Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negro de Argentina y Chile 9783954872244

Volumen colectivo que analiza los espacios diegéticos y los imaginarios sociales en la novela y el cine negro de Argenti

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Spanish; Castilian Pages 252 [250] Year 2014

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Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negro de Argentina y Chile
 9783954872244

Table of contents :
Índice
Prefacio
Nuevos autores, nuevas miradas y nuevas geografías en el Cono Sur
Nuevas tendencias en la novela policial chilena de la última década
“Un tal Alt”: espacio urbano, crimen y la sociedad de control en La sonámbula y Nueve reinas
La transformación del lugar común en el “cine negro” de Pablo Trapero: El bonaerense (2002), Leonera (2008), Carancho (2010)
Implicaciones geográficas en dos novelas del Cono Sur: Nombre de torero (1994) de Luis Sepúlveda (Chile, 1949) y La aguja en el pajar (2005) de Ernesto Mallo (Argentina, 1948)
¿Ámbitos habituales? Una lectura bourdieuana de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella
Aspectos espaciales en los cuentos policiacos de autoras argentinas y chilenas
Del Far West a la Pampa: influencia del western en la novela negra argentina
La(s) fundacion(es) de la novela negra pasada y futura: una lectura de El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero
En retirada: violencia política y paisaje urbano en la trilogía noir de Juan Carlos Desanzo (1983-1985)
Diseño de geografías urbanas en dos novelas policiales de Pablo de Santis: entre la nostalgia y la utopía
Hacia una estética de la marginalidad. Entre la nueva novela negra y el realismo sucio: Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued
Negociando identidades en tiempos de globalización: desplazamientos genéricos y espaciales en La señal (2007) y El aura (2005)
La reflexión sobre el género negro en El beso de la mujer araña: un acercamiento transmediático a los elementos policíacos en la novela y la película
Sobre los autores

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Sabine Schmitz / Annegret Thiem / Daniel A. Verdú Schumann (eds.)

Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile

Ediciones de Iberoamericana Historia y crítica de la literatura, 67 Consejo editorial Mechthild Albert Enrique García-Santo Tomás Frauke Gewecke † Aníbal González Klaus Meyer-Minnemann Katharina Niemeyer Emilio Peral Vega Janett Reinstädler Roland Spiller

Sabine Schmitz / Annegret Thiem / Daniel A. Verdú Schumann (eds.)

Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile

Iberoamericana — Vervuert — 2013

Gedruckt mit freundlicher Unterstützung der/Publicado con la ayuda de:

Derechos reservados © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-770-5 (Iberoamericana) ISBN 978-39-5487-325-8 (Vervuert) Depósito Legal: M-29244-2013 Diseño de cubierta: a.f. diseño y comunicación Imagen de la cubierta: “Agrimensor K” © Paco Gómez / NOPHOTO Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Índice

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nuevos autores, nuevas miradas y nuevas geografías en el Cono Sur Raúl Argemí

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Nuevas tendencias en la novela policial chilena de la última década . . . . . . . Clemens A. Franken Kurzen, Marcelo González

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“Un tal Alt”: espacio urbano, crimen y la sociedad de control en La sonámbula y Nueve reinas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Geoffrey Kantaris

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La transformación del lugar común en el “cine negro” de Pablo Trapero: El bonaerense (2002), Leonera (2008), Carancho (2010) . . . . . . . . . . . . . . . Christian von Tschilschke

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Implicaciones geográficas en dos novelas del Cono Sur: Nombre de torero (1994) de Luis Sepúlveda (Chile, 1949) y La aguja en el pajar (2005) de Ernesto Mallo (Argentina, 1948) Dante Barrientos

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¿Ámbitos habituales? Una lectura bourdieuana de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Tanja Bollow Aspectos espaciales en los cuentos policiacos de autoras argentinas y chilenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 Annegret Thiem Del Far West a la Pampa: influencia del western en la novela negra argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Sébastien Rutés

La(s) fundacion(es) de la novela negra pasada y futura: una lectura de El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Ana Luengo En retirada: violencia política y paisaje urbano en la trilogía noir de Juan Carlos Desanzo (1983-1985) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 Alberto Elena Diseño de geografías urbanas en dos novelas policiales de Pablo de Santis: entre la nostalgia y la utopía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 Sabine Schmitz Hacia una estética de la marginalidad. Entre la nueva novela negra y el realismo sucio: Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193 Claudia Gatzemeier Negociando identidades en tiempos de globalización: desplazamientos genéricos y espaciales en La señal (2007) y El aura (2005) . . . . . . . . . . . . . 209 Daniel A. Verdú Schumann La reflexión sobre el género negro en El beso de la mujer araña: un acercamiento transmediático a los elementos policíacos en la novela y la película . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235 Claudia Gronemann Sobre los autores

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Prefacio

El presente volumen recoge las ponencias presentadas en el Coloquio Internacional Diseños de nuevas geografías en la novela y el cine negros del Cono Sur a partir de 1975, celebrado en la Universidad de Paderborn del 11 al 13 de enero de 2012. El campo de análisis de las mismas es, por tanto, el delimitado por la intersección de tres ámbitos de estudio específicos: el género negro, el Cono Sur —en este caso referido fundamentalmente a Chile y Argentina— y el análisis de la construcción espacial. Esta triple dimensión propicia una multiplicidad de perspectivas sobre las obras objeto de estudio que se complementan y aun refuerzan mutuamente. Con todo, sería insuficiente, en nuestra opinión, contentarse con la mera pluralidad de enfoques que la acumulación casuística conlleva per se. Lejos de limitarse a recoger diversos estudios de caso, este volumen aspira a inferir de dicha mirada caleidoscópica, fruto de un acercamiento esencialmente transdisciplinar, un marco teórico sólido y coherente, pero al mismo tiempo suficientemente flexible, que permita sucesivos acercamientos exegéticos a las obras de género negro elaboradas en Argentina y Chile con la combinación de rigor analítico y pluralidad de enfoques que la materia sin duda requiere. El punto de partida del coloquio, y por tanto de las intervenciones, es la capacidad del género negro de encarnar en toda su complejidad las tensiones sociales, políticas, económicas y geográficas que atraviesan las sociedades contemporáneas, y ello tanto en su versión literaria como fílmica1. Si esto era ya evidente en el noir clásico, nada en la evolución posterior tanto de las propias 1. En un sentido estricto, el género negro debe considerarse un subgénero de lo que en inglés se denomina crime fiction, término carente de traducción satisfactoria en castellano —lo que de por sí resulta significativo— que engloba otros subgéneros como el policiaco o el thriller. Puesto que la compleja cuestión de los límites del género queda fuera de los objetivos del presente volumen, a lo largo del mismo se emplearán metonímicamente, a falta de un vocablo mejor, los términos “negro” o noir para referirnos a los cuentos, novelas y largometrajes analizados, pertenecientes en realidad a esa categoría mayor de “ficción criminal”. En ningún caso esta denominación pretende borrar las diferencias entre las distintas variantes; antes bien, las propias contribuciones se encargan a menudo de subrayar dichos matices. En última instancia, se trata de hacer jugar la inestabilidad “ontológica” de los géneros —incluso desde su propia génesis (Altman 2000: 79-120)— antes a favor que en contra de la interpretación.

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sociedades como del género hace pensar que este haya dejado de ser un fiel sismógrafo de los entornos en los que surge. Antes al contrario: compartimos la tesis de Fay/Nieland —extrapolable al género negro en su conjunto— de que “film noir is best appreciated as an always international phenomenon concerned with the local effects of globalization and the threats to national urban cultures it seems to herald”, dado que “From the 1930s to the present, film noir has [...] repeatedly been connected to anxieties about the boundaries of national culture —about the fixity or integrity of national culture in a world of more fluid identities and economies in which national boundaries are increasingly irrelevant (Fay/Nieland 2010: ix-x)”. Partiendo de esta premisa, parece evidente que el paso del tiempo no ha hecho sino reforzar la pertinencia del género negro como herramienta para abordar las complejas dinámicas que atraviesan nuestras sociedades en los tiempos de los post- y la globalización. Y ello por múltiples razones: por el éxito mismo del género, que es consumido y apreciado a lo largo y ancho del planeta; porque sus asentadas convenciones facilitan la comunicación con el lector/espectador; y por su flexibilidad y ambigüedad, que juegan a su favor en una época de mutaciones y cambios. Así lo demuestran los dos primeros artículos del volumen, que nos ofrecen sendas panorámicas actualizadas de las principales aportaciones argentinas y chilenas a literatura negra y policial, subrayando de paso su vinculación con las fracturas sociopolíticas que caracterizan la historia reciente de ambos países. Mientras Raúl Argemí nos acerca en “Nuevos autores, nuevas miradas y nuevas geografías en el Cono Sur” a diversas perspectivas en la construcción del espacio en los autores argentinos actuales, Clemens Franken Kurzen y Marcelo González adoptan un punto de partida similar en “Nuevas tendencias en la novela policial chilena de la última década” para abordar el caso de Chile. En el contexto temporal escogido, desde 1975 hasta nuestros días, resulta además de capital importancia la relación que las obras analizadas establecen con los modelos canónicos del género —los referentes literarios y fílmicos “originales”, en buena parte norteamericanos y europeos—, así como el régimen de dicha relación. Porque en esta, a su vez atravesada de múltiples tensiones, se negocian complejísimas operaciones —políticas, culturales, identitarias— en torno a conceptos duales tan espinosos como centro-periferia, metrópoli-colonia o modernidad-posmodernidad, y ello en grados que van desde el mimetismo más descarado a la subversión más sutil, pasando por todos los estadios intermedios imaginables. Así, por ejemplo, desde las referencias a los textos fundacionales de Borges y Bioy Casares o a los hauts lieux (Blanc, 1991: 61) de la cul-

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tura policíaca del Cono Sur, hasta las revisiones de los motivos del hard-boiled por parte de determinado cine negro de la misma región, buena parte de la especificidad y la personalidad de las obras analizadas en este volumen son fruto de intensos y extensos procesos de diálogo, relectura, reapropiación, deconstrucción y subversión de referentes a menudo situados en espacios y tiempos muy alejados. En todos y cada uno de estos procesos, sometidos a su vez a las convulsiones características de los tiempos actuales, se reinventan una y otra vez el género y el espacio, la novela y el cine negros, y, nos atreveríamos a decir, el mismo Cono Sur. Sendos trabajos ilustran este punto de vista. Geoffrey Kantaris ofrece en “‘Un tal Alt’: espacio urbano, crimen y la sociedad de control en La sonámbula y Nueve Reinas” un análisis del modo en que la obra de Borges, Bioy o Arlt es invocada en dos recientes películas cuyo tratamiento del espacio traduce las tensiones características del capitalismo tardío y los regímenes autoritarios en Argentina. Por su parte, el texto de Christian von Tschilschke, “La transformación del lugar común en el ‘cine negro’ de Pablo Trapero: El bonaerense (2002), Leonera (2008), Carancho (2010)”, apunta a la posibilidad de que las convenciones del género negro, adecuadamente reelaboradas, sirvan no ya para explicar las zonas de sombra de una sociedad, sino para proponer una respuesta individual a las mismas. El espacio es un concepto polivalente que ha vivido desde los años setenta, a partir del denominado Spatial Turn, un proceso imparable de ampliación y diversificación, en un intento de conciliar su carácter multidimensional con sus posibilidades analíticas e incluso con su uso semántico. No es –no puede ser– por tanto la intención de este volumen ofrecer una definición firme e inamovible de este término; ni siquiera proponer una versión “estandarizada” del mismo para el análisis del cine negro y la novela policial del Cono Sur. Se trataría antes bien de acotar la multidimensionalidad del concepto en dicho contexto, adecuándolo a los objetivos y necesidades de las intervenciones recogidas en el presente volumen. Para ello es esencial renunciar a una definición del espacio determinada geográficamente, como una entidad existente a priori y anterior a toda teorización, que responda a una función meramente ordenadora. Ello no implica, no obstante, negarle totalmente al espacio un componente material, pero sí rechazar frontalmente la idea de que este equivale a “la realidad”. Pues aunque “lugar” y “espacio” son, en el cine y la novela, elementos fundamentales para estructurar una determinada “realidad” social, dicho proceso conformador no parte de una tabula rasa ni se realiza desde un punto de vista objetivo. Por ello es necesario proceder a escrutar, en los análisis narratológicos y fílmicos, la posición desde la que se describe, y con ello su consiguiente valo-

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ración e interpretación. Al hacerlo salen a la luz, por ejemplo, representaciones lingüístico-simbólicas de diferentes lugares y espacios, así como metáforas espaciales y retóricas que arrojan luz sobre los condicionantes y las intenciones, explícitas o implícitas, de las obras de creación analizadas.

Espacios diegéticos e imaginarios sociales en la novela y el cine negros: unas relaciones dinámicas. Solo partiendo de estos requisitos se puede empezar a considerar el espacio desde una perspectiva epistemológica, superando con ello la visión ontológica y múltiple del espacio y el lugar como “contenedores”, hasta ahora predominante, y cuyo (limitado) interés para el análisis narrativo y fílmico residía fundamentalmente en su carácter de escenario “realista” de la acción. Por el contrario, una teoría que no concibe el espacio como algo dado, sino como una dimensión que se construye al mismo tiempo que la acción, permite interrogar a los textos y películas escogidos acerca del modo de representación de los espacios y lugares a través de figuras retóricas y otros elementos lingüísticos, pero también por los procesos de espacialización de la diferencia y la variedad, de la ordenación social y el tratamiento de las contradicciones, así como de la aprehensión temporal del propio espacio a través de y en el lenguaje. El espacio es entendido por tanto como concepto, como representación, como motor, como medio, como modo de ordenación, como forma de disciplinar, como lugar del saber. Sin olvidar, no obstante, que todos estos aspectos están a su vez condicionados por la “persistencia” del espacio físico-material (Schroer 2008: 177ss.). Por ello, a la hora de abordar la cuestión, resulta imprescindible no desvincular este de su componente espacial extraliterario, aquí los territorios de Argentina y Chile. Este espacio es una extensión geográfica, es decir, un lugar concreto; y guarda, según Maurice Halbwachs (1967), “la impronta del grupo y viceversa”. No hay, de hecho, ningún espacio preexistente que posea sentido a priori, sino que primero existe el grupo que se apropia del espacio y lo define como tal (Simmel 1992). A cambio, el propio espacio define, a su vez, al grupo. Por tanto, no se puede separar esta parte del Cono Sur del “grupo” que lo constituye ni de su historia, por cuanto ambos se determinan mutuamente. En este sentido, la recreación intraliteraria en las obras de ficción de este espacio extraliterario concreto la Argentina y el Chile representados, imaginados, inventados o soñados por la novela y el cine negros contemporáneos– no pue-

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de sino encarnar a su vez todas las vivencias, obsesiones, herencias, tensiones y expectativas de ese grupo en relación a sí mismo y a los otros, aquellos frente a los que se define identitariamente. Nuevamente no se trata aquí de rastrear una “realidad” de esta parte del Cono Sur narrada y refrendada por el espacio en la novela policial y el cine negro contemporáneos, para así dar al concepto “espacio” una connotación esencialista, sino de entenderlo como un constructo que surge en la interacción entre territorio y sociedad2. Solo entonces se desvelará el espacio como un concepto multidimensional. Precisamente esta interdependencia dinámica y procesual entre espacio y sociedad es central en el análisis de las construcciones del espacio en la novela y el cine “criminales”, porque este género y sus variantes se basan en una concepción específica de la sociedad que depende en buena medida de la perspectiva adoptada. Pondremos tan solo un ejemplo. En el subgénero del noir tiende a predominar una visión de la sociedad corrupta y embrutecida, cuyo correlato espacial es un entorno oscuro y amenazante. Al mismo tiempo, sin embargo, hay todavía muchos autores que apuestan por la concepción del espacio acuñada por la novela policiaca, determinada por la existencia de un estado de derecho que funciona, en el cual el crimen es perseguido, generalmente con éxito, y convenientemente castigado. Desde esta perspectiva, el espacio debe ser claro y diáfano —en casos extremos puede incluso tratarse de un locked room mystery—, de manera que pueda ser minuciosamente examinado con el fin de descubrir al criminal y proceder al restablecimiento del orden social. Esta dicotomía pone de relieve no solo la evidente disparidad de concepciones que laten bajo la amplia etiqueta del género criminal, sino también el muy distinto papel performativo, en términos de construcción de un imaginario social que redunda activamente en nuestra interpretación de la realidad, de cada opción. Para ello, las distintas contribuciones intentan responder a la pregunta de cómo y con qué fin se conciben los “espacios criminales” en los textos y películas analizados. En el núcleo de muchos de los análisis se plantea la cuestión de si los espacios determinan la vida cultural y social o, por el contrario, es el poder social el que construye los espacios; o —tercera opción— si en los textos y películas actuales se discute una interrelación bidireccional entre espacio y sociedad. Porque si los poderes culturales y sociales construyen el espacio, entonces el crimen y la violencia, temas centrales de estos géneros, crean nuevos espacios: espacios del terror, del poder, de la violencia y del miedo, que a su vez conlle2. Es en esta relación dialéctica en la que insiste Schmid cuando señala que cada teoría del espacio se fundamenta en una determinada concepción de sociedad y en que cada teoría de la sociedad implica una determinada concepción de espacio (2003: 218).

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van una nueva espacialización. Así, la dimensión semiótica reaparece una y otra vez en las contribuciones que se dirigen al estudio del espacio diegético. Los lugares físicos se convierten, a través de constructos político-simbólicos, en espacios colectivos socialmente negociados, transformados a menudo en common places y common grounds, que adquieren así una significación especial. En esta línea, Dante Barrientos destaca en “Implicaciones geográficas en dos novelas del Cono Sur: Nombre de torero (1994) de Luis Sepúlveda (Chile, 1949) y La aguja en el pajar (2005) de Ernesto Mallo (Argentina, 1948)” la dimensión política del espacio como lugar de discusiones ideológicas, resaltando cómo la construcción de los espacios ficcionales deja entrever la cartografía de la historia política. Descendiendo a una escala más reducida, el modo en que los personajes son empleados para negociar los significados simbólicos es el objeto de estudio de Tanja Bollow, quien en “¿Ámbitos habituales? Una lectura bourdieuana de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella” analiza, de la mano de la teoría de los campos sociales y el habitus de Bourdieu, la relación entre los espacios de ficción y los determinados por los usos sociales en dicha película.

El espacio negro: de lo fenomenológico a lo epistemológico Paralelamente, tanto en la literatura como en el cine son fundamentales, por un lado, la dimensión fenomenológica del espacio; por otro, su dimensión semiótica a través del lenguaje. Por consiguiente, y siguiendo a Lefebvre (1986), las tres dimensiones de la producción del espacio se hacen patentes en modos muy variados en los análisis textuales y fílmicos de este volumen. Por un lado el espace perçu, espacios experimentados o percibidos; por otro, el espace conçu, espacios concebidos o representaciones de espacios; por último, el espace vécu, espacios vividos o espacios de la representación. Se trata siempre de espacios de la acción dimensionados fenomenológicamente, que son construidos en los textos y las imágenes cinematográficas siguiendo las distintas fórmulas establecidas por Lefebvre. Buena parte de la construcción del espacio literario se organiza en torno a las dicotomías que han articulado tradicionalmente nuestra comprensión del mismo. Así, en varios de los textos y películas analizados tiene un papel importante la clásica distinción entre “espacio” y “lugar”, que permite representar una configuración social diferenciada y vincularla con el crimen que se encuentra en su centro. Los lugares son concretos y se crean a través de experiencias personales, recuerdos colectivos o narrativas. Por el contrario, el espacio es indiferente a estas experiencias personales, sirve más bien de esquema de ordena-

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ción y a menudo se encuentra estrechamente conectado con territorios definidos política o económicamente. La tensión entre ambos conceptos se pone en evidencia en la cuestión del punto de vista, capital en la configuración de los géneros negro y policial. En tanto que sujeto de la acción, y asimismo sujeto y objeto de la percepción, el ser humano, y más concretamente el cuerpo humano, es el punto de partida de la espacialización de los acontecimientos. Ello se deriva de la necesidad del sujeto de proceder a una permanente auto-localización, con el fin de delimitarse espacialmente y construirse una identidad. No se trata aquí de una delimitación en el ámbito de las construcciones y prácticas reales, sino de las discursivas, que están siempre vinculadas a sistemas de inclusión y exclusión. En este sentido, Dennerlein constató, en un estudio sobre la narratología del espacio, que la relación entre espacio y acontecimiento es especialmente importante, puesto que el lector-modelo siempre memoriza una parte del espacio del mundo narrado como componente espacial de lo contado, de la situación narrada (2009: 119). Dennerlein acuñó incluso el concepto Ereignisregion para definir la “espacialización de los acontecimientos”, y colocó por ende el análisis de estas regiones en el centro del análisis del espacio narrado; remitiendo al mismo tiempo, si bien de manera puntual, a un estudio del concepto de espacio interesado precisamente por las intersecciones entre la geografía social y la ciencia histórica (Schlottmann 2005). En este marco de análisis no puede tampoco obviarse que la producción de espacios a través de la negociación social está determinada también, además de por la percepción subjetiva de cada individuo, por las complejas dinámicas que han condicionado históricamente no solo esta percepción individual y su negociación colectiva, sino también su traslación al ámbito de la creación e incluso su recepción posterior. Es por ello que cabe hablar de gendered spaces y ethnic spaces. Annegret Thiem, en su trabajo “Aspectos espaciales en los cuentos policiacos de autoras argentinas y chilenas”, analiza precisamente cómo la estructura espacial, construida a partir de la relación específica entre el individuo y la sociedad, puede por ejemplo incluir, en el caso de la escritura de las mujeres, visiones alternativas e incluso críticas de los lugares comunes del género. Otra pareja de conceptos fundamental en las novelas y largometrajes la forman la ciudad y el campo. La ciudad ha sido considerada durante mucho tiempo, siguiendo el paradigma de Lefebvre en torno al espace vécu, el lugar estratégico de la sociedad, en el que se ensayan innovadoras formas sociales y se negocian jerarquías culturales, y que por ello resulta mucho más importante que el espacio rural. Buena prueba de ello es el carácter eminentemente urbano

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de la inmensa mayoría de las obras de género negro, tanto literarias como fílmicas. No obstante, esta dicotomía no ha sido evidentemente ajena a las tensiones aportadas por los complejos procesos de americanización y globalización vividos en todo el mundo en las últimas décadas, lo que obliga a repensar los roles tradicionalmente asociados a ambos entornos. De hecho, algunas de las contribuciones muestran que los lugares y espacios rurales del Cono Sur, como las provincias, pueden servir también de puntos de fuga. Así lo constata Sébastien Rutés en “Del Far West a la Pampa: influencia del western en la novela negra argentina”, donde rastrea los ecos del lejano Oeste en la literatura negra argentina, tanto en el ámbito temático —la filiación, la venganza— como en el específicamente espacial —los horizontes amplios, la frontera—, arrojando con ello nueva luz sobre el papel de los espacios naturales en el universo simbólico del noir y en el imaginario cultural de Argentina. Con todo, la ciudad, en tanto que espacio imaginado y descrito, sigue teniendo un mayor protagonismo, y a menudo encarna simbólicamente el poder. Por ello es representada como un imaginario espacio de memoria, el cual solo existe gracias a la historia contada —si bien mantiene una sólida relación con la historia (Karl Schlögel 2003)—; pero también y al mismo tiempo como un lugar antropológico, un lieu en el sentido que da a este término Marc Augé (1992): un lugar que crea identidad y que es histórico. Este lugar en el cual el espacio y la historia se interrelacionan es descrito por Piglia, refiriéndose a Buenos Aires, como una ciudad ausente (1992), transversal al espacio urbano real, que no es sino un producto de la imaginación, es decir, una “ciudad de lo imaginario” (Mahler, 1999: 25). Estos aspectos, así como muchos otros vinculados a la rica y fértil tradición creativa en torno a la capital argentina, aparecen recogidos en sendos trabajos. Ana Luengo, en “La(s) fundacion(es) de la novela negra pasada y futura: una lectura de El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero”, señala precisamente cómo la anatomía urbana ficticia del Buenos Aires de la novela dialoga con todo un legado literario y cinematográfico, el cual relee y reconstruye la ciudad a partir de claves sociopolíticas muy diversas. También bucea en los referentes literarios porteños Alberto Elena, quien en “En retirada: violencia política y paisaje urbano en la trilogía noir de Juan Carlos Desanzo (1983-1985)” se encarga de analizar cómo el Buenos Aires sórdido que presentan estas películas obedece a la tensa situación política-social vivida en el país en el periodo inmediatamente posterior a la dictadura. Este espacio urbano imaginario está condicionado, además de por su relación con la historia, por una nomenclatura que precede largamente a la época objeto de estudio, pero cuya relevancia es fácilmente perceptible aún hoy en día

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(Blanc, 1991: 61 ss.), y que tiende a describir el espacio urbano como un oscuro, tétrico y desolado reducto de violencia e injusticia. Una superación de estos dispositivos espaciales normativos puede darse bien mediante el recurso a lo real, es decir, a la construcción de “ciudades de lo real” (Mahler 1999: 28 ss.) —con lo cual, no obstante, tanto la novela policíaca como el cine negro se niegan a sí mismos, como señala Blanc con acierto (1991: 285)—, bien mediante la búsqueda de nuevos espacios alternativos —como, por ejemplo, los no-lugares, que caracterizan cada vez más la geografía urbana actual—, cuya adición sin embargo conlleva la pérdida del prototípico genius loci, y por tanto implica también el riesgo de la disolución del género. Desde esta óptica, Sabine Schmitz expone precisamente en “Diseños de geografías urbanas en dos novelas policiales de Pablo de Santis: entre la nostalgia y la utopía” cómo este autor argentino, al crear espacios alternativos que ponen en tela de juicio el orden cultural tradicional, plantea en sus novelas transformaciones de la percepción y construcción espacial que conllevan profundos cambios del ethos hermenéutico y del credo epistemológico tanto del detective clásico como del propio lector, y en última instancia del género mismo.

Espacio y tiempo en el género negro Por otro lado, el espacio debe ser pensado en términos de proceso, con el fin de poder abarcar su igualmente fundamental dimensión temporal. En este contexto es pertinente referirse a las concepciones del espacio postuladas por Werlen, ancladas en la teoría de las prácticas sociales cotidianas (1995: 61), y Löw, quien ha desarrollado un modelo según el cual se entienden diversos modos de ordenación de seres vivos y bienes sociales a partir de las prácticas relacionales entre los mismos (2001: 224). Solo la negociación reglamentada facilita dicha ordenación de los cuerpos en el espacio, sometida por lo demás a una constante evolución en el tiempo. Una negociación que se desarrolla sobre el telón de fondo de las estructuras sociales, económicas, legales y espaciales, y que por lo tanto reproduce procesos sociales de ubicación de seres vivos y bienes sociales en lugares concretos: lo que Löw engloba, desde una perspectiva más amplia, con el concepto Spacing (2001: 160). Al mismo tiempo, esta concepción de Löw en torno a la constitución del espacio refuerza —igual que las tesis de Crang/ Thrift (2000)— la atención a la dimensión antropológica y fenomenológica del espacio, por cuanto implica que estas ordenaciones surgen gracias a, se basan en, y están limitados por, procesos perceptivos, memorísticos y representacio-

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nales para los cuales Löw acuñó el término Syntheseleistung (2001: 75). Ya en 1996 había apuntado Nigel Thrift la importancia del estudio de esta capacidad procesual de los espacios en el marco de su análisis contextual de los espaciostiempos socialmente construidos, puesto que da claves sobre los actores y las relaciones de interacción que impregnan el espacio en y a través del tiempo, y con ello muestran el espacio como proceso y en proceso. En el presente volumen, el modo en que la ordenación social determina una segregación espacial es estudiado por Claudia Gatzemeier en “Hacia una estética de la marginalidad. Entre la nueva novela negra y el realismo sucio: Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued”, donde pone de manifiesto cómo dicha segregación impregna todos los niveles de las novelas, generando geografías de la desolación de desasosegante dureza. Como no podía ser de otra forma, el reconocimiento de este carácter procesual del espacio adquiere especial importancia en una época como la actual, en la que la globalización está transformando rápida y decisivamente nuestra concepción tradicional del tiempo y el espacio. Probablemente nos encontramos todavía en una fase en la que somos incapaces de percibir y comprender en toda su dimensión las implicaciones de un fenómeno tan complejo como paradójico, capaz por un lado de relativizar hasta su casi total disolución conceptos como “límite” o “distancia” —y, con ello, el de “espacio” mismo— y, por otro, de ofrecer la eliminación de (casi) todos los obstáculos (cfr. Tetzlaff 2000). Las consecuencias de todos estos procesos son imprevisibles, si bien se ha sugerido que, al menos a corto plazo, la pérdida de la localidad y el territorio puede conllevar, como explica Giddens (1990), una sensación de desarraigo (disembedding), que según Harvey (2000) va acompañado de la pérdida de la identidad histórica. Sea como fuere, lo que parece claro es que esta tensión entre lo global y lo local torna imprescindible el análisis contextual de todos estos fenómenos, especialmente en un territorio con marcadas peculiaridades geográficas: una enorme variedad de paisajes, una marcada bipolaridad entre las megalópolis y un ámbito rural muy despoblado, un espacio urbano y periurbano que reproduce y aún amplifica una fuerte segregación social, etc. En este sentido, los estudios culturales en el ámbito latinoamericano han estado dominados en la última década por dos líneas de trabajo. Por un lado, las tesis de quienes (con García Canclini a la cabeza) consideran que la creciente globalización, con sus ubicuos e incontrolables flujos e intercambios de información, personas, capitales y productos culturales, subrayan la imposibilidad de seguir pensando en los términos espaciales tradicionales (región, nación, continente) y apuestan por tanto por un análisis contextual y fenoménico de

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cada caso concreto, y particularmente del modo en que se producen los complejos procesos de producción, intercambio, asimilación e interpretación. Por otro, las reformulaciones del Spatial Turn realizadas desde sectores de la ciencia geográfica que, partiendo de un mea culpa (explícitamente entonado por Harvey) en torno a la adopción acrítica del concepto de globalización, y de nuevas lecturas en clave neomarxista del modo en el que el espacio reproduce las formas de dominio del capital, vuelven a poner el foco sobre el territorio como marco conceptual de análisis3. La tentación de leer esta dicotomía en términos irreconciliables de apocalípticos e integrados, tomando prestada la terminología de Eco, es muy fuerte —los primeros criticando el inmovilismo, derrotismo y nostalgia de los segundos; estos acusando a aquellos de hacer el juego al capitalismo estadounidense homogeneizador—, y de hecho no es difícil encontrar ya algunos roces en este sentido. Parece sin embargo más productivo emplear estas dos posiciones como polos que acotan un espacio marcado indudablemente por esta tensión entre desy re-territorialización, y proceder a analizar el modo en que ambas perspectivas dialogan o se repelen en las distintas producciones culturales, en la confianza de que ello permita mapear adecuadamente no solo el territorio original, sino también las dinámicas que contribuyen a entender y complejizar las topografías resultantes, siempre cambiantes. Todo ello arroja una nueva y a menudo inesperada luz sobre las complejas relaciones entre el espacio y sus ocupantes, entre la historia y la ficción, y entre el canon y sus variaciones. Ello es especialmente interesante en el caso del género negro, que desde sus orígenes se ha caracterizado por una marcada dimensión internacional y por la circulación global de sus producciones, tanto literarias como cinematográficas (Shiel 2001; Desser 2003). A partir de estas premisas, Daniel A. Verdú Schumann plantea en “Negociando identidades en tiempos de globalización: desplazamientos genéricos y espaciales en La señal (2007) y El aura (2005)” cómo los procesos de abstracción y deslocalización del espacio y del género negro desplegados en las películas mencionadas pueden leerse a la vez como un reflejo y una respuesta, bien que desde perspectivas identitarias muy distintas, a las tensiones derivadas del impacto de la globalización en el suelo argentino.

3. “That so many of us took the concept [i.e. globalization] on board so uncritically in the 1980s and 1990s, allowing it to displace the far more politically charged concepts of imperialism and neo-colonialism, should give us pause. It made us weak opponents of the politics of globalization particularly as these became more and more central to everything that US foreign policy was trying to achieve” (Harvey 2000: 13).

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A modo de coda A lo largo de las páginas anteriores no se ha procedido a separar los trabajos dedicados a obras literarias de los centrados en obras cinematográficas. El simple hecho de que muchos de los colaboradores citen de hecho creaciones de ambos tipos, o que la consideración de texto de todos los productos culturales —audiovisuales incluidos— esté ya totalmente asentada en los estudios académicos, serían justificación suficiente para esta decisión. Creemos, no obstante, que en el presente caso había un motivo aún más poderoso para proceder así: la permeabilidad misma entre los ámbitos literario y fílmico —a los que podríamos añadir los del cómic e incluso la música sin forzar mucho las definiciones— del universo noir. Si ya desde sus orígenes las relaciones entre novela y cine negro fueron muy estrechas, la enorme capacidad de sugestión de los arquetipos del género y la fuerza narrativa y visual del mismo no han hecho sino favorecer el intercambio recíproco de referencias, agrandando así exponencialmente sus posibilidades simbólicas. Sin embargo, pese a estos procesos simbióticos, es evidente que los distintos medios emplean lenguajes y códigos diferentes, lo cual determina, entre otros muchos aspectos, la construcción del espacio en las obras. El estudio comparativo de Claudia Gronemann, “La reflexión sobre el género negro en El beso de la mujer araña: un acercamiento transmediático a los elementos policíacos en la novela y la película”, analiza precisamente cómo las especificidades de cada medio tienden a condicionar el tratamiento de los temas, llegando incluso a plantear importantes modificaciones en lo concerniente al género. Ello no hace sino demostrar, en nuestra opinión, la pertinencia precisamente de esta perspectiva interdisciplinar e intermedial para iluminar la riqueza de los mecanismos de construcción espacial dentro del género. Hemos mencionado cómo en todas las contribuciones se conciben los espacios representados en textos y películas como espacios re/de/construidos, y la cultura como un ámbito determinado por la necesidad de los seres humanos de poner en marcha y desarrollar procesos colectivos de ordenación y simbolización. Se trata por tanto de prácticas materiales que hacen, siguiendo a Werlen, “geografía diaria” (Werlen 1995), y que con ello sacan a la luz tanto el “poder del sujeto” descrito por Lefebvre (1986) como la dimensión material del espacio4. Por último, debe destacarse cómo en la producción de lugares y espacios 4. A esta interacción de dos conceptos de lugares remite McDowell cuando insiste: “places are both: concrete and symbolic. They are literally and metaphorically made up: of buildings, field systems, roads and railways as well as of myths and legends, statues and ceremonies that link people to a place” (McDowell 1997: 2).

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sociales, literarios o fílmicos a menudo se recurre a materiales preexistentes conocidos por un público que no se limita a consumir pasivamente, sino que negocia los significados contenidos en los propios materiales y en los procesos que los han llevado hasta su presencia. Es desde estas premisas desde las cuales defendemos la importancia de los topoi de producción de las actuales teorías espaciales de la geografía humana y la sociología del espacio para el análisis textual y fílmico de la novela y el cine negros. Con su énfasis en el carácter negociado, dinámico, procesual y relacional de la representación del espacio por parte de los sujetos y los colectivos, estas disciplinas ponen a nuestra disposición, como se ha demostrado, nuevas herramientas para aprehender y analizar de manera sistematizada, tanto desde una perspectiva diacrónica como sincrónica, los espacios construidos por películas y novelas, especialmente en relación a los ámbitos geográficos, sociales, políticos, económicos y culturales de los que emanan. En el presente volumen se recogen tan solo algunas de estas innovadoras perspectivas. Confiamos en que futuras contribuciones, también por nuestra parte, coadyuven a aprovechar el inmenso potencial de las nuevas teorías y conceptualizaciones del espacio, ya sean aplicadas de nuevo a la novela y el cine negros, ya a otras ramas de las ciencias de la cultura, la literatura o el cine. Los editores desean hacer constar su agradecimiento a Marie Weyrich y Sara Irrgang por su ayuda en la corrección de pruebas del texto. Asimismo, agradecen especialmente a la Fritz Thyssen Stiftung su inestimable ayuda, tanto en la edición del presente volumen como en la organización del coloquio internacional origen del mismo. Sin su generoso apoyo, esta primera aproximación al estudio de la construcción del espacio en el género negro en Argentina y Chile habría sido imposible.

Sabine Schmitz / Annegret Thiem / Daniel A. Verdú Schumann

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Nuevos autores, nuevas miradas y nuevas geografías en el Cono Sur

Raúl Argemí

Para hablar del género negro, especialmente en la literatura, porque el cine no es mi fuerte, necesito explicitar un par de puntos de partida. Si no como base teórica, al menos como referentes del pensamiento, de las ideas que cruzan por la cabeza de un escritor que no se considera un teórico, y que cuando relee lo que escribió descubre cosas que no sabe de dónde han salido; así como respuestas a preguntas que no se había hecho. Creo que definir qué es o no es una novela negra es una polémica que no tiene fin. Así que, para aclarar posiciones sin entrar en disputas, quiero exponer lo que, para mí, es una novela negra. Y para eso me voy a referir a la idea de modo desarrollada en un libro de Rosemary Jackson, “Fantasy: Literatura y subversión”. Jackson crea una división entre lo que llama literatura fantástica —entre la que está, por supuesto, la ciencia ficción— y lo que ella prefiere llamar “Fantasy”. La diferencia entre una y otra es que la literatura fantástica reemplaza una realidad por otra, verosímil, pero otra. En tanto que el Fantasy actúa como un espejo deformante de nuestra realidad y no la reemplaza por otra, la subvierte. Diría que la revoluciona a pesar nuestro. Los juegos y referencias a las imágenes que nos devuelven los espejos, especialmente los que distorsionan las imágenes en los antiguos parques de atracciones, fueron recurrentes en Jorge Luis Borges; uno de los autores que cita Rosemary Jackson como productor de Fantasy. También citará como ejemplo a Robert Louis Stevenson y su “El doctor Jekyll y Mister Hyde”, una novela aún inquietante. El meollo de esa novela es la contradicción entre la bestia, el instinto, que nos mueve en cierta dirección y la racionalidad, la “educación”, que modera y reprime nuestros impulsos, especialmente sexuales. De esto se cansó de hablar Freud y no repetiré lo ya sabido. El asunto es que si Robert Louis Stevenson hubiera escrito sobre los impulsos sexuales en términos naturalistas, el mundo

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victoriano en que vivía hubiera rechazado su historia, porque la represión de lo sexual mandaba. Tal vez lo habrían llevado a la cárcel acusado de practicar la pornografía. En cambio, al desdoblar los componentes racional/irracional del hombre en dos personajes, con su aura de imposibilidad ficcional, el lector victoriano se pudo ver en un espejo deformante, que hablaba de él, pero desde el enmascaramiento y la distancia que no lo colocaba a la defensiva. A este mecanismo, que según Rosemary Jackson recorre y se presenta en cualquier género conocido de la literatura, la autora lo llama modo. Tal como la música occidental, toda, es recorrida por los modos Menor y Mayor, no importa si se trata de una sinfonía o una canción popular, esto se aplica a la literatura; con lo que difumina las fronteras de la calificación de género proponiendo una nueva definición, el modo. Yo considero necesaria la aplicación de su idea de modo a la diferenciación entre novela policial y novela negra. La novela policial es un género. La novela negra es un modo. “Una manera de mirar”, diría Leonardo Padura. Una novela policial puede ser una novela negra, pero una novela negra no tiene que obedecer a las reglas de la novela policial, que tiene componentes esenciales como un enigma a resolver y un investigador. La policial, casi siempre se puede resumir en la pregunta “¿Quién lo hizo?” Puede tener también un componente típico de la novela negra, como es el encuadre social, pero eso no es suficiente para que sea una novela negra. El punto de vista, la mirada, queda bien expresada en palabras de Borges, quien decía (y cito de memoria): “en una novela policial el caos provocado por el crimen es resuelto y se vuelve al orden. En una novela negra, cuando se investiga el caos se descubre más caos”. Y a Borges, hombre de orden, no le gustaba la novela negra. La pregunta pertinente en una novela negra no es quién lo hizo, sino por qué lo hizo. Una novela que siempre cito porque nadie discute que es una novela negra, no es una policial, de acuerdo a los cánones de base del género es “¿Acaso no matan a los caballos?”, de Horace McKoy. El juez le pregunta a un hombre acusado de haber asesinado a una mujer, por qué la mató. Y lo que cuenta el hombre es una confesión de amor en la peor hambruna de los treinta en EE. UU. Ella había sufrido tanto que no quiso que sufriera más. ¿Acaso no se mata a los caballos cuando se quiebran una pata, que ya no podrá curarse? ¿Por qué ser menos piadosos con las personas? En “¿Acaso no matan a los caballos?” no hay enigma, no hay investigador y no vale la pregunta de quién lo hizo: no cumple con los requisitos del género policial. Sólo el modo, descripto por Rosemary Jackson, puede unificar libros, narraciones, que están emparentadas pese a que se las puede encuadrar en distintos géneros.

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Y lo que ha sucedido en el Cono Sur en los últimos años es que, sin planteos teóricos previos, ha ido surgiendo una novela negra que viola sistemáticamente las fronteras del genero policial y se unifica en el modo, en la manera de mirar.

La mirada Necesito volver a la mirada como definición de lo que acontece y marca la narrativa para seguir adelante. Pirandello dijo que somos la suma de las miradas de los otros. Ellos, cómo nos ven, nos hacen y nos dicen cómo somos. Y la mirada está condicionada por el lugar, el sitio desde donde se mira y se ve. Ezequiel Martínez Estrada, pensador argentino, dijo alguna vez que hay una profunda diferencia entre el Hombre del Valle y el Hombre de la Llanura. Su espacio geográfico condiciona su visión del mundo. Para el Hombre del Valle el horizonte es algo cercano, son esas montañas que cercan el valle. Su mundo tiene límites precisos, y tendrá convicciones también precisas, seguridades terrenales. Para el Hombre de la Llanura, como para el marino, el horizonte es infinito; el mundo no tiene límites, salvo un techo de estrellas por la noche, también infinito. Martínez Estrada dice entonces que el Hombre de Valle tiene una visión concreta, casi táctil de la realidad, en tanto que el Hombre de la Llanura es metafísico, porque la enormidad del horizonte y el cielo infinito lo hacen consciente de su pequeñez. Ser casi nada ante lo inabarcable. Esto me parece muy visible en las nuevas producciones, porque la mirada también modifica lo que se ve. No nos es posible ver algo para lo que no estemos preparados para ver. La historia de las ciencias está llena de ejemplos de este tipo. Uno de ellos, la resistencia religiosa a aceptar que la Tierra no fuera el centro del universo conocido, sino un planeta más que giraba en torno al Sol.

La geografía, espejo de la mirada interior Está fuera de mi manera de pensar un hombre a-histórico, un hombre esencial o platónico que permanece al margen de los cambios históricos, como una especie de constante inapelable. En ese sentido el escritor es un producto de su tiempo y, lo quiera o no, un reflejo de ese tiempo. Sus valores, su cultura, aquello que lo define como persona, incluyendo la Historia de la humanidad y la de su país de origen, se transparentan en su obra, y determinan su manera de mirar. Por eso creo que es necesario señalar que los escritores han respondido con

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su obra a los ecos de la sociedad a la que pertenecían. Así, en Argentina, sobre finales del siglo xix y principios del xx aparecen autores que —lo repito, por elección o porque la obra los usa como mensajeros— convalidan el derecho a gobernar de un grupo minoritario llamado oligarquía, u oligarquía ganadera, o, peyorativamente, aristocracia con olor a bosta, o sea a excrementos vacunos. “Juvenilia” de Miguel Cané, es un claro ejemplo de la nobilización de los orígenes de esa clase social. También lo es una novela apenas posterior, “Don Segundo Sombra”, de Güiraldes, en que se traslada los valores del gaucho, ya en extinción, a los dueños de las estancias ganaderas. Algunos años más tarde, ya en los treinta del siglo xx, la afluencia incontrolada de inmigrantes, que traían su cultura a cuestas a un país con una identidad aún no consolidada, produce una nueva literatura donde el compromiso con la realidad social y política inmediata es claramente visible. También es ese el tiempo en que proliferan los folletines en que se levanta como héroes a los alzados contra la policía o las leyes; los bandidos rurales: Juan Moreira, Bairoletto, Hormiga Negra, Mate Cosido. Todavía era temprano para la aparición de una verdadera novela negra, pero ya pueden verse sus signos en el relato largo “El matadero”, de Esteban Echeverría. O en otro libro que viola sistemáticamente todas las fronteras de los géneros, porque es al mismo tiempo alegato político, historia y costumbrismo, apelando a una estructura en la que se mezcla el ensayo, el relato y la novela. Me refiero a “Facundo: civilización o barbarie” de Domingo Faustino Sarmiento. Si Cervantes no hubiera inventado la novela moderna con “El Quijote”, su inventor sería Sarmiento. Mucho más acá en el tiempo, y ya hablo de los setenta, nos encontramos con “No habrá más penas ni olvidos”, de Osvaldo Soriano, donde cuenta una masacre política en un tiempo perfectamente identificable, con un tono donde prima la ironía, como camino de fuga de la tragedia.

Los posteriores al setenta y cinco Con los autores posteriores a esa fecha, que vivirían en carne propia una de las peores dictaduras de Latinoamérica, un genocidio, el tema de la mirada, desde dónde se ve, y el modo como única pauta en común se me hace evidente. Yo agregaría que, en el fondo, tienen la mirada de aquellos que perdieron una guerra, la revolucionaria, la de Las Malvinas o la de Vietnam, da lo mismo. Nadie quiere a los derrotados, los festejos son para los vencedores. A los derrotados

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se los ignora. Y todos los autores que mencionaré han vivido esa clase de derrota, y de negación de los otros. Creo que eso explica que hasta el setenta y cinco, para tomar una fecha aproximada, la novela negra e incluso la policial, fuera tratada en Argentina como un género menor, concebido como un juego, como un homenaje a los Hammett y los Chandler, con pocas excepciones. Una de ellas sería más tarde llevada al cine, “Noches sin lunas ni soles” de Rubén “Moro” Tizziani, un verdadero francotirador, infravalorado en el momento que publicó, y la otra “El pibe Cabeza”, que realizó en el cine Torres Nilson, con libro de Beatriz Guido. Para la nueva generación de escritores de novela negra es la única forma de relatar una realidad de horror, brutalmente negra. Con lo que deja de ser un juego, para ser algo mucho más serio, y ninguno de ellos se siente haciendo una literatura “menor”. Una gran parte de ellos, afincados en el “interior” de Argentina, abandonan Buenos Aires y los tugurios nocturnos, escenario tan común para la novela policial y negra anterior, que parecía no poder prescindir de la ciudad como geografía. Para cualquier argentino está claro que no ve de la misma manera su realidad un “porteño”, un habitante de la ciudad de Buenos Aires, que alguien de las provincias. Para el porteño su pertenencia y su ciudad son el centro del mundo. Para el narrador del interior lo que quiere narrar tiene un escenario distinto.

Algunos nombres Creo que resulta inevitable citar a Mempo Giardinelli, nacido en 1947. Dos de sus novelas, bien negras, reflejan nuevos escenarios y una nueva mirada: “Qué solos se quedan los muertos” (1985) y, sobre todo, “Luna caliente” (1983). La primera se trama en torno al tema de la culpa y el castigo, con el fracaso del reformismo revolucionario del año sesenta y ocho. La segunda vuelve sobre el mismo tema, pero ya en el asfixiante mundo que le planteaba la situación social y política de Argentina bajo la dictadura. Otro autor a observar, porque se proyecta internacionalmente desde hace pocos años, es Guillermo Orsi, nacido un año antes que Giardinelli; y no es casualidad que me empeñe en señalar sus fechas de nacimiento. Todas las historias de vida, y las narraciones que produzca un autor, comenzaron en el día de su nacimiento. Otra vez tomamos dos novelas de este autor, ambas situadas geográficamente en Buenos Aires, pero con un condicionamiento casi subliminal. Orsi vive en una pequeña villa de la provincia de Córdoba, y pese a ser porteño

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mira como alguien del interior. Tal vez no por elección. Sucede que para alguien de Buenos Aires su villa queda tan en el extranjero como Barcelona, Berlín o Tokio, lo que lo convierte en un escritor “extranjero”. Con “Sueños de perro” Orsi se dio a conocer en España ganando el premio internacional Semana Negra/Urano, antes que en Argentina, y fue en 2004. En ella, un nadie, taxista, se mete a investigar qué pasó con un viejo amigo asesinado, aunque su experiencia de la calle le dice que sólo puede salir perdiendo. Al fin lo que menos importa es quién fue el asesino, la mierda salpica todo y a todos. La otra novela que quiero citar, ya de 2009, es “Ciudad Santa”. Una construcción que parece un juego de demencia y el lector puede atribuir a un exceso de imaginación: sucede en un parque temático bíblico, donde concurre la gente para presenciar la pasión de Cristo y otras escenas similares. Solo que ese parque temático no es una invención disparatada, existe en Buenos Aires. Allí, en ese escenario, donde mandan los decorados de cartón y la mística de los visitantes, se produce un crimen; y bastante más. Otra vez el tema central no es la investigación ni la resolución del enigma, sino la radiografía de una sociedad enloquecida, dispuesta a creer en cualquier cosa, con una feroz crisis económica a un paso de su memoria y una dictadura asesina y expropiadora de niños a dos pasos de su memoria, siempre dispuesta a la amnesia y a tolerar la corrupción política. La mirada, entonces, centra su punto de atención en una geografía artificial, una isla en medio de la ciudad. Alguien más nuevo en la novela negra argentina, pero con una potencia demoledora, es Leonardo Oyola, nacido en 1973, año del comienzo de una primavera democrática que terminaría en el setenta y seis con el golpe militar. Alguien que vivió su infancia y adolescencia en un país donde reinaba el miedo y la traición. En este caso, la mirada de Oyola se ciñe a la geografía de las Villas de Emergencia, eufemismo utilizado para llamar a los barrios de chabolas o las favelas. Podemos decir que su geografía ya no es Buenos Aires, la ciudad, sino esas islas de marginación. Los personajes de dos de sus novelas, “Chamamé” y “Gólgota”, son parte de esa fracción de la sociedad que el neo-liberalismo llamara “al margen del sistema”. Sin trabajos estables, sin posibilidades de formarse, nacidos en la peor de las pobrezas, la asumida como única realidad posible, sus personajes transitan por un mundo siempre al margen o al borde —externo— de la ley. No importa si son ladrones o policías, tienen los mismos códigos de conducta, la ley del más fuerte. Su tiempo es hoy. Nada tienen que ver con las novelas policiales de detectives de los años cuarenta. Suelo decir que el rock es rabia, y el rock argentino es rabia y conciencia social. Leonardo Oyola narra desde el rock más rabioso, pero con una particularidad común a casi todos los

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escritores de su generación. No se limitan a narrar, se preocupan por la estética. Hacen literatura. Como confesaría en Barcelona Ricardo Piglia sobre su Blanco nocturno: se parte del género, pero no para cumplir sus reglas, sino para usarlo como trampolín para llegar a la libertad de la literatura. Otro autor a tener en cuenta, también nacido en la década del cuarenta, es Ernesto Mallo. Si bien apoya su primera novela “La aguja en el pajar” en una estructura clásica, la mirada desencantada de alguien que creyó que un mundo mejor era posible en los años setenta tiñe toda la historia. Mallo, como otros autores de su generación, se comprometió con la lucha revolucionaria y, como otros autores, lleva la carga de muchos muertos queridos, compañeros de militancia. Al mismo tiempo, sus años de teatro crean un manejo formal de los diálogos muy poco convencional; y es en esa no aceptación de la convención por donde también viola el género y produce literatura. Su mirada política y poco optimista respecto al presente y al futuro también marca su segunda novela, “Delincuente argentino”. Carlos Balmaceda, nacido en 1954, creo que arriba a la novela negra por casualidad, como todos los de esta camada, que en muchos casos se enteraron luego que habían escrito una novela negra. No era una intención de emular a los Hammett y Chandler, sino una imposibilidad de narrar de otra manera. La novela con la que fue distinguido con el “Memorial Silverio Cañada” de la Semana Negra es “La plegaria del vidente”. En Mar del Plata, la ciudad donde vive, y en un tiempo concreto, cuando los medios hablaban de un maníaco asesino de putas que las dejaba torturadas o descuartizadas a un lado de la ruta, será un vidente, un hombre ciego y atormentado por su don, quien intuya el corazón del horror. En este caso la geografía es la ciudad balnearia más concurrida de Argentina. Un lugar para ir de vacaciones, a no preocuparse, y que permanece casi desierta fuera del verano. En Balmaceda no aparece la necesidad de emular Nueva York o Chicago, rescata la geografía social que tiene alrededor y le da protagonismo, porque no pretende rendir tributo a un género, sino que le es imposible narrar desde otro punto de vista. Con Gabriela Cabezón Cámara, nacida en 1968, sucedió algo curioso, que marca cuán desconcertados podemos estar a veces sobre lo que hacemos. Un día fue notificada de que su novela “La Virgen Cabeza” era finalista del “Memorial Silverio Cañada”, de la Semana Negra. No pensaba que había escrito una novela negra, porque en su imaginario para que así fuera tenía que haber un investigador, un dilema, etc. Fue más tarde, luego de que le expusiera mi teoría sobre el modo y la mirada, cuando entendió que lo suyo era la novela negra. Que haber elegido por protagonista a un travesti de una pobrísima Villa Mise-

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ria, que es reconocido como mediador con la Virgen María; que sus personajes, desde los ladrones, los mendigos, hasta los policías; que su forma de narrar, potente, cruda, sin autocompasión, la hacía una escritora de novela negra, y que “La Virgen Cabeza” era eso, ni más ni menos. Poco más tarde publicaría, en la colección digital “Bichos” de Sigueleyendo —una colección donde se rescatan los relatos tradicionales para niños desde una mirada negra— la rescritura de “La Bella durmiente”, titulado “Le viste la cara a Dios”. Su protagonista, Beya, está obligada a prostituirse y aceptar cualquier clase de vejámenes, por eso acude a las drogas para escapar de la realidad con sueños de media vigilia. Hasta que un día despierta para tomarse la revancha. Este relato fue elegido por el diario argentino Clarín como uno de los mejores libros del año, y muchos lectores reconocieron en Gabriela Cabezón Cámara a una de las mejores autoras de lo negro en castellano. Otra vez la mirada en juego. Otra vez la mirada centra la geografía en una de las “ciudades” del horror y la pobreza de Buenos Aires. En el caso de Marcelo Scalona, su novela “El portador” adquiere, desde el título, una pluralidad de sentidos que sobrepasa los límites del género negro. Pocas novelas tienen escenas tan potentes y crudas como esta. Furlet, apodado El portador, porque tiene sida, es más que un joven delincuente, culto e inteligente. Se ve a sí mismo como un mesías, y como tal pone en marcha una revolución de criminales y ladrones que cuestiona la existencia misma del sistema. Como en el caso de Espartaco, no podrá triunfar, pero su acción y la adhesión de los pobres y los delincuentes pone de manifiesto una sociedad podrida y, tal vez sin proponérselo, el fracaso de una revolución que, en un tiempo, llegó a creer posible. Otro autor que también viola las fronteras del género y es necesario explicarlo desde el modo, es Carlos Salem, nacido en 1959. Hizo su aparición con “Camino de ida” en 2007, y a poco publicó “Matar y guardar la ropa”. Su mirada, decepcionada, de la sociedad y las personas, adopta la misma actitud que tuvo Osvaldo Soriano: recurrir a lo ridículo de lo humano para transformarlo piadosamente desde el humor. Su mirada no es extraña a muchos autores negros latinoamericanos, tal vez por aquello de que es más fácil afrontar la desgracia riéndonos de nosotros mismos, y tiene un antecedente muy claro en lo que fue el teatro argentino del grotesco, de los años treinta y cuarenta. Uno de los últimos en aparecer, al menos hasta esta conferencia, es Miguel Molfino, nacido en 1949, con su novela “Monstruos perfectos”. Molfino nació en Buenos Aires, pero vive, como Mempo Giardinelli, en El Chaco, provincia del noreste argentino, muy cercana a Brasil y Paraguay. Es sorprendente cómo la geografía chaqueña sobre la que desarrolla una historia muy dura y, al mismo tiempo irónica, nos trae ecos de “El camino del tabaco”, de Erskine Caldwell.

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Y no es casual. Los blancos extremadamente pobres y furiosamente cristianos, o algo parecido, esa gente que alguien bautizó como “basura blanca”, encuentran sus similares en el escenario de Miguel Molfino. Sucede que El Chaco, que hasta principios del siglo xx fue “frontera con el indio”, se pobló con campesinos llegados desde Europa central, polacos, checos, eslavos y hasta colonos franceses expulsados de Argelia. Colonos que, como los personajes de Caldwell se sienten superiores al indio —o al negro— sólo por ser blancos, y a los que una vida dura, tanto por el clima como por las circunstancias económicas, engloba en un mundo primario donde coactúan hambre, sexo y religión. Como protagonista, Molfino elige un personaje, Miroslavo. Un joven hijo de inmigrante que tiene mucho de autista y que vive temeroso de las brutales palizas de su padre. Cosa que lo llevará, cuando conozca a cierto mafioso —un resto de la represión de la dictadura— a que se descubra realizado como asesino. Miguel Molfino, también como Gabriela Cabezón Cámara, publicaría luego un relato en la ya mencionada colección “Bichos”: “Y colorín, colorado, tu vida se ha terminado”. Esta recreación de “Caperucita Roja”, torturada y muerta en los sótanos de la dictadura militar, está dedicada a su madre y su hermana, desaparecidas por esa dictadura. Otra vez, en los dos casos, la mirada interior, el modo, opta por cambiar el escenario, y narrar una historia sin enigma ni investigación, que parte del género hacia la literatura.

¿Qué vimos en el cine? La novela negra, o los guiones para un cine negro, aparecerían antes que las nuevas novelas, aprovechando los aires nuevos de la vuelta a la democracia y el fin de la dictadura, que se produjo en 1983 y permitió volcar la mirada sobre lo oscuro. Creo necesario reseñar muy brevemente dos piezas: “El Pibe Cabeza”, de Leopoldo Torre Nilson de 1975, sobre un guion de Beatriz Guido, en la que rescata la vida de un delincuente de los años treinta, caído en enfrentamiento con la policía cuando tenía veintisiete años. La otra es “Cuarteles de invierno”, dirigida en 1984 por Lautaro Murúa, sobre la novela del mismo título de Osvaldo Soriano. Esta historia se desarrolla durante la dictadura militar, en el mismo pueblo agrícola en que ya sucediera, pocos años antes, “No habrá más penas ni olvidos”, y sus protagonistas son un cantor de tangos venido a menos y un boxeador que tiene que perder su pelea. En el mismo año, 1984, se estrena “Noches sin lunas ni soles”, dirigida por José Martínez Suárez, sobre la novela y con guion de Rubén Tizziani. Y en el

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mismo año “En retirada”, una película de Juan Carlos Desanzo, cuyo protagonista es un ex represor a quien se le ha cambiado el mundo y ya no sabe muy bien quién es. Con el estreno de “Hay unos tipos abajo”, sobre la novela del mismo título de Antonio Dal Masetto, en 1985 se mostraría la complicidad, la indiferencia o el miedo paralizante ante los secuestros de la dictadura. Algunos años más tarde llegaría al cine un caso que conmovió Argentina. La muerte en situación muy dudosa, que comprometía a gente importante y presumía fiesta y drogas, de una adolescente. Héctor Olivera fue el director de “El caso María Soledad”, estrenada en 1993. Otra película que tengo que señalar, por su valor cinematográfico y testimonial, fue “Garage Olimpo”, dirigida por Marco Bechis en 1999. En el título se conjugan las denominaciones de dos campos de concentración —y, por supuesto, tortura— clandestinos, los conocidos como “Garage Orletti” y “El Olimpo”. Allí se cuenta la “desaparición”, tortura y muerte de una militante política. Luego, me resulta muy interesante “El bonaerense”, de Carlos Trapero, estrenada en 2002. La historia narra como un anónimo cerrajero, por un equívoco, termina en las filas de la Policía Bonaerense, de la Provincia de Buenos Aires, conocida, por miles de razones, entre ellas las ejecuciones y el gatillo fácil, como “La maldita policía”. “Un oso rojo”, también de 2002, dirigida por Israel Adrián Caetano, recorta de la realidad la vida de un hombre obligado a hacerse delincuente. Los códigos de la calle y la necesidad cuestionan a los códigos éticos generales de la sociedad. Del mismo director veremos, ya en 2006, cómo se ha avanzado en la profundidad de la mirada y la sociedad se permite ver historias que hasta pocos años antes prefería ignorar. Se trata de “Crónica de una fuga”, basada en la novela “Pase libre: la fuga de la Mansión Seré”, de Claudio Tamburrini, un ex detenido desaparecido que cuenta su historia real, su fuga de un campo de concentración clandestino conocido como “Mansión Seré”. Dos años más tarde, en 2008, veremos “Leonera”, dirigida por Pablo Trapero. Leonera es, en el argot carcelario, la jaula, los pabellones o celdas enrejados en que se contiene a los presos. En este caso presas, porque su tema es la maternidad dentro de la cárcel. El tiempo en que las presas pueden tener a su hijo, parido allí, antes de que sea demasiado grande y tenga que entregarlo en tenencia a su familia o una familia supletoria. Un año más tarde Marcelo Piñeyro vuelve a las pantallas con una película que comparte título con una novela de mucho éxito, “Las viudas de los jueves”, de Claudia Piñeiro. Tres cadáveres aparecen flotando en la piscina de una urbanización cerrada, con custodia privada, de las que en Argentina se denominan

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country. Sitios que suponen una seguridad absoluta para sus habitantes. Indirectamente es un enjuiciamiento a la sociedad que ha facilitado la inseguridad para que prospere el negocio de las urbanizaciones cerradas y, al mismo tiempo, una reflexión aparentemente distendida, en paso de comedia, sobre las aspiraciones de la clase media, que refugia sus miedos en recintos vigilados y se ve a sí misma como “llegando” a algún lado, como adquiriendo un estatus superior, al que no accede todo el mundo. Como podemos ver, desde 1984 hasta 2009 se puede apreciar una profundización de la mirada, al tiempo que una fragmentación de las geografías donde se desarrollan las historias. De una historia urbana y delictiva de amores y venganzas como “Noches sin lunas ni soles” llegamos a un análisis más fino que se centra en lo que los sociólogos llaman los “sitios de exclusión”. Tradicionalmente, los sitios de exclusión fueron las Villas de Emergencia. Desde la instalación del miedo y la inseguridad social, normalmente vinculada a negociados entre la policía y los promotores de barrios cerrados, apareció un nuevo “sitio de exclusión”, el country. Un espacio cerrado donde comparten la vida y aficiones comunes los integrantes de un segmento social, sin contacto con los otros sectores sociales. Como ejemplo digamos que, en un pueblo cualquiera, cohabitan desde la puta hasta el ladrón y el juez. En los country no viven ni las sirvientas, ni los jardineros, ni nadie que no pertenezca a ese corte social. El resumen que podemos hacer de la novela negra y el cine negro surgido a partir de 1975 en Argentina, es que se fue convirtiendo en un bisturí, en una lupa de aumento, que disecciona la sociedad con la mayor profundidad posible, y que se convierte no solo en un testigo de la memoria, sino también en un revisor de esa memoria. Los escenarios, las geografías, se han diversificado: Villas de Emergencia, cárceles, campos de concentración, el campo, las colonias agrícolas, la ciudad, las corruptelas de la dictadura y la democracia, o las urbanizaciones “paraísos artificiales”. Y sobre todo ello o bajo todos ellos, habita el enjuiciamiento de su propio pasado, sin concesiones a la nostalgia. No todo pasado fue mejor, y es posible que el futuro tampoco lo sea.

Nuevas tendencias en la novela policial chilena de la última década

Clemens A. Franken Kurzen / Marcelo González Universidad Católica de Chile

El desarrollo de la novela policial en Chile arranca con fuerza en los años ochenta y surge como una nueva forma de representar la realidad nacional. Sirviéndose del formato policial, muchos autores chilenos alcanzan a menudo una sorprendente profundidad de contenido. Sus reflexiones se centran en las realidades sociopolíticas del país y del continente y ciñen su mirada sobre crímenes que provienen principalmente del poder político y económico. La consolidación del género policial se logra gracias al creciente número de publicaciones de autores dedicados a la literatura de esta índole, pero también a la aparición de una crítica más avezada en el tema y capaz de recibir de manera más abierta el creciente número de obras en existencia. En su reciente libro Huellas de papel. Tras la pista de la novela policial en Chile, Ramón Díaz Eterovic agrega a los ya conocidos y analizados autores de los ochenta y noventa los nombres de Alberto Fuguet, José Gai, Gonzalo Hernández, Carlos Tromben, Sebastián Edwards, Ignacio Fritz y Elizabeth Subercaseaux (cfr. pp. 67-79), para nombrar solamente los más relevantes y reconocidos por la crítica literaria. Curiosamente, Díaz Eterovic no menciona las novelas con formato policial de Roberto Brodsky, un autor ampliamente valorado por los críticos literarios. Por falta de tiempo, en este trabajo no nos vamos a referir a su novela policial más relevante, El arte de callar, pero sí a las novelas El segundo deseo de Ramón Díaz Eterovic y a Poderes fácticos y Prácticas rituales de Carlos Tromben. En nuestras investigaciones anteriores hemos identificado al menos tres líneas temáticas dentro del desarrollo de la literatura policial chilena de los últimos años: la primera, en donde el detective se levanta contra las grandes instituciones; la segunda, en donde el detective aparece inmerso en medio de la globalización; y una tercera en donde el detective debe hacer frente a la imposibilidad de la verdad (cfr. Franken/Sepúlveda 2009).

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Aun cuando estas líneas temáticas todavía pueden ser rastreadas en el (neo-) policial chileno de la primera década del siglo xxi, la consolidación del género en las letras nacionales posibilita la lectura de nuevas tendencias que nacen o como una agudización de las temáticas anteriores, o como una mirada nueva que permite seguir renovando al género. Sea como fuere, la producción de literatura policial en Chile solamente se puede comprender bien en la tradición de aquella de los años ochenta y noventa, sea porque los autores siguen siendo los mismos, como por ejemplo en los casos de Bolaño, Díaz Eterovic y Ampuero, sea porque las variaciones no son demasiado grandes. De esta forma, podemos identificar, al menos tentativamente, tres nuevas directrices que marcan tendencia en la década pasada: la primera, en donde la imposibilidad de la verdad producto de la posmodernidad y la fórmula policial son utilizadas, en textos claramente metaliterarios, como un telón de fondo para describir profundos problemas humanos derivados de los paisajes socioculturales de las épocas recientes. Pensamos, ante todo, en autores como el ya mencionado Roberto Brodsky y Roberto Bolaño. Una segunda directriz, en donde se retoma al Estado como principal agente de los crímenes, pero donde la investigación de estos se extiende más allá de la época de dictadura o la transición democrática, con temáticas nuevas antes no consideradas. Aquí hay que pensar en Carlos Tromben y José Gai, pero también en los conocidos Díaz Eterovic y Roberto Ampuero. Y por último, se propone una tercera directriz, en donde el aspecto formal de la novela negra es puesta en tensión, en la medida en que elementos de otras tradiciones literarias son llamadas a intervenir en estos textos, mientras se recuperan elementos propios de la tradición policial más antigua (p. ej. el policial clásico o de enigma), generando una nueva renovación de la producción del género en el país, y dando como resultado un interesante producto inter- e intragenérico que se percibe, por ejemplo, en autores como Elizabeth Subercaseaux y Pablo Rumel. Comenzaremos nuestro análisis de novelas policiales chilenas recientes con El segundo deseo de Ramón Díaz Eterovic, publicada en el año 2006. En esta novela está claramente presente una nueva tendencia de su autor en la primera década del siglo xxi: el tema es el pasado y la identidad de su detective Heredia, es decir, se trata de una temática personal y no de la temática política predominante en sus novelas anteriores. Recordemos brevemente quién es Heredia. Según las propias palabras de su creador, [Heredia] h[a] ido trazando una suerte de cronología de la historia chilena de los últimos veinte años, y que en tal sentido Heredia ha cumplido su rol de testigo de esa historia, de aguijón que ha punzado en algunos temas especialmente sensitivos de la

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realidad social chilena. En las novelas de Heredia hay un discurso esencialmente moral, ético, relacionado con el accionar de los poderes y la degradación constante de la sociedad en que vivimos. En estas novelas hay un contrapunto evidente entre literatura e historia, a partir de temas fácilmente reconocibles. Y frente a esos temas, Heredia actúa motivado por una filosofía de la resistencia, de pesimismo activo, que lo lleva a inmiscuirse en investigaciones que le permiten relacionarse con otros personajes marginales y en el límite, como él. Heredia tiene una posición nostálgica y ética, fiel a las ideas de justicia, solidaridad y verdad. No importa que ya no estén muy de moda. (Díaz Eterovic, 2000b: 5-6)

De la vida de Heredia sabemos, además, que estudió algunos semestres de Leyes en la Universidad de Chile, que vive en el barrio venido a menos de la estación Mapocho, en un departamento sórdido, que también sirve de oficina, ubicado “en las esquinas de las calles Bandera con Aillavillú” (2009a: 43). También que la placa “investigaciones legales” (Ibíd.: 10), colocada bajo su nombre en la puerta de su domicilio, data de los años en que dejó de estudiar para dedicarse a investigar casos banales como robos de autos, maridos infieles e hijas que abandonaban sus hogares. Otros aspectos característicos de Heredia son sus adicciones al cigarrillo (marca Derby) y al alcohol (güisqui, cerveza y coñac); vicios que comparte con Philip Marlowe. Además, Heredia, a diferencia de este último, quien parece no tener gusto musical, disfruta con los melancólicos y románticos boleros y tangos; sus autos, un Fiat seiscientos al comienzo y luego un Lada, son mucho más discretos que los coches de sus colegas norteamericanos y, de paso, lo relacionan con la clase media baja chilena, del mismo modo que las habituales dificultades que tiene para pagar el arriendo. Sin embargo, el rasgo más importante de la condición vital de Heredia es su soledad: tema frecuente tanto en la literatura existencialista universal del siglo xx como en la narrativa latinoamericana. En 1995, al ser preguntado por Guillermo García-Corales con respecto a este tema, Díaz Eterovic definió esta situación como “una soledad ubicable hoy en día dentro de la urbe; es contradictoria porque se da en un espacio en que se encuentra mucha gente, es una soledad más bien existencial” (1995: 192). Las siguientes frases de su primera y tercera novela respectivamente revelan esta experiencia: “En el departamento encontré la soledad habitual” (2000a: 43) y “[…] la soledad que me alimentaba y destruía al mismo tiempo” (1993: 14). Ciertamente, Díaz Eterovic logra transmitir, en forma verosímil, la sufrida experiencia del hombre moderno en la ciudad, un fenómeno trabajado en los años cincuenta por el sociólogo norteamericano David Riesman, en su famoso libro The Lonely Crowd. En su reciente novela El segundo deseo, según la crítica literaria su libro más autobiográfico, personal y literario, y, según mi modesta opinión, además su li-

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bro más optimista, conciliador y emotivo, Díaz Eterovic nos entrega más antecedentes personales de su protagonista Heredia. Lo hace a través de la temática principal de la búsqueda del padre. Nos enteramos de que Heredia fue abandonado por su madre en un orfanato poco antes de morir, dejando, además, una carta para él en cuidado de una amiga, la cual por diversas razones recién ahora le llega a sus manos. En ella le pide a Heredia, como primer deseo, no quedar solo en la vida, y, como segundo deseo, buscar a su padre, quien, por razones que ella desconoce, nunca ha vuelto de un viaje hacia el Sur de Chile, abandonando aparentemente a la joven madre y a su hijo. Así, Heredia inicia la búsqueda de su padre, que es al mismo tiempo, al igual que en los cuentos de Borges, una búsqueda de su propia identidad y de sus orígenes. Al reflexionar sobre su infancia vivida y sufrida en un orfanato, Heredia se da cuenta de que “en [su] interior se anidaba un dolor que hasta entonces no había sido capaz de enfrentar” (2006: 43). Para él, “[l]o peor era la soledad y saber que más allá de sus muros no había nada para [él]” (Ibíd.: 60), sintiendo, además, culpa y rabia tanto por sentirse despreciado como por “no tener una historia familiar como referencia” (Ibíd.: 75). Sus investigaciones, basadas más aún que en las diez novelas anteriores en la casualidad, el azar y la fortuna, y en algunas intuiciones y conjeturas, finalmente tienen éxito y logra ver a su padre, aunque este está enfermo de alzhéimer, enfermedad que le impide reconocer a su hijo y que lo llevará pronto a la muerte. Parece, sin embargo, que antes de morir logra identificar a su madre en una foto que Heredia heredó de ella. Gracias a la investigación de Heredia nos enteramos de que su padre trabajaba en una ferretería y era un respetable boxeador aficionado. Se enamoró de la futura madre de Heredia y no volvió de su viaje supuestamente porque mató a un boxeador argentino poco experimentado en una pelea en el Sur, rompiendo de esta forma su promesa a su futura esposa de no pelear nunca más. Aparentemente no sabía de la existencia de un hijo suyo. De esta forma, a Heredia le queda la satisfacción de haber cumplido el segundo deseo de su madre y, según las sabias palabras del Padre Brown, de haber “cerrado la herida que tení[a] abierta desde la infancia”, ya que “no tien[e] que andar inventando un padre, como hací[a] en el orfanato” (Ibíd.: 240). Con la figura del Padre Brown, una clarísima alusión al sacerdote detective de G. K. Chesterton, lo que ninguna crítica ha mencionado hasta ahora, Díaz Eterovic creó, desde mi punto de vista, una de sus figuras literarias más positivas y atractivas. De hecho, describe con inusual simpatía a este cura quien jugó el papel de padre sustituto durante la estadía de Heredia en el orfanato. Lo describe así:

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Trabajaba de sol a sol. Cuando no estaba reparando los techos o alguna sala del hogar, estaba consiguiendo ayuda para los internos. Ropa, comida, libros, medicinas, algún paseo. Cualquier cosa que nos diera un instante de felicidad. Era el terror de los comerciantes y las viejas pechoñas. Brown me enseñó a leer y fue el primero que puso en mis manos un libro de poesía. […] También me enseñó a boxear. […] su golpe favorito era el uppercaut [sic]. De él aprendí que lo principal a la hora de pelear es mantener la calma y pegar primero. —Parece que ese curita trabajaba para el bando de Satanás —comentó Anselmo, risueño. —Te equivocas, era fiel a sus prédicas y a su cuento religioso —[…]. (2006: 66)

No cabe duda de que el escéptico Díaz Eterovic expresa a través de la creación literaria de la figura de este sacerdote su simpatía por una fe cristiana práctica, servicial y solidaria y, especialmente, por sacerdotes cuya vida está marcada por su entrega abnegada a los demás y —agregaría luego de las lamentable noticias de los últimos años— libre de cualquier sospecha de pedofilia y abuso sexual. Me imagino que uno u otro de los profesores que nuestro autor tuvo en su infancia y juventud en el Colegio Salesiano de Punta Arenas puede haberle servido como referencia. Analicemos ahora la presencia del formato policial en Carlos Tromben (Valparaíso, 1966), un ex economista que dejó los números para dedicarse a las letras, centrando su trabajo en la novela negra. Tres de sus cuatro novelas al día de hoy utilizan este género: Poderes fácticos, novela que recibió en 2003 el Premio Revista de Libros El Mercurio, Prácticas rituales, de 2005, y la reciente La casa de Electra. Poderes fácticos ocurre en el año 1973 y nos presenta al inspector Palma y a su compañero, el joven sociólogo Cristián Ortega. Mejor dicho, inicia sus acciones en este año porque, a medio narrar, encontramos diversas anacronías, prolepsis que dan cuenta de las acciones que el lector presenciará, con una mirada que permite contrastar los hechos con la actualidad. José Joaquín Palma, Jota para los amigos, viene de la isla Grande de Chiloé y es un racionalista de la vieja escuela; cree en la razón como medio para resolver sus casos: “La criminalística es hija del positivismo… —dice Palma” (2003: 42) y la aplica cuando se trata de investigar: “Palma olfatea ángulos, mide distancias, observa y registra rincones en busca de objetos comprometedores” (Ibíd.: 34). Sin embargo, es masón, y como habitante de la isla, entiende el lugar de los brujos en ese orden social: “Los brujos son los poderes fácticos de la isla, su presencia es tabú, su poder es equivalente o superior al del Estado” (Ibíd.: 43). En su juventud soñaba con convertirse en profesor, carrera que abandona para ingresar en la policía: “[...] obligado a ganarse la vida, dejó sus estudios y se

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presentó de aspirante al joven cuerpo de investigaciones. Hubiera sido profesor y poeta, pero terminó escribiendo informes criminalísticos” (Ibíd.: 46-7). Para el propio Tromben, que el protagonista pertenezca a las fuerzas del orden tiene una significación clara, que en cierta medida lo aleja de la tradición neopolicial latinoamericana: “[...] el autor explica esta opción no solo por la estética romántica y barriobajera del ‘tira’, sino además por la reconocida filiación masónica que estos tienen en Chile” (Poblete 113). Palma, además, es viudo, padre de dos hijos (Eduardo y Sandra) envueltos en las efervescencias políticas de la época, que él mira con lejanía y algo de displicencia: son etapas ya vividas por él y que, por lo mismo, le permiten conocer dónde terminarán: “A Palma lo enternece el germen de disciplina que anida en el corazón del joven militante. Él, que conoció a la generación precedente de idealistas, sabe en qué termina todo aquello: en la casa propia, los hijos después crecen, los amigos que se van” (2003: 139). Esta carga vital es la razón de su gran defecto: es adicto a la morfina, situación que, sin embargo, no afecta al profesionalismo con que lleva a cabo su trabajo. Cristián Ortega, en cambio, aparece como el opuesto del que será su mentor: sociólogo de la Universidad Católica, entra en escena cuando regresa de realizar estudios en Francia, y se une al trabajo policial de Palma como forma de corroborar sus hipótesis acerca de la criminalística en el país. Ex militante de las juventudes demócrata cristianas, al comienzo del texto será parte del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), pese a lo cual será expulsado de este a medida que avanza la narración, por sospechas y envidias de sus correligionarios. Ortega pertenece a la clase acomodada del país y, por lo tanto, goza de algunos privilegios que la mayoría del país no posee: “[...] ninguno de los tres se había dado la molestia de hacer la cola del gas, ni ninguna otra cola por enseres básicos” (Íbid.: 62). Pese a esto, el joven sociólogo no se comporta como tal, sino que se esfuerza por ser parte del cambio social y político que se vive en la época, aun cuando quienes lo rodean y trabajan con él no puedan dejar de mirarlo con cierto escepticismo y desconfianza: [...] ese mismo joven que podía desfilar por la calle con el puño en alto, aquí abajo en las catacumbas, en las miasmas pestilentes de la criminalidad humana, se comportaba con la humildad, la deferencia y los modales de un buen alumno de liceo de curas. Tendría algún tío o pariente de sotana, los sacramentos al día, habría asistido a los retiros y a los ejercicios, un régimen deportivo y una dieta. Un elegido, pensé con amargura, sabiendo que en el fondo este personaje quería destruir, alterar, dar vuelta la sociedad mediante algún golpe audaz o estúpido en que se hicieran masacrar, tal como los mártires de 1938. (2003: 100)

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Así, Poderes fácticos nos presenta el clásico caso de un asesinato ocurrido en el barrio Lastarria. Allí los esperan dos cadáveres que, como es tradición, revelarán un mundo oscuro y corrompido por el dinero: tráfico de obras de arte, travestismo y “las iniquidades cometidas por sodomitas paranazis en cierta Villa Munich” (Montañés 2003), que resuena fuertemente a Villa Baviera, es decir, Colonia Dignidad, y a los secretos y crímenes que ocurrieron en este lugar, ya conocidos por gran parte de la sociedad chilena e internacional de hoy. Como su nombre indica, la reflexión de la obra gira en torno a los poderes fácticos que están detrás de la sociedad chilena de la época y cómo estos controlan todo lo que sucede en el país: desde el poder judicial hasta los mismos brujos en Chiloé, pareciera que los únicos que no están al mando son el gobierno y sus partidarios: periodistas, artistas, extranjeros. “Narcotraficantes, prestamistas, corredores de apuestas, agentes de la CIA, de la DEA, de los servicios secretos de la RDA, por ahí circula la plata ahora” (2003: 53); todos, en menor o mayor nivel, contribuyen a que el país se acerque al abismo y a la crisis total. Finalmente, el caos social con que se muestra la ciudad es reflejo del propio desorden que tiene Palma en su vida privada. Por supuesto que todo está oculto y, ni Palma ni menos Ortega, son capaces de vislumbrar la total dimensión de lo que investigan: “Pero volviendo sobre el asunto en cuestión: No te dejís engañar por las apariencias, Jota. Hay mucho volador de luces en este asunto” (Ibíd.: 52). La reflexión acerca del poder, entonces, da lugar a una reflexión en torno al mal en su estado más puro: “El ser humano es el único animal que puede matar por símbolos […]. La bandera, la cruz, la hoz y el martillo […]” (Ibíd.: 188), y cómo este se presenta en los rostros sin rasgos que controlan al país. La ciudad de Santiago es presentada como una nueva Sodoma y Gomorra. En cada nueva pista que descubren se puede vislumbrar la lucha entre Eros y Tánatos, tan antigua y tan propia de la humanidad. Ortega la analiza desde su perspectiva como sociólogo: “Es la economía del deseo —dijo Ortega—. El intercambio de fantasmas sexuales […]” (Ibíd.: 104). Hay, por lo tanto, una dualidad social que se palpa en todos los lugares que visitan para intentar resolver el caso: empezando por el propio cuartel de investigaciones, donde “la situación también es tensa” (Ibíd.: 67), hasta los mismo momentos de entretención y relajo que podían darse las personas en esos tiempos: “Janis Joplin, Jimi Hendrix, Ernesto Guevara, Mahatma Gandhi, Jesús: todos muertos, todos crucificados, ejecutados por los poderes fácticos y adorados por la juventud” (Ibíd.: 78). Las contradicciones generan entonces nuevos órdenes sociales que permiten a los poderes fácticos seguir extendiendo sus redes de control:

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A los ratis uno los cacha a la primera… Son como del ambiente, ¿me entiendes? Ellos la necesitan a una para tener información. Es como pasando y pasando… En cambio los pacos descargan en una todo su resentimiento… Te manguerean, te pegan, te agarran a palos… El tira es más humano, pero más sinvergüenza… Consume sin pagar, pero sin pegarte… ¿Me entiendes? (2003: 111)

Es una sociedad contradictoria, en un tiempo que funciona de la misma manera: “Fue una época bonita, pero también fue una época fea. Y su fealdad era inseparable de su belleza. Fue, claro, una época folk: yo veía a los jóvenes desde mi ventana fumando marihuana (¡y harta envidia que les tenía!). Pero también era una época gótica: todos veíamos seriales de vampiros, todos teníamos uno que otro secretillo que ocultar de nuestra naturaleza” (Ibíd.: 76). En una sociedad así, la justicia y la verdad, por lo tanto, no tienen cabida y el trabajo de los investigadores se torna fútil y sin sentido: es “[u]n caso policialmente aclarado, piensa mirando el horizonte brumoso de Santiago. Pero perdido políticamente…” (Ibíd.: 192). Los frutos de su investigación se perderán así en las mismas manos que llevaron a cabo los crímenes descubiertos por los servidores de la ley y el orden: “En la provincia de Valdivia, donde el expediente debiera trasladarse, los poderes fácticos lo bloquearán, lo mutilarán, silenciarán a testigos y harán desaparecer documentos, y Erdhöhle proseguirá con su vasto plan educativo para formar La Raza que Viene” (Ibíd.: 193). De esta forma, los diversos momentos en que se narra la historia (presente y futuro) se reflejan en las propias contradicciones sociales a las que asiste el lector, permitiendo una reflexión más profunda acerca de los momentos en que se origina la corrupción; incluso más, los enigmas que Palma intenta resolver son un pretexto para reflexionar, también, acerca de las bases de la desintegración social, cultural, política y económica de Chile. En este sentido, el que Palma pertenezca al cuerpo de investigaciones responde al hecho de que este aún no ha sido corrompido por los hechos que, sabe el lector, vendrán en el futuro. Cabe preguntarse aquí si hay en los textos de Tromben una crítica contra los inmigrantes. En un principio pareciera que sí, que Palma representa a aquel detective que buscaba la cohesión nacional por medio de la expulsión de los inmigrantes. Sin embargo, el problema en Poderes fácticos y en Prácticas rituales es mucho más profundo: en la primera, el mal se encarna en la figura de la Alemania nazi; en la segunda, es representado por medio de la Italia fascista, pero también de todos los demás extranjeros: ingleses, austriacos, escoceses, suizos, e incluso el Mossad, es decir, todos aquellos capitales que un par de décadas después serán los principales motores de la economía de mercado. Es probable que esto se deba al período en que están ambientados ambos textos. En una

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época pre-golpe de estado, donde la guerra fría inundaba todos los aspectos de la vida cotidiana, la herencia de la Segunda Guerra Mundial y del bando derrotado en esta aún se podía sentir, pese a que el terror del comunismo no hace ninguna aparición importante en estas páginas. Según Tromben, sin embargo, esto se debe a que “la concepción y la ejecución del mal que le interesaba retratar exigen una mezcla de pericia, sangre fría y elegancia que en su opinión no se encuentra en el modo de ser chileno, más cercano a la moral del perdedor que a la del ‘asesino dandy’, finísimo y grandilocuente” (Poblete 117). Es en este sentido, entonces, que Tromben pareciera seguir con la línea trazada por autores como Ramón Díaz Eterovic, en la medida en que los crímenes ocurren no solo por el actuar de un determinado estrato social, sino también como consecuencia de un Estado corrupto desde la base misma de su organización política. Es uno de los propios personajes de la obra el que traza la relación entre el pasado y el presente escritural al señalar: “Hasta donde sé, nunca más se habló del caso Rosal en la prensa, la noticia quedó sepultada por otros noticiones, y Chile es hoy lo que sabemos que es: un país aséptico y eficiente, donde se desprecia la cultura” (2003: 133). Sin embargo, en el caso de este autor, él pareciera indicarnos que la indagación, que la degradación social que intuíamos que había comenzado en la dictadura, encuentra sus orígenes mucho más atrás: no solo en el año 1973, sino que, como se verá en Prácticas rituales, incluso ya en el año 1969. Para nuestro colega Danilo Santos, Tromben, “[a] través del enfrentamiento con el fascismo y el nazismo constituye una historia polifónica contra la destrucción desde lo otro, además de una historia masónica y de reconstrucción de los hijos de las causas del desastre” (2009: 88). Así, pareciera señalarse que esta degeneración social, cultural, política y económica encuentra sus orígenes en el Estado y en la nación misma, es inherente a ella, y no consecuencia de malos gobiernos o de reiteradas violaciones a los derechos humanos. A la vez, el autor le añade otra característica que confirmará en su siguiente obra, Prácticas rituales: el aspecto de thriller místico-político que la crítica ha señalado en su obra, y que proviene de la identificación ya descrita con el neopolicial hispanoamericano y sus códigos, “pero además [porque] bordea los márgenes históricos del propio género para reencontrarse con sus orígenes en las novelas de misterio y terror gótico/esotérico” (Poblete 119). Según el crítico literario Poblete, Tromben (re)engarza: El misterio policial con lo que Narcejac considera sus orígenes históricos, esto es la magia y el ocultismo (Narcejac 1970). Esta opción tiene, al menos, dos consecuencias: la primera es ontológica y se refiere a la imposibilidad de aprehender el sentido último del delito; la segunda es estética, y nos remite al Thomas De Quincey que

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proponía el crimen no solo como un reto a la razón, sino sobre todo como un macabro canto a lo sublime. (Ibíd.:112)

Con Prácticas rituales Tromben viene a confirmar las ideas propuestas en su primer texto. Por una parte profundiza en los saltos temporales para hacer equivalentes los dos momentos de la historia que se narra: las cosas en el pasado estaban tan mal como lo están ahora. El texto comienza en 1969, cuando el inspector Palma intenta resolver la desaparición del andinista ítalo-suizo Ugo Höffelin. En esta ocasión, Jota comparte protagonismo con el joven juez Francisco Arrate Brown, encargado de ordenar las pesquisas que estime pertinentes y, cómo no, debido al fervor político de la época, llevar a cabo sus propias indagaciones. En este sentido, la presencia del juez Arrate pareciera aludir a un tiempo en el cual los poderes fácticos no se han apoderado de la nación: nada más lejos de la realidad. A través de su figura, descubrimos otros secretos y más zonas oscuras dentro del poder judicial y, por tanto, de la sociedad chilena de ese tiempo: Pensó en la fragilidad, la rareza de la sociedad en que vivía: sus arcaicos sistemas de transporte, sus afanes políticos, las intrigas de palacio, los crímenes absurdos, la burocracia sin fin y la belleza siniestra del progreso. Porque la capital estaba cubierta por una pátina de partículas tóxicas cuya frontera con el cielo era tan nítida como entre la nieve y las montañas. ¿Sería esta capa de hollín la que estaba volviendo locos a sus habitantes? (2005: 52)

Por otra parte, la narración original de los hechos se completa treinta años después, en 1999, cuando Ortega y Sandra, hija de Palma, intentan resolver el caso, que no está cerrado, como un homenaje tardío a nuestro antihéroe. Asiste así el lector a una serie de entrevistas y confesiones que ambos personajes les van tomando a quienes se vieron envueltos en el caso, recorriendo variadas partes del globo: El Peral, Cartagena, Concón, Tel Aviv, Madrid y Barcelona. La antigua tensión existente entre Palma y Ortega está determinada ahora por una distancia temporal que aporta una perspectiva histórica a un caso que, sin este condicionante, peca de nimio y roza lo inverosímil. Como resultado de esta involución social, el lector percibe que donde antes había una conciencia social producto del momento histórico que vivía la sociedad chilena, ahora se encuentra exclusivamente una ética personal: El reducidor tiene también una ética de trabajo en la que imperan tiempo y lealtad. Se procede con la misma lógica de una vaca, por edad y valor de cada corte. No es descartable que un Fiat celeste sea ya un conjunto de llantas, un carburador, una correa de

Nuevas tendencias en la novela policial chilena

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transmisión, asientos que se separan unos de otros, ya sea porque han caído al fondo de una quebrada, fragmentándose al contacto con la roca, o porque se le ha despiezado con la velocidad que logran los expertos, los profesionales de lo automotriz. (2005: 56)

El autor, entonces, da un paso atrás en el tiempo, para volver a encontrarse con lo mismo que sospechaba ya existía antes de la dictadura: “Porque así son las cosas en este país. Se pierden en la noche, se atascan en los tribunales, los diarios se olvidan y después ya nadie se acuerda” (Ibíd.: 121). Vemos, así, cómo la obra de Tromben gira en torno a ciertas temáticas presentes en la tradición neopolicial chilena; pero este le añade elementos que permiten deconstruir la sociedad del país, mientras se reflexiona acerca de los propios orígenes del mal y su lugar entre los hombres.

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“Un tal Alt”: espacio urbano, crimen y la sociedad de control en La sonámbula y Nueve reinas

Geoffrey Kantaris St Catharine’s College Universidad de Cambridge

Was ist ein Einbruch in eine Bank gegen die Gründung einer Bank? [¿Qué es el robo de un banco en comparación con fundar uno?] Bertolt Brecht

Jorge Luis Borges, en uno de los cuentos suyos que juegan con el género policial, evoca la implicación de una nueva temporalidad en la maleabilidad del espacio urbano en tanto representación de la memoria: “La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo” (1990: 27). Aquí los espacios espectrales de la ciudad, atrapados entre los recuerdos y los flujos, se vinculan íntimamente a las nociones de repetición y anacronía (registradas en el topos de la “degeneración”) que se reproducen inevitablemente en todo concepto de género, patrón y arquetipo. La temporalidad humana, de la memoria humana y de sus mapas cognitivos, no alcanza la velocidad de los cambios espaciales de la metrópoli, la rapidez con que se van transformando tiendas, locales y modas, lo cual se convierte en la nueva manera de registrar el paso del tiempo, un registro espacial del tiempo. El cuento se llama “El indigno” y es uno de los relatos de traición de Borges que apareció en la colección El informe de Brodie (1970). Trata del dueño de una librería, Santiago Fischbein, judío, que le cuenta al narrador el gran se-

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creto de su vida. En su juventud se había unido a una pandilla de barrio, bajo el mando de un tal Francisco Ferrari. Por haberlo protegido a pesar de ser judío, y por haberlo invitado a integrarse al grupo de ladrones, Ferrari se convierte en un dios para Fischbein; o mejor dicho en Cristo, porque Fischbein se convierte en Judas. Cuando Ferrari plantea robar una fábrica, poniendo a Fischbein de vigilante, este decide, inexplicablemente, delatar a Ferrari y su grupo. Acude a la estación de policía y lo recibe “un tal Eald, o Alt” (1970: 34). ¿Qué significa este oscuro homenaje-parodia a Roberto Arlt? ¿Por qué Borges pone como oficial de policía al escritor que mejor expone la íntima relación entre el espacio urbano, el crimen y la “irredención”1 de la modernidad? Aunque las preocupaciones de Borges aquí parecen ante todo centrarse en la temporalidad y su precario registro fantasmático, este cuento nos remite a cierto allanamiento del tiempo en una modernidad donde hasta el crimen más nefasto se reduce a la mera repetición anacrónica y finalmente intrascendente de otra historia. Lo que me interesa aquí es, efectivamente, la forma en que este cortocircuito temporal parece registrarse en un nuevo orden espacial que tiene mucho que ver con lo urbano, no como lugar específico, sino como proceso, tránsito y flujo. La figura del cortocircuito no se da únicamente a nivel temático, sino también en la insistente intertextualidad de estos cuentos, en su reescritura de textos, autores y mitos bajo la estructura de la repetición. Asimismo, Arlt, Borges y sus fantasmas se repiten y se reescriben en las dos películas argentinas que examinaré en este capítulo: La sonámbula (Fernando Spiner, 1998) y Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000). Ambas películas nos remiten a un tiempo sin temporalidad y a un espacio sin lugar, y apuntan a un profundo reordenamiento de la ontología del tiempo y del espacio. Ambas son películas urbanas surgidas de la megalópolis o megaciudad que es Gran Buenos Aires, con una población de casi quince millones de personas (Brinkhoff 2011). El sociólogo catalán Manuel Castells denomina a la megalópolis “a new spatial form” (1996: 434), la cual, por exceder el tamaño de algunos países y por sus vínculos con las redes financieras globales, entra en tensión con el Estado-nación como tradicional agente estructurador del espacio. Huelga decir que ambas películas representan, de algún modo, una relectura del género policial, del género negro, y del cine de estafas, mientras que La sonámbula cruza el cine negro con otra forma del cine de género, la ciencia ficción, y más específicamente el cyberpunk. La relación entre el despliegue de la nueva espacialidad 1. “El indigno” es una reescritura consciente de El juguete rabioso (Arlt 1926), quizás la novela argentina prototípica del antihéroe moderno cuyo símbolo para Arlt es el irredento Judas Iscariote.

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urbana, globalizada y virtual, y las mutaciones del género negro, de crímenes, de conspiraciones y de engaños, arroja luz sobre el denso entramado de simulacros que articula las esferas de la globalización cultural y financiera, de los flujos informacionales, y de las tecnologías de la imagen.

I. La ciudad simulada y el laberinto detectivesco Siguiendo el método de “enriquec[er] […] el arte detenido y rudimentario de la lectura” de Pierre Menard (Borges 1984: 59), no sería del todo descabellado, al rastrear la genealogía del género detectivesco, afirmar que todo empezó con Borges, quien influyó a Edgar Allan Poe, cuyos cuentos influyeron en el Zadig de Voltaire, reescrito por las Mil y una noches, y finalmente por Sófocles, y también al revés. Como es bien sabido, Borges (re)escribe a partir de 1941 Los crímenes de la rue Morgue de Poe de 1841, y en el acto produce quizás el arquetipo del género detectivesco posmoderno avant la lettre, “La muerte y la brújula” (1942)2. Esto lo demuestra no solo el hecho de que el detective Lönnrot termina atrapado en una telaraña tejida por su propio intelecto, por su deseo de encontrar un significado final que dé fin a la cadena resbaladiza de signos parciales, sino también la curiosa estructura espacial que Borges le confiere al laberinto temporal urdido por su adversario y Doppelgänger Red Scharlach. Al traducir la temporalidad de los crímenes al plano espacial, Lönnrot dibuja un mapa que impone una figura geométrica sobre el espacio urbano de Buenos Aires, y la muerte del detective en la mansión de Triste le Roy completa la figura. Sin embargo, la espacialidad de la figura resulta por ende innecesariamente compleja. “En su laberinto sobran tres líneas,” le dice Lönnrot a su contrincante. “Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective” (Borges 1984: 162). No hay formulación más conmovedora y a la vez abstracta del proceso de allanamiento del espacio —su reducción a mera superficie, línea y unidimensionalidad— en la modernidad urbana articulada por el género detectivesco. Esta tradición de reelaboración del cuento de enigmas o de raciocinio, vinculada a un replanteamiento de la temporalidad en términos de las nuevas 2. Los cuentos de homenaje de Borges a Poe son “El jardín de los senderos que se bifurcan” (1941), “La muerte y la brújula” (1942) y “Abenjacán el Bojarí” (1951). Corresponden (cronológicamente) a los siguientes cuentos de Poe: “The Murders in the Rue Morgue” (1841), “The Mystery of Marie Rogêt” (1842) y “The Purloined Letter” (1844).

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topologías (pos)modernas, representa una de las líneas de influencia más fuertes en la primera película que examinaré aquí. La sonámbula tiene lugar en lo que en el momento de hacer la película era un futuro cercano, el año 2010, o sea el bicentenario de la Independencia de la Argentina. La película tiene como subtítulo “memorias del futuro” y está ambientada en un paisaje urbano distópico de iglesias y catedrales fundidas con una selva de autopistas elevadas y rascacielos que señalan la ciudad futurista no como futuro, sino como cita de viejas películas de ciencia ficción, principalmente la Metropolis de Fritz Lang (1927), pero también Blade Runner de Ridley Scott (1982). Así, la ciudad se filtra a través de las proyecciones futuras de un imaginario cinematográfico pasado, inversión reforzada por el hecho de que toda la trama futurista de la película está filmada en blanco y negro, mientras que las analepsis del pasado (o del presente dentro de la película) —las visiones de la protagonista Eva Rey, una especie de fusión de una Ève future con Eva Perón y Edipo Rey— están filmadas en color. El argumento de la película trata de un futuro en que un accidente industrial enorme, probablemente una explosión deliberada en una fábrica experimental de química “en un barrio populoso de Buenos Aires”, ha dejado a 300.000 personas sin memoria y sin consciencia de su identidad o relación con el pasado. Todos los afectados llevan una marca visible, o en la cara o en otra parte del cuerpo, como el brazo o el pecho, que de algún modo sustituye a sus identidades borradas, y que, como todas las marcas de identidad, se convierte en fetiche. La principal protagonista, Eva Rey, es una amnésica capturada y traída al siniestro Centro de Investigaciones Psicobiológicas para ser sometida a pruebas y a un tratamiento de reprogramación social por un psiquiatra “loco”, el doctor Gazzar. El otro protagonista, Ariel Kluge, desempeña un papel equívoco como amnésico que trabaja en el servicio de seguridad del Estado, pero que se enamora de Eva y la ayuda a escapar de la ciudad en busca del quizás mítico revolucionario “subversivo” llamado Gauna. La película cita ampliamente el género negro en su visión del inframundo urbano —desde una discoteca llena de humo espiada por agentes de seguridad, hasta el escondite de los fugitivos en un taller de mecánica con ventanas rotas— y lo generaliza, convirtiéndolo en el modus operandi del poder estatal bajo forma de la paranoia sistémica, totalmente dependiente de la criminalidad y del mito de la “subversión terrorista” para legitimarse. Ariel juega el papel del detective borgeano que, en vez de encontrar al subversivo Gauna, se encuentra atrapado en el sueño “de una mujer que se despierta”, en palabras de Gazzar. En ese mundo orwelliano de decrépitos espacios posindustriales, donde la na-

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turaleza entera ha sido arrasada por algún desastre ecológico de tamaño inimaginable, subsisten los signos e identidades nacionales como meros fantasmas o hitos, ya borrados, de un mapa obsoleto. Existe en la Argentina una importante tradición de pensamiento cultural sobre el cine como simulación mecánica de cuerpos ausentes, o, en términos más complejos, como renegación (Verleugnung) del cuerpo desaparecido detrás de la pantalla-fetiche de la imagen mecánicamente reproducida. Dicha tradición se convierte en un marco disponible de interpretación de las operaciones del poder en el período subsiguiente a la dictadura de 1976 a 1982, con sus 30.000 desaparecidos, aunque también se da el caso de que la experiencia de la dictadura tiende a reactivar narrativas nostálgicas de represión y liberación, congeladas en la forma de fantasías represivas de la diferencia sexual: identidades-fetiche que dependen del proceso de renegación en tanto simulación. El rastro de este marco interpretativo en la Argentina remite a la obra de Roberto Arlt y Macedonio Fernández, con sus sueños de replicación mecánica, fabulación y máquinas de falsificación que desestabilizan las ficciones del poder, como veremos más adelante. Pero el vínculo de estas ideas con la renegación cinemática se da por primera vez quizás en la obra de Adolfo Bioy Casares, contemporáneo de Borges. En su extraordinaria novela corta La invención de Morel (1940), Bioy Casares traza de forma bastante profética un viaje desde la disimulación aterrada hacia la simulación postecnológica. Peculiar reescritura de The Island of Dr. Moreau de H. G. Wells (1896), la obra trata de un refugiado político, escapado de una sentencia de cadena perpetua en Caracas por un crimen que no cometió, que llega a una isla desierta secreta del suroeste del Pacífico. Aunque existen rumores de que la isla es el foco de una extraña enfermedad desconocida para la ciencia, que mata de afuera hacia adentro haciendo que el cuerpo pierda sustancia y se deshaga en pedazos, el protagonista prefiere arriesgar la vida a tener que vivir en la clandestinidad, perseguido por la policía internacional. Lo que encuentra ahí es un nuevo invento tecnológico seductivo y aterrador, creado por un científico loco, Morel, respuesta cinematográfica al Moreau de Wells quien, recordemos, forjaba seres humanos de los pumas en una alegoría doble de ciencia y colonización, de medicina y misión. El invento de Morel —una máquina de realidad virtual avant la lettre— también transforma los cuerpos, literalmente consumiendo la realidad para producir un simulacro hiperreal. Como tal, puede servir ahora como precursor de una nueva forma de perfusión tecnológica —la de la globalización— y como precursor de un nuevo modo de simulación telemática. Enamorándose de una mujer simulada en la isla, literalmente

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seducido por un simulacro, el protagonista decide sacrificar su existencia real para ocupar un lugar en la simulación mecánica. La alegoría que hace Bioy Casares del poder y la simulación —foco ineludible de todo género policial— fue retomada en el cine de la posdictadura en la Argentina en una de las primeras películas que mira a la ciencia ficción: Hombre mirando al sudeste (1986) de Eliseo Subiela. Esta película articula su comentario sobre la renegación política a través del modo de renegación cinematográfica, o sea, juega con los clivages de la croyance (“grietas de creencia”) de Metz (2001), puesto que el protagonista, Rantés, afirma que él es una simulación o holograma proyectado por una máquina invisible en el espacio, artefacto de la tecnología extraterrestre. Rantés es un reaparecido, habiéndose materializado en un hospital psiquiátrico de Buenos Aires, y así es el corolario espectral de los desaparecidos de la Guerra Sucia. Evidentemente sabemos perfectamente que en realidad él es una mera simulación, condensación de las tecnologías de la mirada y de los regímenes modernos de poder y visibilidad que convergen en el cine y que son constituidos por los imaginarios audiovisuales (en el sentido más amplio). Sin embargo, debemos renegar de este conocimiento para seguir creyendo en el régimen racional representado por el psiquiatra doctor Julio Denis3, como parte de la suspensión de la incredulidad que nos pide el régimen del cine. Esta inversión por la cual el principio de realidad es, de hecho, la simulación, y el postulado de ciencia ficción de Rantés es la “verdad real”, actúa como crítica poderosa de los mecanismos de renegación política durante la dictadura, o sea, el rechazo por parte de la ciudadanía burguesa de cualquier reconocimiento de los abusos cometidos en nombre del orden y la moralidad. El juego de simulaciones en estas obras es síntoma de un conflicto entre la apariencia de un orden “natural”, transparente a los sentidos y al sentido común, y las reclamaciones de unos cuerpos que rechazan el lugar que les ha sido asignado en tal orden. La forma más básica en que la ficción interviene en el orden naturalizado de la simulación es al romper los marcos que mantienen la separación de los cuerpos y estabilizan las diferencias, produciendo así un nuevo encuadre. En los términos de Jacques Rancière, la ficción est le travail qui opère des dissensus, qui change les modes de présentation sensible et les formes d’énonciation en changeant les cadres, […] en construisant des rapports

3. Julio Denis es el pseudónimo que empleó Julio Cortázar en sus primeras obras publicadas. La película también hace referencia a la obra de Philip K. Dick (un personaje se llama Beatriz Dick) y al mencionado filme Blade Runner, basado en una novela de Dick.

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nouveaux entre l’apparence et la réalité, le singulier et le commun, le visible et sa signification. Ce travail change les coordonnés du représentable; il change notre perception des évènements sensibles, notre manière de les rapporter à des sujets, la façon dont notre monde est peuplé d’évènements et de figures. (2008: 72)

Así que las películas de fin de milenio analizadas aquí despliegan su aparato representacional en forma de intervención en y ruptura de la puesta en escena del poder político, mientras que el desplazamiento de la temporalidad hacia la espacialidad señala el surgimiento de un nuevo concepto del poder ya no como jerarquía vertical de represiones, sino como red horizontal de interdependencias, concepto que de ninguna manera resulta menos aterrador que aquel. En este sentido, La sonámbula sigue la línea de su antecesora más importante, la novela cyberpunk de Ricardo Piglia La ciudad ausente (1992). La película no es una adaptación del libro sino su traducción genérica y fílmica. De hecho, Piglia fue coguionista de la película y hay muchos elementos de coincidencia entre la novela y la película: en La ciudad ausente, la mujer cibernética fabricadora de historias es descrita explícitamente como una “Eva futura”4, mientras que la protagonista de La sonámbula también se llama Eva. Ambos textos se ambientan en un futuro “cercano” distópico donde la memoria y la identidad, tanto personal como colectiva, han implosionado junto con la naturaleza misma, y donde el Estado tecnocrático posdictatorial se ha fundido con los sistemas de control libidinal del capitalismo globalizado. En el mundo de La sonámbula, la visión lefebvriana del desgaste del tiempo orgánico en la condición urbana —la subsunción de todo vestigio de los ritmos y ciclos naturales bajo el tiempo sintético de la mercancía y su ciclo de producción, consumo y obsolescencia (Lefebvre 1986: 114)— se ha llevado a un extremo espeluznante de pesadilla. Tal proceso tiene un enfoque doble: el desastre ecológico y la pérdida literal de lo que nos une a los ciclos orgánicos, o sea la memoria misma. En la película ambos fenómenos se ven vinculados a través del accidente industrial, tal como explica el estrambótico personaje llamado el Duque, amigo y padre sustituto para Ariel, quien les proporciona a Ariel y a Eva los medios para escaparse al campo: La verdad es... una tecnológica explosión silenciosa que afecta aquí [tocándose la sien]... ¡Como las que usaban en las manifestaciones para tranquilizar a la gente, pero... a gran escala! Entonces, ¿qué les sale del negro culo? ¡Experimentar en un barrio populoso! Pum... Pero ¿qué pasa? Los resultados no son los previstos... Enton4. Referencia a la novela de Auguste de Villiers de l’Isle-Adam L’Ève future (1886), origen de la figura del androide, ya que la protagonista se llama Andréide.

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ces... 300.000 personas están perturbadas psíquicamente. [Gritando] ¡300.000 personas... no saben quién carajo son!

La política detrás de esta visión literal de la consunción posmoderna del tiempo y la memoria hace alusión, evidentemente, a las 30.000 víctimas directas de la dictadura de los setenta en la Argentina y a la política del olvido que impuso el gobierno de Menem junto con la mercadotecnia neoliberal. La “tecnológica explosión silenciosa”, corolario preciso de la explosión contemporánea de la tecnología audiovisual e informática, parece haberse extendido, en la película, más allá del tiempo orgánico y la memoria hasta el desgaste total de la naturaleza. El paisaje alrededor de Buenos Aires se ha convertido literalmente en un desierto posindustrial, un “desierto de lo real” al estilo de Borges y Baudrillard, consumido literalmente por el caos (pos)industrial y la simulación compulsiva, como ocurre en el cuento de Borges y Bioy Casares comentado por Baudrillard5. Hasta la migración de los pájaros en tanto señal orgánica de los ciclos naturales del tiempo se ve trastornada, y las bandadas enormes de pájaros que vemos no hacen sino girar inútilmente en torno al desierto sin orientación (concepto que la película comparte con otra cifra de la naturaleza mecanizada: el pájaro mecánico con una sola ala, capaz únicamente de volar en círculo, que aparece en La ciudad ausente). La telaraña de citas tomadas del género policial y del cine negro en la película plantea el agotamiento de la temporalidad bajo una interpretación radicalmente distinta al lugar común del “fin de la historia” inspirado en el libro epónimo de Fukuyama, o sea, la disolución de la tesis hegeliana/marxista que ve la historia como resultado de la lucha de clases. Para Fukuyama, la historia y la ideología se disuelven con la propagación de la “democracia (neo)liberal” (junto con el mercado libre, claro está), la cual se transforma en una versión quizás todavía kantiana de la “realization of human freedom” por el triunfo de “a just civic constitution and its universalization throughout the world” (1992: 58). Desde una perspectiva argentina (y chilena), donde la meta principal de las dictaduras del Cono Sur fue imponer las condiciones sociales que posibilitaran la transición del Estado al Mercado6, tal idea parece un mal chiste, y de hecho tanto La sonámbula como Nueve reinas juegan precisamente con la naturaleza 5. El cuento se llama “Del rigor en la ciencia”, escrito como falsificación y recogido en Historia universal de la infamia (1946: 131-32). Baudrillard lo comenta en su ensayo La Précession des simulacres (1978; versión en español: Baudrillard 1978: 5-76). 6. Ver Avelar (1999) para el desarrollo de esta idea en cuanto a la literatura del Cono Sur.

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“sintomática” de tal colapso de la temporalidad, en términos de Fredric Jameson (1994: xii), donde la antinomia aparente de la temporalidad y la espacialidad en la era posmoderna tiene que entenderse como mera proyección en la superficie de una serie de contradicciones más profundas, incluso sistémicas. En este sentido, los gobiernos democráticos que marcaron el fin de las dictaduras fueron más bien los herederos y continuadores de la función del proceso emprendido por los militares, y no una ruptura absoluta con él. El trabajo de borradura de la memoria se completa con la economía de mercadotecnia de los ochenta y los noventa, por la cual las luchas políticas del pasado tienden a subsumirse en el consumismo. Entonces el viejo futuro distópico de La sonámbula es, de algún modo, el sueño del mercado, la traducción (o sea, condensación y desplazamiento) a una imaginería onírica de totalitarismo, de los mecanismos de control del mercado, de la devastación social y ecológica del consumismo y del desgaste total de lo real en la lógica de la simulación. No es de sorprender, pues, que La sonámbula vincule el trabajo detectivesco con la interpretación de los sueños, con la psiquiatría y, por ende, con los trastornos del romance edípico familiar y su relación espectral con las estructuras del poder estatal. Acerca del nombre de la protagonista, Piglia dice: “por supuesto nosotros pensamos que la mujer era un mito, por eso le pusimos Eva Rey, que es una especie de Edipo Rey, peronista, que remitiera de una manera tangencial a Eva Perón” (Luppi). Como señala Slavoj Žižek, se han hecho muchos estudios que intentan revelar el trasfondo psicoanalítico del cuento policial: “the primordial crime to be explained is parricide, the prototype of the detective is Oedipus, striving to attain the terrifying truth about himself” (1991: 50). Sin embargo, lo que más le interesa a Žižek —y lo que más interesa también en esta película— son las analogías formales entre el “trabajo” o elaboración que produce el contenido manifiesto del sueño y el rastro de “claves” que el detective tiene que interpretar para reconstruir una narrativa latente donde la verdad tiene la estructura precisa (y paradojal) de la decepción (Ibíd.: 56). La sonámbula hace explícita esta analogía, puesto que las “claves” que el psiquiatra doctor Gazzar y el agente Ariel Kluge tienen que interpretar son, literalmente, los sueños de Eva Rey, captados por una máquina de grabar sueños (como las máquinas de grabación en L’Ève future y La invención de Morel). La resolución del enigma, entonces, se centra en la interpretación de la cadena de imágenes oníricas, condensadas y desplazadas, que parecen ofrecernos una revelación: sobre el pasado “olvidado” de Eva, sobre la verdadera razón de la reprogramación social de los amnésicos, sobre la identidad del mítico revolucionario Gauna. Huelga decir que las revelaciones están supeditadas a una “rea-

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lidad” banal e intrascendente: Eva resulta ser una mujer ama de casa de clase alta que vive en una mansión con su marido, que se despierta del sueño (futuro) de la película cuando alguien timbra en la puerta de su casa. Gauna y Gazzar —el “salvador” revolucionario que representa el sueño de la “liberación total” y el psiquiatra loco que experimenta con los seres humanos en nombre del Estado— son proyecciones desplazadas y condensadas de su marido y, podemos conjeturar, de su analista. El único problema con esta resolución “obvia” del enigma del sueño/crimen es el hecho de que quien interrumpe y despierta a Eva de su sueño es el mismo amante del sueño, Ariel, que ahora se encuentra materializado (y atrapado) en su “realidad” sin que Eva se acuerde de quién es. Específicamente en relación con la identidad femenina y su “captura” edípica, La sonámbula retoma de forma autorreferencial las ahora tradicionales proyecciones en una figura femenina de las ansiedades (masculinas) acerca de la tecnología y los cyborgs, figura cuyo prototipo podemos encontrar quizás en la autómata Olimpia de Der Sandmann de E.T.A. Hoffman (1816). En este sentido, la figura literaria/fílmica de Eva Rey no es muy diferente de la de Alicia, modelo de la androide original de L’Ève future, el robot María en Metropolis, o la replicante Rachael en Blade Runner. Pero Eva también está “programada” por la figura de la femme fatale, prototipo del cine negro que representa un disturbio traumático en el “romance edípico familiar” y un enigma para los diferentes hombres cautivados por la promesa de la revelación contenida en su narrativa onírica: el doctor Gazzar, el jefe de seguridad Santos, Ariel, el rebelde subversivo Gorrión, y el mismo Gauna. Presa en las garras de varias narrativas patriarcales en conflicto, entre Sófocles y Freud, Metropolis y Out of the Past, Eva se ve obligada a adoptar la estrategia tradicionalmente asignada a la mujer: la de la simulación. ¿Es inevitable que encontremos estas narrativas edípicas en el corazón de una película “detectivesca” que tiene el potencial de sugerir formas diferentes y emergentes de la consanguinidad tecno-orgánica? Tal como dice Donna Haraway, citando a Zoe Sofoulis, the most terrible and perhaps the most promising monsters in cyborg worlds are embodied in non-oedipal narratives with a different logic of repression, which we need to understand for our survival. […] Unlike the hopes of Frankenstein’s monster, the cyborg does not expect its father to save it through a restoration of the garden. (1991: 150-51)

Conectada al computador gigantesco de Gazzar, el cual graba electrónicamente sus sueños del futuro, Eva se convierte en el epicentro del mundo fíl-

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mico, al simular la realidad a través de unos sueños que resultan ser la realidad distópica de la película. Es en tal sentido que Gazzar plantea en un momento de revelación que “¡el fin del mundo no es un meteorito que choca con la tierra, no es una explosión nuclear…! ¡El fin del mundo es una mujer que se despierta!”. Huelga decir que el “fin” en este sentido tiene más relación con la frase de Stephen Daedalus (“la historia es una pesadilla de la que intento despertarme”) que con la de Fukuyama. Cuando Eva por fin se despierta, arrastrando a su amante del sueño, Ariel, a su “mundo real”, es para recuperar el jardín (del Edén) y el papel del patriarca (el mismo “revolucionario” Gauna) y para restaurar la identidad edípica. Sin embargo, tal restauración del orden familiar se representa en la película —y se encuadra explícitamente— como la culminación de las lógicas gemelas de la represión y la amnesia, precisamente porque deja al protagonista del sueño, Ariel, como náufrago permanente en el desierto de lo real. Según Žižek, en el film noir y el género hardboiled “it is the detective himself […] who undergoes a kind of ‘loss of reality,’ who finds himself in a dreamlike world where it is never quite clear who is playing what game” (1991: 63). En La sonámbula, esta desorientación onírica, experimentada sobre todo por el “detective” Ariel, se mapea (literalmente) en la topografía paradojal de la película. Puesto que la temporalidad ha sido condensada —los años 1810 y 2010 se confunden, al igual que los períodos de dictadura y posdictadura— y puesto que la memoria solo funciona hacia adelante en el tiempo (memorias del futuro), es la espacialidad la que tiene que soportar el peso del enigma que, en el género policial, se asocia normalmente con la reconstrucción de una secuencia temporal de acontecimientos. En términos espaciales, la ciudad es una mezcla de arquitectura antigua e hipermoderna, el disenso se registra espacialmente en los grafitis que adornan muchas superficies de la ciudad, mientras que en el “desierto de lo real” fuera de la ciudad se encuentran superpuestos al terreno los restos anacrónicos de mapas y nombres de lugares olvidados, las proyecciones virtuales de edificios, caballos, autos y personas. La desorientación espacial —también registrada en las enormes bandadas de pájaros ya mencionadas— señala aquel “hiperespacio posmoderno” de los simulacros que para Fredric Jameson encuentra su forma alegórica en el Hotel de Bonaventura de Los Ángeles (1991: 44) que analizaremos más abajo, y que se registra en películas hollywoodenses contemporáneas de La sonámbula tales como The Matrix (Andy Wachowski/Larry Wachowski, 1999) (la cual también obtiene su representación del “desierto de lo real” de Baudrillard y Borges) o en clásicos modernos como Blade Runner (1982). Es el naufragio espacial de Ariel al final de

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la película el que impide cualquier interpretación simplista de la causalidad, y por lo tanto cualquier resolución tanto al enigma detectivesco como al enigma edípico que plantea el concepto mismo de la identidad.

II. El hiperespacio posmoderno, el crimen y la sociedad de control Piglia aclara la relación de La sonámbula con el policial, enfatizando la disolución de la figura del detective a través de múltiples agentes, sistemas y redes: Después es un policial en el sentido de que hay alguien que investiga algo. Pero […] acá la investigación está como desparramada […]. Entonces hay un movimiento que tiene mucho que ver con la tradición del policial, pero la figura del detective está como generalizada. Como si hubiera alguien puesto ahí que ocupa la posición del que trata de descifrar un enigma, de investigar algo. (Luppi)

Como vimos arriba, el detective contemporáneo (quien también es el lector/espectador) ya no puede reconstruir una historia reconocible de causas y efectos, el sistema de consecuencias racionales que mantiene una temporalidad estable. El paradigma del detective como agente del raciocinio y (al igual que el psicoanalista) como sujet supposé savoir (Lacan 1973) se ha derrumbado casi por completo. Este colapso, junto con la asunción por parte del detective de su propia complicidad con el “crimen” sistémico de la fungibilidad absoluta —el triunfo del sistema de intercambio de las mercancías y de la mercadotecnia sobre la política como principios de la acumulación y la distribución de la riqueza— señala no tanto el fin de la historia como las nuevas codificaciones espaciales de formas dispersas del protagonismo social en un mundo donde la complejidad de las redes espaciales en las que estamos inmersos sobrepasa nuestra capacidad de mapearlas cognoscitivamente. Lo que Jameson, en The Geopolitical Aesthetic (1992), atribuía únicamente a las películas de conspiración y espionaje norteamericanas pos-Watergate, se había vuelto un rasgo generalizado en las películas latinoamericanas urbanas, ya no confinadas al modo de la “alegoría” (nacional) que el teórico había señalado como característica de la producción cultural de las naciones poscoloniales del “tercer mundo”. Tanto La sonámbula como Nueve reinas se pueden considerar películas de conspiración, y en ambas las conspiraciones parecen ser ya sistémicas: la manipulación de la memoria como técnica libidinal de control social en La sonámbula, y la extrapolación de la corrupción a todo el sistema financiero global en Nueve reinas, como veremos enseguida.

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Según Glen Close, la novela de detectives tradicional dramatiza lo que él llama “the moral mediation of crime” (2006: 154), o sea la reimposición del orden disciplinario de la sociedad por medio de la trascendencia de la ley como sistema racional, cuyo agente es el detective. En el género negro, sin embargo, estas certezas se confunden porque el poder disolvente del dinero tiende a la descodificación de todos los flujos (de mercancías, de personas, de información) que intenta codificar y regular la sociedad moderna de la disciplina. Las referencias al cine negro en La sonámbula sitúan a este género justamente en el punto de transición entre el modelo disciplinario de la dictadura y el control libidinal del neoliberalismo, o más bien en una especie de fusión espeluznante y total de ambos sistemas. En Nueve reinas, nos encontramos ya plenamente en lo que Castells llama “the space of flows” (1996), donde todo se vuelve fungible bajo el poder que tiene el dinero de someter todos los objetos y fenómenos a un sistema de equivalencias, y de poner en circulación constante bienes, personas, imágenes, palabras y deseos. Estas ideas las esboza Gilles Deleuze en una pequeña “Posdata sobre las sociedades de control” que apareció en español en 1991. Deleuze argumenta que en todas partes los mecanismos disciplinarios analizados por Foucault como agentes centrales de la organización social moderna y de los mecanismos estatales de hegemonía —tales como la escuela, la policía, la familia, la penitenciaria, el asilo, sin duda también la universidad— se encuentran debilitados fatalmente. En la era de la acumulación cada vez más “flexible”, no es suficiente que los mecanismos disciplinarios produzcan una mano de obra sujeta al trabajo asalariado, ya que en la búsqueda de una solución a la crisis de rentabilidad de tal forma de producción, el capital ahora debe colonizar la mente de sus trabajadores, convirtiéndolos en consumidores dedicados al placer. Bajo este nuevo régimen, unos mecanismos más flexibles de control toman el lugar de las instituciones disciplinarias de la modernidad. Y un modelo de tal mecanismo de control es el endeudamiento masivo de los consumidores, con la televisión (y su múltiple progenie en las culturas mediáticas de la pantalla) como dispositivo principal dedicado a la creación de deseos basados en el consumismo. No es casual el hecho de que la descripción que nos da Foucault de la modalidad disciplinaria de las sociedades modernas se haya manifestado claramente justo en el momento en que tal modalidad empezaba a desvanecerse, o sea, volverse histórica. La renegación del concepto marxista de ideología en la conceptualización de la mecánica del poder de Foucault es quizás per se un síntoma del cambio contemporáneo de la disciplina como sistema codificador hacia un sistema “axiomático” de control. También lo es el intento de capturar los afec-

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tos de los ciudadanos —sea del placer o del miedo— por parte de un Estado también en crisis frente a unos flujos globales que trascienden y ponen en peligro el ámbito de influencia de todo Estado-nación. Así, no es de sorprender la aparición sombría de la figura fabricada del “terrorista” en La sonámbula, presagio y recuerdo a la vez del surgimiento del terror y del miedo como discursos claves de captura afectiva en la sociedad del control. Y no es de sorprender que Nueve reinas haya tejido sus complicadas intrigas bajo el signo del axioma más poderoso de la sociedad de control: la fungibilidad de todas las relaciones sociales y sus vínculos afectivos bajo la axiomática corrosiva de la equivalencia monetaria.7 Nueve reinas (Fabián Bielinsky) apareció en el 2000, pero la película fue filmada en pleno apogeo de la economía ficticia de los 90 que se desplomó en el 2000 en la Argentina, y que sigue desplomándose trece años después en Europa. En esta película resurge y se actualiza plenamente la figura arltiana del ladrón o “chorro” que no subvierte el sistema, como el revolucionario, sino que lo pone en juego, o más bien, juega según reglas diferentes a las normas sociales, pero simulando perfectamente tales normas. Se trata de dos pequeños ladrones, Juan y Marcos, que no se conocen al principio de la película, pero que se asocian a raíz de una estafa mal ejecutada por parte de Juan en una estación de servicio. El inventor y el falsificador de Arlt usa su poder de invención precisamente para explotar la capacidad que tiene el capitalismo de transformar una ficción fundamental —la ficción del dinero— en un efecto ilusorio pero poderoso de realidad. Piglia dice que los inventores, falsificadores y estafadores, “estos soñadores”, en la obra de Arlt “son los hombres de la magia capitalista: trabajan para sacar dinero de la imaginación” (1993: 125). Como el capitalismo depende de un “régimen de creencia” fundado en la ficción social del dinero, el simulador y el falsificador pueden jugar con este sistema de creencias, creando ficciones que son efectivas en la medida en que se inserten en el sistema silenciosamente y sin que se detecten. El maestro falsificador (el “artista” Sandler en la película) es el mejor ilusionista, o realista, creando la ilusión de la realidad y jugando con nuestra tendencia a suspender la incredulidad, tanto en las ficciones como en la vida diaria. Así que la intriga en Nueve reinas gira alrededor de una creciente e intrincada red de falsificaciones, que atañen en última instancia a la propia película. Marcos recibe la información de que un maestro falsificador, ex socio suyo, 7. Para una explicación (derivada de Marx) de la idea de una “axiomatique des quantités abstraites en forme de monnaie” como base de la organización socio-económica del capitalismo, ver Deleuze y Guattari 2002: 163, 207-08, 271-82, 296-97.

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necesita de su ayuda para vender unas estampillas falsas, su “mejor obra”, las “Nueve reinas”, a un millonario español, hombre de negocios y coleccionista de estampillas raras, que está hospedado en un hotel de cinco estrellas mientras se tramita su deportación a Venezuela para afrontar acusaciones de corrupción. La pareja de estafadores tiene apenas veinticuatro horas para realizar la gran estafa de sus sueños, y esta presión temporal nos podría llevar a pensar que la película está más interesada en una representación de la temporalidad posmoderna que de la espacialidad. Sin embargo, el crimen es de por sí una práctica tanto espacial como temporal: el ladrón interviene en la disposición espacial de la propiedad privada y así efectúa un nuevo mapeo del espacio social y sus redes de poder, o por lo menos de las relaciones espaciales de lo social. Así lo entendía Arlt, escribiendo sobre una sociedad donde los grandes cambios espaciales a raíz de la inmigración masiva y la expansión de la metrópoli a principios del siglo xx parecían anular la historia, donde la pobreza era experimentada en términos de exclusión espacial y el robo motivado por el anhelo de tener acceso a un mundo prohibido8. Para Arlt el mundo prohibido es el de la literatura misma, y la narración es la historia de la traición de clase —el verdadero crimen oculto y la resignificación del carácter trascendente del sacrificio inverso— que representa el ingreso a tal mundo. En Nueve reinas, sin embargo, la espacialidad ha perdido la cartografía alegórica inversa (ya en crisis) del Bien y del Mal que encontramos en Baudelaire y Arlt. En su lugar, si hay una alegoría, es la de unos espacios icónicos urbanos que parecen ser ya no símbolos, sino sinécdoques de los procesos espaciales generados por el sistema financiero mundial. De hecho, la mayoría de los espacios de la película se podrían caracterizar como los famosos nonlieux (no-lugares) de Marc Augé (1992), espacios de tránsito como estaciones de servicio, calles, espacios comerciales globalizados de la ciudad, o el vestíbulo del Hotel Hilton, en lo que era, en el momento de hacer la película, quizás el espacio icónico más globalizado de la ciudad de Buenos Aires: Puerto Madero. Para Siegfried Kracauer, escribiendo sobre la ficción detectivesca durante la República de Weimar de los años 1920, “[e]l hall del hotel” (“Die Hotelhalle”) es un espacio alegórico en el que la noción de comunidad se subsume bajo la falsedad de la “ratio”. Por esta razón, es un espacio con gran afinidad con el género detectivesco, en el cual los males sociales disonantes de la modernidad 8. En El juguete rabioso, un grupo de ladrones jóvenes entra en una biblioteca, símbolo para ellos de un mundo cultural al que no pertenecen, donde encuentran un ejemplar de Les Fleurs du mal, otro texto que registra un cambio de sensorium colectivo, junto con una inversión de las jerarquías morales, en términos profundamente espaciales.

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son compensados por la construcción de una narrativa (ficticia) del triunfo de la razón sobre la ilegalidad (Kracauer 2009). Al revelar la negatividad del concepto de comunidad en la sociedad moderna —Kracauer establece un contraste explícito e irónico entre la comunidad “vacía” de los huéspedes del hotel en el vestíbulo y la comunión plena y trascendental que ocurre en una iglesia durante la misa—, este espacio puede sin embargo representar el encuentro con el vacío que la vida económica contemporánea deniega con sus reglas, códigos de comportamiento y énfasis en la engañosa belleza de las apariencias: Éstas [las convenciones del hall del hotel] están tan desgastadas que el hacer que nace de ellas es, al mismo tiempo, un ocultamiento; un hacer que protege la vida legal exactamente del mismo modo que la vida ilegal, porque en tanto forma vacía de todas las sociedades posibles no se dirige a una cosa determinada, sino que se basta a sí mismo en su insignificancia. (2009: 69)

Efectivamente, Nueve reinas parece referirse conscientemente al pensamiento de Kracauer, no solo porque el vestíbulo —convertido ahora en un atrio gigantesco— recibe un tratamiento bastante enfático en la película, sino también porque las estampillas falsificadas son “una plancha de estampillas de la República de Weimar con una rara distribución del corte dentado”, tal como le asegura el filatelista corrupto al millonario español Gandolfo Vidal en su lujosa suite del hotel. Kracauer escribió su libro sobre la ficción detectivesca entre 1922 y 1925 (Koch 1996), o sea, precisamente durante el período de inestabilidad económica severa causada por la hiperinflación masiva de 1923 (asumió el puesto de editor del Frankfurter Zeitung in 1924 y el capítulo sobre el vestíbulo del hotel apareció en Das Ornament der Masse [“El ornamento de la masa”] en 1927). Este período fue traumático para la historia socio-económica alemana, y en este contexto es evidente su analogía histórica con la crisis económica argentina de 1999-2002 que presagia Nueve reinas. Mientras que Kracauer afirma explícitamente que el vestíbulo del hotel dista mucho del concepto kantiano de lo sublime, al erguirse implícitamente como sinécdoque del papel de la disimulación, central a todo el sistema económico del capital global, el encuentro con el vacío en la “iglesia negativa” del vestíbulo del Hotel Hilton en Nueve reinas quizás prefigura el vértigo producido por nuestra incapacidad de mapear las relaciones socio-espaciales vigentes en el corazón de las redes financieras multinacionales. La otra referencia teórica aquí es, evidentemente, la ya mencionada descripción que hace Jameson del Hotel Bonaventure en Los Ángeles, ya que su famosa caracterización de lo “sublime posmoderno”, que se experimenta al intentar orientarse en el gran atrio

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de aquel hotel, podría fácilmente servir como descripción de las secuencias en Nueve reinas en las que la cámara hace una toma panorámica en plano picado desde los balcones superiores que se asoman al enorme atrio del hotel de Puerto Madero, con su piel de vidrio reflexivo: I am more at a loss when it comes to conveying the thing itself, the experience of space you undergo when you step off [the escalators and elevators] into the lobby or atrium, with its great central column surrounded by a miniature lake, the whole positioned between the four symmetrical residential towers with their elevators, and surrounded by rising balconies capped by a kind of greenhouse roof at the sixth level. I am tempted to say that such space makes it impossible for us to use the language of volume or volumes any longer, since these are impossible to seize. Hanging streamers indeed suffuse this empty space in such a way as to distract systematically and deliberately from whatever form it might be supposed to have, while a constant busyness gives the feeling that emptiness is here absolutely packed, that it is an element within which you yourself are immersed, without any of that distance that formerly enabled the perception of perspective or volume. You are in this hyperspace up to your eyes and your body […]. (Jameson 1991: 42-43)

Es en este hiperespacio putativo donde las estafas más importantes de la película tienen lugar: el intento inicial de Sandler de vender sus estampillas falsas, el trato de Marcos y Juan con Gandolfo Vidal, las negociaciones que Marcos se ve obligado a emprender con su hermana Valeria por el engaño que él cometió al quitarle su parte de la propiedad heredada en Italia, la producción del cheque de caja falso, la extradición de Vidal por corrupción, etc. Y justo fuera del hotel, en los docks y dársenas recuperados del antiguo puerto —que había quedado efectivamente obsoleto después de la inauguración del Nuevo Puerto en 1919, ahora convertido en el no-lugar por antonomasia, lleno de restaurantes de multinacionales de fast food, hoteles internacionales, y clubs carentes de cualquier carácter local— es donde tiene lugar la única secuencia de acción tipo Hollywood de la película: una carrera con motocicleta durante la cual las estampillas son robadas y finalmente tiradas al agua por un par de ladrones. En la superposición de tantos engaños y estafas, en la desorientación producida cada vez que una estafa resulta ser mero argumento secundario dentro de otra estafa situada en un nivel todavía más alto, la película reproduce para sus espectadores el vértigo de lo sublime posmoderno, la conciencia repentina del vacío que habita en el corazón de la más poderosa de las ficciones, el dinero, y de todas las actividades que impele a través de brechas inimaginables en el espacio y el tiempo. Al emerger, anonadados, de las negociaciones con Gandolfo Vidal sobre la venta de las estampillas (falsas) por la suma de 450.000 dólares, Juan y Marcos

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vislumbran por un momento este vértigo que produce el reconocimiento de que una ficción fundamental puede producir el más poderoso efecto de realidad. Parados al lado de una de las torres de ascensor en los balcones del atrio del hotel, Juan aparentemente empieza a sospechar que Marcos está urdiendo un plan muy sofisticado y de dimensiones inaprensibles para quitarle su parte de las ganancias de la estafa: “Me estás cagando en algo. No sé, no lo puedo entender. Me da mucha bronca. Esto no es real”, declara. Marcos, poniéndose furioso, le contesta: “¿Esto no es real? Esto es lo más real que te pasó en tu vida, pelotudo. Son 450 lucas. Esto es más real que vos y yo”. Si, como constata Marx en los Grundrisse: “la comunidad no es, en el dinero, más que una pura abstracción”, el hecho sin embargo de que tanto el capital como el trabajo asalariado se expresen en términos de valor de cambio significa que “[e]n consecuencia, el dinero es directamente la comunidad real de todos los individuos, puesto que es su sustancia misma, así como su producto común” (1972: 114). Arribamos aquí, quizás, a esta “puesta en escena primitiva del capital” que Baudrillard, en el mencionado ensayo, ve como el verdadero crimen que esconden las intrigas y conspiraciones políticas como el Watergate (y que dieron lugar al género de películas de conspiraciones y engaños en el que se integra Nueve reinas). Porque, de alguna forma, tanto Juan como Marcos tienen razón: el dinero, en tanto ficción, es el último engaño, el de la “mera abstracción” de Marx; pero, al mismo tiempo, es “más real que vos y yo”, llega a ser “inmediata y directamente la comunidad real”. He aquí la famosa explicación de Baudrillard: c’est ce qu’il faut dire à tout prix, car c’est ce que tout le monde s’emploie à cacher, cette dissimulation masquant un approfondissement de la moralité, de la panique morale au fur et à mesure qu’on s’approche de la (mise en) scène primitive du capital : sa cruauté instantanée, sa férocité incompréhensible, son immoralité fondamentale - c’est ça qui est scandaleux […]. (1978a: 29)

Conclusión: el crimen, el afecto y la economía virtual Para concluir, vuelvo al cuento “El indigno” de Borges y a su mención enigmática de “un tal Alt”. Con esta clave, Borges, por supuesto, nos señala que está reescribiendo (o traicionando) El juguete rabioso, donde el protagonista Silvio Astier se convierte también en Judas Iscariote, traicionando a su mejor amigo asimismo en un robo. Se puede afirmar sin lugar a dudas que la obra de Arlt sigue siendo, aún hoy, una especie de Doppelgänger de todo intento (pos)

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moderno en la Argentina de entender la relación entre el poder, el crimen y la espacialidad moderna, con su visión distópica de la ciudad como lugar de desarticulación de las estructuras sociales, de la fuerza disolvente del dinero, del ladrón y falsificador como elementos subversores de las bases mismas del capitalismo burgués, y del espacio como proceso social en sí y no como simple escenario de lo social. El hecho de que Borges haya puesto a Arlt de policía en su versión del antihéroe hace resaltar algo que ya estaba implícito en las novelas de su rival, aunque de forma latente, y que representa, visto retrospectivamente desde la época de Borges, la génesis en la obra de Arlt del nuevo paradigma del funcionamiento del poder social que hemos trazado en las películas de fin de milenio en la Argentina. Poner a Arlt (o Alt) de policía señala no solo la complicidad e intercambiabilidad entre el ladrón y el policía en las nuevas configuraciones sociales de la modernidad urbana del siglo xx —algo que el cine de gángsteres y el género negro desarrollarían con fuerza en los años treinta y cuarenta en los Estados Unidos—, sino que señala el ascenso de un sistema reflexivo de autocontrol, la interiorización de la culpa, como técnica del poder y de la integración social. No se trata simplemente de la culpabilidad hegeliana instituida por la “religión de los esclavos” (o sea, el cristianismo), sino de la transición en la modalidad del poder que hemos visto analizada por Deleuze, desde la imposición vertical de la disciplina hacia el (auto)control horizontal. Defiendo aquí que el género negro, al igual que las películas de conspiraciones y engaños, está mapeando justamente este terreno de transición. En el cuento de Borges nos dice el narrador que Santiago Fischbein, dueño de la librería y protagonista de los eventos, “[e]staba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio” (1990: 28). Efectivamente, ¿qué tendríamos si le quitáramos a Spinoza todo el aparato racional del espacio euclidiano? Tendríamos la teoría pura de los afectos; de algún modo, Borges anticipa aquí el uso que hacen Deleuze y Guattari de Spinoza9 para explicar los flujos y la captura de los afectos por parte del capitalismo contemporáneo, y los mecanismos de control libidinal cuya imagen posmoderna nos ofrecen estas películas. En conclusión, se puede decir que la trayectoria del género policial, desde los cuentos de raciocinio, pasando por el género negro, hasta las películas de conspiraciones y engaños, traza un viaje desde los avatares de la razón, pasando por 9. Principalmente en Mille Plateaux (1980).

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los dramas de los afectos en la economía libidinal del capitalismo tardío, hasta la proliferación de los simulacros como principio estructurador de toda la actividad económica y social. Si el género negro fue quizás el género afectivo por antonomasia, aquel que de por sí ejecutaba una labor afectiva para sus espectadores, en La sonámbula asistimos a la apropiación de este género para explicar la relación íntima que tiene con la captura ficticia del miedo, incluso del “terrorismo”, como método de control social en el neoliberalismo posdictatorial. En Nueve reinas, sin embargo, vemos el resurgimiento del enigma, ya no como principio de restitución moral, sino como intento de trazar la relación íntima entre simulacro y dinero, engaño y deseo, economía virtual y economía libidinal.

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La transformación del lugar común en el “cine negro” de Pablo Trapero: El bonaerense (2002), Leonera (2008), Carancho (2010)

Christian von Tschilschke Universidad de Siegen

1. Introducción No cabe duda de que el aún “joven” director argentino Pablo Trapero, nacido en 1971 en San Justo, provincia de Buenos Aires, es, con Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Albertina Carri, Martín Rejtman, Adrián Caetano y Daniel Burman, uno de los representantes más significativos de lo que se ha convenido en llamar el “Nuevo Cine Argentino”, surgido a mediados de los años noventa. Su primer largometraje, Mundo grúa (1999), con el que se dio a conocer internacionalmente, puede ser incluso considerado una de las obras fundadoras de esta corriente, dado que, junto a Pizza, birra, faso (1998) de Bruno Stagnaro y Adrián Caetano, estrenada el año anterior, fue la primera en obtener verdadera repercusión pública1. Hasta el momento Trapero ha realizado siete largometrajes además de su opera prima, filmes temática y estéticamente tan variados como El bonaerense (2002), Familia rodante (2004), Nacido y criado (2006), Leonera (2008), Carancho (2010) y, recientemente, Elefante blanco (2012). Pese a la variedad tan marcada de su obra cinematográfica2, y de “obra” en el caso de Trapero se puede ya hablar, en sus películas también se encuentran algunos rasgos comunes. Entre ellos se hace patente, por ejemplo, una inclinación indudable por el cine negro, un género que dentro del marco del cine ar1. Véase el ranking de los filmes más vistos del Nuevo Cine Argentino entre 1996 y 2006 en Rocha (2009: 847). 2. “While some of his fellow film-makers have followed a particular stylistic route — as with Martín Rejtman’s wry black comedies or Lucrecia Martel’s dissections of fraught familial relations— Trapero has redefined himself with each new feature” (Delgado 2007: 48).

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gentino disfruta actualmente de un interés y éxito innegables: desde El aura (2005) de Fabián Bielinsky y El secreto de sus ojos (2009) de Juan José Campanella, que han gozado de gran éxito a nivel internacional, hasta la adaptación cinematográfica de la novela El décimo infierno (2010) de Mempo Giardinelli, codirigida por el propio autor, pasando por La señal (2007) de Ricardo Darín. No obstante, la filiación de las películas de Trapero con el cine negro debe entenderse con ciertas reservas, dado que la única que se desarrolla enteramente dentro de los límites del género y por tanto puede calificarse en justicia de “policial negro” es Carancho. Entre los demás filmes de Trapero son principalmente El bonaerense y Leonera los que acusan un cierto tinte negro, por lo que serán también considerados aquí. Al mismo tiempo, el modo personal de Trapero de referirse a las convenciones del cine negro, y del cine de género en general, es muy revelador de una estética cinematográfica contemporánea compartida por otros representantes de su generación, que se distingue tanto por la obediencia a las reglas de la narración cinematográfica clásica como por la actitud provocadora e inconformista del cine moderno, así como por el espíritu irónico y nostálgico del estilo postmoderno3. Dicha estética corresponde al hecho de que en la actualidad “el repertorio de géneros forma parte del archivo audiovisual de cualquier espectador” (Aguilar 2008: 21), de tal suerte que cada director puede disponer libremente de este repertorio para “cruzar los géneros, reescribirlos, parodiarlos, triturarlos con el fin de aprovecharlos o, eventualmente, renovarlos” (Ibíd.). Así, el recurso a los modelos genéricos se ha convertido en una opción entre otras para modelar una estructura narrativa con mayor eficacia. La propuesta entonces de analizar “la transformación del lugar común en el ‘cine negro’ de Pablo Trapero” debe entenderse de dos maneras. En un primer sentido, más abstracto y metafórico, nos interrogamos sobre la presencia de elementos, tópicos, reglas y códigos del cine negro en las películas de Trapero y el uso que hace de ellos, la función que cumplen en su cine4. En un sentido más concreto, sin embargo, entendemos por “transformación del lugar común” el tratamiento cinematográfico de las propias estructuras espaciales, de los distintos lugares geográficos dotados de significaciones y valores precisos, tal y como aparecen en las películas, siempre que su percepción y representación puedan 3. Para los diferentes modos históricos de la narración cinematográfica véanse, entre otros, los trabajos clásicos de Bordwell (1985, 1993). 4. Una tentativa sistemática de desarrollar una retórica del cine a partir de la noción de los loci communes de la retórica clásica se encuentra en Kanzog (2001, especialmente 138-155).

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ser relacionadas con el género negro5. Partimos de la hipótesis de que mediante las referencias al cine negro y, sobre todo, a sus estructuras espaciales, se articula una manera postideológica de enfrentar el espacio social, imbuida de la convicción de que la época de los grandes relatos o metarrelatos (según Lyotard) está clausurada6. Veremos finalmente si, en el cine de Trapero, no se perfilan más bien a través de estas referencias los rasgos de un “nuevo existencialismo” que insiste en la libertad y en la responsabilidad del individuo.

2. El Nuevo Cine Argentino y la problemática del género Si nos acercamos al cine de Pablo Trapero a partir de su relación con el cine de género, y más precisamente, con el cine negro y las estructuras espaciales que le son inherentes, es importante tener en cuenta, como punto de partida, algunos rasgos característicos y determinadas condiciones básicas del Nuevo Cine Argentino en los niveles económico, estético e ideológico. Después del declive económico que experimentó la industria cinematográfica en Argentina a comienzo de los años noventa bajo el gobierno neoliberal de Carlos Menem, se desarrolló desde mediados de esa década un nuevo cine basado en una nueva generación de jóvenes cineastas y productores7. Estos se orientaron cada vez más hacia el mercado internacional, aprovechando las diversas posibilidades de financiación ofrecidas por instituciones de promoción cinematográfica —tanto nacionales como internacionales (en la mayoría de los casos europeas)— y las coproducciones con cadenas de televisión, y presentan-

5. Así, por ejemplo, el crítico Jorge Carnevale, el 4 de octubre de 2003, arremete en la revista Clarín contra el Nuevo Cine Argentino insistiendo particularmente en el carácter en su opinión demasiado familiar y ordinario de los ambientes y settings: “Con su suma de minimalismo, lugares comunes y diálogos para el bostezo, la gente huye o ni se entera” (citado por Rocha 2009: 849). Lugares comunes (2002) se llama también la undécima película de Adolfo Aristarain. 6. Esto no significa que rechacemos el argumento de que incluso las nociones de “postideología” o de “metarrelato” puedan ser vistas como una ideología o una narrativa en sí mismas. 7. En este contexto es sumamente sintomático que en 2002 Trapero fundara su propia productora, Matanza Cine, con la que no solo ha producido sus propias películas, sino también las de otros cineastas argentinos y latinoamericanos como, por ejemplo, Albertina Carri (Géminis, 2005); uniéndose de este modo a los ejemplos de Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu, Gael García Bernal, Diego Luna o Salma Hayek, fundadores todos de sus propias productoras.

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do sus proyectos en los grandes festivales de cine en todo el mundo8. Considerando los temas que los principales representantes del Nuevo Cine Argentino eligen para sus películas, Joanna Page señala: “The complexity of New Argentine Cinema’s treatment of its subjects takes on a further dimension if we recall the extent to which these films are consciously produced as much for an international market as a domestic one” (Page 2009: 56). Es obvio que, básicamente, en el Nuevo Cine Argentino existe una fuerte orientación transnacional, pero también es verdad que siempre ha estado vinculado al deseo simultáneo de fomentar la cultura del cine en Argentina y de tener una mayor difusión de las películas en el país. Sin embargo, esto resulta particularmente difícil, como advierte Carolina Rocha: “Yet […] local audiences have only cautiously supported the techniques and themes of the New Argentine Cinema. Indeed, the lack of a sizable national audience seems to be one of the weaknesses of the NAC” (2009: 848). Pablo Trapero, por su parte, parece escapar a esta regla, perteneciendo a la clase más rara de realizadores argentinos, los que consiguen alcanzar grandes y heterogéneas audiencias. Todas sus películas han sido aclamadas y premiadas en numerosos festivales internacionales —Carancho, por ejemplo, fue seleccionada para representar a Argentina en los premios Óscar en 2011 en la categoría de Mejor película de habla no inglesa—9. Al mismo tiempo, las películas de Trapero han obtenido generalmente una gran acogida, tanto del público como de la crítica especializada. La misma Carancho, sin ir más lejos, se convirtió en un verdadero éxito de taquilla. De todo esto se desprende que el Nuevo Cine Argentino se encuentra expuesto a diferentes exigencias, tal vez contradictorias:

8. Mientras que Gonzalo Aguilar define el Nuevo Cine Argentino simplemente como “nuevo régimen creativo” (2010: 14), Carolina Rocha le reprocha precisamente a él y a otros críticos como Horacio Bernades, Diego Lerer y Sergio Wolf, que difundían la idea de un nuevo cine, de omitir una definición exacta. En cambio, constata con Falicov (2007: 115-117): “For her part, film scholar Tamara Falicov provides a persuasive explanation to group this generation based on the facts that film directors in this group belong to the same generation (most of them were born after 1965), were trained in film schools and received funding from the INCAA [Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales] after a 1994 controversy that pitted seasoned directors against young ones as they vied for funding […]. The discussion led to the creation of a new category, the operas primas, with funding available to first-time filmmakers. This category has thus contributed to democratization of cinema providing more access for young directors” (Rocha 2009: 847). 9. Finalmente se quedó afuera del quinteto finalista, como se sabe, un año después de que Campanella lo hubiera ganado por El secreto de sus ojos.

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las de cumplir con las expectativas de un público nacional argentino y de un público europeo e internacional, de un público Art House y de un público de un gusto más popular, que busca ante todo el entretenimiento. Como ya apuntaba arriba la cita de Joanna Page sobre los criterios de los directores a la hora de seleccionar sus temas, los condicionantes económicos influyen también en las opciones estéticas adoptadas por el Nuevo Cine Argentino, que varía entre un cine más experimental y la revaloración de los géneros cinematográficos, sin fundirse, por tanto, completamente con ellos, como se observa en el caso de Pablo Trapero. No es por casualidad que Trapero muestra cierta preferencia por el género negro. El estrabismo característico del Nuevo Cine Argentino —“the strabismic gaze of these films, made with one eye on Europe and the other on Argentina” (Page 2009: 56)— se corresponde perfectamente con el género negro, que, por su parte, ya desde sus inicios está marcado por unas tensiones muy fuertes, siempre negociando entre lo local y lo global, lo nacional y lo internacional. Recientemente, Jennifer Fay y Justus Nieland han subrayado nuevamente la dimensión transnacional subyacente al cine negro a pesar de su fuerte arraigo en el cine europeo y norteamericano: “From the 1930s to the present, film noir has, we argue, repeatedly been connected to anxieties about the boundaries of national culture in a world of more fluid identities and economies in which national boundaries are increasingly irrelevant” (Fay/Nieland 2010: X). Además de por sus opciones económicas y estéticas, el Nuevo Cine Argentino destaca visiblemente por haber roto con la tradicional función política del cine latinoamericano de las épocas anteriores, en el sentido preciso de que ya no se inspira en ninguna visión crítica o emancipadora globalizante, o de que no siente la necesidad de intervenir directamente en el espacio público, como era el ideal, por ejemplo, del cine de Fernando Solanas. “Desideologización”, en este sentido, sí; pero con reservas: esto no significa en modo alguno, como sostiene el crítico Gonzalo Aguilar, “que exista una despolitización o una negación de temas concernientes a lo público” (Alberdi). Aguilar remite por el contrario a “las tentativas de muchos directores del nuevo cine, que no hacen un cine estrictamente político pero que trabajan con percepciones, experiencias y formas de lo social determinantes para comprender los cambios de los últimos años” (Pinto Veas 2008). Por ello, no sorprende tampoco que en una entrevista hecha a Trapero por el propio Aguilar, el primero afirmara rotundamente: “Yo creo en el cine como herramienta política, vi todo el cine político, desde Eisenstein hasta el cine militante, sobre todo en la Argentina con toda la tradición de cine social que viene desde los años treinta” (Aguilar 2008: 65), y algo más le-

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jos evoca incluso explícitamente a Solanas: “De hecho, Solanas es un director al que admiro mucho y del que aprendí” (Ibíd.). Lo que resulta, sin embargo, particularmente interesante en nuestro contexto, es el hecho de que Aguilar, en su estudio Otros mundos, expresa sus ideas sobre la sensibilidad político-social que a su modo de ver es específica del Nuevo Cine Argentino acudiendo a diferentes concepciones del espacio. Siguiendo la teoría de los no-lugares de Marc Augé, opina que el Nuevo Cine Argentino rechaza tanto los lugares antropológicos de la modernidad, donde lo social todavía se formaba de una manera orgánica, como los no-lugares de la supermodernidad. Según Aguilar, el Nuevo Cine Argentino insiste, por el contrario, en focalizar lugares que denomina “lugares de la precariedad” (2010: 44), tal como se plasman, por ejemplo, de forma emblemática en los taxis que aparecen en el film Night on Earth (1991) de Jim Jarmusch. Aguilar explica: “Los taxis son similares en casi todas las ciudades, pero lo que sucede en cada uno tiene que ver con las contingencias y con las situaciones peculiares de cada gran ciudad: no hay organicidad social ni contractualidad solitaria” (Ibíd.). Se trata de lugares, por ende, donde se manifiestan la desintegración y la disolución de lo social. En el cine latinoamericano se representan principalmente mediante fenómenos de violencia. Con respecto a la función de las referencias al cine negro que se encuentran en la obra de Trapero ya podemos avanzar, antes de entrar en detalles, dos explicaciones: en primer lugar, supuestamente se ajustan a las estrategias económicas del Nuevo Cine Argentino, en la medida en que le permiten a Trapero satisfacer especialmente las expectativas y demandas de un público muy heterogéneo social, geográfica y culturalmente10. Tienen entonces una función nacional y globalmente integradora, cumpliendo de manera ejemplar la exigencia de “multicontextualidad” en la que Néstor García Canclini, ya en el año 1993, había cifrado el futuro del cine latinoamericano11. Y en segundo lugar, hay que entender que el universo negro, con su carácter impenetrable y su ambigüedad moral, que se transmite básicamente por las es10. De estrategia, a la vista de la selección de temas y sujetos del ámbito cotidiano, habla también Rocha: “This attempt to raise awareness of the socioeconomic conditions of everyday life in Argentina has been a booming strategy to obtain awards at European film festivals, and thus, to reach foreign investors” (2009: 848). 11. “Multimedia and multicontextuality are two key notions for redefining the social role of cinema and other communication systems. The extent to which cinema is revived depends on our relocation of it in a multimedia audiovisual space; national and local identities can persist if we restituate them in a communication that is multicontextual” (García Canclini 1997: 257). El ensayo de García Canclini apareció por primera vez en México en 1993.

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tructuras espaciales, corresponde perfectamente a una visión postideológica de la sociedad que prescinde de intenciones pedagógico-didácticas y renuncia por consiguiente a asumir, como Aguilar resalta justamente a propósito de El bonaerense, “una posición de exterioridad” (2008: 11-12) frente al mundo filmado, o a construir personajes que encarnen “el punto de vista correcto sobre las acciones” (Ibíd.: 11)12. Es más: al respetar las convenciones o, por lo menos, algunas convenciones del cine negro, Trapero puede realizar una investigación sobre la precariedad de la construcción de lo social y de lo político en la Argentina actual, lo que es típico, según Aguilar, del Nuevo Cine Argentino en general13.

3. Marcas y huellas del cine negro en las películas de Pablo Trapero Como hemos señalado, en la obra de Trapero hay tres películas que comparten de forma más o menos evidente la influencia del cine negro: El bonaerense (2002), Leonera (2008) y Carancho (2010). Precisemos, pues, cuáles son los elementos clave: El bonaerense narra la historia de Enrique Orlando Mendoza (Jorge Román), a quien sus amigos llaman “Zapa”, un humilde cerrajero de treinta años de un pequeño pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Después de ser enviado a la cárcel por un delito del que no es enteramente responsable, un tío le saca de allí y le busca un puesto en la policía del conurbano de Buenos Aires. Zapa toma el curso de preparación y trabaja en la comisaría donde se gana la confianza de su superior, el oficial Gallo (Darío Levy). Se adapta fácilmente a un ambiente regido por los abusos de autoridad como el “gatillo fácil”, la corrupción y la preponderancia de las relaciones personales sobre las leyes. Al final de la película, debido a su complicidad en un asesinato cometido por su jefe, Zapa consigue su ascenso a cabo, pero queda rengo. Aparte de este defecto físico, símbolo evidente de un touch of evil, como se podría decir en alusión al título original del policial 12. Véase también el capítulo “La ausencia de exterioridad” en Aguilar (2010: 25-28). 13. Un análisis detenido de las relaciones entre el cine policial argentino y la situación sociopolítica en la era del neoliberalismo se encuentra en el capítulo “Crime and Capitalism in Genre Cinema” en Page (2009: 81-109). Respecto a La cruz del sur (2002) de Pablo Reyero, Page constata: “Perhaps that which characterizes both noir and La cruz del sur —and therefore permits a ‘reinvention’ of noir in the Argentine context— is a shared sense of loss, whether real or feared: a disillusionment in the 1940s and 1950s with the ‘American Dream’, an analogous experience in some ways to the disillusionment occasioned by the economic and political collapse of Argentina at the threshold of the twenty-first century” (Ibíd.: 107).

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negro clásico de Orson Welles (1958), hay toda una serie de elementos que se asocian directamente con el cine negro. Así, se establece, desde el inicio, una complicidad casi natural entre delincuencia y policía que borra sistemáticamente la frontera entre el bien y el mal. Zapa, el protagonista, es un antihéroe, un carácter ambiguo, ingenuo y astuto a la vez, que en realidad no invita a la identificación. Fracasa incluso en su vida privada, cuando rechaza la oferta salvadora de la policía Mabel (Mimí Ardú) de comenzar una nueva vida. La perspectiva adoptada por Trapero es la del propio sistema: muestra las cosas desde el punto de vista de la policía y, al mismo tiempo, de modo totalmente neutral. Esta perspectiva observadora y distanciada, que debe tanto al género negro, niega al espectador, como advierte Gonzalo Aguilar en su monografía sobre El bonaerense, “la tranquilidad de la denuncia y de la mirada aleccionadora” (Ibíd.). Si bien es verdad que la película de Trapero nos entrega muchos elementos del cine negro, “cualquier remisión a una tipología determinada dentro del género fracasa” (Ibíd.: 26). Podemos constatar, entonces, que en El bonaerense la “transformación del lugar común” se efectúa mediante la mezcla del cine negro con otros géneros —Aguilar menciona, por ejemplo, la novela de formación (Ibíd.: 22)— y, sobre todo, a través de un estilo documental y una mirada casi etnográfica que trascienden definitivamente las estampas del propio género negro. Mientras que El bonaerense dialoga continuamente y a todos los niveles con el cine negro, Leonera, el quinto largometraje de Trapero, más bien se enfrenta a él, aunque no sin recurrir a ciertas convenciones y tópicos. Declara el mismo Trapero respecto a eventuales semejanzas entre Leonera y El bonaerense: “Lo más cercano es la cuestión de la estructura dramática, casi de género, de un cine más clásico. Había una estructura de aparente película policial, pero no lo era” (Aguilar 2008: 68). Leonera cuenta la historia de la joven estudiante universitaria Julia Zárate (Martina Gusmán), quien, sin acordarse de nada, despierta una mañana entre los cuerpos ensangrentados de su amante asesinado y de un amigo gravemente herido. Acusada de asesinato, es recluida en una cárcel para madres porque está embarazada. Da a luz un niño, Tomás, a quien cría en la cárcel durante cuatro años, hasta que su propia madre, Sofía (Elli Medeiros), se lo lleva consigo para que crezca en libertad. Finalmente Julia aprovecha una salida transitoria para recuperar a su hijo. Con pasaportes falsificados, ella y su hijo salen del país por un lugar muy remoto en la frontera con Paraguay. En Leonera los elementos del policial negro se limitan a la representación del crimen ya perpetrado al principio de la película y de los procedimientos de

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la justicia, aunque ambos nunca se aclaran completamente, ni para la protagonista, ni para el espectador. Queda abierta hasta el final la pregunta de si Julia es culpable o no. Trapero registra también atentamente la inseguridad, fragilidad y desintegración de lo social en algunas de sus formas más elementales: la familia, la pareja, y la justicia14. Sin embargo, su interés es visiblemente otro. Trasladando la acción a la cárcel, Trapero alude a otro género, a saber, al “género de cárcel”, bien arraigada en el cine argentino o, mejor dicho, al subgénero “cárcel de mujeres”, a cuyos tópicos da un nuevo rumbo “positivo” enfocando el tema de la maternidad y de la crianza de los niños en la cárcel15. Se puede decir, por lo tanto, que Trapero, en el caso de Leonera, solo evoca el universo negro, violento y masculino, para mejor refutarlo, oponiéndole el mundo totalmente ajeno de la solidaridad de las mujeres, de la maternidad y de la esperanza en una nueva vida, que se encarna tanto en el niño como en la posibilidad de huir del mundo cerrado de la cárcel, del pasado y, no en último lugar, de la sociedad argentina. En el, hasta el momento, penúltimo largometraje de Trapero, Carancho, el universo negro se da de manera más completa y siniestra. La crítica argentina lo ha calificado, de hecho, como “policial negro, puro y duro” (Lerer 2010) y afirma, entre otras cosas: “Con Carancho, Trapero se propuso filmar su primer policial negro ‘clásico’. De esos de los años cuarenta y cincuenta, como definió en una de las primeras presentaciones de la película, ‘en los que la trama policial se convierte silenciosamente en un retrato de un complicado entramado social’” (Kairuz 2010). El título, Carancho, significa ‘buitre’, y se refiere al abogado Sosa (Ricardo Darín), un especialista en accidentes de tráfico que perdió su matrícula16. Actualmente trabaja para una “Fundación” que pretende ayudar a las víctimas de los accidentes de tráfico, pero que es en realidad una organización mafiosa en la que están envueltos abo14. La “leonera” que da título al filme es un “lugar de la precariedad” por excelencia, tal como explica Trapero: “La leonera es el lugar de tránsito de una cárcel” (Schell 2008: 7). 15. Esta tradición está evocada en Aguilar (2008: 52-53), Schell (2008: 6-7) y Smith (2010). 16. Mientras que el recurso al cine negro y la decisión de escoger una temática políticosocial pretenden despertar el interés de una audiencia internacional y principalmente europea, el hecho de elegir a Ricardo Darín como protagonista, quien desde hace cuarenta años está presente en las pantallas argentinas, corresponde más bien a la intención de conquistar al público autóctono, e incluso, en un sentido más amplio, al hispanohablante —en España, por ejemplo, Darín es también una reputada estrella—. La fama que tiene este actor de transformar todo lo que toca en éxito se ha etiquetado en Argentina como el “efecto Darín”.

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gados, médicos y hasta policías de alto rango que se han unido para defraudar a las aseguradoras, a veces incluso con la aprobación de las mismas víctimas. Sosa conoce a la joven médica de emergencias Luján (Martina Gusmán) en un accidente y se enamora de ella. Juntos intentan modificar el rumbo de sus vidas. Sin embargo, todo se complica cuando Sosa mata a su jefe por haber maltratado a Luján. Según las reglas del género, a Sosa los directores de la “Fundación” le proponen un último trabajo, un trabajo que le permitiría salir impune. Al final, cuando Sosa y Luján quieren escapar con el botín, de repente un accidente de tráfico, al que probablemente no sobrevivirán, les detiene. Dado el carácter claramente genérico de Carancho, no resulta sorprendente que, más que los filmes anteriores de Trapero, recuerde a otras películas. Así, por ejemplo, el abogado Sosa buscando clientes evoca el papel de Paul Newman en The Verdict (1982) de Sidney Lumet. Ante todo remite, sin embargo, al mundo cinematográfico de Martin Scorsese: el ambiente nocturno de la conurbación bonaerense se asemeja al de Mean Streets (1973); el travelín virtuoso que acompaña a Sosa vengándose de su jefe —se acerca a su despacho, entra, le mata, sale— y que dura casi dos minutos es un homenaje evidente al famoso plano-secuencia con que culmina Taxi Driver (1976); la atmósfera de noctambulismo e insomnio que rodea el trabajo nocturno de Luján, las salidas de ambulancia y las guardias en el hospital, tienen reminiscencias de Bringing Out the Dead (1999) y de su protagonista Nicholas Cage, como, por lo demás, de todas las llamadas ‘Night Worker’ movies de Paul Schrader. La construcción del argumento, el diseño de los caracteres, el trabajo de la cámara: en Carancho todo se convierte en una variación sobre el modelo del cine negro. La película nos muestra un ambiente tan realista como económica y moralmente corrupto. Las instituciones afectadas por este ambiente, la policía, la justicia y el sistema sanitario, son precisamente aquellas que normalmente están destinadas a garantizar la seguridad de los ciudadanos. En este contexto, para Gonzalez Aguilar, “los accidentes automovilísticos” se presentan “como el síntoma de un funcionamiento perverso y deficiente de lo social” (2010: 256). Todo esto crea una situación de vulnerabilidad, de constante amenaza física, que se expresa, por ejemplo, en el hecho de que el protagonista vaya durante gran parte de la película cubierto de heridas y de sangre. Ese Sosa, envuelto en negocios tan sucios, es en realidad un personaje en busca de redención, una redención que se encarna en el personaje de la médica Luján, una criatura angelical, aunque incluso ella tiene su cara oscura: es adicta a la morfina para soportar su trabajo. En lo que respecta a la cámara, esta sigue a los personajes muy de

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cerca, en secuencias a menudo bastante largas, filmadas con planos cerrados y cámara en mano. Son procedimientos que descontextualizan a los personajes, que dan una idea de hasta qué punto están expuestos a sus entornos, y que dificultan la orientación del espectador. En Carancho, a diferencia de El Bonaerense y Leonera, la “transformación del lugar común” se efectúa desde dentro del género mismo, y consiste en el empeño de dar a la escenificación y a las imágenes una inyección de realismo y de autenticidad.

4. Las estructuras espaciales y su puesta en escena En lo precedente hemos visto, desde una perspectiva más general, en qué medida y con qué fines el cine de Pablo Trapero recurre a las pautas del cine negro. Ahora afrontaremos la cuestión más concreta de en qué medida el uso que hace Trapero de los elementos del cine negro depende efectivamente de las estructuras espaciales y la puesta en escena de aquellas. El análisis parte de una serie de fotogramas tomados de las tres películas en cuestión.

4.1. Rechazo de la denuncia política y social Empecemos con una escena de El bonaerense (il. 1), que muestra al futuro policía Enrique Zapa Mendoza recién llegado a la capital de La Matanza, San Justo, en el momento en que está cruzando transversalmente una manifestación de piqueteros que tuvo lugar realmente durante el rodaje de la película en el año 2002. Se trata de una escena sumamente representativa de las actitudes estéticas e ideológicas de Trapero. Por un lado, acusa claramente su objetivo de anclar la ficción en la misma realidad extratextual en la que también vive el espectador, en particular el argentino, basándose en un momento histórico preciso y en un espacio geográficamente concreto y reconocible. Al mismo tiempo, es una escena que señala de manera deliberadamente provocativa la determinación de Trapero de romper con la tradición del cine de compromiso directamente político y de denuncia social “fácil”, a pesar de su simpatía por el cine de Fernando Solanas, expresada en la entrevista mencionada arriba. En la misma entrevista Trapero dijo respecto a dicha escena: “Es una provocación porque también los tiempos cambian. Creo que un director debe permitirse una parte más lúdica, si no se convierte en muy pesado desde lo estético o desde lo ideológico” (Aguilar 2008: 66).

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Il. 1: El bonaerense (00:17:12)

4.2. Las pautas del cine negro Los siguientes fotogramas provienen ambos de la secuencia introductoria de Carancho y anuncian el tono de lo que vendrá a continuación. Ya desde el inicio documentan de manera inequívoca el deseo de Trapero de valerse de la tradición del cine negro, que pasa forzosamente por una determinada escenificación del espacio y de la atmósfera que lo rodea. El primer plano de la película (Il. 2) muestra al antihéroe Sosa, echado en el suelo, siendo pateado por unos desconocidos en algún descampado. Todos los indicios señalan que estamos en el universo negro: la escena transcurre de noche, está escasamente iluminada, el asfalto está húmedo. Solo después el foco se amplía: el plano general permite al espectador localizar la secuencia en el conurbano bonaerense (Il. 3).

4.3. Iconografía preestablecida El carácter tópico de una buena serie de imágenes de Carancho resulta aún más evidente en el ejemplo siguiente (Il. 4). Se trata de un plano-secuencia de casi dos minutos que representa la primera cita de la joven médica Luján y del abogado Sosa, tomando un “cafecito”, solos, en un bar, en plena noche, junto a la carretera, reflexionando sobre el destino y viviendo una suerte tranquila y pasajera. Hay que destacar el muy hábil encuadre de esta secuencia: al inicio las caras de Luján y Sosa se encuentran en dos partes diferentes de la ventana, al final comparten la misma (Il. 5). Hasta qué punto esta composición enlaza con

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Ils. 2 y 3: Carancho (00:02:27) y Carancho (00:04:37)

la memoria visual de un público internacional y cinéfilo se nos revela cuando la comparamos, por ejemplo, con el famoso cuadro Nighthawks (1942) del artista norteamericano Edward Hopper (Il. 6), o con el filme Le quai des brumes (1938), del director francés Marcel Carné, una obra maestra del realismo poético (Il. 7).

4.4. Referencialidad explícita Pese al carácter universal, altamente codificado e inconcreto de la mayoría de los dispositivos espaciales del cine negro, Trapero de vez en cuando utiliza formas de referencialidad explícita, como en la escena de los piqueteros de El bonaerense que acabamos de citar, o en el fotograma siguiente de Carancho, que ubica la acción ficticia en un espacio bien determinado y presuntamente real:

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Il. 4: Carancho (00:23:24)

Il. 6 y 7: Nighthawks (1942) y Le quai des brumes (1938)

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Il. 5: Carancho (00:23:54)

Il. 8: Carancho (00:42:24)

“Policlínico Municipal de Agudos”, reza la fachada (Il. 8). De este modo se trascienden los loci communes del género aumentando la ilusión de una realidad preexistente a la ficción.

4.5. Un cine no alegórico Como ya se desprende de este ejemplo, el cine de Trapero es decididamente no alegórico; antes bien, destaca por una sensibilidad político-social que va dirigida cada vez a un ambiente precisamente circunscrito. Así, lo que dice Gonzalo Aguilar sobre la representación de la policía en El bonaerense vale también para

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Il. 9: Carancho (01:21:02)

las cárceles de mujeres en Leonera o los negocios sucios de Carancho: “No es que la policía bonaerense sea mostrada como una alegoría de lo que sucede en el país (la mirada del filme es concreta y ajustada), sino que justamente en el vacío que deja, en el silencio que hace, pone al espectador en situación de preguntarse sobre los funcionamientos y los mecanismos de cualquier institución” (2008: 11). No obstante, Trapero no deja lugar a dudas de que se trata de fenómenos relacionados con la sociedad argentina actual. Por ese motivo no es casualidad que en el despacho del jefe corrupto de Sosa la bandera de Argentina y el mapa del Gran Buenos Aires siempre estén bien visibles (Il. 9), como, por ejemplo, en el momento crucial y particularmente violento en el que Sosa, para vengarse de una agresión contra Luján, mata a su jefe, quien antes había declarado: “Los accidentes son míos, los clientes son míos, el policlínico es mío, el hospital es mío, San Justo es mío, el país es mío” (00:53:18).

4.6. Hibridez cine de ficción/documental Hasta aquí se ha puesto en evidencia que la transformación de los lugares comunes del cine negro en la obra de Trapero se realiza de diferentes maneras: con la exaltación del realismo, con la integración de referencias extratextuales, o con la mezcla con otros géneros. Sin embargo, el procedimiento probablemente más típico en Trapero es la hibridización de la narración cinematográfica mediante la inserción de elementos documentales. Ese procedimiento, que borra las fronteras entre el mundo simbólico y el real, fue introducido en la histo-

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Il. 10: El bonaerense (00:50:15)

ria del cine por la Nouvelle Vague francesa (con precedentes en el neorrealismo italiano). En el caso de Trapero, esto se hace patente cuando el rodaje de escenas ficticias se efectúa en lugares que aparentemente no dejan de pertenecer al mundo real, como ya lo hemos podido observar en la secuencia de los piqueteros. A continuación citamos dos ejemplos más, muy significativos del estilo de Trapero. El primero es de El bonaerense (Il. 10), y nos enfrenta con las consecuencias del “gatillo fácil”: en el fondo de la imagen se muestra a dos jóvenes “muertos”, mientras que en primer plano Zapa está limpiando a un herido. La puesta en escena de esta acción se realiza en un entorno absolutamente real17. El segundo ejemplo procede de Carancho: esta vez se muestra la conversación entre el abogado Sosa y una de sus clientes en una isleta en medio del tráfico, también indudablemente real (Il. 11).

4.7. Fines/Salidas Para terminar nuestro recorrido contrapondremos a continuación dos desenlaces, el de Leonera (Il. 12) y el de Carancho (Il. 13), que permiten destacar, una vez más, el vínculo entre el género y el tratamiento del espacio. La primera imagen pertenece al largo plano secuencia con que termina Leonera: el río constituye la frontera con Paraguay, que Julia acaba de traspasar con su niño. En el 17. La combinación de procedimientos del documental y del cine de ficción en El bonaerense se analiza ampliamente en Cisneros (2009).

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Il. 11: Carancho (00:59:10)

Il. 12: Leonera (01:41:05)

caso de Leonera la refutación del género negro se plasma incluso en el significado simbólico de este final: libertad de acción, salir del país, sobrevivir. La segunda imagen forma parte de la secuencia final de Carancho. Muestra el accidente de tráfico que pone un brusco final a la huida de Sosa y Luján. El hecho de que, en el caso de Carancho, las reglas del género se mantengan hasta el final, le proporcionan un significado completamente opuesto: el poder del azar, el mundo sin salida, la muerte.

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Il. 13: Carancho (01:37:54)

5. ¿Hacia un nuevo existencialismo? A partir de los elementos analizados podemos llegar a algunas reflexiones concluyentes. En cada una de las tres películas de Trapero que acabamos de examinar, los protagonistas se ven expuestos a un mundo inseguro y a una sociedad cuyas instituciones elementales —la policía, la justicia, la familia, la sanidad, etc.— están altamente corrompidas. Al mismo tiempo, la existencia de los protagonistas se manifiesta frágil, precaria y regida por el azar. Cabe recordar que incluso el accidente de tráfico que de manera tan imprevista corta la fuga de Sosa y Luján al final de Carancho se debe, en realidad, ironías del destino, a una infracción de las reglas que normalmente garantizan el funcionamiento correcto de la sociedad civil, dado que el coche que los embiste se saltó el semáforo en rojo. Es obvio que el modelo del cine negro, además de que permite satisfacer las expectativas de una audiencia nacional e internacional, se presta mejor que cualquier otro género a mostrar esta concepción del mundo y de la sociedad. Por otro lado, a Trapero le ofrece la posibilidad de afirmar que ya no es tiempo de proponer soluciones colectivas, sino que solamente importan las reacciones de los individuos. En oposición al apogeo de la crítica ideológica de los años setenta, para el Nuevo Cine Argentino, que está emergiendo a mediados de los años noventa, según Gonzalo Aguilar, ya no se trata de informar, de revelar o de denunciar: “La dificultad no está en saber lo que sucede sino en cómo actuar” (2008: 11)18. 18. De la transformación de la relación entre lo político, lo social y lo estético en el cine argentino desde los años ochenta se trata más detenidamente en Amado (2009).

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Y esto es exactamente lo que Trapero, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, destaca en cada una de estas tres películas, a saber: la libertad de elección del hombre y la responsabilidad fundamental del individuo. En El bonaerense, de hecho, Trapero se opone visiblemente a toda idea de determinación por el ambiente al exponer a su protagonista Zapa repetidas veces a situaciones en las que este podría dar otro rumbo a su destino19. Leonera, por su parte, está enteramente basada en la convicción de que uno puede escapar de su pasado y empezar una nueva vida. Ni siquiera en Carancho se excluye completamente la posibilidad de salir de un universo cerrado, aunque al final el intento fracase trágicamente. Todo esto deja vislumbrar una visión ética y antropológica esencialmente existencialista20. No es, pues, sorprendente que al crítico estadounidense Michael Rowin El bonaerense, por ejemplo, le haya recordado tanto al realismo poético como al existencialismo21. En realidad, históricamente la novela negra, el cine negro, el realismo poético y la filosofía y la literatura del existencialismo se han desarrollado en la misma época, las décadas de 1930 y 194022. Considerándolo de este modo, el título del presente artículo podría quizás tomar aún otro sentido: la respuesta que Trapero da a la situación sociopolítica actual de la Argentina en sus películas viene directamente del cine negro. Para este director, adaptar y transformar los lugares comunes del cine de género es una manera de crear una estética cinematográfica contemporánea a la altura, también en lo económico y político, de su tiempo.

Filmografía Carné, Marcel (1938): El muelle de las brumas (Le Quai des brumes). Francia. Lumet, Sidney (1982): Veredicto final (The Verdict). EE. UU.

19. El mismo Trapero insiste en este aspecto en una entrevista (cfr. Aguilar 2008: 67). 20. La predilección de Trapero por una visión existencialista del mundo no se limita a las películas que se acercan al cine negro, como documenta su cuarto largometraje Nacido y criado (2006), que cuenta la historia de un joven padre de familia que se escapa a los desiertos de la Patagonia para asimilar la muerte de su hija en un accidente de tráfico; véase al respecto la reseña de Delgado (2007). 21. “Calling to mind the poetic realism and unassuming existentialism of TV’s Homicide: Life on the Streets, the film’s distinctly Argentine flavor is rooted in the country’s recent political and economic crisis” (Rowin 2003: s.p.). 22. Para más detalles véanse Porfirio (1996), Tschilschke (2000: 26-29; 201-210) y Fay/ Nieland (2010: 11-19; 28-32).

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Implicaciones geográficas en dos novelas del Cono Sur: Nombre de torero (1994) de Luis Sepúlveda (Chile, 1949) y La aguja en el pajar (2005) de Ernesto Mallo (Argentina, 1948)

Dante Barrientos Universidad Aix-en Provence

Resulta indiscutible, al hablar de la dimensión geográfica en la literatura detectivesca latinoamericana, que aquella ha sufrido una serie de transformaciones que no pueden desvincularse de los procesos históricos y político-ideológicos propios de la región. Sin caer en demasiados esquematismos, puede decirse que se observa en esta narrativa una dinámica que parece avanzar del “universo cerrado”, del espacio de la deducción en tanto que núcleo central de la narración —basta para ello recordar la ya célebre celda 273 de don Isidro Parodi, el “detective sedentario”1— hasta otros tipos de geografías: de los espacios urbanos, de las realidades socio-políticas, del mundo globalizado. Del “cuadro cerrado” a las vastas realidades como la Tierra del Fuego, como las selvas centroamericanas, o bien como los espacios abstractos, ideológicos, el relato detectivesco en América Latina ha explorado múltiples geografías a lo largo del siglo xx. En ese proceso, la novela negra ha ido adquiriendo rasgos que la convierten en una literatura de espacios singulares que dan cuenta de las realidades del Continente: Santiago Gamboa habló de la novela negra como una “geografía de la sospecha” (2008); pero es además una geografía de la violencia, geografía de

1. El narrador del texto “Las noches de Goliadkin” presenta así al personaje: “También se debía a Molinari que la policía permitiera a Gervasio Montenegro esa irregular visita a la cárcel: en la celda 273 estaba recluido Isidro Parodi, el detective sedentario, a quien Molinari (con una generosidad que a nadie engañaba) atribuía todos sus triunfos. Montenegro, fundamentalmente escéptico, dudaba de un detective que hoy era un presidiario numerado y ayer había sido peluquero en la calle Méjico” (Borges/ Bioy Casares [H. Bustos Domecq] 1964: 31).

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la memoria y de la historia, geografía de la desilusión y del ajuste de cuentas, y por momentos tal vez también de la esperanza2. Acaso en esa importancia que adquiere lo geográfico, el género del policial entronque en lo que ha sido parte del proceso mismo de la narrativa latinoamericana a lo largo de su historia. En efecto, la narrativa latinoamericana ha sido tradicionalmente una narrativa de espacios, de geografías, y en ese sentido cabe recordar un momento decisivo de este género en el Continente: la novela regionalista, novela de la tierra. Un tipo de relato que se propuso recorrer de punta a punta el Continente en todos sus múltiples paisajes —montañas, ríos, selvas, desiertos, pueblos— en un intento de desentrañar la identidad y la conciencia latinoamericanas. O, como diría Alejo Carpentier al referirse a un grupo de cuatro novelas claves del regionalismo (Don Segundo Sombra, La vorágine, Doña Bárbara y Canaima), “significan una búsqueda de nuestras esencias profundas, por una suerte de regreso a la condición fetal” (1981: 11). También otro novelista coetáneo de Carpentier, Miguel Angel Asturias, en una conferencia dictada en 1972 en la Universidad de Venecia y titulada “Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana”, afirmaba: “En la novela hispanoamericana, el paisaje no está, sino es. Es, repito. Actúa personificado, voluntarioso y humano, y puede ser la selva, la pampa, el llano, la montaña, el río, el mar, una isla, los pueblos, una ciudad” (1999: 237). Aunque Carpentier y Asturias se refieren a las novelas aparecidas en los primeros decenios del siglo xx, esta importancia de la geografía en la narrativa latinoamericana puede rastrearse desde luego mucho más lejos, desde las ya lejanas Crónicas de Indias. Dicho rasgo geográfico identitario, fundador de la narrativa latinoamericana, nos conduce a plantearnos preguntas como estas en el marco de este congreso: ¿Cómo trata el policial el espacio, la geografía? ¿En qué se asemeja al tratamiento dado por los otros géneros narrativos? ¿En qué difiere —si es que difiere— el tratamiento de lo geográfico en el subgénero policial? Quizás resulte complejo si no temerario, en el espacio de este trabajo, dar respuestas definitivas a estas interrogantes, pero nos interesa aquí analizar cómo dos novelas del Cono Sur, publicadas con diez años de diferencia, abordan la construcción de esta categoría esencial en la estructura narrativa. Si hemos decidido detenernos en este trabajo en estas dos novelas —Nombre de torero (1994) de Luis Sepúlveda y La aguja en el pajar (2005) de Ernesto 2. En su ensayo titulado “Sobre cuartos cerrados y barrios populares: un estudio del espacio en el relato detectivesco desde el cuento clásico hasta el neopolicial hispanoamericano de Ramón Díaz Eterovic”, Shalisa M. Collins apunta que: “el elemento espacial, poco elaborado en el relato clásico, llega a figurar en el primer plano discursivo en la novela neo-policial y se utiliza para comunicar ideas abstractas” (2011: 2).

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Mallo—, se debe a que ambas presentan geografías, espacios divergentes, pero no ajenos del todo como se verá.

Los detectives: territorios del desamparo y la soledad En la primera novela nombrada, Juan Belmonte, convertido en investigador por razones sentimentales, conduce al lector por un recorrido político del mundo, en el cual se entrecruzan la geografía espacial y la geografía ideológica: desde Europa, Berlín y Hamburgo, tras la caída del Muro, hasta Santiago de Chile y la resistencia contra la dictadura, la Tierra del Fuego, pasando por Centroamérica y el sandinismo en Nicaragua. Su contraparte y adversario en la trama investigativa de la novela, Frank Galinsky, es un ex oficial del Ejército Popular Alemán, oficial de inteligencia de la RDA, de cuarenta y cuatro años, abandonado por su mujer, Helga, y que, en el desamparo ideológico más absoluto, acepta, por razones materiales, cumplir con una misión que le encomienda su antiguo superior, el Mayor. La tarea que acepta lo conduce a su vez a realizar un largo recorrido de Berlín a la Tierra del Fuego. En cambio, en La aguja en el pajar, Lascano, llamado por sus colegas “el Perro”, un comisario de policía en la Buenos Aires de la represión de los años setenta, lleva al lector a recorrer los barrios altos y bajos y los suburbios de la capital argentina, haciéndonos penetrar en los espacios del orden del régimen policíaco y en los depósitos de la muerte. El recorrido incluye no solamente un desplazamiento por una geografía urbana sino igualmente por una geografía de la soledad y el dolor. Así, Juan Belmonte, chileno, con un nombre de torero español que todos le recuerdan, vive en Hamburgo en los años noventa después de dejar la militancia política (ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años), empleado como encargado del orden en un cabaret. Frank Galinsky vive en Berlín, desempleado, rechazado por sus antiguos compañeros y por el nuevo orden tras la reunificación alemana, bebiendo cerveza frente a la misma ventana de la cocina de su ex apartamento, mascullando su derrota hasta que apareció el Mayor. Ambos personajes se plantean, en ese momento de sus existencias y de lo que experimentan como su derrota ideológica, la misma pregunta en paralelo; Belmonte dice en el capítulo titulado irónicamente “Hamburgo: ¡Feliz cumpleaños!”: “¿Para qué diablos sirve un tipo como yo? ¿Para qué diablos sirve un ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años?” (Sepúlveda 2001: 34). Galinsky no está lejos de formularse la misma interrogativa algunas páginas más lejos,

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en otro capítulo de título no menos irónico: “Berlín: amanecer de un guerrero”: “¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de la RDA a los cuarenta y cuatro años?”, y un poco más adelante insiste: “¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de un ejército que fue derrotado sin presentar la menor batalla?” (Ibíd.: 61-63). Ambos personajes, Belmonte y Galinsky, recorren un camino inverso, aunque terminan por encontrarse en un espacio geográfico —la Tierra del Fuego— que para uno de ellos significa la vuelta a los orígenes y para el otro, el regreso a un lugar que le dio un sentido a su existencia en tanto que instructor de grupos revolucionarios latinoamericanos. Pero ambos proceden igualmente de una Europa, de una Alemania reunificada que, para ellos, resultó ser un mundo de desamparo, de desilusión porque simboliza el final de su esperanza política. Belmonte, en Hamburgo, vive en una geografía del exilio, el “país de nadie”: “Vamos”, me dije, “estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto”, pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio. (Ibíd.: 38-39)

Un lugar del cual, por cierto, Belmonte pensaba no poder salir jamás, “territorio sin salida” (Ibíd.: 39) lo nombra igualmente, hasta su encuentro con el hombre de la silla de ruedas, Oskar Kramer, que lo obliga a regresar a Chile. Belmonte y Galinsky, en el territorio de la soledad y la desilusión ideológica, emprenden, cada quien por su lado y por intereses opuestos, un viaje hacia los confines de la tierra austral en busca de sesenta y tres monedas de oro, la Colección de la Media Luna Errante. Lascano, El Perro, como se dijo, habita en Buenos Aires en la década de los años setenta. Por razones distintas, habita también en un territorio de la soledad y el desamparo evocado desde el inicio de la novela: Hay días en que el borde de la cama es un abismo de quinientos metros. La repetición continua de cosas que no queremos hacer. Lascano querría quedarse en la cama para siempre o arrojarse al abismo. Solo si el abismo fuera real. Pero no lo es. Lo único real es el dolor. Así se siente Lascano esta y todas las mañanas desde la muerte de su mujer. Huérfano de niño, parecía predestinado a la soledad. (Mallo 2006: 7)

Metáfora de la soledad total, el abismo que rodea al personaje traduce igualmente el espacio de la cotidianidad de Lascano, el mundo de dolor y vacío en que ha quedado recluido.

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Como puede notarse, los tres personajes detectivescos viven en crisis, sus existencias se encuentran en un territorio emocional e ideológico que parece un callejón sin salida. Los protagonistas de Nombre de torero porque la realidad histórica les ha hecho perder sus convicciones, llevándolos a cuestionar los valores y principios por los cuales habían luchado y vivido anteriormente. Son huérfanos políticos, desilusionados. Lascano, porque un accidente fatal lo dejó perdido en “los bajíos de una isla” (Ibíd.) sin perspectivas de vida, al morir su esposa en un accidente de tránsito. No es un adversario del sistema pero procura, dentro de sus posibilidades, hacer un poco de justicia —su tabla de salvación tras el deceso de su cónyuge— en un momento histórico en que esta no tiene ningún sentido. Tanto Belmonte y Galinsky como Lascano se ven expulsados de esa geografía de la soledad y el desamparo por hechos inesperados: los dos primeros porque son obligados a ir en busca de un tesoro extraído de Alemania durante la época del nazismo; y Lascano porque en una operación policial de captura de un traficante de drogas y de mujeres, Tony Ventura, se topa con Eva, una militante revolucionaria que se escondía en el antro del traficante huyendo de un cateo de una casa de la guerrilla. Eva es casi un doble de Marisa, la esposa muerta del comisario; este no sabe qué hacer con ella pero la refugia en su casa. El parecido con Marisa lo perturba pero a la vez lo lanza de nuevo a la vida.

De la geografía urbana y de un recorrido político del mundo “La ciudad está triste” (Sepúlveda 2001: 221), dice Belmonte —recordando la novela negra de Ramón Díaz Eterovic— en el capítulo “Santiago de Chile: último café”, que cierra la novela del autor de Mundo del fin del mundo (1994). “Ya sé que la calle está brava” (Mallo 2006: 86), le dice por su parte Lascano en una conversación a Eva. Su frase apenas da la medida de lo que acontece en la capital argentina en los setenta. No es en realidad sino un eufemismo. Detengámonos ahora en la geografía urbana representada en la novela de Ernesto Mallo. La aguja en el pajar se compone de un conjunto de treinta breves capítulos o secciones cuyos incipits remiten frecuentemente a algún lugar específico de la geografía urbana. En ese sentido es notable desde el comienzo del relato la voluntad de la voz narrativa de hacer plenamente reconocible dicha geografía del Buenos Aires de los años setenta y su atmósfera política. A lo largo del texto, Ernesto Mallo va dibujando lo que podría considerarse como un mapa de la ciudad, con sus calles y edificios públicos; al punto que pueden seguirse con

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precisión los desplazamientos del comisario. La lista de espacios urbanos que remiten a lugares referenciales de la realidad podría ser larga, contentémonos con algunos ejemplos significativos: el cementerio de La Tablada (2006: 11), en donde fue enterrada Marisa; Benavídez, cerca de Tigre (Ibíd.: 12); el Hospital Militar Central en la avenida Luis María Campos (Ibíd.: 23), en donde llevan a parir a las “cautivas rubias” y les roban a los recién nacidos —que recuerda desde luego el tráfico de bebés como práctica del terrorismo de Estado durante la dictadura argentina (1976-1983)—; el barrio Gaspar Campos, en donde Tony Ventura tiene su negocio de prostitutas menores de edad (Ibíd.: 41); el Once, el barrio judío de Buenos Aires, en donde tiene su recinto de prestamista Elías Biterman (Ibíd.: 53); Belgrano (Ibíd.), el hipódromo de Palermo (Ibíd.: 59), Florida (Ibíd.: 77), la calle Corrientes (Ibíd.: 106), etc. Este deseo de precisión referencial en la cartografía urbana se destaca en la presentación misma del crimen que da lugar a la investigación policial. Lascano recibe una comunicación en el radiotransmisor: “Avenida 27 de febrero, frente al lago del Autódromo. Cambio. ¿Y? Cambio. Investigá una denuncia de dos cuerpos tirados cerca de la banquina, del lado del río.” (Mallo 2006: 9)3 El escenario del crimen está sacado de la realidad extratextual. En realidad los cuerpos no serán dos sino tres: una muchacha y un muchacho y un tercero que corresponde al de un hombre de edad mayor. Los jóvenes fueron baleados, tienen los rostros destruidos; el tercero presenta un solo balazo en el estómago. La muerte de los jóvenes puede atribuirse al ejército, como operación de represión, la del hombre mayor dará lugar a la investigación de Lascano. Dos tipos de crímenes se funden en el escenario: el crimen de Estado y el crimen común. La novela presenta una estructura en dos niveles: una de ellas tiene que ver con la investigación de este asesinato (de Elías Biterman, prestamista judío); la otra con la relación entre una militante revolucionaria, Eva, y el comisario de policía. Si Ernesto Mallo construye en la narración un mapa urbano, sobresale principalmente la estrategia de recrear el ambiente, la atmósfera de la ciudad. Desde el inicio del libro esa atmósfera se va imponiendo. La primera salida del comisario de su casa tiene lugar de madrugada y al dirigirse al garaje en busca de su auto se encuentra con un operativo militar: Dos Bedford oliva del Ejército chicanean la bocacalle. Soldados con Fal y ametralladoras. Un colectivo de línea con sus puertas abiertas. Sobre el costado, de espaldas a los soldados, con las manos alzadas, todos sus pasajeros aguardan en silencio el turno de ser palpados y luego interrogados por un teniente con cara de niño feroz. (Ibíd.: 8) 3. Las itálicas son del autor.

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El pasaje en cuestión remite a los episodios del control policíaco y la represión urbana ejercida en la década de los setenta. La ciudad aparece como un territorio bajo control, en que todo movimiento resulta sospechoso y reprimido. La mención de las armas sugiere la violencia latente y desproporcionada, el colectivo y sus pasajeros detenidos alude a la coerción generalizada; la imagen final de la frase —“un teniente con cara de niño feroz” —introduce la idea del nivel de alienación a que llegó el régimen de “seguridad nacional” que hizo de jóvenes militares “bestias feroces” de la represión colectiva. En la medida en que Lascano va avanzando por la mañana hacia el garaje a recoger su auto, las escenas inquietantes van llenando la ciudad. Después del operativo del control del colectivo, se narra uno aún más inquietante: dos jóvenes que son apresados y subidos a camiones militares: “En el primero han cargado a un muchacho y a una chica con vestido floreado, que bien puede tener la edad de Marisa cuando la conoció. Le lanza una mirada de fugaz desesperación que le repica en la columna como si le hubieran aplicado los doscientos veinte, y a ella se la traga la niebla” (Ibíd.). El fragmento en cuestión constituye una reconstitución ficcional de las múltiples escenas de arrestos y desapariciones de jóvenes durante la dictadura argentina. Si en el primer operativo de control militar efectuado sobre los pasajeros del colectivo no hay individualización, en cambio en este segundo la narración se focaliza sobre los dos jóvenes, con lo cual se crea un efecto de acercamiento emocional entre el lector y los personajes capturados. La imagen de la muchacha que elabora la voz narrativa entrega un detalle que no solo individualiza al personaje sino que contribuye a darle un rasgo de inocencia y pureza: “el vestido floreado”. Detalle que hace más trágico su destino inevitable. Este aparece anticipado por medio de dos sintagmas nominales: “los doscientos veinte”, por una parte, y por otra “a ella se la traga la niebla”. El primero es una alusión a una de las formas de tortura utilizada por los militares, los golpes eléctricos. El segundo es una metáfora de la desaparición forzada. La muchacha “tragada por la niebla” anuncia su próximo paradero, devorada ferozmente por el sistema policiaco; a su vez “la niebla” es la imagen del desconocimiento final de su destino. La aguja en el pajar es una novela de ambiente nocturno; la obscuridad, la neblina son predominantes, símbolos no solo de la situación anímica del personaje sino sobre todo de la situación histórico-política de la ciudad de Buenos Aires. Los controles, los operativos, los secuestros policiales, los camiones militares, los vehículos del terror (los Bedford, una Rural Falcon) ocupan las calles de la ciudad. A través de tales elementos se va construyendo por tanto una

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geografía urbana del terror y del horror. La noche policial constituye un leitmotiv en el tejido textual. La reiteración de los operativos de control, los sonidos de las ametralladoras pueblan las páginas del libro —“Abajo en la calle, el ejército acaba de montar un operativo” (Mallo 2006: 15); “a lo lejos tabletean las ametralladoras” (Ibíd.: 51); “Son las horas pálidas del alba. La hora de los fusilados” (Ibíd.: 65); “Por la esquina cruzan dos Falcon cargados de gorilas que asoman los cañones de sus Itakas por las ventanillas” (Ibíd.: 85)—. La ciudad es igualmente el espacio en que se montan lugares siniestros, las prisiones militares secretas; los sospechosos son llevados a interrogatorios profundos “en alguno de los muchos chupaderos diseminados por la ciudad” (Ibíd.: 16). La circularidad del capítulo segundo de la novela es un ejemplo de la estrategia de la voz narrativa para construir ese paisaje urbano de la violencia omnipresente, toda vez que el mismo se abre y se concluye con la alusión a la represión política. La frase que lo cierra traduce no solo la imposición de la muerte y del silencio sino además el terror generalizado que invade incluso el espacio de los sueños: “La calle está vacía y muda. La noche se extiende, se oscurece; los que pueden, duermen” (Ibíd.: 21). Pero el espacio urbano funciona igualmente en la novela como mecanismo narrativo para desvelar la geografía social. Cuando el narrador nombra la Plaza de Vicente López añade un enunciado que constituye un comentario irónico acerca de la disposición social urbana: “Lascano se apresta a cruzar la plaza de Vicente López. Allí donde van a cagar los perros de las familias adineradas, paseados por mucamas con delantal de Casa Leonor” (Ibíd.: 40). En filigrana, el narrador pone de realce el universo de las apariencias y la frivolidad. En cambio, cuando nombra el Once, el barrio judío de Buenos Aires, después de que los comercios han cerrado, se describe una escena que contrasta plenamente con lo que se ve en zonas de prestigio social: “hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán por monedas el kilo a los recicladores. Familias pioneras de una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura” (Ibíd.: 53). La geografía urbana aparece aquí como espacio de la miseria. De manera que la narración dibuja el trazado social de la urbe, su geografía dispareja e injusta. Un momento decisivo que traduce todo el horror de este territorio es cuando el personaje de Eva, extraviada en la urbe, resiente tal pavor que la conduce al deseo de volver en el tiempo, al espacio intrauterino: “Todo lo que no es útero es intemperie. La calle se le hace siniestra a Eva” (Ibíd.: 85). En Nombre de torero, Belmonte y Galinsky se encuentran casi enclaustrados en ciudades —Hamburgo y Berlín— que se han convertido para ambos en

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una geografía inhóspita después de la caída del muro. Para Belmonte el exilio no solo es un “país de nadie” sino también “un territorio sin salida” en donde ser extranjero es motivo suficiente de agresión4. Pero más allá de este espacio urbano desgarrador, el ex guerrillero chileno habita otro “país de nadie”, un auténtico páramo: la geografía de la desilusión. Un páramo que comparte con su contrincante Belinsky. Así lo describe Belmonte: “Pero todo acabó, se esfumó la creencia, el dogma no fue más que una anécdota pueril y me quedé desnudo, despojado de la más grande perspectiva que marcó a los sujetos como yo: morir por algo llamado revolución” (Sepúlveda 2001: 40). Apresado en ese páramo, la encrucijada en que lo coloca Oskar Kramer lo obliga a aceptar el viaje de regreso a Chile en busca de las monedas de oro, so pena de que las represalias sean tomadas en contra de Verónica, la amada del ex guerrillero, quedada en Chile, víctima de la represión dictatorial. Dicho viaje y la investigación que lleva a cabo para recuperar el tesoro, rompen parcialmente con ese páramo de la desolación, pero sobre todo lo lleva a entrar en otra geografía, la de la memoria y la historia política. En efecto, el viaje de regreso a su país de origen estará punteado de recuerdos, de saltos hacia el pasado de la militancia revolucionaria de Belmonte. Tales recursos de analepsis serán la ocasión para una rememoración de los movimientos libertarios en América Latina de los años setenta y ochenta, y de una mirada cuestionadora y desengañada de los mismos desde la postura de un ex guerrillero a la deriva. Observemos que antes de iniciar su travesía, el personaje vive un reencuentro, una reconciliación con la ciudad que lo ha albergado y con la cual mantiene una relación conflictiva. La inminencia de su partida hace que el “país de nadie” se trastoque bruscamente en una geografía que reviste ahora destellos de belleza: “Caminando empecé a ver la ciudad de una manera desconocida. Hacía frío, los árboles sin follaje tenían los troncos impregnados de un musgo verde, casi brillante, intensamente verde, como los también verdes techos de cobre de las construcciones típicamente hamburgueñas. Me gustó la ciudad” (Ibíd.: 70). Ante la posibilidad del fin del exilio, el paisaje urbano se transforma en la percepción del personaje adquiriendo a través del monocromatismo (el color verde) una dimensión estética. Por otro lado, el relato pone de relieve una serie de referencias de las geografías urbanas de Hamburgo —los jardines de 4. El siguiente pasaje ilustra ese sentimiento de rechazo que experimenta el personaje: “A los turcos los hacen pasar por el tubo del odio a fuerza de putadas. Yo no soy turco, por lo tanto merecería pasar por otro tubo, pero me meten en el mismo” (Sepúlveda 2001: 36).

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Blankenese (Ibíd.: 81) y Planzen und Blumen (Ibíd.: 117)— y Berlín—Alexander Platz (Ibíd.: 91); Charlottenburg (Ibíd.: 91); Unter den Linden (Ibíd.: 96); Platz der Akademie (Ibíd.: 97)—, que intensifican el efecto de realidad de la narración, por un lado, y por otro, traducen la experiencia del exilio de la voz narrativa. El viaje de regreso de Belmonte empieza en la segunda parte de la novela, en el capítulo titulado: “A diez mil metros de altura: reflexiones de un insomne”. Y justamente una de las reflexiones del personaje conduce al lector a un recorrido por varias partes del mundo siguiendo los desplazamientos de Belmonte en sus misiones ligadas con la Revolución Internacional. De Mozambique pasa a Rabat, de ahí a Panamá y luego a La Habana en busca de un contacto para ayudar al movimiento de los saharauis. La misión la cumple en México D. F. con la ayuda de un personaje singular, un detective privado, “[u]no capaz de chingarse al diablo”, “[e]l tuerto de nombre olvidado [que] conducía un Volkswagen escarabajo” (Ibíd.: 127 y 129). Como se comprende, el desplazamiento a México es una estrategia narrativa de Sepúlveda para rendir homenaje a Taibo II y a su detective Héctor Belascoarán5. Pero el episodio no se limita a este propósito. A través del recorrido por la geografía africana y de América se nombran figuras y movimientos rebeldes que han marcado el mapa de la historia política de los países del llamado “Tercer Mundo”: el Frente Polisario (movimiento de liberación nacional del Sahara Occidental), el Movimiento Lucio Cabañas en México, el médico-guerrillero ítalo-panameño Hugo Spadafora (Ibíd.: 124), que combatió en Guinea-Bissau y contra el somocismo en Nicaragua, o bien el Comandante Cero, Edén Pastora (Ibíd.: 121). Belmonte se entrega a un ejercicio de la memoria y de la conciencia que lo lleva pues a retrazar sus andazas por el mundo pero principalmente a rememorar la cartografía de la Revolución en América Latina, sus intentos y fracasos. El texto revela por tanto la geografía de la militancia del personaje. Un lugar particular en esa cartografía la ocupa la referencia a la Revolución Sandinista y el caso concreto de la participación de la Brigada Simón Bolívar (Ibíd.: 167), de la que, en la ficción, Belmonte formó parte y razón por la cual fue expulsado de Nicaragua después del triunfo revolucionario en 1979. De manera que las peripecias del personaje por la geografía del Continente americano 5. Los juegos intertextuales son múltiples en la novela, se nombra a Hemingway y uno de sus personajes lleva el mismo nombre que el protagonista de Nombre de torero —“Escuche, Belmonte, Juan Belmonte, qué vaina, se llama igual que el torero de Hemingway” (Sepúlveda 2001: 72)—, y se nombra igualmente a otros autores como Jürgen Aberts y Daniel Chavarría (Ibíd.: 30).

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cumplen la función de dar cuenta de la amplitud de la rebelión pero al mismo tiempo de marcar sus desfases y en especial la orfandad en que se hallaron los “vencidos”, su desamparo y su amargura; así lo expresa dolorosamente Belmonte, a pesar de su lenguaje paródico: “nos ganaron, amor mío, nos ganaron olímpicamente y por goleada, sin dejarnos siquiera el consuelo de creer que habíamos perdido luchando por la mejor de las causas” (Ibíd.: 162). La amargura no es solo motivada por la derrota política sino quizás sobre todo por el desenlace de aquel proyecto de liberación, expresado con no menos humor negro: “cuando la democracia abrió las piernas para que Chile pudiera estar en ella, dijo primero el precio, y la divisa en que se hizo pagar se llama olvido” (Ibíd.: 162). Pero las andanzas del ex guerrillero lo llevan a Santiago de Chile, por donde pasa antes de dirigirse a la Tierra del Fuego en donde se resuelve la trama, y a donde regresa al cierre de la novela. La capital chilena, al igual que Buenos Aires en La aguja en el pajar, se presenta como otra —o acaso la misma— geografía del horror y el dolor que no puede olvidarse. Santiago es el territorio en que el espanto se ensañó con Verónica, compañera de Belmonte, ex militante, sometida a crueles sesiones de tortura; su cuerpo reapareció en un basural. En una carta enviada por una mujer que la tiene bajo su cuidado se aclara: “Ella está físicamente bien, Juan, pero la destrozaron psíquicamente. No habla. Desde que la encontramos no hemos conseguido que pronuncie una sola palabra. Quién sabe qué horrores padeció y vio durante el tiempo que estuvo a merced de los militares” (Ibíd.: 104). Geografía del horror, geografía del silencio y la impunidad, tal es la construcción que elabora Sepúlveda de Santiago. No es para menos que el ex guerrillero diga: “Santiago. Qué ciudad tan fea” (Ibíd.: 169). La geografía ya no es, pues, en estas novelas espacio identitario o, en todo caso, no solo espacio identitario, como aconteció en gran medida en la novela regionalista (aunque también fue más y menos que eso). Aquí se presenta como espacio político, de discusión ideológica, de cuestionamientos, de revelaciones. Tanto la geografía urbana como la geografía del mundo por la que transitan Belmonte y Galinsky, contienen las marcas de una historia en claroscuro, atroz, dolorosa pero a la vez cargada de voluntades de enfrentar las maldades del mundo. Aunque Belmonte aparezca como un descreído, no lo es del todo, no puede serlo, y una frase lo confirma: “Mis principios empiezan y terminan en ti, Verónica” (Ibíd.: 120). El Perro, Lascano, comisario de policía, es capaz de arriesgarse para liberar del territorio del horror a una militante revolucionaria y llega incluso al sacrificio por un poco de justicia.

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Eva consigue escabullirse entre la telaraña de la dictadura con la esperanza de vivir6. La cartografía de la historia política impregna determinantemente la construcción de los espacios ficcionales de estas novelas negras, les da su forma y su sentido, haciendo de ellas construcciones en las que se dibuja un nuevo mapa: el de la contestación de todo pensamiento dogmático. La escritura de la ciudad se convierte aquí en la escritura de una tragedia. Geografía testimonio, geografía debate. Si en la literatura de enigma —según Jean-Noël Blanc en Polarville: images de la ville dans le roman policier— la ciudad no puede existir7, aquí en cambio, la ciudad es muy “real”, es historia. Y aún más, la geografía representa una forma de la conciencia histórica. Puesto que la geografía urbana o del mundo ya no es marco de los hechos, sino parte constitutiva del hecho, su desorden moral, su inhumanidad obliga a la narración a descodificar su peligrosidad como producto de la lucha política; pero al mismo tiempo se atreve a proponer, desde los territorios de la infamia, otra geografía posible desde el presente, que es lo que parece sugerir el personaje de Eva: “Sueña con otra geografía, sueña con el mar y comienza a organizar su exilio” (Mallo 2006: 108). En fin, si no hay poetización alguna de la geografía en estas novelas, lo poético estriba esta vez en ese espacio posible por construir al cual se aferran, a pesar de todo, los personajes.

Bibliografía Asturias, Miguel Ángel (1999): “Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana”. En Bellini, Giuseppe, Mundo mágico y mundo real. La narrativa de Miguel Ángel Asturias. Roma: Bulzoni Editore, pp. 235-242. Blanc, Jean-Noël (1991): Polarville: images de la ville dans le roman policier. Lyon: Presses Universitaires de Lyon.

6. La novela se cierra con estas palabras: “Este alejarse a mil kilómetros por hora del horror y de la saña de los hombres. Piensa, siente, que el porvenir la habita y que por él debe curarse, rehacerse, repararse y seguir creyendo que un mundo mejor es posible. Por ahora no quiere saber que el futuro es un lugar que solo existe en la imaginación” (215). 7. En la literatura de enigma “la ville ne peut pas exister. Il lui faut en effet se dérouler dans un monde abstrait, où la disparition d’une petite cuiller, l’absence d’un bouton ou le moindre lapsus prennent des allures de preuve irréfutable” (Blanc 1991 en Stefanich 2011: 66).

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Borges, Jorge Luis/Bioy Casares, Adolfo [H. Bustos Domecq] (1964 [1942]): Seis problemas para don Isidro Parodi. Buenos Aires: Sur. Carpentier, Alejo (1981): “La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo”. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos. México, D. F.: Siglo xxi, pp. 7-32. Collins, Shalisa M. (2011): “Sobre cuartos cerrados y barrios populares: un estudio del espacio en el relato detectivesco desde el cuento clásico hasta el neo-policial hispanoamericano de Ramón Díaz Eterovic”. En: Cincinnati Romance Review, 32, pp. 1–12. [Consulta: 2 de octubre de 2013]. Gamboa, Santiago (2008): “Geografía de la sospecha”. En: El País, suplemento Babelia, 9 de agosto. [Consulta: 2 de octubre de 2013]. Mallo, Ernesto (2006 [2005]): La aguja en el pajar. Buenos Aires: Planeta. Sepúlveda, Luis (2001 [1994]): Nombre de torero. Barcelona: Fabula Tusquets. Stefanich, Fernando (2011): Meurtropolis. Vie sociale et intrigue policière. Paris: Lönnrot.

¿Ámbitos habituales? Una lectura bourdieuana de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella

Tanja Bollow Universidad de Paderborn

La película El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella1 y protagonizada por Ricardo Darín, se rodó a finales de 2008 en la ciudad de Buenos Aires. Se estrenó en 2009 con gran repercusión internacional y obtuvo, ese mismo año, el Óscar a la mejor película extranjera. Se inspiró en la novela policíaca La pregunta de sus ojos (2005) del escritor Eduardo Sacheri2, el cual participó en el film como coguionista. Basándome principalmente en la obra sociológica de Pierre Bourdieu y sus categorías centrales —la del habitus y la del campo social—, me propongo, en esta contribución, analizar las “geografías sociales” y sus interrelaciones e interdependencias con las geografías de espacios físicos, imaginarios e históricos que se presentan en la película.

1. Juan José Campanella nació en Buenos Aires en 1959. Después de cuatro años en la Escuela de Cine de Avellaneda, empezó en 1983 a estudiar cine en la Universidad de Nueva York. En 1999 regresó a Buenos Aires. Entre sus largometrajes más conocidos figuran El mismo amor, la misma lluvia (1999), El hijo de la novia (2001) y Luna de Avellaneda (2004). Ha trabajado asimismo en series como Law and Order (2002), 30 Rock (2006) y House MD (2007-2010), entre otras (Cfr. Damore 2009: 9 y Camino Filmverleih 2010: 11). 2. Eduardo Sacheri nació en Buenos Aires en 1967. Es licenciado en Historia y ejerce la docencia universitaria y secundaria. Ha publicado los libros de relatos Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000), Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001), Lo raro empezó después, cuentos de fútbol y otros relatos (2004), Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007), y las novelas La pregunta de sus ojos (2005) y Aráoz y la verdad (2008) (Cfr. Sacheri 2010: 4).

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A modo de introducción: una sinopsis de EL SECRETO DE SUS OJOS El protagonista de la película, Benjamín Espósito, acaba de jubilarse después de trabajar toda su vida como empleado en un juzgado penal en Buenos Aires. Para ocupar su tiempo libre decide escribir una novela, basada en una historia real de la que ha sido testigo. Se trata, por un lado, de la violación y el asesinato en Buenos Aires en 19743 de Liliana Colotto, una mujer joven y bella; por otro lado, de la investigación por parte del detective narrador y su compañero, Pablo Sandoval, para hallar al culpable. Después de algunos intentos fallidos, Benjamín consigue adentrarse en el caso y a la vez en la Argentina de aquel entonces, que se cuela en la vida de los personajes con su carga de violencia y de muerte. Finalmente, Benjamín descubre, al ver unas fotos que guarda el viudo, Ricardo Morales, que Isidoro Gómez, un amigo de la infancia de la difunta en Chivilcoy, es el asesino. A través de unas cartas encontradas en la casa de la madre de Gómez, Sandoval logra crear una hipótesis sobre el paradero del asesino: “El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa, Benjamín, que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión” (Campanella 2011: 00:58). En efecto, estas referencias aparentemente insignificantes les permiten encontrar y detener a Gómez en la cancha de Huracán, donde asiste a un partido del Racing, su club de fútbol favorito. Sin embargo, Gómez es puesto en libertad por Romano poco tiempo después de su encarcelamiento, aun siendo un asesino convicto y confeso condenado a cadena perpetua, para convertirse en un turbio colaborador de la policía. Romano es un ex compañero de Benjamín en el juzgado penal, que ahora ocupa un puesto directivo en el Ministerio de Bienestar y Salud Pública, institución que se encuentra al servicio del Estado y que puede actuar con toda la impunidad que este le otorga. Acto seguido, Benjamín y su jefa, la jueza Irene 3. En la novela, la narración del caso criminal se extiende desde 1968, año del asesinato de Liliana Colotto y del gobierno de Juan Carlos Onganía, hasta 1973, año de la liberación del asesino Isidoro Gómez debido a la amnistía decretada por Héctor José Cámpora; el intento de asesinato de Benjamín Espósito por un grupo paramilitar ocurre, finalmente, ya durante la dictadura militar de Jorge Rafael Videla en 1976. En cambio, en la película, todos los hechos suceden entre 1974 y 1975, bajo el gobierno constitucional de Juan Perón y de María Estela Martínez de Perón. Según Juan José Michel Fariña, este cambio temporal pone en tela de juicio la impunidad y la falta de justicia que, en el film, no son exclusivamente “patrimonio de la dictadura” sino también de los gobiernos elegidos democráticamente (2010: 3).

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Menéndez Hastings, van a reclamar justicia a Romano, pero este les da a entender que “la Argentina que se viene no se aprende en Harvard” (Campanella 2011: 01:18) y que se va a basar en el terror y la represión estatal. En efecto, solo con suerte logra Benjamín escapar de un intento de asesinato por parte de un grupo paramilitar, en el que no obstante muere tiroteado Sandoval. Huyendo de los matones, Benjamín deja Buenos Aires para trasladarse a Jujuy. La historia que Benjamín está tejiendo no habla únicamente del pasado; su búsqueda detectivesca ilumina a la vez y de un modo descarnado su propia vida y su presente, y lo confronta con su pasión por la jueza Irene, dilema de amor que lo obsesiona desde hace veinticinco años. Solo al encontrar la última pieza del rompecabezas del caso Colotto, Benjamín descubre que Morales tiene encarcelado a Gómez para hacer justicia por sus propias manos y, además, encuentra la pista que le lleva a declarar su amor a Irene a pesar de sus diferencias de clase. Su propósito literario de sumergirse en el crimen terminará por convertirse, finalmente, en la llave que le permite a Benjamín abrir la puerta a una felicidad tardía.

EL HABITUS, el campo social y el espacio físico según Pierre Bourdieu La película El secreto de sus ojos refleja de manera paradigmática los conceptos básicos de la teoría sociológica de Pierre Bourdieu (1930-2002). Según este sociólogo, el espacio físico está determinado por las posiciones relativas de los objetos que este comprende; el espacio social, en cambio, está determinado por la exclusión (o distinción) y la distancia de las posiciones sociales que los sujetos ocupan dentro de esta estructura social (cfr. Bourdieu 1991: 26). Las diferencias existentes en el espacio social suelen reflejarse en el espacio físico. Según Bourdieu, el espacio social muestra cierta tendencia a establecerse de manera más o menos estricta en el espacio físico en forma de una determinada colocación distributiva de actores y cualidades. Esto quiere decir que el espacio físico evidencia el espacio social. Bourdieu subraya que, inversamente, la posición ocupada por un sujeto en un espacio físico determinado también puede ser un indicador apropiado para hallar su posición correspondiente en el espacio social. En una sociedad jerarquizada no puede existir, por lo tanto, ningún espacio que, a su vez, no sea jerarquizado, y que no exprese sus distancias sociales de manera que la inscripción de lo social en el mundo físico incluso pueda crear un “efecto de naturalización”, o sea, una reciprocidad indispensable (Ibíd.: 26-27).

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Cabe preguntarse, en este contexto, cómo se establecen las estructuras sociales externas, es decir, los campos de posiciones sociales construidas en dinámicas históricas. A este respecto, Bourdieu introduce su concepto del habitus entendido como un “système [...] de dispositions durables, structures structurées prédisposées à fonctionner comme structures structurantes” (1972: 175, cursiva en el original). Así, el habitus es un conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Es un conjunto de disposiciones tanto estructuradas como estructurantes. Por un lado, el habitus es socialmente estructurado porque, en un proceso inconsciente, los sujetos interiorizan e incorporan la estructura social a través de las experiencias vividas en el pasado. Por otro lado, funciona como principio estructurante porque son las estructuras sociales aquellas a partir de las cuales se producen las percepciones, apreciaciones y acciones de los sujetos (Ibíd.: 178). No obstante, Bourdieu subraya que el habitus tiene un carácter flexible aunque sea, en cierta manera, predecible: “L’habitus n’est pas le destin [...]. Étant le produit de l’histoire, c’est un système de dispositions ouvert, qui est sans cesse affronté à des expériences nouvelles et donc sans cesse affecté par elles. Il est durable mais non immuable” (1992: 108-109). La interiorización del sujeto, pese a que tiene cierto grado de determinismo, no excluye la posibilidad de cambio y adaptación, dado que la performatividad, las prácticas selectivas, adaptadas a situaciones actuales y concretas, confiere al sujeto su independencia relativa (cfr. Bourdieu 1993: 98). El concepto del habitus permite, por tanto, superar la dicotomía entre determinismo objetivista y subjetivismo voluntarista. Los campos de posiciones sociales se constituyen, finalmente, a base de sujetos que están dotados del mismo “habitus de clase”. Este es, a su vez, el producto de condiciones de existencia y de condicionamientos idénticos o parecidos (Ibíd.: 103). El concepto de “habitus de clase” explica las grandes regularidades en sus elecciones y en sus gustos. Sin embargo, este hecho no excluye que pueda haber también diferencias entre los habitus de los sujetos que ocupan una posición similar en el espacio social. Existe, por tanto, una relación de homología entre los habitus que supone cierta diversidad en la homogeneidad: “[c]ada sistema de disposiciones individual es una variante estructural de los otros, en el que se expresa la singularidad de la posición en el interior de la clase y de la trayectoria” (Bourdieu 1993: 104, cursiva en el original). Según Bourdieu, la estructura del espacio social, con sus distintos campos, se debe asimismo a la distribución y posesión total de tres tipos de recursos: el

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capital económico, cultural y social (cfr. 1991: 28)4. La composición de estos tipos de capital influye decisivamente en la posibilidad de un sujeto de apropiarse (material o simbólicamente) de un espacio físico y de dominarlo. En efecto, a lo largo de la historia la dominación y manipulación del espacio físico fue siempre una de las formas preferidas para influir sobre los sujetos o grupos que se hallan en él (Ibíd.: 30)5. Los espacios arquitectónicos apropiados son, por lo tanto, símbolos del poder por antonomasia (Ibíd.: 27).

Nuevas geografías en EL SECRETO DE SUS OJOS: una lectura bourdieuana En El secreto de sus ojos los personajes ocupan diferentes posiciones dentro del espacio social y están dotados de distintos habitus. Así, Irene pertenece a la clase alta argentina, fue a un buen colegio, estudió en el extranjero, es joven, inteligente, ambiciosa y tiene, según parece, “más ganas de casarse [con un ingeniero que, por supuesto, también pertenece a la clase alta] que Susanita” (Campanella 2011: 00:56)6. Ella representa, por tanto, el estereotipo de los argentinos agraciados y bien situados que siguen (consciente o inconscientemente) las huellas de sus padres o, como diría Bourdieu, que reproducen su habitus, lo que prueba su permanencia recurrente, es decir, su histéresis reproductiva. Benjamín, en cambio, como Morales y Sandoval, pertenece a la clase media. Es un personaje serio, solitario, retraído, poco exitoso y desencantado de la vida. No comparte los placeres de muchos argentinos de su clase social, pero destaca por su gran sentido de la justicia y de la responsabilidad social y ética. Las grandes diferencias sociales que existen entre Benjamín e Irene las subraya su ex colega Romano cuando le dice: “Por qué no la dejás en paz, si no tiene nada que ver con vos, ¿eh? Ella es abogada; vos, bonguito mercantil. Ella es joven; vos, viejo. Ella, rica; vos, pobre. Ella, Menéndez Hastings, y vos sos Espósito; o sea, nada. Ella es intocable; vos no. Dejala que vuelva a su mundo, ¡no seas jodido!” (01:18). 4. El capital económico puede ser inmediatamente convertido en dinero e institucionalizado como derecho de propiedad. El capital cultural puede ser convertido en capital económico e institucionalizado en forma de calificaciones educacionales. El capital social, o sea, las obligaciones y relaciones sociales, puede ser convertido en capital económico e institucionalizado como títulos de nobleza. Para Bourdieu, son sobre todo los espacios más cerrados y más distinguidos los que exigen, debido al “efecto club”, grandes recursos de capital social (Bourdieu 1991: 32). 5. Bourdieu subraya, en este sentido, que el control sobre un espacio implica igualmente la dominación de su tiempo (Cfr. Bourdieu 1991: 31). 6. De aquí en adelante se referencia la película haciendo sólo alusión al minutaje.

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Como hemos visto, las diferencias existentes en el espacio social suelen reflejarse en el espacio físico, por ejemplo, en las casas en las que viven, en los lugares en los que trabajan y sobre todo en los espacios que atraviesan y frecuentan para vivir sus pasiones. El habitus de los protagonistas rige, en cierto modo, sus pasiones y determina, de esta manera, la elección de “sus” espacios. Es entonces el habitus el que hace el hábitat (cfr. Bourdieu 1991: 32). Es ante todo en el personaje de Sandoval en el que se plasma, debido a su pasión por el alcohol, la sujeción al espacio de manera paradigmática. Su “adicción” al bar se la explica a Benjamín de la manera siguiente: Mírame a mí. Soy un tipo joven, tengo un buen laburo, una mina que me quiere... Y como decís vos, me sigo cagando la vida viniendo a tugurios como este. Más de una vez me dijiste: ¿Por qué estás ahí, Pablo? ¿Qué hacés ahí? ¿Y sabés por qué estoy, Benjamín? Porque me apasiona. Me gusta venir acá, ponerme en pedo. [...] Y vos lo mismo, Benjamín, vos no podés... No hay manera de que te puedas sacar de la cabeza a Irene... (00:55-00:56)

La sagacidad detectivesca de Sandoval, o sea, su conocimiento de sí mismo, le da, finalmente, la pista para descifrar el habitus del asesino Gómez, y con este también su hábitat, determinado por su pasión: el fútbol. Al prever sus conductas, Benjamín y Sandoval lo encuentran en la cancha de Huracán (01:00), por lo que pueden cerrar el caso. La importancia del estadio como lugar de las prácticas sociales y punto culminante de la película7 se ve realzada por el movimiento y la perspectiva de la cámara: apareciendo de la niebla a vista de pájaro y en gran plano general, la cámara sigue acercándose hasta enfocar a Benjamín y Sandoval, que están buscando a Gómez desde la tribuna (00:58-00:59). Morales, el marido de la víctima, también percibe el mundo y actúa en él según su habitus. Morales trabaja como empleado de banco y encarna muchos estereotipos de los que se dedican a una profesión parecida. Es un pequeñoburgués, un personaje muy estructurado, correcto y sistemático. Por lo tanto, es consciente de su deber y tiene gran confianza en el funcionamiento del sistema judicial. Ya que la brigada de homicidios, al principio, no consigue encontrar al asesino, Morales acaba por introducir un ritual espacial conforme a su habitus; 7. Cabe mencionar, en este contexto, que esta escena también es un punto clave desde un punto de vista genérico-estilístico ya que divide la película en dos partes. La primera parte sigue, en el fondo, las líneas de la tradición policíaco-detectivesca del género, que termina precisamente en el estadio con un desenlace cargado de suspense y con la detención de Gómez por la policía. La segunda parte, en cambio, se inicia en la cancha y sigue, con su violencia político-social, las huellas del cine negro y del thriller.

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decide vigilar sistemáticamente las estaciones de Buenos Aires como principales centros de transporte: “Y, este mes me toca acá los martes y los jueves. [...] En la estación, martes y jueves. Lunes y viernes voy a Once, y los miércoles a Constitución. Igual, todos los meses lo cambio. Algún día va a tener que pasar. Estoy seguro que el tipo vive en la provincia. Él sabe que en la capital lo van a agarrar (00:49)”. La reiteración semanal de su itinerario no solo le permite a Morales soñar con tomarse la justicia por su mano, sino que también le sirve para superar su “vida llena de nada” (01:51) y, ante todo, para no olvidar a su esposa. Las estaciones se convierten de esta manera en lieux de mémoire (Nora 2004: pássim) personales de Morales: “Lo peor de todo es que me la voy olvidando de a poco. Tengo que hacer esfuerzos para acordarme de ella, todo el día, día y noche. [...] Y vuelvo así, a recuerdos estúpidos. ¿Se da cuenta? Y después empiezo a dudar. [...] Y ya no sé si es un recuerdo, o el recuerdo de un recuerdo lo que me va quedando...” (00:49-00:50). Sin embargo, Morales, con su actuación, cae en la trampa de sus esquemas sociales de percepción y acción. Aunque tiene razón en su razonamiento de que Gómez vive en los suburbios de Buenos Aires, no solo por su condición de asesino fugitivo sino también por su situación financiera, ignora el hecho de que este actúa conforme a su propio habitus. Como obrero de la construcción no va al centro en tren sino en autobús, por lo que no puede agarrar al asesino. Veinticinco años más tarde, Benjamín busca el nuevo domicilio de Morales y lo encuentra, gracias a que Morales se había empadronado concienzudamente en una casa campestre alejada de la ciudad. Le confiesa a Benjamín que ha matado a Gómez metiéndole cuatro tiros (01:48). No obstante, Benjamín se acuerda de la teoría de la pasión de Sandoval y entiende que el escenario que Morales esboza debe ser forzosamente un lugar imaginario, ya que no puede actuar contra sí mismo, es decir, contra su habitus. Descifrando este hecho, Benjamín encuentra también el lugar donde Morales tiene encerrado a Gómez: una celda en la casa vecina. La vida vacía y la cadena perpetua originalmente sentenciada por el juzgado penal valen tanto para Gómez como para Morales. La cárcel representa el lugar de la obsesión y de la ritualización de los recuerdos de Morales. En eso se ha convertido el amor a su esposa, algo de lo cual ya no se puede desprender. Morales ha condenado a Gómez a vivir una existencia vacía que tiene “mil pasados y ningún futuro” (01:49). Es interesante ver, en este contexto, la dicotomía existente entre el campo y la ciudad. La provincia, contrariamente a la capital, representa un espacio “fuera de la ley” y un vacío de poder en el que las normas jurídicas y sociales vigen-

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tes en un cierto momento se ven lejanas, pero en el que, a pesar de su ilegalidad (o gracias a ella), se realiza una justicia ética, aunque sea subjetiva. No solo Morales se toma la justicia por su propia mano al ejecutar la sentencia originalmente pronunciada, sino que también Benjamín lo hace cuando actúa contra las instrucciones del juez Raimundo Fortuna Lacalle al entrar en la casa de la madre de Gómez (00:35) para buscar informaciones sobre el paradero de este. El campo se presenta, pues, como un espacio silencioso y silenciado, opuesto a la ciudad. Esta, a su vez, representa el espacio de la violencia y del poder vigente8. Consecuentemente, en la escena final Morales se niega a hablar con Gómez y Benjamín también se retira (01:56-01:57), permitiendo de esta manera que el silencio y la nada continúen9. La desestabilización del sistema político que se plasma en la liberación de Gómez se manifiesta asimismo en una reestructuración del espacio social y, por consiguiente, también en la reorganización y redistribución de los espacios físicos concretos. Esta transformación se muestra de manera paradigmática en la relación entre Benjamín y su ex colega Romano, un personaje arrogante y racista10 que obra por su propio interés y que, gracias a su “capital social”, o sea, sus contactos con el poder militar, consigue ocupar un puesto social superior. Mientras que al comienzo los dos resuelven sus conflictos y luchas en el juzgado penal (2011: 00:19) y al mismo nivel (también en un sentido “arquitectónico”), ya bajo el gobierno de María Estela Martínez de Perón el espacio de poder se traslada, como sugiere la película, al Ministerio de Bienestar y Salud Pública, donde también trabaja Gómez. Él también ha podido mejorar su posición social aliándose con el poder represor y generando así “capital social”. En este contexto, es muy sintomático que el despacho de Romano se halle en un piso alto de un rascacielos, lo que subraya la superioridad de este, tanto espacial como social, sobre Benjamín e Irene. A pesar de las posiciones diferentes que ocupan en el espacio social y que separan a los dos, Romano hace hincapié en 8. Nótese la reformulación de las atribuciones tradicionales de ciudad-civilización y de campo-barbarie. Aquí es el campo el que se convierte en un lugar civilizado mientras que la ciudad se convierte en un lugar bárbaro. 9. La provincia se convierte asimismo en un espacio de seguridad para Benjamín, ya que su huida a Jujuy le salva de sus perseguidores. No obstante, su separación de Irene le hace vivir también una vida vacía que le niega la posibilidad de estar junto a ella. 10. Apenas cometido el asesinato y comenzada la indagación para encontrar al culpable, Romano inculpa a dos jóvenes albañiles, un argentino y un boliviano pertenecientes a la clase baja, y a pesar de que las declaraciones de los vecinos revelan que no han sido ellos los violadores y asesinos de Liliana, les envía, conforme a su posición social de subalternos, a “su lugar”: la prisión (00:17-00:18).

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que, debido al cambio político que se viene en Argentina, “hay una cosa que sí tienen en común: que ninguno de los dos puede hacer nada” (01:18-01:19). Es en esta escena en la que se evidencia lo que Bourdieu llama el “efecto ghetto”. Según el sociólogo, el ghetto degrada simbólicamente a sus habitantes porque reúne en un tipo de reserva a los agentes que ya no tienen ningún triunfo que les permita participar en los diversos juegos sociales y que no tienen nada más en común que su excomunión solidaria (1991: 32-33). La manifestación y la expansión del poder se refleja implícitamente también en la decoración del despacho, precisamente en el cuadro y en la maqueta que muestran edificios recién construidos o “en construcción” (01:16-01:19). La impotencia de Benjamín e Irene se refleja asimismo en la escena en la que los dos bajan en un ascensor en el que entra Gómez cargando su pistola (01:19-01:20), convirtiendo el ascensor en el lugar del terror por antonomasia. Mientras que en el personaje de Romano se manifiesta cierta histéresis e invariabilidad en sus disposiciones, encontramos en Irene una persona que demuestra una gran voluntad para liberarse de los rasgos deterministas de su habitus, por lo menos, en cuanto a su relación con Benjamín. En este contexto, el habitus resulta ser, siguiendo la teoría de Bourdieu, un sistema abierto de disposiciones afectado por cada experiencia nueva. En el caso de Irene, esto se manifiesta en su afecto por Benjamín. Aunque parece estar dispuesta a casarse con un ingeniero de la clase alta —quizá cumpliendo así el deseo de sus padres—, lo acorrala (también en un sentido figurado) entre unas columnas del juzgado penal para decirle que no es intocable ni de otro mundo, y para exigirle que le manifieste sus objeciones a la vida de ella, a su novio, su casamiento y a las “demás constancias que obran en la causa” (01:23), o sea, que se anime a confesar su amor. No obstante, el encuentro en el lugar convenido11 no tiene lugar por el asesinato de Sandoval y la salida en tren de Benjamín hacia su exilio en Jujuy, donde unos poderosos parientes de Irene pueden garantizar la integridad de su vida (01:28-01:31). La estación de trenes tiene una función destacada en la película. Por un lado, es el espacio efímero y transitorio del viajero y, por lo tanto, un “no-lugar” arquetípico según Marc Augé (1994: pássim). No obstante, por otro lado, es un lugar de posibilidades por antonomasia. En el film es un lugar de encuen11. El lugar que Irene propone es la Richmond, una confitería muy elegante frecuentada por la clase alta. Benjamín interpreta su elección erróneamente como una muestra de su “gusto distinguido”, conforme a su posición en el espacio social. Sin embargo, Irene no la había elegido por motivos de distinción social, sino de intimidad y discreción (01:23-01:24).

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tros y, ante todo, de desencuentros. Ya vimos en el personaje de Morales que su espera en este cruce de caminos no solo le sirve para buscar al asesino, sino que también refleja su imposibilidad de superar la muerte de su esposa y de elegir un nuevo camino hacia el futuro: “Es como si la muerte de la mujer lo hubiese dejado ahí detenido, para siempre, eterno” (00:52). Para Benjamín, en cambio, la estación es el lugar en el que sí elige un camino; sin embargo, su decisión lo separa de Irene por muchos años. La estación se convierte en un “cronotopos” según Bakhtin en el que “[t]ime becomes, in effect, palpable and visible” (1981: 250) y que, en ambos casos, lleva a una “congelación temporal”, es decir, a una suspensión del tiempo personal. La importancia de la estación para Benjamín, como también la del estadio, se ve realzada por su construcción fílmica. La escena no solo aparece como un flashback al comienzo de la película sino que también muestra efectos visuales particulares: la cámara enfoca a los dos protagonistas, fijándose —en un plano detalle— particularmente en los ojos y la mirada sentimental de Irene, mientras el entorno se desvanece (00:01-00:02). La (in)decisión equivocada de Benjamín, tomada obviamente conforme a su habitus, la puede corregir tan solo veinticinco años más tarde, cuando puede volver de la provincia a la capital y decide escribir sobre el caso Morales, lo que le permite también reescribir su propia vida; porque “cuando uno ve las cosas desde un ángulo diferente, cuando ve a otro, […] lo que le pasa a ese otro le lleva a ver su propia vida” (00:51). Por este espacio de recuerdos personales consigue encontrar el camino para solucionar el caso criminal y superar su miedo a declararle su amor a Irene. Reconoce, finalmente, que la letra que le falta a su vida —y no a la máquina de escribir— es la “A”, la primera letra del alfabeto, o sea, el comienzo que también le costó tanto encontrar cuando se puso a reconstruir la historia del caso12. Encontrando el espacio vacío en los apuntes de su libreta y convirtiendo el “temo” en un “teAmo” (01:58), Benjamín consigue atravesar el patio del juzgado penal y superar su frontera interior y su posición en el espacio social al entrar en el despacho de Irene, cuyas puertas se cierran (01:59). El espacio público y transitorio de Irene con sus puertas abiertas se convierte, para Benjamín, en un espacio privado e íntimo cerrado. Con este desenlace feliz hollywoodiense Benjamín no solo logra su equilibrio personal, sino también una cierta reconciliación con el conflictivo pasado argentino. En efecto, veinticinco años después del caso criminal, la historia pone las 12. Benjamín le cuenta a Irene su proyecto de escribir una novela sobre el caso Morales: “Es que comienzos se me ocurren un montón, pero no estoy seguro de que tengan exactamente que ver con la historia.” E Irene le responde: “Entonces empezá por el principio y dejate de hinchar” (00:09).

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cosas “en su lugar”. Se reestablece el orden social y se nos ofrece un escenario de relativa justicia, con la imagen de un torturador vencido, quebrado, doblegado.

Conclusión: ¿nuevas geografías en el cine negro argentino? Cabe decir, finalmente, que El secreto de sus ojos es una película que solo en parte sigue la tradición del cine negro. Tiene también rasgos del cine policíaco y, ante todo, de romance con tintes cómicos y melodramáticos. En una entrevista, Juan José Campanella aclara los motivos de esta hibridez genérica: What struck me first about the book, […] was the fact that it had the structure and premise of a typical noir novel, but the characters were not noir characters. In noir, the protagonists tend to be very cool and detached. Here they were everyday, real, fleshy. […] The moment I decided to make the film was when I realised that I wanted to make every character act through passion, and that I wanted to have the murder case be both the trigger and the obstacle to the love story. (Citado por Matheou 2010: 21)

Este “enriquecimiento” del género negro le permite, por lo tanto, romper con algunos de sus moldes clásicos como, por ejemplo, con la construcción tradicional de sus personajes, pero también con su pesimismo y su final trágico. Transfigurando el género negro, Campanella da también trato preferente a los problemas y condiciones sociales y personales, vinculados a unos momentos decisivos de la historia argentina reciente. La película muestra de manera paradigmática, finalmente, que las diferencias entre las clases sociales se reflejan en el espacio físico en forma de una determinada colocación distributiva de los protagonistas. Y muestra también cómo puede ascender una persona socialmente: por los recuerdos y una concienciación del habitus.

Filmografía Campanella, Juan José (2011): El secreto de sus ojos. Argentina.

Bibliografía Augé, Marc (1994): Orte und Nicht-Orte. Vorüberlegungen zu einer Ethnologie der Einsamkeit. Frankfurt a. M.: Fischer.

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Bakhtin, Mijail (1981): “Forms of Time and the Chronotope in the Novel. Notes towards a Historical Poetics”. The Dialogical Imagination. Four Essays by M. M. Bakhtin. Austin: University of Texas Press, pp. 84-258. Bourdieu, Pierre (1972): Esquisse d’une théorie de la pratique, précédé de trois études d’ethnologie kabyle. Ginebra: Droz. — (1991): “Physischer, sozialer und angeeigneter physischer Raum”. En: Wentz, Martin (ed.): Stadt-Räume. Frankfurt a. M./New York: Campus, pp. 25-34. — (1992): Réponses. Pour une anthropologie réflexive. Paris: Seuil — (1993): El sentido práctico. Madrid: Taurus. Damore, Damián (2009): “‘No debo olvidar que empecé con fracasos’. Entrevista a Juan José Campanella”. En: Crítica de la Argentina, suplemento C. Actualidad a diario, 2, 78, 23 de agosto, pp. 6-13. Matheou, Demetrios (2010): “Beyond Law and Order”. En: Sight & Sound, 20, 9, p. 21. Michel Fariña, Juan José (2010): “Fantasmas. A propósito de ‘El secreto de sus ojos’. En: Aesthethika. International Journal on Subjectivity, Politics and the Arts/Revista Internacional sobre Subjetividad, Política y Arte, 5, 2, abril, pp. 1-7. [Consulta: 2 de octubre de 2013]. Nora, Pierre (ed.) (2004): Les lieux de mémoire. Vols. 1-3. Paris: Gallimard. Sacheri, Eduardo (2010): El secreto de sus ojos. Madrid: Santillana. S.A. (2010): ‘In ihren Augen’. Presseheft. Stuttgart: Camino Filmverleih. [Consulta: 2 de octubre de 2013].

Aspectos espaciales en los cuentos policiacos de autoras argentinas y chilenas

Annegret Thiem Universidad de Paderborn

As a sideline, I wrote books. Agatha Christie

[…] es la ilusión de avanzar solo, de atravesar algún espacio, pero en realidad uno está siempre en el mismo lugar. Paula Pérez Alonso

I El género policial en general era y sigue siendo predominantemente un ámbito masculino. Aunque en los últimos años encontramos más y más autoras de este género, que en muchos lectores y lectoras despierta una fascinación enorme, el policial parece ser uno de los menos estimados en la escritura de las mujeres, siendo percibido sobre todo como una dedicación accesoria y estando sometido a los mismos prejuicios que conocemos de la literatura escrita por mujeres en general: esencialmente, de tratar temas femeninos —como si esto fuera un crimen en sí—. Sin embargo, este no es el sitio para discutir el porqué de esta situación. Al buscar literatura del género policial escrita por mujeres latinoamericanas, no obstante, salta a la vista la gran cantidad de autoras que participan con sus novelas en este juego policial1. 1. Entre muchas otras pueden mencionarse aquí a Flavia Company, María Amparo Escandón, Cristina Feijóo, Silvia Galvis, Marisa Grinstein y Leila Guerriero. La página

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A lo largo de la evolución del género policial destaca un aumento de autoras a partir de los años setenta del siglo pasado —sin mencionar a las grandes damas del género—, un proceso que se percibe en todos los genéros literarios. La crítica, que trata sobre todo la literatura de habla inglesa, busca características determinadas en los textos policiales escritos por mujeres, y distingue en esta relación entre “women and crime” (Godsland 2002a: 11) algunos aspectos de los que se puede deducir una reescritura del género por parte de las autoras2. Dicho de otro modo: en el proceso de ampliar el panorama de un mundo exclusivamente masculino, las autoras hacen visibles a un mismo nivel a los dos géneros humanos, puesto que los textos clásicos se habían dedicado a presentar a las mujeres o como criminales —estigmatizadas como locas, peligrosas e incluso biológicamente deficientes— o como las víctimas de una “gendered criminal violence” (Ibíd.), es decir, de un crimen sexual que ocurre en cierto modo bajo responsabilidad propia —la mujer es la culpable del crimen—. Las autoras subvierten estos clisés mediante una reescritura y/o parodia de estos conceptos, empleando por ejemplo detectives femeninas, o cuestionando la relación entre crimen y mujer en “wider issues of female social participation [and] social marginalization” (Ibíd.: 13). El interés de las autoras se ha desplazado así hacia un análisis de la sociedad patriarcal como generadora de una violencia masculina generalizada desde una perspectiva de libertad, responsabilidad propia e independencia económica3 que muchas veces implica una Yo-narradora o un Yo-narrador, según el género del protagonista que haya elegido la autora. Y esto es aplicable también a los variados subgéneros policiales empleados por las autoras, que van desde el thriller a la novela negra, pasando por la de enigma. No existe preferencia genérica, pero sí una disolución de los clisés genéricos del ser humano4. Estas tendencias son bien visibles en los cuentos policiales de las autoras argentinas y chilenas aquí presentados5.

2. 3. 4. 5.

web “Negra y Criminal” contiene un buen número de obras de autoras; vid. http:// www.negraycriminal.com/index.php?view=catalog. Vid. Shelley Godsland (2002b). Vid. Shelley Godsland (2002b). Vid. Nattie Golubov (1991/92) Los cuentos que tratamos aparecen en antologías editadas por los grandes escritores “masculinos” (sic) Ramón Díaz Eterovic (2009) y Sergio Varela (1999). Lamentablemente no es posible conseguir mucha información biográfica, aparte de que aparecen en una u otra antología: otra muestra de la escasa estimación de que son objeto las autoras.

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Nos dedicamos al género de los cuentos6 no por falta de novelas policiales escritas por mujeres, sino por la densidad narrativa de los relatos, que en el caso del género policial aumenta el suspense7 enormemente, y permite además ejemplificar la función de la construcción espacial del mundo ficcional en el género. El término “espacio” se utiliza como metáfora para describir una amplia gama de aspectos dentro de la literatura, y no solamente en el género policial. El espacio literario se crea como algo ausente en el proceso de la lectura en la imaginación subjetiva del lector: un espacio que realmente no existe y que se constituye estructuralmente en el nivel sintagmático de manera lineal. Al concretizarse el espacio en la imaginación tenemos dos posibilidades de entenderlo. Por un lado, como los espacios que tienen una referencia extratextual y con ello una función mimética, al describir lugares concretos existentes que permiten establecer una relación entre realidad y ficción que trasciende el marco ficcional. Sin embargo, queda dentro del concepto de un “sistema modelizante secundario”8. Por otro lado, tenemos los espacios que tienen una referencia exclusivamente intratextual y que no establecen esta relación con la realidad extratextual. Son construcciones imaginarias que se basan en la experiencia propia de cada lector/a, y su significación se realiza solo mediante un proceso cognitivo que va más allá de la constitución consciente de espacios virtuales. Estamos ante un segundo nivel de los lugares concretos dentro del sistema modelizante secundario que no son miméticos respecto a su referencia extraliteria, sino cuya función se reduce exclusivamente al nivel literario, y por ende obtienen su significado solo en relación con las figuras del texto. Como consecuencia, estos lugares imaginarios, percibidos subjetivamente, se convierten en “espacios vividos” que permiten trasponer la experiencia subjetiva a un nivel universal, disolviendo al mismo tiempo el significado que a priori es inherente al espacio imaginado correspondiente. Es decir, que los espacios y los sujetos psicológicos están indisolublemente unidos en la configuración del significado del espacio textual9. Para poder deducir una función de la estructura espacial de los cuentos aquí analizados, necesitamos unir ambos niveles, tanto los espacios que permiten una 6. Respecto a la evolución del género negro en Latinoamérica y en especial en el Cono Sur vid. Mempo Giardinelli (1984). 7. Respecto a la necesidad del suspense para el género policial vid. Patricia Highsmith (1966). 8. El término “sistema modelizante secundario” se refiere a la traducción alemana de Jurij Lotman (1972) “sekundäres modellbildendes System”. 9. Respecto a la estructura espacial en la narrativa vid. Annegret Thiem (2010).

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orientación e incluso identificación con el mundo extraliterario —en este caso Chile y Argentina—, lo que es muy importante para la función crítica-social del género policial10, como la estructura textual que genera la subversión de significados preexistentes. Los cuentos elegidos dejan vislumbrar por su estructura espacial las ideas generadas de su incorporación cultural en el proceso de una concientización policial subjetiva, y la conciencia figura como otro lugar en el que la observación y la percepción del mundo extraliterario se transforman en palabras escritas.

II El primer cuento, “Ernestina FQ: la musa redonda”, es de la escritora chilena Claudia Apablaza. La autora nació en 1978, estudió psicología e hizo estudios de Literatura. Ha publicado novelas y cuentos y reside actualmente en Barcelona. “Ernestina FQ: la musa redonda” relata la historia de un psiquiatra que tiene que tratar a Ernestina, internada en el Hospital Psiquiátrico de Avenida La Paz en Santiago (es la única referencia extratextual concreta de la autora, quizá por haber estudiado psicología allí ella misma). Ernestina insiste en que ella es la culpable del asesinato del escritor Jordi Bravari, que ha escrito una sola novela negra. Del Yo-narrador masculino, el psiquiatra, sabemos que es un médico del hospital que poco a poco se convierte en el detective del cuento y empieza a investigar el crimen porque no cree en la confesión de Ernestina. Como el médico es lector de Jordi Bravari, y como el autor asesinado ya había anunciado su próxima novela —que ahora ya no se puede publicar—, empieza a reconstruir el asesinato sacando de la primera novela de Bravari la trama del crimen. Y queda por confirmar que un crimen que se resuelve siguiendo un modelo literario no es ninguna invención narrativa nueva ni excepcional. Al principio el narrador cree que “[a] Bravari lo mató un lector que lo odiaba” (Apablaza 2009: 33), sin embargo, poco a poco se da cuenta de que se trata de una intriga tramada por su propio jefe en el hospital, por una aventura amorosa con una prostituta a la que también frecuentaba Jorge Bravari. Al final descubrimos que fue su jefe quien mató a Bravari y quien contrató a otra prostituta para que se declarara culpable del asesinato: Ernestina. El médico, tras revelar esta intriga, se convierte en “el nuevo escritor chileno de policiales que conquistó el viejo continente y EE. UU.” (Ibíd.: 51), porque publica la esperada segunda novela de Bravari, cuyo manuscrito había encontrado bajo el nombre del escritor asesinado.

10. Vid. Mempo Giardinelli (1984).

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El cuento nos presenta el hospital psiquiátrico como uno de los lugares heterotópicos, según Foucault. Este lugar marginal, que se encuentra fuera de la sociedad normal, se convierte en este cuento en un espacio concreto donde esconder un crimen ocurrido dentro del ámbito de prostitución, en un motel al borde de una gran ciudad. Estos lugares típicos, sin posibilidad de ser localizados a pesar de la referencia extratextual al hospital mencionada, juegan sin embargo un papel secundario. Son más bien una referencia a los lugares comunes de la novela negra. La verdadera acción ocurre en el hospital, donde la verdad de la vida exterior se convierte en locura. Este aspecto se refleja también en la estructura narrativa, una mezcla permanente de perspectivas y figuras: por ejemplo, la intromisión de Bravari como personaje de su propia novela, la mezcla del Yo-narrador con el personaje principal de la novela de Bravari, y finalmente el cambio de identidad del narrador-médico en escritor. La estructura narrativa figura como el espejo del lugar predominante, el hospital, y el lector tiene que seguir los pasos para resolver el caso por una selva psicológica que al final no se resuelve como es debido, sino con otro delito, el del engaño. Al final del cuento nos damos cuenta de que la vida de todos los protagonistas ocurre en lugares meramente imaginarios: cada uno construye sus propios espacios ficticios para soportarse a sí mismo. Tenemos a la verdadera musa, la prostituta Mariela, que intentó vivir con el autor Bravari una vida normal; al jefe del hospital, que vivió con su musa Mariela sus fantasías sadomasoquistas y que terminó matando a su rival, Bravari; a Ernestina, que se hizo pasar por loca para poder mantener a sus hijos; y por último al narrador, que soñaba con ser un gran escritor del género policial. La autora diseña así una realidad conformada por los problemas personales cotidianos, convirtiendo la ciudad en la heterotopía que suele ser el hospital. La locura se encuentra en verdad en la ciudad misma, pues participan en este juego todos los que en la sociedad tienen fama de ser normales, subvirtiendo de esta manera las categorías de normalidad y criminalidad. La escritora chilena Gabriela Aguilera es antropóloga y profesora en talleres literarios. Ha publicado varios libros de cuentos. Su relato policial “Su sonrisa en el refrigerador” nos aleja de la estructura detectivesca y nos acerca al thriller, pues se trata de un escalofriante cuento de suspenso. Un narrador heterodiegético cuenta, desde la perspectiva del criminal, llamado Adolfo, toda la trama: desde el descubrimiento de una chica innominada con una sonrisa extraordinaria en un banco de un parque hasta su muerte. Lo que fascinó a Adolfo fueron la sonrisa y los labios de la chica; el lector descubre, mediante una retrospección de una experiencia de Adolfo con “otros labios” (Aguilera 2009: 8), que le recordaban un

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episodio de abuso sexual en su niñez. De esto se deduce que se trata de un asesino marcado por una experiencia traumática, que venga luego mediante la mutilación de la chica de sonrisa extraordinaria. La mata en plena calle delante de su casa, y corta dicha sonrisa para llevarse esos “labios de tejido terso y suave” (Ibíd.: 7) y guardarlos en su refrigerador. En este punto termina el cuento, dejando al lector un tanto sorprendido ante tal final. En este relato, el crimen es el suceso que hace avanzar la acción, y no su resolución o el misterio en torno al mismo. El lector sigue los pasos de Adolfo sabiendo que algo va a ocurrir sin la posibilidad de intervenir. El cuento nos muestra dos espacios reducidos de una ciudad sin nombre –como la chica–, el banco de un parque cualquiera como espacio exterior y la casa de Adolfo, de la que solamente conocemos el refrigerador, como el espacio interior, que a su vez aparece como code tradicional del género negro o policial. La vaguedad de la localización impide reconocer espacios concretos, perdiéndose la acción en el anonimato de una ciudad cualquiera. La estructura narrativa en ocasiones muestra un fluir de la conciencia que nos revela la mente de Adolfo como único espacio posible, en cierta manera real, de este cuento. Tanto la ciudad como el apartamento de Adolfo existen como ámbitos sobre los que se extiende el espacio imaginario de su trauma psicológico. La autora desarrolla con este cuento un cierto “no lugar” (Augé 1992), que en contra de lo que postula Marc Augé, sí implica una carga identitaria para el protagonista. El crimen se sitúa en este espacio marginal de la mente que pone en tensión los dilemas de la condición humana, la imbricación entre la esperanza y la violencia, en un ambiente cotidiano y banal. El asesinato se nos presenta como una acción que amenaza el sistema ordenado de la sociedad, tanto más porque no participamos en la resolución del caso, es decir, en la detención de Adolfo por la policía, sino que nos quedamos con un sabor amargo, fruto de la imposibilidad de controlar la psique humana y de valorar las consecuencias de dicha imposibilidad para la sociedad. La autora chilena Sonia González Valdenegro es abogada, y ha publicado también varios libros de cuentos. Su relato “Esfuerzos colectivos” narra cómo unos inquilinos de un edificio en Santiago deciden tomarse la justicia por su mano ante una sentencia absolutoria del juez del tribunal en el caso de la violación de la niña. El narrador homodiegético cuenta, en forma de diálogos intercalados con breves descripciones, los acontecimientos: la violación de la niña en un taxi a cargo de un delincuente que la ha visto salir de su casa en la ciudad. La ciudad y el taxi son lugares comunes y anónimos, que solamente se mencionan en la reconstrucción retrospectiva del crimen. El tema del anonimato aparece varias veces en el texto: en una ocasión, referido al sistema de justicia, que se describe como “un inextricable e improvisado sistema de anonimato” (González Val-

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denegro 2009: 151); en otra, se describe la sociedad como un medio que disuelve al individuo en la masa: “la uniformidad y el anonimato de ser uno más entre la multitud” (Ibíd.). Es decir, este anonimato imposibilita la correcta condena por la violación, porque ya no se distinguen los casos individuales. Esto se refleja también en los protagonistas, que no tienen nombre: “el juez”, “otro muchacho del tribunal”, “esos tipos que uno cree que no existen hasta que los tiene enfrente”, (Ibíd.) etc. Tampoco el narrador tiene nombre. Esta estrategia textual resalta aún más esta vida anónima. La única que tiene nombre es Irene, la madre de la chica violada, que además es el alma del piso. Esta decisión de individualizar a uno de los protagonistas, que como buena persona no merece un destino como el que sufre, y de enfrentarlo así a esa multitud de protagonistas sin nombre, se explica por la necesidad de justificar la venganza ante el fracaso de la justicia. Al final, todos los inquilinos del piso ofrecen sus ahorros para sufragar la venganza, y la perspectiva cambia del Yo-narrador a un Nosotros. No existe detective, ni policía, porque el sistema ya ha actuado según las reglas, olvidando, sin embargo, la verdadera justicia. De ahí que el nuevo crimen, el de la venganza, sea una coproducción de la comunidad del piso, que dentro del anonimato adquiere una función nueva: para restablecer el orden de esta comunidad humana hay que sacrificar al criminal11, que debe ser ejecutado —o peor aún castrado, no queda muy claro—. El orden restablecido garantiza una vida estable dentro de las costumbres de los ciudadanos, reforzando también a la comunidad, que se ve preparada para futuras amenazas procedentes de un sistema anónimo. Los lugares que se describen son el Tribunal y el bar en el que el narrador se encuentra con el futuro sicario. La autora plantea con ello la oposición sociedad-justicia, dos lugares anónimos con significados determinados, ejemplificando con ello el mal funcionamiento de este orden social. La impotencia del ciudadano ante una justicia en la que no puede confiar tiene como resultado este “esfuerzo colectivo”. La escritora Alejandra Basualto es licenciada en Literatura, dirige un taller de escritura y la editorial La Trastienda, y ha publicado también varios volúmenes de cuentos. En el llamado “El trino del diablo” nos muestra una historia de una intertextualidad explícita, porque remite abiertamente a las novelas de enigma tradicionales a través de un Sherlock Holmes chileno, que engarza a su vez con la obra de Alberto Edwards. Es además el único cuento de los aquí elegidos que describe la geografía chilena concreta: durante un viaje en tren desde Santiago a Concepción se nos informa, por medio de un detective sin nombre a quien llaman el Sherlock chileno, de un crimen que la policía local intenta solucionar des-

11. Para el significado del sacrificio para una comunidad vid. René Girard (1972).

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de hace tres años sin éxito. Sabemos que “[l]a noche del viernes 7 de septiembre de 1990, Silvestre Canales viajaba de regreso de un viaje de negocios” (Basualto 2009: 70), y que en el tren –otro recurso narrativo típico del género– murió asesinado. Se encontró el cadáver con “un fino trazo rojo que cercenaba el cuello pálido” (Ibíd.). Los hechos simples, sin embargo, están rodeados de “una historia oculta” (Ibíd.), como dice el narrador, quien ha sido enviado por el prefecto de Santiago a aclarar el crimen, emprendiendo con ello al mismo tiempo un viaje a su ciudad natal después de diez años de ausencia. Tenemos a un Yo-narrador que alterna el tiempo de la narración entre el presente y el pasado, pues aunque el texto posee el formato de un diario que el narrador escribe cronológicamente, los capítulos carecen de fechas concretas. El narrador investiga entonces el asesinato de Silvestre Canales, se molesta en conocer a su viuda Ana y a sus dos hijos, sin avanzar en el caso. Antes al contrario, el caso mismo, del que no encuentra pista alguna, pasa a un segundo plano, y encontramos a un detective que se enamora de la viuda y empieza a soñar con una vida familiar en la provincia –algo en realidad bastante alejado del carácter de un Sherlock Holmes–. Es decir, el gran Sherlock se enreda en una aventura amorosa y pierde de vista el caso. Sin embargo, la aventura finalmente no se consuma porque la viuda ya tiene otro amante, el “primer violín de la Orquesta Filarmónica de Santiago” (Basualto 2009: 75). Sherlock se desespera y vuelve a investigar de nuevo; ahora, desilusionado, en la dirección de un crimen pasional, y soluciona el caso al encontrar en un concierto marcas en las manos del violinista, “en ambas palmas […] un surco rojo y fino, como rebanado por una tensa cuerda de violín” (Ibíd.: 77). Este cuento es más bien “una adaptación de la temática” (Franken Kurzen 2003: 12) policial con algunos aspectos de parodia, fundamentalmente la caricatura del personaje principal. La mención explícita de las geografías remite por un lado a la tradición de la novela de enigma convencional. Por otro, encontramos una corta alusión al pasado de Chile cuando el narrador vuela a Concepción: “Al fin y al cabo ¿qué son diez años, por mucho que haya llegado la democracia?” (Basualto 2009: 71). Pero la autora no se extiende sobre este aspecto, de manera que no se puede hablar de una literatura de la memoria que recuerda cierto pasado histórico. En combinación con las referencias intertextuales, fuertemente ligadas a la literatura hispanoamericana y sobre todo a los autores del Boom, se da aquí un doble trasfondo literario que se ajusta al concepto de hibridación de Bakhtin: en una “construcción híbrida […] se mezclan dos enunciados, dos maneras de hablar, dos estilos” (Franken Kurzen 2003: 13). Este cuento aúna entonces varios paradigmas literarios e históricos para construir un texto con apariencia de juego literario inter- y metatextual, que deja al lector el trabajo de combinar no tanto las piezas del caso mismo como las

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piezas del mosaico literario intertextual, por ejemplo, descubrir las características de los protagonistas a través de las pistas proporcionadas por otros protagonistas conocidos de las novelas del Boom. Podría suponerse que el verdadero espacio en este cuento es el espacio literario respecto a la tradición literaria, un gran texto según Kristeva. En cualquier caso, la denominación de las geografías concretas no parece tener gran relevancia en la resolución del caso. Sirve tan solo para ubicar el crimen en un contexto convencional y tradicionalmente policial (un tren), y deriva de la geografía conocida por la autora misma. El espacio literario, por el contrario, sirve al juego perpetuo de alusiones y deducciones en el que tiene que participar el lector. Nos fijamos por último en el texto de la escritora argentina Alejandra Añón “Ella era”. Esta escritora y traductora presenta en este breve cuento la historia de un crimen pasional. En él se narra, en forma de carta de confesión, el asesinato de una mujer por parte del propio asesino, que la mata tras ver su amor rechazado. El crimen sigue el modelo “si no te puedo tener yo, nadie te va a poseer”. La crueldad del maltrato al que es sometida la chica, enamorada de otro, invita a ser considerada por parte del lector una “obra” masculina: sin embargo, se trata de la obra de otra mujer. La autora en este caso juega con las expectativas del lector ante un crimen que suele presentarse en el marco de una relación heterosexual. El espacio en este cuento se reduce a la habitación de la asesina, a donde lleva presa a la chica. Se sitúa la habitación nuevamente en una ciudad desconocida, y de los lugares concretos solo sabemos que la víctima “había abandonado Rosario” (Añón 1999: 7). El lector conoce la historia por la carta que escribe la asesina mientras espera a la policía, a la que ella misma ha llamado después de consumar el crimen, y que comienza con la frase: “Ella era mía y está muerta”. El cuento termina cuando “[e]stán entrando...”, supuestamente la policía. Se da así una situación parecida a la presentada en “La sonrisa en el refrigerador”. La diferencia estriba en que aquí la perspectiva narrativa es la de un Yo-narrador femenino, que al mismo tiempo es la asesina y que mira con distancia el crimen cometido, explicando la situación como una consecuencia lógica de los acontecimientos. Consciente de que el asesinato es un crimen inaceptable, se ha denunciado a sí misma, dejando incluso una confesión escrita.

III Si resumimos las construcciones espaciales de los cuentos analizados podríamos visualizar la estructura espacial de la siguiente manera. En el cuento “Er-

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nestina FQ: la musa redonda”, la estructura espacial se divide en dos grandes espacios que están estrechamente unidos.

La acción de la trama cambia el significado determinado de los lugares e invierte su estructura significativa, ejemplificando con el crimen pasional la vida ciudadana y las ambiciones y deseos de unos seres humanos caracterizados por la soledad y el alienamiento. En “La sonrisa en el refrigerador” la estructura espacial muestra tres lugares que corresponden a lugares habituales de una ciudad: el parque, la calle y el apartamento.

Estos lugares se presentan, al igual que la trama de la historia, de manera sucesiva; pero sirven, sin embargo, solamente de pantalla, ante la que se expone el verdadero espacio imaginario, de nuevo el de la mente humana. Los espacios como tales son tan solo el escenario de un crimen que se desarrolla en la mente del asesino, mostrando las consecuencias y posibles impactos negativos de experiencias traumáticas, todo ello sin valoración alguna por parte de la autora. La estructura espacial en “Esfuerzos colectivos” corresponde también a lugares habituales de una ciudad.

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El taxi en el que tiene lugar la violación, un espacio hasta cierto punto “habitual” en los delitos sexuales; el tribunal, que no actúa como debe; el bar en el que se organiza la conjura contra el violador aunque el crimen de la venganza no tiene lugar hasta el final del cuento. La oposición sociedad-tribunal enfrenta al individuo con el poder estatal, y muestra una vez más la impotencia del primero ante este aparato institucional, lo que le obliga a buscar otra salida. En “El trino del diablo” encontramos en primer lugar los tres espacios tradicionales de una novela de enigma: dos lugares unidos por el ferrocarril; y vemos al detective dentro del tren, en viaje a Concepción.

Santiago

Tren

Concepción

Como en los cuentos originales de Sherlock Holmes, se describen los alrededores. La descripción de la ciudad de Concepción sugiere un ambiente triste, apto para un crimen: “La misma humedad fría de mi juventud, los mismos universitarios deambulando cerca de la plaza con su atado de libros bajo el brazo […] las mismas impávidas vendedoras […]” (Basualto 2009: 71). Una escena en la que se mezclan las experiencias extraliterarias de la autora con las estrategias

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literarias tradicionales. El cuento se puede considerar una variación de las historias del detective Sherlock Holmes, con elementos paródicos y humorísticos, que se convierte finalmente en un juego literario con un único espacio imaginario en el que se sumergen los otros espacios mencionados, dejándose al tiempo de lado la historia detectivesca. En el cuento “Ella era” la estructura espacial se reduce a una sola habitación, que se supone dentro de un edificio de una gran ciudad.

El crimen pasional en este caso no necesita mucho espacio y equivale al espacio mental en el que la asesina puede vivir sus fantasías enfermizas.

IV Los cuentos presentados ofrecen una gran gama de perspectivas narrativas, desde el punto de vista del detective hasta el del asesino. Nos encontramos también con variaciones del tipo policial y/o negro, cuyo motivo no consiste en una crítica explícita de sociedades o instituciones, sino en el análisis de las consecuencias para el individuo de una sociedad y una realidad cada día más agresivas y alienadas. Las autoras describen posibles crímenes para “explorar las carencias de la sociedad, la incertidumbre del individuo y la fragilidad de sus sueños más básicos” (Díaz Eterovic 2009: 5). Y ello, como afirma Sonia González Valdenegro, con una cierta voluntad de honestidad en la escritura, “[…] es decir la verdad a través de la mentira. Todo es ficción, pero una es honesta en

Aspectos espaciales en los cuentos policiacos de autoras

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la medida en que está diciendo algo que realmente piensa, o que cree posible, en oposición a una literatura ideologizada, en el sentido más amplio del término” (Cárdenas 2001). La construcción del espacio literario depende además de la experiencia profesional de las escritoras. Es obvio que el enfoque del crimen cambia según la profesión de la autora: ora sondean la psique humana, ora las posibilidades generales del comportamiento humano, ora los diferentes grados de la justicia, ora incluso los juegos literarios. La estructura espacial, como uno de los elementos de significación, forma parte de este sistema significativo, representando las relaciones entre espacios e individuos. No hay casi ninguna localización concreta, ninguna descripción de ámbito local; a cambio, predomina el anonimato de las grandes urbes. Se podría decir que son ciudades ausentepresentes. Los crímenes son la consecuencia de la vida cotidiana en una ciudad que puede ser cualquiera. Y en este punto los cuentos contienen cierta crítica social, que se relaciona con la condición humana en general reflejando “la perplejidad del hombre enfrentado a un mundo ajeno” (Díaz Eterovic 2009: 6).

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Del Far West a la Pampa: influencia del western en la novela negra argentina

Sébastien Rutés Universidad de Nancy 2

“Una pequeña ciudad norteamericana enclavada por error en el nordeste argentino” Mempo Giardinelli, El décimo infierno

La percepción de una filiación entre la novela del Oeste decimonónica y el hard-boiled norteamericano es contemporánea al nacimiento del género. Ya en 1929 el francés Régis Messac advertía, en la primera tesis de doctorado dedicada en Francia a la novela policial, una continuidad entre “le roman de la prairie” y “le roman de la vie urbaine”, y veía en los detectives “des Buffalo Bills qui ont quitté leurs grandes bottes pour revêtir le costume du citadin, et continuer à traquer les criminels comme ils traquaient les Indiens” (Messac 1975: 567). El éxito posterior de tal teoría no carece de motivos ideológicos al permitir pasar por alto el embarazoso parentesco del género negro, con su fuerte carga de crítica social y denuncia política, con la anterior novela detectivesca anglosajona, tradicionalmente conservadora y respetuosa del orden burgués: Western stories y hard-boiled tendrían un origen popular común evidenciado por su publicación en revistas baratas de gran tirada (dime-novels y pulps). Tal propuesta se convirtió posteriormente en un cliché repetido en cualquier intento de historia crítica de la novela policial, aunque jamás fue estudiado detalladamente hasta el canónico ensayo de Mempo Giardinelli, El género negro. No se trata de repetir los argumentos del novelista y crítico argentino, el cual analiza largamente los rasgos temáticos y estilísticos comunes a ambos géneros: la acción y la violencia, el crimen como detonante narrativo, la promoción del heroísmo individual, la lucha solitaria y en desventaja por la supervivencia en un ámbito hostil, el recurso al idioma popular vernáculo, el realismo,

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un estilo llano y directo, etc. Más bien quiero subrayar que, aunque Giardinelli no relacione directamente la novela negra argentina con la novela de vaqueros al centrarse en la literatura estadounidense, no parece ninguna casualidad que la influencia de la novela del Oeste sobre la novela negra fuese advertida y teorizada precisamente por un novelista y crítico argentino. Y también, sugerir que si esta es el resultado de un proceso de “urbanización” de las temáticas de aquella, y el detective un cowboy urbain1, también existe marginalmente cierta tendencia rural de la novela negra, en particular argentina, que parece adaptarse perfectamente a las temáticas que según Giardinelli caracterizan la novela de vaqueros decimonónica: “la conquista de territorios”, “el cuatrerismo”, “la lucha contra los indios” (1996: 25), “el ferrocarril”, “la fundación de ciudades”, “la lucha contra el desierto”, “el alcoholismo” (Ibíd.: 27), etc. Es decir: que existe, en mi opinión, cierta corriente de la novela negra que retorna, conscientemente o no, a los orígenes del género al abandonar la urbe por los grandes espacios rurales desérticos, lo cual permite paradójicamente un enfoque nuevo de las temáticas sociales en la novela negra moderna. Más que en cualquier otro país latinoamericano e incluso europeo, parece ser en la Argentina donde se practica este retorno del género al espacio rural y a su origen literario, en contraste con una potente literatura de Buenos Aires que no tiene equivalente en América Latina fuera de la Ciudad de México. Aunque resulte necesariamente simplista a falta de un análisis más pormenorizado, no pueden pasar inadvertidas ciertas similitudes, en particular en cuanto a la construcción de ambas naciones durante el siglo xix y su relación con el espacio nacional, que puedan justificar tal tendencia: un amplio territorio tardíamente dominado y de fronteras inestables; las cuestiones indígenas relacionadas con la sangrienta conquista del territorio; el proceso de poblamiento y la inmigración extranjera; la relación conflictiva entre ciudad y campo y la influencia del pensamiento federalista; una geografía dominada por los llanos y los desiertos, que dificulta el control del territorio, vuelve fundamental el papel del ferrocarril en la unificación de la nación, e induce una agricultura extensiva y ganadera que determina ciertos rasgos culturales comunes al gaucho y al cowboy; una tradición de bandidaje rural, etc. Para no caer en más peligrosas simplificaciones y huir de los clichés culturales, diré que la influencia de la literatura y del cine del Oeste en la literatura negra argentina me parece facilitada, más que todo, por la común problemática de la relación con el espacio, todavía vigente hoy en día en la Argentina aunque caduca en los Estados Unidos, lo cual podría justificar la

1. La expresión se convirtió en tópico, ver por ejemplo Baudou/Scheleret (1984).

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recuperación y actualización de temáticas propias de la literatura del Oeste decimonónica en el país sudamericano.

Los hijos de Butch Cassidy Una figura simboliza tal filiación: la de Butch Cassidy, aquel atracador de bancos y trenes supuestamente fallecido en Bolivia en 1908 y popularizado por la película de George Roy Hill, Butch Cassidy and the Sundance Kid, en 1969. El viaje de Robert LeRoy Parker —alias Butch Cassidy—, Harry Alonzo Longabaugh —alias Sundance Kid— y Ethel Place de Nueva York a Buenos Aires en 1901 y su instalación en la provincia patagónica de Chubut simbolizan la continuación, de un extremo a otro del continente, de dos espacios geográficos que inducen unas problemáticas literarias parecidas. La filiación en sentido figurado de un género con otro se convierte simbólicamente en herencia y filiación en sentido propio, al inventarle a Butch Cassidy los autores argentinos una supuesta descendencia argentina, lo cual es una forma de nacionalizar el referente del Oeste norteamericano. Primero Osvaldo Soriano, uno de los fundadores del neopoliciaco latinoamericano, le inventa a Cassidy un hijo, aunque en textos no policiales: se trata de tres relatos publicados durante los mundiales de fútbol de 1986 y 1990, en los que el hijo de Butch Cassidy arbitra partidos en la Patagonia en la década de los cuarenta. Más allá del humor y la melancolía característicos de Soriano, me interesa la representación de la Patagonia, particularmente en “El hijo de Butch Cassidy”, relato en el que William Brett Cassidy arbitra un mundial no oficial entre equipos internacionales de obreros de la construcción en 1942. La Patagonia aparece como una región inhospitalaria y, aún en 1942, salvaje y fuera del control del Estado. Los obreros que construyen carretas y los ingenieros alemanes que instalan “la primera línea de teléfono del Atlántico al Pacífico” son pioneros en la conquista de un territorio virgen. La frontera —concepto fundamental del desarrollo histórico estadounidense— entre la civilización y la barbarie es empujada cada vez más lejos por “los argentinos [que] avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego”, como los estadounidenses hacia el Pacífico. En esta frontera en la que se refugian todos los que allí “se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido”, se establece una sociedad violenta, refugio de perseguidos y crisol de nacionalidades, en la que emerge la identidad argentina. Brett Cassidy, “hijo natural” (todas las citas en Soriano 2006: 141-142), o sea bastardo, busca-

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do por la justicia “por dos asesinatos y varios asaltos de bancos”, es emblemático de esta población de desarraigados y perseguidos en busca de un territorio propio y de una identidad nueva: “así como su padre, […] William Brett andaba por el mundo siempre solo y desamparado”. Condenado a pesar suyo a imitar un modelo ajeno, el de su padre —“la leyenda del cowboy le pesó toda su vida”; “todos querían verlo con una pistola en la cintura, igual que su padre”—, a pesar de que a él le habría gustado estudiar filosofía, el hijo de Butch Cassidy vaga por la Patagonia, soñando en vano con “las praderas de Texas y Arizona” (Ibíd.: 153) de las que su destino lo aleja cada vez más hacia el otro extremo del continente (en “Final con rojos en Ushuaia” arbitra un partido en la Tierra del Fuego). Y la identidad problemática del “único cowboy en un país de gauchos” (Ibíd.: 154) solo se resuelve cuando emprende el viaje contrario al de su padre, de la Patagonia a Estados Unidos, reuniendo aquellos dos espacios que se asemejan solo en apariencia, parece decir Soriano, ya que el heroísmo de la “leyenda” del Oeste se perdió en su hijo bastardo, árbitro de fútbol desamparado que, en “Últimos días de William Brett Cassidy”, muere acribillado en la frontera de Estados Unidos por no tener visa de entrada. Soriano juega con las similitudes geográficas y un imaginario común plasmado en un viaje de ida e imposible vuelta con un doble propósito: dejar clara la influencia de la literatura norteamericana tanto en su propia obra como en la literatura argentina, a manera de homenaje; y poner de realce con desengaño las especificidades del contexto socio-histórico argentino en el que el mítico héroe solitario padece soledad, desamparo y melancolía, y donde la única grandeza posible se da en el fútbol. En Patagonia Chu Chu, Raúl Argemí pone en escena al supuesto nieto de Butch Cassidy, sin relación de parentesco con el William Brett de Soriano. De nuevo se trata para el protagonista de reproducir el modelo familiar al asaltar un tren, aunque esta vez el autor reproduce más directamente el modelo literario al tratarse de una novela de aventuras, nuevamente con la finalidad de poner de relieve, en comparación con el referente original, las especificidades nacionales. Haroldo Boccini, alias Butch Cassidy, heredó de su tío abuelo un Colt Frontier, un sombrero hongo y, sobre todo, un libro de memorias en el que está consignada “la interminable sabiduría del primer Butch Cassidy” (Argemí 2005: 39) y que es para su dudoso heredero una “Biblia” (Ibíd.: 35). Como Soriano, Argemí opta por un humor que no llega a la parodia para recalcar el desfase entre el referente del viejo Oeste y la Patagonia actual, a pesar de las aparentes similitudes del paisaje y la situación: el arcaico tren asaltado, el desierto con sus “pueblo[s] que había[n] nacido para fantasma” (Ibíd.: 36), sus “torre[s] de vigas de hierro coronada[s] por un depósito” y los “ranchito[s] de piedra y

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lajas con un caballo atado a un poste” (Ibíd.: 34). En este típico decorado de western, los personajes buscan “lo único que recordaba[n] de las películas de vaqueros” (Ibíd.: 78), se divierten “imitando películas” (Ibíd.: 48), ensayan mal que bien frases tópicas del género —“tengo el gatillo celoso” (Ibíd.: 44)2—, y el propio Argemí, como lo hiciera Soriano3, evidencia la relación intertextual al referirse a la película hollywoodiense —“Yo vi la película sobre la vida de este señor” (Ibíd.: 53), dice un personaje—. Aunque lo burlesco aparezca cuando nada funciona según el plan previsto y las lecciones de Butch Cassidy parecen inservibles, como si el modelo del western no fuera finalmente apto para la realidad argentina —“eran tiempos distintos” (Ibíd.: 203), concluye Haroldo—, de nuevo es transcendental la relación con el espacio. Los dos protagonistas son simbólicamente desarraigados: Haroldo es un marinero en tierra y su compañero Genaro Manteiga es un ex conductor cesado del metro de Buenos Aires, por lo que ambos perdieron su territorio, el mar y los subsuelos. En eso se parecen a Butch Cassidy y Sundance Kid, perseguidos por los Pinkerton a lo largo de un continente entero, pero también a todos los protagonistas de las novelas del Oeste, pioneros, colonos, inmigrantes y vaqueros solitarios en busca de un hogar. Por lo cual el viaje en la arcaica “Trochita”, bajo seudónimos, resulta necesariamente una iniciación al final de la cual las identidades auténticas se revelan y la Patagonia se convierte en una patria deseada en la cual los personajes se quedan a vivir y parece posible un nuevo ideal de igualdad y justicia social.

La última frontera Así, la influencia del Oeste en la literatura policial argentina, más allá de las referencias intertextuales explícitas, me parece anidar en una común forma de relacionarse con el espacio y enfocar la noción de patria como algo que conquistar, por lo que se tiene sistemáticamente que luchar: así lo sugiere Argemí al concluir, en la coda de Patagonia Chu Chu, que en la Patagonia “no es imaginable vivir sin el empecinamiento de un burro y la fantasía un poco fuera de quicio de un descubridor de nuevos mundos” (Argemí 2005: 222). Se trata por tanto de una literatura itinerante, de la exploración y la conquista, que aborda 2. Frase que recuerda a la que suele pronunciar el Polaco en otra novela del autor, Siempre la misma música: “desenfunde, forastero”, en una actitud “a lo Far West”, lo cual le vale ser comparado con “un John Wayne ya maduro” (Argemí 2006: 16). 3. “Todavía Georges Roy Hill no había hecho su película y su padre no era tan famoso como ahora” (Soriano 2006: 168).

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la cuestión del espacio a partir de tres motivos característicos de la literatura del Oeste: las fronteras, el viaje y el territorio.

Las fronteras Igual que se cruzaba el Río Grande en las películas del Oeste, las fronteras en las novelas negras argentinas se intentan en general atravesar para huir de la ley, aunque también puede ser de un cómplice, como en Chamamé, de Leonardo Oyola: una novela que afirma su relación intertextual con los westerns desde el epígrafe sacado de Young Guns 2 (1990), la película de Geoff Murphy que cuenta por enésima vez la historia de Pat Garrett y Billy the Kid, con la que se relaciona hipertextualmente al narrar la persecución hacia la Triple Frontera —“se iba al norte, bien al norte” (Oyola 2007: 27)— de un criminal por parte de su ex cómplice, y que multiplica las alusiones al género4. También en Luna caliente, de Mempo Giardinelli, el protagonista intenta “cruzar el río Bermejo para entrar a la provincia de Formosa” (Giardinelli 1985: 33), en Paraguay, después de violar a una niña; y en Monstruos perfectos, de Miguel Ángel Molfino, los cómplices Hansen y Miroslavo huyen de la provincia fronteriza del Chaco hacia la de Santa Fe. Solo en este último caso, al tratarse de una frontera interior, la salvación es posible: en las otras, las fronteras nunca se alcanzan y quedan como una imposible promesa de redención (las tres son novelas pertenecientes al género criminal: Ovejero es un asesino, Ramiro un violador, y Hansen traficante de armas). Una sombra ya pronto serás, de Osvaldo Soriano, ilustra esta imposible huida: el italiano Coluccini hacia Bolivia, Nadia la vidente hacia Brasil, y Rita y Boris hacia Cleveland (Ohio). Los personajes yerran sin rumbo en una Patagonia que no los deja escapar, sin tener conciencia clara de adónde quieren ir —“Ahora la cosa está en Bolivia. Después Río o Miami. Dios dirá” (Soriano 1993: 15), confiesa Coluccini—, movidos tan solo por la ilusión de una vida mejor del otro lado de la frontera, sea donde sea, en el “paraíso boliviano” (20) o en la tierra prometida norteamericana, que parecen a la vuelta del camino de una geografía borrosa. Siempre al norte por una Panamericana con visos de ruta del paraíso, el Go West! de los pioneros se ha transformado en un Go North! Sea para escapar de la ley o de la miseria, la frontera materializa todas las esperanzas, incluso para los traficantes que intentan salir de la po4. Entre otras, alusiones onomásticas al general Lee (Oyola 2007: 28), a John Wayne (31) y a Steve McQueen (66), Chuck Norris vestido de sheriff, y una programática referencia a Streets of Fire (1984), el atípico western contemporáneo de Walter Hill (31).

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breza: Hansen vendiendo armas a unos paraguayos en el río Paraná o el Negro Benítez transportando droga hasta la frontera con Chile en Siempre la misma música, de Raúl Argemí. En ambos casos, los planes terminan en tiroteos, matanzas y retirada: las esperanzas suscitadas por las fronteras no son en realidad sino un espejismo. No habrá vida mejor del otro lado, por lo cual estas nunca se alcanzan, y menos aún se cruzan. Y si excepcionalmente se cruzan, solo se encuentra muerte del otro lado, como en El décimo infierno, de Mempo Giardinelli, una novela en la que se siente fuertemente la influencia de Jim Thompson: la pareja que cruza el Paraná, después de una sangrienta huida a lo Bonnie and Clyde, termina enfrentándose a tiros, muriendo finalmente el narrador a manos de la mujer por cuyo amor se convirtió en asesino. Así que las fronteras no existen o no hay nada del otro lado, nada mejor por lo menos (a veces, si se logra cruzar, detrás solo se encuentra otra frontera: en El décimo infierno, Romero y Griselda logran cruzar a Paraguay, pero no pueden entrar en Brasil), por lo cual los personajes están condenados a morir en el intento o a volver atrás, como si el sur fuera su condena, buscando una improbable frontera interior: Hansen y Miro, escapando de las policías del Chaco, al cruzar la frontera con Santa Fe se dirigen hacia Mar del Plata, a conocer el mar que Miro identifica con la isla de Mompracén, de Emilio Salgari. El viaje solo puede ser hacia adentro, la evasión solo imaginaria. Por eso la mayoría de los personajes están condenados a dar vueltas en redondo.

El viaje Al abandonar la capital, la gran mayoría de las novelas negras rurales argentinas se vuelven itinerantes. En pocos casos la acción se desarrolla dentro de los límites de un pueblo. Extranjeras, de Andrés J. Sebastián, sería una excepción, y es significativo que se trate de una de las muy escasas novelas policiales históricas argentinas5, al situar su acción en un pueblo de la provincia de Buenos Aires a finales del siglo xix en el que un grupo de mujeres inmigrantes trata de defenderse de un violador y asesino. La novela describe la difícil fundación de una sociedad en medio de la violencia, y se relaciona evidentemente con las novelas del Oeste, aparte de por la época, por la descripción de un ambiente de frontera, en el sentido que Frederick Jackson Turner dio a esta noción en el contexto estadounidense: el conflictivo y movedizo espacio de contacto en-

5. Sobre la escasez del género policial histórico en América Latina, ver Rutés 2009.

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tre civilización y barbarie en el que se elabora la identidad de la nación (Turner 1921). Pero, en general, son novelas itinerantes en las que el viaje se convierte en exploración de un país y (re)descubrimiento de sí mismo, como en la reciente Moravia, de Marcelo Luján, en la que el bandoneonista de origen checoslovaco Juan Kosic regresa en los años de 1950 a la Argentina que abandonó años atrás y cruza todo el país en tren para volverse a encontrar con su madre y su hermana en un pueblo de la Pampa, lo cual representa el reencuentro con la patria de un personaje marcado por varios exilios. Viajes iniciáticos, como vimos en Patagonia Chu Chu, pero en los que pocas veces se llega a su destino, ya que siempre el espacio que se cruza para alcanzar la esperanza de una vida mejor es desconocido y hostil, poblado de modernas versiones de los indios o los bandoleros de las novelas del Oeste: ora los gitanos en Siempre la misma música, que “se la pasaban en grande jugando a la banda salvaje” (Argemí 2006: 185) y asaltan el coche del Negro en una desierta carretera de la Patagonia; ora las “gavilla[s] de Paraguayos” (Molfino 2010: 268) en Monstruos perfectos; ora los Mapuches… En otros casos, es la policía la que interrumpe el viaje, como en Patagonia Chu Chu, al matar al nieto de Butch Cassidy; o, en Siempre la misma música, al detener la “caravana” (Argemí 2005: 16) de coches en la que el Negro y sus choferes transportan la droga. En cualquier caso, casi nunca los viajes llegan al destino previsto, sino que se desvían antes o se detienen en medio de la nada: es porque su tren tiene una avería “en medio del campo” (Soriano 1993: 8) por lo que el narrador de Una sombra ya pronto serás yerra sin rumbo y termina por regresar a sentarse solo en el tren abandonado; en la misma novela, el chofer del camión que perdió dos ruedas y espera durante días que alguien pase a recogerlo mientras se pudre su cargamento de sandías, se vuelve emblemático de la situación de unos personajes varados en un espacio que no controlan. Y en los pocos casos en que se llega al destino, este es funesto: al llegar a su pueblo de infancia que tanto añoró, Juan Kosic es asesinado por su madre y su hermana, que no lo reconocen; simbólicamente: su patria no lo reconoció, él la perdió, es eternamente un exiliado dentro de su propio país. En varios casos se puede hablar, por lo tanto, de road novels en las que la identidad de los personajes se define precisamente por su relación con su vehículo y el viajar: en Patagonia Chu Chu, Genaro Manteiga es un ex conductor de subte que de niño “querí[a] ser maquinista del ferrocarril, como [su] viejo” (Argemí 2005: 17) y que termina manejando la locomotora de la Trochita (otra modalidad de iniciación); en Chamamé, Manuel Ovejero es “un profesional del volante” (Oyola 2007: 27). El nomadismo define la identidad de esos personajes que tienen con sus vehículos la relación obsesiva de los vaqueros con sus ca-

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ballos —“Yo sé que puedo sonar histérico con todo este asunto de las marcas y modelos” (Ibíd.: 21), concede Ovejero, que quiere a la fuerza manejar un Polo para el secuestro que planea—, ya que se trata muchas veces del único espacio personal que poseen, de su única propiedad, y su vida se organiza dentro de los dos metros cuadrados de ese territorio: el Renault Gordini “lleno de valijas sobre el techo” (Soriano 1993: 12) de Coluccini; el Jaguar lleno de provisiones (Ibíd.: 28) del banquero quebrado Lem en Una sombra ya pronto serás; el destartalado coche con una sola luz de Hansen… Y cuando se estropean esos coches metonímicos, sus choferes se quedan sin nada que los defina, viajeros incapaces de viajar, varados en medio del camino, ni sedentarios ni nómadas. Así que el recorrido por el país nunca es viaje, travesía, sino un errar que convierte a sus protagonistas en “sombra” sin identidad: la exploración y la conquista del espacio no desembocan en ninguna fundación, los personajes siguen siendo extranjeros y exiliados dentro de su patria, vagabundos que en muy pocos casos logran hacerse con una tierra propia y conquistar un territorio, como los colonos del viejo Oeste.

El territorio Porque de eso se trata: de hacerse con un territorio propio en un país que se vive —por razones históricas, políticas o sociales— como desconocido y ajeno. Por eso se relacionan las andanzas de los personajes con la cuestión de la familia: en Moravia, Juan Kosic regresa a la Argentina para reencontrarse con la madre que abandonó; en Luna caliente, Ramiro “regresa a su tierra” del Chaco después de una vida “trashumante” (Giardinelli 1985: 12); el marinero Haroldo Boccini regresa a la Argentina en Patagonia Chu Chu para ayudar a su hermano a escapar de la cárcel; William Brett Cassidy “llevaba una vida errante” (Soriano 2006: 153) en busca de las propiedades de su padre, así como de sus orígenes… Todos perdieron un territorio, como el joven e inadaptado Miroslavo en Monstruos perfectos, obligado a huir de la propiedad familiar después del asesinato de sus padres, o como Manuel Ovejero en Chamamé, que tuvo que abandonar a su mujer e hijo por perseguirlo la policía. Por tanto se trata, para esos personajes fatalmente marcados por el sino del desarraigo, de recuperar el territorio perdido, una patria en el sentido etimológico, siempre en vano. En El Cabeza, de Juan Carlos Martelli, la cuestión de los territorios es central: tres bandas de traficantes se reparten el país en zonas que son “imperios” (Martelli 1997: 47) y pelean por controlar las “rutas” del contrabando. Cuando el Vas-

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co, que controla la Capital, se vuelve contra su aliado el Cabeza, que controla el Norte y la Pampa, este se asocia con los Franceses y se “acuartel[an] en [sus] dominios, con [su] gente” (Ibíd.: 25). Los traficantes imponen una organización feudal del país en la que cada uno es “rey” (Ibíd.: 45) y tiene sus señores feudales, como “el Duque de Formosa” (Ibíd.: 110), su “gente” y “soldaditos” (Ibíd: 45). Esa fijación por poseer un “dominio” se concreta en un mapa “con banderitas” en el que figuran todas las vías de contrabando, las entradas en las fronteras, los operativos, los aeropuertos, etc. “El mapa es el poder” (Ibíd.: 41), afirma el Cabeza, que, sin embargo, termina sitiado en un búnker después de tantas traiciones y muere asesinado por su “gente” por haber querido retirarse, abandonar su territorio e instalarse en el extranjero. Tal apropiación del espacio nacional reconvertido en imperio personal es la meta última de los personajes desarraigados de las novelas analizadas: el Cabeza —fuera de la anecdótica comparación con Yul Brynner que refuerza las múltiples alusiones a los “cowboys” (Ibíd.: 9 y 157)— es “un conquistador que fue demasiado lejos” (Ibíd.: 142). De ahí su caída. En las otras novelas, los personajes perdieron su territorio e, incapaces de hacerse con otro, de apropiarse una tierra, son eternos vagabundos en la tierra prometida.

La venganza Aunque la influencia de la literatura o las películas del Oeste se evidencie básicamente, además de a través de marcadores de intertextualidad más o menos explícitos, por la relación con un espacio en el que los personajes se pierden, al huir de un territorio que los rechaza con la ilusión de fundar otro, no podemos concluir sin evocar la relación ideológica entre unas novelas negras progresistas y un género cinematográfico con fama de reaccionario, además de emblemático de Estados Unidos. Soriano lo deja claro en Triste, solitario y final: las peleas de Philip Marlowe y el propio Soriano contra John Wayne no solo evidencian la continuidad y rivalidad entre las dos figuras fundacionales del imaginario norteamericano (el vaquero y el detective), sino que simbolizan el enfrentamiento de dos ideologías y la revancha de América Latina frente al imperialismo yanqui. Este rechazo (posiblemente reductor al hacer caso omiso de la complejidad ideológica del western y olvidarse de que los valores de las novelas de vaqueros decimonónicas son radicalmente diferentes) justifica que las novelas rurales argentinas sean negras más que policiales, y centradas en la figura del criminal antes que en la del detective. Como vimos, más que actualizaciones de la figu-

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ra del cowboy en su tópico de justiciero solitario, de sheriff garante del orden en tierras sin ley, los protagonistas son herederos de los bandoleros. Otra vez Soriano lo deja claro con ironía: la única legalidad que vale para el atracador de banco William Brett Cassidy son las reglas del fútbol, que hace respetar con la pistola en la mano (y no siempre con mucha honestidad). Más que de bandoleros, se trata de cowboys que se vieron empujados a delinquir por la sociedad injusta en la que viven, como Hansen en Monstruos perfectos, del cual no se sabe hasta el final si ha sido o no militar o miembro de los servicios secretos argentinos antes de ser contrabandista. Ahí, la figura tópica del bandido sentimental del western, encarnado entre otros por Billy the Kid, Jesse James y el propio Butch Cassidy, se combina con la tradición argentina de los bandidos rurales, cuyos fantasmas injustamente asesinados pueblan, en Patagonia Chu Chu, una pampa que se convierte en un mítico espacio de libertad en el que es posible la lucha por la justicia: Juan Bautista Bairoletto6, Facón Grande7, Butch Cassidy… Simbólicamente resucitados en la novela, los bandidos sociales ayudan a los que adoptan sus seudónimos a apropiarse finalmente del espacio en el que vagaban, al legarles sus valores de justicia y empujarlos a continuar su lucha: la lucha social les da nombre e ideales, es decir identidad. De ahí que la novela negra argentina se haga con otra temática fundamental del Oeste: la venganza. A veces individual, como en Chamamé (Ovejero persigue a Noé porque este le robó su parte del rescate del secuestro que cometieron juntos), El Cabeza (el Vasco traicionó a su asociado el Cabeza para apropiarse su territorio) o Siempre la misma música (el Negro cree que el Polaco lo denunció por competir por la misma mujer), se convierte a menudo en venganza social en su dimensión colectiva. Siguiendo el ejemplo de los bandidos sociales, los protagonistas se convierten en vengadores, tal como los estudia Eric Hobsbawn en Los bandidos, al enfrentarse con una sociedad injusta: Haroldo y Genaro se ven como Robin Hood patagónicos al robar el dinero de la empresa para repartirlo entre los obreros del ferrocarril, y las mujeres de Extranjeras se encargan solas del violador y de las autoridades policiales que lo encubren. Al fallar la ley, es el pueblo quien se hace cargo colectivamente de la justicia o, en algunos casos, la deja en manos de un justiciero solitario que obra por vengan6. Juan Bautista Bairoletto (1894-1941): anarquista argentino de origen italiano nacido en la provincia de Santa Fe, con fama de bandido social, apodado “el Robin Hood argentino”. 7. Facón Grande (¿?-1921): de verdadero nombre José Font, gaucho nacido en la provincia de Entre Ríos, dirigente obrero de las huelgas de peones de la Patagonia, fusilado en 1921.

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Sébastien Rutés

za: esa dimensión popular y vengadora de la justicia contra un poder injusto e ilegal es la otra gran herencia de la literatura decimonónica y el cine del Oeste en la novela negra, no solo argentina.

Filmografía Hill, George Roy (1969): Butch Cassidy and the Sundance Kid. EE. UU. Hill, Walter (1984): Calles de fuego (Streets of Fire). EE. UU. Murphy, Geoff (1990): Young Guns II. EE. UU.

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La(s) fundacion(es) de la novela negra pasada y futura: una lectura de El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero

Ana Luengo Universidad de Bremen

“Buenos Aires es la Realidad, la Historia; por eso es necesario el complot para restituirla a ese tiempo donde existen los sueños sin lastres de estatuas y calles sin nombres de próceres” Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna (1967)

Hay novelas que parece que se tienen que leer con un plano delante. Así podría ocurrir con la novela El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero, ambientada en Buenos Aires en 2012, pero publicada tres años antes. Sin embargo, sucede todo lo contrario, puesto que el Buenos Aires de la novela es una ciudad devastada en la que la anatomía urbana ficticia no coincide absolutamente con la real, presentándose como una ciudad similar y posible, pero que no se corresponde adecuadamente con los referentes de la realidad1. La descripción se asemeja así al resultado de un desenfoque visual que introduce un elemento inquietante y sórdido en la novela. Los referentes aparecen y se nombran, pero no están ni en el lugar esperado ni tienen la función que se espera de ellos, o hasta se duplican, como los dos obeliscos gemelos en el centro de la ciudad que sirven como faros desorientadores para los personajes y, en cierta forma, para los lectores. El síndrome de Rasputín se puede leer como una novela policial, en el nivel de la historia, pero lo que me interesa es más bien que se trata de una cons1. Quizás no sea azar que se elija el año 2012, ya que se trataría, según algunas interpretaciones contemporáneas, del año apocalíptico según el calendario Maya. Es interesante que la película de Roland Emmerich 2012 de 2009 también recoja ese antiguo mito.

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trucción marcadamente intertextual, en la que se destacan diversas referencias tanto fílmicas como literarias del siglo xx. De esta forma se remarca la hibridez genérica al poderse señalar la influencia estética de la ciencia ficción, de las películas mudas y cómicas estadounidenses de la primera mitad del siglo xx, de la historieta y, sobre todo, de la narrativa y el cine argentinos desde sus inicios con algunos motivos que se repiten. El artefacto literario que resulta muestra una representación de Buenos Aires que, más que usar a la ciudad como referente extraliterario, propone una reconstrucción del espacio meramente intertextual, lo que entronca con lo que Ricardo Piglia llamó la fundación literaria2 de la ciudad: Yo siempre digo en broma que hay dos fundaciones de la ciudad de Buenos Aires… Una es la de Sarmiento, Mármol de Amalia, y Echeverría de El matadero, que son como el momento de origen de la literatura argentina, que es: la ciudad de Buenos Aires ha sido ocupada por la barbarie y entonces la ciudad [verdadera] no es esa ciudad, presente, bárbara, sino es una ciudad futura, ausente, próxima, por construir, que en realidad es una ciudad extranjera. Hay una tensión entre una ciudad real—que es una ciudad negada, negativa, una ciudad invadida, un oxímoron: es una ciudad bárbara—y la que se le contrapone: una ciudad imaginaria, futura, ausente, que en verdad es una ciudad extranjera: es decir, Buenos Aires va a ser como París o como Nueva York. (Piglia en Waisman 2009)

De esta forma me propongo analizar en qué medida esta novela es deudora de la tradición literaria argentina y del cine de ciencia ficción. Para ello me quiero concentrar en cómo se representa la metrópolis en esta novela negra, clasificada así por los paratextos y por marcas textuales que trataré más adelante. Esto tiene interés pues puede indicar de qué forma se presenta una nueva propuesta para la novela negra argentina a principios de siglo xxi, de la mano de un autor relativamente joven nacido en Entre Ríos en 1976, que se publica en la colección Negro Absoluto, lo que no resulta baladí en cuanto a su pertenencia genérica. No puede pasarse por alto que la novela negra se considera un género urbano, aunque tenga obviamente algunas excepciones importantes, ya que aparece en los años veinte del siglo pasado en EE. UU., unido a un foco realista y sociopolítico (cfr. Giardinelli 2004), quizá esa mirada de la que nos habla Argemí en este mismo tomo. Igualmente estos rasgos coinciden con la definición que hiciera Taibo II a finales de los setenta sobre el llamado neopolicial: “Caracterización de la policía como una fuerza del caos, del sistema bárbaro, dispuesta a ahogar a los ciudadanos; presentación de un hecho criminal como un 2. La fundación histórica de la ciudad tuvo lugar en 1536 por Pedro de Mendoza.

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accidente social, envuelto en la cotidianidad de las grandes nuevas ciudades” (Taibo II 1979: 40). Por lo tanto, el imaginario urbano tiene en este texto una importancia capital. Los desplazamientos de la representación de un Buenos Aires posible, pero no real, se deben entender también como elementos semánticos que dotan de sentido a la historia propuesta. La historia se sitúa en un futuro próximo al momento de publicación, después de que Buenos Aires haya sido destruida por un incendio y se encuentre sembrada por las bombas sin detonar que ha puesto un grupo paramilitar llamado “Nacionalistas del Bicentenario”. Por esa razón, gran parte de la acción sucede entre ruinas, en edificios y rascacielos semiabandonados, bajo el efecto de la amenaza, y también en un Buenos Aires subterráneo que sirve de reflejo hiperbólico de la ciudad y de su sociedad. El lugar de memoria bonaerense más emblemático, el Obelisco, aparece aquí doblado. Ello no es un capricho azaroso, sino que igualmente está cargado de significado: al haberse construido el Obelisco para celebrar el cuarto centenario de la primera fundación de Buenos Aires en 1536, la construcción del segundo debería responder entonces a la celebración del bicentenario de la Revolución de Mayo. Teniendo en cuenta que la novela se publica en 2009 y que la historia se sitúa en 2012, se crea una posibilidad futurista de la construcción de un monumento como ese. Es decir que los símbolos arquitectónicos de la ciudad se “ficcionalizan” para aparecer como en un espejo distorsionador que empareja a la novela tanto con la ciencia ficción como con el género negro. Así, me pregunto de qué forma se integra El síndrome de Rasputín en esa disyuntiva de la fundación literaria e imaginaria de Buenos Aires, pero partiendo sobre todo de ambos géneros, que sirven para ir marcando a su vez los diferentes momentos claves del pasado y del porvenir, o en otras palabras: La ciudad se describe oficialmente como integración de estratos históricos de sentido que se acumulan pasando por la ciudad antigua hasta las capas de significación introducidas por el modelo de la city y del planning norteamericano de los años 60 y 70 a los nuevos instrumentos de diseño de la modernidad y posmodernidad. (Mangieri 2001: 98)

Al igual que las capas que la ciudad ofrece en su crecimiento, la literatura argentina ha ido representando la ciudad de forma diferente. En la misma construcción de El síndrome de Rasputín entreveo una conciencia de ello. Por eso he elegido tres textos anteriores donde ejemplificar diacrónicamente la representación de la ciudad brevemente, para poder entender en qué medida esta sugiere una visión sobre la realidad circundante en tres fases de la evolución lite-

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raria. Las novelas Paño verde (1955) de Roger Pla y La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia, que en parte se pueden considerar negras ya que ofrecen una representación literaria del fenómeno criminal con una función crítica ineludible, son igualmente productos marcadamente híbridos con otros géneros, lo que sin duda es un rasgo importante a tener en cuenta; mientras que la película La sonámbula (1998), dirigida por Fernando Spiner, serviría de palimpsesto en un análisis comparativo, a pesar de su pertenencia al género de la ciencia ficción, en el que la apropiación de la realidad no quiere ser mimética, al mostrar historias situadas en un futuro donde se resaltan avances pseudocientíficos y técnicos en gran parte imposibles, por lo menos en el momento de la escritura. El primer ejemplo es una de las novelas pioneras en Argentina del género negro, Paño verde (1955) del rosarino Roger Pla3. En esta novela se recrea tanto el tema de la gran ciudad, pero centrándose en el mundo orillero que tanto interesara a los escritores hasta la década de los cincuenta, como el de los estragos de la modernización4. Al margen de la gran ciudad, el protagonista Acuña no encuentra su lugar en la ciudad y, por eso, intenta dinamitarla. Es decir, no acepta esa conversión de la ciudad en una ciudad moderna, que podría ser igualmente una gran ciudad extranjera. Ponce considera que Paño verde se ubica “en una discursividad cercana a la novela negra” (2001: 126), pero manteniendo los rasgos heredados de la novela gauchesca de folletín (Hormiga negra o Juan Moreira), lo cual ya queda claro en el prólogo cuando leemos, en referencia al protagonista: “En cuya agresividad antisocial debe verse no tanto el producto de una brutalidad temperamental, o de una codicia desenfrenada, sino más bien la forma elemental de una negativa rotunda a aceptar un cambio social e histórico ante el que este sujeto se siente —y quiere sentirse, probablemente— inadaptado” (Pla 2007: 10)5. Así, la ciudad aparece en proceso de crecimiento, motivo que se repite en los diálogos entre los personajes —“¡Cómo se construye! ¿Viste? Casas nuevas” (Ibíd.: 15)—, y que acaba con el fracaso de Acuña en su objetivo de destruir la ciudad:

3. En 1964 Pla publicó Las brújulas muertas, donde la ciudad de Buenos Aires vuelve a cobrar un gran protagonismo. 4. Schlickers ya ha estudiado la apropiación de Buenos Aires en la novela realista-naturalista como panorama de la caracterización de la modernidad y la civilización (Schlickers 2005: 34). Aquí no voy a desarrollarlo, pero tiene su interés para reflexionar cómo la apropiación de la realidad urbana viene ocupando un lugar preferente desde el siglo xix. 5. Para citar su novela Paño verde manejo una edición posterior de 2007.

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Podían levantar infinidad de casas de diez pisos, empedrar millones de calles sobre la pampa, hacer sonar en los barrios de la ciudad millones de timbres en otros tantos millones de cinematógrafos. Las chimeneas de las fábricas podían reproducirse, si querían, haciendo desfilar bajo su olor a grasa o sus nubes de polvo y pelusa a millares de Américos y de tipos como su primo Marcia. Pero no podrían cambiarlo a él, a Miguel Acuña, no podrían hacerle olvidar su odio, hacerle lamer la mano que empuñaba el látigo. ¿Dónde estaba ese látigo? No lo sabía. “El progreso” […] Ya vería la Ciudad quién era Acuña, Miguel Acuña. (Ibíd.: 33)

Acuña acaba muriendo en una refriega contra la policía, después de huir por los tejados de una ciudad que se multiplica, “desorientado por las paredes nuevas en las que no había pensado, pero que surgieron allí en la noche para cerrarle el paso” (ibíd.: 96). Finalmente el criminal acaba cayendo mortalmente herido sobre el paño verde de la mesa de billar que frecuenta, y que, metafóricamente, sugiere el pasto de pampa ya inexistente en ese espacio que ha sucumbido a la modernidad y a la construcción. Paño verde ha sido por ello leída como una alegoría, lo que creo solo en parte un acierto, pues es “la que sostiene (y justifica) el tratamiento de cada uno de los elementos que componen el relato: el tono, a veces apagadamente épico, a veces lírico, de la narrativa; la caracterización tipificadora de los personajes y el ambiente” (Capdevila 2009: 36; el resaltado es mío). Pero en este punto que he marcado difiero, pues lo que creo destaca en la estética de la novela de Pla es más bien la influencia del cine expresionista alemán, que se marcaría precisamente por las descripciones hiperbólicas, contradictorias, los espacios artificiales y los juegos de claro-oscuros que se oponen al verde del paño de la mesa de billar y de los yuyos, que sí asoman por las junturas de la modernización acelerada. El mismo Pla escribió sobre el expresionismo en su ensayo Antonio Berni, de 1945: “en oposición al impresionismo, no reprocha de modo alguno la prescindencia de una forma imitativa que también desprecia, sino el abandono de recursos lineales que, como de pasada, desaparecen en la exclusiva preocupación lumínica” (en Bracamonte 2011). Ese impulso experimental lo aleja del realismo historicista, para señalar más bien que entra en otra corriente. Es decir, que precisamente la estética innovadora que se impone en los momentos claves del relato es la que cuestiona esas tipificaciones que sí eran el centro de interés de sus coetáneos al asomarse al arrabal porteño: Quedó allí aplastado contra el paño verde, distorsionado, la mano crispada sobre la culata del arma, jadeando en un resoplido áspero, animal. Y mientras una gran mancha de sangre se expandía junto a su rostro, penetrando el verde profundo de ese paño, creyó ver a lo lejos, en una lejanía manchada también de verde y de sangre, a

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su padre y a otro que no había visto nunca pero que él sabía que era Miguel Acuña, el abuelo Miguel. Los dos espectros movían los labios y le hacían grandes ademanes desesperados, agitando los brazos. Trató entonces de apretar nuevamente el gatillo. Pero la mano estaba ya muerta, separada de su voluntad. (Pla 2007: 96)

Como se ve, no solamente juega con elementos pictóricos y fílmicos que se destacan por el uso de los colores —la sangre que se superpone al verde—, sino que intercala la “ocularización” interna de Acuña con una externa que parece un plano aéreo, y que recuerda al mind-screen fílmico, y lo que aun es más interesante para este análisis: introduce el elemento fantástico de los fantasmas y el gótico de la mano muerta. En esta línea se impone hablar —cómo no— de La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia, en la que Buenos Aires aparece como una invención futura, dislocada, una suerte de laberinto del que ni los personajes ni los lectores pueden tener una visión general (cfr. Ta 2005: 246s.). Para entender la novela de Piglia, hay que contextualizarla en los años posteriores a la última dictadura militar, donde la ausencia —o más bien la dolorosa presencia— de los desaparecidos convierte a la ciudad en un artefacto pesadillesco y a su vez en una biblioteca gigante, el Museo, donde se mezclan los ecos de otros textos y otras voces que generan una máquina, marcando así la tradición literaria y su transtextualidad inmanente: Junior empezaba a entender. Al principio la máquina se equivoca. El error es el primer principio. La máquina disgrega ‘espontáneamente’ los elementos del cuento de Poe y los transforma en los núcleos potenciales de la ficción. Así había surgido la trama inicial. El mito de origen. Todas las historias venían de ahí. El sentido futuro de lo que estaba pasando dependía de ese relato sobre lo otro y el porvenir. Lo real estaba definido por lo posible (y no por el ser). (Piglia 1992: 98)

Es decir que en este fragmento se conjugan dos cuestiones centrales en La ciudad ausente y, de forma más generalizada, en todo el género literario. En primer lugar, hay que tener en cuenta la reflexión sobre la architextualidad según la define Genette (cfr. 1992: 16s.), que es lo que explica la consideración de textos dentro de una tradición determinada, según un modelo que los críticos construimos como pauta ideal para clasificar los textos, pero que no es inherente a los textos, y por ello es dinámico. Ello deriva en la configuración histórica de los géneros, gracias a la transformación de un hipotexto —que obviamente se refiere al cuento considerado por la mayoría de la crítica el origen del policial, “The Murders in the Rue Morgue” de Edgar Allan Poe6— en un hipertex6. Publicada en el Graham’s Magazine en 1841 por vez primera.

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to, que según diversas prácticas puede derivar en una parodia o en un pastiche, entre otras. La segunda cuestión se refiere a lo posible como elemento de lo real, que retoma la reflexión clásica aristotélica sobre la mímesis. En este caso se señalaría lo posible —es decir lo ficcional mimético— también como real, puesto que el mundo referencial de Junior se configura tanto a partir de lo extraliterario como de los textos literarios y fílmicos: “Entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en esa trama de esperas y de postergaciones de la que yo no podía salir” (Piglia 1992: 87). Es decir, se mezclan ambos niveles ontológicos creando un continuo laberíntico metaléptico y metafórico del que los personajes apenas pueden escapar ni preservar su memoria hecha de diversos discursos, sean considerados literarios o no. Porque además, tal como bien explica González Álvarez, en esta novela se “traslada el modelo de la investigación policial al terreno de la descodificación textual” (2009: 154), mezclando también dos modelos discursivos para acentuar la denuncia de la manipulación oficial de una memoria construida e indescifrable. La representación de Buenos Aires en la novela de Piglia marca un nuevo hito en la fundación literaria en un momento sensible, brevemente posterior a la última dictadura militar. Buenos Aires se ha convertido así en un lugar inquietante durante casi una década de represión sistemática, y el resultado es una ciudad que vive subyugada por el terror y la (in)capacidad de rememorar, donde se mezclan recuerdos de la realidad —que irónicamente en la novela son marcadamente literarios— con los discursos claramente ficcionales que genera la máquina y que se archivan en el Museo, pero que sirven para nombrar una realidad inverosímil. Esta representación deudora de Metropolis (1927) de Fritz Lang queda aun más clara en la película La sonámbula (1998), dirigida por Fernando Spiner y con guión del mismo junto con Ricardo Piglia. La relación entre La ciudad ausente y La sonámbula es ineludible cuando hablamos entonces del espacio urbano, como desarrollaré a continuación7. Así, la apropiación literaria de Buenos Aires, en este caso, y según palabras de Waisman, se definiría porque en La ciudad ausente: surge nuevamente la tensión entre las dos fundaciones de Buenos Aires y ahora lo que podríamos llamar la verdadera Buenos Aires—la del potencial literario, la que cruza a lo utópico con lo real histórico y político—se ausenta, se desplaza, hacia espacios menores y alternativos. Para decirlo de otra manera, en La ciudad ausente, Buenos Aires “goes underground”. (Waisman 2009)

7. Véase al respecto el artículo de Geoffrey Kantaris en este mismo volumen.

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Si en Paño verde la ciudad se está convirtiendo en una metrópolis moderna y luminosa ante el estupor del protagonista, por lo que la novela se sitúa tanto como hipertexto de la novela gauchesca folletinesca de principios del siglo xx como de las películas de gánsteres estadounidenses de los años treinta, en La ciudad ausente ocurre otra cosa. La ciudad se ha fragmentado hasta convertirse en un lugar donde las diferentes voces pugnan por hacerse oír, frente a la fuerza del aparato estatal que intenta apagar la máquina de contar historias, que sería el potencial subversivo que conlleva el arte en sí. La película “also portraits a political dystopia based on the existence of a totalitarian government, although in this case the connections with the Proceso are far more explicit” (Paz 2011: 21). Esto supone, tal como indiqué anteriormente, una reflexión implícita sobre el peligro del olvido y la capacidad del poder de manipular la narración de la Historia, censurando y prohibiendo algunos de los discursos, lo que implica un falseamiento de la identidad y la memoria de sus víctimas. Partiendo de la vía de la cual Paño verde me parece precursora, y que se sigue en la novela de Piglia y en la película de Spiner, en El síndrome de Rasputín se ofrece un paso más en esta (des)integración de la ciudad imaginaria futura, pero a la vez muestra otra forma de fundación literaria. La ciudad ya ha sido parcialmente destruida, y los personajes deambulan entre ruinas y por el subsuelo, amenazados por las bombas que aún pueden estallar desde los faustos del segundo Bicentenario, que acaba de finalizar pues la acción se sitúa en 2012. De esta forma, la novela de Romero se sitúa en la línea de la novela de ciencia ficción, o más bien de películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o Twelve Monkeys (Terry Gilliam, 1995) (cfr. Zina 2008). Sin embargo, al elegir Buenos Aires como espacio referencial, aun resulta más interesante relacionarla con La sonámbula (ver supra). Cuando se lee la novela de Romero, el reconocimiento del espacio urbano es prácticamente automático si se conoce la película. El palimpsesto no solo funciona por la descripción de la ciudad, ensimismada y mutada tras un accidente masivo —una intoxicación en La sonámbula, un incendio en la novela—, sino también por los motivos repetidos de los Nacionalistas del Segundo Bicentenario, de los ciudadanos alienados, de los personajes principales marginales —o más bien centrales— que trabajan guardando reductos del pasado, del subte y de los clubes nocturnos, por la falta de naturaleza en un Buenos Aires que se asemeja a la Metropolis de Fritz Lang, como indiqué. Sin embargo, hay una gran diferencia puesto que El síndrome de Rasputín es una novela en la que prima la verosimilitud, porque, aunque tenga esta estética futurista, no juega en ningún momento con distintos niveles ontológicos ni con dimensiones de la conciencia; mientras que en La ciudad ausente

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y en La sonámbula ese es el quid de la cuestión. Lo que ocurre en la novela de Romero es vulgarmente plausible, aunque claramente ficticio al situarse en un futuro cercano al momento de publicación. El objeto referencial evocado no es por lo tanto antiilusionista, más bien se aplica al reflejo de un espejo deformador y distorsionador, pero eso no deja de ser una visión posible de la realidad por venir. Frente a la poeticidad de La sonámbula, en El síndrome de Rasputín se resalta la nota paródica, que se marca por la elección de los personajes, de los motivos y de los diálogos, y que parecen ser un homenaje al cine cómico de Hollywood, pero que también lo es a las novelas de Osvaldo Soriano, sobre todo a Triste, solitario y final de 1973. Probablemente como ironía por los faustos celebratorios del bicentenario de la Independencia —que se concretizan en los dos Obeliscos gemelos—, Buenos Aires aparece como un enorme mutante que ya no cambia siguiendo un plan preconcebido de urbanismo, sino que se va transformando en un artefacto futurista sobre el que ni siquiera hay quien gobierne. La evolución de ese monstruo arquitectónico se debe más bien a la inventiva y la necesidad de los damnificados por el incendio: En un par de meses más, el lugar ya era un laberinto de construcciones precarias, celadas de chapas y ladrillos robados, cajones de verdulería forrados en papel de diario para esconderse del frío, cada uno trazando los límites de su privacidad. Porque ese año el invierno fue largo y para cuando terminó, el lugar era irreconocible. Tenía hasta su propio cementerio, ya que los que morían ahí eran enterrados ahí. Y los que morían eran muchos, entre el frío húmedo y el calor malsano que a veces brotaba de cualquier lado […]. La única ley tácita era que quien hallaba un cadáver y lo enterraba, podía quedarse con sus pertenencias. (Romero 2008: 119s.)

Así se puede señalar que el subte8 ya no es el subte, es decir, no es un lugar de velocidad, motivo clásico en las novelas o películas de género, donde los héroes huyen o persiguen (cfr. Zunino Singh 2005). En El síndrome el subte no funciona como tal, lo que le resta el sentido de progreso a la ciudad, sino que aparece más bien como un lugar de encuentro (sub)social y (sub)cultural: túneles inquietantes donde conviven los despojados de todo y donde se desarrolla una segunda ciudad, o más bien una prolongación de la existente, oculta y mísera. El subte como una cueva, el hogar más primitivo y primordial anterior a toda posible civilización, y uso la palabra a sabiendas, porque asimismo el subte aparece como un motivo recurrente de la literatura argentina. Durante su construcción se volvió un tema de discusión sobre el precio del progreso, y

8. La primera línea del subte se construyó entre 1911 y 1913.

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la necesidad del mismo, y no pocos autores escribieron sobre él. Basta recordar su aparición en numerosos cuentos de Julio Cortázar. En el más significativo, “Texto en una libreta”9, donde se describe “un descenso progresivo y cauteloso al subte entendido como otra cosa, como una lenta respiración diferente, un pulso que de alguna manera casi impensable no latía para la ciudad, no era ya solamente uno de los transportes de la ciudad” (Cortázar 2001: 171). Es decir que se introduce el subte en imaginario de lo Unheimlichen como un lugar paralelo al Buenos Aires sobre tierra. En La ciudad ausente el subte también aparece, esta vez como metáfora del entramado de relatos que son la memoria literaria e histórica en peligro de la ciudad: Entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en esa trama de esperas y de postergaciones de la que ya no podía salir. Era difícil creer lo que estaba viendo, pero encontraba los efectos de la realidad. Parecía una red, como el mapa de un subte. Viajó de un lado al otro, cruzando las historias, y se movió en varios registros a la vez. (Piglia 1992: 87)

En La sonámbula las primeras escenas, intercaladas con la presentación, son precisamente planos medios en barrido de los túneles del subte con las locomotoras a toda velocidad, en una estética propia del videoclip. Volviendo a El síndrome de Rasputín: frente a este desolador escenario, que recuerda tanto al de las villas miseria10, pero aquí no construidas en los márgenes, sino hacia el vientre de la ciudad, también hay una nota de optimismo, pues sitúa en el centro a tres personajes marginales dispuestos a luchar por conocer la verdad y buscar la justicia en ese laberinto, y sobre todo una gran dosis de humor y humanidad. Los tres protagonistas de la novela padecen el síndrome de Tourette, y eso les sitúa en un lugar poco favorecido de la sociedad y de los espacios públicos: durante el día están encerrados en sus casas, para trabajar por la noche como DJs en clubs subterráneos o como vigilantes de edificios semiabandonados. Uno de ellos, Abelev, trabaja como vigilante nocturno en un rascacielos. Abelev tiene como tic más llamativo la necesidad de realizar el saludo nazi y gritar “Hi, Hitler!”, lo que no le hace la vida nada fácil, ya que además él mismo es judío, así que está marginado hasta dentro de su grupo más íntimo. Una noche, mientras está trabajando, alguien lo golpea y lo tira por una ventana. A pesar de

9. Se publicó en 1980 en el libro de cuentos Queremos tanto a Glenda, pero yo manejo la edición posterior de Alianza Editorial de Los relatos (2001). 10. Interesante es que precisamente este nombre entrara en la literatura por una novela de Bernardo Verbitsky, Villa Miseria también es América (1967).

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caer desde un octavo piso sobre un ómnibus, sobrevive. Sin embargo, mientras está en el hospital convaleciente, un policía, Gutiérrez, lo inculpa de asesinato de uno de los gemelos Zimmer, conocidos publicistas cuya agencia está en ese edificio donde se perpetuó el crimen. A partir de ese instante, a causa de la ineptitud de la policía —que luego se verá que más que ineptitud es pura corrupción—, los dos amigos de Abelev, Maglier y Muishkin, van a comenzar una investigación en parte trepidante, en parte absurda, para buscar la verdad y desenmascarar una red mafiosa. En la aventura les acompaña Miranda, otro paciente del hospital, un viejo flautista callejero. Los tres, como representantes de tres generaciones diferentes —ellos mismos inventan la farsa de ser abuelo-padre-hijo para evadir a la policía—, entran por todos los vericuetos en la gran ciudad y en su subsuelo para investigar quién ha intentado asesinar a su amigo Abelev y qué se esconde tras el negocio fraudulento de los hermanos gemelos. En la investigación de los tres detectives accidentales, entonces, se muestra ese espacio desde diferentes percepciones y diferentes perspectivas. La trama es algo compleja, y al igual que el obelisco repetido, los dos amigos Maglier y Muishkin acaban entrando en un laberinto repleto de parejas de gemelos que intercambian identidades. La víctima del asesinato, Mauricio Zimmer, era junto a su hermano gemelo Maximiliano propietario de una agencia de publicidad especializada en la promoción de gemelos. Cuando los peculiares detectives empiezan a investigar, descubren que esta es la tapadera para una productora de películas pornográficas, también con gemelos, que se distribuyen en el extranjero11. Pero esta historia —deudora del cine mudo (cfr. Romero 2008: 25, 37, 116, etc.), del musical, de las novelas de Osvaldo Soriano (2010; cfr. 54, 62)—, en sí no es lo que me interesa tanto aquí, sino la representación de la ciudad que propone, como continuación de la fundación literaria a la que vengo haciendo referencia. Durante la absurda persecución, los protagonistas, que hasta entonces estaban en los márgenes simbólicos —recluidos en sus cuartos, trabajando en la noche—, ac-

11. Probablemente este motivo tenga que ver con una telenovela de éxito, Vidas robadas, dirigida por Miguel Colom, que se mostró por televisión en 2008 con un alto índice de audiencia, ya que se llegaron a producir 131 capítulos. En ella se trataba el conocido caso de Marita Verón, una joven tucumana secuestrada en 2003 por una mafia de proxenetas, que acabaron asesinándola; vid. http://casoveron.org.ar/. En El síndrome de Rasputín se doblaría a las víctimas. La legislatura de la ciudad de Buenos Aires y la Cámara de Diputados de la Nación Argentina declaró la telenovela de interés social, y llegó a ganar el Premio Martín Fierro de Oro en el 2009.

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ceden a la ciudad, y así salen de la oscuridad y del subte, para recorrer las calles, en una suerte de camino iniciático por el que les guía indirectamente el viejo flautista, Osvaldo Miranda, único portador de una memoria anterior a la debacle. En el primer encuentro de Muishkin con la ciudad, las calles oscuras le parecen algo amenazante en su silencio. El tic de Muishkin, el más joven, es repetir los ruidos que oye, así que aterrado espera que eso ocurra, para “salir multiplicados por su boca” (Ibíd.: 151), creando un efecto simbiótico. El ambiente urbano marca la estética futurista y a la vez gótica: “Las casas y los edificios que se levantaban a sus costados eran remiendos deformados de lo que antes habían sido, construcciones precarias sostenidas por las paredes que habían quedado de pie” (Ibíd.: 151s.). Sin embargo, como en una gradación cronológica a medida que avanzan en la investigación, el encuentro de Maglier con la ciudad es más luminoso, a pesar de la lluvia: Tres cuadras más adelante, el tránsito volvió a atascarse, y desde ese momento salieron de un embotellamiento para meterse en otro […]. Estaba maravillado. Del otro lado de la ventanilla constantemente salpicada por la lluvia, había una ciudad. La gente corría por las veredas o esperaba debajo de los toldos, tomaba cafés en los bares o miraba libros o discos que nunca compraría. (Romero 2008: 176)

Más interesante es finalmente la descripción de Lavalle, porque en este caso la referencia coincide con su representación literaria, como si Lavalle, avenida artificial que podría estar en cualquier gran ciudad con sus carteles luminosos, sus cadenas, etc., fuera finalmente el lugar más auténtico bonaerense. El anciano Miranda le llega a decir a Maglier: “Es una calle de otro siglo, de otra ciudad, una calle medieval y futurista al mismo tiempo” (Ibíd.: 179), en una réplica que se me antoja una mise en abyme de la poética, ya que se relaciona de alguna forma con la novela que se está leyendo. Lavalle va a ser también la calle donde acabe la persecución y todo se aclare: “En ella convivían artistas callejeros de todo tipo, comediantes de última hora que perdían la voz en cada chiste, violentos y exasperados, músicos insomnes que seguían tocando para nadie a altas horas de la madrugada, estatuas vivientes inquietantes y hasta abstractas” (Ibíd.: 179). Lo que llama la atención es que la descripción ahora se fija en la parte humana de la calle, y no en sus letreros luminosos o en su arquitectura. Lo importante es quién puebla, no lo que es poblado. De esta forma podemos ver la gradación de la ciudad, que tiene que ver directamente con la investigación, creando el escenario perfecto para una novela negra de ciencia ficción heredera de la tradición del cine de Hollywood de la primera mitad del siglo xx, que no dejan de ser el bagaje de una generación, así como lo es la estética gótica. Si en La sonámbula la —aparente— libertad es escapar de la ciudad, en El síndrome de Raspu-

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tín es descubrir el centro luminoso de la misma. Nada es azar. Tampoco lo es que al final quien aparezca sea Abelev en el hospital momentos antes de dormirse: el único personaje que, a pesar de estar en el centro de la trama por ser la víctima, no ha salido a la calle en ningún momento. Sin embargo, la escena se focaliza internamente por él, el único que no ha visto nada, y que a pesar de ello acaba atando todos los hilos. Motivo de la novela detectivesca tradicional, y seguramente inspirado en Isidro Parodi. Entonces la ciudad vuelve a cobrar un protagonismo claro, que se lleva ya al extremo con la personificación: “Último entre los últimos, desde ahí todavía podía escuchar el latido de la ciudad, que le hablaba solo a él. Tic tac, tic tac, tic tac. Sobrevivir, Lucas, sobrevivir, le susurraba la ciudad: nada se comparaba a la posibilidad del estallido” (Ibíd.: 220). Por esa razón, se puede decir que en El síndrome de Rasputín el motor de la acción se refleja en el espacio urbano propuesto: los protagonistas no quieren destruir nada (como en el caso de Paño Verde), tampoco luchan por construirlo, y la ciudad está desdoblada en una realidad posible ontológicamente, pero no deseable. Por otra parte la ciudad se va volviendo más habitable a medida que se esclarecen los crímenes, pues se accede al pasado, lo que de forma algo superficial la podría relacionar con la intención de sentido de la novela de Piglia. Sin embargo, El síndrome de Rasputín no supone una reflexión sobre la cultura de la memoria tras la dictadura, sino sobre otros poderes fácticos —políticos, financieros— presentes o casi futuros, sobre la miseria que ya no crece a lo ancho sino que penetra literalmente la urbe, y que aquí cobra relevancia no solo por la historia, sino por la misma representación de la ciudad: Desde la fragmentación, desde el cuerpo animalizado, frente a su invisible visibilidad y presencia ausente, desde la abyección de ser residuos de un sistema (constituyentes del mismo); desde todo ello, una estética de (y que dé) la posibilidad de nuevos discursos, de nuevas construcciones teóricas —una nueva literatura, una nueva política, quizá una nueva ética—, que devuelvan a la pobreza su visibilidad y a nosotros la capacidad de visualizarla. (Noemi Voionmaa 2004: 143)

Así, los protagonistas intentan sobrevivir en un ambiente sórdido e inhóspito en el que ellos se sitúan en los bordes de los bordes, en la oscuridad, en la noche, en los márgenes flexibles y subterráneos, al igual que esas construcciones precarias que de forma oculta, pero tan presente, pueblan el vientre de Buenos Aires. Sin embargo, salir a la ciudad y a la luz invierte también la estructura social hasta entonces aceptada y pone en duda el orden preestablecido. En el caso de El síndrome de Rasputín hay una relación directa con la construcción de la ciudad, marcada en sus diferentes niveles históricos que se van su-

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perponiendo a la largo del relato, con el conglomerado de géneros considerados de masas sobre el que se sustenta la novela. Recordando la forma en que Buenos Aires se construye tras la independencia, en que se borra cualquier vestigio de la presencia española, construyendo edificios que imitan otros estilos europeos más modernos u ostentosos, Matamoro señala que: “Todo ello provee un paisaje de historia inventada, como si la ciudad tuviera la historia necesaria para soportar la escenografía de traslado” (2007: 5), lo que supone borrar también las huellas de la historia anterior y crear una “construcción imaginaria apócrifa”. En el caso de El síndrome de Rasputín aparecen esos mismos edificios destruidos o esos monumentos desdoblados, dejando solo intacta la avenida Lavalle, como un experimento postmoderno. Si lo comparamos con la construcción literaria, se observa que todas esas referencias literarias y fílmicas cobran un nuevo interés. Al igual que las modas arquitectónicas que producen el Buenos Aires modernista en el siglo xix, las relaciones intertextuales de la novela marcadas explícitamente son estadounidenses o europeas en menor medida, y pertenecen a los géneros más masivos: cine mudo, cine de ciencia ficción, musical, etc. Sin embargo, lo que hace la novela es retomar una discusión sobre la naturaleza política y social argentina, al igual que se ha venido haciendo desde Sarmiento, Mármol y Echevarría al usar la representación de la metrópolis, pasando por Pla y Piglia, y por Spiner, naturalmente. Digamos que en cada corriente literaria o artística la representación de la realidad depende tanto de factores estéticos como de la función sociológica que se le pretenda otorgar, y que ambas cosas están entrelazadas. Las ciudades son en todo caso el fruto de proyectos políticos, pero son también la consecuencia indeseada de sus errores y, como tales, pueden aparecer y restituirse en la literatura, como metonimias de la realidad circundante. Filmografía Gilliam, Terry (1995): 12 monos (Twelve Monkeys). EE. UU. Lang, Fritz (1927): Metrópolis (Metropolis). Alemania. Spiner, Fernando (1998): La sonámbula. Argentina. Bibliografía Bracamonte, Jorge (2011): “Más allá de lo representacional. Conjeturas sobre la narrativa experimental en Argentina a partir de Roger Pla”. En: Actas XV

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En retirada: violencia política y paisaje urbano en la trilogía noir de Juan Carlos Desanzo (1983-1985)*

Alberto Elena Universidad Carlos III de Madrid

1. Cine y transición democrática en Argentina Los años de la transición a la democracia en Argentina han sido profusamente cubiertos por el cine desde múltiples y variados ángulos1. No todas las obras ofrecen, lógicamente, el mismo interés ni resultan igualmente conocidas. Un caso sin duda merecedor de mayor atención es el de la trilogía policial de Juan Carlos Desanzo, integrada por El desquite (1983), En retirada (1984) y La búsqueda (1985), y realizada en el fragor de las grandes transformaciones del momento con una inequívoca vocación testimonial y de intervención política2. Films de ambientes turbios, muy violentos, plagados de escenas de sexo, moral*

Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación CSO200909291 financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, Gobierno de España. Agradezco a Daniel Verdú Schumann el estímulo inicial para acometer esta investigación y a Clara Garavelli y Mariano Mestman su inestimable ayuda durante la realización de la misma. 1. Véase, por ejemplo, la sección correspondiente a “Películas de la transición democrática” en el catálogo contenido en la imprescindible base de datos Memoria abierta (http://www.memoriaabierta.org.ar/). 2. En ocasiones críticos e historiadores prefieren hablar de una tetralogía, incluyendo también en el lote Al filo de la ley (1992), que no obstante constituye un caso bastante diferente, no solo por la más tardía fecha de realización sino por su propio enfoque y contenido. Basada, al igual que En retirada, en un guión de José Pablo Feinmann, Al filo de la ley narra una historia bastante descontextualizada y considerablemente más ligera, imbuida de estética televisiva, centrada en la figura de un investigador privado que persigue desde Miami hasta Buenos Aires a dos atracadores para finalmente terminar llegando a un arreglo con ellos.

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mente ambiguos, ideológicamente espinosos, los tres títulos que integran este ciclo noir reflejan muy bien el contexto de una época que la pantalla también registró a la manera de muy sensible sismógrafo. Conviene en este punto subrayar, con Constanza Burucúa (2008: 1), cómo “at a time when national identity was in need of reshaping, and a new and more egalitarian array of social habits needed to be promoted, film became a privileged arena in which to give image and voice to a new national project”. De hecho, “this sense of a ‘new beginning’ was a discursive constant that characterised the campaign and lasted for at least two years after 1983” (Burucúa 2008: 2). En el plano estrictamente cinematográfico, la obtención del Óscar a la mejor película de lengua no inglesa por parte de La historia oficial en 1985 podría verse perfectamente como la inflexión en este proceso, desvaneciéndose en cierto modo el interés del público por estas problemáticas en coincidencia con la promulgación de las leyes de amnistía (Punto Final, 1986; Obediencia Debida, 1987) y una creciente crisis económica. Pero mientras que el melodrama funcionó espléndidamente en el caso de La historia oficial, será sobre todo el thriller policial —con un abultado corpus en esos años (véase Anexo)— el que permita a los cineastas argentinos acometer el ajuste de cuentas con el pasado que tantos ansiaban. Juan Carlos Desanzo juega un papel esencial en este proceso, no tanto por los resultados de sus obras como por sus planteamientos y su valor de síntoma. Con una larga trayectoria a sus espaldas como profesional del cine publicitario y como director de fotografía desde finales de los sesenta (incluyendo obras del calado de La hora de los hornos, Juan Moreira, Un guapo del 900 y otras películas de Raúl de la Torre, Juan José Jusid, Alberto Fischerman, Héctor Olivera, etc.), Desanzo no renunciará en modo alguno a este bagaje a la hora de acometer su debut como realizador de largometrajes de ficción, por más que lo haga acogiéndose al versátil manto protector del cine de género. La dedicatoria de El desquite, sin ir más lejos, exhibe a las claras la filiación cinematográfica de su autor: “Dedicada a Leonardo Favio, Lautaro Murúa y Pino Solanas”. El desquite, estrenada en Buenos Aires el 4 de agosto de 1983, es un bronco policial inspirado en la novela homónima de Rubén Tizziani publicada en 1978, centrado en la historia de un escritor frustrado y mediocre director de una pequeña editorial, Juan Parini (Rodolfo Ranni), a quien, sorpresivamente, un viejo amigo, asesinado en un ajuste de cuentas, designa jefe de su red de tráfico de drogas. “Yo hago como si eligiera, pero no es así”, afirma en una ocasión, aludiendo al modo cómo —en un determinado contexto social— se ve arrastrado por una vorágine de acontecimientos sin realmente poder tomar nunca el timón

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de los mismos. Inicialmente un proyecto de Adolfo Aristarain, El desquite presenta ciertos paralelismos con La parte del león (1978) en esa historia de hombre humilde a quien un golpe de suerte le permite cambiar el rumbo de su vida a costa, eso sí, de renunciar a sus valores y de pasar el otro lado de la ley, aparentemente único mecanismo de ascenso social en los años de referencia. La legalidad no existe, parece decirnos en clave marcadamente nihilista Desanzo. En retirada, estrenada el 28 de junio de 1984, se basa en un guión de José Pablo Feinmann, autor de Últimos días de la víctima (1979, objeto de una memorable adaptación por Aristarain en 1982), con la que mantiene evidentes puntos en común en algunos de sus desarrollos argumentales. Un humilde mecánico, Julio (Julio Di Grazia), padre de un hijo desaparecido, reconoce un día de manera fortuita, mientras viaja en el metro, a su antiguo torturador, Ricardo, Oso por nom de guerre (Rodolfo Ranni, de nuevo), y lo sigue hasta su casa. Este se da cuenta, golpea a su perseguidor y huye por un tiempo fuera de Buenos Aires. A partir de ahí, el film se estructura en torno a sendas historias paralelas de búsqueda y huida: Julio, atormentado por el recuerdo de las torturas padecidas y de su hijo desaparecido; Oso, abandonado por sus “socios” escondiéndose hasta que, eventualmente, lleguen de nuevo tiempos mejores para él. Finalmente, La búsqueda, tercera entrega de la trilogía, estrenada el 12 de septiembre de 1985, es la historia de una venganza personal por expeditivos procedimientos extralegales: una joven de clase media acomodada, Patricia Beltrán (Andrea Tenuta), busca y elimina a los asesinos de su padre, delincuentes y extorsionadores profesionales. Como de forma muy perspicaz apuntara Clara Kriger (1994: 55), la película invita ciertamente a una clara lectura metafórica en esa imagen de la casa tomada por delincuentes. Sin implicaciones políticas explícitas, estas se introducen no obstante en el discurso del film cuando Patricia, asqueada, dice en un momento: “Hay que aceptar cualquier mierda para seguir viviendo. Callarse todo, olvidarse de todo... para sobrevivir”. A su manera, pues, Patricia se niega a olvidar el pasado, renunciar a la historia, superar el trauma. El final, sin embargo, tras la venganza catártica, se revela más optimista, como subraya la canción Para volver a creer, que interpreta Sandra Mihanovich: “Solo nosotros quedamos del naufragio, solo nosotros y nuestro pasado [...] A seguir en otro barco [...] Porque un mañana vendrá, que nos inunde de luz, para volver a soñar”. Películas urbanas, claustrofóbicas y nocturnas, siempre bajo una omnipresente pátina de violencia, El desquite y La búsqueda se adentran en un submundo de marginalidad, prostitución, homosexualidad, alcohol y drogas, mientras que En retirada bucea incómodamente en los restos de un universo parapolicial

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a la sazón todavía poderoso. Al margen de esta diferencia, otro elemento de relieve ha de ser tenido en cuenta a la hora de enfrentarse a un estudio crítico de la trilogía. Entre El desquite y En retirada se celebran las elecciones de 30 octubre de 1983 y Raúl Alfonsín asume la presidencia de la nación el 10 de diciembre. Días después, el 15 de diciembre, se procede a la creación de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). La trilogía de Desanzo exhibe una clara voluntad de glosar estos cambios en consonancia con el que numerosos críticos han reconocido como una suerte de paradigma estético de la época. Porque “aunque existieron modalidades divergentes”, señala Jorge Sala (2010: 340), “en el contexto de la transición democrática el cine hegemónico se asociaría recurrentemente a la utilización de la transparencia enunciativa como mecanismo de soporte de un exacerbado realismo testimonial. El objetivo principal que motivó esa elección fue el desarrollo de un discurso sin fisuras sobre el pasado”. La vieja y nutrida tradición del cine policial argentino ofrecería a Desanzo el marco genérico adecuado para acometer dicha operación, soslayando de paso algunas de las previsibles cortapisas de la censura en su arriesgada exploración de los límites de lo decible en la producción fílmica de la época.

2. Desanzo y la tradición del cine policial argentino El cine policial argentino conoce su edad de oro a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta (esto es, en pleno periodo peronista), aclimatándose con notable facilidad al contexto local, por lo menos en sus ambientes, atmósferas y escenarios, aunque entendido por lo general mucho más como una variante del melodrama (criminal) que como cine de acción. El notable ejercicio de estilo que ocasionalmente presentan películas como Camino del infierno (Luis Saslavsky y Daniel Tinayre, 1945), La muerte camina en la lluvia (Carlos Hugo Christensen, 1948) o No abras nunca esa puerta (Daniel Tinayre, 1952) rara se vez se ve acompañado por una perspectiva narrativa o moral que cuestione mínimamente el status quo: salvo contadas excepciones, como en el caso de Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949), el policial clásico argentino está siempre narrado desde el punto de vista de la ley y carece de la ambigüedad moral consustancial al film noir hollywoodiense al que imita. Dicho de manera más explícita, y citando a Mabel Tassara en su conocido estudio sobre el tema, “el policial argentino, salvo unas pocas excepciones [...] es un claro defensor de la legalidad institucional” y por ello “el delincuente es [siempre] un extraño, al-

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guien de quien poco se sabe, habitualmente tratado de manera sumaria como personaje” (Tassara 1993: 155-156). Didactismo y afán moralizador caracterizan este tipo de cine, perviviendo sin duda con no menos claridad en la producción cinematográfica de los años de la dictadura. Se ha discutido mucho acerca de la vigencia en el ámbito cinematográfico de las ideas apuntadas por Beatriz Sarlo (1987) a propósito de la “narrativa del Proceso” (resistencia a una expresión realista, complejas operaciones de construcción de sentido fuertemente metafóricas, preferencia por miradas oblicuas) y bien es cierto que estos rasgos reaparecen en la pantalla en títulos como Crecer de golpe (Sergio Renán, 1977), La isla (Alejandro Doria, 1979), Los miedos (Alejandro Doria, 1980), El poder de las tinieblas (Mario Sábato, 1979), Fiebre amarilla (Javier Torre, 1983), El hombre del subsuelo (Nicolás Sarquís, 1981), El agujero en la pared (David José Kohon, 1982), etc. Pero no lo es menos, como apunta Sergio Wolf, que hubo otra líneas no menos pregnantes —y en las que el policial jugó un papel de primera magnitud— en las que las claves son más bien otras. Podemos convenir con Wolf que “el Cine del Proceso exhibe la nación como el territorio de la muerte, en el que el intercambio simbólico de la sociedad se evidencia lóbregamente obsesional” (1993: 271), pero esto no quiere decir que en todos los casos las películas del septenio prefieran operar sobre la ambigüedad y la pluralidad de sentidos. Se erige, por ejemplo, desde los discursos afines al poder, una frontera taxativa entre el “nosotros” y el “ellos”, al tiempo que se apuntala repetidamente la mitificación de un impreciso tiempo lejano y se concibe, en consecuencia, al propio país como un “establecimiento reeducacional” al hilo de consignas precisas y contundentes (Ibíd.: 277). En el ámbito específico del policial, Marcela Visconti (2007) ha estudiado de forma ejemplar el contraste entre las estrategias narrativas y de representación en dos películas coetáneas, pero muy diferentes, de los últimos años del Proceso, ambas adscritas al género policial: Sentimental (Sergio Renán, 1981) y Últimos días de la víctima (Adolfo Aristarain, 1982). Mientras que en esta última, bien conocida, el punto de vista cinematográfico corresponde al del delincuente, un killer profesional que ejecuta con fanática precisión (y frialdad) su encargos sin preguntarse jamás por las implicaciones de los mismos (un asesino profesional con ‘valores propios’, exclusivamente inherentes, eso sí, a la lógica y la praxis de su trabajo: como muchos de los personajes del film noir americano, por cierto) y la película se construye como un complejo puzzle en el que finalmente ninguna pieza resultará estar en el lugar que parecía, en Sentimental —conforme la tradición clásica— la investigación se lleva a cabo desde las instancias apropiadas y lo que se hace valer es precisamente “la función de la insti-

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tución policial como restauradora del orden dentro de una sociedad caótica” (Visconti 2007: 6). Frente a la construcción cíclica y abierta de Últimos días de la víctima, que —lejos de remitir a un final reparador y conformista— “confirma la vigencia de un dispositivo criminal que no puede ser desactivado porque es funcional a los intereses de quienes detentan el poder dentro del sistema social” y, en ese sentido, revela la existencia de “una constelación criminal que atraviesa el espacio en su conjunto y que, lejos de estar clausurada, continúa renovándose” (Ibíd.: 13), Sentimental sella convencionalmente el relato para mostrar la resolución del caso y la vigencia del imperio de la ley. El plano final de la película, idéntico al del inicio, una toma cenital del pasaje de la calle Corrientes donde sucedió el crimen de referencia, pero filmado ahora de día y no de noche, imprime al relato otra suerte de estructura cíclica, aquella de la restitución del orden una vez que la policía ha cumplido con su cometido, el caso ha sido esclarecido, el asesino encarcelado y la sociedad en su conjunto puede respirar tranquila en un nuevo amanecer. Nada que ver, si vamos a eso, con el inquietante mecanismo cíclico de Últimos días de la víctima, donde una vez eliminado su protagonista, Mendizábal, otro anónimo killer recoge un sobre con sus “honorarios” —igual que solía hacer aquél— en una taquilla emplazada en un oscuro y anodino callejón en medio de la ciudad. El cine policial de la transición democrática rompe en buena medida con los moldes de la tradición clásica. De entrada, porque recoge de forma inequívoca una nueva herencia literaria relacionada con el tratamiento de la violencia. Son reveladoras es ese sentido las palabras de Rubén Tizziani (en Friera 2003) a propósito de su celebrada novela Noches sin lunas ni soles (1975, luego adaptada por José Antonio Martínez Suárez en 1984 en uno de los mejores títulos que el género nos deparara en esos años): “Escribí ese libro para hablar de la violencia, que estalla en la narrativa policial argentina en la década del setenta. Todo es sangre y crimen y no es casual que aparezca en la década más violenta de la historia argentina”. En la Argentina del post-Proceso, el viejo héroe solitario de anteriores policiales, normalmente comprometido con las instituciones de la legalidad o, en todo caso, una figura solitaria y romántica, “ha sido reemplazado por un protagonista, cínico, desengañado frente a la justicia y las instituciones, y animado por una ideología fascista. Ante un pasado dictatorial no surge una mayor conciencia, sino la sensación de que nada ha cambiado mucho” (Goity y Oubiña 1994: 226). Perdedores que deciden dejar de serlo por medio de un atajo, beneficiándose de las desdibujadas fronteras entre legalidad e ilegalidad, estos nuevos “personajes se desplazan en un medio dominado por el crimen, en el que la corrupción es manifiesta y donde no solo el honor público, las conven-

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ciones heroicas y la integridad personal están en riesgo, sino que hasta peligra la misma estabilidad psíquica. Violencia, inseguridad y angustia son los tonos que prevalecen en estos relatos. La ciudad se ha vuelto una amenaza y se ha convertido en un lugar incierto” (Ibíd.: 227). La idea de la ciudad como entorno amenazante, perpetuo lugar de tránsito en el que es imposible detenerse y experimentar el placer de la compañía de los otros, ha sido también adecuadamente explorada por Marcela Visconti (2010: 354-356) a propósito de Últimos días de la víctima. Y, de hecho, Sergio Wolf apunta significativamente cómo durante los años de la dictadura “menguaron las escenas en exteriores o calles” (1993: 278). Pero esta visión poco hospitalaria del entorno urbano se perpetúa todavía en algunas de las películas policiales del periodo de la transición democrática y, en particular, comparece en la trilogía de Desanzo. En El desquite, por ejemplo, las únicas secuencias de exteriores diurnos corresponden a asesinatos, ajusticiamientos, atentados, entierros... y poco más. El club nocturno Kamasutra —tapadera del tráfico de drogas— es el auténtico epicentro de la acción, junto a algunas secuencias domésticas (en contraposición a aquel universo). Las calles, pues, al igual que en el periodo de la dictadura, no constituyen el escenario central de la acción, que se emplaza más bien “puertas adentro”, “promoviendo así la idea de un espacio social paranoide donde ningún lugar y ninguna posición son seguras y donde, por ende, nadie puede estar a salvo” (Visconti 2010: 356). La búsqueda comparte algunas de estas características, pero es, por supuesto, En retirada el locus privilegiado donde podemos encontrar todavía tales visiones características de un cierto cine de la dictadura junto a discursos ideológicos de signo diverso y aun contrario.

3. No habrá más penas ni olvido… En retirada se inscribe plenamente en el subgénero de thrillers paramilitares, relativamente popular en los años de la transición y que, de acuerdo con Constanza Burucúa (2008: 80-88), servirían adecuadamente para revelar la naturaleza perversa y corrupta de la dictadura recién superada y comenzar a representar de algún modo los actos de terrorismo de Estado en la pantalla. No en vano su protagonista es un paramilitar, un ex torturador para ser más precisos, en retiro forzoso —esa “mano de obra desocupada”, como se la diera en llamar en la época— que ha de bregar por su propia supervivencia en la precisa coyuntura de las elecciones de 1983. La obertura de la película, con imágenes de las Ma-

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dres de la Plaza de Mayo exigiendo información sobre los desaparecidos, las calles en plena euforia electoral o la programación televisiva copada por las intervenciones de los líderes políticos, sitúa perfectamente la acción en octubre de 1983 y define el contexto de manera no menos precisa. “Una historia contada desde el punto de vista del enemigo”, como describiera la película una anónima reseña en el diario La Nación (1984), En retirada presenta a un personaje reprobable y violento hasta el puro sadismo (véase la brutal paliza que propina a su antigua novia mientras intenta violarla), plenamente comprometido a nivel ideológico con el Proceso y ahora asqueado y crecientemente asustado, sobre todo cuando, de una parte, es reconocido por una de sus víctimas y, de otra, se siente abandonado por sus antiguos jefes. El intenso diálogo que hacia el final de la película mantiene con uno de ellos es muy expresivo: Ricardo: ¿Ahora me van a abandonar? ¿Qué, ya no sirve nada de lo que hice? Porque yo lo hice en serio, yo lo hice porque creía, porque creo, porque para mí no hay otra cosa ¿Qué es eso de retirarnos como cagones? Arturo: Pará, pará, que la cosa no es tan fácil. Nos retiramos porque perdimos una batalla, pero la guerra, la guerra la vamos a ganar nosotros. Ricardo: ¿Cuándo? Arturo: Pues siempre, pues siempre. Hay que saber esperar.

El intercambio se hace eco claramente de las palabras que Külpe dirige a Mendizábal poco antes de ejecutarlo al final de Últimos días de la víctima: “El oficio no es malo, pero tiene sus riesgos, hay que saber abrirse a tiempo. Hoy le toca a usted, mañana a mí. Nos tienen que borrar. Sabemos muchas cosas y estamos en el mercado. Si nos pagan bien, podemos empezar a hablar... y no es mala idea. La hora de los fierros se acabó... por ahora”. La gran diferencia, ya se ha apuntado, es que mientras desconocemos las convicciones ideológicas del killer de Aristarain y percibimos todavía en él una cierta “ética profesional” muy emparentada con el universo del noir tradicional, Oso es un personaje siniestro, abiertamente sádico y comprometido con un ideario particular que se identifica con el del eufemísticamente llamado Proceso de Reorganización Nacional. En retirada siembra así un grado adicional de inquietud entre los espectadores, que no solo parecen constatar —como en El desquite— que el oportunismo sin escrúpulos sigue constituyendo la única salida individual a una existencia mediocre en el seno de un sistema sin remisión o —como en La búsqueda— que la venganza al margen de las instituciones de la ley se presenta

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como la única posibilidad de obtener justicia tras las traumáticas experiencias vividas. En retirada entronca con las visiones paranoicas de algunos de los títulos más emblemáticos del cine del Proceso con su perpetua mirada sobre una realidad vaga, pero efectivamente amenazante, jugando en este caso con la idea de que la gran pesadilla pudiera no haber terminado. Abonándose también a la moda del thriller conspiratorio, pues tal cosa resulta ser en última instancia la película por mor de un sorprendente giro final que remite directamente a Últimos días de la víctima, En retirada se conforma así como una de las películas más desasosegantes de un periodo en el que, ciertamente, no fueron pocas las que podrían aspirar a tal calificativo, y un excelente ejemplo de ese Aufarbeitung (en el sentido adorniano) que autores como Vicente J. Benet (1999: 122131) han identificado y estudiado muy bien en el caso de los thrillers políticos de la transición española, con los que sin duda cabría establecer algunos paralelismos relevantes. Como luego, en otro registro menos analítico, hará La búsqueda, En retirada plantea también en cualquier caso la insatisfacción con el curso político de los acontecimientos y parece anticipar una rotunda negativa a cualquier suerte de ley de amnistía o Punto Final, al tiempo que tan solo parece creer en la venganza personal como medida reparadora ante la ausencia palmaria de justicia institucional. Así, Julio, el humilde trabajador antaño torturado por Oso y cuya vida jamás ha podido regenerarse tras la desaparición de su hijo, busca sencillamente la justicia por su mano y, en uno de los momentos más impactantes de la película (potenciado por la vibrante interpretación de Julio Di Grazia), deja explotar su rabia contenida ante su mujer: Estoy harto, Ana, harto de ver abogados, jueces, curas, milicos, harto de rogar, de pedir por favor, de ir puerta por puerta, que te manden a ver a Zutano, después a Mengano, que alguien te diga qué salió de todo esto, que un empleaducho de mierda de tribunales termine preguntándome: “¿Usted está seguro que su hijo existe?”. ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!

Como apuntaban Goity y Oubiña (1994: 227-228), los desencantados personajes del policial de la transición se escoran peligrosamente hacia posiciones fascistoides, por más que en el caso de Julio su postura derive exclusivamente del dolor y el trauma y el discurso de la película deje, no obstante, abiertas algunas puertas —siquiera bajo la forma de interrogantes— en la impactante secuencia final de la película cuando Julio consigue finalmente dar alcance a Oso y pelean en lo alto de un tejado: será la bala disparada por un oculto e ignoto francotirador la que acabe en ese momento con Oso, el incómodo Oso que no

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aceptara de buen grado “borrarse” (desaparecer) hasta que volvieran tiempos mejores, y lo hace con su silueta recortada sobre la imagen del edificio del Congreso de la Nación. Algunas lecturas de la película quieren ver en esta simbólica alusión espacial una clave optimista que remitiría a las fuertes expectativas depositadas en el retorno de la democracia al país después de un septenio negro, pero lo cierto es que nada hay en el discurso global de la película —mucho más nihilista, como subrayan otros autores (Burucúa 2008: 93)— que parezca abonar esa interpretación. No es esa, por lo demás, la única metáfora espacial en una película que parece tomarse muy en serio la idea de cartografiar la ciudad como un continuo, extenso e inabarcable espacio de memoria. Para empezar, esta relación de la ciudad con la memoria y la identidad se formula en En retirada en clave de lo que Karl Schlögel denominara “Topografía del terror” (una de las piezas de su volumen significativamente titulado En el espacio leemos el tiempo). Como haciendo suyas las palabras de Schlögel, Desanzo y Feinmann parecen pensar que “no hay un guía mejor en la topografía del terror que informes y recuerdos de supervivientes. Podemos fiarnos de ellos. Nos dejamos coger de la mano y llevar allí donde ya no tenemos acceso, a lo que nos ha sido ahorrado. Ha surgido un género propio. La anotación inmediatamente posterior, sustentada en la voluntad y el sufrimiento de quien lo ha pasado y decide retener cada detalle antes de que tiempo o distancia lo hagan palidecer y difuminarse. Hay que transmitirlo al mundo circundante y a la posteridad, que de otro modo no nos creería” (Schlögel 2007: 424). En retirada asume esta tarea antes de que pronto vinieran a hacerlo otras películas más conocidas y todavía con la virulencia de la herida abierta y por restañar. Quizás por eso no cabe buscar demasiada sutileza en la película, más próxima al grito que al análisis, pero quizás también por eso En retirada presenta una dimensión física y espacial particularmente pregnante. Como señala Constanza Burucúa, “typical of the film noir, this sense of claustrophobic distopia associated with the urban space becomes, in En retirada, increasingly suffocating as the story progresses” (2008: 91). Como en tantas otras novelas y películas del género, el campo irrumpe en cierto momento como posible contrapunto a esta visión distópica, pero a diferencia de, por ejemplo, Últimos días de la víctima, donde Mendizábal encuentra un transitorio remanso de serenidad en la visita a un amigo fuera de Buenos Aires, Oso no puede ni siquiera así eludir sus propios desequilibrios y, de hecho, el interludio extraurbano de En retirada termina por ser tan sobrecogedor como los episodios urbanos que lo enmarcan. Nada puede compararse, sin embargo, en términos iconográficos con la amenaza que representa la ciudad. Amenaza para

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el perseguido Oso, por descontado, pero también para los propios e inseguros espectadores del film, que son invitados a ver más allá de la euforia de las elecciones y los vientos democráticos. Empresarios norteamericanos o periodistas locales —por no hablar ya, claro, de sus antiguos patrones—, ninguno de los interlocutores de Oso a lo largo de la película son trigo limpio, y en la ciudad parece haber, pese a todo, espacio para la retirada, para el disfraz, para la espera agazapada de nuevos tiempos que reviertan el curso de esa batalla perdida. La pensión en que se oculta Oso, una vez identificado y perseguido hasta su domicilio por Julio, se ubica justamente en un edificio emplazado frente al Obelisco, uno de los monumentos emblemáticos de la ciudad, y su habitación está parcialmente oculta por un enorme luminoso que anuncia Coca-Cola. Dos señas de identidad difícilmente casuales o inocentes para el refugio de un ex torturador en retirada. Si es verdad, como dice Néstor García Canclini (1997: 89), que la ciudad la imaginamos tanto como la vivimos y que el estudio de estos imaginarios urbanos ha sido siempre uno de los ejes que mejor ha servido para (re)pensar la modernidad, sin duda la imagen que de Buenos Aires nos ofrecen películas como En retirada dialoga abiertamente con una rica tradición en la que aquella se representa con frecuencia como una “ciudad ausente”. La expresión remite, por supuesto, a la gran novela de Ricardo Piglia (1992), pero no menos —a través suyo— a los escritos de Sarmiento, Echeverría o Mármol en el siglo xix o Borges y Macedonio Fernández en el xx. Pero dejemos a Piglia expresarlo: “La ciudad de Buenos Aires ha sido ocupada por la barbarie y entonces la ciudad verdadera no es esa ciudad, presente, bárbara, sino una ciudad futura, ausente, próxima, por construir, que en realidad es una ciudad extranjera. Hay una tensión entre una ciudad real [...] y la que se le contrapone: una ciudad imaginaria, futura, ausente” (en Waisman 2003). No es posible entrar aquí en los pormenores de la visión pigliana ni de sus antecedentes literarios, pero sí podríamos convenir que también un cierto thriller de la dictadura y del inmediato periodo de la transición democrática participa de esta idea de la representación del espacio urbano como “utopía por negación” (Graña 1991: 50-55). Películas como En retirada hacen aflorar, por un lado, numerosas voces y microhistorias casi olvidadas a veces —casi olvidadas, pero nunca por completo—, historias como esas que vomita en incesante monólogo la máquina de Piglia, irreductible a presiones y controles sociopolíticos e institucionales, mientras que por otro nos confrontan con ese “infierno tan temido” (valga el caprichoso préstamo de la hermosa expresión de Onetti [1957]) que la ciudad presente encarna y a la que solo como desideratum y utopía cabe contraponer el sueño democrático, feliz-

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mente realizado —con todas sus limitaciones— al tiempo que Desanzo cerraba su trilogía policial.

Filmografía Aristarain, Adolfo (1978): La parte del león. Argentina. — (1982): Últimos días de la víctima. Argentina. Doria, Alejandro (1979): La isla. Argentina. — (1980): Los miedos. Argentina. Christensen, Carlos Hugo (1948): La muerte camina en la lluvia. Argentina. Tinayre, Daniel (1952): No abras nunca esa puerta. Argentina. Kohon, David José (1982): El agujero en la pared. Argentina. Solanas, Fernando E./Getino, Octavio (1968): La hora de los hornos. Argentina. Fregonese, Hugo (1949): Apenas un delincuente. Argentina. Suárez, José Antonio Martínez (1984): Noches sin lunas ni soles. Argentina. Desanzo, Juan Carlos (1983): El desquite. Argentina. — (1984): En retirada. Argentina. — (1985): La búsqueda. Argentina. — (1992): Al filo de la ley. Argentina. Murúa, Lautaro (1971): Un guapo del 900. Argentina. Leonardo Favio (1973): Juan Moreira. Argentina. Puenzo, Luis (1985): La historia oficial. Argentina. Saslavsky, Luis/Tinayre, Daniel (1945): Camino del infierno. Argentina. Sábato, Mario (1979): El poder de las tinieblas. Argentina. Sarquís, Nicolás (1981): El hombre del subsuelo. Argentina. Torre, Javier (1983): Fiebre Amarilla. Argentina. Renán, Sergio (1977): Crecer de golpe. Argentina. — (1981): Sentimental. Argentina.

Bibliografía Benet, Vicente J. (1999): “Tracing the Past, Dealing with the Present: Notes on the Political Thriller in Contemporary Spanish Cinema”. En: Beck, Jay/ Rodríguez Ortega, Vicente (eds.): Contemporary Spanish Cinema and Genre. Manchester: Manchester University Press, pp. 122-131.

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Burucúa, Constanza (2008): Confronting the ‘Dirty War’ in Argentine Cinema, 1983-1993. Memory and Gender in Historical Representations. Woodbridge: Tamesis. Friera, Silvina (2003): “Los sospechosos de siempre”. En: Página 12, 23 de abril. [Consulta: 2 de octubre de 2013]. García Canclini, Néstor (1997): Imaginarios urbanos. Buenos Aires: Eudeba. Goity, Elena/Oubiña, David (1994): “El policial argentino”. En: España, Claudio (ed.): Cine argentino en democracia, 1983-1993. Buenos Aires: Fondo Nacional de las Artes, pp. 208-229. Graña, María Cecilia (1991): La utopía, el teatro, el mito: Buenos Aires en la narrativa argentina del siglo XIX. Roma: Bulzoni. Kriger, Clara (1994): “La revisión del proceso militar en el cine de la democracia”. En: España, Claudio (ed.): Cine argentino en democracia, 1983-1993. Buenos Aires: Fondo Nacional de las Artes, pp. 55-67. Memoria abierta. [Consulta: 4 de octubre de 2013]. Onetti, Juan Carlos (1957): “El infierno tan temido”. En: Ficción, 5, enero-febrero, pp. 60-71. Piglia, Ricardo (1992): La ciudad ausente. Buenos Aires: Sudamericana. S. A. (1984): “En retirada, por notable y sugerente, es mucho más que una obra policial”. En: La Nación, 29 de junio. Sala, Jorge (2010): “Vanguardia estética y confrontación política en dos realizadores de la transición democrática”. En: Moguillansky, Marina/Molfetta, Andrea/Santagada, Miguel A. (eds.): Teorías y prácticas audiovisuales. Actas del primer Congreso Internacional de la Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual. Buenos Aires: Teseo/ASAECA, pp. 339-349. Sarlo, Beatriz (1987): Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Buenos Aires: Alianza. Schlögel, Karl (2007): “Topografía del terror”. En el espacio leemos el tiempo. Madrid: Siruela, pp. 424-427. Tassara, Mabel (1993): “El policial: la escritura y los estilos”. En: Wolf, Sergio (ed.): Cine argentino: la otra historia. Buenos Aires: Ediciones Buena Letra, pp. 147-167. Visconti, Marcela (2007): “Configuraciones temporales y subjetivas en el cine de Aristarain y Renán”. En: Segundo Congreso Internacional de la Asociación Argentina de Semiótica. [Consulta: 2 de octubre de 2013].

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— (2010): “El trabajo criminal en la perspectiva de la modernidad: Últimos días de la víctima (Adolfo Aristarain, 1982)”. En: Moguillansky, Marina/Molfetta, Andrea/Santagada, Miguel A. (eds.): Teorías y prácticas audiovisuales. Actas del primer Congreso Internacional de la Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual. Buenos Aires: Teseo/ASAECA, pp. 351-362. Waisman, Sergio (2009): “De la ciudad futura a la ciudad ausente: la textualización de Buenos Aires”. En: Ciberletras. Revista de crítica literaria y de cultura, 9. [Consulta: 2 de octubre de 2013]. Wolf, Sergio (1993): “El Cine del Proceso: estética de la muerte”. Cine argentino: la otra historia. Buenos Aires: Buena Letra, pp. 265-279.

ANEXO: CORPUS DEL CINE POLICIAL ARGENTINO (1983-1989) El desquite (Juan Carlos Desanzo, 1983) En retirada (Juan Carlos Desanzo, 1984) Noches sin lunas ni soles (José Martínez Suárez, 1984) Atrapadas (Aníbal Di Salvo, 1984) Pasajeros de una pesadilla (Fernando Ayala, 1984) Todo o nada (Emilio Vieyra, 1984) Los tigres de la memoria (Carlos Galettini, 1984) La búsqueda (Juan Carlos Desanzo, 1985) Contar hasta diez (Óscar Barney Finn, 1985) La muerte blanca / Cocaine Wars (Héctor Olivera, 1985) Las barras bravas (Enrique Carreras, 1985) Luna caliente (Roberto Denis, 1985) Sucedió en el internado (Emilio Vieyra, 1985) Seguridad personal (Aníbal Di Salvo, 1986) Correccional de mujeres (Emilio Vieyra, 1986) Perros de la noche (Teo Kofman, 1986) Los dueños del silencio / Svart gryning (Carlos Lemos, 1987) El prontuario de un argentino (Andrés Bufali, 1987) Revancha de un amigo (Santiago Carlos Oves, 1987) Obsesión de venganza (Emilio Vieyra, 1987) Las esclavas (Carlos Borcosque, hijo, 1987) Los corruptores (Teo Kofman, 1987) Chorros (Jorge Coscia y Guillermo Saura, 1987) Gracias por los servicios (Roberto Maiocco, 1988)

Diseño de geografías urbanas en dos novelas policiales de Pablo de Santis: entre la nostalgia y la utopía

Sabine Schmitz Universidad de Paderborn

Con la razón sola no se llega a ninguna parte. Sólo admitiendo que la realidad es en gran parte imaginaria se puede alcanzar la verdad. Pablo de Santis, Filosofía y Letras, 1998: 85 Credo del detective Gaspar Trejo

Introducción: espacios concretos y ficticios en la novela policial Tradicionalmente se ha considerado el espacio construido en textos literarios sobre todo desde un punto de vista descriptivo, cuyo interés principal consiste en su capacidad para hacer referencia a un espacio geográficamente identificable, es decir concreto. Ello es en gran medida válido para la tradicional novela detectivesca inglesa y el hard-boiled americano, puesto que en estos casos el espacio concreto, en su calidad de lugar de los sucesos, se revela clave en la trama. En la novela de detectives, por ejemplo, a menudo se presenta un enigma ocurrido en un cuarto cerrado, el famoso locked room mystery; no obstante, la curiosidad del lector se dirige menos hacia el espacio que a la extraordinaria habilidad intelectual del detective. La trama del hard-boiled, por el contrario, se suele desarrollar en diversos espacios urbanos relacionados entre sí, que tienen la función de caracterizar personajes y al mismo tiempo funcionan como escenario de la persecución del detective al asesino, por lo cual el conocimiento o el poder de desplazarse por el espacio es un factor fundamental que determina el desenlace de esta competición entre los dos antagonistas1. 1. Que esta evolución del género está al mismo tiempo motivada por una implicación ética lo insinúa Ricardo Piglia cuando afirma: “Si la novela policial clásica se organi-

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En la novela policial hispanoamericana, sin embargo, parece existir —según la mayoría de los críticos y autores— a partir del neopolicial, es decir, la novela negra hispanoamericana de los ochenta y noventa, menos interés por la construcción de la novela alrededor de un enigma y de su revelación, o por la escenificación de una persecución espectacular, que por la creación del espacio. Díaz Eterovic, hablando de la novela policial hispanoamericana en general, explica los motivos de este cambio fundamental cuando sostiene: [E]l enigma que nuestros investigadores enfrentan, y que es el elemento central de la novela policial clásica, cede terreno, importando más el entorno en que se desarrolla un crimen y las reflexiones que ese entorno provoca en los personajes, de modo tal que la investigación del delito asume una condición de pretexto para explorar en las carencias de la sociedad. (Díaz Eterovic 2002)

Algunos críticos han sostenido que este interés por el espacio implica una orientación hacia los espacios marginales de las urbes hispanoamericanas, pues así se da, según Salisha M. Collins, “la posibilidad de cuestionar la validez de la estructura social [...] que engendra una geografía de diferencia, una dicotomía construida históricamente en la colonia que establece un centro poderoso que domina sobre los márgenes” (2011: 5). Esta argumentación enfoca por lo tanto el texto como generador de una topografía referencial que puede ofrecer al lector espacios reconocibles. Pero ya las estructuras espaciales abstractas inmanentes al texto, que constituyen el centro de interés de la semiótica del espacio de Jurij M. Lotman, revelan al nivel topológico que el espacio creado por un texto literario se debe leer también como un sistema que modela el mundo (Lotman 1988: 271)2. Teoría que implícitamente parte del hecho de que el espacio es uno de los elemenza a partir del fetiche de la inteligencia pura, y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la ‘decencia’, la incorruptibilidad. Por lo demás se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero” (Piglia 1992: 244). 2. Lotman argumenta que cada texto está compuesto de dos espacios separados organizados por estructuras binarias, como arriba/abajo o bueno/malo, y que solamente cuando una figura importante cruza la frontera entre los dos espacios se produce un argumento. Se trata de un modelo que permite por lo tanto un punto de vista que transciende el texto e integra aspectos de la cultura (cfr. Lotman 1982: 271ss.). El estudio más ambicioso hasta ahora sobre la supuesta relevancia del cronotopos para el análisis del género policial es el de Spörl (2006).

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tos más estrechamente vinculados a la sociedad sobre la que se narra: cuando se construye un espacio es siempre sobre la base de un concepto concreto de una sociedad, y cada teoría de la sociedad implica una determinada concepción del espacio (Schmid 2003: 218; Halbwachs 2002). Principio que es también válido para los espacios de las novelas policiales. Por ello se entienden en lo que sigue los espacios novelescos como una construcción que surge de la interacción con la sociedad, y que además está elaborada con material ya existente mediante unos procesos de relación y unas dinámicas en el tiempo que es necesario comunicar al lector para que realice una lectura activa del texto. Demostrar que esta constitución de espacios ficticios entre la modelación de un mundo, la negociación de espacios físico-reales y los condicionamientos socioculturales tiene suma importancia para el género policial es el objetivo del siguiente estudio, que se centra para ello en dos textos policiales de Pablo de Santis, Filosofía y Letras (1998) y El enigma de París (2007). Estos no son realmente ni novelas negras ni neopoliciales, sino —al menos a primera vista— policiales clásicos que destacan por estar condicionados por un elaborado engranaje entre topografías y topologías imaginarias, que a su vez remite a un complejo discurso sobre las condiciones y la epistemología de la observación y el conocimiento que condicionan la producción, construcción y constitución del espacio criminal3. Para revelar la estructura y función del discurso espacial expuesto en ambas novelas analizaremos primero los mapas cognitivos que determinan la percepción de los espacios en las novelas. A continuación se identificarán los dispositivos mediales que condicionan al mismo tiempo el simbolismo y la operatividad de los espacios, como la construcción de mundos imaginarios diseñados por y en el texto y las prácticas de representación a las que aluden, pues revelan elementos centrales de la concepción del espacio. Estas reflexiones nos permitirán finalmente analizar los efectos que estos mundos diseñados tienen en el género policial; género que se consideró durante mucho tiempo reacio a los cambios estructurales basándose en el estrecho corsé genérico que le es propio.

3. Con ello se pretende demostrar, entre otras cosas, que el diseño de espacios en la obra de Pablo de Santis no destaca solamente por su calidad referencial, aspecto que apunta Guiñanzú en su estudio de tres de sus novelas cuando constata que “el espacio en las tres novelas tiene una función desestabilizadora que provoca sugerencias y cuestionamientos de alcance extratextual” (Guiñazú 2005: 54).

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1. Mapas cognitivos de dos ciudades del crimen El mapa cognitivo de Buenos Aires que se ofrece al lector en las dos novelas a través de la percepción de sus protagonistas, el Esteban Miró de Filosofía y Letras y el Sigmundo Salvatrio de El enigma de París, no presenta una ciudad construida a partir de un esfuerzo de mímesis realista, sino a partir de una topografía que hace referencia a una ciudad imaginaria. Así, ambos actualizan lo que Ricardo Piglia denominó, en una entrevista en 2000 con Sergio Waisman, la “primera fundación” de la ciudad de Buenos Aires, que opone una ciudad presente, bárbara, a una ciudad futura, ausente, que queda por construir, o bien que tiene su referente más importante en una ciudad extranjera: París o Nueva York. Según Piglia, esta ciudad ausente será más tarde reemplazada por una segunda fundación por parte de Borges en los años cuarenta del siglo xx, quien la convirtió en una ciudad imaginaria mundial, caracterizada por la síntesis entre lo europeo y lo local (Waisman 2003). El propio Piglia construyó en su novela La ciudad ausente (1992) otro imaginario urbano importante de Buenos Aires, publicado en 2008 como novela gráfica, prologada y adaptada al género justamente por Pablo de Santis y con ilustraciones de Luis Scafati (Anexo 1). De Santis construye en sus dos novelas policiales también una ciudad ausente, aunque no en el sentido afirmado por Jean-Noël Blanc en su eminente estudio sobre la novela policial Polarville (1991), donde sostiene que el dispositivo genérico urbano más importante del policial francés hasta muy entrados los años sesenta del siglo xx es la ciudad negada por parte de su ciudadanos por miedo, lo que explica la constante presencia del asesino de la ciudad en este género; y tampoco en el sentido sugerido por Resina cuando caracteriza las ciudades en las novelas policiales como “ciudades antigeográficas” (Resina 2009: 18), que ve caracterizadas por el ansia de “desfamiliarizarse de lo cotidiano”, “la desfamiliarización de lo banal” y de crear así un “imaginario urbano alternativo” a base de mitos urbanos (Ibíd.: 17). Porque De Santis no recurre en sus novelas ni a los mitos urbanos, cosa que le hubiera sido muy fácil tanto en el caso de Buenos Aires, ciudad en que está situada la trama de Filosofía y Letras, como en el de París, metrópolis en que se desarrolla la mayor parte de la novela El enigma de París, ni al asesino de la ciudad; sino que construye ciudades ausentes que se caracterizan por no dar ya pistas clásicas al detective tradicional. Ausentes no en el sentido de que no están presentes, sino que lo están en forma de utopía. Se trata pues de espacios urbanos que carecen de la constante del permanente asesino de la ciudad, dispositivo importante del género desde finales

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del siglo xix hasta los años sesenta del siglo xx según Blanc (1991). Este elemento del imaginario urbano del policial no se encuentra en Filosofía y Letras porque la trama se desarrolla sobre todo en el presente, y tampoco en El enigma de París porque la novela está ambientada en los años ochenta del siglo xix, época en la que este concepto no está todavía consolidado. En consecuencia, la víctima principal no es, no puede ser, la ciudad. Así, el autor confronta en Filosofía y Letras al lector con un espacio principal, que es una aislada, claustrofóbica, arruinada y laberíntica Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, situada en el centro de la capital4. El edificio funciona por tanto como una especie de espacio cerrado5. El narrador, el treintañero recién licenciado Esteban Miró, cuenta al principio cómo accede a su primer puesto de trabajo en el Instituto Nacional de Literatura, situado en esta Facultad de Filosofía y Letras. A lo largo del libro se ve envuelto en la lucha entre tres profesores universitarios por la ilocalizable obra del autor Homero Brocca, un supuesto escritor genial. El admirador más fanático del autor es el jefe de Esteban Miró, el profesor Emiliano Conde, que se enfrenta a la ambición de otros dos colegas por investigar la obra de su autor favorito. De repente aparece el primer muerto en la arruinada Facultad, el intendente del edificio. Poco después siguen otros, entre ellos los dos enemigos de Conde. Con el primer cadáver, el detective universitario Gaspar Trejo, poseedor de una “cátedra portátil” de Lógica, aparece en escena (De Santis 1998a: 82), y Esteban Miró se convierte en su ayudante. Al final se revela que los sucesos mortales en la Facultad de Filosofía y Letras se deben a la intervención del propio autor Homero Brocca, todavía vivo, que los escenificó con la meta de escribir una novela policial que reprodujese fielmente sucesos reales6. 4. Pablo de Santis reveló en una entrevista el lugar real de la Facultad de Filosofía y Letras porteña como punto de referencia de la suya novelesca: “El núcleo [de la novela] transcurre en un viejo edificio que tiene la Facultad de Filosofía en la calle 25 de Mayo [de Buenos Aires]” (Vázquez 1999). 5. De Santis confesó en una entrevista que le encantan los espacios cerrados de las novelas policiales clásicas: “Me gusta el microclima, que haya algo claustrofóbico en la novela. Este [i.e. la Facultad de Filosofía y Letras en su novela Filosofía y Letras] es un ambiente sumamente claustrofóbico, con valores que no se corresponden con el exterior” (De Santis 1998b). 6. Juan Manuel de Prada caracteriza acertadamente la intriga de la novela como “levemente kafkiana” (De Prada 1999). En cuanto al funcionamiento y la significación de los distintos niveles metaliterarios y fantásticos, estrechamente interrelacionados, cfr. Schmitz (2009).

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Aunque se alude en la novela constantemente bien a la topografía concreta, bien a la materialidad de la ciudad de Buenos Aires actual —a veces también a la de los años cincuenta y sesenta, y a los comportamientos individuales y sociales de sus ciudadanos, los cuales generan el espacio como constructo social (por ejemplo, según su manera de desplazarse: en autobús, a pie, etc.)—, el mapa cognitivo generado por la novela no se constituye alrededor de estas coordenadas. Antes al contrario, el centro de la novela está constituido por espacios marginales, o bien que tienden a lo fantástico, como la arruinada Facultad o la Casa Spinoza, un hospital psiquiátrico cuyas “instalaciones [se usaron en los años 50] para la internación forzosa de intelectuales opositores” (De Santis 1998a: 90). En el policial El enigma de París, sin embargo, el espacio más importante no es Buenos Aires, aunque sirve parcialmente como marco pues allí se desarrolla el principio y el final de la novela, sino París7: el joven protagonista Sigmundo Salvatrio —cuyo nombre merecería un estudio aparte— aprende su oficio como adlátere con el detective porteño Renato Craig en su ciudad natal a finales de los años ochenta del siglo xix en Buenos Aires. De allí pasa a París, donde sustituye a su maestro en la reunión del selecto club de los Doce Detectives, que reúne a los más famosos del mundo. Estos se juntan en el París de la gran Exposición Universal de 1889 para dar a conocer a un amplio público su arte y filosofía de la investigación en coloquios y en una exposición de sus instrumentos de trabajo. Pero enseguida sucede algo inesperado. Desde la Torre Eiffel, en la última fase de su construcción, uno de los Doce es empujado al vacío y muere. El joven Salvatrio se convierte pronto en ayudante de uno de los grandes detectives, Viktor Arzaky, acompañándolo y ayudándole a revelar este asesinato y también otros que le siguen. Al final, después de aparentemente resuelto el caso por dicho detective, el joven Sigmundo revela finalmente quién ha sido el verdadero autor del crimen. Como en el Buenos Aires de Filosofía y Letras, también en el París de El enigma de París se encuentran lugares fantásticos, como por ejemplo la casa del sospechoso Giralet, donde no solamente la propia casa, sino también las ven-

7. Con ello De Santis retoma una importante característica geográfica de los primeros policiales latinoamericanos, los cuales según Trelles Paz destacaron por presentar geografías híbridas, puesto que no solamente los autores latinoamericanos, durante aquella fase fundacional del género, adoptaron seudónimos que les caracterizaban como pertenecientes a áreas culturales distintas de las suramericanas, sino que también ambientaron muchas de sus obras en una ciudad europea (Trelles Paz 2006, 84; cfr. también Trelles Paz 2008, pássim). Por ello, las obras de esta primera fase del policial fueron luego juzgadas por Lafforgue y Rivera “manifestaciones de verdadero talento pastichista” (1977: 17).

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tanas, puertas, etc. tienen forma de libro (De Santis 2007: 155ss.). Pero lo más significativo es la topografía simbólica en cuyo centro está una Torre Eiffel a punto de ser acabada para la Exposición Universal de 1889. Esta torre, según afirma en la novela el propio Eiffel, está en el centro de “una guerra de símbolos” (Ibíd.: 70), pues en la novela se revela que está considerada por sus detractores, una secta de Iluministas, como el signo del Positivismo, el “deseo de comprender todo, de explicarlo todo, [...] la enfermedad del siglo”, como símbolo de un mundo “sin secretos” (Ibíd.: 239), y es más, como un peligro por jugar con un concepto antropológico, pues está concebida “recordando la organización de las fibras en el fémur, que es un hueso muy liviano y fuerte a la vez y que es también el más largo del cuerpo humano” (Ibíd.: 149). De la inmediata relevancia del nuevo símbolo ya desde su construcción, y con ello de su importancia para todos, incluidos los detectives, Arzarky no deja ninguna duda al señalar al joven adlátere Sigmundo, recién llegado de Argentina: Para usted París es la torre. Pero nosotros, que vivimos aquí, hemos asistido durante dos años al lento proceso de transformación. Estos tirantes y hierros verticales se han filtrado en nuestros sueños; no hay quien se sienta libre de la obligación de gritar sí o no... Para unos es el mal, para otros el futuro, para los más pesimistas, es el mal y el futuro a la vez. (De Santis 2007: 119)

Otro espacio simbólico de esta desacralización del mundo es la Exposición Universal; a ello alude el protagonista Sigmundo Salvatrio cuando constata que “[d]esde la torre y desde la exposición misma, la luz eléctrica prometía un mundo sin vacilación, sin sombras. Tenía el incoloro color de la verdad” (Ibíd.: 71), y con ello la imposibilidad del misterio y de los secretos, es decir, la base del trabajo de los detectives (cfr. Apendix 2). Es por tanto lógico que al final de la novela París sea la única ciudad que ya no tiene un detective de renombre, es decir un investigador de gran envergadura que pertenezca a los famosos Doce Detectives. Los dos lugares, la Torre y la Exposición, designan por lo tanto el comienzo de una nueva época, una utopía que está a punto de hacerse realidad, la de las ciencias y el Positivismo, que en términos espaciales está marcada por lo vertical (De Santis 2007: 70). Ello culmina en la Torre Eiffel como “phare des nations” iluminado (Kneißel 2010: 245), y en términos de luminosidad en la luz eléctrica, cuya aparición caracteriza justamente a la Exposición Universal parisiense de 1889 como símbolo de la razón y del poder de la Ciencia8. Este cam8. Sobre la significación ideológica inherente a la metáfora de la luz en relación con la Exposición Universal del año 1889, y en especial con la Torre Eiffel, a la que también alude

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bio de época tiene como consecuencia la desaparición del lugar privilegiado del policial clásico, el cuarto cerrado. A ello alude una parte importante del libro que gira desde el comienzo (De Santis 2007: 26) en torno a la existencia de este lugar especial, y también a su desaparición en los tiempos modernos que corren. Se trata de una evolución que uno de los Doce intenta frenar al elegir la Torre Eiffel como lugar de escenificación de un crimen “de cuarto cerrado [...] al aire libre” y de orientación vertical (Ibíd.: 118), finalmente en vano. Así, el mapa cognitivo de París se revela doble. Por una parte está condicionado por la necesidad de diseñar una ciudad que se presente como el ombligo del mundo del progreso y de lo vertical, del Positivismo, metonímicamente encarnado en la Torre Eiffel y la Exposición Universal, centro de este mapa, en una red muy densa de indicaciones referenciales e isotópicas. Por otra parte, hay que tener en cuenta que De Santis se dirige sobre todo a un público latinoamericano, y por ello puede confiar en el hecho sabido de que existen múltiples vasos comunicantes entre Buenos Aires y París9. En este caso, el París de finales del siglo xix está construido como un lugar de ansia, punto de referencia de la ciudad ausente, Buenos Aires. No obstante, al mismo tiempo se percibe una eminente nostalgia por aquellos tiempos todavía no dominados por un orden espacial condicionado por lo vertical10. De Santis opta, conforme al método de investigación clásico que caprofusamente Pablo de Santis y que merecería un estudio aparte, vid. Kneißl 2010, especialmente el subcapítulo “Exkurs: Eiffelturm als ‘phare des nations’”, pp. 245-253. 9. Así, De Santis puede confiar en que, aún hoy, una gran mayoría de sus lectores hispanoamericanos es consciente de que París, en los años 1880, todavía era el punto de referencia central de las propuestas urbanísticas. Hecho que cambia a partir de 1900, según Margarita Gutman, dado que a partir de entonces lo será Nueva York, ciudad en las alturas; así, el porteño “común” imaginaba un futuro que “asociaba con Nueva York, basado en el desarrollo de los elementos de la ciencia y de la tecnología, que eran considerados como elementos neutros, de valor universal. Era una imagen de un futuro que iba a ser en todas partes igual y se lo imaginaban a la vuelta de la esquina” (Gutman, citada en una noticia de la Agencia EFE del 27 de diciembre de 2011, dedicada a su estudio sobre Buenos Aires publicado ese mismo año). 10. Por el contrario, hoy lo vertical se ha convertido en un signo más bien negativo, representativo del poder de los bancos, de la economía, y como un orden espacial que se intenta superar por medio de la red, lo virtual. Actualmente incluso se propone invertirlo, como en el esbozo de un proyecto urbanístico para Ciudad de México, donde se discute si edificar una pirámide subterránea en el Zócalo para proteger el patrimonio nacional que se encuentra en su superficie (cfr. El Universal 2011). ¿Signo de que vienen nuevos tiempos, con espacios que se desarrollan en direcciones alternativas a las tradicionales?

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racteriza el quehacer del detective protagonista de la primera parte de su libro, Donato Craig, por diseñar una ciudad de Buenos Aires en la que la urbanística moderna todavía no se ha impuesto. Se trata de un diseño nostálgico de la ciudad porteña, puesto que, según Margarita Gutman, coordinadora del espléndido catálogo sobre el Buenos Aires de 1910, “[e]n Buenos Aires, en el contexto del modelo positivista asumido e implementado por la generación del 8011, el pensamiento sobre el futuro estaba plenamente instalado e impregnaba todos los niveles de la vida urbana así como los planes y proyectos urbanos formulados y discutidos en diversos ámbitos” (Gutman 1999: 40).

2. Condición previa de los mundos imaginarios: las prácticas mediales A partir del imaginario topográfico concreto que acabamos de ver, Pablo de Santis diseña un orden del mundo abstracto que se analizará más adelante. Antes conviene preguntarse brevemente por los dispositivos mediales que el autor vincula con estos mundos imaginados. Se trata de un aspecto fundamental en la novela policial, puesto que estos dispositivos suelen condicionar tanto la investigación como las reflexiones epistemológicas, fundadas ambas en las apreciaciones del observador natural de la novela policial: el detective. En consecuencia, no puede sorprender que De Santis nos presente en Filosofía y Letras como detective a un profesor de lógica poseedor de una cátedra portátil, quien informa al lector de que “[h]abía abandonado la lógica pura para construir mi propia materia, la Ciencia de los Indicios” o sea la “indiciología” (1998a: 159), la cual practica instalando en su casa “vitrinas sostenidas por mesas angostas de patas largas” (Ibíd.: 105), fabricando así un museo de pruebas materiales que le inspiran la solución del caso. El museo de indicios de Gaspar Trejo está por lo tanto estructurado por un orden topológico, puesto que solamente una cierta constelación de las posiciones y del orden de los objetos revela el enigma que investiga el detective. Según Trejo, este es el único método que le permite combinar “la razón con la intuición”, unión fundamental, dado que “[c]on la razón sola no se llega a ninguna parte. Solo admitiendo que la realidad es en gran parte imaginaria se puede alcanzar la verdad” (Ibíd.: 85). De este modo, el investigador de Filosofía y Letras no se burla solamente de toda una tradición investigadora racional, que garantizó el restablecimiento del orden y la moral inquebrantables y que condicionó durante

11. Aquí no se refiere a la generación de escritores, sino a la así denominada élite de gobernantes que dirigió Argentina entre 1880 y 1916.

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casi un siglo la novela basada en la resolución de un enigma, sino que insiste también en el hecho de que dicha tradición no puede existir al margen de las cosas, es decir de los objetos-indicios, una categoría absoluta del espacio, pues ella carece de objetualidad propia. El espacio se genera tan solo a partir de la relación entre los elementos y sus propiedades físico-materiales12. Este cuestionamiento o ampliación del concepto físico-geométrico tradicional del espacio, este rechazar que exista una relación clara, incuestionable, localizable e identificable entre cuerpos u objetos, hace imposible la clasificación, orientación y mediación en y del mundo. Una suposición que afecta de manera fundamental al género. En El enigma de París De Santis ahonda en estas reflexiones, pues allí, como parte de la Exposición Universal, los doce mejores detectives del mundo exponen, en un hotel que lleva el significativo nombre de Numancia, sus herramientas de investigación, las cuales condicionan su visión de la realidad, y con ello del espacio. Se trata de un juego de lupas, un microscopio, una pistola (De Santis 2007: 110), una pizarra de Aladino (Ibíd.: 94) y un bastón multifuncional (Ibíd.: 57). Pero estos medios, que modelan la percepción del espacio cercano que interesa al detective a la hora de investigar y revelar sus casos, se demuestran a lo largo de la novela cada vez más inservibles, puesto que ya no se trata de investigar espacios cerrados, o por lo menos bien determinados, donde sus instrumentos pueden resultar útiles. En consecuencia, no es uno de los famosos detectives el que resuelve el asesinato de su colega en la Torre Eiffel, sino el joven Sigmundo, quien explícitamente ya tiene otra perspectiva. Él mismo la califica de “privilegiada” cuando, hablando con su nuevo jefe en París, Arzaky, le cuenta lo que ve desde la Torre Eiffel: “Toda la ciudad. ¿Comprende que soy un privilegiado? Acabo de llegar a París y la contemplo desde una altura desde la que no la han visto nunca los que han nacido aquí” (Ibíd.: 121). Por otro lado, los nuevos casos se caracterizan por no revelar sino muy difícilmente su enigma; en ocasiones ni siquiera lo tienen. Este hecho se debe a la aparición de un nuevo tipo de asesino, que ya no es el razonador frío de antaño que daba al detective un rompecabezas para resolver. Este cambio fundamental en el tipo de crímenes se revela al final como catalizador de la historia misma de la novela cuando el verdadero asesino, un detective, explica así sus motivos para matar a varias personas: 12. De esta manera, la insistencia de Schroer en que el espacio está condicionado por la “persistencia” de su calidad físico-material (2008: 135ss.) se puede leer en este contexto como un argumento a favor de la existencia de esta misma interrelación bidireccional entre el espacio y la topología de los elementos, si bien desde un punto de vista inverso.

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Estamos perdidos, hace tiempo que estamos perdidos. Intentamos en vano aplicar nuestro método a un mundo cada vez más caótico; necesitamos criminales ordenados para que nuestras teorías resulten, pero solo encontramos males sin orden, males sin fin. [...] Necesitábamos un caso que conservara la simetría, un caso que devolviera la fe en el método. Me di cuenta de que ya no podíamos contar con los asesinos. Crucé la línea, como muchos de ustedes hubieran querido hacer. (Ibíd.: 276)

Ya no hay duda: esta nueva ciudad con luz eléctrica, igual que la Torre Eiffel, símbolo de un mundo sin enigma, ha destruido el código hermenéutico racionalista y la visión del espacio de los detectives clásicos, que ahora se quedan sin instrumental para dominar el espacio ocupado por el enigma, y por ello cruzan la famosa línea entre buenos y malos. A este cruce de dicha línea se alude con tanta insistencia en la novela que casi se puede leer como una alusión a la teoría de Lotman de la organización binaria de las estructuras espaciales de textos ficcionales y su necesario tránsito. Por lo tanto, las dos novelas se centran en la importancia de la “aplicación del método”, se insiste en la cuestión epistemológica, subrayando que la percepción del mundo esta condicionada por la perspectiva del detective enfocada al espacio cercano, hasta que finalmente el investigador se da cuenta de que cada vez la racionalidad le resulta de menor utilidad; de que lo que antiguamente sabía del espacio, y por lo tanto le daba un cierto dominio del mismo, ya no existe. Con ello, sus razonamientos en torno al caso investigado se vuelven cada vez más abstractos, dirigidos ya no a cuestiones concretas, sino a reflexiones epistemológicas de orden general. Conforme a este cambio, en las dos novelas la ciudad como espacio expandido horizontalmente —a la manera de las megalópolis de los hard-boiled americanos— carece de importancia. En el nuevo orden, es el espacio circunscrito, organizado en dirección vertical13 —como la Torre Eiffel o la Facultad de Filosofía y Letras, de varias plantas de altura y un impresionante desarrollo subterráneo—, el que es relevante. Ello reduce la complejidad de la megalópolis para ceder el sitio a dichas reflexiones epistemológicas sobre el quehacer del detective, y a la relación entre percepción, observación, espacio e investigación. 13. Espacio que por lo tanto marca de manera ideal lo que Dennerlein, en su estudio sobre la narratología del espacio, define como “Ereignisregion”, es decir, ‘región de los acontecimientos’ (Dennerlein, 2009), para subrayar la importancia de la relación entre espacio y acontecimiento, dado que el lector modelo memoriza una parte del espacio del mundo narrado como componente esencial de la acción (Dennerlein 2009: 119). No es casual que para ello Dennerlein se apoye, siquiera de manera muy puntual, en un estudio del concepto de espacio interesado por las intersecciones entre la geografía social y la ciencia histórica de Anke Schlottmann (Schlottman 2005: 123).

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3. Resumen: la construcción de mundos imaginarios A través del diseño de mundos en desaparición y de otros nuevos posibles, en parte a punto de emerger, basados en prácticas mediales y caracterizados por su función alternativa en el espacio urbano cotidiano, las dos novelas de De Santis están reescribiendo una parte de la historia del espacio negro14. Con ello pretende demostrar que los conceptos espaciales están condicionados por las técnicas de representación, las cuales han sufrido transformaciones fundamentales a lo largo de la historia cultural. Para ello construye primeramente en Filosofía y Letras un cuarto cerrado como espacio clave en la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras. No obstante, el enigma de este cuarto cerrado se revela, de manera muy poco conforme con los preceptos del género, por medio del orden topológico inherente a un insólito museo de indicios. Posteriormente, en El enigma de París, De Santis elige el orden de la ciudad positivista de París, iluminada por la luz eléctrica, para construir un mundo imaginario. Este mundo actualiza, entre otros, un Buenos Aires ausente; ausente no de sí mismo, sino de lo regional, de lo propio: una utopía de otros mundos, a veces fantásticos, cuya lectura se intuye, pero no se revela por deducción ni por lógica a partir de indicaciones espaciales concretas. Para navegar por este universo imaginario, tanto el detective como el lector tienen que transgredir las estrechas fórmulas originarias del género, pues el lector coincide con el detective solo en la estrategia de interpretación, y ya no en la búsqueda, el encuentro y el análisis de indicios referenciales dejados por el criminal en un espacio concreto. Ahora se trata de indicios textuales que hacen referencia a mundos inventados dominados ya no por el detective, sino por el narrador del crimen, que en ambos casos es el propio criminal. En consecuencia, ni siquiera sigue siendo necesario que el lector se identifique con el detective; lo que permite no solamente dar a esta figura clásica nuevos aires, sino también optar por nuevos “métodos” para resolver el caso. Tanto el investigador como el lector comparten una estrategia de interpretación más intuitiva que metódica, que parte de la postulación de un detalle y de la certeza de que el caso o el enigma por investigar es un constructo en una página en blanco, tal y como lo caracteriza el detective japonés Sahaka en El enigma de París cuando explica la naturaleza de su trabajo: Esto es siempre el enigma para nosotros: una página en blanco. [...] [E]l enigma no está en un fondo inalcanzable, está en la superficie. Somos nosotros los que in14. En una entrevista Pablo de Santis subraya explícitamente su afición especial a la creación de espacios: “Me gusta la espacialidad y la trabajo mucho en las novelas. Sin embargo, a mí lo espacial me cuesta” (1998b).

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ventamos el enigma como enigma. Nosotros construimos de a poco los hechos, para que tomen la forma de un enigma (De Santis 2007: 99).

Así, De Santis subraya que la cambiante percepción espacial está íntimamente ligada al ethos hermenéutico y al credo epistemológico del detective clásico. Para ello pone en escena modelos de espacios alternativos —como la ciudad ausente de Buenos Aires— opuestos a los modelos espaciales establecidos, derogando así las estructuras binarias del mundo real –territorio del detective clásico— y subrayando la dimensión performativa del orden espacial literario. Se trata pues literalmente de una reconversión del mundo urbano real por la vía de la imaginación en un lugar antropológico literario; un contraproyecto a los no-lugares que dominan actualmente las megalópolis, y que destacan por la profusión de acontecimientos, sentidos y espacios. Se puede constatar por lo tanto que en las obras analizadas la complejidad del espacio inmaterial responde a distintas simbologías, a veces incluso contradictorias, que cuestionan la homogeneidad y jerarquía de los órdenes culturales que suelen condicionar el orden espacial. Con ello De Santis manifiesta, una vez más, su confianza en que la metaficción, la poiesis cultural de la literatura, tiene fuerza suficiente para superar no solamente los órdenes espaciales constitutivos de los géneros —es decir, forzar los cuartos cerrados, incluso los nuevos cuartos cerrados, como la torre vertical de la modernidad—, sino también los modelos binarios del espacio —como por ejemplo el de Lotman— y, en última instancia, también los espacios reales, para finalmente demostrar que el espacio central de la novela policial por antonomasia se condensa en la página en blanco.

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Anexo 1

Ilustración de Luis Scafati para Piglia, Ricardo (2008): La ciudad ausente. La novela gráfica. Adaptación y prólogo de Pablo de Santis. Barcelona/Buenos Aires: Libros del Zorro Rojo.

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Anexo 2

Garen, Georges (1889): Embrasement de la Tour Eiffel. Grabado en color. Paris: Musée d’Orsay. Donación de Mme Bernard Granet y sus hijos y de Mlle Solange Granet en 1981.

Hacia una estética de la marginalidad. Entre la nueva novela negra y el realismo sucio: Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued

Claudia Gatzemeier Universidad de Leipzig

El escritor y periodista cubano Amir Valle, partiendo de los trabajos del colombiano Mauricio Tejera, expone un concepto de marginalidad —según él— aplicable a todos los países del continente latinoamericano, [...] donde males como el recrudecimiento de la pobreza, la inoperancia económica de los gobiernos de turno, la corrupción política y social, entre otros muchos males, van sentando los cimientos de un cambio de conciencia social, a partir del cambio de la estructura social y la aparición, de modo preponderante, de amplísimos sectores marginales que conformarán, entonces, ese nuevo ente socio-poblacional llamado Marginalia. (2007: 96)

En otra ocasión, polémicamente, puso de relieve que: La nueva ciudad latinoamericana real, entonces, es una sociedad marginal: los ricos y los políticos, con sus vicios y su doble moral, son marginales; eso que llaman “pueblo”, por su necesidad de sobrevivir bajo toda circunstancia es marginal; el aire que se respira, viciado con los vicios que tradicionalmente destinamos a la marginalidad, es también marginal. Todos somos marginales bajo ese concepto. (Valle 2007: 97)

La marginalidad así concebida representa el trasfondo de las dos novelas por comentar, Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí y Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued. La primera está ambientada en uno de los coun-

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tries argentinos, esas urbanizaciones exclusivas y excluyentes en las que la clase media alta se encierra a sí misma por miedo al pobrerío y, además, para sentirse mejor, superior, triunfador y [sic] libre (véase Stallard/Argemí 2oo8) —con todas las consecuencias sociales correspondientes—. Los countries y las villas miseria que se generan en las cercanías de estas son los símbolos más visibles de una segregación social que se manifiesta en una fragmentación del territorio geográfico. En la segunda novela, la marginalidad se lleva al extremo: los personajes son outsiders absolutos sin los más mínimos marcos sociales, y los espacios por donde se mueven son desmesuradamente inhóspitos y prácticamente inhabitables. Por ende, la marginalidad como categoría social se refleja en topografías y cartografías, y viceversa.

RETRATO DE FAMILIA CON MUERTA de Raúl Argemí como ejemplo de la NUEVA NOVELA NEGRA argentina La novela Retrato de familia con muerta de Raúl Argemí (1946) fue publicada en 2008 por la editorial barcelonesa Roca y premiada con el segundo Premio Internacional de Novela Negra L’H Confidencial. El autor, argentino residente en Barcelona desde 20001, en su juventud participó en la lucha armada en Argentina (militando en el ERP-22 de Agosto2) y fue encarcelado durante los años de la dictadura. Recuperó la libertad en 1984, tras la caída del régimen militar, y empezó a trabajar como periodista, primero en Buenos Aires y después en Patagonia, adonde se trasladó en 1986. A partir de ese momento se convierte en un preciso observador crítico de la sociedad argentina, y sus análisis incisivos marcan el trasfondo de sus obras literarias, en su mayoría ambientadas en su país natal. Sin embargo, solo una de sus novelas ha sido publicada allí (El gordo, el francés y el ratón Pérez, Buenos Aires: Catálogos, 1996), todas las demás lo han sido en España, donde su carrera de escritor dio un salto después de que le fuera otorgado el Premio Dashiell Hammett en 2005 por Penúltimo nombre de guerra. A partir de este éxito de crítica y público se editaron traducciones de sus novelas (incluso de las anteriores) al alemán, holandés, italiano y francés. 1. Fallarás (2009) indica que el autor se trasladó a Barcelona en 2001. 2. Grupo de la guerrilla argentina escindido del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en 1973, conocido sobre todo por el asesinato del contraalmirante Hermes Quijada, cometido por el ERP-22 para vengar las muertes de la masacre de Trelew.

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El punto de arranque de Retrato de familia con muerta es un caso real sucedido en 2002 en un country llamado Carmel (literarizado como Los Reyunos). El asesinato de María Marta García Belsunce, una mujer con cierta importancia en la sociedad porteña, se convirtió en un hecho mediático al “tejerse una historia de crimen y misterio que ni el más delirante de los novelistas policiales se hubiera atrevido a escribir” (Battista 2003), cada día con un nuevo sospechoso y con nuevas especulaciones sobre posibles móviles del crimen. Como el autor mismo declara, el caso le llamó la atención “por la brutalidad y la falta de pudor con que se quiso encubrir un asesinato” (Argemí, 2011: 190). Los involucrados habían limpiado las huellas del homicidio, habían maquillado a la víctima y tratado de disfrazar el asesinato de accidente trágico. La fiscalía tampoco aportó lo suyo para aclarar el asunto. Uno de los fiscales, amigo de la familia, incluso se atrevió a calificar de estupidez y no de delito penal la ocultación de las huellas comprometedoras. Y así, el caso sigue sin resolverse. Algún tiempo después, un “pajarito” le facilitó a Raúl Argemí gran cantidad de informaciones de primera mano, esperando, probablemente, que el autor utilizara el material para escribir una novela de tipo “polijudicial” pero, sin haber podido preverlo, se equivocaba (véase 2011: 190). El autor lo comenta así: Escribo desde las preguntas. Y aún no sabía cuál era la pregunta. Cuando la supe, también supe que se imponía la invención, porque los hechos aparentes conducían al engaño. Que intentar una reconstrucción no llevaba a ninguna parte, y que para no ir a ninguna parte ya están los jueces. Entonces la invención, la ficción, se apoderó de aquella historia: el encubrimiento, el maquillaje, el pegamento, las complicidades al por mayor, en uno de tantos sitios rodeados de alambradas. (Ibíd.)

El resultado es un estudio de la maquinaria del ocultamiento, de la puesta en escena, que va mano a mano con un análisis perspicaz de las estructuras sociales de la clase media alta argentina que se encarcela a sí misma en estas urbanizaciones cerradas y superprotegidas, cuyos chalés “mantienen la ilusión de que no hay nada que ocultar” (Ibíd.: 10). La segregación social marcada por las alambradas que rodean los countries, con sus puestos de vigilancia y las guardias armadas, parece incluso favorecer la criminalidad: estas clases privilegiadas están dispuestas a todo para preservar su estatus, y el aislamiento de los countries facilita el encubrimiento. Así, en el caso tematizado por Argemí, casi todo el entorno personal de la víctima está implicado, pero todos prefieren callar por miedo a perder lo que tienen: prestigio social, dinero, contactos, familia... El único interesado en saber la ver-

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dad es Juan Manuel Galván, un juez aburrido y decepcionado, al que le obsesiona la imagen de la víctima que se le aparece en un sueño, cuando ya se “había olvidado de la muerta” (Ibíd.: 7), cuatro años después del crimen: “Como si hubiera recibido un mandato que no podía rechazar, porque si lo hacía, nunca más volvería a dormir sin que ella volviera a mostrarme sus dedos y su sonrisa de simple” (Ibíd.: 5). Es esa “sonrisa de simple” la que lo une a la víctima, se reconoce en ella, ya que Galván mismo tiene una máscara, una “mirada de tonto dolido” (Ibíd.: 6) consecuencia de problemas en el parto, de la cual se había aprovechado durante toda su carrera profesional para hacerse pasar por lo que no era. Se pregunta qué había detrás de la supuesta máscara de la víctima: “Y me sentí deudor. ¿De quién? De mí mismo, que no había sabido reconocer mi mirada en sus ojos3. ¿Ocultaba también un secreto?” (Ibíd.: 8). Recurriendo explícitamente a Pirandello, el protagonista afirma: “Necesitaba saber cómo habían construido, las miradas de los otros, la vida y la muerte de esa mujer. [...] [E]l escritor italiano decía que somos la suma de las miradas de quienes nos ven. Y yo necesitaba sumar los ojos que convergían sobre la muerta, para saber quién era” (Ibíd.: 8s). Por ende, su fuerza motriz no es querer cumplir con las leyes ni hacer justicia, sino saber y comprender qué pasó y qué papel desempeñaron las diferentes figuras: “No tengo que probar nada, no estoy ni estaré ante un estrado, ni como juez, ni como testigo ni como nada. Quiero saber” (Ibíd.: 42). Por iniciativa propia y sin permiso, Galván empieza a investigar buscando informaciones en los registros informáticos que conectan los juzgados y resume sus conjeturas en archivos guardados en su ordenador de oficina. Aunque se van conociendo más y más detalles del caso, le quedan más preguntas que respuestas. Sin duda, el asesino pertenece al círculo más cercano de la víctima (para subrayarlo, el narrador varias veces se refiere a la novela Los diez negritos [And Then There Were None, 1939] de Agatha Christie4) y no es posible atribuirle el hecho a un villano pobre de fuera del country, pero ni se revela quién fue (quiénes fueron) ni se clarifican los móviles concretos y los fondos del crimen (aunque lo más probable parece ser el contexto del blanqueo de dinero). Todo el mundo parece intuir lo que ha pasado y, aunque nadie lo diga, todos los “inocentes” tienen las manos sucias, pero están unidos por la fidelidad incondicional del compromiso (véase Argemí 2011: 12) y actúan como culpables. El country es un nido de víboras. 3. Es decir, los ojos de la víctima. 4. Conocida también como Ten Little Indians e inicialmente Ten Little Niggers. Respecto al aspecto del aislamiento de lugar del crimen y del grupo de los posibles autores, Argemí, por ende, recorre a las tradiciones de la novela detectivesca propiamente dicha.

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A medida que Galván se enfrasca en sus pesquisas va perdiendo pie, su matrimonio está a punto de fracasar y el protagonista parece correr peligros no especificados de arriesgar todo lo que tiene. Se pregunta a sí mismo qué está haciendo, se pregunta por sus propios móviles: “Temo que no quiero conocerla a ella, sino saber quién soy. En cuánto me parezco a ella, y a sus asesinos, que eso es lo que menos quiero aceptar (Ibíd.: 168)”. Al final, se encuentra con las manos vacías: No sé, ni nunca sabré quién fue la muerta. [...] Me ofende que quienes hicieron de la muerta carne de masacre sigan en libertad. [...] No me queda nada, ni siquiera la arrogancia. Lo único que he conseguido es algo así como un retrato de familia en torno a un muerto. (Ibíd.: 186)

El personaje que acompaña a Galván durante sus investigaciones es Ritter, su amigo de infancia, un dudoso negociante de informaciones con buenos contactos en los círculos más altos y las esferas más bajas de la sociedad y, a la vez, culto y muy leído. Aunque Galván ignora las conexiones del Ritter con el hermano de la víctima, en términos generales lo reconoce como figura ambigua: “El Ritter era muchas personas, y también mis ojos en el lado oscuro de la Luna” (Ibíd.: 41). Ni su segundo apellido, Pueyrredón5, es auténtico: se lo había agregado por cuestiones de imagen (Ibíd.: 40). Por una parte, le ayuda a Galván, facilitándole información y acompañándolo en sus veladas solitarias en la oficina, pero, por otra, borra todos los archivos concernientes al caso del ordenador del juez. Lejos de representar a un Watson tradicional, el Ritter, sin embargo, se siente fiel a Galván, está convencido de hacer lo mejor para su amigo y, además, lo indispensable: Juan Manuel no me querrá más por lo que acabo de hacer, borrar todos sus archivos. Pero no me importa. Judas también estuvo allí cuando Cristo comenzó a flaquear, para empujarlo hacia el cumplimiento de su destino. La traición muchas veces resulta un acto de amor. [...] Tendrá que aceptar que la vida es esta cosa gris, una cuestión de conveniencia. (Ibíd.: 188) 5. El apellido Pueyrredón evoca personajes destacados de la historia de Argentina como el político y militar Juan Martín de Pueyrredón (1776-1850), su hijo Prilidiano, artista y pintor (1823-1870), y varios familiares más.

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A través de las dos voces narrativas principales, la del protagonista y la del Ritter, frecuentemente se exponen reflexiones generales sobre la justicia, poniendo en duda la posibilidad de alcanzarla —una característica muy común en la nueva novela negra latinoamericana—. Galván, al final, queda totalmente decepcionado: “Hoy la Justicia decidió que hay un asesino menos” (Ibíd.: 186); “[...] los inocentes consiguen al fin lo que quieren, que les den patente oficial de inocentes” (Ibíd.: 187), y se siente completamente impotente: “Me ofende saber que no puedo cambiar nada” (Ibíd.). El Ritter confía aún menos en la aplicación de las leyes: [...] no me extraña nada que puede suceder en ninguna parte, y mucho menos en el laberinto del Minotauro. Cuando uno entra en el laberinto sin padrinos, sin Ariadnas que nos presten un hilo para encontrar la salida, el monstruo se hace una fiesta con sus tripas. En el laberinto de la Justicia acecha el Minotauro, pero a algunos les lame la mano (Ibíd.: 188).

Comentando la concepción de los personajes de la novela, Raúl Argemí afirma que: Hay dos clases de justicia. La de aplicación de las leyes, y la moral, la ética, que no siempre está de acuerdo con las leyes y es algo personal, incómodo. De vez en cuando puede ser que un juez, aplicado a aplicar las leyes, tenga un escozor de conciencia respecto de la otra justicia. Por eso me invento uno. (Stallard/Argemí 2010)

En otra ocasión, al comentar la estructura de sus novelas, enfocando la situación en América Latina sostiene que “Philip Marlowe es un personaje que cree en la justicia, cree que puede haber justicia, y se enoja porque los jueces no la aplican. Cuando vos estás en Latinoamérica sabés que no la van a aplicar, que es antinatura que sucediera, ¿no?” (Wieser/Argemí 2009). Para introducir otra voz narrativa que sea capaz de provocar rabia, destacando la multitud de contradicciones del caso, Argemí recurre a la tradición de la tragedia griega e introduce un coro de Euménides (2011: 56-60 y 137139). Euménides, antífrasis que en griego antiguo significa “benévolas”, era otro nombre dado las Erinias, figuras de la mitología griega que representaban la venganza y que se encargaban de perseguir a los autores de un crimen6. En la 6. El coro de la tragedia griega primero representaba al guardián del orden del mundo, a través del cual el Dios se dirigía al público. Posteriormente (con Eurípides) la función del coro se redujo a la de un comentador que le ofrecía al público una interpretación de la acción.

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novela, el coro de las Euménides se compone de mujeres del entorno de la víctima, nada inocentes, culpables por lo menos por no haber desvelado las manipulaciones. Además de las referencias intertextuales ya mencionadas, Argemí recurre al cine, sobre todo a la película Serpico de Sidney Lumet de 1973. La película, basada en la biografía homónima del policía neoyorquino Frank Serpico, de Peter Maas (1973)7, fue una de las primeras en las que se denunciaba la corrupción en la policía estadounidense, y Argemí insinúa las analogías correspondientes. Resumiendo, podemos subrayar que Retrato de familia con muerta es una novela de una dureza escalofriante, pero muy bien escrita, con un buen manejo de las estructuras. No se ciñe a un relato plano, hay una descripción compleja de los personajes, incluye imágenes ricas y el idioma también lo es. Con su búsqueda de la mayor concisión posible, el texto parece reflejar la fuerte influencia de la tradición del cuento latinoamericano. Por su enfoque sobre la sociedad argentina contemporánea y por sus características formales representa la nueva novela negra, escrita y leída sin el prejuicio de que se trata de un género secundario.

BAJO ESTE SOL TREMENDO de Carlos Busqued como ejemplo de un nuevo REALISMO SUCIO

Bajo este sol tremendo, finalista del XXVI Premio Herralde de Novela de 2008, es la primera novela del argentino Carlos Busqued, nacido en 1970 en la provincia del Chaco. El autor pasó su juventud en Córdoba (donde produjo varios programas de radio y daba clases en la UTN) y ahora reside en Buenos Aires. Su padre es militar, fue funcionario durante la dictadura, lo que le deja a su hijo la sensación “de estar en el lado equivocado de la historia, el lado malo” (Nicolini/Busqued 2010). Mientras que en su blog borderline carlito (borderlinecarlito.blogspot.com) muchas veces expone opiniones políticas, en la novela Bajo este sol tremendo no hay discursos políticos o éticos sobre la historia reciente del país, sobre la tortura, la culpa, el crimen o el vacío existencial. Sin embargo, todos estos temas marcan el telón de fondo de la trama, marcan las escenas mismas (véanse Busqued 2009: contraportada y Nicolini/Busqued 2010) y los personajes.

7. En general, Argemí usa muchas estructuras del cine: diferentes planos, diferentes niveles temporales, el flashback...

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Bajo este sol tremendo cuenta la historia de un tal Javier Cetarti, un hombre sin los más mínimos contactos sociales, hundido en la nada. Lo habían echado del trabajo seis meses antes del comienzo de la acción por “falta de iniciativa” y “conducta desmotivante” (Busqued 2009: 24) y, sin propósito, pasa sus días encerrado frente al televisor mirando documentales sobre animales peligrosos o historias de guerra, con la conciencia permanentemente nublada por fumar porros. Lo saca del sofá la llamada de un desconocido, quien le informa de que su madre y su hermano (con los cuales no tiene contacto desde hace años) han sido asesinados, y quien lo anima a ir al pueblo chaqueño donde ella había residido prometiéndole una herencia. Dieciséis horas después de colgar el teléfono y tras setecientos kilómetros de viaje, Cetarti llega a Lapachito, un derruido pueblo que se hunde en barro de agua podrida. Allí conoce a Duarte, un suboficial retirado, amigo y “albacea” del asesino de su madre (el cual se había suicidado después del doble crimen), que resulta ser quien maneja los hilos. Los negocios oscuros del ex militar se basan en secuestros y chantajes, y es él quien “dibuja algunos firuletes” (Ibíd.: 25) para que Cetarti pueda cobrar un seguro de vida a nombre de su madre que repartirían entre los dos. A partir del quinto capítulo de la novela el enfoque alterna entre Cetarti y Danielito, auxiliar de Duarte e hijo del asesino. Sin ellos saberlo, hay muchos paralelos entre Cetarti y Danielito: tienen la misma predilección por documentales, están igualmente hundidos en una profunda abulia y tratan de compensar el vacío existencial fumando porros8. Es Duarte quien los dirige como un titiritero a los fantoches. A lo largo de la trama, Cetarti se ve involucrado en uno de los secuestros, incluso presta su casa (la de su hermano muerto) para esconder y atender a la mujer secuestrada. Justo cuando sus cómplices van a matarlo, el coche del grupo choca con una vaca y el único sobreviviente es el protagonista, que se queda con todo el botín, lo que le permite ir a Brasil para “estar en la playa y ser extranjero” (Ibíd.: 153). Le atrae la idea de “escuchar un idioma distinto, no entender a las personas” (Ibíd.). Para el protagonista, Brasil es un no-lugar9, un

8. El autor subraya que “la idea es que fuman porro para desdibujar por completo las circunstancias de la realidad” (Friera/Busqued 2009). 9. Adopto aquí el concepto de no-lugares del antropólogo francés Marc Augé (1992), que los define como sitios de transitoriedad que no tienen tanta importancia como para ser considerados lugares (comparándolos, por ejemplo, con los históricos, los vitales u otros espacios en los que nos relacionamos). Especificándolo aún más, defino el no-lugar como espacio sin significado alguno que, por ende, no aporta nada a la identidad de un sujeto.

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lugar anónimo sin significado que le podría abrir una nueva perspectiva a su vida. No muestra interés alguno en integrarse en marcos sociales, cualesquiera que sean, ni es capaz de hacerlo10, y sigue navegando por su vida sin rumbo. En realidad, es el azar el que ha tomado las decisiones por Cetarti; el protagonista no sale transformado por la historia que le ha tocado vivir (véase Cristal 2011) y su viaje va a la nada. Como el autor mismo insinúa (véase Friera/Busqued 2009), El extranjero (L´Étranger, 1942) de Albert Camus parece ser un antecedente de la novela, por la falta de emoción del protagonista, por su indiferencia ante la muerte de la madre, por la forma de quedar a la deriva y a las puertas del crimen. Al respecto, Martín Cristal subraya: “[...] es cierto, con una salvedad: en las últimas páginas del libro de Camus, el imperturbable Meursault sí llega a razonar con lucidez sus actos, su vida y su próximo destino. En cambio, Cetarti, de lucidez, nada: el porro y la ‘conducta desmotivante’ lo borronean todo el tiempo”. Bajo este sol tremendo es, a veces, tan brutal como sus personajes. La violencia se expone sin comentario moral o ético alguno. No hay reflexiones psicológicas ni datos concretos que pudieran explicar la anestesia emocional de los protagonistas. Lo que sí se nota es una diferencia gradual de inmoralidad entre Cetarti y Danielito, por una parte, y Duarte, por otra. Duarte actúa mucho más conscientemente que los otros dos, sabe qué reglas y qué valores está desacatando. Esto se perfila sobre todo cuando Duarte comenta su interés por las películas porno extremamente violentas que colecciona: “Hay pornografía que uno no mira para hacerse la paja, la mira más como por una curiosidad de hasta dónde puede llegar la especie humana” (2009: 43). La novela está construida consecuentemente desde el relato de las acciones y está marcada por un lenguaje extremamente lacónico y seco. Ya en la contraportada es comparada con el cine de los hermanos Coen, y saltan a la vista los territorios compartidos con películas como Sangre fácil (Blood Simple) de 1983, Fargo de 1996 o El gran Lebowski11 (The Big Lebowski) de 1998. Igual-

10. Ni en sueños puede preguntarle al vecino por su hermano: “Se durmió temprano y soñó que le quería preguntar a Gómez si su hermano alguna vez le había contado algo de él. Pero lo único que le salía de la boca eran unos garabatos que caían al piso. Como si se hablara en un idioma muy extranjero, escrito con unas letras de caligrafía desconocida” (Busqued 2009: 124). 11. En una entrevista que Silvina Friera le hace al autor, al respecto se menciona la escena en la que Danielito, que arrojó las cenizas de su madre por el inodoro, teme que algún día termine tomando un vaso de agua con los restos de su madre (Best: 154-156; véase Friera/Busqued 2009).

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mente obvias son las relaciones del texto con las técnicas aplicadas en el realismo sucio (Dirty Realism) de autores como Raymond Carver, Richard Ford o Cormac McCarthy. Un rasgo extraordinario de la novela son las amplias referencias a documentales de canales como Discovery Channel o Animal Planet y a artículos de revistas del mismo tipo (Selecciones del Reader’s Digest). Al principio, estos parecen vincular a los protagonistas con algo “normal” y humano, pero, mirándolo bien, sirven para caracterizarlos implícitamente, a través de sus intereses y de su recepción de las películas. Así, por ejemplo, resultan ser muy esclarecedores los repetidos y detallados comentarios de los protagonistas acerca de un elefante de circo torturado para que aprenda “a bailar” (2009: 54s., 93s., 109s.). Y la imagen del elefante casi mítico que un día llama a la puerta para vengarse por los malos tratos obsesiona a los protagonistas (Ibíd.: 62s.): las sombras del pasado no se borran. Aunque la violencia y el crimen están presentes a lo largo de toda la novela, la policía entra en acción solo dos veces. La primera, cuando Cetarti tiene que prestar declaración respecto a la muerte de su madre y su hermano (Ibíd.: 15ss.), el policía Cardoso no muestra gran interés en desvelar los fondos y los móviles del asesinato y del supuesto suicidio del autor del delito. La segunda vez, una patrulla pasa por la casa donde Duarte y Danielito tienen presa a la mujer secuestrada y lo único que se les ocurre a los policías es pedirle a Daniel cachorros de los perros salvajes que con su ladrido habían llamado la atención del vecino (Ibíd.: 145ss.). Por tanto, el texto expresa una desconfianza total hacia la policía (y hacia las instituciones estatales), juzgada incapaz de garantizar un orden público social y justo. Pero tampoco hay otros personajes o autoridades que tengan interés en investigar los casos; los crímenes quedan sin castigo y no se descubre su trasfondo. Así, este road movie fatalista escapa de los marcos de la novela negra, aunque comparte mucho territorio con este género. A pesar de que en el texto nunca se dice explícitamente, los micro- y macroespacios por los cuales se mueven los protagonistas ponen de manifiesto las devastaciones de la dictadura, reflejadas en el vacío emocional y la falta total de empatía de las figuras. En el caso de Cetarti, los microespacios son representados, en primer lugar, por los departamentos donde vive, ambos minuciosamente descritos. Allí se encierra el protagonista, como en sendos búnkers, evitando cualquier contacto con su entorno. Son totalmente inhóspitos; el de su hermano asesinado (al que se muda Cetarti) es prácticamente inhabitable: está lleno de basura, si bien “en la acumulación había cierto orden” (Ibíd.: 66). Ca-

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rece del más mínimo espacio para vivir y ni siquiera hay huellas de vida vivida en forma de “basura orgánica o pasible de descomposición” (Ibíd.). Las únicas conexiones con la vida las parecen simbolizar, a primera vista, los carassius anaranjados en la pecera del primero y el ajolote12 en la del segundo —animales mudos con los que, por ende, uno no puede y no tiene que comunicarse—. Estos animales, sobre todo el ajolote, son aparentemente los únicos seres vivos que conmueven un poco a Cetarti; sin embargo, los deja morir en los departamentos abandonados sin arrepentimiento alguno: [De vuelta de Lapachito] Cetarti ocupó gran parte de la mañana caminando en círculos por la casa, como un autito chocador conectado a baja tensión, fumando y deteniéndose cada tanto ante la pecera. Observaba la sutil respuesta de los peces muertos al movimiento que generaban las burbujas del aireador en la superficie del agua. (Ibíd.: 54)

Y al final de la narración: […] se acordó del ajolote que había dejado en la casa de su hermano: se iba a morir de hambre. [...] Se lo imaginó en ese momento, posado en el fondo de la pecera, en la oscuridad de la casa cerrada, preguntándose a su tosca manera en qué momento una sombra borrosa vendría a echar alimento sobre la superficie del agua. Percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, crecientes con el correr de los días. (Ibíd.: 182)

Al contrario de los departamentos de Cetarti, la casa de Duarte da la impresión de ser un lugar mucho más agradable. Se encuentra en las afueras de La12. El ajolote es un animal de alto valor simbólico, ya presente en la mitología precolombina. En la mitología azteca, el monstruo acuático (del náhuatl) simboliza a Xólotl, el hermano gemelo de Quetzalcóatl. Es un dios que tiene miedo a la muerte y trata de escapar del verdugo mediante su capacidad de transformación. En este contexto, es además evidente la referencia a un muy conocido cuento de Julio Cortázar (“Axolotl”, publicado en 1956), donde el yo narrador queda fascinado por la voluntad secreta de los ajolotes de “abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente” (Cortázar 1966: 163). Y el narrador expone que: [...] empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: “Sálvanos, sálvanos”. [...] No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. (ibíd.: 165)

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pachito, en un barrio no dañado por aguas podridas —“adentro estaba fresco, limpio y ordenado” (Ibíd.: 39)—; el mobiliario y, sobre todo, las vitrinas llenas de modelos de aviones a escala, remiten a un veterano tranquilo y pacífico, aficionado a pasar su tiempo armando maquetas. Pero las apariencias engañan. En un escritorio antiguo hay “una computadora sorprendentemente moderna” (ibíd.) que Duarte usa para digitalizar su colección de películas porno extremamente violentas y, sentado allí, organiza secuestros, chantajes y otros actos de violencia. El convencionalismo de la casa subraya aún más la perversión y el carácter brutal de su dueño. La casa de Duarte, por ende, resulta ser un territorio devastado de otra manera que la de Cetarti; el “orden” en ambos casos no tiene valor semántico positivo. El motivo de los territorios estragados se repite en el nivel de los macroespacios, lo que es evidente ya en las páginas iniciales de la novela, con la primera descripción de Lapachito. Llegado allí, Cetarti baja la ventanilla de su coche y “una bofetada de olor a mierda” (Ibíd.: 14) lo golpea. Duarte le explica a Cetarti que un año después del terremoto de Caucete13 empezaron a subir las napas y el agua, mezclada con aguas residuales de los pozos negros estropeados, llegando casi al ras del suelo (véase ibíd.: 20). Ya en el primer año después del sismo habían muerto los árboles, y los únicos animales que parecen encontrar condiciones favorables allí son unos enormes cascarudos venenosos y extremamente peligrosos —la naturaleza en su vertiente más hostil—. Todo el pueblo está cubierto de una fina capa de barro, las casas tienen la pintura descascarada y en muchas paredes se ven manchones de salitre y grietas gruesas (véase ibíd.: 14). El terreno por donde se mueve la gente, el suelo, tan sólido a primera vista, se ha vuelto inestable y el lugar parece ser totalmente inhabitable. Sin embargo, la gente no se va, se ha acostumbrado porque “acá hay guita” (Ibíd.: 20) y “se puede vivir bien del campo” (Ibíd.). En toda la topografía literaria de la novela no queda ningún espacio que tenga un significado positivo o, por lo menos, neutral —ni aun “Brasil” brinda un rayo de esperanza, por ser un no-lugar —. Las analogías con el estado de los personajes, marginalizados al extremo (en el sentido de Valle), y con la situación de toda la sociedad son evidentes. La devastación es difícilmente superable. 13. El 23 de noviembre de 1977 ocurrió realmente el mayor terremoto registrado en la provincia de San Juan, con una magnitud de 7.5 en la escala Richter. Causó al menos 65 muertos, produciéndose los mayores daños en la ciudad de Caucete. Uno de las consecuencias del terremoto fue la denominada licuefacción de suelo, por la cual el terreno pasa a comportarse como un líquido denso, volviéndose sumamente inestable.

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Los dos textos comentados, cada uno a su manera y, en parte, lejos de los arquetipos, asumen las contradicciones del presente y devuelven una imagen más real que la realidad. Pero en esta nueva cara no hay maquillaje, sino los gestos secretos con los que la literatura suele decir su verdad. Como Amir Valle subraya: [...] la novela negra es el Caballo de Troya de la literatura moderna. Es una bestia fuerte, hermosa, sensual, racional, noble, que todos los lectores aceptan (y hasta podría decirse: degluten) con facilidad precisamente por esas y otras visibles cualidades, sin tener conciencia de que dentro carga una subversiva reflexión, basada en la amalgama de las miserias y los valores actuales e históricos de la humanidad, que puede llevar a esos lectores, incluso, a un cambio drástico de postura ante la vida. (2007: 98)

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Negociando identidades en tiempos de globalización: desplazamientos genéricos y espaciales en La señal (2007) y El aura (2005)

Daniel A. Verdú Schumann Universidad Carlos III de Madrid

Identity, as a narrative we constantly reconstruct with others, is also a coproduction. Canclini (1997)

Introducción Como es sabido, cuando en 1988 Fredric Jameson interpretó la revisión posmoderna de los géneros o las épocas pasadas en una clave negativa en su influyente texto El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, varios de los ejemplos que empleó para demostrar la incapacidad de nuestra época de retratarse a sí misma pertenecían precisamente al género negro, como Chinatown (Roman Polanski, 1974) o Fuego en el Cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981). Jameson citaba entonces la localización, el espacio y la ambientación de estos filmes como elementos fundamentales en la construcción de un tiempo detenido y ahistórico, que remitía a los orígenes del género negro y en su opinión eludía el retrato de la época contemporánea del filme (1991: 46-52). Pero más allá del juicio que le mereciesen a Jameson —quien, aunque volvería pocos años después sobre los modos de representación del cine posmoderno (1995), quizá entonces no podía imaginar aún la riqueza, variedad y posibilidades (dialécticas, simbólicas, exegéticas) del cine surgido a partir de los noventa en el contexto de la difusión del pensamiento posmoderno y el triunfo de la globalización—, dichas transferencias genéricas o espacio-temporales son com-

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plejas operaciones que en sí mismas iluminan nuestro presente a través de su forma de relacionarlo con el pasado y con las interpretaciones tradicionales del mismo, que es lo que en última instancia encarnan las convenciones genéricas1. Desde esta perspectiva debe entenderse este trabajo. A partir del estudio de dos casos muy distintos de revisión del género negro, en los cuales los modelos clásicos (fundamentalmente norteamericanos) son reinterpretados desde diferentes ópticas y con muy distintos resultados al otro extremo del continente, se pretende mostrar no ya la complejidad de los procesos de construcción de sentido e identidad en los productos culturales —si se me permite la simplificación— posmodernos, sino hasta qué punto dichos sentido e identidad son el resultado de complicadas negociaciones entre lo local y lo universal, la tradición y la innovación, el pasado y las expectativas de futuro. Dichas negociaciones tienen lugar sobre un tablero de juego que no es otro que el espacio mismo, entendiendo por tal tanto el físico, representado a su vez por el marco geopolítico en el que se gestan los productos culturales, como el virtual, encarnado en el paisaje audiovisual en el que estos se ambientan. Del modo en que se negocien y articulen todos estos elementos dependerá, en buena medida, el sentido último de dichos productos. Mi objeto de análisis son dos conocidas películas que comparten no pocos elementos comunes: ambas son argentinas, ambas fueron realizadas a mediados de la década pasada, ambas cuentan con Ricardo Darín como protagonista y con Martín Hodara en labores de dirección, ambas pertenecen al género negro —entendido este en un sentido amplio— y ambas giran en torno a un robo. Pese a estas similitudes, los filmes son muy distintos, casi opuestos. La señal (Ricardo Darín y Martín Hodara, 2007) narra una historia de detectives en la tradición de la literatura y el cine negros hard-boiled, está ambientada en Buenos Aires en 1951-52, y la dirigen dos novatos en principio no destinados a esa tarea. El aura (Fabián Bielinsky, 2005), por el contrario, pertenece de lleno al subgénero que los anglosajones denominan caper o heist film, es decir, películas que giran en torno a la cuidadosa preparación y ejecución de un “golpe”, está ambientada en la Patagonia en época coetánea a su realización, y fue rodada por un verdadero —aunque malogrado— especialista en el género. Así las cosas, las diferencias no tienen tanto que ver con lo que se relata como con cómo se hace. 1. Por otro lado, como señalan Fay y Nieland, “These warnings are useful, but they have a way of pitting noir nostalgia and noir history against each other, as if film noir was not always both a global ‘mass memory’ and historically located, as if feelings of nostalgia could not be historicized or themselves work as a kind of historicism” (2010: 136).

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Lo que pretendo mostrar en estas líneas es cómo, por debajo de estas diferencias que encarnan distintas actitudes estéticas, artísticas y creativas, las estrategias de apropiación del género negro y de dislocación de su espacio tradicional de representación presentes en ambas delatan puntos de partida y premisas sorprendentemente similares, ofreciéndonos con ello un inesperado retrato del contexto compartido del que emanaron, de las condiciones de producción — tanto reales como mentales— que este impuso, y de las preocupaciones y sensibilidades que todo ello hizo aflorar. El contexto, huelga decirlo, no es otro que el marcado por las tensiones económicas, políticas y sociales que han caracterizado la historia de Argentina desde el año 2000; pero no solo las derivadas del denominado corralito, sino también las mucho más amplias relacionadas con los complejos procesos de globalización de toda índole en las que las primeras se subsumen, y que además han afectado de manera muy especial al ámbito cultural al que pertenecen nuestros objetos de estudio. En otras palabras, se trataría de responder las siguientes cuestiones: 1) qué relación existe en estas películas entre sus representaciones espaciales y los procesos de desterritorialización y deslocalización derivados de la globalización, y 2) cómo se articula dicha relación a través del diálogo con las convenciones de uno de los géneros por excelencia del cine de Hollywood. Ambas respuestas son una.

A vueltas con el género La señal pertenece al cine negro en su definición más estrecha, aquella que exige una ambientación en los años cuarenta o cincuenta, unos personajes arquetípicos (el detective privado, la femme fatale, el mafioso, los matones), una trama intrincada con la codicia y el deseo como motores últimos, una atmósfera cargada de ambigüedad moral, y un retrato en marcado claroscuro del lado más negro del alma humana y de la sociedad. La película es, en este sentido, absolutamente canónica, pues no se separa un ápice de las convenciones del género inaugurado por El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941) ni en su contenido, ni en su estilo visual. Este mimetismo comienza por la propia trama, que en modo alguno puede calificarse de original. En el Buenos Aires de 1951-52, una misteriosa y bella mujer (Gloria) pide a un detective de poca monta (Corvalán) que busque a un hombre. En el transcurso de la investigación, el detective se ve envuelto en una oscura trama de venganzas entre mafiosos, entre los cuales se encuentra el marido de la mujer. Esta, tras seducirle, le pide que abra la caja fuerte de su es-

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poso para así poder iniciar ambos una nueva vida juntos. Desoyendo los consejos de su socio Santana (Peretti), el hombre accede, solo para darse cuenta en el clímax, justo antes de que lo maten, de que la mujer lo ha utilizado para hacerse con el dinero. Como se ve, el argumento, basado en la novela homónima de Eduardo Mignogna publicada en 2002, bebe profusamente de películas clásicas del género en las cuales la femme fatale se aprovecha de los hombres para conseguir sus fines, como Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947)2. No se trata de referencias puntuales: la trama está tan llena de lugares comunes del género (la mujer misteriosa que seduce al protagonista, los detectives realizando seguimientos y tomando fotos, las bandas de gánsteres enfrentándose al más puro estilo Chicago años treinta) que la película parece aspirar a erigirse casi en prototipo de cine negro, en puro patrón: como si el interés del filme residiese precisamente en su capacidad de mantenerse fiel a los clichés, sin alejarse lo más mínimo de los caminos trillados ni aportar novedad alguna. Es significativo, por ejemplo, que el tan imprevisible como almibarado happy end de la novela (en el que ambos protagonistas acaban juntos y de este lado de la línea que separa el bien del mal) fuera sustituido en la película por un final mucho más acorde con el pesimismo inherente al género, como si los cineastas hubieran querido resaltar aún más el carácter mimético de la operación añadiéndole una coda comme il faut. Se trata por tanto de una operación en la que se busca asegurar el clasicismo del resultado mediante un grado máximo de seguimiento de las convenciones. Sin embargo, aproximar la lupa tanto al modelo acaba por generar un cierto mareo, una extraña sensación de déja vù constante y de encontrarnos ante una obra que encarna, en abstracto, todo un género. Si todo género literario o cinematográfico se basa en un diálogo tirante entre los elementos comunes que lo hacen identificable y deseable para el lector o espectador, y los materiales originales que lo tornan novedoso y atractivo, el minucioso ejercicio de copia que es el argumento de La señal, al escamotear la segunda parte, vacía a la operación misma de buena parte de su sentido. Por su parte, El aura es un heist film en toda regla. Narra la historia de un taxidermista epiléptico acostumbrado a fantasear con el golpe perfecto que, durante una jornada de caza, mata accidentalmente a un hombre. Al descubrir que este, Dietrich, estaba envuelto en un asalto a un furgón lleno de dinero, decide 2. Por otro lado, algunos detalles narrativos secundarios, como la muerte del perro como amenaza al detective o los nombres italianos (habituales por otro lado en Argentina), remiten directamente al clásico moderno por excelencia del género, la trilogía de El Padrino (The Godfather, Coppola, 1972, 1974 y 1990).

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hacerse pasar ante los demás asaltantes por su sucesor en el golpe. Sin embargo, él posee una información limitada de la mecánica del asalto, lo que, unido a su enfermedad, hará que nada salga como estaba previsto. Finalmente será el único superviviente del asalto, si bien se da a entender que no puede hacerse con el dinero, que queda a buen recaudo en el furgón blindado. El heist film es un subgénero del cine negro tan acotado como el hard-boiled, y también Bielinsky se mantiene extremadamente fiel a los principios del mismo en muchos de sus elementos fundamentales: la estructura en tres actos (la preparación, el robo, y la huida y los acontecimientos posteriores), el hecho de que algo salga mal en un momento dado, la visión eminentemente positiva de (al menos uno) de los ladrones, o la fórmula (muy habitual en el cine negro, menos en el heist film) del tipo corriente empujado por las circunstancias a un universo noir. Este fiel seguimiento de las convenciones llega a su punto culminante con el empleo de la denominada “pistola de Chéjov” (según el cual un elemento presente al comienzo de una obra de teatro o narración debe necesariamente desempeñar un papel fundamental en la resolución de la misma), recurso que de hecho es utilizado dos veces en la película. En la primera ocasión es la propia aura, cuya presentación al comienzo del filme anuncia al espectador su relevancia en el desarrollo posterior de los acontecimientos. En la segunda Bielinsky es aún más explícito, y usa el ejemplo del propio Chéjov, quien afirmaba que si una pistola aparece en el primer acto colgada de una pared, entonces debe necesariamente ser disparada en el último. Eso es exactamente lo que ocurre al final de El aura, cuando su protagonista salva la vida al disparar una pistola, convenientemente mostrado al comienzo de la película, oculta en una pared3. Evidentemente, tal fidelidad de Bielinsky a la tesis del autor ruso no es casual, sino que busca enfatizar los convencionalismos que sostienen el género, basado en un correcto funcionamiento del mecanismo del suspense para satisfacer las expectativas del espectador, para subrayar aún más el carácter rupturista de su propuesta.

3. Carecemos en castellano de la traducción y la referencia concreta al elusivo pasaje en el que Chéjov enuncia su teoría acerca de la llamada “pistola de Chéjov”. De hecho, el recurso es conocido en español como “el clavo de Chéjov” (Cfr. Rico 2002: 1384; tampoco aquí se ofrece la fuente exacta). Véase al respecto la entrada de blog de Valls Guzmán (2010), así como los comentarios a la misma, donde se discute el asunto con interesantes ramificaciones, como la posible ironía implícita en la tesis de Chéjov. En inglés el recurso es inequívocamente conocido como “Chekhov’s gun”, y las fuentes apuntan al epistolario del dramaturgo ruso o a las memorias de otros autores, que lo ponen en su boca.

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Porque, en realidad, el convencionalismo de la trama de El aura se limita al esqueleto narrativo básico. En otros aspectos igualmente importantes, Bielinsky es profundamente innovador, incluso subversivo. Así ocurre, por ejemplo, con los personajes. Frente a la profesionalidad característica de los ladrones de las películas heist, el protagonista de El aura es un hombre sin experiencia criminal alguna (se trata de un taxidermista que no ha matado jamás un animal). Frente a la personalidad, determinación y tendencia a la acción de los protagonistas de las obras del género, el de El aura es un hombre gris, con poco carácter, incluso pusilánime en momentos cruciales (el que lo invita a cazar lo define como “un embalsamador que nunca se pegó con nadie”, y efectivamente se deja golpear por uno de los participantes en el robo). Ni siquiera conocemos su nombre4. Apenas habla y le cuesta tomar decisiones: de hecho, aprecia el aura que precede a los ataques epilépticos precisamente porque en ese momento no tiene que elegir, no puede elegir: “es perfecto porque por unos instantes eres libre; no hay opción, nada para decidir, uno se entrega, todo se estrecha; no eres responsable”. Es, en definitiva, un hombre que solo observa y sueña, y que en un momento dado se decide a hablar sobre algo de lo que apenas sabe, y a actuar en un espacio que tampoco conoce, para cumplir su sueño del golpe perfecto. Mientras en el cine negro convencional es la codicia lo que mueve a los personajes, el protagonista de El aura no actúa por dinero —al contrario que todos los demás, que tienen deudas que pagar—, sino por mero deseo de cumplir por una vez un sueño. También en el desarrollo de los acontecimientos se aprecia el gusto de Bielinsky por subvertir los cánones. Frente al rigor y el orden en la preparación del golpe característicos de este tipo de películas, el personaje de Darín solo puede imaginar la línea de acción a partir de las anotaciones de Dietrich, en última instancia insuficientes, como demostrarán los acontecimientos. Frente a la lógica y la inexorabilidad inherentes al género, aquí es el azar el que determina el curso de la acción, sin apenas participación activa por parte del protagonista: un encuentro fortuito en un museo hace que sea invitado a la cacería; la marcha de su mujer es la que lo decide a aceptar; la falta de habitaciones hace que termine en las cabañas de Dietrich; por equivocación lo mata; por azar descubre sus pla4. En el guion se llama Espinoza (Scholz 2005), aunque eso los espectadores nunca lo sabrán. La referencia a Baruch Spinoza (1632-1677), uno de los padres del racionalismo y de la filosofía moral, muy apreciado por Borges, no es evidentemente casual: cfr. la contribución de Kantaris a este mismo volumen. Nótese el contraste entre el protagonista —que tiene nombre de filósofo judío, está siempre en pantalla y no sabe casi nada sobre el plan— y el personaje llamado “el Turco”, uno de los cerebros del golpe, de quien se habla a menudo pero a quien nunca se ve.

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nes; por casualidad encuentra la llave supuestamente esencial para el robo (finalmente inútil); un olvido arruina el plan perfecto (contradiciendo de paso la visión que él tiene de sí mismo y sus habilidades: “no me olvido de nada de lo que veo”); su enfermedad —que ataca al azar— le impide detener los acontecimientos; la suerte quiere que se encasquille la pistola que va a acabar con su vida… Tan solo al final parece tomar las riendas de su vida, matando a quien quiere acabar con él y determinado a acabar lo empezado; pero una vez más la mala suerte determina que el policía del furgón muera, impidiéndole (aparentemente) acceder al dinero del robo, y que Diana —la viuda de Dietrich— se haya marchado ya cuando él va a buscarla. Así las cosas, la racionalidad predominante en el género es sustituida aquí por la intuición del protagonista y el azar (ese azar que Dietrich pensaba equivocadamente poder dominar mediante su análisis estadístico —es decir, racional y científico— de la ruleta)5. Evidentemente, la aparición de lo imprevisible impidiendo la culminación del robo de acuerdo con lo previsto es el punto de inflexión de todo heist film. En este caso, sin embargo, al privilegiar hasta tal punto el papel de la imaginación y la fortuna en la trama en detrimento de la precisión y el rigor, Bielinsky da una vuelta de tuerca más, al anteponer la imperfección orgánica de la vida a la perfección matemática de la ficción (ya sea esta la imaginada por el protagonista o la cinematográfica)6. Desde un punto de vista genérico, por tanto, mientras en La señal la falta de novedad encorseta el filme, en El aura su exceso desborda los límites marcados por las convenciones.

Deslocalizaciones formales Estos desplazamientos genéricos tienen su correlato en la construcción espacial de los escenarios fílmicos.

5. El nombre Dietrich, además de remitir a una de las grandes actrices del cine negro americano, significa ganzúa en alemán, lo que resalta el papel simbólico de las estratagemas “racionales” que este personaje cree haber descubierto para ganar a la ruleta y asaltar el casino. 6. Desser subraya la presencia en el heist film contemporáneo de “chance encounters that seem to underscore the presence of fate or destiny (or the power of coincidence, however improbable), and a shocking moment of violence, often at the start, which seems to set things in motion […] Chance, fate, or coincidence rules” (2003: 530-531).

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En La señal, los espacios mostrados obedecen plenamente al imaginario del hard-boiled norteamericano. Los interiores de estudio reconstruyen los lugares canónicos del género: los bares con diseño años cincuenta, la oficina de los detectives con la inevitable luz rayada que entra por la persiana, la barbería estilo El Padrino, los billares... Se trata en buena medida de una versión doblemente estilizada —pues bebe de películas que a su vez han estilizado previamente la realidad— de lo que Sobchack denomina el lounge time, aquellos espacios físicos de paso que se oponen al hogar, siempre ausente en el cine negro, y que tampoco pueden subsumirse sencillamente en el concepto de ciudad, los cuales en su opinión funcionan como una sinécdoque de todo el género y de su economía del deseo (Sobchack 1998). Los exteriores escogidos son igualmente canónicos, pero además resultan tan neutros identitariamente que podrían encontrarse en cualquier ciudad occidental de la época. De hecho, a menudo remiten abiertamente a clásicos del género, sobre todo estadounidenses: el hipódromo del comienzo parece tomado de Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956); la feria nos traslada inevitablemente a El Tercer Hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949) y, sobre todo, a Extraños en un tren (Strangers on a Train, Alfred Hitchcock, 1951), también por las semejanzas entre los personajes femeninos; el garaje donde la mujer es infiel a su marido con un empleado es un consciente déja vù de las varias adaptaciones de la novela de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934), desde Ossessione (Luchino Visconti, 1943) a las dos versiones homónimas de Tay Garnett (1946) y Bob Rafelson (1981); y la vista nocturna del puente de armadura (truss bridge) es un icono habitual en el cine negro norteamericano. Esta ausencia de monumentos o hitos espaciales característicos de Buenos Aires es tan clamorosa que la película bien podría estar ambientada en cualquier ciudad estadounidense o incluso europea. Las escasas vistas exteriores de los asépticos edificios nunca permiten ubicar la acción en un espacio bonaerense concreto, y tampoco es posible establecer vínculos geográficos entre las distintas localizaciones7. A ello coadyuva la llamativa escasez de planos generales y de situación, y el empleo casi constante, por el contrario, de planos cortos — medios y primeros planos, fundamentalmente— y encuadres muy cerrados, a 7. No así en la novela, donde hay minuciosas descripciones de los recorridos por las calles y barrios de Buenos Aires: “Giró en la avenida Mitre hacia la izquierda y cuando llegó al puente Pueyrredón subió hasta Montes de Oca donde dobló en U hasta Osvaldo Cruz y desde allí por Pedro de Mendoza hasta la Barraca Hart” (Mignogna 2002: 168).

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menudo enmarcados por ventanillas. Ello hace que el entorno arquitectónico y urbanístico apenas sea apreciable, escamoteándose así al espectador el paisaje urbano en el que se desarrolla la acción. Los espacios mostrados, meras abstracciones genéricas sin conexión concreta con la realidad argentina en la que se ubica el relato, son puro simulacro del simulacro, y evocan la sustitución del territorio por el mapa que Baudrillard teorizara a partir de, no casualmente, el conocido cuento de Borges “Del rigor en la ciencia” (Baudrillard 1978). Desde este punto de vista, la operación conecta también con el modo en que el cine negro alumbraba, ya incluso en su época clásica, la pérdida de la cohesión social y el carácter de simulacro de las nuevas formas culturales, incluidas las transformaciones urbanas (Dimendberg 2004: 3-4). Este juego de simulación a partir del cine clásico estadounidense se ve reforzado por la puesta en escena y la ambientación, que reconstruyen con exagerada pulcritud el cine negro estadounidense de los años cincuenta: desde el vestuario (gabardina y fedora, ellos; falda hasta las rodillas o vestidos largos y zapatos de tacón, ellas) a la peluquería (recogidos, corte peek-a-boo a lo Verónica Lake), pasando por el atrezzo (muebles, coches Buick) o el maquillaje (carmín intenso). También la fotografía tiene una fuerte impronta clásica, con predominio de tonos apagados y fuertes contrastes de luz y sombra, a lo que hay que sumar la abundancia de tomas nocturnas o con presencia de lluvia8. Todo ello no solo remite al universo negro de filiación expresionista, sino que refuerza esa ilusión de deslocalización espacial al sumergir las imágenes en lo nebuloso. El clasicismo estilístico afecta también al empleo de recursos narrativos típicos del género, como el comienzo in medias res o el flash-back; de elementos visuales y sonoros característicos del cine de Hollywood de la época como los fundidos en negro o el clímax sonoro en la secuencia del beso en el cine; e incluso de otros con un evidente aire retro, como los títulos de crédito. Esta tendencia a abstraer el relato de un entorno geográfico y cultural concreto llega hasta tal punto que sería difícil decir en qué país se desarrolla la acción si no fuera por dos aspectos. El primero son las referencias a la agonía de Evita, que permite vincular las imágenes a un contexto inequívocamente argentino y a un momento muy concreto de su historia; más adelante volveremos sobre este aspecto. El segundo es el audio: las inflexiones del idioma, el acento porteño, la música (la banda sonora, muy clásica, se combina con melodías estadounidenses —canciones de crooners, algo de jazz—, óperas italianas –nueva-

8. Al parecer en un principio se valoró la posibilidad de rodarla incluso en B/N, aunque al final se optó por un proceso de descromatización en posproducción (s.a. 2007).

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memente El Padrino— y tangos argentinos —el padre del protagonista toca el bandoneón y ambos detectives son capaces de reconocer de oído las diferentes orquestas—) e incluso las voces de la radio (omnipresente fútbol) subrayan la nacionalidad de la propuesta. De este modo, mientras el vídeo obvia cualquier referencia a Argentina, el audio remarca claramente la filiación del filme. Se trata de un inteligente reparto de papeles sensoriales en el que, si visualmente se invita al espectador a dejarse seducir por el “auténtico” imaginario colectivo del hard-boiled estadounidense (un norteamericano que viera la película doblada podría creer que transcurre en EE. UU.), el audio ancla el relato en el conocido universo argentino, pero paradójicamente para prolongar la sensación de familiaridad. La configuración espacial de El aura es muy distinta, casi opuesta. De entrada, el espacio mostrado es siempre el percibido por el protagonista: la mirada del espectador es, a lo largo de todo el filme, la del personaje interpretado por Darín, quien siempre está en pantalla. No hay nada que nosotros veamos como espectadores que no se corresponda con la presencia directa del protagonista; esto se muestra explícitamente en la secuencia de montaje del viaje al sur, durante la cual la posición del personaje no cambia aunque sí lo hace el entorno. Mientras este pasa sucesivamente de la casa al aeropuerto, al avión y finalmente al coche, la actitud del personaje y la música subrayan su ensimismamiento y su aislamiento con respecto a los cambios externos. Se refuerza así una concepción solipsista del espacio, una dimensión fundamentalmente abstracta y relativa que solo se concreta en el proceso de percepción y toma de conciencia del mismo por parte del yo. El mundo exterior existe en la medida en que lo experimentamos, de modo que el espacio físico y el imaginado resultan ser uno e indiscernible. Desde un punto de vista fílmico ello se hace evidente, en primer lugar, en los momentos en los que el protagonista imagina los robos, tanto al inicio del filme como en el núcleo del mismo. En esas secuencias, el espacio real y el virtual se funden en la pantalla en uno solo, reforzándose la sensación de desubicación física y unidad temporal mediante una cámara en incesante movimiento9. Pero es en los momentos de aura en los que esta comunión entre percepción y realidad se muestra de manera más evidente. A ello contribuye en buena medida nuevamente la libertad en el empleo de la cámara, que en dichas escenas —pero también en las de acción, y de hecho en buena parte de la película— cambia constantemente de ubicación, despreciando la ley de los 180°; se desplaza en todas direcciones a 9. En sintonía con estos juegos espacio-temporales, hay un fuerte componente de presciencia en varias de las escenas iniciales de la película: el comienzo en el cajero anuncia el robo, mientras los ciervos en el museo remiten a la cacería posterior.

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distintas velocidades; realiza travelín circulares de 360º; alterna con planos fijos, situándose delante y detrás, a la izquierda y a la derecha, arriba y abajo del protagonista, con planos cenitales y supinos; y cambia continuamente de escala, pasando de un plano detalle del rostro a grandes planos generales. Todo ello nos muestra al protagonista aislado de su entorno, desubicado. Un papel similar tiene el sonido. A lo largo de toda la película, el sonido ambiente es sustituido por murmullos y música tenue que sugieren el aislamiento interior y exterior del personaje. Esto se evidencia nuevamente nuevo en los ataques de aura, cuando pitidos y zumbidos lo alejan de su entorno; pero también en la escena del robo, durante la cacería, o en la mencionada escena del viaje. El hecho de que el protagonista emplee música barroca para aislarse voluntariamente de su entorno (la sube para no oír a su mujer) refuerza esta idea. Lo mismo cabe decir de la fotografía. Como en La señal, en el proceso de etalonaje se decidió bajar el colorido, optando en este caso por desvaídos tonos blanquecinos, grisáceos, azulados, verdosos y terrosos, que enfrían la película y resaltan la soledad del personaje. Esto es aún más evidente en las secuencias nocturnas, en las que el personaje aparece recortado sobre un fondo negro totalmente abstracto. La segunda baza empleada por Bielinsky para “desubicar” la acción se refiere a la localización misma del filme. El tradicionalmente urbano heist film, en su trasposición al ámbito argentino, no transcurre en una ciudad o siquiera un pueblo, sino en medio de la Patagonia, en la naturaleza salvaje de sus bosques, llanuras y montañas. Esta decisión, que hace que se le haya calificado de “noir rural” (Panozzo 2009: 55), tiene importantes consecuencias. En primer lugar, torna inútiles los referentes cinéfilos del género, como la muy urbana e hipertecnificada franquicia inaugurada por Ocean’s Eleven (Steven Soderbergh, 2001), asimismo en torno al robo de un casino, o el más modesto homónimo filme original (Lewis Milestone, 1960). Aquí, el robo propiamente dicho transcurre a las afueras de un burdel de carretera perdido en la meseta, y tan solo en una secuencia —el robo frustrado a la fábrica de Cerro Verde— la acción se acerca a algo parecido a un núcleo de población, en realidad, los arrabales de un pueblo perdido, prácticamente un vertedero. Este predominio de los espacios naturales conecta la película con los entornos salvajes, no civilizados, de los westerns, y en este sentido deben entenderse las referencias a este género que hay en la película, tanto explícitas (“¿Quién creés que sos, Billy the Kid?”, le dice el que lo invita a cazar) como implícitas (el duelo final)10.

10. Esta lectura del espacio argentino en clave de western está lejos de ser novedosa: películas tan distintas como Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992) o Un oso

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No obstante, aunque la localización en la Patagonia la vincule inequívocamente al espacio argentino, al tratarse de un entorno natural bien conocido e incluso turístico, como subraya Diana en un momento de la película, el modo en que se retrata este espacio natural dista mucho de facilitar la identificación. Frente al gusto por la precisión geográfica del género (planos de los edificios, calles o ciudades donde se cometerán los robos, mapas de las carreteras o territorios por donde se huirá), aquí apenas hay menciones a lugares, ciudades o hitos concretos. Los diferentes escenarios retratados —las cabañas, el pueblo, el casino, el burdel— carecen de referencias reales y de vinculación interna, pues la distancia o relación de cada uno con los demás es imposible de determinar, más allá de vagas indicaciones de dirección (“viajo al sur de caza”, “las cabañas están al norte”). Tampoco contribuye a acotar el territorio el carácter irónico de los nombres: Cerro Verde es una vieja fábrica, el burdel El Edén es un chamizo desolado en mitad de la nada, y las cabañas de Dietrich ni siquiera tienen nombre. Todo ello está en consonancia con la imprecisión del conocimiento que el protagonista tiene de los hechos y del entorno, imaginados fragmentariamente a partir de fotografías encontradas, un tosco mapa y un dibujo infantil —probable alusión a El cebo (Es geschah am hellichten Tag, Ladislao Vajda, 1958) y a su remake estadounidense, El juramento (The Pledge, Sean Penn, 2001)—, elementos que en esta película sustituyen a las planos a escala y las rutas minuciosamente trazadas de los modelos europeos y norteamericanos. Aquí el espacio resulta siempre confuso (por contraste, el tiempo es cuidadosamente indicado al espectador mediante rótulos sobreimpresos) y el entorno se convierte en una dimensión abstracta y desconcertante. Ello entronca directamente con la imagen tradicional de la Patagonia como un espacio enigmático y bárbaro, en cuya topografía “no sirve la razón occidental lógico-matemática” (Bohoslavsky 2012: 142)11. Desde el punto de vista del espectador, sin embargo, si La señal podría transcurrir en cualquier ciudad occidental, El aura podría hacerlo en cualquier gran macizo montañoso y boscoso del planeta. Este entorno, por otro lado, le permite a Bielinsky definir a sus personajes a través de su relación con él. Así, el protagonista, acostumbrado a tejer y destejer planes en su cabeza, se mueve con comodidad en este mundo sin referencias; de hecho, será precisamente su memoria espacial la que al final le salve la vida, al permitirle moverse con más soltura en el bosque que sus compañeros rojo (Adrián Caetano, 2002) han jugado con este paralelismo; cfr. el texto de Sébastien Rutés en este mismo volumen. 11. Patagonik es precisamente el nombre de una importante productora argentina, que de hecho participa en ambas películas.

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de atraco. Estos, procedentes de la ciudad, se encuentran por el contrario desubicados e inseguros en la naturaleza: uno de ellos, Montero, pregunta repetidamente por las distancias, poniendo de manifiesto su confusión. El personaje de Diana, por último, subraya la importancia de los espacios cerrados como lugares de refugio: no solo es a menudo retratada dentro de la cabaña desde fuera de ella, sino que se recoge en la iglesia (“es un lugar para estar, un lugar mío”) y solo encuentra cierta cercanía con el protagonista dentro de la cabina de la furgoneta. Por último es evidente, siguiendo a Lefebvre (2006), que el paisaje escogido tiene una enorme fuerza simbólica que Bielinsky aprovecha adecuadamente. La colosal escala del territorio, subrayada por el empleo de amplios planos generales y panorámicas, empequeñece la figura humana, contribuyendo a resaltar la fragilidad de los personajes. Además, el desorden inherente al mundo orgánico acentúa la sensación de caos, en contraste con el rigor geométrico de los espacios artificiales.

Modelos de posmodernidad La señal es un filme-nostalgia à la Jameson en su vertiente más mimética, donde la conversión de la convención en cliché acaba por construir un filme cuyo contenido es puro simulacro del género negro, que además se desarrolla en una ciudad igualmente canónica, indistinta e impersonal. Aunque la encomiable recreación subraya la modernidad de un Buenos Aires equiparable en la época a cualquier otra ciudad europea o norteamericana, el seguidismo de modelos formales y narrativos importados no hace paradójicamente sino reforzar algunos de los estereotipos neocoloniales más habituales para explicar el carácter supuestamente subalterno, cuando no marginal, de la cultura latinoamericana: desde la existencia de un gap temporal en el acceso a la modernidad entre la cultura latinoamericana y el resto de Occidente (“la Argentina de 2007 es capaz de hacer películas como las que hacía Hollywood en 1950” , parece deducirse), hasta la preeminencia del original (occidental) frente a la copia (tercermundista). Y, sin embargo, las cosas podrían haber sido distintas. Porque el filme, por ejemplo, se permite ciertos juegos metarreferenciales con sus modelos norteamericanos no carentes de interés. Así, la agencia de detectives se presenta como un negocio de poca monta que aspira a saltar a la “primera división”, como afirma Santana; quien, con ello en mente, se mira obsesivamente en el espejo de los detectives norteamericanos: lee revistas del FBI, pone en el letrero

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de la puerta “Métodos norteamericanos”, e incluso emplea a menudo expresiones en inglés. Estos guiños, que a priori podrían haber ejercido cierto efecto brechtiano de distanciamiento, y con ello plantear la existencia de una mirada irónica o desmitificadora a los modelos (en un momento dado Corvalán, tras hacer Santana una referencia a Capone, afirma: “pero esto no es Chicago”), nunca llegan sin embargo a cumplir dichos objetivos. Su escasa relevancia en el conjunto del filme y, en definitivo, la seriedad con que este se toma a sí mismo, no solo abortan cualquier lectura deconstructiva en este sentido, sino que remarcan la distancia entre la “copia” y el “original”, y con ello el carácter subalterno del filme en su sentido más literal: una subalternidad cultural y económica inmejorablemente encarnada en la resignada mansedumbre con que los protagonistas se prestan a ejercer de guardaespaldas de las actrices y cantantes norteamericanos que visitan Argentina, como Yvonne de Carlo o Frank Sinatra, para conseguir ingresos extras12. Un tratamiento siquiera mínimamente irónico de estos referentes habría arrojado una luz completamente distinta sobre la película, entre otras cosas porque entronca con una rica tradición del cine policial argentino que precisamente tiene en los primeros años cincuenta —los que refleja la película— uno de sus momentos culminantes (si bien con marcadas diferencias con respecto al estadounidense)13. El aura, por el contrario, va mucho más lejos en su diálogo con la tradición clásica y los modelo importados. Al seguir muy de cerca las convenciones narrativas básicas del género para luego subvertirlas radicalmente mediante la irrupción de lo imaginado y lo inconcreto, y al trasladar una acción habitualmente urbana a la inmensidad de un espacio natural sin referencias donde el personaje protagonista se encuentra a sus anchas, Bielinsky no solo importa convincentemente el modelo al suelo argentino, sino que en el proceso lo transforma y subvierte. La compatibilidad entre la peculiar forma mentis del protagonista y el entorno salvaje, caracterizados ambos por su tendencia a la abstracción espacial, subraya la idoneidad de la adaptación entre medio (local) y género (importado). Sin embargo, la deconstrucción del modelo original apunta aún más lejos, al carácter fértilmente corrosivo del suelo y el aire australes en contacto con fórmulas occidentales, en la estela de una larga tradición “antropofágica” latinoamericana, recientemente actualizada en las tesis en torno a la heterogeneidad de las formas de apropiación y consumo (García Canclini 2001) o la revancha de la copia 12. La crítica en su país de origen estimó en modo distinto el peso respectivo de la “argentinidad” y de los modelos de Hollywood en la película; cfr. por ejemplo Batlle y Bernades (2007). 13. Cfr. el texto de Alberto Elena en este mismo volumen.

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(Nelly Richard 1989). De este modo, El aura asume planteamientos de una mirada poscolonial, desacomplejada e insubordinada: una plausible lectura desde una perspectiva de género (gender) desvelaría incluso la existencia en la película de una crítica al tradicional machismo del noir14. Así las cosas, ambas obras pueden considerarse ejemplos modélicos de lo que Foster, refiriéndose a los diversos modos en que las producciones culturales del capitalismo avanzado negocian ideológicamente con la tradición, denominara respectivamente “posmodernidad de reacción” y “posmodernidad de resistencia” (Foster 1985).

Una lectura contextual No obstante, estos procesos de reelaboración y deslocalización del género negro que caracterizan La señal y El aura deben leerse no solo a la luz de las profundas transformaciones de la cultura provocadas por los siempre ambiguos desplazamientos teóricos posmodernos y los complejos procesos de globalización, sino también en el contexto preciso en el que surgen las obras. Tal y como se señala en el prefacio de este volumen, es en la confluencia de los procesos paralelos de des- y re-territorialización de las prácticas culturales contemporáneas desde donde deben analizarse los casos concretos. Los estudios más recientes en torno al género negro resaltan cómo este fue en origen una respuesta a las tensiones y ansiedades producidas por las pesadillas de la modernidad, las fricciones provocadas por la economía tardocapitalista, y las tensiones derivadas de la incipiente globalización en los EE. UU. de la posguerra, todo lo cual se refleja en sus ambiguos retratos de la ciudad y en el énfasis en la idea de desplazamiento que lo caracteriza (Sobchack 1998; 14. Esta lectura partiría de un análisis de la violencia como fenómeno eminentemente masculino articulado aquí en torno a la caza, actividad fálica realizada bajo la advocación simbólica de Diana Cazadora (el nombre de la protagonista), tradicionalmente acompañada de ciervos o perros de caza (animales ambos presentes en la película). Las mujeres aparecen fundamentalmente como receptoras de esa violencia (Diana es golpeada por su padre, su marido y finalmente su hermano; el conocido que invita al protagonista a cazar también maltrata a su mujer; una tercera ejerce la prostitución), y a menudo están ausentes (la mujer del taxidermista nunca aparece; de la de su compañero de caza solo sabemos que ha intentado suicidarse; la propia Diana huye al final). El protagonista, que en un principio no encaja en el estereotipo masculino por su pasividad y desinterés por la caza, acaba finalmente entrando en el juego, lo que explica la huida de Diana.

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Dimendberg 2004)15. En acertada síntesis de Fay/Nieland, el éxito del noir, un género internacional y globalizado desde sus orígenes: is thus linked to the broader condition of global disquiet with the mobile and dislocated social and cultural relations of modernity itself: of rootless and wandering desire; of change, accident, and class inestability; of local traditions and spaces either imperiled or energized by global flows of culture and capital; and of homelife across the world that has become unsettled, uncanny, or newly foreign. (2010: xiii)

Si aceptamos que los actuales fenómenos de la globalización y el posmodernismo no son sino la fase paroxística de la modernidad, podemos legítimamente preguntarnos hasta qué punto el cine negro no está ligado asimismo a la exacerbación de dichos sentimientos de inestabilidad, desazón y extrañamiento. O, en las palabras de Desser, “if classic film noir was said to respond to thencontemporary issues in American culture and society, can we account for the transnational ‘neo-noir’ or global noir in terms of contemporary issues in global culture and society?” (2003: 516)16. En el caso que nos ocupa, la pregunta sería entonces qué relación existe entre el auge del reciente cine negro y policiaco en Argentina y la inestabilidad económica y social vivida en el país durante el corralito (2002) y los años inmediatamente posteriores17. Y, de manera más 15. Krutnik señala sin embargo acertadamente cómo estas atmósferas inestables se encuentran ya en películas norteamericanas anteriores a la II Guerra Mundial (Krutnik 1997: 83). 16. Él mismo responde la pregunta con un brillante análisis de las complejas relaciones existentes entre el éxito del cine noir en el Hong Kong de los años noventa y la preocupación y zozobra de sus habitantes ante la transferencia de su soberanía a China por parte del Reino Unido en 1997 (Ibíd.: 526). 17. Es de hecho desde esta perspectiva desde la que autores como Aguilar (2006), Tranchini (2007) o Page (2009) han analizado el Nuevo Cine Argentino, objeto de análisis privilegiado dentro del reciente cine latinoamericano. Aunque las obras que nos ocupan no pertenecen a esta tendencia, existen ciertos paralelismos entre las estrategias desplegadas en ellas y las que estos autores descubren en el Nuevo Cine Argentino que ponen de manifiesto el carácter determinante del contexto común. Sirvan de ejemplo algunas citas: “Los procesos de hollywoodización y americanización son entendidos por estos directores como parte del proceso de construcción de la cultura mediática latinoamericana. […] Los nuevos films citan a Hollywood y a las series estadounidenses, que aparecen como fuentes de inspiración de los personajes” (Tranchini 2007: 120); “vence la claustrofobia y la desintegración: familias que confunden sus lazos; instituciones y héroes del pasado histórico que funcionan como autómatas desahuciados [cfr. la Evita moribunda], y personajes que se hunden en el parasitismo” (Aguilar 2006: 42); “asedia una misma amenaza: las ruinas, lo impensable, lo

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específica, cómo se refleja dicha relación en las películas aquí escogidas, realizadas precisamente en dicho periodo. O, afinando aún más, de qué manera, por debajo de las evidentes diferencias entre los respectivos puntos de vista, la estrategia compartida de deslocalización y abstracción de las convenciones genéricas en ambas películas responden y dan respuesta las tensiones vividas en Argentina durante este periodo. Desser ha analizado brillantemente el carácter internacional, ya desde sus orígenes, del noir, y más específicamente del subgénero al que pertenecería El aura, que él denomina “Heist gone bad” (2003: 523). Este cuenta con hitos fundacionales tanto hollywoodienses —La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, John Huston, 1950), la mencionada Atraco perfecto— como franceses —Rififí (Du rififi chez les hommes, Jules Dassin, 1955), Bob el jugador (Bob le flambeur, Jean-Pierre Melville, 1956)—, y tiene en la mexicana Amores Perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) un ejemplo paradigmático reciente en la región18. Desde esta perspectiva, la deslocalización espacial debe entenderse como un reconocimiento tanto de dicha tradición internacional como de la condición de koiné del imaginario del género para los creadores y espectadores contemporáneos, capaces de descifrar las complejas estrategias de sentido implícitas en el juego entre lo global y lo local, y entre las referencias a otras ficciones y la realidad. La propia manera de retratar fílmicamente la capacidad del protagonista de El aura de fantasear los acontecimientos futuros, en secuencias en las que el tiempo y el espacio han sido abolidos, encarna magníficamente el poder de seducción del imaginario colectivo forjado por el cine19. Un poder de seducción cuya mejor demostración metafílmica es por otro lado La señal, pura encarnación fantasmática de dicho imaginario. En un mundo globaliza-

que está fuera de control. De allí que exista una indagación de lo fortuito, lo accidental y lo azaroso” (Ibíd.: 47); “Una de las formas que ha encontrado el cine argentino de negociar un mercado para sus películas es precisamente la de subrayar, de manera reflexiva, la circulación del cine como mercancía” (Page 2007: 66). 18. La señal pertenecería por el contrario al subgénero que Desser denomina “The Stranger and the Femme Fatale”, que considera el menos habitual fuera de Hollywood (2003: 522). Esta rareza está en consonancia con la escasa atención que ha recibido esta película por parte de la crítica. 19. Page ve en ello una admonición contra dicho poder: “in El aura it is the gap between illusion and reality that becomes instructive, warning us of cinema’s own complicity in producing aestheticized versions of acts that are, in reality, often more reckless, more foul, or grotesquely banal” (2009: 96-96). Aunque esta lectura es sugerente, tanto la empatía que despierta el protagonista como el resultado final de su aventura antes parecen una celebración y exaltación de dicho poder que una crítica del mismo.

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do, como señala Appadurai, la imagen, lo imaginado y el imaginario conforman nuestra visión del mundo, y la imaginación se convierte en una práctica social y en “a form of negotiation between sites of agency (individuals) and globally defined fields of possibility” (Appadurai 1997: 31). Una idea que es válida tanto para los protagonistas de las películas, cuya Weltanschauung está fuertemente influida por su apropiación de otras realidades o ficciones, como para las películas en sí, que negocian con todos esos referentes para construir sus respectivos discursos. En estas películas el espacio fílmico ya no se corresponde pues con un espacio real concreto, sino que se limita a aludir a una serie de referentes abstractos que forman ya parte del imaginario colectivo de los espectadores. La ciudad de La señal o el bosque de El aura no representan realmente Buenos Aires y la Patagonia respectivamente, lugares reales con una identidad propia, sino que aspiran a encarnar cualquier ciudad y cualquier bosque, razón por la cual dicha identidad aparece completamente difuminada en su trasposición cinematográfica. El valor de estos espacios es simbólico, no geográfico. Si por un lado la operación subraya la intercambiabilidad de los entornos físicos en tiempos de globalización, por otro permite extrapolar a territorios como Argentina las lecturas críticas en clave social, económica o cultural tradicionalmente asociadas a las películas noir estadounidenses y europeas, vinculándolas específicamente a las consecuencias de la globalización en dichos territorios. Desde esta óptica, la estrategia de mimetismo espacial de La señal, de “acercamiento” máximo al modelo, puede entenderse como una forma de subrayar la equivalencia entre la Argentina de los años 2000 y los EE. UU. de la posguerra, la pervivencia de las mismas ansiedades de índole política, económica y social características de los años cincuenta aumentadas y multiplicadas ahora, en tanto en cuenta la globalización supone un acrecentamiento exponencial de los procesos deslocalizadores de la modernidad20. En palabras —referidas a otra película— de Page: Perhaps that which […] permits a ‘reinvention’ of noir in the Argentine context […] is a shared sense of loss, whether real or feared: a disillusionment in the 1940s and 1950s with the ‘American Dream’, an analogous experience in some ways to the

20. Una globalización apuntada por la abundancia de referentes internacionales en el filme, y más aún en la novela, donde los nombres y apodos de los protagonistas —el Noruego, el griego del bar Chipre, el matón con cara de eslavo, los alemanes y el bar Múnich, los matones de apellido italiano— recalcan el origen extranjero de la población argentina ya en los años cincuenta.

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disillusionment occasioned by the economic and political collapse of Argentina at the threshold of the twenty-first century. (2009: 107)

Es en este contexto también en el que debe entenderse el tratamiento del peronismo en el filme, que difiere del de la novela original. Mientras que resulta casi imposible no leer esta —publicada en pleno corralito decretado por el gobierno de la Unión Cívica Radical de Fernando de la Rúa, el único interregno no peronista desde 1989 en Argentina— como una muestra de nostalgia por la figura de Evita, evidente por ejemplo en la elección precisamente del momento de su desaparición como marco temporal para la historia, la película optó por difuminar los aspectos políticos y reforzar los convencionalismo de género, como el propio Darín señaló21. En la práctica esto supuso no solo subrayar el carácter menos ideológico y más abstracto —y por tanto extrapolable al presente— del descreimiento de Corvalán, sino también acentuar las zonas de sombra del régimen (convirtiendo por ejemplo las vigilias en honor de la agonizante “Líder Espiritual de la Nación Argentina” en fantasmales estampas de exaltado mesianismo) y alterar sustancialmente algunos aspectos que en la novela endulzaban la lectura general del periodo (como el almibarado final feliz, que sugería una reconciliación familiar en clave de clase media de espíritu muy peronista, pero poco en consonancia con el noir). Estas modificaciones, unidas a otros aspectos —como algunos chistes políticos y la empatía que despierta el personaje antiperonista—, invitan a una lectura más crítica del periodo que la defensa original de sus valores presente en la obra de Mignogna. Por el contrario, en El aura la mudanza espacial se lleva a cabo por un proceso de “alejamiento”, ubicando los hechos en una realidad natural muy distante del tradicional espacio urbano y marcando por tanto diferencias con los modelos. Habida cuenta de que su anterior película, la muy exitosa Nueve reinas (2000), era absolutamente urbana, cabe pensar que estos desplazamientos están 21. “[L]o que más le interesaba [a Mignogna] tenía que ver con cierta recuperación de valores perdidos, de la palabra empeñada, la amistad por encima de todo. De ahí que el emplazamiento estuviera apoyado en dos tipos que son casi hermanos, pero que están ideológicamente enfrentados. Aunque yo nunca lo vi a mi personaje –Corvalán– como un antiperonista sino más como un anarquista, con su escepticismo y la disconformidad con el mundo que lo rodea; un tipo que está en contra de toda reglamentación. Con Martín suavizamos mucho este aspecto del antiperonismo, que en la novela era muchísimo más marcado. Eduardo era un gran admirador de Eva Perón […] nos gustaba porque le daba un contexto, lo que pasaba en la calle con Eva, pero no queríamos abusar; no queríamos convertirla en una discusión ideológica permanente; tenía que ganar la historia de ficción” (Kairuz 2007).

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directamente relacionados con las circunstancias vividas en Argentina desde el cambio de milenio. Desde esta perspectiva, la transposición de la acción a un espacio salvaje podría aludir al carácter ubicuo y natural, en todos los sentidos, de la inseguridad, el desorden y el delito en dicho periodo, lejos por tanto de su tradicional y limitada adscripción a los entornos urbanos modernos, lo cual a su vez pondría de manifiesto lo obsoleto de las tradicionales dicotomías (modernas) en torno al (perverso o encomiable) carácter civilizado y civilizatorio de la ciudad frente a la (bucólica o bárbara) naturaleza campestre22. Esta lectura contextual, por lo demás, se ve reforzada por otros aspectos comunes a ambas películas, más allá de los desplazamientos genéricos y espaciales. Sin ánimo de exhaustividad, pueden destacarse al menos cuatro: En primer lugar, la ausencia casi total de las fuerzas del orden y los mecanismos de legalidad. Un vacío que no solo evoca con fuerza la pérdida, por parte del Estado argentino, del control económico y social del espacio en el contexto de la disolución de las normas impuesta por la libre circulación global de los flujos del capital internacional, sino que también resalta el carácter hobbesiano del comportamiento humano en ausencia de dicho control23. En segundo lugar, la futilidad última de los esfuerzos de los protagonistas por conseguir el dinero. Si metafóricamente ello remite a la distancia insalvable que separa al ciudadano de dichos flujos virtuales del capital, el modo de visualizar dicha futilidad —la imposibilidad en el último instante de siquiera tocar el dinero, guardado en una caja fuerte o un furgón blindado— encarna ejemplarmente la intangibilidad real del capital para los argentino durante el corralito, encerrado aquel en bancos que funciona(ba)n bien como depósitos de ahorros de grandes delincuentes (La señal), bien como casinos especulativos (El aura)24. En tercer lugar, esta esterilidad económica lo es también emocional. En sin22. Cfr. por ejemplo: “In Argentina’s cultural tradition, rural and natural locations signal not just an opposition to the city and the values of modernity and cosmopolitism associated with it, but they also […] promise a more thruthful and substantial insight into the reality and plight of the nation, unvarnished with the port-city’s superficial and delusive mirages of civility” (Andermann 2012: 61-62). 23. Nótese el progresivo proceso de identificación, heredero tanto de Hobbes como de Hesse, del protagonista de El aura, un hombre que trabaja con animales muertos, con el lobo (estepario) que mata al ganado. 24. Esta esterilidad contrasta con el final feliz de Nueve reinas, anterior al corralito. “It would not be unreasonable to attribute the contrast between Nueve reinas and El aura to the emergence of a post-Crisis sensibility in Bielinsky’s filmmaking”, afirma Page tras comparar la perfección de la estafa de la primera con la imprevisibilidad y ambigüedad de la segunda (Page 2009: 96).

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tonía con la relación, indisociable desde Deleuze y Guattari, entre flujo económico y flujo libidinal, ambas películas ponen de manifiesto la imposibilidad real de comunicación afectiva entre los personajes. A Corvalán le engañan tanto su novia como Gloria, mientras que al protagonista de La señal le abandona su mujer. Ambos actos son los detonantes de las respectivas acciones; pero de un modo no traumático, como si se tratara de un mero acto del destino que les empuja por una vía que por sí mismos serían incapaces de tomar. Porque esta frigidez afectiva no afecta solo a las relaciones sentimentales, sino al vínculo mismo de sus protagonistas con el mundo. Antihéroes abúlicos y desencantados, su desidia es reflejo de su insatisfacción con un mundo engañoso cuyas normas no conocen. Que el actor encargado de protagonizarlos sea el mismo en ambos casos —el siempre magnífico Darín, experto en poner cara a nuestras perplejidades— no hace sino resaltar nuestra necesidad de iconos en tiempos revueltos. En cuarto y último lugar, resulta muy revelador que en ambas películas el título remita precisamente a la necesidad de claves y estímulos para desenvolverse en un mundo brumoso y abstracto, tan real como imaginado, y sin apenas referencias espaciales. “El aura” y “la señal” son instantes de lucidez suprema, fogonazos extrasensoriales que, como ecos de una relación privilegiada con el entorno, permiten siquiera por un momento a los protagonistas abdicar de su innata tendencia a la inacción y dejarse llevar por fuerzas superiores a ellos mismos: el paroxismo sinestésico producido por la enfermedad, en un caso, y la inevitabilidad del destino, en el otro. Incluso en sus títulos estas obras son pues sintomáticas de la pérdida de las certezas y del descrédito de la razón provocados por el desorden económico, político y social que asoló la Argentina de la década pasada Si Desser ha señalado que las características del noir global son las de la sociedad del hipertexto (2003: 534), García Canclini ha cifrado la pervivencia de las identidades nacionales o locales en su capacidad para integrarse en un nuevo entorno marcado por el multimedia y la multicontextualidad (1997). En el cruce de ambas propuestas deben entenderse las complejas operaciones de desplazamiento genérico y espacial de ambas películas. Su tendencia a la deslocalización y la abstracción es por tanto un trasunto de la disolución de las fronteras y las certezas en la época de la globalización; pero los intrincados procesos de apropiación, subversión y negociación tanto de una realidad en permanente mutación como de un acervo casi infinito de ficciones en constante diálogo con ella son también una respuesta, en diferentes sentidos —nostálgico y conservador, una; innovador y crítico, otra— a los interrogantes identitarios planteados por dicha disolución.

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La reflexión sobre el género negro en El beso de la mujer araña: un acercamiento transmediático a los elementos policíacos en la novela y la película

Claudia Gronemann Universidad de Mannheim

Adaptar las novelas de Puig significa pues para el adaptador desempeñar el papel activo que el escritor había reservado para el lector, y acabar la obra, ya no con una lectura, sino mediante otro proceso creador que se añade y completa el primero. Dejong 1998/99: 171

Introducción Mi acercamiento al género negro no parte directamente de la novela policíaca, sino de la traducción mediática de sus elementos en la literatura y el cine. Basándome en el problema de la representación de estos elementos “criminales”, me propongo analizar precisamente su diferente inscripción en el texto literario y su adaptación fílmica1. Tanto la novela El beso de la mujer araña de Manuel Puig, hoy un clásico de la literatura del Posboom, como la película de Héctor Babenco, director brasileño de origen argentino, están evocando en una dimensión significante las estructuras de ese género, pero las inscriben de manera distinta dependiendo del medio empleado. Mientras que el autor de la novela se propone no solo la exposición de lo popular, sino también una reflexión profunda en torno a ello, y por lo tanto sondea también las estructuras de lo poli1. Dejo de lado la versión teatral de 1983 del mismo Puig, que se estrenó por primera vez en lengua inglesa en el Bush Theater de Londres (1985), y el musical con el mismo título (1992), también estrenado en Londres.

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cíaco, el cine no transmite ese mensaje, sino que se limita a mostrar directamente un delito. El asesinato del personaje gay se traduce en términos audiovisuales sin guardar distancia con el medio, y sin el juego metaficcional y metamediático que caracteriza la novela. La adaptación cinematográfica de la novela de Puig corresponde, a mi entender, al género policíaco, aunque no propone una reflexión sobre el crimen como la que suele caracterizar al género negro. El filme propone, en cambio, otra lectura del crimen, obedeciendo a los requisitos de lo cinematográfico y de su público potencial: provoca ante todo un placer escópico, visualizando abiertamente el acto criminal, al que en la novela se alude únicamente a través de un informe policial y el relato de un sueño. Siendo la novela un texto que enfrenta al lector con el problema de la percepción subjetiva y la representación de la realidad en general, incluyendo por tanto una crítica de los discursos político, mediático, popular, policíaco, etc., en la traducción audiovisual de la novela desaparece esta estrategia reflexiva. Este aspecto es el que se va a analizar a continuación, tomando como punto de partida los elementos procedentes del género policial. Se partirá de la idea de que la dimensión intrínsecamente política de la novela (Viano 1986: 45) —el texto de Puig trata el problema de la represión política en sentido amplio— se encuentra escamoteado en favor de la simple exposición de un crimen en la pantalla cuya dimensión metaficcional desaparece, de modo que la película se transforma en un ejemplo del mismo género policíaco que el discurso metaficcional de la novela de Puig había puesto en tela de juicio.

La novela El beso de la mujer araña (1976, Barcelona)2 no es una novela policíaca, sino que está constituida por una red de diferentes tipos de textos y géneros, formando precisamente un pastiche en sentido posmoderno. En lugar de una narración convencional basada en la voz de un relator, la novela de Puig se construye a partir de un diálogo continuo en estilo directo entre los protagonistas Luis Alberto Molina y Valentín Arregui Paz. Incluye además flujos de conciencia, relatos de sueños, notas a pie de página que describen el pensamiento científico altamente represivo sobre la homosexualidad, informes de la policía se2. El texto se publicó primero en España, ya que Puig se encontraba en el exilio en Nueva York. En Argentina circulará solo a partir de 1984, después de la dictadura de Videla.

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creta, cartas, extractos de documentos oficiales y un diálogo con el director de la penitenciaría. La novela pertenece a la literatura carcelaria, pero, a diferencia de esta, no dispone de un narrador en primera persona ni de una instancia textual que organice el discurso, así que no participa de lo novelesco en sentido tradicional. El lector se enfrenta in medias res con el diálogo a dos voces —no vinculados a priori a personajes literarios— separadas en la transcripción por un guion (sin fórmulas de inquit) y de las cuales no conoce absolutamente nada. El único procedimiento de caracterización de las mismas en tanto que personas son sus respectivas palabras pronunciadas en discurso directo. A través de esta conversación, el lector atento descubre, paso a paso, el hilo de la acción, y acaba determinando la relación entre los dos protagonistas. En el espacio mínimo de la celda de una cárcel de Buenos Aires, bajo un régimen político represivo, un homosexual cinéfilo le cuenta a su compañero, un detenido comunista, sus películas preferidas. Estos filmes, narrados y discutidos durante las noches oscuras y frías en la cárcel, funcionan, dentro de la novela, como un instrumento de construcción de los dos protagonistas literarios, que son antagónicos. Al mismo tiempo constituye el motivo del acercamiento del uno al otro, tema principal del texto. Pero la acción, el cambio de mentalidades y la toma de conciencia de los detenidos, no están descritos textualmente, sino presentados por medio de los actos de habla, referidos en su mayoría a seis películas que Molina, un hombre transexual acusado de corrupción de menores, presenta a su compañero Arregui. Exponiendo de esta manera el encuentro tanto mental como físico de estos dos hombres, la novela pone sobre la mesa abiertamente la cuestión de la transexualidad, hasta entonces tabú en la cultura latinoamericana de la época3. Este posicionamiento respecto a la categoría de género (gender) empieza a reflejarse también, y con signos opuestos, en el nivel pragmático de la comunicación masculina: el activista político Arregui se deja seducir por las narrativas cinematográficas de su compañero de celda, quien logra transmitir un efecto de escape —normalmente generado por el cine popular— a su interlocutor, lo que culmina en una relación de profunda intimidad. Así el carácter viril y ascético del preso político Arregui empieza a abrirse al personaje contrario, que posee una visión apolítica, sentimental y banal de la existencia muy influida por el cine más escapista. Molina encarna la afición por lo trivial, se identifica perfectamente con las divas del cine, logrando de esta manera superar los códigos convencionales de género, feminizándose y viviendo de elementos procedentes de la cultura popu-

3. Ver por ejemplo Ingenschay (1992).

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lar y la comunicación de masas. Esta figura de la novela representa el destinatario perfecto del cine de consumo, de distracción y huida de la realidad, mientras que su compañero Arregui se propone cambiar esa realidad, perfilándose desde el inicio como espectador ilustrado y politizado y criticando expressis verbis la función anestésica del cine de masas. No obstante —y eso es lo que está performando el texto de la novela—, Molina logra transmitir parcialmente su mirada femenina —no confundir con the female gaze4— a su amigo, quien termina por empatizar con él y aceptar las conversaciones “cinematográficas” como lenitivo a su situación. Su relación sentimental con Molina le ayuda a aguantar el arresto, pero a cambio no se da cuenta de que su amigo y amante ha empezado a espiarlo a cambio de ser liberado anticipadamente. El lector mismo lo descubre solo al final de la primera parte —exactamente en el capítulo ocho, centro de una novela de dieciséis—, a través de informes y un protocolo de la entrevista entre Molina y el director de la cárcel. En pago a su labor de espionaje Molina es excarcelado (capítulo 15). Sin embargo, antes de salir, toma conciencia de sus sentimientos hacia Arregui, cambia de opinión y acepta colaborar con este pasándole información. Lo hace no por convicción política, sino por el amor que siente hacia su nuevo amigo. Ese compromiso, a la vista de los objetivos comunistas del entorno de Arregui, va a causar, finalmente, su asesinato, lo cual inaugura una trama policíaca en la segunda parte de la novela.

Estructuras policíacas La novela de Puig incluye un hilo de acción criminal. No obstante, más que pertenecer al género policíaco, como ya hemos mencionado, se trata una obra posmoderna y metaficcional que reflexiona sobre los géneros textuales y los medios de comunicación. En oposición a la lógica del policíaco, el asesinato de Molina aparece en un momento atípico, al comienzo del desenlace, en vez de hacerlo al principio e inaugurar una investigación a través de la cual se puede desplegar lo que Schulz-Buschhaus (1975) destacó, siguiendo a Colin (1968), como elementos básicos del género: 1) la persecución (action en inglés), 2) la investigación (analysis), y (agrega Schulz-Buschhaus) 3) el encubrimiento sistemático (mystery). En la novela de Puig, la búsqueda de los responsables del crimen —el “plato fuerte” en el género policíaco— no tiene gran importancia. Más aún, al final persiste una 4. En la teoría cinematográfica se define esta como la respuesta femenina a la mirada masculina voyeurista heterosexual, que ha marcado tradicionalmente el trabajo de la cámara en la tradición del cine y las restantes artes visuales, según Laura Mulvey (1975).

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ambivalencia profunda respecto a los autores del crimen, que parece tener multitud de responsables: 1) los agentes secretos que persiguen a Molina para detener a los miembros del grupo de militantes, 2) estos mismos, los activistas y compañeros de Arregui que matan a tiros a Molina para que no revele los detalles sobre el grupo, y 3) la misma víctima, Molina, quien, en su profundo deseo de sacrificarse por amor imitando a las idolatradas heroínas trágicas del cine, asume la responsabilidad del crimen. Su idea de inmolarse en nombre del amor y para ayudar a su amante Arregui parece tomada directamente del cine melodramático, ilustrando así la meta-medialidad y la metaficcionalidad del texto. Basándose en las estructuras policíacas del texto de Puig, Laaouina (2006) argumenta que la trama novelesca comparte varios elementos con el género: la cárcel (aquí el lugar principal de la acción), los representantes de la ley (el director de la cárcel, los guardias, los agentes secretos, la Policía Federal), y un crimen, y constata que “todos son recursos susceptibles de dar a la narración un evidente carácter propio al género negro”. Esta presencia de estructuras del género no se limita en la novela solo a lugares, personajes y actos, sino que también se da en las películas comentadas, que resultan, según Laaouina, la “forma más hábil de hacer que el discurso narrativo contenga a modo de intertextos ecos más evidentes del mundo del cine”, lo que él llama una reescritura de géneros. En mi opinión, se trata de una recodificación crítica que rompe de manera sistemática con la ley del género, por citar la reflexión al respecto de Derrida5. Los filmes debatidos por Molina y Arregui tienen orígenes diferentes, son ejemplos tomados de la historia del cine o pura invención, y provienen de distintos géneros (películas de suspense, de vampiros y zombies, drama, romance y propaganda). Casi todos entrelazan el amor con el crimen. Su estructura melodramática se refleja directamente en la relación entre Molina y Arregui. El crimen que aparece al final de la novela resulta, en este sentido, de la visión errónea del mundo, totalmente mediatizada, que atribuimos al personaje de Molina: su modo de ser se encuentra impregnado de elementos y personajes del cine. Desde luego, el fondo del crimen resulta más complejo: Molina muere en primer lugar víctima de su propia visión trivial, si bien es asesinado por el grupo de activistas. La estructura policíaca que se inscribe en la novela de Puig tiende al género negro, mientras que la película de Babenco, que analizo más abajo, escenifica el crimen en términos de policial y parece acercarse más al género en un sentido restrictivo. Así, observamos la función de lo policíaco en un espacio intermedio, dentro y fuera del marco estrecho de una teoría del género.

5. Ver Derrida (1980).

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Para sistematizar la idea de lo policíaco y de sus estructuras, que constituyen parcialmente la segunda parte de la novela de Puig, me baso en la genealogía de la novela del mismo tipo que ofreció Ulrich Schulz-Buschhaus (1975) en su estudio clásico. Analizando sobre todo obras literarias francesas, SchulzBuschhaus se propone elaborar un modelo histórico-tipológico (siguiendo Régis Messac, Le “Detective Novel” et l’influence de la pensée scientifique, 1929) para elaborar una clasificación de textos y demarcar el género policíaco de otras formas textuales. A diferencia de Messac, tiene poco interés en las referencias extra-textuales, dedicándose fundamentalmente a la descripción de estructuras y procedimientos textuales para localizar la especificidad de la novela policíaca. En su libro, Schulz-Buschhaus considera lo trivial como efecto y polo contrario del sistema clásico de los géneros, no como modelo independiente de este dispositivo. En su opinión, lo policíaco resulta de la dinámica y la “transformabilidad” de los géneros. No considera lo trivial como lo contrario de la “alta” literatura, sino como un elemento: “[…] das in wechselndem Maß an aller Literatur Anteil hat, das einerseits aus den automatisierten Formen ehedem relevanter Literatur erst erzeugt wird, andererseits aber aus der Verfremdung der eigenen Automatismen relevante Literatur wieder erzeugen kann […]” (Schulz-Buschhaus 1975: ix)6. Ese estudio tiene como meta describir este proceso histórico-literario de la emancipación de lo policíaco que, de una estructura de lo trivial, se ha transformado en un género nuevo y de prestigio.

EL DESTINO en doble sentido: una trama policíaca fundada en el cine se inscribe en la novela Vamos a observar cómo la tragedia que vive Molina tiene lugar como repetición de la trama de una de sus películas preferidas, con cuya protagonista femenina se identifica fervorosamente. En el capítulo cuatro, Molina le cuenta a su compañero de celda un film de propaganda nazi llamado Destino7, cuyo desenlace melodramático le impresiona mucho, sin apercibirse de la ideología subyacente. En el París bajo la ocupación alemana, dos mujeres francesas se enamoran 6. “[…] que forma parte, en mayor o menor medida, de toda literatura; el cual por un lado nace de las formas automatizadas de una literatura ya consagrada, pero por otro es capaz de generar una literatura relevante a partir del distanciamiento [Verfremdung] de los propios automatismos” [T. de los E.]. 7. Esta película no existe en realidad, pero consta de elementos recurrentes de filmes históricos de propaganda nazi.

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de sendos oficiales del régimen nacionalsocialista. Sus compañeros de la resistencia requieren sus servicios para espiar a estos dos hombres, pero el amor las lleva a rechazar el encargo. Por ello, las dos mujeres encuentran la muerte a manos de sus propios correligionarios. A través de largas exposiciones (capítulos tres y cuatro), Molina cuenta la película, antes de concluir relatando, con las palabras siguientes, el destino de una de las mujeres: “Y la rubia corista estaba en esa misión, porque era del maquís, pero después de entrar en relaciones con el teniente se enamoró y no cumplió con la misión, que fue por lo que la mataron, antes de que los denunciara a las autoridades de ahí de la ocupación” (Puig 1976: 81). El destino de la cantante Leni en la película narrada preludia exactamente la muerte trágica del narrador cinéfilo. Lo que representa, a nivel cinematográfico, una historia sentimental y criminal muy del gusto de Molina se repite en el nivel de la acción novelesca. Con el asesinato como fin trágico-heroico de Molina, la trama de la película resulta una mise-en-abyme que se refiere a la historia narrada por Puig. Tanto la relación entre Molina y Arregui como sus consecuencias se encuentran “abismadas” por una repetición de la misma acción en el interior de un relato cinematográfico intercalado. Esa duplicación de la trama, además de su función metatextual, implica un cambio mediático que la versión cinematográfica de la novela no puede representar, como se verá. La novela de Puig, un autor entusiasmado por el cine,8 no está construida simplemente a base de referencias lingüísticas al cine (su sistema y sus elementos), sino que establece un dispositivo cinematográfico que implica, a través del objetivo de la cámara, una perspectiva distinta del mundo. En términos de la crítica de la intermedialidad,9 se trata de la superposición de diferentes sistemas mediáticos que va más allá de las simples citas y referencias a la esfera de otro medio. La función de esta técnica narrativa intermedial consiste justamente en la confrontación directa, sin diégesis, del lector con la percepción mediatizada de las figuras, lo que produce un efecto doble: una ambivalencia en el nivel de la significación que está acompañada de una puesta de relieve del código mediático. Curiosamente, ese discurso metamediático que caracteriza la novela de Puig no se puede traducir con las mismas técnicas a la versión cinematográfica.

8. Véase al respecto la biografía de Suzanne Jill Levine: Manuel Puig and the Spider Woman: His Life and Fictions (2000). 9. Recurro a la terminología elaborada en Scholler (2004), la cual permite por primera vez de manera sistemática distinguir entre la simple evocación del otro medio por medio de referencias lingüísticas y la verdadera implementación estructural de la técnica del otro medio, lo que Scholler denomina “interferencia sistémica” (ver pp. 188-189).

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La dimensión transmediática Mientras que Molina y Arregui “no tienen cara”, no están visualizados según el principio ut pictura poesis en la novela, la versión fílmica establece necesariamente una dimensión visual —si bien la imagen de Molina se retrasa programáticamente al comienzo del filme por medio de la aparición lenta de la celda: mientras que el espectador escucha la voz del protagonista, no ve nada más que la oscuridad de la pared carcelaria. No obstante, la película tiene que mostrar directamente lo que la novela sugiere con palabras escritas. En la versión cinematográfica que nos ofrece Héctor Babenco de la novela de Puig, los relatos cinematográficos de Molina se complementan además con versiones audiovisuales de estas, lo que disminuye, paradójicamente, el efecto de distanciamiento creado en la novela. Mientras que el lector “posmoderno” se da cuenta de la diferencia mediática, la película tiende a abolirla. Dejong menciona cómo el medio cinematográfico obliga al director a organizar la narración: “El cineasta introducirá en la relación público-actores una variación casi infinita del punto de vista. [...] [E]n la novela, nunca hay intervenciones exteriores que organicen o modifiquen, como lo hace la cámara en la película, la relación de lo narrado con el lector, o sea, el punto de vista de este sobre el diálogo de los presos” (1998/99: 170). El lector de la novela, que está leyendo películas en vez de mirarlas, se siente continuamente confrontado con la alteridad mediática, lo que le incita a reflexionar sobre los géneros y los medios. La ilusión mimética creada a partir de medios específicos se rompe, y la referencia a la obsesión cinematográfica del mismo Molina, por ejemplo, ayuda al lector a reconocer las famosas leyes del género. El lector cómplice reconoce el funcionamiento e impacto del género en Molina. Así, Puig crea un doble efecto: se sirve de los géneros populares y fílmicos para entretener a su lector, pero al mismo tiempo lo incita10 a reconocer los mecanismos genéricos y los dos modos de recepción de los mismos: pasivo o activo. Puig, posmoderno en el mejor sentido, aboga por una copresencia de ambas posibilidades de lectura11. No desvaloriza las estructuras de lo trivial y de lo popular, como las del cine, sino que apunta al funcionamiento de los diferentes formatos mediáticos y destaca sus efectos. Por medio de la figura de 10. La dicotomía se puede comparar a la del “lector hembra” y el “lector cómplice, un camarada de camino” descrita por Cortázar en su novela de forma “oulipiana” Rayuela (1963). 11. Estoy de acuerdo con Schlickers (1997: 278) cuando rechaza la idea de una síntesis de las dos culturas, de lo elitista y lo popular, en la obra de Puig.

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Molina hace visible tanto el poder reparador y consolador del cine —gracias a las películas Molina sobrevive en la cárcel— como el componente manipulador detectable en su tratamiento de los contenidos políticos y sentimentales.

La construcción del espacio y otros elementos policíacos La metrópoli de Buenos Aires aparece escasamente en la novela de Puig: fuera de algunas mínimas referencias en los documentos de la policía secreta, destaca el penúltimo capítulo, que representa un informe del servicio de vigilancia CISL y contiene un seguimiento temporal de los movimientos de Molina en esta ciudad después de su liberación: “A las 15 salió el procesado y caminó hasta Cabildo, más de veinte cuadras, entró al cine General Belgrano, había muy poca gente en la sala [...]. Volvió caminando a su casa, por otra calle paralela, y parando en varias esquinas, mirando con atención las casa y negocios” (Puig 1976: 272). El espacio urbano se construye como un modelo cartográfico desde una perspectiva criminalista. El lenguaje administrativo crea un discurso objetivo a través del cual los agentes secretos intentan justificar el asesinato, o por lo menos su complicidad. Lo que aparece en la sobriedad de ese informe en tercera persona, descrito sin adornos o técnicas de suspense, se transformará en la película de Babenco en un verdadero escenario policíaco: agrega a la acción una escena de persecución y vemos a los agentes secretos pisándole los talones a Molina en una zona animada de la ciudad. Pero no se trata de Buenos Aires, el centro de los conflictos políticos con el régimen, sino de Sao Paulo, ciudad donde se rodó la película. La introducción de velocidad, de personajes y coches en movimiento, acelerado además por el montaje típico de las escenas de acción a base de cortes rápidos, es un recurso característico del policial. A diferencia de la novela, el asesinato constituye el momento culminante de la acción en la película, formando su núcleo. Molina (William Hurt) reconoce a Lidia (Sonia Braga), la compañera de Arregui (Raúl Juliá), mientras es perseguido por los agentes. Cuando Molina se acerca a su coche para salvarse, ella lo mata a tiros. A diferencia de la novela, Molina es tiroteado en el film por una mujer fuerte y agresiva, y es además una víctima de los agentes homófobos. Estos tan solo se acercan a un Molina agonizante para extraerle información sobre los activistas. Como él no contesta, le dejan morir, eliminando después su cadáver en una montaña de basura, lugar arquetípico del cine neorrealista12.

12. Ese motivo se transformó en clásico en la película Los olvidados de Buñuel.

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Mientras que la trama policíaca aparece en la novela solo bajo forma de informes y protocolos sobrios, muy lejos de la perspectiva subjetiva del protagonista, en la película se convierte en una atracción de primera magnitud para el espectador. La lenta muerte, llena de efectos fílmicos, del protagonista, quien tras recibir un disparo sigue caminando antes de ponerse de rodillas y morir en el coche bajo las manos de los agentes, constituye el punto culminante. El asesinato se visualiza así siguiendo los clichés del cine. Además, la “desconcretización” del espacio produce una despolitización de la novela, criticada por el propio Puig13. La ciudad representa un mero decorado para una secuencia de acción, y por ello carece de conciencia político-cultural y memoria, elementos cruciales en la novela.

Conclusión En la novela encontramos una trasgresión de las convenciones del género policíaco, de cuyos elementos se sirve con una función metatextual, mientras que la película se limita a una realización performativa de un policial. Se aprecia un cambio significativo en la representación espacial en la transposición del texto al cine que tiene, en mi opinión, consecuencias para el género negro. La función de distanciamiento del lector se revela mucho más explícita en la novela que en la versión cinematográfica, o, para ser más precisos: mientras que la novela destaca como pastiche los diferentes tipos de texto y género, llevando la atención del lector hacia la ambivalencia de sus significados, la película ofrece los personajes y los lugares típicos, y, en vez de imponer al lector también una distancia con la acción, cumple fielmente con los requisitos del género policíaco. Tanto la reflexión mediática como la recodificación crítica de los elementos negros se encuentran más o menos escamoteadas en la película. Dejo la última palabra a Manuel Puig, quien ha destacado la diferencia de los discursos mediáticos en el prólogo de una edición de dos guiones suyos, El impostor y Recuerdo de Tijuana: En el cine la atención se ve requerida por tantos puntos de atracción diferentes que resulta muy difícil, o directamente imposible, la concentración en un discurso conceptual complicado. [...] En cambio, la concentración que permite la página im-

13. “Esa historia hubiese sido diferente en Brasil. Esa historia es argentina. No existe un Valentín brasileño. Es otra cosa, es otra mentalidad. Esos son dos personajes absolutamente argentinos. Esa polarización no es brasileña, es argentina” (García-Ramos 1991: 99).

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presa da margen al narrador a otro tipo de discurso, más complejo en lo conceptual especialmente. Además, el libro puede esperar, el lector puede detenerse a reflexionar, con la imagen cinematográfica no. (1985: 12ss.)

Sin embargo, es importante subrayar que Puig no estaba criticando el medio cinematográfico en sí. Distinguía y reflexionaba, sin ofrecer una valoración cultural, en torno a las diferencias mediáticas para explicar su escritura novelesca: “El cine exige síntesis y mis temas me exigían otra actitud; me exigían análisis, acumulación de detalles” (Ibíd.: 10). Si bien la originalidad de la novela se pierde en la adaptación cinematográfica de Babenco, que no puede abstenerse del dispositivo de la cámara y de sus efectos de popularización, esta cumple con los requisitos de la estética cinematográfica, y resulta además, en este sentido, políticamente correcta, en la medida en que contribuye, por medio de elementos y estructuras policíacos, a la divulgación de la obra a un público de masas (Viano 1986: 45).

Filmografía Babenco, Héctor (1985): El beso de la mujer araña. Brasil. Buñuel, Luis (1950): Los olvidados. México.

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Sobre los autores

Raúl Argemí es novelista. Encarcelado durante diez años por su lucha contra la dictadura argentina, es autor de novelas negras traducidas a varios idiomas y repetidamente galardonadas. Entre sus obras pueden citarse Los muertos siempre pierden los zapatos (2002, Premios Felipe Trigo), Penúltimo nombre de guerra (2004, Premio Dashiell Hammett, Premio Luis Berenguer), Patagonia Chu Chu (2005, Premio Francisco García Pavón), Siempre la misma música (2006, Premio Tigre Juan), Retrato de familia con muerta (2008, Premio L’H Confidential), La última caravana (2008) y El ángel de Ringo Bonavena (2012). Dante Barrientos Tecún es Catedrático de la Universidad de Aix-Marseille. Ha publicado numerosos artículos sobre poesía, narrativa y teatro centroamericanos, y es autor de  Un espacio cultural excluido: la situación del escritor en Guatemala (1991), Amérique Centrale: étude la poésie contemporaine. L’Horreur et l’espoir (1998), editor de Escrituras policíacas, la Historia, la Memoria. América Latina (2009) y coeditor Réécritures policières, Cahiers d’Etudes Romanes (2012). Tanja Bollow estudió Filología Románica y Economía Política en las Universidades de Giessen, Salamanca y Burdeos. Fue colaboradora científica en el Departamento de Filología Románica de la Universidad de Salzburgo. En la actualidad trabaja en la Universidad de Paderborn, donde prepara su tesis doctoral sobre la representación del espacio en la novela negra argentina contemporánea. Alberto Elena es Catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus publicaciones destacan The Cinema of Latin America (2003; con Marina Díaz López), The Cinema of Abbas Kiarostami (2005), La invención del subdesarrollo: cine, tecnología y modernidad (2007) y La llamada de África. Estudios sobre el cine colonial español (2010). Clemens August Franken Kurzen es Profesor Titular de la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile. Sus áreas de especialización son la

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Sobre los autores

narrativa policial y las relaciones entre literatura y teología. Entre sus libros pueden citarse Crimen y verdad en la novela policial chilena actual (2003), La crítica literaria del siglo XX. 50 modelos y su aplicación (2006; con Jaime Blume), Tinta de sangre. La narrativa policial chilena en el siglo XX (2009; con Magda Sepúlveda) y El policial latinoamericano (en prensa; con Jaime Galgani). Claudia Gatzemeier es profesora de Literatura en el Instituto de Romanística / Centro de Investigación Iberoamericana de la Universidad de Leipzig. Sus campos de investigación principales son la literatura latinoamericana contemporánea y los estudios de memoria. Es autora de La literatura fantástica española e hispanoamericana. Historia-teoría–textos (2009) y co-editora de Archivo y Memoria. Culturas subversivas de la memoria en arte, medios, literatura, ensayo y en la experiencia cotidiana. Latinoamérica 1970–2010 (2013). Marcelo E. González Zúñiga es Magister en Literatura Comparada de la Universidad de Chile y profesor instructor en el curso de Literatura Universal I y II. Actualmente está terminando su tesis doctoral sobre el policial chileno de la última década en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile, y es tesista en el Proyecto Fondecyt Regular sobre el policial universal clásico, negro y posmoderno. Claudia Gronemann es Catedrática de Filología Románica en la Universidad de Mannheim. Su ámbito de estudio es la literatura y cultura francesa/francófona y la hispánica, particularmente la autobiografía y la autoficción, la literatura postcolonial, los estudios de género y la intermedialidad. Es autora de Postmoderne/postkoloniale Formen der Autobiographie in der französischen und maghrebinischen Literatur (2002) y ‘Aufklärung’ - eine polyphone Moderne. Zur Konstitution und Inszenierung von Geschlecht in spanischen Debatten des 18. Jahrhunderts (en preparación), así como la coedición de Scènes des genres au Maghreb. Masculinités, critique queer et espaces du féminin/masculin (2013). Geoffrey Kantaris es profesor en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Cambridge y Fellow de St Catharine’s College. Fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos en Cambridge (2005-10) y es editor de la revista Bulletin of Latin American Research. Ha trabajado sobre cine urbano contemporáneo de Argentina, Colombia y México, así como sobre la escritura femenina y la dictadura en Argentina y Uruguay. Es autor de The

Sobre los autores

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Subversive Psyche (Oxford University Press, 1996) y editor de Latin American Popular Culture: Politics, Media, Affect (Tamesis, 2013). Ana Luengo es profesora visitante en la Universidad de Washington. Sus campos de investigación son los estudios de la memoria, las representaciones de la violencia, los movimientos sociales y las relaciones transatlánticas. Es autora de La encrucijada de la memoria. La memoria colectiva de la guerra civil española en la novela contemporánea (2004), y coeditora de tres volúmenes de artículos. Actualmente está terminando su segundo libro, Narrativas de la resistencia: la novela policial en América Latina. Sébastien Rutés es doctor en letras hispánicas e imparte clases de literatura latinoamericana en la facultad de Lorraine (Francia). Ha publicado varios textos teóricos y prólogos sobre literatura policiaca, y los ensayos Lénine à Disneyland, une étude littéraire de l’œuvre de Paco Ignacio Taibo 2 (L’Atinoir, 2010) y Pouvoir et violence en Amérique latine (PUR, 2012). También es autor de tres novelas: Mélancolie des corbeaux (Actes Sud, 2011) es la última. Sabine Schmitz es Catedrática de Literatura y Cultura Románicas en la Universidad de Paderborn. Su investigación se centra actualmente en la literatura negra y policial en Francia y Latinoamérica, y en la conceptualización del espacio y el cuerpo en diversos géneros literarios, ámbitos religioso-culturales y épocas históricas. Es autora de La langue de Bruegel: Körper/Bilder als Chiffren kultureller Identität im französischsprachigen Theater der spanischen Niederlande (2011) y de diversos artículos sobre novela negra en Latinoamérica y Francia. Annegret Thiem es profesora de Literatura Hispánica en el Instituto de Filología Románica de la Universidad de Paderborn. Sus más recientes trabajos se centran en el estudio del espacio literario y los estudios de género en la literatura y cultura caribeñas e hispanoamericanas. Entre sus últimas obras pueden citarse Literarischer Raum in der karibischen Prosaliteratur des 19. Jahrhunderts (2010) y la coedición de Poesía y silencio. Paradigmas hispánicos del siglo XX y XXI (2013). Christian von Tschilschke es Catedrático de Literaturas Románicas en la Universidad de Siegen. Sus investigaciones se centran en la literatura francesa y española contemporánea, la España del siglo xviii y los medios de comunica-

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Sobre los autores

ción. Entre sus publicaciones destacan: Roman und Film. Filmisches Schreiben im französischen Roman der Postavantgarde (2000), Identität der Aufklärung/ Aufklärung der Identität. Literatur und Identitätsdiskurs im Spanien des 18. Jahrhunderts (2009) y la edición de Docuficción. Enlaces entre ficción y no-ficción en la cultura española actual (2010, con Dagmar Schmelzer). Daniel A. Verdú Schumann es profesor de Historia del Arte e Historia del Cine en la Universidad Carlos III de Madrid. Sus trabajos sobre cine se centran en la redefinición de categorías como género, historia o espacio en la posmodernidad. Ha colaborado en los volúmenes colectivos La mirada que habla. Cine e ideologías (2002), Història & Cinema. 25 aniversario del Centre d’Investigacions Film-Història (2009), Socio-critical Aspects in Latin American Cinema(s) (2012), Directory of World Cinema. Latin America (2013) y Lateinamerikanisches Kino der Gegenwart – Themen, Genres, RegisseurInnen (en prensa).