Mi vida (1776) ; Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo (1745)
 9788420600758, 842060075X

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David Hume: Mi vida (1776) Cartas de un caballero a su amigo de Edimburgo (1745)

Edición y traducción de Carlos Mellizo Con el apéndice «L a muerte de David Hume»

El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid

Título original: My Own L ife —-A Leííer from a Gentlema. •bis Friend in Edinburgh Traductor: Carlos Mellizo

© de la edición y traducción: Carlos Mellizo © Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1985 Calle Milán, 38; S 200 00 45 ISBN: 84-206-0075-X Depósito legal: M. 646-1985 Papel fabricado por Sniace, S. A. Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid) Printed in Spain

Se reúnen aquí dos escritos de David Hume que me­ recían darse juntos: la breve, ejemplar autobiografía que Hume compuso poco antes de morir y que aparece en las primeras ediciones postumas de su obra, y la Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo, publicada anó­ nimamente en 1745. Son piezas breves, de un carácter defensivo, resultado del constante deseo de justificación personal que el autor experimentó a lo largo de su vida. A esos dos textos he añadido otro ejercicio también textual, La muerte de Hume, donde recojo algunos tes­ timonios de amigos y enemigos del filósofo dados al público muy poco después de su fallecimiento. Se ve en esos juicios el inevitable apasionamiento de lo que se escribe en el calor de una polémica, y ayudan a entender lo que «el caso Hum e» significó en la Escocia de su tiempo. Quizá también ahora. Quiero expresar mi agradecimiento a la National Library of Scotland por permitirme consultar y transcribir

los folletos de George Horne y Samuel Jackson Pratt que quedan parcialmente reproducidos en el Apéndice. C a r lo s M e lliz o

University of Wyoming

Mi vida

Introducción

Cuatro meses antes de su muerte, en abril de 1776, David Hume redactó la breve confesión My Oivn Ufe. E l más reciente biógrafo de Hume, E. C. Mossner, ha calificado este escrito, atribuyéndole las características de ser «en parte una autobiografía, y en parte un ma­ nifiesto». Que ambas notas son fácilmente detectables en el pre­ sente texto, es algo que no pasa inadvertido ni para aquellos que han seguido en alguna medida la obra de Hume, ni para quienes My Own Ufe venga a ponerles por primera vez en contacto directo con el filósofo de Edimburgo. Una autobiografía que engloba un período de sesenta y cinco años y cuyo relato no excede las diez hojas, es asunto que en sí mismo invita a la meditación. Hume pudo, sin duda alguna, haber escrito mucho más. Si no lo hizo, es verosímil suponer que esta brevedad estuvo condicionada por un estricto criterio de selección, diri­

gido a suprimir lo superfluo en aras de lo necesario. My Oivn lije no es, por tanto, el relato de los días y las noches, sino un resumen dulceamargo de triunfos y fra­ casos, o, si se quiere, el resultado final de un balance sincero. Muy poco más debe decirse en esta nota introducto­ ria. Solamente un dato para los bibliófilos y otro para los literatos: My Own Ufe fue incluido por voluntad expresa del autor en la primera edición postuma de sus obras. Fue hecho público por primera vez en enero de 1777, junto con una carta de Adam Smith relatando la muerte del filósofo, en la revista Scots Magazine. Y en marzo del mismo año, ambos documentos se publicaron en Londres, con singular acogida. El talento literario de Flume ha sido reconocido desde antiguo. Además de ser considerado como el más gran­ de de los filósofos británicos, Hume posee un estilo impecable, vivo aún, donde la ironía, la claridad y el sentimiento nunca dejan de estar presentes. El fue quien dijo: «Sé filósofo. Pero por encima de tu filosofía, sé simplemente un hombre.» Esta traducción de My Own lije apareció por vez pri­ mera en la revista Papeles de Son Armadans, núm. CXCV , 1972. C. M.

Mi vida

Es difícil para un hombre hablar por extenso de sí mismo sin pecar de vanidad; por lo tanto, seré breve. Quizá pueda pensarse que es ya un ejemplo de vanidad el mero hecho de pretender escribir mi vida; sin embar­ go, este Relato apenas si contendrá algo más que lo que pertenece a la Historia de mis Escritos, pues, en efecto, casi toda mi vida se ha consumido en proyectos y ocu­ paciones de índole literaria. Y el éxito primero de la mayoría de mis obras no fue tan grande como para que se convierta en objeto de vanidad. Nací el 26 de abril de 1711 — oíd style 1— en Edim­ burgo. Pertenecí a una buena familia, tanto por parte de padre como de madre: la familia de mi padre es una 1 Oíd Style, un modo de registrar las fechas siguiendo el sis­ tema del Calendario Juliano, utilizado en Inglaterra hasta el 2 de septiembre de 1752, y en Rusia hasta 1917. New Style se refiere ya al sistema del Calendario Gregoriano. De acuerdo con él, el 3 de septiembre de 1753 se convirtió en el 14 de septiembre.

rama de los Earl of Hom e’s, o Hume’s; y mis antece­ sores fueron propietarios de este título, que ahora posee mi hermano, durante varias generaciones. Mi madre era hija de Sir David Falconar, Presidente del College of Justice: el título de Lord Halkerton recayó por sucesión en su hermano. Mi familia, sin embargo, no era rica. Y siendo yo un hermano menor, mi patrimonio, de acuerdo con los usos de mi país, fue, lógicamente, exiguo. Mi padre, que pasó por ser un hombre de buenas prendas, murió cuando yo era niño, dejándome, junto con mi hermano mayor y una hermana, bajo el cuidado de nuestra madre, mujer de un mérito singular, la cual, pese a ser joven y her­ mosa, se entregó por entero a la crianza y educación de sus hijos. Yo pasé el normal período educativo con éxito, y muy pronto nació en mí la pasión por la literatura, que ha sido la pasión dominante de mi vida y la fuente principal de mis satisfacciones. Mi disposición estudiosa, mi sobriedad y mi industria hiceron pensar a mi familia que el Derecho sería la adecuada profesión para mí; pero yo sentía una insuperable aversión hacia todo lo que no fueran las tareas de la filosofía y el conocimiento en general; y mientras ellos suponían que yo estaba escu­ driñando los textos de Voet y Vinnius, Cicerón y Vir­ gilio eran los autores que yo devoraba en secreto. Sin embargo, al no ser compatible mi escasa fortuna con este plan de vida, y al resentirse mi salud a causa de mi ardiente aplicación, me vi tentado, o mejor, obli­ gado a hacer un débil intento por introducirme en un escenario vital más activo. Fui a Bristol en 1734 con algunas recomendaciones para comerciantes de renombre. Pero al cabo de unos meses me di cuenta de que aquello no iba conmigo. Marché a Francia, con el propósito de continuar mis estudios en un retiro campestre; y allí viví de acuerdo con ese plan de vida que he logrado mantener invariable. Resolví adoptar una rígida frugali­

dad para compensar mis pobres recursos económicos, mantener incólume mi independencia y despreciar todo, a excepción del desarrollo de mis talentos en el campo de las letras. Durante mi retiro en Francia, primero en Reims, pero sobre todo en La Fleche (Anjou) compuse mi Treatise of Human N atu re1. Después de pasar tres años muy agra­ dables en ese país, fui a Londres en 1737. Al final de 1738 3, publiqué mi Treatise e inmediatamente des­ pués volví con mi madre y mi hermano, el cual vivía en su casa de campo, donde se aplicable con juicio y éxito en aumentar su fortuna. Jam ás un intento literario ha sido tan poco afortunado como lo fue mi Treatise of Human Nature. Nació muer­ to de la imprenta, sin recibir, por lo menos, la distinción de suscitar un murmullo entre los fanáticos. Pero siendo yo de un temperamento entusiasta y jovial, pronto reco­ bré el aliento y proseguí con gran ardor mis estudios en el campo. En 1742 4 imprimí en Edimburgo la pri­ mera parte de mis Essays: la obra fue recibida favora­ blemente, y pronto me hizo olvidar por completo mi primer desengaño. Continué en el campo con mi madre y mi hermano, y por aquel tiempo recuperé el conoci­ miento de la lengra Griega, a la que apenas si había prestado atención en los primeros años de mi juventud. En 1745 recibí una carta del Marqués de Annandale, invitándome a ir a Inglaterra y vivir con él; supe que los amigos y la familia de aquel joven noble estaban deseosos de ponerle bajo mi tutela y dirección, porque su estado mental y su salud lo requerían. Viví con él doce meses. Durante esa época, mi empleo supuso un considerable aumento de mi pequeña fortuna. Después 2 Existe una traducción española de Vicente Viqueira: Tratado de la Naturaleza Humana, Calpe, 1923. 3 Vols. I y II en 1739, Vol. I I I en 1740. 4 Vol. I. en 1741.

recibí una invitación del General St. Clair para ayudarle como secretario en su expedición, que primero estuvo planeada contra Canadá, pero que terminó en una incur­ sión a las costas .de Francia. Al año siguiente, es decir, en 1747, volví a recibir una invitación del General para desempeñar el mismo cargo en su embajada militar de las Cortes de Viena y Turín. Vestí entonces el uniforme de oficial y fui presentado en aquellas Cortes como ayuda de Campo del General, junto con sir Harry Erskine y el Capitán Grant, hoy General Grant. Esos dos años fueron casi las únicas interrupciones que han experimentado mis estudios durante el curso de mi vida: los pasé agrada­ blemente y en buena compañía; y mis cargos, junto con mi frugalidad, hicieron que alcanzara a poseer una for­ tuna, que yo llamaba independiente, aunque muchos amigos míos se sonreían al oírme hablar así. En breve, llegué a ser dueño de unas mil libras. Siempre había albergado la sospecha de que mi falta de éxito al publicar el Treatise of Human N ature había procedido más del modo con que fue redactado que de su contenido, y que yo había sido culpable de una indis» creción muy común al llevarlo a la imprenta demasiado pronto. Por consiguen te, vertí de nuevo la primera parte de esa obra en el Enquiry concerning Human Understanding, que fue publicado cuando yo estaba en T u rín 5. Pero este trabajo no pasó de tener al principio un poquito más de éxito que el Treatise of Human Nature. A mi regreso de Italia, padecí la mortificación de comprobar que toda Inglaterra estaba revolucionada con motivo del Free Enquiry del Dr. Middleton, mientras que mi pro­ ducción había sido pasada por alto y despreciada. Una nueva edición de mis Essays, Moral & Political que ha­ bía sido publicada en Londres, tampoco tuvo mucho me­ 5 En abril, antes de salir para Turín. Hay traducción esp ñola: Investigación sobre el conocimiento humano, J . Salas, Tr., Alianza Editorial, Madrid, 1980.

jor acogida6. La fuerza del temperamento natural es tan fuerte, que aquellos desengaños apenas si hicieron mella en mí. En 1749 volví a la casa de campo y viví dos años con mi hermano, porque mi madre había muerto ya. Compuse allí la segunda parte de mis Essays, a los que titulé Political Discourses, y también mi Enquiry concerning the Principies of Moráis, que es otra parte de mi Treatise, refundida de nuevo. Mientras tanto, mi editor, A. Millar, me informó de que mis primeras pu­ blicaciones (excepto el desafortunado Treatise) comenzaban a ser tema de conversación; que las ventas iban aumentando gradualmente y que se pedían ediciones. Surgieron, en el plazo de un año, dos o tres refutaciones provenientes de Reverendos y Obispos; y me di cuenta, a juzgar por la indignación del Dr. Warburton, de que los libros comenzaban a ser estimados en buena compa­ ñía. Sin embargo, yo había tomado la resolución, que mantuve inflexiblemente, de no responder nunca a nadie; y al no ser de un temperamento muy irascible, he conse­ guido sin gran dificultad mantenerme al margen de dispu­ tas literarias. Esos síntomas de una creciente reputación me dieron ánimos, ya que siempre me vi predispuesto a fijarme más en el lado favorable que en el desfavora­ ble de las cosas: una manera de ser que me reporta más felicidad que si hubiera heredado al nacer una renta de diez mil libras anuales. En 1751 me mudé del campo a la ciudad, el verda­ dero escenario para un hombre de letras. En 1752 se publicaron en Edimburgo, donde yo entonces vivía, mis Political Discourses, la única de mis obras que alcanzó el éxito en la primera publicación7. Fue bien recibida 6 7 cos, cos,

En noviembre. Existe una traducción española de esta obra: Ensayos Políti­ Trad. Enrique Tierno Galván, Instituto de Estudios Políti­ 1955.

en el extranjero y en mi país. En el mismo a ñ o 8 se publicó en Londres mi Enquiry concerning the Prin­ cipies of M oráis9, que, en mi opinión (aunque yo no debería juzgar sobre este asunto) es, de todos mis escritos históricos, filosóficos o literarios, incomparablemente el mejor. Vino al mundo, y pasó desapercibido. En 1752, la Facultad de Abogados me nombró Biblio­ tecario: un empleo con el que apenas si recibí algún emolumento, pero que puso a mi disposición una vasta biblioteca. Entonces proyecté escribir la Historia de In­ glaterra; pero asustándome con la idea de relatar un período de 1700 años, comencé con la llegada de la Casa de Estuardo, una época en la que, pensaba yo, las tergiversaciones de partido empezaron a tener lugar. Fui — lo concedo— demasiado entusiasta en mis expectacio­ nes sobre el éxito de esta obra. Pensaba que yo era el único historiador que había hecho caso omiso del poder presente, de los intereses, de la autoridad y del clamor de los prejuicios populares; y como el asunto aquél estaba al alcance de todos, yo confiaba en recibir propor­ cional aplauso. Pero tuve un triste desengaño: fui ata­ cado por un grito de reproche, de desaprobación y hasta de odio; el Inglés, el Escocés y el Irlandés, el Whig y el Tory, el eclesiástico y el sectario, el librepensador y el religionista, el patriota y el cortesano se unieron en su ira contra el hombre que se había atrevido a verter una generosa lágrima por el destino de Carlos I y del Eearl of Strafford; y cuando se aplacaron las primeras ebulli­ ciones de su furia, cosa que fue aún más mortificante, el libro pareció sumergirse en el olvido. Mr. Millar me dijo que en doce meses sólo se habían vendido cuarenta 8 En 1751. 9 Hay una traducción al español de Juan Antonio Vázquez, fe­ chada en 1939, publicada en Argentina, por Losada, en 1945. Al comienzo del libro se incluye también — en traducción aceptable— el presente texto.

y cinco ejemplares. Apenas si oí de un solo hombre de los tres reinos, considerado en el mundo de las letras, que hubiese podido soportar el libro. Debo hacer ex­ cepción del primado de Inglaterra, Dr. Herring, y el primado de Irlanda, Dr. Stone, ciertamente dos raras excepciones. Estos dignos prelados me enviaron dos men­ sajes por separado, instándome a que no me desanimara. Pero yo estaba, debo confesarlo, desanimado; y de no haber estallado por aquel tiempo la guerra entre Francia e Inglaterra, • sin duda me habría retirado a alguna ciu­ dad provinciana del reino mencionado en primer lugar, me habría cambiado de nombre y nunca jamás habría retornado a mi país natal. Pero como este proyecto era ahora impracticable y el segundo volumen estaba ya con­ siderablemente avanzado, resolví sacar fuerzas de flaque­ za y perseverar. En este intervalo 10, publiqué en Londres mi Natural History of Religión, junto con otras piezas menores: su recepción por el público fue bastante oscura, si se ex­ ceptúa que el Dr. Hurd escribió contra el libro un panfleto, ejemplo de toda esa mezquina petulancia, arro­ gancia y chabacanería que caracterizan a la escuela Warburtoniana. Este panfleto me dio algún consuelo frente a la indiferencia general con que la obra había sido recibida. En 1756, dos años después de la aparición del primer volumen, se publicó e l . segundo de mi History, en el que se contenía el período comprendido entre la muerte de Carlos I y la Revolución. Esta obra pareció disgustar menos a los Whigs y fue mejor recibida. No sólo se abrió paso por sí misma, sino que ayudó a sostenerse a su desgraciada hermana. Pero aunque yo había aprendido por experiencia que el partido Whig ostentaba el privilegio de establecer

quiénes eran los mejores tanto en el campo de la polí­ tica como en el de la literatura, fui tan poco susceptible de rendirme a su estúpido alboroto, que las más de cien correcciones que ulteriores estudios, lecturas y reflexio­ nes me vi obligado a hacer en los reinados de los dos primeros Estuardos, fueron siempre favorables al partido Tory. Es ridículo considerar la constitución inglesa an­ terior a ese período como un plan regular de libertad. En 1759 publiqué mi History of the House of Tudor. El vocerío contra esta obra fue casi igual al que había suscitado la historia de los dos primeros Estuardos. El reinado de Isabel resultó particularmente ofensivo. Pero ya estaba inmunizado contra la sandez del público, y continué pacífica y tranquilamente en mi retiro de Edim­ burgo para acabar, en dos volúmenes, la primera parte de la English History que di al público en 1761, con un tolerable, y nada más que tolerable éxito. No obstante esa variedad de vientos y estaciones a los que habían estado expuestos mis escritos, habían hecho tales progresos que el dinero por derechos de autor que recibí de los editores llegó a exceder, con mucho, cual­ quier otra suma conocida con anterioridad en Inglaterra. Me convertí no sólo en un hombre independiente, sino en opulento. Me retiré a Escocia, mi país natal, y decidí no volver a sacar un pie de allí, con la íntima satisfac­ ción de no haber pedido jamás nada a un hombre pode­ roso, ni de haber procurado siquiera la amistad de nin­ guno de ellos. Habiendo llegado por este tiempo a los cincuenta, pensaba pasar el resto de mi vida de esta manera filosófica, cuando recibí, en 1763, una invitación del Earl of Hertford, con el cual no tenía la menor relación, para acompañarle en su embajada a París con el proyecto inmediato de hacerme secretario de emba­ jada y de desempeñar las funciones propias del cargo mientras me llegara mi nombramiento. Al principio re­ chacé la oferta, a pesar de ser tan atractiva, porque

estaba receloso de establecer contacto con los grandes y porque temía que los refinamientos y la ostentación de París resultarían desagradables para una persona de mi edad y carácter; pero dada la insistencia de su seño­ ría, acepté. Tengo todas las razones, de agrado y de interés, para considerarme afortunado por mi relación con aquel noble, así como, posteriormente, con su her­ mano, el General Conway. A esos que no han visto los extraños efectos de las modas les será imposible imaginar la recepción con que me encontré al llegar a París, compuesta de hombres y mujeres de todo rango y condición. Cuanto más empeño ponía en rechazar sus excesivos refinamientos, más me veía abrumado por ellos. Sin embargo, es una gran sa­ tisfacción vivir en París, a causa del inmenso número de gentes con sensibilidad, conocimiento y educación que abundan en esa ciudad, más que en cualquier otro lugar del mundo. H asta llegué a pensar en instalarme allí el resto de mi vida. Fui nombrado secretario; y en el verano de 1765, Lord Hertford me dejó, pues había sido nombrado Lord Lieutenant of Ireland. Fui chargé d ’ajfaires hasta la lle­ gada del Duque de Richmond, hacia final de año. A prin­ cipios de 1766 me marché de París, y al verano siguiente fui a Edimburgo con mi antiguo propósito de enterrar­ me en un retiro filosófico. Regresé a aquel lugar, no más rico que cuando lo había dejado, pero con mucho más dinero y una renta mayor, gracias a la amistad de Lord Hertford; y estaba deseoso de probar lo que podría redundarme una vida de lujo, ya que había experimen­ tado con anterioridad lo que significaba llevar una vida con lo necesario para subsistir. Pero en 1767, recibí una invitación de Mr. Conway para el cargo de subse­ cretario. El carácter de la persona y mis relaciones con Lord Hertford me impidieron rechazar esta invitación. Volví a Edimburgo en 1769, muy opulento (pues poseía

una renta de 1.000 libras anuales), con buena salud, y, aunque algo abatido por los años, con la perspectiva de disfrutar de un largo descanso y de ver aumentar mi fama. En la primavera de 1775 fui aquejado de una dolencia en los intestinos que al principio no parecía alarmante, pero que no ha cesado desde entonces, llegando a ser — según yo pienso— incurable y mortal. Cuento con que el desenlace será rápido. Esta enfermedad me ha traído poco sufrimiento; y, lo que es más extraño, a pesar del gran bajón que ha experimentado mi persona, no ha supuesto ni un momento de crisis en mi estado de ánimo; hasta tal punto, que si se me pidiera designar un período de mi vida que yo escogiese para pasar de nuevo por él, me vería tentado a señalar este ultimo período. Poseo el mismo ardor de siempre en el estudio, y la misma alegría al verme acompañado. Considero, además, que un hombre de sesenta y cinco años, cuando muere, se limita a cortar unos cuantos años de molestias; y aun­ que veo muchos síntomas de que mi prestigio literario empieza por fin a adquirir un brillo considerable, siem­ pre tuve el convencimiento de que sólo dispondría de unos pocos años para disfrutarlo. Es difícil estar más desprendido de la vida de lo que yo lo estoy al presente. Para concluir históricamente con mi propio carácter: soy, o mejor, he sido (pues éste es el estilo que debo emplear de mí mismo para expresar mejor mis senti­ mientos), he sido — decía— un hombre de disposición afable, dueño de su temperamento, de una abierta, socia­ ble y alegre manera de ser, capaz de encariñarse con las personas, poco susceptible de enemistad, y de una gran moderación en todas sus pasiones. Y ni siquiera mi de­ seo de fama literaria, mi pasión dominante, llegó jamás a agriarme el carácter, a pesar de mis frecuentes desen­ gaños. Mi compañía no fue desdeñada ni por los jóvenes y atolondrados, ni por los literatos y gente estudiosa; y

como encontré un particular agrado estando en compañía de mujeres sencillas, no tuve razones para estar descon­ tento con la acogida que me dispensaron. En una pala­ bra, pese a que la mayor parte de los hombres de alguna forma eminentes han encontrado razones para quejarse de calumnia, yo nunca fui tocado, ni siquiera amenazado por sus colmillos peligrosos; y aunque me expuse repe­ tidas veces a las iras de las facciones, tanto civiles como religiosas, éstas parecieron quedar desarmadas, en mi provecho, de su acostumbrada furia. Jam ás mis amigos tuvieron ocasión de justificar alguna circunstancia de mi carácter o conducta. Y aunque los fanáticos — según es fácil suponer— habrían encontrado una gran satisfacción inventando y propagando alguna historia en perjuicio mío, nunca pudieron dar con ninguna que por lo menos tuviese el aspecto de probable. No puedo decir que no haya vanidad al hacer esta oración funeral de mí mismo, aunque espero que no esté demasiado fuera de lugar; es éste un asunto de hecho, que puede ser fácilmente clarificado y constatado. D A V ID H UM E Abril, 18, 1766.

Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo en la que se contienen algunas observaciones sobre un E x t r a c t o d e l o s P r i n c i p i o s QUE SE REFIEREN A LA R ELIG IÓ N Y A LA M O R A L,

y que se dice son mantenidos en un Libro publicado últimamente bajo el título Tratado de la Naturaleza Humana, etc.

Introducción

II Semejante en su intención y en su factura al Resu­ men 1 de 1740, la Carta de un caballero a su amigo de Edimburgo, publicada en 1745, responde también a una necesidad circunstancial. Ambos escritos, cuya paternidad humeana es hoy indiscutible, aparecieron como anóni­ mos. Si el propósito del primero tuvo un carácter que hoy llamaríamos «publicitario» — el de brindar a los lectores un esmerado extracto de los contenidos del Tra­ tado de la Naturaleza Humana— , la finalidad del segun­ do fue la de lograr, en desesperado esfuerzo, algo que Hume deseó durante toda su vida y que jamás le fue concedido: una cátedra universitaria. En su excelente y bien documentado estudio prelimi­ nar al escrito, E. C. Mossner y J. V. Price nos ofrecen 1 Resumen del Tratado de la Naturaleza Humana, Trad. Esp. de C. Mellizo, Aguilar, S. A., Buenos Aires, 1973.

los pormenores del desafortunado episodio académico2 que dio lugar a esta Carta, ahora por primera vez asequi­ ble al público de lengua castellana. Vacante la Cátedra de Filosofía Moral de la Universi­ dad de Edimburgo tras la dimisión del Dr. John Pringle, se hizo necesario buscar a la persona indicada que viniese a continuar la labor docente que Pringle había desem­ peñado durante casi quince años. Aunque el Presidente de la Universidad, John Coutts, había apoyado desde un principio la candidatura de Hume, pronto se puso en claro que sus posibilidades de acceder al puesto eran prácticamente nulas, debido, en palabras del propio Hume, «al clamor popular que se ha levantado contra mí en Edimburgo, y que me acusa de escepticismo, he­ terodoxia y otras cosas que confunden al ignorante». El fragmento pertenece a una carta fechada el 25 de abril de 1745, dirigida por Hume a Matthew Sharpe de Hoddam, cuyos párrafos finales constituyen una abierta pe­ tición de ayuda al amigo, persona allegada a los círculos universitarios de Edimburgo. De hecho, cuando esta petición fue cursada, los concejales de la ciudad, bajo cuya jurisdicción estaba la Universidad, ya habían elegido por mayoría a un nuevo catedrático, Francis Hutcheson, hasta entonces profesor en Glasgow de la misma disci­ plina. La circunstancia de que Hutcheson no aceptara la cátedra que se le ofrecía, no supuso mayor ayuda a la candidatura de Hume, pues una coalición de adversa­ rios doctrinales, en causa común, hacía ya prácticamente imposible el buen éxito de sus pretensiones. 2 A Letter frorn a Gentleman to bis Friend in Edinburgh Edited by Ernest C. Mossner and John V. Price, Edinburgh University Press, 1967. El episodio es allí relatado por extenso y con gran abundancia de datos. Lo que aquí se expone es sólo una versión muy resumida de tan largo y confuso incidente. El lector interesado en conocer los últimos detalles debe remitirse a las páginas vii-xxii de la edición Mossner-Price.

Dividido el Concejo en dos bandos, quienes apoyaban a Hume estaban en franca minoría cuando tuvo lugar la votación definitiva. Convocada ésta inicialmente para el 29 de mayo, hubo de aplazarse. Ya a mediados del mis­ mo mes, doce de los quince ministros religiosos de la comunidad, reunidos con el pleno del Concejo, habían pronunciado su avisamentum contra Hume. Entre los eclesiásticos más fervientemente opuestos a su candida­ tura figuraba William Wishart, quien ocupaba un alto cargo en la Universidad, y a quien deben serle atribuidos los escritos que dieron lugar a la airada respuesta de Hume. Esta Carta de un caballero a su amigo de Edim­ burgo es, pues, una defensa contra las acusaciones de Wishart, dirigida, aunque siempre en forma anónima, a John Coutts. Por fin, la votación última tuvo lugar el cinco de junio, siendo elegido un William Cleghom, hasta la fecha sustituto provisional de la cátedra que había ocupado Pringle. La derrota de Hume se había consumado, y los posi­ bles efectos ventajosos de su Carta, redactada en «una mañana» desde su residencia campestre de Hertfordshire — donde era tutor del Marqués de Annandale— , no se materializaron en nada. Aún hizo Hume un nuevo intento por acceder a otro puesto académico, esta vez la Cátedra de Lógica de la Universidad de Glasgow. Pero también este empeño, como el anterior, fue condenado al fracaso, y Hume hubo de permanecer siempre al margen del mundo uni­ versitario del país que lo había visto nacer. La Carta consta de cuatro secciones claramente de­ finidas: 1. Un prefacio en el que Hume, ocultando su iden­ tidad, y refiriéndose a sí mismo en tercera persona, anun­ cia su propósito de «hacer justicia al autor» del Tratado

de la Naturaleza Humana frente a las acusaciones de escepticismo y ateísmo de que ha sido víctima. 2. Una transcripción del Extracto de Wishart y del correspondiente Sumario de Cargos contra las doctrinas de Hume. 3. Una concisa refutación de los seis puntos que componen dicho Sumario. 4. Por último, una llamada al público, en la que solicita clemencia y comprensión para el autor, y exalta los valores de la libertad de pensamiento. Es cierto que el Extracto, como el propio Hume seña­ la, ofrece en ocasiones una visión excesivamente sim­ plista y desfigurada de los contenidos del Tratado. La intención apologética de Wishart va unida a otros mo­ tivos más urgentes, siendo el principal de ellos cargar las tintas sobre la heterodoxia de Hume y sobre el ca­ rácter irreligioso de su filosofía, en vísperas de una votación académica. Entonces, como ahora, el sistema universitario no estaba libre de intereses de partido y de agrias confrontaciones ideológicas. Mossner y P rice3 recurren a ejemplos que ponen de manifiesto la tendenciosa mutilación que a manos del acusador padece el texto original de Hume. Así, por mencionar una de las muestras, el punto 4 del Sumario se limita a observar que «con respecto al principio que afirma que la Deidad creó la materia y le dio su impulso original, manteniéndola después en la existencia, dice nuestro autor que esa opinión es en verdad curiosa, pero que resultaría superfino examinarla en este lugar». En rigor, las palabras de Hume forman parte de un con­ texto más amplio, a cuya luz adquieren un sentido quizá menos escandaloso y libre de irreverente ironía. Leamos el pasaje completo:

Esta opinión es ciertamente muy curiosa, y bien merecedora de nuestra atención. Pero resultaría superfluo examinarla en este lugar, si reflexionamos un momento en el propósito que nos ha llevado a reparar en ella. Hemos establecido como un principio, que todas las ideas se derivan de impresiones o de percepciones precedentes, y que es imposible que podamos obtener una idea de poder y eficacia, a menos que logremos mostrar algunos casos en los que dicho poder es percibido en su propio ejercicio. {Tra­ tado, Libro I, Parte II I , Secc. 14).

Si es verdad que el tono de la acusación de Wishart adolece de una falta de equilibrio, no lo es menos que la defensa de Hume está en cierto modo condicionada — como era lógico de esperar, dadas las circunstancias— por una voluntad extrema de suavizar las consecuencias de un cuerpo de doctrina que, vano sería negarlo, no ofrece apenas resquicio al conocimiento metafísico. Este segundo aspecto de la Carta no es, según pienso, subra­ yado por Mossner y Price. Pero son muchas las afirma­ ciones de Hume, anteriores y posteriores a la redacción de este escrito, en las que queda reiterada la inequívoca postura humeana sobre la imposibilidad de pronunciarnos en cuestiones que trasciendan la realidad matemática o el mundo de lo empírico. Por citar también uno de los fragmentos de Hume que confirman lo dicho, baste con recordar su famosa sentencia: Si cae en nuestras manos un volumen de teología o de meta­ física escolástica, por ejemplo, debemos preguntarnos: ¿Contiene un razonamiento abstracto referente a la cantidad o al número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental referente a las cuestiones de hecho y a la existencia? No. Arrojémoslo, entonces, a las llamas, porque no puede contener otra cosa que no sea sofistería e ilusión. (Investigación sobre el Entendimiento Huma­ no, Sección X II, Parte III.)

Naturalmente, y contra lo que algunos tal vez pudie­ ran suponer, ni ésta ni ninguna de las afirmaciones hu-

meanas en torno al orden de lo sobrenatural permiten ser interpretadas como manifestaciones de un formal ateísmo, palabra, esta última, no siempre empleada con la propiedad debida. Tratando, pues, de poner las cosas en su más justa dimensión, cabría decir que la «peligrosidad» de Hume queda en este punto reducida a la negación de la teolo­ gía natural como disciplina siquiera remotamente cien­ tífica. No es la intención de este prólogo terciar en la polé­ mica y juzgar uno a uno los seis puntos de la acusación y las correspondientes aclaraciones de Hume. Dicha polé­ mica, además, se prolonga en el tiempo, y resultaría imposible dar aquí una adecuada noticia de ella 4. Con todo, acaso resulte oportuno llamar la atención del lector sobre un pasaje que a mi juicio ofrece especial interés. Se trata de la declaración que pondera resueltamente el valor demostrativo de la prueba cosmológica, un argu­ mento (como queda indicado en la nota 5 del texto) cuyo carácter experimental se ajusta a las exigencias dic­ tadas por los principios huméanos. «N o sería difícil mostrar», dice Hume en la Carta, «que los argumentos a posteriori, a partir del orden y el curso de la Natu­ raleza, esos argumentos tan apropiados, convincentes y obvios, todavía conservan toda su fuerza». Tan favorable dictamen sobre la prueba en cuestión es repetido por Hume en otros lugares, por ejemplo, en el párrafo intro­ ductorio de su Historia de la Religión Natural, donde se nos indica que Todo el ámbito de la naturaleza habla en favor de un autor dotado de inteligencia; y no hay un investigador que, después de reflexionar seriamente, pueda dejar de creer ni un momento en lo que son los principios primarios del verdadero teísmo y de la verdadera religión (Historia de la Religión Natural, Introducción).

Según esto, parecería legítimo afirmar que, para Hume, hay una modalidad de acceso a la demostración de la Existencia Divina; una modalidad no tanto basada en razonamientos apriorísticos, como en la observación del comportamiento y estructura del orden natural. Sin em­ bargo, la tarea de certificar que éste fue verdaderamente el sentir de Hume, no se halla libre de dificultades. La Carta está fechada en 1745. Ulteriores en su re­ dacción y publicación son la Historia de la Religión Na­ tural y los Diálogos. Estas dos últimas piezas, escritas ambas hacia 1751, no fueron dadas al público hasta 1757 y 1779, respectivamente, la segunda, por tanto, de apa­ rición posterior a la muerte de Hume. En la Carta y en la Historia se afirman los valores demostrativos del argumento, así como en varios frag­ mentos de los Diálogos. Sin embargo, un extenso apar­ tado de esta obra, la última en publicarse, se detiene en examinar, por boca del dialogante Filón, las muchas deficiencias que una meditación detenida podría descu­ brir en el argumento por designio. Tal es la abundancia y el vigor de las objeciones a la prueba, que ello nos obliga a pensar si en verdad Hume estuvo alguna vez convencido de su eficacia. Sea como fuere, y cualquiera que sea la reacción del lector ante esta defensa, hay algo que conviene recor­ dar. Pese a la larga tradición que ha atribuido a Hume un papel eminentemente destructivo en materia religiosa, un conocimiento mediano de sus escritos bastaría para comprobar que en ellos abundan indicaciones de una honda preocupación por las eternas incógnitas del hom­ bre. Falso sería decir que el pensamiento de Hume se ajusta a las normas de la filosofía cristiana. Pero sólo un juicio precipitado y erróneo podría ver en ello una falta de interés vital respecto al orden de lo trascendente. C. M.

Conservado en la Biblioteca Nacional de Escocia, el folleto A Letter from a Gentleman to H is Friend in Edinburgh: Containing Some Observations concerning Religión and Morality said to be maintain’d in a Book lately publish’d, intituled, A Treatise of Human t a t u ­ re C., fue publicado en Edimburgo en 1745. Una repro­ ducción facsímil del texto está incluida en la edición de E. C. Mossner y J. V. Price, Edinburgh University Press, 1967), y a ella me he atenido para realizar esta traducción. Todos los subrayados son los del original, excepto el que antecede a la nota 18. Esa nota, y todas las demás, son adición mía. El texto de Hume carece de ellas. H e tratado de conservar la sintaxis y puntuación ori­ ginales hasta donde lo permite el castellano, y he intro­ ducido en mi versión algunas variantes expresivas, siem­ pre menores, cuyo único propósito es el de evitar po­ sibles equívocos.

Las numeraciones al margen del Extracto correspon­ den a las páginas del Tratado de la Naturaleza Humana (Edición de J. Noon, 1739, para los volúmenes I y I I; edición de T. Longman, 1740, para el volumen I II) en que aparecen los textos que el acusador seleccionó para documentar sus cargos contra Hume. El autor del Ex­ tracto espiga fragmentos del Tratado según su conve­ niencia y los agrupa en un cierto orden temático. De ahí que la numeración varíe y no siga necesariamente la se­ cuencia esperada. He preferido conservar en la traduc­ ción este método de dar las citas para ajustarme lo más posible al formato del Extracto en su versión original. C. M.

Señor: He leído el extracto de los principios referentes a la religión y a la moral, principios que se afirma son man­ tenidos en un libro publicado recientemente bajo el títu­ lo Tratado de la Naturaleza Humana en el que se intenta introducir el Método Experimental de Razonamiento en los Asuntos Morales. También he leído el llamado Suma­ rio de Cargos. Según usted me informa, ambos escritos han sido profusamente difundidos y cayeron en sus ma­ nos hace unos días. Estaba yo persuadido de que las acusaciones de escep­ ticismo, ateísmo, etc., habían sido tan frecuentemente esgrimidas por los hombres peores contra los mejores, que habían llegado a perder toda su influencia. Y no hubiera yo pensado en hacer puntualización alguna con respecto a esa serie de pasajes desfigurados y mutilados, si no me hubiese usted rogado que asumiese la tarea de

hacer justicia al autor, y de sacar de su equívoco a las gentes de buena intención sobre las que, según parece, ese Sumario de Cargos ha hecho impresión tan profunda. Reproduciré aquí la acusación en su totalidad, y luego comentaré el Sumario de Cargos, ya que es ese escrito el que contiene la sustancia del todo. También iré re­ firiéndome al Extracto conforme vaya avanzando.

E x t r a c t o d e l o s P r in c ip io s r e f e r e n t e s a la

R e l ig ió n y a l a M o r a l , e t c .

El autor reproduce en la primera página (vol. I, im­ preso por /. Noon, 1739) un pasaje de Tácito: «Rara felicidad de nuestros tiempos el poder pensar como uno desee y el poder hablar como uno piense» Expresa el autor su deferencia hacia el público con estas palabras (Advertencia, p. 2): «Considero que la aprobación del público es la »mayor recompensa a mis trabajos. Pero estoy firme»mente dispuesto a aceptar -su juicio, sea éste el que »fuere, como la mejor enseñanza.» 458 459

Nos da en síntesis una valoración de su filosofía, desde la página 458 hasta la página 470: «Estoy confundido con esta angustiosa soledad a »la que me ha llevado mi filosofía.— Me he expues»to a la enemistad de todos los metafísicos, los »lógicos, los matemáticos, e incluso los teólogos.— »H e declarado mi desaprobación hacia sus siste»m as.— Cuando miro en mi propio interior, sólo

1 El pasaje figura en la página titular de la edición de John Noon y es reproducido después en subsiguientes ediciones de la obra, siempre en su original latino: Rara temporum felicitas, ubi sentire, quae velis; atque sentías dicere licet.

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»encuentro duda e ignorancia.— Todo el mundo »conspira para oponérseme y contradecirme; y tal »es mi debilidad, que siento como si todas mis »opiniones se desmoronasen cuando les falta la »aprobación de los otros.— ¿Puedo estar seguro »de que, al abandonar todas las opiniones estable»cidas, estoy acercándome a la verdad? ¿Mediante »qué criterio lograré distinguirla, incluso si For»tuna me pusiera al fin tras sus huellas? Después »de concluir el más exacto y preciso de mis razo­ n am ien tos, no puedo encontrar la razón de por »qué debería darles mi asentimiento; y lo único »que noto es una fuerte propensión a considerar »los objetos tal y como éstos se me aparecen.— La »memoria, los sentidos y el entendimiento están »fundados todos ellos en la imaginación.— No es »extraño que un principio tan falaz e inconstante »nos lleve al error, cuando lo seguimos implícita»mente (como estamos obligados) en todas sus »variaciones.— Ya he mostrado que el entendimien­ t o , cuando actúa solo y de acuerdo con sus prin»cipios más generales, da lugar a una total subver»sión contra sí mismo y no deja en pie el menor »grado de evidencia, ni en las proposiciones filo»sóficas, ni en las que se refieren a la vida co»mún.— No nos queda más remedio que elegir »entre una falsa razón, o ninguna en absoluto.— » ¿Dónde estoy, o qué soy? ¿De qué causas deri»vo mi existencia y a qué condición he de volver? »¿Q ué favores debo buscar y qué iras he de te»mer? ¿Qué seres me rodean? ¿Sobre quién tengo »yo alguna influencia o quién tiene alguna influen»cia sobre mí? Estoy confundido con todas estas »cuestiones, y empiezo a pensar que me hallo en »la condición más deplorable que imaginarse pue»de, rodeado de la más profunda oscuridad, y

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»priva