Más Allá de la Ciencia y de la Fantasía [26]

A UN PASO DE TODO (editorial) La estación espacial es una probabilidad técnica aceptada. La espacionave presenta mayores

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Más Allá de la Ciencia y de la Fantasía [26]

Table of contents :
MAS ALLA DE LA CIENCIA Y DE LA FANTASIA Vol. 2 Nro. 26 JULIO de 1955
Revista mensual de aventuras apasionantes en el mundo de la magia científica
SUMARIO
NUESTRA PORTADA por Chesley Bonestell
La estatción espacial y las primeras espacionaves: las carabelas de los Colones del infinito.
novelas:
GUIJARRO EN EL CIELO, por ISAAC ASIMOV (I parte)
Un traspié en el futuro y los sumerge el mundo incomprensible del mañana..88
cuentos:
DESDE EL OTRO LADO, por RON ELTON
¿Retroceder en la vida? ¿Cómo evadirse luego?..4
MATEMATICAS SUPERIORES, por M. C. WOODHOUSE
Está prohibido caerse al infinito..18
EL FRENO CELESTIAL, por THOMAS C. McCLARY
La vanidad humana es un monstruo que no retrocede..41
LOS INVASORES, por ARTHUR, FELDMAN
Un cuentito infantil de los seres mitad ángeles, mitad demonios..74
aventuras de la mente:
ESPACIO SIN FRONTERAS, I parte:
DE ESTE LADO DEL INFINITO por JOSEPH KAPLAN..26
COSAS DEL AYER..17
FICHAS DE JUEGO RADIOACTIVAS..39
novedades cósmicas:
ESPACIOTEST 12
CORRESPONDENCIA: Proyectiles dirigidos y respuestas científicas..78
SIN APELACION..164
A UN PASO DE TODO (editorial)..2

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a un paso de todo La estación espacial es una probabilidad técnica aceptada. La espacionave presenta mayores problemas, y por lo tanto es mayor el número de escépticos acerca de su realización. La prolongación casi indefinida de la vida sigue siendo un sueño, pero los triunfos sensacionales de la medicina hacen dudar hasta a los pesimistas más empedernidos. La transmisión del pensamiento es aceptada con dudas, pero, en el fondo, todos estamos convencidos de que “algo hay de cierto” Todos estos elementos básicos y clásicos de la fantasía científica —cuerpo y

alma de muchísimos cuentos— son aceptados por la conciencia general como posibles, y mirados con agrado, como manifestaciones de la genialidad del hombre. Pero hay pocas personas que le tengan simpatía al robot, y pocos creen en su inminente aparición en el seno de la sociedad humana. El muñeco pensante, el fantoche mecánico, la máquina con aspecto y funciones semihumanas, que piensa con lógica absoluta, que nunca se equivoca, que actúa con ciega perfección, sin emociones que la hagan dudar, sin temores que la paralicen, sin pasiones que la cieguen, resulta decididamente antipática. No es humana, pero es mejor que el hombre; el hombre la crea (en los cuentos) para su provecho, pero la perfección misma de su creación representa un tremendo peligro. La reacción popular ante la idea del robot inanimado, pero dotado de cualidades terroríficamente perfectas, es de odio, asco y miedo, y se trata de ridiculizarlo o de rechazarlo entre las cosas que “no pueden suceder entre nosotros”. Lo curioso es que, por el contrario, el robot es cosa inminente, mucho más inminente que la estación espacial, la espacionave, la inmortalidad o la transmisión del pensamiento. El robot ya se encuentra entre nosotros, ya ha conquistado su sitio de honor y de

potencia, su lugar indispensable en la organización humana. Algunos toques más, algunos perfeccionamientos previsibles, y él “monstruo” de la fantasía científica se volverá realidad aceptada y común. Un cerebro humano cumple cuatro funciones básicas: a través de los sentidos, recibe y acumula información; clasifica y compara las informaciones recibidas; deduce y llega a conclusiones, y determina la acción que, en vista de las premisas, debe ser emprendida. Todas estas funciones las ejecuta, con mucho mayor rapidez y sin sufrir interferencias de elementos extraños, el cerebro electrónico. Lo interesante es que la limitación máxima aparente del cerebro electrónico, es decir, la dificultad de proporcionarle en forma de datos numéricos todos los elementos informativos, está siendo superada cada día en medida creciente, por la progresiva racionalización de todas las ciencias y por la cada vez mayor comprensión de los fenómenos de cualquier especie. Es decir, que todas las ciencias contribuyen, sin darse cuenta, a hacer cada vez más próximo el día en que él robot llegue a su perfección. Hemos adelantado mucho desde la primera rudimentaria máquina calculadora construida por Pascal en 1642. Ahora hay cerebros electrónicos

que leen para aprender, que realizan los cálculos más complejos en milésimos de segundos, que pueden dirigir una batalla mejor que cualquier estratego, que traducen textos de un idioma a otro, que leen cualquier impreso y lo transmiten a los ciegos, que arman y ponen en marcha otras máquinas, las regulan y las controlan, que se corrigen y reparan a sí mismos. Existen fábricas que funcionan automáticamente desde el instante en que les llegan las materias primas, hasta el empaquetamiento de los productos terminados, y ¡hasta el envío de las facturas a los clientes! El día del “gerente electrónico” de industrias totalmente automáticas está más cercano de lo que muchos de nosotros imaginamos o deseamos imaginar. Es menester irse acostumbrando a la idea de máquinas que saben más que nosotros y que poseen los medios para imponer sus lógicas decisiones. Falta menos que para el primer viaje a la luna, menos que para la inmortalidad. El día que tengamos el primer cerebro electrónico completo, le encargaremos a él la solución de estos problemitas de secundaria importancia, y él los resolverá —si es que hacerlo le pareciere oportuno y conveniente para él y para nosotros— en un milésimo de segundo. 

por RON ELTON Ilustrado por EUSEBI

desde

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el otro lado Retrocedió un año en el tiempo, y no puede evadirse del pasado... ¡Pero la morochita vive en el presente!

EL doctor tenía una hija, de modo que yo llegué a ser bastante rico. O mejor dicho, no fui yo, sino el tipo que. . ., bueno, supongo que era yo. Dije que tenía una hija. En realidad, todavía la tiene, pero por lo que mí se refiere tanto daría que fuera soltero. O esquimal. Ojalá hubiese sido un esquimal, porque entonces yo no estaría donde estoy ahora. Ni sería rico, desde luego. O mejor dicho, el tipo que. . . Bueno, así no vamos a llegar a nada. Será mejor que empiece por el principio. Comenzaremos por el baile del personal. El personal es el de Plásticos Permanentes S. A. Ltda. (“Nosotros los hacemos; traten ustedes de romperlos”) donde yo soy (era) empaquetador.

DESDE EL OTRO LADO

Los directores de P. P. se enorgullecen de su moderna concepción de las relaciones entre Capital y Trabajo, con aquello de “Todos somos compañeros y trabajamos juntos”, y otras mentiras por el estilo, y con tal de que uno no lo llame en su misma cara “Pelado” al director gerente todo marcha a la perfección. De modo, pues, que cuando fui a sentarme en la galería de afuera para “charlar” con la morochita aquella con quien acababa de bailar una pieza y, tras un abrazo de siete minutos con su correspondiente ventosa interlabial, salimos del clinch para respirar y le pregunté su nombre y me dijo,"Beryl Jameson”, no me quedé muerto en el acto de la impresión. A pesar de saber que su padre era el "capo” máximo de los

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Laboratorios de Investigación de la fábrica. Después del baile la llevé a su casa, me despedí de ella de una manera apropiada y tomé el ómnibus para irme a casa sintiéndome algo así como un conquistador de película. Naturalmente, había invitado a la morochita a salir, y fuimos a ver una buena película y a cenar después en el Lyón. Y fué así como empezó el gran romance. Claro está que con la miseria que yo ganaba por semana no podía estar invitándola a cines caros todas las noches, pero nos arreglamos bastante bien con el del barrio, y con largos paseos río abajo hasta Hammersmith. Pues bien, al poco tiempo ya no pasaba noche sin que nos viéramos, y muy pronto ella me dijo: —¿No querrías ver a papá? —Ya lo veo —repuse—. Todos los días. —¡No, querido! —exclamó ella riendo—. Quiero decir en casa. La influencia de los poderosos es algo muy importante en todas partes, hasta en el ambiente de concordia de Plásticos Permanentes, y como de todos modos yo ya estaba empezando a pensar en tomar estado, vale decir, sentar cabeza y casarme eventualmente, acepté la invitación. El doctor Jameson, de la Real Sociedad de Investigadores, no era en absoluto un bicho raro o desagradable, y aparte de ser hincha de los pataduras del Chelsea, era casi un ser humano. Lo primero que me dijo fué: —Haz de cuenta que estás en tu casa, muchacho. Y ven por aquí cuando quieras. Y fué así como comenzaron las reuniones del grupo de discusión de los jueves. Como la de los jueves era la noche

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que Beryl dedicaba al Teatro de Aficionados, el grupo de discusión estaba formado por: (a) el doctor Jameson, orador, y(b) yo, auditorio. Ahora voy a aclararles bien esto. Aunque yo soy miembro —era miembro— de Plásticos Permanentes “Productos del Futuro, Hoy”— mi trabajo es el de empaquetador, o sea el de uno de los tantos muchachos que en el subsuelo del edificio envasan el producto terminado para su venta. Cuando visito los Laboratorios es con un cepillo para limpiar. Mi conocimiento científico consiste en dos cosas: H2O y CO2. Una vez dicho esto, estoy listo en lo que a ciencia se refiere. Yo soy desde hace varios años aficionado a la fantasía científica, y leo cuantas revistas cae en mis manos con ese tema, Pero cuando alguien empieza a describir el impulso acelerado o a trabajar con la enésima potencia de cualquier cosa, yo paso esas páginas por alto y sigo leyendo tranquilamente el resto del cuento. De modo que la mayor parte de lo que decía el doctor estaba muy por encima de mi alcance. De lo que me di cuenta, sin embargo, desde el primer momento, fué de que su interés no estaba concentrado en los plásticos y de que tenía en casa su propio laboratorio. La trama se complica. Y entonces, un jueves a la noche, me di cuenta de pronto de lo que el doctor estaba hablando. Yo me había hecho el hábito de escucharlo con un oído, mientras seguía al mismo tiempo el curso, muy distante por cierto de sus palabras, de mis propios pensamientos. Cada vez que él hacía una pausa, emitía yo un sonido que no significaba nada en particular, y mi conferenciante continuaba con su exposición.

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Esa noche yo estaba bastante abstraído jugando de centro delantero para mi equipo favorito, los Rangers, y acababa de marcar el gol de la victoria en Wembley cuando alcancé a oír las palabras “un continuum de espacio-tiempo”. Como esto lo había leído alguna vez en relatos de fantasía científica, estaba más o menos dentro de mi terreno, de modo que, después de decirle al subcapitán del equipo que se ocupara de la copa, volví a la tierra. — ...se hallaba fuera de toda duda razonable —seguía diciendo el doctor—, Así que sólo quedaba por ver si eso mismo podía aplicarse a los organismos vivientes. Mi primer intento, con un ratón, fué coronado por el éxito a los veinte segundos, y. . . Hizo una pausa, y señalando dramáticamente a Jimmy, el gato, plácidamente sentado frente al fuego, agregó: —. . .y ésta es la prueba del segundo experimento. Era evidente que esta vez esperaba algo más que un gruñido evasivo, de manera que, tratando de parecer apropiadamente impresionado, exclamé con voz ahogada: —¡Gran Dios! ¿Quiere decir que. . .? No sabía de qué estaba hablando, pero pronto lo descubrí, pues. . .

—Si —dijo él, con una voz como si se estuviera palmeando a sí mismo en la espalda—. Jimmy se pasó cinco minutos en el siglo doce y volvió tan fresco como una lechuga. —¡Santo cielo! ¡Máquinas para viajar en el tiempo! Siempre he deseado ver una de esas máquinas, de modo que lo seguí a su laboratorio, ubicado en los fondos de la casa, esperando quedarme completamente anonadado ante las formas poderosas, aunque esbeltas, del proyectil. ¿O estoy pensando quizá en espacionaves? Como quiera que sea, no había ni proyectil, ni formas esbeltas. Ni siquiera una cámara metálica con una entrada oscura y siniestra. Todo lo que pude ver fué una mesa de madera con media docena de lámparas de arco sobre ella, y, en un rincón, una maraña de cables eléctricos, diales y conmutadores. La mesa, sin embargo, cuando la vi más de cerca, resultó no ser de madera, sino de una especie de plástico, nuevo para mí, y eso que yo vivía prácticamente embutido en el material. Al advertir mi interés, el doctor dijo, pasando enternecidamente la mano por su pulida superficie: —Este es el descubrimiento que hice. Como ya le he explicado, sus propiedades traslativas son únicas.

____________________________________ Males de juventud Debido a que la mayoría de los hombres que son llamados a prestar servicios en las filas del ejército, tienen edades que oscilan entre 18 y 25 años de edad, se ha desarrollado, dentro de la medicina una especialidad que estudia los problemas médicos de os jóvenes en esas condiciones. En recientes publicaciones se señala que éste es el período de la vida más adecuado para el boxeo, carreras con vallas, carreras cortas, salto y pilotaje de aviones de caza. Pero no todo son ventajas. La fractura de muñeca, las dislocaciones de hombro, codo, cadera, rodilla o tobillo, son mucho más probables en desa época que en cualquiera otra de la existencia humana.

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—Ah, si, desde luego —repuse vivamente, preguntándome cómo sería una propiedad traslativa a simple vista. —Ya te he hablado de lo que se refiere a las lámparas —continuó—. Y ahí está el Klystron, en el panel — señaló vagamente con la mano hacia el rincón. —Entendido —repliqué. —Creo que eso es todo —dijo. Luego se volvió hacia mí con toda naturalidad—. Y bien, ¿te gustaría hacerte un viajecito? Tenía la firme idea de que algo por el estilo era precisamente lo que se me avecinaba, de modo que había estado repasando mentalmente algunos detalles: A) Sólo los personajes de la fantasía científica construyeron máquinas para viajar en el tiempo. B) Si viajar en el tiempo fuera posible, alguien habría venido sin duda del futuro para echarnos un vistazo. Por lo tanto, viajar en el tiempo es algo irrealizable. C) La mesa donde al parecer iba el cuerpo no estaba, por lo que yo podía ver, conectada con cables u otros artilugios por el estilo, y sería probablemente el lugar más seguro del mundo cuando el viejo empezara a juguetear con los conmutadores. Además, ya me había fijado en algo que podría proporcionarme mayor protección, y que estaría a mi alcance cuando él se volviese hada el panel y me diera la espalda, de modo que... —Claro que sí —dije—. No hay inconveniente. —Bravo, muchacho. Será un viaje de cinco minutos, y cuando tú vuelvas te mostraré lo que hay que hacer, v me daré yo también una vueltecita. Eso era lo que más me gustaba en el doctor. Nada de palabrerío ni de frases

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como “los pioneros de la ciencia. . . por la gloria del Imperio. . . etc. etc.” No. Una invitación muy simple. Si quieres bien y si no también. Y ésa fué en parte la razón por la que acepté. —Acuéstate sobre la mesa, entonces, mientras yo conecto el aparato. Demora un ratito hasta que toma la energía necesaria. EMPEZO a manipular con conmutadores y diales, y yo aproveché para escamotear la alfombrilla de goma que había visto al entrar, la tendí sobre la mesa y me acosté sobre ella. Era de un color bastante parecido al del plástico inventado por el doctor, así que no creo que la hubiese advertido. De este modo, pues, adecuadamente aislado por las dudas, me tendí a descansar. —¿Tienes interés por algún período en particular? —me preguntó por sobre el hombro. Yo tenía una respuesta para eso también. Después de todo, para el caso de que hubiese algo de cierto en todo esto, podía pedir algo que valiera pena. — 1666 —dije. —Sabia elección —repuso el doctor, y empezó a hacer cosas en el panel para convertirme en espectáculo directo del Gran Incendio. Yo cerré los ojos, apretándolos con fuerza cuando las lámparas que tenía sobre la cabeza empezaron a titilar y a brillar cada vez con más intensidad. —¿Listo? —Muy bien, pues, Te veré dentro de cinco minutos —dijo, y alcancé a oír el clone de un último conmutador. Luego se produjo un relámpago, una sacudida, una sensación de atravesar el aire, y abrí los ojos para encontrarme en el jardín de los fondos de la casa del doctor. ¡Canastos! —pensé—. ¡Había sido

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peligroso! Suerte que no quedé muerto del golpe”. Me volví hacia la ventana del laboratorio para ver el agujero que debía haber hecho al salir. Pero no había agujero alguno. La ventana del laboratorio estaba sana y entera, brillando a la luz del sol. ¡La luz del sol! ¡A las ocho de una noche de febrero! Me senté, mirando fijamente la ventana, boquiabierto, y probablemente aún estaría así si la morochita no hubiese aparecido en ese momento en la puerta trasera con un mantel en la mano. —¡Demonios, chiquita! —exclamé—, ¿Qué ha pasado? Ella me ignoró y empezó a sacudir el mantel, vigilada estrechamente por una pandilla de rollizos gorriones instalados en la cerca. —¡Eh, Beryl! —le grité. Alzó los ojos, miró hacia mí, a través de mí, y recorrió con la vista el paisaje local. Luego dijo algo por sobre el hombro a una persona que estaba adentro. Echó a reír, movió la cabeza y entró, cerrando tras de sí la puerta. Esto no me gustó ni pizca, y había aleo más machacándome en el fondo del cerebro. De repente, caí en la cuenta de lo que era. ¡El silencio! Yo no podía oír otra cosa más que el rumor sordo y retumbante de una especie de susurro lejano. ¿Alguna vez se pusieron un caracol junto al oído? Pues bien, así era el ruido. Eché a andar con lentitud por el sendero del jardín, con un dedo hundido profundamente en cada oído, sacudiendo violentamente yunques y martillos, pero eso no produjo diferencia alguna. Seguía sin poder oír, y supuse que mis recientes aventuras debían de haber desorganizado mis intercomunicadores. Conservaba de todos modos la esperanza de que fuera sólo algo temporario. Tenia la vaga idea de haber estado con

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el doctor pero era sólo una vaga idea. Todos mis pensamientos eran bastante nebulosos en ese momento. Aún no me había repuesto del todo de la impresión que me causara la luz del sol. Llegué a la puerta trasera y, al extender la mano para tomar el picaporte, me detuve y miré hacia atrás. Todos les gorriones estaban; en el suelo, picoteando su desayuno. No era un espectáculo desusado, a menos que se considerara que yo había pasado por allí hacía menos de dos segundos. Retrocedí hasta donde se hallaban los pajaritos y me detuve junto a ellos. Por la atención que me prestaron, podía haberse dudado de mi presencia allí. Me arrodillé en el suelo, cerca del más gordo de ellos, y le grité: “Buuu”. Voló unos centímetros por el aire, dio media vuelta y siguió comiendo tranquilamente, aunque con una especie de expresión avergonzada. Aparentemente, yo no estaba en ese lugar. Muy bien. ¿Dónde estaría entonces? Era evidente que en 1666 no. Y al pensar en eso recordé que debía estar de vuelta al cabo de cinco minutos, de modo que supuse que sería mejor volver a donde estaba hasta que fuera llamado nuevamente. RETORNE, pues, al sitio donde había “despertado”, y aguardé allí la llamada. Mientras daba vueltas trataba de hacer trabajar mi aparato auditivo mediante un esfuerzo de voluntad, o sea sometiendo a la mayor tensión posible mis tímpanos y golpeteando las orejas para tratar de captar algún sonido. El resultado fué que me produje un terrible dolor de cabeza, y completamente en vano. Entonces, en medio del retumbante susurro, empezó a dejarse oír otro sonido, no tan tuerte pero

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dotado de cierto ritmo. Escuché con atención por un momento. ¡Por Dios! — pensé—, ¡Campanas de iglesias! Después de eso fué muy fácil. Todos los ruidos sonaban como de costumbre, sólo que un poco apagados, como si estuvieran muy lejos de allí, y con un poco de práctica pude aislar algunos de ellos. Las campanas de la iglesia, por ejemplo, un motor acelerando, y el zumbido inconfundible de un avión a chorro vendo de prisa a cualquier parte. Pues bien, estuve por allí aguardando ser llamado alrededor de media hora, antes de llegar a la conclusión de que por lo menos ese día iba a haber recolección. Volví entonces nuevamente por el sendero del jardín para ver al doctor, aunque no sé exactamente qué esperaba que ocurriera. Quiero decir que si los gorriones no podían verme, entonces era más que probable que tampoco los doctores pudieran. Y si yo no pedía oírlo, supongo que a él le ocurriría lo mismo conmigo. De todos modos, nada se podía perder haciendo la prueba. Cuando llegué otra vez a la puerta trasera, ¿quién habría de salir a toda prisa sino nada menos que el doctor en persona? Llevaba una pequeña azada y un puñado de plantitas para transplantar envueltas en un periódico. Caminaba rápidamente, resuelto a llegar a su destino antes de que el papel húmedo del diario se rompiera y dispersara sus planteo por los Cuatro vientos del cielo. Marchaba en línea recta hacia mi invisible yo, de modo que me hice precipitadamente a un lado. No fui sin embargo bastante rápido, y al darme cuenta de que íbamos a chocar sonreí mentalmente y pensé: Alguien se va a llevar muy pronto una violenta impresión. Y alguien se la llevó, en efecto, pero no fué precisamente el doctor. El pasó simplemente a través de mí, y siguió su marcha hacia el jardín dejando tras de si un despojo nervioso que había advertido de

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pronto que no sólo era invisible sino también atravesable. Esto, como dice Shakespeare, era la más hiriente de las ofensas. Ya nada podía ocurrirme, pensé, qUe contribuyera a empeorar las cosas. Como de costumbre, me equivocaba de medio a medio. Mientras estaba allí reflexionando sobre cuál sería mi próximo movimiento, la cocinera asomó la cabeza por la puerta trasera y arrojó hacia mí un trozo de pan. En. un regalo para el gorrión gordo — juntamigas oficial de la familia— y sucedió que yo me hallaba casualmente en el camino. Me agaché instintivamente, pero antes de que hubiese completado el movimiento ya el pan había pasado a través de mí, y cuando me di media vuelta el gorrión gordo estaba sobre él, devorándoselo ferozmente. Quedé anonadado. Lo observé durante algunos segundos, y luego un pensamiento terrible empezó a cobrar intensidad en mi mente. Si la gente podía caminar y lanzar migas de pan a través de mí, entonces, por la misma razón, yo no podía tomar ninguna cosa material. La comida es una cosa material, ¿verdad? ¿Qué consecuencia trae esto para mí? La respuesta obvia es Hambre, y en lo más profundo de mi estómago sentí las primeras agitaciones leves que se producen siempre que pienso en comida. Me acerqué al gorrión para ver si podía arrebatarle su alimento, no para comérmelo, desde luego, sino para comprobar si mi teoría era realmente válida. Mis dedos pasaron a través de ese trozo de pan como si fueran de humo, y las leves agitaciones de mi estómago se convirtieron en una sensación cabal y absoluta de inanición al cien por ciento.

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Una negra desesperación se apodera de mi, y con una cordial palmada en la espalda rugió: "¡No te preocupes, Tosh! Te morirás lentamente de hambre. Todo lo que tienes que hacer es sentarte y ponerte a pensar en salchichas y panecillos crocantes, suculentos bistecs y pasteles de manzana, jamones y flanes, tazas de té. . . Lancé una carcajada hueca y eché a andar lentamente por el pasillo lateral de la casa del doctor hacia la puerta del frente. Había perdido todo interés en mujeres, hombres de ciencia y laboratorios. Todo lo que quería era comida. Nada más que comida. Mientras caminaba busqué instintivamente los cigarrillos y, con bastante sorpresa, los encontré en mi bolsillo como de costumbre, junto con el encendedor. Saqué el paquete y encendí uno, esperando en cierto modo que todo el lugar saliera volando por los aires, pero eso, por lo menos, me fué ahorrado. Me quedé junto al portón delantero de la casa del doctor, gozando del solaz que proporciona Madame Nicotina. Es maravilloso lo que un cigarrillo puede hacer por uno, ¿verdad? Empecé a sentirme nuevamente casi humano, y me puse a registrar algunas circunstancias en eso que en los momentos más luminosos llamo mi cerebro. En primer lugar, mi reloj aún estaba marchando, y yo podía tener todavía pensamientos indecentes (hice la prueba con uno para probarlo): de modo que no estaba muerto. Por añadidura, el único ángel que había visto hasta la fecha era la morochita, y como ésta no tenía ni alas ni un camisón brillante, no era uno de los comunes. Segundo, todo lo que llevaba encima en esa noche fatal aún estaba en su lugar. Eso, desde luego, era evidente de por sí, pues en caso contrario hubiese andado completamente desnudo. Pero me refiero al

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contenido de mis bolsillos: chuchearías, monedas, etc. Empecé a registrarme, con la vaga ilusión de encontrar en alguna parte un almuerzo de cuatro platos, pero lo único que pude arañar fué un caramelo y una solitaria porción de una tableta de chocolate de leche: reliquias de la última vez que la morochita y yo fuéramos al cine. El chocolate estaba sin el papel plateado y liberalmente cubierto de pelusa y restos de tabaco. Sin embargo. . . La tercera circunstancia llegó con un muchachito que vino en bicicleta. Estaba repartiendo periódicos, y cuando entró en la casa del doctor vi que traía el suplemento ilustrado de Novedades Mundiales. Fué de este modo que me enteré de que era domingo. La fecha, según rezaba en los diarios que habían quedado en el portaequipaje en la bicicleta, era 24 de octubre de 1953. “Anoche” era 25 de febrero de 1954, de modo que yo estaba retrasado para asistir al gran incendio. El último domingo de octubre — reflexioné—. Eso fué antes de que conociera a la morochita. Yo tenía una cita con aquella pelirroja de Plásticos, y fuimos. . . Me interrumpí, consideré un momento la situación y llegué a las siguientes conclusiones: “Si yo estoy aquí, no puedo estar también allí. Pero eso era entonces en tanto que esto es. . . humm. . . entonces también, supongo. De modo, pues, que si “yo” me encuentro con ella “afuera”, hoy puedo verme haciendo eso. Por consiguiente debe haber dos “yo”, algo así como una doble personalidad, quizá. Bien. ¡Canastos! Eso no está muy claro, pues si ahora puedo verme a "mí”, otro “yo” debe de haber estado observándome cuando me encontraba afuera. En tal caso, ese “yo” está aún aquí, en alguna parte, y si me encuentro con él seremos entonces tres”. Probablemente todo esto sonaría mejor

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si se le pusiera música SOLO quedaba una tosa por hacer, ir al parque, lugar de la cita, y verme a mí mismo. Fué en ese momento cuando advertí la sombra. Aunque, al pensar un momento, me di cuenta de que hacía ya un rato bastante largo que la estaba viendo, pero tenía otras cosas más importantes de que preocuparme. Y en realidad, no era una sombra muy conspicua, sino uno de esos objetes que se ven “por el rabillo del ojo”. ¿Saben ustedes cómo es la sombra de una nube, pasando rápidamente sobre el suelo a la distancia? Pues bien, era algo más o menos así, sólo que (a) no estaba allí cuando uno miraba directamente, y (10 no se movía hacia ninguna parte, sino que se extendía —por el rabillo del ojo— en todas direcciones. Haciendo girar con un esfuerzo los ojos casi hasta las orejas, pude delimitarla y resolví que debía ser bruma del calor suspendida muy cerca del sucio. En ese momento el sol decidió tomarse un descanso tras una nube, y tuve que cambiar de opinión, pues se tornó más distinta y pude seguir su rastro por el suelo, casi hasta mis pies, extendiéndose justo por sobre el nivel del pavimento, llenando la calzada y...

Como aficionado a la fantasía científica yo debía ser una deshonra para los editores de las revistas que leía, invisible, inaudible, atravesable. . ., a un Kilómetro se podía ver qué era esa sombra. Tierra, suelo, o como quieran llamarla. Al parecer, yo había sido objeto de una transferencia total y en conjunto, teniendo hasta mi propio suelo para caminar. Hice una rápida verificación con mis pies. Como lo suponía, estaba suspendido alrededor de un centímetro sobre el pavimento normal. Al mirar directamente hacia abajo mi terreno era invisible, aunque enteramente sólido. Era de presumir que durante todo ese tiempo había estado un poco por sobre el nivel del suelo, pero en la condición en que me hallaba ni siquiera hubiese podido notarlo. Me pregunté si mi tierra seguía los contornos de la exterior, porque si no era así, yo tendría que moverme cautelosamente. . ., muy cautelosamente. La escena se traslada a la calle High, en Kensington. Yo estaba en camino al parque Shepherd, y había llegado hasta aquí sin que nada extraordinario ocurriera, pues mi suelo se comportaba razonablemente bien, de tal modo que rara vez estaba yo a más de cincuenta o sesenta centímetros por encima o debajo del nivel del terreno

________________________________ Más vale prevenir que curar Hasta que no se encuentre una manera segura de curar o evitar el cáncer, la lucha contra la enfermedad se concentrará en el campo de la medicina preventiva. En este sentido constituye un avance considerable el procedimiento Penn de diagnóstico del cáncer, que consiste en agregar ciertas soluciones químicas a una muestra de sangre del examinado. Si la mezcla permanece oscura, el paciente puede quedarse tranquilo; pero si se aclara y aparecen pequeñas partículas, hay que actuar sin pérdida de tiempo. Este método es mucho más rápido, seguro y económico que el de los rayos X.

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exterior. . . hasta que llegué a la calle de la iglesia de Kensington, que es una colina. La ruta habitual que sigo para llegar a mi campo de operaciones pasa por dicha calle de la iglesia, pero como mi terreno parecía decidido a mantener su propio nivel me vi enfrentado con la alternativa, o bien de atravesar la colina, o bien de dar un rodeo. Llegué a meterme casi hasta el cuello en ella, luego me puse nervioso y retrocedí para volver a la calle High, de nivel más uniforme. Por Hammersmith el camino se hacía muchísimo más largo, pero más llano también. . ., suponía. Yo no andaba de prisa, sin embargo, pues recién a las seis tenía que encontrarme con la pelirroja, y según los relojes públicos de las inmediaciones eran alrededor de las dos. De modo que caminaba con calma, fumando y mirando a los transeúntes del otro lado. Había una rubiecita encantadora junto a la entrada del subterráneo, y al pasar junto a ella, seguro de mi invisibilidad, murmuré cortésmente: —Hola, preciosa. —Salud —replicó ella—. ¿Dónde está su grupo? Esto me hizo detener. . . con un respingo. Me quedé boquiabierto por uno o dos segundos, y por fin pude salir del trance exclamando: —¡Cielo santo! ¿Puede usted verme? Lo cual, supongo, es la pregunta más idiota que he hecho jamás. Ella estalló en una carcajada. —Pero claro que sí. Esta es la primera vez que sale, ¿verdad? No se aleje demasiado de su grupo, por favor. —¿Grupo? —repetí yo como un papagayo aturdido. Ella señaló con un ademán hacia atrás y vi a media docena de personas que nos observaban, dando vueltas con vacilante afectación, como ingleses que no hubieran sido presentados.

DESDE EL OTRO LADO

—Un grupo —dijo la muchacha—. Eso es un grupo. Usted debe tener uno, en alguna parte. ¿De qué período ha venido? Ahí estaba la cosa. La vieja e infalible fórmula de la fantasía científica. De modo que aquí es donde llegan los viajeros del tiempo. No es de extrañar, pues, que nadie los haya visto jamás. Me sentí muchísimo mejor al pensar que no estaba clavado aquí para siempre, y reí alegremente al replicar atolondrado: —No, no tengo grupo. Considéreme más bien una especie de explorador solitario. Yo soy del año que viene, y debería estar en el siglo diecisiete, pero debido a cierta dificultad técnica no he podido llegar más que hasta aquí. —¡Oh! —murmuró ella—. Entonces está usted acanalado. —Esa es una bonita manera de expresarlo —repuse—, aunque no me parece muy propio de una dama sugerir tal cosa. . . a menos que quiera usted decir algo distinto. En lugar de contestarme, llamó con un ademán al resto del grupo y cuando se acercaron en tropel me presentó, diciendo más o menos así: —Aquí tienen ustedes al acanalado más reciente. El "canal" es la tierra de nadie que corre paralela al "exterior" —o "interior”, según donde uno se encuentre— v se encuentra allí con el expreso propósito, por lo que pude comprender, de posibilitar el viaje en el tiempo. Funciona de la siguiente manera. Cuando un aspirante a viajero entra en el "Campo de Proyección”, éste altera su "longitud de onda” lo suficiente como para hacerlo permeable a la pared del "Canal” o a la “pared del canal” permeable a él, una de dos. Luego es impelido por este canal a cualquier período que desee visitar, permanece allí por el tiempo que ha

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pagado, y luego es devuelto a su “presente”, normalizada su longitud de onda, y allí no ha pasado nada. No obstante; si hace algo con lo que el Campo no está de acuerdo, no dura allí mucho tiempo. Como el procedimiento es casi instantáneo, está en el canal y empezando su viaje antes de que el Campo pueda tomar las medidas necesarias para despejarse. MI dificultad, como me lo explicó entusiastamente el grupo, era precisamente ésa. Yo había tomado una alfombrilla de goma para tenderme sobre ella. La parte de Campo que fluye entre las lámparas de arco y el “proyector” plástico quedó parcialmente bloqueada por la alfombra. Y el circuito se despejó de inmediato expeliendo este obstáculo lo más rápidamente que pudo. Por desgracia, yo estaba encima de él, de modo que corrí la misma suerte. Y una vez expelido, uno permanece en esa condición. Cuando me di cuenta de lo que querían decirme y comprendí que tendría que quedarme aquí para siempre, no me puse a saltar de alegría, precisamente, pero la rubia dijo: —¡Animo! No es usted el único que anda por aquí en esa situación..., nada de eso. Tendrá compañía a montones, tanto de los visitantes normales como de los acanalados. —Eso ya es algo, supongo —repuse—, pero en lo que se refiere al asunto alimentación, ¿cómo hago yo para comer? Una pregunta muy importante para un tipo que sólo ha tenido un caramelo y un trocito diminuto de chocolate en cuatro meses. —Como todos los que estamos varados aquí —dijo la rubia—, usted será guía. Semanalmente le entregarán un Itinerario de Viajes, con detalles de los grupos en tránsito, del período y lugar a visitar, de la ruta a seguir, etc. Con eso vendrán también

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su alimento y otros artículos de primera necesidad. Cada uno de nosotros, los guías, trabaja con dos grupos por semana, pasando un par de días en el lugar escogido antes de que éstos lleguen. De este modo sabemos cuál es el mejor camino a seguir. Entre paréntesis, usted tendrá un guía que lo acompañará durante un tiempo para instruirlo. . . y espero ser yo. En realidad, ella no dijo esto último en ese momento, sino que me entregó un supersándwich, y mientras yo lo estaba liquidando vorazmente recibí la información que precede. Como puede verse no hago más que sacrificar la veracidad en el altar de la continuidad. Me estoy arreglando bastante bien, gracias, y Juna —la rubia— ha trasladado su centro de operaciones al siglo 20. Al parecer, hay un número bastante grande de acanalados en el siglo 22, de donde ella proviene, puesto que es allí donde empieza este asunto del viaje en el tiempo, lo cual hace que yo resulte un. . . ¿cómo le llaman?, un anacronismo. Ya he visto a unos cuantos hombres de ciencia y cronólogos del futuro, y ninguno de ellos ha oído hablar de los experimentos del doctor. Uno, el Einstein de su tiempo, sin duda, lo atribuyó a la Guerra Final, que, esperada para un futuro no muy distante, destruyó todos los archivos. Jamás han estudiado el laboratorio del doctor, porque no tuvieron causas para ello. Había... ¿eh? Ah, esta Guerra Final. No, no voy a decirles la fecha. Ya se enterarán bastante pronto, cuando llegue. Como iba diciendo, había otra razón por la que Einstein II vino a verme, y es la siguiente. Hasta que yo asomé por aquí, todos los acanalados habían sido hechos retroceder algunos cientos de años o más antes de ser expulsados del Campo. Como las leyes naturales siguen el

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mismo curso en este lado como en el de ustedes, siempre morían antes de volver a alcanzar el tiempo del que habían venido. DE modo que nadie sabía lo que le ocurría a una persona viva que se alcanzara a sí misma desde adentro, si es que se dan cuenta de lo que quiero decir. Yo, por lo tanto, no teniendo que pasar más que unos pocos meses para ello, parecía ser la respuesta al ruego del investigador, y cuando llegue La Noche habrá junto conmigo un par de “observadores” en el laboratorio del doctor, pues la teoría favorita se inclina a afirmar que cuando me ponga al nivel de mis radiaciones de “longitud de onda” volveré a ser arrastrado nuevamente al otro lado. No había nadie —ningún otro "yo” — en este lugar antes de que yo llegara, pero eso no es, al parecer, nada fuera de lo común, pues según este Einstein “el pasado es habitualmente más fluido de lo que otrora se suponía. Los pequeños incidentes pueden variar, y varían, en efecto, de tiempo en tiempo, pero el plan general de los acontecimientos se mantiene constante”. Por lo que puedo comprender, el sentido del asunto es que, en tanto que haya un “yo” afuera para seguir adelante con el orden de las cosas, no importa cuál de ellos es. De modo que si soy restituido en lugar del "yo” que hace el viaje, eso puede determinar una sucesión de acontecimientos a ser seguidos por todos los “yo” futuros ... con intervalos cuatrimestrales. —Aquí hay una falla —dije entonces, en otro de mis momentos de lucidez—, pues no había nadie para tomar mi lugar cuando pasé a este lado. Pensé que eso sería imposible de contestar, pero Einstein tenía ya una respuesta lista para mí.

DESDE EL OTRO LADO

—¿Siempre aguardaba usted en casa de ese doctor hasta que su. . . este. . . morochita volvía? —preguntó. —No, por Dios —repuse—. Ella jamás volvía antes de las once, y yo tenía que estar a las siete de la mañana en el trabajo. —De modo que el doctor podía decir que usted se marchó como de costumbre y nadie esperaría que él conociera sus futuros movimientos. La gente desaparece de su mundo, ¿verdad? —Pero ¿qué hay de mi influencia en el futuro? Esbozó una sonrisa, en la que se notaba cierta tristeza. —Usted, como un millón más de gente de su edad, no tendrá influencia alguna en el futuro, en un sentido general. Recuerde que la Guerra Final tiene aún que llegar, y su línea de Probabilidad de Futuro, como la de muchos otros, termina exactamente allí. —¡Oh! —A los acontecimientos —prosiguió les gusta seguir sistemáticamente su curso cuando pueden, pero a menudo se produce una falla. Que haya suficientes fallas, y todo el programa tiene que ser recompuesto. . . Habitualmente por una guerra, que allana los detalles ilógicos. Desde la era del desplazamiento en el tiempo, me es grato poder decir que hemos suprimido esa causal de guerra. Bueno, supongo que debería haberme sentido loco de alegría ante la idea de volver a pasar nuevamente "afuera”, pero. . . Tengo un trabajo tremebundo con montones de viajeros... solamente en el pasado: en este asunto no hay futuro. Y una bonita casa prefabricada donde vivo. . . ejem. . . vivimos. Y la comida, ¡ah!. . . no es de este mundo. Literalmente. ¿Han probado ustedes alguna vez Pera Marciana? ¿Y nunca les sirvieron fruta KiKi de Venus? Y luego está esa guerra. No, me

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encuentro mucho mejor aquí, y por lo que he podido entender la única manera de quedarme era tratar de alterar por mi cuenta la sucesión de los hechos. Esto fué en noviembre, y no conocí — o conoceré— a la morochita hasta el baile del personal, a principios de enero. Si eso no ocurre, tampoco tendrán lugar mis “charlas” con el doctor. Y en tal caso no haré el viaje por e! tiempo, de modo que yo —el yo verdadero— puedo quedarme aquí. Si “yo” no estoy trabajando en Plásticos Permanentes en enero, no voy a ir al baile del personal, pero ¿cómo? Tuve la respuesta al día siguiente. June y yo nos habíamos divertido a menudo gritando algo en los oídos de la gente, y observando la expresión de sus rostros cuando se volvían para ver de dónde — según ellos— provenía el leve susurro. Y eso me dió una idea. EL miércoles siguiente por la noche fui a la pensión donde vivía antes de pasar aquí y, como me lo suponía, allí estaba “yo” haciendo lo que yo solía hacer los miércoles, es decir, llenando su cupón para la Polla del Fútbol. Aguardé mientras completaba el formulario preliminar, y luego, cuando se dispuso a anotar los resultados en su cupón, inspiré y di un paso adelante. El fútbol es mi pasatiempo favorito, v puedo decir sin pensarlo dos veces la mayoría de los resultados de la actual temporada, de modo que.. . Su lápiz se quedó en suspenso sobre la sección de la Triple Chance, N° 1, Astron Villa. Esa semana habían lo sabía, estaba a punto de poner un inmenso cero en el lugar correspondiente, cuando yo intervine. —¡No! —grité—. Número cuatro. . .

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Una expresión extraña apareció en sus ojos, y vaciló. —¡Cuatro..., cuatro..., cuatro..., pedazo de idiota! —grité, y tuve la satisfacción de ver cómo cumplía con mis indicaciones. Seguí junto a él a lo largo de toda la lista, y cuando lo dejé —con un hermoso dolor de garganta— estaba en trance de ganarse 75.000 libras, aunque aún no lo sabía. Ahora tiene un pequeño y bonito departamento, cerca de Regente Parle, y ya no trabaja más en plásticos permanentes. Además, ha salido en los diarios como El hombre que Acertó Dos Veces. Sí, le di todos los resultados conectos de dos semanas, y estaba a punto de darle los de otra cuando el tremendo imbécil ingresó en una Sociedad Dramática de Aficionados. La misma a la que va la morochita. Esta noche es jueves, 25 de febrero de 1954. La noche. June y yo estamos en casa del doctor junto con dos "observadores”. Yo ya me estaba riendo interiormente de gusto, pues él es va el "oficial” de la morochita y, siendo la del jueves la noche dedicada al arte dramático, ninguno de los dos debía estar en casa. Pero este zoquete, sin embargo, tenía un resfrío o algo por el estilo, y ha decidido quedarse con el doctor mientras la morochita va sola al ensayo. De modo que aquí estamos. No hay nada que yo pueda hacer, excepto mantener los dedos cruzados v esperar lo mejor. Si no toma la alfombrilla de goma tengo una posibilidad, pero en caso contrario . .. El doctor acaba de señalar a Jimmy, e! gato. —Venga a verla —dice luego, Y los dos salen de la habitación. . . 

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cosas de ayer ______

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165: uno de ellos es un dirigible LOS inventores del siglo pasado propulsado por medio de un motor miraban a la electricidad con los mismos eléctrico; el otro es un sistema que permitía ojos con que nosotros encaramos hoy la transmitir telefónicamente conciertos y energía atómica. Había una diferencia, sin óperas desde los teatros hasta los bares y embargo: la electricidad es un instrumento cafés. El “hada milagrosa” sirvió para que más casero. No es necesario ir demasiado uno los inventos fuera realizado, pero lejos en gastos y conocimientos para poder fracasó ruidosamente con el otro. producirla con relativa facilidad. Además, Con ellos pretendemos poner a prueba los peligros que se corren al emplearla son la memoria, el buen sentido o la paciencia mucho menores que los que trae de los lectores si es que no tienen más aparejados la energía atómica. Así se remedio que ir a buscar una monedita para explica que la energía eléctrica fuera decidirlo a cara o cruz. ¿Cuál de ellos pudo conocida durante el siglo diecinueve como “el hada milagrosa" y que inventores e realizarse en la práctica y cuál no? Para contestar la pregunta el lector puede inventos de aparatos relacionados con ella utilizar cualquiera de los métodos se multiplicaran por el mundo entero. mencionados previamente o si no leer De esta cosecha hemos seleccionado directamente la respuesta al pie de la dos inventos ilustrados en dos antiguos página. grabados que reproducimos en la página _________________________________________________________________________ Las máquinas musicales de la Teathophone Company funcionaron con mucho éxito en París en el año 1890. Las máquinas se colocaban en hoteles y restaurantes y los clientes podían escuchar las melodías de cualquier obra musical en escena introduciendo una

COSAS DE AYER

moneda por la ranura correspondiente. La música era retransmitida directamente desde cada uno de los teatros. En cuanto al dirigible eléctrico de Tissandier, jamás logró despegar del suelo a pesar de todos los esfuerzos que se realizaron para lograrlo. 

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¡AGARRESE BIEN! ¡Cuidado con soltarse, porque puede caerse al infinito!

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En la pequeña habitación situada detrás del salón de conferencias, Albaret permanecía observando a los estudiantes que entraban y ocupaban sus asientos. Se tomaba un interés personal en la hoja de asistencia de cada una de las clases que se dictaban en el Departamento de Física, y le complacía ver que, como quiera que fuese, esta mañana los bancos estarían llenos. Había trabajado durante dos horas antes del desayuno para asegurarse de que la demostración de ese día se efectuaría sin la menor falla, de modo que escuchaba con creciente contento los murmullos y la charla que precedían siempre a la entrada el Profesor. El puesto de ayudante técnico jefe del Laboratorio de Física llevaba aparejadas graves responsabilidades. Pues, así como el colegio de una Universidad es dirigido, no por el Decano o el rector, sino por Alfred,

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el bedel así la marcha fluida y uniforme de un Departamento Científico descansa en manos, no del profesor y sus ayudantes, sino de hombres como Albert y su personal, incluso el muchachote que lava los frascos y los tubos de ensayo. Vendrán y se irán muchos conferenciantes, pero Albert siempre estará en su puesto. La puerta del extremo opuesto del salón se abrió bruscamente, y por ella entró el profesor de Física. El auditorio de las primeras filas, entre el que se contaban los miembros más despejados de su propia clase, junto con aquellos de otros departamentos invitados especialmente a la conferencia, dejó de estudiar el aparato, que descollando a ambos lados con paneles de diales y

tubos de rayos catódicos, llenaba casi todo el escenario. Y se volvió para saludar su llegada. La blanca muralla de periódicos que ocultaba las últimas filas se agitó uniformemente y descendió un momento, sólo para volver a ser levantada luego de una manera más discreta. Alberto se apartó de su puesto de observación, y la conferencia comenzó. —Esta mañana —dijo el profesor, dirigiéndose aparentemente al proyector ubicado en medio del auditorio, ocho filas más atrás— voy a mostrarles a ustedes un experimento imposible. Si esperaba obtener alguna reacción de sus oyentes, quedó completamente defraudado. Unas pocas sonrisas corteses

matemáticas superiores ilustrado por CAPUZ por M. C- WOODHOUSE

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de los más próximos fue todo lo que provocó su declaración inicial. —Se refiere —continuó— a una rama de las matemáticas aplicadas con la que todos ustedes están familiarizados en mayor o menor grado; una rama que ha recibido el nombre de Topología. Un estudiante de aspecto serio, sentado en primera fila, retorció distraídamente una tirilla de papel secante color malva en forma de banda de Moebius. El resto del auditorio estaba empezando a la sazón a advertir un tonillo de complacencia en la voz del conferenciante, y cierto número de los que ocupaban las filas centrales dejó de lado sus problemas de palabras cruzadas para escucharlo con más o menos atención. —Como ven ustedes —prosiguió—, el aparato de demostración es bastante complejo. A mi derecha —hizo un ademán en dirección a un conjunto de cables y cajas— verán la fuente que suministra energía a un par de placas, una de las cuales está empotrada en el piso, delante de mí, y la otra en el cielo raso. Señaló con un trozo de tiza, y cerca de la mitad del auditorio siguió el ademán. Las placas eran de cobre, de un metro cuadrado aproximadamente, y algo ahuecadas hacia el centro. —Cuando se establece el contacto con la fuente de energía, se forma entre las placas, como pueden imaginarse fácilmente ustedes, un campo eléctrico de no poca intensidad. Al llegar aquí otra porción de ocupantes de la últimas filas dejó también sus periódicos. Quizá hubiese pasado por sus mentes la posibilidad de una electrocución. De todas maneras, el viejo parecía más promisorio que de costumbre. El Profesor cruzó hasta la pizarra. —Reconsideremos, por el momento,

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parte de la teoría que he tratado de exponerles en el curso de mis dos últimas clases. Hemos visto que la evidencia obtenida del cómputo de las estrellas visibles sugiere que el universo, o espacio, como se lo denomina popularmente, posee una curvatura negativa, tal como la de la parte de atrás de una silla de montar. No los fastidiaré volviendo a considerar la derivación matemática de este descubrimiento, puesto que aquellos de ustedes que estuvieron presentes la última vez habrán seguido el argumento —así lo espero, al menos— con entera facilidad. "Vimos también que, como resultado de esta curvatura negativa, el volumen del espacio dentro de un radio dado desde» cualquier punto de referencia, es mayor de lo que sería en caso de que el espacio no fuese curvo.” Desviando su atención del proyector, el profesor advirtió ciertas expresiones vidriosas en los ojos a derecha e izquierda. Supuso que era posible que algunos de sus pupilos no se hubiesen tomado la molestia de leer los textos que había recomendado para estudiar durante ese período. ¿Debería repetir su explicación en beneficio de los remisos, o dar por sentado que todo marchaba bien y continuar con el punto siguiente? Se decidió por una avenencia. —Les pediré que acepten, pues, que si el espacio de una región dada posee una curvatura negativa, su volumen real será mayor que el aparente. Y la inversa, si su curvatura es positiva, entonces, su volumen real será menor de lo que parece. Quizá una pequeña broma pudiera permitirle establecer el rapport necesario con su auditorio. —Si ustedes compran una botella de cerveza, querrán especificar que el espacio que se encuentra dentro de

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ella sea de curvatura negativa y no positiva. Cayó más chato que un panqueque bidimensional. Se apresuró a seguir: —Resulta de ello, pues, que si pudiéramos disponer el espacio contenido dentro de un recipiente de manera que poseyese una curvatura negativa infinita, el volumen real de ese recipiente sería entonces infinito. Esto, señoras y caballeros, es precisamente lo que he hecho, y que espero demostrarles a ustedes esta mañana. Pudo oírse prácticamente el parpadeo de los ojos de los ocupantes de todas las filas, delanteras, intermedias y traseras. El nervioso estudiante que jugueteaba con el papel secante lo rompió en pedacitos diminutos, que dejó caer en el suelo. —Volviendo, pues, a nuestro aparato. Ya he explicado que la porción de la derecha está dedicada al suministro de energía a las placas, entre las cuales se forma un campo eléctrico. A la izquierda verán ustedes tres pequeños reflectores parabólicos, todos los cuales están enfocados en un mismo punto, a menos de un metro del nivel del suelo, y ubicados en el campo que se forma entre los platos. No los fatigaré con los detalles de la construcción del aparato que alimenta de energía a estos reflectores. Es suficiente decir que, una vez enfocados los tres en este punto, el efecto combinado de las fuerzas del campo eléctrico y la potencia de los reflectores está dirigido a alterar el orden de las líneas de tensión de tal medo

que el espacio que contiene es infinitamente curvado en un sentido negativo. Ya les he explicado a ustedes las inferencias de esto. ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta? El estudiante serio se levantó. —¿Quiere decir usted, señor, que se propone crear una región aparentemente pequeña, cuyo volumen real es de hecho infinito? —Ha comprendido usted admirablemente. —Pues no lo creo. —Naturalmente, mi joven amigo, usted no lo cree. Eso no obstante, espero demostrarle que es cierto. —Adelante con ello, entonces —dijo una voz inidentificable desde el fondo del salón, lo cual fué seguido por cierto golpeteo en el suelo y de libros contra los bancos. El profesor se trasladó a la colección de aparatos de la derecha. Evitando cuidadosamente la placa de cobre del suelo, cruzó al otro lado del frente y graduó una serie de diales. Luego se volvió hacia el auditorio. —¿Estamos listos, entonces? En el salón las opiniones estaban muy divididas. Apenas uno que otro pensaba que el Profesor iba a obtener en realidad el resultado que pretendía. Algunos, sin embargo, no podían comprender por qué se iba a molestar en ofrecer la demostración si creía que no tendría éxito. Unos pocos se formaron una imagen mental según

__________________________ Iluminación natural Según lo comunicado por el oceanógrafo Teodoro Monod, que O bajó en un batiscafo a 1.400 metros de profundidad en el mar, cerca de Dakar, a esas profundidades no hace falta luz para observar la abundante fauna que allí vive. ¡Tantos son los animales que han realizado el sueño de la iluminación propia, y que tienen sus órganos luminiscentes!

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la cual lo velan vertiendo un chorro interminable de cerveza dentro o fuera de una región en el espacio. La mayoría se sentía ligeramente aprensiva. El profesor bajó en rápida sucesión tres conmutadores. Nada ocurrió. Después de unos diez segundos, la voz inidentificable volvió a hablar. —Muy bueno —dijo. El profesor avanzó un paso al frente y se dirigió a la voz. —¿Qué esperaba usted exactamente que ocurriera? —inquirió—. ¿Relámpagos de luz verdosa, sin duda, o algún horripilante resplandor violeta? ¿Cómo cree usted que se manifiesta un espacio de curvatura negativa? Usted no puede ver el campo que se produce alrededor de un magneto, y sin embargo, allí está, de todos modos. Como quiera que sea, si alguno de ustedes es tan amable como para conectar el proyector, quizá se pueda ver algo, puesto que los rayos de la luz sufrirán una distorsión al pasar por la región. Después de un momento, el proyector se encendió. El haz de luz iluminó la pared detrás de la región de espacio curvado del Profesor, y en el centro del rectángulo luminoso apareció una vaga silueta, informe, refractaria, algo así como la sombra de las vibraciones de calor sobre un brasero. El profesor tomó un trozo de tiza y lo lanzó hacia la placa de cobre del piso. Describió una elevada curva, cayó hacia la placa, y se esfumó a unos noventa centímetros por encima del nivel del suelo. Se produjo un breve silencio. Luego la voz del fondo del salón volvió a decir: “Muy bueno”, pero esta vez con un tono muy diferente. El profesor tomó el borrador de la pizarra y lo arrojó también. A noventa centímetros del suelo, desapareció. Una caja de fósforos y un pañuelo hecho una

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pelota siguieron el misino camino. En el medio del salón se levantó de pronto un estudiante. Su comentario fué breve y expreso: —Enróllese las mangas. —Perdón. .. ¿qué dice usted? —He dicho que se enrolle las mangas, por favor, señor. Simplemente, no puedo creerlo, eso es todo. Es enteramente imposible. —Comprendo perfectamente su con fusión. Supongo que, para la mente profana, este experimento debe ser completamente imposible de entender, ¿Tendría usted inconvenientes en venir ante la clase y hacer por sí mismo la prueba? —Pues, yo... —luego con acento de repentina firmeza—: Muy bien, sea. Después de un momento el estudiante llegó al frente del salón. —¿Quiere decirme su nombre, por favor? —Layton. —Muy bien, señor Layton. Quizá desee usted seleccionar algún objeto con el que probar las propiedades del espacio con curvatura negativa infinita. ¿Su reloj, por ejemplo, ya que es usted un escéptico tan confirmado: El estudiante reflexionó por un momento. Luego, con impaciencia, sacó su reloj y, murmurando algo muy poco halagüeño sobre las supuestas propiedades del espacio curvo, lo arrojó hacia la placa. A noventa centímetros del suelo, se esfumó. Miró al profesor, en cuyo rostro resplandecía una sonrisa de nigromante afortunado. —Hipnotización en masa —dijo. —Oh, vamos, señor Layton, ¿No creerá usted seguramente que yo he venido aquí para ofrecer una nueva versión del truco hindú de la soga, verdad?

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Ni siquiera debería haberlo mencionado. La acción del estudiante fué veloz y sorprendente. Tomando impulso con una corta carrerita, como si fuera por el trampolín de una piscina, se lanzó al aire en un salto perfecto y se zambulló de cabeza en la nada. Aquellos que lo vieron observaron que desapareció desde la punta de los dedos basta la suela de los zapatos. Fué la zambullida más limpia que se presenciara jamás en el salón de conferencias. Directamente en el infinito, sin una salpicadura, y completamente vestido, además. Sentado en la pequeña oficina anexa al laboratorio, Albert bebía su taza de té y escuchaba con aprobación el rumor procedente del salón. Una conferencia ruidosa era habitualmente buena. Eso significaba que su trabajo en el aparato del profesor estaba plenamente justificado. Si bien no sabía para qué era todo eso: el profesor se había mostrado en extremo reservado al respecto. Pero quizá recibiera alguna palabra de congratulación en privado una vez finalizada la clase, aunque más no fuese para probar que el profesor estimaba que el trabajo del Departamento dependía del personal del taller y laboratorio. Y si llegaba a producirse alguna falla, lo cual era sumamente improbable, entonces Albert aparecería como el Esclavo de la Lámpara para subsanarla y poner nuevamente las cosas en orden. Sonrió como para sí, y bebió otro sorbo de té. Quizá fuese después de todo una suerte que no estuviera presente en el salón de conferencias para ver lo que allí pasaba, pues se habría sentido rudamente sorprendido. El profesor y dos estudiantes habían anudado entre sí una serie de bufandas para formar una soga, y estaban largándola, mano sobre mano, en una

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porción de espacio de curvatura negativa a noventa centímetros del suelo. La opinión en cuanto al valor de esta maniobra estaba nuevamente dividida, pues mientras algunos sostenían que en tanto que el estudiante que se había lanzado al infinito permaneciera cerca de la entrada podría aferrarse a las bufandas anudadas y volver a salir, otros, entre ellos e» estudiante serio, opinaban que no hay tal cosa como una entrada específica al infinito, y que, por lo tanto, estaban perdiendo el tiempo. La verdad de este argumento no fué discutida, pero al tirar del extremo de la soga la porción que acababa de esfumarse volvió a reaparecer, de modo que se tuvo la sensación de que había alguna esperanza. Hay algunas personas que deben probar a toda costa lo que sostienen, sin embargo, y el estudiante serio era una de ellas. Lo logró de la manera más exitosa arrastrándose por debajo de la porción de infinito y levantándose bastante súbitamente, debido esto sobre todo a la considerable carga existente en la placa de cobre del suelo. Ni siquiera le alcanzo a ver los pies cuando desapareció. El más irreverente de los circunstantes escribió en la pizarra: “Marcador: Dos - cero”, y los pescadores del infinito siguieron largando un poco más de soga. Si hay algunas personas que deben probar siempre lo que sostienen, hay otras; en cambio, que no aceptarán lo que es sostenido aunque haya sido probado. Un fisiólogo deseaba saber si el aire contenido en un volumen infinito de espacio de curvatura negativa serviría para sustentar la vida. —Allí no hay aire alguno —dijo el profesor. Los pescadores, desalentados, cesaron de aflojar bufandas.

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—Si no hay aire —repuso el fisiólogo—, debe producirse entonces un vacío. Y si hay un vacío, ¿por qué no es absorbido el aire de esta habitación? —Debe ser de obturación propia, como el tanque de petróleo de un aeroplano —dijo un estudiante de física aplicada. —Creo que todos ustedes están confundiendo los resultados prácticos con los teóricos. No es el caso de arrastrarse por una escotilla hacia el infinito. El volumen de la región en cuestión es sólo teóricamente infinito. De serlo, prácticamente no habría lugar para nosotros fuera de él, ¿verdad? Miró a su alrededor con el aire de quien ha demostrado su causa por encima de todo argumento. El fisiólogo, sin embargo, se quedó insatisfecho. —Debo afirmar que eso quita una pesada carga de mi mente. Quiere decir que esos dos han desaparecido sólo teóricamente en un infinito matemático. Quizá fuese mejor entonces que largara todo una cadena de ecuaciones matemáticas para ver si pueden trepar de vuelta por ella. Simplemente, no sé qué sería de nosotros si no fuera por ustedes, los físicos. —No es necesario mostrarse ofensivo —dijo el profesor—. Yo mismo voy a descender —quiero decir entrar— y probar el aire. Asegurarán ustedes las bufandas cuando yo dé un tirón. ESTA propuesta fué recibida con señales de aprobación, y varios de los presentes expresaron su deseo de ir en lugar de él, por pura curiosidad. El extremo de la soga de bufandas fué amarrado al cinturón del profesor, y alguien trajo una silla que colocó junto a la placa de cobre. El profesor se subió a ella, se apretó la nariz con una mano y

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saltó, mientras el fisiólogo y otros cuatro sostenían el otro extremo de la soga. Pero ésta se rompió en uno de los nudos. Marcador R: Tres-cero. —Ya ven, en cierto modo tenía razón —dijo el de la física aplicada— En un sentido, sólo han desaparecido, teóricamente en un infinito materna tico, porque el concepto de volumen! infinito, tal como se aplica a esa región en particular, se refiere únicamente a la estructura tridimensional que nosotros estamos usando en este momento. —Ah, ya veo. Algo cuatridimensional, ¿eh? —dijo el fisiólogo—, Quiere decir que podrían tener aire a montones, después de todo, sólo que en otro plano de dimensiones, o sea una especie de continuum de espaciotiempo paralelo, ¿verdad? Es una idea, supongo. ¿Vale la pena seguir probando? —Ya lo creo que sí. Miren, les diré lo que haremos. Vamos a usar una sola bufanda, la más larga, y ataremos un extremo a un banco. Luego uno de nosotros se agarrará bien a ella y se deslizará, no saltará, en esa porción, y los otros pueden seguirlo, tomándose de las manos de tal modo que no perdamos en ningún momento contacto con el lugar del que salimos. De esa manera, haremos una cadena humana bien larga, y en tanto que nadie so suelte estaremos todos seguros y todos podremos ver qué pasa allí adentro. En cuanto a mí, tengo bastante curiosidad por saber qué encontraron Y allí fueron todos. Al oír el sonido de voces que se iban perdiendo gradualmente en el silencio v el arrastrar de sillas por el suelo, Albert dejó sobre la mesa su tercera taza de té. La conferencia debía haber terminado ya, y el profesor lo necesitaría probablemente para desarmar el aparato y sacarlo del salón.

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Fue hasta la puerta del salón de conferencia y escuchó. Ni el menor ruido. La empujó para abrir una rendija y atisbo adentro. No había un alma allí, ni siquiera el profesor. Abrió de par en par y entró. Las puertas de salida estaban aún cerradas, los libros yacían sobre los bancos. Se dirigió hacia la pizarra y se detuvo delante del aparato. En el suelo, con un extremo atado a un banco, había una bufanda. Se extendía oblicuamente en el aire, tensamente estirada como si estuviese colgada sobre el borde de un risco, sosteniendo un peso. Pero no había borde alguno visible, y el otro extremo de la bufanda faltaba. Se

movió ligeramente y se estiró todavía un poco más. — ¡Demonios! —dijo Albert. Desató el extremo asegurado al banco. Como un relámpago, la bufanda zigzagueó por el suelo y en el aire, y desapareció. —¡Canastos! Tenía que ser. Donde quiera que hubiesen ido, habían dejado el aparato conectado. Cortó entonces la corriente, primero de la fuente de energía a la derecha, v luego de los tres reflectores a la izquierda. —Nada práctico, eso es lo que es — dijo Albert—. No quiero pensar que sería de todos ellos si no fuera por mí. 

________________________ Soldadura

Que la generación anterior se alarme con el comportamiento de la que le sigue, es un hecho al que estamos demasiado acostumbrados para que nos llame la atención. Por eso, cuando Roberto Líndner, especialista en delincuencia juvenil, se quejó de que la juventud de ahora no era como la de antes, sus palabras cayeron en el vacío. Pero, en todo el mundo, las cifras mostraron sin lugar a dudas el aumento de crímenes juveniles, así como también de su violencia, y la pregunta volvió a plantearse, esta vez con mayor aprensión: ¿Está cambiando esencialmente el modo de ser de la juventud? Líndner dice que sí, y apoya sus palabras con largos años de experiencia en el tema. Para él, la clásica descripción del adolescente, con grandes conflictos internos y tendencia a la soledad, ya no tiene ningún sentido. “El adolescente actual”, dice Líndner, “al igual que el de las generaciones anteriores. se ve acometido por deseos de venganza. sensaciones ocupas tras criminales. Pero la diferencia entre ambos radica en que las tormentas de otras épocas no pasaban de la piel, y en cambio la juventud actual no tiene ningún empacho en dar salida a sus impulsos. Además, la antigua reacción juvenil de refugiarse en la soledad, ha sido reemplazada por la pandilla y la pérdida de la individualidad. Muy a menudo, el aislamiento era creativo, y de allí salían los ideales que luego orientaban la vida hacia grandes empresas. Ahora sólo queda la rebeldía sin motivo, el amotinamiento crónico. La juventud no sabe lo que quiere y por lo tanto es incapaz de encontrar jamás satisfacción en nada.”.

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espacio sin fronteras _______________________________

I. de este lado del infinito por JOSEPH KAPLAN

VIVIMOS en el fondo de una espesa envoltura de aire que nos provee del oxígeno vital y del agua, nos protege de los dañinos efectos de los rayos ultravioletas y nos escuda de esos velocísimos proyectiles llamados meteoros. Sin esta envoltura, la vida que nosotros conocemos dejaría de existir. Esta capa protectora que rodea la Tierra es la atmósfera, y ella nos separa del vacío absoluto que conocemos por “espacio”. La atmósfera es una mezcla de alrededor de 21 por ciento de oxígeno, 78 por ciento de nitrógeno, y cerca del 1 por ciento de otros gases. La mezcla es más densa al nivel del mar, y se vuelve más tenue a medida que aumenta la altura, hasta que prácticamente desaparece. A los 3.000 metros, el aire se ha rarificado tanto, que en general provoca dificultades en la respiración humana. Y a excepción de algunos montañeses y escaladores que se han ido aclimatando gradualmente, la muerte espera a todo aquel que se aventure por encima de los 6.000 metros sin llevar un equipo apropiado.

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Uno de los errores populares más difundidos es la creencia que la atmósfera termina allí donde ya no se puede respirar más. En realidad se extiende mucho más arriba, y los hombres de ciencia han considerado conveniente clasificarla en cierto número de capas con nombres especiales. Las propiedades de cada una de estas capas son diferentes en tantos sentidos que muy a menudo el interés de una rama de la ciencia se detiene en una sola de ellas, desestimando por completo el resto de las otras. La primera de las capas, desde el nivel del mar hasta una altura de 13 kilómetros, es de primera importancia para los meteorólogos, pues es allí donde se forja el buen o el mal tiempo. A fines del siglo pasado, un meteorólogo francés, León P. Teisserenc de Bort, tuvo la feliz idea de lanzar globos provistos de diversos instrumentos registradores hasta una altura de cerca de los 10 kilómetros. Como en esa época pensaba que en esa región la temperatura permanecía constante, descontando la variación estacional la llamó primero regida "isotérmica”,

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queriendo significar con ello región de temperatura uniforme. Más tarde, sin embargo, cuando se mostró que la temperatura variaba con la altura, lo cambió por “troposfera”. En ella es donde las interacciones entre el aire frío y caliente dan lugar a las variaciones del tiempo. Hasta hace muy poco los ingenieros aeronáuticos también dedicaban gran parte de su atención a la troposfera. Pero con el desarrollo de los aeroplanos que pudieron superar los 18 kilómetros de altura, comenzaron a manifestar interés por la capa inmediatamente siguiente, la estratosfera (también bautizada por Bort), que se extiende desde los trece hasta los cien kilómetros. Quizá la más interesante de las propiedades químicas de la estratosfera es la abundancia de una molécula conocida como ozono, que se encuentra especialmente entre los 70 y los 33 kilómetros de altura. Su fórmula química es 03, y está compuesta de tres átomos de oxígeno. La molécula se produce por la interacción del oxígeno y los rayos ultravioletas del Sol. A pesar de ser uno de los contribuyentes menos abundantes de la atmósfera tiene muchísima importancia para los proceses vitales. Por empezar, absorbe una enorme proporción de los rayos ultravioletas que nos envía el Sol. Si así no ocurriera la raza humana probablemente desaparecería quemada por los rayes ultravioletas del astro rey. Pero el ozono es un arma de dos filos. Su actividad química es tan grande que al nivel del mar una concentración de una parte de un millón es fatal para los seres humanos. Y entre los 20 y 33 kilómetros de altura hay, teóricamente, la proporción de ozono suficiente como para que comprimido a la presión del nivel del mar, constituya un magnífico veneno. He allí la importancia que tiene el estudio directo de la composición del aire a gran altura.

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El termómetro, que sufre violento cambios de temperatura en las cercanías de la superficie terrestre, se estabiliza en el borde inferior de la estratosfera, con una marca constante de 56° C bajo cero. Durante algún tiempo se creyó que toda la estratosfera tenía esa temperatura, hasta que se descubrió una capa caliente alrededor de los 45 kilómetros de altura, provocada por la absorción del ozono por los rayos ultra violetas. Aquí la temperatura es de uno 739 C sobre cero. Pasada esta altura, temperatura comienza a bajar nuevamente. Otro elemento importante en la estratosfera es la presencia de vientos ex tronadamente poderosos, que se mueven a la completamente inesperada velocidad de 360 kilómetros por hora. Los sistemas de vientos en la alta atmósfera son muy complicados y variables, y unan de las fuentes más fructíferas de información acerca de ellos son los movimientos de los meteoros. Las formas zigzagueantes de estos movimientos indican que capas atmosféricas que yacen muy próximas entre sí tienen viento que fluyen en direcciones opuestas y a velocidades diferentes. Por encima de la capa de ozono, los vientos de la estratosfera, llegamos a la capa que se extiende desde lo 100 hasta los 200 kilómetros de altura y que recibe el nombre de Ionosfera. Aquí se producen otras modificaciones del oxígeno y el nitrógeno que juegan un importante papel en los procesos físicos de esta región. Estos átomos y moléculas anormales aparecen de varias maneras, pero la más importante es la causada por la absorción de la radiación solar, cuyo resultado es la separación de los átomos de las moléculas, proceso conocido con el nombre de “disociación”, o la separación de electrones de átomos o moléculas con lo que obtiene partículas cargadas

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positivamente llamadas iones. Este proceso recibe el nombre de ionización, lo cual explica el nombre de la tercera capa. Probablemente el fenómeno más conocido de todos los que se producen en la ionosfera sea la Aurora Boreal (con su correspondiente en el Hemisferio Sur, la Aurora Austral). Las referencias a las auroras se extienden desde las más remotas leyendas nórdicas, pero el estudio profundo de su espectro y otras características son relativamente recientes. Otro fenómeno notable es la luz del cielo de la noche, o, como se dice más modernamente, el resplandor del aire nocturno. Se trata de la luz arrojada sobre la superficie terrestre desde la alta atmósfera. Es alrededor de cinco veces más fuerte que la intensidad total de luz visible arrojada por las estrellas. Esto significa que en campo abierto, de noche, sin iluminación artificial ni luna, alrededor de las cinco sextas partes de la luz del cielo se deben al brillo del aire nocturno y sólo un sexto a las estrellas. En una época el resplandor nocturno era considerado nada más que una molestia, porque interfería con las observaciones astronómicas, nublando las placas fotográficas. Actualmente, sin embargo, se lo tiene como una de las fuentes más importantes de información acerca de la física de la atmósfera superior. El espectro del resplandor nocturno está compuesto casi enteramente de líneas y bandas de oxígeno y nitrógeno, lo cual muestra que la luz proviene especialmente de los dos gases atmosféricos más familiares y abundantes. Se supone generalmente que proviene de la luz solar absorbida en la atmósfera superior durante el día. La presencia de líneas de hidrógeno en el espectro de las auroras muestran que son protones (núcleos de hidrógeno) de alta velocidad provenientes del Sol, los que otorgan la potencia necesaria para tan

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magníficos despliegues escénicos. Sabemos que el Sol representa nuestra fuente más importante de energía, sin la cual la vida sobre la Tierra no podría perdurar. Las líneas de hidrógeno en el espectro de las auroras nos de muestran que el Sol emite protones rápidos. Si pudiéramos formular una teoría aceptable de los procesos de emisión y absorción responsables del resplandor del aire nocturno, comprenderíamos mejor, la luz ultravioleta que nos llega del Sol. Esto requiere la aplicación de todo nuestro conocimiento actual de física molecular y atómica, y de muchas otras cosas que están, por ahora, en los comienzos del desarrollo científico. Así las contribuciones de es tos dos fenómenos de la ionosfera son de valor incalculable en los nuevos estudios de laboratorio. Por encima de la ionosfera el aire se rarifica tanto que ya no sirve para nada. Algunas partículas dispersas (moléculas y átomos) vagan de aquí para allá, y los hombres de ciencia han bautizado la zona con el nombre de exosfera. Pero las partículas son tan escasas que es imposible establecer claramente los límites de esta capa. Hay tan pocas que a los 400 kilómetros de altura alcanzados como récord por el cohete WAC-Corporal del Ejército Estadounidense, hay menos aire que en el mejor tubo de vacío ideado hasta ahora por el hombre en un laboratorio. El estudio directo de la alta atmósfera terrestre por medio del V-2, Aerobee o el Vicking, ha permitido obtener informaciones muy valiosas referentes a las presiones, densidades y temperaturas a grandes alturas. La investigación con cohetes nos ha enseñado muchas cosas también acerca del Sol, entre otras, la intensidad de la radiación solar en la región de los rayos X del espectro y en regiones de longitud de onda más corta que no alcanzan a llegar al suelo a

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consecuencia de la absorción atmosférica. Es en la frontera entre la ionosfera y la exosfera que dos grupos de hombres de ciencia directamente interesados en el tema han establecido el límite superior de la atmósfera y el límite inferior del espacio: los astrónomos y los ingenieros de cohetes. Ambos grupos se preocupan de la fricción producida por el aire, los ingenieros de cohetes, porque impide el progreso de los astronaves; los astrónomos, porque los meteoros, que pertenecen a los dominios de su especialidad, comienzan a brillar cuando chocan con dicho gas. A los doscientos kilómetros de altura la fricción del aire es despreciable para los propósitos de cualquiera de los dos grupos. Allí comienza el espacio. DENTRO de los próximos 10 ó 15 años la Tierra puede llegar a tener nueva compañía en los cielos, un satélite artificial que sea al mismo tiempo la primera avanzada del hombre en el espacio. Habitado por seres humanos y con la apariencia de una plácida estrella fugaz, girará en torno a la Tierra a una velocidad increíble, sumergido en ese negro vacío que se extiende más allá de la atmósfera y que nosotros hemos bautizado como “espacio”. Transportada hasta allá arriba pedazo a pedazo por los cohetes, esta luna artificial, recorrerá, según los cálculos, su ruta celeste a 1.720 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y necesitará solamente dos horas para dar una vuelta completa en tomo de su progenitora. La fuerza motriz se la otorgará la naturaleza; un equilibrio exacto :entre velocidad y atracción gravitacional ejercida por la Tierra mantendrá al satélite en su órbita. Para ello necesitará recorrer 25.344 kilómetros en una hora, o sea ¡veinte veces la velocidad del sonido! Sin embargo, tan

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terrible velocidad pasará completamente inadvertida a sus ocupantes. Para ellos la estación espacial estará tan inmóvil como cualquier edificio ligado sólidamente a la Tierra. Desde allí, la Luna quedará a un solo paso, si bien un paso que hay que medir con la vara con que los hombres de ciencia miden las distancias en el espacio. La elección de una órbita de dos horas de duración, sobre alguna otra más veloz y cercana a la Tierra, u otra más lenta, como la de 29 días de la Luna, tiene una ventaja considerable: aun cuando está lo suficientemente lejos como para evitar los azares de la atmósfera terrestre, está lo suficientemente cerca de la Tierra como para constituir un soberbio y conveniente puesto de observación. Los técnicos de la estación espacial, utilizando poderosos telescopios diseñados especialmente, radarscopios y cámaras fotográficas, mantendrán bajo inspección constante a todos los océanos, continentes, naciones y ciudades. Aun los pueblos más pequeños serán claramente visibles a través de los instrumentos ópticos que darán a los vigilantes del espacio las mismas ventajas de punto de vista que goza el piloto de un avión a sólo 1.200 metros de altura. El desarrollo de la estación espacial es tan inevitable como el amanecer; el hombre ha metido ya la nariz en el espacio y es muy poco probable que se eche atrás. . El catorce de septiembre de 1944, un cohete V-2 alemán, lanzado desde una pequeña isla sobre el Báltico, se remontó hasta una altura de 175 kilómetros. Dos años más tarde, otro V-2, disparado en la Base Experimental de White Sands, Nueva Méjico, alcanzó los 182 kilómetros sobre el suelo, más de cinco veces la mayor elevación jamás lograda por ningún globo meteorológico. Y el veinticuatro de febrero de 1949 un cohete de “dos etapas” (un

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pequeño cohete llamado WAC-Corporal disparado desde la nariz de un V-2 que actuaba como transporte o “primera etapa”) se cernió sobre los cielos hasta una altura de 400 kilómetros. Estos proyectiles utilizan el mismo principio de propulsión que el avión a chorro. Se basa en la Tercera Ley de Movimiento de Newton que puede expresarse así. Para toda acción debe existir una reacción de igual fuerza y dirección opuesta. Un buen ejemplo lo constituye el disparo de una bala de rifle. Cuando se aprieta el gatillo y la bala sale del cañón se produce un retroceso del arma que hace golpear la culata contra el hombro de quien la maneja. Si el rifle fuera menos pesado y la explosión del cartucho más potente, aquél podría salir volando por el aire para ir a caer a una distancia bastante considerable. ¿A qué se debe la reacción? La respuesta es simple: la pólvora que explota ejerce igual presión en todas direcciones. Dicha presión, aplicada a la parte de atrás de la bala, la hace salir a gran velocidad a lo largo del cañón. Pero la misma fuerza actúa contra la recámara del rifle y es este retroceso el que tiene que aguantar nuestro hombro. Para estudiar el mismo fenómeno un poco más de cerca, imaginémonos una ametralladora montada sobre algún vehículo de rieles liviano. Si comenzamos a disparar el arma paralelamente a las vías, el retroceso debido al flujo continuo de las balas pondrá en movimiento a nuestro vehículo en sentido opuesto a la dirección en que se efectúa la descarga. A medida que cada una de las balas deja el cañón del rifle, el vehículo aumentará su velocidad en un valor bien definido. Dejando de lado el rozamiento de todo el aparato, la velocidad del cochecito seguirá aumentando hasta que la munición se agote por completo. Aunque parezca increíble, si el vehículo es lo suficientemente liviano y

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el número de municiones adecuadamente abundante su velocidad puede llegar a ser eventualmente mayor que la velocidad de las balas al salir del caño de la ametralladora. Es evidente que este método de propulsión no necesita del aire para funcionar. Más aún, si no hubiera aire, la velocidad, tanto de las balas como del vehículo, sería mucho mayor. Este es el principio que gobierna el j funcionamiento del cohete. El cuerpo del cohete hace las veces del caño de la ametralladora; las moléculas de gas J que escapan por la cola son las balas. La potencia del cohete no se mide en caballos sino en toneladas de retroceso llamadas “impulso”. Dicho impulso se obtiene cuando los combustibles del cohete se combinan y entran en combustión. Para mantener la combustión no se necesita una atmósfera que contenga oxígeno, dado que un cohete verdadero, a diferencia de un avión a chorro, lleva el oxígeno consigo al igual que cualquier otro combustible. Podemos por consiguiente afirmar que el lugar ideal para usar más eficientemente el motor a reacción es el espacio vacío NO hay nada misterioso o incomprensible en esto de utilizar el principio del cohete como primer paso para la realización de la estación espacial. Si comenzáramos ahora mismo y trabajásemos de firme, todo el programa nos llevaría alrededor de diez años. El costo sería de cuatro mil millones de dólares, o sea el doble de lo que costo la bomba atómica, pero menos de la cuarta parte de los gastos en materia militar del Departamento de Defensa de los Estados Unidos durante el año 1951. Nuestra primera necesidad sería un gran cohete capaz de llevar una tripulación y treinta o cuarenta toneladas de cargamento hasta una órbita de “dos (Continúa en la pag. 37)

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Izquierda: Corte vertical de la atmósfera y el espacio desde el ni vid del mar hasta la órbita de la estación espacial (1720 kilómetros de altura), Pasados los 200 kilómetros de altura la atmósfera se enrarece de tal m a n era que ya no ofrece resistencia a los objetos que la surcan. Esta región se conoce con el nombre de Exosfera y todavía los hombres no han llegado mucho más lejos del bautismo. No se sabe donde termina ni su verdadera densidad. Derecha: Corte vertical de la atmósfera hasta los 210 kilómetros de altura. El lanzamiento de cohete que se indica es el V-2 N° 17 disparado desde White Sands el 17 de diciembre de 1946. Posteriormente este récord de altura fué muy superado. La altura más alta lograda por vehículos tripulados es de alrededor de 24 kilómetros (la cifra exacta no ha sido publicada) y fué alcanzada por el avión de investigación Skyrocket.

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Cuatro panoramas de la Tierra desde una instancia d? 40 kilómetros, incluida la órbita de la Estación Espacial. La Estación dará una vuelta completa en torno de la Tierra cada 2 horas. Estas ilustraciones representan posiciones cada cuatro horas de intervalo, es decir cada dos revoluciones de la Estación Espacial. Puede verse claramente que luego de haber pasado sobre el Extremo Oriente en la primer revolución, la Estación Espacial cruzará sobre Asia Central, Indonesia y Australia dos revoluciones más tarde; sobre Rusia Europea y Arabia luego A: las dos siguientes y sobre el Ártico Norteamericano, Groenlandia y África Occidental después de dos más. Por tanto al cabo de 24 horas la tripulación de la Estación Espacial habrá observado todos los puntos de la Tierra.

(Continuación de la pag. 82) horas”. Una cosa así puede construirse. Para entender cómo, utilicemos un cañón moderno como ejemplo. Al ser disparada, la granada adquiere rápidamente cierta velocidad antes de salir por la boca, y luego recorre simplemente una trayectoria curva hacia su objetivo. Un cohete de largo alcance también necesita adquirir su velocidad en un lapso corto; el resto del viaje se realiza a costas de la inercia. Por ejemplo, el cohete V-2 en un viaje de 320 kilómetros sólo hace marchar sus motores durante un período de 65 segundos, en el curso de los cuales recorre 32 kilómetros. Al terminar dicho lapso el proyectil ha logrado la velocidad de 5760 kilómetros por hora. Los 288 kilómetros restantes los recorre sin motor. Evidentemente, si queremos prolongar el alcance del cohete, tenemos que aumentar su velocidad durante el período que vuela con motor. Si pudiéramos obtener que ésta fuera de 13.300 kilómetros por hora, el cohete sería capaz de recorrer 1.600 kilómetros. Para conseguir que una granada llegue a destino, hay que apuntar el cañón con la elevación y la dirección adecuadas. Si apuntáramos verticalmente hacia arriba, la granada treparía hasta cierta altura y luego caería simplemente a lo largo del mismo camino y muy cerca del punto de partida. Exactamente lo mismo pasa cuando se dispara un cohete verticalmente. Para lograr que un cohete alcance un objetivo lejano después de un despegue vertical, hay que inclinarlo a cierta altura sobre el suelo. En cohetes capaces de llevar tripulación y carga, la inclinación se logra por medio de motores a reacción montados sobre ejes, que obligan a virar al cohete lanzando su corriente de gases hacia el costado. Utilizando ese método, una velocidad de 28.000 kilómetros en el momento de

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cerrar los motores permitirla que el cohete recorriera la mitad del globo antes de chocar nuevamente contra la Tierra. Y agregando nada más que 65 kilómetros por hora la nave seguirá de largo sin volver más al terruño. Daría vueltas y más vueltas en torno a la Tierra “cayendo” constantemente sin llegar a tocarla, dado que su velocidad se equilibraría exactamente con la atracción gravitacional. Jamás retornaría a la Tierra, convertido ahora en un satélite artificial que revolucionaría en torno de nuestro planeta obedeciendo las mismas leyes que rigen el movimiento de la Luna. Para obtener estos resultados es necesario que los cálculos y las operaciones sean muy precisos. Pero si uno recuerda la exactitud a fracción de segundo con que se predicen los eclipses concederá que es muy difícil que haya otra rama de la ciencia donde los horarios puedan planearse con tanta anticipación y seguridad como en la que trata de los movimientos de los cuerpos celestes. ¿Será posible alcanzar la fantástica velocidad de 28.000 kilómetros por hora sin la cual es imposible meterse dentro de la órbita anhelada? Es una velocidad cinco veces mayor que la del V-2. Claro que podemos reemplazar el alcohol y el oxígeno líquido de éste último por algún otro conjunto de combustibles más poderoso y aún, mejorando el diseño, reducir el peso muerto del cohete de manera tal que en definitiva la velocidad aumente en un cuarenta o cincuenta por ciento. Pero todavía quedaría mucho camino por recorrer. Dejando de lado la energía atómica, que, a menos que surja algún descubrimiento notable en un futuro cercano, no está en condiciones de ser utilizada para la propulsión de cohetes, hay sin embargo un método muy práctico para obtener los 28.000 kilómetros por hora. El cohete WAC-Corporal, disparado desde la

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nariz de un V-2, contiene lo esencial de la idea. El WAC puso en marcha sus motores en el momento en que el V-2 que la llevaba había alcanzado su velocidad máxima. Así lograba añadir su velocidad a la ya obtenida en la primera etapa del lanzamiento. Un dispositivo de este tipo se denomina en la jerga de los técnicos “cohete de dos etapas”; si todavía ponemos un cohete de dos etapas sobre otro más grande el resultado es un cohete de tres etapas. Un cohete de tres etapas podría por tanto triplicar la velocidad alcanzada por un solo cohete. A decir verdad, se podrían mejorar las cosas todavía más. El cohete de tres etapas debe ser considerado como un cohete con tres juegos separados de motores. Una vez que el primero ha dado todo lo que podía dar, se los desprende y entra a actuar el segundo juego de motores hasta que a su vez le toca el turno de ser arrojado por la borda. La tercera etapa continúa entonces su camino, impulsada por los motores que quedan y aliviada del exceso de peso. Además de la disminución de peso hay otros factores que hacen que el cohete se mueva mejor a medida que va ascendiendo. Por empezar, más cerca del suelo la atmósfera es más densa y tiende a reducir la velocidad del cohete. Segundo, los motores trabajan más eficientemente en una atmósfera rarificada como la de las capas superiores de la atmósfera. En tercer lugar, luego de atravesadas las zonas atmosféricas más densas, el cohete no necesita seguir ascendiendo verticalmente y como cualquier otro vehículo puede adquirir más velocidad moviéndose horizontalmente. Las medidas de un cohete de tres etapas serían, eso sí, descomunales. Su

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altura en posición de despegue alcanzaría los 80 metros de altura o sea la de un edificio de 24 pisos. Su base tendría un diámetro de 20 metros. Y el peso total de tamaño monstruoso sería de 7.000 toneladas, o sea del orden de un crucero liviano. Los tres juegos de motores obtendrían la fuerza de propulsión de la combinación del ácido nítrico con la hidracina (un líquido compuesto de hidrógeno y nitrógeno, bastante parecido al amoníaco). La primera etapa es accionada por cincuenta y un motores, que ejercerían un impulso combinado de 14.000 toneladas. Esta parte del viaje consumiría un total de 5.250 toneladas en el increíblemente corto lapso de 84 segundos. O sea que en menos de minuto y medio el cohete pierde el 75 por ciento de su peso original. La segunda etapa, montada sobre la parte superior de la primera, tiene treinta y cuatro motores a reacción con un impulso total de 1.750 toneladas y quema 770 toneladas de combustible. Les motores funcionan solamente durante un período de 124 segundos. La tercera y última etapa, que lleva la tripulación v la carga, tiene cinco motores con un impulso conjunto de 220 toneladas. El peso total de los combustibles que lleva esta etapa final es de 90 toneladas y en ellos van incluidos con largueza los necesarios para volver a la Tierra. Además, es capaz de llevar una carga de cerca de 36 toneladas. Teniendo en cuenta que la sección de la punta tendrá que encargarse de volver a la tripulación a su punto de origen, estará provista de alas como un aeroplano. Por supuesto éstas se utilizarán sólo al descender y una vez adentro de la atmósfera terrestre.

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fichas de juego radioactivas

Malas noticias para los falsificadores de fichas de juego. En el reciente congreso de los fabricantes de plásticos, realizado en Caracas f fué presentado un nuevo sistema para fichas de ruleta. Se trata de una mezcla plástica especial, a la que se agregan algunos miligramos de un isótopo radioactivo cualquiera. Con esa mezcla se fabrican las fichas de juego, siguiendo el procedimiento común. Después, en los casinos de juego, a los cajeros se los provee de un contador géiger portátil, que tiene una pequeña ranura por donde se hacen pasar las fichas que se presentan al cobro. Cuando por la ranura cae una

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ficha que no hace que el contador géiger registre la cantidad de radioactividad preestablecida, suena una alarma, y la ficha falsificada queda descubierta. Es interesante hacer notar que, sólo en Mar del Plata, durante cada temporada se descubren por lo menos cuarenta intentos de falsificación de fichas; y no hablemos de un lugar como Las Vegas (Estados Unidos), donde los casos denunciados a la policía llegan a casi veinte todos los meses. Si dentro de algunos años el invento llega a aplicarse aquí, con las nuevas fichas radioactivas... seguiremos perdiendo lo mismo.

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El freno CELESTIAL por THOMAS CALVERT Mc. CLARY ilustrado por SIDNEY

La Bola Verde estaba a punto de desintegrar el mundo... Pero otro enemigo más temible se lo ofrecía en holocausto: ¡la vanidad humana, monstruo que no retrocede ante la muerte! LA primera nota que escribí tiene fecha del 3 de agosto de 1958. Dice así: “Bill Ringo: esto es lo que sucedió inmediatamente y después de la fecha conocida como Cero de la Tierra”. Conservé aquella nota manteniéndola por sobre todos los papeles en que a diario trabajaba. Y lo hacía así para mantener

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fresca la memoria y no olvidarme de que, aquello, realmente, había sucedido. No fué una alucinación, ni siguiera una pesadilla. Verdad. Irrefutable verdad. Pude haber escrito todo a medida que se desarrollaba. Pero lo habría hecho bajo el impulso de fuertes emociones. Hoy, por la acción dilatada del tiempo, puedo reconstruir

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la historia fríamente viendo hasta mis propias acciones, imaginativamente, cual si pertenecieran a otra persona... Escribo entonces la historia, utilizando, al igual que mi memoria, las notas. Es una manera extraña de escribir, pero así lo he hecho en anteriores oportunidades. A veces tengo la curiosa sensación de que, en algún pasado atávico, veo la escena, revivo los acontecimientos y siento que las cosas surgen del tiempo y del espacio. Y, sin embargo, ésta no es una historia que surja del tiempo pasado o de los instintos primitivos. Esta es una historia de Ayer, en términos generales. .. narra lo que le sucedió a la Tierra, lo que nos sucedió a ti y a mí. Más precisamente: ésta es la historia tal como yo la vi, de Nueva York de Hugh Tate y del doctor Otto Albrecht. No obstante, en donde quieran que ustedes se encuentren, admitirán y comprenderán que esto les sucedió. Les pudo suceder también a ustedes, de haber sobrevivido. Recuérdenlo, porque ésta es la causa de nuestro desconcierto. Cero de la Tierra fué la fecha exacta... EL ritmo en el periódico durante aquel día fué normal. Los habituales crímenes, robos y secretos amorosos para los grandes titulares. La guerra fría se había prolongado tanto tiempo que nadie le prestaba ya atención, aunque todavía procurábamos conservar la tensión en los titulares de la primera página, cual si el destino de la humanidad dependiera de cada detalle por insignificante que fuese. Debo decir aquí que me sentía disgustado con toda aquella confusión, que me hartaba el cinismo político y el aletargamiento moral que se había apoderado del público. Más adelante agradecí a Dios aquellas cosas. Pero, en el momento, estaba pensando en una muchacha llamada Dandy y

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preguntándome dónde podríamos comer esa noche. Twerp, el mensajero de City Hall, me tendió los diarios de la tarde y me preguntó con privilegio confidencial: —Bill, ¿por qué no dicen algo sobre las estrellas que se han desplazado de su sitio? Contesté distraído: —Eso no tiene nada que hacer con la historia, Twerp —pero, después de un instante, sus palabras penetraron j en mi mente y dije: —¿Qué es eso? —Vamos —protestó él—, bien sabe usted que han estado saliendo tarde y retirándose tarde, y que eso las hace moverse toda la noche. Tengo un libro que dice cuándo deben entrar y salir en estas latitudes v, hasta hace poco nunca se había equivocado. Pero últimamente, sí. Mi mente parecía una máquina que se desintegraba, una máquina detenida. Dije: —Twerp, ¿qué diablos sabes tú de astronomía? —Bueno, tengo un telescopio — contestó—. Y también sé leer, ¿no? Respiré profundamente y le tendí un billete de un dólar, mientras le decía: —Eres amigo mío, Twerp. No comentes esto con ningún otro periodista y te daré algo cuando cobre el artículo. Twerp guiñó un ojo e hizo una señal 1 con el pulgar y el índice. Yo me dirigí a City Hall, con la sensación de haber sido sacudido por un terremoto. “Un muchacho con un telescopio de cuatro dólares... ”, Decía esto, pero no me reía. Aquellas freses habían sido una especie de reavivamiento de una cantidad de informaciones semiolvidadas y apenas observadas. Mis pensamientos retrocedieron quince años atrás, hasta las declaraciones de Hugh Tate: “Hay algo en el espacio que no podemos ver, y eso que no conocemos está haciendo cosas que desafían

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todas las leyes cósmicas conocidas”. Tate era un brillante físico, pero no un astrónomo. El doctor Otto Albrecht, astrónomo, había preguntado desdeñosamente: —¿Cómo se comportan esas cosas, Tate? —Lo ignoro —reconoció Tate. El doctor Albrecht se sacó los lentes, limpió los vidries y preguntó: —¿Las ha medido? —No pueden medirse —respondió Tate. Albrecht enarcó sus cejas y volvió a preguntar: —¿Exactamente, de qué se trata? Recuerdo que Tate frunció el ceño y después aceptó el desafío. —En mi opinión se trata de un campo de energía pura. Esta afirmación fué vertida en una reunión no muy importante de astrónomos y físicos. Albrecht pareció burlarse de todo, y supo poner las cosas en un ridículo tal, que la ya existente antipatía entre los dos gremios pronto se convirtió en enemistad. Ni en la física, ni en la astronomía, ni en la teoría existía nada que pudiera ser considerado como energía pura. Pero Tate creía que se trataba de eso. Albrecht enfrentó la situación con una broma conocida: —Así que algo es nada. Tal vez se trate únicamente de! espacio... —Podría ser —estalló Tate—. Y volveré a hablar con usted, doctor.. . Si la

energía pura no puede existir, entonces tampoco puede existir el Universo. Esta vez la gente rió a expensas de Albrecht. El se ruborizó, porque era un hombre vanidoso, pragmático y pomposo, que se enorgullecía de poder explicar lógicamente cualquier fenómeno, y, esta vez, no podía explicar nada. Los dos hombres se guardaron un profundo e inolvidable rencor. Como por su naturaleza eran diametralmente opuestos, el tema se convirtió en un punto fundamental, en el cual cada uno pensaba en vencer a su enemigo. Era penoso, decían los amigos comunes, porque aquella enemistad impedía que se unieran los dos grandes cerebros de la física nuclear. Pero era en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y pasaron cinco años antes que pudieran realmente enfrentarse. Albrecht ganó la partida en aquella oportunidad. Tate perdió y desapareció del mundo de la ciencia y de la vista de cuantos lo conocían . . . Pienso ahora que la ciencia debe lamentar no haber prestado más atención a la teoría de Tate. Empujé la puerta trasera de City Hall, la puerta de escape, y casi tropecé contra el doctor Albrecht, que salía apresuradamente. Me precipité hacia él V pregunté: —¿Por qué no se ha dicho nada sobre las estrellas? Albrecht era rápido y sus modales no invitaban precisamente a la familiaridad. Retrocedió como si percibiera

__________________________ Cosas de números Siempre se habló de la utilidad de los rayos X para descubrir fallas en las soldaduras de metales, y si el método no tuvo difusión se debió simplemente al costo demasiado alto de la operación. La Comisión de Energía Atómica Norteamericana ha conseguido, con el cobalto 60, radiactivo, eliminar esta última desventaja. Una cápsula de dicho isótopo, cuyo costo no excede de cincuenta dólares, permite ahorrar miles de dólares en material.

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un mal olor y preguntó fríamente: —¿Qué pasa con las estrellas? Decidí proceder con cautela pero ya era demasiado tarde. Ya me había comprometido. Pregunté: —¿No se han salido un poco de línea? El rió, irritadamente. —¿Acaso los diarios contratan a los periodistas exactamente por su ignorancia? —preguntó—, ¿Cómo es posible que las estrellas se salgan de línea, como usted dice? Respondí débilmente: —¿No han estado acaso saliendo y ocultándose tarde? Esta vez Albrecht lanzó un gruñido. —Las estrellas no salen ni se ocultan. Es el mundo que da vueltas, muchacho. Yo no era tan joven para merecer aquel adjetivo, así que debí tomarlo como algo insultante. Sentí calor alrededor del cuello. Hice un último esfuerzo para arrancarle alguna cosa. —Hace quince años Hugh Tate. . . — dije. —Ese maldito borracho de quien nadie se acuerda —estalló Albrecht—. Si busca un artículo sensacional, ¿por qué no trata de encontrarlo? Me miró fríamente y se alejó. Tuve la incómoda sensación de ser un tonto y de haber sido burlado. Sin embargo, si Twerp no se equivocaba, y yo creía que no se equivocaba, yo había aprendido algo. Albrecht no reconocía nada. Es decir, guardaba algo. Ningún hombre responsable en el campo de las ciencias superiores se atrevería a hablar sin aprobación oficial. Adiviné algo más. El asunto era tan importante que Albrecht había consultado con su superior. Empecé a sentirme otra vez seguro. Presentí un artículo sensacional. Probablemente el artículo más sensacional de todos los tiempos. Me dirigí a la cabina del teléfono y pedí una comunicación de larga distancia

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con un amigo de Michigan que era un astrónomo aficionado bastante competente. Mientras esperaba, infinidad de ideas se me agolparon en el cerebro como si en él se encimaran las piezas de un rompecabezas que no lograba armar. Pensé en la multitud de observaciones insignificantes que surgían por todas partes y que se guardaban como parte de los secretos atómicos, cosa que yo también creía. Después pensé en el enorme aumento de las fuerzas meteorológicas, y el acrecentamiento de las informaciones oceánicas, sismográficas y temporales. Tres años atrás había sólo dos navíos gubernamentales oceánicos de observación. Ahora se disponía de un centenar y ninguno había hecho informaciones públicas. Aunque durante mucho tiempo la ciencia especuló sobre nuestros fluctuantes polos magnéticos, nunca estudiaron estos ampliamente, porque el gobierno no había hecho públicas sus informaciones. Evidentemente, por separado se podía encontrar la explicación de cada una de estas cosas, pero consideradas todas en conjunto, empezó a delinearse un cuadro que parecía el sueño dorado de un periodista: "Existe algo que no vemos en el espacio"..., había dicho Tate, No exactamente en el espacio. En nuestro espacio. Muy cerca. Algo misterioso y completamente extraño a nuestra concepción científica de los cuerpos cósmicos. Algo que no podíamos reconocer como amigo o enemigo. Habían transcurrido diez años desde que aquella cosa misteriosa fuera mencionada por última vez. . por lo menos en público. Diez años desde que Hugh Tate hizo su extraordinaria afirmación contra el pensamiento pragmático y censurado, asombrando a aquella reunión de hombres de ciencia. Tate había usado en general la palabra

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“ver” para describir algo que no podía definirse en aquel momento. Algo que carecía de densidad, de masa, de reflejo, de calor..., algo que no podía verse; algo que no producía un agujero negro en el cielo. En realidad, era lo más parecido a la definición de nada que conocía el lenguaje. Pero, si aquello existía, tenía ciertas cualidades... ópticas, o de gravedad o de magnetismo..., aquello desafiaba la lógica de la cosmología. Era algo demasiado grande para ser aceptado por el mundo astral ortodoxo. Se habían reído de Tate ridiculizándolo y algunos hasta llegaron a pensar que se encontraba loco. Hablaban de él como de La cosa que no existía, o como el Nada de Tate, sin haber obtenido la menor corroboración de parte de ninguno de los observatorios. Como hombre de ciencia fué eclipsado. POCO después Plutón alteró su órbita, o pareció alterarla, demorándose cuatro segundos en el curso de su marcha. Esto, naturalmente, era imposible según todas las autoridades. A veces se crean órbitas excéntricas, pero con explicaciones lógicas y con excentricidades previsibles. Plutón ya no era excéntrico. Se adelantaron varias hipótesis. La que fué generalmente más aceptada decía que, en algún punto de nuestra troposfera, había sucedido algo a los cuatro segundos del rayo de luz de Plutón, y aquello hacía parecer que el planeta había perdido aquel tiempo en su órbita calculada, pero, en realidad, se trataba de un fenómeno óptico. Fué una explicación vaga que satisfizo apenas a los hombres que la dieron. En lo que se refiere al público, el asunto fué rápidamente olvidado. Después llegó el acertijo de la mancha roja de Júpiter, que no reapareció después de su circuito normal de poco menos de cinco horas. La mancha permaneció oculta

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unas siete horas y reapareció sólo entonces, brillando más que de costumbre. Por aquel tiempo me atreví a presentarme de nuevo a los astrónomos inquiriéndoles sobre la teoría de Tate, pero el asunto fué rechazado desdeñosamente. Se sugirió que yo debía estudiar las leyes de atracción de la gravedad. Se explicó que la mancha roja de Júpiter siempre había tenido un comportamiento excéntrico, que era aparentemente una masa flotante, ya que viajaba a velocidades diferentes a la de las manchas blancas y varias veces en la historia conocida de Júpiter había desaparecido por largos períodos. Pero lo que no se explicó fué cómo reapareció precisamente donde lo había hecho en Júpiter, que se encontraba en un punto que razonablemente no hubiera podido alcanzar la mancha en dos horas extras, a menos que saltara o corriera locamente. El caso era semejante al de nuestra luna, por ejemplo, si ésta hubiera desaparecido por unas veinte horas y reaparecido después varios grados al norte o al sur de su órbita. Más tarde se percibió en Palomar, o se creyó percibir, que por un breve período de tiempo Marte había desaparecido del cielo. Desdichadamente sólo funcionaba en aquel momento la cámara automática y se sacó únicamente un negativo del fenómeno. Este negativo mostraba que Marte había desaparecido o estaba oculto; la observación más minuciosa no mostró huellas de un cuerpo interferente, y tampoco se notó otro globo astral, ni concentración de polvo de estrellas, ni niebla espacial. Ante la gran confusión de Palomar un astrónomo demostró haber observado en aquel preciso instante a Marte desde el observatorio de Lowell, en Flagstaff. Se explicó el asunto diciendo que debía tratarse de una placa en malas

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condiciones, o algún contratiempo en la atmósfera local. No fué un tema que el mundo científico se interesara en mantener vito. Ni siquiera se dignaron hacer un cálculo matemático sobre la coincidencia de que el negativo hubiera fallado en aquel lugar preciso y únicamente en aquel lugar. Nada más de importancia pareció turbar la ciencia astral y, ahora que pienso en ello, comprendo que el gran público no se hubiera dado cuenta de nada a menos de haber sido informado. Obtuve mi llamada de larga distancia a Michigan, e interrogué a mi amigo. Guardó un silencio tan prolongado que debí preguntarle si seguía allí, escuchando. Respondió con un ruido afirmativo y después dijo, en tono muy forzado: —Bill, si pudiera hablar no sabría qué decirte, pero, en realidad todos los aficionados hemos hecho juramento de guardar secreto. No creo en la censura, pero la hay. Probablemente nuestra conversación está siendo controlada. Todos los aficionados habían hecho juramento de guardar secreto. Aquello significaba una censura tan rígida que el gobierno debía estar preocupado. Contesté: —Pero no pueden prohibirte que me digas por qué las estrellas están retrasadas. —Esa —dijo él cuidadosamente— es una afirmación falsa. Las estrellas no pueden retrasarse. La Tierra gira alrededor de las estrellas, Bill. —¿Qué quiere decir eso? —pregunté— . Parece que la Tierra estuviera andando más lentamente. El contestó: —Bueno. .. —y no dijo más. No hubo ningún ruido, ninguna interrupción. Simplemente la línea quedó muerta. Volví a llamar y el número estaba ocupado. Aquello explicaba mucho. Colgué el receptor y salí bajo una lluvia tan densa que parecía una tupida niebla, mientras la excitación parecía erizarme los cabellos.

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Yo no pertenezco a esa nueva escuela de personas que se creen calificadas para establecer si las verdades deben decirse u ocultarse al público. Yo quería el artículo y quería escribirlo de manera sensacional. Pero todavía ignoraba en qué consistía el asunto. Me encaminé hacia el Bowery, porque de esa manera se reflexiona mejor. Marché a saltos, bruscamente, torpemente, como un autómata. De la niebla surgió un personaje que, entre hipos, pidió una limosna. Le di una moneda con mezclados sentimientos de compasión y de desprecio. Mientras caminaba pensé: “Tal vez tengan razón estos desperdicios humanos que llamamos vagabundos. ¿Para qué luchar, para qué preocuparse, si el mundo se termina?” Fué un pensamiento fugaz, pero me detuvo bruscamente. Era la primera vez que lo concebía realmente. Porque, probablemente, aquello era el fin del mundo. Me dije: “Ten cuidado, Bill, no pierdas la cabeza”, y recordé la forma cuidadosa en que Albrecht y mi amigo se habían referido a aquellas cosas. Lo que yo llamaba la tardía marcha de las estrellas significaba que últimamente la Tierra marchaba tardíamente hacia un punto dado. El hecho, casi elemental,! me castigó como un golpe. En verdad el mundo disminuía la marcha. Mi cinismo ciudadano empezó a desvanecerse. Aquello no era nada gracioso. Aquello no era simplemente un artículo, un gran titular en un periódico ! Aquello era algo que me sucedía a mí. Naturalmente, una disminución de la marcha no quería decir forzosamente que el mundo se terminara. Pero ¿qué ocurriría si llegaba a detenerse? ¿Nos helaríamos, nos abrasaríamos, caeríamos como globos de aire? Necesitaba una respuesta y comprendí

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que era absolutamente imposible romper la censura y obtenerla por las fuentes de información normales, si el gobierno había demorado tanto la información. Pensé nuevamente en Hugh Tate y recordé el lugar donde lo viera la última vez. . ., una especie de reducto escogido donde un grupo de borrachos se reunía para filosofar. Allí lo conocían sencillamente como El profesor. Corría una turbia historia explicando el origen del dinero que conseguía para beber, pero nadie desprecia tanto a un borracho como él se desprecia a sí mismo. Yo no guardaba ningún rencor contra Tate. Su pequeña caída era una cosa menor comparada con lo que podría haber hecho si hubiera vuelto su amargura contra el mundo. Hubiera podido, por sí solo, haber hecho descender el patrón del oro, o el mercado de diamantes, o tornar estéril la búsqueda del radio. Me estremecí pensando hasta dónde podría haber llegado de haber permitido que el orgullo y el odio dominaran sus brillantes conocimientos físicos. EL reducto se encontraba en la calle Catorce y hacia allá me dirigí. Lo conocí a media cuadra de distancia, de pie en medio de la lluvia, sin sombrero, con su cara tan tersa y un poco infantil levantada como si estudiara los rayos de luz como compás que surgían de la torre de Edison. Me pregunté: "¿Qué ve en esas luces que yo no veo? ¿Qué es lo que da poder de profunda percepción e imaginación a un cerebro y no a otro?” Conocía muy bien a Tate. Era de ese tipo

de hombres que provocan admiración y lealtad. Científicamente tenía mucho de caballero andante. Atacaba constantemente lo que él llamaba la “arraigada estupidez” y, hasta su derrota final, generalmente tuvo ganada la partida. Los grandes sabios, incluido Albrecht, no se atrevieron a discutir su inteligencia. Pero tenía la mala costumbre de atacar las convenciones más sagradas y tradicionales de la ciencia, y sentía un placer diabólico en exponer cualquier teoría que se burlara de lo pomposo. Esto le hizo ganar amigos entre los legos, pero no entre sus colegas. Nunca supe si su gran debilidad era una arrogancia que lindaba en la tontería, o un talento para la física que él mismo no entendía. Afirmaba cosas con toda seguridad, cuando los demás hacían conjeturas o dudaban. Era probable que no se tomara el tiempo necesario para hacer que sus conclusiones fueran entendidas, o bien que no entendiera él mismo cómo llegaba a ellas. Hemos visto características similares en algunos débiles mentales, que son capaces de efectuar una suma o resta complicada en una simple ojeada, dando la respuesta correcta inmediatamente. Muchos lo condenaron por apartarse del mundo de la ciencia y de sus amigos. Le llamaron testarudo y débil. Yo respetaba la idiosincrasia de su comportamiento. A mi parecer, él estaba simplemente harto de darse la cabeza contra el muro del pensamiento convencional, ortodoxo y académico. Había sido el gran iconoclasta de las ciencias superiores, y, sin embargo, había creído

_____________________ Mujeres y hombres Biológicamente los hombres son inferiores a las mujeres. Las anormalidades de constitución se dan un veinte por ciento más entre los varones que entre las representantes del sexo opuesto.

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que todo. . literalmente todo, era posible. A la distancia no parecía haber cambiado mucho en los últimos diez años. Estaba un poco más flaco y su pelo era más gris. Sólo cuando me aproximé noté algo peculiar en su expresión. No era una expresión vacía, pero algo faltaba. Parecía carecer de conexión con el mundo que lo rodeaba. Como si viviera en un plano totalmente opuesto. Me reconoció, pero no hizo ningún ademán cuando me acerqué. Yo me detuve y encendí un cigarrillo. Tate solía tener ataques de mal humor, así que dije distraídamente: —Hola, Hugh, Saludó con la cabeza, sin mirarme. Después de un instante preguntó: —¿Qué asunto te trae por estos lados? Contesté: —Necesitaba estar solo y pensar. —Ah —suspiró con ironía—, los hombres vienen a los mismos lugares para no tener que pensar nada. ¿Qué hacen ahora mis antiguos y sabios colegas? —No creo que hablen mucho — contesté—, parece que están tratando por todos los medios de explicar algo sobre el espacio. No respondió. Tendió su fina mano huesuda en busca de un cigarrillo. Encendí un fósforo, pero él meneó la cabeza. Permaneció mirando fijamente los rayos de Edison, mientras el cigarrillo sin encender se empapaba en su boca. Cuando el cigarrillo empezó a deshacerse lo tiró lejos y miró la corriente de agua que bajaba hacia las alcantarillas. —¿Así que finalmente han despertado? —murmuró—. Supongo que tendrán que esperar hasta que la cosa afecte a la Tierra. —¿No estás enterado? —pregunté. Se encogió de hombros. —No creo que haya nada nuevo que saber desde hace diez años, pero ahora la cosa nos ha tocado con su influencia.

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—Hugh, ¿exactamente de qué se trata? —pregunté. El rió amargamente. —¿No te lo ha dicho Albrecht? — preguntó—, ¿O todavía no quiere reconocerlo? Dije al comité de astrónomos que se trataba de un campo de energía pura. Nadie sabe exactamente qué es eso, pero, en todo caso, es el material con el que Dios hizo el Universo. Científicamente hablando es Dios. No blasfemo. Eso fué lo primero. El último absoluto del Principio y del Fin. Es tan antiguo como el tiempo. Probablemente primero existió el espacio, pero el tiempo no pudo empezar hasta que hubo energía. Su voz tenía una entonación particular, no era el tono de un hombre que recuerda, sino que parecía hablar V de alguna cosa en su pasado. —Esa cosa en el espacio —dijo—, está completamente fuera de nuestros “standards” cósmicos. No entra dentro de ninguno de ellos. Convertiría en tontos a algunos de nuestros más estimados profetas y destruiría algunas de nuestras creencias más queridas. Por eso los Albrecht de la ciencia niegan la evidencia. Esa cosa influye en una especie de zigzag espacial, no tiene órbita y procede caprichosamente. Por lo menos eso sucede con sus efectos. Existe la posibilidad de que esté alrededor de nosotros, como los rayos cósmicos, pero simplemente es activado en varios puntos. Sin embargo mi hipótesis era la de un campo de energía pura marchando por nuestro espacio interestelar, y que producía diversos efectos según su influencia fuera sentida por varios elementos o masas. Claramente era más fuerte que cualquier cuerpo en nuestro sistema, porque si no hubiera sido ya tragado cuando se aproximó lo bastante como para ejercer influencia. Digo más fuerte, no más recio, ni más macizo, porque no hay indicación de que

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posea esas cualidades. No tiene ni masa, ni densidad, ni peso, ni tamaño, ni forma, ni magnitud, ni calor. .. y no creo que tenga gravedad. No obstante, sus efectos son como si tuviera algunas de estas cualidades. Traté de seguirlo con mis escasos conocimientos de astronomía. Pregunté: —¿Cómo puede ejercer fuerza de gravedad? —El magnetismo —contestó— es una fuerza muy semejante a la de la gravedad. La electricidad, según sabemos, tiene peso. Pero no tenemos motivo para suponer que el magnetismo de la energía pura tenga necesariamente peso. Más básicamente también sabemos que la energía puede convertirse en masa. Por lo tanto todas las cualidades de la masa deben estar inherentes en la energía. Mis colegas fueron testarudos porque se trataba de algo que no podían medir, y se pierden completamente si no pueden aplicar sus sistemas e instrumentos. Súbitamente frunció el ceño. —Demonios, cuando se encuentra una influencia que produce terribles efectos en la forma de muchas cantidades conocidas, pero que no puede ser medida con los sistemas conocidos, ¿qué puede ser eso sino la fuerza que precedió a la materia original? Y, por lo tanto, sólo puede ser energía pura. —Oye, Hugh —interrumpí—, otros cuentan también con los mismos hechos que tú utilizas para tus teorías e hipótesis. —Dios mío —protestó—, todos tienen los mismos datos. Pero sencillamente no han creído en sus propios descubrimientos. —Bueno —contesté sombríamente—, bien pronto tendrán que creer en algo, y que explicarlo. La marcha del mundo disminuye a ojos vistas. Los niños no tardarán en darse cuenta de ello. La ciencia te necesita. Movió negativamente la cabeza.

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—Estás equivocado, Bill. La ciencia no podrá hacer nada, excepto preocuparse. Todo depende de lo que le suceda a esa cosa que hay en el espacio. Intentó dirigirse al bar, pero yo lo detuve. —¿Y qué nos pasará a nosotros... a la gente? —pregunté—. ¿Estallaremos, o nos asaremos, o nos helaremos en una oscuridad perpetua? —Sospecho —dijo riendo—, que nos mojaremos mucho, y que seremos muy sacudidos, pero la humanidad sobrevivirá en alguna forma, como lo ha hecho frente a todas las cosas que no puede explicar la lógica —me dio un golpecito en el pecho—. No te preocupes tanto. No sacarás nada. Y no pienses que has obtenido material para un artículo sensacional. Tu jefe no lo publicará y, si descubren que estás enterado del asunto, probablemente te meterán en la cárcel. PARECIA sumamente divertido frente a la catástrofe y yo lo seguí hasta el bar que olía ranciamente, tratando de adivinar qué le había ocurrido psicológicamente cuando salió de aquella conferencia de astrónomos, diez años atrás. Tenía la costumbre de dibujar cuando hablaba y sus pensamientos saltaban de uno a otro tema con increíble velocidad. No había perdido su antigua inteligencia, ni su ingenio ni sus conocimientos. Su cerebro no era el cerebro de un hombre alcoholizado. Pero ni su conversación, ni la expresión de su cara, ni su pensamiento eran como debían ser... Es difícil explicarlo. Faltaba una cosa y yo no la enfrentaba. El asunto me aburría. Había ensuciado una media docena de hojas de papel con sus garabatos, cuando percibí que los jeroglíficos tenían cierto ritmo. Los garabatos individuales no tenían significado. Había algunas anotaciones de

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fútbol, fechas históricas,números de teléfono, monigotes, ecuaciones electrónicas, físicas y químicas. Percibí la repetición de cierta ecuación que yo conocía por haberla visto en el Proyecto de Arenas Blancas, sobre el que había escrito un artículo. La ecuación, naturalmente, hacía tiempo que estaba olvidada. Había sido “fechada”. Y lo fué exactamente en la época en que Tate salió de la reunión de astrónomos hundiéndose en el anonimato. Nada en aquellas hojas, fuera de las anotaciones sobre fútbol, se refería a nada que hubiera ocurrido en los diez últimos años. Estudié su manera de hablar. Tenía la misma cualidad. Era del pasado, él se refería a algo que había pensado entonces, hacía diez años. El tiempo sacudió su vida sin producir mella. Según ya he expresado, era muy inteligente. Su mente estaba adelantada, en muchos terrenos, años enteros. Si un tema de conversación se refería a algo que él pensó y planeó en el pasado, sus puntos de vista y su conversación podían todavía ser más avanzados que los de sus colegas. Pero, en los pequeños detalles, demostraba que durante diez años ni estudió ni absorbió: permanecía estancado. Creo que sería correcto decir que había dejado de pensar. Todo lo que podía hacer era utilizar los discos mentales anteriores al negro día de su caída, cuando Albrecht lo ridiculizó pomposamente. Aquella fecha era una barrera que su mente... es decir, las células creadoras y pensantes de su mente, no podían atravesar. Permanecí un tiempo con él, procurando hacerle comprender la terrible amenaza de una catástrofe mundial. Pregunté: —¿Qué pasará si la Tierra continúa disminuyendo la marcha? —Nos detendremos, naturalmente — contestó entre dientes. Después mostró una

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creciente exasperación —. Probablemente la Tierra se partirá en dos, o nos caeremos del mundo, o la Tierra caerá en el Sol. Si pasa cualquiera de esas cosas no tendremos por qué preocupamos. Pero no creo que ocurran. —Agradezcamos eso a Dios — murmuré. Su mal humor estalló bruscamente. Me lanzó una mirada maligna. —Quizá eso fuera lo mejor — dijo. Y va no quiso añadir nada más. Yo telefoneé a mi jefe y lo hice salir de la cama. Bien pronto mi gran artículo fué rechazado. Era evidente que mi jefe tenía órdenes de no publicar nada que pudiera provocar la histeria colectiva. Regresé a casa y me senté solo, frente a una botella. Di vueltas en la silla giratoria y dejé vagar la imaginación. Pensé en erupciones volcánicas, o en glaciares sobre la América Central, y en ardientes selvas en el Artico. Pero no logré imaginar en qué forma podría sobrevivir la raza humana, a menos que el campo de energía se apartara de nuestro planeta. Me sentí lleno de furia impotente. Pensé en todas las posibilidades... Si los astrónomos hubieran hecho caso a Tate diez años atrás.. . Si por lo menos hubieran discutido el asunto claramente y alentado el estudio de la complicada teoría. . . Si hubiéramos sabido precisamente qué era aquella condenada cosa en el espacio. . . Y si lo hubiéramos sabido, ¿qué habría pasado? Según decía Tate, todo dependía ahora de aquella cosa en el espacio. Podríamos tal vez predecir las tres o cuatro alternativas posibles. Pero seguiríamos sin saber qué hacer. El potencial de variables podía ser demasiado grande. Estallaría quizá la cúspide de una o dos montañas, o podrían surgir inmensas cadenas de montañas, tales como no

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habían sido vistas por el hombre desde la creación del mundo. Y lo que sucediera podría ocurrir en cinco minutos o en cincuenta mil siglos. Yo apreciaba el punto de vista de Tate. Podía comprender la confusión del gobierno. Pero, sin embargo, no podía menos que sentir que el público tenía derecho inalienable a conocer todos los detalles. Tenía la convicción de que, más allá del pánico, de la confusión y del instinto de rebaño —las necesidades egoístas—, podría quizá surgir alguna forma de escape, de prevención o de salvación. Algunos huirían a refugiarse en las montañas, otros irían al norte, otros al sur; otros permanecerían en su sitio, como enraizados. Por el conocimiento total, el instinto atávico y la libertad de acción, muchas razas habían sobrevivido largos períodos de erupciones volcánicas, trastornos oceánicos y huracanes. Súbitamente comprendí que estaba en un estado de ánimo cercano a la histeria. Empezaba a convenirme en un maniático. Procuraba explicar cosas que habían derrotado a los cerebros mayores del mundo. Mi deber era informar, no sobre lo que iba a suceder, sino sobre lo que ya había sucedido. Comprendí profundamente aquello y me acosté. AL amanecer, el día anterior demostró haberse prolongado desusadamente unos siete minutos y algunos segundos. En el mundo entero la gente ajustó sus relojes y empezó a entender que algo no andaba bien. Un burócrata de Washington hizo algunas tontas declaraciones sobre unas manchas solares que afectaban los relojes primaverales. Cuando el día se prolongó quince minutos, las explicaciones simples ya no bastaron. El gobierno mantuvo controlados a los astrónomos aficionados.

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Pero los estudiantes de las escuelas secundarias empezaron a revolver el asunto. El gobierno informó que prontamente haría una comunicación. Esa fué la mayor tontería que pudo habérsele ocurrido. El trabajo cesó casi totalmente. Las multitudes se apiñaron expectantes, esperando... y haciendo conjeturas. Los fanáticos y los canallas comenzaron a comerciar con el miedo humano y las autoridades enviaron a la ciudad grandes divisiones del ejército para salvaguardar las vidas y las propiedades. Me presenté en el bar de Tate después de presenciar una gran razia. —¿Por qué no trasladan la gente a otra parte? —pregunté. —¿Adonde? —inquirió Tate con gran ironía. El gobierno no hizo ninguna afirmación clara ni inteligente. Nuestros corresponsales de Washington telefonearon diciendo que todos los escritorios públicos de los gabinetes y del congreso estaban cerrados, conferenciando sobre lo que se debería decir al público. Era casi imposible ponerse en contacto, en una u otra forma, con los grandes hombres de ciencia. Finalmente, un locutor radial empezó su programa con estas palabras: “¡No me importa que me interrumpan, pero creo que el público tiene perfecto derecho a saber qué pasa!” Rápidamente lo enmudecieron. Al quedar en la ignorancia, la mente del público se exaltó y no tardaron en estallar olas de histeria desbordante e incontrolable. Los estudiantes, que fueron los primeros en iniciar las revueltas, pronto se serenaron y comenzaron a ejercer sobre el público una influencia tranquilizadora. Su infinita curiosidad acerca de la naturaleza empezó a reaccionar, despertando en la gente la curiosidad por los fenómenos

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astrológicos y llenándola de paz. Los hombres de ciencia y la prensa fracasaron totalmente en este aspecto. El día llegó a prolongarse una hora más de lo habitual. Por primera vez en mi vida sentí el delicado equilibrio de las grandes masas y poderes y fenómenos de nuestra Tierra. Aquel corto tiempo extra daba calor al final de la tarde y, por la mañana, la gente se cubría con frazadas. Hubo que proveer a la ciudad entera de agua potable y de caloríferos. Cuando el día se extendió una hora y cuarenta minutos la diferencia en los extremos puso una seria presión en las costumbres de la ciudad. El factor tiempo provocaba confusión. La ciudad había tratado de prolongar sus actividades juntamente con el reloj. Pero la vitalidad del hombre y su necesidad de comida y de sueño no habían cambiado. La gente iba ahora a trabajar a las 8 de la mañana. El Viejo Tiempo se presentaba en helados amaneceres, que obligaban a la gente a protegerse del frío. Regresaba a su casa a las 19 y a las 20 y, en este momento, el Viejo Tiempo se había convertido en un día caluroso. , El promedio del cambio de la disminución de la velocidad en el mundo no podía calcularse con precisión. Aquél aumentaba, pero se ignoraba en qué proporción. Si tres meses atrás se hubiera permitido hacerlo, el mundo científico habría hablado al pueblo de manera convincente. Pero ahora todos los informes originaban sorpresa y confusión. Evidentemente, el mundo disminuía la marcha como si un freno cósmico lo estuviera deteniendo. Y nadie podía explicar satisfactoriamente la disminución de la velocidad. No había nada para ver, nada para medir. Los otros planetas cuando se hicieron cálculos equilibrando la actual rotación de la Tierra estaban en orden y en el tiempo que les correspondía. No se

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produjeron estallidos súbitos ni manchas en el sol. La Luna no alteró tampoco su promedio de velocidad de marcha alrededor de la Tierra. Exceptuando una compensatoria disminución de las mareas, no se registraron grandes cambios en los mares ni actividad volcánica. Los únicos cambios notables los señalaban el tiempo y la temperatura, y a ellos debían adaptarse las costumbres del hombre y el crecimiento de los vegetales. Finalmente, el gobierno solicitó una aclaración de los hombres de ciencia, pero, en aquel momento, el mundo científico no podía dar ninguna explicación. No podían ponerse de acuerdo sobre lo que debían decir. Dieron algunas explicaciones no muy claras, que el público en general había intuido: “Existía una ligera radioactividad en la atmósfera... que aumentaba”. “El día y la noche se habían prolongado”. Y cosas por el estilo. Los hombres de ciencia no querían arriesgar ninguna profecía acerca del futuro. Estaban francamente confundidos y se encontraban totalmente imposibilitados de explicar con fundamento alguna ley cósmica referente al problema y su solución. Finalmente, el presidente comunicó al pueblo lo que se conocía de la dura verdad, es decir, que las fuerzas desconocidas estaban deteniendo la marcha del mundo; que la supervivencia podía estar en peligro, pero que las posibilidades de sobrevivir dependían de todos ellos. Probablemente serían necesarios enormes cambios geográficos y de poblaciones. Se requerían amplias reservas de todas clases. Terminó diciendo a la gente que prestara su colaboración trabajando y que supieran esperar hasta hallar la solución satisfactoria. Ante la consternación oficial, el público manifestó su solidaridad y se resolvió prestar su apoyo.

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Se desvanecieron las oleadas de pánico. Naturalmente, reinaba tensión pero no mayor que la experimentada por una población que vive bajo la amenaza de las bombas. La franqueza del presidente constituyó como una especie de coraza de acero para la gente. Una apacible sensación de fatalismo se estableció entre ellos. Quizá estaban condenados a morir, pero trabajaban más duramente, jugaban con más entusiasmo, reían más fuerte y también pensaban con mayor intensidad. Bares e iglesias estaban siempre llenos. La humanidad seguía al máximo sus inclinaciones individuales. La pérdida violenta de una costumbre humana — la costumbre de contar con el futuro — había creado sus compensaciones. EL día y la noche —un día solarse habían prolongado ya hasta una extensión de cuarenta horas, cuando el mundo miró hacia el espacio y vió la primera evidencia tangible de la causa que lo afectaba. Era una luz, de tono verdoso, que parecía lejana, muy lejana, y con destellos

realmente fascinantes. Tan pronto giraba en una serie de impresionantes zigzagueos, como formaba una sola línea o adquiría la de una esfera. Por momentos parecía tener densidad, quebrándose en formas y figuras que se agrandaban y empequeñecían súbitamente, impregnadas de un brillo singular. A veces parecía envolverle una niebla que pronto se desvanecía. Estallaba después en relámpagos y lanzaba la luz verde sobre el mundo, como si fuera un resplandor cósmico. Su aparición no produjo efectos especiales que no hubieran sido ya experimentados, exceptuando el hecho de que la radioactividad aumentaba en el éter. La televisión fué interferida y tuvimos que prescindir de ella, sucediendo lo propio con las bandas de sonido de la radio. Finalmente, los teléfonos empezaron a fallar con llamadas entrecruzadas y conversaciones inexplicablemente mezcladas, cuyos volúmenes aumentaban o disminuían. De los aparatos telefónicos surgía una luz verde, como un gas

________________________ Las cuentas claras La más veloz de las máquinas electrónicas construidas hasta el momento, sólo necesita treinta y un millonésimos de secundo para hacer esta cuenta: 2368912041062 x 8671240510296 14213477646372 213202164695584737825882124-2368912941062---11844564705310----94756517642480-----4737825882124-------2368912941062--------16582390587434---------14213477646372----------18951303528496-----------20541413859901255052174352 ¡No haber tenido una máquina de éstas cuando uno estaba en la escuela primaria!

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fluorescente, que iluminaba el cuarto. Los habitantes, tuera del susto, no experimentaban ningún daño, pero después se sentían llenos de una vitalidad exuberante, casi sobrehumana. Y aquella especie de señal luminosa cósmica permaneció en el espacio con su extraño comportamiento, intrigando más que aterrando al mundo. Finalmente, la ciencia admitió que debía tratarse de un campo de radioactividad. Aquella explicación satisfizo al público en general, pero no en verdad al mundo de la ciencia que proseguía investigando. Era imposible medirlo porque los factores eran variables, y pasaban desde el cero teórico hasta un poder que sobrepasaba todos nuestros instrumentos de medida. El brillo podía no ser mayor que el de una vela, o enceguecer con su poder al ojo desnudo. De tamaño podía presentarse tan pequeño como Plutón, o bien su luz verde cruzaba el firmamento. Algunas veces se extendía sobre el sol, pareciendo ocultar toda la luz solar, y creando una especie de noche verde y fantástica, pero el calor del sol podía siempre atravesarlo, y la gente se quemaba en aquella especie de medianoche .... cosa que, según el reloj, realmente era así. El mundo, por lo menos las masas populares, empezaron a aficionarse al visitante cósmico. Era un excéntrico original, que siempre entretenía. Pero pronto se formularon quejas. Los efectos se hicieron sentir sobre todos los equipos de rayos X, infra y ultravioleta. Negaba enteramente el poder de los rayos X, o les daba tanta potencia que hacía estallar los tubos. Tocó tres pilas atómicas, pero no activó el poder de las bombas. Convirtió en polvo el oro que había en Fort Knox, y cambió otros metales en platino y en uranio. En una ocasión convirtió una pila de metal rallado en una pequeña y tosca

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bola de tal peso y densidad, que no podía levantarse por procedimiento, normales. Realizó algunas extrañas tretas fotográficas. Sus rayos penetraron et, unas chozas de aluminio de Quonset y retrataron las siluetas de los habitantes en las paredes occidentales, como ante la fotografía de rayos X. Alguna, personas murieron a consecuencia de aquellos inquietos rayos. Y su gran consecuencia benefactor; fué otorgar a los heridos de guerra, cuyos cuerpos habían sido curados con injertos de metal, una vitalidad tan poderosa que desaparecieron mucha heridas y fracturas consideradas incurables. Disolvió o desintegró asimismo, las infecciones en las mandíbula; de la gente que tenía platino en los dientes y curó en gran parte a víctimas de la parálisis que llevaba pulseras de metal. Convirtió a las ciudades en lugares de maravilla, haciendo correr bandas eléctricas pirotécnicas de arriba a abajo por las paredes de los edificios que tenían armazón de metal. Se observa ron radiaciones menores en varias partes, por lo que el gobierno extendí; por todo el país grifos especiales. El doctor Albrecht llegó a lo que para él, era una conclusión muy atrevida. No creyó estar viendo ningún fenómeno que nos diera completo conocimiento sobre la cosa en el espacio. Sugirió que veíamos los resultados sobre nuestra atmósfera y varios elementos de la Tierra. Es decir, “no vemos” el campo de energía de la manen que “vemos” el sol. En realidad el campo era aún un misterio, y recorría la gama de los colores del espectro con una violencia no conocida por ningún cuerpo o masa anteriormente. Tate apareció un momento en los diarios cuando sugirió que el gobierno de la ciudad de Nueva York tendrá que levantar, lo antes posible, edificios

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en forma de tubo para proteger a la población, ya que creía inevitable que la disminución de la velocidad en la rotación de la Tierra, y los cambios climatéricos consiguientes, engendrarían tremendas tormentas naturales. Pero las sensacionales afirmaciones de Albrecht quitaron a Tate de la primera plana de los periódicos. Entretanto, los largos días y noches estaban trastornando el tiempo. Desde el Polo Norte llegaban grandes sabanas de agua, y el Polo mismo se había alargado unas quinientas millas, en campos de resacas y piedras, que se helaban cada noche. El Antártico, fuera de estación, se desprendía en grandes bloques helados. La temperatura de las noches recorría toda la escala del termómetro. La presencia de corrientes hirvientes y heladas alrededor del mundo causó violentos trastornos en los mares. Los grandes ríos oceánicos se apresuraban o disminuían la corriente. Se informó que era casi imposible imaginar la fuerza de las aguas alrededor del Cabo de Hornos. Un tifón levantaba olas de cien metros en el mar de la China. La ola más alta registrada hasta aquel momento había sido de cincuenta metros, y fué considerada una ola única, suelta en medio de la furia de un tifón. La elevación y la naturaleza de los mares denotaba gran agitación en aquellos puntos en los que el océano aumentaba su temperatura. Los extremos del Gulf Stream comenzaron a hervir. Para la navegación los únicos tiempos tranquilos eran los de las largas y pausadas mareas, cuando respondían a los cada vez más lentos períodos de la aparición de la luna. Los grandes cinturones termales y la actividad ciclónica del mundo entero estaban cambiando. Nueva York experimentó a la terminación de cada período de luz o de oscuridad rápidos ciclones muy semejantes a las temidas

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tempestades de Alaska. Al mismo tiempo, ¡a evaporación levantaba una banda de nubes de plomo sobre las aguas y las costas. Los diluvios diurnos sobre Nueva York tenían carácter tropical. Los nocturnos eran helados. La banda de nubes mitigaba los largos e ininterrumpidos períodos de calor solar, pero la humedad era pesada, espesa e intolerable y creaba peligrosas nieblas. Los ciclones locales, odiados y temidos al principio, fueron deseados después porque despejaban la atmósfera, y mezclaban el frío de la noche con el calor del día. Hasta la violencia de los elementos de la naturaleza estaba compensada. Las nubes, que nos empapaban de humedad, impedían, sin embargo, que nos abrasáramos en las largas horas en que recibíamos el calor del sol. Y ayudaban también a soportar el terrible frío nocturno de la atmósfera en las alturas. Los ciclones que arrasaban los desfiladeros de los rascacielos llevaban las grandes masas de aire cálido y traían aire fresco. Las lentas mareas salvaron las costas de una destrucción total, aunque la navegación ya no fué segura para las embarcaciones pequeñas. Los estallidos de lluvia que nos empapaban diariamente ayudaban a aclarar las nieblas y mantenían viva la vegetación, en aquel suelo castigado por el sol. Cuantos poseían casas en el campo, obtuvieron permiso para abandonar la ciudad. Sin embargo, no hubo tentativas de evacuación en masa, porque no se podía predecir dónde, o en qué forma, podrían presentarse los mayores inconvenientes. Las colinas de Catshill y las tierras altas habían experimentado ya, antes que terminara la estación veraniega, tempestades y fríos que llegaban a treinta grados bajo cero. Los valles y las tierras bajas sufrieron

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rápidas inundaciones, y pesadas heladas nocturnas. Hubo tensión, sufrimientos, y ocasionales estallidos de histeria. Pero, en general, la gente sólo manifestaba sorpresa y curiosidad, como ante una maravilla pasajera; después se encogió de hombros, protestó y se adaptó a las condiciones corrientes. Los edificios de Nueva York ofrecían protección contra lo peor del calor, contra el frío y las tormentas. Contaban con agua filtrada. Hasta ese momento se dispuso de alimentos y se contaba con bastantes reservas. El gas y la electricidad no se interrumpieron. Y funcionaron siempre los espectáculos y los bares, al igual que los oficios religiosos. Después las cosas espaciales cambiaron de carácter. La luz se convirtió en una colosal esfera verde, a la que contemplamos agigantarse asombrosamente en forma paulatina. Un frío helado empezó a apoderarse del público. Los efectos previos habían sido tan novedosos que no originaron el pánico colectivo. Pero aquella gran bola verde que crecía y crecía, parecía marcar el fin de un inexorable destino cósmico. Era un símbolo hipnótico de la fría violencia del universo. Sobre Nueva York la esfera aparecía por la mañana temprano, y se ocultaba tarde en la noche. La gente esperaba de pie su aparición, con los rostros contraídos por el terror más intenso. .., el miedo a lo desconocido. Grandes cantidades de gente empezaron a esconderse ante aquella bola verde, pero su luz siniestra llenaba el aire y penetraba las paredes. La histeria empezó a propagarse y los hospitales empezaron a llenarse. CUNDIÓ un pánico en masa, incontrolable, cuando estalló la tormenta marítima. El cataclismo fué violentísimo. Los vientos arrasaron y sacudieron los edificios de acero. Arrancaron los escapes

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para incendios, destruyeron los tanques de agua y lanzaron al aire las ventanas de las casas. La lluvia cayó a torrentes. Tal como jamás se conoció en Nueva York. Un diluvio de castigadoras gotas del tamaño de huevos de paloma. Granizo de un volumen equivalente a casi dos kilos de peso. Mucha gente se desmayó por efecto de los golpes, llegando algunos a perecer. Grandes marejadas inundaron los puertos, desbordaron los ríos que se extendían en la parte baja de las islas, llenaron los sótanos y enviaron torrentes de agua que inundaron las calles. Los túneles se rompieron. La presión de las aguas que surgía desde el túnel de Holland, se desbordó en los extremos torrencialmente. Un tren se detuvo en medio camino bajo el East River, y se vio obligado a retroceden por la fuerza del aire y del agua hasta la estación de Brooklyn. Los que lograron escapar se abrieron paso por escaleras mecánicas que corrían como trenes rápidos. Los hombres hicieron cadenas humanas, para que los demás pudieran atravesar en las esquinas. Y las aguas seguían subiendo, y se apretaban y rugían en las esquinas de la ciudad, llenando los edificios bajos de agua que se precipitaba en los sótanos, en los sobrecargados desaguaderos, mientras grandes ríos subterráneos inundaban los túneles. Primeramente fué la Central Meteorológica quien dió el informe. Había caído un metro de agua. Los mares, dejando de lado a las olas, se habían elevado sólo un metro sobre el nivel de , la marea común. Empezaron a trabajar las brigadas de seguridad. La electricidad, los telé fonos, los vapores, las cloacas, el agua potable, el gas, la policía, las ambulancias, los bomberos, la defensa civil.. El agua, en las calles, llegaba hasta la cintura. En el caos de la ciudad

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operaba ya el mercado negro. . ., aunque la muerte pareciera cercana para rodos. Yo quería encontrar a Tate, pero no pude localizarlo. El bloque de edificios donde vagabundeaba era ahora un gran agujero lleno de desperdicios que se extendía por quince cuadras. Un escuadrón navegante recorría el barrio, mientras un locutor instaba por un altoparlante a que los habitantes evacuaran esa zona. Yo salté a bordo cuando la lancha se deslizaba hacia el río. Un teniente, fatigado, de aspecto torvo dijo: —No evacuarán hasta que los dinamitemos. No hacemos nada útil. Yo pensé lo mismo reflexionando en toda la actitud oficial acerca de aquel asunto. La lancha navegaba por el río que había subido sobre los muelles y se movía como una inmensa serpiente. —Allí hay mucha corriente —dijo el teniente—. Pero parece tranquilo al lado de lo que ha sido. —¿Dónde estuvo usted? —pregunté. —Exactamente en medio del asunto — contestó con una sonrisa torva—. Nuestro transporte estaba atracando cuando llegó la gran ola. El gran barco fué levantado sobre la escollera y arrastrado río arriba como un juguete; se detuvo en una calle lateral inundada. En un instante estuvimos rodeados de botes. Pero he oído que dos remolcadores y una barcaza treparon con la ola hasta el descenso de la marea, y que después se salvaron. Retrocedimos dejando atrás al río, mientras el altoparlante seguía impartiendo inútiles órdenes. El hombre se encogió de hombros comprensivamente. —No les echo la culpa. ¿Para qué ser arrastrados como ganado, cuando nadie sabe lo que va a suceder? Era de mañana, pero las nubes se mantenían aún muy espesas y

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predominaba la oscuridad. Mientras hablaba saludó en dirección a una ventana. Alguien había encendido una vela de Navidad, y la vela ardía todavía en el alféizar de la ventana. El dijo: — ¡Todavía tienen su hogar, y eso significa algo! —¿Qué tienen ustedes preparado? — pregunté. —Ese es el asunto —contestó riendo. —Podrían evacuar la ciudad por la fuerza —sugerí—, ya que ha sucedido esto. —¿De qué serviría? —gruñó—; la mayoría de los caminos están convertidos en ríos. De todos modos la gente está mejor aquí. Esta ciudad puede soportar mucho. Y supongo que tendrá que hacerlo. Yo asentí y descendí en la Tercera Avenida. Por un milagro el ascensor funcionaba. Utilicé mi tarjeta de periodista para atravesar una guardia policial. Era casi el único medio seguro de transporte que quedaba en la ciudad, y no demasiado seguro. La ciudad mostraba todo su castigo. El signo destructor provocado por la inundación. De los edificios se deslizaba todavía el agua, pero las mujeres y los niños se apiñaban ya sobre los techos, y ponían a airearse ropa blanca mojada y frazadas. Las tormentas habían golpeado los amplios mares y habían acrecentado su turbulencia. El hombre de ciencia clásico afirmó que el movimiento de aquellas enormes masas de agua de diferente temperatura debían haber cambiado el curso de las principales corrientes en el océano. Asistí a la Conferencia de Emergencia y escuché durante media hora, y observé que de allí no surgiría ninguna acción o plan constructivo, excepto uno que predecía la guerra si la Tierra sobrevivía y llegaba a un punto muerto. Probablemente

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sería la guerra más sangrienta y salvaje de la historia. Una guerra por la más brutal supervivencia, entre la gente de las áreas oscuras que se helaban y la de los abrasados desiertos. Habíamos llegado ya a un día y noche de ochenta horas. Era claro que aunque la cosa del espacio desapareciera y nos dejara libres, habría siempre grandes cambios de población y geográficos en el mundo, a menos que volviéramos a la rotación normal de la Tierra. Simplemente no existiría bastante tierra para alimentar a toda la población. Los últimos sobrevivientes se convertirían probablemente en nómadas, que vagarían por las grandes distancias en procura de las áreas de sol y de lluvias y de las nuevas estaciones de la Tierra. El lado oscuro del mundo soportó mejor las catástrofes. Fué azotado por las mismas violencias, pero las tormentas lo fueron de nieve y hielo y aquello había disminuido la gran furia de los torrentes. En Nueva York atravesamos un período de noche, pero no lo bastante largo como para que nuestra temperatura llegara a aquel grado de frialdad. Sudamérica y la China sufrieron mucho, pero, de todos los países, el que más padeció fué Holanda.

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EMPECE a comprender más clara mente lo que Tate debió sentir diez años atrás. Las únicas noticias optimistas que recibimos fueron las da que nuestros submarinos atómicos, que permanecieron sumergidos profunda mente en el mar durante la tormenta, habían sobrevivido y regresaban con valiosos datos sobre los cambios de temperatura en el fondo del océano. Se me ocurrió súbitamente que, en el futuro, los únicos medios de comunicación interoceánica iban a ser los submarinos. En las actuales condiciones el mar era peligroso hasta para los grandes navíos. Finalmente descubrí el número exacto de vidas humanas muertas en la ciudad, aunque la censura me impidió escribir sobre ello. Dos tercios de la población logró sobrevivir. Me pregunté si Tate estaría vivo y empecé a buscarlo. Encontré a un hombre que lo había visto hacía algún

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tiempo riendo alegremente y rehusando evacuar un bar cuando sonó la sirena. Aquel bar se deshizo hasta convertirse en un agujero lleno de desperdicios. Había una amarga ironía en el hecho de que el hombre que primeramente había previsto la catástrofe hubiera muerto de manera tan miserable. Y, sin embargo, adiviné que había muerto como lo había deseado. Aquello era más que lo que podía anticipar el resto del mundo. Me pregunté si la información oficial de la catástrofe era tan tranquilizadora que me permitiera dar a su profeta un epitafio conveniente. Probablemente no, porque aquello mostraría que sus antiguos enemigos eran tontos, aunque tal vez creyeran cualquier cosa dicha por él que hubiera sido menos discutida. En cierto sentido, indudablemente había sido el físico más eminente de su tiempo. Empezaba a enternecerme con los recuerdos cuando, accidentalmente, tropecé con él, hurgando como un pordiosero en unos desperdicios que habían sido una vez la esquina de la calle Veintisiete y de la Avenida Madison. Estaba acompañado por cinco toscos vagabundos y aparentemente los dirigía. Mostraba el orgullo y la determinación de un hombre que ha encontrado un propósito a la vida. Sentí que el respeto crecía dentro de mí al pensar: “Finalmente la catástrofe logró vencer la barrera y hacerlo vivir en el presente. Y ahora hace sus trabajos para sobrevivir, como los demás”. Me sentí orgulloso de él. Me sentí avergonzado de lo pequeño que sería mi participación por comparación. Quise correr, darle la mano y golpearlo en el hombro. Lo llamé con un grito jubiloso. El me saludó alegremente y dijo: — Bill, hijo mío, ante ti tienes a uno de los

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pocos hombres que sabe lo que hace y que tiene su trabajo prefijado ante sí. —Eso es maravilloso —exclamé—; y no digo más que la verdad —después de un instante añadí, vacilando — : ¿Exactamente qué estás haciendo, Hugh? —Estoy —dijo—, buscando por cuenta del señor Padraic Aloysius Noonen. Soy un recopilador de licores y averiguo dónde están las reservas ocultas de ese gran néctar. Sus ojos parpadearon y sentí algo violento en mí. Grité: —Tate, ¿no te queda ninguna decencia? ¿No puedes pensar en otra cosa? —Sí, naturalmente, pero no puedo j pensar en nada mejor —dijo pensativamente. Se detuvo para ordenar a Su í grupo que cavara en el lugar que él ¡ indicaba y añadió burlonamente —:Ven y te enseñaré los brotes de la futura civilización, si sobrevivimos, mientras los importantes y poderosos convierten nuestro presente en la ruina que nos rodea. Su actitud era burlona, me sentí disgustado y estuve a punto de no acompañarlo. La fábrica del señor Noonen estaba situada a unas pocas cuadras, y era un edificio totalmente nuevo, edificado sobre un terreno alto, y tenía la forma de un tubo. Era simplemente un bar y casa de juego. Quedé sorprendido de que éste, entre todos, fuera el primer edificio nuevo y, dentro de lo que yo sabía, también el primer negocio nuevo en medio del naufragio vital vivido poco antes. Había sobrevivido a la tormenta mejor que muchos edificios de la ciudad. Indudablemente fué construido expresamente para eso. Me sentí enfurecido, asqueado y desilusionado, pero permanecí allí. Los clientes de Noonen entraban en grupos. Las cajas tintineaban constantemente. Y entonces se me ocurrió que éste

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era el primer negocio verdadero que veía fuera del mercado negro. Entró un hombre muy deprimido, pidiendo beber, y el señor Noonen le sirvió y le proporcionó un nuevo empleo. Estaba construyendo otro bar en forma de tubo, según parecía. El diseño había sido proyectado por Tate. Mi enojo empezó a aplacarse y estudié los edificios con creciente curiosidad. Aquellos hombres buscaban la oportunidad de sobrevivir y de ganarse la vida, si eso es posible, y Noonen les daba la oportunidad de hacerlo. Una vez que logró salvarse, estableció una especie de oficina de salvamento y de construcción. En la curiosa forma de ser de los borrachos, los antiguos parroquianos fueron encontrando el camino hasta la puerta. Necesitaban trabajo, salarios, lugares en que vivir, un poco de bebida. Noonen les proporcionaba todo y él, a su vez, ganaba dinero. Contaba actualmente con el setenta por ciento de sus antiguos clientes, y llevaba la contabilidad en las paredes. En la catástrofe perdió muy pocos de sus asiduos concurrentes, y por centenares, se precipitaron en su tubo cuando la tormenta arreció. Con visible esfuerzo realizaron muchos actos de salvamento, pero una vez que la tormenta

amainó, desistieron de su obra. Por ese entonces él ya estaba levantando las bases de dos nuevos edificios en forma de tubo. Estudié el carácter y la moral de aquellos hombres y debo reconocer que me pareció más recio y con más sentido de la realidad que el que poseían los de la ciudad. Estos hombres se ganaban la vida y sobrevivían, gracias a su propio esfuerzo, de la mejor manera posible. Sus posibilidades eran mejores que las de muchos otros, y ellos no se preocupaban demasiado y no perdían el tiempo en conversaciones inútiles. Más que nada, hacían algo por sí mismos y para sí mismos. No realizaban un trabajo de esclavos y podían, más o menos, desdeñar a los habitantes de la ciudad, tan burocratizados. Eran modelos de confianza y de seguridad en sus propósitos, en medio de la confusión de proyectos y de la inseguridad que yo había visto entre los dirigentes de la ciudad. Aquel era un buen artículo y me sentí entusiasmado. Suficientes casas en forma de tubos distribuidos en la ciudad salvarían a cientos de miles de personas. Eran rápidos y fáciles de construir y los materiales estaban todavía en la ciudad. Y, dentro de lo que podia verse,

__________________________ Náufragos felices En comparación con las de antaño, serán realmente felices las víctimas de un naufragio en alta rmr, en el futuro. Estarán libres de una tremenda tortura: la sed. Así parecen augurarlo recientes experimentos con un aparato para purificar el agua de mar, utilizando el calor del sol. El artefacto consiste en un receptáculo de fondo negro, lleno de agua de mar, y tapado con una campana de vidrio. Los rayos solares son absorbidos por el fondo negro, que los devuelve en forma de radiación infrarroja. Esta radiación calórica, no pudiendo atravesar el vidrio, calienta el agua, activando así su evaporación. El vapor de agua, a su vez, se condensa sobre el vidrio, y es recogido en otro recipiente. El único inconveniente actual es el tamaño: en la instalación experimental que se encuentra en funcionamiento, y que produce 380 litros de agua potable por día, hay cinco alambiques de 1,20 por 15 metros.

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aquellas construcciones eran capaces de soportar cualquier calamidad previsible: inundaciones, grandes olas, fuego, viento, edificios que se derrumbaran, calor y frío, porque el edificio de Noonen tenía aire acondicionado por períodos breves, y podía proporcionarse su propio oxígeno y agua fresca. El entusiasmo de Noonen y su sentido de los beneficios, y el afán de beber de Hugh Tate y su buen humor especial, habían logrado algo que el gobierno no había conseguido. Dije esto a Tate y él se sintió curiosamente halagado, también un poco turbado. —No es nada —dijo—; hice una construcción así para un laboratorio de verano hace unas quince años; un edificio muy compacto y útil. Percibí la mención al tiempo pasado. Empezaba a verlo desde un nuevo ángulo. El sabía que el muro mental, la" barrera, existían. El sabía que, para cualquier idea futura, su pensamiento había establecido una barrera infranqueable diez años atrás. Pero las edificios como tubos demostraron que todo lo que él había hecho o pensado antes de aquel tiempo podría tener ahora aplicación práctica. —Tú sabes qué es esa cosa en el espacio —dije—, lo subes desde hace diez años, dijiste que era un campo de energía. En realidad fié eso lo que te hizo salir del congreso de astrónomos y desaparecer del muido contemporáneo, ¿verdad? Mostró irritación, pero asintió. —Si tú sabias algo sobre el campo de energía —proseguí—, debías de tener alguna idea sobre lo que se podía hacer para contrarrestarla si..., bueno. ... si llegaba a suceder lo que está sucediendo.

TATE trazó alpinos signos sobre la mesa con su vaso de cerveza.

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—No he ido muy lejos en mis pensamientos —dijo—, o, quizá, he pensado y he fracasado, y esto explicaría mi furia contra mis colegas. La teoría de un campo de energía pura debe ser estudiada de antemano para poder establecer una tesis sobre lo que debe hacerse y cómo debe hacerse, y para encontrar medios de contrarrestarlo —hizo una mueca mirando su vaso—. Tenía una idea —reconoció—, era un poco atrevida y la teoría no estaba completa. Pero se me ocurrió que, si el campo de energía se aproximaba hacia la Tierra y la ponía en peligro, probablemente se podría disparar contra él. —¿Disparar? —repetí. Asintió e hizo ademán de apoyar el caño de una pistola en la cabeza. —Sencillamente esto. Con una bala. Ese campo es magnético. Probablemente por eso está disminuyendo la velocidad de nuestra rotación. Probablemente ejerce atracción en nuestros polos magnéticos. ¿No han establecido medida de la gravedad? Esta vez fui yo quien asintió y pensé en la paradoja de que Tate me preguntara sobre un hecho científico. —Una bala —dijo él— con propiedades magnéticas, que pudiera atraer las unidades de energía pura..., sea lo que fuere..., podría atravesar perfectamente ese campo y arrastrarlo hacia afuera o hacerle tomar otra dirección. —¿Podría? — murmuré. —Bueno, como en todas las cosas cósmicas hay algunos peros. .. —dijo—. Por ejemplo, si no cayera dentro o en el campo de energía; si la acción del pasaje de la bala no hiciera que el campo se convirtiera en materia. —¿Qué sería eso? —Eso —dijo extendiendo las manos— daría al campo de energía masa y gravedad al igual que magnetismo. Si el campo tiene bastante poder para hacer lo que ha hecho en un estado relativamente inerte, como

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cuerpo o masa probablemente nos haría estallar, aunque existe la posibilidad de que simplemente nos mantuviera en su órbita y nos arrastrara lejos del sol en el espacio. Me incliné y lo tomé del brazo. —Dios mío, ¿quieres decir que esa idea tuya tiene una remota posibilidad de triunfar y no haces nada para ponerla en práctica? —Por el contrario —contestó—, he explicado la teoría completa a Noonen sobre un pizarrón, la semana pasada. Hizo una mueca ante mi furiosa mirada y movió la cabeza. —Es inútil, muchacho, por varias razones. En primer término, es una idea totalmente fantástica. Segundo: mis antigües enemigos están en el poder. Tercero: el metal que debía emplearse para la bala es un metal hipotético. Nunca ha sido fabricado. Se llama cosmium. No quiso darme más detalles y yo regresé rápidamente al centro de la ciudad, mirando la cantidad de calles transformadas en desfiladeros y en torrentes y las pequeñas montañas de desperdicios. De vez en cuando se desprendía algún trozo de edificio. Aquel enorme círculo verde brillaba en el cielo y, por el otro lado, ardía el sol. La luz mostrábase amarillo-verdosa y era preferible a la tétrica luz verde que producía el campo de energía cuando el sol se había ocultado. Pero los sabios sostenían todavía que el campo de energía carecía de poder reflectivo. Creían que la esfera era sencillamente un fenómeno óptico. Me dirigí hacia la casa del doctor Albrecht, en parte por influencia, en parte para hacerle una especie de chantaje, pero, principalmente, en busca de suerte. Esperé en un vestíbulo durante horas detrás de una cortina, para poder abordarlo. Cuando oí sus fuertes pasos salí y lo enfrenté. Debo reconocer que no se inmutó. Como todos los hombres de ciencia, estaba

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propenso a ser atacado, individual o colectivamente, por los seres a quienes el fenómeno cósmico había perturbado. Pudo haber supuesto que yo había perdido la cabeza e intentaba asesinarlo. Se detuvo, me saludó fríamente y preguntó con seguridad: —Se ha tomado usted mucho trabajo para verme, Ringo. —Sí —contesté—. Acabo de ver a Hugh Tate. Sentí que el antiguo odio y desprecio surgían en él como un huracán, pero los hechos habían hecho vacilar sus convicciones sobre varios hechos cósmicos, y ya no podía discutir muchas cosas.. ., por ejemplo, si la Bola Verde era energía pura u otra cosa..., en todo caso era algo tan increíble como la nada de Tate diez años antes. Bruscamente dijo: —Sígame. Fuimos hasta su cómoda oficina. Empecé explicando el estado mental de Tate. Sus ojos brillaron con satisfacción y justificado desprecio. Escuchó con sonrisa desdeñosa. —¿Cómo —preguntó— se las ha arreglado para sobrevivir? —parecía que aquello era la última ofensa que pudiera haber recibido de los poderes cósmicos. Le hablé de los edificios en forma de tubo. Sus mejillas se apretaron y sus miradas se endurecieron. Vió que sus planes y los del gobierno.. . y comprendió que Tate.. . el castigado y borracho Tate... había pensado en esos edificios en forma de tubo, y su antigua ira se renovó. Demasiado tarde comprendí el error que había cometido. Dijera lo que dijera ahora, ni Tate ni el mundo saldrían beneficiados. Escucharía la teoría de Tate "oficialmente", para demostrar su grandeza de alma, y después la destruiría. Y si la idea tenía algún mérito que ganara su aprobación, era capaz de robarla. En aquel instante, bruscamente y sin

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ser anunciado, se presentó el general Steel, muy apresurado. Tenía algo que discutir con el doctor Albrecht, una de esas tonterías que, en los medios burocráticos, crecen desproporcionadamente. El general ni me tomó en cuenta mientras se quejaba rudamente. El doctor Albrecht se echó hacia atrás en la silla giratoria y juntó sus dedos gordos y cortos. Miró al general con una sonrisa helada y apenas perceptible. —Me alegro que el asunto sea tan importante como para que usted se haya presentado aquí como un terremoto, general —dijo con poca amabilidad—. Ringo, que se encuentra aquí presente, acaba de hablarme de una especie de santuario privado, un poco fuera de la ciudad, que ha atravesado sin daños la tormenta, y cuyos ocupantes viven todos. Albrecht estalló y sentí su placer al expresar el ridículo: —Se trata de un tipo de edificio muy simple —prosiguió— y el ejército sabe mucho de construcciones. Ha sido planeado por un borracho consuetudinario, Hugh Tate. . . Albrecht no pudo resistir a la tentación en poner en ridículo el nombre de Tate. Sentí deseos de abofetearlo. La sonrisa desapareció de su cara y se puso en pie como impulsado por un resorte: —El edificio tiene forma de tubo, general, y, antes de la tormenta, el ejército pudo haber llenado la ciudad de esos

edificios. El general empezó por palidecer, poniéndose después colorado, pero, súbitamente, entendió a Albrecht y se echó a reír. —Así que Tate, el físico borracho y loco, como lo llama usted, ha inventado eso, ¿eh? ¿Por casualidad ha rehusado usted aceptar sus servicios, o no ha querido verlo, doctor? ¿O acaso, intencionalmente, dejó de llamarlo cuando se requirieron los mejores cerebros para colaborar? Esta vez fué Albrecht quien primeramente se puso gris, y después rojo como una amapola y empezó a respirar fuerte. Entretanto el general me preguntó amablemente: —¿Cómo está Hugh? Creo que podría serme útil. Aproveché la oportunidad de tener un testigo para el caso de que Albrecht rechazara la idea de Tate. Rápidamente conté sus proyectos. —¿Cosmium? —preguntó el general dando un largo silbido—. ¡Eso costará cierto trabajo! —No estoy convencido de que la teoría sea aceptable, o de que ese metal j pueda fabricarse —gruñó Albrecht. —Probablemente —contestó el general— usted ha olvidado, doctor, que el ejército puede hacer experimentos por su cuenta. Mientras nuestras fuerzas han sido requeridas para actuar en caso de emergencia, no quisiera rechazar la teoría de Tate sin examinarla bien y

____________________________ Isótopos y petróleo Los geólogos rusos utilizan actualmente isótopos radioactivos para explorar las regiones petrolíferas. Este método les permite determinar con precisión no sólo la situación de las napas de petróleo, sino también la porosidad de las rocas, así como otras propiedades que permiten localizar reservórios de gas natural y carbón de piedra.

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sin ensayarla... A propósito, no creo que le sea permitido a usted desaprovechar sus servicios. . . Si las miradas mataran, el general habría caído muerto en el acto. Albrecht murmuró guturalmente: —Traiga aquí a Tate, Ringo. —Lo haré acompañar en el jeep por un enviado del ejército — ofreció generosamente el general—. Técnicamente, doctor —añadió cuando salíamos—, esto coloca a Hugh Tate bajo mi autoridad personal. Reía bajito cuando salimos al vestíbulo. CUANDO regresé con Tate, Albrecht había reunido a todos los prominentes hombres de ciencia que había en la ciudad, al igual que a altas personalidades del gobierno. Cuando Tate subió a la tarima para explicar su teoría, Albrecht le tendió un botellón lleno de whisky y dijo, con desprecio: —Su voz está un poco ronca. Probablemente necesite aclararla con esto. Aquello estaba lleno de desprecio, pero el nuevo Tate, o el antiguo Tate, como queramos, aguantó el insulto con una sonrisa. —Doctor, eso era exactamente lo que deseaba pedirle —dijo, y bebió el whisky sin pestañear. Rápidamente explicó su teoría. —Para evitar recordar a algunos de ustedes —dijo mirando burlonamente al doctor Albrecht— algunas discusiones del pasado, llamaré a mi campo de energía la Bola Verde. Estoy un poco atrasado y no conozco muy bien la distinción que hacen ustedes, señores, entre la gravedad y el magnetismo, pero, en mi época, eran consideradas dos fuerzas separadas y continuaré considerándolas como tales. Afirmó que, si existe magnetismo en la Bola Verde, esto representa el material no-

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pesable de la bola misma. Una bala magnetizada de cosmium atravesaría lo bola, y atravesaría las unidades de energía magnetizada hasta que se estableciera un núcleo, o centro suficiente, como para que todo el campo se volvería sobre sí mismo, y lo arrastrara en la dirección de la trayectoria de la bala. —Naturalmente, la masa no detendrá a la bala —interrumpió el doctor Albrecht. —¿Qué masa, doctor? —preguntó Tate suavemente—. Creía que hasta usted estaba de acuerdo en que no vemos ninguna masa, sino simplemente los efectos totalmente secundarios de la Bola Verde dentro de nuestra atmósfera. —Pero hay masa, porque tiene que haberla —dijo tercamente Albrecht—. De todas maneras el núcleo formado detendría a la bala. —Me desagrada mucho estar de acuerdo con usted —dijo Tate—, pero convengo en que existe esa posibilidad. Sin embargo, es posible que la influencia magnética de la porción no atravesada del campo ayudare al paso de la bala y que, una vez en marcha, el núcleo continúe en su nueva dirección por su propia cuenta. —Totalmente fantástico —gruñó Albrecht. El general Steel se había hecho acompañar por el Jefe de Ordenanza Atómico, y su voz resonó en medio del silencio tenso: —En tal caso el ejército... El doctor Albrecht tomó una actitud napoleónica. —Dejo que Tate demuestre su teoría ante los físicos —gritó agudamente—. Digo, simplemente, que la teoría es fantástica —sonrió débil y desdeñosamente en dirección a Tate—. Naturalmente, nosotros no seremos responsables, aun en el caso de que usted fracase. —Me alegro que pueda usted hablar en nombre de todos los pueblos del

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mundo —dijo Tate, inclinándose cortésmente y, después se dirigió a un pizarrón y trazó una ecuación—. Este es el cosmium —dijo—; necesitaremos la mayor cantidad posible, tendremos que lanzar una gran descarga. El doctor Albrecht estalló como un perro enojado: —¿Conoce usted el progreso en la eficiencia y en la puntería de los proyectiles espaciales? —preguntó. —Así es —repuso Tate—, pero lo importante es que no sabríamos hacia dónde apuntar con uno de esos proyectiles. Ese campo de energía puede encontrarse en cualquier punto de nuestro horizonte. Puede estar en ángulo oblicuo. No tenemos la menor idea de la fuerza que forma esas cosas en nuestro cielo. El efecto óptico puede ser producido por una especie de descarga de energía transmutada, girando varias veces alrededor de nuestra atmósfera. —¿Así que lanzará usted una salva contra el cielo entero? —estalló Albrecht burlonamente—. Está bien. Adelante. Tuve una reacción especial durante la discusión. Por vez primera en mi vida descubrí el poder del yo. Estábamos aquí frente a una aniquilación posible, casi probable. Esta reunión de nombres lo sabía y, sin embargo, el conflicto de las vanidades y de los caracteres era mayor y se tomaba más seriamente que la necesidad de impedir la catástrofe. Algunos jefes especiales salieron para procurar por todos los medios conseguir el máximo, o la mayor cantidad de cosmium posible en base a los elementos que se requerían para su creación. El problema estaba en los medios interrumpidos de transporte. Iban a hacerse algunos milagros de navegación aérea. Los encargados de los proyectiles aéreos perdieron súbitamente interés en el resto de la conferencia y fueron

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rápidamente a visitar a sus ingenieros. Después llegaron, en orden, nafta, materiales, químicos, combustibles metales, y planos y cartas meteorológicas que se prolongaban como cola de cometas. En quince minutos se re. unieron los expertos de más de cuatro mil componentes diferentes y de centenares de procedimientos, para producir la bala de cosmium. El doctor Albrecht y un grupo físicos llevó a Tate a los laboratorios, Percibí una sonrisa de gato, en el exterior amable y seco de Albrecht, y Tate sintió que caía en una trampa antes de llegar al laboratorio. En todos los detalles menores Albrecht le ofrecía el laboratorio más moderno y perfecto que podía desear un físico. Tan moderno, que contaba con instrumentos que Tate, con una mentalidad y conocimientos de diez años atrás, no podría entender. Vi que los labios de Tate se apretaban y observé el frío brillo de los ojos de Albrecht. Después, el general Steel dijo tranquilamente: —Siga por ese corredor, Tate. Allí hemos puesto los instrumentos de su antiguo laboratorio. Albrecht pareció sofocado y el general lo miró como si acabara de ganar una elección. Tate pareció sencillamente agradecido. Sus ojos carecían de brillo. LARGOS días cayeron sobre nosotros, días de terrible e hirviente calor, que aturdían a la ciudad y desafiaban al aire acondicionado. Tate, empapado hasta la cintura, se dirigía a trabajar. Pero había mucha distancia de la ecuación del cosmium al cosmium propiamente dicho. Y todavía estaba más lejos la posibilidad de magnetizar para atraer, y no para repeler, una fuerza magnética que no se entendía. Tate se mantenía en pie a fuerza de estimulantes. Durante dos meses no

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conoció más sueño que una especie de torpor mortal. Tenía los corredores de todo un piso del edificio de la Astronomía General llenos de pizarrones. Los mensajeros iban y venían en patines. Catorce pisos estaban repletos de ayudantes, aparatos técnicos, aparatos para pruebas especiales. Toda una división de comunicaciones se encargaba de apresurar y seguir los pasos de los varios componentes que iban a convertirse en la bala. Finalmente se produjo el cosmium, pero no era el que correspondía. Pruebas y más pruebas, fracasos, ensayos y nuevas pruebas. Controlar, controlar y recontrolar un error. Para cualquier lego que no estuviera allí presente era casi imposible imaginar la creciente tensión reinante. Mientras los astrónomos más famosos contemplaban aquellas ecuaciones, pude observar un fenómeno singular. Hubo algunos que negaron terminantemente desde el primer momento las aseveraciones

de Tate, y otros expresaron sus dudas; basta aquellos que supusieron que Tate era capaz de producir algo lo consideraron como un loco inteligente. Ahora, en cambio, transcurriendo el tiempo y sucedidos los acontecimientos, se apreciaba nítidamente cómo crecía el respeto hacia la ya venerada fisura del hombre de ciencia que triunfaba. Después, rápidamente, muy rápidamente, las balas fueron terminadas, y los proyectiles aéreos que iban a transportarlas estuvieron en su sitio. Estas cosas ocurrieron en nuestra noche, que duraba ahora unas ochenta horas. El frío era intenso. Tate, muy fatigado, dormía entre sus mantas eléctricas. Albrecht convocó a una última conferencia de físicos y jefes del gobierno. En la tarima aparecieron tres caras desconocidas. Cuando se pronunciaron sus nombres, un murmullo de asombro atravesó la asamblea. Aquellos nombres eran

____________________________ Energía atómica portátil La liberación de la energía atómica produce gran cantidad de calor, que en un principio se perdía y actualmente se utiliza para producir energía eléctrica, como en ciertas usinas de Inglaterra y Rusia, o para la propulsión de submarinos, como el Nautilus, de Estados Unidos. Pero el verdadero deseo de los hombres de ciencia ha sido el de obtener directamente la electricidad, sin necesidad de pasar por el calor. Un paso gigantesco en este sentido ha sido dado en los laboratorios de la Radio Corporation of America, donde se ha obtenido una pila productora de corriente, utilizando una fuente radioactiva. El elemento radioactivo que se utiliza en la misma es el estroncio 90, el cual emite solamente electrones como producto de desintegración. Estos electrones pasan luego a un cristal semiconductor (A), donde cada uno de ellos libera alrededor de 200.000 colegas. El flujo de electrones (corriente eléctrica) es recogido finalmente por medio de otro cristal (D), y en definitiva se obtiene una tensión (véase diagrama) que puede aplicarse a un circuito electrónico (C). Se piensa que esta pila se podrá aplicar en receptores de radio portátiles, radiofaros, trasmisores portátiles de onda corta, etcétera.

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muy conocidos en el terreno nuclear; pertenecían a tres de entre los seis u ocho sabios atómicos más notables de Europa. Pese a la gravedad de la situación habían venido, dijo Albrecht al presentarlos, con el fin de solicitar un poco más de tiempo para deliberar. Hasta ahora, dejando de lado la disminución de la velocidad rotativa y sus consecuencias conocidas, no existía ninguna prueba de que aquella cosa en el espacio pudiera dañar a la Tierra. Probablemente pasaría por sobre la Tierra como una ola por sobre las rocas, o cruzaría tangencialmente, y la Tierra volvería después a su rotación normal. Pero... Si la cosa en el espacio era un campo de energía inerte que potencialmente controlaba todos los elementos del universo, hasta las cualidades peculiarmente estériles del cosmium podían activar el campo para provocar una reacción en cadena y una explosión atómica. Este era un peligro en el que muchos pensaron, pero que nadie se atrevió a mencionar. La asamblea guardó silencio. Se podía oír la respiración de la gente. Podía discutirse la opinión de un experto, pero la opinión de tres sabios. . . ¡y todos de eminente renombre en ramas separadas de la ciencia de la física nuclear! Creo que únicamente el general Steel y yo pensamos lo oportuna que había sido la llegada de aquellos hombres. Cierto que pudieron venir antes, pues Europa conocía el proyecto semanas atrás. No obstante, aun llegaron a tiempo. El doctor Albrecht, que vió y leyó la sospecha en el rostro del general, lanzó una provocación diciendo que los eminentes hombres de ciencia recién llegados no habían querido desacreditar a Tate, y por eso habían esperado hasta el último momento, confiando en que los esfuerzos

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de Tate prolongarán y que ellos pudieran experimentar a su vez. Tate había conquistado además de la admiración, el respeto de todos los físicos que componían la asamblea. Vi de pronto acercarse a un mensajero que depositó una nota en manos del general Steel. No habían transcurrido dos minutos cuando otra nota fue entregada al doctor Albrecht. Creí ver a éste palidecer y que se humedecía los labios. Sé que el general sonrió para sí. La luz del día traía noticias de una creciente radioactividad en altas latitudes. Débiles pero frecuentes descargas de rayos gamma se evidenciaron. Albrecht habló privadamente con los tres renombrados hombres de ciencia, después informó al auditorio, añadiendo que no había motivos para preocuparse. —Ya hemos experimentado descargas menores de radioactividad durante este fenómeno —señaló—. Todas han ocurrido en altas latitudes, y no se saber, que hayan provocado radiación. Pidió un voto de confianza para los tres extranjeros. Fué una votación he cha de mala gana, pues la asamblea se hallaba muy dividida. Se presentó una moción para detener por noventa y seis horas la descarga de los proyectiles, salvo caso de emergencia, hasta tanto Tate pudiera contestar satisfactoriamente a las interrogaciones de los visitantes. El alba clareó lentamente el horizonte. El sol y su calor llegaban, eternos. Creo que Tate se despertó con la ayuda de los médicos del general Steel. Desayunó en la parte alta del edificio y entrevistó allí a los visitantes extranjeros, que, personalmente, hicieron sus preguntas. Estudié la expresión de Tate y sentí piedad por él. Comprendí que pensaba que a aquellos hombres no les importaba que el mundo desapareciera

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con tal de hacer triunfar sus argumentos, y que su mente había descansado diez años y que, en cierto sentido, él carecía de los recientes conocimientos de ellos. La fatiga de dos meses de trabajo era visible en su rostro, pero en los veinte minutos de conversación con aquellos hombres se acentuó más. Creo que estaba a punto de ceder, no derrotado por los argumentos de sus contrincantes, sino por el temor a sus propias deficiencias, por el miedo al progreso científico realizado en diez años, y que él no conocía... Y, en aquel momento, la radio dijo, entrecortadamente: —Doctor Albrecht, . . Doctor Albrecht, llamado urgente de Jungfraujoch: la radioactividad avanza a 12.000 pies siguiendo a 4 grados detrás del perímetro de la Bola Verde. La Bola Verde no había aparecido todavía sobre nuestro horizonte. La gran habitación guardó un tenso silencio. Después se oyó el movimiento de las sillas cuando los jefes corrían a ocuparse de los trabajos en las diferentes divisiones. Los tres visitantes extranjeros parecían pálidos y preocupados. Tate terminó su desayuno y después, seguido de sus principales ayudantes, se dirigió a la terraza, donde estaban las baterías de los proyectiles apuntando hacia el espacio, y un área central se cubrió de instrumentos y de paneles. En ningún momento se habían reunido tantos sabios de especialidades diferentes. Este era realmente el asiento, el cerebro de un vasto ejército de técnicos y de hombres de ciencia, que llenaban las escaleras y los pisos, que atravesaban la calle, que invadían la nación, que poblaban el mundo. . . La tensión era tremenda. Las conversaciones se emitían en voz baja y excitada. Después, la Bola Verde apareció en el horizonte. Los hombres la estudiaron con profunda atención. Provocaba

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radioactividad a través de la atmósfera a 12.000 pies, y su punto de peligro se acercaba a la Tierra. ¡Estábamos llegando al Cero de la Tierra! Y todavía se dudaba de utilizar aquellos proyectiles cósmicos. Paradójicamente el miedo a la posible catástrofe que podrían provocar los proyectiles, parecía aumentar con el terror a lo que la Bola Verde estaba realmente haciendo. Los físicos permanecían pegados a sus instrumentos y a los teléfonos y a los diseños, calculando las posibilidades de actuar antes de las noventa y seis horas prefijadas. Habían puesto, impensadamente, la autoridad para ordenar el disparo de los proyectiles enteramente en manos de Albrecht. TATE se inclinó sobre el parapeto, observando la Bola Verde, que sólo él miraba directamente. Los otros se ocupaban de sus instrumentos. Albrecht se movía alrededor pomposamente, haciendo sentir su importancia, pero tenía el poder de mandar, una fría seguridad, y era también un buen coordinador. Una o dos veces le vi dirigir una maliciosa mirada a la espalda de Tate. Se presentía que deseaba que el período de noventa y seis horas obligara a Tate a retirarse, en cuyo caso, posiblemente, el doctor Albrecht encontraría algo muy trivial que destruiría su hipótesis; la corregiría después, dispararía os proyectiles y obtendría toda la gloria para sí. Tate sería puesto definitivamente en su lugar, como un genio loco que casi había destruido al mundo. (Esta sería la interpretación del error que descubriría el doctor Albrecht). En aquel momento, entrecortadamente, los micrófonos informaron desde Mount Wilson, cada vez más entrecortadamente: "Ligera radiación que aumentaba.. . Una descarga de rayos gamma... No.... no eran gamma. . . no podían ser identificados.. . Se hubiera podido oír el sonido de un

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alfiler cayendo en aquella azotea. Albrecht preguntó si eran rayos cósmicos. Una risa descortés contestó. Los rayos habían hecho estallar el tubo cósmico. Estaban probando con plomo. Dieciséis pies. Si aquellos rayos constituían alguna forma excéntrica de los rayos cósmicos, otro pie de plomo lo revelaría. Los rayos atravesaron diecisiete pies, dieciocho, diecinueve... Atravesaron veinte pies sin perder fuerza. Provocaban radiación local de las rocas. La radio estaba llena de descargas. Había también una conexión telefónica, pero la línea estaba llena de ruidos. Los principales hombres de ciencia del país se encontraban frente a sus instrumentos, paralizados. Algunas caras estaban pálidas, otras rojas. Pero todos miraban, con los ojos muy abiertos y llenos de la anticipación de tal poder. —Cuarenta y tres pies y una pulgada —gritó una voz ronca por el teléfono, casi incomprensiblemente—. La penetración continúa. Hubo un salvaje ruido y pareció que la línea telefónica se había cortado. Albrecht permanecía en pie, con el rostro pálido y los labios rojos, mientras gruesas gotas de sudor corrían por su frente. —¡Cuarenta y tres pies de penetración y es inerte! —murmuró para sí. Pensé: “Que Dios nos ayude si algo activa eso”. Hubiera querido saber algo más sobre la ciencia atómica. Albrecht dio una especie de salto convulsivo y exclamó con voz ronca dirigiéndose al general Steel: —Los proyectiles. Tate se volvió y apoyó nuevamente los codos sobre el parapeto: en su cara había una mezcla de ansiedad madura y de infantil excitación. Los proyectiles fueron disparados en cantidad que inundó el cielo. Una salva

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que barría los cielos. . . Ciento ochenta pequeñas balas "cubriendo” Un espacio en el que el sol era sólo u.) punto. Tuvimos una espera larga y tensa que parecía interminable, de ochenta y dos horas. El sol casi había atravesado el cielo. Desde occidente llegaban informes de creciente radioactividad. Todavía no era grave, pero sí alarmante. El extraño y poderoso rayo, o lo que fuera, deseen día de altitud, pero iba muriendo a medida que se hundía más y más en nuestra atmósfera. En ochenta y dos horas nadie abandonó aquella azotea. Las conversaciones eran simples murmullos. Mejor que cualquier lego, aquellos hombres de ciencia podían imaginar la terrible violencia que podía descargarse en cualquier instante. Tate estaba sólo, pensando, conjeturando, luchando contri la ansiedad del miedo al fracaso. Pero no podía dejar de angustiarse suponiendo que quizá se hubiera equivocado. . que tal vez aquellos proyectiles provocaran la explosión . .. SUBITAMENTE ocurrió el cataclismo esperado con harta ansiedad. La Bola Verde se abrió como una naranja y llenó el día con un resplandor de incendio. Un cielo verde y sólido, lleno de relámpagos. Después la luz se quebró en pequeños puntos que surcaron el espacio como infinidad de estrellas voladoras. Al principio corrieron en todas direcciones, pero después formaron una especie de núcleo, un centro, que cruzó con la velocidad de la bala, como un cometa verde. Por un breve tiempo el Observatorio de Palomar pudo seguirlo. .., una mancha de luz que podría haber sido únicamente el reflejo del proyectil. Ningún núcleo ni masa visible lo rodeaba. Pero la Bola Verde había

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desaparecido, dejando tan sólo un suave y extraño olor a ozono en la conmovida atmósfera. Albrecht, que seguía con la cabeza baja, avanzó unos pasos. Miró a Tate. Creo que hubiera sido capaz de sacrificar al mundo, de sacrificarse a sí mismo para probar que Tate estaba equivocado. Dijo con voz que surgía entrecortada entre sus dientes apretados: —Bueno, aparentemente ha salvado usted al mundo, señor Tate. Por lo menos eso es lo que todos van a creer. Algunos amigos intentaron calmar la furia de Albrecht, pero todas las tentativas fueron inútiles. —Indudablemente —rugió—, usted será elegido para ocupar mi puesto en el próximo congreso de físicos que se reunirán para estudiar las tareas de reconstrucción. Creí que Tate iba a estallar, pero se contentó con sonreír débilmente. Metió las manos en los bolsillos y se dirigió a la puerta. Rápidamente dijo: —Tendremos que esperar para la reconstrucción, doctor. Albrecht lanzó una exclamación de desprecio. —El mundo acelerará su marcha de nuevo y compensará su retraso —rugió—,

pero, indudablemente, usted ignora todo lo que hemos aprendido en los últimos diez años. Creí que Tate iba a destrozarlo por aquella contradicción. Pero se limitó a hacer una mueca. Permanecía en pie con la cabeza ladeada, apoyada casi sobre su hombro; contempló a Albrecht, después rió y miró hacia el sol. —Bueno, doctor, los sabios tardaron diez años en reconocer mi última teoría..., así que tal vez no deba exponer . . ., pero tengo la impresión de que el sol no se ha movido un ápice en las tres horas pasadas desde el estallido de la Bola Verde. En realidad creo que nos hemos detenido — sonrió, saludó con la mano y desapareció por la puerta. Comprendí que tenía razón, pues de lo contrario no hubiera hablado. Y lo mismo creyó Albrecht. Palideció aún antes de comprobar el hecho en los instrumentos. Eran las 4 y 18 de la tarde. El Viejo Meridiano del Tiempo, cuando teníamos un meridiano que nos guiara. Pero ahora era el Cero de la Tierra. Iba a ser un día largo y cálido. El más largo y el más cálido que nunca habíamos visto. Yo estaba ya sediento. Me dirigí al bar de Noonen. Tate tendría todavía probablemente mucho que decir. 

______________________ Máquina para respirar Cuando la parálisis infantil ataca el centro de la respiración en la médula, el paciente no puede respirar y muere por asfixia, a menos que se logre colocarlo antes en un pulmón de acero. Este se encarga del trabajo hasta que eventualmente la médula recupera sus funciones. Pero el pulmón de acero es una cosa engorrosa y, peor aún, cuesta más de 3.000 dólares. Tres expertos de la Escuela de Salud Pública de Harvard, creen haber dado con el sustituto, cuyo tamaño no pasa del de una simple radio portátil, y su costo, de los 100 dólares. La máquina envía impulsos eléctricos al nervio que rige el diafragma; lo hace trabajar, y el resultado final es que uno respira. Una llave sirve para regular el voltaje, es decir, la profundidad de la respiración, y para la frecuencia, o sea, el número de respiraciones por segundo.

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Aquí tiene usted un desafío a su memoria y a su cultura. Si usted es un asiduo lector de MAS ALLA, le resultará más fácil responder a este ESPACIOTEST. Indique en los cuadritos de la derecha las letras que corresponden a las respuestas que le parecen correctas. Compare los resultados en la página 87 de este volumen. Si no ha cometido ningún error, puede estar muy orgulloso. Si sus aciertos han sido entre 4 y 6, sus conocimientos son superiores al promedio de las personas cultas. Si ha contestado correctamente 3 preguntas, el nivel de sus conocimientos corresponde al promedio. Si ha acertado 2 ó menos, no se aflija y siga leyendo MAS ALLA, que le proporcionará un sinfín de conocimientos serios sin las molestias del estudio.

Pregunta N° 1: Pregunta N° 2: Pregunta N° 3: Pregunta N° 4: Pregunta N° 5: Pregunta N° 6: Pregunta N° 7:

¿Qué es un microscopio electrónico? A) Un microscopio común con válvulas. B) Un microscopio común, sobre el cual se hace actuar un campo magnético para concentrar más la luz. C) Un microscopio que sirve para ver les electrones. D) Un microscopio que utiliza un haz de electrones en vez de uno luminoso.

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¿Cuál es el animal más pesado? A) El elefante. B) El hipopótamo. C) La ballena. D) El tiburón ballena.

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3 A) B) C) D)

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El sistema de escritura del idioma japonés es: Ideográfico. Silábico. Fonético. Pictográfico.

Tengo una jarra llena de agua, en la que flotan algunos cubitos de hielo. Cuando los cubitos se derritan, ¿qué observaremos en el nivel del agua? A) Que quedará a la misma altura. B) Que ascenderá. C) Que descenderá. Si el diámetro de un tanque de agua cilíndrico se aumenta sin cambiar la altura del agua, ¿qué ocurre con la presión sobre las paredes del tanque? A) Aumenta. B) Permanece constante. C) Disminuye. ¿Cuál de las siguientes es una afirmación específica de la teoría de la relatividad de Einstein? A) Todo es relativo. B) La velocidad de cualquier sistema material es relativa al sistema de referencia que se tome. C) La velocidad de la luz es constante en el vacío, cualquiera sea el sistema que se tome como referencia. Si dentro de un ascensor pesamos con una balanza de brazos un cuerpo, el peso indicado cuando el ascensor sube será: A) Igual que cuando está parado. B) Mayor. C) Menor.

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INVASORES por ARTHUR FELDMAN Ilustrado por A. LAKE

ESTABAN en el jardín. —Oye, Zoe —dijo Zenia Hawkins a su hija, de nueve años de edad—, déjate de alborotar tanto y papá te contará una linda historia. Zoe, llena de alegría fué a sentarse en la hamaca. —¿Me contarás una historia de verdad, papá? —Todo sucedió de la manera que te lo voy a relatar —dijo Drake Hawkins, pellizcándole la rosada mejilla—. Escucha: hace dos mil once años, en el año 1985, de acuerdo al calendario terrestre de aquella

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época, una tribu de seres de la Estrella Sirio invadió la Tierra. —¿Y qué apariencia tenían esos seres, papá? —En muchos aspectos eran casi humanos. Cada uno de ellos tenía dos brazos, dos piernas, y otros órganos propios de los hombres. —¿Entonces no existía ninguna diferencia entre los seres de la estrella y los humanos? —Sí, la había. Los recién venidos tenían un par de alas cubiertas por plumas

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verdes que les brotaban de los hombros y largas y rojas colas. —¿Cuántos seres vinieron? —Exactamente, tres millones cuarenta y un seres machos y tres adultos hembras. Aparecieron en la Tierra por primera vez en la isla de Sardinia. En cinco semanas se hicieron dueños del globo. —¿Y los terrestres no ofrecieron resistencia, papá? —Si, los combatieron con balas, bombas comunes, superatómicas y gases. —¿Y qué eran todas esas cosas? —Oh, va han pasado a la historia hace mucho tiempo. Se llamaban en general “armamento”. Los humanos combatían entre sí con ellas. —¿Y no con ideas, como lo hacemos nosotros ahora? —No, con armas, como ya te lo he dicho. Pero los invasores eran inmunes a los armamentos. —¿Qué significa “inmune”? —A prueba de daños. Luego los humanos trataron de combatirlos con gérmenes y bacterias. —¿Qué eran esas cosas? —Unos seres muy pequeñitos que los terrestres trataron de inyectar en los cuerpos de los invasores para hacerlos enfermar y morir. Pero estos gérmenes no surtieron ningún efecto. —Prosigue, papá. Habías dejado en que los invasores tomaban todo el planeta. —Debes saber que estos recién venidos eran enormemente más inteligentes que los terrestres. Prácticamente, eran los más grandes matemáticos de todo el Sistema. —¿Qué es el Sistema? ¿Y qué quiere decir “matemático”? —Se llama Sistema a la Vía Láctea. Y “matemático” al que es muy hábil en calcular, pesar, medir y, en general, al que domina los números. —Entonces, papá, ¿los invasores mataron a las terrestres?

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—No, mataron a muchos, pero otros muchos fueron esclavizados. Así como los humanos habían utilizado caballos y ganado, los invasores usaron a los humanos, y de algunos de ellos hicieron obreros. —Papá, ¿qué clase de lenguaje hablaban estos seres estelares? —Uno muy simple, pero que los humanos no llegaron jamás a entender. Y los invasores, como eran mucho más inteligentes, pronto dominaron todos los lenguajes del globo. —¿Cómo llamaban los terrestres a estos seres? —“Angemonios”. Mitad ángeles, mitad demonios. —Entonces, papá, luego que los invasores esclavizaron a los terrestres, ¿la Tierra quedó en paz? POR poco tiempo. Pronto, algunos de los humanos más valerosos, acaudillados por un hombre llamado Knowall, escaparon al interior de Greenland. Este hombre era el psiquiatra más famoso de la Tierra. —¿Qué es un psiquiatra? —Un especialista en pensamientos. — ¿Entonces era rico? —Había sido el hombre más rico del globo. Luego de una profunda meditación, Knowall imaginó una manera de librarse de los angemonios. —¿Cómo? —Perfeccionó un método llamado técnica de Knowall-Hughes Ilinski, que consistía en imbuir a estos seres extraterrestres de emociones completamente humanas. —¿Qué quiere decir “imbuir”? — Persuadir, convencer. Para eso inculcó en el cerebro todas las emociones de los humanos. Zenia lo interrumpió: —¿No crees, Drake, que le estás explicando cosas demasiado complicadas para su edad?

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—No, mamá —dijo Zoe—, Entiendo todo lo que me cuenta. Y no lo interrumpas. —Y así —continuó Drake—. Knowall introdujo en los angemonios una serie de sentimientos humanos como el amor, el odio, la ambición, los celos, la malicia, la envidia, la desesperación, la esperanza, el miedo, la vergüenza. Muy pronto, los angemonios comenzaron a actuar como humanos y en diez días unas terribles guerras civiles diezmaron a los invasores en sus dos tercios. —¿Y terminaron por matarse entre sí? —Casi, pero entre ellos surgió uno llamado Zalibar, lleno de dulzura y persuasión, que comenzó a predicar la hermandad de todos los angemonios. Los invasores, rápidamente ganados por la nueva creencia, dejaron de lado todas sus rencillas y los terrestres fueron sometidos a una mayor esclavitud. —¿Entonces Knowall y sus compañeros deben haber quedado anonadados por los resultados obtenidos? —Por un tiempo. Hasta que Knowall “la pegó”. —Eso de “la pegó", ¿es lunfardo, no es cierto? —Sí, quiere decir que llegó a la solución final, a la que seguiría sirviendo aunque todas las otras fracasasen. —Ya entiendo, papá. Para ella no habría respuesta posible de sus adversarios.

¿Y qué era? ¿Qué había hallado? Knowall imbuyó a los angemonios de nostalgia. —¿Qué es nostalgia? — La pena que lo abruma a uno cuando se ve lejos de la patria o el hogar. —Oh, a mí me parece que Knowall era muy inteligente. Quiere decir que los angemonios comenzaron a extrañar el hogar y a sentir deseos de volar de vuelta al planeta de donde habían salido. —Exactamente. Y así, un día, todos los angemonios se reunieron en las Montañas Negras de Norteamérica. Formaban un ejército inmenso que a una señal dada, y agitando sus grandes alas verdes, se elevaron de la Tierra mientras los humanos cantaban “¡Gloria, Gloria en el día de nuestra liberación!" —No todos. Hubo dos niños de su raza, un macho y una hembra, que habían nacido en la Tierra, que comenzaron el gran vuelo junto con los otros. Pero cuando llegaron a las capas superiores de la estratosfera titubearon, dieron vuelta y retomaron a la Tierra. Sus nombres eran Zizzo y Zizza. —¿Y qué pasó con Zizzo y Zizza? —Pues, como todos los angemonios, eran grandes matemáticos; así que se multiplicaron. —Oh, papá —rió Zoe, agitando sus alitas excitadamente—, ¡qué lindo cuento me has contado! 

________________________ Impresiones digitales Como si ya de por sí no fuera difícil el complicado arte de apropiarse de lo ajeno, los hombres de ciencia no escatiman esfuerzos para hacerle la vida imposible a los ladrones. Investigadores del Instituto de Bioquímica de Uppsala, Suecia, han descubierto que ciertos aminoácidos del sudor quedan durante muchísimo tiempo sobre los objetos que han sido tocados con los dedos. Mediante una técnica que los pone al descubierto se ha logrado individualizar huellas dactiloscópicas de hasta doce años de antigüedad.

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¿Orgullo o pereza? Señor director: ...La respuesta dada en el N° 3 al Sr. Toranzos h. es completamente errónea. La tendencia hacia las formas humanoideas de los habitantes extraterrestres no obedece al orgullo, sino a las grandes limitaciones de la imaginación humana, que sólo puede trabajar con elementos conocidos (“nihil novi sub solé”, como decía Salomón). ¿Puede imaginarse lo inimaginable? La respuesta es, ciertamente, negativa; sin embargo, una vez me respondieron que sí y, al solicitar una explicación, me citaron como ejemplo a un piojo vestido de soldado. Analicemos esta respuesta y veremos que el piojo, el traje de soldado y el concepto del vestido, aprendido de los animales y las plantas, que visten de pelos o de hojas según la época del año, son todos elementos conocidos. Una acotación interesante es la de que hasta ahora, nadie ha tenido la idea de representar la vida extraterrena como una simbiosis de caracteres definidos, o como formas netamente minerales. Prueben ustedes a imaginar otro tipo de vida, fuera de la terrestre, y verán que por comodidad, y no por orgullo ni egoísmo, caen en formas de corte humano. Néstor J. Devoto (Buenos Aires). Platos voladores nuestros y ajenos Señor director: Soy un joven estudiante de química. . . Después de terminar esta carrera, proseguiré con física nuclear. A fin de noviembre de 1954 comencé a comprar su revista, me agradó y la seguí adquiriendo. El material es casi siempre muy bueno; pero lo que más me interesó fué “Los Platos Voladores” (N° 24). Había leído mucho sobre ese tema; pero en MÁS ALLÁ encontré nuevas teorías y otras cosas que antes habían escapado a mi vista. Lo felicito. Norberto Tscheiller (Rosario.) ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● ● MÁS ALLÁ contesta a todas las cartas firmadas que recibe. La Sección Científica de MÁS ALLÁ prepara las respuestas a las preguntas sobre temas científicos. Algunas cartas y respuestas se publican cada mes. Escriba a MÁS ALLÁ, Avenida Alem 884, Bs. As

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Señor director: En el N° 24 es muy recriminable vuestra actitud de afirmar que se esconde algo más grave detrás de todo eso, pues no consigue causar más que terror; terror ante un peligro desconocido. . . Jorge E. Outeda (Florida, Buenos Aires.)

Señor director: Debo felicitarlo por los magníficos cuentos que, sobre los platos voladores, ha publicado MÁS ALLÁ en el número de mayo. Los leí atentamente y los hallé muy interesantes. De ellos no tengo ninguna queja. De lo que me quejo es del artículo titulado “Los Platos Voladores . Yo creo firmemente en la existencia de los platos voladores, pero los considero nuestros, bien terrestres. En el citado artículo se afirma rotundamente que los platos voladores no son de fabricación humana. Luego dice que en las altas esferas del gobierno estadounidense se saben muchas más cosas que las que dan a conocer al público. ¡Por supuesto, como que es un secreto militar suyo! Y todo esto no es una invención mía, no; yo me baso en el artículo titulado “El Secreto de los Platos Voladores”, que en septiembre de 1950 publicó la prestigiosa revista “Selecciones” del Reader’s Digest. La nota la firma Henry J. Taylor, periodista y radiocronista de reputación internacional, y en ella se afirma definitivamente que “los platos voladores son parte de un gran proyecto experimental de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas, que ha venido progresando en los Estados Unidos desde hace cerca de tres años”. . . Me parece que es un artículo terminante, y que debemos resignarnos a pensar que los dueños de los platos voladores no son los marcianos. Pero nos queda el consuelo, muy probable por otra parte, de que seamos nosotros los que vayamos a visitar a los marcianos y no ellos a nosotros. Julio Emilio Perrín (Tigre, Buenos Aires.)

Señor director: El día 30 de abril, a las 21 horas y 22 minutos, mis familiares y yo hemos visto algo extraordinario: en dirección de sur a norte avanzaba un “plato volador”, cuyas características puedo relatar, dado que puse la mayor atención en mi observación. El extraño aparato, si así se puede llamar, tenía forma de media luna; su color era exactamente igual al de la luna, con cierto brillo; estaba rodeado de un halo tenue del mismo color; se recortaba perfectamente en el cielo; avanzaba a una velocidad horaria de 500 km. aproximadamente, según mis cálculos; el tamaño a ojo desnudo era de 40 era., y se hallaba a unos mil metros de altura. Lo más extraordinario es que no emitía ruido alguno. Describió un semicírculo gigantesco, permitiendo su observación durante dos minutos, para perderse en el horizonte y no volver a verse más. Este relato no es fantasía ni fruto de la imaginación, sino que es el testimonio mío y de varias personas. Roberto José Rodríguez (Buenos Aires.)

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¿Vamos para arriba o para abajo? Señor director: Desde que apareció el primer número, MÁS ALLÁ me agradó mucho. Contenía alas para la imaginación, impulsos para la esperanza, ideas para que la razón se internase en elucubraciones filosóficas y, algo raro en fantasía, mucho sentido común. Desgraciadamente, Ha perdido originalidad, profundidad y hasta diría seriedad. No obstante los resultados de las encuestas, se ha abusado de temas que no tienen altura, de simples episodios sin contenido, y hasta los Hermosos detalles técnicos se han perdido. Somos unos treinta estudiantes de ingeniería, que formamos un grupo, y todos hemos sufrido con el desmejoramiento de vuestra revista, que tan gratamente nos conquistó en un principio. Recordando algunos tópicos, puedo decir que los editoriales son los únicos que conservan su calidad. Hasta las breves notas han perdido seriedad y variedad... Se siente pena de que la vejez haya hecho presa de MÁS ALLÁ. Hagan un esfuerzo y publiquen otra vez cosas que hagan la maravillosa revista que otrora me penetraba hasta muy hondo. Luis Ellena (Guaymallén, Mendoza.)

Señor director: Con el Nº 24, MÁS ALLÁ ha llegado a una altura que pocas revistas han alcanzado. Dentro de su género, considero que no hay revista comparable en el mundo entero. Ya desde el primer número, con la publicación de “El Día de los Trífidos”, MÁS ALLÁ indicó el camino que seguiría: sólo y siempre lo mejor. Y, con algunas inevitables vacilaciones (hay que reconocer que algunos cuentos publicados han sido de calidad inferior), la pauta inicial ha sido seguida con firmeza, entusiasmo, valor y, sobre todo, buen gusto. Al cumplir dos años, con su espléndido artículo sobre los platos voladores, tan objetivo y, por eso mismo, tan apasionante, y con sus formidables cuentos, MÁS ALLÁ se ha anotado un triunfo; y todos los aficionados a la fantasía científica le estamos profundamente agradecidos, y formulamos nuestros votos a fin de que la revista continúe en su brillante camino ascendente. Gregorio A. Balbuena (Buenos Aíres.)

Señor director: Soy un verdadero admirador y “fanático”, si se me permite la expresión, de la fantasía científica, y lamento no haber nacido recién en el año 2000 para gozar de los maravillosos inventos y los emocionantes viajes al espacio que para esa fecha espero ya se realizarán; mi único consuelo es, pues, leer esta revista y trasladarme en alas de la imaginación al futuro. Estoy completamente de acuerdo con los conceptos de su editorial del Nº 23 en que no todo lo publicado puede satisfacer el gusto lógicamente tan variado de los lectores.

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Algunas novelas, en mi opinión, por ejemplo “¡Y Van Tres!”, “Los Monstruos del Dormitorio”, “El Salto” (Nº 22), me parecen francamente malos; otros, como “El Dinosaurio Delicado” (Nº 21), sin ser malos, me parecen, por así decirlo, insulsos o intrascendentes; pero queda, y esto es lo bueno, un saldo favorable muy grande. Nunca olvidaré “El Día de los Trífidos”, “Amos de Títeres”, “El Triángulo de Cuatro Lados”, “El Hombre que Vendió la Luna”, “La Avispa” y tantos otros que me hicieron vivir momentos tan agradables. ¡Qué decir de los artículos científicos! ¿Cómo expresar lo agradable de los editoriales, lo instructivo de las “notitas” al pie de la página, y los cspaciotests? Y finalmente, ¿cómo no elogiar las ilustraciones y la costumbre de realizar encuestas entre los lectores? En una palabra, una gran revista, con sus bondades (que son muchas) y sus errores (es humano), ideal para el amante de la aventura, la fantasía y la ciencia. Horacio Vázquez Llona (Buenos Aires.)

Coincidencias Señor director: ¿Ha notado una coincidencia entre las novelas “El Regreso”, de Irving Cox Jr., y “Los Otros Humanos”, de James Schmitz? En ambos casos, por una desviación psíquica, dos protagonistas (Quint y Hulman) aman a una mujer que resulta ser un reptil monstruoso. . . Los lectores tropiezan a veces con términos científicos incomprensibles y ausentes en los diccionarios. De gran utilidad sería la creación de una sección en la cual ellos se explicaran. . . Luis Guerrero (Rosario.)

Señor director: Tengo el agrado de dirigirme a usted, a fin de felicitarlo por el número 24. Es realmente emocionante la gran diferencia que se puede notar entre los números anteriores y el que menciono; en especial, el artículo sobre los platos voladores y el cuento “Ustedes los poseídos”. Pero mi deber de lector es hacerle notar un error en que han incurrido, o tal vez todo resida en que no he sabido tomar el real sentido de un párrafo. En la página 166 del cuento “Fugitivo del Espacio”, en el 389 renglón dice: “Tenía un revólver en la mano. . y en la segunda columna, en el renglón 189: “Y sacó un revólver. . todo refiriéndose al extraño sujeto habitante de un mundo desconocido. ¿Para qué sacó otro revólver, si tenía uno en la mano? Alberto R. Becerra (San Rafael, Mendoza) *** En nuestro mundo conocido, nos basta un revólver. En un mundo desconocido, quizá se necesiten dos, o quizá un revólver dure menos que una columna. .. Héctor R. López (Buenos Aires.)

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Si usted fuera el único Señor director: Pésima la argumentación de este cuento (“Si usted fuera el único”, MÁS ALLÁ, Nº 23). Un muñeco que tiene alma y llora. Hay cosas que el hombre no podrá producir, y ello es el alma misma; porque si lo lograra querría también ser Dios, y no lo logrará. Perecerá en el intento. La fantasía nos lleva a idear cosas probables o posibles de suceder, pero no creaciones ilógicas, mezcla de maquinarias y sentimientos imposibles de concebir en muñecos. Las mutaciones vienen de las transformaciones de una o varias razas bajo un patrón impuesto por el hombre, pero de ninguna manera el hombre también es susceptible de crear el alma. .. *** No sabemos hasta qué punto el hombre llegará a dotar de sensibilidad espiritual a sus creaciones los robots. En el cuento "Si usted fuera el único" no se habla de alma, y los sentimientos seudohumanos de los robots son ingenuos y elementales sensaciones de angustia y de desesperación, que poseen hasta los animales menos inteligentes. La verdad es moral Señor director: En el Nº 24 de su revista se publicó una crítica bastante estúpida de un lector, referente a ciertos dibujos de hombres o mujeres sin ropas, juzgando que, aunque estéticamente le agradaron, son atentatorios "contra la moral y la dignidad” de los lectores. Creo que ilustraciones del tipo de las publicadas contribuyen a una mayor sensación de realidad (o irrealidad), y sólo a las mentes con complejos freudianos les pueden disgustar en lo moral. . . No estamos ya en los tiempos en que extensos terrenos eran vedados a los adolescentes, haciéndoles ver, aunque ellos no se hubieran percatado, que allí había algo prohibido y francamente deseable (si no fuera deseable no se lo hubieran ocultado), en vez de tratar de que considerasen todo en la forma que realmente es, naturalmente, impidiendo así una curiosidad desviada hacia la exacerbación morbosa. Nelson Mac Allister (Pergamino) Señor director: He leído con asombro la “¿Gaffe?” que firma Juan Carlos Cervid, refiriéndose a los dibujos que ilustran “Amos de títeres” (MÁS ALLÁ, Nº 24). He mirado y remirado dichos dibujos, y no veo nada que pueda perturbar a ningún adolescente: ¿Acaso no se lleva a los chicos a visitar los museos, para que aprecien lo bello, donde nunca falta un mármol representando el cuerpo humano? ¿Quiere algo más hermoso? El desnudo en sí, no siendo en posturas grotescas y malintencionadas, nunca puede atentar contra la moral. Lola Pujol (Avellaneda, Buenos Aires)

respuestas de la sección científica

FOTOSÍNTESIS Quisiera que me explicaran en forma breve qué es la fotosíntesis y cómo se realiza. L. A. (Entre Ríos)

La fotosíntesis consiste en la formacion de hidratos de carbono a partir del anhídrido carbónico CO2 y del agua H2O, bajo la acción de la luz solar y llevada a cabo por los vegetales verdes, es decir y que contienen el pigmento llamado clorofila. Químicamente ocurre la siguiente reacción: 6 CO2 + 6 H2O → C6H12O6 + 6 O2. La clorofila actúa por acción catalítica. Una posible explicación es que, bajo la acción catalítica de dicho pigmento, el anhídrido carbónico es reducido a formaldehído, el cual se polimeriza dando los hidratos de carbono. TERMOFRAGUA Quisiera saber qué es un material termofraguante. L. A. (Entre Ríos). Se aplica la denominación de termofraguante a ciertas materias plásticas, tales como las resinas de urea-formol, que por el calor, se polimerizan y endurecen, no pudiendo luego ablandarse nuevamente por calor, a menos de producir su descomposición química. BOMBAS H ¿Es cierto que con varias bombas H el espacio se conmovería de tal manera, disipando así las capas ozónicas —las cuales nos sirven de filtro contra los rayos ultravioletas— de tal modo que la Tierra se vería envuelta en densas tinieblas, no permitiendo la vida animal ni vegetal?

Benedicto Czajkowsky (Pdas., Misiones). No, tal acción no tiene por qué producirse, a menos que el número de bombas H sea de muchos miles, y aun así, no parece ser probable un efecto como el que usted menciona. Los peligros de la bomba H son muy grandes, pero por otro tipo de acción: por sus efectos destructivos, como bombas, y por la contaminación radioactiva concomitante. CLIMA IDEAL Es creencia general que nuestro clima terrestre es el ideal, y que el de la mayoría de los planetas es demasiado frío. ¿No podría ser que nosotros vivamos en un clima anormal, demasiado caliente, y que el ideal fuera donde el oxígeno, el hidrógeno, etc. se encuentren en forma líquida o sólida? A una temperatura de 2009 bajo cero, el hielo, por ej., ¿no podría considerarse como un metal? Se habla de gases venenosos como el metano, pero en climas más calientes que el nuestro, donde el hierro se halla al estado gaseoso, ¿no podrían decir sus habitantes que son gases venenosos, en tanto que para nosotros, que vivimos rodeados del metal hierro, es innocuo por completo en ese estado? Rodolfo Cohn. (Salta) Decimos que el clima de nuestro planeta es el ideal, porque parece ser que la vida vegetal y animal se han desarrollado en alto grado en tanto que, por lo que hasta ahora se conoce, no par rece ocurrir así en los demás planetas. En ese sentido, es ideal, aunque esto no es más que una definición de un clima ideal. Con igual derecho podríamos llamar clima

ideal al de Júpiter, despreocupándonos de la existencia o no existencia de seres vivientes. Ahora bien, la experiencia realizada en el laboratorio prueba que a 200°, por ej., no es posible la vida, por lo menos en la forma como ordinariamente la pensamos. Suportemos, pues, que en un planeta donde la temperatura sea de ese orden, no habrá vida, o por lo menos, no la habrá del mismo tipo que en la Tierra. Análogamente en planetas donde el clima sea muy cálido coma Mercurio, por ej.; si existiera vida en él, sus habitantes podrían decir, por supuesto, que algunos elementos que en la Tierra son innocuos, allí son venenosos al estado gaseoso, y tendría consiguientemente que precaverse de ellos si quisieran subsistir. A menos que el tipo de vida allí existente tolerara sus efectos. PROPULSIÓN EN EL VACÍO Se acepta generalmente que en el espacio vacío casi por completo, pueden conseguirse aceleraciones y cambios de dirección por expulsión de oxígeno o de masa, en general. ¿Es esto aceptable, siendo que en el vacío no hay resistencia contra la que pueda chocar el gas o la masa para originar la propulsión? Rodolfo Cohn (Salta). Sí, es aceptable, porque la propulsión no se produce porque el gas choque contra algo al salir, sino simplemente en virtud del principio de conservación del impulso (o su equivalente, el principio de acción y reacción, o tercera ley de Newton). Es lo que ocurre cuando saltamos de la parte delantera (o trasera) de un carrito; éste adquiere un movimiento opuesto al nuestro; y lo mismo ocurriría si el salto lo diéramos en ausencia del aire. VELOCIDAD DE LA LUZ Habiendo propulsión a reacción, debido a la expulsión de gases en el espacio, al conseguir la aceleración de 11.000 km/s

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para vencer la atracción terrestre, ¿no equivaldría la posterior aceleración en el espacio con la misma expulsión, a la velocidad de la luz? Rodolfo Cohn (Salta). No; en primer lugar, lo que se necesita no son 11.000 km/seg, sino solamente 11,5 km/seg; además, esto no es una aceleración, sino una velocidad (las unidades de la aceleración son km/seg). Por lo tanto, estaríamos muy lejos de la velocidad de la luz, lo cual es explicable tratándose de cuerpos materiales. GRAVITACIÓN UNIVERSAL ¿Podrían explicarme en qué se basan y cuáles son los fundamentos y fórmulas de las teorías de masa de Newton, y de relatividad de Einstein, por las que e rigen los fenómenos de gravitación universal? Pablo C. Renati (Buenos Aires) La teoría de la gravitación de Newton dice que dos cuerpos de masas m y m' se atraen con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de las distancias a que se encuentran y proporcionalmente al producto de ambas masas: F = K·m·M’/r2, donde K es la constante de gravitación, cuyo valor es de 6,6 X 10-8 unidades c. g. s. Los planetas se mueven siguiendo las leyes de Kepler, las cuales son consecuencia de la ley de la gravitación de Newton. En cuanto a la teoría general de la relatividad de Einstein, es una teoría de la gravitación que prescinde del espacio absoluto y del tiempo absoluto, admitidos por Newton. Su hipótesis fundamental es que todos los sistemas de referencia son equivalentes para la descripción de las leyes de la naturaleza (para su formulación), cualquiera sea su estado de movimiento. Esta afirmación se conoce con el nombre de principio de equivalencia. La gravitación, es decir, la atracción de un cuerpo por

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otro, tiene lugar en la teoría de Newton de modo instantáneo, como si fuera una acción directa a distancia. En relatividad, en cambio, se abandonan dicho tipo de acciones, reemplazándolas por acciones retardadas (es decir, que se propagan) a través de un campo (en el ejemplo que consideramos, gravita torio). Por ej., la atracción de una piedra por la Tierra, se debe a que ésta engendra a su alrededor un campo gravitatorio. Ahora bien, la mecánica clásica ya había observado que la masa gravitatoria y la masa inercial de un cuerpo eran iguales. Es esta igualdad, precisamente, la que condujo a Einstein a formular su teoría general de la relatividad que contiene a la teoría de Newton como caso particular. Einstein ha tratado de explicar en términos sencillos su idea poniendo el ejemplo de un hombre situado dentro de una caja cerrada, situada en un espacio vacío y tan lejos de estrellas y otras masas, que no actúen fuerzas sobre ella (así se está en el caso de la ley de inercia). Para el hombre, no existirá gravitación. Supongamos ahora que por algún medio, empieza a actuar sobre la caja y en su parte superior, una fuerza constante, de tal modo que la caja comience a moverse con movimiento acelerado hacia arriba; la aceleración de la caja se le comunicará al hombre por el suelo, como si fuera una presión que debe contrarrestar (con la fuerza de sus piernas); si tenía un cuerpo en la mano y lo suelta, el cuerpo caerá al suelo; y la aceleración de caída será la misma cualquiera que sea el cuerpo que tenga en la mano y que suelte. La conclusión del hombre será que se encuentra en un campo gravitatorio, y le llamará la atención que la caja no caiga en dicho campo también; solamente al ver la cuerda exterior, encontrará la explicación: la caja está colgada, dirá. Es decir, la caja puede considerarse como en reposo — a pesar de que dijimos

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que estaba en movimiento acelerado — respecto del espacio galileano a que antes nos referimos. De este modo queda generalizado el postulado de relatividad a cuerpos en movimiento relativo acelerado. Por supuesto, éstas sólo son las ideas que han conducido a la formulación de la teoría. Para expresarla matemáticamente, es necesario hacer uso de la geometría de los espacios de Riemann, introducir coordenadas de Gauss y en general, hacer uso del cálculo tensorial, todo lo cual escapa a esta sección. Pero si el lector desea leer algo accesible, le aconsejamos que recurra a las fuentes originales: el libríto del propio Einstein "Teoría de la Relatividad. Especial y General”, publicado en castellano, que está escrito en lenguaje sencillo para no especialistas. También el libro de B. Russell, “El ABC de la Relatividad”, está escrito dentro del mismo espíritu, y podrá ser leído con provecho. DENSIDAD, MASA, ETC. Físicamente hablando, ¿qué relación existe, y qué diferencia hay, entre la densidad, la masa, el volumen y el peso? Osvaldo Aboid S. (Santiago de Chile). La densidad es la masa de la unidad de volumen, es decir, es la masa de un cuerpo dividido por el volumen que ocupa. La masa puede interpretase como la cantidad de materia que constituye un cuerpo, pero su definición viene dada por el principio de masa, de Newton, según el erial, si sobre un cuerpo actúa una fuerza, le imprime una aceleración proporcional a la fuerza, siendo el coeficiente de proporcionalidad, precisamente la masa. El volumen es la porción de espacio que ocupa un cuerpo, y el peso de un cuerpo no es sino la fuerza de gravedad que actúa sobre él, es decir, es el producto de su masa por la aceleración de la gravedad.

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“PARADOJA DE LOS RELOJES” Si uno fuera a Sirio, y luego volviera, suponiendo que el viaje dure 4 años, ¿se encontraría a la vuelta con la Tierra envejecida? ¿Pasa lo mismo, pero en menor escala, si uno va a la Luna? Eva Reviaro (Capital) Sí, ésa es una consecuencia de la teoría especial de la relatividad, y en esencia se reduce a la famosa “paradoja de los relojes”, resuelta satisfactoriamente por la teoría general de la relatividad. Según la relatividad, el tiempo medido por un reloj en un sistema de referencia que se está moviendo con velocidad V, aparece como "dilatado" respecto del medido por relojes en un sistema "en reposo”. Pero aquí viene lo curioso: a su vez, el tiempo medido por un reloj en el sistema en reposo, también aparece dilatado respecto del medido por relojes en el sistema móvil, y el factor de dilatación es 1/(1-V2/c2), siendo V la velocidad de un sistema respecto del otro, y c la velocidad de la luz en el vacío. Y así debe ser, puesto que por el principio ele relatividad, es indiferente considerar a uno o a otro como sistema móvil. Pero observe que aquí se trata ele "un" reloj en un sistema y por lo menos "dos” relojes en el otro sistema (única manera de poder medir el intervalo de tiempo desde uno de los sistemas). Si solamente se quiere utilizar un reloj en cada sistema, no hay más remedio que proceder como en el caso del viaje de "ida y vuelta” a Sirio. Y entonces, el tratamiento del problema debe hacerse utilizando la teoría general de la relatividad, ya que la espacionave debe haber estado sometida a fuerzas al salir de la Tierra y al llegar a Sirio, y nuevamente al salir de Sirio y al regresar a la Tierra. El cálculo da entonces que el intervalo de tiempo medido en la Tierra, por ej., será

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igual al intervalo medido en la espacionave multiplicado por un factor que depende de la velocidad de ésta (en primera aproximación). Por consiguiente, si el viaje duró 4 años y pico, para los habitantes de la Tierra habrá durado más. Pero no tanto como millones de años; esto dependerá de cuál haya sido la velocidad de la espacionave. Si era de un décimo de la velocidad de la luz, por ejemplo, el factor será 5 % mayor que uno; ahora, si la velocidad se hace muy grande y se acerca a la de la luz, entonces sí: el factor se hace grande: vale 2,3 si la velocidad es 9/10 de la de la luz. Observe que si la velocidad es un décimo de la de la luz, el viaje no podrá durar 4 años y pico, sino mucho más: 40 veces más. Y como Sirio está situada a 8,6 años-luz, esto significa que por lo menos tarda ría 86 años en ir y otro tanto en volver, sin tener en cuenta los períodos de aceleración y de deceleración, que aumentarían aún más el tiempo. De paso, la "paradoja del reloj” se resuelve bien, porque si se calcula considerando que es la Tierra la que se mueve y que la espacio-nave está quieta, se puede suponer que los cambios en los movimientos relativos de los dos relojes son debidos a la introducción temporaria de campos gravitatorios homogéneos sobre la Tierra, que le producen los cambios de velocidad necesarios (sin que ahora la Tierra sufra la acción de ninguna fuerza, pero en cambio la espacionave deberá estar sometida a las mismas fuerzas que antes para mantenerse en reposo). El resultado es el mismo que antes, vale decir, el reloj situado en la Tierra marcará mayor número de años que el de la espacio-nave. Quiere decir que la aparente paradoja ha sido resuelta satisfactoriamente y, no sólo eso, sino que proporciona un lindo ejemplo que justifica considerar a todos los movimientos como relativos.

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Respuestas a las preguntas del Espaciotest la del agua, y por tanto el volumen que Respuesta N° 1: D. — Utilizando el ocupará el ex cubito de hielo será hecho de que la longitud de onda de los exactamente igual al volumen del agua que electrones es mucho menor que la de la luz desalojaba anteriormente. Con lo cual el visible, los microscopios electrónicos nivel del agua dentro de la jarra se emplean haces electrónicos en vez de mantendrá constante luminosos, para "electrografiar” a seres demasiado pequeños como para ser Respuesta N° 5: B. — Si la captados por el microscopio óptico (Véase profundidad del tanque no varía, tampoco MÁS ALLÁ, N°. 22 y 23). varía la presión sobre las paredes. La presión en cualquier punto por debajo de la Respuesta N° 2: C. — La ballena, con superficie del agua depende solamente de sus 125 toneladas, es sin lugar a dudas el la distancia que lo separa de dicha animal más pesado. Ningún animal que superficie. tuviera semejante peso podría adaptarse a la vida fuera del agua. Respuesta N° 6: C. — Esta afirmación Respuesta N° 3: B. — Los japoneses revolucionaria de Einstein permitió tiene signos diferentes para cada uno de resolver de golpe una serie de problemas los sonidos que se emiten al separar una que se planteaban a la física de comienzos palabra en sílabas. Por ello, su sistema de de este siglo; pero sus consecuencias son escritura es silábico. En realidad, utilizan demasiado nefastas para los entusiastas de también muchos caracteres chinos la astro-navegación (la velocidad de la luz (alrededor de 1.500), así como dos es un límite no superable), por lo cual los silabarios diferentes (el kana y el escritores de fantasía científica la han hiragama), lo cual aumenta enormemente dejado hace rato de lado, como falsa. Fuera el esfuerzo que deben realizar para de esto, ha resistido hasta ahora todos los aprender a escribir. embates de las experiencias en los laboratorios. Respuesta N° 4: A. — Cada cubito de hielo pesa lo mismo que el volumen de Respuesta N° 7: A. — A pesar de que, agua que desaloja (principio de al moverse el ascensor hacia arriba, el peso Arquímedes). Cuando se derrita y adquiera del cuerpo aumenta, tal fenómeno pasa la misma temperatura que el agua en la inadvertido en una balanza de brazos, ya que flota, su peso no habrá variado, que también las pesas que lo equilibran aunque sí su densidad, que entonces será sufren el mismo efecto. mayor que la del hielo, o sea, igual a _______________________ Laberinto Hace 100 años, el gran químico Wöhler le escribía a su colega “ Berzelieus: “La química orgánica está ya suficientemente desarrollada como para volver loco a cualquiera. Me da la impresión de estar en una selva virgen, llena de las cosas más extraordinarias: espesura monstruosa, indefinida, sin esperanza de salida, en la cual hasta la entrada es cosa de temer”. ¿No podríamos decir lo mismo nosotros, poniendo, en lugar de “orgánica” “nuclear”?

RESPUESTAS AL ESPACIOTEST

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CAPÍTULO 1 ENTRE UN PASO Y EL SIGUIENTE

DOS minutos antes de desaparecer eternamente de la Tierra que conocía, Joseph Schwartz caminaba por las plácidas calles de los suburbios de Chicago, recitando a Browning entre dientes. En cierto modo, esto era extraño, porque Schwartz, por su aspecto, a ningún transeúnte casual habría impresionado como persona capaz de citar a Browning.

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Su aspecto era exactamente el que le correspondía, o sea, el de un sastre retirado que carecía totalmente de eso que los refinados llaman hoy en día “educación formal” Sin embargo, su natural curiosidad le había hecho leer al azar. Por la simple fuerza de una voracidad intelectual indiscriminada llegó a tener una visión somera de casi todas las cosas y, gracias a su buena memoria, había conseguido mantener claras sus ideas. Por ejemplo, cuando era más joven, había leído dos veces Rabbi Ben Ezra

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La radioactividad de la Tierra provoca este apasionante drama interplanetario, en el año 827 de la era galáctica.

guijarro en el cielo GUIJARRO EN EL CIELO

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de Browning, y lo conocía, naturalmente, de memoria. La mayor parte del poema era oscuro para él; pero los primeros versos habían llegado a formar parte del ritmo del latido de su corazón, en los últimos años. Le daba el tono apropiado en la profundidad de su silenciosa fortaleza interna, mientras caminaba en aquel soleado y brillante día de principios de verano de 1949: ¡Envejece tú conmigo! Lo mejor aún no ha venido: es la vida en su final, para el cual fué creado su principio. Schwartz sentía plenamente estos versos. Tras las luchas do su juventud en Europa, y las del principio de su edad madura en los Estados Unidos, la serenidad de una vejez, cómoda era agradable. Como tenía dinero y casa propia, podía retirarse, y se retiró de os negocios. Con su mujer en buena salud, sus dos hijas bien casadas y un nieto para dulcificar los últimos años, ¿qué más podía desea r? Claro que existía la bomba atómica y había conversaciones casi voluptuosas sobre la Tercera Guerra Mundial; pero Schwartz creía en la bondad fundamental de la naturaleza humana. No podía creer que hubiera otra guerra. No creía que la Tierra viera nuevamente el infierno de una explosión atómica, como un sol que estallara. Por eso sonreía amablemente a los niños que pasaban, y en silencio les deseaba una juventud rápida y no muy difícil, para que en el futuro pudieran llegar a la paz de un mundo mejor. Levantó el pie para no pisar una muñeca de trapo, que sonreía en su abandono en medio de la acera: juguetito huérfano, todavía no echado de menos. Y no había apoyado nuevamente el pie en el suelo cuando...

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EN otro barrio de Chicago se encontraba el Instituto de Investigaciones Nucleares, donde los hombres lanzaban teorías sobre el valor esencial de la naturaleza humana, aun que se avergonzaban un poco de hacerlo, ya que no existía ningún instrumento capaz de medir cuantitativamente este valor. Cuando pensaban en ello era para desear más de una vez que algún golpe celestial impidiera que la naturaleza humana (y la maldita ingenuidad humana) convirtiera en un arma mortal cualquier descubrimiento interesante e inocente. Sin embargo, en casos difíciles, los mismos hombres, cuya conciencia no les impedía precipitarse en estudios nucleares que algún día podrían hacer volar la Tierra, habían sido capaces de arriesgar su vida para salvar la del prójimo. Un resplandor azul, detrás de la espalda del químico Jennings, fué lo primero que llamó la atención del doctor Smith. Vió el resplandor al atravesar junto a la puerta entreabierta. El químico, un jovencito alegre, silbaba despreocupadamente mientras controlaba una cubeta volumétrica en la cual la solución química había sido ya medida. Un polvo blanco caía lentamente sobre el líquido, disolviéndose también con lentitud. Por un instante eso fué todo; pero luego, el instinto del doctor Smith que le había hecho detenerse, lo forzó a actuar. Se precipitó en la habitación, tomó un bastón y, de un golpe, arrojó o suelo todas las cosas que había sobre la mesa. Se oyó el terrible silbido del metal que se licuaba. El doctor Smith sintió una gota de sudor deslizarse por la punta de su nariz. El joven miraba atónito el piso de cemento donde el plateado metal helaba ya, formando ligeras salpicaduras que quedaban como marcas.

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Todavía radiaban un fuerte calor. Débilmente el químico preguntó: —¿Qué ha pasado? El doctor Smith se encogió de hombros. Tampoco se había recobrado enteramente. —No lo sé... Dígame, ¿qué estaban haciendo aquí? —Aquí no se hacía nada —tartamudeó el joven—. Eso era una muestra de uranio crudo. Estoy haciendo una determinación electrolítica con cobre... No sé qué ha ocurrido. —Haya sido lo que haya sido, yo sé muy bien lo que he visto. Ese crisol de platino mostraba una corona. Había una fuerte radiación. ¿Dice usted que era uranio? —Pero uranio crudo, y eso no es peligroso. La pureza extremada es cualidad muy importante para la fisión, ¿verdad? — el químico se pasó rápidamente la lengua por los labios —. ¿Se trataría de una fisión, doctor?. . . No era plutonio, y no ha sido bombardeado. —Además — dijo pensativamente el doctor Smith — estaba por debajo de la masa crítica o, al menos, por debajo de las masas críticas que creemos conocer — miró la mesa de piedra, manotada, la pintura de los armarios, quemada y descascarada, y los plateados hilos que atravesaban el piso de cemento —. Pero el uranio se derrite a 1.800 grados centígrados, y no conocemos tan a la perfección el fenómeno nuclear como para poder hablar descuidadamente de esto. Es posible que este lugar esté saturado de radiaciones. Cuando el metal se enfríe, joven, será mejor fraccionarlo, recogerlo y analizarlo. Miró pensativamente alrededor, después marchó hacia la pared opuesta y tanteó inquieto un lugar que estaba más o menos a la altura de su hombro. —¿Qué es esto? — preguntó —. ¿Esto

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ha estado siempre aquí? —¿Qué cosa, doctor? — el joven se adelantó nerviosamente y miró el lugar indicado. Era un agujero pequeño, como el de un clavo que se hubiera retirado de una pared. . ., pero un clavo largo que hubiera atravesado los ladrillos y la mezcla de cal en todo el espesor del muro, pues la luz del día podía verse por el agujero. El químico meneó la cabeza. —Nunca lo he visto antes. Es verdad que tampoco lo he buscado, doctor. El doctor Smith guardó silencio. Retrocedió lentamente y se acercó al termostato, una caja en forma de paralelepípedo de delgadas láminas de acero. El agua que contenía se movía en remolino al girar la manivela con mecánica monotonía, y las bombillas eléctricas debajo del agua, que servían como calentadores, se encendían y apagaban a compás con el regulador de mercurio. —¿Y este agujero estaba aquí? — preguntó el doctor Smith, raspando suavemente con la uña un punto en la parte más alta de un lado del termostato. Era un agujerito pequeño y nítido, que atravesaba el metal. El líquido no llegaba hasta aquel nivel. El químico abrió enormemente los ojos. —No, doctor. Eso nunca ha estado ahí. Se lo aseguro. — ¡Hum! ¿Hay otro agujero del otro lado? —¡Demonios!..., quiero decir, sí, doctor. —Bien, venga a mirar a través de los agujeros... Detenga el termostato, por favor. Quédese ahí... — colocó el dedo sobre el agujero de la pared —. ¿Qué ve? —Veo su dedo, doctor. ¿Es ahí donde está el agujero? El doctor Smith, sin contestar a la pregunta, dijo con una tranquilidad que distaba mucho de sentir:

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—Mire en la otra dirección. ¿Qué ve ahora? —Ahora, nada. —Pero ése es el lugar en el que estaba el crisol con el uranio. Está usted mirando el lugar exacto, ¿verdad? —Creo que sí, doctor — respondió el químico, vacilando. El doctor Smith dijo secamente, lanzando una rápida mirada a la chapa de metal de la puerta todavía abierta: —Esto debe quedar absolutamente secreto, señor Jennings. No quiero que lo comente con nadie. ¿Entiende? —Perfectamente, doctor. —Entonces, salgamos de aquí. Enviaremos a los hombres del departamento de radiaciones, para que revisen el laboratorio, y usted y yo pasaremos un tiempecito en la enfermería. —¿Cree usted que podemos tener quemaduras radioactivas? — preguntó el químico palideciendo. —Ya veremos. Pero no se encontraron graves señales de quemaduras radioactivas. La sangre parecía normal; el estudio de las raíces del pelo no reveló nada; la náusea que ambos hombres padecían fué declarada reacción de tipo psicosomático, y no aparecieron otros síntomas. Tampoco pudo explicar nadie en todo el Instituto, ni entonces ni después, por qué un crisol de uranio puro, de tamaño muy por debajo del tamaño crítico, y que no había estado expuesto a bombardeo neutrónico directo, se había derretido súbitamente e irradiado aquella mortal y significativa corona ... La única conclusión era que la física nuclear tenía extraños y peligrosos abismos. Sin embargo, el doctor Smith nunca dijo toda la verdad en el informe que finalmente preparó. No hizo mención alguna de los agujeros en el laboratorio, ni mencionó el hecho de que el agujero más

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cercano al lugar en el que había estado el crisol era apenas visible, mientras el que estaba en el otro lado del termostato era más grande; tampoco dijo que, el agujero de la pared, que se encontrába tres veces más alejado del lugar de peligro, hubiera permitido pasar por él un clavo. Un rayo, que se extendiera en línea recta, podría viajar varios kilómetros antes de que la curvatura de la Tierra hiciera que la superficie de ésta se apartara lo bastante del rayo como para evitar daños posteriores. El rayo se habría ensanchado entonces, hasta tener un diámetro de sección de unos tres metros. Luego se lanzaría al espacio, extendiéndose y debilitándose; una extraña fuerza en el cosmos. Nunca el doctor habló a nadie de aquella fantasía. Nunca dijo a nadie que, a la mañana siguiente, había mirado los periódicos mientras estaba todavía en la enfermería, y había buscado en ellos, con una idea fija. Pero demasiada gente desaparecia diariamente en una metrópolis gigantesca. Y nadie se había presentado agitado, en la policía, para informar cómo, ante sus ojos, un hombre (¿o acaso medio hombre?) había desaparecido. Por lo menos, los periódicos no informaban de tal hecho. Por el momento el doctor Smith decidió olvidar. Aquello sucedió a Joseph Schwartz entre un paso y otro. Había levantado el pie derecho, para evitar pisar la muñeca de trapo, y. por un instante, se sintió mareado... como si un remolino de viento lo hubiese elevado en el aire, haciéndolo girar. Cuando volvió a asentar el pie en tierra, estaba sin aliento y se sintió caer y deslizar sobre la hierba. Esperó largo rato con los ojos cerrados. . . Después los abrió.

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Era verdad. Estaba sentado en la hierba, en tanto que, un segundo antes, caminaba sobre el cemento. Las casas habían desaparecido. Las casitas blancas, con su jardincitos en hilera, ya no estaban allí. No estaba sentado en un jardín, pues la hierba crecía salvajemente, sin cultivo. Estaba rodeado de árboles, y había todavía más árboles en el horizonte. Su sorpresa subió de punto al ver que las hojas eran marrones y al sentir que en la palma de su mano crujía una hoja seca. Aunque hombre de ciudad sabía reconocer él otoño. Era otoño. Sin embargo, cuando había levantado el pie derecho, era un día de verano, y todo estaba resplandeciente y verde. Automáticamente miró sus pies y, lanzando un grito agudo, se inclinó... Allí estaba la muñequita con la que había tropezado: un soplo de realidad, un. . . No era posible. La hizo girar entre su manos temblorosas. La muñeca no estaba entera... y no estaba golpeada: la habían cortado. ¡Qué cosa rara! La habían cortado limpiamente a lo largo, de modo que no se desprendía ni una hilacha de la estopa del relleno. Allí estaban los hilos, cortados bruscamente. A Schwartz le llamó la atención el resplandor de su zapato izquierdo. Sin soltar la muñeca, montó el pie sobre la rodilla. El extremo de la suela, la parte que sobresalía del zapato, estaba también nítidamente cortada; cortada como

ningún cuchillo en la mano de un zapatero habría podido hacerlo jamás. La fresca superficie brillaba casi líquidamente en aquella increíble nitidez del corte. Schwartz se estremeció desde la espina dorsal hasta el cerebro, y quedó pasmado de horror y confusión. Como el sonido de su voz era un elemento tranquilizador en aquel mundo enloquecido bruscamente, habló en voz alta. La voz que oyó era baja, tensa y sin aliento. Dijo: —En primer lugar, no estoy loco... Por dentro me siento como siempre me he sentido... Pero, si estuviera loco, ¿podría darme cuenta de que lo estoy? No. . . — sintió que el histerismo se apoderaba de él, e hizo un esfuerzo para dominarse —. Tiene que haber otra explicación... Reflexionó. “Tal vez un sueño... ¿Cómo podría saber si estoy soñando o no?” Se pellizcó y sintió el dolor, pero meneó la cabeza. “También puedo soñar que me pellizco. Esto no prueba nada.” Miró desesperadamente alrededor. ¿Era posible que los sueños fueran tan nítidos, tan detallados, tan duraderos? Una vez había leído que los sueños no duraban más de cinco segundos; que eran provocados por ligeros trastornos del soñador, y que la longitud aparente de los sueños era sólo una ilusión. Escaso consuelo. Levantó el puño de la camisa y miró su reloj. Una de las manecillas giraba, giraba y giraba. Si se trataba de un sueño, los cinco

________________________ Alumbrado submarino Según parece, los peces de las grandes profundidades tienen su sistema de alumbrado propio. Así lo afirma el oceanógrafo francés Monod, que hace poco se pasó cinco horas a 1.400 metros de profundidad, en el batiscafo FNRS 3. La luz a que nos referimos proviene de diversos materiales luminiscentes que forman parte de la llamada fauna microplanctónica.

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segundos estaban prolongándose locamente. Miro a lo lejos y se secó la frente húmeda. "¿No será un caso de amnesia?” No se contestó. Lentamente ocultó la cabeza entre las manos. Si había levantado el pie y, al hacerlo, su mente había retrocedido sobre las bien conocidas y aceitadas huellas que tan fielmente había seguido durante tanto tiempo. ..; si tres meses antes, en el otoño, o un año y tres meses antes, o diez años y tres meses antes, había puesto el pie en este lugar extraño, tal como su mente recordaba. . . ¿Era posible dar un solo paso y que todo esto. . . ? ¿Qué había hecho y dónde había estado entretanto?... — ¡No! —la palabra surgió en un grito agudo. No era posible. Schwartz miró su camisa. Era la camisa que se había puesto esa misma mañana o lo que había sido esa mañana, y era una camisa nueva. Siguió pensando, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una manzana. La mordió ávidamente. Era fresca y todavía conservaba algo de la frialdad de la heladera eléctrica de donde él la había tomado dos horas atrás. . . o lo que habían sido dos horas. Y la muñequita, ¿qué significaba? Schwartz se sintió enloquecer. Tenía que estar soñando, porque, de lo contrario, su locura sería evidente. De pronto se dió cuenta de que la hora del día había cambiado. Ahora era el final de la tarde o, por lo menos, las sombras se estaban alargando. La inanimada desolación del lugar lo llenó de súbito espanto. Se puso de pie. Evidentemente tenía que buscar a alguien, hablar con alguien. También tenía que buscar una casa, y para ello lo mejor era encontrar primero un camino. Automáticamente se volvió en la dirección en que los árboles eran menos espesos y empezó a caminar.

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El leve frío del crepúsculo penetraba su chaqueta. Las copas de los árboles eran confusas y. amenazadoras cuando llegó a aquel recto y vulgar camino de macadam. Se precipitó en él casi sollozando de alegría y feliz de sentir el suelo duro bajo sus pies. A ambos lados del camino no había nada. Volvió a invadirlo la angustiosa zozobra. Había esperado encontrar automóviles. Hubiera sido la cosa más sencilla del mundo hacerles señas para que se detuvieran, y preguntar: “¿Va usted a Chicago?” ¿Y si no estaba cerca de Chicago?. Bueno, habría cualquier gran ciudad en las cercanías, cualquier lugar para telefonear. Tenía únicamente cuatro dólares y unos centavos en el bolsillo pero podía dirigirse a la policía. .. Marchaba por el camino, mirando ansiosamente a ambos lados. No prestó atención a la puesta del sol ni a que salían las primeras estrellas. No había automóviles. No había nada. Y ya estaba muy oscuro. Pensó que iba a experimentar otra vez aquel ligero mareo, porque algo brilló hacia la izquierda del horizonte, como una fría luz azul que se filtraba entre los árboles. No era roja como podría imaginarse en caso de incendio del bosque, sino una débil y moviente claridad. El macadam, bajo sus pies, brillaba también levemente. Se inclinó para tocarlo, y el tacto fué normal. Pero continuaba aquel débil resplandor que le hacía guiñar ojos. Corrió enloquecido por el camino golpeando el suelo con paso torpe e inseguro. Sintió entre sus manos la muñequita rota, y la arrojó enfurecido. ¡Despreciable y burlesco remedio la vida...! Schwartz se detuvo presa del pánico. Fuera lo que fuera, la muñeca

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era prueba de su sano juicio; y la necesitaba. Se dejó caer en la oscuridad y se arrastró de rodillas, hasta que la encontró: una mancha oscura en medí: de la tenue claridad. El relleno empezaba a salirse. Schwartz lo acomodó. Volvió a caminar despacio, porque estaba demasiado abatido para correr. Empezaba a tener hambre. Estaba real, verdaderamente asustado cuando vio una luz refulgente a la derecha. Era una casa. Gritó a voz en cuello. Nadie contestó. Pero estaba frente a una casa, y aquello era algo real después de la espantosa e indescriptible soledad de las últimas horas. Salió del camino, atravesó corriendo el campo, saltando zanjas, rodeando árboles, abriéndose paso entre matorrales, y hasta vadeó un arroyo. ¡Qué cosa rara! El arroyo brillaba también débilmente, con una especie de fosforescencia. Pero Schwartz apenas si se fijó en este detalle. Llegó ante la casa. Tendió las manos, para tocar la dura pared blanca, que no era de ladrillo, piedra ni madera; mas tampoco a esto prestó atención. Parecía de opaca y fuerte porcelana. Aquello tampoco tenía importancia. El buscaba una puerta. Cuando la encontró y vió que no tenía timbre ni llamador, pateó y aulló como un demonio. Oyó que alguien se movía dentro y el bendito y encantador sonido de una voz humana que no era la suya propia. Gritó nuevamente: —¡Eh, abran por favor! Hubo un ruidito suave, y la puerta se abrió. Surgió una mujer, con los ojos alarmados. Era alta y huesuda. Detrás de ella, veíase la cara enjuta de un hombre en ropas de trabajo. . . y, no eran ropas de trabajo; en realidad eran ropas como Schwartz no había visto nunca. Sin embargo, tenían un inexplicable aspecto de ropas de trabajo.

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Pero Schwartz no era analítico. La gente y sus vestidos le parecieron hermosos; hermosos como lo es todo para un hombre solo que encuentra al fin amigos. La mujer habló; su voz era límpida pero imperiosa. Schwartz se apoyó en la puerta para no perder el equilibrio. Movió los labios inútilmente, porque los pasados terrores volvieron a sofocarle la garganta y a apretarle el corazón. ¡La mujer hablaba un idioma que Schwartz jamás había escuchado! CAPÍTULO 2 EL ALOJAMIENTO DE UN EXTRANJERO

LOA Maren y su impasible marido, Arbin, jugaban a las cartas, gozando el fresco de aquel anochecer, cuando el viejo, que en su silla motorizada hojeaba nerviosamente los diarios en un rincón, gritó: —¡Arbin! Arbin Maren no contestó en seguida. Acarició las delgadas y satinadas cartas, antes de jugar. Luego, mientras se decidía lentamente, respondió con indiferencia: —¿Qué quieres, Grew? El canoso Grew miró con furia a su yerno, por encima del diario, y volvió a hojear. El ruido del papel lo tranquilizaba. ¡Cuando un hombre está lleno de energía y se encuentra clavado a una sitia de paralítico con dos piernas inmóviles, necesita la existencia de algo que le permita expresarse! Grew usaba el periódico. Lo hacía crujir; lo manipuleaba, y, si era preciso, golpeaba las cosas con él. Sabía que en otros lugares, fuera de la Tierra, se usaban teletransmisores de noticias, cuyos rollos de microfilm transmitían las noticias comentes;

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y de receptores servían los microvisores para libros. Pero Grew se reía de esto: le parecía una costumbre antigua y degenerada. —¿Has leído algo sobre la expedición arqueológica que nos envían a la Tierra? — preguntó el viejo. —No; nada — contestó Arbin tranquilamente. Grew sabía ya esto, porque sólo él había visto el periódico, y la familia se había desprendido de su visor el año anterior. La frase era simplemente un pretexto para entablar conversación. Añadió: —Pues viene una expedición. .., y por concesión imperial. ¿Qué les parece? — empezó a recitar con la extraña y monótona cantinela que asume automáticamente la mayoría de la gente al leer en voz alta—. “Bel Arvardan, jefe de investigaciones del Instituto Imperial de Arqueología, en una entrevista concedida a la prensa galáctica habló esperanzadamente de los probables valiosos resultados de los estudios arqueológicos que se propone llevar a cabo en el planeta Tierra, situado en los alrededores del sector de Sirio (véase el mapa). La Tierra, según dijo Arvardan, con su civilización arcaica y su ambiente único, ofrece una rara cultura, largo tiempo descuidada por nuestros hombres de ciencia, además de crear dificultades en el gobierno local. Arvardan espera que dentro de uno o dos años surgirán cambios fundamentales en nuestros supuestos conceptos de la evolución social y de la historia humana”. Y hay más cosas. .. — terminó Grew. Arbin Maren, que escuchaba a medias, murmuró: —¿Qué significa una rara cultura? Loa Maren no había escuchado. Simplemente dijo: —Juega, Arbin.

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Grew prosiguió: —¿No me preguntáis por qué la Tribuna da esta noticia? Bien sabéis que no iba a publicar sin motivo una noticia de la prensa galáctica, aunque le pagaran un millón de créditos imperiales. Esperó con impaciencia la respuesta, y después añadió: —Porque hay un editorial sobre el asunto. Toda una página editorial escrita contra las luminosas ideas del tal Arvardan. Este hombre desea venir a la Tierra a realizar sus proyectos científicos, y aquí ponen el grito en el cielo, para impedírselo. Vean esto. Vean — sacudió el diario nerviosamente —. ¿Quieren leerlo? Loa Maren dejó las cartas y frunció sus finos labios. —Papá —dijo—, hemos tenido un día muy pesado. Dejemos ahora la política de lado. Más tarde hablaremos Por favor, papá. — ¡Por favor, papá; por favor, papá! — dijo Grew, imitándola en burla—. Me parece que debes de estar muy cansada de tu viejo padre, cuando no quieres que diga unas palabritas sobre lo que pasa. Creo que estoy molestando aquí, desde este rincón, y haciendo que vosotros dos trabajéis por tres. . ¿De quién es la culpa? Yo soy fuerte; estoy dispuesto a trabajar, y tú sabes que podría seguir un tratamiento para las piernas y estar tan bien como antes. . . —al hablar se golpeó las piernas, con golpes duros, salvajes, que oía, pero que no podía sentir—. El único motivo para no hacerlo es que me estoy poniendo demasiado viejo para que merezca la pena de seguir un tratamiento conveniente. ¿No es ésta una “rara cultura”? ¿Qué puede decirse, si no, de un mundo en el que un hombre puede y quiere trabajar pero donde no le dejan hacerlo? ¡Oh! creo que ha llegado la hora de terminar con estas tonterías sobre las llamadas “instituciones peculiares” No son peculiares, no sirven para nada. Creo.

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Movía los brazos, y la sangre enfurecida le enrojecía la cara. Arbin se levantó de la silla y oprimió con fuerza el brazo del anciano. —¿Para qué te inquietas, Grew? — dijo—. Cuando hayas terminado con el periódico, leeré el editorial. —¡Claro!; pero estarás de acuerdo con ellos, y no servirá para nada. Los jóvenes no valen nada; son como esponjas de goma en manos de los Ancianos. —Tranquilidad, papá. No empieces con eso —dijo Loa agudamente. Permaneció escuchando un momento; no Sabía por qué, pero. . . Arbin sintió aquel ligero cosquilleo que siempre sentía cuando se mencionaba la Sociedad de Ancianos. No estaba bien lo que hacía Grew: burlarse de la antigua cultura de la Tierra, y... y. Aquello era simplemente asimilacionismo. Tragó saliva; la palabra era fea, hasta en el pensamiento. Naturalmente, en los días de la juventud de Grew hubo muchas charlas vacías, sobre el abandono de las antiguas costumbres; pero, ahora, las épocas eran distintas. Grew debería saber esto, y probablemente lo sabía; pero no es fácil ser razonable y comprender cuantío se está en una silla de ruedas, esperando la llegada del próximo censo. A Grew le afectaba mucho aquello, pero guardó silencio. Poco a poco se fué calmando. Cada vez le resultaba más difícil enfocar las letras impresas. Todavía no

había tenido tiempo de echar una mirada crítica a la página de deportes, cuando su vacilante cabeza se dobló sobre el pecho. Roncaba suavemente. El diario se le escapó de las manos, con un crujido final e inesperado. —Quizás no lo tratamos bien, Arbin — susurró Loa—. Esta es una vida dura para un hombre como papá: es como estar muerto, si se compara con la vida que llevaba antes. —No es como estar muerto, Loa. El tiene sus diarios y sus libros. Déjalo en paz. Un poco de excitación lo anima. Ahora estará varios días tranquilo y contento. Arbin empezaba nuevamente a mirar las cartas y, cuando iba a elegir una, sonó el golpe en la puerta, junto con los salvajes gritos y palabras ininteligibles. La mano de Arbin vaciló y se detuvo. Los ojos de Loa se llenaron de terror; miró a su marido, mientras su labio inferior temblaba. —¡Saca a Grew de aquí, rápido! — gritó Arbin. Loa se acercó a la silla de ruedas. Quiso llevarse a Grew sin despertarlo. Pero el viejo se despertó con el primer movimiento de la silla. Se irguió y tanteó buscando mecánicamente el periódico. Loa le chistó para que guardara silencio; pero él preguntó irritado: —¿Qué pasa? — ¡Chist! No es nada.. . —murmuró Loa vagamente, conduciendo la silla

____________________________ No ensucie el océano Se ha demostrado que 15 toneladas de aceite, arrojadas al mar, se extienden en 6 días, en una extensión de 20 Km2, y que en 8 días pueden alejarse hasta 35 Km. del punto inicial, por acción del viento y de las mareas. Una conferencia internacional, convocada para discutir las posibles consecuencias de arrojar despreocupadamente aceite al mar, ha señalado que, si la capa formada en un puerto es muy espesa, puede dar lugar a incendios.

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hasta el otro cuarto. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, respirando agitada, mientras sus ojos buscaban los de su marido. Nuevamente sonaron los golpes. Al abrir la puerta, los esposos permanecieron juntos, casi a la defensiva, llenos de hostilidad, mirando al hombrecito pequeño y gordo que les sonreía débilmente. —¿Qué se le ofrece? —preguntó Loa con ceremoniosa cortesía y después retrocedió al ver que el hombre quedaba sin aliento y tendía la mano para apoyarse. —¿Está enfermo? —preguntó Arbin sorprendido—. Ven, ayúdame a llevarlo adentro. PASARON varias horas. En la quietud de su dormitorio, Loa y Arbin se preparaban lentamente para dormir. — Arbin... —dijo Loa. —¿Qué? —¿Crees que será seguro... ? — ¿Seguro? —deliberadamente parecía no querer entenderla. —Quiero decir tener a ese hombre en la casa. ¿Quién será? —¿Cómo quieres que lo sepa? —fué la irritada respuesta—. No podemos, de todos modos, negar asilo a un hombre enfermo. Mañana, si necesitamos identificarlo, iremos al Comité de Seguridad Regional, y todo quedará en claro —se volvió intentando dar por finalizada la conversación. Pero la mujer volvió a quebrar el silencio, y su vocecita parecía aún más angustiada. —¿No crees que sea algún agente de la Sociedad de Ancianos? Tenemos que cuidar a Grew, ¿sabes? —¿Quieres decir a causa de lo que dijo esta noche? Fué una locura. No quiero discutir más con él. —Sabes que no me refiero a eso. Quiero decir que hace dos años que

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conservamos ilegalmente a Grew, y bien sabes que eso significa violar la costumbre más seria: la más importa) te de nuestras leyes consuetudinarias. —No hacemos mal a nadie —murmuró Arbin—. Cumplimos nuestra cuota, ¿verdad? Aunque trabajemos como tres personas, tres trabajadores. .. Y si es así, ¿cómo pueden sospechar nada? Ni siquiera lo dejamos salir fuera de la casa. —Tal vez descubran la silla de rué das. Tuviste que comprar fuera el motor y los repuestos. —No empieces otra vez, Loa. Te he explicado que sólo compré equipos normales de cocina, para aplicar a la silla. Además, es absurdo pensar que ese hombre sea un agente de la Hermandad. ¿Crees que iban a preparar una trampa complicada para pescar a un pobre viejo en una silla de ruedas? ¿No pueden venir acaso a la luz del día y con todo el apoyo legal? Debes darte cuenta de esto. —Entonces, Arbin —los ojos de ella parecieron de pronto brillantes y ansiosos—, si crees eso..., y yo espero que sea así..., entonces ese hombre es un foráneo: no puede ser terrestre. —¿Qué quieres decir afirmando que no puede ser terrestre? Esto es todavía más ridículo. ¿Por qué iba a venir un individuo del Imperio, precisamente a la Tierra? — ¡Qué sé yo!... Quizás haya cometido un crimen allá —inmediatamente, Loa se dejó arrastrar por la imaginación—. ¿Por qué no? Eso tendría sentido. La Tierra sería el lugar natural para venir. ¿Quién pensaría jamás en buscarlo aquí? —Si es foráneo..., ¿cómo podríamos comprobarlo? —No habla nuestro idioma, ¿verdad? Tendrás que reconocer esto. ¿Pudiste, entender un sola palabra de lo que decía? Por lo tanto debe provenir de, algún lejano rincón de la Galaxia, donde se hable algún dialecto desconocido

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Dicen que los hombres de Fomalhaut tienen que aprender prácticamente un nuevo idioma para poder entenderse en la corte del emperador de Trantor. . . ¿Te das cuenta de lo que puede significar esto? Si ese hombres extranjero en la Tierra, no debe de estar inscripto en la Oficina del Censo y se alegrará mucho de no presentarse allá. Podremos usarlo en la ¿granja, como sustituto de papá, y entonces seremos nuevamente tres personas, y no dos, para enfrentar la cuota de la próxima estación. . . Podría ayudarnos ahora en la cosecha. Miró ansiosamente la cara vacilante de su marido. El reflexionó largo rato, y después dijo: —Bueno, acuéstate, Loa. Mañana, a pleno día, hablaremos con más lucidez. Terminaron los cuchicheos; la casa quedó a oscuras, y el sueño reinó en ella. A la mañana siguiente le llegó a Grew el turno de considerar el asunto. Arbin lo interrogó esperanzado. Tenía en su suegro una confianza que no encontraba en sí mismo. —Tus dificultades, Arbin —dijo Grew—, surgen evidentemente del hecho de que yo estoy registrado como trabajador, de manera que la cuota de producción se ha establecido para tres personas. Estoy cansado de provocar molestias. Este es el segundo año que he vivido de más. Ya es bastante. —Es igual. Dentro de dos años vendrá el nuevo censo, y tendré que irme. —Por lo menos te quedan dos años para leer tus libros y tus otras cosas. ¿Por qué te van a privar de eso? —Porque otros han sido privados. ¿No piensas en Loa y en ti? Cuando vengan a buscarme, os llevarán también a vosotros. ¿Qué clase de hombre sería yo si aceptara vivir unos años miserables a costa de... ? —Basta, Grew. No me gustan las comedias. Ya te he dicho muchas veces lo

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que pensamos hacer. Informaremos sobre tu estado una semana antes del censo. —Engañando también al médico. . supongo. —Lo sobornaremos. — ¡Hum!..y ese otro hombre. .. Por causa suya, el delito será doble. También tendrás que ocultarlo a él. —A él lo dejaremos irse. ¡Vamos, vamos. . .!, ¿de qué te preocupas ahora? Tenemos aún dos años... ¿Qué haremos ahora con él? —Es un extranjero —murmuró Grew— que ha llamado a nuestra puerta. No sabemos de dónde viene. Habla palabras ininteligibles. No sé qué aconsejarte. —Tiene buenos modales — dijo el granjero— y parece terriblemente asustado. No puede dañarnos. —¿Asustado? ¿Y si fuera débil mental? ¿Y si su chapurreo no fuera un idioma desconocido, sino el palabrerío incomprensible de un loco? —No parece posible —arguyó Arbin, aunque levemente inquieto. —Tú piensas eso porque quieres utilizarlo . . . Bueno, te diré lo que debes hacer. Llévalo a la ciudad. —¿A Chica? —Arbin pareció horrorizado—, Eso sería la ruina. —En modo alguno —dijo Grew tranquilamente—. Lo malo contigo es que no lees los diarios. Afortunadamente para la familia, yo lo hago. Sucede que el Instituto de Investigaciones Nucleares ha inventado un instrumento que sirve para que la gente aprenda todo con gran facilidad. Había una página entera en el suplemento de fin de semana. Y piden voluntarios. Lleva a ese hombre. Conviértelo en voluntario. —Estás loco —dijo Arbin, sacudiendo firmemente la cabeza—. No puedo hacer cosa semejante, Grew, Inmediatamente preguntarían el número del registro de este hombre. Las cosas mal hechas

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provocarían sospechas e investigaciones, y, en esa forma, te descubrirían a ti. —No, no será así. Estás equivocado, Arbin. El Instituto quiere voluntarios porque la máquina es todavía experimental; probablemente matará de entrada a unos cuantos; de modo que no le harán preguntas. Si el extranjero muere, no. se encontrará mucho peor que ahora. . . Arbin, alcánzame el proyector de libros; pon el dial en el seis. Y tráeme el periódico en cuanto llegue, ¿quieres? CUANDO Schwartz abrió los ojos, era ya más de mediodía. Experimentó ese dolor indefinido, oprimente, que crece por sí mismo: el dolor de no encontrar a su mujer a su lado al levantarse: el dolor del mundo familiar perdido. . . Otra vez había sentido ya una pena semejante. El recuerdo llegó ahora como un relámpago, iluminando con agudo brillo la olvidada escena. El era entonces un muchacho y se encontraba entre la nieve, en una aldea... El trineo esperaba... Al final del viaje había un tren... y, después, el gran barco... El miedo desconcertante y la nostalgia por el mundo familiar perdido, le recordaba ahora a aquel muchacho de veintidós años que se había embarcado para América. El desconcierto y la alteración de su vida eran demasiado verdaderos. Esto no podía ser un sueño. Se incorporó de un salto al ver parpadear la luz de la puerta y al escuchar la monótona voz de barítono de su hospedador. Después se abrió la puerta y llegó el desayuno, una especie de avena que no reconoció, pero cuyo sabor le recordaba levemente al del trigo (con un poco más de sabor), y a la leche. —Gracias — dijo, y movió varias veces la cabeza. El granjero le tendía unos objetos y hacía gestos muy claros. Era evidente

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que Schwartz debía lavarse y vestirse. Obedeció, siguiendo las direcciones del hombre. No encontró nada con qué afeitarse, y los gestos con que señaló su mentón sólo provocaron un sonido incomprensible del otro, acompañado por una evidente expresión de repugnancia. Schwartz se rascó el pelo gris y suspiró profundamente. Después fué conducido hasta un coche de dos ruedas, pequeño, alargado, donde se le ordenó entrar por medio de gestos. El suelo corrió veloz bajo su mirada, y ambos lados del camino parecían huir hacia atrás, hasta que surgieron al frente unos edificios bajos blancos y deslumbrantes, y allá, a lo lejos, el agua azul. —¿Chicago? —preguntó señalando ansiosamente. Aquella fué su última esperanza, porque ciertamente lo que veía no se parecía en modo alguno a dicha ciudad. El granjero no contestó. Y así murió la última esperanza de Schwartz. CAPÍTULO 3 ¿UN MUNDO ..., O MUCHOS? BEL Arvardan, después de su reciente entrevista con la prensa, en ocasión de su próxima expedición a la Tierra, se sintió en suprema paz con los cientos de millones de sistemas de estrellas que componían el inmenso Imperio Galáctico. Ya no se trataba! de ser conocido en este o en aquel sector. Si sus teorías respecto a la Tierral podían demostrarse, su reputación quedaría asegurada en cada planeta habitado de la Galaxia: en todos los planetas donde el hombre hubiera puesto el pie en los centenares de millares de años de su expansión por el espacio.

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Aquellas cumbres de la fama, aquellas puras y rarificadas cumbres intelectuales llegaban temprano para él, aunque no fácilmente. Tenía sólo treinta y cinco años, pero ya había encontrado mucha oposición en su carrera. Había empezado con una explosión que sacudió los patios de la universidad ¡de Arturo, cuando acababa de graduarse de profesor en arqueología, a la inusitada edad de veintitrés años. La explosión (no menos efectiva por ser inmaterial) consistió en que la revista finales de la Sociedad Galáctica de Arqueología se negó a publicarle su disertación magistral. Era la primera vez, en la historia de la universidad, que se rechazaba una disertación magistral. Y era también la primera vez en la historia de aquel periódico profesional, que se hacía un rechazo en términos tan descorteses y groseros. Para los no versados en arqueología, el motivo de la furia contra un oscuro y seco folleto, titulado Sobre la Antigüedad de Artefactos en el Sector de Sirio, con Aplicaciones a la Hipótesis de Radiación en el Origen Humano, Podía parecer misteriosa. En aquel folleto Arvardan adoptaba como suya la hipótesis dada anteriormente por un grupo de místicos, que se preocupaban más de la metafísica que de la arqueología; es decir: la idea de que la humanidad se había originado en un solo planeta y que por grados había sido radiada hacia toda la Galaxia. Aquél era el tema favorito de los escritores fantásticos

de la época, y el espantajo de todo arqueólogo respetable del Imperio. Pero Arvardan era una fuerza que debían tener en cuenta hasta los más respetables, porque, en una década, Arvardan se había convertido en la autoridad más importante sobre reliquias de las culturas preimperiales; reliquias que todavía se encontraban en los últimos rincones de la Galaxia. Había escrito, por ejemplo, una monografía sobre la civilización mecánica del sector de Rigel, donde el desarrollo de los robots creó una cultura separada que duró varios siglos; y por fin, la perfección de los esclavos de metal redujo la iniciativa humana hasta el punto de que las vigorosas flotas del Señor de la Guerra, Moray, ganaron fácilmente el control de la situación. La arqueología ortodoxa insistía en la independiente evolución de los distintos tipos humanos, en varios planetas, y empleaba culturas tan poco típicas como la de Rigel, como ejemplos de las diferencias raciales suavizadas por el intercambio matrimonial. Arvardan destruyó esos conceptos totalmente, demostrando que la cultura robótica de Rigel no era más que un crecimiento natural, proveniente de las fuerzas económicas y sociales de la época y de la región. Existían también los mundos bárbaros de Ofiuco, que los ortodoxos habían mostrado siempre como ejemplo de la humanidad primitiva, que no había

____________________________ Máquina de seleccionar cartas Mediante esta nueva máquina, se ha aliviado mucho en Bélgica el trabajo postal. La máquina retira de una cinta transportadora las cartas, una por una, y las va presentando a un operario, de manera que éste pueda leer la dirección y marcarla en un teclado. La máquina se ocupa desde entonces de llevar la carta a la caja correspondiente a esa dirección. Con este sistema, un solo empleado puede, en una hora, seleccionar hasta 4.200 cartas, dirigidas a 300 lugares distintos.

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llegado aun al estadio de los viajes interestelares. Todos los libros de texto mostraban esos mundos como prueba de la teoría de Merger, o sea, que la humanidad era el punto máximo de la evolución en cualquier mundo que se basara en la química del agua y del oxígeno, con intensidades propias de temperatura y de gravitación; que cada rasgo independiente de la humanidad podía entrecruzarse con otro en el matrimonio; que, con el descubrimiento de los viajes interestelares, tales matrimonios se habían efectuado. Arvardan descubrió sin embargo huellas de la civilización que había precedido al barbarismo de Onuco, que contaba ya diez mil años, y demostró que en los restos arqueológicos del planeta se encontraban trazas del comercio interplanetario. El toque final fué cuando demostró, sin lugar a dudas, que el hombre, al emigrar a esa región, estaba ya civilizado. A consecuencia de esto, la A. S. G. A. (para dar a la revista la abreviatura profesional) decidió imprimir el importante discurso de Arvardan, unos diez años después de haber sido escrito. Y ahora, en pos de su teoría favorita, Arvardan se fijaba en quizás el planeta menos importante del Imperio: el planeta llamado Tierra. ARVARDAN aterrizó en aquel lugar, del Imperio en la Tierra, situado entre las desoladas alturas al norte del Himalaya. Allí, donde no existía la radioactividad y donde nunca había existido, resplandecía un palacio que no era de arquitectura terrestre. Esencialmente era copia de los palacios reales que existían en mundos mas afortunados. El suelo había sido convenientemente ablandado, para que fuera más cómodo. Las aterradoras rocas habían sido cubiertas de tierra, regadas, sumergidas en atmósfera artificial y en clima artificial, y convertidas en doce kilómetros cuadrados de

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cuidada hierba y floridos jardines. El costo de la energía empleada en aquella realización era tremendo según los cálculos terrestres, pero contaba, detrás de sí, con los recursos increíbles de diez millones de planetas, que crecían continuamente en número. Se había calculado que en el año 827 de la era galáctica, unos cincuenta planetas nuevos alcanzaban diariamente la dignidad de provincias, condición para la que se requería contar con una población de quinientos millones. En este lugar de no Tierra, vivía el procurador de la Tierra, y a veces, en medio de aquel lujo artificial, podía olvidar que era el procurador de un lugar tan insignificante, y recordar que era un antiguo aristócrata, proveniente de una rancia y honorable familia. Su mujer no se ilusionaba tan fácilmente, en especial cuando, desde lo alto de un montículo de hierba, veía en lontananza la línea aguda y decisiva que separaba sus terrenos de la salvaje desolación de la Tierra. Era entonces cuando las fuentes de colores (que se iluminaban por la noche, produciendo el efecto de un fuego frío y líquido), los senderos floridos y los idílicos bosquecillos no la compensaban del destierro. Por lo tanto Arvardan fué bienvenido más allá de lo exigido por el simple protocolo. Para el procurador, Arvardan era como el aire del Imperio, del espacio, de la extensión ilimitada. Y Arvardan, por su parte, encontró muchas cosas de que admirarse. —Esto está muy bien hecho — dijo — y con buen gusto. Es sorprendente cómo un toque solo de la cultura central puede impregnar los distritos distantes, señor Ennius. — Temo que la corte del procurador, aquí en la Tierra, sea más agradable de visitar que de vivir en ella — dijo Ennius sonriendo —. Es como un estuche

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vacío. Después de vernos a mí y a mi familia, a los empleados, a la guarnición imperial, tanto aquí como en los centros planetarios Importantes, junto con algún visitante ocasional, como usted, se termina toda la cultura central que existe. Y no es bastante. Se sentaron en la terraza al caer la tarde, mientras el sol se sumergía en la neblina purpúrea del horizonte. El aire parecía tan cargado del perfume de las plantas nuevas, que sus movimientos eran como suspiros de éstas. Naturalmente, no era adecuado ni siquiera para un procurador mostrar demasiado interés en las actividades de un huésped; pero se debe tener en cuenta lo inhumano de estar aislado de todo el Imperio. —¿Piensa quedarse mucho tiempo, profesor Arvardan? — preguntó Ennius. —Eso no podría decirlo con exactitud, señor Ennius. Me he adelantado al resto de la expedición, para conocer de antemano la cultura de la Tierra, y para cumplir con los requisitos legales. Debo obtener, por ejemplo, autorización de usted para establecer campamentos en algunos puntos y para otras cosas. —Concedido, concedido. Pero ¿cuándo empezará usted las excavaciones? ¿Qué espera encontrar en este miserable montón de peñascos? —Si todo marcha bien, podré levantar los campamentos dentro de unos meses. En cuanto a este mundo. . . es todo, menos un miserable montón de peñascos. Es único en toda la Galaxia. —¿Único? — replicó secamente el procurador —. En modo alguno. Es un mundo corriente. Es un agujero, o una espantosa cueva, o una ratonera, o cualquier nombre despectivo que quieta dársele. Sin embargo, con todo su repulsivo aspecto, no logra ser único en villanía: sigue siendo un mundo campesino, ordinario e irracional.

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—Pero — dijo Arvardan un poco sorprendido por la diatriba del otro — este mundo es radioactivo. —¿Y qué hay con eso? Miles de planetas en la Galaxia son radioactivos, y algunos lo son en grado mucho mayor que la Tierra. EN aquel momento, el suave deslizamiento del bar movible los distrajo de su conversación. El bar se detuvo al alcance de la mano de ellos. Ennius tendió entonces la mano y preguntó: —¿Qué desea tomar? —Cualquier cosa. Un pomelo exprimido. —En seguida. El bar cuenta con los ingredientes. . . ¿Lo desea con o sin Chensey? —Con un poquito de Chensey — y levantó el índice y el pulgar, muy juntos, para indicar la medida. —En un instante estará listo. En el interior del bar (quizás el producto más popular del ingenio humano) se agitó una cocktelera. . . cocktelera agitada por una fuerza no humana, cuya alma electrónica mezclaba los líquidos, medidos hasta en fracciones atómicas, y en proporciones jamás igualadas por la inspiración artística de ningún ser humano. Los altos vasos aparecieron como

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surgidos del aire y esperaron en el lugar apropiado. Arvardan tomó el vaso verde; durante un momento, sintió el frío contacto de cristal entre los dedos; después apoyó los labios en el borde y bebió. —Perfecto — dijo, colocando el vaso en el cómodo agujero en el brazo del sillón —. Miles de planetas radioactivos, como usted dice, procurador; pero sólo uno está habitado: éste. —Bueno — Ennius mojó los labios en el contenido de su vaso y pareció perder algo de su hastío después del contacto con la bebida aterciopelada —, quizás sea único en ese sentido. Es una distinción inevitable. —Pero no es una cuestión de exclusividad estadística — dijo Arvardan deliberadamente, mientras bebía a sorbitos —. Va mucho más lejos: ofrece tremendas potencialidades. Los biólogos han demostrado, o pretenden haber demostrado, que en los planetas en los cuales la intensidad de la radioactividad en la atmósfera y en las aguas va más allá de cierto punto, la vida no puede desarrollarse... La radioactividad de la Tierra está muy por encima de ese número, por un margen muy elevado. —Muy interesante. No lo sabía. Imagino que eso demostrará que la vida de la Tierra es diferente a la del resto de la Galaxia. .., lo cual le convendrá a usted, ya que usted proviene de Sirio. Ennius pareció burlonamente divertido al decir esto, y añadió en un aparte confidencial: —¿Sabe usted que la dificultad más grande que encontramos para dirigir este planeta se debe al intenso antiterrestrismo que existe en todo el sector Sirio? Y el mismo sentimiento es devuelto con creces por parte de los terrestres. No quiero decir, naturalmente, que el antiterrestrismo no exista en mayor o menor grado en otros

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puntos de la Galaxia, aunque no tanto como en Sirio. La respuesta de Arvardan fué vehemente e impaciente: —Señor Ennius, niego mi participación en esos sentimientos. Soy el hombre menos intolerante que existe. Creo, hasta el fondo de mis conocimientos científicos, en la unidad de la humanidad. y eso incluye también a la Tierra. Toda la vida es fundamentalmente una, ya que se basa siempre en complejos proteínicos en dispersión coloidal, es decir, lo que llamamos protoplasma. El efecto de la radioactividad, al que me refiero, no se aplica únicamente a algunas formas de la vida humana o de cualquier otra vida: se aplica a toda la vida, ya que se basa en el mantenimiento de los quanta sobre las moléculas de proteína; se aplica a usted, a mí, a ¡os hombres terrestres, a las arañas, a los gérmenes.. . Las proteínas, quizás es innecesario repetirlo, son agrupaciones inmensamente complicadas de aminoácidos y de otros componentes especiales, dispuestos en intrincados conjuntos tridimensionales que son tan inestables como los rayos de! sol en un día nublado. Tal inestabilidad constituye la vida, ya que ésta cambia constantemente en un esfuerzo para mantener su identidad. . ., como lo haría una larga vara en equilibrio sobre la nariz de un acróbata. Ahora bien, esta substancia química maravillosa, esta proteína, debe formarse primeramente de materia inorgánica, antes de que exista la vida. Así, en el comienzo mismo, por influencia de la energía radiada por el sol sobre esas grandes soluciones que llamamos océanos, las moléculas orgánicas crecen gradualmente en complejidad desde el metano a la formalina y, finalmente, hasta los azucares! y almidones, en una dirección, y desde! la urea hasta ¡os aminoácidos v las proteínas, en otra dirección. Naturalmente,

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es casual que estas combinaciones y estas desintegraciones se produzcan; y el proceso, en un mundo puede requerir millones de años, y en otro realizarse sólo en unas centurias. Desde luego es más probable que el proceso requiera millones de años. En realidad es posible que todo acabe sin que nunca se produzca. La química orgánica ha precisado con gran exactitud toda la cadena de reacciones implicadas en el proceso, especialmente las energéticas. Es decir, las relativas a la energía desarrollada en el movimiento de cada átomo. Se sabe ahora sin lugar a dudas que varias de las circunstancias decisivas para la construcción de la vida requirieron la ausencia de energía radiada. Si esto le parece a usted raro, puedo decirle que la fotoquímica (la química de la reacciones inducidas por la energía radiada) es una rama bien desarrollada de esta ciencia; y hay casos innumerables de reacciones muy simples, que irán en una de las dos diferentes direcciones dependientes de que el proceso ocurra en presencia o en ausencia de los quanta de energía lumínica. En los mundos comunes, el sol es la única fuente de energía radiada o, por lo menos, la fuente más importante. Bajo la protección de las nubes, o por la noche, los compuestos de nitrógeno y de carbono se combinan y recombinan en las formas posibles en ausencia de esos trocitos de energía precipitados en medio de ellos por el sol.. . como pelotas lanzadas en medio de un número infinitesimal de bolos. Pero en los mundos radioactivos, haya o no haya sol, cada sota de agua, hasta en la obscuridad

absoluta, aun a ocho kilómetros de profundidad, chispea y estalla en una aguda gama de rayos que golpean los átomos de carbono, los activan, según dicen los químicos, y los fuerzan a determinadas reacciones claves, que originan sólo ciertas formas, las cuales nunca llegan a ser vida. El vaso de Arvardan estaba vacío. Lo colocó en el agujero correspondiente. Inmediatamente el vaso desapareció en un compartimiento especial, donde fue lavado y esterilizado, y quedó listo para volver a servir. —¿Quiere otro? — preguntó Ennius. —Veremos después de comer — dijo Arvardan —. Por el momento, no deseo más. ENNIUS golpeó con la uña el brazo del sillón, y dijo: —Ha explicado usted el proceso en forma fascinante; pero, si las cosas son como usted dice, ¿cómo se explica la vida en la Tierra? ¿cómo se ha desarrollado? —Ah, veo que hasta usted empieza a sorprenderse. Creo, sin embargo, que la respuesta es muy simple. La radioactividad en exceso del mínimo necesario para impedir que surja la vida, no es, sin embargo, suficiente para destruir una vida ya formada. Puede quizás modificarla, pero, excepto mediante un exceso comparativamente grande, no puede destruirla. . . La química requerida es diferente. En el primer caso, las simples moléculas deben ser detenidas en su proceso de formación, mientras que, en el segundo, se deben destruir moléculas

_________________________ Gomas para trenes Dentro de poco, es muy posible que los vagones de ferrocarril dejen de usar los resortes de suspensión a que nos tienen acostumbrados. En Inglaterra se tiende a reemplazarlos por bloques macizos de goma, que tienen la ventaja de no necesitar lubrificación ni cuidado, y duran mucho más.

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complejas ya formadas. Son dos casos muy diferentes. —No entiendo qué aplicación puede tener todo esa — dijo Ennius. —¿No le parece obvio? La vida en la Tierra se originó antes de que el planeta se volviera radioactivo. Ésta es, mi querido procurador, la única explicación posible, que no implica negar el hecho de la vida sobre la Tierra, ni encierra tampoco una teoría química que trastorne la mitad de la ciencia. Ennius miró a Arvardan con sorprendente incredulidad. —Pero usted no defenderá esa explicación . . . —¿Por qué no? —Porque. .. ¿cómo puede volverse radioactivo un mundo? La vida de los elementos radioactivos en la superficie del planeta existe desde hace millones y billones de años. Por lo menos eso aprendí yo cuando estudiaba en la universidad, en un curso antes de doctorarme. Tales elementos han existido siempre. —Pero existe algo que se llama radioactividad artificial, señor Ennius..., y en gran escala. Existen miles de reacciones nucleares de suficiente energía para crear toda clase de isótopos radioactivos. Si suponemos que los seres humanos pueden usar alguna reacción nuclear aplicada a la industria, sin controles apropiados, o usada en la guerra; si puede usted imaginar una guerra extendida por todo el planeta, comprenderá que la mayoría del suelo podría, eventualmente, convertirse en material artificialmente radioactivo. ¿Qué le parece? El sol había muerto sangrando sobre las montañas. Ennius parecía reflexionar. Soplaba la suave brisa de la tarde. El adormecedor murmullo de las variedades de insectos, cuidadosamente seleccionados, que crecían en los terrenos palaciegos, era más acariciador que de costumbre.

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—Me parece demasiado artificial — dijo Ennius —. No concibo que puedan usarse reacciones nucleares en la guerra, o que se pueda perder el dominio sobre ellas hasta tal extremo. . . —Indudablemente, usted tiende a subestimar las reacciones nucleares, porque vive usted en el presente, cuando se las controla tan fácilmente. Pero, ¿qué pasaría si alguien. . ., si algún ejército usara esas armas antes de que las defensas estuvieran preparadas? Sería como usar bombas incendiarias, antes de saber que el agua o la arena pueden apagar el fuego. —¡Hum! — dijo Ennius —, habla usted como Shekt. —¿Quién es Shekt? — preguntó Arvardan. —Un terrestre. Uno de los pocos decentes. . ., quiero decir, alguien con quien se puede hablar. Es un físico. Una vez me dijo que era posible que la Tierra no hubiera sido siempre radioactiva. — ¡Ah!... Bueno, eso no es raro ya que la teoría tampoco es original mía: está en el Libro de los Andemos, que contiene la historia tradicional, o mística, de la Tierra prehistórica. En cierto modo yo repito lo mismo aunque lo hago substituyendo su fraseología elíptica por el lenguaje científico. —¿El Libro de los Ancianos? — Ennius pareció sorprendido y un tanto inquieto —. ¿Dónde lo consiguió? —Unas partes acá y otras allá. No ha sido fácil, y no he conseguido completarlo. Naturalmente, toda esa información tradicional sobre la no radioactividad, aunque no sea totalmente científica, es importante para mi proyecto... ¿Por qué pregunta? —Porque ese libro es el texto venerado de un grupo radical de terráqueos. Su lectura está prohibida para los extranjeros. No divulgaré que usted lo

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ha leído, por lo menos mientras se encuentre aquí. Por mucho menos han linchado a algunos extraterráqueos, o foráneos, como suelen llamarlos. —Habla usted como si la policía imperial no fuera eficaz. —No lo es en casos de sacrilegio. Tenga usted mucho cuidado, profesor Arvardan. Oyóse un melodioso y vibrante tañido de campanas, que pareció armonizar con el murmullo de los árboles. Poco a poco se desvaneció, perdiéndose sus ecos en la lejanía. —Creo que es hora de comer — dijo Ennius levantándose —. ¿Quiere usted tener la amabilidad de acompañarme y disfrutar de la escasa hospitalidad que puedo brindarle en este rincón de la Tierra?

De aquí a un año, creo poder afirmarlo definitivamente. —Si descubre usted eso, profesor, cosa que dudo bastante — dijo el coronel burlonamente —, me sorprenderá mucho. Hace cuatro años que estoy en la Tierra, y mi experiencia no es poca. Creo que estos terrenales son groseros y tontos. Decididamente son inferiores intelectualmente. Carecen de esa chispa que ha extendido a la humanidad por toda la Galaxia. Son perezosos, supersticiosos, avaros, sin trazas de nobleza en el alma. Lo desafío a usted, o a cualquiera, a que me muestre un terrenal que pueda igualarse a cualquier hombre de verdad, a usted o a mí, por ejemplo. Sólo entonces concederé que puedan ser descendientes de una raza antepasada nuestra. Entretanto, permítame que dude de su afirmación.

ERA raro que se presentara ocasión para una comida tan importan te. Y un pretexto para aceptar, aunque fuera un pretexto débil, no podía ¡desaprovecharse. Los platos fueron muchos, el ambiente cálido, los hombres corteses y las mujeres encantadoras. Debemos añadir que el profesor Arvardan, de Baronn, Sirio, se embriagó bastante. Arvardan aprovechó la última parte del banquete, para repetir mucho de lo que había dicho a Ennius; pero su discurso tuvo menos éxito. Un florido caballero con uniforme de coronel, se inclinó hacia él, con la marcada condescendencia de los militares hacia los hombres de ciencia, y dijo: —Si he interpretado bien, profesor Arvardan, usted ha querido decirnos que estos perros de la Tierra representan una antigua raza que fué una vez la antecesora de toda la humanidad, ¿no es así? —No me atrevo, coronel, a hacer una afirmación tan rotunda, pero creo que hay posibilidad de que así sea.

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Un hombre de aspecto importante, sentado en el extremo de la mesa, intervino de pronto: —Dicen que los terrestres sólo son buenos cuando están muertos, y en este caso, generalmente tienen mal olor — rió inmoderadamente de su chiste. Arvardan frunció el ceño, mirando el plato que tenía ante sí, y replicó sin levantar los ojos: —No quiero discutir cuestiones raciales, sobre todo cuando se trata de algo fuera de lugar, como en este caso. Hablo del hombre terrenal prehistórico. Los descendientes actuales han estado aislados desde hace tiempo y han sido sometidos a un ambiente muy extraño. . . Sin embargo, yo no los pondría de lado tan fácilmente — se volvió hacia Ennius —. Creo que mencionó usted a un terrestre antes de comer. —¿De veras!... No recuerdo. —Un físico llamado Shekt. — ¡Ah, sí, sí! —¿Quizás se refería usted a Affret Shekt? — ¡Oh, sí! ¿Ha oído usted hablar de él? —Creo que sí. He estado recordando durante toda la comida, desde que usted lo mencionó, y creo que ya sé de quién se trata. ¿No está en el Instituto de Investigación Nuclear de. .. ¿Cuál es el nombre de ese lugar? — se golpeó varias veces la frente, con la palma de la mano —. ¿Chica? —A ese hombre me refería. ¿Qué sabe usted de él? —Sólo una cosa: leí un artículo suyo en el número de agosto de la Revista Física. Lo descubrí porque estaba buscando todo lo que tuviera que ver con la Tierra, pues los artículos sobre hombres terrestres, en los periódicos de circulación galáctica, son muy raros. .. El caso es que Shekt pretende haber inventado un aparato que llama el sinaptífico, con el cual supone poder

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aumentar la capacidad mental del sistema nervioso de los mamíferos. —¿De veras? — dijo Ennius, quizás demasiado bruscamente —. No me había enterado. —Puedo mostrarle el artículo. Es muy interesante; aunque, naturalmente, no pretendo entender los problemas matemáticos incluidos en él. Lo que Shekt ha hecho, sin embargo, ha sido tratar con el sinaptífico a algún animal de la Tierra de los que ellos llaman ratas, y ponerlo después frente a un problema. Ya saben ustedes al problema que me refiero: las ratas tenían que encontrar, en medio de un laberinto, el sendero más corto para llegar hasta la comida. Para testificar la prueba, usó ratas no tratadas, y descubrió que, en todos los casos, las ratas sinaptificadas resolvían el problema en una tercera parte del tiempo normal . . . ¿Comprende usted, coronel? El militar que había iniciado la discusión dijo displicentemente: —No, profesor, no comprendo. —Diré entonces, para que usted me entienda, que creo que cualquier hombre de ciencia capaz de hacer un trabajo semejante, aunque sea un terráqueo, es, por lo menos, mi igual intelectual y... también el de usted. —Perdón, profesor Arvardan — dijo Ennius interrumpiendo —. Quisiera hablar un poco más sobre el sinaptífico. ¿Shekt ha experimentado ya con seres humanos? —No lo creo, señor Ennius — dijo Arvardan riendo —. Nueve décimos de las ratas murieron durante el tratamiento. No creo que se atreva a usar seres humanos hasta que su invento haya progresado mucho más. Ennius se hundió en la silla, con el ceño levemente fruncido. A partir da ese momento, nadie habló ni comió en el resto de la cena. Antes de la medianoche, el procurador abandonó la reunión y, diciendo

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únicamente unas palabras a su mujer, partió en su avión privado para un viaje de dos horas a la ciudad de Chica, llevando todavía el ceño fruncido y la angustia en el corazón. Y fué así cómo, en la misma tarde en que Arbin Maren llevaba a Joseph Schwartz a Chica para que se sometiera al tratamiento del sinaptífico de Shekt, el propio Shekt había permanecido encerrado una hora, nada menos que con el procurador de la Tierra. CAPITULO 4 EL CAMINO REAL

ARBIN se sentía inquieto en Chica; se sentía rodeado. En algún lugar de Chica, una de las ciudades más grandes de la Tierra (decían que tenía más de cincuenta mil habitantes), en alguna parte había oficiales del gran Imperio Exterior. En verdad, Arbin nunca había visto a ningún hombre de la Galaxia; sin embargo aquí, en Chica, volvía continuamente la cabeza, aterrado de encontrar a alguno. Si se hubiera visto forzado a decirlo, nunca habría podido demostrar cómo podría distinguir a un extraterrenal de un terrenal, aun en el caso de encontrarse frente a frente con uno; pero en su fuero interno sentía que había diferencia. Miró hacia atrás al entrar al Instituto. Su autobiciclo quedó estacionado en un espacio abierto, con un permiso de seis

horas para ocupar el lugar. ¿Acaso era aquello una extravagancia sospechosa? Todo lo asustaba ahora. El aire estaba lleno de ojos y oídos. ¡Si por lo menos el desconocido recordara que debía mantenerse oculto en el fondo del asiento trasero!. . . Había asentido enérgicamente, pero. . . ¿habría entendido? Súbitamente, Arbin se irritó. ¿Por qué había dejado que Grew lo indujera a hacer esta locura? De pronto, la puerta se abrió ante él, y una voz interrumpió sus pensamientos. —¿Qué desea? La voz parecía impaciente. Quizás lo había interrogado ya varias veces. Arbin respondió con voz ronca, mientras las palabras lo sofocaban como polvo seco: —¿Es aquí donde se puede solicitar el sinaptífico? —Firme aquí — dijo la muchacha, mirándolo fijamente. Arbin cruzó las manos a la espalda y repitió malhumorado: —¿Dónde puedo ver el sinaptífico? Grew le había hablado de aquello; pero la palabra sonaba extraña, como tantas otras incoherencias. La muchacha contestó, con voz acerada: —No puedo indicarle nada, a menos que firme el registro de visitantes. Hay que cumplir las normas. Sin decir una palabra, Arbin se volvió para irse. La joven, sentada detrás

_________________________ Metales peligrosos Recientes investigaciones han demostrado que los metales de uso corriente pueden ser causa de molestas afecciones cutáneas, en personas predispuestas. A la cabeza de estos enemigos metálicos se encuentra el níquel, siguiéndole el cromo, mientras que el oro se manifiesta activo en presencia de luz. Una simple alianza de casamiento puede ser causa de un eczema. ¡Nueva razón para los partidarios del celibato!

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del escritorio, apretó los labios v pateó violentamente la barra de señales que tenía a un costado. Arbin luchaba desesperadamente por pasar inadvertido y se sentía fracasado. Aquella muchacha lo miraba con insistencia; lo recordaría aunque pasaran mil años. El hombre sintió un salvaje deseo de correr, de regresar al biciclo, a la granja. .. Una persona vestida de blanco surgió de otra habitación, y la recepcionista le señaló a Arbin. —Un voluntario para el sinaptífico, señorita Shekt —dijo—. No quiere dar su nombre. La persona de blanco era otra muchacha, joven. Arbin, al verla, pareció turbarse. —¿Está usted encargada de la máquina, señorita? —No, de ninguna manera —ella sonrió amistosamente, y Arbin se sintió algo más tranquilo—; pero puedo llevarlo a quien corresponde. ¿Realmente se ofrece como voluntario para el sinaptífico? —Quiero ver al encargado —dijo Arbin tercamente. —Bueno —la señorita no pareció molesta por el rechazo. Se deslizó por la puerta de donde había surgido. Hubo una corta espera. Después, finalmente, apareció un dedo haciendo señas. Arbin la siguió, con el corazón golpeándole el pecho, hasta una pequeña antesala. —Si quiere esperar una media hora, el doctor Shekt estará con usted —dijo ella amablemente—. Ahora está muy ocupado... Si quiere ver algún micro-libro y un visor, para pasar el tiempo, se los traeré. Arbin meneó la cabeza. Las cuatro paredes del cuartito se cerraban a su alrededor y parecían oprimirlo. ¿Estaba atrapado? ¿Vendrían a buscarlo los Ancianos?

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Aquélla fué la espera más larga en la vida de Arbin. EL señor Ennius, procurador de la Tierra, no tuvo mayores dificultades para ver al doctor Shekt, pero su excitación era muy grande. En su cuarto año como procurador, una visita a Chica era todavía un acontecimiento. Como representante directo del lejano emperador, su posición social era legalmente igual a la de los virreyes de los grandes sectores galácticos que se extendían en resplandecientes masas por centenares de pársecs cúbicos del espacio; pero, en realidad, estar en la Tierra era como vivir en el exilio. Atrapado como se encontraba en la estéril vaciedad de los Himalayas, entre las igualmente estériles luchas de una población que lo detestaba y de el Imperio que él representaba, un simple viaje a Chica era ya una forma de huida. Evidentemente, las escapadas eran breves. Tenían que ser breves, porque en Chica se debía andar todo el tiempo en ropas impregnadas de plomo, hasta cuando se dormía, y, lo que era aún peor, era necesario aplicarse continuamente dosis de metabolina. Ennius habló amargamente de esto a Shekt. —La metabolina —dijo enseñando la píldora roja, para que el otro la inspeccionara— es quizás el símbolo más exacto de lo que su planeta significa para mí, amigo mío. Su función es acrecentar todos los procesos del metabolismo, mientras permanezco aquí, sumergido en la nube radiactiva que me rodea y de la cual ustedes no son ni siquiera conscientes — tragó la píldora —. Ahora el corazón me latirá más rápidamente, mi aliento correrá por su propia cuenta una carrera desenfrenada, y mi hígado hervirá en esas síntesis químicas que, según me dicen los médicos, constituyen la fábrica más importante

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del cuerpo. Y todo esto me costará después mis buenos ataques de jaqueca y de lasitud. El doctor Shekt escuchaba sonriendo. Daba la sensación de ser muy miope, no porque llevara lentes o porque sufriera precisamente de miopía, sino porque una larga práctica le había dado la costumbre de mirar las cosas muy de cerca, y de comparar minuciosamente todos los hechos antes de pronunciarse. Era alto y estaba al fin de la edad madura; su delgada figura tendía levemente a inclinarse. Pero conocía buena parte de la cultura galáctica y estaba relativamente libre de aquella hostilidad universal y suspicacia que convertía a los terrestres en seres tan repulsivos, hasta para un hombre tan cosmopolita como Ennius. —Estoy seguro de que la píldora no es necesaria —dijo Shekt—. La metabolina es una de las supersticiones de ustedes, según usted lo sabe muy bien. Si yo sustituyera sus píldoras por píldoras de azúcar, usted no se daría cuenta de ello; más aún: se psicosomatizaría usted y tendría después las mismas jaquecas. —Usted dice eso porque se encuentra cómodo en su propio medio; pero, ¿niega usted acaso que su metabolismo basal es más elevado que el mío? —Naturalmente, no lo niego; pero, ¿qué hay con eso? Sé que en todo el imperio existe la superstición de que nosotros, los terrestres, somos diferentes al resto de los seres humanos; pero esencialmente no es así. ¿No vendrá usted aquí, supongo, como misionero de los antiterrestristas? Ennius gruñó: — ¡Por vida del emperador! Sus compatriotas aquí, en la Tierra, son los mejores misioneros antiterrestrianos que conozco. Viviendo aquí como lo hacen, encerrados en este planeta mortal, alimentándose de su propia rabia, forman una úlcera en la Galaxia. Hablo

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seriamente, Shekt. ¿Qué planeta cumple con tantos rituales en la vida diaria y se adhiere a ellos con furor tan altamente masoquista? No pasa un día sin que reciba delegaciones de uno u otro de los cuerpos gubernamentales de ustedes, que piden la pena de muerte para algún pobre diablo, cuyo solo delito ha sido invadir un terreno prohibido, para librarse de los sesenta O, quizá, simplemente para comer un poco más de su ración normal de comida. — ¡Ah, pero usted concede siempre la pena de muerte! Su disgusto idealista parece incapaz de resistir. —Las estrellas sean testigos de que lucho para no conceder la pena de muerte. ¿Pero qué puedo hacer? El emperador desea que todas las subdivisiones del Imperio puedan seguir tranquilamente sus costumbres locales... Y ésta es una medida prudente y sabia, ya que en esta forma se quita apoyo popular a los tontos que, de otra manera, provocarían continuamente rebeliones. Además, si yo me negara cuando todos los consejos, los senados y las cámaras de ustedes han votado la muerte, mi rechazo provocaría tantas salvajes explosiones y ataques contra el Imperio y sus obras, que yo preferiría dormir en medio de una legión de demonios, durante veinte años, antes que permanecer diez minutos en la Tierra convulsionada en esta forma. Shekt suspiró, se acarició el escaso pelo que le cubría la cabeza, y replicó: —Para el resto de la Galaxia, si es que conocen nuestra existencia, la Tierra no es más que un guijarro en el cielo. Para nosotros es nuestro hogar, el único hogar que conocemos. Y no somos distintos a ustedes, los de los mundos exteriores; somos, simplemente, menos afortunados. Estamos aquí apiñados en un mundo casi muerto, sumergidos en un muro de radiación que nos aprisiona, rodeados por una inmensa galaxia que nos rechaza. ¿Qué

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podemos hacer contra el sentimiento de frustración que nos abrasa? ¿Permitiría usted, procurador, que enviáramos a) exterior nuestro exceso de población? Ennius se encogió de hombros. —No es asunto mío; es asunto de las poblaciones exteriores. Y ellas no quieren ser víctimas de las enfermedades terrestres. — ¡Las enfermedades terrestres! — dijo Shekt desdeñosamente—. Esa es una noción estúpida, que debería desarraigarse. Nosotros no somos mensajeros de la muerte. ¿Acaso está usted muerto por vivir entre nosotros? —Pero —dijo Ennius— yo hago todo lo posible para evitar el contacto. —Eso se debe a que usted mismo está atemorizado por la propaganda, que, en definitiva, ha sido creada por estúpidas habladurías. —¿Quiere usted decir, Shekt, que no existe base científica para la teoría de que los terrestres son radiactivos? —Efectivamente lo son. ¿Cómo podrían evitar serlo? Pero también lo es usted, y también lo son todos los habitantes de los cientos de millones de planetas del Imperio. Es verdad que nosotros lo somos un poco más (eso es innegable), pero apenas en grado suficiente para ser dañinos. —Pero el hombre medio de la Galaxia cree lo contrario; y mucho me temo que no quiera hacer el experimento. Además. . . —Además, va usted a decir que somos diferentes, que no somos seres humanos porque cambiamos más rápidamente, debido a la radiación atómica y, por lo tanto, hemos cambiado en muchos aspectos. . . Hecho que tampoco está demostrado. —Pero es creído. —Y mientras sea creído, procurador, mientras nosotros los terrestres seamos tratados como parias, encontrará usted en nosotros las características que le

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molestan. Si nos empujan intolerablemente, ¿es de extrañar que empujemos a nuestra vez? Odiándonos como nos odian, ¿es de extrañar que odiemos también? No, no; somos mucho más ofendidos que ofensores. ENNIUS se sintió apenado por el furor que había desencadenado. Hasta el mejor de los terrestres, pensó, tenía una idea ciega que le hacía enfrentar la Tierra contra todo el universo. Discretamente, dijo: —Shekt, ¿quiere usted perdonar mi ignorancia? Puede disculparme a causa de mi juventud. Tiene usted ante sí a un pobre hombre, a un pobre joven de cuarenta años (cuarenta años es una edad infantil en el servicio civil) que está haciendo su aprendizaje aquí, en la Tierra. Pasarán años antes de que los idiotas de la Oficina de Provincias Exteriores se ocupen de mí para trasladarme a algún punto menos mortificante. De modo que ambos somos prisioneros de la Tierra, mas ciudadanos del gran mundo de la mente, para el cual no existen diferencias físicas ni planetarias. Déme la mano y seamos amigos. Las líneas de la cara de Shekt se suavizaron o, mejor dicho, fueron reemplazadas por otras que parecían indicar buen humor. Rió alegremente. —Sus palabras parecen las de un solicitante; pero el tono es siempre el de un diplomático imperial de carrera. No es usted buen actor, procurador. —Entonces, sea usted un buen profesor y hábleme algo de ese sinaptífico que ha inventado. Shekt pareció visiblemente sorprendido, y frunció el ceño. —¿Qué ha oído usted decir del instrumento? ¿Es usted hombre de ciencia además de administrador? —Todos los conocimientos me interesan. Seriamente, Shetk, quisiera informarme.

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El físico miró al otro atentamente y pareció dudar. Se levantó llevándose la huesuda mano a los labios, que pellizcó pensativamente. —Apenas sé por dónde debo empezar. —Bueno, por favor, si duda usted respecto a qué teorías matemáticas debe previamente explicarme, yo simplificaré su problema. Abandónelas todas. No sé nada de funciones, tensiones ni demás fórmulas. Los ojos de Shekt parpadearon. — Bueno, ateniéndonos sólo a los puntos descriptivos, se trata sencillamente de una máquina que acrecentará la capacidad de conocimiento del ser humano. — ¡Del ser humano! ¿De veras? ¿Y realmente da resultado? —Todavía no lo sabemos. Pero necesitamos trabajar mucho más. Le diré lo esencial, procurador, y usted juzgará. El sistema nervioso en el hombre, y en los animales, está compuesto de materia neuroproteinica. Esta materia consiste en grandes moléculas en precario estado de equilibrio eléctrico. El más ligero estímulo puede alterar a una molécula, la que reacciona alterando a la siguiente, y ésta, a su vez, repite el proceso hasta llegar al cerebro. El cerebro es una inmensa agrupación de moléculas similares, que están unidas entre sí en todas las formas posibles. Puesto que hay algo así como diez elevado a la vigésima potencia (es decir, un uno con veinte ceros detrás) de esas neuroproteínas en el cerebro, el

número de combinaciones posibles se obtiene multiplicando factores del orden de diez elevado a la vigésima potencia. Este número es tan grande que si todos los electrones y protones del universo fueran convertidos en universos, y si todos los electrones y protones de estos nuevos universos se transformaran a su vez en universos, todos los electrones y protones de estos últimos universos serían nada comparados con tamaña multiplicidad de combinaciones. ¿Me entiende? — ¡Ni una palabra, gracias al cielo! Si intentara hacerlo, me dolería tanto el intelecto, que ladraría como un perro. —¡Hum! Bueno, en todo caso, lo que llamamos impulsos nerviosos es el progresivo desequilibrio electrónico que corre desde los nervios al cerebro y retrocede del cerebro a los nervios. ¿Comprende ahora? —Sí. —¡Bendita sea su inteligencia! Bien; pues mientras este impulso continúa a lo largo de una célula nervioso, marcha a gran velocidad, ya que las neuroproteínas están prácticamente en contacto. Sin embargo, las células nerviosas son de extensión limitada, y entre cada célula nerviosa y la siguiente existe una división diminuta de tejido no nervioso. En otras palabras: dos células nerviosas vecinas no están unidas la una a la otra, por continuidad, sino por contigüidad.

_________________ Ondas de radio Se ha encontrado una nueva fuente de emisión de ondas electromagnéticas análogas a las de la radio. Se trata de las reacciones químicas explosivas, como la que tiene lugar en un cartucho de escopeta. El hecho se explicaría por una brusca electrización de los gases en el momento de la explosión. Quizá en fenómenos parecidos se encuentre la clave de las misteriosas ondas de radio que nos llegan desde las estrellas y que han dado lugar a una nueva ciencia: la radioastronomía.

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—¡Ah! —dijo Ennius—, el impulso nervioso tiene que saltar una barrera... —Exactamente. Esa barrera o división, denominada sinapsis, disminuye la tuerza del impulso y la velocidad de la transmisión, proporcionalmente al cuadrado de la anchura de la separación. Esto también se aplica al cerebro. Pero imaginemos ahora que se pudiera encontrar un método para disminuir la constante dieléctrica entre la división de células. —¿Qué constante? —La tuerza aisladora de la división. Si aquélla disminuyera, el impulso saltaría más rápidamente, y se pensaría y se aprendería más rápidamente. —Entonces vuelvo a mi pregunta inicial: ¿funciona su invento? —He experimentado en animales. —¿Con qué resultado? —La mayoría murió en seguida, por causa de la desnaturalización de la proteína cerebral; en otras palabras: por coagulación, como un huevo hervido. Ennius hizo una mueca. —Existe algo indeciblemente cruel en la sangre tría de la ciencia. ¿Y los que no murieron? —Nada definitivo, ya que no se trata de seres humanos. El conjunto parece favorable, sin embargo... Pero necesito seres humanos. Se trata de las propiedades electrónicas del cerebro humano en cada individuo. Cada cerebro produce microcorrientes de cierto tipo. Ninguna es duplicado exacto de la otra. Son como las impresiones digitales, o las formas de la red vascular en la retina. Quizá sean aún más individuales. Creo que el tratamiento debe tener esto en cuenta; y, si no me equivoco, no habrá desnaturalización... Mas no tengo seres humanos para experimentar. He pedido voluntarios, pero... —tendió las manos. —No les echo la culpa, amigo —dijo Ennius—, Pero, seriamente, si el

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instrumento llega a perfeccionarse, ¿qué piensa usted hacer con él? —Eso no me concierne —dijo el tísico, encogiéndose de hombros—. Naturalmente, será transferido al Gran Concejo. —¿No piensa usted poner el invento a disposición de todo el Imperio? —¿Yo?... No me opongo. Pero el Gran Concejo tiene jurisdicción sobre.. . — ¡Oh! —dijo Ennius con impaciencia—, ¡al diablo con el Gran Concejo! Ya he tratado antes con ellos. ¿Está usted dispuesto a hablarles en el momento apropiado? —¿Qué influencia podría yo tener sobre ellos? —Podría explicarles que, si la Tierra es capaz de producir un sinaptífico aplicable sin peligro a todos los seres humanos, y si la máquina fuera concedida a toda la Galaxia, desaparecerían las restricciones emigratorias hacia otros planetas. —¡Cómo! —dijo Shekt sarcásticamente—. ¿Y los riesgos de epidemias?, ¿y las diferencias que nos vuelven no humanos? —Tal vez —dijo Ennius tranquilamente— se podría conseguir la emigración en masa hacia otro planeta. La puerta se abrió en aquel instante. Una muchacha avanzó por entre los armarios de libros filmados. Su presencia despejó la enrarecida atmósfera del cerrado estudio, trayendo una brisa primaveral. Al ver a un desconocido, se ruborizó ligeramente e hizo ademán de retirarse. —Ven, Pola —dijo Shekt—. Señor Ennius, creo que no conoce usted a mi hija Pola. Pola, éste es el señor Ennius, procurador de la Tierra. EL procurador se puso de pie con natural galantería, anulando así la tentativa de la muchacha para hacer una reverencia.

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—Señorita Shekt —dijo Ennius—, no creía yo que la Tierra fuera capaz de producir tal belleza. En verdad sería usted un adorno en cualquier mundo. Tomó la mano que Pola tendía rápida y alejo tímidamente hacia la mano de él. Por un momento Ennius hizo ademán de besársela, segur, la galante costumbre que con las señoras tenían las viejas generaciones; pero el gesto no se llevó a cabo. La mano, levantada a medias, fué soltada. .., quizás demasiado rápidamente. Pola dijo, con un leve fruncimiento de entrecejo: —Me sorprende su bondad, señor, hacia una simple muchacha terrenal. Es usted muy valiente y muy galante, arriesgándose así a la infección. Shekt se aclaró la garganta e interrumpió: —Mi hija, procurador, está terminando sus estudios en la universidad de Chica y ha obtenido cierta reputación trabajando dos días a la semana como técnica en mi laboratorio. Es una muchacha muy competente, y aunque pueda quizás cegarme el orgullo de padre, creo que algún día ocupará mi puesto. —Papá — dijo Pola suavemente —, tengo algo importante que decirte —y pareció vacilar. —¿Debo retirarme? —preguntó Ennius tranquilamente. —No, no —dijo Shekt—. ¿De qué se trata, Pola? —Tenemos un voluntario, papá. Shekt miró casi asombrado. —¿Un voluntario para el sinaptífíco? —Eso ha dicho. —Bueno —dijo Ennius—, veo que le traigo a usted buena suerte. —Así parece — Shekt se volvió hacia su hija—. Dile que espere. Hazlo pasar a la habitación C. Yo iré en seguida. — Cuando Pola salió, se volvió nacía Ennius—. ¿Quiere disculparme, procurador?

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—Con mucho gusto. ¿Cuánto tiempo tarda la operación? —Temo que sea cuestión de horas. ¿Quiere presenciarla? —Nunca se me ocurriría nada más macabro, mi querido Shekt. Estará hasta mañana en la Casa Gubernamental. ¿Querrá usted informarme sobre el resultado? Shekt pareció satisfecho. —Sí, v será para mí un placer. —Bueno.... y recuerde lo que he dicho sobre su sinaptífico. Su nuevo camino real hada el conocimiento. Ennius salió, menos tranquilo que cuando había entrado; sus conocimientos no eran mayores, pero su miedo se había acrecentado. CAPÍTULO 5 EL VOLUNTARIO INVOLUNTARIO

CUANDO quedó solo, el doctor Shekt rápida y cuidadosamente tocó el conmutador, y se presentó casi en seguida una joven técnica, con la túnica blanca resplandeciente y el largo cabello castaño cuidadosamente atado sobre la nuca. —¿Le ha dicho Pola...? —preguntó el doctor Shekt. —Si, doctor. Lo he observado en la pantalla, e indudablemente se trata de un verdadero voluntario. No es un individuo enviado en la forma acostumbrada. —¿Cree usted que debo informar al Concejo? —No sé qué aconsejarle. El Concejo no aprobaría ninguna comunicación ordinaria. Todo puede ser controlado, ya sabe usted... Podría librarme fácilmente de él; podría decirle que necesitamos sujetos de menos de treinta años. Este hombre tiene fácilmente unos treinta y cinco. —No, no; prefiero verlo. —La mente de Shekt era un frío torbellino. Hasta

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ahora las cosas habían sido juiciosamente manejadas. Informaciones suficientes como para dar impresión de sinceridad, pero nada más. Ahora se presentaba un voluntario..., casi a continuación de la visita de Ennius. ¿Qué conexión había en esto? Shekt mismo tenía sólo un vago conocimiento de las confusas y gigantescas fuerzas que comenzaban ahora a luchar en la asolada superficie de la Tierra. En cierto modo sabía bastante. Sabía que estaba a merced de esas fuerzas, y sabía mucho más de lo que los Ancianos podían sospechar que sabía. Sin embargo, ¿qué podía hacer, cuando su vida estaba doblemente en peligro? Diez minutos después, el doctor Shekt observaba desesperadamente al flaco granjero que estaba ante él, con la gorra en la mano y la cabeza de lado, como si procurara evitar un examen demasiado minucioso. Evidentemente, pensó Shekt, el hombre tenía menos de cuarenta años; pero la dura vida del ¡campo no servía para mejorar el físico. Las mejillas del hombre estaban enrojecidas bajo la curtida piel de la cara; se veían claras huellas de transpiración en el nacimiento del pelo y en las sienes, aunque la habitación estaba fresca. El hombre se retorcía las manos. — Tengo entendido, señor —dijo Shekt—, que rehúsa usted dar su nombre. Arbin contestó con ciega testarudez: —Se me dijo que no hacían preguntas a los voluntarios.

— ¡Hum! Bueno. . ., ¿no querría usted decir algo? ¿O desea ser tratado inmediatamente? —¿Yo?... ¿Ahora, aquí?... —fué la respuesta llena de pánico—. Yo no soy el voluntario. No he dicho nada que pueda hacerles suponer eso. —¿No? ¿Significa eso que el voluntario es otra persona? —¡Naturalmente! Lo que yo deseo es.. . —Entiendo. ¿Está ese sujeto... ese otro hombre con usted? —En cierto modo —dijo Arbin cautelosamente. —Muy bien. Entonces, díganos lo que quiera decir. Todo lo que diga será estrictamente reservado, y lo ayudaremos dentro de lo posible. ¿De acuerdo? El granjera inclinó la cabeza, en una muestra torpe de respeto. —Gracias. Lo que sucede, señor, es que... tenemos un hombre en la granja..., un pariente... lejano. El nos ayuda. . . Ya usted me entiende... Arbin tragaba saliva con dificultad. Shekt asintió gravemente. Arbin continuó: —Es un trabajador muy decidido y muy bueno. . . Teníamos un hijo, pero murió. . ., y mi mujer y yo, claro está, necesitamos ayuda. .. Ella no está en buena salud. . . En fin, apenas podríamos pasárnosla sin él —sintió que,

____________________ Pájaros y aviones El hombre ha podido construir aviones supersónicos, pero ha sido incapaz de imitar la maestría de los pájaros en el vuelo a poca velocidad. La tímida alondra se desplaza a 32 Km/h; el cuervo a 38. Y para las grandes velocidades tenemos la perdiz, con 84 Km/h; el faisán, con 95: el albatros, con 150; la golondrina, con 170, y el águila y el halcón dorados, con 190 y 290 Km/h; respectivamente. Pero, ¿qué avión puede en pleno vuelo meterse en un hangar de dimensiones tan pequeñas (en relación a su tamaño) como el agujero en que se cuela la golondrina? ¿Y qué helicóptero puede imitar el aterrizaje del águila en un peñasco?

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de alguna manera, la historia era muy confusa. Pero el flaco hombre de ciencia seguía asintiendo. —¿Es ese pariente de ustedes la persona que desean tratar? —Bueno, sí. . creí que eso estaba entendido. Perdone que le haga perder tanto tiempo. En fin, el pobre hombre está. . . no está muy bien de la cabeza; pero no es un enfermo. No está tan enfermo como para que se pueda prescindir de él. Es... lento. No puede hablar. —¿No puede hablar? — Shekt pareció sorprendido. — ¡Oh, sí!. . .; puede, pero no desea hacerlo. No habla bien. El físico pareció dudar. —Y desea usted que el sinaptífico aumente su inteligencia, ¿eh? Lentamente Arbin asintió. —Si supiera un poquito más, señor, él podría realizar algunos de los trabajos que mi mujer no puede hacer. —Pero el hombre puede morir. ¿Sabía usted eso? Arbin miró desesperanzado, mientras se retorcía furiosamente los dedos. —Necesito el consentimiento del

hombre —dijo Shekt. El granjero meneó la cabeza, lerita y tercamente. —No entenderá —comenzó a explicar, poniéndose cada vez más nervioso—. Señor, estoy seguro de que usted ha de comprenderme. Usted es un hombre que parece conocer la dureza de la vida. Este hombre está envejeciendo. No se trata todavía de los sesenta, ¿sabe usted? Pero, quizás en el próximo censo consideren que es medio idiota y. . . y se lo lleven. No queremos perderlo, y por eso lo he traído aquí. El motivo por el que deseo guardar secreto es que quizás. . . quizás. . . —y los ojos de Arbin escudriñaron las paredes, como si su voluntad quisiera atravesarlas y ver si alguien estaba escuchando detrás de ellas— a los Ancianos no les agrade lo que estoy haciendo. Tal vez sea contra la costumbre tratar de salvar a un hombre enfermo, pero la vida es dura, señor. . . Y el experimento será útil para usted. Usted ha pedido voluntarios. —Ya lo sé. ¿Dónde está su pariente? Arbin se arriesgó: —Afuera, en mi autobiciclo, si nadie lo ha descubierto aún. No sería capaz de defenderse si alguien. . . —Bueno, esperemos encontrarlo bien. Usted y yo iremos en seguida y traeremos el biciclo al garaje del sótano. Me encargaré de que nadie se entere de la presencia de ese hombre, fuera de nosotros dos y de mis ayudantes. Le aseguro que no tendrá dificultades con la Hermandad. Apoyó el brazo amistosamente sobre el hombro de Arbin, que rió espasmódicamente. Al labriego aquel brazo le parecía una cuerda a punto de apretarse contra su cuello. SHEKT miró la figura rechoncha del hombrecito calvo recostado en el asiento. El enfermo estaba inconsciente, respiraba profunda y regularmente. Habló palabras

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ininteligibles y no entendió nada de lo que se le dijo. Sin embargo no presentaba ninguna señal física de debilidad mental. Los reflejos estaban en orden aunque se trataba de un hombre ya viejo. ¡Viejo!... Shekt miró a Arbin, que escudriñaba todo con ojos de lince. —¿Quiere que hagamos un análisis de huesos? —No — gritó Arbin. Y añadió con más compostura —: No quiero nada que sirva de identificación. —Tal vez. . . sería más seguro el experimento. . . si supiéramos su edad — dijo Shekt. —Tiene cincuenta años — declaró Arbin bruscamente. El físico se encogió de hombros. Aquella declaración podía ser cierta o falsa. Nuevamente miró al hombre dormido. Cuando lo trajeron, el individuo parecía, y seguramente estaba, distraído, ensimismado. Ni siquiera las píldoras hipnóticas despertaron su desconfianza. Se las ofrecieron; en respuesta obtuvieron una sonrisa rápida y espasmódica, y el hombre tragó las píldoras. El técnico preparaba ya las últimas piezas, de forma un poco tosca, que constituían el sinaptífico. Al apretar un botón, los vidrios polarizados de las ventanas de la sala de operaciones sufrieron un ajuste molecular y se volvieron opacos. La única luz era una luz blanca que brillaba fríamente sobre el paciente, suspendido en el campo diamagnético de muchos cientos de kilovatios, a la altura de unas dos pulgadas sobre la mesa de operaciones a la que había sido transportado. Arbin permanecía sentado en la obscuridad, sin entender nada, pero decidido a impedir a cualquier costa, aunque fuera por su mera presencia, las dañinas operaciones que no entendía. los físicos no le prestaron atención.

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Ajustaron los electrodos a la cabeza del paciente. Fue una tarea larga. Primero hubo un cuidadoso estudio de la forma de la cabeza, aplicando la técnica de Úllster, que reveló las fisuras retorcidas y apretadas. Shekt sonrió algo sorprendido. Las fisuras del cráneo no eran dato inalterable para precisar la edad; pero, en este caso, eran útiles. El hombre tenía más de cincuenta años. Después de un instante Shekt ya no sonrió: frunció el ceño. Algo no estaba bien en las fisuras. Parecían extrañas, no enteramente. . . Por un momento creyó que la conformación de la calavera era una conformación primitiva, remota, pero. . ., evidentemente el hombre era débil mental, y esa conformación no era tan rara en tal caso. Súbitamente exclamó, alarmado: —¡Oh, no me había percatado!... ¡Este hombre tiene pelo en la cara! — se volvió hacia Arbin —. ¿Siempre ha tenido barba? —¿Barba? —Pelo en la cara. Venga. ¿No lo ve? —Sí, señor — Arbin pensó rápidamente. Había notado el pelo esa mañana y después había olvidado el detalle —. Nació así — dijo, y debilitó su afirmación añadiendo —: Creo. —Bueno, vamos a quitársela. No querrá usted que ande por ahí como una bestia, ¿verdad? —No, señor. El pelo salió prontamente cuando el técnico, bien enguantado, aplicó el depilatorio. El técnico dijo: —También tiene pelo en el pecho, doctor Shekt. —¡Increíble! — dijo Shekt —. Déjeme ver. . . Este hombre es una bestia. Bueno, dejémoslo. Ese pelo no se verá bajo la camisa, y tengo prisa de proceder con los electrodos. Pongamos alambres aquí, aquí y aquí. . . Pequeños pinchazos al colocar los alambres de platino. Una docena de

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conexiones que se aplicaban a través de la piel a las fisuras en las cuales se podían sentir los delicados ecos sombríos de las microcorrientes que surgían de célula a célula, hasta llegar al cerebro. Atentamente observaron cómo se movían y saltaban los delicados hilos, mientras se establecían y rompían conexiones. Los diminutos marcadores trazaron hilos de araña sobre el papel, formando picos y caídas irregulares. Después retiraron las gráficas, y las colocaron sobre un vidrio opalino iluminado. Los físicos, inclinados sobre las gráficas, comentaban en voz baja. Arbin oyó algunas frases sueltas: “Notablemente regular. . . Mire la altura del pico quinternario. . . Creo que deberíamos analizarlo. . . Está bastante claro a simple vista...” Después, por un tiempo que le pareció larguísimo, vió cómo hacían el cuidadoso ajuste del sinaptífico. Giraron manivelas, establecieron conexiones, y todos los movimientos quedaban registrados. Una y otra vez observaron los electrómetros y procedieron a los reajustes necesarios. Después, Shekt sonrió mirando a Arbin, y dijo: —Muy pronto terminaremos. La gran máquina avanzó hacia el paciente, como un monstruo lento y hambriento. Aplicaron largos alambres a los miembros. Un parche obscuro, de una substancia parecida a la goma, fué ajustada a la nuca y mantenida allí firmemente por resortes apoyados en los hombros. Finalmente los dos electrodos opuestos, cual gigantescas mandíbulas, se separaron y descendieron sobre la pálida cabeza, aplicándose en las sienes. Shekt no apartó los ojos del cronómetro que sostenía en una mano mientras mantenía la otra sobre el botón de contacto. Con el pulgar apretó el botón. En apariencia, no ocurrió nada..., ni siquiera

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para el temeroso y suspicaz Arbin. Al cabo de un rato, que Arbin juzgó horas, pero que realmente fueron tres minutos, Shekt soltó el botón. El asistente se inclinó impaciente sobre el cuerpo todavía dormido d« Schwartz, y después se irguió con e» presión de triunfo. — ¡Está vivo! — exclamó. Pasaron todavía varias horas durante las cuales tomaron infinitas notas, en medio de una excitación casi salvaje. Era ya más de medianoche cuando aplicaron la jeringa hipodérmica. Los ojos del hombre dormido se agitaron. Shekt retrocedió. Estaba agotado pero se sentía feliz. Se pasó el dorso de la mano por la frente. —Todo está bien — dijo, y se volvió hacia Arbin —. El paciente tendrá que permanecer algunos días con nosotros, señor. La expresión de alarma en los ojos de Arbin aumentó hasta la locura. —Pero, pero. . . —No tema — dijo rápidamente Shekt —. Debe usted confiar en mí. Él estará a salvo; lo garantizo con mi vida. Estoy exponiendo mi propia vida. Déjelo aquí. Sólo nosotros lo veremos. Si lo lleva ahora con usted es posible que no sobreviva. ¿Y de qué le serviría eso?. . . Por otra parte, si muriera, tendría usted que explicar a los Ancianos la presencia del cadáver. La última frase fué convincente. Arbin tragó saliva y dijo: —Pero ¿cómo sabré cuándo debo venir a buscarlo? ¡No he de decirle a usted mi nombre! Pese a esta bravata, en el fondo estaba sometido, Shekt dijo: —No le pregunto su nombre. Venga de aquí a una semana, a las diez de la noche. Lo esperaré en la puerta del garage: la puerta por donde entró su biciclo. Créame; no tiene usted nada que temer.

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ERA aún de noche cuando Arbin salió de Chica. Habían pasado veinticuatro horas desde que el desconocido llamó a su puerta y, en aquel tiempo, el granjero había duplicado sus crímenes contra las costumbres. ¿Llegaría a estar a salvo algún día? No podía dejar de mirar hacia atrás mientras su biciclo corría por el camino solitario. ¿Lo seguía acaso alguien? ¿Alguien que descubriría su morada? ¿O acaso ya habían retratado su cara? En algún lugar perdido entre los archivos de la Hermandad de Washenn, donde estaban inscriptos todos los terrestres, junto a la estadística de sus vidas, estaba su nombre, a disposición de los sesenta: los sesenta, que eventualmente llegarían a todos los terrenales. Él tenía todavía frente a sí un cuarto de siglo; sin embargo, no podía olvidar los sesenta, a causa de Grew y, ahora, a causa del desconocido. ¿Y si nunca más regresara a Chica? No. Él y Loa no podían continuar produciendo por tres. Si fallaban una sola vez, su primer crimen, el de ocultar a Grew, sería descubierto. E igualmente se descubrirían y se anotarían después los crímenes contra las costumbres. Arbin comprendió que regresaría, pese a todos los riesgos.

sido televisar a la Casa Gubernamental. Él estaba todavía envuelto en la pesada ropa impregnada de plomo. Ennius lo estaba esperando, pues contestó personalmente. —Buenas noches, Shekt. ¿Ha terminado su experimento? —Y casi he terminado también con el pobre voluntario. Ennius hizo un gesto de pesadumbre. —Hice bien en no quedarme. Ustedes los hombres de ciencia están muy cerca de los asesinos, me parece. —Pero todavía no ha muerto, procurador, y es muy posible que lo salvemos, aunque.,. — se encogió de hombros. —Dedíquese a las ratas, de ahora en adelante, Shekt. . . Pero parece que le ocurriera a usted algo; aunque usted debe de estar acostumbrado a estas

MUY avanzada la noche, Shekt decidió descansar cediendo a instancias de la turbada Pola. Pero no durmió. La almohada lo agobiaba. Las sábanas le parecían una maraña enloquecedora. Se levantó y se sentó junto a la ventana. La ciudad estaba ahora en tinieblas, pero en el horizonte al otro lado del lago, se vislumbraba aquel mortal resplandor azulado del que carecían únicamente algunos lugares aislados de la Tierra. Las actividades del agitado día danzaban locamente en su cerebro. Lo primero que había hecho, después de con vencer al aterrado granjero para que se fuera, había

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cosas que a mí me parecen terribles... —Me estoy volviendo viejo, señor — dijo Shekt sencillamente. —Pasatiempo bastante peligroso en la Tierra — fué la seca respuesta —. Vaya a acostarse, Shekt. Y, así, Shekt estaba ahora mirando la oscura ciudad de un mundo moribundo. Hacía dos años que el sinaptífico estaba a prueba, y durante ese tiempo Shekt había sido el esclavo y la diversión de la Sociedad de Ancianos, o de la Hermandad, como se llamaban a sí mismos. Había escrito siete u ocho artículos que podrían publicarse en el Diario Siriano de Neurofisiología. Estos artículos le darían la lama galáctica que tanto deseaba. Los artículos dormían en su escritorio. En lugar de esto había publicado un artículo oscuro y deliberadamente confuso, en la Revista de Física. Así quedaba bien con la Hermandad. Era mejor una verdad a medias que una mentira. Y Ennius inquiría todavía. ¿Por qué inquiría? ¿Estaba aquello de acuerdo con otras cosas que él sabía? ¿Sospechaba acaso el Imperio lo que él mismo sospechaba? Tres veces en doscientos años se había sublevado la Tierra. Tres veces bajo la bandera de una antigua grandeza supuesta, la Tierra se había rebelado contra las

guarniciones imperiales. Por tres veces había fracasado (naturalmente), y, si el Imperio no hubiera estado esencialmente informado y si los concejos galácticos no hubieran sido sumamente diplomáticos, la Tierra habría sido sangrientamente arrasada y habría dejado de pertenecer a los planetas habitados. Pero ahora las cosas podían ser distintas. . . ¿Podían serlo? ¿Cómo podía él confiar en las palabras de un loco moribundo, casi incoherente? ¿De qué servía? En todo caso él no se atrevería a hacer nunca nada; sólo podía esperar. Se estaba volviendo viejo y, como había dicho Ennius, éste era un pasatiempo peligroso en h Tierra. Los sesenta estaban ya casi sobre él, y muy pocos podían escapar a su abrazo inevitable. Sin embargo, en este miserable rincón de barro que era la Tierra, él quería vivir. Volvió a acostarse. Antes de dormir se, se preguntó si su llamada a Ennius habría sido registrada por los Ancianos. No sabía que los Ancianos contaban con otras fuentes de información. LA mañana llegó antes que el joven ayudante técnico de Shekt se decidiera. Admiraba a Shekt, pero sabía que el tratamiento secreto de un voluntario no autorizado estaba contra la costumbre de la Hermandad. Y aquella costumbre se había convertido en ley

________________________ Agua para el Sahara En África se utilizan destiladores de agua de mar, para aprovisionar con ella las regiones secas. El método consiste en inyectar agua caliente en una cámara de evaporación, donde unas bombas producen el vacío necesario para activar la formación de vapor. Este pasa luego a un condensador, en el que adquiere otra vez la forma líquida. Sin embargo, el procedimiento es antieconómico, y en la actualidad se pretende que el mismo vapor se encargue de mover unas turbinas que accionen las bombas de vacío. De esta manera, se lograría economía y automatismo.

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consuetudinaria. Desobedecerla era un crimen capital. El ayudante reflexionó. Después de todo: ¿quién era el hombre que había sido tratado? La campaña para voluntarios había sido cuidadosamente controlada. Se había planeado dar suficiente información sobre el sinaptífico, como para evitar las sospechas de los posibles espías imperiales, sin alentar realmente a los voluntarios. La Sociedad de Ancianos enviaría sus propios hombres para el tratamiento, y aquello sería suficiente. Entonces, ¿quién había enviado a este hombre?; ¿la Sociedad de Ancianos secretamente?, ¿para probar a Shekt?... ¿O es que Shekt era un traidor? Por la mañana había estado encerrado hablando con alguien . .., alguien que llevaba ropas abultadas, como los extraterráqueos que temían el veneno de la radioactividad. De todos modos Shekt podía ser condenado. ¿Por qué iba a condenarse él también? Él era un hombre joven, que tenía casi cuatro décadas de vida ante sí. ¿Para qué anticipar los sesenta? Además, aquello significaría una promoción. . . Shekt era ya tan viejo que probablemente el próximo censo se lo llevaría, de manera que, en realidad, no le haría daño. En verdad no le haría ningún daño. El técnico se decidió. Su mano se tendió en busca del conmutador y oprimió el botón que comunicaba directamente con la habitación privada del gran ministro de toda la Tierra, que, después del procurador y del emperador, tenía poder de vida y de muerte sobre todos los hombres de la Tierra. ANOCHECÍA nuevamente, antes de que las confusas impresiones fue atormentaban la cabeza de Schwartz se abrieran paso a través del leve dolor. Recordaba el viaje hasta las bajas

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construcciones junto al lago, la larga espera acurrucado en el fondo del coche.. Después. . ., ¿qué? Su mente retrocedía ante la confusión de sus pensamientos. Sí, habían venido a buscarlo. Había estado en un cuarto con instrumentos, con diales, y había tomado dos píldoras. . . Así era. Le dieron dos píldoras, que él tragó sin temor alguno. ¿Qué tenía que perder? Si lo hubieran envenenado, le habrían hecho un favor. Después. . nada. Sí: algo.. . Relampagueos subconscientes. . . Gente que se inclinaba sobre él. . . Súbitamente recordó la frialdad de un estetoscopio sobre su pecho. . . Una muchacha le había dado de comer. Por un momento se le ocurrió que lo habían operado. Lleno de pánico echó hacia atrás las sábanas y se incorporó. Una muchacha, que estaba junto a él, le puso las manos sobre los hombros, forzándolo a acostarse nuevamente. Hablaba como para tranquilizarlo. Él no la entendió; quiso resistirse a los esbeltos brazos de ella, pero todo fué inútil: carecía de fuerza. Se miró las manos. Parecían normales. Movió las piernas y notó el roce de las sábanas. No le habían amputado las piernas. Se volvió hacia la muchacha, y preguntó sin mucha esperanza: —¿Puede entenderme? ¿Sabe usted dónde estoy? La muchacha sonrió y súbitamente articuló una cantidad de rápidos sonidos. Schwartz gruñó. Después entró un hombre más viejo: el hombre que le había dado las píldoras. El hombre y la muchacha hablaron. Tras unos instantes, la muchacha se volvió hacia Schwartz, señalándole a los labios, e hizo algunos ademanes. —¿Qué hay? — preguntó Schwartz.

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La muchacha asintió decididamente, mientras su bonita cara brillaba de satisfacción. Finalmente Schwartz, contra su voluntad, encontró cierto placer en mirarla. —¿Quiere que hable? — preguntó. El hombre se sentó en la cama v le indicó que abriese la boca, diciéndole: — ¡Aaaaa! Schwartz repitió: —¡Aaaaa! Mientras tanto, el hombre le palpaba con los dedos la nuez;. —¿Qué pasa? — preguntó Schwartz ingenuamente, cuando desapareció la presión de los dedos sobre su cuello —. ¿Le sorprende que pueda hablar? ¿Qué cree usted que soy? PASARON los días. Schwartz aprendió algunas cosas. El hombre era el doctor Shekt: el primer ser humano cuyo nombre conocía desde que había pasado sobre aquella muñeca de trapo... La muchacha era Pola, la hija de Shekt. Schwartz descubrió que no tenía necesidad de afeitarse: el pelo de la cara ya no le crecía. Aquello lo asustó. ¿Le había crecido acaso alguna vez? Recobró rápidamente las fuerzas. Ahora lo dejaban vestirse y caminar y lo alimentaban con algo más que con hongos. ¿Era el suyo un caso de amnesia? ¿Lo estaban tratando por ese motivo? ¿Acaso este mundo era normal y natural, mientras el que él recordaba era solamente una vana fantasía de su cerebro? Nunca lo dejaban salir del cuarto, ni siquiera llegar al corredor. ¿Era tal vez un prisionero? ¿Había cometido algún crimen? Ningún hombre está tan perdido como aquel que se pierde en los vastos e intrincados corredores de su mente, adonde nadie puede llegar y de lo que nadie puede salvarlo. Nunca ha habido hombre más

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desamparado que aquel que no puede recordar. Pola se divertía enseñándole palabras. Él no se sorprendió por la facilidad con que las entendía y las recordaba. Había tenido buena memoria en el pasado: y aquella memoria parecía conservarse en buen estado. En des días pudo aprender frases enteras. En tres días pudo hacerse entender. Pero al tercer día se sorprendió Shekt le enseñó números y le puso problemas para resolver. Schwartz respondía. Shekt miraba una tabla pequeña y trazaba rápidas líneas con su estilográfica. Después Shekt le explicó el término logaritmo y le preguntó cuál era el logaritmo de dos. Schwartz escogió cuidadosamente las palabras. Su vocabulario era todavía muy limitado y debía reforzarlo con gestos. —Yo... no... digo. Respuesta... no. .. número. Shekt asintió excitado y dijo: —No número. Ni eso ni aquello. Parte de esto, parte de aquello. Schwartz entendió perfectamente que Shekt había confirmado su idea de que la respuesta no era un número sino una fracción, y dijo: —Punto tres cero uno cero tres... y. . . más cifras. —Suficiente. Entonces llegó la sorpresa. ¿Cómo había sabido la respuesta? Schwartz estaba seguro de no saber logaritmos; sin embargo, en su mente había surgido la respuesta en cuanto se le hizo la pregunta. No tenía idea de cómo había calculado. Era como si su cerebro fuera una entidad independiente, que lo utilizara a él como una especie de micrófono. ¿O acaso había sido matemático antes de sufrir un ataque de amnesia? Los días eran increíblemente largos. Sentía cada vez más intensamente que debía salir al mundo y obtener una

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respuesta. Nunca podría saberla en la prisión de este cuarto, donde (súbitamente se le presentó la idea) no era más que un ejemplar para las experiencias médicas. La oportunidad se le presentó en el sexto día. Empezaban a confiar en él. Una vez, Shekt se olvidó de cerrar la puerta. Por lo regular, la puerta se cerraba tan perfectamente que ni siquiera se veía una ranura en la pared; pero, esta vez, quedaba una abertura como de un cuarto de pulgada. Esperó para asegurarse de que Shekt no regresaba en seguida. Después, lentamente, puso la mano sobre el botón luminoso, como lo había visto hacer con frecuencia. Suave y lentamente la puerta se abrió... El corredor estaba vacío. I Así se escapó Schwartz! ¿Cómo podía saber que, durante seis días, los agentes de la Sociedad de Ancianos habían vigilado el hospital y la habitación en que él estaba... y que lo habían vigilado a él mismo? CAPITULO 6 PRESENTIMIENTO EN LA NOCHE

EL palacio del procurador era una especie de país de las hadas durante la noche. Las flores nocturnas (ninguna originaria de la Tierra) abrían sus amplias corolas blancas en festones que lanzaban su delicada fragancia hasta los muros mismos del palacio. Bajo la luz polarizada de la luna, los hilos de silicato entretejidos sobre el aluminio de la estructura del palacio lanzaban un débil resplandor violáceo contra el metal de los alrededores. Ennius miraba las estrellas. Ellas representaban la verdadera belleza para él, porque representaban el Imperio. El cielo de la Tierra era de tipo intermedio. No tenía la gloria insuperable de los cielos de los Mundos Centrales, donde las estrellas enfrentaban a las

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estrellas en una competencia tan deslumbrante que el negro nocturno se perdía casi en medio de sus resplandores. Tampoco poseía la grandeza solitaria de los cielos de la Periferia, donde la negrura se quebraba a intervalos por la luz confusa de alguna estrella huérfana..., donde la forma nebulosa de la Galaxia se extendía por el cielo, y las estrellas individuales parecían perdidas en medio de un polvo de diamantes. En la Tierra dos mil estrellas eran visibles a la vez. Ennius podía ver a Sirio, alrededor del cual giraba uno de los diez planetas más populares del Imperio. Allí estaba Arturo, capital del sector de su país de nacimiento. El sol de Trantor, mundo capital del Imperio, estaba perdido en algún punto de la Vía Láctea. Aun ante el telescopio era sólo parte del resplandor general. Ennius sintió una mano suave que se apoyaba sobre su hombro, y tendió a su vez la mano en respuesta. —¿Flora? — murmuró. —Así tenía que ser — dijo medio en broma su mujer —. ¿Sabes que no has dormido desde que regresaste de Chica? ¿Sabes, además, que está casi amaneciendo? ... ¿Quieres que nos sirvan aquí el desayuno? —¿Por qué no? — le sonrió él afectuosamente y buscó en la obscuridad un rizo castaño que caía sobre la mejilla de ella —. ¿Y esperarás aquí conmigo, mirando con los ojos más bonitos de la Galaxia, hasta que se te obscurezcan en este feo mundo? Ella se soltó el pelo y respondió suavemente: —Tú tratas de obscurecerlos con tus dulzuras; pero ya te he visto así antes; y mis ojos no se obscurecerán. ¿Qué te preocupa, querido? —Lo que siempre me preocupa: que te he enterrado aquí inútilmente, cuando

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no hay sociedad en toda la Galaxia donde tú no pudieras lucir más que nadie! —Vamos, Ennius, no me gustan esas bromas. Ennius meneó la cabeza en las sombras y dijo: —No sé. . . Hay una acumulación de pequeñas cosas que me intrigan y que han terminado por preocuparme. Está el asunto de Shekt y de su sinaptífico. También está ese arqueólogo, Arvardan, y sus teorías. Y hay más cosas, más cosas. ¡Oh, es inútil, Flora!... ¡Aquí pierdo mi vida! —Seguramente esta hora no es la más apropiada para que puedas juzgar tus preocupaciones. Pero Ennius repuso con los dientes apretados: —¡Estos pobres terrenos! ¿Por qué un mundo tan pequeño puede constituir una carga tal para el Imperio? ¿Recuerdas, Flora, que cuando, por primera vez, me nombraron como procurador, el viejo Farrul me previno? El viejo Farrul, que había sido el último procurador, me habló de las dificultades de su situación... Tenía razón. Pero no me previno bastante. En aquel momento yo me reí de él y creí que el viejo había sido víctima de su incapacidad senil. Yo era joven, activo, atrevido. Tenía que irme mejor. . . — hizo una pausa, embebido en sus pensamientos, y después continuó, aparentemente hablando de otro tema —. Sin embargo tenemos pruebas de que los terrestres

están siendo nuevamente asaltados por sus sueños de rebelión . . . ¿Sabes que la doctrina de la Sociedad de Ancianos sostiene que la Tierra fué una vez el único hogar de la humanidad; que aquí estaba el punto central de la raza, la imagen primitiva del hombre? —Pero eso es lo que nos dijo Alvardan hace dos noches, ¿verdad? Siempre era mejor, cuando su mará do estaba nervioso, dejarlo que hablara. —Sí, eso dijo — contestó sombríamente Ennius —, pero de todos modos, hablaba sólo del pasado. La Sociedad de Ancianos habla también del futuro. Dice que la Tierra volverá a ser el centro de la raza. Hasta afirman que este mítico segundo reino de la Tierra está muy cercano. Dicen que el Imperio será destruido en una catástrofe general que dejará triunfante a la Tierra en su prístina gloria. . . — su voz vaciló —. Sería como un mundo bárbaro, retrógrado, enfermizo. En tres oportunidades estas tonterías han provocado la rebelión, y la destrucción que la represión de las rebeliones acarreó sobre la Tierra no pudo destruir jamás esta estúpida creencia. —Los terrestres no son más que unas pobres criaturas — dijo Flora —. ¿Qué les quedaría si no tuvieran fe? Carecen de todo lo demás. . ., de un mundo decente, de una vida decente. Hasta se les ha privado del derecho de ser aceptados sobre una base de igualdad, por los otros seres de la Galaxia. Por eso se han refugiado en sus

___________________ Desilusión Sí, desilusión es lo que producen los últimos experimentos encaminados a determinar el contenido de oro disuelto en el agua del mar. Si bien los resultados son muy variables según las muestras analizadas, lo que está claro es que un metro cúbico de agua de mar tiene entre 0,003 y 44 miligramos de oro. Aun así, no cabe duda de que el Atlántico, por sí solo, ha de tener sus buenos millones de toneladas. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato?

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sueños. ¿Hay que culparlos realmente por esto? —Sí, me atrevo a culparlos — dijo Ennius con energía —. ¡Que olviden sus sueños y luchen por la asimilación! Ellos no niegan ser diferentes. Simplemente quieren restituir lo “peor” por lo “mejor” y naturalmente el resto de la Galaxia no les permitirá hacer esto. Que abandonen sus meticulosidades, sus “costumbres” ofensivas y anticuadas. Que sean hombres, y serán considerados como hombres. Pero, mientras sean terráqueos, serán únicamente considerados como terráqueos. Pero dejemos esto. ¿Qué pasa, por ejemplo, con el sinaptífico? Es una cosa que me quita el sueño. . . — Ennius frunció el entrecejo mirando el pesado gris que empezaba a cubrir la pulida obscuridad del cielo oriental. ¿EL sinaptífico?... ¿No es el instrumento del que habló el doctor Arvardan durante la comida? ¿Fuiste a Chica para ver eso? Ennius asintió. —¿Y qué encontraste allí? —Nada — dijo Ennius —. Conozco a Shekt. Lo conozco bastante bien. Puedo decir cuándo se siente cómodo, y también puedo decir cuándo no lo está. Y puedo asegurarte, Flora, que el hombre estaba muerto de terror mientras me hablaba. Cuando me fui, sudaba de agradecimiento. Es un misterio muy desagradable, Flora. —¿Pero marcha esa máquina? —¿Soy acaso neurofísico para afirmarlo? Shekt dice que no. Me llamó para contarme que un voluntario había sido casi muerto por la máquina. Pero no lo creo. Sbekt estaba muy excitado. Más que excitado: parecía triunfante. El voluntario vivía, y el experimento tuvo éxito, porque jamás he visto un hombre más dichoso en mi vida. . . Entonces, ¿para qué me mintió? ¿Te imaginas el sinaptífico actuando?

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¿Comprendes que puede crear una raza de genios? —Si es así, ¿para qué guardar el secreto? —¡Ah! ¿No lo ves claro? ¿Por qué ha fracasado la Tierra en sus rebeliones? Tienen tremendas desventajas, ¿verdad? Pero aumentemos la inteligencia normal de los terrestres. Doblémosla. Tripliquémosla. ¿Dónde estarán entonces las desventajas? — ¡Oh, Ennius!... —Podríamos estar en la situación de monos que atacan a seres humanos. ¿Qué importaría la inferioridad numérica de ellos? —Realmente estás viendo fantasmas. No podrían ocultar una cosa semejante. Siempre podemos recurrir al Departamento de Provincias Exteriores y enviar unos pocos psicólogos para que analicen a algunas terrestres. Seguramente descubrirían en seguida cualquier aumento en su capacidad intelectual. —Sí, creo que así es. . . Pero tal vez no sea así. No estoy seguro de nade Flora, fuera del hecho de que se prepara una rebelión. Algo semejante al levantamiento de 750, aunque probablemente será peor. —¿Estamos preparados?.. . Quiero decir si... —¿Preparados? — Ennius lanzó una carcajada que parecía un ladrido —. Yo lo estoy. La guarnición está pronta y bien equipada. He hecho todo lo que puede hacerse con el material de que disponemos. Pero no quiero que haya rebelión, Flora; no quiero que mi procuraduría pase a la historia como la procuraduría de la rebelión; no quiero que mi nombre se una a la muerte v al asesinato. Me condecorarían por ello; pero, dentro de un siglo, los libros de historia dirían que fui un sangriento tirano. ¿Qué pasó con el virrey de Santanni, en el siglo sexto? ¿Podía haber actuado de otra manera,

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aunque prácticamente causó la muerte de muchos millones de personas? Entonces lo honraron; pero, ¿qué opinan ahora de él? Yo preferiría pasar a la historia como el hombre que impidió una rebelión y salvó la vida a veinte millones de insensatos — terminó, con voz desesperanzada. —¿Estás seguro de que no puedes impedirlo, Ennius..., ni siquiera ahora? Flora se sentó junto a él y deslizó los dedos por la mejilla de su marido. Ennius le tomó la mano, se la apretó fuertemente y dijo: —¿Cómo impedirlo? Todo está contra mí. El Departamento mismo ayuda a provocar la rebelión, exaltando a los fanáticos con la presencia de Arvardan. —Yo no creo, querido, que ese arqueólogo pueda hacer nada tan terrible. Reconozco que sus teorías son fantásticas; pero ¿qué mal puede hacer? —¿No lo ves? Quiere que se le permita demostrar que la Tierra es la cuna de la humanidad. Su autoridad científica servirá de ayuda a los rebeldes. —Entonces debes detenerlo. —No puedo. Ahí está el asunto. Existe la teoría de que los virreyes pueden obrar a su albedrío, pero no es verdad. Arvardan tiene permiso del Departamento de Provincias Exteriores. Su permiso tiene la autorización del emperador. Yo estoy totalmente bajo su supervisión; no podría hacer nada sin apelar al Concejo Central, y eso llevaría meses... ¿Y qué razones podría yo dar para fundar mi pedido? Por otro lado, si intento detenerlo a la fuerza, cometeré un acto de rebeldía. Y ya sabes la prontitud con que, desde la guerra civil del ochenta y tantos, el Concejo Central releva de su puesto a cualquiera que se extralimite en sus funciones. ¿Qué puedo hacer? Yo sería reemplazado por alguien que ignora totalmente la situación, y Alvardan, de todos modos, haría lo que desea. Y eso no

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es lo peor, Flora. ¿Sabes que Arvardan tiene intenciones de demostrar la antigüedad de la Tierra? Ya te das cuenta, creo. . . Flora rió suavemente. 1 —Te burlas de mí, Ennius. ¿Cómo quieres que me dé cuenta? No soy arqueóloga. Creo que Arvardan piensa desenterrar algunas estatuas o algunos huesos, y después establecer la fecha de su antigüedad, por medio de la radioactividad o algo por el estilo. —Ojalá fuera así. Lo que Arvardan intenta hacer, según me dijo ayer, es penetrar en las áreas radioactivas de a Tierra. Quiere encontrar allí utensilios humanos, demostrar que existían en una época anterior al momento en que la Tierra se volvió radioactiva (pues insiste en que la radioactividad fué obra del hombre) y establecer de esa manera la antigüedad del planeta. —Bueno, más o menos, es lo que yo pensaba, querido. ¡SABES lo que significa entrar en las áreas radioactivas? Está prohibido. Ésa es una de las costumbres más acendradas de los terrestres, Nadie puede entrar en las áreas prohibidas, y todas las áreas radioactivas están prohibidas. —Pero entonces no hay que preocuparse: Arvardan será detenido por los propios terráqueos. — ¡Ah, muy lindo! Será detenido por el gran ministro. ¿Y cómo podremos convencerlo nunca de que el proyecto no estaba protegido por el gobierno imperial, y de que el imperio no tenía participación en el sacrilegio de Arvardan? —No creo que el gran ministro sea tan suspicaz. —¿No lo crees? — Ennius retrocedió y miró a su mujer. La noche se había transformado en un amanecer grisáseo, donde la figura de ella era apenas

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visible —. Eres de una ingenuidad conmovedora. .Que el gran ministro no será tan suspicaz?. . . .Sabes lo que paso. . . hace unos cincuenta anos? Te lo diré para que juzgues: La Tierra, ya sabes, no permite ninguna señal exterior de dominio imperial en su mundo, porque insisten en que la Tierra es la que realmente debe dominar a toda la Galaxia. Pero sucedió que el joven Stannell II (el emperador casi niño, que estaba un poco loco y que fue asesinado después de dos años de reinado) ordeno que la bandera del emperador se izara en la cámara del concejo de Washenn. La orden era razonable, ya que esta insignia esta presente en todas las cámaras del concejo planetarias, como símbolo de la unidad imperial. .Y que paso? El día en que se izo la bandera en la ciudad, estallaron toda clase de revueltas. Los fanáticos de Washenn arriaron la insignia y se levantaron en armas contra la guarnición. Stannell II estaba lo bastante loco como para insistir en que se cumpliera su orden aunque significara la muerte de todos los terrestres. Fue asesinado antes de llevar a efecto su propósito. Su sucesor, Edard, cancelo la orden. Nuevamente hubo paz. —.Quieres decir — pregunto con incredulidad Flora — que la insignia imperial no volvió a izarse? —Exactamente. !La Tierra es el único, entre los millones y millones de planetas del Imperio, que no tiene insignia en la cámara del concejo! !Este miserable planeta en el que nos encontramos! Aun ahora, si intentáramos poner la insignia, lucharían hasta el último hombre para impedírnoslo. !Y me preguntas si son tan suspicaces!. . . !Te aseguro que están todos locos! Hubo un silencio en la creciente luz gris del alba, hasta que se oyó de

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nuevo la voz de Flora, débil y vacilante: —Ennius. .. —Dime. —Tu preocupación por la rebelión que temes, no es únicamente a causa de tu reputación. No sería yo tu mujer si no pudiera leer tus pensamientos, y tengo la impresión de que esperas algo realmente peligroso para el Imperio... No debes ocultarme nada, Ennius. Tú temes que los terráqueos puedan ganar. . . —Flora, no quiero hablar de eso — dijo Ennius con expresión de tortura en sus ojos —; no es ni siquiera un presentimiento... Quizás cuatro años en este mundo sea demasiado para un hombre en su sano juicio. Pero, ¿por qué tienen tanta confianza en sí mismos los terrestres? —¿Cómo sabes que tienen confianza? —Porque la tienen. Yo también poseo fuentes de información. En realidad, ya han sido derrotados tres veces. No deberían de quedarles ilusiones. Sin embargo enfrentan a doscientos millones de mundos, cada uno de los cuales es más poderoso que el mundo de ellos, y tienen confianza. Es posible que la fe en su destino o en alguna fuerza sobrenatural... en algo que tenga sentido sólo para ellos, sea tan grande porque. . . porque. . . —¿Por qué, Ennius? —Porque poseen armas especiales. —¿Armas que permitan a un mundo denotar a doscientos millones de hombres?

Eres presa del pánico. Ni hay arma que pueda hacer eso. —Ya he mencionado el sinaptífico —Y yo ya te he dicho lo que debes hacer. ¿Conoces alguna otra arma que puedan utilizar? —No — dijo Ennius, vacilando. — Exactamente. Esa arma no existe. Te diré lo que conviene hacer, querido. ¿Por qué no te pones en contacta con el gran ministro y, con seriedad y buena fe, lo previenes contra los proyectos de Ardarvan? Dile, extra-oficialmente, que no le conceda permiso. Esto le quitará toda sospecha de que el gobierno imperial tiene alguna participación en esta tonta violación de sus costumbres. Al mismo tiempo detendrás a Ardarvan, sin mezclarte directamente en el asunto. Después pide al Departamento que envíe dos buenos psicólogos... c pide mejor cuatro para tener la seguridad de que vengan dos. . ., y haz que controlen las posibilidades del sinaptífico. De lo demás se encargarán nuestros soldados, y la posteridad nos lo agradecerá. . . ¿Por qué no duermes aquí? Podemos extender el sillón y te cubriré con mi abrigo de piel. Cuando despiertes haré que te traigan el desayuno en una bandeja rodante. Todo te parecerá diferente a la luz del sol. Y así fué cómo Ennius, procurador de la Tierra, después de pasar toda la

________________________ Nafta sintética La producción de nafta sintética va a poder llevarse a cabo en escala comercial. Así parece indicarlo el funcionamiento durante siete semanas, en Estados Unidos, de una fábrica experimental que produce este combustible a partir del hidrógeno y el carbón o el alquitrán. La producción alcanzada es de 438,84 hectolitros por día. Para dar una idea de lo complicado de esta fabricación, basta con decir que durante su transcurso se utilizan presiones de 703 kilogramos por centímetro cuadrado, y elevaciones de temperatura de hasta 457 grados centígrados.

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noche levantado, se quedó dormido cinco minutos antes del alba. Ocho horas después, el gran ministro fué informado de los proyectos de Bel Arvardan y de su misión, por el procurador en persona. CAPÍTULO 7 ¿UNA CONVERSACIÓN CON LOCOS? ARVARDAN estaba preocupado únicamente con las vacaciones. Su navío, el Ophiuchus, no era esperado por lo menos en un mes y, por lo tanto, él disponía de ese mes para pasarlo como mejor deseara. Así, al sexto día de su llegada al Everest, Bel Arvardan se despidió de su huésped y tomó pasaje para realizar el más largo viaje estratosférico en la Compañía de Transportes Terrestres, que comunicaba al Everest con Washenn, capital de la Tierra. Deliberadamente prefirió una línea comercial de transportes y no el rápido crucero puesto por Ennius a su servicio, pues sentía la curiosidad normal de un extranjero y de un arqueólogo por conocer la vida diaria de los hombres que habitaban el planeta Tierra. También hizo esto por otro motivo. Arvardan provenía del sector de Sirio, que era, entre todos los sectores de la Galaxia, aquel donde los prejuicios antiterrestrianos eran más fuertes, y le gustaba pensar que él no era víctima de aquel prejuicio. Como hombre de ciencia y como arqueólogo, no podía permitírselo. Naturalmente, había sido educado considerando a los terráqueos como tipos caricaturescos, y aun ahora la palabra “terráqueo” tenía para él un feo sonido. Pero, realmente, Arvardan carecía de prejuicios. Por lo menos así lo creía él. Por ejemplo, si algún terrestre hubiera deseado unirse a una expedición dirigida por él, o trabajar para él, y hubiera poseído la

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capacidad y la preparación necesarias, Arvardan habría aceptado la colaboración; naturalmente, si existía un puesto disponible, y siempre que los demás miembros de la expedición no se opusieran demasiado. Ése era el problema. Generalmente los trabajadores protestaban, y entonces, ¿qué podía hacerse? Reflexionó sobre el asunto. Él no tendría inconveniente en comer con un terrestre o en pernoctar con él en caso de necesidad. . ., siempre que se tratara de un hombre razonablemente limpio y en buena salud. En verdad, Arvardan era capaz de tratar a un terrestre como a cualquier otro hombre de la Galaxia. Sin embargo no podía negar que siempre estaría consciente del hecho de que un terrestre era un terrestre. Eso no podía evitarlo. Aquello era el resultado de una niñez sumergida en una atmósfera de prejuicios casi invisibles y tan profundos, que los axiomas se aceptaban como si fueran una segunda naturaleza. Después, uno se liberaba de los prejuicios y, con el tiempo, se los juzgaba como lo que eran. PERO ahora se presentaba la ocasión de probarse a sí mismo. Arvardan estaba en un aeroplano, rodeado únicamente por terrestres, y se sentía cómodo entre ellos: apenas ligeramente superior. Miró los rostros comunes y poco distinguidos de las personas que lo rodeaban. Se suponía que los terrestres eran diferentes; pero, ¿habría él podido distinguirlos de los" otros hombres si los hubiera encontrado casualmente en una muchedumbre? No lo creía. Las mujeres no eran feas. . . Frunció el ceño. Naturalmente, hasta la mayor tolerancia tiene que establecer un límite. El intercambio matrimonial, por ejemplo, era imposible. A sus ojos, el aeroplano era una máquina de construcción imperfecta.

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Desde luego, funcionaba con energía atómica; pero la aplicación del principio era bastante deficiente. En primer término, el generador de energía no estaba bien protegido. Entonces se le ocurrió a Arvardan que la presencia le rayos gamma y una alta densidad neutrónica en la atmósfera podía ser menos importante para los terrestres que para otros. Después le llamó la atención el paisaje. Desde el púrpura oscuro de la extrema estratosfera, la Tierra presentaba un aspecto fabuloso. Allá abajo, las amplias extensiones nebulosas, oscurecidas aquí y allá por la sombra de nubes brillantes de sol, tenían un color anaranjado. Hacia atrás, retirándose lentamente del aeroplano, quedaba la suave y confusa línea de la noche, entre cuyas sombras las áreas radioactivas emitían sus rayos. Atrajo la atención de Arvardan un rumor de risas entre los pasajeros. Las risas parecían provenir de una pareja ya madura, de aspecto saludable y feliz. Arvardan preguntó a su vecino: —¿Qué les pasa? El vecino hizo una pausa antes de responder: —Hace cuarenta años que se casaron y ahora realizan el gran viaje. —¿El gran viaje? —Sí, el gran viaje alrededor de la Tierra. El hombre maduro, con el rostro enrojecido de placer, narraba volublemente sus experiencias e impresiones. Su mujer intervenía de vez en cuando, aclarando minuciosamente Puntos no importantes. Ambos parecían del mejor humor. Los demás viajeros escuchaban con suma atención, de modo que a Arvardan le pareció que os terrestres eran tan humanos y cordiales como cualquier otra gente de la Galaxia.

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De pronto alguien preguntó: — ¿Cuándo deben presentarse ustedes para el cumplimiento de los sesenta? —Dentro de un mes — fué la respuesta rápida y tranquila —: el dieciséis de noviembre. —Bueno — dijo el hombre que había preguntado —, espero que tengas un buen día. Mi padre fué a cumplir la ceremonia de los sesenta en un día muy lluvioso. Nunca he visto un día como aquél. Yo lo acompañaba (generalmente se desea compañía en un día semejante.), y durante todo el camino se quejó del mal tiempo. Teníamos un coche abierto, y nos empapamos. “Escucha”, le dije, “¿de qué te quejas, papá? Yo soy el que tiene que regresar. Hubo carcajadas generales, a las que se unió de buena gana la pareja. Pero Arvardan se sintió invadido de horror cuando una sospecha incómoda y muy clara penetró en su mente. Dijo al hombre que compartía con él el asiento: —Esos sesenta de que usted habla. .me parece entender que se refieren a la eutanasia, es decir, que a ustedes los hacen desaparecer cuando llegan a los sesenta años, ¿verdad? La voz de Arvardan se apagó cuando su vecino sofocó las últimas carcajadas, se volvió en el asiento y, lanzándole una mirada larga y desconfiada, dijo: —¿A qué creía usted que se referían? Arvardan hizo un ademán indefinible con la mano y sonrió forzadamente. Conocía el precepto en teoría, como algo que está sólo en los libros: algo que se discute en los periódicos científicos. Pero ahora comprendía que realmente se aplicaba a seres vivos, que los hombres y mujeres que lo rodeaban, cumpliendo con la costumbre, í vivían únicamente hasta los sesenta años. El vecino seguía mirándolo. —¿De dónde viene usted? ¿No cono-

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cen los sesenta en su dudad natal? —Allí les llamamos el "tiempo” — dijo Arvardan débilmente —. Yo soy de por allá.. . — hizo un ademán señalando con el pulgar por encima del hombro y, después de medio minuto, el otro retiró su mirada dura e interrogante. Los labios de Arvardan hicieron una mueca. Aquella gente era sumamente desconfiada. El viejo decía nuevamente: —Ella viene porque quiere venir conmigo — y señalaba a su alegre mujer —. Ella no tiene que presentarse hasta tres meses después; pero es inútil esperar; así que hemos decidido irnos juntos. ¿Verdad, querida? —Ah, sí — dijo ella riendo con buen humor —. Nuestros hijos están todos casados y tienen sus hogares. Yo los molestaría. Además no sería feliz sin mi viejo compañero... Por eso hemos decidido irnos juntos. Todos los pasajeros parecieron concentrarse en el cálculo aritmético del tiempo que les quedaba a cada uno. . . El proceso implicaba la conversión de meses en días y ocasionó algunas disputas entre los matrimonios que allí viajaban. Un individuo pequeño, con ropas muy ajustadas y una expresión decidida y orgullosa, dijo: —Me quedan exactamente doce años, tres meses y cuatro días. Doce años, tres meses y cuatro días. Ni un día más ni un día menos. Alguien interrumpió diciendo muy razonablemente: —Si no muere usted antes, claro está. —Tonterías — fué la respuesta inmediata —. No pienso morir antes. ¿Le parece a usted que soy hombre de morir antes? Viviré doce años, tres meses y cuatro días, no creo que haya aquí nadie que se atreva a negarlo — y miró provocativamente.

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Un joven esbelto se puso entre los labios un cigarrillo largo y elegante, y dijo sombríamente: —Todo eso está bien para los que pueden calcular exactamente. Pero hay muchos hombres que viven después de cumplir su tiempo. —¡Ah, naturalmente! — dijo otro, y hubo un murmullo de aprobación general, y una especie de sentimiento de indignación se apoderó de todos. —No es — prosiguió el joven, lanzando bocanadas de humo y sacando la ceniza de la colilla con un movimiento afectado — que me parezca mal que un hombre o una mujer quieran vivir hasta el día del concejo siguiente al de su cumpleaños, especialmente si tienen asuntos que arreglar. Pero esos canallas y parásitos que procuran llegar al próximo censo mientras devoran la comida de la próxima generación ... — parecía que aquel punto lo hería personalmente. Arvardan preguntó con suavidad: — Pero, ¿acaso no está registrada la edad de todo el mundo? No pueden vivir mucho más del año prefijado, creo yo. HUBO un silencio general, en el que se mezclaba un poco de desprecio por aquel tonto idealismo. Alguien dijo después, diplomáticamente, como queriendo dar el asunto por terminado: —Bueno, en realidad no tiene objeto vivir después de los sesenta. —No tiene objeto si se trata de un labrador — interrumpió otro vigorosamente —. Cuando se ha trabajado medio siglo en el campo, sería una locura no desear irse. Pero, ¿ocurre lo mismo con los administradores, por ejemplo, y con los hombres de negocios? Finalmente el viejo cuyos cuarenta años de matrimonio habían hecho surgir la conversación, se atrevió a expresar su opinión, reafirmada quizás por el hecho de que, como futura víctima

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de los sesenta, ya no tenía nada que perder. —Eso — dijo — depende de cada uno — e hizo una especie de guiño casi provocativo —. Una vez conocí a un hombre que llegó a los sesenta el año después del censo 810 y que logró vivir hasta que lo atrapó el censo 820. Tenía sesenta y nueve años cuando se fué. Sesenta y nueve. ¿Se dan cuenta? —¿Cómo logró eso? —Tenía algún dinero, y su hermano era miembro de la Sociedad de Ancianos. Se puede hacer todo si se poseen las dos cosas. Hubo una aprobación general. —Oigan — dijo enfáticamente el joven del cigarrillo —, tengo un tío que logró vivir un año más. . ., sólo un año. Era uno de esos egoístas que no desean irse. No le importaba nada de los demás... Yo no lo sabia, pues en tal caso hubiera informado, ya que un hombre debe irse cuando le llega la hora. Es lo justo para la próxima generación. Por fin lo atraparon, y casi en seguida la Hermandad nos llamó a mi hermano y a mí, y quiso saber por qué no habíamos informado. Yo dije la verdad: que no sabía nada; que mi familia no estaba enterada; que hacía diez años que no veíamos a mi tío. Mi padre confirmó nuestra declaración. Pero de todos modos pagamos una multa de quinientos créditos. Eso pasa cuando no hay nadie que nos recomiende, o que esté en situación de protegernos.

La expresión de desagrado aumentaba en el rostro de Arvardan. ¿Eran estos hombres tan locos como para aceptar así la muerte, o para ponerse contra los amigos o parientes que trataban de eludirla? ¿Estaba acaso en un aeroplano que llevaba un grupo de locos al manicomio o a la eutanasia? ¿O eran simplemente así los terrestres? El vecino de asiento lo miraba nuevamente, y su voz interrumpió los pensamientos de Arvardan. —¿Dónde está por allá”? —Disculpe; no entiendo. . . —Pregunto de dónde es usted. Usted ha dicho que es de “por allá”. ¿Qué quiere decir “por allá”? Arvardan vió que los ojos de todos se posaban en él, y vió también que en todas las miradas había una chispa de desconfianza. ¿Creían acaso que él era algún miembro de la Sociedad de Ancianos? ¿Acaso sus preguntas les habían hecho creer que era un agente provocador? Dijo, en un impulso de franqueza: —No soy de la Tierra. Soy Bel Arvardan, de Baronn, en el sector de Sirio. ¿Cómo se llaman ustedes? — y tendió la mano. Fué como sí hubiera dejado caer una cápsula atómica en medio del aeroplano. Todas las caras expresaron un gesto inicial de horror, que pronto se transformó en acerba hostilidad hacia Arvardan. El

________________________ Una fábrica bajo un río Tal es una planta destinada al ensayo de motores a reacción, en Suecia, construida a 85 metros por debajo del río Gota. En este ensayo se hacen necesarios 50 kilogramos de aire por segundo, durante 40 minutos, a alta presión. El agua del río es llevada a una cámara subterránea de 10.000 metros cúbicos, que contiene 120.000 kilogramos de aire, y “empuja” el aire a alta presión, a través de tuberías, a la fábrica. Cuando el aire de la cámara se agota, el agua se desaloja en 18 horas, por medio de tres enormes compresores.

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hombre que había compartido el asiento con él, se levantó muy tieso y cambió de lugar, metiéndose en un asiento donde los ocupantes tuvieron que apretarse para hacerle sitio. Todos los viajeros le volvieron la espalda. POR un instante Arvardan ardió de indignación. ¡Que los terráqueos lo trataran a él así!... ¡Los terráqueos! Les había tendido una mano amistosa; ¡él, un siriano, había condescendido a tratar con ellos, y ellos lo rechazaban! Después, haciendo un esfuerzo, se tranquilizó. Era evidente que los prejuicios no eran unilaterales; que el odio engendraba el odio. Notó que alguien se le acercaba. Arvardan lo miró con aire de disgusto y le preguntó: —¿Qué desea? Era el joven del cigarrillo, que encendiendo otro mientras hablaba, dijo: —¡Hola! Me llamo Crein... No permita que éstos lo pongan de mal humor. —Nadie me pone de mal humor — dijo Arvardan bruscamente. La compañía no le agradaba, y él no deseaba aceptar consejos de un terrestre. Pero Crein no parecía muy sensible a la sutileza de ciertos sentimientos. Dió varias vigorosas chupadas al cigarrillo y dejó caer las cenizas en el cenicero del brazo del sillón. —Son provincianos — dijo con desprecio —.No son más que un grupo de labriegos. . . sin criterio galáctico. No se preocupe por ellos. . . Fíjese en mí. Yo poseo una filosofía diferente. Creo que hay que vivir y dejar vivir. Yo no tengo prejuicios contra los extranjeros. Si se portan amistosamente conmigo, me porto amistosamente con ellos. ¡Qué demonios!... Usted no puede dejar de ser extranjero, ni yo puedo dejar de ser terrestre. ¿No le parece que tengo razón?

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—y palmeó familiarmente el dorso de la mano de Arvardan, sentándose junto a él. Arvardan asintió, pero retiró la mano ante el contacto del otro. No le agradaba hacer amistad con un hombre que lamentaba no haber contribuido a la muerte de su tío, fuera cual fuera su origen planetario. Crein se inclinó hacia él. —¿Va usted a Chica? ¿Cómo dijo usted que se llamaba? ¿Albarrán? —Arvardan. Sí, voy a Chica. —Es mi ciudad natal: la mejor ciudad de la Tierra. ¿Piensa quedarse allí mucho tiempo? —Tal vez. Todavía no lo he decidido. — ¡Hum!... Espero que no se incomode si le digo que su camisa me ha llamado la atención. ¿Me permite que la vea de cerca? La compró en Sirio, ¿no? —Sí, es de Sirio. —Es de muy buen material. Aquí, en la Tierra, no tenemos nada parecido. Oiga: ¿no le sobra alguna camisa igual? Se la compraré si quiere vendérmela. Es muy linda. Arvardan meneó la cabeza enfáticamente. —Lo lamento, pero mi guardarropa es muy limitado. Tengo pensado comprar ropa aquí en la Tierra. —Le pagaré cincuenta créditos por la camisa — dijo Crein. Arvardan no contestó, y Crein añadió con tono algo resentido: —Es un buen precio. —Muy buen precio — dijo Arvardan —; pero ya le he dicho que no tengo camisas para vender. —Bueno. . . — Crein se encogió de hombros —. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en la Tierra? —Tal vez. —¿De qué se ocupa usted? El arqueólogo se dejó dominar por el mal humor.

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—Perdone, señor Crein, pero estoy un poco cansado y quisiera echar una siestecita. ¿De acuerdo? Crein frunció el ceño. —¿Qué le pasa? ¿No puede usted ser amable con la gente? Le he hecho una pregunta cortés, y no creo que merezca una respuesta tan áspera. La conversación, que hasta ese momento había transcurrido en voz más bien baja, se transformó súbitamente en gritos. Expresiones hostiles rodearon a Arvardan. El arqueólogo apretó los labios. Era lo que se merecía, pensó amargamente. No se habría metido en este lío si desde el principio se hubiera mantenido distante; si no hubiera sentido necesidad de demostrar su tolerancia y de imponerla a gente que no la deseaba. Dijo fríamente: —Señor Crein, yo no he solicitado su compañía, ni he sido descortés con usted. Repito que estoy cansado y que deseo descansar. No creo que eso sea un acto tan desusado. —Escuche — el joven se levantó del asiento y arrojó el cigarrillo con un ademán violento, mientras señalaba con el dedo —, no le permitiré que me trate como a un perro. Ustedes, los asquerosos foráneos, vienen aquí con sus relamidos discursos, sus desdenes, y creen que tienen el derecho de pisoteamos. Pero no lo toleraremos, ¿sabe usted? Si no le gusta la Tierra, puede volverse al sitio de donde ha venido, y le aseguro que no necesito mucho más para obligarlo a regresar a la fuerza. ¿Cree que le tenemos miedo? Arvardan volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventana. Crein, sin poder hablar más, regresó al asiento que tenía antes de iniciar la conversación. En todo el aeroplano hubo un excitado murmullo, que Ardarvan decidió ignorar. Sintió, más que vió, las

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miradas agudas y envenenadas que le lanzaban; hasta que finalmente aquella impresión pasó, como todas las cosas. Y Arvardan continuó su viaje, aislado y en silencio. FUÉ un placer la llegada al aeropuerto de Chica. Arvardan sonrió al echar desde el aire la primera mirada a "la primera maldita ciudad de la Tierra”, pero pensó que, en todo caso, aquella ciudad era mucho mejor que la atmósfera espesa y enemiga del aeroplano. Vigiló el traslado de su equipaje, que hizo colocar en un biciclo. Al menos en aquel vehículo, él sería el único pasajero; de modo que, si no hablaba demasiado con el conductor, no tendría molestias. —A la Casa del Estado — dijo al conductor, y partieron. Arvardan entró así por primera vez a Chica, en el mismo día que Joseph Schwartz se escapaba de su habitación del Instituto de Investigaciones Nucleares. CREIN vió alejarse a Arvardan. Con una sonrisita amarga, tomó su librito de notas y lo estudió, mientras fumaba un cigarrillo. No había conseguido mucha atención de los pasajeros, pese a la historia acerca de su tío, que frecuentemente había utilizado antes con buenos resultados. Sin duda el viejo se había quejado de que un hombre viviera menos del tiempo correspondiente, y había protestado contra los Ancianos. Aquello vendría muy bien para denunciarlo ante la Hermandad. Aunque, de todos modos, el tipo se presentaría ante la sede de los sesenta en menos de un mes. Era inútil dar su nombre. El caso del extranjero era diferente. Con marcada satisfacción, Crein miró la nota que había escrito en su cuaderno: “Bel Arvardan, de Baronn, Sirio. Inquiridor sobre los sesenta. Discreto

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en demasía sobre los asuntos propios. Entró a Chica en un aeroplano comercial, a las 11 A. M. hora de Chica, el 12 de octubre. Actitud antiterrestriana muy marcada.” Quizás esta vez había encontrado una buena presa. Esos pobres tipos que hacían tristes comentarios, eran asuntos de poca monta; pero las rarezas de aquel Arvardan valían realmente la pena. Le Hermandad tendría el informe antes de una hora. Lentamente se alejó del aeropuerto. CAPÍTULO 8 CONCURRENCIA EN CHICA

POR vigésima vez, el doctor Shekt revisó sus últimas notas y levantó la vista cuando Pola entró en la oficina. Ella frunció el ceño al ponerse el delantal del laboratorio. —Papá, ¿no has comido todavía? — ¿Yo?... ¡Claro que sí!... ¿Qué es esto? —Es tu almuerzo..., que ya está frío. Lo único que tomaste fué el desayuno. Y no tiene sentido que yo compre tus comidas y te las traiga, si no piensas comerlas. Te voy a obligar a que vengas a casa para comer. —No te enojes. Ya comeré. No puedo interrumpir un experimento de importancia vital, cada vez que tenga hambre. Cuando llegaron al postre, Shekt volvió a ponerse contento. —No sabes — dijo — qué clase de hombre es este Schwartz. ¿Te he hablado de sus suturas craneanas? —Me has dicho que son primitivas. — Pero eso no es todo. Tiene treinta y dos dientes: tres molares arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda, incluso uno falso, de fabricación casera. En realidad nunca he visto un puente que se sostenga en otro diente, en lugar de estar injertado en la

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mandíbula. . . ¿Has visto alguna vez a alguien que tuviera treinta y dos dientes?! —No tengo la costumbre de contar los dientes de la gente, papá. ¿Cuántos dientes tenemos normalmente? ¿Veintiocho? — ¡Tan seguro como el Universo!... Pero todavía no he terminado. Ayer le hicimos un análisis interno. ¿Qué crees que encontramos?... ¡Adivina! —¿Intestinos? —Pola, estás bromeando deliberadamente, pero no importa. No es necesario que adivines. Te lo diré. Schwartz tiene un apéndice vermiforme de unos diez centímetros de largo, y abierto. ¡Por la Gran Galaxia, esto no tiene precedentes! Lo he controlado en la Escuela Médica (con cautela, naturalmente) y me han dicho que los apéndices nunca tienen más de dos centímetros de largo, y que nunca están abiertos. —¿Y qué quiere decir eso exactamente? —Bueno, ese hombre es un verdadero fósil viviente — Shekt se levantó de la silla y empezó a pasearse por la habitación a pasos rápidos —. Te digo, Pola, que no debemos soltar a Schwartz. Es un ejemplar demasiado valioso. —No, no, papá — dijo Pola rápidamente —, no puedes hacer eso. Prometiste a aquel labriego que le devolverías a Schwartz, y debes cumplirlo por el propio Schwartz. Aquí no es feliz. —¿Que no es feliz? ¡Pero si lo tratamos como a un rico extranjero!.. . —¿Y eso qué importa? El pobre hombre está acostumbrado a su granja y a su familia. Ha vivido allí toda la vida. En cambio, ahora vive una experiencia aterradora... o dolorosa. . ., y su mente actúa de distinto modo. No podemos esperar que entienda. Debemos tener en cuenta sus derechos humanos y enviarlo de vuelta a su familia.

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—La causa de la ciencia, Pola. .. — ¡Oh, pavadas! ¿Qué valor tiene la causa de la ciencia? ¿Qué crees que dirá la Hermandad cuando se entere de tus experimentos no autorizados? ¿Crees que a ellos les importa la causa de la ciencia? Piensa en ti mismo, si no quieres pensar en Schwartz. Cuanto más tiempo lo guardes, más peligro corres. Lo enviarás mañana por la noche a su casa, como planeaste originariamente, ¿has oído?. . . Yo iré a ver si Schwartz necesita algo antes del almuerzo. Pero Pola regresó a los cinco minutos, con el rostro pálido y húmedo. — ¡Se ha ido, papá! —¿Quién? — preguntó él sorprendido. — ¡Schwartz! — exclamó Pola, casi llorando —. Debes de haber olvidado cerrar la puerta cuando saliste. Shekt se puso de pie, abriendo los brazos como para mantenerse en equilibrio. —¿Cuánto tiempo hace que se ha ido? —No lo sé; pero no creo que haya pasado mucho tiempo. ¿Cuándo has estado la última vez con él? —Hace menos de un cuarto de hora. Hacía un minuto o dos que yo estaba aquí en el momento en que tú llegaste. —Entonces — dijo ella con decisión súbita —, iré a buscarlo. Es probable que se encuentre por los alrededores. Tú quédate aquí. Es preciso que nadie descubra que tiene ningún contacto contigo. ¿Entiendes?

Shekt tuvo sólo fuerzas para asentir con la cabeza. JOSEPH Schwartz no experimentó alivio alguno en su corazón, al dejar el hospital que le servía de prisión, para perderse en la ciudad. No se engañaba suponiendo que tenía algún plan de acción. Sabía, sabía bien, que simplemente improvisaba. Si algún impulso racional lo guiaba (diferente al impulso ciego de cambiar la inacción por cualquier tipo de acción), era la esperanza de que algún encuentro casual con algún aspecto olvidado de su vida le devolviera la memoria. Estaba ahora totalmente convencido de que sufría de amnesia. Pero la primera mirada a la ciudad lo descorazonó. La tarde terminaba ya. A la luz del sol, Chica tenía un color lechoso. Los edificios parecían construidos de porcelana, como la granja a la que había llegado antes. Sentimientos muy profundos le decían que las ciudades debían ser marrones y rojas, y que debían estar mucho más sucias. Estaba seguro de esto. Caminó lentamente. Presentía que no existía un plan organizado para perseguirlo. No sabía por qué, pero estaba seguro; como también lo estaba de que en los últimos días se había sentido cada vez más compenetrado con el “ambiente”, con la “sensación” de las cosas que lo rodeaban. Aquello formaba parte del proceso extraño de

______________________ Para tomar fresco Según los ensayos realizados en globos sondas, por el Ministerio del Aire, en Inglaterra, la temperatura a 18 kilómetros de altura, es de 54 grados bajo cero: frío que a los 30 kilómetros disminuye un poco, pues sube a 40 grados bajo cero. De todas maneras, le recomendamos al lector no olvidarse del sobretodo cuando se le ocurra hacer un paseíto por esas alturas.

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su mente desde... desde ... Con el pensamiento buscaba los rastros. De todos modos, el ambiente del hospital había sido un ambiente de secreto, como si guardaran un secreto que los asustaba. Por lo tanto no podían perseguirlo abiertamente. Sabía esto. Pero, ¿por qué lo sabía? ¿Acaso aquella extraña actividad de su mente formaba parte de la amnesia? Cruzó otra calle. Los vehículos de ruedas eran relativamente escasos. Los peatones eran. . ., bueno, peatones, pero con ropas más bien ridículas: sin costuras, sin botones, de muchos colores. Y también eran así las que él tenía ahora puestas. Se preguntó dónde estaban sus antiguas ropas y si alguna vez había usado ropas como las que recordaba. Es muy difícil estar seguro de nada, cuando en primer término se duda de la memoria. Pero recordaba claramente a su mujer y a sus hijos: recuerdo demasiado claro para ser engañoso. Se detuvo en medio del paseo para recobrar la serenidad perdida. Quizás su mujer y sus hijos fueran visiones deformadas de otras personas en esta vida real, de tan irreal apariencia. La gente tropezaba con él al pasar a su lado, y muchos murmuraban cosas desagradables. Siguió andando. Súbitamente se le ocurrió que tenía hambre, o que iba a tenerla pronto, y que no tenía dinero. Miró alrededor. No vió nada que se pareciera a un restaurante. Mas, ¿cómo habría podido reconocerlo? No entendía los anuncios. Miró todas las tiendas por las que pasó. . . Finalmente vio un interior donde había pequeñas mesitas empotradas contra la pared. Frente a una de las mesitas había dos hombres sentados. Frente a otra había uno solo. Aquellos hombres comían. Por lo menos eso no había cambiado.

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Los hombres todavía comían, masticaban y tragaban. Entró y, por un instante, quedó muy sorprendido. No había mostrador; nadie cocinaba; no había señal alguna que indicara la presencia de una cocina. El había pensado ofrecerse para lavar los platos a cambio de comida, pero. . . ¿a quién podía ofrecerse? Vacilante se acercó a los dos comensales. Señaló y dijo con dificultad: —Por favor, ¿dónde, comida? Los hombres lo miraron, más bien sorprendidos. Uno habló rápida e incomprensiblemente, golpeando una pequeña estructura en el muro contra el que se apoyaba la mesa. El otro habló también impaciente. Schwartz bajó los ojos. Se volvía ya para irse cuando una mano se apoyó en su brazo. . . GRANZ había visto a Schwartz cuando éste era sólo una cara gorda y ávida que miraba por la vidriera. Y dijo: —¿Qué querrá ese hombre? Mésster, que estaba sentado al otro lado de la mesita, de espaldas a la calle, se volvió, miró, se encogió de hombros y no dijo nada. Granz; añadió: —Fía entrado. —¿Y eso qué? — replicó Mésster. — Nada. Lo comento simplemente. Pero unos momentos después, el recién llegado, después de mirar alrededor con aire perdido, se acercó, señaló el bife que estaban comiendo, y preguntó, con acento extraño: —Por favor ¿dónde, comida? Granz lo miró. —La comida está aquí, amigo. Siéntese en cualquier mesa y use el alimentador..., ¡el alimentador! ¿No sabe j lo que es el alimentador?... Mira a este tipo, Mésster. Parece que no entendiera una palabra de lo que digo. ¡Oiga! Allí... Ponga una moneda y

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déjeme comer, ¿quiere? —Déjalo — gruñó Mésster —. Es un vagabundo pidiendo limosna. —¡ Éh, espere! Granz tomó del brazo a Schwartz, cuando éste se disponía a partir. Luego, mirando a Mésster, dijo: — ¡Voto al Universo, que coma el obre tipo! Probablemente pronto le llegarán los sesenta. Es lo menos que puedo hacer por él. . . Oiga, ¿tiene usted dinero?. . . Parece que no entendiera. Dinero, compañero, dinero... Esto. . . — sacó del bolsillo una brillante pieza de medio crédito y la hizo saltar para que brillara en el aire. —¿Tiene dinero? — preguntó. Lentamente Schwartz meneó la cabeza. —Entonces tome esto, en mi nombre — guardó el medio crédito en el bolsillo y tendió a Schwartz una moneda dé mucho menos valor. Schwartz la recogió vacilante. —Bueno. No se quede ahí. Métala en el alimentador. Allí. Schwartz entendió al fin. El alimentador tenía una serie de ranuras de diferentes tamaños, para poner monedas, y una serie de manijas junto a otros tantos rectángulos blancos, con inscripciones que Schwartz no podía descifrar. El hombre señaló la comida que había sobre la mesa e hizo correr el dedo índice por las manijas, mientras levantaba las cejas con aire interrogante. Mésster dijo enojado: —Un sándwich no es bastante para él. Tenemos vagabundos demasiado elegantes en este barrio. No vale la pena de darles nada, Granz. —Bueno, me costará ochenta céntimos. Total, mañana es día de pago... Aquí — dijo a Schwartz. Colocó monedas en el alimentador y retiró el recipiente de metal del nicho de la pared —. Lléveselo ahora a otra mesa. . . No, guarde esa moneda. Cómprese con ella una taza de café.

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Schwartz llevó el recipiente a una mesa. El recipiente tenía una cuchara sujeta a uno de los lados, con una cinta de material transparente, que se quebró ante la presión de la uña. Al hacer esto se separó también la tapa del recipiente y dió media vuelta sobre sí misma. La comida, contrariamente a la que había visto comer a los otros, estaba fría; pero esto era sólo un detalle. Pasó un minuto, y Schwartz se dió cuenta de que la comida se estaba calentando y que el recipiente era tibio al tacto. Alarmado se detuvo y esperó. La salsa humeó primeramente; después burbujeó unos instantes; y por último comenzó a enfriarse de nuevo, y Schwartz terminó su comida. Granz y Mésster estaban todavía allí. También seguía allí el tercer hombre, a quien Schwartz no había prestado atención.

NUMEROS ANTERIORES de

más allá Para los lectores que deseen completar la colección de la revista, tenemos en depósito una cantidad limitada de ejemplares de los números anteriores, en venta al precio de tapa de $ 6.— por ejemplar. Pueden obtenerse: adquiriéndolos directamente en las oficinas de la Editorial Abril, Av. Alem 884, 1? piso, Buenos Aires; o remitiéndonos un giro postal por el importe correspondiente a la orden de

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Schwartz tampoco había visto, desde el momento en que salió del Instituto, al hombrecito flaco que, muy disimuladamente, no lo perdía de vista. BEL Arvardan, después de ducharse y cambiarse de ropa, siguió rápidamente su primera intención de estudiar al animal humano, subespecie terrenal, en los habitantes nativos. El tiempo era suave; la ligera brisa, refrescante; la ciudad, brillante, tranquila y limpia. No estaba mal. Primera parada en Chica, pensó. La mayor colección de terrestres del planeta. Después venía Washenn, la capital local. Senloo. Senfran. Bonair... Había planeado un itinerario por todo el continente occidental (donde vivía la mayoría de la escasa y desparramada población de la Tierra), pasando dos o tres días en cada ciudad, y pensaba regresar a Chica cuando su navio expedicionario estuviera listo. Sería instructivo. Cuando la tarde declinaba, Arvardan entró a un alimentador y, mientras comía, observó el pequeño drama que se desarrollaba entre los dos terrestres, que habían entrado al alimentador después que él, y el hombrecito gordo y ya viejo, que había entrado después. Observó con imparcialidad y registró el incidente como in simple detalle que contrarrestaba la

desagradable experiencia del aeroplano. Los hombres de la mesa eran evidentemente choferes de aerotaxis; no eran ricos, pero sí caritativos. El mendigo salió y, dos minutos después, Arvardan salió también. En las calles encontró mucha más! gente ahora que terminaba la jornada de trabajo. Se apartó rápidamente para no tropezar contra una muchacha. —Perdón — dijo. La muchacha estaba vestida de blanco, con ropas que tenían las líneas estereotipadas de un uniforme. Pareció no prestar atención al tropiezo. La ansiosa expresión de su cara, la prontitud con que volvía la cabeza a uno y otro lado, su preocupación evidente, delataban su situación. Arvardan apoyó el dedo sobre el hombro de la muchacha. —¿Puedo ayudarla, señorita? ¿Qué le ocurre? Ella se detuvo y lo miró con ojos sorprendidos. Arvardan pensó que la muchacha tendría entre diecinueve o veintiún años; observó cuidadosamente su pelo castaño, sus ojos oscuros, sus pómulos prominentes y su mentón fino, su cintura esbelta y sus ademanes graciosos. Descubrió que el hecho de que aquella criatura fuera terrestre añadía

_____________________ Vidrio fotosensible Se ha conseguido perfeccionar un vidrio en el que se pueden impresionar fotografías; basta hacerle llegar rayos ultravioleta. durante unos segundos, a través de un negativo adosado sobre él. El vidrio contiene sustancias metálicas disueltas, que juegan el mismo papel que los compuestos de plata en la placa fotográfica. Los rayos ultravioleta precipitan estos metales, en forma de partículas microscópicas. Él “revelado” se hace en un horno a 625 grados, durante treinta minutos, lapso en el cual se aglomeran las partículas formando manchas visibles, que reproducen la imagen. Además de hermosos efectos ornamentales, se pueden obtener útiles aplicaciones a la técnica de la iluminación, imprimiendo en estos vidrios una “trama” especial que difunde la luz.

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un sabor perverso a su atractivo. Ella seguía mirándolo y, en el momento de hablar, casi se echó a llorar. —Es inútil. No se preocupe. Es inútil pretender encontrar a alguien cuando no se tiene idea de dónde podemos encontrarlo — parecía desalentada y tenía los ojos húmedos. Se irguió después y respiró profundamente —. ¿No ha visto usted a un hombrecito gordo, de unos cincuenta y cuatro años, vestido de verde y blanco, sin sombrero, un poco calvo? Arvardan la miró sorprendido. —¿Cómo? ¿Verde y blanco?... ¡Oh!, no creo que... Dígame; ese hombre al que usted se refiere, ¿habla con dificultad? — ¡Sí, sí! ¡Oh, sí! ¿Lo ha visto usted? —No hace cinco minutos que estaba allí, comiendo con dos hombres... Ahí están ellos... ¡Eh, ustedes dos! — les hizo señas de que se acercaran. Granz llegó primero. —¿Desea un aerotaxi, señor? —No; pero si dice usted a la señorita qué ha sido del hombre con el que estaban ustedes comiendo, le pagaré el precio de un viaje. Granz hizo una pausa y pareció apenado. —Yo quisiera informar a usted, pero nunca he visto a ese hombre. Arvardan se volvió hacia la muchacha. —Señorita, el hombre no puede haber marchado en la dirección de la que usted viene, porque usted lo habría visto. Y no puede estar muy lejos. Vayamos un poco hacia el norte. Lo reconoceré si lo veo. La oferta de ayudar a la muchacha fué un impulso irreprimible, aunque Arvardan no era impulsivo. Sonrió a la muchacha. Granz interrumpió bruscamente: —¿Qué ha hecho ese hombre, señorita? No habrá quebrantado ninguna de las costumbres.. ., ¿no es verdad?

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—¡No, no! — dijo ella rápidamente —. Es que está un poco enfermo. Eso es todo. Mésster los vió alejarse. —¿Un poco enfermo? — se echó la gorra contra la nuca y después se acarició meditativamente el mentón—. ¿Qué te parece, Granz? ¡Un poco enfermo! ... Y miró de reojo a su compañero. —¿Qué te pasa? — preguntó Granz inquieto. —Algo que me está preocupando bastante. Ese individuo parece haber salido directamente del hospital. Una enfermera lo busca, y por cierto que está muy inquieta. ¿Por qué inquietarse tanto si el hombre está solo un poquito enfermo? Tú has visto que el hombre apenas podía hablar ni entender, ¿no es así? Hubo un momento de pánico en los ojos de Granz. —¿No querrás decir que se trata de la fiebre? —Naturalmente, pienso que es fiebre de radiación... y que está muy enfermo. Y estuvo a menos de un metro de distancia de nosotros. ¡Mal asunto!.. . Junto a ellos estaba un hombrecito delgado; un hombrecito con ojos brillantes y agudos, que parecía surgido de la nada y que, con una vocecita vacilante, preguntó: —¿Qué pasa, muchachos? ¿Quién tiene fiebre de radiación? Los otros lo miraron con desagrado. —¿Quién es usted? — ¡Oh! — dijo el hombrecito flaco —, quieren saberlo, ¿verdad? Pues sepan que soy un mensajero de la Hermandad — mostró una escarapela brillante en el lado interno de la solapa de su chaqueta —. Ahora, en nombre de la Sociedad de Ancianos, ¿qué es esta charla sobre la fiebre de radiación?

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Mésster habló con voz aterrada y débil. —No sé nada. Hay una enfermera que busca a un enfermo, y yo he pensado que tal vez era alguien con fiebre de radiación. Eso no es nada contra las costumbres, ¿verdad? — ¡Ajá!, conque me habla usted de las costumbres, ¿eh? Mejor será que se ocupen ustedes de sus asuntos y que me dejen a mí ocuparme de las costumbres. El hombrecito se frotó las manos, miró rápidamente alrededor y partió en dirección al norte. ¡ALLÍ está! — exclamó Pola apretando febrilmente el brazo de su compañero. Aquello había pasado rápida, fácil y accidentalmente. En medio de la desesperación de no encontrarlo, Schwartz se había materializado frente a la entrada principal de una tienda, a unas tres cuadras del alimentador. —Ya lo veo — dijo Arvardan —. Ahora quédese usted detrás y deje que yo lo siga. Si él la ve y se mete entre la muchedumbre, nunca podremos localizarlo. Siguió a esto una persecución de pesadilla. La aglomeración humana de la tienda era como arenas movedizas que pudieran absorber su presa, mantenerla oculta, escamotearla inesperadamente, establecer barreras infranqueables. Era como si la muchedumbre hubiera tenido una idea consciente y maligna de su poderío. Arvardan dio cuidadosamente la vuelta a un mostrador, sentía como si Schwartz estuviera al extremo de un hilo de pescar. Extendió su enorme mano y atrapó el hombro del perseguido. Schwartz protestó en un lenguaje incomprensible, y retrocedió lleno de pánico. Pero las manos de Arvardan eran fuertes hasta para hombres de gran potencia muscular. Arvardan se contentó

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con sonreír a su presa, mientras decía con voz; normal, para que lo oyeran los otros paseantes: — ¡Hola, viejo, hace meses que no! te veo! ¿Cómo estás? En los gestos de la cara del otro y en sus tartamudeos le pareció ver un engaño palpable; pero Pola se acercó a ellos en aquel instante. —Schwartz — murmuró —, regrese con nosotros. Por un instante, Schwartz se irguió con rebeldía, pero después cedió. Dijo cansadamente: —Iré. . . con. . . usted — pero su frase se ahogó en medio del súbito estallido de los altoparlantes de la tienda. —¡Atención, atención, atención! La dirección solicita que todas las personas que se encuentran en la tienda salgan en orden por la entrada de la calle Quinta. Deberán presentar sus tarjetas de registro a los guardias de la puerta. Es esencial que esto se realice en seguida. ¡Atención, atención, atención! El mensaje fué repetido tres veces, la tercera vez sobre el ruido de los pasos apresurados de la multitud que se agrupaba hacia las salidas. Un griterío que surgía de todas las bocas se hizo oír, formulando en diferentes formas la pregunta siempre incontestable de “¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre? Arvardan se encogió de hombros y dijo: —Pongámonos en fila, señorita. De todos modos ya nos íbamos de aquí. Pero Pola meneó la cabeza. —No podemos. No podemos. . . —¿Por qué no? La muchacha retrocedió simplemente. ¿Cómo podía decirle que Schwartz 1 no tenía tarjeta de registro? ¿Quién era este hombre? ¿Por qué la había ayudado? Asaltada por un torbellino de dudas y de desesperación, dijo de mal modo:

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—Es mejor que usted se vaya, señor, o esto le acarreará molestias. De los ascensores la gente salía a oleadas, a medida que se evacuaban los pisos superiores. Arvardan, Pola y Schwartz eran como una pequeña isla en medio de la marea humana. Cuando Arvardan pensó más tarde en el asunto, comprendió que, en aquel momento, pudo haber dejado a la muchacha. ¡Haberla dejado! No verla nunca más. No tener nada que reprocharse ... Y todo habría sido diferente. El gran Imperio Galáctico se habría disuelto en el caos y la destrucción. Pero no dejó a la muchacha. Ella parecía menos bonita en medio de su pánico y de su desesperación. Nadie puede ser hermoso en tal situación. Pero Arvardan se sintió turbado al verla tan desesperada. Había dado ya un paso para irse cuando se volvió. —¿Piensa quedarse aquí? Ella asintió. —¿Por qué? — preguntó él. —Porque — y los ojos se le llenaron de lágrimas — no sé qué otra cosa podría hacer. Era simplemente una muchachita asustada, aunque fuera una terrestre. Arvardan dijo con voz dulce:

—Si me explica qué le pasa, trataré de ayudarla. No hubo respuesta. Los tres formaban un cuadro. Schwartz se había dejado caer en el suelo, en cuclillas, sintiéndose demasiado mal para seguir la conversación, o para sentir curiosidad por la súbita evacuación de la tienda; lo único que había podido hacer era ocultar la cabeza entre las manos, sofocando unas palabras que no llegó a pronunciar. Pola, llorando, comprendía únicamente que estaba más asustada de lo que nunca creyó poder estarlo. Arvardan, intrigado, palmoteó torpemente el hombro de Pola, para alentarla, y registró el hecho de que, por primera vez, había tocado a una terrestre. En aquel momento se les acercó el hombrecito. CAPÍTULO 9 CONFLICTO EN CHICA EL teniente Marc Claudy, de la guarnición de Chica, bostezó lentamente y miró a lo lejos con indecible aburrimiento. Terminaba su segundo año de servicio en la Tierra y ansiaba ardientemente que lo trasladaran.

_______________________________ ¡Cuidado con el destornillador! Durante mucho tiempo ha permanecido en el misterio la causa de peligrosas inflamaciones que sobrevenían después de la colocación de un hueso artificial de acero inoxidable. Ya se sabía que inflamaciones de este tipo podían aparecer cuando en el cuerpo del paciente estaban en contacto metales o aleaciones distintas, debido a que se producían tensiones eléctricas débilísimas, pero que bastaban para inflamar los tejidos. Sin embargo, aun tomando la precaución de que todos los elementos de la prótesis fueran del mismo metal, surgían algunas veces las complicaciones. Por fin, el fenómeno pudo explicarse del siguiente modo: durante la colocación de las piezas, había sido necesario manipularlas con pinzas y destornilladores, no siempre del mismo metal, y esto pudo originar un depósito del metal de las herramientas; depósito de sólo algunos cienmilésimos de gramo, pero suficientes para producir los curiosos efectos.

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En ninguna parte de la Galaxia el problema de mantener una guarnición era tan difícil como en este mundo horrible. En otros planetas existía cierta camaradería entre soldados y civiles, particularmente con los civiles femeninos; había una sensación de libertad y de amplitud. Pero aquí, el cuartel era una cárcel, a prueba de radiación y con su atmósfera filtrada, libre de polvo radioactivo. Las ropas estaban impregnadas de plomo, eran pesadas y frías y no podían quitarse sin grave riesgo. Como corolario de todo esto, el fraternizar con la población (suponiendo que la desesperación de la soledad pudiera llevar a un soldado a buscar la compañía de una muchacha terrestre) era totalmente imposible. ¿Qué quedaba, pues, fuera de los breves ronquidos, las largas siestas y el volverse lentamente loco? El teniente Claudy sacudió la cabeza en una vana tentativa de despejarse, bostezó nuevamente, se sentó y empezó a ponerse los zapatos. Miró su reloj. Decidió que todavía no había llegado la hora de la comida nocturna. De pronto se puso de pie, calzado con un solo zapato, y, azorado por tener el pelo despeinado, saludó. El coronel lo miró con ojos de reproche, pero no hizo alusión al asunto, y dijo bruscamente: —Teniente: hay informes de revueltas en el distrito comercial. Vaya usted con una patrulla de desinfección a la tienda de Dúnham, y domine la situación. Debe usted cuidar de que sus hombres estén bien protegidos contra cualquier infección proveniente de la fiebre de radiación. — ¡Fiebre de radiación! — exclamó el teniente —. Perdone, mi coronel, pero.. . —¡Esté usted pronto para partir en un cuarto de hora! — interrumpió fríamente el coronel. ARVARDAN fué el primero que vió

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al hombrecito, el cual, haciendo ademán de saludar, exclamó: — ¡Eh, amigo, oiga, dígale a la muchacha que no tiene necesidad de llamar a los bomberos! Pola sintió que la cabeza se le iba v retuvo el aliento. Automáticamente! buscó protección contra el cuerpo de Arvardan, que con idéntico impulso la rodeó con el brazo para protegerla. No pensó que era va la segunda vez que tocaba a una mujer terrestre. Dijo bruscamente al hombrecito: —¿Qué desea? El hombrecito de los ojos intensos, avanzó con desconfianza, surgiendo de detrás de un mostrador lleno de paquetes. Hablaba en forma que era a la vez aduladora e insolente. —Es forzoso salir de aquí — dijo —, pero no necesita usted molestarse, señorita. Yo mismo llevaré su hombre al Instituto. —¿A qué Instituto? — preguntó Pola, aterrada. —¡Ea, vamos! — dijo el hombrecito —. Yo soy Nátter, el frutero que tiene un puesto frente al Instituto de Investigaciones Nucleares. La he visto a usted muchas veces. —Oiga — dijo Ardarvan rudamente —, ¿qué significa todo esto? El cuerpecito de Nátter se estremeció de risa. —Creen que ese tipo que está con ustedes tiene fiebre de radiación. —¿Fiebre de radiación? — preguntaron a la vez Pola y Arvardan. Nátter asintió. —Así es. Lo han dicho dos choferes que comieron con él. Las noticias de esta clase cunden muy pronto. —¿Los guardias que están afuera — preguntó Pola — buscan únicamente a §. alguien que tiene la fiebre? —Sí, señorita. —¿Y usted por qué no teme a la fiebre? — preguntó Arvardan bruscamente

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—. Supongo que ha sido el miedo al contagio lo que ha hecho que las autoridades ordenaran la evacuación de la tienda. —Claro. Y las autoridades están afuera porque tienen miedo de entrar. Esperan que llegue el escuadrón extranjero de desinfección. —Pero usted no teme a la fiebre, ¿verdad? — insistió Arvardan. —¿Por qué habría de temerla? Ese hombre no tiene fiebre. Mírelo. ¿Dónde están las llagas de la boca? No está enrojecido. Tiene bien los ojos. Conozco la fiebre. Venga, señorita, salgamos de aquí. Pero Pola se alarmó nuevamente. —No, no. No podemos. Él. ,. él. . . — no pudo proseguir. Nátter dijo insinuante: —Yo puedo sacarlo. No me harán preguntas. No necesitaré tarjeta de registro. .. Pola no pudo reprimir una leve exclamación, y Arvardan preguntó con disgusto: —¿Por qué tiene usted tanta autoridad? Nátter rió groseramente y mostró el revés de su solapa. —Mensajero de la Sociedad de Ancianos. Nadie me hará preguntas. —¿Y qué pretende usted? —Dinero. Ustedes están asustados, y yo puedo ayudarlos. Nada más. Esto vale mucho para usted. Yo pido cien créditos: cincuenta por adelantado, y cincuenta al cumplirles lo prometido. Pola murmuró horrorizada: —Usted lo entregará a los Ancianos. —¿Para qué? A ellos no les serviría de nada, y a mí esto me valdrá ganar cien créditos. Si esperan a los extranjeros, ellos serán capaces de matar al hombre antes de averiguar si tiene la fiebre. Ya saben ustedes cómo son los extranjeros: no les importa matar a un terrestre. Más bien lo prefieren.

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Arvardan dijo: —Lleve con usted a la señorita. Pero los ojitos de Nátter brillaron con astucia. —¡Oh, no! De ninguna manera, patrón. Yo no me arriesgo así como así. Puedo salir con una persona, pero quizá no logre pasar con dos. Y de elegir alguna, elijo la que me parezca más valiosa. ¿No le parece a usted que es razonable? —¿Y qué pasaría — preguntó Arvardan — si yo lo agarro y le retuerzo el pescuezo? ¿Qué pasaría entonces? Nátter retrocedió, pero recobró la voz después de un instante y logró sonreír. —Usted sería un idiota en ese caso. Lo atraparían y lo acusarían también de asesinato... Quédese tranquilo, padrón. No me toque. —Por favor... — intervino Pola, sujetando el brazo de Arvardan —. Tenemos que arriesgarnos. Hagamos lo que nos propone este hombre... Usted se portará bien con nosotros, ¿verdad, señor Nátter? Los labios da Nátter se curvaron en una sonrisa. —Su amigo me ha retorcido el brazo. No tenía derecho a hacer eso, y no me gusta que me den órdenes. Eso vale cien créditos más. Doscientos en total. —Bien. Mi padre le pagará.. . —Cien por adelantado — insistió tercamente el frutero. —Pero no tengo aquí cien créditos — gimió Pola. —No se preocupe, señorita — dijo secamente Arvardan —Yo puedo pagar. Abrió su billetera, sacó varios billetes y los arrojó a Nátter. —¡En marcha! —Vaya con él, Schwartz — murmuró Pola. Schwartz siguió al hombrecito, sin hacer comentarios: nada le importaba.

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En aquel momento habría ido sin emoción al infierno. Los dos jóvenes quedaron solos, mirándose. Aquélla era la primera vez que Pola miraba directamente a Arvardan, y quedó sorprendida de que fuera tan alto y virilmente hermoso, tan tranquilo y tan lleno de confianza en sí mismo. Hasta aquel momento lo había aceptado como una ayuda inesperada, inmotivada; pero ahora... Se sintió súbitamente tímida. Todos los acontecimientos de las dos últimas horas se confundieron y perdieron importancia en medio de los latidos de su corazón. Ni siquiera conocían sus nombres. Ella sonrió y dijo: —Me llamo Pola Shekt. Arvardan no la había visto sonreír antes. Fué para él una atractiva sorpresa. Era como si un resplandor emanara de la cara de ella. El joven sintió que. . . Pero rechazó brutalmente la idea que se le había ocurrido. ¡Una muchacha terrenal!. . . Por eso dijo, quizás menos amablemente de lo que había intentado: —Yo me llamo Bel Arvardan — tendió una mano bronceada, en la que se perdió por un instante la manecita de ella. Pola dijo: —Muchas gracias por su ayuda.

Arvardam se encogió simplemente de hombros. —¿Salimos? Creo que, ahora que su amigo se ha ¡do, podremos salir con toda felicidad. —Me imagino que habríamos oído un escándalo si lo hubieran atrapado, ¿no le parece? — con los ojos, Pola pedía que él confirmara esta esperanza, pero él resistió la tentación de dulcificarse. —¿Vamos? Ella se quedó fría de pronto. —Sí, ¿por qué no? — dijo bruscamente. Pero oyóse algo como un gemido en el aire, un agudo grito en el horizonte. La muchacha abrió desmesuradamente los ojos y retiró la mano que tenía tendida hacia él. —¿Qué ocurre ahora? — preguntó Arvardan. — ¡Son los imperiales! —¿Les tiene miedo a ellos también?— en aquel momento, Avardan, el arqueólogo siriano, hablaba muy consciente de que él no era terrestre. Dejando los prejuicios de lado, cuando se trataba de restablecer la lógica, la aproximación de los soldados imperiales significaba cordura y humanidad.

___________________ Nervios y clima UN grupo de médicos rusos realizó una serie de observaciones durante varios años, sobre la influencia de diversos factores meteorológicos y climáticos en los enfermos del sistema nervioso. He aquí algunas de sus conclusiones: “El calor es nefasto para los histéricos y epilépticos, cuyas manifestaciones se agravan durante el verano.” “La disminución de la presión atmosférica se ensaña en los atacados de arterieesclerosis cerebral, mientras que los aumentos son inconvenientes para los hipertiroideos” “En cuanto al tiempo lluvioso y húmedo (como el de nuestro Buenos Aires), es poco recomendable para los tabéticos. En cambio, el tiempo seco agrava los síntomas de los atacados por la enfermedad de Párkinson.” Estas investigaciones tienen la virtud de que facilitarán a los médicos la recomendación de los lugares de habitación más convenientes para estos enfermos.

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Ahora podía ser condescendiente, y su ánimo se suavizó. —No se preocupe por los foráneos — dijo descendiendo a usar el nombre que aquella gente daba a los extraterrestres —. Yo me encargaré de ellos, señorita Shekt. Ella pareció súbitamente preocupada. — ¡Oh, no! No intente nada da eso. No les hable. Haga lo que ellos digan y no los mire siquiera. La sonrisa de Arvardan se amplió. LOS guardias los vieron cuando todavía estaban a cierta distancia de la entrada principal. Arvardan y Pola retrocedieron y se encontraron en un pequeño espacio vacío, donde se oía un murmullo extraño. Las sirenas de los autos del ejército se acercaban a gran velocidad. Llegaron coches blindados a la plaza, y grupos de soldados con cascos de vidrio salieron de los coches. Las muchedumbres huyeron ante ellos, presas de pánico, ayudadas en la huida por gritos de mando y empujones con el extremo de los látigos neurónicos. El teniente Claudy, que comandaba el escuadrón, se aproximó a un guardia terrestre, en la entrada principal. —Bueno, ¿quién es el de la fiebre? Su rostro parecía levemente deformado dentro de la campana de vidrio, con su contenido de aire puro. Su voz era ligeramente metálica, como resultado de la radioamplificación. El guardia inclinó la

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cabeza con profundo respeto. —Mi teniente, hemos aislado al enfermo, dentro de la tienda. Las dos personas que lo acompañaban están ahora en la puerta, frente a usted. —¡Ah, están ahí!, ¿eh? Bueno. Que se queden donde están. En primer lugar quiero evacuar a esa muchedumbre. Sargento, despeje la plaza. La orden fué cumplida con toda severidad. Los últimos resplandores del crepúsculo fueron desvaneciéndose al mismo tiempo que se dispersaba la multitud. En las calles de la ciudad comenzaron a brillar los suaves reflejos de la luz artificial. El teniente Claudy golpeó sus pesadas botas con el extremo de su látigo neurónico. —¿Está usted seguro de que el enfermo terrestre está dentro? —No ha salido, mi teniente. Debe de estar ahí. —Bueno, supongamos que lo está y no perdamos más tiempo. Sargento, desinfecte el edificio. Un contingente de soldados, herméticamente aislados de todo contacto con la atmósfera terrestre, entraron en el edificio. Transcurrió un interminable cuarto de hora, mientras Arvardan observaba todo con creciente curiosidad. Aquello era como un campo experi-

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mental de relaciones interculturales, y, profesionalmente, Arvardan, se sentía interesado. El último de los soldados salió. La tienda quedó envuelta en la oscuridad de la noche. —¡Clausuren las puertas! Transcurrieron otros cuantos minutos. Las latas de desinfectante, que habían sido colocadas en los distintos pisos del edificio, lanzaban su descarga a eran distancia. En los fondos del edificio echaron latas abiertas. Los espesos vapores trepaban y se enroscaban en las paredes, adhiriéndose a todas las anfractuosidades de la superficie, y llegando, a través del aire, a los sitios más recónditos. Ningún protoplasma, ni bacteriano ni humano, podía vivir frente a aquellos gases. Para una descontaminación total se requerían procedimientos drásticos. El teniente se acercó a Pola y a Arvardan. —¿Cómo se llamaba el enfermo? — preguntó sin dureza alguna en la voz: simplemente con absoluta indiferencia. Suponía que la desinfección habría matado a un terrestre. Ese día, él también había matado una mosca. Por lo tanto tenía dos muertes en la conciencia. No recibió respuesta, pues Pola inclinó humildemente la cabeza y Arvardan se limitó a mirarlo con curiosidad. El oficial imperial no les quitaba los ojos. Hizo una seña a un subordinado. —Examínelos para ver si están libres de toda infección. Un suboficial que llevaba la insignia del Cuerpo Médico Imperial se acercó a ellos. Su investigación no fué nada amable. Hundió rudamente las manos enguantadas en las axilas de Pola y Arvardan, y les estiró las comisuras de los labios para ver la superficie interna de las mejillas y las encías.

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—No hay infección, mi teniente. Si hubieran sido contagiados esta tarde, las llagas serían ahora claramente visibles. —¡Hum! — el teniente Claudy se sacó cuidadosamente el guante de vidrio y disfrutó sobre su mano el contacto del aire vivificante, aunque fuera aire de la Tierra. Metió luego el incómodo guante bajo el brazo, y dijo a secamente: —¿Cómo se llama usted, terrerindia? El vocablo era de por sí insultante, y aun más lo fué el tono con que el teniente lo pronunció; pero Pola no se mostró resentida. —Pola Shekt, teniente — contestó a media voz. —Muéstreme sus documentos. Ella metió la mano en el bolsillo de su delantal blanco y sacó una libreta rosada., El teniente tomó la libreta, la abrió a la luz de su linterna de bolsillo y la examinó. Después la arrojó al suelo. La libreta cayó con un aleteo de pájaro agonizante. Pola se inclinó para recogerla. —¡De pie! — ordenó el oficial con impaciencia y, de un puntapié, envió la libreta fuera del alcance de Pola. La muchacha, lívida, retiró a tiempo los dedos. Arvardan frunció el ceño. Pensó que había llegado el momento de intervenir, y dijo: —Oiga. . . Un poco de respeto. El teniente se volvió, con los labios apretados. —¿Qué ha dicho usted, terrerindia? Pola se interpuso rápidamente entre ellos. —Teniente, este hombre no tiene nada que ver con lo ocurrido hoy. Nunca lo he visto antes. Yo… El teniente la apartó, sin dejar de mirar a Arvardan. —Repito: ¿qué ha dicho usted, terrerindio?

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Arvardan le devolvió fríamente la mirada: —He dicho que no me agrada la forma en que usted trata a las mujeres y que le aconsejo mejorar sus modales. Estaba demasiado irritado para dar explicaciones sobre su planeta de nacimiento. El teniente Claudy sonrió fingidamente. —¿Y dónde te han educado a ti, terrerindio? ¿No sabes que debes decirme teniente, o señor, cuando me hables? No sabes guardar tu lugar, ¿eh? Bueno, ha pasado ya cierto tiempo desde que enseñé buenos modales a un terrestre. ¿Qué te parece esto?... Rápidamente, como el salto de una serpiente, la palma de su mano cruzó la cara de Arvardan, una, dos veces. Arvardan retrocedió, sorprendido, oyendo el rugir de sus propios oídos. Tendió las manos para sujetar el brazo que lo había golpeado. Vió que la cara del otro se contraía de sorpresa. Los fornidos músculos de los hombros de Arvardan

actuaron fácil y rápidamente. El teniente cayó al pavimento en medio del ruido que produjo el casco de cristal al hacerse trizas. El oficial quedó inmóvil en el suelo. La sonrisa de Arvardan fué feroz. Se sacudió levemente las manos. —¿Hay aquí algún otro que crea que puede limpiarse las manos en mi cara? Pero el sargento había levantado ya el látigo neurónico. Cerró el contacto y se vió el turbio relámpago violáceo que surgía y alcanzaba al corpulento arqueólogo. Todos los músculos del cuerpo de Arvardan se endurecieron con un dolor insoportable. Lentamente cayó de rodillas. Después, mientras una parálisis total se apoderaba de él, perdió el conocimiento. CUANDO Arvardan volvió en sí, lo primero que notó fué una bienhechora frescura en la frente. Trató de abrir los ojos. Le pareció que sus párpados reaccionaban como si estuvieran encajados en bisagras herrumbrosas. Los dejó cerrados y, con movimientos infinitamente pequeños (cada movimiento

_______________________________ Envejecimiento artificial Uno de los grandes problemas de la producción industrial consiste en poder predecir la duración de los diversos artículos. Y para eso no hay más remedio que probarlos hasta que no resistan más. Para acelerar todo este proceso se están construyendo máquinas que someten a toda clase de tratamientos las muestras de pinturas, barnices, telas, material plástico, cueros, etcétera. Los materiales sometidos a las pruebas pueden sufrir en ellas temperaturas desde 60 grados bajo cero hasta la de ebullición del agua. Se los puede colocar en atmósfera de aire normal, de oxígeno puro, de ozono, de amoníaco..., o bien estudiar la acción que sobre ellos ejercen los rayos ultravioleta, los infrarrojos o los de una intensa luz artificial. De esta manera se obtiene un envejecimiento artificial. Y la. experiencia demuestra que un artículo que ha soportado airosamente estos infinitos suplicios, tiene muchas posibilidades de soportar el uso normal. Por desgracia, lo inverso no es comprobante exacto; en consecuencia no hay por qué descartar muestras que han sucumbido a la acción destructiva del aparatito.

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muscular fragmentario hacía que su cuerpo pareciera atravesado por alfileres), levantó el brazo hasta la cara. Una toalla suave y húmeda, sostenida por una manecita. . . Se esforzó en abrir un ojo y en ver a través de sus propias tinieblas. — ¡ Pola! — dijo. Oyó una súbita exclamación de alegría. — ¡Sí! ¿Cómo se siente? —Como si estuviera muerto — contestó entrecortadamente —, pero sin las ventajas de no sufrir dolor... ¿Qué ha sucedido? —Estamos en la base militar. El coronel está aquí. Lo registraron a usted, y. .. no sé qué piensan hacer, pero. . . ¡Oh, señor Arvardan!, no debía usted haber golpeado al teniente. Creo que le rompió el brazo. Una débil sonrisa se dibujó en el rostro de Arvardan. —¡Bravo! Me hubiera gustado romperle el espinazo. —Pero atacar a un oficial imperial ... es un delito de muerte — susurro Pola, aterrorizada, mirándolo fijamente. —¿De veras? Ya veremos. —¡Chist! Ahí vuelven. Arvardan cerró los ojos y aguardó con serenidad. Un débil grito de Pola resonó lejano en sus oídos. Cuando sintió la jeringa hipodérmica no logró mover los músculos. Después sintió, maravillado, que el dolor desaparecía de sus venas y de sus nervios. Sus brazos perdieron la rigidez. Su espalda fué enderezándose poco a poco. Sus párpados se movieron ágilmente. Y, con un movimiento del codo, Arvardan se incorporó. El coronel lo miraba, pensativo; Pola, con miedo y, sin embargo, con cierta alegría. El coronel dijo:

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—Profesor Arvardan, hemos tenido un desagradable contratiempo hoy en la ciudad. ¿Profesor Arvardan?. . . Pola comprendió cuán poco sabía ella de él: ignoraba hasta su ocupación... Nunca se había imaginado oír aquellas palabras. Arvardan rió brevemente. —¡Desagradable, dice usted! No me parece el adjetivo apropiado. —Ha roto usted el brazo de un oficial del imperio que cumplía con su deber. —El oficial me golpeó primero. En sus deberes no estaba incluido el derecho de ofenderme groseramente, tanto verbal como físicamente. Al hacer eso perdió todo derecho a ser tratado como un oficial y como un caballero. Como ciudadano libre del imperio tengo todo el derecho a protestar contra tal individuo y contra tal tratamiento ilegal. El coronel tartamudeó y pareció no encontrar palabras apropiadas. Pola miraba a ambos, con ojos muy abiertos, sorprendidos e incrédulos. Finalmente, el coronel dijo en tono amable: —Bueno, no necesito decirle cuánto lamento este desdichado incidente. Al parecer el dolor y el daño han sido iguales para ambas partes. Vale más olvidar el asunto. —¿Olvidar? No me parece. He sido huésped en el palacio del procurador y creo que le interesará conocer de qué manera la guarnición mantiene el orden en la Tierra. —Profesor Arvardan, puedo asegurarle que recibirá usted excusas públicas y. . . —Al diablo con eso. ¿Qué piensan hacer ustedes con la señorita Shekt? —¿Qué sugiere usted que hagamos? —Que la pongan en libertad inmediatamente, que le devuelvan sus papeles y que le presenten sus excusas..., ¡inmediatamente!

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El coronel se ruborizó y dijo haciendo un esfuerzo: —Desde luego..desde luego — y se volvió hacia Pola —. Si la señorita tiene a bien disculpamos... LAS oscuras paredes de la guarnición quedaron atrás de ellos. Efectuaron un viaje breve y silencioso, en aerotaxi, hasta la ciudad, y aterrizaron frente a la desierta oscuridad del Instituto. Era pasada la medianoche. Pola dijo: —No entiendo muy bien... Usted debe de ser muy importante. Me siento avergonzada por haber ignorado su personalidad. Ni siquiera me imaginaba que los extranjeros pudieran tratar en esa forma a un terrestre como usted. Arvardan sintió un extraño deseo de seguir mintiendo, pero comprendió que la farsa había terminado. —No soy terrestre. Pola. Soy arqueólogo del sector de Sirio. Ella lo miró asombrada. Su cara estaba pálida a la luz de la luna. Durante unos diez segundos no dijo nada: — Entonces, ¿usted enfrentó a los soldados porque, en cualquier caso, estaba a salvo y lo sabía?... Yo creí... Debí haberme dado cuenta — había en ella como una ultrajada amargura —. Le pido que me perdone, señor, si en algún momento del día, en mi ignorancia, lo traté con alguna irrespetuosa familiaridad... —¡Pola! — exclamó él, enojado —. ¿Qué es eso? ¿Qué tiene que ver que yo no sea terrestre? ¿Por qué soy para usted distinto de lo que era hace cinco minutos? —Debió usted decírmelo, señor. —No le pido que me llame “señor”. No sea usted como todos, ¿quiere? —¿Como “todos”, señor? ¿Como todos los desagradables animales que habitan en la Tierra?... Le debo a usted cien créditos. —No piense en eso — dijo Arvardan

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disgustado. —Eso no puedo hacerlo. Si me deja su dirección, mañana le enviaré un giro por ese dinero. Arvardan fué súbitamente brutal: ¡í —Me debe usted mucho más de cien créditos. Pola se mordió los labios, y dijo bajando la voz: —Es lo único, señor, que puedo pagar de mi gran deuda. ¿Su dirección? —Casa del Estado — la miró de soslayo y se alejó, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Pola estalló en llanto. SHEKT encontró a su hija Pola a la puerta de su oficina. —Ha vuelto — dijo el padre —. Lo trajo un hombrecito flaco. —¡Oh, cómo me alegro! — expresó ella con voz todavía entrecortada. —Pidió doscientos créditos y se los di. —Tenía que pedir ciento; pero no tiene importancia. El dijo seriamente: —Yo estaba muy preocupado. Las conmociones en la vecindad... No me atreví a preguntar... Tenía miedo de ponerte en peligro. —Está todo bien... No ocurrió nada... Déjame dormir aquí esta noche, papá. Pese a su gran cansancio, Pola no logró dormir, porque algo había jasado. Ella había encontrado un hombre, y ese hombre era extraterrestre. Pero ella tenía su dirección..., tenía su dirección. CAPÍTULO 10 INTERPRETACIÓN DE LOS HECHOS

AQUELLOS dos seres terrenales ofrecían un contraste total... Uno de ellos poseía la mayor apariencia de

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poder sobre la Tierra, el otro la mayor realidad. Así, el gran ministro era el terrestre más importante sobre la Tierra: director reconocido del planeta por decreto directo y definitivo del emperador de toda la Galaxia..., sometido, naturalmente, a las órdenes del procurador del emperador. Su secretario, en realidad, no parecía importante: simplemente un miembro de la Sociedad de Ancianos, nombrado, teóricamente, por el gran ministro, para que se encargara de algunos detalles no especificados, y podía ser despedido, teóricamente, a voluntad. El gran ministro era conocido en toda la Tierra y se lo consideraba el árbitro supremo en cuestiones de costumbres. Era él quien otorgaba las exenciones de los sesenta, y era él quien juzgaba a los que quebraban el ritual, a los que desafiaban el racionamiento y las planillas de producción, a los invasores de territorios prohibidos y demás. Por otra parte, el secretario no era conocido por nadie, ni siquiera de nombre, exceptuando a la

Sociedad de Ancianos y al propio gran ministro. El gran ministro tenía mucha facilidad de palabra y hacía frecuentes discursos al pueblo; discursos de elevado contenido emocional y de un copioso fluir de sentimientos. Tenía pelo rubio, que usaba un poco largo, y un delicado semblante de rasgos patricios. El secretario, de nariz respingona y cara avinagrada, prefería las palabras breves a los discursos, los gruñidos a las palabras, el silencio a los gruñidos. . ., por lo menos en público. Era el gran ministro, naturalmente, quien tenia la apariencia del poder; era el secretario quien lo tenía en realidad. Y en la intimidad de la oficina del gran ministro, aquella circunstancia era ahora muy evidente; porque el gran ministro estaba nervioso e intrigado, y el secretario, frío e indiferente. LO que no entiendo — dijo el gran ministro — es la conexión entre todos los informes que usted me ha traído. ¡Informes, informes! — levantó el brazo

_________________________ No sabemos contar Esto es lo que debe de pensar un matemático francés, que ha inventado una nueva forma de numeración, muy superior, según él, a la que durante siglos ha usado la especie humana. Se trata de escribir el orden de magnitud (número de cifras menos una, de determinada cantidad), separado por un punto y coma de las cifras distintas de cero, de dicha cantidad. Por ejemplo: 86.400, que consta de cinco cifras, tiene orden de magnitud 4 (número de cifras menos una), y se escribiría 4;864. Los números decimales tienen orden de magnitud negativo. Así, pues, —15,1 indica un cero seguido de una coma, catorce ceros y un uno, y es justamente el diámetro de un electrón, expresado en facciones de metro. La utilidad de este sistema estriba en la facilidad con que se escriben los números muy grandes y los muy pequeños: el diámetro de la Galaxia, expresado en metros, consta de un uno seguido de veintiún ceros; en el nuevo sistema se escribe simplemente 21;1. Y la relación entre esta magnitud y el diámetro del electrón es 36;1 (un uno seguido de treinta y seis ceros). Será cuestión de volver a estudiar...

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sobre la cabeza y golpeó con vigor un montón imaginario de papeles —. No tengo tiempo para atender informaciones. —Exacto — dijo fríamente el secretario —. Por eso me ha contratado vuecencia. Yo leo los informes, los selecciono y los transmito. —Bueno, Balkis, ponga entonces manos a la obra... y rápidamente, ya que se trata de cuestiones menores. —¿Menores? Vuecencia podrá perder mucho algún día, si su juicio no es más agudo. . . Veamos lo que significan estos informes, y le preguntaré después si continúa considerándolos como cosas menores. Tenemos en primer término el informe original (que data ya de siete días) sobre el enfermo de Shekt. Ése es el informe que me puso primero sobre la pista. —¿Sobre qué pista? La sonrisa de Balkis fué levemente amarga. —Permítame vuecencia recordarle algunos proyectos importantes que se han abrigado durante años, aquí, en la Tierra. —¡Chist! — perdiendo súbitamente la dignidad, el gran ministro no pudo menos de mirar intranquilo alrededor. —Excelencia, no es la nerviosidad, sino la confianza, la que nos hará triunfar. . . Sabe vuecencia, además, que el éxito de este proyecto depende del uso juicioso del juguetito de Shekt: el sinaptífico. Hasta ahora, por lo menos dentro de lo que sabemos, ha sido utilizado únicamente bajo nuestra dirección y para propósitos definidos. Ahora, sin prevenirnos, Shekt ha sinaptificado a un desconocido, violando así nuestras órdenes. —Eso — dijo el gran ministro — es un asunto simple. Castigue disciplinariamente a Shekt, ponga bajo custodia al hombre sometido al tratamiento y demos por terminado el asunto. —No, no. Vuecencia es demasiado

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severo. No ha entendido el fondo de la cuestión. No se trata de lo que Shekt haya hecho, sino de por qué lo ha hecho. Existe una coincidencia en el asunto: una más en una serie de¿ continuas coincidencias. El procuradora de la Tierra ha visitado a Shekt el» mismo día, y el propio Shekt nos informó, leal y dignamente, sobre lo que 1 había pasado entre ellos. Ennius había solicitado el sinaptífico para uso imperial. Parece que prometió gran ayuda y asistencia de parte del emperador. —¡Huía! — dijo el gran ministro. —Está vuecencia intrigado, ¿eh? ¿Un compromiso semejante es acaso atractivo, comparado con los peligros que se nos presentan?... ¿Recuerda vuecencia las promesas de alimentos durante el hambre de hace cinco años? ¿Recuerda? Se rehusaron a hacer los embarques porque carecíamos de créditos imperiales, y los productos manufacturados en la Tierra no podían aceptarse, a causa del contagio radioactivo. ¿Nos dieron acaso alimentos como dádiva, según prometieron? ¿Nos hicieron acaso un préstamo? Cien mil personas murieron de hambre. No confíe vuecencia en promesas de extra-terrestres. . . Pero esto no importa. Lo que importa es que Shekt demostró una lealtad acrisolada. Indudablemente no deberíamos volver a dudar de él. Con toda seguridad no podríamos acusarlo de traición en aquel momento. Y, sin embargo, nos ha traicionado. —¿Se refiere usted al hecho de que haya experimentado sin autorización, Balkis? —Sí, excelencia. ¿Quién es el hombre al que aplicó el tratamiento?. . . Tenemos fotografías de él, y gracias a la ayuda del ayudante técnico de Shekt, el detalle de la retina. En el Registro Planetario ese hombre no está inscripto. Por lo tanto debemos llegar a la conclusión de que no es un terrestre

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sino un foráneo. Además Shekt debía saberlo, ya que no es posible falsificar o transferir una tarjeta de registro, si se controla el detalle de la retina. Por lo tanto, sencillamente, los hechos nos llevan a la conclusión de que Shekt ha sinaptificado, a sabiendas, a un extraterrestre.. . ¿Por qué?... La respuesta puede ser turbadoramente sencilla. Shekt no es instrumento ideal para nuestros propósitos, En su juventud era asimilacionista; hasta se presentó a las elecciones del Concejo de Wasshen, para una banca del partido de conciliación con el Imperio. Fué derrotado. El gran ministro interrumpió: —Ignoraba eso. “¿Que fué derrotado? —No: que había hecho política. ¿Por qué no se me informó de esto? Shekt es un hombre muy peligroso en la situación que ocupa ahora. Balkis sonrió con amable suavidad. —Shekt inventó el sinaptífico y es todavía el único hombre que sabe utilizarlo

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adecuadamente. Siempre ha sido vigilado, y ahora la vigilancia será más estricta. No olvide vuecencia que un traidor dentro de nuestras filas, conocido por nosotros, puede hacer más daño al enemigo que el bien que podría hacernos a nosotros un hombre leal. Pero sigamos analizando los hechos, Shekt ha sinaptificado a un extranjero. ¿Por qué? Sólo puede usarse el sinaptífico para una cosa: para aumentar la inteligencia. ¿Por qué ha hecho eso? Porque sólo así podrán ser aventajadas las mentalidades de nuestros hombres de ciencia ya sinaptificados. ¿Qué le parece? Esto significa que el Imperio tiene por lo menos una leve sospecha de lo que está ocurriendo en la Tierra. ¿Es éste un hecho de menor importancia, excelencia? Un ligero sudor mojó la frente del gran ministro. —¿Realmente cree usted eso? —Los hechos son como un rompecabezas que sólo puede armarse en cierta forma. El extranjero tratado es un

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hombre de aspecto poco distinguido; hasta insignificante. Esto es un acierto, ya que un hombre calvo y rechoncho puede ser el agente de espionaje más hábil del Imperio. ¡Oh, sí! Sí. ¿En quién más podría confiarse una misión semejante? A este desconocido, cuyo apodo es Schwartz, lo hemos seguido en todo lo posible. Veamos ahora los informes que siguen. El gran ministro echó una mirada sobre los papeles. —¿Los informes referentes a Bel Arvardan? —Sí, el profesor Bel Avardan — asintió Balkis —, eminente arqueólogo del sector de Sirio, de uno de esos mundos de fantoches bravos y caballerescos — escupió casi las últimas palabras —. Bueno, dejemos eso aparte. De todos modos tenemos aquí un contraste evidente con Schwartz, un contraste casi poético. Arvardan no es un desconocido, sino una figura famosa; no es un intruso incógnito, sino alguien que ha volado prácticamente en alas de la publicidad. Nos ha prevenido contra él el propio procurador de la Tierra. —¿Cree usted que hay alguna conexión, Balkis? —Es probable, excelencia, que uno tenga como misión distraer nuestra atención acerca del otro. Podemos suponer también que, como las clases dominantes del Imperio son muy hábiles en la intriga, tengamos aquí un ejemplo de dos métodos de disfraz. En el caso de Schwartz se han apagado las luces. En el caso de Arvardan, la luz sobre los ojos nos deslumbra. ¿Se pretende acaso que no veamos nada en ninguno de los dos casos? Veamos. ¿De qué nos previene Ennius respecto a Arvardan? EL gran ministro se frotó la nariz pensativamente, y explicó: —Ennius dijo que Arvardan venía en una expedición arqueológica apoyada por el Imperio, y que

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deseaba entrar en las áreas prohibidas, con propósitos científicos. Dijo que no se pretendía hacer ningún sacrilegio, y que si lográbamos detenerlo amablemente, él apoyaría nuestra acción ante el Concejo Imperial. Algo por el estilo. —Por lo tanto, nosotros debemos vigilarlo. Pero, ¿para qué? Para que no entre sin autorización en las áreas prohibidas. Aquí tenemos al jefe de la expedición arqueológica, sin hombres, navíos ni equipos. Aquí tenemos a un extranjero que no se queda en el Everest, donde le corresponde, sino que vaga recorriendo la Tierra, por alguna razón..., y que primeramente se dirige a Chica. ¿Cómo se distrae nuestra atención de estas curiosas y sospechosas circunstancias? Haciéndonos vigilar cuidadosamente algo sin importancia. No olvide ahora, excelencia, que Schwartz fué escondido en el Instituto de Investigaciones Nucleares, durante seis días. Después huyó. ¿No es raro? Inopinadamente, la puerta de su cuarto quedó abierta. En aquel instante, el corredor no estaba vigilado. ¡Qué descuido tan extraño! ¿Y en qué día escapó? Pues el mismo día en que Arvardan llegó a Chica. Una segunda coincidencia muy extraña. —¿Cree usted, pues— dijo el gran ministro muy alarmado. —Creo que Schwartz es un agente extranjero en la Tierra; creo que Shekt es el hombre de contacto con los traidores asimilacionistas que hay entre nosotros, y creo que Arvardan es el hombre de contacto con el Imperio. Observe usted la habilidad con que fué planeado el encuentro entre Arvardan y Schwartz. Se permite escapar a Schwartz y, después de un tiempo prudencial, su enfermera, que casualmente, por una coincidencia también sorprendente, es la hija de Shekt, sale a buscarlo. Es decir que, si algo andaba mal en los planes cuidadosamente

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trazados, ella debía descubrirlo a él inmediatamente, y él se convertiría en un pobre enfermo, para satisfacer la curiosidad de cualquiera; y es seguro también que lo habrían puesto a resguardo para hacer otra intentona más adelante. En realidad, a dos cocheros curiosos la hija de Shekt les dijo que se trataba de un enfermo, y bastante irónicamente, esto se le volvió en contra. Preste ahora atención, excelencia. Schwartz y Arvardan se encontraron primeramente en un alimentados Aparentaron no conocerse. Se trataba, sin duda, de un primer encuentro que debía indicar simplemente que todo marchaba bien y que se podía dar un paso adelante... Por lo menos nos consideran bastante peligrosos, lo que no deja de ser halagador. Pero sigamos. Schwartz sale entonces; unos pocos minutos después, sale también Arvardan y se encuentra con la hija de Shekt. Todo está planeado al minuto. Ambos, después de representar una pequeña comedia ante los cocheros, se dirigen a la tienda de Dunham... Y ya tenemos a los tres reunidos. ¿Qué lugar mejor que una gran tienda? Es un sitio ideal para un encuentro de esta clase. Es un lugar más seguro y secreto que una cueva en las montañas. Es demasiado abierto para ser sospechoso. Hay demasiada gente para que nadie preste atención. Maravilloso..., maravilloso... Debo reconocer que se trata de gente muy hábil. El gran ministro se revolvió intranquilo en su asiento. —Si son tan hábiles, terminarán por ganar la partida. —Imposible. Ya están derrotados. Debemos dar gracias por ello al excelente Nátter. —¿Quién es Nátter? —Un agente insignificante, pero a quien deberemos utilizar ampliamente, dado lo que ha hecho. Lo que ayer

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realizó es inmejorable desde todo punto de vista. Su misión era vigilar a Shekt. Para ello instaló un puesto de frutería frente al Instituto. En la última semana se le encargó especialmente que prestara atención al caso Schwartz. Estaba vigilando cuando Schwartz, a quien conocía por fotografías y había alcanzado a ver rápidamente cuando lo trajeron al Instituto, se escapó. Nátter observó, con increíble intuición y sin ser visto, todos los detalles de lo ocurrido ayer. Comprendió que la fingida “huida” era una coartada para preparar una entrevista con Arvardan. Comprendió que, sin ayuda, no podía sacar provecho alguno de aquel encuentro y, en consecuencia, resolvió impedirlo. Los cocheros, a quienes la muchacha Shekt había hablado de Schwartz como de un enfermo, mencionaron la fiebre de irradiación. Genialmente, Nátter aprovechó esto. En cuanto vió que se habían reunido los tres en la tienda, informó a las autoridades locales de Chica que se había producido un caso de fiebre. Las autoridades, por fortuna, obraron con rapidez. La tienda fué evacuada y, naturalmente, ellos ya no contaron con la protección de la muchedumbre para esconderse. Quedaron solos. Su presencia llamó la atención. Nátter hizo más todavía. Se acercó a ellos. Los convenció para que lo dejaran acompañar a Schwartz de regreso al Instituto. Ellos asintieron. ¿Qué otra cosa podían hacer?. . . De esta manera, el día transcurrió sin que Schwartz y Arvardan pudieran cambiar una sola palabra. Nátter tampoco cometió la locura de prender a Schwartz. Los dos ignoran todavía que son vigilados y nos pondrán en camino de descubrir aún más cosas. Y Nátter fué todavía más lejos. Notificó a la guarnición imperial, y esto es realmente genial. Puso a Arvardan en una situación totalmente inesperada. Arvardan se vió así obligado a

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confesar que era extranjero y a dejar de ser útil (parece que su utilidad consistía, precisamente, en hacerse pasar por terrestre); pues en caso de seguir guardando el secreto, se expondría a cualquier cosa desagradable. Eligió la alternativa más heroica, y hasta llegó a romperle el brazo a un oficial del Imperio. . a tal grado lo llevó su realismo de actor. Debemos reconocer que actuó muy bien. El sentido de sus acciones es también muy importante. ¿Por qué iba a exponerse él, un extranjero, al látigo neurónico, por una muchacha terrenal, si no se tratara de un asunto de la mayor importancia?. . . El gran ministro había colocado los puños cerrados sobre el escritorio. Sus pupilas brillaban intensamente, y las largas y suaves líneas de su cara se contraían intranquilas. —Muy bien, Balkis. Es una gran obra construir con detalles tan míseros una tela de araña tan intrincada. Ha hecho usted todo muy hábilmente, y creo que tiene razón. La lógica no nos deja otra alternativa. Pero esto, significa que están muy cerca de sus propósitos, Balkis.. . Están muy cerca. Y esta vez no tendrán piedad. Balkis se encogió de hombros. —No pueden estar tan cerca; pues, en un caso tan grave para el Imperio, ya habrían golpeado. . . Y ya les queda poco tiempo. Arvardan tiene todavía que ver a Schwartz, si es que quieren hacer algo. Por lo tanto, me atrevo a predecir el futuro. —Hágalo..., hágalo. —Schwartz será enviado lejos ahora, y esperarán a que las cosas se tranquilicen. —¿A dónde lo enviarán? —También sabemos eso. Schwartz fue llevado al Instituto por un hombre que era evidentemente un granjero. Tenemos descripciones de este hombre, hechas por Nátter y por el ayudante técnico

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de Schwartz. Hemos examinado las fichas de registro de todos los granjeros, hasta cien kilómetros de los alrededores de Chica. Nátter identificó al hombre en cuestión, como a un tal Arbin Maren. El técnico corroboró lo que ya sabíamos. Hemos investigado secretamente la vida de este hombre, y hemos averiguado que mantiene a su suegro, un inválido que ha logrado evadir los sesenta. El gran ministro dio un golpe sobre la mesa. —Esos casos se vuelven cada vez más frecuentes, Balkis. Las leyes deberían ser más severas. . . —No se trata ahora de eso, excelencia. Lo importante es el hecho de que, como el granjero está violando las costumbres, puede ser fácilmente sobornado. —¡Ah!... —Shekt y sus aliados extranjeros necesitan un hombre, por si se presenta la ocasión... Es decir, necesitan un lugar y alguien que se encargue de esconder a Schwartz,, si ya no pueden tenerlo en el Instituto. Este granjero, que probablemente es inocente, se presta muy bien a sus propósitos. Pero será vigilado. Nunca perderemos de vista a Schwartz. Y, como finalmente se preparará otro encuentro entre él y Arvardan, esta vez estaremos preparados. ¿Entiende ahora todo, excelencia? —Sí. —Entonces, ¡alabada sea la Tierra! Y ahora tengo que dejar a vuecencia... con

su permiso, naturalmente. El gran ministro, como si no hubiera entendido el sarcasmo, hizo un ademán con la mano, indicando al secretario que podía retirarse. EL secretario, cuando se dirigía a su pequeña oficina, se encontró solo; y, al encontrarse solo, solía perder el firme dominio de sus pensamientos, y éstos corrían locas carreras en su imaginación. Realmente, ahora no pensaba en el doctor Shekt, ni en Schwartz, ni en Arvardan. . ., y sobre todo, no se acordaba del gran ministro. Aparecía en cambio en su mente el cuadro de un planeta (Trantor), desde cuya inmensa metrópolis, tan extensa como el propio planeta, toda la Galaxia era dirigida. Allí se destacaba un palacio cuyas arcadas y espirales jamás había visto Balkis; un palacio jamás visto por ningún terrestre. Pensó en los invisibles hilos de poderío y de gloria que corrían de sol a sol, como infinitos cables, hasta aquel palacio central; y pensó también en aquella abstracción: el Emperador, que, al fin y al cabo, era simplemente un hombre. Su mente siguió fija en aquel pensamiento: el pensamiento de aquella fuerza inmensa, como la de una divinidad viva, concentrada en un ser que era únicamente un hombre. Un hombre con poder de Dios. Únicamente un hombre, como él. Por lo tanto, él podría ser. . . (Concluye en el próximo número)

_______________________________ Periodismo científico La primera revista científica apareció en 1665, en Inglaterra; fué la Philosophical Transactions of the Royal Society of London. El mismo año apareció en Francia el Journal des Savants. Sólo 45 años más tarde aparecieron las memorias de la Academia de Ciencias de Berlín.

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EL JUICIO DE LOS LECTORES De acuerdo con las cartas recibidas, éste es el orden de preferencia de los cuentos publicados en el número de junio:

l° El viejo de las estrellas 2° El abonado 3° Una mujer al volante

4° El picnic de un millon de años 4° Megalocosmos

NUESTRO PRONOSTICO Para este mes creemos que los títulos que se repartirán los primeros puestos son Guijarro en el cielo Freno celestial Escribanos, indicando su orden de preferencia de los cuentos que aparecen en el presente número. Todos los meses podrá comparar sus gustos con el del promedio de los lectores. Tendremos muy en cuenta su opinión en la selección del material que publicaremos en los próximos números. Escriba a: MAS ALLA Avenida Além 884 Buenos Aires. ___________________________________________________________________________ más allá Copyright by Editorial Abril. Hecho el depósito de ley. Todos los derechos reservados. Registro Nacional de la Propiedad Intelectual N° 463110. Distribuidores: Cap. Federal: C. Vaccaro y Cía. S. R. L., Av. de Mayo 570 - Interior: RYELA, Piedras 113. Buenos Aires.

1883. - El Dirigible Eléctrico de Tissan- dier. El dirigible era uno de los comunes inflado con hidrógeno; la diferencia residía en el nuevo sistema de propulsión, que era eléctrico. ¿Fracasó?

1892. — Oficina de la Teatrophone Company: La telefonista retrasmite las melodías favoritas directamente de los teatros a bares y hoteles. ¿No sería más que la pesadilla de algún hotelero? Viene de pag. 17