María la de El Paraíso. El juicio en televisión de la novela de Jorge Isaacs: los ecos y el dolor de lo que pudo haber sido y no fue
 9789587812138

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Ma ría l a de E l Paraí s o

Pontificia Universidad Javeriana

Ma ría l a de E l Paraí s o El juicio en televisión de la novela de Jorge Isaacs: los ecos y el dolor de lo que pudo haber sido y no fue

Carlos Rincón Editor académico ◉

Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © De la edición, Carlos Rincón © Carlos Rincón, Barbara Dröscher

Diagramación Diana Murcia

Primera edición: Bogotá, D. C., abril de 2018 ISBN: 978-958-781-213-8 Número de ejemplares: 300 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

Cuidado del texto Marcel Camilo Roa Rodríguez

Diseño de cubierta Diana Murcia

Impresión Javegraf

Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7 n.° 37-25, oficina 1301 Edificio Lutaima Teléfono 3208320 ext. 4752 [email protected] www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, Colombia MIEMBRO DE LA

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Rincón, Carlos, 1940-, editor académico, autor María la del paraíso : el juicio en televisión de la novela de Jorge Isaacs : los ecos y el dolor de lo que pudo haber sido y no fue / Carlos Rincón, Barbara Droscher. -- primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 206 páginas ; 24 cm ISBN : 978-958-781-213-8 1. Isaacs, Jorge, 1837-1895. María - Crítica e interpretación. 2. Novela colombiana – Historia y crítica. 3. Literatura colombiana - Historia y crítica. 4. Televisión – Historia – Colombia – Siglo XX. 5. Juicio televisado. I. Droscher, Barbara. II. Pontificia Universidad Javeriana. CDD C863.09 edición 21 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J. ________________________________________________________ inp 23/03/2018

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

§ . C ontenid o

Proemio 9 i. El pro c eso c ontr a M aría y l a recep ción de su sentenc ia Las sesiones del tribunal

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A propósito de la María Bernardo Ramírez

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El fusilamiento de Jorge Isaacs Germán Arciniegas

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¿Qué hago con este fusil...? Pedro Gómez Valderrama

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Isaacs ante el estrado Juan Lamus

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Encuesta: pro y contra María Camilo López García

77

El caso de María Emilia Pardo Umaña

85

El Romanticismo Pedro Gómez Valderrama

87

El linaje sentimental de María Carlos López Narváez

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El fallo sobre María Academia Colombiana de la Lengua

101

La María y la idea de la novela Ernesto Cortés Ahumada

105

Entre lo menesteroso y lo ridículo. Evolución de la novela en Colombia, inclusive María Hernando Valencia Goelkel

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El tribunal y sus miembros

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Glosario 121 Fuentes 133 Bibliografía de la primera parte

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II. María y Jorge Isaac s e n el dra ma de un proy ec to de nac ión f racas a d o María o la ficción fundacional fracasada de Colombia Barbara Dröscher

141

La Apoteosis de Jorge Isaacs: crónica de un acto de reconciliación fallido Carlos Rincón

165

l os au tores

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Índice onomástic o

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Proemio

Este volumen presenta, en su primera parte, el texto completo de las transcripciones de seis sesiones del tribunal que juzgó entre enero y febrero de 1957 en la televisión nacional de Colombia a María (1867) de Jorge Isaacs (1837-1895), ficción principal de las que se consideran literaturas colombianas y latinoamericanas. Todas las correcciones y enmiendas de letras, palabras o partes de frases que fue necesario hacer a las transcripciones auténticas realizadas in situ no tuvieron nada de adivinatorio o coyuntural y son registradas con el detalle requerido. Esto es igualmente válido para el resto de materiales acerca de la recepción de las sesiones y la sentencia condenatoria del tribunal, debidos a personalidades de primer plano en la actividad literaria y cultural de entonces, que se consiguió recopilar para incluirlos en este volumen. Su publicación, basada en los procedimientos de la filología, se realiza a título de versiones definitivas de los textos de ese conjunto de documentos, autorizados por sus autores. Con este volumen se tiene así por fin acceso a una documentación relevante, sellada por la diferencia medial de lo auditivovisual y el dispositivo tipográfico, no disponible en su conjunto hasta hoy sobre aspectos básicos de problemáticas relacionadas con María. Desde los inicios de los estudios literarios a comienzos del siglo x i x en Prusia y Francia, la búsqueda, restauración, reconstrucción, recopilación, comentario y publicación de textos se consideraron con razón actividades definitorias de las disciplinas filológicas, y la ampliación de las fuentes algo indispensable para el trabajo sobre los textos y los estudios histórico-literarios. Las dimensiones alcanzadas por esas labores exigen cada vez, en el caso de las literaturas mayores, examen por aparte. Más tarde, la vinculación de esos trabajos eruditos con interrogaciones sociológicas, psicológicas, comparativistas, didácticas, de historia de la edición, estético-receptivistas, de estética del afecto y mediales, que echaron las bases para los abordajes interdisciplinarios en la investigación literaria, expandió permanentemente el terreno de pesquisa y la utilización de fuentes documentales. Las literaturas minores y mínimas no han sido ajenas a esos procesos básicos. Han sido preparadas de manera suplementaria informaciones sobre el tribunal y sus miembros, las fuentes que se pudieron localizar para acudir a ellas en busca de la documentación presentada y un glosario de términos literarios relacionados directamente con la temática del volumen. Completan

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el volumen, en la segunda parte, dos artículos, escritos por la investigadora Barbara Dröscher y por mí, sobre María como ficción fundacional fracasada de Colombia y la apoteosis de Isaacs, que pronto se ignoró y olvidó, como acto nacional de reconciliación fallido. Destinado a aparecer al cumplirse ciento cincuenta años de la primera edición de ochocientos ejemplares de María, la preocupación principal de este volumen es que sea apto para todos los públicos. “Never apologize, never explain” (“nunca te disculpes, nunca expliques”) fue el precepto dado por Benjamin Jowett a quienes comenzaban su carrera. Si no ha sido posible acatarlo respecto a mi decisión de reunir y publicar la parte de documentación sobre el juicio de María, lo es menos para la de preparar los dos artículos y los materiales suplementarios que la acompañan. Unos y otros fueron escritos con un horizonte preciso, pero el grado de su desajuste respecto a los debates que estaban en el orden del día, en dominios colombianos e hispanoamericanos, entre tanto parece hoy haberse reducido tendencialmente. Dos procesos generales en los campos de la teoría de la literatura y las investigaciones histórico-literarias formaban parte de su determinación. Cuando se preparó el manuscrito hacía tiempo que un hecho había resultado obvio. El camino tomado hacía décadas por la teoría de la literatura como subdisciplina y como discurso, con sus transformaciones, cambios y complejizaciones innovativas, acababan por conducirla a un callejón sin salida. Después de que la teoría de la literatura fuera instancia salvadora para los estudios literarios, propiciando la eternización de la crisis estallada en los años veinte del siglo pasado, esta los abocó a situaciones dilemáticas. Por lo que tocaba a la teoría y la práctica de la historia de la literatura, también se había hecho patente su innegable endeblez, hasta la de sus últimas flamantes versiones. Se trataba institucionalmente, es ahora claro, de una construcción edificada gracias a conceptos teóricos e imaginaciones plásticas, cuyas formulaciones y enunciados metafóricos estaban destinados a que series de textos resultaran comprensibles. Pero si esos precarios andamiajes convertían más mal que bien aconteceres y objetivaciones literarias en matrices y modelos, a cada paso su flexibilidad —de la que, en últimas, dependían sus pretensiones de validez— estaba puesta a prueba. De modo que, tal como la teoría de la literatura no había conseguido producir siquiera un concepto metahistórico y supratemporal de ella, las respuestas acerca de cómo estaban construidos los textos se relacionaban con sus sociedades y, sobre la media, los papeles y las situaciones comunicativas concretas, lo mismo que las incidencias de los giros lingüístico, cultural e icónico habían

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Proemio

hecho tambalear consuetudinariamente hasta las más monumentales historias de la literatura, desde cuando estaban recién acabadas de imprimir. Con todo, había en ese momento sectores de la investigación con perspectivas que resultaban halagüeñas. Las búsquedas sobre la jornada de Leopold Bloom y el sueño de Humphrey Chimpden Earwicker, por ejemplo, se encontraban entre los desarrollos más conspicuos. No solo entreveraban la pragmática de los textos, las aproximaciones semióticas y las consideraciones mediales, sino que propiciaban investigaciones de punta sobre el potencial de sentido de los textos y su despliegue sucesivo. Había conseguido perfilarse así un teorema: la historia de la multiplicación de interpretaciones parciales, equivocadas, lo mismo que de visiones y cegueras, de rodeos incoherentes o reflexivos, de intervenciones acomodaticias o capaces de poner un texto en crisis, permite saber sobre qué es el texto. Cuando ya se dibujaba ese horizonte, realicé en 1996 en Berlín, dentro de las actividades de docencia e investigación corrientes en el Instituto Central de América Latina de la Freie Universität Berlin, un seminario sobre María. El año anterior en Bogotá, después de establecer los contactos necesarios y de días de trabajo de hemeroteca con Gerda Schattenberg-Rincón, pude obtener versiones de las sesiones del tribunal de María en la televisión en 1957 y de la mayoría de glosas, artículos y comentarios que dieron forma a ese acontecimiento. Luego en Berlín, estos formaron parte de los materiales sobre los que trabajaron estudiantes alemanes y norteamericanos de maestría inscritos en el seminario. A ellos les resultó muy extraño que para la época de publicación de María hubiera todavía en los Estados Unidos de Colombia letrados que, como José María Vergara y Vergara y Miguel Antonio Caro, recurrieran a la retórica normativista para ponerse a buen recaudo y encasillar la novela con los códigos del género idilio. A esto se agregaba, en el caso de Caro, su imposibilidad absoluta de entender qué era una ficción novelesca y sus delirios filológicos para hacer de Gonzalo de Oyón la ideal, invisible, completa y perfecta epopeya que sus intereses le hacían anhelar. Chocó, además, la estultez con que ellos reclamaban autoridad y que se la reconociera aún casi un siglo después. Hubo, sin embargo, momentos regocijantes. ¿Eran de zoilo o de trujamán —esos términos los traían los estudiantes de su paso por Salamanca— las habilidades de Carlos López Narváez, el defensor ante el tribunal, para pretender “citar” muy campante —sin especificar que no estaba hablando sobre las literaturas a las que pertenecían entre otros Goethe, Rousseau, Diderot, Laclos, Richardson, Defoe o Fielding, de la época del rescate inglés y alemán de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, repudiado

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en la España en ruinas (“no hay nadie tan necio que elogie el Quijote”, decía Lope de Vega)— que “el siglo x v i i i fue estéril en novelas”? Parecía, además, que aquel y el acusador, Pedro Gómez Valderrama, se habían negado los placeres deparados por Jane Austen, contemporánea de Madame de Staël, con Orgullo y prejuicio, Mansfield Park, novela en tres tomos, y Emma, que reseñó anónimamente Walter Scott. Extrañeza, asombro e hilaridad eran reacciones esperadas. No preví, en cambio, hasta qué punto podía llegar el estupor ante dos posiciones permanentes entre los participantes del evento de 1957. Su primera premisa parecía haber consistido en eludir de forma sistemática —¿qué clase de censura podía impedirlo?— toda alusión a los costos en democracia, republicanismo, moral pública, devastaciones sociales y económicas que había tenido, a más tardar desde la misma década de 1830, la reincorporación a la Nueva Granada de la esclavocracia separatista del Cauca. La segunda parecía suponer tanto encerramiento, ignorancia voluntaria, como inepcia o desidia literaria y cultural. Faltaba a su modo de ver cualquier cotejo con la literatura del sur esclavista en Norteamérica, anterior a la guerra civil. El cuarto volumen de la historia de la “American Literature” de Van Wyek Brooks, The Times of Melville and Whitman (1947), una obra estandarte de referencia ineludible, había tratado a espacio sobre el peso de los intereses de esa sociedad esclavista en las letras, el ascendiente de los cotton snobs, el gusto jeffersoniano de los propietarios en esa sociedad. Pero lo que los confundía no era esto únicamente. Se ignoraba o se pretendía ignorar que el más grande narrador latinoamericano del siglo xix era Joaquim Maria Machado de Assis, que la culminación de su arte la había alcanzado al asumir el paradigma de Tristram Shandy (1759) en sus Memorias póstumas de Brás Cubas (1881) —“Brás” por Brasil y “Cubas” por Cuba, los únicos países americanos en donde se mantenía entonces oficialmente la esclavitud—. No ayudó a apaciguarlos en nada señalar que se trataba de ignorancias hispanas compartidas. Así Laurence Sterne y el fundador y presidente de la Academia de la Lengua del Brasil fueran traducidos y comentados en muchos idiomas, no hubo versiones al castellano de sus novelas antes de la última parte del siglo xx. De modo que descartadas las imaginaciones acerca de la acumulación y continuidad de las lecturas de María, por tratarse cuando más de puras proyecciones deseantes, se impuso una evidencia. La más elemental consideración de las condiciones de comprensión o de los intereses interpretativos de la ficción de Isaacs hacía patente que la historia de las lecturas de María no proporcionaba asidero alguno para demostrar el teorema sobre los despliegues de las potencialidades de sentido de ese texto. Tomaba así todavía

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Proemio

más relevancia el cambio completo de coordenadas propuesto tan brillantemente por Doris Sommer, en su contribución al libro Nación y narración (1990), editado por Homi K. Bhabha, y en el capítulo sobre la enfermedad de María, incluido en su emblemático libro Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina.1 Teniendo en cuenta, además, una curiosa circunstancia colombiana: la transformación anacrónica, exclusiva de Colombia, de una controvertible opinión de Jorge Luis Borges como tabla de salvación para María, la del Paraíso. Esta opinión había formado parte, dirigiéndose en 1937 a un público muy específico, de las reiteraciones de Borges acerca de la legibilidad e ilegibilidad, del disfrute o desabrimiento y del papel del Romanticismo en la literatura argentina. Se procedía ignorando no solo cuanto podía haber sucedido entre tanto en la investigación, sino también en los hechos básicos. En Colombia, las celebraciones que han debido establecer definitivamente el carácter de “clásico nacional” de Isaacs y su novela tuvieron un colofón en el artículo “Por qué ya no amamos a María” (1938), del entonces joven escritor Eduardo Caballero Calderón. Con él, Caballero asumió la responsabilidad de contar los motivos que movían a negarle la condición sine que non de clásico: la lectura repetida.2 Las tres carillas publicadas sobre María en la revista femenina bonaerense El Hogar, el 7 de mayo de 1937 por Borges, fueron reeditadas apenas medio siglo después con el número 60 entre los 208 textos incluidos en el libro de la Colección Marginales, titulado Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939).3 Para tomar en Colombia el sello del Borges dixit. 1 Con ese título el Fondo de Cultura Económica publicó en 2004 en Bogotá la versión en español del libro de Doris Sommer, Foundational Fictions: The National Romances of Latin America, editado en 1991 por la University of California Press, Berkeley. Entre esas dos fechas, la única mención del libro que se hizo en Colombia apareció en la documentación internacional compilada por Sarah de Mojica, Mapas culturales para la América Latina. Culturas híbridas, no simultaneidad, modernidad periférica (Bogotá: Ceja, 2001, 102-103). 2 Carlos Rincón, “Canon y clásicos literarios en la década de 1930”, en Entre el olvido y el recuerdo. Ìconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia, ed. por Carlos Rincón, Sarah de Mojica y Liliana Gómez (Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2010), 419-477. 3 Jorge Luis Borges, “Vindicación de la María de Jorge Isaacs”, en Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939). Ed. por Enrique Sacario-Gari y Emir Rodríguez Monegal (Barcelona: Tusquets, 1986), 127-130. En “Un acontecimiento editorial”, las páginas introductorias de María, el primero de los once volúmenes de las Obras completas de Jorge Isaacs, editados por María Teresa Cristina (Bogotá: Universidad del Valle, Universidad Externado

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Esa era la situación en el campo investigativo que movió a preparar los dos artículos de marras: “María o la ficción fundacional fracasada de Colombia” y “La apoteosis de Jorge Isaacs: crónica de un acto de reconciliación fallido”. Hubieran podido entregarse a cualquier revista especializada en Europa o en los Estados Unidos. Empero, el destino de los que habían sido materiales de trabajo para un seminario y de esos dos estudios cambió a raíz de un cargo de profesor visitante del Johann Gottfried Herder-Programm del Servicio Alemán para el Intercambio Académico (da a d) en Bogotá en 2013. Así, estos dos artículos pasaron a formar parte de la preparación de un proyecto de publicación que como tal —de ahí los suplementos— pudo cerrarse en ese año. El trabajo constante y calificado de Marcel Camilo Roa Rodríguez fue una colaboración indispensable para concluirlo. Quiero agradecer a la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana por acoger este libro en su catálogo, pues hace posible el disfrute y debate entre sus lectores. C a r l o s R i nc ón

de Colombia, 2005), se recurre así a esa nota: “Con sus apreciaciones, Borges desmantelaba falsos esquemas de lectura de María y dejaba sin piso la tesis de que Isaacs hubiera sido simplemente romántico“ (xi).

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i. el pro c eso c ontra m a ría y l a recep ción de su sentencia

L as sesiones del tribu na l * Primera sesión Enero 16 de 1957. Siendo exactamente las ocho y cincuenta y siete minutos de la noche se dio comienzo a la sesión, estando presentes el señor acusador, doctor Pedro Gómez Valderrama, el señor defensor, doctor Carlos López Narváez, y el jurado integrado por los doctores: Bernardo Ramírez R., presidente, y Jorge Vélez García. Previa excusa y por hallarse fuera de Bogotá, no asistió a la audiencia el jurado doctor Gonzalo González, g o g. El presidente, doctor Ramírez, declara abierta la sesión solicitando al relator, señor Díaz Granados, dé lectura al texto de la demanda presentada por el acusador. Demanda: Señores miembros del jurado del proceso de la novela María. E. S. M. Señores jurados: Yo, Pedro Gómez Valderrama, por medio del presente escrito demando ante ustedes la novela María, del escritor colombiano Jorge Isaacs, para que, previa la tramitación del juicio correspondiente, este tribunal formule las siguientes declaraciones condenatorias: Primera: El relato o novela María adolece de fallas, desde el punto de vista de la estructura y de la técnica novelísticas, que no permiten considerarla como ejemplo del género literario en el cual se clasifica. Segunda: María, producto de la época romántica, ceñido harto fielmente a sus moldes europeos, nace como toda la literatura-reflejo de aquella época en la América Latina, cuando se inicia ya el período de liquidación del Romanticismo. Y así como las cualidades, recoge y hasta cierto punto amplía todos los defectos y errores de aquel movimiento.

* Las sesiones del proceso contra María fueron originalmente publicadas en el periódico Intermedio, entre febrero y marzo de 1957 (véase más adelante el capítulo “Fuentes”, 130).

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Tercera: El mayor de los mencionados defectos es el que surge del sentimentalismo que cultivó en Europa el Romanticismo y que se convierte, al cruzar el mar, en el extremo del sentimentalismo elemental. Cuarta: María es el representativo mayor de la primera etapa de la novela americana, en la cual hay todavía una servidumbre hacia la novela europea en el tratamiento de los hechos y aun del ambiente, además de otros elementos que dan al libro un matiz que lo distancia del proceso de la vida colombiana de la época en que se escribió. Es un libro que queda parcialmente al margen de los propios problemas de la época en la América Latina. Quinto: Aun admitiendo que el libro haya tenido una zona de influencia benéfica en la literatura colombiana, hay un amplio sector en el cual sus proyecciones ofrecen aspectos perjudiciales. Señores del jurado, [firmado] Pedro Gómez Valderrama. Concluida la lectura del escrito anterior, el señor presidente del jurado, doctor Ramírez, concede el uso de la palabra al señor acusador, doctor Gómez Valderrama. Señor acusador, doctor Gómez: —Señores miembros del jurado, señor defensor, señoras, señores: La distancia a que hoy nos encontramos del Romanticismo del siglo x i x parece suficiente para intentar su examen crítico. Acaso la última generación que al iniciar su vida experimentó las consecuencias del fenómeno romántico fue la generación a la cual yo pertenezco. En ningún caso puede decirse que la generación que ahora comienza haya experimentado, en ninguna de sus formas, ni literariamente ni siquiera desde el punto de vista vital, la influencia del fenómeno romántico. Es un fenómeno para esta generación un poco distante y extraño. Por consiguiente, la distancia con el Romanticismo es suficiente para empezar a juzgarlo. En la América Latina, la obra con la cual se puede entrar a juzgar mejor lo que fue el fenómeno romántico es la novela María, de Jorge Isaacs. Los fundamentos de la acusación los habéis oído en el memorial que fue dirigido a los señores miembros del jurado. Considero honradamente que el fundamento del progreso es el examen de conciencia permanente con respecto al pasado. A través de este proceso, me propongo que hagamos este examen de manera honrada,

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aproximando la crítica literaria a un terreno que hasta el momento muy pocas veces ha pisado el examen de la novela María. Con la María ocurre un fenómeno literario, muy explicable desde luego. En noventa años que lleva de publicada, los panegíricos, los elogios, los ensayos admirativos han abundado. La crítica equilibrada y serena ha sido sumamente escasa. ¡Es explicable! Hasta el momento no había sido posible hacerlo porque todavía estaba demasiado cercano el fenómeno. Hoy en día se puede. Todavía las viejas generaciones la recuerdan como una parte integrante de su vida y ese es un fenómeno que no se puede desconocer. Pero las nuevas generaciones se encuentran lo suficientemente distantes como para poder pensar de otra manera, y entrar en este examen que vamos a hacer de acuerdo con los cargos formulados en el memorial de acusación. En los demás países latinoamericanos, María es el representativo más calificado de la época romántica, tal vez con Amalia, del argentino José Mármol. En Colombia, además de esta calidad, presenta otro aspecto: en Colombia existen dos Marías. La María del libro y la María de la leyenda.1 Fuera de este personaje de leyenda que va mucho más allá del libro, que se sale de sus páginas, tenemos la novela y es ella la que vamos a examinar aquí, señores del jurado. Con este examen crítico del libro pretendemos determinar su valor exacto. Aislando el problema de las consideraciones afectivas y sentimentales, de los hechos memorables que se encuentran vinculados al libro. Vamos a tratar de examinarlos fríamente. Me voy a referir al primer punto de vista de mi acusación: María desde el punto de vista de la estructura y de la técnica novelísticas. Sobraría hacer un recuento de lo que es el argumento de la María, para todos suficientemente conocido. Sin embargo, me voy a permitir leer, presentándolo al mismo tiempo como primera prueba, un escrito de don José María Vergara y Vergara, es el resumen del concepto de dicho autor expresado el mismo año de la publicación de la novela. Este artículo está reproducido en la revista literaria La Patria de don Adriano Páez, en la edición correspondiente a la época de la muerte de don J. M. Vergara y Vergara. Dice lo siguiente: María no es un hogar excepcional sino común y muy común. No hay simetría ni resortes creados ad hoc. No hay soledad, gran recurso para el caso. Ni sociedad abundante que es otro recurso muy

1 En las dos transcripciones se leen las frases siguientes: “La María que nica [sic] novelísticas. Sobraría hacer cia [sic] a lo largo del Valle del Cauca. Del paisaje más hermoso de Colombia y uno de los más hermosos de América, sin duda alguna”.

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grande. Lo primero fue el principal auxilio de Chateaubriand y Saint-Pierre. Lo segundo es el mejor cómplice de Dumas y Sue. En María figuran el padre y la madre. Dos hijos: Emma, personaje de comparsa en el cuadro y Efraím, joven que vuelve de Bogotá a la casa paterna y se enamora de María, huérfana criada por sus tíos los padres de Efraím. Hay un niño, hermano de esta, personaje innecesario para el inventor y del cual saca mucho partido el narrador, haciéndolo asistir a los castos y ardorosos diálogos de los dos amantes como un garante de la pureza de aquellos amores. El niño Juan representa el papel del ángel de la antorcha en La huida a Egipto de Vásquez. Su antorcha sirve solamente para iluminar el rostro de la Virgen. Hay criados, colonos, vecinos que se visitan y un perro viejo llamado Mayo. Cacería, pasiones, deudas, trabajo, pesares, esperanzas, intrigas, personajes secundarios útiles. Hay en fin todo lo que se encuentra en una casa. María y Efraím no son dos niños en una isla desierta como Pablo y Virginia, ni dos jóvenes solos en el desierto como Chactas y Atala. María y Efraím son dos jóvenes vestidos con telas europeas, que vivieron en una hacienda del Cauca, se amaron se fue él y… [¿]para qué decir el fin de la novela? Es la prosa de la vida vista con el lente de la poesía. Es la naturaleza y la sociedad traducidas por un castizo y hábil traductor. María es un idilio, un canto de hogar, una crónica casera, un conjunto de escenas dichosas y tristes hábilmente descritas. El mejor carácter, el más sostenido es el de María la protagonista y después de ella siguen por su orden de méritos el del padre y el de Efraím. Los de la madre, Enma y el niño son los de una madre, una joven y un niño. Quiero decir que no tienen nada ni de particular ni de irregular. Son las medianías del hogar.2

Con esto basta por el momento y es interesante recordar que don José María Vergara y Vergara fue uno de los primeros que descubrió los valores literarios de la María e introdujo a Isaacs a los círculos de las letras en Santa Fe de Bogotá.

2 La primera publicación del juicio crítico la hizo Vergara y Vergara en su periódico La Caridad, lecturas del hogar (Bogotá, 5 de julio de 1867, 650). La cita se incluye aquí, ajustándola al texto de esa edición.

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Hay muchos aspectos que se pueden analizar en este tema de la estructura novelística de María. El primero de ellos es el tema en sí. El amor adolescente que es tema que de por sí excluye la originalidad. Y en el fondo, lo fundamental del libro no está en el tema ni tampoco el fondo de la obra. Pero si vamos a buscar la acción no encontramos mayor acción, señores del jurado. Para no decirlo con palabras mías quiero, como prueba segunda, presentar esta cita del maestro Rafael Maya, correspondiente a una oración consagrada a Isaacs en su primer centenario: La María no es más que una serie de cuadros patriarcales, una pura y tranquila égloga tropical en su parte descriptiva, y un poema de la vida campestre que sólo al final se entenebrece, como esas tardes de nuestros climas, que comienzan vestidas de luz y acaban rasgadas por el relámpago. [...] La novela [dice más adelante] carece de una acción exterior dominante; no juegan en ella personajes de condición excepcional, ni las descripciones del ambiente son pinturas de parajes exóticos. Todo se reduce a unos cuantos sucesos caseros, y a hechos y circunstancias de ocurrencia habitual en las residencias campestres. Hay, además, un idilio intermitente que si le infunde su tono sentimental y su inmensidad lírica a la obra, no constituye, con propiedad, el cuerpo de la novela, que en las tres cuartas partes de su extensión, es un lienzo de trazos realistas, una ancha galería descriptiva.3

Sorprende realmente, señores del jurado, la coincidencia entre diversos autores —no solamente los dos citados— en señalar como una de las calidades más importantes de la María el aspecto descriptivo, cuando la María para todos y ante todo es una novela de amor, si es novela y se la puede considerar como tal. Desde luego, en la María operan dos fenómenos que no se pueden descuidar y que al considerarla en su conjunto hay que tener en cuenta, especialmente uno de ellos: el fenómeno de lo que yo llamaría la salvación por el paisaje. Así como el argumento, débil en muchas ocasiones, se salva por el estilo. No quiero entrar ahora a discutir el problema del paisaje que estudiaré más adelante en otra de mis intervenciones. Por esta razón, en gracia de la

3 Rafael Maya, “Jorge Isaacs y la realidad de su espíritu”, en Alabanzas del hombre y de la tierra (Bogotá: Librería Voluntad, 1941), II: 79-81.

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brevedad del tiempo, quiero referirme a otro aspecto que es fundamental en el de María: el problema del costumbrismo. El costumbrismo es el descendiente directo de la picaresca española que al llegar a la América Latina se vuelve ingenuo y sencillo, como la vida patriarcal que se llevó en los tiempos de la Colonia y en los primeros tiempos de la República. En la María el costumbrismo aparece patente. Lo encontramos utilizado en dos formas: una de ellas, en ciertos casos muy adecuadamente para realzar el patetismo de las situaciones. (El momento del entierro de María, etc.). En otros momentos, el costumbrismo aparece en María como si se emplease con el propósito deliberado de extender la obra en amplitud material. De llenar huecos; de suplir fallas. Desde luego, no voy a decir que las páginas de costumbres que se intercalan allí no son extraordinariamente bien escritas y de una gran penetración, y documentos muy importantes para la historia de las costumbres en Colombia; pero dentro de la unidad de la acción la quiebran fundamentalmente. Conspiran contra la belleza del romance. Son inadecuadas. Se podrían citar muchos ejemplos: digamos el más claro de todos: el regreso de Efraín por el Dagua. Todo ese cuadro de la naturaleza, hermosa, sobrecogedora. Pero Efraín está pendiente en ese momento del canto de los bogas, está pendiente de las serpientes, está pendiente de las rompientes del río. Está atento a todo, absolutamente a todo, pero no recuerda en ese instante que su amada está muriendo, que acaso ya ha muerto. Es una cosa que sorprende, que inclusive ata un poco al lector. Le ata a pesas de plomo para poder seguir adelante. Se podrían multiplicar los caso[s]: las visita[s] a Emigdio, por ejemplo. La misma cacería del tigre. Son aspectos muy interesantes, desde luego, pero rompen definitivamente la unidad de acción de la novela. El señor defensor, doctor López Narváez: —¿Me permite, señor acusador, una pequeña interpelación que puede servirnos para orientar la discusión en las sesiones venideras? El señor acusador: —Desde luego, señor defensor. El señor defensor: —¿Cree usted que “el canto a la selva” en la novela La vorágine, de José Eustasio Rivera, interrumpe la unidad estructural de la obra? El señor acusador, doctor Gómez: —¡No, señor defensor! No creo. Y no creo porque a mí me parece que el tratamiento del paisaje en Isaacs y Rivera es perfectamente distinto. El señor defensor: —Como son distintos el valle de la selva.

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El señor acusador: —¡No importa! Desde luego que son distintos y en eso estamos perfectamente de acuerdo... Pero no se trata de esto. Se trata de que en La vorágine el tratamiento del paisaje es netamente americano. En Isaacs el tratamiento es todavía europeo y definitivamente influido por los románticos. A mí me parece que la novela americana se inicia con La vorágine. El momento y el único antecedente que tiene esto, señor defensor, es el “Nocturno” de José Asunción Silva. La noche del “Nocturno” no es la noche de los románticos. Es la noche americana que es mucho más importante que el mismo personaje, que el mismo dolor del personaje. Esa es mi opinión al respecto. El señor defensor, doctor López Narváez: —Muy respetable. El señor acusador, doctor Gómez: —Volviendo al análisis de la obra encontramos que se podrían citar episodios que [f]allan. Momentos en que la técnica novelística se hace elemental e inclusive es inferior a la grandeza del tema. Hay casos, por ejemplo, en que Isaacs salva la unidad del relato al evitar la tentación de describir la vida de Efraín en Londres. Pero hay casos en que no la salva como en el caso ya mencionado de los cuadros de costumbres. Otro hecho, por ejemplo, que anota Enrique Anderson en su prólogo a la edición de María hecha recientemente en México por el Fondo de Cultura Económica: el caso de Carlos, el pretendiente de María, es en realidad vago, sobrante dentro de la trama del libro y no recibe una solución adecuada. Es un episodio que perfectamente se habría podido suprimir. Entrando al examen de los personajes, desde luego, María es en gran parte una novela de vida íntima. Sin embargo, se cumple el fenómeno de que la descripción del alma que hace el novelista es semejante a la descripción del paisaje. Es una descripción hasta cierto punto epidérmica. No penetra psicológicamente en los personajes. Desde luego, se me puede decir, la María no es una novela psicológica. Pero hay este aspecto, muy interesante de estudiar: es el caso de la riqueza de intimidad que hay en la María y de su superficialidad. Como todos los problemas de intimidad de la María flotan y naufragan un poco en el mar de lágrimas del romanticismo. No hay un buceo espiritual profundo. Las descripciones de los estados afectivos se cumplen siempre por la manifestación externa de ellos. La palidez, las lágrimas, los suspiros. Es lo que Anderson llama la “fisiología del amor”.4 Por

4 Enrique Anderson Imbert, prólogo a María (México: Fondo de Cultura Económica, 1951), xxvii.

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otra parte sobra mencionar las situaciones convencionales del idilio que a veces cumplen la misión de aproximar al lector realmente a la novela, para llevarlo por ese camino a páginas de mayor altura. Tal vez no vale la pena entrar en detalle en estas situaciones convencionales, pero baste con decir que en realidad ese es uno de los fenómenos que a la vez que acusan una mayor aproximación desde el punto de vista sentimental, entre el lector y la novela, distancian más al crítico de esta. En realidad, la María es una novela con dos personajes y la sombra del padre. La madre, Emma, son pasos fugitivos nada más. Desde luego, con dos personajes se puede hacer una novela, como se puede hacer con uno, como se hizo el Robinson Crusoe; pero en María son personas de novela, son más bien símbolos, síntomas de referencia, y todos se diluyen en lo poemático. Antes de terminar quiero, en relación con el aspecto novelístico de María, aducir una prueba importante. Es una cita de don Miguel Antonio Caro. Desgraciadamente no pude conseguir el ensayo original, “El darwinismo y las misiones”, en el cual se encuentra. Sin embargo, creo importante y conveniente leerla, del tomo i v de Historia de la literatura colombiana de don Antonio Gómez Restrepo. El señor Isaacs —dice el señor Caro— es conocido en Colombia y en otras regiones panamericanas como novelista y poeta, mejor dicho, como poeta exclusivamente, porque María no es una novela (y si como tal se juzgase sería una mala novela); es un idilio, un sueño de amor, como es idilio en prosa, y modelo de todos los demás, el Pablo y Virginia del inmortal Saint-Pierre, como es idilio en verso, menos puro y sencillo que aquel, el Joselyn de Lamartine.5

—En esta forma termino mi intervención de hoy, señor presidente, rogándole me permita extenderme en algunos de estos conceptos en la próxima sesión. El señor presidente: —Se da por terminada la sesión de hoy y se convoca para el próximo miércoles a las nueve de la noche.

5 Antonio Gómez Restrepo, “Jorge Isaacs”, en Historia de la literatura colombiana (Bogotá: Dirección de Extensión Cultural de Colombia/Imprenta Nacional, 1946), 187.

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Segunda sesión Enero 23 de 1957. A las nueve y diez minutos de la noche se da comienzo a la sesión bajo la presidencia del jurado, doctor Bernardo Ramírez R., quien otorga el uso de la palabra al señor acusador, doctor Gómez Valderrama en los términos siguientes: El señor presidente: —Se abre la segunda sesión en el proceso sobre la novela María. Tiene la palabra el señor acusador. Señor acusador, doctor Gómez: —Señor presidente. Señores miembros del jurado. Señor defensor. Señoras, señores. La última cosa que quedó flotando en el ambiente en la pasada sesión de este proceso fue el recuerdo de un pasaje del ensayo de don Miguel Antonio Caro, “El darwinismo y las misiones”, en el cual se refería a la novela María, de Jorge Isaacs. Indudablemente para todos los componentes de esta audiencia lo más importante de ese concepto fue sin duda alguna la frase, la afirmación del señor Caro de que la María no es una novela y que, si como tal se la considerase, sería una mala novela. Sobra hacer el elogio de la personalidad del señor Caro. De su ilustre calidad de pontífice de las letras colombianas en el siglo x i x . De la ponderación de su juicio. Pero hay algo más, señor presidente. Hay una prueba más que quiero aportar como complemento a esta cita del señor Caro: en la obra Los Caros en Colombia, en la cual con los papeles de esa familia ilustre, ordenados por doña Margarita Holguín y Caro, se reconstruye buena parte de la historia del siglo x i x, aparece una transcripción del diario de doña Margarita Caro, hermana de don Miguel Antonio, dama que más tarde casó con don Carlos Holguín. El diario corresponde a los años de 1867 a 1869. En el día 5 de marzo de 1867 dice lo siguiente: Hoy como Isaacs está enfermo de la peste y no puede salir, y Miguel Antonio también está enfermo, y no pueden juntarse para corregir las pruebas de María, ha apelado a otro medio. Isaacs le escribió a Miguel Antonio diciéndole que acudiera a mí, o a una de sus primas para que le ayudara en la corrección y le envió las tiras. Yo he accedido gustosísima a cooperar en la empresa (y por cierto que de modo importantísimo) y esta tarde me he estado más de dos horas seguidas leyendo a Miguel Antonio los manus-

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critos para que él comparara y fuera corrigiendo. Joaquín Pardo entró y no nos dejó acabar.6

Testimonio este espontáneo, de un diario íntimo, que dice muy a las claras cómo don Miguel Antonio presenció, casi desde la génesis, el nacimiento de la novela. Desde el momento en que todavía estaba en rama, cuando aún no había salido a la luz pública. Años más tarde, emitió su concepto, asaz meditado y asaz importante. Pasando a otro punto, señor presidente, en relación con la ruptura del hilo novelesco por las escenas de costumbres y paisajes, en estos pasados días tuve tres observaciones inteligentes de tres amigos cultivados e interesados en este proceso. En la primera de ellas, mi amigo me decía: “Quien lee la novela por la fábula de ella no se interesa por la cuestión de los paisajes ni de los cuadros de costumbres. ¿Se ha puesto usted a pensar cuánta gente ha leído la obra saltando páginas y páginas?”. Otro amigo me decía desde el punto de vista exactamente contrario: “El idilio, la aventura, la narración de los acontecimientos que ocurren entre los dos amantes es lo menos importante. Lo importante está en la descripción. Lo importante está en el paisaje”. Realmente, señor presidente, se podría llegar a la conclusión de que sería fácil hacer dos libros. Y aún más: un tercer amigo me preguntaba si alguna vez me había puesto a pensar qué ocurriría con María si alguna vez cayera en las manos de uno de estos editores de novelas abreviadas de pocket book y similares. Desde luego, ojalá no pase. Sin embargo, es fácil saber qué ocurriría. Simplemente, el editor tendría que hacer una serie de cortes elementales para dejar la historia viva y simple. Pero debemos pasar a otro tema. Hablamos de los personajes. No alcanzamos a hacer una referencia concreta al caso de Efraín. Hablamos, sí, de la técnica novelística en primera persona, a veces elemental e inferior a la calidad misma del tema y del asunto. Pero si nos ponemos a pensar en Efraín, señor presidente, a mí me atrae mucho imaginarlo en Londres. Todo romántico es un desterrado nato que para realizar la parábola de su vida debe cumplirla con el exilio. El exilio se vuelve un recurso para crear una situación romántica. Es el momento del 6 Los Caros en Colombia. Su fe, su patriotismo, su amor, ed. por Margarita Holguín y Caro (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1953), 197. Existe una edición anterior publicada por Editorial Antena (Bogotá, 1942). En la edición del Instituto Caro y Cuervo se introducen múltiples cambios que van desde la ortografía y la puntuación hasta nuevas entradas. Por una cita posterior de Gómez Valderrama puede suponerse que utilizó la edición del Instituto Caro y Cuervo.

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clímax del drama. ¿Qué pasa en la novela? Que, para cumplir ese requisito romántico del exilio, Efraín obedece las órdenes de su padre y se va. Y falla aquí, señor presidente, el personaje romántico. El personaje que por encima de todo está entregado a los sentimientos, a la sensibilidad. Que no piensa con la razón. Que siente con el corazón. Efraín se va, y por una dolorosa paradoja falla el personaje en el mismo momento en que alcanza su clímax. Cuando de acuerdo con el canon romántico debía obedecer a sus sentimientos, obedece el mandato de su padre. Hablemos ahora de María. Del personaje adorable de la novela y de la leyenda. Personaje de vagos contornos, personaje poético que es casi una sombra. Me voy a permitir, señor presidente, citar un pasaje del comentario de Antonio Gómez Restrepo en su Historia de la literatura colombiana: María —dice don Antonio— es una figura más poética que novelesca; es una creación ideal,7 que apenas pone los pies en la tierra, y que se caracteriza más por sus tímidas8 demostraciones que por sus palabras. De aquí que no haya ninguna representación gráfica de María que corresponda a la idea que llevamos en nuestra imaginación, y que, transportada al cinematógrafo o la escena, pierde, al materializarse, su encanto misterioso.9

El maestro Rafael Maya coincide en esta apreciación. En sus Alabanzas del hombre y de la tierra, tomo i i, dice: “María, por el contrario, es toda idealidad y toda ensueño. Al perder su identidad anecdótica, se convirtió en el símbolo puro de la pasión. Es algo más que una vida: es una idea realizada por el arte”.10 Sí, señor presidente, encontramos una idea donde estábamos buscando un personaje. Este es el problema: la confusión de los géneros. El tránsito de lo novelesco a lo poético. Efraín temía “ver desaparecer a María de la tierra como cualquiera de las criaturas de sus sueños”. Sin embargo, en un esfuerzo sobrehumano él, menos idealizado, menos esquemático como personaje, la aferra, la atrae a la tierra. Pero María es una persona poética indecisa. Por eso decía yo, señor presidente, que es más una persona de la leyenda que del

7 El texto original de Restrepo dice ‘creación’. 8 El texto original de Restrepo dice ‘lindas’. 9 Antonio Gómez Restrepo, Historia de la literatura colombiana, 187-189. 10 Maya, Alabanzas del hombre y de la tierra, II: 82 (véase n. 3).

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libro mismo. Con María ocurre exactamente lo que ocurre con los paisajes de Isaacs: vemos siempre los tonos de aurora o los tonos de crepúsculo, pero jamás vemos el sol violento caer perpendicularmente sobre la tierra. Recordemos, en el desarrollo mismo de la novela, aquella escena en que Isaacs cita como el modelo más definido de su idilio a Atala. Se refiere a Atala, con razón desde luego, como un poema. Y en el fondo confiesa, entre líneas, la aspiración de hacer algo semejante a Atala. Sin embargo, se interponen diversos factores. Entre cosas distintas, y el poema puro, que sería la continuación, la repetición de Atala, se transforma en una mezcla de novela y de poesía. El maestro Maya, en su ensayo sobre don Tomás Carrasquilla, hace al respecto la siguiente observación muy interesante para el caso: La novela romántica es más personal y menos colombiana, por lo mismo es preferentemente poética. María de Isaacs, por ejemplo, es colombiana en cuanto a las referencias geográficas y a la localización de los personajes. Pero estos tienen muy poco de típicos y bien pueden pertenecer al extenso reino de la fantasía sin particularidades nacionales de ninguna especie. El mismo paisaje está tan cargado de efectos subjetivos que acaba por perder sus caracteres regionales para convertirse en una abstracción lírica. En Atala, en Pablo y Virginia, hay descripciones exactas a las de Isaacs. La geografía es en cierto modo reflejo de la íntima disposición de sus sentimientos.

De lo expuesto, señor presidente, cabe llegar a la conclusión de que tenía razón el señor Caro: la María como novela es deficiente en técnica. Falla en estructura, falla en personajes, carece de acción. Ahora nos queda el otro problema: el de la literatura novelesca poematizada. La hibridación de los géneros que produce lo que ocurre, según Maya, en la mayoría de los narradores colombianos. Estos casi nunca crean caracteres consistentes; se limitan a ideas tipos más o menos genéricos y a recrearse, a embelesarse en la contemplación de los ambientes y paisajes. Les falta cortar a tiempo la corriente lírica, lo que ocasiona que haya momentos en que dicha corriente se interrumpe en el momento menos propicio para ello. Dice el maestro Maya una vez más: “Léase La Vorágine, léase María, léase Manuela de Eugenio Díaz, léase Mi gente de Efe Gómez y se verá que son obras descosidas, no obstante, la incomparable belleza de los episodios aislados y el ambiente de poesía que respira el conjunto. Pero carecen estas

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novelas de esqueleto”. En cuanto esta observación del maestro Maya se refiere a La Vorágine, quiero aclarar que yo tengo una idea diferente. ¿Qué ocurre, señor presidente, con este problema del tratamiento poético de la vida diaria? Nos conduce a esta hibridación de géneros, a este desorden sentimental de lo romántico. Si la novela, como decía la novelista inglesa Elizabeth Bowen, es “el tratamiento no poético de la verdad poética”, no ocurre al contrario, señor presidente. No puede decirse que sea el tratamiento poético de la verdad no poética ni el tratamiento poético de la verdad poética. En conclusión, señor presidente, la María, para recordar otra vez al maestro Maya, no es lo que él llama la “novela hablada” que se presenta en Tomás Carrasquilla. Es más bien la novela poemática, la novela recitada. He terminado, señor presidente. Señor presidente de la audiencia: —Tiene la palabra el señor defensor, doctor López Narváez. Señor defensor, doctor López Narváez: —Señores miembros del jurado. Señor acusador. Señoras y señores audiovidentes; presentes y distantes: La novela es una constante búsqueda de la realidad. Su campo de investigación es el mundo social. Su material analítico lo integran los aspectos, las expresiones, las manifestaciones del espíritu a lo largo de sus caminos terrenales. Comprendido lo anterior, no puede menos de aceptarse como legítimo el orgullo profesional con que el autor de El amante de Lady Chatterley, de La serpiente emplumada, de Canguro, David H. Lawrence, decía: “Siendo novelista me confieso, me siento, me considero, superior al santo, al filósofo, al científico, al poeta; la novela es el libro luminoso de la vida”. Perfilado así el rostro de la novela, hay que convenir también que ni en Norte ni en Centro ni en Sur América ha hecho aún la novela su presencia definitiva. Lo cual no significa ni mucho menos el que no hayamos tenido grandes obras de calidad típicamente novelística. Lo que ocurre es que nuestra novela, la nuestra, se aparta de aquella específica y clásica intención. La investigación del problema de la realidad [está] iniciando esa sutil labor en el campo de lo sociológico. Casi sin excepción, nuestros grandes escritores se han marginado de las soterradas corrientes sociales. Y para ascender a las alturas, estéticas o morales, y para descender a las unas o a las otras en lo que se refiere a la novela, es incuestionable que la observación social, la penetración sociológica en todas sus escalas, es condición imperativa, es requisito inexorable. También entre nosotros podrían enumerarse paralelamente, como alguna vez lo hizo ya Henry James biografiando a Hawthorne, los factores

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adversos, de realidad o de falla, que conspiran contra la posibilidad de que nuestra novela tenga la textura, la densa urdimbre de la gran novela europea. La enorme heterogeneidad integrante de nuestros países, el ser ellos conglomerados, pueblos, naciones sin monarcas, sin cortes, sin aristocracias, sin cumbres excelsas propias en todos los sectores del estadismo,11 sin palacios ni castillos, sin mansiones ni ruinas varias veces seculares, sin grandes agrupaciones tradicionalistas, etc., etc., en suma, sin medios suficientes para sacar a luz una variedad de elementos morales que dieran ocasión al novelista para cumplir su tarea de buscar la realidad, desentrañando las apariencias y complejos necesarios para crear una obra trascendental o por lo menos interesante. Pero es que a siglo y medio de distancia de la vida colonial, y salvedad hecha de las milagrosas posibilidades del genio, no hay derecho para exigirle a la vida latinoamericana, menos aún a la hispanoamericana, menos aún todavía a la colombiana, que ofrezcan su suelo sociológico suficientemente abonado y nutricio para producir el novelista propio representativamente exacto, como un Balzac en Francia, un Dostoievski en Rusia, para nombrar solo pontífices. Y por ello, señor presidente de la audiencia, señores jueces de inteligencia, señor demandante acusador, distinguido y amable, visible e invisible auditorio, este modesto artesano de cultura colombiana, sin vecindario literario registrado, y actuando como vocero defensor en la demanda de declaraciones condenatorias, formuladas contra la novela María, del escritor colombiano Jorge Isaacs, por el distinguido escritor contemporáneo y destacado jurista Pedro Gómez Valderrama, manifiesta respetuosamente que, acogido a los fueros de la historia y, más ampliamente, de las letras hispanoamericanas, se opone a que se hagan las declaraciones pedidas contra Jorge Isaacs y su obra. Doy a esta petición los fundamentos contracríticos que voy a tratar de exponer. Cree usted señor presidente... Señor presidente de la audiencia: —Tenemos unos minutos más, señor defensor, puede continuar. Señor defensor, doctor López Narváez: —El señor acusador formula la primera de sus declaraciones condenatorias afirmando que: “El relato o novela titulada María adolece de fallas desde el punto de vista de la estructura y la técnica novelísticas, que no permiten considerarla como ejemplo del género literario en el cual se la clasifica”.

11 Con esa palabra inexistente López Narváez parece aludir a ‘Estado’.

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Con alto y afectuoso respeto, empiezo anotándole a mi eminente adversario que por primera vez, y Dios quiera que por única en la brillante marcha del crítico, ha entrado en esta cuestión precisamente no con pie derecho. Sencilla y palmariamente, porque de lo que se trata aquí, al menos según lo entiendo, no es de discutir y establecer si Jorge Isaacs produjo un ejemplo, es decir, un arquetipo de novela con su María, sino simplemente... Señor acusador, doctor Gómez: —Señor defensor, como tal se cita y como tal se proclama. Señor defensor, doctor López: —Entonces la argumentación no va ya únicamente contra su señoría, sino contra quienes lo digan en contra. Señor acusador, doctor Gómez: —Son noventa años diciéndolo, señor defensor. Señor defensor, doctor López: —Muchos más siglos se estuvo aceptando que era el sol el que giraba alrededor de la tierra. [Aplausos]. Señor defensor, doctor López: —Decía yo que mi ilustre contra hombre esta vez no ha entrado con pie derecho. Sencilla y palmariamente porque de lo que se trata no es de discutir y establecer si Jorge Isaacs produjo un ejemplo, es decir, un arquetipo de novela con su María, sino simplemente si María “adolece de fallas desde el punto de vista de la estructura y de la técnica novelísticas”, para considerarla dura, simple y corriente novela. Dicho sea con toda y clara pulcritud que si de lo primero se tratara, o sea, de señalar en María un arquetipo de novela, técnica y estructuralmente novela, no sería este devoto de don Pedro de Alarcón, de Pérez Galdós, de Blasco Ibáñez, de Baroja, de Ricardo León, de Valle Inclán, el que viniera a sostener el concepto de novela ejemplar técnica y estructuralmente ejemplar, para la María. Señor acusador, doctor Gómez: —¿Qué es para usted una novela ejemplar? Señor defensor, doctor López: —Una novela ejemplar, la que puede servir de ejemplo para escribir novelas. Lo dice textualmente la palabra; la equivalencia inmediata y... Señor acusador, doctor Gómez: —Pero ¿usted cree que pueda haber una novela que sirva de ejemplo para escribir novelas?

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Señor defensor, doctor López: —Desde luego. ¿No me dice usted, no cree usted que Isaacs tomó de modelo, de ejemplo, a Atala para escribir su María? Pues Atala es una novela ejemplar. Señor acusador, doctor Gómez: —Es caso muy distinto. Señor defensor, doctor López: —Bueno, sigamos. [Aplausos]. Señor defensor, doctor López: —Doy, pues, por admitido el cargo formulado en los términos textuales del punto primero, en las declaraciones pedidas por la acusación. Desde el punto de vista de la estructura y de la técnica, María no está bien como un ejemplo, como un modelo, como un paradigma de novela. Apreciación que por lo demás viene siendo implícitamente recogida por nuestros mejores tratadistas docentes y críticos de literatura nacional, ninguno de los cuales, que me conste al menos, ha señalado en María una expresión suprema, desde el punto de vista de la estructura y de la técnica en nuestra novelística. Antes bien, no son pocos los tratadistas jerárquicos que la subestiman desde el punto de vista de la estructura y de la técnica, palabras que inevitablemente tienen que convertirse en estribillo. Pero dejando incólumes los valores estéticos diversos de ese inmaculado, al parecer sobrehumano, diálogo de almas. De ese idealizado, al parecer inverosímil, episodio sentimental de dos vidas. Señor presidente: —Lamentablemente, señor defensor, debemos dar por terminado el debate de hoy... En todo caso, queda con derecho al uso de la palabra la defensa para la próxima sesión.

Tercera sesión Enero 30 de 1957. Exactamente a las nueve y doce minutos, el señor presidente del jurado, doctor Bernardo Ramírez, declara abierta la sesión, estando presentes los jurados: Vélez García, Gonzalo González, el acusador, doctor Gómez Valderrama, el defensor, doctor López Narváez, y el señor relator, Norberto Díaz Granados. El presidente, doctor Ramírez dice: —Se inicia la tercera sesión. Tiene la palabra el señor defensor.

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El defensor, doctor López Narváez: —Señor presidente. Señor acusador. Distinguido auditorio televidente: Reanudando el hilo pendiente al término de la primera intervención de la defensa, decíamos que podemos aceptar que María no sea un ejemplo de novela. Pero ¿el no ser un ejemplo de novela alcanza para despojarla hasta la desnudez, hasta la eliminación, para desconocerle las características como novela genéricamente considerada? Para entrar yo también por la puerta mayor de la crítica, como tan airosamente lo ha hecho el señor acusador, creo conveniente y oportuno darle[s] frente a los tres argumentos de autoridad que han formado algo así como la vanguardia, o la descubierta de la ofensiva, para lograr la declaración pedida en el primer punto de la demanda. A esta lid exquisita han venido tres eminencias de las letras colombianas: don José María Vergara y Vergara, don Miguel Antonio Caro en una cita de don Antonio Gómez Restrepo y el maestro contemporáneo don Rafael Maya. Yo sinceramente confieso el miedo que me sobrecogió ante esa triple acometida. Me daba la impresión de ver rodando de la sierra tres moles de andesita sobre el palomar del Paraíso. No iba quedar ni el plumero. Destrucción, arrasamiento, muerte, polvo y cenizas al viento. Pero, como en los casos de física y real catástrofe, pasada la primera impresión de terror, una especie de curiosidad adolorida nos lleva a meternos y a ambular por entre las ruinas, por entre los escombros. Quiero decir, en mi caso, que me puse a ojear a don José María Vergara y Vergara, a don Miguel Antonio Caro en la cita de origen: el estudio de don Antonio Gómez Restrepo sobre Jorge Isaacs y al maestro Rafael Maya, en su famoso estudio incluido en el tomo de Alabanzas del hombre y de la tierra, “Jorge Isaacs y la realidad de su espíritu”. Y el terror primero y la curiosidad adolorida después se fueron convirtiendo, primero y poco a poco, en perplejidad, en sorpresa esperanzada, en hallazgo impresionante, en una inmensa alegría de supervivencia. Todo lo cual lo voy a decir en una forma un poco gráfica y popular que es muy del uso corriente entre nosotros cuando se habla ex cathedra. Tengo la sensación de que la acusación o mi admirado impugnador, al citar en apoyo de su tesis a don José María Vergara y Vergara, a don Miguel Antonio Caro en la cita de don Antonio Gómez Restrepo y al maestro Rafael Maya, creo que nos ha rezado un credo desde donde dice “Poncio Pilato fue crucificado, muerto y sepultado” y no fue Poncio Pilato; fue “creo en Dios padre todopoderoso crucificado, muerto y sepultado”. Voy a tratar de demostrarlo. Nuestro delicioso Vergara y Vergara, primero en publicar un juicio o una crítica sobre María, ciertamente dijo en uno de los apartes de su escrito

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lo que el señor acusador nos leyó, nos transcribió de viva voz en la primera de sus intervenciones, y que fue recogido en el acta de la sesión de ese día. Dice: María no es un hogar excepcional sino común y muy común. No hay simetría ni resortes creados ad hoc. No hay soledad, gran recurso para el caso. Ni sociedad abundante, que es otro recurso muy grande. Lo primero fue el principal auxilio de Chateaubriand y Saint-Pierre. Lo segundo es el mejor cómplice de Dumas y Sue. En María figuran el padre y la madre. Dos hijos: Emma personaje de comparsa en el cuadro y Efraím, joven que vuelve de Bogotá a la casa paterna y se enamora de María, huérfana criada por sus tíos los padres de Efraím. Hay un niño, hermano de ésta, personaje innecesario para el inventor y de lo cual saca mucho partido el narrador, haciéndolo asistir a los castos y ardorosos diálogos de los dos amantes como un garante de la pureza de aquellos amores. El niño Juan representa el ángel de la antorcha en el cuadro La huida a Egipto de Vásquez. Su antorcha sirve solamente para iluminar el rostro de la virgen. Hay criados, colonos, vecinos que se visitan y un perro llamado Mayo. Cacería, pasiones, deudas, trabajo, pesares, esperanzas, intrigas, personajes secundarios útiles. Hay, en fin, todo lo que se encuentra en una casa. María y Efraím no son dos niños en una isla desierta como Pablo y Virginia, ni dos jóvenes solos en el desierto como Chactas y Atala. María y Efraím son dos jóvenes vestidos con telas europeas que vivieron en una hacienda del Cauca, se amaron. Se fue él y... [¿]para qué decir el fin de la novela? Es la prosa de la vida vista con el lente de la poesía. Es la naturaleza y la sociedad traducidas por un castizo y hábil traductor. María es un idilio, un canto del hogar, una crónica casera, un conjunto de cosas dichosas y tristes hábilmente descritas. El mejor carácter, el más sostenido es el de María, la protagonista y después de ella siguen en su orden de méritos el del padre y el de Efraím. Los de la madre, Emma y el niño son los de una madre, un joven y un niño. Quiero decir que no tienen nada de particular ni de irregulares. Son las medianías del hogar.

Ahora pregunto. ¿Es que realmente hay en lo trascrito una descalificación de María como novela, y por ende de su autor como novelista, genéricamente considerados la novela y el novelista?

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El señor acusador: —Señor defensor, le ruego permitirme una interpelación. El señor defensor: —Desde luego... El señor acusador: —En primer lugar, le ruego hacer memoria, para que tampoco usted no rece el Padre Nuestro desde la parte final, y me remito a lo que dije en la página tres del expediente. Presenté como prueba a don José María Vergara y Vergara porque: 1. Necesitaba hacer memoria del argumento de la novela. En mi carácter de acusador, me consideraba hasta cierto punto impedido para hacer ese resumen yo mismo y preferí acogerme a una de las fuentes primigenias. 2. Desde luego, no cité todo el testimonio, pero tendré oportunidad de referirme a él próximamente, porque me parece que es muy interesante, entre otras cosas, como síntoma de la época. Nos da una serie de indicios que señalan claramente lo que era la literatura en esa época. Nos remite a una serie de referencias extranjeras. Lo que menos cuenta es lo nacional, en realidad. Recuerde usted, señor defensor, que María y Efraín son para el señor Vergara y Vergara “dos jóvenes vestidos con telas europeas”. El señor defensor: —Todavía no se había implantado ni Fabricato ni Coltejer. De eso no tenemos la culpa. El señor acusador: —No, desde luego que no, señor defensor. De eso no tenemos la culpa. Pero es que no es solamente eso. Hay otra serie de aspectos que son importantes. Desde luego no quiero quitarle tiempo de su exposición. Próximamente me referiré a eso. Pero quiero recalcar, señor defensor, que para mí lo fundamental del testimonio del señor Vergara y Vergara estriba, en primer lugar, en el síntoma que presenta de lo que era la época y a eso me he de referir posteriormente. El señor defensor: —Sí, señor acusador. Lo que pasa es que todos nos hemos equivocado porque al citar al señor Vergara y Vergara en esta condensación del argumento, parecía darse a entender que ese argumento no correspondía al de una novela técnica y estructuralmente elaborada.

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El señor acusador: —Pues, eso sí lo da a entender el señor Vergara y Vergara y... No yo, señor defensor. El señor defensor: —Pues vamos a ver si realmente lo da a entender o si dice explícitamente lo contrario, señor acusador. El señor acusador: —Dice algunas cosas como... El señor defensor: —Decía yo, pues, que este credo rezándolo desde el principio, es decir, tomando el juicio de Vergara y Vergara en su cabalidad, lo que resulta palmario, evidente de toda evidencia, como lo vamos a ver, es la valoración afirmativa de la forma y de la esencia de la María como novela y muy novela en la acepción genérica de las de su clase, cosa que hacía el señor Vergara y Vergara, con su doble autoridad de protohistoriador y protocrítico de la literatura colombiana. A vuelta de consideraciones sobre la manera como se hacen conocer los jóvenes escritores de su tiempo, “con articulones politiqueros”,12 (conste que la palabra es textualmente de don José María Vergara y Vergara, no de este malhablado del defensor). Con articulones politiqueros que la sociedad esperanzada se aguanta a más no poder hasta la desilusión final, encarece el caso de los que aspiran a la fama no a base de literatura bastarda politiquera, sino con el cultivo de las letras en todos sus ramos legítimos; aquí el señor Vergara: “Entonces, nos congratulamos vivamente y la sociedad acostumbrada al zumbido odioso del moscardón político recibe, con menos estrépito, pero con fino gozo al que viene a compensarle ciertos desengaños”.13 Y luego entra en materia diciendo: En este caso está especialmente el autor de María. Hace 4 años [habla el señor Vergara en 1878],14 que era completamente desconocido. Hace tres que se presentó en Bogotá con un volumen de versos que fueron recibidos 12 En la edición de La Caridad se lee: “Articulones de política”. Pero, más adelante, Vergara subraya la palabra ‘politiquero’ para referirse al joven que ha empezado a escribir artículos sobre política, pero del que se espera un enriquecimiento de la herencia intelectual “de nuestros padres” (649). 13 La Caridad, 649. La observación es errada. 14 La cita proviene del mismo texto que cita Gómez Valderrama, es decir, del texto del año 1867. Por otra parte, Vergara y Vergara murió en 1872.

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con un raro entusiasmo y hace pocos días que ha dado un nuevo volumen en prosa. Uno novela bien elaborada. Bien escrita. Regalos como este no se hacen todos los días...15 El señor acusador: —Y “bien sentida”, dice el señor Vergara. El señor defensor: —Sí... “Bien sentida”. Mejor aún: “Una novela bien elaborada, bien sentida. Regalos como este no se hacen todos los días a la sociedad. Y el regalo es doble y doblemente precioso porque si el libro vale mucho, el autor vale más”. Un poco más adelante aludiendo a los tres ingredientes raciales de Isaacs, judío-inglés por el padre y español por la madre, dice Vergara y Vergara: “María es como su autor, un ser triple, indefinible. Es una Rebeca. [Alude pues al personaje bíblico]”. El señor acusador: —No, señor defensor, perdóneme. Yo creo más bien que alude al personaje de la novela Ivanhoe de Walter Scott, que estaba de moda por esa época. El señor defensor: —Puede ser. Como es sabido de todos, Isaacs era judío. El señor acusador: —¡Sí! Es que el personaje de la novela de Walter Scott era judío. El señor defensor: —¡Sí! Un motivo más para que se trate de un personaje judío. Y prosigo con la cita de Vergara y Vergara: “Una Rebeca sajona viviendo en Sevilla. María pertenece en literatura al género sentimental... pero muy diferente de las otras novelas de esta clase como Atala y Pablo y Virginia”. En seguida, entreta a un paralelo enfrentando a Pablo y Virginia y María para hacer un balance de naturalidad y fluencia favorable a Isaacs, dice el señor Vergara y Vergara: “Saint-Pierre tuvo que arreglar primeramente las cosas a su gusto para describirlas después. Y cuando un jugador arregla primero y a su gusto las piezas de su ajedrez, no puede tener gran trabajo en ganar su juego. María no es un hogar excepcional sino común y muy común, etc., y etcétera”. Y es aquí donde entra el párrafo traído por la acusación como argumento de cargo contra la naturaleza novelística de María.

15 La Caridad, 649.

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El señor acusador: —Más que como argumento de cargo, como argumento de la novela, señor defensor... El señor defensor: —Yo francamente no entiendo el diagnóstico diferencial entre la obra y la novela... El señor acusador: —No... Entre el argumento de cargo y el argumento de la novela, señor defensor. El señor defensor: —Bueno, entonces lo trajo como cargo contra el argumento de la novela para que no se la califique técnica y estructuralmente como novela... cuando, como es fácil apreciarlo, es precisamente todo lo contrario: un comprobante de su naturaleza y su estructura novelística. “Naturaleza y sociedad, traducidas a una novela por un castizo y hábil traductor”. [Palabras textuales del señor Vergara y Vergara]: “Conjunto de escenas dichosas y tristes hábilmente descritas. Los caracteres de la protagonista, de su padre y de Efraím bien sostenidos. Y en escala descendente hasta llegar a las medianías del hogar”. Todo lo cual lo sella y lo contrasella críticamente Vergara y Vergara con esta textual expresión: María es, pues, también una novela de caracteres. Tal es en extracto la preciosa novela que mencionamos... tal es María, obra que puede y debe tener buena y cordial acogida no solo en la patria, sino en Europa. María hará largos viajes por el mundo, no en las valijas de correo, sino en las manos de las mujeres que son las que popularizan los libros bellos. Las mujeres lo han recibido con emoción profunda, han llorado sobre sus páginas y el llanto de la mujer es verdaderamente el laurel de la gloria.16

—Tenemos pues que don José María Vergara y Vergara, lejos de descalificar a María como novela, destaca y pondera sus características específicas puntualizándola y consagrándola una y más veces con la denominación clasificativa de novela.

16 La Caridad, 650.

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El señor acusador: —Antes de que continúe su lectura, señor defensor, le ruego permitirme una pequeña interpelación, una más para aportar un nuevo elemento de juicio en este proceso. Voy a leerle una cita muy corta, en la cual se hace alguna referencia a don José María Vergara y Vergara, el cual, entre otras de las cosas que dice en el estudio al cual usted se está refiriendo, habla de que María es una novela por todos los conceptos recomendable. Es interesante, y presento esta prueba como información desde el punto de vista de la época. El reverendo padre Pablo Ladrón de Guevara, de la Compañía de Jesús, tiene una obra escrita a finales del siglo denominada Novelistas malos y buenos. En esta obra se ocupa de María y hace una especial referencia al señor Vergara y Vergara. Me permito leerle rápidamente lo que dice el padre Ladrón de Guevara: Isaacs, Jorge. (1837-1895). Colombiano, del Cauca. Entre sus poesías hay alguna, como “La reina del campamento”, poco edificante. Novela: María (edición de Madrid, 1899). Va en 499 regulares páginas, con un prólogo de Pereda. Antes de dar nuestro juicio, conviene recordar a nuestros lectores lo que ya les tenemos dicho: que nuestro fin es juzgar la bondad o malicia de las novelas por sus ideas y moralidad [es un enjuiciamiento moral]. Hay, pues, en la novela María manifestaciones por toda ella francamente cristianas; sus moribundos reciben los Santos Sacramentos; hay oratorio en aquella casa; sus moradores oran ante la Virgen Santísima y el Crucifijo, principalmente en las tribulaciones, y también, agradecidos al comer. Sin embargo, aunque sea el espíritu cristiano, lleva mezclado, más o menos, el mundano. Tal cual vez el voluptuoso, y más aún sensual. Algunas descripciones de mujeres, aunque no son deshonestas, tampoco mueven a la castidad, y pueden inquietar, si bien ni lo menos honesto llega a describirlo, sino con frase más genérica. Es reprensible la morosidad en dar cuenta del baño que a Efraín preparaba María, esparciendo el agua de flores. Pase esto, sin embargo. Lo que no puede pasar es el pasaje de la ida de aquél con Salomé, joven harto ligera, por aquellas soledades del río, con lo demás, que allá se cuenta. La sensualidad y peligro aquí nos parece claro, sobrando para los jóvenes lo inquietante y perturbador. Por lo demás, no tenemos dificultad en aquello de los castos y ardorosos diálogos de los amores puros pero desgraciados, que dijo don José María Vergara y Vergara, y en lo de “páginas apasionadas y ardientes de amor a la naturaleza”,

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que dijo otro literato. No tenemos dificultad, decimos, en admitir que todo esto hay en la novela. Averiguar si el asunto es o no esencialmente romántico, como dijo alguno, no entra por ahora en nuestro fin y plan. Debemos a nuestros lectores esta fidelidad en el juzgar, la cual nos agradecerán más que el sistema de cubrirlo todo con el follaje de indiscretas, falsas y peligrosas alabanzas, sistema que no hemos seguido con los españoles, ni la conciencia nos sufre lo sigamos con ninguno.17

Señor presidente: —Se ruega al señor acusador aportar esa prueba en el momento oportuno de su intervención. El señor acusador: —Muy bien, señor presidente. El señor defensor: —Yo no le hago ningún comentario a esta cita del ladrón... ¡Ah!, del padre Ladrón de Guevara. Porque, francamente, no veo qué conexión con la técnica y estructura de la novela, que es lo que discutimos aquí, pueda tener esta disertación moral que realmente no está motivada ni en la forma ni en la esencia de la novela por punto alguno. Es la primera vez que, en el siglo que lleva de escrita la novela, oigo yo un comentario de esa clase. Con ese criterio del padre Ladrón de Guevara vamos a tener que meterle candela a la novela del padre Spillmann, El secreto de la confesión; porque allí se describe, con todo[s] sus pelos y señales, el crimen que comete un sacristán, asesinando a una dama fervorosa, religiosa, en uno de los zaguanes de la iglesia. Pero, en fin, sigamos adelante... Vamos a entrar con don Miguel Antonio Caro. La cita de cargo traída por el señor acusador y procedente de don Miguel Antonio Caro figura, decíamos, en el estudio de don Antonio Gómez Restrepo sobre Isaacs, en el tomo cuarto, si mal no recuerdo, de la Historia de la literatura colombiana. Don Antonio Gómez Restrepo la tomó, a su vez, del largo estudio de don Miguel Antonio “El darwinismo y las misiones”, estudio en que don Miguel Antonio refutaba ciertos conceptos expresados por Isaacs en un informe sobre las tribus del Magdalena. Echemos por delante una observación de índole psicológica: yo no creo irrespetar los altísimos y venerables manes del señor Caro si digo que

17 Pablo Ladrón de Guevara, S. J., Novelistas malos y buenos (Bilbao: El Mensajero del Corazón de Jesús, 1933), 295.

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por encima del filólogo, del filósofo, del estadista, del humanista integral, por encima del crítico temible, mortífero, por encima de todo esto, y antes bien, todo esto como instrumento de trabajo, de combate del católico, estaba la calidad intransigente y sapientísima del ortodoxo, del doctrinario paladín contra todos los errores o amagos de apartamiento en punto a los dogmas y creencias de la fe católica. Tampoco creo revelar un secreto al decir que el señor Caro, hombre al fin y de contera crítico colombiano, alguna que otra vez, como se dice popularmente, “se iba del seguro” en punto a acerbía para salpicar con el agua regia de su crítica en cuestiones fundamentales sobre ciencia, sobre religión, los terrenos aledaños a las ideas o a la personalidad criticadas o comentadas. En el caso de Isaacs, por ejemplo, el señor Caro, en ese largo estudio o ensayo sobre “El darwinismo y las misiones”, lo que refutaba eran ciertos conceptos expresados por Isaacs en un informe sobre las tribus del Magdalena. Y en el curso de esa refutación sobre un punto, cuestión o materia de antropología, dio en arremeter no contra el Isaacs expositor científico, sino contra Isaacs el novelista y el poeta, en los términos en que leyera el señor acusador y que yo iba a tener ahora, si hay tiempo, el gusto de leer... Señor presidente: —Desgraciadamente, señor defensor, se nos agotó el tiempo. Debemos dar por terminado el debate hoy, pero continúa con el uso de la palabra la defensa.

Cuarta sesión Febrero 6 de 1957. Exactamente a las nueve y doce minutos el señor presidente del jurado, doctor Bernardo Ramírez, declara abierta la sesión, estando presentes los jurados: Vélez García, Gonzalo González, el acusador, doctor Gómez Valderrama, el defensor, doctor López Narváez, y el señor relator, Norberto Díaz Granados. El presidente, doctor Ramírez, dice: —Se abre la sesión. Tiene la palabra el señor defensor. Señor defensor: —Señor presidente y miembros del jurado, señor acusador, distinguido y gentil auditorio presente y distante: Al término de la sesión pasada, habíamos empezado a considerar el argumento de cargo presentado por la acusación, a base de un concepto de don Miguel Antonio Caro, transcrito por Antonio Gómez Restrepo en su estudio sobre Isaacs. El concepto transcrito por don Antonio Gómez, de don Miguel Antonio, figura en el largo estudio “El darwinismo y las misiones”,

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que el señor Caro escribiera para refutar puntos de vista, apreciaciones, conclusiones, de orden científico, vertidos por Isaacs en su estudio sobre las tribus del Magdalena. Antes de entrar a fondo en la cuestión con el señor Caro, me permití decir o estimé conveniente echar por delante un apunte de orden psicológico que aludía a las circunstancias específicas del señor Caro que, siendo un crítico, siendo un filósofo, siendo un humanista, siendo la primera autoridad de su tiempo en estas materias, sin embargo, ponía por encima de todas ellas y, antes bien, todas ellas al servicio de su calidad de católico inexpugnable para decir lo menos, cuando afrontaba cuestiones, disquisiciones en que se proponía poner en su sitio a quienes no solo se apartaran, sino que intentaran apartarse de los dogmas de la fe católica. Decía también que no quería revelar un secreto al traer a cuento esta conocidísima habilidad del príncipe de nuestros humanistas para salpicar, decíamos, con el agua regia de su crítica, en cuestiones fundamentales de dogma, de doctrina, las ideas y los campos aledaños a las... personalidades combatidas. Es el caso, precisamente, que se contempla en la argumentación del señor Caro, o en las afirmaciones, o en las apreciaciones del señor Caro, en su estudio del “Darwinismo y las misiones”, al referirse a Isaacs, al Isaacs autor del estudio sobre las tribus del Magdalena y al invocar en el Isaacs antropólogo, etnólogo o ensayista científico, al Isaacs novelista. El señor Caro dice: El señor Isaacs es conocido en Colombia y otras regiones panamericanas como novelista y poeta, mejor dicho, como poeta exclusivamente, porque María no es una novela y si como tal se juzgase, sería una mala novela; es un idilio, un sueño de amor, como es idilio en prosa y modelo de todos los demás, el Pablo y Virginia del inmortal Saint-Pierre, como es idilio en verso, menos puro y sencillo que aquel, el Joselyn de Lamartine. Isaacs es distinguidísimo poeta lírico, algunas de sus poesías y sobre todo el canto al “Río moro”, son verdaderas inspiraciones que figuran con honor en el parnaso colombiano.18

18 Miguel Antonio Caro, “El darwinismo y las misiones”, citado por Antonio Gómez Restrepo, Historia de la literatura Colombiana (Bogotá: Dirección de Extensión Cultural de Colombia, 1946), 187.

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Y a reglón seguido, este concepto que es todo un tomo precioso lleno de esa sutil virulencia, en cuya preparación y destilado no conoció rival el príncipe de nuestros humanistas, dice: “Complaceríamos ver al señor Isaacs con su familia, en amena quinta, cual otro Tennyson, libre de la preocupación del mañana, cultivando las artes de la imaginación con espíritu sereno y corazón creyente”.19 Como ustedes bien comprenden, todo esto es una manera elegantísima pero sutilmente impiadosa de decirle: “Vea, señor Isaacs, no se meta en honduras antropológico-darwinianas; es mejor que se dedique solo a sus versos”. Y es fama que de bromas inhumanísticas y sangrientas, como estas, está sembrado el anecdotario del señor Caro. Pero, veamos ahora, qué es lo objetivo para el caso, el comentario que el propio don Antonio Gómez Restrepo pone para enmarcar la cita que acabo de leer del señor Caro. Dice don Antonio Gómez: “Se ha dicho en son de censura que don Miguel Antonio Caro sostuvo que María era una mala novela. Es bueno examinar lo que dijo, realmente, el ilustre humanista”.20 Y aquí inserta el concepto del señor Caro sobre la mala novela. Y sigue el señor Gómez Restrepo: “Como se ve, es cuestión de clasificaciones retóricas; idilio o novela, ¿qué más da?; lo que importa es la calidad superior de la obra, y esta no la desconoce el señor Caro cuando coloca a María a par de dos obras inmortales de la literatura universal:21 Pablo y Virginia del inmortal Saint-Pierre y el Joselyn de Lamartine”. Sigue el señor Gómez Restrepo: “¿En qué razón apoyaría el señor Caro su concepto de que la María no es una novela?”.22 Probablemente en la consideración de que la novela es un género objetivo, cuya acción se desarrolla entre personajes distintos del autor, y en la María el elemento subjetivo tiene una importancia preponderante. Señor acusador: —En realidad, lo que sucede con el concepto de don Antonio Gómez Restrepo, me permito anotarle, es que don Antonio escogió la clasificación de María como poema, pero su señoría escogió la clasificación de María como novela, de manera que en ese caso, sigue vigente la teoría del señor Caro.

19 Ibíd. 20 Ibíd. 21 La cita original va hasta ‘universal’. Lo demás fue añadido. 22 Gómez Restrepo, Historia de la literatura colombiana, 187.

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Señor defensor: —Yo creo, señor acusador, con perdón de su respetable opinión, que don Antonio Gómez Restrepo, al comentar el concepto de don Miguel Antonio Caro, tocó en una forma, por lo menos tan autorizada como don Miguel Antonio Caro, el fondo de la cuestión, puesto que don Antonio Gómez entró a juzgar a Isaacs como novelista. Como novelista y nada más que como novelista y con motivo y con ocasión de la novela. En cambio, el señor Caro entró, digámoslo, porque hay que decirlo, a salpicar con el agua regia de su crítica al novelista, cuando precisamente a quien estaba criticando era al hombre de ciencia, al hombre que se había metido en un ensayo antropológico. Y ya que estamos en los terrenos de don Miguel Antonio Caro, creo que es oportuno considerar un segundo argumento que la acusación nos trajo con referencia al señor Caro. Es el argumento referente a las pruebas de la María. El señor acusador nos refirió que en ese encantador libro de Los Caros en Colombia, se relata que las pruebas de la María las corregía don Miguel Antonio Caro. Eso es verdad. Yo he vuelto a recorrer ese encantador, ese deleitoso libro, especialmente en el exquisito diario de doña Margarita. Un diario que, se me ocurre a mí, habría podido escribir la propia María de Isaacs. Un diario íntimo, un diario de sus amores, un diario en el que, naturalmente, al nombre de Efraín en el diario de María de Isaacs, habría correspondido el nombre de don Carlos Holguín. Consta allí, pues, en el diario de doña Margarita, que Isaacs frecuentaba, pero con mucha frecuencia, la casa de los Caros. Y del hecho de aquella frecuentación de la casa y de la corrección de las pruebas de la María por don Miguel Antonio Caro se ha querido deducir, y voy a usar las palabras textuales, que “don Miguel Antonio asistió a la génesis de la María, es decir, al desarrollo y nacimiento de María”. Porque la conoció, y es otra palabra textual de la acusación, “la conoció en rama”, la María, es decir, el libro, la novela. Lo de “la génesis” y lo de “en rama” son palabras textuales. Yo creo, señor acusador, que con esto de la génesis y en rama le ha ocurrido a la acusación lo que suele ocurrirnos frecuentemente a quienes gustamos de disertar sobre puntos controvertibles: y es que las frases hechas nos ponen a veces unas trampas que cuando menos nos acordamos estamos metidos en ellas. Porque, a mi manera de pensar y de juzgar y por lo que he leído y trajinado, se dice de una cosa “estar en rama”, para significar que está en germen, en desarrollo, está incompleta en su destinación funcional. Y se dice por una especie de metáfora botánica o frutal, se dice algodón en rama, cacao en rama, café en rama, que es todavía menos que café, o cacao en pepa. Y esto...

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Señor acusador: —Se puede decir libro en rama cuando el libro no ha conocido la luz pública... Señor defensor: —Pero no estamos hablando del libro... Estamos hablando es de la novela, que había podido no ser en libro, sino en pruebas como la estaba viendo don Miguel Antonio... Señor acusador: —Que iban a ser libro, justamente... Señor defensor: —De manera, pues, que lo de “en rama” no necesita académicas filologías. La obra de un escritor, entregados ya los originales, ¿esa obra cuajada ya en pruebas, en tira, en páginas, en pliegos, será una obra en rama? Yo creo que no. Y mil veces mejor que así no sea. Señor acusador: —Señor defensor, perdóneme, pero eso sí depende justamente de la técnica que tenga el escritor. Recuerde su señoría cuantas veces corregía Balzac las pruebas, inclusive reescribiendo su libro en las pruebas, como se pueden ver todavía... Señor defensor: —Para corregir su libro, para corregir su obra. Estamos en el caso de las pruebas de la María y no nos vamos a salir de ellas... Señor acusador: —Sí, su señoría... Señor defensor: —Bueno... Entonces, no es un libro “en rama” un libro cuyas pruebas están corrigiéndose, porque la obra está ya cuajada allí, lo que se va a corregir en esas pruebas son los errores de imprenta, son los errores tipográficos. Si por razón de esa ayuda, de esa colaboración de corregir pruebas, tuviéramos que admitir que el señor Caro asistió a la génesis, es decir, al proceso germinativo y vital de la obra de Isaacs, entonces sí, como dice el cuento viejo, “peor lo puso su paternidad”. ¿Cómo sería posible, entonces, aceptar que el excelso Caro más tarde publicada la María se le viniera encima con esa desagradable y fulminante calificación de mala novela? ¿De mala novela para la que él conoció “en rama”, en su génesis? El asunto daría para ahondar más en la entraña psicológica. Sobre la base veraz al máximo del Diario de doña Margarita, no es aventurado suponer que al confiarse Isaacs a tan

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egregio numen fuera para algo más que corrección de pruebas, para algo más que conjurar errores de imprenta, pues para eso las editoriales tienen gente avezada, adiestrada... Señor acusador: —Estamos perfectamente de acuerdo, señor defensor... Señor defensor: —Le agradezco, señor acusador... ¿Sería apenas para eso de corrección de pruebas para lo que tan frecuentemente, según el diario de doña Margarita, visitaba Isaacs a don Miguel Antonio? ¿Sería una audacia, una temeridad imaginar como probable que lo que por tal medio buscaba y conseguía Isaacs era un visto bueno, un nihil obstat, un imprimátur del sapientísimo y veterano polígrafo para la cabalidad técnica y estructural de la novela? Y para ponerle remate a lo que hasta ahora toca con don Miguel Antonio, voy a traer este último apunte del ínclito humanista, gloria de la sabiduría y gloria de la raza. Un apunte que es todo un apotegma para el doctrinal de la crítica. Absolviendo una consulta precisamente de don Antonio Gómez Restrepo sobre escuelas literarias, don Miguel Antonio le contesta en una carta que está publicada también en el Tomo v de las Obras completas.23 Después de contestarle concretamente el punto consultado sobre escuelas literarias, le dice don Miguel Antonio: Bien entendido y así se ha de constar, que este dictamen, en cuanto dado por mí, no envuelve el valor decisivo que usted le atribuye ni es más atendible que el de cualquier otro ciudadano de la república de las letras, en la cual no hay tribunales competentes para dictar fallos definitivos sobre puntos controvertibles.

Así hablaba Zaratustra, señor acusador, cuando real y verdaderamente era Zaratustra quien hablaba... Le tocaría el turno al maestro Maya, pero desearía que la revisión de la argumentación en contra, procedente de los ensayos del maestro Maya, pudiera hacerse en una sola emisión de voz, como se dice gramaticalmente, para que para comodidad tanto de la acusación como de la defensa... Voy a interponer aquí o a intermediar, para darle fin por esta noche a la audiencia, lo referente a un argumento que realmente me hizo mucha mella y que el señor acusador expuso muy brillantemente. Eso lo reconozco no por simple gallardía, sino sinceramente. Es el argumento contra la

23 Se refiere a la edición de Caro de 1918, al tomo dedicado a estudios filológicos.

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continuidad temática y formal de la María, en una forma que o no me fue posible entenderlo a cabalidad o entraña una incongruencia, para decir lo menos, por lo protuberante de la contradicción que resulta. Dice el señor acusador que es de la esencia misma del Romanticismo, de su entraña y naturaleza operantes, el exilio, el destierro, es decir, interpreto, el apartarse, el salir apasionadamente del ambiente o de los elementos que integran, que conforman el teatro del obrar o del ser romántico. Y todo esto, como decía, me parece muy bien observado; es justo, es exacto en todos los órdenes de la actividad vital. Todo el que, por lealtad ferviente a sus ideales, a sus convicciones de la mente o del sentimiento, prefiere el exilio antes que claudicar bajo otras normas o sistemas incompatibles con aquellas convicciones mentales o sentimentales, ese hombre, ese espíritu pequeño, no diré monstruoso, pequeño o grande, es un ejemplo de romántico en el orden de los valores humanos. Fernández Madrid, que se va a Cuba a la caída de la primera República; un Julio Arboleda que se refugia en Londres; un José Eusebio Caro, un Santiago Pérez, un Rafael Uribe Uribe son de genuina estirpe romántica. Románticos del pensamiento o de la acción, caballeros andantes de un ideal: Tristanes, Amadises, Palmerines, Quijotes, espuma, flor y nata de románticos. Pero resulta ahora que nuestro Efraín, para quien los días discurren al arrullo de coloquios sentimentales, de hogareñas ternuras que tienen como fondo o que se proyectan sobre un fondo de humanas esperanzas —el casarse con María —, ese Efraín, de pronto presionado a dejar el paraíso de su amor por el infierno de la ausencia o la distancia, del alejamiento, presionado a sacrificar su dicha ante el inexorable escrúpulo paterno, enfrentado a las perspectivas de la boda de su hijo con la hija de su hermano, reciba en custodia con dote y todo, ese Efraín que comprende contra su propio corazón de amador el beneficio que para el futuro señor del Paraíso traerá ese alejamiento a Londres, para estudio y formación en garantía y seguridad para la que será su esposa, ese Efraín del romántico sacrificio resulta rompiendo la parábola vital de su romanticismo, precisamente, por rendirse al ostracismo del amor. Es decir, que el destierro, el exilio, el ostracismo, conforman, confirman, consagran las calidades y las ejecutorias del romántico: porque como bien lo ha dicho mi eminente contendor en una frase que le envidio, “todo romántico es un desterrado nato”, y como desterrado es como realiza la parábola de su vida de romántico: menos el desterrado a Londres en la novela María, quien así desterrado falla como personaje romántico. ¿Habría lógica más extraña? No, mi caro contendor: o se jala la cuerda para todos o no hay testamento romántico.

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Sin embargo, vamos a aceptar que no hubiera tal destierro, que no hubiera tal ostracismo, tal exilio en el caso de Efraín. Queda algo que lo define y concreta mejor aún como romántico, muy más al alcance del intelecto y la psicología de la vida. Con la mujer intensamente amada puede suceder lo que con la patria profundamente amada: hay casos en que la que distancia, la lejanía física, dolorosa al espíritu a través de los sentidos privados de esa presencia, logran lo que estos no fueron capaces de lograr: eliminar todo aquello que impide la plena comunión espiritual con la mujer o con la patria intensa y profundamente amadas. La vida espiritual o espiritualizada, y aun la misma vida histórica externa, están dando testimonio a cada paso de que la grandeza de un amor, cuando es verdadero amor, está muchas veces en preferir morir de él, en él, por él, antes que acomodarse para vivir con él, de él, en él, sobre él, o detrás de él. Esto sí [es] extracto puro, y fluido, y concentrado de romanticismo. [Aplausos]. —He terminado, señor presidente. Señor presidente: —Se da por terminado el debate de hoy y se convoca para la próxima sesión. Continúa con el uso de la palabra la defensa, para agotar el tema del primer punto planteado por la acusación. Señor acusador: —Señor presidente, yo quiero advertir que, con la venia de su señoría, me referiré a algunos aspectos de este tema antes de entrar al segundo punto. Señor presidente: —Perfectamente, señor acusador.

Quinta sesión Febrero 10 de 1957. Siendo las nueve y quince minutos de la noche, el señor presidente del jurado, doctor Bernardo Ramírez, declaró abierta la sesión. Se encontraban presentes los jurados, doctores Vélez García y Gonzalo González, lo mismo que el acusador, doctor Gómez Valderrama, y el defensor, doctor López Narváez. Como siempre, actuó de secretario don Norberto Díaz Granados. El presidente, doctor Ramírez: —Se abre la sesión. Continúa con el uso de la palabra el señor defensor. Señor defensor: —Señor presidente del jurado, señores miembros del mismo, señor acusador, muy distinguido auditorio presente y televidente:

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Esta sesión del proceso vamos a dedicarla, como lo anunciamos al término de la anterior, a examinar el testimonio de autoridad del maestro Rafael Maya, presentado como argumento descalificativo de María, novela. Y empiezo por declarar que, con la misma sencillez con que manifesté la terronera inicial al ver llegar a nadie menos que a don José María Vergara y Vergara y a don Miguel Antonio Caro a este palenque de crítica, con la misma franqueza confieso una auténtica alegría al ver entrar en el estadio crítico a mi egregio paisano payanés, cumbre de poetas colombianos —vivos—, destellante escritor y orador, autoridad de las primeras en cultura literaria, pero... muy... muy discutible autoridad o ejemplo de continuidad y de firmeza crítica, según resulta de comparar, pongamos por ejemplo, al ferviente y relumbroso apologista de Guillermo Valencia vivo, y hasta el sitio y la hora de su enterramiento, con el ensañado y empeñetante contrahombre de Valencia muerto. La última cita de argumentos de autoridad fue la del maestro Maya, aportado, como decimos, como argumento descalificativo de María. El maestro Maya dice: “La María no es más que una serie de cuadros patriarcales, una pura y tranquila égloga tropical en su parte descriptiva, y un poema de la vida campestre que solo al final se entenebrece, como esas tardes de nuestros climas, que comienzan vestidas de luz y acaban rasgadas por el relámpago”.24 Esto lo dice Maya para rematar uno de los párrafos en su extenso discurso-ensayo titulado “Jorge Isaacs y la realidad del espíritu”, ensayo- discurso que figura en el segundo tomo de Alabanzas del hombre y de la tierra. Pero ensayo y discurso que —sea oportuno y justo recordarlo— apareció por primera vez en aquella inolvidable revista Pan, aquella de 36 entregas que enriquecieron suntuosa, noble y románticamente las letras nacionales. Volvamos al jardín que suave angustia nubla tus ojos, etc.

Estábamos, pues, en que para el maestro Maya María no es más que una serie de cuadros patriarcales, una pura y tranquila égloga tropical en su parte descriptiva y un poema de la vida campestre, etc., etc., hasta lo del relámpago. Pero, admírense ustedes, señores jurados y, sobre todo, señor acusador, admirémonos de cómo reza textualmente el comienzo de ese credo

24 Rafael Maya, “Jorge Isaacs y la realidad de su espíritu” (véase n. 3).

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de Maya sobre María y Jorge Isaacs, tomándolo de esas mismas páginas, en ese mismo estudio donde se lee lo que vamos a oír o se oye lo que vamos a leer, como gusten: Jorge Isaacs revive ante vuestros espíritus un largo y convulsivo período de la historia nacional. Intelectualmente representó las particularidades más notables del movimiento romántico. Como hombre, fue víctima de las estrechas circunstancias económicas de ese tiempo. Como caudillo político, y como militar, intervino en algazaras y revoluciones, igual que cualquier hijo del trópico, impulsado por fanatismos de partido. Pero si el fusil que se echó al hombro en plena juventud, y cuyos fogonazos alumbraron trágicamente el campo de las discordias civiles, cayó de sus manos oscuramente, como que no había sido más que un instrumento de nuestra demencia fratricida; si de sus trabajos y penalidades sin término en busca del bienestar material, solo resta una crónica dolorosa, exornada por bravos lances de heroísmo conquistador, que nimba su frente con la mística predestinación de la pobreza y lo emparenta con don Miguel de Cervantes, y con el fruncido y cogitabundo Alighieri, buscadores del pan bajo el luminoso extravío de su genio, en cambio [oído a la caja][...] en cambio de su actividad literaria nos queda un libro grande y eterno, que vence a todas las empresas de su vida, y que le ha conferido renombre universal. María es algo más que una obra literaria. Es el código sentimental de una raza, es el breviario amoroso de un pueblo, es el espejo fidelísimo de una comarca bella, es un vivo y exacto manual de costumbres regionales, es un sabroso archivo de frescos decires y donairosos modismos, un noble modelo de patriarcales costumbres, una soleada galería de tipos montañeses y de geórgicas doncellas, pintados unos y otras, al aire libre, bajo el pabellón de la selva. Pero, sobre todas estas cosas, esa novela [destaca el orador] como los libros de caballería, es una alta y permanente lección de idealismo, un inspirado texto de platónicos fervores y un tratado de amor purísimo, al que la misma muerte y los presagios fúnebres que allí abundan le otorgan ese sobrehumano temblor que hace trepidar la mano de los místicos, al tratar del misterio final con palabras que alumbran por sí solas la noche de los sepulcros.25

25 Ibíd., 71.

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Y a la vuelta de esta página misma, y a distancia de cinco centímetros del párrafo que acabo de leer, hay otra cosita: En estos días de la libido freudiana y del complejo sexual, ese libro parece escrito sobre la rodilla de los ángeles. Uno cualquiera de los ademanes y actitudes que realiza la heroína pudiera servir para que un artista representara el pudor. ¿Recordáis aquel pasaje en que María, con los pies descalzos, corta flores? Apenas advierte que es observada por el enamorado adolescente, cae de rodillas y se cubre con el bordado pañolón. ¿Hay en la literatura universal un arranque más entrañablemente más femenino que este? La gracia, la inocente coquetería y la vergüenza se suman en ese movimiento instintivo, donde resplandece la suprema dignidad de que el cristianismo revistió a la mujer.26

En cuanto a la precisión, la oportunidad, la consustancial relación entre las descripciones y la entraña misma de la novela, Maya es especialmente explícito y ponderativo, como lo vamos a encontrar en otro párrafo que está a menos de dos páginas de distancia de aquel en que ha dicho que María no es más que una serie de cuadros patriarcales, una simple égloga tropical, etc. etc., hasta lo del relámpago. Dice Maya: No copia Isaacs los aspectos esplendorosos del medio físico en que se desarrolla su novela [subraya el orador]. Busca, por el contrario, los tonos crepusculares, los momentos en que la naturaleza se recoge sobre sí misma y parece poblada de sombras vivientes que hablan a media voz. Las horas de la tarde lo conmueven profundamente; horas “del perfecto aroma”, como dijo arrobadoramente Pombo, tienen sobre su espíritu una eficacia religiosa. Recordad aquella imponente sinfonía descriptiva que comienza: “Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ella para mí”... Hay aquí algo más que una serie de palabras artísticamente combinadas: hay un acorde perfecto entre la expresión y el sentimiento del paisaje. La voz está modulada de acuerdo con la emoción del himno. Muchas páginas del libro son largos “nocturnos”, bocetos de carbón que no impiden ni el vigor ni la sobriedad del trazo. A este respecto, los capítulos

26 Ibíd., 72.

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sobre el Dagua son sencillamente magistrales. Muy pocos los igualan en América. La salvaje soledad del lugar, la selva gigantesca, los peligros y asechanzas del río, la patética miseria de los seres que habitan en las orillas de aquella corriente encajonada, y, sobre todo, esa canción de los bogas, que es uno de los toques más punzantes de la novela, todo respira verdad, pero verdad trágica, y alta y solemne poesía.27

[Aplausos]. Pero aún hay más. Aquí, encima del párrafo de las sugestivas y descalificativas sugerencias sobre lo que apenas y compasivamente casi es la María, hay estas cuatro líneas: “Qué pintura tan detallada y tan fresca nos ha dejado de ese solar campesino, centro de atracción de toda la novela, y verdadero personaje de la obra, ya que Isaacs lo anima y sensibiliza todo con el poder comunicativo de su estilo”.28 Este descubrimiento de que el Valle es el personaje central en la novela de Isaacs ya había sido anotado por muchos otros críticos, cuando, por ejemplo, advirtieron que en La vorágine el personaje central, el héroe, el protagonista de la novela no es Arturo Cova, sino la selva. Así mismo, paralelamente, en María no es tampoco ni la dulce ni la delicada humanidad de María o Efraín, sino el Valle, el paradisíaco pero vivo, el terreno, el vibrante, espléndido Valle, el personaje central de la novela. Y ya lo había dicho hermosísimamente Nicolás Bayona Posada, con toda la fuerza de su cultura y de su inspiración: “Ese valle que se alegra con las bodas de Tránsito, que repite afligido el lento canto de los bogas, que se asoma tímido a las ventanas de los aposentos del enfermo o de la enferma y que se recata detrás del crespón misterioso de donde sale el ave enemiga”. Como ustedes ven —y lamento que estos magos de la televisión no pudieran colocármele un aparato televisor en su oficina de la Unesco al maestro Maya o en su aposento en París para que se deleitara oyendo sus propias palabras—, no parece sino que al maestro Maya le encantara, para hablar en lenguaje corriente, amarrárselas intensamente con el mosto de sus espléndidas vendimias críticas, cuando hace la alabanza de la novela de Isaacs, y que después de esa embriaguez magnífica, de esa orgía conceptuosa y sinfónica, le estallara un tremendo guayabo en medio del cual le diera por 27 Ibíd., 76. 28 Ibíd., 79.

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farfullar: “La María no es más que una serie de cuadros patriarcales, una pura y tranquila égloga tropical...” hasta lo del relámpago. Aquí tenemos, señores jurados, señor acusador, díganlo si no, uno de los alarmantes casos de inconsecuencia crítica. Casi todo el estudio de Maya, salvo la inexplicable y escamosa sugerencia del párrafo de marras, es un recamado pedestal de María como novela. A cada paso va surgiendo la afirmación explícita en favor de la novela y del novelista. Oigámoslo —en la página 79—: “Los personajes de la obra a quienes el novelista [subraya el orador] extrae de la cantera popular son buenos y serviciales”.29 Y más adelante: “El ambiente está reflejado en la María,30 con abundancia de detalles, con extraordinaria fidelidad de colorido. La novela carece de una acción exterior dominante; no juegan en ella personajes de condición excepcional, ni las descripciones del ambiente son pinturas de parajes exóticos”.31 Más adelante: “Hay, además, un idilio intermitente que, si le infunde su tono sentimental y su intensidad lírica a la obra, no constituye, con propiedad, el cuerpo de la novela, que en las tres cuartas partes de su extensión es un lienzo de trazo realista”.32 Más adelante: “En la María, no hay línea ociosa, es decir, rasgo que no corresponda a la realidad objetiva. Pero si la pintura de los seres exteriores es verídica, la de los sentimientos y pasiones no lo es menos [...], es un documento autobiográfico de sinceridad irrecusable”.33 Más adelante: “[María] es una creación para todos los tiempos y para todos los espíritus, porque la savia de lo eterno busca precisamente las raíces más universales del hombre para subir a convertirse en flores de belleza”.34 Enfocando directamente el estilo en que está escrita la María es cuando, a mi parecer, el elegante pero inestable y tornadizo concepto crítico del maestro Maya alcanza su mayor entonación. Vamos a verlo: 29 Ibíd., 79. 30 No es una cita literal. El texto original de Maya dice: “Lo doméstico y patriarcal de ese ambiente está reflejado en la María”. Ibíd., 80. 31 Ibíd., 80. 32 Ibíd., 80-81. 33 Ibíd., 81. 34 Ibíd., 83.

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¡Milagrosa potencia del estilo! ¡Poder infinito del sentimiento! Si Jorge Isaacs no celebra esta tierra en su novela, por haber fijado en otro sitio —supongámoslo brevemente— el escenario de su pasión, ¿creéis que el paisaje del valle tendría la significación espiritual que adquirió después de publicada María? Otros poetas hubieran podido cantar, y de hecho han cantado con el arpa y con la flauta, la exuberancia de esta tierra, sus bíblicos pastoreos y su mística comunión de aguas y de cielos. A él pertenecen el honor histórico de la empresa y la invención del romance. Realizó la conquista lírica de esta comarca sin más armas que la espada del canto; y después de haberla alinderado con flechas de oro, levantó en el centro una pira de leños aromáticos y puso a arder su propio corazón, en sacrificio que dura todavía. [...] con cuánta frialdad deben acercarse a estas páginas los biznietos de Góngora y los herederos del habla maquinista que apareció tras la quiebra moral de 1914. Ni al técnico industrial, ni al aprendiz de Freud, ni al mecánico del idioma pueden agradar aquella rusticidad de ambiente, aquel platonismo de la pasión, aquel estilo firme y castizo, que al adoptar el tono alto siempre tiene presentes las raíces folklóricas, y al descender a la expresión popular y a los dialectos regionales, lo hace con tan subida dignidad que nos recuerda el caso de los dioses helénicos, quienes no perdían el resplandor que emanaba de su cabeza, así ordeñasen cabras, o labrasen vasos de boj, revueltos con los pastores.35

En esta forma y por un largo trayecto que va hasta la última palabra del discurso-ensayo del maestro sobre “Isaacs y la realidad de su espíritu”, podríamos ir antologizando los apólogos a la novela y al novelista como tales. Pero, a nuestro propósito, basta por el momento sacar del cofre opulento de Maya este último diamante, millonada de veces más preciado que el oscuro y roñoso cascajo que hemos tenido el infortunio de encontrar allí revuelto, mi admirado contendor: María es creación pura del sentimiento. No obstante contener todo lo precario y circunstancial de una época, la alta inspiración de la obra y la calidad de su estilo, rompen toda limitación de tiempo y de escuela, para proyectarse sobre un plano de

35 Ibíd., 85.

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actualidad eterna. María, como todas las grandes obras del ingenio humano, más que el inventario intelectual de un país, pertenece [...] a la biografía particular de cada hombre, y, después, a la enorme y contrastada historia de la humanidad.36

Para finalizar mi intervención y terminar en fiesta con el maestro Maya, quiero poner a esta exposición algunas anotaciones sobre el recobro del concepto y el calificativo de “romántico” para Isaacs, a base de las propias palabras de Maya. El romántico, realidad espiritual de Isaacs, no está menos estatuariamente erigido en los suntuosos pero, por desdicha, tan maleables bronces críticos del maestro Rafael Maya. Dice: Fue Isaacs no solo un romántico de la literatura, sino un romántico de la acción. [...]. Buscó el oro incansablemente, no por sordidez de avaro, sino para volver a su prístina posición de hombre rico, y acaso para rescatar la casa de sus padres, venida a manos extrañas, y morir allí donde había amado. Pero el dinero huyó siempre de sus manos, [...] porque escrito está que el genio viva desposado con la pobreza, y que la mano destinada a recibir la dádiva de la eternidad ignore el peso de la moneda con que el hombre paga a los esclavos del tiempo. [...] ¡Confusión de la vida! ¡Miseria del destino! ¡Fatalidad de la inteligencia! Muere el hombre creyendo que su espíritu quedará para siempre atado a las circunstancias de su existencia; y he aquí que el tiempo y el silencio, invisibles obreros de la tumba, comienzan a purificar la memoria del genio: [...] y, del ácido37 copo de cenizas, elevan la imagen inmortal al cielo de la memoria humana. [...]38 Literariamente, fue testigo Isaacs de la aurora romántica, presenció el movimiento realista, pudo contemplar el glorioso renacimiento de los estudios clásicos y escuchó los primeros clarines de la vanguardia modernista. A su espalda resuenan el arpa delirante de José Eusebio Caro, la lira heroica de don Julio Arboleda,

36 Ibíd., 87. 37 En el original: ‘árico’. 38 La cita está compuesta con varias oraciones tomadas de distintas páginas. Hasta ‘esclavos del tiempo’, todo pertenece a la página 89. El resto de la cita pertenece a apartes de la página 92.

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el clarín y el saltero39 de José Joaquín Ortiz. Al lado suyo canta Pombo con su voz universal, juntando, en acorde arrollador, la cuerda de cobre de las canciones populares, la cuerda de plata del erotismo cósmico, la cuerda de oro de la meditación filosófica; plantea Núñez su duda en ásperos versos, que son como el camino de piedra de la especulación poética; deja oír Gutiérrez González su flauta y su tambor, convidando a la siembra y a la cosecha. Un poco más allá erige Caro sus hombros de piedra; en uno de ellos sostiene el Orbe de las humanidades; en el otro, el escudo de la República. Cuervo, por su lado, narra la génesis del idioma, la peregrinación y muerte de los vocablos, las dinastías de la palabra.40 [...] El mérito y la gloria de Isaacs consisten en haber salvado íntegramente, para todos los tiempos, el valor de una obra escrita en años en que la preceptiva de la escuela literaria imperante, la reacción criolla y el nacionalismo estético, limitaban con frecuencia el concepto de la creación artística, cerrando los caminos de lo universal y lo humano. Isaacs tuvo el buen cuidado de distinguir entre el romanticismo de la escuela, que apenas implicaba una reacción contra las rigideces académicas, contra la literatura de imitación y erudita, contra el concepto neopagano de la sociedad y de la vida, y ese otro romanticismo eterno —modalidad sustancial del espíritu humano— que en fin de cuentas no es más que un retorno a las anchas y generosas aguas de la vida. Este romanticismo abre los diques a todas las fuerzas expansivas y creadoras del espíritu; comulga con la naturaleza, de la cual extrae imágenes siempre frescas y símbolos perdurables; se reintegra al suelo nacional, cuyas leyendas y tradiciones exalta; baja hasta el pueblo, de donde extrae la expresión castiza y espontánea; no desdeña el trato con el vulgo, de quien suele aprender el modismo típico, y acaba por remontarse a la esfera metafísica, proponiendo los torturantes problemas de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, del tiempo fugitivo y de la eternidad inalterable. Hálitos puros de ese romanticismo animan la obra de Isaacs, la preservan del tiempo, la colocan por encima de [todas] las modas literarias y le

39 En el original: ‘la trompa y el salterio’. 40 Desde ‘literariamente’ hasta este punto, la cita pertenece a la página 93.

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otorgan los dones de la juventud perpetua, supremo galardón que solo está destinado para los hijos del espíritu.41

[Aplausos]. Doy por terminada mi intervención en esta primera parte de los debates, señor presidente. Señor presidente, doctor Ramírez: —Teníamos el propósito de concederle el uso de la palabra por breves minutos al señor acusador, pero estamos un poco pasados de tiempo. De tal manera que nos queda imposible por hoy. En consecuencia, damos por finalizada la sesión y queda con el uso de la palabra la acusación.

Sexta sesión A las nueve y veinte minutos de la noche del miércoles 20 de febrero de 1957 se dio comienzo a la sexta sesión del proceso sobre la novela María. Se encontraba presente todo el personal de la audiencia, presidido como de costumbre por el doctor Bernardo Ramírez. Después de declarar abierta la sesión, el presidente concedió el uso de la palabra al señor acusador, doctor Gómez Valderrama. Señor presidente: —Se abre la sexta sesión del proceso y tiene la palabra el señor acusador. Señor acusador: —Señor presidente, señores miembros del jurado, señor defensor, señoras, señores: Para los integrantes de esta audiencia fue especialmente grato oír la inteligente manera como el defensor expuso sus contraargumentos y el gallardo tratamiento dado al debate por la defensa. Fue grato, digo, asistir a ese prolijo e interesante viaje literario en que la defensa nos llevó de Ricardo León a Zaratustra. Correspondería ahora a la acusación entrar al análisis del segundo tema: la influencia romántica en la obra de Jorge Isaacs. Sin embargo, antes debo hacer referencia a algunos puntos de la exposición de la defensa. Quiero comenzar por algunas afirmaciones de aparente menor cuantía, que podrían considerarse de poco momento, pero que no lo son porque sin las aclaraciones que haré en seguida, traerían el desmedro de algunos de mis argumentos. En segundo lugar, haré referencia a algunos de los

41 La cita empieza en la página 94 y termina en la página 95.

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puntos ya considerados por la defensa y por mí, tratando de conectarlos con este segundo tema del Romanticismo. En primer lugar, quiero hacer constar, de manera expresa en este proceso, los siguientes pequeñísimos “recobros”, que si no tienen la importancia de la obra recientemente publicada por el señor defensor, las bellísimas traducciones teatrales del francés, sí tienen alguna importancia dentro del presente caso. En primer término, señor presidente, la audiencia recordará que presenté el diario de doña Margarita Caro de Holguín para complementar la prueba que exhibí en la primera sesión, del concepto de don Miguel Antonio Caro sobre la novela María. Al referirse la defensa a esta prueba dijo textualmente lo siguiente: [Hablaba de la frecuentación de la casa de los Caros por don Jorge Isaacs] y del hecho de aquella frecuentación de la casa —dice el defensor— y de la corrección de las pruebas de María por don Miguel Antonio Caro, se ha querido deducir, y voy a usar las palabras textuales, que don Miguel Antonio Caro asistió a la génesis de la María, es decir, al desarrollo y nacimiento de María, porque la conoció [y es otra palabra textual de la acusación] “en rama”... etc. A este respecto quiero señalar lo siguiente: lo que dijo la acusación, según aparece en la página 10 del expediente, de acuerdo con la reconstrucción de la grabación fue lo siguiente: “testimonio este espontáneo, de un diario íntimo, que dice muy a las claras como don Miguel Antonio presenció casi desde la génesis el nacimiento de la novela. Desde el momento en que todavía estaba en rama, cuando aún no había salido a la luz pública”. Como puede verse, hay alguna diferencia entre la cita llamada textual por la defensa y la transcripción de la grabación; una diferencia aparentemente venial, pero que tiene su importancia. En realidad, en la correspondiente sesión yo no hice la comprobación de la cita, diferí a la cita que hizo la defensa, pero ahora tengo que hacer esta aclaración indispensable porque la omisión venial de un simple adverbio de cantidad lesiona, desde luego, la integridad de mi argumento. El Diccionario de la Real Academia dice, en la página 267, lo siguiente: “CASI. — (del latín quasi). Adverbio de cantidad. Cerca de, poco menos de, aproximadamente, con corta diferencia, por poco. [Y aquí del ejemplo]. También se usa repetido: Casi, casi me caigo”. De manera que en este caso, también citando las palabras textuales de la defensa, el credo que nos rezó el señor defensor, con motivo de esta cita, fue un credo que a la letra dice, según la cita del señor defensor: “lo malo es que fue Jesucristo, su único hijo”.

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El segundo recobro en este problema del diario de doña Margarita se refiere al empleo del modo adverbial ‘en rama’. Lo dije y lo dije textualmente y me ratifico, como lo expliqué en las interpelaciones o intenté explicarlo. Otra vez tengo que apelar al Diccionario de la Real Academia, el cual en el artículo ‘Rama’ (página 1064 de la edición 17ª de 1947) dice: “EN RAMA. — Modo adverbial con que se designa el estado de ciertas materias antes de recibir su última aplicación o manufactura — 2.° [y este es el importante, señor presidente]: Aplícase también a los ejemplares de una obra impresa que aún no se ha encuadernado”. Ese fue el sentido en el cual usé esta expresión, señor presidente... Señor defensor: —Una pequeña interpretación, señor defensor. Señor acusador: —Sí, por supuesto. Señor defensor: —Voy a hacerle las menos posibles, porque usted también se ha manejado gallardamente en el curso de mis intervenciones, mi querido acusador. ¿Estamos discutiendo la primera edición de la María o el contenido de la novela María? Si estamos discutiendo la primera edición de la María, el argumento es evidente. Si estamos discutiendo el contenido de la María, primera, segunda, tercera, centésima o quincuagésima edición, entonces, el argumento me parece que no encaja. Señor acusador: —Perdóneme, su señoría, pero es que usted se olvida de la ocasión en que usé yo la expresión ‘en rama’. Fue refiriéndome a las pruebas que don Miguel Antonio Caro le había ayudado a corregir a don Jorge Isaacs. De manera que creo que estaba perfecta y correctamente usada, porque la conoció en rama. Y aún antes de estar en rama, porque el Diccionario de la Academia dice que una obra está en rama cuando los ejemplares aún no se han encuadernado. En este caso ni siquiera había ejemplares todavía. Pero la referencia exacta fue a la primera edición, desde luego, fue a la de 1867. Naturalmente, no es esto lo que estamos discutiendo. Claro está que si seguimos por este camino, nos iríamos por las ramas. Y, de otra parte, este problema ya no es conmigo, señor defensor: es con el Diccionario... En todo caso, pasamos a otro punto en relación con este problema del diario, que me interesa dejar más o menos aclarado. Los biógrafos de don Jorge Isaacs conjeturan que la María se escribió entre los años 1864 y 1865, aproximadamente, sin señalar fechas fijas, primero en el Dagua y después en la finca de El Peñón. En su hermosa biografía de Isaacs, el doctor Luis

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Carlos Velasco Madriñán pinta cómo el hermano del poeta, don Alcides, que era un individuo bastante versado en cuestiones idiomáticas, como que publicó un libro sobre los verbos irregulares, iba a la quinta de El Peñón a ayudarle a corregir sus pruebas. Esto es pura cuestión histórica que quiero recontar un poco. Hay otra cosa de mucho interés documental, también citada por el doctor Velasco Madriñán en su libro: un fragmento de una carta de don Jorge a un amigo. Decía don Jorge: “Cuando se estaba haciendo la primera edición de este librito en Bogotá, en 1867, me fue muy penosa la corrección de pruebas en los últimos capítulos. Si apurado por los impresores me contraía de seguido y solo a la prosaica tarea, lágrimas importunas nublaban mis ojos”.42 Esta fue la primera edición, la de 800 ejemplares. Según el pasaje citado del diario de doña Margarita (mes de marzo de 1867), en aquella época se encontraba la obra en la etapa de corrección de pruebas. La referencia que quiero hacer a este respecto es en relación con la intervención de don Miguel Antonio en este proceso y especialmente con la conjetura que hizo la defensa de que la intervención de don Miguel Antonio no se limitó exclusivamente a la pura corrección mecánica de las pruebas, sino que hubo algo más en eso. Yo le manifesté al señor defensor, desde entonces, que estaba de acuerdo en lo que se refería a cuestión estilística. Y quiero recoger, de pasada, el elogio que está envuelto para don Miguel Antonio Caro en esta afirmación de la defensa: “¿Sería una audacia, una temeridad, imaginar como probable que lo que por tal medio buscaba y conseguía Isaacs era un visto bueno, un nihil obstat, un imprimátur del sapientísimo y veterano polígrafo para la cabalidad técnica y estructural de la novela?”. Y digo un elogio porque en aquella época don Miguel Antonio Caro, que había nacido en el año de 1843, tenía exactamente 24 años —cortos todavía— de edad. Desde luego, eran 24 años de don Miguel Antonio Caro; se le podía ya considerar, como que empezaba a ser un sapientísimo polígrafo, tal vez todavía no era veterano. Para terminar estas referencias al diario de doña Margarita Caro, quiero citar otro pasaje de este, pero quiero que primero recordemos la unión de esa familia admirable en torno al recuerdo de su padre, y la influencia de la personalidad de don Miguel Antonio Caro sobre sus hermanos. En este 42 Luis Carlos Velasco Madriñán, Jorge Isaacs, el caballero de las lágrimas (Cali: Editorial América, 1942), 127. La cita de Velasco dice textualmente: “Cuando se estaba haciendo la primera edición de este librito en Bogotá, me fue muy penosa la corrección de pruebas en los últimos capítulos: si apurado por los impresores me contraía de seguido y sólo a la prosaica y enojosa tarea, lágrimas importunas me nublaban mis ojos”.

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diario que, según bella expresión del señor defensor, podría haber escrito la propia María de Jorge Isaacs, se encuentra un discretísimo juicio crítico de aquella muchacha de 19 años, toda inteligencia y espíritu adorable, que quiero leer como una prueba más, en la cual considero que aparece la sombra de don Miguel Antonio. En la anotación correspondiente a julio 14 de 1867,43 dice doña Margarita: Por la noche vinieron Carlos e Isaacs [don Carlos Holguín y don Jorge]. Conversamos mucho de los versos de mi papá, y poco de política, que me choca tanto. Tenía que darle las gracias a Isaacs por una cosita que escribió en mi álbum. Es algo de su novela, demasiado romántico para mi gusto, pero se lo he agradecido porque creyéndolo él de mérito me lo ha dedicado. Además lo encabezó con un verso de mi papá, lo que es un rasgo de delicadeza.44

Sobre el diario de doña Margarita, eso es todo lo que tenía que decir, reservando para más adelante las referencias que quiero hacer al ensayo de don Miguel Antonio sobre “El darwinismo y las misiones” que me parece que en este segundo punto tiene una fundamental importancia. Hechas estas aclaraciones, quiero referirme, así sea rápidamente, al baño de agua regia que la defensa quiso dar al maestro Rafael Maya. Debo manifestar, señor presidente, señores del jurado, señor defensor, que para mí el maestro Rafael Maya, como poeta y como crítico, es una de las figuras más respetables de la literatura colombiana actual. Y aun haciendo abstracción de su valiosa obra poética, su obra crítica tiene caracteres de severidad y de serenidad ejemplares. Los conceptos exhibidos por la defensa se hallan en el conjunto del ensayo sobre Jorge Isaacs y su obra, en el cual el maestro estudia a María por una serie de aspectos diferentes. Y quiero manifestar que no hay contradicción real en la presentación de esos argumentos por el maestro Maya. La defensa quiso a todo trance presentarle como incurriendo en una contradicción que es contradicción aparente. Para estos efectos se presentaron al proceso una serie de citas apropiadas; ninguna de ellas, señor presidente, se refiere al punto concreto de la estructura y de la técnica, fuera de aquellas que yo aduje. ¿Qué quiere decir esto? Que el maestro Maya enjuicia la obra desde todos los aspectos. Desde luego, hay aspectos en los 43 En la primera edición del Diario (1942) no existe esta entrada. En la edición hecha por el Instituto Caro y Cuervo (1953) aparece, sin especificarse filológicamente su procedencia. 44 Margarita Holguín y Caro, Los Caros en Colombia, 204 (véase n. 6).

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cuales encuentra belleza, gran belleza y lo dice, lo manifiesta en la forma más amplia. Hay un aspecto en el cual encuentra fallas, no se siente satisfecho desde el punto de vista crítico, y así lo manifiesta. Por el hecho de que refiriéndose al paisaje y a la personalidad romántica de don Jorge, etc., etc., el maestro diga frases elogiosas que, en su concepto, son justas, no quiere decir que falle el rigor crítico, cuando sobre lo que es la estructura técnica de la novela hace una presentación de su argumento en un par de brochazos, como decía el señor defensor, “hasta lo relámpago”. Lo que ocurre, a mi juicio, es que, al preparar la defensa los ingredientes de este baño de agua regia, olvidó el hecho de que la cita se había encadenado a un punto concreto, al punto de la estructura y de la técnica. Este es para mí el problema. Ahora bien: como fui yo quien sin deliberada intención expuso al maestro Maya a la paradójica acusación de la defensa, creo necesario convertirme por un momento en defensor y, sobre todo, que oigamos unas palabras del maestro Rafael Maya que parecerían escritas para un evento como este. Habla de que sobre la vida nacional operan dos cosas fundamentales: la exageración de los conceptos y la exageración de los sentimientos: Nuestra vida nacional [dice] es la historia de los efectos producidos por estas dos exageraciones. Hay un campo especial, donde puede estudiarse concretamente este hecho y es la crítica literaria. Las mayores hipérboles laudatorias o denigrantes se han escrito en Colombia a propósito de nuestros escritores y artistas. La justa apreciación de los valores espirituales no es cosa que rece con nosotros. Cuando alguien busca la zona de la equidad para juzgar a un hombre o valorar una obra, se le llama pecato, frío y calculador. Es necesario situarse en los puntos extremos del pensamiento; y condenar o exaltar sin que en esta operación entre para nada la juiciosa apreciación de la obra, sino el ímpetu apasionado, que ni pondera, ni mide, ni valora, y cuyo mayor peligro consiste en que tiende hacia el castigo o la recompensa partiendo de propósitos preconcebidos, en cuya inflexible aplicación está implícita su propia injusticia y arbitrariedad. Y es que nuestra crítica y en general nuestro juicio corriente sobre todas las cosas nacen de la pasión como de su raíz más fuerte y jugosa. Casi nunca se les hace emanar de los dictados de la justa razón o de un sereno raciocinio formado en el ámbito de una conciencia generosa, y capaz de destruir en presencia de la verdad todos los vanos simulacros del interés o del engaño.

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Señor defensor: —¿No le parece a usted una autosemblanza del maestro Maya eso que dice? Señor acusador: —No, su señoría. Me parece que es muy justo el concepto del maestro Maya, al enjuiciar este problema de la crítica. Y vuelvo a lo que le decía a su señoría: me parece que el baño de agua regia, con todo el respeto para usted, merecía que se le diera una oportunidad al maestro de decir algo, y ya lo había dicho... Señor defensor: —Entonces lo que usted quiere es que le demos un baño de Dana...45 Señor acusador: —No sería malo... Creo que su señoría lo haría con mucho gusto... Señor defensor: —En todo caso, no he aportado a Maya como un argumento de cargo en mi favor. Todo lo contrario. En este caso, el baño perfumado y defensivo del agua regia sería el que le daría su señoría... porque yo lo único que he puesto de presente es la enorme contradicción en que incurre el maestro Maya cuando dice: la novela María es el código sentimental de la raza (o una cosa parecida).46 Y después dice: la María no es más que una serie de cuadros patriarcales, con un idilio que... como las tardes... etc., hasta lo del relámpago. Señor acusador: —Su señoría sabe que los códigos tienen defectos...Qué le vamos a hacer... Quiero entrar ya en otro punto, aparte de estas consideraciones, y ante todo hacer una recapitulación de algunos de los conceptos expuestos por la defensa. Y subrayar la importancia de un hecho que fue de la gallarda actitud inicial de la defensa al hacer un reconocimiento muy amplio y generoso de las fallas técnicas y estructurales de María en el sentido de que, debido a ellas, no se la puede considerar como un ejemplo de novela. No creo que sea necesario detenernos en una u otra interpretación del sentido de la palabra ejemplo. Claro... pues en este caso también podríamos acogernos uno y otro a una determinada acepción del diccionario, pero no me parece oportuno, toda vez que el rumbo de la acusación y el rumbo de la defensa demuestran claramente que lo que estamos haciendo en este proceso es el análisis de una obra —novela o no—, de una obra a secas. De manera que 45 Nombre de la firma productora de perfumes patrocinadora del programa televisivo. 46 Maya, Alabanzas del hombre, 71 (véase n. 3).

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me parece que no es necesario entrar en disquisiciones sobre el valor de la palabra ‘ejemplo’ y quiero subrayar que es muy importante la admisión de este cargo, se trate o no se trate de un ejemplo de novela, con las naturales salvedades que hizo la defensa, que no desconozco, en relación con los valores estéticos diversos. Desde luego, sí quiero anotar que la técnica y la estructura de la novela no son un apoyo pasajero ni un recurso transitorio del novelista, sino que son valores estéticos como lo son todos los aspectos de la obra; son producto del arte, y en mi concepto no pueden divorciarse, con una indulgencia inadecuada desde el punto de vista crítico, la forma y el fondo. La forma y el fondo de una obra forman un todo indisoluble; al separarlos queda la unidad fraccionada y rota y, desde luego, si no existen valores estéticos en la estructura y la técnica de la obra, forzosamente, aun cuando existan otros valores estéticos, tiene que fallar, tiene que resentirse de esa falla inicial. Desde luego, sobre los otros valores estéticos tendremos oportunidad de volver, tanto el señor defensor como yo, para ver si es el caso de encontrar ese famoso plumero que se echaba de menos en su primera visita al Paraíso... En el fondo no sé si lo que le ocurrió al señor defensor con esta cuestión de las salvedades finales a la admisión de los cargos fue, más o menos, lo que le ocurrió al padre agustino Blanco García, autor de una obra muy importante del siglo pasado, La literatura española del siglo x i x, en cuyo volumen tercero sobre las literaturas regionales dice lo siguiente: Más celebrado que por sus versos lo es Jorge Isaacs en toda la América Española como autor de la novela María, idilio de un primer amor infortunado en que palpita con honda resonancia y cordial sinceridad la nota patética acompañada por las armonías de la naturaleza tropical. Pero lo confuso y desmañado de la redacción y la falta de habilidad narrativa, sin contar otros defectos, colocan la obra de Isaacs muy por bajo de Atala y Pablo y Virginia sin que esto sea negarle su propio mérito absoluto y relativo.47

47 Francisco Blanco García, La literatura española en el siglo x i x (Madrid: Saénz de Jubera Hermanos, 1894), 348. El subrayado es del acusador. El texto citado dice: “Más celebrado que por sus versos, lo es Jorge Isaacs (1837-1895) en toda la América Española como autor de la novela María, idilio de un primer amor infortunado, en que palpita con honda resonancia y cordial sinceridad la nota patética, acompañada por las harmonías de la naturaleza tropical; pero lo confuso y desmañado de la redacción, y la falta de habilidad narrativa, sin contar otros defectos, colocan la obra de Isaacs muy por bajo de Atala y Pablo y Virginia, sin que esto sea negarle su propio mérito absoluto y relativo”.

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Salvedad final de indulgencia benigna que es, en el fondo, tal vez lo mismo que le ha ocurrido al señor defensor con este problema. Señor defensor: —Desde luego, señor acusador, yo me reservo con la venia de su señoría examinar el libro del padre Blanco García, no nos venga a suceder lo que nos sucedió con la cita del padre Ladrón... ¿de qué? Señor acusador: —De Guevara, señor defensor... Señor defensor: —Un libro que tenía como respaldo de autoridad el ser el padre de Guevara un jesuita, pero dio la circunstancia de que la Compañía de Jesús misma se encargó de derogar ese artículo, ese libro del padre Ladrón de Guevara, recogiéndolo... Señor acusador: —Eso no afecta nada la presentación de mi argumento, su señoría, porque yo le advertí que lo presentaba como un testimonio que caracterizaba mucho la época. A mí no me interesa que el padre Ladrón de Guevara esté derogado. A mí lo que me interesa es que en el momento en que la obra se publicó, no lo estaba... Señor defensor: —En el momento inmediatamente que la obra se publicó, la Compañía de Jesús mandó recoger ese libro, porque le daba vergüenza que un miembro de la comunidad hubiera lanzado semejante esperpento crítico. Señor acusador: —En todo caso, su señoría puede revisar esta cita. La encuentra, ¿sabe dónde?, en el libro de Rivera y Garrido Impresiones y recuerdos: en realidad yo no pude conseguir el libro del padre Blanco porque es prácticamente imposible. Señor presidente: —Señor acusador, debemos dar por terminada esta sesión. Continúa su señoría con el uso de la palabra.

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a prop ósito de l a m a ría *

Bernardo Ramírez, presidente del jurado En rigor, no puedo hablar con la pretensión de que durante el proceso a la novela María, realizado por la Televisión Nacional gracias a los auspicios de Dana, se haya logrado poner en evidencia ante el público un juicio crítico completo y libre de ciertas casi invencibles inclinaciones ante el fetichismo literario. Pero algo se hizo, en especial de parte del doctor Pedro Gómez Valderrama, acusador de la obra. Antes de continuar quiero hacer una aclaración que, desde luego, a muchos no convence: el jurado Dana no formuló opinión favorable o desfavorable a la novela de Jorge Isaacs. Simplemente se limitó a comparar las intervenciones de la acusación y la defensa, para luego decidir cuál de ellas presentaba una mejor estructuración, una más densa elaboración, consideradas objetivamente, es decir, sin que los jueces avanzaran hasta una decisión relacionada ya críticamente con la novela o poema en prosa, en fin, como quiera clasificársela. La decisión del jurado no puede considerarse, como algunos lo han dicho, dentro del marco de lo heroico. María, según lo anotó con fortuna el doctor Gonzalo González en desarrollo de una tesis del señor acusador, ha sufrido un desdoblamiento frente al sentimiento popular: existe la heroína de la novela misma y flota en nuestro ambiente la otra María, la que representa una manifestación del pueblo colombiano. Fue enjuiciada la primera, es decir, un personaje de una obra literaria. Se hizo abstracción del mito popular porque, creo yo, no es el momento de colaborar en la tarea de destrucción de valores afectos al pueblo colombiano, adelantada con tanta eficacia —o por lo menos tenacidad— en otras esferas. Era justo dejar entre los restos de ese afecto, ese sueño elemental, noble pero superficial y sin inventario, creado en la segunda mitad de nuestro siglo x i x, mientras la vida real se manifestaba en los campos de la batalla, en la agonía de quienes morían para dar vida a la unidad de este país. Abrigamos la esperanza de que el juicio a la novela María ayude siquiera un poco a organizar la capacidad crítica de nuestro pueblo. Dicha capacidad se necesita no solo en lo literario —dominio al fin y al cabo poco importante frente a las urgencias consuetudinarias—, sino en otras zonas

* Publicado originalmente como “A propósito de la María”, Mito 13 (1957): 46.

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Bernardo Ramírez

del pensamiento y de la acción, de donde pueden resultar consecuencias fundamentales para la vida colectiva. La heroína sentimental María no ha sido desplazada del corazón de nuestras mujeres simples, de las idealizaciones de los adolescentes. Pero el sentimiento popular debe analizarla, debe elaborar aún más su figura para no confundirla con la inefable Rosalba, que tantas lágrimas ha hecho derramar también.

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El fusil amiento de J org e Is a acs * Germán Arciniegas

En Colombia se está siguiendo un juicio literario para acusar a Jorge Isaacs por haber escrito la mejor novela romántica de América. Lo primero que han dicho es: no es una novela. Hay quienes lo ponen todo en la clasificación. Si no es novela, no es nada. Sobre qué es una novela habría mucho que decir. Un libro entero ha escrito Helen E. Haines con este mismo título: What is a novel? Se refiere a la novela del mundo y apenas si dedica una sección a nuestra América. Allí dice: “En Colombia, las obras de imaginación del pasado están representadas por la novela más extensamente leída que suramericano alguno haya escrito: el famoso idilio de María de Jorge Isaacs, que publicado en 1867 sigue siendo uno de los modelos que ya han pasado a ser clásicos como para los norteamericanos”. A la tacha de que María no es una novela agregan los acusadores que el paisaje que pinta no es americano. Curiosa crítica, cuando en todo el mundo se conoce el Valle del Cauca por la pintura que de él hizo Jorge Isaacs. Nadie, gracias a Isaacs, confunde hoy ese rincón de El Paraíso con ninguno otro de la tierra. El acusador ha dicho: paisaje colombiano el de La vorágine. ¿Habrá pensado el acusador lo que ha dicho? El escenario del maravilloso infierno verde de Rivera es el menos colombiano de todos. La selva amazónica tiene categoría aparte. Pero el acusador agrega: “El único antecedente que tiene esto [¡el paisaje de La vorágine!] es el ‘Nocturno’ de Silva. La noche del ‘Nocturno’ es la noche de los románticos. Es la noche americana, que es mucho más importante que el mismo personaje, que el mismo dolor del personaje”. Se ve que el acusador no ha leído a María. El “Nocturno” de Silva está totalmente insinuado en el “Nocturno” de Isaacs, que aparece en María con las mismas palabras; más aún: con el mismo ritmo. Recordémoslo: La luna, que acaba de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo, sobre las cuestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma.

* Publicado originalmente como “El fusilamiento de Jorge Isaacs”, Intermedio, 21 de febrero de 1957.

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Germán Arciniegas

Luego cita el acusador unas palabras de Rafael Maya, en donde, tras afirmar que María es la novela menos colombiana, agrega: “el paisaje está tan cargado de efectos subjetivos que acaba por perder sus características regionales para convertirse en abstracción lírica”. Es divertidísimo pensar que el “Nocturno” de Isaacs con todos sus yarumos sea menos colombiano que el “Nocturno” de Silva, y que sobre esta invención fusilen a Isaacs. Rafael Maya dice que en Atala y Pablo y Virginia hay descripciones exactas a las de Isaacs. El señor Maya ha sido profesor de letras en Colombia y habría que pensar que aquí habla su malicia y no su ignorancia. La base de ese Romanticismo de Chateaubriand y de Bernardin de Saint-Pierre es su exotismo, el describir paisajes que nunca se han visto en Francia transportando a sus lectores a mundos remotos. Isaacs solo toca las cosas inmediatas, su poesía nace de lo que él y todos los colombianos tienen delante de los ojos. Hace exactamente lo contrario de los dos franceses. En el fondo hay una radical oposición entre este romanticismo suyo y el de los franceses aludidos. Si los críticos no lo ven, allá ellos. El señor Maya no hizo sino repetir lo de Miguel Antonio Caro. Este decía: “María no es una novela —y si como se juzgase sería una mala novela—; es un idilio, un sueño de amor, como es idilio en prosa, y modelo de todos los demás, el Pablo y Virginia del inmortal Saint-Pierre”. ¿Por qué mordía de ese modo Caro en la fama de Isaacs? Hubo entre los dos, en un principio, las naturales inclinaciones afectivas de la sangre israelita. Pero en Caro el godo, era más fuerte la pasión política que la atracción humana, y se revolvió contra Isaacs el radical. Tal el origen de su ensayo sobre el darwinismo, donde aparecen sus arañazos a Isaacs. Ahora, en el proceso se ha hablado de la “ponderación del juicio” de ese “pontífice de las letras colombianas”. ¿Pontífice? claro que sí. ¿Ponderación? Claro que no. En la literatura de Caro hay una beligerancia agresiva que parece venir de un ancestro converso. Curioso el sino de Isaacs en Colombia. En vida quisieron acabarlo a pedradas los godos, una tarde al salir del Capitolio. Ahora tratan de quemarlo en efigie, como acostumbraba el Santo Oficio. Y, sin embargo, viéndolo bien, es mucho más cristiano Isaacs, el poeta inspirado que le dio el nombre de la Virgen a la moza de su novela, que el soberbio Miguel Antonio Caro con sus estrechos pronunciamientos dogmáticos. El tiempo, sí, ha defendido al novelista. El Valle del Cauca, cuya imagen llevan en el alma todos, desde Chile y la Argentina hasta México, se dilata aún más allá de las fronteras del idioma español y sigue siendo el eterno paisaje colombiano, que siempre acogerá en su canto el encanto de un idilio inmortal.

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¿Qué hago c on este f u sil ?* Pedro Gómez Valderrama

De los comentarios aparecidos en torno a este proceso literario de María hay uno particularmente interesante, al cual quiero hacer referencia rompiendo por una vez la línea que me había trazado, de reservar para el proceso la exposición de todo mi pensamiento. Me refiero a “El fusilamiento de Jorge Isaacs”, en que Germán Arciniegas ha concentrado sus iras históricas sobre el proceso y la acusación, para no mentar persona, y que apareció en Intermedio el 21 de febrero. Esta defensa oficiosa le da un nuevo interés al proceso. Lo lleva, hasta cierto punto, de la órbita nacional a la hispanoamericana. Esto ya en sí mismo tiene una significación. En todos los países civilizados, la controversia sobre los valores consagrados se mantiene viva y llega incluso a figuras que parecerían fuera de toda duda al común de las gentes. De manera que el hecho de que en Colombia pueda adelantarse un proceso de esta naturaleza es, al menos, una esperanza cultural. En esta defensa de oficio hay una nota sorprendente: en ella se defienden cosas que no se han atacado en el proceso. La índole del juicio ha sido estrictamente literaria. La persona política de Isaacs no había sido tocada. Hasta el momento no nos habíamos detenido ni el defensor ni yo —tal vez por ausencia de rigor histórico— en que cuando don Jorge Isaacs escribió María era conservador, y radical cuando la lapidación del Congreso. ¿Que María es una obra de inspiración cristiana? Cierto. “En parte porque tal era su fe [de Isaacs], en parte porque Chateaubriand, en el Génie du Christianisme, había exaltado el valor estético de la religión católica”, dice Anderson Imbert, otro latinoamericano que es profesor de una universidad de los Estados Unidos. Es interesante ver la nueva fase del proceso, o de su comentario. La vida de Isaacs, desestimada acaso en lo político, en aras de la estimación literaria, se ve traída nuevamente al debate en que no se la invocaba. Colombia es un país en el cual se ha podido siempre discutir a los hombres políticos, desde Bolívar y Santander hasta Pérez, Núñez y Uribe, y en muchos casos no con justicia ni discreción histórica. Pero cuando se trata de juzgar un valor literario, se lanzan a rebato las campanas. Hay que reconocer que en muchos de nuestros escritores conocidos actúa poderosamente el complejo de lo sagrado, a pesar de ser lo literario controvertible de por sí y, sobre todo, * Publicado originalmente como “¿Qué hago con este fusil?”, Intermedio, 24 de febrero de 1957.

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Pedro Gómez Valderrama

mudable. Acaso los alarma un poco la fuerza del precedente. Pero, por desgracia, en la literatura las jerarquías son esencialmente relativas. Mirar la literatura con ojos exclusivos de política es excesivo, aun desde el punto de vista histórico. ¿Qué pueden hacer los conservadores si el “Indio” Uribe o Antonio José Restrepo fueron liberales? Y, ¿qué podemos hacer los liberales si José Eusebio Caro o Julio Arboleda fueron conservadores? La orientación ideológica repercute en la obra literaria; es apenas normal. Pero ¿esas repercusiones ideológicas diversas no son históricamente manifestaciones distintas de un mismo fenómeno? Una palabra más respecto a las lecciones sobre el paisaje. El acusador no ha dicho: “Paisaje colombiano el de La vorágine”. Lo dicho por el acusador fue en palabras textuales que “el tratamiento del paisaje en Isaacs y en Rivera es perfectamente distinto”. Y que “en La vorágine el tratamiento del paisaje es netamente americano”. Y ha dicho además que el paisaje americano tiene en Isaacs “un tratamiento todavía europeo y definitivamente influido por los románticos”. Como tampoco ha dicho la acusación que “la noche del ‘Nocturno’ es la noche de los románticos”. Lo que dijo el acusador fue que “la noche del ‘Nocturno’ no es la noche de los románticos”. Todo lo cual es bien distinto. Desde luego, supongo que el motivo de los errores en las citas fue inadvertencia o apresuramiento. Hasta aquí el tema del paisaje. Solamente, no resisto a la tentación de reproducir la cita de Isaacs que viene incorporada en el “Fusilamiento”: La luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes, y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma.

Y al lado, esta otra: La luna brillaba en medio del azul sin mancha y su luz gris perla descendía sobre las cimas imprecisas de los bosques. Ningún ruido se dejaba oír, aparte de no sé qué armonía lejana que reinaba en la profundidad de la selva. Se diría que el alma de la soledad respiraba en toda la extensión del desierto.

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¿Qué hago con este fusil?

Solo que esta última es de Atala, de Chateaubriand, y no tiene yarumos. El autor del comentario tiene razón al decir que no se debe quemar en efigie a don Jorge. No se trata de un proceso de brujería. Solamente que tampoco se trata de un proceso de canonización literaria, con abogado del diablo y exhibición de milagros líricos del best seller de nuestro siglo pasado como, por ejemplo, aquel de la “novela más extensamente leída que suramericano alguno haya escrito”. De todas maneras, la historia de este fusilamiento concluye en una confesión personal: me siento honrado de haber sido favorecido con el primer regaño dogmático del estudiante de la Mesa Redonda.1 Y acaso un poco asombrado. Pero los años se van sin que uno se aperciba de ello.

1 Alusión al primer libro publicado por Arciniegas, El estudiante de la mesa redonda (Madrid: Juan Pueyo, 1932).

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Isaac s ant e el estra d o * Juan Lamus

Señor director: He leído el proceso que, desde las páginas literarias de Intermedio y desde la t v, están siguiendo a un hombre. Pero no a cualquier clase de hombre, sino a una gloria literaria de Colombia. Que en vida —y también en muerte— responde al nombre de Jorge Isaacs. Cualquier día, para ensayar un programa, decidieron adelantar el proceso contra La María, que ha sido traducida a más de diez idiomas y que llenó toda una época romántica de Colombia y de América. Como la llenaron Mireya, Pablo y Virginia y Atala. Esa era romántica está superada por la era atómica. De ello no cabe duda. Pero La María cumplió una misión, incluso de un carácter social. Recuerde usted que Isaacs fue el primer intérprete de un modo de ser nacional en que negros y blancos formaron causa común y dieron sus batallas por la libertad. La circunstancia de que la raza negra se haya cruzado con la blanca, y que entre nosotros no existan problemas raciales, se halla especialmente definida e intuida también en esa novela. Repase usted las hermosas páginas y encontrará que la sirviente negra era compañera y confidente de María. Y que la familia negra fue auxiliar de la blanca y compartió con ella penas y alegrías. Por ese aspecto La María tiene un valor social invulnerable. Pero ahora el acusador —después de que millones de gentes lloraron sobre los apretados signos de la novela— declara que no lo es, que carece de técnica y que es apenas trasunto de Atala, de Chateaubriand. Magnífico acusador ese que no vive en su tierra. Porque si mantuviera las plantas sobre Colombia y conociera el Valle del Cauca, vería que en La María hay una copia fidelísima de su paisaje y de los usos y costumbres de sus gentes. Entre otras cosas porque en Europa no hay cultivos de caña, ni caminos fragorosos como los del país de ese entonces, ni el ave negra que suele pasar por las noches sobre nuestros aterrorizados campesinos que han hecho de allí magníficos cuentos de brujería. Cabría preguntar al acusador, y a quienes intervienen en el jurado —sin sindicado positivo en el orden mental—, qué entienden ellos por técnica novelística. La fuerza mayor de La María radica en que un tema local, que ha podido morir en los propios linderos del municipio —como morirá

* Publicado originalmente como “Isaacs ante el estrado”, Intermedio, 13 de marzo de 1957.

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Juan Lamus

el juicio que ahora se adelanta—, tuvo expresiones universales. Como la tiene aquel libro escrito “en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”. En Argentina, en Venezuela, en muchos países de Europa, los desprevenidos lectores tuvieron ante el libro el mismo impulso del corazón. Y muchos dejaron atrás el paisaje, pasaron rápidamente los ojos por sobre esa urdimbre de descripciones bellísimas, a la expectativa cierta de si María moriría de tristeza o no. Todo el mundo sabe que si murió no fue de tristeza, sino de una enfermedad cardiovascular. Pero cualquier lector hubiera castigado al clínico que, a posteriori y en el momento de la lectura, hubiese hecho esa afirmación enfática y materialista. Cuando usted lee a los rusos —por ejemplo, La pieza n.° 6, de Anton Chejov—, desde las primeras líneas palpita ante su inteligencia el libro. Cuando el personaje se remata de locura, pero él argumenta que es cuerdo, usted siente la pesadumbre de la incomprensión humana. Y tarda bastante —es decir, un capítulo— en darse cuenta de que su personaje amado es un orate. Y vuelve páginas y torna a los días en que el demente era un médico respetable. Y si lee El capote, de Gogol, vive las aflicciones del burócrata y participa un poco de sus aventuras y sus sueños. Ese capturar al lector es lo que se denomina técnica novelística. La novela, que generalmente es una copia de la vida, como la vida puede ser copia de una novela, es lo que caracteriza la obra de arte. Lo demás, como diría el otro, es lo de menos. Porque lo demás es fama y repercusión en el universo increado del tiempo. Además, la conclusión general del proceso habrá de culminar declarando que La María no es una novela, que no dejó ninguna estela, y menos una enseñanza. Pero cabría preguntar si la actividad de estos hombres barbados y con información libresca le va a servir de algo a la literatura colombiana. ¿Cuál es la enseñanza deducible? ¿Que los millones de lectores de un colombiano ilustre perdieron el tiempo, y lo reconquistan al leer los debates de estos hombres barbudos? Seguramente no. Pero muchas frases del libro, muchas actitudes del corazón en estos dos grandes amantes, repercutirán en el sentido auditivo de numerosos lectores que vendrán después, con la misma transfiguración gráfica de una música lejana. En verdad, de Isaacs nos queda todavía el espíritu. El montón de huesos de su envoltura carnal hace mucho tiempo debió contribuir con una gota de calcio a la renovación constante del reino vegetal. Pero su espíritu está ahí, en La María, sin importarle los juicios que entrarán pronto en un eterno olvido.

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Enc uesta: Pro y c ontra M a ría * Camilo López García

Los escritores hablan sobre el fallo proferido por el jurado. —“no se puede identificar el patriotismo con el arte”—. —¿Pobreza de la literatura colombiana?—, no puede condenarse en bloque el Romanticismo. —Verdad y algarabía—. A propósito del fallo emitido por el jurado del proceso a María, la novela de don Jorge Isaacs (jurado integrado por los doctores Bernardo Ramírez, Gonzalo González y Jorge Vélez García), uno de los redactores de este diario recogió, entre los intelectuales, las opiniones que en seguida se reproducen. Como es bien sabido, el acusador —victorioso— en dicho proceso fue el doctor Pedro Gómez Valderrama, abogado y escritor, decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Fundación Universidad de América y uno de los directores de la revista Mito. El defensor, el poeta Carlos López Narváez, catedrático de literatura y traductor de renombre.

Hernando Téllez

—Claro está que el fallo me parece admisible. Nada es intocable en la tarea de los hombres. Y la diversidad y la contradicción de los juicios constituye la única certidumbre de que la inteligencia sigue siendo la única garantía de la inspección crítica y del progreso espiritual. Quienes disienten del fallo están en su derecho. Quienes lo aprueban, también. Se pueden discutir las razones de los unos y de los otros. Y las de los jueces. Pero creer que solamente la propia opinión es la verdadera me parece el colmo de la candidez y de la vanidad. Yo, por ejemplo, creo que María es una novela detestable. Pero respeto las razones por las cuales otros creen que es digna de admiración. Considero, sí, un error del criterio crítico identificar el patriotismo con el arte. Si María es una buena novela, no lo será porque haya sido escrita por un colombiano y porque en ella el escenario y los personajes sean nacionales. Si es una novela mediocre, tampoco lo será por las mismas causas. En cualquiera de los dos términos de la alternativa, los motivos para admirarla o para no admirarla deben ser, o deberían ser, estrictamente estéticos.

* Publicado originalmente como “Pro y contra María”, Intermedio, 28 de abril de 1957.

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Camilo López García

La indignación contra el fallo condenatorio de los jueces no hace sino comprobar dos cosas: el fanatismo de nosotros los colombianos y nuestra escandalosa falta de humor.

Jorge Gaitán Durán, fundador de la revista Mito

—El proceso televisado de La María era en principio algo simpático e intrascendente; nuestros inefables comentaristas lo han vuelto antipático y trascendente. Estoy completamente de acuerdo con el fallo y felicito por él a los miembros del jurado: por fin, unos ciudadanos colombianos se deciden a no hacer el ridículo en estas cosas de la cultura. Si es esnobismo luchar contra nuestra virtud nacional: el “paquetismo”, creo que nos hacen falta esnobistas como los señores Vélez García, Gonzalo González y Bernardo Ramírez. En cuanto al fondo del asunto, María no es criticable por su romanticismo, sino por su mediana calidad. El sitio eminente que ocupa en nuestra literatura se debe —no nos engañemos— a la pobreza de esa literatura.

Fernando Charry Lara

—Es un lugar común de la crítica literaria emparentar la obra de Jorge Isaacs con la de los románticos franceses que crearon y recrearon una adorable nebulosa erótica para el mundo de la adolescencia. Pero no con ello se ha obtenido negar el mérito indiscutible de aquella obra. La esencia de la genialidad literaria no radica en forma exclusiva en la originalidad, y en lo futuro será más difícil a un escritor liberarse de las influencias: la cuestión radica en saber escogerlas. Isaacs, en su tiempo, las escogió bien. Hay otras calidades en la literatura, por lo menos tan importantes como el ser original, y Jorge Isaacs demostró poseer algunas de ellas. Me parece, por otra parte, que La María es uno de los libros en los que mejor se abre camino el esfuerzo de los románticos hispanoamericanos del siglo x i x por hallar nuestra propia expresión y este solo mérito no es desdeñable. Su naturalidad y frescura eterna ganan cada vez más en medio de una farragosa literatura “americana” que puede acaso tener, para el juicio contemporáneo, menos defectos técnicos, pero en cambio no aventaja a la obra de Isaacs en su natural fascinación y expresividad. Aunque todo punto de vista, solo por serlo, es en sí respetable, considero que virtudes literarias de tanta importancia no pueden ser desconocidas sin caer en evidente injusticia.

Alberto Zalamea

—No comprendo un fallo que se basa en condenar lo que está fuera de los “ordenamientos de la razón”. Los señores del tribunal condenaron así la

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Encuesta: pro y contra María

imaginación humana y algunas de sus más maravillosas creaciones, comenzando con el Quijote, pasando por Nerval y terminando con Kafka. Condenar el Romanticismo (tentativa ingenua con la que trataron de defender su supervivencia como individuos ante la avalancha que presentían) es tan pueril como condenar los helados de barquillo. Hay excelsas, buenas, mediocres y malas obras románticas. Como hay postres bien o mal preparados. Son aquellas las que pueden condenarse, pero no el Romanticismo. Como tampoco puede condenarse el azúcar. Sentando este punto de doctrina —como dirían muchos de nuestros importantísimos compatriotas— pasemos a la María. Obra romanticona más que romántica (que no es lo único que ha dado América como tan audazmente se ha dicho por ahí en estos días de efervescencia y calor), perfectamente digna de ser procesada por una perfumería, de ser adaptada a la televisión, de ser llevada a la pantalla panorámica, y cuya pacífica condenación por un inofensivo tribunal de “teleteatro” está a punto de concluir en un absurdo zafarrancho. No tengo, pues, ante ella y su condena, sino la misma reacción de la cabaretera ante el torero en hombros: olé, matador. Y le agrego algo más: en lo que concierne a los sentimientos patrióticos de que han hecho gala en estos días los valientes paladines de la divisa “lo malo si nuestro, bueno”, no es impertinente solicitar un poco de respeto. La patria, afortunadamente, no es tan poca cosa. Sería bueno no confundirla y dejar para hechos un poco más trascendentales su emocionada invocación. Cuando Pedro Gómez Valderrama acusa a la María está tratando de rescatarla. Está gritando: “La patria por encima de la María”. Ante la algarabía desatada por los catones que piden ahora el cadalso para el excelente acusador, hay que solicitar un poco de calma, un poco más de liberalismo, un poco más de respeto por las opiniones de los demás y sobre todo un poco más de buen humor. Que sin él han de multiplicarse agonías y muertes —como en el caso de María— por deshidratación... Y, por último: hemos visto pocos defensores de la cultura en las representaciones de Calderón y de Lope en Bogotá. El fervor cultural de los millares de defensores de la María parece haber desaparecido por completo ante el Siglo de Oro. O ¿será que Isaacs es superior? ¿O que se trata de dos mundos de “cultura” totalmente incompatibles? ¡Meditemos hasta que nos revienten los sesos!

Jorge Eliécer Ruíz, rector de la Universidad Distrital

—Más importante que un fallo condenatorio o absolutorio en el proceso sobre María es el hecho de que los colombianos nos acostumbramos a

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Camilo López García

considerar las obras de literatura como obras de literatura, es decir, materia de discusión y crítica y reflexión, y no como mitos aparatosos e intocables. Personalmente el fallo me seduce porque María es una obra mediocre.

Fernando Rivas Sacconni, director de la Biblioteca Nacional

—Al final de cuentas no han resultado ni vencedores ni vencidos. Sin embargo, y me acogería a la razón por la cual Gonzalo González, miembro del jurado, según la cual hay dos Marías: La María, con sus defectos como novela y María como símbolo de la mujer colombiana que todos defendemos y que nadie quiere condenar.

Otto de Greiff

—Cualquiera que sea el veredicto me parece igual. Yo, como miembro del jurado, hubiera votado en blanco... Acepto muchos de los argumentos de la acusación y muchos argumentos de la defensa. Pienso, por otra parte, que María antes que una novela es un poema en prosa.

Gabriel Giraldo Jaramillo

—A pesar de la altura intelectual que tuvo el debate, de la calidad de los argumentos expuestos y del interés que despertó el “juicio”, considero que se han violado en cierta forma las normas de la crítica literaria y que se ha dictado un fallo que contradice en su esencia no solo el sentir colectivo de los colombianos, sino las opiniones de cuantos se han ocupado entre nosotros de la obra de Isaacs.

Abel Naranjo Villegas, de la Academia de la Lengua

—Muy erudita la intervención del fiscal, pero creo que todas las razones están con el defensor en los dos puntos esenciales que se debaten: tema y estructura. Aun cuando la brillantez de la acusación y de la defensa ponen a vacilar al auditor desprevenido. El fallo pertenece a una tendencia que se perfiló hace pocos años en un suplemento literario, tendencia que sobrevive en el criterio burgués y satisfecho del tema oficialista: la lucha dizque contra el estilo del ¡ay! ¡ay! ¡ay! Que la novela dizque debe corresponder a un criterio exultante y optimista de la vida, como si no pasara nada. Es decir, el ideal de la novela rosa. Pero no es lo mismo escribir que proscribir. Lo substancial es definir si el sufrimiento, cualquier clase de sufrimiento, es o no materia prima literaria.

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Encuesta: pro y contra María

Los del Romanticismo y demás son recursos retóricos para eludir ese punto central. Quiero decir que no se ha fallado contra el Romanticismo, sino contra el sufrimiento, como tema de la literatura.

Jaime Posada, rector de la Fundación Universidad de América y director de la Revista de América

—El patético sismo emocional que ha desatado el concepto crítico de un grupo de escritores, abogados y periodistas, favorable a la exposición honestísima, sincera, fervorosa, de quien le correspondió replantear ante la opinión pública el problema de las categorías de la literatura nacional, para este caso proyectadas sobre María, tendrá por qué suscitar la estupefacción de cuantos quisieran mirar asuntos de tal naturaleza con una lente más rigurosa, ajena al melodrama y amparada por los méritos de la ecuanimidad. El doctor Gómez Valderrama —quien, por cierto, domina también este otro tema— está a punto de que se le convoque a un juicio por brujería. Se ha atrevido a disentir de la rutina, de la pereza y de la tradición y, con ello, aparece, inerme y a campo raso, enfrentado a la mitología entre un cerco de rugidos. No desentona esa reacción colectiva ni, tampoco, ese heroico rasgarse de vestiduras de ciertos voceros de tal reacción, no desentona, sigo, con el ambiente. Pero sí alarma. Es el tabú contra la autonomía de discernimiento. Y la desesperante repulsa a aprender a mirar las cosas de modo distinto. Por eso, el doméstico de la tragedia entona su rumoroso lamento sobre algo que, más bien, debiera haber sido recibido con el relativismo que ha de envolver los distintos puntos de vista sobre cuestiones esencialmente litigiosas como son las literarias. Ante la situación creada, ya hay que hablar de un hermoso y utilísimo heroísmo del señor acusador: el de —críticamente— haber acumulado un conjunto de materiales propicios para revaluar, en nuestra época y con nuestra sensibilidad, consagraciones de tiempo viejo. Y para invitar a que se comience a establecer qué naufraga y qué supervive de María, a pesar del alboroto.

Eduardo Santa, ensayista y novelista

—En materia de apreciación literaria el único que puede dar un fallo definitivo es el tiempo. De manera que sobre María, de Isaacs, ese fallo ya ha sido dado favorablemente y en él han intervenido varias generaciones de

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Camilo López García

colombianos. El juicio que ahora se le ha hecho a esta novela y su correspondiente fallo nada le quita, pero tampoco nada le agrega al prestigio del autor y de la obra. María ya ha comparecido ante los tribunales del público lector y ha pasado la prueba de fuego: su permanencia en el tiempo. Es absurdo pensar que 2 o 3 intelectuales, por eminentes que sean, puedan dar un fallo sobre una obra que desde nuestros abuelos hasta la hora presente se sigue leyendo con agrado. Los jueces en este caso, para hablar en términos jurídicos, son incompetentes por no tener la jurisdicción privativa de muchas generaciones de colombianos. Esos que espectacularmente han hecho el proceso usurpando competencia y jurisdicción no están en capacidad de dar gloria o de quitarla a uno de los precursores de la novelística nacional ni menos para decir si se trata de una buena o mala novela. Ella puede tener deficiencias, en cuanto a la técnica con que fue elaborada, pero una obra literaria es buena por encima de las condiciones técnicas si en ella aparecen los destellos del genio o simplemente del creador auténtico. Sin embargo, a pesar de la espectacularidad de ese proceso “chimbo”, él tiene su aspecto positivo: mover la curiosidad del público indiferente hacia una obra que es el reflejo de una etapa histórica nacional y un eslabón valioso de la novelística americana. Seguramente muchos miles de colombianos se han acercado a María en estas últimas semanas, movidos por la curiosidad de un proceso en el que se ha querido fallar lo que ya estaba fallado. Este es el único mérito del juicio en el que han intervenido juristas e intelectuales amigos, que podrían dedicar su tiempo a crear algo de valía nacional siguiendo las huellas del presunto reo, quien ya está consagrado por el fallo de muchas generaciones.

Silvia Lorenzo, poetisa

—Desde el punto de vista literario encuentro injusto el fallo condenatorio de María porque aun cuando para las formas nuevas de la literatura resulte anticuada, no pierde jamás su esencia de grandeza y universalidad. Y desde el punto de vista sentimental lo encuentro sencillamente inicuo, porque María es la bienamada de los colombianos.

Fanny Osorio, escritora

—Desde todo punto de relación me parece que María es una de las glorias auténticas con que pueda enorgullecerse el nombre de la literatura colombiana. En esta forma estimo que los colombianos no debemos destruir lo que nos engrandece dentro y fuera de la patria. Si nos conocen en el exterior es por la producción de los grandes valores de la literatura, como Jorge Isaacs con

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Encuesta: pro y contra María

su María, como Valencia con su “Anarkos”, como Silva con su “Nocturno” y Barba-Jacob con su “Canción de la vida profunda”. José Eustasio Rivera y Jorge Isaacs son dos nombres que honran a Colombia y a su novelística.

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El c aso de M aría * Emilia Pardo Umaña

A pesar del esfuerzo gigantesco, en realidad de evitar toda crítica siquiera subconsciente, aún oculta, como grave pecado contra la patria a la obra de Isaacs, no fue posible evitar comentarios tranquilos y exactos. Algo así como lo que dice con precisión absoluta Jorge Gaitán Durán: “El proceso era, en principio, algo simpático e intrascendente; nuestros inefables comentaristas lo han vuelto antipático y trascendente. Estoy completamente de acuerdo con el fallo y felicito por él a los miembros del jurado: por fin unos ciudadanos colombianos se deciden a no hacer el ridículo en estas cosas de cultura”. Hernando Téllez dice: “Nada es intocable en la tarea de los hombres [...] Pero creer que solamente la propia opinión es la verdadera me parece el colmo de la candidez y de su vanidad. Yo, por ejemplo, creo que María es una novela detestable”. Pretender no pensar, sino imponer que María, de Isaacs, representa y salva o condena el Romanticismo en bloque es absurdo. ¿Qué haríamos con el romanticismo de la pastora Marcela de Cervantes que, siendo auténtico —lo que en este caso no se deja sentir—, es mucho más antiguo y hermosísimo? Pero sin subir tanto, contemporáneos de Isaacs, como Lamartine, ¿tuvieron que usar nunca ese estilo dulzarrón, demasiado cargado de falta de sinceridad humana, para escribir? ¿Y qué decimos de Musset? Se argumenta, muy fútil argumento, que la María, de Isaacs, representa “nuestro” Romanticismo de una época en que toda sonrisa podía reemplazarse con eficacia con un suspiro, y todo afecto con un torrente de lágrimas. Pero tampoco: ni en Colombia resulta esa clase de juego. Dice Unamuno de Silva: “Comentar a Silva es algo como ir diciendo a un auditorio de las sinfonías de Beethoven lo que va pasando según las notas resbalan por sus oídos. [...] Lo primero; ¿qué dice Silva? Silva no puede decirse que diga cosa alguna, Silva canta”. Y continúa más lejos Unamuno que algo sabía de letras: “Y puros, purísimos son por lo común los pensamientos que Silva puso en sus versos. Tan puros que, como tales pensamientos, no pocas veces se diluyen en la música interior, en el ritmo: son un mero soporte de sentimientos”. Si alguien canta, y canta una música, es un romántico y si sobrevive después de este golpe que ni siquiera le alcanzó, el Romanticismo no ha sido tocado. Ni el de Colombia.

* Publicado originalmente como “El caso de María”, Intermedio, 1 de mayo de 1957.

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Emilia Pardo Umaña

Tomar la María como el reflejo ardiente de la patria de las lágrimas es absurdo, naturalmente. Pero hay otra cosa: trasladar a una novela de una impresionante cursilería los sentimientos de todo colombiano que se crea capaz de sentir, si el caso personal de Isaacs fue ese, como él lo relata, no es razón para que todos los colombianos, atendiendo a que aquí nadie escribe una novela notable, tengamos que aceptar que ese es el romanticismo que da la tierra. Por lo demás, María, de Isaacs, ha tenido ahora un respiro, pero hace muchísimo tiempo es una novela que no atrae de una manera especial: los dos papeles, el de ella —tan triste, tan llorosa, tan melosa— y el de él —tan meloso y tan triste y tan lloroso— son igualmente deplorables. Si nuestros compatriotas estuviesen en verdad ligados para siempre a ese estilo de amor, a ese caudal de detalles increíbles para ser “finos”, como se diría en esa época y en buena y castiza expresión, habría que empezar por quitar del soporte de sentimientos la ternura y hasta el simple hecho de que dos pueden amarse, ardiente y cálidamente, porque si todo lo que en ellos hay de humano ha de licuarse entre [lá]grimas y pañuelos, el amor como tal dejaría de ser. Claro que sobre la novela en sí pesa poco la opinión del jurado; inclusive le hicieron un favor porque, probablemente, se venderán ahora algunos números de una obra “imperecedera”, pero que estaba traspapelada. Isaacs, si fue como él se retrata, fue el causante de que María se casara con otro. Porque para casarse con un hombre desatado a suspirar se necesita cierto valor cívico que, según rezan viejas crónicas, María no se resolvió a tener. La intención palmaria de Isaacs no fue la de hacer obra inmortal —ni estaba capacitado al efecto—, sino lograr que María lo leyera y se arrepintiera. Temo mucho que la meta deseada no se lograra. Pero, de todos modos, el jurado obró con cierto buen sentido impresionante. Yo creí que si eso que iba a pasar ocurría, serían lapidados en unión de Pedro Gómez Valderrama, pero el público demostró que en cuanto a buen juicio ha avanzado bastante. Esto si se sitúa la obra como tal: si se trata de Colombia, de su gloria, de su orgullo o sus fronteras, ya es otra cosa. Pero sería grave en sumo grado que nuestras fronteras hacia el exterior, o el mundo del amor de cada uno, hubiese de limitarse con suspiros inacabables y lágrimas incontenibles.

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El Roma nticismo * Pedro Gómez Valderrama

Llegamos por fin al mar que completa el fondo del retablo del siglo x i x : el Romanticismo. Vamos a ver cómo de ese mar turbulento, brillante, contradictorio no llega a las playas de la novela americana sino la amarga resaca de las lágrimas. Los defectos de la estructura y de la técnica, a [los] que hice referencia en pasadas exposiciones, son inherentes a la obra misma. Los defectos que podamos encontrar en relación con la obra romántica y con la exageración del sentimentalismo elemental son inherentes a esta influencia, a una época, a un período de la literatura americana en su carácter de literatura refleja, que hace resaltar las deficiencias en relación con los modelos europeos, y que, desde luego, produce el efecto inevitable de que el reflejo jamás puede ser igual a la luz que lo produce. Sin ahondar en el problema general del Romanticismo, conviene recordar algunas nociones previas a esta exposición. Empecemos por hacer memoria del origen confuso y oscuro de la palabra ‘romántico’. Según parece, deriva de una voz del francés antiguo, ‘romant’, pero no está establecido plenamente este origen. La palabra adquiere carta de ciudadanía a mediados del siglo xviii, cuando el ilustre viajero inglés James Boswell en su visita a Córcega habla de “the romantic aspect of the island”. Luego pasa al francés en donde se utiliza primero “el romanesque” y luego el “romantique”. En España, ya hacia 1805, se aplica el término de ‘romancistas’ a las nuevas tendencias literarias, y poco a poco la palabra se va convirtiendo en una bandera de la reforma de la literatura. En relación con el aspecto literario y vital, la voz ‘romántica’ se opone a la denominación de ‘clásico’, traduciendo en última instancia las dos palabras una vertiente, cada una, de lo aristotélico y lo platónico. El Romanticismo, lo romántico, correspondería, desde luego, a lo platónico, en tanto que tal vez lo clásico correspondería a lo aristotélico. Contemplando la palabra ‘romanticismo’ en este sentido, tendría vigencia la distinción hegeliana entre el mundo clásico y el mundo romano-cristiano, que haría remontar los antecedentes del Romanticismo hasta los comienzos de la época medieval. Según esto, el primero de los románticos sería Dante. Pero nos corresponde ahora tratar de ubicar la corriente literaria, que nace, que desemboca de las ideas del siglo xviii, y fijar cuál fue su influencia en América Latina. De manera que, por

* Publicado originalmente como “El Romanticismo”, Intermedio, 31 de marzo de 1957.

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Pedro Gómez Valderrama

un momento, os pido que pensemos en lo que fue esa “pavana estética” que danzó toda Europa, según el decir de algún escritor, y en cómo se cumplió la realización del fenómeno, la aparición del Romanticismo y su repercusión en la América Latina. La Revolución Francesa realiza en lo político la noción de la intimidad, al alcanzar, al conquistar el perfeccionamiento de las libertades individuales. La literatura, sin embargo, sigue sujeta todavía a los moldes clásicos, falta la revolución literaria. En este momento surge el Romanticismo, corriente hija de las ideas del siglo xviii. Cuenta con el antecedente sentimental de Rousseau, que repercute en Pablo y Virginia, con todas sus ideas sobre el hombre natural, sobre la fuga hacia la naturaleza viva, el regreso a la naturaleza. Por una extraña paradoja, una de las tan numerosas contradicciones de ese hermoso fenómeno literario y vital que fue el Romanticismo, la generación que inicia este movimiento es la de los emigrados de la Revolución francesa, la generación llamada de 1789: Chateaubriand, Madame de Staël, de Maistre, Bonald, etc. Chateuabriand, desde luego, trae al movimiento las influencias del fenómeno romántico inglés. Al regreso de los emigrados la corriente empieza a alcanzar importancia y mayor presencia. Y se marca una reacción en relación con toda la vida anterior, porque, en primer lugar, los emigrados constituían una generación formada todavía antes de la revolución y en parte formada en el destierro. Al volver marcan con su influencia una especie de regreso que abre más tarde el camino al fenómeno nuevo de Hugo, que es ya la expresión máxima del individualismo. Esa tendencia, digo, de los emigrados crea la primera manifestación del Romanticismo, es decir, ese Romanticismo de tipo tradicional cristiano del cual fue, hasta cierto punto, precursor Saint-Pierre y que recibe su expresión máxima en Chateaubriand. Pero la idea del hombre natural, y esto es importante tenerlo en cuenta, viene de muy atrás. No surge espontáneamente con Rousseau. Viene desde el descubrimiento de América y es uno de los aportes, una de las influencias directas que realiza la América sobre el viejo mundo. En el Diario de Colón (en los extractos del padre de Las Casas), o en la Carta del descubrimiento, encontramos ya esta pintura del salvaje primitivo, de su bondad, de la belleza de la naturaleza. Es, pues, ese comienzo de la influencia de América sobre Europa, que por extraña paradoja se va a proyectar, después, de Europa hacia América. Esa atracción de la existencia idílica del salvaje, ese recuerdo de la Edad de Oro que trae a los pueblos europeos ya cansados del régimen de absolutismo, entra a Francia con Montaigne. Viene después el interés de los siglos xvii y xviii que se concentra en lo literario y en lo poético. Y la línea culmina con Rousseau para extenderse y llegar a todos los sectores con SaintPierre. Chateaubriand recoge, a su vez, la influencia de Saint-Pierre y la sitúa,

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ya de manera más definida, en el cristianismo. Con los mismos elementos produce un impacto distinto. El impacto del cristianismo considerado como valor estético. Ya no formula el alegato político y literario contra el mundo civilizado del antiguo régimen, sino que replantea la situación con los mismos elementos. Esta primera línea se define y continúa de Chateaubriand a Lamartine, para aparecer más tarde el nuevo fenómeno de Hugo, que ya marca una segunda etapa de la influencia. El Romanticismo, movimiento literario que dura prácticamente un siglo y cuyo comienzo y cuyo final son muy difíciles de determinar —como que hasta nuestros días casi duran sus efectos— es, por paradoja, a la vez que el producto de la edad de la razón, el producto de la filosofía racionalista del siglo xviii, el triunfo de la pasión sobre esa misma razón, el triunfo, dice Ortega y Gasset, de la realización literaria del barroco. El triunfo del sentimiento, desde luego, en cuanto a las proporciones: no se puede incurrir en la simpleza de decir que no sea sino solamente sentimiento. Lo brillante, lo desmedido, lo contradictorio del Romanticismo está, podría decirse, en el gesto. Ese gesto de las piruetas de magnifica melancolía de [las] que habla Ortega y Gasset refiriéndose a Chateaubriand; el gesto del Ángel Caído, de Byron; el gesto del apóstol civil con cara de tormenta, de Víctor Hugo. Decía que es un movimiento literario que condiciona todo un siglo; que es muy difícil señalar defectos o cualidades generales. Y quiero que esto se tenga en cuenta porque, en el curso de esta exposición, apenas se podrá hacer una presentación esquemática. Y no otra cosa quiero hacer, al fin y al cabo. ¿Cuáles serían los rasgos esenciales del Romanticismo? Tal vez el que más vale la pena es el descubrimiento del valor esencial, desde el punto de vista literario, de desnudar la intimidad; el amor al paisaje, el tratar de hacer corresponder ese paisaje con un determinado estado de ánimo, la interpretación subjetiva de ese mismo paisaje; el vuelo de la imaginación: lo sentimental, la melancolía del recuerdo, esa manera de hacer de la memoria un instrumento de la contemplación del mundo exterior; el fatalismo, el vuelo de la inspiración, el abandono del cuidado de la forma como un sacrificio a ese arrebato, a ese rayo de la inspiración. El Romanticismo podría expresarse, y de hecho se expresa, en una locución que traduce toda la vaguedad y toda la grandeza del pesar romántico: el mal del siglo, la voluptuosidad de la tristeza. Ortega y Gasset hace memoria de la anécdota de Chateaubriand cuando era embajador en Roma. Daba una recepción y se encontraba reclinado en actitud romántica junto a la chimenea de su casa. En el curso de la recepción una dama inglesa desconocida se le acercó y le dijo: “¡Ah! señor embajador, ¡cómo se conoce que sois muy desgraciado!”. Chateaubriand

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en las Memorias de ultratumba refiere que para él esa frase susurrada por la desconocida fue una verdadera caricia. Ese era el temperamento, era el sentimiento mismo de los románticos. Ahora bien, nos hemos referido hasta ahora a los precursores y a los primeros románticos. En lo literario la plenitud del Romanticismo europeo es de evolución. En lo político el Romanticismo europeo es, hasta cierto punto, un regreso. En América se nos presenta una situación paradojal: en la América Latina el Romanticismo en lo político es el ímpetu revolucionario, la tendencia anticolonialista, la tendencia a la emancipación, en tanto que los albores de la vida independiente, el clasicismo, hasta cierto punto, como lo anota Luis Eduardo Nieto Arteta, se confunde con la defensa y con el elogio de la Colonia. En lo literario el Romanticismo sigue situado dentro de un período colonial; quiero decir la literatura americana. Así como en lo político encarna el anhelo de la libertad y de vida propia, en lo literario todavía se rinde pleitesía a las formas importadas y todavía se piensa en función de Europa. El mundo romántico político recibió su perfecta encarnación en el primero de los románticos de su tiempo, casi precursor del Romanticismo. En el Libertador Simón Bolívar: héroe, según dice doña Cecilia Hernández de Mendoza, en su estudio sobre El estilo literario de Bolívar, “héroe romántico en la acción y en el verbo, a diferencia del romántico europeo cuya labor es de poesía y pensamiento”. Así tenemos perfectamente situada la posición del Romanticismo en América Latina. ¿Por qué ocurre este fenómeno, en relación especialmente con la novela? La novela, al decir de don Marcelino Menéndez y Pelayo, es la épica destronada. Pero en el siglo pasado, en América Latina aún la épica no estaba destronada, era algo vivo. Por eso llegó a crearse el Gonzalo de Oyon, por eso la mayor literatura, la de más importancia en el siglo x i x, es la que se refiere a cuestiones históricas; son las memorias, son los relatos de hechos vividos, porque se está relatando una nueva forma de épica, moribunda si se quiere, pero épica al fin. Bolívar fue un romántico de su tiempo. Fue el primero de los románticos. Y encarna esos ideales romántico-políticos de la América Latina. Y llega por el Romanticismo de libertad que nace de esa inspiración genial del primero de los románticos. Ocupémonos un poco del Romanticismo en su aspecto literario. La primera novela del mundo independiente es la de Fernández de Lizardi. El Periquillo sarniento. Es una novela realista, muy próxima a la picaresca; pero es el mismo Lizardi quien inicia la prosa romántica americana con sus Noches tristes, tristes literalmente en verdad, que no son otra cosa que un recuerdo de las Noches lúgubres, de Cadalso. Desde aquí arranca esa línea marcada ya

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en el siglo x v i i i por La nueva Eloísa. Como decía, el Romanticismo era en la América Latina el producto del impacto del movimiento europeo en países de otra situación, de otras características, de otra etapa histórica. Desde Elvira o la novia de Plata, la famosa producción de Esteban de Echeverría que, consideran los críticos, marca la iniciación plena del movimiento romántico, se podría hacer todo un relato de las influencias europeas. Para concluir que, mientras dura el Romanticismo, la emancipación literaria todavía no ha llegado. Naturalmente, el terreno en la América Latina estaba abonado y propicio para el Romanticismo. El temperamento hispanoamericano, más inclinado al sentimiento que a la razón, la amplitud, el primitivismo, la belleza del escenario natural, la reciente experiencia política revolucionaria. La lucha con el antiguo orden literario tenía que presentarse, y de hecho se presenta, no en una forma que tenga resonancias continentales, pero sí tiene resonancias históricas. Me refiero a la famosa polémica de Bello y Sarmiento en Chile, en 1842. Ahora bien, si literariamente se puede considerar el Romanticismo en América Latina como una revolución, en realidad fue una revolución que tuvo como resultado el cambio de metrópoli en la Colonia: se pasó de España a Francia. Ahora refirámonos un poco al caso colombiano. El primer hecho literario que se nos presenta en la historia del romanticismo colombiano es el de la influencia de Chateaubriand y Lamartine, filtrando el origen roussoniano de Pablo y Virginia, de Saint-Pierre. Atala y Virginia están en todas las bocas de las gentes cultas. En lo político hay esta orientación de libertad y de revolución; en lo literario seguimos con la sujeción al extranjero. Hay un segundo aspecto, que es el de Víctor Hugo, influencia que aparece más tarde, pero [que] tiene también extraordinaria importancia. Rafael Maya anota que hay una especie de reparto de influencias: la prosa para Chateaubriand, el verso para Hugo. Sin embargo, él mismo hace otra anotación de significación, que me voy a permitir leer, en su ensayo “Algunos aspectos del Romanticismo”: Y así como Víctor Hugo suministró ideas e imágenes a las pasiones políticas de su tiempo, de igual modo la obra de Chateaubriand prestó razones y argumentos a los polemistas religiosos de mediados del siglo, los cuales acudían al Genio del cristianismo y a Los mártires como a fuentes teológicas para ilustrar las controversias. Por manera que la lucha religiosa en Colombia por aquellos días fue propiamente entre las ideas liberales y revolucionarias de Hugo y las creencias espiritualistas cristianas de Chateaubriand; bien que en el primero era de advertir cierta

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afectación de apóstol retórico y en el segundo un falso aire de padre de la Iglesia que convenció muy poco a los católicos.

Pasemos al caso concreto de nuestra novela. Isaacs escribió la María bajo esa influencia romántica de la primera línea de [la] que hemos hablado, del Romanticismo tradicional-cristiano: Chateaubriand, Saint-Pierre. El maestro Sanín Cano, en el prólogo a las poesías de Isaacs publicadas en España en 1920, anota que posiblemente en aquella enumeración de los libros de Efraín que se hace en la María, se omite el Pablo y Virginia tal vez para no confesar una influencia demasiado cercana. En todo caso la influencia se ejerció de todas maneras, [y] yo me inclino a creer que más directamente a través de Chateaubriand. Porque en realidad lo que repercute en María, lo que puede repercutir de Pablo y Virginia, es el haz de situaciones y de sentimientos de aquella novela, así como el tratamiento de la naturaleza y el contacto con ella son más bien tributarios de Atala. Sobre la influencia de Pablo y Virginia, Enrique Anderson Imbert en su prólogo a María dice lo siguiente: Si se ha creído sin examen, en que Paul et Virginie es una de las fuentes de María es porque, espontáneamente, el lector descubre allí las primicias del idilio: dos criaturas inocentes, casi hermanas, crecen juntos, se aman y el amor se hace imposible, primero por la separación y luego por la muerte. La poetización de la naturaleza tropical de l’Ille de France recuerda a la América hasta por algunas voces americanas: ‘ananás’. ‘curagan’, etc. La isla parece moverse gracias a las rápidas alusiones a América, Europa y África, que son, precisamente, lugares de María. La sociedad de Paul et Virginie es primitiva y feliz, con esclavos tan fieles como los de la casa de Efraín. Virginia debe emprender un viaje para educarse y regresar con bienes: lo mismo Efraín. Las circunstancias de la separación son similares: Virginia quiere quedarse para ayudar a su madre enferma como Efraín a su padre enfermo. Engañan a Paul y, así, Virginia parte a Europa sin despedirse: es lo que María teme que hagan con ella. El retrato físico de Virginia se parece al de María como si fueran hermanas.

Anota también que con igual resultado se podrían comparar María y Graziela y otras novelas del amor casto, tan típicas de esos años. En el mundo romántico de aquella época, los prerrománticos casi olvidados en Europa cobran una nueva vigencia. El paisaje americano empieza a mirarse con mayor intensidad. Se mira todavía con ojos europeos. No

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otra cosa quiere decir aquella expresión de Isaacs al hablar de “la noche de pompa americana”. Ahora bien, desde este punto de vista de las influencias, María cierra un ciclo vital de la vida de Isaacs. Después este se consume en la lucha política, de manera apasionada, e inicia un segundo ciclo vital. Y un segundo ciclo literario: primeramente ubicado con Chateaubriand, empieza a recibir influencias nuevas. Así, por ejemplo, y como un testimonio de estas nuevas influencias, además de los capítulos publicados de la novela inconclusa Camilo, voy a permitirme traer una cita de don Luciano Rivera y Garrido en el tomo segundo de sus Impresiones y recuerdos, que reflejan de manera muy nítida y muy clara la influencia huguiana en Isaacs. Desde luego, esto es relatado por don Luciano, no es parte de la novela, pero permite ver muy claramente cuál era el enfoque. Y ustedes podrán ver si se trata o no de un episodio característicamente huguiano: Una pobre muchacha del pueblo, voluntaria del ejército nacional, al ver que en lo más fragoroso de reñida batalla cae herido de muerte el compañero de su humilde cuanto agitada existencia. Poseída por el noble furor de una justa venganza recoge el fusil humeante que acaban de soltar las moribundas manos del soldado, y oculta tras de vetusto vallado de piedra, de una hermosura trágica como la del ángel de la desesperación, hace fuego sin descanso sobre el enemigo hasta causarle irreparable daño y hacerle pagar cara la sangre del amante muerto.

Es un episodio de típico corte huguiano, me parece a mí. Ahora bien, para hacer un paréntesis, me parece que el ensayo de don Miguel Antonio Caro, del cual tantas veces hemos hablado, sobre “El darwinismo y las misiones”, deja ver claramente las dos influencias en que se movía la literatura y en que se movía la vida colombiana del siglo x i x . Cuando don Miguel Antonio desea a don Jorge Isaacs el regreso a la forma poética de otros tiempos está, desde luego, criticando su posición política como está criticando sus inquietudes científicas. Cuando don Miguel Antonio expresa “la esperanza tal vez, de que vuelva algún día a la poesía y a las enseñanzas de su cristiana madre” señala implícitamente el divorcio de su anterior modalidad —María— con la nueva modalidad, el darwinismo, las novelas inconclusas, etc. Así como al hablar de la “profunda aversión que le causa el odio injustificable que sigue profesando el señor Isaacs a ideas a las que debe sus mejores inspiraciones”, Caro implícitamente está reivindicando para una de las dos corrientes literarias y políticas del siglo el haber ejercido la influencia que produjo la novela.

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El linaje sentimenta l de M a ría * Carlos López Narváez

A las gentiles “hinchas” de la defensa en el proceso a María Es casi uniforme entre tratadistas de letras castellanas el concepto de que la novela sentimental de nuestra raza tiene raíz y prosapia italianas de alcurnia: nada menos que la Fiammetta de Boccaccio, muy autobiográfica ella y no menos rápidamente difundida con versiones a dialectos y lenguas de ambas penínsulas. Afortunadamente nuestro Isaacs no trae en su María, ni tácita ni expresa, directa ni indirecta alusión a cosa alguna boccacciana; que de haberla hecho tendría ya prendido al calcañar un gozque más de esos que azuza el crítico mester. Y lo que son las ironías de la vida: a quien sí se sospechaba y aún señala de remendar el boquisuelto prócer del Decamerón es a nadie menos que a su santidad Pío II —antes del Vaticano, Eneas Silvio Piccolomini—, con su historia de los dos amantes Eurialo y Lucrecia, sobre lo cual... ni una palabra más: salvo tan solo agregar que lo hizo en lengua buena, hoy muerta, y en forma epistolar, estilo san Pablo ad efesios. El primer producto indoibérico del género se le debe a don Juan Rodríguez de la Cámara, más nombrado, del Padrón, padre lírico de Siervo libre de amor. Este gran Rodríguez, gallego él —“pusno m’hi puistu lus zapatus”— con todo y el bogotanísimo y boyacensísimo Juan Rodríguez de su gracia —que lo explica como versero de muy menor cuantía—, hizo leyenda con su nombre, emblema de amante sin fortuna. Igual que al conde de Villamediana, diole por picar muy alto con amores reales que el destino le volvió cuartillos, acabando —dicen unos— en franciscana celda; otros, que a manos asesinas de gabochos. Bien: este don Juan, poeta malo y amador de malas, narró o, más concretamente, noveló sus más íntimas congojas de enamorado de la reina de Castilla, creando así —dice la pontífica autoridad de don Marcelino Menéndez y Pelayo— “la más antigua muestra de las novelas españolas del género sentimental”. La escritora estirpe del amigo de la Cámara, o del Padrón —quiero decir don Juan Rodríguez—, continuó en nuestra España con el señor bachiller don Diego de San Pedro, súbdito coetáneo de las sacarreales majestades don Fernando del mar océano, buscando las islas especiarias tropezaba con

* Publicado originalmente como “El linaje sentimental de María”, El Tiempo, 9 de junio de 1957.

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el resto continental de este planeta, don Diego colonizaba también dominios para la monarquía de las letras, pues en 1492 le abría al mundo su Cárcel de amor, relato de amores cuyo protagonista, sentimental y erótico, caballero y fabuloso, malencubrió la persona misma del autor, notoriamente dantificado por la Vita nuova. De este don Diego, como de aquel don Juan, tampoco hay briznas siquiera, ecos ni reflejos perceptibles, en nombres y vocablos, entre los capítulos “marianos”. Al “siervo libre” como al “carcelario amante” dioles fin el amor muy malamente; pues si el primero cayó a cuchilladas de “soberano impulso”, como el sinvergüenzón de don Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, el segundo estrenó la fórmula de Werther con anticipación de cuatro siglos: el suicidio de amor por hambre, o de hambre por amor, que de una u otra guisa resulta exacto: eliminatorias que en nada se parecen al languidecer dulcísimo, de lámpara agotada, en que se cierran los ojos y se silencia el corazón virginal de María. Loado el Cielo, que tampoco por ese flanco podrán hacer blanco los críticos bodoques. Mucha reputación ganole a don Diego de San Pedro su bellísima novela cuasi biográfica; al punto de que en breves años apareció más de una treintena de ediciones; y eso que aún nadie sabía jota de contrabandos y piraterías con la propiedad intelectual y editorial. Se juzga que en el auge de la novela tuvo paradójica pero decisiva parte el Santo Oficio, que diose a perseguirla con prohibiciones... causa del apetito por leerla, ya que por otro lado el popular consenso dio en llamarla “breviario de los amores cortesanos”, por méritos de un vigoroso y elegante estilo que le hacía perdonar —dijeron sus comentadores— no pocas fallas técnicas y estructurales, amén de incrustaciones y relatos de exótico carácter. Registra, finalmente, el historial de los orígenes de la novela, que el autor de Cárcel de amor dio en escritora contrición por los devaneos de esa su producción famosa, escribiendo después de ella poemas y cosas, entre las que figura, con ironía inconsciente, la que tituló Desprecio de la Fortuna; cosas que le han sido perdonadas en gracia y por virtud, precisamente, de aquello que trataba de enmendar. Es para decirse sin malicia indígena la mínima: ¿qué tal si nuestro Isaacs hubiera seguido el buen consejo de don Miguel Antonio cuando le amonestaba —ya a destiempo— de no haber escrito una novela, o de haberla hecho malamente —y le insinuaba corregir la plana— dejándose de antropologías y volviendo a las líricas andadas, según texto del darwinomisional-crítico ensayo? Hermana en buen éxito con la de don Diego de San Pedro, y como fiel imitadora suya, apareció después Cuestión de amor de cuyo autor no nos quedó ni el rastro, sin saber por qué: a lo mejor por paternal o maternal pudor

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de haber echado al mundo un lírico producto hermafrodita, combinación de prosa y verso, especie de centauresa literaria —mitad yegua, mitad fémina—, sin dañada intención al comparar. Fue escrita en la época en que, muerto ya Colón, la monarquía española abría su primera Real Audiencia precisamente en La Española —alias hoy Santo Domingo—, para vigilar todos los litorales, islas y territorios descubiertos o que fueran descubriéndose acá del mar tenebroso, sí que también de los Sargazos. Dejando esta digresión inmotivada y volviendo a la anónima Cuestión de amor, esta novela, mejor que tal, es un ensayo histórico de cosas verídicamente sucedidas en el Virreinato de Nápoles, la guerra de Rávena y algo con el Santo Padre, todo lo cual hace marco a la amorosa égloga en que además hay torneos de caza y corte. Benedetto Croce ha dicho ser lo que se llama una novela de clase, aquella en que todos los personajes han sido identificados tras el novelístico disfraz. Entre los inspiradamente aprovechados de esta curiosa novela sentimental figura nada menos que Garcilaso de la Vega, cuyos clásicos Salicio y Nemoroso, de la “Égloga primera”, son calcos de Flaminio y Vasquirán, dialogantes de la anónima novela prosiverseada. Nuestro Isaacs no escribe en verso nada de lo pertinente al argumento: tan solo inserta estrofas y coplas que son apenas citas circunstanciales, concurrencias al relato para integrar, como es muy obvio, la intención o el sabor del episodio. Y son: la primera estrofa de la canción guerrera que Carlos cantó a la visita a El Paraíso; la que cantaron a dúo Emma y María para corresponder, y luego fue recitada por María, “soñé vagar por bosques de palmeras”; tres coplas del romance —responso que los esclavos entonaron a coro en el velorio de Feliciana—: “En oscuro calabozo”; la cuarteta que con más intenciones que responso le soltó Tiburcio a Soledad, desde el otro lado de la quebrada: “Al tiempo, tiempo le pido”; y un fragmento de la “Canción del boga ausente” que inmortaliza al Negro Primero de la poesía colombiana, quien con bizarro ingenio la dedicó a dos egregios bogas de nuestra filológica canoa, don Rufino José Cuervo y don Miguel Antonio Caro: “Que trijte qu’ejtá la noche”. Nada hay más hermoso como la poesía típica-racial en nuestras analectas: y fue acierto no menos genial de Isaacs el darle como engaste el oro de su prosa, en homenaje a aquel cantor que por su perfil, tallado en ébano, y el “toison, moutonnant jusque sur l’encolure”1

1 Se trata del primer verso de “La cabellera”, de Charles Baudelaire, que en el original dice: “Ó toison, moutonnant jusque sur l’encolure!” y que traduce “¡oh vellón, que te encrespas hasta cubrir el cuello!”.

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—que sosegaba a Baudelaire—, fue tal vez engendrando en Perséfone, la diosa subterránea y sin sonrisa, pero que por lo armonioso nació de Apolo, y se llamaba Candelario Obeso. La crónica primordial de las novelas sentimentales —que pulularon como plaga en esa primera mitad del siglo x v i i i— insiste en que Juan Boccaccio mantuvo el campeonato de la influencia. Del montón salvan los historiadores literarios dos: Tractado de Grimalte y Gradissa e Historia de Grisel y Mirabella; ambas fueron escritas por Juan de Flores, cuyo nombre es lo único que de él se sabe, pero que hizo gran renombre especialmente con la segunda de sus nombradas obras, traducida e imitada profusamente por italianos, franceses, ingleses y alemanes: hasta en su propia casa sirvió de inspiración y a nadie menos que al Fénix de los ingenios y monstruo de la dramática española. Su reverencia don Lope Félix de Vega Carpio, según se saborea en la comedia La ley ejecutada. La primera novela tiene como argumento mucho de caballería, andanzas que ella le impone al pobre él en busca y rescate de los amantes de Boccaccio, Fiammetta y Pánfilo. La segunda, la famosa, desarrolla un proceso penal por lo que un moralista clásico ha llamado “la amorosa pestilencia” en que sorprendidos los amantes por el padre de ella, acaban abrasados, no con ‘z’, mas con ‘s’, en una hoguera física. ¿Verdad que nada de todo esto tiene que ver con nuestra paradisíaca pareja? El siglo x v i i i fue estéril en novelas —apunta con sobrada razón don Manuel de Montoliu— desplazada por el predominio de la crítica. Apenas si medran en ese erial los nombres de Torres Villarroel y el padre Isla. Más escritor filósofo a lo Quevedo, que novelista, lírico o dramaturgo, fue el Gran Piscator de Salamanca, cuya autobiografía es lo que mejor sustenta su celebridad. El padre Isla sí fue genial novelista, pero no sentimental, ni mucho menos, antes burlón y satírico, en especial de sermones malos y largos a lo Fray Gerundio de Campazas. Y como dijera el señor acusador en el proceso [a] María, mi dilecto cuanto ilustre contendor, el jurista Pedro Gómez Valderrama “llegamos por fin al mar que completa el fondo del retablo del siglo x i x, el Romanticismo”. En mis andanzas pescadoras de síntesis para el gasto catedrático, nada hallé tan cabal —claro, conciso y elegante— como este planteo de mi consultor de cabecera, don Montoliu, sobre la novela española del período romántico: Refleja con fidelidad las tendencias principales que este género adoptó en los países que dieron el tono a la literatura europea. Dos grandes ramas nacen y se desarrollan en el tronco de la novela

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del siglo x i x : la histórica y la costumbrista. Una y otra surgen de dos orientaciones distintas, aunque complementarias, de la estética romántica. Si, por un lado, el Romanticismo hizo triunfar el sentido restaurador del pasado, sobre todo medioeval, de las naciones europeas y dio lugar al nacimiento de la novela consagrada a hacer revivir con toda la sugestión y la fuerza evocadora del arte épocas pretéritas de la historia nacional, por otro lado, la devoción a lo típico y popular conservado en la tradición viva y en las costumbres de los pueblos dio motivo a la creación de un nuevo género novelístico, basado en la fiel reproducción del ambiente social, siempre y cuando este constituyera una manifestación espontánea del alma genuina del pueblo. La novela en este período llegó a su originalidad en el género costumbrista; no así en el histórico, género en el que dominó, por lo general, la imitación más o menos directa de las obras de los grandes novelistas extranjeros.

Dos grandes ramas, históricas y costumbristas, tan fuertes y jugosas que no dejaron savia para lo sentimental. En ese mosaico que se abre con el autor de Escenas andaluzas, Estébanez Calderón, y van jerarquizando Mesonero Romanos, Fígaro —el de “la prosa de más quilates en el siglo x i x”—, Fernán Caballero, Antonio de Trueba, Alarcón, Valera, Pereda, Pérez Galdós, Palacios Valdés, Jacinto Octavio Picón, Clarín, doña Emilia Salvador Rueda, el padre Coloma y Blasco Ibáñez, solamente José María Matheu se hace presente con el sentimiento, por encima y por lo hondo de la vida corriente, sin dejar de ser un modelo de probidad realista. Quien bien debió requisar su producción nos da los perfiles espirituales del autor en una forma que suscitan al punto el semblante literario de nuestro Isaacs: “bella armonía en sus cuadros donde no hay nota que contraste con el conjunto hasta el extremo de que se haya tachado como defecto grave la falta de verdadero protagonista y el exceso de personajes y de incidentes secundarios”, “no siente la ironía ni conoce la sátira”, “bajo la narración, una silenciosa corriente de pesimismo y de cristiana conformidad con el dolor”. Exceptuando este novelista sentimental, todos los demás fueron históricos o costumbristas: los primeros amadrinados al Walter Scott de Ivanhoe y Quintin Durward; al Víctor Hugo azote del Segundo Imperio; al novelista de El judío errante; a Alejandro Dumas y a la Jorge Sand. Los costumbristas pusiéronse bajo la advocación de santos propios en su mayor parte, como es el caso de Pereda respecto de Fernán Caballero y de Antonio de Trueba, y el

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Carlos López Narváez

de Galdós con la picaresca —aunque no faltó la asistencia del Romanticismo francés, por ejemplo, en el Alarcón de El final de Norma, y en el realismo del Clarín de La Regenta—. Total, que la novelística hispanoromántica del pasado siglo nada tuvo para exportar a sus antiguos dominios españoles, por los días en que del corazón, más que de la mente toda del recuerdo y del paisaje y nada del análisis y la técnica nacía en Colombia —y en ella para América y para el mundo— esa orquídea única, vallecaucana, de María.

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El fall o s ob re M a ría *

Academia Colombiana de la Lengua En abril del año en curso concluyó un proceso efectuado acerca de la famosa María, de Jorge Isaacs. Por medio de la Televisora Nacional, y por cuenta de una importante firma comercial, muchos espectadores asistieron al desenvolvimiento de un juicio que resultó desfavorable para aquella obra literaria excelente y no perecedera. Queremos transcribir aquí los comentarios publicados por dos diarios bogotanos, La República e Intermedio, a propósito del asunto. El primero de tales periódicos se refirió al fallo en su edición del 29 de abril de 1957, y el segundo en el número correspondiente al 26 de los mismos. Creemos que las opiniones expresadas por aquellos ilustrados órganos de publicidad dejan a salvo los intereses de las letras colombianas. Dijo La República: Los bárbaros han llegado hasta El Paraíso. En una época de existencialismo el amor se mide con instrumentos y en velocidades de millas por hora, como el Jaguar desbocado de Françoise Sagan en algún camino de Francia. Y el amor, en esta época y para esa escuela, necesita del ambiente literario proporcionado por los espacios marinos, preferencialmente los mediterráneos en las cercanías de Montecarlo, como requiere cuerpos bronceados, bulliciosos casinos y aventuras a granel. O el amor tiene el desarrollo de la novela norteamericana, cuyos meridianos y paralelos son el viaje a Hawái y la escala en Acapulco. Por ser así, el punto de vista de un grupo de literatos dados al realismo tilda de “sensiblera e irreal” una obra que encierra un precioso lienzo de nuestro Valle del Cauca, María de Jorge Isaacs, y que, por ser un fruto acabado del Romanticismo es también una composición auténticamente americana. Hay que insistir en el mérito de aquella obra, una de las pocas de nuestro medio que tengan valor universal. En ella está el paisaje, sí. Pero hermosamente dibujado y como transpuesto en las páginas donde corre rumoroso uno de nuestros ríos y crecen las flores de nuestros jardines en una de las regiones de mayor encanto y poesía que puedan hallarse en América. Nada más que por la

* Publicado originalmente como “El fallo sobre María”, Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua 7 (1957): 297-300.

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valoración literaria que hiciera Jorge Isaacs del Valle del Cauca, su obra es comparable a la de Mauricio Barrès con respecto de las inspiradas colinas de Lorena. El lector extranjero que toma en sus manos a María recorre en emocionada peregrinación esa fecunda tierra y casi palpa los lirios y los cámbulos, del propio modo que los héroes barresianos salen naturalmente del paisaje para vivir la tragedia del nacionalismo. Un bello trozo de la tierra colombiana surge luminoso y cálido del libro de Jorge Isaacs. Si fuera cierto que la descripción de la naturaleza carece de sentido literario en la novela, habría que corregir también a Pablo y Virginia de Bernardin de Saint-Pierre, a Atala y René de Chateaubriand o a Graziella de Lamartine. Si la falla son los diálogos, las elaciones del alma no obedecen a ninguna pauta y si es por criollismo ahí están colocados en el lugar que le corresponde a las grandes creaciones continentales, el Martín Fierro de Hernández, el Facundo de Sarmiento, la misma Vorágine de José Eustasio Rivera, cuyos defectos deben estar, a estas horas, ya examinados por los supremos inquisidores del modernismo, con la ayuda del facultativo que diagnosticó al personaje central de la novela de Jorge Isaacs, “muerte por deshidratación y alcalosis, producidas por el exceso de llanto”. Y no faltaría más, como espectáculo de la pedantería literaria, sino que se estableciera, por turnos, el proceso de desprestigio de lo grande que hay en Colombia y América. Ni en son de pasatiempo debe repetirse el juicio un poco bufón que comentamos. O el “tribunal” de la cultura se instituye con seriedad, o la comedia sube de punto y tendrán riesgo de quedar como aprendices, ante la sonreída opinión de otros países, Silva, Valencia, Barba Jacob, tanto o más que el condenado autor de María. Al lado de Jorge Isaacs también podría ventilarse el proceso de Vergara, Samper, Marroquín, Carrasquilla, Pombo y de toda la generación de El Mosaico que produjo cuadros de costumbres y literatura apreciables para quien recuerde el Bogotá viejo de 1860, y censurable para aquel que se propusiera comparar Las tres tazas o El moro con una novela de Stendhal, de Balzac, de Dickens o Tolstoi. Cuando el “tribunal” complete su tarea demoledora, Colombia será una isla desierta de la cultura. Para deleite de nuestros vecinos. El enfoque de María con la estética modernista de Alberto Moravia, de Curzio Malaparte y del satánico autor de La náusea,

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El fallo sobre María

Juan Pablo Sartre, es lo mismo que la crítica de la batalla de Waterloo con la técnica de los mariscales de Hitler o el estudio de los viajes de Colón con los itinerarios de las modernas aeronaves que cruzan el océano. Las épocas, cada una en su lugar, tienen su estética y el romanticismo suramericano está bellamente representado por el idilio de María como una auténtica heroína de amor y del recuerdo, imagen y leyenda de una mujer simbólica de admirables virtudes. Seamos cultores de nuestros valores literarios más genuinos y de valor más apreciable y reconocido. Aprendamos de la Argentina que eleva su Martín Fierro a la categoría de un personaje nacional; del Perú que edita con esmero y con orgullo las Tradiciones de Palma; de Venezuela que se complace con el localismo de Doña Bárbara y aún lo agudiza y quiere llevar a las academias al encargarle al madrileño Camilo José Cela la redacción de La Catira, novela venezolana y continuación del venezolanismo. Aquí hacemos lo contrario y María es ya conocida de autos. Lo ridículo se une a lo censurable. “Atrás”, exclamaban los romanos cuando Atila penetraba a caballo en los templos de Venus. Repitámoslo cuando los bárbaros llegan a El Paraíso, el santuario del recuerdo. Como diría Maurras, todo lo tradicional es nuestro.

Dijo Intermedio: Cuando menos de extravagante, a pesar de los esfuerzos hechos para presentarlo como producto de la llamada “crítica seria”, ha de ser calibrado el fallo que un jurado de televisión pronunció contra María, la inmortal obra de Isaacs, con ramificaciones para intentar una descalificación de la literatura romántica, en globo y sin discriminaciones. Por sensiblera, según se dice, y por irreal y desconocedora de los ordenamientos de la razón. Con tales afirmaciones perentorias ha culminado un proceso que no pasaba de ser un entretenimiento literario, que no tenía en verdad más importancia que la determinada por ese preciso carácter, y que con el fallo en referencia ha venido a convertirse en algo inverosímil. La primera condición penosa y anacrónica del fallo es la de erigirse como una condenación, y hasta como un desconocimiento, de la literatura romántica. Como si esa modalidad no hubiese cubierto una de las más intensas, brillantes, productivas y

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heroicas épocas de la cultura universal, lo mismo en el campo de la literatura que en el de las artes, en la filosofía y en la política, y en todos los órdenes de la actividad humana. Una época fundamentada en hechos clarísimos, y no al margen de ellos. Que no fue contraria a los llamados “ordenamientos de la razón”, sino que en rigor de verdad fue una especie de correspondencia literaria y artística del racionalismo. Que en el orden literario produjo las más luminosas estampas de la literatura de todos los tiempos, y en el orden social y político sirvió de escenario a acontecimientos tan relevantes como la Revolución francesa. Por cuanto se refiere concretamente al marco temporal y espiritual de María, el desconocimiento del admirable impulso romántico no es menos inexplicable. Esa fue precisamente la época del descomplicado ambiente señorial y hogareño de nuestros pueblos, sin engaños, sin alteraciones del buen espíritu, con sinceridad plena, cuando todos los sentimientos se expresaban y cultivaban con su fresca fuerza elemental, con ingenua entereza del ánimo. De todo lo cual la obra de Isaacs es fidelísimo reflejo y emocionado testimonio. Desconocer ligeramente la influencia romántica en la propia y natural grandeza de la especia humana, en la superación de su espíritu, en la nobleza del alma, en su indeclinable impulso creador, es por lo menos un atentado inconcebible. Que desconoce, además, la universalidad y la permanencia de lo romántico, siempre presente en todas las luchas memorables y en todas las grandes realizaciones de todos los pueblos y culturas. El jurado que acaba de pronunciarse contra María ha asumido, sin duda, una actitud verdaderamente esnob. Por ello mismo se explica acaso que no haya querido asumir la responsabilidad total del fallo, al afirmar que solo ha obedecido a la mecánica interna del juicio, al peso de los medios de prueba. Y que el eterno y admirable símbolo de María permanece incólume, a pesar del fallo. Lo cual, en realidad, no era necesario que el jurado lo advirtiera.

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L a María y l a idea de l a nov el a * Ernesto Cortés Ahumada

Cabría decir, a pretexto del complicado tema literario del género en las novelas, que existen, prima facie, tantos géneros de novelas cuantas novelas se han escrito. La trama, la ficción, la narración, la descripción, esto es, la novela, entendida como un mundo imaginario, poblada de personajes vivientes, según la define Wladimir Weidlé, se quiebra en facetas sin cuento, del propio modo que la vida se multiplica en innumerables haces o caras. Porque la existencia y la novela son correlativas, cada una de las cuales da a la otra su palpitar inconfundible. La novela aspira a influir sobre lo real con sus tonos prismáticos y complejos y, viceversa, el universo trata de reflejar en ella sus claroscuros y matices. Lo que de la realidad de la vida, sea verdad o imaginación —¡que el sueño es una forma de lo real!—, capta una novela, no la capta otra: esta excluye, fatalmente, el punto de vista íntimo de aquella. Cada cual envía, oscilando entre el ensueño y la realidad, un aspecto, una vertiente distinta. ¿Quién no siente vulnerada en forma dispar su sensibilidad de lector, rota en jirones la esquemática noción de la avaricia, ante el Euclión de Plauto, el Harpagón de Molière o el padre Grandet de Balzac, no obstante que todos exhiben idéntico timbre de avaros? ¡Hay tanta distancia entre su trágico e inseparable sino! Toca, pues, a la perspectiva individual, codificadora de distancias y tamaños, repartir los acentos sobre el panorama de las diferentes situaciones. De aquí que cada novela sea necesaria e insustituible, y también de aquí que disputar acerca de si una obra, donde campean a la par ficción y narración, es novela o no, carece en cierta forma de sentido. Tales disputas son, claro está, convenientes para que una obra transponga los límites de su estar como superfluo y delicadísimo, en una zona de semipresencia, de reposo latente, a la superficie de lo actual y momentáneo. Pero unas novelas serán más complejas para retratar el vicio y pintar la verdad, más ricas en el arte de condensar las ideas, más hábiles en fulminar inolvidables sarcasmos, más correctas, más puras, con más imaginación y más alucinación y más hondura; mas en todas circulará, por el principio y por el fin, el aire inequívoco de la novela. Son, en definitiva, “seres”, como un vertebrado, como un molusco, construido con arreglo a planes distintos. Y esto es ya mucho: pues

* Publicado originalmente como “El fallo sobre María”, Prometeo: Una Revista para los Colombianos que Piensan 6, n.° 22 (1957): 121-123.

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su naturaleza consiste —dice Roger Caillois, en Fisiología de Leviatán — en transgredir todas las leyes y su terreno es la licencia, para caer en todas las tentaciones que solicita la fantasía. “Una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y sin composición”, afirma por otra parte don Pío Baroja, dando el rostro a las acusaciones de falta de ley de rico constructivo de la novela. Esta, claro, es la opinión de un vasco que, huidizo y reconcentrado, vivió en perpetua hostilidad contra la oquedad de la vida circundante, cuyo alimento único es la dieta mezquina del dime y direte, en fin, la de un hombre libre y puro. Para Baroja, el rango estético de la novela estriba precisamente en que esta no posea una arquitectura inquebrantable y rigurosa, una pauta de imperativos y prohibiciones. Tal actitud, fuera de representar la parte más externa de su obra, recuerda la intención de la pintura francesa impresionista que elude hacer del tema parte integrante del cuadro. Su resolución está, ante todo, en crear calidades formales de orden puramente pictórico: planchadoras y bailarinas, pese a su traza deliciosa, solo están allí como pretexto. Así, don Pío. Abroquelado en la novela, como caballero parapetado tras el férreo yugo de una armadura, apostrofa en términos de crítica y rencor lo mediocre, lo ruin, la hez de la vida. Mas sea de ello lo que quiera, y aun cuando no hubiere habido quien saliera en socorro de la flexibilidad de la novela, es lo cierto que, con ser una criatura literaria con vida propia, suele ostentar un perfil ondulante y desdibujado de mies temblorosa. *** Pero esto para el asunto tanto da. Pues la María, la obra cuyo valor literario ahora1 se compulsa desde el punto de la técnica novelesca, retiene un mínimum de trama, por despreciable que parezca. Claro es que, en una u otra medida, la estructuración técnica de cualquier novela corresponde a la muy peculiar manera que el autor tenga de entender el oficio. Como que, en rigor, no solo significa, tratándose del arte que nos ocupa, seguir determinado estilo. Es aquí, evidentemente, donde desemboca la cuestión más obvia y simple sobre el celebrado idilio de Isaacs. La que nos pone delante de una “ley de deficiencia” o ante otra “ley de exhuberancia”, de linaje opuesto, que subrayan de un modo inequívoco el “oficio” de novelista. Ni qué decir tenemos

1 El “ahora” del autor alude a la época de elaboración de este escrito, finales de 1956: la intemporalidad de las tesis aquí sostenidas compensa la anacronicidad —forzosa, como lo fue la transitoria suspensión de Prometeo— de la publicación. [Nota de Ernesto Cortés Ahumada].

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La María y la idea de la novela

que ambas leyes, entre cuyos límites esenciales y antagónicos constriñe el novelista su campo de escritor, tienen un carácter personalísimo y vital. Por eso, es afirmar muy poco, casi nada, de María entrever, así en abstracto, su proximidad o lejanía de determinado esquema ejemplar. Más aún: el modo de “ser novelista” va desde una mudez, desde una sordera, terca y permanente, para la arquitectura novelística hasta las más tersas, las más tirantes y avezadas reconditeces del refinamiento. En efecto, la primera ley coincide con un odium professionis, de la misma laya del que acomete a los monjes en los cenobios, y la otra se decide por una novela para novelistas. Esto mismo aclara por qué se llamó, dentro del arte pictórico, a Velásquez, “pintor para pintores”. Al fin y al cabo, “secretos del taller”. Empero, haría aún falta lo decisivo en torno a la obra de Isaacs. Sería la obligación de entrever, siquiera, su carácter anejo de perfección romántica; saber si se aferra, con todos sus privilegios y fallas, a la fisonomía sentimental del Romanticismo. Se ha dicho que el Romanticismo es una voluptuosidad de infinitudes, un ansia de integridad ilimitada, así como un quererlo todo y una radical incapacidad de renunciar a nada. He aquí, a nuestro ver, la clave de la imperfección de María. Que es, entendida finalmente, su perfección, aunque la expresión, prieta y confinante, sepa a paradoja. El hombre de temperamento romántico, cuánto más el poeta, vive dentro de sí contemplando —“contemplar es superar lo contemplado”—, con mirada blanda y adolecida, la belleza de uno se sabe qué misteriosas realidades. Peregrino de su propia vida, voluptuosamente venera, como Núñez, la visión y hasta la fugacidad de las cosas. Y tiende, como Isaacs, la pluma frágil, transparente, para desgranar en palabras la opulencia del paisaje. “El romántico, y ante todo el lírico romántico —leemos en “El Romanticismo”, de E. Ospina, S. J.— hace del arte la expresión de su vida; su poesía con sus ideas, sus sentimientos, los episodios personales; en una palabra, su biografía interior y exterior”. Por eso, la severa disciplina aurítmica del clásico, la proporción, la armonía, se resuelven en el sujeto romántico en redundante expresión de sentimientos. Notemos bien: cuanto va explica dos cosas en María: una, ser la crónica casera, el conjunto de cosas desdichosas y tristes, que vio Vergara y Vergara. Por mala ventura, casi nada. Hay, es cierto, severidad en demasía en la crítica. ¿Cómo callar la confesión de un alma, henchida de trágica angustia, siempre perseguida de aquella fatalidad, mucho más implacable y terrible que el fatum de los griegos? Y la otra: ser el canto estremecido de la llanura, verdadera joya de luz y embriaguez y cromatismo —¡que vendaval de inspiración!— de la verdad esplendorosa del paisaje. Es, sin duda, la refulgente lírica romántica la que pudo producir —¡oh, manes de Guillermo Valencia!— esa matinal

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frescura; ese traslado directo de la maravilla visible; ese jadear tras la gacela de la ventura fugitiva; esa honda interpretación de las corrientes vivíficas; esa dulce melancolía que trasmina del hieratismo de las estatuas veladas y esa diamantina cristalización del dolor que se irisa. Pero si es la musa romántica, tan patética, tan dramática, la que vierte sobre la exuberancia de la llanura, repristinándola, su luz de inmortalidad, no es menos la que trae la presencia de personajes innecesarios, “heridos de ingenuidad como una paloma”, frágiles e ingrávidos, porque, como en el verso antiguo de Malherbe, “no son de este mundo, donde las cosas mejores tienen el peor destino: son rosas, y viven lo que ellas viven: el espacio de una mañana”. Pues bien: no cabe expresar más perfectamente una inacabable confesión de romanticismo, cual la de María. ¡Hasta la muerte de esta doncella púdica, harta de amor como una sacerdotisa del culto de Páneas, prolonga, sesgando la bruma sentimental, la queja y la emoción románticas de Isaacs!

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Entre l o menestero s o y l o ridícu l o. Evolu ción de l a novel a en C ol om b ia , inc lusiv e M aría * Hernando Valencia Goelkel

El reciente proceso que en un programa de la Televisora Nacional se le hizo a María de Issacs, y la final “condena” del libro por parte de los jurados, causaron una moderada sensación entre el público. Fuera distinta la obra, tal sensación hubiera sido inexistente del todo; pero tratándose de María persiste una suerte de fábula sentimental en la nación, a la cual, por lo demás, el jurado —benévolo— no quiso extender su reprobación. En literatura es tan frecuente el tránsito de un personaje de raíz popular o folclórica a la categoría de criatura con una dimensión artística de carácter literario, como el inverso, o sea la transformación de una creación imaginaria individual en sujeto de la fábula colectiva. Esto último aconteció con María, personaje que se echó a vivir con vida propia en la imaginación del país y cuyo ciclo vital, si bien está en su descendente, no se ha agotado todavía. De ahí que, frente al fallo del mencionado concurso, haya abundado más la indignación que la crítica; el público sentía, confusamente, que era su propia creación la que estaba siendo vulnerada, y no la hechura concreta del individuo concreto que se llamó Jorge Isaacs. Pero había un motivo adicional para reforzar el coro de las protestas: el vago sentimiento de que el fallo disminuía, en alguna forma, ese capital irrisorio de la cultura nacional que se llama nuestra novela. En forma habitualmente borrosa, imprecisa, acrítica, la gente sabe, sin embargo, que María forma, con otros dos o tres nombres —en torno de los cuales el acuerdo es menos unánime—, el costado positivo de un género cuya expresión entre nosotros fluctúa entre lo menesteroso y lo ridículo. Por los días en que el debate sobre el libro de Jorge Isaacs estaba en su apogeo, apareció una obra de Antonio Curcio Altamar titulada Evolución de la novela en Colombia. Desde un punto de vista radicalmente opuesto, prometía también una dilucidación sobre este tema de la literatura novelesca en el país. Y si en el esprit de sérieux de nuestra inteligencia pudiera acusar de frívola a la polémica televisada, tal reproche, ciertamente, no podía hacérsele

* Aunque esta crónica fue publicada originalmente en la revista Cromos en 1957, se ha tomado como fuente más fidedigna “Entre lo menesteroso y lo ridículo. Evolución de la novela en Colombia, inclusive María”, en Crónicas de libros (Bogotá: Colcultura, 1976), 115-124.

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a este ensayo, cuya seriedad venía garantizada ya por el solo hecho de estar publicada en una de las colecciones del Instituto Caro y Cuervo. Antonio Curcio Altamar era un investigador en quien, por acuerdo merecido y común, se fincaban las mejores esperanzas para una renovación de la historia crítica de la literatura nacional. Joven —había nacido en El Banco en 1920— realizó el sólito cursillo de suplementos literarios y de revistas heterogéneas, antes de emprender estudios más concienzudos en España —donde obtuvo una licenciatura en Filología en la Universidad Central de Madrid— y de regresar a Colombia para consagrarse a la investigación en el Instituto Caro y Cuervo. Este libro era su primera obra ambiciosa y de cierta extensión y, antes de concluirlo totalmente, sobrevino (el 20 de octubre de 1953) el doloroso episodio en el cual perdió la vida. Es obra póstuma, pues, esta Evolución de la novela en Colombia y, entre las muchas desencantadas reflexiones que suscita está, en primer término, la de sospechar que la generosidad de su autor, al consagrar su esfuerzo a este tema nada fascinante, haya resultado, finalmente baldía. Porque es evidente la visible labor de recopilación, de minuciosa investigación a que el autor se dedicó para lograr que en su libro no faltara ningún dato que pudiera esclarecer el panorama oscuro del género. Empezando por el final, la bibliografía con que la obra concluye es provisionalmente exhaustiva y, como el libro todo, podrá llegar a ser eventualmente un valioso instrumento de trabajo para otros investigadores. Pero, además, a lo largo del libro, Curcio Altamar recoge cuanto dato pudiera imaginarse sobre el más incompetente balbuceo que en la materia haya emitido alguno de nuestros compatriotas; allí figura Juan José Nieto, “el primer novelista colombiano en el orden cronológico”, quien inauguró la desdichada serie con Ingermina o la hija de Calamar, novela que el cartagenero Nieto publicó en 1844 en Kingston, Jamaica; después, sin omisión alguna, viene una colección de nombres, desconocidos los más, ilustres algunos, como el de don José María Samper, autor de El poeta soldado, relato que narra las desdichas de “uno de aquellos infelices muchachos pervertidos por el liberalismo utilitarista y las malas doctrinas bebidas en la Universidad Nacional” (transcripción de Curcio Altamar), y el de su esposa doña Soledad Acosta de Samper, autora, entre otras muchas, de las novelas Hidalgos de Zamora y El corazón de la mujer. El afán de Curcio Altamar por hacer el más cumplido acopio de noticias lo lleva a informarnos de las novelas de tema colombiano escritas por autores extranjeros, entre las cuales, al lado de la Fermina Márquez de Valéry Larbaud, figura Don Pedro, der indio, novela escrita y publicada en Alemania por su autora, la condesa Gertrud Podewils-Dürnitz. (Y a propósito de der

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indio, Curcio Altamar anota justamente el hecho curioso de su menosprecio en el campo de nuestra novelística hasta bien entrado este siglo, y con él, la réplica mimética al indigenismo de otras naciones de Hispanoamérica). El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón, concluye este valeroso catálogo, que el autor remonta hasta los intentos narrativos prenovelísticos de los historiadores y cronistas de la Conquista y de la Colonia. Pedirle a la erudición que se justifique por sus frutos es una actitud bastante filistea; el trabajo de documentación, de acervo de informaciones, se justifica por sí mismo, aun cuando sea no más como punto de partida para inquisiciones ulteriores. Ciertamente, ni la más esforzada paciencia puede descubrir una obra genial donde esta no existe, y tampoco era tal el propósito de Antonio Curcio Altamar al efectuar su trabajo. Hecho con un criterio científico y honrado, lo que este perseguía era acumular todos los datos, de mayor o menor importancia, que permitieran hacer un juicio honrado, directo, de primera mano, sobre el efectivo saldo que hubiera quedado de los intentos de novela en Colombia. No es suya la culpa si en el curso de sus pesquisas no se halló con la obra maestra olvidada, con una de esas exhumaciones que proporcionan el prestigio y el deleite de una fácil reevaluación. Pero tampoco era su intención la de levantar un inventario exhaustivo, una lista de todas las curiosidades merecidamente olvidadas que pertenecen más a la historia de la imprenta que a la de la literatura; como lo dice en el prólogo del libro, su ánimo era el de “realizar una obra de investigación y de crítica”. Y si en este primer aspecto —el de la investigación— el libro cumple, según todos los indicios, su misión a cabalidad, el punto se vuelve un tanto más dudoso si lo examinamos por el segundo aspecto, el de su valor crítico. La genuina erudición (scholarship) es uno de los mayores éxitos que nuestra raza puede alcanzar. Nadie más triunfador que el hombre que escoge un tema valioso y domina todos sus factores y los factores principales de los temas emparentados con él. Puede hacer lo que le dé la gana. Puede, si su tema es la novela, hablar cronológicamente sobre esta, ya que ha leído todas las novelas importantes de los últimos cuatro siglos —y muchas de las menos importantes— y tiene también un conocimiento adecuado de todos los sucesos colaterales que afectan a la ficción en inglés [...]. El erudito, como el filósofo, puede contemplar al río del tiempo. Contemplarlo, no como a un todo, sino ver también los hechos y las personalidades que en él flotan, y calcular las relaciones entre ellos, y si sus conclusiones fueran tan válidas para nosotros como lo son para él mismo, hace ya tiempo que el erudito hubiera civilizado a la raza humana.

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Dice el novelista inglés Edward Morgan Forster en un breve libro que se llama Aspectos de la novela. Y agrega más adelante: Los libros están hechos para ser leídos (mala suerte, ya que esto lleva mucho tiempo); es la única manera de descubrir lo que contienen. Algunas tribus salvajes se los comen, pero la lectura es el único método de asimilación que Occidente ha descubierto. El lector debe sentarse solo a luchar con el autor, y esto es lo que no hace el seudoerudito. Este prefiere relacionar el libro con la historia de la época en que fue escrito, con los acontecimientos de la vida del autor con los sucesos que describe y, por encima de todo, con alguna tendencia.

En estas líneas, Forster quería sintetizar toda esa larga tradición crítica de origen decimonónico que enjuicia a la obra literaria en virtud de factores más o menos importantes —el medio, la sociedad, los sucesos históricos, los factores económicos, la lucha de clases— pero que, en definitiva, y a pesar de toda la influencia que quiera reconocérseles, son extrínsecos a la obra propiamente dicha. En este sentido —y solo en este— puede tacharse de seudoerudita a la obra de Antonio Curcio Altamar; su mismo minucioso afán investigativo lo lleva a sobrestimar el valor de las clasificaciones, de los apartados, de las corrientes, de las tendencias, en una palabra. Se producen, así, fenómenos tan asombrosos como el del parentesco literario de la mencionada señora doña Soledad Acosta de Samper con Germán Arciniegas, en virtud de que a los dos los sitúa Curcio Altamar bajo el sumario apartado de “la historia novelada”. Con el mismo ímpetu clasificador define a Tomás Carrasquilla por sus relaciones con la “novela realista” o a Isaacs con la “novela poemática”; con lo cual, en resumidas cuentas, venimos a salir al mismo llano. Pero este defecto puede ser achacable a un explicable propósito metódico o didáctico; lo que resulta definitivamente desconcertante es la falta de unidad en los supuestos críticos, que parecen variar de capítulo a capítulo. En definitiva, no se sabe cuál era la idea del autor sobre la jerarquía artística de la novela. Cuando, al ocuparse de la “novela en el Nuevo Reino”, habla Curcio Altamar de que la novela solo es posible “en tiempos de refinación decadente y sedentaria”, parece estar haciendo suyos conceptos de Miguel Antonio Caro que, unos capítulos más adelante, parece combatir “el neoclasicismo del traductor de Virgilio debió impedirle el reconocimiento de la dignidad de la novela como género literario”. Y, posteriormente, y capítulo a capítulo, en cada uno emplea una distinta vara de medir, y califica a la

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novela histórica o a la novela realista de acuerdo con unos vagos arquetipos correspondientes a cada una de estas clasificaciones. A base de estos sucesivos criterios provisionales, parece que el autor hubiera practicado esa especie de historicismo vulgar que lo resuelve todo al decir que tal o tal libro “estaba muy bien para la época”. Así, y por distintos caminos, Curcio Altamar se encuentra, en el caso de la María, en postura semejante a la de los protagonistas del proceso de la Televisora; María fue condenada porque el acusador, Pedro Gómez Valderrama, se apoyó, astuta e inteligentemente, en las apestosas proyecciones de un bajo mito sentimental engendrado por el libro. Curcio Altamar la absuelve en nombre de un mito literario de categoría no muy superior, el de la “novela sentimental”. En uno y otro caso, el libro real queda un poco entre la bruma, y María oscila entre la caricatura seráfica y la caricatura sangrienta. Y si la obra de Isaacs se puede mencionar en virtud de esta ocasional circunstancia de actualidad, otro tanto puede decirse de autores menos en candelero, como Rivera, a quien Curcio Altamar elogia —saliéndose un tanto de la retención en el panegírico que caracteriza a la obra— por sus borrosos méritos como precursor de esa otra entelequia que es la novela americanista y terrígena. O como Carrasquilla, para no citar sino a los mayores de nuestras letras, quien aparece apenas como un realista tardío, y a quien, definitivamente, jamás lograremos valorar si insistimos en compararlo con Pereda, olvidados de que su talento —como el de todo escritor importante— reside, no en las afinidades genéricas, sino en las diferencias particulares. De la lectura de La evolución de la novela en Colombia se desprende una conclusión desconcertante. A pesar de no disponer sino de un puñado de obras novelísticas con cierta dignidad, estas no han sido lo suficientemente investigadas desde un punto de vista efectivamente crítico. Ese tercer estadio en la vida del libro —el de quien lo lee y lo revive con talante crítico—, al que se refiere Dámaso Alonso, falta en el panorama de nuestra literatura y, particularmente, en la novela. Paradójicamente, al concluir esta revisión integral que hace Curcio Altamar, más mal parada que nuestra propia novela queda nuestra crítica, incapaz hasta ahora de echar un poco de claridad sobre esas poquísimas obras que la merecen y la requieren. La obra de Antonio Curcio Altamar es acreedora, quizás, a una reseña más entusiasta; pero la destemplanza de estas líneas es, seguramente, un buen homenaje a quien practicó —con gesto insólito en nuestra literatura— mucho más el rigor que la complacencia.

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el tribunal y su s miemb ro s ¿Para qué el juicio? Someter a juicio la novela María de Jorge Isaacs ante un numeroso público, muchísimo más grande que el que podría tener acceso a la sala de cualquier juzgado o corte donde se ventilaran crímenes o delitos, era en principio la oferta de un pasatiempo divertido, que conllevaba la promesa de un aumento de tensión semana tras semana, con el correr de las emisiones que le serían dedicadas. Estaba dirigida al potencial público de televidentes en las regiones hasta donde llegaba la señal del único canal del país, que podía permanecer delante de sus televisores después de las nueve de la noche. Como humorada, el juicio de María podía resultar, igualmente y en principio, una variación ampliada y para adultos del juego infantil “¿por qué estoy en el banquillo?”. El niño o la niña al que le tocaba en suerte estar sentado en el banquillo de los acusados debía escuchar y dar cuenta, como parte del aprendizaje de las reglas del decoro y de un mínimo de confrontación con la visión de los otros, todas las observaciones sobre su carácter y comportamientos que podían ocurrírseles a los otros niños participantes en el juego. Ahora le tocaba a María estar en el banquillo. ¿En fin, se trataba de un pasatiempo inofensivo, con unas gotas de provocación y rasgos de bufonada erudita, para promocionar las ventas de un fabricante de perfumes en tiempo a en televisión? Pero sentar a María de Isaacs en 1957 en Colombia en la silla de los acusados podía constituir también de por sí un desafío. Era la década del sesquicentenario de la controvertida Independencia, en un país con regímenes autoritarios, un sistema educativo cada vez más deficiente y sin asomos de otro en ciencia y tecnología. En cambio, el represamiento de la modernización cultural intentaba imponerse en toda la línea. De modo que ese tribunal hasta podía resultar nolens volens, algo así como someter alegóricamente a juicio la situación y la tradición colombianas. Fue por eso una iniciativa y tarea asumida jovialmente por los únicos que podían hacerlo: un nuevo sector social de intelectuales con poder mediático. Al cabo de 150 años de existencia de lo que se pretendía era una república autónoma, no se acababa de saber qué valía y qué no valía en las letras colombianas, se carecía de conocimientos acerca de los hechos básicos en cuestiones de historia, ciencias sociales y humanas, y hasta de los recursos de toda índole que se tenían. Así lo manifestaba en 1957, con el pretexto de una reseña bibliográfica aparecida en el número veintidós de la revista Prometeo,

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Bernardo Ramírez, promotor, organizador y financiador del tribunal televisivo que sometió a juicio a María en emisiones semanales entre el 16 de enero y el 27 de febrero de 1957. Los impulsos para poner en escena ese tribunal provinieron de tres clases de intereses, preocupaciones y obsesiones. El cine de Hollywood había proporcionado ya un buen número de películas que eran ejemplos logrados de la fascinación que podía ejercer el funcionamiento de un tribunal con todo lo que podía incluir: indagatoria de los acusados, examen de pruebas, confrontaciones de testigos y grandes golpes de teatro a cargo de astutos fiscales y defensores. No en vano Bertolt Brecht, a quien comenzaba a leerse, había sostenido a propósito de sus piezas didácticas y de su teatro épico que la escena del juicio ante un tribunal era la situación teatral por excelencia. Pero existía también una preocupación ética real, que se discutía en privado: ¿ante qué tribunales colombianos era menester que algún día comparecieran, si se trataba de delitos y penas, políticos como José María Villarreal, José Antonio Montalvo, Luis Ignacio Andrade y todos los demás responsables intelectuales de la violencia de la última década, junto a sus criminales ejecutores materiales, lo mismo militares que civiles? El acuerdo firmado por Laureano Gómez, presidente conservador depuesto en 1953, y Alberto Lleras Camargo, al frente de los directivos del Partido Liberal, en la pequeña población pesquera catalana de Sitges, para buscarle una salida electoral al régimen militar del general Rojas Pinilla, no hacía extensible a este esa clase de preocupaciones. Por último, y como obsesión, estaba la cuestión de los clásicos y del canon literario colombiano, con los límites que se tenía en materia de conocimiento acerca del desarrollo de procesos histórico-literarios y culturales como esos. Se ignoraba cómo habían podido llegar a estatuirse en calidad de “clásicos” colombianos los personajes y los textos que figuraban como tales, cómo había podido imponerse el canon de lecturas, cuyos desafueros se había tenido que soportar en la escuela secundaria. El único escenario que se conseguía imaginar era el de la conspiración. A ello invitaban instituciones de las que se aprendió a desconfiar por principio, como la Academia Colombiana de la Lengua con su funcionamiento en conciábulos intermitentes y su rosario de directores perpetuos: José María Vergara y Vergara, Miguel Antonio Caro, monseñor Rafael María Carrasquilla, el padre Félix Restrepo, S. J. Ingenuamente y en juego, contra los efectos de la conspiración, se quería optar así fuera con el “como si” de una puesta en escena teatralizada para la televisión, por el tribunal de la que se suponía era la crítica calificada y representativa, abierta al análisis, los argumentos y las valoraciones fundamentadas.

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Antes del video-tape La situación de partida de la emisión era, en tiempos anteriores a un invento que revolucionó en el Brasil la producción de telenovelas y transformó las prácticas que regían los programas de televisión, el video-tape. Se trataba de actuar en directo en un set y ante las cámaras “como si” se fuera el acusador que acudía ante un juez real para solicitarle abrir un proceso, dada la prohibición del nemo iudex sine actore ne precedat index ex officio (que traduce, “no hay juicio sin actor, ni el juez puede iniciarlo de oficio”); de actuar “como si” se asumiera la defensa de la acusada, una novela ante las imputaciones hechas por aquel; y de tener toda la compostura de los jurados de un tribunal judicial, aunque la sentencia que iban a dictar después de asistir a las distintas etapas de lo que se debía suponer era un juicio, y de escuchar los alegatos finales de la acusación y la defensa, no tenía que ser obviamente una sentencia “como si”. Cuánto hay de teatral en los componentes lógicos, dialécticos y retóricos que incluyen las actuaciones y la argumentación de los juristas que comparecen para debatir causas ante jueces, estaba así consciente y lúdicamente elevado al cuadrado. Las actuaciones de los no actores que representaban los papeles de miembros del tribunal eran transmitidas en vivo y directo con ayuda apenas de dos cámaras móviles. Después de haber sido maquillados y de que sus togas fueran arregladas convenientemente, debían actuar ante esas cámaras en el set de cartón, con ayuda de una asistente de dirección, mientras en la sala de control un muy joven director daba indicaciones y decidía sobre la marcha, a cada momento, cuál era la imagen que se debía “ponchar” —era ese el término usado por los técnicos cubanos, que entrenaron al improvisado personal colombiano— para salir al aire. Todo esto con el objetivo de que, divirtiendo en el juicio patrocinado por Perfumes Dana, se convenciera a un auditorio “nacional universal” de que era posible llegar a un acuerdo racionalmente motivado acerca de cuál era realmente el valor literario de María, una novela objeto de toda clase de proyecciones que era necesario someter a juicio.

El reparto Bernardo Ramírez, el promotor del juicio televisivo, era un abogado con doble afiliación. Formaba parte del grupo de jóvenes políticos que seguía al caudillo conservador Laureano Gómez, exiliado en la España de Francisco Franco después de haber sido depuesto de la presidencia de Colombia por

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el general Gustavo Rojas Pinilla. Ese grupo, con intereses intelectuales, se había congregado alrededor de la revista Prometeo, fundada por Belisario Betancur y Diego Tovar Concha en 1955. En 1957, en la última fase de la revista, Ramírez se incorporó a la redacción. Por otra parte, Ramírez tenía una afiliación profesional de un tipo muy nuevo en Colombia. Era alto ejecutivo de una agencia de publicidad, de manera que manejaba presupuestos de pautas de anuncios publicitarios de cuantía de firmas prestigiosas. Entre ellas se encontraba una línea de belleza, los Perfumes Dana. Su pauta publicitaria cubrió los costos del tiempo de emisión televisiva y los honorarios de los participantes. Ramírez figuró en el curso de las sesiones como presidente del jurado. Pedro Gómez Valderrama, el abogado a cuyo cargo corrió actuar como acusador, era para entonces, al igual que Ramírez, personalidad que, de no darse las circunstancias imperantes en el país, hubiera ya ejercido cargos en la rama judicial, la administración pública o las instituciones parlamentarias. Por afiliación profesional se desempeñaba como decano de la Facultad de Economía de la Universidad de América, institución privada de la que era rector Jaime Posada. Fue columnista del periódico El Tiempo y de Intermedio, su actividad como narrador le había permitido publicar textos innovativos. Sobre todo, se había encontrado al lado de Jorge Gaitán Durán desde el momento de concepción de la revista Mito, cuyo primer número circuló durante abril y mayo de 1955 con un ensayo suyo: “Consideración de brujas y otras gentes engañosas”. “Notas de viaje sobre Londres” había aparecido también en Mito mientras tenía lugar el juicio de María. Carlos López Narvaez desempeñó las tareas de defensor de María. Hombre de letras en ejercicio desde la década de 1940, perteneciente al establishment literario colombiano, era cercano a Baldomero Sanín Cano, quien prologó uno de sus libros. Pero también estaba relacionado con poetas y ensayistas vinculados a instituciones de los gobiernos que tuvieron programas involucionistas y de contención de la modernización cultural. A comienzos de la década de 1950 había publicado un libro muy comentado, con el título de Putumayo 1933 (diario de guerra), sobre el conflicto fronterizo colombo-peruano. Algunas traducciones y el poemario Cartas a una sombra le aseguraron un lugar en el gris Parnaso de entonces. Con actividades de docente de literatura colombiana y española, López Narvaez ocupó ocasionalmente la cátedra con pago por hora dictada que desempeñaba el poeta y crítico Rafael Maya en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia, durante el régimen de control conservador

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impuesto oficialmente en ese centro, cuando Maya pasó de la dirección de la revista Bolívar al cargo de embajador ante la Unesco en París. Gonzalo González (g o g). Miembro del jurado, periodista en el diario El Espectador y, cuando este fue clausurado por el general Gustavo Rojas Pinilla, en El Independiente que lo reemplazó. Ese diario fue puesto por Gabriel Cano bajo la dirección de Alberto Lleras Camargo, como cabeza visible oficial de la oposición liberal. El saber enciclopédico de g o g, del que daba muestras permanentes en una sección fija de Preguntas y respuestas, donde absolvía cualquier clase de consultas, era legendario. Sin embargo, ponía en la sombra otra actividad, en la que desarrollaba labor descollante y cuidadosa. g o g, y no Eduardo Zalamea Borda, era quien tenía a su cargo lo relacionado con letras y artes en ese periódico, después de la muerte accidental de Álvaro Pachón de la Torre. Jorge Vélez García era entre todos los participantes en el tribunal el jurista de más renombre. Profesor universitario, su cercanía a Prometeo y al grupo intelectual encabezado por Belisario Betancur hizo que fuera incorporado a la redacción de esa revista, casi al tiempo con Bernardo Ramírez. Norberto Díaz Granados, con estudios de derecho e intereses literarios, fue ganado para el programa televisivo por Gonzalo González. Es a él a quien se debe en último término que las anotaciones taquigráficas, hechas por una colaboradora suya, fueran transcritas, mecanografiadas y policopiadas, como habían previsto desde un primer momento Ramírez y Gómez Valderrama. La redacción de esa transcripción debió ser trabajo suyo, para proceder, una vez revisada, a su publicación en Intermedio.

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Gl o s a rio Por la insistencia con que se recurrió durante el juicio de María a las interpretaciones de la novela que habían hecho o las opiniones que habían manifestado José María Vergara y Vergara, Miguel Antonio Caro, Antonio Gómez Restrepo y Rafael Maya, se puede suponer que los participantes partieron de un presupuesto tácito. Esas opiniones o interpretaciones eran guías válidas para la lectura de María hasta su presente o, cuando menos, representaban obligatorios puntos de referencia y no eran ante todo intentos de lectura históricamente situados. Aspectos salientes de las ideas histórico-literarias que podían tener el acusador y el defensor fueron expuestos y argumentados en los artículos sobre “El Romanticismo” y “El linaje sentimental de María”, leídos en parte en la séptima sesión del tribunal, sobre la que no se dispone de información verificable. Pero durante las sesiones anteriores, los problemas de teoría de los géneros, tipos y modos narrativos o los conceptos de canon y clásicos en que se basaban esas posiciones apenas fueron tocados, cuando más, tangencialmente. ‘Cuadro de costumbres-costumbrismo’, ‘idilio’, ‘novela’ y ‘romanticismo’ resultan en cambio términos a los que se recurrió con frecuencia. Son esas las cuatro entradas incluidas en este glosario.

Cuadro de costumbres-costumbrismo Los Tableaux de Paris, asimilados dentro de la Bibliographie parisienne a los Tableaux de moeurs (literalmente, en castellano, “cuadros de costumbres”) constituyeron la forma más popular y exitosa de descripción de la vida urbana de esa gran metrópolis mundial entre 1781 y 1852. Se propusieron dar cuenta de una manera inédita de la variedad y el rápido cambio permanente del fenómeno nuevo que constituía la vida diaria en París. El inventor del género fue Louis-Sebastian Mercier, escritor y teórico de teatro en la Ilustración tardía, autor de la novela utópica L’an 2440 (1771), quien con la publicación de Tableaux de Paris (1781-1790), a los que siguió en 1798 Le nouveau Paris, marcó el desarrollo del periodismo y el reportaje de la época. Su fórmula consistió en montar cortos textos fragmentarios, con representaciones realistas de una viveza y fidelidad en el detalle desconocidas hasta entonces, basadas en la observación personal de todos los campos de la vida parisina. Para Walter Benjamin el género del Tableau de Paris está íntimamente ligado en su surgimiento y desarrollo a la historia de esa ciudad como “capital del siglo x i x”. Las investigaciones de Karlheinz Stierle mostraron

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cómo el género se unió a un nuevo tipo social creado por París, el flaneur (el “paseante”), con lo que la modernidad —lo que estaba de moda, lo actual— definió sus objetos. Con los quince volúmenes de Paris ou Le Livre des Centet-un (1831-1835) y los Nouveaux Tableaux de Paris au x i x e siècle (1834-35) se enfrentaron en esa década los literatos de renombre y los republicanos y reformistas sociales. Les Français peints par eux-mêmes (1840-1842), con ilustraciones entre otros de Grandville, Daumier y Gavarni, imitado en todo el mundo, señaló la culminación del género, que tuvo en el Tableau de Paris de Edmond Teixier su último libro de relieve. La historia que sigue está marcada por las “transformations” de Charles Baudelaire, quien creó con sus Tableaux parisiens (1861) la forma moderna clásica de poesía de la gran ciudad. Por fin precisamente en la década de 1830, bajo nuevas condiciones mediales y políticas, literatos españoles pudieron trasladar el tableau de Paris al lenguaje periodístico del pequeño mundo de la corte madrileña. Esa transferencia cultural fue parte del cambio modernizador iniciado con mucho atraso en 1836, al comenzar a publicarse el Semanario Pintoresco Español. Destinado a ser leído en el tiempo libre y como parte del esparcimiento familiar, el cuadro de costumbres fue uno de los nuevos formatos que el Semanario introdujo, con una orientación temática impuesta por el contexto español no moderno. Según el primer número del Semanario, dirigido por Ramón de Mesonero Romanos: Se presentan a nuestro pincel los cuadros de costumbres, en los cuales, bajo una agradable ficción, se ponen en movimiento personajes que forman el tipo de carácter que se quiere representar. En esta sección la tendencia natural y el deber de los españoles nos guiará frecuentemente a preferir la pintura de las costumbres de nuestra nación.1

El reemplazo determinante de lo actual, lo moderno, característico de la forma del discurso periodístico francés, que así se procedió a trasladar, por lo pintoresco ya estaba señalado desde el nombre mismo de la publicación. En lugar de la representación del tableau desde un punto de vista neutral, se incluyó en el cuadro de costumbres un narrador ficcional, para ajustarlo así al programa precisamente desarrollado por Mesonero Romanos, su principal cultivador, quien utilizó el pseudónimo del Curioso parlante. La estilización de lo representado debía concretarse identificando aquellas

1 Semanario Pintoresco Español, 1 de abril de 1836.

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formas de vida (“las costumbres”) que serían propiamente españolas. Esto conllevó por principio la depreciación de los fenómenos de cambio, sobre todo en los casos de superposición de actitudes o en el estallido de conflictos. De esa manera el costumbrismo español, desde publicaciones de la década de 1840 como El Fénix. Periódico universal pintoresco e ilustrado, con profusión de viñetas y hermosos grabados en piedra y litografía, cuero y madera, pretendió cumplir una función orientadora en el mundo diario en proceso de reajustes. En un mundo jerárquico estamental sellado por el atraso civilizatorio y la ausencia de estructuras de pensamiento y acción modernas, tal orientación estuvo puesta, según ha señalado Hans Ulrich Gumbrecht, bajo los signos de la reticencia y el inmovilismo contra la aceleración del tiempo y la dinámica de la temporalización social de los fenómenos. Con lo pittoresco (derivado de pittore, que significa pintor) —en un proceso desarrollado a lo largo del siglo x v i i i en los países con Ilustración, sin que las nuevas ideas acerca del jardín paisajista tuvieran repercusiones en términos de estética—, las reglas clásicas perdieron su vigencia, lo que llevó a poner el acento en cuestiones de recepción y efecto. La subjetivación y privatización de este concepto lo separaron del arte para situarlo en la perspectiva accidental sujeto, con atributos de simplicidad, variación e irregularidad. Más aún, a velar (o rebasar) la distinción clásica entre arte y naturaleza. De manera que la naturaleza industrializada despertó, sobre todo en Inglaterra, la necesidad de lo que se suponía “naturaleza pura”. Lo idílico-pintoresco va a resultar así instrumento de una apropiación y domesticación. Costumbres y usos “pintorescos”, como concreciones de lo “originario”, resultaron de esa manera espacios de retirada de un reflejo permanente de huida ante la aceleración temporal y la “uniformidad” industrial del mundo. Todas estas determinaciones españolas del cuadro de costumbres en materia de políticas de representación literario-periodística y función social corresponden a una de las grandes imposibilidades culturales que definieron las letras de esa monarquía en los siglos x v i i i y x i x : la imposibilidad del realismo en la ficción. Ese estar de espaldas a las prácticas literarias de Honoré de Balzac, William Thackeray o Theodor Fontane sella también el paso de las formas cortas a los relatos con pretensiones literarias. Puede comprobárselo, a manera de ejemplo, en el caso de esas novelas costumbristas que, como sucede con las firmadas por Cecilia Böhl de Faber con el seudónimo de Fernán Caballero, declaraban no ser “novelas”, sino “recopilación, copia” realizada en la cercanía más absoluta a la realidad en la pintura de las costumbres.

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Los esquemas discursivos tomados de Francia e institucionalizados con diferencia de muchas décadas en las letras españolas fueron básicamente dos: la escena y el retrato. En la primera se interpretó un tableau vivant que se suponía vivido en común. El segundo intentó resumir saberes colectivos acerca de la “vieja” España. Tanto en escenas como en retratos, se recurrió a describir con ayuda de objetos, que connotaban mundos representados, los medios sociales y un sector de sus conflictos. En la Confederación Granadina y los Estados Unidos de la Nueva Granada, el costumbrismo español fue recibido desde la década de 1860 como manifestación programática de hispanocentrismo en la publicación periódica El Mosaico. La animó José María Vergara y Vergara, político y hombre de letras católico ultraconservador, de ascendencia española-americana, trasladado de la esclavocracia caucana a Bogotá. El nombre de la publicación, el mismo de otra anterior chilena, se decía derivado de la forma en que desde 1830 se armó la primera página de los periódicos franceses, lo que hacía coincidir sometidas al criterio de lo actual las más diversas informaciones y noticias en ese espacio. Otras formas narrativas cortas como las “tradiciones” o las “leyendas”, de impronta romántica, fueron tocadas en América Latina por el traslado de los esquemas de la escena y el retrato costumbristas.

Idilio El Diccionario enciclopédico Larousse incluyó en sus diversas ediciones, en los siglos x i x y x x, dos acepciones: “Idylle (del griego eidyllion, cuadro pequeño). Poema corto, casi siempre amoroso, del género bucólico o pastoril: les idylles de Théocrite. Amor tierno e ingenuo: le touchant idylle de Paul et Virginie”.2 Los “orígenes” del idilio se hicieron remontar así hasta la Antigüedad, uniéndolos al redescubrimiento de la vida del campo y como una constante que se repitió en diversas épocas, cuando los habitantes de urbes en desarrollo o modernización, como en los casos de Teócrito y siglos después Virgilio, realizaron tal “redescubrimiento”. Se distinguieron de esa manera diversas etapas en la constitución y transmisión de su materia y su nivel estilístico, al mismo tiempo que para los lectores que hicieron de María la novela más divulgada en América Latina en el siglo x i x e inicios del siglo x x, la acepción de ‘idilio’ en el sentido de “amor tierno e ingenuo” se aplicaba plenamente al “conmovedor idilio de Efraín y María”.

2 Dictionnaire encyclopédique Larousse, 1935, 511.

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El esquema propuesto tuvo como punto de partida un tipo de poema corto designado con el nombre de eidyllion, destinado a cantar la “vida natural” del campo en el siglo iii a. C. En la época helenística, Teócrito utilizó el idilio como composición poética más amplia para hacer el elogio nostálgico de la vida campestre. En esa forma lo recibió siglos más tarde Virgilio, durante su destierro en la época de Augusto. Su Bucolica tuvo preeminencia hasta que en los siglos xviii y xix dejó de considerarse a Virgilio “un gran poeta”. La Arcadia de Sannazaro había sido el idilio imitado de la Antigüedad griega y latina que marcó el triunfo de la poesía bucólica en lenguas vulgares. En lengua castellana, con Juan de la Encina tuvo lugar dentro de la península ibérica un deslizamiento de grandes alcances. El idilio dejó los elementos “rústicos” imitados de la Antigüedad para convertirse en una forma poética bucólico-cortesana. El reducidísimo público lector, sometido al ceremonial cortesano domesticador, pudo entusiasmarse y arrobarse con el mundo de los pastores, con su Arcadia, descifrando en figuras ficcionales alusiones en clave a diferentes personajes, aunque la literatura no existiera todavía como sistema social específico. A la vez, desde mediados del siglo xvi, se precipitó una verdadera mutación. Los tratados de retórica habían tenido hasta entonces como objeto principal la teoría de los géneros. A partir de entonces, con el redescubrimiento de la Poética de Aristóteles, las reelaboraciones de la teoría de la mimesis desplazaron a aquella. Liberados el idilio y la elegía de las claves alegóricas, el hecho de que Aristóteles no hubiera tenido noticia de esos géneros facilitó una solución de compromiso. Como señaló Werner Krauss,3 lo bucólico fue dividido entre los géneros tradicionales o considerado una forma mixta. Mientras la epopeya y el drama recibieron bases políticas, en la vida sin Estado se creyó ver la condición de lo bucólico como “poesía primaria”. Según pudo establecer Krauss, al acabar por incluir cuestiones de economía política y por las formas específicas de recepción, lo bucólico alcanzó en España la validez de una forma de visión de mundo.4 En la Castilla donde la organización de la Mesta tuvo papel preponderante, Diana (1559) de Jorge de Sotomayor, Galatea (1585) de Miguel de Cervantes y Arcadia (1598) de Lope

3 Werner Krauss, “Über die Stellung der Bukolik in der ästhetischen Theorie des Humanismus”, en Das wissenschaftliche Werk. Cervantes und seine Zeit, ed. por Werner Bahner (Berlín: Akademie Verlag, 1990), 235-254. Notas de W. B., 483-484. 4 Werner Krauss, “Der spanische Hirtenroman. Prolegomena für seine Darstellung und Sinngebung”. Das wissenschaftliche Werk. Cervantes und seine Zeit, ed. por Werner Bahner (Berlín: Akademie Verlag, 1990), 262-293. Notas de W. B., 494-495.

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de Vega pertenecieron a un género cortesano de moda, a cuyas potencialidades morales se debe la acogida que tuvo más allá de los límites de la corte. Fue, por lo demás, otro de los géneros que se derrumbaron con la condena de España a ser una potencia de segundo orden en la Europa del siglo xvii. Con La vida de Samuel Johnson (1791) de James Boswell, la preponderancia que se había otorgado a Virgilio sobre Homero comenzó a invertirse, hasta darle al poeta-propagandista del Imperio de Augusto un lugar secundario en el mundo de la gran poesía. Dentro de otro proceso concomitante, desde la Ilustración temprana, al mismo tiempo que se dejó de recurrir a la retórica para juzgar la poesía, el elogio de la naturaleza y el retorno al “estado natural” sirvieron para distanciarse frente a la sociedad feudal. Con los Idilios (1758) y los Nuevos idilios (1772), para los que Salomon Geßner tomó como modelo estético la novela de Longo Dafnis y Cloe (siglo i i i d. C.), las posiciones antifeudales se emparejaron con la idealización de unas relaciones humanas que se querían intactas. Sus poemas fueron estudiados por Johann Gottfried Herder en 1767 (Teócrito y Geßner) y recibidos en vísperas de la Revolución francesa por Bernardin de Saint-Pierre en su historia de Pablo y Virginia (1787), quien había dejado en estado de fragmento una Arcadia. La comprobación de Friedrich Schiller sobre el idilio es paralela a la publicación de Luise (1783-1784) de Johann Heinrich Voss y Hermann y Dorothea (1796) de Johann Wolfgang Goethe, marcada por ese otro idilio anterior. Según Schiller, en tiempos de la Revolución francesa, el idilio como género solo podía mantener su existencia recluido en espacios reservados y aparte, excluido del conjunto de la sociedad. Así lo corroboraron las historias de “indios” de Atala (1801) y René (1802), escritas por François René visconde de Chateaubriand. En las posiciones de Louis visconde de Bonald, enemigo acérrimo de la Ilustración, puede apreciarse igualmente cómo el poema épico y el idilio se tornaron imposibles desde comienzos del siglo x i x . Según señala Krauss, para aquél “la polaridad de los campos de ‘lo privado’ y ‘lo público’ estaba encarnada arquetípicamente por las figuras del pastor, quien solo obedece a sí mismo, y en el Rey, a quien todos obedecen”. Dependientes de “categorías fundamentales de la sociedad humana”, la epopeya heroica y la poesía pastoril compartían por eso para Bonald la misma “belleza espiritual”; mientras que el mundo de los oficios y las profesiones (el mundo moderno) resulta indigno de cualquier tratamiento poético.5

5 Werner Krauss, “Algunas observaciones sobre la novela pastoril española”, trad. de Carlos Rincón, Eco 23, n.° 138-139 (1971): 652-698.

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Hasta la mitad del siglo xx la crítica debatió el carácter de La guerra y la paz (1865-1869) de Lev Tolstoi, como una novela en la que tanto el realismo y el idilio como el heroísmo de la nobleza rusa alcanzaron una gran culminación.

Novela Entre las conclusiones provisionales que se desprenden en Il romanzo,6 la enciclopedia publicada bajo la dirección de Franco Moretti, hay cuatro que queremos retener aquí: 1. La poligénesis de la novela, dentro de la que se incluye la “protonovela” de la Antigüedad, la novela de la China clásica, junto con otras formas narrativas, hasta producirse la aceleración europea, con la que un género marginal, sospechoso y no canónico llegó a tomar una posición central dentro del proceso globalizador. 2. Que la novela haya llegado a ser la forma literaria abierta, heteróclita y sincrética más adecuada para conseguir metamorfosear el “alma inmortal” en el individuo moderno. 3. Que la novela haya desplazado de esa manera a los libros sagrados, de modo que se recurre a la lectura de novelas para hallar formas de orientarse en la vida. 4. Las constantes que hay en de la expansión global del género hasta la aparición de las novelas de Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka, los clásicos modernos. La forma genérica fue objeto de exportación europea, a la que se dotó de tramas, protagonistas y voz narrativa a niveles locales. Respecto a los procesos cumplidos por el género dentro de la narrativa de ficción escrita en España y en los Estados Unidos de la Nueva Granada hasta la República de Colombia, cabe hacer otras cuatro anotaciones: 1. Utopía (1516) y Gargantúa y Pantagruel (1532-1564) se publicaron antes del Lazarillo de Tormes (1554). Entre este y dos novelas de comienzos del siglo xvii, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha (1605-1606) y Jin Ping Mei (1610), mediaron más de cincuenta años, y otro medio siglo entre ellas y la Princesa de Clèves (1678). Después de 1650, ninguno de los tipos de novela que representaron tuvo en

6 Franco Moretti, dir., Il romanzo (Torino: Einaudi, 2001).

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España recepción permanente o encontró alguna clase de continuación. A los géneros narrativos cultivados en lengua castellana fue completamente extraño el gesto literario compartido por Samuel Richardson, Laurence Sterne y Henry Fielding, y solo se tuvo noticia de Don Quijote en España después de que la novela de Cervantes fue reeditada en Inglaterra y de haberle dado un impulso al papel central que tomó el género en la Ilustración. Es decir, desde Robinson Crusoe (1719), pasando por Pamela, o la virtud recompensada (1740), Tom Jones (1746), Tristram Shandy (1759-1767), Émile (1762), Agathon (1766-1767) hasta Las penas del joven Werther (1774), para llegar hasta la publicación de Jacques el fatalista y su amo (1796) y El sobrino de Rameau (1805). 2. Para España y la que se llamó hasta 1857 Nueva Granada, vale la misma ausencia de lectores de las novelas de Jane Austen o de escritores que pudieran ponerse en las huellas de la novela social de Stendhal y Charles Dickens. Por otra parte, en el primer caso son conocidas las expectativas que acompañaron la difusión del Index librorum prohibitorum de 1848, con su prohibición de leer toda la novelística europea contemporánea, lo mismo los libros de Denis Diderot que los de Georges Sand o Nuestra Señora de París (1831) de Victor Hugo. Se esperaba que con la censura eclesiástica contra la novela se aseguraría un statu quo incólume. El segundo está por investigarse. 3. Cuarenta años después de publicada María y del fracaso de la Regeneración en Colombia como solución a la crisis precipitada por la segunda revolución industrial y la cuarta globalización, las novelas de mayor éxito de público y ventas a finales del siglo x i x en España y a comienzos del siglo x x en Colombia coinciden en algunos de sus aspectos principales. Pequeñeces (1891) del sacerdote jesuita Luis Coloma y Pax (1907) de Lorenzo Marroquín fueron novelas que imitaron las fórmulas del roman à clef (novela en clave) y el roman à thèse (novela de tesis). La novela del sacerdote jesuita pretendía ser “espejo fiel”, mientras la segunda, como obra de “escritor de costumbres”, declaraba pintar “la vida tal como es”. Coloma se proponía dar lugar a un proceso de conocimiento, a un rompimiento entre lo que se suponía era la imagen de la realidad del lector y los mecanismos del comportamiento de la clase alta madrileña, donde los “pecados mortales” eran “pequeñeces”. Según la “Declaración” que abría Pax, esa novela intentaba “personificar” los pecados capitales “con el fin

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de producir en el lector hondas agitaciones saludables y benéficos movimientos”. 4. De esa manera, Pequeñeces y Pax, con su propósito de que no fueran leídas en calidad de ficciones, se encontraban muy lejos de presentarse como esa forma cultural incorporativa cuasienciclopédica y autorreflexiva en que se había convertido la novela desde la Ilustración, poseedora por eso de las matrices normativas de autoridad social más estructuradas. Además, se carecía de las condiciones tecnológicas de producción y circulación propias ya del género en lenguas francesa, inglesa y alemana desde el siglo x v i i i . Pax fue un bestseller con dos ediciones agotadas sin salir de Bogotá. Si antes de la guerra de los Mil días los contertulios de Miguel Antonio Caro habían leído apasionadamente Ben Hur de Lew Wallace, ficciones como La letra escarlata de Nathanael Hawthorne y Moby Dick de Herman Melville, que fundaron la literatura norteamericana, apenas se leyeron en las décadas de del cuarenta y el cincuenta. El novelista latinoamericano más relevante del siglo x i x, Joaquim María Machado de Assis, parece que no se leyó nunca en Colombia.

Romanticismo El gran cambio de actitudes frente a la creatividad humana y al arte, del que formaron parte en Alemania e Inglaterra hacia 1800 la reivindicación de la expresión individual, la espontaneidad y la originalidad, orientadas hacia lo directamente emocional de la experiencia personal, fue desconocido en el Virreinato de la Nueva Granada y en el país que a partir de 1830 tuvo otra vez ese último nombre. Los Himnos a la noche (1800) de Friedrich von Hardenberg (Novalis) son tan ignorados como la revista Athenäum de los hermanos Schlegel, en donde la historiografía y la crítica literaria emergieron, o los Fragmentos poéticos (1805) de Karoline von Günderode. El democratismo radical y la figura del poeta-profeta de Percy Bysshe Shelley y John Keats fueron extraños, al igual que la propuesta de William Wordsworth en el “Prólogo” de 1800 a Baladas líricas. (Los trabajos de Gérard Genette y Tzvetan Todorov sobre mímesis y teorías del símbolo demostraron hacia 1980 que la mayoría de nociones poéticas en curso provenían de la “poética romántica”, elaborada por el grupo de Jena más de siglo y medio atrás). Intensidad emocional en rompimiento, nostalgia (de la infancia, del pasado), el horror, la melancolía… se entrevén, cuando más cuatro décadas después, con la lectura de las traducciones españolas de los escritores del

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movimiento romántico en Francia, posterior al fin en 1830 de la censure préable, la transformación de la revista Le Conservateur Littéraire en La Muse Française y el prólogo de Hernani. También llegaron entonces a Bogotá, vía Venezuela, poemas de románticos españoles. Pero, así como la inexistencia de un bastión de la cultura artística conservadora como la Comédie française hacía inimaginable e imposible en Bogotá un escándalo semejante al del estreno de Hernani el 25 de febrero de 1830, que señaló la victoria pública de la doctrina del movimiento romántico, la carencia de instituciones de una cultura de las artes, a la que aquél estuvo unido, fue constante durante todo el siglo x i x en Colombia. Las primeras antologías de poesía colombiana, publicadas a finales de ese siglo, testimonian la vigencia que mantenían todavía las convenciones líricas asociadas como lugares comunes al Romanticismo. Pero permanecieron desconocidos poetas modernos para quienes las grandes figuras románticas habían representado el universo de la poesía, como fueron los casos de Charles Baudelaire en sus relaciones con Hugo y Edgar Allan Poe o Emiliy Dickinson respecto a Wordsworth. Lo mismo ocurrió con las teorías de la imaginación desarrolladas entre Samuel Taylor Coleridge y Baudelaire. Todavía después de que Paul Verlaine publicó Poetas malditos (1884), el propósito declarado de José María Rivas Groot, antologista y prologuista de La lira nueva (1886), con 35 poetas y más de 400 páginas, era “renovar” el concepto de poesía, pero para poder hacer esa declaración programática debió recurrir a tres fuentes de autoridad: comenzar por exaltar como clásicos de la poesía colombiana a autores que entonces continuaban publicando —Miguel Antonio Caro, Rafael Pombo, Diego Fallon—, por haber “dejado ejemplo a las nuevas generaciones”; hacer luego el elogio de poetas románticos españoles que llevaban más de medio siglo escribiendo, pues habrían “ejercido influencia, muy merecida por cierto”: Gaspar Núñez de Arce, José Zorrilla, Ramón de Campoamor. Lo mismo valía para el muy imitado Gustavo Adolfo Bécquer. Para concluir proclamaba que Victor Hugo era quien había “tenido como ningún otro atracciones para los espíritus abiertos”. Según opinión de los antologados, “quien no estudia el procedimiento de el Maestro, que registró toda el arpa, no alcanza ni a mediano versificador”.7 Las concepciones de vida y pensamiento, el régimen de relaciones del yo poético, selladas por el poder de redimir y consolar que el numen cristiano depararía con el nuevo concepto de la poesía, eran resumidas en este programa:

7 Rivas Groot, José María, La lira nueva (Bogotá: Imprenta de M. Rivas), 1986, x i .

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El poeta ha de tener fe, fe profunda, fe alta, con todas las generosas amplitudes que puede producir lo absoluto al bajar a las almas. [...] Hoy en día el poeta ha de asomarse a todos los abismos, ha [de] gemir sobre todos los dolores, ha de vendar todas las heridas; como Cristo, ha de levantar todos los débiles caídos, como Cristo, ha de llorar con los vivos que lloran a sus muertos, y como Cristo, ha de llamar bienaventurados a los desheredados de la vida. [...] Y ¿cómo velará el poeta sobre los miserables; [...], qué espíritu de progreso, qué esperanza de días mejores en las peregrinaciones de aquí abajo podrá abrigar, si no mira a lo alto [...]? Veneremos al que hizo los astros y las madres. Y como natural consecuencia viene la fe en que la Patria no es solo el nombre grabado al frente del templo sin aras. Así el bardo, como nadie altivo, será el guardián de todas nuestras libertades, al par que el que unja en la frente todos nuestros deberes.8

Rivas Groot no conocía el género vanguardista del manifiesto. El esquema oratorio de ese “Prólogo” lo condujo a lanzar, con el rasgo patético de un gesto teatral, una consigna: Así, el poeta, llena la pupila de las claridades de la altura, las conquistas sociales en la diestra, fija la planta sobre la tierra generosa, oficia ante esa austera trinidad de los ideales, lleva el alma abierta a todas las virginidades de lo desconocido, y sea su lema: c r i s t o, l a r e p ú bl ic a y l a nat u r a l e z a .9

Hasta entrado el siglo x x, la epopeya y la oratoria sagrada fueron en Colombia los grandes géneros en que ambicionaban descollar los “espíritus selectos”.

8 Rivas Groot, La lira nueva, xxii-xxiii. 9 Rivas Groot, La lira nueva, xxiv.

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Fuentes Las seis sesiones Para la publicación de las sesiones en la Televisora Nacional de Colombia del tribunal en que se juzgó la novela María de Jorge Isaacs, se ha partido de una transcripción mecanográfica, realizada con base en las anotaciones taquigrafiadas que en el curso de cada una de las sesiones hizo una ayudante de Norberto Díaz Granados, quien figuraba oficialmente como secretario del jurado, en el curso de cada sesión. La transcripción escrita a máquina, en diferentes clases de papel cuartilla, a partir de esa anotación taquigráfica, forma un legajo sin paginación en que las ‘actas’ fueron reunidas y archivadas dentro de una carpeta de cartulina corriente. La primera página del legajo tiene la indicación Radiotelevisora Nacional, y como título “Servicio T, Juicio de María (16 enero, 9:12. p. m.)”, y lleva debajo un sello en negro que dice “revisión” y firma en tinta azul de Díaz Granados. En las transcripciones del resto de las sesiones está anotada solamente, con la misma tinta en el margen izquierdo de la primera hoja, la fecha en que tuvo lugar la emisión, sin indicación de hora. En ese legajo no figura ninguna transcripción de la séptima, en donde después de las intervenciones finales del acusador y el defensor, el presidente del jurado dio a conocer el veredicto que cerró el juicio. El artículo posterior del acusador Gómez Valderrama, publicado con el título “El Romanticismo” en las páginas literarias dominicales del diario Intermedio, reproduce en gran parte su intervención en esa última sesión. Copias idénticas de esas transcripciones debieron servir de base, con las respectivas pausas en el suministro, para que una vez corregidas por Gómez Valderrama o revisadas por los redactores de las páginas literarias de Intermedio, a cargo de Jaime Posada, fueran publicadas en las ediciones dominicales de ese periódico. El texto aquí reproducido se estableció confrontando la copia mecanografiada y el texto impreso, para corregir errores ortográficos de la transcripción, visibles equivocaciones que hubo en ella, y el uso indiscriminado de las mayúsculas. En todos los casos en que el traslado de la anotación taquigráfica no se adecuó a la sintaxis, se corrigió la puntuación. Los textos originales de las citas se han restituido en la medida de lo posible. Los términos que aparecen subrayados en la transcripción consultada o en itálicas en Intermedio han sido transcritos en cursiva. Las palabras entre corchetes han sido agregadas para completar frases. Cuando se ha considerado necesario añadir alguna información, esta se la ha incluido en nota a pie de página.

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Acerca de Intermedio, cabe señalar que ese diario circuló después de la clausura de El Tiempo por el general Gustavo Rojas Pinilla, presidente  de Colombia desde 1953. Un grupo de redactores de ese periódico que vivía de los sueldos que devengaban por su trabajo, entre ellos Alberto Zalamea y José Font Castro, decidió entonces editar un diario semejante con el nombre de Intermedio, hasta que El Tiempo pudiera volver a imprimirse. El nuevo periódico utilizó los mismos linotipos, rotativa, fotograbado, armada, departamentos de publicidad, circulación, contabilidad, corresponsales y colaboradores internacionales de El Tiempo. Eduardo Santos, su propietario, y dirigente político del Partido Liberal, habría preferido que Intermedio no hubiera visto la luz, de manera que sus redactores no se reintegraron a El Tiempo cuando se regularizaron otra vez sus ediciones, después del 10 de mayo de 1957. En la tabla 1 se han incluido las fechas de emisión y edición en Intermedio del juicio. Tabla 1. Fechas de emisión y edición del juicio s e s ión

f e c h a de e m i s ión

f e c h a de p u bl ic ac ión

i

16 de enero

10 de febrero

ii

23 de enero

10 de febrero

iii

30 de enero

17 de febrero

iv

3 de febrero

3 de marzo

v

10 de febrero

10 de marzo

vi

20 de febrero

17 de marzo

vii

--

--

Fuente: elaboración propia.

Otros materiales La nota de Bernardo Ramírez con el título de “A propósito de María”, en donde intentó explicar que el jucio no había sido favorable o desfavorable a la novela, sino que había tomado una decisión sobre la calidad de las argumentaciones del acusador y del defensor, fue publicada en el número 13 del año i i i de la revista Mito. Se trató de un número no bimestral, como se anunciaba la publicación, sino correspondiente a los meses de marzo, abril y mayo de 1957, que circuló en junio de ese año. El número incluyó en hojas aparte la “Declaración de los intelectuales” durante el paro que condujo al reemplazo del general Rojas Pinilla por una junta militar de cinco miembros.

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Fuentes

De manera que la nota de Ramírez bien pudo ser redactada en el mes de abril, en el momento de las primeras reacciones públicas ante la decisión del jurado. El 21 de febrero, Intermedio publicó una nota enviada desde Nueva York por Germán Arciniegas, quien no había podido ver ninguna de las sesiones del tribunal, sino que por alguna correspondencia o de oídas se había enterado del curso del programa y, por lo menos, había leído la transcripción de las tres primeras sesiones aparecida en Intermedio. En la misma edición del periódico en que se reprodujo lo sucedido en la cuarta sesión, Pedro Gómez Valderrama le respondió, titulando su artículo con el verso irónico con que Luis Carlos López cerró su soneto satírico “Tarde de verano”.

La recepción de las sesiones y la sentencia El texto “Isaacs ante el estrado” también apareció en Intermedio el 13 de marzo, es decir después de la séptima sesión, firmado con el nombre de “Juan Lamus”, probablemente seudónimo ocasional de alguien vinculado o cercano a El Tiempo. A este había seguido el 28 de abril uno de los materiales más representativos dentro de la recepción del debate: la encuesta realizada para Intermedio por Camilo López García, que incluyó figuras provenientes de toda la gama de los intelectuales y escritores establecidos. Con exclusión por eso, de jóvenes y de personalidades de antiguo prestigio, eclipsadas en las circunstancias culturales y políticas de entonces. La toma de posición de Emilia Pardo Umaña que hay en “El caso de María”, aparecida en Intermedio el 1 de mayo de 1957, en una edición dominical del periódico, fue la de una columnista asidua y muy prestigiosa. Con fecha anterior, el 31 de marzo, casi a mes y medio de concluida la serie de emisiones, Gómez Valderrama había publicado, siempre en Intermedio, parte de su alegato final. Solamente el 9 de junio El Tiempo incluyó el artículo del defensor López Narváez, titulado “El linaje sentimental de María”. En cuanto al artículo “La María y la idea de la novela” de Ernesto Cortés Ahumada, aparecido en el número 22 del volumen i v de la revista Prometeo, en las páginas 121-122, la nota a pie de página que Cortés Ahumada incluyó indica que había sido concebido y escrito meses antes del debate televisivo. La primera reacción institucional de la Academia Colombiana de la Lengua consistió en reproducir en su Boletín, en el número 7 de 1957, páginas 297-300, dos comentarios periodísticos acerca de “El fallo sobre María”, que habrían dejado a salvo, según sus criterios, “los intereses de las letras colombianas”. La respuesta estratégica de fondo fue realizar posteriormente una encuesta entre sus miembros. Con ella, se buscó establecer un ranking de los poemas

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y los poetas que consideraban de más valor en la literatura colombiana. En la edición del año 1957 de la publicación semanal ilustrada Cromos apareció la crónica bibliográfica de Hernando Valencia Goelkel. Se le ha restituido el título original. La primera exposición pública acerca del debate televisivo sobre María y su recepción la hizo el editor, como invitado de las Distinguished Lectures Series de la División de Literaturas, Culturas y Lenguajes de la Universidad de Stanford en mayo de 2002. En la contribución al I Simposio Internacional “Jorge Isaacs. El creador en todas sus facetas”, titulada “Sobre la recepción de María en Colombia. Crisis de la lectura repetida y pérdida de autoridad del canon (1938-1968)”, los capítulos “María ante el tribunal supremo de la televisión”, “La autolegitimación del tribunal” y “Las reacciones ante el fallo” fueron dedicados al tema. La ponencia fue publicada en las memorias del evento, editadas por su organizador, Darío Henao Restrepo, en 2007. Primeras versiones de los artículos incluidos en este libro sobre María como novela fundacional y la Apoteosis de Jorge Isaacs fueron presentadas de manera oral en 2010 y 2011, respectivamente, en reuniones especializadas sobre Media-Events en Osnabrück y en un Simposio de la Asociación de Estudios Latinoamericanos en Montreal. Las versiones aquí incluidas son publicaciones originales.

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ii. María y Jorge Is a acs en el dra ma de un proy ec to de nación f racas a d o

María o l a fic c ión fu ndaciona l f racas a da en C ol omb ia Barbara Dröscher

El personaje que le da el título a la novela de Jorge Isaacs ya hace mucho se convirtió en mito: María. Sus imágenes múltiples forman parte de la iconografía de la nación colombiana y su lugar ficticio se transfiguró en legendario: la hacienda El Paraíso hoy no solo sirve como monumento en la memoria cultural, sino también como atracción turística.1 La novela se publicó en múltiples ediciones con tirajes inmensos y figura en toda America Latina como texto de referencia en la educación superior. Hubo por lo menos doce adaptaciones audiovisuales (Moreno Gómez, s. p.). No solo ocupa una posición destacada en el canon nacional y literario de América Latina, sino que fue traducida a más de quince idiomas. Los estudios sobre la novela son incontables y, en el contexto de la investigación sobre la memoria cultural y los discursos de identidad de la nación colombiana, María ha adquirido el estatus de lugar de memoria. Todavía hoy el texto es un objeto de especial interés para el análisis cultural, ya que trata a fondo la relación real de poder y diferencia en la fundación nacional. Así lo comprueba Noé Jitrik, después de haber resumido los campos de la investigación en torno a la novela: “de todas estas líneas se advierte un propósito central, me refiero a establecer una verdad históricapoética que saca a María del nicho en el que su indudable sentimentalismo la ha colocado” (2007, 63). Darío Henao Restrepo, el compilador de las contribuciones de las Memorias del primer simposio internacional: Jorge Isaacs, el creador en todas sus facetas (2007), organizado por él, señala que la lectura actual está determinada por los discursos de identidad y por la “óptica multicultural” corroborada en Colombia por la reforma constitucional de 1991.

1 En su revisión del trayecto de la novela en relación con la construcción del canon colombiano, Carlos Rincón señala el momento de la fundación del mito. Fue en la fiesta caleña de 1926, cuando María se transformó en elemento de la constitución de un núcleo canónico de una literatura minor del continente latinoamericano. En 1928, el Senado nacional sancionó una ley para hacer restaurar la casa de El Paraíso (2007, 88). “Al mismo tiempo, María ya se había separado de su autor para convertirse en mito (literario) de la nación colombiana y como ‘mito nacional’, había sido monumentalizada” (89). Las celebraciones de 1937 en torno al centenario del nacimiento de Isaacs fueron una corrobación (94; 2010, 434-444).

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De esta manera, el interés actual tendría que orientarse directamente hacia las dinámicas culturales en una sociedad que se concibe normativamente como heterogénea y para cuyo análisis se harían necesarias las perspectivas de la construcción de diferencia y las relaciones de poder. Los espacios fronterizos y la condición transcultural forman el centro de la investigación del lugar de memoria. Esto conduce directamente al concepto de la transculturalidad en el contexto del black Atlantic y plantea la cuestión de la esclavitud en la ficción nacional de Colombia a mediados del siglo x i x y su importancia para la memoria cultural. El presente estudio no constituye una indagación del lugar de memoria, sino que propone otra relectura. Siguiendo el concepto de doble exposición que elabora Mieke Bal (1996), este análisis cultural se enfoca en la relación entre transculturalidad y género. Pienso que de esta manera se puede comprender el dilema de la construcción de una identidad nacional fundada en conceptos binarios. Mis observaciones parten, por supuesto, del estudio de Doris Sommer, “María’s Disease: A nacional Romance (Con)Founded”, que caracterizó a María como una novela nacional. En su análisis, Sommer caracteriza la fundación de la nación en Colombia según María como un proceso marcado por la diferencia racial, proyectado como crisis sin solución: “una novela nacional que demule los cimientos y los proyectos en una crisis insolube; una representación del fracaso que funda cierto tipo de identidad particular” (Sommer 1991, 180; traducción propia). En ese brillante estudio queda, sin embargo, algo que no me parece suficientemente trabajado. Se trata de la agenda y del posicionamiento de la protagonista misma. Por consiguiente, María como figura de la transculturación no solo es la marca del problema de la dinámica cultural irresuelta y de la fundación fallida de la identidad nacional en Colombia, sino también como actora en un espacio entre-dos que pone en tela de juicio la construcción binaria de identidades de género, raciales y étnicas. Emprenderé mi relectura de María focalizada en la transculturalidad y el género en cinco momentos: 1) me parece oportuno hacer una reconstrucción de la narración desde esta perspectiva; 2) vuelvo a tomar la pregunta por el posicionamiento dudoso de la novela respecto a la abolición de la esclavitud; 3) analizo la estrategia de representación (que utiliza Isaacs) en María; 4) propongo un análisis del conflicto de Edipo en la novela que muestra la estructura de poder patriarcal y, 5) reviso las figuras transculturales, María, Nay y Sinar, y analizo la regulación de atracción y aversión en el discurso narrativo sobre el mestizaje femenino.

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María o la ficción fundacional fracasada en Colombia

Las imágenes de la sociedad en la ficción María, la novela de Jorge Isaacs publicada originalmente en 1867 en Bogotá (segunda edición en 1869; tercera, con prólogo de José María Vergara y Vergara, en 1878), se presenta como un escrito personal, nostálgico y retrospectivo sobre la historia de la relación de amor entre Efraín y María y el impedimento de su realización sexual y formal. María, originalmente Esther, huérfana materna a los tres años, hija de una familia judía radicada en Jamaica, es entregada por su padre Salomón a su primo, un terrateniente conservador y esclavista patriarcal instalado en territorios de la esclavocracia del Cauca que, a su vez, es padre de Efraín. Bautizada con el nombre de María se cría como una cuarta hermana junto a Efraín. Desde el primer momento, los dos niños se toman cariño efusivamente, pero no se enamoran hasta que Efraín regresa a la hacienda después de haber cursado estudios durante varios años en la capital. Con esta escena se pone en marcha la novela. Pero el padre de Efraín, a pesar de que tiene un carácter cariñoso y amable, reacciona de manera autoritaria y se opone por completo a la relación: no solo la bloquea, sino que también impone la obligación de guardar silencio respecto a todo lo que se refiere a este amor. Esta obligación de guardar silencio obstaculiza que los amantes expresen y comuniquen sus problemas entre sí. El padre de Efraín supone que María lleva en “su sangre” como herencia de su madre una enfermedad, la epilepsia, y teme por el futuro (exitoso) de su hijo, al que obliga a estudiar Medicina en Londres. En el lapso entre la llegada de Efraín y la partida a Londres, el enamoramiento se transforma en una relación de amor “casto”, es decir que, a pesar de la atracción erótica, casi no se da un contacto corporal y menos sexual. Con el creciente rigor del amor se agudiza el conflicto central de la novela entre el interés del padre y su temor por la enfermedad (la aversión), por un lado, y el interés de los amantes (atracción), por otro. El padre prohíbe la relación con el argumento de que María podría haber heredado la enfermedad de su madre y eso llevaría a Efraín y su familia a la ruina. Repite constantemente la orden de guardar silencio y Efraín no solo la obedece, sino que también la reproduce y respalda su imposición. A pesar de haberse producido diversos malentendidos y haber tenido que enfrentarse con numerosos obstáculos, los amantes logran confesarse sus emociones. Pero María oye involuntariamente cómo el padre de Efraín habla sobre la enfermedad supuestamente heredada y su decisión de separarlos. Esto provoca en ella, en efecto, un ataque. Aunque el diagnóstico del médico

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sea contrario a la suposición del padre y para el lector y la lectora quede indefinido si María sufría o no de la enfermedad supuestamente heredada de la madre, la crisis refuerza el empeño del padre por impedir la relación de amor. Este argumenta que el amor mismo de los jóvenes habría causado el estallido de la enfermedad. En la noche de la crisis de María, Efraín se comporta de manera heroica y atraviesa en plena tormenta un río caudaloso y peligroso para buscar al médico. No obstante, su heroísmo solo se manifiesta fuera de la casa, pues dentro de ella sigue siendo el hijo dócil. María se recupera, pero los jóvenes amantes no se atreven a contrariar la prohibición del padre. Solo cuando María es conminada a casarse con un amigo de Efraín, ella se resiste a tal suerte con respaldo de la madre de Efraín. Llama la atención que María hace valer una posición propia y articula sus intereses. Justo en ese momento, el negocio del padre entra en crisis, lo cual le aplasta también personal y corporalmente hasta desembocar en una enfermedad que pone en peligro su vida. Cuidado cariñosamente, especialmente por María, el padre se recupera poco a poco. Todavía debilitado y habiendo quedado su posición en cuestión, da por bueno el enlace amoroso entre los dos jóvenes, pero sigue insistiendo en una separación temporal y en la partida de Efraín hacia Inglaterra. A pesar de que María le advierte que la separación pondría en peligro su vida, Efraín obedece la orden del padre y viaja a Londres. La noticia sobre un nuevo estallido de la enfermedad de María y el inminente peligro de su muerte le alcanzan demasiado tarde. Regresa a la hacienda, pero solo después de que María ha fallecido y su familia ha abandonado el lugar. La historia es puesta en escena como un escrito retrospectivo de un narrador en primera persona. Las/os lectoras/es saben desde el principio que María, la protagonista, murió joven y que el narrador mismo también falleció poco después, pues no logró superar su tristeza. El hecho de que la melancolía domine el discurso indica que el trabajo de duelo no llegó a ser exitoso (Leopold 2010, 219). La novela es un cuadro de género, una Genrebild, en el sentido que se le da a ese término consagrado en pintura. Un cuadro de género de la familia patriarcal y un tableau de la sociedad esclavista del Cauca.2 A la par de las escenas que muestran a la familia terrateniente en la hacienda esclavista, se

2 En la novela se tematiza esta marginalización en el encuentro de Efraín con dos amigos: el costumbrista cae en la trampa que le ponen los dos estudiantes, pues la suposición de ironía y nostalgia indica que con la vida en la capital también las relaciones en la región cambian.

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presentan los diferentes sectores de la sociedad semifeudal a través de imágenes que hacen recordar la iconografía del costumbrismo: esclavos negros contentos en el camino al trabajo en el campo y en la celebración de una boda,3 los labradores blanco-mestizos, el mulato terco con su hija atractiva, Salomé, los bogas negros y los habitantes afrodescendientes libres a la orilla del río Dagua. También está el terrateniente y negrero, rico y egoísta, conservador y defensor de los privilegios de la aristocracia, aunque use métodos modernos e industriales en la plantación. De acuerdo con el enfoque propuesto por Robert W. Connell (1999; 2005), cada una de estas imágenes genéricas serviría como punto de partida para el estudio de diferentes construcciones de masculinidad. Se trataría de un estudio que ayudaría mucho a comprender la situación social colombiana a mediados del siglo x i x . Llama la atención que las imágenes que nos presenta Isaacs de los diferentes sectores de la sociedad se caractericen por la inmovilidad, por relaciones armónicas y por la sintonización perfecta entre estos distintos sectores sociales, claramente diferenciados entre sí. Todos representan su papel y contribuyen sin dificultad al funcionamiento de la mecánica social. No hay conflictos más allá de la tragedia en la hacienda. El recurrente motivo de la formación de matrimonios y bodas se caracteriza por la endogamia dentro del mismo sector social, lo que refuerza la impresión de segregación social y de la homogeneidad de los sectores. No se divisan rupturas o contradicciones fundamentales, el escenario, como mucho, es oscurecido por el egoísmo del aristócrata que le quita el agua al vecino mulato. El estancamiento y la segregación se resaltan todavía más en la adaptación de la novela para la televisión, en la cual los diferentes escenarios solo se conectan gracias a los recorridos de Efraín a caballo por el paisaje del Valle. Efraín parece ser el único elemento móvil. De hecho, todos los elementos dinámicos de la sociedad real, todos los conflictos y rasgos de resistencia, se encuentran reprimidos en estas imágenes nostálgicas de la sociedad esclavista, a pesar de que tuvieron un papel central en la provincia del Cauca en aquel momento histórico. La esclavitud aparece en el discurso del narrador (en primera persona) como una realidad dura, pero irremisible que se puede soportar siempre y cuando se trate de manera “humana” a los esclavos, como evidencia este comentario:

3 Es de interés para los estudios culturales focalizados en la función actual de María que estas dos escenas sean una parte prominente en la adaptación para la televisión en 1991, pues les da un lugar destacado.

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“Los esclavos bien vestidos y contentos, hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo” (Isaacs 2003, 60). A propósito de esto, Jitrik precisa que en los románticos quedó un resquisio ilinuminsta del que no pudieron desprenderse: Es como si se diera por supuesto que al explotar con éxito una hacienda, o sea dominar la naturaleza y humanizarla, debiera subordinarse todo, acciones y destino e incluso, y sobre todo, moral. En ese sentido, el texto sería una no tan oculta manifestación de un ruralismo progresista que descansa, por un lado, en la prudencia de los patrones y, por el otro, en un sistema de esclavitud que no se juzga, cuyas demasías se señalan como si fueran solo productos históricos, no un flagelo actual, pero sin más que sustituciones leves, la libertad otorgada a los buenos por la gracia de los amos, no por un concepto cultural preciso e históricamente consolidado, pese a los restos jamaiquinos heredados por el autor. Puede suponerse que quien vivió en las islas supo lo que era la esclavitud. (Jitrik 2007, 69)

En el episodio de la boda de los esclavos Bruno y Remigia, esta acepta con timidez la invitación a bailar con el hacendado patriarcal. En esta descripción de la esfera personal, es claro cómo se articula un respeto paternalista por la tradición cultural de los esclavos, por lo que el trato con respeto mutuo representa un valor positivo. Pero la timidez no solo es signo de respeto, también puede funcionar como marca que remite a una realidad que no se puede reprimir del todo: las esclavas normalmente fueron objeto del abuso sexual del terrateniente (Isaacs 2003, 61). De modo cervantino se intercala un episodio sobre la esclavitud. Efraín narra la historia de la esclavitud de Nay y Sinar en África y la travesía que llevó a Nay a la hacienda. Pero también en esta historia sobre el amor y la muerte, construida a la manera de una imagen en el espejo, se dejan de lado momentos decisivos de la construcción de la diferencia racial en la esclavización, como el desarraigo y la homogenización por el middle passage, la degradación total al estatus de un objeto (mercancía) a través de la marcación y la fijación del precio en el momento de la introducción al mercado colombiano en Cartagena y, sobre todo, la situación en las plantaciones. De acuerdo con Múnera (2007), pese a que sabemos bastante bien que en el siglo x v i i i hubo un sostenido comercio de negros esclavos traídos de Jamaica, y que

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fue siempre una preocupación de los funcionarios de la Corona española el contrabando por el Atrato, poca atención ha tenido en la historiografía colombiana, por no decir ninguna, el estudio del comercio caribeño a través de la costa del Pacífico. Ese comercio debió ser importante en la vida de los pueblos del Cauca, no solo en la Colonia, sino también en el primer siglo republicano. La obsesión por cerrar el Pacífico al comercio de contrabando estaba relacionada a su cercanía al Caribe, por las vías de Panamá, Turbo y Buenaventura. (162)

¿Una novela abolicionista? La representación de la esclavitud por Isaacs ha sido muy debatida y por eso no sorprende que una de las preguntas recurrentes en los estudios recientes sea si María es una novela abolicionista. Aunque en el contexto de los estudios orientados por la teoría poscolonial se tienda a prestar atención a los matices en la representación de la población afrodescendiente, como se muestra en los documentos del Simposio internacional de 2003, la pregunta por el posicionamiento frente a la esclavitud todavía sigue siendo central. Por eso, se puede ver una tendencia a trasponer el centro del interés del abolicionismo a la representación del otro. Por un lado, se reconoce la representación de la cultura afrocolombiana en la novela, tanto así que Almario (2007) ve “la esencia” construida en los fragmentos sobre el viaje por la zona pacífica, especialmente en la representación de los bogas negros: “La esencia de lo negro o afrocolombiano no se encontraría en los negros domesticados” de las haciendas del Valle del Cauca, sino precisamente en los negros en “estado de naturaleza” del Pacífico (229). Así mismo, para Zuluaga (2007), según su lectura del episodio sobre Nay y Sinar, estos sirven para demostrar “algún interés por la población y la cultura afrocolombiana”, a pesar de que pensaba “siempre al negro como marginado y sumiso” y “todo dentro del sistema social en el que había nacido” (209). Por otro lado, Navia (citado por Grueso 2007) se fija críticamente en la jerarquía que establece el modo de representación, producido desde un punto de vista superior y dominante: “El narrador (¿el autor?) está convencido de la superioridad natural de los dueños de la hacienda y particularmente del heredero. Por ello, los grupos subalternos son en la novela prácticamente una parte del paisaje” (233 y ss.).

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Con relación a la resignificación de la región pacífica, Múnera (2007) resume: En realidad, leyendo a María he logrado intuir una de las verdades más ocultas, más ignoradas, pero al mismo tiempo más esclarecedoras de nuestro pasado colonial y republicano: el monopolio establecido por los españoles, mediante el cual solo se podía comerciar con el exterior a través el puerto de Cartagena, fue una medida inútil dictada por la obsesión del imperio de cerrar un territorio abierto por todas partes al Caribe, pero sobre todo de clausurar las rutas del oro, es decir, las compuertas del Pacífico a ese mar de nadie. Nada pudo evitar el tráfico incesante de oro, de esclavos y de toda clase de contrabandos por las numerosas avenidas que de la costa pacífica llevaban a nuestro mar interior. (163)

Ahora bien, Francisco Zuluaga distingue entre la postura que mantiene Isaacs en sus publicaciones periodísticas y la postura del novelista y cita un artículo publicado por él en 1866 en el periódico La República cuyo título, “Lo que fue, es y puede llegar ser la raza africana en el Cauca”, ya indica un interés por el tema “afrocolombiano”. En este artículo, escribe Isaacs (citado por Zuluaga 2007) que “la existencia de la raza africana en el Cauca era y seguirá siendo una necesidad imperiosa para la prosperidad material de aquel país. La esclavitud fue una iniquidad que mal remediada tenía que producir los lamentables males que produjo” (207). Según Zuluaga (2007), este texto contrasta con María en su actitud ante la esclavitud. Si bien en ninguna parte de su obra muestra simpatía por la esclavitud, en la novela aparece tolerante con ella como parte del contexto socioeconómico que vivió en su juventud. Incluso, aparte de una mención a la ley de libertad de vientres, no existe referencia a la libertad de los esclavos, como tema en boga por el tiempo en que debió estar escribiendo María. (207)

En un principio, debe destacarse que la novela se publicó en 1867 en una fase de elevada dinámica social y cultural y más de una década después de la abolición de la esclavitud, que data del año 1852. Como lo explica Delfín Ignacio Grueso (2007), María se escribe y publica en un momento en que la esclavitud se ha abolido a través de un acto legal, proceso culminante de una revolución

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política que no se acababa de afirmar y en cuya defensa el propio autor se involucraría en el futuro. Pese a eso, nada, o casi nada, deja entrever la novela de esos grandes cambios políticos. (231)

De ahí que parezca notable que los cambios políticos decisivos no jueguen un papel en la novela, a pesar de que el autor en sus publicaciones políticas expresó una convicción liberal y se mostró crítico frente a la esclavitud. Grueso (2007) lo explica con el statu quo del momento político, en el cual el proyecto de los liberales se había estancado. El joven Jorge Isaacs tenía el inconveniente de carecer de abolengo y apellido. Si algún futuro económico y social podía esperar, este dependía en buena parte de su calidad de extranjero que, en una sociedad como la caleña, más propensa que la payanesa a rendirles culto, podría compensarle su falta de abolengo. Pero los vertiginosos hechos políticos habrían de desviar ese futuro que su padre trazó cuando se intentó insertar, de una manera atípica, y además tardíamente, en el viejo orden de la gran hacienda colonial. Con tan precaria inserción original en un orden que ya se estaba seriamente cuestionando, le fue más fácil entender las razones de ese cuestionamiento. Lo que no pareció entender fue el vigoroso regreso de parte de ese viejo orden, bajo la restauración conservadora. (236 y ss.)

Sin embargo, esta explicación no satisface totalmente. Vale la pena considerar la correspondencia entre la omisión del tema y la orden de silencio impuesta por el padre en la novela, lo que nos advierte acerca de una relación de poder en un sistema de orden patriarcal. Así, la aparente oscilación de la narración entre la inclusión del otro como objeto cultural de atracción y la exclusión del otro como actor social, es decir, como objeto de aversión o abnegación por su raza o etnicidad, no se puede discutir solamente con base en la representación de la población afrodescendiente. Hay que enfocar, más bien, la articulación de ambas dinámicas en la figura transcultural de María, teniendo en cuenta su actitud y movilidad en el espacio fronterizo. Esto hace necesario analizar primero la estrategia de representación de Isaacs. Así, el relato se puede leer como una doble exposición, en la que la representación de narraciones e imágenes se presenta como performance del autor, de modo que la atención recae a la vez en su agenciamiento cultural y en su posición de sujeto como expositor (Bal 1996).

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La estrategia representacional en María El texto de la novela aparece precedido por una dedicatoria firmada por un editor ficticio, en la cual este no solo informa a los lectores y lectoras sobre la muerte de Efraín, sino que también identifica la narración como los recuerdos escritos por el mismo Efraín. De esta manera, se autoriza y confirma la autenticidad del texto. Además, se les asigna a los “hermanos” de Efraín el papel de destinatarios. El discurso narrativo, puesto en escena de esta forma, semejante al del Werther de Goethe, se caracteriza por la performance de la pasión y por un discurso del amor que produce un efecto fuerte de autenticidad. La metanarración indica una doble exposición explícita. Pero, a diferencia del Werther, no se escenifica un deseo presente en la actualidad, sino el luto por el amor o la amante perdidos y el recuerdo. Se orienta la mirada hacia atrás y se pone en marcha el proceso del trabajo de duelo. Pero el proceso de asimilación de la pérdida no es exitoso, así que la melancolía constituye el rasgo central de la novela. De esta manera, la novela se puede concebir como una situación terapéutica en la cual el narrador en primera persona trabaja su duelo, mientras que al lector o lectora se le ofrece la posición del terapeuta. Aunque valdría la pena investigar el discurso psicológico al que alude el mismo Isaacs mediante la referencia al concepto de epilepsia que gana fuerza a mediados del siglo x i x en América Latina,4 me limito aquí a la hoy en día evidente referencia al psicoanálisis. Sin embargo, antes de pasar al análisis de la constelación terapéutica, hay que mencionar que el empleo de medios literarios por parte de Isaacs no

4 En los países donde el positivismo tuvo fuerte recepción, se pueden ver algunos momentos de este discurso: en 1832, aparece la Lei del 3 de octubre; en 1835, Jesús R. Pacheco (México) publica Exposición sumaria del sistema frenológico del doctor Gall; en 1835, el médico Sigaud describe en el Diário de Saúde la situación de los enfermos mentales en Río de Janeiro; en 1836, M. I. Figueiredo Jaime (R. J.) publica su disertación Paixões e Afetos da Alma; el 18 de julio de 1841, aparece el decreto de Pedro II fundando un hospital destinado privativamente para tratamiento de alienados; el 4 de diciembre de 1852, aparece la Ley sobre la asistencia médica de enfermos mentales; en 1852, se inaugura el Hospicio Dom Pedro II, donde se internan a 350 pacientes; en 1864, E. C. Ribeiro (Salvador) publica Relações da medicina com as ciencias filosoficas: legitimidade da psicología; y en 1881, se crean las Cadeiras de Doenças Nervosas e Mentais en las Faculdades de Medicina de Río de Janeiro y Salvador. En cambio, el positivismo no contó en Bogotá.

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se limita a la puesta en escena de las emociones, tan desarrollada y corriente en el Romanticismo. El recurso a la tradición del costumbrismo permite percibir además el afán por la armonización de las tensiones sociales virulentas. A la vez, sobre todo en las imágenes de un costumbrismo trasnochado las tensiones se hacen notar a través de interrupciones violentas de la naturaleza. Las contradicciones también se dejan entrever en algunos rasgos naturalistas en la descripción de los ambientes sociales. Todavía más notable es, quizás, lo obviamente reprimido en las imágenes genéricas. Estos elementos pueden leerse como señales de una crisis profunda. En el Werther de Goethe —todavía reforzado en la revisión clásica medio siglo después de la primera publicación— se representa no solo el fracaso de la rebelión frente a las contradicciones sociales de la sociedad prerrevolucionaria, sino también la irracionalidad e insuficiencia del deseo de un joven narcisista, un deseo impregnado por el discurso de amor romántico. En contraste con este texto, en María tenemos una representación del fracaso de la resistencia, semejante a la que hay en el drama burgués (bürgerliches Trauerspiel) en Alemania. A propósito, Peter Szondi, en su Teoría del drama burgués en el siglo x v i i i (1973), mostró que la muerte de las hijas por manos del padre en los dramas de Lessing se puede interpretar como respuesta a las condiciones retrasadas de la Alemania de entonces. Sin embargo, en María, no es el burgués adulto y padre el que, debido a su falta de poder, apuñala a su hija en vez de dar muerte al tirano, sino el joven hijo el que sacrifica su amor y a su amante porque no tiene la fuerza necesaria para oponerse a la autoridad patriarcal. De esta manera, nos encontramos, a nivel de la metanarración, ante una representación de un conflicto edípico que, sin embargo, si bien se sitúa en una sociedad esclavista, muestra su idiosincrasia cuando se analiza desde una perspectiva poscolonial y de género.

El conflicto edípico en María Como señaló Jitrik en “El secreto encanto de Jorge Isaacs” (2007), la novela invita, hoy en día, a una relectura apoyada en la teoría psicoanalítica del siglo x x . El concepto tradicional psicoanalítico del complejo de Edipo se refiere a la autonomía individual del sujeto masculino burgués que, al adoptar una identidad de género y asumir el orden simbólico en un sentido occidental, entra en el orden patriarcal. Desde la adaptación del concepto por Erich Fromm en el marco de la Kritische Theorie, el concepto también se relaciona con la rebelión contra el sistema autoritario patriarcal. Freud resume en

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1905 la función social fundamental de la resolución del conflicto a través de la superación del complejo: Se ha dicho con acierto que el complejo de Edipo es el compiejo nuclear de las neurosis, la pieza esencial del contenido de estas. En él culmina la sexualidad infantil, que, por sus consecuencias, influye decisivamente sobre la sexualidad del adulto. A todo ser humano que nace se le plantea la tarea de dominar el complejo de Edipo; el que no puede resolverla, cae en la neurosis. (1993, 206)

De acuerdo con tal concepto, Sommer lee la novela, en su libro sobre Ficciones fundacionales latinoamericanas de 1991, como la representación de una resolución “perfecta” del conflicto de Edipo: “El Edipo perfectamente socializado aquí solamente desea reemplazar a su padre y ser como él, un hacendado y patriarca que se queda en su casa” (185; traducción propia). Pero si realmente hubiera una solución perfecta, ¿por qué la narración se caracterizaría entonces por una melancolía profunda? La melancolía entendida como concepto psicoanalítico siempre indica un desarreglo patológico. Si tomamos en cuenta la crítica posoccidental o posestructuralista a la construcción del sujeto o individuo moderno, la “superación” del Edipo en María parece muchísimo menos perfecta. Es por esta razón que la siguiente revisión de la novela en relación con el complejo de Edipo está orientada por la reformulación feminista de la teoría psicoanalítica de Jessica Benjamin (1988). Por consiguiente, la lectura se centra en la relación entre poder y sexualidad y presta atención a signos que indican una transformación de los papeles de género y de la construcción del sujeto femenino. Esto permite mostrar el entramado que forman la configuración del conflicto de Edipo en la novela y la relación de poder determinada por la persistente diferencia racial, fundada en el sistema esclavista. La conclusión de que solo la deconstrucción de categorías binarias y la consideración de la multiplicidad de diferencias pueden abrir camino hacia una resolución emancipadora sirve de punto de partida para el último momento del análisis, que desde el enfoque de la transculturalidad y se centra en la relación de atracción-aversión. Veamos entonces en primer lugar cómo se presenta en la novela la tríada tradicionalmente inscrita en el complejo de Edipo: el padre, la madre, el hijo. El padre patriarca es una figura activa, no solo manda como terrateniente sobre el espacio productivo, sino que también domina el espacio privado, la casa y la familia. La actividad de la madre se limita al espacio privado, en el cual muestra prudencia y valor. El hijo es apacible y dócil. Con

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la presencia de María la tríada recibe una amplificación interesante. Llama la atención la coincidencia entre la madre y María. En el recuerdo de la primera despedida de Efraín, cuando este tiene doce años, se evoca una escena prototípica del complejo de Edipo: el padre arranca al hijo de los brazos de la madre sufriente. En este momento ya se vislumbra una superación del conflicto a través de la sustitución de la madre por el nuevo objeto de deseo, por María, que espera su turno: “A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno” (Isaacs 2003, 53). El padre “ocultaba el rostro”, evadiendo la mirada de Efraín y, de esta manera, la confrontación abierta. También la escena del recuerdo de la llegada de Efraín, ahora convertido en un adolescente, evoca la constelación edípica: Efraín oye primero un “grito indefinible [...], era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen” (Isaacs 2003, 55). Es la sombra de María que aparece justamente cuando la madre le abraza. Además, una inconsecuencia lógica en la distribución de los asientos que Efraín reproduce en el recuerdo de la primera cena después de su regreso provoca una irritación: “Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí” (56). Leído atentamente, el asiento a la izquierda del padre resulta doblemente ocupado por la madre y por María. En la tradición de la literatura realista se encuentran muchas imágenes de género de este tipo5 que representan las relaciones de poder y afecto dentro de la familia y del orden familiar. Con ayuda de la teoría psicológica en la que se basa la terapia de las figuras (Gestalt-Therapie) se puede comprender la imagen de la cena como una constelación familiar en la cual se demuestra el deseo del hijo de identificar a María con la madre. La identificación de María con la posición de la madre se refuerza todavía más a través del motivo romántico de la mujer joven con un niño en brazos: “María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se diputaban su dulce afecto” (Isaacs 2003, 57).

5 Un ejemplo muchas veces mencionado dentro de la investigación literaria es el comienzo de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann.

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El objeto del deseo y la estructura patriarcal De esta manera, el objeto del deseo se sitúa muy cerca de la posición de la madre y el deseo semiincestuoso se prolonga en la elección de María como su nuevo objeto, aunque no el último, porque esta oscila entre la posición de la hermana de la infancia y la mujer exógama por su descendencia judía. La prohibición del incesto constituye la base del concepto del complejo de Edipo. También en la novela, la prohibición por el padre de la relación sexual entre Efraín y María representa un factor decisivo, pero no se legitima por el peligro del incesto, sino, al contrario, por la diferencia racial representada por la enfermedad de la madre judía, supuestamente heredada. Es significativo que en esta constelación la prohibición lleva a la catástrofe. A Efraín ni se le ocurre llevar la contraria al padre. No toma en serio las advertencias que recibe de María. Hace caso omiso de lo que ella dice y no le da importancia a su argumento. Cede a la presión del padre y obedece a la orden de silencio. Se limita a esquivar la prohibición pidiendo un aplazamiento temporal de su viaje. Solo una vez se muestra fuerte e insiste en el futuro matrimonio, cueste lo que cueste. En esta escena de diálogo entre padre e hijo destaca la presencia de la madre en el segundo plano, que “ocultó en ese momento el rostro en el pañuelo” (Isaacs 2003, 88). Sin embargo, el autor dota a María de una voz propia y ella interviene aclarando su deseo. A este fragmento —recordado como diálogo y, en consecuencia, puesto en escena con un foco neutral— sigue inmediatamente la noticia de la amenaza de la ruina financiera y el colapso físico del padre. Así, el padre cae en crisis justo cuando la voz de María se hace escuchar. La crisis del poder patriarcal se da, simbólicamente, en el momento en el cual el objeto de deseo, la mujer, se convierte en el sujeto del deseo. La conclusión de la lectura de este momento clave de la novela es evidente: para que se evite la tragedia, María ha de romper la orden de silencio que juega un papel central en la conservación del orden patriarcal. No obstante, con la recuperación del padre, a la cual María contribuye decisivamente, se reconstruye el orden patriarcal. Aun así el padre queda debilitado y, con esto, su posición, lo que concede ahora la formalización de la relación amorosa a través del compromiso matrimonial. A nivel simbólico, el patriarcado ha sufrido una fisura. Efraín puede demostrar ahora que es capaz de asumir la posición del padre como patriarca que garantiza la seguridad y armonía familiar y social. Se dedica a la regulación de las relaciones de género entre sus subalternos, no solo fomenta los ya confirmados

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matrimonios (Tránsito y Braulio), sino también impone los todavía inseguros (Salomé y Tirsio, Lucía y el primo). Mientras resuelve los problemas de los otros, el hijo, Efraín, no logra hacer valer su propio amor. La orden de separación permanece vigente y el hijo se aleja del objeto del deseo. La separación exacerba la enfermedad de María y la lleva a la muerte. También en la rememoración la separación de María le parece a Efraín inevitable. Todavía Efraín lo recuerda como “no concedido”. A nivel de la metanarración se muestra la tragedia de un hijo obediente. Además, la muerte de María implica también la derrota del poder del padre. La familia deja la hacienda, el padre se arrepiente de su actitud, reconoce su culpa con las palabras “la he muerto” y pide a Efraín que le perdone (Isaacs 2003, 323). El perdón, no obstante, no se hace explícito en el texto, pues solamente se alude a él. En la rememoración se demuestra que la decisión de Efraín de regresar después de haber recibido la noticia de la enfermedad de María se tomó demasiado tarde. El narrador en primera persona, Efraín, fracasado en su amor, termina siendo además víctima del sufrimiento. Abandona a la familia y a los subalternos, y con esto la función del patriarca. La novela no perdona al padre. A su vez indica el fin de una época y advierte acerca de las estructuras sociales en el trasfondo de la tragedia. Mientras tanto, la pregunta por la culpa no se resuelve con la confesión del padre. Si se toma en cuenta la estrategia de la narración, se puede concluir que la novela de Isaacs cuestiona la (in)capacidad para rebelarse contra la ley del patriarca, en una forma similar a la que en la literatura alemana el drama burgués pone en tela de juicio la capacidad de rebelión contra el orden aristocrático. Aunque el narrador en primera persona, Efraín, no es capaz de articular el trauma del fracaso mismo y de asumir que fue él quien no se atrevió a rebelarse contra el padre, hay un momento clave en el proceso de memoria que deja entrever la dinámica detrás de la tragedia. Recordando la escena en la cual María toma la palabra, Efraín comprende que él en este momento no estaba dispuesto a escucharla y reconoce su propia responsabilidad, se arrepiente y lo lamenta: “[¡]Corazón cobarde! [¿]no fuiste capaz de dejarte consumir por aquel fuego que mal escondido podía agostarla…? [¿]Dónde está ella ahora, ahora que ya no palpitas; ahora que los días y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo?” (Isaacs 2003, 90). Pero esta comprensión momentánea no alcanza a condicionar el discurso melancólico en general. Desde la perspectiva de la crítica feminista al concepto tradicional del Edipo, se puede ver aquí un aspecto decisivo. Mientras no se supere la

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polaridad entre la identidad femenina y masculina, entre lo activo y lo pasivo, la voz y el silencio, los papeles tradicionales de la madre y del padre, hasta que la parte femenina no sea tomada en cuenta como sujeto, se seguirá reproduciendo la relación de poder y sexualidad que funciona como base en esta binaridad. En María, la estructura patriarcal determina no solo las relaciones familiares, sino que se articula a la vez con la estructura de la sociedad esclavista. Ya en la representación de la cena, mencionada antes, la exclusión y la construcción de diferencia a través de la oposición binaria negro/blanco se manifiestan como momentos constitutivos y determinantes. En el recuerdo del hijo del hacendado permanecen presentes los esclavos negros que servían y rezaban en la cena. También en las excursiones de Efraín que ofrecen el panorama de la sociedad de haciendas y latifundios, situada lejos del centro, tienen también presencia la esclavitud y la estructura social correspondiente a esta. La resolución del conflicto de Edipo a través de la subordinación a la ley del padre y del reconocimiento del dominio basado en la construcción racista de la diferencia lleva a la catástrofe. La catástrofe en María evidencia que un sistema fundado en la exclusión y basado en la oposición binaria de géneros y razas tiene que fracasar. Precisamente la figura que pone en tela de juicio la binaridad de los géneros y de las razas no es otra que María.

La figura que pone en cuestión las fronteras fijas La transculturación de María se indica ya en las primeras páginas de la novela, cuando Efraín alaba sus encantos con estas palabras: “su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana” (Isaacs 2003, 59). De esta manera, articula la situación de double-bind de la conversa y, de paso, mediante el pronombre ‘nuestra’ hace hincapié en la raíz cultural compartida. La historia del origen de María se narra poco después en forma de una analepsis. Esta retrospección está intercalada en la narración cronológica como un nexo entre el recuerdo de la irrupción del deseo y del primer sufrimiento de amor, por un lado, y la primera erupción de la enfermedad, por el otro. Ambos personajes, Efraín y María, están determinados por su origen judío y sus raíces jamaiquinas. Pero, mientras que Sara, la madre de María, es judía como su padre Salomón, la madre de Efraín desciende de una familia católica de españoles americanos. Salomón no adoptó la religión cristiana para poder emparentarse con una familia judía jamaiquina, mientras que el padre de Efraín se convirtió para ser aceptado como esposo en una familia católica colombiana. Después de la

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muerte de Sara, el padre de Efraín, guiado “por su nueva religión”, convence a Salomón para que entregue a María al cuidado de la familia colombiana y la bautice como cristiana. En la novela, el consentimiento de Salomón se reproduce en estilo directo, aunque solo podía haber llegado por transmisión a la memoria de Efraín. Este procedimiento literario indica normalmente una necesidad extraordinaria de autentificación y demanda una relectura especialmente crítica del discurso. Visto desde esta perspectiva, el dilema de la traición/transculturación/(conversión) que se articula en la advertencia/ súplica, “no lo digas a nuestros parientes, pero cuando llegues a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester en el de María” (66), se revela como proyección. De aquí en adelante Ester/María vive en la familia de Efraín como un tesoro particular, muy amado y desde el principio rondado por su entusiasmado primo. Cuando llega la noticia que también el padre de María, Salomón, falleció, María permanece como huérfana de los dos padres en la familia de Efraín. Visto desde afuera, destaca el narrador, no hubiera sido posible percibir ninguna diferencia entre los hijos. A pesar de la imagen homogénea, María se distingue siempre de los otros: amada e idolatrada por Efraín, amada pero temida a causa de la supuesta enfermedad por el padre. La transformación de Ester en María no llega a ser completa. A pesar de tanto rezar en el oratorio y de un comportamiento absolutamente casto, María no se puede despegar de su origen judío. Si bien obtiene como huérfana una nueva condición de conversa, su posición de transgresora de fronteras —aquí fronteras entre religiones— resulta precaria como es el caso de casi todas las figuras de huérfanas de la ficción fundacional en América Latina. Ester/María nació judía por ser hija de Sara y, por la percepción racista, no puede salir de su suerte heredada. También según el concepto judío, el ser judío se transmite por la madre, pero con la reformulación biologicista del concepto de “limpieza de sangre” en el discurso racista de los siglos x v i i y x v i i i se excluye y discrimina a los judíos vinculando “la sangre” judía a la enfermedad. La discriminación basada en esta vinculación se encuentra de manera reconfigurada en el discurso del padre sobre la herencia de la enfermedad temible de la madre. Aquí se entreteje con el discurso del terrateniente sobre la esclavitud. Sommer reconstruye el trasfondo judío del autor Jorge Isaacs y llega así a la conclusión de que María representa, en el contexto de la sociedad esclavista, un elemento verdaderamente irritante: En suma, María no solo representa un peligro para ella misma y para la familia criptojudía de Efraín, sino que también constituye un recordatorio engorroso de los orígenes judíos del

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cristinanismo y, por tanto, de la arbirtraria y porosa distinción entre el yo y el otro. [...] Para los hacendados católicos obligados a insistir en las identidades raciales, María confunde los campos; ella es una amalgama de las identidades judías y cristina, una combinación efímera de la seductora y la inocente. Esto es como si la contradicción entre su excesiva sensualidad (judía) y su heroica inocencia (cristiana) cancelara finalmente ambos términos y la matara. La muchacha literalmente tiene una lucha consigo misma hasta la muerte. [...] La ambivalencia de identidad racial no se limita a la familia de Efraín, sino que también caracteriza a sus vecinos trabajadores y exitosos, como si dijera que las líneas de color necesarias son resbalosas y apenas pueden guardar distancia. (Sommer 1991, 193 y ss.)

En consecuencia, su análisis se concentra en la función metafórica de la enfermedad de María y su hipótesis central es que: El judaismo es una figura que tiene ambas caras de la indecible diferencia racial en la sociedad hacendada, la diferencia entre negros y blancos. [...] El problema es ser judío, un vínculo doble que le permite a Isaacs representar el callejón sin salida de la clase hacendada. (Sommer 1991, 173; traducción propia)

Si bien Sommer apunta a la cuestión neurálgica de la novela, su lectura no satisface del todo, pues interpreta la enfermedad de la madre como la causa de la muerte de María, aunque en la novela no se aclara de manera definitiva si efectivamente padece o no de epilepsia. Para Sommer, es el judaísmo de María lo que irradia la diferencia entre lo negro y lo blanco. Pero si se pone el énfasis en su posición como figura transcultural y como huérfana conversa, cambia la imagen. Y si, además, se toma en cuenta que la estrategia de la representación muestra que la resolución del conflicto de Edipo bajo las condiciones de la sociedad esclavista solo puede terminar en la novela en una catástrofe, se revela entonces el potencial de la figura transcultural femenina para señalar tanto la dinámica existente bajo la superficie de la sociedad representada como para evidenciar el entramado de raza y género. Es justamente la condición de huérfana transcultural de María la que posibilita un posicionamiento no encasillado en la tradición y en una identidad unívoca. Finalmente es la articulación de sus propios intereses por parte de María lo que provoca la crisis del orden patriarcal. Aunque sea solo por un corto lapso, su resistencia contra la orden de silencio y el orden del padre y

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su insistencia en el amor evocan una resolución alternativa y liberadora del conflicto de Edipo; aunque el texto de Isaacs da prueba del potencial de la figura transcultural, no se puede obviar, sin embargo, que su posición permanece precaria. El hecho de que la historia de María tenga que terminar con su muerte, para que la narración pueda comenzar y tomar su camino, evidencia el fracaso de un proyecto nacional integrador. Solo como objeto del discurso melancólico María pudo convertirse en un mito nacional, de manera que María es la ficción fundacional fracasada en las letras y en la historia nacional colombiana.

Transculturalidad, género y esclavitud en María María no es la única figura con una biografía transcultural en la novela de Isaacs. Encontramos otras en los sectores subalternos representados en el texto. De especial interés en este sentido es la historia de Nay y Sinar que se divide en dos partes. En el fragmento situado en el oeste de África, impregnado por el discurso orientalista, se cuenta el amor de Nay y Sinar; su historia se construye de manera especular a la de María y de Efraín, a la que sirve de espejo. Al principio también esta relación está bloqueada por una orden del padre. A diferencia del conflicto de Edipo de Efraín, aquí es la hija la que tiene que imponerse contra la ley patriarcal. Nay es la hija predilecta del rey, inteligente y de mucha gracia y encanto. Pero no es ella la figura transculturada en esta parte de la historia. Este papel lo tiene Sinar, el príncipe esclavizado. Cayó cautivo del rey en guerras entre tribus africanas con lo cual se vio degradado y, además, privado de su libertad. Es convertido en esclavo del padre de Nay y, por destacarse como guerrero valiente y noble, se encuentra en peligro de ser sacrificado en un ritual. Pero Nay puede salvarlo con un truco y él logra rehabilitarse como guerrero extraordinario en una batalla contra los invasores ingleses y sus aliados africanos. Un misionero inicia a Sinar en la religión cristiana, él se decide a convertirse al cristianismo y transmite su nueva creencia a Nay. Los dos se hacen bautizar y se casan por los ritos cristianos antes de que la boda tradicional africana se realice con el permiso del padre. Con esto, el cuento de hadas orientalista habría llegado a su final feliz si la ceremonia no hubiera sido interrumpida por el ataque de un pelotón de cazadores de esclavos africanos e ingleses. Con esta batalla que alude a la vez al tráfico de esclavos como condición de la transculturación forzada, empieza la segunda parte de la historia. Al ser sorprendidos sin armas, la tribu se vuelve presa fácil. Sinar lucha heroicamente, pero cae herido. Nay y Sinar son apresados y separados, así que

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Nay nunca llega a saber si él muere o es llevado como esclavo a otro lugar. Su conversión en este momento no vale para nada. Nay es esclavizada y llevada al Caribe en un barco de traficantes de esclavos. La representación de la llamada middle passage y del sufrimiento de los esclavos parece paliada y por ende poco realista en comparación con otras representaciones literarias, por ejemplo, en Cecilia Valdés de Villaverde. Tampoco se menciona en María la situación en las grandes plantaciones en el Caribe. Llevada a la costa de Panamá, Nay recibe, a causa de su estatus extraordinario de princesa y porque puede demostrar que es cristiana, la protección de una mestiza, esposa de un traficante de esclavos. De la mestiza aprende el español y conoce la cultura latina. Nay está embarazada y de nuevo recibe apoyo de la mestiza que le advierte del peligro de ser vendida y llevada al sur de EE. UU., en vez de quedarse en América Latina, donde hay posibilidades de conseguir la libertad de su hijo. Le aconseja irse como nana con el padre de Efraín que regresa en ese momento de Jamaica con una niña de tres años, María. Es notable que Isaacs, sin perfilar mucho la figura, asigne a la mestiza el papel de mediadora cultural. Es el momento de enlace entre la historia de María y Nay. Nay misma se vende al padre de Efraín para asegurar de este modo la libertad de su futuro hijo. Ella misma decide entregarse a la esclavitud, a pesar de que el padre de Efraín le ofrece acompañarle como mujer libre para servir de nana para María y de sirviente en la hacienda. Llegada a la hacienda vive con nombre cristiano, Feliciana, respetada y amada por la familia. Su hijo sirve, de acuerdo con el deseo de Nay, como paje a Efraín. Pero también ella se enferma y es trasladada a otro lugar. La consiguiente separación de su hijo no se problematiza en el discurso del narrador. Nay muere en presencia de Efraín y recibe la extremaunción de un sacerdote. No solo Efraín y la familia lamentan su muerte, sino todos los esclavos del lugar. Ellos acompañan con su coro africano el entierro cristiano. Efraín trata de mantener al hijo de Nay alejado de la ceremonia. Aunque se rebela en un primer momento, finalmente se deja acoger bajo el cuidado y la tutela de Efraín. Ni la separación de Nay y Sinar, ni la muerte o separación de Sinar, ni la esclavitud y muerte de Nay están relacionados con un conflicto con el padre. La tragedia es efecto de la destrucción de la estructura tradicional de la esclavitud aparentemente intacta que se da con la invasión de los ingleses y su interés económico en la esclavitud. Con la llegada de Nay a las Américas, el narrador hace referencia a dos sistemas esclavistas occidentales diferentes: mientras que en el sur de los Estados Unidos y en Cuba la esclavitud todavía juega un papel importante y fomenta la actividad de los contrabandistas de

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esclavos de habla inglesa y de los traficantes latinos que se movían en la costa, la esclavitud en Colombia ya se muestra en declive. De nuevo, Isaacs usa una estrategia narrativa de autorización del discurso que delata el dilema de la nueva generación dominante en la Colombia de su tiempo. La historia de Nay/Feliciana es presentada dentro de la novela como recuerdo de Efraín. Es él quien la cuenta recordando y resumiendo los relatos que escuchó de la sirvienta negra. De esta manera, el texto expone a la lectura crítica el discurso sobre la esclavitud producido desde la posición del descendiente culto de una familia neogranadina de esclavistas. A pesar de sus convicciones humanistas y su orientación política liberal, se manifiesta su ceguera frente a las profundas diferencias sociales y sectoriales existentes. Al comparar la historia de amor de Nay y Sinar con la de Efraín y María llama además la atención la extraordinaria sensualidad y corporalidad que los africanos tienen en el relato. Nay besa a su padre en la boca. El cariño juega un papel sustancial en las relaciones y, a pesar de que la sexualidad tampoco es representada de manera explícita, el embarazo de Nay evidencia una consumación del coito. El hecho de que el hijo naciera siete meses después de que ella fuera esclavizada le permite saber al lector/la lectora que el acto sexual se produjo antes de la sanción formal del matrimonio. El embarazo extramatrimonial no produce ningún comentario o escándalo. En el contexto de la sociedad segregada por diferencia racial, la discriminación corresponde con la coexistencia de diferentes criterios de moral. Además, contrasta la intensidad de la sensualidad y sexualidad (y su carácter fructífero) en la historia de Nay y Sinar con la erótica aséptica en la relación entre María y Efraín. Mientras la imagen del amor africano cumple con el patrón orientalista, en la imagen de la relación de María y Efraín la sexualidad y el deseo —que se corresponden con la moral sexual dominante— tienen que aparecer separados y, por consiguiente, bajo la condición de la exclusión racial: no puede tener fruto. Parece que el texto indica que para evitar la tragedia no basta con la abolición de la esclavitud y la transformación de la situación de los afrodescendientes, sino que habría que cambiar los conceptos dominantes y las relaciones de género.

La limitación del deseo y el atractivo del mundo subalterno transcultural Además de María y de Nay, en el mundo heterogéneo de labradores y campesinos del Cauca se encuentran otras figuras que se identifican por su color de piel o su estatus social como “no blancas”. La relación de poder queda

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definida por la jerarquía entre Efraín, el heredero del terrateniente esclavista, y ellas, las subalternas. Al revisar los episodios sobre las excursiones de Efraín resalta la percepción del atractivo de estas figuras, especialmente de las “mujeres de color”. Efraín describe con énfasis la aparición erótica de Tránsito, Lucía y sobre todo de Salomé, pero a la vez se excluye a sí mismo de la posición del deseo, refiriéndose siempre al punto de vista de las parejas masculinas subalternas correspondientes. Especialmente en la percepción del encanto erótico de Salomé, de la mulata, el deseo sexual parece evidente. A pesar de que admite la radiante atracción e incluso aprovecha el baño con flores afrodisíacas que ella le prepara, Efraín aparenta ser (por su relación con María) totalmente inmune a cualquier seducción que podría llevarlo más allá de las fronteras establecidas. Y, aunque mantiene un discurso igualitario con los padres y muestra un hábito paternal(ista), el huésped Efraín permanece separado de las familias subalternas mulatas, mestizas, negras e incluso de las blancas, cuyo color se identifica por estatus social. Efraín no es de ningún modo una figura transgresora de fronteras. En el ambiente del orden patriarcal restaurado nostálgicamente, el amor y la sexualidad tienen que permanecer separados, regulados por la distinción social, racial y cultural. De esta manera, el discurso romántico del amor provoca un erotismo que, al no traducirse en deseo sexual, permanece improductivo. La pregunta por la productividad sexual nos lleva a una de las últimas escenas de la novela. Antes de pasar por última vez por la tumba de María, donde articula su luto y frustración, Efraín visita a Tránsito y Braulio, una pareja de labradores libres: Ella estrechó una de mis manos sin haber enjugado todavía sus lágrimas, y me condujo al corredor del jardín, en donde su marido me esperaba. Después de que Braulio recibió mi abrazo, Tránsito puso en mis rodillas un precioso niño de seis meses, y arrodillada a mis pies sonreía a su hijo y me miraba complacida acariciar el fruto de sus inocentes amores. (Isaacs 2003, 325)

Con esta escena que cierra los recuerdos de Efraín, Isaacs indica en qué sector la nueva generación de dirigentes pone sus esperanzas de salir de la tragedia. Se trata de la pareja de blancos de piel, trabajadores y emprendedores, pero de estatus social subalterno. Estos labradores se distinguen por su mente pura, a pesar de que no sean de sangre pura. Como Efraín niega su deseo de Salomé, el autor no transgrede los límites del discurso liberal que excluye a los esclavos, mulatos y mestizos de una posición de sujeto productivo. Pero tiene que admitir y representar en

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su novela que la figura transcultural es altamente atractiva y que el espacio en el cual se insinúa una dinámica social alternativa es heterogéneo y se encuentra impregnado de transculturalidad.

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Al comenzar a considerarse públicamente en Colombia lo que ha querido consuetudinariamente tabuizarse, el interés por los procesos de olvido y represión del recuerdo de lo sucedido en el país y por el funcionamiento de mecanismos psíquicos de proyección, identificación y rechazo eliminatorio ha aumentado de manera ingente. Tratar de lo que no se ha podido ni se puede hablar y no se quiere oír ha sido también ir contra la tendencia de considerar la historia una magnitud dada, frente a la cual solo es posible una actitud contemplativa. Se ha ido imponiendo de repente la necesidad de “cepillarla a contrapelo”, según invitaba a hacerlo Walter Benjamin, de modo que la historia no sea algo dado para siempre, sino más bien el “objeto de una construcción, cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el formado por un ahora pleno” (Benjamin 1980, 696-701). Dentro de este cambio, parecería que la apropiación de la historia se viene vinculando con las condiciones de la experiencia concreta de los individuos. El objeto histórico ya no sale a su encuentro como un hecho acabado, sino que, de acuerdo con los correspondientes intereses y las problemáticas actuales, cada vez debe constituírselo, pues el pasado no es algo que esté fijado para siempre, sino que tiene permanentes efectos en las fantasías y las fantasmagorías de quienes viven. Para Benjamin, captar bajo el signo de la crisis la constelación en que la propia época se sitúa en relación con una anterior muy determinada se podía convertir en el medio de una experiencia con la que el pretendido continuum de la historia se hace explotar. En lo que Benjamin denominaba el “ahora del reconocimiento”, lo que ha sido y lo actual se encuentran de manera inmediata, directa, en el resplandor de un relámpago y forman una imagen. Es así como la actualización del pasado puede permitir una reorientación en el presente. Tres rasgos caracterizaban ese presente: ciento treinta días duró la guerra de los Mil días, en la que murieron muchísimos más campesinos y artesanos que en todas las guerras civiles anteriores del siglo x i x . Se extendió desde el 18 de octubre de 1899 hasta la ratificación el 3 de diciembre de 1902 por José Manuel Marroquín, el presidente golpista en ejercicio, del Tratado de Paz de Chinácota del 21 de noviembre de ese mismo año. El 3 de noviembre de 1903 la provincia de Panamá se separó del resto del país y procedió a proclamar su independencia como Estado soberano. Por parte de ninguno de los organismos e instancias del Estado colombiano hubo gesto alguno de

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lamentación, recordación y duelo por los muertos ni de resarcimiento por aquello que parte de los reducidos sectores que participaban en la vida política pudieron haber vivido como una afrenta para los colombianos. En ese estado de cosas, algunos sectores políticos y sociales no involucrados en la guerra civil ni en las omisiones y actividades que condujeron a la secesión de Panamá hallaron ocasión de poner en escena, involucrando el espacio nacional, lo que fue el primer acto medial que tuvo lugar en Colombia: la apoteosis de Jorge Isaacs en Medellín. Debía ser a la vez ceremonia de duelo por los muertos, resurrección de ellos, apoteosis de Isaacs y oferta de reconciliación. Esta última resultó fallida, reprimida y olvidada, y con ella el evento acabó por ser tabuizado. En el ostracismo político, sin fortuna obtenida en las formas en que era posible tenerla entonces ni ingresos por concepto de derechos de autor, Jorge Isaacs pasó los últimos años de su vida en Ibagué, un poblado de nueve mil habitantes.1 En él se había replegado y allí falleció el 17 de abril de 1895, en condiciones que no correspondían con la imagen que podía haber en otras latitudes: el novelista latinoamericano más leído y apreciado hasta entonces en la historia literaria de la América Latina independiente. Por otra parte, el mismo Miguel Antonio Caro —quien con la Constitución colombiana de 1886, su regulación con la Ley 61 de 1888 y su actividad como gobernante y senador marcó la hoja de ruta que llevó a la guerra civil y la secesión de Panamá— fue quien trató de fulminar para siempre a Isaacs con el panfleto sobre “Darwin y las misiones”, a propósito del evolucionismo y la panacea que imaginaba para poner fin a la falta absoluta de presencia del Estado en vastas regiones del país.2 No fueron simples mezquindades o bellaquerías, sino gestos de abierta y agresiva enemistad los que distinguieron la relación de Caro, desde lo alto del poder ejecutivo, con Isaacs: intervenir para que el gobierno mexicano no le nombrara cónsul honorario de ese país en Bogotá, como había hecho 1 Sobre esa etapa de la vida de Isaacs, véase Martínez (2003). 2 Caro y el círculo ultramontano que encabezó creían que, ante la absoluta debilidad del Estado colombiano, la única forma de hacerse presente en su territorio era dejar lo que consideraban periferias marcadas con un signo negativo en manos de congregaciones religiosas importadas de misioneros. Así sucedió sobre todo después de la guerra de los Mil días y de la secesión de Panamá. No antes de la década del ochenta en el siglo x x las comunidades arahuacas consiguieron hacer salir de sus territorios a los sacerdotes y hermanos de la misma congregación religiosa que, a comienzos de ese siglo, no había sido capaz de defender a los huitotos contra el genocidio que perpetraban los empleados de la Casa Arana, una firma angloperuana.

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Rafael Núñez con Rubén Darío en Buenos Aires, y no expedir el decreto de honores, que hubiera sido de esperarse por su calidad de literato, después de su muerte.

¿Por qué en Medellín? Dos años antes de morir, en una carta del 2 de agosto de 1893, Isaacs había hecho al destinatario de esa misión, su amigo el general Juan Clímaco Arbeláez, depositario de una obligante voluntad póstuma. Así a su muerte se lo enterrara temporalmente en Ibagué, Isaacs pedía hospitalidad para sus restos en una tumba definitiva en tierra del que había conocido como Estado soberano de Antioquia. A primera vista, tres circunstancias concurrían para que formulara esa voluntad para después de su muerte. Como poeta, Isaacs había cantado a Antioquia como cuna del general José María Córdoba, el único gran guerrero neogranadino en las guerras de Independencia, y tanto la naturaleza antioqueña como la dedicación al trabajo de los antioqueños habían sido temas de sus versos. En segundo término, un mito identitario de origen —relacionado con problemas de identidad regional en el camino hacia la modernidad, en que componentes sociales se mezclaban con especulaciones raciales— hacía de los antioqueños un pueblo con supuestos ancestros semíticos y vascos, mientras Isaacs, como persona individual, era percibido en general como de ascendencia judía. La tercera circunstancia era de orden altamente partidista y se evitó aludir a ella de manera directa durante el curso de todas las celebraciones en torno a Isaacs, a pesar de ser algo que formaba parte de la memoria comunicativa local. Todavía después de la guerra civil de 1876, desatada por el bando conservador so pretexto de rechazar la educación primaria obligatoria y laica gubernamental,3 Isaacs seguía estando entre quienes alimentaban muchas de las viejas ilusiones surgidas en los Estados Unidos de la Nueva Granada, con los resultados de la Constitución que se había dado en 3 A comienzos de la década de 1870, como parte de las medidas políticas que acompañaron la creación de la Diócesis de Medellín, se establecieron las sociedades católicas masculinas, que correspondieron a las asociaciones del Sagrado Corazón de Jesús, como organizaciones de mujeres. El papel de los párrocos y del clero en general respecto a las sociedades y asociaciones y la función de estas fueron descritos así: “El clero es en la Iglesia como el ejército permanente de la nación y las asociaciones católicas como simples milicias, que se organizan para salir a campañas en el momento de peligro” (La Sociedad, 6 julio 1872). Las sociedades católicas estuvieron entre los coprotagonistas de esa guerra en los Estados de Antioquia y Cauca.

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1853 en la entonces Nueva Granada: adopción del federalismo, separación de la Iglesia y el Estado, libertad de prensa, de organización, sufragio universal, limitación de las penas de prisión a casos de causa criminal. Un cuarto de siglo después de esta y de la abolición de la esclavitud, Isaacs seguía creyendo en la validez de esos principios para el gobierno de localidades y estados federales, con un gobierno central mínimo y legítimo, capaz de garantizar la observancia de la ley, la educación de la población y de construir la mínima infraestructura física requerida para lo que él consideraba debía ser el florecimiento de la actividad económica y el bien común. En 1878, se encontraba en Antioquia, al frente del periódico La Nueva Era, y se desempeñaba como representante de electores suyos a la Cámara. Las distintas tendencias del Partido Liberal que habían llegado a estar al frente de los gobiernos de los estados y provincias federales y del gobierno central desde 1853 de ninguna manera habían conseguido hacer realidad el ideario que figuras como Isaacs creían necesario seguir defendiendo. En medio de la crisis de dominación o hegemonía que se precipitó en toda Iberoamérica hacia 1880, a rastras de los factores económicos y políticos de la nueva fase de la globalización, se impusieron en Colombia dos demandas indispensables de reforma del Estado, que los grupos liberales no se encontraron en condiciones de solventar. El Estado no solamente debía ser lo suficientemente estable como para poder garantizar el monopolio de la fuerza en contra de las guerras civiles en el seno de los estados federales entre esos estados o las que se extendían a todo el país. Se requería que ese Estado, convertido por fin en nacional, tuviera una capacidad de acción que llevara a su término la unidad de la nación, asegurando el ingreso del Estado nación a la modernidad. En ese contexto y bajo circunstancias regionales y nacionales de reducida dinámica y muy poca transparencia política, Isaacs se lanzó en 1880 en Antioquia a una acción extrema. Con un golpe de Estado, Isaacs se proclamó de facto jefe civil y militar del Estado Soberano de Antioquia. Buscó transformar así la imposibilidad de realización práctica a la que había llegado el proyecto federalista en la decisión de impedir acciones que tenían que conducir ineluctablemente —eso lo conseguía prever— a la presidencia de Rafael Núñez, a cuyo cargo debía ponerle fin de manera oficial, a nombre del autoritarismo estatal.4 Para dar ese paso, Isaacs había abrigado esperanzas muy mal fundadas de repercusión política nacional, a las que recurrían

4 Véase Morales Benítez (2007).

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caudillos políticos o generales en situaciones conflictivas que creían que solo podían solucionarse por la fuerza. Su gobierno se sostuvo apenas algunos días. Depuesto, Isaacs perdió por acuerdo unánime de ese organismo su curul en el parlamento y quedó marginado de toda actividad política. Esa era quizás la tercera razón de Isaacs para querer ser sepultado en Antioquia.

La celebración de un héroe cultural Las gestiones que comenzó a desarrollar el general Arbeláez, de acuerdo con la familia de Isaacs, en los años inmediatamente posteriores a su muerte, fueron interrumpidas por la guerra civil de 1900. Una vez tocaron a su fin los excesos de violencia incontrolada que habían impuesto a principios de 1903 la necesidad para los grupos dirigentes de llegar a tratados de paz, el antiguo militar reactivó contactos a niveles tanto oficial como privado. Estos llevaron a la constitución de una Junta Isaacs, activa ya hacia el mes de mayo de ese año, de la que formaron parte personalidades de la sociedad civil, entre ellos María Ignacia Arango del Llano, quien asumió la dirección, y el periodista Fidel Cano, fundador y propietario de El Espectador. El vínculo directo con el gobierno regional lo asumió el político, educador y periodista Camilo Botero Guerra, quien se desempeñaba como secretario de instrucción pública de Antioquia y que tomó a su cargo la secretaría de la Junta Isaacs. Sus gestiones llevaron a que Clodomiro Ramírez, gobernador encargado, expidiera en Medellín el 4 de julio de 1903 el Decreto 456, “por el cual se honra la memoria del gran literato Jorge Isaacs y se dispone la traslación de los restos de ese insigne caucano”. El decreto incluyó cinco considerandos en los que, con investimento gubernamental, se procedía abiertamente a redimensionar la imagen de Isaacs, en términos no solo de identidad colectiva regional, sino de conciencia nacional: El gobernador del departamento de Antioquia, Considerando: 1.° Que el distinguido escritor público Jorge Isaacs, digno hijo del departamento del Cauca, es una de las más brillantes glorias de las letras hispanoamericanas; 2.° Que la esclarecida musa de Isaacs honró con suprema magnanimidad al departamento de Antioquia y a los antioqueños; 3.° Que para completar su obra de generosa simpatía hacia este pueblo, el ilustre poeta tuvo a bien favorecerlo con el precioso legado de sus restos mortales;

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4.° Que es un deber de gratitud corresponder a la muy honrosa distinción que el gran poeta quiso otorgar a Antioquia, y otro de cristiana hospitalidad satisfacer su último y vehemente deseo; y 5.° Que la Junta encargada de atender a la traslación y colocación de los restos de Jorge Isaacs ha juzgado que actos tan solemnes deben ejecutarse en nombre de todo el departamento de Antioquia y tener, por consiguiente, carácter visiblemente oficial, razón por la cual ha excitado a este Gobierno a que tome la iniciativa en los honores que han de hacerse a la memoria del ilustre finado. (Departamento de Antioquia 1905, 5-6)5

Es de destacarse que la reglamentación oficial que incluyó el decreto en su parte resolutiva ponía de presente el ánimo que movía a la Junta Isaacs y al gobierno regional, pues daban por clausurado el período en que el conflicto interno y la guerra civil habían dominado el escenario así: Art. 2.° La exhumación de los restos de Isaacs, así como su conducción al departamento de Antioquia, su recepción en la capital del mismo departamento y su colocación en el Panteón de San Pedro, de esta ciudad, serán de carácter oficial, sin perjuicio de la cooperación que en todos estos actos desea tener la Junta promotora de ellos y la que puedan y deban tener otras entidades y los antioqueños en su condición de particulares. Art. 3.° Comisiónase al general Pedro Nel Ospina, que con este objeto ha ofrecido espontáneamente sus servicios, para dar cumplimiento a los dos primeros puntos del artículo precedente, y con tal fin se le enviarán las credenciales del caso, tanto por la Secretaría de Gobierno como por la Junta Isaacs. § En el acta de exhumación se insertarán todos los comprobantes que el comisionado pueda reunir sobre autenticidad de los restos de Jorge Isaacs, tales como declaraciones, certificados de personas connotadas, &c. Art. 4.° Oportunamente se dictarán las disposiciones referentes a la recepción pública y solemne de los restos de Isaacs en la capital del departamento. (Departamento de Antioquia 1905, 6) 5 Agradecemos a la Biblioteca Pública Piloto, Sala Antioquia, de Medellín, el suministro de una copia de La gran apoteosis de Isaacs. Las citas han sido revisadas, en la medida de lo posible, con las publicaciones originales, en las salas de prensa de la Universidad de Antioquia y la Biblioteca Nacional en Bogotá.

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Pero la secesión política y la creación estatal de Panamá como país independiente hicieron que no pudiera realizarse el encargo, del que se había comisionado al general y caudillo conservador Pedro Nel Ospina: “recibir y conducir” a Medellín los restos de Isaacs. Siete meses después, según se desprende de una carta dirigida por Ospina en su nombre y en el de la Junta Isaacs a la diputación antioqueña ante el parlamento en la capital del país, la “translación” de los restos de Isaacs había pasado ya a convertirse en un proyecto de más proyecciones. Se trató ahora de hacer efectivo un trayecto ceremonial, con encargados de asumir la realización de cada una de sus etapas desde Ibagué, pasando por Bogotá, hasta Medellín. La decisión de involucrar a la diputación antioqueña, de la que formaban parte figuras de relieve dentro de la política nacional como los generales Mariano Vélez y Rafael Uribe Uribe, significaba que, con el necesario despliegue de recursos, iban a tener lugar recorridos para involucrar localidades y ciudades de los territorios por donde pasarían los restos de Isaacs, dándole así al evento un carácter simbólico nacional. Sendos memoriales dirigidos por el general Arbeláez al gobernador del Tolima y al obispo de Ibagué solicitaron los correspondientes permisos para la exhumación. Se trataba de un procedimiento con cinco pasos que casi sobre la marcha se concibió como ceremonia pública. Los restos debían ser desenterrados, expuestos a la vista de testigos escogidos para la ocasión e identificados a satisfacción de acuerdo con criterios protocolarios, para proceder a colocarlos solemnemente en una urna, que fue donada por la diputación antioqueña. Para cerrar la ceremonia, se debía firmar un acta en la que se dejaba constancia de su realización. Tras ese paso inicial debía emprenderse el recorrido por el país para llevar los restos a Medellín, su destino final. De acuerdo con ese orden, el 21 de noviembre de 1904 tuvo lugar la ceremonia de exhumación en el cementerio de Ibagué. Los memoriales estaban ajustados a las convenciones estrictas de trato con autoridades civiles y eclesiásticas. A su vez, ese estilo de trato elevado respetuoso y formal a los representantes del Estado y la Iglesia —“señor gobernador”, “ilustrísimo señor”, “su santidad ilustrísima”—, como tributo a la legitimidad que se les reconocía, debía revertir sobre la figura de Isaacs: Sr. gobernador del departamento, Como recomendado que soy para exhumar los restos del distinguido colombiano Jorge Isaacs, que se encuentran en el cementerio de esta ciudad, ruego a Usía, de la manera más comedida, se sirva autorizar dicha exhumación, con el objeto de trasladar

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dichos restos a la ciudad de Medellín, cumpliendo así la última voluntad del ilustre finado. [...] Ilmo. Sr. obispo de Ibagué. Comisionado como he sido para trasladar los restos del esclarecido colombiano Sr. Jorge Isaacs, del cementerio de esta ciudad en donde reposan a la de Medellín, suplico a S. Sa. Ilma. se digne conceder el correspondiente permiso para la exhumación de los expresados restos, para cumplir así la última voluntad del ilustre difunto. (Departamento de Antioquia 1905, 11-12)

Apoyados en las ideas de pueblo y patria como límites inalienables de entendimiento y comunidad, los organizadores de las ceremonias en torno a Isaacs procedieron a presentarse como portadores de una actitud respetuosa ante una individualidad sublime de incontrastables méritos. Se quería celebrar a Isaacs como héroe cultural, cuya representatividad respecto a la identidad colectiva era descollante. En el centro de la construcción e instrumentalización de Isaacs, como figura con función tanto orientadora como catalizadora, pasaron a estar así los temas de la variedad, riqueza e identidad regionales a través de los cuales buscaba promoverse los de la nación. Como el cantor de “la tierra de Córdoba” antes que el novelista de María, Isaacs resultaba un talismán con cuya ayuda se podían buscar a tientas, desde perspectivas patrióticas y culturales por encima de diferencias partidistas, modelos transicionales de identidad de alcance regional y nacional. En esa forma las celebraciones en torno a Isaacs pudieron perfilarse como campo de lucha simbólica por una nueva legitimidad.

El comienzo del recorrido y el sectarismo manifestado en Bogotá Por caminos de herradura, los únicos existentes, el general Arbeláez y Lisímaco Isaacs, hijo del escritor, transportaron la urna desde Ibagué hasta la población de Facatativá, en las cercanías de Bogotá. Allí tenía su terminal el Ferrocarril de la Sabana, con el que continuaron su viaje hasta la capital. El recibimiento en la estación central y el acto de depósito de la urna en la capilla del sagrario, contigua a la catedral, revistieron sin embargo de un carácter poco menos que privado el recorrido. Para el 10 de diciembre se programó un acto público en el teatro Colón. La ausencia de los miembros del ejecutivo y el legislativo en Bogotá fue sentida en esas actividades como lo que era: una afrenta abierta. Hasta

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qué punto esto irritó los sentimientos de quienes, en cambio, creían prioritario colmar con base en una nueva autoconsciencia colectiva la fragmentación sectaria de la sociedad, las divisiones de lealtades e identificaciones incrementadas por conflictos y crisis lo muestra una crónica de Max Grillo acerca del recorrido, desde la exhumación en Ibagué: Uno de los pormenores más imponentes del desfile fue el aspecto que presentó la carretera de Bolívar, ocupada en toda su extensión hasta el cementerio, que es de más de veinte cuadras, por la numerosa y bien ordenada concurrencia, sobre la cual descollaban, a grandes trechos, los lujosos y elegantes carros alegóricos. Aún estaba en la ciudad el último extremo de aquel desfile gigantesco, cuando ya habían entrado al panteón las corporaciones que lo encabezaban. [...] Nos figurábamos ver el cuerpo del poeta embalsamado con mirra y ungüentos orientales, colocado en un ataúd artístico, y que luego Ibagué, la ciudad no del todo insensible al esplendor de la grandeza del poeta, veía a sus hijos alzar en hombros los preciosos restos y emprender marcha hacia la culta Bogotá para depositarlo en un mausoleo de mármol blanco que coronara la estatua de la Poesía. ¡Cómo veíamos desfilar por las llanuras del Tolima el cortejo fúnebre! Allí llevan el cuerpo del poeta, decían las madres a sus hijas; y las doncellas con los negros rizos sueltos al aire y los ojos en que asomaba una lágrima, sonrientes, decían a sus novios: ¡allí va muerto el cantor de María, el que inmortalizó a su amada! Y al llegar a la estación del ferrocarril de la ciudad de Quesada, qué espectáculo el que se presentaba a la vista: una multitud de veinte o treinta mil almas que espera el cortejo, en silencioso recogimiento; allí estaban Pombo, Camacho Roldán, Fallon, Caicedo Rojas, Valenzuela y la municipalidad, el gobernador, los ministros. Allí el presidente de la República, al recibir las llaves del ataúd, expresaba ante la multitud, en nombre de Colombia entera, el duelo que sentía la patria. Mas todo era una alucinación. (Departamento de Antioquia 1905, 125-126)

La magnitud de los problemas existentes y la imposibilidad de establecer un consenso nacional mínimo sobre bases democráticas fueron

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mencionados directamente en uno de los discursos del acto realizado en el teatro Colón, según la reseña de la velada que escribió Jorge Méndez Valencia en el periódico Santo y Seña: Para finalizar el acto, en cuyos intervalos deleitó escogida orquesta, habló el Dr. Antonio José Restrepo. Empezó por decir que se sentía colombiano en esos momentos, y al pronunciar esa palabra, surgió el orador de inflamado verbo, que atrae, que conmueve, que fascina, que arranca aplausos. Lamentó la falta de los llamados a completar aquella fiesta, y con frase de oro, pero quemante como una ascua, marcó la indiferencia de esos tales, egoístas para hermosear la alabanza de Isaacs. Rememoró las glorias de este, lo esbozó por sus conceptos más salientes de literato y poeta; dijo que Isaacs era admirado allende los mares, en donde también se lloraba sobre sus páginas, y que aunque él —el orador— había sentido las flechas de su carcaj, se honraba en mostrar las cicatrices. [...] Las palabras del Dr. Restrepo fueron entrecortadas por aplausos y más aplausos. (Méndez Valencia 1905, 21)

Que el general Uribe Uribe fuera quien recitara el poema de Isaacs “Tierra de Córdoba” podía entenderse ante la situación calamitosa como un llamamiento a asumir responsabilidades, tanto en sentido político-social como ético-nacional. Comulgar en el acto de honrar al poeta Isaacs podía ser el comienzo de un entendimiento acerca de cuestiones básicas. Los comentarios de Max Grillo al poema de Isaacs que escogió para la ocasión, “La tumba de Belisario”, iban en el mismo sentido. El tema de los caídos en la guerra civil y el duelo no pretendían sacralizarlos, sino que debían servir para establecer comunidad, apoyada en su recuerdo, y generar identidad compartida dentro de lo que debía ser una sociedad política: Tiene “La tumba de Belisario” el tono solemne de un tambor que resuena después de terminada la batalla, cuando los muertos rígidos clavan sus pupilas vidriosas y frías en el cielo nebuloso, y las últimas quejas de los moribundos apenas se advierten entre los gritos complicados de todas las cosas conmovidas por la matanza de los hombres. ¡Qué solemnidad tan grandiosa tienen esas estrofas! Fue la tumba de un ser obscuro la que abrieron Isaacs y sus compañeros en los jarales de la selva caribe, y con todo, ¡qué grande la encontramos perdida en la soledad intrincada! (Grillo 1905, 28-29)

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¿Por qué ese rechazo tan ostensible? Décadas atrás, en el violento ataque polémico ya aludido, Caro había buscado hacer de Isaacs un réprobo, y eso seguía siendo para los hombres en el poder y sus seguidores. Además de esto y de la repulsa de propósitos éticos y político-culturales como los reseñados, el estilo y la cultura política del grupo, en ese momento de tanta pérdida de legitimidad, se caracterizaron por el apego a asuntos parroquiales y cuestiones personales, no a cuestiones de orden religioso o de concepciones del mundo. En este caso, fueron el motivo oficial del acto del teatro Colón y la persona que debía llevar los restos de Isaacs hasta Medellín, por el camino de Puerto Berrío, sobre el río Magdalena. Según las noticias de prensa, la velada del Colón estaba destinada a solemnizar la entrega que el general Juan G. Arbeláez debía hacer al general Marcelino Vélez de “la llave de la urna que guarda los restos del inmortal autor de María” (Méndez Valencia 1905, 20).

A la sombra de los caudillos ¿Cuál había sido la trayectoria de Vélez en los últimos quince años? Carismático caudillo antioqueño, había encabezado la fracción conservadora opuesta a la política que Caro basó en el papel moneda de curso forzoso, sin garantía alguna, manejado por un Banco Nacional concebido para financiar al gobierno y competir con la banca privada. Dirigente principal de la tendencia que reclamaba ser seguidora fiel de los principios conservadores, la que se autodesignó como “histórica”, en 1891 había sido candidato a la presidencia, contra la reelección de Núñez, en cuyo lugar iba a continuar gobernando, como lo venía haciendo, el vicepresidente Caro. Impuesto Caro, en 1893 la querella irreconciliable de los dos políticos quedó fijada en un manifiesto lanzado por Vélez contra los estilos político y de gobierno de Caro. Entre las exigencias que planteó se encontraron: descentralización fiscal y administrativa, independencia del poder judicial, pureza electoral, supresión del curso forzoso del papel moneda y, ante todo, fin del régimen de facultades extraordinarias bajo estado de excepción, que había sido la fórmula permanente de gobierno de Caro. El manifiesto de Vélez coincidía en la generalidad de esos puntos con reivindicaciones que venían formulando los diversos grupos liberales. Sin embargo, cuando algunos de estos se lanzaron en 1895 a una guerra civil, el importante sector social que Vélez acaudillaba no los apoyó. Concluido en unos pocos meses ese brote bélico, Vélez lanzó el primero de enero de 1896 un nuevo manifiesto, en el que ratificó sus posiciones críticas, y luego estuvo entre quienes suscribieron otro documento contra el régimen de Caro,

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titulado Motivos de la disidencia. De los dos documentos se desprende su convicción absoluta de que el atraso del país y el descontrol gubernamental imperante solo se solucionarían con la adopción de una serie de medidas que no podían dar más espera. En realidad, se trataba poco menos que de un plan de gobierno, pues aquellas iban desde la reorganización políticoadministrativa del país, la reforma del sistema electoral, la restricción del régimen presidencial, el fin del recurso al método permanente del estado de excepción; pasando por medidas concretas acerca de papel moneda, educación, libertad de prensa, hasta conseguir establecer por fin en la República de Colombia lo que era desde hacía un siglo elemento esencial de la modernidad de cualquier Estado: la garantía de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. En tanto que el Estado autoritario con fundamento religioso establecido por Caro había tenido como presupuesto la exclusión de los grupos liberales, que el arzobispo Bernardo Herrera Restrepo refrendó, haciendo eco al libro de Félix Sarda y Salvany y al radicalmente antimoderno Syllabus errorum, para levantar así, en su respuesta a Uribe Uribe acerca del liberalismo como pecado mortal, la última valla para ir a la guerra civil. La arremetida presidencial quiso ser contundente. Caro denunció a los firmantes del documento como un grupo que “reniega públicamente de la Regeneración y ataca la Constitución del 86”, lo que debía resultar entonces un delito de lesa patria. Por último, en las elecciones para el periodo 1897-1904, Vélez había acompañado como candidato a la vicepresidencia al general Guillermo Quintero, presidente por solo cinco días en el año anterior y la víctima más visible del último gran tinglado que montó Caro para poder candidatizarse para presidente, pero que al no resultarle llevó a complicaciones dignas de un vaudeville de Eugène Scribe: la decisión de manejar el país a través de la pareja Sanclemente y Marroquín, como presidente y vicepresidente, para impedir la candidatura de Rafael Reyes. Al recorrido que hizo desde Bogotá, acompañado por el político Dionisio Arango, para llevar los restos de Isaacs hacia Medellín, Vélez lo llamó, para resaltar lo que tenía de hazaña heroica, una “peregrinación”. Consciente de ser portador de reliquias de inmensa significación como signo de recuerdo, la llegada de la urna a la capital antioqueña fue puesta en escena como una gran demostración de poder social, en franco contraste con lo sucedido en Bogotá. Haber hecho estación con los restos de Isaacs en esa ciudad cobró así un significado preciso: había sido una riesgosa incursión en campo enemigo. Hay a este respecto un dato más que es necesario retener para medir hasta dónde estuvieron en esa primera fase los preparativos de la apoteosis

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de Isaacs a la sombra de los caudillos. Como ya se mencionó, el general Pedro Nel Ospina había sido comisionado para realizar la “translación de los restos” de Isaacs. Caudillo antioqueño vinculado al grupo político de Caro, Ospina había formado parte como ministro de Guerra del gobierno del presidente Sanclemente, impuesto por aquel. Pero en el momento en que en plena guerra civil el vicepresidente Marroquín, a instancias de dirigentes del grupo “histórico”, dio el 31 de julio de 1900 un golpe de Estado para derrocarle, Ospina había intentado, por su parte, dar un contragolpe junto con un grupo de los muchísimos generales de las diversas fracciones conservadoras que pretendían dirigir la guerra del lado gubernamental. La conspiración de Ospina abortó, pero en lugar de ser conducido a juicio o ante un pelotón de fusilamiento, se le autorizó salir del país. Concluida la guerra y siempre con Marroquín como presidente, Ospina había retornado a Antioquia.

Who’s afraid of Jorge Isaacs? Con la actitud de desconfianza partidista ante las intenciones ocultas que podía haber en los actos y ceremonias en honor de Isaacs, las sospechas frente a los intereses a los que se pretendía iban a servir, las notabilidades y el gobierno central en Bogotá no consiguieron siquiera imaginar qué funciones y dinámicas propias podían revestir, y mucho menos qué efectos querría alcanzar, como acontecimiento de gran trascendencia social. Gracias a la forma en que la Junta Isaacs los concibió y diseñó, la recepción de la urna con los restos de Isaacs en Medellín el 10 de diciembre de 1904, su depósito por más de un mes en el espacio consagrado de la Catedral metropolitana y su inhumación posterior en el Panteón de San Pedro se convirtieron en eventos que se conjugaron para conformar un multitudinario acontecimiento vívido, con tres grandes espacios de repercusión. En primer lugar, las ceremonias en torno a Isaacs ofrecieron respuesta, demandada en todos los sectores sociales, a la situación de crisis y de trauma. En segundo término, consiguieron suturar lo cortado, conectar el pasado con el presente, de manera tal que la construcción e imaginación de conciencia colectiva y de identidad cultural, regional y nacional dejaron de aparecer como estancadas. Finalmente, en términos tanto de performance celebratoria y ritual como de acontecimiento medial, los eventos intentaron estatuir símbolos y discursos con cuya ayuda las contradicciones del mundo social —de edad, género, partidos y fracciones, división social y profesional del trabajo— estuvieron rebasadas. Lo fueron en aras de metas que no

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resultaban extrañas a la comunidad, sino que aparecían como si formaran parte de una memoria recuperada. Hay algo entonces que salta a la vista en lo que fue el funcionamiento de la Junta Isaacs: un sentimiento compartido que llevó a sus miembros a inventarse a sí mismos, en la realización de tareas para las que no tenían entrenamiento ni preparación. Esto resulta válido, en particular, para su directora, María Ignacia Arango del Llano, quien demostró qué podía ser una actitud cívica y cómo era posible el patrocinio privado para actividades como las que se realizaban. Y lo fue, sobre todo, para Camilo Botero Guerra, quien pasó a dedicarse por completo a la organización de las actividades. Botero Guerra había llegado a la Secretaría de Educación de Antioquia con el apoyo del general Vélez y su propósito fue reajustar saberes y mentalidades desde los bancos escolares, en ese momento crítico tan particular, con una meta: afianzar en su región como proyecto colectivo la incipiente industria moderna, sin miedos ante ella, apoyándose tanto en la banca como en las actividades relacionadas con el café.

El atractivo de los carros alegóricos en las celebraciones públicas Entre los modelos posibles para las ceremonias de recepción e inhumación de los restos de Isaacs se optó por uno, no practicado hasta entonces en Medellín: el desfile con carros alegóricos, que debían abrir, cerrar o articular la marcha de trecho en trecho. Se trata de una fórmula común, presente lo mismo en festividades populares en la Francia rural en proceso de modernización entre 1848 y 1870, que en festivales públicas y fiestas cívicas en áreas urbanas en Norteamérica, hasta vísperas de la Guerra de Secesión. Posteriormente, se la vuelve a encontrar en actividades en las que fueron puestas en escena cuestiones de memoria e identidad, durante las celebraciones del centenario de la Revolución francesa y, poco antes, de la Revolución de las Trece Colonias. En Colombia, en 1873, Rafael Pombo, quien acababa de retornar de los Estados Unidos al país, fue encargado de organizar tres días de fiestas, con motivo de haberse adoptado la fecha del 20 de julio como aniversario de la Independencia nacional de 1810, tal como se lo había hecho en 1820 en Norteamérica con el 4 de julio. En el traslado del modelo de celebración patriótica norteamericana a Bogotá, Pombo utilizó no menos de diez carros. Las descripciones que se disponen se refieren a que nueve de ellos representaban las distintas secciones administrativas del país, sin que se precise cómo lo hacían. En todo caso, en esos carros había siempre “ninfas”, deidades “naturales” paganas, muy alejadas de las personificaciones femeninas vivas

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de ideas abstractas que fueron determinantes en la autodescripción social de la Revolución en Francia.6 En el desfile concebido por Pombo, el décimo carro, como si se tratara de un Trionfi, llevó “trofeos” de la guerra de Independencia neogranadina. Con posterioridad a ese empleo sin precedentes dentro de una actividad patriótica conmemorativa en Colombia, parece ser que por lo menos ocasionalmente se utilizaron en Bogotá carros alegóricos en la celebración católica anual más espectacularizada en el espacio público, la procesión del Corpus Christi. Durante su realización, el corpus divini como reliquia era objeto de exhibición ritual, conducido bajo palio y en una custodia, de acuerdo con usos medievales (Belting 1981, 126-127). Además, en carros de tiro dispuestos sobre planchas, se ponían en escena cuadros vivos (tableaux vivants) que debían descifrarse como alegorías políticas, tal como ocurrió en 1879 en Bogotá. Para celebrar el triunfo electoral del grupo que llevó a la presidencia a Núñez (“los independientes”), se recurrió entonces a un cuadro vivo inspirado en el libro de Ester, del Antiguo Testamento, que el director del periódico El Reparador7 describía así: El jueves último de mayo de 1879, asistió el ciudadano presidente con los secretarios a la fiesta y procesión eucarística, que la Iglesia católica hace cada año. [...] Todos vieron un carro que representaba al rey Azuero en su trono, su guardia al costado izquierdo, y la bella reina Esther al pie del trono postrada de hinojos, con el rostro pálido y los ojos lagrimosos. También se vio un jovencito con el cetro en la mano cubierto con un rico manto real, caballero en un blanco corcel como la nieve, que de la brida llevaba un hombre de rostro amoratado, los ojos inyectados, tembloroso, casi exangüe: ese niño representaba a Mardoqueo, y ese hombre a Amán, ministro y favorito del rey Azuero. [...] ¡Cuánta enseñanza encierra esta historia! ¡Cuántas coincidencias públicas y privadas! ¿Cuántas se cumplirán? Eso solo Dios, que es óptimo, lo sabe. (Sánchez Caicedo 1879, 14-21)

6 Para la Revolución en Francia, las doncellas eran encarnación de virtud republicana y la feminidad que se creía ver en ellas las hacía paradigma de perfectibilidad humana, dotada de superioridad, por hallarse más cerca de la naturaleza. Véase Hoffmann (1977) y Biver (1979). 7 Caro, Marroquín, Cuervo y Juan de Dios Restrepo figuraban como los “colaboradores literarios” de ese periódico.

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¿Cómo llegaron los miembros de la Junta Isaacs a adoptar ese modelo de desfile, a escoger la idea de los carros, a decidir cuáles debían ser las ideas cuyas personificaciones tenían que resultar de más impacto para la imaginación? ¿O, en fin, con qué acciones y emociones debía representarse qué narrativa dramática? Sobre los procesos en que se tomaron esas decisiones, se carece de informaciones detalladas. Sin embargo, entre las tradiciones de la familia de Fidel Cano, en la rama de Luis, su hijo mayor, se contaba que descodificar grandes pinturas, basadas en la mitología grecorromana, había sido una de sus ocupaciones intelectuales en el tiempo que pasó en una casa de campo, en donde se recluyó desde 1899 para mantenerse apartado de la guerra civil. Entre ellas estaba la Alegoría de la guerra y la paz (1629-1630), pintada por Rubens al concluir felizmente una misión diplomática. Entre otros temas plasmados en esa pintura, le habría interesado particularmente la transposición del lema de Hesíodo que hacía de la paz “protectora de la niñez”. Pero anécdotas como esta no son una explicación. Valen ante todo para ilustrar un interés por las alegorías y por formas de pensamiento alegorizador, que no se reducía sin embargo a un sector culto de la sociedad, sino que correspondía más bien a sensibilidades y mentalidades más generalizadas.

El éxito del ensayo general Según el periódico La Patria del 26 de diciembre, a pesar de tener lugar para una fecha en que parte de los moradores de Medellín salían de la ciudad con motivo de las fiestas de fin de año, en el recibimiento de la urna con los restos de Isaacs participaron “millares de personas” (La Patria 1905a, 42). Habrían acudido a magnificar a quien celebraban como “grande y excepcional gloria de la patria colombiana, de la literatura universal y de la humanidad sensible”, según manifestó Camilo Botero García como representante del Gobierno nacional, en su discurso en la recepción de los restos de Jorge Isaacs (Botero Guerra 1905, 61-62). Uno de los grandes aciertos de quienes concibieron la ceremonia fue, para hacer visible su carácter nacional, hacer intervenir en ella a representantes oficiales del nuevo presidente de la República, Rafael Reyes, y de los nuevos gobiernos regionales. En el momento en que se colocó la urna llevada por el general Vélez en el carro alegórico que la condujo hasta la catedral, hablando en representación del presidente, Agudelo declaró: Cree el Gobierno, y con razón, que no solo el pueblo de Medellín, que no solo el pueblo de Antioquia, que es la nación entera la que debe tomar parte en este tributo de honores a uno de sus hijos ilustres. ¡Felices los pueblos que honran a sus grandes hombres!

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¡Desgraciados aquellos que llevan sus disensiones y sus odios hasta más allá de la tumba! Este acto, que reúne todos los partidos y todas las opiniones, en un país dividido hasta ayer por cóleras desencadenadas y por lagos desbordados de sangre, es consolador para el patriotismo, porque augura días buenos en lo porvenir y hace esperar que la cordura no nos abandone jamás. Por otra parte, las naciones que honran a sus hombres notables se honran a sí mismas y riegan así la simiente que les dé brillo y poderío. (Agudelo 1905a, 46-47)

Por su parte, imbuido de la significación de lo que estaba sucediendo, y con muestras de un estado altamente emotivo, el representante del departamento del Cauca afirmó: Hay días en la vida de los pueblos en que la virtud ejerce en sus espíritus una influencia más marcada... días en que todo brilla con una nueva serenidad, y en que esparcimos lágrimas de júbilo al sentir que el mal se ha fundido para no volver a torturarnos. (Ospina 1905, 53)

Hubo, con todo, un punto preciso en el que las crónicas y artículos de prensa coincidieron, para hacer cristalizar en una autoalegorización lo extraordinario del tiempo ceremonial de ese día: el elogio del carro en que Antioquia “ricamente ataviada y majestuosa” acogía las reliquias del poeta, el “lujoso carro alegórico que representaba a Antioquia recibiendo las cenizas de su esclarecido cantor”. Luis de Greiff, vicepresidente del Centro Artístico, describía así el carro alegórico: Siguió a este un lujoso carro alegórico en que se destacaba la graciosa y gentil figura de una rubilla de facciones finas, ojos claros y limpios, perfil correcto y suave y ondulada cabellera. El atavío sencillo al par que artístico —como que se reducía a una blanca tunicela de seda y a un manto de rojo terciopelo— realzaba la belleza majestuosa de la niña que, en la actitud en que aguarda María sobre una piedra la llegada de Efraím, representaba a Antioquia en el momento de recibir el legado con que la honró el gran novelista. Exornaban el carro, distribuidas con arte sumo, las hermosas coronas de flores enviadas por corporaciones y particulares. (Greiff 1905b, 44)

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De esa manera, para la Junta Isaacs el recibimiento de la urna con los restos del escritor y su depósito en la catedral fueron un ensayo general de lo que ahora debía ser la culminación el 15 de febrero —es decir mes y medio más tarde— de las ceremonias que se habían iniciado el 21 de noviembre del año anterior con la exhumación en Ibagué.

Las decisiones estratégicas Tres tipos de contactos y el desarrollo de actividades de mucho alcance estratégico demuestran que ya a estas alturas la Junta Isaacs tuvo una agenda propia, definida por su convencimiento de la necesidad de proporcionarle a la memoria social un poderoso punto de referencia. La Junta procedió, en primer lugar, a refrendar oficialmente el programa para los actos del día 15 de febrero por gran número de organizaciones sociales y gremiales al mismo tiempo que, con mucho sentido del poder de la prensa, vinculó directamente a sus actividades a editores y redactores de periódicos, quienes dejaron así de ser posibles testigos u observadores, para asumir papeles de protagonistas del evento convertido en medial. Con esas dos medidas, y apoyándose en redes establecidas a nivel gubernamental, los organizadores aseguraron la participación en las ceremonias para Isaacs de todos los sectores sociales de Medellín, incluidos los prelados y sacerdotes. Pero no menos importante fue el funcionamiento de redes y contactos entre los distintos sectores de la alta política, de manera que se contó no solo con el apoyo de caudillos como Ospina, sino de políticos con un estilo y corte distinto, como Carlos E. Restrepo, quien manejaba concepciones cercanas a la idea de una sociedad civil burguesa. La herencia de Isaacs resultaba así común y poderosa, no confinada en ningún grupo: el escritor adquiría el perfil de un ícono identitario dentro de una cadena de gran progenitor-descendientes. En segundo lugar, la magnificación de Isaacs se convirtió por acción de la Junta en un catalizador de creatividad individual y grupal, como lo demuestran las formas de anunciar y publicitar el evento —evidente en los carteles confeccionados para invitar a la llegada de los restos y a la apoteosis (Departamento de Antioquia 1905, 69-71)— y la ornamentación de todo el muy largo recorrido que el desfile debía cumplir con un repertorio muy amplio de símbolos y manifestaciones estéticas de fiesta popular e identidad colectiva y cultural regional y nacional. Por parte de la Junta Isaacs se reconoció sobre todo, después del éxito del acto de llegada de los restos, la relevancia práctica que revestían los carros alegóricos, que resultaron convertidos en forma cultural popular, de monumentos móviles y democráticos. A pesar de

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su carácter efímero, a través de ellos podían estabilizarse, de manera tangible y legible, la experiencia estética y la memoria conmemorativa. Por eso la decisión de que se prepararan entonces muchos carros alegóricos. De manera que la magnificación de Isaacs acabó por incluir cuestiones primordiales que habían sido inabordables en Colombia: la muerte violenta, las víctimas sin sepultura, los deudos sin consuelo, la comunidad unificada en el dolor y el tributo que se les debía, todo ello a través de la figura ahora icónica de Isaacs. El gobierno de Marroquín tenía motivos reales para desconfiar de esas ceremonias: al mismo tiempo que se bosquejaban formas de comunidad cívica alternativa, en ellas podían rearticularse diversos tipos de descontento, que ponían en cuestión y de oposición latentes. Puede afirmarse entonces que los carros alegóricos fueron un préstamo cultural logrado y de felices resultados. La tercera decisión de alcances estratégicos tomada por la Junta Isaacs conllevaba una transferencia cultural mucho mayor. Se trataba de dar respuesta a una pregunta en la que no solo estaba en juego la relación entre lo secular y lo religioso. Se hallaban involucradas cuestiones de autocomprensión, afiliaciones y opciones básicas de orden político y cultural, realizadas a través de series de imágenes, rituales, retóricas, encarnaciones y espacios. La pregunta era: ¿qué clase de ceremonia ritual se debe celebrar? La respuesta conllevó, ni más ni menos, la ambición de transferir estructuras de origen romano religioso-estatal, junto a otras situadas en el centro mismo de las constantes estéticas de autorrepresentación política y cultural de la Revolución francesa, que suspendían el choque entre cristianismo y masonería. En Colombia, y en particular en Medellín, la segunda, más que el paganismo de la primera, podía constituir una cercanía peligrosa. La ceremonia que se quería realizar debía ser eso: una apoteosis. Fue menester para los organizadores del evento redefinir las formas que esa apoteosis podía adoptar, no en el sentido de zanjar diferencia con el modelo romano, sino para establecer conexiones culturales, dentro de los marcos de los modelos decimonónicos de universalismo liberal. El evento debía realizar, producir memoria en acto, rememorar y conmemorar hechos y acontecimientos y ser a la vez un evento memorable, digno de recordarse. En las relaciones entre la concepción, organización y realización de la apoteosis, en la producción de los artefactos, objetos, adornos que se iban a utilizar en ella, y la producción de memoria en los dos sentidos mencionados, estaban incluidas cuestiones cruciales y para enfrentarlas se imponía recurrir a aquellos elementos que podían ser capaces de asegurar las conexiones demandadas para ello. De forma que todo cuanto creyeron estaba en juego, desde las cuestiones cardinales de los sentidos del ser y la pertenencia

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hasta las de identificaciones, relaciones, comunidad y posteridad, su concentración y suma, les impuso una solución estética mucho más barroca que clásica para hacer de la apoteosis un espacio sobresaturado de significantes y significaciones culturales. Es de destacarse que en el manejo de ese nombre, ‘apoteosis’, la Junta Isaacs aplicó una política de cautela, como si se tuviera cuidado de no despertar recelos acerca de dinámicas de alguna clase de subversión cultural. A partir del 9 de febrero, con gran profusión de afiches y de manera masiva los días 13 y 14, se empapelaron el centro y distintos cruces de la ciudad. En ninguno de ellos apareció mencionado siquiera una vez el término. Tampoco se encuentra en las noticias de prensa ni en las invitaciones que cursaron distintos centros y asociaciones culturales y gremiales. En cambio, un día después del evento y en las semanas siguientes, en la mayoría absoluta de las crónicas que dieron cuenta de él, campea con poder emblemático en los titulares el término ‘apoteosis’: el acto en que los dioses paganos acogían entre ellos, como otra divinidad, a quien había sido antes un simple mortal.

El poeta como símbolo y el retorno de lo suprimido La empresa que acometieron los miembros de la Junta Isaacs solo podía resultar concebible a partir de certezas básicas. Las ansiedades producidas por las secuelas desastrosas de la guerra y la separación de Panamá no debían hacer olvidar aquellas actitudes antimodernas contra las relaciones salariales de trabajo, la racionalidad técnica, las relaciones mercantiles de mercado, la eficacia burocrática y, de manera protuberante, las libertades democráticas que estaban en las raíces de la conflictiva situación. ¿Se estaba en Colombia en los umbrales de una etapa nueva de la vida nacional, aunque su comienzo no fuera inmediato? Todas las maniobras de Caro, con las calamidades producidas, habrían sido solo para retardar en una década la llegada de Rafael Reyes a la presidencia. Sobre esa base, lo que podían pensar en concreto figuras vinculadas directamente al evento, como Carlos E. Restrepo y Fidel Cano, acerca de cómo apoyar el desarrollo de la acumulación de capital, educar a la población o construir la indispensable infraestructura, podía diferir no solo en acentos, matices y proporciones. Pero para los dos, Isaacs resultaba un símbolo de la posibilidad de cambio, de salir de la situación catastrófica. Isaacs como símbolo de humanidad y poeta nacional, algo que hasta entonces no existía, era a sus ojos poseedor de una dignidad que debía ser honrada. Es precisamente en ese punto, en la clase de evento concebido para honrar al escritor, el que a su vez como autodescripción de sí misma

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debía definir colectivamente a la comunidad cívica que lo magnificaba, donde puede leerse la impronta de Cano en la Apoteosis de Isaacs. Con el retorno de las huellas de aquellos mundos intelectuales y culturales de la Antigüedad que habían sido suprimidos, y sometidos a una lectura expurgada, se buscó un equilibrio en donde aquellos no se reducían a ser el marco pagano de prácticas precristianas o anticristianas, sino que formaban parte de un acervo cultural universal. Con su ayuda podía celebrarse y realizar el acto central en honor de Isaacs. Rituales religiosos católicos con gran despliegue ceremonial, al principio y al final del día 15, tuvieron más bien un papel de marco en el evento en honor de Isaacs. Pero inexorablemente estuvieron tocados por imágenes, símbolos y signos de tres proveniencias principales, con las que se construyó y en las que se apoyó la apoteosis: la antigüedad egipcia, la religión estatal romana, las dos acogidas en rituales masónicos, y los ceremoniales para consagrar a los grandes hombres, con cuya ayuda la Revolución francesa se autocaracterizó. En un país en donde la negativa a la sepultura fue hasta 1930 un arma manejada por la clerecía y las jerarquías de la Iglesia católica, “por espontáneo ofrecimiento” (m t m 1905, 89) del vicario de la Diócesis de Medellín, en la catedral de la ciudad se acogió la urna con los restos de Isaacs.8 A las ocho y media de la mañana de ese 15 de febrero tuvo lugar un servicio fúnebre de la mayor pompa y solemnidad, con los mejores instrumentalistas y cantantes, reservado por la liturgia católica solo para las más grandes ocasiones, al que asistieron autoridades, honoraciones e invitados. Pero parte de la decoración del recinto sagrado católico y el arreglo del catafalco formaron parte de la ingeniería simbólica de los organizadores de la apoteosis, el primero como uno de los campos artísticos de que tomó posesión y el otro como primera forma neomonumental. Persuadidos los organizadores del poder de los signos y, en primer término, del lenguaje escrito, el espacio de las naves y las columnas de la catedral tuvieron una decoración muy particular, de acuerdo con los requerimientos del día. La caligrafía utilizada, en inscripciones y lemas con una gran economía discursiva, sirvió de forma intermedia para el reconocimiento de los atributos de Isaacs como gran poeta y figura inspiradora. Inscripciones y textos como esos, en donde se fijaban ideas-fuerza, habían tenido empleo 8 Después de las celebraciones, Luis de Greiff, uno de sus organizadores, dejó consignado esos hechos: “El Dr. Víctor Escobar L., jefe actual de la Iglesia católica en la Diócesis, se mostró en esta ocasión benévolo y tolerante, cualidades naturales de un sacerdote de virtudes y de ilustración sólidamente poseídas y con justicia acatadas” (1905, 92).

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conmemorativo y glorificador de personalidades durante la Revolución francesa y reivindicaban el modelo del arte epigráfico en templos y edificaciones de la república romana. En cuanto al monumento en que se colocó la urna con los restos y un busto de Isaacs, estos provenían como prestamos transculturales de tradiciones distintas pero interrelacionadas. Orientó su construcción la idea de “permanencia” asociada a pirámides y obeliscos como tipos estandarizados desde el antiguo Egipto en la sacralización del espacio, y en lo que se designa como base del arte egipcio en el concepto de maat: verdad, justicia, orden en el que ese arte —y el Estado— se fundamenta como reflejo de un orden cósmico divino. Incluido en tradiciones herméticas y ceremonias de sociedades secretas, ese lenguaje formal había sido objeto de oprobio, cuando no de condenación, por parte del catolicismo. En cuanto al papel que se le dio al busto, este debía ser conducido en el desfile como un ícono, manifestación de la unanimidad del culto al gran poeta, cuya sacralidad era distinta y específica. Entre las varias descripciones que se hicieron de la apoteosis cabe destacar aquí la de La Patria: La Metropolitana, con su delicado traje negro, hecho por manos al parecer femeniles y con el cual suele recibir a los hijos que piden un momento de reposo en sus amplias naves, ostentaba en su centro el monumento —casi hundido entre la próvida floresta de las coronas— ejecutado por los artistas Cano, Vidal y Tobón Mejía, para recibir la urna que contenía las cenizas del bardo. Este monumento lo formaba una elegante y atrevida pirámide, de no muy ancha base, ahorcada por una elegante moldura y terminada en un hermoso símbolo. En la parte media y al frente se leía, en tipo modernista y sugestivo: “Isaacs”. (La Patria 1905b, 74-75)

La insistencia en referirse a la urna que hay en otras crónicas muestra que a más tardar, después de haber estado expuesta en cámara ardiente durante seis horas para que todo mundo pasara a darle tributo de respeto, en el día del gran ceremonial tuvo lugar una mutación que nadie podía prever. Los restos se convirtieron definitivamente en reliquias, la urna se hizo recipiente-signo propiamente religioso, de acuerdo con una descripción muy posterior que se ha hecho canónica: El signo religioso no se presenta como instrumento sencillo para pensar. No apunta exclusivamente a hacer presente en el espíritu de los hombres el poder sagrado al que remite. Quiere siempre establecer un vínculo real, un diálogo con él, llegar a hacerlo

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presente en el mundo de los hombres. Pero en su intento de construir un puente con lo divino, debe al mismo tiempo hacer clara la distancia, la inconmensurabilidad entre el poder sacral y cuanto puede —de manera necesariamente insuficiente— hacerlo visible ante los ojos de los hombres. (Vernant 1966, 255-256)

El modelo de la apoteosis de los emperadores romanos En el diseño y organización del desfile multitudinario que se inició a las tres y media de la tarde del día 15 de febrero, la Junta Isaacs previó que el traslado de la urna desde el monumento donde había sido expuesta dentro de la catedral hasta uno de los carros debía crear una continuidad fluida, que resultó numinosa. Pero el alto grado del poder de reliquias que adquirieron los restos y el carácter de objeto sagrado transicional y energizador que tomó la urna escaparon a todas las previsiones. Acerca del efecto de los cuadros alegóricos o simbólicos dentro de los cortejos celebratorios y las ceremonias ritualizadas en la Francia revolucionaria, hay descripciones de la época en que se lo designa en términos de électrisation y contagion emotivo. Para los de la apoteosis de Isaacs, los periodistas usaron términos como “sorpresa inesperada”, “sorprendían causando pasmo”, “deslumbramiento”, “arte milagroso”. El periódico La Patria encontraba que los carros alegóricos habían constituido el hecho central del evento: “La nota sobresaliente, la nota imprevista y que dio a la fiesta carácter de apoteosis de un dios, por las calles de la antigua Atenas, fue la que dieron los cuatro carros alegóricos” (La Patria 1905b, 75). El primero de ellos, decorado con la bandera nacional, llevaba una inmensa corona metálica, ofrenda funeraria con la que se afirmaba el triunfo sobre la muerte, acompañada de una gran lira hecha de flores. Los otros tres carros fueron de la Fama, Antioquia custodia los restos del poeta y la Gloria coronando al poeta.9 Su realización fue resultado del interés del filántropo Carlos Arango y de la colaboración de miembros de la Junta Isaacs, quienes los imaginaron y construyeron. Una nota oficial de Botero Guerra agradeció su trabajo: La Sra. Carrasquilla de A. y el Sr. Arango, generosamente auxiliados por el Sr. Tomás Carrasquilla, el literato de fama nacional,

9 La Patria (1905, 75-76), m tm (1905, 90), La Miscelánea (1905, 90) y de Greiff (1905a, 93-94) incluyeron descripciones detalladas.

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por la Srta. Ana Alvarez R. y por los jóvenes hijos de la primera, idearon y construyeron los lujosos carros alegóricas que tanto esplendor dieron a la Fiesta de Isaacs, y que con tanto entusiasmo admiró la sociedad medellinense. A estos apreciables y generosos cooperadores se debe, en rigor, casi todo el buen éxito de la festividad. (Botero García 1905, 88)

Acerca del carro de la Gloria, de Greiff señalaba que un “águila de oro completaba el emblema de esa diosa tan veleidosa como atrayente” (1905a, 94) y Tejada Córdoba la hacía atributo de la deidad suprema en que se reflejó el antiguo orden griego patriarcal: era “sinónimo de los grandes vuelos de la inteligencia, de la rapidez asombrosa del pensamiento y de la nobleza de las grandes acciones”, propias de Zeus (Departamento de Antioquia 1905, 76). Pero es posible otra lectura situando el evento en el contexto de los mundos culturales suprimidos y que retornaban con la apoteosis. Después de la muerte del emperador romano, su consagratio —la apoteosis— incluía muchas ceremonias, variables según las circunstancias políticas, con tres escenarios constantes: el palacio imperial, el forum romanum y el Campo de Marte. Entre estos dos últimos tenía lugar la procesión de un cortejo que acompañaba el cuerpo aparente del emperador —el cuerpo real ya había sido sepultado—, que debía ascender desde las llamas de la cima de una pira hasta el Olimpo. En la descripción de Herodiano de la consagratio del emperador Septimus Severus, se lee: “esa águila, de acuerdo con la creencia de los romanos, sube la psyche (el alma) del Emperador de la tierra a los cielos. Desde ese momento el Emperador es honrado junto con los otros dioses” (Herodiano, IV, 2. 20-11). Cabe sostener por eso que, para el diseño del desarrollo de la apoteosis del poeta en Medellín, la Junta Isaacs tuvo a su disposición más que un modelo, una matriz cultural. Se trata del doble sistema de referencias que proporcionaban dos de los tipos de ceremonias ya aludidas. El primero lo proporcionó la consagratio de los emperadores romanos. De ella, como elemento central de la religión estatal romana, se inspiró y reclamó el ceremonial para Isaacs en Medellín, sin ignorar las reelaboraciones y derivaciones que bajo la teología monoteísta cristiana aquellas habían podido tener en la Edad Media. En cuanto a la apoteosis de los emperadores romanos, como ritual para la recepción de un mortal entre los dioses, aquella revistió significación religiosa y política central como expresión del orden social y las normas éticas de autocomprensión de la sociedad romana imperial (Zanker, 2001). Los miembros de aquella vivían durante la apoteosis su pertenencia a esa

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sociedad a través de la realización de la ceremonia y de su participación tanto activa como pasiva en su desarrollo. La ciudad de Roma, en calidad de escenario recorrido, ante cuyos monumentos tenía lugar el gran acontecimiento religioso-estatal que representaba la apoteosis, pertenecía de manera esencial a ella. Al mismo tiempo que generaba significados específicos para los participantes, esos mismos espacios y monumentos, incluidas las inscripciones escritas en la arquitectura, debían mantener vivo el recuerdo del ritual. Entre los asuntos relacionados directamente con la apoteosis, el vínculo entre la realeza y el cuerpo perecedero del monarca con el problema central en todas las sociedades del manejo de los cuerpos perecederos y la inmortalidad de la monarquía, cuyo poder carismático no puede morir a pesar de la muerte física del rey, han sido históricamente centrales. Objeto de cuidadosa elaboración por parte de la teología y la liturgia política medievales, no se trató como en Roma de rendir honores al emperador en el curso del ceremonial en que ascendía a los cielos convertido en dios, sino de poner en escena el momento extremadamente crítico de transmisión del poder. Para ello todas las fuerzas que sostenían el orden del Estado debían juntarse y unificarse en grandes cortejos ceremoniales que podían durar muchos días. Con esos desfiles, su orden y sus fastos, se celebraba la legitimidad, eficacia e inmutabilidad de un orden perfecto. Ese orden no era otro, a su vez, que aquel con el cual el aparato del Estado se presentaba, mostrando su poder en el desarrollo de esas ceremonias rituales.

El modelo de la entronización de Voltaire en el Panteón Después de 1790, la apoteosis tuvo en París una redefinición secularizadora y revolucionaria, que puede considerarse como el segundo sistema de referencias al que recurrió la Junta Isaacs en su diseño de la apoteosis del poeta y novelista en Medellín. Dentro del desplazamiento del centro de gravedad de lo sagrado desde el poder monárquico absoluto y Versalles a la soberanía popular y la ciudad de París, la fuerza de la representación pasó a la cabeza del escritor-filósofo, como imagen ejemplar en la creación de una nueva memoria colectiva. Los filósofos y los hombres de letras dejaron de estar confinados a los ambientes de oposición o culto subversivo, para convertirse en el único estandarte prestigioso de la identidad nacional. La erección de estatuas y monumentos en honor a “los grandes hombres” y la fundación del Panteón como templo de los grandes hombres de la patria ampliaron el poder y la repercusión de su ejemplo y con él de las ideas de libertad. La grandeza de les grands hommes era la de su “alma”, su preocupación por la

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libertad extensible a toda la humanidad, por lo que pudo ser contrapuesta a la del héros. El lugar que les estuvo destinado fue ese templo de la memoria y lugar llamado a despertar ansias de emulación, de acuerdo con el espíritu revolucionario (Rincón 2012, 186-191). Las puertas del Panteón se abrieron para Voltaire el 11 de julio de 1791, después de las apoteosis de Rousseau y Mirabeau. Entre sus méritos se elogió haber dedicado toda su vida a oponerse a la opresión, haber puesto la filosofía al alcance de todos y, no en último lugar, su dominio del arte literario para hacer reír a sus contemporáneos a expensas del clero y los poderosos. Un gran cortejo del que formaron parte, entre otros, delegados de los vencedores de la Bastilla, de los clubes patrióticos, lo mismo que representantes de la vida cultural y política, cuerpos de caballería, infantería y músicos militares, acompañó una carroza de doce caballos para el sarcófago con los restos de Voltaire. Parihuelas llevadas en andas con la edición de sus obras y distintos bustos de filósofos iban ornadas con inscripciones y festones con lemas tomados de sus escritos. El punto culminante del cortejo lo proporcionó la estatua dorada de Voltaire. No solo el privilegio absoluto del monarca a las representaciones estatuarias estaba roto así, con un gesto democratizador, sino que esa estatua del escritor lo representaba en trance de ser coronado por la Fama. Grupos de doncellas que arrojaban flores acompañaron el cortejo. La convicción que dejó esa apoteosis de Voltaire fue que nunca nadie había sido elevado antes a alturas semejantes por el solo poder de su pluma. La ceremonia tenía reminiscencias grecorromanas, o inclusive de la religión cristiana, pero la pedagogía revolucionaria y la política de la memoria estatuyeron a Voltaire como figura simbólica de la nueva Francia y autor nacional, cuya obra pasó a constituirse en parte esencial del núcleo del canon.

La apoteosis de Isaacs como acontecimiento medial A partir de su concepción como conjunto de ceremonias ritualizadas y de su carácter de “apoteosis”, es posible destacar lo que pudo haber entonces de reduplicación en los eventos dedicados a Isaacs en Medellín. Puede vérselos como basados en repetición y diferencias, en cuanto reproducción y evocación diferenciadas de signos culturales preexistentes de renovado prestigio, puestos a disposición con el retorno de lo suprimido. Con este enfoque resulta posible discernir, además, la oscilación permanente que hubo en la apoteosis como acontecimiento performativo entre proximidad y distancia con esas matrices.

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Lo más específico de la apoteosis de Isaacs en Medellín, vista como un ceremonial masivo, no residió en transmitir o subrayar un mensaje propuesto con anterioridad a él, sino en constituirse como mezcla de lo secular y lo religioso, en medio y en el curso de lo que tuvo lugar en él, en fuerza de cambio, en acontecimiento transformador. En cuanto evento, la apoteosis había sido concebida para poder ser narrada como transcurso de un acontecer, pero la mutación señalada conllevó una redeterminación: tal como su puesta en escena recurrió a interrelacionar muchos medios representacionales, con su preparación por parte de los periodistas y su textualización posterior en los medios impresos, la apoteosis se hizo acontecimiento medial, que conjugó en sí misma muchos medios y sistemas representacionales. Esta dimensión fue el resultado del trabajo de periodistas y organizadores, que escribieron textos con anterioridad y crónicas y reseñas posteriores de un tipo muy particular, y de quienes produjeron el acontecimiento. Se insistió en lo multitudinario, lo imponente del desfile, la acumulación y profusión de signos que excedían ostensiblemente los desfiles corrientes en las festividades religiosas, los días patrios y las celebraciones populares. Se hicieron descripciones detalladas de los carros y de puntos nodales significativos, tales como la decoración de la calle de Junín, un trayecto emblemático para la experiencia del espacio del progreso material de la ciudad, donde se dispusieron “diez columnas, colocadas de dos en dos y a trechos, a uno y otro lado, en representación de los diez departamentos de Colombia”, es decir, se incluyó a Panamá. La atención a esos dos aspectos movió a los cronistas a establecer, por comparación, lo propio del evento, lo conseguido con él. Descripciones como esta antecedían el contraste declarado entre la magnitud de lo sucedido en Medellín y lo que había pasado en Bogotá: Uno de los pormenores más imponentes del desfile, fue el aspecto que presentó la carretera de Bolívar, ocupada en toda su extensión hasta el cementerio, que es de más de veinte cuadras, por la numerosa y bien ordenada concurrencia, sobre la cual descollaban, a grandes trechos, los lujosos y elegantes carros alegóricos. Aún estaba en la ciudad el último extremo de aquel desfile gigantesco, cuando ya habían entrado al panteón las corporaciones que lo encabezaban. (Departamento de Antioquia 1905, 125)

Otras comparaciones sirvieron para situar la apoteosis de Isaacs dentro de la historia local, queriendo darle repercusiones para el futuro: Hemos afirmado que la apoteosis de Isaacs no ha sido superada por ninguna otra en Antioquia, y creemos estar en lo cierto. La

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entrada triunfal del general Trujillo a Medellín, en 1877, no tiene, es verdad, paralelo en nuestros anales; pero ello fue obra de un solo partido. La inauguración de la estatua del Dr. Berrío en 1896, si bien rayó muy alto en magnificencia, fue también manifestación del espíritu de partido. Los honores tributados a Isaacs, no: todas las parcialidades, todas las opiniones, aun deponiendo algunos viejos y enconados rencores, han contribuido espontáneamente a dar inusitado brillo al homenaje grandioso que el pueblo de Antioquia le ha tributado a su cantor insigne. Las excepciones, si las hay, serán pocas, y no hay para qué tomarlas en cuenta. ¡Quieran los siglos y las generaciones futuras respetar ese homenaje y guardar intacta y gloriosa la memoria del bardo, del escritor y del novelista! (Agudelo 1905b, 86)

Furta sacra, acto protocolario y los dos cuerpos del rey La parte de las ceremonias que tuvo lugar en el cementerio de San Pedro10 y el manejo que se dio a la urna permiten considerar no solo que, como ya se señaló, los restos de Isaacs fueron transformados en reliquias y la urna en poco menos que un relicario. Sobre todo, el acto de inhumar los despojos mortales de Isaacs en Antioquia y no en el Cauca resultaba también a los ojos de algunos una furta sacra: el aceptado robo piadoso de cuerpos completos y de reliquias, que fue práctica medieval corriente. Al mismo tiempo que se trató de la más oficial de las ceremonias, con levantamiento protocolario de un acto notarial. Identificada la urna como aquella que “contiene los restos del poeta caucano Jorge Isaacs”, se procedió a abrirla: “Los presentes vieron los expresados restos, cuyas diferentes partes estaban cuidadosamente envueltos en papel y colocados dentro”. Luego se los dispuso sobre una mesa para concluir la identificación. Se señala en el acta que “hubo que poner en alto el cráneo del poeta para que la preciosa reliquia pudiera ser contemplada por la multitud que anhelaba verla”. Debió mostrárselo no una, sino por lo menos dos veces a la gran asistencia. En él se creían presentes el genio, la capacidad creadora de Isaacs y los estados de su alma: las propiedades del 10 El cementerio de San Pedro fue concebido en 1842, por y para el sector social dominante en Medellín, como propiedad privada por suscripción de acciones, de acuerdo con la ecuación familiar-patrimonialista: hogar (cuna)-mansión de los justos (tumba). Véase Cementerio de San Pedro (1899, 3-5).

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alma y sus estados se calcaban en la masa cerebral, y a su vez el cerebro daba sus formas a la bóveda craneana. Dentro de la cripta dispuesta se depositaron dos urnas. Una con los restos transportados desde Ibagué y acabados de identificar. La otra contenía ejemplares de periódicos que habían dedicado ediciones especiales a Isaacs desde que estaban sus restos en Medellín y una copia del acta judicial de las formalidades que se habían cumplido. Las grandes e imponentes ceremonias a que dio lugar desde la Edad Media el momento crítico de la transmisión del poder giraban en torno a los que Ernst Kantorowicz en su clásico estudio de teología política llamó The King’s Two Bodies. Gracias a “los dos cuerpos del rey”, el monarca que había muerto permanecía en posesión real del poder hasta cuando el segundo cuerpo era puesto en la tumba y su sucesor ocupaba su lugar.11 Las intervenciones de tres oradores, al finalizar las ceremonias, fueron planeadas por la Junta Isaacs para llevar a buen término sus propósitos de construcción de la significación del evento y de institucionalización en la memoria colectiva. Dos de los discursos al pie de la cripta de Isaacs estuvieron a cargo de dos de los políticos que se han mencionado, quienes a corto o mediano plazo fueron presidentes de Colombia. Carlos E. Restrepo gobernó entre 1910 y 1914. Al frente de la Unión Republicana, puso fin a los estilos de gobierno autoritarios y estableció bases para estabilizar el país como una sociedad interesada en conseguir un nuevo entorno económico, tecnológico, político y cultural. Pedro Nel Ospina, presidente entre 1922 y 1926, fue desde el ejecutivo el impulsor de una primera transformación fiscal y económica colombiana. La tercera oración, realizada por Fidel Cano a nombre de la Junta Isaacs, tuvo muy en cuenta el aspecto de la sucesión y la continuidad de las ideas del escritor: del poder que había detentado Isaacs. Encomiástica al destacar el “carácter nacional” del homenaje, reclamó una legitimidad propia para interpretar la apoteosis como reclamo de nuevas formas de vida política, social y cultural. Para magnificar a Isaacs, Cano desarrolló con intenciones persuasivas tres topoi: el primero, la reflexión acerca de la “tumba de la resurrección”, una clásica anastesis; el segundo, el elogio de una divinidad; el tercero, el elogio del ethos del trabajo, formaba parte, para cerrar, de la constelación de discursos y temas sobre la identidad sociocultural, geográfica y étnica de la población de Antioquia.

11 Véase la reformulación del tema en Giesey (1987) y (1992).

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Por lo que toca a los dos primeros, hacer de la cripta de Isaacs “tumba de la resurrección” le sirvió a Cano para recalcar un propósito de cambio real: En mi sentir —tal vez diría mejor si dijese en mi esperar— la apoteosis del poeta caucano es un signo de vida, o, si queréis, de resurrección, que surge de repente en ese vasto cementerio de glorias, de virtudes y de ideales que se llama Colombia, harto más triste y desolado que el camposanto donde ahora nos vemos. Como una palpitación en el que creíamos cadáver anuncia la persistencia de la vida y engendra esperanzas de salud y hasta de felicidad; como un jirón azul que se muestra súbitamente entre las negras nubes de una tempestad, nos recuerda el cielo limpio y nos promete los esplendores del verano, así cuando un pueblo infortunado y decaído convierte de pronto sus miradas y su entusiasmo a sus héroes, a sus poetas, a sus próceres, a quienesquiera que la hayan dado gloria o por él hayan hecho sacrificios, el patriotismo puede regocijarse con la supervivencia del alma nacional y abrir la esperanza al retorno de las grandezas ideas, a la reflorescencia de las marchitas glorias, a la resurrección de las virtudes muertas, al restablecimiento de los derrocados ideales sobre las aras de donde los derribó la apostasía o bajo las cuales supo esconderlos la habilidad juglaresca. (Cano 1905, 110)

“Para los partidos y bandos en que Colombia se ha visto dividida”, era posible que la apoteosis de Isaacs no tuviera “significación política alguna”. En oposición a ellos, Cano sostenía que “este acto sí tiene una gran significación política y de él emana —por lo menos para mí— una gran consolación” (1905, 110-111). A esa capacidad de nombrar las cosas, de vincular desolación —consuelo, política tradicional— nueva comprensión de lo político, Cano hizo seguir su elogio de una divinidad romana, que personificaba la unidad ciudadana. A ella, a Concordia, había sido edificado un templo en Roma, entre el forum y el Capitulinus mons, y le había sido consagrado una plaza de gran importancia histórica en el París posrevolucionario, quintaescencia monumental del espacio urbano abierto moderno. Cano interpretó la apoteosis como muestra de que era posible reorganizar las capacidades y posibilidades del país para pasar de una agotada a una surgente sociedad colombiana, en torno a esa nueva responsabilidad común. Esa era para él, hablando en nombre de la Junta Isaacs, la significación última de la apoteosis como respuesta a la pregunta ¿para qué poetas en tiempos de calamidades?:

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Otro valor tiene para mí esta manifestación en que aparecen olvidados odios y disidencias políticos, y es el de anuncio cierto de estar para realizarse uno de los más hermosos ideales de nuestra presente vida colectiva: el de la concordia nacional. Esta solemne y cordial reconciliación de los vivos con un muerto insigne que fue ardiente, atrevido y franco lidiador, y la tregua que para ella celebran y respetan las parcialidades, paréceme feliz y seguro síntoma de conciliación entre los vivos mismos. Y no es este el único de los buenos ideales presentes que recibe incienso juntamente con la memoria de Isaacs en esta apoteosis: el trabajo, el trabajo no solo como digna ocupación de la vida individual, sino también como medio de redimir y engrandecer la patria —tuvo entre sus apóstoles y obreros al autor de María, a quien pudiera llamarse, como él a los hijos de Antioquia— “titán laborador”; y cuenta que el trabajo honrado y enaltecido en la persona de Isaacs no es el que se limita al empleo útil de las fuerzas materiales —único que muchos parecen considerar hoy como digno y verdadero— sino el que consiste en la provechosa aplicación de todas las facultades humanas. (Cano 1905, 110-111)

Fidel Cano fue tal vez quien inauguró en el siglo x x en Colombia un discurso político y social sobre la concordia, como presupuesto de lo que en sí mismo no podía ser puesto en cuestión en la vida del país. Exhortar a ponerla en práctica significaba al mismo tiempo que su valor solo podía ser reconocido como el precio de algo medido con otra cosa, con los intereses que llevaban a sacrificarla. A través de Carlos E. Restrepo, como figura que lo encarnó, ese discurso llegó hasta Enrique Olaya Herrera, presidente liberal al inicio de la década de 1930. Este directamente, o uno de sus más inmediatos colaboradores, quiso monumentalizar de alguna manera la idea, construyendo una propia plaza de la Concordia en Bogotá, que aireara además la pobreza aldeana del sector céntrico de la calle doce arriba de la carrera tercera. ¿Cuál ha debido ser la complejidad visual?, ¿cuáles los usos y actividades, los límites y la circulación, el arte público imaginados en función del microclima particular de la zona, en una plaza que debía ser foco de actividad, corazón de un intenso sector urbano? Estas son preguntas que se pierden en el vacío. Nada quedó en el lugar mismo de lo que fue ese proyecto, a no ser por una placa con el nombre: plaza de la Concordia, colocada sobre la fachada de una casa esquinera. Lo que parece caber dentro de la lógica cultural de que todo lo acontecido con la Apoteosis de Jorge Isaacs debe olvidarse está

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tabuizado hasta en las celebraciones de la “identidad antioqueña” realizadas en 2013. De lo que sí iban a quedar ecos, por sumarse a voces o porque otras lo habrían de repetir, es del elogio a “El creador de María” —así se tituló la reseña de Luis de Greiff— y de una observación hecha por Restrepo en su discurso: Entre los que hemos convenido en llamar nuestros varones ilustres, muchos de los cuales no serán más que indigentes a la puerta de la Historia, uno de los pocos que por ella ha de entrar habrá de ser Jorge Isaacs; no va solo: ¡lleva del brazo a María! (Restrepo 1905, 102)

Referencias

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La Apoteosis de Jorge Isaacs: crónica de un acto de reconciliación fallido

Departamento de Antioquia. 1905. La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba. Medellín: Imprenta Oficial. Giesey, Ralph E. 1987. Cérémonial et puissance souveraine. France X Ve–XVIIe siècle. París: Cahiers des Annales. ———. 1992. Le Roi ne meurt jamais. París: Flammarion. Greiff, Luis de. 1905a. “El creador de María”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 92-97. Medellín: Imprenta Oficial. ———. 1905b. “Jorge Isaacs”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 44-46. Medellín: Imprenta Oficial. Grillo, Max. 1905. “Palabras y recitación”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 28-30. Medellín: Imprenta Oficial, 1905. Herodiano, IV, 2. 20-11 Hoffmann, Paul. 1977. La femme dans la pensée des Lumières. París: Editions Ophrys. La Patria. 1905a. “Jorge Isaacs”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 42-43. Medellín: Imprenta Oficial ———. 1905b. “Los restos de Isaacs”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 74-78. Medellín: Imprenta Oficial. Martínez, Fabio. 2003. La búsqueda del paraíso. Bogotá: Planeta. Méndez Valencia, Jorge. 1905. “Velada Isaacs”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 20-21. Medellín: Imprenta Oficial. Morales Benítez, Otto. 2007. “El desconocido político Jorge Isaacs”. En Memorias del I Simposio Internacional Jorge Isaacs. El Creador en todas sus facetas, 47-56. Editado por Darío Henao Restrepo. Cali: Universidad del Valle.

197

Carlos Rincón

m t m . 1905. “La apoteosis de Jorge Isaacs”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 89-92. Medellín: Imprenta Oficial. Ospina, Lino. 1905. “Discurso”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 52-55. Medellín: Imprenta Oficial. Restrepo, Carlos E. 1905. “Discurso”. En La gran apoteosis de Isaacs. Colección de documentos, discursos, & C., relativos a los honores hechos a la memoria y a los restos del cantor de la Tierra de Córdoba, 97-103. Medellín: Imprenta Oficial. Rincón, Carlos. 2012. “Visualización, poderes y legitimidad entre la Nueva Granada y la República de Colombia”. En Conmemoraciones y crisis. Procesos independentistas en Iberoamérica y la Nueva Granada, 179212. Editado por Juan Camilo Escobar Villegas, Sarah de Mojica y Adolfo León Maya Salazar. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Vernant, Jean-Pierre. 1966. Mythe et pensée chez les Grecs. Etudes de psychologie historique. París: François Maspero. Zanker, Paul. 2001. Die Apotheose der römischen Kaiser. Ritual und städtische Bühne. Munich: Carl Friedrich von Siemens Stiftung.

198

l os au tores

Carlos Rincón

Es Profesor Emeritus de la Freie Universität Berlin, donde se desempeñó como profesor y subdirector del Instituto Central de Estudios Latinoamericanos. Se doctoró en la Universidad de Leipzig en 1965 y recibió en 2002 el título de Doctor Honoris Causa de la misma universidad. Ha sido investigador y profesor invitado de las universidades de Harvard y Stanford. Ha dirigido proyectos de investigación y realizado estancias investigativas y de docencia patrocinadas por las fundaciones Volkswagen, Fritz Thyssen, Johann Gottfried Herder y el Servicio Alemán para el Intercambio Científico (DAAD). Además, ha participado en actividades investigativas apoyadas por la Paul Getty Foundation. En 1995 recibió en Colombia el Premio Nacional de Ensayo y en 1996 en México el Premio de Ensayo Hispanoamericano de la Fundación Lya y Luis Cardoza y Aragón de manos de su presidente, Gabriel García Márquez.

Barbara Dröscher

Fue profesora en el Instituto Central de Estudios Latinoamericanos de la Freie Universität Berlin, entre 1998 y 2005. Recibió la habilitación de la Facultad de Humanidades de la misma universidad en 2005, con una conferencia que versó sobre Rubén Darío y Heinrich Heine. En el campo de la germanística publicó el libro Zur Poetik Christa Wolfs; en el de los estudios latinoamericanos es autora del estudio Mujeres letradas. Fünf zentralamerikanische Autorinnen und ihr Beitrag zur modernen Literatur: Carmen Naranjo, Ana María Rodas, Gioconda Belli, Rosario Aguilar und Gloria Guardia (2004). Fue coeditora de los volúmenes Acercamiento a Carmen Bullosa (1999), La Malinche. Übersetzung, Intertextualität und Geschlecht (2001) y Carlos Fuentes‘ Welten. Kritische Relektüren (2003). Actualmente adelanta investigaciones biográficas.

199

Índic e onomástic o

Acosta de Samper, Soledad: 110, 112

Benjamin, Walter: 121, 165

Agudelo, Avelino: 180

Betancur, Belisario: 118, 119

Alarcón, Pedro de: 31, 99, 100

Beyle, Henri (Stendhal): 102, 128

Alas, Leopoldo (Clarín): 99, 100

Biver, Marie-Louise: 179

Alighieri, Dante: 50, 87

Blanco García, Francisco: 64, 65

Almario, Oscar G.: 147

Blasco Ibáñez, Vicente: 31, 99

Alonso, Dámaso: 113

Boccaccio, Giovanni: 95, 98

Álvarez R., Ana: 188

Böhl de Faber, Cecilia (Fernán Caballero): 99, 123

Anderson Imbert, Enrique: 23, 71, 92 Andrade, Luis Ignacio: 116

Bolívar, Simón: 71, 90, 173, 191

Arango del Llano, María Ignacia: 169, 178

Bonald, Louis de: 88, 126

Arango, Carlos: 187

Boswell, James: 87, 126

Arango, Dionisio: 176

Botero Guerra, Camilo: 169, 178, 180, 187, 188

Arbeláez, Juan Clímaco: 167, 169, 171, 172 Arbeláez, Juan G.: 175

Bowen, Elizabeth: 29

Arboleda, Julio: 47, 55, 72

Brecht, Bertolt: 116

Arciniegas, Germán: 69, 71, 73, 112, 135

Byron, George Gordon: 89

Aristóteles: 125

Caballero Calderón, Eduardo: 13, 111

Arouet, François-Marie (Voltaire): 189, 190

Caballero, Fernán: Véase Böhl de Faber, Cecilia

Atila: 103 Augusto: 125, 126

Cadalso, José: 90

Austen, Jane: 12, 128

Caicedo Rojas, José: 173

Bal, Mieke: 142, 149

Caillois, Roger: 106

Balzac, Honoré de: 30, 45, 102, 105, 123

Calderón de la Barca, Pedro: 79

Barba-Jacob, Porfirio: 83, 102

Camacho Roldán, Salvador: 173

Baroja, Pío: 31, 106

Campoamor, Ramón de: 130

Barrès, Maurice: 102

Cano, Alcides: 60

Baudelaire, Charles: 97, 98, 122, 130

Cano, Fidel: 169, 180, 184, 185, 193-195

Bayona Posada, Nicolás: 52

Cano, Gabriel: 119

Bécquer, Gustavo Adolfo: 6, 130

Cano, Luis: 180

Beethoven, Ludwig van: 85

Caro, José Eusebio: 47, 55, 72

Bello, Andrés: 91

Caro, Miguel Antonio: 11, 24-26, 28,

Belting, Hans: 179

40- 46, 49, 56, 58-61, 70, 93, 96, 97, 112,

Benjamin, Jessica: 152

116, 121, 129, 130, 166, 175-177, 179, 184

201

María la de El Paraíso

Carrasquilla, Rafael María: 116

Font Castro, José: 134

Carrasquilla, Tomás: 28, 29, 102, 112, 113, 187

Fontane, Theodor: 123

Cela, Camilo José: 103

Franco, Francisco: 117

Campazas, fray Gerundio de: 98

Freud, Sigmund: 54, 151

Cervantes, Miguel de: 50, 85, 125, 128

Fromm, Erich: 151

Charry Lara, Fernando: 78

Gaitán Durán, Jorge: 78, 85, 118

Chateaubriand, René de: 20, 34, 70, 71, 73,

García Sarmiento, Félix Rubén (Rubén Darío): 167

75, 88, 89, 91-93, 102, 126 Chejov, Anton: 76

Genette, Gérard: 129

Chevalier, Sulpice Guillaume

Geßner, Salomon: 126 Giesey, Ralph E.: 193

(Gavarni): 122 Coleridge, Samuel Taylor: 130

Giraldo Jaramillo, Gabriel: 80

Coloma, Luis: 99, 128

Goethe, Johann Wolfgang von: 11, 126, 150, 151

Colón, Cristóbal: 88, 97, 103 Connell, Robert: 145

Gogol, Nikolái: 76

Córdoba, José María: 167

Gómez, Efe: 28

Cortés Ahumada, Ernesto: 135

Gómez, Laureano: 116, 117

Croce, Benedetto: 97

Gómez Restrepo, Antonio: 24, 27, 33, 40- 44, 46, 121

Cuervo, Rufino José: 56, 97, 179

Gómez Valderrama, Pedro: 12, 17, 18, 22,

Curcio Altamar, Antonio: 109-113 Daumier, Honoré: 122

23, 25, 26, 30-32, 36, 41, 48, 57, 67, 71, 72,

Díaz, Eugenio: 28

77, 79, 81, 86-88, 90, 92, 98, 113, 118, 119, 133, 135

Díaz Granados, Norberto: 17, 32, 41, 48,

González, Gonzalo (gog): 17, 32, 41, 48, 56,

119, 133

67, 77, 78, 80, 119

Dickens, Charles: 102, 128 Dickinson, Emily: 130

Grandville, J. J.: 122

Diderot, Denis: 11, 128

Greiff, Luis de: 181, 185, 188, 196

Dostoievski, Fiodor: 30

Greiff, Otto de: 80

Dumas, Alejandro: 20, 34, 99

Grillo, Max: 173, 174

Echeverría, Esteban de: 91

Güderode, Karoline von: 129

Encina, Juan de la: 125

Gumbrecht, Hans Ulrich: 123

Escobar L., Víctor: 185

Gutiérrez González, Gregorio: 56

Estébanez Calderón, Serafín: 99

Grueso, Delfín Ignacio: 148, 149

Fallon, Diego: 130, 173

Haines, Helen: 69

Fernández de Lizardi, José Joaquín: 90

Hardenberg, Friedrich von (Novalis): 129

Fernández Madrid, José: 47

Hawthorne, Nathaniel: 29, 129

Fielding, Henry: 11, 128

Henao Restrepo, Darío: 136, 141

Figueiredo Jaime, M. I.: 150

Herder, Johann Gottfried: 14, 126

Flores, Juan de: 98

Hernández de Mendoza, Cecilia: 90

202

Índice onomástico

López Narváez, Carlos: 11, 17, 22, 23,

Hernández, José: 102

29- 32, 41, 48, 77, 95, 118, 135

Herodiano: 188 Herrera Restrepo, Bernardo:176

Lorenzo, Silvia: 82

Hesíodo: 180

Machado de Assis, Joaquim María: 12, 129

Hitler, Adolf: 103

Maistre, Rodolphe de: 88

Holguín, Carlos: 25, 44, 61

Malaparte, Curzio: 102

Holguín y Caro, Margarita: 25, 26, 44-46,

Malherbe, François de: 108 Mann, Thomas: 153

58-61 Homero: 126

Mármol, José: 19

Hugo, Víctor: 88, 89, 91, 99, 128, 130

Marroquín, José Manuel: 102, 165, 176, 177, 179, 183

Isaacs, Jorge: 9, 10, 12, 13, 14, 17, 18, 20-25, 28, 30-33, 37, 39-46, 49-52, 54-61, 64, 67,

Marroquín, Lorenzo: 128

69-72, 75-83, 85, 86, 92, 93, 95-97, 99,

Matheu, José María: 99

101-104, 106-109, 112, 113, 115, 133, 135,

Maurras, Charles: 103

141-143, 145, 147-151, 155, 157-160, 162,

Maya, Rafael: 21, 27-29, 33, 46, 49-55, 61- 63, 70, 91, 118, 119, 121

165-172, 174, 175-178, 180, 181, 182-196 Isaacs, Lisímaco: 172

Melville, Herman: 129

Isla, José Francisco de: 98

Méndez Valencia, Jorge: 174

James, Henry: 29

Menéndez y Pelayo, Marcelino: 90, 95

Jitrik, Noé: 141, 146, 151

Mercier, Louis-Sebastien: 121

Joyce, James: 127

Mesonero Romanos, Ramón de: 99, 122

Kafka, Franz: 79, 127

Mirabeau, Octave: 190

Kantorowicz, Ernst: 193

Mojica, Sarah de: 13

Keats, John: 129

Montaigne, Michel de: 88

Krauss, Werner: 125, 126

Montalvo, José Antonio: 116

Labrunie, Gérard (Gérard de Nerval): 79

Montoliu, Manuel de: 98

Ladrón de Guevara, Pedro: 39, 40, 65

Moravia, Alberto: 102

Lamartine, Alphonse de: 24, 42, 43, 85,

Moretti, Franco: 127 Morgan Foster, Edward: 112

89, 91, 102 Larbaud, Valéry: 110

Múnera, Alfonso: 146, 148

Las Casas, Bartolomé de: 88

Musset, Alfred de: 85

Lawrence, D. H.: 29

Naranjo Villegas, Abel: 80

León y Román, Ricardo: 31, 57

Nieto, Juan José: 110

Lessing, Gotthold Ephraim: 151

Nieto Arteta, Luis Eduardo: 90

Lleras Camargo, Alberto: 116, 119

Núñez de Arce, Gaspar: 130

Longo: 126

Núñez, Rafael: 56, 71, 107, 167, 168, 175, 179

Lope de Vega, Félix: 12, 79, 98, 125, 126

Obeso, Candelario: 98

López García, Camilo: 135

Olaya Herrera, Enrique: 195

López, Luis Carlos: 135

Ortega y Gasset, José: 89

203

María la de El Paraíso

Ortiz, José Joaquín: 56

Rivera, José Eustasio: 22, 69, 72, 83, 102, 113

Osorio, Fanny: 82

Rivera y Garrido, Luciano: 65, 93

Ospina, Eduardo: 107

Rodríguez del Padrón (de la Cámara), Juan: 95

Ospina, Pedro Nel: 170, 171, 177, 182, 193 Pacheco, Jesús R.: 150

Rojas Pinilla, Gustavo: 116, 118, 119, 134, 135

Pachón de la Torre, Álvaro: 119

Rousseau, Jean-Jacques: 11, 88, 190

Páez, Adriano: 19

Rubens, Pedro Pablo: 180

Palacios Valdés, Armando: 99

Ruíz, Jorge Eliécer: 79

Palma, Ricardo: 103

Sagan, Françoise: 101

Pardo, Joaquín: 26

Saint-Pierre, Bernardin de: 20, 24, 34, 37, 42, 43, 70, 88, 91, 92, 102, 126

Pardo Umaña, Emilia: 85, 135 Pedro II: 150

Salvador Rueda, Emilia: 99

Pereda, José María de: 39, 99, 113

Samper, José María: 102, 110, 112

Pérez Galdós, Benito: 31, 99

San Pedro, Diego de: 95, 96

Pérez, Santiago: 47, 71

Sanclemente, Manuel Antonio: 176, 177

Piccolomini, Eneas Silvio (Pío II): 95

Sand, George: Véase Sand, Jorge

Picón, Jacinto Octavio: 99

Sand, Jorge: 99, 128

Plauto: 105

Sanín Cano, Baldomero: 92, 118

Podewils-Dürnitz, Gertrud: 110

Sannazaro, Jacopo: 125

Poe, Edgar Allan: 130

Santa, Eduardo: 81

Pombo, Rafael: 51, 56, 102, 130, 173, 178, 179

Santander, Francisco de Paula: 71

Poquelin, Jean-Baptiste (Molière): 105

Santos, Eduardo: 134

Posada, Jaime: 81, 118, 133

Sarda y Salvany, Félix: 176

Proust, Marcel: 127

Sarmiento, Domingo Faustino: 91, 102

Quevedo, Francisco de: 98

Sartre, Jean-Paul: 103

Quintero, Guillermo: 176

Schiller, Friedrich: 126

Ramírez, Clodomiro: 169

Schlegel, August Wilhelm von: 129

Ramírez R., Bernardo: 17, 18, 25, 32, 41, 48,

Schlegel, Friedrich von: 129 Scott, Walter: 12, 37, 99

57, 67, 77, 78, 116-119, 134, 135 Restrepo, Antonio José: 72, 174

Scribe, Eugène: 176

Restrepo, Carlos E.: 182, 184, 193, 195, 196

Shelley, Percy Bysshe: 129

Restrepo, Félix: 116

Severus, Septimus: 188

Restrepo, Juan de Dios: 179

Sigaud, Claudio: 150

Reyes, Rafael: 176, 180, 184

Silva, José Asunción: 23, 69, 70, 83, 85, 102

Ribeiro, E. C.: 150

Sommer, Doris: 13, 142, 152, 157, 158

Richardson, Samuel: 11, 128

Sotomayor, Jorge: 125

Rincón, Carlos: 13, 141

Spillmann, Joseph: 40

Rivas Groot, José María: 130, 131

Stäel, Madame de: 12, 88

Rivas Sacconni, Fernando: 80

Sterne, Lawrence: 12, 128

204

Índice onomástico

Stierle, Karlheinz: 121

Valle Inclán, Ramón de: 31

Sue, Eugène: 20, 34

Vásquez de Arce y Ceballos, Gregorio: 20, 34

Szondi, Peter: 151

Vega, Garcilaso de la: 97

Tassis y Peralta, Juan de (conde

Velasco Madriñán, Luis Carlos: 60

de Villamediana): 96 Teixier, Edmod: 122

Velásquez, Diego: 107

Tejada Córdoba, Benjamín: 188

Vélez García, Jorge: 17, 32, 41, 48, 77, 78, 119

Téllez, Hernando: 77, 85 Tennyson, Alfred: 43

Vélez, Marcelino: 175, 176, 178, 180

Teócrito: 124-126

Vélez, Mariano: 171

Thackeray, William: 123

Vergara y Vergara, José María: 11, 19, 20, 33, 35-39, 49, 102, 107, 116, 121, 124, 143

Tobón Mejía, Marco: 186 Todorov, Tzvetan: 129

Verlaine, Paul: 130

Tolstoi, León: 102, 127

Villaverde, Cirilo: 160

Torres Villaroel, Diego de: 98

Villarreal, José María: 116

Tovar Concha, Diego: 118

Virgilio: 112, 124-126

Trueba, Antonio de: 99

Voss, Johann Heinrich: 126

Trujillo Largacha, Julián: 192

Wallace, Lew: 129

Unamuno, Miguel de: 85

Weidlé, Wladimir: 105

Uribe, Juan de Dios (el Indio): 72

Wordsworth, William: 129, 130

Uribe Uribe, Rafael: 47, 71, 171, 174, 176

Zalamea, Alberto: 78, 134

Valencia Goelkel, Hernando: 109, 136

Zalamea Borda, Eduardo: 119

Valencia, Guillermo: 49, 83, 102, 107

Zorrilla, José: 130

Valera, Juan: 99

Zuluaga, Francisco: 147, 148

205

§ María la de El Paraíso se compuso con tipografía de la fuente Minion Pro. Se terminó de imprimir en los talleres de Javegraf en el mes de abril de 2018. §