sino de una explicación auténtica del sentido de la fe, propuesta por el mismo papa. Para ello repite sustancialmente la fórmula del credo nicenoconstantinopolitano, introduciendo precisiones debidas a las circunstancias de la época y a las exigencias de la verdad divina (cf p. ej. 9, 10, 11, 13), con algunos acentos personales suyos, todo ello orientado al mantenimiento de la fe tradicional, con sus formulaciones acostumbradas. Al respecto, cf J. A. DE ALDAMA, La profesión de fe de Pablo VI, EstEcl 43 (1968) 479-505; G. M. GARRONE, La profession de foi de Paul VI. tntroduction, París 1969; 2 C. Pozo, El credo del pueblo de Dios, Católica, Madrid 1968 .

Santiago del Cura Elena

CONOCIMIENTO DE LA FE, Iniciación al

SUMARIO: I. Conocimiento...: 1. La fe tiene contenidos; 2. No despreciar la inteligencia; 3. ¿La fe se transmite?; 4. La catequesis es también enseñanza; 5. Dar razón de la esperanza que nos anima. II. Conocimiento... sapiencial: 1. «Sabiduría» y «conocimiento» en la Biblia; 2. Discipulado y seguimiento. III. Consecuencias catequéticas.

I. Conocimiento... 1. LA FE TIENE CONTENIDOS. En teo logía se distingue la fides quae creditur, es decir, lo que se cree, el contenido objetivo de la fe, de la revelación y del mensaje, la doctrina..., y la fides qua creditur, o sea, la fe como virtud inserta en el corazón del creyente y acto personal, que es adhesión a Dios, acogida de su don, opción consciente y libre y seguimiento del Señor, que comporta conversión, configuración de la existencia según el modelo de Cristo y que es vivida comunitariamente en la Iglesia (cf IC 9). San Cirilo de Jerusalén hablaba ya de estas dos dimensiones de la fe: «Por su nombre la fe es única, pero es, en realidad, de dos clases. Hay una clase de fe que se refiere a los dogmas, que incluye la elevación y la aprobación del alma con respecto a algún asunto... Pero hay otra clase de fe, que es dada por Cristo al conceder ciertos dones... Esta fe, dada como una gracia por el Espíritu, no es sólo dogmática, sino que crea posibilidades que exceden las fuerzas humanas» (Catequesis V, l0ss.)1. La fe no es en primer lugar la aceptación de un conjunto de doctrinas, sino la adhesión al Dios manifestado en Jesucristo. Y el acto de fe no es tanto, aunque también, la recitación de unas

fórmulas, cuanto un vivir en Cristo, que se despliega en actitudes, comportamientos, decisiones, acciones, compromisos... concretos y operativos. En el credo no decimos «creo que», sino «creo en» Dios Padre, en Jesucristo, en el Espíritu Santo. Dicho esto de entrada, para que sea como el horizonte de referencia de las reflexiones que siguen, nos toca ahora resaltar la importancia del elemento noético, cognoscitivo en la catequesis. En efecto, es el hombre entero el que cree, sin dicotomías ni divisiones. «Por la fe el hombre entero se entrega libremente a Dios» (DV 5). Memoria, entendimiento, voluntad, inteligencia, razón, corazón, sentimientos, actitudes..., todas estas dimensiones y facultades de la persona han de ser integradas y educadas en la catequesis en cuanto «iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21; DGC 84; cf CCE 154ss). «La entrega de sí mismo afecta a la inteligencia, al corazón, al comportamiento y al gesto: nos afecta en todas las dimensiones. A nuestra época, que ha descubierto de nuevo los valores afectivos, le cuesta aceptar el papel de la inteligencia en la fe»2. Por tanto, creer es también conocer y comprender, en la medida en que podemos llegar a ello, tratándose del misterio de Dios. La Iglesia afirma en su enseñanza la capacidad del hombre para acceder, con su razón, a partir de las cosas creadas y de su propia experiencia, a un cierto grado de conocimiento de Dios (cf DV 6; CCE 31ss., 286). El amor a una persona lleva a querer conocerla cada vez más y mejor. Así, afirma el Directorio general para la catequesis: «El que se ha encontrado con Cristo desea conocerle lo más posible y conocer el designio del Padre que él reveló. El conocimiento de los contenidos de la fe (fides quae) viene pedido por la adhesión a la fe (fides qua)» (DGC 85; cf CCE 158; CAd 175). Y a la inversa, difícilmente podemos apetecer y amar aquello que desconocemos, de lo que no tenemos noticia y no sabemos. Por eso, «la fe proviene de la predicación» (Rom 10,17), que es anuncio (dar a conocer e invitación a acoger), y «¿cómo van a creer en él si no han oído hablar de él?» (Rom 10,14). 2. No DESPRECIAR LA INTELIGENCIA. Sin duda como reacción ante una catequesis excesivamente doctrinal, hasta el punto de haber sido llamada, sin más, doctrina («ir a la doctrina»), se llega a veces al extremo opuesto de minusvalorar, cuando no despreciar, el componente noético de la transmisión de la fe. Sin embargo, «la reacción contra este defecto (de reducir la catequesis al aprendizaje de verdades religiosas) no debe llevar a un empobrecimiento cultural que infravalore el papel insustituible del conocimiento en todo proceso de maduración humana» 3. L. González Carvajal señala cómo, frente al racionalismo excesivo de la modernidad, el hombre posmoderno exalta el sentimiento, las emociones, la experiencia subjetiva. Y afirma: «No parece que la solución esté en sustituir la tiranía de la razón por una tiranía del sentimiento... Lamentablemente, hoy es posible percibir en algunos creyentes un marcado antiintelectualismo, que a veces llega al desprecio puro y simple de la teología. Cuando la fe renuncia a la crítica y se guía sólo por el sentimiento puede desembocar en las mayores aberraciones» 4. No se trata de equiparar catequesis y teología, ni de confundir la una con la otra, ya que cada una de ellas tiene su identidad y cometido propios (cf CT 61; DGC 51; CC 72-76), sino de apreciar la justa función de la catequesis también al servicio de la intelligentia fidei, si no queremos exponerla al riesgo de un cierto fundamentalismo y de «un fideísmo invertebrado que no honra las exigencias de la inteligencia» 5. La tradición constante de la catequesis y las enseñanzas de los documentos catequéticos más recientes del magisterio son unánimes en conceder al conocimiento de la fe, también en su dimensión noética, el lugar que le corresponde en el acto catequético (cf CT 20ss., 26ss.; DGC 85;

CCE 154ss.; CC 85; CAd 175). Se trata, evidentemente, de un conocimiento que tiene unas características peculiares, como luego veremos, y que está siempre al servicio de la fe como virtud teologal. 3. ¿LA FE SE TRANSMITE? A esta pregunta hay que responder que no, si hablamos de la fe que es don de Dios y decisión personal de creer, en respuesta y obediencia a Dios. «Esta fe se despierta, brota inédita cada vez que una persona o un grupo humano dice sí al evangelio. La fe, en este sentido, es una decisión estrictamente personal y libre; original, en consecuencia, de cada uno» 6. En su sentido subjetivo (virtud, decisión y acto personal de creer), la fe, si no se transmite como un objeto que se da, puede, no obstante, suscitarse, hacerse admirable y apetecible por medio de la palabra y el testimonio de un creyente y de la comunidad creyente. Pero la fe sí se transmite, si la consideramos en su sentido objetivo como «el contenido o conjunto de las creencias cristianas... Los contenidos de la fe pueden y deben ser transmitidos. El credo puede transmitirse de generación en generación, de la misma manera que se transmiten o pasan de una generación a otra los tesoros de la familia...»7. Sin embargo, al hablar de la fe en su sentido objetivo, como credo o conjunto de verdades, es preciso no perder de vista que el símbolo (y lo mismo cabe decir de las Sagradas Escrituras), antes de ser formulado, ha sido creído y vivido. Por tanto, también en la transmisión de la fides quae hallamos el elemento dinámico y vital, puesto que estas fórmulas venerables, estos contenidos de la fe, son portadores de la vida de fe del pueblo de Dios. Este es el sentido genuino de la traditio Symboli del catecumenado bautismal. Oigamos de nuevo a san Cirilo: «Así pues, hermanos, considerad y conservad las tradiciones que ahora recibís y grabadlas en la profundidad de vuestro corazón» (Catequesis V, 12). La Iglesia, por tanto, en su acción catequizadora, transmite y educa la fe. Transmite, como herencia viva, lo que ella ha recibido, cree y vive (cf lCor 11,23), y educa la capacidad del catecúmeno para conocer y acoger esa tradición viva y, en definitiva, a Dios que le sale al encuentro, de modo que el catecúmeno pueda responderle con la entrega de sí u obediencia de la fe (cf Rom 16,26). En la transmisión de la fe que hace la Iglesia, se pone de manifiesto, entre otras cosas: a) Que la fe no es creación subjetiva de la persona («no es un arcano propio de cada uno» [CC 166]) ni de un colectivo de personas. Cada creyente formamos parte de una comunidad, la Iglesia, que recibe y no inventa el contenido de su fe, que es revelación, desvelamiento, automanifestación y don de Dios a su pueblo. Por eso, «la inteligencia y formulación de la fe preserva la realidad del misterio salvador de Dios en Cristo» (CC 166). Una fe que fuese pura subjetividad terminaría por difuminar y falsear la «realidad del misterio salvador». Como afirma J. Audinet, «el niño, el adolescente y el adulto fijan en expresiones las ideas claras que se hacen de la realidad. Tienen necesidad de decirse a sí mismos cómo perciben la coherencia, la unidad, del designio de salvación. Para responder a este deseo, la Iglesia, a lo largo de su historia, se ha esforzado en buscar reflexiones teológicas y fórmulas del lenguaje que no se presten a equívocos»8. b) El carácter histórico de la revelación y de la fe judeo-cristiana, testificada en la Biblia. Somos parte, en cuanto creyentes, de una historia larga, con frecuencia compleja y contradictoria, en la que Dios ha ido depositando pacientemente la semilla de su Palabra hasta la plenitud de Cristo.

Estas dos razones, brevemente expuestas, son suficientes para comprender la necesidad e importancia del conocimiento de la fe en sus elementos objetivos: historia y contenidos de la revelación. Este conocimiento constituye un momento intrínseco del proceso de fe. 4. LA CATEQUESIS ES TAMBIÉN ENSEÑANZA. Una característica de la catequesis es la de ser enseñanza elemental (CC 79), pero «orgánica y sistemática» (CT 21) del mensaje cristiano. «Formación básica, esencial, centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, en las certezas básicas de la fe y en lo§ valores evangélicos más fundamentales» (DGC 67). En cuanto enseñanza elemental, la catequesis se centra en lo nuclear y básico. Hablamos así de integridad intensiva del mensaje cristiano como propia de la catequesis, frente a otras formas de integridad extensiva, más analíticas. «Este modo intensivo de transmitir el evangelio (Sagradas Escrituras) se distingue del modo extensivo, explícito o analítico que pretende transmitir todo el mensaje de la revelación cristiana según su integridad: todo lo que desde el origen definieron, sensu stricto, concilios ecuménicos y magisterio pontificio sobre fe y costumbres. Lo deben investigar los teólogos, pero no se deben dar explícitamente en la catequesis, a no ser que haya peligro de negarlas u olvidarlas» (sínodo de obispos 1977, proposición 10 9). En relación con todo esto está el tema de la jerarquía de verdades, que es preciso tener en cuenta en la catequesis. «Hay realidades que son más importantes que otras, por ejemplo, el misterio del Espíritu Santo es más que la doctrina de las indulgencias. Totalidad, precisión, jerarquía de verdades, tales serían los criterios de un lenguaje doctrinal en la catequesis»10. Y en cuanto enseñanza orgánica y sistemática, la catequesis parte del misterio de Cristo, plenitud de la salvación de Dios, para, desde este centro-Cristo, especialmente de su misterio pascual (kerigma apostólico), ofrecer la síntesis de la fe: Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro, la vida y enseñanza del Señor, el Espíritu Santo, la historia de la salvación, la Iglesia, la vida cristiana (incluyendo la dimensión moral, la eclesial-comunitaria, la testimonial-apostólica y misionera, el compromiso transformador...) y la esperanza de la vida eterna. La organicidad le viene a la catequesis de su referencia a Cristo, cuya persona y misterio unifica y vertebra el contenido y la vivencia de la fe. Acerca del cristocentrismo de la catequesis, cf CT 5-9; DGC 41, 98; CCE 426s.; CC 123; CAd 140. Esta síntesis de la fe se expresa de manera paradigmática en el símbolo (o los símbolos, cf CT 28). La catequesis es, en esencia, entrega (traditio) y explicación (explanatio) del símbolo, que es, a su vez, «compendio de la Escritura y de la fe de la Iglesia» (DGC 85; cf CC 164, 168s; CAd 179). «La fe que ahora estáis oyendo con palabras sencillas, retenedla en vuestra memoria; considerad cuando sea oportuno, a la luz de las Sagradas Escrituras, el contenido de cada una de sus afirmaciones. Esta suma de la fe no ha sido compuesta por los hombres arbitrariamente, sino que, seleccionadas de toda la Escritura las afirmaciones más importantes, componen y dan contenido a una única doctrina de la fe» (san Cirilo, en referencia al símbolo, Catequesis V 1211). «La sustancia vital íntegra del evangelio que es transmitida a través del símbolo de la fe nos comunica el núcleo fundamental del misterio de Dios uno y trino, tal como nos ha sido revelado en el misterio del Hijo de Dios encarnado y Salvador que vive siempre en su Iglesia» (MPD 8). 5. DAR RAZÓN DE LA ESPERANZA QUE NOS ANIMA. Aun cuando este «dar razón de la esperanza» (1Pe 3,15) haya que entenderlo fundamentalmente en clave existencial-testimonial, no excluye la exposición de las razones de la fe y de la esperanza cristianas y hasta una sana dimensión apologética. La catequesis, al transmitir un conocimiento orgánico y sistemático del mensaje, equipa al creyente para esta tarea, que se realiza mediante el testimonio de la vida, así como por la capacidad de decir y exponer la fe de manera coherente y convincente: «El más hermoso

testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llama «razón de vuestra esperanza»—, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús» (EN 22) 12.

II. Conocimiento... sapiencial «Si un cometido importante de la teología es la interpretación de las fuentes —afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio—, un paso ulterior e incluso más delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea, la elaboración del intellectus fidei» (FR 97). La catequesis debe propiciar el conocimiento de la fe (lo hemos visto en la primera parte). Pero no se trata de un conocimiento pura ni primordialmente intelectual, racional o filosófico. En la catequesis, el conocimiento de la fe está en orden a la vida de fe. Es verdad que «el conocimiento de los contenidos de la fe viene pedido por la adhesión a la fe» (DGC 85), pero aquel está al servicio de esta. Se trata ahora de poner de manifiesto algunas características de este conocimiento, que ha de ser adquirido «en una relación personal y sapiencial» (CC 85). 1. «SABIDURÍA» Y «CONOCIMIENTO» EN LA BIBLIA. No podemos hacer aquí un estudio de lo que los términos sabio y sabiduría significan en la tradición bíblica. Para ello remitimos a las obras de los expertos 13. Según J. Vílchez, el término sabio evoluciona en la literatura bíblica: expresa «aquel individuo que es experto (que posee pericia) en algo útil en la vida...; con el paso del tiempo se advierten matices nuevos en los que el calificativo de sabio se va aplicando también al ámbito de lo moralmente bueno...; al término de la evolución conceptual..., el sabio por excelencia... es el hombre justo. La justicia del justo se manifiesta ante Dios por el reconocimiento incondicional de su soberanía...»14. En síntesis, podemos decir que el sabio, en sentido bíblico, no es tanto el que está lleno de saberes, sino aquel que configura su vida de acuerdo con la palabra de Dios, dejándose guiar por ella; no es el que sabe mucho sobre Dios, en un nivel racional o conceptual, sino el que tiene experiencia de Dios, se deja educar por su Palabra, que él medita y acoge dentro de sí asiduamente, y vive de acuerdo con lo que esta Palabra le indica. Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida (FR 81). La sabiduría es un gustar (sapere) de Dios y de las cosas divinas, y adquirir la sabiduría implica, en consecuencia, un ejercicio permanente de escucha, diálogo, relación interpersonal y obediencia respecto de Dios, para llegar a conocer y saber las cosas, el mundo y a sí mismo desde Dios y según Dios: «Señor, instrúyeme con tus palabras..., tu voluntad es mi delicia» (Sal 119,169.174). Podemos hablar de una sabiduría de la vida o un saber vivir (un arte de vivir, también) desde Dios y según Dios. En un momento de la evolución, «la identificación de la sabiduría con Dios llega a ser casi total» 15. En realidad, es Dios mismo el que educa a su pueblo a través de la Ley y de las enseñanzas de los maestros. Y «cuando se cumplió el tiempo» (Gál 4,4), la persona de Jesucristo se convirtió en la Sabiduría personificada de Dios: «Cristo... de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría» (lCor 1,30). El es también la palabra de Dios encarnada (cf In 1,14) 16. A la misma conclusión llegamos analizando el término conocimiento en la tradición bíblica. «Para el Antiguo Testamento no se trata, como para los griegos, de un conocimiento ya hecho y cortado y que establece distancias, ni de una contemplación, cuyo interés primario se orienta hacia una sistematización de lo conocido; el conocimiento veterotestamentario procede, de una forma siempre nueva, de un

contacto familiar y constante con su interlocutor... A través de un continuo seguir la pista de la revelación de Dios en el pasado, el presente y el futuro, adquiere Israel el conocimiento de cómo comportarse con su Dios y de lo que Dios le exige en concreto»17. El conocimiento de Dios implica escucha, acogida, diálogo, relación personal con Dios y sólo desde estos se accede a aquel; y apunta siempre hacia la praxis, hacia la obediencia de la voluntad de Dios en la vida. El conocimiento se hace «reconocimiento obediente, que afecta a la persona, de la voluntad de Dios»18. En definitiva, el objeto del conocimiento salvífico no es una doctrina, sino una persona: Dios y, en el Nuevo Testamento, Jesucristo, su enviado, que nos da a conocer al Padre (cf Jn 17,3). «Lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios vivo» (FR 99). Este conocimiento se verifica en la praxis del cumplimiento de sus mandamientos, que se resumen en el del amor (cf 1Jn 2,3-5; 4,8). Conocer, pues, a Dios y a su enviado Jesucristo no es acoger un sistema de pensamiento sino entrar en una relación interpersonal de salvación, esto es, de transformación, de vida nueva, por la fuerza de su Espíritu (cf Col 1,9s.), que se verifica hacia fuera en la praxis del amor. Y lo mismo cabría decir del término verdad. Ante todo, Dios mismo es la Verdad y conocemos la verdad conociéndolo a él. Mejor, estamos en la verdad si estamos en él. Esta verdad de Dios se ha hecho personal en Jesucristo (cf Jn 1,17; 14,6). «El es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona revela al Padre (cf Jn 1,14.18). Lo que la razón humana busca sin conocerlo (He 17,23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en él se revela, en efecto, es la plena verdad (cf Jn 1,14-16) de todo ser que en él y por él ha sido creado y después encuentra en él su plenitud (cf Col 1,17)» (FR 34). En resumen, todos estos conceptos, en su uso bíblico, nos hablan de una relación interpersonal, sólo desde la cual es posible saber, conocer y apreciar la verdad de Dios, que se ha manifestado plenamente en la persona de Jesús. Es fundamental, en este sentido, la aportación de la constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre el sentido de la revelación como automanifestación de Dios y encuentro personal (ver especialmente el n. 2), frente a una concepción «prevalentemente intelectualista, dominada por el modelo de la transmisión magisterial de la verdad» 19. 2. DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO. En el seguimiento de Jesús, la relación Maestro-discípulo no se da primordialmente a un nivel intelectual, sino experiencial, que implica la vida entera. Se es discípulo haciéndose seguidor suyo, conviviendo con él; se aprende del contacto personal, no de oídas, sino viviendo a su lado: «Venid y veréis» (Jn 1,39; cf Mc 3,13s). El conocimiento que se adquiere del Señor es profundamente vivencial, nace de la comunicación interpersonal y de la experiencia cercana, pero incluye también momentos de explicación y profundización de la enseñanza: «A sus discípulos, sin embargo, se lo explicaba todo en privado» (Mc 4,34). El discípulo-seguidor, cuando dice lo que ha visto y oído, transmite ante todo una experiencia (cf IJn 1,1-4), es un testigo (cf He 1,8).

III. Consecuencias catequéticas De todo lo dicho anteriormente, cabe extraer algunas consecuencias para la catequesis: a) El conocimiento de la fe que la catequesis debe propiciar tiene dos dimensiones: 1) la vivencialexperiencial (sapiencial), o conocimiento de Jesucristo y de Dios a través de la experiencia de la relación con él, iluminada por el Espíritu Santo, con la ayuda del catequista (en definitiva, de la Iglesia), testigo de la fe y pedagogo del encuentro interpersonal con Dios y con el Señor; 2) y la noéticasistemática, que recoge lo que la Iglesia cree, y pone palabras y conceptos a la experiencia

interior; el catequista es también maestro que enseña, propone y explica la Tradición viva de la Iglesia, que es, además de fe vivida y confesada, también fórmulas y enseñanzas que, ya desde los escritos del Nuevo Testamento, expresan e identifican la autenticidad de la experiencia interior como concorde con el testimonio y la enseñanza de los apóstoles (cf He 20,25-32; 2Tim 4,1-4). Lo expresa bien Juan Pablo II: «Si es verdad que ser cristiano significa decir sí a Jesucristo, recordemos que este sí tiene dos niveles: consiste en entregarse a la palabra de Dios y apoyarse en ella, pero significa también, en segunda instancia, esforzarse por conocer cada vez mejor el sentido profundo de esa Palabra» (CT 20). «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo» (FR introd.). b) En cuanto a la exposición sistemática del contenido de la fe (que incluye informaciones, conceptos, fórmulas doctrinales, litúrgicas, oracionales, etc.), debe realizarse a lo largo de todo el proceso catequético, pero hay momentos más propicios, como son: 1) la infancia: una buena síntesis de fe én esta edad o la carencia de ella, determinan muchas cosas posteriormente; 2) la celebración de la confirmación, como quiera que se valore la praxis concreta de este sacramento, está pidiendo indudablemente una exposición (explanatio) del credo bautismal que se va a reafirmar en la confirmación; 3) la juventud, pasada la adolescencia, puede ser otro momento de hacer una adecuada presentación sintética del mensaje cristiano, en la edad en que el joven va realizando sus opciones vitales; 4) por fin, en la edad adulta, muchos bautizados no suficientemente catequizados e iniciados, e incluso quienes lo hubieran sido aceptablemente, pueden necesitar otro momento de catequización explícita y de exposición orgánica de los núcleos de la fe. Edades como la preadolescencia y la adolescencia, por el contrario, están pidiendo una catequesis más centrada en sus experiencias vitales, de acompañamiento e iluminación de su especial momento evolutivo, pero siempre para el fortalecimiento de la identidad cristiana. No está de más recordar que la exposición de los contenidos de la fe ha de ser progresiva y acomodada al ritmo de crecimiento y a las posibilidades del catecúmeno en cada momento de su evolución (cf CT 31, 45; DGC 169, 171; CC 214). c) Acción compleja (pues incluye distintos aspectos y elementos) y armónica (que educa integradoramente las distintas dimensiones y capacidades de la persona: inteligencia, memoria, voluntad, sentimientos, afectos, actitudes, etc.), la catequesis tiene el objetivo último de conseguir la adhesión de la fe teologal a Jesucristo como Señor y Salvador. Esto es lo que entendemos por confesión de fe que, más que decir unas verdades o unas fórmulas, aunque lo incluya, es una adhesión personal y vital, en la comunidad de la Iglesia, a la persona de Jesucristo y a la revelación del evangelio, haciéndose un seguidor del Señor (cf CT 20; DGC 80s.; CC 96, 164; CAd 133-171). Para ello, la pedagogía del acto catequético debe ayudar a un encuentro sapiencial con la Sagrada Escritura y con los contenidos nucleares de la fe (fides quae o doctrina de la fe), mediante: 1) la educación de la capacidad de interiorización del catecúmeno, ya desde la infancia: pedagogía del silencio, para saber entrar dentro de sí y profundizar en el sentido de la propia existencia, de las cosas y los acontecimientos, frente al peligro de la superficialidad y de ser engullidos por el ruido y la sucesión incesante de palabras e imágenes meramente externas; 2) la educación del sentido simbólico, más allá de lo meramente realista y racional, que posibilite la apertura a la dimensión religiosa y trascendente y, en definitiva, a Dios, que nos sale al paso siempre más allá de nuestros conceptos y esquemas, sin olvidar que el lenguaje de la Escritura, de la liturgia y de la tradición espiritual y mística es profundamente simbólico; 3) la pedagogía de la oración, de modo que todo en la catequesis sea un ejercicio de escucha y diálogo con Dios; la oración no es cuestión sólo de

unos momentos (rezar puntualmente) sino más bien del clima en que debe realizarse toda la catequesis, y que posibilita las actitudes de escucha interior y encuentro personal con Dios; 4) la centralidad de la Biblia como palabra viva de Dios, debiendo la catequesis ayudar, con pedagogía progresiva, a conocer y entender la Biblia en su historia, contexto, etc. (exégesis), y a acogerla como comunicación actual de Dios, en una lectura sapiencial y orante de la misma (lectio divina), en sintonía con la experiencia personal y colectiva, y desde la situación histórica presente. d) La memoria en la catequesis. Parece evidente que en la pedagogía del conocimiento de la fe se haya de cuidar, en su justa medida, la memoria y la memorización. «Una cierta memorización de las palabras de Jesús, de pasajes bíblicos importantes, de los diez mandamientos, de fórmulas de profesión de fe, de textos litúrgicos, de algunas oraciones esenciales, de nociones clave de la doctrina..., lejos de ser contraria a la dignidad de los jóvenes cristianos, o de constituir un obstáculo para el diálogo personal con el Señor, es una verdadera necesidad» (CT 55). No se trata, evidentemente, de un simple ejercicio intelectual, ni de una memorización mecánica, sino interiorizada y profundizada, de modo que los textos memorizados «sean fuente de vida cristiana personal y comunitaria» (CT 55). La memoria de la catequesis guarda, por otra parte, relación con el memorial litúrgico; en la memoria y en el memorial nos sabemos deudores y miembros de una historia viva de salvación y de fe, que es actual, no mero recuerdo del pasa do20. e) Si la sabiduría bíblica dice relación a la vida, al modo o arte de vivir, guiado por la palabra de Dios, el conocimiento sapiencial de la fe debe ir siempre unido a la dimensión actitudinal, moral y práxica (actitudes evangélicas, vida nueva en Cristo, compromiso...) y reflejarse en ella. La conversión cristiana, que la catequesis debe propiciar, es, ante todo, conversión teologal a la persona de Jesucristo (experiencia de su cercanía, amor y compasión..., apertura de la propia vida al Señor para dejarse transformar por su Espíritu), pero debe llegar a la conversión moral, de las actitudes profundas, que se traducen y se realizan en actos concretos. Ya dijimos más arriba que el conocimiento de Dios y de Cristo, según la Biblia, conduce necesariamente al cumplimiento de su voluntad y de sus mandamientos y, en el cristiano, a la praxis del amor, mandamiento por excelencia, que se verifica en ella (cf DGC 53-57). La pedagogía catequética, por tanto, debe procurar que el conocimiento sapiencial de la palabra de Dios y de las verdades de la fe incida en la vida, lleve al cambio y a la adquisición de las actitudes evangélicas y esté en permanente diálogo con la experiencia vital (personal, social e histórica) del catecúmeno, haciendo una lectura encarnada de la Sagrada Escritura y de los grandes documentos de la fe. Es decir, que sea la transmisión de «un mensaje significativo para la persona humana» (DGC 116). Una pedagogía progresiva del compromiso apostólico y transformador debe estar presente en el proceso catequético. f) En resumen: el secreto está en realizar bien el acto catequético, con sus diversos elementos (que ya el Vaticano II señalaba, y que constituyen a la vez las 'tareas permanentes de la catequesis: «iluminar y fortalecer la fe, alimentar la vida según el espíritu de Cristo, conducir a una participación consciente y activa del misterio litúrgico y estimular a la acción apostólica» [GE 4]), de modo que el conocimiento del mensaje, la experiencia humana y la expresión de la fe en la oración-celebración y en el compromiso de vida sean partes de un todo, que se exigen, condicionan y fecundan mutuamente (cf DGC 87; cf IC 42). Dicho de otro modo: el conocimiento del mensaje en la catequesis ha de realizarse en sintonía con la experiencia vital, en clima de oración como escucha y diálogo con Dios, y ha de llevar a la transformación de la existencia en Cristo, para dar testimonio y ser agente de evangelización y transformación del mundo. Es así como el conocimiento de la fe, salvando sus justas pretensiones intelectuales, defendidas más arriba, será conocimiento salvífico de la Verdad que es Dios mismo, para vivir en ella y comunicarla a los demás.

NOTAS: 1. En C. ELORRIAGA, San Cirilo de Jerusalén. Catequesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991, 133s.; cf DGC 85; CC 166; E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 19912, 99. — 2 G. LANGENIN, Fe, en R. LATOURELLE-R. FISICHELLA (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 476. — 3. E. ALBERICH, o.c., 112; cf CC 86. –4. L. GONZALEZ CARVAJAL, Rehabilitación del sentimiento en la cultura actual, Teología y catequesis 60 (1996) 21-24. — 5 V. AYER, Desplazamiento de una catequesis: 1950-1980, Sinite 64 (1980) 150; cf E. ALBERICH, o.c., 106; J. COLOMB escribe: «El catequista deberá evitar el intelectualismo, que no sitúa en su lugar ni todo el pensamiento, ni la profundidad afectiva y activa del mismo; pero deberá evitar también el fideísmo que, rebajando la parte de la luz humana en la fe, no respeta al hombre y exagera frecuentemente la parte de la afectividad» (Manual de catequética I, Herder, Barcelona 1971, 659). – 6. J. M. OCHOA, La transmisión de la fe, hoy: algunos criterios teológicos, Teología y catequesis 30 (1989) 119. —7. Ib, 120. – 8 J. AUDINET, Los lenguajes de transmisión de la palabra de Dios, en Por una formación religiosa para nuestro tiempo. Actas de las I Jornadas nacionales de estudios catequéticos, Marova, Madrid 1967, 72. – 9 M. MATOS, Sinopsis para un estudio comparativo de la «Catechesi tradendae» con sus fuentes, Actualidad catequética 96 (1980) 97144; cf A. GARCÍA SUÁREZ, En torno a la integridad extensiva e intensiva del mensaje cristiano, Actualidad catequética 81-82 (1977). – 10 J. AUDINET, o.c., 72. Una exposición más detallada, en A. GARCÍA SUÁREZ, o.c., 208-221; cf E. ALBERICH, o.c., 76; CT 31; DGC 114ss.; CCE 90, 234. – 11. Cf V. PEDROSA, Sínodo 1977: La catequesis en el mundo actual y su prospectiva, Actualidad catequética 83-84 (1977) 107-114; G. GROPPO, Contenidos (criterios), en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 221-224. –12 Cf P. A. GIGUÉRE, Una fe adulta. El proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 136-140; V. PEDROSA, a.c., 95-97. – 13 Por ejemplo, V. MORLA ASENSIO, Libros sapienciales y otros escritos, Verbo Divino, Estella 1994; J. VÍLCHEZ LINDEZ, Sabiduría y sabios en Israel, Verbo Divino, Estella 1995. – 14 J. VÍLCHEZ LINDEZ, o.c., 76. – 15 V. MORLA, o.c., 45. –16 Cf S. FUSTER PERELLÓ, Misterio trinitaria. Dios desde el silencio y la cercanía, San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, 75-84. – 17. E. D. SCHSMITZ, Conocimiento, experiencia, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento 1, Sígueme, Salamanca 1980, 301; cf J. A. GARCÍA MONGE, Unificarse como persona creyente, Teología y catequesis 60 (1996) 35. – 18. Ib, 304. – 19 E. ALBERICH, o.c., 60. – 20 Cf DGC 154; V. PEDROSA, La memoria en la catequesis, Actualidad catequética 99 (1980); J. CoLOMB, o.c., 1, 499-535; E. ALBERICH, o.c., 113ss; A. ALCEDO, Dimensión cognoscitiva de la catequesis, Formación de catequistas 6, SM, Madrid 1990, 13; U. GIANETrO, Memorización, en J. GEVAERT, o.c., 549s; V. PEDROSA, Sínodo 1977: La catequesis en el mundo actual y su prospectiva, a.c., 214ss. BIBL.: Además de la citada en notas: MALHERBE J. F., El conocimiento de la fe, en LAURET B.REFOULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología, Cristiandad, Madrid 1985, vol I, 92-120; PEDROSA V., La catequesis, hoy, PPC, Madrid 1983; RESINES L., Cuando la catequesis pierde la cabeza, Teología y catequesis 60 (1996) 41-87; WESTERHOFF J., Estructura bifocal del conocimiento, Concilium 194 (1984) 101-110. Pedro Jurío Goicoechea

CONSUMACIÓN DEL HOMBRE Y DEL COSMOS

SUMARIO: I. La esperanza amenazada: 1. Fundamentos de la esperanza cristiana; 2. Horizonte escatológico; 3. Claves teológicas de interpretación; 4. Claves antropológicas. II. Centro y éschaton de nuestra esperanza cristiana: 1. El centro: el misterio pascual de Jesús; 2. El éschaton: la parusía de Jesús. III. Lectura esperanzada de los novísimos. IV. Claves catequéticas: 1. Tareas de la

catequesis; 2. Aproximación catequética a las afirmaciones escatológicas; 3. Catequesis según las edades: situación y metodología.

I. La esperanza amenazada Hasta los umbrales de la Edad moderna apenas se oponía a la esperanza cristiana ninguna otra alternativa en el orden religioso o filosófico. El mismo Kant, cristiano de la Ilustración, de la que se constituyó el gran pensador, proponía en su universo del saber tres preguntas razonables y trascendentales para el hombre: 1) ¿Qué puedo saber? En ella iba involucrada toda la capacidad de la ciencia de su tiempo que él diseñó dentro de la crítica de la razón pura. 2) ¿ Qué debo hacer? Con ella se proponía trazar el campo de la moral humana. 3) ¿Qué puedo esperar? Pretendía señalar las posibilidades y los límites de la religión o de la fe cristiana. Después añadió una cuarta pregunta que resumía las otras tres: ¿Qué es el hombre? Los pensadores de la modernidad, después de Kant, han seguido la vía de la sospecha poniendo en jaque a la fe cristiana y a la esperanza en Dios desde los principios estrictos del secularismo (Feuerbach) y del ateísmo militante: materialismo dialéctico (Marx, Engels), espiritualismo decadente por la falta de porvenir o por el malestar de una ilusión perdida como es la religión cristiana (Freud), ateísmo de la muerte de Dios, humanismo del superhombre, eterno retorno y nihilismo (Nietzsche). 1. FUNDAMENTOS DE LA ESPERANZA CRISTIANA. Esta sospecha acumulada ha constituido una amenaza y un acoso permanente a la fe-esperanza de los hombres, pero también ha servido a una gran purificación. Aunque ha dejado herido el costado del hombre moderno, el creyente ha afrontado su amenaza y sus retos dando razón de su esperanza en Dios con razonabilidad y confianza. Y en ello ha encontrado de nuevo los fundamentos de su esperanza cristiana. En primer lugar ha estrechado cada vez más indisolublemente la fe en el Dios vivo, padre y creador, y la esperanza en la vida eterna. Si hay Dios, y por la fe, oración, amor de los hermanos y testimonio de vida en favor del evangelio, tenemos, gracias a Jesús, experiencia de ese Dios viviente, tiene que haber promesa de vida eterna. Es algo evidente que dimana para el hombre que cree en el Dios vivo. De ahí la incoherencia de algunos cristianos de hoy, que, como aparece en algunas encuestas contemporáneas, dicen creer en Dios y después –sin ninguna lógica de fe– dudan o niegan la vida eterna que nos viene del Dios vivo que resucitó a Jesús. «Esta vida es lo único que tenemos, y si morimos, morimos para siempre» parece escuchárseles. No se preguntan con hondura de quién hemos recibido la vida y para qué destino. Otra forma escéptica de decir este desencanto es acudir al refrán «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», o a la metáfora floral «el muerto va al cementerio a criar malvas». La muerte pare-ce un hecho natural, y la autodestrucción por la muerte el vertedero final del hombre y de la historia. Tal desesperanza conduce a la des-valorización y banalización de esta vida, como observaba ya Pablo en sus contemporáneos los corintios. Y concluía con ellos, repitiendo un dicho de Isaías: «¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!» (1Cor 15,32; cf Is 22,13). Pero a su vez, como cristiano, sacaba otra conclusión no más desoladora: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado». Entonces los cristianos «somos los hombres más desgraciados». Pero al llegar a este absurdo de la desesperación total, sal-ta como por un resorte ante el mismo acontecimiento patente, del que, por gracia, tiene plena convicción de ser testigo: «Pero no, Cristo ha resucita-do de entre los muertos como primicias de los que mueren» (cf 1Cor 15,13.16.19-20).

La misma estructura del símbolo niceno-constantinopolitano —y de igual modo el símbolo apostólico—nos da razón de la lógica de la fe en cuanto a nuestra esperanza. Al comienzo nos encontramos con que el primer acto de fe, nuestra fe, descansa en Dios Padre todopoderoso, creador de la vida y de todo. Es un acto de amor por parte de Dios. No cabe otra motivación en él, puesto que está rebosante de vida y la vida presupone espíritu de comunicación, participación y amor en plena libertad. Al final del credo terminamos encontrándonos también con la afirmación: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Y tal concreción de esta vida esperanzada que nos aguarda para siempre se le asigna al Espíritu Santo, al que se le llama «Señor y dador de vida», porque es la comunión del Padre y del Hijo en el amor. Es el Espíritu, por el que el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos, y es también el Espíritu que se nos ha dado, quien nos resucitará (cf Rom 8,11). Todo ello indica que él participa de la misma soberanía y gloria del Dios viviente y del Cristo resucitado. Pero en medio de los dos pilares de este arco de fe-esperanza se alza la piedra clave de la fe en Jesús, el Señor muerto y resucitado. El era uno de nosotros, pero tenía un espíritu de comunicación con Dios y una participación con nosotros que rompía toda medida. Por eso llegaba a tal profundidad en su comunicación con Dios y de Dios con él, que sólo se puede vislumbrar en su invocación única, personal, de una profundidad filial insospechable: Abbá. En ella revelaba, a la vez, su posición única y personal de Hijo. En cuanto a su solidaridad con nosotros, podríamos definirlo como redentor, salvador; pero podemos entendernos de igual manera señalando que es «un hombre-para-todo-hombre» (Bonhöffer). De ahí que su función siempre es mediática, pero de una calidad única, para su tiempo y para siempre. Por eso su persona y su historia son decisivas en cuanto a marcar nuestra fe en Dios y nuestra comunión entre los hombres. El nicenoconstantinopolitano, como el símbolo apostólico, le dedica la centralidad a su persona y misterio: «por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Pero también es él a quien aguardamos al final de la historia como «Juez de vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Tal juicio será triunfante y liberador en el éschaton, desvelando la ambigüedad de la historia; pero mantiene en su carácter salvífico el interpelante permanente contra el pecado y la in-justicia, la violencia y la opresión en vida y, definitivamente, en muerte de cada uno y de todos. 2. HORIZONTE ESCATOLÓGICO. «La verdad —recuerda Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio— se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido» (FR 26). «Por lo de-más, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marca-das por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel...» (FR 1). La escatología cristiana, en cuanto tratado o reflexión creyente de los últimos acontecimientos que afectan a toda la realidad y que apuntan a la consumación final, tiene que responder de buen ánimo a una escatología personal, colectiva y cósmica al mismo tiempo. Su fuente de revelación e inspiración no es más que la misma experiencia del Dios de Israel y de Jesús, sobre todo, que se han revelado en la historia. En este sentido se puede decir que nada del hombre, de la hist oria y del cosmos es ajeno a la esperanza cristiana. Si consideramos que la escatología es la teología de la esperanza cristiana, podemos quedarnos con la bella definición moltmaniana: «la inteligencia de la esperanza consiste en que anticipemos el mundo nuevo». La esperanza radicada en la fe y en el amor de Dios en Jesucristo es enormemente creativa y anticipadora del reino de Dios para los hombres. Ambas, tanto la escatología cristiana como la teología de la esperanza, necesitan mostrar vigor en sus claves.

3. CLAVES TEOLÓGICAS DE INTERPRETACIÓN. Sólo el Dios que creó de la nada todas las cosas, y por amor les comunicó ser, vida, amor, inteligencia y espíritu, puede llevarlas a su consumación y plenitud, porque el Dios creador es el mismo Dios consumador. El es el principio y fin de nuestra esperanza. Esto es lo que se advierte en la historia del Antiguo Testamento. Israel es la historia de un pueblo, cuya trama la constituyen la historia de la promesa, del éxodo y de la alianza que después el mesianismo profético, la apocalíptica, los libros sapienciales y martiriales han configurado lentamente en su horizonte escatológico. La gracia de Yavé —del creyente, del pueblo fiel a la alianza— y el amor al prójimo —amor a los pobres en la realización de la justicia y de la misericordia, e incluso, lo más extraordinario, la salvación de las naciones— se revelan como el triunfo definitivo del final de la historia en el único reino de Dios. No es el caos, la ambigüedad ética entre el bien y el mal, la muerte o la nada lo que nos espera, sino el amor triunfante y escatológico de Dios en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Job (19,25), los salmos místicos (16, 49 y 73), el Cantar de los cantares (8,6-7), o los profetas Oseas (6,1-3) y, sobre todo, Ezequiel (37,1-14) e Isaías (25,6-9 y 26,19), van perfilando esta esperanza ascendente. El apocalíptico Daniel 7 pronostica al final del mundo un reino del Hijo del hombre con carácter de humanidad divina frente a los reinos de las bestias imperantes en la historia. Y en el capítulo 12 augura la resurrección final de todos, aunque con distinta valoración para los justos perseguidos y los injustos perseguidores. Eso mismo aparece en la esperanza diáfana en el Dios de la resurrección de los muertos de los textos martiriales de 2 Macabeos 7 y 12, y sapienciales del justo perseguido, torturado y muerto, pero cuya persona y valor inmortal e incorruptible son garantizados por Dios como don divino (Sab 1-5). En el vértice de este horizonte escatológico viene a alzarse históricamente Jesús. Y lo que era en Israel una iluminación escatológica, poco a poco alumbrada hasta vislumbrar la promesa de vida más allá de la muerte que se esconde en Dios, se ha convertido de repente —«de una vez para siempre»—, por Jesús de Nazaret, en cumplimiento anticipado con consecuencias imprevisibles. Este Dios que resucita a los muertos por su Hijo Jesús —el resucitado según el vigor del Espíritu— y el hombre recreado a esta imagen no se pueden avenir con la doctrina de la reencarnación. Este viejo mito redescubierto en Occidente –ahora que ha perdido su esperanza cristiana— por la influencia fascinante del Oriente, no deja de ser un múltiple esfuerzo de salvación del hombre con sus avatares y purificaciones, pero nunca expresará el don escatológico de Dios. Esta teología de la esperanza, cuyas «promesas de Dios se cumplieron en él [Cristo]» (2Cor 1,20), no supone algo impuesto desde fuera o desde arriba, sino que conecta con las aspiraciones más radicales del hombre —persona, vocación y destino—, e incluso sobrepasa sus mismas capacidades y, sobre todo, sus realizaciones, y le sorprende como don gratuito de Dios. Así le hace decir a Pablo: «Lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, eso preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). Aquí es donde se encuentra la superación y la respuesta razonable frente a las objeciones de la filosofía del secularismo (Feuerbach), del ateísmo y las filosofías de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche) y del agnosticismo y posmodernismo increyente en su base intelectual. 4. CLAVES ANTROPOLÓGICAS. El hombre es un ser abierto y capacitado para vivir en el mundo, para conocer, trabajar, transformar el mundo y humanizarlo –vocación en el mundo–, para vivir en comunidad con los otros –comunión, convivencia, comunidad–. Ha nacido y ha sido educado en una familia; ha sido llamado al amor y a formar otra familia; es miembro de un pueblo, en cuyo quehacer y destino está llamado a participar, procurando su perfección y progreso de índole humana y moral, en convivencia pacífica con los otros pueblos, puesta la mira en la justicia y en el derecho del bien común de todos los hombres. Pero tiene además una relación muy profunda e

indeclinable, de carácter totalmente trascendente, con Dios —religión—, que engloba todo y afecta a todas las otras dimensiones mencionadas, sin que les prive de su autonomía propiciada por él. Está llamado a la perfección de esta primordial vocación. Este hombre, vocacionado por Dios, que tiene como futuro escatológico la vida y la felicidad eternas, que desea, busca, espera y ama con pasión aquí y ahora, y que ya disfruta, en parte como don y en parte como tarea, es a su vez un ser menesteroso, contingente, dependiente, sometido al fracaso, a la enfermedad, al dolor y, finalmente, a la muerte. Está igualmente propenso a la desesperación, a la injusticia, a la corrupción, al desamor, al odio y a la guerra. Siempre le acosa, vallando su existencia, el misterio de la iniquidad y del mal. A estas situaciones, realidades y negatividades humanas, que los humanismos laicistas del siglo pasado y del presente descuidan por amenazantes de sus ideologías salvadoras, responde la esperanza cristiana como salvación de Dios en Cristo. Esto supone el desarrollo de la paciencia escatológica que Dios tiene con los hombres, que es una especie de amor y de humor salvíficos, que el hombre debe estimar y valorar en su comportamiento con los demás, e incluso consigo mismo, para no caer en la desesperación personal y colectiva. Es la paciencia victoriosa de la cruz amorosa de Jesús, enormemente pasiva y activa al mismo tiempo. Sin lo primero no moriría por nosotros y sin lo segundo no resucitaría para nuestra liberación (cf Rom 4,25). Con esta paciencia amorosa —componente imprescindible de la esperanza— se debe afrontar al mismo tiempo el carácter dramático del hombre y su historia en el cosmos: sufrimiento, violencia, injusticia, hambre, enfermedades, víctimas inocentes —holocaustos—, guerras, catástrofes de la naturaleza, desastres ecológicos, muerte. El mismo cosmos gime y sufre dolores de parto y aguarda ser liberado de la servidumbre y corrupción del pecado (cf Rom 8,19-21). Pero el envés de la realidad dramática refleja paradójicamente la responsabilidad del hombre, de los gobernantes y de los pueblos, ante los males y catástrofes del hombre y de la humanidad. La responsabilidad personal toca con el misterio del mal y del infierno. El hombre es libre y responsable de su libertad. Quien busque como proyecto de vida, para asegurarse a sí mismo frente a los demás, la destrucción de la vida de los otros, se pone a sí mismo en peligro real de perder la vida eterna —condenación, infierno—. Tal posibilidad real de perderse o condenarse, está en el hombre por su capacidad de obstinación en el pecado imperdonable. De ahí la advertencia escatológica de Dios a través de los profetas y, sobre todo, de Jesús, el Hijo que revela la gracia absoluta del amor de su Padre y de su propio amor.

II. Centro y éschaton de nuestra esperanza cristiana La pascua de resurrección de Jesús ha dado un vuelco: «Antes Jesús predicaba el reino de Dios entre los hombres, y ahora —a partir de la pascua—él mismo es el Predicado» (Bultmann). Ya con antelación había señalado este cambio Orígenes, cuando dijo que Jesucristo era «el mismo reino de Dios» (autobasileia). Y es que Jesús se reveló —y así lo ha dado a conocer Dios, su Padre, a través del Espíritu— no sólo como el mensajero escatológico, el último profeta, sino mucho más: él es parte personal e integral del mismo reino de Dios; es el Dios Hijo, junto con el Padre y el Espíritu. Pero esto no invalida para nada el mensaje y acción escatológicos de Jesús sobre el reino de Dios culminado en su misterio pascual. De hecho, Dios y el mismo Jesús lo avalan para siempre, precisamente por su resurrección, como el único camino de implantación auténtica del Reino hasta que él venga glorioso en su parusía.

A partir de la pascua, pues, el único camino de la esperanza cristiana es vivir el reino de Dios como mensaje y acción evangélicas entre los hombres, tal como Jesús de Nazaret vivió entre nosotros y consta en el evangelio; eso sí: partiendo de su presencia resucitada entre nosotros, y desde la esperanza activa de su venida gloriosa (la parusía). 1. EL CENTRO: EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS. Tanto el anuncio apostólico como las confesiones de fe más primitivas, el bautismo cristiano, los himnos y la liturgia eucarística de la Iglesia, coinciden en manifestar que la pascua de Jesús, su muerte con su resurrección gloriosa, es el acontecimiento decisivo de la revelación de Dios y de la salvación del hombre soteriológica y escatológicamente. A partir de la resurrección, Dios se ha revelado como Abbá, el Padre «que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 4,24; 10,9; etc.), y lo ha constituido «Señor», «Salvador» y «Juez de vivos y muertos». Por eso, una antigua confesión cristiana recogida por Pablo dice: «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Que en Juan se formula: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,36). El mismo dice de sí: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Juan, en su evangelio, habla menos que los sinópticos de reino de Dios y más de vida eterna; pero ambos conceptos simbólicos, omnicomprensivos de vida y de amor, son idénticos. Pablo sacará inmediatamente la conclusión para sí y para todo cristiano: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). A partir de aquí tiene sentido todo el dinamismo de la vida bautismal y eclesial. 2. EL ÉSCHATON: LA PARUSÍA DE JEsÚs. En la pascua de Jesús se encierra ya la consumación del hombre, de la historia y del cosmos: el que ha muerto por nosotros y ha resucitado de entre los muertos para nuestra justificación y liberación es el que vendrá al final, glorioso. La parusía será la victoria escatológica del juicio de Dios como gracia de Jesucristo que trae la resurrección, la vida eterna, la bienaventuranza a la historia, despojándola de su ambigüedad y desligándola de todo vínculo de injusticia, de mal y de muerte. Esto es el reino de Dios en gloria definitiva, que afectará a la historia de todos los hombres y del cosmos. De ahí no sólo el papel tan gozoso que la pascua imprimió a la vida y misión evangelizadora de la Iglesia, sino también la expectación jubilosa de la parusía. Así se explica la alegría con la que partían el pan (eucaristía) por las casas los primeros cristianos; el grito jubiloso con el que invocaban a Jesús dentro de la eucaristía: Maranathá —«Ven Señor Jesús» lCor 16,16; Ap 22,21; Didajé 10, 6—y la valentía —parresía— con la que predicaban el evangelio los apóstoles, dispuestos a sufrir cárceles y la misma muerte a causa del Señor Jesús resucitado. Esta parusía, así de jubilosa y liberadora, que siempre pareció tan cercana a los creyentes de las primeras generaciones y tan lejana a las siguientes generaciones de la historia, es igualmente cercana y lejana para todos. Es la refracción de la cercanía y lejanía de lo eterno de Dios en la resurrección de Jesús, su Hijo, que se revela así en nuestra historia. Nosotros, y toda la historia de los hombres y del cosmos, recorremos un camino que está entre la pascua y la parusía. Podemos decir que el reino de Dios, en Jesús, ya está entre nosotros, pero todavía no se ha consumado. En medio está el camino del evangelio de Jesús, que media en la historia con todas sus tareas y sus dones, como fermento en la masa, desde la pascua del Espíritu hasta la consumación final. Entre el gozo y el dolor, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la muerte, la Iglesia sabe que la tarea de evangelizar la hace más grave y dramática la libertad pecadora de sus propios miembros, y después de todos los hombres y los pueblos en un cosmos todavía no redimido. Pero también sabe que «Cristo ha vencido al mundo» y que está con ella hasta el fin de los tiempos. A esta historia liberadora del evangelio en el mundo hay que sumar la labor positiva de las otras religiones y de tantos hombres de buena voluntad. A todos estos

esfuerzos Dios les dará el plus inmerecido, remecido, magnánimo de su consumación y plenitud en su vida divina, por medio de su Hijo. La esperanza se decanta claramente no por un interés burgués, como la supervivencia o inmortalidad egoísta, por la vida (Feuerbach); ni por un cielo de falsas ilusiones infantiles imposible de alcanzar (Freud); o por un resentimiento y un deseo de venganza contra los triunfadores de este mundo (Nietzsche); sino porque aguardamos a Alguien, no algo. «Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).

III. Lectura esperanzada de los novísimos Para leer hoy teológica y catequéticamente los novísimos, tenemos que insertarlos en el centro de la gran esperanza cristiana que, en Cristo, abarca al hombre, a la historia y al cosmos, y que está magníficamente desarrollada por las cuatro constituciones del Vaticano II. Con esas dimensiones universales, comunitaria y cósmica, podemos dar por buena la propuesta de H. Urs von Balthasar que, allá por los años cincuenta, recogiendo el aire renovador de la escatología cristiana y bíblica del tiempo, con carácter más personalista y menos cosista, definía los novísimos centrándolos en Dios y en Cristo: «Dios mismo después de esta vida es nuestro lugar (Agustín). Dios es el fin último de la creación. El es el cielo para quien lo gane; el infierno para quien lo pierda; el juicio para quien él examine; el purgatorio para quien purifique. Es Aquel por quien muere todo mortal y por quien resucita en él y para él. Pero lo es precisamente en el modo como él se vuelve al mundo, en su Hijo Jesucristo, el rostro revelado de Dios y, por lo tanto, la personificación de los últimos fines». Sabiendo, además, como lo indica uno de los más bellos y directos documentos de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe: «De esa comunión goza plenamente ya quien muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último día" (Jn 6,40)» (Esperamos la resurrección y la vida eterna II, 12 [26.11.1995]). Esta anticipación plena para la persona después de la muerte, es una marca de la fe cristiana y eclesial, que revela la calidad escatológica de nuestra inserción pascual en la muerte y resurrección de Jesús, no sólo en esta vida sino, sobre todo, en la muerte. Como dice Pablo: «Si con él morimos, también viviremos con él». Toda persona muerta en Cristo entra ya definitivamente en el ámbito de la resurrección gloriosa de Cristo, y participa ya de él. Por eso puede y debe considerarse la muerte del cristiano como una celebración en donde la incorporación escatológica de su persona a la pascua del Señor entra en su fase final, hasta que él venga. Esto no quita que estén pendientes hasta la parusía del Señor el carácter completo, total y pleno de la pascua eterna de Jesús en la historia, todavía abierta, de los hombres. Y que la Iglesia use el lenguaje dogmático de la inmortalidad del alma como representativo de la persona, para hablar de los muertos que resucitarán el último día en la resurrección de la carne. Antes de este acontecimiento consumador ya están beatíficamente con Dios y con Cristo. En la doctrina del purgatorio no debemos olvidar que el cristiano, por su condición bautismal, está justificado en gracia, pero mantiene todavía una propensión al pecado, y peca en realidad, y a veces hasta de modo diabólico —simul iustus et peccator—. De ahí que deba mantener permanentemente la purificación de todo pecado por medio de la conversión al amor. A medida que crece su maduración e integración en el amor a Dios y al prójimo, más cerca está del amor puro. Para aquellos que no han logrado en vida la plena purificación en este amor de gracia, el purgatorio, lejos de ser un infierno atenuado y pasajero, resulta ser esa maduración e integración en el amor, un paso —no medido por el espacio y el tiempo—para llegar a la plena comunión

beatífica con Dios. Una aproximación para comprender lo que significa el purgatorio, sería el papel que juegan en vida el dolor, los sufrimientos, para la formación-maduración de la persona y hasta, en el fondo, el diálogo con la doctrina hinduista de la reencarnación. Al final uno se puede preguntar: ¿cómo están unidas y cohesionadas estas dos dimensiones de la única escatología cristiana: la personal y la universal? No sabemos ni el cómo ni el cuándo. Pero es, sin duda, en la eternidad del misterio del Dios uno y trino, que supera el ser y el tiempo, y en la resurrección de Jesucristo, verdadera «medida de todas las cosas» —hombre, historia universal, cosmos, vida, muerte, resurrección—, que tiene la clave de la consumación final. Por eso confiamos plenamente en él.

IV. Claves catequéticas Una aproximación catequética a la escatología puede orientarse en tres direcciones: 1) En primer lugar, si la catequesis debe iniciar armónicamente en la totalidad de la vida cristiana, sus cuatro dimensiones o tareas básicas —iluminación de la fe, animación de la vida, participación en la liturgia, vida apostólica (cf GE 4)— deben estar presentes en la catequesis sobre la consumación final. 2) Además, conviene descender a la escatología concreta para desarrollar objetivos catequéticos específicos. 3) Por último, una catequesis según las edades debe tener en cuenta las experiencias significativas de cada etapa, de modo que la situación vital concreta entre en creativo diálogo con las experiencias cristianas fundantes —aquí las escatológicas— para educar la experiencia del hombre y expresarla como auténtica experiencia cristiana. 1. TAREAS DE LA CATEQUESIS. a) Conocer el misterio de la salvación. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Así cierra la Iglesia su confesión de fe. El credo cristiano tiene su origen en el Dios creador de la vida, su centro en la pascua de Cristo, su plenitud en su retorno glorioso y su final en la resurrección de la carne y en la vida eterna. La fidelidad de Dios a sus promesas ha tenido su cumplimiento en la resurrección de su Hijo, quien por la emisión del Espíritu nos coloca ya en las realidades últimas: como peregrinos hacia la plenitud, en esperanza vivimos la realidad de ser hijos de Dios hasta que se manifieste completamente lo que seremos. La capitalidad escatológica de Cristo supone que el resucitado retornará y desencadenará los acontecimientos últimos. Por tanto, hay teológica y catequéticamente una jerarquía de verdades escatológicas. La venida de Cristo se desarrolla en tres etapas: 1) como siervo en la encarnación; 2) resucitado y presente entre nosotros por la acción del Espíritu; 3) retornado en gloria, vivificando en plenitud —resurrección de los muertos—, dando sentido a la historia —juicio universal—, renovando todas las cosas —nueva creación—. La parusía es célula generadora de la escatología: manifestación gloriosa y consumación de su obra. Los acontecimientos individuales siguen un proceso que se inicia en la muerte —morir en Cristo libera del miedo—, el juicio individual —en Cristo el hombre encuentra la verdad última de su propia vida—, la posibilidad de purificación —purgatorio como fuego purificador y unitivo—, la hipótesis de la condenación eterna —infierno como cerrazón libre y definitiva al amor de Dios— y la vida eterna —sobria afirmación de contemplación inmediata de Dios por parte del justo—. Para la catequesis es prioritaria esta unificación de todo el mensaje escatológico en torno a Jesucristo. b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Ven, Señor Jesús» —grito de la asamblea en el centro de la plegaria eucarística— es la oración cristológica más antigua. La expectación escatológica ocupaba un lugar privilegiado en la espiritualidad y en el culto de los primeros cristianos. Hoy debemos recuperar la dimensión escatológica de la liturgia, bastante oscurecida incluso después de la reforma conciliar. Si celebramos la actualización de los hechos salvíficos del pasado es para anunciar y anticipar el futuro definitivo: la liturgia como anticipo de la liturgia celestial (cf CCE

1090, 1130). La catequesis litúrgica debe educar —con la misma fuerza que la dimensión pascual— la dimensión escatológica, sobre todo, en la eucaristía como anticipo eminente del Reino (cf GS 38; CCE 1326, 1402-1405). Momentos —poscomunión, aclamación posconsecratoria, etc.— y tiempos privilegiados para acentuar la dimensión escatológica son el adviento, la vigilia pascual, la Ascensión, la solemnidad de Todos los Santos, la conmemoración de los Difuntos, los últimos domingos del año litúrgico, la Asunción y las exequias. La preparación al último tránsito se expresa sacramentalmente en la unción de los enfermos y, particularmente, en el viático (cf CCE 1523-1524). «Venga tu Reino» es el corazón de la oración dominical. La dimensión escatológica es parte integrante de la oración cristiana, si bien suele figurar de modo tan implícito que merece la pena ser subrayado. En el centro de la espiritualidad cristiana está la tensión escatológica del ya sí, pero todavía no, pues por el bautismo vivimos los valores de allá arriba, en las tareas intrahistóricas esperamos y anunciamos la plenitud de la salvación, y en los dolores y fracasos de la vida mantenemos ardiente la plegaria esperanzada (cf CCE 2816-2821). La catequesis debe educar en las diversas formas de oración: agradecimiento por la vocación a una vida en plenitud; súplica confiada para mantener viva la esperanza; oración solidaria y activa por los dolores del mundo; lectura contemplativa de la vida para descubrir los signos del Reino. De modo particular, la mirada hacia el futuro tiene que aparecer en la relación del creyente con Jesucristo —finalidad propia de la catequesis—, suscitando el deseo de su retorno glorioso. El deseo de ver a Cristo —anhelo vivido intensamente en la tradición cristiana— debe ser educado para que «tengan siempre presente la expectación de Cristo» (cf RICA 19). c) Ejercitar las actitudes evangélicas. En la predicación y en la catequesis sobre las realidades últimas, la esperanza teologal es la actitud básica y medular. La dimensión personalista de la esperanza subraya la tensión escatológica del ya sí, pero todavía no, como una de las claves fundantes de la moral cristiana y de su educación y desarrollo en la vida del creyente. Sin embargo, alimentar la esperanza no es favorecer un vano optimismo de que todo se arreglará, sino más bien robustecer la certeza de que el mal actual no va a tener la última palabra en el futuro; es avivar la preocupación por el progreso temporal hasta la plenitud en la venida del Señor, así como la relativización crítica de todo progreso. La esperanza escatológica debe enmarcarse en la fe, de donde brota, y en el amor, donde se hace activa. La esperanza brota de la fe en el Dios fiel a sus promesas, de tal modo que la falta de esperanza en la vida eterna denota un debilitamiento de la fe en el Dios de la vida. Por otra parte, la caridad encuentra en la esperanza su sentido y su futuro, pues sólo desde la confianza en el Dios-Amor toda obra de amor germinará en el futuro; así, frente a la caducidad de todo lo humano, la esperanza teologal lleva al cristiano a vivir un amor radical, gratuito y perdurable. La dimensión teologal de la vida cristiana crea una línea de continuidad entre el presente y la plenitud. En el desarrollo de la vida moral del creyente, la esperanza genera diversas actitudes cristianas: con la vigilancia como actitud básica, descubre que en su vida de fe vive ya de modo anticipado aquello mismo que en el último día logrará ser en plenitud; la esperanza adquiere sentido de paciencia, como expresión típica de la tensión escatológica; la catequesis educa en la lectura creyente de los signos de los tiempos, para capacitar al cristiano a ver los gestos salvadores de Dios en la historia, como anuncio de la salvación definitiva; la invitación a la conversión nace de las palabras de Jesús acerca del fin del mundo y de la posibilidad de cerrarse definitivamente a Dios; el juicio definitivo de Dios debe crear en el creyente la capacidad de juzgar con verdad su propia vida y la de los demás hombres, sabiendo que, en definitiva, sólo Dios puede desvelar la verdad del corazón —insondable y ambiguo— del hombre; el conocimiento del tema del juicio educa en la responsabilidad con los otros, identificando la causa de Jesús con la causa de los pobres.

d) Formar la acción apostólica y misionera. Frente al escapismo espiritualista —salvación sólo del alma— y a la escatología inmanente —el paraíso en la tierra— se alza la esperanza escatológica. La catequesis, pues, debe educar en estas actitudes: la transfiguración de este mundo será, sobre todo, don de Dios, pero también tarea nuestra; la esperanza final debe potenciar el compromiso con el hoy y el aquí; la catequesis descubre la necesidad de comprometerse, desde la fe, en la construcción de un mundo nuevo y mejor, más humano, más fraterno y más de Dios. Con su compromiso, el cristiano está preparando la venida del Señor y la consiguiente consumación de todas las cosas en el reino de Dios. Por otro lado, el todavía no escatológico libera —crítica y proféticamente— al creyente de identificar el reino con cualquier conquista intrahistórica del hombre. Así, el cristiano relaciona y distingue el crecimiento del Reino y el progreso social (cf CCE 2820). Un capítulo interesante y novedoso es suscitar en clave escatológica el compromiso ecológico y la responsabilidad de verificar la esperanza teologal en la lucha por la justicia y la libertad. El hambre y sed de justicia total —utopía no realizada históricamente— alcanza su cumplimiento en el juicio universal, como iluminación del sentido último de la historia y realización de la plena justicia. Lo mismo debe afirmarse de la lucha por la libertad. El horizonte escatológico potencia y da sentido al presente: en aquel día habrá libertad para todos, libertad y liberación definitiva sobre toda alienación. 2. APROXIMACIÓN CATEQUÉTICA A LAS AFIRMACIONES ESCATOLÓGICAS. a) Parusía. Vertebrada cristológicamente en torno a la parusía de Cristo, la catequesis debe subrayar su carácter de buena noticia para los creyentes y de seria advertencia para los que viven de espaldas a Dios. Por eso, las palabras de Jesús acerca del fin del mundo deben ser escuchadas como invitación a la conversión. Se debe, pues, despertar una actitud de esperanza ante las señales que anuncian el fin: Cristo vence sobre todo lo que destruye el mundo. De igual modo, se ha de alimentar la gozosa esperanza de aguardar al Señor, que no vendrá desde lejos, sino que —presente en lo más hondo de la vida y de la historia— se hará patente y manifiesto a todos. b) Resurrección de la carne. A partir del pensamiento paulino (cf 1Cor 15), se debe superar el lenguaje dualista, subrayando el carácter escatológico, somático, corporal y cristocéntrico de la resurrección. La catequesis ha de vincular causal y formalmente la resurrección de los muertos a la de Cristo, triunfador de la muerte y artífice de nuestra resurrección: hay resurrección de los muertos porque Cristo ha resucitado. Resucitamos a imagen de Cristo resucitado y como miembros de su cuerpo, lo que significa subrayar la dimensión corporativa, social, eclesial, sacramental y comunitaria de la resurrección. En consecuencia, la catequesis destacará la esperanza de resucitar en la totalidad de la persona y comunitariamente, superando una concepción de la vida eterna desencarnada —sólo del alma—, privatizada —sólo del individuo—, no cósmica —sólo de los humanos—. Se manifiesta así la riqueza del mensaje cristiano sobre la resurrección de la carne —el hombre en su dimensión corporal pero no meramente material o corpuscular, como expresión diáfana del auténtico ser del hombre: resurrección del cuerpo espiritual. c) Juicio. Entre los objetivos catequéticos a alcanzar en la presentación del tema del juicio, ha de destacarse la vinculación del juicio a la parusía, para que la realidad tremenda del juicio no produzca miedo, sino respeto y consuelo, pues el juez manifestado en gloria es el mismo que se entregó por nosotros: Jesucristo es juez de misericordia y salvación. Desde esta perspectiva hay que situar el argumento central del juicio: el reconocimiento de Jesús en los más humildes. Así, el juicio de Dios debe ser anunciado como el día esperado por el creyente y temido por quien vive de espaldas a Dios y al hermano.

d) Vida nueva o cielo. Tanto en la predicación como en la catequesis, una presentación actualizada del cielo debe acentuar sus aspectos personalistas y comunitarios. En este campo es capital la importancia del lenguaje con expresiones como visión de Dios, vida eterna, divinización, ser con Cristo, estar con Cristo y con los hermanos. Frente a una catequesis que se preocupaba de describir fantasiosamente el cómo de la vida eterna, se ha de destacar la dimensión personal, social y cósmica de la vida nueva: comunión en el ser de Dios, fraternidad de todos con todos — communio sanctorum—, relación armónica con el cosmos; es decir, la persona es divinizada; la sociedad humana deviene comunión de los santos; el mundo, nueva creación. Frente a viejas disociaciones, la catequesis actual debe explicitar cómo el Reino, ya comenzado, camina hacia su plenitud en Cristo, y cómo dicha plenitud coincide con la de la humanidad y la del mundo: el cosmos actual y la nueva creación se identifican básicamente. La línea de continuidad entre creación y consumación se hace más patente desde la energía del amor divino, que es común a ambas. Consecuencia catequética de esto deberá ser descubrir los signos del Reino ya presente en medio de este mundo, y vivirlos como anticipación y garantía del mundo futuro. Sobre la situación de los redimidos antes de la resurrección universal, la catequesis debe afirmar con decisión y austeridad que los justos contemplan a Dios cara a cara; la antropología dualista alma-cuerpo tenía la ventaja de ser fácilmente catequizable por partir de una hipótesis simplista (el alma con Dios, el cuerpo en espera de la resurrección); superada esta visión espacio-temporal, hay que buscar nuevas mediaciones catequéticas para expresar sobriamente la situación de los difuntos: muerte y resurrección son acontecimientos distintos y sucesivos, pero no cualitativamente distantes. e) Muerte eterna o infierno. Entre los objetivos catequéticos de una presentación actualizada del infierno hay que afirmar que la condenación eterna es una posibilidad real del futuro del hombre como ser libre. Esta ha de presentarse como obra de seres totalmente autosuficientes, cerrazón libre y empecinada frente a Dios, resaltando con énfasis que Dios tiene un único proyecto sobre el hombre: la salvación. El infierno —como el mal— no es creación de Dios, sino resultado de la libertad y del pecado del hombre; el infierno, pues, no es obra de Dios. Las palabras de la Escritura sobre el infierno deben explicarse como aviso amoroso de Dios, que quiere evitarnos ese estado definitivo de condena; son una invitación a la conversión; la posible condenación se concreta en el rechazo a Dios, a Jesús, a su Iglesia, a los pobres, a la persona humana. f) Muerte. Entre las experiencias humanas la realidad insoslayable de la muerte sigue siendo un capítulo privilegiado a la hora de plantear interrogantes y, por tanto, puede generar actitudes de rebeldía o apertura frente a nuestra cultura cerrada en lo inmanente, que ignora la muerte o la presenta sólo como un dato biológico. La muerte puede ser evocada —sobre todo en la precatequesis como una de las preguntas privilegiadas, que están pidiendo sentido: la muerte necesaria por vía de hecho, pero absurda por vía de razón; frente a todos los empirismos, los interrogantes abiertos por la muerte inspiran una visión esperanzada de apertura a alguna forma de trascendencia, que está operando una reflexión, en cierta medida, religiosa. La pregunta sobre la muerte cuestiona la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia, sobre la validez de los imperativos éticos absolutos. Frente al tabú de nuestra cultura ante la muerte, hay que tomar conciencia de que la realidad de la muerte es el mayor enigma de la vida humana: la muerte no sólo como realidad natural sino —desde la fe— como salario del pecado. A su vez, la muerte — algo a lo que progresivamente nos acercamos— relativiza la existencia, revalorizando, a su vez, el tiempo presente y lo inaplazable de esta vida. Por tanto, el hecho de la muerte es algo irreversible —fin de la vida terrena— y fija definitivamente —frente a toda ensoñación reencarnacionista— al hombre en su opción ante Dios.

Un itinerario catequético sobre el tema de la muerte debe seguir estos pasos: el hombre, que forma parte de la humanidad pecadora, es esclavo de la muerte; Jesucristo experimentó la muerte humana no como acto de necesidad, sino de suprema libertad; así, cambiado el sentido de la muerte, el morir cristiano es con-morir con Cristo. El núcleo del mensaje debe centrarse en el anuncio del resucitado como única realidad por la que esperamos salvarnos: él significa y es para nosotros la victoria sobre la muerte –el último enemigo del hombre y del mundo–; sufriéndola voluntaria y obedientemente, Cristo transformó la maldición de la muerte y la situó en tránsito a la vida plena. g) Purgatorio. La catequesis sobre el purgatorio debe presentar la eventual purificación del justo después de la muerte, relacionando esta situación con la imperfección e inmadurez presente del hombre: el purgatorio se presenta así como proceso de madurez después de la muerte. Debe evitarse absolutamente presentar este estado como un infierno temporal o en pequeño, y hacerlo, más bien, como proceso necesario para que el justo –manchado, inmaduro– pueda entrar en el gozo de la plena comunión de vida con Dios y acceder al misterio de su plenitud humana. La metáfora del fuego puede aprovecharse catequéticamente como fuerza purificadora y unitiva, dolorosa y costosa, semejante a la ruptura con la situación de pecado. En este contexto, se ha de destacar la dimensión pascual de la comunión definitiva con el Señor, subrayando que la pascua no sólo es resurrección, sino también muerte y sepultura. Superada la imagen local-temporal del purgatorio, el encuentro definitivo con el Señor puede ser presentado como algo traumático y revolucionario, que supone la maduración instantánea de todo el ser del hombre. Con la dimensión personalista de encuentro con Cristo, se ha de destacar la solidaridad en la comunión de los santos, en cuanto que nadie se salva solo; de aquí la fundamentación catequética y litúrgica de los sufragios por los fieles difuntos, que siguen viviendo en comunión orgánica con los miembros —todavía peregrinos— del mismo cuerpo de Cristo. 3. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES: SITUACIÓN Y METODOLOGÍA. a) Infancia y preadolescencia. Hay en el niño experiencias en las que percibe y siente cómo existen cosas, acontecimientos, ilusiones y proyectos que tienen fin, experiencias duras, interpeladoras que piden un sentido. Ante un tema tan difícil, el educador –sin ocultar experiencias frustrantes– ha de iluminarlas progresivamente con delicadeza, sin mentirle, sin fáciles escapismos. El anuncio esperanzado de un más allá pleno y feliz puede conectar con el sentido lúdico del niño: el cielo como la mejor fiesta –sin fin ni separaciones–, gratuita –regalo de Dios–, comunitaria y social –Dios quiere reunir a todos–. Con los mayores no se puede soslayar una referencia al infierno, presentado no como castigo divino, sino como rechazo humano al amor de Dios. Esta catequesis tiene un buen punto de partida en la expectativa del niño a una vida mejor, sin penas, sin sustos ni dolor; él es consciente de sus limitaciones, se siente atraído por el bien, necesitado de confianza y deseoso de colaborar. La clave afectiva –amistad y cariño hacia Jesús– desarrolla los grandes contenidos catequéticos: estar definitivamente con Jesús; dejarnos amar por su Padre; ser capaces de amar del todo a todos; los difuntos ya están con el Señor y con él velan por nosotros. La catequesis sobre la consumación busca que el niño se sienta invitado a vivir una vida mejor y para siempre, comenzada con su colaboración aquí y ahora. La respuesta cristiana se expresa en el agradecimiento por la llamada a una vida mejor y definitiva, en la súplica para que los hombres acepten esta invitación, en el compromiso por hacer un mundo más bonito. b) Adolescentes y jóvenes. El adolescente y el joven tienen los ojos puestos en el futuro, siendo esta proyección una dimensión clave de su identidad personal. Junto a los riesgos del cambio, se desarrolla en ellos un ansia ilimitada de felicidad, de plenitud, de realización. Esta mirada confiada en el futuro, en la que el muchacho desea crecer, rechaza instintivamente todo lo que pueda suponer limitación. El joven, a su vez, se da cuenta de su incoherencia e incapacidad para resolver

los problemas que le rodean. Esta ambivalencia adquiere su máximo exponente ante el enigma de la muerte: la muerte de la vida, del cosmos, del hombre es la más seria amenaza a las ansias de vivir que en este momento bullen en su corazón. El adolescente vive la contradicción del ansia de vida, de felicidad y de futuro, frente al desconcierto de lo desconocido, de lo extraño. Esta es su doble lectura de los valores ante el futuro. A este respecto, son altamente sugerentes las preguntas con que el Catecismo para preadolescentes. Con vosotros está, sintetiza los interrogantes juveniles: «Siento gran curiosidad por todo lo que se refiere al fin del mundo ¿Qué pasará? Algún día desaparecerá todo. ¿Por qué morir? ¿Será verdad eso de un mundo nuevo? Nada colma mis deseos. ¿Dónde está esa felicidad que tanto anhelo?». En la catequesis juvenil, el anuncio cristiano de la esperanza definitiva tiene como objetivo educar en la espera confiada de una plena realización personal, comunitaria y cósmica, basada en la seguridad del amor y la acción de Dios en la vida y en la historia, superadora de los temores y desconfianzas que sugiere el futuro. Este objetivo global se diversifica en dos: vivir con esperanza cara al futuro y trabajar por el bien de los hombres aquí en la tierra. Ansia de plenitud y autenticidad moral definen las claves de esta etapa. c) Adultos. El adulto percibe la vida y la historia con una mirada realista, experimentando cómo es dueño de su vida y, a su vez, cómo esta se le escapa. El valor del realismo y la adecuación a la realidad pueden llevar a la resignación o a la pérdida de horizontes utópicos. El adulto joven, al aparecer las primeras decepciones, puede evadirse de las grandes preguntas, cayendo en la preocupación por lo inmediato, el acomodarse o escabullirse, hasta el cinismo ético. El adulto mayor siente la vida no sólo como plenitud y autorrealización, sino también como desmoronamiento y límite, y es proclive a la desilusión y hasta a la desesperanza. Esta experiencia no queda reducida al ámbito de lo íntimo y de lo privado, sino que alcanza al sentido de la historia y a la posibilidad de un más allá distinto. Sin embargo, es tiempo privilegiado para el nacimiento de la auténtica esperanza. Entonces el adulto es invitado a superar tanto los optimismos ingenuos como la resignación impotente. El anuncio de las realidades últimas desencadena la apertura a un mundo nuevo –cumplimiento de las promesas divinas, no conquista autónoma del hombre– y anima al trabajo activo y paciente por este mundo, como anticipación y anuncio del Reino. La clave pascual de la esperanza cristiana adquiere en la edad adulta el momento de su madurez; sobre todo cuando las decepciones desmoronan tantas ilusiones, es el momento de penetrar en el sentido pleno del acontecimiento pleno: «Si el grano de trigo no muere...» (In 12,24). Es el momento del alumbramiento definitivo de la esperanza. BIBL.: BREUNNING W.-RAHNER K.-SCHÜTZ CH. Y OTROS, Consumación escatológica, en FEINER J.-LÓHRER M. (eds.), Misterium Salutis V, Cristiandad, Madrid 1984; COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la resurrección y la vida eterna, Ecclesia 2766 (1995) 1847-1855; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para los adultos, BAC, Madrid 1990, 439-475; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes IV, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976, 601-663 [también Manual del educador 1. Guía doctrinal 377-429; 2. Orientaciones 316336]; Padre Nuestro. Primer catecismo de la comunidad cristiana, Edice, Madrid 1982 [también Guía pedagógica 52-55]; Jesús es el Señor. Segundo catecismo para la comunidad cristiana, Edice, Madrid 1982 [también Guía pedagógica 150-164]; Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, Edice, Madrid 1986, 201-216 [también Guía pedagógica 148-207]; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Recentiores episcoporum Synodi (17.5.1979); GEVAERT J., La dimensión experiencial de la catequesis, CCS, Madrid 1986, 156-163; KEHL M., Escatología, Sígueme, Salamanca 1992; INSTITUTO SUPERIOR DE CATEQUÉTICA DE NIMEGA, Nuevo catecismo para adultos, Herder, Barcelona 1969; NOCKE F. J. Escatología, Herder, Barcelona 1980; PEDROSA V., El cristocentrismo escatológico, clave de una catequesis para nuestro tiempo, Teología y catequesis 49 (1994) 83-110; Pozo C., Teología del más allá, BAC, Madrid 1991; RAHNER K., Curso fundamental de la fe, Herder, Barcelona 1979; RATZINGER J., Escatología, Herder, Barcelona 1980; Ruiz DE LA PEÑA J. L., La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander 5 1986 ; TGURÓN E., Escatología cristiana. Aproximación catequética, San Pío X, Madrid 1990.

Eliseo Tourón del Pie, Lucas Berrocal de la Cal y José Manuel Sacristán Gómez

CREACIÓN

SUMARIO: I. Principales datos histórico-bíblico-dogmáticos: 1. Datos bíblicos; 2. Principales datos de la Tradición y dogmáticos; 3. Recapitulación o síntesis. II. Claves catequéticas: 1. Originalidad revelada e implicaciones en la vida cristiana; 2. Tareas de la catequesis sobre la creación; 3. Algunas orientaciones inspiradas en la pedagogía de Dios. III. Desarrollo en función de las edades: 1. En la etapa adulta (30-65 años); 2. En la etapa de la infancia (0-5 años) y de la niñez (6-11 años); 3. En la etapa de la adolescencia (12-18 años); 4. En la etapa de la juventud (19-29 años); 5. En la etapa de los mayores (65 años en adelante). Según el Catecismo de la Iglesia católica «la catequesis (y la teología sobre la creación) reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana, y explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: «¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y adónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones del origen y del fin son inseparables. Son decisivas para el sentido y orientación de nuestra vida y de nuestro obrar» (CCE 182). El Catecismo contempla, en esta cita, el misterio de la creación en clave antropocéntrica. Pero este misterio tiene otra dimensión, decisiva y definitiva: dando sentido al misterio creacional está la imagen y la realidad del Dios vivo, el Dios de la revelación cristiana. Porque el misterio de la creación envuelve, al mismo tiempo e inseparablemente, quién es nuestro Dios, cómo es nuestro mundo y quién es la persona humana. Para comprender teológicamente la dimensión bíblico-dogmática de este concepto, debemos adelantar al menos tres premisas: 1) El misterio1 de la creación se contempla desde un decidido cristocentrismo: todo ha sido creado por Cristo, en Cristo, para Cristo (1Cor 8,5-6; Col 1,15-20). El fin de la creación no es el hombre, sino la gloria de Dios en Cristo. La persona humana es imagen del Hijo, hijo en el Hijo. El sentido del misterio del hombre sólo se desentraña en el misterio de Jesucristo (GS 22; RH 11)2. 2) Desde la dimensión descrita, protología, cristología y escatología (kronos, kairós y éschaton) están profundamente unidas. La creación sólo se resitúa en su verdadero lugar desde un planteamiento de historia de salvación, desde la autorevelación del Dios vivo, en hechos y palabras, cuyo punto culminante es el misterio de Jesucristo. Revelación de un Dios que, revelándose él mismo, descubre al hombre quién es el mismo hombre. 3) Si en épocas pasadas, desde los manuales, la realidad de la creación ofrecía una cierta consistencia e independencia en el conjunto de los tratados teológicos (De Deo creante et elevante), hoy, y desde las dos premisas precedentes, sólo puede enmarcarse desde la antropología teológica, que a su vez se convierte en antropología crística3, remitiendo, como misterio fundante, al misterio trinitario. Y después de las premisas precedentes, centrándonos en el concepto creación, bien se puede dividir el mismo en dos dimensiones: protología diacrónica y sincrónica. El aspecto diacrónico haría referencia a la comprensión de la creación como cosmos creado, diverso de Dios, pero a la vez sustentado por él en la historia, en el espacio y en el tiempo. El aspecto sincrónico haría referencia al sentido de ese cosmos creado para la persona humana, en Cristo, por Cristo y para Cristo. Funcionalmente unificaremos ambas dimensiones, sin olvidar que, en clave propiamente teológica, nos estamos refiriendo, como hemos señalado más arriba, a una creación desde la

historia de la salvación; en el Antiguo Testamento, lo decisivo fue la experiencia de la alianza, y cuando, posteriormente, descubrieron al Dios no sólo del éxodo sino de la vida y de la historia, descubrieron que era él también el creador. En el Nuevo Testamento, desde el misterio pascual de Cristo, se contempla a este mismo Cristo como el Señor de la historia, el Hijo de Dios, sentido profundo y último de la historia y, por lo mismo, de la creación entera.

I. Principales datos histórico-bíblico-dogmáticos 1. DATOS BÍBLICOS4. Aun cuando hoy las hipótesis astrofísicas sobre el origen del universo se presenten al creyente como los problemas más relevantes y como retos de plausibilidad, con los que hay que dialogar, no pueden ser, sin embargo, el punto de partida de nuestro concepto cristiano de creación5. Tampoco las nuevas discusiones sobre el concepto de materia que, en su límite, parecen estar muy cerca de un concepto holonímico-espiritual, o un materialismo emergente. El misterio de la creación hunde sus raíces en la experiencia de un pueblo, cuya narración se plasma en diversos relatos bíblicos. Relatos, por lo demás deudores , en su forma literaria, de los pueblos circundantes, pero que difieren sustancialmente, en sus contenidos, de esos mismos mitos y leyendas. Como acertadamente subraya J. L. Ruiz de la Peña6, la fe bíblica en la creación no está ligada, como en las culturas circundantes, a la naturaleza, sino a la historia. La experiencia de Israel es la de un Dios que actúa como Señor de la historia (Dt 26,5-10; Jos 10,5-13; Éx 15,1-18). Por eso, en Israel, la experiencia de la alianza es anterior a la reflexión sobre la creación. Litúrgicamente, la fiesta principal del pueblo de Dios no es la del día de la creación, sino la Pascua (Ex 12,14)7. No es extraño que la fe en la creación aparezca tardíamente en Israel y, curiosamente, en las cincunstancias del destierro (siglo VI a.C.)8. Los pro fetas utilizan el recurso de la creación como un argumento de esperanza y liberación, de protección contra la tentación de idolatría reinante, y de aglutinante del pueblo de Israel en un único Dios y en una única historia de salvación. «Si Dios puede decidir el fin de todo es porque todo tiene su principio en él» (Is 40,22-28). Los relatos explícitos, por excelencia, de la creación son los dos primeros capítulos del Génesis 9. Gén 1,1-24 es un texto de tradición sacerdotal y contemporáneo de los textos proféticos. Se nana el relato no con interés por la creación en sí misma, sino como inicio de una historia de salvación que, tras el paréntesis de los once capítulos primeros, empalma con la llamada de Abrahán (Gén 12). La creación, en este relato, se concibe como una gran arquitectura litúrgica, basada en el número 710. La persona humana, bisexual, es creada a imagen y semejanza de Dios. A partir de lo cual, la vía privilegiada para conocer a Dios es el hombre, por ser su más parecida representación. Gén 2,4-25, es de tradición yavista, unos tres siglos anterior a Gén 1. No es propiamente un relato de creación, sino más bien un relato etiológico para explicar el origen del mal en el mundo. Se aporta un detalle importante: Dios ha insuflado en el hombre su «aliento de vida» (nesamah), es decir, la autoconciencia para conocer el bien y el mal, la capacidad para discernir, la libertad creativa o destructora. En cualquier caso, de los textos aludidos se deducen estas consecuencias: 1) la identidad entre el Dios salvador de Israel y el Dios creador del universo; 2) el monoteísmo sin concesiones del texto11; 3) el cosmos, creado en el tiempo, encerrando un principio y un final; 4) la desacralización de la naturaleza (sólo Dios es santo y sólo él merece adoración); 5) la bondad de todo lo creado (Dios no es el origen del mal ni hay un principio dual maligno); 6) la interdependencia e interrelación de todo lo creado, y 7) el encumbramiento de la persona

humana, hombre y mujer complementándose, como la obra maestra de la creación12, y lugarteniente o administrador de la misma 13. Sólo la persona humana es imagen de Dios, porque posee el mismo espíritu de Dios. Y Dios colocó, desde el principio, a la persona humana en una dimensión privilegiada de gracia original. En cuanto a los datos neotestamentarios de la creación, debemos remitirnos sobre todo a la rica literatura paulina14, para quien el mundo es cristocéntrico: ha sido creado por, en y para Cristo. Cristo es el Señor y artífice de la creación como lo es de la salvación (Rom 1,3-4; lCor 8,5-6; Col 1,15-20). Jesucristo preexistía a la obra creadora, su presencia fue decisiva en la creación, y en él hemos sido predestinados, elegidos y llamados (Ef 1,4-10). La creación se consuma en la obra de la redención y salvación (Ef 2,15; 4,24; Col 3,10). Aunque, por ejemplo, en lCor 11,12 y 1Tim 6,13 se resume la fe tradicional («todo viene de Dios» y «Dios da vida a todas las cosas»), sin embargo lo realmente decisivo es que toda la creación tiene un fin cristológico (Ef 1,3-14). En Cristo, la creación entera ha entrado en su última fase. El éschaton ha irrumpido en el mundo en una especie de nueva creación (2Cor 5,17; Gál 6,15). Los cristianos deben vivir una vida nueva, en la libertad de los hijos de Dios, para favorecer la recapitulación de todo en Cristo (Gál 5,1-13). Porque con él, el Adán escatológico (lCor 15,44), ha llegado la nueva creación y es posible la nueva criatura (Ef 4,24; Col 3,9). Antes de pasar a los datos dogmáticos que encierra el misterio de la creación, dejamos constancia de la riqueza de matices que presenta la persona humana, como cumbre de la creación e imagen de Dios. La Biblia no aporta una definición ontológica, al estilo griego, de persona, sino una descripción funcional, operativa y axiológica en sus tres dimensiones esenciales: en su relación con lo creado (basar-sarx-soma), con los vivientes (nefesh-psiché) y con Dios (ruah-pneuma)15. O, en otras palabras, por su corazón-ojos la persona es intelectual, volitiva y emotiva. Por su lenguaoído, la persona es capaz de acoger, dialogar y relacionarse. Por sus manos-pies, es creativa y puede ayudar a los demás en la construcción de un mundo fraterno 16. Lo decisivo, lo subrayamos una vez más, es el hecho de ser la persona humana, imagen (eikon) y gloria (doxa) de Dios (lCor 11,7), insertado en Cristo, primogénito de toda la creación, y en quien todo se sustenta (Col 1,15-18). El destino del hombre es ser imagen de Dios en Cristo (2Cor 3,18). La creación primera y la nueva creación en Cristo manifiestan que el hombre, y con él todo lo creado, es una «dependencia para la libertad», es decir, su sentido y su razón de ser hay que buscarlos en el creador-redentor. 2. PRINCIPALES DATOS DE LA TRADICIÓN Y DOGMÁTICOS. Se atribuye a M. Blondel la afirmación de que la elaboración dogmático-teológica del concepto de creación se ha ido elaborando a lo largo de la historia en el marco de una doble polémica: 1) desde la ontología, para responder a la pregunta: ¿cómo puede existir algo diferente a Dios y de qué naturaleza o sustancia es?; 2) desde la ética, para responder al misterio y problema del mal en el mundo. En este sentido, el cristianismo ha debido dar respuesta a dos polos extremos: ni monismo panteísta, ya que Dios y la criatura se diferencian, y además, existe en lo creado espíritu y materia, ni dualismo maniqueísta, ya que todo procede de un único y mismo principio, es decir, del Dios revelado. Vamos a realizar un breve repaso histórico-teológico sobre el tema17. Los más primitivos símbolos de la fe no hacen alusión expresa al dogma de la creación. Ciertamente la palabra pantocrátor (dominador o dueño absoluto), más veces atribuida al Padre que al Hijo, encierra la idea bíblica de un creador (DS 1-17). Es hacia el siglo IV cuando aparece explícitamente la afirmación «creador del cielo y de la tierra» (DS 19), para salir al paso de las desviaciones dualistas, tanto del gnosticismo como del maniqueísmo. El credo niceno (DS 125) afirma a Dios como «creador de todo lo visible y lo invisible», y la centralidad de Cristo en la

creación. Contra los arrianos, distingue entre mundo creado e Hijo engendrado y, además, define la temporalidad del mundo frente a la eternidad de Dios. El concilio de Constantinopla (DS 421) diferencia la doble función del Padre («de quien todo procede») y del Hijo («por quien todo fue hecho») en el acto creador. Los Padres apologistas, en diálogo con el mundo griego, subrayan el papel de Cristo, el Verbo, en la creación (Justino, Atenágoras), y afirman que la materia no es eterna, sino «creada de la nada» (Teófilo). Posteriormente, Ireneo de Lyon acentúa la soberanía de Dios sobre todo lo creado, la bondad de lo creado, la unidad entre el Dios creador y salvador y la recapitulación final de todas las cosas en Cristo. En san Agustín confluyeron todas las tradiciones orientales y occidentales sobre la creación. Su reflexión se desdobla en dos niveles: uno natural-ontológico y otro religioso y ético. Acentúa la creación de todo «en el tiempo» y «de la nada»; la soberanía y libertad del Creador; la participación de todas las criaturas en la perfección de Dios y la degradación de lo creado después del pecado del primer hombre. Aunque el Pseudo-Dionisio, por influjo neoplatónico, parece defender el concepto de creación como emanación de Dios, mantiene, sin embargo, el protagonismo de la Trinidad en la obra creadora, y el papel central de Jesucristo en la misma. En la preescolástica, Anselmo defenderá la idea de un creador como «ser existente necesario» (sumo Bien, sumo Ser) y, en relación al cual, todo lo demás existente es contingente y relativo. Hugo de San Víctor destacará la creación como obra de la Trinidad, y contemplará la obra de salvación trinitaria, dividida en seis épocas, culminando en la encarnación del Verbo. Abelardo representa una doctrina optimista: la creación es óptima y este es el mejor de los posibles mundos creados. Dios hace siempre lo mejor y no puede hacer otra cosa sino lo que realmente sucede; y en este sentido, Dios no puede ni debe impedir el mal, porque de otra manera se impediría en esta creación, la mejor posible, el bien mayor. Importancia destacada merece el IV concilio de Letrán (DS 800), saliendo al paso de las herejías cátaras y albigenses, en el que se define la unidad del principio creador, pese a la diversidad de personas divinas que intervienen; la creación de la nada frente a la concepción de una materia preexistente; la temporalidad o principio del acto creador; la creación de todo lo existente: seres espirituales y materiales, y el origen de un mal causado por un acto moral, y no por algo de orden ontológico (materia o entidad mala). Después de este concilio, el magisterio no volverá a tratar ampliamente el tema hasta el Vaticano I. San Buenaventura trata de unir los tres momentos clave de la historia de la salvación: creaciónencarnación-redención. Todo ha salido de Dios y, en Cristo, volverá a él. Alberto Magno contempla al Creador como el «primer motor» de todo movimiento creado, cuya fuerza también conduce a todas las criaturas a su fin último, que es Dios mismo. La doctrina tomista18, en rica síntesis del agustinismo y del aristotelismo, señala a Dios como causa ejemplar, eficiente y final de la creación; se insiste en la libertad de Dios al crear, y en la «propia bondad» de Dios y la felicidad del hombre como fin de la creación; se señala que la creación puede ser conocida por la razón, pero no por la «sola razón»: no podremos saber si el mundo ha existido desde siempre. Podemos conocer a Dios a través de las criaturas y la contemplación de lo creado. Para santo Tomás, en clave cristiano-aristotélica, el creado es ens a se, acto puro, motor inmóvil, ser necesario; la criatura es ens ab alio, potencia, ser contingente.

El nominalismo posterior (Duns Escoto) separará al Creador del mundo creado y acentuará la lejanía de ese mismo Dios. Un fuerte movimiento místico posterior (Eckart) recobrará el movimiento dialéctico en cuanto se señala la diferencia de las criaturas con relación al Creador, pero al mismo tiempo su total dependencia y su íntima vinculación a él. En este mishío sentido, Nicolás de Cusa refuerza la idea agustiniana y tomista de la participación de las criaturas en Dios. La reforma protestante recupera la dimensión bíblica de la creación, en cuanto a la grandeza de Dios y la contingencia de la criatura, y la acentuación del cristocentrismo; pero cae en un cierto pesimismo de lo creado, particularmente como consecuencia del pecado, y en un voluntarismo o concepto negativo de la predestinación. Suárez desarrolla el concepto de creación desde un protagonismo de la razón humana: la razón puede llegar al concepto de creación de la nada; de lo contrario se debe admitir, absurdamente, la preexistencia de algún tipo de materialidad junto a Dios creador. En la época postridentina nace el tratado de De Deo creante et elevante, centrado en la definición dogmática, sin diálogo con la cultura de su tiempo, que comenzaba a caminar, en lo referente a nuestro tema, por derroteros idealistas (culminando en el panteísmo idealista de Hegel) y materialistas (culminando en el panteísmo materialista de Feuerbach y Marx). Al mismo tiempo se desarrolla el tratado de «teología natural», que sí desea dialogar con la ciencia de su tiempo, con un talante apologético contra la actitud escéptica, meramente teísta o atea, de su tiempo. El Vaticano 1 sale al paso de las teorías concordistas y semirracionalistas de Hermes y Gunter, recordando que Dios es el creador de todo, y sale también al paso de toda forma de panteísmo, matizando que Dios es real y esencialmente distinto del mundo (DS 3002). El fin de la creación es manifestar la perfección de Dios a través de los bienes impartidos a las criaturas: Dios crea para su gloria (DS 3025). Dios fue totalmente libre al crear (DS 3025). Se puede llegar a conocer la obra creadora a través de la razón (no de la sola razón), mediante la contemplación de esa misma obra creada (DS 3003). Entre los dos grandes concilios Vaticanos, se suscita la polémica sobre el origen del hombre y la compatibilidad o no del concepto de creación cristiana con las teorías evolucionista y poligenista. La polémica, a nivel teológico, se resuelve apelando a no renunciar al principio de creación para todo lo existente, y a una intervención personal de Dios en cada persona humana que viene a este mundo. El Vaticano II, rescatando la doctrina de la creación de una óptica meramente filosófica, psicologista o científica, refuerza la dimensión histórico-salvífica y cristocéntrica19 (teológica) de la creación, al afirmar que la función cósmica de Cristo no se circunscribe sólo al momento inicial de la creación, sino que continúa en el dinamismo de la historia hasta la consumación final o escatológica (GS 38). Por eso, el destino final de la primera creación era la nueva creación: la naturaleza estaba llamada a desembocar en la gracia (GS 39). Reconoce a lo creado una «relativa autonomía o secularidad» (GS 36), y subraya la dimensión de la persona humana como creativa y cooperadora con la obra de creación del Dios trino (GS 34). En el Catecismo de la Iglesia católica se presenta a Dios como creador (279-281); se subraya la importancia de la creación dentro de la obra de salvación querida por Dios (282-287) y cómo la creación estaba encaminada a la alianza y, en último término, a Cristo (288-289). Otros puntos doctrinales destacados son: la afirmación de la creación como obra de toda la Trinidad (290-292), la finalidad del mundo para la gloria de Dios (293-294), la creación de la nada (296-298), la creación de un mundo bueno y ordenado (299) y la trascendencia de Dios en relación a su obra; al mismo tiempo se destaca la providencia y cuidado de Dios respecto a su misma obra creacional

(300-308). Finalmente, Dios ha creado también a los seres angélicos (325-349) y a la persona humana a su imagen y semejanza (355-370), y él, el Creador, no es el autor ni el responsable del mal (309-314; 385-412). 3. RECAPITULACIÓN O SÍNTESIS. Llegados a este punto, no se puede ocultar la dificultad de hacer una síntesis de los datos bíblicos, de la tradición y de los dogmáticos en torno al misterio de la creación. Los principios básicos que se han repetido, a lo largo de la tradición y del magisterio, hacen referencia principalmente a la distinción Creador-criatura; creación en el tiempo; libertad de Dios en la creación y en el fin asignado a esta; bondad de todo lo creado; creación de la nada; creación continuada, en cuanto el Creador es providente y padre; creación como obra de la Trinidad; puesto relevante de la persona humana en la creación; creación, finalmente, que en Cristo encuentra su sentido definitivo y en él será llevada a su culminación. Así ora bellamente la Iglesia en la plegaria eucarística I: «Por Cristo, Señor nuestro. Por él sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros». Pero el misterio de la creación no se agota en su visión clásica. Desde la óptica teológica contemporánea, se tienen que seguir desarrollando y profundizando aún más algunos retos nuevos, que inciden principalmente en los planteamientos propiamente catequéticos y pastorales: contemplar la creación en perspectiva bíblica, histórica, cristocéntrica y trinitaria 20; la concepción unitaria de la persona humana en la riqueza de sus dimensiones 21; el misterio del mal en todos sus aspectos22; el sentido cristiano de la ecología cósmica y moral 23; el sentido del trabajo creativo de la persona y de la liberación integral 24; la realidad de los ángeles y los demonios25; la posibilidad de vida en otros planetas 26; y, finalmente, el reto que supone la nueva gnosis (New age) que, al no creer en un Dios personal y monoteísta, concibe el cosmos como eterno y divino27. Todo un reto y una provocación.

II. Claves catequéticas A la hora de desarrollar el tema catequético sobre Dios creador y su creación, debemos caminar en direcciones referidas al mensaje revelado. A saber: 1) la realidad revelada en su originalidad y en lo que afecta a la vida cristiana; 2) las tareas propias de toda catequesis en el tema de Dios creador y la creación; 3) algunas orientaciones de la pedagogía de Dios en función de esta catequesis, y, finalmente, 4) 'el desarrollo de esta realidad revelada en función de las edades, tema que, por su amplitud, trataremos en el apartado III. 1. ORIGINALIDAD REVELADA E IMPLICACIONES EN LA VIDA CRISTIANA. Como se ha podido comprobar en los contenidos teológicos, el hecho de la creación no es un dato más, irrelevante, y añadido a la revelación misma. Difícilmente se entenderá la novedad de la religión revelada judeocristiana, sin el dato específico de la creación. Más aún, difícilmente, sin la creación, se comprenderá la imagen misma de Dios, el sentido del hombre y del cosmos. No es de extrañar que el Catecismo de la Iglesia católica subraye la importancia que encierra el tema de la creación a la hora de responder a preguntas tan básicas como: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? Porque las dos cuestiones, la del principio y la del fin, están íntimamente unidas (CCE 282). ¿Cómo afecta, en resumen, la doctrina y realidad de la creación a los misterios existenciales y cristianos? a) Sin el dato creacional no se puede llegar a captar la verdadera imagen de Dios mismo: desde la creación, Dios se nos revela como Ser personal y trinitario, trascendente y diferente a todo lo creado, aunque envolviendo y dándole sentido a todo. Presente en la creación y, al mismo

tiempo, trascendiéndola. Un Dios lleno de amor y ternura gratuitas. Un Dios de la historia de la salvación. La creación ha sido obra de la Trinidad y el mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Todo ha sido creado «con sabiduría y amor» (Plegaria eucarística IV). b) Sin el dato creacional no se puede entender la verdadera imagen y sentido del mundo: las ciencias solas no pueden explicar todos los enigmas del mundo en que vivimos. Es necesaria una lectura simbólico-religiosa y, sobre todo, revelada y cristiana. A la luz de la creación, descubrimos que el mundo no es eterno ni un inevitable retorno cíclico, sino creatura de Dios. Dios creó el mundo de la nada y está llamado a consumarse y alcanzar su plenitud. El mundo está orientado hacia una meta concreta: la cristificación, es decir, a alcanzar la plenitud de su unidad bajo la influencia de Cristo, su cabeza (Ef 1,10). Un mundo creado que debe «perfeccionarse», en la historia, según el plan de Dios. Por eso, el hombre mismo, y su mundo, son una mezcla de «dado» y de «proyecto por hacerse». «Nunca hay nada logrado para el hombre» (V. Ayel). c) Sin el dato creacional no puede entenderse la verdadera identidad y sentido del hombre, de la humanidad, y de su puesto en el cosmos: Dios creador ha hecho al hombre como su administrador y su lugarteniente. El hombre es persona, imagen y semejanza de las Personas divinas; rico en dimensiones plurales; creado para recrear la creación; responsable ante su Señor de todos sus proyectos históricos, personales y comunitarios. El hombre es libertad creadora y, al mismo tiempo, ámbito de riesgo y conflictividad permanentes. d) Sin el tema de la creación no puede entenderse el porqué de la misión del hombre en el mundo: el mundo es para el hombre; él tiene la responsabilidad de mejorarlo. Es cierto que el Creador ha hecho al hombre recreados, pero este puede huir de su cometido, renunciar a su responsabilidad o, lo que es peor, destruir lo creado. Es preciso insistir en la dimensión de la responsabilidad personal y comunitaria y en el sentido de la providencia como sinergia o unión de fuerzas conjuntas, desde diversos planos, entre Dios creador y su criatura, en la dinamicidad de la historia. Lo dice el himno litúrgico: «Y estáis de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por las cosas». e) Sin el tema de la creación no podemos comprender el sentido de la historia misma de salvación: creación y alianza están estrechamente unidas, dándose sentido, lo mismo que alianza y nueva creación en Cristo. La creación es el primer paso hacia la alianza. Y la alianza, un paso más hacia la definitiva y nueva alianza. Protología, cristología y escatología se unen en inseparable bloque revelado. En los enunciados doctrinales y catequéticos anteriores se encierra la profunda originalidad de la creación, afectando a lo sustancial de la revelación misma. 2. TAREAS DE LA CATEQUESIS SOBRE LA CREACIÓN. a) Conocer el misterio de la creación. Sin repetir lo expuesto en la parte propiamente teológica, desde el punto de vista catequéticodoctrinal, debiéramos insistir en los siguientes puntos cruciales sobre Dios creador y su creación, tomando como referencia el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 282-324): 1) La creación es un comienzo que está orientado a la plenitud. Es el primer acto histórico de la revelación de Dios y de la misma historia de salvación. 2) Dios hizo la creación por pura gratuidad y en total libertad. La creación es obra de toda la Trinidad. El sentido profundo de la creación es la gloria de Dios. Dios crea todo «con sabiduría y amor» y «de la nada». 3) La creación remite a un orden y una bondad inherentes. El misterio del mal es obra del maligno y de la criatura que abusa de su libertad y bondad originarias. 4) La creación no fue sólo algo puntual. Dios sigue creando y manteniendo lo creado con su providencia amorosa, y todo lo creado goza de una relativa autonomía con relación a su Creador. 5) La persona humana, llamada a su plenitud en Jesucristo, es el centro y la corona

de todo lo creado. Siendo Dios la garantía y fundamento de su dignidad radical, el hombre es el responsable principal de que la creación cumpla el plan asignado por el Creador y llegue a la plenitud que el Dios Trinidad le tiene reservada. 6) Aun siendo la creación —el acto de crear– un misterio revelado, el hombre, con su inteligencia, puede llegar a descubrir y admirar el efecto de la creación: el cosmos, la naturaleza, la humanidad. Ciencia y fe no son incompatibles. b) Aprender a orar y celebrar la fe. Debemos educar para contemplar y admirar lo creado, desarrollando en la persona la dimensión estética y de belleza y, en consecuencia, el sentimiento religioso que provocan la hermosura, la grandeza y el misterio de lo contemplado. En este mismo sentido, deberíamos educar para alabar al Creador y manifestarle nuestro agradecimiento por habernos regalado, con amor paterno, la gran casa o templo que es la creación misma: «Bendice, alma mía, al Señor. ¡Dios mío, qué grande eres!... Despliegas los cielos lo mismo que una tienda... Afincaste la tierra sobre sus cimientos... La cubriste del océano como de un vestido» (Sal 104, 1-6). «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor... El hizo los cielos con sabiduría... El afirmó la tierra sobre las aguas...» (Sal 136,1-9; cf Salmos 8, 33, 148). Cuando se educa en clave de contemplación, de revalorización del misterio y de alabanza y acción de gracias, estamos sensibilizando, al mismo tiempo, para descubrir y vivir la celebración litúrgica y el culto. Todo, entonces, se puede convertir en sacramento y mediación simbólica: el agua, el pan, el vino, el aceite, el camino, el firmamento, la luz..., que son elementos para la celebración, etc. Y todo se descubre con sentido armónico: el universo es mundo ordenado o cosmos creado, no un conjunto de elementos del azar o la casualidad. c) Ejercitar las actitudes morales evangélicas. Ya hemos subrayado más arriba cómo la creación es, al mismo tiempo, don y tarea. Dios nos ha regalado lo creado, pero nos pide que perfeccionemos su obra. El mundo no es tarea concluida. Ese perfeccionamiento del mundo pide un respeto y un talante constructivo. No tiene sentido el abuso de las criaturas de Dios. Hoy hablamos, con razón, de un discernimiento y obrar ecológicos. Las criaturas, aunque no son divinas, reflejan la belleza y grandeza del Creador. El mundo es nuestra casa (oikía, de donde viene ecología) y tenemos el deber ético de conservarla y de mejorarla. Pero, de modo especial, hemos de desarrollar esa ecología moral referente a nuestra tierra, que se traduce en términos de justicia: la tierra, y todo lo creado, es de todos; no es de unos pocos. Los latifundios, esas grandes propiedades de tierra sin cultivar, mientras millones de personas mueren materialmente de hambre, son una grave ofensa al Creador y a sus planes para con todos los hombres. d) Iniciar a la acción apostólica y misionera. La práctica de estas actitudes morales será el mejor camino para despertar o iniciar a la acción apostólica y misionera. La credibilidad y autenticidad de la fe del creyente en Jesucristo pasan por tener las mismas actitudes de Jesús hacia lo creado y hacia la humanidad. En resumen, se debe unir lo ecológico-natural con lo ecológico-moral, el respeto y transformación positiva de lo creado y de la humanidad misma. e) Iniciar a la vida comunitaria. (Esta tarea ha sido explicitada en el DGC 86). El pensamiento y la ciencia contemporánea han redescubierto la clave de fusión de todo lo creado: todo está en todo; y todo parte del todo. Se denomina visión holística de la realidad. Cada elemento creado no forma en sí mismo algo cerrado; unas cosas remiten a otras y las inferiores a las superiores o más perfectas. Se habla de ecosistemas, de impacto ambiental, de repercusiones universales de unos efectos en otros, etc. El Creador ha dispuesto que todo lo creado sea una interconexión profunda para crecer, subsistir y formar una armonía.

Lo que vemos reflejado en la naturaleza se repite en la humanidad: estamos hechos los unos para los otros (sinergismos). «Dios no creó al hombre solo: desde el principio los creó hombre y mujer (Gén 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas. Pues el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (GS 12). Todos somos responsables de todos. No podemos escapar a la pregunta que Dios mismo hizo a Caín en el libro del Génesis: «¿Dónde está tu hermano?». El Vaticano II nos recordó que esta unidad o comunitariedad querida por Dios puede romperse por el abuso de la libertad o la creación de estructuras de pecado (cf GS 13). A la luz del Nuevo Testamento (Rom 12,9-21; 1Cor 13,1-13; Gál 5,13-25; 6,1-10), descubrimos con mayor claridad y profundidad este mismo sentido comunitario o social: Dios nos ha querido salvar como pueblo; somos hijos de un mismo Padre; todos somos «hermanos e hijos en el Hijo»; el reino es don y tarea comunitaria para toda la humanidad, pero especialmente para los convocados como Iglesia. Estas claves catequéticas, relacionadas con las tareas de toda catequesis, sirven de brújula a la hora de desarrollar el proceso catequético según las diversas edades evolutivas. 3. ALGUNAS ORIENTACIONES INSPIRADAS EN LA PEDAGOGÍA DE DIOS. «La catequesis, en cuanto comunicación de la revelación divina, se inspira radicalmente en la pedagogía de Dios tal y como se realiza en Cristo y en la Iglesia; toma de ella sus líneas constitutivas y, bajo la guía del Espíritu Santo, desarrolla una sabia síntesis de esa misma pedagogía, favoreciendo así una verdadera experiencia de fe y un encuentro filial con Dios» (DGC 143) 28. Con relación a la catequesis sobre Dios creador y sobre su creación, los catequistas deberán tener presentes, al menos, tres orientaciones de la pedagogía divina: a) La pedagogía divina como «pedagogía de los signos» o como paso de lo visible a lo invisible (misterio). Dios suscita en los hombres actitudes de búsqueda, se va dando a conocer poco a poco. Según las edades, las mentalidades y los contextos, el catequizando será llevado a descubrir cómo el Creador ha dejado su huella profunda y, a la vez, visible en su obra creada. Los hombres de culturas y religiones diversas, desde siempre, han sabido descubrir los signos del Creador en su obra. Ciertamente, sólo las religiones reveladas (judaísmo, cristianismo, islamismo), y de ellas, sólo el cristianismo en plenitud, han llegado a descubrir el sentido de la creación: es un regalo de Dios para los hombres y además, según el cristianismo, un regalo de la Trinidad a la segunda persona: el Hijo. b) La pedagogía divina como «condescendencia de Dios». Dios acompaña al hombre y a su pueblo en el descubrimiento de lo revelado. La creación es sólo el primer momento de una gran historia: la historia de salvación. Dios se va revelando por etapas. La creación es la primera de esas maravillosas páginas. Es como si Dios, para que la criatura humana pudiera asimilarlo mejor, quisiera desvelarse y manifestarse en su misterio y grandeza de forma progresiva. Esta forma de ser de Dios y de su pedagogía nos habla de una doble labor para los catequistas: 1) el continuo y necesario esfuerzo de adaptación y búsqueda de lenguajes apropiados y adecuados a las distintas condiciones del oyente (cf DGC 146); 2) todo ello, desde unos medios y unas actitudes aprendidas del Dios de la revelación29: a través de los libros de texto en que se expresa lo divino, y que son los acontecimientos de cada día y las obras mismas de la creación; sin prisas, sabiendo ejercer la humildad, el humor, el amor y la paciencia; con capacidad de escucha, admiración y sorpresa; con respeto hacia todo lo natural y viviente, pero sobre todo hacia lo humano. La sensibilidad de los profetas les llevó a aprender a releer, desde la presencia misteriosa de Dios y su plan de salvación, todo lo que es cotidiano y aparentemente natural y normal. Como catequistas, aprendemos a ser, en lenguaje de Pablo VI, «expertos en humanidad», para saber

después leer sus realidades con sensibilidad bíblica. La viña, por ejemplo, es símbolo del pueblo y de la fecundidad; el jardín, lo es de felicidad y abundancia; el monte es símbolo de la presencia de Dios y de lugar sagrado; el fuego, de purificación y manifestación de Dios; el agua simboliza limpieza y el nuevo nacimiento; el vino, evoca la alegria y el compartir, etc. A veces, esta sensibilidad simbólica muere por exceso de conocimiento racional y de sus especializaciones, y el conocimiento, cualquier conocimiento, se desvirtúa por el abuso de la información (Elliot). Aquí, de nuevo, debemos subrayar lo apuntado en el punto b) del apartado 2: orar y celebrar lo creado, alabando al Dios de la creación y expresando festivamente la belleza y la utilidad de sus obras. c) Pedagogía en clave transformadora y de acción. Dios va educando a su pueblo desde la historia, desde la acción. En la historia de la salvación, las palabras y los hechos van unidos y ambos son revelación. Desde esta pedagogía divina pudiéramos afirmar que toda catequesis parte de la vida, para volver a la vida, transformándola. Esto sucede también, y sobre todo, en la catequesis de Dios creador y su creación. A la hora de valorar los contenidos y pedagogía utilizados, el test de autenticidad deberá caminar por estas líneas maestras30: la catequesis ofrece una imagen correcta del Dios creador y revelador si evita el dualismo Dios-mundo; si es realista el análisis de la realidad cósmica y humana; si aparece claro el poder del Creador depositado en la criatura humana como capacidad de construir –o de destruir– según su libertad personal; si se explicitan las tareas pendientes de la creación para mejorarla, en el orden personal, comunitario y cósmico. La gran lección de Dios como creador es la implicación de él mismo en su obra: desde la primera creación a la nueva creación en Jesucristo, pasando por la elección y acompañamiento de su pueblo.

III. Desarrollo en función de las edades El misterio de Dios creador y de la creación ha de estar presente a lo largo de todo el proceso catequético de los creyentes, pero debe matizarse en sus objetivos, contenidos y metodología, según los intereses profundos de cada una de las edades y del contexto sociocultural de los participantes. Siguiendo el DGC 171 («es pedagógicamente eficaz hacer referencia a la catequesis de adultos y, a su luz, orientar la catequesis de las otras etapas de la vida»), comenzamos por la edad adulta. 1. EN LA ETAPA ADULTA (30-65 AÑOS). En lo referente a la maduración psicológica, esta etapa, globalmente, asume con mayor profundidad las responsabilidades tomadas, y suele cuidar activamente del bien de los más cercanos y de la mejora del mundo en que vive. Este ambiente responsable suele provocar las grandes cuestiones del sentido de la vida. En cuanto a la maduración cristiana, el período entre los 30 y los 49 años es hoy tiempo de ausencia de la práctica religiosa por un cierto sentido de autosuficiencia. Muchos no rechazan la fe, pero impiden que influya en sus decisiones personales; de aquí que vivan en la indiferencia religiosa. Las personas del período entre los 50 y los 65 años, educadas en otra época, tienden a experimentar las grandes preguntas del sentido de la existencia en un cierto resurgir religioso, y suelen recuperar la práctica religiosa y hasta su participación activa en la pastoral. Sobre todo la mujer. Las pistas metodológicas para la catequesis de Dios creador y la oración son: a) Una gran parte de las personas del período 30-49 años –casi todas bautizadas– o no fueron debidamente catequizadas, al menos de jóvenes, o se alejaron de la Iglesia. Ahora se necesita una nueva evangelización para adherirse a la persona de Cristo poniendo su confianza —su fe— en él

(cf DGC 172 y 62). Es decir, necesitan una catequesis kerigmática o precatequesis (de llamada a la conversión a Cristo) (cf DGC 58c), pues se les puede considerar como cuasi-catecúmenos (DGC 172). Su indiferencia religiosa a veces es conmovida por algún acontecimiento especial (cierto interés por bautizar a un hijo, o su preparación para la primera eucaristía; el impacto por la muerte de algún ser muy querido...) y se ponen en actitud de búsqueda religiosa. Esta catequesis kerigmática puede llevar a buen puerto esa búsqueda de Dios. Esta catequesis tratará de sintonizar con la experiencia humano-religiosa de esta búsqueda de Dios, pero su contenido (kerigma) no será directamente la persona de Jesús; anunciará la existencia del Dios vivo, que ha creado el mundo (cf He 14,15) y a los hombres, que habla con estos (revelación), que actúa en su historia... Sólo si se acoge a este Dios creador del mundo —en general— será posible la conversión cristiana a su enviado Jesucristo y su proyecto salvador. Importa más dirigir la atención de los interesados al Dios de la creación que a la creación de Dios. Para favorecer la credibilidad de la fe en Dios creador, se podrá salir respetuosamente al paso de las dificultades sobre el mal, con algunas de las reflexiones que se proponen más abajo. La catequesis sobre Dios creador suele ser más fácil con las personas de 50 a 65 años. El sentido religioso de su vida es más habitual y suele evocar las grandes preguntas sobre el origen y el fin de la vida, y el sentido mismo de la vida terrena, no como problemas abstractos o teóricos que les atormenten, sino para obtener respuestas más cristianamente adultas y realistas, que unan doctrina y vida. Pero antes de pasar a la catequesis de adultos propiamente dicha, se dedicarán algunas sesiones a la catequesis kerigmática o precatequesis, para asegurar la conversión religiosa al Dios vivo, creador de todo y Padre de Jesús, el Cristo salvador. b) Es propio para esta edad —segunda pista catequética— descubrir con mayor lucidez la oración como fuente de gracia para cumplir los deberes éticos. Cada persona asume la responsabilidad de realizar el mandato de ser y de vivir como imagen de Dios, pero con la ayuda que el Espíritu concede y cada persona recaba en mayor abundancia con la oración personal y comunitaria. Estas responsabilidades éticas se resumen en vivir en comunión con el cosmos y, en concreto, con nuestra Tierra, respetándola y desarrollándola; con las personas, en particular, en la relación hombre-mujer, para afianzarla, y con Dios mismo, para alabarlo y darle gracias, como fuente de toda realidad amorosamente creada. c) Una tercera pista: el mensaje de la creación se ha de ofrecer en esta edad en su integridad intensiva (cf DGC 111), es decir, completo, pero sencillo o sustancial, pues con frecuencia se trata de personas con pocos estudios académicos y religiosos. Cuando hay personas más cultivadas, el mensaje de la creación podrá exponerse progresivamente en su integridad extensiva. En concreto, en la medida de lo posible, convendrá presentarlo, en primer término, en una línea ascendente, a partir de los datos más palpables de la ciencia y de la Sagrada Escritura y, en segundo término, en una línea descendente, a partir de alguna reflexión teológica, con un mayor grado de abstracción, que complete el mensaje. Es decir: 1) Habrá que comenzar por datos concretos que ofrecen las ciencias de la naturaleza, en concreto la astrofísica y las teorías de la génesis del universo: de las galaxias, del sistema solar, de la vida, del propio hombre. 2) Vendrán luego las preguntas que nacen de esas realidades admirables, pero llenas de misterio: ¿de dónde viene el cosmos? ¿De dónde surge la vida? El universo y la tierra, ¿qué significan para nosotros? ¿Hacia dónde caminamos? La ciencia no ofrece respuestas respecto al sentido último de las cosas y de las personas. 3) Cabe acudir a filosofías abiertas a la trascendencia, abundando en pensamientos asequibles. Pero es el sentido religioso, en concreto la fe cristiana, la que responde a estas preguntas insoslayables, y lo hace a la luz de la historia de la salvación narrada en la Biblia: el Israel creyente descubre a Dios como creador a través de su experiencia de Dios como salvador; llega a la fe en Dios creador y Señor de la naturaleza (cosmos), después de reconocerlo como origen y Señor de su historia: quien salva al pueblo por amor es el que crea el universo por amor (Gén lss). Y lo descubre como creador desde el «caos, el vacío, las tinieblas», es decir, «de la

nada» (2Mac 7,28-29). 4) Dios crea la tierra para el ser humano y se la da como regalo (Gén 1,29), pero también como tarea en la que colaborar para perfeccionarla (Gén 1,28), y, además, como objeto de alabanza y acción de gracias al Creador (Sal 41,1ss.; 94,1-7; 103,1ss; 135,1-9; 148 y 150). 5) En este mundo, proyectado por Dios como bueno e íntimamente ligado al hombre, irrumpe el pecado de este y con él el desequilibrio y la destrucción del proyecto divino. Pero el Creador, por iniciativa libre de su amor, reajusta su proyecto y recrea al hombre «en Cristo», su Hijo encarnado, muerto y resucitado, y renueva toda la creación. La «nueva creación», para «los hombres nuevos», quedará inaugurada con la resurrección de Jesús, el Hombre nuevo. Para la Escritura y la Tradición cristiana, Cristo está hoy en el corazón del mundo (Ef 1,21-22; Col 1,20) para reunir y reconciliar todas las cosas; y su presencia regeneradora alcanza, llega, hasta el principio de las cosas (Ap 1,8-17 y Col 1,16-17). 6) Pero la creación y la recreación en Cristo –es decir, el misterio total de la creación– tiene su origen no sólo en el Padre y en Cristo: es obra de toda la Trinidad. Esta dimensión trinitaria completaría, en línea ascendente, el misterio de la creación 31. En esta línea se da preferencia a la narrativa (narratio), que es tan propia de la catequesis patrística. Sería luminoso –como última orientación pedagógica y en la medida de lo posible– relacionar el mensaje de la creación con el mensaje final de la historia, en que la creación llegará a su plenitud o consumación final. Dios crea el mundo y, en él, las personas humanas, «con sabiduría y amor». Bajo el dominio del pecado, las personas se degradan y la creación está sometida a la frustración (Gén 3,17-19; Rom 8,20); la creación gime con el hombre y, desde sus entrañas, anhela ser liberada juntamente con el ser humano (cf Rom 8,19-23). El Mesías resucitado inaugura la «nueva creación», cuyo centro es él, transido del Espíritu «dador de vida», que transforma los corazones, siembra el mundo de fraternidad y lo hace más habitable para toda persona. Ya se ven las señales del Reino entre nosotros y renace en todos el compromiso transformador para el presente y la esperanza para el futuro: los que creen en el Señor Jesús y practican el amor fraterno seguirán viviendo resucitados en la familia de Dios trinitario, y el mundo quedará transformado; la felicidad tan anhelada por la humanidad será colmada en «el cielo nuevo y en la nueva tierra» (Ap 21,1) de Dios, «donde habita la justicia y donde la alegría saciará las ansias de paz que brotan del corazón humano» (GS 39). ¡Nadie imaginamos «lo que Dios tiene preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9)32. 2. EN LA ETAPA DE LA INFANCIA (0-5 AÑOS) Y DE LA NIÑEZ (6-11 AÑOS). a) La maduración humana y religiosa de los niños pequeños (0-5 años) está muy condicionada por la familia. La identidad de estos niños como personas y como creyentes está muy influenciada por la calidad humana y cristiana del clima familiar. Hay padres religiosamente despreocupados de la educación religiosa de sus hijos, pero hay otros dispuestos a prepararse para comunicarles su experiencia de fe. La tarea educativa fundamental de la familia cristiana en estos años es promover el despertar religioso de sus hijos, la primera experiencia cristiana de Dios como Padre y de Jesús, como amigo y hermano (DGC 226). Este despertar religioso se suscita fundamentalmente por el testimonio vivo de los padres, y en especial de la madre, mediante la expresión de sentimientos de admiración y manifestaciones espontáneas de piedad y de fe. Una catequesis familiar sobre Dios creador y las cosas de la naturaleza, ¿podrá suscitar este despertar religioso? Podrá ayudar mucho. Los ojos abiertos de un niño, su concentración intensiva y sucesiva en algunas cosas y sus gestos y palabras breves para que su madre u otros miren lo que él ve entusiasmado, son signo de su capacidad de contemplación y de admiración ante la belleza de unas flores, una planta, una piedra, un árbol con hojas y frutos..., ante el sol poniéndose o saliendo, la luna, las estrellas..., ante un perro, un gato, una mariposa... Para el niño estas realidades son signo de algo que está en ellas pero que las desborda; en concreto, son un signo de Dios cariñosamente presente en esas realidades y más allá de ellas. La madre, especialmente, ayudará al niño a discernir, como por intuición, la presencia misteriosa de Dios mediante estas realidades visibles y bellas.

Tres pasos se precisan para que el niño descubra, en una fe muy incipiente pero real, a Dios presente en la creación: 1) favorecer la contemplación de estas realidades-signo y acompañarle en esa contemplación; 2) expresar delicadamente ante el niño sentimientos de admiración y... preguntar: «¿quién habrá hecho todo esto?»; 3) dar nombre al Autor de forma cariñosa: «¡Es Dios. Esto lo ha hecho para ti... porque te quiere mucho... Es tu papá del Cielo...! ¡Dios mío, qué grande eres!». En otros momentos se puede sugerir el respeto y el cuidado que hay que tener con las cosas que Dios nos ha dado en la naturaleza, que él ha creado para nosotros 33. Este es un camino seguro para el despertar religioso infantil. b) La catequesis de la creación en el período de 6-11 años. El niño, a medida que crece y es más consciente del mundo en que vive, se pregunta cada vez más interesadamente por las maravillas que lo envuelven. En la primera niñez adulta (6-9 años) no sólo se interesa por quién ha hecho estas cosas hermosas, sino también cómo es ese Dios. Conviene seguir recorriendo los tres momentos metodológicos, con alguna variante: 1) conducir al niño de lo contemplado al Creador, en actitud de oración agradecida; 2) ayudarle a ver que lo creado nos lleva a descubrir las cualidades –los atributos– de Dios mismo; 3) seguir comunicándose con él –orando– según el atributo descubierto: grandeza, poder, bondad, belleza, comprensión... a la luz del evangelio. En la segunda niñez adulta (10-11 años) el niño es menos contemplativo y más activo; tiene gran deseo de saber y de hacer cosas. En lo religioso, el niño (varón) acepta que Dios tiene los atributos indicados, pero su relación afectiva con él disminuye; para él es el Señor del universo. La niña, en cambio, sigue con su buena relación afectiva con Dios, viendo en él al Dios creador y padre. Es importante, en toda la niñez adulta, suscitar los valores morales del respeto hacia las cosas de la naturaleza y de la responsabilidad de cuidarlas como creadas por Dios para todos. Así los niños comprenderán que las exigencias de la ecología, en vez de ser ajenas a las preocupaciones cristianas, nacen precisamente como consecuencia del mensaje cristiano de la creación. Asimismo convendrá explicar correctamente el sentido de la providencia de Dios, como expresión de que Dios no se desentiende del mundo creado, sino que lo sigue conservando y cuidando amorosamente. Una forma amorosa de la providencia que Dios practica habitualmente es la de cuidar de las cosas creadas y de nosotros por medio de nosotros mismos, como corresponsables con él de la creación. Cuando nos preocupamos de la naturaleza o de las personas, hacemos más palpable la providencia paternal de Dios, lo hacemos más presente a él mismo entre nosotros como creador y padre. 3. EN LA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA (12-18 AÑOS). a) El período de la primera adolescencia (1214 años), la preadolescencia. Si en este período interesa hablar también de la providencia, es más necesario abordarla desde las dificultades que emergen contra ella: la desarmonía visible y la presencia de los sufrimientos en el mundo, abordando el sentido profundo del mal, sin caer en dualismos y sin culpar de él al Creador. He aquí algunas pistas para lograr este objetivo. Es una creación «inacabada», necesitada de perfección. Dios la ha puesto en nuestras manos y es responsabilidad nuestra mejorarla. Con frecuencia no somos conscientes de nuestros errores y pecados de omisión que deterioran la naturaleza y a las personas: vivimos demasiado desentendidos de la responsabilidad que tenemos en lo que acontece en la naturaleza y con las personas. Otras muchas veces actuamos egocéntricamente, destruyendo las cosas creadas y tratando mal a las personas. Son faltas éticas y pecaminosas. Es el mal moral. Todo este mal moral —irresponsabilidades— de cada persona va tejiendo una red de males, que se denomina mal estructural o estructuras de pecado, que, como verdaderos entramados de males y de incitación a obrar mal, presionan y tientan a las personas a continuar la espiral del mal. Son tantas las formas

del mal acumuladas en la historia de la humanidad, que nos remiten también al misterio del Maligno (lJn 2,12-14), del diablo «padre de la mentira» (Jn 8,44), del «seductor» (Ap 20,8). Existen también otras acciones de la naturaleza, en sí destructivas y perjudiciales (el mal físico: terremotos, ciclones, enfermedades...), propias de un mundo en evolución. Pero Dios nos ha dado la inteligencia, el corazón y la voluntad para que esos males físicos desencadenen las fuerzas positivas de la prevención y la solidaridad. En todo caso, el mal, globalmente considerado, seguirá siendo un misterio. Después de luchar contra él todo cuanto podamos con la ayuda de Dios, creador y padre, al fin habremos de poner nuestra confianza en él, como Padre común, y fiarnos de que «todo se transforma en bien para quienes le amamos» (CCE 323-324) y aun para todos. Dios se revela en el fracaso; también este – quién lo diría–es lugar de revelación del Dios de Jesús. b) En el período de la adolescencia (15-18 años). Teniendo como trasfondo los rasgos humanos y religiosos de los adolescentes, expuestos en otros lugares de esta obra, muchos se encuentran humanamente desencantados e insatisfechos ante el futuro laboral, y religiosamente alejados de la Iglesia y con una fe llena de interrogantes. Buscan el sentido de su vida y un ser trascendente que los consuele y dé confianza. Paradójicamente, bastantes sienten la inquietud de la solidaridad y se abren a una cierta experiencia religiosa existencial, es decir, no institucional. En estas coordenadas, Dios, en cuanto creador, permanece oculto o se manifiesta muy velado. Centrado todo él en sí mismo, el adolescente ha perdido la seguridad y la capacidad para contemplar la positividad y la armonía del mundo. Le va bien la acción, la transformación de las cosas, el poder humano para sentirse uno mismo; pero en su interior da vueltas al drama y al problema del mal, del sufrimiento, de las gentes, de la desarmonía del mundo: las catástrofes naturales, los problemas sociales, el sufrimiento humano en sus varias dimensiones: físico, psíquico, moral, etc. Con frecuencia toda esta problemática del mal les lleva a dudar de que todo lo creado (el cosmos, nuestra tierra y la humanidad) tenga un sentido positivo. Sobre todo, les lleva a poner en cuarentena que un Dios creador, familia trinitaria que actúa por amor, esté detrás de todo aquello que ellos perciben con tanto dramatismo y negatividad. Dado que una buena parte de adolescentes están en época de prepararse a la confirmación y, por su situación religiosa, necesitan un primer tiempo de catequesis kerigmática, de llamada a la conversión a Jesús, el Señor, vendrá bien una reflexión apologética sobre Dios creador y padre: – En ella se les ayudará a descubrir la compatibilidad del mensaje cristiano de la creación, con los nuevos datos de la ciencia, particularmente con la cosmovisión científica de las teorías unitarias del universo (en lo macrocósmico y en lo microcósmico) y las teorías evolucionistas de las especies animales, incluido el mismo hombre. Todo ello sin dualismos, ni monismos, desde la genuina visión unitaria del misterio cristiano de la creación. – Esto supone que en la reflexión se recordará la naturaleza de los géneros literarios en que están escritos los primeros capítulos del Génesis, claves para nuestro mensaje de la creación. ¡Ojalá en la parroquia se pudieran proporcionar algunas sesiones de estudio de interpretación de la Biblia, según posibilidades! Se ejercitaría a los participantes a releerla, no sólo en clave de exegética histórico-crítica, sino sobre todo en clave sapiencial, de experiencia religiosa cristiana, con incidencia en la vida personal y social. Este estudio serviría para hacer la nueva lectura de la palabra de Dios en función del resto del catecumenado preconfirmatorio. – En estas reflexiones irán surgiendo las pistas que arriba se indicaron para dar algunas explicaciones razonables sobre el problema del mal que vela el rostro paternal del Creador. Pero se podría reflexionar de una manera más profunda y actual. Todo cuanto crea Dios es

necesariamente limitado. Y en un mundo creado –que no es Dios– que tiene los límites de toda criatura, es inevitable que haya males, males físicos y males morales. En efecto, un mundo inacabado y en evolución no puede realizarse sin choques y catástrofes; una vida limitada no puede escapar al conflicto, al dolor y a la muerte; una libertad humana finita no puede evitar siempre, por sí misma, la limitación del fallo moral, el pecado, cuyos efectos hacen sufrir a los demás. Y este clima moral se enrarece más cuando las personas vamos tejiendo con nuestros desatinos morales –pecados– esa red de males que llamamos estructuras de pecado, que nos incitan a obrar el mal. Pero las personas contamos con Dios que está a nuestro lado: 1) para evitar nuestros propios pecados, aunque fallemos de vez en cuando; 2) para luchar contra los males físicos y contra las consecuencias malas de nuestros fallos morales. Por tanto, Dios creador tiene corazón de padre y se solidariza con nosotros, hasta soportar la muerte de su Hijo; es «el gran amigo que sufre con nosotros y nos comprende» y nos ayuda a soportar los males. Más aún, nos llama a colaborar con él en esta lucha contra los males con solidaridad fraterna 34. – En la reflexión global de llamada a la conversión (catequesis kerigmática) aparecerá que la creación es el primer eslabón de la historia de la salvación, en que Dios particularmente se ha puesto en diálogo con nosotros, sus hijos, y se ha unido a noso. tros con una alianza de amor familiar. Aparecerá el sentido solidario que las personas tenemos en nuestro mundo respecto de Dios Padre y de los demás, y hacia dónde caminamos en nuestra historia personal y colectiva. Habiendo luchado a su lado contra el mal y construido aquí algo de su reino de fraternidad, Dios nos asegura el reino definitivo y fraterno allí, cuando los límites de este mundo hayan quedado superados por la muerte. 4. EN LA ETAPA DE LA JUVENTUD (19-29 AÑOS). En este período se busca un equilibrio psicológico entre la intimidad amorosa con otra persona y la tendencia al aislamiento. Pasa al primer plano hacer un proyecto de vida, que se realiza mediante el trabajo, el amor, y una primera apertura a las relaciones sociales entre pocas personas. En la maduración cristiana (19-29 años) se puede decir lo que se dijo más arriba sobre el período de la adultez joven: es un tiempo de alejamiento de las instituciones; por tanto, también de la Iglesia. La autoridad institucional les repele, porque no les gusta sentirse como niños conducidos y obedientes a las prácticas ordenadas desde arriba. En general, viven un vacío religioso en un tiempo en que necesitarían una buena experiencia de fe para culminar y consolidar sus propias opciones vitales (concepción de la vida) y las realidades del trabajo y del amor, en que van realizándose como personas. Cuando estos jóvenes experimentan alguna inquietud religiosa, la orientación de la acción catequética para ellos es la misma que quedó indicada más arriba para la primera edad adulta (3049 años), incluyendo cómo abordar la catequesis de la creación. Completamos lo allí dicho añadiendo que el tono de esta catequesis sobre la creación tenderá a ser un tanto apologético, que no es lo mismo que racionalista, pero sí de carácter discursivo. Habrá que equilibrar esta dimensión conceptual con una relación interpersonal muy cordial por parte del animadorcatequista, y destacando la condescendencia cariñosa de Dios al darnos la vida y al ponerse en diálogo con nosotros, introduciéndonos en el círculo de su propia familia. Esto se manifestará más palpablemente si en la sesión se introduce algún momento de oración en comunicación directa con Dios creador y padre. Aquí es fundamental el clima familiar que cree el animador-catequista. 5. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 AÑOS EN ADELANTE). Las personas mayores pueden llegar a esta etapa, desde el punto de vista religioso, o «con una fe sólida y rica» (DGC 187), o «con una fe más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana» (DGC 187), o «con profundas heridas en el

alma y en el cuerpo» (DGC 187), añorando sentirse acogidas y queridas con una ternura no experimentada hace muchos años. a) Esta catequesis debe ofrecerse a las personas mayores en cualquier situación religiosa en que se encuentren, y en los lugares en que se suele llevar a cabo una catequesis sistemática, que complete la iniciación cristiana que quizá nunca se logró. La tónica cristiana de toda catequesis con los mayores es el clima de esperanza (cf DGC 187), tanto en lo que les resta de vida –hoy esta puede prolongarse bastante, incluso con cierta calidad– como por la certeza de ser acogidos en el encuentro definitivo con Dios. b) La catequesis sobre Dios creador y padre, y sobre la creación en clave de esperanza, podría realizarse incluyéndola como primer eslabón de la historia de la salvación. La narración de la historia salvífica —pasajes más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento— se presta a hacer una especie de síntesis del mensaje cristiano, a recordar el amor de Dios al hacer la maravilla del cosmos y la casa de la tierra para sus hijos, pero una casa que todos hemos de completar y mejorar con la ayuda paternal de Dios; a contemplar el amor entrañable de Dios para con nosotros, hijos e hijas suyos; a recordar la cercanía de Jesús, Hijo de Dios, a nuestra humanidad, para regenerarnos y salvarnos, ayudándonos a vivir como hijos del Padre y hermanos suyos; a descubrir la acción del Espíritu del Padre y de Jesús a lo largo de esta historia de la salvación que llega hasta nuestros días y nos afecta a nosotros. Pero una narración que lleve a realizar oraciones y celebraciones comunitarias, y a mejorar la vida moral de los participantes. NOTAS: 1. La palabra misterio en nuestro contexto teológico viene a significar lo definido por Pablo VI: «Una realidad íntimamente penetrada por la divina presencia y por ello es de tal naturaleza que admite siempre nuevas y más profundas 2 investigaciones» (cf Discurso de apertura de la segunda sesión del concilio Vaticano II [22.9.1963]: AAS 55, 1963, 848). — Esta afirmación implica, en un nivel profundo teológico, que todo estaba predestinado en Cristo, y que encarnación-redención son dos caras de la misma moneda, no dos realidades radicalmente distintas en dos momentos de la historia de salvación. Cf G. 3 COLZANI, Predestinación en L. PACOMIO, Diccionario teológico interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 153-158. — Cf R. BERZOSA MARTINEZ, Los postulados de una teología del sobrenatural en clave cristocéntrica, Burgense 29/2 (1988) 417-435; Del 4 problema del sobrenatural a su integración en la antropología cristiana, Burgense 34/1 (1993) 189-196. — Para una visión del misterio de la creación en la Biblia, remitimos a las voces: Creación, Relato de la creación, Dios creador, en BoGART P. M. Y OTROS, Diccionario enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, 366-372. — 5 Hoy los cuatro modelos de explicación del origen del universo son: 1) universo en expansión limitada (big-bang y contracción); 2) universo en expansión ilimitada (bigbang y universo abierto); 3) universo pulsante (no hay ni comienzo ni final, sino sucesión ilimitada de cosmos eternos), y 4) universo estacionario (eterno y cerrado). Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Teología de la creación, Sal Terrae, Santander 1986, 220-225; P. JULG, 6 Big-Bang y creación, Communio 10 (1988) 244-255. — J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 21-60. — 7 Es cierto que la literatura sapiencial tardía (Prov 3,19-21; 8,22; 29,13; Si 1,1-6; Sab 13,1-5), por influjo helenista, no sólo contempla el aspecto de la 8 relación creación-alianza, sino creación-contemplación de las maravillas de Dios. — Al parecer, el tema de la creación, en sus textos más primitivos, se encuentra en los profetas: Jer 32,17; 33,25-26; Is 43,16-19; Am 4,13; 5,8-9; 9,5-6. —9. Cf J. L. Ruiz DE LA 10 PEÑA, o.c., 31-50; G. RAVASI, Guía espiritual del Antiguo Testamento, Herder-Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid 1992. — Ocho obras diferentes distribuidas en dos relatos paralelos: los tres primeros días Dios separa y los otros tres ornamenta. Separar y ornamentar es un modo semítico para evocar la victoria sobre el caos y la nada y la irrupción del acto creador. El número 7 indica la belleza del cosmos: además de siete días, son siete las fórmulas litánicas creacionistas: 35 veces (7x5) se repite el nombre de Dios; cielo y tierra aparecen 21 veces (7x3). El primer versículo bíblico tiene 7 palabras y el segundo 14 (7x2); cf G. RAVASi, o.c., 33-42. — 11. El verbo bíblico bará literalmente no significa creación de la nada en sí mismo, pero la fuerza del mismo y su reserva al obrar de Dios lo dan a entender. El concepto de creado ex nihilo aparece en la Biblia tardíamente, en Mc 12 7,28. — Aquí hunden sus raíces las reflexiones sobre ecología y ecología moral cristiana (cf I. BRADLEY, Dios es verde: cristianismo y medioambiente, Sal Terrae, Santander 1993; J. MOLTMANN, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la 13 creación, Sígueme, Salamanca 1987). — Para complementar estas afirmaciones, cf J. RATZiNGER, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992. Y para una visión clásica y actual de la creación, explicada por la literatura judía, remitimos a: E. ROMERO, La 14 ley de la leyenda. Relatos de temas bíblicos en las fuentes hebreas, CSIC, Madrid 1989, 127-135. - Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 63-83. Otros pasajes interesantes serían en los sinópticos: Mt 11,25; Lc 11,50; Mc 7,14-20 y, en Juan, su Prólogo (1,1-14), que también manifiesta el cristocentrismo de la creación (cf A. GANOCzY, Doctrina de la creación, Herder, Barcelona 1986, 93-94). — 16 15. Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988, 21-26; 48-52; 61-81. — Cf R. MoURLON, El hombre en 17 el lenguaje bíblico, Verbo Divino, Estella 1984. — Remitimos a J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, o.c., 88-115; L. SCHEFFCzYX, Creación y providencia, en Historia de los dogmas II, Católica, Madrid 1974; Creación en H. FRIES, Conceptos fundamentales de la teología, Cristiandad, Madrid 1979, 272-280; A. GANOCZY, Creación en W. BEINERT, Diccionario de teología dogmática, Herder, Barcelona 1990, 150-152; Creación en G. BARBAGLIO-S. DIENICH, Nuevo diccionario de teología, Cristiandad, 18 Madrid 1982, 186-212; G. COLZANI, Creación en L. PACOMIO, o.c., 140-157. — Cf por ejemplo I, q.13; 19; 44; 46. —19 En relación al alcance del cristocentrismo, cf G. MOIOLI, Cristocentrismo, en G. BARBAGLIOS. DIENICH, o.c., 213-224; L. LADARIA, El 20 hombre a la luz de Cristo en el concilio Vaticano 11. Balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1990, 705-714. – Cf por 22 ejemplo J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Creación y gracia, Sal Terrae, Santander 1988. –21. Cf ID, Imagen de Dios, o.c.,. — Cf A. GESCHE,

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Dios para pensar. El mal-el hombre, Sígueme, Salamanca 1995. — Cf 1. BRADLEY, o.c. —24. Cf S. VERGES, Dios y el hombre. La creación, BAC, Madrid 1980; cf A. GESCHE, o.c., 251-268. Habla del hombre creado «creador», respecto al cosmos, a sí mismo y a 25 26 Dios. — Cf AA.VV., Angeli e demoni, Dehoniane, Bolonia 1991. — Cf G. GOZZELINO, Vocazione e destino delluomo in Cristo, 27 Ldc, Leumann-Turín 1985, 418s. — Cf R. BERZOSA, Nueva era y cristianismo. Entre el diálogo y la ruptura, BAC, Madrid 1995. 29 —28. Cf F. BARRENA, Pedagogía de la catequesis, SM, Madrid 1990. — Cf ib, 7-9. — 30. Puede ser útil leer J. R. GUERRERO, 31 Experiencia de Dios y catequesis, PPC, Madrid 1974, 201-235. — Cf CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para 32 adultos, Descleé de Brouwer, Bilbao 1993, 105-106.— - Cf CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo 33 para preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976. — Cf P. RANWEZ, ¿Educan los padres? El amanecer de la vida cristiana. Sugerencias, Sígueme, Salamanca 1968, 15-33. — 34. Cf A. TORRES QUEIRUGA, Un Dios para hoy, Sal Terrae, Santander 1997, 11-15. BIBL.: Además de la citada en notas: AA. V V., Pedagogía y didáctica de la formación religiosa. Grandes temas del misterio cristiano y su presentación catequgtica, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1969: La creación, 59-69; ALBERICH E: BINz A., Catequesis de los adultos. Elementos de metodología, CCS, Madrid 1994, 64-96; BERZOSA R., Como era en el principio, San Pablo, Madrid 1996; CENTRO NACIONAL SALESIANO DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe V-VII (14-18 años), CCS, Madrid 1995-1997; CHIco P., ¿A quién catequizamos?, Centro vocacional La Salle, Madrid 1995; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos, BAC, Madrid 1988, 95-152; ERIKSON E. H., Infancia y sociedad, Horme, Buenos Aires 1976, 222-257; GANNE P., La creación. Una dependencia para la libertad, Sal Terrae, Santander 1990; GUERRERO J. R., Experiencia de Dios y catequesis, PPC, Madrid 1974, 201-235; IBÁÑEZ J.-MENDOZA F., Dios creador y enaltecedor, Palabra, Madrid 1985; MONTERO J., Psicología y catequesis: 0-18 años, en Proyecto catequista 30-37 (1988) y 8-45 (1989); MORALES J., El misterio de la creación, Eunsa, Pamplona 1994; SATTLER D.-SCHNEIDER TH., Doctrina de la creación, en OTT L., Manual de teología dogmática, Herder, Barcelona 1986', 176-222; SESBOOE B. Y OTROS, Historia de los dogmas II: El hombre y su salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1996; ZUGAZAGA L., El despertar religioso, Actualidad catequética 173 (1997) 107-131.

Raúl Berzosa Martínez y Vicente Mª. Pedrosa Arés

CREATIVIDAD Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. La creatividad: una teoría pluridimensional: 1. El encuentro con el psicoanálisis; 2. Aportación de la gestalt y el asociacionismo; 3. Libertad y creatividad en la escuela humanista; 4. Enfoque funcional de la creatividad. II. Variables más significativas en el desarrollo de la creatividad: 1. La personalidad de rasgos creativos; 2. La cultura, factor estimulante de la creatividad; 3. La educación como ámbito de creatividad. III. La catequesis de signo creativo: 1. La fe es un acto creador; 2. El catequista está dotado del carisma de maestro; 3. Los momentos metodológicos de la catequesis creativa.

Cada momento histórico viene determinado por un contexto socio-cultural que lo motiva y urge. El momento que llamamos creatividad aparece como respuesta a la sociedad de posguerra, pero su repercusión es superior al primer impacto tecnológico; se hace cultural y educativo; y por extensión catequético. En medio de esta realidad universal afloran nuevos caminos en educación, nuevos métodos y nuevas leyes. Entre sus afirmaciones figuran la formación humana integral, la formación de hábitos de observación, imaginación, reflexión, así como el fomento de la iniciativa, la originalidad y la actitud creadora. En su entraña se albergan choques, a veces violentos, entre creencias y estructuras, con recelos y desconfianzas, entre métodos y procesos; de aquí la necesidad de profundizar en el estudio del tema y en la promoción de experiencias y métodos de incremento de la creatividad.

I. La creatividad: una teoría pluridimensional

1. EL ENCUENTRO CON EL PSICOANÁLISIS. Hay un punto en que las referencias psicoanalíticas a la creatividad convergen: es en su relación con el factor dinámico que regula la distribución de la energía de toda la persona. Sigmund Freud y sus seguidores integran en esta energía las necesidades, pulsiones e instintos del ello; es energía móvil y libre que, en relación con el yo consciente, anima los procesos primarios hacia el principio del placer. En su primera consideración, Freud adhiere la creación al inconsciente; luego pasa a aceptar el preconsciente como su fuente, para terminar aceptando la existencia de un filtro entre inconsciente y consciente, capaz de regular las energías. Aparece enseguida la necesidad de comunicación entre las estructuras psíquicas y la disposición del yo tanto para controlar como para suspender el control y dar libre curso a los procesos primarios1. Este es el llamado proceso terciario o integración de las pulsiones primarias y las operaciones conscientes del yo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la creatividad como catarsis: las fantasías, las imagos paternas, los miedos... toman forma simbólica en el juego infantil; los sentimientos adultos de inferioridad o limitación se compensan en el acto creador (Adler); la misma sublimación se realiza en toda forma de creatividad: artística, ocupacional, cultural, etc. Esta sublimación es el mecanismo de defensa más normal (Freud); la regresión al servicio del ego que lleva consigo no es un elemento neurotizante, sino la superación de la actividad de control por el placer de función que implica el fluir creativo en su multiplicidad significativa 2. 2. APORTACIÓN DE LA GESTALT Y EL ASOCIACIONISMO. Los términos pensamiento productivo y solución de problemas son los usados por Wertheimer y Kóhler al explicar las leyes de la percepción. El pensamiento produce aquello que necesita para conseguir el equilibrio cuando se tiene conciencia de inestabilidad o insatisfacción. La necesidad es el primer requisito de todo acto de percepción y de pensamiento: necesidad creada, necesidad cubierta y creación de una estructura superior. Y esto se realiza en tres operaciones: 1) agrupación de datos de percepción; 2) organización de datos, y 3) creación de nueva estructura. Se habla, pues, de una dinámica estructural interna que no es cerrada, ni se deja dominar por la anatomía de las formas. Es dinámica, por tanto, «actitud, voluntad de enfrentarse directamente con los problemas, y resolución de profundizarlos con intrepidez y sinceridad» 3. A partir de Maslow se establece una relación entre la percepción objetiva y la percepción que forma la imagen de sí mismo (self). Los comportamientos se organizan desde la imagen de sí mismo como respuesta a las llamadas de la realidad y su oferta de convertirse en experiencias positivas. Pero esto ocurre en personas de autoconcepto positivo, mientras que en las de autoimagen negativa el resultado es la inhibición por búsqueda de seguridad. De ahí la distinción tan importante entre la doble tendencia: 1) a la fijación funcional, propia de la tendencia al cierre y a la percepción estereotipada, y 2) a la bisociación funcional, propia de personas con un rico auto-concepto, dispuestas para la ruptura de estructuras de percepción y para nuevos encuentros con la experiencia. «El verdadero secreto de la percepción creadora — afirma O. V. Oñatibia— está en que crea la posibilidad y los hábitos de abrir nuevas puertas al encuentro con el mundo y mostrar de este un hecho singular, concreto, pero diferentemente iluminado a través del sentido de la existencia originaria» 4. La persona creativa no se desvía del sometimiento al pensamiento formal para romper la estructura de la percepción cerrada. Su campo perceptual se organiza según las propias necesidades (dirección); en forma de estructura (estabilidad); se ajusta de modo cambiante (fluidez); y distingue los detalles de modo diferenciado (intensidad). Los asociacionistas consideran que los sujetos con esa manera de percibir lo hacen con procesos en abanico, sin fijación en unidades ideativas y estableciendo relaciones más imprevistas.

3. LIBERTAD Y CREATIVIDAD EN LA ESCUELA HUMANISTA. La psicología humanista o de la tercera fuerza ofrece una visión optimista de la persona y una gran fe en su dinamismo interno de crecimiento, considerado de signo positivo: cada individuo tiende a realizarse lo más plenamente como persona, y lo consigue con tal que haya un medio (ambiente) que se lo permita y favorezca. Para dar salida a su optimismo, nada más apropiado que cambiar incluso la terminología de la psicología tradicional. Percepción, inconsciente... dejan paso a autorrealización, espontaneidad, autonomía, creatividad. El enfoque filogenético de Erich Fromm, por ejemplo, contempla la historia de los hombres como un proceso creciente de individuación y libertad, equivalente al proyecto de ser plenamente sí mismo. En este recorrido, el individuo se encuentra con el mundo, pero sólo conseguirá sus metas si ese encuentro es transformador y creativo: «Lo nuestro es solamente aquello con lo que estamos genuinamente relacionados por medio de nuestra actividad creadora, sea el objeto de la relación una persona o una cosa inanimada» 5; es la «felicidad experimentada en la creación» la que convierte los objetos en experiencias integradoras de personalidad (son las peak experiences o experiencias cumbre, de Maslow). Persona creativa es equivalente, para el autor, a personalidad integrada. Las vivencias creadoras llevan anejas ciertas ventajas para el futuro de la persona: mayor integración, vivencia más profunda de sí mismo y del mundo, sensación de libertad por la reducción de limitaciones, espontaneidad y expresividad, crecimiento del dinamismo desde dentro. En estos mismos criterios incide Carl Rogers: «La persona que se embarca en el proceso direccional que he denominado vida plena es una persona creativa», y en el contexto del autor, esto significa abierta a la experiencia y relacionada con su mundo en una tónica de existencia creadora6. El requisito es doble, ya que hay un planteamiento teórico y otro de generación de realizaciones concretas, observables en todas las posibilidades de crear. La psicología humanista, que bebe en las fuentes del existencialismo, remite continuamente a la experiencia desde la razón dialéctica (Kierkegaard) o proceso que facilita el diálogo interno con ella —reflexión sobre los hechos— para encontrar la síntesis y el equilibrio entre lo cognitivo, lo conativo y lo afectivo. 4. ENFOQUE FUNCIONAL DE LA CREATIVIDAD. El trabajo más significativo es el estudio de la creatividad desde un enfoque funcional, factorial y experimental. Desde que Guilford organizara el modelo morfológico de la inteligencia, la atención se fijó en sus propiedades y aptitud creadora, llamada inteligencia divergente, presentando como significativos los rasgos de personalidad o manera de ser del sujeto creativo con relación a los no creativos (Barron). Hay cuatro criterios-factor señalados por Torrance, y que pueden servir de normativa para detectar la creatividad: fluidez, o cantidad de respuestas ante los estímulos; flexibilidad, o variedad de respuestas; originalidad, o infrecuencia de las respuestas; y elaboración, o detalle y acabado de las realizaciones. Estos indicadores son de tipo cuantitativo, de originalidad, de funcionalidad por su aplicación o utilidad del objeto creado.

II. Variables más significativas en el desarrollo de la creatividad Los enfoques de la creatividad antes mencionados –psicoanalítico, perceptual, humanista y factorial– nos dan los presupuestos de la presencia latente de esa facultad en cada indivi. duo: el trabajo consciente posibilita al yo la regulación de los procesos primarios (psicoanálisis); la percepción positiva de sí mismo abre a nuevas experiencias (perceptualistas); la felicidad creativa promueve y alimenta las vivencias creadoras (humanistas); el estudio factorial nos trae el

compromiso de la educación de la creatividad. Personalidad, cultura y educación son los tres campos que requieren especial cultivo para conseguir ese objetivo. 1. LA PERSONALIDAD DE RASGOS CREATIVOS. No existe todavía un estudio definitivo sobre los rasgos propios de la personalidad creativa. Sus representaciones, sentimientos, valores, imagen de sí mismo... pueden ser objeto de estudio experimental, en busca del constructo creatividad. La afirmación más generalizada es la existencia de correlaciones positivas y significativas entre rasgos de personalidad y el factor general de creatividad. (Torrance, Christensen, Merriefield)7. En un intento de síntesis de los rasgos propios de quienes poseen una personalidad creativa, se nos ofrecen los siguientes: 1) Son sujetos activos, que se resisten al exceso de quietud y disciplina; 2) capaces de percibir las situaciones-problema por su disposición a captar los huecos de cualquier tarea aparentemente acabada; 3) oscilan entre la introversión y la extroversión, entre la calma aparente y la audacia de la acción; 4) sus centros de interés son variados, con resistencia a las fijaciones funcionales en un solo objeto; 5) les caracteriza la fluidez de ideas, imágenes y formas de expresión, así como la flexibilidad y originalidad de las mismas; 6) son sociables, alocéntricos y preocupados del ascendiente ante quienes les rodean8. Junto a los rasgos intelectuales, cabe conceder gran importancia a la personalidad, regulada por motivaciones tanto internas como originadas por el medio y la educación. Ya que los intereses, las actitudes intelectuales y la fuerza impulsiva son rasgos de los sujetos de alta creatividad, resulta fácil deducir el influjo que pueden tener las formas de presentar los conocimientos, la preocupación por la divergencia y la creación de problemas, así como el aprendizaje de dominio de las conductas impulsivas en beneficio de la orientación dinámica de dicha impulsividad. 2. LA CULTURA, FACTOR ESTIMULANTE DE LA CREATIVIDAD. Si consideramos la cultura como el «patrimonio de ideas, principios, costumbres y reacciones comunes» 9 de un grupo humano determinado, estaremos hablando de interiorización de valores, normativas, culpabilidades, etc., no tanto de un modelo cultural capaz de darnos las coordenadas sobre las cuales la imaginación creadora y la habilidad para organizar las experiencias debe desarrollarse. La imaginación, la independencia de juicios, la autonomía moral y la variedad de intereses, piden, para su desarrollo, que la cultura se presente a los educandos como un auténtico valor apetecible, que motiva la plena realización de los individuos sin reducirlos a simples consumidores de información, por muy válida que sea. La persona, al crear, hace cultura, se hace a sí misma en plenitud, toma postura crítica y constructiva; y este es el cometido de toda educación que quiera moverse en el marco ético de la conciencia social. El medio cultural puede ser estimulante de la creatividad. La cultura transmite sus propios universales: ideas, principios, costumbres... que le pertenecen; sus particulares de grupo cultural concreto, y los elementos alternativos, accesibles a diversidad de opciones, de ideas, de realizaciones, con amplios márgenes de creatividad. Ninguna cultura auténtica sacrifica su propio devenir creador; por el contrario, satisface los deseos creativos de sus individuos, va más allá del pragmatismo y de la eficacia. La cultura actual, en cuyo seno se gestan las grandes aventuras de dominio y transformación de la tierra, presentan un amplio abanico de realizaciones creadoras que son la simbolización de su propia conciencia de capacidad: simbolizaciones racionales (filosofía), culturales, científicas, religiosas (teología), rituales (liturgia) y éticas (moral). Es como si nuestra cultura encontrara en la creación la razón de su existir y la grandeza de su realidad dinámica.

3. LA EDUCACIÓN COMO ÁMBITO DE CREATIVIDAD. Quienes piensan en la creatividad asocian este término al de educación. En ella se dan los elementos necesarios para su consideración e incremento. Es un sistema abierto (o ha de serlo), pues se basa en toda una red de interacciones que constituyen lo que A. López Quintás llama ámbito: se da entre educador, educando, y medio: un campo de libertad expresiva que favorece el encuentro creador con los contenidos del aprendizaje. Todo acto educativo –relación, explicación, orientación– es un acto ambiental si lleva consigo «cierta interferencia fecunda de realidades dotadas de cierto poder de iniciativa» 10. Los impulsos a la creatividad suponen al educador con ciertos rasgos propios, un estilo peculiar, expectativas internas sobre los alumnos, que provocan, como transferencia no específica, la respuesta de los mismos: expectativas, percepciones, formas de operatividad mental, respuestas divergentes y un tono general creativo en sintonía con el de sus educadores. Al hablar de pedagogía de la creatividad (creática) se deben considerar diversos factores, como la personalidad del educador, la metodología, la presencia de objetivos específicos de creatividad, los niveles de motivación y los instrumentos de cuantificación de resultados; todos ellos son factores inductores del paso de la creatividad latente a la manifiesta. Los no muy numerosos estudios longitudinales sobre la correlación entre desarrollo de la creatividad y los proyectos educativos explícitos, nos dan algunas hipótesis, en parte confirmadas: – Donde hay proyectos con índices de refuerzo de la creatividad, se consiguen más altos niveles de aspiración. La formulación de objetivos y de estrategias de conducta son los índices principales. – La personalidad de los educadores es una variable significativa. Son personas menos sujetas a estereotipos, más flexibles en métodos y criterios. – Existe correlación positiva entre educadores que estimulan la creatividad y las respuestas divergentes de los educandos11. El arte de la educación no consiste en conocer las variables de modo teórico –aunque resulte imprescindible– sino en controlarlas por medio de proyectos: situación de partida, objetivos de creatividad, métodos, sistemas de control y autoalimentación (feedback) del sistema.

III. La catequesis de signo creativo 1. LA FE ES UN ACTO CREADOR. La catequesis se abre camino hoy entre alternativas de fidelidad y de creatividad. La educación de la fe se encuentra en medio de tendencias contrapuestas, de métodos, de agrupaciones de distinto signo, de formas conservadoras y liberadoras de expresividad celebrativa. El catequista quiere ser persona de fe, pero profundamente arraigado en la vida, capaz de dar sentido a su historia y de crear a su derredor el clima más apto para comunicar su fe a otros: clima de libertad y creatividad. Dicha educación no puede darse sino en la realidad que se vive. Esa realidad, trascendida por la creación simbólica de que es capaz toda persona y toda comunidad. En la expresión simbólica es donde ponemos de manifiesto la vibración de la fe, donde le damos su extensión comunitaria y donde encontramos –como respuesta–la continua configuración de la misma. La Palabra la recreamos; creamos el símbolo; creamos el estilo de nuestra fe en lo que tiene de respuesta a la acción de Dios como don; creamos al otro Jesús que somos nosotros, por identificación con el Jesús Señor de la historia. «De él hemos aprendido que el hombre ha nacido creador», en expresión de Roger Garaudy.

El atributo principal del cristiano –como del hombre– es su propia capacidad creadora; por eso la catequesis respeta ese don y trata de activarlo en respuesta a sus mensajes. «Se trata, dirá J. P. Bagot, de permitir a los cristianos, niños, adolescentes o adultos, inventar la manera como su vida cristiana, su testimonio de fe y su palabra puedan dar sentido a una situación humana, haciendo, por esto mismo, nacer la Iglesia». 2. EL CATEQUISTA ESTÁ DOTADO DEL CARISMA DE MAESTRO. Una de las afirmaciones básicas de nuestra Conferencia episcopal relativa al catequista es esta: «El catequista, dotado del carisma de maestro, aparece como el educador básico de la fe»; su tarea propia del ministerio catequístico consiste en: 1) iniciar orgánicamente en el conocimiento del misterio de Cristo, con toda su profunda significación para la vida del hombre; 2) introducir en el estilo de vida del evangelio «que no es más que la vida en el mundo, pero una vida según las bienaventuranzas» (CT 29); 3) iniciar en la experiencia religiosa genuina, en la oración y en la vida litúrgica; 4) introducir en el compromiso evangelizador, tanto en su dimensión eclesial como social. Con estos presupuestos podemos afirmar que la condición de maestro hace al catequista partícipe de responsabilidad didáctica que, al igual que toda didáctica, obliga a optar por un estilo peculiar. Sin hacer divisiones excluyentes, la opción catequética es kerigmática (propuesta de contenidos, tradiciones, coherencia teológica) y es experiencial (con mayores márgenes de interpretación, intuición, menor lógica aparente). El equilibrio pide la síntesis de ambas opciones en el respeto a la doctrina y en la cálida relación personalizadora con la experiencia. De ahí la consideración de dos tipos de actividades complementarias: 1) cuidado del contenido como un todo orgánico; presencia de lo nuclear de la fe en el Dios de Jesús; demanda de respuesta personal al amor de Dios; correspondencia entre la fe y la vida; 2) enfoque personal en las respuestas; márgenes de tolerancia a la ambigüedad y ametodismo; base en la actividad y los recursos personales; actividades expresivas de significados de experiencia; expresión total de la fe en lo celebrativo; interiorización orientada a la acción comprometida. 3. Los MOMENTOS METODOLÓGICOS DE LA CATEQUESIS CREATIVA. Los criterios ya expuestos nos piden la estructuración metodológica en forma de pasos o momentos del acto catequético. De la definición de creatividad como «aptitud especial para reorganizar los elementos de percepción según nuevas relaciones elaboradas por la propia individualidad», extraigo su implicación catequética: «aptitud de los catequizandos para reorganizar los datos de percepción, de experiencia y de revelación según nuevas relaciones y situaciones de respuesta a toda llamada que les concierne personalmente». Esta capacidad de reorganización y reestructuración puede ponerse de manifiesto en cuatro sectores de creatividad: 1) sector imaginativo, donde la creatividad e imaginación dan espacialidad y referencia personal tanto a las experiencias como a los mensajes; 2) sector cognitivo, por el que se formulan los contenidos básicos según los niveles de comprensión y de expresividad, contando siempre con la mediación del catequista que asegura la interpretación correcta; 3) sector operativo, que abarca las actividades en las que se produce el encuentro entre los mensajes, la Palabra, la experiencia y los significados aprehendidos por la persona del catequizando. Las modalidades —verbal, gráfica, dinámica— son formas de simbolización por las que circula el sentido entre la fe y la vida; 4) sector vivencial, o experiencia más o menos profunda por la que se llega a la nueva estructura que crea todo acto de expansión de la conciencia. Los momentos del método creativo, respetando los ya tradicionales de una catequesis actualizada, aportan matices de especial interés: 1) Momento de la experiencia. El catequista centra la atención sobre la vida y la historia de los catecúmenos: hechos, datos, reacciones, fluir de lo emocional y lo sensitivo, tomar conciencia de lo que pasa, juegos, canciones... todo ello en

un clima de libertad y fluencia creativa. 2) Profundización de la experiencia. Los datos de percepción han de llegar a la conciencia para que constituyan experiencia; reflexión, cuestionamientos, simbolización, llegar a la generalización (¿qué hay de común en los hechos?), relaciones de causa-efecto, comunión y responsabilidad de las personas ante ciertos hechos...; la lectura de la vida es el camino expedito para la lectura de la Palabra con significados profundos. 3) Momento de la Palabra. La catequesis «ha de estar totalmente impregnada» (CT 27) de la palabra de Dios. Una Palabra objetiva, expresada en los textos; subjetiva, por lo que permite «decirnos», y transactiva, pues nos facilita el decirnos mutuamente. 4) Momento de la expresión celebrativa. En catequesis, como en la vida cristiana, la expresión es forma integrante de la maduración de la fe; en ella, contenidos y vivencias se hacen uno por la persona, que es «la forma de expresión, la traducción válida y auténtica del misterio divino» (Von Balthasar). La celebración catequística se centra en los símbolos según este proceso: a) necesidad expresiva (¿qué queremos expresar?); b) signos elegidos (objetos dotados de significación para el grupo); c) simbolización o referencia arquetípica (sentido natural, evocación, sentimientos, significados); d) correspondencia analógica (lugares bíblicos, sentido cristiano, vivencia en la vida de Jesús, oración). 5) Momento del compromiso. Cada hecho catequístico lleva a una transformación de actitudes y comportamientos: sentido de la vida y compromiso social (CC 92), apertura progresiva del cristiano a «las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas» (CT 29). Aquí, las formas de creatividad personal-social son tan variadas como las personas y los grupos. NOTAS: 1. G. CALVI, La creatividad en L. ANCONA, Enciclopedia temática de psicología I, Herder, Barcelona 1980, 633; S. FREUD, 3 Freud: Obras completas, 9 vols., Biblioteca Nueva, Madrid 1973 : Teoría general de la neurosis VI, 2357; El método de la 2 interpretación onírica II, 410; El delirio y los sueños en la Gradivia de Jensen IV, 1335. – E. KRIS, Psicoanálisis del arte y del artista, Paidós, Buenos Aires 1964; L. S. KUBIE, Neurotic distorsion of the creative process, Lawrence, Kansas 1958. –3. M. WERTHEIMER, Productive thinking, v. it., II pensiero produttivo, Ed. Universitaria, Florencia 1965, 260. – 4. O. V. OÑATIBIA, Percepción y creatividad, Humanitas, Buenos Aires 1977, 36; A. KOESTLER, The act of creation, McMillan Co, Nueva York 1966. – 5 E. FROMM, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires 1974, 306. – 6. C. R. Ro-OERS, El proceso de convertirse en persona, 7 Paidós, Buenos Aires 1981, 173; Libertad y creatividad en educación, Paidós, Buenos Aires 1978, 214. – E. P. TORRANCE, Guiding creative talent, Prentice Hall, Nueva York 1963, 65. – 8. J. P. GUILFORD, Personality, Univ. of Southern California 1959, 183-184; C. W. TAYLOR, Creativity: progress and potential, McGraw-Hill 1964, 27-28; F. BARRON-C. W. TAYLOR, Scientific 9 ' creativity: its recognition and development, J. Wiley, Nueva York 1964, 146-149. – T. TENTORI, Antropología cultural, Herde r, 10 Barcelona 1981. – A. LóPEZ QUINTÁS, Estética de la creatividad, Cátedra, Madrid 1977, 169. –11. W. J. WALKER, Creatividad y 2 «clima» en la escuela secundaria, en GOWAN J. C., Implicaciones educativas de la creatividad, Anaya, Madrid 1978 , 314-316. BIBL.: Además de la citada en notas: DAYTON G. C., Perceptual creativity: where inner and outer reality come together, Journal of creative behavior 10 (1978); MARTÍNEZ BELTRÁN J. M., Creatividad, ¿la inteligencia perdida?, San Pío X, Madrid 1985; Creatividad y pedagogía de la fe, San Pío X, Madrid 1976.

José M". Martínez Beltrán

CRISTOCENTRISMO Y TEOCENTRISMO TRINITARIO

SUMARIO: I. Significado y campo de investigación. II. Los términos del debate: 1. El acento sobre el cristocentrismo; 2. El método adecuado; 3. Las nuevas instancias religiosas. III. Indicaciones del magisterio: 1. El Vaticano II; 2. Documentos catequéticos; 3. Líneas de tendencia; 4. El Catecismo de la Iglesia católica. IV. Consecuencias operativas: 1. En los contenidos; 2. En el método; 3. En los agentes de pastoral.

I. Significado y campo de investigación Cristocentrismo y teocentrismo trinitario son dos términos teológicos distintos, pero intrínsecamente correlativos entre sí, usados explícitamente en este siglo para expresar un dato

antiguo, originario de la religión cristiana: la centralización y la fuerza unificadora del misterio de Cristo y de la Trinidad, tanto en la reflexión sobre la fe (teología) como en la experiencia de la misma (espiritualidad), e incluso en su comunicación (catequesis y toda forma de anuncio). Interesarse por estas categorías desde el punto de vista catequético significa ponerse ante un estimulante debate sobre las ideas, cotejar importantes orientaciones del magisterio, comprometerse no tanto por un contenido de la catequesis, cuanto por el eje que porta.

II. Los términos del debate Podemos fijar a partir de 1930, en la obra de J. A. Jungmann, la aparición del cristocentrismo (y a la vez del teocentrismo trinitario) en el discurso catequético. En sus obras, Jungmann reivindica fuertemente la centralización de Jesucristo para toda forma de comunicación de la fe, reaccionando de esta manera ante una esclerosis del anuncio, oculta bajo fórmulas doctrinales abstractas, ajenas a la corriente bíblica, incapaces de suscitar la experiencia viva de la escucha, de la celebración y de la vida. Haciendo esto, Jungmann ponía sobre la mesa una cuestión teológica de gran resonancia catequética, que se ha ido manifestando compleja por los factores en juego, necesitada de un equilibrio siempre nuevo y, por tanto, nunca definitivamente resuelta. Manifestamos aquí los elementos principales en una rápida lectura histórica desde 1930 hasta hoy. 1. EL ACENTO SOBRE EL CRISTOCENTRISMO. Jungmann fundamenta su cristocentrismo en la tradición bíblica (Nuevo Testamento) y patrística, considerándolo mediación necesaria para el anuncio de Dios y de todas las verdades cristianas. Lo hace como reacción vivaz a un arduo trabajo del pensamiento teológico y filosófico de finales del siglo XIX, que proviene de un desleído liberalismo teológico entre protestantes y un árido escolasticismo entre católicos, capaces de vaciar a Cristo de su misterio y deformar irreparablemente el verdadero sentido del Dios de la revelación. Esta voluntad suya de reafirmar el kerigma, propugnada ya intensamente por la teología dialéctica de K. Barth y la kerigmática de los católicos, giraba inevitablemente el acento más sobre el cristocentrismo que sobre el teocentrismo trinitario, que, de hecho, como fórmula, ha sido muy poco utilizada en la historia de la catequesis. Pero no sin consecuencias y, sobre todo, no en términos definitivos. 2. EL MÉTODO ADECUADO. Conviene recordar que si el cristocentrismo fue reafirmado por Jungmann como contenido, no podía dejar de sentirse también su efecto sobre el método, dada la interdependencia que existe entre ambos. De hecho, entre los años 1950 y 1960, el cristocentrismo es aplicado por sus partidarios al llamado método kerigmático (catequesis kerigmática), quedando así expuesto al contrapeso de los contenidos y de los lenguajes bíblicos y de la tradición, según los procedimientos deductivos. En efecto, la vuelta antropológica o hermenéutica de los años 70, si no podía marginar el cristocentrismo, estaba obligada a repensarlo y a ponerlo más a la medida del hombre, de sus condicionamientos humanos, espirituales, sociales... De ahí el reto: ¿cómo mantener el cristocentrismo, como eje portador del anuncio, superando, por una parte, el peso insoportable del exegetismo y de la extrañeza vital, y realizando, por otra parte, una real y eficaz correlación entre el dato de fe y la condición de los sujetos? No se puede decir que las producciones catequéticas hayan permanecido en un justo equilibrio. Antropologismo, lectura ideológica y otras reducciones han caído y caen en la trampa. Tener en

cuenta este cuidado antropológico, atento a la vitalidad de la fe, está más en consonancia con el cristocentrismo de cuanto se pueda pensar. Porque, ¿qué es Jesucristo, sino el encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios? 3. LAS NUEVAS INSTANCIAS RELIGIOSAS. De hecho, hoy, la cuestión del cristocentrismo y del teocentrismo trinitario está adquiriendo un perfil nuevo acompañado de diversos factores que resumimos, apenas señalándolos, en tres tipos: 1) La presentación de las grandes religiones y, a la vez, la consistencia relevante de la pregunta religiosa (aún no de fe) de muchos, pone en debate la misma relación entre Cristo y Dios, y, por tanto, pide que se repiense de manera adecuada la relación entre el cristocentrismo y el teocentrismo trinitario, sobre todo a nivel teológico y, en conexión con él, dentro de los procesos de comunicación de la fe. 2) La fragilidad de las formas tradicionales del anuncio y de la catequesis exige una contextualidad catecumenal, dentro de la misma comunidad creyente, para quien el discurso sobre Cristo y sobre Dios no puede llevarse a cabo convenientemente si no es en un contexto de iniciación. 3) En cuanto al ámbito estrictamente catequético, la renovación cristocéntrica ha podido degenerar en formas de cristomonismo, olvidando la globalidad de la revelación, en especial el papel del Espíritu Santo; otras veces, por reacción, en círculos integristas existe una serie de rechazos a la renovación conciliar, desconociendo el valor del cristocentrismo y del mismo teocentrismo trinitario, refugiándose en las fórmulas doctrinales de un pasado preconciliar, poco inspiradas en la fuente de la Escritura y de la gran tradición de los Padres; sin hablar de un cierto vaciamiento del mismo componente teológico y cristológico, cuando se concibe la catequesis y la enseñanza religiosa escolar como formación principalmente ética o de sensibilización religiosa de la experiencia. A estos excesos y, más ampliamente, al resurgir de las nuevas instancias religiosas ha tratado de hacer frente con autoridad el magisterio de la Iglesia católica.

III. Indicaciones del magisterio 1. EL VATICANO II. Jungmann no podía conocer el Vaticano II, pero este recoge ciertamente los efectos de la renovación cristocéntrica y trinitaria, madurada durante los primeros 50 años del siglo XX. Sin ser catequético y no usando jamás las categorías de cristocentrismo y teocentrismo trinitario, el Concilio afirma su legitimidad plena, dando al misterio de Cristo, sobre todo por la insistencia ardiente de Pablo VI, la absoluta centralidad en la revelación y, por tanto, en el servicio de la Iglesia (cf LG 1; SC 7; DV 2; GS 10 y, especialmente, 22). La aportación del Concilio es de fundamental importancia para el anuncio de la fe, sobre todo como principio general. En realidad, apenas se indica el gran problema de la relación del cristocentrismo con el misterio de la Creación (LG 48; GS 38-39) y con las grandes religiones. 2. DOCUMENTOS CATEQUÉTICOS. Abre camino el Directorio general de pastoral catequética de 1971 (DCG) que en los números 40 y 41 usa respectivamente los títulos «Cristocentrismo de la catequesis» y «Teocentrismo de la catequesis». El tema del cristocentrismo está presente en EN 67 (1975), en el sínodo de obispos de 1977 y, especialmente, en CT 5-9 (1979); a CT alude explícitamente el CCE 426-427 (1992). Dentro de un horizonte más amplio, el cristocentrismo está en el corazón del pensamiento de Juan Pablo II, especialmente en las grandes encíclicas trinitarias (RH, DM, DeV). El Directorio general para la catequesis (1997) propone una actualizada síntesis del significado que debe darse al cristocentrismo, bien integrado con el teocentrismo trinitario, inventando la fórmula cristocentrismo trinitario (DGC 41, 80, 97-100, 123, 135). «El hecho de que Jesucristo sea la plenitud de la revelación es el fundamento del cristocentrismo de la catequesis» (DGC 41). Aparecen diversas acepciones de cristocentrismo: 1) Cristocentrismo objetivo. «En el centro de la

catequesis nos encontramos esencialmente una persona, la de Jesús de Nazaret... En realidad, la tarea fundamental de la catequesis es mostrar a Cristo: todo lo demás, en referencia a él» (DGC 98; cf 80; CT 5; CCE 426). 2) Cristocentrismo hermenéutico o interpretativo. «El misterio de Cristo, en el mensaje revelado, no es un elemento más junto a otros, sino el centro a partir del cual los restantes elementos se jerarquizan y se iluminan» (DGC 41). «El cristocentrismo obliga a la catequesis a transmitir lo que Jesús enseña acerca de Dios, del hombre, de la felicidad, de la vida moral, de la muerte... sin permitirse cambiar en nada su pensamiento» (DGC 98). Todavía más ampliamente, Cristo «venido en la plenitud de los tiempos, es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana..., el sentido último de esta historia» (DGC 98). 3) Cristocentrismo total. «El cristocentrismo de la catequesis, en virtud de su propia dinámica interna, conduce a la confesión de fe en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un cristocentrismo esencialmente trinitario» (DGC 99). Se afirma que la estructura interna de la catequesis, toda modalidad de presentación será siempre cristocéntricotrinitaria: «por Cristo al Padre en el Espíritu». Y también: «Siguiendo la misma pedagogía de Jesús, en su revelación del Padre, de sí mismo como Hijo y del Espíritu Santo, la catequesis mostrará la vida íntima de Dios, a partir de sus obras salvíficas en favor de la humanidad»; como también, «mostrará las implicaciones vitales para la vida de los seres humanos» (DGC 100). 4) Cristocentrismo espiritual y formativo. «La finalidad cristocéntrica de la catequesis, que trata de favorecer la comunión del convertido con Jesucristo, impregna toda la formación de los catequistas» (DGC 235). Y en la nota 6 del mismo n. 2355, el DGC evidencia a este propósito la unidad que existe entre «el cristocentrismo de la respuesta del destinatario, el "sí" a Jesucristo, y el cristocentrismo de la espiritualidad del catequista y de su formación». Los inolvidables pasajes de CT 5-9, llevan al DGC a sintetizar eficazmente (con una cita tomada de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos): «La unidad y armonía del catequista se deben leer desde esta perspectiva cristocéntrica y han de construirse en base a una familiaridad profunda con Cristo y con el Padre en el Espíritu» (DGC 235). Es obligatorio recordar que la catequesis de la Iglesia en España asume un carácter eminentemente cristocéntrico. Reclamando y explicitando CT 5-6, se afirma que «la catequesis se entiende bien como iniciación en el seguimiento de Jesús o bien como transmisión auténtica del evangelio, englobando en tal horizonte las ciencias humanas, y sin olvidar nunca lo que es específicamente cristiano en el anuncio de Dios, de la salvación, de la moral evangélica, de la opción por los pobres, de la esperanza...» (CC 123-127; cf CAd 140-145). En esta línea se mueve el documento de la Conferencia episcopal española La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (27 de noviembre de 1998), que habla expresamente de dinamismo trinitario de la iniciación cristiana (IC 11-12). 3. LÍNEAS DE TENDENCIA. Indudablemente el reciente magisterio nos ofrece una tipología rica y articulada de lo que se entiende por cristocentrismo (y teocentrismo trinitario). Observamos que hace de criterio decisivo la revelación, a la escucha de la palabra de Dios; más que en el pasado se afirma el necesario destino trinitario del cristocentrismo, pero sin que en ningún modo se pierda la concentración cristológica como medida del contenido; emerge con especial relieve la cualidad inspirativa del cristocentrismo, por lo cual lo que cuenta no es tanto la acumulación material de contenidos cristológicos, cuanto el efectivo relieve del hecho del centralismo de Cristo conseguido en la vida, en la reflexión y comunicación de la fe y en la formación de los catequistas. Tal vez nos lanza una queja: ¿No aparece muy en la sombra la acción del Espíritu Santo para comprender el mismo centralismo de Cristo y participar en la divina economía trinitaria? 4. EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. La traducción catequética de las indicaciones más importantes atañe especialmente a los responsables de la catequesis. Bajo esta luz, no podemos olvidar lo que ha logrado el Catecismo de la Iglesia católica (1992), «punto de referencia para los catecismos» (CCE 11). Allí se propone claramente el objetivo que luego despliega ampliamente: «En el centro de la catequesis: Cristo» (CCE 426-429). Siguiendo la estructura del Símbolo romano,

pone en primer lugar el misterio trinitario, por lo que se habla de Dios, de la misma persona del Hijo; después el tratado de Cristo, y la referencia a la revelación manifestada por Jesús es frecuente y sólida; y la misma figura de Jesucristo viene dada mediante una síntesis de datos exegéticos sobre varios textos bíblicos, de manera estrictamente relacionada con la tradición.

IV. Consecuencias operativas No conviene ilusionarse con la facilidad del cómputo. La catequesis no es teología divulgativa, sino una verdadera y propia comunicación educativa de la fe, donde se encuentran exigencias teológicas, pero también antropológicas, pedagógicas y didácticas. El cristocentrismo y el teocentrismo trinitario, que de ahora en adelante conviene llamar cristocentrismo trinitario, se sitúan, pues, en un cruce complejo donde confluyen a la vez contenido, método y agente. Debemos admitir que respecto a Jungmann, el cristocentrismo y el teocentrismo han adquirido significado y relevancia mucho más amplios e inéditos. Diremos que algunos aspectos han sido muy mejorados. 1. EN LOS CONTENIDOS. a) El cristocentrismo, al afirmar el centralismo del misterio de Cristo, requiere ciertamente un conocimiento actualizado, armónico, bíblicamente radicado en Jesucristo, ya en su figura histórica, ya en su identidad mistérica de Verbo de Dios hecho hombre, ya en su calidad mesiánica (Cristo) como cumplimiento de la historia del pueblo de Dios, Israel, ya en su destino como Señor y juez escatológico de los pueblos y de la historia. Desde la estructura de la personalidad de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, el cristocentrismo mantiene abierto el acceso al misterio de Dios y al misterio del hombre. Esto quiere decir dos cosas: el cristo-centrismo es válido y auténtico cuando se hace teocentrismo trinitario, habla de la familia trinitaria como de la patria vital de Jesús y, por tanto, según su verdad e intensidad, tal como aparece en los evangelios, el cuarto en particular. Viceversa, el único teocentrismo trinitario correcto, o sea, la revelación de Dios y el hablar de él, es sólo posible a través de Jesucristo. En esta vital relación se tendrá presente el papel del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que conduce a la verdad plena (cf Jn 16,13). b) En segundo lugar, debemos aceptar el cariz antropocéntrico del cristocentrismo, adoptado por Juan Pablo II, que tiene su origen en el Concilio: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22; cf RH 10; DGC 116). Lo que suponga decir Dios, según Jesús, y decir hombre, según Jesús, es cruz y gloria de toda catequesis y catecismo renovado. Esto constituye un campo de formidable amplitud, inexploradas riquezas e infinitos caminos. c) El cristocentrismo entendido como hermenéutica de Jesús sobre la realidad (cf Mc 4,34), hoy base común de toda catequesis, se considera cada vez más necesario para ciertos puntos neurálgicos. Recordamos dos tipos: 1) Para aquellos temas cristianos que más contrastan con las concepciones modernas y, por tanto, más expuestas a deformaciones y adaptaciones (pérdida de lo específico cristiano): piénsese en la manera de concebir la escatología y los novísimos; en el concepto de moral, autónomamente elaborado; en los campos de la bioética...; 2) Para temas prácticamente ignorados en la catequesis tradicional y, sin embargo, afirmados en el Nuevo Testamento y nunca más actuales que ahora. Destacamos tres, entre otros: Cristo y el destino del universo (cf Col 1,15; Rom 8,19-25), a lo que se une la creciente capacidad del hombre para explorar el cosmos; el misterio de Cristo en la comprensión de las grandes religiones, por lo que se obtiene una delicada, apasionada e inédita relación entre el cristo-centrismo y el misterio de Dios, a fin de hacer frente al hecho del pluralismo cultural y religioso; el cristocentrismo (y el

teocentrismo trinitario) en relación a la pregunta sobre el sentido y la religiosidad en general, para lo que el cristocentrismo y el teocentrismo trinitario se enlazan necesariamente con los sistemas de pensamiento (filosofía) y las propuestas esotéricas. 2. EN EL MÉTODO. La fidelidad al cristocentrismo introduce una cuestión típicamente catequética: ¿cómo realizarlo en el proceso concreto de exposición? Aparecen inmediatamente dos líneas no exactamente iguales. El Catecismo de la Iglesia católica y cuantos siguen su planteamiento (por ejemplo el catecismo alemán para adultos) practican un cristocentrismo que podríamos llamar ontológico, es decir, esencial, en cuanto que los contenidos de la fe son propuestos a la luz de la revelación de Cristo. Otro camino, como el que sigue el catecismo italiano pára adultos La verdad os hará libres (1995), practica un cristo-centrismo que se puede llamar fenoménico, porque sigue el mismo hilo de las fuentes bíblicas (evangelios) para hablar, en cambio, de la experiencia de Jesús, de la que deduce tanto el misterio de Dios como el misterio del hombre. Ambos recorridos son legítimos. Pero no podemos olvidar que el contacto continuo con la Escritura es el que ofrece el verdadero sentido de Cristo (cf DV 25), que da savia al cristocentrismo. Sabemos que uno de los límites del cristocentrismo practicado por la catequesis kerigmática ha sido su estancamiento en las fórmulas bíblicas y en un esquema muy rígido de la historia de la salvación. Hoy el cristo-centrismo (y el teocentrismo trinitario) debe afrontar los interrogantes del hombre, ponerse en relación teológica y didáctica con las grandes experiencias de la vida. No tiene eficacia aquella catequesis que no consigue expresar el sentido existencial de la verdad cristiana que anuncia. Por lo cual, no se trata sólo de averiguar quién es Cristo (Dios) y el hombre con respecto a él, sino qué puede hacer Cristo (Dios) por el hombre y viceversa. Sería un error entender la centralidad de Cristo como inmediato anuncio del evangelio, sin una adecuada preparación e inteligente proceso de formación. Cristocentrismo no equivale a consumo de Jesucristo (cristo-monismo), como podría aparecer en ciertas formas entusiásticas y carismáticas. Ante todo, un cristocentrismo bien regulado, exige hoy una catequesis de inspiración catecumenal, un camino de iniciación. Es, en el fondo, la mejor fidelidad a los orígenes, a aquellos encuentros con Jesús de que hablan los evangelios (especialmente el cuarto), que encierran en sí toda la fuerza de un camino de madurez de la fe en Jesús y, a través de él, en el Padre. 3. EN LOS AGENTES DE PASTORAL. Aquí vale sobre todo la insistencia de la Catechesi tradendae que, del clásico sentido del cristocentrismo, entresaca la incidencia subjetiva para quienes se hacen ministros del anuncio. Lo afirma con vigor tanto el magisterio de la Iglesia universal (cf CT 69) como el de la española (CF 63-64). Concretamente, se pide al catequista una espiritualidad cristocéntrica plena, de manera que los catequistas sean testigos en primera persona de Aquel a quien han «oído, visto, contemplado y tocado» (cf 1Jn 1,1) y, a la vez, sean capaces de «dar razón de la esperanza», que es «Cristo en vuestros corazones» (cf 1Pe 3,15). Por eso, los catequistas están llamados a recorrer los caminos de la espiritualidad bíblica y la de las grandes figuras de ayer y de hoy, que han hecho de la experiencia de Jesucristo el centro de su vida y misión (cf IC 44). BIBL.: BIssoLI C., Cristocentrismo, en Dizionario di catechetica, Ldc, Leumann-Turín 1987; DUPUIS J., Gesú Cristo incontro alle religioni, Cittadella, Asís 1989; JUNGMANN A. J., Catechetica, Paoline, Alba 1955; La predicazione olla luce del Vangelo, Paoline, Roma 1965; MOIOLI G., Cristocentrismo, en BARBAGLIO G.-DIENICH S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología I, Cristiandad, Madrid 1982, 213-224; Cristocentrismo, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 4 1991 , 398-409; PEDROSA V. M., Catequesis trinitaria, en PIKAZA X.-SILANES N. (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 222-244; El cristocentrismo escatológico, clave de una catequesis para nuestro tiempo, Teología y catequesis 13 (1994) 49, 83-110; SASTRE J., El cristocentrismo en el magisterio catequético de Juan Pablo 11, Sinite 30 (1989) 29, 81-89.

Cesare Bissoli

CULTURA CONTEMPORÁNEA

SUMARIO: I. Rasgos de la cultura contemporánea: 1. La homogeneización funcional de nuestro tiempo; 2. Globalización, pluralismo y relativismo; 3. Destradicionalización y reflexividad cultural; 4. La vulnerabilidad socio-cultural producida. II. La crisis cultural de nuestro tiempo: 1. La crisis cultural vista por los neoconservadores; 2. La inversión de las causas de los teóricos críticos; 3. La sensibilidad posmoderna; 4. Los nuevos movimientos sociales; 5. Religión y cultura contemporánea.

I. Rasgos de la cultura contemporánea «Las culturas —afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio—, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano... Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. El es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece» (FR 71). Toda acción pastoral y catequética se realiza en un contexto sociocultural, es una transmisión y educación de la fe situada. No es necesario caer en ningún determinismo social para reconocer la profunda influencia del contexto social y cultural a la hora de la transmisión de la fe. «La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante» (FR 71). Olvidar o desconocer este condicionamiento es exponerse a sufrir sus influjos sin tener capacidad reflexiva para reconocerlos. La catequesis actual cada día es más consciente de estos condicionamientos, y se remite a las aportaciones de las ciencias sociales para discernir el momento sociocultural en el que tiene que ejercer su función pedagógica. Vamos a indicar, de la mano de algunos estudiosos, los rasgos más llamativos de nuestra situación cultural. Subrayaremos algunas de las consecuencias que se derivan para la presentación de la fe. Veremos cómo son muchas e importantes. Pero antes, indiquemos a manera de explicación de términos qué entendemos por cultura. Cultura es un vocablo empleado con cierta flexibilidad, que adquiere la connotación generalísima de todo lo producido por el hombre, o del mundo significativo del ser humano. Desde este punto de vista, la sociedad humana es contemplada desde la perspectiva del sentido. El concepto adquiere una determinación mayor cuando entendemos por cultura esas grandes matrices donde se fragua el sentido social y personal. A su luz se esclarecen los interrogantes fundamentales del ser humano, considerado individual y colectivamente: de dónde venimos, adónde vamos, por qué existimos. Esta es la noción que más nos interesa cuando indagamos las características culturales de la sociedad moderna o contemporánea. Tampoco será ocioso decir que, al calificar a la cultura de contemporánea, estamos poniendo el acento en los rasgos que actualmente vivimos. La contemporaneidad, sin embargo, es un concepto fluido que se desplaza con el tiempo y no puede ser fijado de una vez por todas. La contemporaneidad de la que hablaremos será la de este final de siglo y milenio que nos toca vivir y tratamos de auscultar. Veamos ahora los rasgos predominantes de la cultura contemporánea y algunos de los condicionantes para la pedagogía de la fe.

1. LA HOMOGENEIZACIÓN FUNCIONAL DE NUESTRO TIEMPO. El rasgo más llamativo de las sociedades llamadas modernas es, sin duda, el profundo impacto de la industrialización y de las prácticas sociales derivadas de una sociedad donde la tecno-ciencia es uno de los elementos fundamentales. Vivimos inmersos en una sociedad de artefactos. Y vivimos bajo la creciente influencia de un modo de ver la realidad que se deriva de la práctica insistente y mayoritaria de la búsqueda de los medios más adecuados para lograr unos fines u objetivos dados. Es decir, estamos bajo la influencia creciente de una dimensión de la razón, denominada racionalidad instrumental o funcional. Lo importante es darse cuenta de que estas prácticas sociales derivadas del sistema tecnoeconómico van tejiendo un mundo cultural lleno de artilugios mecánicos o electrónicos. Un mundo artificial, alejado profundamente de la naturaleza y marcado a fuego por la lógica funcional. De ahí que se vaya configurando una cultura, es decir, unos modos de ver la realidad, de valorarla y darle sentido. Se suele denominar objetivismo al tipo de visión de la realidad que acompaña a este mundo tecnologizado. Un mundo que aparece como una cosa u objeto echado ahí. La realidad está así formada por un conjunto de cosas y funciones, más o menos compleja o hipercomplejamente entrelazadas, pero que no poseen otras dimensiones más allá de las que determinan los análisis objetivos de las ciencias llamadas naturales y técnicas o aplicadas. Si observamos este modo objetivista e instrumental de ver la realidad desde el punto de vista de los valores —tan importantes para el sentido— nos damos cuenta de que la racionalidad funcional lleva adscrito un determinado tipo de valores: aquellos que se inclinan hacia el lado de lo funcional e instrumental, pragmático, utilitario, eficaz, rentable, controlable y mensurable. Lo más grave de estas prácticas sociales funcionales y del estilo de vida y de cultura que están configurando es su dinamismo. Tienden a colonizar más y más espacios, en una suerte de lógica funcional imperialista. Bajo el influjo de este modo objetivista y funcional de percibir la realidad y la vida, van cayendo las relaciones interpersonales y actividades tan profundamente humanas como la educación o la política. Hay una especie de contaminación funcional generalizada, que no se detiene ante ningún ámbito de la vida humana. Asimismo este dinamismo funcionalista tiende a mundializarse: no hay cultura que lo detenga. Y ya hemos indicado que su penetración no es neutra: lleva consigo un modo causalista, mecanicista y mensurador de ver y tratar con la realidad. De ahí el enorme impacto de esta cultura tecnológica sobre las sociedades y culturas preindustriales o pretecnológicas. Si tras esta breve caracterización de este rasgo fundamental de nuestra sociedad y cultura de la modernidad contemporánea, quisiéramos apuntar algunas consecuencias para la religión en general y para la fe cristiana en particular, a tener muy en cuenta por el catequista y pastor, tendríamos que recordar fenómenos tales como los siguientes: En primer lugar, el estrechamiento objetivista de la realidad que hemos indicado. Lleva consigo una ceguera práctica para ver las dimensiones de profundidad de la realidad. Dicho de otra manera: la mentalidad y la visión de la realidad funcionalista sólo ven la superficie mensurable de la realidad. No advierten que la realidad está dotada de varias capas de profundidad y sentido. De esta manera, la actitud funcionalista que expanden las prácticas sociales dominantes en nuestro mundo tienden a eliminar el misterio de la realidad: sólo existe lo desconocido provisionalmente, hasta que la ciencia lo descubra o desvele. De aquí que se pueda decir que el objetivismo funcionalista actúa, en la práctica como un secularizador de nuestra cultura, en el sentido de un eliminador del misterio y de las predisposiciones mentales para lo religioso.

De esta racionalidad funcional se deriva una cierta incapacidad para la captación de los símbolos. Estos se reducen a signos utilitarios con referentes controlables físicamente de alguna manera. La dimensión de evocación y significación de la trascendencia queda fuertemente dañada. Los valores que impulsa la lógica funcionalista, con su énfasis en lo pragmático y utilitario, presenta también contradicciones para la aceptación de la gratuidad de la fe, su aparente inutilidad, la exigencia de donación e incluso de entrega más allá de cualquier aparente ineficacia o no rentabilidad, por no citar el choque frontal con temas tan centrales de la fe cristiana como la cruz o el amor incondicional de Dios. El funcionalismo propicia un tipo de actitud religiosa un tanto mercantil y eficacista; aunque la eficacia, la buena organización y planificación no debieran ser dejadas de lado ni en la catequesis ni en ningún tipo de pastoral. Este rasgo de la homogeneización funcional no es el único de nuestra cultura contemporánea, pues, como sucede con toda práctica social dominante, provoca también sus reacciones opuestas. Con todo, el catequista está desafiado a utilizar, en este tipo de cultura funcionalista, toda una serie de estrategias o de pedagogía de cultivo del símbolo, en la tarea de profundizar en la realidad y de iniciar al misterio. Más que en otras épocas, nuestra cultura necesita una sensibilización al misterio. Quizá algunas de las reacciones neomísticas y neoesotéricas actuales tengan su raíz en una búsqueda de compensación ante la tiranía de la racionalidad y la visión funcional. 2. GLOBALIZACIÓN, PLURALISMO Y RELATIVISMO. La mundialización de la cultura científicotécnica y de la producción económica no son las únicas realidades globalizadoras de nuestro mundo. Junto a la técnica y el mercado se alineán los medios de comunicación de masas. Estos nuevos lazos electrónicos mundiales nos hacen prácticamente contemporáneos a los hombres de nuestro tiempo; son los causantes, además, de un profundo cambio del contexto de experiencia social. Ahora somos verdaderamente contemporáneos a los demás seres humanos. La historia universal es por primera vez una realidad, merced a la cercanía y la puesta en contacto de noticias, sucesos, modas, estilos de vida y de sociedades de los diversos pueblos de la tierra. No tiene nada de extraño que estemos experimentando lo que empieza a denominars e el efecto a distancia: la influencia de unos puntos de la tierra sobre otros. No nos referimos únicamente a la industria automovilística nipona, por ejemplo, sino a las modas más pasajeras del vestir o de los telefilmes. Las repercusiones de esta globalización cultural no sólo se perciben en una uniformización de estilos de vida que imitan el americano: una macdonaldización de la cultura y la sociedad que amenaza con trivializarnos o someternos a los dictámenes de la publicidad consumista; se da también un doble fenómeno unido dialécticamente, y que está apareciendo ya como un dinamismo de fondo de la cultura actual. 1) Por una parte, la mundialización de los medios de comunicación nos ha facilitado el tomar conciencia de que cada pueblo o región es parte de un todo mucho más amplio. El sentido de relatividad nace al ritmo de esta experiencia de generalizado provincialismo que todos podemos hacer. 2) Pero al mismo tiempo que crece nuestro sentimiento de relatividad cultural, de ser el nuestro un modo de vida, religión o comportamiento humano entre otros, crece también la necesidad de valorar la tradición en la que he crecido, la religión en la que creo, la región en la que he nacido o, incluso, la localidad en la que vivo. El nacionalismo, la valoración de las propias raíces, la diferencia frente a otros, surge a la par que el relativismo de sabernos uno entre muchos. Vivimos el descubrimiento de nuestra contemporaneidad en un mundo plural y diferente. El relativismo y el multiculturalismo hacen aparición como fenómenos concomitantes en sus versiones sanas o enloquecidas.

Las consecuencias o desafíos de esta situación plural y relativista, a la vez que afirmadora de una multiculturalidad, no son nada despreciables para la educación de la fe. El catequista tiene que vérselas con una situación de mercado, como se la ha denominado en la sociología de la religión; es decir, ya no puede dar por obvia la aceptación fácil de su visión del mundo, de los valores y de la fe religiosa. En el clima de pluralismo tiene que ganarse a su clientela, convencerla de la idoneidad de lo que dice y ofrece. Otro tanto ocurre en el terreno de los valores y de los comportamientos morales: no puede acudir a la moral vigente o sociológicamente aceptada. Se comprende que en este clima de pluralismo y de relativismo florezcan las tendencias religiosas sincretistas o, al menos, se tienda a una flexibilidad doctrinal, que si bien sirve para afinar rigideces dogmáticas, puede conducir a un eclecticismo fácil. Así, asistimos, como reacción comprensible, a la aparición de corrientes de afirmación de la tradición, de lo propio, a la vuelta a cierta seguridad y pureza que puede desembocar en actitudes tradicionalistas o fundamentalistas. Cuando estas afirmaciones –que no sólo recorren lo religioso, sino lo político, lo étnico, lo ideológico, etc., pero que se mezclan fácilmente con ello– se vuelven compulsivas, estamos ante procesos de enfebrecimiento peligrosos. La catequesis debiera ayudar a aceptar una fe cristiana con convicción, pero sin rigidez, en una situación pluralista y relativista. En el fondo late el serio problema personal y social de la identidad en nuestra sociedad. La fe tiene que colaborar a la constitución de una identidad con contornos definidos, pero abierta al ancho mundo de hoy. Una tarea difícil, pues, como estamos viendo a través de los conflictos de nuestro tiempo, quizá el desgarro cultural de nuestro mundo actual pase por esta doble confrontación que ha quedado brevemente caracterizada a través de los dos rasgos –más bien un conjunto de rasgos– que representan la homogeneización funcional, por un lado, y la globalización multicultural y relativista, por otro. A decir de bastantes analistas sociales, aquí está la ruptura cultural de nuestro tiempo y la gran tarea de hoy: conjugar la funcionalidad homogeneizadora en lo instrumental, científico-técnico y productivo, con la diferenciación cultural y el relativismo. La religión cristiana está llamada a colaborar para suturar este desgarro. 3. DESTRADICIONALIZACIÓN Y REFLEXIVIDAD CULTURAL. Ahondamos por esta vía algunos aspectos ya insinuados en el apartado anterior. Una característica de nuestro tiempo es la mayor reflexividad. No es un dato derivado de la mayor inteligencia o capacidad de nuestros contemporáneos, sino de la situación objetiva del pluralismo. En una situación de una pluralidad de ofertas estamos condenados a tener que elegir, y la elección en libertad demanda reflexión. Dicho esto, no estamos olvidando las numerosas trampas publicitarias orientadas a manejar los gustos y, en último término, dirigir la elección en nuestra sociedad; pero vistas las cosas objetivamente, nos hallamos en una situación de necesidad de reflexión. La reflexividad social, como característica de nuestro tiempo, va vinculada estrechamente al fenómeno, de gran importancia para la religión y el educador religioso, de la destradicionalización. Con este término se apunta a un fenómeno típico de nuestra cultura contemporánea: la visión de la tradición como tradición, es decir, como transmisión heredada de un conjunto de modos y estilos de vida, valores, comportamiento, ritos, etc., que proseguimos de nuestros mayores, pero que pudieran ser de otra manera. Justamente este ver la relatividad de la tradición a la que estamos adscritos es un dato de nuestra situación actual. No siempre se ha vivido con esta conciencia la herencia de un acervo cultural. El que hoy día aparezca, quiere decir que, de ahora en adelante, tenemos que cambiar nuestro trato con la tradición: no desaparecerán las tradiciones, sino que su defensa y mantenimiento se hará con la consciencia de que son tradiciones. La reflexión, la argumentación, el dar razones y sopesar ventajas o costes del mantenimiento de tales o cuales modos tradicionales, será mucho más habitual en adelante que lo que ha sido hasta nuestros días.

Se comprenderá fácilmente que el catequista y el educador religioso están hoy ante una serie de graves retos. Están llamados a presentar una fe más razonada y reflexiva; a aceptar el cuestionamiento de muchas de las prácticas y reconocer su validez histórica, a la vez que su relatividad; a preparar creyentes que sean capaces de vivir la fe de un modo más cambiante en sus formas expresivas, celebrativas, etc., sin que la opción de fe deje de tener toda su seriedad y consistencia. Tendrá que estar preparado para comprender los brotes de cierta búsqueda de seguridad, y por ello de aferrarse tradicionalmente a las tradiciones. Una tarea de este educador religioso, acompañante, colaborador con otros educadores, será la creación de redes educativas que protejan y faciliten la apertura del niño o del joven creyente y aun del adulto. Se comprenderá que en este clima de destradicionalización, y en medio de una cultura que favorece las opciones individuales, se viva también la tendencia a afirmar la propia búsqueda más que la herencia recibida. Es decir, estamos viendo cómo bastantes contemporáneos más que una religión heredada quieren una religión elegida, encontrada, descubierta e incluso fabricada con los elementos elegidos por ellos. Esta sensibilidad hacia una fe personalizada con caracteres individuales es una señal de la época y está vinculada al fenómeno de la destradicionalización y la reflexividad. 4. LA VULNERABILIDAD SOCIOCULTURAL PRODUCIDA. La sociedad moderna actual se ha convertido en un riesgo permanente. Los componentes fundamentales del dinamismo de la modernidad se han mostrado como una amenaza para la misma sociedad moderna. Pensemos en la tecno-ciencia y su aplicación a la producción masiva que puede saquear la naturaleza, contaminar el medio ambiente y destruir el equilibrio ecológico, poniendo en riesgo la vida misma sobre la tierra; el militarismo y la carrera armamentista como potencial de destrucción y de creación de conflictos bélicos; la burocracia del estado moderno con su formalismo desecador de las relaciones, o los peligros actuales del tráfico, las transfusiones, etc. Podríamos ir recorriendo de esta manera los denominados elementos fundamentales de la modernidad, y advertir el rostro amenazador que conllevan. La modernidad tardía en la que vivimos se ha convertido, de esta manera, en una sociedad muy vulnerable y plagada de riesgos. El riesgo ha pasado a ser un componente cultural de nuestras sociedades. Conviene darse cuenta de la novedad de esta vulnerabilidad: es una amenaza generalizada, y que no se puede concretar ni aislar, ya que está clavada en la dinámica de la modernidad misma. Tampoco podemos protegernos frente a ella desplazando los riesgos hacia una parte del globo o hacia una clase social o un continente; estas estrategias sirvieron durante la industrialización, pero no hoy. No existen instituciones o protecciones frente a los riesgos derivados del mismo proceso de la modernidad. Sólo cabe la autorregulación, el autocontrol y la restricción inteligente. Advertimos que debemos cambiar de dinámica social. Pero esta demanda quiere decir que debemos cambiar de estilo de vida, lo cual exige un cambio de valores y una elevación moral generalizada. Fácilmente se ve que, en esta situación, la religión puede ser un elemento moral motivador muy importante para el cambio de sociedad y cultura de un menor riesgo y una mayor humanización. La fe cristiana está llamada a aportar su contribución a una responsabilidad, una cooperación y una solidaridad mayores, si es que se quieren conjurar los riesgos de esta sociedad. Una fe de raigambre profética, como la cristiana, tiene una especial tarea en esta situación. Pero también puede servir de falso controlador de las contingencias: brindar, como hacen algunos nuevos c ultos actuales, ofertas evasivas frente al no-control de los riesgos. Fomentarán un cierto reencantamiento esotérico del mundo, que actuará como encubridor o analgésico de una realidad que permanecerá intocada.

II. La crisis cultural de nuestro tiempo

Vivimos bajo la sensación general de crisis cultural, es decir, de puesta en cuestión de las respuestas de sentido habituales. Esta experiencia es característica de los momentos de cambio o tránsito hacia otra cosa. La crisis es como el umbral de un paso hacia otra situación, pero sucede que, a menudo, no somos capaces de discernir claramente lo que se avecina. Esta misma indecisión se capta mediante las diversas explicaciones que se dan de la crisis al hilo de las tendencias actuales. Las teorías socioculturales de la crisis son ellas mismas análisis y posturas frente al problema; de ahí que nos sirvan como muestras de las diversas visiones actuales sobre la situación social y cultural. La pluralidad de visiones concuerda en un punto: la crisis cultural de nuestro tiempo; pero las causas a las que atribuyen el diagnóstico difieren mucho entre sí, lo mismo que las soluciones entrevistas. Aquí prima una visión estructural del problema, que muy bien puede verse como complementaria de la anterior. 1. LA CRISIS CULTURAL VISTA POR LOS NEOCONSERVADORES. Es la explicación dominante en un momento de predominio de esta ideología. El neoconservadurismo, cuyos teóricos más representativos son los norteamericanos D. Bell, P. Berger, S. Martin Lypset, M. Novak y J. R. Neuhaus, achaca a la cultura moderna la ruptura o disyunción de nuestra sociedad moderna. Entiende que esta sociedad está constituida por tres órdenes o subsistemas sociales: la producción tecno-económica, la política democrática y la cultura pluralista. La tecno-economía o producción económica bajo el impulso de la ciencia y la técnica tiene unas leyes determinadas que no se pueden cambiar a discreción. Exigen, además, un tipo de hombre con capacidad de trabajo, colaboración disciplinada a un proyecto y búsqueda de los medios más adecuados para obtener con mayor eficacia y rentabilidad el objetivo propuesto. La política democrática vive bajo los presupuestos de unos ciudadanos con capacidad de sacrificio en pro de la comunidad, atención a los intereses comunes y participación responsable. Pero la cultura pluralista, nacida en la modernidad secularizada, ha sido impulsada por los vientos de una búsqueda de libertad y realización personal casi sin límites. El modelo era el artista que buscaba su autorrealización, autoexpresión y goce. Advertimos que la cultura moderna tiende a la creación de un tipo de hombre individualista, centrado en sí, narcisista y hedonista. El diagnóstico, tras esta descripción de la situación, no se hace esperar: tanto el sistema económico como el político chocan frontalmente con el tipo de persona y de valores que se proponen y expanden desde la cultura moderna. Si este dinamismo cultural tiene algo de fascinante para los contemporáneos, no cabe la menor duda de que estamos ante un sistema cultural con una lógica que socava los valores de los otros y, a la larga, crea un conflicto en el interior de la modernidad misma. Las soluciones avistadas por los neoconservadores son consecuentes con su diagnóstico: controlar la cultura y devolverla a la situación sometida anterior. Para ello ven en la religión un gran aliado. La religión judeocristiana podría ayudar a crear un tipo de moral social que apoye la disciplina, cierto ascetismo de vida y sacrificio, condiciones tanto para la producción capitalista como para el funcionamiento democrático. Incluso, algunos autores (M. Novak) han llegado a proponer una cierta legitimación religiosa del sistema capitalista democrático, bajo la égida de un cristianismo que ayude al equilibrio de la sociedad capitalista. 2. LA INVERSIÓN DE LAS CAUSAS DE LOS TEÓRICOS CRÍTICOS. LOS teóricos críticos (A. Touraine, J. Habermas, C. Offe, A. Giddens...) aceptan que estamos viviendo momentos de desorientación cultural. Pero no ponen el acento en la cultura como el lugar del tumor social de la modernidad actual, sino en los otros dos subsistemas de la modernidad, es decir, la economía y la política. Los neoconservadores señalarían bien los efectos, pero mal las causas. Especialmente los neoconservadores parecen ciegos a las consecuencias culturales inducidas por un sistema tecnoeconómico que desarrolla unas prácticas sociales centradas en la lógica funcional y en los valores

adecuados a su funcionamiento, como son la eficacia, el utilitarismo, la rentabilidad, etc. Aquí está la raíz del mal de la cultura moderna, que queda seca y agostada por este funcionalismo y por las relaciones comerciales que se expanden desde la mundialización del mercado. En estas condiciones no crecen ni las tradiciones ni las actitudes proclives a la solidaridad, la generosidad, la preocupación por los demás, la responsabilidad por el bien común. Se desatan más bien actitudes consumistas, competitivas, individualistas e insolidarias. La propuesta de solución será controlar el sistema productivo, la lógica funcionalista, elevar la moralización hacia una responsabilidad ciudadana mayor y más generalizada, como condición de un cambio de estilo de vida. De ahí que la política orientada por estos valores será fundamental para tal cambio, así como las motivaciones para una elevación moral. Aquí tiene su lugar un cristianismo con sensibilidad profética y crítica, impulsor de una cooperación ciudadana responsable. 3. LA SENSIBILIDAD POSMODERNA. «Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la posmodernidad. Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos» (FR 91). Es una de las visiones actuales acerca de los problemas de la modernidad. Ha llegado a ser, más que el mero diagnóstico de unos intelectuales (J. F. Lyotard, G. Vattimo, R. Rorty...), la expresión de un malestar ante la sociedad y cultura de la modernidad tardía que nos toca vivir. La posmodernidad se caracteriza por su increencia en los mitos que ha forjado la modernidad: el mito liberal de la sociedad opulenta, o el socialista de la sociedad igualitaria y sin clases, o el de la democracia libre occidental, o bien, los mitos más intelectuales de la razón ilustrada y la eliminación de todo mito y superstición mediante la educación, etc. Todas estas expectativas se han demostrado falsas; la misma realidad de los hechos se ha encargado de demostrar su falsedad. No hay que creer, por tanto, en la objetividad de ninguno de los grandes relatos o visiones de la modernidad. La posmodernidad es el adiós sin nostalgias a dichos metarrelatos o visiones totalizantes que, además, como ha sido testigo nuestro siglo, han funcionado como grandes religiones secularizadas de efectos totalitarios y mortíferos. Para la posmodernidad lo que hay que cambiar es el proyecto moderno: la totalidad de la cultura moderna estaría desenfocada. La salida avistada corre por el camino de los muchos y pequeños relatos o proyectos de sentido: la aceptación de un relativismo cultural y de valores que, prácticamente, declara temporales, coyunturales y rescindibles todos los sentidos de la vida. El desafío de este relativismo para la fe cristiana es muy serio. Puede aportar la recuperación de una dimensión más estética y menos logicista y funcionalista de la vida, con lo que se abre al símbolo y a la profundidad inagotable de la realidad; pero puede desembocar fácilmente en un consumismo de sensaciones y un relativismo propicio para los sincretismos religiosos del tipo de los nuevos cultos. La tarea con la que se enfrenta el educador es la de aprovechar el potencial crítico frente a los malestares y miserias de la modernidad, sin vender a bajo precio los valores transmitidos por esta. La contaminación posmoderna tenderá a acentuar las dimensiones experienciales, afectivas, estéticas de la fe cristiana, con olvido o alergia hacia las crítico-intelectuales y políticoestructurales. 4. Los NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES. Otra visión de la sociedad y la cultura actuales, hecha corriente social de nuestro tiempo, es la que se ha agrupado bajo el denominador de nuevos movimientos sociales. Una pluralidad de tendencias que reaccionan contra las contradicciones de la modernidad. Para esta sensibilidad, que agrupa en su seno tendencias tanto emancipadoras como puramente de resistencia y aun evasivas, el malestar de la modernidad es cultural. El conflicto, dirá su diagnóstico, no es tanto económico y de justicia distributiva –aunque sigue

existiendo–, cuanto cultural o de estilo de vida. Se trata de cambiar de gramática de la vida, de comportamientos, de valores, de expectativas. En vez de estar centrados en el desarrollismo, la productividad, la competitividad, la superación del otro (nación, ideología, sexo, raza...) por la fuerza, opta por ofrecerle nuestro reconocimiento y cooperación. Es decir, para los nuevos movimientos sociales hay tres dinamismos malsanos en la modernidad: 1) el productivismo que amenaza el equilibrio ecológico; 2) el militarismo que está en la base de la proliferación de los conflictos armados y su solución violenta, y 3) el patriarcalismo con su minusvaloración y el sometimiento de la mujer. El problema es cultural y la solución propuesta camina por un cambio de valores y actitudes que produzcan un nuevo tipo de hacer política, de relaciones con la naturaleza y de confianza recíproca entre los sexos, razas, culturas, etc. Estos nuevos movimientos han desarrollado formas de actuación social donde la fluidez de la organización, la espontaneidad y la fantasía, tienen un gran puesto. Se discute si precisamente estas formas de actuación social, opuestas a las procedentes de la razón funcional y la burocracia modernas, pueden aportar un cambio real o son sólo formas de expansión de una sensibilidad. El influjo de los nuevos movimientos sociales en los creyentes —jóvenes y cultos de mediana edad— y la inspiración cristiana de algunos de los movimientos eco-pacifistas, está fuera de toda duda. Estamos ante una corriente social donde se dan cita las generosidades mayores en pro de un servicio y una solidaridad en favor de los pobres de este mundo y de un cambio de vida más humano. El movimiento de voluntariado social no está ajeno a esta sensibilidad. Por estas razones, el educador y catequista cristiano debiera ser muy sensible a este tipo de manifestaciones y aprovechar su atractivo para una educación en la solidaridad, el compromiso social y político y la vivencia encarnada de la fe; en realidad, deberá acompañar un caminar no exento de frustraciones, ambigüedades y huidas. La diversidad de tendencias y diagnósticos nos proporciona un pluralismo de visiones de la realidad cultural contemporánea donde late la sensación de disgusto y tránsito hacia otra cosa, al mismo tiempo que nos indica que la realidad se ve de forma diferente dependiendo de la implicación y valores de quien la mira. 5. RELIGIÓN Y CULTURA CONTEMPORÁNEA. Las relaciones de la religión con la cultura contemporánea son ambiguas. Están atravesadas por las tensiones y mutuas incomprensiones que la historia de la modernidad ha deparado. Desde el Vaticano II se advierte un reconocimiento mutuo mayor, pero todavía estamos lejos de tener unas relaciones fluidas. Por ambas partes hay razones para la desconfianza. Debemos mantener el espíritu crítico, al mismo tiempo que evitamos cualquier legitimación o descalificación masivas. La fe cristiana está desafiada a ofrecer su valiosa colaboración para una humanización de esta sociedad y cultura (cf FR 92ss). «En este contexto se comprende bien por qué tiene también un notable interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la Iglesia en su integridad, mostrando su relación con la vida de los creyentes. Se da así una unión especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios vivo» (FR 99). No será fácil esta tarea, en un momento en el que predominan las teorías de la modernidad, que tienden a ver las tradiciones religiosas como premodernas, autoritarias y caducas. El catequista deberá hacer valer las aportaciones de la tradición bíblica, concretamente cristiana, a este hoy en reconocida crisis cultural: una•tradición religiosa que se niega a mitificar el sufrimiento y la injusticia, y emplaza al hombre con su responsabilidad frente al dolor del prójimo;

una sensibilidad inclinada al reconocimiento del otro, pobre, víctima, como presencia de Dios; el recuerdo del sufrimiento de los vencidos en la lucha en pro de la libertad y la justicia, que claman por una solidaridad que tenga futuro; el no estar solos, sino caminar en la presencia amorosae incondicional de Quien nos acompaña siempre en el sendero de la vida, son algunos de los fermentos que pueden contrarrestar el individualismo competitivo o escapista, la carencia de sentido e identidad, así como las relaciones mercantiles, la compulsión fundamentalista o el evasionismo de los nuevos cultos. BIBL.: BELLAH R. y OTROS, Hábitos del corazón, Alianza, Madrid 1992; BELL D., Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977; BERGER P., La revolución capitalista, Península, Barcelona 1989; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); DALTON R. J.-KUECHLER M., Los nuevos movimientos sociales, Alfonso el Magnánimo, Valencia 1992; DAHL R. A., La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona 1992; FUKUYAMA E, El final de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona 1992; GALBRAITH J. K., La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona 1992; GIDDENS A., Consecuencias de la modernidad, Alianza, Madrid 1993; HABERMAS J., El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid 1989; INGLEHART R., El cambio cultural en las sociedades industriales avanzadas, CIS, Madrid 1991; KENNEDY P., Hacia el siglo XXI, Plaza y Janés, Barcelona 1993; LAÍN ENTRALGO P., Esperanza en tiempos de crisis, Círculo de 2 Lectores, Barcelona 1993; MARDONES J. M., Posmodernidad y cristianismo, Sal Terrae, Santander 1995 ; Capitalismo y religión. La religión política neoconservadora, Sal Terrae, Santander 1991; Fe y política. El compromiso político de los cristianos en tiempo de crisis, Sal Terrae, Santander 1993; ID (ed.), Movimientos sociales, Verbo Divino, Estella 1996; MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997; MORIN E., Tierra-Patria, Kairós, Barcelona 1993; NoVAK M., El espíritu del capitalismo democrático, Tres Tiempos, Buenos Aires 1984; OFFE C., La gestión política, Publicaciones del Ministerio de trabajo, Madrid 1992; TAYLOR CH., La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1993; TOURAINE A., Crítica de la modernidad, Temas de hoy, Madrid 1993.

José M°. Mardones

DEPÓSITO DE LA FE

SUMARIO: I. Enseguida llegaron las preguntas. II. El evangelio bajo la figura de un depósito. III. El contenido del depósito de la fe. IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito. V. Creciendo como un grano de mostaza. Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los apóstoles se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer encuentro con Jesús (cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf DV 2, 8). Estaban llenos del Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había dicho que él era el camino, la verdad, la luz, la vida... Iluminados por el don de la fe (cf Ef 3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados, amados y acogidos tal como eran. Ahora les resultaban elocuentes las palabras y las promesas de los antiguos profetas (cf He 2,17-28). Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común» (He 2,42-44). Parecía sencillo.

I. Enseguida llegaron las preguntas Cuando la comunidad empezó a crecer y a dispersarse, comenzaron también las preguntas: ¿Por qué algunos creyentes no dan signos de haber recibido el Espíritu? ¿Cómo se recibe el Espíritu

Santo? (cf He 8,14-17). ¿Se debe predicar el evangelio a los paganos? (cf He 10). Cuando los paganos se convierten, ¿deben someterse a la ley? (cf He 15). ¿Qué va a pasar con los hermanos que han muerto, cuando vuelva el Señor? (cf lTes 4,1-17). ¿En qué consiste la resurrección de Jesucristo? (cf ICor 15)... Eran preguntas muy existenciales y vivas. Y con las preguntas llegaron también las extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7; 4,1-7; 6,4-5). Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del Señor y el crecimiento rápido de las comunidades provoc rpn la pérdida del amor primero (cf Áp 2,4). Podemos ver cómo, en alguna áamblea, la eucaristía se había disociado de la caridad (cf ICor 11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf Flp 2,2); y en diversas partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya salvados, rechazaban la cruz de Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar «la venida en la carne» (cf 1Jn 2,22-23; 4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1). La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz, era muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el final de su ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (He 20,28). Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san Pablo, parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de mantenerse intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe entendida como confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el acontecimiento históricosalvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y por Jesucristo no es real en sí, tampoco lo será para nosotros.

II. El evangelio bajo la figura de un depósito El término depósito (paratheke), aplicado al legado paulino, aparece tres veces en las cartas a Timoteo: «guarda el depósito» (1Tim 6,20); «sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él puede guardar hasta el último día [el depósito] que me ha encomendado» (2Tim 1,12); «guarda este preciado depósito, con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros» (2Tim 1,14). El tema de fondo es la necesidad de mantener íntegras «las enseñanzas de la fe y de la buena doctrina» frente a los «cuentos de viejas» (cf 1Tim 4,6-7). Pues en asuntos de esperanza, de fe y de caridad, el discípulo debe tener por norma «la sana doctrina» (2Tim 1,13). Es necesario, dice el autor de la carta, que el obispo sea «guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen» (Tit 1,9). Debe custodiar íntegra, con toda fidelidad, la sana doctrina para transmitírsela a otros creyentes, de forma que sigan dando fruto de buenas obras. Y para que esta cadena de testigos no se interrumpa, le ordena: «Las cosas que me oíste a mí ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros» (2Tim 2,2). En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos conocían la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre su custodia fiel y su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte integrante del código de la alianza (cf Éx 22,1-12; Lev 5,21-26).

Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1) que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente en «la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes» (cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.

III. El contenido del depósito de la fe Las cautelas frente al modernismo fueron impulsando a la teología neoescolástica a considerar la fe y el depósito de la fe de modo unilateral. La fe consistiría en el «asentimiento intelectual a las verdades reveladas», y el depósito de la fe vendría a ser un conjunto de verdades, contenidas en la Escritura y en la tradición, que había que salvaguardar frente a los ataques del mundo moderno. Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales. Aunque el autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la conducta de Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo, por quien Dios nos ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por el Espíritu Santo (cf Tit 3,47); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la salvación (cf 2Tim 3,14-17); la estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de los candidatos a los diversos ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón de Dios, para «obtener la vida eterna» (cf ITim 1,16)... El depósito no es un conjunto de verdades, sino un todo coherente, que abarca el kerigma, las pautas de conducta de los creyentes, la vida de fe de la comunidad, sus estructuras básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura... Tal es también el sentido que se ha recuperado en la concepción teológica subyacente al Vaticano II. Según la Dei Verbum, Jesucristo «mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7) y los apóstoles cumplieron este mandato con su predicación, sus instituciones. Pues «lo que los apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8). Se trata, pues, de una comprensión muy rica y compleja de la fe, que debe orientar también la catequesis. Una catequesis que no descuide los contenidos, pero que los integre en la visión personalista e integradora de la educación cristiana.

IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito La fe de la Iglesia —el evangelio— no está en los libros, sino en el pueblo de Dios. Como dice el Vaticano II, «la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración..., y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).

En las cartas pastorales, escritas en circunstancias muy concretas, se presta atención especial a la jerarquía y a su cometido en el cuidado y en la defensa del depósito. Pero ya san Ireneo resitúa la cuestión en una perspectiva diferente, cuando escribe a propósito del patrimonio que nos legaron los apóstoles: «como en un rico almacén, dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo que pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y beber el agua de la vida» (Adv. Haer. III, 4, 1). Es decir, hay que conservar el depósito, pero de forma dinámica y creativa, puesto que «guardamos y protegemos la fe recibida de la Iglesia; pero ella actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un valioso depósito en una preciosa vasija, para rejuvenecerse a sí misma y a la vasija que contiene» (Adv. Haer. III, 24, 1). Y es tarea esta que corresponde a todo el pueblo de Dios. Tal planteamiento no pretende restar importancia al magisterio jerárquico, pues es claro que «los obispos son los predicadores del evangelio..., los maestros auténticos, que están dotados de la autoridad de Cristo», y por ello les debemos una religiosa obediencia. Y es claro también que «esta obediencia religiosa de la voluntad y de la inteligencia hay que prestarla de modo particular al magisterio auténtico del romano Pontífice» (LG 25). Pero se debe insistir, con igual vigor, en el protagonismo de todo el pueblo de Dios, puesto que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a la verdad total..., la unifica en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos... Con la fuerza del evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión perfecta con su esposo» (LG 4). Y sin el protagonismo de todo el pueblo de Dios, en estrecho contacto con los desafíos de la historia humana, la Iglesia pierde creatividad y envejece.

V. Creciendo como un grano de mostaza El depósito de la fe no es un elenco de verdades, de instituciones y de normas que podamos encontrar en el catecismo o en otros libros. Es la fe viva y vivida de la Iglesia en toda su riqueza, que no se agota en ninguna formulación. Una fe sostenida y guiada por el Espíritu, en continuo diálogo con la historia y con la cultura. Como ha dicho el Vaticano II, «esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 8). Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria para guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin cesar (cf LG 4), nos enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52). Y así podemos ayudar al hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y de nuestra vida. Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir la doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero exponiéndola «según las exigencias de nuestro tiempo», pues una cosa es el depósito de la fe «y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades» (Discurso del 11 de octubre de 1962). Es decir, la fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz de defender el depósito consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al oyente de hoy. Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de verdades (cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más profundo y central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el corazón a Dios creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra carne y al Espíritu Santo, enviado a los creyentes como «prenda de incorrupción» (Adv. Haer. III, 24, 1).

Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del testigo y que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es el núcleo central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente y que el Vaticano II, un concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo de la Lumen gentium (cf 2-4). Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador al hombre moderno, tiene que hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con nuestra experiencia científica y secular del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo VI en el discurso de clausura del mismo Concilio (7 de diciembre de 1965). Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que requiere también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la vida de oración. De forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de ellas, vayan «pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8). Y de igual forma que todo el pueblo de Dios es depositario del evangelio –sujeto pasivo del depósito– también el pueblo de Dios en su totalidad debe sentirse responsable de que el grano de mostaza se convierta en árbol frondoso (cf Mt 13,31-32). BIBL.: CONGAR Y., La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1996; GEISELMANN J. R., Depositum fidei, en HOFER J.-RAHNER K., Lexicon für Theologie und Kirche III, 236-238, Friburgo/Br. 1956-1965; Pozo C., Depositum fidei, en AA. V V., Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995; WICKS J., Introduzione al metodo teológico, Piemme, Casale Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 291-304. Juan A. Paredes Muñoz

DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

SUMARIO: I. Catequesis y dignidad. II. Una noción central de la ética. III. Persona y dignidad. IV. Afirmación progresiva de la dignidad: 1. El mundo grecorromano; 2. La tradición bíblico-cristiana; 3. Los Padres y la teología posterior; 4. En el humanismo renacentista; 5. Desde el siglo XVI a nuestros días. V. El magisterio de la Iglesia. VI. El tratamiento catequético de la dignidad de la persona.

I. Catequesis y dignidad En el Directorio general para la catequesis (1997) se recuerda: «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esa dignidad brotan los derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos... La Iglesia advierte con gozo que "una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya a todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre" (ChL 5d; cf SRS 26b; VS 31c)» (DGC 18). Y advierte, en consecuencia que «la obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana». «En cierto sentido es "la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana" (ChL 37a; cf CA 47c). La catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 19).

Más adelante, después de reproducir el conocido pasaje de GS 22a: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma que «la catequesis, al presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién es Dios y cuál es su designio salvífico, sino que, como hizo el propio Jesús, muestra también plenamente quién es el hombre al propio hombre y cuál es su altísima vocación» (DGC 116; cf FR 60). Y al hablar de la pedagogía de la fe, añade que la catequesis se propone «ayudar a la persona a discernir la vocación a la que el Señor la llama» (DGC 144). Lo que equivale a ayudarle a caer en la cuenta de su auténtica dignidad. La causa de la dignidad constituye, más allá del ámbito propio de la catequesis, un desafío a la evangelización porque «el hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (RH 14). Y el Catecismo de la Iglesia católica recuerda que «la defensa y la promoción de la persona nos han sido confiadas por el Creador, y de ellas son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura histórica» (CCE 1929). La proclamación de la dignidad ha constituido un tema permanente, por estar implicado en la comprensión cristiana del ser humano y por ser este un lugar principal de la ética. La dignidad de la persona humana forma parte de los contenidos de la catequesis, por estar en relación estrecha con el mensaje evangélico y sus exigencias. Pero además, el reconocimiento de la dignidad de cada persona, su salvaguarda y promoción, aparecen entre los reclamos más importantes de nuestro tiempo. En términos de dignidad/dignificación se expresa una de las aspiraciones más profundas de la humanidad, que se quiere cada vez más humana. Y hoy es aceptado que la consideración de la dignidad representa una auténtica piedra de toque de sociedades, culturas y religiones. En su defensa y promoción convergen, como en la causa más noble, creyentes y no creyentes, que consideran esta tarea un auténtico test de humanidad y un anhelo que atraviesa las más variadas sociedades y culturas. Ahora bien, unida a la realidad de la persona y a la defensa y actuación de los derechos humanos, la dignidad es un concepto de contornos no fáciles de definir. De hecho, en el debate ético en curso en nuestra sociedad, sigue abierta una discusión sobre los fundamentos de la dignidad y los derechos humanos y se perciben nuevas urgencias en su defensa y promoción. Por ello, resulta necesario hacer un intento de síntesis del contenido e historia del problema, así como de su deuda con la tradición bíblico-cristiana, para subrayar que en la causa de la dignidad de la persona, que pertenece al núcleo del mensaje, se muestra la entraña humanista y humanizadora de la fe en el Dios de Jesucristo. Una tarea así reclama que en el proceso catequético se abra espacio a la consideración de la persona y su inseparable dignidad. Al tiempo que, también inseparablemente, se educa en el reconocimiento, respeto y promoción de esa prerrogativa de todo ser humano.

II. Una noción central de la ética La dignidad es «valor de valores» y constituye la «referencia primera y el principio de jerarquización en la evaluación de las culturas» (De Koninch). Y el cristianismo, como veremos, hizo que su significado desbordara el que había llegado a tener, incluso en el contexto del humanismo estoico contemporáneo, en el que el término era ya conocido. La palabra dignidad deriva directamente del latín dignitas, que se refiere al valor intrínseco de un ser, y del ser humano en especial. Alude a la estima, al reconocimiento, al respeto y al honor que aquel merece. Se trata, por tanto, de una noción que implica una relación.

El mundo romano incluyó también el uso de dignitas y dignitates para referirse a quienes tenían relieve social e influencia, a los dignatarios públicos, a quienes convenía y era debido el reconocimiento de su honorabilidad y brillo: «la dignidad consiste en una influencia honorable que merece los homenajes, las manifestaciones de honor, el respeto» (Cicerón). Se ha notado que si la etimología latina (que coincide con la de términos como decus, decnos y decet) habla de lo conveniente, de lo que es debido a alguien, el término griego correspondiente, axios (de donde deriva axioma), subraya el peso, la valía. De hecho, el latín tardío y la escolástica hablaron de dignitates y axioma para indicar proposiciones evidentes en las que se apoyaban los argumentos. La dignidad se predica, por tanto, de lo que tiene rango eminente y merece ser reconocido en su valía. Valor intrínseco y excelencia externa se reúnen en esta noción, que ha llegado a ser inseparable de la persona y que representa un atributo de lo humano. Con el avance de los siglos, y de forma cada vez más clara, la dignidad se vincula al ser mismo de la persona y se dirige al nivel más hondo del ser personal. Más allá de la posición social o de otras cualidades, la dignidad es prerrogativa del ser humano por el mero hecho de serlo. Una prerrogativa que nadie, ni por razón alguna, puede negar. Ahora bien, es aceptado que esa dignidad fundamental, que es inamisible por estar unida al ser, puede acrecentarse gracias a un comportamiento digno: «Dignidad —resume Rahner- significa, dentro de la variedad y heterogeneidad del ser, la determinada categoría objetiva de un ser que reclama, ante sí y ante los otros, estima, custodia y realización. En último término se identifica objetivamente con el ser de un ser, entendido este como algo necesariamente dado en su estructura esencial, metafísica, y a la vez como algo que se tiene que realizar»1. Hay, por tanto, dos modos de hablar de la dignidad: en cuanto radicada en el fondo personal y en cuanto proceso de dignificación relacionado con el actuar. Uno y otro responden a la particular realidad que la persona representa, y a su capacidad y responsabilidad de actuar libremente. En ambos sentidos la dignidad constituye un tema mayor en la ética y en la moral cristiana.

III. Persona y dignidad En las múltiples alusiones a la dignidad descubrimos hoy mismo el aspecto ontológico de esa noción, que apela a lo único de cada persona. Ella no puede renunciar a ser reconocida como tal, se resiste a ser nivelada a toda otra realidad y excede la mera condición del individuo de una especie, a la vez que verdaderamente «cada hombre lleva en sí la forma entera de la humana condición» (Montaigne). La Declaración universal de los derechos humanos, firmada el 10 de diciembre de 1948, proclama en primer término: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Aunque la Declaración no se detiene en fundamentar esa dignidad, sobre ella gravitan los derechos que a continuación se reconocen, derechos fundamentales y universales en su extensión. Cuando se habla de la dignidad se alude a una cualidad o modo de ser que es propia del ser personal y que supera a la naturaleza: la persona es «la irreductibilidad del hombre a su naturaleza» (Lossky). De ahí que «para presentir el misterio de la persona –escribe Clément– hay que superar todo su contexto natural, toda su envoltura cósmica, colectiva, individual, todo

aquello susceptible de ser captado. Captamos siempre la naturaleza, no captamos nunca a la persona..., la persona no es un objeto de conocimiento, como tampoco lo es Dios. Es, como él, lo incomparable, lo inagotable, lo sin fondo2. Si ese es el lado ontológico o antropológico de la noción, en su vertiente ética aparece como un atributo innegable, pero también indisponible e inviolable. La singular calidad o valía del ser personal reclama una estimación y una consideración tales que no permiten que la valía de la persona pueda ser comparada con nada, pues la dignidad excede lo evaluable. Esa prerrogativa del ser humano lo coloca aparte, infinitamente por encima de todo precio. De tal manera que no se puede colocar en una balanza ni hacerlo entrar en comparación, con no importa qué precio, sin atentar, de algún modo, a su santidad, como advirtió Kant. Esa condición sostiene el imperativo kantiano, imperativo fundamental del sujeto ético, que el filósofo enunció en formas varias: «obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio»3. Dentro de la ética kantiana, persona, dignidad y respeto forman una secuencia. Esa alianza entre los términos responde a una larga historia, en la que convergen la aportación del humanismo clásico y la de la tradición judeo-cristiana.

IV. Afirmación progresiva de la dignidad 1. EL MUNDO GRECORROMANO. Hemos dicho que persona y dignidad recorren juntas una historia en la que entran en juego la antropología, la ética y la teología. Una y otras son a la vez el substrato de derechos reconocidos y reclamados. Es sabido qu en el mundo grecorromano, en que ambos términos se acuñaron, no llega a alcanzar la densidad que lograron ulteriormente. Una carga de significación que, por otra parte, no puede darse por agotada. Con todo, tanto la paideia griega como la humanitas latina representan el esfuerzo de aquellas culturas por «pensar y cuidar de que el hombre sea humano y no inhumano». O «porque el hombre sea libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad», como señaló Heidegger en su Carta sobre el humanismo. De hecho, son numerosos los testimonios de aquellos siglos que muestran el asombro por el ingenio y la industria de los humanos. Así canta el coro de Antígona, de Sófocles: «muchos son los misterios: nada más misterioso que el hombre... ¡Inexhausto en recursos! Sin recursos no le sorprende azar alguno. Sólo para la muerte no ha inventado evasión». Y el viejo Píndaro, en la Oda Nemeica VI, proclama que, aunque medie una distancia insalvable entre la generosidad de los dioses y la de los hombres mortales, hay algo que les asemeja: la fuerza del pensamiento. En el humanismo griego el hombre llega a ser considerado «medida de todas las cosas» (Protágoras). En aquella concepción, el ser humano es capaz de regir la polis y de extender su dominio a lo irracional. El ser humano es visto como microcosmos (Demócrito), compendio y punto de convergencia de las formas de vida (Aristóteles). Incluso entre los estoicos se registra la afirmación de que «el hombre es una cosa sagrada para el hombre», una formulación de claro alcance ético. No obstante, los estudiosos coinciden en que el mundo antiguo, igual que no acuñó una verdadera noción de persona, tampoco llegó a reconocer igual dignidad a los no libres y a los plenamente ciudadanos.

2. LA TRADICIÓN BÍBLICO-CRISTIANA. Si el mundo griego, preocupado por el cosmos y la naturaleza, no llegó a sospechar del todo el valor de cada persona singular, ni llegó a reconocer una singularidad ontológica irreductible o, lo que es equivalente, el valor absoluto de cada ser humano y su dignidad incomparable, lo cierto es que ha contribuido de forma decisiva a la visión del hombre como imagen de Dios que se deriva de los textos bíblicos. Parece innegable, a juzgar por testimonios que han quedado en diversas culturas, que para autocomprenderse, el hombre «ha ido a llamar a la puerta de los dioses» (Gesché). Así lo muestra la frase del griego Arato, evocada por Pablo: «somos de su linaje» (He 17,28). Si esa comparación puede encontrarse en otros lugares, el saberse frente a o en relación con es decisivo en la antropología bíblica. Según la Biblia, la relación fundamental con Dios es constitutiva de la persona. El ser humano es creado a imagen de Dios (cf Gén 1,27), el hombre es aquel de quien Dios se acuerda y aquel a quien todo sirve (cf Sal 8). Querido y creado por Dios como su interlocutor, es capaz de responder y de comunicar. El hombre ejerce un dominiocuidado sobre lo creado como «imagen de Dios» que es. De ahí que, como advierte J. L. Ruiz de la Peña, «cuando los Padres afirman —y lo hacen muy frecuentemente—que al hombre le son inherentes un valor y una dignidad incomparables, están expresando equivalentemente lo que el término persona notifica. Valor y dignidad... adjudicables a todos y cada uno de los hombres, no al concepto abstracto de humanidad, de modo análogo a como Gén 1 adjudicaba a todos (y no sólo al Rey) la cualidad de imagen de Dios»4. Distinto de Dios como criatura que es, y semejante a su Creador, por su asimilación a Cristo, el ser humano está llamado a devenir imagen aún más plenamente: la imagen por antonomasia. Importantes lugares del Nuevo Testamento (cf Col 3,10; 2Cor 4,3-4; Rom 8,29; 1Cor 15,49; Col 1,15-18) expresan esa altísima dignidad a la que, en Cristo, pueden aspirar los humanos. Cuando el Nuevo Testamento habla de ser hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4) está señalando el nivel más alto de la dignidad, al mismo tiempo que apela a la hondura misteriosa de esa «contingencia no reductible» (Gisel) que es el ser personal, llamado al diálogo con Dios: «Más allá de las realidades históricas (el nacimiento de una interioridad y el momento reflexivo que supone Grecia), y lo que hayan podido representar y anticipar, es probablemente el cristianismo el que habrá aportado los datos decisivos de la revolución cultural y espiritual... Es sobre todo en su terreno donde un pensamiento de la persona y de la singularidad ha tomado forma realmente»5. Siguiendo la reflexión se puede afirmar que para la antropología bíblica el hombre es tal por la singular relación que Dios ha querido establecer con él, como atestiguan los relatos de la creación y múltiples pasajes donde aparece esa especial solicitud. El hombre, creado como un tú de Dios, es llamado a responder libremente a una comunión ofrecida por él. Esa condición —que sustenta lo único de cada ser personal, a la vez que su sociabilidad— es también el fundamento último de su incomparable dignidad. De ahí que se pueda decir del ser del hombre que «siempre es ya incomparablemente más de lo que puede hacer de sí mismo como ejemplar e individuo porque, por ser persona, tiene su verdadero ser en la palabra de Dios y por tanto, fuera de, extra se»6. El Catecismo de la Iglesia católica (1992) formula una síntesis de la realidad personal y de su dignidad: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es capaz de conocer y amar a su Creador (GS 12c); es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (GS 24c); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón fundamental de su dignidad» (CCE 356).

Después de desarrollar este tema, el Catecismo concluye con una cita de los Sermones de san Juan Crisóstomo sobre el Génesis, en la que se subraya la extraordinaria consideración que merece esta «grande y admirable figura viviente, más preciosa a los ojos de Dios que la creación entera...» (CCE 358). 3. Los PADRES Y LA TEOLOGÍA POSTERIOR. Un recorrido por su tratamiento del tema de la imagen de Dios ilustra al mismo empo el de su consideración de la dgnidad de la persona humana7. Para a patrística, la antropología y la ética son deudoras de aquel tema bíbli o. Los textos en que imagen, gloria & dignidad aparecen en conexión pueden encontrarse sin dificultad; el sombre es libre desde el comienzo, pues Dios es libertad, y a semejanza de Dios ha sido hecho. El hombre está llamado a ser gloria del Creador según la conocida frase de Ireneo de Lyon. Para Gregorio de Nisa, más que hablar de microcosmos (como había hecho el mundo griego), a la hora de mostrar la dignidad hay que apelar a la capacidad de la persona libre de asemejarse al Arquetipo. Lo inagotable e inasible del Ejemplar tiene una correspondencia en la imposibilidad de captar el espíritu humano, inasible e inagotable también. El hombre, espejo libre y vivo, se transforma progresivamente en imagen, de manera que desde una connaturalidad crece en afinidad. La naturaleza humana, reflejo de una belleza divina, acrecienta su dignidad en la medida en que más fielmente refleja al Creador. En términos de paradoja se expresa Gregorio Nacianceno, que no duda en hablar de lo humano como parcela divina, de una libertad que no puede ser forzada desde fuera y sólo cede ante el amor humilde de Dios. Para él se trata de una realidad «a la vez terrestre y celeste, perecedera e inmortal, visible e invisible, entre la grandeza y la nada, a la vez carne y espíritu..., animal en camino hacia su patria y, lo que es más misterioso, hecho semejante a Dios por un simple querer de la voluntad divina» (Discurso 45 para la Pascua). Resumiendo el sentir de los autores más destacados de la patrística oriental, escribe Clément: «Para los Padres la verdadera grandeza del hombre no reside en resumir el universo, sino en estar hecho a imagen de Dios... Así, el hombre —como Dios— es una existencia personal. No es una naturaleza ciega, una roca o un árbol. Debe englobar, expresar y calificar su naturaleza en relación con la imagen de Dios»8. La dignidad sirve de puente entre la antropología y la moral en san León Magno, como muestra su conocida exhortación «Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu ser. Acuérdate que has sido creado a imagen de Dios» (Sermón 7 en la Natividad del Señor). Hay un capítulo en la teología que vale la pena mencionar, al menos porque tiene una incidencia decisiva en la consideración del ser humano como persona y, por tanto, de su dignidad única. Se trata de la elaboración de la doctrina acerca de las Personas divinas y de la discusión acerca de la persona de Cristo. La filiación respecto del Padre, de quien somos hechos hijos en el Hijo, es comprendida como una gracia que eleva la condición humana «hasta lo insospechable y su dignidad hasta lo incomparable»9. En siglos sucesivos, ya en la teología medieval, se encuentran de nuevo unidos persona y dignidad, por el intermedio de racionalidad y libertad, que son términos clave para la definición de lo humano. Los nombres de san Anselmo y san Bernardo, Hugo y Ricardo de San Víctor, y Guillermo de Saint Thierry se pueden citar a propósito del reconocimiento de una dignidad real en quien es imagen del Rey. Dignidad que ostenta la persona, espejo incomparable, capaz de conocer a Dios por estar dotada de racionalidad y haber sido hecha capaz de asemejarse a él por su libertad.

Los atributos de majestad, nobleza y sublimidad le son reconocidos al ser humano como dones nativos que ni siquiera el pecado puede anular. En todo caso, su grandeza y dignidad son restauradas por la humillación de Cristo. Acerca de estos autores ha observado Javalet que están, por una parte, vinculados a las definiciones tradicionales de la imagen en términos de razón, autoridad o poder, pero que de la vida cristiana, de la tradición evangélica, extraen con nueva fuerza la convicción de que en ese ser libre radica una dignidad natural llamada a ser divinizada10. Una mención especial merece el tratamiento de la dignidad en santo Tomás, que dedicó algunas de las quaestiones a elucidar la noción de persona, tanto en el misterio trinitario como en el nivel humano. Ya en su Comentario a las sentencias señala que «al nombre de persona corresponde la propiedad esencial de dignidad» (Sent. I, d. 23, 1, 1). Y en otros lugares afirma que la dignidad del hombre, llamado a la bienaventuranza de la visión de Dios, ha sido manifestada de la manera más adecuada al asumir el mismo Dios la naturaleza humana (cf C. Gent. IV, 54). Para él, «la persona es la realidad más digna de cuanto existe» (Sum. Theol. I, 29, 3). Y «la fe en la creación nos lleva al conocimiento de la dignidad humana» (Comentario al símbolo de los apóstoles). 4. EN EL HUMANISMO RENACENTISTA. En el humanismo del Renacimiento tiene un nuevo acento la consideración de la dignidad, al tiempo que el hombre es colocado por encima de todo lo animado y lo inanimado, con capacidad de modular su vida gracias a la libertad. Abierto a múltiples posibilidades, el ser humano es visto como centro y síntesis del universo, según aquella antigua imagen que cobra nueva vivencia por los hallazgos de una ciencia también nueva. Hay que advertir que, pese a una tendencia a pensar lo humano de manera más autónoma, los pensadores renacentistas no excluyen la fundamental relación con Dios, aunque fijan la atención, en primer término, en la centralidad del ser humano en el cosmos y su condición de confín, o intermedio, entre mundos distintos. «Centro de la naturaleza y vínculo de todas sus partes», le llama Marsilio Ficino en su Theologia platonica. Los humanistas de este período prestan atención, sobre todo, a las posibilidades y aspiraciones del hombre, situado en el corazón del universo, según Pico de la Mirandola, autor de una Oratio de hominis dignitate. Este discurso pone en boca de Dios la defensa de esa realidad que se intenta defender, en un texto que ha pasado a la historia del tema y que expresa como pocos las convicciones de los humanistas: «Adán, no te he dado ni un puesto fijo, ni una figura propia, ni un cargo peculiar, para que, de acuerdo con tu propio consejo y determinación, puedas obtener y conservar el puesto que tú mismo desees. La naturaleza determinada de los demás seres está sometida a leyes que yo de antemano he establecido. T en cambio, libre de toda barrera, det inarás por ti mismo tu propia nat raleza, de acuerdo con tu libertad, a cuyo poder te he entregado. Te he co ocado en el centro del mundo para e desde aquí puedas ver mejor cuan está a tu alrededor. No te he hec ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que, como libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmes y forjes según aquella forma que tú mismo elijas. Puedes degenerar hasta convertirte en animal, como puedes, según tu querer, regenerarte hasta alcanzar lo divino». De una dignidad casi divina habla el humanista español Luis Vives, como había hecho anteriormente Gianozzo Manetti en su De dignitate et excellentia hominis. Ocurre que en la visión renacentista del hombre libre, configurador del mundo, responsable de su hacer y, por ello, de su propia humanidad, perdura la visión bíblica y cristiana como un trasfondo. Ahora bien, se deja percibir ya un giro antropológico del pensar que se acentuará posteriormente.

5. DESDE EL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS. Al comienzo de la era moderna —concretamente en el siglo XVI español—, por el descubrimiento de otras tierras y de otras culturas, se da un fecundo interrogante a propósito de la dignidad común a todos los hombres. Los nombres de Antonio Montesinos, Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, por citar los más conocidos, están unidos a la defensa de la dignidad fundamental de todos los hombres, y de un derecho natural, fuente de todos los demás derechos: «El principio fundamental —escribe Colomer al advertir esta importante aportación— es la dignidad de la persona humana y la dignidad de los hombres y de los pueblos, teniendo por base la realidad del hombre como imagen y semejanza de Dios... Esta consideración ha dirigido la renovación de la moral en España, así como todo el renacimiento teológico posterior... El concepto cristiano del hombre ha sido revalorizado y se ha convertido en una metafísica cristiana de la persona humana. La naturaleza humana es común a todos y cada uno de los hombres, sin distinción de nación, continente, cultura, edad, color. Los derechos humanos son inseparables de su naturaleza, nacen con el hombre y le son inherentes»11. La presencia de esta convicción, que es la de una dignidad universalizada, se puede encontrar en esta fórmula de un interesante texto de la época, el catecismo de Bartolomé Carranza: «El hombre es uno cuando es bueno y cuando es malo, cuando es rico y cuando es pobre, cuando está sano y cuando está enfermo» (I, 136). En sintonía con aquellos defensores de la dignidad, y con la más genuina tradición cristiana, Carranza señala expresamente la de los pobres, «que son imágenes vivas de Jesucristo». Y ofrece esta memorable síntesis del mensaje cristiano: «Dos cosas se notan, en la Sagrada Escritura, del hombre, y ambas quiere Dios que consideremos para la guarda de este mandamiento. La primera, que el hombre es imagen de Dios, y si no queremos profanar su imagen, habemos de mirar y acatar mucho al hombre. La segunda, que todo hombre es nuestra carne; y así como a cosa propia le habemos de abrazar si no queremos despojarnos de la condición natural de hombres» (II, 34). En el siglo XVIII, la dignidad recorre, como henos dicho antes, la ética kantiana: «los seres racionales llámanse personas, porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y por tanto limita en este sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)» 12. Sobre la grandeza (y miseria) de lo humano, ha escrito Pascal algunas de sus páginas más leídas. «El hombre supera infinitamente al hombre», es una de las frases célebres de quien consideró digna de admiración la «débil caña pensante» que es el ser humano. En tiempo más cercano, en el cauce de un personalismo ético, se pueden reunir aportaciones que han ayudado a que llegara a efecto la Declaración de los derechos humanos, sobre el trasfondo de un reconocimiento cada vez más amplio de la dignidad de cada uno de los seres humanos. Así, con su propio modo de pensar, pero con una coincidencia en lo único e incomparable de la persona, se puede recordar a Maritain, Haecker y Mounier, entre otros. La aportación más reciente de pensadores originales como son Lévinas y Ricoeur ha supuesto un traslado de la atención a la dignidad del otro en primer término. También con acentos propios, ambos autores han despertado la conciencia de una inviolable dignidad de las personas, ofrecida a nuestra responsabilidad, interpelando nuestra solicitud (Ricoeur). Basta recordar algunas líneas en las que se presenta la realidad del rostro humano, para advertir cómo el otro, que ya para Kant sólo se dejaba considerar en el reino de los fines, llega a ser ahora un imperativo primero. En una obra que lleva un título significativo, Humanismo del otro hombre, escribe Lévinas unas líneas que son también un extremo en el reconocimiento de la dignidad: «La desnudez absoluta del otro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara, es, no

obstante, lo que se opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma. El ser que se expresa, el ser que está frente a mí, me dice no, en virtud de su expresión misma. No, que no es simplemente formal, ni tampoco expresión de una fuerza hostil, de una amenaza; es imposibilidad de matar a quien presenta ese rostro13. Sin entrar en otras cuestiones implicadas en este modo de pensar, que coloca en primer lugar la consideración ética del otro, se puede advertir en este lenguaje un eco de la manera bíblica de hablar de lo debido, en primer lugar, a aquellos que están en situación menesterosa. Y de lo inseparable del amor/respeto al hermano en el Nuevo Testamento.

V. El magisterio de la Iglesia Como señalabamos al comienzo, tanto el Directorio como el Catecismo reenvían, en muchas ocasiones, al tratamiento de este tema en documentos relativamente recientes, donde la dignidad ha sido considerada en diversos contextos y desde varias perspectivas. La frecu8ocia en el uso del término en textos del Onagisterio resulta llamativa. En el siglo pasado, León XIII, en la encíclica 14rum novarum, tras afirmar la igua dad fundamental de todos, ricos y pobres, soberanos y súbditos, arguy ndo que uno «es el mismo Señor,de todos» (Rom 10,12), advierte: ) (CT 58); «La participación activa en el proceso formativo de los catequizandos está en plena conformidad, no sólo con una comunicación humana verdadera, sino especialmente con la economía de la revelación y la salvación... En catequesis, por tanto, los catequizandos asumen el compromiso de ejercitarse en la actividad de la fe... indicando los diversos modos para comprender y expresar eficazmente el mensaje, tales como: aprender haciendo...» (DGC 157). «Los métodos deberán ser adaptados a la edad, a la cultura, a la capacidad de las personas, tratando de fijar siempre la memoria, la inteligencia y el corazón a las verdades esenciales que deberán impregnar la vida entera» (EN 44). «El método inductivo consiste en la presentación de hechos... a fin de descubrir en ellos el significado que pueden tener en la revelación divina. Es una vía que ofrece grandes ventajas... corresponde a una instancia profunda del espíritu humano, la de llegar al conocimiento de las cosas intangibles a través de las cosas visibles; y es también conforme a las características propias del conocimiento de la fe, que consiste en conocer a través de signos...» (DGC 150). «Según esto,

la inducción da mucha importancia a lo concreto, a lo histórico, pero lo hace para penetrar mejor en el misterio» (CC 218). 4. PROCESO METODOLÓGICO EN LATINOAMÉRICA. Las prioridades y opciones de la catequesis latinoamericana también presentan un proceso metodológico que estructura el aprendizaje significativo: 1) Se toma como punto de partida el proceso inductivo: «Las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas» (Medellín, 5,6). 2) Se analiza e interpreta la historia, para descubrir los designios salvadores de Dios, quien habla a través del lenguaje de los signos de los tiempos. 3) Progresivamente se procede a una nueva lectura de la fe en clave cristológica, como acontecimiento central de la historia de la salvación, hasta llegar a la identificación y misión de la Iglesia. Así se llega al término del proceso catequético, utilizando una metodología que se inspira en las constantes de la pedagogía de Dios, en la que contenido y método aparecen íntimamente unidos y relacionados entre sí. 5. MÉTODOS EN CATEQUESIS. Los diferentes métodos utilizados en catequesis son considerados estímulos que permiten el acceso, la comprensión y acogida de la fe, están al servicio de las personas y son instrumentos pedagógicos en manos del educador. La aplicación de los distintos métodos en catequesis busca la Iniciación y maduración de la experiencia humana y cristiana, orientada hacia la confesión de la fe adulta y comunitaria. Desde la dinámica utilizada por los métodos activos señalamos el itinerario metodológico que normalmente se asume en la catequesis de la experiencia: a) Evocación. Arranca de una experiencia humana o situación vital que afecta a los catequizandos, tiene en cuenta sus centros de interés, la etapa evolutiva y la situación concreta del grupo. Su finalidad es tomar conciencia de las experiencias o vivencias más significativas en torno a un hecho determinado. Esta evocación exige procedimientos y técnicas específicas, adaptadas a la edad y a la situación concreta de los catecúmenos: presentación de experiencias de la vida del grupo, o ajenas a él, pero evocadoras y cercanas; proyección de hechos o situaciones que permanecen en el subconsciente y que se quieren explicitar; realización de actividades en lenguaje simbólico: imágenes, signos, fotopalabras, canciones, expresión corporal, etc. que sugieran, evoquen, permitan la toma de conciencia de experiencias vividas. b) Interiorización. Permite dar continuidad a la experiencia evocada para que la persona y el grupo se sientan interpelados. Hay que interiorizar los aspectos fundamentales de la experiencia para que resuene, de forma significativa, en el interior de cada uno. Entre los procedimientos y técnicas más adecuados, señalamos el papel del catequista, auténtico mediador que deberá ayudar a profundizar lo vivido, creando un clima favorable al silencio, a la interpelación, provocar y suscitar la interiorización, el diálogo, la escucha..., evitando dar respuestas y explicaciones innecesarias o excesivamente prematuras. c) Transmisión de la palabra de Dios. Se pretende que la experiencia evocada y profundizada sea interpretada desde la Palabra. «La palabra de Dios ilumina todo el acto catequético y es el elemento que da conexión a todos los demás» (CC 228). Se trata de encontrarse con la Palabra y más concretamente con el evangelio, conocerlo en profundidad y dejarse interpelar por él para que sirva de criterio y de sentido existencial. En un clima propicio para la escucha, la reflexión, el diálogo y la oración, el catequista va ofreciendo y presentando personas, hechos, señales y signos, que expresan y manifiestan el contenido de la revelación de Dios, su recepción y acogida. d) Expresión de la experiencia cristiana. 1) La experiencia vivida por el grupo necesita ser formulada a través del contenido básico de la Iglesia. Nos referimos a una síntesis de contenidos que expresen la fe del grupo. 2) La fe formulada necesita ser celebrada en espacios lúdicos,

espontáneos, simbólicos, festivos, utilizando los lenguajes dirigidos al corazón que expresen vivencias y sentimientos. La expresión celebrativa tiene múltiples manifestaciones (la música, el silencio, cantos, oraciones, imágenes, signos y sacramentos) que comunican y hacen entrever la realidad interior de una fe comprendida y vivida. 3) Finalmente, la experiencia de la fe necesita transformarse en actitud vital, su expresión es el testimonio y el compromiso. Este estilo de vida es la respuesta generosa y consciente a la oferta de vida propuesta desde una pedagogía liberadora. Este momento metodológico está caracterizado por su talante invitativo, sugerente, liberador. Su finalidad es posibilitar las capacidades del catequizando para que pueda dar una respuesta existencial, consciente y libre al proyecto de Dios. Concluimos este apartado con las palabras esclarecedoras de Juan Pablo II: «La edad y el desarrollo intelectual de los cristianos, su grado de madurez eclesial y espiritual y muchas otras circunstancias personales postulan que la catequesis adopte métodos muy diversos para alcanzar su finalidad específica: la educación de la fe... La variedad en los métodos es un signo de vida y una riqueza» (CT 51). A la luz de estas afirmaciones importa utilizar métodos que permitan un equilibrio pedagógico capaz de activar todas las capacidades de la persona, su inteligencia, afectividad, psicomotricidad, relación.

VI. Actividades y técnicas metodológicas Si el método es el eje ordenador de las actividades educativas, la catequesis tiene necesidad de actividades, técnicas y lenguajes que le permitan llevar a cabo sus objetivos: «Desde la enseñanza oral de los apóstoles a las cartas que circulaban entre las iglesias y hasta los medios más modernos, la catequesis no ha cesado de buscar los métodos y medios más apropiados a su misión» (CT 46). 1. ACTIVIDADES CATEQUÉTICAS. Entendemos por actividad toda acción educativa que permite el aprendizaje. La programación es un sistema de actividades previstas y sistematizadas para cuya formulación hay que tener en cuenta los objetivos y contenidos programados, a partir de ellos se plantean las actividades. Desde una metodología activa, la catequesis se sirve de actividades creativas capaces de suscitar y madurar la fe, evitando reducir el aprendizaje de lo cristiano al ámbito de los conceptos doctrinales. Las más significativas y útiles para la catequesis podríamos clasificarlas del siguiente modo: a) Actividades de tipo personal. Tienen como finalidad acercarse a la experiencia individual, interiorizarla y enriquecerla, despertando una actitud creyente de acogida y de adhesión a la propuesta cristiana, para que esta pueda ser expresada a través de los diferentes lenguajes. Este tipo de actividades quieren conseguir el máximo desarrollo personal, potenciar capacidades de creatividad y de relación entre los distintos elementos del mensaje cristiano. La individuación metodológica propone objetivos adaptados a las necesidades personales y actividades que respetan el ritmo y el modo de actuación de la persona. «Junto al anuncio del evangelio de forma pública y colectiva, será siempre indispensable la relación de persona a persona... de este modo la conciencia personal se implica más fácilmente; el don de la fe, como es propio de la acción del Espíritu Santo, llega de viviente a viviente, y la fuerza de persuasión se hace más incisiva» (DGC 158). b) Actividades de tipo grupal. Tienen como finalidad el aprendizaje comunitario de la fe, para que esta pueda ser acogida y expresada en grupo. Dadas las dificultades inherentes a la vida de relación (crisis, conflictos en la integración, excesos en el ejercicio de liderazgos), se hace necesario el aprendizaje de técnicas de grupo que posibiliten un ambiente de motivación, participación, sentido de pertenencia, capaz de favorecer la interacción y la cohesión entre sus

miembros. «El grupo tiene una función importante en los procesos de desarrollo de la persona... Además de ser un elemento de aprendizaje, el grupo está llamado a ser una experiencia de comunidad y una forma de participación en la vida eclesial» (DGC 159). c) Actividades de motivación. Su finalidad es desarrollar capacidades cognitivas, afectivas y comunicativas. Se orientan a puntualizar un determinado centro de interés, a provocar y tomar conciencia de la experiencia. Mediante la observación de la realidad, la escucha de relatos, la lectura de textos, la visualización de imágenes, la respuesta a cuestionarios, etc., se pretende descubrir y tomar conciencia personal del mundo interior, enriqueciéndolo con la experiencia de los demás. Suelen ser actividades orientadas a la toma de conciencia de lo vivido, buscan la asimilación cognitiva y existencial de la experiencia. d) Actividades de interiorización. Desde la concepción constructivista del aprendizaje aplicada a la memoria, se buscan actividades que incentiven la reflexión sistemática, progresiva y continua. Están relacionadas con la acogida de la palabra de Dios, buscan una respuesta personal que pueda ser traducida en actitud, toma de postura, decisión creativa. Su función es asimilar el nuevo contenido, interiorizarlo e integrarlo en la vida. Se pretende activar la memoria, no simplemente para aprender nuevas fórmulas, conceptos o definiciones, sino también para potenciar la interiorización, para guardar en el corazón aquello que es valioso e importante. Por eso se utilizan actividades de carácter imaginativo, capaces de sorprender, suscitar el silencio, la escucha, permitir la oración, la valoración de las experiencias, el desarrollo de capacidades de tipo cognitivo y afectivo que hagan posible la construcción de la memoria significativa. e) Actividades de expresión. Son aquellas que permiten desarrollar las capacidades de comunicación y las posibilidades expresivas que la misma fe proporciona, con la intención de implicar a la persona en todos los niveles de sensibilidad y racionalidad. El contenido aprendido significativamente no puede quedarse en el interior de la persona. Sólo existe auténtico aprendizaje cuando este se puede comunicar a los demás a través de los distintos lenguajes: oral, corporal, simbólico, etc. La metodología activa busca la síntesis de los elementos fundamentales que estructuran la experiencia vivida y para ello recurre a actividades como el juego, la escenificación, las técnicas relacionadas con la imagen (dibujos, paneles, murales, cómics, fotopalabra), la música, los audiovisuales, etc., que permiten expresar la síntesis de lo vivido en el acto catequético. f) Actividades de evaluación. Forman parte del proceso de aprendizaje y, como tales, deben ser tenidas en cuenta. Tienen como objetivo constatar el resultado de la acción realizada en función de los objetivos. Pretenden comprobar si el método y los medios utilizados en el desarrollo de la acción educativa han sido correctos o si es necesaria alguna rectificación. En pedagogía se habla de: 1) actividades de evaluación inicial: para conocer el grado de desarrollo del educando, su bagaje de conocimientos y actitudes previas y sus posibilidades reales; 2) actividades de evaluación formativa, realizadas a lo largo del proceso de aprendizaje, y cuya finalidad es eminentemente orientadora; 3) actividades de evaluación final, para constatar si se han conseguido los objetivos propuestos en el proceso de aprendizaje. Las actividades utilizadas en la evaluación deben poner en funcionamiento todas las capacidades del educando: interpretación o comentario de textos, utilización de la imagen y el sonido, expresiones verbales, corporales, simbólicas, etc. 2. TÉCNICAS Y RECURSOS AL SERVICIO DE LA CATEQUESIS. La catequesis intenta utilizar todos los recursos disponibles para que el catecúmeno pueda acceder a la fe a través del desarrollo pleno de sus capacidades. «En nuestro siglo, influenciado por los medios de comunicación social, el primer anuncio, la catequesis o el ulterior ahondamiento de la fe no puede prescindir de esos medios» (EN 45). «La catequesis se halla frente a un fenómeno que está influyendo

profundamente en los valores, en las actitudes y la vida misma de los hombres: los medios de comunicación social... constituyen un hecho histórico irreversible que, en América latina, avanza rápidamente y conduce, en breve plazo, a una cultura universal: la cultura de la imagen. Este es un signo de los tiempos que la Iglesia no puede ignorar» (Medellín, 5,11). Ante esta realidad, enumeramos algunas técnicas y recursos que puedan resultar útiles para la catequesis: 1) La imagen (fotografías, diapositivas, vídeos, fotopalabras...): permite desarrollar el lenguaje simbólico, que vela y revela mensajes, experiencias, sentimientos, etc. 2) Lluvia de ideas (brainstorming): tiene como finalidad superar las inhibiciones, favorecer la expresión; normalmente se utiliza para buscar soluciones creativas a situaciones conflictivas. 3) Juego de papeles o roles (role-playing): utilizado para plantear, argumentar y buscar soluciones a problemas personales, de actualidad. 4) Trabajo personal a través de fichas: se pretende la interiorización y expresión de diferentes contenidos, con la posibilidad de que cada uno se sienta interpelado, invitado a dar una respuesta personalizada; para ello, el educando ejercitará sus capacidades para la investigación, la consulta, la elaboración personal y la síntesis creativa; son múltiples y plurales las técnicas utilizadas con fichas: enumerar actividades a realizar, dibujo libre, completar frases, recortar y pegar imágenes, fotos, elaboración de mensajes, cartas, formular preguntas, resumir o sintetizar textos, etc. 5) Elaboración de manifiestos: son técnicas relacionadas con contenidos significativamente asimilados; se sitúan normalmente al finalizar un tema, expresan el compromiso, la postura del grupo ante un hecho o situación determinada. 3. FORMAS DE LENGUAJE CATEQUÉTICO. El lenguaje es la forma de expresión más completa, porque así como le sirve a los seres humanos para comunicarse, también sirve en la catequesis para hablar de Dios y hablar con Dios. Las narraciones, que cuentan la acción de Dios en la vida humana y en la historia; los signos y ritos pertenecientes a nuestra tradición cristiana; las formas espontáneas o codificadas de conducta, actitudes, valores, normas; las enseñanzas y argumentos racionales estructurados en el credo y en los dogmas de nuestra fe, son las mediaciones más importantes que constituyen el lenguaje religioso y permiten expresar y manifestar la experiencia cristiana. Este lenguaje, en sus múltiples formas, debe ser también el lenguaje de la catequesis: «Es preciso que nuestros materiales catequéticos, respetando la trascendencia del misterio cristiano, hablen un lenguaje que conecte —de modo significativo— con aquellas experiencias humanas profundas, a partir de las cuales el hombre se pregunta por la trascendencia» (CC 217). La tarea de la catequesis consiste en saber decir hoy lo que en la tradición eclesial se ha ido expresando a lo largo de los siglos: 1) en lenguaje narrativo, que contiene un mensaje experiencial, va más allá de la pura racionalidad, habla de temas universales y de sentimientos colectivos y no necesita grandes explicaciones para ser comprendido. Los cuentos, las leyendas, los mitos, son las expresiones fundamentales de este lenguaje; 2) en lenguaje bíblico, que es el lenguaje utilizado por el pueblo de Israel y de la comunidad cristiana para narrar su experiencia religiosa; no es un lenguaje que se pueda captar de entrada, de ahí la necesidad de iniciarse en él, de progresar desde lo literal y anecdótico hacia el simbolismo en el que se apoya la confesión de fe de la comunidad; 3) en lenguaje simbólico sacramental, que comunica un mensaje a través de signos y señales capaces de sorprender, evocar, hacer entrever una realidad, una presencia interior e invisible (realidad simbólica). Es un lenguaje dirigido al corazón, que expresa lo más profundo de la experiencia humana; 4) en lenguaje ético, donde lo racional y afectivo se expresan a través de un determinado comportamiento, manifestado en actitudes, valores, compromiso y testimonio de vida; 5) en lenguaje teórico conceptual, que abarca una realidad compleja de hechos y acontecimientos. Este contenido es el que estructura las palabras precisas, las formulaciones de los documentos oficiales de la Iglesia, la profesión de fe cristiana: «una

expresión privilegiada de la herencia viva... que se encuentra en el credo o, más concretamente, en los símbolos que en momentos cruciales recogieron, en síntesis, la fe de la Iglesia» (CT 28). La catequesis integra estos lenguajes complementariamente; cada uno de ellos tiene su tarea y finalidad propia. Cabe a la metodología saber relacionarlos entre sí y reconocer su valor pedagógico. El documento de Puebla afirma que: «La catequesis se concibe como un proceso dinámico, gradual y progresivo de educación en la fe» (Puebla, 984); estas palabras nos permiten concluir que la catequesis está sometida a los imperativos de la educación. Desde la dimensión pedagógica, los métodos encuentran su verdadero lugar y son una de las dimensiones fundamentales de la catequesis: no hay educación de la fe sin una metodología que la sostenga. Sin embargo, la variedad de situaciones humanas, obligará a la catequesis a buscar diferentes alternativas metodológicas, nunca definitivas ni absolutas, ellas brotarán de los condicionantes que puedan favorecer o retardar el encuentro y la respuesta entre Dios y la persona. Consecuentemente el catequista deberá asumir las actitudes pedagógicas que acentúen los valores que quiere transmitir; sin esas actitudes, el acto catequético perdería su valor educativo. El carácter testimonial en el catequista es la condición esencial del dinamismo evangélico: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos... os lo anunciamos» (Un 1,1). BIBL.: AA.VV., Orientaciones de la Iglesia católica sobre educación en América latina, CIDE, Santiago 1971; AA.VV., Formación de catequistas, SM, Madrid 1988; AA.VV., Curso de formación de catequistas, Instituto de Teología a Distancia, Madrid 1984; ANDRADE PONTE P., La catequesis latinoamericana al impulso de Medellín y Puebla, Medellín XIX (1989); ANTUNES C., Técnicas pedagógicas de la dinámica de grupo, Kapelusz, Buenos Aires 1975; APARISI A., Pedagogía de los signos de Dios en la acción catequética, Teología y catequesis 2 (1983); BABÍN P., Metodología, Marova, Madrid 1968; BOLÍVAR BOTÍA A., Los contenidos actitudinales en el currículo de la Reforma, problemas y propuestas, Escuela Española, Madrid 1992; CASIELLO B., Catequesis: reflexiones metodológicas, Didascalia 9 (1976); Con C., Psicología y currículum, Paidós, Barcelona 1987; El constructivismo en el aula, Graó, Barcelona 1993; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); DUBUISSON O., El acto catequético: su finalidad y su práctica, CCS, Madrid 1989; GARCÉS C. E., Didáctica del área de religión en el marco curricular de la LOGSE, San Pío X, Madrid 1995; GARCÍA AHUMADA E., Puebla, una catequesis profética, Puebla equipe Seladoc, Sígueme, Salamanca 1981; GoLDBRUNNER J., Métodos catequísticos hoy, Herder, Barcelona 1967; GONZÁLEZ LUCINI F., Educación en valores y diseño curricular, Alhambra, Madrid 1990; KIRSTEN R., Entrenamientos en grupo, Mensajero, Bilbao 1975; LEDU J., Catequesis y dinámica de grupo, Herder, Barcelona 1971; LóPEz J., Método y catequesis, Actualidad catequética 20 (1980); Una pedagogía catequética, reflexiones metodológicas, Didascalia 6 (1976); LóPEZ TRUJILLO A., Medellín, reflexiones en el Celam, BAC, Madrid 1977; De Medellín a Puebla, BAC, Madrid 1980; MARTÍNEZ BELTRÁN J. M., El grupo y la expresión de la fe, San Pío X, Madrid 1981; La mediación en el proceso de aprendizaje, Bruño, Madrid 1994; MERLOS F., Lectura catequética de Puebla, Medellín V (1979); SEGUNDO J. L., Visión cristiana: educación,-comunicación social y liberación, Centro crítico universitario, México 1971; SILVA S., Cultura e inculturación en el documento de Santo Domingo, Medellín XIX (1993).

Encarnación Pérez Landaburu

MINISTERIO DE LA PALABRA

SUMARIO: Introducción. I. La Palabra y la existencia. II. Los profetas, al servicio de la Palabra: 1. Enviados por Dios para proclamar su mensaje; 2. Fieles a la Palabra; 3. Palabra de Dios en palabra humana. III. El ministro de la Palabra y la Trinidad: 1. Dios se revela en Jesucristo; 2. La acción del Espíritu en el anuncio de la Palabra. IV. Un ministerio eclesial y apostólico. V. La comunidad eclesial, primera anunciadora. VI. Qué define a un ministro de la Palabra: 1. Sus actitudes; 2. Los medios que emplea. VII. Formas que reviste el ministerio de la Palabra.

Introducción

Dios ha manifestado siempre el deseo de dialogar con toda la humanidad, de encontrarse con los hombres que él ha creado. En el principio pronunció su Palabra creadora para que los hombres, a través de lo visible de la creación, accedieran a lo invisible de Dios (cf Rom 1,19-20); a lo largo de los tiempos nos ha seguido hablando, de múltiples maneras, para manifestar su amistad y cercanía a la obra de sus manos; y en los últimos tiempos nos habla por medio del Hijo de sus entrañas, su Palabra, para desentrañarnos en él todo su amor (cf Heb 1,1-3). Este diálogo construido desde el compromiso mutuo, aunque caracterizado por la iniciativa generosa de Dios, se abre una y otra vez en la historia personal y colectiva de la comunidad creyente. Israel, desde la promesa, y la Iglesia, desde el cumplimiento, son los depositarios de la palabra de Dios, manifestada de una vez para siempre en la persona de Cristo. La Escritura y la tradición son testimonios permanentes de la palabra que Dios dirige a todo hombre. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación» (DV 9). En referencia permanente a este doble depósito, el pueblo cristiano, unido a los pastores, tiene acceso a la Palabra de amor que Dios quiere dirigir a todos los hombres, sin distinción de espacio y tiempo. Y en ellos encuentra el ministro de la Palabra las fuentes para ejercer el servicio de anunciar y enseñar la salvación de Dios a aquellos que la Iglesia le encomienda.

I. La Palabra y la existencia Dios se manifiesta en su Palabra y esta Palabra tiene que penetrar los cuatro grandes ámbitos de la existencia cristiana en el mundo. Dios nos habla en la vida de cada día, en la celebración de la fe, en el servicio a los necesitados y en la comunión fraterna entre unos y otros. a) Al lado de la Escritura y la tradición se encuentra, pues, la realidad presente, el tiempo actual, que es tiempo de acción y de testimonio. La Palabra se sitúa en el contexto de la realidad que vivimos, con sus zonas de luz y sus segmentos de sombra, con los proyectos que promocionan y humanizan, y con todo lo que esclaviza y destruye. Quien está atento puede percibir el paso de Dios por este mundo y puede advertir las transformaciones que esto conlleva. En este sentido, entender la Palabra quiere decir leer los signos de los tiempos en que vivimos e interpretarlos: ¿qué nos quiere decir el Señor mediante las realidades que nos rodean?, ¿cómo nos interpelan? Reconocer cómo actúa Dios y cómo se hace presente es condición indispensable para aproximarse a la Palabra y convertirse en ministro y servidor de ella. b) El ámbito de la celebración de la fe, es decir, la liturgia y la oración, es el espacio propio de la proclamación de la Palabra. Dios se revela en el corazón de quien lo alaba en medio de la asamblea congregada en su nombre. La voz interior del Espíritu y su fuerza transformadora convierten la Palabra y el sacramento en un lugar de renovación y de comunión con la Trinidad. La Palabra señala los caminos de fidelidad a la voz de Dios y el sacramento es realización plena de los misterios salvadores. c) La celebración de la fe no queda encerrada en ella misma sino que se proyecta hacia el exterior de la asamblea, allí donde palpitan la vida de la Iglesia, comunidad de bautizados, y la vida del mundo. El servicio es la forma práctica de la Palabra. Sin servicio generoso y atento, la Palabra queda estéril, sin fruto. De la misma manera que la encarnación de Jesucristo lleva a la forma existencial concreta del Cristo-servidor, así también su palabra de vida, proclamada en la celebración, conduce al servicio solícito a los pobres y necesitados.

d) Finalmente, la comunidad es lugar y espacio en el que Dios revela su misericordia y su perdón, sobre todo a través de los sacramentos, pero también en la unión de corazones, en la relación fraterna. La Palabra estimula la comunión y, en cierta manera, la fundamenta, ya que la unión entre los que pertenecen a la Iglesia es un reflejo de aquella unión plena y fecunda entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se manifiestan en el interior de la Iglesia. Cuando escuchamos la Palabra, nos damos cuenta de que se tiene que plasmar en una vida comunitaria sincera y valiente. Ahí, en los hermanos, que son el icono de Cristo, reconocemos a las criaturas salidas de la mano amorosa de Dios. La Palabra nos ayuda y empuja a entender cómo Dios se manifiesta en la vida concreta de la comunidad, en cada rostro, en cada una de las acciones llevadas a cabo bajo el impulso del Espíritu.

II. Los profetas, al servicio de la Palabra En el Antiguo Testamento, el ministerio de la Palabra es ejercido sobre todo por los profetas. El profeta es el servidor del mensaje que Dios quiere hacer llegar a los hombres. Cuando el profeta habla al pueblo, no lo hace en su propio nombre ni refiere sus propias ideas. Vive al servicio del designio de Dios, de su voluntad. 1. ENVIADOS POR DIos PARA PROCLAMAR SU MENSAJE. La función del profeta consiste en llenar de contenido la alianza antigua entre Dios y el pueblo. Por eso Dios le escoge de entre el pueblo y lo envía a proclamar su mensaje. Poco importa si es demasiado joven e inexperto, como Jeremías, o si es un simple pastor como Amós. La invitación de Dios no deja opción para la duda o la réplica: «No digas: "Soy joven", porque a donde yo te envíe, irás: y todo lo que yo te ordene, dirás» (Jer 1,7). Desde el momento de su vocación, el profeta es un servidor de la Palabra, porque lo que pronuncie serán las palabras que Dios pondrá en sus labios. La imagen del serafín que con una brasa toca los labios del profeta (Is 6,6-7) o la visión de la mano que ofrece un libro que el profeta tiene que comerse (Ez 3,1-3) encierran la misma idea. El profeta queda lleno de la Palabra, y su ministerio no es ocasional o episódico, sino perenne: el profeta queda configurado existencialmente como servidor de la Palabra. De ahora en adelante, su vida quedará orientada de manera nueva. Vivirá de la Palabra, sufrirá por causa de la Palabra y la anunciará sin cansancio, cumpliendo así el encargo que ha recibido. La Palabra lo ha transformado decisivamente. Ya no hablará por sí mismo, sino que comunicará aquello que el Espíritu le indique. Quizá intentará resistirse, pero tendrá que permitir que la Palabra configure su vida. Solamente quien vive la presencia de la Palabra puede ser testigo de ella y puede osar predicarla a su pueblo y a todos los pueblos: «en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar» (Jer 1,10). El profeta, puesto al servicio de la Palabra, recibe la fuerza que posee esta Palabra que proviene del mismo Dios; por eso, lo que anuncia tiene fuerza y vigor, capacidad de transformación y de cambio. La Palabra, por medio del profeta, sacude y convierte, destruye y levanta, fortalece y arranca. El ministro de la Palabra es testigo, a la vez, de su propia debilidad y de la fuerza del Señor. «La palabra de nuestro Dios permanece por siempre» leemos en Isaías (40,8; cf lPe 1,2425). Y es que, en claro contraste con el ser humano, que es quebradizo y frágil, la Palabra es consistente y serena, ya que Dios cumple aquello que dice, su promesa. Lo encontramos también en Isaías: «Así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión» (Is 55,11).

2. FIELES A LA PALABRA. Un aspecto importante del ministerio profético es la fidelidad a la Palabra. La llamada y el envío del profeta son el principio de un camino de fidelidad. De hecho, también el falso profeta se muestra convencido de lo que dice y hace. Pero se trata solamente de una apariencia, ya que en el fondo de su ser sabe que es un servidor de los intereses de quien lo alimenta y no de la palabra de Dios. Escucha la voluntad de Dios, pero subordinado a la circunstancia socio-política y a la voluntad de quien tiene el poder. Su fidelidad real pasa por las exigencias de su rol (anunciar el triunfo del poderoso) y no por lo que el Todopoderoso le dice que comunique (un triunfo o una derrota, un éxito o un fracaso). No vive de la Palabra, y sus frutos no son buenos. Por eso, sus palabras no llevan la marca del Señor del universo. Opuesto al falso profeta, que juega con su papel de servidor de la Palabra, encontramos al profeta auténtico, que pone sus palabras al servicio de la Palabra. 3. PALABRA DE Dios EN PALABRA HUMANA. El mensaje profético es palabra de Dios en palabra humana. Y no puede ser de otra manera, porque Dios no habla en el vacío. El profeta es miembro del pueblo de la alianza, aquel a quien Dios habló en la cima del Sinaí. Israel se nutre del compromiso expresado en el pacto que su Dios ha hecho con él: el Señor será su Dios y ellos serán su pueblo. Pero el profeta anuncia una nueva y definitiva alianza, en la cual la ley estará escrita en el corazón (Jer 31,31-34). Las palabras del profeta no toleran la injusticia y la opresión, moneda común entre su pueblo. Por eso fustiga con dureza a los que piensan que actúan con la religiosidad más estricta, cuando de hecho justifican con la práctica religiosa un comportamiento injusto. La palabra de Dios pasa por las palabras del profeta y aquí toma la forma humana que llega a los oídos de los que escuchan. La palabra profética es de tal manera concreta y desconcertante que parece que no sea palabra de Dios. Cuando, por ejemplo, Jeremías anuncia la caída de Jerusalén (Jer 22,20-23), parece que haga el juego al enemigo babilonio y se oponga a la promesa divina sobre el carácter indestructible de la ciudad. Pero este es precisamente el mensaje del Señor. El profeta aparece con toda la grandeza del auténtico servidor de la Palabra: con un lenguaje humanamente repudiable, expresa exactamente el designio, inapelable y justo, del Señor. Poner la propia palabra al servicio del Señor y borrar el propio juicio para hacer transparentar solamente el juicio de Dios: este es el reto difícil del ministro de la Palabra. La figura de los grandes profetas de Israel recuerda a los que pretenden servir la palabra de Dios que lo tienen que hacer con fidelidad, aceptando las consecuencias de la llamada, insistente y sorprendente, del Señor.

III. El ministro de la Palabra y la Trinidad El modelo propio del ministro cristiano de la Palabra se encuentra en los textos del Nuevo Testamento. Aquí está la teología de la Iglesia de los apóstoles y los ministerios que el Espíritu suscita en su interior para así garantizar el anuncio y difusión de la Palabra. 1. DIos SE REVELA EN JESUCRISTO. El punto de partida es la revelación definitiva de Dios en la persona de Jesucristo, su Hijo. Así lo expresa admirablemente el prólogo de la Carta a los hebreos: «Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (1,1-2). Los profetas eran instrumentos al servicio del mensaje que Dios quería comunicar a los hombres. Jesucristo es la palabra de Dios en persona, y quien lo escucha a él escucha directamente al Padre, sin intermediarios de ninguna clase. El nos da acceso al Padre, ya que ha abierto con su muerte el camino que lleva al lugar santísimo y desde ahora el tabernáculo celestial es patrimonio de todos

los que creen en él. El, Jesucristo, ha hablado del Padre y ha hecho oír su voz. Pero su palabra de vida es palabra idéntica a la del Padre, ya que el Padre y el Hijo son una sola cosa. La palabra del Padre y del Hijo ha sido recogida por el Espíritu, el cual habla a los creyentes, personal y comunitariamente, con un lenguaje interior siempre nuevo. Sin él, la palabra de Dios y la obra salvadora de Cristo quedarían sin respuesta. Es él quien nos hace hijos y nos permite clamar: Abba, es decir, Padre (Rom 8,15). Por nuestra parte, la respuesta se transforma en anuncio, ya que el mensaje que nos llega se convierte en proclamación hecha por los que lo recibimos y lo aceptamos. Ahora bien, solamente lo podemos recibir si alguien nos lo anuncia, y este alguien es Dios mismo, que nos habla por y en Jesucristo. Lo dice Pablo en la primera Carta a los corintios: «[Dios] os ha llamado a vivir en unión con su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor» (lCor 1,9). Esta llamada de Dios a la amistad y a la unión con Cristo se dirige a todos los que forman la comunidad cristiana y, de manera especial, a los que ejercen el ministerio de la Palabra. En efecto, el servidor del mensaje lo es en virtud de la llamada que Dios mismo le hace. El servicio de la Palabra se configura entonces como la mediación necesaria para que esta llamada pueda resonar en el corazón de las personas. A la fe se llega gracias al anuncio del kerigma evangélico fundamental: Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Si alguien se apartara de este anuncio central, se pasaría a otro evangelio y haría estéril la llamada recibida de Dios por la gracia de Cristo (Gál 1,6). Por lo tanto, es condición indispensable que el ministro de la Palabra se mantenga, de palabra y de obra, en la buena nueva que es el eje de la predicación apostólica (He 2,23-24; 3,15; 4,10; 5,30-31; 10,39-40; 13,27-30). Hablar en nombre de Dios y de Cristo es tarea y privilegio del que ha sido llamado al servicio de la Palabra, a ser embajador de Cristo y portavoz del mismo Dios. El embajador lleva un mensaje de parte del que lo envía, y por eso anunciar la Palabra quiere decir comunicar un mensaje, pero también y sobre todo hacer presente la persona del emisario. Cuando el enviado habla, sus palabras de exhortación y aliento surgen de la palabra misma de Dios. El ministerio de la Palabra no es una pura repetición mecánica, sino la recreación actual de la palabra divina. Dios se fía de sus enviados y les confía su misma Palabra para que la hagan fructificar: el mensaje de la salvación y de la reconciliación se expresa así ahora con un lenguaje fiel y adaptado (2Cor 5,20). Los portadores de este mensaje son realmente mensajeros de buenas noticias, a quienes todo el mundo espera. Pablo, en la Carta a los romanos, explica la relación entre la fe y la predicación, encadenando cinco acciones: envío (por parte de Dios), anuncio, escucha, fe e invocación. Y concluye que la fe viene de oír la predicación, la cual equivale a anunciar la palabra de Cristo. Es, pues, Jesucristo mismo quien anuncia su mensaje (Rom 10,14-17). La llamada del Padre y la palabra del Hijo, gracias a la acción del Espíritu, se esparcen y difunden por toda la tierra. 2. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU EN EL ANUNCIO DE LA PALABRA. La acción del Espíritu se sitúa en el centro mismo del anuncio de la Palabra. No habría ministerio de la Palabra sin la guía y el impulso del Espíritu. El Señor Jesús promete a los servidores de la Palabra que, en los casos más difíciles, tendrán el auxilio directo e inmediato del Espíritu. Ante los que atacan el mensaje cristiano o se muestran refractarios, la actitud a adoptar tiene que ser de gran serenidad, ya que la certeza de la ayuda del Espíritu se impone a cualquier otra consideración. Los predicadores no tienen que preocuparse por lo que dirán ni cómo lo dirán. Si los servidores de la Palabra siempre tienen la asistencia del Espíritu, mucho más la tendrán en tiempos de persecución.

La promesa de Jesús se refiere al hecho de que el mismo Espíritu será ministro de la palabra del Padre y hablará por boca de ellos (Mt 10,19-20). De todas formas, aunque en caso de necesidad el Espíritu intensifica su acción haciéndola más sólida y consistente, su acción se plantea como algo regular y ordinario. El ministro de la Palabra sabe que el Espíritu no está lejos, que su intervención no es episódica. Al contrario, la llamada del Padre y la presencia del Hijo pasan a través de la donación del Espíritu, promesa y fuerza que vienen de arriba. Antes de la ascensión, es decir, antes de que la palabra del Resucitado deje de resonar directamente en los oídos de los discípulos, el Señor les asegura que les mandará «lo que os ha prometido mi Padre» (Lc 24,49). Por lo tanto, el momento presente se caracteriza por ser el tiempo en que el Espíritu construye la Iglesia. Y como la Iglesia se construye sobre la palabra de Dios, el Espíritu es el gran intérprete, el gran comentador de la Palabra. Sin la percepción que de él nos viene, las palabras de Jesús serían una carga insoportable o ininteligible. El evangelio podría quedar reducido a una verdad parcial. Solamente él, el Espíritu, garantiza que los creyentes lleguen a la plenitud de Dios. Lo que encontramos en el evangelio según Mateo (el Espíritu habla por boca de los ministros de la Palabra) lo podemos fundamentar en el evangelio según Juan: el Espíritu no habla por su cuenta sino que comunica todo lo que el Padre y el Hijo le comunican (Jn 16,13). En consecuencia, el que anuncia la Palabra y se hace portavoz del mensaje cristiano, cuando escucha la voz del Espíritu, escucha la voz del Padre y del Hijo. La Palabra es viva, se vuelve voz y mensaje gracias al Espíritu, que está en sintonía con la verdad y que conduce hacia la verdad plena. El servidor de la Palabra habla proféticamente cuando habla dejando hablar al Espíritu. El Espíritu tiene el conocimiento de Dios y de la historia; por eso se dice de él que anuncia el futuro. De manera parecida, el ministro de la Palabra, fiándose del Espíritu de verdad, hace resonar la Palabra mirando atrás, hacia la salvación que Dios ha obrado entre nosotros, y mirando hacia delante, hacia la historia que nos falta por recorrer y los bienes celestiales que esperamos recibir.

IV. Un ministerio eclesial y apostólico Así, pues, el Espíritu guía al mensajero de la Palabra. Y su responsabilidad y función son tan admirables, que en la primera Carta de Pedro se dice que hasta los ángeles están deseosos de oír y disfrutar de este mensaje (1Pe 1,12). El evangelio es anuncio de salvación y todo el universo se alegra de lo que se ofrece a la humanidad entera. El ofrecimiento es universal, sin exclusiones, tal como se deja entrever en los anuncios del libro de los Hechos de los apóstoles (He 2,39) y en la solemne declaración del Señor resucitado que envía a sus discípulos a ser ministros de la Palabra, servidores del mensaje evangélico (Mt 28,18-20). La tarea que se plantea a los seguidores de Cristo es la de suscitar nuevos discípulos, personas que se adhieran a la buena noticia del Reino sin reparos ni condiciones. La misión tiene que pasar por dos canales: el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y la instruccióncatequesis destinada a orientar la vida del nuevo discípulo. Así pues, el ministerio de la Palabra se ejerce en tres pasos. En primer lugar, en el anuncio del mensaje evangélico que lleva a la fe, una vez superadas las dudas y los miedos. En segundo lugar, en la acción bautismal, sacramental, que es la culminación de aquel anuncio en la medida en que lo integra y lo eleva a una vida de comunión con las tres personas divinas. Finalmente, el ministerio de la Palabra pasa por la exhortación constante a dar los frutos propios del Reino, que son el resultado concreto de guardar las palabras del Señor.

El encargo misionero del Señor resucitado encuentra una respuesta concreta en el ministerio apostólico. Pablo es el prototipo de apóstol y, por lo tanto, de ministro de la Palabra. En Rom 15,15-19, Pablo explica qué quiere decir para él ser servidor de Jesucristo y de Dios entre los paganos, aquellos que no conocen las promesas ni son herederos de la alianza del Sinaí. Pablo considera que su ministerio es un don, no mérito personal: el apóstol es un enviado a anunciar una palabra que le han confiado. Su envío no es resultado del azar, sino que es una misión pública y oficial. A Pablo le han mandado que anuncie el evangelio de Dios para que los paganos sean una ofrenda agradable a él, apta para ser ofrecida, escogida y selecta, con la garantía que proviene de la santidad, la cual es obra del Espíritu Santo. Ahora bien, Pablo interpreta el anuncio del evangelio que él lleva a cabo como el resultado de la acción que Cristo ha querido realizar a través de él. No quiere gloriarse de sus éxitos ni de sus habilidades como apóstol; solamente desea subrayar que él es el instrumento de Jesucristo para que los paganos lleguen a la fe. Jesucristo se ha valido, dice Pablo, de sus palabras y de sus obras, avalados por signos y prodigios y, en definitiva, por la fuerza del Espíritu de Dios. De esta manera, Pablo se presenta como mensajero del evangelio, servidor de la Palabra y no servidor de sí mismo. El ministro de la Palabra se considera un servidor de Dios y de Cristo y pone su gloria en ser un instrumento de difusión del mensaje. Sabe qué le han encargado y qué tiene en sus manos para llevar a cabo su misión. No se fía de sus fuerzas y pone todo lo que tiene al servicio del evangelio. No se vanagloria de nada, pero se siente satisfecho de haber podido colaborar en la obra de Dios, como servidor de su Palabra. Habla y actúa, pero solamente se atreve a hablar de lo que Cristo ha realizado a través de él, convencido de que los tesoros del evangelio tienen que llegar a los que no conocen a Jesucristo, su Señor. En el gozo por la Palabra, ha descubierto que su palabra de hombre ha sido acogida no como palabra humana sino como «palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes» (1Tes 2,13). Es la gran paradoja del anuncio: la palabra del mensajero se borra y llega a identificarse con la Palabra del mensaje, forma una sola cosa con ella. Entonces aparece su fuerza y emerge su impacto renovador en los que creen. La Palabra despliega su fuerza transformadora y el que la ha proclamado es testigo del cambio operado en la vida de los que la acogen. El mensajero reconoce en el mensaje el poder salvador del mismo Dios y le da gracias.

V. La comunidad eclesial, primera anunciadora El ministro de la Palabra ejerce un ministerio eclesial. Por eso sería insuficiente hablar de la llamada que recibe de Dios para ser servidor del mensaje si no considerásemos el marco comunitario en el que se inscribe su ministerio. Dicho de otro modo, por encima del ministerio de la Palabra está la comunidad eclesial, que es el primer agente de la predicación. El día de Pentecostés, después de que el Espíritu Santo llenase a las ciento veinte personas congregadas en el cenáculo, Pedro se puso de pie con los Once y empezó a hablar en nombre de todos ellos. Se trata, por lo tanto, de un discurso oficial del colegio apostólico, pronunciado por su portavoz, que interpreta las profecías (Joel 3 y los Salmos 16 y 110) y que comunica a los oyentes el mensaje cristiano fundamental, el kerigma sobre Jesús resucitado. Y añade: «de lo que todos nosotros somos testigos» (He 2,32). Al cabo de poco tiempo, Pedro y Juan son encarcelados por haber anunciado que «la resurrección de los muertos se había realizado ya en la persona de Jesús» (He 4,2). El anuncio del mensaje les llevará tribulaciones sin cuento, pero ellos –afirman– no pueden dejar de anunciar lo que han visto y oído (v. 20). Su decisión es firme, y tiene el total apoyo del Espíritu Santo (v. 8).

Hace falta valentía y convicción ante las amenazas y la oposición de los adversarios. Llega, pues, un segundo Pentecostés. El Espíritu baja por segunda vez sobre la comunidad, reunida en oración para pedir la valentía de anunciar la palabra del Señor (v. 29). Inmediatamente, se repite la llegada visible del Espíritu y Dios les concede lo que piden. Desde entonces proclaman la Palabra sin miedo y con gran coraje (v. 31). Toda la comunidad será protagonista de esta proclamación, que está sostenida por signos y prodigios realizados en nombre de Jesús. Toda la comunidad tiene como propio el servicio de la Palabra. Antes de considerar las funciones específicas en relación a este ministerio, es menester subrayar que la responsabilidad del anuncio de la Palabra pertenece a la Iglesia entera y a cada uno de sus miembros. En efecto, la comunidad primitiva no actúa de simple marco de la predicación de los apóstoles, que son los primeros implicados en la predicación del mensaje. Más bien la predicación apostólica se configura sobre el telón de fondo de una comunidad que ve como primera la tarea del anuncio del mensaje cristiano. La evangelización no se plantea como una tarea reservada a unos especialistas (los ministros de la Palabra), sino como la actividad propia de toda la comunidad. La Palabra tiene que ser difundida, y en el libro de los Hechos de los apóstoles difusión de la Palabra y construcción de la comunidad avanzan paralelamente. Por otra parte, toda la comunidad es llamada a la instrucción y a la edificación internas. La comunidad en su conjunto se presenta como la responsable de contribuir al crecimiento interior de la Palabra. Ciertamente, el ministerio de la Palabra es atribuido a los apóstoles en primer lugar, ya que ellos pueden explicitar mejor que nadie los contenidos y el sentido de la Palabra. Así Pedro se dirige a los hermanos reunidos y les informa de la acogida que los paganos, en la persona de Cornelio, han dispensado a la palabra de Dios (He 11,1-18). Ahora bien, en el terreno de la edificación comunitaria, Pablo insiste muchas veces en los carismas distribuidos generosamente entre sus comunidades y las empuja a ejercerlos ampliamente. De manera especial, los profetas tienen la misión de aconsejar, de consolar y de hacer comprender la voluntad del Padre y el empuje del Espíritu (lCor 12,28; cf también Ef 4,11). Con todo, la función que apóstoles y profetas realizan en orden al anuncio de la Palabra en el interior de la comunidad creyente, se inscribe en el don que toda la comunidad ha recibido en virtud del bautismo. Rom 15,14 habla de instruirse los unos a los otros y 1Tes 5,11 se refiere al aliento y a la edificación mutuos. El don del bautismo incluye a la vez el don de la fe y el don de la Palabra. Quien se adhiere a Jesucristo como Señor y lo confiesa como resucitado, acoge su mensaje y se convierte en su servidor. Es templo del Espíritu Santo (lPe 2,5) y el Espíritu no cesa de clamar dentro de él. Por eso, en la medida en que ha entrado en comunión con la Trinidad, ha acogido la salvación y conoce el mensaje desde la percepción que le viene del mismo Espíritu. Cuando habla e instruye a sus hermanos, lo hace en virtud de los dones recibidos. Sus capacidades puramente humanas se fortalecen y consolidan hasta el punto que es capaz de exhortar a partir de la Palabra. Las debilidades de una sabiduría puramente humana pasan a un claro segundo término cuando el que ha acogido el mensaje lo proclama y lo predica desde el fondo de su corazón. La comunidad se ve constantemente sorprendida cuando comprueba cómo la Palabra trabaja en el interior del bautizado y lo impulsa a una acción firme. La comunidad se construye gracias a la Palabra compartida y vivida, recordada y repetida tanto por boca de los que son ministros específicos como por boca de cualquiera de sus miembros. En consecuencia, el servidor fiel de la Palabra no se enorgullece de su ministerio ante los que tienen menos palabras que él. Más bien se esfuerza en captar en la instrucción de un hermano, por pequeño que sea, aquello que Dios ha querido poner en sus labios.

Por lo tanto, el ministerio de la Palabra pertenece a la comunidad cristiana en su conjunto, tanto en lo que se refiere al anuncio dirigido a los que no la conocen (evangelización) como en lo que se refiere a la instrucción surgida dentro de ella (edificación comunitaria). La razón última es el don del Espíritu comunicado a todo bautizado y, en consecuencia, la acción efectiva de Dios en el corazón de todos los que creen en su Hijo Jesucristo. Pablo lo formula diciendo «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Ciertamente, el servicio de la Palabra, tanto el genérico de toda la Iglesia como el específico, descansa sobre el hecho salvador fundamental: Dios nos ha salvado por Jesucristo, es decir, ha llenado nuestros corazones de su amor y de su paz mediante el sacrificio generoso de su Hijo en la cruz, resucitado para hacernos justos.

VI. Qué define a un ministro de la Palabra 1. Sus ACTITUDES. Ya hemos ido indicando algunos elementos que definen el ministro de la Palabra. Ahora los vamos a abordar directamente. a) Conciencia de la misión. Quien se pone al servicio de la Palabra ha de tener conciencia de su misión. La analogía más apropiada es la del apóstol Pablo. Pablo señala que, para él, anunciar el evangelio equivale a servir a Dios (Rom 1,9). La obra de evangelización es una ofrenda, un obsequio de su persona y de su vida, puestas al servicio del evangelio. Pablo no duda en entender su apostolado como una respuesta a la gracia que ha recibido. Dios ha querido revelarle a su propio Hijo (Gál 1,16) y él ha aceptado ser su heraldo entre los paganos. Su misión parte, pues, de la relación privilegiada que mantiene con el Señor Jesucristo. El lazo de Pablo con su misión de anunciar el evangelio es tan fuerte que él mismo la plantea en términos de obligatoriedad: «¡ay de mí si no evangelizare!» exclama cuando habla de su apostolado (1Cor 9,16). El encargo que le han confiado no admite réplica alguna, al estilo de la vocación de los profetas de Israel a quien Dios empujaba a cumplir su ministerio. b) Vinculación con la tradición de la Iglesia. El ministro de la Palabra no parte de cero. La tradición de la Iglesia, que no se cansa de proclamar el evangelio, convierte al servidor del mensaje en un eslabón más de una larga cadena. Cuando Pablo quiere explicar a los corintios el tema de la resurrección (c. 15) empieza mencionando aquella enseñanza que había recibido cuando le introdujeron en los misterios de la fe: Cristo muerto y sepultado, resucitado y manifestado a los discípulos (vv. 3-5). Y acaba recordando que esta es la enseñanza que todos los apóstoles predican (v. 11). Quien predica la palabra hace resonar el anuncio fundamental y común. Lo hará con más o menos acierto, con una preparación más estricta o con unas palabras menos justas, pero tan solo anuncia lo que le han enseñado. Antes de ser servidor de la Palabra se es un creyente en la Palabra. Solamente quien recibe con afecto y docilidad el mensaje de la fe, será después capaz de anunciarlo con cariño y sin protagonismos. Más aún, el «ministro del evangelio» (Ef 3,7) se acerca al texto desde una tradición, anterior a él, que le hace llegar el mensaje de la Palabra en su globalidad: la fe es el mensaje enseñado, recibido y acogido (Col 2,7; 1Tim 6,13-14). Sin la tradición, al predicador de la Palabra le faltarían raíces y fundamento. Desconocería la naturaleza exacta de esta Palabra, la cual surge en el recuerdo y el memorial de las gestas del Señor. Por lo tanto, la tradición es el vehículo del mensaje, y la palabra de Dios, tal como aparece en la Sagrada Escritura, se sitúa en el proceso de transmisión de las maravillas de Dios y, en concreto, de la más grande de todas ellas: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

c) Fidelidad. Esta referencia a la tradición nos lleva a subrayar la fidelidad exigida al ministro de la Palabra. La fidelidad empieza con la convicción de que los predicadores del evangelio no se predican a ellos mismos, sino que anuncian la persona y la obra de Jesucristo (2Cor 4,5). Quien se predica a sí mismo usa el mensaje como pretexto, como excusa para divulgar sus propias ideas. Esto es un abuso: las convicciones propias han de ser distinguidas de lo que dice la Palabra. Ciertamente, no es posible la objetividad pura, ya que leer el texto equivale a establecer un diálogo entre mi idea sobre el texto y lo que el texto me va mostrando. Si no vemos cuáles son nuestras precomprensiones a la hora de acercarnos al texto, estas precomprensiones se transformarán en prejuicios, y entonces la interpretación quedará irremediablemente condicionada. La fidelidad pasa, pues, por el servicio al mensaje que parece descubrirse en el texto. La referencia permanente a la tradición y la ayuda y orientación del magisterio favorecen la acogida y transmisión de la verdad del evangelio y liberan de una interpretación subjetiva. Ciertamente el magisterio eclesial, ejercido por los obispos, presididos por el sucesor de Pedro, «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio»; esa es la razón por la que sustenta, en nombre de Jesucristo y con la asistencia del Espíritu Santo, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita» (cf DV 10). El servidor del evangelio, que quiere ser predicador de Jesucristo, encuentra en el diálogo obediente con el magisterio el sello que garantiza su trabajo evangelizador. Este diálogo, a veces complejo, ayudará al ministro de la Palabra a ser un auténtico servidor de la unidad de la fe con un amplio sentido de la verdad, sin detrimento del sentido pastoral. En consecuencia, la fidelidad del ministro de la Palabra pasa por la aceptación sincera del mensaje que le han transmitido y del que él mismo se convierte en transmisor bajo la guía de sus pastores. d) Actualización en el momento presente. La fidelidad, vinculada al mensaje que se predica y a la tradición que lo vehicula, pasa también por la necesaria actualización, de acuerdo con las urgencias del momento presente. Se trata, pues, de combinar la fidelidad pasiva (repetición de lo que se nos ha comunicado) y la fidelidad activa (la que procura que el acontecimiento salvador se repita en el presente de los que lo escuchan). Las dos fidelidades están profundamente entrelazadas, ya que se abre paso al don divino a partir de la fidelidad pasiva, aunque es necesaria la fidelidad activa como medio que facilite la llegada de la salvación. El ministro de la Palabra sabe, pues, que actualizar el mensaje no quiere decir tan solo expresar las cosas de siempre con palabras actuales, sino procurar que se reproduzca ahora y aquí el encuentro entre Dios y el hombre. Su función de intérprete de la Palabra, sensible al lenguaje y a los problemas actuales, solamente culmina cuando el mensaje interpela a quienes lo escuchan y les mueve a una respuesta decidida y valerosa. Exactamente aquella respuesta que se produjo en el pasado, cuando el mensaje llegó a sus primeros oyentes-testigos y fue capaz de crear en ellos una adhesión incondicional y de originar una tradición indestructible. 2. Los MEDIOS QUE EMPLEA. ¿Con qué medios ha de anunciar el mensaje el servidor de este mensaje? ¿De qué manera tiene que situarlo en relación con su proyecto de vida? Dice el apóstol: «Cuando llegué a vuestra ciudad, llegué anunciándoos el misterio de Dios no con alardes de elocuencia o de sabiduría» (1Cor 2,1). Pablo no quiere usar en su predicación habilidades y refinamientos retóricos, que convertirían el mensaje en un producto para vender. Prefiere una cierta debilidad en su discurso para que brille con todo su resplandor la fuerza del Espíritu, su poder convincente. La utilización de recursos de la sabiduría humana, usados como arma coercitiva, haría un flaco servicio al evangelio. En todo momento, el predicador ha de utilizar unos medios que dejen bien claro que él es un instrumento en manos de Dios y de su Palabra. De hecho, esta Palabra o mensaje se concreta en Jesucristo crucificado, debilidad a los ojos del mundo y sabiduría a los ojos de Dios.

a) La debilidad, el diálogo y la comunicación. El servidor de la Palabra lo es desde la debilidad, desde el diálogo y la comunicación con el otro. Hacer llegar el mensaje pide el tú a tú, la relación entre personas, la amistad compartida, la propuesta y la invitación. Difícilmente puede existir un medio más propio para la difusión del mensaje evangélico que el que surge del estilo que encontramos en la predicación de Jesús. El método usado por Jesús en el anuncio del Reino se fundamenta en la llamada y el diálogo. b) El testimonio. El servidor de la Palabra no querrá inundar con sus palabras; al contrario, se esforzará en despertar aquellos resortes más profundos de la persona, allí donde libremente se deciden las opciones de vida. Por otra parte, el ministro de la Palabra mostrará que vive lo que predica, que su vida responde al mensaje que anuncia. Así pues, para llevar a término un anuncio fecundo del evangelio es necesario el testimonio ante los que escuchan. En la misión de los Doce (Mc 6,7-13 y par.), Jesús manda a los que tienen que anunciar el Reino que lo hagan de forma sencilla y austera, que lleven bastón, sandalias y un vestido, pero que coman lo que les den las personas que les reciban en casa. Predican la acogida y la conversión y tienen que presentarse con el saludo de la paz. El testimonio, entendido como coherencia entre la palabra y los hechos, es el primer anuncio. El predicador, antes de proclamar el mensaje, lo vive, y así el mensaje empieza a ser comprendido por los que escuchan. c) Vinculación entre Palabra y sacramento. El alimento espiritual que se consigue con la Palabra queda prof undamente vinculado al sacramento. Los sacramentos son el ámbito donde el ministro de la Palabra ve realizado, en su sentido pleno, el misterio salvador de Dios. Los sacramentos confirman la Palabra, ya que en ellos el mensaje toma cuerpo concreto y visible en la acción de Dios en la historia humana. La Palabra llama a la conversión y suscita la respuesta de la fe. En el sacramento, la fe es don que transforma el corazón del creyente y lo convierte en un nuevo ser; por el sacramento, se convierte en hijo de Dios. Lo que la Palabra manifiesta, el sacramento lo culmina. La Palabra es acontecimiento salvador, pero en el sacramento la Palabra se integra en la realidad última de la fe: la unión personal con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por el sacramento, el amor de Dios se experimenta desde la humildad y la grandeza del signo. Por todo eso, el ministro de la Palabra busca y encuentra en los sacramentos de la Iglesia la densidad de salvación que propone en su mensaje. La Palabra no se puede anunciar al margen del gesto sacramental. Aquí es donde se lleva a -cabo aquella entrada al Reino, presente y futuro, que la Palabra anuncia.

VII. Formas que reviste el ministerio de la Palabra El ministerio de la Palabra reviste formas diferentes. 1) En el anuncio misionero, el servidor del evangelio es heraldo de la buena noticia, el pregonero que da a conocer el kerigma salvador: la muerte y la resurrección de Cristo. El anuncio pide convicción e ilusión, esperanza y paciencia. La Palabra tiene que resonar con pureza y simplicidad, concentrada en su núcleo fundamental y mostrando su fuerza salvadora. 2) En la catequesis, el servidor de la Palabra, es decir, el catequista, instruye y acompaña en la fe, procura conformar la vida del catequizando al estilo del evangelio. Aquí el anuncio de la Palabra se hace lenta y progresivamente, de acuerdo con los itinerarios adecuados a cada momento, etapa u ocasión de la vida del catecúmeno o del bautizado. En la catequesis, la Palabra es objeto de reflexión y estudio, de asimilación y de consolidación en el camino cristiano. 3) En la homilía, la Palabra es expuesta por sí misma y en relación con el momento presente de los que participan en la celebración. La homilía se sitúa en un ámbito de gran intensidad, en el que confluyen la realidad del sacramento, la fuerza del

anuncio y la recepción de los que buscan la luz y la verdad. El anuncio de la Palabra pide una sensibilidad especial para canalizar las diversas dimensiones y mover el corazón de los que escuchan. Por eso la homilía integra elementos de anuncio misionero y elementos de instrucción o catequesis, exhortaciones válidas para la vida cristiana y referencias de esperanza en las realidades futuras. 4) En la enseñanza teológica, el servidor de la Palabra es quien reflexiona sobre el designio salvador de Dios, que se ha revelado en la cruz de Jesucristo y que nos da su Espíritu. La Palabra es el fundamento de la reflexión del teólogo, que la sitúa en la gran tradición de la Iglesia y la confronta con el tiempo en que vive. El teólogo busca la síntesis entre el pasado y el futuro de la Palabra, ausculta el dogma y busca nuevos caminos. 5) En la educación católica, el servidor de la Palabra se esfuerza en construir un proyecto educativo solvente, de acuerdo con los principios y los valores del evangelio. La pedagogía de Dios, tanto la de la antigua como la de la nueva alianza, es un punto de referencia esencial. La Palabra no ofrece nunca soluciones inmediatas, y por eso el educador cristiano debe ser creativo y debe considerar los retos formidables que plantean las condiciones personales y socio-culturales de las personas que han de ser educadas. 6) En la enseñanza religiosa escolar, el servidor de la Palabra presenta los diversos aspectos de la religión católica en el contexto del fenómeno religioso en general, y se dirige a niños y adolescentes que viven inmersos en procesos de fe muy heterogéneos. El mensaje cristiano, explicado de manera cordial, ayuda a establecer puentes con el pasado cristiano de nuestras culturas. Esta explicación puede complementar con eficacia otros ámbitos en los que se anuncia la Palabra. 7) En la revisión de vida, el servicio de la Palabra es llevado a cabo por todos los que participan en ella. Aquí la Palabra se convierte en aquel elemento de objetividad que ha de equilibrar las aportaciones subjetivas. La Palabra es siempre juicio, es decir, criterio de verdad y de verificación que descubre las insuficiencias y señala el camino que se ha de seguir. BIBL.: ANDRIEUx F. Y OTROS, Serviteurs de l'Evangile, Les ministéres dans l'Eglise (Lex Orandi 50), Du Cerf, París 1971; . KLOSTERMANN F., El predicador del mensaje cristiano, en RAHNER K.-HÁRING B. (eds.), Palabra en el mundo (Nueva alianza 32), Sígueme, Salamanca 1972; SEMMELROTH O., La Palabra eficaz. Para una teología de la proclamación, Dinor, San Sebastián 1967.

Armand Puig Tàrrech

MISIÓN «AD GENTES»

SUMARIO: I. Misión y evangelización sin fronteras. II. Naturaleza de la misión «ad gentes». III. Objetivos de la misión «ad gentes». IV. Los nuevos ámbitos o campos de la misión. V. Desafíos actuales. VI. Guión catequético.

1. Misión y evangelización sin fronteras Jesús se presenta en el evangelio como enviado por el Espíritu (Lc 4,18) para proclamar la buena noticia (Mc 1,14-15) y para dar la vida en rescate por todos (Mc 10,45). Envió a sus discípulos, ya durante su vida pública, para predicar el reino de Dios (Lc 9,2). Después de la resurrección, los envió para hacer discípulos de todos los pueblos (Mt 28,19), predicar en su nombre a todas las gentes (Lc 24,47) y proclamar el evangelio (buena noticia) a toda criatura (Mc 16,15). La misión de Jesús es envío, que procede del Padre y se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. Esta misma misión es la que Jesús comunica a sus apóstoles (enviados): «Como el Padre me envió, también os envío yo» (Jn 20,21). El objetivo de este envío es la acción de evangelizar, es decir, de anunciar la buena noticia.

Tanto la misión y evangelización de Jesús como la de los apóstoles, y de toda la Iglesia, tiene una dimensión universalista: por todos (Mc 10,45), a toda criatura (Mc 16,15). Es, pues, misión ad gentes, a todos los pueblos (Mt 28,19). La misión que Jesús ha comunicado a la Iglesia (como encargo o mandato) tiene su fuente en la Trinidad, empieza a ser realidad desde la encarnación y se desarrolla como redención o rescateliberación de la humanidad entera. Tiene, pues, dimensión trinitaria (cristológica, pneumatológica), eclesiológica y antropológica. Jesús es el Salvador del mundo (Jn 4,42; 1Jn 4,14). «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2). La misión no es algo añadido a la comunidad eclesial, ni tampoco una de tantas acciones que debe realizar, sino toda su razón de ser, su misma naturaleza (AG 2). «La Iglesia existe para evangelizar» (EN 14). «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (EN 18). El Catecismo de la Iglesia católica (1992) resume esta doctrina misionera y la presenta en el contexto de la fe en la Iglesia: creo en la santa Iglesia católica (748ss). La misión universal deriva de la fuente trinitaria, por Cristo y en el Espíritu, y se prolonga en la misma Iglesia, que es misterio y sacramento universal de salvación (772-780). Esta universalidad de la misión eclesial se expresa en su catolicidad (830-856) y apostolicidad (857-870).

II. Naturaleza de la misión «ad gentes» La expresión ad gentes (a todos los pueblos) indica, pues, una característica esencial de la misión que Jesús realizó y que quiso prolongar en la historia a través de su Iglesia. Es universalista por proceder de Dios Amor, Padre de todos (Ef 4,6), y por llevarse a la práctica por medio de Jesús, salvador de todos (1Tim 4,10), quien, a su vez, ha instituido a la Iglesia como signo levantado en medio de las naciones (Is 11,12; SC 2). Ordinariamente la misión ad gentes se presenta en relación con la acción evangelizadora de Pablo, quien se llama a sí mismo apóstol de las gentes (Rom 11,13). De este modo se señala una característica del mismo apóstol: anunciar el evangelio allí donde todavía no ha sido anunciado. Es, pues, el primer anuncio. Ya desde su conversión, Pablo está destinado a la misión ad gentes. El mismo Jesús lo explicó a Ananías antes de que fuera a bautizar a Pablo: «Este es un instrumento que he elegido yo para llevar mi nombre a los paganos, a los reyes, a los israelitas» (He 9,15). Por esto, Pablo habla continuamente de la misión peculiar que le ha sido confiada, como «privilegio que Dios me ha concedido de ser ministro de Cristo Jesús entre los paganos» (Rom 15,15-16). Su preferencia, e incluso dedicación plena, es la de «no anunciar el evangelio allí donde ya habían oído hablar de Cristo» (Rom 15,20). A través de toda la historia de la Iglesia se ha procurado siempre distinguir, evitando dicotomías, entre la acción apostólica ordinaria en la comunidad ya evangelizada, y la acción apostólica especial en comunidades o países no suficientemente evangelizados. La elaboración teológica sobre la misión «ad gentes» (la misionología) tiene lugar sólo a partir del final del siglo XIX y a principios del siglo XX. Este último siglo ha sido llamado siglo de las misiones, precisamente por la intensa acción evangelizadora ad gentes en los cinco continentes, por la elaboración teológica de esa misma misión, y también por los documentos del magisterio sobre el

tema: encíclicas misioneras (desde la primera, Maximum illud, de Benedicto XV, 1919), el Vaticano II (especialmente con el decreto Ad gentes, 1965), la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (de Pablo VI, 1975), y la encíclica Redemptoris missio (de Juan Pablo II, 1990). En el Vaticano II tenemos un documento dedicado exclusivamente a la misión ad gentes: el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia. Por las dos primeras palabras latinas del texto, este documento se llama Ad gentes. En este documento conciliar se resumen los contenidos de esta misión específica, con una sólida base bíblica, haciendo referencia a documentos anteriores, aprovechando también reflexiones teológicas y señalando prioridades actuales. Se ofrecen, pues, unos principios doctrinales (cap. I); se describe la acción misionera propiamente dicha, por el testimonio, la predicación y la formación de la comunidad eclesial (cap. II); se señala la importancia y el proceso de construir o implantar las Iglesias particulares (cap. III); se recuerda la vocación y formación de los misioneros (cap. IV); se dan normas para una coordinación de la actividad misionera (cap. V), y se insta a la cooperación por parte de todas las vocaciones e instituciones eclesiales (cap. VI). El DGC presenta la misión ad gentes en íntima relación con la catequesis: «El ministerio de la catequesis aparece como un servicio eclesial fundamental en la realización del mandato misionero de Jesús» (DGC 59).

III. Objetivos de la misión «ad gentes» A partir de la doctrina bíblica y magisterial, de las reflexiones teológicas y de la experiencia de los misioneros, se han ido señalando unos objetivos de la misión ad gentes: realizar el primer anuncio del evangelio donde todavía no haya sido predicado, extender el reino de Dios, comunicar la fe (invitando a la conversión y al bautismo), implantar la Iglesia (o establecer los signos permanentes de la presencia de Cristo), obedecer al mandato misionero de Cristo, hacer misionera a toda la Iglesia (como sacramento universal de salvación), compartir entre Iglesias hermanas... Los teólogos escogen con preferencia alguno de estos objetivos, aunque, en realidad, todos ellos son complementarios entre sí. El Concilio armoniza todos estos aspectos: «La misión de la Iglesia se realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos, por el ejemplo de su vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para participar plenamente del misterio de Cristo» (AG 5). La doctrina sobre la Iglesia misterio, comunión y misión, puede ofrecer una pauta para la misión en general y, de modo especial, para la misión ad gentes. Si la Iglesia es misterio o sacramento, lo es como «señal e instrumento de la íntima unión con Dios, y de la unidad de todo el género humano» (LG 1); es, por tanto, «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). Ahora bien, la Iglesia será de verdad signo e instrumento de Cristo en la medida en que ella misma sea comunión (He 2,42), un solo corazón y una sola alma (He 4,32), como señal peculiar de los cristianos (Jn 13,35) y como señal de que Cristo es el enviado del Padre (Jn 17, 21-13). El universalismo de la misión de la Iglesia y su incidencia en todas las gentes dependerá, pues, del grado en que la Iglesia sea sacramento (misterio) y comunión. Cristo, presente entre los hermanos (Mt 18,20), convierte a su comunidad eclesial en un signo eficaz de evangelización sin fronteras.

La perspectiva de la misión universalista (y de primera evangelización), descrita en el decreto conciliar Ad gentes, se enriquece en relación con las cuatro constituciones del Vaticano II: La Iglesia es sacramento (Lumen gentium) como portadora de Cristo, Palabra de Dios (Dei Verbum), que celebra el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo (Sacrosanctum concilium), y que se inserta de modo solidario en el mundo (Gaudium et spes). Entonces la misión ad gentes recupera toda su perspectiva evangélica, que se actualiza en cada época de la historia.

IV. Los nuevos ámbitos o campos de la misión Hay que reconocer que después del Vaticano II, y gracias a sus contenidos, el tema misión se ha generalizado. Anteriormente daba la impresión de reducirse sólo a la misión ad gentes, como si fuera acción exclusiva de los misioneros. Esta generalización actual comporta una toma de conciencia de la realidad de la Iglesia misionera en todas sus personas, ministerios, instituciones y carismas. Pero, al mismo tiempo, la generalización ha podido dar lugar a malentendidos respecto a la misión ad gentes, como si esta no tuviera razón de ser puesto que la Iglesia es toda ella misionera. Habrá que distinguir, pues, entre tres niveles o situaciones de la misión eclesial: 1) actividad pastoral ordinaria; 2) nueva evangelización o también reevangelización; 3) misión ad gentes (cf RMi 33; DGC 58-59). La actividad pastoral ordinaria se realiza en la comunidad ya cristiana, que continuamente necesita la acción profética (palabra), sacramental y hodegética o de animación en la caridad. La nueva evangelización indica una renovación de métodos, expresiones y actitudes personales y comunitarias, para poder responder a nuevas situaciones y nuevas gracias del Espíritu, y hacer que la comunidad eclesial se haga de verdad misionera sin fronteras. La misión ad gentes, como «actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca terminada» (RMi 31), indica el primer anuncio del evangelio, la fundamentación o implantación de la Iglesia en los diversos pueblos, la evangelización universalista, la puesta en práctica de la realidad de Iglesia «sacramento universal de salvación». La novedad actual sobre la misión ad gentes había sido ya intuida por el Concilio, cuando indicó que «los grupos humanos en medio de los cuales vive la Iglesia, con frecuencia se transforman completamente por varias causas, de forma que pueden originarse situaciones enteramente nuevas. Entonces la Iglesia tiene que ponderar si estas condiciones exigen de nuevo su acción misional» (AG 6). El concepto de misión ad gentes centrada sólo en los países no cristianos resulta reductiva e inexacta. Pero la misión ad gentes queda en pie, con toda su fuerza evangélica del primer anuncio, allí donde Cristo no es conocido. Las nuevas situaciones no pueden «reducir ni hacer desaparecer la misión y los misioneros ad gentes» (RMi 32). «La misión ad gentes, sea cual sea la zona o el ámbito en que se realice, es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado a su Iglesia y, por tanto, es el paradigma del conjunto de la acción misionera de la Iglesia» (DGC 59). Pablo VI, en Evangelii nuntiandi (1975) había llamado la atención sobre las nuevas circunstancias de la evangelización actual. Precisamente a partir de un análisis más profundo sobre la naturaleza misionera de la Iglesia (como prolongación de la misión de Cristo) y de la acción evangelizadora, Pablo VI señaló la urgencia de evangelizar las situaciones sociológicas y las culturas, usando los medios actuales de diálogo y de comunicación. Esta apertura de la misión ad gentes no dejaba de lado el universalismo ni el anuncio explícito de Cristo a las otras religiones. Juan Pablo II recuerda cómo «el proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del evangelio. El mandato de Cristo a los

discípulos de ir a todas partes hasta los confines de la tierra para transmitir la verdad por él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las culturas» (FR 70). Se puede, pues, distinguir un triple ámbito o posibilidad de la misión ad gentes: geográfico, sociológico y cultural (cf RMi 37-38). Siempre se trata de la actividad misionera de la Iglesia dirigida a «pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales, donde Cristo y su evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos» (RMi 33). a) El ámbito geográfico puede considerarse como tradicional, siempre válido, y que tiene en cuenta los pueblos e incluso las Iglesias locales donde el evangelio no ha entrado suficientemente, o donde la Iglesia no ha llegado a cierto grado de madurez y de autosuficiencia (especialmente por las vocaciones locales). Esas Iglesias locales dependen especialmente de la Congregación para la evangelización de los pueblos. En este sentido se habla, a veces, de misiones o de países de misión. b) El ámbito sociológico se refiere a situaciones de la sociedad actual, en las que no ha entrado suficientemente el evangelio o donde la Iglesia todavía no ha hecho llegar sus signos salvíficos de modo permanente. Se trataría de situaciones analógicas a las del ámbito geográfico, pero que no se pueden encuadrar siempre en una geografía o nación: aglomeraciones urbanas plurirreligiosas y pluriculturales (megalópolis), migraciones por diversos motivos (trabajo, estudio, exilio, turismo), situaciones especiales de pobreza e injusticia, grupos sociales especiales (juventud, familia, trabajadores), etc. c) El ámbito cultural indica amplios sectores de nuestra sociedad que, a veces, tienen derivación universal, y donde el evangelio no ha sido suficientemente anunciado: culturas antiguas existentes y cultura emergente a nivel mundial, centros educativos, investigación científica (por ejemplo, bioética, espacial, etc.), creaciones y manifestaciones artísticas, relaciones internacionales, encuentro mundial entre religiones, actitudes de diálogo, ecología, etc. Los nuevos campos de la misión ad gentes quedan abiertos a la nueva evangelización y, especialmente, a los nuevos evangelizadores. El riesgo de la evangelización actual consiste en que las comunidades se encierren en sí mismas, que sean lugares donde, aparentemente, ya se tiene todo (palabra, sacramentos, caridad), y donde, sin embargo, se manifiestan todas las necesidades, e incluso existen los tres ámbitos mencionados. Esta visión exclusivista intraeclesial no es correcta y favorecería la entrada de las sectas. El encargo o mandato misionero del Señor a su Iglesia sigue siendo de apertura universal y cósmica. La palabra gentes no puede reducirse a naciones ni a sectores de cualquier tipo, sino que tiene la carga siempre nueva de mundo, cosmos, y no puede limitarse a una comunidad eclesial local, pequeña o grande, porque Dios ha enviado «a su Hijo al mundo... para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Ese amor de Dios al mundo (Jn 3,16), como amor fontal (AG 2), constituye la raíz, el valor y la fuerza dinámica permanente de la misión ad gentes.

V. Desafíos actuales La llegada del tercer milenio del cristianismo es una invitación urgente a presentar el mensaje cristiano a los no cristianos, a los no creyentes y a los agnósticos. En todas las religiones y culturas se encuentran ya las «semillas del Verbo» (según la expresión de san Justino en el siglo II). El

mismo Espíritu Santo, que ha esparcido esas semillas en todos los pueblos, «las prepara para su madurez en Cristo» (RMi 28). El mayor desafío de la misión ad gentes es el encuentro de todas las religiones y culturas actuales con el cristianismo. Si todas ellas tienen algún destello de la palabra de Dios, el cristianismo está llamado a anunciar que «en Cristo, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia» (TMA 5). Por esto, «el Verbo encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad» (TMA 6). Este primer anuncio del evangelio, a nivel de conciencia y a nivel de culturas religiosas, necesita ser presentado en un proceso de inculturación, por el que se respete la preparación del evangelio que ya existe en toda cultura, mientras se ayuda a purificar los obstáculos que impiden llegar a la plenitud o madurez en Cristo. La implantación de la Iglesia significa que la acción evangelizadora ad gentes ayuda a las Iglesias locales a llegar a una relativa madurez y autosuficiencia, en cuanto a medios de evangelización y en cuanto a expresiones culturales, dentro de la comunión de Iglesia universal y de los valores evangélicos permanentes. «El fin propio de esta actividad misional es la evangelización y la implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos humanos en que todavía no ha arraigado. De suerte que de la semilla de la palabra de Dios crezcan en todo el mundo las Iglesias particulares autóctonas suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales, provistas convenientemente de jerarquía propia, unida al pueblo fiel, y de medios apropiados para un pleno desarrollo de la vida cristiana, contribuyan, en la medida que les corresponde, al bien de toda la Iglesia» (AG 6). La misión ad gentes entre dos milenios está preñada de esperanza: «En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: nos ha nacido el Salvador del mundo» (TMA 38). En este sentido, «la Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter misionero forma parte de su naturaleza» (TMA 57). En el caminar histórico y misionero de la Iglesia precede María, «Estrella de la evangelización» (EN 82), que «intercede para que todas las familias de los pueblos lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia en un solo pueblo de Dios» (LG 69).

VI. Guión catequético — La misión que Jesús realizó y encomendó a su Iglesia no tiene fronteras geográficas, sociológicas ni culturales. El «Salvador del mundo» (Jn 4,42) ha instituido a su Iglesia para evangelizar «a todas las naciones» (Lc 24,47). — El objetivo de la misión universalista ad gentes, a todos los pueblos, se concreta en realizar el primer anuncio del Reino (donde el evangelio todavía no ha sido anunciado) para comunicar la fe y establecer los signos permanentes de la presencia de Cristo (implantar la Iglesia). «Su peculiaridad consiste en el hecho de dirigirse a los no cristianos, invitándoles a la conversión» (DGC 58). — Los contenidos de la palabra de Dios, de la catequesis, de la liturgia y de toda la vida de la comunidad eclesial, tienen siempre perspectiva universalista y comprometen a todos los creyentes a asumir su responsabilidad misionera ad gentes, según su propia vocación (cf DGC 276).

— La catequesis misionera tiende a hacer que toda la comunidad eclesial (especialmente la Iglesia particular) y cada una de las vocaciones asuman su responsabilidad misionera local y universal, cooperando con la oración, el sacrificio, la limosna, las vocaciones, la formación y animación misionera, la organización de los servicios misioneros (las Obras misionales pontificias) y la colaboración con los Institutos misioneros. — Los principales textos bíblicos sobre la misión universalista ad gentes (Mt 28,19-20; Mc 16,1516; Lc 24,46-47; Jn 20,21; He 1,8) quedan ampliamente explicados en los documentos actuales (resumidos más arriba): el decreto conciliar Ad gentes, la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi, la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio, el Catecismo de la Iglesia católica y el nuevo Directorio general para la catequesis. En resumen, «la Iglesia ha recibido la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos» (LG 5). BIBL.: AA.VV., Cristo, Chiesa, Missione, commento all'enciclica «Redemptoris missio», Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1992; ' ' AA.VV., L activité missionnaire de l Eglise, Décret «Ad gentes», Du Cerf, París 1967; AA.VV., Misión para el tercer milenio. Curso básico de misionología, Obras misionales pontificias, Bogotá 1992; CAPMANY J. (ed.), La Iglesia misionera. Textos del magisterio pontificio, BAC, Madrid 1994; CASTRO A. L., Gusto por la misión. Manual de misionología, CELAM, Bogotá 1994; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); ESQUERDA BIFET J., Teología de la evangelización, BAC, Madrid 1995; El cristianismo y las religiones de los pueblos, BAC, Madrid 1977; GoIBURU J. M., Animación misionera, Verbo Divino, Estella 1985; MüLLER K., Teología de la misión, Verbo Divino, Estella 1988; SANTOS HERNÁNDEZ A., Teología sistemática de la misión, Verbo Divino, Estella 1991; SENIOR D.-STRUHLMULLER C., Biblia y misión, Verbo Divino, Estella 1985.

Juan Esquerda Bifet

MISTERIO

SUMARIO: I. El «misterio» en el ámbito catequético. II. El misterio del hombre ante el misterio de Dios: 1. El misterio del hombre en el Vaticano II; 2. Interés por el misterio de la persona humana; 3. Función e itinerarios de la catequesis; 4. Aproximación desde la cultura moderna. III. El misterio de Cristo, centro vital: 1. Cristocentrismo de la catequesis; 2. El lenguaje catequético en relación con la persona de Cristo; 3. El tratamiento bíblico del misterio de Cristo; 4. Algunos rasgos del Misterio. IV. El misterio pascual en la Iglesia: 1. Catequesis y celebración del misterio pascual; 2. Actualidad del misterio pascual; 3. El misterio pascual en una Iglesia «sacramento en el mundo».

I. El «misterio» en el ámbito catequético En los ámbitos catequéticos actuales, el término misterio no deja de utilizarse en su sentido fundamental, acentuado en el lenguaje ordinario, como lo que es íntimo o desconocido, o lo que está oculto, cuando se quiere subrayar «el carácter arcano, secreto, no accesible al conocimiento humano, de la realidad a la que se refiere» (Martín Velasco). Con mayor frecuencia, como es natural, el sentido de misterio se aproxima a los contenidos expresados en las ciencias contemporáneas de la religión, como «presencia inefable del Ser absoluto». Más cerca todavía de la catequesis cristiana, la historia de la teología ha venido profundizando en el sentido del misterio cristiano en distintos contextos culturales y religiosos: el Corpus paulinum, en el contexto de la historia de la salvación; los escritos patrísticos, en el ámbito de la celebración litúrgica y sacramental; la controversia teológica moderna, en la confrontación de la razón natural con la fe, entendiendo el misterio como «la verdad revelada, inaccesible a la razón natural». Estos enfoques peculiares del misterio o de los misterios cristianos se manifiestan en los escritos eclesiales actuales relacionados con la función catequética.

La acción catequética se sitúa en el contexto global de la misión evangelizadora de la Iglesia. El Vaticano II expresaba así las tareas de la catequesis: «La formación catequética ilumina y robustece la fe, alimenta la vida según el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alienta a la acción apostólica» (GE 4; cf RICA 19; CIC 788, 2). En fecha más próxima a nosotros, después de los análisis y reflexiones de las últimas décadas sobre la evangelización y la misma catequesis, especialmente en las exhortaciones possinodales Evangelii nuntiandi (Pablo VI, 1975) y Catechesi tradendae (Juan Pablo II, 1977), el reciente Directorio general para la catequesis (Congregación para el Clero, 1997), describe así la función de la catequesis en el proceso de la evangelización: «El momento de la catequesis es el que corresponde al período en que se estructura la conversión a Jesucristo, dando una fundamentación a esa primera adhesión. Los convertidos, mediante una enseñanza y aprendizaje convenientemente prolongado de toda la vida cristiana (AG 14), son iniciados en el misterio de la salvación y en el estilo de vida propio del evangelio. Se trata, en efecto, de iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana (CT 18)» (DGC 63). Esta reflexión sobre el contenido de misterio concentra su atención en algunos núcleos catequéticos propios del mencionado Directorio (DGC), haciendo referencia tanto al Catecismo de la Iglesia católica de 1992 (CCE) como a los posibles contextos culturales, bíblicos, teológicos o litúrgicos de los mismos.

II. El misterio del hombre ante el misterio de Dios 1. EL MISTERIO DEL HOMBRE EN EL VATICANO II. «Cristo, el Hombre nuevo» es el epígrafe de un texto crucial del Vaticano II (GS 22). Es un texto importante que vertebra la orientación magisterial posconciliar, especialmente durante el pontificado de Juan Pablo II. Por lo que se refiere al momento catequético, este lema es referencia necesaria para la debida valoración cristiana de la persona humana. DGC alude explícitamente a las primeras palabras de este texto crucial (GS 22), en los números 116 y 123. Citemos algunos párrafos del Concilio, subrayando en ellos las frases en las que nos conviene fijarnos: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba!, ¡Padre!» (GS 22). Queremos hacer notar: 1) la figura de la inclusio que se da en la correspondencia entre el comienzo y el final de nuestro número de GS 22; 2) la correlación, por analogía, entre el misterio del hombre y el misterio de Dios Padre, con la mediación esclarecedora del misterio del Verbo encarnado; 3) la alusión clara al misterio, a la vocación y al enigma humano, es decir, a los interrogantes más profundos del hombre que se habían enunciado en GS 10, al final de la exposición preliminar de esta constitución pastoral GS (ver también GS 41). 2. INTERÉS POR EL MISTERIO DE LA PERSONA HUMANA. El actual Directorio es consciente de la importancia que tiene el misterio de la persona humana en el proceso catequético. Así, por ejemplo, al referirse al Catecismo de la Iglesia católica, cuya razón de ser analiza con amplitud (DGC 119-129), señala que el misterio de la persona humana es uno de los polos de atención del Catecismo: «El Catecismo de la Iglesia católica, centrado en Jesucristo, se abre en dos direcciones:

hacia Dios y hacia la persona humana... El misterio de la persona humana es presentado por el Catecismo de la Iglesia católica a lo largo de sus páginas y, sobre todo, en algunos capítulos especialmente significativos: El hombre es capaz de Dios, La creación del hombre, El Hijo de Dios se hizo hombre, La vocación del hombre: la vida en el Espíritu... y otros más. Esta doctrina, contemplada a la luz de la naturaleza humana de Jesús, hombre perfecto, muestra la altísima vocación y el ideal de perfección a la que toda persona humana es llamada» (DGC 123). Uno de los criterios que el Directorio destaca en la presentación del mensaje es que sea un mensaje significativo para la persona humana (DGC 116-117). Esto significa que «la Revelación no está aislada de la vida, ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22c; cf EN 29). El mismo DGC añade: «La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es puramente metodológica, sino que brota de la finalidad misma de la catequesis, que busca la comunión de la persona humana con Jesucristo» (DGC 116). 3. FUNCIÓN E ITINERARIOS DE LA CATEQUESIS. La catequesis, según el Directorio, tiene una clara finalidad cristocéntrica: el catequista debe prepararse para «animar eficazmente un itinerario catequético en el que, mediante las necesarias etapas, anuncie a Jesucristo; dé a conocer su vida, enmarcándola en el conjunto de la historia de la salvación; explique su misterio de Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, y ayude, finalmente, al catecúmeno o al catequizando a identificarse con Jesucristo en los sacramentos de iniciación» (DGC 235). En este itinerario, el catequista, testigo y maestro (DGC 240), «es intrínsecamente un mediador que facilita la comunicación entre las personas y el misterio de Dios, así como la de los hombres entre sí y con la comunidad» (DGC 156). El ejercicio de su mediación invita al catequista a elegir las vías más conducentes para «el encuentro de la palabra de Dios con la experiencia de la persona», que es «un acontecimiento de gracia... que se expresa a través de signos sensibles y finalmente abre al misterio» (DGC 150). Esas vías elegidas para el encuentro pueden utilizar métodos inductivos o deductivos, e itinerarios operativos kerigmáticos (descendentes) o existenciales (ascendentes). Estos últimos arrancan de problemas y situaciones humanas y los iluminan con la luz de la palabra de Dios. El Directorio los juzga así: «De por sí son modos de acceso legítimos si se respetan todos los factores en juego, el misterio de la gracia y el hecho humano, la comprensión de fe y el proceso de racionalidad» (DGC 151). De ahí la importancia de la experiencia humana en la pedagogía catequética (DGC 152-153). «Esta tarea hace posible una correcta aplicación o interacción entre las experiencias humanas profundas y el mensaje revelado». El Directorio da gran importancia a precisar el papel concreto de la actividad catequética en el contexto de la nueva evangelización. Esta situación está definida en DGC con los mismos términos que Juan Pablo II la precisaba en la encíclica Redemptoris missio: es «situación intermedia entre la acción misionera ad gentes y la acción pastoral propia de comunidades cristianas: "grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su evangelio" (RMi 33d). Esta situación requiere una nueva evangelización. Su peculiaridad consiste en que la acción misionera se dirige a bautizados de toda edad, que viven en un contexto religioso de referencias cristianas, percibidas sólo exteriormente. En esta situación, el primer anuncio y una catequesis fundante constituyen la opción prioritaria» (DGC 58). Cada Iglesia particular debe definir, en esta situación, la función de su propio proyecto catequético (DGC 276). «La situación actual de la evangelización postula que las dos acciones, el anuncio misionero y la catequesis de iniciación, se conciban coordinadamente y se ofrezcan, en la Iglesia particular, mediante un proyecto evangelizador misionero y catecumenal unitario. Hoy la

catequesis debe ser vista, ante todo, como la consecuencia de un anuncio misionero eficaz. La referencia del decreto Ad gentes, que sitúa al catecumenado en el contexto de la acción misionera de la Iglesia, es un criterio de referencia muy válido para toda la catequesis (AG 11-15)» (DGC 277). Aquí hemos de resaltar la importancia que tiene el análisis de la situación y de las necesidades en orden al proyecto que deben elaborar y ofrecer los servicios catequéticos de las Iglesias particulares. Por lo que se refiere al tema que ahora nos ocupa, el misterio de la persona humana ante el misterio de Dios, destacamos el siguiente párrafo del Directorio: «El análisis de la situación religiosa está referido, sobre todo, a tres niveles muy relacionados entre sí: el sentido de lo sagrado, es decir, aquellas experiencias humanas que, por su hondura, tienden a abrir al misterio; el sentido religioso, o sea, las maneras concretas de concebir y de relacionarse con Dios en un pueblo determinado; y las situaciones de fe, con las diversas tipologías de creyentes. Y en conexión con estos niveles, la situación moral que se vive, con los valores que emergen y las sombras o contravalores más extendidos» (DGC 279). 4. APROXIMACIÓN DESDE LA CULTURA MODERNA. La cultura moderna está produciendo un tipo humano que tiene su ambigüedad en relación con el misterio. Por una parte, el progresivo desarrollo de la ciencia y de la técnica y la constante superación de algunos enigmas humanos configuran una concepción de humanidad capaz de superar todos sus problemas y hasta de conquistar los espacios más recónditos de su ser. Por otra parte, ese mismo tipo humano moderno es consciente de sus propias limitaciones: la ciencia y técnica le descubren nuevos enigmas en la medida en que avanzan por los caminos del universo y de la historia; al mismo tiempo ese mismo ser humano se encuentra en su intimidad con preguntas fundamentales que no llega a resolver y que son propiamente el misterio de su existencia. Los pensadores modernos de orientación existencial (Marcel, Blondel, Unamuno) gustan de diferenciar los enigmas de aquello que propiamente es el misterio del hombre: el enigma es un problema que puede y debe abordarse en su resolución con técnicas apropiadas; el misterio humano, por su parte, afecta a los seres humanos en la radicalidad de su ser y de su persona; trasciende toda técnica concebible. «Un problema es algo que yo encuentro, que hallo entero ante mí, pero que puedo por ello mismo cribar y reducir, mientras que un misterio es algo en lo que yo mismo estoy comprometido (engagé)» (Marcel). A Unamuno le preocupaba «el misterio de la personalidad»; de ahí «el sentimiento congojoso de nuestra identidad y continuidad individual y personal». Los filósofos de la religión (Rahner, Neufeld, Martín Velasco) concentran la atención en el misterio del hombre. Este misterio abarca el origen humano, su fin, el sentido de la vida y de la muerte, el amor, la justicia, la solidaridad, el problema del mal... De este misterio polifacético dan el paso hacia la autotrascendencia e incluso hacia el Misterio que es Dios: Presencia, Eternidad, Verdad, Justicia, Belleza, Amor gratuito. «El misterio es el fundamento de la vida personal del hombre. Este se halla radicado en el abismo del misterio, vive siempre juntamente con él, y la cuestión es tan solo si vive con él, voluntaria y obedientemente, confiándosele, o lo reprime (como dice Pablo) y no lo quiere aceptar. La trascendencia está orientada hacia el Misterio» (K. Rahner). Martín Velasco define así el misterio desde la fenomenología de la religión: «La realidad cuya irrupción determina en el sujeto la aparición de una ruptura de nivel existencial, expresada como experiencia de lo numinoso en términos de tremendo y fascinante». De ahí su absoluta trascendencia, la presencia íntima en el sujeto, la interpelación personal, el ser determinante del conjunto de la vida. Estas reflexiones pueden ayudar a un debido enfoque catequético en un momento como el nuestro de nueva evangelización en tiempos culturales de secularización: educar en los valores

personales y positivos del misterio de la persona humana; aproximarnos al misterio desde la admiración estética, la experiencia interpersonal, el compromiso ético, la superación del racionalismo y la radicalidad de las preguntas sobre el sentido de la vida. En la cotidianeidad de los acontecimientos de la vida se da el encuentro con el Dios-Misterio «en la profundidad de estas bodegas de la persona» (Eliseo Tourón).

III. El misterio de Cristo, centro vital 1. CRISTOCENTR1SMO DE LA CATEQUESIS. Al referirnos al misterio del hombre en la acción catequética, hemos pretendido resaltar los elementos antropológicos de la misma. De ninguna manera hemos pensado en una catequesis cristiana antropocéntrica, que sería un contrasentido. El centro vital de la catequesis lo ocupa Jesucristo, como ha podido verse en distintos textos aducidos ya en la primera parte. Intentemos adentramos ahora en este centro vital para comprender mejor su significado en la acción catequética de hoy. El encuentro con Jesucristo se está dando en la acción catequética en el proceso de un itinerario de fe de quien acude al encuentro de un Dios que ha tomado la iniciativa de autocomunicarse: «El que se ha encontrado con Cristo desea conocerle lo más posible y conocer el designio del Padre que él reveló» (DGC 85). «Es tarea propia de la catequesis mostrar quién es Jesucristo: su vida y su misterio, y presentar la fe cristiana como seguimiento de su persona...; el misterio de Cristo, en el mensaje revelado, no es un elemento más junto a otros, sino el centro a partir del cual los restantes elementos se jerarquizan y se iluminan» (DGC 41). «El es el camino que introduce en el misterio íntimo de Dios (cf Jn 14,6)» (DGC 99). El itinerario catequético, como dice un texto del Directorio que antes hemos citado literalmente (DGC 235), en sus distintas etapas anuncia a Jesucristo... explica su misterio de Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y ayuda al catecúmeno o al catequizando a identificarse con Jesucristo en los sacramentos de iniciación. El Directorio habla con toda razón del cristocentrismo trinitario del mensaje evangélico: «La palabra de Dios, encarnada en Jesús de Nazaret, hijo de María Virgen, es la Palabra del Padre, que habla al mundo por medio de su Espíritu. Jesús remite constantemente al Padre, del que se sabe Hijo único, y al Espíritu Santo, por el que se sabe Ungido. El es el camino que introduce en el misterio íntimo de Dios» (DGC 99; cf 114). E inmediatamente, el mismo texto precisa más en razón del ámbito catequético: «El cristocentrismo de la catequesis, en virtud de su propia dinámica interna, conduce a la fe en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un cristocentrismo esencialmente trinitario». La fe de los cristianos, «configurados con Cristo», es «radicalmente trinitaria. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana» (DGC 99). La catequesis deberá, por tanto, ser consecuente con ello en su estructura interna, en su pedagogía y en las implicaciones vitales para la vida de los seres humanos (en la libertad personal y en la fraternidad social y eclesial). «Las implicaciones humanas y sociales de la concepción cristiana de Dios son inmensas», afirma el Directorio, remitiendo a varios lugares del Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1702; 1878; 2845) y a la encíclica Sollicitudo rei socialis, 40 (DGC 100). Cuando el Directorio dirige su mirada al Catecismo de la Iglesia católica, considera que las cuatro dimensiones fundamentales de la vida cristiana que en él se articulan (profesión de fe, celebración litúrgica, moral evangélica y oración) «brotan de un mismo núcleo, el misterio cristiano» (DGC 122). El cristocentrismo de la catequesis había quedado muy subrayado en la reflexión y práctica posconciliar, como aparece, por ejemplo, en Catechesi tradendae, 5. 2. EL LENGUAJE CATEQUÉTICO EN RELACIÓN CON LA PERSONA DE CRISTO. Jesucristo ocupa el centro vital del mensaje y del itinerario catequético; pero las referencias a él en términos de

misterio no son uniformes, aunque sí manifiestan algunas tendencias y contextos teológicos más evidentes. Aquí se realiza lo que el Directorio dice del mensaje evangélico. Así podemos resumir el resultado de nuestro análisis, que a continuación pasamos a desglosar. a) El ciclo catequético, que pretende fundamentar la primera adhesión de los convertidos a Jesucristo, es definido por el Directorio como iniciación «en el misterio de la salvación y en el estilo de vida propio del evangelio. Se trata, en efecto, "de iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana" (CT 18)» (DGC 63). El discípulo, por la pedagogía divina, «conociendo cada vez más el misterio de la salvación, aprendiendo a adorar a Dios Padre y siendo sinceros en el amor, trata de crecer en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo (Ef 4,15)» (DGC 142). b) El término misterio de salvación amplía el horizonte hacia toda la historia de salvación; ahora el misterio de Cristo concentra la atención en la persona de Jesús. «Lo que principalmente distingue a la catequesis de todas las demás formas de presentar la palabra de Dios» es esa indagación vital y orgánica en el misterio de Cristo. Y el Directorio prosigue inmediatamente: «Esta formación orgánica es más que una enseñanza: es un aprendizaje de toda la vida cristiana, una iniciación cristiana integral (CT 21), que propicia un auténtico seguimiento de Jesucristo, centrado en su persona» (DGC 67). c) Las referencias del misterio a la persona de Jesucristo pretenden, a veces, subrayar exclusivamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios hecho hombre. Por ejemplo, DGC 80: «Se trata, entonces, de ayudar al recién convertido a «conocer mejor a ese Jesús en cuyas manos se ha puesto: conocer su misterio, el reino de Dios que anuncia, las exigencias y las promesas contenidas en su mensaje evangélico, los senderos que él ha trazado a quien quiera seguirle" (CT 20c)» (DGC 80; cf DGC 50). 0 bien, la alusión al misterio cristiano o misterio de Cristo trata de destacar algunas indicaciones pedagógicas, como «presentar el misterio cristiano de modo significativo y cercano a la psicología y mentalidad del destinatario concreto» (DGC 133; cf DGC 169); o bien, «reconocer como necesaria una presentación más equilibrada de toda la verdad del misterio de Cristo», cuando «se acentúa tan exclusivamente la divinidad que no se pone de relieve la realidad del misterio de la encarnación del Verbo (cf CT 29b)» (DGC 30). d) Es un hecho que sorprende la relativa frecuencia y amplitud con que, tanto en el Directorio como en el Catecismo, es citado el texto de la constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre la naturaleza y objeto de la revelación divina, que culmina en Cristo, «que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). El texto de Dei Verbum es objeto de varios comentarios en la referida documentación catequética; y, a través de él, se repite la frase de Ef 1,9: «dándonos a conocer el misterio de su voluntad» (misterio, según el texto griego, pero sacramentum en el texto latino conciliar, citado según la traducción de la Vulgata). Es importante tener a la vista el texto completo de DV 2, para poder hacer sobre él algunas consideraciones acerca del tratamiento del mismo en el Directorio y en el Catecismo. El Directorio (DGC 36-37) cita explícitamente las palabras de Ef 1,3-10 y de DV 2, y las comenta con detenimiento (DGC 37-41), señalando la función de la catequesis, que también «interpreta los signos de los tiempos y la vida de los hombres y mujeres, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación del mundo» (DGC 39). El significado de Jesucristo «mediador y plenitud de la Revelación» es completado con la cita de DV 4: «Jesucristo, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, y con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación» (DGC 40). Comenta el Directorio: «El es, por tanto, el acontecimiento último hacia el que convergen todos los acontecimientos de la historia de salvación. El es, en efecto, la Palabra única, perfecta y definitiva

del Padre». (En la nota de este lugar, se citan las palabras de san Juan de la Cruz: «Todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra»: Subida del Monte Carmelo 2,22). «Es tarea propia de la catequesis mostrar quién es Jesucristo: su vida y su misterio y presentar la fe cristiana como seguimiento de su persona... El hecho de que Jesucristo sea la plenitud de la Revelación es el fundamento del cristocentrismo de la catequesis» (DGC 41). El Directorio comentará todavía, en DGC 108, el misterio contenido en las obras y palabras: «La catequesis ayudará a hacer el paso del signo al misterio. Llevará a descubrir, tras la humanidad de Jesús, su condición de Hijo de Dios; tras la historia de la Iglesia, su misterio como sacramento de salvación...». 3. EL TRATAMIENTO BÍBLICO DEL MISTERIO DE CRISTO. Al referirnos ahora al tratamiento bíblico del misterio, lo hacemos concentrando la atención en el misterio de Cristo. No pretendemos estudiar todo el vocabulario bíblico de misterio como lo hacen, por ejemplo, Bornkamm y Penna; sino que nos proponemos enriquecer el cristocentrismo catequético con algunos de los contenidos de la reflexión neotestamentaria relacionada con el misterio de Cristo. Las expresiones repetidas misterio de salvación, misterio cristiano y misterio de Cristo nos invitan a acercarnos a las fuentes bíblicas. a) El Libro de Daniel introduce una novedad en el uso de misterio en el Antiguo Testamento (mysterion en el griego de los LXX; raz, de origen persa, en el arameo original) (Dan 2,18.19.27.28.29. 30.47). Dios es reconocido como el revelador de los misterios. En estos textos el plural misterios se asocia más que con una realidad secreta —sentido usual en otros libros del Antiguo Testamento, como Si 22,22; 27,16; 2Mac 13,21-con una realidad de futuro escatológico, del final de los días, cuando «el Dios del cielo hará surgir un imperio que jamás será destruido» (Dan 2,44). Desde entonces, misterio entra en la literatura apocalíptica, también en los escritos de Qumrán, para expresar el sentido de la maduración del tiempo al final de la historia de promesas, inescrutable para los hombres, no para el Dios de la salvación. Así el vidente del apócrifo Ap. Baruc afirma en 81,4; 85,10: Dios «me ha dado a conocer el misterio de los tiempos... La llegada de los tiempos está próxima y casi cumplida». E incluso en el Henoc etiópico 46,2s. se incluye un rasgo mesiánico: «El Hijo del hombre... revela todos los tesoros de lo que está oculto». b) En este contexto cultural-religioso, es más fácil interpretar la expresión el misterio del reino de Dios en boca de Jesús ante sus discípulos, como comentario al entendimiento y a la incomprensión de las parábolas del Reino. El evangelio de Marcos 4,11 dice así: «A vosotros se os ha dado conocer el misterio del reino de Dios». Los paralelos de Mt 13,11 y Lc 8,10, llevan el plural, los misterios, y explicitan un conocer de parte de los discípulos. El reino de Dios es considerado como misterio no sólo por la naturaleza de esta acción salvadora divina, sino también porque los discípulos, a diferencia de la generación judía contemporánea, perciben por el don de Dios que ese reino irrumpe ahora por la palabra y la acción de Jesús, su Maestro. Recogemos un breve comentario de R. Penna que puede enriquecer nuestra catequesis actual: «A quien dispone del fértil terreno de la fe Dios le concede comprender y vivir su señorío salvífico como misterio escatológico revelado por Jesús». c) En el resto del Nuevo Testamento vamos a concentrar la atención en el epistolario paulino, y más concretamente en las cartas deuteropaulinas de Colosenses y Efesios, porque las diez veces que se repite el vocablo permiten caracterizar el tema del misterio de Cristo y referir a él otros textos paulinos anteriores como lCor 2,1 (mysterion es la variante textual preferible) y 6,10, y también Rom 16,25, atribuido a un redactor pospaulino. Los textos son: Col 1,26-27; 2,2; 4,3; Ef 1,9; 3,3-4.9; 5,32; 6,19. 4. ALGUNOS RASGOS DEL MISTERIO. Destacamos a continuación algunos de los rasgos de este Misterio, en su trayectoria histórico-salvífica y en los contenidos del misterio.

a) En su trayectoria histórico-salvífica. Viene de Dios, mantenido oculto durante largo tiempo, «en secreto desde tiempo eterno» (Rom 16,25), dispensado en el proceso de la historia salvífica («cómo se desarrolla»: lit. «cuál es la economía del misterio»: Ef 3,9), destinado «para nuestra gloria antes de crear el mundo» (lCor 2,7), «escondido desde los siglos y desde las generaciones y ahora manifestado a los creyentes» (Col 1,26). Es un bien divino para el esplendor humano. El acontecimiento de la revelación del misterio se verifica en la tierra, en un ahora apremiante (Col 1,26; Ef 3,5.10; Rom 16,26), con el realismo de la sabiduría de la cruz (lCor 2,1-2), con la manifestación de «la riqueza sublime de este misterio entre los paganos, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1,27). Nuestro tiempo es el tiempo nuevo de la familiaridad con Dios, el tiempo del acceso abierto a Dios (Ef 2,18; 3,12). No es misterio de oscuridades ni de temores, sino de la excelsa novedad del presente definitivo. Es realidad abierta a la expansión misionera, con sucesivos destinatarios: «nosotros» (lCor 2,10; Ef 1,9); «los creyentes» (Col 1,26); «sus santos apóstoles y profetas» y «a mí» [Pablo] (Ef 3,5 y 3,3), con la voluntad de «evangelizar a los paganos» (Ef 3,8-9), los grandes ausentes. El compromiso de la expansión implica una «intensa lucha» (Col 2,1) que hay que emprender con «valentía» (Ef 6,19). A la Iglesia le corresponde la responsabilidad de la misión: «de ahora en adelante, por medio de la Iglesia... podrán conocer la incalculable sabiduría de Dios» (Ef 3,10), para todas las generaciones y todos los tiempos: «A él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3,21). b) En los contenidos del misterio. 1) Componente teologal. La revelación del misterio nos aproxima a Dios mismo. Se trata del «designio misterioso de su voluntad» (Ef 1,9), es decir de una decisión suya, libre, benévola, de gracia; «la misión que Dios generosamente me ha encomendado en favor vuestro» (Ef 3,2), y de sabiduría (lCor 2,7; Ef 3,10), «para nuestra gloria» (lCor 2,7). En su realización intervienen el Padre, el Hijo y el Espíritu (Ef 3,14-15). A él le debemos nosotros la gloria: «A Dios, el único sabio, por medio de Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 16,27). 2) Componente cristológico. Es el «misterio de Cristo» (Col 4,3; Ef 3,4), en cuanto realizado y manifestado mediante Cristo y en referencia a que Cristo en persona forma parte del misterio «para que descubran el misterio de Dios, que es Cristo, en el que se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,2b-3; cf 1,27, «Cristo entre vosotros»). El plan salvífico de Dios pasa a través de la cruz de Cristo, según el kerigma recordado en ICor 2,1.78, cuyo amor «sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,19; 5,2). Es el crucificado resucitado: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1). El misterio de la voluntad de Dios consiste en «recapitular todas las cosas en Cristo» (Ef 1,9-10). 3) Componente eclesiológico. En la trayectoria del misterio de Cristo hemos encontrado a la Iglesia como responsable de la expansión misionera. Además, en el centro de la acción r econciliadora de Dios, entre judíos y paganos, explicada en Ef 2,11–3,13, se manifiesta ahora la Iglesia integrada en el misterio de Cristo, al integrar dos pueblos en uno. Por cuatro veces se repite la palabra misterio. La Iglesia manifiesta el misterio de Cristo cuando realiza unidad y paz entre los seres humanos y entre los pueblos. En la misma línea de amor revelador del misterio de Cristo, se encuentra el texto de Ef 5,32: «Este es un gran misterio (mysterion en griego; sacramentum en la Vulgata) que yo aplico a Cristo y a la Iglesia». El misterio se refiere tanto a la unión nupcial de hombre y mujer como al amor entregado de Cristo a la Iglesia: «Amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella» (Ef 5,25). Esta exposición condensada del contenido bíblico del misterio de Cristo es una muestra de la riqueza que su tratamiento puede aportar a la reflexión teológica en sus distintas derivaciones. Su conexión con la persona de Jesucristo, la relación con el misterio trinitario, su desarrollo históricosalvífico y la vinculación con aspectos esenciales de la vida de la Iglesia pueden ayudar también a animar la comunicación vital de la fe en la acción catequética.

IV. El misterio pascual en la Iglesia 1. CATEQUESIS Y CELEBRACIÓN DEL MISTERIO PASCUAL. La catequesis es un momento necesario del proceso de la evangelización que proclama a Jesucristo crucificado y resucitado. Además de dar una fundamentación a la primera adhesión a Jesucristo, con el carácter de catequesis misionera que exijan las circunstancias reales de sus destinatarios, ha de iniciarlos, en razón de su propia entidad, «en el misterio de salvación y en el estilo de vida propio del evangelio» (DGC 63) para así «iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 18). La iniciación en la honda realidad del misterio de Cristo es función específica de la acción catequética. «La catequesis de iniciación es, así, el eslabón necesario entre la acción misionera, que llama a la fe, y la acción pastoral que alimenta constantemente a la comunidad cristiana. No es, por tanto, una acción facultativa, sino una acción básica y fundamental en la construcción, tanto de la personalidad del discípulo como de la comunidad. Sin ella –prosigue el Directorio con rotundidad– la acción misionera no tendría continuidad y sería infecunda. Sin ella la acción pastoral no tendría raíces y sería superficial y confusa: cualquier tormenta desmoronaría todo el edificio» (DGC 64). Y añade todavía el Directorio con toda gravedad: «En verdad, "el crecimiento interior de la Iglesia, su correspondencia con el designio divino, dependen esencialmente de ella" (CT 13). En este sentido, la catequesis debe ser considerada momento prioritario en la evangelización» (DGC 64). Esta catequesis de iniciación es la «indagación vital y orgánica en el misterio de Cristo» (DGC 67), estrechamente vinculada a la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana, bautismo, confirmación y eucaristía (DGC 65). Como identidad efectiva o equivalencia fáctica con el catecumenado bautismal, la catequesis ha de estar impregnada por el misterio de la pascua de Cristo y conviene que toda la iniciación se caracterice por su índole pascual (cf DGC 91). Comprende, por tanto, una educación litúrgica y una formación moral que conduzcan a los catequizandos al reconocimiento de la presencia salvífica de Cristo en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica de los sacramentos, y particularmente en la eucaristía; y los guíe además por « un camino de transformación interior en el que, participando del misterio pascual del Señor, pasen «del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo» (DGC 85). La relevancia del acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo habrá de resonar como núcleo central en el mensaje evangélico de la catequesis, que, según el Directorio (DGC 97ss.), ha de ser cristocéntrico, integral, de salvación y liberación. En ese mensaje orgánico y jerarquizado, «los sacramentos son, también, un todo orgánico, que como fuerzas regeneradoras brotan del misterio pascual de Jesucristo, "formando un organismo en el que cada sacramento particular tiene su lugar vital" (CCE 1211). La eucaristía ocupa en este cuerpo orgánico un puesto único, hacia el que los demás sacramentos están ordenados: se presenta como sacramento de los sacramentos» (DGC 115). 2. ACTUALIDAD DEL MISTERIO PASCUAL. Una novedad importante de la teología de nuestro tiempo ha sido la recuperación unitaria de los acontecimientos de la muerte y resurrección de Cristo Jesús como centro del kerigma cristiano y eje de la historia de la salvación, bajo la denominación concentrada de misterio pascual. La pascua cristiana prolonga y sublima los valores de memoria de liberación y de profecía de salvación de la pascua judía en el pueblo de la nueva alianza, que es la Iglesia. Así se ha dado el redescubrimiento de la novedad y originalidad de la celebración cristiana, gracias a los estudios bíblicos, patrísticos y litúrgicos, y particularmente a los trabajos de la «teología de los misterios» (Odo Casel, Neunheuser, Warnach, Oñatibia, entre otros). El Vaticano II, en la constitución sobre liturgia, Sacrosanctum concilium, 5-7, ha incorporado estos valores y ha enriquecido la actual concepción de la liturgia católica.

El Catecismo de la Iglesia católica acoge la doctrina conciliar sobre el misterio pascual y la propone con amplitud en forma catequética, principalmente en su segunda parte, sobre La celebración del misterio cristiano. Así, por ejemplo, al explicar la razón de ser de la liturgia, después de ofrecernos una excelente síntesis del misterio de Cristo en términos cercanos a la Carta a los efesios (CCE 1066), cita ampliamente el siguiente texto conciliar (SC 5): «Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la antigua alianza, principalmente por el misterio pascual de la bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia». E inmediatamente afirma: «Por eso, en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación» (CCE 1067). «El don del Espíritu (pentecostés) inaugura un tiempo nuevo en la dispensación del Misterio: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la liturgia de su Iglesia "hasta que él venga" (1Cor 11,26)... Cristo actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva... (por) la economía sacramental; esta consiste en la comunicación (o dispensación) de los frutos del misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia sacramental de la Iglesia» (CCE 1076). «En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual» (CCE 1085). El hecho histórico pascual es el único acontecimiento de la historia que no pasa: es un acontecimiento histórico y metahistórico. Cuando llegó su hora, vivió el único acontecimiento singular que se hace presente en cada uno de los momentos de la Iglesia y del mundo: «El misterio pascual de Cristo... no puede permanecer sólo en el pasado... se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» (CCE 1085). El tema del misterio pascual unifica el tratamiento que el CCE da a toda la segunda parte: El misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; La celebración sacramental del misterio pascual. Son especialmente relevantes las páginas dedicadas a El Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia (CCE 1091-1112). La presencia objetiva del misterio pascual en los sacramentos, ya sugerida en el Vaticano II (SC 6), es presentada por el Catecismo (CCE 1085) «con una fuerza y claridad renovadas y sin duda mucho más intensas» (P. FARNÉS, 142). 3. EL MISTERIO PASCUAL EN UNA IGLESIA «SACRAMENTO EN EL MUNDO». El Directorio, desde su exposición introductoria (DGC 14-33) «pretende estimular a los pastores y a los agentes de la catequesis a tomar conciencia de la necesidad de mirar siempre el campo de la siembra y hacerlo desde la fe y la misericordia» (DGC 14). «Jesucristo, hoy, presente en la Iglesia por medio de su Espíritu, sigue sembrando la palabra del Padre en el campo del mundo» (DGC 15). «El cristiano sabe que en toda realidad y acontecimiento humano subyacen al mismo tiempo: la acción creadora de Dios, que comunica a todo su bondad; la fuerza que proviene del pecado, que limita y entorpece al hombre; el dinamismo que brota de la pascua de Cristo, como germen de renovación, confiere al creyente la esperanza de una consumación definitiva» (DGC 16). La catequesis, por tanto, debe ayudar a captar en el misterio pascual toda su proyección dinámica en el campo del mundo. La Iglesia, «por medio de una catequesis en la que la enseñanza social de la Iglesia ocupe su puesto, desea suscitar en el corazón de los cristianos el compromiso por la justicia y la opción o amor preferencial por los pobres, de forma que su presencia sea realmente luz que ilumine y sal que transforme» (DGC 17). El Directorio nos invita a reconocer que, según el Vaticano II, «la vida litúrgica es comprendida más profundamente como fuente y culmen de la vida eclesial»... y «la misión de la Iglesia en el mundo se percibe de una manera nueva. Sobre la

base de una renovación interior, el Concilio ha abierto a los católicos a la exigencia de una evangelización vinculada necesariamente con la promoción humana, a la necesidad de diálogo con el mundo, con las culturas y religiones, y a la urgente búsqueda de la unidad entre los cristianos» (DGC 27). La espiritualidad pascual, en el seguimiento de Cristo, hombre perfecto, aplicando el misterio redentor de la cruz y la gloria, lleva a cada uno y a la humanidad toda «al estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13; cf 4,15; GS 41,1). Así la Iglesia se constituye en «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1) por la actuación incesante de Cristo glorioso en el mundo. La restauración comenzada en Cristo continúa en la Iglesia impulsada por el Espíritu Santo: nosotros «con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación» (LG 48). La Iglesia «nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo»; pero «de igual manera comprende cuánto le queda por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo» (GS 43). A la catequesis le corresponde también hoy, en el contexto de la cultura moderna, la gran tarea de iniciar y madurar a todos los creyentes en la sabiduría del misterio de Cristo, en sus distintos aspectos. Una sabiduría multiforme «que Dios destinó para nuestra gloria antes de crear el mundo» (1Cor 2,7), y que «de ahora en adelante, por medio de la Iglesia..., podrán conocer» (Ef 3,10). BIBL.: AA.VV., El misterio pascual, Sígueme, Salamanca 1977; BORNKAMM G., Mystérion, en Grande Lessico del Nuovo Testamento VII, Paideia, Brescia 1971, 645-716; DURRWELL F. X., La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Herder, Barcelona 1967; FERRATER MORA J., Misterio, en Diccionario de filosofía II, Sudamericana, Buenos Aires 1971, 207-208; GONZALEZ DE CARDEDAL G.-MARTINEZ CAMINO J. A. (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, especialmente FARNÉS P., La celebración det misterio cristiano según el «Catecismo de la Iglesia católica», 132-151 y MúLLER G. L., Jesucristo. El Señor crucificado y resucitado, 111-131; MARTIN VELASCO J., Misterio, en FLORISTAN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 816-817; NEUFELD K. H., Misterio/Misterios, en R. LATOURELLE-R. FISICHELLA (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 985-987; PENNA R., II «mysterion» paolino; traiettoria e costituzione, Paideia, Brescia 1978; Misterio, en P. RoSSANO-G. RAVASI-A. GIRLANDA (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1224-1234; PIKAZA X.-SILANES N. (eds.), El Dios cristiano. Diccionario teológico, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, especialmente LUCAS J. DE S., Misterio, 890-897 y PEDROSA V., Catequesis trinitaria, 222-244; PRÜMM K., Mystéres, en DBS VI, 1957, 1-255; Misterio, en Diccionario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, 664679; RAHNER K. (ed.), Sacramentum mundi. Enciclopedia teológica, Herder, Barcelona 1976', especialmente RAHNER K., Misterio, 710-718 y NEUNHEUSER B., Teología de los misterios, 718-723; SANNA I., Misterio pascual, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 921-931; TORRE L. DELLA, Eucaristía, en GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 353-355; TOURÓN E., Creer en Dios Padre en tiempos de increencia, en Teología y catequesis 26-27 (1988) 247-272.

José Ángel Ubieta López

MISTERIO PASCUAL, CATEQUESIS SOBRE EL

SUMARIO: I. Un acontecimiento fundamental: 1. La situación anterior a la Pascua; 2. La situación posterior a la Pascua; 3. El hecho de la resurrección del Señor. II. La resurrección, un hecho sin precedentes: 1. Una experiencia totalmente nueva; 2. El judaísmo tardío: la restauración de los justos. III. La primera predicación cristiana. La catequesis pascual: 1. Dos modos de lenguaje; 2. Evolución de las fórmulas; 3. La superficie de la tradición: los textos; 4. Tipos de relatos de apariciones. IV. Síntesis del mensaje sobre la resurrección del Señor: 1. La resurrección del Señor es acción de Dios; 2. La resurrección y el misterio de Jesús; 3. La resurrección, clave para entender el hecho de Jesús; 4. Inauguración del mundo nuevo de Dios; 5. Cristo resucitado, primicia de una gran cosecha; 6. La resurrección y la esperanza humana; 7. La resurrección, un acontecimiento

siempre presente; 8. La resurrección, un reto para nuestra fe. V. Claves catequéticas: 1. Propuesta metodológica; 2. Dificultades más recurrentes; 3. Pistas para cada segmento de edad.

I. Un acontecimiento fundamental La resurrección del Señor fue el hecho más decisivo para el cristianismo naciente. Por ello, invade todos los estratos del Nuevo Testamento: es el hecho fundamental que, en visión retrospectiva, revela el auténtico misterio de la persona de Jesús y que, en visión prospectiva, genera y constituye las primeras comunidades cristianas. Y es a la vez el mensaje fundamental que constituye la fe y, consecuentemente, el contenido principal de la predicación de estas comunidades primeras. Todo el Nuevo Testamento es un impresionante mosaico de la resurrección del Señor Jesús, construido a base de diferentes tradiciones y relatos, con variadas formas y fórmulas, lleno de vivencias y experiencias, de contenidos y consecuencias deducidas. En el Nuevo Testamento encontramos los testimonios de los primeros testigos de este hecho fundamental: el testimonio directo de Pablo de Tarso y el testimonio indirecto de las mujeres y de los Doce. Y encontramos también las fórmulas de predicación en sus diferentes formas: breves frases de anuncio (kerigma), credos, resúmenes de catequesis y relatos más extensos como los de las apariciones. 1. LA SITUACIÓN ANTERIOR A LA PASCUA. La muerte de Jesús fue un final inesperado y traumático: todas las esperanzas en torno a Jesús de Nazaret se habían truncado y todo parecía quedar en nada (Lc 24,21-24; He 5,34-39). Las tradiciones que poseemos muestran con crudo realismo la situación de los discípulos después de la muerte de Jesús, descrita con palabras como miedo, desencanto, tristeza, desánimo, incomprensión, desconcierto, huida, abandono. Todo había sido una maravillosa expectativa, pero fallida; se volvieron a sus casas en Galilea (Mc 16,7). No habían entendido el misterio de Jesús. Se habían quedado con muchos hermosos recuerdos: «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (Lc 24,19; cf He 2,22; 10,38), pero sus expectativas de un mesías triunfante política y humanamente (Mc 10,35-37; Lc 24,21; He 1,6) se habían derrumbado. La muerte en la cruz fue algo incomprensible en aquellos primeros momentos; sus tradiciones sólo les permitían ver la muerte en cruz en la perspectiva de la clásica muerte violenta de los profetas auténticos (Lc 13,33) o del tradicional sufrimiento de los justos (He 3,14). En resumen: no esperaban nada para la mañana de Pascua. 2. LA SITUACIÓN POSTERIOR A LA PASCUA. Pero algo inesperado y sorpresivo cambió radicalmente la situación. Muy pronto, entre aquellos discípulos fracasados comienza a correr, de boca en boca, un grito: «¡Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34). Este grito invade el Nuevo Testamento y no se ha apagado hasta hoy mismo. Y entonces se dio un vuelco radical en la vida de aquellos primeros discípulos: los dos de Emaús deshacen su camino de desilusión y vuelven llenos de ardor a reunirse con los hermanos (Lc 24,28-35); a partir de ahí surgen en diferentes lugares pequeñas comunidades y nace la Iglesia. Aquellos discípulos, antes derrotados, ahora se ven llenos de fuerza, y comienzan una tenaz lucha por la fe, superando dificultades, enfrentando persecuciones, hasta el extremo de dar su vida por esta fe. Y nace una misión que, a pesar de la falta de todo tipo de medios, se extiende rápidamente por Judea, Asia Menor, Grecia, Italia... A partir de la resurrección del Señor, aquellos discípulos antes desorientados, ahora se llenan de luz, comprenden el pasado, descubren el misterio de Jesús, entienden el sentido de su muerte como entrega y sacrificio y se llenan de un Espíritu nuevo que los constituye en testigos y mártires. En una palabra, transformaron su vida y su mentalidad de una forma radical y permanente. 3. EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR. Algo muy importante y decisivo tuvo que suceder para que se diera un cambio tan radical; un cambio que no duró unos meses o unos pocos años,

sino toda la vida; un cambio que no afectó solamente a los que habían acompañado a Jesús, sino también a testigos de segunda y tercera generación, como san Pablo, y de las generaciones sucesivas hasta hoy mismo. ¿Qué sucedió para que este cambio radical y permanente tuviese lugar? Todos los testimonios convergen: fue el hecho de encontrarse con el Señor resucitado. Pero, desconcertantemente, el hecho mismo de la resurrección del Señor no está narrado en ninguna parte del Nuevo Testamento. a) Los evangelios no narran el hecho mismo de la resurrección. Narrar el hecho mismo de la resurrección del Señor Jesús tenía que ser, para aquellos primeros cristianos, algo de decisiva importancia para la propia vida y para la actividad de misión; por eso resulta tan extraño que no haya en todo el Nuevo Testamento una narración de este hecho. Expresión de este deseo y muestra de esta extrañeza es un evangelio apócrifo tardío, el Evangelio de Pedro; se trata de un pergamino, fechado entre los siglos VIII-IX, descubierto en 1886 en una zona del Alto Egipto; uno de sus fragmentos, en los vv. 31-49, describe el hecho mismo de la resurrección del Señor: dos ángeles sirven de apoyo a un Jesús vacilante para que salga del sepulcro, la cabeza de Jesús llega a los cielos y les sigue una cruz, todo ello envuelto en una radiante luz. Naturalmente este relato tardío no tiene valor histórico ni teológico alguno; simplemente es indicativo de la piedad popular del momento, que echaba en falta una descripción del hecho mismo de la resurrección. ¿Por qué el Nuevo Testamento, y concretamente los evangelios canónicos, no narran el hecho mismo de la resurrección de Jesús? Una respuesta es obvia: porque en las tradiciones recibidas no tenían la descripción del hecho en sí mismo; y no cayeron en la tentación de inventar sobre la tradición, lo que indica su seriedad para constituir la fe. Pero algo más profundo motiva esta ausencia: y es que el hecho mismo de la resurrección del Señor Jesús sobrepasa los límites del tiempo y del espacio humanos, no es objetivable ni historificable dentro de este espacio y tiempo; la resurrección es un hecho que no pertenece al más acá humano sino al más allá de Dios; es entrar en el tiempo perfecto y definitivo de Dios, en la eternidad, en la Vida definitiva, así con mayúsculas. Los testimonios de encuentro con el Resucitado indican expresamente que no se trata de la misma situación de vida humana anterior: tienen dificultades en reconocerle, aparece y desaparece de repente, «estando las puertas cerradas», puede ser confundido con un espíritu, etc. Todo expresa que la vida del Resucitado ya no es la vida de este mundo. La resurrección del Señor Jesús es escatología. La resurrección de Jesús es la explosión de la vida perfecta y definitiva de Dios, venciendo a la muerte de un modo absoluto. Por eso mismo, la resurrección del Señor no puede ser confundida con una resucitación, con una vuelta a cualquier tipo de vida humana para morir después, como son los casos de Lázaro (In 11,1-44), del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17) o de la niña Tabita (Mc 5,21-24.35-43). Igualmente, tampoco puede ser confundida con opciones de otras religiones que propugnan otras formas de vida después de la muerte, pero que siguen estando injertadas en el tiempo y el espacio humanos, como la reencarnación por ejemplo. El historiador aquí encuentra dificultades: puede investigar la vida de Jesús, su muerte y su sepultura, incluso esta sepultura vacía. Este mismo historiador continúa constatando, poco después, la existencia de unos testigos concretos que dicen que «¡Jesús vive!», y lo afirman porque dicen haberse encontrado con él vivo; y estos testigos forman unas primeras comunidades cristianas, cuyos lugares, tiempos, actuaciones y mensajes pueden ser identificados. Pero, en el medio, queda algo que sucedió y que el historiador no es capaz de abarcar: la resurrección; sólo accede a ella a través de sus signos consecuentes: las apariciones y, en menor medida, la sepultura vacía. b) La resurrección del Señor es un hecho real. Afirmar que el hecho de la resurrección no es objetivable ni cabe dentro de los límites de la investigación histórica no quiere decir que sea un hecho irreal, inventado por aquellos primeros discípulos. La resurrección es un hecho real, aunque supere nuestro tiempo y espacio; el creyente sabe que hay mucha más realidad que aquella que es abarcable objetivamente. Que es un hecho real lo indica no sólo el cambio operado en aquellos

discípulos, sino la misma forma con que relatan su encuentro con el Resucitado: como algo que les sorprendió, que se les impuso desde fuera de ellos, algo con lo que no contaban, y ante el cual la primera actitud fue la de la duda. Afirmar que la resurrección es un hecho real excluye directamente que sea una creación de la fantasía, o una proyección psíquica interna consecuente a una situación traumática debida a las esperanzas fallidas, o una muerte aparente, y menos todavía un fraude intencionado, porque en ninguno de estos supuestos se explicaría el cambio radical operado en aquellos primeros testigos hasta dar su vida por esta fe; ni tampoco explicaría la permanencia de este cambio durante toda la vida, ni su persistencia en testigos de décadas posteriores y de geografías lejanas que no conocieron a Jesús ni vivieron el trauma de la cruz. La conclusión se impone: realmente aquellos primeros cristianos se encontraron con el Señor resucitado, esto es, con Jesús vencedor de la muerte, viviendo en el tipo de vida perfecto y definitivo de Dios. Esta fue la experiencia que transformó las vidas de aquellos primeros testigos. c) ¿Cómo acceder al hecho de la resurrección del Señor? Los primeros testigos llegaron a descubrir el hecho de la resurrección por las diferentes experiencias de encuentro con el Señor resucitado que tuvieron. Las apariciones están en la base de la fe en la resurrección. Allá por los años 50, san Pablo recogía la lista más antigua de estos testigos y añadía: «de los que la mayoría viven todavía», como invitación expresa para que los creyentes de segundas generaciones les preguntasen (lCor 15,6-8). Entre estos testigos originarios hay que destacar especialmente el testimonio directo de san Pablo: él vivió, allá por el año 35, esta experiencia de encuentro con Jesús resucitado, que también le cambió radicalmente la vida; y de esta experiencia habla expresamente a sus comunidades (lCor 9,1; 15,7-11; Gál 1,1.11-17; Flp 3,5-11). Este acontecimiento paulino fue el germen de la Iglesia en los ámbitos paganos. Los testigos de segunda y tercera generación, como Lucas, Timoteo o Tito, llegan a descubrir el hecho de la resurrección a través del testimonio que les llega desde los testigos originarios; este es el camino más normal, del que tenemos noticia por todo el Nuevo Testamento. A este testimonio primero, se unen posiblemente nuevas experiencias de encuentro con el Resucitado, de las que no tenemos noticia, la propia experiencia del creyente, la gracia de Dios en el interior del hombre y la opción por la fe hecha de un modo libre y consciente. Así se ha ido creando, a través de la historia, la amplia e ininterrumpida cadena de testigos y de testimonios de la resurrección de Jesús, que llega hasta nosotros hoy. También nosotros podemos entrar en contacto, a través del Nuevo Testamento, con los testimonios primeros; disponemos además de los testimonios posteriores (santos Padres, santos de la Iglesia, magisterio oficial) ininterrumpidos a través de la historia; y en nuestro alrededor existen múltiples testigos actuales que nos invitan a la misma opción de fe en el Señor resucitado. El hombre de hoy hace esta opción a base de los múltiples testimonios recibidos, a base de la llamada interior de Dios escuchada en el corazón, y a base de la decisión libre y consciente de cada persona, que se educa y fortalece en el seno de las comunidades cristianas y que se hace operativa en el compromiso de la vida diaria.

II. La resurrección, un hecho sin precedentes Aquellos primeros cristianos tuvieron clara conciencia de que esta experiencia pascual no podía ser guardada para ellos, sino que era buena noticia para el mundo y, por lo tanto, debía ser anunciada, comunicada, compartida por todos los hombres que de buena fe la aceptaran. Así surgieron las primeras palabras de la fe, así surgió la primera predicación cristiana y la primera catequesis. Pero existía una grave dificultad: ¿cómo transmitir a otros una experiencia que les había desbordado, que les había resultado inaudita, de la que no había otro caso similar en toda su tradición? Es el problema del lenguaje de comunicación; un problema importante si queremos comprender aquellos testimonios primeros y formar parte de la cadena de testigos.

1. UNA EXPERIENCIA TOTALMENTE NUEVA. En toda la tradición judía no había nada igual, ni en todo el Antiguo Testamento ni en los escritos judíos del entorno. Había, sí, algunas pocas tradiciones de resucitación (lRe 17,17-24; 2Re 4,31-37) y algunos relatos de rapto (Gén 5,24; 2Re 2,11), pero ninguno de estos casos era igual: la resucitación era una vuelta a esta misma vida para morir posteriormente y el rapto siempre excluía la muerte, eran raptos de vivos. Ninguno de ambos casos era el de Jesús. Hay que tener en cuenta dos datos: 1) La ausencia de vida eterna en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento nunca se llegó a una concepción clara de vida eterna. La eternidad era un atributo exclusivo de Dios que, por su naturaleza, no podía ser comunicado a los hombres. El hombre justo, y en términos colectivos el pueblo de Israel, a lo más que podía aspirar era a una larga vida, a la abundancia de hijos y a una situación de paz, felicidad y bienestar humanos. No había horizontes de eternidad. 2) El Dios que vive y hace vivir. Pero Israel creía en el Dios que vive (lSam 17,26.36; lRe 18,15; Jer 10,10; Sal 18,47; 42,3; etc.) y el Dios que hace vivir (Sal 36,10; Jer, 2,3; 17,13; etc.) y esta fe inunda todas sus tradiciones, las de la creación (Gén 1-2) y todas aquellas que hablan del vivir histórico de los individuos (Jue 8,32; Dt 5,33; 16,20; 30,19-20; 32,47; etc.) o de la supervivencia del todo Israel (Os 6,1-3; Ez 37,1-14). Si el individuo o Israel vive, se debe a que Dios es el Señor de la vida. Toda vida es un don que viene de las manos de Dios y que depende siempre de él. Por eso en el Antiguo Testamento no hay un destino ciego que rija la vida humana, ni siquiera la búsqueda de cómo traspasar la frontera de la muerte, como sucedía en los pueblos vecinos (Egipto, Babilonia). En el Antiguo Testamento no existe ningún principio, ninguna cualidad humana, ninguna propiedad natural del hombre, ningún rito misterioso que pueda dar, utilizar o recuperar la vida después de la muerte. Es Dios quien da toda vida, para que el hombre y la creación le alaben y para que sigan sus mandatos; es esta la única condición de una vida larga y feliz. La muerte no es una ruptura traumática sino un final sereno: «acostarse en paz con sus padres», dicen. 2. EL JUDAÍSMO TARDÍO: LA RESTAURACIÓN DE LOS JUSTOS. Con esta fe vivió Israel su existencia, su vida y su muerte. La existencia individual no era comprendida más que desde la perspectiva colectiva: lo importante era que viviera todo Israel, sólo desde ahí el individuo puede contemplar su vida. Pero este esquema tradicional fue modificado a raíz del Destierro (siglo V). Fueron los profetas del tiempo quienes, ante el fracaso colectivo del pueblo, exigieron responsabilidad individual más que responsabilidad colectiva (Jer 31,29-30; Ez 18,2). Y entonces se desencadenaron acuciantes preguntas sobre el don divino de la vida y la justicia de Dios (Jer 12,14; Sal 73). Ante la experiencia cotidiana, los antiguos esquemas fallaban: si Dios es el Señor de la vida, ¿por qué los justos sufren, no viven en paz, no gozan de larga vida? Y al contrario, ¿por qué los impíos viven largos años y en paz? Job es el grito angustioso del justo que sufre perdido en el misterio; Sirácida es el sabio escéptico y creyente que invita a gozar de la vida porque «es bendición de Dios», lo demás «es vanidad»; los Salmos presentan la postura mística: «lo importante es estar con Dios» (Sal 73,25). Todas estas posturas eran expresión de un problema cuya solución no se vislumbraba (Job 42,6). Los interrogantes se agravaron dos siglos más tarde (siglo II), ante los sufrimientos causados por la soberbia imposición griega (2Mac 6,9) que martirizaba a los justos que defendían la Ley (2Mac 6,18-7,42), y por ella morían jóvenes en las luchas macabeas. Entonces se dio un paso adelante: en virtud de su justicia, Dios tenía que intervenir reivindicando a sus justos, muertos en martirio o en batalla. Así se comenzaron a abrir horizontes: Dios los «resucitaría en el día del juicio» (Dan 11,32; 2Mac 7,6.9.11.14.30-38); esto es, cuando se instaurasen los tiempos mesiánicos, todos los justos de Israel volverían a esta vida para constituir el Israel auténtico, al que tenían derecho por su justicia, para después, colmadas ya sus aspiraciones, morir en paz (Lc 2,25-32). Este esquema estaba vigente en los tiempos de Jesús, alimentando la mayor parte de los escritos apocalípticos y

generando en los círculos fariseos una reflexión innovadora sobre la «resurrección mesiánica» (Mc 12,18-27) en base a las claves anteriores.

III. La primera predicación cristiana. La catequesis pascual. Pero la resurrección de Jesús desbordaba todo este camino anterior, porque en ningún momento se había conseguido llegar a una afirmación de vida eterna más allá de la vida humana y de victoria definitiva y radical sobre la muerte. Esto era lo original y lo novedoso de la experiencia vivida en los encuentros con el Señor resucitado. Y aquel hecho inaudito y sin parangón, necesitaba de un lenguaje adecuado para la comunicación a todos los hombres. Un lenguaje que debía comunicar experiencias difíciles de expresar y del que no había tradición; en definitiva, u n lenguaje sin hacer. Y, aunque para el anuncio de muerte no aparecen fórmulas definidas y constantes, muy pronto se fueron acuñando fórmulas de resurrección tópicas, con un lenguaje muy definido y constante. 1. Dos MODOS DE LENGUAJE. Además de otras formas menores de lenguaje («fue devuelto a la vida»), se descubren dos lenguajes predominantes: lenguaje de exaltación, lenguaje de resurrección. a) Lenguaje de «exaltación». Aquellos primeros testigos tenían a mano en su tradición veterotestamentaria y en su entorno apocalíptico varios relatos de raptos de personajes insignes que no habían muerto, sino que Dios había llevado consigo (Gén 5,24; 2Re 2,11), y echaron mano de este lenguaje de exaltación para poder comunicar el hecho de la resurrección de Jesús. Se reconoce este lenguaje por expresiones típicas: «glorificar» (He 3,13a; 5,34), «exaltar» (He 2,33; 5,31; F1p 2,9), «ascender» (Lc 24,51; He 1,9; ITim 3,16), «sentar a la derecha» (He 2,34). Este primer esquema de lenguaje contaba con una aceptable tradición y con un entorno abundante. Pero, al mismo tiempo, presentaba varias dificultades: los casos de rapto no suponían, sino que excluían la muerte, lo que no era el caso de Jesús; los relatos de rapto destacaban bien la glorificación que habían experimentado en Jesús, pero resaltaban demasiado una trascendencia lejana del Resucitado, que no cuadraba con la experiencia de «presentarse en medio», de cercanía con sus discípulos; por otro lado los diferentes casos de rapto (Elías, Henoc, y otros) no permitían captar bien la originalidad del Señor resucitado, que no tenía comparación con ningún otro caso. Fue esta una manera de hablar muy primitiva y muy bien aceptada por las comunidades griegas, en cuya tradición religiosa había muchos relatos de dioses que bajaban a tomar contacto con los hombres y luego ascendían de nuevo a su situación celestial. b) Lenguaje de «resurrección». En paralelo con el lenguaje de exaltación, aparece más abundantemente el lenguaje de resurrección. Se le reconoce por el uso constante de dos verbos griegos: egeiro (imagen de despertar de un sueño: He 3,15; 4,10; 5,30; 10,40; 1 Cor 15,4.12.14.1617.20; Mt 16,21; 17,9.23; 20,19; Jn 2,22; 21,14; etc.) y anistanai (imagen de ponerse en pie desde una posición yacente: He 2,24.32; 3,26; 10,41; 13,33-34; 17,3.31; lTes 4,14.16; Ef 5,14; Mc 8,31; 9,9.31; 10,34; Jn 20,9; etc). Ambos verbos son imágenes, sin apenas diferencias, que nosotros ya traducimos directamente por la palabra resucitar. Era este un lenguaje novedoso, sin tradición, y por eso capaz de llenarlo de un contenido que expresase la novedad original de Jesús vencedor de la muerte. Fue el lenguaje que se extendió por toda la primera predicación cristiana y por todas las comunidades, aunque las comunidades griegas tuviesen notables dificultades para comprenderlo adecuadamente. 2. EVOLUCIÓN DE LAS FÓRMULAS. Con este lenguaje se fueron acuñando las fórmulas primitivas con las que nos transmitieron la experiencia de encontrarse con el Señor vivo, vencedor de la

muerte. Estas fórmulas, llamadas kerigma, son las primeras palabras de la fe. Las encontramos en el fondo de cualquier escrito del Nuevo Testamento. a) Dios resucitó a Jesús. Es la fórmula más primitiva (He, 2,24.32; 3,15.26; 4,10; 5,30; 10,40-41; 13,30.33-34.37; 17,3.31; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes 1,1; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes 1,19). Dios es siempre el sujeto de la acción y Jesús (no el Señor, ni el Cristo) es el objeto de la acción. De su uso en el Nuevo Testamento se destaca que es la única fórmula que utiliza Hechos, que es muy frecuente en los escritos paulinos, y que está ausente en los evangelios. Tanto por el uso paulino como por la ausencia en los evangelios, tenemos que concluir que es una fórmula de la predicación de los años 40-50. Su desarrollo cristológico es mínimo: está en la línea del Antiguo Testamento como otra de las maravillosas acciones de Dios sobre sus elegidos, pero no indica, en sí misma, una trascendencia de Jesús, que aparece como elemento pasivo de la acción de Dios. b) Cristo (Señor, el Hijo del hombre) fue resucitado. Es la fórmula intermedia (Rom 4,25; 6,4.9; 7,4; 8,34; lCor 15,4.12-14.16-17.20; 2Cor 5,15; 2Tim 2,8; Mt 16,21; 17,9.23; 20,19; 27,63; 28,6; Mc 16,14; Lc 9,22; 24,6.34; Jn 2,22; 21,14). Se reconoce por el verbo siempre en pasiva, y por el sujeto lleno de contenido teológico (Señor, Cristo, nunca Jesús). Es la fórmula que más usa Pablo y que también aparece en los evangelios; destaca su presencia en textos prepaulinos (lCor 15,4; 2Tim 2,8) y el uso que hace Mt sobre tradiciones anteriores a él: anuncios de la pasión de Jesús (Mt 16,21; 17, 9.23; 20,19); por lo cual también tenemos que concluir que es una fórmula muy primitiva, típica de los años 50. Contiene ya una cristología en desarrollo, con afirmaciones de fe sobre Jesús (Señor, Cristo, Hijo del hombre) y con el puesto destacado que supone la posición del sujeto en griego. c) El Hijo del hombre (Señor, Cristo) resucitó. Es la tercera fórmula (Mc 8,31; 9,9.31; 10,34; Lc 18,33; 24,7.46; Jn 20,9). Es una fórmula tardía, que nunca aparece en Pablo, pero que es la preferida de los evangelios y de los escritos más tardíos (años 70-90). Supone ya una cristología elaborada en sus niveles máximos de trascendencia: Cristo, persona divina, se resucita a sí mismo. 3. LA SUPERFICIE DE LA TRADICIÓN: LOS TEXTOS. Con estas bases se fueron configurando en la tradición diversas unidades o textos, algunos muy breves, unos procedentes de la predicación (fórmulas de anuncio), otros procedentes de la catequesis (credos), y otros más extensos (relatos de apariciones). a) Las fórmulas de anuncio. Son fórmulas breves, con estructura bimembre y con estricto paralelismo en la disposición de sus elementos. Ejemplos claros son: «Si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado» (1Tes 4,14a) o «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, del linaje de David, según el evangelio que predico» (2Tim 2,8). Fórmulas como estas se encuentran en todo el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas paulinas (cf Rom 4,25; 8,34; 14,9; 2Cor 5,15; etc). Son expresiones hechas dentro de la tradición recibida, usadas como afirmaciones básicas en las confesiones de fe y en la predicación. Contienen todas un anuncio de resurrección, a veces con alusión a la descendencia davídica, resaltando el mesianismo de Jesús (2Tim 2,8; Rom 1,3b-4) si su origen es judeocristiano; otras veces con alusión a la conversión de los ídolos (lTes 1,9-10) si el kerigma proviene de ambientes paganos; y las más de las veces aparece como centro de la confesión el binomio «muerte-resurrección» (lPe 3,18), con breves y diferentes consecuencias. b) Los credos catequéticos. Estas fórmulas breves se fueron desarrollando hasta constituir pequeños credos catequéticos o resúmenes de fe más completos, utilizados preferentemente en los catecumenados bautismales: 1 Cor 15,3b-5 es un buen ejemplo. Pablo confiesa que este credo es la predicación de todos los testigos cristianos (ICor 15,11); más concretamente es el evangelio

que Pablo predicó (lCor 15,1) y que a su vez es anterior a él, ya que reconoce que lo ha recibido para poder transmitirlo (lCor 15,3a). El análisis de su estructura gramatical remite a un origen judeoaramaico, y la abundancia de términos no paulinos indica que se trata de un credo que debe ser fechado en la década de los años 40. La estructura es bimembre: afirma los dos hechos fundamentales (muerte y resurrección) y aporta complementos catequéticos en estricto orden paralelo («por nuestros pecados»-«al tercer día»); señala que ambos hechos tienen una inserción en las tradiciones veterotestamentarias («según las Escrituras»-«según las Escrituras») y que ambos hechos gozan de una constatación que asegura su realidad (sepultura-apariciones); le siguen dos muy antiguas listas de testigos. Este precioso credo supone ya una evolución teológica sobre las fórmulas kerigmáticas: la muerte es calificada como muerte sacrificial («por nuestros pecados») y es vista desde la perspectiva del Antiguo Testamento (muerte de los profetas, muerte de los justos, sacrificio de víctimas animales en el Templo). La resurrección es calificada con la fórmula «al tercer día», que, además de partir de una base cronológica, cuya expresión adecuada es «después de tres días» (cf Mc 8,31; 9,31; 10,33), indica el día de la plenitud de la acción de Dios, cumpliendo sus promesas, y realizando en plenitud su salvación. c) Los relatos de apariciones en los evangelios. Ya se ha dicho que las apariciones son la base de acceso al hecho de la resurrección; son su manifestación y su enclave en el tiempo humano. Quizás sea mejor hablar de encuentros con el Señor resucitado, para evitar malas comprensiones y no confundir las apariciones pascuales, fundamento constitutivo de la fe, con otras apariciones que no son constitutivas de la misma. En los evangelios, excepto en Mc, cuyo final se ha perdido y restaurado con un elenco (que no relatos) de apariciones (Mc 16,9-20), tenemos varios relatos de aparición del Resucitado, todos ellos muy diferentes en su contenido y en sus destinatarios; solamente coinciden los evangelistas en una aparición a los once (Mt 28,16 -20; Le 24,36-53; Jn 20,19-23), pero difieren totalmente en el contenido; por la extrañeza que supone, debemos admitir que la primera aparición fue a las mujeres (Mt 27,9-10) entre las que todos los evangelios nombran a María Magdalena y que Jn destaca especialmente dedicándole un relato propio (Jn 20,11-18); las demás apariciones ya divergen totalmente: los dos discípulos de Emaús sólo en Lc (24,1-35), Tomás sólo en Jn (20,26-29), pesca milagrosa sólo en el apéndice añadido a Jn (21,1-14). Por otro lado, la lista más primitiva de testigos que poseemos pone como destinatarios de las apariciones a «Pedro y luego a los doce..., los quinientos hermanos... Santiago..., todos los apóstoles» (ICor 15,6-8). Hubo ciertamente una aparición a Pedro (cf también Lc 24,34), de la que extrañamente en los evangelios no queda un relato, como tampoco queda de las apariciones a los «quinientos hermanos..., a Santiago, a todos los apóstoles». Y a la inversa, en esa lista tan primitiva no se mencionan las mujeres, ni los dos de Emaús, ni Tomás, que son los relatos evangélicos. Por último, las apariciones de los evangelios tienen una localización diferente y desconcertantemente irreconciliable: Mateo no pone apariciones en Jerusalén, sino en el camino (Mt 28,9) y en Galilea (Mt 28,7.10; cf Mc 16,7); por el contrario, Lucas y Juan (excepto el añadido joánico Jn 21) sitúan todas las apariciones en Jerusalén (Lc 24,49-53; Jn 20,1 1. 19.26), excluyendo su localización en Galilea. Todo esto nos obliga a concluir que los evangelistas no siguieron una tradición común, con toda seguridad porque no la había, y que por eso su actividad literaria se deja notar con mayor intensidad. Es decir, los relatos de aparición que tenemos en los evangelios, aunque parten del hecho fundamental de las apariciones primeras y conservan algunos de sus recuerdos, han sido intensamente elaborados por cada evangelista con la finalidad de transmitir a sus cristianos de décadas posteriores aquella experiencia primera y de responder a los problemas que sus comunidades presentaban. En pocas palabras, estos relatos, más que descripciones exactas de los hechos de encuentro con el Señor resucitado, son relatos al servicio de la posterior comunicación catequética.

4. TIPOS DE RELATOS DE APARICIONES. Veremos a continuación los dos principales tipos de relato de apariciones, que encontramos en los evangelios. a) Apariciones de envío. Los dos relatos de Mateo presentan una estructura invariable: 1) una presentación gloriosa del Resucitado abre el relato («se me ha dado todo poder»), pero no tiene como finalidad el reconocimiento (de hecho la duda [Mt 28,171, que se retiene por ser un elemento primitivo, se nota fuera de lugar); en vez del reconocimiento sigue una actitud de adoración consecuente; 2) un mandato de misión (Mt 28,10.19) ocupa el centro, indicando la finalidad catequética del relato: impulsar a la misión a aquella comunidad que, por ser judía, no tenía horizontes de misión universal (Mt 10,5); y 3) una promesa de asistencia para esa misión: «Yo estoy con vosotros», cierra el relato. Estos relatos siguen los esquemas tradicionales de los relatos de encomienda de una misión en el Antiguo Testamento (teofanía-misión-asistencia; Éx 3,1-12; Jue 6,11-18; Jer 1,4-10; etc). Estos relatos de aparición mateanos tienen la finalidad de ser el fundamento y el impulso que aquella comunidad ju d eocristiana (de la década de los 80) necesitaba para asumir con decisión la misión eclesial. b) Apariciones de reconocimiento. Los relatos de aparición en Lucas y Juan presentan elementos nuevos como el toca; el comer; la duda es un elemento destacado, el reconocimiento es difícil y progresivo, se invocan las Escrituras, se menciona la presencia del Espíritu. La estructura es muy diferente: 1) una presentación sorpresiva, marcada con el saludo: «Paz a Vosotros», que no tiene caracteres gloriosos ni engendra adoración, sino estupefacción, duda e increencia; 2) la duda ocupa un lugar preferente, destacada expresamente sobre todo en Juan; 3) el reconocimiento ocupa el puesto central y obtiene una atención especial: tocar, comer, mala comprensión, testimonio de las Escrituras (Lc 24,16.31; Jn 20,19.26); 4) la misión confiada cierra el relato. Son relatos dirigidos a comunidades griegas, de la década de los 80-90; estas comunidades griegas no precisaban de una invitación a la misión; ellas habían sido, bajo la dirección de judeohelenistas, las impulsoras de la misión universal (Pablo; Antioquía; Macedonia). Sus necesidades y sus problemas eran otros: necesitaban una intensa catequesis sobre el realismo de la resurrección. Y esto es lo que hacen Lucas y Juan. El mensaje de la resurrección les llegaba en unas claves diferentes a las que ellos tenían: aquellos primeros testigos eran hebreos y, en su cultura semita, se concebía al hombre en unidad, sin dividir alma y cuerpo; entonces la resurrección incluía la persona entera, naturalmente con su corporeidad, pero sin reducirla solamente al cuerpo y sin confundirla o mezclarla con la inmortalidad del alma o con una presencia espiritual. Esta concepción, propia del kerigma, chocaba frontalmente con la cultura griega de estas comunidades, con sus presupuestos filosóficos y religiosos, ya que en ella se concebía al hombre en clave dualista, alma y cuerpo como elementos separables, y se afirmaba la inmortalidad del alma, mientras que se despreciaba el cuerpo como un elemento obstaculizador de cualquier proceso espiritual. Estas comunidades griegas no entendían la resurrección (1Cor 15), ya que, o bien la reducían solamente al elemento cuerpo, o bien la consideraban innecesaria al creer en la inmortalidad del alma. En cualquier caso les resultaba difícil creer en una resurrección del hombre entero, de toda la persona; llegaba a parecerles incluso ridículo (He 17,32); no tenían dificultad en admitir que Jesús vivía después de muerto, ya que su alma era inmortal, pensaban, o era un espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27), pero el realismo de una resurrección de la persona, con una corporeidad transformada, les resultaba inconcebiblemente extraño. Por eso Lucas y Juan se esfuerzan por enseñar a estos cristianos griegos que la resurrección es una realidad que deben comprender como nueva creación de la persona, con su corporeidad transformada, en una situación de vida perfecta y definitiva; que no deben confundirla con una inmortalidad del alma o reducirla solamente al elemento cuerpo. Así Lucas y Juan llenan estos relatos de motivos catequéticos: el reconocimiento ocupa el centro de interés catequético, se le reconoce progresivamente (Lc 24,16.31; Jn 20,19.26); se multiplican los signos de realismo corporal: tocar, comer, no es un espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27).

La duda, además de ser un dato primitivo, tiene una importante función catequética, es una invitación a la opción de fe; Juan destaca especialmente este elemento duda dedicándole un relato especial, la aparición a Tomás, que termina con una abierta confesión de fe y una bienaventuranza para los creyentes del futuro (Jn 20,26-29). La insistencia en el cumplimiento de las Escrituras (Lc 24,27.44), el abrirles el entendimiento (Lc 24,25-26.45), el indicarles cuál es la postura de fe (Lc 24,25.38; Jn 20,27-29), son todos elementos importantes de esta catequesis para aquellos cristianos griegos, con la finalidad de fundamentar su fe en la realidad de la resurrección corporal. También se detectan intereses catequéticos menores: motivos de construcción eclesial: volver junto a los hermanos (Lc 24,33-35); perdón de los pecados (Jn 20,23); recepción del Espíritu (Jn 20,22; Lc 24,49); misión encomendada (Lc 24,47; Jn 20,21). Todos son puntos clave de una catequesis eclesial para afianzar la identidad de la Iglesia naciente en los ambientes griegos. Y asimismo resaltan en primer plano motivos litúrgicos: «el primer día de la semana» (Jn 20,1.11.19), en clara alusión al domingo; «le reconocieron al partir el pan» (Lc 24,30-31.41-42), que son alusiones eucarísticas: las comidas con el Señor resucitado eran al mismo tiempo signos de realismo corporal, comunión del Señor resucitado con los suyos y comidas eucarísticas originantes de las eucaristías posteriores.

IV. Síntesis del mensaje sobre la resurrección del Señor 1. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR ES ACCIÓN DE Dios. Las fórmulas Dios resucitó a Jesús o Cristo fue resucitado remiten a Dios como el que ha realizado el hecho de la resurrección. Entonces la resurrección se enmarca dentro de la serie de acciones de Dios en la historia de salvación: desde la actividad creadora del comienzo, siguiendo por la actividad constantemente salvadora de Dios a través de la historia (éxodo, profetas, vuelta del destierro, etc.) por medio de agentes humanos, hasta llegar al acontecimiento de Jesús, hecho hombre entre los hombres. Todo este proceso continuado de actividad de Dios culmina en la resurrección. La resurrección es la acción definitiva de Dios, acción radicalmente transformadora que culmina todas las demás acciones. Todas las acciones anteriores suceden dentro del tiempo y espacio humanos y, en general, mediante agentes humanos; en el caso de la resurrección no hay mediación humana, es la acción absolutamente propia de Dios, sin intervención de la actividad humana; hasta en la muerte de Jesús intervienen el hacer y el querer humanos, pero en la resurrección no. Hablando con propiedad, no fue el hombre Jesús el que superó la muerte, sino que Dios acoge a su Hijo Jesús en la comunión definitiva y en la unión perfecta con él. Precisamente por esto, la resurrección de Jesús es la revelación perfecta de quién es Dios y en quién y para qué confían los hombres que creen en él. En la r esurrección de Jesús, Dios se manifiesta como el que llama al hombre a su realización en plenitud, como el que invita al hombre a compartir su vida divina. Desde aquí se entiende que la resurrección es la revelación definitiva de la soberanía de Dios: la instauración del reinado de Dios, de su generosidad gratuita y amorosa para con el hombre y con la creación entera. 2. LA RESURRECCIÓN Y EL MISTERIO DE JESÚS. Ahora se revela que la acción, las palabras, las opciones, los conflictos de Jesús, tienen el Sí de Dios frente al No de los hombres. Ahora desaparece la incertidumbre sobre la validez y el futuro de la acción de Jesús, que las autoridades religiosas judías habían puesto en entredicho con su muerte en la cruz. En la resurrección, Dios ha reivindicado a Jesús frente al rechazo humano, y desde ahí la cruz comienza a tener sentido: es el resultante de la injusticia humana, es la consecuencia de la postura auténtica de Jesús, es la entrega amorosa de Dios a los hombres, es el sacrificio por los pecados del hombre, es la muerte del hombre viejo, esto es, del hombre contra Dios.

Pero la resurrección no es simplemente una manifestación de la validez de sus hechos y palabras, sino también la manifestación del misterio de Jesús, de la autenticidad de su ser. En la resurrección, Jesús culmina su vida terrena: sus hechos, sus actitudes, su mensaje, quedan definitivamente sellados como auténticos, y convertidos en referencia obligada para la Iglesia y para los creyentes de todos los tiempos. En la resurrección, se revela que Dios estaba en Jesús (2Cor 5,19), en su actuar, en su palabra y en su sufrimiento, en su muerte. La resurrección es la realización de la unidad perfecta de Dios y Jesús: Dios está en Jesús, Jesús está en Dios, Jesús es Dios. Desde entonces Jesús puede ser invocado como Señor, el mismo apelativo que usaban los cristianos judeohelenistas y griegos para Dios, como traducción del clásico Yavé (Adonay). Por eso Jesús es el lugar del encuentro con Dios para el hombre que busca en Dios su realización definitiva. Pero no cualquier realización del hombre o cualquier imagen de Dios. Jesús había vinculado a su propia persona la imagen de un Dios misericordioso, amor y perdón, para con los necesitados; y esa vinculación no quedó como un intento pasado de dudosa validez; en la resurrección de Jesús, Dios ha manifestado que esa proximidad amorosa de Dios es real y permanente. Dios ha revelado y ha instaurado definitivamente la autenticidad de la relación humana con el mismo Dios y con los demás hombres: el amor de Dios se ha impuesto y ha comenzado un nuevo tiempo de salvación. En la resurrección de Jesús, Dios se revela claramente como una cercanía amorosa, perdonadora y salvadora frente a un mundo perdido. Dios manifiesta ante el mundo (apariciones) que esa escandalosa imagen de Dios presentada por Jesús es la auténtica, y desde entonces el hombre descubre el verdadero rostro de Dios que le invita a su comunión para llenarlo de vida. 3. LA RESURRECCIÓN, CLAVE PARA ENTENDER EL HECHO DE JESÚS. LOS primeros cristianos tenían razón al releer la historia de Jesús desde la luz de la resurrección, porque la resurrección revela el auténtico sentido de Jesús y la profundidad de su misterio. La resurrección no resta importancia al Jesús histórico, sino precisamente al revés: hace que el Jesús histórico, en todas sus facetas, sea comprendido como Revelación y como realización auténtica del hombre según los planes de Dios. Desde la resurrección, Jesús se convierte en el acontecimiento salvífico de Dios ofrecido al mundo: las palabras y hechos de Jesús, sus actitudes y decisiones, han quedado fijados como el camino auténtico de realización del hombre de cualquier tiempo. La resurrección hace que el Jesús histórico, tal y como fue, siga estando presente en nuestro mundo, no como un recuerdo y un ideal del pasado, sino como una presencia activa constantemente salvadora, invadiendo nuestros procesos de salvación e impulsando el camino hacia nuestra resurrección; esto es, como Señor resucitado. 4. INAUGURACIÓN DEL MUNDO NUEVO DE DIOS. Dios, resucitando a su Hijo Jesús, ha irrumpido en nuestra historia con su soberanía, instaurando su reino, destruyendo «todo señorío, todo poder y toda fuerza... (incluida) la muerte» (ICor 15,24-27), llenándolo todo de vida, para que el curso de este mundo pueda cambiar definitivamente: Dios se manifiesta en la resurrección de Jesús como aquel que transforma el sufrimiento del mundo, abriendo el camino de superación de las estructuras causantes de la miseria, el dolor y la injusticia, el pecado y la muerte. Esta inauguración del reino de Dios indica que estamos en el tiempo final y definitivo, en el tiempo de la realización perfecta. Todavía queda nuestra opción personal, pero nuestro tiempo limitado ya está invadido de eternidad. Se han abierto horizontes de eternidad y el hombre puede realizarse en plenitud: ahora ya podemos hablar de liberación del hombre, porque el poder más significativo, la muerte, límite de cualquier realización, ha sido vencida (Rom 8,31-39; ICor 15,5457); pero más importante que la muerte física, en la resurrección ha quedado vencida nuestra muerte eterna, nuestra pérdida y alejamiento de Dios, de sus criaturas y de nosotros mismos, es decir, nuestro pecado; en la resurrección se ha realizado nuestra reconciliación, nuestra justificación, en germen y en raíz ya ahora, y en posibilidad segura si nosotros queremos. Por eso ahora ya podemos hablar de nueva creación, de hombre nuevo, de cielos nuevos y tierra nueva.

5. CRISTO RESUCITADO, PRIMICIA DE UNA GRAN COSECHA. El hombre, con palabras de Pablo, se siente incorporado al Cristo muerto y resucitado por su fe y su bautismo; y sabe que Cristo es la primicia de una gran cosecha (l Cor 15,20). El creyente sabe que dentro del hombre se ha sembrado la semilla de la Vida nueva. La historia personal del hombre en Cristo ha sido asumida por la acción de Dios, y tiene todas las garantías de culminar en éxito. Por eso el hombre puede llamarse y ser de verdad hijo adoptivo de Dios, con un Espíritu que dentro de él clama: Ahha (Padre) a Dios, y que le libera de ser esclavo para hacerle «heredero del cielo» (Gál 4,1-7) no por derecho, sino por gracia y amor. Aquí se fundamenta el respeto, la delicadeza y el amor que debemos a cada persona; nuestras relaciones humanas van marcadas por la relación que Dios, en Jesús, tuvo con nosotros, y por el misterio de vida eterna y de filiación divina que cada hombre lleva dentro. 6. LA RESURRECCIÓN Y LA ESPERANZA HUMANA. En la resurrección de Jesús se manifiesta el proyecto de Dios sobre el hombre; y el cristiano vive en esa tensión de realización de un proyecto que le atrae y le desborda al mismo tiempo; en ella asienta su esperanza: en unas metas que siempre se le escapan, porque su realización definitiva supera el más acá. Y así, el creyente acepta gustoso la lucha de cada día contra los poderes de muerte y destrucción que experimenta en su entorno diario; aquí basa su esfuerzo por transformar y transformarse, sabiendo que la fuerza de la resurrección ya está potenciando su actuar y su decidir; aquí radica la fortaleza del creyente: sabe aguantar los golpes, encajar los reveses, superar los fracasos, relativizar los éxitos. En definitiva, aquí fundamenta la aventura de su vida y de su fe: la capacidad de riesgo, de creación, de inquietud, de búsqueda, de continua conversión, son rasgos típicos del hombre que cree y vive la resurrección del Señor. 7. LA RESURRECCIÓN, UN ACONTECIMIENTO SIEMPRE PRESENTE. La resurrección no es un hecho del pasado: es un acontecimiento continuamente presente en la historia de cada hombre y de cada tiempo: la eternidad se ha mezclado con el tiempo y el tiempo ha adquirido dimensiones de eternidad. Y esta presencia de la resurrección en medio del tiempo es una continua fiesta en el corazón de cada hombre que opta por ella y en la comunidad que la celebra, especialmente cada primer día de la semana, el domingo. En medio de la caducidad de su tiempo, el cristiano descubre que en la sucesión de continuas muertes (días, flores, sentimientos, hombres, planetas), a su alrededor siempre triunfa la vida. Y así la resurrección del Señor es la buena noticia que proclamamos, porque la hemos creído y sentimos la necesidad de anunciarla. 8. LA RESURRECCIÓN, UN RETO PARA NUESTRA FE. Pero la resurrección, oferta gratuita y amorosa de Dios al hombre, hecha en Jesús, no es de aceptación obligada ni de imposición mágica, ni de utilización circunstancial interesada. Pero tampoco se llega a ella por demostración racional o histórica; por eso, en toda la predicación paulina, y en general en las primeras décadas (30-60), nunca se invoca el sepulcro vacío como prueba de la resurrección; será este un tema de interés en las tradiciones posteriores y tendrá otras finalidades. La resurrección es un reto para nuestra fe, es el mismo centro de la fe, y ante su vivencia se constata lo genuino o no de nuestra postura de fe. Como los discípulos de Emaús (Lc 24,13ss.), necesitamos ojos nuevos porque frecuentemente los nuestros están pesados, y nuestros caminos tristes y confusos impiden ver al Señor resucitado, sobre todo cuando se realizan apartándose del ámbito comunitario de los demás hermanos; cuando nuestras previsiones fallan constantemente, ya que no tienen por qué realizarse, entonces nos sentimos defraudados por los montajes equivocados que hacemos; pero el Señor resucitado va de camino con nosotros, aunque no le reconozcamos: en la Palabra leída a través de Jesús descubrimos esa presencia de Dios con nosotros, y en el partir el pan, la eucaristía, lo reconocemos a nuestro lado, compartiendo la mesa de la vida eterna; entonces los rumbos anteriores se cambian para ir al encuentro de la comunidad de hermanos para celebrar en común, porque solos no se puede, esta increíble noticia.

V. Claves catequéticas 1. PROPUESTA METODOLÓGICA. El objetivo de la catequesis ante el mensaje de la muerteresurrección de Jesús puede ser expresado a través de tres elementos: 1) Procurar un conocimiento correcto de los datos mediante la aproximación a los textos bíblicos y sus elementos según las diversas edades. 2) Favorecer su comprensión, haciendo notar de qué manera, desde la primera comunidad en adelante, estos datos han sido comprendidos. 3) Poner de relieve el ámbito de la experiencia al cual estas narraciones resultan pertinentes, que es el ámbito de la confianza y de la fe. Hechas estas premisas, el intento siguiente será el de abordar, a través de un método prevalentemente sintético, los textos bíblicos que hacen referencia al misterio pascual de Jesús, seleccionando mediante los criterios de la moderna exégesis aquellos que resultan más significativos e importantes. Según el Nuevo Testamento, la resurrección de Jesús es un acontecimiento que no tiene espectadores; sin embargo tenemos una constatación inmediata y difusa: Jesús ha resucitado, ha dejado la tumba y ha ascendido al cielo. Para explicar cómo se ha llegado a esta afirmación, podemos individuar cuatro grupos de textos o lenguajes que asumen a nivel didáctico una gran importancia, porque cada uno tiene su lógica y lleva a un eco particular de experiencia: 1) Las exclamaciones de sorpresa (Lc 24,34). Esta sorpresa es como un contrapié de frente a la doble reacción que sigue a la muerte de Jesús: por un lado la desilusión (caso ejemplar son los discípulos de Emaús), y por otro la piedad (de las mujeres que van a cuidar el sepulcro). 2) Las confesiones de fe (ICor 15,41-11). La necesidad de recoger aquellos elementos que dicen que la experiencia no es ilusoria. El texto reúne cuatro afirmaciones: ha muerto, fue sepultado (la evidencia de que había muerto), resucita (ya no está allí), se ha aparecido (se hace ver). Aparece claro que cada vez el segundo dato está puesto para recalcar la verdad del primero. El tercer verbo, resucita, rompe la cadena de verbos en pasado, e indica una acción cuyo efecto perdura en el presente. 3) Los himnos. La necesidad de expresar con cantos el gozo de la experiencia. 4) Las narraciones. La preocupación de narrar la génesis del descubrimiento de la nueva condición de Jesús y las dificultades que ello comportaba. Tener en cuenta esta tipología de textos es importante porque ayudará a percibir la estructura de la experiencia pascual: la maravillosa novedad que motiva la aparición de la necesidad de relatarla mediante hechos y acontecimientos concretos, cantar el gozo que produce, y mostrar cómo se llega, también a través de dificultades y dudas, a la percepción de esta experiencia. 2. DIFICULTADES MÁS RECURRENTES. La experiencia de los propios catequistas individúa una serie de dificultades que deben ser tenidas en cuenta: la dificultad de vivir serenamente esta temática, ya que toca el problema del dolor y la muerte, dimensiones fundamentales de nuestra realidad humana; cómo hacer intuir el concepto de resurrección, de la vida después de la muerte; es difícil hablar de la muerte y del dolor a los niños que no han tenido experiencia y, por lo tanto, no muestran curiosidad alguna por estos aspectos; es difícil hablar de la vida en general y de la muerte de Jesús como don, dado el contexto humano en el cual el catequizando vive, caracterizado por cierto individualismo y egoísmo; es difícil hablar del dolor, de la muerte, de la enfermedad: los destinatarios infantiles y juveniles no merecen estas cosas; es difícil hacer comprensible cómo Jesús, un hombre bueno, se convierte en un condenado a muerte por delincuente; en definitiva, tal vez la dificultad mayor es la de afrontar, con una terminología simple y apropiada y con signos y símbolos concretos, una temática tan compleja. 3. PISTAS PARA CADA SEGMENTO DE EDAD. Podemos organizar un protocolo de observación sobre los contenidos del misterio pascual, teniendo en cuenta estos cuatro indicadores: 1) las experiencias humanas (fiesta, estupor, condivisión...); 2) los símbolos de valor psicológico

(confianza, gozo, paz...); 3) los signos (valores de tipo lógico como por ejemplo los ramos, la cruz, las campanas, el fuego...), y 4) los propios ritos litúrgicos. En cualquier caso, sea cual sea la franja de edad a la que nos dirigimos, la presentación de la resurrección de Jesús debe partir del convencimiento de que la vida cristiana hoy ha de recuperar su razón de ser para volverse fehaciente ante quienes la quieren vivir, y fidedigna frente a quienes la abandonaron o nunca la experimentaron. El único motivo válido y suficiente para ser cristiano sigue siendo que Cristo vive hoy, pues «verdaderamente... ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Le 24,34). Y es su testimonio, y el de los demás testigos primeros (cf 1Cor 15,5-8), lo que se ha de recordar y exponer. Que Jesús ha resucitado y, por ende, no sea inútil la fe en él, sigue siendo un reto hoy como en tiempos de Pablo. Aunque se le sepa vivo, no siempre esa convicción se constituye, como debiera, en el núcleo central de la vida cristiana. BIBL.: BOFF L., La resurrección de Cristo, nuestra resurrección en la muerte, Sal Terrae, Santander 1986; CASA J., Resucitó Cristo, mi esperanza. Estudio exegético, BAC, Madrid 1986; CODA P., Acontecimiento pascual: trinidad e historia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1994; Dínz MACHO A., La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, Fe Católica, Madrid 1977; GUILLET J., Las primeras palabras de la fi', Verbo Divino, Estella 1982; KESSLER H., La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Sígueme, Salamanca 1989; LÉON-DUFOUR X., Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, ' Salamanca 1992`; MARTÍN ACHARD R., Résurrection dans 1 Ancient Testament et le juda'isme, DBS (1981) 437-487; MARTINI C. ' M., 11 problema storico della risurrezione negli .stuli recenti, Universidad Gregoriana, Roma 1980; O COLLINS G., Jesús resucitado. Estudio histórico, fundamental y sistemático, Herder, Barcelona 1988; PAGOLA J. A., Creer en el Resucitado, esperar nuestra resurrección, Sal Terrae, Santander 1993'; SALAS A., Biblia ante el (RBN [Ritual del bautismo de niños] 2; cf CCE 1213; IC 54). En resume el contenido teológico bautismal más importante es el siguiente: a) El bautismo, acontecimiento salvífico eclesial. El bautismo es la continuación eclesial de los mirabilia Dei, en una persona particular, a través del signo del agua. Es un kairós, o momento privilegiado que actualiza el amor gratuito y soberano de Dios en el sujeto creyente y en la comunidad entera. En el bautismo acontece la salvación no sólo para mí sino para toda la Iglesia, en la visibilidad histórica del signo sacramental del agua. El hecho de que el Nuevo Testamento sitúe el bautismo en la línea de los acontecimientos salvífico (1Cor 10,1-6; lPe 3,18-22); la constante interpretación tipológica de los Padres; la permanente expresión litúrgica o lex orandi de su memoria histórica..., nos están indicando que el bautismo hay que inscribirlo entre las obras privilegiadas de Dios, que continúa liberándonos del mal y haciéndonos partícipes de su vida. b) El bautismo, acción maternal de la Iglesia. El bautismo es un acontecimiento eclesial, en el que aparece, como en ningún otro caso, la acción maternal de la Iglesia. Y es que la Iglesia se siente en este momento no sólo afectada y concernida, sino también activa, participante, comprometida. La Iglesia es bautismalmente, lo mismo que el bautismo es eclesialmente. La maternidad eclesial aparece en que: la comunidad se hace presente en todos los momentos del proceso bautismal (catecumenado y ministerios); acoge fraternalmente a los bautizandos; participa activamente, por la palabra, los signos y el ejemplo, en su encaminamiento engendrador; se responsabiliza de su misión, se compromete en el acompañamiento permanente. c) El bautismo, muerte y resurrección con Cristo. La novedad del bautismo de la Iglesia radica sobre todo en su intrínseca relación a Cristo y su misterio. La participación en la muerteresurrección de Cristo por el bautismo es, por tanto, la fuente de todo efecto bautismal, significado en el mismo rito (cf CCE 1262). El Nuevo Testamento ha expresado esta novedad cristológica con dos fórmulas sobre todo: «Bautismo en el nombre de Jesús, de Jesucristo o del Señor Jesús»; y la fórmula con-morir y con-resucitar con Cristo por medio de las aguas bautismales, que se expresa por el rito exterior de la inmersión, cu: imitación representativa (omoioma imagen simbólico-sacramental de la muerte de Cristo, que nos hace participar del mismo acontecimiento pascual que representa (Rom 6,3). d) El bautismo, transformación en el Espíritu. El bautismo en el Espíritu supone, en primer lugar, una autocomunicación del mismo Cristo en su Espíritu (1Cor 6,11). En segundo lugar, es una autocomunicación del mismo Espíritu, que se nos da como don operante y transformante (1Co 1,22; Ef 1,13; Rom 5,5; Tit 3,5), en cuya virtud son eficaces las aguas bautismales. Puede decirse que el Espíritu hace el bautismo, por la mediación ministerial de la Iglesia, y es a la vez fruto del mismo bautismo, como gracia que se comunica por el mismo signo sacramental: «Habéis sido lavados, consagrados y justificados (el Espíritu, agente del bautismo)... en el Espíritu (el Espíritu,

gracia del bautismo) (1Cor 6,11). Los efectos de esta autodonación son el «nacer de nuevo» (Jn 3,3-5.7); la regeneració (Tit 3,4-7); la liberación del «hombre viejo» (2Cor 5,17; Col 3,10); la filiación divina (Rom 8,15-17); la igualdad y radical fraternidad (lCor 12,1: Rom 12, l ss). e) El bautismo, vida nueva y filiación divina. La participación de la vida en Cristo y el Espíritu se explica en la terminología bautismal neotestamentaria con tres expresiones fundamentales: «revestimiento» «nueva creación», «nuevo nacimiento» o filiación divina. «Revestirse» es un signo externo que indica una transformación interna (Gál 3,27;> Rom 13,14; Col 3,10...). Es despojarse del hombre viejo para sumergirse, identificarse, configurarse con Cristo, en el hombre nuevo que es y procede de Cristo. Para indicar la radicalidad de este cambio, el mismo Pablo dice que se trata de una «nueva creación», de la creación de un «hombre nuevo» (Gál 6,15; cf Col 1,15-20; Ef 2,15). Ahora bien, esta nueva creación supone (sobre todo en el pensamiento de Juan) «nacer de nuevo» (Jn 3,3-5; Tit 3,5-6), por lo que venimos a ser verdaderos hijos de Dios, «que nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,5), es decir, «hijos en el Hijo» (Jn 1,12; 11,52; Un 3,1-2), causa radical de nuestra filiación divina. f) El bautismo, justificación y perdón de los pecados. La purificación y perdón de los pecados es, más que condición, efecto y fruto principal de la gracia. Por el bautismo se nos perdonan todos los pecados: el pecado original y los pecados personales, así como todas las penas del pecado, por ser el sacramento de la justificación radical y la nueva creación (teología paulina: Rom 5-7; cf CCE 1263). Ahora bien, este perdón total, esta radical transformación, no implica inmunidad ante el pecado, sino más bien la lucha permanente contra el mismo (Rom 6,2.17-20; 8,4ss.; 2Cor 1,22; Ef 1,14). El pecado ha sido perdonado, pero la inclinación al pecado, la llamada concupiscencia, y las mismas consecuencias temporales del pecado permanecen. Por eso el bautismo es justificación y tarea permanente, purificación actual y dinamismo que abarca la vida entera. g) El bautismo, sacramento de la conversión y de la fe. Fe y bautismo son dos aspectos o dimensiones de una misma realidad: la realidad del primer encuentro transformante y pleno entre Dios y el hombre, por Cristo y en el Espíritu, a través de la mediación de la Iglesia. No se añade la fe al bautismo: el bautismo conlleva la fe. Tampoco se añade el bautismo a la fe: la fe completa es ya bautismal. El bautismo es «sacramento de la fe», y la fe tiene que ser «fe del bautismo». En el bautismo la fe objetiva (evangelio), la fe mediada (Iglesia) y la fe subjetiva se encuentran, se celebran y se alimentan (cf CCE 1253) en una celebración transitoria, pero también, como realidad dinámica y viva, en continuo proceso de crecimiento y perfeccionamiento. h) El bautismo, consagración sacerdotal y edificación de la Iglesia. Tanto en la liturgia actual como en la tradición, de entre los aspectos indicados resaltan estos tres que queremos explicar: 1) el de la incorporación a la Iglesia: miembros de la Iglesia; 2) el de la caracterización indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia: carácter, y 3) el de la participación en su misión profética, sacerdotal y real: sacerdocio universal. El bautismo es el medio por el cual se pasa a ser miembro del cuerpo de Cristo, en la unidad del Espíritu, en la diversidad de carismas, y en la tarea de la común edificación (lCor 12): «Porque todos nosotros... fuimos bautizados, para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13). A la vez que nos incorpora al cuerpo de la Iglesia, nos «agrega» a la comunidad de los creyentes (He 2,41), y nos «sella» como miembros pertenecientes a la misma por el carácter bautismal (2Cor 1,21-22). La incorporación es a la vez consagración, sello, pertenencia, cualificación y misión, y para edificación de la Iglesia, participando así de la misión profética, sacerdotal y real: sacerdocio real del mismo Cristo. «Vosotros... sois linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para anunciar las alabanzas del que nos ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa» (IPe 2,9-10). 5. PERSPECTIVA PASTORAL. Vivimos un momento de secularización del bautismo, de pluralización de situaciones bautismales, de diversidad de tipos de bautismo; el referente bautismal es sobre

todo el bautismo de adultos; existen en la Iglesia diversos tipos de bautismo (de adultos, el que se difiere, de niños en edad de escolaridad, y de niños al poco tiempo de nacer). Teniendo en cuenta estos puntos, vamos a fijarnos en la pastoral que al respecto nos propone el Vaticano II y los documentos posteriores, y en la pastoral que reclama cada tipo de bautismo señalado. a) Modelo de pastoral propuesto por el Vaticano II. Fundamentalmente aparece esta pastoral en la SC, el RBN, el RICA, el CIC, el CCE y, en España, la IC, refiriéndose sobre todo al bautismo de niños. Los ejes en que se apoya esta pastoral son los siguientes: insistencia en la fe; necesidad de preparación, sobre todo para los padres; posibilidad de retraso del bautismo; participación de la comunidad; responsabilidad en la educación posterior; comprensión del bautismo como proceso y realidad dinámica. En cuanto a las normas pastorales u orientaciones prácticas por las que se ordena esta pastoral, deben señalarse: el encuentro personal con el sacerdote, o incluso con otra persona capacitada (ministro laico); los encuentros comunitarios, allí donde es posible, y según el número que convenga o reclamen las circunstancias. La petición formal del bautismo, que tiene lugar como conclusión de la preparación prebautismal. Esta pastoral mantiene las secuencias fundamentales de proceso catecumenal, ya que en ella no sólo se pueden distinguir diversas etapas, sino que también se posibilita la realización de las diversas dimensiones del proceso: educación de la fe de los padres por la catequesis (=dimensión doctrinal); cambio de actitud y de comportamiento (=dimensión moral); oración y celebración (=dimensión litúrgica). b) Aplicaciones pastorales a los diversos bautismos. 1) El bautismo de niños. Nadie puede negar la importancia y valor de esta praxis multisecular. Pero nadie puede exaltarla como la única praxis de referencia. Esto quiere decir sencillamente que el bautismo de niños, siendo lícito, válido y deseable, es preciso referirlo a los otros elementos, sacramentales (confirmación-eucaristía) o no sacramentales (catecumenado, catequesis, experiencia comunitaria), que lo conduzcan a su plenitud. Puesto que el bautismo de niños es el fundamento del edificio iniciático, el principio, pero no el fin, debe prepararse con el máximo esmero y atención pastoral. Para ello será necesario: insertar la pastoral del bautismo de niños dentro de un proyecto o plan integral de iniciación cristiana, que valore los diversos elementos que lo constituyen; tender hacia una pastoral de preparación que promueva una dinámica de proceso catecumenal; partir de una le; voluntad positiva de coordinación pastoral; preparar a los laicos que puedan hacerse responsables o colaborar en esta pastoral (acogida, encuentros personales y comunitarios, celebraciones...) (cf IC 69-84). 2) El bautismo o iniciación cristiana de adultos. Es la concreción iniciatoria de la Iglesia actual para el caso de adultos, de aquel proceso o estructura más originaria de iniciación ( hasta el siglo VI aprox.), que abarca en sucesión (tiempos) y combinación (grados) coherente y dinámica (catecumenado) todos los elementos doctrinales, litúrgicos y morales necesarios para conducir a la persona a la iniciación plena, o a la plena integración en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Las aplicaciones del RICA son diversas: en primer lugar, el caso de adultos no bautizados; es la situación propia a la que está destinado el Ritual. Otra aplicación importante es la «preparación para la confirmación y la eucaristía de los adultos bautizados en la primera infancia, y que no han recibido catequesis» (c. IV). También «en el caso de aquellos niños que, no habiendo sido bautizados en la infancia, y llegados a la edad de la discreción y de la catequesis, vienen para la iniciación cristiana, ya traídos por sus padres o tutores, ya espontáneamente, pero con su permiso» (c. V). A esto habría que añadir la situación de aquellos que, por necesidad o circunstancias, reciben el bautismo y la primera eucaristía, pero todavía no han recibido la confirmación, que se propone para una edad más avanzada (adolescencia o juventud). Finalmente, otra situación en la que debe aplicarse el proceso catecumenal del RICA es aquella de adultos ya bautizados, confirmados y eucaristizados que, en un momento de su vida, desean renovar su fe y su bautismo, y aceptan seguir lo que llamamos un catecumenado de adultos, o bien un neocatecumenado. (Cf IC 111-133). 3) El bautismo que se difiere o «diferido». Es el

bautismo que se retrasa o difiere a edad más avanzada, generalmente a partir del uso de razón de los niños, y se justifica por las garantías insuficientes o por la imposibilidad de esperanza fundada de crecimiento en la fe, que ofrecen los padres en el momento del nacimiento de su hijo, y que supone por parte de la comunidad un acompañamiento pastoral a los mismos padres, para la conversión, el crecimiento en la fe y la opción responsable (cf CIC 868). 4) El bautismo en edad de escolaridad. Es aquel bautismo que, respondiendo a una situación y necesidad real, así como a la posibilidad ofrecida por el RICA de un Ritual de la iniciación para los niños en edad catequética (c. V), propone un «proceso relativamente largo de unos dos o tres años, que conducirá a los niños a la plenitud de la fe, por la aceptación del bautismo, la confirmación y la eucaristía». Esta posibilidad ha tomado cuerpo en la aplicación realizada por algunas Conferencias episcopales europeas, que han publicado un Ritual del bautismo de niños en edad de escolaridad (cf para España: nota de la Comisión episcopal de liturgia, del 16.9.1992; cf también IC 134-138).

II. La confirmación El sacramento de la confirmación ha vivido en los últimos años un importante impulso de renovación. Debe entenderse como un sacramento bautismal, aunque diferente del bautismo; como un momento sacramental del proceso de iniciación, necesario para su misma plenitud. Como bien resume el Catecismo de la Iglesia católica, «con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la confirmación constituye el conjunto de los "sacramentos de la iniciación cristiana", cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal» (CCE 1285; cf IC 55-56, 85-100). 1. PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA. La iniciación cristiana total se remite y parte de una única situación humana fundamental, que se vive y asume de diferente manera según sea el momento y edad en que se celebra cada uno de los sacramentos de la iniciación. Esta situación no puede ser otra que la del nuevo nacimiento, al que aluden todas las fuentes y manifestaciones iniciáticas, desde el Nuevo Testamento (Gál 3,27; 6,15; Col 1,15-20; 3,9-12; Jn 3,3-5; Tit 3,5-6) hasta los signos eclesiales (cf RBN, 2, 5), la fenomenología religiosa y la misma riqueza de los símbolos empleados. Ahora bien, esta situación es vivida como experiencia personal, sobre todo cuando el bautizado llega a la edad de la adolescencia. Es entonces cuando se pasa de ser dependiente a ser autónomo, cuando se asume el destino en las propias manos, cuando se opta, con libertad, por unos valores, cuando se hacen opciones fundamentales que van a articular toda la existencia... En una palabra, cuando se vive la experiencia de auto-nacimiento. Justamente a este momento experiencial humano puede responder el sacramento de la confirmación, desarrollando no sólo la primera experiencia biológica bautismal, sino también la personalización iniciática, por la fe consciente, libre y responsable. Así lo ya antes ofrecido se acepta en mayor plenitud; el iniciado por la Iglesia se inicia por una aceptación personal; la respuesta de fe encuentra una expresión sacramental privilegiada en la confirmación. 2. PERSPECTIVA HISTÓRICO-LITÚRGICA. a) El análisis del Nuevo Testamento no nos permite deducir inmediatamente la existencia de un sacramento de la confirmación. Sin embargo, del conjunto de la Escritura se desprende la coherencia de la concreción histórica de la Iglesia respecto al sacramento de la confirmación. Varias son las razones en que se apoya esta afirmación: 1) La necesidad de que el don del Espíritu prometido ya desde el Antiguo Testamento (Is 11,1ss.; 42,1-6; Jer 31,31-34; Jl 3,1-3...), y por el mismo Cristo (Jn 14,16-17; 15,26-27; 16,8-11; Lc 24,49; He 1,8), se manifieste de forma visible o sacramental, lo que sucede de forma personalizada y particular en el bautismo, y sobre todo en la confirmación; 2) el mismo antecedente neotestamentario de que el Espíritu se transmite por el bautismo de agua (He 2,3842; Jn 3,5) y por la imposición de manos de los apóstoles (He 8,4-20; 19,1-7), según lo cual

aparece dicha sacramentalización unida a unos signos concretos; 3) el que la Iglesia, ya desde los primeros siglos, uniera a los ritos posbautismales de la imposición de manos la unción y la signación, el don del Espíritu, en referencia al bautismo en el Jordán o al acontecimiento de Pentecostés. b) En la primera tradición de la Iglesia, hasta el siglo V, los ritos pos-bautismales (imposición de manos, unción, signación) son parte integrante de la iniciación bautismal. La unidad de los diversos elementos iniciatorios se pone de relieve no sólo porque el único ministro (hasta el siglo IV) suele ser el obispo y porque la celebración en que tienen lugar es única (Vigilia pascual) sino también porque los diversos ritos se entienden y explican en mutua referencia dinámica, como partes integrantes de una totalidad. Tal unidad será teóricamente defendida y ritualmente expresada hasta la Edad media, en caso de que fuera el obispo el que realizaba la iniciación en fechas como la Vigilia pascual o Pentecostés. Pero, de hecho, esta unidad ya se rompe en la mayoría de los casos a partir del siglo V, con excepción de las Iglesias orientales. c) Esta ruptura da lugar a una nueva ordenación práctica de la iniciación, que en el caso de los niños será así: bautismo por el sacerdote o diácono al poco tiempo de nacer (las fechas más señaladas serán Pascua y Pentecostés); comunión a los bautizados bajo la especie del vino (costumbre que desapareció hacia el siglo XI, imponiéndose más tarde la edad del uso de razón); confirmación cuando el obispo visitaba las comunidades (a todas las edades prácticamente); participación en la eucaristía de la comunidad adulta (que sucedía antes de la confirmación, si la visita del obispo se retrasaba). d) En la Edad media los liturgistas buscarán una configuración ritual para la celebración de la confirmación, y los teólogos escolásticos una identidad teológica para el sacramento, que implica estos aspectos: la confirmación es uno de los siete sacramentos, instituido de algún modo por Cristo, que infunde carácter, aumenta la gracia de los bautizados, da el Espíritu como fuerza para la lucha y es administrado por el obispo como ministro ordinario, por el signo de la crismación con la imposición de manos, a quienes han llegado al uso de razón. El concilio de Trento asumirá esta identidad confirmatoria (DS 1628-1630), pasando a ser posteriormente una pacífica posesión teológica, encarnada en una praxis sin grandes conflictos. e) El Vaticano II (LG 11, 33; AA 3; AG 11, 36) y el Ritual de la confirmación (año 1972) han renovado, en gran medida, la teología y la misma celebración litúrgica del sacramento. En el Ritual son de destacar los siguientes aspectos: 1) nueva determinación del rito sacramental esencial de la confirmación (materia y forma); 2) unidad dinámica sacramental entre bautismo, confirmación y eucaristía; 3) complementariedad teológica de los diversos aspectos; 4) necesidad de preparación catequética; 5) participación de la comunidad cristiana, por ser acontecimiento eclesial; 6) clarificación y valoración de los ministros que intervienen: desde el obispo, ministro originario, hasta los catequistas, padres, padrinos, educadores... 3. PERSPECTIVA TEOLÓGICA. Según se desprende de la permanente doctrina de la Iglesia, renovada en el Vaticano II, los núcleos temáticos más importantes de la confirmación son: 1) la confirmación es un sacramento de la iniciación cristiana; 2) que confiere el don del Espíritu pentecostal; 3) como fuerza para el crecimiento personal en la vida cristiana; 4) y para la edificación de la Iglesia; 5) especialmente por medio de un testimonio en el mundo y ante los hombres. Ahora bien, en sí ninguno de estos aspectos es exclusivo del sacramento de la confirmación. Todos ellos, por otra parte, se expresan y realizan en la confirmación con rasgos originales, manifestando así la especificidad del sacramento. a) Aspectos teológicos de la confirmación. Afirmamos que la confirmación es un sacramento de la iniciación cristiana. Pero el bautismo es el sacramento de la iniciación por antonomasia. Sin

embargo, en la confirmación descubrimos un momento original, no sólo porque expresa, celebra y realiza principalmente un aspecto del misterio de Cristo (Pentecostés), sino también porque realiza e integra de un modo peculiar en la Iglesia (tareas para su edificación), y porque manifiesta el encuentro de gracia del hombre con Dios en una situación concreta (la propia del confirmando). Si decimos que la confirmación es el don del Espíritu (cf IC 55), debemos afirmar también que el bautismo nos hace renacer a la vida en el agua y el Espíritu. No hay dos Espíritus sino uno, que actúa en nosotros tanto en el bautismo como en la confirmación. Sin embargo, es preciso decir también que el Espíritu en la confirmación se nos da de un modo especial, a semejanza de Pentecostés, nos sella de una manera propia como don escatológico, nos caracteriza con una definitividad peculiar como miembros del Cuerpo de la Iglesia, nos fortalece con nuevo dinamismo en vistas a la santificación y el testimonio. Si consideramos la confirmación como un perfeccionamiento de la vida cristiana, hemos de reconocer que esto también se da en los demás sacramentos. La diferencia está en que en la confirmación se significa de forma especial este perfeccionamiento. Pues si el bautismo nos hace partícipes de la gracia pascual, la confirmación nos hace partícipes del don culminante de la Pascua; si el bautismo perdona nuestros pecados y nos da la vida de Dios, la confirmación nos hace partícipes del don pentecostal del Espíritu que nos compromete en la misión y lucha contra el pecado en el mundo; y si el bautismo es el principio desencadenante del proceso de iniciación, la confirmación es el avance y perfeccionamiento del mismo proceso hacia su plenitud: «dada la unidad entre los tres sacramentos de la iniciación [bautismo, confirmación y eucaristía], esta queda incompleta si falta la confirmación» (IC 55). También afirmamos que la confirmación tiene una dimensión eclesial y se da para la edificación de la Iglesia. Esto lo podemos afirmar igualmente del bautismo y de los demás sacramentos, especialmente la eucaristía. Sin embargo, la confirmación realiza este aspecto de forma especial. Pues, si por el bautismo somos incorporados a la Iglesia, por la confirmación asumimos personalmente nuestra pertenencia, somos asociados a su edificación histórica, somos integrados más dinámicamente a su misión profética, sacerdotal y real y somos orientados «hacia una más intensa y perfecta participación en el sacrificio eucarístico» (IC 55). La confirmación, por la presencia del obispo, manifiesta la comunión del confirmado con toda la Iglesia y su misión. Digamos, en fin, que si la confirmación compromete al testimonio y al cumplimiento de la misión profética, este compromiso y misión ya se habían dado en el bautismo, y están presentes en los demás sacramentos. No obstante, nada impide afirmar que la confirmación es un sacramento que compromete al testimonio y nos hace profetas de un modo especial. Por la confirmación asumimos este testimonio personalmente, en la fuerza del Espíritu pentecostal. Allí se trataba fundamentalmente de ser cristiano, aquí se trata sobre todo de actuar como cristiano de cara al mundo, la sociedad, las estructuras... En el bautismo fuimos ya constituidos profetas; en la confirmación somos proclamados oficialmente como tales ante la comunidad de la Iglesia. b) Especificidad teológica de la confirmación. El aspecto más específico de la confirmación es el de su directa referencia al acontecimiento de Pentecostés, como momento integrante y punto culminante del misterio pascual de Cristo. El fundamento de la distinción no puede ponerse en el don del Espíritu mismo, ni siquiera en el don del Espíritu pentecostal, sino en el acontecimiento global que supone Pentecostés, con sus repercusiones personales y eclesiales. Para la Iglesia, Pentecostés supone la inauguración de su misión en el mundo, la constitución de esta misma comunidad en la fuerza del Espíritu... Desde el punto de vista individual, Pentecostés supone el culmen de una transformación en el Espíritu. Ahora se extiende a todos, con la efusión extraordinaria del Espíritu, el compromiso de una participación en la edificación de la Iglesia, la valentía para el testimonio.

4. PERSPECTIVA PASTORAL. Ofrecemos algunos criterios y sugerencias concretas para orientar de modo adecuado la pastoral de la confirmación: 1) Toda pastoral de confirmación debe tener en cuenta la pluralidad de opciones pastorales que han existido y existen en la Iglesia al respecto, evitando la tentación de exaltación o exclusivismo. 2) Los pastores y agentes de pastoral no pueden caer en la tentación de instrumentalizar un sacramento a tenor de la mentalidad de una época; ni reducirlo a unos aspectos pedagógicos, psicológicos o personalistas, para promover una determinada pastoral del mismo. 3) La confirmación no es un sacramento aislado e independiente, sino un sacramento relacionado y dependiente de los demás sacramentos de iniciación, y de aquellos elementos necesarios para su verdad plena. Se trata de una referencia teológico-dinámica que también tiene que manifestarse visiblemente en la praxis y el rito. 4) Un elemento fundamental, integrante, de la iniciación cristiana fue desde el principio, y sigue siendo hoy, el catecumenado. Si este elemento catecumenal no llega a realizarse en uno u otro momento del proceso de iniciación, habrá que reconocer que, aun habiendo recibido los ritos sacramentales, tal iniciación no ha llegado todavía a su plenitud (cf IC 55). 5) Parece llegado el momento apto para renovar el catecumenado; dentro del marco iniciático de la Iglesia de occidente, puede ser el que precede a la celebración del sacramento de la confirmación, situada a la edad de la adolescencia-juventud. 6) La pastoral de la confirmación, así entendida, puede suponer una reestructuración del proceso de la iniciación cristiana. Esta posibilidad se apoya en tres principios: la unidad dinámica de los sacramentos de iniciación; la consideración de la iniciación como una totalidad, que comienza con el bautismo, pero acaba con la eucaristía en la comunidad adulta, y la necesidad de recuperar el elemento catecumenal como parte integrante de la iniciación y medio más válido de posibilitar una respuesta de fe y de ofrecer al mundo una imagen de Iglesia más evangélica.

III. Primera eucaristía e iniciación cristiana Nos limitamos exclusivamente a lo que es en sí la primera eucaristía o comunión, teniendo en cuenta la distinción que hacemos entre esta eucaristía y la eucaristía de la comunidad adulta (cf IC 57-58, 101-106). 1. ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LA PRIMERA EUCARISTÍA. a) Durante los cinco primeros siglos, la primera eucaristía era el momento culminante del proceso catecumenal y de los ritos bautismales. Normalmente, los bautizados eran adultos, si bien poco a poco fue extendiéndose el bautismo de niños. En ambos casos, durante esta época, se recibe la comunión inmediatamente después del bautismo. Con la diferencia lógica de que, mientras los adultos pueden luego participar en plenitud en la eucaristía de la comunidad adulta, los niños no pueden hacerlo igualmente. b) En el siglo V se produce el fenómeno de la separación de ritos, y de la práctica descomposición del sistema de iniciación originario. Esto no obstante, la práctica que predomina hasta el siglo XII, es la de darles la comunión inmediatamente después del bautismo, sin gran ceremonia ni solemnidad. Si son niños incapaces de recibir la comunión bajo la forma sólida del pan, se les da la comunión sólo bajo la especie del vino. Si son más crecidos, se les da la comunión bajo las dos especies. c) A partir del siglo XIII, sobre todo en el IV concilio de Letrán, se obliga a los niños que llegan al uso de razón a confesar y comulgar (DS 812). En general, la edad de la discreción se sitúa alrededor de los 7-8 años, aunque algunos canonistas defienden que sólo se da a partir de los 14 años para los niños y los 12 para las niñas. Por tanto, una nueva praxis se impone en la Iglesia, que prohíbe la comunión antes de la edad de la discreción, y obliga a ella a partir de esta edad. Aunque es probable que las instrucciones cuaresmales al pueblo supusieran una cierta catequesis

también para los niños, no se puede decir que antes de Trento fueran objeto de una preparación catequética directa. d) El concilio de Trento acepta la praxis vigente desde el Lateranense IV (DS 1659) y niega la necesidad de comunión eucarística de los niños antes de la edad de la discreción (DS 1730). Pero, debido a la renovación catequética y pastoral que conlleva, comienza a insistirse en la necesidad de preparación catequética para la primera comunión, en la exigencia de un examen especial para los niños que se acercan a la eucaristía, y se llega poco a poco a una solemnización de la misma celebración. Las razones que explican este fenómeno son diversas; entre ellas se pueden recordar: 1) la influencia de los reformadores con sus críticas, y su acento en la Palabra y en la preparación catequética; 2) la exaltación de la devoción y la adoración eucarística frente a tesis protestantes, que la criticaban y rechazaban; 3) el fervor religioso y la demanda de liturgias festivas, como forma de manifestación de la fe popular; 4) el sentimiento de valoración progresiva de la infancia, así como la coherente expresión litúrgica de un rite de passage de la infancia a la adolescencia. Por todo ello, la primera eucaristía comienza a tener gran relevancia social y eclesial. Es la familia entera la que se ve afectada: se la considera como coronación de la catequesis; como fiesta para la familia y la comunidad; como momento para la renovación de la fe y de los compromisos bautismales de los niños. Por ello, se incrementan todos los elementos de solemnización, que resaltan su carácter festivo y su importancia social-comunitaria: se prodigan los cirios, vestidos, angelitos, procesiones, recordatorios... Además, ornamentos, cantos, incienso, flores... e) Esta es la praxis que perdurará hasta san Pío X, quien en su decreto Quam singulari (8.6.1910) pide que la primera comunión se realice al llegar al uso de razón: «La edad de la discreción, tanto para la comunión como para la confesión, es aquella en la que el niño comienza a razonar, es decir, hacia los siete años, más o menos. El texto se refiere sobre todo a dos errores: el de querer fijar dos edades de discreción diferentes (una más corta para la penitencia y otra más avanzada para la eucaristía, hacia los 12-14 años), y el de exigir con rigor una preparación extraordinaria de corte jansenista para los niños que tienen derecho a comulgar, siendo así que la eucaristía no es tanto recompensa cuanto remedio para la fragilidad humana. Finalmente concreta la edad de la discreción según lo indicado. Esta decisión, tomada especialmente contra las costumbres extendidas en Francia, fue y sigue siendo hoy muy discutida. 2. VALORACIÓN TEOLÓGICA. Defendemos que la primera eucaristía debe ser valorada, pero también relativizada en función de los otros momentos integrantes de la iniciación cristiana, y en especial en relación con la eucaristía de la comunidad adulta. La cuestión es esta: ¿qué valor dar a la primera eucaristía dentro de la iniciación? a) La primera participación «pedagógica» en la eucaristía. Creemos que, aun siendo la eucaristía el punto culminante de la iniciación cristiana, no puede considerarse a la primera eucaristía con niños como tal momento, al menos desde un punto de vista personal comunitario, dadas las circunstancias y situaciones en que se celebra; sino que más bien debe ser considerada como el primer momento de una pedagogía eucarística, en vistas a la participación plena en la eucaristía de la comunidad adulta, que se dará en otro momento (cf IC 105). En nuestra opinión, la pieza clave que decide sobre la salvaguarda de la unidad dinámica de los sacramentos de iniciación y acerca del mantenimiento de la eucaristía como momento culmen de la misma, es la valoración teológica y pastoral que se da a la primera participación de los niños en la eucaristía. Mientras se siga celebrando a la edad del uso de razón, parece más lógico que sea considerada, desde la perspectiva del sujeto, como el primer paso que anticipa y comienza a preparar, durante el período de la infancia, ese otro momento de la participación plena en la eucaristía de la

comunidad adulta. Las razones en que basamos nuestra opinión son de diverso orden y hay que apreciarlas conjuntamente: 1) Por historia: no se puede comparar esta eucaristía, en cuanto a participación personal, con la que tenía lugar al final del proceso de iniciación (catecumenado) en los primeros siglos. 2) Por sentido teológico: la eucaristía no es sólo la comunión; es la expresión de la Iglesia entera, de la pertenencia eclesial, de la participación en la vida y en la misión de la Iglesia. Ahora bien, un niño difícilmente puede vivir estos sentidos y asumirlos para la vida. 3) Por integridad iniciática: como expresa la tradición y enseñanza de la Iglesia, esta iniciación debe atender no sólo a un elemento (gracia divina), sino a la totalidad de elementos: aceptación por la conversión y la fe, experiencia comunitaria, pertenencia eclesial, nueva vida en Cristo... 4) Por su significado semántico: se trata de la primera eucaristía, a la que tienen que suceder otras en las que, poco a poco, irán descubriendo la plenitud del sentido eucarístico y de sus derechos y deberes eclesiales. 5) Por reconocimiento eclesial: la existencia del Directorio de la misa con niños, y sus diferencias en cuanto a expresión y participación con la eucaristía de adultos, es también una razón en la que puede apoyarse la distinción que defendemos. 6) Por exigencia litúrgica: pues la liturgia debe adaptarse a la capacidad y sensibilidad de los niños; estos tienen todavía una capacidad mínima de asumir los diversos servicios y ministerios, y es imposible asimilar su participación a la de los adultos. Los niños pueden participar en la eucaristía con los adultos, pero no como adultos... b) Primera eucaristía y la eucaristía de la comunidad adulta. La primera eucaristía es el comienzo pedagógico de una iniciación eucarística, que debe progresar, significándose este progreso en la diferente forma de participación, en la mayor profundidad de la catequesis eucarística, en las experiencias diversas de participación... hasta llegar a la plena participación consciente, libre y responsable, con ejercicio de los plenos derechos y deberes, y con el desempeño de los diversos servicios-ministerios. Ontológicamente, teológica y eclesialmente, a la primera eucaristía no le falta ninguno de los elementos que la constituyen. Pero subjetiva y comunitariamente, tiene de incompleto la propia limitación de la capacidad del niño. Esto no quiere decir, sin embargo, que el niño no pueda participar bien, e incluso mejor que el adulto; pero a su modo, con su capacidad de acogida, comprensión y compromiso. La eucaristía de la comunidad adulta es aquella en la que los miembros participan poniendo en vivo su identidad cristiana eclesial y asumiendo todos sus derechos y deberes dentro y fuera de la celebración. Y esta eucaristía creemos que sólo puede llegar a vivirse así después de un proceso de crecimiento y catecumenado, que es el que nosotros proponemos antes de la confirmación. La diferencia entre una eucaristía y otra podría marcarse de diferente manera: 1) Eucaristía dominical con niños, por regla general. 2) Invitación a participar con la comunidad adulta en algunas festividades o domingos durante el año. 3) Presentación a la asamblea adulta después de la confirmación, y acogida de esta en una celebración eucarística especial. 4) Comienzo de un ejercicio de servicios y ministerios litúrgicos a partir de ese momento... c) Confirmación eucarística-eucaristía confirmatoria. El que la confirmación se celebre después de la primera eucaristía creemos que no puede considerarse ni como un error teológico ni como una anomalía litúrgica, si se entiende la iniciación como un proceso dinámico global. Cuando se comienza la iniciación de un niño con el bautismo, y se cuenta con el serio deseo y propósito de continuar el proceso iniciatorio, orientado dinámicamente a la realización de las distintas etapas sacramentales y elementos que lo constituyen (catequesis-catecumenado, confirmación, eucaristía), no hay dificultad especial para celebrar la primera eucaristía antes de haber recibido la confirmación, ni para celebrar posteriormente la confirmación, sin oponerse a su finalización fundamental en la eucaristía adulta.

La celebración de la primera eucaristía antes de la confirmación no es una contradicción teológica, pues el don del Espíritu que se presupone para la participación eucarística, ya se ha recibido en el bautismo en el agua y en el Espíritu, y se tiene el voto de participar del mismo Espíritu pentecostal por la confirmación. La eucaristía siempre es confirmatoria, porque implica el Espíritu bautismal, que es el mismo que el de la confirmación, y nos reanima y fortalece en dicho Espíritu. Sea cual sea la edad y el momento en que se celebre la confirmación, siempre será la eucaristía posterior de la comunidad adulta la culminación de la iniciación cristiana y el centro y el culmen de la vida bautismal y confirmatoria. De igual modo, la confirmación siempre será eucarística, no sólo en cuanto confirmadora de la primera y segunda y... eucaristías, sino también porque ella misma significa la plena disposición subjetiva a la participación en la eucaristía de la comunidad adulta con todos los derechos y deberes. BIBL.: AA.VV., El sacramento del Espíritu. La confirmación en la Iglesia de hoy, PPC, Madrid 1976; BOROBIO D., Confirmar hoy L• De la teología a la praxis (tratado teológico), Secretariado de liturgia, Bilbao 1974, II: Guía doctrinal del catequista (Contenidos y 9 dinámica catecumenal para el catequista), Desclée de Brouwer, Bilbao 1987 , III: Libro del confirmando (Contenidos y dinámica catecumenal para el confirmando), Desclée de Brouwer, Bilbao 1988; Proyecto de iniciación cristiana, Desclée de Brouwer, 2 Bilbao 1982; Confirmación, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO, Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983 , 178-199; Confirmación e iniciación cristiana, Teología y Catequesis 21 (1987) 25-46; Bautismo de niños y confirmación. Problemas teológico-pastorales, SM, Madrid 1987; Confirmación e iniciación cristiana, en AA.VV., La Santísima Trinidad y la confirmación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1993, 165-200; La iniciación cristiana, Sígueme, Salamanca 1996; BOURGEOIS H., El futuro de la confirmación, San Pablo, Madrid 1973; CASTELLANO CERVERA J., Iniciación cristiana, en DE FLORES S.-GOFFI T. 9 (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 965-985; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; DACQUINO P., Battessimo e cresima, Ldc, Leumann-Turín 1970; DUJARIER M., Iniciación cristiana de adultos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986; GARCÍA PAREDES J. C. R., Iniciación 9 cristiana y eucaristía, San Pablo, Madrid 1992; HAMMAN A., El bautismo y la confirmación, Herder, Barcelona 1982 ; KELLER M. A., La iniciación cristiana, CELAM, México 1995; RIES J. (ed.), Los ritos de iniciación, EGA, Bilbao 1994; SARTORE D.-TRIACCA A. 3 M. (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1996 , especialmente FALSINI R., Confirmación, 423-452 y NOCENT A., Bautismo, 189-210 e Iniciación cristiana, 1051-1070; TENA P.-BOROBIO D., Sacramento de la iniciación cristiana, en BOROBIO D. (ed.), La celebración en la Iglesia II: Los sacramentos, Sígueme, Salamanca 1988, 27-180; VERGÉS S., El bautismo y la confirmación, Madrid 1972.

Dionisio Borobio García

SAGRADA ESCRITURA

SUMARIO: I. El libro: 1. Contenido; 2. Lenguas; 3. Epocas y autores; 4. Los libros. II. La Biblia como revelación: 1. La Alianza; 2. La palabra profética; 3. Consecuencias. III. La Biblia en la catequesis: 1. Constantes de la pedagogía divina; 2. Principios de pedagogía religiosa; 3. La Biblia en la acción catequética.

Desde que Bossuet iniciara la exposición de la doctrina cristiana con un resumen de la historia de la salvación, hasta la afirmación de que la palabra de Dios es la fuente de la que extrae la catequesis su mensaje (DGC 94), que consagra el carácter central de la misma en la acción catequética, se ha vivido un proceso de búsqueda y clarificación no exento de extremismos y desaciertos. Una vez aceptado el principio, el problema que se planteaba a los catequetas era el del método. Se trataba de compaginar el respeto a los contenidos de la fe con las exigencias derivadas del carácter histórico del catequizando. La catequesis tenía que ser el lugar en el que los creyentes descubrieran el sentido que la palabra de Dios da a la existencia y hallaran la respuesta a los interrogantes que la realidad en la que viven les plantea. En esta tarea había que evitar dos extremos: considerar la Biblia como único factor esencial, cayendo en un exegetismo desencarnado que convertiría la catequesis en una clase de formación

bíblica, y centrarse en la existencia concreta como lugar de encuentro entre Dios y el hombre, que conduciría a un activismo privado del sentido que la fe da al compromiso. El Directorio general de pastoral catequética (DCG, 1971) apuntaba una vía de solución al reconocer el valor del método de la experiencia como un modo de dar sentido a las realidades humanas desde la palabra de Dios. Y en la misma línea se expresa el Directorio general para la catequesis (1997) al afirmar que es tarea permanente de la pedagogía catequística iluminar e interpretar la experiencia con el dato de la fe (DGC 153). La existencia y la fe —la historia y la palabra—no son dos realidades contrapuestas o separadas, sino dos aspectos de la misma realidad: el diálogo salvador entre Dios y el hombre.

I. El libro 1. CONTENIDO. El término Biblia latiniza un vocablo griego en plural, que significa libros. Este dato suministra un presupuesto básico en la lectura responsable de la misma: no es un libro, sino una colección de libros de naturaleza, época y autores diversos. No posee, por tanto, la unidad que el autor, el género o el tema da a cualquier obra literaria. Un lector que afrontara con la misma óptica el estudio de los primeros capítulos del Génesis y los relatos de la pasión de Cristo cometería un grave error de método que le llevaría a errores de interpretación. Esta ha sido la causa de que en algunos momentos se haya planteado incompatibilidad entre la explicación de la realidad ofrecida por la ciencia y la que aparece en el texto bíblico. Otros términos utilizados son Sagrada Escritura («libro sagrado»: 2Mac 8,23) o Sagradas Escrituras («libros sagrados»: 1Mac 12,9) –indican el carácter sagrado e intocable de los escritos que ella contiene–, y Ley y Profetas (He 13,15) –merismo utilizado en los escritos neotestamentarios para referirse al Antiguo Testamento–. En cuanto a la expresión Palabra de Dios hay que advertir que es un concepto más amplio que el de Biblia. En cuanto al número de libros que integran esta colección existen hoy tres posturas: 1) Los judíos sólo aceptan los libros del Antiguo Testamento escritos en hebreo. En una actitud claramente polémica con los cristianos, que utilizaban la versión griega de los LXX en sus argumentaciones a favor del mesianismo de Jesús, los rabinos reunidos en Jamnia el año 80 rechazaron dicha versión y con ella todos los libros de origen griego (Jdt, Tob, 1-2Mac, Si, Sab, Bar y algunos capítulos de Dan y Est). 2) El hecho de que los primeros cristianos siguieran utilizando la versión griega se convirtió en preceptivo para la Iglesia posterior, que reconoció así la inspiración de los libros no hebreos. Esta postura es mantenida hoy por la Iglesia católica. 3) La posición judía es compartida por los protestantes, que dudan además del carácter revelado de los siguientes escritos del Nuevo Testamento: Heb, Sant, 2Pe, 2-3Jn, Jds y Ap. Las razones de este rechazo son el haber sido discutido el origen apostólico de los mismos y la no conformidad de su contenido con el pensamiento de los apóstoles. También existen algunas diferencias en el orden. La Biblia hebrea agrupa los libros en tres bloques: la Ley (Torá), formada por los cinco libros del Pentateuco; los Profetas (Nebiim), que, además de los escritos proféticos, incluyen Jos, Jue, 1-2Sam y 1-2Re, llamados profetas anteriores, y los Escritos (Ketubim), que recogen los restantes libros. Es una distribución inexacta, pero tiene la ventaja de ofrecernos el orden en que fueron incorporados los libros en el Antiguo Testamento. La Biblia griega coloca los escritos proféticos en último lugar. 2. LENGUAS. Las lenguas utilizadas por los escritores sagrados fueron el hebreo —para el Antiguo Testamento—, el griego —para el Nuevo Testamento y los libros más recientes del Antiguo Testamento— y el arameo —Esd 4,8-6,18; 7,12-26; Dan 2,4b-7,28.

Si se tiene en cuenta el valor del lenguaje como expresión de la cultura de un pueblo, hemos de valorar en su justa medida el hecho de haber sido escrita la Biblia en estas tres lenguas. No sólo son desconocidas por la inmensa mayoría de los que la leen, los cuales tienen que recurrir a traducciones que no siempre pueden reflejar las categorías mentales de los autores, sino que además se da una profunda diferencia de mentalidad y cultura con el mundo de hoy. Hay que desconfiar de interpretaciones que ignoren estudios de tipo filológico e histórico. Para comprender un texto de la antigüedad hay que acercarse a la mentalidad del autor y a la cultura de su época. Por otra parte, el hecho del lenguaje humano de la Biblia sólo puede ser interpretado adecuadamente desde el misterio de la encarnación, plenitud de la comunicación entre Dios y el hombre, pues la Escritura es el misterio de la encarnación en el lenguaje. Este principio es clave para una recta valoración de la Biblia globalmente considerada. La encarnación supone un movimiento de ida y vuelta ya que Dios baja para elevar al hombre en un gesto de amor infinito, y lo hace asumiendo plenamente lo humano con todas las consecuencias. Lo mismo ocurre cuando su Palabra se encarna en la palabra humana. Todas las posibilidades, condicionamiento s y limitaciones de esta quedan asumidas, porque sólo así Dios puede comunicarse con el hombre. Todo lo cual plantea una exigencia y abre un camino en la tarea de acercar el mensaje revelado al hombre de nuestro tiempo: exegetas, teólogos y catequetas, bajo la supervisión del magisterio, han de esforzarse en expresarlo con las categorías mentales y símbolos culturales del hombre actual. 3. ÉPOCAS Y AUTORES. La crítica histórica y literaria ha puesto en evidencia, en primer lugar, que los libros que integran la Biblia, sobre todo los más antiguos, no son obra de un solo autor. Unos reflejan varias reelaboraciones hechas en épocas diversas; otros son colecciones de diversos autores puestas bajo el patrocinio de un personaje de prestigio; en un mismo pasaje podemos encontrar repeticiones o interpolaciones que rompen la continuidad del relato... Todo esto indica que el texto no comienza a ser considerado sagrado e intocable, escrito bajo la inspiración del Espíritu de Dios, hasta mucho tiempo después de su elaboración. Parece que es en la época del exilio cuando comienza a formarse la creencia en el carácter sagrado de ciertos textos, como el Libro de la Ley que Esdras lee ante el pueblo (Neh 8). La consecuencia de esto es que el autor o los autores pierden importancia en favor del texto y de su contenido. La elaboración de los escritos fue además muy lenta. Si nos atenemos a la fase literaria, hay que hablar de, al menos, siete siglos para el Antiguo Testamento y de uno para el Nuevo. En esta labor de redacción, los autores no ven inconveniente en tomar materiales de la cultura ambiental si son aptos para mejor expresar la fe de Israel, como es el caso de los elementos mitológicos que aparecen en los primeros capítulos del Génesis. También queda reflejada en los textos la evolución de las ideas religiosas que tiene lugar en este largo período, de modo que encontramos textos sobre el mismo tema de contenido muy diverso, como puede verse al comparar el concepto de responsabilidad moral de Ex 20,3-25 con las enseñanzas de Ez 18. Más aún, el Nuevo Testamento representa una superación del Antiguo en muchos puntos. De esto se derivan dos principios hermenéuticos cuyo olvido puede tener serias consecuencias en la pastoral catequética: 1) Para conocer el pensamiento bíblico sobre un tema es necesario hacer un estudio diacrónico del mismo, es decir, hay que estudiar la evolución del pensamiento religioso que, sobre ese tema, haya tenido lugar a lo largo del tiempo. 2) En ese estudio, el Antiguo Testamento ha de ser interpretado desde la plenitud de la Revelación que representa el Nuevo. Si no se tienen en cuenta estos principios, se pueden presentar como cristianas ideas y exigencias veterotestamentarias ya superadas o insuficientes. El decálogo, por ejemplo, ha de ser predicado desde la interpretación que hace el sermón de la montaña; la pascua judía queda sustituida por la eucaristía; el bautismo no es sólo purificación sino, sobre todo, regeneración...

Finalmente, hay que tener en cuenta que los autores se sienten deudores de una tradición a la que hacen progresar. Es esta conciencia de pertenencia a una corriente de pensamiento, surgida en el interior de un pueblo del que ellos son miembros, lo que imprime a la Revelación un carácter dinámico y progresivo. Cada generación avanza a partir de las posiciones conseguidas por las anteriores, si bien conservan una gran libertad interior frente al legado recibido como herencia. La letra no es algo muerto que anula la imaginación y la creatividad, sino un punto de referencia en la búsqueda de nuevos caminos. La catequesis no tiene como objetivo recuperar el pasado para recrearlo, sino que intenta descubrir el sentido del presente a la luz de ese pasado. Conociendo lo que Dios hizo y dijo en el pasado, el creyente de hoy puede comprender mejor lo que Dios dice y hace en el presente. 4. Los LIBROS. a) El Antiguo Testamento no es una colección homogénea de escritos, sino que, por el contrario, ofrece una gran variedad de géneros literarios. Comienza con el Pentateuco, llamado Ley no por ser un código legal, sino por tratarse de una instrucción. Para el deuteronomista y el cronista la voluntad de Dios fue dada a conocer a través de Moisés, pero no de un modo abstracto en forma de preceptos absolutos, sino ligada a unos acontecimientos históricos. El Pentateuco no es sino una reflexión sobre el sentido de la historia presente a partir de un pasado en el que Dios se manifestó primero como Señor de la historia y luego como Señor del universo. El testimonio de esta manifestación está recogido en unos libros que se convierten en norma para el pueblo. Los escritos proféticos constituyen el segundo bloque. La Biblia hebrea incluye en ellos libros que nosotros consideramos históricos, como Jos, Jue, 1-2Sam y 1-2Re, junto con los libros de los profetas. De este modo el judaísmo muestra un concepto de historia que no se reduce al relato de los acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, sino a una revisión del mismo desde la Ley, es decir, desde la voluntad de Dios. Fue el espíritu profético el que convirtió la historia del pueblo en historia de salvación. Al interpretarla desde la voluntad de Dios, descubre en ella un designio divino que la abarca y le da sentido, superando así el concepto cíclico de tiempo. Finalmente está una colección de escritos de carácter muy variado: hay poesía como los Salmos o el Cantar de los cantares; pequeñas narraciones de carácter novelesco como el libro de Judit; obras de carácter didáctico o sapiencial; escritos históricos como los libros de las Crónicas, y textos pertenecientes al género apocalíptico. b) El Nuevo Testamento está formado por los escritos de origen cristiano. Se suele ordenar poniendo en primer lugar los libros históricos (Evangelios y Hechos); a continuación los escritos paulinos y, finalmente, las cartas católicas y el Apocalipsis. Se formó siguiendo un proceso similar al del Antiguo Testamento, aunque mucho más breve. El prólogo del tercer evangelio (Lc 1,4) y Jn 20,31 nos permiten conocer la razón por la cual la Iglesia del primer siglo se plantea la necesidad de escribir: para confirmar en la fe recibida. Ahora bien, esa fe había sido engendrada por la predicación de los apóstoles, cuyo núcleo fundamental es que Cristo «resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Pedro y luego a los doce» (iCor 15,4-5). Esta predicación, a su vez, estuvo precedida de las palabras y obras de Jesús (cf Lc 24,19). Tenemos así el proceso seguido hasta llegar a los escritos que integran el Nuevo Testamento: 1) Jesús predica y realiza la salvación; 2) los apóstoles profundizan en el misterio de Cristo y lo anuncian en la predicación; 3) los hagiógrafos fijan su testimonio por escrito. Al igual que en el Antiguo Testamento, primero fue el acontecimiento histórico, luego la palabra viva que lo interpreta y finalmente la palabra escrita que lo fija, haciendo posible que futuras generaciones tengan acceso a él sin el riesgo de una deformación.

II. La Biblia como revelación

En la mente de todo el que estudia la Biblia, al conocer por la crítica el proceso seguido hasta llegar a su forma definitiva, surge un interrogante: ¿por qué estos escritos, elaborados como otros muchos de la antigüedad y sujetos a los mismos condicionamientos y limitaciones, fueron considerados sagrados y palabra de Dios? A otros escritos de la misma época, también surgidos en el seno del judaísmo o del cristianismo, no se les reconoció esta dignidad y fueron considerados apócrifos. Algunos de ellos son de una gran altura literaria y religiosa, pero no consiguieron ser incluidos en el canon de los libros inspirados. No se trata de hacer un estudio del problema de la inspiración en orden a justificar la fe de la Iglesia en el libro sagrado, ni de analizar la historia de la formación del Antiguo y del Nuevo Testamento. Para ello pueden verse las introducciones generales y tratados que abordan directamente el tema. Nuestro objetivo en este punto es analizar cómo surge en el pueblo de Dios la conciencia de estar ante su Palabra puesta por escrito y derivar consecuencias para la catequesis. Nos limitamos a analizar dos hechos paradigmáticos y claves en la historia de la Revelación: la Alianza y la palabra profética. 1. LA ALIANZA. En el modo como es propuesta la Alianza (Ex 19,3-8) descubrimos que la palabra viene a dar sentido a un acontecimiento anterior: la liberación de Egipto. La palabra dirigida a Moisés, como portavoz de Dios ante el pueblo, no se reduce a narrar el hecho histórico de un modo objetivo, sino que lo presenta interpretándolo. «Habéis visto cómo he tratado a los egipcios, y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído hasta mí» (Ex 19,4). Dios es el autor de la salvación realizada. Gracias a la función hermenéutica de la palabra, la historia profana se convierte en historia de salvación, y un hecho concreto pasa a ser el acontecimiento clave de toda la historia. De este modo, la sacralidad de un hecho, puesta de relieve por la palabra que lo interpreta, sacraliza a su vez esa palabra cuando esta lo narra de nuevo, en un movimiento recíproco de dignificación. Gracias a la palabra, el hecho histórico se convierte en acontecimiento de salvación, y este, así transformado, dignifica a la palabra, la cual, una vez escrita, participará de esa dignidad e inmortalizará el acontecimiento (hecho-significado). Es entonces cuando el texto comienza a ser considerado sagrado y, por tanto, inspirado, es decir, escrito bajo la guía del Espíritu Santo (DV 11), sin que ello esté condicionado por la identidad de la persona que lo escribió. Junto al relato del acontecimiento, la Alianza presenta unas cláusulas: los mandamientos (Ex 20,121; Dt 5,6-22). Estos expresan la voluntad de Dios referida a todos los ámbitos de la existencia humana. Lo peculiar del derecho mosaico no es el contenido de sus preceptos —que coincide en gran parte con lo recogido en otros códigos de la antigüedad—, sino la estrecha conexión que establece entre los preceptos que regulan la vida religiosa —los tres primeros— y los que regulan la vida moral —el resto—. Esto permitió a la ley israelita alcanzar un elevado sentido de la justicia. El hecho de que del culto a Yavé emane tal fuerza y clarividencia de la conciencia moral significa que Dios es concebido como la fuerza misma del bien y como modelo de toda justicia humana y que su papel va mucho más allá del de simple guardián del derecho humano. Así pues, los mandamientos y el derecho que los desarrolla ordenan la vida de acuerdo con la vol untad soberana de Dios. El mismo escribe sobre piedra las palabras en que se encarna esa voluntad (Ex 31,18; 34,1). De este modo adquieren el carácter de sagradas y portadoras de Revelación. Dt 30,15-20 nos proporciona un nuevo elemento: las bendiciones y maldiciones que siguen al cumplimiento o violación de las cláusulas de la Alianza. Ante Israel aparecen dos caminos: el de la vida y el de la muerte, el del bien y el del mal. De ese modo la palabra de Dios y la acción del hombre se condicionan mutuamente y la bendición-palabra se convierte en bendición-hecho por el bienestar, el progreso y el triunfo de Israel; mientras que la maldición-palabra se realiza en la maldición-hecho por el malestar, el sufrimiento y el fracaso. Gracias a estas palabras los hijos de Israel comprenderán en adelante el designio oculto del Señor, el significado de los

acontecimientos futuros (Dt 29,28). Por las palabras de bendición y maldición, la Alianza, con sus exigencias, se convierte en clave de futuro. La palabra adquiere un valor sagrado permanente y se convierte en un elemento clave en la reflexión teológica de Israel sobre su propia historia. La Alianza con sus elementos aparece, por consiguiente, como una revelación en la que Dios descubre a su pueblo el sentido de la historia que este ha vivido, le manifiesta su voluntad soberana sobre el presente y le proporciona las claves para comprender el sentido del futuro hacia el que camina. Esta revelación en los hechos ha necesitado de la ayuda esencial de la palabra como instrumento de expresión de ese significado oculto. La palabra desvela lo oculto para que el hombre, al conocerlo, obre rectamente. Al hacer esto adquiere un valor sagrado porque sagrada es la realidad que ha descubierto. Una vez escrita se hace inmutable y permanente. Nadie podrá cambiar el significado que Dios ha dado a la historia y todos tendrán acceso a él. Volviendo sobre el interrogante planteado anteriormente, hemos de afirmar que es el desarrollo de los acontecimientos, la historia, lo que hace surgir en Israel la conciencia de que determinados textos eran más que simples obras literarias. Eran portadores de revelación porque el sentido que daban a su vida desde el principio sobrepasaba la capacidad humana de comprensión. Sólo Dios es capaz de abarcar todo el tiempo y sólo él puede explicar su significado. 2. LA PALABRA PROFÉTICA. El interés de estudiar la palabra profética desde la óptica de la catequesis radica en que nos ofrece un modelo de análisis de la historia contemporánea desde presupuestos anteriores. Tomamos un momento importante en la evolución del pensamiento religioso de Israel: la liberación de los deportados. Cuando Ciro entra triunfante en Babilonia se despiertan fundadas esperanzas de liberación en los deportados, pero a la vez surgen profundos interrogantes de orden religioso, ya que es presentado por los sacerdotes de Marduk como un enviado del Dios destronado por el impío Nabónides. En un sello cilindro de arcilla leemos la siguiente interpretación del éxito de Ciro: «Marduk, al ver los santuarios en ruinas y a los habitantes de Sumer y Akad como muertos, se contuvo y tuvo compasión. Escrutó por todos los países buscando un gobernante recto dispuesto a llevarle en procesión y pronunció el nombre de Ciro, rey de Ashán, para que fuera el gobernador de todo el mundo» (ANET 315-316). En los deportados surge un interrogante: «¿Quién ha suscitado del Oriente a aquel que apela a la justicia a cada paso? ¿Quién le entrega las naciones y le somete los reyes?» (Is 41,2). No bastaba responder que era Yavé, sino que había que demostrarlo, ya que parecía ilógico que Dios se sirviera de un pagano para salvar a su pueblo (Is 45,1-15). El profeta, en su función de apologista del yavismo, recurre a las claves de interpretación de la historia que Israel recibió en el pasado. Dios convoca a todas las naciones como testigos y plantea el problema: «¿Quién ha hecho esta gesta? El que llama desde el principio a las generaciones. Yo, el Señor, que soy el primero y estaré también con los últimos» (Is 41,4). Frente a él los dioses no son nada porque son incapaces de predecir lo que va a ocurrir (Is 41,21-24). Ciro, por tanto, es un elegido, un instrumento de salvación, pero no de Marduk, sino de Yavé (Is 42,1-9; 45,1-7). El profeta no hace sino dar sentido a los acontecimientos que el pueblo está viviendo, los cuales, debido a las circunstancias, están siendo malinterpretados. La palabra del profeta reformula el hecho destacando su sentido teológico, y de este modo la historia profana se descubre como historia de salvación. Pero estamos todavía ante una palabra viva, declamada, no ante un escrito. Es la palabra de Dios que vuelve a sonar, ahora de un modo nuevo, porque nuevos son los acontecimientos que ha de interpretar. Para llevar a cabo su análisis, el profeta toma como punto de referencia las cláusulas de la Alianza que el pueblo había aceptado en el pasado. Lo hace asumiendo la función de defensor de Dios, pues la tendencia de sus contemporáneos es culparle de ser insensible a los sufrimientos del pueblo y haber olvidado la promesa hecha a los padres (Hab 1,13). La defensa de Dios tiene la forma de un litigio en el que se va recordando la historia y poniendo de relieve la dureza de

corazón de Israel. El profeta narra los hechos interpretándolos y su palabra pasa a ser portadora de revelación. Pero, dado que la primera Alianza ha resultado ineficaz, se hace necesaria una nueva que tendrá lugar en el futuro. Esta será la gran aportación de los profetas de la época babilónica, sobre todo de Jeremías y Ezequiel. El alcance verdaderamente revolucionario de estos profetas con la doctrina de la nueva Alianza y del corazón nuevo radica precisamente en el adjetivo nuevo. Los planteamientos teológicos tradicionales y la fuerza salvadora de las instituciones antiguas se desvanecen. Israel sólo podrá encontrar la salvación en el nuevo orden religioso que Dios va a instaurar. La palabra del profeta adquiere así el valor de promesa y abre el corazón del pueblo a la esperanza. El dato es muy significativo, porque nos ilustra sobre el modo como progresó la Revelación. Frente a la teología deuteronomista, que defendía la validez de la primera Alianza y esperaba su plena realización, estos profetas defienden unos planteamientos radicalmente distintos, en los cuales el pasado no será ni siquiera punto de referencia (Is 43,18). A los oídos de muchos este abandono de la tradición debía sonar como algo blasfemo, pero gracias a ese salto cualitativo progresa la Revelación y se ponen los cimientos de la alianza neotestamentaria. Más tarde la Iglesia vería el cumplimiento de la promesa en Jesús (Lc 22,20; 1Cor 11,25). El ministerio profético muestra que los planteamientos y enseñanzas de un momento histórico no tienen por qué impedir la búsqueda ni limitar la libertad de los creyentes, cuando nuevas situaciones o problemas reclaman nuevas respuestas. Esto no significa negarle valor a la tradición, pues es evidente que, al proyectar su mensaje hacia el futuro, no se podía esperar una confirmación inmediata del mismo. Si el pueblo aceptó su palabra como palabra de Dios, debió ser por la coherencia de su doctrina con el legado doctrinal del pasado, que, como una semilla, encierra dentro de sí virtualmente lo que el tiempo y las circunstancias desarrollarán. La criba de la historia hará que lo absoluto permanezca y lo coyuntural quede superado. La praxis profética ilustra sobre el modo como ha de ser afrontada la Biblia en la catequesis y sobre su función en la tarea de encontrarle sentido a la vida y de hallar respuesta a los grandes interrogantes del hombre de hoy. No se trata de repetir mecánicamente lo que otros enseñaron, ni de transmitir una enseñanza desencarnada, sino de ayudar a situarse desde la fe frente a los problemas existenciales, formulando las respuestas y favoreciendo las actitudes más adecuadas al momento histórico. «La Iglesia, al transmitir hoy el mensaje cristiano... hace constante memoria de los acontecimientos salvíficos del pasado, narrándolos. Interpreta desde ellos los acontecimientos actuales de la historia humana, donde el espíritu de Dios renueva la faz de la tierra» (DGC 107). ¿Por qué, si el mensaje profético es una respuesta viva a un hecho actual, se llega a poner por escrito? Jer 36 es clave para hallar respuesta a esta pregunta. Jeremías se encuentra en la cárcel y no puede ir al templo a predicar. Pero la llamada a la conversión tiene que llegar al pueblo, porque el peligro es grande (Jer 36,7). Baruc será el encargado de leer en voz alta el mensaje del profeta en un acto de culto especial, pues se trata de un día de ayuno. En primer lugar destaca el hecho de que el profeta no manda un mensajero, sino un escrito. Es un modo de garantizar la fidelidad del anuncio, no confiado a la memoria de un hombre, que puede fallar, sino a la estabilidad de la letra, convertido en una especie de acta notarial. En segundo lugar encontramos que es leído en voz alta durante un acto de culto en que el pueblo está reunido. La liturgia aparece como el contexto más adecuado para proclamar la palabra de Dios escrita. Llama la atención también que el profeta mande reescribir el rollo, a pesar de que ya

ha cumplido su misión, puesto que había sido leído ante el pueblo y ante las autoridades. La razón es que sirva de testimonio en el futuro. Todo esto es visto como voluntad de Dios (Jer 36,1-2). La palabra profética es puesta por escrito porque nada ni nadie puede poner límites a la palabra de Dios; porque esta palabra debe llegar al pueblo íntegra y con todo su sentido; porque debe sobrevivir a los mismos hombres; porque es el modo de garantizar que pueda ser pronunciada de nuevo cada vez que el pueblo se reúna en asamblea. 3. CONSECUENCIAS. a) Del estudio de la Alianza y de la palabra profética se deduce, en primer lugar la naturaleza divino-humana de la Sagrada Escritura. La palabra de Dios llega a los hombres encarnada en una palabra humana, con los condicionamientos y limitaciones que el momento histórico, la mentalidad y la lengua imponen. No es fácil distinguir lo que corresponde a Dios y al hombre, ya que el libro sagrado en su totalidad es hijo de ambos y en un hijo no cabe distinguir lo que corresponde a cada progenitor; pero sí es posible identificar elementos que constituyen el mensaje de salvación, distintos de aquellos que transmiten un dato humano, como es posible en un hijo encontrar rasgos físicos o espirituales que le asemejan a sus padres. b) La segunda consecuencia se refiere al modo como se realiza la íntima unión entre Dios y el hombre en esta obra de creación. Quedan muy atrás las teorías que concebían la relación de un modo mecánico, como un simple dictado de Dios al escritor sagrado, reducido a la condición de amanuense. La misma Biblia nos ofrece algunos datos. Unos hablan de seducción (Jer 20,7-8); Pablo lo vive como un deber de conciencia (1Cor 9,16); en los apocalipsis se habla de visiones; también encontramos textos en los que sus autores no hablan en absoluto de estar actuando bajo la presión de un impulso divino (Qo). Según esto, no es la conciencia del autor humano, o el modo como llega a él la palabra, lo que constituye la inspiración. Tampoco se puede afirmar que quede anulada su personalidad o su libertad. Tal vez sea profundizando en la psicología de la creación artística como llegaremos a comprender el misterio de la inspiración. Entre la intuición primera y la obra ya realizada se da un proceso en el que entran en juego múltiples elementos, unos interiores y otros exteriores. El artista se convierte en un receptor de influencias múltiples y su espíritu es el taller o laboratorio en el que cada elemento reacciona en contacto con los otros al servicio de la obra artística. Esta se atribuirá a un hombre, pero es indudable que este, al crear, no ha partido de la nada. Dios puede estar presente en cada momento como lo está en el universo: en el origen, creando, y en la evoluci ón, conservando. Lo cual no impide que el mundo tenga sus propias leyes. c) La tercera consecuencia se refiere al proceso global de creación literaria. No estamos ante la obra de un novelista, ni es el resultado de un trabajo puramente especulativo. La Biblia arranca de la historia. Gracias a ello la religión bíblica no acaba convertida en una mitología más de las que existieron en la antigüedad. El punto de partida es la historia de un pueblo, sobre todo aquellos acontecimientos claves de la misma. La palabra profética, llevando a cabo una delicada labor de interpretación, expondrá su sentido y destacará la presencia de Dios, con lo cual la historia profana pasa a ser vista como historia de salvación. La palabra viva es así portadora de revelación, y la conciencia de que Dios habla a través de estos hombres se abre paso en la religiosidad del pueblo. Más tarde surge la necesidad de poner por escrito esa interpretación, y así aparece el libro que es garantía de fidelidad y a la vez testimonio para las futuras generaciones. Primero fue la vida, luego la fe descubrió su sentido y, finalmente, nació el libro como expresión de una maravillosa síntesis de acción divino-humana, de vida y pensamiento.

III. La Biblia en la catequesis

Antes de pasar a analizar la función que la Biblia desempeña en la catequesis, conviene aclarar que sólo puede hablarse de catequesis bíblica para referirse al contexto catequético que dio origen a numerosos pasajes de la misma. Hacer una catequesis partiendo del texto bíblico y consistente en una presentación sistemática de los diferentes escritos conduce inevitablemente al exegetismo y convierte la acción catequética en una clase de formación bíblica. Detrás de un planteamiento semejante puede haber una gran valoración del libro sagrado, pero también una pérdida de perspectiva que permita verlo en el lugar que le corresponde dentro de la vida de la Iglesia. Es más correcto hablar de la función que la Biblia, como palabra de Dios escrita, desempeña en la catequesis. Cesare Bissoli distingue cinco orientaciones o modos concretos de usar la Biblia en la catequesis: 1) La instrumentalización marginal se sirve de ella para ilustrar el tema expuesto y como un relato de carácter moralizante que ignora los principios básicos de la exégesis actual (función moralizante). 2) Para otros sirve de apoyo a esquemas teológicos y planteamientos doctrinales que le son ajenos. Se hace una selección de los textos en función de la teología que hay que transmitir, pero no se considera la Sagrada Escritura como matriz del pensamiento religioso (función doctrinal). 3) Algunos caen en el exegetismo. Obsesionados por la importancia del texto sagrado, pierden de vista otros momentos de la acción catequética (función histórica). 4) En el extremo contrario se sitúa el intuicionismo carismático que lee el texto desde unos problemas concretos, siendo la subjetividad existencial el único criterio de verdad. El texto se reduce a una caja de resonancia que repite aquello que el catequista o el catequizando piensan (función existencial). 5) Sólo una lectura antropo-teocéntrica logra el delicado equilibrio entre la fidelidad al texto y la fidelidad al hombre (DGC 149). 1. CONSTANTES DE LA PEDAGOGÍA DIVINA. La historia de la salvación es un largo proceso en el que Dios va conduciendo a su pueblo desde niveles inferiores a niveles superiores de religiosidad. En él aparecen unas constantes en el modo de actuar de Dios que podríamos considerar claves pedagógicas de dicho proceso. El conocimiento de las mismas nos permite situarnos correctamente ante el proceso catequético (cf DGC 139-147). a) La primera de ellas es la dialéctica historia-palabra, vida-mensaje. La historia es un lugar teológico, ya que en ella Dios actúa y se da a conocer. El momento culminante de la misma está marcado por la encarnación del Verbo en la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios (Jn 1,14; Heb 1,1-2; cf TMA 9). Ahora bien, la historia no se basta a sí misma; necesita que la palabra la interprete y ponga de relieve su significado oculto, pues los hechos por sí mismos son ambiguos. Cada nuevo acontecimiento a su vez cuestionará la palabra, descubrirá nuevos sentidos o aspectos y provocará una nueva formulación. Así crece la Revelación. La catequesis ocupa en la vida de la Iglesia el lugar de la palabra; constituye el momento en el que los creyentes buscan, con la luz de la fe, el sentido de su vida. La Biblia ocupa en ella un lugar destacado, porque encierra las claves de lectura de la realidad que Dios ha ido suministrando a los hombres a lo largo de un tiempo privilegiado. Sin embargo, no es el único factor. Junto a ella está la experiencia del catequizando y la vida y el magisterio de la Iglesia. b) La segunda constante de la pedagogía divina es el dinamismo o carácter progresivo, que no es más que una consecuencia de la historicidad. El hombre es un ser histórico: vive el presente desde la memoria del pasado y con la ilusión del futuro. La existencia es, por consiguiente, interpretada como una tensión entre la tradición y su superación. Cuando se olvida esto se pierde el sentido y aparece la tentación de la nostalgia bajo la forma de una idealización de los orígenes; la falta de compromiso por una pérdida del sentido de la vida y del momento histórico en que uno vive; o la insatisfacción porque no se realiza la utopía. Unicamente cuando el pasado es asumido en su justo valor, el hombre se siente plenamente integrado en su lugar histórico y geográfico, y sabe situarse con responsabilidad ante el futuro que ha de construir. La historia de la salvación nos ofrece

suficientes elementos para hablar de la dimensión histórica y, por tanto, dinámica del judaísmo y del cristianismo. La vinculación entre vida moral y vida religiosa, el equilibrio entre la trascendencia de Dios y su presencia en el mundo, y la integración del valor de la libertad humana y el designio salvador de Dios, les dio una dimensión que no aparece en otras religiones de la antigüedad. c) Finalmente hay que destacar el sentido interiorizador del proceso. El cambio se opera sobre todo al aparecer el cristianismo, pero se da en cada fase. Algunos de los planteamientos en los que aparece esta dinámica de la interiorización son: el paso del régimen de la ley al régimen de la gracia predicado por Pablo, clave de la polémica entre judeocristianos y helenistas; la sustitución del temor reverente al Dios Señor por el amor confiado al Dios Padre, reflejada en las posturas del hermano mayor y del hijo pródigo; la salvación concebida como don frente a la doctrina farisea del mérito; o la superación del ritualismo del templo por la religiosidad del corazón que se recoge en el evangelio de Juan. Desde este presupuesto la catequesis debe estar al servicio del crecimiento interior del hombre en todas sus dimensiones. Como órgano eclesial de desarrollo de la fe, debe facilitar la superación de planteamientos y actitudes infantiles y superficiales. Tal vez haya que buscar en el olvido de esta constante pedagógica la razón del infantilismo religioso de muchos y la carencia de adultos con una fe madura y comprometida. 2. PRINCIPIOS DE PEDAGOGÍA RELIGIOSA. A la luz de estas tres constantes, podemos enunciar tres principios de pedagogía religiosa que deben ser iluminadores de cualquier proceso catequético: a) La fe ha de proporcionar al creyente una síntesis de pensamiento y unas claves teóricas que le permitan situarse frente a la realidad de la que él forma parte (mundo e historia) con el sentido último revelado por Dios. Una pedagogía que olvidara la complementariedad de la existencia y la enseñanza –dimensión existencial y dimensión noética de la fe–, insistiendo sólo en uno de los aspectos, daría lugar a un tipo de creyentes inmaduros e incapaces de alcanzar la armonía entre la vida y la fe. La falta de coherencia interior les llevaría a un activismo –que nada tiene que ver con el compromiso– carente de sentido, y al menosprecio de la dimensión orante y contemplativa de la fe; o bien a un verbalismo estéril, que reduce la vida religiosa a mera contemplación de la verdad, sin conexión con la vida y sin capacidad para transformarla. b) La educación del sentido religioso es, además, un proceso de clarificación intelectual y existencial que se desarrolla gradualmente (DGC 89). Ha de tener en cuenta, por tanto, la realidad del hombre o del grupo que vive ese proceso. Ignorar este principio puede llevar a plantear exigencias que superen la capacidad del catequizando y frustren su evolución. No obstante, la historia de la salvación enseña que hay momentos en los cuales es necesario poner en crisis el nivel alcanzado para facilitar el acceso a un nivel superior. c) La acción educativa de la comunidad ha de conducir, finalmente, al educando a alcanzar posiciones de responsabilidad y de autonomía desde el espíritu. Esto significa que el fundamento de la vida pasa de estar en realidades exteriores –como la norma, las instituciones y las costumbres y ritos— a estarlo en realidades interiores —como la gracia, el Espíntu y la actitud—. Esto no significa que lo exterior quede superado, sino que es redimensionado desde el sentido que le da la vivencia interior. Sólo así podrá evitarse que se conviertan en realidades absolutas, que en lugar de expresar la fe, la esclavizan. 3. LA BIBLIA EN LA ACCIÓN CATEQUÉTICA. La Biblia no es iluminadora del proceso catequético sólo a nivel general, sino que desempeña, además, una función muy concreta dentro del ministerio de la palabra realizado en la catequesis. Esto por dos razones: porque ella misma es en gran parte resultado de un proceso catequético y porque, en cuanto portadora de revelación, tiene una función insustituible con la iluminación del sentido último de la existencia.

a) La catequesis parte de la existencia como realidad a la que hay que dar sentido. No es pura elucubración sobre problemas teóricos, aunque sean teológicos, ni transmisión de un saber sobre Dios. Trata de iluminar para descubrir a Dios en la vida y el sentido de la vida desde Dios. También la Biblia empezó en el ámbito de la experiencia. Pero, dado que la realidad histórica concreta es distinta según las épocas, las personas y los lugares, no se puede pretender buscar semejanzas entre el pasado y el presente, si no es a nivel de experiencias humanas profundas y permanentes. Sólo a este nivel la Biblia puede iluminar el hoy del creyente que busca en ella respuestas. Así, por ejemplo, sería una falsa lectura del texto interpretar la prohibición de la idolatría como una prohibición de las imágenes olvidando los nuevos ídolos como el poder, el dinero, el bienestar, la técnica, etc. b) Una vez que se ha hecho brotar en la conciencia la experiencia que subyace en el hecho del que se ha partido, la catequesis ha de iluminar, desvelar el sentido profundo y el juicio que la palabra de Dios emite sobre ella. Es entonces cuando interviene de lleno el texto sagrado. Su lectura hace posible que Dios vuelva a hablar a su pueblo hoy, como lo hizo en el pasado. Pero no hay que olvidar que no se trata de una palabra antigua de valor permanente, sino de una palabra siempre nueva, como nueva es cada generación que la lee. El hombre esencialmente es el mismo, pero existencialmente es distinto. Lo mismo ocurre con la palabra. Siendo la misma, genera diversos planteamientos y exigencias. Ahora bien, el texto sólo podrá iluminar si es leído en profundidad, para lo cual la catequesis necesita la ayuda de la exégesis y de la teología. El resultado de esta búsqueda es una nueva visión de la vida y de los acontecimientos. La palabra de Dios y el Espíritu, gracias a la acción catequética, permiten ver la historia presente como un momento más de la historia de la salvación. Dios sigue así dando respuesta a los grandes interrogantes del hombre y planteándole exigencias. La conversión es la más importante de ellas y el objetivo último de toda catequesis (DGC 82). El proceso culmina con la expresión litúrgica (celebración) y existencial (compromiso) de la transformación interior realizada, gracias al encuentro de la existencia y la palabra. De este modo la comunidad y cada uno de sus miembros se convierten en testigos, y así surge la misión. 3

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Francisco Echevarría Serrano

SALVACIÓN-REDENCIÓNLIBERACIÓN

SUMARIO: I. Contenido semántico, vivencial y doctrinal. II. Salvación, redención y liberación en la Biblia. III. Salvación, redención y liberación en la tradición cristiana. IV. Catequesis de la salvación y la liberación: 1. Para adultos y jóvenes; 2. Para adolescentes; 3. Para niños.

I. Contenido semántico, vivencial y doctrinal Educar la fe en la salvación, en la redención y en la liberación es todo uno: encaminar a comprender, vivir, celebrar y comunicar lo central de la obra y revelación divina. No obstante, puede entenderse en forma diversa a partir del significado principal de cada una de estas tres palabras bíblicas. Dicha diversidad puede llevar a diferencias menores legítimas, o a gruesos reduccionismos que es preciso superar para mantenerse en comunión con la fe de la Iglesia. a) La salvación se opone a un mal que compromete la totalidad de la persona: la muerte, el dolor, la culpa, el no saber de sí ni de la realidad, la infelicidad, el ser mísero como persona, la vida vacía o sin sentido, el desamparo, la soledad, la carencia de amor, el ser nadie por falta de comunidad (familia, patria) donde se comparte y reconoce una identidad. El inicio de la salvación es el paso de la nada al ser, de modo que, para el cristiano, la creación es el comienzo de la historia de la salvación personal y colectiva. Esa historia de salvación pasa por el cumplimiento de una pro-mesa de vida mejor en una tierra que, en una lectura cristiana, simboliza además otros bienes ultraterrenos y definitivos. Además de oponerse a algo negativo o carencia, la salvación tiene una meta: una plenitud de ser, beatificante por la unión con el pleno ser que es Dios y, en él, con las demás personas en comunión con él y con el cosmos (cf DGC 101). Para el cristiano, la salvación se relaciona no sólo con una iluminación para vivir sabiamente en el mundo, como ocurre en las religiones orientales clásicas, sino también con la escatología, con el goce, iniciado en este mundo, del reino de Dios revelado plenamente por Jesucristo resucitado. Se le opone la perdición o infierno: la dolorosa exclusión definitiva respecto de la unión gozosa y eterna con Dios y con sus amados. Interesa también el camino para obtener la salvación, que es seguir a Jesucristo acogiendo una invitación y gracia de Dios a la que se responde por el agradecido amor a Dios y al prójimo. b) La redención se siente como el ser agraciado por un redentor que g ratuitamente toma a su cargo el peso 1 de la culpa dejándolo libre de ella, y 1 como el goce de un rescate que suprime una prisión o una esclavitud con su peso de dependencia y limitación. En lenguaje cristiano, la redención consiste en el don de la justificación por el perdón, que hace pasar del estado de pecado al de comunión con l Dios o santidad. c) La liberación alude a un cambio desde la opresión y esclavitud individual o colectiva, hacia una situación opuesta. Ser liberado es, en la Biblia, sanar de una enfermedad, a veces cargada de simbolismo, como la ceguera, la parálisis o la lepra; también lo es salir de la pobreza, superar la ignorancia, dejar la prisión, retornar del exilio y emanciparse de un poder individual o colectivo humillante y de la esclavitud del pecado. El paso de las tinieblas a la luz, de la lepra o de la posesión diabólica a la sanación, de la indigencia a la riqueza suficiente para una vida digna, de la esclavitud bajo diferentes tipos de tiranía a la libertad, de la insignificancia personal o colectiva a la condición de hijo de Dios o de pueblo de Dios, son cambios existenciales que en la Biblia tienen importancia en sí mismos, además de anunciar una liberación radical de la solidaridad en el pecado de la humanidad y del pecado personal (cf DGC 103).

Anunciar a Cristo Salvador, Redentor y Liberador es lo mismo, pues la salvación integral equivale a la redención plena y a la liberación total. Sin embargo, las nociones de salvación y redención se han entendido en amplias épocas y lugares en sentido individual, desligando de sus implicaciones comunitarias y sociales aun los sacramentos, como si cada uno hubiera de salvarse aisladamente. Desde fuera y desde dentro se ha llegado a interpretar el cristianismo como la doctrina más individualista de todas. A esto se opone frontalmente el Vaticano II (cf LG 9). Otro defecto que pesó por siglos en la catequesis fue concebir la salvación como asunto del último instante de la vida, por lo cual la doctrina se organizó más para bien morir que para vivir bien, descuidando la misión positiva del cristiano en este mundo, donde la salvación o la perdición se viven ya ahora, aunque lo que hemos de ser definitivamente no aparece aún (cf 1Jn 3,2-10). Después de un siglo de magisterio social pontificio, Juan Pablo II tuvo que pedir que se incorporara en la catequesis común de los fieles la doctrina social de la Iglesia (CT 29), lo cual realiza el Catecismo de la Iglesia católica en su tercera parte. La redención se ha explicado erróneamente en muchas catequesis como el pago inescapable de una pena por Jesucristo, obediente a un Padre que sin una víctima no habría perdonado. Esta aberración deriva de una interpretación indebida de símbolos tales como precio de compra y de rescate (cf lCor 6,20; 7,23), que no deben inducir a una imagen de Padre implacable, opuesta a la revelación de que «Dios es amor» (1Jn 4,8.16) y autor de nuestra salvación (cf Lc 1,47.68), a cuyo plan obedece su Hijo también por amor y no por compulsión (cf Jn 3,16s). Es ajena a la doctrina católica una interpretación de ciertos giros de los evangelistas (cf Mt 26,54.56; Jn 19,28.36s.), según la cual Jesucristo cumplió las Escrituras porque sus actos estaban predichos, en vez de comprender las profecías como comunicaciones de Dios, siempre presente, a los profetas (cf Jn 8,56; 12,41; Mc 14,13-15) de lo que hacen los seres libres (cf Jn 10,17s). Juan Pablo II ha precisado el carácter libre y voluntario de la redención por Jesucristo, cuya entrega muestra el amor del Padre que «se acerca de nuevo en él a la humanidad» (RH 9) y ha destacado los aspectos sociales del pecado (cf RP 16). Otros han entendido la liberación cristiana sólo en sentido psicológico y social, llegando a una interpretación puramente humanista, y aun materialista, no sólo de la liberación, sino también de la persona de Jesucristo, despojado de su divinidad y de su reino transmundano. La Congregación para la doctrina de la fe ha publicado dos Instrucciones para precisar la doctrina católica de la liberación: Libertatis nuntius (LN) y Libertatis conscientia (LC). Es preciso presentar la revelación divina como un mensaje de liberación: óntica, vale decir, del pecado; psíquica, o sea, de todas las angustias derivadas del mal, y social, es decir, de todos los poderes y estructuras del mundo que tienden a oprimirnos, a condicionamos y a acallarnos. La palabra de Dios hecha carne es la verdad que nos hace libres (cf Jn 8,31s.), a medida que la asumimos en todas sus consecuencias. A descubrir las estructuras opresivas y sus consecuencias nos ayudan las ciencias humanas (cf LC 72). La catequesis de la salvación, redención y liberación se propone precisamente acompañar y ayudar en este proceso que lleva a la madurez de la libertad para la solidaridad, según el espíritu de Cristo (cf Gál 5,1.13), como condición para reinar con Cristo en la vida eterna.

II. Salvación, redención y liberación en la Biblia La Biblia presenta al ser humano con dignidad y carácter comunitario semejantes a Dios (cf Gén 1,26-28), encargado por él de gobernar el mundo con santidad y justicia (cf Sab 9,1-4), que en cambio pervierte las relaciones con Dios (cf Gén 3,8-11), entre hombre y mujer (cf Gén 3,12), entre hermanos (cf Gén 4,8) y en el mundo (cf Gén 4,23).

a) La salvación de la humanidad se manifiesta a Israel cuando Dios «rescata» a Abrahán del servicio a otros dioses (Is 29,22) y le encomienda a él y a sus descendientes anunciarla a todos los pueblos (cf Gén 12,1-3). Dios muestra su grandeza en la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto, que culmina en la Alianza en el Sinaí (cf Ex 20, I s.; Dt 5,6). En la tier ra prometida, Dios suscita caudillos que salvan a los israelitas de quienes los despojan (cf Jue 2,16). Más tarde consagra reyes que deben obedecerle (cf Dt 17,18-20) y hacer justicia a los pobres (cf Sal 72). Dios, en su Alianza, exige vivir la justicia y castiga con energía la injusticia de los poderosos. Envía profetas a corregir a su pueblo para que lo honre mediante la justicia con los pobres, más que mediante actos de culto (cf Is 1,11-17). Le recuerda que él es su redentor gratuito por una Alianza ofrecida libremente (cf Is 41,8-14). En el Antiguo Testamento, la acción de rescatar se refiere al derecho tradicional primitivo de cobrar la vida de un asesino (cf Núm 35,19), o al derecho legal del pariente más próximo de recuperar por compra los bienes de familia (cf Lev 25,25). Dios rescata a Israel del exilio en Babilonia (cf Is 51,9-11; Jer 23,7s.), no hace diferencia entre israelitas y etíopes (o cusitas) y saca «a los filisteos de Creta y a los sirios de Quir» (Am 9,7), mostrando amor a cada pueblo. Los fieles piden a Dios toda clase de bienes y que los libre de diversos males (cf Sal 17,13-15, etc.), y especialmente de sus pecados (cf Sal 51,Is). Por su parte, deben ser justos y clementes con el huérfano, la viuda y el extranjero (cf Dt 24,17), tríada que simboliza a todos los necesitados. Sólo Dios salva (cf Is 43,11s). Promete mostrar a las naciones su santidad librando a su pueblo de sus males, y principalmente de su dureza de corazón (cf Ez 36,22-29). Promete a Israel y Judá una alianza nueva y eterna (cf Jer 31,31-34; Ez 37,21-27). La redención se extenderá al cosmos (cf Is 65,17; 66,18-22). Los profetas anuncian un Mesías rey, descendiente de David, que traerá a todos el derecho y la justicia definitiva (cf Is 9,6s.; Am 9,11s). Será una salvación por amor gratuito (cf Os 11,7-9; 14,4-8), universal y eterna (cf Is 51,4-8). También anuncian a un siervo de Yavé que cargará con las culpas de todos (cf Is 52,13—53,12). Llaman a la fidelidad, a la unidad y a la paz. Israel se siente luz de las gentes; Jerusalén y su templo simbolizan el reino de paz y de justicia esperado por todos los pueblos (cf Sal 122). El Antiguo Testamento prepara la venida del Mesías educando a la justicia. Al frustrase ciertas esperanzas de salvación inmediata, surgen concepciones apocalípticas de la salvación, por una transformación del mundo realizada por Dios, que juzgará a los hombres antes de establecer su reinado de justicia y eterna paz. En los escritos más tardíos del Antiguo Testamento aparece la superación de la muerte por la resurrección corporal (cf Dan 12,13; 2Mac 7,9-23; 12,43-45). b) Jesús (en hebreo Yavé salva) inicia la redención al encarnarse como un hijo de mujer (cf Gál 4,4). María sufre porque muchos rechazan la salvación que trae su hijo (cf Lc 2,34s). Jesús padece con María y José la pobreza al nacer (cf Le 2,6s.) y luego persecución y exilio (cf Mt 2,13-15). Hasta los treinta años aprende de José el oficio de carpintero (cf Mt 13,55; Mc 6,3) y de María lo que sabe de iluminar la casa (cf Mt 5,15), arreglarla (cf Mt 12,44), barrer y compartir preocupaciones y alegrías con las vecinas (cf Lc 15,8s.), preservar la ropa de polillas (cf Mt 6,19), remendarla (cf Mt 9,16), guardar vino (cf Mt 9,17), hacer pan (cf Mt 13,33), cocinar (cf Jn 21,9). En su hogar crece en sabiduría al procurar ser grato a Dios y a los hombres (cf Lc 2,52). Ha dado libertad «a todos aquellos que, por miedo a la muerte, estaban sometidos durante toda su vida a la esclavitud» (Heb 2,15). Redime con su vida entregada antes que por su enseñanza. Jesús se presenta como «enviado a llevar la buena noticia a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4,18s.; cf Is 61,1s.; 58,6). Anuncia el reinado de Dios con hechos y palabras (cf Mt 11,4s). Muestra signos de salvación (cf Jn 2,11; 4,54; 20,30) frente a necesidades humanas de todo orden: cambia agua en vino; acoge niños y mujeres, pobres y extranjeros; sana enfermos, resucita muertos, expulsa demonios, perdona pecados. Enseña a las naciones el derecho (cf Mt 12,18),

pero supera la justicia (cf Mt 5,20; 6,33) con el amor a Dios y al prójimo (cf Mt 22,34-40; 25,3146). Al proclamar la nueva ley en el sermón del monte, ofrece la bienaventuranza o salvación terrenal y celestial a los necesitados (pobres, humildes, sufridos, los que buscan justicia), y a los generosos que los salvarán (compasivos, puros de corazón, pacificadores, perseguidos por ser justos). Anuncia otra vez el cielo a quienes lo sigan a cualquier costo (cf Mt 5,312; Lc 6,22s.); pero hace graves advertencias a los ricos, satisfechos, contentos y aplaudidos del mundo (cf Lc 6,2426). Desafía a un gobernante indigno (cf Lc 13,3133) y denuncia las autoridades abusivas (cf Mt 20,25). Llama y visita con variado éxito a ricos y poderosos, y les transmite un mensaje salvador apropiado (cf Mt 6,19-21; Le 12,20s.; ITim 6,17-19). Es «Salvador de todos los hombres, sobre todo de los creyentes» (ITim 4,10). Se salvarán sin haberle conocido quienes sirven al prójimo (cf Mt 25,31-46) y obedecen su conciencia (cf Rom 2,14-16): la Palabra ilumina a todo hombre (cf Jn 1,9) y el Espíritu sopla donde quiere (cf Jn 3,8). Jesús enseña que salvarse no es posible a los hombres, pero sí a Dios (cf Mt 19,25s). Muestra libremente su amor extremo (cf Jn 13,1) compartiendo el padecimiento de los pequeños, el encarcelamiento y muerte de las víctimas de la injusticia, y hasta la angustia de quienes se sienten abandonados de Dios (cf Mt 27,46). Con su amor servicial hasta la muerte, viene a rescatar a una multitud (cf Mc 10,45). Invita a beber su sangre «la sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos para la remisión de los pecados» (Mt 26,27s). Promete consumar la salvación en su segunda venida (cf Jn 14,1-3). Manda a los apóstoles llamar a todos a creer en el evangelio y a recibir el bautismo para salvarse (cf Mc I6,15s). Promete salvación al que se mantenga firme hasta el fin (cf Mt 10,22; 24,13). Envía su Espíritu a su madre y a los demás discípulos (cf He 1,14; 2,1-4). c) Pedro proclama que Jesús es el único salvador enviado por Dios (cf He 4,12). Los primeros cristianos muestran en Jerusalén una vida nueva en comunidad de culto, de costumbres y de bienes materiales, manteniendo la diversidad de hogares (cf He 2,42-47; 4,32-35). Surgen fraudes (cf He 5,1-11), conflictos internos (cf He 6,1-6) y persecución externa (cf He 8,1-3). Al dispersarse los fieles, en vez de comunidad de bienes practican la limosna y las buenas obras (cf He 9,36-39; 11,27-30). Al confirmar Pedro, Santiago y Juan la misión de Pablo hacia los no judíos, deciden no exigir los pormenores de la ley de Moisés, sino preocuparse de los pobres (cf Gál 2,10). En el concilio de Jerusalén, la Iglesia reconoce que la salvación por obra gratuita de Jesucristo no discrimina entre judíos y no judíos (cf He 15,7-1 I ), no establece ningún sistema económico de vida y deja un mínimo de las normas rituales, muy contingentes (cf He 15,28s). d) Los escritos paulinos presentan la redención como obra gratuita de Dios (cf Rom 3,24; 4,16; 5,21; ICor 15,10; Ef 2,4-10). El pecado trae muerte (cf Rom 6,23; 8,2), tiraniza al hombre y al cosmos (cf Rom 8,20s). Dios muestra su amor al darnos a su Hijo hasta la muerte (cf Rom 8,32); se reconcilia con los pecadores y con todo el universo, haciendo la paz «por la sangre de su cruz» (Col 1,20; cf 2Cor 5,19). «Al que no cometió pecado, [Dios] lo hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios» (2Cor 5,21). Jesucristo se hizo «maldición por causa nuestra» (Gál 3,13) para liberarnos de la maldición que pesaba sobre los incumplidores de la ley antigua (cf Dt 27,26). Tomó voluntariamente el lugar del merecedor de castigo (cf Rom 5,6-8). «Fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25; cf 3,25). Somos «librados por él del castigo» (Rom 5,9). Dios salva por medio del mensaje d e la muerte de Cristo en la cruz (cf 1Cor 1,18-21).

Por el bautismo entramos a formar parte del pueblo de sepultados con Cristo y resucitados con él (cf Col 2,12; 3,1-4). Somos consagrados y sellados como suyos (cf 2Cor 1,21s). Cristo nos liberó de la ley antigua (cf Rom 7,1-6; Gál 3,13). Somos hijos de Dios en vez de siervos de la ley (cf Gál 4,47). La nueva ley es el amor (cf Gál 5,14). Los israelitas erraban pensando alcanzar la salvación por su cumplimiento de la ley (cf Rom 10,1-3), pues «con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación» (Rom 10,10). Los judíos y no judíos que se adhieren a Cristo forman un solo pueblo o familia de Dios, con iguales derechos (cf Ef 2,19). Reciben el Espíritu que libera de la esclavitud y hace hijos y herederos; comparten con Cristo sufrimiento y gloria (cf Rom 8,16s). Ese Espíritu es un anticipo (cf 2Cor 1,22; Rom 8,23). Los liberados están llamados desde hoy (cf 2Cor 6,2) a vivir no «para sí, sino para quien murió y resucitó por ellos» (2Cor 5,15); a ser «colaboradores» en la obra de Dios (2Cor 6,1); a la libertad no egoísta, sino para amar (cf Gál 5,13s.); a no vivir sometidos a las inclinaciones de nuestra debilidad, sino libres gracias al Espíritu (cf Gál 5,16-18; 2Cor 3,17); a hacer efectiva la salvación realizando con la ayuda de Dios los buenos deseos que él inspira (cf Flp 2,12s). Por amor a Cristo han de procurar hacer de cada esclavo un hermano libre (cf Flm 11-21). Hay que obedecer en conciencia a la autoridad que sirve a Dios para el bien (cf Rom 13,1-7). Ofrecer los sufrimientos por la salvación de otros (cf 2Tim 2,10). «El fruto [es] la consagración a Dios y como resultado final la vida eterna» (Rom 6,22). Esperamos la resurrección por obra del Espíritu (cf Rom 8,11), la salvación de nuestros cuerpos (cf Rom 8,23), ser liberados «de la esclavitud de la destrucción para ser admitidos a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). «Es necesario que él [Cristo] reine hasta poner a sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido es la muerte» (lCor 15,25s). e) Los escritos joánicos presentan la maldad, tiniebla y muerte que campean en este mundo (cf Jn 1,5; 3,19-21), vencidas por Jesús, enviado por el amor de Dios (cf Jn 1,3s.9; 3,16s.) como «luz del mundo» (Jn 8,1.2; 9,5; cf 12,46) y salvador del mundo (cf Jn 3,17; 1Jn 4,14), «para que tengamos vida por él» (cf 1Jn 4,9; cf Jn 10,28). Él es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25; cf 14,6; Un 1,2). Se salva quien lo acepta por fe, y se pierde quien «no quiere creer» (Jn 3,36; cf Jn 3,16-18). Quien cree nace de Dios por el bautismo (cf Jn 1,13; 3,3-5). Jesucristo es la verdad liberadora (cf Jn 8,31s.36; Jn 1,17; 14,6). Trae vida plena (cf Jn 10,10). Entrega su vida por amor (cf Jn 15,13), se ofrece en sacrificio por el perdón de los pecados del mundo (cf Un 2,2; 4,10). Para eso ha venido (cf Jn 12,27). Jesús, con su vida, glorifica al Padre (cf Jn 17,4), y con su muerte da cabalidad a la obra salvadora (cf Jn 19,30). Desde lo alto de la cruz atrae a todos (cf Jn 12,32s.) para reunir a los hijos dispersos de Dios (cf Jn 11,4952; 10,1 1.15). Estos pasan de la muerte a la vida (cf Jn 5,24; 1Jn 3,14). Jesús les envía su Espíritu (cf Jn 7,39; 16,7). Por medio de sus discípulos entrega a los creyentes el perdón (cf Jn 20,19-23) y la paz (cf Jn 14,27; 16,33). Se unen en amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cf Jn 14,16-23; 17,20-23), y se alegran con los que están unidos a Dios (cf Un 1,3s.; Jn 15,11), como inicio de la comunión de vida eterna (Jn 17,2s.; 1Jn 3,2), la cual comparten con Jesús (cf Jn 12,26; 14,2s). Para estar unido a Dios hay que abrir el corazón a los necesitados (cf 1Jn 3,17s). Las plagas que Cristo combate son la violencia, la injusticia con los trabajadores, el hambre y las enfermedades (cf Ap 6,1-8), que los fieles enfrentan con valentía (cf Ap 12,17). f) Otros escritos del Nuevo Testamento complementan la doctrina sobre la salvación. Los que aman a Jesucristo se alegran porque alcanzan la salvación (cf 1Pe 1,8s). Celebramos en el bautismo el paso de la muerte a la resurrección (cf 1Pe 3,21). Al recibir de Dios la gracia para una vida buena, participamos de la naturaleza divina (cf 2Pe 1,2-4) y de un carácter sacerdotal (cf l Pe 2,5), como hermanos de Jesucristo (cf Heb 2,10s). «Aunque era Hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer; así alcanzó la perfección y se convirtió para todos aquellos que lo obedecen en principio de salvación eterna» (Heb 5,8s). Podemos crecer hacia la salvación alimentándonos de la

palabra de Jesús (cf 1Pe 2,2s.) y cumpliendo su «ley perfecta de la libertad» (Sant 1,25). Hay que respetar sin discriminación a los pobres (cf Sant 2,1-9). Los ricos han de temer a Dios por confiar en el dinero y no en él (cf Sant 4,13-16), por no hacer el bien que pueden (cf Sant 2,15-17; 4,17), por vivir en placeres, lujo e injusticia (cf Sant 5,5s.): el salario negado a los trabajadores clama al cielo (cf Sant 5,1-4).

III. Salvación, redención y liberación en la tradición cristiana a) San Ignacio de Antioquía ve en Jesucristo el sufrimiento de Dios (Romanos 6, 3). Orígenes agrega: «El Padre mismo, el Dios del universo, aquel que lo colmó de longanimidad, de misericordia y compasión, ¿no sufrió también él de alguna manera?» (Hom. 6, 6). Los concilios de Nicea y Efeso reafirman contra Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto y Nestorio el sufrimiento humano de Cristo. Los Padres de la Iglesia, particularmente san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Agustín y san Gregorio Magno inician los hospitales, hospederías, asilos y orfanatos para los pobres y exigen vigorosamente la unión de la justicia personal y la jusicia social para la salvación. La convicción de que en la Iglesia está la plenitud de los medios de salvación impulsó grandes iniciativas misioneras. Hubo exageraciones teológicas, como suponer en el Padre odio y venganza contra el Hijo hecho pecado, o que Dios no habría perdonado si alguien no hubiera pagado la cuenta, o considerar indispensables para la salvación el conocimiento de Jesucristo o la pertenencia patente a la Iglesia católica. b) En la Edad media, los sínodos y concilios provinciales defienden a los siervos de los abusos de los señores feudales y de los jueces, prohiben la usura y las guerras entre cristianos y regulan los torneos. Las órdenes religiosas masculinas y femeninas se consagran a los enfermos, presos, pobres y sufrientes. Los monjes, y luego los párrocos, multiplican las escuelas gratuitas que enseñan las primeras letras y a veces los oficios. Las cofradías practican las obras de misericordia. Los gremios, dedicados a santos patronos, difunden el sentido cristiano del trabajo. La Iglesia crea las universidades, donde teólogos y filósofos reflexionan asuntos de fe y moral, mientras otros maestros desarrollan el derecho, la medicina y la investigación científica. Santo Tomás de Aquino formula la doctrina del bautismo de sangre y de deseo, aun implícito, como medio de salvación (Sum. Theol. 111, 66, 1 1; cf II-II, 2, 7), e incluye la moral política en el modo cristiano de vivir (De Regimine Principum). La salvación abarca todos los aspectos de la vida. En la América colonial los obispos urgen la conciencia de los reyes de España para remediar las injusticias que conquistadores y colonos cometen contra los indígenas, para «asegurar la salvación de unos y otros», como explica el dominico Bartolomé de Las Casas, obispo desde 1544. Cristianos de ambos sexos, algunos hoy beatificados o canonizados, fundan en Europa y América congregaciones religiosas femeninas y masculinas educadoras, para facilitar a los pobres el acceso a la salvación temporal y eterna. Una corriente protestante, diferente de otra que se desentiende del mundo presente, interpreta el anuncio del reino de Dios como exigencia de mejorar las estructuras; promueve campañas antiesclavistas y otras reformas sociales. d) Católicos laicos buscan erradicar la pobreza, como en Chile el diputado Lorenzo Montt en 1823, con su propuesta de vender o arrendar las tierras a los campesinos, y el carpintero Fermín Vivaceta al organizar a los trabajadores ante la revolución industrial; en Francia, el prefecto Alban de Villeneuve-Bargemont con su Tratado de economía política cristiana (1834) y el beato Federico Ozanam con su obra académica y misericordiosa. Después, sacerdotes como Jaime Balmes y el jesuita Antonio Vicent en España, Luis Taparelli d'Azeglio en Italia y Guillermo von Ketteler y el beato Adolfo Kolping en Alemania, unen la reflexión social filosófica y teológica con la acción de caridad y justicia. Los obispos Henry Manning en Inglaterra, James Gibbons en Estados Unidos, Gaspar Mermillod en Suiza, unen la doctrina y la acción social para transformar las situaciones de

miseria que dificultan el testimonio necesario para anunciar la salvación. Desde León XIII, los papas publican encíclicas sociales donde comprometen la vida cristiana con la transformación del mundo por el evangelio y el logro de la paz en la justicia. e) El Vaticano II contiene importantes afirmaciones a partir de «la palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree» (DV 17). Explica cómo Dios preparó la salvación de la humanidad en el Antiguo Testamento, primero con Abrahán y después con su pueblo mediante Moisés (cf DV 14). Según el Nuevo Testamento, «Cristo estableció en la tierra el reino de Dios, se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo» (DV 17). El Concilio explica el puesto de María en el plan de salvación (cf LG 55-59). El Antiguo Testamento, leído en la Iglesia a la luz del Nuevo, destaca la figura de la madre del Redentor identificada a veces con el pueblo de Dios, reconocible en la mujer que vence a la serpiente incitadora al pecado (cf Gén 3,15), en la Virgen que dará a luz al Emmanuel (cf Is 7,14; Miq 5,2s.; Mt 1,22s.) y en la Hija de Sión que espera y recibe del Señor la salvación (cf Is 62,11). Así como la mujer contribuyó a la muerte, ella da al mundo al que es Vida. Santificada desde el primer instante de su concepción y llena de gracia (cf Lc 1,28), aceptó sin obstáculo de pecado la voluntad salvífica de Dios de encarnar al Verbo en su seno, y se consagró a la persona y a la obra redentora de su Hijo (cf Lc 1,38). Fue proclamada dichosa por su fe en la salvación prometida (cf Lc 1,45). Está unida a Jesús en la obra de salvación: al nacer Jesús; al anunciarle Simeón que una espada atravesaría su alma por ser su Hijo signo de contradicción (cf Lc 2,34s.); al provocar en Caná el comienzo de los milagros de Jesús (cf Jn 2,1-1 1); al escuchar y cumplir la palabra de Dios (cf Lc 2,19.51); al acompañar a su Hijo hasta la cruz (cf Jn 19,25) y al ser dada por madre al discípulo (cf Jn 19,26s). Imploró con los discípulos el don del Espíritu Santo (cf He 1,14) y después de terminar su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial para asemejarse más a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte. El magisterio posconciliar destaca a María como mujer liberadora con iniciativas valientes, tales como su «opción del estado virginal», su proclamación de «que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo», «una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio», «que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo» (Marialis cultus, 37). «No se puede separar la verdad sobre Dios que salva... de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (RM 37). El Concilio define la Iglesia como «sacramento universal de salvación» (LG 48): «sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). La Iglesia católica no siempre es signo tan patente, porque pasa en cada lugar por situaciones de inicio, progreso, detención o retroceso (cf AG 6). Los sacramentos son signos performativos de la salvación: significan un don de salvación en que participamos en la medida de nuestra colaboración (cf LG 14). Se salvan quienes sin culpa ignoran a Cristo y llevan vida recta (cf LG 16). Todos tienen en la Iglesia un compromiso con la salvación personal y de los demás (cf CD 1). La preocupación por los pobres y sufrientes es parte de la buena noticia de la salvación (cf GS 1). El Concilio vincula a la salvación el trabajo por la justicia y la paz (cf GS), el diálogo constructivo entre las religiones (cf NA), el ecumenismo (cf UR). La salvación tiene carácter social y escatológico: «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» (GS 43). Las Conferencias generales del episcopado latinoamericano y de otras regiones conectan la salvación eterna y la liberación terrenal realizada con fines y medios pacíficos, procurando impregnar de justicia y amor todas las relaciones humanas por gratitud a Dios.

IV. Catequesis de la salvación y la liberación 1. PARA ADULTOS Y JÓVENES. Para ser significativa en la vida de sus destinatarios, la catequesis ha de referirse siempre a las vivencias de perdición y salvación, de pecado y redención, de opresión y liberación. Dios es liberador y el evangelio es una fuerza de liberación (cf LC 5,43,62). Poner en contacto con el Dios del evangelio, que nos ama hasta más allá de la muerte, conmueve, inquieta, compromete, encamina a colaborar con otros para la salvación integral de todos. La conversión a Jesucristo mueve a vivir con gratitud, esperanza, alegría, abnegación, dinamismo y paz. El diálogo salvador lleva a mirar a Dios ya no como un tercero de quien se habla, sino como un interlocutor a quien interesa la propia vida con sus problemas y proyectos. La relación con los demás gana significado cuando el yo deja de ser dominante en la vida. El vecino y el compañero o el cónyuge, el enemigo dañino o el adversario que compite o dialoga, aparecen como hermanos en camino hacia el mismo Padre, por rutas a veces conflictivas y marcadas por la cruz. La comunidad creyente, que descubre la palabra de Dios liberador, se moviliza frente a las necesidades de vida, amor fiel, justicia, trascendencia y sentido, captadas en su entorno. El reinado de Dios va invadiendo no sólo el interior de las personas, sino también las situaciones colectivas que exigen transformación para el bien común. Los acontecimientos, las cosas de la naturaleza y los productos culturales adquieren nuevos motivos y sentidos, a veces cuasi sacramentales, gracias a la nueva relación instaurada con Dios y con la gente. La reflexión compartida de las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia, aplicada a la realidad que se vive, impulsa a hacer reinar a Dios en todo: en la pureza de intenciones, en el cumplimiento diario de la vocación de cada uno, en la calidad de la recreación, en las relaciones interpersonales, comunitarias y con la sociedad global. Este cambio perfectivo de actitudes y prácticas, impulsado por la fe, es una educación cristiana progresiva, personal y comunitaria. El proceso es lento y difícil, sobre todo en los adultos, porque hay costumbres y criterios arraigados que, al ser sucesivamente cuestionados por la palabra de Dios, generan conflictos internos y, al romper los consensos ambientales, traen persecuciones externas. Se necesita el apoyo de la comunidad creyente para crecer en el camino de la salvación y liberación. La eucaristía semanal, o incluso diaria, es un típico recurso comunitario para renovar la vida acogiendo allí los dones de Dios. La liturgia presenta, a lo largo del año, los grandes misterios de la salvación alrededor de las fiestas de Navidad, con la llegada del Salvador, en Pascua con el acto salvador y en Pentecostés con el envío de la comunidad anunciadora de la salvación. Otro recurso comunitario es la catequesis en sus diversas formas, que promueve compromisos personales y grupales. Allí se acepta la salvación ofrecida por el amor de Dios, gracias al diálogo y la reflexión, haciendo madurar el amor hacia otros, también menesterosos de salvación y liberación. Los propios miembros del grupo van descubriendo lo que implica para sus relaciones mutuas vivir como salvados: aprenden tanto a colaborar como a disentir, a perdonar exigiendo sinceridad en las promesas y reparación de los daños, a acoger sin discriminaciones injustas y a suspender la aceptación a quienes no están dispuestos a comulgar con la comunidad eclesial local o universal. La excomunión es disciplina medicinal provisoria que no excluye de la salvación (cf Mt 18,15-18; lCor 5,1-5.13; 2Cor 2,5-11; lTim 1,20). La catequesis de la salvación ha de mostrar la Biblia como historia de la redención, realizada en la variedad de lo cotidiano personal y social, cuyo centro y clave es el Cristo o Salvador anunciado. Su interpretación, según el criterio de los profetas, de Jesucristo y de los apóstoles (cf 2Pe 3,1s.), que orienta la tradición permanente de la Iglesia, permite percibir la Iglesia y sus tomas de posición como signo e instrumento actual de salvación. La palabra de Dios liberador ilumina la familia y demás relaciones interpersonales y sociopolíticas, el trabajo y la vinculación a los bienes

materiales, la comunicación y los demás hechos culturales, la expresión coherente de la fe cristiana en el culto y en lo cotidiano. La fidelidad personal y comunitaria al plan salvador de Dios, buscada en esta catequesis, lleva al servicio organizado de las necesidades ajenas hasta la transformación del mundo por el evangelio, y al apostolado para motivarla y orientarla según la meta eterna de la persona humana. Los adultos y jóvenes pueden descubrir criterios cristianos básicos en economía al iluminar con textos bíblicos y breves enseñanzas del magisterio social de la Iglesia, situaciones tales como la instalación de una pequeña empresa, la organización de los trabajadores o de los consumidores, la planificación de ganancias de un negocio. Pueden reconocer sus deberes cristianos frente a la dignidad y derechos de cada persona al analizar e iluminar evangélicamente, en comunidad, variadas situaciones en que actualmente son estos conculcados o defendidos. Pueden discernir, con iluminación bíblica y doctrinal, la voluntad de Dios frente a su participación en la información y opinión pública, en la educación escolar, en la recreación, en las comunicaciones sociales. Pueden adquirir criterios jurídicos cristianos al distinguir lo legal ante los hombres de lo justo ante el juicio de Dios, al comparar procesos judiciales de hoy con el que padeció Jesús ante Herodes y Pilato. Pueden asumir sus responsabilidades ciudadanas al contrastar las leyes humanas con la de Dios, al evaluar las prácticas de gobierno micro y macrosocial según el sentido servicial de la autoridad enseñado por Jesucristo, y aun encontrar situaciones de desobediencia legítima. Pueden animarse a ganar la bienaventuranza de los constructores de paz, al estudiar ante el evangelio las manifestaciones actuales de violencia en diversos grupos sociales, desde la familia hasta el nivel internacional, o al comparar la actuación de distintos personajes ante Jesús, en su tiempo, y en la actualidad. Pueden madurar su fe al analizar, según el Evangelio, sus ideas sobre Dios, sus actitudes ante las normas y tradiciones de la Iglesia, sus prácticas religiosas. La religiosidad popular se puede incorporar en esta catequesis social de varias maneras; por ejemplo, mediante oportunas alusiones a las actitudes de Jesús, de María y de algunos santos según el tema tratado, o comentando cantos y poemas religiosos populares que aluden a las situaciones mencionadas. Tal revisión compartida, de diferentes aspectos de la vida, a nte la palabra de Dios transmitida por la Iglesia, constituye una catequesis de la salvación integral conducente a una fe cristiana adulta. La comunidad que recorre tal temario se capacita para transformar el mundo con la fuerza del evangelio y para ser signo e instrumento patente de salvación. 2. PARA ADOLESCENTES. LOS adolescentes, al descubrir su subjetividad, sienten la necesidad de salvarse de la falta de identidad personal y del anonimato, de su baja autoestima, de la soledad e incomunicación, de la irrelevancia social por sentirse cada uno inútil y sin importancia para nadie; de las desilusiones y traiciones en la amistad y en el amor de pareja; de la falta de madurez para ofrecer amor estable; de las adicciones esclavizantes o de la delincuencia en que pueden incurrir, de la culpa y de la indignidad o vergüenza de sí; de la corrupción moral contaminadora de todo; de la muerte de personas amadas y de la propia; de la falta de sentido de la vida, y de la desorientación, de la ignorancia de lo verdaderamente importante. Es buena noticia percibir, a través de algún testigo creíble, la revelación de un Dios que ama a cada uno personalmente (cf Gál 2,20), que le da un perdón comunicativo (cf Mt 6,12-15), le da fortaleza (cf IPe 1,6s.), le protege (cf Rom 8,31; 2Cor 4,8s.), le levanta el ánimo (cf 2Cor 4,16), le saca de una vida vacía (cf lPe 1,18), le alegra con una esperanza (cf 1 Pe 1,8s.), da un sentido salvador al sufrimiento (cf 2Cor 4,10-12.17; Col 1,24), le salva de la muerte (cf 1Tes 4,14), le habla de vida eterna (cf Jn 6,68), es amigo fiel (cf Jn 15,13-15), le da signos de salvación en el bautismo (cf lPe 3,21), en la eucaristía (cf Jn 6,54) y demás sacramentos, le proporciona una comunidad para compartir la fe (cf He 2,41-47), le regala capacidades (cf IPe 4,10s.), le concede algún don para realizar una misión única que lo abre al mundo (cf lCor 12,4-11), le da una vocación personal

(cf ICor 12,27-31), le ayuda a cumplirla (cf Ex 3,12; Jos 1,9; Jue 6,12-16; Jer 1,8; Lc 1,28), le acompaña en diálogo interior (cf Jn 14,18-21.23) y le ofrece una unión gozosa con los salvados que jamás se perderá (cf Jn 10,28). La catequesis de la salvación liberadora para adolescentes une el conocimiento del Salvador y de su palabra alentadora y exigente, con ejercicios de cooperación para salvar a otros de diferentes carencias, y con celebraciones gozosas de lo aprendido y realizado. Los adolescentes han de salir de la comodidad y rutina hasta comprometerse establemente en aliviar sufrimientos ajenos con actos precisos y, además, prepararse para servir con competencia a los demás en la vida adulta. Nadie tiene experiencia de salvación hasta que recibe o da un apoyo decisivo. Hay que hacer descubrir en el menesteroso a Jesucristo (cf Mt 25,40). Otro progreso es pasar de la asistencia al carente de recursos a la promoción del necesitado hasta que logra valerse por sí mismo, y a la colaboración con los que trabajan organizadamente por una vida más humana para todos. Si el sacramento del orden sagrado capacita para extender la salvación, los laicos han de organizar la sociedad terrenal según el plan salvador de Dios, y los consagrados anunciar con su vida la vida eterna. 3. PARA NIÑOS. El egocentrismo propio de los niños les impide abrirse a compromisos comunitarios o con la sociedad, más amplios que las relaciones interpersonales vividas. Aunque los niños sienten no ser considerados entre la gente importante, es verdad salvadora para ellos saber que hay un Dios creador de todo por amor, que llama a cada uno a ser hijo suyo, que da y defiende ciertos derechos, que nos hace a todos iguales ante él aunque tengamos características diferentes, que se ha mostrado como liberador de los pequeños y sufrientes y que admite en su Reino a los que se parecen a los niños (cf Mt 18,1-5). La intuición infantil permite maravillarse ante la revelación cristiana que pone orden en toda la realidad. Puede captar verdades profundas, ya de textos simples, ya de otros expresados en forma sencilla y, mejor, narrativa. «De él y por él y para él son todas las cosas» (Rom 11,36). Dios creó los bienes para todos (cf LE 14); no quiere que haya empobrecidos (cf Dt 15,4); no quiere que sufra el pobre (cf Sal 22,25); quiere amor, justicia y derecho en la tierra (cf Jer 9,23s). Por gratitud a Dios liberador cumplimos sus mandatos (cf Ex 20,1-3). En el día del Señor lo honramos con el descanso y las buenas acciones (cf Dt 5,12-15). Al obedecer a Dios Padre nos libramos de muchas esclavitudes (cf LC 30). Se salva el que ama a Dios y al prójimo (cf Mt 22,34-40). Lo único importante es buscar que reine Dios en todo (cf Mt 6,33). El niño puede captar también que Dios se hizo hombre en Jesús, que nació pobre en un establo de Belén para estar cerca de todos. El Hijo de Dios, siendo rico, se hizo pobre para dignificarnos (c f 2Cor 8,9). Vino a enseñar la justicia y el derecho a las naciones (cf Is 42,1). Creció en la familia del carpintero José y de María, su madre, una mujer sencilla del pueblecito de Nazaret. En María, Dios dignificó a la mujer. María alaba al Señor que libera a su pueblo. Las cosas de niño y de la gente corriente valen porque, con ellas, Jesús agradó a Dios Padre y a la gente (cf Lc 2,40). Cualquier tarea se puede ofrecer al Señor (cf Col 3,23). Al trabajar contribuimos al reinado de Dios (cf LE 26). Al unir el trabajo y la oración ampliamos el reinado de Dios (cf LE 27). El cristiano cuida y defiende la vida (cf GS 51). El pecado se opone a la alianza con Dios y entre los hombres (cf FC 58). Todo pecado tiene consecuencias sociales (cf RP 16). Todo pecado rechaza el amor y produce sufrimiento humano (cf DeV 39). Dios nos reconcilia con él y con la comunidad mediante el ministro de la penitencia (cf RP 31). Jesús denuncia las injusticias contra los pobres (cf LC 46). No hemos de hacer diferencias injustas entre las personas (cf Sant 2,1). No ama a Dios el que no ama a su hermano (cf 1Jn 4,20). Quien odia a su hermano no entrará en la vida eterna (cf 1Jn 3,15). Las leyes y tribunales injustos

condenan a Jesús (cf Is 53,8). Nuestras injusticias hicieron sufrir y morir a Jesús (cf Is 53,5s). La ley de Dios no permite condenar a alguien sin escucharlo ni averiguar lo que ha hecho (cf Jn 7,51). Los buenos sufren el odio del mundo, como Jesús (cf Jn 15,18). Dios apoya al condenado injustamente por los hombres (cf Prov 22,22s). Sufrir unidos a Jesús ayuda a salvar a muchos (cf 2Cor 4,10-12; Col 1,24). El triunfo de Jesús nos anima a trabajar por renovar la sociedad (cf LE 27). Jesús pedirá cuentas del bien que hayamos hecho o negado al prójimo (cf Mt 25,31-46). En el bautismo, Dios nos adopta como hijos y nos exige ser buenos hermanos (cf GS 24). En la comunión compartimos con Cristo la unión a los necesitados (cf LC 56). Las ofrendas junto al altar para los pobres son un homenaje a Dios (cf LC 68). Los más necesitados son nuestros hermanos (cf GS 24). En vez de amontonar riquezas en la tierra hay que acumular buenas obras en el cielo (cf Mt 6,19s). El Espíritu Santo da fuerza para hacer el bien (cf Lc 4,14); nos llena de amor (cf Rom 5,5) y libertad (cf 2Cor 3,17); nos compromete en favor de la justicia y la paz en el mundo (cf LE 2). La Iglesia enseña a vivir con justicia y paz, en comunión de amor (cf LC 61). Cada familia puede llegar a ser Iglesia, signo y medio de salvación (cf FC 86). BIBL.: BARBAGLIO G.-DIENICH S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología, Cristiandad, Madrid 1982, especialmente GARULLI E.ROSSANO P.-MOLAR! C., Salvación y MOLAR! C., Liberación; ELLACURÍA 1. Y OTROS, Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Trotta, Madrid 1990; GONZÁLEZ MONTES A., Salvación, en LATOURELLE R: FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1301-1310; GNILKA J., Redención, en FRIES H., Conceptos fundamentales de la teología, Cristiandad, Madrid 1979; LIBANIO J. B.-BINGEMER M., Escatología cristiana. El nuevo cielo y la nueva tierra, San Pablo, Buenos Aires 1985; MACCISE C., Liberación (Espiritualidad de la), en DE FLORES S.-GOFFI 4 T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1100-1109; PACOMIO L. (dir.), Diccionario teológico interdisciplinar, Sígueme, Salamanca 1987, especialmente MOLAR! C., Redención y SANNA 1., Redención I: El gesto pascual del Redentor; ROSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, especialmente BONORA A., Liberación/Libertad, 1039-1052; Redención, 1596-1609.

Enrique García Ahumada

SEGUIMIENTO DE JESUCRISTO

SUMARIO: I. En el principio del seguimiento está la palabra: 1. El poder sacramental de la palabra; 2. Una Palabra definitiva; 3. Discípulos de la Palabra; 4. La Palabra se hace pueblo. II. «Escudriñad las Escrituras, ellas hablan de mí»: 1. Seguir a Jesús es ante todo una praxis; 2. El seguimiento en boca de Jesús; 3. Un solo camino y muchas formas de seguirlo. III. El seguimiento de Cristo, horizonte de la catequesis: 1. Seguir a Jesús, utopía superior del discípulo; 2. La catequesis como seguimiento de Jesús (identificación); 3. La catequesis del seguimiento de Jesús (pedagogía); 4. Epílogo: La catequesis del seguimiento en América latina.

El seguimiento de Jesús es una expresión llena de contenido bíblico, teológico y espiritual. En la experiencia de la comunidad cristiana ha llegado a ser un tema evocador de realidades que están en el origen fundante de la vida teologal: gratuidad, discipulado, camino, alianza, fidelidad, aprendizaje, dinamismo, creatividad, crisis, despojamiento, conversión, cruz, resurrección... El tema es una auténtica síntesis de la vida cristiana. Seguir a Cristo es la tarea fundamental de su discípulo, lo que significa acogerlo como centro de gravedad de la vida, escudriñarlo en los múltiples signos de la historia, adoptarlo como punto de referencia de todo juicio, aceptarlo como revelación transparente y definitiva del Padre, situarlo en el corazón de la experiencia cristiana, reconocerlo como paradigma del hombre y fuente absoluta de sentido para la existencia entera.

La Iglesia lo entendió así desde el principio y lo fue madurando gradualmente. Encontró en el tema del seguimiento una de las formas más adecuadas para profesar su fe en el señorío de Cristo, en su condición de Mesías y de Maestro, de Salvador, Hijo del hombre e Hijo de Dios, glorificado a la derecha del Padre. La fe cristocéntrica de la comunidad cristiana expresa en el seguimiento de Jesús todo el dinamismo que subyace en su anuncio, en su celebración, en su testimonio y en su vocación a la diaconía, imperativos ineludibles de todo el que quiere ir tras las huellas de Jesús. Por eso el seguimiento viene a ser sinónimo de la conversión que abarca la vida entera, sumergida en el misterio de Jesús hasta llegar a una incesante identificación con él. Seguir a Cristo es vivir en estado de continua conversión. Ser cristiano es recorrer el camino de Cristo como nómadas en la fe. Seguir a Jesús, sin embargo, se vive desde las raíces humanas, históricas y socio-culturales, donde toma cuerpo esta exigencia surgida de las mismas entrañas del evangelio. Los condicionamientos y las situaciones particulares de la existencia humana inciden inevitablemente en la experiencia cristiana. América latina, con toda su carga de contradicciones y de muerte, de injusticia centenaria, de dependencia, de explotación, de opresión y de pobreza, experimenta el seguimiento de Jesús desde la óptica de la pasión y de la cruz, como premisas de liberación. Contextualizar el seguimiento de Cristo es contextualizar la experiencia del discipulado.

I. En el principio del seguimiento está la palabra 1. EL PODER SACRAMENTAL DE LA PALABRA. Para los cristianos hay una profesión de fe que nos ha vinculado desde siempre con el misterio de la gratuidad de Dios, cuyo nombre es palabra. Palabra en «quien vivimos, nos movemos y existimos» (Ef 1,1-14; Jn 1,1; He 17,28). Palabra clave para acercarnos al umbral de su misterio. Entre todos los signos humanos de la comunicación, la relación y el encuentro destaca la palabra, que posee una particular fuerza para crear la revelación recíproca, la comunión interpersonal y la credibilidad entre los interlocutores. Por eso debió haber sido escogida, entre todos los signos humanos, como manifestación del ser divino y vehículo privilegiado de su revelación y de su alianza con los hombres1. Según el testimonio de las Escrituras, la palabra reveladora de Dios está dotada de una sacramentalidad peculiar. No es una simple expresión verbal del pensamiento, sino una energía transformadora de todo lo que entra en relación con ella. Es sacramental, porque al ser pronunciada crea, opera lo que anuncia, produce lo que significa, llama a la existencia, hace la historia. «Dijo Dios y el mundo fue» (Gén 1,1-2,4). Es sacramental porque al pronunciarla ilumina, revela el sentido profundo de la realidad y de la existencia desde la mirada de Dios. Esclarece el significado de la historia. «Tu palabra es una luz para mis pies» (Sal 119,105). Es sacramental, porque al ser pronunciada se convierte en maestra, en regla de vida práctica y norma certera de conducta. Hace al hombre perfecto, colmándolo de sabiduría. Suscita compromisos y actitudes prácticas (Sant 1,19-27). Por eso la palabra de Dios es comparada con la semilla, la lluvia, el fuego, la comida, el agua, el viento, el martillo que tritura la roca... Realidades todas que evocan vitalidad, fuerza, seguridad, certeza, eficacia, transformación, compromiso. Sus efectos se reflejan en el mundo material, en la historia, en la profecía y el profeta, en la ley, el culto, el templo, la sabiduría y el sabio, que son vistos como obra, recinto y mediación de la palabra2. En definitiva, la historia salvífica no es otra cosa que la historia de la palabra de Dios, que se manifiesta en su multiforme presencia, actividad y eficacia: palabra increada que habita en el

misterio de Dios; palabra creadora; palabra forjadora de la historia de un pueblo exclusivo de Dios; palabra liberadora, educadora y autora de la Alianza; palabra profética, salmódica, sapiencial. Palabra encarnada, pascual, eclesial3. 2. UNA PALABRA DEFINITIVA. La síntesis de la palabra histórico-salvífica que hace la Carta a los hebreos (1,1-14) invita a detenerse en el vértice, el punto culminante, el paradigma, modelo y arquetipo de toda palabra reveladora. Todas las antiguas palabras –como también las posteriores– se resumen en una sola: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios e hijo de María, el ungido por el Espíritu de la liberación, en el cual toda realidad ha sido definitivamente asumida y transformada por el misterioso gesto de su encarnación. Por otra parte, recogiendo la rica expresión paulina (Ef 1,1-14) que propone a Cristo como la plenitud (el pleroma) del hombre y de Dios, del cosmos, de la historia y de la Iglesia, podemos acercarnos mejor al misterio de la Palabra definitiva del Padre. Como Palabra de Dios humanizada, Jesús revela el hombre nuevo, la nueva humanidad y el horizonte de toda humanización. Es Palabra que cruza los tiempos como evangelio del Padre «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Es signo, presencia y realización absoluta del Reino y sus valores. Se ofrece como Palabra clave que da sentido al misterio de la existencia. Se entrega como Palabra normativa que inspira toda lucha liberadora, toda transformación de estructuras de pecado personal y social, toda opción preferencial por los pobres. Es la suprema Palabra-respuesta del Padre a los grandes desafíos que se nos plantean cada día, pero al mismo tiempo es la Palabra-pregunta por la cual el Señor cuestiona nuestras múltiples idolatrías afincadas en codicia, egoísmo y prepotencia. Jesús es Palabra que convoca a conversión, proponiendo la acogida a la comunidad como signo de la acogida que hacemos a él mismo. Palabra pascual, Señor de la vida y de los tiempos, alfa y omega, principio y término del proyecto del Padre. 3. DISCÍPULOS DE LA PALABRA. Existen unas actitudes que la Palabra espera para poder realizar su sacramentalidad. A través de ellas se le despeja el camino para que actúe con toda su energía de penetración transformadora, haciendo discípulos de sus oyentes. 1) Callar: el silencio es la condición indispensable para entrar en el misterio de la Palabra. La precede, la acompaña y la prolonga. Es la actitud contemplativa del que se asombra ante la gratuidad de quien le habla. 2) Escuchar: la fe, como experiencia fundamental del amor de Dios, «nace de la audición» (Rom 10,17), lo que significa no sólo prestarle atención, sino abrirle el corazón, obedecerla, ponerla por obra, a semejanza de María (Lc 11,27-28). Quien así escucha la Palabra es porque pertenece a Dios (Jn 8,47). 3) Ver: la fe no es la visión plena, pero el oyente de la Palabra se hace creyente cuando la ve reflejada en las obras y prodigios de la creación y de la historia liberadora del pueblo. El evangelio es para ser oído, pero también para ser visto. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). «Felices los que ven» (Jn 9,1-41). «Id y contad a Juan lo que habéis visto» (Le 7,22). Aquí reside la fuerza del testimonio. 4) Conocer: es algo más que un puro saber intelectual. Es hacer la experiencia de algo y más radicalmente; consiste en entregarse incondicionalmente a Alguien; como Pablo, que juzga basura todo lo anterior con tal de ganar el sublime conocimiento de Cristo Jesús (Flp 3,7-9). 5) Buscar: la Escritura, en particular los salmos, abunda en la expresión «buscar a Dios», que no es más que una forma sublime y muy dinámica de vivir la fe. El creyente es el que busca continuamente a Dios, aunque no siempre lo encuentre. Buscar al Señor es a menudo más importante que encontrarlo (9,11; 24,6; 27,8-9; 34,11 etc). 6) Gustar: es la sabiduría que brota del saber gustar la Palabra. Dicha sabiduría conduce a vivir en la rectitud del corazón, tratando de hacer siempre lo que es grato a los ojos de Dios (Sab 9,1-18). 7) Seguir: finalmente esta expresión resume todo lo anterior y refleja la radicalidad del que se ha encontrado con la Palabra, la ha situado en el centro de su existencia y la ha adoptado como referencia necesaria de todo su vivir. Es la conversión. Es la esencia del cristianismo4.

4. LA PALABRA SE HACE PUEBLO. El dinamismo de la Palabra hace camino en el corazón de los discípulos, creando la comunidad como espacio privilegiado de su actividad salvífica en la historia. No resulta difícil comprender que la Iglesia del Cristo-Palabra no es en primer término el pueblo del rito, ni del sacrificio cultual, ni siquiera el pueblo del libro. Es, ante todo, el pueblo de la Palabra, pues de ella recibe su ser, se mantiene en él porque se nutre de ella, está sumergida totalmente en ella, vive como suspendida de ella y orientada siempre hacia ella. Sin Palabra no hay Iglesia, ni ministerios, ni sacramentos, ni envío misionero, ni testimonio, ni tradición viva, ni escritura, ni magisterio, ni teología, ni espiritualidad... Porque es el principio fontal de toda salvación, solo ella hace posible que una realidad humana sea portadora de la gracia liberadora del Señor5.

II. «Escudriñad las Escrituras, ellas hablan de mí» 1. SEGUIR A JESÚS ES ANTE TODO UNA PRAXIS. El seguimiento de Jesús, seguir a Cristo (el griego akolouthéo es evocador de sus correspondientes mathétés=discípulo y mantháno =aprender) es un término consignado unas 90 veces en el Nuevo Testamento. Dejando aparte 11 menciones: He (4 veces); ICor (1 vez); Ap (6 veces), las 79 restantes se hallan en los evangelios, distribuidas de la siguiente manera: Mateo 25 veces, Marcos 18 veces, Lucas 17 veces y Juan 19 veces. De esta sencilla constatación puede fácilmente comprenderse que el tema del seguimiento es típicamente evangélico, y por ende cristiano. Su importancia deriva de la significación que fue adquiriendo progresivamente en la experiencia de las nacientes comunidades apostólicas. Su originalidad proviene del enfoque absolutamente novedoso de que fue revestido en un contexto socio-cultural, donde era habitual la práctica de maestros cuyos discípulos se proponían adquirir el rango de aquellos, después de haberse nutrido de sus enseñanzas por un tiempo. Los discípulos buscaban y escogían a sus maestros, a quienes trataban de imitar en su manera de enseñar para adquirir ellos mismos autoridad. El seguimiento de Jesús se diferencia radicalmente de la costumbre vigente en la época. Jesús toma la iniciativa. Escoge a sus discípulos con plena autoridad divina, a semejanza de Dios, que escogía a los profetas (Mc 1,16ss.; Mt 8,22). Jesús no llama a su seguimiento para que sus discípulos lo imiten materialmente en sus gestos o comportamientos, sino para que sean obreros y colaboradores en el reino de Dios cercano y presente, cumplido en el Hijo y orientado hacia un futuro de realización escatológica. Ser discípulo es entregarse de por vida al proyecto del Reino, participando de su poder para obrar los prodigios que lo construyen en la historia como anticipo de plenitud escatológica (Lc 9,59ss.; Mc 1,5; Mt 15,24; 4,17; Mc 3,14ss.; Mt 19,28). Quien acepta la llamada al seguimiento lo hace con una adhesión libre, que rompe con la antigua condición cuyos lazos impiden la entrega, que, además de radical, ha de ser irreversible. No se sigue a Jesús sólo por un tiempo. La fidelidad está en el corazón del seguimiento, aunque el discípulo siempre esté expuesto a la tentación de desdecirse. Seguir a Jesús es convertirse desde las raíces más profundas del propio ser (Mc 1,16; Mt 9,9; Mc 10,17ss.; Mt 8,21ss). Quien se atreve a seguir a Jesús no puede esperar un futuro y una suerte distinta a la de su Señor. En el camino está la cruz, la persecución, el conflicto, la negación de sí mismo y la muerte, como premisas de la liberación y de la exaltación que provienen del señorío de Dios. Esto sólo es posible cuando el discípulo asume el seguimiento incondicionalmente (Mt 10,24; Mc 8,34). Por último la expresión seguir a Jesús tiene un carácter de iluminación surgida de la Luz que resplandece en las tinieblas. Quien sigue a Jesús no camina en las tinieblas, sino que está llamado a poseer la luz de la vida. Y en este sentido, seguir a Jesús es lo mismo que llegar a la fe, reconociendo en él la fuente transformadora de la existencia. El discípulo sigue a Jesús como un hijo de la luz, que tiene la promesa de estar como servidor justamente allí donde está su Maestro (Jn 8,12; 12,44; 13,36) 6.

2, EL SEGUIMIENTO EN BOCA DE JESÚS. Jesús ofrece una enseñanza clara sobre el seguimiento como parte esencial del anuncio del Reino. Su palabra va revelando unas características que adquieren la condición de imperativos categóricos. Quien sigue a Jesús no puede menos que dejarse poseer por las exigencias que se le plantean a partir del momento en que decide ir en pos de quien le invita a edificar su vida desde otras bases. Entre las características que sobresalen en su enseñanza podemos subrayar las siguientes: 1) Es universal. Tanto como lo es la llamada a la conversión y a la fe. Nadie queda excluido, ni los pecadores, ni las prostitutas, ni los publicanos, ni los extranjeros... «El que quiera venir en pos de mí» es una palabra que denota la amplitud universal de la gratuidad de Dios. Sólo requiere que el seguidor se ponga en camino con él, al ritmo de él y al estilo de él (Mt 9,9). 2) Es gratuito. No hay ninguna condición previa para ser llamado como discípulo. Es simplemente la palabra gratuita que se dirige a quien quiere, porque quiere y cuando quiere, para edificar la vida desde otras bases (Mc 3,13). 3) Es radical e incondicional. No se sigue a Jesús reservándose algo o manteniendo ataduras y servidumbres que impidan ser libre. Esta incondicionalidad radical ve en Jesús al absoluto de la existencia. Nada se sobrepone a él. Incluso la renuncia puede ir hasta el absurdo de negarse a sí mismo, frente al legítimo derecho que nos ampara. Hay que posponer al padre y a la madre, dejar que los muertos entierren a sus muertos, entregar aun la propia vida como precio del seguimiento (Mt 10,17; Lc 14,26ss.; Mt 4,20; 16,24-25). 4) Es paradójico. Se da en la paradoja que resalta el señorío del que llama al seguimiento. Es frecuente que el anuncio salvador se proponga como un conjunto de paradojas que desconciertan y contradicen la más pura lógica humana: morir para vivir, perder para ganar, empequeñecerse para ser grande, servir para ser señor (Mt 16,25; Jn 13,12-17; F1p 2,5-11; Sant 2,5). 5) Es arriesgado. Inaugura un mundo futuro de sorpresas y de certezas nuevas, pero no de seguridades fáciles. El «vende todo lo que tienes y luego sígueme» es la llamada a lo incierto del hombre, apoyado únicamente en la fidelidad de Dios, que no puede negarse a sí mismo. Seguir a Cristo es vivir de la certeza emanada de Jesús, que no por eso dispensa de la incertidumbre humana de la búsqueda, del futuro, del conflicto y aun del fracaso. El discípulo sabe en quién ha puesto su confianza (2Tim 1,12). 6) Es doloroso. Quien no toma su cruz y lo sigue no es digno de él. No puede ser de los suyos. No tiene calidad de discípulo a su manera. La dimensión sufriente de la existencia humana adquiere un sentido diferente cuando se sigue a Cristo desde la experiencia de la cruz. Porque el discípulo no está exento de la solidaridad con todos los que viven la angustia que supone el sufrimiento como anticipo de muerte. Se intuye que en el seguimiento doloroso de Jesús, el discípulo se encamina hacia la glorificación que contiene el sentido último de la vida (Mt 16,24-25). 7) Es liberador. Por una parte, seguir radicalmente a Jesús es denunciar toda clase de ídolos que pretenden desplazar al Dios vivo. Por la otra, se afirma su señorío en la confesión de que sólo «al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás» (Dt 6,13; Mt 4,10). El estilo de vida y la palabra de Jesús expresan inequívocamente el camino de liberación que recorre aquel que decide ir tras su seguimiento. Las raposas tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre ha querido ser libre hasta despojándose de ese elemental derecho (Mt 8,20). 8) Es escatológico. Quien vende todo, deja todo y renuncia a todo es candidato a recibir el ciento por uno y además la vida eterna. Su nombre está escrito en el libro de la vida (Mt 19,27-29). Está en camino de plenitud. Parecería que seguir a Jesús va en contra de las más profundas aspiraciones humanas. Pero se olvida a menudo que está muy lejos de favorecer un escapismo histórico en aras de una supuesta vida futura en un nebuloso más allá. Por el contrario la condición de plenitud escatológica sólo es posible cuando el discípulo se sabe protagonista de la historia7. 3. UN SOLO CAMINO Y MUCHAS FORMAS DE SEGUIRLO. En un análisis general y detallado de los textos bíblicos, se advierte de inmediato que no todo el mundo sigue a Jesús de la misma manera, ni por los mismos móviles, ni con idénticos objetivos y resultados. Hay quienes lo siguen por motivos superficiales, pero hay también quienes van en pos de él atraídos por su persona. Unos van tras él por iniciativa propia. Otros porque son llamados. Unos se sienten atraídos

temporalmente. Otros, en cambio, conviven con él permanentemente. Unos lo siguen por una llamada directa de Jesús. Otros por invitación de una tercera persona. Unos lo busca n porque intuyen en él la plenitud de la promesa y la respuesta a su íntima esperanza de liberación. Otros, por el contrario, porque lo ven como una amenaza a su poder, a su prestigio, a su control sobre las conciencias y las estructuras establecidas. El seguimiento de Jesús es al mismo tiempo uno y plural. Uno en la sustancia de su contenido, plural en sus expresiones y modalidades para vivirlo. Pero en cualquier caso, no puede perderse de vista la centralidad de la figura de Jesús, su innegable poder de atracción y su irrenunciable señorío sobre toda creatura. La fascinación o el rechazo que produce su persona estriba en el asombro, el desconcierto y el gozo, o en la incomodidad y el juicio que emanan de su misterio, a la vez oculto y revelado.

III. El seguimiento de Cristo, horizonte de la catequesis 1. SEGUIR A JESÚS, UTOPÍA SUPERIOR DEL DISCÍPULO. Si es verdad que el seguimiento de Jesús comienza por un sí radical que se identifica con la conversión, es igualmente cierto que en este sí se contiene germinalmente un proyecto de vida, una convocatoria a la imaginación creativa, una utopía a realizar8. Las utopías han sido siempre fuente inagotable de motivaciones y origen de una esperanza que da sentido a la vida y a la historia. Inciden en los comportamientos con una especie de fuerza centrípeta. Están en la base de los proyectos de los hombres y de Dios. Cada coyuntura, cada generación y cada persona viven alimentando su existencia con sus propias utopías. Y se entregan a la tarea de realizarlas, poniendo en juego lo mejor de sí mismos. Las esperanzas y las luchas sólo se dan porque en las utopías se vislumbran alternativas de un futuro deseable y mejor. Por eso son de alguna forma realización anticipada de las aspiraciones que nutren la existencia. Cuando las utopías se desvanecen o se extinguen, la vida se ve tentada por la parálisis, el anquilosamiento o el absurdo9. El seguimiento de Jesús se concibe como la utopía superior del discípulo. La vida en Cristo consiste en seguirlo. En esta convicción reside toda la esencia y la fuerza dinámica de su llamada a recorrer su camino. El seguidor expresa existencialmente esa convicción a través de una mentalidad (el hombre nuevo), de una actitud (la diaconía), de un criterio (la liberación), de una opción (los pobres), de un espíritu (las bienaventuranzas), de un proyecto (el Reino) y de una conducta (la fraternidad). Realizar esta utopía corno estilo de vida implica para el discípulo adentrarse incondicionalmente en el misterio de Cristo y estar dispuesto a aceptar las consecuencias personales, sociales, estructurales, históricas y espirituales que de allí se derivan. La vida cristiana está llamada a ser un sacramento del seguimiento de Cristo en la totalidad de sus expresiones10. 2. LA CATEQUESIS COMO SEGUIMIENTO DE JESÚS (IDENTIFICACIÓN). La palabra de Dios se refleja en la catequesis como diaconía profética. En boca de la comunidad y de los catequistas, la Palabra realiza catequéticamente su sacramentalidad original, creando cosas nuevas (conversión), iluminando la vida y la historia (enseñanza) y comprometiendo la conducta del creyente (regla de vida práctica). Por su parte Jesús de Nazaret ofrece un arquetipo de ministerio fundado en el Espíritu que lo reviste de una dimensión encarnativa y lo envía como Palabra que lleva la buena noticia a los pobres, anuncia la libertad a los prisioneros, da la vista a los ciegos, libera a los oprimidos y proclama el año de gracia del Señor (cf Lc 4,14-21). De ahí que el ministerio de la catequesis pueda concebirse como una peculiar praxis del seguimiento de Cristo: 1) Es Palabra anunciadora de buenas noticias y reveladora de los valores

fundamentales del Reino. 2) Es interpelación a la incesante conversión como base de la vida teologal, urgida de continuo crecimiento. 3) Es convocatoria permanente al compromiso diario con la vida fraterna. 4) Es identificación existencial con el quehacer profético de Jesús. Manifestar que sólo en la persona de Jesús, en su palabra y en sus obras reside la más pura esencia de la revelación del Padre. 5) Es llamada incesante a vivir la fe en las realidades temporales, en las situaciones históricas y en las luchas por la justicia. 6) Es enseñar a escrutar los signos de los tiempos como voces del Espíritu que educa sin cesar al discípulo de Jesús. 7) Es educar para acoger y adherirse cordialmente a la comunidad de los discípulos, único espacio donde se vive el sacramento de la comunión trinitaria. 8) Es vivir el misterio de la cruz y de la glorificación en la entrega incondicional a los hermanos, renunciando a cosas legítimas y enfrentando a menudo el conflicto para que otros tengan vida. Para ser auténticos y fieles seguidores de Jesús, quienes ejercen el ministerio de la catequesis necesitan ser, ante todo, oyentes, testigos y discípulos de la Palabra. Sólo así podrán ser proclamadores, siervos, celebradores, intérpretes y maestros de la misma. 3. LA CATEQUESIS DEL SEGUIMIENTO DE JESÚS (PEDAGOGÍA). En la dinámica de la Revelación y de la fe, la Palabra va forjando un camino gradual y progresivo en el corazón del creyente y de la comunidad. Al encuentro inicial con la Palabra siempre sigue su necesaria profundización, al primer anuncio que suscita conversión sucede la indispensable maduración, al kerigma anunciado le acompaña de inmediato la didascalia, a la primera proclamación del evangelio le sobreviene la expresión catequética del mismo (He 2,14-47). Esto significa que en un proceso de continuidad se van explicitando los implícitos, las consecuencias, los imperativos y los desafíos contenidos en la adhesión global al proyecto del Padre anunciado y cumplido en Jesús. Tarea de la catequesis es, por consiguiente, desarrollar una pedagogía del seguimiento de Cristo, transformando al creyente en discípulo, es decir, en alguien que se esfuerza por pensar como Cristo, por juzgar según sus criterios, por actuar de acuerdo a sus valores, por relacionarse inspirado en sus actitudes, por poner toda su persona al servicio del Reino, en una palabra, por edificar un modelo de hombre, de Iglesia y de sociedad, situando a Jesús en el centro de todo (CT 19-20). La pedagogía del seguimiento de Jesús consiste en llevar a los creyentes a escrutar el misterio de Cristo en toda su dimensión, iluminándolos acerca de su dispensación, a fin de comprender con los hermanos cuál es su anchura, su largura, su altura y su profundidad y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para llenarse así de toda la plenitud de Dios (cf Ef 3,9-18ss). Se trata, por tanto, de descubrir existencialmente el designio eterno del Padre revelado en Jesús. Comprender el significado de sus gestos, sus palabras y los signos realizados por él mismo, pues ellos encierran y manifiestan simultáneamente su Misterio. Se trata, en definitiva, de poner al creyente no sólo en contacto, sino en comunión e intimidad con Jesucristo, pues sólo él puede conducirnos por el camino del amor gratuito del Padre, principio fundante de la existencia cristiana y del discipulado (CT 5). La catequesis asume la tarea de revelar pedagógicamente a Jesucristo, haciéndolo reconocible en los signos y los modos como él se hace presente a quienes lo buscan en nuestro tiempo y lo quieren seguir. Los signos y los modos de la presencia de Jesús hoy son indivisibles. Una forma de su presencia conlleva un signo y viceversa. Cabe recordar que a Jesús se le sigue cuando se le encuentra. Pero ¿dónde, cómo y en qué tipo de signos? Estos son los signos y modos de su presencia hoy: el mundo material, el hombre, especialmente el pobre, la comunidad, la historia, la cultura, la religiosidad popular, la celebración sacramental (donde destaca la eucaristía), la Escritura, la tradición viva, el magisterio de la Iglesia, el testimonio de los confesores, místicos y mártires, la conciencia personal, los proyectos humanos, las aspiraciones profundas que se

expresan en las causas por las que se lucha... Todos son modos y signos de la presencia de Dios manifestada en Jesús. Cada signo lo revela a su manera. Existe entre ellos una diferencia teológicamente cualitativa. Ninguno agota totalmente la presencia de Jesús. Ni todos ellos juntos. En todo caso la catequesis debe revelar las exigencias que todos estos signos plantean al creyente y al discípulo que ha decidido ir tras el seguimiento de Jesús. 4. EPÍLOGO: LA CATEQUESIS DEL SEGUIMIENTO EN AMÉRICA LATINA. Seguir a Cristo en el contexto de América latina es referirnos, de inmediato, a los condicionamientos socio-culturales e históricos que se padecen en este continente. Todos ellos son crucificantes. Se resumen en la cruz como símbolo del cautiverio que impide ser plenamente persona. Los signos de muerte que la cruzan en todo sentido (marginación, pobreza, injusticia, dependencia, desigualdad, saqueo, cinismo político, narcotráfico, corrupción administrativa, desprecio a la persona, violación de los derechos humanos, destrucción ecológica, opresión de los indígenas y de la mujer, hambre, explotación de los menores, deuda exterior, campañas antinatalistas impuestas...) inducen a pensar en su vocación ancestral al seguimiento de Jesús sufriente, perseguido, torturado, eliminado. No resulta, en efecto, muy difícil para los latinoamericanos identificarse con el Cristo clavado en los maderos del cautiverio. Es muy probable que una cierta presentación del cristianismo haya favorecido una visión fatalista de la vida cristiana y una práctica sumisa del seguimiento de Jesús11. Sin embargo el misterio pascual de Jesús no termina en la cruz, ni la comunidad ha de propiciar un cristianismo que subyugue al creyente, impidiéndole llegar a ser un resucitado como él, es decir, una persona con dignidad. Por el contrario, ha de proclamar un evangelio capaz de potenciar sus energías liberadoras, sus talentos y sus carismas, otorgados por el Espíritu para ir tras las huellas del Señor de la vida y de la historia. Seguir a Jesús en América latina consistirá entonces en reconocer el derecho a la esperanza, en rescatar la dignidad y empeñarse en la lucha solidaria por restaurar el rostro de Jesús en el rostro de los débiles y desprotegidos 12. Seguir a Cristo es promover la cultura de la vida, de cara a la cultura de la muerte que pretende mantener a Jesús interminablemente clavado en la cruz. La catequesis del seguimiento de Cristo acompaña al discípulo y a la comunidad entera para que aprenda a adherirse ciertamente al Jesús encamado, cargado con la cruz, clavado y muerto en ella, pero finalmente Señor de la vida y creador de toda esperanza. NOTAS: 1. R. LATOURELLE, Teología de la revelación, Sígueme, Salamanca 1995, 404-409. – 2. A. M. ARTOLA-J. M. SÁNCHEZ, 2 Introducción al estudio de la Biblia II: Biblia y palabra de Dios, Verbo Divino, Estella 1989 , 27-42. — 3. V. MANNUCCI, La Biblia 2 como palabra de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao 1988 , 17-56. – 4. S. GALILEA, El seguimiento de Cristo, San Pablo, Bogotá 6 1993, 7-1. – 5. A. M. ARTOLA-J. M. SÁNCHEZ, o.c., 42-57. - L. COENEN Y OTROS, Diccionario teológico del Nuevo Testamento IV, Sígueme, Salamanca 1994', especialmente Seguimiento, 172-183; J. M. CASTILLO, El seguimiento de Jesús, Sígueme, Salamanca 7 1992'. – Puebla, 274-279: La Iglesia ha de ser escuela de forjadores de historia a la manera de Jesús. – 8. CT 19; L. BOFF, Jesucristo el Liberador, Indo-American Press Service, Bogotá 1977, 105-106: Jesús, alguien de singular fantasía creadora. Es importante aprender a seguir a Jesús de ese modo si se quiere realizar su utopía. — 9. F. MERLOS, Catequesis latinoamericana, 10 las tentaciones de un ministerio, Medellín, Itepal, Bogotá 1994, 607-616. — L. A. CASTRO, Llamados para ser enviados, San Pablo, Bogotá 1982, 37-44. — 11. J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, Trotta, Madrid 1991, 297-344. — 12. Puebla, 27-50: Los rostros de Jesús en los rostros sufrientes de los pobres. BIBL.: Además de la citada en notas: AA.VV., Espiritualidad de la liberación, CEP, Lima 1980; GALILEA S., La inserción en la vida de Jesús y en la misión, San Pablo, Bogotá 1989; GUTIÉRREZ G., La verdad los hará libres, CEP, Lima 1986; MONGILLO D., Seguimiento, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 1717-1728.

Francisco Merlos Arroyo

SENTIDO ECLESIAL

SUMARIO: I. Perspectiva psicosociológica del sentido eclesial. II. La perspectiva histórica del sentido eclesial. III. El ser de la Iglesia y el sentido eclesial hoy: 1. La Iglesia sacramento; 2. La Iglesia pueblo de Dios; 3. La Iglesia cuerpo de Cristo, Iglesia servidora; 4. La Iglesia templo del Espíritu Santo.

El análisis del sentido eclesial permite distinguir una triple perspectiva de estudio: psicosociológica, histórica y teológica.

I. Perspectiva psicosociológica del sentido eclesial Desde esta perspectiva hay que atender al sentimiento de pertenencia a la comunidad eclesial que poseen sus miembros. En este sentimiento van implicadas una voluntad de adhesión y una conciencia de identificación con la Iglesia. El sentimiento de pertenencia a la Iglesia admite un triple nivel de consideración. El primero se centra en el sujeto que pertenece a la Iglesia; el segundo se fija en el grupo correlativo al que se pertenece; el tercero atiende al contexto exterior, la circunstancia social en la que se sitúa el sujeto. a) Desde el punto de vista del sujeto, la categoría de pertenencia se comprende como una actitud de comportamiento, como la disposición, favorable o desfavorable, de la persona respecto al grupo sociológico en el que está inserta. Es la peculiar actitud del psiquismo personal que, como consecuencia de una serie de vivencias perceptivas y emotivas, positivas o negativas, determinan la profundidad de la socialización primaria o secundaria del sujeto. La pertenencia a la Iglesia es la experiencia psico-sociológica fundamental, dentro de la cual el fiel expresa su percepción de la Iglesia, se identifica más o menos con ella, y ejercita, con mayor o menor profundidad, su sentido eclesial. En último término, se puede decir que la pertenencia eclesial indica el grado de incorporación psicosocial del fiel a la comunidad y la entidad de su sentido eclesial. La génesis de la conciencia de pertenencia se puede producir en el ámbito familiar, a través del cauce de la socialización primaria, o en los procesos educativos, implícita o explícitamente religiosos, de socialización secundaria. Así, se pueden distinguir niveles de profundidad y solidez en la integración del sujeto en el grupo eclesial y, consiguientemente, la agudeza o debilidad del sentido eclesial del creyente. b) La referencia a la comunidad de pertenencia es imprescindible como término correlativo al sentimiento de pertenencia del sujeto. La persona pertenece al grupo, pero es el grupo el que da origen y condiciona el desarrollo y la calidad de la pertenencia eclesial del sujeto. El grupo eclesial es el terreno psicosociológico de cultivo del sentimiento de pertenencia y del consiguiente sentido eclesial. Cuando se habla de la comunidad de pertenencia, se piensa en la Iglesia universal, pero, de hecho, la Iglesia universal se encuentra en la Iglesia particular, diócesis, parroquia, «porción de humanidad concreta», con unas características singulares (cf EN 63). La incorporación a la Iglesia, en la perspectiva psicosociológica, tiene lugar a través de una red de estructuras sociales inmediatas y concretas, que deben ofrecer la posibilidad de desarrollar el sentido de pertenencia comunitaria. Este sentido de pertenencia, nacido del contacto inmediato y directo con personas y realidades concretas, deberá permitir hacer la experiencia de una comunidad viva que ofrezca una base de

plausibilidad sociológica a los valores y normas de comportamiento cristianos. El hecho es importante en nuestra sociedad despersonalizada y secular, dominada por el control neutro de los medios de comunicación. La comunidad receptora del sujeto de pertenencia debe ser interactiva, participativa y abierta al encuentro personal. El sujeto deberá reconocer y aceptar los valores y comportamientos del grupo eclesial, pero el grupo debe hacer sentir al sujeto su reconocimiento y aceptación como verdadero miembro suyo. El término final del proceso de pertenencia debe ser la identificación del sujeto con el grupo eclesial. Identificación efectiva y afectiva. La comunidad se siente como algo propio. La causa de la Iglesia es la propia causa. Esta situación aparece también condicionada por la circunstancia contextual exterior, en la que se produce la pertenencia y el sentido eclesial. c) El contexto sociocultural, en el que se establece la relación de pertenencia y se forma el sentido eclesial, condiciona fuertemente la solidez de ambos fenómenos. Son posibles situaciones sociopolíticas muy diversas, que van desde una Iglesia perfectamente integrada en la circunstancia sociopolítica hasta situaciones en las que la comunidad ha de vivir como minoría marginada, extraña a la cultura y tradición del país. En el primer caso, la pertenencia aparece como natural, dentro de los procesos normales de socialización. El problema pastoral es el del paso de una fe sociológica a una fe teológica. En el otro extremo, la pertenencia se afirma a contracorriente, soportando la presión ambiental. El valor de la pertenencia y la calidad del sentido eclesial son, en este caso, indiscutibles. El riesgo es la mentalidad de gueto que deformaría la limpieza del sentido eclesial. Dentro del abanico de contextos socioculturales históricos hay que prestar atención particular a la situación de la Iglesia en el contexto de la cultura secular moderna y del macro-urbanismo de nuestro tiempo. Lo religioso, apenas perceptible, resulta casi insignificante para los habitantes de la gran ciudad. Los servicios públicos y sociales son los que se hacen notar. El sentimiento de pertenencia a la Iglesia se debilita inevitablemente. La situación, que tiende a generalizarse, plantea la urgente necesidad de adaptarse al nuevo medio. Inculturarse en la gran ciudad secular es el reto que se presenta hoy a la Iglesia y al creyente. ¿Cómo hacer compatibles ambas pertenencias? ¿Cuáles son los límites de la pertenencia cristiana, exigibles por la Iglesia, en el supuesto psicosocial de la parcialidad de la pertenencia? Son cuestiones a las que hay que responder desde el presupuesto de la aceptación de la historia y el reconocimiento de la libertad de un cristiano adulto.

II. La perspectiva histórica del sentido eclesial El primer paso en la consideración de la perspectiva histórica debe ser la determinación de los rasgos característicos del sujeto que se quiere estudiar. Se hace a partir de la introspección que la misma Iglesia hace en la constitución Lumen gentium: «La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, el grupo visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrena y la Iglesia enriquecida con bienes celestes, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que forman una realidad compleja, que une un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una profunda analogía, con el misterio del Verbo encarnado.

Pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a él, de modo parecido la estructura social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para acrecentar su cuerpo» (LG 8). El texto describe a la Iglesia como realidad una y compleja, compuesta de un elemento divino y otro humano. La relación entre ambos elementos se esclarece con la referencia analógica al misterio del Verbo hecho hombre. La Iglesia, consiguientemente, es una sociedad humana, semejante en todo a las demás sociedades humanas, en su origen, en su desarrollo histórico y en sus condicionamientos por los factores de la historia. a) Históricamente, aparece como un grupo religioso, que surge en el mundo judío de Palestina en un momento caracterizado por la ideología apocalíptica y la espera inminente de la llegada del reino de Dios. Como fruto de la acción conjunta del elemento divino, el Espíritu Santo, y del elemento humano, el grupo religioso que se reúne en torno a Jesús de Nazaret adquiere la autoconciencia de nuevo Israel que hará fermentar toda la masa. b) En los primeros tiempos de la vida de la Iglesia el lugar de formación del sentido eclesial fue la familia, la Iglesia doméstica, un espacio en el que se superponen el proceso de socialización secundaria eclesial con el de socialización primaria, que en el mundo helenístico contiene vivencias religiosas y culturales de singular fuerza. En este contexto, el sentida eclesial forma parte del proceso de educación familiar y de la formación de la identidad propia de los mieml bros de la familia. c) La Iglesia doméstica se incorpora a la gran Iglesia como a una especie de comunidad gentilicia cristiana, que agrupa en una comunidad religiosa las Iglesias familiares de una misma ciudad o región. El sentido eclesial se forma y uniformiza bajo la supervisión de apóstoles y evangelistas itinerantes, que mantienen la unidad del tejido de pequeñas comunidades domésticas. d) Al ir desapareciendo los testigos directos de los acontecimientos salvadores, el proceso de eclesialización se traspasa del espacio familiar al ámbito de la Iglesia ciudadana y a la responsabilidad supervisora del epíscopos. Aparece el catecumenado, tiempo y espacio formativo que introduce en los misterios de la fe. En referencia a ellos y alimentado por ellos, el sentido eclesial se hace desde ahora en el seno de la comunidad local ciudadana. La nueva situación tiene la ventaja del contacto directo con la rica vida de la Iglesia local y la mejor organización pedagógica de los circuitos formativos. Se pierde, en cambio, la intensidad emotiva, propia de la socialización primaria, y se debilita la responsabilidad educativa del espacio familiar. b) Cuando a partir de Teodosio se produce la identificación de la sociedad política con la religiosa, toda la actividad formativa de la sociedad civil adquiere alcance de formación religiosa y la vida cristiana se hace expresión de vida civil. Sostenida por el apoyo que, como andamiaje, le ofrece una sociedad plenamente armonizada con ella, la comunidad cristiana y el sentido eclesial alcanzan una solidez aparentemente ideal. Sin embargo, la íntima convivencia de ambas sociedades ha de superar las tensiones y luchas provocadas por la defensa de la libertad de cada una. La sensación de bienestar de la Iglesia depende en demasía del andamio sociopolítico exterior. c) Por eso, en el momento en que entra en crisis la sociedad de cristiandad y se inicia el proceso de secularización de la modernidad, la socialización secundaria eclesial y, junto con ella, el sentido eclesial, sufrirán las consecuencias del cambio cultural. La aparición de una nueva comprensión del hombre y del mundo, con nuevos valores y comportamientos, que construyen la ciudad

secular, nuevo espacio creado por el hombre técnico, producen un trastorno total del mundo anterior. Quedan al aire y sin fundamento actitudes y comportamientos que nacían del sentido eclesial tradicional y de su pasada circunstancia histórica. Esta nueva situación socio-cultural produce un profundo malestar en la Iglesia de la modernidad. Se conserva la memoria de pertenencia a la Iglesia, pero esta identidad, que llega del pasado, hay que hacerla compatible con referencias inmediatas, que pertenecen al futuro. Se trata de realidades muy significativas desde el punto de vista socio-cultural. La tensión deriva hacia una inevitable parcialidad de pertenencia a la Iglesia, que da lugar a comportamientos desviados en relación con las pautas de conducta que la comunidad cristiana exige a sus miembros. Una situación de prueba de la fe personal, que configura y desfigura el sentido eclesial del cristiano moderno. Ante este cuadro sintomático y ante las nuevas formas de vida, creadas por la cultura técnicocientífica, hay que clarificar cómo deberá manifestarse la autoconciencia de la Iglesia y su sentido eclesial en la modernidad.

III. El ser de la Iglesia y el sentido eclesial hoy El problema que se plantea, una vez más, es la pregunta por lo esencial de la fe cristiana, ahora centrada en la Iglesia: ¿cómo ser Iglesia católica, la auténtica Iglesia de Cristo, la que en el símbolo apostólico confesamos «una, santa, católica y apostólica», en este mundo adulto y secular? ¿Cómo ser católico, miembro fiel de la Iglesia católica, en la sociedad laica y democrática de nuestro tiempo? ¿Cómo sentir la verdad de la Iglesia de modo sincero y pleno, siendo al mismo tiempo hombre de una cultura plural y tolerante? Esta fue la cuestión fundamental que se planteó el Vaticano II. En el discurso inaugural de la segunda sesión conciliar, Pablo VI propuso una reflexión nueva y más profunda sobre el ser de la Iglesia: «El concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia, y por esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones... Creemos que ha llegado el tiempo en que la verdad sobre la Iglesia de Cristo sea ulteriormente explorada, comprendida, formulada, no quizá con los solemnes enunciados que se llaman definiciones dogmáticas, sino con declaraciones en las que la Iglesia, con un magisterio más claro y concienzudo, declare lo que piensa de sí misma» (AAS 55 [1963]). El texto es de la mayor importancia. Reconoce la limitación de los conceptos al uso de que disponemos al hablar de la Iglesia. Admite la posibilidad de una profundización en el conocimiento del misterio de la Iglesia. Como misterio es susceptible de más profundas investigaciones. Se programa una exploración, comprensión y formulación nueva del ser de la Iglesia. A partir de la nueva autoconciencia, el Concilio podrá afrontar los problemas del aggiornamento y plantear la relación con el mundo moderno desde nuevas bases. 1. LA IGLESIA SACRAMENTO. El misterio de la Iglesia es el título del capítulo primero de la constitución Lumen gentium. Misterio, en su estricto sentido teológico es sacramento, signo e instrumento, signo eficaz de la acción de Dios por Jesucristo (cf LG 1). Esta acción divina corresponde al proyecto creador y salvador de Dios. Por eso, la trayectoria histórica de la Iglesia sacramento se extiende a toda la historia humana. Abarca a todos los hombres y trasciende a todos los tiempos. Creer en esta dimensión trascendente de la Iglesia es exigencia primera de un

recto sentido eclesial. Como Cristo, la Iglesia, lo mismo que ayer, hoy y siempre tiene toda razón para existir. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humanó » (LG 1). Es sacramento de comunión. Por eso, implica necesariamente ser comunidad y afirma la prioridad de la comunidad por delante de toda otra instancia eclesial. El sentido eclesial, que responde a este modo de ser Iglesia, debe manifestarse fundamentalmente como sentido comunitario. La formación y la vida del cristiano ha de hacerse en la comunidad y tender a hacer comunidad. Esta prioridad de la comunidad da una singular importancia a la parroquia, como última localización visible e inmediata de la Iglesia, sacramento de unidad, y espacio de posibilidad de relaciones interpersonales, que den lugar a una auténtica comunidad fraterna. De ahí que se pueda afirmar que el sentido eclesial equivalga en la Iglesia sacramento de unidad a sentido parroquial. La Iglesia puede recuperar su conciencia comunitaria en la rica experiencia de la pequeña comunidad cristiana. 2. LA IGLESIA PUEBLO DE DIOS. Antes de considerar cualquier diversidad funcional, el Concilio enseña que la Iglesia es pueblo de Dios. A partir del bautismo, el mismo para todos, los cristianos son ontológicamente iguales. Todo el pueblo de Dios prolonga la misión de Cristo y su función profética, sacerdotal y real. Esta igualdad se encuentra en el fundamento último del ser de la Iglesia. De ahí debe nacer la conciencia de la corresponsabilidad de todos. La Iglesia es quehacer de todos. La relación de pertenencia a la Iglesia es recíproca: pertenecemos a la Iglesia, pero, a su vez, la Iglesia nos pertenece. El actual debilitamiento del sentido de pertenencia a la Iglesia puede tener su raíz en la falta de conciencia de que la Iglesia pertenece a todo el pueblo de Dios. Todos somos, de alguna manera, responsables de ella. Es urgente corregir el modo de proceder de la vida de la Iglesia. De hecho, y también de derecho (cf CIC 129), la responsabilidad en la Iglesia la tienen sólo los que detentan la autoridad y el poder sagrado, recibido en el sacramento del orden. Todos los demás fieles carecen de responsabilidad. En esta situación, no puede extrañar la debilidad del sentido eclesial de pertenencia a la Iglesia. Parece necesario que toda comunidad cristiana pueda disponer de espacios y órganos de ejercicio normal de su corresponsabilidad, en los que pueda afirmarse su sentido eclesial. La Iglesia pueblo de Dios, está esencialmente unida a la eucaristía. El nuevo pueblo de Dios se constituye en la última cena de Jesús con sus discípulos, cuando establece la Alianza nueva y eterna. Esa constitución de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios en la eucaristía se realiza por medio del rito de la comida de Alianza. Hay que subrayar este carácter de celebración ritual. Lo determinó Jesús con su mandato de reiteración memorial. El rito, como comportamiento grupa], expresa y produce la pertenencia al grupo que celebra el rito. El rito es fundante e identificarte del grupo. El rito eucarístico afirma la identidad cristiana de la comunidad y confirma la pertenencia de cada uno de sus miembros. Reencontrar el carácter ritual de la eucaristía y, en general, redescubrir la dimensión celebrativa ritual de los sacramentos, superando una piedad individualista, es decisivo para fortalecer la conciencia de pertenencia y el sentido eclesial. 3. LA IGLESIA CUERPO DE CRISTO, IGLESIA SERVIDORA. La Iglesia cuerpo de Cristo, fundamenta y clarifica la afirmación de la continuidad de la triple función de Cristo —profética, sacerdotal y

real— en el pueblo de Dios. La continuidad en las funciones supone la continuidad en el ser. La Iglesia es verdaderamente cuerpo de Cristo. Este hecho misterioso exige que también el sentido y los sentimientos de Cristo se continúen y se manifiesten en su cuerpo eclesial. De este modo, el sentido eclesial debe ser sentido cristiano, sentir como siente Cristo. Cuando Pablo exhorta a los filipenses a tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo, les propone como modelo el Hijo que toma la forma de siervo, obediente hasta la muerte en cruz (cf Flp 2,5ss). Cristo, el Siervo, continúa su servicio total en su cuerpo, que debe seguir su mismo camino y hacerse Iglesia servidora. Este radical sentido de servicio, que prolonga el ser-Siervo de Jesús, tiene valor ontológico para toda la Iglesia, cuerpo de Cristo; fundamenta su ser-diaconía y, consiguientemente, la razón de ser una Iglesia toda ministerial, activa y responsable en todos sus miembros (cf AA 2). En la unidad plural del Cuerpo de Cristo se da entre sus miembros una solidaridad que verifica y concreta el sentido eclesial del cuerpo: «si un miembro sufre, con él sufren todos los miembros» (ICor 12,26). El sentido eclesial y la identidad de Iglesia cuerpo de Cristo, debe manifestarse en forma de solidaridad orgánica entre todos los miembros del cuerpo. Es la clave de verificación de la autenticidad del sentido eclesial. La solidaridad orgánica es índice de la presencia y calidad cristiana del sentido eclesial de la comunidad. Si la Iglesia es cuerpo de Cristo, el camino que debe andar deberá ser continuidad del camino de Jesús (cf LG 8d). «La Iglesia debe caminar, movida por el Espíritu de Cristo, por el mismo camino que él llevó, el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y la inmolación hasta la muerte» (AG 5). Juan Pablo II dará un mayor alcance al trazado del camino de la Iglesia: «El hombre... este hombre, es el primer camino que la Iglesia debe andar en el cumplimiento de la misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia» (RH 14). Es el camino andado por Cristo en la verdad de su encarnación, verdadero hombre, unido a todos los hombres. La Iglesia cuerpo de Cristo es la Iglesia de los hombres, solidaria con ellos y con su historia (cf GS 1). 4. LA IGLESIA TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO. No se puede concluir sin hacer referencia al Espíritu Santo y a su acción en la vida de la Iglesia. Punto de partida es la comprensión de la Iglesia como templo del Espíritu Santo. «La Iglesia ora y trabaja para que la plenitud de todo el mundo pase al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo» (LG 17). El templo es imagen espacial que indica la presencia divina, localizada y accesible, en el templo, casa de Dios. Referido a la Iglesia es afirmar la presencia creadora y salvadora de Dios en su Espíritu, que vale a la estructura social y visible de la Iglesia para realizar su designio de salvación (cf LG 8). Esa actividad en el interior de la Iglesia llena todo el templo; es como la función que desempeña el alma en el cuerpo humano (cf LG 7g; AG 4). El sentido sobrenatural de la fe, que por la unción del Espíritu Santo, posee todo el pueblo de Dios, y el consentimiento en las cosas de fe, a las que se refiere el Concilio al describir la función profética del pueblo de Dios (LG 12), sitúan al Espíritu en el origen de todo el sentir de la Iglesia y de todo el consentir de la comunidad. Es el Espíritu Santo el que autentifica en su conjunto el sentido eclesial. Esta identificación pneumatológica del sentir de la Iglesia coloca a los creyentes en actitud de alerta ante la libre iniciativa del Espíritu, y destaca la importancia del discernimiento de espíritus y la responsabilidad de los Pastores en el ejercicio de su oficio de jueces últimos de la autenticidad

de lo carismático en la Iglesia. «No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (l Tes 5,19-21; cf AA 3d). Desde esta perspectiva, la Iglesia templo del Espíritu aparece dotada de un sentido eclesial vivo, abierto a las Iniciativas del Espíritu, todo responsable, donde los derechos y deberes de cada uno nacen directamente de Cristo y del Espíritu, contactados en el bautismo y confirmación (cf AA 3a). Es una Iglesia obra del Espíritu Santo en sus sacramentos, ministerios, instituciones y carismas (cf LG 12). La Iglesia nacida del Espíritu deberá ser una Iglesia libre, porque sólo en la libertad se deja sentir el Espíritu Santo. Conclusión: El sentido eclesial es una realidad difícil de precisar. Aparece entrañado en la dimensión psicosocial del hombre; es una realidad condicionada por las circunstancias históricas; es una categoría de inmediata proyección pastoral, que se expresa en función de la autoconciencia eclesiológica. Por eso se ha estudiado desde esta triple perspectiva. BIBL.: AGUIRRE R., Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1987; ANTÓN A., La Iglesia de Cristo, Católica, Madrid 1977, 707-791; BERGER P.-LICKMANN T., La construcción social de la realidad, Buenos Aires 1968; CARRIER H., Profesión de fe religiosa, en POUPARD P. (ed.), Diccionario de las religiones, Herder, Barcelona 1987, 1441-1444; CAZANEUVE J., Sociologie du rite, París 1971; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos del Dios vivo, Edice, Madrid 1985; Los católicos en la vida pública, Palabra, Madrid 1986; La verdad os hará libres, Edice, Madrid 1990; Los cristianos laicos. Iglesia en el mundo, Edice, Madrid 1991; CONGAR Y. M., Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1966; Historia de los dogmas: la Iglesia desde san Agustín hasta nuestros días, BAC, Madrid 1976; Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, Centro de 2 Estudios constitucionales, Madrid 1973 ; CORELLA J., Sentir de la Iglesia, Sal Terrae-Mensajero, Santander-Bilbao 1996; DE LOREN-zI L., Iglesia, en ROSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 785-806; FLICHE A., Historia de la Iglesia, Edicep, Valencia 1975; MARIOTTI P., Iglesia, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°, 925-955; MARTY F., Le rite et la parole, Le Rite, ICP, Philosophie, París 1981, 67-86; MOLTMANN J., La Iglesia, fuerza del Espíritu, Sígueme, Salamanca 1978; OBISPOS VASCOS, Seguir a Jesucristo en esta Iglesia (1989); PINARD DE LA BOULLAYE, Sentir, Sentimiento, Sentido dans le style de Saint Ignace, AHSI 25 (1956) 4162 430; RAHNER K., Lo dinámico en la Iglesia, Herder, Barcelona 1968 .

Joaquín Losada Espinosa

SIERVO DE YAVÉ

SUMARIO: I. El siervo de Yavé: 1. Concepto «abad», siervo; 2. Los cánticos del siervo de Yavé; 3. Características del siervo de Yavé; 4. Jesús, el siervo de Yavé. II. Pobres de Yavé: 1. Concepto de «anawim», pobre; 2. La relación de Yavé con los «anawim»; 3. Jesús pobre, rodeado de pobres; 4. Jesús siervo y pobre de Yavé. III. Claves catequéticas: 1. El anuncio de Cristo, tarea de la catequesis; 2. Criterios orientadores; 3. Posibles temas para la catequesis.

I. El siervo de Yavé 1. CONCEPTO «ABAD», SIERVO. Siervo y servir son términos relacionados entre sí, y pueden tener significados opuestos dependiendo de la persona o realidad de la cual se acepta el ser siervo o servir. De hecho el término abad (servir-siervo) es utilizado por el Antiguo Testamento en relación con Yavé y en relación con los hombres que ostentan poder, particularmente en relación con el Faraón, prototipo de todos ellos. Ambos servicios se contraponen (cf Ex 23,24-25; Dt 13,3-5; Jos 24,14-24; Ez 20,39-40). a) El servicio a los hombres lleva consigo la falta de libertad y comporta un trabajo forzado, un trabajo que aparece con una triple especificación: 1) se hace bajo las órdenes de otro, 2) para provecho ajeno y 3) en condiciones duras (cf Gén 14,4; 15,13-14; 17,40; Éx 1,13-14; 6,5; 14,12;

20,2). La primera induce a la alienación de la libertad, la segunda define la explotación y la tercera describe la opresión. A todo ello hay que añadir la violencia utilizada por quien ostenta el poder (cf Ex 1,13-14). En un segundo momento, el término abad es usado también para describirla opresión-esclavitud religiosa (cf Ex 5,17-18). Para la Biblia, y particularmente para el libro del Exodo, la falta de libertad, como la libertad misma, es siempre considerada globalmente. Por este mismo motivo, el acontecimiento histórico de la opresión es leído y narrado por la Escritura en clave omnicomprensiva; es decir, que la esclavitud social y política, física y material, es vista también como esclavitud religiosa y, por tanto, como parábola de la condición humana. b) El servicio a Yavé, en cambio, es servicio existencial que brota de una opción libre del hombre por Dios y que, aunque encuentra en el culto su máxima expresión (cf Ex 10,26; 12,15-26; 13,5; 30,16; 35,14; Núm 3,7.21.26.36; 4,19.23.32.35; Is 19,21.23), no por ello se reduce al ámbito del culto, sino que lleva consigo un conjunto de disposiciones de la mente y del corazón, de todo el hombre. No por casualidad, en muchos textos servir es sinónimo de amar, obedecer, seguir, con precisiones significativas: de todo corazón, fielmente (cf Dt 6,13; 10,12). En este sentido, nada extraña que el calificativo siervo de Yavé aparezca referido en el Antiguo Testamento a numerosos personajes con una especial relación con Dios y un relevante papel en la historia del pueblo elegido: Abrahán (Dt 9,27), Isaac (Gén 24,14), Jacob (Éx 32,13), Moisés (Ex 14,31), Josué (24,29), David (2Sam 7,8). También se aplica a los profetas (l Re 18,36; Am 3,7), a los sacerdotes (Sal 134,1) y, después del exilio, al mismo pueblo de Israel (Is 44,1; Ez 28,25; Jer 30,10). En estos casos, lo que une a todos estos siervos de Yave es haber recibido una misión específica de parte de Dios en relación con el pueblo de Israel, la de hacer que el pueblo sea fiel a cuanto el Señor espera de él (cf Sal 105,6ss.), y la de obedecer siempre a aquel de quien se sentían enviados. Servir al hombre lleva consigo esclavitud. Servir a Dios es entrar a formar parte de los elegidos por Dios desde el «seno materno» (Is 49,1.5.7), como el caso de los grandes personajes de la historia de Israel ya recordados: Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David..., para ser instrumentos de su salvación. 2. Los CÁNTICOS DEL SIERVO DE YAVÉ. De todos modos, el título, y con él la teología, del siervo de Yavé alcanza su máximo desarrollo con los Cánticos del siervo, que aparecen en la segunda parte del libro de Isaías. En ellos se expone un contenido y una modalidad de salvación distinta y superior a la que encontramos en el Libro de la consolación (Is 40-45) que, por otra parte, constituye el culmen del profetismo. En los Cánticos del siervo se delinea una figura de hombre capaz de hacerse útil a los demás permaneciendo fiel al proyecto que Yavé tiene sobre él. El primer canto (Is 42,1-4) presenta una nueva figura de profeta, objeto de la complacencia divina. El Señor le da su espíritu; lo forma (jasar), como formó al primer hombre, y lo hace instrumento, con una nueva modalidad, de una nueva salvación (mishpat) en favor de los pueblos. El, atento a los débiles y fuerte con los poderosos, está decidido a cumplir hasta el final la misión que ha recibido: «no d esistirá, no desmayará». El segundo canto (Is 49,1-9a), semejante a un relato de vocación, expresa la conciencia que el siervo tiene de haber sido llamado para ser portavoz de una palabra salvífica a los de cerca y a los de lejos. El cansancio, motivado por la escasa respuesta de aquellos a quienes es destinada la salvación, es superado con la plena confianza en Dios y la rectitud en el obrar. Los sufrimientos, inseparables de quienes quieren comunicar la novedad de Dios, aparecen en el tercer canto (Is 50,4-9), donde el siervo se mantiene fiel, a pesar de que Dios parece abandonarlo. Finalmente el cuarto canto (Is 52,13–53,12) da una amplia y satisfactoria respuesta al tema del sufrimiento y del aparente abandono por parte de Dios que sufre el justo.

3. CARACTERÍSTICAS DEL SIERVO DE YAVÉ. Los cuatro cánticos parecen referirse a un mismo personaje, descrito gradualmente, ya desde el capítulo 42, como siervo, hombre de dolores, inocente, justo y fiel que, ante la injusta persecución de la que es objeto, no cede lo más mínimo en la misión recibida de anunciar una nueva salvación en contenidos y modalidades. a) Hombre de dolores. Ser portavoz de la novedad de Dios (mishpat) en los contenidos y en la forma («no gritará, no alzará el tono» [42,21), solidario con los humildes («responder al cansado» [50,4]), y en actitud siempre de discípulo (limmud) (50,4) que no se echa atrás (50,5), deja entrever contestaciones, sufrimientos y malos tratos. Ya desde el primer Canto la presencia de contrastes y luchas en la vida del siervo se dejan ver fácilmente a través de las imágenes «espada afilada» y «flecha aguzada» (49,2). En los Cánticos hay dos frentes: el del siervo que está dispuesto a seguir con fidelidad su vocación («no he resistido...» [50,5]), y el de los contrarios, que pasan del rechazo a la eliminación («despreciado, desestimado, traspasado, llagado, arrancado de la tierra de los vivos, herido de muerte» [53,3ss.]). b) Inocente. La inocencia del siervo es proclamada abiertamente al final del cuarto Cántico. Son los mismos perseguidores los que la confiesan: «en su muerte se le juntó con los malhechores, siendo así que él jamás cometió injusticia ni hubo engaño en su boca» (53,9). La razón de esta inocencia no es expresada explícitamente, pero ha de buscarse en el fiel cumplimiento de la misión recibida. c) Justo. Esta característica del siervo está en estrecha relación con su inocencia. En Is 53,1 lb es declarado abiertamente justo, y en tres ocasiones su persona aparece vinculada estrechamente a la justicia (42,6; 50,8; 53,11). En todos estos textos, justicia equivale a fidelidad de Dios a las promesas hechas, y coincide con el concepto de salvación. El siervo es justo en cuanto comprometido a obedecer los designios salvíficos de Dios y a hacerlos conocer y realizar por los demás. Los Cánticos del siervo describen, por tanto, un personaje capaz de conseguir para los hombres la salvación, gracias a la fidelidad a su vocación-misión. El siervo «carga sobre sí» (53,11b) y «lleva» (53,12b) la maldad (awon) y las transgresiones (het) de muchos —una acción que hace referencia al gesto de Aarón y del cabrito expiatorio (cf Ex 28,36-38; Lev 16,22)—. El siervo asume libremente la responsabilidad de las culpas de los demás, «ofreciendo su vida como sacrificio» (asham) (53,10a). Si Ezequiel habla de la responsabilidad personal frente al propio pecado (Ez 18), aquí tenemos a uno que asume en su propia persona la responsabilidad de los pecados de los otros. Esta actitud de comunión del siervo hace que venga comunicada a los demás parte de la justicia del mismo siervo. Ese es el sentido de las expresiones «justificará a muchos» (53,11b) y «a causa de sus llagas hemos sido curados» (53,5b). En el siervo, el dolor y el sufrimiento une a Yavé y produce solidaridad con los hombres. El siervo no es sólo «el elegido en quien se complace» el Señor (42,1), sino también el que se asemeja a todo hombre, excepto en el pecado. 4. JESÚS, EL SIERVO DE YAVÉ. La lectura unitaria de los Cánticos del siervo hace pensar que se trata de un único personaje histórico y a la vez escatológico. Si el punto de partida puede ser Jeremías, sabedor del valor salvífico de su vida, los textos orientan e invitan a mirar al futuro, todavía sin anticiparlo. La lectura atenta no sólo de los evangelios, sino también de otros textos del Nuevo Testamento, nos lleva a considerar la figura de Jesús en estrecha relación con la expresión veterotestamentaria de Siervo de Yavé. La figura del justo que sufre, tuvo, sin lugar a dudas, una función de primer orden en la reflexión inicial de la primitiva comunidad cristiana para superar el escándalo de la muerte de Jesús en la cruz. Mt 8,17; Lc 22,37 y Jn 12,38, citan explícitamente los Cánticos del siervo para mostrar su relación con Jesús. Por otra parte, es indudable que la corriente espiritual

de la «pasión del justo» (cf Mc 15,24.29.34, en relación con Sal 22,19.8.2 y Mc 15,36, en relación con Sal 69,22), es la del justo que es perseguido a causa de su fidelidad al Señor, que acepta tal persecución esperando la intervención del Señor en su favor. Jesús hace suya la misión del siervo. Como este, Jesús es «afable» (Mt 11,29) y está en medio de los suyos «como el que sirve» (Lc 22,27). Como el siervo, también Jesús da su vida por la redención de la multitud de,los pecadores (Mc 10,43ss.; Mt 20,28), es inmolado sobre la cruz (Mc 14,24; He 8,32), sabiendo que Dios lo resucitará según lo que está escrito del Hijo del hombre (Mc 8,31; 9,31). Jesús, asumiendo la condición de siervo (F1p 2,5-11), nos abre el camino de la salvación (He 4,10ss).

II. Pobres de Yavé 1. CONCEPTO DE «ANAWIM», POBRE. En nuestras lenguas, pobre-pobreza es un término y una noción equívoca. Tiene muchos significados. En el Antiguo Testamento encontramos esa misma equivocidad, acrecentada por la variedad de términos que el texto hebreo, y luego el griego de los LXX, tienen para indicar este concepto. En nuestro estudio nos limitamos al término anawim que, por la riqueza semántica que posee, nos parece suficiente, y desde luego es el más importante para clarificar el concepto de pobre en el Antiguo Testamento. a) Del análisis de los textos resulta clara, en primer lugar, la polaridad «pobres» y «enemigos» (cf Sal 9), de tal forma que podemos decir que los pobres, generalmente, son las víctimas de sus «enemigos». El pobre, en este sentido, es el aplastado por los poderes enemigos; es el desamparado, el menesteroso, el calumniado y el acusado, el que es totalmente incapaz de defenderse del poder de sus enemigos. Es el que no hace valer sus derechos porque no le serían reconocidos. Se trata, pues, de una situación de injusticia, tal como lo denuncian abiertamente los profetas (cf Am 2,6). Los anawim serían, pues, los encorvados, los que están bajo un peso, los que no están en posesión de todas sus capacidades y vigor, los humillados. Anaw indicaría la actitud del siervo ante su señor, actitud de dependencia, de inferioridad social. Es el hombre débil que está a merced del fuerte, el desamparado, el oprimido, el sojuzgado, el pequeño, el impotente; es decir, el que no tiene amparo jurídico, el que sufre persecución injusta. A este respecto es importante señalar que el contrario de anawim no es el rico, como sería de esperar, sino el rasha, el prepotente, el despótico, que priva de sus derechos a los demás y atenta contra sus vidas (Sal 2; 35,10; 37,14). La pobreza es pues un hecho social íntimamente ligado a circunstancias políticas y económicas injustas. b) En un segundo grupo de textos, el término anaw, unido generalmente a dal o ebyon (Sal 82,3; Dt 24,14; Ez 16,49), está indicando la pobreza económica, el hombre que no tiene propiedad personal, la persona que carece de los bienes económicos necesarios para una vida humana digna (Ex 22,24; Lev 19,10; 23,22). Desde esta situación de humillación injusta o de pobreza material, desamparado de todos, los anawim, sin esperanza alguna en la justicia de los hombres, acuden a Yavé implorando la justicia divina (Sal 10,12). Ellos dependen exclusivamente de la protección jurídica y de la compasión del Señor (Sal 9,19; 10,2.8; 18,28; 35,10; 74,1-9). En este contexto es donde el término anaw termina asumiendo un valor religioso y moral: humilde, manso, pío; y donde pobreza designa una actitud religiosa de dependencia total de Dios (Sof 2,3; 3,11-12; Sal 10,2; 18,28).

2. LA RELACIÓN DE YAVÉ CON LOS «ANAWIM». Los textos bíblicos que hablan de los anawim son unánimes en afirmar una relación especial entre Dios y ellos (Prov 3,34; 14,21; 16,19; Am 3,9ss.; Is 5,10ss). El Dios de Israel hace suya la causa de los anawim, hasta el punto de que podemos decir que es el Dios que actúa preferentemente en su favor (Ex 3,7-8; Sal 10,14; 12,6; Mal 3,5); el que cuida de ellos (Sal 40,18; 68,6; 76,10; 102,18; 146,7-9). La relación entre Dios y los anawim será siempre una relación de salvación. Dios es el garante de los derechos olvidados y pisoteados de los anawim. Por eso el Altísimo y Excelso, que mora en el lugar santo del cielo, no sólo vive también con los pobres, oprimidos y humillados para reavivar su espíritu y reanimar su corazón (cf Is 57,15), sino que ese mismo Dios se levanta «para salvar a todos los humildes (anawim) de la tierra» (Sal 76,10). Serán los mismos anawim los que confesarán públicamente la predilección que Dios les tiene (Sal 34,7; 140,13). Tal vez por este motivo, la pobreza espiritual es valorada siempre muy positivamente, contrariamente a la pobreza sociológica y material, que es juzgada siempre negativamente, pues era vista como consecuencia del pecado (Prov 6,6-1 1; 10,4; 13,18; 21,5). Los anawim que buscan aYavé (Sal 9,11; 34,11), los que se abandonan en él (Sal 10,14; 34,9; 37,40), los que esperan en él (Sal 25,3-5; 37,9) y le temen (Sal 25,12-14; 34,8-10) observando sus mandamientos (Sal 25,10), son dichosos. Su justicia, su integridad y fidelidad (Sal 34,16; 37,28) les hace cercanos a Dios (Is 57,15), y su pobreza es presentada como ideal (Sof 2,3). 3. JESÚS POBRE, RODEADO DE POBRES. Jesús es el anaw por excelencia, tanto desde el punto de vista social como religioso. Nace en un ambiente muy pobre (cf Lc 2,7.12.16) y cuando es presentado en el templo, la ofrenda que se hace es la correspondiente a los pobres (cf Lc 2,24). De su infancia y juventud nada sabemos, sino que tuvo los medios adecuados para recibir la enseñanza que impartían los escribas (cf Jn 7,15) y que era conocido como un artesano (cf Mc 6,3). Durante su vida pública él mismo podrá decir: «Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (cf Mt 8,20). Por otra parte, a la hora de señalar un camino para que lo sigan sus discípulos, no tendrá reparo en decir: «Aprended de mí, que soy afable y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y al final, después de presentarse como mesías humilde y pacífico (cf Mt 21,5), terminará desnudo en la cruz, confiando su madre al discípulo que él amaba (cf Jn 19,25-27) y haciendo suyas las palabras del salmista pobre: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf Sal 22,25). Todo el misterio de salvación realizado por el Hijo de Dios es un camino de pobreza, comenzando desde el despojo de la naturaleza divina para asumir la condición de esclavo, haciéndose hombre y aniquilándose hasta la humillación suprema de la crucifixión (cf Flp 2,3ss). Tanto la encarnación como la redención son la manifestación más clara del estado de pobreza más radical que jamás pudiéramos imaginar, pues toca a la esencia o naturaleza del Hijo de Dios. No pudo nunca darse pobreza más profunda. Por otra parte, durante su ministerio, Jesús aparece rodeado de pobres. Pobres, en primer lugar, desde el punto de vista sociológico y económico: mendigos, enfermos y viudas (cf Mc 10,46; Lc 14,13.21; 16,20s.; Mc 12,40.42s)... Sus oyentes, y más tarde sus seguidores, son gente sencilla que vive de la pesca y del campo, que aun teniendo lo necesario para vivir, pertenecen a la clase social baja. Incluso la comunidad pospascual de Jerusalén estará formada sobre todo de pobres (cf He 11,27-30; 2Cor 8-9). Pobres también de espíritu, que, de una manera u otra, acogen en su vida el mensaje de Dios y lo siguen: Simeón, Ana y, particularmente, María (cf Lc 1,46-54; 2,22-28). 4. JESÚS SIERVO Y POBRE DE YAVÉ. Muchas son las características que poseen en común los pobres (anawim) y los siervos (abadim). Por parte de Yavé, ambos son llamados a una misión particular, la de comunicar una salvación nueva en contenidos y en modalidades; y ambos son

predilectos. Por parte de los siervos y de los pobres, ambos son tratados injustamente por los prepotentes y despóticos, y ambos responden con humildad, mansedumbre y fidelidad a su vocación, depositando toda su confianza en el Dios salvador. Sin duda alguna, Jesús es quien mejor responde a estas características. El es siervo y pobre de Yavé a la vez; modelo perfecto de todo aquel que, como María, reconociendo su propia realidad delante de Dios –pobre y siervo– se abandona totalmente en él.

III. Claves catequéticas 1. EL ANUNCIO DE CRISTO, TAREA DE LA CATEQUESIS. A nivel catequético, el cristocentrismo invocado por los grandes documentos catequéticos contemporáneos para definir uno de los rasgos determinantes de la catequesis, significa la centralidad de Jesucristo en el anuncio de la fe, como camino de maduración y de formación de la existencia cristiana, en su concreción y en su globalidad. Esto incluye la referencia a la centralidad histórico-salvífica de Cristo en la historia y su centralidad como clave hermenéutica de toda teología cristiana. El cristocentrismo produce la educación cristiana. Por ello, anunciar a Jesucristo en la catequesis significa no sólo considerarlo como centro y fuente de la historia de la salvación y de la reflexión teológica, sino, sobre todo, como la auténtica definición de la misma catequesis. En efecto, en la comprensión del misterio cristiano es donde se desvela el rostro auténtico de Dios, el significado y el valor de la existencia salvada de toda persona humana. En la pluralidad de los títulos cristológicos se muestra la extraordinaria variedad, riqueza y complementariedad de la figura de Cristo en la de los cristianos. El conocimiento y la experiencia que los cristianos tienen de Jesucristo constituye un patrimonio precioso para transmitir y para hacer fructificar; nos referimos a la herencia de imágenes, títulos y modelos que ofrecen originales posibilidades de renovación de la fe en Jesucristo, hoy. Pero esta certeza provoca espontáneamente alguna pregunta al educador de la fe: ¿Cómo orientarse en esta maravillosa galería de retratos cristológicos, todos igualmente fascinantes? ¿Hay que utilizarlos todos o se debe privilegiar alguno en particular? ¿Cuáles son los contenidos esenciales que se encuentran en la base de las imágenes de Cristo, como por ejemplo la de siervo y pobre de Yavé? Para dar respuesta a las mismas proponemos una doble clave: la primera y más importante es que, entre tantos rostros de Jesús, es necesario escoger el del Cristo bíblico-eclesial que, a nuestro parecer, constituye la base de su compresión particular. El recurrir a la figura del siervo de Yavé supone ofrecer el rostro de Jesús que la Iglesia nos entrega en la Escritura y en su concreta existencia de fe; este es el Cristo que la catequesis es invitada a anunciar hoy como ayer y como siempre. Una segunda clave se refiere a la aplicación de un doble criterio: el veritativo y el experiencial. El primero contiene los presupuestos normativos de una catequesis cristológica que lleva al catecúmeno, progresivamente, a un crecimiento en la verdad de Cristo, que en este caso nos ofrece la posibilidad de percibir a Jesús como el anaw por excelencia. El segundo contiene los presupuestos existenciales que estimulan al catequizando a una madurez constante de la vida en Jesucristo, donde la identificación de Jesús con el pobre y siervo nos ofrece una posibilidad de integrar fe y vida. 2. CRITERIOS ORIENTADORES. Un cristiano no puede acercarse al mundo del Antiguo Testamento y del profetismo sin hacer mención expresa de Jesús de Nazaret, el mayor de los profetas, más que un profeta. Para ser fieles al mensaje del Nuevo Testamento, la interpretación mesiánica de los Cantos del siervo debe ir acompañada de una interpretación eclesial. En este sentido, individuando los temas de los cuatro cantos del siervo: -1) relación entre Dios y los ídolos; 2) misión del siervo; 3) la bestia como medio expresivo de un castigo cósmico donde el hombre

queda excluido de la salvación, y 4) salida de Babilonia agradeciendo la ayuda de Dios —, podemos también individuar estos criterios: 1) Como siempre que se usa la Biblia en la catequesis, se debe hacer el esfuerzo de entablar un mínimo de convergencia entre nuestros intereses hodiernos y el ambiente histórico donde se coloca la palabra de Dios. Así se hará necesario conectar continuamente el texto bíblico con el tema catequético, con la vida litúrgica de la comunidad, con una frase leída en los periódicos, con un suceso reciente... Este difícil trabajo de contextualización ayuda a comprender la palabra de Dios en su plenitud de mensaje que Dios nos dirige. 2) Si se hace catequesis con referencias a la Biblia, sobre todo en el ámbito de la catequesis infantil, no es bueno que se presente la narración de los Cantos del siervo como una fábula o como una receta para las ocasiones; se deberán usar los resultados de la moderna exégesis para concretizar la narración y el mensaje dentro de la experiencia humana. 3) Proponer la figura del siervo como camino para descubrir el proyecto del Padre para la salvación, realizado ya en Jesús y en espera de ser cumplido también en nosotros dentro de la Iglesia. 4) Hacer con los textos bíblicos del siervo experiencia de oración comunitaria. 5) Invitar a los catequizandos a la aplicación personal del texto, porque no se puede ser cristiano si no nos confrontamos diariamente con la palabra de Dios. 3. POSIBLES TEMAS PARA LA CATEQUESIS. Según las edades y situaciones, podremos utilizar esta figura para iluminar la catequesis sobre estos temas: 1) Conversión del hombre, de un comportamiento inicial rebelde y pecador, de un siervo sordo y ciego (Is 42,18-20), a una persona heroicamente dócil (50,4-6; 53,7.9), inocente (53,5.9), capaz de justificar a las multitudes (53,11). 2) Vocación, misión e identidad del catequista que, como el siervo, testimonia la liberación operada por Yavé sobre su pueblo (43,12; 44,8), una misión activa hecha con sacrificio personal, que lleva al siervo a ser signo de «alianza del pueblo» (42,6) y «luz de las gentes» (49,6); y también la oferta generosa que el siervo hace de sí para Dios (53,10-12). 3) Concepto de salvación, concebida en línea política, a través del cambio que supone para el pueblo pasar del destierro y la esclavitud (49,22-23) a la libertad, reconociendo a Yavé como único Dios (45,14.22-23), en clave de eliminación del pecado (53,4-5), gracias a la escucha de cuanto Dios nos dice (42,3-7; 50,4); y, sobre todo, una comprensión universal de la salvación (49,6; 53,12). 4) Pobreza y sufrimiento como caminos de salvación. Sufrimiento y mal son, a lo largo de la historia de la humanidad, problemas ligados al problema de Dios. Leyendo el Antiguo Testamento se constata fácilmente cómo humillación, pobreza y sufrimiento son expresiones directas de la voluntad de Dios: pobreza y sufrimiento son castigo; felicidad y fortuna son premio. En este sentido, el texto del siervo puede ser presentado como un canto de victoria y alegría por el triunfo personal del protagonista y por el éxito que ha tenido su misión, subrayando esa relación entre muerte y resurrección de la que hablará Jesús siglos más tarde, y es tema central de la teología neotestamentaria. 5) Desarrollo integral del hombre y ruptura con las estructuras que causan pobreza. El siervo de Yavé es siervo del hombre; su criterio es el dar la vida; Cristo trae esa liberación. La Iglesia realiza la misión del siervo a través de procesos activos de liberación en el interior de la historia y rompe, con la fuerza del amor, los procesos desviados de la historia del hombre y las estructuras perversas del mundo, introduciendo otros procesos que son los de la liberación traída por Jesucristo. BIBL.: ALONSO SCHÓKEL L, Salvación y liberación. Apuntes de soteriología del Antiguo Testamento, Cuadernos Bíblicos 5, Verbo Divino, Estella 1980; AUZOU G., De la servidumbre al servicio. Estudio del libro del Éxodo, Fax, Madrid 1966; BONORA, Gesú servo, Parole di vita 36 (1991) 346-352; CÁNDIDO L. DE, Pobre, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de 4 espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1574-1593; ESSER H., Pobre, en COENEN L., Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1971; GELIN A., Les pauvres de Yahvé, París 1953; GRELOT P., 1 Canti del Servo del Signore, ' EDB, Bolonia 1983; HUMBERT P., Le mot biblique «ébyon», Revue d Histoire et Philol. Relig 1 (1952) 1-6; KITEEL G., Grande Lessico del Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1977; LÉON-DUFOUR X., Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1993'°; LIAÑO J. M., Los pobres en el Antiguo Testamento, Estudios Bíblicos XXV (1966) 117-167; MIELGO C., Cautiverio y libertad. Experiencia bíblica, Biblia y Fe 17 (1991) 36ss.; NORTH C. R., The Suffering Servant of Deutero-Isaiah. An Historical and Critica/ Siudy, Oxford 1956; PANIMOLLE S. A., Pobreza, en ROSSANO P.-RAVASSI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1484-1500; SICRE J. L., Con los pobres de la Tierra. 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José Rodríguez Carballo Juan Andión /liarán y Francisco Manuel Enríquez Pérez

SÍMBOLO DE LA FE (EL CREDO)

SUMARIO: I. Terminología. II. Base neotestamentaria. III. Símbolos de la fe en la historia de la Iglesia. IV. El credo: expresión de la fe y sus contenidos. V. Sentido y validez actuales. VI. Claves catequéticas del credo: 1. El credo en la posmodernidad; 2. El credo, tarea de la catequesis; 3. Criterios orientadores. VII. Proyecto de una catequesis sobre el credo: 1. En la infancia; 2. A los adolescentes y jóvenes; 3. A los adultos.

I. Terminología La Iglesia fue consecuente desde los comienzos con aquel directo consejo del apóstol Pedro: «[Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1Pe 3,15). Y lo hizo de distintas formas, entre ellas las formulaciones más o menos precisas de la fe cristiana. Aunque no son exclusivos del cristianismo (en otras religiones se utilizan también compendios esenciales de su fe), podemos decir que los credos o símbolos de la fe son muy característicos de la Iglesia, pues con ellos resume y expresa en fórmulas breves, fijas y claras, sus creencias y vivencias religiosas. La tradición y el uso de las Iglesias han acuñado diversos términos para referirse a esos resúmenes cualificados de los contenidos de la fe. Tres se han impuesto sobre todo: 1) Símbolo (del griego symbolon: signo, sello, señal de reconocimiento) es una expresión que aparece por primera vez en una carta de san Cipriano de Cartago (256), afirmando que los herejes novacianos «bautizan con el mismo símbolo que nosotros»; en la Iglesia de Oriente el término no figura hasta el concilio de Laodicea (363). Vendría a ser la identificación de la fe cristiana. 2) Credo (del verbo latino credo, credere: creer) no significa tan sólo «yo creo», sino sustantivamente «lo que yo creo», los contenidos de una fe aceptada, vivida y profesada; y eso con sentido eclesial. 3) Confesión (del latín confescio-confessionis: confesión, declaración) alude expresamente al acto de confesar la fe cristiana en sus contenidos fundamentales, no sólo como comprobación de una creencia auténtica, sino también como testimonio público de la misma. Estos términos más usuales presentan semejanzas con otras fórmulas de contenido también doctrinal, como son la regula fidei y la regula veritalis. Pero no se puede decir que estas tengan el mismo uso que los símbolos y credos ni que puedan intercambiarse con ellos, pese a las relaciones mutuas entre unos y otras.

II. Base neotestamentaria Las fórmulas de fe de carácter confesional, usadas especialmente a partir de las controversias arrianas, hunden sus raíces en el uso de las primeras comunidades cristianas, como testimonian numerosos textos del Nuevo Testamento. Aunque son creencias eclesiales. entroncan directamente con la fe bíblica.

En primer lugar, el Nuevo Testamento recoge ciertas fórmulas breves que parecen expresar la fe en Jesús en forma de aclamaciones: Jesús es el Señor (I Cor 12,3); incluso más explícitamente: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Hijo de Dios. Así Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), o Juan: «Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios» (IJn 4,15), o la ingenua confesión del eunuco de la reina Candaces: «Creo que Jesucristo es el hijo de Dios» (He 8,37). Cristo, el Mesías (Mc 8,29), con ecos muy precisos: «Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús» (He 2,36), «El que cree que Jesús es el mesías, ha nacido de Dios» (1Jn 5,1). Se encuentran también en el Nuevo Testamento algunos himnos cristológicos, especie de fórmulas de fe usadas probablemente en celebraciones litúrgicas como expresión comunitaria de la fe de los cristianos: «Es grande el misterio de nuestra religión: que (Cristo] se ha manifestado como hombre, ha sido acreditado por el Espíritu, se ha mostrado a los ángeles, ha sido anunciado a las naciones, creído en el mundo, elevado a la gloria» (ITim 3,16; cf Flp 2,6-11). Aparecen asimismo en el Nuevo Testamento fórmulas de fe conjunta en el Padre y en el Hijo, especialmente lCor 8,6: «Para nosotros hay un solo Dios, el Padre, del que proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existen todas las cosas y por quien también nosotros existimos» (cf lTim 2,5; 2Tim 4,1). Aunque con menos abundancia, se encuentran también fórmulas triádicas o trinitarias que expresan la fe de finales del siglo I, como la fórmula bautismal puesta en boca de Cristo resucitado: «Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf lCor 6,11; 12,4-5; 2Cor 13,13).

III. Símbolos de la fe en la historia de la Iglesia Numerosos credos y símbolos de fe se han formado a lo largo de los tiempos en comunidades, Iglesias locales y aun en la Iglesia universal. Pero eso no puede hacer olvidar su origen fundamentalmente litúrgico ni su Sitz im Leben en la época patrística. Hoy es posible reconstruir la larga historia de las confesiones de fe desde los más antiguos testimonios documentales. Por eso, una colección de definiciones y declaraciones como la de Denzinger-Schónmetzer (DS) recoge más de cuarenta símbolos elaborados entre los siglos II y IX. Desde los más antiguos, como la Epistola Apostolorum y los contenidos en el papiro de Dér-Balyzeh o en las constituciones de la Iglesia egipcia (DS 1-6), pasando por los occidentales de estructura trinitaria, como el símbolo apostólico y las fórmulas interrogativas (DS 10-36), hasta los símbolos orientales trinitarios (DS 40-64) o bipartitos (una confesión de fe trinitaria y otra específicamente cristológica), como los conocidos Fides Damasi, Clemens Trinitas y el pseudoatanasiano Quicumque (DS 71-76). Los primeros credos evidencian un uso catecumenal, como expresiones declarativas de los interrogatorios bautismales acerca del Dios trinitario y las verdades de la fe: así, el de la Traditio apostolica de Hipólito, c. 215 (DS 10). Posiblemente a partir del llamado Credo de los apóstoles (DS 30) comienzan a expresar el núcleo de la revelación acerca de Dios y su obra salvadora en Cristo. Un símbolo tan famoso como el Quicumque (DS 75-76) probablemente expresa la fe episcopal de su tiempo con mutuas implicaciones trinitarias y cristológicas. Pero, sobre todo a partir de los concilios, los credos fueron expresiones de fe ortodoxa que permitían distinguir a los obispos fieles de los herejes: así, el credo de Nicea (DS 125) excluye ciertas afirmaciones de Arrio, estableciéndose una regla de comunión entre los obispos e Iglesias que creían/expresaban correctamente su fe, y servirá de referencia para ulteriores precisiones dogmáticas. Se llegó luego a importantes formulaciones de este tipo, como el Símbolo nicenoconstantinopolitano, del año 381 (DS 150).

Digamos que todas eran confesiones de fe más o menos comunes, a veces diferenciadas por su origen o perspectiva de elaboración, pero siempre convergentes. Expresaban de forma plural la fe de la Iglesia en diversas épocas en que esta era una. Desgraciadamente, después de las grandes rupturas de los siglos XI y XVI, los símbolos se han seguido emitiendo desde distintas tradiciones cristianas, convirtiéndose en identificaciones doctrinales de las Iglesias separadas y precisando cuidadosamente sus términos, afinando expresiones, marcando diferencias. Inevitablemente se pasó luego a enfrentadas formulaciones dogmáticas, algunas muy persistentes: caso del Filioque introducido en el símbolo de Constantinopla para precisar la naturaleza del Espíritu Santo, posteriormente convertido en fuente de polémicas entre Oriente y Occidente, impidiendo finalmente expresar una fe común. Otro tanto ocurrió con las confesiones de fe de los concilios II de Lyon (1274) y Florencia (1439-45), celebrados para confirmar la unión de las Iglesias Orientales con la de Roma: la profesión de fe de Miguel Paleólogo, además del credo trinitario, incluía otros temas —siete sacramentos, primado romano, suerte de los difuntos... (DS 851-861); y del mismo tono eran los textos del concilio de Florencia en sus decretos Pro Graecis, Armeniis et lacobitis (DS 1300-1308, 1310-1328 y 1330-1353). Además de marcar después fuertemente las diferencias entre las Iglesias orientales y la de Roma, estos concilios aportaron una tremenda lección negativa: la unidad cristiana no puede ser fruto de decisiones políticas, de pactos entre las Iglesias provocados por una necesidad imperiosa. Después de las grandes rupturas de la cristiandad, las confesiones de fe se han seguido produciendo, de una u otra forma, por las distintas Iglesias. Recordemos, entre los católicos, los símbolos de los concilios generales, el juramento antimodernista de Pío X y el credo de Pablo VI (1968); entre los protestantes, la declaración del sínodo de Dordrecht (1619), donde triunfó la ortodoxia calvinista, y, entre los ortodoxos, sus conocidas listas de diferencias dogmáticas con los católicos, como la del patriarca Antimio VII al papa León XIII. A nivel menos oficial, la elaboración de confesiones de fe se ha continuado por parte de personas y comunidades, para expresar no tanto el contenido formulado cuanto el vivido y testimoniado, aportando nuevas dimensiones a esas fórmulas de fe. Piénsese, por ejemplo, en la colección publicada durante años por Desclée «El credo que da sentido a mi vida», testimonio personal de conocidos cristianos, o el credo de Solentiname, expresando la fe de unas comunidades americanas a través de su letra y música. Estos y otros muchos casos expresan un tipo de credos en línea testimonial: un creyente o una comunidad tiene a veces el derecho y hasta la obligación de confesar la fe con sus propias palabras, desde sus propios sentimientos y su forma de creer. Lo cual no es novedad, ya que se ha hecho a lo largo de toda la historia; se trata ahora de aplicar un cambio de método para cumplir con ese imperativo de contestar a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza y confesar nuestra fe.

IV. El credo: expresión de la fe y sus contenidos Una de las cuestiones más debatidas por las teologías protestante y católica, la antropología de la fe cristiana, nos sirve como prólogo de este apartado. Por una parte, cuando se acentúa que la fe es un don de Dios, ¿se quiere decir que «solamente es un puro don de Dios»? Y por la otra, cuando se considera la fe más como una actuación del hombre, que mediante sus obras «se sube a puños hasta Dios», ¿no se reproduce la oración del fariseo: «Dios mío, te doy gracias, porque no soy como el resto de los hombres...; yo ayuno... pago los diezmos...» (Lc 18,11-12). Estas dos formas opuestas de poner el acento en una cuestión tan relevante expresan incompletamente la antropología de la fe.

Cierto que en la vida cristiana todo es un don de Dios –como decía Pablo al final de su existencia: «Todo es ya pura gracia»–, y lo es porque Dios nos amó primero. Pero el don de Dios no se nos ha impuesto, es el producto de una propuesta que se ha aceptado. Una gracia no es gracia, en último término, mientras no haya sido aceptada y respondida. Dios es una propuesta permanente y universal, pues «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (lTim 2,4). De ahí resulta que la fe sea la necesaria respuesta a un don inmerecido, gratuito y total ofertado por Dios. Pero sin respuesta humana, una fe solamente dada podría ser un sombrero para el hombre. Cierto que la gracia —como Dios mismo— no es el producto de nuestra decisión, pero su actuación en nosotros en cierto modo sí: sin la respuesta personal la gracia no será operativa en nosotros. Sí, la fe es una gracia, un don de Dios. Pero, como dice Bonhbffer, es una gracia cara: un don que se ha de desear, que se ha de querer aceptar, una propuesta a la que se debe responder. Porque si no, se corre el riesgo de considerar la fe tan solo como un saber, una ética, un cumplimiento. No es que esto no forme parte de la fe cristiana, pero esta es globalmente mucho más. Viene a ser, en definitiva, todo un sentido de la vida, un estilo de existencia, una opción por determinadas dimensiones del ser humano. Desde ahí habrá unas perspectivas dentro de las que la fe se moverá: esas que llamamos sus dimensiones antropológicas. Una de ellas es la propuesta por Pedro: «Dar razón de nuestra esperanza», porque la fe tiene todo que ver con nuestro futuro. Otra es el seguimiento personal: «Me llamaste, Señor, y no me pude resistir», producto de una llamada directa a la que se ha respondido: «Aquí estoy». De todo ello podemos y debemos dar razón, testimoniar por qué uno se ha dejado arrastrar: «Porque creo que Jesús es el Señor». Podríamos hablar también de otras dimensiones de la fe cristiana: la alabanza, la acción de gracias, el compromiso, la praxis militante... Porque la fe, como la vida (al fin y al cabo aquella se define en las zonas más hondas de la decisión humana), precisa del concurso de todas sus dimensiones para poder ser vivida plenamente. Por ello, aun a riesgo de simplificar demasiado, diremos que la fe cristiana tiene una triple dimensión: noética, ética y estética. La primera corresponde a la expresión doctrinal y teológica. La segunda se desarrolla por la vía moral, que es más que un hacer o no hacer: es un saber vivir como exigencia de la fe que rebosa de toda la vida del discípulo de Cristo. La tercera dimensión es la estética, mediante la cual el cristiano expresa/celebra su fe personal y comunitariamente. Las confesiones de fe se han movido preferentemente en la dimensión noética: credos, catecismos, teología, se han preocupado de fijar contenidos, pero dejando fuera otras dimensiones también fundamentales. Es verdad que los mandamientos, códigos y leyes han organizado en cierto modo la dimensión ética de la fe. Pero unos y otros no han recogido la impresionante dimensión de la vida de los testigos, confesores, mártires... Esos credos y códigos han olvidado casi por completo que la vida –la forma de existencia y su celebración–nos define o no como cristianos, expresa lo que creemos y cómo creemos: «La práctica religiosa pura y si.n mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse de los vicios del mundo» (Sant 1,27). Es cierto que los credos, nacidos de la liturgia de la iniciación cristiana, tienen su origen en la dimensión estética de la fe. Pero, especialmente a partir de las primeras herejías y concilios, se hicieron respuesta de fe ortodoxa, test de autenticidad eclesial. Con todo, siempre se ha tenido claro que no se puede creer sin amar y que la confesión de fe pasa por la formulación doctrinal, la praxis de la vida y la celebración. Quizás algunas de las actuales y vitalistas confesiones de fe a que antes aludíamos no son sino el eco de otras de cualificados testigos: Félix, Gotescalco, Berengario, san Bruno. Esto nos lleva de la mano a definir los credos como algo complejo, que intentan for mular la fe contenida en la Escritura, pero no son instrumentos o reglas fijas que se deben aplicar sin más.

Son auténticas creaciones de la Iglesia, a partir de dos polos indisociables: Jesucristo y la Iglesia. En el fondo van a suponer al cristiano una toma de posición respecto al mundo: el hombre es un ser que se va haciendo en la historia. Por otra parte, los credos nacen también para ayudar a creer rectamente, para guardar de una fe aberrante, para evitar incorrectas formulaciones, vivencias y expresiones de la fe verdadera. Por eso su contenido ha de ser sustancial, a menudo cargado de ideología; pero su función es variable según las circunstancias. En ocasiones los símbolos dejaron de ser vivencia, expresión y confesión de fe, llegando a convertirse —caso límite—en puerta de la excomunión. Con todo, hay que decir que ningún credo es definitivo, inamovible, irreversible: todos están elaborados con palabras humanas, siempre perceptibles y capaces de expresar mejor la fe en un Dios que es absolutamente Otro. A partir de la estructura ternaria que predomina en todo símbolo de fe, se han querido dividir sus contenidos según una clave trinitaria. Sin negar esa realidad, hay que decir que no se trata de un reparto del contenido conceptual de la fe cristiana entre las tres personas divinas. La verdad es que un credo está formado por palabras humanas acerca de Dios y acerca del hombre, como algo inseparablemente unido; aunque su núcleo central es cristológico, y eso jerarquiza todos sus contenidos, lo cierto es que la fe en Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) sitúa al cristiano en el mundo y en el seno de una comunidad. El yo creo es, en realidad y siempre, un nosotros creemos en medio de la historia.

V. Sentido y validez actuales Pudiera parecer que un instrumento de la dimensión noética y confesante de la fe cristiana como son los credos, después del uso tan prolongado que han tenido, estuviese ya demasiado erosionado para poder seguir usándose; pero no es así. Algunas muestras recientes de su utilización y aun revalorización por parte de las Iglesias, expresan su vigencia. Tal es el caso del Credo del pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI en la clausura del Año de la fe (1968); del prolongado trabajo de la Comisión Fe y constitución, del Consejo mundial de las Iglesias, para lograr una explicación ecuménica de la fe apostólica expresada en el símbolo de Constantinopla, acordada en su V Conferencia general (Santiago de Compostela, agosto de 1993); o del espacio dedicado al Credo en el Catecismo de la Iglesia católica (1992), que supera un tercio de su contenido total. Por eso vamos a fijarnos de forma sucinta en la validez de contenidos que mantienen actualmente su uso en tres direcciones. a) Teológica. La estructura trinitaria del credo expresa, al mismo tiempo, la referencia al misterio de Dios uno-trino y al misterio de la salvación humana: protología y escatología cierran el círculo de ese misterio que ilumina la fe cristiana. En realidad expresa un camino creyente hacia Dios, que se lleva adelante por medio de Jesucristo en el Espíritu, presente en la Iglesia. Lo doctrinal está subordinado al dinamismo de la fe; por eso el credo no supone tanto creer en Dios sino, en el sentido agustiniano, ir hacia Dios creyendo, un itinerario dinámico, al tiempo personal y comunitario. El credo no trata de demostrar que Dios existe; lo supone existiendo al margen del hombre, de su historia y del mundo, pero dándoles todo su sentido. La confesión de fe sitúa a Dios en el vértice supremo de toda realidad y al hombre creyente en el camino que, a través de Jesucristo, va realizando al encuentro de ese Dios. El credo concreta la fe del creyente, lo define como cristiano y lo sitúa –en el Espíritu– dentro de la comunión eclesial en su marcha hacia la vida eterna.

b) Pastoral. El credo es creación eclesial, no pertenece al iniciado en la fe. Deriva del ministerio de la predicación y enseñanza apostólicas, de las que dimana toda la tarea pastoral de la Iglesia. Por eso el «yo creo» es de la comunidad a la que se incorpora el nuevo creyente que lo profesa, para tener acceso a la vida nueva en Dios, lo cual le comportará, sin duda, consecuencias morales y compromisos apostólicos concretos. El credo profesado abre al cristiano a nuevas dimensiones de su existencia en el mundo. Situado en el corazón de la Iglesia, él participa de su ministerio apostólico hacia dentro y de su compromiso evangelizador hacia fuera. Esto debería obligar a las instancias pastorales de la Iglesia, tanto en los procesos de iniciación cristiana como en los de formación permanente, a potenciar la coherencia que el creyente adulto debe tener en ambas direcciones, a integrar armónicamente las tres dimensiones de la fe (noética, ética, estética) en la unidad de una existencia vivida según el evangelio. Si el credo «resume los dones que Dios hace al hombre» (CCE 14), la vida de un cristiano de acuerdo con él será la respuesta que dé en la Iglesia y en el mundo. c) Ecuménica. Sin negar el servicio que las confesiones de fe prestan dentro de cada Iglesia y ante las otras Iglesias; sin discutir el valor de un credo comúnmente admitido por todas como el de Constantinopla, anterior a las grandes divisiones cristianas..., lo cierto es que, no su letra, sino las explicaciones diversas acerca de sus contenidos, hacen de él actualmente un instrumento muy limitado de ecumenismo oficial. Posiblemente para propiciar su valor ecuménico, se debería intentar recomponer los instrumentos de confesión de la fe cristiana con imaginación creativa. Por una parte, y eso parece necesario, las Iglesias deberán seguir haciendo confesiones de fe noéticas. Pero hay otra serie de elementos que deberían formar parte de ellas si se quiere que sirvan ecuménicamente a la causa de la unidad cristiana. Partiendo de un hecho tan central como es el bautismo, que introduce en la Iglesia, y que los cristianos de todas las denominaciones reciben válidamente, ¿habrá ruptura o separación más fuerte que la unidad aportada por este sacramento? Debería ser posible, cuando se ha llegado a un ecumenismo tan desarrollado como el actual —respetando las diferencias doctrinales que nos separan y que los credos ponen de relieve–, que las confesiones de fe pudieran integrar otras realidades que ya nos unen realmente: miembros de distintas Iglesias, hermanados por el mismo bautismo, orando y celebrando juntos; actuaciones y compromisos por encima de las divisiones; testimonio común que se aporta ya (recuérdense los mártires de Uganda, católicos y anglicanos, confesando juntos la fe hasta la muerte). Respetando el uso de las viejas formulaciones de fe, habrá que buscar en este tiempo otras nuevas que expresen el pluralismo de las tradiciones cristianas diversas, que no oculten nuestras diferencias, pero que no impidan buscar la convergencia. Hoy ya debiera ser posible formular confesiones de fe ecuménica, expresando lo que nos une realmente, posibles modelos de una fe cristiana creída, practicada, celebrada... por cristianos de Iglesias distintas. Desde la koinonía efectiva entre las personas y grupos, comunidades y quizás Iglesias, debiéramos estar dispuestos a «contestar a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza», a aportar el testimonio de nuestro común destino en Cristo. Concluyendo, el servicio histórico prestado por los símbolos de fe a la Iglesia parece que debe mantenerse en activo, ahondando en los contenidos de una fe transmitida por el ministerio apostólico y potenciando su dimensión celebrativa, para ser mejor vivido el misterio de la existencia cristiana en el mundo. Además, la causa de la unidad cristiana debe urgir a las Iglesias a acelerar el servicio ecuménico que estos símbolos deben prestar en el inmediato futuro.

VI. Claves catequéticas del credo

1. EL CREDO EN LA POSMODERNIDAD. Hablar de un credo hoy resulta difícil. La posmodernidad es la cultura de la estética, de la imagen, de lo superficial, de lo inmediato. Es la cultura que valora por encima de todo lo subjetivo y lo pequeño, y por lo tanto no gusta de lo objetivo, de los grandes ideales. En la posmodernidad todo vale y todo tiene su sitio. Así, el posmoderno se siente sometido a una avalancha de informaciones y estímulos difíciles de estructurar, hace de la necesidad virtud y opta por un vagabundear incierto de unas ideas a otras. No se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende y sus opciones son susceptibles de modificaciones rápidas. En las relaciones personales renuncia a los compromisos profundos, su meta es ser independiente afectivamente, no sentirse vulnerable. Así pues, la posmodernidad no admite fácilmente el monoteísmo (un Dios, una fe, un bautismo), porque profesar este es tomar en serio la gravedad de lo real, admitir que las cosas tienen peso ontológico, comprometerse con la existencia, convertir el mensaje evangélico en militancia. Por tanto, resulta difícil para la sociedad actual aceptar un mismo credo para todos, con todo lo que ello significa. Bien es cierto que no existe una actitud de rechazo, pero no siempre es acogido en toda su profundidad. 2. EL CREDO, TAREA DE LA CATEQUESIS. Sin embargo esta es la tarea fundamental de la catequesis. La catequesis arranca de la vivencia de la propia fe, y de esa vivencia surge la necesidad de transmitirla a otros, que harán el recorrido hasta confesar vitalmente la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; es decir, la catequesis debe ayudarnos a «conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo» (DGC 85). Así pues, «la catequesis es esa forma particular del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe: la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (DGC 82). Por lo tanto, toda catequesis ha de tener claro que la confesión de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es el punto hacia el que siempre tiene que apuntar, y no sólo desde la mera teoría, sino desde la vida. El catecúmeno debe llegar a confesar como san Pablo «ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí» (Gál 2,20). Habrá que tener en cuenta que esta confesión de la fe, si bien ha de ser proclamada de modo singular y personal, no es menos cierto que ese «creo» se hace en el seno y en relación con toda la Iglesia, nos une a toda la Iglesia. Por tanto, el «creo» y el «creemos» no se excluyen, sino que se implican (DGC 83). La confesión personal de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos hace vivir en comunidad, como Dios mismo es comunidad. 3. CRITERIOS ORIENTADORES. La catequesis no debe utilizar la confesión de la fe, el credo, como algo marginal, ni como algo que aparece como un meteorito, sino como expresión de la propia vida. La catequesis ayudará a descubrir el sentido profundo del credo y todo lo que este implica. La catequesis debe ayudar a tomar conciencia de que el credo no es algo privado, como no lo es la fe, sino algo comunitario; es al mismo tiempo una realidad personal y eclesial. La vivencia del Credo es todo un proceso que inicia «el que, por el primer anuncio, se convierte a Jesucristo y le reconoce como Señor... ayudado por la catequesis» y «que desemboca necesariamente en la confesión explícita de la Trinidad» (DGC 82). En el credo están las verdades más relevantes de la fe católica, pero ello no significa que este agote todo el mensaje cristiano. La confesión de la fe no es sólo algo teórico, sino que implica una vivencia de la fe de forma integral, en todas las dimensiones de la vida. La confesión de la fe debe llevar a una vida nueva, en relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como a un compromiso con el reino de Dios. Para ello serán necesarios catequistas que tengan claro que lo suyo no es hacer sólo una pandilla de amigos, ni transmitir sus ideas, sino el mensaje cristiano, de

forma completa e integral, que se nos transmite a través de la Iglesia, de quien recibe la misión; una misión que implica también un testimonio y una vivencia de la fe, para poder ser un auténtico instrumento al servicio del encuentro del hombre con Dios. La confesión de fe es algo que se va haciendo progresivamente, por lo que se debe celebrar de forma litúrgico-catequética con algún signo o símbolo que exprese el crecimiento de la fe.

VII. Proyecto de una catequesis sobre el credo Para elaborar un proyecto de catequesis sobre el credo, es necesario tener en cuenta los siguientes elementos: a) Objetivos generales: Ofertar un proceso en el cual los niños, jóvenes y adultos vayan haciendo un camino, al final del cual sean capaces, en la medida de sus posibilidades, de vivir, entender y proclamar la fe en el Dios de Jesús. Profundizar en la propia fe, descubriendo la grandeza de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ayudar a tomar conciencia de la hondura que tiene el decir que creemos, y lo que ello supone de compromiso para nuestra vida personal y comunitaria. b) Aspectos metodológicos: Los objetivos que acabamos de presentar son para todos: niños, jóvenes y adultos. Sin embargo, queda claro que no a todos se les pedirá igual profundidad. En los niños se buscará la sencillez y la concreción en los temas a desarrollar, y en los jóvenes se tendrán en cuenta sus inquietudes e interrogantes, como también en los adultos, para los que se prestará especial atención a la religiosidad popular. En todos ellos destacamos la importancia de la propia vida. Queremos plantear una catequesis del credo que arranque de la propia vida del catecúmeno. Por ello presentamos tres propuestas distintas, según edades y situaciones. 1. EN LA INFANCIA. Presentamos una propuesta en tres etapas bien diferenciadas: de 3 a 7 años «Creo en Dios Padre; de 7 a 9 «Creo en Jesucristo»; de 9 a 11 «Creo en el Espíritu y la Iglesia». La etapa de la preadolescencia, o sea, de 11 a 14 años, es una etapa compleja que debe ser menos catequética y más de educación en valores y por eso no la incluimos aquí. a) De los 3 a los 7 años es la etapa de lo que llamamos el despertar religioso, en el cual el niño va captando a Dios a través de la grandeza y de la belleza de la creación o del amor que percibe en las personas más cercanas. Sin embargo, en esta edad, el niño sólo puede vislumbrar lo que es Dios. En esta etapa se deberá enseñar al niño que Dios en un Padre bueno que nos quiere mucho, así como a descubrir que todo es un regalo maravilloso de Dios, que él lo hizo todo y que también nos hizo a nosotros. Será importante en esta edad iniciar al niño en el mundo de los símbolos, de los gestos y de los signos que expresan ese cariño de Dios Padre. b) De los 7 a los 9 años es la etapa destinada a la iniciación en la fe en la que el niño empieza a razonar las intenciones de Dios, su fe se va haciendo más consciente y con más conocimientos sobre Dios, del cual destaca los atributos de grande, fuerte, bueno... La memorización de oraciones o del mismo credo le resulta relativamente fácil. Sin embargo, es bueno que esa memorización vaya acompañada de catequesis a través de los aspectos concretos, porque el credo no es algo abstracto y por tanto ininteligible. En esta etapa se hará especial hincapié en descubrir a Jesús como ese amigo que nunca falla, que siempre está a nuestro lado, que nació de la Virgen María y que siempre hizo el bien a todos, sobre todo a los más necesitados, que dio su vida por amor a nosotros y que resucitó y está junto a su Padre Dios, que también es nuestro Padre. c) De los 9 a los 11 años es la etapa llamada de la infancia adulta, apropiada para hacer la primera síntesis de fe, donde el niño es capaz de interiorizar y personalizar el ser de Dios. Tiene ya

capacidad para abstraer y relacionar, así como para hablar con Dios, y sobre todo con Jesús, de una forma más personal. A esta edad ya es capaz de hacer pequeñas opciones y gusta del grupo. Será importante en esta etapa ayudar al niño a tomar conciencia de que Dios le ama y siempre le perdona, y de que nunca le abandona, sino que está siempre a su lado a través de su Espíritu, alentándole y dándole fuerza para seguir adelante, y de que todos los que formamos la Iglesia somos el grupo de los amigos de Jesús, con quien un día viviremos todos. 2. A LOS ADOLESCENTES Y JÓVENES. La cultura posmoderna marca en gran medida al joven de hoy con su afluencia de informaciones y su invitación a los cambios rápidos. Esto dificulta en gran medida la vivencia de la fe en profundidad y para siempre. No cabe duda de que el joven de hoy conecta con muchos de los valores del evangelio, como la libertad, la fraternidad, el amor, la justicia... Pero raras veces se siente con fuerza para hacerlos realidad en su vida en todo momento; más bien es capaz de compaginar estos valores con otros totalmente opuestos. En este sentido una catequesis que tenga como base el credo deberá tener en cuenta los valores de los jóvenes de hoy, y al mismo tiempo es necesario ayudarles a que sean capaces de ir haciendo pequeñas confesiones de fe, pequeñas opciones en la vida, que le vayan capacitando para confesar la fe de forma madura. Será importante que el grupo vaya expresando su fe a través de sus pequeñas síntesis que expresen lo que es su vida. Entre los contenidos debemos destacar la figura de Dios, que nos lo ha dado todo, que se hace hombre en Jesús, que vive libre ante toda atadura, que anuncia el Reino, que es un Reino de amor, de justicia, de fraternidad, de perdón. Jesús, que da su vida por amor a nosotros y que resucita. Ese mismo amor se manifiesta hoy en la Iglesia a través de su Espíritu, en espera del encuentro definitivo con Dios. 3. A LOS ADULTOS. Los adultos son los destinatarios fundamentales de toda catequesis, debido a que pueden vivir la fe de una forma madura, y al mismo tiempo tienen mucha responsabilidad en la educación de las futuras generaciones en esta fe. Sin embargo, esta fe se tambalea ante la escasa formación religiosa, los interrogantes que plantea la sociedad actual o la misma comodidad, que invita a no comprometerse de forma definitiva. A ello hay que unir el crecimiento del ateísmo y sobre todo la indiferencia y la proliferación de las sectas. Todo ello hace cada vez más difícil la formación en la fe de la Iglesia que proclamamos en el credo. En este sentido, una catequesis de adultos desde el credo debe servir para descubrir a Dios como el autor de la vida, que da sentido a nuestra existencia y camina siempre a nuestro lado. Nuestra fe en él es una fe que implica una actitud nueva ante Dios y ante la vida y un compromiso en la Iglesia por la construcción del reino de Dios, que ya está aquí entre nosotros y que un día será definitivo. Los contenidos podrían ser: Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, que nació de María, que pasó haciendo el bien, acercándose sobre todo a los más necesitados, que murió, resucitó y está a la derecha del Padre, y que vendrá a juzgar al fin de los tiempos. Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna. BIBL.: AA.VV., La formación de las confesiones de fe: continuidad y renovación, Diálogo ecuménico XX, 68 (1985); BREKELMANS A., Profesiones de fe en la Iglesia antigua: origen y función, Concilium 51 (1970) 33-41; Co-LLANTES J., La fe de la Iglesia Católica, 4 BAC, Madrid 1995 ; CURA ELENA S. DEL, Símbolos de fe, en PIKAZA X.-SILANES N. (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1292-1307; GARCÍA CORTÉS C., Confesar nuestra fe cristiana común, Pastoral ecuménica 30 (1993) 25-44; GROPPO G., Símbolos de fe, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 753s.; JOSSUA J. E., Signification des confessions de foi, Istina 17 (1972) 48-56; KELLY J. N. D., Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; KÜNG H., Credo. El símbolo de los apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo, 2 Trotta, Madrid 1996; LUBAC H. DE, La fe cristiana, Secretariado Trinitario, Salamanca 1988 ; MARTHALER B. L, Creeds, en The ' New Dictionary of Theology, Glazier, Wilmington (EE.UU.) 1987, 259-264; NADEAU M. T., Foi de l'Eglise. Evolution et sens d une formule, París 1988; PAPANDREU D., ¿Es conveniente una confesión de fe ecuménica?, Concilium 138 (1978) 74-77; PETERS A.,

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Carlos García Cortés Luis Otero Outes y Jesús Andrés López Calvo

SIMBOLOGÍA Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. ¿Qué es el símbolo? II. Lectura religiosa de la realidad: 1. Experiencia de vertiente horizontal; 2. Experiencia de vertiente vertical. III. Espacios de presencia del elemento simbólico: 1. Símbolos del proceso de despertar religioso; 2. Símbolos de la primera evangelización; 3. Símbolos catequético-bíblicos; 4. Personajes catequético-simbólicos en la Biblia; 5. Recursos catequético-simbólicos en el evangelio; 6. Símbolos litúrgico-sacramentales; 7. Símbolos de la Iglesia en el Vaticano II. IV. Recuperar el lenguaje simbólico en la catequesis.

La catequesis como experiencia religiosa es al mismo tiempo un hecho humano y divino, vivencial, cultural, ritual, celebrativo, testimonial, personal y comunitario. Por eso, la acción catequética, al arrancar de la realidad y del ser humano, requiere diversos lenguajes para ser modo de vida y experiencia trascendente. Un lenguaje fundamental es el de la sensibilidad simbólico-celebrativa. Es la preparación a la expresión oral y celebrativa. Es muy difícil experimentar la fe cristiana sin sensibilidad significativa y sin mediaciones simbólicas. Ambas se encuentran en la misma realidad y en su lectura profunda. Si no hay símbolos sin realidad, tampoco hay experiencia cristiana sin símbolos. Resulta muy peligroso verbalizar y racionalizar la fe cristiana, pues la empobrece, ritualiza, manipula, aísla. Gracias a la sensibilidad simbólica, la experiencia se hace más llena del misterio, de sacramentalidad, de encuentro gozoso y comunitario. Un largo abanico de mediaciones simbolizadoras nos permitirá percibir una nueva experimentación del hecho cristiano.

I. ¿Qué es el símbolo? En primer lugar, tengamos muy en cuenta que el ser humano es un ser fundamentalmente abierto a una realidad radical y última (persona absoluta), que constituye la instancia definitiva (misterio). Las personas tenemos una clara evidencia de nuestra finitud esencial. No podemos ser Dios, pero sí ser de Dios, ser para Dios. Y ese misterio trascendente hacia el que tendemos, lo tratamos de experimentar mediante las mismas mediaciones (signos) que nos humanizan, pues en ellas percibimos la presencialización del misterio que nos diviniza. Ofrecemos un elenco de mediaciones que pueden ayudar a divinizar a las personas y a sacramentalizar el misterio. Cada persona es cuerpo, cerebro, corazón y espíritu, y nada importante podrá alcanzarle si no afecta a todo su ser; así la persona espiritualiza lo corporal y corporaliza lo espiritual. Es en esta experiencia donde aparecen el signo y el símbolo, que es una especie de corporalización de todo lo que pertenece al terreno del espíritu, de lo religioso.

Llamamos signo a una entidad-realidad que remite a otra y que la indica. La mayoría de los signos que utilizamos los hemos creado los humanos y por eso los llamamos convencionales. Para eso basta con conocer el código para comprender su sentido. También las palabras que utilizamos son signos convencionales. Hay distintas clases de signos: 1) Signos naturales, que nos vienen dados por la naturaleza misma: el humo, signo del fuego; la huella, signo del paso... 2) Signos convencionales, que los elegimos las personas y los organizamos según un código: signos de cortesía, de amistad, de tráfico... 3) Signos simbólicos, que son aquellos elementos naturales a los que la persona pone una función-sentido más pleno; es un medio de relación, de comunicación. En estos casos, los signos remiten a otra realidad totalmente diferente, y ello se lleva a cabo mediante una acción simbóli ca exterior (ver, tocar, oler, oír, gustar, contemplar) e interior (sensibilidad, emociones, admiración, apertura). En este último sentido significativo, la realidad simbólica resulta un medio de comunicacióncomunión, una mediación de unión. Así el símbolo se sirve de una realidad sensible para indicar (referir, remitir, mediar) la existencia de algo que no se percibe por los sentidos. Etimológicamente, la palabra símbolo viene del griego simbalero, que significa: poner con, reunir; remite a una contraseña; por ejemplo, el fragmento de una moneda o de una medalla partida que sólo cumple su misión cuando vuelve a juntarse con la otra mitad separada. El término opuesto al símbolo es diabolos, que divide. El símbolo era un medio utilizado antiguamente por dos pueblos o países aliados: se rompía en dos una pieza redonda de tierra cocida o cobre, y cada pueblo se quedaba con una mitad. Cuando uno de los pueblos tenía un mensaje que comunicar a su aliado, daba su mitad a un mensajero que llevaba la noticia; si, a su llegada, la mitad que el mensajero tenía se unía con la otra, se estaba seguro de que este mensajero venía de la ciudad aliada. Tenemos un ejemplo curioso en el libro de Tobías: «Entonces Tobías respondió a su padre: "Haré todo lo que me has mandado, padre; pero, ¿cómo recuperaré la plata si él no me conoce ni yo a él? ¿Qué señal le daré para que me conozca, me crea y me la dé?". Tobit le respondió: "Gabael y yo firmamos un contrato y lo partimos por la mitad; cada uno se quedó con una parte, y yo le di la plata"» (Tob 5,1-3). El símbolo presupone una escisión originaria, una autolimitación original, como en el caso del niño o la niña que, tras haber vivido en una unidad interna con su madre, comienza a ser dividido de ella; pero en muchísimos gestos de mutua dependencia vivirá una experiencia de afecto simbólico, que le permitirá llamarla madre y sentirse al mismo tiempo hijo o hija. No cabe ser madre sin ser hija al mismo tiempo, y a la inversa. Lo propio del símbolo consiste en abrir un espacio lógico en el cual adviene al fin (en el fin) la sutura que restaura lo escindido; lo cual presupone la creación de un escenario que posibilite el encaje (encuentro y reconocimiento) entre las dos partes del símbolo (simbolizante y simbolizada). El símbolo es la forma lógica que corresponde al ser del límite. Lo propio del símbolo consiste en su capacidad por unificar lo escindido, en relacionar toda la realidad de la vida, tanto la visible como la invisible. En ese horizonte se consuma el símbolo como correlación entre sus dos naturalezas fundamentales: el Creador y la criatura; el Misterio origen y la creación misteriosa (entre su forma sensible y lo que esta simboliza).

El símbolo es una mediación entre la trascendencia de Dios Padre y nuestra condición histórica y mundana. En la primera evangelización y en la catequesis, los símbolos tienen la función de ser mediación religiosa del ser humano con el misterio. Por eso, religiosamente hablando, el símbolo es un lenguaje más comunicativo que conceptual. Es el epicentro de un dinamismo realizador de la interrelación comunicativa entre Dios y las personas. La sensibilidad para los símbolos supone, en todo ser humano, el trascender, abrirse, contemplar, adentrar, dejarse abrazar, enamorarse, ser celebrativo. Ellos son el centro de la vida profunda del ser humano; revelan los secretos de lo inconsciente, nos abren a lo desconocido, misterioso, infinito, pleno. Podríamos afirmar que un maravilloso mundo de símbolos vive en nosotros y que vivimos en un mundo inmenso de símbolos que nos abrazan. De hecho, los símbolos revelan velando, y velan revelando. Lo que sí está claro es que el símbolo necesita del signo para provocar resonancias; pero el símbolo ejerce, además, una acción que nos va transformando en nuestro interior; está cargado de afectividad y dinamismo. El signo es como algo continuo a nuestro ser humano. El símbolo supone una ruptura de plano, una discontinuidad, un pasar a otro orden nuevo con dimensiones múltiples. El símbolo nunca suprime la realidad; permanece en la historia, pero le añade una dimensión nueva, que es la verticalidad, la altura, lo infinito. En la práctica, el símbolo aleja lo que está cerca y acerca lo que está alejado, de manera que el sentimiento pueda captar lo uno y lo otro. Por eso, el símbolo afecta al logos (palabra visibilizada, gestual, arraigada en el sustrato humano) y al sentimiento. Su finalidad es formar conciencia del ser humano en todas sus dimensiones del espacio y del tiempo, de su proyección al origen y al futuro. Pone en comunicación la extensa línea del pasado, del presente y del futuro (evoca y rememora). El mundo de los símbolos es inmenso; agrupa múltiples dimensiones; ellos expresan y aúnan realidades distantes; relacionan tierra-cielo, espacio-tiempo, hoy-eternidad, inmanentetrascendente, conocido-desconocido, visible-invisible, consciente-inconsciente, materia-espíritu. Esta gama de manifestaciones o epifanías simbólicas es la que vivencializa la experiencia religiosa. Los símbolos crean vida, siempre que esa relación-unión sea desinteresada. De lo contrario, los símbolos mueren, y cuando faltan la gratuidad y la socialización, quedan sin interpretación, se materializan en ritos fríos.

II. Lectura religiosa de la realidad Cada mañana la luz nos abre las ventanas de la vida y la realidad se hace sorpresa y presencia para los humanos. Gracias a la observación contemplativa por nuestra parte, estas realidades, unas pequeñas y otras grandes, vistas a la luz y atrayentes por su color, van recibiendo el nombre que las personas les reflejamos. Y cada vez que les damos nombre, les damos una existencia válida para nuestra vida. En ese contexto de nombres humanizados, las personas nos orientamos tratando de dar el sentido más pleno a nosotros mismos, a los demás y al entorno que nos envuelve. Esta es, precisamente, la lectura significativa de la vida, que los humanos vamos experimentando para saber vivir, para saber elegir lo mejor, para lograr la máxima relación y encuentro con cuanto nos rodea.

Esta lectura significativa no se improvisa; es un aprendizaje que hemos de saber vivir e interpretar con plena lucidez. Renunciar a hacerlo, es renegar de la vida y dejarnos desaparecer en la negatividad de la oscuridad, reduciéndonos a la soledad y al sin sentido. Debemos saber ser y vivir de las manos de cada día. Esa vida y ese día que Alguien nos ha confiado, con cariño y sorpresa, están llenos de alfabeto religioso. Nada es neutro. Nada es sin sentido. Todas las realidades están expectantes a ser descubiertas por la persona para que sea más persona; es decir, para que su verticalidad sea como el árbol de la vida, que produce en cada momento histórico frutos de vida. La vida humana, la vida del cosmos y la vida de la tierra, son una realidad llena de relaciones. Cuando el ser humano sabe acogerla positivamente y trabajarla con su iniciativa de apertura y encuentro es la casa del hombre vivo. En ella hemos nacido, pero no creados en su superficie, sino en su profundidad cargada de misterio. Ese misterio profundo se nos ha revelado en las sabanas (superficie) de la tierra para que, caminando sobre ella, vayamos dando nombre, dando significación de encuentro con el misterio. Y es que dar nombre es convertir todo en vida. Es cierto que un día, tras múltiples experiencias de encuentro mediante lazos simbólicos religiosos, nuestro cuerpo volverá a ser enterrado, pero no en manos de la tierra misma, sino del Misterio que nos creó y que nos ha abrazado a lo largo de la vida. Y ese primer símbolo, que nos creó y nos confió a la suerte de nuestra originalidad histórica, volverá a reencontrarse definitivamente para ser en el Misterio-Amor sin fin. Pero esta realidad donde residimos los humanos necesita ser experimentada y celebrada —en sus vertientes horizontal y vertical— en un proceso de identidad y superación escalonadas. 1. EXPERIENCIA DE VERTIENTE HORIZONTAL. La primera percepción real de las cosas la notamos cuando, gracias a los rayos solares del amanecer diario, contemplamos cuanto hay delante, vemos a los demás y desde todo ello nos vemos a nosotros mismos. Podríamos quedarnos fijos como en un sillón percibiendo la vida desde la mera lógica o razón, diciendo palabras, definiendo, clasificando, seleccionando, etc. Todo como si tuviera un solo relieve, tal como lo percibimos en la televisión. Pero no es precisamente esa la originalidad humana. Las personas somos tales, al percibir la realidad en su totalidad, desde una lectura íntegra. Y para alcanzar una lectura íntegra de las realidades, conviene que experimentemos progresivamente estas percepciones: 1) Observar la realidad, tal como se nos ofrece, mediante nuestros ojos; contemplando primero su totalidad, y luego, parte a parte, con todas sus sorpresas. Esta experiencia observativa nos hace sentirnos, como quien se sumerge en una piscina, revestidos de vida, abrigados en la vida. De este modo, la realidad ya no es fija, sino cercana y dialogal. 2) Percibir esa realidad con todas sus variedades y colores supone percatarnos del grado de absorción de luz de que disponen. Sus relieves, para saber tomar, moldear, pulir, actuar. Sus partes duras y blandas, para saber crear una corporeidad humanizada, similar a nuestro propio misterio humano. De este modo, la realidad resulta cambiante, mejorable, perfeccionable. 3) Sentir humanamente esa experiencia. El tacto nos permite percibir una sensación. Nuestros dedos tienen experiencias diversas: el dedo pulgar crea relación de fidelidad con cuanto palpa; el índice, alcance y sencillez, y los otros dedos ofrecen una relación diversificada en alianza. También nuestros pies perciben infinidad de percepciones táctiles. El pie tiene cuatro espacios de caminante y de encuentro: el talón para apoyar; la cavidad intermedia, para adecuarse al subsuelo; la base de los dedos para orientar, y los dedos mismos para firmar el encuentro. De este modo, nuestro interior interpreta, acoge y abraza la vinculación afectiva y misteriosa de la realidad experimentada. Así, la realidad se deja querer, ordenar a nuestra iniciativa. Y el ser humano ama con afán de encuentro-amor. 4) Sufrir dicha experiencia. Así como el cemento y la arena, al ser bañados por el agua, se disponen para adquirir la forma elegida y solidificarse, también la realidad visible espera a que nuestro sudor, lágrimas, esfuerzos,

cansancios, generosidad y desgaste la maduren para ser alimento vital. De modo similar a los ciclos de la naturaleza, junto a las percepciones, gozos y logros, también el sufrimiento resulta necesario a la experiencia humana. De este modo, mediante el sufrimiento o consentimiento de la vida, todo se convierte y transforma en esperanza, superación, nueva oportunidad, nuevo encuentro. 5) Disfrutar la experiencia. El disfrute no es sólo la obtención de un bien, de un precio o de un valor. El disfrute lo experimentamos al humanizar la realidad; al darle nuestra identidad y al recoger la suya, en el proyecto que el Misterio nos ha impreso, la relación se convierte en bien, gozo, felicidad. Ese encuentro mutuo es el más humanizador. Pero si sólo hacemos valer el criterio de la posesión y el dominio, de la manipulación a nuestro arbitrio o de la destrucción a nuestro antojo, nada vale en la vida, pues nos convertimos en seres destructores, malos. De este modo, mediante la humanización de la realidad —materia y forma— la vida resulta gozosa, feliz, compartible en agrado fecundo. 6) Equilibrar la experiencia. Si miramos a nuestra configuración corpórea, pronto percibimos el equilibrio de todos sus elementos: por una parte, entre el vértice superior (mente y razón), el vértice medio (los sentidos para la relación) y el vértice i nferior (los sentidos para la acción). Y todo ello, sostenido en verticalidad por el tronco y la médula unida al cerebro. Por otra parte, equilibrio entre los sentidos pares: manos y brazos, ojos y oídos, olfato y labios, rodillas y pies. Resulta muy similar el equilibrio de la realidad, dotada de elementos cósmicos y de elementos telúricos. Similar es también la combinación de la luz y el agua, de la tierra y las rocas, de los valles y las montañas. Todas son necesarias, se deben mutuamente. Pero todas mantenidas en armonía y equilibrio. Es de este modo como las personas tenemos una vocación muy concreta de administrar felizmente toda la creación. Toda ella es para todos. Dispone de bienes para todos, pero justamente participados, fraternalmente disfrutados. 2. EXPERIENCIA DE VERTIENTE VERTICAL. Nos queda aún por abordar la parte más excelente de nuestra simbología humana: aquella que emana de nuestras actitudes profundas. Este es el espacio más propio de nuestra humanización. Y esta experiencia ha de ser consciente por parte de uno mismo y de los demás. Nadie puede asumir por otros. Todos lo hacemos en bien de todos. Todos elegimos lo mejor para los demás, al decidir lo mejor para uno mismo. Y en este terreno la decisión personal o grupal procede de todo el ser humano. Si lo hacemos tan solo por la razón, descuidando la relación y la acción, nos vamos neutralizando. Todos somos deudores unos de otros, desde la verdad y desde el bien mutuo. Veamos a continuación diversos pasos evolutivos para una educación simbolizadora y plena de nuestras actitudes: 1) Personalizar cuanto percibo y asumo. Es decir, actuar conscientemente, responsablemente. No por mero gusto, ni por dar una buena imagen. Eso equivale a renunciar a ser persona. Yo sé que tengo un nombre, en la medida en que doy nombre consciente a todo eso de lo que participo. Cualquier forma de masificación nos destruye y perdemos nuestra conciencia, y eso es como perder los ojos de la vida. 2) Asumir la realidad tal como llega es saber ser con cuanto soy y dispongo. No es precisamente la mera conformidad, pues dejaríamos de luchar, de superarnos. Más bien se trata de tomar con gozo todo lo que somos y hacemos y lanzarnos a caminar junto a los demás, con el fin de sumarnos y de sumar nuestras iniciativas. 3) Comprender la realidad. La preposición con, que va precediendo a tantas expresiones, nos invita a estar con, trabajar con, vivir con, amar con, sufrir con, creer con, celebrar con, compartir con... 4) Encarnarnos en la realidad. Al igual que nosotros tenemos la forma de personas gracias a la carne (sentidos, músculos, huesos y vísceras), así también nuestra originalidad humana puede adentrarse en todas las realidades creadas y, de modo especial, en la realidad de las demás personas. Nuestro máximo bien es el otro. Nuestra máxima alegría es el aunar ambos corazones. Nuestra salud es más valiosa al atender a un enfermo. Nuestra vista es más valiosa al acompañar a un ciego. Nuestras manos son más valiosas al compartir todo con el que nada tiene. Y esta experiencia actitudinal es una de las simbolizaciones más festivas y gozosas. 5) Trascender la

realidad. El sol es presencia de luz, pero a su vez es camino. De modo similar, las personas somos los seres más maravillosos, viviendo la relación con el que nos ha creado. Trascender equivale a buscar nuestro abrazo con nuestro origen, con nuestro Padre. Trascender sólo se hace tras haber avanzado en las actitudes anteriores. Nadie puede trascender solo. Aunque cada ser humano es distinto y original, todos participamos de la misma fuente; todos tenemos un origen y una meta comunes. Somos como las diversas formas de fruto del mismo árbol. Somos un signo (sacramento) del Misterio. Y cada vez que trascendemos a la fuente, somos más humanos, más fraternos, más hermanos e hijos. 6) Elegir un modelo humanizador. Así como las realidades tienen una fuente común, también las personas, para poder acceder a dicho origen común, hemos tenido la suerte de que el mismo Creador se nos ha revelado en su propio Hijo Jesús. En él tenemos la ética del camino a seguir, mediante el programa de las bienaventuranzas. En él tenemos el objetivo de nuestra realización última: ser hijos y hermanos en esta tierra, vivir amando. Jesús ha dado las respuestas más plenas a las preguntas humanas. La palabra última no la tiene el pecado, la injusticia, la violencia, el egoísmo, el poder, la mentira, el mal, la muerte, la soberbia, el dinero... Sólo la tiene el amor, el perdón, la salvación, la fiesta compartida, la vida..., celebradas desde el don de Dios Padre. El es la Fiesta plena. El experimentar la relación simbolizada de su Amor nos lleva a su Pascua total: vivir siempre en relación Creador y creaturas, Padre e hijos.

III. Espacios de presencia del elemento simbólico «La comunicación de la fe en la catequesis es un acontecimiento de gracia, realizado por el encuentro de la palabra de Dios con la experiencia de la persona, que se expresa a través de signos sensibles y finalmente abre al misterio» (DGC 150). Propiamente el símbolo está emparentado con diversos enfoques del hecho evangelizador y catequético: 1) como mediación que facilita el encuentro con el misterio trascendente; 2) en la celebración de la fe como lenguaje de expresión preferente; 3) en la celebración del misterio cristiano, como referencia de la mediación trascendente; 4) en los lenguajes de la catequesis: los símbolos; 5) como referencia del símbolo codificador del credo apostólico (proposiciones breves del contenido de la fe cristiana); 6) en la traducción de las actitudes de testimonio de fe en la iconografía y en todo el arte cristiano. Dado que aquí nos interesa engarzar las posibilidades de encuentro entre la catequesis y el símbolo, pasamos a exponer el lugar mediacional que tiene el símbolo. La catequesis es una experiencia de fe vivida, ritualizada-celebrada en el día a día. Lo sagrado, los símbolos, el rito, el sacramento, son expresiones que conducen a la fe en Dios Padre. Cada una de estas expresiones motiva y media el encuentro plenificante entre los seres humanos y Dios Padre. Es un camino progresivo de fe y encuentro entre la trascendencia de Dios y nuestra condición histórica y humana. Lo sagrado es la primera percepción del misterio. El símbolo es una mediación comunicativa del ser humano con el misterio. El rito es la forma concreta de esa comunicación religiosa. Y el sacramento es la celebración eficaz de ese encuentro de fe. Actualmente la iniciación en la fe cristiana, teniendo en cuenta la situación de secularización y de ofertas múltiples de vivencia religiosa, está planteada en línea de la nueva evangelización. La iniciación a la experiencia cristiana supone un largo proceso que en cada ser humano tiene su propio ritmo y adhesión libre. Lo afirma la Conferencia episcopal española cuando dice que la iniciación cristiana «se lleva a cabo en el curso de un proceso... [en el que] los que acogen el mensaje divino de la salvación, atendiendo a la invitación de la Iglesia, son acompañados... hasta la madurez cristiana básica» (La iniciación cristiana [IC], 12; cf 19-21).

Veamos: 1) Comienzo con el llamado despertar religioso, cuya finalidad es abrir al Misterio desde las mediaciones más cercanas a la vida. 2) Una vez descubierta su necesidad de dependencia religiosa, tiene lugar la primera aproximación al mensaje cristiano, o primera evangelización, donde se comienza a descubrir la vinculación de las realidades propias del hombre con Dios Padre, utilizando un lenguaje familiar, natural. 3) La fase anterior, libremente madurada, da paso a la catequesis propiamente dicha, en la que el catecúmeno precisa de un grupo experiencial y de una comunidad que le acompañe; en este camino vivencial de la fe en Jesús (adhesión y seguimiento), las mediaciones de fe son evocadas desde la Biblia (símbolos de la historia de la salvación) y desde la liturgia sacramental (sacramentos de iniciación). 4) Finalmente, una vez incorporado a una comunidad cristiana (Iglesia), el creyente avanza compaginando, al mismo tiempo, la celebración de los sacramentos, el ser sacramento, el testimonio, la misión, la profecía, el envío. 1. SÍMBOLOS DEL PROCESO DE DESPERTAR RELIGIOSO. Sin pretender abarcar toda la gama de símbolos posibles, presentamos un abanico de mediaciones, evocadas por el personaje central, que es el niño: a) Mediaciones naturales: 1) Los fenómenos que podemos percibir en la creación (edén religioso para el ser humano): todos los seres se nos aparecen en un orden admirable: día y noche, luz y oscuridad, frío y calor, montes y valles, arroyos y fuentes, ríos y mar, olas y arenas, hojas y flores, ramas y tronco... Todos los seres, que expresan vida, exponen a su Creador y Cuidador: el encanto asombroso, variado, bello y oloroso de tantas flores, la formación tan equilibrada y coherente de cada árbol y la espacialidad de los árboles entre sí, la constitución de los peces tan preparados para vivir en aguas saladas y dulces, la vida de tantos animales (aves, insectos...) que sin sembrar se alimentan, viven y reproducen, la convivencia de animales tan variados... Todos los seres expresan no una hermosura propia sino hermosura-reflejo de Alguien misterioso: Alguien se recrea en cada una de ellas; todas son espejo de la belleza primera que las crea y recrea; son huellas de Alguien misterioso... Todos los seres nos han sido dados gratis. Nadie nos pasa recibo por su presencia misma, más bien se nos invita a vivir con talante de gratuidad... Todos los seres tienen una significación religiosa; nos refieren a Alguien misterioso... 2) Los fenómenos relacionados con los cuatro ciclos del año, como modelo del proceso evolutivo de la vida humana, son: La primavera: canto a la vida; explosión de la vida; sorpresa misteriosa; despertar a todo lo nuevo; preparación a lo desconocido; la hora de salir al aire libre, la hora de la luz y de la flor, la hora de la alegría y de la fiesta, la hora de levantar nuestras persianas, el milagro nuevo de cada día... El verano: madurez de la nueva vida (ser fruto, ser bienhechor); disposición de plenitud; todo revestido de amor; la extensión máxima de la luz y del tiempo (el sol vence a la s ombra), la persona como fruto de felicidad. El otoño: fase suprema de la vida. Madurar para darse, para hacer todo bien; hacer posible una nueva vida en los demás; momento de entrega total; saber envejecer; dar razón plena de lo vivido; dar ejemplo de esperanza. El invierno: el tiempo y el espacio se hacen mudos por fuera para prepararse para lo nuevo. Saber dar paso para que entre lo nuevo; la hora del regreso a la casa del Padre; tiempo de interioridad; momento de evaluación global; momento feliz de gratitud... b) Actitudes y mediaciones de la creación y acción humana: Indicamos varias de estas actitudes o situaciones con algunos ejemplos de mediaciones simbólicas: 1) Agobios y ahogos: una agenda; amigabilidad fácil: balón, un sello de carta; camino y ruta: bastón, mapa, cantimplora; contagio, atractivo, agradable: colonia, caramelos; desconexión y aislamiento: interruptor; diálogos de mera razón: pantalla del ordenador. 2) Disposición de encuentro: llavero, el evangelio, una cruz sobre el pecho; espacio de vida, de sencillez: agua, fuente; espacios de encuentro: paraguas, manta, barra de pan; expresiones de vida, fecundidad: primavera, flor; encuentro humano: puente, mesa con asientos a su alrededor; generosidad y vocación al servicio: semilla, tiesto con tierra... 3) Iniciativas modestas pero eficaces: cerilla encendida, un piropo honesto; modelo y artista: barro, plastilina, escayola; insolidaridad: charco, arena seca, la radio, caravana de coches. 4) Oportunidad de

realización: ascensor, escalera para subir; proyecto de vida: papel blanco, espejo, volante de coche; orientación y horizonte: brújula, mapa; permeabilidad: esponja. 5) Regalos que cumplen: una flor, una llamada telefónica; regalos que llenan: un arbusto con raíces, una visita personal, una carta; relación y acercamiento: pañuelo, cuerda, manos enlazadas. 6) Saludos que arrastran: saludar mirando, saludar con gesto manual; sinceridad de expresión: besos, caricias; solidaridad: ramas y tronco, lagar, molino, granado; solidez, firmeza, cohesión: roca, granito, cemento...; sonidos que llaman: silbido, eco, aplausos...; sonidos que atemorizan: gritos, insultos. c) Mediaciones en los seres humanos. 1) Fenómenos de los espacios corpóreos: espacios únicos: cabeza, rostro, tronco, corazón; espacios pares: los ojos, los oídos, los labios, accesos del olfato, brazos, manos, rodillas, pies; espacios múltiples: los dedos de las manos, los dedos de los pies, enlaces de cada abrazo (bisagras), enlaces de los pies (bisagras-flexiones). 2) Fenómenos de los ritos de tránsito: En la infancia: embarazo; tiempo de gestación; nacimiento, abluciones; gestos de ofrenda al sol, a la tierra, al nuevo día; lactancia; elección del nombre; presentación ante los familiares; presentación ante la comunidad; contenido de ambos apellidos; vestidos afectivos, percepciones táctiles; dar de comer y beber; sonorizaciones, expresiones y cantos; comunicación visual; comunicación labial y besos; primer aprendizaje de andar; pasear en los brazos, al hombro, a la espalda; caminar al ritmo del niño; presentación de la creación y sus nombres; presentación de los amigos, vecinos; iniciación a la cultura y sabiduría popular; experimentación del trabajo y de sus frutos; compartir de la misma mesa; compartir en un mismo trabajo; celebraciones de fiestas: aniversario; contagio de las vivencias religiosas; ayudar a razonar, a encontrar la verdad común, a evaluar y ser responsable; aprender a felicitar y ser felicitado, a dialogar, escuchar y callar; disfrutar de la gratuidad, la fiesta; compartir esfuerzos, dolores, limitaciones... En la pubertad: cambio de ropa; dejar atrás formas de infancia; apertura a las sorpresas corporales; conocimiento de la sexualidad; los amigos, las amigas; estudiar, jugar, competir en grupo; elección de amigos preferidos; experiencias de flirteo; gustos, hobbies, elecciones, rechazos; conciencia de la propia libertad; experiencia del bien y del mal; integración en la sociedad, cultura, política, juego... En la juventud: energías físicas y morales; facultad de elegir, decidir, renunciar; experiencia de pareja; enamoramiento; compartir con los del otro sexo; poseer economía propia; búsqueda del trabajo; marginado de la escuela, del trabajo; creación de una nueva vivienda; integración de los valores fundamentales para ser-vivir; compartir las fiestas populares; plantear la vocación del matrimonio, del servicio; anuncio del noviazgo y del matrimonio; preparativos de la boda; compromisos sociales, económicos, laborales; rendir cuentas a la comunidad... Ante las limitaciones humanas: la experiencia del dolor; el paro; los accidentes laborales; la enfermedad; el mal, el pecado; la soledad; la emigración y la marginación; la muerte; errores humanos; delitos personales... d) Mediaciones familiares/comunitarias: 1) Fenómenos en la paternidad/maternidad: nuestras alianzas; la convivencia/comunicación; diálogo/ escucha/respuesta; compartir la mesa; expresiones de cariño; el mutuo perdón; distribución de tareas; economía común; aprendizaje de funciones; programación familiar; la ofrenda/la consagración; la fertilidad/la esterilidad; siembra de nuevos valores; espacios de intimidad; espacios de fiesta; búsqueda de nuevos caminos; días de sequía/tristeza/impotencia/incomprensión; celebrar nuestras creencias; lectura común; experiencia de ser padres e hijos. 2) Fenómenos de la segunda paternidad/maternidad: madurar desde los hijos; entrega de responsabilidades; dejar en relevo nuestro puesto a otros; saber mirar siempre adelante; preferencias y celos; sentido del ahorro/gasto; nuevamente los dos solos; achaques; abriendo la ventana de la esperanza; sentido de nuestras vidas; fiados en manos del Misterio; contemplación de nuestro atardecer; abuelos y nietos; testigos del amor; agradecidos a la vida/familia/ convivencia/comunidad; equipaje para el último viaje sin retorno; esperar la hora de la vida/muerte; bendecir el Misterio siempre presente.

2. SÍMBOLOS DE LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN. a) Desde el sentido de la vida: propia aceptación/rechazo; vistiendo nuestra cabeza; vistiendo nuestra mirada; vistiendo nuestro lenguaje; vistiendo nuestras expresiones; vistiendo nuestro caminar; vistiendo nuestro amor y el de los demás; aprendiendo a andar; aprendiendo a peregrinar; aprendiendo a subir/bajar; aprendiendo a correr/saltar; aprendiendo a avanzar/parar/volver; mirando desde la luz/oscuridad; contemplando desde la profundidad/superficie; organizando la vida/sus etapas/ objetivos/logros; ayudados de la reflexión, estudio; responsable de la propia personalidad; valorando cada día los aciertos/errores/temores. b) Desde los problemas personales: la soberbia; la pereza/ comodidad/evasión; el egoísmo/egolatría/endiosamiento; sordos a la propia conciencia; cerrados al misterio; infidelidad/desconfianza/desamor; mentira/ disimulo/medias verdades; injusticias con bienes/personas/grupos; abusos físicos/psíquicos/morales; víctimas de la sociedad de consumo; irresponsabilidades; destrucción de derechos humanos; violencias/odio/exclusión. c) Desde los problemas sociales: el paro; la guerra; la violencia; dictaduras represivas; armamentos letales; la miseria, el hambre; el capitalismo; insumisión/objeción de conciencia; explotación de menores/sexual; violaciones/machismo; acaparación y acumulación de bienes; destrucción ecológica; negación de los derechos humanos; manipulación de los medios de comunicación; escuelas para el paro; ocio, droga, sida... 3. SÍMBOLOS CATEQUÉTICO-BÍBLICOS. a) En el Antiguo Testamento: la Biblia; la creación; el Paraíso, Edén; primeros hombres: Adán/Eva; el pecado/la serpiente/ la desnudez/el mal; los patriarcas; los profetas; los ángeles, arcángeles; Israel: el pueblo elegido de Yavé; los reyes; el destierro/ exilio; el Faraón; el éxodo; el Mar Rojo; la roca; las plagas; el creyente/ Abrahán; retorno a la Tierra de promisión; las tablas de la Ley; el Arca de la Alianza; el arca de Noé; el desierto; la ley de Moisés; la nube, el maná; el pecado personal, popular, real; ofrendas; sacrificios; el Monte sagrado; el Cordero pascual; el altar de las ofrendas; el templo de Jerusalén; las fiestas pascuales; el Mesías; los sacerdotes; el anticristo; los fariseos; los saduceos; los samaritanos; el sanedrín; los ancianos del pueblo; la ley del talión; el adulterio, la infidelidad; la torre de Babel; ídolos falsos; cautividad/liberación; circuncisión. b) En el Nuevo Testamento: Jesús de Nazaret, Cristo, Mesías, Hijo de Dios Padre, Hijo del hombre, Salvador; José y María; ciudad de Belén; Nazaret; el río Jordán; carismas; el cordero de Dios; enfermedad/curación: ceguera, parálisis, mudez-sordera; discípulos; apóstoles; el espíritu de Dios; la última Cena/memorial; milagros/signos de fe; misión de Jesús/enviados; el prójimo; el reino de Dios; las bienaventuranzas. 4. PERSONAJES CATEQUÉTICO-SIMBÓLICOS EN LA BIBLIA. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento están plagados de una relación religiosa mediacional entre el Ser superior y el ser humano. La experiencia bíblica nos revela que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18), y, sin embargo, se manifiesta al hombre a través de mediaciones simbólicas. Recordemos algunas de estas experiencias: Abel: presenta ofrendas agradables a Dios (Gén 4,1-7); Abrahán: el encinar de Mambré, noche estrellada, los tres hombres... (Gén 18,1-2); Adán y Eva: el jardín, el árbol, el paseo dia, rio... (Gén 2,17); Agar: esclava de. Abrahán que le engendró a Ismae£ (Gén 16); Ana, esposa de Elcaná, consagra a su hijo Samuel al Serio] (1 Sam 1). Caín: por envidia mata a sr hermano (Gén 4,1-8). David, rey ) poeta, hombre según el corazón de Dios (lSam 16s.); Débora: única mujer juez de Israel (Jue 4-5). Elías profeta: un ángel, una torta cocida, agua. la brisa (lRe 17-2Re 2); Eliseo, profeta sucesor de Elías, curó de lepra a Naamán (2Re 2-9); Esaú, hermana mellizo de Jacob, vendió a su hermano su primogenitura por un plato de lentejas (Gén 25-28); Ester, reina de Persia,

salvó al pueblo judío de la destrucción (Ester). Gabriel, ángel que transmitió mensajes de Dios a Daniel, Zacarías y María (Dan 8,16; 9,21; Lc 1,11-20.26-38); Gedeón, juez de Israel, derrotó a los madianitas, obteniendo la paz durante 40 años (Jue 6,11-23.36-39; 7,1-22); Goliat, filisteo gigante (3 metros de altura), fue muerto por David (lSam 17). Isaac, hijo prometido por Dios a Abrahán y Sara (Gén 21-22); Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, estéril, que dio a luz a Juan Ba utista siendo ya anciana (Lc 1); Isaías profeta: los serafines, la brasa (Is 6). Jacob, hijo de Isaac y Rebeca, padre de las 12 tribus de Israel (Gén 25-35); Jeremías: prototipo de vocación profética: lleno de poesía, prosa, parábolas en acción, historia y biografía (Jer); Jonás, profeta del amor y la solicitud de Dios (1Sam 13-14; 18-20); Judit encarna la piedad y fidelidad a Dios, la confianza en el Señor (Jdt). Lot, sobrino de Abrahán, salvado del castigo en Sodoma (Gén 11,31–19,29). Moisés, caudillo que liberó a los israelitas: la zarza ardiente (Ex 3,3). Noé y sus hijos: el arco iris (Gén 9,12); Noemí, suegra de Rut (bisabuela de David), viuda y sin hijos, cuida del nieto (Rut). Raquel, hija de Labán, esposa de Jacob: murió al dar a luz a Benjamín (Gén 29-30). Salomón, hijo de David y Betsabé, rey sabio de Israel, constructor del templo de Jerusalén (2Sam 12); Samuel, hijo de Elcaná y Ana, cuidado por el sacerdote Elí, juez de Israel (lSam 1-4); Sansón, juez de Israel, famoso por su fuerza (Jue 13-16); Sara, mujer de Abrahán y madre de Isaac (Gén 11-12). Zacarías: el ángel Gabriel le anuncia un hijo (Lc 1,11-13). 5. RECURSOS CATEQUÉTICO-SIMBÓLICOS EN EL EVANGELIO. a) Símbolos del vivir diario: adúltera: Jn 8,3-11; agua: Jn 4,10-15; árbol y frutos: Mt 7,15-19; arado: Lc 9,61-62; bodas: Mt 22,1-14; carne: Mt 26,26; casa: Mc 11,17; corazón: Jn 14,1; dracma perdida: Lc 15,8-10; el camino: Lc 1,76.79, Jn 14,6; fe de la mujer cananea: Mt 15,22-28; la hemorroísa: Mt 9,20-22; ceguera: Lc 18,35-43; cizaña: Mt 13,24-30; dinero: Mc 10,23-25; edificar sobre roca/arena: Mt 7,24-27; epulón y Lázaro: Lc 16,19-31; fermento: Lc 13,20-21; fuego: Mt 5,22; 18,8; higuera estéril: Mt 21,18-22; lepra: Lc 17,11-19; levadura: Lc 13,20-21; limosna: Mt 10,42; luz del mundo: Mt 5,14-16; minas/talentos: Lc 19,11-24; Mt 25,14-30; mostaza: Mt 13,31-32; ojo: Mt 6,22; pastor, rebaño, oveja perdida, pastos: Jn 10,11-29; pan de vida: Jn 6,48-52; puerta de salvación: Mt 7,13-14; red barredera: Mt 13,47-50; roca: Lc 6,47ss.; sal: Mc 9,49-50; salario: Lc 10,7; sembrador y semilla: Mt 13,1-9; sol: Mt 5,45; 24,29; tesoro y perlas preciosas: Mt 13,44-46; tierra: Mc 13,31; tinieblas: Jn 8,12; 12,46; trigo y cizaña: Mt 13,24-30; vid y sarmientos: Jn 15,1-11; viña: Mt 20,1-16. b) Personajes de fuerte carga simbólica: leproso: Mc 1,40-45; el hombre del brazo atrofiado: Mc 3,1-6; el geraseno: Mc 5,2-20; la hemorroísa y la hija de Jairo: Mc 5,21-43; el sordo y el ciego: Mc 7,32-37; 8,22-26; el chiquillo: Mc 9,33-37; el ciego Bartimeo: Mc 10,46-52; la viuda pobre: Mc 12,41-44; la mujer del perfume: Mc 14,3-9; el oficial y el criado: Mt 8,5-13; la madre de Jesús: Jn 2,1-11; la samaritana: Jn 4,4-30; María Magdalena: Jn 20,11-18; Natanael: Jn 1,45-51; el discípulo predilecto: 13,23-25; el paralítico de la piscina: Jn 5,1-9; el ciego de nacimiento: Jn 9,1-12. 6. SÍMBOLOS LITÚRGICO-SACRAMENTALES. La sacramentalidad cristiana. El universo cristiano, divino y humano, tiene dos niveles: el de la gracia invisible del Espíritu Santo y el de las palabras, los signos y los símbolos. Los dos niveles forman el campo de la sacramentalidad. En ella, los símbolos señalan hacia lo que es divino y anticipan su presencia en medio de la comunidad. La sacramentalidad hay que contemplarla desde la iniciativa divina, que siempre está a punto para que desciendan gratuitamente los dones de Dios al hombre, que por la fe abre lo más profundo de su ser. De este modo, el creyente, desde su presente histórico, puede ascender al reino de Dios a través de la oración, de la atención al evangelio, de la conversión, de los símbolos mediadores que ensanchan la plegaria, y del amor sincero (a Dios y al prójimo) que la culmina. La encarnación y la Pascua de Cristo constituyen los vínculos visibles para el descenso y la irrupción en la interrelación humana de lo que es propio y privativo de Dios y de Cristo. La encarnación y la Pascua (muerte/resurrección/ascensión/pentecostés) son las columnas que

ponen en comunicación la iniciativa divina con las mediaciones visibles del tiempo de la Iglesia: son los ejes de la gracia en la visibilidad. De este modo, la revelación cristiana corrige el platonismo, para el cual la frontera entre cielo y tierra (entre visible e invisible, entre eterno e histórico) era una barrera insalvable. En la encarnación del Verbo, prolongada por el bautismo de Cristo y por su transfiguración (preludios ya de la Pascua), los cielos se rasgan y la gracia divina puede descender en forma de paloma. Este vínculo entre el cielo, el lugar de la gloria de Dios, y la tierra, como lugar de su paz, permite la reconciliación entre cuerpo y espíritu, entre lo cotidiano y lo trascendente. Los dones divinos, en su descenso, crean dos líneas de encuentro —signos mediadores— entre los hombres y Dios: la caridad y los sacramentos. Son las dos mediaciones fundamentales entre Dios y la interrelación humana. La Palabra y el Espíritu encuentran un doble lugar para su descenso: el corazón de cada persona fiel y también la comunidad reunida, ámbito sacramental que clama «¡Ven, Señor Jesús!», porque aspira al Amor más grande. Cuando los hombres reciben el impulso de ese Amor, se convierten en colaboradores de Dios (lCor 3,9). a) Cuatro elementos básicos de la sacramentalidad: la reunión de los creyentes; la proclamación y la escucha del evangelio; las plegarias de adoración, súplica y acción de gracias; la acción simbólica con la que culmina la oración. b) La presencia de Cristo glorioso es la mejor sacramentalidad: 1) En el bautismo: el baptisterio; la fuente bautismal; el signo de la cruz; la luz; el nombre/santoral; el agua; la salla salivación; el vestido blanco; la unción bautismal; los padrinos; la renuncia al pecado; el sí al seguimiento a Jesús. 2) En la confirmación: la señal de la cruz; la unción catecumenal; la afirmación personal de la fe; la imposición de manos; el apadrinamiento y la comunidad referencia; la paz; el grupo de fe; el seguimiento de Jesús; el báculo. 3) En la eucaristía: la procesión; el encuentro, la asamblea, la comunitariedad; la mesa del altar; los manteles; el ara; las reliquias de santos mártires; la cruz; el agua bendita; el pan/ patena; el vino/cáliz; la palabra de Dios; la profesión de fe; las ofrendas del pan y del vino; gestos de paz; el beso a la palabra de Dios; los gestos de plegaria; el incienso; lavarse las manos; lavar los pies; la caridad; las bendiciones; el ayuno; el silencio; la homilía; el coro; el órgano/instrumentos/música; el canto; la plegaria personal/eucarística/comunitaria; los colores litúrgicos: blanco, verde, rojo, morado; el caminar; las campanas; las velas; las escaleras; el cirio pascual; el sagrario; las imágenes; las oraciones (padrenuestro...); las flores; los vestidos sacerdotales (alba, estola, casulla, capa); las bendiciones; la custodia. 4) En la reconciliación: el penitente; los gestos de arrepentimiento; los golpes de pecho; las inclinaciones; el examen de conciencia; el confesor que acoge, escucha, perdona; la imposición de manos; el reclinatorio/confesonario; la cruz (para el perdón, para el beso de gratitud); la absolución y la fórmula del perdón; la reconciliación comunitaria/abrazo/paz/perdón. 5) Siguiendo el calendario litúrgico: el domingo/día del Señor; adviento; navidad; año nuevo; cuaresma; semana santa; pascua; pentecostés; fiestas del Señor: Trinidad, Cuerpo y Sangre de Cristo, Cristo Rey; fiestas de la Virgen; fiestas del santoral; fiestas patronales; santuarios; ermitas; basílicas; romerías; exvotos; ofrendas; promesas. 7. SÍMBOLOS DE LA IGLESIA EN EL VATICANO II. La íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia, de los esponsales, etc. Observemos en la constitución Lumen gentium algunas citas explícitas: a) La Iglesia como redil y grey: «La Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn 10,1-10). Es también una grey, cuyo pastor será el mismo Dios, según las profecías (Is 40,11; Ez

34,11 ss.) y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor, y jefe rabadán de pastores (Jn 10,11; lPe 5,4), que dio su vida por las ovejas (Jn 10,11-16)» (LG 6b). b) La Iglesia como olivo y viña o vid: «La Iglesia es labranza o campo de Dios (1Cor 3,9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas, en la cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los judíos y los gentiles (Rom 11,13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña elegida (Mt 21,33-43; Is 5,1-7). La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos; es decir, a nosotros, que estamos vinculados a él por medio de la Iglesia; sin él nada podemos hacer (Jn 15,1-5)» (LG 6c). c) La Iglesia como habitación, casa y templo: «Muchas veces también la Iglesia se llama edificación de Dios» (lCor 3,9). El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt 21,42; He 4,11; 1Pe 2,7; Sal 118,22). Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (ICor 3,1), y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21,3) y, sobre todo, templo santo, que los santos Padres celebran representado en los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Porque en ella somos ordenados en la tierra como piedras vivas (lPe 2,5). San Juan, en la renovación del mundo, contempla esta ciuda d bajando del cielo, del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Ap 21,1-2)» (LG 6d). d) La Iglesia como Jerusalén celestial y esposa: «La Iglesia, que es llamada también la Jerusalén de arriba y madre nuestra (Gál 4,26; Ap 12,17), se representa como la inmaculada esposa del cordero inmaculado (Ap 9,1; 21,2.9; 22,17), a la que Cristo "amó y [por la que] se entregó... para santificarla" (Ef 5,6), la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y abriga" (Ef 5,24); a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros, que supera toda ciencia (Ef 3,19). Pero mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (2Cor 5,6), se considera como desterrada, de forma que busca y piensa las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (Col 3,1-4)» (LG 6e).

IV. Recuperar el lenguaje simbólico en la catequesis El método inductivo es una vía que ofrece grandes ventajas a la cateque4 sis ya que «corresponde a una instan., cia profunda del espíritu humano, lá de llegar al conocimiento de las cosas ininteligibles, a través de las cosas visibles; y es también conforme a las características propias del conocimiento de fe, que consiste en conocer a través de signos» (DGC 150). Necesitamos recuperar, a marchas forzadas, la capacidad del lenguaje y de la expresión simbólica y gestual en la catequesis. Ambas sensibilida' des exigen trabajar mucho más las dimensiones profundas de las realida{ des y de las personas; dimensiones desde la contemplación, desde la adoración, desde la comunión, desde el silencio, desde los gestos humanos. Lo cósmico, lo telúrico, lo imaginativo, lo gratuito, lo revelado, lo festivo, lo corpóreo, lo humano, lo comunitario, lo mistérico, lo trascendente, son mediaciones para entrar en el Misterio, para encontrarnos con él, para celebrar la sintonía y la armonía con él, para ser sagrados en él. 5

BIBL.: AA.VV., Diccionario bíblico abreviado, San Pablo-Verbo Divino, Madrid-Estella 1998 ; ALDAZABAL J., Vocabulario básico de liturgia, CPL, Barcelona 1994; El sentido de lo sagrado y el lenguaje simbólico, Phase 160 (1987) 295-310; Gestos y símbolos, CPL, Barcelona 1994; BÉGUERIE P.-DUCHESMEAU C.. Para vivir los sacramentos, PPC, Madrid 1991; BERNARD CH. A., Símbolos

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espirituales, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1780-1797; BOROBIG D., La liturgia como expresión simbólica: Phase 107 (1978) 405-422; BRANDON S. G. F., Diccionario de religiones comparadas, Cristiandad, Madrid 1975; CALAVIA M. A., El sentido de Dios, CCS, Madrid 1985; CARREÑO J. L., El pan que Cristo nos dio, CCS, Madrid 1985; COCAGNAC M., Los símbolos bíblicos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; CUERVO M.-DII;GUEz J., Nuevos símbolos ! para orar, Acanto, Madrid 1988; CHEVAI,IER J., Diccionario de los símbolos, Herder, Barcelona 1991 ; GARCÍA HERRERO J., A la búsqueda de Dios, San Pablo, Madrid 1995; LAPIERRE A.-AUCOUTURIER B., Simbología del movimiento, ECM, México 1977; 16 LÉON-DUFOUR X., Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1993 ; MATEOS F.-CAMACHO J., Evangelio, figuras y símbolos, El Almendro, Córdoba 1989; RIVA R., Símbolo, en RossANO P.-RAVASI G.-GLRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de S teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1788-1809; RoIG J. J., Sirnbología cristiana, Juan Flors, Barcelona 1958; ANCHEZ no MONGE M., Parábolas como dardos, Atenas, Madrid 1991; SARTORE D., Sig /símbolo, en SARTORE D.-TRIACCA A. M. (dos.), 3 C 1 Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1996 , 1909-1921; SORAZU E., elebrar desde los símbolos, CCS, Madrid 990; T Cuaresma, celebraciones penitenciales, CCS, Madrid 1994; SORAZU E.-OTERO H., Parábola del cuerpo, CCS, Madrid 1994; ORRES con CALVO A., Diccionario de textos ciliares, COMPI, Madrid 1968; WATTS A., La,s dos manos de Dios, Kairós, Barcelona 1990.

Emeterio Sorazu Ugartemendia

SOCIOLOGÍA Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. Los antecedentes del pensamiento sociológico. II. La modernidad como cuna de la sociología. III. Los «padres fundadores» de la sociología en sentido propio. IV. La sociología posterior. Sociología de la modernidad. V. ¿Hacia una sociología de la posmodernidad? VI. Sociología y catequesis.

I. Los antecedentes del pensamiento sociológico El pensamiento sociológico, como disciplina especial, nace con la crisis de la conciencia europea, a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero, como toda línea de pensamiento, tiene sus antecedentes: una corriente que se puede denominar genéricamente reflexión sobre la sociedad y que atraviesa toda la cultura occidental. Esta corriente de pensamiento no nace en el vacío: se produce en un contexto social, que estimula tal tipo de reflexión. Se puede decir que las innovaciones en el modo de concebir la sociedad son resultado de períodos de agitación y cambio. La República de Platón y la Política de Aristóteles no fueron concebidas desde la cima del poder ateniense (siglo V a.C.), sino tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso. De modo parecido, la moderna teoría social —sin la cual no comprenderíamos lo que hoy significa la sociología— comenzó durante los siglos XVII y XVIII, cuando el apasionado conflicto religioso, el radical cambio económico y la violenta lucha política cuestionaron los modos habituales de vivir en sociedad. El inglés Thomas Hobbes (1588-1679), en su libro Leviatán, presentaba una sistemática fundamentación teórica del absolutismo político: había que buscarla en un supuesto contrato entre individuos. Estos renunciarían a su libertad para poder llevar una existencia en sociedad. Tal contrato sería necesario para la convivencia socialmente ordenada, ya que —para Hobbes, según su concepción radicalmente pesimista de la naturaleza humana—«el hombre es un lobo para el hombre». Tan poderoso fue el influjo de esta teoría, que el inglés John Locke (1632-1704), padre del liberalismo moderno, toma de ella la piedra angular de su propia argumentación: el orden social se basa en un contrato entre individuos autónomos. Pero de ello deduce la consecuencia

diametralmente opuesta al absolutismo: el principio democrático. La legitimidad de un gobierno dependerá del consentimiento libre de los gobernados. Esta idea de que la sociedad es resultado de un contrato, aunque sociológicamente ingenua, será de gran alcance para el pensamiento social posterior. Ya en el siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración francesa promueven una crítica vigorosa de las instituciones sociales existentes, apoyándose en la luz de la razón. En el trasfondo se hallaba la idea de que la sociedad debería ser fruto del acuerdo razonable de los hombres. Aunque los ilustrados eran más bien hombres de letras que hombres de acción, su crítica (especialmente la de Montesquieu y Voltaire) hace una llamada clara al cambio social. En medio de este carácter suyo, eminentemente crítico, alienta en sus escritos un optimismo universal, como universal es la razón, de la que se erigen portadores. Este alborear de lo que se consideraba una Edad de la razón alcanzaba también al Nuevo Mundo, más allá del Atlántico. Un joven filósofo y político, Thomas Jefferson (1734-1826), redacta la Declaración de la Independencia americana apoyándose en el principio según el cual el gobierno de una nación debe ser una creación voluntaria de hombres libres. El ejemplo americano influyó en la Revolución francesa, una década más tarde. La Declaración francesa de los derechos del hombre y de los ciudadanos afirma solemnemente que los hombres son por naturaleza libres e iguales, y que el gobierno es un instrumento para la salvaguardia de los derechos humanos. Sin embargo, en el modelo de democracia francesa, es decisivo el influjo de J. J. Rousseau (1712-1778). Al igual que Hobbes, Locke y Jefferson, Rousseau fue un teórico del contrato social. Pero a diferencia de ellos, no concebía un orden social y político legítimo que procediese meramente de los deseos de los individuos (de sus voluntades particulares), sino de una voluntad general. Los verdaderos intereses de los hombres no consisten en dominarse los unos a los otros (voluntad particular del individuo), sino en elaborar una voluntad general del ciudadano que permita a todos vivir en libertad. A lo largo, pues, de los siglos XVII y XVIII, la reflexión social de Occidente elabora la idea de que el hombre es el autor de su propia sociedad. A ello añade la Ilustración un motivo de optimismo histórico: los cambios guiados por la razón nos llevarán hacia un mundo cada vez mejor (fe en el progreso lineal e indefinido). Semejante trayectoria intelectual no se realiza sin resistencias. Edmund Burke (1729-1797), parlamentario inglés, escribe las Reflexiones sobre la revolución en Francia (libro destinado a convertirse en un clásico del pensamiento conservador). En él juzga ilusoria la pretensión de los revolucionarios franceses de construir una sociedad sobre la base de los principios de la razón universal. La sociedad, arguye Burke, no es un artefacto mecánico, sino una entidad orgánica que tiene su vida, que no puede perturbarse impunemente. Sus instituciones pueden resultar contradictorias en la superficie: ello sería herencia inevitable de un pasado. Pero son complejas elaboraciones, que encierran una sabiduría no despreciable. Incluso, aun cuando deban ser reformadas, han de contemplarse con respeto, más que con arrogante miopía histórica.

Ya en el siglo XIX, el peso de la reflexión social comienza a desplazarse desde lo político a lo económico. Aparece en el horizonte un elemento decisivo —el nuevo modo de producción— que iba a configurar lo que llamamos la modernidad. La modernidad es el nombre que designa el surgir, en Occidente, de un modelo nuevo de sociedad. Sociedad moderna se opone así a sociedad tradicional. Una de sus características será la rapidez en los cambios, que desbordan el ritmo al que los hombres estaban habituados, y trastorna las costumbres y los estilos de vida tradicionales.

II. La modernidad como cuna de la sociología En el antiguo sistema económico, la producción se efectuaba en unidades familiares, pequeños talleres, fincas rústicas...; y los bienes se intercambiaban en mercados locales. Pero a principios del siglo XIX este sistema cedió el paso a otro en el que las ciudades iban a convertirse en vastos centros de producción industrial, densamente poblados y en continuo cambio. El poder dinámico de los propietarios de las fábricas, lanzados a la ganancia económica, contrastaba con las sórdidas condiciones de vida de los trabajadores (el proletariado), que acudían a ellas desde el campo con la única oferta de su fuerza de trabajo. Se quiebran las antiguas estructuras de rango, ocupación y residencia, que durante tanto tiempo habían orientado a las masas europeas. Se consolida una nueva capa social (la burguesía), apoyada en la propiedad de los nuevos medios de producción. Así, con el desarrollo de la industria en el primer tercio del siglo XIX, se constituye un nuevo tejido social, destruyendo el anterior. «Todo lo sólido se desvanece en el aire», anota Marx. Adquiere un nuevo rostro el poder, el dinero, incluso la pobreza (de campesinos a proletarios). El esfuerzo intelectual de la época por comprender la nueva sociedad refleja estos cambios. Y desemboca en el nacimiento de una nueva disciplina: la sociología. Adam Ferguson (1724-1816), escocés, es el primer filósofo que intenta construir una ciencia de la sociedad basada en datos y teorías estrictamente empíricas. Hegel (1770-1831), por su parte, reflexiona sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad civil (el origen de la distinción entre la esfera de lo público y la de lo privado, que se convertirá en característica del pensamiento sociológico). Y el francés Saint-Simon (1760-1825) ya percibió el elemento más característico del mundo moderno en la evolución de las relaciones económicas. Pero es Tocqueville (1805-1859), ya en pleno siglo XIX, quien se puede considerar como un clásico de la sociología. Sus dos grandes obras, La democracia en América (1835-1840) y El antiguo Régimen y la Revolución francesa (1856), intentan evaluar los efectos de las dos grandes tendencias de la vida moderna: la igualdad social, de un lado, y la centralización gubernativa de otro. Es decir, la tensión entre igualdad y libertad. Su contemporáneo y compatriota, el francés August Comte (1798-1857), filósofo positivista, discípulo y heredero de Saint-Simon (pese a la disensión final entre ellos), fue quien encontró el término sociología para designar una ciencia que abarcase a toda la sociedad. Y originariamente se concebía como una ciencia ambiciosa. En la perspectiva de Comte, la sociología debería ser el remedio científico para la larga crisis política, social y cultural de Europa.

La figura de Comte suele ser considerada como una de las inspiradoras de la llamada sociología de la armonía social. Porque caben dos enfoques opuestos en el modo de hacer sociología. Uno analiza primordialmente las condiciones del orden social. El otro se ocupa ante todo del análisis de los conflictos sociales. De esta manera, aunque sea esquemáticamente, es posible distinguir entre dos vertientes fundamentales en la sociología, orientadas por preocupaciones diferentes, y que tratan de responder a planteamientos diferentes: la sociología del orden frente a la sociología del conflicto. Y si a Comte se le considera el primer inspirador de una sociología del orden social, el alemán Karl Marx (1818-1883) es el representante prototípico del enfoque del conflicto. De familia judía, estudiante de Derecho, entra en contacto en Berlín con la filosofía, especialmente con los representantes radicales de Hegel (la izquierda hegeliana). Su visión de los males de la socio dad y de los cambios necesarios para superarlos fue profundizándose hasta que su teoría cristalizó hacia 1848. En ella encuentra el modo de conciliar su optimismo de ilustrado (su fe en el progreso) con la innegable miseria de amplios estratos de población, engendrada por el modo de inr dustrialización capitalista. La teoría económica de la Historia de Marx va más allá de la economía y presenta una síntesis de ideas filosóficas, históricas, económicas, poli ticas y sociológicas (aun cuando no utilice el término). En Marx aparece con la máxima radicalidad la idea ilustrada del hombre como creador de su propia historia, aunque en condiciones que él no ha elegido. Por eso esta creación tiene lugar en medio del conflicto con los intereses establecidos, que se oponen. Uno de los planos del conflicto sería el religioso. Para Marx no constituye la contradicción fundamental de la sociedad capitalista, pero lo considera inexcusable. Según él, la religión viene a representar una realidad invertida del mundo y, al proporcionar un falso consuelo, impediría la toma de conciencia de las condiciones reales en las que se vive. Hay que hacer notar que este pretendido conflicto entre razón por una parte y religión por otra, hasta llegar progresivamente a lo que Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio, llama «nefasta separación» (cf FR 45), aparece ya desde los albores de la modernidad (por su hipertrofiada idea de razón), con anterioridad a Marx. Y las causas de tal conflicto histórico son muy complejas y predominantemente sociológicas. No depende sólo de las pretensiones absolutas de una Razón mitificada, ni de las reticencias históricas de las Iglesias frente a las nuevas ideas, sino de un proceso global de cambio histórico, el de toda la sociedad occidental, que instaura un nuevo modelo de vertebración social. La evolución se orienta, aceleradamente, desde un modelo de sociedad tradicional, vertebrada primariamente por los factores religiosos, hacia un modelo de sociedad secular moderna, vertebrado sustancialmente por factores económicos.

III. Los «padres fundadores» de la sociología en sentido propio Situados ya en el umbral del siglo XX, hay dos nombres que deben ser considerados como fuentes originarias de la sociología, en cuanto disciplina ya específicamente diferenciada y con metodología propia: Emile Durkheim y Max Weber.

a) Si la teoría de Marx ayudó a configurar un modo de reflexión propiamente sociológico, la influencia de Durkheim le dio status académico (para él se creó en Francia la primera cátedra con el nombre de sociología. Y él fue el primero en elaborar unas Reglas del método sociológico). De familia judía e hijo de un rabino, Emile Durkheim (1858-1917) se entregó con pasión intelectual a su vocación de reformador social (de modo similar a como Marx se había entregado a la tarea revolucionaria). Pero esta reforma sólo sería eficaz si se apoyaba sobre un fundado conocimiento de la realidad social. Y para fundar la sociología era menester, según Durkheim, demostrar, en primer lugar, que la sociedad, en sí misma, no se puede reducir a la suma de sus individuos. La sociedad constituye una realidad sui generis. En consecuencia, toda explicación de fenómenos sociales que arranque sólo de individuos (considerados como unidades autónomas) tiene que ser falaz. La comprensión analítica del individuo, por tanto, ha de comenzar por la sociedad. Durkheim presupone que los hombres desean orden, ley y equilibrio para mantener su bienestar (presunción común a miembros de la tradición sociológica conservadora, como Burke o Tocqueville). Bajo circunstancias normales, la sociedad proporciona normas morales, que garantizan el orden y el equilibrio y, por tanto, el bienestar del individuo. Pero cuando la sociedad es perturbada por alguna crisis dolorosa, o por cambios súbitos, la sociedad es incapaz de proporcionar tales normas. El resultado es una situación de anomía (falta de normas) para el individuo; situación en la que el comportamiento del individuo es impredecible. El individuo, para poder vivir en sociedad, necesita inexcusablemente de normas. El reformismo social de Durkheim se manifiesta así en su insistencia en la vigorización de las normas. Este sentido de la necesidad de normas le lleva –pese a su increencia personal– a valorar socialmente la religión (en oposición a Marx), como una forma de conciencia colectiva, necesaria para vencer el egoísmo individual y lograr la integración del grupo. Pero era consciente de que las antiguas formas de integración social, basadas en la familia o la religión, iban perdiendo su significado con el advenimiento de la modernidad. A Durkheim le inquietaba la evidencia de la atomización en su sociedad. Su teoría subraya la necesidad de vínculos integradores. Y esperaba que un adecuado sistema educativo fuera capaz de construir símbolos sociales y reglas limitadoras del egoísmo. Pensaba que en una sociedad moderna la solidaridad orgánica (entre los que son miembros de una misma sociedad, pero que cumplen diversas funciones dentro de ella) debería sustituir a la solidaridad mecánica de las sociedades tradicionales (sociedades mucho menos complejas, que se apoyaban en una conciencia colectiva participada por todos). b) La otra gran figura clásica de la sociología es la de Weber. Max Weber (1864-1920) fue, como Durkheim, defensor del método científico: las ciencias sociales deberían guardar una cierta neutralidad metódica ante los valores. Dedicó considerable energía a escribir tratados metodológicos sobre la naturaleza del conocimiento en la ciencia social y desarrolló una prodigiosa capacidad de trabajo, estudió Derecho, Historia y Economía. Pero si Durkheim, inmerso en una corriente de pensamiento positivista, intenta explicar los hechos sociales, Weber piensa que es tarea de la sociología el interpretar comprendiendo la acción social del individuo. (Su punto de partida, en contra de Durkheim, es el de un individualismo metodológico).

Gran parte de su obra se centra en el análisis de lo que denominó racionalización: el largo proceso histórico por el que las sociedades occidentales se habían apartado de la cultura mágica y habían llegado a estar dominadas por el cálculo técnico. Es decir, a lo que llamamos modernidad. Su ensayo sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo (aunque no representa el enfoque global de Weber) fue el punto de partida para su amplio proyecto de sociología de la religión. De esta obra se pueden extraer importantes concepciones sociológicas de Weber: una, el influjo histórico de las creencias religiosas (lo que produciría efectos que serían independientes de las intenciones que tuvieran los promotores de la religión); otra, la necesidad, para el individuo, de dar un sentido a su actividad y, mediante este sentido, considerarla legítima. Según su posición social, el individuo necesita, en el terreno de las ideas –especialmente las religiosas–, o bien justificar sus privilegios sociales, o bien buscar en lo religioso la compensación de su sufrimiento (compensación que no sería inútil; le otorga un sentido de dignidad). Pese a no considerarse creyente, la secularización de las sociedades modernas –que Weber contempla como una consecuencia inexorable de los procesos de racionalización– no le parece una forma de progreso emancipador. Alguna de estas formas de racionalización (la burocracia, por ejemplo) es vista como un futuro inevitable, pero de sombrías perspectivas (una jaula de hierro). De esta consideración de los padres fundadores de la sociología podemos obtener una amplia visión de las transformaciones sociales, de las dificultades y las realizaciones de la sociedad moderna, bastante más matizada y problemática que la ingenua fe en el progreso de los ilustrados del siglo XVIII. También es de observar la muy diferente consideración de las ideas religiosas en sus análisis sobre las funciones sociales de la religión.

IV. La sociología posterior. Sociología de la modernidad La 1 Guerra mundial (que Durkheim y Weber conocieron) fue un duro golpe para cualquier optimismo histórico. La crisis económica de 1929 hizo dudar de la pervivencia del capitalismo. Pero la fascinación de lo que la modernidad podía significar se ha mantenido prácticamente hasta el último tercio del siglo XX. En el terreno del pensamiento social, los desarrollos posteriores de la sociología han traído, con su incorporación al ámbito universitario, una fragmentación en una multitud de subdisciplinas, que a su vez se pueden fragmentar en ramas de las mismas: sociología política, sociología del voto –en las sociedades democráticas–, sociología de la educación, sociología del desarrollo, sociología de la desviación social, sociología de la religión, sociología de las sectas, sociología de la juventud, sociología del mundo obrero, sociología del consumo... Cada uno de estos campos ha sido más minuciosamente analizado con nuevas técnicas, cuantitativas y cualitativas, que permiten un conocimiento especializado, utilizable en múltiples situaciones concretas. Pero con la mayor especialización del conocimiento corre parejo el peligro de la pérdida de vista de las grandes cuestiones que estimularon la reflexión social. Por ejemplo: ¿Es deseable tender hacia un modelo único de sociedad? ¿Es exportable, sin más, el modelo de sociedad moderna, producido en Occidente?

O, con respecto a la religión: ¿es cierto que se puede dar por eliminado el papel público de las ideas religiosas en las sociedades modernas, vertebradas sobre el factor económico? La secularización, prevista por Weber, ¿es un proceso tan inexorable? Sobre este tema, la sociología de la religión, ya mediado el siglo XX, elaboró una teoría de la secularización –sobre la pista abierta por Weber–, que se apoyaba en indudables datos empíricos (baja en las tasas de la práctica religiosa establecida, por ejemplo). Esta teoría relegaba a la religión a una existencia socialmente marginal, como asunto estrictamente privado del individuo, pero sin ninguna relevancia en las cuestiones públicas. La modernidad significaría, de un modo u otro, el declive de lo religioso. Sin embargo, ciertos hechos posteriores (revitalización de movimientos cristianos, florecimiento de sectas contemporáneas, cierta especie de religiosidad flotante que simpatiza con formas de espiritualidad oriental, etc.) no parecen confirmar las generalizaciones de las teorías secularizadoras. Así se ha podido hablar —con epígrafes excesivamente periodísticos— de un retorno de lo sagrado, que la modernidad habría tratado de reprimir. No obstante, todos estos hechos parecen también compatibles hoy con un desinterés por lo religioso de buena parte de la población de las sociedades modernas. Y «es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino» (FR 91). La confusión de la situación actual parece indicar que hemos alcanzado un grado diferente de complejidad social. No es, sin más, un resultado de la forma clásica de la modernidad europea — mucho más ideológicamente proclive al rechazo abierto de la religión—.

V. ¿Hacia una sociología de la posmodernidad? Parece que la sociología de hoy, en Occidente, debería plantearse el análisis detallado de lo que podría ser una nueva etapa en la evolución de las sociedades occidentales: la posmodernidad. La situación dista mucho de ser clara. Avanzado ya el siglo XX, a partir de la década de los ochenta, ha venido suscitándose un debate sobre esta cuestión en muchas disciplinas: desde el arte a la teología, y desde la filosofía a la ciencia política. Porque la modernidad había sido, hasta entonces (pese a sus lados oscuros) un movimiento hacia adelante. Movimiento vinculado a la convicción de que, en general, las cosas tendían a mejorar. Pero hoy este optimismo histórico parece ser abiertamente cuestionado, y parece haberse perdido la esperan1 za en la razón (el elemento central en. la modernidad). La posmodernidad se referiría, por tanto, al agotamiento de la modernidad. Pero ¿qué es la posmodernidad? ¿Es meramente un juicio crítico respecto a la modernidad? ¿O, además, una experiencia cultural diferente? , ¿Y en qué se apoya esta experiencia cultural: tal vez en una etapa nueva de las sociedades occidentales, centrada muy prioritariamente en el consumo? Porque lo posmoderno se asocia con una sociedad donde las formas de vida consumistas dominan la existencia de sus miembros (aunque existan bolsas considerables de pobreza, al parecer

irreversible). Se multiplican los servicios y las industrias del ocio; al mismo tiempo, la invasión omnipresente de los medios de comunicación parece ofrecer todas las posibilidades imaginables. Todo ello plantearía cuestiones propias de la antigua gran teoría sociológica. ¿Está surgiendo un nuevo tipo de sociedad, controlado por los medios de comunicación, y centrado en los consumidores y el consumo, más que en la producción y los trabajadores? Incluso la religión (a la que hoy no se impugna activamente, como se hacía en la modernidad), ¿no está entrando en la esfera de una nueva forma de consumo? (una especie de mercado religioso en el que compiten múltiples ofertas). Según algunas corrientes relacionadas con la posmodernidad, «el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe» (FR 91). En cuanto a las nuevas tecnologías (robótica, informática, biogenética), ¿no están abriendo interrogantes para los que no tenemos aún respuesta? ¿Cómo organizar una nueva sociedad en la que millones de ciudadanos son excluidos de la normal ocupación del trabajo, tal como hasta ahora lo hemos concebido? En realidad, la cuestión de la posmodernidad es mucho más que una moda, a la que algunos han pretendido reducirla. Parece más bien una cuestión esencial, si deseamos comprender los fenómenos sociales contemporáneos. Esto no significa que haya surgido una sociedad completamente nueva. Más bien, el estudio sociológico de la posmodernidad nos ofrece la ocasión de reevaluar la modernidad, como una etapa histórica, con sus logros y sus fracasos; de ninguna manera como un punto de llegada definitivo. La historia está lejos de haberse terminado con la modernidad. Y en cuanto a las religiones, también su papel está lejos de haberse agotado.

VI. Sociología y catequesis Puesto que la catequesis se ocupa de la transmisión del mensaje cristiano en un concreto contexto social, parece indispensable un conocimiento de la sociedad a la que se intenta transmitir ese mensaje. Todo texto (y el mensaje cristiano lo es), para ser correctamente transmitido y comprendido, necesita tener en cuenta el contexto: el entorno social al que va dirigido. Y si la fe no se reduce al ámbito de lo privado, sino que ha de abrirse a lo público, a lo comunitario, no se puede alimentar, cuidar y educar al margen de los datos que aporta la sociología en cada época y en cada circunstancia. Este conocimiento siempre ha sido necesario. Ya san Agustín, a petición del diácono Deogracias (que experimentaba la dificultad de presentar lo sustancial del cristianismo a un auditorio de escaso nivel cultural) ofrece un modelo en su obra De rudibus catechizandis. Pero la complejidad de las sociedades contemporáneas hace especialmente dificultoso el conocimiento meramente intuitivo del contexto social.

Bajo la superficie de la sociedad moderna, tejida de múltiples relaciones e intereses contrapuestos, laten tensiones, conflictos, resistencias, tendencias de futuro, todo un imaginario social, culturalmente variable, que no pueden pasar desapercibidos a una catequesis que debe situarse en la historia. Asimismo todas estas relaciones, intereses y tensiones que pueden presionar no sólo a los catequizandos, sino también a los catequistas, son elementos que es necesario tener en cuenta para no distorsionar el significado del evangelio en muchas situaciones. A aumentar la dificultad ha venido la aceleración del cambio histórico, que deja su huella en rápidos cambios del escenario social en el que la catequesis ha de realizar su tarea. Por todo ello, el conocimiento no sólo del ambiente inmediato, sino también del trasfondo global de la sociedad y la cultura del tiempo, parece inexcusable a la hora de revisar y actualizar un proyecto o programa catequético de mediano alcance. A esta cuestión trata de responder el Consejo pontificio de la cultura, reconociendo que, mientras el evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, abriendo nuevos cometidos a la inculturación (cf FR 72), «las culturas tradicionalmente cristianas o impregnadas de tradiciones religiosas milenarias se tambalean. Se trata, pues, no sólo de injertar la fe en las culturas, sino también de devolver la vida a un mundo descristianizado, cuyas referencias cristianas son a menudo sólo de orden cultural» (Para una pastoral de la cultura [23 mayo 1999] 1). La sociología, bajo este aspecto, constituye una disciplina auxiliar de la catequética, cuya utilidad sería poco prudente despreciar. BIBL.: DEMARCHI F.-ELLENA A. (dirs.), Diccionario de sociología, San Pablo, Madrid 1986; DUNCAN MITCHEL G., Historia de la sociología, Guadarrama, Madrid 1975; GIDDENS A., El capitalismo y la moderna teoría social, Labor, Barcelona 1977; MARDONES J. M., Análisis de la sociedad y,fe cristiana, PPC, Madrid 1995; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra 3 cultura, San Pablo, Madrid 1998 ; SMELSER N.-WARNER R. S., Teoría sociológica, Espasa-Calpe, Madrid 1982.

Francisco Javier Martínez Cortés

TAREAS DE LA CATEQUESIS

SUMARIO: I. Introducción: 1. Significado de la expresión «tareas de la catequesis»; 2. Diversas tareas al servicio de un único objetivo. II. Las tareas de la catequesis en el nuevo «Directorio»: 1. Iniciación en el conocimiento del misterio de Cristo; 2. Iniciación en la celebración deI misterio de Cristo; 3. Iniciación en la vivencia del misterio de Cristo; 4. Iniciación en la contemplación del misterio de Cristo; 5. Iniciación y educación para la vida comunitaria; 6. Iniciación y educación para la misión. III. Las tareas de la catequesis en la formación de los catequistas.

I. Introducción Dentro de la acción evangelizadora de la Iglesia, la catequesis tiene como finalidad llevar al catecúmeno a vivir en comunión con Jesucristo (eso quiere decir ser cristiano) y a traducir en su mentalidad y en su conducta lo que esta comunión significa. El logro de esta finalidad, que podría llamarse la personalidad cristiana, es fruto de un proceso educativo —el proceso catequético—, a lo largo del cual van desarrollándose los diversos aspectos que configuran el ser del cristiano. En

esto consiste la iniciación cristiana, en la cual se considera una doble vertiente: la del aprendizaje, que tiene lugar durante el proceso del catecumenado, y la de la expresión sacramental, que se realiza cuando los tres sacramentos de la iniciación sellan y visibilizan la plena adhesión de la fe y la pertenencia definitiva a la Iglesia. La realización de las tareas de la catequesis va haciendo posible el crecimiento y la maduración en la fe del catecúmeno (cf IC 39-40). 1. SIGNIFICADO DE LA EXPRESIÓN «TAREAS DE LA CATEQUESIS». Cuando se habla de tareas, se piensa, por una parte, en la realización de unas determinadas acciones que van orientadas a lograr un fin u objetivo. La expresión puede indicar también esos mismos objetivos que hay que ir alcanzando. Estas acciones tienen un carácter pedagógico, es decir, pretenden ir contribuyendo a configurar la personalidad cristiana del catecúmeno. Se trata, en concreto, del aprendizaje de la escucha e interiorización de la palabra de Dios; de la adquisición de un nuevo lenguaje religioso, con el que se formula y se expresa la fe; de la nueva experiencia del lenguaje simbólico y ritual que tiene lugar en la liturgia; de la puesta en práctica de unos nuevos modelos de conducta, referidos a la fe; de la participación en una nueva comunidad: la de los creyentes. En la medida en que estas acciones pedagógico-catequéticas se van llevando a cabo, van brotando las expresiones de la madurez cristiana, que consisten en conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo, y en iniciarse y educarse para la vida en la comunidad y para la misión (cf DGC 85-86). La tarea de la catequesis no es, por tanto, desarrollar una enseñanza teórica, a base de ideas o conceptos que se van transmitiendo, sino, sobre todo, introducir vitalmente en unas realidades religiosas a las que se va accediendo en la medida en que se crece en la fe (cf IC 41-43). Este es uno de los aspectos que diferencian con más nitidez la catequesis de la enseñanza teológica. 2. DIVERSAS TAREAS AL SERVICIO DE UN ÚNICO OBJETIVO. En toda acción educativa, junto a la definición clara de la meta que se desea alcanzar, es necesario establecer los pasos intermedios y los objetivos parciales que hay que asegurar para ir acercándose a la meta. Ninguno de estos objetivos es definitivo, ni puede agotar toda la acción; sin embargo, todos son necesarios e indispensables. La acción educativa resulta, pues, el arte de ir haciendo avanzar estos objetivos intermedios de forma armónica y equilibrada, a través de acciones bien programadas y que son complementarias unas de otras. La ciencia catequética moderna, desarrollando los principios teológicos y pastorales del Vaticano II y del magisterio posterior, y apoyándose a la vez en las ciencias humanas, concibe la catequesis como una acción unitaria al servicio de un objetivo único, que es la iniciación cristiana, pero que se despliega a través de múltiples pasos que, complementándose mutuamente, van logrando el objetivo final. A pesar de ello no hay que perder de vista que, en la práctica, aún continúan vigentes en muchos agentes de pastoral mentalidades y formas de actuar que no asumen esta visión, incluso admitiéndola teóricamente. Resultado de esto son las prácticas catequéticas que privilegian una tarea sobre otras, o que se polarizan en una sola, olvidando las demás. Hay que afirmar que la verdad de la catequesis en el momento actual está en la complementación armónica de todas las dimensiones. La expresión catequesis de síntesis que hoy se utiliza se refiere precisamente a esto.

II. Las tareas de la catequesis en el nuevo «Directorio»

El Directorio general para la catequesis, promulgado en agosto de 1997, ofrece una nueva formulación de las tareas de la catequesis, ampliando la que hasta ahora se consideraba más común. Las cuatro tareas básicas se refieren al conocimiento, celebración, vivencia y contemplación del misterio de Cristo, a las que se añaden otras dos que completan la experiencia cristiana: la integración en la vida comunitaria y el dinamismo misionero (cf IC 17ss). 1. INICIACIÓN EN EL CONOCIMIENTO DEL MISTERIO DE CRISTO. El conocimiento es indispensable en el acto de fe. Se cree porque se conoce a Dios, que se ha revelado a los hombres y que actúa en su favor. Iniciarse en el conocimiento de la fe es poner las bases para una maduración de la actitud de fe. «Nosotros adoramos lo que conocemos» (In 4,22). En la medida en que un catecúmeno va conociendo lo que significa la historia de la salvación, puede llegar a descubrir que su propia historia está inserta en esa historia de salvación. Un lugar primordial en este descubrimiento lo ocupa la iniciación bíblica. La palabra de Dios escrita y descubierta en los libros sagrados será referencia permanente a lo largo de todo el proceso catequético. El conocimiento del misterio cristiano se va adquiriendo en la medida en que el catecúmeno va haciendo suyo el Credo cristiano y va penetrando en su contenido. Ya en la catequesis primitiva, la entrega del credo era uno de los momentos de más significación, por cuanto expresaba que la comunidad abría al catecúmeno el misterio de su fe y lo consideraba digno de compartirla. El credo, en cuanto resumen (símbolo) de la fe, es, en primer lugar, expresión de una realidad invisible a la que sólo se accede creyendo en ella; en segundo lugar, es expresión de realidades invisibles a través del lenguaje propio de la comunicación humana. De ahí que la tarea de la catequesis sea, de una parte, ir abriendo el corazón del catequizando a la realidad de la fe; y, de otra, ir iniciándole en el lenguaje acuñado por la Iglesia a lo largo de siglos para expresar el objeto de su fe. Para ello la catequesis deberá lograr una adaptación, una traducción válida de los conceptos de la fe a las categorías y a los significados del hombre de cada cultura (logrando emplear un lenguaje significativo en cada caso), a la vez que capacita al destinatario para comprender e interiorizar el lenguaje que ha sido entregado a la Iglesia y en el que ella expresa y comunica la fe. A este problema trata de responder el documento del Consejo pontificio de la cultura, Para una pastoral de la cultura, en el que presenta las nuevas situaciones culturales como nuevos campos de evangelización. En este punto, es necesario hacer referencia al Catecismo de la Iglesia católica, así como a los catecismos de los diferentes episcopados, puestos al servicio de la transmisión de la fe, y que la catequesis va utilizando permanentemente como referencia autorizada a la fe de la Iglesia, propuesta en ellos y que se va entregando paulatinamente al catecúmeno. Llegar a un verdadero conocimiento del misterio cristiano supone asimilar la simplicidad de su contenido y, al mismo tiempo, penetrar progresivamente la multiplicidad y la interrelación de sus elementos. Para que esto sea posible, es necesario que el catequista, en cuanto adulto en la fe, haya hecho vida en sí mismo esta síntesis de la fe. Desde esa síntesis personal, que generalmente se expresa con una fórmula simple, deberá «ir proponiendo el contenido de la fe de una forma cada vez más amplia y explícita, de modo que cada fiel, y la comunidad cristiana, lleguen a un conocimiento cada vez más profundo y vital del mensaje cristiano, y juzguen las situaciones concretas o comportamientos de la vida humana a la luz de la revelación» (DGC 38). Un principio teológico y pedagógico importante a este respecto es el de la jerarquía de verdades. La transmisión de la fe no acontece de forma lineal, es decir, como una sucesión de informaciones aportadas una tras otra; más bien es de forma concéntrica, desarrollando de manera cada vez más amplia unos núcleos que constituyen el centro del misterio en el que cree la Iglesia. 2. INICIACIÓN EN LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO. La celebración es otro de los elementos constitutivos de la experiencia cristiana. Su origen es el gozo y la gratitud que produce en el creyente el encuentro salvador de Dios con él. En todas las formas religiosas, primitivas o

actuales, está presente la experiencia celebrativa. La religiosidad implica necesariamente la celebración. Para poder iniciar en esta dimensión de la experiencia cristiana, la catequesis no puede perder de vista la educación de algunas actitudes básicas que la hacen posible; más aún, teniendo en cuenta el presente contexto cultural, en que estas actitudes tienen, con frecuencia, poco ámbito de ejercicio: la gratuidad, es decir, la capacidad de aceptar el amor desinteresado y el favor que viene a beneficiarnos desde fuera de nosotros mismos; la apertura sin condiciones al Otro y a los otros, que está en la base de la capacitación para la experiencia comunitaria; la espontaneidad, como capacidad de ofrecer algo desde el interior de uno mismo con naturalidad, y de dejarse sorprender por lo que llega desde fuera, ofrecido por otro, y que crea un nuevo clima de relación cuando se comparte; la gratitud, como reconocimiento de que Dios nos ha favorecido con su don, y ahora somos más ricos que antes, gracias a ese don recibido. La catequesis, al iniciar a la celebración, ilumina también la razón profunda y teológica por la que el cristiano y la comunidad cristiana celebran. Toda la teología de la liturgia debe estar presente en esta catequesis, aunque sólo sea presentando sus núcleos esenciales. No puede tener sentido una celebración si no se tiene conciencia de qué se está celebrando. Por supuesto, hará falta saber traducir al lenguaje del hombre de hoy las realidades misteriosas que se celebran. Esta es una de las tareas de la acción catequética. Finalmente, la iniciación litúrgica comporta también introducir al catecúmeno en el lenguaje de la celebración cristiana, que se compone de ritos y palabras: ritos cargados de simbolismo, que es necesario desvelar y penetrar y palabras que proclaman la acción salvadora y eficaz de Dios en favor de los que celebran. Igual que en los tiempos de la catequesis primitiva, que se realizaba en un medio cultural pagano, la catequesis de hoy no puede olvidar este carácter mistagógico, de introducción en el misterio, porque la cultura actual tampoco ofrece soportes a este tipo de comunicación (cf IC 42). 3. INICIACIÓN EN LA VIVENCIA DEL MISTERIO DE CRISTO. Como consecuencia del conocimiento del misterio de Cristo y de la experiencia del encuentro salvador con él en la celebración comunitaria, la conducta del creyente va adquiriendo un estilo propio, que es el de los seguidores de Jesucristo. Esta conducta tiene unos elementos originales que identifican a los cristianos y a los que debe iniciar la catequesis. Teniendo ante los ojos la cultura actual, se toma conciencia de la importancia de este aspecto de la catequesis. Se trata de ofrecer al catecúmeno un marco de valores y unos principios de conducta, a cuya luz vaya siendo capaz de discernir en cada situación la respuesta propia de un cristiano. La catequesis, por tanto, debe acompañar al catecúmeno en la interiorización y aprendizaje de estos valores y principios. La propuesta que hace la catequesis no puede ser teórica. El catequista, que se presenta y actúa siempre como enviado de la comunidad es, en primer lugar, testigo y modelo de aquello que propone, encarnando en su vida el talante y los valores evangélicos y dando razón de ellos, en referencia a su condición de creyente y de hijo de Dios. Esta iniciación a la vida según el evangelio resulta tanto más necesaria cuanto que la cultura actual parece consagrar el relativismo moral y la más radical autonomía del ser humano, al que se pretende privar de referencias filosóficas o religiosas en las que pueda apoyar la rectitud de sus acciones. Por otra parte, el hecho de que los catequistas sean ellos también miembros de esta cultura y partícipes de esta mentalidad puede explicar la debilidad e, incluso en ocasiones, la ausencia de esta formación moral en el conjunto de la acción catequética.

La vida del cristiano debe configurarse en una relación trinitaria, a la que va llevando la catequesis: el catecúmeno se inicia en la vida como hijo de Dios, bajo la mirada del Padre, incorporado a Cristo e imitándole, y sabiéndose templo del Espíritu y movido por él. Al servicio de esta educación moral, la catequesis reviste unas características originales, porque es una catequesis del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas, del pecado y del perdón, de las virtudes humanas y cristianas, del doble mandamiento del amor y, finalmente, una catequesis eclesial que crece, se despliega y se comunica en el misterio de la «comunión de los santos» (CCE 1697). Un aspecto que en el momento actual resulta inexcusable es el de la formación en la dimensión social de la fe. Sin ella, es difícil que los valores evangélicos, encarnados y vividos por personas adultas y coherentes, puedan hacerse presentes en las realidades humanas en las que hoy se desarrolla la vida de nuestra sociedad: cultura, profesión, política, economía, educación, ocio, etc. (cf Para una pastoral de la cultura, 1 lss). 4. INICIACIÓN EN LA CONTEMPLACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO. El primer modelo de catequesis cristiana, que fue la acción de Jesús con sus discípulos, tuvo como uno de sus elementos primordiales la iniciación a la oración: «Señor, enséñanos a orar...». «Cuando oréis, decid: Padre,...» (Lc 11,1-4). Desde los orígenes de la Iglesia, uno de los aspectos que identificó a los cristianos fue su forma de orar, referida en su talante y en su expresión más a la oración del Señor que a las fórmulas de la plegaria judía. Al estructurarse el proceso de la iniciación cristiana en el catecumenado, la catequesis sobre el padrenuestro y la entrega de la oración del Señor, en el marco de un rito prebautismal, pasaron a formar parte del proceso iniciático. El Directorio general de catequesis, al plantear esta tarea de la catequesis, habla de contemplar el misterio de Cristo concretándolo después en la enseñanza de la oración (DGC 86). Se constata con ello la intención de poner el acento en un aspecto que ha estado muy olvidado, si no ausente del todo, en la catequesis de la oración. El modelo que Jesús ofrece de sí mismo a sus discípulos es el de un contemplativo, tanto por el tiempo que dedica a la oración como por su actitud radical de orante. Quizá los estilos de oración que durante muchos siglos se han hecho práctica común de los cristianos han estado muy distantes, y lo están aún, de ese modelo. Por eso tiene gran importancia que la catequesis recupere en toda su riqueza la originalidad de la oración cristiana, inspirándose en la oración de Jesús. Al servicio de esta iniciación, la catequesis debe ofrecer, en primer lugar, el testimonio del propio catequista, llamado a ser maestro de oración, quizá desde un nivel sencillo y popular, pero auténtico. En segundo lugar, la catequesis debe ser el lugar donde se despierten y eduquen las actitudes básicas que hacen posible la oración: confianza, escucha, gratitud, alabanza, súplica. La catequesis debe también iniciar en el estilo y el lenguaje de la oración de la Iglesia: desde el aprendizaje —incluso memorístico—de las principales fórmulas de oración cristiana, siguiendo por el conocimiento de, al menos, los principales salmos, de algunas fórmulas oracionales de la liturgia sacramental y de la liturgia de las Horas, hasta llegar a las expresiones más elevadas de la oración de la Iglesia, como son las fórmulas de la plegaria eucarística. Finalmente, tanto el grupo de catequesis como la sesión de catequesis deben llegar a ser progresivamente escuela práctica de oración, que capacite para poner en ejercicio las actitudes y las expresiones que la instrucción vaya proporcionando. Sin olvidar, por supuesto, que la oración compartida va consolidando los vínculos comunitarios del grupo que se siente convocado, unido y capaz de orar gracias a la acción del espíritu del Señor que está en medio de él. 5. INICIACIÓN Y EDUCACIÓN PARA LA VIDA COMUNITARIA. Esta es otra de las características originarias del grupo de los discípulos de Jesús. Los propios evangelios y, sobre todo, el libro de los Hechos de los apóstoles nos dan testimonio de ello. A lo largo de los siglos, a causa del paso de la

comunidad a la cristiandad, se ha ido perdiendo la conciencia de la pertenencia comunitaria, dando paso a una pertenencia más diluida e impersonal, de carácter más sociológico que religioso. En el momento actual, la masificación de la sociedad, por una parte, y la descristianización de la cultura, por otra, han hecho que la Iglesia y los cristianos vayan retornando a la experiencia originaria de la comunidad, como expresión identificadora de la pertenencia cristiana. De la misma forma que la comunidad es el origen de la catequesis, también ella es su lugar normal y, por último, el regazo materno que acoge a los ya catequizados al final de su proceso; en ella «pueden vivir, con la mayor plenitud posible, lo que han aprendido» (CT 24). Esta relación permanente de la catequesis con la comunidad es un bien para la catequesis, a la vez que lo es también para la comunidad. Esta crece y madura en la medida en que ejercita su función maternal en favor de los catecúmenos. No se olvide, tampoco, que el final del proceso catecumenal son los sacramentos de la iniciación cristiana, así como la conclusión de los procesos de catequesis de inspiración catecumenal es la renovación de estos sacramentos. Y los sacramentos cobran su pleno sentido como acciones salvadoras de Dios en favor de su pueblo, que este acoge y celebra en un contexto siempre comunitario. Es tarea de la catequesis ejercitar a los catequizandos en las actitudes que hacen posible la relación comunitaria: apertura, acogida, escucha, confianza, colaboración, desinterés, agradecimiento. Y esto en la doble vertiente de actitudes humanas, que facilitan la convivencia, y de frutos del Espíritu, que va construyendo la comunidad de los discípulos del Señor. 6. INICIACIÓN Y EDUCACIÓN PARA LA MISIÓN. La educación para la madurez de fe está llamada a desembocar en una personalidad cristiana adulta, capacitada, al menos inicialmente, para vivir la fe con todas sus consecuencias. El cristiano adulto actúa como creyente, es capaz de dar razón de su conducta y se convierte, por la propia fuerza de su conciencia cristiana, en anunciador y mensajero para otros de lo que él vive. En la actual situación de nuestra cultura, se hace urgente la sólida preparación de los cristianos para que puedan testimoniar en la vida diaria la coherencia de sus actos con la fe que profesan y comprometan la existencia en la construcción de la sociedad humana, según el proyecto de Dios. Esta tarea no puede llevarse a cabo sin una iniciación y maduración en la condición misionera y confesante de la propia existencia cristiana. Esta iniciación se mueve entre dos afirmaciones: la corresponsabilidad de todos los bautizados en la misión de la Iglesia y la multiforme distribución de los carismas por parte del Espíritu Santo, para el bien común. La catequesis debe despertar esta doble conciencia, a la vez que ayuda a cada uno a discernir su vocación específica. Un aspecto central que habrá que discernir siempre es el lugar o ámbito en el que se realiza la vocación de cada uno: a veces hay la tentación de oponer la actividad intraeclesial y el compromiso en el mundo. En realidad, ambos lugares deben ser complementarios en la realización de la vocación cristiana, sobre todo del laico. Un segundo aspecto que hay que clarificar es la forma de llevar a cabo la vocación misionera. También aquí se da el riesgo de las polarizaciones: o el compromiso, o el anuncio. Y no se trata de realidades excluyentes: más bien el compromiso, a través del testimonio, lleva al anuncio (AG 11). El catequista deberá ofrecer al grupo una gama amplia de lugares y situaciones en los que se pueda ejercer el compromiso cristiano, tanto en el plano individual como en el asociativo, y en los diferentes ámbitos de la vida social, tanto en el campo de los derechos humanos (vida, libertad, justicia, paz...) como en el de la actividad que configura la vida social (familia, política, trabajo, educación, economía, cultura, comunicación, ocio...). Dentro de la vida de la comunidad, los campos de intervención posible se corresponden con la misma acción de la Iglesia: la

evangelización y la catequesis, la celebración y la oración, la atención y asistencia a los pobres, la promoción de la vida comunitaria. Al catequista se le pide una sensibilidad a este aspecto de la vocación cristiana y una preparación suficiente para poder despertar y acompañar a los catecúmenos en los primeros pasos de su acción como testigos de la fe.

III. Las tareas de la catequesis en la formación de los catequistas Las orientaciones catequéticas de la Iglesia posconciliar, formuladas en el nuevo Directorio, muestran claramente que estas son las dimensiones de la vida cristiana y que, por tanto, no se puede pensar en una catequesis que prescinda de alguna de ellas o no atienda a su desarrollo y educación de forma global. La formación de los catequistas, responsables de este delicado trabajo, debe estar concebida y realizada de modo que facilite su preparación en este sentido. Incorporando, a su nivel, los necesarios elementos de la formación teológico-bíblica, moral, litúrgica, pastoral, etc., deberá procurar que esta formación se vaya adquiriendo de forma equilibrada y armónica. La metodología que se emplee deberá también ser, ella misma, cauce de formación; es decir, debe facilitar que el propio catequista pueda asimilar y crecer en estos aspectos en la medida en que se va preparando. Incluso si el catequista es un cristiano adulto y maduro en la fe —siempre debería serlo—, su formación en cuanto catequista debe significar para él un cierto entrenamiento y experimentación en el talante catecumenal que después deberá imprimir a su trabajo catequético. Teniendo ante los ojos el cristiano adulto que hoy necesitan los tiempos de nueva evangelización, y la comunidad adulta y misionera que hace falta para ello, a la acción catequética le corresponderá iniciar a estos creyentes en la fe y acompañarlos hasta su ingreso en la comunidad, lo mismo si son ya bautizados y sacramentalizados que personalizan su fe en la edad adulta, que si se trata de personas no bautizadas y que hacen el itinerario catecumenal propiamente dicho hacia los sacramentos de la iniciación. (A este respecto puede verse la aportación de la Conferencia episcopal española en diversos apartados de IC). De lo que se trata es de que la riqueza de la vocación y de la existencia cristiana, compuesta de facetas distintas pero complementarias, sea debidamente educada para que llegue a dar sus frutos en una vida creyente, vivida en permanente correspondencia a la gracia del Espíritu. BIBL.: ALBURQUERQUE E., Vida cristiana y catequesis, CCS, Madrid 1986; ALCEDO A., La catequesis en la Iglesia, SM, Madrid 1990; ÁLVAREZ L. F., Celebración cristiana y catequesis, CCS, Madrid 1987; PRIETO R., La Iglesia celebra su ,fe: los sacramentos, SM, Madrid 1991.

Antonio M°Alcedo Ternero

TEOLOGÍA PASTORAL

SUMARIO: !. Fundamentación bíblica de la teología pastoral. II. Historia de la acción pastoral en la Iglesia. III. Surgimiento y evolución de la teología pastoral: 1. En la teología católica: 2. En la teología protestante; 3. Evolución actual; 4. Aportaciones últimas. IV. El carácter propio de la teología pastoral: 1. La reflexión teológica; 2. La acción pastoral como praxis; 3. Características propias de la acción pastoral. V. Fundamentación eclesiológica de la acción pastoral. VI. Niveles en la acción pastoral. VII. Los retos de la teología pastoral hoy. Conclusión: la dimensión crítica de la teología pastoral.

A primera vista, definir la teología pastoral puede parecer difícil, tanto por lo que es en sí misma como por la evolución que ha tenido desde los comienzos de los estudios teológicos, y especialmente en los dos últimos siglos. El término pastoral está presente en muchos aspectos de la vida eclesial y, en consecuencia, desborda el ámbito de la teología. No faltan los que aplican el término pastoral a un determinado enfoque con que tratan las distintas materias teológicas; en este caso la teología pastoral no tendría estatuto científico y no sería considerada como disciplina teológica. La teología pastoral no ha evolucionado tan claramente como la teología sistemática y la teología histórica. Sigue luchando para mantener el difícil equilibrio entre teoría y praxis; si en el pasado predominó el aspecto pragmático de la teología pastoral, en el presente se han dado pasos significativos para precisar la especificidad de la teología pastoral. Ante este panorama, urge la definición precisa de lo que entendemos por pastoral. Para que un saber se constituya como ciencia debe tener muy claros sus objetivos, su finalidad y la metodología que le es propia. Desde el primer momento tenemos que decir que el ser y el hacer, lo teórico y lo práctico, no sólo no se oponen, sino que se implican mutuamente. Toda acción eclesial comporta un elemento reflexivo que no se puede separar de la acción misma; la reflexión teológica sobre la acción de la Iglesia es el contenido propio de la teología pastoral. Además, la teología pastoral emplea la razón práctica como mediación de la reflexión, pues parte de la realidad existente para llegar a la realidad tal y como debería ser, según la propuesta evangélica. En este sentido, es teología inductiva y necesita necesariamente de la ayuda de las ciencias humanas.

I. Fundamentación bíblica de la teología pastoral El término pastor y pastoreo tiene base bíblica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Han sido los estudios bíblicos los que han renovado significativamente la vida de la Iglesia, el quehacer teológico y la enseñanza de la teología. La historia de Israel se presenta con frecuencia con la imagen del rebaño reunido por Dios como buen pastor1, que libera al pueblo de la esclavitud y lo conduce a la tierra prometida con reiterados cuidados, con paciencia y amor (cf Sal 78,52-55; Éx 15,13; Is 40,1). Desde esta misma óptica se interpreta el regreso del exilio de Babilonia y la restauración del pueblo (cf Zac 10,8-12; Is 49,1-26; Miq 2,12). La palabra pastor también se aplica a aquellos que deben guiar y proteger al pueblo. La referencia para valorar el ejercicio del pastoreo es el modo como Dios ha cuidado a su pueblo. El Mesías esperado se presenta también como el pastor que ha de realizar la salvación plena y definitiva. Cristo se encuentra con un pueblo dominado, infiel y desorientado «como ovejas sin pastor» (Mc 6,34; Mt 9,36). El evangelio de Juan presenta a Jesús como el buen pastor que conoce a su rebaño y que da la vida por sus ovejas (Jn 10,1-18); por la entrega del pastor los hijos dispersos serán reunidos (l Pe 2,25) y se irá formando un solo rebaño bajo un solo pastor (Jn 10,16). a) La praxis pastoral de Jesús recogida en los evangelios es la referencia obligada de la pastoral de la Iglesia. Jesús de Nazaret aparece como profeta escatológico que anuncia el reino de Dios2; como profeta es tenido por el pueblo (cf Mc 6,15; Mt 21,11; Lc 7,16; Jn 4,19; 7,40). «Es profeta porque, con una fidelidad absoluta a su misión y con una libertad sin compromisos, anuncia las exigencias radicales de Dios, con plena lucidez sobre los acontecimientos individuales y sociales» 3. El núcleo de la predicación de Jesús es el anuncio del reinado de Dios y la llamada apremiante a la conversión para que el tipo de vida que propone sea posible. Los protagonistas del Reino son los pobres, los excluidos, los oprimidos y los que padecen (Mt 5,1-11). Jesús manifiesta con sus acciones liberadoras que el Reino está presente y que acaece por medio de su persona; al mismo

tiempo, habla de que el Reino se realizará plenamente en el futuro, cuando toda injusticia sea superada (Lc 17,26-30; Mt 11,5). El reino de Dios es una denominación teológica de la sociedad alternativa que Jesús propone a la humanidad4. Jesús une a los apóstoles a su misión, y después de la resurrección les encomienda la tarea de apacentar desde el amor y la entrega (Jn 21,15-17). La misma fidelidad que Jesús ha tenido a la voluntad del Padre es la que los apóstoles deben tener cuando reciben el mandato misionero. Toda la Iglesia como pueblo de Dios, misterio de comunión y sacramento de salvación para el mundo, está llamada a continuar la acción de Cristo. Lo nuclear en la misión de Jesús es el anuncio del Reino como manifestación plena, gratuita y definitiva de Dios en la historia, que se consumará en la plenitud escatológica. La persona, la vida y las acciones de Jesús son la mediación necesaria para entender y vivir el Reino. La muerte y la resurrección de Jesucristo manifiestan el carácter decisivo de la acción salvífica de Dios, que va más allá de los límites históricos y da al acontecimiento de Jesús de Nazaret un carácter definitivo y universal (Mt 18,15-20). Jesús llama personalmente e invita al seguimiento; los que siguen a Jesús forman una comunidad. Estando con Jesús y en la comunidad que él forma aprenden a actuar como el Maestro. Jesús llama a Dios Abbá y nos propone una nueva relación con él. «El mensaje central del Nuevo Testamento es, a la vez, la revelación del corazón paternal de Dios y la revelación de la exigencia de que vivamos como hermanos: sólo cuando se asumen a la vez estos dos aspectos, la revelación se hace humanizadora y liberadora; de otro modo podría ser más bien alienante» 5. Las acciones más significativas que Jesús hace son los gestos sanadores, el perdón de los pecados y las comidas fraternas. De este modo Jesús nos revela la misericordia entrañable del Padre, nos libera del mal y del pecado, nos devuelve la esperanza y nos propone unos nuevos valores éticos. b) Por el Espíritu Santo, la Iglesia que nace en Pentecostés es constituida en cuerpo de Cristo, y Cristo actúa por medio de ella para hacer presente la salvación en todo tiempo y lugar. Las primeras comunidades fueron conscientes de que su razón de ser estaba en Jésucristo y en el evangelio, y de que su misión consistía en el anuncio del kerigma, la enseñanza de los apóstoles (didajé), la llamada a la conversión, la vida fraterna (koinonía) y la celebración de la cena del Señor (cf He 2,42-47; 4,32-35). El contexto sociocultural y sociorreligioso hace que, desde el principio, la acción pastoral sea diferenciada por sus destinatarios y por la organización de las comunidades (cf He 15,1-33; 17,16-34). La misión encomendada por Cristo se vive como un itinerario de maduración de la fe e incorporación a la comunidad cristiana, en el que intervienen los distintos ministerios. La reflexión teológica, el ejercicio del magisterio y el discernimiento son tres elementos íntimamente relacionados en el ser y en el hacer de la Iglesia primitiva. Y todo esto en un contexto de problemas internos en las comunidades, de dificultades en la evangelización del mundo grecorromano y de persecuciones por parte de los poderes públicos. En la Iglesia primitiva aparecen formas comunitarias distintas en unidad y comunión; así lo atestiguan las comunidades de Jerusalén, Antioquía, Corinto, Macedonia, Roma, Galacia, etc.

II. Historia de la acción pastoral en la Iglesia a) La Iglesia primitiva manifestó un gran dinamismo en sus comienzos; en el inicio del tercer siglo los cristianos eran un grupo significativo de la población del Imperio romano. En esta época los cristianos tienen conciencia de que la Iglesia es universal y deben situarse en relación positiva con la cultura que les toca vivir. El catecumenado y las escuelas de catequistas fueron los dos grandes soportes de la acción pastoral de la Iglesia en los siglos II y III6. A finales del siglo III la Iglesia es la

fuerza espiritual más significativa en el Imperio romano. Los laicos tienen gran protagonismo y la diferencia se establece entre creyentes y no creyentes. b) De la época patrística (siglos IV-VII) conservamos excelentes catequesis. A modo de ejemplo, citamos De catechizandis rudibus de san Agustín o las catequesis mistagógicas de Cirilo de Jerusalén. El ejercicio pastoral de los Padres manifiesta un admirable equilibrio entre los diferentes elementos: jerarquía y fieles, Iglesia universal e Iglesia local, el obispo de Roma y los demás obispos, la conversión, los sacramentos, la fe y la presencia secular. El catecumenado, que duraba una media de tres años, va quedando reducido a la cuaresma, se empieza a generalizar el bautismo de párvulos y comienza a hacerse la distinción entre clérigos y laicos, con todas las consecuencias que esto ha tenido en los siglos posteriores. c) En la época llamada de cristiandad, en la Edad media (siglos VIII-XV), el pueblo comienza a no entender el latín, aparece una religiosidad más individual y se refuerza el poder temporal del papado. La Iglesia se va configurando como un elemento estructurante de la vida social. Los enemigos de la fe son los herejes dentro de la cristiandad y los musulmanes fuera de ella; en respuesta se organiza la Inquisición y las Cruzadas. El derecho romano va siendo acogido en el derecho canónico. Desaparece el catecumenado, decae la catequesis y la predicación; la piedad cristiana se articula en referencia al Cristo sufriente y lo especulativo va ganando terreno en la reflexión teológica. Dada la situación de hambre, pestes y precariedades que padece la humanidad, la muerte aparece como elemento importante en la configuración de la espiritualidad cristiana, tal y como lo manifiestan las artes del bien morir. Decrece la conciencia comunitaria de los fieles cristianos, aparece la territorialidad como criterio pastoral y los movimientos evangélicos que tratan de renovar la vida de la Iglesia. d) Los siglos XVI y XVII vienen definidos pastoralmente por la influencia de la Reforma y la Contrarreforma. Lutero defiende una eclesiología fundamentada en la fe personal, la palabra de Dios y el sacerdocio de los fieles. El concilio de Trento se propone hacer una revisión de la dogmática y de la pastoral; la visión teológica de Trento influye decisivamente en el desarrollo de la eclesiología y la pastoral. Trento afirma la transmisión eclesial de la revelación, la estructura sacramental de la justificación y la constitución jerárquica de la Iglesia. En consecuencia, se subraya el opus operatum de los sacramentos, se ve con recelo el que los fieles lean la palabra de Dios, se reforma la liturgia para unificarla y se desarrolla una espiritualidad cristiana centrada en la presencia real de Cristo en la eucaristía, la devoción a la santísima Virgen, la misa como sacrificio y la importancia del sacerdocio jerárquico. Trento inicia una labor importante de formación del clero diocesano, y de instrucción religiosa de los laicos a través de las catequesis dominicales para adultos. e) En los siglos XVIII y XIX la Iglesia toma una actitud de separación del mundo y se genera una pastoral de defensa de la fe, pues se ve con desconfianza a la sociedad. La preocupación pastoral se orienta hacia la educación moral, el sacramentalismo sin mucha preparación, y unas formas de piedad individualista. A finales del siglo XIX se dan en Alemania los primeros intentos de renovación kerigmática, el inicio del catolicismo social y la renovación litúrgica en la abadía benedictina de Solesmes. Surgen cofradías y asociaciones para fomentar la vida espiritual de los laicos. La formación de los sacerdotes tiene una orientación apologética y la Iglesia se estudia en los seminarios en un tratado de derecho público eclesiástico7. f) En la primera mitad del siglo XX comienza la renovación de los estudios bíblicos, litúrgicos y patrísticos. La palabra de Dios empieza a conectarse con las exigencias del mundo moderno; esto produce una orientación nueva de la pastoral. Con todo, hay reticencias por parte del magisterio de la Iglesia a todo lo relacionado con la filosofía de la acción y del sentimiento, el subjetivismo, el vitalismo y el historicismo.

Entre las dos guerras mundiales se producen cambios importantes alentados por la revalorización de la Palabra, la conciencia del sentido comunitario de la fe, la participación del seglar en el apostolado, la preocupación ecuménica, la necesidad de una liturgia más viva y la renovación de los estudios teológicos desde la Biblia y la cristología. Surge la idea de parroquia en estado de misión para responder a la descristianización de la clase obrera en las grandes ciudades, y se da, de este modo, una presencia nueva de los cristianos en lugares significativos. g) Segunda mitad del siglo XX. Las grandes y rápidas transformaciones experimentadas a raíz del Vaticano II, y especialmente en las últimas décadas, han planteado nuevos problemas y abierto nuevas perspectivas a la pastoral de la Iglesia. Se habla de nueva evangelización, de nuevas situaciones culturales como nuevos campos de evangelización, de nueva época en la historia de la humanidad, de nuevos areópagos (entre los que destacan los medios de comunicación social), etc. Situaciones a las que la pastoral trata de responder fomentando el diálogo entre la fe y la cultura, la evangelización como inculturación, la adopción de los nuevos areópagos y los campos culturales tradicionales, la atención al mundo de los jóvenes... Todo ello es objeto de la reflexión de la Iglesia, destacando, además de los documentos conciliares, varias encíclicas y exhortaciones apostólicas de los últimos papas y otros documentos, como la Fieles et ratio (14.9.1998), de Juan Pablo II, y expresamente sobre el tema que nos ocupa: Para una pastoral de la cultura (23.5.1999), del Consejo pontificio de la cultura.

III. Surgimiento y evolución de la teología pastoral El IV concilio de Letrán (1215) estableció la existencia de un magister especializado en pastoral y en la práctica de la confesión, que completara la docencia del magister de Sagrada Escritura. Fue Pedro Canisio, en el siglo XVI, el primero que utilizó el término teología práctica. En 1585, J. Molanus publicó el manual Theologiae practicae compendium. En el siglo XVII la teología pastoral se había transformado en resolución de casos morales. Como disciplina, surgió en 1774, por real decreto de María Teresa de Austria, al aprobarse el plan de reforma de los estudios eclesiásticos formulado por el canonista benedictino Stephan Rautenstrauch. En España, el primer manual es de 1805; su autor es L. A. Marín y se titula Instituciones de teología pastoral o Tratado del oficio y obligaciones del párroco. Los manuales de pastoral buscaban la preparación de buenos pastores para que estos formaran, a su vez, buenos ciudadanos y cristianos. La orientación de estos manuales era pragmática (consejos y recetas), y el pastor era considerado como servidor del Estado para tutelar y educar en los valores sociales vigentes, pues el Estado se constituía en servidor y protector de la religión. 1. EN LA TEOLOGÍA CATÓLICA. La teología pastoral católica ha pasado por varias etapas8: comprensión pragmática (siglos XVIII y XIX) como acabamos de exponer; concepción históricosalvífica, debido a su inspiración bíblica y kerigmática y por la consideración del sacerdote como colaborador de Cristo; con todo, le falta la óptica eclesiológica. La comprensión eclesiológica se debe a A. Graf a mediados del siglo XIX y a la influencia de la Escuela de Tubinga. Para A. Graf la teología práctica surge de la reflexión o conciencia que la Iglesia tiene de sí misma al autoedificarse de cara al futuro. Un discípulo de A. Graf, J. Amberger, vuelve a clericalizar el enfoque de la teología pastoral, al relacionar esta materia con el derecho canónico y presentar su objetivo como la adecuada formación del pastor para la recta administración de su oficio. 2. EN LA TEOLOGÍA PROTESTANTE. La teología protestante ha hecho aportaciones valiosas al enfoque de la teología pastoral9. Para Lutero la experiencia que viene de la fe en Cristo crucificado es fundamental para evitar una teología especulativa. El objeto propio de la teología es la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios; en este sentido, la auténtica teología es

práctica, pues se centra en la experiencia de la fe y en la predicación de la palabra de Dios. F. Schleiermacher (1763-1834) presenta la teología como ciencia en relación con la conducta de la Iglesia, y divide la teología en sistemática, histórica y práctica. La teología práctica comprende el ministerio de la palabra, el de la liturgia y el de la administración de la Iglesia según los tres oficios de Cristo profeta, sacerdote y rey. En la evolución posterior de la teología protestante se subraya que la Iglesia, y cada comunidad cristiana, es el sujeto y el objeto de la teología pastoral. K. Barth (1886-1968) insiste en que la finalidad de la teología dogmática es la predicación, pues lo que importa es la actualización del acon. tecimiento contenido en la revelación10. El pastoralista A. D. Müller en el posconcilio, y con clara influencia del teólogo P. Tillich, formula la teología práctica como «el lugar teológico de la justa realización del reino de Dios en la Iglesia y por la Iglesia en el mundo»11. 3. EVOLUCIÓN ACTUAL. La renovación más reciente de la teología pastoral en el ámbito católico se debe a C. Noppel, que en 1937 publicó Aedificatio Corporis Christi; su visión es eclesiológica, y añade una tercera parte a la teología pastoral: la misión, en la que el laico tiene un lugar importante por el bautismo y la confirmación. F. X. Arnold 12 en los años cuarenta define la teología pastoral como «teología de las acciones eclesiales». P. A. Liégé 13 en Francia tiene el mismo enfoque, al presentar la teología pastoral como la «reflexión sistemática sobre las diversas mediaciones que la Iglesia realiza para la edificación del cuerpo de Cristo». La fundamentación cristológica, eclesiológica y de unidad de misión, sitúa a la teología pastoral en el lugar teológico que le corresponde por su propia naturaleza. La renovación de la teología pastoral se sitúa en el marco de la renovación de la teología realizada por el Vaticano II. Ya en los años anteriores al Concilio se veía la necesidad de trabajar: una formulación espiritual de la teología (J. González Arintero), una teología predicable (escuela kerigmática de Innsbruck y J. A. Jungmann), la no separación de la teología y la liturgia (O. Casel) y la relación entre la teología y las realidades temporales. El Vaticano II desarrolló estas intuiciones y logros, que hasta entonces eran intentos parciales. La nueva visión de la teología viene marcada por los siguientes rasgos: la realidad de las comunidades cristianas como lugar teológico, la reflexión teológica busca la realización de las comunidades cristianas en el amor y la esperanza escatológica, y la dimensión socio-política de la fe desde la óptica del Reino. En la etapa posconciliar es K. Rahner quien coordina la elaboración de un manual de teología pastoral subtitulado Teología práctica de la Iglesia en su presente. Presenta la teología pastoral como una disciplina teológica autónoma, cuyo objeto es la Iglesia; desarrolla los fundamentos de la acción pastoral desde una eclesiología existencial, y termina proponiendo criterios para la renovación pastoral. El manual de teología pastoral (Handbuch der Pastoraltheologie) editado por F. X. Arnold, F. Klostermaun, K. Rahner, V. Schurr y L. M. Weber, en seis volúmenes, entre 1964 y 1972, es el primer gran intento para presentar la teología pastoral como saber teológico con rango universitario. Parte de una eclesiología existencial, pues el estudio teológico de la situación de la Iglesia aparece como la base de la teología pastoral. El objeto material de la teología pastoral es la acción teándrica de la Iglesia, es decir, toda la vida de la Iglesia (miembros, funciones, acciones y estructuras). El objeto formal viene dado por la situación concreta en que se encuentra la Iglesia, como ámbito donde es posible la historia de salvación sin polarizaciones ni reduccionismos. El método es deductivo-inductivo y antropológico-teológico al tiempo. Las carencias de este enfoque han estado en la identificación de lo cristiano con lo eclesial, y en el poco espacio dado a los datos socio-económicos y socio-políticos a la hora de hablar de la autorrealización de la Iglesia en el mundo. Con todo, sus aportaciones han sido enormes y definitivas en el enfoque actual de la teología pastoral. La teología de la liberación ha hecho aportaciones muy valiosas a la teología pastoral al recuperar la dimensión política de la fe, la perspectiva del pobre, la relación entre fe comprometida y reflexión teológica, y la centralidad de la caridad en la vida cristiana. El resultado es una nueva

hermenéutica y «una nueva manera de hacer teología»14. «Partimos de un presupuesto: la teología que no es práctica, que no parte de la praxis para encaminarse a ella de un modo próximo o remoto es irrelevante. Por el contrario, toda teología básicamente referida a la praxis transformadora de la realidad será, a nuestro entender, teología pastoral o teología práctica. La teología de la liberación, por ejemplo, es hoy básicamente teología práctica fundamental»15 J. Sobrino formula el quehacer teológico desde la categoría intellectus amoris como «reacción de la misericordia ante los pobres, a partir de una determinada precomprensión subjetiva (la opción por los pobres) y un determinado lugar objetivo (el mundo de los pobres)». Al incorporar a la reflexión teológica la categoría de praxis aparece con nitidez algo inherente a la fe cristiana: el cristianismo no sólo interpreta la existencia, sino que es «esencialmente una renovación de la existencia»16. J. B. Libanio relaciona teología y praxis al hablar de la realidad eclesial de América latina: «La teología de la liberación tiene una intención práctica que se manifiesta a través de tres relaciones con la praxis: es teología en la praxis, al estar el teólogo comprometido con la causa de liberación de los pobres; es teología para la praxis, al afrontar las mediaciones políticas de una acción transformadora de la realidad; y es teología por la praxis en la medida en que la misma praxis tiene una dimensión de juicio, dentro de la naturaleza de la teología»17. 4. APORTACIONES ÚLTIMAS. En 1974 se celebra en Viena el congreso de teólogos dedicados a la teología pastoral. A partir de este encuentro, comienza a designarse en el ámbito católico a la teología pastoral con la expresión teología práctica. Las corrientes actuales acentúan enfoques distintos y complementarios sobre planteamientos básicos comunes 18. H. Schuster hace una teología pastoral desde la referencia a Jesús de Nazaret, y la praxis de los cristianos en relación a la praxis de Jesús como el lugar propio de la teología pastoral. R. Zerfass expone el modelo de teología pastoral desde la categoría de la acción y las ciencias de la acción (psicología, sociología, economía, pedagogía, política y ciencias de la comunicación humana). Se parte de la praxis para terminar en la praxis; entre uno y otro momento se da la confrontación entre lo que existe y la praxis evangélica ideal. S. Hitner propone conjuntar los diferentes campos de la praxis pastoral en las dimensiones que llama organización (reunir y formar comunidad), comunicación del evangelio en las diferentes acciones eclesiales y pastoreo (como servicio comunitario a las necesidades humanas). K. W. Dahn introduce en la década de los setenta la teoría funcional aplicada a la acción eclesial, y desde ahí reformula la teología pastoral. La realidad social no ha estado muy presente en la reflexión teológica; más aún, ha sido un elemento incómodo, tanto para el pensamiento teológico como para la acción pastoral. Dahn subraya la implicación de la Iglesia en grupos y obras sociales y lo que la Iglesia podría hacer en este campo. La Iglesia aporta a la sociedad sistemas de interpretación y de valoración, así como ayuda en momentos significativos de la existencia de las personas y de los grupos. Recientemente el Consejo pontificio de la cultura ha publicado el ya mencionado documento Para una pastoral de la cultura, en el que, después de hacer algunas reflexiones sobre los retos que las nuevas situaciones culturales plantean a la pastoral de la Iglesia, ofrece algunas propuestas concretas para diversas situaciones de la realidad actual. En España, C. Floristán, profesor de Pastoral de la Universidad pontificia de Salamanca y en el Instituto superior de pastoral, ha enfocado la teología pastoral como teología práctica desde una doble perspectiva: una formulación de la praxis de la Iglesia y una praxis de la reflexión teológica. El análisis de la praxis de la Iglesia y de las comunidades cristianas se hace con los instrumentos propios de las ciencias socio-psicológicas, la iluminación desde las aportaciones de la exégesis histórica y la hermenéutica bíblica pastoral; de lo anterior sale un saber teológico-práctico «que es interpretación actualizante del pasado y modelo operacional para la praxis actual»19. En 1968, C. Floristán y M. Useros publicaron Teología de la acción pastoral y en 1983 C. Floristán y J. J. Tamayo coordinaron la obra Conceptos fundamentales de pastoral, en la que 39 especialistas comentan 82 conceptos de teología y de pastoral. F. J. Calvo y R. Prat i Pons también han trabajado con profundidad y creatividad el tema de la teología pastoral. En 1995 J. A. Ramos publica en la serie de Manuales de teología (BAC) el texto de Teología pastoral; su orientación

corresponde al enfoque eclesiológico de la pastoral y a las coordenadas teológicas del Vaticano II; podría haber incorporado más las aportaciones de la teología de la praxis y del método propio de la teología práctica.

IV. El carácter propio de la teología pastoral 1. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA. LO primero en la vida de la Iglesia, de cada comunidad cristiana y de cada creyente, son las intervenciones de Dios en la historia, especialmente a través de Jesucristo. El Resucitado sigue actuando en el mundo por la acción del Espíritu a través de la Iglesia, sacramento de Cristo para la salvación de todos. La reflexión sobre estos acontecimientos y sus manifestaciones es el objeto propio de la teología. En sentido propio, la teología nos ayuda a comprender mejor y a adentrarnos más plenamente en aquello que creemos por la fe; la teología debe llevarnos a lo que constituye lo nuclear de la fe: la contemplación del Misterio y su realización aquí y ahora20. Por lo mismo, la reflexión teológica no se puede alejar de la Palabra revelada, de la celebración litúrgica y de los signos de los tiempos. La teología lleva necesariamente a la pastoral, y la caridad pastoral impulsa la mejor reflexión teológica; más aún, la reflexión teológica necesita en sí misma talante pastoral. Están tan íntimamente relacionadas teología y pastoral, que H. Denis llegó a decir que «la teología es la función que realiza en la Iglesia la maduración de la labor pastoral» 21. A la comprensión de la teología práctica como teología de las acciones eclesiales (palabra, liturgia y caridad) le faltaba una referencia más explícita a la transformación de la realidad desde el horizonte escatológico del Reino; y esta visión supone el discernimiento de los signos de los tiempos en un contexto geográfico, social y político concreto. La humanización del mundo sólo es posible si la historia y la sociedad se analizan desde los excluidos y despojados de sus derechos más elementales como personas. Al situar la opción preferencial por los pobres en la misma reflexión teológica, se ve con más claridad la relación entre la inteligencia de la fe y la praxis histórica de la fe. Los pobres aparecen como los destinatarios del evangelio, los hijos queridos de la Iglesia y los interlocutores de la teología, para que sean los protagonistas de la transformación histórica de la realidad. Hablamos de una liberación integral que comprende los aspectos económicos, humanos y espirituales. De este modo la teología es praxis de liberación intraeclesial, pastoral y política. Según J. Audinet la teología práctica tiene como objetivo «dar cuenta de la fe y del Dios que ella confiesa en el contexto de las prácticas sociales y culturales contemporáneas» 22, ya que «el anuncio del evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión a la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicación de la verdad» (FR 71). 2. LA ACCIÓN PASTORAL COMO PRAXIS. Ya Aristóteles entendía la praxis como actividad inmanente al ser humano; mientras que la poiesis (arte o técnica) era el producto de una acción transitiva. K. Marx fue quien dio a la praxis el rango de categoría nuclear en el conocimiento humano, al definirla como criterio de verdad y elemento de cambio revolucionario; para Marx todo es en y por la praxis. En la comprensión actual, cuando hablamos de praxis decimos que hay un componente, la acción, para señalar la interacción de las personas entre sí y con el mundo, y otro componente, la teoría, para significar la cosmovisión y los símbolos con los que se interpreta la realidad y se actúa ante ella. Uno y otro elemento se implican mutuamente. J. Habermas, de la escuela de Frankfurt, ha elaborado su «teoría crítica de la sociedad » como «autoconciencia de una praxis»23. Según J. Comblin la praxis consiste en «una actuación única, eapaz de mover en un solo proceso la totalidad del hombre y del mundo. La praxis sería el acto del hombre total produciendo efectos totales, en todas las áreas al mismo tiempo» 24.

Los cristianos hemos configurado nuestra fe como memoria y memorial de la pascua de Cristo; la Iglesia se constituye como comunidad que anuncia el evangelio de Jesucristo, que celebra su vida entregada en obediencia al Padre para la salvación de los hermanos, y que se compromete, desde el amor y la esperanza escatológica, en la construcción del Reino. Para los evangelistas, y especialmente para san Juan, la verdad sobre Dios y sobre el hombre es Jesucristo como realización del proyecto salvador del Padre. La praxis de Jesús en referencia al Padre y su amor gratuito, incondicional y universal a los hermanos constituye el contenido fundamental de la fe cristiana. La acción pastoral pretende actualizar la praxis de Jesús a través de las mediaciones eclesiales y de los cristianos. La teología pastoral se podría definir como la teoría que ilumina la praxis de las comunidades cristianas; según W. Pannenberg, «la referencia (de la teología) a la praxis de la vida no constituye sólo una disciplina teológica particular, sino que abarca a toda la teología en su totalidad» 25. Este enfoque del quehacer teológico hace que «la opción del teólogo como creyente (su Pides qua) exige de él hoy día el compromiso decidido por la justicia en el mundo, por la liberación de los oprimidos» 26. En consecuencia, la presencia encamada y transformadora de los cristianos debe ser convergente con todos los que trabajan por la liberación humana integral y, desde ahí, aportar lo propio de la visión cristiana. 3. CARACTERÍSTICAS PROPIAS DE LA ACCIÓN PASTORAL. a) La acción pastoral actualiza la praxis de Jesús. La praxis de Jesús se desarrolló como cumplimiento del proyecto salvador del Dios del Reino, desde la solidaridad con los enfermos, pobres, pequeños, excluidos y pecadores. La acción pastoral se sitúa entre la cristología y la escatología, y trata de realizar en cada lugar y momento histórico la salvación cristiana. A esto se llama actualización teándrica de la praxis de Jesús, o principio humano-divino de la acción pastoral. b) La acción pastoral tiene como horizonte el Reino. El Reino es don que parte de la iniciativa de Dios, y llamada personal a la conversión. Acoger el Reino es acoger al mismo Cristo para tener sus mismos sentimientos (cf Flp 2,5-11), criterios, actitudes y comportamientos 27. Las comunidades cristianas tienen la misma pretensión que tuvo Jesús de Nazaret: hacer que la realidad que vivimos se parezca más al estilo de vida del evangelio. Para que el cristiano pueda continuar la obra de Cristo necesita que Cristo actúe en él; por consiguiente, la oración va inexorablemente unida a la acción. La acción pastoral debe tener los mismos elementos que la práctica mesiánica de Jesús: el anuncio profético (martyría), el compromiso liberador (diakonía), la celebración (leiturgia) y la fraternidad (koinonía). c) La acción pastoral corresponde a la Iglesia. Es toda la Iglesia la que, animada por el Espíritu Santo, proclama la resurrección de Cristo, anuncia la buena noticia a los pobres, se renueva a sí misma desde la comunión trinitaria y con los hermanos, y trata de construir el Reino. La Iglesia como pueblo de Dios y sacramento de salvación, es para el Reino, en el que los pobres, enfermos y pecadores son los preferidos. A cada comunidad cristiana le corresponde vivir encamada, discernir los signos de los tiempos y, de una manera corresponsable, llevar adelante todas las acciones que le son propias, en permanente reciprocidad de las unas con las otras y evitando polarizaciones o reduccionismos. d) La acción pastoral de la Iglesia es una pastoral de conjunto. Partimos de la afirmación de que el diálogo de la Iglesia con el mundo debe estar en el corazón de la vida eclesial. La teología de la misión ha ayudado mucho a que la Iglesia analice y renueve su presencia y estructuras pastorales. La expresión pastoral de conjunto significa: análisis de la realidad social, conjunción de proyectos, medios y agentes, y la Iglesia diocesana como unidad pastoral. Con este planteamiento se pretende dar respuesta a dos cuestiones básicas: cómo evangelizar al mundo de hoy, y cómo ser más eficaces. Este planteamiento que surge en los años anteriores al Vaticano II es recogido al

comienzo de la constitución Gaudium et spes con estas palabras: «El gozo y la esperanza, las lágrimas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, lágrimas y angustias de los discípulos de Cristo, y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. La comunidad que ellos forman está compuesta de hombres que, reunidos en Cristo, son dirigidos por el Espíritu Santo en su peregrinación hacia el reino del Padre, y han recibido, para proponérselo a todos, el mensaje de la salvación. De ahí la experiencia vital que le hace sentirse, y serlo en realidad, íntimamente solidaria con la humanidad y con su historia» (GS 1). e) La acción pastoral tiene una perspectiva vocacional. Dios llama a la vida y a encontrar en la existencia las llamadas concretas que van definiendo la vocación personal que el Padre da a cada uno de sus hijos. Lo vocacional es una dimensión esencial y constitutiva de la pastoral, pues esta es un servicio a cada creyente y comunidad para que descubra el proyecto de vida al que Dios le llama a través de las necesidades del mundo y de la Iglesia. La perspectiva vocacional invita al creyente a ponerse en actitud de disponibilidad ante la propuesta de Dios, y le ayuda al discernimiento vocacional según el modo de discernir de Jesús de Nazaret. Esta propuesta tiene dos consecuencias: la pastoral general debe apuntar hacia las opciones vocacionales, y la pastoral vocacional debe enriquecerse con todas las dimensiones de la pastoral. Los itinerarios vocacionales no pueden ser otros que las dimensiones de la fe: la comunión eclesial, la oración y la liturgia, el anuncio testimonial del evangelio y el servicio de la caridad. Estos itinerarios —como piden los últimos documentos del magisterio pastoral sobre vocaciones28— necesitan comunidades (lugares-signo) donde se vive la vida como vocación y grupos catecumenales (lugares pedagógicos) en los que se puede madurar la vocación a través de la siembra, el acompañamiento, la educación, la formación y el discernimiento.

V. Fundamentación eclesiológica de la acción pastoral Al repasar la historia de la acción pastoral de la Iglesia hemos vista cómo la manera de entenderse la Iglesia a sí misma y la manera de situarse en el mundo condicionan la pastoral que realiza. El Vaticano II en su conjunto fue una reflexión sobre la identidad de la Iglesia y su presencia dialogante, misionera, samaritana y evangelizadora. La fundamentación eclesiológica de la teología pastoral dota a esta en sí misma, y a la metodología que le es propia, de una base teológica. La acción pastoral tiene tres referencias básicas: Cristo, el Reino y la humanida d29; a ellas se ha referido constantemente la teología pastoral en la etapa posconciliar30. La razón de ser de esta eclesiología está en las realidades que la constituyen, desde las que reflexiona y a las que sirve al entender a la Iglesia como «sacramento de salvación para el mundo». Del mismo modo, la acción pastoral busca a Cristo, al Reino y a la humanidad para ser fiel al evangelio que la origina. La encíclica Ecclesiam suam, de Pablo VI, recupera el Christus totus de san Agustín al considerar dentro del misterio de Cristo el misterio de la Iglesia. La constitución dogmática Lumen gentium entiende a la Iglesia desde el misterio de la plenitud de Cristo, que comprende la encarnación, la pascua, pentecostés y la escatología. Es, por consiguiente, más en el terreno del obrar que en el del ser donde hay que situar el paralelismo entre Cristo y la Iglesia. La Iglesia está llamada a continuar en el mundo la mediación salvífica de la humanidad del que es su Señor. Precisamente porque es su Señor, nunca puede ser identificada con él y siempre tiene que existir la distancia que, junto con el cuerpo de Cristo, está iluminada por la imagen de «espera» (cf LG 6). Para poder continuar esta mediación, es lógico que la estructura teándrica de Cristo sea de alguna manera reproducida por el ser de la Iglesia 31. El Espíritu Santo es el que asegura, al tiempo, la unión y la distinción entre Cristo y la Iglesia; en consecuencia, la acción pastoral de la Iglesia viene de Cristo, y él es su referencia.

La Iglesia expresa sacramentalmente la salvación definitiva realizada por Jesucristo y que se manifestará plenamente en el Reino escatológico. La Iglesia no es el Reino, pero sirve al Reino y avanza hacia él. Por eso, la Iglesia también es presentada como pueblo de Dios en marcha con la humanidad hacia el encuentro con el Padre. Al no identificarse la Iglesia con el Reino, esta tiene que estar muy atenta para dialogar y colaborar con otras realidades humanas que significan y realizan, a su modo, el Reino. «El Reino se muestra así como elemento purificador en la eclesiología, evitando dos posibles errores: una excesiva fusión de los elementos humano-divinos componentes de su esencia, que conduciría a una divinización de la Iglesia, y una exagerada desconexión entre ellos, que la consideraría mera organización o comunidad humana» 32. Con este planteamiento se subraya la responsabilidad de toda la Iglesia, según la vocación de sus miembros en la misión evangelizadora. La Iglesia anuncia el Reino, lo acoge en la vida de comunión, lo celebra en la liturgia y lo construye por la presencia y el compromiso. La fidelidad a Cristo es fidelidad al Reino, y la comunidad eclesial debe estar permanentemente edificándose desde el origen que la constituye y la meta hacia la que se encamina. La Iglesia está en el mundo, es para la humanidad y sus estructuras y mediaciones también son humanas. La tarea de la comunidad eclesial es significar el Reino y hacerlo posible en cada tiempo y lugar histórico; por lo mismo, la Iglesia es lugar e instrumento del Reino y servidora de la humanidad. Para poder realizar adecuadamente su misión, la Iglesia necesita encarnarse culturalmente y generar cultura (cf FR 71). «La Iglesia debe segregar cultura, y el creyente está llamado a dialogar con la cultura. La impregnación de la cultura por la fe es un punto de conexión importante para el anuncio cristiano. La diferencia entre la comprensión cristiana del hombre y el mundo y las antropologías y cosmovisiones dominantes es grave. El reducidísimo número de intelectuales cristianos es preocupante. Los que entre nosotros generan cultura son casi todos increyentes, pos-creyentes o para-creyentes. La presencia de cristianos confesantes en el seno de las llamadas minorías cognitivas es harto escasa y apenas perceptible»33. La fe cristiana es respuesta a los deseos profundos de la persona; por lo mismo, la tarea de la Iglesia está en mostrar a Cristo como la respuesta para que sea palpable cómo «la causa de Dios es la causa del hombre» 34, pues Jesús revela plenamente al Padre. «Querer deslindar el misterio del hombre del de Cristo, del de Dios y del de la Iglesia, es tarea imposible para el que tiene fe. Todos se implican y solamente es posible la comprensión de cada uno de ellos desde la complejidad de todos» 35. La Iglesia, misterio de comunión, se empeña en la comunión humana como realización y anticipo del futuro de la humanidad: vivir en el amor y en la casa del Padre como hermanos.

VI. Niveles en la acción pastoral El término pastoral lo podemos usar con tres acepciones distintas, que responden a diferentes niveles de la acción pastoral 36. a) La pastoral fundamental. Reflexiona sobre la acción, considerada en sí misma: qué hace la Iglesia como tal y cómo se expresa lo que es la Iglesia en las acciones concretas que realiza. «La teoría inmanente a la actuación creyente y eclesial puede ser objeto de reflexión científica; con ello nos encontramos en medio de la disciplina teológica de la teología práctica. Desarrolla así una teoría teológica de la praxis cristiana y eclesial, tal como llega de la historia, se realiza hoy y continúa hacia el futuro»37. En la base de esta reflexión está la eclesiología; no significa que la pastoral sea consecuencia de la eclesiología, sino que una y otra están interrelacionadas. Antes de tratar las acciones pastorales en las diferentes situaciones, hay que tratar los elementos constitutivos de la acción eclesial: la línea de continuidad con la misión de Jesús de Nazaret, la referencia al Reino y la inserción de la acción eclesial en el contexto sociocultural. De este tratamiento surgen los criterios que orientan la acción pastoral: la acción pastoral como acción

divino-humana; la acción pastoral expresa y busca la comunión de Dios con los hombres y de estos entre sí, en constante revisión bajo la acción del Espíritu Santo; la acción pastoral se realiza entre la situación eclesial y la plenitud del Reino; emplea la lectura de los signos de los tiempos; busca la salvación de todos los hombres desde la opción por los más pobres; sirve a la autocomunicación de Dios, que es Palabra viva y eficaz; acoge de forma crítica las expectativas, valores y aspiraciones humanas, y propicia la comunión trinitaria. b) La pastoral especial. Se refiere a la realización histórica de la acción eclesial en las acciones y estructuras pastorales: el proceso de evangelización (etapa misionera, etapa catecumenal y etapa pastoral), la pastoral de la comunión y de las estructuras comunitarias, la pastoral del servicio, la pastoral de la palabra y la pastoral litúrgica. Desde la realidad pastoral existente se proyecta una acción nueva para que la Iglesia responda en mayor medida en su ser y misión. c) La pastoral aplicada. Su lugar está en el día a día de la vida eclesial, y es la puesta en práctica de los planteamientos y la reflexión anterior por parte de los responsables de desarrollar los proyectos pastorales. Responde al qué, cuándo, cómo, por qué, para qué, con qué medios, etc. La reflexión pastoral fundamenta el acierto y la creatividad de los agentes de pastoral en la animación pastoral del día a día de las comunidades, y según ámbitos, edades y situaciones específicas. Los actos pastorales deben ser evaluados con criterios teológicos, pues la teología – huyendo tanto de lo abstracto como de lo pragmático–debe ayudar a mejorar las tareas personales concretas.

VII. Los retos de la teología pastoral hoy El contexto social, cultural y económico después de la crisis del Estado de bienestar, condiciona el perfil del cristiano, la presencia de la Iglesia y su labor pastoral. Estamos en un mundo dominado por la mentalidad neoliberal, en una sociedad globalizada por los intereses económicos del gran capital y en una cultura con pocas referencias antropológicas y con evidentes contradicciones éticas. «Una nueva cultura pluralista y compleja tiende a producir jóvenes con una identidad imperfecta y frágil con la consiguiente indecisión crónica frente a la opción vocacional. Muchos jóvenes ni siquiera conocen la gramática elemental de la existencia; son nómadas; circulan sin pararse a nivel geográfico, afectivo, cultural, religioso; van tanteando. En medio de la gran cantidad de informaciones, pero faltos de formación, aparecen distraídos, con pocas referencias y pocos modelos. Por esto tienen miedo de su porvenir, experimentan desasosiego ante compromisos definitivos y se preguntan acerca de su existencia. Si por una parte buscan, a toda costa, autonomía e independencia, por otra, como refugio, tienden a ser dependientes del ambiente socio-cultural y a conseguir la gratificación inmediata de los sentidos: de aquello que "me va"; de lo que "me hace sentirme bien" en un mundo afectivo hecho a medida»38. Ante estos retos, la acción pastoral de la Iglesia, en fidelidad a Dios y al hombre actual, debe tener en cuenta las siguientes opciones: «la civilización del amor» (o la «cultura de la solidaridad») como horizonte, la opción por los más pobres como punto de partida, la vida fraterna como alternativa al individualismo, el testimonio evangélico en la situación de indiferencia religiosa y la praxis de la esperanza frente al vaciamiento del sentido de la vida. Esta presencia eclesial requiere cristianos convertidos y comunidades maduras, es decir, que vivan la fe vocacionalmente. «La pastoral vocacional se presenta como la categoría unificadora de la pastoral en general, como el destino natural de todo trabajo pastoral, el punto de llegada de las varias dimensiones, como una especie de elemento de verificación de la pastoral auténtica... Por consiguiente, la pastoral vocacional está y debe estar en relación con todas las demás dimensiones, por ejemplo con la familiar y la educativa, con la litúrgica y la sacramental, con la catequesis y el camino de fe en el catecumenado, con los diversos grupos de animación y formación cristiana (no sólo con los

adolescentes y los jóvenes, sino también con los padres, con los novios, con los enfermos y con los ancianos) y con los movimientos (desde el movimiento por la vida a las varias iniciativas de solidaridad social)»39.

Conclusión: la dimensión crítica de la teología pastoral El lugar específico de la teología pastoral son los estudios teológicos, y debe ser elaborada con el método propio de las ciencias teológicas. Se trata de una disciplina con caracteres universales y de rango universitario. El objeto que le es propio es la acción de la Iglesia, tanto en sí misma como en las estructuras y acciones pastorales concretas. Pretende la autorrealización de la Iglesia y el cumplimiento de la misión recibida de Jesucristo. Metodológicamente se sirve de las ciencias humanas para conocer la situación eclesial, valorarla, y desde ahí diseñar una nueva situación y las orientaciones básicas para la acción. «En este sentido podemos decir que la teología pastoral tiene una dimensión crítica, ya que tiene una tarea de delimitación de objetivos, tareas, actitudes, prioridades y sistemas organizativos eclesiales. Por su naturaleza no es una crítica subjetiva e idealista sino una crítica reconstructora de la imagen eclesial auténtica; es decir, busca el marco teológico desde el cual discernir lo que hacemos, y habla de las condiciones de la acción de la Iglesia y de su imagen real, de cara a ayudar en la elaboración de su desarrollo» 40. 16

NOTAS: 1. X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1993 , 651-654. – 2. CH. PERROT, Jesús y la 8 historia, Cristiandad, Madrid 1982, 141. – 3. CH. DUQUOC, Jesús hombre libre, Sígueme, Salamanca 1990 , 45. — 4. J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1987, 1338. — 5. J. VIVES, Si oyeras su voz... Exploración cristiana del misterio de Dios, Sal Terrae, 6 Santander 1988, 154.— C. FLORISTÁN, Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989, c. 6. — 7. Y. CONGAR, Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, Instituto de estudios políticos, Madrid 1973'. – 8. C. FLORISTÁN, Teología práctica, 9 10 Sígueme, Salamanca 1991, 151-171. - Ib, 113-116.— V.SCHURR, Teología pastoral en el siglo XX, en H. VORGRIMLER-R. VANDER GUCHT (eds.), La teología en el siglo XX, III, Católica, Madrid 1974, 323-324. — 11. Nota 21 en C. FLORISTÁN, Teología práctica, o.c., 116. — 12. F. X. ARNOLD, ¿Qué es la teología pastoral?, en Palabra de salvación como palabra al tiempo, Verbo 13 Divino, Estella 1966, 36. — P. A. LIÉGÉ, El misterio de la Iglesia, en AA.VV., Iniciación teológica III, Herder, Barcelona 1961, 25314 14 313. — G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1990 , 38; cf X. MIGUÉLEZ, La teología de la liberación y su método, Herder, Barcelona 1976; M. MIDALI, Teologia pastorale e pratica. Camino storico di una 15 –16 riflessione.fondante e scientifica, Roma 1985, 313. - C. FLORISTÁN, Teología práctica, o.c., 161. SCHILLEBEECKX, Interpretación de la fe, Sígueme, Salamanca 1973, 991. – 17. J. B. LIBANIO, Teología de la liberación. Guía didáctica para su estudio, Sal Terrae, Santander 1989, 88. – 18. F. J. CALVO, Teología pastoral, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYo (eds.), Conceptos 19 fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, 725-727. - lb, 727. – 20. H. U. VON BALTHASAR, Acción y contemplación, en Ensayos teológicos 1, Madrid 1964, 291-306. – 21. H. DENIS, La vertiente pastoral del estudio de la teología, Seminarios 15 (1961). –22. J. AUDINET, ¿Qué es una teología práctica?, en B. LAURET-F. REFOULÉ (eds.), Iniciación a la práctica de la teología V, – 24 Madrid 1986, 191. – 23. J. HABERMAS, Teoría y praxis, Buenos Aires 1966; Conocimiento e interés, Taurus, Madrid 1982. J. COMBLIN, De la acción cristiana, Vísperas 7 (1973) 22. – 25. W. PANNENBERG, Teoría de la ciencia y teología, Cristiandad, 26 Madrid 1981, 431. – J. ALFARO, Problemática actual del método teológico en Europa, en E. RUIZ MALDONADO, Liberación y cautiverios. Debates en torno al método de la teología en América latina, México 1975, 428. — 27. C. FLORISTÁN, Acción pastoral, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J., o.c., 21-35. – 28. OBRA PONTIFICIA PARA LAS VOCACIONES, Nuevas vocaciones para 29 una nueva Europa. Documento final, 1998, Cuadernos Confer 9, partes 3' y 4'. — J. A. RAMOS GUERREIRA, Cristo, Reino y Mundo, tres referencias obligadas para la acción pastoral de la Iglesia, Salmanticensis 37 (1990) 177-200. Cf la bibliografía 30 citada en este artículo. — A. ANTÓN, Eclesiología posconciliar: esperanza, resultados y perspectivas para el futuro, en R. 31 LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balance y perspectiva, Sígueme, Salamanca 1989, 275-294. – J. A. RAMOS GUERREIRA, Teología pastoral, BAC, Madrid 1995, 87. —32. J. J. HERNÁNDEZ, La nueva creación. Teología de la Iglesia del Señor, Sígueme, Salamanca 34 1976, 135. – 33. Congreso Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 178. - J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El último sentido, Marova, Madrid 1980, 106. — 35. J. A. RAMOS GUERREIRA, Teología pastoral, o.e, 96. – 36. lb, 9-14. — 37. P. M. ZULEHNER, Teología práctica, en P. EICHER, Diccionario de conceptos teológicos II, Herder, Barcelona 1990, 530. — 38. OBRA PONTIFICIA 40 PARA LAS VOCACIONES, o.c., 20-21. – 39. Ib, 81. — R. PRAT I PONS, Compartir la alegría de fe. Sugerencias para una teología pastoral, Sígueme, Salamanca 1988, 48. BIBL.: AA.VV., Teología y praxis pastoral (VIII Semana nacional de teología de la Sociedad argentina de teología), Buenos Aires 1988; BERSTEIN R. J., Praxis y acción, Alianza, Madrid 1979; BOFF C., Teología de lo político. Sus mediaciones, Sígueme, Salamanca 1980; BOFF L. y C., Cómo hacer teología de la liberación, San Pablo, Madrid 1988; FLORISTÁN C.-USEROS M., Teología de la acción pastoral, Madrid 1968; FORTE B., La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca 1990; ' GROM B., Metodi per l insegnamento della religione, la pastorale giovanile e la formazione degli adulti, Turín 1982; KASPER W., ' Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989; LANZA S., Introduzione olla teologia pastorale 1: Teologia dell azione eccle.siale, Queriniana, Brescia 1989; LONERGAN B., Método en teología, Sígueme, Salamanca 1994'; MARINELLI F. (ed.), La teologia pastorale. Natura e compiti, Bolonia 1990; MARLÉ R., Le projet de théologie pratique, París 1979'-; MIDALI M.-TONELLI R. (eds.), Dizionario di pastorale giovanile, Turín 1989; NADEAU J. G. (ed.), La praxéologie pastorale. Orientationes et parcours (2 vols.), Montreal 1982; SEVESO B., Edificare la Chiesa. La teologia pastorale e i .suoi problemi, Turín 1982; SZENMÁTONI M.,

Introducción a la teología pastoral, Verbo Divino, Estella 1994; URBINA F., Mundo moderno y fe cristiana. Meditación desde España, Popular, Madrid 1993; Pastoral y espiritualidad para el mundo moderno. En el espesor de lo real, Popular, Madrid 1993; VIAU M., Introduccion aux études pastorales, París 1987; ZULEHNER M., Pastoraltheologie, Düsseldorf 1989-1990.

Jesús Sastre García

TEOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. El sentido de la teología de la educación. II. Articulación sistemática: 1. Punto de partida: la correlación; 2. La articulación del proceso de la teología de la educación; 3. Síntesis y prospectiva abiertas por la teología de, la educación.

La teología de la educación es la reflexión teológica sobre el proceso de la maduración humana, considerado desde la función de la educación. Expondremos primero el contexto que da sentido a esta disciplina, para luego describir la articulación de su contenido.

I. El sentido de la teología de la educación Para entender la teología de la educación hay que superar la reducción de la educación a escuela. Lejos de ello, se necesita recordar que la educación es mucho más que cometido de la escolarización: es signo privilegiado de cada momento cultural. Tal vez incluso sea su mejor emblema, porque, en su educación, los hombres de una época se dicen cómo entienden la vida. En esa lógica, la educación no es primariamente un lugar donde la Iglesia concurre con su mercancía, junto al científico, al humanista, o al político. Por eso la teología de la educación no se reduce al estudio de derechos y metodologías, en un ejercicio que no afectaría a la entraña misma del hecho educativo y que no podría pasar de consideración exterior o yuxtapuesta respecto del proceso de la formación de la persona. Es mucho más. La educación (y la escuela) es un lugar en el que todas las instancias sociales reciben el pulso de la vida, a la que tratan de servir desde funciones complementarias. Desde ahí comienza a ser posible la teología de la educación como realidad que se vive, y sólo desde su conciencia y expresión es posible como reflexión sistemática. En esta perspectiva, la teología de la educación comienza a ser posible cuando asume que la primera función de la educación es proponer los distintos sentidos de la vida que la rodean y a la vez criticarlos. Por eso la educación no es primariamente depósito o lugar de venta, sino de encuentro, laboratorio. Ahí nace el sentido de la teología de la educación, como disciplina teológica interesada por lo educativo: dar cauce al hipotético diálogo entre lo educativo y lo religioso; recibir de la educación el concepto de vida de nuestros tiempos; proponer a la educación su fe en la encarnación de Dios en Jesús, y disponer instituciones concretas en consecuencia (modelos de saber, de metodología, de relación con la sociedad, de expresión de fe, de estilos de compromiso, de maestro y alumno). Es, sencillamente, el circuito hermenéutico de cualquiera de los ámbitos de la teología práctica. Ahora bien: la hermenéutica como método y ámbito y la historicidad de la relación entre el evangelio y la sociedad van íntimamente unidas y dan lugar a distintos enfoques en la teología de

la educación. Así, la teología de la educación que se desarrolló entre 1940 y 1970 recogía en síntesis la herencia de los tres siglos anteriores1. Como tal, se dedicó a un estudio de causas que en sí mismo no afectaba a la realidad misma del hecho educativo: esta quedaba fuera de examen, sencillamente porque se estimaba que era lo que debía ser, lo que había ido siendo a lo largo de tres siglos. Era el enfoque propio de una coyuntura histórica que se creía marcada sobre todo por la consolidación de lo conocido. Por eso, cuando los signos de los tiempos han mostrado que la historia está cambiando cualitativamente, la teología de la educación debe modificar su visión. Hoy necesita plantearse no tanto ad intra, es decir, prescindiendo de la historia, como ad extra, saliendo de todo lo hasta hoy tenido como normal o convencional en términos educativos. No se puede dar por definido el concepto de educación. Aunque eso pueda parecer la desaparición de la misma teología de la educación. Así comprendemos la paradoja de nuestro tiempo desde este punto de vista: hoy se publica poquísimo con título de teología de la educación, pero no porque dispongamos de una síntesis con futuro (de nuevo, la bibliografía y las orientaciones en torno a las que se constituye); es el reflejo del cambio habido en el mundo de las llamadas ciencias del espíritu. La realidad ya no se edifica sobre lo analítico racional sino sobre lo sintético o relacional. De ahí surge un concepto nuevo de todo en la sociedad. En su interior, durante tres siglos, educación había significado rentabilidad, organización, promoción social, conocimiento de la naturaleza, titulación. Hoy significa, además, aceptación, ampliación del proceso a toda la vida, inclusión de lo estético en lo científico, relación con el entorno concreto. Por eso, sin dejar de orientarse por la estructura del planteamiento causal, la teología de la educación necesita preguntarse por el sentido de la cultura de la convivencia, del saber, de la esperanza última... de los hombres de hoy. Necesita, casi, diluirse en la consideración de una serie de temas en los que hasta hace bien poco no había parado mientes. Y, desde ahí, ofrecer pistas para pensar el futuro de la relación educación-teología.

II. Articulación sistemática La reflexión de la teología de la educación se articula sobre un punto de partida o método y la fragmentación del proceso educativo en sus distintos elementos. El estudio debe conducir a una síntesis final desde la que sea posible plantear propuestas de acción. 1. PUNTO DE PARTIDA: LA CORRELACIÓN. El punto de partida o método puede muy bien expresarse en la fórmula que Tillich universalizó: la correlación. Se trata de proponer una comprensión que haga justicia, por un lado, al planteamiento antropológico que subyace a la maduración-educación, y que la haga, por otro, respecto del planteamiento teológico cristiano de la relación hombre-Dios. Este doble planteamiento lleva a comprender la relación entre estos dos procesos paralelos: el de ser persona y el del encuentro con la manifestación de Dios. Este punto de partida contiene una serie de categorías o claves hermenéuticas acerca de la relación entre los dos procesos. Expresan el método y el punto de partida de la teología de la educación en formulaciones como: 1) vivir es un proceso inacabable; 2) la palabra humana está siempre animada por la precomprensión; 3) Dios es el alma de nuestro deseo; 4) la dialéctica de lo humano alcanza su expresión prototípica en Jesús; 5) la cultura es el lugar de la manifestación de Dios; 6) la Iglesia se constituye en el corazón del esperar de los hombres.

Más allá de aparentes actualismos, se formula así una consideración de lo educativo del modo más radicalmente antropológico posible. Y una consideración de lo cristiano del modo más secular o encarnado posible. Lo cual debe hacerse a través de un vocabulario sorprendente, alternativo. Sólo desde ahí –correlación y vocabulario– pueden soslayarse todas las posibles falsedades convencionales. Ni lo cristiano existe aparte de lo humano (se crea o no en la encarnación) ni lo educativo existe aparte del crecimiento en la satisfacción de vivir. Ni caben para nuestro Dios nombres distintos de los nuestros, ni para la educación otras palabras que las diarias de cada persona. 2. LA ARTICULACIÓN DEL PROCESO DE LA TEOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN. En el concepto y en el ámbito social de la educación distinguimos una serie de círculos concéntricos. Marcan el proceso o la estructura del estudio llamado teología de la educación. a) La maduración. El primero de estos círculos se refiere al diálogo interior entre el vivir, la conciencia de vivir y el ir sabiendo. Es un primer círculo subjetivo o experiencial. Se expresa en el tema de la maduración. En él la teología de la educación encuentra estas cuestiones: 1) ¿cuál es el criterio del saber?; 2) ¿qué relación hay entre felicidad y verdad?; 3) ¿qué relación hay entre la admiración ante la vida y ante el misterio?; 4) ¿cuáles son las categorías básicas en que se expresa el proceso de la maduración?; 5) ¿qué relación hay entre ellas y la manifestación de Dios? Este primer paso presenta ya algo definitivo para la teología de la educación: la definición simultánea e inseparable del sentirse vivo, animal de tiempo y de conciencia, establemente inestable... y de Dios. Tan indefinible como Dios es nuestra conciencia de madurar, por la sencilla razón de que se constituyen mutuamente. Dios es el nombre que desde Jesús damos a nuestro encuentro con la felicidad, la esperanza, la paradoja, el sentido y el saber. De ese modo estableceremos una relación crítica entre nuestra palabra sobre Dios y nuestro encuentro con él. De ella surge la provisionalización de todas las concienciaciones y de todas las palabras, así como la transformación del concepto de saber (de referencia a las cosas a expresión del encuentro personal). b) La cultura. Sobre la maduración se construye la cultura. Representa el lado explícito o comunicacional de la conciencia de la maduración. Si por cultura entendemos la visión de la vida de los hombres de una época y de un lugar, estableceremos en su seno el diálogo entre los saberes y los hábitos comunes y la convivencia de las personas. Por eso la cultura consiste en la expresión, verbalización, comunicación... de las experiencias de vivir. La cultura aporta específicamente un corpus doctrinal llamado ciencia, y tematizado en los distintos saberes profesionales. Las cuestiones planteadas ahora a la teología de la educación son: 1) ¿qué relación hay entre los saberes y la esperanza de los hombres?; 2) ¿cuál es la entraña del método sobre el que se construyen las ciencias?; 3) ¿hasta qué punto las distintas presentaciones de la cultura sirven a los hombres y hasta qué otro los hombres se sirven de la cultura?; 4) ¿qué relación hay entre la palabra humana y el silencio, es decir, entre la posesión y la necesidad? Por construirse la cultura sobre la maduración, encontramos en este segundo paso la raíz de la lectura cristiana de la cultura y, viceversa, la lectura cultural de lo cristiano. En realidad propone aquí la teología de la educación la respuesta a la pregunta de por qué siempre han ido juntas la expresión cultural y la religiosa. Ayuda a percibir por qué y cómo la cultura es el lugar de la manifestación de Dios: ambas son función del encuentro personal con el sentido, su visibilización y su estímulo, razón del interés mutuo que siempre se han profesado las religiones y la escuela, así como los distintos ámbitos de la cultura que en la modernidad se interesan por la escuela.

c) La institución. Lógicamente esto lleva a un tercer círculo. En cuanto lo personal se hace interhumano, aparece la Institución. En este tercer círculo debe estudiarse su naturaleza dialéctica, a caballo entre lo instituido y lo instituyente, es decir, entre las normas y las expectativas. De su mano aparece la Historia en el panorama del estudio. Y con ella la teología de la educación recibe cuestiones como estas: 1) ¿qué hay entre la cultura y el caminar de los hombres por el tiempo?; 2) ¿se reducen las ciencias a su voluntad de constituirse en organización del saber?; 3) ¿está la verdad de las ciencias en su unidad interdisciplinar?; 4) ¿qué se deriva de la corrupción de la institución en organización?; 5) ¿es la institución el gran sacramento secular?; 6) ¿qué relación hay entre institución y método científico?; 7) ¿qué hay en la educación de institución y qué de organización?; 8) ¿puede interpretarse la llegada al método como la llegada a la madurez? Al relacionar de este modo la institución con la cultura y la maduración, la teología de la educación presenta su lectura específica del método científico como expresión y función de una voluntad constituyente que trasciende los proyectos individuales. De ese modo el llamado método de las ciencias es más que una actitud cognoscitiva: es nuestro modo de situarnos ante la realidad y, sobre todo, de participar en ella. En correlación con ello, la teología de la educación se atreve a identificar la dialéctica constitutiva del método con la entraña de lo que en cristiano se llama sacramento, es decir, la fe en que la dialéctica del tiempo humano es puerta de Dios. Y puesto que ni el método existe sin las ciencias ni la institución sin las instituciones, la teología de la educación presenta igualmente su concepción de la escuela como sacramento de Dios, mostrando que la llamada comunidad educativa es mucho más que organización posesiva de los saberes. d) Lo político. Es el último y más comprensivo círculo del proceso. Lo político se convierte en el lugar máximo sobre el que se proyecta todo el punto de partida. Lo político, en efecto, se transforma o revela un aspecto cualitativamente distinto cuando plantea a la teología de la educación un examen sobre: 1) el desear humano y las ideologías; 2) la comunicación y la organización de los saberes; 3) la rentabilidad de la ciencia y la conciencia histórica de los pueblos; 4) las planificaciones y la esperanza; 5) el poder social y el servicio local; 6) la escuela y los intereses de clase social; 7) el interés nacional y las superestructuras internacionales; 8) el monocolor, la libertad, la manipulación y el testimonio; 9) la verdad y las doctrinas... Sin adentrarnos en terrenos de la moral social (la relación entre lo político y lo cristiano, entre las confesiones y los estados, entre las iniciativas públicas y las privadas, etc.), limitaremos ahora la incumbencia de la teología de la educación a la definición del imprescindible paradigma político que da su última configuración a la presencia de la palabra de Dios entre los hombres. Lo político es así el signo o la ocasión, tanto de la verdad de la ciencia como de la manifestación de Dios. 3. SÍNTESIS Y PROSPECTIVA ABIERTAS POR LA TEOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN. Cuando se recorre desde aquel punto de partida el camino de estos cuatro círculos, de la mano de tales cuestiones (y sus respuestas) van surgiendo estos tres conceptos: método, relación, esperanza. En ellos coinciden la definición de educación y el camino de la manifestación de Dios. Son las pistas abiertas para la vida cristiana por el sector de la teología práctica que llamamos teología de la educación. a) Método. Arranca de la dialéctica inherente a lo humano entre lo que se es y lo que se desea, entre lo que se sabe y lo que se admira. Por eso, el método es la simbiosis entre conocimiento y

contemplación, entre la satisfacción del sabio y su sobrecogimiento ante lo que intuye, entre la lógica y lo gratuito. Así el método nos lleva a emparejar saber y contemplación. Tampoco hace falta mucho para percibir en ello el criterio para la institución social de la educación, mucho más allá de la organización económica de las supuestas ciencias. Ni para ver en este concepto de método la puerta de Dios: no aquello tras de lo cual se abre la cosa de Dios, sino aquello que si abre a Dios es porque ya está invadido por él. Claro que esta es una perspectiva sólo posible desde lo cristiano. b) Relación. Se asienta igualmente sobre el descubrimiento de que sólo es verdad lo que constituye comunicación. El resto no es verdad, sino la inocente magia de las leyes inertes. El verdadero saber es saber de personas, es decir, aquello que enriquece la conciencia del encuentro a través del acrecimiento de la capacidad cognoscitiva y operativa. Esto supone para las instituciones educativas la señal de la dirección en que investigar: la educación se constituye en el diálogo entre la escuela y su entorno. En ello se cifra igualmente el diálogo entre todos los componentes de la unidad educativa. Queda, pues, bien lejos el concepto vertical o ministerial de la educación, heredado del siglo XVIII, y bien cerca el horizontal, que en cristiano se llama compromiso o caridad. c) Esperanza. Deriva de la consideración del papel que juegan el tiempo y lo colectivo, en la educación. Se refiere al misterio de ser parte, nunca del todo responsables ni propietarios de lo que sabemos. Habremos encontrado el tema bien claro a medida que hayamos proyectado el caminar de cada persona en la vida sobre los sucesivos indicadores de lo colectivo, desde la cultura a lo político. En este sentido, esperanza contiene el último criterio de la verdad en educación. Hace por ejemplo cuestión aldeana el debate sobre las confesionalidades y la neutralidad, o el que versa sobre los riesgos de la estatalización y los dirigismos. Nos remite igualmente a la última entraña del misterio sacramental de la historia. NOTAS: 1. La teología de la educación se construye reflexionando simultáneamente sobre estas cuatro bases: 1) El concepto de educación aportado por los nuevos planteamientos de la antropología cultural, de la psicología social, y de la comprensión estructural del desarrollo humano. 2) El punto de vista de la hermenéutica, es decir, del estudio sobre las relaciones entre hablar y vivir, entre hablar y saber, entre hablar y significar y entre hablar y comunicarse. 3) El específico acento de nuestros tiempos en la dimensión comunitaria de nuestras vidas: el origen y el destino colectivos de nuestro saber, de nuestra conducta y de nuestras instituciones. 4) La fe cristiana en la presencia de Dios en nuestra vida: su comprensión como alma de todo lo nuestro, nuestra definición de buscadores buscados por Jesús, el sentido de la Iglesia como visibilización de todo ello y testimonio de lo inacabable o escatológico. Las referencias que citamos en la bibliografía son ejemplos de conjunción de estas perspectivas, pero no son las únicas. Se comprende que haya una amplísima bibliografía –que no podemos citar– en que se considera la relación de alguno de los cuatro factores enumerados con otro o con la realidad misma de la educación. Téngase en cuenta, además, que en cada caso o en cada época, depende del enfoque adoptado ante la historicidad de la fe y ante la historicidad de las instituciones sociales. BIBL.: L Antes del Concilio: AA.VV., Fundamentos filosóficos y teológicos de la educación (Actas del Congreso internacional de pedagogía), Santander-San Sebastián 1949; DONLAN T., Theology and education, Wm. C. Brown, Dubuque, Iowa 1952; FITZPATRICK E. A., Exploring a Theology of Education, The Bruce Pub. Co., Milwaukee 1958; GALLEGO S., La teología de la educación en san Juan Bautista de La Salle, San Pío X, Salamanca 1958; KOEHLER H., Theologie der Erziehung, A. Pustet, Munich 1965; LABERTHONNIERE L., Théorie de 1'Education, Lib. Bloud et Barral, París 1901; MUECHER G., Fe y educación, Sígueme, Salamanca 1969; VILA-PALA C., Pensando en una teología de la educación, Rev. Esp. de pedagogía 17 (1959) 113-137. II. Después del Concilio: Actas de las jornadas de pastoral educativa, Instituto San Pío X, Madrid 1970-1999; APARIS1 A., Invitación a la fe, ICCE, Madrid 1972; BOKELMANN H., Las ciencias de la educación en la actualidad y sus preguntas a la teología, en WINLING R., ' La teología del siglo XX, Sígueme, Salamanca 1987; FLORES D ARCAIS G.-GUTIÉRREZ ZULOAGA I. (dlrs.), Diccionario de ciencias de la educación, San Pablo, Madrid 1990; GARCIA CARRASCO J., La política docente, Católica, Madrid 1969; GIL P. M., Las bases de la teología de la educación en el sistema de P. Illlich, Deusto, Bilbao 1975; El poder del deseo, San Pío X, Madrid 1982; GROPPO G., Educazione cristiana e catechesi, Ldc, Leumann-Turín 1972; SCHILLING H., Grundlagen der Religionspddagogik, Patmos, Dusseldorf 1969 (obra parcialmente traducida al italiano en 1974, en Armando Armando, Roma, con una excelente y amplia introducción de G. Groppo).

Pedro Mª Gil Larrañaga

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO: I. Historia: 1. De los orígenes a la reforma; 2. De la reforma a nuestro tiempo. II La constitución de la teología fundamental: 1. La formación de la apologética; 2. De la apologética a la teología fundamental; 3. La dialéctica entre la apologética y la fundamenta l. III. La teología fundamental hoy: 1. La crítica bíblica: un nuevo concepto de revelación y religión; 2. Secularidad: la especificidad creyente y las tareas humanas. IV. La realización de la teología fundamental: 1. Los diversos acentos y estilos; 2. La convicción de la fe;,3. La comunicación de la fe.

Toda disciplina es hoy, como Aristóteles decía de la metafísica, «ciencia que se busca». Pero la teología fundamental lo es con intensidad muy especial. La razón principal es que se mueve, por íntima constitución, en dos frentes diversos y cambiantes a su vez: la fe, que tiene que vivir en la historia, y la cultura, ante la cual debe asegurar su validez y cuidar su significatividad. Encima, a causa del cambio cultural introducido por la modernidad, estas dos últimas notas —validez y significatividad— han adquirido tal urgencia y afectan de tal modo a todas las verdades de la fe que hoy se admite casi unánimemente algo que hace años dijera K. Rahner: en realidad, es la entera teología la que tiene que hacerse, de algún modo, fundamental. Esto supone, sin duda, un fuerte desafío, como lo muestra la crisis de fe que afecta a una gran parte de nuestra cultura. Pero constituye también una oportunidad, en cuanto que obliga a volver a las raíces, a los manantiales vivos de la experiencia religiosa. De hecho, la intensificación actual de la tensión permite ver con más claridad la estructura permanente. Una religión que desde el principio se interpreta como universal, es decir, con valor para todos, en cualquier parte y para siempre («Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos» [Mt 28,191), necesita desplegar las razones en que apoya su pretensión. Cosa que, además, es exigida por su carácter de oferta libre, pues sería indigno, no sólo del hombre, sino de Dios mismo, postular una aceptación ciega o una adhesión forzada (desgraciadamente la historia muestra que se trata de una tentación real). Dada la profundidad de las cuestiones en juego, hay que contar con una relación compleja, con esa circularidad dialéctica que afecta a todo lo profundamente humano: la experiencia viva de la fe necesita y busca las razones que la fundamenten, profundicen y aclaren —intellige ut credas, «entiende para creen» (san Anselmo)–, a la vez que las razones encuentran su verificación y realización plena en la fe que las suscita y alimenta —crede ut intelligas, «cree para entender» (san Agustín)—. El carácter fronterizo de la teología fundamental, en permanente tensión e intercambio entre fe y razón, religión y cultura, filosofía y teología, tiene aquí su fundamento. Lo cual explica tanto su dificultad y sus oscilaciones como su interés y su viveza1.

I. Historia 1. DE LOS ORÍGENES A LA REFORMA. Como era de esperar, la conciencia de esta necesidad está presente desde el comienzo, ayudada, sin duda, por la posición marginal en que nació el cristianismo: sin poder coactivo y en un medio más bien hostil, le quedaba sólo la fuerza de la convicción.

a) Por eso aparece ya en la Escritura. San Pablo lo refleja muy bien en un texto famoso: «Nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1Cor 1,23). Ahí se perfilan ya los dos frentes donde habrá de moverse siempre la teología fundamental: como oferta religiosa concreta, el cristianismo ha de entrar en diálogo con las otras religiones, en confrontación clara y respetuosa a la vez de coincidencias y discrepancias; como oferta humana, la fe tiene que contar con los interrogantes, dificultades y aun alternativas de la razón, tratando de mostrarle que, a pesar de todo, coincide con lo mejor de ella misma. Otro texto clásico se expresa de manera directa: «[Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero hacedlo con dulzura y con respeto» (1Pe 2,15-16). Si se tiene en cuenta que «dar razón» (logon didonai) era una expresión cargada de significado, incluso como modo de referirse a la función filosófica2, se comprende que aquí se insista con vigor en el indispensable papel del esfuerzo reflexivo de la razón. Al mismo tiempo la referencia a la «esperanza» y la recomendación de «dulzura y respeto» perfilan bien el estilo vital y el clima religioso. Por lo demás, contra ciertos tópicos antiintelectualistas, conviene notar que, junto a la insistencia práctica y vivencial, en el Nuevo Testamento hay una preocupación constante por esta función intelectual. Al comienzo de su evangelio, Lucas le dice a Teófilo que escribe «para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,4); y al final del suyo, Juan aclara que los signos seleccionados «han sido escritos para que creáis que Jesús es el mesías» (Jn 20,31). Y cabe hacer, sobre todo en san Pablo, una pequeña antología de textos en los que emerge una viva preocupación tanto apologética («capaces de deshacer las acusaciones y toda altanería que se levante contra el conocimiento de Dios, de someter todo entendimiento a la voluntad de Cristo» [lCor 10,4-5]) como más positivamente misionera («lo que veneráis sin conocerlo, eso es lo que yo os vengo a anunciar» [He 17,23]). b) En los Padres, por su encuadramiento en la cultura griega, la preocupación se hace ya sistemática, hasta el punto de que un grupo muy importante de ellos es conocido como el de los apologistas. Y resulta significativo que, también en este comienzo, se perfilen ya dos actitudes que serán perennes en la historia, como aspectos constitutivos y complementarios en la fundamentación de la fe. 1) Hay una tendencia conciliadora, que tiende a ver la continuidad entre la fe y la cultura, buscando ante todo el enganche positivo de la intención de la primera con lo mejor de la segunda. Así, Justino y, en general, la escuela de Alejandría, que ven «semillas del Verbo» (los famosos logoi spermatikoi) en todo logro positivo; hasta el punto de que Clemente llega a considerar la filosofía como el «antiguo testamento» de los griegos (Stromata 1, 5, 28). 2) A su lado está la tendencia excluyente, que, como en Taciano y Tertuliano, acentúa la oposición, pues piensa que «nada hay en común entre Atenas y Jerusalén» 3. En general, los grandes autores —piénsese en Ireneo, Orígenes, Agustín— lograron un equilibrio admirable, que sigue siendo ejemplar (cf FR 36-42). c) El establecimiento de la cristiandad, al unificar la cultura y situar a la Iglesia en una posición de poder, disminuye la preocupación apologética (tendiendo incluso, ya en algunos Padres, a sustituirla por la intolerancia). En la Edad media la presencia del Islam y del Judaísmo hacen que, sin ser central, se haga presente una búsqueda de discusión y diálogo: Raimundo de Peñafort, Ramón Llull, Raimundo Martí y santo Tomás con su Suma contra los gentiles (nótese el título) son los representantes principales. Por otro lado, la asunción de la filosofía de Aristóteles como instrumento de la elaboración teológica acentúa de modo nuevo algo que en adelante cobrará enorme relevancia: la distinción fe-razón como dos ámbitos cognoscitivos de origen distinto y cada vez más separados (cf FR 43-48).

d) Con el Renacimiento se inicia un nuevo clima. La reviviscencia de la Antigüedad clásica, con el mejor conocimiento de sus religiones (y aun con cierta fascinación por ellas), por un lado, y los descubrimientos geográficos, con la entrada de numerosas culturas y religiones hasta entonces ni siquiera sospechadas, por otro, ampliaron el horizonte. La conciencia religiosa se humaniza, haciéndose más universal con la acentuación de la experiencia y una mayor atención al mundo y a la cultura. Comienza el nacimiento del concepto genérico de religión, en el sentido de que el cristianismo empezó a perder su invisibilidad (como religión ambiental, que ni siquiera se advierte), para ser visto en su especificidad de caso particular junto a otras religiones. La cristiana es todavía la religión por antonomasia, pero las otras empiezan también a ser reconocidas en su valor intrínseco, pues, en definitiva, todas coinciden (o coincidirán) en Dios: Nicolás de Cusa y Tomás Moro, cada uno a su manera, son buenos ejemplos de esta nueva actitud. 2. DE LA REFORMA A NUESTRO TIEMPO. a) En ese clima la Reforma protestante supuso un auténtico terremoto. Al romperse la unidad confesional, fue preciso resituar los motivos para la aceptación de la fe. Ante la división de la oferta, ahora dividida en dos confesiones (la oriental contaba poco), la opción propia tenía que verificar su validez. Lutero acentúa la necesidad del contacto con la experiencia fundante: esa es la revolución —entonces acaso no percibida todavía en todo su alcance— de su insistencia en la sola fe y la sola Escritura. Frente a él la insistencia católica en la autoridad y la tradición enfatizaba el otro polo: el de la historicidad de la fe, es decir, la necesidad de que esté viva en las instituciones y se transforme en la historia. b) El nacimiento de la teología positiva (la que se ocupa de los datos históricos de los que parte y en los que se apoya la fe). Fue un fruto importante. Más lo fue todavía la teología de controversia, que en muchos aspectos causó estragos (sobre todo, contribuyendo a las guerras de religión), pero que también tuvo, en el fondo, el efecto positivo de fecundar entre sí las posturas. Porque, dado que fe e institución, Escritura y tradición son constitutivos esenciales de la vivencia cristiana, que se pueden acentuar pero no absolutizar negando al otro, la división confesional no podía ser impermeable: el catolicismo acabó siendo profundamente fecundado por «el principio protestante» (Tillich), a la par que el protestantismo lo fue por el «principio católico». Hoy no resulta posible comprender ni la teología ni la vida eclesial de ninguno de los dos campos sin tener en cuenta su íntimo contacto con las del otro. c) Más decisivo fue todavía el influjo de la Ilustración, un cambio epocal que transformó todos los parámetros. En él cabe distinguir dos pasos fundamentales, íntimamente enlazados. El primero afectó al cristianismo en cuanto religión positiva, es decir, revelada y con un origen histórico. El descubrimiento de las otras religiones, en su enorme variedad y a veces en su enorme elevación, por un lado, y, por otro, el escándalo terrible de las guerras de religión que asolaron Europa, cuestionó la asunción obvia de que el cristianismo fuese la única religión verdadera (que en la mentalidad de entonces implicaba que era la única revelada por Dios). Junto a esto, la crítica bíblica mostró con evidencia cada vez más irrefutable el carácter de elaboración humana de la Biblia: unos libros que se presentaban con todas las marcas del tiempo —repeticiones, correcciones mutuas, inexactitudes históricas, paralelos e incluso copias con las religiones del entorno...— no podían seguir siendo vistos como dictados a la letra por Dios. Mientras el pensamiento teológico más genuino trataba de asimilar y repensar la nueva situación —¡algo todavía en marcha!—, el deísmo, sobre todo en Inglaterra, elaboraba el concepto de religión natural: revelación y razón (entendiendo por tal la razón ilustrada) son lo mismo; el cristianismo, igual que las demás religiones, es una simple variación cultural o folclórica de la única religión presente en la razón humana. Títulos como La razonabilidad del cristianismo (J.

Locke, 1695), El cristianismo sin misterio (J. Toland, 1696) y El cristianismo tan antiguo como la creación (M. Tindal, 1730) muestran bien la nueva actitud. El segundo paso resultó más radical: para una parte importante de la cultura el cuestionamiento de la religión desembocó en el ateísmo. Progresivamente los distintos niveles de la vida y actividad humanas —científico, social, psicológico, moral— se interpretaban sin Dios, y se creó la impresión de que la fe carecía sencillamente de lugar. Desde distintos ángulos, comenzó algo nuevo en la historia de la humanidad: el ataque expreso y sistemático a la fe en Dios, que se juzgaba como alienación, es decir, como contraria al progreso y a la realización humana (cf FR 4548). El proceso está todavía en marcha, pero a partir de finales del siglo XIX la interacción cultural, el mayor realismo de las posturas y la reacción de las Iglesias crean un panorama a la vez más complejo y más propicio a la discusión y diálogo clarificadores. Tal es el marco donde hay que encuadrar la situación actual4.

II. La constitución de la teología fundamental 1. LA FORMACIÓN DE LA APOLOGÉTICA. Los tres pasos analizados en el apartado anterior muestran con toda claridad la lógica que ha presidido la formación de la apologética moderna, que, sin perder ni la continuidad ni los enlaces indudables con la antigua, la convirtieron en una nueva disciplina. Siguiendo ahora el orden inverso al de la aparición cronológica, se comprende bien que la defensa de la fe se organizase en tres pasos: 1) Frente a la negación atea, se elaboró la demonstratio religiosa, que buscaba demostrar la existencia de Dios y la legitimidad de la religión (elaborando al detalle las distintas pruebas de la existencia de Dios y subrayando el carácter obligatorio de la religión). 2) Frente a la nivelación racional del deísmo, se elaboró la demonstratio christiana, con el fin de demostrar la realidad histórica de la revelación cristiana (existencia real de Cristo, verdad de su pretensión y su mensaje como legado divino, apoyándose sobre todo en las profecías, los milagros y la resurrección). 3) Frente a la pretensión protestante, se elaboró la demonstratio catholica, para demostrar no sólo que Cristo fundó una Iglesia, sino que la fundó con unas notas tales que únicamente se dan en la católica; esta, al estar dotada de infalibilidad, garantiza la verdad de todo lo que en ella se enseña. La estructura misma de la disciplina y el clima en que se gestó aclaran bien sus características. Ante todo, su carácter decididamente polémico, como nacida para la defensa y el ataque; carácter reforzado por la situación general de una Iglesia, que se vivía a la defensiva, incluso con una cierta «conciencia de gueto» (B. Welte). De hecho, resultó una construcción típicamente neoescolástica, con sus cualidades y sus defectos. La cualidad principal es la robustez de su estructura teórica, que procede por pasos estrictamente sistemáticos, sólidamente argumentados, con enorme acopio de erudición tradicional. El defecto principal está en que se situó fuera del tiempo y aun contra él: es como una gran fortaleza anacrónica. M. Blondel lo había expresado muy bien en su famosa Carta: «Una vez que se ha entrado y si se aceptan sus principios, se está personalmente a buen recaudo; y desde el centro de este torreón uno se encuentra armado para rechazar los asaltos y triunfar de las objeciones de detalle. Pero es necesario entrar» 5. Y ese era el problema. Porque esta apologética clásica se montaba sobre el rechazo de los dos vectores fundamentales que la nueva situación había hecho irreversibles: la lectura crítica de la Biblia y la transformación moderna de la filosofía. El resultado fue que la fe se presentaba con un triple carácter que la hacía difícilmente asimilable: 1) intelectualista, porque tendía a reducir la

revelación y la vivencia religiosa a una lista de verdades distintas a las alcanzables por la razón; 2) extrinsecista, pues la aceptación de esas verdades no se basaba en el valor interno de lo propuesto, sino en la garantía externa de la autoridad infalible que las proponía; 3) autoritaria, pues de ese modo la verdad de lo revelado quedaba sustraída, en principio, a cualquier tipo de verificación interna: hay que creer porque la Iglesia dice que Dios (a través de la Biblia) lo ha dicho. El Vaticano I reforzó estas notas al conferirles carácter oficial y solemne, y la reforma neoescolástica las hizo presentes y dominantes en toda la enseñanza institucional. Sólo núcleos aislados, como la Escuela de Tubinga en Alemania y el card. Newman en Inglaterra, ofrecían alternativas más abiertas, pero quedaron sepultadas en restauración general. 2. DE LA APOLOGÉTICA A LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. Está claro que tal situación no era estable: para los espíritus más inquietos resultaba imposible permanecer en una tal dis-sintonía con el tiempo, y además estaba el aguijón permanente de la teología protestante, siempre más abierta y dinámica. Con el cambio de siglo, el modernismo (influido por el protestantismo liberal) supuso un intento revolucionario de tomar en serio tanto los resultados de la crítica bíblica como la historicidad de las verdades dogmáticas. Los excesos de algunos representantes, como Loisy (otros, como Buonaiuti o Tyrrell, simplemente fueron incomprendidos), y la drástica condenación del magisterio (decreto Lamentabili y encíclica Pascendi, de 1907; juramento antimodernista, 1910), cortaron de raíz el movimiento, pero dejando sin resolver los problemas. Volvió la neoescolástica. Sin embargo, ya no era posible la pura continuidad. Desde el principio, pensadores como Blondel en Francia y Amor Ruibal en España6, vieron con lucidez el problema y buscaron una renovación más cerca de la ruptura filosófica inaugurada por Kant. Lo que se llamó el kantismo francés y, con él, la apologética de la inmanencia, sin gran influjo ambiental entonces, mantuvieron viva la inquietud filosófica, que, por su parte, alimentó J. Maréchal con el tomismo trascendental. A su vez, la renovación patrística primero, y la escriturística después, fueron acogiendo los resultados de la crítica histórica, sobre todo bíblica. Ayudaron igualmente a la renovación el movimiento litúrgico y catequético. Después de la II Guerra mundial, la Nouvelle Théologie intentó, de alguna manera, sintetizar todos estos aportes, buscando una comprensión de la fe que, manteniendo sus afirmaciones fundamentales, las tradujese en los conceptos de la nueva filosofía y la nueva cultura. De nuevo el movimiento fue cortado por la encíclica Humani generis (1950). Pero, por fortuna, el ambiente había cambiado decisivamente: el trabajo de renovación continuó, y su fruto maduro sería el Vaticano II. Cambiado el clima, cambió el estilo de la disciplina, que ha abandonado incluso el nombre antiguo, para denominarse teología fundamental. El Concilio no usa ni una sola vez la palabra; pero, igual que había hecho el Vaticano 1 con la apologética, el Vaticano II eleva a rango oficial el nuevo estilo. Lo hace sobre todo en dos grandes constituciones: la Dei Verbum, que asume abiertamente el nuevo estatuto de la crítica bíblica e indica la necesidad de elaborar la teología a partir de sus resultados, y la Gaudium et spes, que hace del diálogo con el mundo y la cultura elemento constitutivo de la comprensión de la fe y la praxis cristianas. En ese marco se desarrolla hoy la disciplina. 3. LA DIALÉCTICA ENTRE LA APOLOGÉTICA Y LA FUNDAMENTAL. El paso era necesario. La actitud polémica siempre estrecha la visión. El hombre es el único animal que no se agota en la lucha por la vida: le es constitutivo «comprender» (Heidegger) y permanecer siempre abierto a la positividad de nuevos horizontes. Lo prioritario para la persona creyente es mostrarse a sí misma que la fe la ayuda a comprender su existencia, a darle sentido y encaminarla a la mayor plenitud

posible. De ahí que la palabra fundamentación resulte clave en la nueva actitud: examinar, criticar y asegurar los cimientos en que se apoya la creencia. Para que esto sea efectivo, ha de hacerse en el momento actual, lo que significa que debe contar con la propia historia. De ahí que ante todo deba ponerse al día: el famoso aggiornamento de Juan XXIII no era moda ni mera metáfora, sino estricta necesidad de recuperar siglos de retraso a causa de la analizada resistencia al cambio. Muchos de los fenómenos y conflictos con que tropiezan los actuales intentos por actualizar la comprensión creyente, se explican por la urgencia y cantidad de este trabajo acumulado (por no hecho a su debido tiempo). Está claro que eso obliga a recuperar lo omitido, abriéndose a las llamadas y desafíos del nuevo panorama. Y eso no es posible sin escuchar de verdad a la cultura: es en ella donde con toda claridad, y a veces con toda crudeza, se le plantean las verdaderas dificultades; como es asimismo donde pueden abrírsele posibilidades insospechadas. Lo cual significa que la superación de la apologética no puede equivaler a un simple abandono, sino más bien a una Aufhebung, es decir, a una supresión de su unilateralidad, pero conservando lo positivo. El espíritu polémico, que quiere tener razón a toda costa y contra el otro, debe desaparecer; pero no así la atención al otro, realizada en el diálogo claro y honesto, que no se contenta con una cortesía superficial o un irenismo fácil, sino que escucha de verdad las dificultades. Sólo exponiéndose a ellas es posible evitar que el autoanálisis de la fe se convierta o en autocomplacencia, que sólo ve lo positivo, o en mala fe, que no quiere ver las dificultades. J. Lacroix afirmó con razón: «Toda concepción de Dios no purificada por la crítica atea, degenera en idolatría». Y basta pensar qué sería del catolicismo sin el protestantismo (y viceversa) o del cristianismo sin el marxismo. Sólo escuchando las necesidades de los demás puede ser auténtica nuestra fe; sólo en una justa dialéctica con una responsabilidad apologética puede la fundamental poner al descubierto los motivos auténticos de la fe en el mundo actual. Algo tanto más urgente cuanto que la pérdida de la evidencia socio-cultural de la fe ha puesto de relieve un fenómeno de siempre, pero que ha cobrado mucha fuerza en la actualidad: que la increencia ya no es sin más externa al mismo creyente, sino que le afecta profundamente (J. B. Metz). El creyente comprende que, respondiendo al otro, se responde también a sí mismo, y que sólo escuchándole con atención encontrará el camino para afrontar la más insidiosa dificultad con que la cultura moderna confronta la religión: la de ser una mera proyección de nuestros miedos o de nuestros deseos. Pero la complementariedad actúa también en sentido positivo: la cultura enriquece a la religión. Ya por principio: para una religión que, como la bíblica, parte de la idea de una creación por amor, todo lo que sea avance en cualquier dimensión, significa avance y colaboración con la obra creadora divina. Pero además la enorme diferenciación de las funciones humanas ha hecho que sólo la especialización permita hoy un progreso efectivo: la religión, que ha suplido muchas funciones a lo largo de la historia, tiene que concentrarse ahora en su función específica. Sólo respecto de ella puede mantenerse con Pablo VI que la Iglesia es maestra en humanidad. Respecto de las demás funciones, la modernidad ha mostrado que ese magisterio ha pasado a los distintos sectores de la cultura profana, y las Iglesias han de aceptarlo, si quieren que las culturas respeten y acojan el suyo. Sólo cabe hoy evangelizar la cultura dejándose a su vez evangelizar por ella7.

III. La teología fundamental hoy

Lo dicho hace ver que la tarea de la teología fundamental resulta hoy muy compleja y que no puede considerarse verdaderamente clarificada ni en su estatuto ni en sus funciones (si es que alguna vez podrá estarlo de verdad). Por eso será importante intentar descubrir algunas líneas de fondo, atendiendo a dos frentes fundamentales: uno más interno, a partir de la crítica bíblica, y otro más externo, provocado por la secularización. 1. LA CRÍTICA BÍBLICA: UN NUEVO CONCEPTO DE REVELACIÓN Y RELIGIÓN. a) La caída del concepto de revelación como dictado divino, poniendo al descubierto el carácter constitutivo del trabajo humano en la misma —palabra de Dios, pero siempre en y a través de palabras humanas—, supuso una enorme crisis, pero también una gran oportunidad. Representa, por lo mismo, una tarea decisiva y todavía en gran parte por hacer. De todos modos, el Vaticano II ha validado ya lo fundamental. La palabra revelada no es ajena al trabajo de la subjetividad humana, pues Dios obra en y por los hagiógrafos, que son «verdaderos autores» (DV 11). Lo cual elimina todo fundamentalismo, pues implica que todo lo que se dice en la Escritura —sentido, vivido y expresado por hombres y mujeres como nosotros— tiene que resultarnos de algún modo accesible (igual que a ellos): «El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época... Hay que tener en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se empleaban en la conversación ordinaria» (DV 12). Las consecuencias son decisivas. Ante todo, se abre una vía regia para superar las tres notas de intelectualismo, extrinsecismo y autoritarismo que lastraban la concepción tradicional de la revelación. Ahora pasa a primer plano el contenido de lo revelado: es él el que, considerado en sí mismo, convence o no convence; es toda la persona la que, al confrontarse con la interpretación que ahí se le da del sentido último de su vida desde la relación con Dios, se reconoce y la acepta, convirtiéndose; o no se reconoce, y sigue sin creer. De ese modo se ha conseguido algo irrenun' ciable para la sensibilidad moderna: lo revelado no viola la justa autonomía humana, puesto que no se impone simplemente «porque alguien dice que Dios se lo ha dicho», sino que se ofrece como algo verificable en su verdad (naturalmente, de acuerdo con sus características peculiares: tampoco se verifica igual la fidelidad de un amigo que su peso en la balanza). A este propósito, el Concilio mismo inicia incidentalmente una aplicación de largo alcance (incluso catequético), al afirmar, nada menos que a propósito de algo tan oscuro como el pecado original: «Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia» (GS 13). b) Otra consecuencia decisiva es que ahora la revelación no queda ya reducida a la Biblia (algo acaso concebible en un mundo que se pensaba tenía unos 6.000 años y que abarcaba el pequeño espacio de la ecuméne, pero que hoy resulta monstruoso sólo de pensarlo: Dios dejaría sin su amor y cuidado de padre a la inmensa mayoría de la humanidad, para privilegiar a un puñado de elegidos, que irremediablemente serían los favoritos). Con cierta timidez, el Concilio reconoce: «La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo» (NA 2); y por eso recomienda: «Introdúzcase también a los alumnos en el conocimiento de las otras religiones más extendidas en cada región, a fin de que conozcan mejor lo que, por divina disposición, tienen de bueno y verdadero, aprendan a refutar sus errores y sean capaces de transmitir la plena luz de la verdad a los que carecen de ella» (OT 16)8. Las consecuencias son también aquí enormes. Así como la teología de controversia entre protestantes y católicos ha quedado obsoleta, siendo sustituida por un diálogo ecuménico, que parte del reconocimiento de lo común cristiano, considerando secundarias las diferencias, algo semejante está sucediendo en el mundo religioso general. La nueva concepción de la revelación rompe —algo cuya trascendencia todavía no ha medido de verdad la reflexión teológica— un

presupuesto fundamental: al tratar de mostrar que Dios se ha revelado, no se puede seguir sobrentendiendo que eso sólo ha sucedido en la Biblia, pues comprendemos por fin que todas las religiones son reveladas, cada una en el grado alcanzado en su historia. En consecuencia, la demonstratio christiana no es ahora un grado aparte de la demonstratio religiosa (que estaría reducida a un conocimiento puramente natural o racional de Dios), sino una modalidad dentro de ella. Partiendo de que todas son reveladas y en esa misma medida verdaderas, para nosotros se trata de ver y mostrar que en el cristianismo la revelación divina, al culminar en Cristo, se ha configurado de una manera que en conjunto (no en todos sus detalles, que es imposible en la limitación histórica) resulta más integral y en sus claves fundamentales — Dios que es amor y perdón y que sólo quiere amor hacia él y entre nosotros— resulta insuperable históricamente. Esto es lo que hace hoy tan real, fecundo y urgente el diálogo de las religiones, que no debe ser jamás un como si, pues todos podemos aprender de todos —de hecho, lo estamos haciendo más de lo que aparece a simple vista—, y sabemos que el referente decisivo es el único Dios común a todos: lo descubierto en nuestra religión pertenece con idéntico derecho a las demás («gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» [Mt 10,81), y debemos aprovechar lo descubierto por las demás para completar nuestro acercamiento al Deus semper maior (cf «el que no está en contra de nosotros está a nuestro favor» [Mc 9,401). De ahí que el fin del diálogo no se conciba hoy como un volver a una religión, sino como un movimiento hacia adelante, enriqueciendo y purificando la propia con la ayuda de las demás: se produce así una convergencia real hacia la plenitud de Dios, en la que cada religión se situará conforme a la justeza y amplitud de su acercamiento. (Sobre la falsilla de la inculturación, he introducido aquí el término inreligionación)9. Sólo al final, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28), habrá unidad plena y transparente. Mientras tanto, la rivalidad es soberbia, y únicamente tiene sentido la comunicación fraternal. c) Incluso el ateísmo pide ahora una consideración de distinto estilo. «Del anatema al diálogo» (Garaudy): el encuentro frontal de los comienzos deja lugar a discusión de motivos y a confrontación de experiencias. El cristianismo en su entraña más genuina –como religión de creación y encarnación– implica una afirmación radical de lo humano; puede, por tanto, encontrarse con la intuición más honda de los ateísmos, que niegan a Dios no en sí mismo, sino como negación del hombre (Feuerbach). Refiriéndose justamente a esto, el Vaticano II ha tenido el coraje de reconocer que «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes» (GS 19). Pero, por eso mismo, tiene también derecho a esperar que el ateísmo reconozca que, bien vivida, la fe genuina implica lo contrario de una alienación, pues «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra» (GS 39). De hecho, cuando de algún modo el diálogo se ha establecido, el fruto ha sido evidente: los creyentes han tenido ocasión de recuperar aspectos importantes de sus raíces más originarias – preocupación por los pobres, tolerancia, libertad de conciencia gracias a la «profecía externa» de la cultura (Schillebeeckx); y esta ha recibido impulsos, que, recordándole su «profundidad infinita» (Hegel), la ayudan a no sucumbir a la racionalidad instrumental ni resignarse a la «muerte del hombre». Pero con esto entramos ya en el otro frente. 2. SECULARIDAD: LA ESPECIFICIDAD CREYENTE Y LAS TAREAS HUMANAS. El cambio introducido por la modernidad fue de tal calibre que lo ha trastornado todo, introduciendo un nuevo paradigma global. Su característica definitoria es la secularización de la cultura, que, sin entrar en mayores distinciones, cabe definir como la progresiva emancipación de los distintos ámbitos de la realidad. Estos muestran ahora su autonomía, es decir, su estar regidos por leyes propias, que deben ser estudiadas y aprovechadas por sí mismas, con independencia de la tutela religiosa.

Empezó, por el ámbito científico, tanto en la ciencia histórica (con la crítica bíblica) como en la natural (paradigma, el caso Galileo), para continuar por el socio-político (piénsese en la Revolución francesa, con sus antecedentes y consecuencias) y el psicológico (sobre todo a partir de la revolución freudiana), y, envolviéndolo todo, nació un nuevo estilo filosófico y cultural, que en modo alguno se siente ya criado de la teología. De entrada, dada la profunda inculturación del cristianismo en el mundo que acababa, su destino parecía solidario con él: acabado aquel mundo, acababa la religión. Resultó inevitable una doble y polar reacción: 1) Para muchos –y en número creciente– asumir la nueva autonomía significaba ir organizando la vida sin Dios; ese era el significado profundo de la respuesta de Laplace a Napoleón, cuando le preguntaba por el puesto de Dios en su cosmogonía: «Sire, yo no necesito esa hipótesis». 2) Otros, asustados por lo que parecía el fin de la religión, se opusieron a los nuevos avances: si la Escritura decía en el libro de Josué que el sol se movía en torno a la tierra, no podía ser verdadera la nueva astronomía, como no podría serlo después, de acuerdo con el Génesis, la teoría evolucionista y, en general, había que desconfiar de todo progreso científico y de toda innovación socio-política (el Syllabus, 1864, fue en este sentido una confesión solemne). Se comprende que, si la fe quería ser actual o, lo que es lo mismo, si el cristiano quería seguir siendo creyente y moderno, resultaba indispensable una mediación. Esa fue la gran tarea que la Modernidad abrió a la teología, y sigue siendo la tarea con que esta se encuentra hoy, pues, en realidad –teniendo en cuenta la longitud de onda histórica de este proceso–, ha pasado todavía poco tiempo (la posmodernidad es a esta escala un mero episodio, aunque importante). Rota por la crisis la evidencia de la anterior inculturación, era preciso distinguir la experiencia cristiana profunda de la interpretación que hasta entonces había alcanzado. Es decir, la verdad evangélica, que con todo derecho se había expresado en los moldes de la cultura premoderna, debía –y debe ahora–, con el mismo derecho, expresarse en los moldes de la moderna. Esto implica un trabajo que en modo alguno puede resultar fácil, y no es extraño que la hermenéutica –justamente el arte de la interpretación– haya adquirido un papel tan central. La apuesta decisiva de la teología, y más precisamente de la teología fundamental, está en mostrar que la nueva autonomía de la realidad no tiene por qué implicar la negación de Dios –el ateísmo–, pero sí que obliga al teísmo a situar a Dios de una manera distinta en su relación con la realidad mundana. Galileo todavía no podía ver esto con claridad, pero tuvo ya la genial intuición respecto de la revelación bíblica: «la Biblia no dice cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo». No niega, pues, que la Biblia siga siendo palabra de Dios; pero eso sucede ahora en una comprensión nueva: Dios sigue tan presente como antes, pero de modo muy distinto. De hecho, mostrar eso ha sido el gran trabajo de la crítica bíblica posterior. Y, bien mirado, acaso esta crítica constituya el ejemplo más paradigmático de toda la tarea de la teología fundamental, con sus dificultades, sus falsas soluciones y sus verdaderos logros. En efecto, es cierto que la crítica bíblica, radicalizada, ha significado para muchos la negación de que la Biblia sea revelación; pero el mero rechazo, que se empeña en repetir que lo es como un dictado literal, constituye una falsa solución, que, contra lo que pudiera parecer, carga de razón a la postura atea. Por fortuna, la oposición a los avances de la exégesis ha sido un evidente fracaso y, gracias al coraje de los que han luchado por cambiar los moldes conceptuales para interpretar la revelación, nadie se ve obligado a dejar la fe porque, después de Galileo, piense que el sol gira en torno a la tierra, aunque la letra de la Biblia diga lo contrario. El verdadero camino está en mantener la fe en Dios y, al mismo tiempo, tomar en serio la nueva autonomía del mundo. La credibilidad de la fe, en su nivel de hondo destino cultural, más allá de lo simplemente anecdótico, se juega aquí: en encontrar la manera justa de situar a Dios en los distintos frentes de

la cultura humana. Algo que, por un lado, resulta muy difícil y que todavía exigirá tiempo y esfuerzos; pero que, por otro, está en marcha imparable, pues expresa el dinamismo vivo de la fe. Se nota ya en la misma sensibilidad ambiental, que, en su nivel más normal, ha captado muy bien el mensaje de que Dios no podía seguir siendo el tapagujeros que interfiere en los dinamismos naturales y que, en su nivel más reflexivo, ha comprendido la justeza de la crítica heideggeriana a la ontoteología, que convierte a Dios en un ente —todo lo grande que se quiera—entre los demás entes. Y a esta luz no es difícil comprender que la marcha de la teología en los últimos tiemposconsiste exactamente en resituar la presencia divina en los grandes frentes abiertos por el avance cultural. 1) En el científico se ha avanzado en la clarificación teórica de la distinción de niveles, de modo que, de ordinario, se respetan los campos (aunque en la práctica quedan demasiados restos todavía no asimilados: hay quien sigue haciendo rogativas por la lluvia y, en general, no se toma en serio el revisar la oración de petición que, por sí misma, suele implicar —so pena de ser insincera o incongruente— la búsqueda de un intervencionismo divino, ya no compatible hoy con una justa visión del mundo)10. 2) En el frente de la praxis político-social lo más genuino de las distintas teologías políticas y de la liberación consiste en resituar a Dios en la sociedad, de modo que ni justifique el orden establecido (como en la situación de cristiandad) ni quede relegado a la sacristía. 3) En el frente psicológico, con sus muy importantes repercusiones en la moral y la espiritualidad, está teniendo lugar un claro avance (el caso Drewermann es, en el fondo, un índice de lo decisivo y complejo de una tarea en marcha, como lo fueron y son, en su terreno, los problemas de la teología de la liberación). 4) El mismo frente de la moral, en la medida en que el reconocimiento de su autonomía se va haciendo general, está planteando problemas similares y abriendo perspectiva s igualmente prometedoras.

IV. La realización de la teología fundamental El cristianismo no es una gnosis o una simple empresa teórica, sino un modo de ver y de vivir que abraza la entera existencia humana; modo que en los últimos tiempos se halla en profundo trance de retraducción global. Por eso, hasta aquí la exposición ha prescindido adrede de entrar en excesivas precisiones y divisiones formales a propósito del estatuto de la teología fundamental. Resulta obvio que no caben soluciones parciales, sino que se impone la integración de todas las instancias en una tarea que desborda a cada una y que ni entre todas resulta plenamente realizable. Más que hablar de modelos independientes, hay que pensar en acentuaciones, según la situación histórica, la circunstancia ambiental e incluso el talante personal. Realizar cada acentuación en apertura al conjunto y hacer llegar el resultado a los destinatarios para hacer más comprensible, creíble y vivible la fe, son las dos grandes tareas de la teología fundamental. 1. LOS DIVERSOS ACENTOS Y ESTILOS. El recorrido histórico, al indicar los frentes de trabajo, ha dejado claro ya que ni en cada momento ni en cada circunstancia aparecen todos con igual urgencia: por otra parte, dada su diversidad, no pueden ser abordados con idénticos métodos. Las diversas maneras de hacer teología fundamental nacen de ahí. No podía ni debía ser de otra manera: todas son necesarias para afrontar la plural y compleja riqueza de la realidad. Lo que cumple es evitar el exclusivismo que se acantona en la propia perspectiva y descalifica a las demás: creer que un nuevo estilo sustituye o anula sin más a los anteriores indicaría estrechez de miras y poca lucidez histórica. Hay que pensar, más bien, que, realizada con espíritu abierto, cada nueva perspectiva corrige la unilateralidad de la situación, y que todas se potencian y completan entre sí. Las clasificaciones varían de unos autores a otros y ninguna puede considerarse exhaustiva. Aquí, justamente con vistas a una visión integradora, parece preferible tomar como criterio las principales dimensiones que afectan a la credibilidad del cristianismo. Y, desde luego, conviene

tener en cuenta que no existen delimitaciones netas, sino que se dan por fuerza superposiciones y anastomosis. a) Un frente ineludible, hoy como ayer, sigue siéndolo la hermenéutica objetiva, que trata de comprender lo dicho en la Biblia y en la tradición viva, a fin de hacerlo significativo y fecundo para el presente (en términos de Gadamer: saberse implicados en su Wirkungsgeschichte, es decir, percatarse de que estamos ya incluidos en la órbita de su influjo, pero, al mismo tiempo, elaborar críticamente la distancia temporal que nos separa de ellos, para que pueda realizarse su fusión de horizontes entre el primero y el actual). Eso implica utilizar todos los medios —hoy muy sutiles y diversificados— de la exégesis y la crítica histórica, para sacar a la luz todo el mundo de significados y posibilidades que allí se nos abren (Ricoeur), para apropiárnoslos creativamente, transformando y enriqueciendo nuestra existencia. b) A valorar la fuerza de convicción de ese mundo así descubierto se dirige la obra enorme de H. U. von Balthasar. Según él, cuando se logra captar y exponer la figura de la revelación, esta aparece como irradiación de la gloria divina, que convence por su misma belleza. La grandeza de esta propuesta está en su indiscutible valor como verdad última y de fondo: en definitiva, si alguien abraza la revelación, es porque lo que en ella se propone le resulta convincente. El límite radica en la falta de suficiente elaboración de las condiciones que hacen perceptible esa figura: la creciente distancia que el autor fue tomando respecto de la exégesis crítica, unida a su igualmente creciente visión negativa de la cultura secular, dificultan para muchos la eficacia de su propuesta. c) Estas dos acentuaciones hacen ver la necesidad de una acentuación del otro polo: elaborar con cuidado los modos de la radicación subjetiva de lo que en la revelación se nos ofrece. La apologética integral o de la inmanencia fue, como hemos visto, una gran llamada en este sentido (antes habría que pensar también en Newman y la Escuela de Tubinga). Aquí se encuadra Karl Rahner con su método trascendental: unido al influjo de la teología evangélica, sobre todo con R. Bultmann, supuso una gran aportación que fecundó el entero campo de la teología, permitiendo el diálogo con una cultura muy celosa de la justa autonomía de la subjetividad humana. d) En íntima conexión con esto cabe señalar un cuarto acento: el que atiende sobre todo a la interconexión histórica del proceso revelador, sobre todo tal como se ha esforzado en exponerla W. Pannenberg. Este se esfuerza no sólo en ver la revelación bíblica en su propio contexto de tradición, sino también en ponerla en diálogo con las demás religiones (acaso no acentuando siempre bastante el valor revelador de las mismas). e) En los últimos tiempos ha cobrado enorme importancia el acento histórico-crítico. Ciertos representantes han podido dar a veces cierta impresión de exclusivismo por la energía de sus críticas a las posiciones anteriores. Tales críticas son importantes tomadas como necesaria corrección, tanto contra una excesiva teorización de la fe como –y es el peligro en que más han insistido– contra su privatización. Su insistencia está justamente en la acentuación del carácter social de la fe, en su doble aspecto de crítica de las deformaciones ideológicas que aquejan a la historia real del cristianismo y de elaboración positiva de la eficacia transformadora y liberadora de la experiencia evangélica. f) La teología política de J. B. Metz (muy en relación con la teología de la esperanza de J. Moltmann) y las diversas teologías de la liberación, con fuerte repercusión y concretizaciones en las distintas teologías de signo liberador (tercer mundo, negritud, feminismo...), han hecho y siguen haciendo una aportación decisiva para la credibilidad de la fe en un mundo que se encuentra en honda transformación y aquejado de muy duras y crueles injusticias.

2. LA CONVICCIÓN DE LA FE. Incluso un enunciado tan esquemático de los distintos acentos y dimensiones permite ver lo complejo de la tarea que se propone la teología fundamental. Esta consiste, como queda dicho, nada menos que en una retraducción de la entera comprensión y vivencia de la fe, desde el específico punto de vista de mostrar su credibilidad hoy. Ahora se entiende mejor que no pueda ser realizada ni por un individuo ni desde una perspectiva única. En realidad, sólo es de alguna manera realizable en la interacción de las diversas teologías y, aún mejor, de la comunidad creyente, como un todo. Hay, sin embargo, algunas características transversales, es decir, que, aun respetando los distintos estilos, deberán estar presentes en cada uno. Vale la pena indicar dos, que resultan hoy de especial relevancia: una que atiende más bien al costado objetivo y otra al subjetivo. a) La primera es que debe contarse con una lógica compleja, pues no existen razones aisladas ni razonamientos lineales que puedan llevar a conclusiones irrefutables. Se trata más bien de un entramado de razones, cada una de las cuales aporta una luz parcial, tratando de integrarse en la coherencia del conjunto. Sólo pueden comprenderse mediante un acceso abierto e íntegramente humano, lejos de toda veleidad positivista. Es decir, resultan asequibles únicamente a una razón ampliada, capaz de abrirse no sólo a las «razones del corazón» (Pascal) y a las solicitaciones de la imaginación (como ya comprendiera el Romanticismo), sino también a las exigencias de la praxis (ineludibles después de Marx), a las ofertas de la historia (ya desde el Idealismo) y, en general, a las diversas dimensiones abiertas por las ciencias humanas11. El card. Newman, tan sensible a la apertura espiritual y al matiz objetivo, explicó muy bien que únicamente así resulta posible construir una «gramática del asentimiento». Y señaló todavía una segunda condición: que, si bien no cabe esperar un constructo sistemático, reducible a la lógica formal –lógica de papel la llamaba él–, tampoco puede tratarse de una mera acumulación. Es necesario que se produzca una convergencia de probabilidades, es decir, que las diversas razones sólo lograrán producir aquella certeza que cada una es incapaz de generar por sí misma, si todas apuntan de algún modo en idéntica dirección. Es lo que hace el detective, cuando partiendo de muchos indicios deduce al culpable; o el médico, cuando diagnostica a partir de los síntomas; o incluso el meteorólogo, que predice el tiempo fijándose en ciertas condiciones atmosféricas. La lógica actual, con variaciones diversas, refiriéndose sobre todo al «conocimiento personal» (M. Polanyi) apunta en esta dirección: así, por ejemplo, cuando habla de cumulative case (Basil Mitchell, Gary Guthing), de kumulative Begründung (H. J. Pottmeyer) o incluso de abducción o retroducción (Ch. Pierce)12. b) Pero todo esto no satisfaría una condición fundamental de la subjetividad moderna –su celo por la autonomía y por el carácter antiautoritario de la verdad–, si la revelación apareciese como algo externo y ajeno al sujeto. Apariencia, por otra parte, enormemente extendida, tanto por su carácter trascendente y misterioso (en el imaginario colectivo la revelación baja del cielo), como por el excesivo dualismo con que se presenta de ordinario lo sobrenatural. Afortunadamente esto no tiene por qué ser así, pues, como veíamos, la crítica bíblica, que puso en crisis la fe, abrió también el camino hacia la posible salida. La revelación no cae del cielo, sino que se elabora dentro de la subjetividad humana en cuanto fundada —al mismo tiempo que la realidad— en Dios, y habitada por su dinamismo salvador. Para aclararlo, personalmente hablo aquí de mayéutica histórica, con el fin de indicar que la revelación no nos mete algo desde fuera, sino que, como la comadrona (en griego, maia, el oficio de la madre de Sócrates, quien inventa la categoría), ayuda a dar a luz lo que estaba ya dentro, en lo más hondo y auténtico de nosotros mismos. La nota de histórica es para corregir el esencialismo griego, de repetición eterna de lo mismo, abriéndolo a la novedad de la historia: Dios está siempre ya dentro, pero siempre viniendo todavía.

Como todo lo verdaderamente hondo, con mucha mayor razón esa presencia divina no resulta fácil de descubrir, aunque es ella la que desde el comienzo de los tiempos intenta dársenos a conocer (Dios no es algo pasivo que nosotros vamos a buscar, como tantas veces se piensa, y menos aún alguien que se oculta, como demasiadas veces se afirma, incluso en la teología). Por eso es siempre preciso que alguien —el profeta, el inspirado— descubra o, mejor, caiga en la cuenta de su presencia; pero eso es posible porque Dios estaba ahí y quería revelarse: si él no nos sostuviese, ni siquiera existiríamos; si no estuviese tratando de dársenos a conocer, no percibiríamos nada («Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae» [Jn 6,441). Además, estaba para todos: cuando el profeta anuncia la presencia de Dios, no la crea: simplemente ayuda a los demás para que también ellos la den a luz. Por eso, en cuanto eso acontece, la revelación es tanto del que la recibe como del profeta: «No creemos ya lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído» (Jn 4,42). Esto no suprime ni la libertad de Dios, puesto que libremente nos crea y por libérrimo amor se nos manifiesta, ni tampoco la novedad de la historia: porque el siempre de Dios es irrupción nueva y creativa en la historicidad humana. Cada acto de descubrimiento y acogida de su presencia transforma nuestra realidad, haciéndonos una nueva creatura y abriéndonos a la posibilidad de nuevas transformaciones: así se fue construyendo la historia de la salvación y así se va realizando cada existencia creyente: «Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en su misma imagen, resultando siempre gloriosos» (2Cor 3,18). 3. LA COMUNICACIÓN DE LA FE. Resulta fácil intuir las consecuencias que esta visión tiene para la fundamentación de la propia fe del creyente. Esta no aparece así como una posesión teórica, como un saber estático y ya adquirido, que se viviese de memoria porque así nos lo han enseñado. Por el contrario, aparece como remisión viva a la propia experiencia : sentir que el propio ser es evocado en la luz de la fe, siempre oscura, pero que, en definitiva, tiene que llevar a que podamos decir con los samaritanos: «nosotros mismos lo hemos oído». a) Tiene consecuencias sobre todo para la comunicación a los demás, tanto en su dimensión catequética como en la más específicamente misionera. Ya en un primer nivel, hace evidente la urgencia de esforzarse por presentar el mensaje con coherencia lógica y significatividad real: nadie puede reconocerse en algo que no le resulte verdaderamente significativo, según aquello atribuido a san Agustín: «nadie creería si no viese que se debe creer». El creer porque sí y, más aún, el credo quia absurdum quedan así descartados. Pero el nivel se ahonda por la necesidad de mostrar los enganches en la vida real de los destinatarios. Enganches que han de ser tanto teóricos como prácticos y afectivos, aunque con distintos acentos según cada caso (pues son siempre sujetos o grupos concretos, con sus preguntas y preocupaciones específicas, los que tienen que percibir que aquello que se les propone desde fuera se corresponde con lo que ellos mismos buscan, viven, barruntan o presienten desde dentro). Sin duda que esto es exigente, pues rechaza el juego meramente teórico o la simple postura polémica, como sucede con todo aquello que afecta a las raíces de lo humano. Pero por eso mismo ofrece grandes ventajas. Porque, al reconocerse expuesta a la prueba de la significatividad real, ofreciendo así la posibilidad de verificación (naturalmente, adecuada a sus características específicas), la propuesta religiosa se sitúa en pie de igualdad en el diálogo, con idéntico derecho que las otras posturas a interrogar y ser escuchada. Ni estrategias de inmunización por su parte, ni apresurada descalificación de fideísmo desde fuera, sino oferta objetiva de sentido a verificar en diálogo con las demás, de acuerdo con su capacidad de iluminar y promover la vida y la convivencia humanas.

b) Pero hay algo de más decisiva importancia, pues afecta al talante mismo de toda la empresa catequética y misionera. La estructura mayéutica pone en primer plano un punto que, siendo esencial, tiende a quedar en el olvido: el anuncio no lleva a Dios a personas o lugares de los que estuviera ausente. Por el contrario, cuenta ya siempre con la presencia divina, que es fundante y activa, que está tratando de hacerse sentir y acoger. El anuncio humano tiene tan sólo, como decía Sócrates de su filosofía, la función de tábano externo, que despierta la atención y ayuda a que el oyente dé a luz lo que Alguien más grande que todos nuestros esfuerzos está engendrando y promoviendo. c) Lo cual supone la humildad de quien en su anuncio se sabe mero colaborador o simple ocasión, y el respeto de quien cuando se dirige a otro sabe que se encuentra ante alguien habitado por el mismo Misterio que le habita y mueve a él mismo. En segundo lugar, llama a ser muy sensible ante las distintas posibilidades de respuesta a esa Presencia: la expresamente confesante es una y tiene mucha importancia, pero existen muchas otras, que están en la vida, en la praxis y en las actitudes profundas. Y desde el principio al cristiano se le ha advertido que, en la instancia última y definitiva, nadie puede aquí considerarse superior a nadie: ni el justo ante el pecador, como recuerda la parábola del fariseo y el publicano, ni el creyente ante el increyente, conforme a la parábola del juicio final: benditos serán llamados, ante todo, no los que han confesado de palabra, sino los que han acogido de obra. En un mundo como el nuestro, de pluralización de ofertas, de agresividades heredadas y, en bastantes ocasiones, de acoso a la fe, comprender esto propicia serenidad y confianza. Sin renunciar a la preocupación por los demás ni a la urgencia de un anuncio eterno en un tiempo limitado, permite, por un lado, la espera no angustiada de la germinación divina, por debajo y más allá de toda actividad humana (ni Pablo ni Apolo: «quien hizo crecer fue Dios» [lCor 3,6]), y, por otro, la confianza en la verdad misma de la propuesta. En definitiva, es la figura de la revelación la que, de mil maneras, está siempre irradiando con su luz los más hondos abismos y las más altas aspiraciones del espíritu humano. NOTAS: 1. Juan Pablo II ha afrontado ampliamente este tema en su encíclica Fides et ratio (La fe y la razón); en ella afirma, entre otras cosas, que la teología fundamental «debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica... mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda..., mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad... De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma» (FR 67). — 2 TWzNT 4, 73; H. G. GADAMER, Platos dialektische Ethik, Hamburgo 19682, 21. 50ss. — 3. TERTULIANO, De praescriptione haereticorum, 7. No deja de ser significativo que, como ya había notado Amor Ruibal, estos intransigentes tienden a acabar ellos mismos en el sectarismo y la herejía. — 4. En este sentido, tal vez sea clarificador el documento del Consejo pontificio de la cultura, Para una pastoral de la cultura, que presenta un análisis realista de la situación, subrayando los desafíos y puntos de apoyo y ofrece una serie de propuestas concretas para ' los diversos campos de acción. — 5. Lettre sur les exigence.s de la pensée contemporaine en matiére d apologétique (1896), Les premiers écrits, París 1956, 27-28. — 6. El primero acabó ejerciendo, más tarde, un importante influjo; la obra de Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma (11 vols.), Santiago 1914ss. (reedición en curso), de enorme erudición histórica y gran fuerza especulativa, sigue sin ser aprovechada (cf A. TORRES QUEIRUGA, Constitución y evolución del dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Marova, Madrid 1976). — 7. Cf A. TORRES QUEIRUGA, Evangelizar el ateísmo, en Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 241-247; La nueva evangelización como desafío radical, Iglesia Viva 247 3 (1993) 453-464. — 8. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1995 , 93-113, ha sido todavía más explícito. — 9. 'Cf A. TORRES QUEIRUGA, Cristianismo y religiones: «inreligionación» y cristianismo asimétrico, Sal Terrae 997 (1997) 3-19. — 10. Tema grave por sus consecuencias para la imagen de Dios y, por consiguiente, para la posibilidad de la fe: si pedimos a Dios que acabe con el hambre del mundo, o no lo decimos en serio o, si lo decimos, tenemos que concluir que puede hacerlo y no logramos convencerle (pero entonces sería un dios monstruoso, pues ninguna persona honesta —sean cuales sean los motivos—dejaría de hacerlo, si pudiese): cf A. TORRES QUEIRUGA, Más allá de la oración de petición, en Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1999, 247-294. — 11. Cf ID, La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo Divino, Estella 1992. – 12. F. SCHÜSSLER-FIORENZA, aludiendo a esta última, insiste bien en este carácter de hermenéutica compleja, propio de la teología fundamental (Foundational Theology Jesus and the Church, Nueva York 1986, 285-321). BIBL.: AA.VV., Concilium 46 (1969): monográfico sobre teología fundamental; BALTHASAR H. U. VON, Sólo el amor es digno de fe. Sígueme, Salamanca 1995; BENTUÉ A., La opción creyente. Introducción a la teología fundamental, Sígueme, Salamanca 1986; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); DÍAZ MURUGARREN J., Fundamentos de la vida cristiana. 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Andrés Torres Queiruga

TEOLOGÍA Y CATEQUESIS

SUMARIO: 1. Teología y catequesis: múltiples relaciones: 1. La teología, ciencia normativa de la catequesis; 2. La competencia teológica, decisiva en catequesis; 3. La catequesis, enseñanza doctrinal; 4. La catequesis reivindica su originalidad. II. Complementariedad en la distinción: 1. Diversidad de funciones y de intencionalidad; 2. Vinculación estrecha; 3. Recíprocas aportaciones. III. La catequética: origen y divisiones; 1. La catequética, reflexión científica sobre la catequesis; 2. El equilibrio de las tensiones.

I. Teología y catequesis: múltiples relaciones Las relaciones entre teología y catequesis han sido muy diferentes a lo largo de la historia. En su origen, la catequesis ha precedido a la teología, ya que ha constituido siempre una actividad esencial en la Iglesia y se ha ido desarrollando desde los comienzos de la experiencia cristiana, como atestigua el Nuevo Testamento, incluso cuando todavía no se puede hablar en sentido propio de nacimiento de la teología. Sabemos que los evangelios son eminentemente compendios catequéticos del mensaje cristiano, nacidos precisamente de la necesidad de fijar por escrito la enseñanza oral de la comunidad cristiana para alimentar la fe de los creyentes. Sólo en un sentido amplio se puede decir que constituyen también un esbozo de reflexión teológica. En los primeros siglos del cristianismo, la catequesis encontró un marco preferencial en la institución del catecumenado. Y en este contexto aparece muy vinculada, más que al desarrollo de la teología, a la escucha y lectura de la Sagrada Escritura y a sus cánones interpretativos. A partir del siglo V, tras el abandono del catecumenado, la catequesis se irá configurando durante la Edad media, siguiendo otros derroteros. La nueva situación cultural y religiosa —régimen de cristiandad— y la existencia de una sociedad imbuida de cristianismo permitirá el funcionamiento de un proceso casi espontáneo de socialización religiosa (catecumenado social), con un ejercicio muy reducido de la acción catequética en sentido propio. Por otra parte, adquiere un desarrollo notable y de gran riqueza la teología escolástica, por lo que se hará cada vez más influyente el papel de la teología en las nuevas perspectivas de la acción catequética, sobre todo a medida que, en los albores de la Edad moderna, estalla la crisis protestante y se difunden los catecismos ante la alarmante ignorancia religiosa del pueblo cristiano. Es entonces cuando la teología neoescolástica y las enseñanzas tridentinas jugarán un papel de primer orden en el ejercicio de la

actividad catequética. La teología podrá ser considerada, de hecho y de derecho, la ciencia normativa de la catequesis. 1. LA TEOLOGÍA, CIENCIA NORMATIVA DE LA CATEQUESIS. Durante todo el período de la proliferación de los catecismos y del influjo de la reforma y contrarreforma, la catequesis se ha visto vinculada muy estrechamente a la teología sistemática, sobre todo en la forma neoescolástica propia de los siglos XVI y siguientes. Durante mucho tiempo la teología ha sido vista como ciencia normativa de la catequesis, es decir, como la disciplina que rige y determina los parámetros esenciales de la actividad catequética: identidad y significado, contenidos, métodos, agentes y mediaciones. Y a medida que avanza la Edad moderna, la configuración de los catecismos, en cuanto compendios de la fe, irá adquiriendo cada vez más explícitamente la estructura y lenguaje propios de los tratados teológicos. También la disciplina catequética, en cuanto reflexión sistemática sobre la catequesis, surgirá del seno de la teología, concretamente en su vertiente pastoral. Esto se deduce de la naturaleza misma del acto catequético, que se coloca en el marco de las actividades pastorales y se cualifica como servicio de la palabra eclesial para la educación de la fe. Durante mucho tiempo, tal pertenencia ha sido concebida en términos de subordinación pura y simple de la catequesis a la teología sistemática y a sus cánones interpretativos. Todavía está muy extendida la concepción según la cual la verdadera ciencia normativa de la catequesis es la teología sistemática, que dicta, por lo tanto, a aquella los principios fundamentales de acción y los contenidos a transmitir. Pero hoy se considera superada esta visión, ya que reduce la catequética a simple deducción o aplicación de la teología sistemática. El nacimiento de la catequética se hace remontar ordinariamente al año 1774, en Austria, en el contexto de la renovación de los estudios teológicos promovida por la emperatriz María Teresa. Situada en el marco de la teología pastoral o práctica, la catequética debe definir su identidad en relación con otras disciplinas o sectores afines, como son la homilética o ciencia de la predicación, la pastoral litúrgica, la pastoral juvenil, la pastoral escolar, etc. No siempre resulta fácil deslindar los confines, pues con frecuencia la catequesis se desarrolla, y con pleno derecho, en el interior mismo de otras actividades pastorales, como son la liturgia, la pastoral de juventud, la religiosidad popular, las actividades escolares, etc. Se impone, por lo tanto, un criterio de distinción bastante dúctil y, sobre todo, la necesidad de diálogo e interacción entre estos diversos ámbitos de acción y de reflexión disciplinar. 2. LA COMPETENCIA TEOLÓGICA, DECISIVA EN CATEQUESIS. Aquí ahonda sus raíces la convicción de que la competencia teológica es elemento esencial en el ejercicio de la catequesis. Por lo que atañe a los responsables (obispos, curias diocesanas, sacerdotes, etc.), se considera que es la competencia teológica la que ofrece las garantías para controlar ordenadamente el ejercicio de la actividad catequética. Y lo mismo ocurre en orden a la elaboración de catecismos y otros subsidios para la catequesis: los autores serán de ordinario teólogos, especialistas en asegurar la integridad y precisión del lenguaje catequético. Dan fe de ello la difusión de muchos catecismos de la Edad moderna que tienen a teólogos como autores o inspiradores, como son los catecismos de san Roberto Belarmino, san Pedro Canisio, Jerónimo Ripalda, Gaspar Astete, Joseph Deharbe, etc. Y también en la formación de los catequistas se irá afianzando la convicción de que lo esencial es un buen conocimiento de los contenidos teológicos, como se puede comprobar a lo largo de la historia, y aun hoy, observando los programas y planes de formación. 3. LA CATEQUESIS, ENSEÑANZA DOCTRINAL. Todo esto permite explicar que se haya ido consolidando, durante mucho tiempo, la concepción de la catequesis como enseñanza doctrinal y hasta como una especie de vulgarización de la teología, dominada en gran parte por la

preocupación apologética de defender la pureza de la fe del pueblo cristiano y de asegurar la identidad católica ante las amenazas de la herejía, sobre todo protestante. Esta tendencia ha recibido también una confirmación preponderante, durante toda la Edad moderna, a través de la concepción prevalentemente intelectual y doctrinal de la fe y de su transmisión por parte de la Iglesia. En efecto, el apremio por la enseñanza catequética ha sido sostenido por el deseo de superar la gran ignorancia religiosa del pueblo cristiano y de asegurar en los creyentes el conocimiento de las verdades necesarias para la salvación. El carácter pedagógico de la investigación catequética puede ser destacado desde una doble vertiente: en cuanto proceso educativo de maduración en la fe y en cuanto actividad que se inserta necesariamente en el dinamismo global del crecimiento y maduración de la persona. En este sentido la catequética puede y debe ser llamada con propiedad ciencia pedagógica, sin perjuicio de su vinculación al ámbito de la teología, en su vertiente pastoral o práctica. Durante los últimos siglos la Iglesia ha vivido su afán catequético apoyándose en estas motivaciones de fondo, lo que explica que la catequesis se haya venido alimentando más con las directrices del magisterio y de la teología que inspirándose directamente en las fuentes más genuinas de la revelación, la Sagrada Escritura y la tradición. No es de extrañar, por otra parte, que en esta concepción del cometido catequético, los catecismos hayan podido ser utilizados más de una vez como vehículo y ocasión para difundir y defender opiniones y controversias teológicas, hasta llegar a formas de auténtica instrumentalización (como en el caso de los catecismos jansenistas). En este sentido, la catequética responde a las características de una verdadera disciplina pedagógica y, como tal, encuentra su colocación en el conjunto de las ciencias de la educación. Sabemos que hoy reviste una importancia particular para la reflexión pastoral el conjunto, enormemente desarrollado, de las ciencias humanas en general, y en especial de la ciencias de la educación. El giro antropológico propio de nuestra cultura obliga a una renovada atención al sujeto, al hombre en situación, a la dimensión histórica y cultural de toda acción y toda reflexión. De ahí el interés por todas las ciencias humanas capaces de iluminar el quehacer pastoral: antropología cultural, sociología, psicología, ciencias de la religión, ciencias de la comunicación, etc. Se puede decir que el mundo en general, con sus problemas y aspiraciones, asume el significado de un verdadero lugar teológico, por lo que cobran relevancia especial, en orden a la reflexión operativa cristiana, todas las aproximaciones y disciplinas que nos abren el acceso al conocimiento e interpretación de esta realidad. Y la catequética como disciplina debe mantener relaciones muy estrechas, sobre todo con el ámbito de la reflexión pedagógica. De hecho, la vinculación de la catequética al campo de la educación es un hecho tradicional, así como son tradicionales las denominaciones pedagogía religiosa, pedagogía catequética1, y otras semejantes, para designar nuestra disciplina. 4. LA CATEQUESIS REIVINDICA SU ORIGINALIDAD. Una vigorosa reacción contra esta tradición catequética fue la provocada por el llamado período kerigmático del movimiento catequético de nuestro siglo, sobre todo por mérito de J. A. Jungmann. Es bien conocido su impulso renovador, cuando ya desde los años 30 denunciaba el hecho de que la predicación y la catequesis, en vez de comunicar el mensaje cristiano genuino y vital, se limitasen más bien a ser una divulgación árida y abstracta de la teología escolástica enseñada en los seminarios. De ahí la insistencia por una vuelta decidida al mensaje evangélico originario (kerigma) y a las fuentes vivas de la tradición eclesial, y la preocupación por distinguir claramente entre inteligencia (doctrina) de la fe y educación (comunicación) de la fe. Jungmann supo expresar con claridad la consecuencia catequética de esta distinción: «Debemos conocer el dogma, pero es el kerigma lo que tenemos que anunciar»2.

La aportación de Jungmann, junto con otros representantes de la renovación catequética, ha sido determinante para deslindar ámbitos de competencia, aunque no se ha podido evitar que, con frecuencia, haya habido incomprensiones y tensiones cada vez que la catequesis ha querido reivindicar su originalidad de acción educativa al servicio de la fe, subrayando sus condicionamientos antropológicos, pedagógicos y socioculturales. Históricamente no han faltado momentos de crisis, polémicas e intentos de pacificación entre catequetas y teólogos, a la búsqueda de la propia identidad y justas relaciones. El Vaticano II dio nuevo impulso a esta relativa desvinculación de la catequesis de su matriz teológica, sobre todo con su vigorosa reafirmación de la prioridad de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia (constitución Dei Verbum) y, por medio del Directorio general de pastoral catequética (DCG) de 1971, que consagró una visión renovada de la identidad y objetivos de la tarea catequética. La catequesis ha vuelto a cobrar conciencia de su condición de servicio de la palabra de Dios para el crecimiento y maduración de la fe, reivindicando su carácter original y específico en el contexto de las distintas formas del ministerio de la palabra eclesial. Los documentos oficiales de la catequesis recogen ordinariamente el tema de las relaciones teología-catequesis en forma parcial y referida a algún aspecto particular de la cuestión. Así, por ejemplo, el Directorio general de pastoral catequética (1971) se limitaba a incluir la forma teológica, descrita como «tratado sistemático e investigación científica de las verdades de fe», entre las formas propias del ministerio de la Palabra, junto con la evangelización, la catequesis y la forma litúrgica (DCG 17). Por su parte, Catechesi tradendae (1979) toca el tema solamente para denunciar los posibles influjos negativos de ciertas doctrinas teológicas sobre la acción catequética (CT 61). Más rico y explícito se presenta al respecto el documento español La catequesis de la comunidad (1983), sobre todo al subrayar con claridad la distinción entre catequesis y teología: «Mientras que la catequesis, a través de la iniciación, enseñanza y educación en los fundamentos de la fe, tiene por objetivo la adhesión madura a la persona de Cristo (obsequium fidei), lo que pretende la teología es hacer crecer la inteligencia como tal de la fe (intellectus fidei)» (n. 73). Para el nuevo Directorio general para la catequesis (1997), «la concepción que se tenga de la catequesis condiciona profundamente la selección y organización de los contenidos» (DGC 35), y la función teológica está al servicio del ministerio de la palabra de Dios, junto a las funciones de convocatoria y llamada a la fe, de iniciación, de educación permanente de la fe, y la función litúrgica, «situándose en la dinámica de la fides quaerens intellectum, es decir, de la fe que busca entender» (DGC 51).

II. Complementariedad en la distinción El camino de la reflexión catequética permite hoy precisar mejor las relaciones existentes entre la teología y la catequesis, entre enseñanza teológica y comunicación catequética. Sin menoscabo de las legítimas autonomías, son muy estrechos los vínculos de reciprocidad y de mutua fecundación. 1. DIVERSIDAD DE FUNCIONES Y DE INTENCIONALIDAD. En el ámbito del ministerio de la palabra, las dos acciones eclesiales, la teología y la catequesis, se distinguen por sus motivaciones, finalidades y métodos utilizados. La teología, sobre todo sistemática, responde a la necesidad de la inteligencia de la fe, para dar fundamento, sistematización y profundización científica a los contenidos de la experiencia de fe, mientras que la catequesis se pone al servicio de la adhesión y del camino de fe de las personas y grupos concretos, buscando la integración del mensaje cristiano con las exigencias, interrogantes y esperanzas de tales sujetos. Son dos funciones diferentes y complementarias, que se rigen por dos lógicas distintas: científica por un lado y

educativa y comunicativa por el otro. De ahí también la diversidad de métodos utilizados: en la investigación teológica se recurre a las distintas aproximaciones (filosófica, histórica, hermenéutica, etc.) que permiten ahondar en la comprensión y fundamentación del dato de fe; en la transmisión catequética los métodos empleados apuntan sobre todo a la comunicación eficaz del mensaje cristiano a personas concretas, con atención particular no sólo a la verdad transmitida, sino especialmente a su significación existencial para la vida de los catequizandos y a los procesos de acogida y crecimiento de las actitudes de fe. Se trata, por lo tanto, de procesos distintos, con intencionalidad diferenciada. Podemos concluir, con F. Coudreau, diciendo que la teología es, sobre todo, estudio y reflexión de la palabra de Dios, mientras que la catequesis es más bien actualización y comunicación de la Palabra; que el teólogo reflexiona sobre la palabra de Dios descubierta en la fe (fides quaerens intellectum), mientras que el catequista propone la palabra de Dios con el fin de alimentar, desarrollar y educar en el hombre la fe; que la teología es una escuela de reflexión, mientras que la catequesis es una escuela de conversión3. De esta distinción podrían sacarse varias conclusiones importantes: la catequesis no debe ser concebida como divulgación teológica, ni puede entenderse solamente como enseñanza religiosa doctrinal. No se justifica tal hipótesis reductiva, ni en base a la naturaleza de la palabra de Dios, a cuyo servicio está la catequesis, ni en relación con la estructura de la actitud y profesión de fe, ni teniendo en cuenta la densidad y exigencias del concepto de educación. No se debe olvidar, ciertamente, que la catequesis es también enseñanza doctrinal y que, como tal, posee una dimensión sistemática y cognoscitiva que no hay que descuidar. Pero, por otra parte, es importante tener siempre presente que ella es sobre todo iniciación en el misterio cristiano y educación para la experiencia y maduración de la fe4. En cuanto tal, la catequesis debe adoptar criterios de análisis y métodos operativos que de por sí exceden la competencia de la teología sistemática. Otras consecuencias se pueden sacar también con respecto a la formación de los catequistas y otros responsables de la acción catequética. Todas estas personas necesitan, sin duda, una sólida formación teológica, pero esto no es suficiente, ni consiste en esto propiamente la preparación más adecuada y específica para el desarrollo de la catequesis (cf DGC 234ss; IC 44). 2. VINCULACIÓN ESTRECHA. El que se acentúe la distinción entre teología y catequesis no implica en modo alguno que se olviden los lazos estrechos que deben unir siempre estas dos manifestaciones del ministerio profético de la Iglesia. Por una parte se puede y se debe afirmar que la teología ejerce una función imprescindible respecto a la catequesis. En efecto, en cuanto reflexión sistemática sobre los datos de la fe, desempeña un cometido de profundización, sistematización y fundamentación que no puede ser ignorado en la acción catequética de educación de la fe. Y «en el nivel propio de una enseñanza teológica, el contenido doctrinal de la formación de un catequista es el mismo que el que la catequesis debe transmitir» (DGC 240). Son muchas las aportaciones necesarias de la teología (y de la ciencia bíblica) al ejercicio ordenado de la catequesis. Entre ellas son de destacar al menos estas: proporcionar un conocimiento sistemático y completo del contenido de la fe cristiana; suministrar las normas interpretativas de la tradición de fe; orientar en la búsqueda del núcleo central y de las dimensiones fundamentales del mensaje cristiano; ofrecer criterios interpretativos de las fuentes de la revelación y del magisterio de la Iglesia; aportar aclaraciones y profundizaciones sobre los distintos temas de la fe cristiana, etc.

Por otra parte, es justo también advertir que la catequesis no debe ser ocasión para difundir modas teológicas o para defender opiniones personales de teólogos. Tampoco puede quedar expuesta a los avatares del pluralismo de las corrientes teológicas, como advierte el documento La catequesis de la comunidad: «La acción catequética de una Iglesia diocesana, hoy, no puede quedar a merced del pluralismo teológico, contemplando cómo se establecen procesos formativos o itinerarios catecumenales basados en inspiraciones teológicas que no favorecen la convergencia en la necesaria unidad de la profesión de fe» (CC 76). Esto no debe significar, por otra parte, que la reflexión teológica tenga que quedar siempre fuera del horizonte del acto catequético, alegando como motivo que la catequesis debe transmitir solamente las verdades seguras y ciertas de la fe, y que las cuestiones teológicas deben reservarse a las revistas especializadas y a los teólogos de profesión. Hoy en día resulta del todo imprescindible, sobre todo tratándose de catequesis de adultos —y por ende de catequesis adulta—no perder de vista la actual elaboración teológica y bíblica de los temas tratados. Todo esto supone en el catequista y en los instrumentos de la catequesis, tales como los catecismos, un recurso equilibrado al conocimiento y actualización teológicos. 3. RECÍPROCAS APORTACIONES. Es fácil comprender que una bien entendida relación entre enseñanza teológica y proceso catequético puede aportar no pocas consecuencias ventajosas tanto para la teología como para la catequesis. Las ventajas que la catequesis recaba en su contacto con la teología han sido ya reseñadas más arriba, al recordar que la catequesis tiene necesidad de asistencia teológica, y que desde varios puntos de vista la teología cumple funciones importantes en el recto planteamiento del discurso catequético. Pero también cabe ponderar los influjos benéficos que la teología puede obtener en su contacto vital con la acción catequética, lo mismo que, más en general, con la vida y la experiencia de fe de las comunidades cristianas. En efecto, la catequesis, como proceso y como acto pastoral, constituye siempre una vía genuina y original de acercamiento a la realidad de la fe, un verdadero «lugar teológico», y como tal contribuye a su manera a la expresión y reinterpretación de la fe. Es posible imaginar que las relaciones entre teología y catequesis podrán entrar en un clima de mayor claridad y reciprocidad si la acción catequética es vista también como un lugar de elaboración teológica5, y si la disciplina catequética (reflexión científica sobre la catequesis) se ve reconocida en su carácter original y específico, insertada vitalmente en el ámbito de la teología pastoral o práctica. Desde este ángulo de visión es más fácil detectar los vínculos de complementariedad y de recíproca interacción de los dos momentos de la tarea eclesial: teológico y catequético. Se comprenderá así mejor que la catequesis pueda y deba conservar siempre una dimensión teológica, y que la teología pueda y deba cultivar, a su vez, una dimensión catequética; que el ejercicio de la catequesis pueda resultar una forma de hacer teología, mientras que la enseñanza teológica deba también constituir una forma de dar catequesis.

III. La catequética: origen y divisiones La catequética o ciencia catequética es la disciplina que se ocupa de la catequesis, en cuanto proceso y en cuanto acto, en el contexto de la praxis pastoral de la Iglesia. Su existencia y legitimidad son ya un hecho sólidamente aceptado en el ámbito de la reflexión y de la praxis pastoral de la Iglesia. Se trata de una disciplina reciente, pues si es verdad que la catequesis es una actividad tan antigua como la Iglesia misma, no se puede decir ciertamente lo mismo de la catequética, que ha surgido y se ha ido configurando en el curso de los dos últimos siglos.

A lo largo de su historia, la Iglesia ha sabido realizar y organizar en formas muy variadas la actividad catequética, pero son muy contadas las ocasiones de reflexión explícita sobre los contenidos y métodos de tal actividad. Se suele citar, por lo que atañe a la época patrística, el famoso pequeño tratado de san Agustín De catequizandis rudibus (del 399) y, a finales de la Edad media, la obra de G. Gerson, Tractatus de parvulis trahendis ad Christum (1406), pero ni siquiera en estos casos se puede hablar aún de reflexión científica sobre la catequesis, o considerar estos escritos como obras catequéticas en sentido propio. Se puede hablar de nacimiento de la catequética como disciplina académica en el año 1774, cuando, por disposición de la emperatriz María Teresa de Austria, y siguiendo el proyecto preparado por el abad benedictino Rautenstrauch, fue introducida en las escuelas de teología del imperio austro-húngaro la enseñanza de la catequética, o como disciplina a se, o como parte de la teología pastoral. Pero en realidad, nuestra disciplina empezará a desarrollarse con una cierta amplitud y rigor solamente hacia finales del siglo XIX, siguiendo el nacimiento y desarrollo del llamado movimiento catequético, es decir, de la rica floración de ideas, inquietudes y esfuerzos que, desde finales del siglo pasado y hasta el acontecimiento del Vaticano II, tratará de renovar la teoría y la práctica de la catequesis bajo el influjo de nuevas corrientes culturales, especialmente de orden pedagógico y psicológico. De ahí que la catequética, nacida dentro del molde teológico de la reflexión pastoral, reciba bien pronto el influjo de las jóvenes ciencias psicológicas y pedagógicas, lo que explica que en algunos países, como Alemania, se haya extendido más bien la denominación pedagogía religiosa (Religionspadagogik), junto a la más tradicional de catequética. Se puede decir que, a lo largo de su desarrollo, la reflexión catequética ha mostrado siempre un doble punto de referencia, teológico y pedagógico, con alternancia de acentos: más pedagógico en las primeras décadas del siglo, dominado por la preocupación metodológica y didáctica, más teológico en el período kerigmático del movimiento catequético, caracterizado por la renovación del contenido de la catequesis. De esta doble pertenencia y continua fluctuación dan fe las vicisitudes y alternancias de los dos términos, pedagogía religiosa y catequética, para designar nuestra disciplina, junt o con otras variadas expresiones de igual o semejante significado: pedagogía catequética, pastoral catequética, pedagogía del catecismo, pedagogía cristiana, metodología catequética, metódica de la enseñanza religiosa, catequética pastoral, etc. Esta fluctuación constituye de por sí un signo de la riqueza y complejidad del acto catequético, pero al mismo tiempo revela la existencia de una fuente constante de tensión y de posible discrepancia en el desarrollo de la disciplina. A partir del Vaticano II, la catequética ha conocido un período de relativa fecundidad y expansión, determinado por el nuevo clima de repensamiento global de la praxis eclesial y por el desarrollo de la reflexión epistemológica. La existencia de diversos centros e institutos de catequética, la multiplicación de publicaciones e investigaciones en el campo catequético, y la presencia institucionalizada de la catequética (o de la pedagogía religiosa) en el ámbito académico aseguran la consolidación y el crecimiento de la joven disciplina. 1. LA CATEQUÉTICA, REFLEXIÓN CIENTÍFICA SOBRE LA CATEQUESIS. La identidad de la catequética queda propiamente determinada ante todo por el objeto mismo de que se ocupa, es decir, la catequesis, con toda la riqueza de sus dimensiones y en la variedad de sus realizaciones, ya sea en forma de enseñanza, de expresión simbólica, de reflexión comunitaria, de iniciación sacramental, de itinerario organizado de fe, etc. La catequética es concretamente la reflexión sistemática y científica sobre la catequesis con vistas a definir, comprender, orientar y valorar el ejercicio de esta importante acción educativa y pastoral.

Dada la complejidad y riqueza del objeto estudiado, se explica que la catequética admita en su seno divisiones y especificaciones. La forma concreta de hacerlo ha variado a lo largo de la historia, y resulta condicionada también por los distintos contextos teológicos y culturales en que se realiza. Así, por ejemplo, algunos autores suelen distinguir entre catequética fundamental, material y formal. 1) Por catequética fundamental se entiende el estudio de las condiciones y presupuestos básicos de la acción catequética y la determinación de su identidad y dimensiones fundamentales. 2) La catequética material tiene como objeto los contenidos de la comunicación catequética: estructura y articulación del mensaje, temas a tratar, criterios de selección y de inculturación, fuentes del contenido, etc. 3) Finalmente, la catequética formal se ocupa de los aspectos propiamente metodológicos y pedagógicos de la transmisión o mediación catequética: métodos, estructuras, agentes, lenguajes, programación6. Otros prefieren adoptar la distinción entre catequética fundamental y/o general y catequética especial o diferencial, esta última relativa a los diferentes destinatarios de la acción catequética, según la edad o la condición: niños, jóvenes, adultos, minusválidos, intelectuales, etc.; o a los distintos ámbitos o lugares de la catequesis: familia, escuela, parroquia, asociación7. Para comprender la naturaleza de la ciencia catequética interesa también precisar cuál es propiamente el ángulo de visión o perspectiva específica (objeto formal) de su estudio. A este respecto es importante no perder de vista que la catequesis es esencialmente una acción eclesial, y como tal invoca un saber teórico que le permita ser analizada, fundamentada, iluminada y guiada. No tendría sentido limitarse, por ejemplo, a focalizar o poner al día contenidos a transmitir, dejando de lado los aspectos propiamente metodológicos y operativos de la catequesis como proceso y como acto. Ni puede bastar tampoco elaborar una teoría que fije de una vez para siempre las coordenadas esenciales de la catequesis, sin advertir que la acción catequética se tiene que encarnar necesariamente en el aquí y ahora de circunstancias concretas e irrepetibles. Ahora bien, si la catequética se califica como ciencia de la acción catequética, significa que deberá configurarse, en su momento más específico, como disciplina metodológica, es decir, como teoría del método o camino a seguir para proyectar y llevar a cabo el proceso y el acto catequéticos. Y desde este punto de vista, la catequética se presenta sustancialmente como metodología sistemática y científica de la catequesis, como reflexión orgánica sobre el proceso y el acto catequéticos, a fin de analizarlos, interpretarlos y orientarlos. Toda ciencia queda definida, además, por el método utilizado en su desarrollo. Ahora bien, el método de la investigación catequética debe corresponder a la variedad de dimensiones y aspectos que presenta la catequesis, tanto en cuanto proceso como en cuanto acto. De aquí se puede colegir una gran multiplicidad de métodos: técnicas de conocimiento y análisis de la realidad (psicológicas, sociológicas, históricas); instrumentos hermenéuticos de interpretación y discernimiento (sobre todo teológicos y filosóficos); métodos de proyectación y organización catequética (metodología pastoral, pedagógica, didáctica); técnicas de expresión, comunicación, interacción, animación de grupos; sistemas de evaluación y reproyectación operativa, etc. Cabe concluir, por lo tanto, que la disciplina catequética se configura como un saber necesariamente pluridisciplinar, ya que recurre a una multiplicidad de métodos y procedimientos científicos. Es más: hoy se considera necesario orientarse hacia una auténtica interdisciplinariedad, como intento de hacer dialogar entre sí y llevar a una recíproca interacción los distintos procesos disciplinares involucrados en la reflexión catequética, lo que exige una adecuada capacitación de los catequistas (cf DGC 239-244). 2. EL EQUILIBRIO DE LAS TENSIONES. A la luz de las reflexiones hechas sobre la naturaleza y tarea de la catequética, es posible detectar ciertos rasgos característicos de una disciplina joven que, en cierto sentido, vive y se desarrolla al filo de diversas antinomias o, si se quiere, tensiones

dialécticas: 1) Tensión entre fidelidad a Dios y fidelidad al hombre. Es la conocida ley estructural del método catequético que, difundida sobre todo por J. Colomb, ha entrado ya oficialmente en la conciencia catequética de la Iglesia8. Pero el principio de la doble fidelidad se traduce con frecuencia en fuente de exigencias contrapuestas y en campo de batalla entre defensores de la fidelidad a Dios y abogados de la fidelidad al hombre. 2) Tensión entre pedagogía divina y pedagogía humana. No pocas veces el componente pedagógico de la catequesis viene identificado con los dictámenes de una real o supuesta pedagogía divina, en términos tales que parecen vanificar concretamente cualquier recurso a la pedagogía profana o a las ciencias de la educación. 3) Tensión entre madurez cristiana y madurez humana. En el horizonte de los objetivos de la acción catequética se halla la clásica discusión sobre el ideal de madurez que debe ser perseguido, y por lo tanto sobre las relaciones existentes entre madurez cristiana y madurez humana. Ahora bien, la necesaria implicación del crecimiento en humanidad en todo proceso integral de maduración de la fe, trae consigo evidentes repercusiones para la tarea catequética. 4) Tensión entre contenido y método. Es esta, quizá, la forma más clásica y continuamente emergente de la tensión que se deriva de la complejidad epistemológica de la ciencia catequética. El campo de la catequesis está tradicionalmente expuesto al juego dialéctico de la contraposición entre contenido y método, entre la competencia teológica, que fija los contenidos, y las exigencias pedagógicas relativas a la mediación metodológica. Todo esto sobre el trasfondo, explícito o inconsciente, de la primacía del contenido sobre el método. En realidad, una correcta inteligencia de la relación contenido-método permite superar tales conflictos. 5) Tensión entre las dimensiones teológica y pedagógica de la catequesis, que sitúa la disciplina catequética en el punto de encuentro de estos dos grandes ámbitos disciplinares. La pertenencia al ámbito teológico garantiza la fidelidad de la catequesis a su identidad eclesial de praxis pastoral para la educación de la fe. En cuanto ciencia pedagógica, posee los criterios y elementosnecesarios para responder a las exigencias propias de todo proceso educativo. Esta doble pertenencia constituye para la catequética una indiscutible riqueza, pero también, como atestigua la historia, una fuente continua de tensión e incomprensión. 6) Tensión entre el carácter científico y el talante sapiencia) de la catequética, entre ciencia y arte de la catequesis. Ninguno de los dos aspectos puede ser ignorado o menospreciado: se trata de conjugar la doble exigencia, llevando paulatinamente el arte de la catequesis al mayor nivel posible de racionalidad científica. 7) Tensión entre teoría y praxis, entre reflexión y acción, entre nivel empírico y científico de la proyectación y realización catequética. También aquí se impone el equilibrio: un proceso metodológico correctamente entendido debe asegurar la dialéctica, siempre fecunda, entre una práctica controlada y guiada por la teoría, y una teoría continuamente confrontada con la verificación y estímulo procedente de la práctica. La catequética, tradicionalmente, vive sumergida en el continuo juego dialéctico de estas tensiones y dualismos, que constituyen en cierto sentido su fortuna y su desgracia, su riqueza y su problema. De hecho, no es de extrañar la existencia de tal contraposición, si se considera la naturaleza teándrica de la encarnación y de la Iglesia, que repercute sobre todo el campo de la acción pastoral. NOTAS: 1. Cf la obra clásica de D. LLORENTE, Tratado elemental de pedagogía catequtstica, Valladolid 1928. — 2 J. A. ndi 3. F JUNGMANN, Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkü gung, Pustet, Regensburg 1936, 60. — • COUDREAU, ¿Es posible enseñar la fe?, Marova, Madrid 1976, 41-42. — 4. Cf las recientes reflexiones de la Conferencia episcopal española en La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (IC), 4. – 5. K. H. SCHMITT, Catéchéte et théologien, en G. ADLER Y OTROS, La ' compétence catéchétique. Suite aux travaux du Congrés de 1 Equipe Européenne de Catéchése á Gazzada (Italie) en mai 1988, Desclée, París 1989, 67-77. – 6. Cf por ejemplo H. HALBFAS, Catequética fundamental, Desclée de Brouwer, Bilbao 1974; W. NASTAINCZYK, Formalkatechetik, Seelsorge Verlag, Friburgo 1969. — 7. De este tenor es, por ejemplo, la división propuesta por J. J. RODRiGUEZ MEDINA, Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972, 32-34. — 8. DCG (1971) 34. BIBL.: ADLER G. Y OTROS, La compétence catéchétique, Desclée, París 1989; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; Catequética, en FLORISTÁN C.-TAMAYo J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 151164; AUDINET J. Y OTROS, Théologie et Catéchése, Chalet, Lyon 1982; BOURGEOIS H., Catéchése et théologie en une fin de siécle, Lumen Vitae 44 (1989) 367-375; COUDREAU F., ¿Es posible enseñar la fe?, Marova, Madrid 1976; GEVAERT J., Diccionario de

catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente GIANETTO U., Catequética (Manuales de), 168-171; GROPPo G., Teología pastoral y catequética, 781-783 y STACHEL G., Catequética, 167s.; Pedagogía de la religión (Religionspádagogik), 650-653; GROPPO G., Teologia dell'educazione, LAS, Roma 1991; Teología y catequesis, en L. PACOMIO Y OTROS, Diccionario teológico interdisciplinar I, Sígueme, Salamanca 1982, 95-107; GRUPPO ITALIANO CATECHETI, La catechetica: identitá e compiti, Udine 1977; Teologia e catechesi in dialogo, Dehoniane, Bolonia 1979; JARNE JARNE F., Catequesis y teología en los tres primeros Congresos catequísticos españoles (1913, 1926, 1930), Teología y catequesis 35-36 (1990) 281-346; MARLÉ R., Situation et mission du théologien, Études, tomo 376 (1992) 249-260; MAYMÍ P., Pedagogía religiosa, San Pío X, Madrid 1980; MEDINA J. J., Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972; MIDALI M.-ToNELLI R. (eds.), Qualitá pastorale delle discipline teologiche e del loro insegnamento. Una ricerca interdisciplinare, LAS, Roma 1993; SCHILLING H., Grundlagen der Religionspádagogik. Zum Verhdltnis von Theologie und Erziehungwissenschaft, Patmos, Düsseldorf 1969; Théologie Catéchéte.s et Théologiens, Catéchése 15 (1975) n. 61; Théologie et Catéchése, Ed. du Chalet, Lyon 1982; VIAU M., La nouvelle théologie pratique, Paulines, Montréal 1993.

Emilio Alberich Sotomayor

TEOLOGÍAS DE LA PRAXIS Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. Relación entre teología y catequesis: 1. La teología como inspiración para la catequesis; 2. Escuelas teológicas y su influencia en la catequesis. II. Enfoques de las teologías de la praxis. III. Teologías de la liberación: 1. Análisis de la realidad; 2. Testimonios de fe. IV. El silencio y la escucha, presupuestos de la catequesis: 1. Escuchar para hablar; 2. Inculturación.

I. Relación entre teología y catequesis Catequesis y teología fueron siempre dos disciplinas íntimamente relacionadas. En el correr de la historia esta relación tuvo acentuaciones muy diferentes, como diferentes fueron los conceptos de teología y catequesis. Asimismo es lícito afirmar que la relación entre ambas, en determinados lugares y épocas fue y es conflictiva. Dos hermanas que no siempre se llevaron bien y por momentos se negaron el saludo. Durante mucho tiempo la teología consideró a la catequesis como una secretaria que debe acatar órdenes y no hablar: ancilla theologiae. Una sumisa servidora de los maestros en teología. Y algunos catecismos lo reconocían al decir a los catequizandos, cuando se trataba de materias difíciles, que no se lo preguntasen a los catequistas, pues «doctores tiene la Iglesia que os sabrán responder». Esos doctores eran los teólogos, contrapuestos a los catequistas. La teología como ciencia se fue separando, por su complejidad, de un discurso popular y accesible. Los teólogos hablaban para los teólogos. El pueblo tiene la catequesis y toda una serie de libros de divulgación, algo similar a los libros de divulgación científicos que evitan cuidadosamente el lenguaje de las matemáticas. En la actualidad, la catequesis presenta un perfil nuevo de sí misma. Sin negar la vinculación con la teología, la catequesis tiene sus propias leyes y parámetros que hacen de ella una disciplina por sí misma. Se ha acuñado el término catequética para designar la ciencia que estudia el campo de trabajo de la catequesis y sus leyes de funcionamiento como educadora de la fe. 1. LA TEOLOGÍA COMO INSPIRACIÓN PARA LA CATEQUESIS. La teología no es una fuente de la catequesis, en el sentido estricto de la palabra. Las fuentes primarias de la catequesis son la tradición, la Sagrada Escritura, el magisterio, la liturgia, el testimonio comunitario y las fuentes subsidiarias: las obras de la creación, y la acción del Espíritu Santo en la humanidad1. Pero sin lugar a dudas, la teología como ciencia tiene una fuerte influencia en la catequesis, porque ofrece una visión de la fe y del ser humano, al mismo tiempo que muestra las grandes

líneas del comportamiento de los seguidores de Jesús. El Catecismo de la Iglesia católica es un buen ejemplo de lo que venimos diciendo. Este documento, ofrecido como punto de referencia para la elaboración de los catecismos regionales, es también una obra teológica. 2. ESCUELAS TEOLÓGICAS Y SU INFLUENCIA EN LA CATEQUESIS. Las distintas escuelas teológicas ejercen una fuerte influencia en los catecismos; y no puede ser de otra manera, porque no existe la teología, sino teologías. Un consejo que se da a los catequistas, y sobre todo a los hacedores de material catequístico, es no entrar en los terrenos discutidos. Este consejo está lleno de buenas intenciones, pero de hecho, es imposible que las diferentes posiciones de escuelas no muestren su cara, de alguna manera, en los catecismos. Incluso cuando el catecismo, siguiendo determinadas coordenadas, no contempla algunos problemas fundamentales en la vida de las personas de determinada región, como pueden ser las injusticias sociales o las expresiones de religiosidad popular o las violaciones de los derechos humanos, etc. En estos y otros casos el no tomar posición es, de hecho, tomarla en el sentido de dejar las cosas como están. Cuando el catecismo enseña sólo la resignación frente a los males de este mundo, deja de lado el protagonismo de las personas en la creación de sociedades justas y fraternas. No hay nada en la vida de los seres humanos que esté al margen de la fe. Pretender encerrar la fe en determinados sectores de la vida es un error que denunciaba el Vaticano II en la constitución Gaudium et spes, con estas palabras: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos, debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43).

II. Enfoques de las teologías de la praxis La fuerza que tienen las teologías de la praxis –no solamente las teologías de la liberación, sino otras como la teología política o la teología práctica, y las que van surgiendo en distintas partes del mundo– está en su objetivo, que no consiste en una mera exposición de verdades de la fe y en refutar posibles errores. Son teologías que están al servicio del pueblo de Dios, pueblo evangelizador con una función salvadora y liberadora. La teología a la luz de la tradición, la Escritura y el magisterio va leyendo en la historia los signos de los tiempos, el actuar del Espíritu en vistas a una acción o praxis de evangelización, que conlleva un proceso de humanización y, por lo tanto, de liberación. El reino de Dios, don gratuito del Señor, y todos sus dones, se convierten en tarea. También nosotros estamos llamados a construir el Reino. El Vaticano II recuperó en sus grandes documentos, sobre todo en Lumen gentium y Gaudium et spes, el valor de lo humano, de las culturas, de la historia. La encarnación, de alguna manera, es un proceso continuo, no algo meramente puntual. «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierta manera, con todo ser humano» (GS 22). Las teologías de la praxis adquieren plena carta de ciudadanía, retomando grandes tradiciones teológicas. Así se va a manifestar, al decir de la II Conferencia general del episcopado latinoamericano, reunida en Medellín (Colombia), «la unidad profunda que existe entre la historia de salvación y la historia humana» (Medellín 8, 4).

III. Teologías de la liberación Las diferentes corrientes de las teologías de la liberación tienen como nota característica no sólo el interpretar el mal del mundo, sino asumir la tarea de transformar esa realidad pecadora en otra más conforme con el camino del evangelio. El cristiano no es un espectador, sino un protagonista

en la creación de los diferentes estilos de vida de los humanos. No basta la resignación, se necesita el compromiso y la acción. Esa es tarea básica de los cristianos, que nace del bautismo. Estas teologías parten de una realidad, experiencia fundante, que es la situación de miseria y pobreza de grandes masas en el continente latinoamericano. Si la Iglesia es sacramento de salvación, como destaca el Vaticano II, debe serlo para esas multitudes que constituyen, con mucho, la mayoría del continente. Se deduce, de forma evidente, que esta situación nunca puede ser aceptada como si fuese la voluntad de Dios. De aquí surge lo que podemos llamar la teología de los rostros, para tomar el vocabulario de la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, reunida en Puebla (México). «La situación de extrema pobreza generalizada adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos interpela y cuestiona. Rostros de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer. Rostros de jóvenes desorientados por no encontrar un lugar en la sociedad. Rostros de indígenas. Rostros de campesinos. Rostros de obreros. Rostros de subempleados y desempleados. Rostros de marginados y hacinados humanos. Rostros de ancianos» (Puebla 3lss). Es evidente que no todo el episcopado latinoamericano está de acuerdo con las teologías de la liberación, pero sí afirman en Puebla que la Iglesia no puede quedar indiferente ante el sordo clamor. La Iglesia siempre tuvo las obras de misericordia, que nacen del mismo evangelio, pero los tiempos han madurado y lo que se busca, sin negar las obras de misericordia, joyas de la vida cristiana, es otra cosa que llamamos justicia. Así lo decía Puebla: «Vemos a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente distancia entre ricos y pobres. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor, por darse en países que se llaman católicos» (Puebla 28). 1. ANÁLISIS DE LA REALIDAD. Las teologías de la liberación dieron cabida al análisis de la realidad social, como punto de partida de su mismo quehacer. Entonces, la reflexión teológica tomó un rostro nuevo y unas implicaciones concretas. Comienza a hablarse del lugar desde donde se hace la teología como un elemento fundamental. Una teología hecha desde el lugar de los dominadores resulta muy diferente de otra hecha desde los oprimidos. La acción de Dios se manifiesta en la historia. La liberación del pueblo judío —bajo la jefatura de Moisés— de los opresores egipcios, se convirtió en un pasaje clave para la interpretación del actuar de los cristianos en la sociedad. La parábola del juicio final (cf Mt 25) fue otro texto básico para entender la preferencia de Dios por los que sufren y los marginados. Esta teología tuvo mucho impacto en la gente pensante dentro de la Iglesia y aun fuera de ella. Pero fue a través de los ministerios y, sobre todo, a través de la catequesis como traspasó los límites de seminarios y universidades para encontrar un público numeroso en personas, creyentes o no, pero comprometidas en los cambios sociales. Para quien no ha vivido esos años resulta muy difícil comprender la adhesión y el odio que suscitaron esas catequesis inspiradas y revitalizadas por las teologías de la liberación. Si ahora volvemos los ojos a la catequesis comprendemos el influjo que dichas teologías tuvieron en el quehacer catequístico. Recordemos que en América latina, en Medellín, los obispos allí reunidos proclamaron «la unidad profunda que existe entre el proyecto salvífico de Dios manifestado en Cristo y las aspiraciones del hombre, entre la historia de la salvación y la historia humana» (Medellín 8, 4). Esas afirmaciones, llamadas a tener tanto impacto, salieron del documento sobre la catequesis. La II

Conferencia general del episcopado latinoamericano hizo suya gran parte de las conclusiones y estudios realizados en el Congreso internacional de catequesis tenido pocos días antes, también en la ciudad de Medellín. Las teologías de la liberación encontraron en muchos catequistas algo así como el brazo proselitista más eficaz e inmerso en el pueblo. Las teologías de la liberación continúan siendo asunto de intelectuales, pero la catequesis pertenece al pueblo y los catequistas tienen el secreto de la comunicación en los estratos más sencillos y modestos de la sociedad. En esos años, en ciertos sitios, podemos hablar de una simbiosis entre teologías de la liberación y catequesis. 2. TESTIMONIOS DE FE. Ahora bien, las teologías de la liberación generaron una profunda división dentro de las Iglesias, comunidades y familias. El tema religioso, que durante años no había provocado grandes polémicas, en pocos meses se convirtió en explosivo. La fe había puesto el dedo en las estructuras de la sociedad y suscitado terror por sus propuestas de cambio. Desde muchos ángulos se ataca a las teologías de la liberación y a toda la catequesis, a la que se le reprocha, con razón o sin ella, el seguir sus pasos. En esos años, en América latina, toma fuerza la guerrilla, y prácticamente todos los países del continente caen bajo la dictadura militar. Toma fuerza la ideología de la seguridad nacional. Del plano de las ideas y palabras se pasa a la represión y violencia que no hace distinciones. La acusación que se esgrime es la de politización de la fe y, más en concreto, la infiltración marxista. En América latina se acusa a las teologías de la liberación de haber aceptado acríticamente el método marxista de análisis de la sociedad. Sin negar la influencia de las teologías de la liberación en no pocas catequesis, hay que reconocer que se marcó la diferencia entre las dos disciplinas. Por ejemplo, el análisis de la realidad que hace la catequesis, por lo general, tiene una inmediatez y realismo que no poseen las teologías de la liberación. Para bien o para mal, esta inmediatez lleva a un compromiso personal de los catequistas y, por consiguiente, a una praxis más concreta. No se deben desconocer tampoco las exageraciones y, a veces, los abanderamientos con tonos de fatalismo que se vieron en un continente que despertaba a la conciencia de la opresión que sufría y de los derechos que le eran negados. Entre los teólogos de la liberación hay quienes dieron la vida; pero el número de catequistas —hombres y mujeres sencillos, campesinos, obreros, amas de casa— torturados, asesinados y desaparecidos es mucho más numeroso y desconocido 2. En la medida en que la catequesis recupera o descubre su identidad dentro del quehacer eclesial, deja de ser el brazo proselitista de la teología de la liberación u otras teologías. Se recobra un necesario equilibrio y la misma praxis catequística proporciona elementos que no vienen directamente de la teología, sino de su mismo ser de educadora de la fe, respetuosa de los tiempos y de los procesos, forjadora de lenguaje y comprometida con una comunicación más totalizante y vital. Sin posturas de superioridad, la catequesis mantiene su distancia de las teologías, como lo hará con los otros campos especializados de la fe.

IV. El silencio y la escucha, presupuestos de la catequesis 1. ESCUCHAR PARA HABLAR. La catequesis cumple también una función inspiradora, interrogadora y cuestionadora del quehacer teológico, aunque este aspecto no suele ponerse de relieve. Sin embargo, cada vez más, la teología tiene clara conciencia de que uno de sus cometidos es dar respuesta a los problemas reales de la gente y no solucionar problemas o discutir tópicos que no entran en el campo de interés de los contemporáneos. Quizá podemos hablar de una

dimensión periodística de la teología: dejarse preguntar, o mejor, oír, escuchar, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» (GS 1). Ahora bien, la catequesis ha desarrollado, como un elemento fundante de su acción educativa, la actitud de escuchar, aprender, ver y oír como parte fundamental de su ministerio. Para la formación de esta actitud receptiva confluyen en la catequesis dos corrientes, una que proviene directamente del Vaticano II, cuando la Iglesia se abre a los cuestionamientos de las sociedades contemporáneas, y otra que procede de la misma ciencia de la educación que pone de relieve el protagonismo del educando. Del catequista que enseña hablando se pasa al catequista que enseña escuchando y hablando, o dicho de otra manera, al catequista que para poder tener una palabra real necesita escuchar. Al mismo tiempo, siendo la catequesis una acción comunicativa, se hace presente el tema del lenguaje. Poco a poco el catequista se hace crítico del poder (o no poder) de comunicación en un sistema configurado como relación maestro-alumno, entendiendo por tal un fluir de información del maestro que no tiene retroalimentación. El lenguaje hablado es un modelo de comunicación expuesto a gran número de interferencias, malos entendidos, para el que escucha y para el que habla, que, con frecuencia, queda molesto por no haber dicho lo que quería decir. La catequesis se pregunta de continuo qué formas de comunicación emplear; y esta inquietud entra de algún modo en el quehacer teológico. La vida misma, y sobre todo la vida misma de los cristianos en comunidad, se hace lenguaje en una continua encarnación de la Palabra. Entonces se produce aquello que dijo un teólogo: «la cristología es el fin y el principio de la antropología» 3. La catequesis se vuelve una disciplina inquieta y llena de mudanzas y está obligada a buscar ella misma respuestas para su gente. A veces se la acusa de silenciar ciertos misterios de la fe porque no se reconocen las palabras habituales, pero la realidad de fe está palpitante y viva con otra terminología y dentro de otros encuadres que hablan a la gente. Con frecuencia se da un cierto silencio de la catequesis que está buscando formas de comunicación que sean palabra viva y penetrante para el pueblo. 2. INCULTURACIÓN. Cuando en algunos medios se acusa a la catequesis de falta de contenido, a veces están subrayando este silencio. Sin embargo guardar silencio es una actitud incómoda. El catequista que tiene la honestidad de callar cuando no sabe qué o cómo responder sufre una humillación y queda en la posición de lo dejamos sin palabra. Frecuentemente se tiene este silencio como prueba de ignorancia, cuando a veces es una muestra de honestidad y sabiduría. El catequista locuaz en su ministerio pasa de la catequesis-educación a la catequesis-mera instrucción. Es este tipo de catequesis el que se vuelve mero brazo proselitista de alguna escuela teológica. Cuando la catequesis enfrenta el silencio antes señalado, se transforma en un interrogante para las teologías. Ya no es la secretaria obediente y sumisa. Aporta a las teologías y, sobre todo, a las teologías de la praxis, no sólo preguntas, sino nuevos planteamientos y perspectivas. Este silencio y estas nuevas exigencias son el terreno propicio y el momento maduro para lo que hoy día llamamos inculturación. La inculturación es un tema explosivo que puede hacer cambiar muchas cosas en lo que se refiere a la relación entre las teologías de la praxis y la catequesis. La inculturación incluye dentro de sí toda la riqueza de las teologías de la liberación, pero enmarcada en una visión más amplia y totalizante de la realidad que llamamos culturas'.

El siglo XX termina con un estupendo desafío que asume la complejidad del mundo que se está gestando. 2

NOTAS: 1. Cf Líneas comunes de orientación de la catequesis en América latina, 31 ss. – Lista de catequistas desaparecidos en Centroamérica, Misiones extranjeras 75 (1983) 315-328; J. SOBRINO, Liberación del espíritu, Sal Terrae, Santander 1985. – 3. K. 4 RAHNER, Escritos teológicos IV, Taurus, Madrid 1965, 153. - Para este tema pueden ser útiles y clarificadores diversos números del documento Para una pastoral de la cultura, del Consejo pontificio de la cultura, Ciudad del Vaticano, 23 de mayo de 1999. T

BIBL.: AA.VV., Teología fundamental, en LA OURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1437-1471; AUDINET J., Ecrits de Théologie pratique, Novalis-Cerf, París 1995; ELLACURÍA I.-SOBRINO J., Conceptos, fundamentales de la Teología de la Liberación. Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid 1990; EQUIPO DE CATEQUETAS, Reflexiones catequéticas, San Pablo, Bogotá 1996; GONZÁLEZ FAUS J., Proyecto de Hermano, Sal Terrae, Santander 1987; LIMÓN J. J., Dos proyectos teológicos: Metz y Segundo, Herder, Barcelona 1990; VIOLA R., Vi.sages de la Catéchése en Amérique Latine, Desclée, París 1993.

Roberto Viola Luciardi

TERCERA EDAD, CATEQUESIS DE LA

SUMARIO: I. Una opción pastoral. II. Motivaciones y realizaciones: 1. Razones y significado de esta opción pastoral; 2. Realizaciones de la catequesis con la tercera edad. III. Necesidades fundamentales de las personas mayores. IV. Experiencias que deben cultivarse. V. La catequesis en la tercera edad: 1. El sujeto de la catequesis y sus objetivos en la tercera edad; 2. Contenidos de la catequesis, según etapas; 3. Una pedagogía catequética apropiada; 4. «Vida ascendente», una respuesta eclesial.

I. Una opción pastoral La Iglesia posconciliar ha tomado conciencia de que su misión es servir al hombre, de que el camino de la Iglesia pasa ineludiblemente por el hombre y de que sus preferencias se centran en los más necesitados, que en su mayoría, en nuestra sociedad, siguen siendo las personas mayores. Nos complace saber que la comunidad eclesial hace suyos a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... Es la persona humana la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las atenciones pastorales de la Iglesia (cf GS 1 y 3). Consecuente con estos principios, y refiriéndose a las personas mayores, el Directorio general para la catequesis nos advierte: «Las personas de esta edad, a veces consideradas como objeto pasivo, más o menos molesto, es necesario verlas como un don de Dios a la Iglesia y a la sociedad, a las que hay que dedicarles también el cuidado de una catequesis adecuada. Tienen a ella el mismo derecho y deber que los demás cristianos» (DGC 186). La acción pastoral de la Iglesia al servicio de la persona mayor es acción, pero no se reduce a mera práctica. Interpreta su vida y sus problemas a la luz del evangelio y se compromete en la transformación de su mundo en reino de Dios. Para ello la Iglesia ha de ayudar a liberar a la persona mayor de cuanto le impide conseguir la verdadera libertad y felicidad, nacida de su condición de hija de Dios y hermana de las demás personas. Se aboga, pues, por una catequesis que responda a las necesidades y exigencias de la persona mayor. En una sociedad secularizada,

donde la ignorancia, la pasividad y la indiferencia religiosa son lacras concomitantes (cf GS 19), «la evangelización es la tarea esencial de la Iglesia, su vocación y su identidad más profunda» (EN 14). La preocupación de la Iglesia por la persona mayor nos viene expresada con voces diversas. Juan Pablo II nos dice: «Es necesario que se desarrolle en la Iglesia una pastoral para la tercera edad, en la que se insista en el papel creativo de la misma, de la enfermedad y la limitación parcial; en el valor de cada vida, que no termina aquí sino que está abierta a la resurrección y a la vida permanente. Con ello se hará una labor eclesial y se prestará un servicio a la sociedad, clarificando la escala de valores humanos» (Juan Pablo II en España. Discursos y homilías). En esta misma dirección, la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis invita a dar respuesta a las necesidades pastorales de la colectividad, cada vez más numerosa, de las personas de la tercera edad: «Al abrirse esta tercera y definitiva fase de la vida humana, la Iglesia debería ofrecer la posibilidad de que los cristianos de edad avanzada ahondasen en los cimientos de su fe para poder vivir con la mayor plenitud cristiana posible este período muchas veces largo todavía de la vida. Hay que tener en cuenta que, para no pocos, esta catequesis constituye, tal vez, la fundamentación cristiana, personal y consciente que no tuvieron o el encuentro primero con el Dios vivo que, sin saberlo, siempre buscaron» (CC 251). Por eso «se ha de tener en cuenta la diversidad de situaciones personales, familiares, sociales; en particular, la situación de soledad y riesgo de marginación. La familia cumple una función primaria, porque en ella el anuncio de la fe puede darse en un clima de acogida y de amor que confirman, mejor que ninguna otra cosa, el valor de la Palabra. En todo caso, la catequesis de los ancianos, mejor dicho, mayores, ha de asociar al contenido de la fe la presencia cordial del catequista y de la comunidad creyente. Por lo que es deseable que los ancianos participen plenamente en el itinerario catequético de la comunidad» (DGC 186). La Iglesia no se cansa de recordar que «quienes con la ayuda de Dios han acogido el llamamiento de Cristo y han respondido libremente a él, se sienten, por su parte, urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la buena nueva... Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración» (CCE 3). Los esfuerzos realizados en la Iglesia por ayudar a los hombres a creer que Jesús es el hijo de Dios, a fin de que, por la fe, tengan vida en su nombre y para educarlos e instruirlos en esta vida y construir el cuerpo de Cristo (CT 1, 2) reciben distintos nombres: el primer anuncio del evangelio o predicación misionera para suscitar la fe y la catequesis, que «comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CCE 5).

II. Motivaciones y realizaciones 1. RAZONES Y SIGNIFICADO DE ESTA OPCIÓN PASTORAL. La Iglesia es madre de los hombres y son múltiples y obvias las razones que la urgen a sembrar el evangelio y a servirlo en los más variados contextos sociales. Entre otras razones cabe destacar las siguientes: a) Motivos de arden sociocultural. El incremento acelerado del número de personas mayores en nuestra sociedad representa una nueva y específica tarea pastoral de la Iglesia. La situación de pobreza, y hasta de miseria, suscita en la madre Iglesia un profundo dolor, pues «una multitud ingente de hombres y mujeres ancianos sufren el peso intolerable de la miseria» (SRS 13b). La falta de actualización cultural y el pluralismo ideológico y religioso en una sociedad secularizada, el desconocimiento de sus derechos y deberes en la sociedad y en la Iglesia y el predominio de la

productividad y el consumismo, como valores prioritarios en nuestra sociedad materialista, nos permiten poder afirmar que solamente vale lo que produce y quien produce. Miradas así las cosas, envejecer pasa a ser una realidad siniestra, de modo que se puede afirmar: es posible que nadie quiera decirlo, pero en nuestra sociedad de consumo sobran los viejos y molestan las tres virtudes teologales. La obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. En cierto sentido, como recuerda el Directorio general para la catequesis, es la «tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los laicos, están llamados a prestar a la familia humana. La catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 20). b) Razones de índole antropológica y psicológica. «La última crisis del ciclo vital de la persona se caracteriza por la lucha y dialéctica entre una búsqueda de integridad y un sentido de desesperación y disgusto» (E. H. Erikson). La persona mayor experimenta limitaciones físicas y psíquicas, el sentimiento de inadecuación, la desestima personal, la pérdida de categoría y consideración social, al llegar la jubilación; la ausencia de personas significativas y el valor para encarar la propia muerte. Pero, al mismo tiempo, la última crisis del ciclo vital puede ser tiempo de gracia: realización serena de la propia identidad personal, fundamento radical de la vida, que ofrece motivos para la esperanza y razones para vivir y morir con paz y plenitud de sentido. Vivir es una vocación: «Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí» (Jer 15), y también morir es escuchar la llamada: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo» (Mt 25,34). Gozosa invitación que ya recoge el salmista: «Al despertarme me saciaré de tu presencia» (Sal 17,15). c) Razones de orden teológico-moral. Existe entre las personas mayores mucha ignorancia religiosa, debida a razones diversas: la falta de una catequesis adecuada a esa edad, el desconocimiento de sus necesidades e intereses religiosos, la falta de consideración y protagonismo en la comunidad cristiana... Añadamos, además, que en la cultura actual se da una persistente difusión de la indiferencia: «Son muchos los que hoy en día se desentienden de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan de forma explícita» (GS 21). He aquí alguna de «las causas de que una muchedumbre de bautizados estén totalmente al margen del Bautismo y no lo vivan» (EN 56). Por esto, urge en nuestra comunidad eclesial la voluntad efectiva de una opción firme por la catequesis de la persona mayor (CC 38). No sólo para ayudarles a vivir la última etapa de su vida con el gozo que procura la fe, sino también para ayudarles a ser elemento evangelizador decisivo para la renovación de la comunidad cristiana. Millones de hombres y mujeres de más de sesenta y cinco años no quieren ni pueden seguir siendo simples objetos de nuestras atenciones: quieren ser sujetos activos en servicio de la sociedad y de la Iglesia. «La evangelización encuentra en el terreno religioso-moral un campo preferente de actuación. La misión primordial de la Iglesia es anunciar a Dios, ser testimonio de él ante el mundo. Se trata de dar a conocer el verdadero rostro de Dios y su destino de amor y de salvación en favor de los hombres, tal como Jesús lo reveló. Para preparar tales testigos es necesario que la Iglesia desarrolle una catequesis que propicie el encuentro con Dios y afiance un vínculo permanente de comunión con él» (DGC 23), de modo que de esa unión brote la coherencia de vida con su fe y participe corresponsablemente de la misión de la Iglesia en el mundo y la toma de conciencia de las exigencias sociales que la fe viva comporta. 2. REALIZACIONES DE LA CATEQUESIS CON LA TERCERA EDAD. Un análisis de las realizaciones concretas de la catequesis con la tercera edad en la Iglesia actual arroja una gran variedad, felizmente incrementada los últimos años. a) De modo poco sistematizado, encontramos formas de servicio a la educación de la fe de la persona mayor en el ámbito de la actividad litúrgico-sacramental: homilías en las eucaristías y

celebraciones de la Palabra según los tiempos litúrgicos y en fechas de aniversarios; celebraciones de los sacramentos del perdón y de la unción de los enfermos... b) Con carácter más formativo, se realizan encuentros periódicos, semanales o mensuales, cursillos, conferencias, seminarios sobre la fe; grupos de reflexión y oración, especialmente prodigados por el movimiento eclesial Vida ascendente, al que Juan Pablo II considera «como una fortuna para la sociedad, para la Iglesia y para la tercera edad» (P. Martín, Vida ascendente, 8). c) En parroquias y residencias donde el movimiento Vida ascendente se ha implantado y sigue vivo y hasta pujante, se viene poniendo en práctica la catequesis ocasional y también la catequesis sistemática de inspiración catecumenal mediante materiales catequéticos como vida en plenitud (cf T. Gutiérrez). La Iglesia existe para evangelizar, esto es, para llevar la buena noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad. Este y otros materiales quieren responder a la catequesis peculiar de la tercera edad y dar respuesta a la necesidad apremiante de evangelización o de una catequesis sistemática de inspiración catecumenal, o quizá, en algunos casos, de una formación permanente de la fe.

III. Necesidades fundamentales de las personas mayores La evangelización misionera y catequética de la persona mayor habrá de conocer y tener muy en cuenta cuáles son las experiencias y necesidades específicas y fundamentales de la persona mayor, para que incida en su vida. a) Necesidad de amar y ser amado. Todo ser humano, para seguir vivo y poder realizarse como persona, tiene necesidad de amar y sentirse amado por otras personas. Esta necesidad es propia de toda persona psíquicamente sana, y uno de los componentes más fuertes del obrar humano. «El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible. Su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por eso precisamente, Cristo redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. En esta dimensión amorosa, el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad» (RH 10). Afirmar que el hombre es imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26), quiere decir que está llamado a vivir en comunión efectiva con otro: es la vocación al amor. Educar en la fe, es ayudar a potenciar en el otro sus cualidades, buscar su verdad y plenitud, pero abriéndose a los demás por su vocación divina a la alteridad, a la fraternidad. En lo recóndito de nuestra existencia vamos haciéndonos, gracias a los que nos aman, y también gracias a nuestros encuentros en amor y amistad con los demás. El amor de ida y vuelta es la experiencia incondicional por excelencia para que nuestra existencia madure excepcionalmente y en esa experiencia, iluminada por el evangelio, descubrimos el rostro de Dios revelado por Jesús y la fraternidad de su Reino. b) Necesidad de producir y ser útil. Psíquicamente sana es la persona capaz de amar y trabajar en libertad. Y el trabajo responde a la necesidad apremiante, también de la persona mayor, de producir y sentirse útil. La realización permanente de uno mismo resulta imposible sin comprometerse de alguna manera en una actividad significativa. Y profundamente significativa puede llegar a ser la actividad de la persona mayor que se sabe colaboradora en la recreación y en la mejora del mundo. En efecto, el trabajo, todo trabajo, incluso el no remunerado, el voluntario, edifica en un grado u otro la sociedad, desarrolla la obra del Creador, sirve al bien de los hermanos y contribuye, de modo personal, a que se cumpla el proyecto de Dios en la historia. «Para el cristiano, el trabajo se inscribe en la historia de la salvación, en la construcción del reino de Dios» (LE 27).

c) Necesidad de ser uno mismo, original y creativo. La pastoral de la tercera edad, y dentro de ella la catequesis de inspiración catecumenal, intenta de inmediato que la persona siga siendo ella misma, sujeto activo de sus decisiones, de todo aquello que le permite ser más ella misma, más viva, más feliz, potenciando su realización personal. La originalidad más preciosa y rara del ser humano consiste en la consecución de una vida sana y gozosa, que depende de un continuo esfuerzo autocreativo que va del nacer al morir. Abarca el ciclo completo de la vida en continuo comenzar. En la raíz de toda vida humana plena está el hecho de aceptarse a sí mismo con sus cualidades y limitaciones. Pues bien, la catequesis de la persona mayor, en cuanto cristiana e inspirada en la ley de la encarnación, promueve este impulso al perfeccionamiento humano. El evangelio de Jesús y el Jesús del evangelio dará conciencia a la persona mayor de que su realización personal encierra un plus de dignidad al descubrirse hija amada de Dios y hermana de los demás seres humanos «en Cristo, el Hijo amado». En efecto, a los ojos de Dios, toda persona es valiosa, amable, original y digna de su amor incondicional de Padre. El secreto, pues, de la auténtica realización de la persona llegada a la tercera edad es descubrir ese valor personal y único de filiación y fraternidad, creer en él con fuerza, y realizarlo con decisión, mediante la ayuda del espíritu de Jesús, el Señor. d) Necesidad de dar sentido a la propia vida. Exigencia insoslayable del corazón humano es dar significado a cuanto le rodea y le sucede en la vida, esto es, la necesidad imperiosa de comprender el sentido de las cosas, de las personas y de los acontecimientos. Tres ingredientes con los que toda persona construye su proyecto de vida. En la base de esta necesidad constitutiva de la persona mayor brotan frecuentes e insoslayables estas preguntas: ¿Qué sentido tienen mi vida y mi muerte? ¿Cuál es mi verdadero carnet de identidad personal? ¿Cómo realizarme para llegar a ser una criatura nueva? Preguntas que sólo la fe cristiana sabe responder. Y es que no basta vivir. Se necesita una razón que justifique y dé fuerzas para vivir la propia identidad personal, porque en la raíz de toda opción hay siempre un porqué. «La catequesis, al presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién es Dios y cuál es su designio salvífico, sino que, como hizo el propio Jesús, muestra también plenamente quién es el hombre al propio hombre y cuál es su altísima vocación. La revelación, en efecto, no está aislada de la vida, ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (DGC 116).

IV. Experiencias que deben cultivarse Hay una tesis fundamental que afirma la sintonía que se da entre las experiencias profundas de la persona mayor y el mensaje cristiano. Para Jung, en la vida de los mayores existe un máximum de sentido que les capacita para vivir más intensamente su existencia. A su vez, K. Rahner afirma que la «idea de que el mensaje cristiano encuentra siempre y en todas las épocas gentes dispuestas a escucharlo pertenece a la naturaleza del mensaje mismo; pero esto quiere decir también que, constitutivamente, el mensaje habrá de tener en cuenta la situación interna y externa concreta del oyente». De ahí que el proceso catequético tienda a privilegiar aquellas experiencias que son nucleares para un hombre que vive la última etapa de su vida y en una situación determinada. «Todo proceso catequético de educación de la fe ha de saber conjugar lo nuclear del evangelio con las experiencias nucleares de los catecumenados. Se superará así la falsa dicotomía: catequesis vivencial y catequesis doctrinal, mediante un proceso de catequización que integre el evangelio y la experiencia» (CC 224). Experiencias nucleares son las que se exponen a continuación. a) Experiencia de éxodo, liberación y plenitud. La persona mayor tiene conciencia aguda de sus propias limitaciones, esclavitudes y contradicciones internas. Surge ahí un deseo de salir de sí para encontrarse con la Luz. Búsqueda de más plenitud, capaz de reorientar la propia persona según las

exigencias y necesidades más profundas del corazón humano. Es la experiencia significativa de san Agustín, compartida por tantas personas mayores: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti». La fe brota del corazón, afectando a la persona por completo. «Al encontrar a Jesucristo y al adherirse a él, el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante» (AG 13a). b) Experiencia de conversión. Toda persona es un ser en comunión. Ha sido creada para vivir en armonía con su Dios, con los hermanos, consigo misma y con todo lo creado. Por el pecado se siente dividida en sí misma, separada de las otras personas y en guerra con la creación. La experiencia de conversión es salida de sí y superación del narcisismo para optar por la forma nueva de ser persona según Jesucristo, dentro de sus posibilidades y remitiéndose confiadamente a la divina misericordia, con toda humildad y jovialidad de espíritu. «La fe es un don destinado a crecer en el corazón de los creyentes. La adhesión a Cristo da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida. Quien accede a la fe es como un niño recién nacido que, poco a poco, crecerá y se convertirá en un ser adulto, que tiende al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (DGC 56). c) Experiencia de mirada cristiana y compromiso liberador. El milagro transformador de la fe son los ojos nuevos, que convierten lo cotidiano en signo, en sacramento de la presencia de Dios, y sacramento de la presencia de uno mismo ante Dios. Los signos de los tiempos están ahí con un mensaje que ha de ser descifrado desde la persona de Jesucristo y su causa. En efecto, «la voz del Espíritu que Jesús, de parte del Padre, ha enviado a sus discípulos, resuena también en los acontecimientos mismos de la historia. Tras los datos cambiantes de la situación actual y en las motivaciones profundas de los desafíos que se le presentan a la evangelización, es necesario descubrir los signos de la presencia y del designio de Dios. Se trata de un análisis que debe hacerse a la luz de la fe, con actitud de comprensión. Valiéndose de las ciencias humanas, siempre necesarias, la Iglesia trata de descubrir el sentido de la situación actual, y en las motivaciones profundas de los desafíos que se le presentan a la evangelización, es necesario descubrir los signos de la presencia y del designio de Dios dentro de la historia de la salvación. Sus juicios sobre la realidad son siempre diagnósticos para la misión» (DGC 32). d) Experiencia de apertura al misterio. La catequesis de la persona mayor tiene en cuenta la situación de fe del catequizando: habrá quien llegue a esta edad con una fe sólida y rica; otros con una fe débil, y no faltará quien llegue a la última etapa de su existencia con profundas heridas en su alma. «En cualquier caso, la condición de la persona mayor reclama una catequesis de la esperanza que proviene de la certeza del encuentro definitivo con Dios. Es siempre beneficioso para él y para la comunidad el hecho de que el anciano creyente dé testimonio de una fe que resplandece aún más a medida que se va acercando al gran momento del encuentro con el Señor» (DGC 187). Afortunadamente, una cierta coherencia consigo misma impulsa a la persona mayor a plantearse las grandes preguntas de sentido último. El Misterio y su propio misterio se le imponen en la medida en que vive con una cierta autenticidad, propia de su edad. Cuando un hombre se encuentra con Dios, no sólo fundamenta su finitud, sino que despierta lo más propio del espíritu finito, su nostalgia de eternidad. Hemos sido creados para él y sólo podremos saciarnos con su Rostro. Aquí es de capital importancia recordar con Pascal que «a Dios no lo conocemos sino por Jesucristo. Fuera de él, no sabemos ni lo que es nuestra vida ni nuestra muerte, ni Dios ni nosotros mismos» (Pensamientos, 73). De ahí la importancia, para toda persona mayor, de conocer a Jesucristo, de saber a Jesucristo hasta poder decir: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). e) Experiencia de comunión y misión. La persona humana es un ser en relación. Se realiza como persona en la medida en que se abre a los demás y entra en relación solidaria con ellos. La persona mayor encuentra en la comunidad un espacio privilegiado para actualizar, vivir y

compartir su fe. En comunidad, todos sus miembros se hacen esta pregunta fundamental: ¿Cómo está Dios en este mundo concreto al que queremos llevar la buena noticia? ¿Cómo está y cómo quiere estar para que la persona mayor pueda vivir como hijo de Dios y como hermano de los demás hombres? La catequesis de talante catecumenal es una iniciación a la vida comunitaria, a la oración personal y con otros hermanos, a leer e interpretar juntos la Palabra, a interpelarse y animarse a vivir la fe... El papel de la comunidad en la catequesis de iniciación y en el proceso de conversión permanente es insustituible: «Para favorecer tal proceso, se necesita una comunidad cristiana que acoja a los iniciados para sostenerlos y formarlos en la fe. La catequesis corre el riesgo de esterilizarse, si una comunidad de fe y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis. El acompañamiento que ejerce la comunidad en favor del que se inicia se transforma en plena integración del mismo a la comunidad» (DGC 69). Además, la comunidad es para la misión. Comunidad y misión son dos realidades que se implican. Y la comunidad para la misión se constituye según el modelo de la comunidad de los Hechos de los apóstoles: donde todos «tenían un solo corazón y una sola alma» (He 4,32). «El catecúmeno, en unión fraterna con los demás creyentes, va adentrándose de forma progresiva en lo que la Iglesia cree, vive, celebra y anuncia. En la catequesis, la misma Iglesia se va presentando a sí misma como realidad sacramental de salvación» (CC 253). Por otra parte, el aprendizaje de la vida comunitaria es esencial a la vida cristiana. Convivir, cooperar con los demás, sentir y simpatizar con los proyectos y preocupaciones de los otros es un deber que el cristiano ha de conservar toda la vida. «La presencia de la persona mayor en el seno de la comunidad es una bendición del cielo. Es la depositaria de una intensa experiencia de vida, lo que en cierto modo la convierte en catequista natural de la comunidad. Es, de hecho, testigo de la tradición de fe, maestra de vida y ejemplo de caridad. La catequesis valora esta gracia, ayudando a la persona mayor a descubrir de nuevo las ricas posibilidades que tiene dentro de sí; ayudándola también a asumir funciones catequéticas en relación con el mundo de los pequeños para quienes, a menudo, son abuelos queridos y estimados, y en relación con los jóvenes y los adultos. De este modo se favorece un rico diálogo entre generaciones dentro de la familia y de la comunidad» (DGC 188).

V. La catequesis en la tercera edad 1. EL SUJETO DE LA CATEQUESIS Y SUS OBJETIVOS EN LA TERCERA EDAD. El educador de la fe, después de saber cuáles son las necesidades más profundas de la persona mayor, se pregunta en qué situación humana y religiosa se encuentran los destinatarios de su acción catequética. «La catequesis de los ancianos debe estar atenta a los aspectos particulares de su situación de fe» (DGC 187). Aun admitiendo una multiplicidad de situaciones personales, el acompañamiento pastoral personalizado y comunitario de la persona mayor habrá de tener en cuenta tres situaciones particulares. a) Los alejados de la fe, víctimas quizá de la ansiedad, el temor y la amargura; de la discriminación y, tal vez, del olvido de la propia Iglesia. En esta situación, se realizará una catequesis de talante misionero, también llamada precatequesis, pues no es infrecuente que «la persona mayor llegue a esta edad con profundas heridas en el alma y en el cuerpo: la catequesis le ayudará a vivir su situación en actitud de invocación, de perdón, de paz interior» (DGC 187). Sus objetivos fundamentales son: descubrir los valores humanos propios y ajenos, encontrar la sintonía entre estos valores y la fe cristiana, a través de la presencia amorosa, el servicio desinteresado y el testimonio de vida del animador y de otros cristianos y cristianas. Sigue siendo válida la confesión: «Cuando hablo de Cristo, los hombres se alejan, cuando vivo de Cristo, se acercan». Superada esta situación, las personas mayores se homologan con las de la situación siguiente.

b) Los interesados en madurar su fe, fuertemente enraizada en el pasado, pero con vistas al futuro. Por ello, sienten la urgencia de una catequesis de inspiración catecumenal en sintonía con sus necesidades. Es la acción catequético-iniciatoria para los que optan por el evangelio y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación (DGC 49). En razón de las personas a quienes se dirige la catequesis, esta seguirá conservando, en sus primeras reuniones, un talante misionero o precatequético, pero con una progresiva temática de catequesis que ahonde la conversión a la persona de Jesús y su evangelio, al mismo ti empo que se insistirá ya en el descubrimiento gozoso de pertenencia a la Iglesia (CC 173). Entre los objetivos fundamentales de esta etapa señalamos: actualizar su fe en Dios, de modo que puedan vivir gozosamente su fe en él, como Padre de nuestro Señor Jesucristo y su propio Padre (CC 177); afianzar su confianza en Jesucristo y su fe en la comunidad eclesial; ayudarles a descubrir el sentido cristiano gozoso y servicial de esta última etapa de la vida; y a aceptarla como es, asumiendo el pasado sin amarguras y hasta con gratitud. c) Los creyentes integrados en la comunidad cristiana. Esta etapa ya no es de catequesis, sino de formación permanente en la fe. Conviene advertir que las tres etapas no son cerradas: se reiteran siempre que sea necesario, ya que tratan de dar el alimento evangélico más adecuado al crecimiento espiritual de cada persona o de la misma comunidad (DGC 49). Los objetivos propios para esta etapa comunitario-pastoral serán, entre otros, seguir madurando en su fe en el Resucitado y participar más activamente en la construcción del Reino en el entorno social, responsabilizándose de algunas acciones pastorales de la comunidad cristiana local y en la sociedad. El futuro de la evangelización está ligado a la creación de comunidades cristianas vivas, también entre los mayores, donde alimenten, revisen y compartan la fe. 2. CONTENIDOS DE LA CATEQUESIS, SEGÚN ETAPAS. La catequesis es una acción eclesial ofrecida a los mayores en unos años concretos de su vida, y en razón de las circunstancias personales que les ha tocado vivir. En un buen número de personas, quiere ser una catequesis orgánica y sistemática de esta etapa vital clave de la tercera edad, la que permite vivir de la única ilusión, cuando se van abandonando las falsas ilusiones que no llenan el corazón (CT 35). La catequesis podrá ser un proceso progresivo de reiniciación cristiana, es decir, en línea catecumenal (CC 83). El catequista de la persona mayor tendrá en cuenta que la palabra de Dios es la fuente de la catequesis. De esa fuente tomará su mensaje. «La catequesis extraerá siempre su contenido de la fuente viva de la palabra de Dios, transmitida mediante la tradición y la Escritura, dado que la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el único depósito sagrado de la palabra de Dios confiado a la Iglesia» (CT 27). En la presentación del mensaje se recomienda tener presentes estos criterios: «El mensaje ha de estar centrado en la persona de Jesucristo; el anuncio de la buena noticia del reino de Dios, centrado en el don de la salvación, implica un mensaje de liberación. El carácter eclesial del mensaje remite a su dimensión histórica y el mensaje evangélico, por ser buena noticia destinada a todos los pueblos, busca la inculturación y se ha de presentar en toda su integridad y pureza» (DGC 97). a) Etapa precatequética. Esta primera etapa se destina al estudio de los valores humanos, que han de ser vividos por las personas mayores. Desde estas experiencias positivas o valores, Dios llama a las personas a reconocerle a él y a su Hijo hecho Hombre, como fuente de estos valores y sentido de la vida humana. Efectivamente, para la persona mayor es fundamental vivir, con sentido, el último tramo de su camino; saber que la vida merece la pena vivirse con plenitud, a imitación de

Jesús, que pasó por la vida haciendo el bien. Si, como advierte san Juan de la Cruz, «en la tarde de la vida, te examinan del amor», la persona mayor hará suyo el deseo: «Señor, no permitas que muera sin haber vivido y amado de veras». b) Etapa catequética. Esta etapa se centra en lo nuclear de nuestra fe, tomando como centro la persona de Jesús, su obra y su mensaje de salvación. «Jesucristo no sólo transmite la palabra de Dios: él es la palabra de Dios. Por eso la catequesis –toda ella– está referida a Cristo» (DGC 98). El es centro de la historia de la salvación, la clave, el centro y el fin de toda la historia humana (GS 10). En Cristo, el Padre da una respuesta definitiva e irrevocable a los insoslayables interrogantes del hombre, en su situación concreta acerca de su presente y de su futuro destino. En Cristo, Dios Padre pronuncia un sí incondicional al hombre y al mundo (2Cor 1,19-20) e invita al hombre a la comunión total consigo (Jn 14,21). c) Etapa de la vida de fe vivida en comunidad, dedicada a redescubrir la dimensión eclesial y sacramental de la vida cristiana. «El cristocentrismo de la catequesis conduce a la confesión de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La fe del cristiano es radicalmente trinitaria. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana» (CCE 234). A través de la reflexión común en una comunidad misionera y de su inserción en ella, como lo exige la catequesis de inspiración catecumenal, las personas mayores van a encontrar cabal respuesta a sus necesidades de plenitud personal, pues la persona se realiza plenamente en la medida en que se abre a los demás. Dios ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos (GS 24). A lo largo de esta propuesta de valores humanos y del mensaje cristiano, se va sembrando la apertura a los demás y a la creación, sensibilizando para descubrir acciones capaces de transformar la sociedad e instaurar en nuestro mundo el reino de Dios. La catequesis tiene un intrínseco carácter eclesial. «La catequesis no es sino el proceso de transmisión del evangelio tal como la comunidad cristiana lo ha recibido, lo comprende, lo celebra, lo vive y lo comunica de múltiples formas» (DGC 105). 3. UNA PEDAGOGÍA CATEQUÉTICA APROPIADA. Toda pedagogía –también la catequética– para responder creativamente a las necesidades de la persona –en este caso, de la persona mayor– ha de ser una pedagogía de base humana. Al estilo de Jesús, toda acción con los mayores estará impregnada de calor humano, de cercanía y escucha, de acogida y comprensión; será liberadora de cuanto impida a la persona mayor ser y sentirse libre y salvada: 1) Una pedagogía creativa, estudiada y planificada en equipo y con la participación de los mismos destinatarios. Es necesario, recordaba Juan Pablo II, que se desarrolle en la Iglesia una pastoral para la tercera edad, en la que se insista en el papel creativo de la misma (Juan Pablo II en España. Discursos y homilías, 23). Será creativa y actualizada, si estudia la realidad, marca los objetivos, planifica la acción, selecciona los medios y motiva su realización y revisión. 2) Una pedagogía activa y participativa. Que contrarreste la tendencia acentuada a la pasividad, propia de las personas de estas edades. La razón de este protagonismo está en que esta pedagogía quiere ser una forma de terapia ocupacional que organice adecuadamente los muchos tiempos de ocio, que les dé sentido y vida y que facilite la manifestación de los sentimientos íntimos en relación con Dios y con los hombres. 3) Una pedagogía vivencial o de comunicación profunda de su fe, personal y comunitaria, a través de encuentros de reflexión, de oración, de celebración de la Palabra y de compromiso. 4) Una pedagogía de análisis, de valoración y de transformación de la realidad conforme a los valores evangélicos. 4. «VIDA ASCENDENTE», UNA RESPUESTA ECLESIAL. Entre las diversas formas que puede tener la catequesis de la tercera edad, merece mención especial el movimiento seglar Vida ascendente. Es

un verdadero movimiento del Espíritu para dar respuesta desde la fe a la vida y a la problemática de hombres y mujeres llegados a la edad de la jubilación. Nació como respuesta a los signos de los tiempos en una sociedad occidental en progresivo envejecimiento. Entre los objetivos que se propone conseguir este movimiento eclesial, destacamos la denuncia profética de la sociedad pragmática que no valora el papel y la función de las personas mayores, condenándolas alegremente al aislamiento y la incomunicación; ignora conscientemente el valor creativo de la persona mayor, su bagaje de experiencia y su aportación generosa a la construcción de la sociedad y de la misma Iglesia, colaborando, desde su originalidad, en la extensión del reino de Dios. Es necesario recordar que, para la Iglesia, la persona mayor creyente suele ser testigo ejemplar de sabiduría, comprensión y amor, y depositaria de una intensa experiencia de Dios al servicio de la familia y la comunidad. Vida ascendente se define como un movimiento seglar de Iglesia que, mediante su metodología propia, propicia la creación y animación de grupos de amistad entre los cristianos de la tercera edad. Se propone facilitarles el descubrimiento y constante desarrollo de la vida del Espíritu, e impulsarles, desde la exigencia de esa vida, a realizar todas aquellas acciones evangelizadoras con las que, según la vocación propia y los dones peculiares de cada uno, pueden ser colaboradores eficaces de la construcción, ya desde nuestra sociedad, de esos «cielos nuevos y tierra nueva en los que reine la justicia» (2Pe 3,13).

BIBL.: AA.VV., La tercera fase de la vida, Concilium 235 (Monográfico, mayo 1991); ARNUALD Y. A., Ensayo sobre fundamentos psicológicos de la comunidad, Atenas, Madrid 1986; CARAM L., Vive tu fe, Edibesa, Madrid 1985; DAVANZO G., Anciano, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991^, 65-71; ERIxsON E. H., Los viejos, Dopesa, Barcelona 1987; FLÓREZ F. J.-LÓPEZ-IBOR J. M., Saber envejecer, Temas de hoy, Madrid 1990; GUARDINI R., La aceptación de sí mismo y las edades de la vida, Guadarrama, Madrid 1966; GUTIERREZ T., Vida en plenitud. Tema de catequesis para la tercera edad, San Pío X, Madrid 1992; LASANTA J., Diccionario de teología y espiritualidad de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid 1996; MARTÍN P., Vida ascendente, la pastoral eclesial apuesta por la tercera edad, Autor-editor, Madrid 1983; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1983; SovERNIOO G., El proyecto de vida, Atenas, Madrid 1990; Juan Pablo II en España. Discursos y homilías, San Pablo, Madrid 1983^; VALERO M., Actividades para la enseñanza de la religión, PPC, Madrid 1992.

Toribio Gutiérrez Alonso

TESTIMONIO

SUMARIO: I. Concepto de testimonio. II. Vocabulario usado en la Biblia: 1. El testigo en Lucas; 2. El testigo en Juan. III. Hermenéutica del hecho humano. IV. Hermenéutica bíblica del testimonio. V. El testimonio de la Iglesia.

I. Concepto de testimonio El concepto de testimonio es polisémico en nuestra lengua, con un uso complejo. 1) La etimología de testis subraya la función del testigo en cuanto presente al hecho y posible repetidor de la realidad: del testigo se espera que aporte la verdad objetiva de un hecho controvertido. Nos hallamos con naturalidad en el ámbito jurídico e incluso forense. 2) Además, tachamos de testimonial una postura significativa, pero ineficaz. Este uso semántico penetra en el significado del acontecimiento: implica a la vez una cierta admiración por lo que conlleva de coherencia y autenticidad, aunque se reconozca su inoperancia. 3) Un uso intermedio entre los ya citados

ocurre cuando afirmamos que una actitud, un hecho, un acontecimiento es testimonial porque confirma una línea previamente expresada. Aquí el testimonio es un acontecimiento externo que revela la existencia de una interioridad. Por otra parte, esta no existe sin gestos que la expresen. Sin la interioridad, el hecho carece de sentido (hay gestos que revelan amor, odio, incomprensión, acogida, etc.) y, al mismo tiempo, difícilmente podemos imaginar estas realidades sin exteriorizaciones que la testifiquen. En este sentido debemos relacionar el testimonio con conceptos como revelación, signo, señal, milagro, etc. 4) Finalmente, tomando ejemplo de las carreras de relevos, alguien pasa el testigo cuando transmite algo a alguien: se transmite un encargo, un sentido, un mensaje o una vivencia. En este sentido el testimonio tiene relación con otros conceptos catequéticos como misión o apostolado. De estos usos del concepto cabe deducir una conclusión: la realidad es ambigua y el testimonio pretende objetivarla, expresarla o iluminarla tanto respecto al hecho externo mismo cuanto, más aún, a su sentido. En años recientes el testimonio ha sufrido también una evolución en su valoración dentro del ámbito de nuestra cultura. Si el testimonio (en sentido un tanto apologético) era lo importante en la vida de una persona, poco a poco fue cediendo terreno en favor del compromiso. Más recientemente ambos conceptos han vuelto a relacionarse: el testimonio comprometido es la actitud que sirve para iluminar la realidad desde su profundidad. En un ambiente tildado de posmodernista, el testimonio sufre una nueva erosión. En la cultura posmoderna el testimonio parece quedar relegado al ámbito privado de las necesidades subjetivas del individuo, sin valor para los demás. En una cultura de la fragmentación no resulta significativo seguir el rastro que une la acción concreta con su motivación profunda; nada necesita motivación. Como mucho, cabe el respeto o la admiración ante lo que intuimos como coherencia individual, pero sin reconocerle ningún sentido de interpelación. Con todo, la cultura posmoderna sigue buscando y creando testigos.

II. Vocabulario usado en la Biblia a) En hebreo (Antiguo Testamento), la raíz que soporta el concepto de testimonio (`ud) es indudablemente semita, pues está atestiguada en diversas lenguas, aunque con significados a veces tan lejanos semánticamente del hebreo como rodear o auxiliar. En hebreo se mantiene fundamentalmente dentro del ámbito jurídico, bien como función notarial en un proceso civil, bien como acusación en un proceso criminal (resulta curioso que no exista la figura de un testigo de descargo). 1) En su función notarial, un testigo asiste a un pacto o transacción comercial y su presencia confirma el hecho (Gén 23,18), incluso por escrito (Jer 32); un altar atestigua que «el Señor es Dios» (Jos 22,34; Is 19,19-20); unas piedras son testigos de la alianza entre Jacob y Labán (Gén 31,48); incluso un cántico puede dejar constancia a la siguiente generación del pecado cometido por la anterior (Dt 31,19.21.26); la luna, obediente a las leyes de la naturaleza (= de Dios), confirma la perpetuidad de la promesa divina (Sal 89,38; Dt 31,28); Dios mismo puede ser invocado como testigo (Mal 2,14; 3,5; Gén 31,50) o actúa de acusador contra su pueblo (Miq 1,2); los israelitas son testigos en la historia de la potencia o bondad de Dios (Is 43,10; 48,8-9), incluso contra sí mismos (Jos 24,22). Toda esta función notarial se resume en la posibilidad de ser convocados en el futuro como testigos de cargo (Dt 30,19). 2) La función de testigo en una causa criminal está mucho más definida y detallada en la ley: tiene obligación de comparecer (Ley 5,1), no puede mentir (Ex 20,16; Dt 5,20) y, en caso de pena de muerte, es necesaria la coincidencia de dos o tres testigos (Núm 35,30; Dt 17,6; 19,15). La detallada legislación (Dt 19,15-21) no niega la existencia real de testigos falsos (Jer 18,18; 20,10; Sal 37,32; 1Re 21,10). b) En griego bíblico (Antiguo y Nuevo Testamento). La raíz griega mart- traduce en el Antiguo Testamento la raíz hebrea que hemos visto y sostiene su mismo significado. El Nuevo Testamento

conserva evidentemente la acepción forense (Mt 18,16; 26,62; 27,13; Mc 14,56; Rom 3,21; 2Cor 13,1), pero parece notarse una pérdida en la intensidad de su uso, de modo que adquiere mayor relevancia la función notarial. Así puede explicarse la evolución semántica que en castellano conduce a mártir, carente de todo valor forense. Ya en la antigüedad clásica el mártir no sólo atestigua hechos, sino verdades. Dentro del Nuevo Testamento descubrimos dos líneas interpretativas principales del concepto de testigo o testimonio: la de la obra de Lucas y la de Juan. Lucas se fija más directamente en los apóstoles y creyentes en cuanto testigos de la obra de Dios realizada en Cristo; Juan (que no utiliza el sustantivo testigo, sino el concepto de testimonio o el verbo dar testimonio) subraya la función testifical de Jesús acerca del amor y salvación del Padre. 1. EL TESTIGO EN LUCAS. Como Isaías identifica al pueblo como testigo de Dios (Is 43,8 -13), Lucas contempla a la Iglesia como comunidad de testigos. En primer lugar, los apóstoles son establecidos como «testigos de la resurrección de Jesús» (He 1,8.22; 4,33; 10,41; 13,31), de todo el sentido de su vida terrena: «hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). Para esta función se requiere haber convivido con Jesús desde el principio («uno de los que nos han acompañado todo el tiempo que Jesús estuvo con nosotros» [He 1,21; cf 1 3,30]). Su testimonio está sostenido y ratificado por el testimonio de los profetas (He 10,43; 13,22), y muy particularmente por el del Espíritu, que es coincidente (He 1,8; 5,32; 20,23). También lo avalan los signos que realizaba el Señor por su medio (He 14,3). Con su predicación, atestiguan no sólo la resurrección de Jesús, sino también con ella su mesianismo (He 18,5), su soberanía (He 10,42; 20,21) y el reinado de Dios (He 28,23). Pablo recibe una misión muy similar de parte del resucitado (He 9,15; 13,2) y puede también ser testigo (He 22,15; 26,16), aunque sólo recibe tal denominación cuando ya está sufriendo el proceso; Esteban la recibe por su ejecución (He 22,20). Evidentemente quien ha recibido el Espíritu, recibe la tarea de testimoniar la obra del Padre realizada en Jesús y confirmada en su resurrección de entre los muertos (cf 1Cor 15,15). El destino del Maestro implica también a los discípulos (Lc 11,47-51). En su persecución se cumple la profecía mesiánica (Lc 24,26; He 4,25-26) y la comunidad se alegra (He 5,41). 2. EL TESTIGO EN JUAN. En el evangelio de Juan las cosas discurren de otro modo. El conjunto de sus escritos es la obra de un testigo (Jn 19,35; 21,24; Ap 1,2; lJn 1,3). En el evangelio de los signos, el testimonio es necesario para la interpretación. En primer lugar, el Padre da testimonio del Hijo (Jn 5,32; 8,18); por tanto, la verdad de lo que dice no se funda únicamente en su propio testimonio (Jn 5,31-32; 8,13-14; 1Jn 5,9). Por otra parte el sentido de la vida de Cristo consiste en dar testimonio de lo que ha visto y conoce (Jn 3,32; 8,38.55), comunicar lo que ha escuchado (Jn 8,26; 17,8); para testimoniar la verdad ha venido al mundo (Jn 18,37). Su testimonio es verdadero porque coincide con el del Padre (Jn 5,19ss). El es testigo veraz, pues conoce al Padre y testifica lo que ha visto (Jn 8,38). Además del Padre, Juan da testimonio de Jesús (Jn 1,7-8; 5,33); sus propias obras atestiguan también su verdad (Jn 5,36; 10,25.38; 14,11); incluso la Escritura coincide (Jn 5,39); el Espíritu da testimonio de él (Jn 15,26; Un 5,6; Ap 22,16) y también sus discípulos (Jn 15,27), a quienes envía el espíritu de la verdad (Jn 14,1617; 16,13). El Apocalipsis reconoce a Cristo, primogénito de entre los muertos, como el «testigo fiel» (Ap 1,5; 3,14). La tarea del apóstol evangelista es dar testimonio veraz de lo que ha vivido (Jn 21,24; Ap 1,2). En la cruz Cristo narra el amor del Padre, la Escritura se cumple y el testigo lo acredita (Jn 19,35). En la tribulación se debe mantener la mirada fija en el Testigo (Ap 1,5) y seguirle hasta el final (Ap 20,4).

III. Hermenéutica del hecho humano

Además de las acciones automatizadas, rutinarias e irrelevantes, existen otras en las que las personas van realizando su existencia, de ordinario en interacción. Para el espectador, el hecho humano suele asumir una radical ambigüedad, enigmática o desconcertante. Lo prueba la inagotable capacidad de engaño del hombre, que incluso se convierte en autoengaño. Sin embargo, hay situaciones en las que la persona se manifiesta en su autenticidad. Son como la punta de un iceberg, que señala una realidad más importante y más profunda. Más aún: tales hechos no sólo muestran, sino que realizan. Dice Ben Sira que en la desgracia se conoce a los amigos (Si 6,7-12; 12,8); en ella se realiza y crece la amistad. Dios pone a prueba a su pueblo «para conocer los sentimientos de su corazón» (Dt 8); si el resultado es positivo, se robustece su calidad de pueblo. ¿Cómo entender el significado profundo de tales actos? Hay personas intuitivas o sensibles que muestran tal capacidad; otros la desarrollan con la técnica y el entrenamiento. Entre estas se cuentan los expertos en determinadas materias, también en humanidad. Este es un hecho en todas las artes y en todas las capacidades: música, literatura, cine, política, etc. Son personas que saben leer un hecho aislado como signo de una realidad más profunda. Finalmente hay hechos que, como parte constitutiva de su realidad, nos lanzan una llamada, exigen una respuesta de acción o de actitud. Dicha llamada es parte integrante de su sentido, quizá su mejor parte. Sirven como ejemplo las campañas de sensibilización, pero el caso verdaderamente ejemplar es el amor: exige respuesta. El amor auténtico es gratuito, pero bien sabemos que exige amor. Los gestos que le acompañan transmiten su realidad y suelen resultar insignificantes para quien se encuentra en otra tesitura. El amor condensa plenitud de sentido y univocidad en detalles sin valor en sí mismos. No captarlo así es no captar la realidad que se está manifestando. Si el amor se realiza en el sacrificio, se manifiesta con claridad extrema. El amor exige amor y sólo amor; la exigencia es parte integral de su sentido y quien no la escucha desoye su verdadero sentido. Quien proclama, anuncia, testifica este sacrificio como revelación de amor, tiene que proclamar al mismo tiempo la exigencia que conlleva, empezando por sí mismo. Si el narrador del amor adopta una actitud neutra, neutralizando la llamada, falsifica el sentido del hecho. Un informe objetivo sobre este tema no sería objetivo.

IV. Hermenéutica bíblica del testimonio El uso bíblico del concepto testigo o testimonio y la hermenéutica del hecho humano nos permiten dar un paso más en la importancia que en teología bíblica tiene el testimonio y los conceptos con él relacionados. Precisamente por la amplitud semántica que en la Biblia adquiere este concepto y los conceptos afines a él, podemos afirmar que el testimonio es, en ella, omnipresente. La revelación, como el testimonio, pretende provocar una reacción: bien la aceptación, la fe, bien el rechazo. Aceptar el testimonio es propio de la sabiduría (Sab 8,8), viene de ella; es decir, la fe es don de Dios. a) Signos o señales. Si la revelación consistiera en una serie de verdades conceptualmente expresadas, bastaría la palabra como su soporte transmisor; la respuesta adecuada sería el conocimiento. Pero no es así; la revelación es la comunicación de Dios mismo, de su ser, de su amor, de su compromiso en salvar. Un acercamiento personal exige una respuesta personal de fe, aceptación, entrega; en una palabra, amor. Su manifestación necesita de unas señales para hablar nuestro lenguaje (Dt 3,24; 4,7.32-36). La grandeza de Dios y su salvación están avaladas fundamentalmente por dos clases de testigos: la naturaleza y sus obras históricas en favor de Israel. 1) Los astros y sus leyes son signos de Dios (Is 42,5-8; Job 5,9-10; 9,10 o el texto clásico de Rom 1,20). Dicho con palabras del Salmista: «Los

cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos..., no son voces que puedan escucharse, mas su sonido se extiende por la tierra entera» (Sal 43,9). Ellos señalan los tiempos (Gén 1,4) y provocan admiración (Sal 92,6; 136,1-9). Los falsos dioses no pueden aportarlos como testigos de su poder (Is 43,9; 44,7), de modo que sus fieles son ciegos y no comprenden (Is 44,18). 2) Además, Dios se da a conocer en los hechos de la historia. La liberación del pueblo hebreo de la opresión egipcia fue acompañada de signos prodigiosos que desvelaban su sentido: vencer y convencer al Faraón (Ex 4,21; 7,3; 8,6, «para que sepas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios» [11,91), confirmar a su pueblo («y sepáis que yo soy el Señor» [Ex 7,5.17; 8,6.18; 9,14.29; 10,2.71; «para que veáis y sepáis» [Is 41,20; 45,3.6; 49,23.16; cf Éx 4,8; Dt 6,22; 7,19; 11,2-41) y asegurarle que en el futuro le seguirá salvando (Jer 32,20-22; Is 46,8). «Señales y prodigios» es fórmula repetida frecuentemente en el Antiguo Testamento (30 veces; Ex 7,3; 11,9s.; Dt 4,34; 6,22, etc.) y en la obra de Lucas (He 2,19.22.43; 4,30; 5,12, etc). Las obras históricas de Dios en favor de su pueblo convierten a este en testigo: «Vosotros sois mis testigos... mis siervos, a quienes yo he elegido» (Is 44,8; cf 43,10.12; Dt 29,12). A estos signos nuestra cultura los ha llamado milagros, acontecimientos en los que el hombre descubre la mano de Dios. De modo específico denominamos así a los hechos en que con cierta nitidez se manifiesta el poder salvador y liberador de Dios. La mentalidad moderna, uno de cuyos mayores logros es haber penetrado y, en cierto modo, dominado las leyes de la naturaleza, corre el peligro de identificar los milagros con acontecimientos que se saltan dichas leyes. El hecho de que los antiguos utilizaran un método narrativo como soporte de su mensaje no debe equivocarnos: ellos centran su atención en que Dios actúa y, narrativamente, no tenían mejor modo de expresarlo que negando cualquier otra actuación. A su vez, los milagros no tienen que ver con la magia. Moisés tuvo que enfrentarse al Faraón con signos que también podían realizar los egipcios con sus encantamientos (Ex 7,11); también expulsaban demonios quienes no pertenecían al grupo de Jesús (Lc 9,49). Por sí misma, ni la multiplicación de los panes ni la resurrección de un muerto producen el efecto de seguir a Jesús (Jn 3,20; 6,26; 7,21; 11,45-46). Para algunos fueron signo de lo contrario (Jn 7,21.41-43). Jesús tuvo que enseñar a sus discípulos, que entendían de signos climáticos, cómo leer los signos del reinado de Dios (Mt 16,1-12), y ciertamente les costó trabajo aprenderlo (Lc 9,41; Jn 20,27). Las señales que ofrece a los enviados del Bautista (Mt 11,4-6) o las que permiten a María leer la acción prodigiosa de Dios (Lc 1,51-55; cf Job 5,9-16; 1 Sam 2,4-8) no corren peligro de entenderse mágicamente. Jesús mismo agradece al Padre que haya escondido estas cosas a los entendidos y se las haya revelado a los ignorantes (Lc 10,21-22). Los evangelios cuentan cómo Jesús expulsa demonios, cura enfermos, resucita muertos, etc., pero todo esto es para que sepamos «que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Todos los signos testifican que Jesús era «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (Lc 24,19) y que «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos...» (He 10,38-39.42). Como creyentes no podemos terminar de hablar del pueblo o comunidad de testigos sin hacer una simple referencia al concepto que la define: la comunidad de testigos es sacramento; expresa sacramentalmente a Cristo resucitado; este prolonga su presencia en la comunidad que lo testimonia. b) Hechos y palabras. Si el hecho histórico fuera unívoco en su sentido, la revelación histórica de Dios no tendría problemas. La realidad es bien distinta: todo acontecimiento necesita una palabra que lo anuncie, lo explique y lo proclame, y únicamente quien esté en esa sintonía de onda puede captar el mensaje. La salida de Egipto es un suceso que podía ser interpretado como huida o vagancia (Ex 5,8.17), pero que, según la fe de Israel, debía interpretarse como liberación. Por eso necesitaba de una palabra que le diera el sentido, rompiendo su ambigüedad. El signo asombra e interroga; la palabra interpreta, revela y convoca. Efectivamente, todo lenguaje tiene tres

funciones: informar, expresar y llamar o apelar. Es lo que la palabra proporciona al hecho. Un acontecimiento histórico puede ser revelador, si la palabra le presta unos servicios de intérprete. A la palabra se le pueden reconocer hasta seis funciones principales respecto al hecho. En tres de ellas la palabra precede al hecho como profecía, mandato o exhortación; en su momento, el hecho adquiere un sentido determinado en función de la palabra que le ha precedido. En las otras tres, la palabra sigue al hecho: como proclamación, narración o explicación. Cuando la palabra brota de la experiencia puede proclamar el hecho de varias maneras: asumida en el símbolo de fe, lo profesa; narrada en la liturgia, lo actualiza; la narración no sólo interpreta, sino representa el hecho, lo vuelve a hacer presente; la explicación camina hacia la didáctica y puede convertirse en doctrina. De hecho, la Sagrada Escritura recoge la memoria verbalizada de unos hechos, transmite en palabra su significado e invita a traducir en hechos la sintonía con dicho mensaje. Con razón se afirma repetidamente en Dei Verbum la intrínseca relación de «obras y palabras» (DV 2) en la revelación de Dios (DV 14), en la obra de Cristo (DV 4, 7, 17, 18) y en la vida de la Iglesia (DV 7, 8). c) La palabra profética. Caso peculiar del servicio que la palabra presta al acontecimiento en su función de signo y testimonio es el caso de los profetas. Estos mediadores de la palabra tienen la doble misión de explicar la realidad al pueblo para conseguir su conversión, y denunciar de parte de Dios la injusticia que ocurre en el pueblo, de modo que él no se vea involucrado en ella. Los profetas, por tanto, testifican la justicia de Dios y dan sentido a los acontecimientos históricos. En palabras de Ezequiel, los profetas existen «para que sepan que yo soy el Señor» (Ez 6,7.13-14; 7,4.9.27; 13,9.21.23), es decir, son testigos de la divinidad de Yavé. Proclamando la salvación –o el juicio– de parte de Dios, anuncian también señales que ratifican sus palabras (Is 7,9; 13,9; 24): los hechos son testigos de la verdad de su mensaje. A veces, sus palabras van acompañadas con acciones significativas: Isaías anda desnudo como signo contra Egipto y Nubia (Is 20,2-4); Jeremías se unce un yugo para significar el destierro que anuncia (Jer 28); Ezequiel permanece tumbado y en huelga de hambre por los pecados de su pueblo (Ez 4). Como su palabra no es aceptada, la ponen por escrito para que conste (Is 8,1.16; Jer 36). Más aún, su misma vida se convierte en testimonio o signo de que Dios ha hablado: Isaías y sus hijos son testimonio de la palabra de Dios (Is 7,1; 8,10); Jeremías es célibe en función de su anuncio (Jer 16); Ezequiel cumple su misión para que sepan que «en medio de ellos se encuentra un profeta» (Ez 2,5; 33,33); Amós se siente arrancado de su tierra, de acuerdo con el anuncio de destierro que hace al pueblo (Am 7,15); Oseas experimenta su mensaje en su propio matrimonio (Os 3). Los profetas testimoniaron en su vida el mensaje, que no predicaron como un acto de coherencia o de voluntarismo. El mensaje pertenecía a su vida. El rechazo de su palabra por parte del pueblo significó su propio rechazo. Jeremías lo expresa con duras palabras (Jer 15,15ss.; 20,7-18), pero la tradición judía lo completa con la narración de la muerte violenta de todos ellos. Hechos y palabras se unifican en los profetas. Su vida de testigos les convierte en mártires. El Antiguo Testamento, lo mismo que el Nuevo, los denomina siervos.

V. El testimonio de la Iglesia «Cristo, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el reino del Padre, cumple su misión profética... por medio de los laicos a quienes, por ello, constituye en testigos... (He 2,17-18; Ap 19,10)» (LG 35). Así expresa el Vaticano II el sentido de la Iglesia. La necesidad de dar testimonio de la salvación de Dios no es algo accidental para la Iglesia, algo conveniente para la coherencia o algo aconsejable para la propagación. Pertenece a su misma esencia, pues brota de su sacramentalidad como comunidad del resucitado: la Iglesia es sacramento universal de salvación, o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1, 15; GS 43, 45). No hay interioridad humana sin manifestación externa, ni hay

interioridad cristiana sin manifestación externa. En Cristo, Dios se ha hecho visible y cercano (Heb 1,2); en la Iglesia sigue Cristo —y Dios— visible y cercano entre los hombres (Heb 2,3-4.11-13). El testimonio es la obra del Espíritu, del mismo Espíritu que se manifestaba en Jesús y que él entregó a su Iglesia (Lc 24,48-49; In 15,26-27). Este sacramento de Dios realiza su designo salvador de muchas maneras, prolongando así la «nube de testigos» que acreditan su obra (Heb 12,1). El testimonio cristiano se realiza en toda obra buena (LG 34) que los cristianos realizan a través de las estructuras de la vida secular, en las condiciones comunes del mundo (LG 35), como miembros del grupo humano (AG 11). Evidentemente el amor es el principal signo del Dios-Amor (Jn 15,9; 1Jn 4,7-21). Pero el amor se manifiesta en hechos. El Nuevo Testamento describe de varias formas los frutos que brotan del Espíritu (Rom 8,9; 12,6-21; Gál 5,16-17.22-26). El Vaticano II cita otros hechos-signos: «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar e incluso las pruebas mismas de la vida» (LG 34). Llega a situar el testimonio en ámbitos como la dignidad del hombre, la igualdad de todos los hombres y el bien común, el trabajo, la familia, la promoción de la cultura, la vida económica y social junto a la ecología, la vida en la comunidad política, la promoción de la paz y la edificación de la comunidad internacional (GS). Documentos posteriores apelan al testimonio a través de los medios de comunicación social (CP [1971]), la inculturación, el diálogo, la opción preferencial por los pobres, el racismo y la xenofobia (Sínodo 1985). En esa misma órbita se sitúa el documento Para una pastoral de la cultura, del Consejo pontificio de la cultura (1999). El testimonio de Cristo es tarea de todo bautizado, de los obispos (CD 1 1), sacerdotes (PO 2) y seglares. Pero un testimonio específico se realiza en la Iglesia mediante la identificación con Cristo (Flp 2,7-8; 2Cor 8,9) en la profesión de los consejos evangélicos (LG 39, 42). La vida religiosa manifiesta «ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo», da testimonio de «la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo» y prefigura «la futura resurrección y la gloria del reino celestial». Este estado «imita más de cerca y representa... el estado de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo... Proclama de modo especial la elevación del reino de Dios sobre lo terreno..., muestra ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo..., que obra maravillas en la Iglesia» (LG 44). El martirio es el testimonio supremo (LG 42; AG 24), pero si esto está reservado para pocos, todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo y a seguirle en el camino de la cruz en medio de las persecuciones, que nunca faltan (LG 42). El testimonio de la Iglesia se realiza también en obras y en palabras (LG 35; AA 6, 13, 16). Junto a las manifestaciones de su vida está también la palabra evangelizadora que anuncia a Cristo. Compartiendo las tristezas y alegrías de todos los hombres, la Iglesia experimenta y testimonia el alumbramiento de la nueva humanidad nacida en la resurrección y que todavía sufre dolores de parto hasta que se manifieste su verdadera condición filial (Rom 8,22-23). ¿Es visible el testimonio de la Iglesia? Tendremos que decir que sólo quien ama capta los signos de amor. Para captarlo habrá que estar en sintonía. Pero también hay que afirmar que la Iglesia conoce la debilidad de sus miembros y experimenta que el pecado oscurece la claridad de su testimonio. Muchas veces la comunidad creyente se ha visto en la necesidad de pedir perdón; sabe que en la historia y en la actualidad «es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad de los mensajeros a quienes está confiado el evangelio» (GS 43). Por eso, también el Espíritu se manifiesta en las exhortaciones a la purificación y a la renovación «para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia» (LG 15; GS 43). Tal vez esta disposición a la conversión sea uno de los mejores testimonios de novedad que la Iglesia puede aportar al mundo de hoy desde la fuerza del Espíritu. BIBL.: ALONSO SCHÓKEL L., Carácter histórico de la revelación en La palabra de Dios en la historia de los hombres. Comentario a la Constitución Dei Verbutn, Mensajero, Bilbao 1991; FLORISTÁN C., Testimonio, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos

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fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983 ; Testimonio, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (dirs.), Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Estella 1988; GROSSI M., Testimonio, en ROSSI L.-VALSECCHI A. (dirs.), Diccionario enciclopédico de 5 teología moral, San Pablo, Madrid 1986 ; JÁUREGUI J. A., Testimonio-Apostolado-Misión, Mensajero, Bilbao 1973; KOCH R., Testimonio, en BAUER, Diccionario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967; LATOURELLE R., Testimonio, en LATOURELLE R.FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1523-1542; LÉON-DUFOUR X., Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1993', especialmente AUGRAIN CH., Mártir y PRAT M.-GRELOT P., Testimonio; PAJER F., Testimonio, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 786s.; TUÑI VANCELLS J. O., El testimonio en el evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca 1983; VAN LEEUWEN DE J., Testigo, en JENNI E.-WESTERMANN C., Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento II, Cristiandad, Madrid 1985.

José M° Ábrego de Lacy

TRADICIÓN Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. La tradición como principio. II. La tradición en el Nuevo Testamento: 1. Jesús y la tradición; 2. Los escritos del Nuevo Testamento. III. Momentos históricos significativos: 1. La época posapostólica y patrística; 2. La síntesis de Melchor Cano; 3. El concilio de Trento; 4. La novedad del Vaticano II. IV. La tradición en la «Dei Verbum»: 1. Tradición; 2. Tradición y Escritura; 3. Tradición, Escritura y magisterio. V. La catequesis como acto de tradición viva: 1. De la doctrina a la praxis del seguimiento; 2. Del dictado al diálogo; 3. Introducción a la Iglesia, comunidad narrativa; 4. La constante tensión entre lo viejo y lo nuevo.

El doble significado del término originario latino traditio previene ya de una comprensión excesivamente rápida, ligera o simplista de lo que ha de entenderse por tradición. En efecto, la expresión latina sirve de apoyo etimológico tanto a la tradición como a la traición. Esta ambivalencia se ha conservado, por ejemplo, en la liturgia, al hacer memoria de la última cena y traducir el verbo tradere por la acción con la que Jesús se entregó voluntariamente (cf Plegaria eucarística II) o fue entregado, es decir, traicionado (cf Plegaria Eucarística 111). Por otra parte, la advertencia de Jesús de no confundir la tradición con las tradiciones (cf Mc 7,1-23 y Mt 15,1-20) parece también apuntar en la misma dirección: se trata de un concepto especialmente delicado. Por otra parte, el debate sobre el contenido y la identidad de la tradición no deja de ser actual, sobre todo en relación a la recepción del Vaticano II. Las tensiones entre los considerados conservadores y progresistas, los indudables intentos restauracionistas, las reformas asentadas o truncadas a medio camino, la dificultad propia de toda renovación en profundidad o el desencanto que se detecta en amplios sectores de la comunida d cristiana invitan a discernir el núcleo de la tradición cristiana. El Concilio, en palabras de Juan XXIII, se proponía recuperar la globalidad de la tradición eclesial, no sólo la de los últimos siglos, en creativa continuidad con ella, desde una actitud de apertura al mundo contemporáneo. Pero, ¿cómo integrar en la tradición cristiana la novedad del Vaticano II? ¿Cómo llevar a cabo una honda renovación de la vida eclesial en fidelidad a la tradición? En definitiva, ¿qué es la tradición y hasta qué punto resulta vinculante? ¿Cómo distinguir entre el espíritu y la letra de la tradición?

I. La tradición como principio La tradición no constituye un fenómeno exclusivo de la vida eclesial o religiosa, sino que ha de ser entendida más bien como proceso estructurante de la existencia humana, hasta llegar a identificarse con la vida misma. Es evidente que todo ser humano nace en una cultura determinada y se inserta en una corriente de vida que le llega de sus antepasados, le relaciona

con los suyos y le exige su transmisión a las generaciones futuras. Toda persona recibe un patrimonio cultural que, actualizado y enriquecido por su propia aportación, será entregado a los descendientes. Esta primera observación no es superflua, ya que permite no sólo encuadrar el principio teológico en un marco antropológico y cultural más amplio, sino que sugiere además que la tradición viva de la Iglesia se manifiesta necesariamente por medio de formas culturalmente condicionadas. En el ámbito propiamente eclesial, la tradición surge ya desde los orígenes como una consecuencia inmediata y necesaria del carácter histórico-salvífico del mensaje cristiano. En este sentido, la tradición es una exigencia de la historicidad de la fe, que introduce a la persona creyente en la vida nueva inaugurada en Cristo. La comprensión cristiana de la tradición como principio teológico está enraizada en la Biblia. El Nuevo Testamento toma ciertamente del Antiguo el esquema promesa-cumplimiento, pero introduce una gran novedad, que constituye justamente el criterio de distinción entre ambos Testamentos: en Jesucristo encuentran cumplimiento todas las promesas y se inaugura la etapa definitiva, de modo que lo sucedido en él tiene alcance universal (cf Rom 6,10; Heb 10,10). Desde este punto de vista, la tradición cristiana se sitúa en la tensión dialéctica entre la historia y la escatología, entre la fidelidad al origen y el afán de llegar a la meta de la unión definitiva en Cristo (cf Ef 1,10). Tratando de sintetizar el núcleo del principio cristiano de la tradición, puede afirmarse que se trata de la autocomunicación definitiva de Dios en Jesucristo, que se actualiza permanentemente en la Iglesia por la acción del Espíritu. Por ello, la Iglesia, obra y sacramento de la Palabra hecha carne, se entiende a sí misma como comunidad hermenéutica, encargada de discernir esa Palabra a lo largo de la historia bajo el impulso del Espíritu.

II. La tradición en el Nuevo Testamento 1. JESÚS Y LA TRADICIÓN. El testimonio de los evangelios es unánime al presentar a Jesús como un hombre profundamente enraizado en la tradición de su pueblo y a la vez enteramente libre y soberano ante ella. En cualquier caso, la tradición ha de ser discernida desde una perspectiva más englobante: el cumplimiento de la voluntad del Padre. Así, Jesús acoge la tradición del Antiguo Testamento en la medida en que expresa la voluntad salvífica de Dios, va al fondo de ella y, en su nombre, se opone con toda firmeza a acepciones de esa tradición que, olvidando su sentido original, acaban esclavizando y destruyendo a la persona (cf Mc 2,27; 3,1 -6; 7,1-23; 10,2-9; Mt 23,1-33). La actitud profética de Jesús ante la tradición del Antiguo Testamento llega hasta el extremo de proponerse él mismo como criterio de autenticidad: «Hoy se cumple ante vosotros esta Escritura» (Lc 4,21). Esa postura, expresada también por medio de las antítesis del Sermón del Monte (Mt 5,21ss.: «Sabéis que se dijo... Pero yo os digo»), coloca a Jesús en una situación tensa y conflictiva, que acabará en la cruz. En ella se entrega definitivamente a la voluntad del Padre y acaba siendo él la tradición. La cruz y la resurrección serán desde entonces el origen, el contenido y el criterio fundamental de discernimiento de toda tradición entendida cristianamente, como lo atestigua el apóstol Pablo de modo telegráfico (cf 1Cor 15,1-7). 2. Los ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO. El Nuevo Testamento es ya un acto de la tradición: la absoluta novedad del acontecimiento pascual sucede «según las Escrituras». Esta preocupación por mostrar la concordancia del mensaje cristiano con la tradición del Antiguo Testamento está permanentemente presente en la elaboración de los escritos neotestamentarios. En definitiva,

«era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria» (Lc 24,26). El relato de los discípulos de Emaús resulta ejemplar para entender la originalidad del Nuevo Testamento como consumación y clave de lectura del Antiguo. Así, continuidad y ruptura constituyen los dos polos de la comprensión cristiana de la tradición, ya desde los inicios. Dicho de otro modo, desde una perspectiva eclesial, la fidelidad a la tradición ha de conjugarse a la vez en pasado y en futuro. La Escritura, que para las primeras comunidades cristianas no es más que el Antiguo Testamento, ha de ser examinada y transmitida a la luz del acontecimiento pascual. El Nuevo Testamento, por tanto, surge por una parte como testimonio de la radical novedad inaugurada en Jesucristo y, por otra, como interpretación cristológica y eclesial del Antiguo. a) Del Nuevo Testamento no cabe esperar, evidentemente, un tratamiento sistemático de la tradición, sino más bien un testimonio paradigmático de la misma. Ya el mero hecho de la existencia de cuatro evangelios ayuda a entender la tradición como acontecimiento plural. En esta línea, el evangelio de Mateo, ya desde sus primeros versículos, trata de mostrar machaconamente que en Jesús de Nazaret llega a su culmen la tradición judía. Las numerosas alusiones a los profetas y a los salmos buscan fundamentar lo nuevo en lo antiguo, de un modo armónico y a la vez creativo (cf 1,23; 2,6.18.23; 3,3.17; 4,15-16; 8,17; 10,35; 11,5.10; 12,17; 13,35; 15,8-9; 17,5; 21,5.42; 24,29-31; 26,56 y 27,9 como pasajes más llamativos). b) El testimonio de Marcos, que se sitúa en el tránsito de la tradición oral a la escrita, trata de sintetizar el «evangelio de Jesucristo» (1,1) y, para ello, enlaza desde el comienzo con la tradición profética (cf 1,2-3). Todo el texto está enmarcado entre dos confesiones de fe: la del centurión al pie de la cruz (cf 15,39) y la del redactor del evangelio (cf 1,1), expresando así que el relato introduzca al creyente en la corriente viva de la tradición. c) La intención de Lucas se hace patente desde el comienzo de su evangelio: ordenar los acontecimientos en fidelidad a los primeros testigos (cf 1,1-3). Ya desde el inicio de la vida pública presenta a Jesús como aquel en quien culmina la tradición profética (cf 4,16-21). Su evangelio, caracterizado como mensaje de misericordia, muestra la presencia definitiva del Dios misericordioso del Antiguo Testamento en Jesús. Con todo, la aportación más original de Lucas a la comprensión de la tradición aparece en los Hechos de los apóstoles. El libro va desvelando el acontecimiento de Jesús, a la luz del Espíritu, en contacto con las diferentes culturas, hasta el punto de constituir un punto obligado de referencia para toda evangelización inculturada. En este relato de los primeros pasos de la misión de la Iglesia, cabe destacar dos elementos fundamentales en relación con la tradición: 1) el sujeto es la Palabra que se extiende por la acción del Espíritu (cf 2,47; 9,31; 12,24; 13,4.49; 16,7; 19,20; 20,22; 21,19); 2) el contenido de la tradición, es decir, el mensaje que se trata de transmitir, no es abstracto ni uniformemente formulado, sino que se inserta en cada tradición cultural y religiosa de modo peculiar, en diálogo crítico con ella (cf 13,16-41 y 17,22-31, donde puede compararse la diferente transmisión de la misma verdad salvífica en un entorno judío y en otro griego). d) Los escritos joánicos, por su parte, aun utilizando un lenguaje muy diferente al de los sinópticos o al de Pablo, subrayan lo mismo: Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios entregada a la humanidad (cf 1,1). Toda su existencia ha de ser considerada como plena comunicación de Dios (cf 1,18). Por ello es Jesús en el evangelio de Juan «agua viva» (4,10), «pan de vida» (6,48), «palabra de vida» (6,68) y «luz del mundo» (8,12). Ahora bien, el anuncio de este mensaje de vida será permanentemente actualizado por la acción del Espíritu, que, tomando de la palabra y la obra de Jesús, irá orientando a los suyos hacia la verdad completa (cf 16,13-15). Según el lenguaje de las cartas, Jesucristo manifiesta de una vez por todas la realidad de un Dios que es amor y, por tanto, sólo sabe amar (cf 1Jn 4,7-16). Ahora bien, ese mensaje de salvación ha de transmitirse por medio de la experiencia del propio enviado: la tradición no se lleva a cabo por medio de

entendidos, sino de testigos que dan fe de la palabra de vida y llaman a la comunión con ella (cf lJn 1,1-7). e) Pablo es quien, en el Nuevo Testamento, se refiere con más detalle a la tradición. Basa la propia identidad y la de los demás apóstoles en el hecho de ser testigos de la Palabra revelada y garantes de su transmisión auténtica. Aparece ya, por tanto, la apostolicidad como criterio de autenticidad de la tradición. Aquí hay que hacer notar que en la mentalidad paulina no sólo son apóstoles los doce, entendidos como los primeros testigos de la resurrección, sino también quienes son enviados por el Señor a difundir la Palabra y están en plena comunión con el testimonio de los orígenes. Pablo no ha convivido con Jesús, pero lo que él anuncia coincide con lo que a su vez ha recibido de los primeros testigos (cf lCor 11,23-25; 15,1-7), como ya se ha encargado él mismo de contrastar (cf Gál 2,1-10). Así se explica que la tradición apostólica pueda exigir la plena adhesión del creyente (cf Rom 6,17). En Pablo aparece más claro que en ningún otro apóstol que la evangelización consiste en interpretar y explayar la acción salvífica de Dios de modo inteligible para los diversos grupos humanos. Si el primer anuncio en torno a la comunidad de Jerusalén se expresa preferente y casi exclusivamente en el marco de las promesas veterotestamentarias, a Pablo le toca inculturar el mensaje en el mundo helenista. Se convierte así en un transmisor fiel y a la vez crítico, que no cesa de alertar sobre el peligro de confundir la tradición con sus mediaciones: ni siquiera el primer testimonio apostólico se identifica con el acontecimiento salvífico mismo. Ello no viene más que a verificar y subrayar que el Señor vive en todo tiempo y lugar y que ha de ser anunciado y testimoniado de modo renovado, en comunión con la Iglesia. Así se explica que Pablo, siguiendo el ejemplo de su Señor, busque el visto bueno de los demás apóstoles y de la comunidad judía y, a la vez, se oponga a toda reducción o anquilosamiento del mensaje en moldes tradicionalistas judíos (cf Gál 2,11-18; He 15,1-29). En síntesis, el Nuevo Testamento da testimonio de que la Iglesia está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas y tiene a Jesucristo como piedra angular (cf Ef 2,20; Mt 16,18; Ap 21,14), es decir, como norma suprema de toda tradición.

III. Momentos históricos significativos 1. LA ÉPOCA POSAPOSTÓLICA Y PATRÍSTICA. La desaparición progresiva de los contemporáneos de Jesús planteó la cuestión de la consolidación y de la custodia de la tradición apostólica. Fruto de ello fue el Nuevo Testamento, que quedó fijado definitivamente tras un laborioso proceso en el que la comunidad cristiana, tras haber contrastado cuidadosamente los diferentes escritos de la primera época, reconoció algunos de ellos como testimonio auténtico de la tradicion apostólica y, por tanto, como norma última de fe y de vida cristiana, vinculante para toda la Iglesia. Con todo, la redacción y elaboración de los textos no pretendía agotar la tradición, sino presentar un núcleo que, por el hecho de estar consignado por escrito, era menos manipulable que lo oralmente transmitido. Así se explica también el grado supremo de normatividad asignado a la Escritura. La generación inmediatamente posterior a la apostólica conoce también una modificación de las preocupaciones de la comunidad cristiana. Mientras la primera época había estado fuertemente marcada por la contemplación del Señor resucitado y su inminente venida, poco a poco llega a ser predominante el interés por conocer al detalle la existencia terrena de Jesús y la experiencia de quienes le acompañaron. En ese contexto surgieron las primeras desviaciones y disputas, con especial mención de la gnosis, que apelaba a una secreta revelación. En tales circunstancias se

hacía necesario distinguir entre la auténtica y la falsa tradición. Para ello, no sólo se apeló a la Escritura, sino que se introdujo un elemento nuevo en la estructura eclesial: el ministerio ordenado como instrumento destinado a garantizar una transmisión auténtica e íntegra de la tradición. La sucesión apostólica se convertía, por tanto, en expresión, medio y criterio de continuidad de la tradición. No se trataba de erigir una nueva autoridad formal, sino de mantener la normatividad de la tradición apostólica, que pronto iba a ser denominada regla de la fe. La expresión regula fidei se encuentra por primera vez en Ireneo de Lyon, quien también utiliza la expresión regla de la verdad. Se refiere al legado confiado por Cristo a los apóstoles, que a su vez fue fielmente transmitido por estos y sus sucesores de modo normativo y vinculante para la Iglesia. No se trata de una regla o verdad añadida, sino del contenido mismo de la predicación apostólica. Fue un primer canon que sirvió de guía al de las Escrituras y más tarde fue expresándose en los símbolos de la fe. Una de las preocupaciones fundamentales de la época patrística fue también la de asegurar la tradición apostólica como norma de la fe. Para ello se fue desarrollando una praxis de búsqueda y descubrimiento de la verdad salvífica, que se encuentra sintetizada en la obra Commonitorium del monje galo Vicente de Lérins. Aparecía así una convicción que, en la historia de la Iglesia, se iría desplegando con mayor o menor intensidad: que la verdad es inseparable del proceso de su búsqueda. Vicente de Lérins se fija en la actuación de la Iglesia a la hora de resolver las desviaciones donatistas, arrianas y nestorianas, para deducir de ahí los criterios de autenticidad de la tradición. Ante el donatismo, la Iglesia había apelado a la fe de la totalidad (universitas); en el caso del arrianismo había argumentado desde la tradición más antigua formulada en Nicea (antiquitas), y para hacer frente al nestorianismo, se había basado en el consenso de los Padres (consensio). De dicha praxis eclesial extrae el monje galo su principio: en la Iglesia católica ha de observarse lo que ha sido creído en todo lugar, siempre y por todos (quod ubique, quod semper, quod ab omnibus). Si en el plano criteriológico cabe reducir la triple clasificación anterior a dos elementos fundamentales (consenso diacrónico con la antigüedad, o apostolicidad, y consenso sincrónico con la universalidad o catolicidad), resulta que la época patrística, junto a la apostolicidad indiscutiblemente admitida, resalta el valor de la catolicidad, entendida como consenso entre las Iglesias locales. Con todo, no habría que olvidar la importancia del consenso eclesial de cada momento histórico, como impulso del Espíritu en la búsqueda de la verdad salvífica. 2. LA SÍNTESIS DE MELCHOR CANO. La obra De locis theologicis, de Melchor Cano, ha ejercido un influjo notable en la historia de la teología en general y en el tratamiento de la tradición en particular. En ella, el autor trata de recoger las normas y criterios de la tradición desarrollados por la Iglesia de los primeros siglos. Por lugares teológicos entiende aquellas instancias que acreditan la fe cristiana y permiten descubrir y valorar sus contenidos más fundamentales. El teólogo dominico distingue diez instancias, de las cuales siete son específicas de la teología, y las otras tres (la razón, la filosofía y la historia), desempeñan un papel subsidiario. El fundamento indiscutible de la fe se encuentra en la divina revelación, consignada en la Escritura (1) y en la tradición oral de Cristo y de los apóstoles (2): ambas son lugares teológicos constituyentes. Las demás instancias, consideradas declarativas, tienen la función de interpretar o de extraer las consecuencias de las dos primeras y se refieren a órganos eclesiales: la Iglesia en su totalidad (3), los concilios (4), la Iglesia de Roma con el papa (5), los santos Padres (6) y los teólogos (7). Salta a la vista la extraordinaria importancia que otorga Melchor Cano a la Iglesia como sujeto elaborador y transmisor de la tradición. La Escritura está por encima de la Iglesia, pero esta, anterior a aquella, es la que ha decidido el alcance del canon y garantiza la auténtica

interpretación de los libros sagrados. Esta garantía no se da únicamente por consenso, sino también por medio de decisiones de alcance jurídico, ya que el Espíritu actualiza permanentemente la palabra de Dios en la conciencia de la Iglesia y de sus miembros. La revelación y su transmisión por parte de la Iglesia son dos coordenadas de una misma realidad indisoluble, que, como tales, se condicionan y se exigen mutuamente. Aun concediendo un papel primordial al magisterio jerárquico, Melchor Cano mantiene la convicción de los primeros siglos, en el sentido de que es la Iglesia en su totalidad la portadora primordial de la tradición. En ella cabe diferenciar sujetos y la dificultad está, como lo prueba sobradamente la historia, en el modo de armonizar las funciones y el grado de certeza y, por tanto, de normatividad de cada uno de ellos. El gran valor de la síntesis de Melchor Cano reside en el hecho de tomar como punto de partida una gran pluralidad de lugares teológicos, que no pueden ser tomados de modo aislado y, por eso mismo, no pueden ser absolutizados individualmente. Con ello, da cuerpo teológico a la convicción de que la tradición es un fenómeno resultante de la interacción de varios elementos, cada uno con identidad propia y a la vez necesitado de la complementariedad de los demás. 3. EL CONCILIO DE TRENTO. Uno de los principios de la reforma propugnada por Lutero apelaba a la prioridad absoluta de la Escritura frente a toda otra tradición: lo que no podía probarse recurriendo a la Biblia no debía poseer el mismo grado de validez en la vida de la Iglesia y debía ser contrastado desde el Evangelio.. Esta pretensión se explica en buena parte desde una situación eclesial, en la que a menudo se apelaba exageradamente a la tradición, como principio legitimador de prácticas y costumbres necesitadas de reforma. La crítica protestante encontraba, por tanto, un punto de apoyo en una apologética inmune a todo intento de reforma. En estas circunstancias, el concilio de Trento, que se entendió a sí mismo como gran proyecto de reforma, se vio obligado a profundizar en el origen y desarrollo de la vida de la Iglesia, y así aclarar el sentido del canon escriturístico y de la tradición. El Concilio abordó esta problemática en el Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis (DS 1501-1505), dejando clara desde el comienzo su intención: conservar íntegramente el evangelio en la Iglesia. El texto conciliar subraya que el evangelio, anunciado por Jesús y predicado por los apóstoles como fuente de toda verdad salvífica, está contenido como verdad de fe y como norma práctica de conducta en los libros sagrados y en las tradiciones no escritas. Estas se entienden como recibidas directamente de Cristo por los apóstoles, o introducidas por ellos mismos por inspiración del Espíritu y transmitidas de generación en generación. Tanto la Sagrada Escritura como las tradiciones reciben por parte de la Iglesia el mismo respeto y reverencia. El equilibrio verbal de la formulación tridentina no pudo evitar que su recepción en la teología estuviera marcada por la teoría de las dos fuentes de la revelación: Escritura y tradición. Esta última se entendió más como elemento autónomo, que debía completar la insuficiencia material de los libros sagrados, que como criterio de interpretación y de aplicación creativa de la verdad salvífica, contenida ya de modo suficiente en ellos. Ya en los años anteriores al Vaticano II se moderó el debate entre católicos y reformados. Los estudios sobre el concilio de Trento fueron mostrando que la asamblea conciliar no había tratado tanto de separar la Escritura y la tradición cuanto de buscar su complementariedad. Por otra parte, las investigaciones exegéticas probaban que no cabía pensar en el nacimiento de la Escritura independientemente de la tradición, sino que se situaba en el marco de esta. Si el Nuevo

Testamento había nacido en el seno de la corriente de vida, lenguaje y pensamiento de la tradición, no se podía entender de modo aislado al cauce que lo hizo posible. Ciertamente, el debate no está zanjado, pero cada una de las posiciones tradicionales admite elementos de la otra: la teología protestante admite la necesidad de una interpretación de la Escritura, mientras que la posición católica otorga clara primacía a la Escritura, y reconoce que la tradición no constituye una fuente paralela ni independiente. Con todo, en el fondo del debate entre la posición católica y la protestante no late tanto la cuestión de la relación entre Escritura y tradición cuanto la más englobante de la vinculación entre Iglesia y Escritura. En efecto, mientras la teología protestante se basa en la independencia y soberanía de la Escritura con respecto a la Iglesia, la comprensión católica, al ver en la fe de la Iglesia la clave hermenéutica de la Biblia, sólo puede aceptar una independencia relativa entre ambas realidades y partir de su radical inseparabilidad: la Sagrada Escritura es tal en cuanto aceptada por la Iglesia. Esta se define como oyente de la Palabra y, en ese sentido, sometida a ella; pero a la vez como la instancia que ha decidido qué libros deben ser tenidos por sagrados. 4. LA NOVEDAD DEL VATICANO II. El Vaticano II realiza una recepción creativa del tridentino (cf DV 1), y con ello abre nuevas perspectivas a la comprensión de la tradición. Ello no es debido única ni principalmente a sus afirmaciones sobre la tradición en la constitución dogmática Dei Verbum, sino al nuevo horizonte eclesiológico que ofrece el acontecimiento conciliar. El mayor servicio del Vaticano II en este sentido viene dado por su intento de recoger y poner al día toda la tradición de la Iglesia, no sólo la de los últimos siglos, tal como lo expresó Juan XXIII en su discurso de apertura. El Concilio fue siendo cada vez más consciente de que «toda renovación de la Iglesia consiste en un aumento de la fidelidad a su vocación» (UR 6), y que el medio principal no era sino la permanente renovación (cf LG 4, 7-9, 15; GS 21, 43). Por ello, antes de pasar a los textos que se refieren explícitamente a la tradición, conviene colocarlos en el contexto que los posibilitó. La caracterización de la Iglesia como pueblo de Dios (cf LG 10, 12 y 35) ponía de manifiesto que toda la comunidad eclesial era depositaria y sujeto agente de la tradición. Ello ensanchaba el horizonte que desde Trento tendía a identificar a la Iglesia con sus ministros, y adjudicaba la función de transmitir la tradición únicamente al magisterio eclesial. Ya no cabe pensar por separado en sujetos activos y pasivos, en maestros y oyentes, en portadores y destinatarios del mensaje, sino que toda la Iglesia es el sujeto primero que anuncia el evangelio y lo actualiza mediante el testimonio de su vida, y celebra la muerte y resurrección del Señor Jesús. Toda la comunidad se pone a la escucha de la Palabra, celebra la eucaristía y ordena su vida a la luz del evangelio. De un modo convergente, la comprensión de la Iglesia como sacramento (cf LG 1, 9, 48 y 59; GS 42 y 45; AG 1 y 5) revelaba su identidad como receptora y anunciadora del evangelio y, por tanto, su calidad de sujeto clave de la tradición: ella transmite lo que a su vez recibe. Además, al entenderse la Iglesia a sí misma como comunión de Iglesias locales (cf LG 23), cada una de estas se convertía en sujeto del ser y del quehacer eclesial y, por tanto, de la tradición, en cada contexto histórico y cultural. Por otra parte, la perspectiva ecuménica del Concilio (cf LG 8) y su afirmación de la existencia de un «orden o jerarquía de las verdades» (UR 11) instaban a reconocer los elementos legítimos contenidos en los planteamientos y en las tradiciones de otras Iglesias y confesiones, así como a buscar el consenso en las cuestiones fundamentales. Con todo, lo que más influyó en el planteamiento del Vaticano II sobre la tradición fue, sin duda, la comprensión más profunda del hecho de la revelación. Como se observa en el prlmer capítulo de la Dei Verbum, el concepto utilizado por el Concilio es, en primer lugar, teocéntrico: la revelación

no consiste en la manifestación de algo, sean normas o verdades de fe, sino en la autocomunicación de Dios mismo (cf DV 2, 6). Dicha revelación posee naturaleza históricosacramental y escatológica (cf DV 3-4): la palabra de Dios se transmite a través de testigos y testimonios históricos, que no la agotan, sino que la refieren a la plenitud final (ello confiere un carácter hermenéutico-crítico al conocimiento teológico). Finalmente, el texto conciliar concibe la revelación como diálogo amistoso entre Dios y el ser humano, lo cual otorga a este la dignidad de ser no sólo destinatario, sino también interlocutor. En esta misma línea, Jesús no es primeramente el portador de una nueva doctrina sobre Dios y sobre la persona, sino que es la comunicación definitiva de Dios, «mediador y plenitud de toda la revelación» (DV 2; cf DV 4). A partir de él se establece una nueva relación entre sus seguidores, destinatarios de su palabra y de su acción salvadora. Esa comunidad incipiente que camina de Galilea a Jerusalén experimenta con la muerte de Jesús el fracaso, la disolución y la desbandada, pero es reconstituida por la presencia del Resucitado y el aliento de su Espíritu. En todo ese proceso inaugurado por Jesús, se van integrando los diferentes elementos de la revelación que constituyen el legado a transmitir o tradendum: la comunidad de vida y misión con el Maestro, el acontecimiento pascual, el anuncio y la confesión de fe, la praxis del seguimiento, la edificación de la comunidad de los seguidores, la oración, la vida litúrgica y sacramental. Cuando el primer capítulo de la Dei Verbum afirma que el Espíritu, por medio de sus dones, empuja permanentemente a la fe hacia una comprensión más profunda de la revelación (cf DV 5), está abriendo camino a un concepto renovado y dinámico de la tradición. Esta no se reduce de ninguna manera al tiempo del Jesús histórico o a la época apostólica, sino que ha de entenderse como discernimiento progresivo de la revelación realizado por la conciencia creyente, tanto individual como eclesial, a la luz del Espíritu, al servicio de la salvación de toda la humanidad.

IV. La tradición en la «Dei Verbum» En el capítulo segundo de la Dei Verbum se expone la visión del Vaticano II sobre la tradición y sobre su conexión con la Escritura y con el magisterio eclesial. 1. TRADICIÓN (DV 7-8). El Vaticano II, coherente con su concepción ya descrita de la revelación, entiende la tradición de un modo más amplio que la mera transmisión doctrinal, con lo cual ensancha el horizonte vigente desde Trento. Ello puede observarse en numerosos detalles: la Dei Verbum habla casi exclusivamente de la tradición en singular; se refiere a la doctrina, al culto y a la praxis de la Iglesia por igual; la predicación de los apóstoles no es tanto dictada cuanto sugerida o inspirada por el Espíritu; su origen no está únicamente en las palabras de Cristo, sino también en sus obras y en la relación estrecha con él; los apóstoles, a su vez, no realizan sólo un anuncio oral, sino que lo obrado e instituido por ellos pertenece asimismo al núcleo de la tradición. Así queda establecida la sucesión apostólica como principio e instrumento al servicio de la transmisión de la autocomunicación de Dios. Esta comprensión de la tradición trata de abarcar la totalidad del misterio de Cristo y, por tanto, la experiencia cristiana y eclesial. El riesgo de tal acepción, con ser fundamentalmente acertada, viene dado por su posible tendencia a dar por bueno todo lo que existe en la Iglesia, olvidando así su condición de pueblo peregrinante. Para salir al paso de esta consideración, la asamblea conciliar corrigió el texto provisional, afirmando que la Iglesia transmite «lo que es y lo que cree» (DV 8), y excluyendo la formulación que incluía «lo que ella tiene». La tradición no mira únicamente al pasado, sino que es un proceso dialéctico, siempre abierto, ya que Dios «sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo» (DV 8) y la conduce en su

peregrinar hacia la verdad completa por medio del Espíritu, que hace audible el evangelio en la Iglesia y, a través de ella, en el mundo (cf DV 7-8). El texto conciliar enuncia en este sentido tres factores que contribuyen a un progresivo entendimiento de la tradición: la meditación y el estudio realizado por los creyentes, el discernimiento interno propio de cada experiencia cristiana y el anuncio realizado por el magisterio. 2. TRADICIÓN Y ESCRITURA (DV 9). Aunque el concilio de Trento empleó el término fuente referido sólo al evangelio proclamado por Jesucristo, la recepción de su doctrina se había plasmado en la tesis que veía en la Escritura y en la tradición dos fuentes distintas de la revelación. Al Vaticano II le correspondía resolver, o cuando menos abrir, nuevas vías al planteamiento de esta delicada cuestión. Al planteamiento dominante en la teología de los últimos decenios se le achacaba una doble deficiencia: 1) la confusión o identificación de la revelación en sí con su testimonio en un momento determinado, lo cual llevaba a concebir el concepto fuente desde una perspectiva histórica, en detrimento de la comprensión teológica; 2) la separación entre Escritura y tradición, que las presentaba como instancias independientes entre sí, con igual rango de autoridad sobre la conciencia del creyente y la vida de la Iglesia. El Vaticano II rechaza claramente una yuxtaposición entre ambas realidades y aboga por su unidad orgánica, su mutua implicación y su interdependencia: la Escritura se enmarca en la tradición y esta sólo puede entenderse referida a aquella. Ambas tienen el mismo origen divino (el texto evita en este punto la utilización del término fuente) y merecen el mismo respeto y estima por parte de la Iglesia. Dicho esto, la Dei Verbum otorga una clara prioridad a la Escritura, reconocible en los siguientes pormenores: frente a un capítulo sobre la transmisión de la revelación, dedica cuatro a la Escritura; pone en ella la referencia fundamental de la evangelización y la vida cristiana (cf DV 21); la define por lo que es, palabra de Dios, mientras que la tradición es descrita más bien de modo funcional, en cuanto transmisora de esa Palabra. 3. TRADICIÓN, ESCRITURA Y MAGISTERIO (DV 10). El Vaticano II recoge la tradición católica que contempla una íntima conexión entre tradición, Escritura e Iglesia. Ello implicaba superar el estrechamiento producido en los últimos siglos, consistente en reducir la realidad eclesial únicamente al magisterio. Así, tras reafirmar que tanto la Escritura como la tradición sólo se entienden en el marco eclesial, la Dei Verbum, consecuente con el horizonte eclesiológico global del Concilio, recuerda que la confesión de la fe, su praxis y su anuncio son, en primer lugar, responsabilidad y tarea de la totalidad del pueblo de Dios. El magisterio es el último responsable de la transmisión auténtica de la Palabra. Una vez afirmado esto con claridad meridiana, el texto conciliar sitúa al magisterio en su lugar, subrayando su función ministerial: ejercido en nombre de Cristo, está al servicio de la Palabra y su primera tarea consiste en ponerse en actitud de atenta escucha. En esta misma línea, la custodia del mensaje no se entiende en clave de posesión, sino de fidelidad a la encomienda recibida. De este modo, se supera la distinción entre Iglesia docente y discente: también al magisterio toca aprender y es toda la Iglesia la que está llamada a perseverar en la fe. Finalmente, al explicar la relación de la Iglesia con la tradición y la Escritura, el Vaticano II no se basa en una especie de funcionalismo eclesial, sino que apela a la acción del Espíritu, que alienta la vida entera de la Iglesia.

V. La catequesis como acto de tradición viva

Cada vez que la Iglesia lleva a cabo una acción catequética, se manifiesta de modo singular la realidad de la tradición (cf DV 25). La catequesis constituye una de las principales formas de transmisión viva de la fe de una generación a otra, con lo cual salta a la vista su estrecho parentesco con la tradición. Así lo expresa desde sus primeras palabras la exhortación apostólica de Juan Pablo II: Catechesi tradendae (CT). A la catequesis, entendida como «etapa (o período intensivo) del proceso evangelizador, en la que se capacita básicamente a los cristianos para entender, celebrar y vivir el evangelio del Reino, al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial y en el anuncio y difusión del evangelio» (MPD 8), le corresponden una serie de tareas en orden a la comprensión y transmisión de la tradición de la Iglesia. 1. DE LA DOCTRINA A LA PRAXIS DEL SEGUIMIENTO. A una comprensión reductiva de la tradición eclesial como transmisión de una doctrina revelada, corresponde lógicamente una catequesis que otorga una clara prioridad a la formulación teórica y busca sobre todo su ortodoxia. Pero si la tradición consiste en la transmisión del misterio de Cristo que afecta a la totalidad de la persona, la catequesis no puede entenderse ya como instrucción meramente doctrinal, sino como iniciación y acompañamiento de los primeros pasos en el seguimiento de Jesús (cf CT 29). No se trata de un saber teórico nuevo, sino de buscar una profunda transformación del modo de ver, pensar y entender la realidad (cf Rom 12,2). Así lo entendieron y vivieron las primeras comunidades cristianas. En efecto, el movimiento inaugurado por Jesús, a la luz del misterio pascual, pone en marcha una acción que trata de ganar para sí a quienes aceptan el mensaje de salvación hecho de palabras, obras y estilo de vida. No se trata únicamente de transmitir una doctrina, por muy original que pueda ser, sino de mostrar una praxis consecuente con la de Jesús y realizar signos que manifiesten la presencia del Reino. La denominación de cristianos les viene dada a los primeros discípulos no tanto por la teoría que defienden cuanto por su testimonio global de vida (cf He 11,26). La catequesis, por tanto, teniendo como fondo esa globalidad del seguimiento de Jesús, debe iniciar en los diversos aspectos que componen una existencia cristiana acorde con el evangelio: la conversión, la vida sacramental y litúrgica, la coherencia de vida, el anuncio misionero, la confesión de fe con palabras y obras, el discernimiento de los distintos carismas y servicios. 2. DEL DICTADO AL DIÁLOGO. Si tanto la revelación como su transmisión se comprenden como diálogo amistoso de Dios con la persona, la catequesis ha de impulsar ese coloquio, con las importantes consecuencias que ello conlleva. En primer lugar, si en la tradición no se trata tanto de transferir unas verdades cuanto de introducir en una historia de comunicación de Dios con la humanidad y con cada persona, la catequesis ha de consistir básicamente en la transmisión de una experiencia personal de fe, más que en la enseñanza de conocimientos teóricos. En segundo lugar, si la revelación, la tradición y el acto de fe poseen estructura dialogal, el diálogo se convierte no sólo en un medio aconsejable para la catequesis, sino que constituye el método por excelencia. A través de él, quien se adentra en el misterio de Cristo se implica progresivamente en el encuentro salvífico con un Dios que se le comunica de modo gratuito y entra en contacto con otras experiencias creyentes. En esta línea, la catequesis no debe perder de vista que Dios habla a través de personas y acontecimientos, es decir, que la tradición se encarna y abre paso en una actitud de escucha de diferentes historias personales y de contextos históricos y culturales. Por tanto, una catequesis

basada en el diálogo ha de mantenerse abierta a lo que sucede en cada momento y buscar la mejor manera de inculturarse (cf CT 53, 59). Finalmente, todo diálogo exige el reconocimiento de cada uno de los interlocutores. Aplicado a la catequesis, quiere ello decir que el destinatario no es un mero receptor pasivo, sino sujeto activo en el que está ya actuando el Espíritu (cf CT 72). Ello implica, por una parte, que la acción catequética ha de tomar en serio la vida de cada individuo, con sus inquietudes, proyectos y preocupaciones; y por otra, que todo proceso de catequesis ha de hacer a la persona caer en la cuenta de su dignidad y de su papel activo en la edificación de la comunidad y en el servicio del reino de Dios. Dicho de otro modo, cada persona catequizada es introducida en la tradición viva, la cual, en virtud de su vitalidad intrínseca, la impulsa a crear tradición. 3. INTRODUCCIÓN A LA IGLESIA, COMUNIDAD NARRATIVA. Del apartado anterior se deduce que la catequesis debe contemplar, y a la vez impulsar, a la comunidad cristiana como lugar donde cada persona creyente narra, comunica y contrasta su experiencia. En este sentido, el relato de Emaús resulta una vez más ejemplar: los discípulos vuelven a la comunidad a narrar lo sucedido y se encuentran con que también otros han vivido una experiencia similar (cf Lc 24,33-35). Ello les llevará a no confundir la auténtica tradición con un rumor o una alucinación (cf Lc 24,11). La narración constituye una forma primaria de expresión del lenguaje religioso, que contribuye a crear comunicación y comunión. Salta a la vista la importancia de una catequesis impulsora de la narración de la experiencia salvífica, tanto personal como comunitaria, en orden a la edificación de una Iglesia-comunión que trata de comunicar el evangelio. En la acción catequética de la Iglesia se transmiten a la persona creyente los relatos bíblicos escritos para su salvación (cf Jn 20,31; DV 11), a fin de que pueda entroncar en ellos su historia personal de salvación, completamente singular. Esta es una de las funciones más relevantes de la Escritura en la catequesis y en la vida de la Iglesia: poner al individuo en condiciones de narrar su propia historia, contrastándola con la de otras personas y, en definitiva, con la del pueblo de Dios del Antiguo y Nuevo Testamento (cf CT 26-27). De este modo, por la catequesis, renace constantemente una Iglesia como comunidad que reconoce una idéntica realidad de salvación en los diferentes testimonios de sus miembros. La Iglesia se convierte, por tanto, en comunidad tradente en la misma medida en que es comunidad narrativa y comunicante. Ella no sólo garantiza la legitimidad de los testimonios de fe por su concordancia con la tradición, sino que a la vez hace posible también que la vida de cada creyente, su pensar y su hacer, se conviertan en experiencia salvífica. 4. LA CONSTANTE TENSIÓN ENTRE LO VIEJO Y LO NUEVO. La catequesis, como acto significativo de la tradición, está llamada a un ejercicio permanente de discernimiento. Ha de distinguir primeramente entre tradición y tradiciones. La primera sólo se da a través de estas, pero cada una de ellas no agota ni el contenido ni el proceso de la tradición, lo cual equivale a afirmar que toda forma o formulación histórica concreta es susceptible de mayor profundización. La adhesión a una verdad salvífica incluye la apertura a una verdad aún mayor. El rechazo de este principio dinámico de la tradición acarrea el grave riesgo de caer en el tradicionalismo, que en el fondo confunde la tradición con una determinada forma de expresión o testimonio de la misma, no toma suficientemente en serio la acción del Espíritu en la Iglesia y acaba negando en la práctica la historicidad de la fe cristiana. En esta línea, la catequesis ha de presentar la tradición en una tensión creativa entre la fidelidad a los orígenes y a los signos de los tiempos propios de cada época y lugar, entre la renovación y el mantenimiento. Ni los modelos optimistas, que conciben la historia de la Iglesia desde una perspectiva de progreso o desarrollo permanente, ni los pesimistas, que la interpretan fundamentalmente como decadencia o alejamiento de los orígenes, ofrecen una base válida para

la comprensión de la tradición eclesial. Antes o después, se vuelven inmunes ante un discernimiento crítico de la historia y de la presencia activa del Espíritu en ella. La fidelidad e infidelidad a la tradición, la pérdida y recuperación de identidad cristiana o eclesial no pueden ordenarse en períodos históricos, sino que se hacen presentes en todos ellos, si bien de muy diversas maneras. Ello hace también que tanto la tradición como la catequesis sean una realidad viva en permanente discernimiento. La vida de la Iglesia está referida a Dios y cada momento de su historia ha de ser interpretado y enjuiciado a la luz de su Espíritu. En definitiva, quienes realizan la acción catequética de la Iglesia han de asemejarse, en su calidad de servidores cualificados del Reino, al «amo de la casa que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas» (Mt 13,52). BIBL.: BEINERT W., Tradición, en Diccionario de teología dogmática, Herder, Barcelona 1990, 717-721; CONGAR Y, La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1964; KASPER W., La tradición como principio del conocimiento teológico, en Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989, 94-134; POTTMEYER H. J., Die Suche nach der verbindlichen Tradition und die traditionalistische Versuchung der Kirche, en WIEDERKEHR D. (ed.), Wie geschieht Tradition? Überlieferung im Lebensprozef3 der Kirche (Quaestiones disputatae 133), Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1991, 89-110; Tradición, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1560-1568; ROMA BELLoso J. M., Tradición, en FLORISTÁN C.TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 1392-1403; SCHAEEFLER R., Die Kirche als, Erzáhl-und Überlieferungsgemeinschaft, en GEERLINGS W.-SECKLER M. (eds.), Kirche sein. Nachkonziliare Theologie im Dienst der Kirchenreform, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1994, 201-219; WIEDERKEHR D., Das Prinzip Überlieferung, en KERN W.POTTMEYER H. J.-SECKLER M. (eds.), Handbuch der Fundamentaltheologie, IV, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1988, 100-123.

Ángel Mª Unzueta Zamalloa

TRINIDAD

SUMARIO: I. La revelación de Dios como Trinidad: 1. Experiencia de un encuentro; 2. La resurrección como historia trinitaria; 3. La Trinidad y el misterio pascual; 4. Punto de partida de la doctrina trinitaria. II. El dogma de la Santísima Trinidad: 1. El Padre; 2. El Hijo; 3. El Espíritu Santo; 4. Trinidad: alteridad y comunión. III. Principios teológicos para la catequesis: 1. Trinidad y fe cristiana; 2. Trinidad, misterio de salvación; 3. Historia de Jesús, pedagogía de Dios; 4. Catequesis trinitaria y existencia cristiana. IV. Consideraciones antropológicas: 1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios; 2. Factores psicológicos y culturales. V. Orientaciones para una catequesis trinitaria: 1. La «Trinidad inmanente» y la «Trinidad económico-salvífica»; 2. Descendiendo a la pedagogía por edades. Conclusión.

Cuando miramos a nuestra sociedad, descubrimos a muchas personas abandonadas, que no pueden contar con nadie para exponerle sus ilusiones o sus penas. A su alrededor todos pasan deprisa y hace mucho tiempo que no han tenido un encuentro feliz con nadie; nadie se detiene a atenderles, nadie les abre sus puertas; muchos los ven, pero nadie los mira; son como cosas intrascendentes. Entre ellas hay trabajadores sencillos, jóvenes sin empleo, amas de casa agobiadas, niños solos con padres que trabajan, muchachas recién llegadas a la ciudad, pobres transeúntes, padres en paro, emigrantes. Todos nos hacen guiños para que los escuchemos, les echemos una mano, pero nadie se da por aludido. Y sin embargo, no podemos vivir sin comunicarnos; estamos hechos para convivir unos con otros, para ayudarnos, para relacionarnos con amigos. Esta aspiración humana tan profunda, la expresa así el Vaticano II: «Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gén 1,27)... la expresión primera de la comunión entre personas humanas. El hombre es, en

efecto, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (GS 12). La vocación de toda persona es la apertura, el diálogo, la comunicación, la solidaridad con las demás personas, y la quiebra total o parcial de esta aspiración a la comunión vital suelen acarrear deterioros importantes en la autorrealización de las personas y aun de la sociedad. ¿De dónde brota esta vocación íntima a la comunicación y comunión entre las personas? ¿Por qué estas no pueden desarrollarse armónicamente sin relacionarse con los demás? ¿Cuál es la incomunicación más radical que impide la realización humana en profundidad? ¿Cómo puede superarse esa incomunicación? ¿De dónde pueden nacer orientaciones éticas y pedagógicas para abordar situaciones tan graves? No son ajenos a estos hondos problemas humanos ni el mensaje de la revelación sobre el Dios cristiano ni la catequesis sobre el mismo. Dios se revela, en efecto, para salvar al hombre, para iluminar su existencia, para llenar su vida de sentido.

I. La revelación de Dios como Trinidad Desde la cuna de la Iglesia, la imagen cristiana de Dios surge como una realidad misteriosa en una doble dirección: la de ser un Dios único y la de ser, a la vez, un Dios trino. Este perfil del Dios cristiano tiene su origen exclusivo en las revelaciones de la Sagrada Escritura. En efecto, «la fe de los orígenes narró la Trinidad: proclamando el acontecimiento pascual, lo relató como historia trinitaria» (B. Forte). ¿Cómo lo hizo? Las revelaciones bíblicas no son discursos extrahumanos caídos desde el cielo, sino palabras consignadas por hombres «movidos por el Espíritu Santo» (2Pe 1,21). Los mismos escritores subrayan frecuentemente que se trata de la «palabra de Dios»1. 1. EXPERIENCIA DE UN ENCUENTRO. En el principio fue la experiencia de un encuentro: Jesús se manifiesta vivo a los suyos, huidos de él y dispersados el viernes santo. Este encuentro transformó radicalmente sus vidas. Al miedo sucedió el coraje; los huidos se convirtieron en testigos hasta la muerte, por su entrega definitiva a Aquel a quien traicionaron. Desde el viernes santo al alba del domingo de pascua aconteció en ellos algo tan trascendental que dio origen al movimiento cristiano en la historia. En el anuncio cristiano que recogen los textos del Nuevo Testamento, la comunidad primitiva confiesa el encuentro cón el Resucitado como una experiencia de gracia, tal como aparece, especialmente, en el relato de las apariciones: es el Resucitado quien toma la iniciativa de mostrarse vivo; luego viene el proceso de reconocerlo por parte de los discípulos y, por fin, llega la misión: son enviados como testigos de lo que oyeron, vieron y palparon. Así la experiencia pascual resulta transformante y se puede comunicar a los hombres de todos los rincones del mundo, de todos los tiempos. 2. LA RESURRECCIÓN COMO HISTORIA TRINITARIA. En la narración del encuentro con el Resucitado los testigos y la palabra de Dios, relatan la resurrección como historia trinitaria. En efecto: a) La iniciativa de la resurrección es de Dios, el Padre: «Dios lo ha resucitado» (He 2,24), «con la grandeza de su poder» (Ef 1,19). En la resurrección, el Padre interviene en la historia porque toma postura ante el Crucificado, constituyéndolo «Señor y mesías» (He 2,36), y a la luz de estos dos títulos –teológico y soteriológico– el Padre autoriza a reconocer: 1) en el pasado de Jesús la historia del Hijo de Dios entre los hombres; 2) en su presente, al Viviente vencedor de la muerte; y 3) en su futuro, al Señor que volverá en gloria. Y todo ello el Padre lo hace en favor de nosotros,

muertos... y a quienes «nos resucitó con él» (Ef 2,4-6). «La resurrección, como historia del Padre, es por tanto el gran sí que el Dios de la vida dice sobre el Hijo y en él sobre nosotros, prisioneros de la muerte; por eso es el tema del anuncio y fundamento de la fe, capaz de dar sentido y esperanza a nuestras obras y a nuestros días (1Cor 15,14)» (B. Forte). b) La resurrección es también historia del Hijo. «Cristo ha resucitado» (cf Mc 16,6; Mt 27,64...). El Jesús prepascual dice «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» y el evangelista añade: «El hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19.21). Cristo resucita tomando postura activa respecto a su historia y a la de las personas por las que murió. Si la cruz es el triunfo del pecado, de la ley y del poder, su resurrección es la derrota del poder, de la ley y del pecado; el triunfo de la libertad, de la gracia y del amor, por parte de Aquel que «es el Señor de la vida» (cf Rom 5,12–7,25). 1) Respecto del pasado, el Resucitado ha confirmado sus pretensiones de antes de morir: reconciliar a los desunidos (cf Ef 2,14-18); 2) respecto del presente, él es el Viviente y dador de vida (cf He 1,3; Jn 20,4); 3) Respecto del futuro, es Señor de la gloria y primicia de la humanidad nueva (cf 1Cor 15,20-28). La pascua es, pues, historia del Hijo y, por eso, también nuestra historia. c) La resurrección es historia del Espíritu. Es el Espíritu el que el Padre entrega al Hijo para que el Humillado sea exaltado y el Crucificado viva su nueva condición de Resucitado; y al mismo tiempo, es aquel que infunde el Señor Jesús según su promesa (cf Jn 14,16; 15,26; 16,7; He 2,32ss). Así pues, en el acontecimiento de la resurrección, el Espíritu se presenta como vínculo entre Dios y el Cristo y entre el Resucitado y nosotros: él une al Padre con el Hijo, resucitándolo de entre los muertos, y a los hombres con el Resucitado, dándoles a vivir la vida nueva. El Espíritu no es ni el Padre ni el Hijo, pues aquel lo da y este lo recibe y lo vuelve a dar. El Espíritu es Alguien que, nunca separado de ellos, es distinto y autónomo en su acción, hasta el punto que Jesús pueda decir en el envío misionero a sus apóstoles: «[Bautizadlos] en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Por tanto, la resurrección es acontecimiento de la historia trinitaria de Dios. En él, la Trinidad se ofrece como unidad del Resucitante, del Resucitado y del Espíritu de resurrección y de vida: dado por el Padre y recibido por el Hijo, y dado por el Hijo y recibido por los hombres para vivir en comunión de vida con los Tres. «El acontecimiento pascual revela la unidad de la Trinidad, abierta a nosotros en el amor y, por tanto, es ofrecimiento de salvación en la participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Trinidad, historia trinitaria de Dios revelada en pascua, es historia de salvación, historia nuestra...» (B. Forte). 3. LA TRINIDAD Y EL MISTERIO PASCUAL. La Trinidad es el misterio central de la fe, estrechamente unido al misterio pascual. En la revelación definitiva, realizada en el Hijo encarnado, muerto y resucitado –acontecimiento pascual– se destaca que Dios como Padre, Hijo y Espíritu se ocupa del mundo para su salvación. El misterio y dogma de la Trinidad en su entraña más profunda porta el cuño soteriológico. Este es el misterio por excelencia de la fe cristiana. «El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los misterios de la fe, es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe» (CCE 234). Aunque siendo fieles también al Catecismo (CCE 638) y a la narración bíblica de la Trinidad, se puede decir más plenamente que el núcleo central de la fe y de la vida cristiana es el misterio pascual-trinitario, de donde recibe sentido toda la revelación. Tanto es así, que cuando la Iglesia celebra, desde los orígenes, su pascua semanal –el domingo– en la eucaristía, la anáfora o plegaria eucarística es una narración que entrelaza el relato del acontecimiento pascual y la alabanza e invocación trinitarias, como el corazón de la fe cristiana. El misterio pascual es el lugar siempre vivo de la entrega del amor trinitario a la humanidad.

4. PUNTO DE PARTIDA DE LA DOCTRINA TRINITARIA. Toda la riqueza simbólica de la revelación bíblica sobre estas tres realidades divinas personales: evangelio de la infancia, escenas del bautismo de Jesús, grandes textos de san Pablo2 y fundamentalmente la riqueza que contienen los textos sobre el acontecimiento pascual, constituye el punto de partida de la doctrina trinitaria en la comunidad primitiva y, por ello, debe ser también la base de nuestra comprensión del dogma de la Trinidad. En todo caso «la Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto... Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de creación y en su revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su ser como Trinidad santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo» (CCE 237).

II. El dogma de la Santísima Trinidad La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia. Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria, tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores. Esta fue la obra de los concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano. Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico. La mayor parte de estas nociones fueron extraídas de la filosofía griega. La Iglesia utiliza, por ejemplo, el término sustancia para designar el ser divino en su unidad; el término persona para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término relación para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros (cf CCE 262). Veamos, en líneas generales, los componentes fundamentales del dogma de la Santísima Trinidad: a) La Trinidad es una. La fe cristiana no confiesa tres dioses, sino un solo Dios en tres personas. Las personas divinas no se reparten o dividen la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios (cf CCE 253). En efecto, el Dios cristiano no es triteísta, sino que es un solo Dios constituido en su misma esencia de forma tripersonal, es decir, comunitaria. b) Las personas divinas son realmente distintas entre sí. Dios es único, pero no solitario. Dios es comunidad personal. Padre, Hijo y Espíritu Santo no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, facetas de su modo de ser, sino que son realmente distintos entre sí. Son distintos entre sí por su relación de origen. El Padre engendra, el Hijo es engendrado, el Espíritu Santo es quien procede (cf CCE 254). c) Las personas divinas son relativas unas a otras. En el seno de Dios hay distinción real de las personas entre sí, pero esto no divide la unidad divina, porque estas personas están relacionadas entre sí, se refieren mutuamente. El Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos. No existen entre ellos relaciones de oposición (cf CCE 255). Hay una dinámica relacional intratrinitaria, que se fundamenta en el amor. 1. EL PADRE. En el Antiguo Testamento, el título de padre se aplica rara vez a Dios, y en la literatura apocalíptica, como en los escritos de Qumrán no se emplea para nada. Una rara excepción la constituye también el Antiguo Testamento en esa manera de hablar que, sin duda, ha de ser el punto de partida para el nombre de Padre que se aplica a Dios en el Nuevo Testamento.

Al designar a Dios con el nombre de Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y, al mismo tiempo, bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. El Padre, en la mentalidad judeocristiana, significa autoridad, fundamento, principio y, al mismo tiempo, centro de amor. Padre, en el Nuevo Testamento, indica, además de autoridad y de centro, ternura. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf ls 66,13; Sal 131,2), que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura3. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son, en cierta manera, los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Eso indica que no es legítimo realizar una asociación directa entre el Padre en sentido teológico y la experiencia personal de la paternidad. Entre lo humano y lo divino hay siempre un abismo. Sin embargo, la idea del buen padre, del padre que perdona incondicionalmente al hijo y le acoge en su seno, es una imagen humana adecuada para acercarse analógicamente al misterio de Dios Padre. Conviene recordar siempre que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad humanas (cf Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf Ef 3,14; Is 49,15): nadie es padre como lo es Dios (cf CCE 239). El Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la da entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad y al Espíritu Santo, en el que los dos se unen. Así Jesús nos revela la identidad del Padre y de Dios, del misterio divino y del misterio trinitario. Cuando Cristo comienza con la palabra Padre la nueva oración que ha enseñado a sus discípulos a petición de estos (Lc 11,2-4), está creando el tratamiento básico con el que el cristiano ha de dirigirse a su Dios. En sus predicaciones, Jesús se refiere siempre explícitamente a Dios como Padre, cuando dice que «vuestro Padre sabe» (Mt 6,8.32; 23,9) lo que necesitáis y que «tu Padre» ve en lo oculto y te recompensará (Mt 6,4.18). 2. EL Hilo. El que aparece como segundo nombre en la fórmula bautismal, que en el desarrollo posterior se entiende, por tanto, como segunda persona en Dios, es el Hijo. Esa es la denominación y pronto también el nombre de quien en la historia humana aparece como Jesús de Nazaret (He 3,6; Jn 19,19). El Padre, el Hijo y Espíritu Santo subsisten eternamente en el amor. Sin embargo, Dios Padre, por amor a la humanidad creada, entrega a su único Hijo, el nuevo Adán, para redimir a la humanidad entera del pecado original. Jesucristo, que es la encarnación del Hijo eterno de Dios, nos revela la Trinidad divina por el único camino que nos es, si podemos decirlo así, accesible, al que Dios nos ha predestinado creándonos a su imagen: el camino de la dependencia filial. Como el Hijo delante de su Padre es el ejemplar perfecto de la criatura delante de Dios, nos revela en el Padre la figura perfecta del Dios que se da a conocer a la recta sabiduría que se reveló a Israel. El Dios de Jesucristo posee, con una plenitud y con una originalidad que el hombre no podría imaginar, los rasgos que revelaba de sí mismo en el Antiguo Testamento. Es para Jesús, como no lo es para ninguno de nosotros, el primero y el último, aquel de quien viene Cristo y al que retorna, el que todo lo explica y de quien todo desciende, cuya voluntad está llamado a cumplir libremente, pero la cumple, y que siempre basta.

Entre Padre e Hijo hay una íntima unidad. Jesús, siendo el Hijo único, estando en el Padre y poseyendo en sí al Padre (Jn 14,10-11), no puede decir una palabra, no puede hacer un gesto sin tornarse al Padre, sin recibir de él su impulso y orientar conforme a él toda su acción (Jn 5,19ss). Como no puede hacer nada sin mirar al Padre, no puede decir lo que él mismo es sin referirse al Padre (Mt 11,27). Como fuente de todo lo que hace y de todo lo que es, está la presencia y el amor de su Padre: ahí radica el secreto de su personalidad, de la gloria que irradia su rostro (2Cor 4,6) y caracteriza todos sus gestos. En Jesucristo, Dios mismo nos da la prueba decisiva, exenta de todo equívoco, de que el acontecimiento de que depende el destino del mundo, es un gesto de su amor. Al entregar Dios a la muerte a su «Hijo amado» (Mc 1,11; 12,6), nos demostró (Rom 5,8) que su actitud definitiva para con nosotros consiste en «amar al mundo» (Jn 3,16), y que con este gesto supremo e irrevocable nos ama con el amor que tiene a su Hijo único y nos hace capaces de amarle con el amor que le tiene su Hijo; nos hace don del amor que une al Padre y al Hijo, y que es el Espíritu Santo. 3. EL ESPÍRITU SANTO. El nombre tercero que aparece en la fórmula bautismal es el de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, se manifiesta en el encuentro entre el Padre y el Hijo. En el Espíritu oye Jesús al Padre decirle: «Tú eres mi Hijo» y recibe su gozo (Mc 1,11). El Hijo sólo puede unirse al Padre en el Espíritu, y no puede revelar al Padre sin revelar al mismo tiempo al Espíritu Santo. Esto es, el Espíritu Santo emerge del Padre y del Hijo, y constituye un elemento de comunicación entre ambas personas de la Trinidad. El Espíritu Santo no es solamente una fuerza, sino que es amor inteligente, vivo y unitivo. No solamente debe interpretarse como ímpetu vital, sino fundamentalmente como Aquel que desciende, purifica, irrumpe, mueve, habla en el interior del hombre. Es persona en la medida en que es en sí mismo comunicativo y amante. Jesucristo, revelando que el Espíritu es una persona divina, por el mismo hecho revela también que «Dios es espíritu» (Jn 4,24) y lo que esto significa. Si el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu, no se unen para gozar el uno del otro en la posesión, sino en el don, y producen un don. En efecto, la relación de Padre e Hijo en el Espíritu no es una relación cerrada en sí misma, esto es, hermética, sino que es una relación que produce un don, es decir, una relación difusiva de amor en sí misma. Pero si el Espíritu, que es don, sella así la unión del Padre y del Hijo, esto indica que en su esencia es don de ambos, es decir, que su esencia común consiste en darse, en existir en el otro. Esto significa que la esencia de Espíritu Santo es, precisamente, heterocéntrica, esto es, que por definición es un don, un regalo para el otro, algo que de por sí es comunicativo, de forma gratuita. Este poder de vida, de comunión y de libertad es el Espíritu Santo. «Dios es espíritu» quiere decir que es a la vez omnipotente y omnidisponible, que al tomar posesión de sus criaturas las hace existir en toda su originalidad. En efecto, el Espíritu Santo no debe interpretarse como una especie de fuerza ciega o destino que aplasta la persona que lo recibe como don, sino que más bien se trata de una fuerza de comunión, de liberación, de perfección de la persona a través de la entrega generosa al prójimo. El Espíritu Santo en la medida en que es espíritu de algo muy distinto de la materia –puesto que escapa a todas las barreras, a todos los retraimientos—, es, eternamente y en cada instante, fuerza nueva e intacta de vida y de comunión. 4. TRINIDAD: ALTERIDAD Y COMUNIÓN. El Dios cristiano es un Dios uno y trino. Esta afirmación dogmática tiene unas implicaciones antropológicas y comunitarias de gran alcance. El Dios cristiano no es un Dios monolítico, un Dios impersonal, sino más bien lo contrario, es un Dios

tripersonal. Eso significa que Dios en su misma esencia es alteridad, es interrelación, es pluralidad de personas. Dios no es, pura y crasamente, relación, puesto que Dios es subsistencia tripersonal, pero esta subsistencia eterna es por definición relacional, esto es, se orienta desde su raíz al otro. Hay una relación de alteridad en la misma esencia de Dios y esta relación sólo puede ser de amorcontemplación, esto es, de caridad, puesto que Dios es amor (1Jn 4,8). Por lo tanto, esta alteridad en el seno de Dios no está enfrentada entre sí, sino unida por el amor. Dios Padre está eternamente unido al Hijo y al Espíritu Santo. Si en Dios hay alteridad y esta relación de alteridad es fundamentalmente amorosa, entonces, Dios es en sí mismo comunión en el sentido más noble del término. En definitiva, Dios, que es la plenitud infinita, es por ello comunión intensa y plena entre personas. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado, por naturaleza, a vivir en plenitud. Es una imagen que busca la fuente de su ser. La felicidad última del hombre, tal y como santo Tomás pone de manifiesto en la Summa contra gentiles, no consiste en ningún bien particular, sino que trasciende el orden creado4. El hombre está llamado, por definición, a participar de la plenitud tripersonal de Dios. Por eso decía con razón Pascal que el hombre es un ser que se supera a sí mismo infinitamente, puesto que siempre está en camino hacia la plenitud infinita. Su vocación existencial no se limita al ámbito mundano, sino que se orienta hacia lo trascendente. La plenitud absoluta del hombre es la unión intelectual y cordial, esto es, contemplativa, con Dios; y esa plenitud es alteridad y comunión. El fin último del hombre, su felicidad, reside en la relación de alteridad y en la comunión con el prójimo. No hay plenitud al margen del amor, no hay plenitud al margen de la comunidad interpersonal. La plenitud no reside, como en el Dios de Aristóteles y posteriormente en los estoicos, en la anarquía, esto es, en la apatía y autosuficiencia, sino en la comunión, en la salida de uno mismo, en la interrelación y en el don que se desprende de este amor. En cuanto imagen de Dios, el fin último del hombre consiste en acercarse a esa fuente de Amor que es el Dios uno y trino, absolutamente perfecto y armónico en la comunión tripersonal del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este acercamiento sólo es posible en el seno de la comunidad humana y con la ayuda del Espíritu Santo, que fortalece al hombre interior en su camino de liberación y le hace partícipe de la plenitud infinita del Dios vivo.

III. Principios teológicos para la catequesis 1. TRINIDAD Y FE CRISTIANA. Durante toda su historia, la comunidad eclesial se ha visto obligada a grandes esfuerzos para mantener firme la confesión de fe en un solo Dios en tres Personas. Falsas comprensiones la obligaron a un larguísimo proceso de conceptualización dogmática que asegurara la fe ortodoxa, aun a costa de la viveza y proximidad existencial del lenguaje kerigmático de la primera predicación. Sin embargo, tampoco en los períodos de más tranquilidad doctrinal ha sido fácil acercar la Trinidad a la vida real y a la fe de los creyentes. Y aún hoy se hace difícil afirmar que los creyentes viven su vida cristiana, personal y comunitaria, como intrínsecamente determinada por una relación con este Dios que se nos ha manifestado uno en tres personas5. Fruto de una rica reflexión teológica que iniciara Rahner, los documentos del Vaticano II y el texto del Catecismo de la Iglesia católica están concebidos y formulados según una estructura fundamental eminentemente trinitaria. Ninguna de sus formulaciones dogmáticas o doctrinales podrán ser entendidas correctamente sin ser referidas plenamente a este Dios que la fe cristiana confiesa Uno y Trino, y que se acerca al hombre para salvarlo: «Quiso Dios, con su bondad y

sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,19); por Cristo, Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,4)» (DV 2). 2. TRINIDAD, MISTERIO DE SALVACIÓN. El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 252) nos habla de la Trinidad como de «misterio estricto», haciendo hincapié en la incapacidad absoluta del hombre para comprender a Dios. Pero cabe recordar que la Trinidad no es únicamente un misterio estricto, sino, y por encima de todo, un misterio de salvación. En la historia concreta de la salvación, Dios se acerca de tal manera al hombre que, permaneciendo en el misterio e incomprensibilidad, le acompaña y conduce a la salvación definitiva. Por ello, la Trinidad no es un enigma ni un secreto arcano reservados al conocimiento gnóstico. Tampoco es una especulación conceptual sobre el modo de relación y distinción de las personas en la Trinidad. La Trinidad es la forma como Dios salvador se ha acercado realmente al hombre. En Jesús de Nazaret Dios se acerca a la historia con toda la profundidad infinita de su Ser absoluto y, por ello, inabarcable para al hombre (CCE 237). Este no puede ver a Dios y seguir viviendo (Ex 33,20). Dios, misterio absoluto en sí mismo, se autocomunica de forma definitiva en la historia de Jesús de Nazaret (He 1,lss.), y dentro de esta historia, de forma particular, en el misterio pascual. Por ello, la historia de Jesús es la historia de la automanifestación de Dios al hombre, a quien se acerca para establecer relaciones de carácter personal salvífico con él. Toda la historia de Jesús se encuentra determinada por la tensión que media entre su relación de procedencia y vinculación respecto al Padre, y de intimidad y transformación de la historia por obra del Espíritu. Para Jesús «el Padre es el arraigo y horizonte. El Espíritu Santo, intimidad e impulso certero» 6. 3. HISTORIA DE JESÚS, PEDAGOGÍA DE DIOS. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el Padre ha enviado al Hijo para que, con el impulso del Espíritu Santo, pueda atraer a los hombres hacia sí. A partir de Jesús, las funciones del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se nos presentan claramente diferenciadas: «El envío del Hijo no se identifica de ningún modo con el del Espíritu. Y la función del Padre se distingue, por su parte, de ambos envíos»7. Esta diferenciación divina manifestada en la historia de Jesús, es «la fuente y perspectiva normativa de toda catequesis trinitaria»8, y por ello, de toda catequesis cristiana sobre Dios. La teología, a partir de K. Rahner, distingue entre la Trinidad considerada en sí misma (Trinidad inmanente) y la Trinidad tal como se ha manifestado en Jesús (Trinidad económica)9. Esta es la que se ha revelado directamente al hombre, y por ella, este puede atisbar la realidad misteriosa de aquella. a) Según los evangelios Jesús se dirige a Dios invocándole como «Padre», «mi Padre» o simplemente «el Padre». Jesús se siente enviado por él, y toda su vida consiste «en hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34; cf Jn 8,29; 12,49-50; 14,10; 17,8). De él ha recibido la misión de instaurar el Reino. A él vuelve al final de sus días: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y desde el Padre envía a los suyos «un defensor que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16), «una fuerza que viene de lo alto» (Lc 24,49), capaz de transformar con la vida de Dios la creación entera y devolverla toda ella al dominio plenificador de Dios, de tal manera que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). La historia de Jesús es toda ella una invitación a vivir de este impulso y fuente de amor potenciador que es Dios Padre. Igualmente Jesús enseña a sus discípulos a invocar a Dios como Padre (Mt 6,9; Lc 11,1-13). En sus parábolas, Dios aparece como Padre lleno de ternura e ilusión per-donadora para con el hijo que vuelve a casa después de haber roto con el padre (Lc 15,1lss.), siempre solícito por el hombre que sólo en su compañía encuentra la vida y la plenitud (Lc 15,310), que protege y acoge a la pobre viuda (Lc 18,1ss.), que se apiada y transforma un corazón

arrepentido: Zaqueo (Lc 19,1-10), la samaritana (Jn 4,1-42), María Magdalena (Lc 7,36-50), que tiene el cuidado de toda la creación (Mt 6,25-34; Lc 12,22-34). Así, la referencia a Dios Padre nos presentará al Dios de la autocomunicación como amor y dador de vida, como aquel «de quien todo viene y para el que existimos»10. En Jesús, Dios Padre aparece como fuente y origen de donde proviene toda vida y salvación en su plenitud inagotable e infinita. b) A la paternidad de Dios corresponde la filiación del Hijo. En Jesús esta filiación obtuvo una realización histórica perfecta: su fidelidad a la «condición de Hijo» le llevó a ser «obediente hasta la muerte» (Flp 2,8), sin que el Padre lo abandonase a la muerte. La fidelidad del Hijo es correspondida por la del Padre: si la obediencia le llevó a los horrores de la muerte, el poder amoroso del Padre le llevó a la gloria de la resurrección. Es elocuente el discurso de Pedr o el día de pentecostés: «Israelitas, escuchadme: Dios acreditó ante vosotros a Jesús el nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él. Conforme al plan proyectado y previsto por Dios, os lo entregaron, y vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él» (He 2,22-24). Dios se autocomunica actuando la salvación de Jesús. Así, en Cristo resucitado se manifiesta, con toda su grandeza, el poder y amplitud de la salvación que Dios despliega sobre la historia de su Hijo y, a través de él, sobre la historia de todos los hombres. c) Para un cristiano la historia de Jesús no acaba con su muerte y resurrección. A la resurrección le sigue pentecostés. Con la ascensión, Cristo «no nos deja abandonados» sino que vuelve a nosotros (Jn 14,18). Desde el Padre envía al mundo el Espíritu «defensor que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16); él «os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13), él «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26; cf CCE 244). El es también quien nos transforma en hijos de Dios y nos mueve a invocar a Dios como Padre (Rom 8,15; Gál 4,6; cf CCE 2780). Él es quien en la celebración litúrgica transforma los dones terrenales y materiales ofrecidos al Padre, por la intercesión del Hijo, en auténticos dones espirituales salvadores de nuestras vidas. La confesión del Espíritu es también una confesión de la realidad histórica de la transformación del corazón humano y de la realidad toda (Rom 15,18), que avanzan, por el influjo renovador del Espíritu Santo, hacia la plenitud de la autocomunicación divina. De esta forma el Espíritu convierte la historia humana en incoación del Reino. El es fuerza e impulso transformador, dinamismo que hace avanzar el proceso histórico según la dinámica salvadora inaugurada por el anuncio de la buena noticia predicada y practicada por Jesús. 4. CATEQUESIS TRINITARIA Y EXISTENCIA CRISTIANA. La historia de Jesús nos muestra el proceso salvador de Dios para con los hombres. Este proceso empieza en el Padre, se inicia por la encarnación del Hijo y se realiza en la historia y avanza hacia la consumación final gracias al impulso renovador del Espíritu Santo (cf LG 1-4). Por eso, «toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres apartados del pecado y se une con ellos» (CCE 234). La acogida de este Dios, que es Uno y Trino, ha encontrado su plasmación en la determinación y configuración trinitaria de toda la vida cristiana, tanto a nivel individual como a nivel comunitario. Una catequesis trinitaria debería dar una importancia fundamental al hacer tomar conciencia de hasta qué punto la vida del cristiano está marcada por la dimensión trinitaria. Y ello en sus tres dimensiones fundamentales.

a) El símbolo y la confesión de fe. La comunidad cristiana se congrega por la confesión de fe en un Dios Trino. El símbolo de la fe, nacido de la liturgia bautismal y convertido pronto en formulación dogmática, pasa rápidamente a convertirse en el texto básico de la iniciación cristiana. Su estructura trinitaria nos relata cómo Dios Padre, creador de todas la cosas, resucitó a su Hijo por la fuerza del Espíritu Santo. Este Espíritu continúa congregando y transformando la comunidad. Así esta se convierte en testimonio de la actuación de Dios en Jesús, y del designio divino de hacer esta actuación extensible a toda la humanidad. Por su entroncamiento en la Trinidad, la Iglesia se convierte en signo de la vida trinitaria entre los hombres. De ahí le viene su dignidad y naturaleza sacramental, que la convierte en «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; GS 42). b) La liturgia y la celebración sacramental. En toda celebración los cristianos dan gracias a Dios por medio del Hijo con la intercesión del Espíritu Santo. El Vaticano II lo ha formulado expresamente en relación con la eucaristía, expresión máxima de la celebración litúrgica: «Y dando gracias al mismo tiempo a Dios "por el don inefable" (2Cor 9,15) en Cristo Jesús, "para alabar su gloria" (Ef 1,12) por la fuerza del Espíritu Santo» (SC 6). Como ejemplos se pueden citar entre otros muchos: 1) Al final de la Plegaria eucarística de la misa: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén». 2) Cuando el cristiano se persigna, estampa sobre las aspas de la cruz el nombre del Dios a quien invoca: Padre, Hijo y Espíritu Santo. 3) En el bautismo se realiza una triple inmersión o perfusión, acompañada de las palabras: «Yo te bautizo "en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19)». Lo mismo puede decirse de las demás fórmulas sacramentales. c) La vida diaria de los creyentes. De forma análoga se concibe la vida del cristiano. Esta es seguimiento del Hijo enviado por el Padre bajo el impulso del Espíritu Santo (Rom 8,18-30). El Hijo hace presente al Padre entre los hombres: «[Felipe,] el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera ma nifestar» (Lc 10,22; Mt 11,27). Los hombres, escuchando la llamada del Hijo, avanzan hacia el Padre movidos por el Espíritu Santo (Jn 14,6-7). El Padre nos envía su Espíritu para que tengamos los mismos sentimientos que Jesús (cf Flp 2,5).

IV. Consideraciones antropológicas 1. EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIos. La afirmación trinitaria de Dios llevó a muchos santos Padres (Orígenes, Agustín) a preguntarse por las huellas trinitarias (vestigia trinitatis) en el hombre. Según estos santos doctores, el hombre, creado «a imagen y semejanza» de Dios (Gén 1,26), debe poseer rasgos característicos y específicos que reflejen la imagen del Creador. Desde esta perspectiva «el misterio de la Trinidad nos abre a la posibilidad de aprehender mejor la constitución última de lo real»11. Por otra parte, la antropología nos muestra al hombre como el único ser de la creación que está marcado esencialmente por un intenso dinamismo social y constituido existencialmente como un ser para la comunicación. La realización humana depende esencialmente de la clase de relaciones que es capaz de establecer con sus semejantes y de la receptividad que es capaz de mostrar para con los impulsos que le llegan de los humanos con quienes convive. Relación y comunicación constituyen el ser del hombre. El hombre es el ser que llega a la propia identidad en la medida en que integra y desarrolla esta constitución relacional esencial. Necesita de los demás para poder ser él mismo. Ahí radica también su grandeza y la riqueza de su vida. Vive humanamente en la medida en que es capaz de

vivir más que de sí mismo. El hombre vive humanamente cuando sabe vivir de aquello que le dan los otros hombres, y en la medida en que sabe darles o darse a ellos. En este sentido podemos hablar de una dimensión de reciprocidad relacional que aparece como constitutiva del ser humano. El hombre vive del amor y vive para el amor. Estas son huellas trinitarias. En este sentido, esta importancia social del hombre, es decir, su inclinación a la comunión y a la sociedad, se puede convertir, en la catequesis, en un acceso, en una aproximación, concreta y enraizada en la vida, hacia el misterio trinitario y esto en un doble sentido: en cuanto ayuda que clarifica el misterio de comunión de la Trinidad inmanente y en cuanto ordenamiento interno o llamada radical de la humanidad a la fraternidad, como efecto de la Trinidad económico-salvífica. En todo caso, sólo la revelación explícita de Dios como Trinidad manifestará a Dios como la realización plena y total de amor y comunicación: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo están unidos por los lazos de una comunión total. Más todavía: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo constituidos como comunión y realización de amor plenos. Es decir, esta misma plenitud e infinitud de comunión y amor es ya Dios en sí mismo; Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. 2. FACTORES PSICOLÓGICOS Y CULTURALES. Parece existir una cierta dificultad psicológicoreligiosa para interiorizar la imagen de un Dios trinitario, conocido por la revelación. Las investigaciones psicológico-religiosas sobre adultos, jóvenes y niños advierten una sintonía espontánea entre los hombres y el concepto de Dios de tipo creativo-natural (teístas atrinitarios). Esta sintonía no se da respecto del concepto de Dios de tipo cristiano (teístas trinitarios). Ello se debe a que los hombres, en todas las etapas de su vida, tienen acceso más espontáneo a un Dios creador de índole más primaria, más cosmológica, más ético-trascendental12, que a un Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, perdonador y reconciliador. Esta dificultad natural queda doblemente reforzada por el ambiente cultural y religioso actual. Por una parte, la afirmación creyente responsable se produce en un ambiente de diálogo con la increencia. Los interrogantes que esta impone a la fe llevan fácilmente a la afirmación simétrica creyente de Dios. Contrapuesto a su negación, este aparece primariamente como principio y fin, sentido y fundamento último de la realidad. Pero la revelación del Dios cristiano exige ir más allá de una afirmación general de Dios. Por otra parte, la presencia de otras manifestaciones religiosas en nuestra cultura —islamismo y las grandes religiones orientales— nos retienen en unas consideraciones que de ninguna manera llevan ya a la afirmación de un Dios Trinidad. Un falso respeto a las reglas del diálogo interreligioso pueden llevar fácilmente al silenciamiento de la especificidad del Dios cristiano. Aunque estas dificultades no sean fácilmente obviables, nunca deben llevar a fáciles reduccionismos. También los hombres, en todas las etapas de su vida, están fundamentalmente abiertos al misterio de la Trinidad, siempre que se interprete verdaderamente como «misterio de salvación» (cf B. Gromm-J. R. Guerrero). La revelación cristiana, tal como la encontramos en Cristo Jesús, nos exige una plena afirmación trinitaria de Dios. Por eso pueden Grom y Guerrero insistir en la necesidad de una catequesis plenamente trinitaria: «Por todo ello la catequesis tiene que intentar pronto y continuamente, de un modo intenso, presentar la realidad salvífica (la salvación cristiana) como autocomunicación trinitaria, preocupándose, ante todo, de establecer una vinculación íntima entre la doctrina de la creación basada en la experiencia y el mensaje salvífico trinitario con base en la revelación»13.

V. Orientaciones para una catequesis trinitaria

Exponemos algunas orientaciones y puntos básicos para la práctica de la catequesis trinitaria, poniendo especial atención en algunas de las particularidades fundamentales que, según la psicología evolutiva, caracterizan las distintas etapas del desarrollo de la persona humana 14. 1. LA «TRINIDAD INMANENTE» Y LA «TRINIDAD ECONÓMICO-SALVÍFICA». Antes de adentrarnos en las pistas prácticas para la catequesis trinitaria, destacamos una orientación general específica de la pedagogía de Dios. En efecto, dentro de esas constantes de Dios en su revelación, que constituyen la pedagogía divina, sobresale la de «pasar de lo visible a lo invisible mediante signos y acciones simbólicas». a) Los evangelistas presentan a Jesús hablándonos de las obras de su Padre y de su Espíritu: el Padre ama a los discípulos, los comprende y perdona, recibe la oración de Jesús... El Espíritu Santo ilumina y acompaña a Jesús, los discípulos reciben al Espíritu, les dará fuerza y estará con ellos en la predicación, etc. A su vez, Jesús asegura que es Hijo de Dios, que el Padre siempre está con él, que su madre es María de Nazaret... Jesús revela que el Padre, el Espíritu y él, el Hijo hecho hombre, intervienen para liberar a las personas de sus enfermedades, dolores... y salvarles de sus malas acciones, odios, injusticias... Es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu aparecen como un Dios que busca restablecer la dignidad de las personas e introducirlas en el reino de Dios. Esta es la Trinidad salvífica, la que ha salido de sí y se ha revelado a los hombres por medio de Jesús, actuando en favor de ellos con obras y palabras. La catequesis de hoy seguirá esta pedagogía de Jesús: comunicará a los demás, antes que nada, a esta Trinidad salvífica que se ha dado a conocer por sus obras y palabras y ha manifestado su plan de salvación para los hombres, deteriorados material y espiritualmente, que ansían liberarse y salvarse de esta tiranía. b) Sólo después de esta Trinidad salvífica, la catequesis revelará a las gentes, sencillas y cultas, cómo es Dios en su interior, la Trinidad inmanente: cómo es cada persona divina, sus relaciones, cómo viven, qué relación tienen con la creación, etc. Así lo hicieron especialmente san Juan y san Pablo y los demás escritos apostólicos, siguiendo la pedagogía divina de Jesús. La catequesis encuentra facilidad para llevar esta pedagogía divina cuando los teólogos –como en nuestro caso— elaboran primero una teología de la Trinidad, narrativa y ascendente, dejando para un segundo momento la teología de la Trinidad inmanente. 2. DESCENDIENDO A LA PEDAGOGÍA POR EDADES. a) Se puede hablar de un despertar religioso del niño a partir de los 4-5 años. En esta edad el niño es ya capaz de experimentar una apertura religiosa y una primera conciencia moral de fraternidad y filiación. A través de sus relaciones con los padres, amigos y compañeros, empieza a experimentar y a descubrir la convivencia, la relación de fraternidad y de filiación, la dependencia. Estos descubrimientos pueden ser los puntos de partida para una primera iniciación en el misterio de Dios, que no es únicamente uno, sino comunidad y relación mutuas. Evitando toda conceptualización, totalmente inasimilable en esta edad, la catequesis se esforzará por elevar estas vivencias infantiles naturales a vivencias y expresiones de fe, mediante la oración y las celebraciones en familia, y también en pequeños grupos parroquiales, orientadas al Padre, a Jesús, su Hijo y nuestro hermano, y al Espíritu Santo, que nos une en la familia de los Tres. Así el niño va vivenciando en su fe al Dios-comunidad. Jesús será presentado no como niño, sino como hombre ya adulto y maduro, que ha mantenido una relación del todo particular con Dios Padre y ha establecido un nuevo tipo de relaciones entre sus conciudadanos. El nos ha hablado como nadie de Dios, su Padre y nuestro Padre, y de su Espíritu entrañable, que también es nuestro. Por eso lo escuchamos. Una atención desmesurada e inoportuna (fuera del tiempo de la Navidad) al niño Jesús puede llevar a fijaciones infantiles perniciosas para un desarrollo integrador de la fe cristiana.

b) El período que representa el paso de la infancia a la pubertad (6-12 años) viene caracterizado por la ampliación del ámbito vital. Su inicio suele coincidir con la escolarización. La entrada en la escuela conlleva a la par la entrada en un mundo nuevo de relaciones sociales (compañerismo, amistad, equipo, colaboración, competencia, fracaso, castigo...) e intelectuales (aprendizaje, descubrimiento del mundo...). Religiosamente el niño se muestra capaz de captar la trascendencia de Dios, que se le aparece como soberano y todopoderoso. No es raro que asocie rápidamente esta imagen de Dios con la experiencia del antagonismo entre el bien y el mal, cosa que puede llevarle a ver a Dios como el juez terrible, cuyo encuentro fácilmente intentará evitar. Por ello la catequesis pondrá especial relieve en presentar a Dios como Padre bondadoso y misericordioso. En este sentido podrán ser de gran ayuda muchas de las parábolas evangélicas. De este Dios todopoderoso y todobondadoso nos ha hablado Jesús. Si de hecho el niño en esta época tiene muchas dificultades en compaginar la humanidad y la divinidad de Jesucristo, la catequesis se esforzará en resaltar la relación de intimidad y proximidad que Jesús mantiene, especialmente en sus tiempos de oración, con Dios, a quien trata siempre como verdadero Padre. A esta relación de intimidad y relación filial invita también a todos los hombres. Metodológicamente será positivo fomentar en estos niños la admiración por Jesús, en lo que hace y en lo que dice. Jesús habla con convicción y con cariño de su Padre y de su Espíritu Santo, hace lo que agrada a su Padre y sigue el impulso de su Espíritu. c) El período de la adolescencia y juventud (12-20 años). Esta etapa vital viene marcada por la experiencia de padre-madre que hacen, sobre todo, los adolescentes. A nivel religioso se da una tendencia general en proyectar esta experiencia vital en la imagen de Dios. Dado que la catequesis cristiana nunca podrá prescindir de presentar a Dios como Padre, se le exige una atención especial para corregir las deficiencias de esta experiencia vital. Una vivencia equilibrada de la paternidad podrá evitar entenderla ya sea como tiranía, ya sea como complacencia y bonachería. La trasposición de una experiencia desequilibrada de paternidad a la idea de Dios puede provocar fácilmente una fijación infantilizante de las relaciones del adolescente con Dios, que serán totalmente desechadas paralelamente a la superación de esta etapa vital y, juntamente con ellas, también toda relación con Dios. Al aplicar a Dios la categoría de padre, habrá que acompañarla de otras expresiones como origen de todo amor, principio de toda vida, fundamento sustentador de toda la realidad..., que ayudarán a ampliar el campo semántico al aplicarlo a Dios y también contribuirán a poner de relieve el sentido analógico del término cristiano padre con que designamos a Dios. Pero sobre todo, se hablará de la paternidad de Dios según nos ha sido manifestada en la historia de Jesús de Nazaret. No se trata de formular la idea de Dios Padre a partir de la experiencia del padre terrenal, sino a partir del mensaje cristiano que nos habla de Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre, que siente ternura por nosotros, que nos acoge y perdona, etc. Por otra parte, mientras al comienzo de esta etapa el adolescente tiende a representarse esta trascendencia de Dios bajo una forma más objetivizada como amoroso, salvador, señor y padre, en la última fase tiende a representárselo de una forma subjetivada bajo conceptos como amor, oración, confianza-diálogo, duda-abandono. Esta evolución ofrece una doble oportunidad para la catequesis. Así la primera fase ofrece una disponibilidad particular para la captación mediadora objetiva de Cristo. La segunda fase, en cambio, puede ofrecer una virtualidad especial para descubrir y presentar la eficacia transformadora de la existencia, atribuida al «Espíritu Santo derramado en nuestros corazones» (2Cor 1,12; Gál 4,6).

Como tercera característica de esta edad está la búsqueda de la propia identidad. El adolescentejoven necesita «identificarse con un ser clave para encontrarse y hacerse a sí mismo» 15. Desde esta perspectiva se puede hacer una presentación de la persona de Jesús como posible ideal de identificación. De esta forma, Jesús aparece como ideal de apertura e intimidad con Dios, ante cuya presencia el mismo Jesús, bajo la acción del Espíritu Santo, afianza su ser para los demás. El ideal de vida divina que intenta plasmar el cristianismo en este mundo, aparecerá bajo el aspecto de filiación cara al Padre y de fraternidad en relación con los demás hombres bajo el impulso del Espíritu Santo. «Identificado con este Jesús, el adolescente-joven se puede abrir realmente a Dios Padre y a los hermanos desde el corazón mismo del proceso de autobúsqueda juvenil» 16, impulsado por el Espíritu. d) Refiriéndonos a la edad adulta, cabe partir de las características dialógicas y comunitarias que constituyen el verdadero ser del hombre. Por la revelación, Dios se autocomunica al hombre. Y se comunica no como Ser lejano que rige los destinos de los hombres, sino como el Dios que actúa su designio de amor profundo en la persona de Jesús de Nazaret, que infunde a toda la creación el soplo de su Espíritu renovador y que es principio de comunión y amor. Este Dios, que se manifiesta así, es también así en su realidad más profunda, es un Dios comunidad de amor y de relación. Bajo esta óptica, las personas adultas pueden sentir la seducción de aceptar la plenitud de este Amor y Bondad supremos, que puede colmar su aspiración humana más profunda de comunicación y relación, estableciendo entre los hombres un nuevo ser: ser para vivir y promover la apertura y la sencillez, ser para vivir y promover el amor y el servicio, ser para vivir y promover la auténtica comunión. Por la aceptación existencial y personal de este Dios trinitario, la humanidad entera puede convertirse en el auténtico testimonio histórico —y a la vez simbólico— de esta manera de ser Dios. Manera de ser de Dios que, en cuanto divina, es plena y absoluta relación de comunión y donación mutuas en sí mismo y que, inserta como está en la historia humana, puede convertirse en el desencadenante más eficaz del reino de Dios. ¿No es ya la Iglesia —con todas sus imperfecciones— ese testimonio histórico de la manera de ser de Dios y, por tanto, desencadenante del reino de Dios en este mundo? Por eso es «en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), «sacramento universal de salvación» (LG 48).

Conclusión De esta forma, Dios, que en Jesús de Nazaret se ha manifestado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, trinitario, aparece como aquel que quiere y puede llevar al hombre —a todo el hombre— a la plenitud de vida y comunicación que es él mismo en su realidad más profunda. La participación filial de esta realidad divina lleva al hombre a aquella plenitud de relación y amor que únicamen te le puede ser dada como don supremo de Aquel que es en sí mismo plenitud de relación y amor, y que constituye en su esencia más profunda una perfecta comunión de personas divinas: Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es «la más perfecta comunidad»17. De esta forma, «el misterio de la Trinidad no sólo no es irrelevante para la vida de los cristianos, sino que es un misterio de salvación donde se plasma la autocomunicación de Dios en Cristo Jesús y la donación de la fuerza de su Espíritu»18. NOTAS: 1. Para cuanto sigue, véase B. FORTE, Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, Sígueme, Salamanca 1988, 15-65 y 93-156. A su vez B. Forte se inspira en la propuesta narrativa del misterio pascual, de H. U. VON BALTASAR, Mysterium 2 paschale, en J. FEINER Y OTROS, Mysterium salutis III, Cristiandad, Madrid 1971 , 143-355. — 2. J. M. RoVIRA BELLOSO, Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1372-1377. — 3. Cf JUAN PABLO II, Locución del Ángelus, 10.9.1978, L'Osservatore Romano (12.9.1978). — 4. Cf Summa contra gentiles, LIII, c. 27. — 5. K. Rahner, cuya reflexión teológica significó un impulso decisivo a la teología trinitaria,

podía constatar que la Trinidad tenía muy poca incidencia en la vida de los cristianos. Según él «los cristianos, a pesar de su profesión ortodoxa de la Trinidad son, en la realización de su existencia religiosa, casi exclusivamente monoteístas. Podríam os atrevernos a afirmar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografía religiosa podría permanecer tal como está» (Advertencias sobre el tratado dogmático «De Trinitate», en Escritos de teología IV, Madrid 1962, 107. – 6. J. M. RoVIRA BELLOSO, Tratado de Dios uno y Trino, San Pablo, Madrid 1994, 387. – 7. B. GROMMJ. R. GUERRERO, El anuncio del Dios cristiano. Análisis y consecuencias para la educación de la fe, Secretariado trinitario, Salamanca 9 10 1979, 31. — 8. Ib, 57. — K. RANNER, o.c., 107ss. – B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 73. – 11. R. PANIKKAR, La trinidad y la 12 13 14 experiencia religiosa, Obelisco, Barcelona 1989, 25. – B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 125. — Ib, 125-126. — Para esta exposición vamos a seguir las pautas marcadas por B. Gromm y J. R. Guerrero en su obra ya citada. Esta misma fuente ha usado V. Pedrosa para la elaboración de la última parte de su artículo Catequesis trinitaria, en X. PIKAZA- N. SILANES, o.c., 224-244. – 16 17 15. B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 141. — V. PEDROSA, a.c., 240. — L. BOFF, La Santísima Trinidad es la mejor comunidad, 2 San Pablo, Madrid 1990 . — 18. J. R. GUERRERO, El misterio de la Trinidad en la catequesis de nuestros días, en N. SILANES (ed.), La Trinidad en la catequesis, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978, 285-356. BIBL.: Además de la ya consignada en las notas: ARIAS REYERO M., El Dios de nuestra fe. Dios uno y Trino, Celam, Bogotá 1991; AUER J., Dios uno y Trino II, Herder, Barcelona 1982; BALTHASAR H. U. VON, Teodramática III, Encuentro, Madrid 1993; BOFE L., 2 La Trinidad, la sociedad y la liberación, San Pablo, Madrid 1987 ; CONGAR Y., El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983; DANIÉLOU J., La Trinidad y el misterio de la existencia, San Pablo, Madrid 1970; JÜNGEL E., Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984; LACUEVA F., Un Dios en tres personas, Clie, Tarrasa 1978; MUÑoz R., Dios de los cristianos, San Pablo, Madrid 1986; PANNENBERG W., Teología sistemática 1, UNIV. PONT. COMILLAS, Madrid 1992; PIKAZA X., Trinidad y comunidad cristiana, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990; Trinidad, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1189-1197; RAHNER K., El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en FEINER J. Y OTROS, Mysterium salutis 11-1, Cristiandad, Madrid 1969, 359-449; Theos en el Nuevo Testamento, en Escritos de teología 1, Taurus, Madrid 1963, 93-168; SCHEFFCZYK L., Dios uno y trino, Fax, Madrid 1973; TORRES QUEIRUGA A., Creo en Dios Padre, Sal Terrae, Santander 1986; VIVES J., Si sentiu la seva veu... Exploració cristiana del misteri de Déu, Montserrat, Barcelona 1988; WAINWRIGHT A., La Trinidad en el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1976.

Francesc Torralba Roselló y Josep Castanyé Subirana

VALORES MORALES GENUINOS

SUMARIO: 1. El problema de los valores. II. Existencia y significado de los valores. III. El problema del criterio. IV. Los valores morales y la religión. V. El cristianismo y los valores morales.

I. El problema de los valores Tratar de los valores morales exigiría, ante todo, preguntarse en qué consiste el valor en sí mismo. Problema complejo y polémico, si los hay, como indican las siguientes palabras de la excelente voz Valor, del Diccionario filosófico de J. Ferrater Mora: «Se han adoptado numerosos puntos de vista: los valores son irreducibles a otras formas, o modos, de realidad; son cualidades especiales; son productos de valoraciones humanas y, por tanto, relativos; subsisten de algún modo independientemente de las valoraciones y hacen estas posibles o, cuando menos, permiten que ciertos juicios sean llamados juicios de valor; son, o están relacionados con normas, o con imperativos; son independientes de normas o de imperativos; forman una jerarquía; no forman ninguna jerarquía, etc. La cuestión acerca de la naturaleza de los valores o, en todo caso, de las valoraciones y juicios de valor, y el carácter relativo o absoluto de los valores o de las valoraciones o juicios de valor han sido los dos temas más abundantemente tratados». Por lo demás, el momento cultural que vivimos es muy sensible a este pluralismo de visiones; existe incluso una clara tendencia al relativismo: los valores valdrían según cómo, según cuándo y para quién, según el tiempo o la cultura... En concreto, el relativismo moral está muy extendido, y proponer hoy valores normativos de cualquier tipo resulta de ordinario sospechoso.

Sin embargo, no todo es negativo en este clima, ni mucho menos: propicia la tolerancia y remite a la individual e intransferible responsabilidad de cada persona. Por otro lado, como muy bien ha analizado Charles Taylor, ese ambiente está cruzado y determinado por la firme asunción implícita de fuertes valores morales –en buena medida llegados de la tradición cristiana–, que gobiernan la conducta mucho más de lo que aparentan las teorías: piénsese en la conciencia de la igualdad, en la necesidad de justicia para todos, en la solidaridad social...1. Con todo, los costos pueden ser graves, incluso porque el relativismo, justo por negar la legitimidad de criterios objetivamente válidos, lleva fácilmente a su polo contrario: al absolutismo o totalitarismo; porque sin criterios objetivos, en efecto, el racista que se dedica a apalear inmigrantes tiene el mismo derecho a su opinión que el que se dedica a protegerlos, y Hitler para exterminar judíos tendría el mismo que Gandhi para defender a los parias. Como no cabe entrar en sutilezas teóricas, vale la pena remitirse a algunas experiencias fundamentales, que permitan una orientación suficiente y realista.

II. Existencia y significado de los valores Que la persona humana es un animal ético se admite generalmente. De ningún otro animal dice nadie que es bueno o malo en sentido moral, ni nadie pretende en serio educarlo para ello. Las teorías psicológicas que insisten en la importancia de la educación y en el rol del superego, dicen cosas importantes y deben ser tenidas muy en cuenta, pues la conciencia de los valores se forma siempre en relación con los demás. Pero no pueden —aunque a veces lo pretendan— anular este hecho fundamental, que es su condición de posibilidad. Ya los estoicos situaban aquí la diferencia decisiva. El animal nace con una dotación instintiva, que le permite orientarse espontáneamente en la vida, pero que también le fuerza y le constriñe: es ya siempre, como dice Paul Ricoeur, «una ecuación resuelta». Mientras que el hombre nace inacabado, con una gran apertura, que en muchos aspectos lo deja irresuelto, pero que por eso mismo le permite buscar su propia orientación. El espacio que existe entre lo que el hombre es y lo que puede llegar a ser sólo puede ser cubierto con el ejercicio de su libertad y constituye el ámbito de la moralidad. La moral —que aquí, para evitar complicaciones, no distinguiremos de la ética— consiste, pues, en la construcción libre de la existencia humana auténtica, es decir, de la existencia en cuanto no determinada por la naturaleza y el instinto. Lo impresionante de esto es que la nersona humana. previamente a cualquier esfuerzo o decisión por su parte, se encuentra llamada y capacitada para hacerlo como la tarea fundamental y decisiva de su vida. No se trata de un impulso meramente aleatorio, sino que es experimentado como llamada que obliga, al tiempo que capacita: como un deber ser; de suerte que, si no se cumple, suscita no sólo la insatisfacción y aun la angustia íntima —la culpa como «situaciónlímite» (K. Jaspers)—, sino también la repulsa social. Tampoco es una moción ciega, sino que se percibe como impulso orientado, como voz de la conciencia, que no admite cualquier cumplimiento como igualmente válido: hay opciones que desvían, disminuyen o destruyen el propio ser, mientras que otras lo expanden, realizan y plenifican de algún modo. Se trata de la experiencia moral, una experiencia primaria, que se impone por sí misma y lleva en sí su propia justificación inmediata: de auténtico «pequeño milagro» habla Paul Valadier, quien recuerda que Rousseau hablaba de «instinto divino». Igual que sucede con los colores y la vista, a un ser sin experiencia moral resulta imposible explicársela, y para el que la tiene resulta evidente sin más explicaciones, pese a cualquier teoría en contra, por alambicada que se presente. Husserl con su «principio de todos los principios» —todo lo que se nos brinda en una intuición originaria

tiene derecho a ser tomado por sí mismo y según su propia modalidad 2— muestra su legitimidad filosófica contra toda actitud positivista. La relación moral con la realidad, que nos permite ver unas cosas como (más o menos) buenas o como (más o menos) malas, pertenece a nuestra especificidad humana y es factor constitutivo en nuestra realización. Por eso cabe afirmar que la realidad ha resuelto ya por sí misma, de antemano, la famosa «falacia naturalista» de Hume — supuesto paso indebido del ser al deber ser—, pues el deber ser aparece ya incluido en el ser humano, justamente como su modo de ser. Sin necesidad de ulteriores precisiones, se comprende entonces el significado fundamental de los valores morales: tomados en sentido positivo, representan los modos de realización humana libre, tanto individual como en la relación con los demás; tomados en sentido negativo, son aquellos que la estorban. Por eso calificamos de buenas las acciones o conductas que fomentan una realización verdadera y auténtica, y de malas las que apartan de ella. (Ya se ve, de todos modos, que en estas cuestiones no puede pretenderse una definición estricta: como en toda experiencia primaria, su significado se descubre justamente en ella, y sólo en ella puede descubrirse, igual que sólo es posible captar un color en el acto mismo de percibirlo).

III. El problema del criterio Que exista el pequeño milagro de esta capacidad en nosotros no significa que todo esté claro en la comprensión, ni que todo sea fácil en la ejecución. Justo por remitir a la libertad, se trata de un ámbito nunca asegurado, en perenne construcción, y que precisa todo el compromiso de la persona. ¿Cómo distinguir unos valores de otros? ¿Cómo saber en cada caso cuáles son los valores morales genuinos? Las teorías se multiplican también en este punto. Dejando de lado posturas extremas como la de Sartre (al menos del primer Sartre), que pretenden que los valores son creación absoluta de una libertad sin pautas ni condiciones, también aquí conviene centrarse en lo elemental (que es asimismo lo fundamental). Clara es la existencia de la llamada o exigencia moral, tan bien subrayada en el tú debes de Kant. Es lo que constituye el aspecto fuerte e innegable de todas las éticas formales o deontológicas (aquellas que lo centran todo en torno a la fidelidad al deber, sin atender a las circunstancias ni a las consecuencias). Su grandeza está en el acento de la intención, en la decisión incondicional de ser buenos, de realizar los valores morales: por eso para Kant lo único absolutamente bueno es una buena voluntad. Su límite es el rigorismo, que puede caer en un deber por el deber, sin atender a las consecuencias. De ahí que resulte muy difícil negar la necesidad de criterios más concretos, que, atendiendo a las consecuencias de las acciones, permitan discernir qué contenidos de las mismas permiten alcanzar una realización humana auténtica. Son las éticas materiales o teleológicas, cuya fuerza está en su carácter realista y humano. Su dificultad está justamente en determinar el tipo de realización auténtica, en qué consiste de verdad una vida buena: no es lo mismo centrar esta en el placer sensible o en el acaparamiento egoísta del poder sobre los demás, que en una integración espiritual atenta a valores como la ternura, el servicio o la justicia. De todos modos, hay un amplio espacio donde el acuerdo resulta bastante fácil: todos comprendemos que no se puede matar sin más a otra persona, y que el robo o la mentira sistemática degradan a quienes los practican. La dificultad se anuncia cuando hay conflicto de valores y, sobre todo, cuando no es fácil discernir entre varios cuál es el mejor. Algo con lo que, de suyo, hay que contar a priori, y que nunca tendrá una solución acabada, puesto que la vida humana es por esencia construcción siempre abierta. Por eso resulta muchas veces indispensable el método de la prueba y el error, y más de una vez

será preciso resignarse a una opción que no puede aspirar a la seguridad completa; puede incluso llevar, en ocasiones, a situaciones trágicas. Por fortuna, esa inseguridad objetiva no priva a la acción de su moralidad, pues lo que esta exige es tan sólo la decisión incondicional de la buena voluntad; algo que antes de Kant estaba ya enérgicamente indicado en la doctrina medieval: que, en definitiva, lo único que obliga absolutamente es la conciencia sincera, incluso la errónea 3. Lo que sí impone es la búsqueda honesta y siempre renovada. De ahí la necesidad para el individuo de la educación progresiva, del diálogo libre y crítico entre las distintas propuestas e, históricamente, la apertura al descubrimiento de nuevos valores con el avance de la cultura: así, por ejemplo, hoy nos resulta impensable la esclavitud, aparece con evidencia cada vez más unánime la igualdad entre el hombre y la mujer y aumenta el número de los que ya no aceptan la pena de muerte. Este es uno de los puntos donde con más urgencia se plantea la relación entre la religión y los valores morales.

IV. Los valores morales y la religión La religión tuvo siempre un gran papel en la formación de la conciencia moral, y para muchos sigue teniéndolo en la actualidad. Pero la evolución cultural obliga hoy a resituar con sumo cuidado el lugar preciso de su influjo. La cuestión se presenta en una tensión polar. Es evidente que, de hecho, la mayor parte de los valores morales se han forjado en el seno de la conciencia religiosa o bajo su influjo. Las pautas de la conducta moral se presentaban como mandamientos divinos, y su formulación y tutela correspondían a las comunidades religiosas. Pero en Occidente, a partir de la Ilustración se ha producido una quiebra decisiva: el trauma de las guerras de religión, el peso institucional de una Iglesia poderosa, y la impresión (muchas veces, también la realidad) de que se oponía al descubrimiento de nuevos valores morales, llevaron a una parte importante de la cultura a sentir la moral religiosa como opresiva. Kant elevó la protesta –ya muy generalizada– a rango especulativo cuando habló de heteronomía, y proclamó frente a ella la necesidad de una moral autónoma, es decir, de una moral que el hombre se da a sí mismo por medio de su razón práctica. Se hacía indispensable una mediación, que permitiese conciliar los extremos sin mermar ni la justa autonomía humana ni la justa autoridad de la religión. Aunque las reflexiones clásicas en torno al problema de la ley natural ofrecían indicaciones importantes, no fue tarea fácil. Hoy se ha avanzado mucho hacia una posible reconciliación. La distinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de los valores morales, permite, por una parte, admitir el hecho y la legitimidad del influjo histórico de las religiones y, por otra, reconocer la autonomía de los contenidos así descubiertos. El ejemplo sencillo de la educación moral del individuo puede aclararlo mejor que muchas especulaciones. Lo normal es que el niño descubra las pautas morales porque se las enseñan sus padres y educadores. Le llegan, pues, de fuera: sigue unas normas porque se las mandan, hasta el punto de que muchas veces las vive como una dura imposición heterónoma. Pero si el crecimiento es normal, el muchacho, y más todavía el adulto, llegan a comprender por sí mismos la justificación de esas normas, que ahora asumen autónomamente. Del mismo modo hoy se ha ido imponiendo con evidencia creciente la autonomía de los valores morales con respecto a la religión. Una conciencia religiosa madura comprende que estos no son buenos porque se le mandan (dejemos ahora la cuestión de si esta palabra debiera usarse o no en el lenguaje religioso), sino que se le mandan porque son buenos.

Resulta significativo que ya Kant logró la formulación exacta al definir la religión como el «conocimiento de todos los deberes como mandatos divinos, no como sanciones, es decir, órdenes arbitrarias y por sí mismas contingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de toda voluntad libre por sí misma»4. Dejando ahora de lado el estrechamiento reduccionista –la religión es también eso, pero lo decisivo está en que es más que eso–, este planteamiento resulta enormemente clarificador, porque la relación indicada no es algo recluido en el pasado, sino que indica una dialéctica permanente. Lo único que ha cambiado es acaso la proporción: el pluralismo cultural ha hecho que al lado de la religión cobrasen más importancia otras instancias en la constitución de la conciencia moral. De entrada, esto ha sido duro para la religión, que tuvo que aprender a renunciar a cualquier pretensión de monopolio. Pero, al mismo tiempo, le ofrece la oportunidad de poder centrarse mejor en lo más específicamente suyo. Algo que vale tanto por el costado formal de la obligación como por el objetivo de los valores. a) En el primero aparece en dos dimensiones fundamentales: 1) en la de fundamentación última, es decir, no ya del contenido de los valores morales, sino de la razón formal de nuestro deber de seguirlos: «ya veo en qué consiste ser bueno en este caso concreto –puede pensar alguien–; pero ¿por qué he de serlo y no más bien malo?». El Faktum der Vernunft de Kant –el hecho primero de sentirme obligado al deber– es grandioso, pero insuficiente. Un faktum como tal, aun cuando psicológicamente se anuncia de manera imperativa e incondicional, lo hace por fuerza en una conciencia finita y situada, es decir, en una conciencia que, por sí misma, no puede asegurar sin más la absolutez. Freud mismo lo confiesa abiertamente: «Si me pregunto por qué siempre me he esforzado, honestamente, en preocuparme de los demás y de ser bueno con ellos en lo posible, y por qué no lo he dejado, cuando he notado que con ello se sufre y le machacan a uno, porque los otros son brutales, y no fiables, entonces no sé dar ninguna respuesta» 5. Hay otras respuestas, claro está; pero la persona religiosa sólo encuentra en Dios aquella que le satisface últimamente. 2) En la de sentirse ayudado a afrontar la dificultad que muchas veces implica el seguimiento de los valores morales (también aquí es significativo que Kant haya visto estas dos funciones: el postulado de Dios como garante de la coherencia última del tú debes y la interpretación de la gracia como ayuda para superar el mal radical están en esta dirección). b) Por el segundo costado, el de los valores, sigue teniendo un rol más limitado, pero importante. Porque el descubrir los valores genuinos y justificar su validez sigue siendo tarea difícil. El contexto religioso, tanto por su rica experiencia histórica como por el horizonte de sentido que abre –sin negar que también ha inducido y puede inducir deformaciones–, constituye un medio propicio para el descubrimiento ético y moral. Cabe incluso señalar cómo muchas veces el razonamiento moral resulta más fácil dentro del juego lingüístico religioso: comprender que todos debemos comportarnos bien con los demás porque, siendo hijos de Dios, todos somos hermanos, resulta de ordinario más fácil y convincente que hacerlo desde la consideración abstracta que se apoya en la identidad de la naturaleza humana. Pero fijémonos bien: se trata sólo de un proceso de descubrimiento. De suyo, la consecuencia, expresada así, sólo se comprende y tiene valor dentro del juego lingüístico de la religión. En rigor, para que tenga validez ética o moral, tiene que poder dar sus razones en ese ámbito y traducirse a su peculiar juego lingüístico. La ventaja enorme de esta nueva situación es que así propicia un auténtico diálogo en favor de la humanidad. La religión no puede acudir a su autoridad para hacer propuestas morales, sino que debe dar razón de las mismas. Pero por eso mismo tiene también derecho a que sean escuchadas y, en la medida en que se demuestren válidas, contribuyan a la creación del nuevo universo moral.

V. El cristianismo y los valores morales Lo dicho acerca de la religión en general vale también para el cristianismo, como lo ha reconocido de manera expresa el Vaticano II: «La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres, para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad» (GS 16). Del mismo modo, lo que ahora se diga del cristianismo no pretende la exclusividad. Simplemente trata de centrarse ya en lo que le caracteriza su aportación concreta. En la visión cristiana, la raíz que lo determina todo es, sin duda, la idea de creación por amor. Esta es una acción infinitamente transitiva, volcada única y exclusivamente en el bien de lo creado. Ya Platón y Aristóteles habían reaccionado contra un dicho común en su tiempo, insistiendo en que Dios «no tiene envidia» de la felicidad humana. Y ciertamente el Dios de Jesús ha creado al hombre y a la mujer para que, unidos a él, pudiesen participar en su plenitud y felicidad infinitas. Sólo en la gloria podrá alcanzarse la culminación. Pero ya ahora todo lo que ayude a su realización integral –cuerpo y alma, individuo y sociedad– responde a la intención divina y prolonga su creación. Dado que los valores morales forman parte fundamental de esa realización, para el creyente existe equivalencia plena entre cumplir la voluntad de Dios (lenguaje religioso) y trabajar en la propia realización (lenguaje moral). Una larga historia ha traído, ciertamente, graves abusos que son reales y que la crítica religiosa ha subrayado enérgicamente. Pero basta pensar, de verdad y sin tópicos, en qué sería de la cultura sin la presencia cristiana, para comprender la inmensa aportación que ella supuso en el orden moral. Hegel ha insistido en que la dignidad absoluta de la persona, que Kant pone como fundamento de la autonomía moral, es fruto del cristianismo. A ella va unida la acentuación de la libertad mucho más allá del intelectualismo y del fatalismo griego. Igualmente, Hanna Arendt señala «el descubrimiento del hombre interior», con los valores de hondura e intimidad que ello supone. Culmina todo en el amor como valor absolutamente central; un amor profundizado más allá del eros hacia la gratuidad de la agape, algo que seguramente abre lo más finamente moral que le es dado entrever al hombre. Teniendo en cuenta que el Dios creador es también el Salvador, se percibe asimismo la aportación o el reforzamiento único de otros valores tan decisivos como la dignidad del pobre y el desvalido, con la elevación de la compasión y el servicio a categorías morales decisivas (Nietzsche supo verlo muy bien, y los excesos a los que le lleva su intento de subversión muestran, por contraste, la grandeza de la misma). Como Salvador, Dios es también el que abre los valores del perdón: hacia los demás hasta «setenta veces siete», es decir, sin límites; y también hacia uno mismo (que, como Paul Tillich ha indicado, resulta acaso más difícil), librando de la angustia y rompiendo el círculo de la culpabilidad: aunque la propia conciencia condene, «Dios está por encima de nuestra conciencia» (lJn 3,20). No es preciso, ni acaso sano, empeñarse en insistir en que lo específicamente cristiano deba ser distinto o aparte de lo no cristiano. Incluso hay que afirmar que en cuanto moral todo lo descubierto en el cristianismo está abierto en principio a la razón práctica humana, y que es bueno que vaya siendo apropiado y justificado por esta: la secularización de los valores morales del cristianismo es legítima y deseable, puesto que ayuda a la realización humana. En su vivencia, el cristiano tiene la suerte de vivirlo «en la alegría de los pronombres» (Salinas), es decir, en relación consciente con Dios, sintiéndose así apoyado en gracia y animado en esperanza. También aquí Kant, el gran moralista de la autonomía y de la austeridad de los valores morales, supo verlo, al situar en la religión el claro lugar de su realización en la esperanza.

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NOTAS: 1. TAYLOR C., Las fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996. – WALDECK P. H., Ideen I, 24 (trad. esp.: Ideas, Círculo de Lectores, Madrid 1976). – 3. Santo Tomás, como es bien sabido, llega a afirmar: «Por lo tanto es necesario decir que la conciencia, sea recta, sea errónea, sea en cosas de suyo malas, sea en las indiferentes, es obligante; de suerte que quien obra contra la conciencia, peca» (Quodl. 3, q. 12, a. 2). Cf I-II, q. 19, a. 5-6: se atreve a decir que si la razón (ética) propusiese como mala la fe en Cristo, sería pecado creer en él (ib, q. 5 c). – 4. KPV A 233 (Crítica de la razón 5 práctica, Sígueme, Salamanca 1994, 160; cf también La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 1995 , 150; cf 104. 111, con las notas correspondientes). – 5. Carta a J. J. Puntam, 5 de julio de 1915 (cit. en H. KÜNG, Projekt Weltethos, Munich 1990, 66); cf sus descorazonadoras razones contra la obligación de amar y perdonar en El malestar de la cultura, en Obras completas VIII, Madrid 1974, 3044-3046. Sobre diversos intentos actuales de fundamentación cf A. CORTINA, Ética sin moral, Tecnos, Madrid 1990, 98-119. BIBL.: AA.VV., Ética y filosofía de la religión, Isegoría 10 (1994) (número monográfico); BOCKLE E Y OTROS, Fe cristiana y 2 sociedad moderna XII, SM, Madrid 1987; CORTINA A., Ética civil y religión, PPC, Madrid 1995 ; CORTINA A. Y OTROS, Un mundo de valores, Generalidad Valenciana, Valencia 1996; CHAVARRI E., Perfiles de nueva humanidad, San Esteban, Salamanca 1993; FINANCE DE J., Valor, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 12061214; INSTITUID FE Y SECULARIDAD, Los valores éticos en la nueva sociedad democrática, Fund. F. Ebert, Madrid 1985; LÓPEZ ' HERRERÍAS J. A., Valores, Pedagogía de los, en FLORES D ARCAIS G.-GUTIÉRREZ ZULOAGA I. (dirs.), Diccionario de ciencias de la educación, San Pablo, Madrid 1990, 1787-1790; LÓPEZ QUINTAS A., El conocimiento de los valores, Verbo Divino, Estella 1989; MÉNDEZ J. M., Valores éticos, Autor-editor, Madrid 1978; TAYLOR C., Las fuentes del yo, Paidós, Barcelona 1996; TIERNO B., Valores humanos, Tesa, Madrid 1992ss.; TORRES QUEIRUGA A., Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997; VALADIER P., Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1994; VILLAPALOS G.-LÓPEZ QUINTAS A., El libro de los valores, Planeta, Barcelona 1996.

Andrés Torres Queiruga

VATICANO II Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. Principios conciliares e identidad de la catequesis: 1. La teología renovada de la Revelación y de la fe; 2. La nueva teología de la Iglesia; 3. Nueva concepción de evangelización y ecumenismo; 4. Nuevos horizontes antropológicos, culturales y sociales. II. Orientaciones expresas sobre la catequesis: 1. Importancia y finalidad de la catequesis; 2. Lugar de la catequesis en la acción evangelizadora de la Iglesia; 3. Nuevo rostro de la catequesis. III. La catequesis según la renovación conciliar. IV. Presentación catequética del Vaticano II.

Entre las fuentes de la catequesis tiene una importancia particular el magisterio eclesial, y dentro de él la doctrina del Vaticano II (1965). Iniciativa personal de Juan XXIII, este concilio es el acontecimiento eclesial más relevante del siglo XX, que «contribuyó a un cambio profundo de cosmovisión cristiana, ya que fue el final de la contrarreforma, el reconocimiento de los valores de la modernidad y el redescubrimiento de una nueva conciencia de Iglesia» (C. Floristán). El proyecto conjunto del concilio esbozado por el card. Suenens (Malinas-Bruselas), a petición de Juan XXIII y apoyado por el card. Montini (Milán) y otros cardenales, se propuso abordar, como tema único, la Iglesia en sus relaciones hacia dentro y hacia fuera de sí misma. De ahí los cuatro objetivos conciliares: profundizar en lo que es la Iglesia; renovarla internamente; favorecer la unión de los cristianos, y establecer un diálogo con el mundo contemporáneo. Pablo VI desarrolló estos fines en el discurso de apertura de la segunda sesión conciliar (29.4.63). «La mirada que la Iglesia ha dirigido hacia sí misma en el Concilio no es de ensimismamiento; quiere, más bien, actualizando su conciencia, potenciar la obediencia a Dios y la disponibilidad apostólica» (R. Blázquez). La evangelización del mundo contemporáneo es la meta del Vaticano II. «El misterio de la Iglesia y la misión de la Iglesia, he aquí el argumento sobre el cual gira el Concilio» (card. Montini). Es un Concilio preferentemente pastoral, que presenta la fe teniendo en cuenta al hombre concreto.

El Vaticano II no trató directamente de la catequesis. Esta aún no había cristalizado en una reflexión tan sistematizada como para ser objeto de reorientación conciliar. Son las grandes cuestiones del Concilio las que ayudarán a revisar los principios sobre los que se venía reconstruyendo la catequesis. «Piénsese en la nueva visión teológica de la Revelación y de la fe (Dei Verbum), de la evangelización (Ad gentes) y de la Iglesia (Lumen gentium, Sacrosanctum concilium, Ad gentes, Gaudium et spes); en los nuevos horizontes antropológicos y culturales abiertos, con los puentes lanzados a la 'cultura moderna, a las confesiones no católicas, a las religiones no cristianas (Gaudium et spes, Dignitatis humanae, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Ad gentes), etc». Todo ello incidirá en la actividad catequética1. Pero la mayor repercusión, por su afinidad con la Palabra, vendrá desde la Dei Verbum. Su objeto es la palabra de Dios, que el magisterio supremo «escucha devotamente, custodia religiosamente, y expone con fidelidad» (DV 10). Es decir, DV quiere revitalizar, con la Escritura, «el ministerio de la Palabra, que incluye la catequesis» (DV 24).

I. Principios conciliares e identidad de la catequesis La acción catequética se renueva según el espíritu conciliar cuando queda iluminada y transformada por él en lo referente a su identidad, finalidad, mensaje evangélico, destinatarios, metodología, y ámbitos y sujetos activos de la misma. Los principios conciliares de este capítulo afectan, sobre todo, a la identidad, finalidad y sujetos de la catequesis. 1. LA TEOLOGÍA RENOVADA DE LA REVELACIÓN Y DE LA FE (DV). a) Revelación y fe. En la última cena con los apóstoles, Jesús prometió enviarles el Espíritu: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). Y la Iglesia continúa entregando a las futuras generaciones «el evangelio íntegro y vivo en ella misma» (DV 7), a la vez que sigue atenta al Espíritu para crecer en la comprensión integral de las cosas y palabras transmitidas (cf DV 8). En el último siglo, la Iglesia ha pasado de concebir la Revelación y la fe en clave noética (de verdades y de inteligencia) a concebirla en clave interpersonal (de encuentro entre Dios y la persona humana). La Revelación. «Plugo a la sabiduría y bondad (de Dios) —dice el Vaticano I— revelarse a sí mismo al género humano y revelar los secretos eternos de su voluntad por un camino sobrenatural (Heb 1,1). Dios, en su infinita bondad, ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, a fin de que participe de los bienes divinos que sobrepasan totalmente lo que puede entender la mente humana (1Cor 2,9)» (Const. dogmática sobre la fe católica Dei Filius [Dz 1785-1786]). Es decir, el arranque es personalista, pero se acaba poniendo el acento en términos impersonales y suprarracionales (bienes divinos, que sobrepasan la mente humana). «Quiso Dios con su bondad y sabiduría —dice, en cambio, el Vaticano II— revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de su naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,4). En esta revelación, Dios invisible (cf Col 1,15; 1Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf Ex 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cf Bar 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). La Revelación aquí es la automanifestación y donación de Dios mismo; su mediador y plenitud, Cristo, el Hijo encarnado, en unión con el Espíritu. La palabra de Dios, antes que libro inspirado y verdad revelada, es presencia y acción desbordante de Dios en la comunidad humana, en clave de comunicación de sí mismo. «De esta forma el concepto de Revelación queda integrado en el

decisivo de comunión (cf DV 1 con lJn 1,2ss.)» (S. Pié-Ninot). Por esto, al ser la Revelación «acción de Dios en la historia, el acto revelador es acto salvador, Dios actúa en los acontecimientos, y las palabras (de los profetas) desvelan esa presencia liberadora» (R. Lázaro). El acontecimiento central de esa Revelación en su plenitud es Jesús de Nazaret. Toda su vida —y sobre todo su muerte y resurrección— es la completa revelación de Dios. Por fin, «es una revelación unida a la Iglesia como oyente, servidora, actualizadora y presencializadora de la misma por el Espíritu, en el hoy de los hombres en toda su realidad de tradición viva (cf DV 8-10)» (A. Cañizares). Sin embargo, esta revelación interpersonal no olvida las verdades reveladas, porque «comunica los bienes divinos que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana» (DV 6). La fe. Según el Vaticano I, «estando la razón creada completamente sometida a la Verdad increada, estamos obligados, cuando Dios se revela, a prestarle por la fe la plena sumisión de la inteligencia y de nuestra voluntad». Por esta fe, «ayudados por la gracia de Dios —continúa el concilio— creemos verdadero lo que él ha revelado por la autoridad del mismo Dios, que revela» (Const. dogmática sobre la fe católica Dei Filium [Dz 1789]). Según esto, la fe queda emparentada con la inteligencia, y su objeto es «tener por verdadero lo que Dios revela». Esta dimensión cognoscitiva de la fe arraigó especialmente desde la reforma protestante, con la propuesta de su fe nueva, y se afianzó más tarde frente al racionalismo. En cambio, para el Vaticano II, el hombre «por la fe se entrega total y libremente a Dios, le ofrece el homenaje pleno de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe, es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (DV 5). Es decir, esta concepción personalista de la fe sintoniza con la Revelación contemplada como oferta interpersonal de Dios Salvador2. La fe no es sólo la aceptación de las verdades de Dios; es, además y sobre todo, la respuesta positiva y personal —inteligencia, afectividad, voluntad— a Dios y a incorporarse a su proyecto de liberación humana integral «en Cristo, el Hijo amado». Esta fe equivale a «sentirse seguro», a «apoyarse sobre, y por consiguiente, en el plano espiritual, a confiar en» (Y. Congar). Creer en Dios es decir amén a Dios, que es fiel a sus promesas y poderoso para realizarlas. b) Revelación, fe y catequesis. Cuando la Revelación era concebida como comunicación de verdades reveladas y aceptadas por la fe como verdaderas, la catequesis se movía en clave de iluminación cristiana de la inteligencia por los datos revelados y de su retención en la memoria religiosa. El cristiano así era un creyente ilustrado. Concebida la Revelación como palabra de Dios, y la fe como actitud personal, descubrimos el nuevo rostro de la catequesis. Esta, como servicio de la Palabra, es, ante todo, iniciación al encuentro personal con Cristo, el Señor, en que él nos comunica el misterio vivo de su Persona y su proyecto de salvación y comunión. A su vez, la fe es comunión vital con él y con las personas vinculadas a él. La catequesis, como servidora de la palabra de Dios que se encarna en las culturas (cf GS 58), favorece esta inculturación para hacer más transparentes las llamadas que Dios hace a los hombres de todos los tiempos y lugares (GS 44). Y la fe es respuesta operativa al servicio del mundo. La catequesis, por fin, como servidora de la Palabra, don del Espíritu, necesita un clima de acogida y docilidad al mismo, sin limitarse al apoyo de las leyes humanas de la comunicación y de la organización; exige momentos de oración y contemplación. A su vez, esta fe se vive como don gratuito necesitado del aliento del Espíritu. En conclusión, la identidad de la catequesis queda enriquecida desde el Concilio, al quedar actualizados sus fundamentos teológicos: la Revelación y la fe que, además de hacerla más fiel a los datos revelados, la pone en mayor sintonía con las gentes de hoy.

2. LA NUEVA TEOLOGÍA DE LA IGLESIA (LG, SC, AG). En realidad, todo el Concilio es eclesiológico, la eclesiología está dispersa en todos sus documentos. Una Iglesia que se comprendía a sí misma como sociedad perfecta, árbitro de toda verdad e institución fuertemente jerarquizada bajo la autoridad del Papa, ha pasado a ser, en el Vaticano II, «pueblo de Dios en marcha, misterio y acontecimiento, sacramento de salvación y tradición, presente en el mundo y servidora del mundo, misionera y evangelizadora, una Iglesia de comunión y comunidad dinámica, abierta al futuro y al pobre»3. a) Cuatro aspectos importantes. De estos rasgos subrayamos: sacramento de salvación, pueblo de Dios y comunión, y añadimos el de comunidad litúrgica. 1) Quizá la designación de la Iglesia como sacramento de salvación sea «la más original e importante del Concilio» (C. Floristán). Ella es el sustrato de todas las afirmaciones eclesiológicas posteriores4. Significa que la Iglesia queda radicalmente referida a Jesús, no sólo en cuanto fundada por él, sino sobre todo en cuanto, como continuación de su misma encarnación humano-divina; referida a su misión salvadora y a su condición de servidora: no es para sí misma, existe desviviéndose en el servicio. En ella no hay lugar para autocomplacencias, triunfalismos o clericalismos. 2) La Iglesia, pueblo de Dios, significa que ella se comprende a sí misma como construcción divina en la historia. Sugiere que es continuación del pueblo de Israel, destinada a todos para mostrarles, desde la historia, la vocación radicalmente fraterna de la humanidad. Todos somos llamados gratuitamente a vivir la dignidad de hijos, bajo el mandamiento nuevo, y destinados al Reino definitivo de Dios, iniciado ya en este mundo (LG 9). Todos estamos llamados al ministerio de la Palabra, a la profesión de la fe (LG 12) y a su expresión misionera (LG 17). «Ninguna diferencia posterior podrá anular la fundamental fraternidad cristiana que nace de esta idéntica vocación» (O. González de Cardedal). 3) La Iglesia como comunión es un concepto muy hondo, que subyace a toda la reflexión conciliar, pero que no se explicita en ningún documento. Relaciona y vincula la realidad de la familia trinitaria con la realidad eclesial de la historia. La comunión se da entre Dios y los hombres; entre los miembros de la Iglesia y Cristo, su cabeza; entre los apóstoles y Pedro, y los obispos y el Papa; entre las Iglesias locales; entre la Iglesia católica y otras Iglesias y comunidades cristianas; entre la Iglesia y la humanidad. Esta comunión está llamada a superar todos los individualismos y recortes eclesiales. La Iglesia es, a la vez, institución y comunión. 4) Por fin, la Iglesia es consciente de que la acción culminante –a la que tiende– y la acción fontal –de donde mana toda su fuerza– es la liturgia, a la que ella, como cuerpo de Cristo, es asociada por él como cabeza, para lograr con la máxima eficacia la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación del Padre (cf SC 5-8 y 10). La liturgia es patrimonio de todo el pueblo cristiano, porque, al incorporarse los bautizados a un cuerpo sacerdotal, «las acciones litúrgicas pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan» (LG 10-11 y SC 26). b) Iglesia conciliar y catequesis. Porque la Iglesia es sacramento de salvación, es decir, del reino de Dios entre los hombres, es signo y a la vez anuncio y presencia germinal del proyecto salvador de Dios sobre la humanidad, mediante el testimonio de valores como la fraternidad, la unidad, la libertad, la felicidad, la vida. Por estos valores vividos, el pueblo de Dios refleja la presencia del Señor (cf Gál 4,19). Este sacramento de salvación es, pues una comunidad testificante, y sólo en cuanto tal puede ser comunidad confesante. Pues bien, la catequesis es la expresión privilegiada (cf CD 13) de esta confesión-transmisión. Por tanto, «no a una catequesis al margen de la misma comunidad de fe y de vida. Sí a una catequesis integrada en la comunidad que reza, celebra y da testimonio» (J. M. Rovira Belloso). 1) Como pueblo de Dios, la Iglesia participa del carácter profético de Cristo cuando da testimonio vivo de él por la fe y el amor. Más aún, la totalidad de los fieles, «bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe no ya una simple palabra humana, sino la palabra de Dios (cf lTes 2,13; LG 12). Es decir, todo el pueblo de Dios es responsable de que el evangelio siga vivo en la Iglesia (cf DV 10). La Iglesia entera, obispos y fieles, es depositaria del evangelio del Reino para ser su transmisora (cf DV 7). Por eso la Iglesia es esencialmente tradición; y, como tal, actúa en la catequesis, en la que no transmite más que su

propia experiencia del evangelio, la tradición apostólica. Ella misma, la catequesis eclesial, es un acto de tradición viva, que los catequizandos reciben de forma activa y creativa. Mediante la catequesis y los sacramentos de la iniciación —celebrados o renovados—, la Iglesia realiza la iniciación o reiniciación cristiana, la transmisión de su propia vida. En este sentido, la catequesis es la transmisión maternal de la fe de la Iglesia. Y de esta maternidad eclesial participan de forma eminente las comunidades cristianas –y, en concreto, las parroquiales–, así como los propios catequistas (cf CAd 106-110). 2) Como comunión, la Iglesia es una trama de relaciones de orden humano y divino, Iglesia teándrica y comunitaria. Y si toda acción de Iglesia es reflejo y expresión de la vida de la comunidad eclesial, la catequesis no puede ser simplemente tarea única de la persona que la presida, sino acción de toda esa comunidad vertebrada según carismas y ministerios. La comunidad entrega esta responsabilidad catequética a cristianos debidamente capacitados. Y, naturalmente, el objetivo primordial de la catequesis es iniciar a la experiencia eclesial y a la vida comunitaria, pues la fe viva que ella comunica es la fe de la Iglesia (LG 11; DV 8, 25). 3) En razón de su vinculación vital con la liturgia, la Iglesia está llamada a realizar la catequesis litúrgica (cf SC 14, 19, 33-35), para preparar a los creyentes a la celebración de los sacramentos y animarlos a las obras de caridad, piedad y apostolado (cf SC 9). Pero uno de los aspectos más originales del Concilio, que relaciona liturgia y catequesis como en los primeros tiempos, es la restauración del catecumenado de (jóvenes y) adultos, «destinado a la adecuada formación catequética» (cf AG 14), como una «escuela preparatoria de la vida cristiana, introducción a la vida religiosa, litúrgica, caritativa y apostólica del pueblo de Dios» (DCG 130; cf DGC 88-91). 3. NUEVA CONCEPCIÓN DE EVANGELIZACIÓN Y ECUMENISMO (AG, UR). a) Evangelización y ecumenismo. Durante los años 60 y parte de los 70, el término evangelización tenía un sentido limitado al anuncio del evangelio a los no creyentes en orden a su conversión. En el Vaticano II el término, en general, adquiere «significados más amplios» (E. Alberich). De hecho, el término evangelización en AG abarca todas aquellas acciones que llevan a las personas a pasar de la no fe a la fe, a madurar su fe y a integrarse en la comunidad cristiana mediante la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana (AG 1-14). Efectivamente, expuesta la teología de la misión con acento trinitario y cristológico (AG 1-4) y la condición misionera de la Iglesia (AG 5-6), el decreto Ad gentes expone la actividad misionera completa con esta dinámica: la Iglesia, encarnada en los grupos humanos en seguimiento de Cristo, testimonia la vida de Jesús mediante el diálogo y la caridad fraterna y social (AG 11-12); anuncia a Cristo a los no creyentes, invitándolos a convertirse a él —la fe inicial— (AG 13); acepta a los creyentes en el catecumenado, verdadero noviciado convenientemente prolongado de toda la vida cristiana, para iniciarlos en el misterio salvador de Cristo, en las costumbres evangélicas, en los ritos litúrgicos y en la caridad del pueblo de Dios; por fin, la Iglesia celebra con ellos los sacramentos iniciatorios (bautismo y confirmación) y los introduce en la comunidad cristiana por su participación en la eucaristía (cf AG 14). Después de esta incorporación a la comunidad, los cristianos empiezan su vida de adultos en la fe, en búsqueda de su crecimiento permanente en la vida cristiana, con todas sus consecuencias (AG 15ss). La comunidad es la expresión de la presencia de Dios y de Cristo en el mundo. El ecumenismo. Después de siglos de división desedificante entre los cristianos, el Concilio trata del movimiento ecuménico, reconocido ahora como obra del Espíritu Santo (UR 4). El cambio de actitud de la Iglesia católica es evidente. «El concepto de unidad de la Iglesia se fundamenta en la naturaleza de esta como instrumento de salvación dotada de la plenitud de medios que, según el decreto Unitatis redintegratio, adorna a la Iglesia católica» (A. González Montes). Esto supuesto, constatamos que la Iglesia católica, de sentirse única poseedora de la verdad, pasa a la aceptación

de que las otras Iglesias y comunidades cristianas contienen también «elementos que edifican y dan vida a la propia Iglesia» (UR 3). A la exigencia de una unidad uniformista de antaño, sucede el reconocimiento de cuanto hay de legítimo en las Iglesias de Oriente y en la Reforma protestante. De la unidad de las Iglesias como retorno de disidentes, la Iglesia acepta la propia responsabilidad en su disidencia, y la exigencia de conversión y oración fraterna, a la vez que impulsa el diálogo interconfesional entre teólogos, atendiendo a la jerarquía de verdades dentro de la doctrina católica (UR 11), según su diversa conexión con el fundamento de la fe cristiana 5. b) Evangelización y ecumenismo conciliares y catequesis. Ad gentes presenta una eclesiología ascendente, es decir, nos descubre a la Iglesia haciéndose en la historia y, por tanto, manifestando el lugar dinámico que ocupan las diversas acciones eclesiales. Las acciones que dan ser a la Iglesia son tanto las de carácter directamente misionero (testimonio, caridad personal y social y el anuncio de Jesucristo a los no creyentes [AG 11-131) como las de carácter catecumenal o catequético, es decir, todas las que se desarrollan en el catecumenado (palabra, celebración, testimonio), en etapas progresivas y durante un tiempo suficientemente prolongado, hasta la incorporación de los cristianos en la comunidad cristiana por los sacramentos de la iniciación (AG 14-15). Esto quiere decir que, dado el clima misionero que se vive —ya en tiempos del Concilio y actualmente—en los países de tradición cristiana, a causa del cambio socio-cultural y del secularismo poscristiano, la catequesis hoy queda impregnada de la actividad misionera completa tal como lo expresa Ad gentes, esto es: la catequesis suscita en primer lugar la fe-conversión inicial, o al menos favorece la maduración de esta fe-conversión inicial (dimensión misionera de la catequesis) y, en segundo lugar, ayuda seguidamente a madurar todos los aspectos de la fe: la experiencia de comunión vital con Cristo, la experiencia celebrativa, la vivencia de las actitudes, costumbres evangélicas, y la preocupación apostólica por el Reino (dimensión catecumenal de la catequesis o catequesis integral), hasta introducir a los creyentes en el «único pueblo de Dios», la comunidad cristiana, mediante los sacramentos de la iniciación (cf AG 14-15)6. La catequesis también alimentará, según el decreto Ad gentes, el espíritu ecuménico entre los recién convertidos, o recién recuperados para la fe viva, «con el fin de que aprecien que los hermanos que creen en Cristo son sus discípulos, regenerados por el bautismo, partícipes con ellos de los innumerables bienes del pueblo de Dios» (15e). En esta línea, la catequesis colaborará en la formación ecumenista, en la oración ecuménica y en el mutuo conocimiento de los cristianos (UR 5-12). La jerarquía de verdades es un principio teológico-ecuménico, pero también catequético. «Esta jerarquía significa que algunas verdades se apoyan en otras como más principales y son iluminadas por ellas. Tenga en cuenta la catequesis esta jerarquía» (DCG 43; DGC 114-115). De aquí nacen dos aplicaciones concretas: 1) El fundamento o corazón de la fe es este: Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo de Dios vivo; fue crucificado, murió por nuestros pecados y fue sepultado, y Dios Padre lo resucitó. Dios es el Padre de Jesucristo. Jesús es y revela el hombre nuevo. Envía al Espíritu desde el Padre. El Padre congrega a su Iglesia por el Espíritu. La Iglesia peregrina espera el retorno del Señor Jesús». Es decir, «el conocimiento de Jesús (el Cristo) condiciona, ¡gracias a Dios!, cuanto los cristianos podemos saber sobre Dios, sobre el hombre y sobre la Iglesia» (E. Malvido). ¡En el mensaje cristiano no está todo en el mismo plano! 2) El fundamento o corazón de nuestra fe es una doctrina, pero, sobre todo, es una experiencia de fe vivida en la Iglesia, de la cual procede la doctrina cristiana. Es decir, la catequesis está llamada a introducir a todo catequizando: en el misterioso encuentro con Jesús, muerto pero viviente, con su Padre, que es nuestro Padre, y con su Espíritu, que también es nuestro; en el descubrimiento vivencial de la condición humana, renovada y revelada en Jesús, el Señor, y en la experiencia fraterna del Reino, que es la comunidad eclesial vivificada por el Espíritu. La doctrina

correspondiente «será la parte explicativa del misterio que se vive o celebra» (J. M. Rovira Belloso). 4. NUEVOS HORIZONTES ANTROPOLÓGICOS, CULTURALES Y SOCIALES (GS). a) Los contenidos de la Gaudium et spes. Por primera vez un Concilio tiende una mirada a la realidad total de la Iglesia, del mundo y de la sociedad. En el discurso de apertura de la segunda sesión (29.9.63), Pablo VI dijo: «La Iglesia mira (al mundo) con sincera admiración y con sinceros deseos no de dominarlo, sino de servirlo..., de brindarle consuelo y salvación». Junto a la palabra mundo, el Concilio ha pronunciado los términos sociedad e historia. Y durante la sesión de clausura del concilio (7.12. 65), Pablo VI reflexionó así: «Quizá nunca como en este sínodo se había sentido impulsada la Iglesia a conocer a la humanidad que le rodea, a valorarla con justeza y a poner en sus manos el mensaje evangélico y hasta amarla en sus mismas rápidas transformaciones». Esta actitud maduró durante el Concilio, pues la Iglesia se había sentido ajena a la cultura humana en los siglos anteriores7. La Iglesia, sin olvidar los datos esenciales de su doctrina, tiene presentes las situaciones concretas de las personas y de los pueblos; sólo así la Revelación podrá llegar al corazón de sus contemporáneos e invitarles a convertirse al único Salvador. «La Iglesia se hace servidora de la humanidad» (M. Van Caster). En la primera parte de la Gaudium et spes se desarrolla la doctrina cristiana sobre el hombre, clarificado como ser misterioso en el misterio de Cristo, Hombre nuevo (GS 12-13, 19-22). La doctrina sobre el carácter comunitario de la persona humana (GS 23-31) queda iluminada por Cristo, solidario de todo hombre (GS 32). La enseñanza sobre la actividad humana en el mundo (GS 33-37) es llevada a la perfección por el Cristo pascual, consumador de la historia humana (GS 38-39). Por último, se describe la actividad de la Iglesia en el mundo (GS 40-44) y a Cristo como consumador de todo en el Reino definitivo (GS 45). En la segunda parte se contemplan, a la luz de los principios expuestos, cuestiones más urgentes de nuestro tiempo: el matrimonio y la familia, la cultura, la vida económico-social, etc. Gaudium et spes ha supuesto un gran cambio de relaciones entre la Iglesia y el mundo, al superar la postura católica antimoderna. b) Principios y cuestiones de Gaudium et spes y catequesis. La Gaudium et spes no acepta ni la separación Iglesia-mundo (dualismo) ni la absorción de la Iglesia en el mundo (monismo); ofrece formulaciones que indican, a la vez, distinción e interpenetración. «La Iglesia surge de la humanidad, es la misma humanidad elevada a un grado superior de vida nueva» (Pablo VI). Esta estrecha relación Iglesia-mundo, tiene repercusión en la catequesis. Los sujetos de esta están circunstanciados por múltiples relaciones mundanas. Es decir, el mundo (los acontecimientos, las experiencias, las relaciones sociales) es fuente (material) de la catequesis, con la que la acción catequética tiene que contar intrínsecamente, si quiere ser transmisión de la fe a personas de este mundo (cf CD 12). A su vez, los responsables de la catequesis prepararán catequistas, que hagan posible en los niños, jóvenes, adultos y tercera edad, la interpenetración de este mundo con los valores evangélicos del mensaje cristiano ya en el mismo grupo. Y lo harán evitando una catequesis de la huida del mundo y ayudando a que los valores humanos (mundanos) sean descubiertos, en el discernimiento de la palabra de Dios, como transidos de la vida nueva que da el Espíritu del Resucitado8. «Todos los valores humanos son susceptibles de ser vividos como valores del Reino» (M. Van Caster [cf CD 121). En una autocomprensión más explícita que la de antaño, la Iglesia es consciente de que, «con la fuerza del evangelio que le ha sido confiado» (GS 41), primero, ayuda a cada hombre (le descubre el sentido de su dignidad [cf GS 411); segundo, ayuda a la sociedad humana (reconoce la

evolución hacia la unidad que se encierra en su dinamismo social y lo apoya [cf GS 421) y, tercero, presta ayuda a la actividad humana, a través de los cristianos (los laicos creyentes, en cuanto ciudadanos, están llamados a asumir sus responsabilidades cívicas [cf GS 431). Es decir, toda esta promoción integral del hombre y transformación de la sociedad pertenece esencialmente a la misión de la Iglesia y, por tanto, a la catequesis. Así, esta es una iniciación al servicio del hombre y del mundo para el advenimiento del Reino (cf GS 45). El enorme desarrollo de la doctrina social en el magisterio de la Iglesia y, sobre todo a través de la Gaudium et spes, ha ampliado el horizonte del compromiso cristiano y la sensibilidad social en los cristianos. Esto comporta en la catequesis la necesidad de iniciar a los catequizandos en la llamada Doctrina social de la Iglesia9.

II. Orientaciones expresas sobre la catequesis 1. IMPORTANCIA Y FINALIDAD DE LA CATEQUESIS. El decreto Christus Dominus dice que, entre las formas «para anunciar la doctrina cristiana, ocupan el primer lugar la predicación y la formación catequética» (13c). Y añade: la catequesis busca que «la fe, ilustrada por la doctrina, se haga viva, explícita y activa» (14). a) Sujetos y metodología. El sujeto de la acción evangelizadora y catequética es toda persona de cualquier condición social (cf LG 5, 13; CD 7, 13). En concreto, los obispos «demuestran la materna solicitud de la Iglesia para con los fieles e infieles, teniendo cuidado especial de los pobres y débiles, a los que el Señor les envió para evangelizar» (cf CD 13a). Vigilen que se catequice a los niños, adolescentes, jóvenes e incluso a los adultos (cf CD 14a) y que se reinstaure o perfeccione el catecumenado de adultos (cf CD 14c). En cuanto a la metodología, el Concilio pide que la formación catequética se lleve a cabo con orden y método respecto a la materia y a las facultades, edad y condiciones de vida de los creyentes (cf CD 14a), y que se promuevan el diálogo y el trato cordial que llega a convertirse en amistad (cf CD 13b; GS 1-2). b) Catequistas y lugares para la catequesis. Los agentes de la catequesis aparecen diversificados, pero cumpliendo la misma tarea. Como tales aparecen los obispos (CD 12-14), los presbíteros (LG 10, 28; PO 4), los religiosos y religiosas (cf AG 15, final; GE 12, conclusión; CD 33ss.), los padres (AA 11; GE 3, 6) y los catequistas seglares (AA 10; AG 15). Todos han de formarse: o en los seminarios (OT 19-21), o con una educación permanente (PO 19; OT 22); o en escuelas diocesanas y regionales (AG 17). «Todos han de estudiar asiduamente la Escritura» (DV 25a, 23). Todos han de aprender la doctrina católica (AG 17c), las leyes psicológicas y las doctrinas pedagógicas (cf CD 14b; OT 20-22), y la práctica pastoral, ejercitando «sin cesar la piedad y la santidad de vida» (AG 17c). Pero, sobre todo, han de vivir en sintonía con las personas, la cultura y la situación social, integrándose en estas desde la solidaridad evangélica, al estilo de Cristo (CD 13-15; PO 4, 6, 9, 19; OT 15; AG 25-26; GE 8, 12; AA 11, 28-32). Los lugares en que se desarrolla la catequesis son las instituciones educativas escolares o extraescolares (GE 3-5, 6-8). En cualquier caso, el Concilio pide que «se proteja la libertad religiosa» (DH 14-15). 2. LUGAR DE LA CATEQUESIS EN LA ACCIÓN EVANGELIZADORA DE LA IGLESIA. La Gravissimum educationis describe la formación catequética 10 de una manera muy similar a como el decreto Ad gentes describe el catecumenado. Según esto, para el Vaticano II la formación catequética se identifica con la descripción del catecumenado primitivo. Y este «no es una mera exposición de

dogmas y preceptos, sino formación y noviciado convenientemente prolongado de la vida cristiana, con el que los discípulos se unen a Cristo, su Maestro. Iníciense, pues, los catecúmenos convenientemente en el misterio de salvación, en la práctica de las costumbres evangélicas, y en los ritos sagrados que han de celebrarse en tiempos sucesivos, y sean introducidos en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios» (AG 14a). La catequesis aquí definida es una educación cristiana integral, un clima educativo que ayuda a madurar todos los aspectos de la fe o de la vida cristiana. Según esto, ¿qué lugar ocupa esta catequesis-catecumenado dentro de la actividad apostólica de la Iglesia? El decreto Ad gentes presenta el catecumenado-catequesis dentro de la acción misionera de la Iglesia (Ver más arriba). Recordemos que esta abarca: el anuncio del evangelio (con palabras y obras) para la conversión inicial (13), el catecumenado-catequesis (con los sacramentos de la iniciación) (14) y la formación de la comunidad cristiana (15). Por tanto, según el Vaticano II, no hay acción misionera completa (cf AG 6) si no se incluye la acción catecumenal-catequética, que madura la conversión primera e introduce a los catequizandos en la comunidad11. 3. NUEVO ROSTRO DE LA CATEQUESIS. Según todo lo dicho, la catequesis conciliar es una escuela de vida cristiana integral, una iniciación a la vida cristiana: «Iníciense» (AG 14). Pero, al haber recuperado el Concilio conceptos fundamentales sobre el ser y el quehacer de la Iglesia, y también a causa del secularismo poscristiano que afecta al mundo, se han explicitado, matizado o precisado algunos aspectos de la catequesis como iniciación. Según esto, la catequesis: 1) En relación al ser humano que va a ser catequizado es exigencia de análisis de la situación humana, socio-cultural y religiosa en que se encuentra cada persona y cada sociedad, e iniciación a la realización integral de la persona real y a la transformación de su mundo en la dirección de los planteamientos cristianos de GS, AA, AG (el reino de Dios en nuestro mundo). 2) En relación al misterio de la salvación cristiana, es acto de tradición viva y servicio a la palabra de Dios, en cuanto anuncio de Cristo Salvador y liberador; iniciación a la lectio divina de la Escritura e iniciación a la respuesta generosa a la Palabra: es decir, educación de la fe. 3) En relación a la comunidad eclesial en que se realiza, es acción de Iglesia (la voz continuada del Esposo) en actitud convocante; iniciación a la experiencia eclesial y exigencia de mejora del ámbito comunitario como matriz de cristianos nuevos (el catecumenado o el clima catecumenal). 4) En relación a la liturgia y a la comunicación con Dios, es iniciación a toda la vida litúrgica, principalmente a la celebración de los sacramentos y, en especial, de la eucaristía, e iniciación a la oración individual desde la Escritura y los santos. 5) Y en relación a la sociedad secularista emergente y a los cristianos divididos, acoge la praxis misionera y ecuménica de Ad gentes y Unitatis redintegratio, y es ayuda a la maduración de la fe-conversión inicial; iniciación a la vida cristiana integral (re-iniciación cristiana); iniciación al sentido misionero hacia dentro y hacia fuera, e iniciación al interés por la unidad de los cristianos (ecumenismo). Siendo esto así, no extraña que el movimiento catequético en toda la Iglesia haya sido una de las acciones que más ha contribuido a la recepción del propio Concilio en la Iglesia. No obstante, este, consciente de no haber abordado a fondo una acción tan importante como la catequesis, y de haber aportado elementos que la podían revitalizar, pidió que se elaborara «un directorio de la formación catequética del pueblo cristiano, en el que se trate de los principios fundamentales y de la organización de esta formación y de la elaboración de los libros que a ella se destinen» (CD 44). En el Concilio está el germen de toda la evolución que la catequesis tendrá en los lustros siguientes.

III. La catequesis según la renovación conciliar

El Vaticano II ha dado luces para renovar la identidad de la catequesis. Sin embargo, esta, como acto de tradición viva transmite a las generaciones contemporáneas la fe de la Iglesia en fidelidad tanto a «lo recibido del Señor», y a lo que el Espíritu ha ido diciendo y dice a la Iglesia (cf Jn 16,13; Ap 2,17; 2,28; 3,6.13.22), como a la persona humana actual, inmersa en un mundo cultual y socialmente muy evolucionado (cf GS). Pero, el Concilio ¿ofrece a la catequesis ese mensaje renovado que ha de seguir transmitiendo? El Vaticano II se propuso los objetivos que recordamos en la introducción (cf SC, introducción), entre los cuales no está la renovación del «misterio íntegro de Cristo» (cf CD 12; GE 2). Sin embargo, ofrece indicaciones en cuanto a la renovación del mensaje cristiano, que sintetizamos en tres propuestas complementarias. a) Cuatro pistas que se entrecruzan, e implican a Dios-Trinidad, a Cristo, a la Iglesia, al hombre y al mundo, según el pensamiento de G. Medica12: 1) La dimensión bíblica de la catequesis: Dios habla a los hombres en Cristo; 2) la dimensión eclesial-litúrgica y ecuménica de la catequesis: Dios actúa presente entre los hombres; 3) la dimensión antropológico-cósmica: Dios continúa encarnándose en el hombre; 4) la dimensión misionero-trinitario-eclesialcósmica de la catequesis: Dios impregna de sí mismo a los pueblos. b) Un mensaje único, histórico, salvífico y actual, tal como se presentó en las I Jornadas nacionales de estudios catequéticos (Madrid 1966)13. c) Un mensaje cristocéntrico, desde la «jerarquía de verdades» (UR 11). Este es un principio también catequético tanto en el orden de la verdad de fe como en el de la expresión de fe. Teóricamente todos los cristianos aceptamos que, dentro del mensaje de la salvación, unas verdades o realidades son más importantes que otras. «El mensaje cristiano no es una galería esplendorosa de verdades expuestas unas al lado de otras; son verdades entrañablemente relacionadas unas con otras» (E. Malvido). En el mensaje existen verdades que son el fundamento del restante edificio de la fe. Pues bien, el fundamento o razón de la fe cristiana es una Persona viva: Jesucristo crucificado, que ha resucitado y vive y sale al encuentro de cada persona de la humanidad (GS 1-4, 10, 18, 22, 32; SC 5-7d) 14. Así pues, la tercera propuesta operativa que nos ofrece el Concilio consiste en presentar el mensaje evangélico, con la variedad de sus realidades: el Padre, el Espíritu Santo, la Iglesia, María, los sacramentos, el hombre nuevo, las realidades terrenas, los criterios morales evangélicos, la historia de la salvación, la oración, la muerte, la esperanza... presentar estas realidades, en relación existencial y noética con Cristo, el Señor resucitado y Emanuel. Así lo hace san Pablo en sus tareas misioneras y catequéticas. Para él, cualquier realidad de la Revelación es anuncio de Cristo e invitación a convertirse a él y a seguirle. El lo ve todo en Cristo: la Iglesia es el «cuerpo de Cristo» (Ef 4,12); creer es «aceptar a Cristo» (Col 2,5-6); el bautismo, «morir y resucitar en Cristo» (Rom 6,4); el matrimonio, un «gran misterio en Cristo» (Ef 5,32); las divisiones de los cristianos descuartizan el cuerpo de Cristo (1Cor 1,13); Dios es el «Padre de nuestro Señor Jesucristo » (2Cor 1,3); el testimonio, el «perfume de Cristo» (2Cor 2,15-16); la muerte es «vivir con Cristo» (2Cor 5,8); la vida de gracia, «vivir en Cristo» (Ef 2,11-13); María, la mujer de la que nació Cristo (Gál 4,4); el Espíritu Santo es «el Espíritu de Cristo» (Rom 8,9), etc. El nuevo Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997, que actualiza el Directorio general de pastoral catequética de 1971, recogiendo las aportaciones posteriores, se inspira totalmente en esta línea cristocéntrica del Concilio (ver, por ejemplo, los nn. 49, 51, 80, 97-100, 123, 235). El valor pedagógico-catequético de este cristocentrismo del mensaje se basa en el personalismo, que además de recuperar la matriz dialogal del cristianismo para expresar y comunicar los

misterios de la fe, crea en las gentes de hoy una sintonía, un clima favorable a la vida, a la doctrina y a la espiritualidad cristianas (V. Schurr).

IV. Presentación catequética del Vaticano II Este enunciado puede entenderse de varias maneras. La que parece más acertada en nuestro caso consiste en dar a conocer aquellos aspectos del mensaje cristiano que han quedado renovados en el Vaticano II y que han sido integrados en una síntesis orgánica de fe: Dios, Cristo y el Espíritu; el proyecto de Dios y la historia de la salvación; la Revelación y la fe; la Iglesia y María; el hombre caído y redimido, las realidades terrenas y la salvación, la actividad humana en el mundo, la liturgia, el laicado, el ecumenismo, la acción misionera, el episcopado, los criterios morales, etc. Esto es lo que ha hecho el Catecismo de la Iglesia católica (CCE). La enseñanza ordinaria de la Iglesia, propia de todo catecismo, ha sido actualizada por él con los datos renovados del Vaticano II. El CCE no es un catecismo conciliar, pues ni lo mandó elaborar el Concilio, ni es una síntesis de los documentos conciliares. Podría llamarse conciliar en el sentido de que la síntesis orgánica de fe que presenta, asume e integra, de forma resumida, las enseñanzas del concilio, tras un esfuerzo por recoger la esencia de sus documentos. «Lo reconozco —dice el Papa— como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunidad eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (FD 4). No obstante, «por su misma finalidad, este catecismo no se propone dar una respuesta adaptada, tanto en el contenido como en el método, a las exigencias que dimanan de las diferentes culturas, de las distintas edades, de los diversos estadios de la vida espiritual, de las situaciones sociales eclesiales de aquellos a quienes se dirige la catequesis. Estas indispensables adaptaciones corresponden a los catecismos propios de cada lugar y, más aún, a aquellos que toman a su cargo instruir a los fieles» (CCE 24). Esto quiere decir que la presentación catequética del Vaticano II se podrá hacer más adecuadamente a través de los catecismos locales que surjan en cada lugar, o de aquellos que queden homologados como catecismos locales. El Vaticano II ha enriquecido notablemente la acción catequética. ¿No se deberá esto, de algún modo, a que el propio Concilio se dejó modelar por el talante de la catequesis? Pablo VI llegó a llamarlo «el gran catecismo de los tiempos modernos» (cf CCE 10). NOTAS: 1. E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 12. — 2 En este tema seguimos la obra anterior de E. Alberich, 60-77, 100-109. — 3. A. CAÑIZARES, La catequesis española en el proceso de acogida del Vaticano II, Teología y 4 5 catequesis 1 (1982) 48. – Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, en AA.VV., Vaticano II. Documentos, BAC, Madrid 1993, 49-68. — A. GONZÁLEZ MONTES, en ib, 602-607. — 6. Estos conceptos serán profundizados desde mediados de la década de los 70 hasta la década de los 90, a partir de Evangelii nuntiandi, Christifideles laici y documentos de varios episcopados. — 7. Cf C. FLORISTÁN, Vaticano II, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 1450-1462. — 8 9 Cf J. M. ROVIRA BELLOSO, La catequesis en el marco de la Iglesia del Vaticano II, Teología y catequesis 1 (1982) 70-72. — Cf E. 10 ALBERICH, o.c., 162-173; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Libertad cristiana y liberación, 71-76. — Generalmente la traducción española dice instrucción catequética (CD 14; GE 4), cuando el término latino no es instructio, sino institutio, cuya traducción más común es formación, desarrollo de la persona en todas sus dimensiones. — 11. Cf R. LÁZARO, La 12 incidencia de algunos textos magistrales en la catequesis de adultos, Sinite 106 (1994) 291-304. — Cf G. M. MEDICA, Concilio 13 Vaticano II, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 212-213. - AA.VV., Por una formación religiosa 14 para nuestro tiempo, Marova, Madrid 1967, 220,4 y 5; 221,6. — E. MALVIDO, ¿Cuál es el corazón del mensaje cristiano?, San Pío X, Madrid 1995. BIBL.: Además de la consignada en notas, ALBERICH E., La catequesis en el contexto del Vaticano II y el posconcilio, en Actas del Congreso internacional de catequesis: del V Centenario al ITI Milenio, Teología y Catequesis, Madrid 1992, 277-392; BLÁZQUEZ R., Introducción general, en AA.VV., Vaticano 11. Documentos, BAC, Madrid 1992, 15-40; CAÑIZARES A., Evangelización, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 360-366; DE LUBAC H., Diálogo sobre el Vaticano II. BAC. Madrid 1967: ESTEPA J. M.-SUÁREZ A., Índice de fuentes sobre la Catequesis (1961-1976), Actualidad catequética 102-103 (1981) 178-81; FLORISTÁN C., Para comprender la evangelización, Verbo Divino, Estella 1993, 36-42; LARRAURI J. M., Balance del concilio Vaticano II a los veinte años, ESET, Vitoria 1986; LATOURELLE R. (ed.), Vaticano 11. Balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989; Vaticano II, en LATOURELLE R-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1596-

1609; MATOS M., Identidad cristiana y mensaje cristiano, Teología y catequesis 4 (1983) 537-47; PIÉ.-NINOT S., Introducción a la Dei Verbum, BAC, Madrid 1933, 157-163; PIKAZA X.-SILANES N. (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992; ROGIER L. J.-Au-BERT R.-KNOwLES M. D., Nueva historia de la Iglesia V, Cristiandad, Madrid 1984; VALLADOLID J. M., La educación de la fe según el concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1967; VAN CASTER M., La catéchése ' selon l esprit du Vatican II, Lumen Vitae 26 (1966) 11-28.

Vicente M° Pedrosa Arés

VIDA CRISTIANA

SUMARIO: I. La esencia de la vida cristiana: 1. La conversión a Cristo, fuente de una vida nueva; 2. Una vida nueva en todas las dimensiones. II. La catequesis modela la vida según Cristo: 1. Maduración de la vida cristiana; 2. Catequesis orgánica y sistemática; 3. La catequesis entrena para la vida cristiana; 4. Catequesis para la formación moral. III. La catequesis responde a las dimensiones fundamentales del creyente. IV. Los ámbitos de la catequesis.

«Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están "muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser "i mitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor" (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con "los sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,1216)» (CCE 1694). «El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41). Es en Jesús, donde el hombre conoce mejor quién es Dios y su voluntad de salvación y, sobre todo, el hombre se conoce mejor y descubre el sentido auténtico de su existencia (cf GS 22). A la luz de los evangelios podemos destacar los rasgos fundamentales de Jesús de Nazaret y tomar conciencia de la imagen que los primeros cristianos tenían de su persona. La buena noticia que, a lo largo del tiempo, ha ofrecido la Iglesia se concentra en dar a conocer a Jesucristo y acompañar a los hombres al encuentro de la persona del Señor resucitado, de modo que, descubriendo en él y en su evangelio el sentido supremo de su propia existencia, puedan crecer como hombres nuevos en una sociedad renovada, de cielos nuevos y tierra nueva. Si el drama de nuestro tiempo es la separación entre cultura y fe (cf EN 20) y entre fe y vida (cf GS 43), urge buscar una solución eficaz y duradera. Las causas de esta separación son múltiples (secularismo, pluralismo, corrientes filosóficas, organización de la sociedad, etc). Hay también causas intraeclesiales: gran parte de la teología, de la liturgia y la catequesis ha separado fe y vida profana, fe y cultura, fe y praxis. «Surge, pues, la pregunta —plantea Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio– sobre cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa» (FR 52, 95). A esta cuestión responde ampliamente el Consejo pontificio de la cultura, secundando el deseo apremiante dél Papa: «Debéis ayudar a la Iglesia a responder a estas cuestiones fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el mensaje de la Iglesia a las nuevas culturas, a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo puede la Iglesia de Cristo hacerse oír por el espíritu moderno, tan orgulloso de sus realizaciones y al mismo tiempo tan inquieto por el futuro de la familia humana?» (Para una pastoral de la cultura, 1 [23 de mayo de 1999]). La respuesta está en la integración: la fe tiene que integrarse plenamente en la personalidad

humana, en sus raíces, en sus valores y funcionamiento. Para ello la catequesis integral e integradora no puede reducirse al catecismo.

I. La esencia de la vida cristiana 1. LA CONVERSIÓN A CRISTO, FUENTE DE UNA VIDA NUEVA. «La evangelización, al anunciar al mundo la buena nueva de la Revelación, invita a hombres y mujeres a la conversión y a la fe (cf Rom 10,17; LG 16; AG 7; CCE 846-848). La llamada de Jesús, "convertíos y creed el evangelio" (Mc 1,15), sigue resonando, hoy, mediante la evangelización de la Iglesia. La fe cristiana es, ante todo, conversión a Jesucristo (AG 13), adhesión plena y sincera a su persona y decisión de caminar en su seguimiento (CT 5). La fe es un encuentro personal con Jesucristo, es hacerse discípulo suyo. Esto exige el compromiso permanente de pensar como él, de juzgar como él y de vivir como él vivió (CT 20). Así el creyente se une a la comunidad de los discípulos y hace suya la fe de la Iglesia (CCE 166-167)» (DGC 53). De alguna manera, vivir en Cristo, llenarse de Cristo, supone vaciarse de sí mismo para intentar la plenificación humana que conlleva la inserción madura en la comunidad de creyentes y en la comunidad de los humanos. Ser cristiano es construir la personalidad teniendo a Cristo como referencia en el plano de la mentalidad (manera de pensar y enjuiciar), de la sensibilidad (vibraciones del sentimiento y la emotividad al ritmo de Cristo) y de la vida (forma de ser, relacionarse y actuar). Al interiorizar progresivamente y explicitar esta referencia a Cristo, se perciben la historia y la vida como él, se toman las opciones con sus mismos criterios, se relaciona y ama como él... Esta nueva personalidad cristiana supone: 1) Un proceso de crecimiento y maduración humana que asume, como vivencia religiosa «todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable...» (Flp 4,8); pero también asume todo lo que es pecado y miseria, como lugar de encuentro con Dios Padre, amor y perdón. 2) Un encuentro con Jesucristo, hombre perfecto, que desvela el sentido de la existencia humana individual y social: el Salvador del hombre: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (In 8,12). Este encuentro personal con Jesucristo se vive en la fe y en el testimonio de los cristianos. 3) Una inserción progresiva –en amplitud y profundidad– en la comunidad de los seguidores, lugar, signo e instrumento de la salvación de la humanidad: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en el partir el pan y en las oraciones» (He 2,42). 4) Una integración en la sociedad como fermento y compromiso por el Reino, con vocación transformadora según las claves de Dios: «Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo. A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1Cor 12,4.7). Para vivir estas dimensiones se exige una pedagogía que capacite para asimilar vitalmente los contenidos o verdades, las vivencias y experiencias más significativas y las actitudes más evangélicas. 2. UNA VIDA NUEVA EN TODAS LAS DIMENSIONES. «Aquel que, movido por la gracia, decide seguir a Jesucristo es "introducido en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios" (AG 14). La Iglesia realiza esta función fundamentalmente por medio de la catequesis. También la educación cristiana familiar y la enseñanza religiosa escolar ejercen una función de iniciación a la vida cristiana» (DGC 51).

«La fe lleva consigo un cambio de vida, una "metanoia" (cf EN 10, AG 13; CCE 1430), es decir, una transformación profunda de la mente y del corazón: hace así que el creyente viva esa "nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio" (cf EN 23). Y este cambio de vida se manifiesta en todos los niveles de la existencia del cristiano: en su vida interior de adoración y acogida de la voluntad divina; en su participación activa en la misión de la Iglesia; en su vida matrimonial y familiar; en el ejercicio de la vida profesional; en el desempeño de las actividades económicas y sociales. La fe y la conversión brotan del corazón, es decir, de lo más profundo de la persona humana, afectándola por entero. Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a él, el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante» (DGC 55). «La fe es un don destinado a crecer en el corazón de los creyentes (cf CT 20). La adhesión a Jesucristo, en efecto, da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida (cf RMi 46). Quien accede a la fe es como un niño recién nacido (cf lPe 2,2; Heb 5,13) que, poco a poco, crecerá y se convertirá en un ser adulto, que tiende al "estado del hombre perfecto" (Ef 4,13), a la madurez de la plenitud de Cristo. Los signos de su madurez los indican las obras que nacen de un corazón convertido a Cristo y a los hermanos. Es la opción fundamental del discípulo (cf AG 13; EN 10; RMi 46; VS 66; RICA 10) que genera el deseo de conocerle más profundamente y de identificarse con él. La catequesis inicia en el conocimiento de la fe y en el aprendizaje de la vida cristiana, favoreciendo un camino espiritual que provoca un "cambio progresivo de actitudes y costumbres" (AG 13), hecho de renuncias y de luchas, y también de gozos que Dios concede sin medida» (DGC 56).

II. La catequesis modela la vida según Cristo 1. MADURACIÓN DE LA VIDA CRISTIANA. «El creyente, impulsado siempre por el Espíritu, alimentado por los sacramentos, la oración, el ejercicio de la caridad, las múltiples formas de educación permanente, la escucha de la Palabra, el testimonio y apoyo de la comunidad... modela su vida para vivir y actuar según Cristo, el único y perfecto modelo (DV 24; EN 45)» (DGC 57). «Así como para la vitalidad de un organismo humano es necesario que funcionen todos sus órganos, para la maduración de la vida cristiana hay que cultivar todas sus dimensiones: el conocimiento de la fe, la vida litúrgica, la formación moral, la oración, la pertenencia comunitaria, el espíritu misionero. Si la catequesis descuidara alguna de ellas, la fe cristiana no alcanzaría todo su crecimiento» (DGC 87). Una catequesis que tiene cuenta de la globalidad, cultiva y desarrolla casi de forma automática la maduración de la vida cristiana pues cada dimensión incluye, potencia y proyecta la dimensión vivencial, moral y social en Iglesia. Aplicándolo a la iniciación cristiana, afirman los obispos españoles: «Por razones de claridad, se exponen por separado las características propias de cada una de estas funciones en relación con la iniciación cristiana, pero no debe perderse de vista su íntima complementariedad y apoyo mutuo» (IC 40; cf 41-42). 2. CATEQUESIS ORGÁNICA Y SISTEMÁTICA. Si queremos que la catequesis cristiana sea integral y abarque todas las facetas de la vida del creyente, tenemos que pensar en una catequesis con un proceso serio.

La catequesis (cf DGC 67) es una formación orgánica y sistemática de la fe. Ya el sínodo de 1977 subrayó la necesidad de una catequesis «orgánica y bien ordenada» (CT 21), que no se puede reducir a lo circunstancial y ocasional (cf CT 21). Porque su meta es formar para la vida cristiana, desborda –incluyéndola– la mera enseñanza (cf AG 14; CT 33; CCE 1231). Se centra en lo común para el cristiano, sin entrar en cuestiones controvertidas ni novedosas ni en profundidades de la investigación teológica. Y está en la entraña de la fe –y por lo tanto de la catequesis– la incorporación a la comunidad que vive, celebra y testimonia (cf DCG 31). Iniciarse, proseguir y madurar en el misterio de la salvación debe marchar parejo con el ejercicio de las costumbres evangélicas y con las celebraciones de la comunidad. La catequesis de la vida cristiana no es responsabilidad exclusiva de sacerdotes y catequistas, sino de toda la comunidad de fieles. La fe, en efecto, exige cooperar activamente en la evangelización y en la edificación de la Iglesia con el testimonio de vida y la profesión de la fe (AG 14). No hay auténtica vida cristiana si no hay una clara decisión de construir la Iglesia de Cristo. Partiendo de los datos del Concilio se puede concluir que el catecumenado es la forma de catequesis más indicada (AG 14; CD 14; SC 64-65, 71) y que «la iniciación cristiana es un proceso de formación o de crecimiento, suficientemente largo y debidamente articulado, constituido por elementos catequéticos, litúrgico-sacramentales, comunitarios y de comportamiento, que es indispensable para que una persona pueda participar con libertad de opción y adecuada madurez en la fe y en la vida cristiana» (J. Gevaert, 1982; cf IC 20-21). 3. LA CATEQUESIS ENTRENA PARA LA VIDA CRISTIANA. «La catequesis es uno de esos momentos en el proceso total de la evangelización» (CT 18). Los convertidos, mediante «una enseñanza y aprendizaje convenientemente prolongado de toda la vida cristiana» (AG 14), son iniciados en el misterio de la salvación y en el estilo de vida propio del evangelio. Se trata, en efecto, «de iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 18). Y eso se logra con el adecuado acompañamiento, en el proceso, según un itinerario previsto por la comunidad para llevar a cabo en grupo y seguido más de cerca por el catequista (cf DGC 141, 156, 159; cf IC 24-31). La catequesis es una «escuela preparatoria de la vida cristiana» (DCG 130), debe iluminar y robustecer la fe, alimentar la vida según el espíritu de Cristo, llevar a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alentar la acción apostólica (RICA 19). La vida cristiana «no es más que la vida en el mundo. Pero una vida según las bienaventuranzas» (CT 29). Y al ser la catequesis también una iniciación en el conocimiento de la fe, se está hablando de nociones, valores, experiencias, acontecimientos... No se puede olvidar este factor (o dimensión) cognoscitivo de la fe. La comprensión del mensaje cristiano es necesaria para poder vivir la fe cristiana, para dar «razón de su esperanza». Y el cultivo y proyección de la dimensión doctrinal, intelectual o más racional de la fe es una exigencia en el mundo intelectual y universitario (cf FR 13). La vida cristiana tiene ahí un campo inagotable y de gran repercusión en la Iglesia y en la sociedad. 4. CATEQUESIS PARA LA FORMACIÓN MORAL. Adherirse a Jesucristo implica optar por él, camino, verdad y vida. La catequesis debe, por tanto, entrenar a los discípulos en las actitudes propias del Maestro. Los discípulos emprenden, así, un camino de transformación interior en el que, participando del misterio pascual del Señor, «pasan del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo» (AG 13). Es el primer fruto y compromiso de la fe: la construcción de sí mismo según los criterios y exigencias de Cristo. Desde ahí no sólo se construye Iglesia y sociedad con el testimonio personal, elemento clave en la pedagogía, sino también desde la dimensión social y caritativa que tiene la fe y el seguimiento del Maestro.

El sermón de la montaña, al que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las bienaventuranzas, es una referencia indispensable en esta formación moral, hoy tan necesaria. La evangelización, «que comporta el anuncio y la propuesta moral» (VS 107) difunde toda su fuerza interpeladora cuando, junto a la palabra anunciada, sabe ofrecer también la palabra vivida. Este testimonio moral, al que prepara la catequesis, ha de saber mostrar las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas. Una auténtica educación moral requiere una pedagogía que fomente los valores aptos para producir ese cambio progresivo de sentimientos y costumbres que, según AG 13-14, es la lenta transformación de las actitudes y valores del creyente (cf FR 68).

III. La catequesis responde a las dimensiones fundamentales del creyente La comunión con Jesucristo conduce a celebrar su presencia salvífica en los sacramentos y, particularmente en la eucaristía... Esta iniciación en la oración ha de llevar implícita una educación para la acción. Cuando la catequesis está penetra-da por un clima de oración, el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad (DGC 85). La oración y la celebración deben partir de la vida, relacionarse con la vida y estimular su transformación según los criterios de Cristo. a) La vida cristiana en comunidad. «La catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia... La vida cristiana en comunidad no se improvisa y hay que educarla con cuidado. Para este aprendizaje, la enseñanza de Jesús sobre la vida comunitaria, recogida en el evangelio de Mateo, reclama algunas actitudes que la catequesis deberá fomentar: el espíritu de sencillez y humildad (Mt 18,4), la solicitud por los más pequeños (Mt 18,6), la atención preferente a los que se han alejado (Mt 18,12), la corrección fraterna (Mt 18,15), la oración en común (Mt 18,19), el perdón mutuo (Mt 18,22). El amor fraterno aglutina todas estas actitudes (Jn 13,34)» (DGC 86). Seguir a Jesús es entrar en la dinámica comunitaria, ya que no se le sigue en solitario sino en grupo. No se puede hablar de Cristo cabeza y olvidar a los miembros... Por ello, la catequesis ha de educar al creyente en actitudes que favorezcan la vida comunitaria, la pertenencia al grupo: oración común, perdón mutuo, amor fraterno, participación activa... De la comunidad cristiana nace el anuncio de la buena noticia, incitando a los hombres a acercarse a Jesucristo y seguirle. Y la comunidad es la que acoge a los que han optado por el seguimiento, les acompaña en su itinerario de fe, y se ocupa y preocupa tanto de los her manos alejados de la fe –ignorancia, descuido, desengaño, pecado– como de los hermanos en penuria material, psicológica o moral (pobres, enfermos, presos, exiliados, abandonados, prostituidos, marginados...). La comunidad cuidará también en sus catequesis, con la enseñanza y el testimonio, la dimensión ecuménica de la fe y estimulará actitudes fraternales hacia los miembros de otras iglesias y comunidades (cf DGC 86). Y la comunión intraeclesial e interconfesional conlleva igualmente una cierta comunión con la sociedad actual, lugar de Revelación, en la que Dios se encarna, desde la que catequiza y a la que intenta promocionar y educar, y en la que sea posible evangelizar. b) El compromiso apostólico y misionero. «El bautizado tiene el deber de confesar su fe delante de los hombres» (LG 11). «Se trata de capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la sociedad, en la vida profesional, cultural y social. Se les preparará,

igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de cada uno» (DGC 86). La vida del creyente ha de ser testimonio que haga plantearse a los hombres y mujeres de su tiempo el porqué de su manera de vivir, la razón de su conducta. «Este testimonio constituye de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz de la buena noticia» (EN 21). El compromiso ha de adquirirlo también en las tareas que se realizan dentro de la comunidad. La insistencia en la acción social y caritativa que deriva de la fe puede hacer olvidar la necesidad de la conversión personal y comunitaria, tan reiterada por Cristo. Porque habría que recordar siempre: si se logra eliminar el pecado de la propia vida y se apuesta decididamente por el amor, acaban muchas injusticias, mucha violencia, manipulación, mentira y el resto de pecados que imposibilitan la fraternidad, la igualdad y la paz. La catequesis está abierta, del mismo modo, al dinamismo misionero (cf CT 24). Se trata de capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la sociedad, en la vida profesional, cultural y social. No bastarán las buenas intenciones y deseos, se requiere aprovechar bien todos los recursos materiales y humanos, y con ellos, la capacitación técnica. Se les preparará, igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, segun la vocación de cada uno... c) El discernimiento vocacional. La catequesis ha de ayudar al creyente a discernir su vocación, la manera mejor de seguir a Jesucristo, imitando su vida y continuando su misión. No parece pedagógico pretender formar para la vida cristiana sin tener muy presente la dimensión vocacional, que se realizará en una forma de vida, una profesión o una serie de actividades concretas.

IV. Los ámbitos de la catequesis La vida cristiana supone una tensión liberadora que encarna la fe en toda realidad humana: personal, social, artístico-cultural, profesional, política... La fe cristiana no es una superestructura que se añade a las personas para que se relacionen con Dios; es una fuerza divina que intenta potenciar lo humano en cada persona, en cada familia, en cada grupo y en el conjunto de la historia de los hombres, prolongando la encarnación del Hijo de Dios en la historia del hombre Jesús. La más moderna pedagogía dice que la primera infancia es momento privilegiado para asimilar valores. Y dice que las enseñanzas, cuando van acompañadas del afecto, penetran mucho más. Y que se educa más por lo que se vive que por lo que se dice. a) La familia. Ningún espacio educativo cumple los tres requisitos como el hogar cristiano. «El testimonio de vida cristiana, ofrecido por los padres en el seno de la familia, llega a los niños envuelto en el cariño y el respeto materno y paterno. Los hijos perciben y viven gozosamente la cercanía de Dios y de Jesús que los padres manifiestan, hasta tal punto que esta primera experiencia cristiana deja frecuentemente en ellos una huella decisiva que dura toda la vida (CT 68)» (DGC 226). «La familia ha sido definida como una "Iglesia doméstica" (LG 11; AA 11; FC 49), lo que significa que en cada familia cristiana deben reflejarse los diversos aspectos o funciones de la vida de la Iglesia entera: misión, catequesis, testimonio, oración... (EN 71).

La familia como lugar de catequesis tiene un carácter único: transmite el evangelio enraizándolo en un contexto de profundos valores humanos (cf GS 52; FC 37). Sobre esta base humana es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo del amor de Dios Creador y Padre» (DGC 255; cf IC 34). b) La parroquia y las comunidades cristianas. La familia asume los problemas más personales y tiene especial importancia en los primeros años de la vida, en la infancia. La parroquia asume los problemas más institucionales. Las personas entran en la Iglesia universal por los caminos de las Iglesias particulares. Pertenecen a la Iglesia universal compartiendo su fe en Iglesias locales y en las parroquias o en comunidades cristianas (cf IC 33). La parroquia es la comunidad cristiana de la iniciación o de la incorporación, aunque cada persona, a lo largo de su vida cristiana, puede cambiar de parroquia y puede incorporarse a otras comunidades cristianas, a comunidades religiosas, a movimientos apostólicos, a cofradías o a grupos matrimoniales, o a alguno de los movimientos o asociaciones que se dan en el actual panorama de las Iglesias. «Las diversas "asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles" (cf CT 70) que se promueven en la Iglesia particular tienen como finalidad ayudar a los discípulos de Jesucristo a realizar su misión...» (DGC 261; cf IC 35). «En las comunidades de base... la catequesis da hondura a la vida comunitaria, ya que asegura los fundamentos de la vida cristiana de los fieles» (DGC 264). La catequesis en grupo procura vivir el proceso catequético, de manera que, teniendo en cuenta la realidad psicosocial y religiosa de cada miembro, se parezca lo más posible a la comunidad cristiana, donde se vive, madura, expresa y realiza la vida cristiana transformadora de la Iglesia y de la sociedad. c) La escuela cristiana. El ámbito escolar ejerce normalmente una gran influencia en la adquisición de un cierto sentido de la vida, en la adquisición de determinados valores, en la relación fe y cultura. Es un ambiente de pluralismo, de expresión libre de las creencias y vivencias, un ambiente propicio para razonar la fe y dar motivos para creer. La escuela cristiana, a pesar de ser una institución tan antigua y tan sometida a crítica, debe ser constantemente redescubierta para la educación de la fe: son muchos los aspectos positivos reales de la escuela y muchas las posibilidades de los educadores de clara vocación pedagógica y con profundas vivencias cristianas (cf DGC 259-260; IC 36-38). BIBL.: ALBERICH E., Educar en la fe a los jóvenes de Europa: Retos y perspectivas, Misión Joven 257 (1998); CENTRO NACIONAL DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe, CCS, Madrid 1998; DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°, especialmente GUERRA A., Experiencia cristiana, 680-688 y MONOILLO D., Seguimiento, 1717-1728; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; JIMÉNEZ ORTZ A., Por los caminos de la increencia. 3 La fe en diálogo, CCS, Madrid 1996; MARTIN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1998 ; Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; MORENO VILLA M., Vocación, en (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1233-1242; OBISPOS DE FRANCIA (1997), Proposer la foi dans la societé actuelle. III lettre aux catholiques de France, Cerf, París 1997; PETITCLERC J. M., Cómo hablar de Dios a los jóvenes, CCS, Madrid 1997; SASTRE J., El acompañamiento espiritual, San Pablo, Madrid 1994'; El discernimiento vocacional, San Pablo, Madrid 1996; TONELLI R., Pastoral juvenil. Anunciar a Jesucristo en la vida diaria, CCS, Madrid 1985.

Alfonso Francia Hernández

VIDA DE LOS SANTOS Y CATEQUESIS

SUMARIO: I. La llamada universal a la santidad. II. Jesucristo, el Santo de Dios. III. Santos en la escuela de Jesús. IV. Humanidad adjunta a la del Verbo. V. Recepción de los santos. VI. La comunidad santa. VII. La vida de los santos en la catequesis.

I. La llamada universal a la santidad Una catequesis que no proponga con todo vigor, con el convencimiento que alimentan tantos siglos de cristianismo, la palabra reveladora y estimulante, atractiva, que emerge de los plurales y excepcionales casos de santidad, faltaría seriamente a la palabra de Dios y a los mismos destinatarios de esa Palabra, privándoles de lo que debe dar sentido global y profundo a su vida de creyentes: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); o con la formulación que nos llega desde el Antiguo Testamento: «sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo» (Lev 19,2). Hoy como ayer, necesitamos una fuerte transmisión del patrimonio de santidad que nos ayude a creer en nuestra vocación nativa a la comunión con Dios (GS 18-19, 21), y nos conduzca, igualmente, a superar la tendencia a separar la confesión existencial y la doctrinal y, más todavía, a hacer que esta prevalezca sobre aquella. Llamados a la santidad. Llamada universal que el Vaticano II proclamó en el corazón mismo de su constitución Lumen gentium, consagrándole un capítulo, el 5°, en el que podemos leer, por ejemplo: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel más humano incluso en la ciudad terrena» (LG 40). Una llamada que se presenta en la oferta de rostros y vidas concretas, ejemplificadoras de lo que puede ser la plenitud de una vida abierta a la acción de Dios (J. Martínez, 1993). La referencia a los mismos tiene un extraordinario valor catequético, que es el que aquí directamente nos interesa. El santo es signo de la presencia operante de Dios en la vida de la persona o de la comunidad, y signo de la libertad liberada del hombre que asume la invitación o el imperativo amoroso de Dios a ser santo. ¡El evangelio es vivible! Se hace carne en quienes llamamos santos: el don se hace compromiso de vida que salva a la misma vida (R. Latourelle, 1965).

II. Jesucristo, el Santo de Dios Dios, el santo, se ha hecho cercano, hombre santo en Jesús de Nazaret. A él, siempre, en todo, tenemos que referirnos, ya que él nos identifica. Somos seguidores de una persona, el Hijo de María, la humilde mujer nazarena, antes y más que de una doctrina. Si bien, en el caso de Jesús, confesamos que Persona y Palabra, Anunciante y lo que anuncia se identifican. El, el mensajero y los mensajes, a quien se dirige el poeta, místico y teólogo Juan de la Cruz para suplicarle que acabe de entregarse «ya de vero, es decir, esto que andas comunicando por medios..., acaba de hacerlo de veras, comunicándote por ti mismo, y que no quieras enviarme ya más mensajeros, que no saben decirme lo que quiero, pues yo a ti todo quiero, y ellos no me saben ni pueden decir a ti todo» (Cántico espiritual, 6, 6-7). Con lo que, al tiempo que reconoce el valor y la función de los mensajeros, los supera y trasciende, declarando, por un lado, su necesaria, rica presencia, y su no menos necesaria, inevitable superación, por otro, para hundirse en un tú a tú con quien es el medio inmediato o supermedio, en quien se encuentran en unidad única Dios y el hombre, el creador y la criatura en comunión inefable de vida, el libro vivo y verdadero, en el que se ven las verdades, como experimenta y proclama santa Teresa (Libro de la vida, 26, 6). Jesús ha corporalizado el misterio, es la Imagen de Dios invisible, encarnación del misterio de Dios-Amor.

Por eso, los cristianos, seguidores de Jesús, deben dar «a entender lo que profesan, que es a Cristo desnudamente», a fin de poder ser signos del signo, remitiendo a él: «para que los que vinieren sepan con qué espíritu han de venir» (Juan de la Cruz, Cartas, 18.7.89; 16). El Cristo desnudo que debemos dar a entender encarna una santidad condenada por los santos de su tiempo. Santidad con dos fuertes polos, con una consecuencia inherente a ellos: irrupción en él de lo divino y estrecha relación con la historia de los hombres, particularmente los marginados, los no-hombres (J. M. Rovira Belloso, 1979). Un Dios diferente (Ch. Duquoc, 1977), implicado con la historia de los hombres. Por eso, Jesús de Nazaret muestra su santidad haciendo de la voluntad de su Padre el motor de la acción en favor de sus hermanos (ib, 411). Juan de la Cruz, partiendo de esta, en su sencillez, profunda formulación del ser cristiano, exhortará con encarecimiento: «Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él» (Subida del Monte Carmelo I, 13, 3). Este Jesús «no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre» (ib). Y con intensidad amorosa, abierta en armonía irrompible a Dios y a sus hermanos. Escribe Teresa: «a trueco de hacer cumplidamente vuestra voluntad y de hacer por nosotros se dejará cada día hacer pedazos» (Camino de perfección 33, 4). Y, «como sabe la cumple ja voluntad del Padre] con amarnos como a sí, así andaba a buscar cómo cumplir con mayor cumplimiento... este mandamiento» (ib 3). Jesús no se presenta en la historia para ser sabido, sino para ser vivido, para alumbrar un nuevo y definitivo modo de ser persona definida por el amor, por la total disponibilidad al Padre y a los hermanos. ¡Hasta morir! Pues Jesús culminó su camino de muerte, sensitiva y espiritual, en el desamparo de la muerte natural y experiencia de aniquilamiento en el alma sin consuelo ni alivio alguno, resuelto en nada, haciendo entonces «la mayor obra que en toda su vida..., que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios». Estas fuertes expresiones cristológicas, preparan la afirmación sanjuanista: «para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios». El camino de Jesús consiste en una viva muerte de cruz (Subida II, 7, 11). De Jesús trae origen, y a él también remite, esa forma de vida que llamamos cristiana y que en las figuras egregias, eminentes, que llamamos santos, adquiere renovada, históricamente múltiple, significación.

III. Santos en la escuela de Jesús Bastará una palabra para recordarnos a los cristianos que si pesa sobre nosotros un imperativo ineludible de santidad –«sed santos»–, es porque antes se nos ha concedido a lo divino la inefable gracia de la santidad filial. En un par de versos encierra Juan de la Cruz el contenido de la promesa que vertebra el Antiguo Testamento: «y el amor que yo en ti tengo/ese mismo en él pondría», en quien creyese en Jesús (Poesías, 2, 73-74). Promesa que se hace realidad, y realización relativamente absoluta, en quienes culminan el proceso de filiación adoptiva. Escribe el santo después de citar el evangelio de Juan (17,20-23), que «el Padre nos comunica el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino... por unidad y transformación de amor». Concluye su razonamiento diciendo que las almas (= personas) poseen «esos mismos bienes por participación que él [Jesús] por naturaleza» (Cántico, 39, 5-6). Tenemos, pues, que el punto de arranque, la raíz, es sólo gracia y don, y el punto de arribo, además, respuesta de gracia a la gracia recibida, que capacita a la persona para responder, para hacerse responsable de la propuesta eficazmente transformadora de Dios. Sólo a este último me refiero al hablar de los santos, cristianos movidos por el espíritu de Dios, que han llegado a vivir la gracia de la santidad original, sean o no conocidos, destacando señaladamente alguna nota de la inabarcable santidad de Jesús, en un determinado contexto histórico, cultural, o situación

personal concreta. Creyentes que han hecho —y siguen haciendo— presente, significativa e incitadoramente presente, en la historia, al Dios y Padre de Jesús. De estos santos hablamos aquí en relación a la catequesis, porque en ellos aparece el objetivo que debe buscar toda catequesis. De estos dijo Juan de la Cruz, que «tienen un no sé qué de grandeza y dignidad..., que causa detenimiento y respeto a los demás» (Cántico, 17, 7). Sus personas, antes y más que sus palabras, antes y más allá de los gestos concretos en que tratan de encarnarla, testigos más y antes que maestros, son el mejor refrendo, prueba y metodología de una catequesis de la vida y para la vida de todos. Santidad objetiva otorgada por Dios en Jesús y actuada por el Espíritu en toda persona. La palabra del Vaticano II es inequívocamente clara. Hablando de los cristianos de otras confesiones afirma que el Espíritu Santo «ejerce en ellos su virtud santificadora» (LG 15); y la Gaudium et spes extiende y asegura que «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22). Comunicación graciosa universal de Dios, a la que la persona debe responder con un sí, alumbrándose de este modo una existencia «para Dios y el prójimo» (L. Arostegui, 1980). Pues en los santos, la Palabra, al mostrar su eficacia de encarnación, de hacer personas nuevas, adquiere también por ellos su mejor traducción, alcanza la mayor aproximación a los hombres en el curso de la historia. En una palabra los santos muestran que la Palabra se hace carne, logrando de este modo la mejor, sin duda no pretendida, demostración de lo indemostrable: el misterio de vida en el que, por detrás y por delante, de origen y terminación, graciosamente estamos inmersos por la llamada amorosamente poderosa de Dios, de la que ellos, los santos, son testigos vivientes. He dicho que la palabra eficaz de Dios y el sí responsable de quien la recibe «hace personas nuevas». ¿Personas? ¿Santos? El dilema lo presentan dos personajes de La peste de A. Camus. Y, ¿por qué no el teresiano «cuanto más santos más conversables», más humanos? Indudablemente esta es la dirección que nos marca la encarnación de Dios, el Santo que se hace hombre: «divino y humano junto» (Moradas VII, 7, 9). Personas santas en la historia, en el momento y contexto histórico que grava y posibilita, a la vez, la realización en plenitud (D. De Pablo Maroto, 1980).

IV. «Humanidad adjunta a la del Verbo» Con estas palabras de la joven carmelita de Dijon, Isabel de la Trinidad, podemos definir a los santos: en su humanidad se prolonga la historia, continúa presente Jesús, el Santo de Dios. Al menos queda claro así su entronque, la perspectiva desde la que leer y presentar estas vidas ejemplares, sin caer en la tentación de hacer ideología, conceptualización pura y simple, cuando de lo que se trata es de hacer teología narrativa, historia de una fidelidad, y fidelidad de una traducción de Jesús, en cualquier hoy de la historia, viendo cómo se realizan los ejes-valores en la gran nube de testigos que caminaron en pos de quien inició y consumó nuestra fe, Jesús de Nazaret (Heb 12,1-2). Y si se quiere alargar a horizontes de humanidad la noción de santo, podemos servirnos de esta definición: «Una persona de la que se apodera una visión religiosa hasta el punto de transformar de un modo radical su vida y animar a otros a asumir el valor de aquella visión» (L. S. Cunnigham, 1994). a) En ellos Dios sigue teniendo su morada entre nosotros, hace camino y teje historia con sus hijos. Los santos son auténticos, perennes monumentos que el Dios gratuito eleva en los cruces de todos los caminos de la tierra. Teresa de Jesús, al final de sus días, sorprendiéndose del impacto que la lectura de su Libro de la vida ha producido en un sacerdote abulense, le escribe desvelando

su intención al escribirlo: «Intitulé ese libro de las misericordias de Dios» (Cartas, 19.11. 81; 399, 2). Pues tiene bien entendido que Dios, siempre, cuando hace mercedes, no paga bondades de su criatura, sino que revela, da a conocer su grandeza. Un Dios que castiga los delitos de los hombres con grandes regalos, con gracia desbordante (Vida 7, 19). En el santo, Dios sigue presentándose amorosamente resistente al egoísmo de los hombres, presencia de gratuidad, apostando por un futuro en el que el amor, tal y como se presentó en su Hijo, Jesús de Nazaret, «lo sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). La comunión universal, horizonte del plan salvífico de Dios, es o se hace primicia y adelanto en los santos. b) Un Dios que crea Iglesia, comunidad, pueblo, que une y reconcilia a los que estaban separados por el muro de la enemistad, liberando la libertad cautiva por la carne, que genera egoísmo insolidario, para entregar la al espíritu, que se expresa en servicio a la fraternidad de amor (Gál 5,13-14). Por eso, el santo, que es visitado por la misericordia de Dios en la Iglesia, se sabe remitido a la Iglesia por la fuerza de la misma gracia, para que la comunidad le discierna, pero también para que se deje discernir por esa misma gracia. El santo no ha sido presencia pacífica para la Iglesia; tampoco esta le ha acogido pacíficamente. Es la prueba más contundente de que vivir la gracia de santidad con generosidad, empeñativamente, es crucificante. Entra dentro del seguimiento del Maestro: también a vosotros os perseguirán los hijos de la sinagoga. Pero también es la prueba del triunfo de la gracia purificadora o, en frase teresiana, de que «la verdad padece pero no perece». c) Como el Padre entra en el mundo en la persona del Hijo, reconciliando a todos consigo y entre sí, y la comunidad creyente, que él instituye y crea y que se confía al Espíritu, es enviada al mundo para ser como levadura en la masa, la gracia asumida remite al mundo, no saca de él, ni embarca en una fuga del mundo que no sea huida con él adelante (J. B. Metz, 1970). El Vaticano II ha sentado con precisión los principios y el horizonte que mueven la actividad de la Iglesia en este campo (particularmente GS 3, sobre «La actividad humana en el mundo», y GS 4, sobre «La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo»). d) Elemento también configurador del santo será su carisma personal, su vocación concreta en el seguimiento de Jesús. Vocación que será algo así como el prisma, don del Espíritu, por medio del que se accede a Cristo, se hace Iglesia y se colabora en el desarrollo del mundo. Vocación que, por ser de la Iglesia y para la Iglesia, la vive en comunión y diálogo, con un sentido de parcialidad complementaria, sin aislamientos que serán siempre negativos, confesando con reconocimiento lás demás vocaciones, sustancialmente idénticas en los elementos que las constituyen, y que, por eso, se contemplan como algo propio, que afecta a la vivencia de la personal vocación propia. La preocupación por la Iglesia (2Cor 11,28), siempre desde la fidelidad a la propia vocación. Al santo no se le puede pedir que haga todo, pero sí que viva su vocación eclesial con la dimensión que le es intrínsecamente propia. Pues, lejos de atentar contra la universalidad, la particularidad vocacional es la razón de ser de aquella. Sobre estos cuatro ejes debe buscarse y explicarse la ejemplaridad del santo en la educación catequética, el hecho revelador —revelador de la eficacia divina en la vida de una persona que nos ha precedido en la confesión de la fe cristiana—, que supone el seguimiento de Jesús para cualquier creyente en Cristo, empeñado en acoger la luz que Dios le brinda para vivir hoy, aquí y ahora, en la estela de los grandes testigos de la fe. Ejes que se descubren en profundidad y se viven en armonía desde la perspectiva teologal, en fe, esperanza y amor, estructuras intrínsecas de la existencia cristiana.

V. Recepción de los santos

Rescatar del pasado a los testigos vivientes del Viviente en la labor catequética de la Iglesia, no puede convertirse en una labor arqueológica que alumbre un ayer glorioso y compense un hoy decadente. Puesto que en la memoria de esos testigos excepcionales recordamos la obra de Dios y sus caminos, está claro que no será legítima esa memoria si no sirve de despertador de nuestra responsabilidad con la fe y con nuestro presente eclesial. Al recordar Teresa de Jesús a algunos de estos testigos —Domingo, Francisco, Ignacio de Loyola—, sacude la conciencia de sus lectores con el siguiente apunte: «Tan aparejado está este Señor a hacernos merced ahora como entonces» (Moradas V, 4, 6). Ya antes había escrito en Fundaciones: «Teman las que están por venir y esto leyeren, y si no vieren lo que ahora hay, no lo echen a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo» (4, 5). ¿Qué hacemos con los santos del pasado? ¿Cómo los recibimos? Seguir un modelo no es desandar la historia. Ni esconder la propia responsabilidad en un mimetismo cerruno, ofensivo para el mismo que se imita. El modelo no fomenta la repetición, sino que invita a la creación. Del santo nos interesa su inspiración, lo que nos sugiere para responder a la gracia hoy, en fidelidad, también crítica, a nuestro presente, de forma que seamos signos creíbles, a quienes la gracia de ser hijos en el Hijo nos llega en un momento determinado y para ese momento concreto. En los santos se dan, además, unos signos de los tiempos propios, es decir, unas acciones de Dios que nos abren a contenidos, estilos y horizontes que requieren nuestra respuesta fiel, en comunión con el patrimonio vivo que hemos recibido y con nuestros contemporáneos.

VI. La comunidad santa Corrijo, no sé si por ahuyentar miedos atávicos, la denominación más habitual comunidad de los santos, que parece resultar de la suma de individuos santos. Comunidad santa, un nosotros que crece y se afirma en Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor (Ef 4,16). Comunidad santa de origen, sobre la que recae la responsabilidad de ser signo, presencia realmente significativa o significativamente real, de la Comunidad Trinitaria: «A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo» (GS 21). En un momento histórico de mayor experiencia de desvalimiento personal, de ahogamiento en la propia soledad, y también de más agudo sentido comunitario, la Iglesia santa puede y debe ser respuesta a desviaciones individualistas y a esperanzas de solidaridad: Pueblo nuevo, Ciudad santa, Iglesia-comunidad de fe, esperanza y amor (LG 8), que, desde la fortaleza de la reconciliación recibida como gracia, puede y debe tutelar y promover las múltiples diferenciaciones y particularidades, comunidad de personas bien individuadas, por naturaleza y gracia vocacional, todo con vistas a la común edificación. Personas santas que son tales por la fuerza creadora de comunidad; comunidad que demuestra su vitalidad por la capacidad de engendrar personas.

VII. La vida de los santos en la catequesis La vida de los santos puede considerarse también como una de las fuentes de la catequesis, porque «la palabra de Dios contenida en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura... resplandece en la vida de la Iglesia, en su historia bimilenaria, sobre todo en el testimonio de los cristianos, particularmente de los santos» (DGC 95).

Los santos de todos los siglos han puesto en su vida como centro a Jesucristo, centro también de toda catequesis. Por eso, «cuando la catequesis transmite el misterio de Cristo, en su mensaje resuena la fe de todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia: la de los apóstoles, que la recibieron del mismo Cristo y de la acción del Espíritu Santo; la de los mártires, que la confesaron y la confiesan con su sangre; la de los santos que la vivieron y viven en profundidad; la de los Padres y doctores de la Iglesia que la enseñaron luminosamente» (DGC 105). Las vidas de los santos en el ámbito de la pedagogía propia de la fe, ofrecen, con su testimonio, un ejemplo de vida creyente, en el que se puede mirar el catecúmeno, en las distintas situaciones de su vida (cf DGC 141). Y mirando a la historia de la Iglesia, «es patente el papel preponderante de grandes y santos obispos que marcan, con sus iniciativas y sus escritos, el período más floreciente de la institución catecumenal» (DGC 222). BIBL.: AROSTEGUI L., Los santos ante la modernidad, RevEsp 39 (1980) 191-213; CUNNIGHAM L. S., Una década .en la investigación sobre los santos, Selecciones de Teología 33 (1994) 121-125; DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de 4 espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , especialmente MoLINARI P., Santo, 1242-1254, y SPINSANTI S.-DE PABLO MAROTO D., Modelos espirituales, 943-979; DE PABLO MAROTO D., La historia y su función discernidora de los santos, Rev Esp 39 (1980) 171190; DuQUOC CH., Dieu différent, París 1977; Santidad de Jesús y santidad del Espíritu, RevEsp 39 (1980) 401-41; LATOURELLE R., La santidad, signo de la revelación, SelTeol 4 (1965) 328, 333; MARTÍNEZ J., Juventud y santidad, RevEsp 52 (1993) 413; METZ J. B., Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970, 133; ODASSO G., Santidad, en ROSSANO P.-RAVASI G. (dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1779-1788; RAHNER K., La Iglesia de los santos, en Escritos de teología III, Taurus, Madrid 1961, 209-223; ROVIRA BELLoso J. M., ¿Cuál es la santidad de Jesús?, Concilium 149, 15 (1979) 326-339.

Maximiliano Herráiz García

VIDA EN CRISTO

SUMARIO: I. Jesús, revelación de Dios. II. El sentido de la historia concreta de Jesús: 1. La categoría bíblica del seguimiento; 2. Construir el Reino; 3. Las bienaventuranzas, núcleo del mensaje; 4. Dinamismo del amor. III. Cristocentrismo de la catequesis: 1. Entre el don y la tarea; 2. Gozo y exigencias; 3. Testimonio y anuncio. IV. Catequesis diferencial.

I. Jesús, revelación de Dios «Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). «Jesucristo no sólo es el mayor de los profetas, sino que es el Hijo eterno de Dios hecho hombre. El es, por tanto, el acontecimiento último hacia el que convergen todos los acontecimientos de la historia de la salvación» (DGC 40). Jesús es la revelación del Padre. Revela con palabras y acciones. Durante toda la vida y, sobre todo, en la cruz. Los Padres conciliares manifiestan admiración por el acontecimiento salvífico que es la persona de Cristo: «con testimonio divino confirma la revelación de que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos para la vida eterna» (DV 4). La existencia de Jesús, su ministerio salvífico, su muerte y glorificación constituyen la revelación más honda de Dios. El mismo es la Palabra con la que Dios se ha expresado por entero (Jn 1,1-18), la imagen visible del Dios invisible (Col 1,15), Dios con nosotros (Mt 1,23). Con la revelación de

Dios en Jesucristo se demuestra la afirmación fundamental de que Dios es amor (lJn 4,8.16). «La palabra de Dios, encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de María Virgen, es la palabra del Padre, que habla al mundo por medio de su Espíritu. Jesús remite constantemente al Padre, del que se sabe Hijo único, y al Espíritu Santo, por el que se sabe Ungido. El es el camino que introduce en el misterio íntimo de Dios» (DGC 99). «La comunión con Jesucristo, por su propia dinámica, impulsa al discípulo a unirse con todo aquello a lo que el propio Jesucristo estaba profundamente unido: a Dios, su Padre, que lo había enviado al mundo, y al Espíritu Santo, que le impulsaba a la misión; con la Iglesia, su Cuerpo, por la cual se entregó; con los hombres, sus hermanos, cuya suerte quiso compartir» (DGC 81). «Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre (cf Jn 8,29). Vivió siempre en perfecta comunión con él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto (cf Mt 6,6) para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto (Mt 5,48)» (CCE 1693). El hecho cristológico es también esencialmente acontecimiento en el Espíritu Santo. El relato del Bautismo (Mc 1,9-11) muestra a Jesús como Hijo amado y como aquel sobre quien desciende y reposa el Espíritu. En la acción salvífica de Jesús se deja sentir la obra del Espíritu (Mc 3,28-30; Mt 12,28). Más aún, la encarnación de Jesús en María es obra del Espíritu (Lc 1,35; Mt 1,20). La consumación del camino de Cristo —resurrección de entre los muertos—está asociada al envío del Espíritu por el Padre. Para hablar del Dios de Jesús conviene partir de Jesús mismo. Sólo escuchando a Jesús, su mensaje, su entero vivir, podemos hablar del Dios que en él se manifiesta. Para conocer al Dios revelado en Jesús hay que convertirse a él y hacerse seguidor suyo. Jesús mismo, su humanidad, su historia concreta, es una revelación de Dios que tiene lugar en la historia misma. «Esta doctrina no es un cúmulo de verdades abstractas, es la comunicación del misterio vivo de Dios» (CT 7).

II. El sentido de la historia concreta de Jesús Jesús es paradigma para la humanidad porque ha vivido realmente una vida como la nuestra. Ahora bien, ¿cómo conocer con seguridad lo que fue realmente la vida de Jesús? El evangelio es el relato de la práctica de Jesús. Sirve de baremo para evaluar nuestra conducta intrahistórica. En la globalidad de los evangelios hay algo incontestable. Jesús apasionó y, pese a los intentos de convertirle en icono, sigue apasionando. Nadie puede apasionar, a favor ni en contra, si no es, d e un modo u otro, conflictivo. Produjo la división que anunciara (Mt 10,34-36). «Los evangelios, que narran la vida de Jesús, están en el centro del mensaje catequético. Dotados de una estructura catequética, manifiestan la enseñanza que se proponía a las primitivas comunidades cristianas y que transmitía la vida de Jesús, su mensaje y sus acciones salvadoras. En la catequesis, los cuatro evangelios ocupan un lugar central, pues su centro es Cristo Jesús» (DGC 98). La praxis de Jesús no es exclusiva ni esencialmente práctica moral. Su completa significación se sitúa en el terreno religioso. Sin embargo, el carácter pletórico del acontecimiento de Jesús extiende su significado al universo moral: 1) nace de la pretensión mesiánica, como de quien tiene autoridad (Mc 1,22); es Señor del perdón y del sábado (Mc 2,10.28); lo cual conlleva originalidad, novedad y libertad; 2) apunta al cambio radical: la conversión; «La fe cristiana es, ante todo, conversión a Jesucristo, adhesión plena y sincera a su persona y decisión de caminar en su seguimiento» (DGC 53); 3) emerge del conflicto y genera fecunda confrontación: la coherencia de Jesús choca con el talante de sus adversarios; 4) enaltece el valor del hombre (Mc 2,23); 5) propugna la liberación integral del hombre y de todos los hombres; introduce los nuevos códigos del don, de la comunión y del servicio frente al egoísmo, la exclusión y la violencia (DGC 103-104).

La teología moral se interesa por la respuesta del hombre a la acción liberadora y salvífica de Jesús. Equivale a ejercicio de fe, siguiendo a Cristo y realizando el reinado de Dios. «La conversión a Jesucristo implica caminar en su seguimiento. La catequesis debe, por tanto, inculcar en los discípulos las actitudes propias del Maestro. Los discípulos emprenden, así, un camino de transformación interior en el que, participando del ministerio pascual del Señor, pasan del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo. El sermón del monte, en el que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las bienaventuranzas, es una referencia indispensable en esta formación moral, hoy tan necesaria» (DGC 85). 1. LA CATEGORÍA BÍBLICA DEL SEGUIMIENTO. El seguimiento es una categoría bíblica de gran densidad teológica. Expresa nueva forma de vida de quien se decide a recibir la llamada de Cristo y convertirse en discípulo suyo. Articula el sentido moral y teológico. La relación con Jesucristo que identifica a los cristianos es compleja. Incluye varias dimensiones: conocimiento, amor, confianza, obediencia, fidelidad. «El que se ha encontrado con Cristo desea conocerle lo más posible y conocer el designio del Padre que él reveló. El conocimiento de los contenidos de la fe (fides quae) viene pedido por la adhesión a la fe (fides qua). Ya en el orden humano, el amor a una persona lleva a conocerla cada vez más» (DGC 85). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), «los cristianos pueden ser "imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor" (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con "los sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5) y "siguiendo sus ejemplos" (cf Jn 13,12-16)» (CCE 1694). Históricamente, para los discípulos que le acompañan, el seguimiento nace de la fascinación de la persona de Jesús. Tras la pascua se transforma. Cambian los sujetos y los contenidos. Se explicita en forma de imitación de actitudes, especialmente, del amor. Se completa en forma de configuración sacramental y comunión vital. Cada momento no anula al anterior, lo incluye y transforma. La posibilidad de segui miento arranca de una palabra creativa (Mc 1,17). Con una finalidad: para que estuvieran con él (Mc 3,14). Aparece ahí un doble objetivo: la acogida en la comunidad de vida con Jesús y el prepararse para la misión. Con el acontecimiento pascual cobra fuerza el concepto de imitación. Principio interno que requiere la acción del Espíritu (Rom 8,1-17; 1Cor 12,1-11). La asimilación a Cristo tiene un centro vital: la relación personal (Flp 3,7-21), cuyo fruto plasma con nitidez el Apóstol: «Estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Mi vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,19-20). La orientación a Cristo lo penetra todo. Es un motivo que sacude y mueve al hombre en su totalidad, mas no lo fija de modo normativo en dirección a este o aquel comportamiento. La historia demuestra que el seguimiento siempre ha dependido de la imagen que los cristianos se hacían de Cristo, y esta, a su vez, dependía del contexto. La memoria de Jesús persiste como elemento constante en la realización de un estilo de vida. No puede alcanzarse sin creatividad. «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros. La catequesis actúa sobre esta identidad de experiencia humana entre Jesús Maestro y el discípulo, y enseña a pensar como él, obrar como él, amar como él. Vivir la comunión con Cristo es hacer la experiencia de la vida nueva de la gracia» (DGC 116). 2. CONSTRUIR EL REINO. Habitualmente se entiende por ética la reflexión sistemática sobre motivos y criterios del obrar humano. En este sentido, falta en el Nuevo Testamento. «Con las palabras, signos, obras de Jesús, a lo largo de toda su breve pero intensa vida, los discípulos tuvieron la experiencia directa de los rasgos fundamentales de la pedagogía de Jesús, consignándolos después en los evangelios...» (DGC 140). Son muchos los que hablan de actitud ética en consonancia con instrucciones de Jesús y de los apóstoles. El evangelio sería el núcleo fontal y el criterio normativo de la moral. «La catequesis moral, al presentar en qué consiste la

vida digna del evangelio y promover las bienaventuranzas evangélicas como el espíritu que impregna al decálogo, las enraizará en las virtudes humanas, presentes en el corazón del hombre» (DGC 117). Los cristianos de todas las épocas y lugares son continuadores de la sensibilidad evangélica y saben que han de confrontar su universo moral con la ética de Jesús. ¿Cuál sería su alcance? A veces, hay afirmaciones contradictorias en un mismo escrito. Las investigaciones más recientes tienden a esclarecer los principios éticos, en los distintos escritos, siguiendo el orden histórico desde las palabras y la conducta de Jesús a la recepción en la Iglesia primitiva. El mensaj e de Jesús tiene como meta la construcción del Reino. «Jesús, en efecto, anunció el reino de Dios: una nueva y definitiva intervención divina, con un poder transformador tan grande, y aun mayor, que el que utilizó en la creación del mundo» (DGC 101). «Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: "¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad" (Mc 1,27). "Todos le aprobaban, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca" (cf Lc 4,22). "Jamás hombre alguno habló como este" (Jn 7,46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino» (EN 11). Jesús exige, sobre todo, fe en Dios y en su acción. Enmarcada en el horizonte de la salvación escatológica, los esquemas del comportamiento se transforman, surge un nuevo orden de valores (bienaventuranzas), se proponen unas exigencias radicales (Lc 9,57-62), unas opciones de signo totalizador (Mt 13,44,46), una radicalización en todas las actuaciones (Mt 5,20). El código de identificación del Reino lo encontramos en Mt 11,5:«los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres». Se impone hablar desde el único lugar que puede conferir al discurso una identidad y significación cristianas: vivir la vida de Dios desde el seguimiento de Jesús. No se puede confesar el Dios de los pobres sin optar por su causa; ni el Dios crucificado sin estar allí donde están los crucificados; ni el Dios de la vida sin luchar contra la injusticia que ocasiona una muerte temprana para tantos. La recepción más antigua en la Iglesia primitiva está condicionada por la situación pospascual, que abrió un nuevo camino a la relectura de las instrucciones de Jesús. A tenor de este principio, hoy no basta con aludir al mensaje de Jesús que la crítica histórica pueda extraer de la Sagrada Escritura. Apremia actualizarlo, a la luz del correctivo del propio mensaje y de su influencia en la historia de la Iglesia, teniendo ante los ojos el cambio que la vida ha experimentado. «Jesús manifiesta que la historia de la humanidad no camina hacia la nada, sino que, con sus aspectos de gracia y pecado, es —en él—asumida por Dios para ser transformada. Ella, en su actual peregrinar hacia la casa del Padre, ofrece ya un bosquejo del mundo futuro, donde, asumida y purificada, quedará consumada» (DGC 102). 3. LAS BIENAVENTURANZAS, NÚCLEO DEL MENSAJE (DGC 85). La continuidad y la ruptura caracterizan el existir histórico de Jesús. En sintonía con la tradición religiosa de Israel, y más allá de este marco contextual. Aquellos «pero yo os digo...» son algo muy distinto de una obligación impuesta con la que se aspire únicamente a cumplir. Jesús piensa y propone ideales inmensos de bondad, con lo que nunca nadie podrá decir ni creer haber cumplido. Las bienaventuranzas incluyen una doble tendencia: radicalismo y victoria sobre la agresividad. El radicalismo se colorea de utopía por la justicia. Supone un rechazo del orden injusto que margina y empobrece. Confía que el reino de Dios va a cambiar esta situación. Hambre y sed de justicia las puede tener incluso quien no es víctima de la injusticia, por solidaridad con los que lo son (DGC 103, 228).

Triunfan sobre la agresividad los misericordiosos, los pacificadores, los limpios de corazón. Lo esencial es la generosidad, sinceridad, actitud de corazón. «La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación, suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren» (ChL 16). Y esa es la meta a la que tiende todo el proceso de la iniciación cristiana (cf IC 42-43). 4. DINAMISMO DEL AMOR. La aportación cristiana a la ética ha de situarse en el amor. Sintetiza la doble tendencia de las bienaventuranzas. Dar el amor como la más esencial aportación ética cristiana puede estar hoy tan asimilado que suene a obvio. No hace mucho, lo que solía enseñarse como ética cristiana era un código muy concreto, concebido como glosa del decálogo. Existía recelo a la hora de hablar del amor. «La semilla del evangelio fecunda la historia de los hombres y anuncia una cosecha abundante» (DGC 15). El desarrollo del mensaje de Jesús en los escritos del Nuevo Testamento permite vislumbrar la dimensión universalista y teocéntrica del amor cristiano. La praxis existencial de Jesús se centra en el amor. El mandamiento nuevo y primordial, que hace entender el sentido profundo de todos los demás: «amarás al Señor tu Dios» (Mc 12,30); «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31); «os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros» (Jn 13,34). «El doble mandamiento del amor, a Dios y al prójimo, es –en el mensaje moral– la jerarquía de valores que el propio Jesús estableció: de estos mandamientos pende toda la ley y los profetas. El amor a Dios y al prójimo que resumen el decálogo, si son vividos con el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, constituyen la carta magna de la vida cristiana que Jesús proclamó en el sermón del monte» (DGC 115). Los sinópticos brindan la enseñanza histórica de Jesús con una profunda unidad de contenido. Creer y amar son dos verbos que compendian, en Juan, las exigencias morales. La exhortación al amor fraterno confiere a la moral joánica su cuño característico: signo y garantía de unión con Dios, signo del discipulado, medida cristológica del amor.

III. Cristocentrismo de la catequesis Varios son los elementos fundamentales que contribuyen a la adecuada maduración y fundamentación del discurso cristológico. La historia de Jesús atestigua que el Cristo bíblicoeclesial no es una idea atemporal o creación de la comunidad primitiva. En el acontecimiento de Cristo, la historia llega a su máxima densidad salvífica, desde el momento en que en él la historia es, al mismo tiempo, salvación definitiva. Se da una continuidad personal entre el Jesús de la historia y el Cristo del anuncio y de la fe eclesial contemporánea. Jesucristo es el libertador absoluto y definitivo. En ningún otro nombre hay salvación total e integral. El anuncio cristológico encuentra su cumplimiento cuando llega a ser oferta de la salvación para el hombre y para su historia. En este punto, el en sí de Cristo se hace por nosotros, produciendo frutos salvíficos. El acontecimiento de Cristo no es sólo contemplación, sino sobre todo participación personal y comunitaria, histórica y metahistórica, en la salvación que él ha aportado y transmitido. Catechesi tradendae habla de cristocentrismo en toda auténtica catequesis. Significa que «en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Hijo

único del Padre, lleno de gracia y de verdad, que ha sufrido y ha muerto por nosotros. Jesús es el camino, la verdad y la vida, y la vida cristiana consiste en seguir a Cristo, en la sequela Christi» (CT 5). La catequesis ha de anunciar el misterio de Cristo. El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: sólo él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu, y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad. «Se trata de hacer crecer, a nivel de conocimiento y de vida, el germen de la fe, sembrado por el Espíritu Santo con el primer anuncio, y transmitido eficazmente a través del bautismo» (CT 20). El cristocentrismo significa que Cristo está en el centro de la historia de la salvación que la catequesis presenta. Significa, igualmente, que el mensaje evangélico no proviene del hombre, sino que es palabra de Dios (cf DGC 98). «La catequesis tiende, pues, a desarrollar la inteligencia del misterio de Cristo a la luz de la Palabra, para que el hombre entero sea impregnado por ella. Transformado por la acción de la gracia en nueva criatura, el cristiano se pone así a seguir a Cristo y, en la Iglesia, aprende siempre a pensar mejor como él, a juzgar como él, a actuar de acuerdo con sus mandamientos, a esperar como él nos invita a ello» (CT 20). Ser cristiano significa decir sí a Jesucristo. Lo que implica entregarse a la palabra de Dios y esforzarse por conocer cada vez mejor el sentido de esa Palabra. 1. ENTRE EL DON Y LA TAREA. Así cabe sintetizar la vida en Cristo. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5). El creyente, por definición, resulta un ser agraciado (cf CCE 1691). Reconociendo en la fe su nueva dignidad, es llamado a llevar en adelante una vida digna del evangelio de Cristo (cf CCE 1692). El evangelio compendia maravillosamente las finuras divinas. Sitúa la persona humana ante el don de Dios al tiempo que le insta para que convierta este don inefable en el fundamento de su vida. La fe presupone que la iniciativa divina precede siempre cualquier exigencia. «La originalidad esencial de la iniciación cristiana consiste en que Dios tiene la iniciativa y la primacía en la transformación interior de la persona y en su integración en la Iglesia, haciéndole partícipe de la muerte y resurrección de Cristo» (IC 9). «La fe lleva consigo un cambio de vida, una metanoia, es decir, una transformación profunda de la mente y del corazón: hace así que el creyente viva esa nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio» (DGC 55). El cristiano, cual otro Pablo, corre para alcanzar a Cristo. Porque, en definitiva, ha sido ya apresado por él. Corre hacia la meta y, sin embargo, Cristo ha salido ya a su encuentro. Dialéctica del ya-sí y del todavía-no. Todavía la salvación no es realidad tangible. Pero sí que lo es ya en germen, en esperanza indefectible. «De cualquier modo, perseveremos firmes en la meta que hubiéramos alcanzado» (Flp 3,16). La moral evangélica es el arte de vivir elegantemente en cristiano, como discípulo de Cristo. Formular el proyecto cristiano resulta sencillo: seguir a Cristo bajo la guía de la Iglesia. Lo que sucede es que ser discípulo suyo, en el hoy histórico, por amor, implica múltiples exigencias y superaciones. La palabra evangélica aporta luz y seguridad a la decisión moral. El cristiano sabe que está obligado a dar fruto en el amor y por la vida del mundo. Media un nexo íntimo entre el amor a Dios, a sí mismo y a los demás. El comportamiento personal debe situarse en el campo de tensión que define la dimensión de respuesta y de encarnación propia del amor. La grandeza de la moral estriba en su carácter de llamada, de provocación a la generosidad del ser. No es un conjunto de prohibiciones, sino una invitación a la creatividad. Urge crear justicia, bondad y belleza. Las

mayores figuras de la humanidad han estado infinitamente más preocupadas por redescubrir el bien que por evitar el mal. Sin género de duda, les maravillaba lo que el hombre es y, más aún, lo que puede llegar a ser. Los evangelios pretenden dar a conocer la figura y la obra de Jesús, con el fin de suscitar la adhesión a él, e invitar a un seguimiento que se traduce en una actividad como la suya. Ahora bien, si los episodios de la vida de Jesús relatan sólo acciones prodigiosas, ¿qué seguimiento es posible y cómo puede el creyente continuar su actividad? Ver en Jesús simplemente a un gran taumaturgo (hace andar a los paralíticos, abre los ojos de los ciegos, sana a leprosos...), puede suscitar admiración por él, pero no lleva al compromiso que él espera de los suyos. Todo queda, en este caso, en una distante adoración. No es ese precisamente el tipo de relación que Jesús quiere de sus amigos y hermanos. En realidad, al usar el sentido figurado o simbólico, los evangelistas pretenden precisamente rescatar de la anécdota la figura de Jesús. No importa tanto lo que hiciera en día determinado cuanto el legado que deja a la humanidad: la actitud que puede ser compartida (cercanía con los marginados) y su solidaridad (multiplicación de panes). 2. Gozo y EXIGENCIAS. En la catequesis es importante destacar, con toda claridad, el gozo y las exigencias del camino de Cristo (cf CT 29). La catequesis de la vida nueva en él, será una catequesis del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas, del pecado y del perdón, de las virtudes humanas y cristianas, del doble mandamiento del amor, eclesial (cf CCE 1697). Amén de estas exigencias morales personales, la catequesis deberá iluminar como es debido «la acción del hombre por su liberación integral, la búsqueda de una sociedad más solidaria y fraterna, las luchas por la justicia y la construcción de la paz» (CT 29). «La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar, sin la cual apenas es posible el progreso personal, sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo, un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación» (EN 29). En suma, no hay más norma de moralidad que la ortopraxis del amor. El éxodo de sí hasta la muerte, a fin de darse totalmente a Dios y a los hermanos. Privilegiando, como Jesús, el signo al que él atribuye gran importancia: «los pequeños, los pobres, son evangelizados, se convierten en discípulos suyos» (EN 12). Un proyecto creador de humanidad que la Iglesia intenta visibilizar de forma sencilla y testimonial. Existe «un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización» (EN 16; DGC 46-48). Hay personas que repiten, en nuestros días, «que su aspiración es amar a Cristo, pero sin la Iglesia; escuchar a Cristo pero al margen de la Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del evangelio: el que a vosotros desecha a mí me desecha» (ib). 3. TESTIMONIO Y ANUNCIO (cf DGC 39, 46). La catequesis, siendo participación y prolongación de la acción profética de Cristo, ha de entenderse principalmente: 1) como testimonio y anuncio de la acción salvífico-liberadora de Dios en Cristo, y del mensaje contenido en esta acción, hechos por toda la Iglesia y dirigidos a toda la Iglesia; 2) en segundo lugar, como interpretación de la realidad y de la vida a la luz y en el horizonte significativo de este acontecimiento y de este mensaje.

Acontecimiento y mensaje van inseparablemente unidos y forman una única realidad: la palabra de Dios, el misterio escondido en Dios desde siempre (cf Col 1,26), que la Iglesia ha recibido en depósito a través de una doble mediación: la Sagrada Escritura y las tradiciones de cada Iglesia. La buena noticia debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio (cf EN 26, 41, 76). Y, «sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar razón de vuestra esperanza–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús» (EN 22, 42). El catequista es responsable de hacer presente la salvación histórica que anuncia, aunque su testimonio sea relativamente opaco y no esté a la altura de su tarea. Su misión es de orden testimonial. La salvación llegará a través de su propia persona, como instrumento ministerial adecuado que actualiza la presencia de Cristo (cf DGC 141, 156). «Solamente en íntima comunión con él, los catequistas encontrarán luz y fuerza para una renovación auténtica y deseable de la catequesis» (CT 9). «El anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asimilado y cuando hace nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero aún más, adhesión al programa de vida — vida en realidad ya transformada—que él propone. En una palabra, adhesión al Reino, es decir, al mundo nuevo, al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles» (EN 23). Quien desempeñe el ministerio de la evangelización y de la catequesis será una persona animada por el amor: «el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del evangelio, de cada constructor de la Iglesia» (EN 79). Además de la proclamación colectiva del evangelio, conserva plena validez la comunicación de persona a persona: «en el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (EN 46; DGC 158).

IV. Catequesis diferencial La catequesis es un proceso que aspira a vincular al sujeto con Jesucristo. «Esta inserción en el misterio de Cristo va unida a un itinerario catequético que ayuda a crecer y a madurar la vida de fe» (IC 20). Es la iniciación a un seguimiento, a partir de una sólida cultura bíblica, que culminará en el compromiso con la causa y el estilo de Jesús. La catequesis según las diferentes edades, es una exigencia esencial para la comunidad cristiana (cf DGC 171). Para que la catequesis tenga sentido, debe tomar en consideración la realidad social contemporánea. La tradición de la fe será puramente doctrinal si no entra en sintonía con la vida concreta de los destinatarios. Reclama un lenguaje narrativo que se dirige no tanto a la cabeza cuanto al corazón y al centro vital de la persona. Hay que mover los corazones hacia la práctica de la vida cristiana. Brindar posibilidades de realización en las varias situaciones existenciales y en contacto con personajes bíblicos y testimonios de la historia de la Iglesia hasta nuestros días. A través de todas las etapas, habrá que considerar las cuatro tareas fundamentales de la catequesis: iniciación orgánica en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendizaje para orar y celebrar la fe en la liturgia; entrenamiento en la adquisición de actitudes evangélicas e

iniciación en la acción apostólica y misionera (cf CAd 174; cf IC 42). «Es fundamental que la catequesis de iniciación de adultos, bautizados o no, la catequesis de iniciación de niños y jóvenes y la catequesis permanente estén bien trabadas en el proyecto catequético de la comunidad cristiana, para que la Iglesia particular crezca armónicamente y su actividad evangelizadora mane de auténticas fuentes» (DGC 72). a) Catequesis de niños. «Sin necesidad de descuidar de ninguna manera la formación de los niños, se viene observando que las condiciones actuales hacen cada día más urgente la enseñanza catequética bajo la modalidad de un catecumenado para un gran número de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren poco a poco la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a él» (EN 44). ¿Cómo revelar a la multitud de niños y jóvenes la figura de Jesucristo? «¿Cómo revelarlo, no simplemente en el deslumbramiento de un primer encuentro fugaz, sino a través del conocimiento cada día más hondo y más luminoso de su persona, de su mensaje, del plan de Dios que él quiso revelar, del llamamiento que dirige a cada uno, del reino que quiere inaugurar en este mundo...?» (CT 35). «Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor» (ChL 47). (Para algunas reflexiones y orientaciones prácticas, ver La iniciación cristiana, especialmente 69ss., 134ss). b) Catequesis de adolescentes y jóvenes. La adolescencia es el momento del descubrimiento de sí mismo y del propio mundo interior. Momento de proyectos generosos y de interrogantes profundos. «La propuesta explícita de Cristo al joven del evangelio es el corazón de la catequesis; propuesta dirigida a todos los jóvenes y a su medida en la comprensión atenta de sus problemas. En el evangelio, los jóvenes aparecen de hecho como interlocutores directos de Jesucristo, que les revela su singular riqueza, y que a la vez les compromete en un proyecto de crecimiento personal y comunitario de valor decisivo para la sociedad y la Iglesia» (DGC 183). Muchos bautizados, que han recibido sistemáticamente una catequesis, «titubean por largo tiempo en comprometer o no su vida con Jesucristo, cuando no se preocupan por esquivar la formación religiosa en nombre de su libertad» (CT 19). Apremia preparar y promover la adhesión global a Jesucristo, lejos de cualquier reduccionismo (cf CT 29). «Podrá ser decisiva una catequesis, capaz de conducir al adolescente a una revisión de su propia vida y al diálogo, una catequesis que no ignore sus grandes temas —la donación de sí mismo, la fe, el amor y su mediación que es la sexualidad—. La revelación de Jesucristo, como amigo, como guía y como modelo, admirable y, sin embargo, imitable: la revelación de su mensaje, que da respuesta a las cuestiones fundamentales; la revelación del plan de amor de Cristo salvador como encarnación del único amor verdadero y de la única posibilidad de unir a los hombres, todo eso podrá constituir la base de una auténtica educación en la fe» (CT 38). «Los jóvenes constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío para el futuro de la Iglesia» (ChL 46). «Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal («ven y sígueme»), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad» (ChL 46). «Con la edad de la juventud llega la hora de las primeras decisiones. Ayudado tal vez por los miembros de su familia y por los amigos, mas a pesar de todo solo consigo mismo y con su conciencia moral, el joven, cada vez más a menudo y de modo más determinante, deberá asumir su destino.

Bien y mal, gracia y pecado, vida y muerte se enfrentarán cada vez más en su interior como categorías morales, pero también y, sobre todo, como opciones fundamentales que habrá de efectuar o rehusar con lucidez y sentido de responsabilidad. Es evidente que una catequesis que denuncie el egoísmo en nombre de la generosidad, que exponga sin simplismos ni esquematismos ilusorios el sentido cristiano del trabajo, del bien común, de la justicia y de la caridad, una catequesis sobre la paz entre las naciones, sobre la promoción de la dignidad humana, del desarrollo, de la liberación, completará felizmente en los espíritus de los jóvenes una buena catequesis de las realidades propiamente religiosas, que nunca ha de ser desatendida» (CT 39; DGC 185). Sólo entonces el evangelio «podrá ser presentado, entendido y aceptado como capaz de dar sentido a la vida y, por consiguiente, de inspirar actitudes de otro modo inexplicables» (CT 39; DGC 181-182). «La catequesis prepara así para los grandes compromisos cristianos de la vida adulta. En lo que se refiere por ejemplo a las vocaciones para la vida sacerdotal y religiosa, es cosa cierta que muchas de ellas han nacido en el curso de una catequesis bien llevada a lo largo de la infancia y de la adolescencia» (CT 39). c) Catequesis de adultos. Los adultos son quienes, por su madurez, están en mejores condiciones para vivir las actitudes evangélicas. La catequesis ofrecerá el seguimiento de Jesús como itinerario de felicidad. Habrá que brindarles «un marco referencial moral, desde donde poder juzgar cristianamente la propia vida, los acontecimientos y las situaciones» (CAd 186; DGC 175). Importa que saboreen el sermón del monte para deducir los rasgos que definen el vivir cristiano. Amén del nivel individual, la catequesis ha de abrirse a las exigencias de la moral social. La «opción preferencial por los pobres» (SRS 42) reclama desenmascarar y enfrentarse con las «estructuras de pecado» (SRS 36; CA 38). Desde la infancia hasta el umbral de la madurez, la catequesis se convierte en escuela permanente de fe y vida. Misión que llega a la plenitud con el devenir de los años. «La Biblia siente una particular preferencia en presentar al anciano como el símbolo de la persona rica en sabiduría y llena de respeto a Dios. En este mismo sentido el don del anciano podrá calificarse como el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el testigo de la tradición de fe, el maestro de vida, el que obra con caridad» (ChL 48; cf DGC 188; IC 124ss). La síntesis final podría ser: «El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en la vida eterna, en la gloria del cielo» (CCE 1709). BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994; ALBURQUERQUE E., Calidad de vida y seguimiento de Jesús, CCS, Madrid 1995; Coso J. M., Educación moral para todos en Secundaria, Narcea, Madrid 1995; COMISIÓN NACIONAL FRANCESA DE CATEQUESIS, Catecumenado de adultos, Mensajero, Bilbao 1996; DE FLORES S.-GoFFI T., Nuevo diccionario de 4 espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , especialmente GUERRA A., Experiencia cristiana, 680-688 y MONGILLO D., Seguimiento, 1717-1728; DIUMENGE L., La moral cristiana, un arte de vivir, San Pío X, Madrid 1996; FERNÁNDEZ B., El Cristo del seguimiento, Publicaciones Claretianas, Madrid 1995; GARCÍA-LOMAS J. M.-MURGA J. R., El seguimiento de Cristo, PPC-Univ. Pont. Comillas, Madrid 1997; INIESTA A., Anunciar a Jesucristo, HOAC, Madrid 1987; LAGARDE C., Retorno a las fuentes de la catequesis, San Pío X, Madrid 1996; MATEOS J.-CAMACho F., Evangelio, figuras y símbolos, El Almendro, Córdoba 1989; PIKAZA X., Para conocer la ética cristiana, Verbo Divino, Estella 1989; VALADIER P., La Iglesia en proceso, Sal Terrae, Santander 1990.

Lluís Diumenge Pujol