Mentir: Ventajas y desventajas

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GILBERT MAUREY

MENTIR Ventajas y desventajas Traducción de Pierre Jacomet

EDITORIAL ANDRES BELLO B a r c e lo n a • B u e n o s A ires • M é x ic o D .R • S a n tia g o de C h ile

Título de la edición original:

Mentir Traducción de Pierre Jacom et

© De Boeck & Larcier s.a. 1996

Primera edición, 2000 Derechos exclusivos en español © Editorial Andrés Bello Av. Ricardo Lyon 946, Santiago de Chile www.editorialandresbello.com www.editorialandresbello.cl [email protected] Editorial Andrés Bello de España, S. L. C/. Córcega, 257 l e 2a B 08036 Barcelona ISBN: 84-95407-41-8 Depósito legal: B-39.507-2000 Impreso por Romanyá Valls, S.A. - Pl. Verdaguer, 1-08786 Capellades

Printed in Spain

INDICE

CAPITULO 1: EL QUE DE VOSOTROS ESTE LIBRE DE MENTIRA...

9

¿Por qué mentimos? .......................................................................................... Sobre algunas especies ...................................................................................... Tres temas poco abordables ............................................................................

11 15 19

CAPITULO 2: LOS MEDIOS INFORMATIVOS, LA PUBLICIDAD Y LA MENTIRA

29

La cosa mediática ............................................................................................... Los aprietos del periodista ............................................................................... Un sistema riesg o so ............................................................................................. ¿Miente sin tregua la publicidad?...................................................................

29 34 37 43

CAPITULO 3: ¿ES LA MENTIRA EL CIMIENTO DE LA PAREJA?

51

Mentiras acerca de la p a r e ja ............................................................................ Mentira en la pareja .......................................................................................... Pareja e imaginario .............................................................................................

53 56 65

CAPITULO 4: MENTIRAS EN FAMILIA

71

Madre, padre e hijo (a) ...................................................................................... Fratría, sexo y m en tira........................................................................................ El secreto, un ideal familiar ............................................................................

73 77 81

CAPITULO 5: LAS MENTIRAS MEDICAS

87

Para bien del en ferm o ........................................................................................ En interés del m é d ic o ........................................................................................ ¿Y los medicamentos? ........................................................................................

88 91 99

CAPITULO 6: LAS “PSICOMENTIRAS”

107

Psicoterapias: se impone el plural .................................................................107 De algunas prácticas .......................................................................................... 110

Otras p recisio n es..................................................................................................116 Psicoterapias y psicoanálisis .............................................................................119 Mentiras y psicoanálisis...................................................................................... 123 La mentira en el psicoanálisis.......................................................................... 128 CAPITULO 7: UN BREVE RECORRIDO POR LAS NUBES

135

Astros y m e n tira ....................................................................................................138 Radiestesistas y san ad o re s................................................................................. 140 O cultism os............................................................................................................. 144 Adivinación ...........................................................................................................149 T elepatía.................................................................................................................. 153 CAPITULO 8: ALGUNOS TIPOS DE MENTIROSOS

159

Retrato del m itó m a n o ........................................................................................ 159 Mitómanos y psicoanálisis................................................................................. 163 ¿Miente el m itóm an o?........................................................................................ 164 Algunas varian tes..................................................................................................166 El mitómano y el tie m p o ....................................................................................170 El estafador ........................................................................................................... 173 El tonto y la mentira ...........................................................................................176 Mentira peligrosa..................................................................................................182 CAPITULO 9: MENTIRAS DE TODO TIPO

187

Trampear ................................................................................................................187 Bromistas ................................................................................................................189 ¿Mentira gratuita? ............................................................................................... 191 De la mentira indescifrable a la mentira ostensible .................................193 La confesión m en tirosa...................................................................................... 198 Plagiarios y falsificadores ................................................................................. 200 CAPITULO 10: EL ENVITE DE LA MENTIRA, SUS ESTADOS LIMITE

205

La mentira y el envite ........................................................................................ 205 Mentira y ficción ..................................................................................................211 Ensoñar, e n g a ñ a r..................................................................................................215 ¿Mienten nuestros recuerdos? ........................................................................ 218 CAPITULO 11: A MODO DE CONCLUSION

227

Bibliografía ............................................................................................................. 235

CAPITULO

1

El que de vosotros esté libre de mentira...

¿Es necesario definir la mentira? ¿No es algo común afirmar lo que no se cree, sea por la palabra o de otro modo? Común y también propio del hombre, ya que la mentira es uno de los rasgos que lo distinguen del animal. No es sin talento que este último ejerce el ardid, pero ardid no es sinónimo de mentira. Recordar que en francés mensonge (mentira) fue hasta el si­ glo XVII un sustantivo femenino no es una insinuación malicio­ sa, sino más bien una oportunidad de señalar que ese cambio de género se debió tal vez al influjo de songe (sueño, ensoñación), con el cual suele vinculárselo en esa lengua: songe, mensonge, di­ cen los franceses.1 La mentira suele ser descrita como una aseveración contra­ ria a la verdad. ¿Será entonces por amor a la verdad -una verdad cuya afirmación se considera siempre buena y conocida- que nos interesa la mentira? En la dimensión humana de las cosas posibles, de hecho, se corren riesgos al poner la verdad por en­ cima de todo. Concebida en esos términos, la verdad pertenece al ámbito de lo ideal: el ideal de Platón, el ideal de una verdad única y unívoca, aquella verdad de la ciencia que Platón oponía a la opinión común, sin valor de verdad.

1 La única posibilidad de mantener una semejanza homofónica con el prover­ bio es “ensoñar-engañar”, sobre todo si consideramos que “songe” e s ensoñación, no sueño (reve). Lo hallaremos más adelante en el texto, al ver el inciso pertinente. (N. del T.)

Este ideal no cuestiona ni la fatalidad ni la necesidad de la mentira. Platón dejó lelos a los sofistas, que -jugando siempre de mala fe con las palabras y los conceptos mediante una lógica aparentemente desprovista de fallas- llegaban a conclusiones im­ posibles, y eran capaces de demostrar cualquier cosa y a la vez su contrario. ¿Debemos, en los antípodas de aquellos artistas, invocar la sinceridad? Sin duda la sinceridad es un valor moral que siem­ pre vale la pena predicar. Por desgracia, si la sinceridad con­ siste en decir lo que realmente se piensa y se siente, fuerza es constatar que estar seguro de lo que se piensa es no tomar en cuenta la parte inconsciente de nuestro psiquismo. Ahora bien, por limitada que sea, la sinceridad es ya un paso hacia la fran­ queza. Seré, por lo tanto, sincero: no me intereso en la mentira por mera curiosidad. Me intereso en ella porque, si se trata de una dimensión necesaria de la condición humana -y no necesi­ ta entonces ser demostrada-, no puede ser debatida de cual­ quier manera. No se la debe tomar a la ligera, como una evidencia que se comprueba antes de pasar a otra cosa; la mentira merece un exa­ men serio. Una vez admitida su existencia, hablemos sin un ci­ nismo excesivo: no hay mentiras malas, solo hay mentiras fracasadas. Ni nos preocupemos tampoco demasiado de las con­ sideraciones morales. Recordemos, con La Rochefoucauld, que “la aversión a la mentira suele disfrazar el anhelo imperceptible de enaltecer nuestros testimonios y concitar un respeto religioso por nuestras afirmaciones”. Mi propósito no es agotar el tema, pretensión que estaría destinada al fracaso, ni abordarlo en un plano moral o filosófico que exigiría -nada m enos- una teoría de la verdad. Este trabajo pretende analizar el lugar, el significado y la función que tiene la mentira en el equilibrio social e individual.

¿Por qué mentimos? Una vez admitida su universalidad en el género humano, creo que debemos ante todo inquirir para qué sirve la mentira. Desde este punto de vista no hay mentira en sí, una suerte de Mentira capaz de fecundar discursos globales y abstractos. Solo hay men­ tiras aplicadas en tales o cuales situaciones, por lo demás innu­ merables. El fabricante de mentiras intenta modificar una situación determinada expresando algo -una mentira-, primero por la palabra (que de todos modos es engañosa), luego por el gesto o la mímica, y así. Los medios no faltan. En lo tocante a las situaciones, no se divisa ninguna cuya esencia excluya la mentira. Algunas se prestan más que otras, ya se trate del adulterio, la incertidumbre en una elección, el bene­ ficio comercial o la imputación de un crimen: cualquier situa­ ción bochornosa sirve para nuestro propósito. En la práctica, la mentira puede ser considerada como una respuesta frente a un estado de hecho, un aprieto, es decir a lo que ocluye y obstaculiza un deseo, una necesidad, una posible ganancia, una ambición, una creencia, la preservación de una buena imagen de sí mismo. La intención del mentiroso es modificar la realidad para sa­ lir del paso, apoyándose en lo que juzga bueno o malo para él, y sin detenerse a separar lo verdadero de lo falso. Ahora bien, cuando la mentira atañe a la imagen de sí mismo que se quiere dar o preservar, no siempre se sabe dónde está lo falso o lo ver­ dadero. Manipular la propia imagen, mintiéndose a uno mismo o a los demás, es una operación borrosa y de resultado incierto, porque no se conoce bien la verdad de tal imagen ni lo que de ella piensan los demás. Esta índole de mentira es un poco dife­ rente, porque aquí la participación del inconsciente es mayor que en otras variedades. Con todo, persiste la intención de sal­ var una dificultad, de salir de una situación bochornosa. Por su­ puesto, es menos ambiguo mentir para evitar una condena a trabajos forzados.

En la mayoría de los demás casos la intención es idéntica; pero, para una situación determinada, la distinción entre lo ver­ dadero y lo falso es relativamente conocida por el mentiroso, a quien le importa un bledo la diferencia. Cuando mientes para obtener de alguien una cosa determinada, imposible de obtener de otra manera, has decidido hacer caso omiso de la verdad con tal de conseguir aquello que crees bueno para ti, aquello que te sacará del aprieto en que te hallarías si hubieras fracasado en la empresa. No hace falta demostrar la relación entre mentira y verdad. Mientras más se enreda el mentiroso en su mentira, más se acer­ ca a la verdad, y más obligado está a conocerla si no quiere tro­ pezar con ella. Por eso conviene a los mentirosos tener buena memoria. A su manera, la mentira da testimonio de la verdad, lo que obviamente no es su objetivo. Aunque al mismo tiempo la tuerce, tampoco es ésta su principal meta. Dicho esto, si bien el hecho de que la mentira se malquiste con la verdad no es una especie de efecto secundario, por ahora lo importante para nues­ tros propósitos se sitúa en otra parte. Dejaremos, pues, que la verdad se defienda sola -ella siem­ pre triunfa, según el adagio-, para volcarnos al estudio del indi­ viduo que, frente a una situación (externa o íntima, real o imaginaria) que obstaculiza un deseo consciente o inconsciente, opta por la mentira. Para derribar el obstáculo, se convierte en mentiroso, algo que un minuto antes él no era. Sin duda lo ha sido, y volverá a serlo apenas se presente la ocasión. Al abordar el problema de la mentira desde este ángulo, un psicoanalista y psiquiatra como yo, mentiroso también, se inter­ na en un territorio que le resulta más cómodo que el ámbito filosófico, por ejemplo, u otros. Precisemos sin más demora que aquí no pretendemos escla­ recer la “psicología del mentiroso”. Aunque existen los mentiro­ sos patológicos o mitómanos, ello no nos permite esbozar un perfil específico del mentiroso. La especie está demasiado difun­ dida; es más, coincide con la especie humana. Tampoco preten­

do hacer un análisis detallado de la mentalidad del mentiroso, porque todo el mundo miente más o menos seguido, más o me­ nos bien. No es ésa la cuestión. Tampoco es mi propósito “denunciar la mentira” y proponer sistemas para erradicarla. Aun suponiendo que tal extirpación fuese deseable, no por ello sería posible. Se objetará que nuestra época es demasiado fecunda en mentiras, y que debe hacerse algo al respecto. Pero eso sería olvidar que lo que nos hace creer que la mentira prolifera es la abundancia de soportes que se le otorgan. La suma de las mentiras pronunciadas en una aldea montañesa aislada por la nieve, hacia 1850, tampoco debe haber sido despreciable. Dicho esto, describiremos un cierto número de situaciones que parecen propicias a la mentira, examinaremos sus secuelas (y también los efectos de su ausencia) y aquello que la contraría, es decir el mentís, la confesión, etc. Por último, observaremos aquellos casos en que la mentira reviste formas particulares. Cualesquiera sean estas situaciones, siempre implican para el mentiroso un bochorno, ante el cual se esforzará por evitar lo que resulta negativo para él, intentando obtener lo que conside­ ra bueno sin importarle cuál sea el riesgo o la ganancia. Cuando se está atrapado en un embotellamiento de automóviles, podría arreglarse la situación a cañonazos (¡sería un sueño!), pero re­ sulta más juicioso tomar un desvío. En un sentido figurado, la mentira es ese desvío. Intentemos ilustrarlo con el caso de aquel niño, imaginado por Daudet, que al llegar un día tarde a casa, declara con toda sencillez: “Es que murió el papa”. No dice “me caí”, ni “Madame Clément se atrasó”, ni “me demoré en la escuela”. No, él juega fuerte, sobre todo en una época en que la verificación no podía ser inmediata, pues no había teléfono ni radio. El imprevisto desvío tiene, al menos, un éxito momentáneo: como en su familia es importante la salud del papa, nadie sueña con castigarlo. La situación era bochornosa y para resolverla él escoge la mentira y no, como podría haber sido, la fuga. En

cuanto a saber si la verdad sale de la boca de los niños, me temo que podríamos afirmarlo, puesto que todos los papas mueren algún día. Más que una mentira, es una anticipación, lo que tendería a demostrar que a pesar de todo la verdad está en boca de los niños. Esto nos muestra, sobre todo, que la mentira es tal en relación con una situación determinada -e n un tiempo X y un lugar X -; en un contexto, como suele decirse. No debería­ mos olvidar algo tan obvio. Pasada su consecuencia inmediata -doble bofetada: atraso + mentira-, la mentira no ha de quedar así, pues será desmentida o bien el niño confesará. En lo tocante al niño del ejemplo, el mentís es irrefutable: el papa sigue con vida. Nadie tiene interés en afirmar lo contrario, salvo que imaginemos a una hermana mayor que aca­ ba de darse un revolcón en un potrero y llega con las mejillas demasiado coloradas. Para desviar la atención de todo el mundo, puede susurrar que efectivamente oyó decir que el papa había muer­ to. Ante el mentís, podrá siempre pretender que su hermano me­ nor le dio la información. De lo que resultará una triple bofetada para éste; en cuanto a ella, es posible conjeturar que, dada la grave­ dad del asunto, el rubor de sus mejillas será olvidado. Nuestro joven amigo haría mejor en confesar, pues la confe­ sión suele facilitar el perdón; el problema es saber cuánto tiem­ po debe transcurrir entre la mentira y esa confesión: no debe ser demasiado corto ni demasiado largo. Confesar es reconocer una falta (aunque nadie te lo pida) y, al mismo tiempo, inclinarse ante la verdad. Nótese que la confe­ sión puede ser solo parcial y constituir a su vez una nueva menti­ ra. Convendría precisar: “Falta medio confesada está medio perdonada”, pero, ¿en qué consiste la mitad de un perdón? En cuanto al desmentido, liquidará en principio la mentira, aun sin serle radicalmente ¿yeno: desmentir una información ve­ raz si a uno lo están acusando se considera legítimo. Habida cuenta de tales reservas, el desmentido y la confesión son los principales medios para develar la mentira. ¿Qué otros destinos podemos imaginar para ella?

Por supuesto, su continuación, las mentiras en cascada, cada una arrastrando a la otra. El estafador no es el único en quien vemos esta manera de proceder. El inconveniente de este siste­ ma está en que los riesgos de ser desmentido aumentan en función del volumen de la cascada. A fuerza de embrollar las cosas, el mentiroso, atrapado en su tela, puede verse obligado a confesar. Pero la mentira puede permanecer oculta para siempre: in­ gresa entonces en la categoría del secreto, cuyo precario destino deberá compartir. Supongamos que asesinaste a alguien y eres sospechoso, pero logras mentir bien y te forjas una coartada in­ vulnerable. Saliste del aprieto y estás listo para reincidir cuando sea necesario. Tu única obligación será quedarte tan callado como la tumba de tu víctima, ya que el único crimen perfecto es aquel que solo una persona conoce. Pero este silencio no siempre será fácil. Hablaremos entonces del secreto como uno de los avatares posibles de la mentira, y también, en un plano menos cruento, de lo que ocurre en el seno de las familias. También veremos el caso del “paranormal”, que ilustra una relación diferente entre menti­ ra y secreto: en su caso, el secreto es una mentira, no la mentira un secreto. En efecto, muchos curanderos, y la mayoría de los adivinos, no ignoran que mienten cuando afirman con toda cal­ ma “te voy a sanar de tu cáncer” o “te diré tu porvenir”: se escu­ dan tras el secreto de su “arte” para garantizar que no mienten. De hecho, se trata de una mentira doble: a) la mentira acerca de la cura o la predicción, y b) la mentira acerca del secreto. El juga­ dor, al menos, solo se miente a sí mismo cuando cree haber in­ ventado la martingala infalible, piedra filosofal de los casinos.

Sobre algunas especies Llegados a este punto en nuestro viaje, resulta tentador imagi­ nar una suerte de catálogo de las mentiras.

Ya conocemos las dos grandes especies: la mentira al otro, la mentira a sí mismo. Esta última se mueve en una zona bastante vaga. Hay mentiras de este tipo que son bastante conscientes, como decirse “no quiero que ahorquen a mi patrón porque es un tipo amable y competente”. Sería asombroso que el sujeto no terminase por admitir, mediante una brizna de introspección y siempre en su fuero interno, que en realidad la competencia no excluye el patíbulo. Pero muchas de las mentiras que nos decimos tienen que ver con el inconsciente, a menudo de un modo bastante superficial -soy tonto y feo, piensa un tipo aunque solo lo cree a medias y no sabe para qué le sirve- o de manera más notoria. Freud destacó una parte del mito de Edipo que denominó “complejo de Edipo”. “Es pura fantasía”, se dicen muchas personas, “yo jamás sentí deseos por mi madre ni mi padre, ésa es la verdad”. De acuerdo, pero eso es falso. ¿Podemos hablar, entonces, de mentira en un sentido estricto, si la mentira es una afirmación que conscientemente se opone a la verdad? Es un punto a discutir. También ocurre que a lo largo de un psicoanálisis, y pese a los desmentidos que se van acumulando, el paciente continúe aferrado a su versión inicial o bien se obstine en no tomar en cuenta más que el contenido ma­ nifiesto de sus sueños. ¿Es posible hablar siempre de resistencias inconscientes? Examinaremos esta cuestión, como también algu­ nas otras que indudablemente forman también parte de la menti­ ra, en el cuadro más general de las psicoterapias. En cuanto a la mentira destinada al otro, también puede pro­ venir del inconsciente: “Detesto ser así, haré todo lo posible por cambiar”, dice una persona, incapaz de percibir que no desea cambiar nada. Sin embargo, lo más común es que la intención de engañar sea consciente. Se peca entonces pasivamente, por omisión, o bien activamente, inventando una realidad contraria a la verdad, conocida no obstante por el mentiroso... hasta don­ de pueda conocerla. La intención de engañar comporta múltiples variedades, y otras tantas subespecies de mentiras. Aunque la intención pue­

de ser amable y fundarse en el deseo de velar por el otro -sin otro beneficio que no ser odiado-, sigue siendo una mentira. En el extremo opuesto, la intención del mentiroso será sencillamente aprovecharse de una situación en desmedro del engañado. Así, la mentira a los enfermos graves es un problema difícil y doloro­ so para el que calla la verdad, pero, ¿acaso no obtiene el menti­ roso mismo un beneficio al callar? Muchos casos de eutanasia son equívocos. A la inversa, ninguna preocupación altruista habita a los meteorólogos y los economistas. Ellos no ignoran que sus pre­ visiones comportan grandes riesgos de incertidumbre; es decir, mienten. Saben que sus previsiones se apoyan en un conoci­ miento de cuya relatividad dan testimonio sus propios vatici­ nios pasados. ¿Pero podrían no mentir sin estar mutilando aquella rama del saber en que se cobijan, lo que resultaría ade­ más muy fastidioso? Algunos llegan a convencerse de lo que dicen. Cuando se trata de los meteorólogos, sonreímos, por­ que quisiéramos creerles un poco, sobre todo cuando es una joven encantadora la que anuncia las predicciones. En cambio, habría que reírse a gritos de los economistas, pues por desgra­ cia sus predicciones suelen traer consecuencias. Verdad es que de vez en cuando aparece alguno que, por haber analizado los hechos sin demasiados supuestos teóricos, formula una opinión que resulta fundada. En un orden vecino de intención, una bella mentira puede consistir en inventar un problema que no existe, con el benefi­ cio de una solución elegante cuyo crédito recaiga en uno. De inmediato pensamos en la política, pero también la medicina aparece en nuestra mente. No voy a insistir, por ahora, en la intención del mentiroso, y concluiré este catálogo con el caso de la mentira indescifrable. Algunos afirman que Luis XVII murió en el Templo. Otros lo nie­ gan. Dos siglos después, todavía no se sabe quién dice la verdad. Tampoco la historia de Gilíes de Rais carece de interés: antes de la tortura niega los crímenes que se le imputan, pero, so pena

de tormento, confiesa más de lo que se le pide. Forzosamente mintió en un momento u otro, pero el debate prosigue. Recor­ demos que fue juzgado y ejecutado en 1450... Por supuesto, la mentira indescifrable no se limita a los enigmas históricos. Al navegar por las aguas de la mentira podemos llegar a ribe­ ras donde nos sentimos como en territorio conocido, aunque no sea posible igualar estos países con la mentira. Es lo que ocurre con la ilusión, el señuelo, el simulacro. Igual que la mentira, cada uno de estos vocablos remite al problema de lo verdadero y lo falaz. Pero no por ello son equivalentes, y cada cual posee su propio ámbito, el que a veces puede interfe­ rir con el ámbito de la mentira. Un punto más que agregar en nuestro programa. El error ya es cosa mayor. Junto con la mentira conforma los dos tipos de falsedad, o sea, lo contrario a una realidad que puede ser pensada u observada. Lo falso se opone a lo veraz, a la verdad o, en todo caso, a lo que muestra un carácter de verdad, aunque sea subjetivo. Es legítimo ponerlo a prueba, pero el hecho de que esta prueba no pueda ser suministrada no nos permite afirmar de inmediato que tal verdad es en rea­ lidad una falacia. Es obvio que no habría errores si la verdad no existiera. Sin embargo, pocos errores hay que no pueden pasar por verdades. Como señala Lacan con cierto escepticismo en Escritos técnicos de Freud, “mientras la verdad no sea totalmente revelada, es decir, con toda probabilidad, en el fin de los tiempos, formará parte de su naturaleza el propagarse en forma de error”. En la práctica, el error consiste en equivocarse en desmedro propio por ignorancia de la realidad, sea cual sea, o por incierta que fuere. Quien comete un error dice o hace aquello que cree, y que ignora que es falso. Es el caso del tonto, campeón del error por su falta de criterio. Por su parte, el mentiroso no cree lo que dice y, en principio, lo sabe. Metedura de pata, ceguera, equivoca­ ción, y también falsedad e ilusión, son vocablos cercanos al error, sin ser sinónimos.

Error y mentira son dos maneras diferentes de navegar en lo falso, pero ocurre que se crucen. ¿Qué error judicial no tiene su parte de mentira, ya sea la mentira del verdadero culpable o una falsa confesión del inocente? Aunque es verdad que no todos los inocentes confiesan. El delirio interpretativo del paranoico también forma parte del error, porque se nutre de una visión errónea de ciertos da­ tos; ¿podríamos, decir que el paranoico miente? Por cierto, no a él, pues sería inútil y tal vez imprudente..., pero sería sobre todo inexacto.

Tres temas poco abordables Dejaremos de lado algunas situaciones, más precisamente algu­ nos sectores de actividad humana donde la mentira está dema­ siado presente. La política, antes que nada, y por dos razones. La primera es que, como decía De Gaulle al hablar de su sucesión, lo te­ mible sería la plétora, no la escasez. Podríamos avenirnos si la segunda razón, cuya consecuencia es la primera, no fuera de­ terminante. Hela aquí: estructuralmente, la mentira es omni­ presente en el discurso político, y no puede ser de otro modo. El discurso político no podría existir sin la mentira. Entonces, sería vano pesquisarla, buscar sus razones de ser y sus efectos. Sería igual que preguntarnos cómo sería nuestra vida sin oxí­ geno: no existiríamos, o seríamos seres anaeróbicos e inteli­ gentes a la vez. Podem os im aginar que esto nos llevaría directamente a la ciencia-ficción, lo que iría en contra de nues­ tro proyecto de estudiar ponderadamente la mentira. Esta afirmación acerca del discurso político no debe en­ tenderse como un juicio de valor al estilo de “todos los políti­ cos mienten y por consiguiente son canallas”. Tomemos dos ejemplos del pasado. Paul Reynaud no era un canalla, pero fue responsable del famoso “La ruta del hierro está y seguirá

cortada”.2 Tampoco se puede decir que De Gaulle fuera cana­ lla cuando aseguró a los argelinos “Os he entendido”, omi­ tiendo agregar: “Sé que no puedo esperar nada de vosotros”. Evitemos también poner en ese mismo plano a un tercer per­ sonaje, canalla o no: Pétain se llevó la palma cuando afirmó que “odiaba la mentira que tanto nos ha dañado”. De hecho, los úni­ cos políticos absolutamente dudosos son aquellos que preten­ den no mentir. Más vale afirmar, con uno de ellos, que las promesas solo comprometen a quienes las creen. La mentira es una parte intrínseca del discurso político, casi tanto como las vocales y las consonantes. Esa es la comprobación, y no tiene nada de trágico, puesto que 1 + (-1) = 0 . Como la suma de mentiras es la misma por ambos lados, se anula. Debemos admitir además que el espacio político es el espacio de lo posible, lo incierto, lo imprevisible -en orden de dificultad creciente-, y que implica canalizar estas reali­ dades en un discurso fundado en el “como si”,3 es decir, como si fuera imaginable que los datos no fueran lo que son. Imaginemos dos programas políticos opuestos: uno se articu­ la en la oposición, es decir, cuenta con una información parcial, y no tiene necesidad ni posibilidad de aplicación inmediata. Ruta (no autopista) abierta a la mentira. La mayoría en el poder tam­ bién tuvo un programa que, en su momento, se concibió desde la oposición. Así, tenía pocas probabilidades de ser verdadera­ mente utilizable llegado el momento. Por cierto, algunos de sus puntos se convertirán en hechos, pero también otros que resul­ tan perfectamente opuestos a lo que se había previsto. En cualquier caso, la mentira forma parte... del programa. La situación es tan embarazosa que resulta imposible no em­ plear, en relación con ella, un discurso mentiroso. Este lamenta­

2 Con ocasión de la campaña de Noruega en 1940, que supuestamente impe­ diría el acceso de Alemania al hierro sueco. La oclusión apenas duró tres meses. 3La idea de “como si” es inherente al pensamiento mágico, que niega lo real y lo substituye por el deseo. (N. del T.)

ble cuadro puede moderarse agregando que suelen ejercerse ac­ ciones útiles, aunque nadie verifique en qué estado se hallan las obras, estado que puede limitarse a anunciar su inicio. Además, llega a ocurrir que el político que considera comprometido su honor se suicide. Por último, no olvidemos que si bien en las democracias es, en una medida significativa, inherente al discurso político, las dictaduras sencillamente se fundan en la mentira, con secuelas bastante más graves que algunas promesas electorales incum­ plidas. Por fortuna, tarde o temprano terminan por derrum­ barse, y entonces sale a la luz el cúmulo de mentiras que las sustentaba. Esto en cuanto a la política, donde la mentira, en suma, no tiene nada de apasionante, o nada, en todo caso, que justifique incluirla en nuestro estudio. Si bien dejaremos de lado algunos otros sectores de la activi­ dad humana, debemos comentarlos, pues el lector podría asom­ brarse al ver olvidados algunos ámbitos donde la mentira crece saludablemente. Se les podría haber consagrado un capítulo, si no resultara paradójico dedicar un capítulo a temas que no se­ rán tratados. ¿Cuáles son estos sectores? Las religiones y la administración de justicia. Pero no nos inquietemos: despachados estos puntos, siempre quedará pan en el horno. En el ámbito religioso es difícil separar lo veraz de lo falso. Solo la fe puede dar ese paso: creo que esto es así. Por supuesto, si “esto” es falso, la fe conduce al error y necesariamente se perseve­ rará en él. Recurrir a la mentira ingresa entonces en el orden de las cosas posibles, pues sostener una posición errónea puede ser causa de un bochorno. ¿La apuesta de Pascal aporta elementos de decisión? Su enunciado es famoso: “Pesemos la ganancia y la pérdi­ da, tomando como base que Dios existe. Analicemos los dos casos: si ganas, ganas todo. Si pierdes, no pierdes nada. Apues­ ta a su existencia, por lo tanto, sin vacilar”. Esta apuesta ha

sido glosada muchas veces, y es considerada por lo general como un argumento irrefutable para convencer al incrédulo. En efecto, la ganancia es infinita, la pérdida es nula. Con todo, si ésta no fuere nula, la ganancia no podría ser infinita, lo cual ya no es lo mismo, pues nada impide suponer un equilibrio entre ganancia y pérdida. ¿En qué se convierte entonces la existencia de Dios, ganancia infinita postulada por la apuesta? Puesto que se trata de una apuesta, hay que considerar ade­ más la probabilidad de ganancia y pérdida, probabilidad que se sitúa entre 1 (certidumbre) y 0 (imposibilidad). Pascal no ofrece precisión ninguna acerca de este punto esencial. Si la probabili­ dad de ganar la apuesta es débil, pasa, porque el supuesto bene­ ficio es infinito. ¿Y si es nula? La apuesta sería muy azarosa. No es mi intención decir que Pascal es un mentiroso, excepto por omisión. ¿Acaso no inventó el cálculo de probabilidades junto con Fermat? Independientemente de la creencia básica, es decir, la existen­ cia de Dios, ¿podemos afirmar que aquello en que se sustenta la religión, y que es también garantía para la fe, es decir los textos sagrados y los dogmas, no son fuente posible de mentira? Examinando una religión común en Occidente, vemos que la Iglesia Católica valora solo los cuatro Evangelios canónicos, y juz­ ga que los otros son apócrifos, es decir falsos. ¿Es seguro que así sea? La Iglesia mantuvo algunos y descartó otros, lo que equivale a decir que no solo hay una posibilidad de error, sino también de mentira, sobre todo si los mencionados apócrifos revelaren ele­ mentos incompatibles con la doctrina de la Iglesia. Por lo demás, los ortodoxos conservaron algunos de éstos. Otro ejemplo, más accesible en lo concreto: el catecismo reciente prohíbe el aborto alegando el respeto a la vida, pero simultáneamente acepta que el César pueda interrumpir la vida al aplicar la pena de muerte. Por fuerza, hay una mentira en esta proclamación de un intangible respeto a la vida, y disfrazada de otro modo en la encíclica Evangelium vitae, que proclama el ocaso de la pena capital. Se objetará que el catecismo fue escrito por hombres (en ningún caso por

mujeres) y que nadie es perfecto. ¿Se le puede aplicar esta misma observación al papa actual cuando afirma que la única manera de detener la epidemia de sida es la castidad o la fidelidad rigurosa? Estamos más cerca del discurso político que de una propuesta seria, y quien dice discurso político... Aun si se desecha lo que es un mero detalle en relación con la importancia de la espiritualidad para el hombre, sigue siendo obvio que analizar la mentira en el ámbito de las religiones en tanto creencias colectivas es una empresa que se arriesga a resul­ tar inútil. Un ámbito tan movedizo como el de las religiones, donde tantas cosas son materia de opinión, no se presta a un estudio de la mentira que no resulte polémico. Y esto nos apar­ taría totalmente de nuestro proyecto. Existen “aquellos que creían en el cielo y aquellos que no creían”. Por lo demás, es obvio que todo cristiano (o musulmán, judío, etc.) puede mentir en el marco de su credo religioso, pero enton­ ces nos hallamos ante una mentira ordinaria. Más allá de la grave­ dad del pecado, es igual mentir en el confesionario que en cualquier otra parte. Autosugestionarse acerca de una fe que se siente en grado cero se asemeja a otras mentiras que uno se dice a sí mismo. Análogo es el caso del que invoca la caridad cristiana mientras le importa un bledo su prójimo. Inútil es multiplicar los ejemplos; pasemos a lo que sigue, más profano. Se presume que la justicia, en su aplicación al orden social, debe separar lo verdadero de lo falso, confundir al mentiroso y castigarlo en consecuencia. Sería preferible que premiase al ino­ cente, pero eso es ya harina de otro costal. La justicia, en cuanto poder para imponer la ley y en cuanto ejercicio de este poder, nació de la indiscutible necesidad de organizar la sociedad en función de normas que sobrepasen al individuo y se le impongan, a fin de que no solucione sus quere­ llas de manera privada mediante la venganza (vendetta, dicen los corsos). La opinión que tenemos de la justicia puede limitarse a esti­ mar que tal juicio es bueno y tal otro malo, y que las cosas están

bien así. Esta óptica - a la que suele ser necesario resignarseescamotea algunos hechos, en particular el de la mentira, nada rara en el ejercicio de este poder, y aun en el Derecho. La justicia debe ciertamente castigar a los culpables. A pesar de que sucede que castigue a inocentes, debemos saber que se­ gún M. A. Peterson, quien estudió el asunto en 1980, la probabi­ lidad promedio de ser arrestado a causa de un delito no supera el doce por ciento. No es culpa de la justicia; aun cuando esta triste realidad existe, la justicia, en su majestad, la ignora y se comporta como si su espada no fuera un tamiz. Con todo, ¿de­ bemos quejarnos? Empresa sobrehumana sería distinguir con cer­ tidumbre lo verdadero de lo falso. En cuanto a su balanza, la justicia resistiría mal un control del sistema de pesos y medidas, debido a la multiplicidad de medios usados para torcerla, algo que ningún juez ignora pero que todos prefieren callar. Es fama que la justicia es ciega, pero también sordomuda, y con razón. De todas maneras, la justicia delimita de entrada el ámbito de las cosas legítimas y permitidas sobre las que puede pronunciarse. Simultáneamente define los medios para ob­ tener respuestas. Es difícil imaginar de qué manera podría la men­ tira no deslizarse en semejante sistema. Los medios variaron con el tiempo. Antaño, y tal vez hoy en ciertos lugares apartados, aunque nunca en Francia, la justicia se apoyó en el “detector de mentiras”. Esta máquina maravillosa re­ sultaría ideal si no fuera porque detecta cualquier cosa, tanto la mentira como la aparición de una belleza desnuda..., en el caso de la mayoría de los sujetos masculinos. Las señales son casi idén­ ticas, con un casi que no me atrevo a definir. Durante mucho tiempo la justicia recurrió a la tortura debidamente formalizada, afirmando que así, mediante la confesión, obtenía una certidum­ bre. ¿Cuántos jueces lo creían? De nuevo una pequeña mentira. ¿Qué hay de la imparcialidad del juez? El reo ganará si no la pone en duda y suele ser de buen tono tenerla por cierta, pero todos saben -los abogados mejor, porque son maestros de la m entira- que es imposible, o más exactamente que constitu­

ye apenas una magra probabilidad. Una mentira inevitable, se objetará. Sin duda, pero mentira al fin. En cuanto a los jueces de instrucción, basta recordar cuán encarnizadamente defendieron su poder —excesivo- de capturar y mantener arrestado a cualquier sospechoso. En nombre, por supuesto, de grandes principios y de la correcta administración de justicia. A mayor redundancia, ¿no es curioso que si hay con­ dena, ésta suela incluir el período de detención preventiva? ¿Qué pensar de la equidad de las leyes? Se impone la perple­ jidad, porque la aplicación de las leyes varía en función de la época, la personalidad del ajusticiado y el humor del juez, para citar solo algunos de los factores de riesgo que se tapan con un púdico velo. Un crimen presunto como el aborto puede acabar su carrera -p o r lo menos es lo deseable- siendo reembolsado por la seguridad social. Es notorio que la jurisprudencia y las instancias de apelación pueden atemperar la rigidez de las leyes. Pero sería mentira decir que ello garantiza que la justicia sea aplicada; puede serlo o no, y nadie sabe en qué proporción. El hecho está allí, sin embargo. Además, si un error judicial se hace público, la justicia esquivará la situación enojosa abundando en mentiras. No por admitir que la justicia se aplica conforme a derecho y no conforme a la equidad, dejamos de comprobar que su ejer­ cicio se funda en un determinado número de mentiras bastante singulares que la descalifican como ámbito adecuado para un estudio de la mentira. Las mentiras privadas y colectivas que pros­ peran en el ámbito judicial son consideradas demasiado inhe­ rentes a la naturaleza de las cosas como para poder decir algo diferente de “así sea”. Hemos acotado pues el terreno, dejando fuera ciertas activi­ dades humanas en las que hablar de la mentira implicaría poco más que constatar su existencia, o bien entrar a hacer considera­ ciones de orden moral. Las tres actividades que hemos citado son indispensables para el orden social y evitan males mayores; al menos en el caso de la política y la justicia.

De todos modos, era necesario limitar nuestro objetivo, pues la mentira es un tema demasiado vasto como para no abordarlo con prudencia y modestia. ¿Qué nos queda en el programa? A lo largo del camino evocamos algunos puntos, pero hay otros; vamos a revisar el conjunto, empezando por un cierto número de situaciones y actividades sociales. No asombrará que a la cabeza estén el mundo de la informa­ ción -e l de los medios, como se dice- y el de la publicidad, antes denominada más precisamente “rédame”. Es notorio que la familia y la pareja también son terrenos fértiles para la mentira, y no solo en lo tocante al secreto. Hemos mencionado la mentira a los enfermos y el problema de la eutanasia, que abren las puertas al ámbito médico, en el que nos detendremos un momento antes de pasar a cuidados más particulares, esto es, los que se dispensan en psicoterapia. No olvidaremos el psicoanálisis, porque si bien el psicoanalista promete poco, su campo de acción no es ajeno a la mentira, aunque más no sea por su estrecha relación con el lenguaje. Pasando del gallo al burro -literalmente para el burro-, ter­ minaremos esta parte con una nota más alegre al estudiar lo paranormal. Intentaremos luego examinar y describir no ya situaciones propiamente tales, sino modalidades de mentiras y tipos de men­ tirosos. Nos ocuparemos del mitómano, del estafador, del espía y del alcohólico mentiroso, y luego del idiota. Aunque citamos la mentira indescifrable y la confesión mentirosa, éstas no son las únicas variedades. La tercera y última parte nos llevará a las fronteras de la mentira, a saber, al universo de lo imaginario y lo ficticio, y tam­ bién de la memoria, donde deberemos separar, si es posible, la parte de mentira y la de fantasía o imaginación, siendo especial­ mente problemático el caso de los sueños. Puede parecer un programa heterogéneo, o incluso ambi­ guo, en la medida en que los diversos elementos no poseen más vínculos entre sí que la mentira. ¿También el programa es men­

tiroso? Claro que no, pero hay que creer en la palabra del au­ tor... Veremos que, en todo caso, la mentira merecería figurar -pero, ¿será necesario?- entre los derechos humanos, pues re­ sulta difícil negarle cierta riqueza de la cual saca un indudable provecho el espíritu humano.

CAPITULO

2

Los medios informativos, la publicidad y la mentira

“Si yo fuera juez o periodista, no dormiría bien esta noche”, declaró Michel Charasse el día del suicidio de Pierre Bérégovoy. Una opinión apresurada -y prontamente olvidada- que omitía la eventualidad de otros insomnios. Lo que no nos im­ pedirá ocuparnos de los periodistas y de su relación con la mentira.

La cosa mediática Si es mentira presentar a sabiendas como importante lo que no lo es en absoluto, y como dudoso lo que sin embargo es claro, tendremos algo que decir sobre los periodistas, tan contumaces en el caso del Primer Ministro Bérégovoy. Demostrado el hecho, gran parte del problema se debió a su presentación. Un solo ejemplo, fechado en 1993: “Présta­ mos de hombre de negocios dudoso a futuro Primer Ministro”. Ahora bien, en 1986, fecha del préstamo, el hombre de nego­ cios en cuestión todavía no tenía reputación de dudoso, en todo caso no más que otros, y Bérégovoy solo era un diputado de oposición. Modifiquemos la frase con esta doble precisión y cambia de significado: “Préstamos de hombre de negocios a diputado de oposición” tiene un tono muy diferente. Es obvio que los medios informativos solo tienen una respon­ sabilidad muy parcial en el suicidio, y en ningún caso pienso le­ vantar una denuncia contra esa profesión. Los periodistas cuentan

con circunstancias atenuantes, y sin duda los que meditan las consecuencias de lo que dicen o escriben no son escasos. Aquella tarde del primero de mayo de 1993, se trataba solo de rendir homenaje al desafortunado, aunque un poco tarde, como suele ocurrir. Concierto de alabanzas para despertar a un muerto. Desde el punto de vista de la mentira, no queda más que decir. El suceso era imprevisto -se supo después que no era impre­ visible-, y las descripciones mediáticas, ayudadas por la emoción, fueron poco precisas. El departamento comprado con el dinero del préstamo se convirtió en un edificio, y el interesado -sin duda porque no murió de inmediato- había hecho un “intento” de suicidio. Y así. Ahora bien, en circunstancias menos improvisadas, la laxi­ tud del lenguaje periodístico está lejos de ser excepcional. Se hace difícil sostener que sirve para informar, suponiendo que no oculte una intención implícita de engañar o, en todo caso, de torcer la información. Así va la cosa mediática. Antaño, se sabía que el capitalismo podía ser fuente de despidos. Hoy conviene tener en cuenta que la economía de mercado produce planes sociales, abundantes in­ cluso si se miden por el número de desocupados. ¿Debemos este rop¿ye a algún socioeconomista? En todo caso, esta manera de decir se propagó y se impuso a través de los medios informativos. ¿Se trata de un eufemismo o de una mentira? Nos inclina­ ríamos por la segunda hipótesis, pues si en último análisis po­ demos admitir que el capitalismo de fines del siglo veinte queda mejor definido con el término “economía de m ercado”, los pla­ nes sociales ocultan sin duda los despidos de “desengrase” (ex­ presión elegante), ya sean “secos” o camuflados tras jubilaciones anticipadas con -e s verdad- posibilidades de reintegro que no recaen en la economía de mercado sino en los contribuyentes, información que se omite. Al pasar, notaremos que desapare­ cen los errores de gestión, en aras de la Crisis, única causa mencionada.

En esta forma de expresarse que usan los medios no es un modelo de sinceridad lo que hallamos, sino más bien una ilus­ tración de aquello que acostumbran transmitirnos: nada que sea radicalmente falso, nada tampoco que no sea solo aproximado. Si esto se hace a sabiendas, estamos ante una mentira. Por supuesto, hay circunstancias en que la mentira es innegable, con los ejemplos clásicos de la entrevista camelo a Fidel Castro, de la carnicería de Timisoara o de la aniquilación de recién na­ cidos en Kuwait. Orson Welles observó antaño, con justeza, que las informaciones televisivas padecen de un defecto congénito, porque se difunden aquellas que apoyan las imágenes. Es posi­ ble recurrir a imágenes de archivo, montajes o planos fijos, pero no está probado que con eso la verdad gane gran cosa. No im­ porta: se difunde igual. Se objetará que durante la guerra del Golfo los periodistas de televisión, atrapados entre las mentiras norteamericanas y las iraquíes, no se privaban de hablar sin las imágenes correspon­ dientes..., en general, para decir que no sabían nada, lo que por lo menos era honesto. Menos honesto fue aquel periodista de California que ob­ tuvo 214.000 dólares -m ás cinco meses de prisión, es decir una buena relación calid ad /p recio- haciendo que su periódi­ co pagara a informantes imaginarios por datos tan exclusivos como falsos acerca de diversas personalidades. Con todo, no se cosecha más de un millón de francos en pocos días, así que por fuerza el asunto duró un tiempo sin que nadie se escan­ dalizara. Se precisan muchas golondrinas para hacer verano y, por otra parte, hay mentirosos en todas las profesiones. Las profesiones que tienen que ver con la información ofrecen tantas ocasiones y medios para engañar al mundo, que merecen figurar en el primer lugar en el cuadro de honor de la mentira. Como vere­ mos, no son ésas las únicas razones. Allí como en otras partes, por cierto, la mentira solo puede ser descubierta por medio de la confesión -más bien infrecuente-

o del desmentido, generalmente tardío y no necesariamente en la misma tipografía que la mentira, pues donde se requería un titular de primera plana, bastará una nota al pie de la página nueve. Poner atención es responsabilidad del lector. Como de­ cía, según creo, Pierre Lazareff, “una información más un des­ mentido son dos informaciones”. Resta preguntarse si en esto la intención de engañar gravita más que un “saber expedito y limitado”, muy cercano a la in­ competencia. No son excluyentes. En todo caso, es evidente que todo entrevistado sabe que, si no tuvo la prudencia de exigir una lectura previa, encontrará poco de lo que efectivamente dijo, pero sí algunos ingredientes imprevistos. Un ejemplo más bien benigno: ante la proximidad del vera­ no, un periodista de radio afirmaba que “la medicina” acababa de descubrir que las cremas solares podían ser peligrosas por el hecho de sus propios efectos biológicos. Su prueba era el testi­ monio, grabado, de un profesor de Saint Louis. Ahora bien, éste solo declaró que las mencionadas cremas permitían exposicio­ nes muy prolongadas al sol, lo que no era un descubrimiento, y que, en cuanto a sus efectos biológicos, iban a iniciarse investi­ gaciones, pero que todavía no se sabía nada acerca del tema. Y el periodista pasó a otra cosa. Y ya que estamos en el tema de la información “médica”, citemos la encuesta (¡las encuestas son otro problema!) de una revista especializada,4 según la cual el 72,1% de los internistas estimaban que la difusión mediática de informaciones médicas estorbaba su práctica. La principal razón invocada era que los periodistas privilegiaban las investigaciones de punta, todavía in­ ciertas, en detrimento de los resultados seguros, pues lo sensa­ cional debe por fuerza imponerse a lo veraz. Como comentario a esta encuesta se citaban informaciones bastante fantasiosas, y más bien ridiculas, que se daba por com-

4 Quotidien du Médecin, 24 de abril de 1993.

probadas científicamente: por ejemplo, el descubrimiento de un gen de la ebriedad -si te emborrachas antes que tu vecino no es culpa tuya-, y una correlación comprobada entre la calvicie de la parte superior del cráneo (no de las sienes) y una mayor fre­ cuencia de infartos cardíacos. No se citó el caso de las tonsuras voluntarias. Todo esto no parece demasiado malévolo, pero cuántos en­ fermos desdichados se convencen, sobre la base de una informa­ ción mentirosa, de que un medicamento maravilloso e inédito podrá sanarlos. El medicamento en cuestión jamás se encuentra disponible en Francia, y lo más frecuente es que se halle en Esta­ dos Unidos. Suiza garantizaría una seriedad análoga..., si no es­ tuviese demasiado cerca. No se trata de que por causa de la mentira debamos recha­ zar o suprimir todas las informaciones tocantes a la salud. Y aún menos deseable sería tirar al canasto todas las informaciones que se nos prodigan por la sola razón de que a veces, y a sabiendas, contienen mentiras. Recordemos a nuestro chiquillo y la muerte del papa: en realidad, él solo se anticipó a los hechos. Por otra parte -pero no es disculpa-, ocurre que, con más frecuencia que en otros casos, la mentira mediática resulte miti­ gada por el simple hecho de que no engaña a nadie, precisa­ mente por ser tan obvia. Es el caso de fórmulas prefabricadas cuyo contenido mentiroso es claro. Para qué decir las “fuentes autorizadas” (¿por quién y para qué?). Tomando solo un ejem­ plo donde vale esta prescripción, durante la guerra de 1939-45 las tropas no retrocedían en desorden: “se replegaban a posicio­ nes preparadas de antemano”, conforme a una “estrategia elásti­ ca”, precisión adicional. La propaganda propiamente tal llega aún más lejos, pues fal­ sifica o fabrica informaciones; aunque van siempre en la misma dirección, pueden ser hábiles y conseguir que algunos las crean. La ingenuidad en la mentira de las Actualidades Cinematográfi­ cas de antaño nos hace sonreír, tal vez sin razón, ya que nada garantiza que ciertos noticieros televisados no nos harán sonreír

también dentro de algunos decenios. De todos modos, su avatar actual funciona bien y se denomina publicidad. Parece superfluo insistir en lo frecuente que es la mentira en la práctica de los medios informativos. No faltan las informacio­ nes veraces y todo el mundo podrá citar algunas. Suele ser el caso de aquellas donde el informante está geográficamente cerca del receptor. Pienso en los diarios regionales: si por desgracia se in­ cendió tu casa, por lo menos tendrás el consuelo de ver tu acci­ dente relatado sin grandes distorsiones. Como las televisiones nacionales se encuentran lejos de los espectadores, mayor es la probabilidad de mentira y la tentación de caer en ella. Pero, por más que mienta quien está lejos, no es la distancia la única razón.

Los aprietos del periodista Si intentamos describir la cosa mediática en el ámbito de un periodista determinado, se hace inevitable una comprobación: este periodista se verá en dificultades. En efecto, su deber es informar en toda circunstancia y acerca de cualquier cosa, lo que no significa que él mismo esté bien informado o, simple­ mente, informado. No importa; no tiene opción, tampoco suele tener tiempo, y el hecho es que sobre un tema específico comunicará un saber que conoce poco o mal, pero convencerá al auditor de que allí está la verdad. Si eso no es m entir... Nuestro periodista debe sobreponerse a tres situaciones compro­ metidas: primero, frente al auditor o lector, luego ante su emplea­ dor, y -tal vez lo peor- el relativo a la imagen que tiene de sí mismo. Con relación al destinatario, debe decir, afirmar o sugerir algo acerca de un tema o acontecimiento. Observemos primero que suelen evitarse los asuntos demasiado graves. Aunque sin duda el ejemplo de la toma de rehenes en una guardería infan­ til -también en mayo de 1993- no sea recordado por todo el mundo, podemos recurrir a él. Durante cuarenta y ocho horas

los medios solo pudieron transmitir informaciones sin impor­ tancia, mientras que las personas serias hacían lo que era nece­ sario, y acaso también lo superfluo. Se dio vía libre a los periodistas solo cuando el “furioso” (que, sin embargo, estaba bastante calmado) estuvo muerto. Por lo demás, algunos perio­ distas salieron del paso con honores. Dejando fuera estos casos extremos, el periodista informa­ rá; incluso, tendría un “deber de informar”. No queda muy cla­ ro quién o qué establece este deber, si no es él quien se adjudica a sí mismo el deber de informar. Seamos moderados: el deber en sí nada tiene de criticable, todo lo contrario. La no infor­ mación, en todo caso, no existe: hasta la peor de las dictaduras suministra informaciones, con el único inconveniente de que son todas falsas. Es así como se comunicará al auditor o lector un supuesto saber acerca de tal o cual suceso. Por supuesto, podríamos ima­ ginar a un periodista que declarara: “Me callo porque no sé gran cosa”, o “no tengo nada interesante que decir acerca del tema”. Sería conveniente que no lo repitiera demasiado, ya que el re­ ceptor terminaría preguntándose qué hace este periodista y por qué no se dedica más bien a la horticultura, ya que insiste en ser tan honesto (postulo que la horticultura es un oficio en el que se miente poco). Se plantea aquí la cuestión de la capacidad del periodista para formarse una idea precisa de la información que alguien le da, en este caso sus fuentes de información. ¿Cómo calibrar su vali­ dez? ¿Cómo conocer las motivaciones reales de tal informante, que rara vez actuará impulsado por el mero bien común? ¿Cómo pesquisar la eventual manipulación? No es cosa fácil, salvo tal vez en un período electoral, cuando la suspicacia debería ser la regla. El periodista deberá por lo tanto asegurarse de que el hecho se produjo; por ejemplo, de que efectivamente murió el papa. Pero no siempre es tan sencillo separar lo verdadero de lo falso. Además, deberá preguntarse si es justa la calificación que se da

al hecho; por ejemplo, si es una estafa para beneficio personal o un artificio de contabilidad destinado a mejorar las finanzas de un partido político. Por último, el periodista debe interrogarse acerca de los motivos del informante. Además, ¿qué puede verificar cuando sus informaciones pro­ vienen de agencias de prensa, caso bastante frecuente? De cómo se realicen estas pesadas tareas debería depen­ der la calidad de la información. Con todo, por minuciosa que sea la verificación, la minuciosidad puede verse limitada por las opiniones del verificador. Para colmo, no es imposible que éste sea ingenuo (en tal caso, debería buscar otro oficio) o bien -y sin duda es más habitual- le convenga serlo, a sa­ biendas o no, lo que llegado el caso le permitirá argüir su buena fe. Verificar una información demanda una competencia que no todas las personas de los medios informativos poseen, ade­ más de una “objetividad” de la que se ufanan demasiado. Nave­ gamos aquí entre el error y la mentira, pero esta última no está tan lejos como debiera y sus fronteras con el error pueden ser bastante borrosas. Por desgracia, no es éste el único apuro que nuestro perio­ dista debe enfrentar. Por independiente que sea, necesariamen­ te tendrá, de una manera u otra, un empleador, o un jefe de redacción, por ejemplo, que impone una obligación de resultados. Este empleador suele formar parte del mismo universo mediáti­ co, y sin duda se mostrará indulgente ante una información mal verificada o francamente mentirosa, a menos que le salga el tiro por la culata. Este es un temor que suele funcionar como con­ ciencia profesional, cuando ésta falta. Para este empleador lo importante es que su cliente -e l “con­ sumidor” de informaciones- tenga la sensación de estar bien ser­ vido y de obtener su ración de conocimiento del mundo externo. El periodista y su empleador saben que, por fortuna, el cliente es más bien ingenuo. Por otra parte, se hace lo necesario para mantenerlo en ese estado; y el cliente rara vez posee los medios

para verificar o, eventualmente, hacer un desmentido a tiempo y de la manera adecuada. Pero, a fin de cuentas, el tercer problema del periodista in­ formativo es el más pesado. Debe ante todo darse una buena imagen de sí mismo, lo que no resulta compatible con el hecho de balbucear que no se está muy al corriente, y que será mejor revisar más tarde..., o nunca. No. Lo importante, a sus propios ojos, es entregar de manera clara y exacta informaciones cada vez que esté en situación de tener que entregarlas, es decir sin tregua, puesto que es su trabajo. ¡Vaya problema! Y qué tentador es -¿no haríamos lo mismo en su lugar?- salir del apuro recurriendo a la mentira; para ello basta un poco de experiencia. Si no actúa así, menoscabará la imagen que encarna, ese personaje que en principio lo sabe y lo entiende todo antes que los demás, y que participa del secreto de los dioses. Es importante mantenerse en ese estatus, y ello justifica algunos atentados contra la verdad. A no dudarlo, en los medios informativos existen personas poco dispuestas a me­ terse en los zapatos de este personaje, cuyo aspecto ilusorio no desconocen. Pero poseen también un mínimo de espíritu solida­ rio, ni más ni menos que los médicos, lo cual los inclina a la discreción. Por cierto nuestro periodista podría completar su personaje con una exigencia de exactitud y verdad. Puede ser el caso, pero entonces se halla en pleno bochorno por el hecho de las exigen­ cias propias del sistema mediático, sobre las cuales diremos algu­ nas palabras.

Un sistema riesgoso El perfil del periodista que hemos hecho es sin duda caricatu­ resco, pero la caricatura también es una manera de acercarse a la verdad, por relativa que sea, se entiende. Es posible lamentar­

lo, pero resulta difícil negar que el hombre de los medios, tal como los economistas y meteorólogos citados más arriba, suele verse obligado a coquetear con la mentira si no quiere mutilar la rama donde se cobija. Y el hecho de que algunos periodistas sean asesinados durante su trabajo no prueba nada en cuanto al valor del trabajo, así como el asesinato de psicoanalistas no con­ firma el fundamento de sus teorías. El destino del sistema mediático es comunicar informacio­ nes recientes o “últimas noticias”, como se dice. No es tarea fá­ cil, pues las inform aciones que en realidad son tales no conforman mayoría. En el ámbito informativo impera una mar­ cada tendencia a la repetición. Las sempiternas imágenes de los cementerios el primero de noviembre, o bien de las 24 horas de Le Mans (sin hacer una asociación de mal gusto), podrían servir durante cinco años antes de ser renovadas. Bastarían dos versio­ nes: una con paraguas o con sol para el primer caso, otra con o sin accidentes para el segundo. ¿Qué “noticias nuevas” aportan la relación del ingreso a clases, atentados en Palestina, motines en Sudáfrica, el inicio de las vaca­ ciones, terremotos en Turquía, inundaciones en Bangladesh, y así sucesivamente? No muchas para los directamente involucrados, pues ya están al corriente, y menos al “informado”, que no vale más por haber sido advertido. Sin embargo, no falta material para llenar un diario diciendo siempre más o menos lo mismo, aunque esto suela ser útil en algunos temas: una ejecución en Estados Unidos es igual a otra, pero es necesario seguir enumerándolas. Sería una gran mentira decir que relatar un gran número de hechos aporta en verdad información; sin embargo, los medios no se privan de exponerlos tan a menudo como se les ocurre, con una redundancia encomiable. Sin duda, no tienen otra op­ ción, y por lo demás nadie se opone. Nada más tranquilizador que lo ya conocido. Por supuesto, cada día se transmiten informaciones realmente informativas, pero, ¿son muy numerosas? Como sea, el receptor, sofocado por una masa de informaciones de todo tipo, termina

por no poder distinguir lo superfluo de lo esencial, y aún menos lo verdadero de lo que es deliberadamente falso. Sin ánimo de ofenderlo, fuerza es reconocer que termina siendo un poco idiota. Surge entonces la idea, bastante obvia, de que los medios tra­ bajan ante y sobre todo para mantener su propio poder, que deriva de su estatus de intermediario casi exclusivo entre el ciudadano y el vasto mundo. Su objetivo principal no es informar a aquél del estado de éste, sino conservar su propia buena salud. ¿Qué importan “algunas” mentiras o errores desmentidos ante esta inmensa empresa de autopreservación? Más adelante veremos que la publicidad hace infinitamente más, y lo que es peor, solo hace eso. ¿Acaso no son los medios simples intermediarios? ¿No sirven sobre todo de pantalla, de filtro, entre lo real y sus clientes, es decir nosotros? La mayor parte de las situaciones bochornosas de la vida social son sometidas, una vez que han pasado por el mol­ de mediático, a las reglas tácitas que rigen este universo: la prin­ cipal consiste en transferir lo real a otro plano, que es el plano de lo imaginario. A partir de esta operación se prevé una solu­ ción: ya en el plano imaginario, el peso de las palabras y el shock de las imágenes se torna controlable. Sin ánimo de caer en un enfoque sociológico del problema, digamos que, incluso en una democracia, los medios tienen fama de ser buenos instrumentos de control social. Por cierto, nada de lo que ocurre en nuestras mentes escapa al influjo de lo imaginario. La cosa es natural y suele ser fecun­ da. Precisar lo que podemos entender por “imaginario” no es sencillo. La constante y notoria dificultad con el vocablo se debe a los significados bastante diversos que se le atribuyen. Recorde­ mos de todos modos que imaginarius, del cual surge sin sorpresa el adjetivo “imaginario”, significa al mismo tiempo “falso” y “re­ lativo a las imágenes”. En nuestro idioma, imaginario fue duran­ te mucho tiempo equivalente de irreal, legendario, un producto más bien delirante de la imaginación. Al “enfermo imaginario” no se lo debe tomar en serio, aunque el de Moliere sea bastante

patético. Más cerca de nosotros, los filósofos emplearon el tér­ mino como sustantivo. Luego los psiquiatras y psicoanalistas si­ guieron sus pasos, sin reducir la polisemia del término. En todos los casos perdura la raíz imago, imagen: reproducción más o me­ nos fiel de un objeto, persona o dios. Lo imaginario es una de las formas en que una cosa puede manifestarse cuando no está allí. Hay mil y una maneras de eludir un aprieto, de redondear los ángulos de un hecho molesto o perturbador, pero sin duda la mejor es deslizarlo hacia lo imaginario para que el destinata­ rio permanezca en su somnolencia y sueñe la realidad así comu­ nicada, la que de este modo queda fuera de su alcance pese a que él crea aprehenderla. Torquato Acceto, que fue secretario de los duques italianos, escribió en 1641 un libro titulado Del honesto disimulo, donde sin ocultar lo necesario que éste es, postula simultáneamente que puede ser honesto. Escribe: “Conviene que algunos días el mise­ rable olvide su desdicha y busque vivir por lo menos con una imagen que lo satisfaga [...] En la medida en que haga buen uso de este recurso, hay engaño, pero honesto, puesto que se trata de un olvido que no es total y que sirve de reposo al desdi­ chado”. En todo caso, la intención era buena. De todas maneras, ningún equilibrio social puede resistir olas demasiado grandes. Los medios están en primera línea para amortiguarlas, de la manera ya dicha, pero también atri­ buyéndoles una duración compatible con el mantenimiento del equilibrio. Un suceso desplaza a otro, se dice, pero todos contribuimos a ello. Convengamos en que nuestro pobre periodista, por escrupu­ loso que sea, goza en tal sistema de un grado restringido de libertad, haga lo que haga. Si a su vez se pone a hacer olas, éstas padecerán la suerte de las otras, tal vez aportando un desem­ pleado más. Lo habitual es que se mantenga en las filas, y es comprensible: la situación ofrece muchas ventajas, no siendo la menor de ellas el pertenecer a una corporación donde se puede

y debe criticar todo. Algunos creen que es un deber y una mi­ sión. En tales condiciones, el precio de la libertad de prensa resulta prohibitivo. Este derecho de crítica universal no tiene contrapeso ni con­ trapoder. No es recomendable utilizar la propia libertad de pala­ bra contra los medios informativos, so pena de pasar por pelmazo, además del riesgo de verse acusado de mentir. En tales condiciones, no debe sorprender ni escandalizar que la mentira sea el ingrediente más común en los estofados que nos sirven los medios. Por supuesto, no me refiero a los periodistas “vendidos”, que mienten deliberadamente porque se les paga para ello. Así supi­ mos, a destiempo, que un cierto número de periodistas conoci­ dos y honorables de la preguerra recibían emolumentos de embajadas extranjeras, de Alemania, de la Unión Soviética, etc. Nada impide pensar que hoy puede suceder lo mismo, pero ése no es el punto, ni tampoco la razón de que la inmensa mayoría de los periodistas altere la realidad; suelen hacerlo por motivos personales u otros, relacionados con el sistema. Adoptan el des­ vío de la mentira, y siguen así la corriente. Un médico tiene una obligación de medios, no de resulta­ dos. Si en un caso específico y en un momento dado empleó todos los recursos del saber médico, no se le podrá reprochar nada si el enfermo no sana. Por fortuna, sin duda. De manera un poco análoga, cuando un periodista ha uti­ lizado todos los medios de verificación humanamente posi­ bles, se le podrá imputar error si la información verificada resulta ser falsa, pero no se le podrá acusar de mentira. En otras palabras, se le supondrá buena fe, ¿y quién no se equi­ voca? Desgraciadamente, y por las razones antedichas, la verifica­ ción mediática solo guarda vínculos lejanos con la de un experi­ mento científico serio. Puede ser realizada de tal manera que, pese a entregar un producto, desemboque en una información mentirosa. En este ámbito, la frontera entre la mentira y el error

suele ser tan sutil que no es difícil adoptar la conclusión del error. Y repito: ¿quién no se equivoca? Tomando en cuenta la diversidad de opiniones y descartan­ do las enemistades personales, la complicidad entre los periodis­ tas es tal que no corren grandes riesgos al mentir. Aun cuando el mentiroso sea desenmascarado, la experiencia confirma que sus colegas no lo excluirán de su selecto grupo. ¿Quién más po­ dría expulsar al mentiroso? La opinión pública..., pero ya sabe­ mos quién la moldea. ¿La justicia? Es harina de otro costal. La ley de prensa de 1881, en Francia, tuvo por misión especial de­ fender la libertad de información; el intento era muy loable, pero el resultado actual es que no es fácil lograr la condena de un periodista probadamente mentiroso. En todo caso, es más azaroso que si se tratara de un ciudadano cualquiera, culpable de difamación pública. En cierto sentido es mejor así, pero los privilegios, claro está, no tienen solamente aspectos positivos. Se nos objetará que de todos modos no se debe generalizar, porque el sistema mediático no proyecta su sombra sobre todos los medios informativos. Algunos parecen mantenerse aparte. Eso es exacto, pues todavía existen algunos espacios privilegia­ dos donde los actores son minuciosos y no informan a cual­ quier p recio. Citem os, por ejem plo, F ran ce C ulture. Es instructivo comparar las informaciones de esta emisora con las de la “información masiva”. No habla de las mismas cosas ni de igual manera: por un lado vemos prudencia, desconfianza ante lo sensacionalista, ponderación, y por el otro tenemos todos los vicios ya citados. ¿Pero a quién le interesan las informaciones de France Culture, excepto a su reducida audiencia, a la que de todos modos resulta difícil inocular cualquier cosa? Análogo es el caso del canal Arte. ¿Sería entonces conveniente dejar que el elector medio flo­ tase en un imaginario dirigido en la dirección más útil para la sociedad, esto es, el mantenimiento de los equilibrios sociales, sin olvidar la eternización del poder, sea cual sea? “De todos modos”, decía Coluche al referirse a los periodistas de televi­

sión, “no pueden decir la verdad, porque demasiada gente los está m irando...” Es justo señalar que nos hallamos ante un razonamiento li­ neal, exacto en muchos casos pero que descuida las inevitables retroacciones. Ahora bien, no siempre es posible amortiguar és­ tas y con asombro vemos, los medios informativos inclusive, que se produce una explosión, unas veces limitada y otras de primer orden. Mayo de 1968 ilustra esta realidad. Pocos lo previeron y, a pesar de las toneladas de melcocha con que se intentó sofocarlo posteriormente, el mes en cuestión no dejó de tener secuelas. No todos los medios poseen el mismo potencial de mentira. Por ejemplo, se miente más en la televisión que en la mayoría de los grandes diarios, y los semanarios -los “news magazines se sitúan en un nivel intermedio, pues la parte de error es tan con­ siderable, en particular en sus “dossiers”, que se hace difícil detectar la mentira. No todos los periodistas mienten por principio y destino. Mu­ chos no mienten más que el promedio de sus conciudadanos. El inconveniente es que sus mentiras, antes de ser develadas, si es que algún día lo son, conllevan el riesgo de tener un impacto importante. ¿Puede ser de otro modo? Lo ignoro, y no es mi problema aquí. Ya dije que no tenía ningún prejuicio contra la mentira, que incluso la considero un elemento necesario para la comuni­ cación entre las personas. Así, me basta recordar y describir un cierto número de situaciones cuya repetición es particularmente notoria. Por lo demás, las informaciones mentirosas se olvidan con igual velocidad que las otras, y la siguiente marea lo limpia todo.

¿Miente sin tregua la publicidad? Incluyo la publicidad en el mismo capítulo que los medios, por­ que, como ellos, pretende entregar informaciones. No pienso

por ello confundir el trabajo del periodista con el del publicista, a pesar de algunas zonas de interferencia. Si nadie pone en duda la utilidad de los medios informati­ vos, nadie hasta hoy ha demostrado la necesidad de la omnipresencia publicitaria. Existió siempre, bajo otros nombres, por ejemplo el de rédame, y de buen grado se le concedería una par­ te modesta entre las actividades comerciales. Por desgracia, ya no estamos en ese nivel, si bien Francia haya podido ser conside­ rada subdesarrollada porque su publicidad no era tan florecien­ te como la de otros países. Tampoco es tan trágico que invente necesidades, pues nadie está obligado a comprar. Más molesto resulta que sea tan invasiva, y peor aún que pretenda aproximar­ se al arte. Con todo, el peor reproche que se le puede hacer es que, al trivializar tanto la mentira, la torna ridicula. Si no se hace nada, pronto nadie la tomará en serio. El moralista tendría derecho de condenar esta trivialización de la mentira, la que, desde su punto de vista, es condenable en sí misma. Sin ser moralista, también será lícito deplorarla porque atenta contra la idea de verdad. Si todo es mentira, y además la mentira no tiene importancia, la verdad dejará de ser un valor deseable. No obstante, la verdad es necesaria, pues señala un lími­ te más allá del cual todo se vuelve posible..., o más exacto sería decir imposible. Tampoco cambia las cosas el hecho de que la verdad sea una noción más bien borrosa, incierta y variable. En un plano más práctico, al abusar de las mentiras la publi­ cidad resulta perniciosa, dada su capacidad de anestesiar el espí­ ritu crítico. Montaigne pensaba que “una mitad de la palabra pertenece al que habla, la otra al que escucha”. Pero si uno se deja engañar por lo que la publicidad nos entrega a lo largo del día, en particular a través de la televisión, la palabra termina por quedar íntegramente en el lado del que habla. El auditor-espec­ tador cae entonces en una pasividad que amenaza con contami­ nar otros sectores además del consumo. Es fama que la publicidad se ha hecho para vender, y que utiliza cualquier aserción creíble: “Nuestro detergente lava más

blanco”; ¿por qué no? No hay nada inimaginable en ello. Es legítimo que en la guerra (porque es una guerra) publicitaria el actor se vea en situación de predicar cualquier cosa y que in­ vente las mejores condiciones posibles para respaldar lo que afirma. Así, el contexto idílico es un recurso habitual: muje­ res hermosas, árboles en flor, niños encantadores, perros cari­ ñosos. Por supuesto, este contexto es bastante mentiroso porque nada tiene que ver con el producto propuesto. Supo­ niendo que se pueda medir el blancor de un detergente en una escala del uno al diez, la verdad es que la presencia de una bella rubia con el envase en la mano no guarda ninguna relación con la eficacia de su contenido. Verdad es que de existir tal escala, no sería necesario hacer publicidad: bastaría una simple información. M. Meyer, teórico de la retórica, escribió con justeza: “La publicidad responde a la demanda de ser moldeando la deman­ da. El objetivo de la publicidad es instaurar una identidad tropológica,5 figural, entre lo que el producto promete y lo que todos desean: sentirse jóvenes, pletóricos de amor y riquezas”. Ahora bien, sin el objetivo de venta, podrían decirse cosas análogas acer­ ca de otras actividades humanas que manipulan el deseo de iden­ tificación con imágenes ideales: el teatro, el cine o la novela, que no son mentirosos por esencia. Aunque existen afinidades entre los ámbitos de lo imaginario y los de la mentira, no debe­ mos confundirlos. En consecuencia, la imputación de mentirosa no puede ba­ sarse en el modo en que la publicidad contamina nuestro imagi­ nario. El procedimiento es sin duda falaz, pero no está ahí lo esencial. Lo esencial reside más bien en el hecho de que la publi­ cidad no puede sino mentir, poco o mucho, da lo mismo. Se nos objetará que no tenemos autoridad para asegurar que la publicidad solo puede ser mentirosa.

5 Tropológlco', sentido alegórico, figurado. (N. del T.)

Entendámonos bien: la publicidad no es “solo” mentirosa, también proporciona informaciones veraces. Tal neumático pue­ de poseer las cualidades anunciadas. En una publicidad para un nuevo modelo de automóvil, es obvio que el modelo existe efec­ tivamente. Sin embargo, la duda nace a propósito de la “nove­ dad”: que acaba de aparecer es evidente; que se pueda decir que aparece por primera vez, eso ya es menos seguro. Puede ser el nuevo maquillaje de un modelo antiguo. En el caso del detergente es casi una certidumbre: por más que se manipulen de mil maneras todos los ingredientes posi­ bles de un detergente, es razonable conjeturar que no aparecerá nada nuevo. Análoga observación vale para la mayoría de los productos de mantenimiento doméstico o de uso personal. Los alimentos para animales ofrecen un campo maravilloso para la mentira, porque el comprador no es el consumidor directo. A mi perro le gusta o no, y un producto nuevo no lo tornará más glotón de lo que es ni le dará un pelaje más brillante. En cuanto a probar uno mismo el producto... Lo que sí es muy fácil de verificar es la novedad en el precio. Dicho de otra manera: existen productos con un cierto núme­ ro de características que la ley obliga a precisar. La publicidad trabaja así sobre soportes reales cuya existencia nadie puede im­ pugnar, pero su tarea propiamente tal solo empieza río ab¿yo de esta verificación de realidad. Allí es donde aparece la mentira. Poco importa que sea total o parcial: es indudable que una cerve­ za tiene un sabor y que puede ser buena. En cambio, las cualida­ des mentirosas que se le atribuyen son probablemente falsas. Antaño, el sentido común no se equivocaba: “¿Para qué los reclames ? De cualquier manera el producto se venderá si su calidad es buena”. Era verdad y sigue siéndolo, pese a que es algo simplista, pues es necesario que se perciba su presencia en el mercado. En suma, la publicidad podría llegar hasta allí, con una o dos precisiones si fuere necesario: por ejemplo, “la Boldoflorina es buena para el hígado”. Nada impide pensar que ejerce cierta acción sobre las funciones hepáticas, y lo esencial ya está dicho.

Dejemos de lado la Boldoflorina. De manera general, cuan­ do la publicidad comenta un producto debe recurrir a la menti­ ra, porque no puede hacer otra cosa. Hojeemos una excelente revista de geografía, que siempre es un soporte publicitario honorable: “Nuevo X (un automóvil): se­ guridad con un nuevo perfil”, dice el anuncio, lo que no significa gran cosa. Más adelante leemos: “Con el nuevo X los ingenieros de Z replantearon integralmente los enfoques de la seguridad ac­ tiva y pasiva” (inquietantes ingenieros: ¿por qué no lo hicieron con los modelos anteriores?), “logrando que la adherencia sea irreprochable en cualquier circunstancia”. Ya estamos ante una mentira de gran calibre, pues las leyes físicas tienen límites. “El camarero vierte la cerveza con lentitud. Una ligera espu­ ma rebosa el vaso. Es Y ’. Intenta la experiencia con cualquier cerveza, incluso sin camarero, y obtendrás idéntico resultado, aunque la publicidad sugiere que este hecho es privativo de la cerveza Y. “Una cámara compacta equipada con un objetivo tan pode­ roso como nunca se vio antes”. Ni tampoco se verificó. “Son nagas, lloran a sus muertos después de las violencias padecidas”, dice el folleto. “El significado oculto en el contraste insólito entre el brillo de las flores y la lobreguez de las miradas solo podía ser revelado por la finura del grano de la película Q ”. Adivinemos dónde está la mentira. “Tarifas reducidas para todos. Si seguimos así, mañana iréis a buscar los croissants en avión”. No está mal. Publicidad para una marca de zapatos: “En el planeta M los seres poseen una espalda que carga y pies que se divierten”. ¿Quién no se deja tentar por pies que se divierten? Gracias a los biólogos de los laboratorios Z, la crema X recrea el agua de la piel “en particular gracias a un complemento de ácidos aminados natural­ mente presentes en la piel”. La ciencia no miente. No hace falta proseguir con esta enumeración, ni completar­ la con la publicidad televisiva, abiertamente más ininteligible y no menos mentirosa.

Si no recurriera a la mentira, ¿cómo podría salir del paso un publicista encargado del presupuesto de un producto que tiene la obligación de vender? Si es hábil, no todo serán mentiras o afirmaciones groseras. Con una brizna de “poesía”, incluso de humor, y siempre apelando con fuerza al imaginario, es más fá­ cil tragarse una buena dosis de mentiras. Pero no es tan claro demostrar que el ingrediente principal de la publicidad sea la mentira. Es evidente que constituye una inevitable desviación. Los ejemplos citados son meras ilustracio­ nes, y en sí mismos no tienen valor probatorio respecto de la abundancia de mentiras en los “mensajes” publicitarios. A decir verdad, la tarea incumbiría más bien a sus autores: a ellos corres­ pondería probar la verdad de lo que afirman acerca de un pro­ ducto. Pero aún no hemos llegado a eso. Tampoco se puede negar que la imaginación de los publicistas -d e los “creativos”- es a menudo digna de encomio, puesto que a veces captan nuestra atención. Admitamos de todas maneras que la imaginación podría ejercerse en otros ámbitos, y que hay campos diferentes al de la venta y la compra, si la meta es conci­ tar nuestro interés. La mentira se vuelve pesada cuando la publicidad dice ser indispensable para la buena marcha de la economía, pretensión por lo demás impugnada desde hace ya algún tiempo. Poco falta para que se instaure como una suerte de necesidad pública, base necesaria del comercio y la industria. ¿Qué decir al respecto? Que la mentira es inevitable, pues al parecer resulta bochornoso reconocer que uno trabaja para lucro personal y en beneficio de sus propias finanzas, y no por el bien del público. El hombre necesita tener ocupaciones nobles o hacerlas pasar por tales. En lugar de decir que se subvenciona una actividad, resulta más valorizador ser el “sponsor”, vocablo horrendo que parecería disi­ mular actividades infames, cuando en el fondo solo se trata de vender mejor lo que se produce. ¿Cuántas “acciones de promo­ ción” se realizan hoy en el “marco de una asociación”? Se trata solamente de publicidad, lo que en sí no debería ser infame. Sin

embargo, se la disimula, y es obvio que cada vez más la publici­ dad beneficia a quienes la ejercen y que, para colmo, la paga el consumidor. En una modalidad algo análoga a la de los medios informati­ vos, pero de manera mucho más masiva, resulta que el mayor beneficiario de la publicidad es el publicista. Así asegura su po­ der, y ¿quién renuncia fácilmente a la ilusión de poder? No pienso entrar en un debate acerca del significado y pro­ vecho sociales de la publicidad. Sería internarme en campos que cedo a otros. Más bien me interrogaría acerca de la imagen de sí mismo que tiene el publicista, y la que anhela proyectar. Salvo error de mi parte, se impone la imagen de creador, es decir, autor de cosas nuevas. Fue verdad, y todavía suele serlo: mas, para permanecer en el ámbito de las aspiraciones nobles que he evocado, la creación debe ser desinteresada. Acepto que un pintor venda sus telas, aunque sea mejor que muera en la miseria. Para el publicista ¡ay! el tema no es sino vender su creación en provecho de los quesos y los automóviles. ¡Qué horribles palabras! Mejor será que calle y que mienta acerca de los verdaderos objetivos de su trabajo, para así inten­ tar olvidarlos. Por supuesto, no me refiero a los financistas de la publicidad que, por su parte, cobran sin vergüenza y que además no tendrían por qué sentirse abochornados por lo que está enjuego. Es deplorable que muchos publicistas malogren sus cualida­ des generando nimiedades durante años. Pienso en particular en los realizadores de filmes, que usan su talento en actividades ca­ rentes de interés, a pesar de que algunos sostengan que la publici­ dad es una buena escuela. Sin duda muchos de ellos quisieran hacer otra cosa, pero ¿pueden realmente? ¿Se puede participar siempre en empresas basadas en la mentira sin que se forme un sedimento? Tal vez una cierta mediocridad, lo que no significa que todos los creadores publicitarios queden definitivamente apar­ tados de la creación artística. Con todo, no debe ser fácil salir de

ese gueto porque la publicidad es poderosa, maneja mucho dine­ ro y todos nos resignamos rápidamente a la facilidad. Cuando tiene pretensiones diferentes a la venta, la publici­ dad recuerda a los ricos comerciantes de antaño que soñaban con comprar títulos de nobleza. Así, se puede reprochar a la publicidad el consumir talentos para su propio lucro, pero después de todo a nadie lo obligan a trabajar para ella. Sí se la puede culpar por su trivialización de la mentira. Una cosa por lo menos es indudable: miente mucho y de diversas maneras. A fuerza de tolerar este estado de cosas, y a pesar de que nos provoque una sonrisa, uno termina por acos­ tumbrarse tanto a la mentira que ya se da por sentada. El moralista se indignará, y con justicia, pero eso no nos im­ porta. Lo importante es que la verdad -co n las debidas reservaspierde todo valor. Por cierto, la publicidad no es la única que participa en esta degradación, pero a causa de su apariencia be­ nigna resulta singularmente perniciosa. Es solo publicidad, se dice, pero eso no impide que llegue muy lejos en la mentira. Un equilibrio justo entre mentira y verdad es necesario para la salud del individuo y la sociedad, pero este equilibrio solo puede na­ cer si el poder está repartido adecuadamente entre verdad y men­ tira. Este equilibrio dista de ser óptimo en el caso del periodista, y en el caso del publicista no existe en absoluto. En ambos casos el poder es excesivo y beneficia solo a quien lo detenta, pero en lo tocante a los medios informativos al menos puede ser atempe­ rado. ¿Cómo imaginar un freno para la publicidad? Sin duda, lo mejor es dejarla chocar contra la pared.

CAPITULO

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¿Es la mentira el cimiento de la pareja?

¿Es la familia un terreno tan propicio a la mentira como la publicidad? Esperando un improbable estudio estadístico al res­ pecto, basta pensar que “podría ser”, pero en realidad ambas entidades poco tienen que ver entre sí, exceptuando que en ambos casos se trata de “vender” algo, a fin de obtener un be­ neficio: dinero en el primer caso, y una buena imagen en el segundo. Aunque en las ambiciones de una familia lo esencial no sea presentarse como modelo de unión y armonía, este objetivo se cuenta sin duda entre los que toda familia anhela. Tendrá que negociar esta imagen con los demás, y como no escasean los apuros si se quiere llevar a buen fin el proyecto, la mentira ace­ cha en cada curva. En el fondo, ¿qué es una familia? En un sentido lato, es el conjunto de personas ligadas por matrimonio, unión estable o filiación. La familia romana era aún más extensa. En su acep­ ción restringida, se trata de personas emparentadas que viven bajo un mismo techo. Y en su expresión mínima es la pareja, un mínimo cuantitati­ vo, no por su complejidad cualitativa. Empezaremos por ella. Una pareja, escribe con humor R. Neuburger en “Le choix d’une fratrie”, “es la historia de un encuentro que perdura, es decir, entre dos personas que por razones diversas son incapaces de separarse”. Aunque podríamos agregar que la pareja es el lugar donde ocurren los problemas de pareja, ésta sería una de­ finición insuficiente y pesimista.

Veamos el diccionario: la pareja es “un hombre y una mu­ jer reunidos” o, precisemos, dos personas del mismo sexo, si es que no nos atenemos a una versión estrictamente conyugal. Con relación a la mentira, esta diferencia no debe ser funda­ mental, ni tampoco será mayor si el enlace es ajeno al vínculo matrimonial. Hay otras definiciones de pareja: “Lazo que sirve para atar juntos a dos o más animales de una misma especie”, definición que no debe demorarnos, por la sola razón de que en tal caso se habla de “yunta”. También podemos meditar sobre la acepción mecánica del término: “Conjunto de dos fuerzas paralelas igua­ les entre sí y de fuerza contraria”. También se puede definir una pareja conforme a cuatro crite­ rios: a) relación privilegiada -y empiezan los aprietos-, b) inten­ ción de perdurar, c) dimensión sexual -los aprietos empiezan a ser más precisos-, d) intención de procrear (por lo menos poten­ cial en el caso de la pareja heterosexual). Como vemos, un cua­ dro prometedor. Todas las opiniones son posibles en el tema de la pareja, y no apuntan precisamente a aminorar el problema: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”, prescribe el Génesis, un programa más bien pesa­ do que san Mateo no hace más leve: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Con un enfoque más humorístico, pero no menos evocador de bochornos, decía el historiador H. Taine: “Nos estudiamos tres semanas, nos amamos tres meses, nos toleramos treinta años, y los niños reinciden”. Esta recaída de los niños permite avizorar la existencia de una mentira. Para mayor abundamiento, cito al dramaturgo A. Salacrou: “Los curas se alegran de no estar casa­ dos cuando escuchan confesiones de mujeres”. No parece infundado subdividir nuestras observaciones en dos partes: a) la mentira acerca de la pareja, y b) la mentira al interior de la pareja. Se impone antes una precisión: yo estaría mintiendo por omisión si no confesara que escribí antes un li­

bro acerca de la pareja, sin tener especial competencia en el tema. Por supuesto, toda similitud entre este texto y el anterior es puramente casual.

Mentiras acerca de la pareja Con todos sus altibajos, el matrimonio no tiene tan mala salud como se suele decir, en el sentido de que al menos cuantitativa­ mente pervive a un nivel honorable. La única molestia es que, como es sabido, suele terminar (entre el 40% y el 50% de los casos, según las regiones) en el divorcio. Como dijo alguien: si la mitad de los autos nuevos se destrozara con la misma rapidez, habría revueltas en las calles. No es para nada el caso del matri­ monio, aunque parece lícito intuir que trae de fábrica algunos desperfectos ocultos, y que en su misma construcción hay un engaño. ¿Es un señuelo o una mentira decir de tal muchacho, o más a menudo de tal chica: “el matrimonio le hará sentar cabeza”? Si solo se tratara de una hipótesis, podríamos discutirla, pero en la mayoría de los casos parece tratarse de una afirmación que per­ mite evitar un aprieto, puesto que nadie la cree. En efecto, es muy fácil observar que el matrimonio - o la unión libre- solo equilibra a quienes no era necesario equilibrar, y en cuanto a los otros el balance es bastante negativo. Aun así, la frase citada si­ gue en uso. Con o sin matrimonio, la libertad de elección que hoy rige la formación de las parejas parece constituir un progreso real. Ver­ dad es que antaño -y a veces muy precozmente- se designaba a tal muchacha o muchacho para así concretar una alianza, sin pe­ dirles su opinión. Ese tipo de acuerdo se denominaba matrimo­ nio de conveniencia. La mayoría se sometía, y los otros partían a cruzar océanos, se entregaban a la literatura o fantaseaban en una celda de convento. Esta deplorable costumbre ya no resulta com­ patible -y desde hace bastante tiempo- con nuestro alto grado de

civilización, y nos parece muy mal que ciertos pueblos atrasados sigan observándola: cerca de tres cuartas partes del planeta, al parecer. La libertad de elección del cónyuge posee un innegable as­ pecto positivo, pues permite combinaciones antaño inimagina­ bles y, por lo tanto, un enriquecimiento. Pero un enriquecimiento global, considerado desde fuera y para un lapso bastante largo. En el ámbito de cada individuo, en cambio, la realidad es otra, aunque el compromiso afectivo pueda ser de mejor calidad, lo cual tampoco deja de tener ventajas. Pero no son por ello menos reales las dificultades. La elec­ ción fundada únicamente en las afinidades, o en el amor, para emplear el término más general, es muy ambigua. ¿Amor que se da o que se reclama? ¿Y a quién? ¿Y qué es el amor? Uno ama a su madre (y éste es uno de los problemas), a su patria, y también los chocolates. Todo el mundo sabe esto, para qué insistir. Pero si una elección se fundamenta en semejante enti­ dad, ya parte con una desventaja que, para ser honestos, debe­ mos reconocer. Nadie se hace ilusiones, pero lo habitual es pensar esta cuestión en un plano abstracto, cuando la expe­ riencia nos demuestra que no es así. Es una cómoda mentira colectiva para eludir el aprieto a propósito de la pareja. No deseo proponer remedios -n o es mi rol aquí ni, por fortuna, en ninguna otra parte-, solo me limito a comprobar que la libertad de elección no tiene únicamente efectos positivos, y que, en cualquier caso, sería conveniente no creer que ella im­ plica necesariamente un progreso. En cambio, sí sería un pro­ greso no seguir mintiendo y mintiéndonos sobre el tema. Como más o menos decía Coluche, respecto a la incertidumbre de elegir, sin duda tendremos la incertidumbre, pero no tendre­ mos necesariamente la elección. Consideremos ahora la pareja constituida -u n concepto bas­ tante borroso hoy en día, por lo demás-, o sea la que vive bajo un mismo techo, donde cada uno comparte la vida del otro de manera continua y cotidiana.

En no pocos casos el postulado inicial es que, como de ahora en adelante los vínculos antiguos (de la familia de origen) perte­ necen al pasado, cada miembro de la pareja puede y debe hallar individualmente su bienestar en este nuevo grupo de dos indivi­ duos que caminan con pasos iguales hacia un desarrollo personal. Cada uno habrá de encontrar su dicha gracias al otro en esta formación, la mínima imaginable si es que no se vive solo. Esta es la opinión habitual, y no deja de influir sobre la pareja. En realidad, el riesgo es que ocurra un proceso de exclusión de todo lo ajeno a la pareja o, en otras palabras, la formación de una pareja cerrada por oposición a la denominada pareja abier­ ta, no en el sentido de abierta a todo, sino simplemente abierta al mundo. “¡Qué bien se entienden!”, exclama admirativamente el en­ torno, pese a estar en posición de verificar esa especie de desier­ to que la pareja ha creado a su alrededor. No importa, lo esencial es que no se devele ese mito al que implícitamente adhirió la pareja. Vista desde afuera, la pareja cerrada nos recuerda a la que forman el policía y el ladrón atados por grilletes, donde, a no ser porque uno de ellos tiene puesta su gorra, ambos parecerían prisioneros. En esas condiciones, y conforme la restricción se hace cada vez menos soportable, termina por instalarse la menti­ ra. Ya no se cree más, se hace demasiado patente la ilusión, y solo queda mentir si se pretende continuar juntos sobre la base de los supuestos iniciales. Mejor sería decir desde el principio que no se le debe pedir a la pareja más de lo que puede dar, lo que no es poco. Pero sería necesario que los demás, en particular nuestros antepasa­ dos, confesaran no haberlo pasado mejor, lo cual sería bastante bochornoso. Sin duda, este modelo cerrado de pareja es criticado hoy en día. Por lo demás, hemos evocado un prototipo extremo. Existen formas atenuadas, sin que por ello los riesgos disminuyan dema­ siado. En efecto, basta la idea de que cada uno va a hallar en el

otro las condiciones esenciales de su armonía personal, para que el gusano penetre en el fruto y la mentira aparezca en el hori­ zonte. Por supuesto, este ideal puede verse atenuado, pero solo en el caso de una segunda unión..., y resulta un poco difícil empezar por la segunda. Así, se miente porque hay que vivir bien y, a fin de cuentas, la mentira bien dosificada y manipulada no carece de ventajas. Ya sabemos que no es condenable en sí, y más vale emplearla que perecer en el aprieto. Pero, ¿por qué hablar de mera ilusión, por qué ser tan pesi­ mistas respecto de un modelo de pareja tan corriente? Por varias razones, y cito solo dos: la primera, ya citada, remite a ese error tan común según el cual es posible esperarlo todo del otro, sobre todo si se trata de esa persona amada que uno siempre esperó. La segunda no debería ser menos eviden­ te: una pareja incluye por lo menos a seis personas, a saber los dos miembros y sus respectivos padres, presentes en el imagi­ nario y en el inconsciente de los cónyuges, como referencia, parámetro, modelo, encarnación de un deseo mal elucidado o no elucidado en absoluto. Tocaremos este aspecto de la cuestión, pues ya estamos en la mentira al interior de la pareja, aunque hayamos partido de las mentiras acerca de la pareja. Entremos francamente en la pareja y sus mentiras.

Mentira en la pareja Imaginemos una pareja compuesta por un hombre y una mujer, fórmula a la cual vamos a limitarnos, pues sigue siendo la más frecuente. Si examináramos el caso de la dupla homosexual, ha­ llaríamos un grado diferente de complejidad que de hecho no aportaría nada nuevo a nuestro tema. He aquí entonces a este hombre y esta mujer unidos por lazos de pareja, y la mentira ya está implícitamente presente, por el simple hecho de la pertenencia sexual de cada uno. Entiendo

por ello que ser hombre o mujer no es nada obvio y puede ser fuente de apuros y, por ende, de mentira. Describamos primero el estatus esquemático del hombre en una sociedad determinada -la nuestra- y en una época específica: fines del siglo veinte. Este estatus ha evolucionado con los años, pero las exigencias siguen siendo duras. Veamos una lista resumida que todo hombre tendrá derecho a refutar..., si es que puede. El hombre debe ser fuerte y poder sonreír con benevolencia ante las debilidades femeninas. Si se trata del Presidente de la República, será conveniente que no deje de incluir a algunas mujeres en el gobierno; no en los puestos clave, a menos que la interesada sea competente. Aunque no sea presidente -es el caso de casi todos los hom­ bres-, no debe llorar en público ni, más generalmente, mostrar emociones demasiado intensas, con la obvia excepción de la ira. El hombre está obligado a no sufrir desfallecimiento en el plano sexual y, en general, debe poder probar en cualquier mo­ mento que tiene “los huevos bien puestos”, y que para él lograr la erección inmediata y perfecta es una minucia, entendiéndose esta erección de manera figurada, tal como se dice que está eri­ gida una estatua. ¡Pesado se ve el camino, desde el estatus a la estatua! Y aun más si la verificación debe hacerse con una mujer, dándose por supuesto que el hombre estará a la altura. La única salida que tiene el hombre ante tal aprieto es insistir una y otra vez, y qué puede hacer sino mentir para disimular su angustia por no cum­ plir con las exigencias de la imagen ideal. Por lo demás, su pri­ mer gesto será denigrar a la mujer, gesto que lo enaltecerá aunque no se le haya movido. Debe ocultar sus propias debilidades, preservar esa máscara de la fuerza viril -e n realidad, jamás fue algo diferente de la fuerza física-, habitualmente mayor en él que en la mujer. Esta actitud rígida (si se me permite decirlo en este caso), más el hecho de que solo puede mentir, o por lo menos inten-

tarlo, en caso de debilidad, refuerza la ilusión de quienes ingre­ san en la carrera después que sus antepasados la abandonaran con los labios sellados. Sin duda exagero, pero no demasiado; bastaría con agregar algunos matices. En todos los casos, parece difícil mantener esta imagen viril aún presente en nuestra sociedad, aparte de que en el ámbito individual tal imagen haya podido encontrar obstáculos para su instauración. Henos aquí lejos del Macho, componente ideal y dominante en la pareja. Cuántos bochornos nacerán del furioso esfuerzo por mantener la imagen contra viento y marea, y a con­ tramano de realidades psicológicas elementales. Solo podemos alentar una revisión de este estatus viril, por­ que se asienta en una ilusión profunda cuyo efecto principal, para lo que nos interesa, es que lleva en sí la característica de ser forzosamente negada y que la mentira necesariamente desplega­ rá su velo. Como un cierto mito sobre la virilidad pierde fuerza hoy en día, y ya que comprobamos un debilitamiento de la masculinidad, los prosélitos parecen divididos entre la vergüenza y la ra­ bia. En el mejor de los casos, en el polo masculino de la pareja reina una incertidumbre que provoca obligatoriamente una men­ tira. Además, si el hombre confiesa “de acuerdo, no soy como tú creías”, se arriesga a perder más de lo que gana. Examinemos la situación en el polo femenino: ¿es más clara aquí que en su antípoda? Probablemente no, en esta región tampoco escasean los aprietos. Tras algunos siglos en que el influjo de la mujer, o al menos su poder visible, venía declinando, asistimos hoy a una revalori­ zación del estatus femenino. En nuestros países la mujer dejó de ser mera moneda de intercambio para que los hombres ase­ guren su poder y riquezas. Con las reservas ya mencionadas, la mujer posee la misma libertad de elección que el hombre. Y elige. Tampoco resulta un simple detalle que la preservación de su virtud no sea más objeto de celosos cuidados por parte de los

machos de la familia, como antes, con todo lo que semejante inquietud significaba en el inconsciente de los machos. Solo po­ dían mentirse a sí mismos, y lo hacían. Son famosos los progresos logrados en cuanto a una cierta igualdad entre los sexos. Por ejemplo, en la medicina las cosas no funcionan demasiado mal y tampoco en otras profesiones, incluyendo la policía. Pero desde el punto de vista de los salarios y la mentalidad queda mucho por hacer: tal vez el camino por delante sea tan largo como el que ya se ha recorrido, y la parte final no tiene por qué ser la más fácil. Notemos que antaño la “falocracia” podía ser menos acen­ tuada que hoy. Que Juana de Arco haya podido comandar ejércitos no puede deberse solo a un milagro, sino a que, segu­ ramente, tal situación no debía ser totalmente inimaginable en su época. A fin de cuentas, se modificó la idea que la sociedad se hace de la mujer. Por desgracia, viró a un estatus que podríamos considerar Victoriano, con una cierta paradoja, pues Victoria reinaba sobre un imperio poderoso, y aún no se percibe un sustituto seguro con alguna base realista. El tema incumbe, es obvio, a las interesadas, teóricamente mejor situadas para extraer sus propios modelos, pero no hay que ser especialmente lúcido para predecir más de un so­ bresalto antes de que se establezca un nuevo equilibrio. Ahora bien, en las parejas actuales estas conmociones no pueden ser sino fuen­ te de numerosos bochornos conyugales, y ya sabemos que la menti­ ra es un óptimo desvío para evitar un aprieto. Aclaro que no busco mentiras donde no las hay. En lo tocan­ te a la pareja, no necesito esforzarme, pues es evidente que una parte significativa (no todo, lejos de eso) de la comunicación en la pareja opera en el registro de la mentira. Dadas las imágenes de hombre y mujer, parece inevitable que la unión de dos personas de distinto sexo genere accidentes de recorrido, encuentre obstáculos y confunda a los cónyuges. Una mujer podrá proclamarse absolutamente femenina. Aun­ que probablemente sepa lo que dice, a veces lo ignora. En ese

caso, para actuar una imagen que no siente como propia deberá mentirse a sí misma y, por supuesto, a su pareja. Por ejemplo, si desea mantener actitudes de subordinación que ella misma, aun sin confesárselo, juzga infundadas, deberá desplegar grandes es­ fuerzos de imaginación. Se dirá que le basta con ser hipócrita, pero como la hipocresía consiste en simular opiniones o senti­ mientos que no se tiene, y en disimular las opiniones propias, no vemos bien qué la diferencia de la mentira. Otro ejemplo: la admiración que ella presuntamente debe sen­ tir por su compañero por la única razón de que él es hombre y ella mujer, si es que no existen otras. En ese momento no basta la hipo­ cresía, hay que mentir descaradamente, y no solo por omisión. Si la mujer proclama “Por supuesto, querido, solucionaste muy bien esa situación”, cuando no lo cree en absoluto y piensa que cualquiera -sobre todo ella misma- habría actuado mejor, tene­ mos una mentira trivial, a veces caritativa, pero mentira al fin. Me parece inútil multiplicar los ejemplos, cada cual podrá imaginárselos. También en la vertiente masculina se debe mentir, por una parte para mantener la imagen viril, pero también en relación con la imagen femenina de la mujer. Si a él le gusta sobre todo que sea encantadora, elegante, físicamente agradable, podrá decir un piropo que será bien reci­ bido. Pero sería muy poco halagador agregar que con ese físico no necesita preocuparse por sus cualidades intelectuales, sobre todo si no son éstas lo que le interesa. El hombre, hoy, deberá “valorizarla” en ese plano, aunque piense que el grupo de sus amigotes entiende mejor que ella lo que pasa en el mundo. No tengo problemas en admitir que existen parejas donde las cosas no ocurren así. “En mi opinión, te sobreestimas como hombre, pues en realidad eres más bien nulo.” O, del otro lado de la frontera: “Cuida tu culo, el resto me importa un bledo”. Esta franqueza, aun atemperada por una formulación más cortés, no le augura mucho futuro a la pareja, salvo que ésa sea

su manera de funcionar, en una modalidad de equilibrio belige­ rante. En muchas parejas se establece una forma intermedia de fun­ cionamiento. De vez en cuando se dice “lo que se piensa”,6 lo que nos lleva a suponer que no siempre es el caso; por lo demás, a pesar de estos episodios y apoyado en sentimientos más positi­ vos, el largo río tranquilo sigue su curso. Es el modelo más corriente de pareja, donde la mentira bien dosificada, al aflojar a veces la tensión, permitirá proseguir la ruta común, y con mayor razón si el programa incluye la ternura y cierta concordancia sexual. Señalo que por ahora no hablamos de familia, sino de parejas sin hijos. No hay que creer, entonces, que la pareja es aquel ámbito infer­ nal que las consideraciones ya anotadas podrían hacer suponer. Nos mentimos, sin duda, y como si nada, a medida que pasa el tiempo, sin arriesgar el porvenir de la pareja. Por el contrario. Pero aquí no estoy discutiendo las condiciones de equilibrio de la pareja, sino cuál es el lugar de la mentira. Tal como con los medios informati­ vos, me concentro en la pareja como un espacio privilegiado de la mentira. Aunque no me gusta el tono moralizante del vocablo infideli­ dad, es una palabra cómoda. He aquí un ámbito donde la menti­ ra parece llevar la parte del león. ¿No bastaría con limitarse a esta comprobación? Pero el tema dista de ser tan obvio como parecería cuando se lo reduce a “hay uno que engaña a otro para beneficio de un tercero”. En primer lugar, la infidelidad es posible, y además suele ser moneda corriente, aun cuando sea puramente imaginaria. ¿Quién no fantaseó alguna vez en su lecho? No vale la pena detenerse en este punto. Por supuesto, a menudo la infidelidad no es para nada imaginaria, pero también ocurre que casi lo sea. Un ejemplo tomado de la vida real permitirá entender esta idea. Es el caso de una pareja de clase media, de edad también 6Suponiendo que uno lo sepa verdaderamente.

media, a quienes conocí hace ya tiempo. La historia empieza cuan­ do las hijas casadas ya no están en casa y los padres se encuentran solos, sin la coartada de los niños. No tuvieron el buen juicio de comprar un perro. Aunque éste no puede reemplazar al hijo au­ sente, es perfecto en el papel de niño ideal. Es, en todo caso, más gratificante que los niños reales, que resultan un inevitable cúmu­ lo de inquietudes y no solo de placer. Entonces, ni hijos ni perro. Pronto el marido empieza a per­ der el interés en su trabajo y el gusto por lo que hacía. Luego aparecen el insomnio, la ansiedad, el “para qué”; en suma, la depresión. Lo hospitalizan y lo tratan. La mejoría se produjo en un lapso normal y resultó incluso más saludable, porque el mari­ do conoció a otra enferma en la clínica, con la que construyó una relación amorosa que se desarrolló, casi en un ciento por ciento, en su imaginario personal. El aspecto imaginario de esta relación no impidió que el hom­ bre lograra un sentimiento de revalorización personal: pasó a ser eufórico y activo, lo que molestó a su esposa. De inmediato ella pensó “hay otra mujer” y, como suele suceder, encontró una carta (por lo demás nunca enviada) que el marido había escrito al salir de la clínica y donde se percibía una afectividad muy etérea. (Abro un paréntesis para asombrarme ante la facilidad con que la gente deja papeles comprometedores en cualquier parte, y me pregunto si acaso su deseo inconsciente no será informar al otro. Un acto de franqueza, en suma, por oscuras que puedan ser sus motivaciones profundas.) Sea como fuere, tras hallar esta ínfima maceta de ortigas la esposa “traicionada” tomó pésimamente la cosa e intentó suici­ darse: no pudo aceptar que su esposo, aun en aquel imaginario al que ella no supo ingresar, tomase la más mínima distancia respecto de ella. Se repuso pronto, mientras el abatido esposo volvió a deprimirse. El episodio amoroso imaginario quedó en el ayer. Aunque admitía que sus celos carecían de base racional, mientras más se deprimía él, más celosa se ponía ella, aun convi­ niendo en que racionalmente esos celos nunca estuvieron fun­

dados: “Soy incapaz de tolerarlo, no se lo perdonaré jamás”. In­ terrumpo el relato aquí, sin comentarios acerca de los cimientos inconscientes de la situación, pero señalando que, de principio a fin, casi todo el episodio se desarrolló en el plano imaginario, sin que el escenario habitual de este tipo de casos haya sido por ello modificado. En suma, la infidelidad en la pareja puede reducirse a su más mínima expresión y producir sin embargo efectos impor­ tantes. A la inversa, puede cobrar aspectos caricaturescos sin lle­ var a catástrofes reales. Una mañana, en el hospital, examiné a una mujer obesa, y aun así casada, que se había tragado cierto número de compri­ midos. Su marido se afanaba en la cabecera de su lecho, cuidán­ dola. El con un ojo en compota y ella acribillada de moretones. Disputas, brutalidades, marido culpable, me dije, pensando al mismo tiempo que la víctima tenía reales posibilidades de defen­ derse, aunque fuera dejándose caer encima de su adversario. Pero pronto supe por el marido que el responsable de los hematomas era de hecho el amante de su esposa, que había golpeado a todo el mundo, lo que ella no toleró. De ahí los comprimidos. Averi­ güé por fin que el amigo esperaba a la pareja a la salida del hospital, para irse todos de francachela y celebrar el feliz desen­ lace del asunto. A partir de estos dos casos, pero también basado en muchos otros, señalaré que la noción de infidelidad suele ser incierta. En cuanto a la mentira: no estaba tan presente en el primer caso, y prácticamente no existía en el segundo. Mentira e infidelidad, a menudo vinculadas, no están esencialmente relacionadas. Con todo, no es raro lo no dicho, esa otra forma de la menti­ ra. Pienso en esas personas, hombres por lo general, que man­ tienen dos casas por años, y en particular en uno de ellos, que solía verse obligado a cenar dos veces, aunque se mantenía del­ gado, tal como corresponde a un buen semental. La esposa co­ nocía el asunto, y los amigos también, pero nadie decía nada. El matrimonio del hijo mayor de la pareja legítima ocasionó una

hermosa mentira, franca y directa. El testigo, un obstetra, no acudió a la ceremonia debido a una urgencia. Algunos iniciados sonrieron, porque sabían que el médico en cuestión, en esos momentos, traía al mundo a un niño que era fruto de los amo­ res culpables de la segunda pareja. Basta por ahora de anécdotas; nos han mostrado que anali­ zar la mentira no siempre resulta sencillo cuando la problemáti­ ca es la infidelidad. Como ya dije, he usado el término infidelidad pese a su ma­ tiz moral, inútil para mis propósitos, porque la cosa existe y nom­ brarla de otro modo no cambia su realidad. Por lo demás, ¿qué otro nombre podríamos darle? Podemos evocar brevemente cómo se produce en una pareja esta situación trivial, no para glosar al respecto, sino a modo de introducción a lo que deseo precisar acerca del rol que tiene el imaginario en la pareja; nuevamente, encontraremos la mentira. Un buen día, uno se percata de la existencia de que un tercero ha entrado en la pareja y no logra convencerse. Suele decirse: “Caigo de las nubes”. Cómo se ha podido caer de tan alto, si no es desde una posición que excluía casi por defini­ ción cualquier evolución. Uno vivía, a veces disputaba, mentía lo necesario, se acariciaban proyectos en apariencia comunes, y no forzosamente del tipo “cuando uno de nosotros muera, iré a vivir en el sur”... En suma, uno llevaba una vida ordinaria de pareja y he aquí que estalla la tormenta: ¡me engaña y quie­ re abandonarme! La ceguera del “engañado” suele verse reforzada por el he­ cho de que la evolución (es tentador decir la incubación) del “engañador” pudo pasar inadvertida. Jamás se planteó el pro­ yecto de buscar en otra parte, pero de pronto encuentra y se forma una relación. No sabe muy bien cómo aconteció y suele ser difícil explicarlo al otro. El comentario puede ser, simple­ mente: “Es así, no puedo hacer otra cosa”. Llegados a esta eta­ pa, el aserto es una mentira y se entiende que algunas otras la precedieron.

Podría citar un caso de escuela: aquel donde los dos miembros de la pareja saben, porque, aparte aventuras muy pasteras (como se dice), es raro que aun el mejor mentiroso del mundo llegue a disfrazar la realidad de manera perdurable, suponiendo que verda­ deramente lo desee. Sin duda esto ocurre, al precio de mentiras numerosas y tan conocidas que ni vale la pena detallarlas. Tuve un amigo, indiferente tanto a la discreción como a la ley, que median­ te un escáner escuchaba las conversaciones en otros automóviles. Oía así muchas cosas, y un ejemplo típico era el marido que llama­ ba a su esposa: “Querida, tengo mucho tratayo, no llegaré antes de la una”, para luego telefonear a su amante: “Listo, me liberé, nos encontramos donde siempre”. Este tipo de situaciones solo puede mantenerse gracias a la mentira, siempre que el mentiroso posea talento, minuciosidad y fantasía, cualidades que no pueden garantizar el éxito total. Las mujeres suelen ser más agudas que los hombres. Así como existen mujeres que pueden beber en exceso durante mucho tiempo a pesar de su entorno - a menudo complaciente, es ver­ dad-, algunas hay también que muestran una gran capacidad para mantener en secreto una relación. No estoy sugiriendo que las mujeres mientan mejor que los hombres, no generalicemos. Pero la opinión común así lo cree. En cuanto a las infidelidades reiterativas que llegan a ser una especie de rutina, ni siquiera las mencionaré, y no es porque la mentira esté allí tan presente que no haya nada que agregar (es el caso de la publicidad, y sin embargo lo analicé), sino por la sencilla razón de que cabe preguntarse si se puede hablar de mentira en una pareja que prácticamente ya no existe.

Pareja e imaginario Veamos ahora el papel del imaginario en la pareja. Aunque pue­ de facilitar las cosas (debería decretarse que el recurso a la fan­ tasía es de utilidad pública), a veces las complica.

La pareja es un lugar de encuentro y un trampolín privile­ giado de dos imaginarios en movimiento. Es ese tipo de bifur­ caciones donde basta pararse un m om ento para ver un accidente. Decíamos que en una pareja se incluyen por lo menos seis personas (del latín persona, máscara de teatro), a saber, los cón­ yuges y sus respectivos padres. Esta realidad dinámica convierte a la pareja en el locus perfecto de grandes esperanzas y también de grandes posibilidades de conflicto, para no mencionar los accidentes. Una precisión: hablo de imaginario, no de inconsciente. Son entidades que poseen una existencia cada una en su propio ám­ bito, distinto del otro. Verdad es que inconsciente e imaginario suelen vincularse y que no faltan las ocasiones de encuentro. Por supuesto, el sujeto que sueña o delira no está obligado a creer que la causa sea su inconsciente. Es el observador quien introduce tal clave para entender estos fenómenos. Es más, esta clave se hace ne­ cesaria cuando se comprueba que el desorden del imaginario (pensemos en el sueño) es solo la apariencia, puesto que exis­ ten un orden subyacente y un significado oculto. En otras pala­ bras, si hay un sentido latente en una producción del imaginario, el concepto de inconsciente es la piedra angular de cualquier intento de comprensión. Por supuesto, en el fracaso o el éxito de una pareja entra en juego el inconsciente de cada uno; es algo que puede advertirse al pasar, pero la verdadera penetración en el inconsciente resul­ ta principalmente de métodos propios del psicoanálisis y, por ende, de un enfoque individual. Ahora bien, no existe un in­ consciente de pareja, así como no existe el inconsciente colecti­ vo, simple chifladura o juego de palabras. El inconsciente solo concierne a un sujeto dado, en el cual se fue construyendo en el transcurso de los años mientras el sujeto se desarrollaba, en es­ trecha relación con el hecho de que éste es a un tiempo un ser que habla y un ser de relación.

Para remate, si bien es verdad que el inconsciente suele im­ pulsar al sujeto a mentir a pesar suyo, el inconsciente no miente cuando se expresa. Para tomar el ejemplo de su manifestación más corriente, el lapsus jamás miente, para gran bochorno del que lo comete. “Lo acuso..., lo acojo”, decía un presentador de televisión a un querido colega. “Voten n o ..., sí”, predicaba un político que tenía motivos sobrados para preferir la primera op­ ción cuando el plebiscito sobre el Tratado de Maastricht. En cambio, nada impide hablar de un imaginario comparti­ do por los miembros de la pareja, de una cierta comunidad ima­ ginaria que, sin embargo, está lejos de abarcar el conjunto de ambos imaginarios. Cada cual sueña a su pareja. Así, en el imaginario de cada uno y en el de la pareja cohabi­ tan las diversas imágenes de los padres, activas como referente y modelo, o bien como contramodelo. Para tomar un caso simple y trivial, pensemos en un hombre que tiene una imagen de madre a un tiempo posesiva y afectuo­ sa. Cuando reprocha a su esposa ser demasiado posesiva y poco afectuosa, está interpelando a su madre. Si bien la mentira aún no aparece en escena, apenas este hombre empiece a aprove­ char cualquier ocasión para demostrarle a su mujer que es como él dice, aparecerán los aprietos. Si suponemos que la mujer no es verdaderamente igual a la madre, nuestro hombre no solo comete un error: se miente ade­ más a sí mismo, ya que el error es fácil de detectar, basta abrir los ojos. La esposa entiende mal y no puede soportar esto que le ocurre, menos aún si imaginamos que el cónyuge no cumple con la imagen que ella esperaba, esto es, la de su padre, para citar el caso más habitual. Nace el embrollo y se acumulan los problemas: sería inútil indicarle a nuestro hombre uno de los mejores medios para evi­ tarlos. Lo sabe perfectamente. Se pueden dar grados superiores de complejidad, y por lo tanto de bochorno. Así, si se recuerda lo que dije sobre las imá­ genes de hombre y mujer, es posible imaginar que el esposo

pueda haber tenido dificultades para detectar, en el imaginario de su madre, el deseo de ésta de que él se convirtiera en un hombre, es decir en alguien capaz de obtener placer con una mujer semejante a ella, convirtiéndose luego en padre, esto es, en el equivalente de su abuelo materno. Descontando lo que hemos evocado acerca del inconsciente, estas fuentes de problemas nacen en los imaginarios de ambos protagonistas, urdiendo una trama complicada que deberá ser desmadejada. ¿Qué hacer? Por supuesto, desconfiar del imaginario, saludable sugerencia que no compromete a quien la da. Se objetará que en las condiciones planteadas la situación no tiene arreglo porque todo el mundo tiene padres y abuelos, ancestros a los que resulta imposible emular. Solo podemos comprobar, salvo que mintamos a nuestra vez, que en la mayoría de los casos el sistema funciona sin demasiadas fricciones. Un cierto número de individuos logra establecerse en la existencia sin este recurso constante a lazos afectivos e identificatorios infantiles, origen de embrollos no menos constantes. Eso es indiscutible, pero solo me interesé en las parejas cuyas mentiras son a la vez inevitables y abundantes, una doble condi­ ción que para mí es necesaria, porque si bien son siempre inevita­ bles, la abundancia puede ser atenuada. Aunque jamás son despreciables, pueden mantenerse dentro de límites razonables. Para terminar con la pareja, digamos algo acerca del divor­ cio, que liquida la pareja. A los jueces y los abogados, cortesanos habituales de la men­ tira, solo les queda comprobar que en este ámbito siempre pier­ den. La mentira está presente hasta en los divorcios de mutuo acuerdo, pero en los otros alcanza verdaderas cumbres. Los abo­ gados te alientan y los jueces están dispuestos a oír cualquier cosa, sobre todo porque es siempre lo mismo. Nadie le cree a nadie, pero las mentiras suelen ser eficaces, ¿y qué más se le puede pedir a una mentira? Ahora bien, antes de afirmar que el divorcio es un flagelo de la sociedad y que inevitablemente daña a los niños, habría que

analizar el asunto un par de veces. De lo contrario, corremos el riesgo de equivocarnos, cometiendo un error quizá respaldado por razones morales que desembocan en la mentira. Rebobinemos: no hubo divorcio, solo fue una pesadilla; vea­ mos ahora la familia y sus mentiras.

CAPITULO

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Mentiras en familia

La disertación acerca de la pareja habrá desbrozado un poco el ámbito que abordamos ahora, el de la familia, cuya condición necesaria, si no suficiente, es la pareja. Hablaremos de la familia denominada nuclear o conyugal. Hoy es la más común. La forman los padres y sus hijos. Ahora bien, hay familias “recompuestas”, secuelas de separaciones, con suegros y suegras, medios hermanos y hermanas, e incluso figu­ ras más complejas. No es seguro que entonces la mentira ad­ quiera aspectos específicos, aunque los niños deban hacer un considerable esfuerzo de adaptación. Desde un punto de vista histórico, hay razones para pensar que en un Estado bien estructurado y capaz de asegurar más o menos bien la tranquilidad de todos, la familia, esta vez en su acepción ampliada, tendrá menos importancia para el individuo. A la inversa, cuando el Estado era débil o inexistente, por ejemplo en la Alta Edad Media, la influencia de la familia am­ pliada creció hasta convertirse en refugio y estructura de acogi­ da para cada cual. Pues bien, se dirá, ¿por qué no ocurre lo mismo en estos inse­ guros finales de siglo? Por varias razones: alojamiento, separación geográfica, etc. Nos atrae una de ellas, pues remite a nuestro tema: es mentira pretender que en Europa Occidental y en nuestra épo­ ca existe cada vez más inseguridad, porque la seguridad nunca fue tan grande. Corremos mucho menos riesgos de ser destripa­ dos que en Estados Unidos, o que en el siglo anterior. Claro que en el siglo diecinueve nadie te robaba la radio del auto...

En el ámbito de la salud, lo menos que se puede decir es que se la cuida, y generalmente con éxito. Antes, “la neumonía fran­ ca, lobular, aguda” te aniquilaba en nueve días. Hoy el neumo­ coco debe luchar contra los antibióticos, y suele perder. Aun en períodos de crisis, el bienestar material y los sistemas de protec­ ción social limitan notablemente los destrozos. Por estas y otras razones, la familia propende a reducirse al núcleo compuesto por padres e hijos. La necesidad de lazos familiares más exten­ sos es menos patente, y es visible que las reuniones familiares disminuyen. Quedan los funerales, pero éstos se disimulan tan bien que ya nadie quiere asistir. En la pareja, la cigüeña -¡b ah , una m entira!- depositará un hijo y, eventualmente, otros. En teoría, es un niño desea­ do, ya que la difusión de los métodos anticonceptivos hace que los imprevistos sean escasos, aparte de los olvidos de píl­ dora, actos fallidos perfectos donde el que tiene la palabra es el inconsciente. Esta es la versión más difundida y conviene limitarnos a ella. Todo está claro, se anhela un hijo y se lo tiene en el momento elegido. Digamos que la versión puede ser bastante mentirosa. El siguiente es un caso extremo pero auténtico: el sujeto Y aca­ ba de ser abandonado por su amante, preñada por él. Sí, estas co­ sas ocurren. Pronto contrae matrimonio con la señorita Z -que conoce su desgracia- y ésta, ahora convertida en la señora Y, imagi­ na que su marido se casó con ella para compensar la ausencia del hijo birlado por la otra. ¿Verdadero o falso? No lo sé, pero la señora Y concretó su idea pariendo tres hijos en cinco años. Apaciguada por un tiempo, empieza a tomar la píldora y de inmediato la idea de la “rival” la pone terriblemente celosa, en circunstancias de que ni ella ni su marido la ven desde hace años. Resultado: “olvida” tomar su píldora, queda nuevamente embarazada y yo la atiendo justo cuando, después de multiplicar robos en grandes tiendas, no sabe a qué santo encomendarse porque el marido ignora tanto los robos como el embarazo, que lleva ya cuatro meses.

Admito que el caso es caricaturesco, pero repito que la cari­ catura posee tal grado de verdad que merece ser considerada. Aunque exagera los rasgos, miente poco.

Madre, padre e hijo (a) Todo niño tiene un padre y una madre. Es obvio, pero vale la pena detenernos en ello. Veamos primero a la madre. Aunque hoy no sea tan evidente, el deber de parir sigue teniendo un buen lugar en el estatus de la mujer, como condición para su desarrollo. Esto vale en muchos casos: la maternidad es excelen­ te para las mujeres, sobre todo cuando no veda otras relaciones interpersonales. Ahora bien, se ha valorizado o sacralizado demasiado a la Madre. Y hasta el extremo de transformar en una especie de apostolado lo que es, ante todo, un conjunto de falibles méto­ dos de educación de los “chicos”. Con todo, y a pesar de los rumores, el cariño materno existe y desempeña un papel esen­ cial. Sin embargo, “cuando el niño aparece” no es para la madre sino el soporte fundamental de su propia expansión. El padre correría el riesgo de verse reducido a un mero genitor y la inevi­ table fantasmización proyectada7 por la madre en el niño podría adquirir un peso excesivo. En efecto, la madre fue niña, y su problemática de “haber sido niña” puede resurgir desde las profundidades cuando a su vez se vuelve madre. A partir de ese momento, ¿qué es ese hijo (a)? ¿El que antaño ella habría deseado tener de su padre, en aque­ lla época dichosa en que el deseo, aunque no reine plenamente,

7 El vocablo francés phantasme traduce la voz alemana Phantasie, empleada por Freud. Pero phantasme es un concepto más acotado que “fantasía” y designa una formación imaginaria, no el mundo de las fantasías en general. (N. del T.)

utiliza de la mejor manera el fantasma para satisfacerse, dejando huellas más o menos profundas? Peor aún: ¿es el niño que ha­ bría deseado tener con su madre? ¿O, más sencillamente, el que habría deseado ser ella misma, y del cual aún no se desliga a pesar de haber llegado a la edad adulta? Que se dé por satisfe­ cha si no condiciona -aun involuntariamente- a esta hija que nace para que crea que la opción deseable es ser varón, opción que ella misma habría anhelado. No insistiré más en estos aspectos psicológicos. Solo pueden molestar tanto a los que prefieren mentirse a sí mismos como a los otros, que solo piden aprender con la condición de no verse involucrados. Además, aburrirían a los que ya los conocen. Inútil es también insistir en la cantidad de mentiras delibera­ das que pueden derivar de semejante estado de cosas. El terreno puede prestarse a embrollos múltiples y por lo tanto a mentiras, siendo la más corriente “deseo lo mejor para mi hijo (a )”. Sin duda, pero, ¿de qué hijo (a) se trata, y de qué mejor? Veamos al padre. Por supuesto, pensamos de inmediato en la cuestión trivial de saber quién es el padre, el verdadero, esto es, el biológico. La prudencia de la religión judía -donde solo exis­ te judaismo por línea m aterna- y la polvareda que levantan los actuales estudios genéticos muestran que no es un problema ex­ cepcional. Al parecer, se plantea en un diez por ciento de los casos. La mentira se impone, entonces, y suele ser útil para el niño (a). Pero también está la mentira de la madre, que miente acerca del padre que realmente habría querido para su hijo (a). Veamos el ejemplo en una novela conocida por todos: Madame Bovary. En el fantasma de Emma, ¿de quién es fruto su hija Berthe? No puede ignorar que el genitor es efectivamente su marido, cuyos embates padeció con impaciencia y algunas men­ tiras. Pero en el fondo de sí misma, ¿acepta haber sido fecunda­ da por este rústico y no, a semejanza de Leda, por un cisne jupiteriano o, en todo caso, por algún noble personaje de su mitología personal?

Lo menos que se puede decir es que la imagen paterna de Berthe corre el riesgo de presentar una cierta laxitud, a través de lo que su madre no pudo evitar transmitirle implícita y aun explícitamente, ya que la mentira de que “los niños no entien­ den” existía en aquella época, sin duda. ¿Y qué es la misma Ber­ the ante una madre que, a su manera, dice que una niña no vale nada? ¿Con quién podrá identificarse la pobre infeliz: con la amante apasionada, la pecadora o la actriz garbosa que muere envenenada cuando cae el telón? Suponiendo que algún día -que imaginamos herm oso- Ber­ the pueda formar una pareja, le será difícil pretender que llega sin equipaje, o en todo caso sin una maleta llena de mentiras, para no hablar de todo el resto. He ahí una pequeña familia (son solo tres) donde la mentira está muy presente. YMadame Bovary dista mucho de ser un mero producto de la imaginación de Flaubert. La mentira es necesa­ ria, no todo es inconsciente, y lo que sigue siéndolo no puede sino generar más engaños. A continuación citaré un caso algo trivial, pues el de Madame Bovary es bastante habitual y en ella la mentira es evidente. La persona en cuestión es una mujer honorable que, después de mantener relaciones sexuales, supo, gracias a un espermiograma, que su marido era estéril. Aunque le ocultó este detalle, no demoró en hallar una solución que brillaba por su sencillez: utili­ zar a otro hombre para que le fabricara niños. Así, pese a no ser una desvergonzada, tuvo dos de padres diferentes. Tal vez no le gustara mentir y, por otra parte, era fiel a su esposo. Los niños sabían, no así el padre legal. ¿Necesidad de franqueza o una briz­ na de perversidad? Es fácil imaginar el ambiente que reinaba en esta familia, a la que por desgracia perdí de vista, pues habría podido nutrir mis observaciones sobre el secreto. En lo tocante al padre, sin las interferencias que pueden dañar su imagen, ¿solo siente a su progenitura como una suma: 2 + X niños? Este punto de vista aritmético no es más válido en su caso que en el de la madre, y nada permite pensar que las

proyecciones y fantasmizaciones que la acechan a ella estén au­ sentes en él. Si se trata de un varón, el padre se reconoce en él o no; si es una niña, ¿a quién encuentra? Con las necesarias trans­ posiciones, baste recordar lo que acabamos de decir acerca del polo materno para detectar los numerosos y variados problemas que abruman al polo paterno. Pero no deberíamos pensar que se fabrican niños por el puro placer de mentir a continuación. Por supuesto que no es así, pero el problema es frecuente. Solo algunos mentirosos lo dudan. Veamos otro escenario: la idea de que un hijo (a) arreglará la situación de una pareja que hace aguas, ¿es de buena fe o una simple mentira a uno mismo? Numerosos ejemplos indican que no sucede así y que las di­ ficultades tienden a crecer cuando una pareja adopta esta curio­ sa manera de arreglar sus problemas, sea por sí misma o por la presión de un entorno que sin embargo sabe de la inutilidad de la solución. No solo es un error sino una manera de mentirse a sí mismo, anhelando convencerse de que la llegada de un niño va a mejo­ rar la situación. Casi nadie ignora que, si bien a veces un niño satisface las carencias individuales de uno de los miembros de la pareja, ayudando así a pasar un momento difícil, ningún hijo puede reparar de manera perdurable una pareja enferma. Ja­ más la existencia de hijos resolvió un problema real de pareja, excepto mediante una ambigüedad cuyo precio será pagado por alguien, que suele ser el hijo (a). Habría que entender que si el hijo (a) es el cimiento y la dicha de las parejas equilibradas (o más o menos equilibradas, para ser precisos), resulta una manzana de la discordia cuando la pareja no ha alcanzado la madurez necesaria para aceptar en su seno a un nuevo ser, por previsible que lo hagan los datos iniciales de esta situación conyugal. Debemos admitir que un cierto número de adultos es in­ competente para educar hijos, y poco es lo que podemos hacer

ante esta realidad lamentable. En tales condiciones, ¿por qué obstinarse en mentir, celebrando a priori el mérito de los padres, por la sola razón de que son padres? Sin duda, porque se trata de una mentira necesaria para el buen nombre de las familias, condición indispensable para el orden social.

Fratría, sexo y mentira Las cosas, evidentemente, no se simplifican cuando la familia tiene varios hijos, porque en ese momento se plantea el proble­ ma de la fratría, a propósito de la cual circulan numerosas men­ tiras que se ocultan tras el hermoso nombre de fraternidad. ¿Es en las fratrías donde se observa la mayor fraternidad? Sería difícil afirmarlo. La problemática “horizontal” entre los presuntos iguales que conforman la fratría suele considerarse difícil cuando se trata de gemelos, pero tampoco es sencilla en los casos comunes. No es fácil situarse en este embrollo de de­ seos, pasiones, hostilidades, malentendidos y alianzas. ¿Puede decirse de la fratría lo que se dijo acerca del caballo: “animal peligroso en ambos extremos e incómodo al centro?” En “Le choix d’une fratrie”, R. Neuburger observa que ape­ nas hay más de un hijo, los padres deben preocuparse a un tiem­ po de su relación con el hijo y de las relaciones entre los hijos. Señala dos categorías de preocupación: la primera remite al he­ cho de que “los padres descubrirán que su papel es impedir que los niños se asesinen entre sí”. Sin llegar al ejemplo de Caín y Abel, o de Etéocles y Polinice, fuerza es constatar que esta opi­ nión, por exagerada que parezca, tiene fundamentos. La segunda preocupación paterna es lograr que los hermanos no sean demasiado íntimos, ya sea por “una relación de gemelidad fusional, no privativa de los gemelos” o por “comportamientos de proxemia sexual que pueden culminar en el incesto”. ¿Qué quiere decir, en suma, “amarse como hermanos”, en­ tendiéndose que puede tratarse de hermanas? La vox populi res­

ponderá sin vacilar que en la fratría reina -p o r definición- un vínculo de benevolencia y amor mutuo. Se miente acerca del tema, como si la notoria agresividad entre los niños fuera un hecho anodino y sin consecuencias. Esclarecedora es la expe­ riencia de los notarios con ocasión de la lectura de testamentos: generalmente hay peleas a muerte por un par de candelabros o cien metros cuadrados de escombros. Los antiguos rencores apa­ recen a la luz del día. Por supuesto, no es cuestión de hablar de fratría sin destacar una colosal mentira suplementaria implícita en la afirmación de que los padres aman por igual a todos sus hijos. Dada la complejidad de las proyecciones paternas/maternas en la progenie, es aventurado sostener este punto de vista, des­ mentido por la observación de numerosas familias. No obstante, pocos padres admiten tener preferencias o aceptan que su amor no se distribuya por igual entre los hijos. Por cierto, se ocupan materialmente de todos, pero el niño percibe muy bien si él es el elegido de uno de sus padres, y tal hermano o hermana lo es del otro progenitor, mientras que otros miembros de la fratría pasan a un segundo plano. Esta mentira es sin duda necesaria, pues resulta fácil imagi­ nar lo que ocurriría si se dijera la verdad (y a veces sucede), y cuáles serían las consecuencias para los menos amados. Por cier­ to, éstos no ignoran la realidad, pero prefieren no oírla. Como sea, no resulta admisible proclamar que no solo la fratría, sino la igualdad, es ilusoria en las familias. Admitamos que no estoy des­ tapando hechos inéditos o ignorados por todos. Con uno o con varios hijos, hubo un ámbito donde la menti­ ra siempre reinó: me refiero a la sexualidad. Solía apelarse a la botánica, a las coles y a las rosas, pero también al reino animal y a la mencionada cigüeña. Eran menti­ ras inútiles, porque el niño replanteaba sin pausa la misma pre­ gunta: “¿Cómo se fabrican los niños?”. Podía suceder que un par de sopapos interrumpiera su investigación. Por último, gracias a otro niño o un (a) hermano (a) mayor -d e ahí la ventaja de no

ser hijo único-, llegaba a saberlo, y entonces solía suceder que a pesar de preguntar no ignorara la verdad. Si no, ¿por qué no se contentaba con las coles? Estas mentiras no eran inútiles para todo el mundo, y en particular no lo eran para los padres, molestos por tener que hablar de este tipo de cosas y contentos de poder mentir en nombre de la moral, particularmente la cristiana, que postulaba y postula la inocencia infantil. Cabe preguntarse por qué. Es fa­ moso el escándalo que provocó Freud cuando afirmó la existen­ cia de la sexualidad infantil -que, sin haberla teorizado, nadie desconocía-, sexualidad precoz que no es un detalle en el por­ venir del adulto. ¿Esta descripción pertenece a una época pasada, digamos al siglo diecinueve y parte del veinte? Estamos de acuerdo, si se resume la sexualidad a la procrea­ ción. Hoy todos los niños saben que el papá deposita una semi­ lla, o claramente espermatozoides, en la mamá, versión abreviada porque suele faltar el “cóm o”. El porqué es otro asunto, difícil sin duda. En cualquier caso, la respuesta sigue siendo esencialmente negativa en lo tocante a la sexualidad. La mentira adopta el per­ fil de lo no dicho cuando se trata del placer -e n principio- com­ partido, aun sin procreación. Digo en principio, porque allí es donde aprieta el zapato, ya que no todos los padres desean ha­ blar de un tema que suelen conocer mal. También la moral puede incomodar a algunos: “no se debe hablar de eso”, “no es adecuado”. Y si no se puede evitar decir al hijo que el placer es posible fuera del matrimonio o de una unión estable, ¡cuidado con las preguntas! Más vale callar y dejar al vástago la dicha del descubrimiento, actitud que no es necesaria­ mente idiota. La última trinchera es: no hay placer sexual válido sin amor recíproco. La mayoría de los padres, sin embargo, sabe que es una mentira en toda la regla. Aunque no sea la mejor fórmula, no por un tiempo demasiado largo, es sabido que se pueden

tener relaciones sexuales plenamente satisfactorias sin experimen­ tar sentimientos demasiado intensos por la pareja. Los bochornos que suelen enfrentar los padres son tan ob­ vios que solo los menciono por su consecuencia inevitable: la mentira. Así, estamos ante un ámbito, el de la sexualidad, donde la mentira goza de buena salud, tanto en las familias como fuera de ellas. A ello se agrega hoy una nueva mentira todavía más perniciosa: “De todos modos, se han logrado grandes progre­ sos en el tem a”. Recuerdo a una adolescente, delegada de su clase para el tema de la contracepción, que quedó embarazada a los quince años... No hilemos demasiado fino: si bien hay progresos reales, mi experiencia cotidiana (profesional, se en­ tiende, y no solo la mía) tiende a mostrar que los embrollos no desaparecen por milagro. Más vale decir: son menos tremendos que hace cincuenta o cien años, pero hoy remiten a un ámbito más sutil, esto es, al goce sexual. Aunque esto es bien sabido, se lo menciona poco, si es que no se pretende lo contrario...; así lo indica el destino que tuvo la “liberación sexual”. Incluso sin el SIDA, ¿qué habría sido de ella? ¿Pero puede hacerse algo distinto, en todo caso? ¿Son posibles otros progresos? Aunque se molesten los sexólogos, la verdad es que describir el placer sexual -aun con un fin de mera comunicación- resulta una empresa más bien ardua. Solo la ex­ perimentación directa, in vivo, puede suministrar informaciones valederas. Sería imposible no recomendarla con énfasis, si no estuviese coartada por el cúmulo de mentiras que acabamos de mencionar. Aun cuando pueda ser decepcionante por muchas otras razones, es innegable que mentir un poco menos no causa­ ría ningún daño. Volvemos a comprobar que, por desgracia, no es posible escapar a la mentira; y además, ¿qué sería del fantas­ ma sin ella?

El secreto, un ideal familiar Muchas familias guardan un secreto, y tal vez ése sea justamente el signo de que una familia existe. En tales casos, por supuesto, la mentira será necesaria. El secreto guarda relación con algo que se aparta y no debe ser revelado. No es secreto aquello que es más o menos velado, o elusi­ vo, sino lo que, siendo separado del acervo común, no se comparte sino con los que están autorizados. Con esta interrogante subsidia­ ria que concierne directamente a las familias: si basta un detentor para que haya secreto, ¿a partir de cuántos será obvio que no lo es? No confundamos secreto y misterio. Uno y otro incluyen la idea de algo oculto, pero, salvo excepción, nadie proclama que se guarda un secreto, mientras que sí es posible dar a entender que se está al corriente de un misterio. Desde este punto de vista, el secreto familiar puede ser casi un misterio, cuando algu­ no de los miembros no se priva de subentendidos. Una palabra sobre la máscara: ésta, bajo cualquiera de sus formas, se fabrica para disimular, velar, encubrir, vocablos éstos que no son ajenos al secreto. Con todo, la máscara es una mane­ ra de esconder algo, ese algo secreto que se quiere ocultar. La distinción es evidente, pero la sola presencia de la máscara pue­ de indicar que hay un secreto, a tal punto puede ser percepti­ ble. Y éste suele ser el caso en las familias. En efecto, resulta que los secretos familiares, tal como se los oye circular en la sesión de psicoanálisis, por ejemplo, son cono­ cidos por el psicoanalista, y no se trata de milagro o telepatía. Se ha dicho que el secreto familiar es “un saber común no compar­ tido: todos saben que hay un secreto pero ninguno sabe que todos lo conocen” (Neuburger y Hamon). En suma, suele ser un secreto a voces, lo que no obsta para que todos mientan a ul­ tranza con tal de preservarlo. La temática de los secretos familiares no es demasiado varia­ da. Hay algunas excepciones, como la de la hija del guillotinado que ignoraba de qué había muerto su padre.

En general se trata de un secreto concerniente a la filiación, en un sentido amplio. Lo más corriente es que tenga que ver con quién es el padre verdadero. La primera generación lo guarda celosa­ mente, pero no tanto como para evitar que se integre a los secre­ tos de las generaciones siguientes. La abuela cometió una falta, un bisabuelo tuvo hijos detrás de la puerta, o nació un niño fuera del matrimonio y antes de los nueve meses de rigor. Este tipo de secreto, más bien benigno, puede circular durante varias generacio­ nes antes de caer en el olvido. Dadas las características de la memoria humana, se modifica al giro de los años, igual que en el ‘juego del teléfono”, donde al final ya no se reconoce la primera frase. S. Tisseron (43) estudió el caso de Tintín, más exactamente el de Hergé, su autor, y señala que Las aventuras de Tintín contie­ nen el relato criptográfico de un secreto familiar. De manera más o menos convincente demostró que los personajes imagina­ dos por Hergé ponían en escena a cada una de las generaciones afectadas por el enigma. Ocurre también que uno de los padres haya callado a sus hijos la existencia de una primera pareja y que los niños descu­ bran repentinamente -o nunca- que tienen medios hermanos o hermanas. Los suicidios de parientes o los casos de demencia también forman parte de los secretos familiares. Antes ocurría lo mismo con las muertes por tuberculosis, enfermedad curiosamente ver­ gonzante. Supe de un caso así, disfrazado tras una espina de pescado atravesada en la garganta, supuesta causa de esa muer­ te. La máscara que traiciona... Podemos citar también la profesión de algún antepasado, vi­ vida como infamante por descendientes bien acomodados que se olvidan de que sin ese antepasado no estarían allí. Despense­ ro, matarife en algún degolladero, empleada doméstica y mu­ chas otras actividades darán origen a un secreto familiar. Estos secretos no son conocidos por todos, o no habría secreto, pero como decíamos es frecuente que los hijos intuyan algo, sin saber exactamente qué.

Los enigmas tienen tres consecuencias principales. La pri­ mera es que los hijos pueden imaginarse cualquier cosa, espe­ cialmente algo vergonzoso que los afecte, lo cual no es bueno para su salud mental. La segunda es que estos secretos crean un “hueco” en la comunicación intrafamiliar, y el resultado tampo­ co es demasiado positivo. La última es generar una importante producción de mentiras por omisión, pero también explícitas cuando, pese a todo, se plantea una pregunta. Tal vez esta terce­ ra consecuencia no sea la peor. Los secretos familiares, por mal guardados que estén, no lo están por discreción o por cortesía hacia el afectado, sino por­ que se asocian a un sentimiento de deshonor, humillación, in­ dignidad u oprobio. Es variable, pero de costumbre surgen del miedo a empañar la imagen de la familia. Analicemos entonces la imagen que toda familia digna de ese nombre quiere preservar, sea cual fuere su nivel social. “En nuestra familia no som os...” Agrega la mención necesaria, o tras­ lada la frase al modo afirmativo: “En nuestra familia somos per­ sonas decentes”; da igual. La mentira ejercida en provecho de las familias tiene una gran difusión. Sin considerar los secretos, las familias poseen una histo­ ria, una cierta idea de lo que conviene ser. La imagen que deben dar al mundo tendrá que ser coherente con esta his­ toria. No siempre es fácil; primero, porque la historia, en la me­ dida en que existen dos ramas, la paterna y la materna, estará generalmente referida a una de ellas en detrimento de la otra, situación que genera aprietos. Esta doble operación de exal­ tar un lado y denigrar el otro precisaría en todo caso un es­ fuerzo constante, pero para colmo suele no tratarse de una historia verdadera. Lo que se escenifica forma generalmente parte del cuento, de la fábula, de lo creíble o increíble. Lo que importa es que permitirá que la familia se atribuya una categoría presuntamente elegante en relación con otras fami­ lias.

Los terapeutas familiares conocen bien la problemática de estos mitos implícitos, no dichos pero muy dinámicos, sobre los cuales sería imprudente enfocar una luz demasiado intensa. La empresa de hacer coexistir mito y realidad es harto incó­ moda y abre las puertas a desvíos expertos para evitar obstáculos, ya que no se trata de cuestionar el mito, suponiendo que se lo conozca..., lo que jamás ocurre. Tampoco hablaremos de un in­ consciente familiar, en la acepción psicoanalítica del término in­ consciente. La suma de inconscientes individuales no desemboca en un inconsciente familiar, sino en un concepto mal construido. Sea como fuere, actos fallidos, ceguera o sordera electivas y, por supuesto, las mentiras, forman parte del programa. El mito de la sangre azul, más frecuente de lo que se piensa en nuestra época democrática, puede servir como esquemática ilustración. Tenemos a Monsieur y Madame Martin, cuyo apellido de sol­ tera es Dupont. Uno de los dos heredó, a menos que se lo haya construido él mismo, una misteriosa referencia a cierto origen noble. “Sabe” que cierto antepasado, casi siempre lejano, tenía un patronímico compuesto, en cualquier caso con “de”, al que debió renunciar durante, digamos, la Revolución Francesa. El mito, aunque no aclara por qué no lo recuperó después, puede verse enriquecido con algunos datos más bien vagos al respecto. En todos los casos, este mito determinará ciertas conductas en el seno de la economía familiar, cosas que deben o no deben ha­ cerse, maneras de pensarse frente a los demás, modos de verse a sí mismos, y todo sin que jamás se cite el mito más que de mane­ ra indirecta: en esta familia nadie se rebaja. Por supuesto, mantener esta idea implica un precio, a saber, el recurrir a ciertos procedimientos que incluyen la mentira. ¿Po­ dría ser de otro modo? Entendámonos: el mito no es mentiroso, sino que provoca una constante autorreferencia que a su vez genera mentiras, entre otros efectos. “Me encantaría”, objetará el lector escéptico, “pero jamás oí algo semejante, sangre azul o no, en mi propia familia.”

De acuerdo. El mito jamás se ventila en familia como acabo de hacerlo. En el mejor de los casos puede vislumbrarse tras algunas anécdotas que provocan sonrisas... en familia. Pero cuan­ do el espectador externo, por ejemplo el terapeuta, lo devela, resulta que este mito posee un certero valor explicativo en cuan­ to a actitudes, modos de relación, patologías incluso, sea cual fuere su contenido. Viéndolo desde un ángulo un poco diferente, toda familia tiende a dar de sí misma una imagen de coherencia y armonía afectiva. Esta intención no opera solo en relación con el mundo externo, a la vez espectador supuestamente interesado y juez, sino también en la comunicación intrafamiliar. R. Neuburger define la familia conyugal como “un grupo de pertenencia” en el que los niños deben participar “por una ne­ cesidad que se les presupone, y por una solidaridad con el cuer­ po familiar que se da por sentada”.8 Existen las familias armoniosas y equilibradas, pero en caso contrario es fácil imagi­ nar qué contorsiones mentales deberán ejecutar niños y padres si quieren ser leales a la familia y a la imagen ideal que de ella deben proyectar, por muchos desmentidos que haga la realidad. No hace falta sugerir que la disyuntiva se sitúa entre la traición y la huida, o el recurrir a los procedimientos habituales ante el bochorno; y admitamos que los aprietos en que suele ponerte la familia no son menores... Se podría explicitar mejor las razones por las que la familia y la pareja son espacios privilegiados para que florezca la mentira, y profundizar más en las causas de esta situación de hecho, pero sería dedicarse a un estudio de fondo de la problemática fami­ liar, lo que no entra en nuestro proyecto. Llegó el momento, no de sacar conclusiones, sino de constatar lo siguiente: si no existiera la mentira, ni la pareja ni la familia habrían podido nacer o existir, antes o ahora. La mentira es el ci­

8 L’irrationnel dans le couple et la famille.

miento de estas instituciones, es aquello en lo que se fundan y gra­ cias a lo cual sobreviven, y apenas podemos imaginamos qué tipo de sociedad habría podido establecerse sin estas instituciones. Por cierto la mentira no basta, aunque sea condición necesa­ ria: otros elementos entran enjuego. ¿Debemos compararla con los medios artificiales que el hombre emplea para volver tolera­ ble su condición, droga o credos diversos? No, porque en ellos la mentira ya está presente. Más bien, la mentira parece la pie­ dra angular de nuestra relación con el mundo. ¿Qué sería la verdad sin la mentira? Una suerte de noción abstracta. Podría­ mos enunciarlo de la siguiente manera: sin verdad no hay men­ tira, ni sociedad humana posible.

CAPITULO

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Las mentiras médicas

Explorar la mentira en el ámbito médico nos lleva primero a considerar dos modalidades, que muestran una suerte de sime­ tría. Una es la mentira que se considera saludable para el enfer­ mo, y que a su vez no carece de beneficios para el médico. La otra es la que en apariencia solo beneficia al mentiroso -al mé­ dico-, aunque puede aportar algo al enfermo. Avanzando por este camino, deberemos recordar que el error está siempre presente en medicina, y el error no es mentira, a menos que se persista en él con conocimiento de causa: en ese momento dejaría de ser error. La medicina no tiene la precisión de las leyes físicas y no remite a una lógica matemática. Se po­ dría decir que se ve siempre superada por el objeto de su obser­ vación, como sucede con el SIDA, donde cada avance en el conocimiento del virus abre una puerta hacia complejidades adi­ cionales. Esto no impide que los médicos estén seguros de una par­ te de sus saberes, al menos por un tiempo. Ni las incertidumbres de la medicina les impiden ejercer un cierto poder, que suele deberse más a la debilidad del paciente que a posibili­ dades de acción reales. Es indudable que la medicina ha progresado en los últimos treinta o cuarenta años, un progreso sin duda más evidente que los que citábamos a propósito de la sexualidad. Los progresos son más nítidos en el ámbito quirúrgico que en el propiamente médico, donde en estricto sentido -si obviamos la mayoría de las enfermedades infecciosas no virales- no se curan tantas

enfermedades, sobre todo si se considera que un cierto número de ellas tiene una evolución natural favorable.

Para bien del enfermo Vamos a la mentira. La más habitual en medicina, la que evocamos de inmediato, es la mentira que busca el bienestar del enfermo. El médico no le dice qué dolencia padece, y aunque hoy se tiende a no ocultar la gravedad, en los casos más espinosos insinúa que “nun­ ca se sabe..., ocurren mejorías imprevisibles”. Lo que es verdad. Cuando el enfermo se acerca a su fin, el médico evita preci­ sar el lapso exacto de supervivencia, suponiendo que lo conoz­ ca. Esto ocurre en los países latinos, donde se estima que demasiada precisión precipitaría a la persona en la desespera­ ción: que no haya otra salida que una muerte cercana, pase, pero lo insoportable es que sea inevitable de aquí a tres días o tres semanas. Y los creyentes no mueren mejor que los otros, no se puede contar con eso. En Estados Unidos se opta sin vacilar por la exactitud, pero no está probado que el tránsito al más allá se dé en mejores condiciones. Verdad es que también en ese país se anuncia al condenado la hora de su ajusticiamiento con bastante anticipa­ ción, tal vez para que no vaya a faltar a la cita. Bello ejemplo de franqueza, o de crueldad. En lo tocante a los enfermos -y esto es tanto más cierto cuanto más grave sea el caso-, la mentira del médico, o por lo menos la atenuación de la verdad, se da por descontada. A nadie se le ocurre criticarlo, pues actúa así en bien del enfermo. No lo du­ damos, pero también lo hace en beneficio propio, porque al mentir evita de alguna manera enfrentar una situación que para él mismo es también temible. No ignora que llegará el día en que un colega también deba mentirle a él. Por lo demás, es bien sabido que los médicos enfermos dan pruebas de una creduli­ dad que evidencia el poder de la ilusión.

Entonces, ¿en medicina debe preferirse la mentira a la ver­ dad? Si se considera el interés de la persona enferma, la respues­ ta bien puede ser afirmativa, pese a los hermosos discursos en el otro sentido, con la salvedad de que la mentira del médico debe haber sido lo bastante meditada como para dejar entrever un poco de verdad, a fin de que el interesado no se lleve una sor­ presa demasiado violenta si las cosas salen mal, y sin por ello cerrar toda esperanza de una evolución favorable. En consecuencia, anunciarle al enfermo que la operación a que será sometido implica un 10% de probabilidades de muerte es una información desagradable pero necesaria, y no es necesa­ rio completarla enumerando los factores de riesgo propios del paciente, y que podrían anular el otro 90%. Es la mentira por omisión parcial. Suele ser la actitud más prudente, pero no solo por esa razón deseable. En realidad, la mentira del médico atempera su propia agresividad y lo saca de apuros. Primero, porque se sentirá más cómodo por haberse des­ prendido del fardo de la verdad y tendrá menos tendencia a agredir al enfermo. Luego, porque esta media verdad, o media mentira, evitará que el médico pierda el control y lance brutal­ mente toda la verdad si, por una u otra razón, se ve compelido a ello. Ya tendrá recorrida una parte del camino. Esta mención de la agresividad del médico hacia los enfermos puede sorprender a los ingenuos. Esta agresividad existe y es fácil­ mente observable, aunque se la reconoce poco. Se activa por la misma situación de los cuidados, a causa de la angustia del médi­ co, y también por la resistencia de la enfermedad o del paciente a su acción terapéutica. No corresponde aquí explicar los fundamentos de la agresi­ vidad médica, algo que nos llevaría a reflexionar en los oríge­ nes de la vocación de este profesional. Acerca de este tema, circulan muy bellas mentiras, entre ellas la idea de abnegación, que no necesariamente es la que prima. Y ocurre que el público decepcionado caiga en el exceso inverso: “¡Trabajan solo por dinero!”.

No olvidemos, tampoco, que en la práctica cotidiana aparecen enfermedades demasiado triviales que aburren al médico, y de pron­ to el enfermo lo irrita, irritación que aumenta en el caso de los pa­ cientes cuyo diagnóstico es que “no tienen nada”. Además, hay dolencias que pueden generarle angustia por factores personales. En este último caso, si el médico no supo emplear una cierta dosis de mentira preventivamente, su franqueza puede resultar brutal, pues se fundará sobre todo en la agresividad. La mentira puede, enton­ ces, proteger al enfermo de los problemas que tiene su médico... Recuerdo a un paciente que, tras una perturbación ocular pasajera y benigna, se sometió a exámenes adicionales “por pru­ dencia”, y cuyo oftalmólogo, con los exámenes delante y por razones que jamás conoceremos, exclamó: “¡Y todavía puede ver, a pesar de esto!”. Una variante es que el médico enumere delante del enfermo las diversas posibilidades de tratamiento que su caso sugiere, un poco como el verdugo de antaño detallaba a su cliente las facetas de su arte. Así, es admisible que la mentira médica sea beneficiosa para el enfermo. Se trata de un arte que no se enseña, y no todos los médicos lo dominan. En efecto, es importante mentir bien cuan­ do es preciso, y de la manera más apropiada. Por una parte, el enfermo no necesita conocer toda la verdad, y por otra nunca se sabe de qué manera se la dirá el médico. Este segundo punto suele omitirse cuando se habla de mentira en medicina. La eutanasia es un problema difícil, doloroso y no libre de la mentira. No siempre se dice lo que al respecto señaló Yves Camberlein, director de una unidad de terapias paliativas: “El encar­ nizamiento terapéutico y la falta de consideración ante el dolor ajeno, creo yo, están en el origen de la demanda de eutanasia o por lo menos de su organización en nuestra sociedad. Han favo­ recido la creación de asociaciones que explícitamente formulan esta solicitud y le han dado, si no un estatus legal, por lo menos una base reivindicativa legítima”.9 9 Ver Bibliografía.

Sin duda, hay quienes temen la decadencia intelectual, pero no son los más numerosos. Camberlein se refiere a los llegados a la fase terminal de la vida, que son legión. Verdad es que no todo el mundo termina su vida en un pabellón de cuidados paliativos, y que puede ser urgente abreviar los sufrimientos de un moribundo. Entonces puede caber la mentira, cuando para terapeutas y familiares se trata de “despachar” a alguien cuyo estado se toma insoportable. El moti­ vo esgrimido es que sufre excesivamente y que la cosa se prolonga demasiado. Por cierto, el resultado es notorio: junto con la vida se termina el dolor, pero también desaparece la angustia del entorno. Tristes pleitos han ilustrado esta cuestión, y el dolor real de quien practicó la eutanasia disimula la respuesta “Murió y me siento aliviado”. La culpabilidad que sucede al sobreseimiento o a una condena ligera no debe ser fácil de soportar. Curiosamente, no se habla de eutanasia cuando se trata de comas sobrepasados. ¿Sabrán todos que el comatoso a quien se “desconecta” era todavía una persona para las enfermeras que le brindaban los cuidados cotidianos, y éstas suelen sufrir ante esta solución que, sin embargo, es inevitable? Sin duda, es mejor que el velo de la mentira cubra este as­ pecto, pues el muerto hubiera muerto de todos modos. No pre­ tendo zanjar aquí la cuestión. Basta recordar que la mentira no está ausente en estos penosos casos. En muchos casos, legislar sobre la eutanasia sería poner a la ley en contacto con una mentira doble: la de pretender que es la única solución, y la que esconde los motivos reales. Puede ser un acto necesario, y se realiza todos los días..., ¿pero qué agre­ garía una ley al respecto?

En interés del médico Las observaciones anteriores apuntan a esa vertiente de la men­ tira médica que beneficia al enfermo, pero que a menudo es también ventajosa para el médico.

La otra vertiente abarca la mentira cuyo principal beneficia­ rio es el médico, con una eventual ventaja para su paciente. La base de este tipo de mentiras son afirmaciones que hacen los médicos sabiendo que no tienen fundamento. En el peor de los casos, es charlatanería. Entre los médicos hay charlatanes, menos de lo que se dice, porque suele confun­ dirse charlatanería con ignorancia o estupidez. Si nos atenemos a la definición del diccionario, el charlatán es un “curandero que pretende poseer secretos maravillosos”. Es entre los curan­ deros que, efectivamente, encontramos a la mayoría de los char­ latanes; ya hablaremos de ellos en otro capítulo. De todas maneras, la mayoría de los médicos sabe que no posee secretos maravillosos. La mentira es más sutil, y consiste más bien en el empleo de nociones erróneas, ya sea porque an­ taño fueran consideradas correctas o porque siempre hayan sur­ gido de la fantasía. En ese momento el médico dice algo que no cree, o que ha dejado de creer. Este caso es flagrante cuando se trata una enfermedad que no existe. Un buen ejemplo es la espasmofilia o tetania. Aunque hay tetanias por lesión de las paratiroides, son muy raras. Suelen ser en realidad manifestaciones “nerviosas”, realmente padeci­ das, y que tienen un fondo psicológico específico. En suma, es uno de los múltiples aspectos de la histeria, estructura tan fre­ cuente en ambos sexos que se ha llegado a hablar de “histeria normal”. Poco tiene que ver con el sentido popular de histeria, o sea la mujer siempre ávida de sexo, con un carácter espantoso y manifestaciones somáticas espectaculares. La histeria puede traducirse en una crisis de “espasmofilia”. Es un síndrome bien descrito —con diagnóstico, pronóstico y tra­ tamiento-, y muchos médicos lo aducen sin ignorar (exceptuan­ do, digamos, los médicos espasmofílicos) que no existe en la realidad, al menos en cuanto a una serie de síntomas reunidos bajo esta etiqueta. Ello no impide que se prescriba dosificar el calcio: aunque su nivel es bajo en las tetanias auténticas, es siempre normal en

los espasmofílicos. Se lo prescribirá de todos modos, sabiendo que no sirve para nada, excepto por administración intravenosa, pues la inyección provoca una sensación de calor que puede tener un efecto por sí misma. Se practicarán además otros exá­ menes para detectar si hay una excitabilidad anormal. La seguri­ dad social ya no reembolsa algunos de estos exámenes, pues reconoció finalmente que, al menos en este caso, son inútiles. Resumiendo, el médico miente descaradamente cuando dice cuidar la espasmofilia de este paciente, que de hecho presenta per­ turbaciones reales. Con esta mentira obtiene la ventaja de desem­ barazarse de los problemas reales del enfermo; por lo demás, no lo formaron para esto, y el mismo paciente suele quedar contento. El ejemplo de la espasmofilia ilustra uno de los aspectos de la mentira médica, y podríamos citar otras “enfermedades” debida­ mente clasificadas que en el plano del diagnóstico, por supuesto, no existen, aunque sea innegable que se padecen determinadas per­ turbaciones. Es el caso de la epilepsia denominada “esencial”, cuya existencia solo se prueba por la ausencia de causas visibles. También se habla de cefaleas “idiopáticas”, a falta de una mejor denomina­ ción. Para qué hablar de las “enfermedades del hígado” en el gran público, aunque las afecciones del colon presentan apariencia de diagnóstico. No hace falta alargar la lista ni buscar otros ejemplos en la historia de la medicina. En todos estos casos, el médico elude el bochorno de tener que confesar su ignorancia al paciente. Pasemos a otra cosa: el uso de técnicas de diagnóstico o de tratamiento cuya inutilidad -incluso conforme a las normas mé­ dicas, que no tienen el rigor requerido en el ámbito científico— el terapeuta no puede ignorar. Se necesitarían muchas páginas para citar todas las medicinas suaves, alternativas o paralelas. Aun­ que algunas presentan una apariencia de codificación, por ejem­ plo la iriología y la astrología, hay otras (imposición de manos o transmisión de fluidos mediante aparatos de fantasía)10 que no. 10 Hace unos años el Ministerio de Salud francés prohibió decenas de estos aparatos, que hoy resurgen con nuevos nombres.

Cuesta imaginar que haya tantos profesionales lo bastante cré­ dulos como para atribuirles a estas terapias algún grado de serie­ dad. En todo caso, para ellos sería vergonzoso confesarlo. El caso de la homeopatía parece un poco distinto. Es verdad, aunque es negado, que jamás se llevó a cabo ninguna experi­ mentación del tipo exigido para cualquier medicamento. El pro­ blema de las disoluciones infinitesimales, es decir computables en cero, sigue sin respuesta, exista o no la “memoria del agua”. Con todo, parece difícil afirmar que los homeópatas no crean en su arte, y eso es lo importante para nuestro tema. Podría atribuírseles el error, no la mentira. Además, como sus consultas son mucho más profundas que las de los internistas, es posible conjeturar que logran parte de la curación gracias a ellas. En lo tocante a la acupuntura, cuya acción contra el dolor parece haberse comprobado, podemos detectar por lo menos una mentira: los chinos se cuidan con otros métodos, y si la acu­ puntura se reinsertó en China popular fue a causa de su bajo costo, no debido a una eficacia reconocida. No mencionaré un tema más frívolo, esto es, las dietas, acti­ vas todas a la vez y todas fantasiosas. El inconveniente es que su repetición instala perdurablemente el sobrepeso. A primera vista, estas consideraciones ofrecen un aspecto las­ timoso. Como escribe Henri Brocq,11 con estas prácticas se arries­ ga perder “la bolsa y la vida”, por poco que exista una dolencia no reconocida, subyacente a las perturbaciones sentidas. Un exa­ men más minucioso revela que estas prácticas falaces poseen por lo menos el mérito de destacar la parte esencial del imaginario en los efectos que producen, contrariamente a lo que alegan quienes las practican, que detestan el vocablo sugestión. También se puede citar el efecto placebo. Aunque al respec­ to no se sepa nada, se ha constatado hasta un 30% de reacciones 11 Henri Brocq es médico en la Universidad de Niza. Junto con otros, estudia lo “extraordinario” con seriedad y constancia. Recurriremos a él con abundancia a propósito de los fenómenos para y supranormales.

positivas en experimentos en que la molécula estudiada se com­ para con el placebo. Los psicoanalistas tienen algunas ideas acerca del tema, pero su valor explicativo es débil. Nadie sabe explicar el efecto placebo. Sin embargo, gracias a él y a la sugestión, las medicinas “alternativas” obtienen resultados. Por supuesto, quie­ nes realizan estas terapias lo saben, pero no lo admiten. Prefieren el desvío de la mentira. Hay que reconocer que aquí la mentira los beneficia a todos. Al médico, que obtiene dinero, renombre -aunque no demasia­ do entre sus colegas- y poder. Al enfermo, porque alivia sus mi­ serias. No hay motivos para quejarse mientras estas medicinas no se ocupen del cáncer o las enfermedades degenerativas del sistema nervioso, ni sus practicantes descuiden hacer diagnósti­ cos correctos. La mentira en medicina puede revestir otros aspectos que cuestionan, no ya a los practicantes de estas medicinas inciertas, sino a personas consideradas serias, que trabajan a veces en cen­ tros hospitalarios o en laboratorios universitarios. Los anglosajones se han especializado en estudios cuyos obje­ tivos son estrafalarios e inútiles, pero que pretenden dar garantías de rigor científico.12 Como estos trabaos se publican en inglés (sería más exacto decir en norteamericano), gozan de una exce­ lente difusión, y los autores no anglófonos siguen la corriente, siempre en inglés. No por eso podemos decir que son tarados. Daré dos ejemplos. Podríamos citar cientos cada año. La ava­ lancha hacia la genética la hace figurar en buen lugar: pronto habrá un gen específico de cualquier cosa. Pero sacaré mis mo­ delos de otro campo. La doctora Rubin, de la Universidad de Alabama,13 partió de la idea de que la depresión enmascarada puede complicar el asma, y nada le costó demostrarlo porque la depresión se disfra-

12 ¿Acaso no aprendimos que el sostén es factor de riesgo en el cáncer de mama? 13 Quotidien du Médecin del 14-4-93.

za tan bien que no se la ve. Así pudo aseverar que “los pacientes asmáticos deprimidos suelen presentarse con una tos crónica y/o una disnea, más que con los síntomas depresivos habituales”. Ol­ vidando (?) que tos y disnea están presentes en toda asma, y poco interesada en encontrar síntomas genuinos de depresión, llegó a esta conclusión decisiva: “La evaluación de la depresión en el asmático severo (!) es un elemento necesario en la evalua­ ción médica estándar”. Así, “los médicos conscientes de la probabilidad de esta aso­ ciación en sus pacientes y que dan el paso para identificar mejor la existencia de una depresión, serán capaces de tratar ambas perturbaciones de manera más eficaz”. ¿Cómo, viendo a los pa­ cientes dos veces, por ejemplo? Por supuesto, la doctora Rubin describió tres mecanismos según los cuales ambas perturbaciones pueden interactuar nega­ tivamente, los dos primeros muy científicos y el tercero basado en el hecho de que estos pacientes deprimidos carecen de moti­ vación para su reeducación respiratoria... Todo esto es erróneo y además mentiroso, porque el trabajo no está en absoluto vali­ dado con la descripción de síntomas depresivos indiscutibles. ¡Y sin embargo esos pacientes están deprimidos porque yo lo digo! Comentaré este ejemplo junto con el siguiente. Dos autores franceses, cuyo anonimato mantengo,14 publica­ ron una comunicación acerca de “la biología de los comporta­ mientos suicidas”. Leemos allí que estudios post mortem mostraron anomalías en el nivel de serotonina en el tallo cerebral, anoma­ lía que suele hallarse parcialmente en los intentos de suicidio. Ambos autores concluyen directamente que estas anomalías son “causa biológica” de suicidio. Además detallan tantas otras cau­ sas no biológicas mejor fundamentadas que uno se pregunta para qué necesitan ésta. Se puede ampliar la cuestión indagando en las motivaciones de los dos estudios citados y otros de igual pelaje. Por supuesto 14 Quotidien du Médecin, 26-4-93.

hay un botín, un beneficio o varios: aumentar el número de sus publicaciones -ciertas carreras se forjan al peso-, provocar debates que los incluyan y muestren su existencia, justificar los créditos de algún laboratorio, obtener ayudantes suplementarios y, por ende, un excedente de poder. Estas son algunas de las razones que fundamentan tales estudios. Justifican que se mienta un poco, porque es difícil imaginar que ambos autores hayan creído en algún momento en la verdad de sus publicaciones. En ese caso la situación sería más grave. Pero también existen trabajos serios que generan tanto bo­ chorno que se ignoran. El Centro Internacional para una Ecología Científica, com­ puesto de personas reconocidas por trabajos genuinos, estudió la validez de la relación entre las dosis de una sustancia supues­ tamente cancerígena y su efecto en el animal. Un miembro de este Centro concluyó que “los test de cancerogénesis en el animal, efectuados con dosis máximas, derivan en interpretaciones falsas acerca del carácter cance­ rígeno de las mismas sustancias administradas en dosis me­ nores”. Esto significa que se indica como cancerígenas una multitud de sustancias que no lo son. Así, “la sociedad debe distinguir los riesgos verdaderos; se habrían exagerado los riesgos hipotéticos de la dioxina, el DDT y la sacarina”. Todos pueden equivocarse. Aun así, me gustaría saber cuán­ tos médicos defensores del entorno -aquí no me interesan los otros- hicieron su mea culpa y reconocieron, por ejemplo, que la dioxina, cuasi flagelo del siglo en un momento, carece de efec­ tos cancerígenos probados. Sería sin duda un bochorno para ellos y se entiende que prefieran postergar la confesión. Entre tanto, mantienen la mentira. Existe un hecho bien conocido: la toma de presión arterial por parte de un médico suele incrementarla. Ello se probó me­ diante un experimento divertido: la presión tomada por una enfermera y por un médico. Adivinen el resultado.

Como desde hace años se dispone de la posibilidad de tomar la presión de manera continua y ambulatoria gracias al holter tensional, 263 cardiólogos franceses estudiaron ampliamente el tema. Se compararon las cifras de PA en los mismos sujetos: en la consulta del médico, promedio 1 5 4 /9 4 mm Hg; ambulatoria, promedio 1 3 5 /8 3 mm Hg. La diferencia es notoria. El cuerpo médico podría sacar igual conclusión en lo tocan­ te a la mayoría de los cardiólogos: la medida de la presión arte­ rial en la consulta del médico no significa gran cosa. Hay que proceder de otra manera. Sin embargo, un cierto número de médicos sigue asegurando al paciente que “está hipertenso” y lo trata en consecuencia, pese a no ignorar que la supuesta hiper­ tensión no se verificó de la manera apropiada. Se dirá que no es grave, pues, ateniéndose a la toma de ten­ sión arterial en la consulta se está seguro de no descuidar a un hipertenso y mala suerte para el normal que viene regularmente a ver al médico a “tomarse la presión” y aprovechar la seguridad social, que reembolsa el 70 por ciento. No digo que los médicos que siguen practicando lo anterior lo hagan por afán de lucro. ¿Tal vez por pereza? Es obvio que no se puede pedir a los médicos que sigan día a día la cambiante actualidad de las verdades médicas. Ahora bien, si se considera que el cáncer involucra a todos y la hipertensión a un gran grupo de personas de más de 50 años, convendría estar al tanto de las novedades y adaptar su conducta a lo que se aprende. A la inversa, sostener o mantener algo falso a sabien­ das de que la verdad es otra parece formar parte de nuestro tema. Otorgaremos el beneficio de la duda a los ignorantes, que por fortuna son minoría en la profesión. La existencia de modas médicas complica las cosas. Con el tiem­ po se revelarán como falsas, o no. Por ejemplo, hoy se sabe que el régimen sin sal presenta ventajas solo para una minoría de cardíacos. Ello no impidió que todos se vieran obligados a con­ sumir una alimentación insípida que no mejoraba su estado de ánimo. Lo que no ocurrió en el caso siguiente.

La apendectomía fue de práctica habitual durante decenios. Innumerables son los individuos de más de cuarenta años viu­ dos de apéndice. Numerosos también los cirujanos que, bisturí en mano, constataban que acababan de extraer un apéndice sano. Por supuesto, el ‘Vómito negro” o apendicitis aguda mataba con regularidad en el pasado. Ante tal peligro, ¿qué importaba un apéndice de más o de menos? El problema es que llegó un mo­ mento en que los cirujanos perseveraron en su operación favori­ ta cuando ya los riesgos habían disminuido a causa de los antibióticos (la penicilina, más o menos en 1944), que termina­ ron por reducir considerablemente la indicación quirúrgica. Se precisó tiempo para que los cirujanos renunciasen a esta suerte de salario regular, y a una mentira flagrante.

¿Y los medicamentos? Pasemos a otra cosa. Hace unos diez o quince años los labora­ torios farmacéuticos descubrieron que los antidepresivos gene­ raban un m ercado prom etedor. Bastaba multiplicar a los deprimidos. La dificultad era que los médicos que sugerían an­ tidepresivos eran psiquiatras que solían poseer una definición bastante precisa de la depresión y no recetaban demasiados antidepresivos. Los laboratorios atacaron entonces a los internistas, y con éxito. ¿Qué persona, en efecto, que de costumbre despierta con­ tenta no tiene momentos de tristeza y eventualmente un mal dormir? No por ello presenta una depresión, pero no importa, si se decide que sí lo es, el número de deprimidos se multiplica por diez, y la venta de antidepresivos va viento en popa. Así ocu­ rrieron las cosas, con ayuda de los visitadores médicos. Llegó incluso a imaginarse una entidad cómoda, la supracitada depre­ sión oculta, de la que sabemos que, si verdaderamente hay de­ presión, jamás dejará de presentar algunos síntomas genuinos, por muy disimulada que esté. Por supuesto, siempre que éstos se

conozcan, lo que no es el caso en la mayoría de los médicos. Suele habérseles enseñado solo la melancolía, figura mayor de depresión cuya realidad clínica no puede deducirse de otras de­ presiones, mucho más frecuentes. ¿Dónde se sitúa la mentira? En los laboratorios, sin duda, pero son empresas comerciales con abultados presupuestos pu­ blicitarios y no se les puede reprochar que hagan lo que puedan por vender. Pero de todas maneras el que prescribe los medica­ mentos es el médico, no los laboratorios, y ocurre entonces que se lo manipule un poco. Por parte de los médicos se trata quizás de un error, pero fuerza es admitir que su consistente reiteración, sin apoyarse en otra documentación que la de los laboratorios, obliga a advertir un ligero defecto. Ahora bien, es obvio que los pacientes que presentan una patología, digamos neurótica, basada en angustias y quejas di­ versas, son bastante molestos para el médico. El efecto de las buenas palabras se desvanece pronto y queda entonces la rece­ ta, argumento de autoridad, que sacará al médico del aprieto; de ahí que la salida sea una prescripción que asocia varios tran­ quilizantes (basta uno solo) y el inevitable antidepresivo, por fortuna elegido entre aquellos que poseen pocos efectos, prin­ cipales o secundarios. Este detalle tiende a mostrar que el mé­ dico no está muy seguro de la existencia de una depresión, porque de lo contrario recurriría a una media docena de anti­ depresivos realmente activos. El enfermo se va con su receta y, si no mejora, se le encuen­ tran otros medicamentos. ¿No hay aquí, en el médico, algo que ingresa en el orden de la mentira? Acabamos de evocar el caso de los laboratorios farmacéuti­ cos. Su misión es vender los medicamentos que producen, y du­ rante mucho tiempo lo hicieron diciendo cualquier cosa acerca de su eficacia, pero callando sus efectos secundarios. Desde hace unos diez años las cosas evolucionan hacia un mayor rigor. Los vademécum son ahora más confiables. He aquí un ámbito en

que la mentira parecería estar controlada, si no perduraran al­ gunos sectores donde el efecto farmacológico es más dudoso. Así, hallamos en el mismo vademécum Vidal, bajo la rúbrica Psicoestimulantes, un cierto número de productos cuya indicación es modesta y discreta: “empleado en astenias funcionales”. Da igual decir de inmediato que, pese a la referencia a trabajos au­ ténticos, lo que funciona es el efecto placebo. En cuanto a los medicamentos que presuntamente estimu­ lan la memoria, tan anhelados por los candidatos a los exáme­ nes, todavía se pregunta uno cómo podrían actuar sobre una función compleja y mal conocida si no fuera, nuevamente, por el mismo efecto placebo. ¿Qué pensar de la experimentación de medicamentos? En ese ámbito también ha habido progresos, los protocolos son com­ plicados y suelen ser serios. ¿Qué impide, sin embargo, que el experimentador exagere, igual que el pescador que cada vez mul­ tiplica por tres los peces cuando le toca relatar sus aventuras? En otras palabras, a partir de cuarenta dossiers, los resultados son, por ejemplo: curaciones, 60%; mejorías francas, 20%; mejo­ rías leves, 10%; fracaso o interrupción del tratamiento, 10%. ¿Aca­ so no es posible imaginar que el médico - a la vez un poco mentiroso e interesado- extrapolará estos resultados en los ochen­ ta enfermos exigidos por el protocolo, entre los cuales cuarenta son imaginarios, con porcentajes idénticos? Tiempo ganado, en todo caso. Notemos además que, si bien la muestra es represen­ tativa, el médico no se desviará de los resultados de la encuesta. Esto no se producirá en lo tocante a productos mayores, ¿pero qué pasa con el resto? ¿Por ejemplo, con los antidepresivos banales? En un artículo reciente, J. Lemoine plantea el problema de las investigaciones clínicas en que se oye “hablar de tal o cual investigación, donde algunas observaciones serían un poco in­ ventadas o, en todo caso, no del todo reales”. El autor cita el ejemplo de un cuaderno de observaciones de “un caso en curso” en el que “ciertas escalas estaban previamente anotadas y fecha­ das..., en el futuro”. Cuando se descubren supercherías de esta

índole no pasa nada y el experimentador poco delicado ofrece sus servicios a otro laboratorio. Como dice el autor, “no es co­ rrecto que el desarrollo de medicamentos destinados a tratar enfermedades frecuentemente vitales repose en datos inciertos”. No olvidemos la mentira a los “conejillos de Indias”, según la expresión consagrada, esto es, a los enfermos inscritos en los protocolos. Tal vez se ignore que en los servicios de mediano y largo plazo, para citar solo ese ejemplo, personas de edad avan­ zada ingieren simultáneamente tres o cuatro medicamentos cu­ yos efectos se experimentan en ellos. En principio, se requiere el consentimiento explícito e informado de los interesados, algo que en la práctica no ocurre. ¿Quién consentiría en tomar al mismo tiempo tantos productos? Qué se les dice, no lo sé, pero sin duda alguna no es la verdad. En cuanto a la “información científica” acerca de los trata­ mientos, el Comité Nacional de Etica francés remitió al Minis­ terio de Investigación una nota sobre el tema. Una de las observaciones señala la “incitación a publicar, sistema que debe ser reconsiderado porque estimula los excesos, incluso los frau­ des”. Este comité pide que la formación de investigadores y medios informativos incluya una “sensibilización ética adecua­ da”, lo que permite suponer que se trata de una necesidad real. Al insistir en las presiones económicas y financieras, el comité estima que “el público debe en todo momento ser ca­ paz de percibir si la información que se le transmite como tal pertenece al dominio científico o procede de un afán publici­ tario”. La mentira, entonces, no parece rara en este tipo de asuntos. En suma, hay tantos mentirosos habituales entre los médicos como en otras profesiones, pero los aprietos que enfrentan, jun­ to a las posibilidades de lucro, deben estimular las vocaciones: si la mentira está al alcance de la mano y todo el mundo sabe cómo hacer uso de ella, ¿cómo no sucumbir alguna vez? Agreguemos que, como en el caso del periodista, la distin­ ción entre error y mentira puede ser delicada y que de todos

modos es menos grave equivocarse que mentir. Tal vez el juicio de la “sangre contaminada” haya sido un ejemplo de esto.15 Pero el médico no es el único que miente en medicina. Suce­ de también que el enfermo recurra a la mentira, aun cuando pa­ recería ser de su propio interés no ocultarle nada a su médico. No me refiero al alcohólico que no quiere reconocer su con­ sumo, ni al toxicómano que ya no distingue lo verdadero de lo falso cuando se trata de obtener una receta, que no deja de afir­ mar que esta vez es la vencida y que se someterá a un tratamien­ to. Tampoco pienso en las enfermedades esgrimidas para obtener un alojamiento hospitalario o una ayuda del servicio médico na­ cional, sino simplemente en enfermos que no dicen la verdad en la consulta. Verdad es que nada los obliga a citar hechos que no tienen una conexión visible con las perturbaciones que pade­ cen, aunque nunca se sabe qué puede estar conectado: pienso más bien en esos pacientes que minimizan un dolor, callan un síntoma u olvidan algún antecedente por temor a padecer una enfermedad a la que temen. Esta mentira por omisión no tiene nada de cómico, no es escasa y es bastante comprensible: uno está dispuesto a tratarse, con la condición de no estar demasia­ do enfermo. La confesión llegará tarde o temprano si el médico sabe actuar con cautela, a menos que no insista porque el diag­ nóstico es obvio. En cambio, es muy raro que la mentira abarque la situación familiar, los recursos financieros -fuera de algunos avaros- o la profesión. Con todo, respecto a esta última conviene precisar que un médico enfermo prefiere callar su enfermedad para ser trata­ do de manera adecuada, o en todo caso igual que los demás. Sería algo extraordinario que los únicos en no mentir fue­ ran los enfermos que consultan a un médico. Este vistazo al campo médico nos ha permitido detectar dos modalidades de mentira: una en interés del enfermo; otra en beneficio del médico; y ambas pueden ser de algún provecho 15 Caso célebre de negligencia médica en Francia, en la década de 1980.

para los dos. No hacía falta todo esto para constatar que no siem­ pre se sabe si tal mentira será absolutamente nociva, o bien no lo será en absoluto, algo completado por la expresión, “no siem­ pre es bueno decir toda la verdad”. La mentira cumplió su cometido si sacó al mentiroso del apuro. Además, benefició a quien la recibe y colaboró indirec­ tamente a mantener el equilibrio entre verdad y mentira, equi­ librio necesario, pues abusar de una u otra puede resultar nocivo. De todos modos, y para seguir con la medicina, el enfermo no desea la verdad, contrariamente a lo que suele afirmarse. Qui­ zá solo quiera estar informado de lo que se le hace. Cuando se habla de los “consumidores de cuidados médicos” frente a los “profesionales de la salud” (que mantendrían entre sí una rela­ ción equivalente a la de cualquier prestación de servicios), se comete error, o más probablemente se trate de hipocresía. En efecto, participa aquí un tercer elemento: la muerte, no necesa­ riamente una amenaza en el momento, pero siempre implícita­ mente presente. La muerte no se olvida pero se la disimula. En algunos hospitales la morgue ya no es un “anfiteatro”: es una “sala de reposo”. Algunos médicos sostienen que la muerte es “una salida” y la autopsia desaparece tras el vocablo “verifica­ ción”. Verdad es que autopsia significa “ver con sus propios ojos”. Sin discurrir más acerca de la vocación médica, podemos com­ probar que por lo visto conlleva en una buena medida el rechazo a la muerte de parte del enfermo -y es mejor así, siempre que no lleve al encarnizamiento-, pero ante todo en el médico. Al practi­ car “su” medicina, expresión muy decidora, el médico se ubica al otro lado del mostrador. Esta manera de mentirse a sí mismo no es muy eficaz, sin embargo. El estudiante de medicina, a pesar de este cambio de lado, imagina estar afectado por todas las enfer­ medades que estudia, en particular las mortales y no las otras. Luego este aspecto se atenúa, pero el asunto no por ello se torna más alegre, pues aunque no practique una especialidad donde la muerte esté siempre presente, y por muy bien colocado que esté,

el médico tiene demasiadas ocasiones de comprobar que es siem­ pre la muerte quien gana, y no el médico. Lo cual también ayuda a entender su agresividad hacia los enfermos. En cuanto al proyecto inicial de “vencer a la muerte”, esta mentira a sí mismo no puede sino fracasar, aunque se la comple­ mente mintiendo al enfermo para ocultar el eterno problema. Sin embargo, no es tan claro que los médicos sean quienes más temen a la muerte, considerados en promedio y descartando las problemáticas individuales. Faltaría verificarlo, los aficionados a publicar encontrarían allí un campo inexplorado, si bien el gra­ do de compromiso que implica puede desalentarlos. La mayoría de los médicos sabe que el paso hacia el más allá se hace a menudo sin demasiadas perturbaciones ciertamente, por caridad hacia el enfermo, y hacia sí mismos, los médicos poseen los medios para hacer más fácil el trance. ¿Dónde queda­ ron aquellas agonías tranquilas de antaño, cuando tras ordenar sus asuntos y despedirse de la familia, parecía que solo restaba ponerse en manos del sacerdote? Hoy estamos en manos del médico, lo que de todos modos es un progreso, ya que estadísti­ camente el momento fatal llega a una edad más avanzada. Por lo demás, al mentir sobre el empleo de técnicas dudosas u obsoletas, o respecto de trabajos que tienen una apariencia científica, el médico no queda fuera del grupo de los mentirosos comunes. El miente igual que todos, tal vez un poco más, pero su caso parece más chocante porque se trata de la integridad física y mental -y de la muerte en el peor de los casos- de las personas que están bajo su cuidado. Es indudable que la menti­ ra no se limita a los hechos insignificantes y fútiles. La mentira guarda cierta analogía con el robo: si hay que mentir, mejor que valga la pena.

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Las “psicomentiras”

Un día, recibí una tarjeta postal. El remitente decía ser psicólo­ go y ejercer en el decimoctavo distrito de París. Cito el texto completo: “Servicio especializado de ayuda mediante terapias de relajación: viva las soluciones a su estrés en estados armoniosos de conciencia. Usted dispone de un código de acceso gratuito para experimentar diez relajaciones. Este número le permitirá ganar además un casete de relajación si la suma de los números es igual a 25. Acceso de prueba para diez llamados gratis: 83482”. Otro ejemplo, sacado de un anuncio en una revista de Seine et Marne (no reproduzco el tamaño de las letras): “¿Problemas... personales? ¿De pareja? ¿Existenciales? Psicoterapia y análisis a domicilio: Jean D ... psicoanalista. Atrévase a llamar al 60 66, etc. Primera consulta gratis”. Podríamos citar otras obras de arte de la misma índole, por ejemplo buscando en los avisos económicos de cualquier diario. Es evidente la intención de abusar de la credulidad y la estupi­ dez, y la mentira se halla en cada línea. Lo único veraz es la dirección, a veces el nombre.

Psicoterapias: se impone el plural Cabe la pregunta: ¿esto es la psicoterapia? Generalmente no, a veces sí. El caso afirmativo se remonta a la noche de los tiempos. Ahora bien, podemos considerar que la verdadera psicoterapia nació en el siglo diecinueve e incluso citar nombres: Bernheim,

Tuke, Esquirol, Dejerine y muchos otros, hasta Freud, que en 1904 escribía en La técnica sicoanalítica: “La psicoterapia no es un método nuevo de curación. Por el contrario, es la modalidad más antigua de terapia médica”. Con los años, las técnicas y el número de los profesionales crecieron prodigiosamente; y este vocablo no es una exagera­ ción, por razones que obviaremos, salvo para señalar que la defi­ nición de psicoterapia abre un campo -y un m ercado- cuya extensión explica muchas cosas. El diccionario Robert nos dice: “Psicoterapia: toda terapia basada en procedimientos psíquicos”. Las definiciones de los especialistas no resultan más satisfacto­ rias, lo que permite suponer que la seriedad no está en absoluto garantizada en este asunto. Podemos conjeturar que también aquí se ha deslizado la mentira. Las cosas no mejoran con la denominación “psicoterapeu­ ta”. Cualquiera puede arrogarse ese nombre, sin tener un título universitario ni una formación personal, corriendo en el peor de los casos el riesgo de ser procesado por ejercicio ilegal de la medicina, pero esto sucede muy raramente: los tribunales se ve­ rían asediados día y noche. Si alguno exagera, podrá ser acusa­ do de estafa, pero es algo que no ocurre todos los días. En cuanto al término “psicólogo”, el hecho de que esté suje­ to a una normativa no impide los abusos, en virtud de la doble definición que ofrece el diccionario: “persona especializada en psicología” (véase ídem) y “persona que posee un conocimiento (empírico, literario) del alma humana”. Con semejantes “preci­ siones”, la psicoterapia parece un ámbito fecundo para la mentira. Digamos, sin embargo, dos cosas. En los países donde esta prác­ tica está regulada, solo pueden ejercerla médicos y psicólogos avalados por estudios universitarios, lo que otorga ciertas garan­ tías..., pero no suele ser el caso en Francia. Segundo punto: el hecho de que algunos farsantes se autoproclamen especialistas, como el par de embaucadores citados, no significa que la psicoterapia sea una guarida de canallas. Muchas personas competentes y honestas son psicoterapeutas y

responden a lo que se espera de ellas mediante la aplicación de métodos probados. Llegamos así a métodos y técnicas. ¿Se disipa la niebla, pue­ de el cliente estar seguro de que el psicoterapeuta no miente? La respuesta suele ser negativa. En 1981, el Handbook of innovative psychotherapy enumeraba más de doscientos métodos. Por cierto, la misma técnica puede existir bajo denominaciones diversas, y algunas son harto bru­ mosas.16 Podemos así descartar un cierto número de métodos en esta lista, pero como no es exhaustiva el resultado sigue siendo el mismo: hay demasiadas. Para colmo, los intentos de clasificación no siempre son sa­ tisfactorios. Es un tema esquivo, sea que se dispongan las técni­ cas sobre la base de su finalidad (por ejemplo, “desarrollo del individuo”, un vasto programa), conforme al objeto que tratan (así, “familia o individuo”, pero las mallas de la red son an­ chas) o según el lugar de aplicación, es decir el cuerpo, pero ¿alguien ha visto a clientes llegar sin cuerpo? ¿Debemos concordar con Wittgenstein en que “lo que no se puede hablar es mejor callarlo”? Más vale no llegar a tal extremo en relación con las psicoterapias, porque la barrera opuesta a la mentira sería frágil. De todos modos, conviene saber que los me­ dios para actuar sobre el psiquismo humano no son infinitos, que las técnicas que se predican difieren entre sí por algunos matices y que algunas solo son maquillajes actuales de procedi­ mientos más antiguos. Por último, “Nuevas Terapias”, rótulo que estuvo en boga por un tiempo, solo abarcaba una media docena de habilidades que no eran nada nuevas. ¿Hará falta agregar que el terapeuta es indisociable de su técnica, es decir que las modalidades de aplicación son en parte 16 El psiquiatra P. Chaslin (1857-1923) señalaba ya que “muchos autores imagi­ nan haber progresado cuando dan un nuevo y curioso nombre a una técnica anti­ gua y muchos jóvenes, ignorantes en historia de la medicina mental, creen con más o menos cierta ingenuidad que son descubrimientos”. El “más o menos” no nos saca de nuestro tema.

función de su personalidad? Es importante que el supuesto tera­ peuta tenga una formación sólida, particularmente para estar atento a la problemática relacional. Cualquiera sea el método, no podemos soslayar esta pregunta. Freud la descubrió en sus inicios y a su costo, cuando describió la transferencia y, sobre todo, su propio análisis. ¿No hay acaso terapeutas conductistas made in USA que redescubren esta transferencia y empiezan a tratar el tema, ignorando que los psicoanalistas han enfrentado este problema durante décadas? Así, por algunos de sus aspectos en los que sería deshonesto encerrarla, la “psicoterapia” deja el campo libre al error, a la aproximación y a muchos embrollos que el terapeuta deberá superar.

De algunas prácticas Ahora debemos ingresar en el detalle, admitiendo que la mayo­ ría de las psicoterapias no son ejercidas por charlatanes median­ te procedimientos infames. Tengamos paciencia, pronto llegará el turno del psicoanáli­ sis, pero por ahora nos ceñiremos a métodos psicoterapéuticos diferentes. Un cierto número de ellos se apoya en datos precisos, publica­ dos y susceptibles de ser criticados. Muchos de sus practicantes, repitámoslo, poseen una formación real en su método, trabzyan con colegas y no desconocen la parte a un tiempo subjetiva y rela­ cional de su acción terapéutica. El rasgo común de estos métodos o técnicas, cuyos defensores aducen tratamientos mucho más breves que las curas psicoanalíticas, es rechazar el psicoanálisis y la noción de inconsciente. Admi­ tamos que estos terapeutas están en su derecho al tener opiniones, y no se ve muy claro por qué sus escritos y observaciones podrían ser considerados mentirosos. Algunos de estos métodos son anteriores al psicoanálisis, en particular la hipnosis -que reencontramos en la sofrología-, aban­

donada precozmente por Freud, aunque algunos dudan de que la sugestión sea syena al psicoanálisis. De hecho, la sugestión está presente en todos los métodos, sea en forma manifiesta o de un modo más sutil. Es innegable que estos métodos tienen efectos terapéuticos e inducen cambios positivos. En el peor de los casos podemos mantener cierta reserva a propósito de la duración de los efec­ tos a mediano plazo. No es difícil lograrlos en el corto plazo: una sola consulta suele ser suficiente. Cabe preguntarse si no existe cierta relación entre los resultados adquiridos mediante placebos y los que se deben a la acción psicoterapéutica, una vez admitido que en ésta la sugestión desempeña un papel princi­ pal. Pero esta interrogante es algo gratuita y solo posterga el problema, pues no sabemos nada acerca del efecto placebo. Plantea sin embargo otro problema, el de saber si todas las psicoterapias actúan efectivamente gracias a los mecanismos que invocan sus defensores, suponiendo que los crean. R. Meyer, uno de los líderes de la somatoterapia, en un bre­ ve opúsculo de presentación17 se asombra de que el cuerpo no tenga más lugar en las psicoterapias, ya que “siempre formó par­ te de las psicoterapias tradicionales”. Aduce como prueba “los massyes, baños de aceite, el movimiento danzado hasta alcanzar el trance y un contacto más amplio”. Además, amplía la defini­ ción de psicoterapia... El autor señala que en su práctica “trata­ mos el cuerpo real, el que se mueve y respira, hasta ingresar en estados alterados de conciencia que permiten pasar del incons­ ciente al transconsciente. Tocamos, abrazamos y frotamos el cuer­ po”. Así, “se instala una ciencia específica, la somatología, y una asociación profesional garantiza su seriedad”. Al leer este texto, sin duda un resumen, nos inquietamos ante este cuerpo casi sin cabeza, aunque ésta aparece, por su­ puesto, cuando se pasa al transconsciente. Además, los massyes siempre fueron una excelente manera de cuidarse, pero no por 17Psychiatrie, Ne 159, junio de 1993.

ello son psicoterapia; más bien cuidan otras cosas, ¿yenas a ésta. En cuanto al paso “del inconsciente al transconsciente”, cabe preguntar de qué inconsciente se trata y -sobre todo- si ésta no es una afirmación cuyo fundamento falta probar después de me­ dio siglo de práctica. En un texto nada resumido18 encontramos lo siguiente, a propósito de un paciente: “Nuevamente abando­ nado en mis brazos, con largos y ligeros escalofríos que pasan a través de su cuerpo (debidos a una respiración profunda y pro­ longada) retorna de súbito un recuerdo arcaico”. Sin tachar de mentirosos a estos “somaterapeutas”, se observará que tienen una idea agradable del cuerpo, pero casi reducida a lo que podría­ mos decir acerca de mi perro, quien sin duda adoraría lo descri­ to. No es algo que le falte, por lo demás, y, simple detalle, a mí también me gusta acariciarlo (además, es una perra). Uno in­ quiere con perplejidad si estos practicantes creen lo que dicen y si, a la larga, no deberían interrogarse acerca de los mecanismos reales de sus métodos, acaso bastante ajenos a lo que ellos creen. Lo cual podría generarles bochorno, ni que decirlo. Pero debo agregar -porque hay allí una mentira por omi­ sión- que desde hace mucho tiempo existen métodos codifica­ dos de relajación, y entonces uno se pregunta cómo estos métodos pudieron vivir, prosperar y aportar elementos de reflexión acer­ ca del cuerpo, sin saber nada de esta joven ciencia llamada so­ matología. ¿Por qué no decir también que este trabajo pasa por el cauce de lo imaginario, lo que permitiría entendernos me­ diante un idioma común? He ahí varias imprecisiones bastante problemáticas, por lo menos vistas desde fuera. La asociación Oniros se presenta como “La Asociación Fran­ cesa para el Estudio del Sueño”, un programa interesante a pri­ mera vista. De hecho, propone una formación cuyo objetivo es “la enseñanza teórica y práctica de conocimientos generales para la interpretación, exploración y control de los sueños”. Al cabo

18 Ver Bibliografía.

de tres años, el estudiante recibe un diploma de onirólogo... Pero ¿qué es un onirólogo? En el marco de esta formación entra en juego una decena de técnicas, entre ellas el sueño despierto y dirigido, que permite “acceder directamente al material de los sueños nocturnos”, lo que no significa nada. Tampoco quiere decir nada afirmar que así “lo innombrable y lo sublime pueden nutrirse mutuamente y caminar de la mano”. Todo comentario sería superfluo. Hoy están de moda las prácticas cognoscitivistas. Recorde­ mos que “cognición” solo quiere decir “conocim iento” y que lo cognitivo remite a las funciones psíquicas que precisamen­ te permiten que el individuo conozca el mundo externo. Aso­ ciadas con técnicas conductuales -eficaces, sin duda-, estas prácticas conforman ahora un conjunto terapéutico un poco invasor, ya que no se puede abrir una revista especializada sin hallarlo. Del balance del Congreso de Conductistas, a fines de 1992, es posible extraer un cierto número de aseveraciones interesan­ tes. Así, gracias a nuevos instrumentos para medir la personali­ dad, ciertos autores nos señalan que “si bien en el plano de la personalidad no habría predisposición a desarrollar agorafobia”, ciertos pacientes con “fobias sociales” padecerían perturbacio­ nes de la personalidad “sin que una modalidad precisa pueda ser evidenciada”. Todos saben lo que es una agorafobia, pero estos autores saben además, y de manera precisa, lo que es una “predisposi­ ción” e incluso una “personalidad”. En el plano terapéutico se nos informa que “los grupos de autoafianzamiento se reservan a pacientes que presentan una personalidad huidiza, pero quienes padecen sobre todo una fobia social pueden elegir entre un nuevo antidepresivo IMAO (moclobemida) y grupos terapéuticos dedicados a la exposición y reestructuración cognoscitiva”. ¿Por qué diablos una mención tan específica del nuevo antidepresivo? Otra comunicación, basada en un caso único tratado duran­

te seis meses, mostró el interés de las terapias cognitivas en el tratamiento de la procrastinación -anglicismo que significaría sen­ cillamente “dejar para mañana”- , con una precisión del autor: “es decir que los plazos no se respetan”, lo que por supuesto empeora las cosas. Aparte de la neurosis obsesiva, no se ve la urgencia de tratar este tipo de síntoma, si lo fuere, en particular si es de manera exclusiva. No importa, se lo tratará “con tareas asig­ nadas y reestructuración cognitiva, además de mejorar las relacio­ nes con los demás mediante prácticas asertivas”. ¿No se huele allí un moderno avatar del método Coué -nombre del farmacéutico que lo inventó-, estrictamente fundamentado en la sugestión? En otras palabras, es una técnica que actúa por medios diferentes de los que se le atribuyen. ¿El autor cree lo que dice e ignora que habla de cosas conocidas con otros nombres? Veamos otro ejemplo de psicoterapia ante el cual uno no pue­ de dejar de interrogarse sobre la sinceridad de algunos de sus promotores. La programación neurolingüística es, se dice, “un con­ junto de técnicas de observación y acción cuyos objetivos son: me­ jorar la conciencia de sí, lograr sus objetivos en las relaciones interpersonales, sea cual sea el tipo de relación (personal, profe­ sional, de ayuda) ”. Si mi lectura es correcta, se nos indica que la PNL “ofrece un conjunto de técnicas que permiten observar me­ jor, entender y actuar en cualquier (el destacado es mío) situación relacional. Este método se inspira en ciencias cognoscitivas y en técnicas de comunicación comercial y publicitaria”. Es un programa lleno de afirmaciones insólitas. Aplicada a la psicoterapia,19 una práctica semejante podría poner en aprietos al terapeuta, ¿y a quién le gusta el bochorno? En lo tocante a nuestro tema, sin negar la posibilidad de efectos terapéuticos, diremos que estos métodos no actúan siem­ pre en función de las presunciones de quienes los practican. Además, y sobre todo en el campo ya impreciso de la psicotera­ 19 En otros ámbitos es cada vez menos así: es posible que las técnicas puedan ser empleadas.

pia, reúnen condiciones muy propicias para la aparición de la mentira. La pluralidad de técnicas -solo evocamos algunas- llevó a ciertos terapeutas a suponer que se imponía el eclecticismo, es decir que una vez evaluado el “caso” de un paciente dado, el terapeuta podía elegir tal o cual técnica y aplicarla. En suma, este terapeuta posee distintas boinas y privilegiará una, sin perjuicio de cambiarla a medio andar si el paciente es reacio a la primera. Nada se pierde, aparte del dinero y tiempo del paciente. Por cierto, ocurre que, a propósito de un paciente, el tera­ peuta estime que tal método es más adecuado que otros -p o r ejemplo, la relajación más que una psicoterapia de inspiración psicoanalítica-, y derive al enfermo a un colega calificado, capaz de decidir si la indicación es adecuada. Pero no es el caso del ecléctico, que en su “arsenal” bien abastecido elige el “arma” según él más adecuada y útil, igual que Dios Todopoderoso con sus criaturas. A menos que uno tenga fantasías de omnipotencia -o apremiantes problemas financieros-, no es serio pretender que ante un paciente dado se puede todo, con solo dominar las diferentes técnicas. Esta manera de ver se precisó y oficializó en Estados Unidos hace algunos años, y recientemente en Francia, con la creación de una Asociación para un Enfoque Integrador y Ecléctico en Psicoterapia. El objetivo de esta asociación es la construcción de una referencia teórica común a partir de prácticas diferentes, no una reflexión intrametodológica, que podría ser de algún interés. Esto equivale a poner los bueyes delante de la carreta, porque es obvio que esta referencia común debería ser una con­ dición previa, no un resultado. Por ejemplo, las diversas corrien­ tes analíticas apelan a referencias teóricas comunes que permiten cierta comunicación entre los psicoanalistas. En muchas psicoterapias no es éste el caso. Tendríamos un buen punto de partida si sus defensores admitieran, al menos, que lo­ gran adaptaciones defensivas basadas en el descondicionamiento y

la sugestión. No llegan a tanto, aunque no por ello piensen me­ nos, ya que no son más estúpidos que los demás. Pero más vale callar estas verdades y buscar en otra parte, allí donde uno está seguro de no hallar nada. Veremos que los ocultistas no actúan de modo diferente en su búsqueda de Grandes Secretos imposi­ bles de develar. Incluso si se desarrollara esta asociación, es conjeturable que no incluya todos los métodos. Sin hablar del psicoanálisis -e l eclecticismo tiene sus límites-, es muy dudoso que las te­ rapias sistémicas, que poseen un cuerpo teórico sólido y mo­ dalidades precisas de aplicación, se unan a esta tropa. Señalo al pasar que el pensamiento sistémico es el único conjunto actual cuya amplitud se asemeja a la de las teorías psicoanalíticas. Digo esto para que no se crea que la psicoterapia solo es un amasijo de técnicas. Hay islotes sólidos, como el que acabo de citar.

Otras precisiones Nuestro paseo por el ámbito de las psicoterapias -donde lo peor se codea con lo mejor, con la mentira en el arco - nos lleva a citar las batallas en terreno. Es habitual sonreír ante las disputas de los psicoanalistas, prontos a destrozarse por un punto dogmá­ tico. Algo análogo acontece en las psicoterapias. Citaré un ejemplo elegido intencionalmente en el pasado. Además, lo conozco bien. La querella nació a partir del sueño lúcido y dirigido de Desoille, método de manipulación del ima­ ginario y las imágenes mentales sobre la base de intervenciones directrices y sugestivas del terapeuta, intervenciones que care­ cen de fundamento teórico real y solo apelan a la obra de Jung y Pavlov.20 20 arriba.

No confundir este método con las prácticas de sueño lúcido citadas más

Pero en los años sesenta, algunos discípulos del creador, R. Desoille, se apartaron de él -e n una escisión semejante a la de los psicoanalistas- para proclamar de inmediato (pese a seguir haciendo lo mismo) que Desoille no había inventado el sueño lúcido. La cosa era tan obvia que los rebeldes no podían actuar de buena fe: el sueño lúcido es un método psicoterapéutico (o no) que no le pertenece a nadie. Desoille tuvo el mérito de otor­ garle cierta aplicación en psicoterapia. Hoy el sueño lúcido tie­ ne usos diversos, y todos reclaman su paternidad. Después de la escisión empezó una acalorada polémica entre los renegados y los fieles que sostenían -contra toda verdad- que el sueño lúci­ do era un invento de Desoille. No insisto, es cosa del pasado. Como se ve, los psicoanalistas no tienen el monopolio de estas disputas, en las que todo argumento, incluyendo la mentira, es bueno si sirve para excluir al adversario del grupo de los Bien­ aventurados, únicos dueños de la verdad. No es el eclecticismo, entonces, lo que se debe preconizar... Los métodos psicoterapéuticos, en su mayoría, aducen ser bre­ ves, lo que tranquiliza al cliente. Y suelen serlo, sobre todo com­ parados con los tratamientos psicoanalíticos que, en cambio, aterrorizan al cliente. ¿De qué se trata entonces? ¿De un argu­ mento destinado al cliente, o de una constante? Esta brevedad exige primero ser precisada, pues solo signifi­ ca una corta duración, y toda duración incluye un factor de sub­ jetividad. Lo que le parece corto a uno, no lo es para otro. Digamos que dos a seis meses es un lapso más breve que de tres a seis años, y que el promedio de las psicoterapias suele situarse más en el primer caso. La escuela de Palo Alto, en Estados Unidos, que dio origen a la terapia familiar sistémica, evolucionó con la creación del Centro de Terapia Breve, que apuntaba al individuo, no a la familia. El objeti­ vo eran la brevedad y la eficacia. Con todo, uno de sus fundadores, P. Watzlawick, terapeuta jungiano y luego hipnotizador ericksoniano, reconoció que veía a un paciente desde hacía quince años en períodos sucesivos, caso que por lo demás no era único.

De todos modos, resulta algo menesteroso -si puedo decir­ lo - definir un método por uno de sus objetivos. Por otra parte, respecto del conjunto de las psicoterapias, resulta insólito que una perturbación grave, que en verdad sea paralizante, pueda curarse en poco tiempo. Es dable preguntarse si acaso los resul­ tados estables logrados con rapidez no guardan relación con evo­ luciones espontáneamente favorables, a las que solo faltaba un golpe de timón. Los profesionales conocen este tipo de casos, pero no todos se permiten aplicar la concisión de estos trata­ mientos al conjunto de su actividad terapéutica. También vale la pena recordar que tres o cuatro terapias su­ cintas suelen rematar en una terapia larga. Este caso no es ex­ cepcional pero se evita mencionarlo. Así, no es seguro que la brevedad alegada por muchos sea siempre una realidad, y alguna mentira podría subyacer en estas afirmaciones. No insisto en la estabilidad de los efectos a media­ no plazo, cuya labilidad se calla. ¿Qué hay del sexo? Hasta ahora no lo hemos mencionado, lo que obviamente no significa que todos los psicoterapeutas lo ig­ noren. Sería harto difícil. Si uno hace salir la sexualidad por la puerta, retom a de otra manera, como lo atestigua el papa ac­ tual, que no cesa de mencionarla pese a pretender reducirla a su expresión más simple. Se ha reprochado a los psicoanalistas el “pensar solo en eso”. Verdad es que Freud insistió mucho en la importancia de la problemática sexual, lo cual no gustó a todos: las primeras esci­ siones -Adler, Ju n g - resultaron de un desacuerdo en el tema. En cualquier caso, sería azaroso juzgar que el sexo es una enti­ dad negligible. Al respecto, ignoro en qué están los más de doscientos méto­ dos que hemos mencionado. En todo caso, algunos abordan el tema sexual de manera muy - o demasiado- directa, y cabe pre­ guntarse si se beneficia más el paciente o el psicoterapeuta. A la inversa, si hemos de creer en las publicaciones espe­ cializadas, en muchos casos se ignora la sexualidad y la ten­

dencia es ocuparse de otra cosa. Por supuesto, no hablo de los sexólogos. Lo cierto es que no han aparecido nuevas concepciones acer­ ca del papel de la sexualidad en la experiencia humana, ideas que pudieran articularse con la práctica de tal o cual método. La mentira parece residir en la omisión, en un tácito acuerdo con el paciente para evitar el tema. Cuando se sabe cuán difícil es moverse en el ámbito sexual con un paciente, cuesta imaginar de qué manera podría abor­ darse el tema en un gran número de métodos que no parecen en nada apropiados. Así, se elude lo sexual y se esgrimen buenas razones para esta abstención.

Psicoterapias y psicoanálisis No estoy aquí para dictar cátedra. En el mejor de los casos, para dar una opinión, inevitable so pena de caer en la mentira por omisión. He citado métodos que considero bien elaborados y otros que no me satisfacen. Estos últimos poseen de hecho una base común pero negativa, porque comparten el rechazo explí­ cito de ciertas nociones teóricas, psicoanalíticas por lo general. Solo mencionaré aquí el inconsciente y la transferencia. Veamos primero el inconsciente, tal como Freud se lo transmitió a sus seguidores, quienes lo trataron como pudieron. El concepto psicoanalítico de inconsciente presenta el interés de integrarse en un conjunto conceptual amplio, incesantemente replanteado a lo largo de casi un siglo. Esta concepción no constituye la palabra final, y se sigue trabajando en ello, pero aporta elementos que permiten suponer -soy prudente- la existencia de un inconscien­ te en el psiquismo humano. ¿De qué manera pueden evitarlo las psicoterapias? ¿Cómo explicar el lapsus, por ejemplo? No necesariamente es lo que les concierne. Tendrían que proponer otros modelos, a menos que aseveren que todo en nosotros es consciente. Eso es obvio. Si

no, recurren a unas especies de “superconscientes”, cuando no al inconsciente colectivo. El prototipo de esta fórmula es R. Desoille, ya citado y muerto en 1967. En su opinión, el estudio de los estados de conciencia -cre o que incluyendo el coma en su etapa II- permitía clasificar en tres categorías las representa­ ciones “causadas por la actividad subconsciente”: la primera correspondía a los sueños y -así lo admitía- le concernía al psicoanálisis. La segunda era “inferior”, con “las tendencias más primitivas de la especie”, lo que habría de interesar a sociólo­ gos y psiquiatras. Solo la última, esto es, la sublimación, intere­ saba al terapeuta. Después de todo, no es más que una opinión, la que complica empero un problema de suyo complejo. No hay mentira. Decía que Desoille era un caso ejemplar: en efecto, su manera de elu­ dir el inconsciente está presente en diversas psicoterapias que le otorgan un lugar y luego pasan rápidamente a otra cosa, de cos­ tumbre relativa a lo sublime. Así ocurre con las terapias transpersonales que agregan, a la represión analítica clásica, una “represión de lo sublime”. Leí esta información hace un rato y sigo preguntándome por qué el ser humano, cuya condición no es venturosa, habría de reprimir lo sublime. Lo lógico sería que lo aceptase con gratitud. Si el empleo intencional de un término como “represión” fuera de su acepción habitual y a sabiendas no es una m entira..., ¿dónde deberíamos buscarla? A partir de allí, y de otros elementos por supuesto, estas tera­ pias tomarán en cuenta el inconsciente psicoanalítico, y otro más prestigioso: “el inconsciente extrapsicoanalítico” (Ahmes y Descamps), que es definido por aquello que no es. Este incons­ ciente comprende, en principio, “lo biográfico” más todo lo que rodea a la vida fetal, el nacimiento, lo transpersonal (otra vez el inconsciente colectivo) y las identificaciones con el reino mine­ ral y vegetal. Arrolla así al débil inconsciente freudiano. Sobre esta base, no extrañan técnicas como el Re-Birth, por ejemplo, que permiten revivir el propio nacimiento. Aunque el “trauma

del nacimiento” de Rank desapareció en el retrete, la llegada a este mundo sigue siendo un momento no muy agradable de la existencia. ¿Por qué descuidar esta realidad? Basta ver un parto, o sacar un pez del agua. Ingresamos en el orden de la creencia, cuya solidez no se garantiza. Si se derrumba, surge el embarazo: ¿cómo seguir un tratamiento a partir de meras y fortuitas conje­ turas? Pero todo es posible: conocí a uno que se proclamaba psicoanalista y a un tiempo afirmaba dirigir sus sueños. Además, numerosos psicoterapeutas se distancian de la no­ ción de transferencia. La transferencia es una modalidad común de relación: si bien el psicoanálisis no la crea, facilita su empleo y análisis con vistas a producir un cambio en el paciente. Freud la consideró muy importante y, después de Lacan, podemos admitir que presenta dos aspectos: a) el que concierne a los desplazamientos de afec­ to, las resistencias y la repetición, y b) el relativo al lugar desde donde opera el analista, el famoso (?) “sujeto supuesto saber”. Con la transferencia tocamos una realidad clínica más accesible que el inconsciente. Con todo, muchos psicoterapeutas la des­ cuidan, aunque admiten su existencia en la vida común. Más exactamente, evitan precisar de qué manera la emplean en sus terapias y ocultan su vínculo con el psicoanálisis, fuente de aprie­ tos. Se entiende que no la utilicen como motor de la curación porque ya el psicoanálisis lo hace. Pero el fenómeno está pre­ sente en toda relación dual y compromete a las personas involu­ cradas. Su ocultación se convierte en fuente de problemas y por ende en argumentaciones falaces para explicar que en tal o cual método toda relación es simple. Imaginemos empero, la tormenta relacional y transferencial que el hecho de ser “tocada y acaricia­ da” debe provocar en ciertas personas, como ocurre con la somatoterapia. El recurso al transconsciente se torna entonces necesario. Sin duda, no es obligatorio analizar la transferencia para es­ tar atento a la relación, pero más vale decir cosas creíbles. Por cierto, debería empezarse por creer en ella, lo que cuestionaría

muchas afirmaciones perentorias. ¿Para qué segar la rama que nos cobija? ¿Debemos deducir de lo anterior que todo es ruina y escom­ bros en el ámbito de las psicoterapias? Es obvio que no; un pro­ yecto tan destructor no formaba parte de mis planes. La psicoterapia presenta principalmente dos fuentes de incertidumbres. La primera es la fragilidad de su definición, que permite incluir lo mejor y lo peor. En el caso de lo peor, la men­ tira tomará dimensiones excesivas, alcanzando casi el grado de mentira de la publicidad, por acción directa o por omisión. A semejanza de la medicina, la psicoterapia es un mercado, pero incluye una desvergüenza singular, a saber la total ausencia de reglamentación de pericias y tarifas. Algunos psicoterapeutas, en particular los que adoptan la modalidad gurú, cobran sumas que no guardan relación alguna con sus conocimientos o sus lo­ gros, dos puntos sobre los cuales mienten hasta la burla, siendo los burlados aquellos individuos crédulos a los que tratan. Son más conocidos los precios de ciertos “retiros” o “weekends” que los títulos de quienes los dirigen. Es obvio que nadie está obligado a participar, así como es evidente que resulta fácil abusar de la desesperación del prójimo esgrimiendo promesas de alivio. La mentira es especialmente chocante en el ámbito de las psicoterapias porque toca una esfera esencial: la integridad psíquica de las personas, material frágil que tolera mal los tratamientos con aplanadora, para colmo manejada por in­ competentes. Dicho lo anterior, no porque algunos notarios conozcan to­ dos los años la paja húmeda de la prisión se gangrena toda la profesión. Análogo es el caso de los psicoterapeutas, salvo que ellos van a prisión muy rara vez, y que además sus mentiras no siempre perjudican al cliente, lo que no se puede decir de las víctimas de notarios crapulosos. ¿Solucionaría este problema un conjunto de reglas estrictas? Es dudoso, primero porque no queda claro cómo podrían dic­ tarse, y segundo porque de todos modos la profesión incluiría a

sanadores, a tal punto el público adora la magia y sucumbe de buen grado a sus encantos.

Mentiras y psicoanálisis Por supuesto, el psicoanálisis, por su práctica, es parte de las psicoterapias. Como método terapéutico, se caracteriza por un determinado marco técnico y por la referencia a teorías acerca de los procesos psíquicos, en particular inconscientes. Mencio­ naremos estos aspectos prácticos y teóricos cuando se relacionen con nuestro tema: la mentira. Nadie ignora que el apelativo “psicoanalista” le pertenece a cualquiera. Nada impide pretender serlo, salvo la moral. Con todo, para un psicoanalista genuino es relativamente fácil detec­ tar a los fabuladores, que se caracterizan, entre otras cosas, por la ignorancia de ciertas reglas, por ejemplo relaciónales (no es un simple detalle tutear o llamar por su nombre a un paciente adulto), y por una ignorancia bastante aguda de sus propios in­ conscientes y, por ende, del inconsciente en general. Dicho esto, es psicoanalista quien, psiquiatra, médico, psicó­ logo u otro, llevó a término un análisis personal completado por una supervisión o control, como se dice. La posterior pertenencia a una u otra sociedad analítica no es determinante: numerosos analistas son independientes. Como decía más o menos Lacan: el analista se autoriza a sí mismo, desde el momento en que es analis­ ta. Por desgracia suele olvidarse la segunda proposición. Verdad es que Lacan fue (y es) la oveja negra de las sociedades oficiales, afiliadas o no a la Asociación Internacional de Psicoanálisis, que se cree depositaría de algún hipotético dogma. Es lamentable que no se exija a los futuros analistas la garantía de ciertos conocimientos, sobre todo clínicos. No creo mentir si digo que un cierto saber psiquiátrico - e incluso neurológico (h o rro r)- no resulta dañino para el ejercicio de la profesión.

Antes de abordar el tema de las mentiras acerca y al interior del psicoanálisis, ilustraré dos posiciones posibles respecto de la teoría. Un paciente mantenía una relación platónica pero muy culposa con una parapléjica. Simultáneamente, tuvo un grave accidente automovilístico, del cual salió indemne. Durante la se­ sión cuenta que su primera idea fue “¡Quedaré paralizado!”. De inmediato el analista (y el paciente) piensa en asociar esta idea con el problema de la parapléjica. ¿Se trata de un accidente o de un acto fallido? En este caso particular la pregunta no tiene respuesta, porque este tipo de temor subyace a cualquier situa­ ción. Sin embargo, se puede insistir en darle un sentido confor­ me con la teoría: se trata de un acto fallido. También es posible estimar que, aun sin el vínculo con la teoría, la asociación será útil al paciente en su lento proceso de toma de conciencia, que es un aspecto esencial. La conformidad con una teoría, aun si ésta se juzga fundada, debe ser atemperada con una cierta pru­ dencia para no caer en el dogmatismo y por ende en el bochor­ no. La continuación es bien conocida: igual que en otras disciplinas, los más expuestos a este riesgo son los neófitos y los fanáticos. A propósito del psicoanálisis circula un gran número de men­ tiras. Empezaremos por allí, antes de pasar a las que existen en su interior. ¿.Mentiras o errares? Es imprescindible hacer esta distinción. Para las personas mal informadas se trata de errores, de prejui­ cios que sin embargo no intentan corregir. Ingresamos en la men­ tira cuando estos errores se emplean para hacer una crítica o generar polémicas. Veamos algunos ejemplos. A intervalos regulares y casi desde sus orígenes, se anuncia que el psicoanálisis está moribundo, que su fin es inevitable. Afirmación hoy en boga. Aunque el psicoanálisis no tiene mala salud, tanto es lo que algunos anhelan aniquilarlo, que confun­ den sus deseos, no siempre desinteresados, con la realidad. ¿Es­ tamos en el cam po de la autosugestión o de la m entira propiamente tal?

Una de las mentiras más habituales, esta vez indiscutible, es que el psicoanálisis agrava a los pacientes, los empuja al divor­ cio, al suicidio y la decadencia, como si antes del tratamiento no hubieran corrido los mismos riesgos y como si, en último térmi­ no, hubieran estado en buena salud. ¿Por qué diablos iniciaron un psicoanálisis? En realidad, puede ocurrir que las perturbacio­ nes psicológicas que determinan el inicio de un psicoanálisis pro­ sigan su evolución espontánea hacia el agravamiento, a pesar del análisis. Estos casos forman parte de los fracasos del método, fracasos que nadie pone en duda. El tratamiento no empeora las cosas, fuera del tiempo perdido. Paradójicamente, los mismos críticos afirman que el psicoanálisis no tiene efecto ninguno, que jamás modificó a nadie. Bueno, deberían decidirse. Otro reproche habitual es que el psicoanálisis no es una cien­ cia, argumento final contra este método. El caso es que si bien Freud acarició ciertas ilusiones al respecto (y había nacido en 1857), sus sucesores actuales no pretenden que el psicoanálisis sea una ciencia exacta, experimental. Con excepción de aque­ llos que aspiran a ciertos cargos universitarios, solo anhelan que se lo clasifique entre las ciencias humanas, tan aproximativas como la meteorología. Decir que los analistas tienen esta preten­ sión es una mentira, aunque floreciente. Pero no siempre los analistas son inocentes: se oye hablar de psicoanálisis del fuego, de los medios informativos, de la políti­ ca, de tales hechos de sociedad, y así. Es obvio que se trata de una hipérbole abusiva, incluso mentirosa, de las capacidades del psicoanálisis, que es un método y un corpus teórico relativo al individuo. Fuera de este ámbito, el psicoanálisis puede no tener nada interesante que decir. Su extrapolación a lo social o lo esté­ tico es dudosa. Sin duda, un analista puede tener percepciones agudas en temas ajenos a su competencia. Fue el caso de Freud en los últimos años de su vida, pero, ¿fueron inspiradas sus ideas por su condición de analista, o por sus propias cualidades? Un analista puede tener opiniones acerca de cualquier cosa en cuanto persona o ciudadano, pero no puede fundamentarlas

desde su estatus de analista. Cuando se lo entrevista acerca de algún crimen espantoso, será mejor que evite mentir hablan­ do ex-catedra, que se limite a generalidades que, por lo demás, tendrán más relación con la psiquiatría que con su arte espe­ cífico. Se dice además que el análisis es una suerte de religión y el analista una especie de iniciado. El análisis personal que debe ha­ cer tendría las características de una iniciación que le permite in­ gresar en el reducido círculo de personas que poseen el secreto. A pesar de lo difundida de esta opinión, no hay ni secreto ni misterio en el análisis, y por consiguiente ninguna iniciación sal­ vo en el sentido más corriente del término. Debemos admitir que este infundio es, en parte, culpa de los propios analistas. Pero aclaremos: es obvio que el psicoanálisis puede ser un miste­ rio para quienes no lo han tratado de cerca, y en ciertas ocasio­ nes sociales el analista hará mejor en callar su condición si no quiere verse abrumado por preguntas respecto del gran miste­ rio, incluso antes de los postres. Afirmar que hay un secreto en el psicoanálisis es error o men­ tira según el caso: ni en su práctica ni en sus numerosas teorías hay nada oculto o arcano; puede ser oscuro o incomprensible, pero no es un secreto. En cuanto a las múltiples sociedades ana­ líticas, poco tienen que ver con cenáculos de iniciados, aunque suele ser difícil clasificar algunas de manera precisa, pues pue­ den ser muchas cosas: lugares de convivencia, de discusiones con­ fusas o acaloradas, de adquisición de saber, de intercambio de ideas y experiencias o trampolines para satisfacer apetitos de po­ der. Pero en ningún caso son sociedades secretas. Además, nin­ gún analista está obligado a participar en ellas y su indiferencia le evitará ser expulsado pero le impedirá a su vez fundar una nueva sociedad que excluya a otros. Exclusiones, renuncias y es­ cisiones suelen estar a la orden del día en las sociedades analíti­ cas, y el litigio influye en la formación de los analistas y en la transmisión del psicoanálisis. Esta misma realidad permite supo­ ner que no existe ninguna certidumbre iniciática al respecto.

Más bien podríamos detectar un envidiable ardor juvenil e in­ cluso irrisorios anhelos de poder. No pretendo afirmar que la tentación dogmática sea ajena al ámbito analítico. Aunque en este sentido hay, fuera del psicoa­ nálisis, excesivas mentiras, no todo lo que se dice es falso. La mente humana precisa certezas, necesidad a la que los analistas no escapan. Verdad es que la adhesión a la teoría psicoanalítica puede percibirse como una referencia a aspectos doctrinales que serían verdades fundamentales. Pero es falso afirmar que la esen­ cia del psicoanálisis se sitúe en algún dogma, pese a que algunos aseguren detentar este dogma. Al cabo de casi cien años el mé­ todo ha evolucionado, renunciando a ciertas nociones teóricas y proponiendo otras, que tampoco serán eternas. Solo en este as­ pecto puede aproximarse a una ciencia. El psicoanálisis de 1960 no era el de 1930, y el de hoy nada tiene que ver con ninguno de los dos. Determinar si progresó o no puede ser tema de deba­ te, pero, ¿hay alguna religión que reniegue de sus artículos de fe? Tal vez agregue algunos, por ejemplo el culto a la Virgen, pero no recorta jamás. También el psicoanálisis hubo de adaptarse a la evolución de la sociedad, y a su clientela. En tiempos de Freud la sesión cotidiana era posible porque bastante gente disponía del dine­ ro y el tiempo necesarios. Hoy esta práctica es difícil de imagi­ nar. Subsisten sin embargo algunos personajes dogmáticos en este sentido, lo que no deja de apuntar a sus propios intereses financieros. El público suele fantasear con un psicoanalista ávido de sexo, y suele confundirse “freudiano” con “sexual” e, incluso, porno­ gráfico; hay quien insiste en hablar de “pansexualismo” analíti­ co. Son planteamientos falaces. ¿De qué se trata? La introducción del artículo Sexualidad en el Vocabulario de psicoanálisis señala: “En la experiencia y en la teoría psicoanalítica, la palabra sexualidad no solo designa las ac­ tividades y el placer dependientes del funcionamiento del apara­ to genital, sino toda una serie de excitaciones y actividades,

existentes desde la infancia, que producen un placer irreducible a la satisfacción de una necesidad fisiológica fundamental (res­ piración, hambre, excreción, etc.) y que también se hallan a tí­ tulo de componentes en la forma denominada normal del amor sexual”. La cita es larga pero sitúa bien el problema. También puede preferirse, por más sencilla, esta observación de la psicoa­ nalista J. Rousseau-Dujardin: “Estación obligada de tránsito para las dudas que el invento freudiano de la situación psicoanalítica permite plantear; lugar a partir del cual se desemboca en inte­ rrogantes inmemoriales acerca de la vida y la muerte”. La imputación de pansexualismo, que en modo alguno re­ sulta peyorativa, es equivocada en el mejor de los casos, cuando no mentirosa.

La mentira en el psicoanálisis Antes de abordar lo que toca a la mentira, al interior del psicoa­ nálisis, debemos aclarar brevemente la naturaleza del ámbito don­ de los psicoanalistas despliegan sus talentos: este ámbito es el de la palabra, antes del de la transferencia, cuyo motor no es otro que la palabra misma. Se trata de un territorio movedizo y problemático. “El análisis”, dice Lacan en Escritos técnicos de Freud, “es una técnica de la palabra, y la palabra es el medio en que se mueve.” No podemos ignorar que el sentido de nuestras palabras pue­ de ser múltiple. Decirle a alguien: “Nada tiene usted que ver aquí” puede interpretarse como que “usted no tiene responsabi­ lidad en esto”, pero también significar que “usted no tiene dere­ cho a saber de esto”. En una entrevista, un hombre de ciencia declara: “Esa pregunta no sé contestarla”. Se expresa así por ho­ nestidad, pero, ¿se percata de que implícitamente está declaran­ do la validez de sus respuestas anteriores, lo que permite suponer que hasta entonces sabía? La polisemia de los vocablos no necesita ser detallada, todos la utilizamos, deliberadamente o no. Ahora bien, aunque la pa­

labra puede ser engañosa y disimular una mentira, también sirve a la verdad. Incluso puede convencer o ser manipuladora, con algunos matices intermedios entre ambas posibilidades. Lacan observa en la misma obra que “lo propio del ámbito psicoanalítico es suponer que el discurso del sujeto se desarrolla normalmente (este aserto es de Freud) en el orden del error, de la ignorancia, incluso de la negación”, situándose esta última entre el error y la mentira. Pero también precisa que en psicoa­ nálisis acontece algo “que permite la irrupción de la verdad”. En la misma época (1953-1954) Lacan daba la siguiente defi­ nición: “El inconsciente es aquel capítulo de mi historia marca­ do por una laguna u ocupado por una mentira; es el capítulo censurado. Pero la verdad puede ser hallada”. ¿Cómo hallar esta verdad, la del sujeto, por supuesto, no la verdad en sí? Pues bien: la verdad surge en los actos fallidos, que son en realidad actos logrados, y asoma tras los meandros del dis­ curso, las asociaciones libres, los lapsus y las imágenes del sueño. Este es uno de los supuestos esenciales del psicoanálisis. No es el único, y se podría expresar de otro modo. También es posi­ ble que sea erróneo, pero ése no es nuestro tema. Baste compro­ bar que la palabra -co n su amplia canasta de equívocos, trampas, embrollos y sutiles insinuaciones por parte del analista- es el punto de aplicación del dispositivo del análisis, el instrumento principal para producir cambios. La imagen pasa a segundo pla­ no. Todo aserto tiene dos caras, y su contexto (analógico, mími­ co, entonación, etc.) puede embrollar más las cosas. En tales condiciones se entiende que la realidad de una men­ tira por parte del paciente suele ser difícil de dilucidar y que este esclarecimiento no presenta gran interés para el progreso de su análisis. Por cierto, el paciente miente, sobre todo a sí mismo, y no necesariamente sin darse cuenta. Las razones invocadas para iniciar un psicoanálisis poseen una faz de verdad y una faz de mentira, tan inseparables como el anverso y reverso de una mo­ neda. “Quiero iniciar un análisis para no hacer sufrir más a mis hijos” también puede ser interpretado como “si inicio un análisis

nadie me molestará más con este tema”. “Salvar la pareja” no excluye que el deseo sea destruirla. Por supuesto, hay razones menos ambiguas. La exposición biográfica, la anamnesia, tiene su importancia en la fase inicial. Ingenuo sería el analista que la quisiera “muy completa”, como suele leerse. Nadie dice todo lo que sabe acer­ ca de sí mismo, aunque solo sea por vergüenza o por la necesi­ dad de conservar una determinada autoimagen. Ocurre también que el paciente calle un suceso para evitar que el analista vea allí, erróneamente, un punto crucial. A menos que se engañe a sí mismo, engaña para que el otro no se engañe. Este saber del paciente es ambiguo, cuando no lo sabe todo aunque sepa, saber que se traducirá un día en el aserto “ya lo sabía”. Además, cuando en su discurso se repite la expresión inversa “no sé”, no es señal de ignorancia sino de un saber que esta expresión disimula y a la vez traiciona. Más impreciso es el caso de las “resistencias”, o sea todo lo que en el analizado obstaculiza el progreso de la curación y el acceso al inconsciente. En principio estas resistencias poseen un fundamento inconsciente, de tal manera que cuando el analiza­ do se defiende contra puntos demasiado delicados no lo hace a propósito, aunque pueda aceptar que se trata efectivamente de resistencias. La situación no es tan sencilla porque el aprieto afín arriesga llevar al analizado a mentir un poco, a agregar una defensa consciente a la barrera del inconsciente. Ante estas mentiras, y otras cuya enumeración es innecesa­ ria, el analista no opondrá un mentís, suponiendo que lo tenga. Lo esencial está en otra parte y la confesión del paciente será inútil mientras no haya descubierto los compromisos, conscien­ tes o inconscientes, esquivados por la mentira. Como señala P. Julien, el analista debe distinguir entre “le creo” (lo que dice usted) y “lo creo” (el contenido de lo que dice). En lo tocante al paciente, tal es el breve esbozo que pode­ mos trazar acerca de la relación entre mentira y proceso analí­ tico.

Verdad es que los analistas hablan poco -lo compensan des­ pués- durante la sesión, por esmero técnico pero también por­ que suelen no tener nada que decir. Se podría conjeturar que mienten poco, pero hay que verificarlo. Examinemos primero los aspectos financieros de la opera­ ción. Tal analista no acepta cheques alegando razones teóricas. Pero no puede ignorar que, si bien para algunos pacientes el pago en efectivo puede resultar fundamental, en la mayoría de los casos pagar con un cheque no daña la buena marcha del tratamiento. ¿Debemos imputarle preocupaciones de orden fis­ cal? En cualquier caso, miente. Otra mentira es la siguiente: en análisis no se firman hojas de control. Descontando -o tra vez- aquellos casos donde debe evitarse la interposición de un tercero, por ejemplo una compa­ ñía de seguros de salud, el reembolso de las sesiones no obstacu­ liza el progreso de un análisis, siempre que una suma suficiente corra por cuenta del paciente. Los analistas que no son médicos no pueden firmar hojas de control y, entre los médicos, algunos no desean mencionar el monto de sus honorarios. Solo imputo mentira al rechazo de cheques u hojas de control cuando se lo esgrime por un principio teórico sin excepciones. De manera general, conviene examinar con desconfianza toda práctica que pueda tener un interés exclusivo para el analista. Un ejemplo es el de las sesiones de duración variable: Lacan las teori­ zó mostrando que podía ser fecundo puntualizar un instante esen­ cial del tratamiento interrumpiendo la sesión. Es un aspecto teórico con el que se puede estar de acuerdo o no. El problema es que no pocos analistas lacanianos generalizaron las sesiones cortas, e in­ cluso fugaces. Aunque es necesario que las sesiones tengan una duración máxima (clásica y obsesivamente, cuarenta y cinco mi­ nutos), resulta extraño si la puntualización interviene a comien­ zos de la sesión y no cerca del final. La sesión no es variable: es breve por principio. ¿Quién gana: la verdad o el analista? En otro orden de ideas, la literatura analítica cabe en nuestro tema, no por sus aseveraciones erróneas o gratuitas, sino cuando

pretende apoyar sus conclusiones en casos específicos. Verdad es que Freud no procedió de otra manera con “Los cinco psicoa­ nálisis” que fundamentaron su elaboración teórica y le permitie­ ron verificar sus hipótesis y formular otras nuevas. Su talento literario y su gran capacidad para manejar ideas hicieron que estas exposiciones se convirtieran en modelos sobre la base de los cuales sigue siendo posible trabajar. Es lo primero que hizo Lacan en su seminario. Resulta que Freud suscitó análogas vocaciones en sus segui­ dores, pero éstas suelen expresarse de modo bastante falaz. Mu­ chos casos narrados solo tienen una relación lejana con las curaciones que presuntamente relatan con fidelidad. Los agre­ gados, los recortes, las omisiones, pueden desembocar en una obra de imaginación muy demostrativa pero carente de auten­ ticidad. ¿Por qué no? Solo a condición de no mentir, diciendo: tengo una idea y la ilustraré con un caso dado, entendiéndose que le daré el sesgo que me conviene. Un caso puede servir para ilus­ trar un texto, pero carece de valor probatorio. Por otra parte, ¿es posible relatar un caso de manera exacta? Con todo, no olvidemos que existen ciertas monografías serias, sólidamente estructuradas.21 En la esfera opuesta, citemos las “vi­ ñetas clínicas” o resúmenes de observaciones, con las que los autores rocían sus textos para validarlos, tras descartar otras “vi­ ñetas” que prueban lo contrario. Si pensamos que nada resulta más mentiroso que un diario íntimo una vez publicado, los casos expuestos en psicoanálisis -y en todo el ámbito “psi”- no le van en zaga. Citemos un último ejemplo de lo que puede ser mentiroso por parte del analista, caso último porque no podemos eternizamos en el tema, lo que no significa que el suministro se haya agotado. La neutralidad benévola es la actitud que clásicamente se recomienda a los analistas, aunque la mayoría (no todos) no se 21Allouch, J., Marguerite ou V aimée de Lacan.

haga ilusiones al respecto. Con todo -sabia medida-, se evita desmentirla públicamente. Sea cual fuere la excelencia de la formación de analistas, es patente que se trata de un ideal. Ahora bien, aunque el analista suele sentir benevolencia hacia sus pacientes, este sentimiento está lejos de ser el único que experimenta. Conserva esta másca­ ra por una necesidad técnica. Pero si se la mirara desde el plane­ ta Marte, esta máscara podría ser considerada una forma de hipocresía. ¿No persistirá fuera de la consulta? El analista debe ser neutral, esto es, imparcial, objetivo, y no debe tomar partido. Este último punto es el más común, y el más económico. En cuanto a ser objetivo e imparcial, es otra cosa. El analista tiene una opinión y, por hábil que sea para analizar su propia transferencia, no puede impedir que esta opinión se delate, con efectos de sugestión que no siempre son involuntarios. Estos hechos son notorios, por lo menos en los círculos ana­ líticos, donde podría esgrimirse que, si hay mentira, ésta va en be­ neficio del paciente. Pero algunos podrían preguntarse si en verdad resulta tan desagradable parecer una estatua impasible. En resumen, la neutralidad benévola es para el analista como una asíntota:22 se acerca a ella sin alcanzarla jamás. Además, es una ficción necesaria para el paciente, hasta que ya no la necesi­ te. Porque los análisis tienen fin. Ahora abandonaremos el ámbito de las psicoterapias y del psi­ coanálisis, donde la mentira es frecuente pero, repito, no necesa­ riamente dañina. No es muy claro de qué modo podría prescindirse de ella, tanto así que aquellos profesionales que afirman funcio­ nar basándose en la franqueza y la autenticidad harían bien inte­ rrogándose sobre la imagen que quieren darse a sí mismos. Yo miento, tú mientes, él miente, etc. Letanía que todo tera­ peuta podría recitar de la mañana a la noche.

22 Asíntota: en geometría, línea recta que, prolongada indefinidamente, se acerca a una curva sin llegar nunca a encontrarla. (N. del T.)

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Un breve recorrido por las nubes

Théodore Flurnoy, psicólogo suizo del que pronto hablaremos, se atuvo a dos principios para guiarse en el problema del ocultis­ mo: primero el de Hamlet, que condensó en la fórmula “todo es posible”; el segundo debido a Laplace, que dice “el peso de las pruebas debe ser proporcional a la extrañeza de los hechos”. En la esfera donde ingresaremos ahora, la de lo supranormal y parapsicológico, parece que hubiera concordancia con Hamlet, pero habiéndose invertido la proposición de Laplace: “Mientras más extraños son los hechos, menos necesitan ser pro­ bados”. Sospechamos que no faltarán situaciones embarazosas. Este capítulo interpelará un cierto número de actividades, aparentemente heterogéneas, cuyo rasgo común es eludir toda verificación, porque la actitud mental predominante es la creencia. ¿Con qué nos encontramos? El ocultismo encabeza la lista. Este término data de 1856, pero la cosa existía antes del vocablo. Se considera que le son intrínsecos la alquimia, el espiritismo, la magia y la mántica, la cual a su vez agrupa las diversas variedades de adivinación mediante astros, naipes, líneas de la mano, bolas de cristal, borra del café, numerología, etc. El ocultismo paseó sus orejas de burro durante todo el siglo diecinueve y no ha perdonado el siglo veinte: de cara al nuevo milenio existen en Francia más de cincuenta mil astrólogos, vi­ dentes y otros numerólogos. Su avatar moderno, nacido hacia 1930, se vincula con lo “pa­ rapsicológico ”, esfera que estudia las “percepciones extrasensoriales” y la presunta acción del psiquismo sobre los fenómenos físicos,

por ejemplo la telekinesia o desplazamiento de objetos a distan­ cia, y la psicokinesia o acción del pensamiento sobre la materia. Su proceder pretende ser científico. En cualquier caso, su fundamento en el principio de analogía y correspondencia es menor que en el ocultismo. Por cierto, también mencionaremos las medicinas “parale­ las” -se sabe que las paralelas jamás se unen-, entre las que figu­ ran la iridiología, la medicina astrológica, la auriculoterapia, la radiestesia en que el péndulo reemplaza al escáner, y a continua­ ción veremos el caso de quienes se autodenominan modestamen­ te sanadores. Más generalmente, nos pasearemos por las nubes de lo maravilloso,23 donde la mentira florece en toda estación, lo que debería habernos conducido hasta los milagros si el fenó­ meno religioso formara parte de nuestro propósito. Si bien estas prácticas o fenómenos incluyen una masa con­ siderable de mentira, ésta reposa en una buena dosis de credu­ lidad, es decir en la “facilidad de creer sobre una base frágil”.24 Por consiguiente, debemos decir algo acerca del problema de la creencia, el cual no puede despejarse pretendiendo que todas las creencias son respetables, pues sería mentira. Todos sabe­ mos que cualquier conjunto de creencias incluye algunas que no son respetables. El diccionario Robert dice que la creencia es “el hecho de creer verdadera, verosímil o posible una cosa”, definición que no da ninguna información acerca del grado de verdad del enun­ ciado. ¿Y qué es creer? Es afirmar una convicción, pero también decir “no estoy se­ guro”. Así, “creo que lloverá” no es una aseveración, a menos que uno sea meteorólogo, y ni siquiera en ese caso. Creer “en” es afirmar algo, por ejemplo “creo en Dios”, de donde podría derivarse que “le creo a Dios” o, en otras palabras, 23 No por los cuentos de hadas, por supuesto, porque poseen demasiadas ver­ dades. 24Según el diccionario Robert.

que le otorgo mi plena confianza. Nadie dirá “creo en la grave­ dad”, pero afirmará “creer que la gravedad es un dato irrefutable de la existencia en la Tierra”. Además, se puede creer en alguien porque se lo sabe honesto y no se querrá ensuciar su reputación. También se puede creer en una persona porque se le atribuye un grado de autoridad que determina un asentimiento perfecto, con independencia del contenido de sus enunciados. Ya no es el caso de los médicos, pero sí un poco más el de los sacerdotes. En cam­ bio, es el caso innegable del mago, el astrólogo, el parapsicólogo y otros practicantes que veremos a lo largo de este capítulo. Estos pueden mentir según su conveniencia. El escéptico abriga al menos una creencia: la de la duda, que juzga saludable. El científico se acerca, pero no siempre debe dudar. Ahora bien, sabe que su sapiencia es revisable y no defini­ tiva, por el hecho mismo de que su saber es demostrable y verificable. Y esto es precisamente lo que el creyente rechaza para su creencia. No puede saber que duda, pese a saber que toda creen­ cia se vincula con la duda, la que en su sombra arrastra, necesa­ riamente, a la incertidumbre, algo que el acto de fe -e n Dios o en la astrología- anula. Dicho lo anterior, la creencia demanda de todos modos una prueba. A menudo será del tipo que cita H. Brocq a propósito de un cazador: “¿Sabe usted que mi guardabosques descubre la pre­ sencia de jabalíes valiéndose de un péndulo? Es más, descubrí un caso nuevo e interesante: los jabalíes son sensibles al fluido radiestésico. Y la mejor prueba es que cuando voy al lugar indicado por el guardabosques, los jabalíes suspicaces siempre se han ido”. Análo­ gamente, una persona afirmaba: “En lo tocante a los ‘golpes en las puertas’, la mejor prueba de su existencia real la tuvo el incrédulo que era yo a partir del momento en que cesaron”.25 Hallamos en estos ejemplos la inquebrantable convicción del paranoico, para quien todo y su contrario sirven de prueba. No por ello estas perso­ nas son paranoicas, pero tal vez sean estúpidas. 25Pochelle, M. C., “Les faits qui couvent. L’ incroyable et ses preuves”.

Es sobre la base de estos breves datos que debe leerse lo que sigue, relativo a las creencias en lo extraordinario en el sentido de lo que es ajeno al orden común. En este campo, donde la incertidumbre es lo más seguro, suele reinar la creencia indiscutida. Es una esfera en la que si uno anhela conservar la ilusión, tiene que esquivar abundantes situaciones embarazosas, pues lo que se juega son un poder y unos beneficios que, por su parte, están comprobados.

Astros y mentira Se sabe que el monstruo de Loch Ness hizo su primera apari­ ción en un artículo anónimo escocés, donde figuraba que el atroz endriago había sido visto por un hombre de negocios y su espo­ sa. El artículo no precisó que este hombre de negocios era pro­ pietario de un hotel vecino al lago... En este ejemplo podemos distinguir dos tipos de personas: los que creen en el monstruo, y los que se aprovechan. Esta observación nos introduce en la astrología. Los creyentes en la astrología son legión, aunque su caso no pertenece tanto a nuestro tema, la mentira. Su creencia solo puede dañarlos a ellos. En cambio beneficia a otros, a los astrólogos. Estos se ufanan de basar sus cálculos en datos exac­ tos y precisos. No aventuraré una refutación profunda de esta aseveración, para ello es mejor consultar la obra de Henri Brocq Au coeur de Vextraordinaire. Solo citaré, con auxilio de este autor, algunos hechos que los astrólogos no pueden ig­ norar. Para empezar, el problema de la hora del nacimiento, que debe ser conocida exactam ente, lo que conlleva dos observa­ ciones: la primera es que no hace mucho que podemos cono­ cer la hora exacta, o sea que antes los horóscopos eran falsos. La astrología, empero, dice fundarse en un saber más que milenario.

La segunda destaca una interrogante jamás resuelta: ¿por qué los astros influirían en un instante preciso del recién nacido, no una hora antes o después del nacimiento? La astrología se nutre de datos astronómicos. Igual que muchos otros sabios de antaño, Kepler era a un tiempo astrólogo y astróno­ mo, e hizo grandes descubrimientos en astronomía, al parecer in­ dependientes de sus creencias astrológicas. Ahora bien, antes de los hallazgos de Copémico y Galileo, la opinión general sostenía que la tierra era plana y los planetas giraban en tomo de ella. Era tam­ bién uno de los fundamentos del saber milenario de los astrólogos. ¿Por qué los astros no les indicaron nada acerca del tema? Existen más de dos mil pequeños planetas, pequeños siendo un eufemismo, y, aunque los astrólogos debieron tardíamente introducir en sus cálculos los planetas descubiertos desde el si­ glo dieciocho, siguen ignorando estos diminutos hermanos. El caso de Plutón es interesante. Descubierto en 1930 e in­ cluido en los horóscopos, su período de revolución es de 248 años, lo que significa que desde entonces no ha recorrido sino tres de los doce signos del zodíaco (que de hecho son trece). Esta realidad no impide que los astrólogos calculen sus efectos en el conjunto de los destinos humanos. ¿Y por qué no caninos, ya que estamos? Los astrólogos dividen el cielo en doce partes iguales. Ahora bien, resulta que la constelación de la Virgen, por ejemplo, es ocho veces más grande que la de Escorpión. Además, los cálcu­ los astrológicos no toman en cuenta la precesión de los equinoc­ cios, lo que es una lástima para la exactitud de estos cómputos. De hecho, H. Brocq demuestra que no existe una sino varias astrologías y solo atañen a una parte del hemisferio norte. Es imposible determinar los horóscopos de los esquimales. ¿Tal vez sea por eso que padecen menos enfermedades cardiovasculares, o será gracias a su alimentación, compuesta de peces? Si a estos detalles se agrega que el astrólogo interpretará los resultados de sus cálculos para fabricar los temas astrales, cabe preguntarse de qué manera se las ingenia para creerlos.

Una anécdota personal: aburrido de oír hablar de astrología, quise intentar la experiencia de pedir mi carta astral a un astrólogo de buena reputación. Sus conclusiones me fueron co­ municadas en una cinta, cuya escucha me desalentó. Compro­ bé que una vez puesta por escrito y debidamente releída, la carta astral era pura fantasía, fuera de algunas generalidades. ¿Intención de engañar? Pese a lo anterior, la astrología se enseña en escuelas ad hoc, donde también se dan nociones de psicología e incluso de psi­ coanálisis. Estas deben ser las únicas técnicas eficaces en la prác­ tica astrológica. Dadas las bases de la astrología, los cálculos de los especialis­ tas son necesariamente incorrectos y esto lo saben sin duda los practicantes. Así, venden horóscopos a sabiendas. Fuera de algu­ nos iluminados, los astrólogos viven inmersos en una mentira permanente que alimenta sus finanzas. Nadie está obligado a consultarlos, pero la seguridad de sus discursos atrae a las perso­ nas crédulas, que parecen ser muchísimas. ¿Y qué pensar cuan­ do toman la responsabilidad de participar en los criterios de contratación? Una vez más, la mentira solo es criticable cuando estorba el equilibrio entre mentira y verdad. En el caso de la astrología resulta difícil saber dónde se encuentra ésta.

Radiestesistas y sanadores Sería erróneo imaginar que el mero interés financiero motiva las diversas prácticas citadas en este capítulo. El afán de poder y om­ nipotencia sobre el prójimo desempeña un papel innegable en el asunto. Se entiende sin dificultad el apego a beneficios de este tipo, en cualquier caso más que al respeto por la verdad -p or incierta que sea- o a una dosis mínima de seriedad. Ya tuvimos ocasión de recordar que cuando enfrentamos el riesgo de perder el poder todos los medios son buenos, incluyendo la mentira.

A propósito de los radiestesistas ilustraré el punto con un ejemplo suministrado por un testigo directo. Se trata de un per­ sonaje que habita en la región de Burdeos. Ejerce su talento de sanador, aunque no exclusivamente, mediante un péndulo, en una casita aislada en la campiña. Los clientes deben llegar a las ocho de la mañana. Esto es práctica en ciertas consultas hospita­ larias, pero el Maestro se reserva el derecho de recibir a quien se le antoja o de no recibir en absoluto. La credulidad humana es tal que unos treinta automóviles, cuyos ocupantes esperan la hora fatídica, aparcan cada noche en el vecindario. Luego pue­ den seguir esperando hasta la medianoche, siempre sin garantía de ser recibidos. No obstante, la proximidad al fluido del Maestro puede be­ neficiar a quienes tienen acceso a la sala de espera. Del lado de los creyentes, la creencia se refuerza según pasan las horas y se intercambian relatos de curaciones maravillosas. Por su parte el Maestro, que bien merece este apelativo, goza de un poder abso­ luto ante el cual todos deben doblegarse. Es posible que el per­ sonaje sea ligeramente paranoico, pero apostemos a que de todos modos sería poco tentador renunciar a tal omnipotencia, no im­ portando lo que piense de su otro poder, esto es, el de sanar. Verdad es que un cierto número de dolencias funcionales no resiste 24 o 48 horas de espera. También es un hecho que para ciertos grandes médicos del pasado -pienso, por ejemplo, en Charcot- la espera tal vez no fuera despreciable, acaso con iguales efectos. El término radiestesia existe desde 1930. Abarca la facultad de percibir las radiaciones emitidas por ciertos cuerpos y la ma­ nera de detectarlas con ayuda de un péndulo o una varilla. No todos los radiestesistas son sanadores: también preten­ den detectar metales, zonas petrolíferas, aguas subterráneas y, por supuesto, personas desaparecidas. Pero jamás se ha podido comprobar seriamente el asunto, ni demostrar que los resulta­ dos son superiores a los que podría entregar el azar. En este tema, remito a las diversas y fascinantes experiencias citadas por

H. Brocq, cuyos radiestesistas no quedan en buen pie. Sin em­ bargo, dicen, el asunto suele funcionar. Sin duda, si nadie con­ trola un gran número de casos. Aquí la mentira es doble. Primero la del practicante, que a la larga tuvo que aceptar la evidencia de su falta de poder pero persevera en su práctica. Luego la mentira que consiste en ocul­ tar las experiencias negativas para exhibir la escarapela de los éxitos que, repito, no son superiores a las probabilidades calcu­ lables. En cuanto a ondas y radiaciones, hay que creer que los pe­ rros policiales son más sensibles que los maestros pendulares, porque son claramente más eficaces en la búsqueda de personas desaparecidas. Dejemos a estos person¿yes pintorescos para abordar a otros menos simpáticos, los sanadores en general. Al parecer, en Fran­ cia son sesenta mil. Nuevamente H. Brocq señala que los enfer­ mos sanados se reparten en tres categorías: los que se habrían curado solos, los que no mejoran o empeoran, y los que mue­ ren. Es fácil adivinar en qué categoría se inscriben los testigos que se deshacen en alabanzas. En cuanto a los demás, tienen otras cosas que hacer, suponiendo que todavía sean capaces. En este ámbito abundante en creencias estrafalarias, nu­ merosas prácticas se cimentan en afirmaciones vagas. Otras hay que pretenden ser más metódicas. Así ocurre con dos de ellas, utilizadas también por médicos, a saber: la iridiología y la auriculoterapia. El inventor de la segunda imaginó que existía una representa­ ción de un homunculus (invertido además) en el nivel del pabellón de la oreja y que, a partir de allí, cualquier dolencia podía cuidarse. En cuanto al iridiólogo, divide el iris en doce partes, cada una correspondiente a una zona del cuerpo. Las tareas que percibe en cada zona son, según él, un auxilio precioso en todas las enferme­ dades, incluyendo, sin duda, el rebalse de líquido sinovial. Conviene ser menos crítico con los sanadores que “curan con plantas”, pues la mayoría de las empleadas contienen productos

activos. Por ejemplo, durante mucho tiempo se cuidó a los reu­ máticos con corteza de sauce, antes de descubrir que contenía ácido acetilsalicílico, esto es, aspirina. Numerosas plantas poseen virtudes curativas, desde la digitalina a la valeriana, y no hay in­ conveniente en ingerir infusiones variadas con la condición de detenerse allí, y de no estar muy enfermo. Por desgracia, demasiados sanadores se ufanan de poseer “un poder” incógnito, no explicitado ulteriormente. De inmediato recordamos a los filipinos que operaban a mano limpia. La gente venía de todas partes. Extirpaban cánceres y los tumores se desvanecían cual verrugas vulgares que, como se sabe, desaparecen por sí solas. De allí los mil remedios de matronas, como por ejemplo frotar la verruga con corteza de tocino que después se en tierra al pie de un roble centenario, a mediano­ che. Preferentemente en noches de luna llena. Por regla gene­ ral, la sugestión está en la base de la acción de los sanadores -n o solo de ellos- y rinde cuentas de los efectos eventuales. Puede ser sugestión simple, palabras, tactos, o bien “equipada” con al­ guna máquina más o menos impresionante. Asistí así a una curación efectuada por un colega y amigo, no por un sanador. No vacilaba en recurrir a inyecciones de agua destilada. Aunque no apruebo esta modalidad, observé a un mudo que, apenas inyectado, gritó “mamá”, como suele suceder en otras ocasiones, dicen. Mi colega sabía perfectamente a qué atenerse respecto de la estructura histérica del personaje y no se atribuía poder misterioso ninguno. Los sanadores suelen estar en el mismo caso en lo tocante a la creencia en su propio poder. Afirman, sin embargo, su exis­ tencia, mentira que puede resultar provechosa para el enfer­ mo. En cuanto a los demás, ver más arriba lo tocante a los testimonios negativos que confirman los aspectos falaces de la actividad de sanadores. Por lo demás, cuando se es un sanador solo se puede sanar, por definición. Por supuesto, no es el caso, y de ahí los numerosos enfermos que el sanador abandona a su suerte y que empeoran, y eventualmente mueren si no se les

dispensa los tratamientos adecuados en tiempo y forma. Por desgracia estos tratamientos no tienen nada milagroso. La men­ tira no siempre posee efectos positivos, en particular cuando prolifera con total impunidad y sin que le sea impuesto ningún límite.

Ocultismos Philippe Muray, ensayista y novelista, publicó en 1984 una obra, que por momentos es de una agradable mala fe, dedicada a una asociación entre ocultismo y socialismo. No es el caso aquí expli­ car esta tesis acerca de dos pilares del siglo pasado que, según el autor, todavía influyen en nosotros. Pero es interesante para nues­ tro tema destacar lo que escribió acerca de los ocultistas: “No dejan de ocultar algo en su discurso y denominan oculto aque­ llo que ellos se esconden a sí mismos”. Es una manera elegante de salir del apuro. Muray precisa que oculto no solo significa “escondido”, sino “escondido en un discurso, camuflado en un enunciado”. Los alegatos de los ocultistas son simples: hay un secreto y debemos descubrirlo. Pero, ¿cómo nombrar lo oculto, una vez descubierto? La situación sería bochornosa si en realidad se tra­ tara de hallar lo que fuere, pero el meollo del asunto es mante­ ner la creencia en secretos y misterios. El ocultismo reposa en “verdades escondidas”, destinadas a seguir ocultas. Con relación a la verdad, el ocultismo constituye un perfecto sistema de ce­ rrojo que se opone punto por punto a la fórmula de Picasso: “Yo no busco, encuentro”. El ocultista busca, pero no debe hallar, y en la negación de esta realidad reside una de las mentiras bási­ cas del ocultismo. Como ya notamos, en este caso la mentira atañe a la existen­ cia de secretos, ya que éstos son conchas vacías. Sería vano proseguir este tema. Se puede aplicar al ocultis­ mo lo que Muray dice del inconsciente colectivo, “invención ri­ dicula de Jung, torpedeada por Freud y machacada con mortero

por Lacan”, cuando agrega: “Diez veces más personas podrían haberse dedicado a liquidar la ilusión, y solo habrían procurado más placer a quienes la vuelven a crear natural y espontánea­ mente”. El espiritismo es el sector más espectacular del ocultismo. Nació durante el siglo diecinueve en Estados Unidos, donde ha tenido un soberbio desarrollo bajo el apelativo de channeling. Por supuesto, Europa siguió y sigue la corriente. Su etimología tal vez interese a los aficionados al rap, por­ que el término spirite es afrancesamiento de spirit raper, espíritu golpeador. En inglés, rap designa el “golpe” propinado por estos espíritus. Aunque la idea de comunicarse con los muertos no es nue­ va, el espiritismo introdujo nuevos procedimientos, como el re­ curso al guéridon (nombre de un personaje de farsa del siglo diecisiete, “Guéridon” o “Guériflon”) y al médium, dotado para comunicarse con los espíritus. En plural es médiums y no me­ dios (informativos): no hay confusión posible... En 1866, Flaubert escribía a una amiga: “Cuando el pueblo deje de creer en la Inmaculada Concepción, creerá en las mesas que giran”. Ignoro en qué está la Inmaculada Concepción, pero en todo caso el giro de las mesas produce vértigo en nuestros días. Por lo menos a quienes las han visto circular. Igual que tan­ tos otros, yo jamás las vi girar. En las contadas ocasiones en que el experimento se realizó en mi presencia, la mesa se petrificó. Es conocido el argumento invocado para explicar la ausencia del fenómeno: basta que haya un incrédulo entre los asistentes para que los espíritus rehúsen manifestarse. El argumento es ten­ dencioso, porque si el incrédulo posee este tipo de contrapoder es porque existe el poder que contraría. En todo caso, me com­ place evitar que se moleste a los muertos. Aceptemos que las mesas puedan girar. ¿Por qué no giran todas, sobre todo los pesos pesados de la categoría, por ejemplo las grandes mesas antiguas? Además, ¿por qué es obligatoria la penumbra, y la hora tardía? Propongo que un médium agite

la mesa de mi comedor, a mediodía, a pleno sol, en un prado. Se me dirá que en tales condiciones el médium no podrá con­ centrarse. Ni trampear, agregaría yo, tal vez erróneamente ya que los ilusionistas ejecutan trucos aún más extraordinarios. A veces pasa, sin embargo que uno de ellos, abandonando la seriedad de su arte, se pase al bando de lo oculto. H. Brocq señala que Uri Geller, el famoso doblador de cucharas, “fue condenado, por un tribunal en Israel (cuando debutaba en su carrera de “mé­ dium”) a reembolsar el valor de la entrada a un espectador irrita­ do por presenciar trucos de ilusionismo, cuyo secreto conocía, como resultado de presuntos poderes paranormales”. Por supuesto, lo único verdadero es lo científico, y los adep­ tos al espiritismo quisieron dar pruebas científicas de los efectos que alegaban obtener. De ahí el florecimiento, desde el siglo pasado, de aparatos de medición para medir un poco cualquier cosa. Así Emile Caslant (1865-1940), politécnico, astrólogo y ocul­ tista, medía la energía emitida por los seres gracias al “baróme­ tro de Baraduc”, curioso aparato que teóricamente debía registrar muchas cosas, incluyendo el paso de un tranvía por la calle. La fotografía ingresó en el asunto, con resultados perfecta­ mente probatorios: abundan las fotos de sombras, ectoplasmas, apariciones diversas y variadas, aunque no tanto como los sistemas para trucar los negativos. Por cierto, un fotógrafo incrédulo sería incapaz de registrar algo, por el hecho mismo de su incredulidad. Por fortuna, gracias a las imágenes virtuales, las apariciones de spirites pronto cobrarán forma para todos, y el espiritismo se democratizará, será accesible a los más menesterosos. Entre tanto, en apoyo a las pruebas que aventuran los defen­ sores del ocultismo, es posible dar algunos ejemplos de los proce­ dimientos empleados para “facilitar” las prácticas. Ingresamos así, no en el “corazón de lo extraordinario”, sino en plena mentira. El físico Maxwell observó a comienzos del siglo veinte las manifestaciones inducidas en círculos espiritistas por estudian­ tes de medicina que sin duda alguna poseían ciertos conocimien­ tos de química: “Los objetos untados con sulfuro de calcio, de

estroncio y bario se tornan luminosos en la oscuridad cuando son expuestos por un tiempo a la luz”. De ahí la aparición de manos luminosas que trepan por las cortinas, pero nuestro sabio no logra explicarse, sin embargo, las luces que se pasean por las paredes... Se sabe que V. Hugo fue un virulento partidario del espiritis­ mo a mediados del siglo diecinueve. J. de Mutigny, citado por Brocq, calculó que durante una sesión de 1854 (cuando Hugo presuntamente trascribió un mensaje de ultratumba de 4.000 le­ tras), cuya duración fue de 215 minutos, el guéridon habría tenido que golpear tres veces por segundo para transmitir el mensaje. Un rendimiento excelente, pero sobre todo fea mentira del poeta nacional de Francia, que solía darles una manito a los espíritus. H. Brocq relata también el caso de dos jóvenes médiums nor­ teamericanos que participaron durante cuatro años “en nume­ rosas series de tests relativos a su poder telekinético y también a sus dones de telepatía y percepción extrasensorial”. Los tests eran juzgados probatorios, y continuaron hasta que en 1983 los dos prodigios revelaron ser prestidigitadores debutantes que forma­ ban parte de un proyecto de estudio del mago J. Randi, a su vez miembro del Committee for the Scientific Investigation of Claims of the Paranormal. ¿Sabían que la médium Hellen Preiswerk engañó a Jung, quien le dedicó una tesis en la que olvidó mencionar que He­ llen era su sobrina? En 1847 las hermanas Fox adquirieron gran fama en Estados Unidos por sus extraordinarias dotes en el ámbito del espiritismo. Mucho después, en 1888, una de las hermanas, Margaret, confesó que habían trampeado sin pausa, gracias a un código de golpeteo de dedos que habían practicado desde la infancia. Por desgracia tenían una hermana mayor que vio las ventajas, no gratuitas, que podía obtener con los dones de sus hermanas menores, a las que exhibió durante años ante públicos maravillados. A Margaret le faltaron palabras para denigrar el espiritismo, que no es más que “fraude y superchería, apéndice del ilusionismo,

que debe ser estudiado minuciosamente para llegar a la perfec­ ción”. Para más detalles, consultar la obra de H. Brocq. Una objeción se presenta de inmediato: no porque haya men­ tirosos en una profesión todos los miembros son embusteros. Sin duda. No se puede excluir la buena fe de algunos, suponiendo que se pueda perseverar en el error. Pero si no todos mienten, ¿cómo separar el trigo de la paja? La respuesta a esta pregunta incumbe a los ocultistas, que deben aportar las pruebas de lo que postulan, pero la hermana Ana no divisa explicación alguna en el horizonte... Por supuesto no todo es mentira en el ocultismo; también está lo que remite al delirio. En 1992 me interesé en la médium Héléne Smith, estudiada por Théodore Flournoy, a su vez pre­ cursor, en cierta forma, del psicoanálisis. Esto ocurría en Ginebra a fines del siglo pasado. Acompaña­ do por varias personas, entre ellas algunos espiritistas, Théodore Flournoy asistió durante cinco años a las sesiones de espiritismo de Héléne Smith. Flournoy era escéptico y quería estudiar este tipo de fenómenos desde el punto de vista de la psicología de la médium, no para detectar trucos. Las sesiones permitieron que Flournoy ingresara en los sue­ ños lúcidos de algunos participantes, interpretados según la creencia ocultista. Entre sesiones, Héléne Smith llevaba una vida de soltera sin historias, con intermitentes y solitarios epi­ sodios de divagaciones oníricas. Sus temas se organizaban en torno de ciertos esquemas, por ejemplo el de la doble persona­ lidad clásica (H éléne/Léopold) y en tres “novelas”: en una era marciana, en otra hindú y en la tercera una reencarnación de María Antonieta. Se trataba claramente del denominado “delirio onírico”, de­ lirio de sueño con visiones y mensajes transmitidos por el guéridon ayudado, al parecer contra los deseos de la médium, por algu­ nos asistentes. No corresponde poner en duda la sinceridad de Héléne Smith, ya que en principio creemos en su delirio. Si no fuera así, ¿para qué?

Y sin embargo... Flournoy observa en efecto que “la imaginación subliminal de Héléne Smith prepara hasta un cierto punto sus produccio­ nes principales sobre la base de las condiciones y el entorno donde la sesión tendrá lugar”, producciones que, una vez elabo­ radas, “surgirán por una suerte de necesidad ciega”. Anota ade­ más que “casi nada de lo que se dice o acontece alrededor escapa a la subconsciencia de la médium”. En suma, existe una suerte de elaboración en Héléne Smith, un trabajo de “interpretación y corrección” que pretende dar más coherencia a lo que expresa en la sesión, trabajo que influirá en las sesiones ulteriores eliminando las contradicciones dema­ siado notorias. Por lo menos en este caso admitamos que el delirio no excluye una suerte de mentira, de falsificación dirigida. Por lo demás, en el fondo es señal de normalidad. En el caso de Héléne Smith, y en los anteriores, ¿dónde ha­ llar lo extraordinario sino en toda esa credulidad que impera en el ámbito del ocultismo, por parte de los creyentes? No la criti­ quemos, la credulidad sin duda es necesaria, incluso inevitable: quienes la aprovechan no son bienhechores de la humanidad, pero casi. No es solo daño lo que hacen, observación que ya formulamos a propósito de numerosos embusteros. ¿Cuándo se dejará de proclamar que la mentira es un horrible defecto?

Adivinación Algunas investigaciones están al alcance de la mano y aportarían mucho si se consagrara a ellas los medios necesarios. Así, ¿qué hay del “catarro nasal” o coriza, tan molesto? Todos acogeríamos con entusiasmo métodos profilácticos o terapias. Pero mientras escribo estas líneas seguimos a la espera. ¿Y la psicología canina? Estudios profundos acerca de este animal, mamífero superior a un tiempo que el más antiguo

comensal del hombre, podrían suministrar elementos de gran interés sobre nuestra propia psicología. Hasta Lorenz desaten­ dió el tema. En tales condiciones, ¿por qué diablos apasionarse por lo “extraordinario” cuando lo ordinario sería sin duda más inte­ resante? Por la doble razón de que lo extraordinario es más “divertido”, adula nuestro gusto por lo maravilloso y, para re­ mate, permite cualquier afirmación. El peso de la prueba siempre recae en el crítico, el incrédulo, nunca en quien esgri­ me p rop osicion es estrafalarias. La p ostura habitual es: “demuestra que es falso”. Debemos decir una palabra acerca de adivinación y videntes. Observemos que del total de predicciones individuales o genera­ les, algunas se habrán de cumplir forzosamente. Los videntes, si poseen un don, no tienen más que cualquiera el de equivocarse siempre. Pero solo se recordarán las predicciones que se cum­ plen. Además, si bien son mentirosos no son idiotas y saben mezclar hábilmente predicciones generales o harto banales, como por ejem­ plo vaticinar a una joven que un día contraerá matrimonio, con augurios más improbables cuyo cumplimiento accidental probará su excelencia. De lo contrario, se olvidarán. Poco importan aquí los diversos procedimientos de adivina­ ción. Comparten un rasgo muy conocido por los prestidigitado­ res: atraer la atención —en el caso de adivinaciones con las cartas o cualquier otro medio de pareja índole- a un punto sin impor­ tancia para desviarla de lo esencial. El ilusionista recurre al tru­ co, el vidente a la observación atenta del comportamiento de su cliente. Fascinado por los naipes o la bola de cristal (si es que todavía se emplea), éste revelará más de lo que cree. Sin ser adivino, percibo a menudo cosas de un paciente en la primera entrevista, por idénticas razones: la percepción de lo que expresa en la modalidad analógica (mímicas, entonaciones, etc.) y la escucha de lo que dice “entre líneas”. En lo tocante a vaticinios a largo plazo, puedo aventurar un pronóstico aunque

no siempre puedo verificarlo. En cambio sé de inmediato que tal persona regresará o no, sin que sus reticencias hayan sido necesariamente visibles. También es verdad que sé cuando no quiero ver más a alguien. El diccionario Robert define la adivinación como sigue: “ac­ ción de descubrir por medios ocultos y, por extensión, acción de conocer instintivamente”. El diccionario se limita a reproducir las aseveraciones falaces de los adivinos. Suelen conocer y a ve­ ces es exacto, pero no por los medios que dicen. Me parece que si tal fuere mi oficio -nunca se sabe qué de­ para el porvenir...- mejoraría mis desempeños apelando a los medios ordinarios ya citados. Una buena vidente, pues suelen ser mujeres, debe ser una sutil observadora y saber hacer hablar a la gente que al salir afirmará sin embargo: “no le dije nada”. Además, y no es el caso en mi profesión, es agradable jugar con lo que el aconsejado anhela oírse decir. Nada oculto en ello, nada escondido, excepto la mentira acerca de los presuntos do­ nes. En cuanto a las revelaciones acerca del pasado del sujeto, haré dos observaciones: la primera es que se recuerda lo que es más o menos cierto, y se interpreta como más bien exacto lo que no es absolutamente falso. No sé si en tales condiciones es útil la segunda observación: se trata de la famosa telepatía y, aunque es más un error que una mentira, la mencionaremos luego. El porvenir, como dice el refrán, no pertenece a nadie, tam­ poco a los videntes más que a otros. Por supuesto, es posible timar. No respecto al porvenir, es inútil, pero a propósito de hechos relativos a la persona actual. H. Brocq propone algunos ejemplos. Durante sus reuniones evangélicas, un cierto “reverendo” de Estados Unidos, que además se llamaba Popov, interpelaba por su nombre a una persona en la sala, decía qué problema le afli­ gía y otras cosas por el estilo. Como actuaba con ayuda del Espí­ ritu Santo, no podía equivocarse. Al cabo de cierto tiempo el Espíritu Santo tuvo que volver a su lugar de origen. El mago

J. Randi, ya citado, reveló que antes de las sesiones, los asistentes del reverendo paseaban entre el público, crédulo por supuesto, y oían disimuladamente informaciones útiles para lo que venía. Solo restaba que la señora Popov las transmitiera a su marido en la frecuencia de 39.17 Mhz para que el reverendo las recibiera gracias a un receptor en miniatura. Durante los años cincuenta, también según H. Brocq, los her­ manos Jones (siempre en Estados Unidos) se ilustraban en la adivinación de cartas. Uno era emisor, el otro era receptor. Cosa curiosa, solo actuaban al aire libre. Se descubrió que se comuni­ caban sobre la base de un código transmitido mediante sonidos de alta frecuencia, emitidos por silbatos que funcionaban gra­ cias a unas diminutas peras ocultas. Al aire libre, aun si algunos asistentes con buen oído percibían los sonidos, no eran recono­ cidos por lo que eran. Uno puede pedir a alguien que adivine su porvenir, pero, ¿no es más sencillo hacerlo uno mismo? Se dice que los sueños premonitorios pueden brindar este servicio. Obviamente, Freud se interesó en el tema. Señala con razón que en lo tocante a una enfermedad, es probable que el organis­ mo dé al soñador indicaciones durante el dormir, pistas que son transformadas en un sueño sin que el sujeto despierte. Por ejem­ plo, ciertas alteraciones del ritmo cardíaco, de costumbre benig­ nas, pueden también anunciar una complicación seria. Un poco inquietante pero probablemente verdadero, y en todo caso sin misterio ninguno. En lo tocante a sucesos acerca de un tercero, conviene recor­ dar que no siempre deseamos su bien. El deseo del sueño puede por lo tanto organizar una premonición de ruina o accidente, que no por ello se cumplirá. Por desgracia no todos nuestros deseos oníricos se convierten en realidad. Pero solo se recorda­ rán los casos en que la premonición se verificó. En cuanto a las premoniciones de enfermedades, siempre relativas a otra persona, y más allá de lo que acabamos de decir, es indudable que registramos sin darnos cuenta muchos datos

sobre quienes frecuentamos, y que estos datos pueden dar ori­ gen a sueños premonitorios sobre la salud -d e hecho debilita­ d a- de tal o cual persona. De manera general, conviene recordar que soñamos largo rato por las noches, por lo menos dos horas, lo que redunda en una impresionante cantidad de sueños. En ella se cuelan necesa­ riamente elementos relativos al porvenir. Se considera que estos elementos son premonitorios cuando se cumplen. De lo contra­ rio, pasan al escusado. Podemos haber soñado varias veces la muerte de alguien -m ero deseo-, pero si de pronto muere, solo tomaremos en cuenta el último sueño para probar nuestro ta­ lento adivinatorio nocturno. Ahora bien, ningún argumento pue­ de apoyar la idea de que el sueño otorgue mayor lucidez al ser humano. ¿Y la mentira en todo esto? Es manifiesta en el caso de los videntes profesionales, que sostienen esta opinión contra toda verosimilitud, en su propio provecho. En el caso de personas crédulas que comparten la creencia en el valor premonitorio de los sueños gracias a medios ocultos y misteriosos, suele tratarse de un error en la interpretación de los hechos.

Telepatía No opondré a la telepatía la clásica humorada: ¿si existe, para qué se inventó el teléfono? En efecto, fuerza es admitir que sue­ len producirse fenómenos capaces de ser interpretados como transmisión de pensamiento a distancia, pero también se impo­ ne aceptar que el teléfono funciona mucho mejor. Se me perdonará por citar otra vez a mi perra: es indiscuti­ ble que suele adivinar mis pensamientos. El animal obtiene este resultado porque en su memoria de perro, más segura que la nuestra, registra una cantidad de observaciones acerca de sus amos, lo que le permite prever, por ejemplo, que van a salir y llevarla, o bien dejarla en casa con las orejas gachas.

Este fenómeno, que no puede ser considerado transmisión de pensamiento salvo en apariencia, también se produce en las parejas, sin duda por razones semejantes. La telepatía de pareja es excepcional durante el primer año, menos rara al cabo de diez años..., pero después de treinta años se termina por cono­ cer bien al otro: sabemos lo que dirá, pensamos lo mismo simul­ táneamente, uno concluye la frase que el otro empezó. ¿Es telepatía? Por supuesto, se ha intentado probar científicamente la exis­ tencia de la telepatía. El norteamericano Rhine empezó en la década de los treinta: investigó el tema y desde entonces se lleva­ ron a cabo numerosos experimentos. Lo habitual es utilizar nai­ pes, con un sujeto emisor por un lado y por otro un receptor cuya tarea es decir qué carta miró el emisor. Con todo, es difícil estructurar un protocolo experimental que sea impermeable al truco. En cualquier caso, si hemos de creer lo que señala H. Brocq, los experimentos de Rhine no prueban nada. El Stanford Research Institute, cuyas investigaciones se cita con frecuencia, estudió con aparente rigor los fenómenos de percep­ ción extrasensorial y la psicokinesis. El único inconveniente es que muchos de los participantes son miembros de la iglesia de la cientologia, organismo cuyos socios consumen innumerables mentiras. También se dijo que rusos y norteamericanos habían aplicado la transmisión de pensamiento con objetivos militares, lo cual ex­ plica que se ignoren los resultados. Pero en la Rusia actual la man­ tención de los secretos no es segura. En todo caso, la famosa historia del submarino norteamericano sumergido b¿yo los hielos del Polo Norte, con un receptor de naipes a bordo y un emisor en el Pentágono, es invento. Sin embargo, todavía se la cita. Se me dirá que, para ser psicoanalista, soy demasiado escép­ tico, pues el mismo Freud creía en la telepatía. A partir de 1921, según C. Moreau, el tema se había transformado para él en una certidumbre que debía ser explicada científicamente, de prefe­ rencia mediante el psicoanálisis. Experimentó con Ferenczi y sus pruebas le parecieron concluyentes. Pero Anna, su hija, no se

convenció. He aquí lo que ella dijo (citado por C. Moreau): “Yo debía pensar intensamente en un tema y él (Ferenczi) tenía que adivinar de qué se trataba. En verdad, solo ocurría algunas ve­ ces, pero nunca nada digno de anotarse”. ¿A quién debemos creer? ¿A la hija o al padre? A título anecdótico, algunos psicoanalistas agregaron un gra­ do de complejidad a la telepatía mencionando la “comunicación de inconsciente a inconsciente”, olvidando sin duda que en tales condiciones los mensajes serían incógnitos, por inconscientes. Pero nos alejamos de la mentira para divagar acerca de la tele­ patía. Solo diré que no me rehúso a creer en ésta, pero que espe­ ro con impaciencia un manual que indique cómo emplearla. Volvamos a la mentira, pero quedémonos con Freud, aunque el pobre no tenga gran culpa. C. Moreau señala que un médium ruso pretendía haber llevado a cabo demostraciones en presencia de Freud..., y de Einstein, en 1915 y en Viena. Según él, Freud fue el emisor durante la sesión y ordenó telepáticamente al mé­ dium diversas tareas, la última de las cuales ¡fue arrancar tres pe­ los del bigote de Einstein! Este último tomó la cosa con humor, sobre todo porque en esa época vivía en Berlín, y solo conoció a Freud en 1927. La mentira es digna de admiración. A principios de siglo aparecieron animales con talentos ex­ cepcionales, en particular caballos calculadores, en verdad edu­ cados para interpretar señales imperceptibles que les hacían sus domadores. Después, el citado Rhine publicó un estudio acerca de las capacidades telepáticas de una yegua llamada Lady. Final­ mente se comprobó que la simpática yegua obedecía a ciertas mímicas de su domadora. No por ello Rhine se suicidó: prosi­ guió sus trabajos (que siguen teniendo peso) y afirmó que la yegua había perdido sus poderes, lo que explicaba que se hubiese recurrido a la trampa. Por provenir del padre de la parapsicología, he ahí una mentira que merece una reverencia. No seguiré en el tema, y dejaré la psicokinesis a los ilusionis­ tas, que la dominan con excelencia sin por ello atribuirse pode­ res supranormales. Y sin embargo parece que los tuvieran.

Al principio de este capítulo hablábamos de la creencia que -pese a pretender someterse a ellas- no necesita prueba ni veri­ ficación.26 Esto es obvio en el caso de los creyentes: creen y bas­ ta, y tal estado disminuye, de hecho, las situaciones embarazosas, por lo menos mientras dura la convicción. Si ya no es el caso, solo les queda confesar el error o ingresar en la mentira, al me­ nos en la mentira a sí mismos. Suele suceder que un buen ejem­ plo sea la posición de los partidarios de los regímenes comunistas. Pero también están quienes utilizan las creencias con objeti­ vos de gloria, dominio sobre el prójimo o lucro personal. Sana­ dores, videntes, astrólogos y num erólogos se crearon una profesión a partir de las creencias que predican. Las predican, es decir “las alaban sin reserva y con insistencia”, pero, claro está -aparte una minúscula minoría-, no las creen. Por lo demás, al no creer esquivan la duda, harto molesta en tantas profesiones donde uno no está nunca definitivamente seguro de lo que sabe. En cambio, no evitan los aprietos, ya que sus afirmaciones suelen ser tan acrobáticas como las pruebas que aducen. Puesto que la idea no es abandonar actividades agradables y lucrativas para abultar la masa de desempleados, es muy raro que surja una confesión. En efecto, el caso de Elisabeth Fox es rarísimo y tendremos que esperar mucho tiempo para oír la confesión de, digamos, Madame Soleil. Así, habrá que recurrir a ciertos procedimientos para salir de apuro y dar a las afirmaciones una coherencia visible. Debe­ rán descartarse los obstáculos que ponen los incrédulos. Ya cita­ mos, sin haberlos agotado, algunos de estos procedimientos. El más expedito es negar cualquier hecho contradictorio. El con­ junto de procedimientos forma, por supuesto, parte de la menti­ ra: hacer o decir lo que se sabe falso.

26Si se precisara una verificación, H. Brocq y el ilusionista G. Majax crearon el Prix-Défí Mondial 36.15 ZET, premio de 500.000 francos para “cualquier persona capaz de hacer, bajo control, un experimento paranormal e inexplicable de cual­ quier tipo”. Los quinientos mil francos siguen esperando...

Dos palabras más: en mayo de 1984 este reducido mundo unió sus esfuerzos y organizó “el primer Salón del Espíritu y el Cuerpo” con total impunidad, justificada sin duda por el volu­ men de negocios de la profesión, estimado en cerca de veinte mil millones de francos.27 Con el título de “Baratillo de la New Age”, Le Monde (265-94) comentó el acontecimiento como si­ gue. “Iníciate en la tarología, numerología, quirología, astrolo­ gía. Al pasar por la Avenida de la Galaxia, imprime tu horóscopo chino o erótico. Amalgama todo y saldrás de Europsi convertido en otro hombre, otra mujer, en “mutante”. En este imperio de la ilusión la soberana es Margarita. De hecho, esta persona, aparte de sus talentos diversos, dice “quitar” un cáncer cada ocho veces y un SIDA cada veinte.” El asunto produce escalofríos. En el ámbito de lo supranormal y lo parapsicológico la menti­ ra pulveriza cualquier apariencia de verdad. Por lo menos la pu­ blicidad alaba un producto que existe, aunque eso sea lo único veraz en su discurso. Lo extraordinario posee el rasgo positiva­ mente extraordinario de no incluir jamás la verdad como mone­ da de curso legal. Lo contrario suele ser el caso. En esta esfera es imposible lograr un equilibrio entre verdad y mentira, porque la mentira es demasiado abundante. Solo lo falaz es seguro. Por supuesto, en el asunto hay una mentira de base, sin la cual las otras caerían por su propio peso. Consiste sencillamente en apa­ rentar que se comparte la creencia que se predica. Dicho de otro modo, se engaña a los fieles, pero.. ¿no es inevitable que así sea? Tal vez sea preocupante que tal ámbito exista y sea tan fre­ cuentado. Ahora bien, ¿funcionaría la máquina social sin este mecanismo? Además, posee su parte de esperanza: algún día podrá expli­ carse todo y el ser humano habrá dado un gran paso... ¿Acaso la electricidad no fue una creencia, antes de poder ser explicada convenientemente?

27Unos cuatro mil millones de dólares. (N. del T.)

CAPITULO

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Algunos tipos de mentirosos

¿Podemos decir que el mitómano, que miente sin pausa, se equivoca poco por falta de tiempo? A la inversa: ¿tiene el tonto -equivocado siempre- tiempo para mentirse a sí mismo? De acuerdo, es un chiste, o casi un chiste, destinado a prolo­ gar este capítulo con nuestras observaciones acerca del mitóma­ no. Veremos el caso del tonto, después de analizar a los estafadores, para concluir con los espías.

Retrato del mitómano El Manuel alphabétique de psychiatrie de A. Porot da la siguiente definición de mitomanía: “propensión constitucional a alterar la verdad, mentir e inventar fábulas imaginarias”. ¿Estamos por tanto ante un enfermo, un psicópata, un des­ equilibrado mental? Pues bien, no por ser incurable deja de estar enfermo. Aunque, siendo la mentira el síntoma principal del mitóma­ no, parecería desafortunado ver una patología en tal condi­ ción, una vez admitido que la mentira es un fenómeno banal y corriente. Los rasgos del mitómano son: la frecuencia de la mentira, su carácter de inadaptada -n o inm ediatam ente- al entorno y las circunstancias, en fin, sus aspectos excesivos, que a veces llevan al mitómano hasta la frontera del delirio, que sin em­ bargo no cruza. Estas características nos permiten situarlo fue­

ra de la norm a y decir que no es un mentiroso como los demás. Enfermo o no, los psiquiatras han estudiado su caso, ayer más que hoy. K. Schneider, en su conocido libro Les personnalités psychopatiques, de 1923, afirma que el iniciador de estos trabajos fue A. Delbruck. En Francia, más tarde, se citará a E. Dupré, que escribió en 1905 acerca del tema y acuñó el término mitomama, con la siguiente definición: “Propensión más o menos voluntaria y consciente a cambiar la verdad y caer en la fabulación”. Ahora bien, es obvio que los mitómanos existían antes de ser definidos. Para citar solo un ejemplo, los primeros decenios del siglo dieci­ nueve vieron florecer una serie de Luises XVII que eran todos, tal vez con excepción de uno, mitómanos. Me limitaré a estos aspectos históricos, sin sacar conclusiones acerca de la presencia o ausencia de enfermedad en el mitóma­ no. Aunque los psiquiatras estudiaron estas personalidades, no por ello son enfermas. Ahora bien, la opinión común propende a pensar que el mitómano, aunque no enfermo, es una persona anormal. En lo que me concierne aquí, retendré sobre todo que la mitomanía es anormalidad, desviación de aquel fenóme­ no natural en el hombre que es la mentira. Todos hemos conocido mitómanos y la especie no está en vías de extinción. Así, no son raros los médicos falsos (y hay más mitómanos que estafadores), pero todas las profesiones le interesan al mitómano. Hace poco un falso teniente de gen­ darmería logró desempeñar el papel durante un año, incluso durante un episodio armado con “sus colegas”, de costumbre más suspicaces. K. Schneider cita el ejemplo de un tal Georges Grün que hizo carrera como profesor de psicología, teó­ logo, capitalista millonario, director de sanatorio, abogado, todo ello nacido, por supuesto, de su imaginación. ¿No ha­ bría que controlar de vez en cuando a quienes ostentan la Legión de Honor? Más frecuentemente, y sin que estos sujetos adopten roles, todos conocemos personas que mienten “por gusto”, lo que solo

es una apariencia porque de hecho se pasan la vida inventando historias por ser incapaces de asumir la propia. El denominador común es la necesidad de ser valorado. K. Schneider distingue tres maneras de lograr este objetivo: la ex­ centricidad, la jactancia y la mitomanía. Esta necesidad de ser valorado podría ser vecina a una especie de laxitud, incluso a una falta de imagen de sí, que el mitómano intenta reparar sin tregua en función de las circunstancias, proce­ diendo mediante intentos y errores, guiándose por lo que funcio­ na y no funciona hasta que, enredado en los hilos de una trama ficticia, debe inventar otra y otra. Lo que más teme el mitómano, señala M. Neyraut en un excelente artículo acerca del tema, no es la verdad, sino el anonimato. Pedir a un mitómano que relate su vida es casi igual que coger entre los dedos una bolita de mercurio. La cuenta de buen grado, no es ése el problema, pero ahoga al interlocutor con una marea de detalles, precisiones y explicaciones donde el des­ dichado se pierde muy pronto. Si el mitómano busca empleo, establecerá sin dificultad un curriculum vitae, pero no será el propio. Todo será invento, jamás desfavorable (verdad es que en los curriculum vitae uno también evita menospreciarse) y si es necesario armará otros, con versio­ nes siempre diferentes. Como escribe M. Neyraut, “la diferencia fundamental entre mentira normal y patológica reside en la in­ capacidad de captar la propia imagen pero también en la de no poder mantenerla ni desdecirla”. Pero hay una constante: aunque siempre se miente para salir de apuros, para el mitómano el bochorno inicial es enorme ya que se trata nada menos que de la carencia de imagen propia. Aunque el mitómano “menor” solo necesita colmar ciertas bre­ chas y modificar tal o cual aspecto del edificio, el problema cua­ litativo es idéntico. En todo caso, es exacto decir que el mitómano miente como respira porque en ambos casos el desafío es el mis­ mo: seguir existiendo. En este asunto el placer no está en pri­ mer plano: llega por añadidura..., o no llega.

En suma, todo ocurre como si el mitómano tuviera que crear­ se de continuo una forma de existencia ante las situaciones que enfrenta. Nunca nada es aceptado como tal y, según las circuns­ tancias, imaginará un lugar para sí, puesto que no tiene ningu­ no. Guiraud describe su vida como “una serie discontinua de escenas y aventuras extraordinarias”. Si uno asiste al desfile del 14 de julio, solo es el señor X asistien­ do al desfile, a menudo bajo la lluvia. No así el mitómano, que magina y adopta el comportamiento adecuado: oficial (superior) vestido de civil, periodista especializado en asuntos militares, espía acechando los últimos adelantos en armas, nunca un indignado antimilitarista. Nada prohíbe que un individuo común fantasee así, pero el mitómano no se mueve en el terreno de la fantasía: se en­ cama en el person¿ye y hará lo necesario para exhibirlo. En otra situación tendrá una nueva encarnación, pero nun­ ca será él mismo, ni tampoco una entidad despreciable, en todo caso jamás anónima. Se trata de una secuencia de mentiras, no de un delirio. Por supuesto uno piensa en el personaje de Tartarín de Tarascón, fanfarrón y parlanchín, cuyas proezas eran tan fabulosas como incontrolables. Hemos conocido personas, por ejemplo los periodistas, que anhelan preservar su imagen a cualquier precio, lo que permite suponer que poseen una. Por su parte, en ese terreno el mitó­ mano debe enfrentar un déficit más o menos total. Más vale decir que la relación del mitómano con los demás es problemática. Globalmente, solo puede falsificar sus relacio­ nes con sus semejantes. No estima demasiado a su auditorio, pese a que le importe tener uno. M. Neyraut dice con acierto que reduce “al otro a una función restringida de asombro”. Y si el otro, exasperado, reacciona vivamente, el mitómano no se eno­ ja. Su inconsistencia lo protege y saldrá de apuros siendo otra persona, aunque sería más exacto decir: otra cosa. En realidad, la mirada del otro es un peligro permanente. De ahí la inasible bolita de mercurio.

Mitómanos y psicoanálisis ¿Tiene algo que decir el psicoanálisis acerca de la mitomanía? Si así fuere, no es demasiado. Freud describió la novela familiar, actividad fantasiosa del niño que consiste en reemplazar a sus padres por otros, generalmente más gloriosos, sumando fantas­ mas relativos a ilícitos amores de la madre que reducen a los hermanos a la condición de bastardos. Todo ello no deja de brin­ dar beneficios, pero la novela tiene un solo lector. La especie no constituye mitomanía genuina. ¿Debemos hurgar por el lado de las perversiones y lo que de ellas dice la teoría analítica, que solo las considera en su rela­ ción con la sexualidad? En ese sector hallamos negación de la realidad, pero también demasiadas diferencias para encontrar respuestas. Para el mitómano la mentira es ante todo un medio necesario, del cual no extrae placer de antemano, a la inversa de lo que sería si se lo instalara en la vertiente de la perversión. Para gozar hay que existir, y el mitómano solo existe en la menti­ ra. Fuera de ella, es una silueta hecha de puntos. Notemos al pasar que el sentido común ve, en la mitomanía, perversidad más que perversión, olvidando que el objetivo principal del mi­ tómano -fuera de algunos casos- no es dañar al prójimo. Entre los psiquiatras, Guiraud escribía acerca de la mitoma­ nía “que se observa entre los débiles mentales, los desequilibra­ dos mal adaptados a la vida, y los histéricos” y Dupré creó una entidad denominada “constitución mitomaníaca” que terminó por englobar el conjunto de las histerias, en un enfoque clara­ mente excesivo. Con todo, debemos detenernos un poco en la histeria: incluir en ella a la mitomanía sería una solución econó­ mica, ya que bastaría recurrir al saber psicoanalítico acerca de la histeria y todo quedaría dicho. Es indudable que desempeñar un papel y actuar un persona­ je son moneda corriente en el histérico, que esquiva así una re­ lación genuina con el otro y con su propio deseo. Las historias que escenifica hacen las veces de historia, de una identidad

verdaderamente propia. El hombre histérico, por ejemplo, debe disimular su carencia y propende a crearse un pasado extraordi­ nario y a valorizarse exageradamente, sin mucho respeto por la verdad y sin engañarse de veras. Con todo, a diferencia del mitó­ mano, el desmentido lo afecta. ¿El mitómano solo acentuaría rasgos presentes en el histérico, en particular el masculino? A primera vista podríamos avanzar esta hipótesis, pero si la examinamos de más cerca aceptaremos que en tal caso se trataría de una histeria harto singular, cuando no aberrante, con relación a lo que el psicoanálisis nos enseña acerca de la histeria. Que la histeria y la mitomanía tengan en común el debilita­ miento de las identificaciones y el dominio de lo imaginario no basta para armar un todo, porque divergen en muchos otros aspectos. En otras palabras, aunque en la histeria suele observar­ se mitomanía, ello no permite deducir que ésta pueda ser defi­ nida por aquella única estructura. Tenemos abundantes motivos para pensar que posee su propia especificidad. Se notará por último que la demanda del mitómano, si tiene una, no puede orientarlo hacia el diván más que durante dos o tres sesiones, es decir, justo el tiempo de decidir que el auditorio no le conviene. Por lo demás, es mejor que así sea, porque el psicoanálisis poco podría hacer por él. Analista y mitómano se cruzan rara vez, lo que no facilita el conocimiento de los funda­ mentos inconscientes de este tipo de personalidad. En resumen, aún no se ha hecho una teorización psicoanalítica bien fundada acerca de la mitomanía.

¿Miente el mitómano? La pregunta merece ser planteada. Las fábulas que se narra el mitómano -las que desliza en su discurso y más o menos actúa- deben ser chocantes, pero no por fuerza dar pruebas de gran imaginación. Basta con que en

lo esencial funcionen en y por lo imaginario. La realidad solo le sirve para fabricar historias28 que le resultan indispensables por­ que, como escribe M. Neyraut, “el mitómano solo puede colmar el espacio que lo separa del otro mediante una historia”. Reem­ plaza de alguna manera una situación real por significaciones imaginarias. Como pese a todo la realidad posee para él una cierta forma de existencia, le hará concesiones. Tartarín es un gran cazador en lo imaginario, pues siempre anuncia que partirá de inmediato ha­ cia nuevas proezas. Finalmente se irá a Argelia, donde matará un pobre burro. ¡No, un león, leones incluso! No estamos en la enso­ ñación, que no requiere ni un esbozo de puesta en práctica. Tam­ poco se trata del pensamiento mágico del niño -cuyos vestigios perduran en el adulto-, que se contenta con resultados obtenidos en el plano imaginario. Por fortuna, porque de lo contrario ¡qué hecatombe en las familias! Sobre todo entre hermanos, donde los deseos de muerte, como hemos visto, no son la excepción. Las mentiras de los mitómanos, destinadas por esencia a ser comunicadas, no remiten a una especie de sueño lúcido donde el sujeto se cobijaría antes de caer tarde o temprano en la reali­ dad. Comprometen al autor en acciones sucesivas y complica­ das, en función de situaciones y acciones que no siempre son desinteresadas en el plano material aunque, a diferencia del es­ tafador, solo sean beneficios secundarios. Dicho esto, ¿qué decir de la creencia del mitómano en sus propias mentiras? Recordemos que si las creyera no se podría hablar de mentira en su caso. Por supuesto, es inútil interrogar al mitómano sobre este pun­ to, a riesgo de vernos envueltos en una urdimbre inextricable de respuestas. ¿Podemos compararlo al niño que juega a ser Zorro y al que sería inútil preguntar si cree de verdad ser Zorro? El niño, apenas deja de jugar, sabe que no es Zorro, pero mientras

28Puede ser el caso del novelista.

juega lo cree porque de lo contrario no podría jugar. ¿El mitó­ mano sería entonces aquel que jamás deja de jugar? Sería atri­ buirle una ignorancia grosera de la realidad, opinión poco defendible. Parece más bien que en él coexisten el que cree en la menti­ ra y, por ende, no miente, y el que no se engaña, con vaivenes entre los dos polos y siendo el segundo el más habitual. Recordemos a la médium Héléne Smith: creía absolutamen­ te en sus visiones, lo que no obstaba para que retocara los rela­ tos a fin de imprimirles cierta coherencia. En este tipo de delirio el otro sigue presente en calidad de auditor, para que por lo menos el delirante lo tome en cuenta. Pero la comparación es limitada: el mitómano no delira. Sin duda es a causa de la parte inconsciente de sí mismo que el mitómano se proyecta fatalmente en sus mentiras. Por supues­ to, solo puede desconocer esa parte inconsciente, y ocurre así que suela engañarse con sus inventos. Pero la mayoría de las veces sabe dónde está lo verdadero y, sencillamente, miente. De todos modos, apenas otro le muestra su mentira, inventa otra serie de mentiras en vez de plegarse a la verdad. En el punto de la creencia, sería paradójico exigir al mitó­ mano una posición clara y neta, donde el sí excluyera el no y viceversa. En él, el sí y el no cohabitan pacíficamente. Es un personaje inasible, sin duda. ¿Cómo extrañarse de que él mismo sea incapaz de asirse?

Algunas variantes La mitomanía no es un monolito en cuanto a sus fundamentos conscientes o inconscientes. Presenta ciertas variantes en fun­ ción de la edad, de una patología asociada, del estilo de sus ma­ nifestaciones y también del nivel intelectual. Empecemos por este último rasgo: ¿son los mitómanos más o menos inteligentes que el término medio, o iguales a los de­

más seres humanos? Aunque la inteligencia es una noción difí­ cil de acotar, es posible decir que el mitómano productivo está lejos de ser tonto, pero que en la práctica la mitomanía es com­ patible con niveles intelectuales harto variados. De todos modos la falla no se sitúa en este plano, con una sola excepción: los débiles mentales. Esta apelación hoy no es bien acogida, aunque siempre se interprete como la descripción de un sujeto cuya edad mental muestra un retardo en relación con su edad civil. La mitomanía es frecuente en el débil mental me­ dio y ligero, clásicamente bajo formas vanidosas y pueriles. Cons­ truye y narra historias bastante increíbles para compensar lo que siente, dada su condición. Pero no cree verdaderamente en sus cuentos. Algo análogo podría decirse acerca de muchos alcohólicos. Los dueños de bar lo saben mejor que nadie. En este caso no habla­ remos de mitomanía en sentido estricto, porque recurrir a la mentira es una reacción a los obstáculos que el entorno pone a su necesidad de beber. El alcohólico imagina entonces cualquier cosa para satisfacer su necesidad y disimularla. Con todo, conocí a un “palúdico” con crisis muy atípicas que había inventado, para ese fin, un viaje por Africa que sin cesar enriquecía. La mitomanía no es excepción entre los alcohólicos, que así se valorizan y dan a conocer las imágenes que fabrican de sí mismos gracias al alcohol, imágenes que de costumbre son tan vacilantes como sus pasos. Cuando baja la alcoholemia, el retor­ no de la realidad es tan penoso que de inmediato debe reponer­ se el nivel de alcohol. Y así. Esta variante regada de la mitomanía debe entenderse en función de la génesis del alcoholismo, aun­ que no todos los alcohólicos son mitómanos. Hasta cierto punto es razonable comparar a alcohólicos y toxicómanos, pero éstos mienten con intenciones precisas, relativas a su drogadicción, no para hacerse valer. Decir que son mitóma­ nos carece de fundamento. No nos demoraremos en el caso del niño pues en él la mitomanía se caracteriza por su constancia y no se puede calificar de

anormal: con su desbordante imaginación, el niño adora lo ma­ ravilloso y las leyendas, hasta el punto de inventar verdaderas novelas, incluso familiares. Fuera de los casos en que la fabulación adopta aspectos excesivos, no resulta adecuado hablar de mitomanía en la infancia. En el otro extremo de la vida, el anciano puede casi llegar a ser mitómano aun cuando durante su vida activa esta tendencia fuera discreta. Siente que no es gran cosa, lo tolera mal y recons­ truye en parte o totalmente su pasado, de maneras mentirosas. Relatará proezas imaginarias -sobre todo amorosas, en el varón-, habrá frecuentado a personajes ilustres, ocupado cargos presti­ giosos, sin ignorar en el fondo de sí mismo que está mintiendo. El entorno duda, pero, ¿cómo verificarlo después de tantos años? Los recuerdos son un material frágil. Una variante triste es la del pre-demente, que miente para disimular el debilitamiento intelectual que lo aqueja. Así, inven­ ta para colmar lo que olvidó o no entendió. ¿Se trata de mitoma­ nía, sin embargo? Es evidente que el ámbito de la mitomanía es tan extenso como el de las actividades humanas y no se ve en qué terreno podría no desplegarse. Con todo, ocurre que el mitómano se especialice, que sea activo en un cierto campo y se sienta poco motivado en otros que prefiere dejar para los generalistas. Así, hay mitómanos cuyas mentiras poseen la característica de diri­ girse esencialmente contra el prójimo. Por lo menos en aparien­ cia, ya que sus motivos para dañar así son complejos. ¿Qué buscan en el fondo, y qué tipo de agresividad es ésta? En todo caso, en esta variedad se inscriben los delatores de todo pelo. Sus ambiciones suelen ser modestas y las calumnias afectan a su entorno. Sin embargo, a veces pueden alcanzar di­ mensiones colosales y convertirse en asuntos de Estado. A fines de 1993, Donatella di Rosa, hermosa italiana de ojos azules, acu­ só a su ex amante de preparar un golpe de Estado para la prima­ vera siguiente. El asunto no pasó inadvertido al presunto complotador pues el no era otro que el general comandante de

la Fuerza Rápida Italiana de Intervención. La inmediata conmo­ ción hizo que la joven se convirtiera en una vedette de los me­ dios informativos. Algo abochornada, suministró una multitud de precisiones, incluyendo nombres de cómplices, en particular un tal Nardi, vivo según ella, pese a que estaba muerto desde 1976. El general exhaló un suspiro de alivio cuando la exhuma­ ción probó que el muerto seguía en su tumba. Por su parte, Donatella ingresó en la cárcel. No era una mentirosa ordinaria: es raro resucitar a un muerto para avalar lo que uno dice. En primera fila de esta variedad de mitómanos figuran por supuesto los autores de cartas anónimas destinadas a dañar. En Francia se los designa con el apelativo de “cuervos”, una calum­ nia contra estos simpáticos pájaros. Estos cuervos son expertos en dejar envuelta en sangre y fuego a una aldea, un barrio, una familia, con pleno conocimiento de causa en cuanto a la false­ dad de sus maledicencias, y por lo general sin obtener ningún beneficio tangible. Su creatividad en materia de mentiras es con­ siderable, aunque éstas solo abarquen un número limitado de puntos. Su blanco predilecto es la vida sexual ajena, tema en que se distinguen más por el uso diabólico de las mentiras que por su contenido, ya que no se puede bordar infinitamente acer­ ca de este tema. Su capacidad para dañar es temible: inventan “con precisión” e imaginan los rasgos que no dejarán de dañar. Hay que precisar que suelen ser mujeres, desde luego la clásica vieja solterona, pero también otras que no son ni solteronas ni viejas. Las acusaciones de violación suelen entrar en este cuadro y los inculpados son, por lo general, médicos y profesores. En ese momento es la palabra del presunto agresor contra la de la su­ puesta víctima. Tal vez tras las acusaciones se oculte un amor insatisfecho o una fantasía tomada por realidad, pero el resulta­ do es el mismo: ¿cómo saber? No deseamos a nadie hallarse en esta situación, y todavía menos ser violada de verdad. Los casos reales de violación son, por desventura, mucho más numerosos que los vinculados con la mitomanía.

A primera vista, la agresividad y frustraciones de estos cuer­ vos se desahogan en estas actuaciones poco simpáticas. No se trata de esto, por supuesto, sino de intentos de exhibir identida­ des vacilantes, no solo gracias a las calumnias proyectadas en otros sino sobre todo por la sensación de control sobre las vícti­ mas. Cada uno existe como puede.

El mitómano y el tiempo Cabe preguntarse de qué manera envejece este sujeto cuyo ima­ ginario es desbordante, cómo evoluciona su mitomanía con el paso del tiempo. Porque el tiempo no perdona a nadie. Tarde o temprano las fabulaciones del mitómano están destinadas al fracaso, es decir a ser desmentidas, ya que una confesión es improbable. Igual que el Fénix, las mentiras resucitarán de sus cenizas, pero este proceso no es infinito y puede tener límites. Aparte los cuadros tardíos ya citados, es clásico decir que la mitomanía propende a disminuir con la edad, a medida que el mitómano establece, pese a todo, ciertos referentes en su exis­ tencia. Incluso en estos tiempos de desempleo ejerce eventual­ mente un oficio, puede casarse y tener hijos, hechos concretos que atenuarán en cierta medida su deriva hacia una marea de mentiras. También pasa que el tiempo no arregle las cosas y reencon­ tremos el alcohol, uno de los mejores medios conocidos para arrogarse una existencia imaginaria que permitirá al mitómano proseguir su carrera contra viento y marea, introduciendo más borrones en su vida. Recuerdo también a aquel hombre que durante años desem­ peñó el papel de héroe de la guerra y de la Resistencia. Era tan tenaz y hábil que incluso consiguió hacerse condecorar, cuaren­ ta años después de los presuntos hechos. Con la edad las cosas parecían calmarse, hasta el día en que se le descubrió un cáncer

de pulmón. La realidad estaba allí, penosa, y era imperativo ha­ cer algo: surgió un nuevo héroe, el gran enfermo digno y cora­ judo que provoca admiración en su entorno. Se dirá que no necesariamente era un papel, pero si no lo era, ¿para qué hacer­ se afeitar la cabeza cuando jamás fue sometido a una quimiote­ rapia? La evolución puede ser más grave: puesto contra la pared, el intento de suicidio puede ser una manera de salir del apuro para recomenzar sobre otras bases, igualmente falsas. Por des­ gracia el intento no siempre falla, y entonces la mitomanía cesa por falta de combatientes. En casos extremos, se cae en la tragedia, como se ve en el caso del falso médico de Gex. En enero de 1993 los bomberos sacaron de entre las llamas, moribundo, a este personaje, que había prendido fuego a su casa tras matar a su esposa, a sus dos hijos y a sus propios padres. En su entorno la estupefacción fue general. Este hombre de treinta y ocho años, al que debemos calificar de mitómano, se había mantenido inscrito (en teoría) durante ocho años en segundo de Medicina, lo cual no es nada fácil. Entre 1983 y el trágico final, se hizo pasar por médico e investi­ gador en la Organización Mundial de la Salud. Decía haber egre­ sado en el quinto lugar del internado de París, pero según los testimonios era discreto en lo tocante a sus trabajos. Evitaba ha­ blar del oficio con sus “colegas” y se contentaba con relatar tri­ vialidades, esquivando las preguntas demasiado precisas. Durante ese período trabó amistades y mantuvo a su familia, no solo en la ilusión sino en lo material. Así, con diversos pretextos, pidió prestados 900.000 francos a una amiga. Guando se le pidió que los devolviera, se precipitaron los acontecimientos. Más aún, he­ redó más de un millón de su suegro, muerto en una caída pre­ suntamente accidental. Al cabo de los años, cinco millones habían pasado a su cuenta sin que el fisco ni su desdichada esposa se percataran. No por ello era un estafador; había que vivir bien. Cuando salió del coma y fue posible interrogarlo, aventuró

explicaciones abracadabrantes antes de rendirse. Es improbable que enfrente un juicio. Aunque esta modalidad de evolución es bastante poco co­ mún, me he detenido en este caso porque conviene saber que la mitomanía no solo presenta aspectos pintorescos. Antes de terminar con el mitómano, señalemos que el voca­ blo “mitomanía” es una palabra culta y reciente. Antaño debió haber una palabra cuyo significado fuera más o menos análogo.29 El fanfarrón es aquel que se ufana excesivamente de una proeza que suele ser imaginaria, aunque no siempre. Ufanarse es exagerar los méritos propios o deformar la verdad por pura vanidad, vanagloriarse por una falsedad, pero también por algo real. Así, la mentira no es una constante y sería erróneo asimilar el farsante a la mitomanía. Detengámonos un momento en la vanidad, defecto de la per­ sona que está demasiado satisfecha de sí misma y dispuesta a exhi­ bir su satisfacción. Es vano, entre otras cosas, aquello que carece de fundamentos serios -error más que mentira-, o que no tiene base y solo es quimérico. Aquí aparece de nuevo la mentira, siem­ pre que el vanidoso no crea en sus propias aseveraciones, lo que no es seguro. Y si hablamos de quimera, ilusión, espejismo o utopía, esta­ mos sin duda en el ámbito de lo imaginario, pero no necesaria­ mente en el de la mentira. Fabulación sería en suma el término más vecino a mitoma­ nía, por lo menos en castellano, ya que el bluff viene de Nortea­ mérica con el póquer. El bluff en el juego no es mitomanía, pero un blufeador habitual podría ingresar en el cuadro.

29 Ya dijimos que el delirio queda fuera de nuestro objetivo, pues en principio la mentira no está presente en él.

El estafador Ahora nos toca hablar del estafador, al que la apelación de blufeador puede convenir mejor que la de mitómano, fanfarrón, parlanchín o farsante. El estafador pertenece a nuestro tema por derecho propio, porque la mentira es el fundamento de sus actividades y el terre­ no donde mejor despliega sus talentos. Conoce bien la verdad, pero solo le preocupa cuando le resulta bochornosa o es obs­ táculo para sus pequeñas o grandes maquinaciones. Por lo de­ más, ya encontramos algunos especímenes al hablar de los comerciantes de ilusiones, sanadores o astrólogos. Lamentaremos, por nuestros amigos italianos, que el térmi­ no escroquerie (“estafa”30 en francés) provenga de una voz italiana que significa “desenganchar”. Lo propio del estafador es extor­ sionar, sustraer, sacarle algo a alguien mediante mentiras y ma­ niobras fraudulentas de todo tipo. El engaño -que en francés es fourberie y también proviene del italiano- no le pertenece solo a él, pero lo usa en abundancia. A diferencia de la mayoría de los mentirosos citados, a éste el Código Penal lo toma en cuenta. La estafa es un delito que consiste en apropiarse de los bienes ajenos por medios fraudulentos. Pero el Código no prevé la estafa moral. La apropiación del bien ajeno no es robo propiamente tal, aunque el resultado final sea bastante parecido. Recurre a me­ dios a menudo astutos y especula con la credulidad de la vícti­ ma, en Francia el gogo, nombre de un personaje de comedia del siglo diecinueve. En el caso del estafador no se trata, como en el mitómano, de la desviación de una producción habitual en el ser humano

30 La palabra castellana “estafa” también proviene del italiano: staffare significa “sacar el pie del estribo”, porque el estafado queda económicamente en falso, en el aire. A su vez, staffare proviene de staffa (estribo), que procede del longobardo staffa, que significa “paso” (alemán Stapfe, inglés step). (N. del T.)

como es la mentira, sino más bien un empleo considerable de ésta para obtener una ganancia y, por supuesto, eludir el aprieto en que suele situarlo su índole de actividades. No se puede considerar que sea una anomalía mental espe­ cífica; nos inclinaremos más bien por rasgos de carácter más mar­ cados en él que en la mayor parte de la población: avidez de ganancia -co n la condición de obtenerla por vías tortuosas-, gran talento para la simulación, para las escenificaciones, notable ap­ titud de disimulo y, por supuesto, una afición desmedida, cuan­ do no una pasión, por la mentira. Se ha observado que el buen estafador debe ser particular­ mente meticuloso en su aspecto. “Nunca sospeché, ostentaba la Legión de Honor.” Sin duda, pero la escarapela no basta porque lo que asegura el éxito de sus empresas es el conjunto de lo que parece la persona. K. Schneider decía que el estafador debe te­ ner una “naturaleza amable, encantadora, y modales corteses”. Citaba a un estafador a quien la policía fue a buscar a la clínica y que logró “mediante un simple y soberbio gesto que el unifor­ mado le llevara la maleta”. El artista se reconoce en los detalles. También podemos citar el caso de un escocés llamado McMillan que engañó a más de setecientas personas. Se instalaba en un bar, restaurante u hotel, según fuese la hora. Allí se presenta­ ba como periodista de la cadena de televisión CNN. Telefoneaba de verdad a la sede central en Atlanta, solicitaba (nombrándolo) hablar con un responsable genuino y le exponía un mirífico pro­ yecto de reportaje. Al partir decía con descuido que la cuenta debía ser enviada a la CNN, y él mismo, por puro gusto, enviaba a la CNN las llaves de la habitación que había ocupado. Por últi­ mo, la CNN puso precio a su cabeza y nuestro héroe terminó provisionalmente su carrera en un hotel de Mende (Lozére) don­ de lo arrestó la policía. Aunque abundan los ejemplos de estafa, me pareció agrada­ ble hablar de un falso periodista después de haber discurrido acerca de los verdaderos. Por lo menos el falso solo engañaba a un público restringido. En un nivel más modesto, tal vez se re­

cuerde a aquel estafador que en un aviso económico decía po­ der enseñar un medio seguro de ganar dinero en casa: bastaba enviar un giro por 150 francos. Un millar de personas envió el cheque y recibió una lacónica respuesta: “Haz lo mismo que yo”. Más que el mitómano, el estafador debe poseer un nivel in­ telectual adecuado, incluso superior si quiere alcanzar las cum­ bres, aunque para abusar de los “bienes sociales” no necesita ser demasiado inteligente. Se notará que -fuera de aquellos que se dedican a las seño­ ras ancianas- los estafadores no son antipáticos por esencia. Sue­ len presentar un lado Robin Hood, y cuando estafan a los ricos parecen enderezadores de entuertos. Algunas estafas financieras generan sonrisas en las poblaciones marginales, y Arsenio Lupin es muy simpático. Hay pocos sectores donde el estafador no pueda aplicar su destreza. Ni las organizaciones de caridad se libran de sus ma­ quinaciones. Con todo, muchos se especializan en tal o cual sec­ tor y emplean una y otra vez procedimientos análogos, es decir bien afinados. Esa suele ser la razón por la cual son atrapados. Entonces, no se debe sobreestimar su imaginación, lo que no les impide arrastrar a sus víctimas a mundos imaginarios. En resu­ men, son ilusionistas que se limitan a ciertos trucos. Fraude y estafa son sin duda primas hermanas, pero el frau­ de fiscal o electoral no suele ser calificado de estafa, ni siquiera por la ley. Si así fuese, ¡estaríamos llenos de estafadores! El mitómano corre el riesgo de la burla. En el caso del estafa­ dor la gente ríe de la víctima. El caso de Landrú, que además era estafador, queda un poco fuera dado el destino de sus engañadas. Y todavía, ¿las compadecemos de verdad, o solemos sonreír? Esta­ fadores y mitómanos son grandes consumidores de mentiras, pero difieren sobre todo porque estos últimos son, finalmente, vícti­ mas. El estafador considera de partida que el otro es una presa potencial y dirige directamente contra él su agresividad. Jamás es víctima, excepto del rigor de la ley. Según M. Neyraut, él halla en el éxito de sus maquinaciones “la confirmación de que él actuaba

conforme al principio de realidad, y Monsieur Gogo en el mundo imaginario; la prueba la tiene en el bolsillo”. Nada de eso vale para el mitómano. Si el estafador fuera un enfermo, no se ve muy bien qué remedios podrían aplicársele. En esto se acerca al mitó­ mano, pero la ausencia de posibilidades terapéuticas no basta para establecer una analogía sólida, que en tal caso habría que exten­ der a los catarros y otras desventuras. De hecho y considerándolo todo, nada impide ver la estafa como una profesión, en el sentido de “ocupación determinada capaz de procurar medios de existencia” (diccionario Robert), y en último término, como con las videntes, el código de impues­ tos debería incluir a los estafadores, aunque sería difícil estable­ cer las bases de cómputo fiscal. T. Acceto, ya citado, señala que disimular “es ocultar mediante un velo urdido de honestas tinieblas y violentos decoros, que no engendran lo falso pero otorgan cierto reposo a lo veraz”, y más adelante agrega que “en sustancia, disimular es una profesión que no puede ser convertida en profesión excepto en la escuela del pensamiento íntimo”. Más allá del juego de palabras, el esta­ fador -que sin duda profesa algo más que el disimulo- ejerce una profesión fundada en el uso de la mentira, lo que no deja de recordarnos ciertos oficios honorables. Dicho esto, no cualquiera puede ser estafador. No es asunto de sexo, porque también las mujeres son diestras. La práctica del estafador requiere un conjunto de defectos y cualidades, en una mezcla cuya receta no todo el mundo posee. En cierto senti­ do es mejor que así sea, pero ello no quita méritos al estafador, capaz de llevar la mentira a un grado de eficacia y placer perso­ nal que el mentiroso ordinario no logra.

El tonto y la mentira ¿Por qué analizar ahora el caso del tonto, en un texto dedicado al mentiroso?

Es notorio que mentira y tontería comparten su gran fre­ cuencia en la expresión humana, ya que si todos mienten, ¿quién puede ufanarse de no haber cometido jamás una tontería o de no correr el albur de cometerla? Pero la tontería forma parte de nuestro tema porque, a se­ mejanza de la mentira, corresponde (cuando es una constante en el individuo) a una manera de aprehender la realidad y de modificarla -lo veremos más adelante- a fin de evitar un bo­ chorno. Matizaremos esta idea al hablar del tonto que puede evitar un apuro aunque apenas lo distinga, o bien no lo vea en absoluto. Digamos por fin, antes de entrar de lleno en el tema, que la tontería es una forma de ser que suele volver inútil o superflua la mentira. Es otra vía. El tonto es aquel que presenta de manera habitual una caren­ cia de juicio. No nos detendremos en el tonto ocasional, indivi­ duo que, desconcertado por una situación imprevista, dice una tontería, pues eso le puede pasar a cualquiera, ya lo dijimos. ¿Qué es el juicio, eso que al tonto le falta? El Robert lo dice mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros: “facultad de la in­ teligencia que permite evaluar con cordura cosas que no son objeto de conocimiento inmediato y cierto, ni de una demostra­ ción rigurosa”. En otras palabras, evaluar con cordura es hacerse una idea lo más justa posible de las cosas, una idea adecuada, apropiada, razonable y eventualmente exacta. En un excelente artículo -buenos o malos, no son legiónde Bruno Castets acerca de la tontería,31 el autor señala que “para hablar de carencia de juicio debe haber mal uso de los medios puestos al servicio de quien emite el juicio. Una carencia de jui­ cio puede ser sinrazón, disparate o contrasentido, no error”. De lo anterior se deducirá sin dificultad que el defecto crea una relación particular con la realidad y los demás, semejante a la del 31 nía.

Curiosamente, en el mismo número hay una nota dedicada a la mitoma­

mitómano y su realidad aparte. Castets señala que la tontería “es una manera de ver el mundo y de verse a sí mismo, situarse y com­ portarse en relación con él. En este sentido es una actitud positiva y como elegida, no solo una carencia”. En suma, La Rochefoucauld sitúa bien la relación que el tonto mantiene con el juicio: “Solemos ser tontos con ingenio, pero jamás con buen criterio”. Esta máxima nos lleva a interrogarnos sobre la inteligencia del tonto. ¿Le falta, o no? El ejemplo de algunos ex alumnos de la Escuela Nacional de Administración (ENA) permitiría inclinarse por la segunda posibilidad, ya que sin duda son inteligentes pero suelen mostrar una tontería desconcertante. Tomaré otro ejem­ plo con aquel psicólogo diplomado que, encargado de organizar un coloquio, se quejaba amargamente de que cada vez que imagi­ naba una “idea original, alguien la había tenido antes”. Este suje­ to era capaz de amalgamar conceptos de siete autores tan diferentes como Jung y Lacan y esbozar atisbos teóricos perfectos en su estu­ pidez. El tonto, igual que el mitómano, corre el riesgo de provo­ car burlas. Por fortuna para él, no se da cuenta. Así, el tonto puede ser inteligente, por lo menos desde el punto de vista del cociente intelectual. A la inversa, el débil men­ tal puede ser tonto, o no serlo, lo que lo vuelve más tolerable. Un psiquiatra del siglo pasado, P. Chaslin, señalaba lo siguien­ te: ‘Todos los días encontramos en sociedad a gentes que pue­ den ocupar altos cargos, incluso ser sabios, cuya fisonomía posee algo especial, esto es, la máscara del morón, caracterizada por una mímica intelectual incompleta: son tontos. Hay que distin­ guirlos de los débiles mentales, menos difundidos. Definir con más exactitud la tontería es bastante difícil desde el punto de vista psicológico: solo es posible dar ejemplos que permiten en­ tender lo que es”. Las cosas suelen no ser sencillas con el tonto. El sujeto cuyos rasgos biográficos detallaremos en parte32 parecía estafador, aun­

y'¿ Liberation, 22-3-93.

que actuaba por altruismo y tal vez fuera tonto. Director de una agencia bancaria, prestó sin garantías escritas la suma de 200.000 francos a un dueño de garaje moralmente dudoso y de incierta competencia. Luego le tocó a un dueño de bar, en las mismas condiciones y, cuando el negocio quebró, el banquero compen­ só la pérdida echando mano de los bonos anónimos del cura. Enseguida fue el turno de un dueño de restaurante, con un cré­ dito de 120.000 francos y esta vez con una punción en la heren­ cia del mismo eclesiástico, tal vez para recordarle sus votos de pobreza. Este banquero de buen corazón ayudó además a otras diez personas: “Yo confiaba, acordábamos que los préstamos serían reembolsados”. Gracias a diversos manejos contables los balan­ ces parecían impecables y los clientes afluían a la agencia. Los entiendo. Por supuesto, empezaron los problemas cuando el due­ ño de garaje hizo “cantar” al banquero. Se adivinan las secuelas: controles repetidos de inspectores del banco -p or fin alertados-, que no podían creer que el banquero no hubiera ganado ni un centavo. El ex banquero ingresó en una asociación de caridad donde sus servicios son muy apreciados. Declaró: “Mi carácter optimista y dormir siempre bien me salvaron”. Su última pala­ bra, al salir tras un corto período en la cárcel: “Allí aprendí a conocer mejor a la gente”. ¿Será verdad? Después de este intermedio pintoresco volvamos a tontos más comunes. Conviene notar que algunos solo lo son en un sector determinado y restringido, lo que puede ser el caso de los alum­ nos de la ENA que recordaba hace un momento. La consecuen­ cia es que detectar la tontería demora más y, sobre todo, que estos tontos están bastante bien adaptados a la realidad, fuera del ámbito reservado a su estupidez. Esta esfera puede abarcar muchas cosas: la relación con el otro sexo, el oficio, las creencias irracionales de científicos reconocidos y el campo de la ideolo­ gía. Si nos quedamos en el pasado, cabe preguntarse si el culto a Stalin, predicado por personas por otra parte muy sensatas, no fue una modalidad de la tontería.

De todos modos, raros son los tontos con dedicación exclusi­ va y en toda ocasión. B. Castets, que citaremos nuevamente, dice con justeza: “En la estupidez todo sucede como si ciertos ele­ mentos de la realidad se aprehendieran correctamente, en tanto que otros parecen desatendidos, ignorados, ocultos, disminui­ dos sin razón o descentrados de su significado genuino”. En esta descripción no están ausentes ciertos hechos de la memoria. Así, en el tonto, algunos datos serán negados, descui­ dados, omitidos y el resultado final será un discurso... tonto, pero también una forma de aproximarse al mitómano y, más generalmente, al mentiroso. Es obvio que esta manera de actuar no es privativa del tonto ni del mentiroso. B. Castets introduce un término medio, o puen­ te, entre éstos y la gente de mala fe, que elimina o desprecia los argumentos que la contrarían. Además, plantea la cuestión de saber si el tonto siempre ignora la falta que comete y es induda­ ble que cuando no es así es lícito decir que actúa de mala fe, rasgo típico del mentiroso. También puede ocurrir que el tonto, por sus estupideces, se mienta a sí mismo, en una suerte de auto-mala fe destinada a eludir aspectos molestos, como se hace cuando en una discusión se sale de apuro negando datos que son abrumadores. Cuando el tonto evita un obstáculo, empero, adopta una vía distinta a la del mentiroso, pero con idéntico objetivo. Si la pre­ gunta tuviera sentido podríamos interrogarnos sobre qué es me­ jo r: ¿salir de apuros mediante una idiotez o una mentira? Cuestión de puntos de vista. ¿Qué es lo que evita el tonto? Es tentador seguir a B. Castets cuando señala que el tonto, inmerso en un mundo donde no puede desconfiar de sus propias ideas, y donde gracias a una falsa confianza en sí mismo y sus razones no cabe la vacilación, se protege mediante su modo de actuar. Si aceptamos este crite­ rio, la creencia del tonto sería una forma de defensa ante con­ flictos inconscientes no resueltos y, por lo tanto, una protección contra la angustia consiguiente. Podríamos así decir que la estu­

pidez es “la solución imperfecta pero perpetuada de un conflic­ to antiguo que, no habiendo podido ser despachado por las vías normales, sigue generando una angustia que solo la estupidez puede apaciguar”. En tal caso, habría que ubicar al tonto entre los neuróticos. Esta idea no contraría la experiencia general ni la de los analis­ tas, cuando en ciertos momentos del tratamiento el analizado se protege de aquello que amenaza con emerger mediante evita­ ciones y negaciones que asombran por su estupidez. Si la tontería es un modo de defensa, podemos ver una ana­ logía con el mitómano que protege su inconsistencia, en un pla­ no que en ambos casos revelaría una cierta patología, más patente en el tonto que en el mitómano. Por cierto, todo mentiroso se defiende y protege, pero no es lo único que hace. También puede ser un predador, como es el caso del estafador, o un sujeto que elige la vía de la mentira para obtener un beneficio que no podría lograr de otro modo. ¿Son menos oscuros ahora los problemas planteados por estos tipos de mentira? Se requerirían otras demostraciones, y también precisiones más amplias. Si la hipótesis es válida, ¿por qué, por ejemplo, elegir la estupidez como solución a un con­ flicto inconsciente antes que otras manifestaciones neuróti­ cas, y de qué conflicto se trata? Además, ¿de dónde proviene la inconsistencia de la autoimagen del mitómano? ¿Hay un único modelo de personalidad entre los estafadores o es legí­ timo vincularlos con otros sujetos que manipulan la realidad para obtener un beneficio, financiero para citar solo uno? ¿Existen tantos alcohólicos entre los tontos como en el resto de la población y, sea cual fuere la respuesta, por qué? Y así sucesivamente. Revisaremos ahora a un mentiroso que rara vez es tonto, que a veces es mitómano aunque no un estafador genuino, y que en cualquier caso no puede permitirse ser las tres cosas a la vez.

Mentira peligrosa Para ciertas personas la mentira no es un arte para vivir sino para sobrevivir. Se trata de los que trabajan en los denominados servicios secretos o, más precisamente, de información. El espía, para designarlo por su nombre, no es previamente mentiroso. Su trabajo consiste en recoger de manera clandesti­ na informes en principio secretos, en tal o cual ámbito. Es una profesión algo particular, pues resulta imposible ejercerla sin re­ currir constantemente a la mentira. Se puede considerar que la vida del espía es en sí misma una mentira perpetua, y la multiplicidad de personajes que debe en­ carnar nos lleva a preguntarnos si no estamos ante una variedad de la mitomanía. Sin duda no es el caso más frecuente y, por lo demás, actúa así por una o varias buenas causas, según el núme­ ro de empleadores. Tomemos para empezar un caso sencillo, el de Mata Hari, personaje casi mítico que sin embargo existió, a tal punto que terminó su carrera en 1917 ante un pelotón de fusilamiento. De origen holandés, llevó una vida trivial hasta 1902 cuando, a la edad de veintiséis años, abandonó a su hija y a su esposo para llevar otro tipo de vida con el seudónimo de Mata Hari. A partir de entonces aparece como una mitómana que usó más su encanto que su belleza, que por lo demás no era excepcional. Se inventó un destino extraordinario: hija de príncipe hindú o java­ nés, según el caso, pretendía haber aprendido así el secreto de las danzas orientales. Hizo carrera como bailarina, más bien desvestida, hasta 1914. Dos años después y ya de regreso en Holanda, un cónsul alemán le propuso redondear sus ingresos a cambio de ciertas informa­ ciones que ella podía obtener, especialmente en la cama. Acep­ tó, así como dos meses después aceptó dar igual servicio al segundo burean francés. No le fue demasiado bien en su nueva profesión, pues tenía más talento para la mentira que para un análisis inteligente de las situaciones en que se involucraba. Tal

vez poseía un cierto grado de estupidez. Arrestada y fusilada me­ nos de un año después, alegó una falsa preñez para retrasar el momento fatal. ¿Cómo esta espía de segunda y más bien torpe alcanzó tal nivel de celebridad? Es un misterio. En todo caso, parece más teñida de mitomanía que el espía clásico, el cual, si bien no siempre es genial, suele ser más eficaz. R. Faligot y Rauffer narran, en su Histoire mondiale du renseignement,33 la historia del sexto hombre de la red Philby, nombre de un diplomático inglés que junto a algunos colegas infiltró, para la URSS, el MI 6, más conocido como Intelligence Service. Este sexto hombre, Edward Pfeiffer, nació en París en 1890. Des­ pués de brillantes estudios en Oxford, fue reclutado por el MI 6, que le aconsejó trabajar para los servicios franceses. Concluida la guerra del Catorce, ingresó en la política, se convirtió en emi­ nencia gris y luego en jefe de gabinete de Daladier. Fue varias veces ministro, y en 1939 llegó a Presidente del Consejo. A Dala­ dier le faltó olfato, pues su protegido era agente de los servicios soviéticos de información, su tercer y principal empleador. Cuando estalló la guerra en 1939, era oficial del segundo burean y en 1940 partió a Estados Unidos, donde permaneció diez años, ejerciendo siempre las mismas actividades culpables. No detallaré más su carrera, pero cito el hecho algo sorprenden­ te de que también fue consejero de Winston Churchill. Más ta­ lentoso que Mata Hari, terminó apaciblemente sus días en el Lot-et-Garonne, donde murió a la hermosa edad de setenta y seis años. Sin duda este personaje no tenía nada de mitómano y per­ tenecía a esa categoría de mentirosos inteligentísimos y hábiles que suelen trabajar en los servicios de información, donde siem­ pre se miente, aunque rara vez con tanto talento. La merecida recompensa del suyo fue una impunidad perfecta, de la que gozó hasta su muerte. Es obvio que su ambición principal fue servir a sus empleadores, y la mentira solo un recurso. No hay

33Historia mundial de la información.

duda de que fue un gran fabricante de embustes. Más allá de este aspecto cuantitativo, notemos que el buen espía se evalúa por su longevidad en el oficio (es decir por la calidad de sus mentiras), y no solo sobre la base del valor de las informaciones que entrega a Pedro, Juan y Diego. ¿Por qué se convierte alguien en espía? Por patriotismo, con­ vicción política, codicia, afición al riesgo y a situaciones tortuo­ sas, y sin duda por otras razones, entre las cuales estar mejor informado y antes que los demás, sin duda. Otro rasgo común con el periodista, siendo el primero la fatalidad de la mentira en ambas profesiones. Nada impide ejercer una y otra, como Georges Blun, perio­ dista que de 1914 a 1947 sirvió a ingleses, soviéticos, franceses, acaso polacos, accesoriamente suizos y por último, después de la guerra, ayudó a un tiempo a norteamericanos y japoneses. ¡Ge­ nuino talento de doblez! Se dice que el oficio más antiguo del mundo no es la prosti­ tución sino el espion¿ye, necesidad previa para tomar las direc­ ciones adecuadas. Pero no son excluyentes. Lydia Stahl espió para la URSS cuando cambió bruscamente de vida tras la muerte de un hijo, caso semejante al de Mata Hari. Vivió así en París unos diez años y luego convirtió su finca en una casa de citas, donde los personajes más importantes del ám­ bito político y militar francés y extranjero hallaban a hermosas jóvenes de diversas nacionalidades. Dejó de trabajar exclusiva­ mente para los soviéticos y empezó por su cuenta, aprovechando su inusitada posición para obtener y vender informaciones al mejor postor. La descubrieron poco antes de la guerra: conde­ nada a diez años de prisión, los alemanes la liberaron y emplea­ ron sus servicios. A la sazón tenía cincuenta años y sus huellas se pierden en Argentina, en 1950. Un nuevo ejemplo de longevi­ dad en este riesgoso oficio. No abundaré en ejemplos, por pintorescos que puedan ser. Mitómano que sublima, estafador, falsificador, acaso el espía

sea todo ello, pero este personaje presenta siempre rasgos es­ pecíficos que lo apartan de otras categorías de mentirosos. Su supervivencia depende (ya lo dijimos) de la calidad de sus men­ tiras, desafío que distingue sus embustes de otras modalidades de falsedad. ¿Quizá se me note cierta admiración? Sería asombroso que el espía no tuviera inconsciente. En ta­ les condiciones, la necesidad de engañar a patrones sucesivos o simultáneos -notoria en numerosos espías- merecería interro­ gar sus motivaciones profundas. Sin duda esto ya se hizo y pode­ mos hallar en la ficción, en particular en John Le Carré, no pocas observaciones interesantes. Pero ahora debemos pasar a otra cosa.

CAPITULO

9

Mentiras de todo tipo

Examinemos ahora algunas variedades de mentiras. Si fuera una enfermedad, diríamos sus formas clínicas, pero sabemos que la mentira no suele ser una patología. Además, presenta modalida­ des atípicas, y empezaremos por ellas.

Trampear ¿Qué pensar, por ejemplo, de la trampa? La intención de enga­ ñar es obvia, con el objetivo de inducir al otro en error respecto a hechos o intenciones, mediante diversos procedimientos que incluyen el ardid, el disimulo -parientes cercanos pero restringi­ dos de la mentira- y, por supuesto, la mentira. Ahora bien, la trampa, en relación con la verdad, no es tan clara como la mentira, que asevera lo falso. Si pensamos en el tramposo común -e l que trampea en el juego-, no es con la verdad que lo contrastamos. Lo que hace es manipular reglas que conoce muy bien (las del juego), y las infringe a sabiendas. Aunque todos los juegos se prestan más o menos a la tram­ pa, es posible distinguir al menos dos casos muy particulares. Por ejemplo, en el póquer, donde por otra parte no es im­ posible trampear (basta tener dedos hábiles), el bluf es parte de las tácticas admitidas, aunque no de las reglas. Lo citamos al mencionar la mitomanía, cuando dijimos que el blufeador habi­ tual podía ser una forma de mitómano. Nada de eso ocurre con el jugador de póquer, que en principio solo farolea en el juego.

Al hacerlo no contraviene una regla y, a decir verdad, es difícil imaginar a un buen jugador de póquer que no utilice el bluf. El ajedrez excluye el azar y la trampa, pero, ¿no presenta acaso cierta analogía con el póquer, precisamente a propósito del bluf? Por supuesto, no es el mismo bluf porque las piezas están a la vista y sus posiciones y desplazamientos no permiten discusión ni fraude. Con todo, no es insólito que el jugador de ajedrez adopte actitudes destinadas a impresionar e intimidar al adversario. A mi entender no lo logra inventado historias sino quizá echando a correr rumores insidiosos antes de los grandes torneos. Actuará fingiendo una seguridad que puede inquietar al con­ trincante o, a la inversa, tironeando su bigote o el cuello de la camisa con actitud desconcertada, pese a saber de antemano la secuencia de movidas posibles. También puede intentar dis­ traer o irritar al otro con repetidos chasquidos de la lengua, mí­ micas cercanas al tic, tamborileos en la mesa e incluso, parece, hurgándose la nariz. En resumen, domina un abanico de con­ ductas, pero éstas forman parte del ardid más que de la mentira propiamente tal, aunque la intención notoria sea engañar. Uno de los atractivos del ajedrez es que a pesar (o a causa) de reglas intangibles, es posible influir en el desarrollo del juego recu­ rriendo a procedimientos vecinos al bluf. Con razón se dice que para jugar ajedrez hay que ser psicólogo... Volvamos a la trampa: aparte del ajedrez, sin duda es posible trampear en todos los juegos e infringir las reglas con intención de ganar. En el bridge, es trampa usar un código previamente convenido para los anuncios. Inútil multiplicar los ejemplos, es sabido que en el juego las reglas se hicieron para ser transgredidas. No obstante, con esta índole de trampa ingresamos en una modalidad atípica de men­ tira. Es mentira, pero también es juego. En cambio, trampear siempre, es decir actuar de mala fe, traicionar y valerse de una confianza, disimular los defectos de un objeto (recordemos a los anticuarios), forman parte, en un momento u otro, de la menti­

ra. En estos casos no se trata de reglas cuya inobservancia torna­ ría imposible el juego, y evidentemente nos hallamos ante un estafador. También ante un mitómano, con la diferencia de que en éste la alteración de la verdad es la regla y su ambición prin­ cipal no es el lucro sino su propia imagen. ¿Cómo calificar, si no es con el calificativo de trampa, a cier­ tas entidades como, por ejemplo, los planes sociales que ya he­ mos citado? O, en el mismo ámbito, la Dirección de Personal metamorfoseada en Dirección de Recursos Humanos, reducida a sus iniciales para presentar una imagen positiva, o el director de “comunicaciones” que oculta al encargado de la publicidad de tal o cual empresa. En esta misma subcultura, los objetivos (el lucro) y el papel de cada uno en la empresa no se supone que provengan de la Dirección. En general surgen de indagaciones científicas y neu­ tras que los asalariados no pueden poner en duda. Todo con transparencia. Si esto no es tram pa..., ¿qué es? Aunque no hayamos citado específicamente la trampa en el caso de la publicidad, su presencia es notoria. Pero el vocablo mentira se adecúa mejor a su realidad. Así la trampa puede ser una versión atípica o límite de la mentira (caso del juego) o un conjunto de procedimientos men­ tirosos: en tal caso trampa sería un eufemismo. También es eufe­ mismo el término “contraverdad”, expresión que pretende ser cortés pero denuncia crudamente la presencia de una mentira, aquí y ahora. Hasta el término es mentira.

Bromistas Es obvio que los bromistas mienten a menudo. Toda broma com­ porta por esencia una parte de mentira, de engaño podríamos decir, porque al otro lado de la línea (aun sin teléfono) hay un embaucado. ¿Y qué es un embaucado sino una persona a quien se le miente sin que lo sospeche, broma o no?

Ninguna broma puede existir sin por lo menos un embauca­ do, y cualquiera, usted o yo, puede serlo llegado el caso.34 Tam­ bién hay bromas imbéciles, como por ejemplo insertar en la rúbrica necrológica la muerte de una persona viva. Una variante curiosa es publicar uno mismo su deceso y asistir de incógnito a sus propios funerales. Esto se ha hecho y el mentiroso sin duda pudo enterarse de algunos embustes acerca de él. Personalmen­ te el asunto me parece más bien divertido. Una broma imbécil es la que no hace reír a nadie. El bromista miente, es la ley del género, y no podemos repro­ chárselo. Con todo, es lícito preguntarse si algunos bromistas in­ veterados no tienen algo de mitómanos. Tuve un amigo que pasaba el día haciendo bromas por teléfono. Un día llamó a un laborato­ rio farmacéutico y se hizo pasar por delegado del Arzobispado de París, alegando que el cardenal de la época padecía “incertidumbres intestinales” a causa de la ingesta de un medicamento anodi­ no fabricado por el laboratorio en cuestión. El asunto duró un buen tiempo y la dolencia del cardenal llegó a oídos del perplejo presidente de la empresa. Ahora bien, este bromista, sin ser un mitómano declarado, alteraba continuamente la verdad. Esta anéc­ dota está lejos de ser única. Con todo, no creo que el lamentado Francis Blanche, autor de bromas telefónicas geniales, haya sido mitómano. Tenía demasiado mal carácter para eso. Es posible, claro, preguntarse si la broma no es a veces un procedimiento de evacuación de tendencias mitómanas. A fin de cuentas, en el bromista hallamos la mentira por una buena causa, aunque no todo el mundo lo aprecie. No se diferen­ cia mucho del médico compasivo por la intención y el contexto. En realidad, esta mentira no es una modalidad verdaderamente atípica. Veamos ahora algunas variedades propiamente tales de la mentira. 34 Según Lacan, “Los no engañados yerran”. Título de uno de sus últimos seminarios.

¿Mentira gratuita? Entre estas modalidades, la mentira gratuita ocupa un lugar enig­ mático, a tal punto que primero hay que inquirir si existe. Es sabido que no se miente sin razón. En los casos que vimos, la cosa es indudable, entendiéndose que las razones pueden ser muy variadas y no evidentes a primera vista. Sin embargo, la mentira gratuita, sin motivo, es rara pero no excepcional. Alguno dirá por ejemplo que conoció a tal per­ sona en tal lugar, aunque sabe que no es así y que la informa­ ción no puede de ninguna manera interesar o afectar a su interlocutor, que solo experimenta indiferencia ante el asunto. Tampoco aporta nada al mentiroso. ¿Para qué la mentira? Antes de aseverar la gratuidad de esta mentira hay que exa­ minar todas las hipótesis habituales. No es una broma, el sujeto no esquiva bochorno ninguno, no es mitómano ni obtiene pro­ vecho. Cabe entonces preguntarse si él mismo conoce sus moti­ vaciones. Si se le interroga y está dispuesto a contestar, pretenderá que dijo eso “sin pensar” y que por lo demás su observación carece de importancia y significado. Sin pretender acarrear agua a mi molino, es notorio que esta observación presenta cierta analogía con un episodio escapado directamente del inconsciente del sujeto, por una razón que él no puede sino ignorar, acompañada por la tendencia a trivializar su acto y negarle todo sentido. Tampoco niega haber dicho que conoció a la persona en cuestión y que, en suma, no la había conocido. Casi siempre dirá: ¿qué importa? Citamos ya diversas expresiones del inconsciente en el dis­ curso, por supuesto el lapsus, pero también el recurso ambiguo a la polisemia de un vocablo, al equívoco de una expresión, a una palabra que expresa otra cosa de lo que parece decir. El interlocutor lo percibe o no, y si se percata, las motivaciones le causan perplejidad. Si tiene la capacidad y las ganas, podría ana­ lizar luego el sustrato inconsciente.

No es inimaginable que una mentira forme parte de esas filtraciones del inconsciente, pero en tal caso el sujeto no ignora que falsea, que miente. Se le escapó, nada más. De igual mane­ ra, podrá eventualmente descubrir los motivos, el sentido laten­ te de la mentira, ajeno a su contenido manifiesto. Así, una mentira puede parecer gratuita sin serlo. ¿Fantasía de psicoanalista? Tal vez. No insistiré en este punto, que puede ser considerado discu­ tible. Siempre en el ámbito del psicoanálisis citaré, con ayuda de Freud, otra variedad: la mentira anodina de la infancia que sin embargo marcó al sujeto, hasta el punto de acosarlo en la edad adulta. El caso no puede dejar de tener significado, porque si te persiguieran todas las mentiras que dijiste de niño no tendrías tiempo para inventar otras. He aquí lo que relata Freud acerca de una paciente. A los siete años, mintió a su padre a propósito de 50 pfennigs que éste le había dado. El detalle no importa. El padre descubrió y casti­ gó la mentira, sin exceso. La paciente sentía que ese episodio había marcado un “hito en su juventud”, después del cual nunca fue la misma. En sus asociaciones surgió que poco antes de la mentira po­ seía una pequeña suma que le había confiado una vecina para una compra, pero, al ver a la criada de la vecina, arrojó el dine­ ro en el retrete. Acto que ella no se explicaba, pero que le recor­ daba a Judas. Regresando más atrás en su memoria, recordó haber asisti­ do, a la edad de tres años, a las efusiones de una criada de sus padres con un cierto médico, y que la empleada en cuestión le daba (a ella) “algunas monedas para asegurar su silencio”. Esto hasta que un día, llena de celos, se las arregló para que su ma­ dre descubriera el asunto, traicionando así a la criada, que fue despedida de inmediato. Así, escribe Freud, “para la niña, el hecho de recibir dinero de alguien significó tempranamente vender su cuerpo, tener una relación amorosa” y “sacar dinero del padre equivalía a una de­

claración de amor”. La niña no podía sino mentir acerca de ese dinero “porque el motivo inconsciente era inconfesable”. Al cas­ tigarla, el padre rechazó su amor, lo que resultó intolerable. Todo esto surgió -precisa por último Freud- durante el aná­ lisis, porque la paciente se deprimió “un día en que me vi obli­ gado a copiar el desdén del padre al rogarle que no me trajera más flores”. Ignoro si todo analista, ante una persistente mentira de la infancia, sería capaz de desovillar la madeja con la agudeza de Freud. Recordemos lo dicho antes acerca de los relatos de casos clínicos. Sea como fuere, estamos ante una variedad de mentira que no es rara. Su principal característica es la desusada persis­ tencia en la memoria del autor. No por ello deduciremos que toda mentira olvidada carece de significado inconsciente. Más allá de los motivos aparentes, por lo demás harto reales, el in­ consciente no deja de estar allí.

De la mentira indescifrable a la mentira ostensible Otra variedad de mentira que merece atención es la mentira indescifrable.35 Aunque sabemos que hay mentira, no sabemos dónde se sitúa exactamente. Los mejores ejemplos de este tipo de mentira se hallan en casos judiciales, que suelen motivar de­ bates durante años. Por supuesto, para que haya mentira indescifrable es necesa­ rio que el sujeto presente dos versiones contradictorias respecto de un punto dado y que sea imposible discernir cuál es verdade­ ra y cuál falsa. El caso más habitual es el del acusado que des­ miente su confesión cuando los hechos mismos no constituyen prueba fehaciente en ninguno de los dos sentidos. Entonces ven­ drá el sobreseimiento en beneficio de la duda o bien, en una

35En la acepción común del término, no en su sentido matemático.

componenda algo extraña, una condena ligera, salvo que la jus­ ticia, en su majestad, decida culpa cierta. La vida cotidiana presenta ejemplos de este tipo de menti­ ra, de costumbre en un registro menos grave. De hecho, ¿no es la mentira indescifrable una mentira verdaderamente lograda? La mentira alcanzada disimula tan bien la verdad que nadie la sos­ pecha. La mentira verdaderamente lograda es aquella cuya exis­ tencia no genera dudas pero cuyo emplazamiento es imposible de situar. La triste historia de Gilíes de Rais entra en este marco y nos detendremos un momento en ella. Si bien se acepta que come­ tió crímenes atroces y los confesó, hay que recordar que empezó por negarlos. Sería trivial, pero resulta que los intentos de reha­ bilitación empezaron tres años después de su muerte y se multi­ plicaron después. Entre los últimos se halla el de G. Prouteau, que plantea de nuevo la cuestión de la inocencia de este maris­ cal de Francia, ex compañero de armas de Juana de Arco. Es sabido que Gilíes de Rais -riquísimo noble endeudado- compa­ reció, previamente a su ejecución, ante dos tribunales: uno civil y otro religioso, asimilable a los de la Inquisición. El procedi­ miento exigía por lo menos dos testigos confiables, indicios ma­ teriales del delito y, si era preciso, la confesión del culpable bajo tortura. La hipótesis de G. Prouteau, refutada por algunos historia­ dores, es que Gilíes de Rais fue víctima de una maquinación urdida por el obispo de Nantes, Jean de Malestroit, que le tenía inquina por motivos personales y codiciaba sus riquezas. Aun­ que después de su muerte confiscaron sus bienes, su familia los recuperó diez años después. Verdad es que no se hallaron restos de las víctimas, pero tal vez fueran quemados. También es verdad que en aquella época desaparecían numerosos niños sin por ello haber sido descuarti­ zados. Por último, es verdad que Gilíes de Rais solo confesó para evitar la tortura. Es más, aunque se le imputaban 140 muertes, confesó 800 asesinatos. En su comentario del proceso, Georges

Bataille admite que las confesiones pueden haber surgido debi­ do a las amenazas, pero por último estima que “la amenaza (de tortura) facilitó lo que fue una respuesta a la pasión, aunque no su causa”. ¿Acaso un Gilíes de Rais inocente habría despertado el interés de Georges Bataille? El célebre abogado Maurice Gargon ha dicho que hoy ha­ bría sido condenado a seis meses con pena remitida. Es un he­ cho que ya no se persigue la herejía religiosa, por lo menos en nuestros países, y que la pedofilia -e l mariscal estaba notoria­ mente de este lado- no es castigada con demasiada dureza si se mantiene dentro de límites decentes. Gilíes de Rais era un alcohólico desaforado. Le quitaron el alcohol en la cárcel, para debilitarlo. Por lo demás, su comer­ cio con el demonio, tan trivial como mal visto en aquella épo­ ca, ya había sido probado. Su fe en Dios no era por ello menos sólida, y su respeto por la Iglesia, indudable. Pese a estar en pleno delirio místico, o debido a ello, murió como un cristiano ejemplar, logrando escapar a las llamas tras ser colgado, y ser enterrado religiosamente. Este “favor” es uno de los argumen­ tos de G. Prouteau para alegar su inocencia. Acabamos de ver que si bien Georges Bataille no cree en ésta, plantea un punto que forma parte de nuestro tema, cuan­ do escribe de Gilíes de Rais que, ante sus jueces, “su actitud no tiene nada calculado, nada astuto: pasa sin transición del insulto al decaimiento. Pero solo es tonto en la insolencia”. Luego em­ pleará más bien el término “necio” -aquel cuya simplicidad lle­ ga a la estupidez- e incluso hablará de “profunda necedad”. Con más amabilidad, M. Tournier dice que el mariscal “an­ tes del encuentro fatídico con Juana de Arco” era “un buen mu­ chacho de su época, ni mejor ni peor que otros, de una inteligencia mediocre y profundamente creyente”. ¿Era Gilíes de Rais solo un tonto, un pedófilo confeso, un alcohólico, un aficionado a la magia negra, o bien era culpable de todos los horrores que se le imputaron? ¿Cuándo mintió? ¿Al negar o al confesar? En cualquier caso, mintió, pero el punto de

aplicación de su mentira ha sido indescifrable, ya que todavía se debate su caso quinientos años después de su muerte. Si la respuesta es sí, se trataría en realidad de un ejemplo de mentira verdaderamente lograda, cumbre de la mentira que casi nadie alcanza. Copiaré de Umberto Eco otro ejemplo inventado por él cuan­ do, a propósito de fraudes y falsificaciones, se preguntaba si existía “una falsificación perfecta” y si había casos “donde ninguna prueba externa estuviera disponible y las evidencias internas fueran alta­ mente discutibles”. He aquí lo que imaginó Eco: en 1921 Picasso dice haber pintado el retrato de H. B. Domeq, y F. Pessoa asegu­ ra que se trata del mejor cuadro de Picasso. Cuando los críticos se interesan en el asunto, Picasso declara que se lo han robado. En 1945 Dalí anuncia que encontró el cuadro, y Picasso lo reconoce formalmente. La tela se vende al Museum of Modern Art. En 1950, Borges afirma en un ensayo: - Nadie pudo pintar el retrato de Domeq en 1921, porque fue él quien inventó a ese personaje veinte años después. - Picasso pintó el cuadro en 1945 y lo fechó en 1921. - Dalí robó el cuadro, lo copió y destruyó el original. Así, el cuadro expuesto en el museo es “la falsificación inten­ cional de una deliberada falsificación de autor de una falsifica­ ción histórica”. En 1986, en una obra inédita de Queneau, aparece que Domeq existió pero se llamaba Schmidt. Braque pintó su retrato en 1921, creyendo que se llamaba Domeq, e imitó deliberada­ mente el estilo de Picasso. Domeq murió durante la guerra sin dejar huellas. Dalí encontró ese cuadro, lo copió y destruyó el original. Picasso hizo una copia de esa copia de Dalí, y esta últi­ ma fue destruida. Así, el cuadro vendido al museo “es una falsifi­ cación pintada por Picasso que imita una falsificación de Dalí, que a su vez imita una falsificación pintada por Braque”. Queneau supo esto de boca del individuo que encontró el Diaño de Hitler. Es fácil imaginar cuánto se divirtió Eco al crear esta historia que, sin duda, describe una falsificación perfecta o,

si se prefiere, un conjunto indescifrable de mentiras con un de­ talle adicional: todos los protagonistas están muertos. A pesar de ser algo complicada, la carrera del cuadro no es imposible. De hecho, cuando se trata de una mentira indescifrable se­ ría más adecuado hablar de un modelo perfecto de mentira, no de una simple variedad. Pero las apariencias pueden ser engañadoras, como ocurre con la aseveración “yo miento”, nada indescifrable conforme a la demostración de Lacan y, antes, de otros. En efecto, es falso retrucar a ese “yo miento” que si lo dices estás diciendo la verdad y por ende no mientes, y así sucesiva­ mente hasta el infinito. En realidad, hay que distinguir el “yo” de la enunciación, aquel que enuncia, del “yo” del enunciado. En estas condiciones, desde el lugar donde enuncio es admisible que el “yo” que formula el enunciado mienta, “e incluso que al decir yo miento afirme que tiene la intención de engañar”. La mentira indescifrable (es indudable la presencia de una mentira aunque sea imposible detectarla) es un asunto serio. Antes de afirmar su existencia debes analizarla con cuidado. De lo contrario corres el riesgo de equivocarte y engañar a quienes interpelas al pretender que tal mentira es indescifrable, cuando no existe mentira en absoluto. En el antípoda de la mentira indescifrable, digamos algo acerca de un caso donde la mentira es obvia y además tan visi­ ble como la nariz en la cara. Por lo demás, es precisamente el rostro -junto con las m anos- lo que aquí está en cuestión. Ha­ blo de esas personas que mienten quizá menos que otras por­ que delatan siempre la mentira con algún gesto -laxitud en la mirada, súbito rubor, pequeño tartam udeo- que indica al in­ terlocutor la presencia de una mentira en el ambiente. Esto puede ocurrirle a cualquiera de vez en cuando, pero aquí me refiero solo a los que no logran superar su incapacidad de mentir sin mostrarlo de inmediato. Esta debilidad (no hablemos de defecto) no es señal de in­ coercible franqueza. Estos sujetos quisieran poder mentir, igual

que los demás. ¿Por qué no lo logran? Sin forzar demasiado los hechos, es admisible imaginar que portan en ellas una carga de culpabilidad inconsciente tan mal contenida que se desborda apenas su intención es engañar. En otras palabras, a la menor ocasión, esta culpabilidad se desplazaría de sus sustratos incons­ cientes para adherirse a cualquier deseo de mentira, aun acerca de un tema trivial. No se debe generalizar esta hipótesis y, en cualquier caso, no tengo argumentos para defenderla. Pero merecía ser citada, por las dudas. Tengamos compasión de estos tullidos de la mentira porque sus vidas no son fáciles: pueden tornarse harto complica­ das si la necesidad de mentir es imperativa. Además, muchas carreras les están vedadas, desde el comercio hasta el espionaje. Una pequeña reserva, de todos modos: cuando te encuen­ tras ante alguien cuyo mero aspecto delata que miente, la evi­ dencia es tan grande que puedes preguntarte si se puede confiar, esto es, si el tipo miente realmente. De inmediato surge en la memoria la célebre fórmula: “Tenía tal cara de testigo falso que ya era franqueza”, cuya figura paradójica -aunque no la letrapodría aplicarse a los mentirosos que siempre se delatan.

La confesión mentirosa A propósito de Gilíes de Rais citamos el problema de la confe­ sión que, en su caso y si seguimos la hipótesis de la inocencia, mostraría que mintió al confesar, por temor a la tortura. Pero no se precisan condiciones tan extremas para que alguien confiese una falta que no cometió. Si hay un acusador, éste puede dispo­ ner de un conjunto de pruebas ante las cuales, aunque sean fal­ sas y acaso mentirosas, el acusado se derrumbará, por lo menos momentáneamente. Ocurre también que no existan pruebas: bas­ ta la acusación para que surja la confesión. También sucede (y es el caso más demostrativo) que no haya acusador. La confesión brota por sí misma pese a que nadie exigía nada al que confiesa.

Se entiende que un individuo muy acusado pueda “quebrar­ se” y recurrir a una confesión falaz para salir del apuro, y ni si­ quiera hablo de evitar la tortura. Pero es lícito asombrarse cuando alguien va a la comisaría y proclama “yo asesiné a la viuda Couderc”. Puede ser un mitómano que escoge este recurso para hacerse no­ tar, aunque sea de manera estrafalaria. Si el interesado presenta el asunto más o menos plausiblemente, sin pretender además ser responsable por la rotura de la jarra de Soissons, puede llegar a ser difícil para los investigadores probar que no mató a la viuda. Se hallan entonces en una situación extraña, a menos que necesi­ ten un culpable y no tengan a mano uno mejor... Pero este tipo de caso no nos demorará ahora, ya hemos hablado bastante del mitómano. Dejemos asimismo de lado los asuntos policiales. Uno puede confesar cosas anodinas, pese a ser inocente. Aunque esta desventura no es rara en el niño, tam­ bién ocurre en el adulto. La hipótesis que se nos viene a la mente para explicar estos hechos es que, a semejanza del sujeto incapaz de ocultar que miente, el que confiesa gratuitamente se alivia así de una culpabi­ lidad surgida de una problemática inconsciente y relativa a otra cosa. Esta índole de culpabilidad puede ser tan pesada de llevar que cualquier medio será bueno para aligerar la carga: ¿por qué no confesando alguna falta imaginaria o perpetrada por otro? Por sí misma esta actitud constituye ya un beneficio superior a los inconvenientes, pero genera otro: la confesión falaz permi­ tirá al sujeto reforzar inconscientemente las barreras de su culpa genuina. Causa y contenido seguirán ocultos mientas perdure el asunto, porque ninguna mentira borra un sentimiento de culpa bien anclado. Lo que está en cuestión es el conjunto de la histo­ ria individual del sujeto. Se podría objetar que no toda culpabili­ dad de esta índole, es decir neurótica, desemboca necesariamente en una confesión mentirosa. Por cierto, pero nos basta compro­ bar que ocurre y que se trata de una variedad estrambótica de mentira: la confesión, que de sólito devela la mentira, se convier­ te en mentira. Un desmentido también puede ser mentiroso, pero

en ese caso solo se trata de un procedimiento suplementario para salir de apuros y, en cierta forma, es evidente.

Plagiarios y falsificadores Antes de analizar a los falsificadores, hablemos del plagio. A lo largo de nuestra investigación hemos citado diversas variedades de mentira y hablamos del inconsciente y sus efectos. No parece el caso en el plagio. Cuando alguien comete un plagio, sus moti­ vos parecen obvios: actúa para obtener un provecho. Pero en realidad no es siempre así. En literatura, el plagiario es el que se apropia de una parte del texto de un autor, sin citarlo. No solo copia: afirma que la copia es el original. Si publica con su nombre la obra de otro, por ejemplo alguien muerto y olvidado, sería lícito decir que es un falsificador, pero por ahora nos atendremos al simple plagiario, modalidad de tunante que roba frases y párrafos aquí y allá, a veces páginas enteras, para incluirlas en un texto firmado por él. Los pasees en sí no son falsos, sino extraídos de un texto au­ téntico, pero el plagiario los hace pasar por otra cosa, es decir por suyos. Afirma que la obra es de B cuando se trata de la obra de A. Recordemos que en música se admitió durante mucho tiem­ po que un compositor se inspirara en una obra anterior para crear la propia. Bach lo hacía y nadie lo considera un plagiario. En el terreno literario, también se consideraba lícito reto­ mar temas ya tratados. Las obras teatrales de la antigüedad sir­ vieron abundantemente, pero en ese caso las fuentes eran conocidas por todos. Hoy, fuera del ámbito de la literatura, los remakes cinematográficos son frecuentes y exitosos. Valga esto para las reproducciones legales y reconocidas. A la inversa, si se calla la apropiación, si se “olvida” designar el original, se es un falsifi­ cador, inevitable mentiroso, y tal vez una especie de estafador. El plagiario que aquí analizo no actúa de manera tan masiva. Podría decir en su descargo que, puesto que un autor expresó

tan bien aquello que él mismo quiere decir, ¿por qué no em­ plear sus inmejorables palabras? Por supuesto, están las comi­ llas, pero no por fuerza las tenemos al alcance de la mano en ese momento. Además, no siempre una reproducción literal fa­ vorece al texto del plagiario, pero ésa es otra historia. En todo caso el plagiario miente por omisión, y si es descu­ bierto, la omisión será patente al comparar el original y la copia, lo que equivale a un mentís, aunque se descubra que el original no era tal, como ya ha sucedido. Conviene indagar más hondo: sabiendo lo que sabemos del narcisismo de los autores -basta leer una revista, aun modesta, para verlo-, se nos ocurre que no sería imposible que el plagia­ rio pensara que el plagiado debiera sentirse honrado al encon­ trar algún pasaje de su obra inserto en otra, de mejor calidad que el original. Así, estamos lejos del estafador porque aunque hay una vícti­ ma (el plagiado), no hay intención de dañarla, pues, al copiar un pasaje, se la enaltece y eleva al superior nivel del plagiario. No se crea que bromeo: el narcisismo no es cosa despreciable. No estoy sugiriendo que todos los plagiarios piensen así y, por otra parte, no estamos ante un razonamiento. Lo dicho se­ ría más bien una justificación -apenas consciente e incluso abier­ tamente inconsciente- del uso de la producción de otro. Para colmo, recordémoslo, el plagiario no miente ni afirma que todo lo escrito es de su propio cuño. No precisa hacerlo, porque en principio se sobreentiende. Solo omite precisar que el principio no se aplica a sí mismo. Es su pequeño secreto. Otro secretillo en materia literaria, en todo caso de edición, es harto conocido. No afecta a los plagiarios sino a los que firman obras de las que no escribieron ni una línea, tarea que delegaron en los conocidos “escritores fantasma” (ghost xvriters, o “negros”). El recurso es tan corriente hoy que, aunque perfectamente menti­ roso, solo deploraremos que el libro sea tratado igual que cual­ quier otra mercadería. Por lo menos el recurso a la reescritura (reivriting) permite producir libros acordes con las ideas que el

editor tiene de su público. No impugno aquí los consejos que un editor puede dar a su autor, generalmente muy pertinentes. Además, hay que admitir, para citar solo un caso, que Alejan­ dro Dumas no escribió todo lo que firmó... Importa no confundir el plagio con el remedo o la parodia, que son géneros literarios por derecho propio, exentos de men­ tira. Son falsificaciones anunciadas. Las falsificaciones genuinas poseen otra naturaleza, genuina en el sentido de “merecer su apelativo” y no como sinónimo de verdadero, aunque existan falsificaciones verdaderas (vrais-faux). Este tipo de documento, digamos un pasaporte, puede poseer todas las garantías de autenticidad y la impostura solo compro­ mete a la persona que lo utiliza. El verdadero mentiroso es éste, mientras que el sujeto que le fabricó el documento es un falsificador, no un impostor. La ambigüedad del significado de falso (como adjetivo) es, dicho sea de paso, bastante notable. Un cuello de camisa falso se opone a uno verdadero, pero en ambos casos se trata de un cue­ llo de verdad. Los gastos falsos, en su origen gastos de un funcio­ nario judicial fuera de sus gastos legales, poseen una realidad indiscutible, aunque recurran a pagos falseados. Aparte de esta eventualidad, no existe intención de engañar, en todo caso no más que en el caso de una mujer falsamente delgada, que mien­ te sin intención de hacerlo. La falsificación que analizaremos aquí es el sustantivo que de­ signa una impostura, una copia fraudulenta de algún objeto de­ nominado original. El que emplea este recurso es un falsificador, es decir una variedad de estafador, personaje al que ya visitamos. Nos limitaremos a algunas observaciones. Para que haya falsificador, éste debe haber empleado su pla­ gio para engañar a otro. Si alguien copiara exactamente un Rembrandt y conservara secretamente el cuadro en su casa, no sería un falsificador. A lo más sería un excéntrico. Si otro robara el cuadro y lo vendiera como original, tampoco sería falsificador: solo mentiría en relación con el origen de la tela.

Tal vez conviniera distinguir al falsificador, fabricante de la copia, del que la comercializa, verdadero estafador. Ambos per­ sonajes suelen coexistir en el mismo individuo. Es insólito fabri­ car billetes falsos para pegarlos en un álbum, pero todo puede suceder. De todos modos, cabe interrogarse acerca de las motivaciones de algunos falsificadores. Es sabido que el célebre Van Meegeren pintó falsos Vermeer. Falsos relativos, por otra parte, falsos por­ que no eran de Vermeer ni reproducían originales, pues éstos no existían. Van Meegeren decía haberlos descubierto y, en suma, se trataba de la creación original de una falsificación. ¿Mentiro­ so, además de falsificador? Sea como fuere, ¿no surgía su motivo de una identificación con Vermeer, siendo el afán de lucro un detalle secundario? Aná­ loga observación se aplica sin duda a otros falsificadores, cuya extrema habilidad les permitió literalmente ingresar en el mun­ do interno del autor verdadero: es lícito preguntarse hasta qué punto existen de verdad como personas. ¿Hay que agregar un matiz de mitomanía a este tipo de falsificador? Por lo demás, la misma observación vale para algunos estafadores. Los imitadores y comediantes que encarnan a personas co­ nocidas no son falsificadores, mientras no utilicen su talento para obtener otro provecho que sus honorarios. Además, cuando di­ cen una mentira en un texto de imitación..., ¿quién miente, el imitador o el imitado? Imaginemos al imitador de un personaje célebre cuyos textos estuvieran plagados de mentiras fácilmente identificables por su público. ¿No arriesgaría la copia ser igual al original? En ese caso, ¿a quién se le atribuiría el defecto vil? Por cierto, cuando los imitados son políticos la pregunta no puede plantearse, como ya vimos. Imitarlos haciéndoles decir la verdad ya es un recurso cómico seguro. Así, el plagiario es siempre mentiroso, al menos por omi­ sión, pero el falsificador solo es mentiroso cuando utiliza sus reproducciones pasándolas por originales. De no ser así, el Museo de Monumentos Históricos sería una gigantesca mentira erigida

en la colina de Chaillot, pero nadie considera falsificadores a los copistas de las obras expuestas. Una vez dicho esto, admitiremos de todos modos que el falsificador suele también ser mentiroso, porque es dudoso que se dedique a fabricar falsificaciones sin obtener algún provecho. No indagaremos más en este catálogo algo heteróclito, en todo caso bastante heterogéneo, pues figuran a un tiempo varie­ dades de mentira y especies diversas de mentirosos. La crítica tiene fundamento, pero nuestra manera de analizar permite un mejor conocimiento del fenómeno precisamente polimorfo que es la mentira. Por lo menos en este capítulo es notorio lo que dijimos al empezar nuestro texto: no existe una Mentira a la que la mayús­ cula otorgaría un carácter definitivo, de manera que pudiera ser examinada de modo abstracto. Por lo demás, en algunas variedades se puede detectar la presencia manifiesta de factores inconscientes, ya se trate de men­ tiras indescifrables, de confesiones falaces o de algunas activida­ des donde la mentira es reina, por ejemplo la del plagiario, del falsificador e incluso del bromista. Señalemos por último que en los casos citados en este capí­ tulo no siempre los aprietos fueron obstáculos naturales, como los que nos presenta la vida. Era necesario crearlos, o por lo menos ir a buscarlos. El caso ya era flagrante en el espía y el estafador. Hay personas que se complican la vida, pero para ellos vale la pena. Es un truismo, pero el truismo no miente.

CAPITULO

10

El envite de la mentira, sus estados límite

Antes de ingresar -n o sin cierta imprudencia- en el ámbito ines­ table de ficciones, sueños y recuerdos, permaneceremos un mo­ mento más en tierra firme, examinando la mentira bajo un ángulo algo diferente al empleado hasta ahora.

La mentira y el envite Es pertinente situar la mentira en relación con un apuro, con lo que obstaculiza un deseo o una necesidad. La mentira parece entonces una solución adecuada. Hasta ahora hemos descrito los materiales de construcción de la mentira. Desde otro ángulo, evocado a lo largo de nuestro camino y en particular al tratar el tema del espía, es válido considerar la mentira en función de lo que está en juego, el envite, es decir de lo que se puede ganar o perder al utilizarla. ¿Es esta distinción un matiz sutil, incluso alambicado? ¿Aprie­ to y envite no van siempre de la mano en la mentira? En reali­ dad, el hecho de vencer un obstáculo a la satisfacción de un deseo o necesidad no nos dice todo sobre el valor del envite, sobre la importancia que esta satisfacción tiene para el intere­ sado. El apuro puede ser o no ser importante, pero esta impor­ tancia no necesariamente nos informa del peso subjetivo de lo que está enjuego. Aunque se puede vacilar ante el obstáculo y renunciar, lo que se juega es tan importante para el sujeto que se obstinará y

proseguirá su empresa, a despecho de bochornos y subsiguien­ tes acumulaciones de mentiras. Un ejemplo sencillo: quiero ser diputado -ése es el envite- y hago lo necesario para serlo, a saber, mentir trivialmente. Pero pueden surgir situaciones embarazosas, por ejemplo a propósito de un cierto hecho dudoso en mi pasado. Empiezan los rumo­ res. Heme aquí en el bochorno. Una de dos: el obstáculo me parece demasiado difícil de vencer y, por lo demás, después de reflexionar un poco, ser diputado no resulta algo tan vital para mí. La cosa no vale la pena y me retiro discretamente, con la cabeza en alto. O bien el envite es vital, he querido toda mi vida ser diputado y no suelto la presa. Miento cada vez más, el envite me da las alas geniales de la mentira y es probable que a la larga logre mi objetivo (o tal vez no, aquí no importa demasiado). En suma, la noción de envite requiere más bien la parte subjetiva de las razones de la mentira, pues el aprieto tiene aspectos más objetivos. Se trata de hecho de dos aspectos com­ plementarios. Para todos los casos, el edificio deberá ser lo bastante sólido como para resistir el desmentido y evitar la confesión, pero, se­ gún sea el valor del envite, esta solidez deberá ser objeto de cui­ dados muy atentos. Uno puede perder mucho en el asunto y la gravedad de la pérdida no es necesariamente proporcional al volumen de los apuros. Si se cree que la mentira no es asunto serio, he aquí algunos envites para convencerse. Es difícil situar estos envites en una escala de valores, los más imponentes arriba, los menores abajo. De todos modos, no arries­ gamos nada al ubicar la vida y la muerte en la cumbre de la esca­ la. A primera vista, el ciudadano medio no suele enfrentar un riesgo así ni debe mentir para salvar su vida. Pensemos sin em­ bargo en el famoso “¡la bolsa o la vida!”: un rufián nos tiene a su merced y nos plantea el fastidioso dilema. La solución parece simple: soltar la bolsa y salvar con vida; así es innecesario mentir. Ahora bien, siendo los criminales como son, esto es, mentirosos, nada garantiza que no se pierda sucesivamente ambas cosas, la

bolsa y luego la vida. Ante tal riesgo, la respuesta adecuada no es tan obvia. Convendría tal vez no soltar de inmediato la bolsa y mentir con habilidad para ganar tiempo. No porque el tiempo sea dinero (que es lo que nos piden), sino tontamente, para encontrar los medios de desarmar al adversario, en sentido pro­ pio y figurado. No me corresponde describir las conductas que deben adop­ tarse en tales circunstancias. Solo citaré una situación donde no se juega la bolsa sino la vida, por razones que suelen ser ajenas al interesado. Me refiero a los rehenes, cuya vida sirve de contra­ peso al triunfo de alguna gran causa, o presuntamente tal. De hecho, ninguna causa justifica tales prácticas: los secuestradores son mentirosos repugnantes cuando pretenden lo contrario, y los que lo creen son sencillamente idiotas. Sea como fuere, lo que está en juego para el rehén no es una minucia y deberá recurrir, entre otras cosas, a la mentira y el ardid si quiere participar activamente en su propia supervi­ vencia. Sin contar estos casos, el ciudadano común no enfrenta de costumbre situaciones de esta índole, donde la mentira decide la vida o la muerte. Ya citamos al espía, y también podemos pen­ sar en el autor de crímenes graves en países que aplican la pena de muerte. Verdad es que los criminales saben aplicársela entre ellos y, dado que en su mundo todos son expertos, la mentira deja de ser eficaz. Pero preservar la libertad no deja de tener importancia, y si bien este riesgo suele incumbir a categorías particulares de la población, también puede afectar a cualquiera, por ejemplo al inocente acusado sin motivo. A la inversa de las apariencias, no siempre será provechoso decir la verdad si uno enfrenta eviden­ cias fundamentadas en la estupidez y la mala fe. Le convendría más callar una parte, esperando a un interlocutor válido que pueda sacarlo del enredo. El capitán Dreyfus es un buen ejem­ plo de este tipo de situación: su constancia en afirmar la verdad lo llevó a la cárcel. Fue tan torpe que es casi un milagro que no haya pasado a la historia como mentiroso.

Al preservar la libertad uno salva además su reputación, pero no necesariamente se vinculan ambas cosas. Puede ser preciso defender la propia honra en el ámbito moral sin que esté en juego la privación de libertad. Aunque una reputación intacta tiene su precio, las mentiras eventuales que surgen para evitar el riesgo bajan un peldaño en la escala de gravedad, sea uno culpa­ ble o inocente. Como dice el adagio, no por eso se muere. Pensamos por ejemplo en un científico que miente sin vergüenza para defen­ der una teoría que sabe errónea o basada en datos falaces. Su reputación está en juego, igual que la de un médico que intenta evadir las consecuencias de algún error profesional. Un sanador que protege su infalibilidad -y sus ingresos- des­ pachando mentiras también forma parte de esta figura, y de ma­ nera general todo individuo que se aferra a un pedestal usurpado. La apuesta por el poder pertenece al mismo orden. Además, poder y reputación van de la mano con la posesión de bienes que hay que adquirir o conservar. ¿Quién, enfrentado a tales envites, vacilaría en mentir si la amenaza involucra cosas tan apreciadas? Estos botines no son, empero, del mismo nivel que los ya citados: vida y libertad. Bajo este ángulo, no todas las mentiras poseen igual valor, y tienen una especie de jerarquía según su necesidad. Proseguir esta enumeración sería fastidioso. No olvidemos sin embargo un envite de buen porte: la preservación de una buena autoimagen, muchas veces viril. Fundada o no, puede ser indispensable para el bienestar, y a veces la vida, de un indivi­ duo. Lo que está en juego suele ser inconsciente o puede ser totalmente explícito para el sujeto, pero el recurso a la mentira no será menos necesario, llegado el caso. Es famoso el culto que Zola profesaba por la verdad. En una carta al psiquiatra E. Toulouse, que le había pedido autorización para publicar un estudio acerca de su persona, Zola contestó: “Os doy esta autorización primero porque solo tengo un amor en la vida: la verdad”, agregando más adelante: “y os doy tam­ bién mi autorización porque jamás oculté nada, ya que no tengo

nada que ocultar”. De acuerdo, pero ¿por qué insiste al afirmar “mi cerebro habita un cráneo de vidrio, lo he dado a todos y no temo que todos vengan a leer de él”? En ese momento sabe que no dice la verdad, nadie es así. Lo que se juega allí es la exalta­ ción de su propia imagen, exaltación que lo conduce a excesos dignos de un político. Y, sin embargo, Zola era honorable y se trataba de una simple carta.36 La mentira es un asunto serio, pero lo será más o menos en función del envite, evidencia que nos permite subrayar que la mentira no es en modo alguno unívoca. Por último, en una mentira el envite puede ser totalmente irrisorio. Lejos de las cumbres más o menos elevadas donde la encon­ tramos, ocurre que la mentira no tenga seriedad alguna en rela­ ción con lo que está en juego. Se trata de mentirillas, precisión que no prejuzga la importancia del aprieto que experimenta el sujeto. Los dos puntos de observación difieren. Para citar solo un ejemplo, el envite relacionado con una invitación que uno desea eludir no puede ser calificado como algo grave, incluso sería frívolo hacerlo. No por ello será nimio el apuro, dadas las molestias que experimentará la persona si debe asistir a la cita por no mentir adecuadamente. Por consiguiente, lo que se juega en la mentira puede ser muy modesto. Aprieto y riesgo otorgan cada uno un cariz dife­ rente a la mentira, pero no por ello habitan planetas diferentes. Suelen coexistir, y de todos modos ahorrarse un bochorno es una ganancia en sí, y lo que está en juego es relativo a lo que se puede perder o ganar en una acción dada. Ya lo dijimos, el envite puede ser tal que la mentira se im­ ponga sin que siempre exista un apuro inicial. No hay que pre­ ocuparse, ya llegará. El mayor peso del envite generará aprietos más importan­ tes, aunque los aprietos sustanciales no siempre acompañan una

36Carta del 15-10-1896, publicada en Synapse, NQ96, mayo de 1993.

meta de peso. En tal caso, el sujeto no irá demasiado lejos en su mentira. Es preciso matizar lo que dijimos acerca de los aspectos (más bien subjetivos) de lo que está en juego y (más bien objetivos) del apuro. En efecto, si consideramos la mentira desde el punto de vista del bochorno, es obvio que éste surge de una aprecia­ ción subjetiva: lo que avergüenza a uno no avergonzará a otro, el que se preguntará por qué diablos miente este tipo. A la inver­ sa, en los asuntos graves, por ejemplo perder la vida o la autoimagen, ya no se trata de opiniones diversas, pues todo el mundo concordará en que el asunto es serio. Finalmente, plantear la cuestión de lo que está en juego en una mentira permite destacar, otra vez, que no es posible evitar el equívoco respecto de la mentira o del mentiroso, ni tampoco eludir el vagabundeo por sus meandros. Al juntar el envite con el aprieto al que se enfrenta el menti­ roso, disponemos de puntos de vista complementarios acerca de la mentira y el mentiroso. En lo tocante al envite, la naturaleza de las cosas suele mos­ trar que no tendremos muchas ocasiones de llegar a ser menti­ rosos perfectos o destacados. La probabilidad de riesgos vitales es más bien escasa y solo afecta a una minoría. Para ésta, el fac­ tor cualitativo de la mentira será esencial y no servirán el dile­ tantismo ni las chapucerías. Desde el punto de vista del aprieto somos todos mentirosos harto productivos, pero como los bochornos suelen ser solo una manera de complicarnos la vida, el riesgo de daños graves pue­ de ser menor si somos embusteros mediocres. La idea de envite introduce, tal vez mejor que el embarazo, la noción de calidad en la fabricación de mentiras. Además, nos con­ firma que en realidad no existe el embuste absolutamente gratui­ to. La mentira siempre tiene un envite que puede ser inconsciente. Ello no obsta para que hagamos pasar lo falso por verdadero. Deambularemos ahora por las fronteras de la mentira, lo que nos conducirá en un último capítulo a ciertas reflexiones,

sin conclusión, pues no veo cómo podría extraerse conclusio­ nes en el tema. En las fronteras de la mentira lo primero que aparece es el mundo de lo imaginario y la ficción, donde la distinción entre fantasía y embuste no siempre es tan clara como podríamos pen­ sar a primera vista.

Mentira y ficción Aunque antaño ficción haya sido sinónimo de mentira, hoy co­ rresponde a las creaciones de la imaginación. Es un ámbito in­ menso, que abarca desde los títeres a la novela, pasando por los cuentos, el cine, el teatro, etcétera. En cierto sentido podría decirse que toda ficción es embuste­ ra porque su autor, a sabiendas, no dice la verdad. Así, el novelista inventa el comportamiento, las aventuras y psicología de persona­ jes que presenta como reales. Sea cual fuere la parte de autobio­ grafía, todo autor de ficción actúa igual, creando circunstancias imaginarias que el receptor debe tomar por verídicas mientras permanezca en el contexto de la ficción propuesta. De hecho, nadie pide al autor que diga la verdad. Tiene el derecho y el deber de ignorarla o modificarla sin por ello ser acusado de mentir. D’Artagnan existió en realidad pero no era “verdaderamente” el personaje de Dumas y nadie acusa al nove­ lista por ello.37 Ni siquiera el filme más realista se convierte en documental. Por suerte, ya que, entre las posibilidades que el tema ofrece, el documental suele ser una opción del realizador. Análoga observación puede aplicarse a la novela realista, un poco pasada de moda en estos fines del siglo veinte. Aunque Zola multiplicaba los apuntes y observaciones tomadas in vivo 37 Por otra parte, Dumas fue un gran fabulador, como atestiguan sus relatos de viaje, cuyo encanto reside en gran parte en la ficción.

antes de escribir sus libros, éstos (pese a la documentación) son creaciones surgidas del imaginario del escritor. Puede ocurrir que un historiador encuentre ingredientes para alimentar su texto, casi como si estudiara escritos auténticos o presuntamente tales, pero de todos modos (si hemos de creer a Paul Veyne) estudia un conjunto de hechos históricos y aísla una intriga para desmadejarla. Admitido este postulado, digamos que el historiador dice la verdad. Así, la mentira parece no formar parte de la ficción, que queda­ ría fuera de nuestro tema. De todas maneras, se observará que en la novela, una vez anunciada como “novela”, el autor (en connivencia con el lector) dará por verdadero y “ocurrido” lo que solo es fruto de su imaginación y talento. A partir de allí no deja de presentar ciertas analogías con el mentiroso común. Debe utilizar y asumir su utensilio principal, que consiste en dar lo falso -en el sentido de imaginado e inventado- por verdadero. El envite (y algún aprieto) resulta esencial: su texto debe presentar un grado satisfactorio de credibilidad. A semejanza del embustero, el novelista debe ser con­ vincente. De lo contrario, el lector rehúsa participar mucho tiempo en la obra y abandona el libro, porque no le cree. Pero en su narración el escritor no se permitirá la mentira para salir de apuros. No matará a tal personaje (porque ya no sabe qué hacer con él) omitiendo mencionar su fallecimiento. Es un simple y elemental deseo de coherencia, ignorado sin embargo por algu­ nos folletines del siglo pasado, por ejemplo los de Eugéne Sue. Aunque el género novelesco forma parte de la ficción, ám­ bito que no incluye la mentira, no deja de tener cierta relación con ésta desde la primera línea si el autor pretende escribir las siguientes para que el conjunto sea leído hasta el final. Por supuesto, la exigencia de credibilidad no es el único requeri­ miento para obtener este resultado. Madame Bovary, aunque sea el prototipo de una cierta es­ tructura psicológica, jamás existió como esposa de Charles, ma­ dre de Berthe o conciudadana del farmacéutico Homais. El arte de Flaubert es convencer al lector de lo contrario, para mayor

placer de ambos. En cierto modo la mentira es condición de las posibilidades del relato novelístico. La novela policial es un caso aparte. Sin determinar si se trata de una obra literaria “genuina” o de un género menor vol­ cado en la mera solución de un enigma, basta comprobar que en ciertos aspectos la mentira es ingrediente esencial (más que en la novela común) del género.38 La novela policial incluye un número reducido y constante de personajes: la víctima, el culpable, el sospechoso y el policía. A partir de allí se puede tejer ampliamente, si no hasta el infinito. Esta novela supone en principio la existencia de un enigma que debe ser descifrado, incluso si al final resulta que el único enigma era que no existía ninguno, variante difícil pero ya acometida.39 Notemos al pasar que no hay una adecuación natural, obli­ gatoria, entre el enigma y el relato en que se inscribe. Este po­ dría ser otro con análogo acertijo. Un asesinato perpetrado en un cuarto inaccesible desde afuera, acertijo por excelencia, deja campo libre a diversos contextos narrativos. El autor deberá aco­ modarse a este aprieto y hacer de manera que ni siquiera surja en la mente del lector. Por otra parte, es obvio que el enigma debe conservar su misterio hasta las últimas páginas del libro. Para lograr su objeti­ vo, el autor deberá recurrir a un cierto número de artificios, puesto que el lector -aparte de la mentira inicial o por lo menos implícita- dispone de los mismos recursos que el investigador para develar el secreto. Los artificios consistirán en sugerir pistas falsas, en dejar huellas imprecisas, en crear un clima tal que todo parezca significativo, ocultando así el pequeño detalle gracias al cual el policía triunfará al final. El conjunto de personeyes (hasta el mismo policía) será más o menos sospechoso o disimulador, no se sabrá quién dice la verdad ni quién miente. Mientras mejor sea el armazón, mejor será el libro. 38Ver J. lemoine, “L’argent n’ a pas d’ auteur”. 39 Particularmente en La mémorable et tragique aventure de M. Irwin Molyneux, de J. Stoner-Clouston, que inspiró Dróle de drame.

Con todo esto, el lector capaz de descifrar el misterio tiene que ser muy hábil, porque el desafío del autor es engañarlo, mentirle para llevarlo adonde quiere. En tal caso, los engatusados se equivocan y gozan. Nadie lamenta esta construcción de la novela policial. Tal vez los cuentos sean la cumbre de la ficción, con lo mara­ villoso por añadidura, maravilloso que permite lo imposible, a diferencia de la novela policial. Existe abundante literatura acer­ ca del tema y solo diré que el contexto imaginario es planteado de entrada por el tradicional “Erase una vez”. En otras palabras, “esto ocurrió antaño” y si no lo crees, peor para ti. Curiosamen­ te, así como el sueño no puede ser sino imaginario pese a que solo se puede soñar con hechos reales, el verbo contar no impli­ ca ficción. Uno puede contar sus campañas en Africa de manera auténtica, aunque no creo haber elegido el mejor ejemplo. Sin embargo, en los cuentos, generalmente dirigidos a la ju­ ventud, abundan las mentiras y los engaños. El Gato con Botas es un mentiroso abominable, y la ética de Pulgarcito es bastante discutible. No son los únicos antimodelos para niños, pero de todos modos ni éstos ni los adultos necesitan cuentos para apren­ der a mentir. Buena pista para los genetistas: si la facultad de mentir es innata, deberían buscar el cromosoma responsable. En resumen: es obvio que la ficción no miente, no es su ne­ gocio. Lo que está enjuego en una obra de ficción es ser comu­ nicada de manera que el lector o auditor la acoja como si fuera verdadera. Es notorio que la presencia del como si marca el lími­ te entre ficción y mentira. Para lograr su objetivo, la ficción debe recurrir necesaria­ mente a cierto número de procedimientos. La mentira solo apa­ rece cuando el desafío es superar obstáculos que se oponen a la empresa. Una vez que esta exigencia de credibilidad se cumple, la ficción cumple su tarea pasando por la marmita de lo imagi­ nario, lo que podría ser verdad en otras circunstancias u otros mundos, marmita de la que saldrá una creación que proseguirá su existencia en un plano paralelo a lo real. Este plano mantiene, en principio, cierta relación con la ver­ dad, con lo que acontece realmente y provoca efectos no menos

reales. Una vez planteado el contexto del como si, las cosas no ocurren de manera muy diferente en la ficción. Así, el traidor del melodrama miente verdaderamente, con consecuencias tan reales que provocarán lágrimas o indignación en el espectador. Ocurre además que esto se repita en el plano real, por ejemplo en el caso de actores que a fuerza de desempeñar papeles de malvados terminan por ser considerados auténticos canallas. La cuestión es saber por qué estos actores aceptan esos papeles; algo análogo sucede con los que encarnan siempre a héroes corajudos. El análisis de este tema nos sacaría de nuestro propó­ sito, por lo menos en una primera aproximación.

Ensoñar, engañar Puesto que la ficción es obra del imaginario, el sueño le perte­ nece, aunque no solo forme parte del imaginario, pues el in­ consciente participa también en su producción. ¿Ensoñar, engañar? Esta expresión ha envejecido, después de haber designado durante mucho tiempo el hecho de soñar, cuando soñar equivalía más bien a delirio o divagación. El verbo intransitivo ensoñar sigue vivo, pero nadie dirá que una persona que tiene una “ensoñación” respecto de su alejamiento del tra­ bajo está soñando. Conservemos entonces el proverbio, pero hablemos de sueño más que de ensueño.40 40 El autor juega con los significados distintos de songe (ensueño) y reve (sue­ ño). La traducción literal de songe-mensonge es imposible y de ahí mi peregrino recurso a ensoñar-engañar, pero quizá convenga una aclaración. El ensueño (Tagtraum, en inglés day-dream, songe en francés) es un guión imaginario en estado de vigilia, que presenta cierta analogía con el sueño nocturno. También suele em­ plearse la expresión “sueño diurno”. Según Freud, cumple, como el sueño noctur­ no, un deseo: sus mecanismos de formación son idénticos a los del sueño propiamente tal, es decir nocturno, con predominio de la elaboración secundaria, que designa la recomposición destinada a presentar un sueño nocturno como guión coherente y comprensible. (N. del T.)

Un sueño puede expresar lo que dice, o no. La primera hi­ pótesis no es muy defendible, pues todo el mundo siente que el sueño posee un sentido oculto. A partir de esta comprobación, hay dos actitudes posibles: buscar en la propia y favorita clave de sueños la explicación estándar, o bien admitir con Freud que el sueño disimula una verdad subjetiva, un deseo del soñador. ¿Por qué el sueño engaña así? La respuesta es sencilla: si no conviene decir todas las verdades, tampoco conviene soñarlas. En esta creación del imaginario -que suele tener como pun­ to de partida un hecho de la víspera (el resto diurno)- se ha deslizado un deseo inconsciente que operará en función de dos exigencias: ser satisfecho (en la medida de lo posible) y perma­ necer oculto. No todos los sueños obedecen a este esquema. Algunos son anodinos o expresan una preocupación banal del día anterior. El argumento psicoanalítico según el cual todo sueño, adecua­ damente analizado, corresponderá al modelo freudiano pre­ senta el inconveniente de ser refutado por la misma práctica analítica, lo que resulta fastidioso. Pretender lo contrario sería mentira, pero no insistiré en ello. Admitido lo anterior, volvamos al sueño cuyo contenido mani­ fiesto disfraza otro, denominado latente. En este caso el proverbio resulta cierto. El soñador se miente a sí mismo en el sueño, sea como actor o espectador. De hecho siempre es actor en algún rincón del sueño. Al dormir se narra una escena imaginaria, más o menos agradable o maravillosa, mediante la cual su inconscien­ te trabaja en la expresión oculta de algo muy diferente a lo que expresa el contenido imaginado del escenario. En suma, para retomar una expresión que en un tiempo fue muy trillada, el soñador es responsable del deseo que intenta comunicarse en el sueño, pero no es culpable de que el sueño disfrace la verdad de este deseo, puesto que una de las funcio­ nes del sueño es precisamente disfrazarla. Su expresión bruta sería insoportable para el durmiente. Si falla esta función, hay sueño angustioso o, peor, pesadillas.

La persona que sueña -todo el m undo- será entonces un mentiroso bien especial. Ciertamente quiere salir de un apuro, ese deseo angustiante que surge en el sueño y que debe evacuar enmascarándolo, pero a la vez enfrenta el envite de intentar sa­ tisfacerlo. Si se trata de una mentira, solo está destinada al soña­ dor, y el sueño será exitoso si el soñador despierta tranquilo y apaciguado, sin sospechar a qué artificios debe tal estado. Así, sería absurdo pretender que el soñador oculte a sabien­ das lo verdadero para escenificar lo falso, por la sencilla razón de que no puede hacer otra cosa, siendo las cosas como son. En este sentido presenta cierta analogía con el autor de novelas po­ liciales, que también debe recurrir a dobleces y artimañas para llevar su empresa a buen fin. Dicho sea de paso, nada permite pensar que el sueño cum­ pla una función parecida en el animal, pero no por ello conclui­ remos que éste es mejor que nosotros. En lo tocante a sueño y psicoanálisis, no es reciente la com­ paración entre los afanes del investigador y del analizado (y del analista). Uno y otro buscan indicios para descifrar un enig­ ma -del crimen o del sueño- y descubrir la verdad oculta. Esta comparación no debe ser llevada más allá porque es una mera aproximación. Considerando todo, el ensueño puede ser mentira, sin que el mentiroso sepa que miente. Miente a pesar suyo, y solo lo sabrá si es capaz de analizar su sueño. Entonces se sentirá tan molesto como si hubiera mentido a sabiendas, pero no siempre tan sor­ prendido, sobre todo si ha estado en análisis durante un tiempo. En el plano de la ficción, el soñador es un creador singular: se narra fábulas, su imaginario se despliega en el dormir -condi­ ción necesaria del sueño-, pero es el único que cree en su crea­ ción. La tirada se limita a un ejemplar y con razón, por lo menos durante la producción del sueño. No omitiremos sin embargo mencionar un fenómeno bastante común: soñar sabiendo que se está soñando. El sujeto se convierte entonces en una especie de espectador de un filme y el sueño pierde credibilidad.

Los aficionados al esoterismo se abalanzaron sobre este fenó­ meno, que denominaron “sueño lúcido”. Aseguran que se puede provocar a voluntad y le atribuyen propiedades maravillosas. Se ven­ den muchos libros acerca del tema. Que los autores crean lo que dicen es otro asunto. Ahora bien, su negocio es próspero, lo que nos remite a un capítulo anterior. Una palabra más acerca del sueño. Solo lo mencionamos en cuanto ejercicio solitario que surge durante el dormir y cuyo contenido manifiesto es una suerte de mentira caritativa. No obs­ tante, pese a que el sueño no se construya para ser comunicado (no puede serlo en el m om ento), ocurre que sea narrado, y no solo durante un análisis. Hay personas que adoran narrar sus sueños, generalmente interminables. En cualquier caso, únicamente conocemos los sueños ajenos por su relato. Freud destacó la parte de reconstrucción, o “ela­ boración secundaria” que preside el relato. Esta embellece, cen­ sura y torna más coherente el sueño, colma los olvidos y así sucesivamente, de manera que la narración de un sueño puede no coincidir con su vivencia. Más que de mentira (aunque pue­ de haberla), digamos que se trata de una fabulación que cabría en nuestro tema si fuera plenamente consciente. Algunos proverbios se contradicen: por ejemplo, “De tal padre, tal hijo” y “A padre avaro, hijo pródigo”. ¿Cuál dice la verdad? El proverbio que acabamos de mencionar, “ensoñar-engañar”, posee una parte de verdad siempre que agreguemos algunos matices y precisiones. Presenta además la ventaja de poner en evidencia que las capacidades adivinatorias que desde siempre se atribuyen a los sueños están por lo menos sujetas a caución.

¿Mienten nuestros recuerdos? ¿Por qué recordamos tan mal nuestros sueños? Hasta hoy no existe respuesta definitiva, a menos de postular la opinión algo tautológica de que si olvidamos nuestros sueños es porque no

están destinados a ser recordados. En todo caso, quien olvidara los acontecimientos de la vigilia en igual proporción sería califi­ cado de amnésico. Respecto del fenómeno de la memoria, del recuerdo, nos hallaremos aún más que antes en la frontera de la mentira, pero no es sin razón que lo evocamos aquí. Lo menos que se puede decir acerca del fenómeno de memo­ ria, de la remembranza, es que es una función psíquica compleja. Navega en alguna parte entre las neuronas, sin duda, pero J. D. Vincent, en una obra divertida y seria, escribe lo siguiente: “Un recuerdo (empleo esta palabra para simplificar) corresponde a una combinación de neuronas seleccionada entre los miles de mi­ llones de ordenamientos posibles por ser la más apta para articu­ lar una configuración de conjunto que reproduzca el pasado”. La formulación es clara pero prudente. Hasta ahí las neuronas. Los estudios clásicos acerca de la memoria suponen un carác­ ter perenne a los recuerdos, en forma de huellas identificables debidamente clasificadas. Ahora bien, I. Rosenfield, continuando una hipótesis desarrollada por G. M. Edelman a principios de los años ochenta, estima que en el nivel cerebral solo existen los “me­ dios necesarios para la reorganización de impresiones anteriores, destinados a otorgar una realidad concreta al mundo incoherente e irreal de la memoria”. En tales condiciones “los recuerdos no son inmutables sino reconstrucciones continuamente rectificadas para darnos un sentimiento de continuidad”. En otras palabras, la rememoración de un suceso sería una reconstrucción precaria de lo que el aparato psíquico percibió en su momento; la disimilitud con el suceso mismo sería notable. En suma, ocurriría algo análogo a lo que sucede con la re­ construcción de sueños, que coincide de manera imperfecta con la vivencia onírica, analogía que por lo demás Freud percibió. De hecho, la persistencia y precisión de tal recuerdo anti­ guo, en particular de infancia, no dicen nada de su exactitud y en general todos sabemos que nuestros recuerdos no poseen una fidelidad a toda prueba. Los testimonios son el mejor ejemplo.

La hipótesis de Edelman no contradice la experiencia coti­ diana. En efecto, es posible que -com o escribe Rosenfield- no tengamos “recurso a imágenes inmutables sino a reconstitucio­ nes, a productos de la imaginación, a una visión del pasado adap­ tada al momento presente”. Con todo, esta hipótesis solo parece válida para acontecimien­ tos, hechos de la vida, esa parte de la memoria que corresponde a la capacidad de recordar sucesos específicos. No toca los casos donde el sujeto debe dedicarse a memorizar conocimientos, des­ de las tablas de multiplicar hasta los orígenes de la Guerra de los Cien Años. Allí hay un esfuerzo voluntario, preciso, y no basta retener algunos puntos para reconstruir los otros, como suelen intentar los que pasan exámenes. Esta parte de la memoria es ajena a nuestro tema. Dicho esto, ¿cuáles son las eventuales relaciones entre recor­ dar y mentir? Si el recuerdo de un hecho fuera su reproducción exacta, la situación sería sencilla: la persona podría o no mentir en función de su interés, así como se falsea una fotocopia si es necesario. El problema es otro si la memoria de un hecho es una re­ construcción que reposa a su vez en algunos materiales “de épo­ ca” y otros elementos vinculados con el suceso por su similitud, contigüidad o asociaciones, elementos que no deben nada al azar pero no tienen relación directa con el hecho considerado. Es sabido que no existe memoria sin afectos. Los factores afectivos, conscientes o no, desempeñan un papel esencial en esta construcción, e inicialmente marcan los acontecimientos de manera decisiva. Si olvidamos las investigaciones de Freud, los trabajos neurofisiológicos suelen no tomar en cuenta este dato, al que se agregan otros, verbigracia la necesidad de coherencia (igual que en la narración de un sueño), la idea de la persona acerca de lo más probable en relación con el hecho evocado... y esto no agota la lista. El error es así casi inevitable: el recuerdo más sincero solo puede ser aproximativo y esta parte de la memoria se asemeja

más a la biblioteca íntima de cada uno que al desafío de la ver­ dad. En todo caso, así lo hemos comprobado. ¿Dónde se ocultaría la mentira en este asunto? Apartemos el caso del recuerdo bochornoso que puede ser objeto de una reconstrucción con un sentido más agradable. Es­ taríamos ante una mentira común, sin relación específica con las características de la memoria. Señalemos antes que algunas memorias no funcionan bien. El déficit puede deberse a la edad, enfermedad o algún trauma­ tismo craneano. Si el déficit no es demasiado agudo, el sujeto se verá en apuros: no recuerda, pero sabe que debería acordarse. Tendrá entonces propensión a inventar. Tal era el caso de aquel hombre, casado por cuarenta años, que decía estarlo solo por cuatro meses e intentó a continuación salvar la cara afirmando haberse casado dos veces. Este sujeto mintió porque sabía que reinventaba el pasado, y solo el número cuatro sobrevivió al nau­ fragio. Ahora bien, para mentir hay que conocer lo verdadero, y este hombre ya no lo sabía. Podríamos decir que su inconsciente aún funcionaba porque, después de todo, podría haber dado otra versión de su pasado matrimonial sin inventar una segunda esposa, lo que es comprensible después de cuarenta años. ¿Acaso en las perturbaciones de la memoria la parte de re­ creación es una caricatura hiperbólica de la reconstrucción opera­ da en todo recuerdo? Sin duda las causas difieren, pero decir que reconstruimos el recuerdo de un suceso equivale a admitir que no tenemos un conocimiento completo por razones fisiológicas, a la inversa del amnésico. ¿En qué proporción? No lo sabemos aún. Supongamos ahora que confrontamos nuestro recuerdo de un suceso determinado con la remembranza que del mismo con­ servan otras personas. Si nuestra transcripción recibe un mentís unánime, podemos suponer que es falsa, y la otra verdadera. ¿Pero es única esta otra versión y los críticos están totalmente de acuerdo entre sí, o existen variantes en su presunta versión fiel? Si así fuere, ¿cuál elegir? Es sabido que a partir de tres personas la unanimidad acerca de un hecho dista de ser la regla, y es

inevitable que así sea puesto que sus memorias no funcionan igual que la nuestra. Cuando el asunto es cuestionar las afirmaciones de un amnésico, nadie se preocupa mucho de las variantes. Por cierto su versión abunda en falsedades, pero ello no significa que las ver­ siones del entorno sean correctas. En esta índole de escenario la respuesta es que algunos tienen buena memoria y otros no. Esto no quiere decir gran cosa, y es probable que en las variantes veamos el efecto de las reconstrucciones de cada cual. Conforme a la hipótesis citada, la memoria nos entrega conoci­ mientos incompletos de sucesos pasados en los que fuimos actores o espectadores. Ni siquiera precisan ser lejanos: diversas personas darán a menudo una versión distinta de un hecho reciente. La parte de mentira (o error) suele ser obvia en tal evocación de recuerdo, pero las cosas suelen ser más complejas: ¿está la par­ te de mentira compuesta de pizcas, gruesas migajas, o adoquines? ¿O de nada en absoluto? Difícil saberlo, pues el mismo interesado se sumerge en la incertidumbre del recuerdo, imprecisión que es tan incapaz de percibir que a veces estaría dispuesto a “poner sus manos en el fuego”, o aun algo más grave. Por cierto, en general nuestra reconstitución del pasado es sincera y no tenemos la intención de engañar a otros, y de bue­ na fe nos engañamos a nosotros mismos. ¿Es siempre así, sin embargo? ¿No ocurre que sintamos confusamente que estamos corri­ giendo nuestro recuerdo? Aunque la enmienda no nos engaña de verdad, no hacemos nada para interrumpirla. Embellecer des­ cuidadamente un recuerdo, ¿no es meter un pie en la mentira? Es tan fácil..., y nada desagradable. De todos modos, si en alguna zona del ámbito de la memo­ ria no podemos alcanzar la exactitud, la reconstrucción podría servir de aliciente para sembrar allí alguna falsedad. Nuestra me­ moria no es avara en lagunas y el error colma varias, pero segu­ ramente restan otras que se tapan con mentiras. Después de todo, para el individuo común también resulta bochornoso confundir

los recuerdos y no poder enunciar con precisión un suceso, so­ bre todo si fue importante. En estos casos la reconstrucción nor­ mal, fisiológica, puede tinturarse de mentira. Además, ocurre que el olvido sea inadmisible por razones afectivas o sociales. Para citar un ejemplo benigno, si uno no recuerda el clima del día de su matrimonio y el tema aparece en el tapiz conyugal, más vale no inquirir y aseverar que brillaba el sol. Ocurre así que uno se vea obligado a rellenar “agujeros” de memoria mediante alguna invención mentirosa que pasa a for­ mar parte de la reconstrucción del recuerdo a igual título que el resto del tejido, pese a ser portadora de una intención espe­ cífica, la de decir algo para tapar el olvido ante un interlocutor que no lo perdonaría. No obstante, nuestra memoria estaría construida de tal manera que no se trataría estrictamente de un olvido sino más bien de un efecto natural. Por lo menos en algunos casos esta índole de mentira sería la consecuencia in­ eludible de nuestros mecanismos mnésicos -y del contexto, ya que también existen olvidos preñados de significación-. Por lo demás, el resultado es igual: lo importante es salir del apuro. En suma, si nuestra memoria no tiene la precisión de una computadora, deberíamos ser más indulgentes con sus defectos. “Lo había olvidado” debería bastar. Siendo nuestra cabeza lo que es, no es imaginable que alguien posea memoria de elefante (que trampea enormemente), puesto que errar es humano. Sería pre­ ferible no pedirle al otro que lo recuerde todo solo porque la exactitud de su rememoración sea imperiosa para nosotros. Sus recuerdos no son mejores que los nuestros... Así evitaríamos al­ gunas mentiras. Restaría por supuesto el caso de quienes se ufa­ nan de poseer memoria fotográfica e inventan cualquier cosa para mantener su reputación. Si bien podríamos debatir largo rato acerca de todo esto, nuestro tema es la mentira, no la memoria. En todo caso, si admitimos que la memoria de acontecimien­ tos específicos no es una fotocopia, las falacias en la rememora­ ción son falsificaciones cuyo original no existe, por lo menos en

nuestra cabeza. Una vez debidamente reconstruido, el recuerdo no variará demasiado, pero no siempre corresponderá a un su­ puesto original depositado en un grupo de neuronas. Aunque el hecho es bastante trivial, se sabe que la denomi­ nada realidad es harto subjetiva, subjetividad que se refuerza si aceptamos que la memoria de los hechos que jalonan nuestra existencia funciona tal como acabamos de describirla. Enfrentada a lo que Freud denominó realidad psíquica, la práctica analítica respeta esta porción de subjetividad al distin­ guir, como dijimos ya, entre “le creo” y “lo creo”. Deja además que la perplejidad planee sobre la presencia, o ausencia, de men­ tiras en los recuerdos del analizado. Por fortuna el analista no debe zanjar. Una vez fuera de su sillón, la perplejidad persiste, y es sin duda por su causa -y por deformación profesional- que me aventuré en estas consideraciones. Cuando en las creaciones literarias denominadas “Memorias” la memoria está en plural, la situación es más sencilla. Aunque nues­ tra descripción de la concordancia entre recuerdo y mentira puede ser discutible, no ocurre lo mismo con las “Memorias”. Es notorio que allí la mentira encuentra uno de sus suelos más fértiles. Para retornar a mis consideraciones sobre la memoria que miente (o más precisamente a lo que puede ser mentira en la memoria de los hechos): acepto que sean hipotéticas, pero su cariz aproximativo no logra borrar en mí la impresión de que recuerdo y mentira (una mentira algo distinta) se imbrican, de una manera u otra. Sabemos o creemos saber bastante bien qué es la mentira, pero no podemos decir lo mismo de la memoria. Formulada esta reser­ va, la idea de una reconstrucción del recuerdo -suerte de exégesis del pasado en función de circunstancias presentes- no contradice nada esencial. Por supuesto, en el ámbito de la memoria, presenta el inconveniente de dejar verdad y mentira en el aire. Así, después de aclarar los diferentes envites de la mentira, nos situamos en sus fronteras y comprobamos que no siempre se puede estar seguro de que allende esos límites se despliegue un

campo de verdad indudable, indiscutible. Pese a los equívocos inherentes al tema, en general pudimos distinguir lo verdadero y lo falso. Si era verdad, no era falso, y viceversa. Sería mejor que respecto de ciertos puntos tuviéramos ideas menos categóricas sin caer en el otro exceso: nada es verdadero ni falso y, por ende, la verdad es una farsa. Mencionamos al autor de ficciones, cuya actitud es bastante sencilla con relación al tema: da por “verdadero” lo que es fruto de su imaginación. Es “como si” hubiera ocurrido. Para el lector este “como si” revela tácitamente que si el autor miente, es para brindarle un texto para leer o ver una ficción (siempre que su­ pongamos que pueda existir un texto que no contenga ficcio­ nes). El caso del hombre que sueña es menos claro. No puede evitar engañarse cada vez que un contenido latente del sueño corresponde a la verdad de un deseo enmascarado por el conte­ nido manifiesto. Cuando relata su sueño, suele agregar o sus­ traer, más o menos contra su voluntad. Durante el relato su situación no deja de tener paralelos con la del sujeto que recu­ rre a su memoria. Recurrir a algo o alguien también es querer modificar una realidad molesta. “Se recurre a la memoria” para mejorarla, re­ construyéndola más o menos. La restitución de la verdad “obje­ tiva” de un suceso es asaz insegura. Sucede un poco lo mismo con el relato del sueño y con su elaboración secundaria. De ahí a postular una semejanza entre sueño y recuerdo solo hay un paso pero..., ¿hay que darlo? Es obvio el riesgo que asoma en el horizonte: soñamos nuestra vida pues el recuerdo de nues­ tros sueños es tan borroso como la remembranza de nuestro pasa­ do y, puesto que el presente es pasado en espera... Aunque la idea de afirmar que soñamos nuestra vida es seductora, en cierta forma contraría el sentido común. Digamos más bien que en am­ bos casos la reconstrucción no puede dejar de inducir una buena parte de subjetividad y afectividad en lo que damos por cierto. Esta parte también implica que no sabemos qué proporción de

falacia introducimos en una mentira, aunque estemos seguros de estar mintiendo. A pesar de las intenciones de su autor, la mentira nunca es “ciento por ciento falsa”. A la inversa, es difícil imaginar que podamos ser “ciento por ciento sinceros”. Como señala J. M. Besnier, “la sinceridad pare­ ce presumida porque supone la convicción de una identidad de sí mismo consigo mismo que, en rigor, exigiría una abolición del tiempo, un rebasamiento de la finitud”. Parece que cuando digo “esto es verdad” el aserto me com­ promete a mí, no tanto a la verdad. Ahora bien, ¿en qué se con­ vierte la mentira cuando no sabemos muy bien dónde situarla? Angustiosa interrogante. Se impone otro capítulo, pero será el último y no habrá que buscar una conclusión. El tema, ya lo dijimos, es escabroso.

CAPITULO

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A modo de conclusión

A partir de certezas, por lo demás fundadas, acerca de la menti­ ra, nos hemos desviado hacia incertidumbres en cuanto a sus límites, si consideramos que para decir deliberadamente algo falso habría que conocer perfectamente lo verdadero, y que la distinción entre ambas categorías no es siempre clara. Regresemos primero a lo más simple. Un proverbio supues­ tamente provenzal señala que “la verdad es como el aceite, siem­ pre sube a la superficie”. Si el proverbio es exacto, el problema es fácil de solucionar: basta esperar a que la verdad sobrenade para que de inmediato se devele la mentira. Como vimos, el dis­ curso del periodista, del publicista, de los charlatanes de todo pelo, del mitómano y por supuesto del estafador, así como el que surge en la pareja y la familia, siempre abunda en mentiras indiscutibles. Lo falso puede entonces ser lo bastante patente para que se detecte pronto dónde está la verdad. De hecho so­ brenada, igual que el aceite. Señalemos empero que si debe la “flotación” a sus propieda­ des físicas, sería bastante difícil detectar por qué la verdad se comporta igual que el aceite. En realidad el proverbio es simplificador -¿pleonasmo?- y expresa una probabilidad digna de consideración. Podríamos agregar que es optimista, si siempre fuera bueno adoptar el ca­ mino de la moral. Pero no es el caso: un fundamento férreo del proverbio impediría la mentira, lo que sería catastrófico. Ningu­ na sociedad humana podría funcionar con esta verdad oleagino­ sa, capaz de denunciar de inmediato la mentira.

Por fortuna la sinceridad, el “decir la verdad”, no es una divisa tan corriente como se cree. Pascal recuerda que si supiéramos lo que decimos unos de otros, “no habría cuatro amigos en el mun­ do”. Alain, pragmático, nos advierte en Politesse et sinchité que “mien­ tras más sinceros los sentimientos, más se precisa cortesía”. Ahora bien, sin asimilar la cortesía a la mentira, podemos detectar en ella “un honesto disimulo” harto necesario. Sabemos que no es bueno decir ni soñar todas las verdades, y más vale que la verdad no sea tan infalible como el aceite del proverbio. Así, las cosas quedan claras: en múltiples casos lo verdadero y lo falso se distinguen claramente y el campo de la mentira queda bien acotado. Aprietos y envites son de indispensable pro­ ducción y la verdad conserva su lugar, ni mucho ni demasiado poco. Lejos de esta posición ponderada, veamos un punto de vista extremo que torna casi superflua la distinción entre lo verdadero y lo falso. Pascal asevera que “la vida humana es una perpetua ilusión; solo nos engañamos o adulamos mutuamente”. Por si no hubiéramos comprendido, agrega: “El hombre solo es dis­ fraz, mentira e hipocresía respecto de sí mismo y de los demás. No quiere que le digan la verdad, evita decirla a otros, y estas inclinaciones, tan ajenas a la justicia y la razón, se arraigan natu­ ralmente en su corazón”. Lejos de nosotros la idea de negar tal raíz en el corazón del hombre: su tropismo por la mentira está comprobado. Con todo, si falsedad y mentira son tan constantes y universales, no importa tanto distinguir lo verdadero de lo falso, y solo resta pasar a una dimensión superior en busca de otra verdad, la verdad de Dios. Es asunto de opinión. El postulado de Pascal posee sobre todo una meta apologética: mientras más oscura le parece la condición humana, más destaca el blancor refulgente del amor divino. Dicho esto, la mentira no es componente único ni prin­ cipal de los actos y discursos del hombre. Aunque aseveramos que la mentira prolifera en numerosos campos, no se trata de aplicar esta comprobación a la totalidad de nuestras actividades,

ni siquiera para dejar espacio al error. Cierto que la verdad no sale de inmediato a la superficie, pero tampoco está tan manci­ llada como para que casi se ausente de nuestro mundo sublunar. De lo contrario, ¿cómo podríamos mentir? Evocamos varias veces la utilidad de un justo equilibrio entre verdad y mentira, y lo reafirmamos ahora. Pascal no parece com­ partir este punto de vista, ilustrando en todo caso el hecho de que las cosas no son tan sencillas cuando se las complica. Podemos sin duda simplificarlas mejor citando brevemente casos donde la cuestión de lo verdadero y lo falso no parece pertinente. Por supuesto, de inmediato pensamos en el porvenir. No es ve­ raz ni falso afirmar que el tercer milenio será la Era de esto o de aquello. Ya lo veremos, aunque mil años sea un poco largo. Algo análogo podríamos decir de los adivinos, si no fuera patente su intención de engañar con fines de lucro. Decir que un hombre ama a su mujer es expresar una opi­ nión, verdadera o falsa. El único que lo sabe es él, en el mejor de los casos. De manera general, más allá de este ejemplo, es mejor atenerse a un “es probable”, sin proferir el “es verdad”. Aunque por incompetencia nos hayamos mantenido a dis­ tancia de la reflexión filosófica, deberemos recurrir ahora a un filósofo. J. L. Austin escribió que el principio lógico según el cual “toda proposición debe ser verdadera o falsa ha operado ya por demasiado tiempo como la forma de error descriptivo más sencilla, convincente y difundida”. Precisa que “numerosos enun­ ciados aceptados como aseveraciones [...] no son, de hecho, ni descriptivos ni susceptibles de ser verdaderos o falsos”. En tales condiciones: “¿Cuándo una afirmación no es una afirmación? Cuando es una fórmula en un cálculo, una enuncia­ ción preformativa, un juicio de valor, una definición, o cuando forma parte de una obra de ficción; se han sugerido otras res­ puestas muy variadas. Sencillamente, el objetivo de los enuncia­ dos no es corresponder a los hechos”. En otras palabras, como la correspondencia con los hechos no forma parte de la naturaleza de las “afirmaciones”, no les

interesa la verdad ni la mentira. He aquí aparentemente un cam­ po desbrozado, donde lo verdadero y lo falso no serían valores dignos de consideración. Además, Austin parece proponernos una posibilidad adicio­ nal para simplificar el problema de lo verdadero y lo falso. “No considera en absoluto que sea falso” decir que una afirmación es verdadera cuando corresponde a los hechos. Así, gran parte de nuestras interrogantes acerca de la problemática de la mentira parece no tener razón de ser. Se nos ofrece una respuesta clara acerca de la distinción entre verdadero y falso. Al comentar esta respuesta, Austin admite que “la teoría de la verdad es una serie de truismos”, para agregar de inmediato: “esta respuesta puede ser por lo menos engañosa, sin embargo”. Era de esperarse: la simple correspondencia con los hechos no puede ser criterio seguro de nada. Austin postula varias y sabias razones para mos­ trar el aspecto engañador de su respuesta inicial, que sin embar­ go no consideró falaz. Admitamos que en el problema de la verdad, Austin proclamó sus colores desde el inicio de su artículo: “Verdad es un sustantivo abstracto en sí [...] Nos aproximamos de pie, con nuestras cate­ gorías en la mano: nos preguntamos si la Verdad es una sustancia (la Verdad, Cuerpo del Conocimiento), una cualidad (algo como el color rojo, algo inherente a las verdades) o una relación (co­ rrespondencia). De todos modos, los filósofos deberían concen­ trar sus esfuerzos en algo más a la medida de sus capacidades”. El consejo no solo vale para filósofos, y las observaciones que lo preceden explican sin duda que se pueda fácilmente chapo­ tear en el problema de la verdad. No dejamos de hacerlo y no nos demoraremos en este intento de localizar lo verdadero y lo falso en dos campos perfectamente distinguibles. Contentémo­ nos con no saber si lo falso que empleamos en tal mentira es “poco, mucho, apasionadamente” falso, aceptando que “nada” debe ser poco habitual. Lo más sencillo es atenerse a lo siguiente: la mentira es una afirmación que el mentiroso juzga contraria a la verdad, sea cual

fuere ésta en el caso considerado. Después de todo, si no toma­ mos demasiado en cuenta los factores inconscientes, quien está mejor situado para juzgar la mentira es el propio mentiroso. Se­ ría abusivo extraer argumentos de ciertas nociones que acaban de ser evocadas para objetarle “pero no, usted no mintió para nada, existen lo verdadero y lo falso, etc.” El mentiroso es el que cree que miente, y la mentira es lo que él produce en ese instante. Aventurar esta opinión desde el principio habría resultado nocivo para los capítulos siguien­ tes, porque debíamos atravesar certezas e incertidumbres para desembocar en un truismo que acaso forme parte de la “serie” mencionada por Austin. Ahora bien, si hay ámbitos de elección para la mentira, existen otros donde no tiene gran cosa que hacer y además otros donde no “florecerá”, en otras palabras “suelos donde la mentira no vale la pena”, con el siguiente matiz: en tal caso, mucho reposa en el contexto. Por ejemplo, salvo excepción, un adulto no men­ tirá si quiebra un plato, y un niño sí. No hace falta detenerse en estos puntos. Es obvio que la opi­ nión de Pascal, no importando sus motivos, era demasiado abso­ luta. En cuanto a nosotros, sabemos que alegamos en favor de un equilibrio entre mentira y verdad, equilibrio que la mayoría de los individuos considerados normales respeta bastante espon­ táneamente en su cotidianidad. Señala R. Jamous que “los libaneses saben apreciar las bellas palabras, una de cuyas expresiones es la mentira”.41 Así, una ma­ dre deseosa de mostrar la excelencia de su hijo dirá que “es hermoso como la mentira”. La expresión posee un eco singular. Sin duda se trata más del entusiasmo del conocedor ante una bella maquinación y una frase astuta que un intento de incluir la mentira entre las bellas artes. Es obvio que existen bellas mentiras. El espía concitó nues­ tra admiración, aunque no así el publicista, sumergido en la me­ 41 Politesse et sincérité.

diocridad. Con todo, destacamos a menudo que no era cuestión de hablar de una Mentira mayúscula a la que podría adherir un calificativo único que abarcara el conjunto de las mentiras. La mentira puede ser bella, fea, temible, detestable, penosa, cómica y así, según las circunstancias. Todas poseen rasgos comunes: responden a un apuro, tienen una exigencia y también, en prin­ cipio, una necesidad de eficacia. Dicho esto, sabemos que la mentira constituye un aporte in­ dispensable en el mantenimiento del equilibrio social e indivi­ dual. Pero también podría ser indispensable en otro nivel. En efecto, es innecesario demostrar que la mentira marca implíátamente la diferencia entre lo verdadero y lofalso; la diferencia, más que una oposición de contrarios. Sin volver a las dificultades de esta distinción, digamos que, puesto que la mentira es cosa indiscutible, deriva necesariamen­ te de que es posible distinguir lo verdadero de lo falso con un cierto grado de certidumbre, a menos de afirmar que todo está en todo y viceversa.42 Esto nos lleva a la pregunta siguiente: ¿qué otra cosa podría cumplir este oficio? ¿La sinceridad? No es una escarapela demasiado segura para diferenciar lo verdadero de lo falso. Como señalaba Benjamín Cons­ tan t: “El hombre no es del todo sincero ni del todo tramposo”. ¿Proclamar la Verdad Verdadera? Juzgando sus efectos, re­ sulta lícito desconfiar de ella. Sabemos que conduce a los peores excesos, pues apenas alguien afirma poseerla, ¡ay de los demás! ¿Un comportamiento auténtico? Antaño se predicó la autenti­ cidad sin que se supiera el significado del término. En el mejor de los casos algo cuya verdad y realidad no podía ser refutada. Esto no nos lleva muy lejos si lo aplicamos a la complejidad humana. ¿El hablar verdadero? Basta recordar que al parecer un polí­ tico acuñó la fórmula.

42 Lacan dijo algo parecido, a su manera: “El correlato dialéctico de la estruc­ tura fundamental que hace de la palabra entre sujeto y sujeto una palabra que puede engañar es que también existe algo que no engaña. ”

¿Lucidez, convicción, naturalidad, serían indicadores adecua­ dos para diferenciar verdad y falacia? Parece difícil confiar en esos términos respecto de un tema tan serio. Por último, no debe ser en el lado de la verdad donde pue­ den encontrarse estos indicadores, sino más bien en la vertiente de la mentira. A fin de cuentas, la mayoría de las nociones citadas remite a la mentira. Ninguna puede ser aceptada como absoluta, es decir exenta de reserva y restricción. Una vez admitido esto -difícil no hacerlo sin una enorme dosis de ingenuidad-, la mentira, por lo menos potencial, siempre está en su horizonte. Así, puesto que la sinceridad no puede ser ni total ni estar garantizada, hay espa­ cio para la hipocresía en toda expresión sincera. El único valor más o menos seguro y constante en el campo de la verdad, por lo menos como material observable, parece ser la mentira y no el sustantivo que se le opone, esto es, la verdad. ¿Estaremos ante una paradoja, una construcción a contrama­ no de la opinión común? Es conjeturable, pero también pode­ mos plantear como axioma que en materia de verdad nada es seguro. Todos podemos aceptar esta proposición sin discutir. Siendo así las cosas, en este ámbito problemático no es para­ dójico imaginar que la existencia de la mentira marca el hecho de que, pese a todo, verdad y falacia difieren de una manera u otra y que generalmente es posible identificarlas. La insistente presencia de la mentira nos lo recuerda, y parece el mejor indi­ cador de esta realidad. Incluso fuera de la posibilidad de que la mentira sea devela­ da, cuando miento no puedo evitar suministrar implícitamente indicaciones acerca de la faz oculta de mi proposición, donde se halla la verdad, verdad momentánea y contextual, por supuesto, pero eso ya es algo. Para remate, ya lo dijimos, mientras más miento acerca de un tema dado, más debo conocer su verdad. Incluso puedo lle­ gar a ser quien mejor la conozca. No se trata de un homenaje del vicio a la virtud. La mentira no es un vicio. Es una sencilla

comprobación de que lo falso implicado en la mentira jamás puede permitirse excluir lo verdadero. En otras palabras, la mentira incluye un índice de probabili­ dad en cuanto a la diferenciación entre lo verdadero y falso, muy superior a toda empresa franca y leal. Estas empresas, como regla general, tienden a evitar todo aquello que pudiera rozar lo falso. Por su parte, la mentira implica un cierto respeto por la verdad. La sinceridad, para hablar solo de ella, manda con ho­ rror lo falso al retrete, y en cambio la mentira no puede ignorar la verdad. Aparte del hecho de que la mentira aceita los engranajes hu­ manos -sin por ello subir a la superficie-, es necesario rendirle en justicia el siguiente tributo: la mentira es nuestro principal recur­ so, aunque indirecto, para situar aproximativamente la verdad.

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