Los lenguajes del arte: Aproximación a una teoría de los símbolos. 8437059089

La lectura de Jankélévitch es la experiencia de un mundo paralelo, un túnel de las sorpresas cuidadosamente predispuesto

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Los lenguajes del arte: Aproximación a una teoría de los símbolos.
 8437059089

  • Commentary
  • Historia, Historia de la música y crítica

Table of contents :
Portada
El Siglo XX. Entre música y filosofía - Enrico Fubini
Créditos
Índice
Presentación
Introducción
I. Las raíces de la vanguardia en el siglo XX
II. Debussy y el simbolismo
III. El futurismo y la música
IV. ¿Existe una estética de Stravinsky?
V. De Wagner a Stockhausen: palabra y música, evolución de un encuentro problemático
VI. Dodecafonía y religiosidad en la obra de Schonberg
VII. ¿Qué representación melodramática hay en el teatro de Schonberg?
VIII. Un caso entre mil. Schoberg en América: doblemente extrajero
IX. ¿Qué estética musical hay después de adorno?
X. Temas musicales y temas judíos en Vladimir Jankélévitch
XI. Vladimir Jankélévitch y la estética de lo inefable: de Debussy a las vanguardias
XII. Escuelas nacionales, folklore y vanguardias: ¿elementos compatibles en la música del XX?
Bibliografía

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El siglo xx: entre música v filosofía

Traducción: M, Josep Cuenca Ordiñana

Emico Fubini

Director de la coMecció: Roma de la Calle

L ’edició d ’aquest volum ha comptat amb la coMaboració del Máster d’Estética i Creativitat M usical, Instituí de Creativitat, Universitat de Valencia.

© D e la traducción: M. Josep Cuenca Ordiñana, 2004 © D e la introducción: R om a de la Calle, 2004 © D e esta edición: Universitat de Valencia, 2004 Producción editorial: M aite Sim ón D iseño del interior: Inmaculada M esa F otocom posición y maquetación: L igia Sáiz Corrección: Pau Viciano y D olors Sanchis D iseño de la cubierta: M anuel Lecuona ISBN: 84-370-5908-9 D epósito legal: V -1874-2004 Impresión: G U A D A Impresores, SL

P R E SE N T A C IÓ N ......................................................................

9

IN T R O D U C C IÓ N .....................................................................

15

EL SIGLO XX: ENTRE MÚSICA Y FILOSOFÍA I.

Las raíces de la vanguardia en el siglo x x .................

19

II.

Debussy y el sim b o lism o ............................................

29

III.

El futurism o y la m ú s ic a ...........................................

45

IV.

¿Existe una estética de Stravinsky?..........................

57

V.

D e W agner a Stockhausen: palabra y música, evolución de un encuentro problem ático.................

ÍNDICE

VI. VII.

Dodecafonía y religiosidad en la obra de Schónberg..

IX. X.

U ncasoentrem il.SchonbergenA m érica:doblem en­ 109

¿Qué estética musical hay después de A d o rn o ? ...

119

Tem as m usicales y temas ju d íos en Vladimir Janké­ 129

Vladimir Jankélévitch y la estética de lo inefable: de D ebussy a las van gu ard ias...........................................

XII.

101

te extranjero......................................................................

lé v itc h ................................................................................. XI.

87

¿Qué representación melodramática hay en el teatro de S ch ón b erg?..................................................................

VIII.

73

143

Escuelas nacion ales, folk lore y vanguardias: ¿ele­ m entos com p atib les en la m úsica del x x ? ...........

159

Presentación

Con suma satisfacción ofrecemos al lector, como auténtica primi­ cia, la recopilación de esta serie de doce ensayos, redactados todos ellos recientemente por el profesor Enrico Fubini (Turín, 1935) y recogidos bajo el título general de E l siglo xx: entre música y filosofía. Nuestra estrecha colaboración con Fubini ha ido creciendo en pa­ ralelo con las distintas convocatorias y ediciones del Máster de Esté­ tica y Creatividad Musical promovidas por el Instituto Universitario de Creatividad e Innovaciones Educativas en el marco de la Universitat de Valéncia-Estudi General, el cual, desde hace casi una década, puso en marcha tal iniciativa por encargo del Rectorado con la concreta fina­ lidad de que - a su través- pudiesen incorporarse los licenciados en M ú­ sica, procedentes de los diferentes conservatorios superiores, a los es­ tudios de Tercer Ciclo. De hecho, por este camino -q u e estratégicamente articulaba el de­ sarrollo del citado máster de Estética con los programas de Doctorado con indiscutible visión de futuro, como se ha podido comprobar luego de acuerdo con la normativa recientemente preanunciada-, han sido ya en tomo a un centenar y medio los músicos que han optado por seguir tal aventura discente e investigadora. Algunos, de este modo, han fina­ lizado y cumplido totalmente, en la actualidad, las etapas de sus estudios de doctorado; otros muchos han obtenido, por el momento, sus diplomas

de Estudios Avanzados y redactan ya sus tesis doctorales, mientras que, un buen grupo de ellos, procedentes de las últimas ediciones del máster, están preparando sus trabajos de investigación de Tercer Ciclo tras la convalidación de los dos años del máster por el conjunto de los créditos teóricos de los cursos de Doctorado, siempre en el contexto de deter­ minados programas de Tercer Ciclo de la Universitat de Valencia.1 Como decíamos, el profesor Enrico Fubini -con quien nos pusimos en contacto desde el inicio mismo del proyecto- siempre respondió con suma generosidad, eficiencia y decisión a nuestras solicitudes de inter­ cambio y colaboración. De este modo, ha participado cíclicamente en cada una de las ediciones del Máster de Estética y Creatividad Musical como profesor del mismo, como conferenciante en las actividades para­ lelas llevadas a cabo2 y como autor, aceptando que sus ensayos y trabajos de investigación aparecieran editados en nuestras publicaciones. Fue así, pues, como, en 1999, editamos el volumen de Enrico Fu­ bini El Romanticismo: entre música y filosofía, donde tuvieron cabida algunas de sus intervenciones en la primera edición del máster junto a otros trabajos en tomo al mismo tema, dando de sí la iniciativa un acertado proyecto editorial de cuño propio que el Servei de Publicacions de la Universitat de Valencia hizo suyo en el marco de la colección Estética & Crítica, tendente a recuperar textos clásicos e históricos de estética y teoría del arte a partir de la Ilustración hasta la actualidad. 1.

2.

Algunos de tales trabajos de doctorado (tesis y proyectos de investigación) han sido ya publicados en distintos medios de edición. Por nuestra parte, que­ remos agradecer la estrecha colaboración llevada a cabo, en este sentido, por la Institució Alfons el Magnánim de la Diputació de Valencia en sus colecciones de libros, dependientes del Aula de les Arts, donde han sido rigurosamente acogidos algunos de estos trabajos universitarios de investigación musical y presentados en cuidadas ediciones. Asimismo, queremos agradecer al Patronato Especial Martínez Guerricabeitia de la Fundació General de la Universitat de Valencia su colaboración en lo que respecta a la colección Estética & Crítica, que ha publicado los textos del profesor Fubini. Las actividades paralelas del Máster de Estética y Creatividad Musical, además de conferencias abiertas y conciertos periódicos impartidas e interpretados por profesores y alumnos del propio máster, dirigidos todos ellos a los miembros universitarios y a la sociedad, comprenden asimismo la edición de partituras de los compositores alumnos del máster y la grabación de CD a partir de las interpretaciones realizadas en el marco de tales actividades.

Siguiendo con esa misma fórmula de colaboración e intercambio, presentamos ahora este segundo volumen del profesor Fubini -E l si­ glo xx: entre música y filo so fía - integrado también por materiales iné­ ditos, algunos vinculados directamente a sus intervenciones magistrales en las distintas ediciones del Máster de Estética y Creatividad Musical, además de otros ensayos redactados paralelamente, dedicados todos ellos, en cualquier caso, a determinadas manifestaciones de la música en el siglo veinte y a sus fundamentos, relaciones y consecuencias filosóficas. Especial hincapié y acentuación pone el profesor Fubini en estos ensayos en tomo a las posibles relecturas y revisiones que la propia historia puede y suele llevar a cabo sobre aquellas aportaciones previas que se consideraban o bien definitivas o bien subsidiarias y que incluso pue­ den cambiar de signo y de grado de valoración cuando, en determinadas circunstancias, son reconsideradas en profundidad desde perspectivas y parámetros diversos. Una mirada, pues, desde los inicios del siglo xxi dedicada sagaz y selectivamente al transcurso aún próximo e inmediato del siglo xx, contando con nombres y figuras particularmente relevantes (Debussy, Stravinsky, Schonberg, Adorno o Vladimir Jankélévitch, entre otros) y abordando temas obligadamente básicos (por ejemplo, las raíces de la vanguardia, los encuentros entre palabra y música o las escuelas nacio­ nales y el folklore en la música del siglo xx). Asimismo, nuestra colaboración con el profesor Enrico Fubini tenía una asignatura pendiente que, por fin, fue oportunamente saldada hace tan sólo unas fechas. Nos referimos a nuestra edición castellana, impresa concretamente en el 2002, de su conocida obra Los enciclopedistas y la música. Recuerdo perfectamente, como una cuestión muy personal, el particular interés que su lectura me produjo, a principios de la década de los setenta,3 como adecuado ejemplo de investigación en esa com­ plicada chamela que funcionalmente se abre entre música y filosofía en plena Ilustración. La metodología puesta en práctica por Fubini me abrió

3.

¡

La editorial turinesa Giulio Einaudi publicó la obra en 1971. Posteriormente,se dio a luz una segunda edición en 1991, que ha sido la seguida por nosotros para nuestra publicación.

entonces, como joven profesor de estética y teoría de las artes, un camino sólido y me mostró un modelo decididamente practicable. De hecho, moverse entre ámbitos diferentes ha supuesto siempre ejercitar estra­ tegias intensamente creativas, pero también, a la vez, difícilmente exi­ gentes, rigurosas y pormenorizadas, donde el conocimiento de partida junto con la capacidad de relación y de síntesis son, sin duda, condi­ ciones radicalmente ineludibles. Las lecciones didácticas de Enrico Fubini como historiador de la música y como filósofo, bien merecían, por tanto y más allá del justo reconocimiento general, una explícita respuesta personalizada que, en nuestro caso, se materializó claramente en su directa y considerable cola­ boración editorial4 en él seno de la colección Estética & Crítica, asimis­ mo, en la solicitud, de participación cursada en su momento al profesor Fubini para que se integrase, desde Turín, en el claustro docente del Máster de Estética y Creatividad Musical de la Universitat de Valencia, algo que, sin duda, hace tres largas décadas no estaba ni mucho menos pro­ gramado que pasase por mi imaginación, aunque -¿quién sabe?- quizás sí que cruzara, como de rondón, por mis ensoñadores deseos de entonces, ahora plenamente colmados. Por otro lado, quisiéramos agradecer muy sinceramente, los codirectores del máster -profesores Salvador Seguí, Rodrigo Madrid y yo m ism o- la eficaz dedicación de la profesora M aria Josep Cuenca, ac­ tual vicerrectora de Investigación y Tercer Ciclo, como traductora de las obras de Fubini que han sido publicadas por la Universitat de Valéncia-Estudi General. Sabemos que su pasión por la traducción ha sa­ bido estratégicamente regatear el tiempo necesario de otros importantes menesteres para llevar a cabo esta tarea. De ahí nuestro particular reco­ nocimiento.

4 . De hecho, se ha incrementado la bibliografía del profesor Enrico Fubini con los dos títulos aportados por nuestra editorial, cuyos derechos han sido ya so­ licitados por sendas editoriales italianas. En realidad, el lector español dispone de un buen número de títulos vertidos al castellano de entre los trabajos de Fubini, dedicados a la historia y la estética de la música.

Finalmente, al profesor Enrico Fubini, nuestro equipo de trabajo no puede dejar de testimoniarle el más sentido afecto por su generosidad y siempre decidida colaboración en cuantas cuestiones académicas y de edición se le han planteado y expuesto a lo largo de esta últim a década de experiencias compartidas, que ha sido para nosotros un periodo fruc­ tífero de conocimiento y de amistad en la mejor línea de intercambio y afinidad universitarios. Am icis quaelibet hora. Roma de la Calle Universitat de Valencia, diciembre 2003

Introducción

Si damos un vistazo al siglo que apenas ha transcurrido, sentimos necesidad de encontrar un hilo conductor, una luz que nos permita navegar y orientamos en la intrincada historia de la música del siglo xx. Es un siglo denso de historia, de una historia que no es lineal en absoluto, una historia en la que se entrelazan acontecimientos diferentes con resulta­ dos diferentes: las corrientes que parecían vencedoras en el transcurso del siglo y que se consideraba que serían dominantes-eclipsando a todas las demás corrientes que aparecían como frágiles, minoritarias y destina­ das a la derrota y a la desaparición en un plazo breve-, se han revelado a fin de siglo como efímeras, y han aparecido con fuerza otras corrientes que se han impuesto con una relevancia histórica que antes se les había negado. ¿Variable fortuna de la suerte humana -s e podría concluir un poco con desencanto- o quizás oportuna corrección de ruta respecto a visiones de la historia demasiado partidistas y demasiado sectoriales? Es un hecho que hoy, al principio del nuevo siglo, se puede observar con mayor serenidad, objetividad y equilibrio la compleja evolución his­ tórica de la música del siglo pasado. Los ensayos que componen este volumen, escritos en estos últimos años, tratan de una serie de problemas inherentes a la historia de la música más reciente y sus relaciones con la cultura, las ideologías y el pensa­

miento estético del siglo xx. A sí pues, existe un hilo conductor que com­ parten estos ensayos: a la luz de la evolución más reciente de la música se muestra hoy más claramente que ha habido una gran multiplicidad de experiencias musicales válidas en el siglo apenas pasado. En los últimos decenios se ha pecado de una indudable sobrevaloración de algunas co­ rrientes de la vanguardia darmstadtdiana por obra de la fuerte influencia del pensamiento crítico de Adorno y de su escuela. Así, se ha dado un peso quizás excesivo a las corrientes disgregadoras del lenguaje tradicio­ nal, a todos los que -sean músicos o musicólogos- han puesto en duda el propio concepto de obra musical y de comunicación musical, conside­ rando que estaban destinadas a constituir el eje conductor de la música y del pensamiento musical de la segunda mitad del siglo. Basta pensar en el famoso ensayo de Boulez de los años 50, Schónberg is dead, para tener una idea de la actitud de la vanguardia de ese momento en relación a la tradición: Schónberg, paraBoulez, ya pertenecía a un pasado lejano que se consideraba muerto o superado. Todo eso, hoy, parece muy lejano: frente a lo que se consideraba comúnmente como vuelta atrás, pero que, en realidad, puede ser visto también como un redimensionamiento de algunas actitudes extremistas de las vanguardias de los años 50,60 y 70; un reconocimiento, quizás en clave postmodema, de que en las artes y en la música no hay solamente progresión y regresión, de que la historia no es un río que discurre siempre tendido hacia el futuro en una carrera que anula y quema continuamente el pasado. Quizás la historia es algo más complejo, más articulado, que avanza sin que necesariamente haya siempre vencedores y vencidos, buenos y malos, progresistas y reac­ cionarios. Hoy se empieza a tomar conciencia de que muchos aspectos de la música del xx no pertenecen a un pasado irremediablemente aca­ bado en las cenizas y en el olvido, sino que son promesas válidas para un futuro que aún se debe verificar. Así, en un plano estético y filosófico, muchas experiencias del pensam iento de un pasado reciente aparecen hoy bajo una luz de precariedad precisamente a causa de su radicalismo, que las ha convertido en obsoletas o, al menos, en discutibles. El pensa­ miento musical aflora en nuevas dimensiones y en nuevas direcciones en estos últimos años retomando reflexiones auténticamente filosóficas que están surgiendo, a pesar de las muchas profecías sobre la muerte de la filosofía; nuevos caminos de investigación como, por ejemplo, la sico-

logia de la música concretada también sobre bases experimentales que están creciendo en los últimos decenios. Hoy el panorama es, por tanto, bastante más articulado, menos dogmático y unilateral, tanto en lo que respecta a los estudios musicológicos como en lo que respecta a la música propiamente dicha. Los trabajos que se compilan aquí pretenden, sobre todo, dar cuenta de esta nueva situación que viene creándose desde ha­ ce unos veinte años: el crepúsculo de las ideologías y del pensamiento fuerte. Con todo, no se puede dejar de señalar el riesgo de otro peligro que puede aflorar en la situación actual: el pluralismo entendido como tendencia a lo indiferenciado, como equivalencia de todo lo que existe bajo el sol. La historia avanza frecuentemente a saltos y por contrapo­ sición, y también en este caso se ha pasado del dogmatismo excesivo de antes a la excesiva permisividad de hoy: el equilibrio perfecto no es fre­ cuente ¡y quizás ni siquiera deseable! El cometido de lo histórico es pe­ netrar en la jungla de la historia con los instrumentos de los que dispone y moverse a paso ligero entre las ruinas del pasado sin pisar a nadie, respetando a quien encuentra en su camino, consciente de que los cami­ nos suelen ser tortuosos y que existen muchos caminos para llegar a una misma meta.

I. Las raíces de ja vanguardia en el siglo xx

Generalmente, se da por descontado que las raíces de la vanguar­ dia (entendiendo por vanguardia aquella compleja convulsión que se ha producido en el lenguaje musical a principios de nuestro siglo y que ha cambiado radicalmente el rostro y el curso de la m úsica occidental) se encuentran en la música romántica de la segunda mitad del xix y, en particular, en algunos músicos que empezaron a cuestionar las obras fun­ damentales del lenguaje musical armónico-tonal tradicional: sobre todo Wagner, pero también Strauss y, de algún modo, incluso Mahler. El ger­ men de la crisis de la tonalidad se reencuentra en el famosísimo pasaje del Tristán de Wagner, en el que, de séptima en séptima, se retrasa la conclusión sobre una tónica hasta provocar en quien escucha un sen­ timiento de pérdida tonal. Tras Wagner la situación se radicalizó pro­ gresivamente hasta lo que se llamó la suspensión radical de la tonalidad y el consiguiente vaciado de sus funciones. ¿Cómo reencontrar los signi­ ficados que una larga tradición había construido con esfuerzo y que se habían sedimentado en el oído de la audiencia desde hacía ya siglos? Tras el paréntesis atonal, tras los años de las alucinaciones expre­ sionistas, Schonberg, cabeza visible de la vanguardia del siglo xx, había marcado un camino que él mismo había recorrido con la firmeza y el

empeño dictado p o ru ñ a voluntad férrea y por la confianza o, mejor, por la fe en la capacidad comunicativa del arte: la dodecafonía, el nuevo lenguaje que ya no es tonal sino que, más bien, borraba de raíz todo recuerdo de la tonalidad, pero que al mismo tiempo marcaba las reglas del nuevo lenguaje, dentro del cual podía ejercitarse la capacidad inventiva y expresiva del músico. Pero hay también un después, un después de Schonberg. Las vanguardias de la última posguerra se han desarrollado, en parte, sobre el camino marcado por Schonberg. La radicalización del método dodecafónico con la introducción de la serialidad integral fue la última meta de las vanguardias postwebemianas, de las que se han re­ conocido en la denominada escuela de Darmstadt. En la base de esta nueva ideología musical (en el caso de la escuela de Darmstadt se puede hablar de nueva ideología más que de nuevo estilo), subyace la idea de que Schonberg representó el inicio de una parábola que ha conducido a la disolución radical, no sólo del lenguaje tonal, sino también de la propia idea de obra que se había formado en el curso de una larga tradición. Esta visión de la música occidental ha llevado a destacar claramente algunas corrientes y a infravalorar otras. Todas las perspectivas sobre un período histórico determinado son necesariamente unilaterales; y no podría ser de otro modo: ¡no existen explicaciones omnicomprensivas, aunque en el fondo todas las explicaciones pretenden serlo! Esta con­ cepción de la historia de la música se identifica en la práctica con la musicología de Theodor Wiesengrund Adorno, que fue, indudablemente, su más genial intérprete. La idea de que existe una genealogía de grandes músicos que encama y representa mejor que cualquier otra la evolución de la música occidental es de sello claramente adomiano: el eje director del curso de la música en los últimos cien años se puede reconocer en la directarelación identificable en la genealogía que, a partir de W agner, a través de Mahler, Schonberg y la escuela de Viena, llega hasta Webem y al postwebemismo con la escuela de Darmstadt y a la serialidad integral. Este esquema interpretativo de la música del siglo xx y de las vanguardias -desarrollado con gran profundidad y originalidad por Adorno y por to­ da su escuela- se ha convertido, con el tiempo, casi en un lugar común y en una banalidad historiográfica. Por lo tanto, hoy es necesario revisar en profundidad esta imagen de nuestro siglo xx y darse cuenta de que contiene sólo una parte de verdad; en particular, la más reciente evolución

de la historia de la música hace necesario replantearse precisamente las coordenadas históricas en las que se han desarrollado las vanguardias del siglo xx. Sin duda, la visión histórica de Adorno ha destacado el parámetro intervalar respecto a los demás parámetros musicales presentes en la música occidental. Ciertamente, no se puede obviar el hecho de que el parámetro intervalar ha sido destacado en la evolución de la música oc­ cidental, al menos en los últimos siglos. Si cuando se habla de lenguaje musical se entiende, precisamente, lenguaje modal en primer lugar, y tonal después, ello significa que ha sido la música occidental la que ha destacado tal parámetro al que todos los demás se subordinan. A sí se justifica, al menos en parte, la concepción histórica de Adorno, para quien la revolución musical de nuestro siglo se observa en estos grandiosos cambios producidos en el sistema tonal-intervalar hasta la emancipación de la disonancia de Schonberg y aún después de él. Pero quizás se puede pensar también en otros términos sobre la revolución musical de nuestro siglo: quizás ha consistido en el debilitamiento de dicho privilegio del intervalo y en la revalorización de otros parámetros, como el tímbrico y el rítmico. No quisiera proseguir ahora de manera paradójica: invertir los tó­ picos puede ser un ejercicio fácil, pero es necesario mantener un equilibrio en el propio juicio. Sin embargo, debemos recordar que la visión históri­ ca de Adorno se puede aplicar sólo si se infravaloran y, con frecuencia, si se olvidan del todo, com entes y personalidades de la música de nuestro siglo hoy consideradas nada secundarias. Solamente querría recordar aquí el nombre de Bartok, que en tantos libros de Adorno dedicados a la música del siglo xx no aparece ni siquiera una vez; y aún el nombre de Debussy, que aparece sólo de manera marginal y casual en sus escritos musicales. Podríamos encontrar en Adorno otros muchos olvidos, olvidos cierta­ mente no casuales, sino atribuibles al hecho de que en su concepción de la música occidental y, en concreto de las vanguardias, el siglo xx, ló­ gicamente, tiende a subrayar ciertos recorridos, como los que se han in­ dicado antes, y a poner otros entre paréntesis. Tampoco es casual el hecho de que otros musicólogos, que han propuesto otras genealogías y otros caminos para la música de la vanguardia, se hayan mantenido en la sombra hasta hace pocos años o aún lo estén, precisamente a causa del predominio

de la línea histórica de Adorno. Pero, desde hace algunos años, otras corrientes historiográficas están modificando e integrando la línea adorniana: el redescubrimento en estos últimos años de una figura como Jan­ kélévitch sirve para demostrar que no sólo Wagner puede ser considerado el padre de las vanguardias del siglo xx, sino que también "Debussy - y lo que él ha representado en la historia de la música- puede ser considera­ do, con igual derecho, un progenitor de las más radicales vanguardias de nuestro siglo. El primer músico y ensayista que ha puesto en peligro la genealo­ gía adomiana Wagner-Schónberg-W ebem-Darmstadt fue Boulez, uno de los más lúcidos protagonistas de las vanguardias postwebemianas. Bou­ lez sustituyó tal genealogía por la nueva genealogía Debussy-StravinskyWebem-Darmstadt: el punto de partida es diferente; el punto de llegada, igual. Es significativo que en el recorrido por las vanguardias propuesto por Boulez tampoco aparezca el nombre de Schónberg, hasta ese punto considerado como el verdadero padre de la revolución musical del si­ glo xx. Pero, ¿de qué revolución? Precisamente la que ha llevado a la disolución del lenguaje tonal y a la invención de la dodecafonía. Sin embargo, para Boulez, esta revolución se muestra como un acontecimiento completamente secundario e incluso no revolucionario. La revolución en la música del siglo xx ha sido otra; las raíces de esta revolución se deben buscar, según Boulez, precisamente en Debussy y no en Schónberg. Así pues, ¿por qué -se nos pregunta- las raíces de la vanguardia se debe­ rían encontrar más en Debussy que en Schónberg, precisamente el músico que hasta pocos años antes era considerado una ramificación del impre­ sionismo, del descriptivismo en música, de aquellas corrientes típicamen­ te francesas, un poco provincianas, ligadas a la atmósfera decadente de fin de siécle, más que a la inminente revolución que habría llevado a cabo sobre todo la escuela de Viena? El razonamiento de Boulez es muy simple y claro. Schónberg, a pesar de las apariencias, es un conservador porque no ha renunciado a la idea tradicional de obra musical como un todo concluso, como vehículo formal y racional de comunicación emotiva e intelectual: la dodecafonía sustituye a la tonalidad pero parece reconfirmar la construcción formal tradicional según la cual el material sonoro, el tempo en el que se articula la música, todo se debe someter a una rigurosa ley formal, sea cual sea el principio ordenador: modal, tonal o

dodecafónico. Debussy, en cambio, ha minado las raíces de la idea misma de obra musical como fue forjada por la tradición occidental. Con De­ bussy y después con Webem, escribe Boulez, ha tomado cuerpo la ten­ dencia orientada a «destruir la organización formal preexistente en la obra recurriendo a la belleza misma del sonido, a una pulverización elíptica del lenguaje».1Por lo tanto, es bastante más radical Debussy que muchos presuntos destructores del lenguaje que llegaron después. Radical, quizás demasiado radical, es la posición de Boulez, pero sirvió en su tiempo para romper una situación crítica que se había estan­ cado en un modelo demasiado limitado y que no tenía en cuenta impor­ tantes estímulos para la renovación que no podían identificarse únicamen­ te con la escuela de Viena. Creo que hoy, desde una perspectiva más equilibrada, más distanciada y menos pasional, se debe reconocer una doble polaridad en las raíces de la vanguardia: si se quiere dar una in­ dicación geográfica, se podría decir que Viena y París representan los dos polos más importantes, diferentes pero complementarios, en los que simbólicamente ha hundido sus raíces la vanguardia. Son tantas las di­ ferencias entre estos dos polos geográficos que podríamos llamarlos es­ cuela de Viena y escuela de París, pero también existen indudables se­ mejanzas. Sacarlas a la luz puede ser de gran importancia porque, de ese modo, quizás se pueda conseguir una visión más completa y menos partidista de nuestra historia de la música más reciente. Si tomamos en consideración a Schonberg y a Debussy -que, por otra parte, fueron casi contemporáneos- y examinamos su producción en el decenio 1905-1915 -u n a de las décadas decisivas para la forma­ ción de la vanguardias en el siglo xx-, podemos identificar algunos rasgos de profunda semejanza entre los dos músicos, por otro lado bastante aleja­ dos por cultura, por mentalidad, por experiencias musicales. En primer lugar, lo que une a los dos grandes protagonistas de los primeros años del siglo es la reacción contra el wagnerismo. Este rasgo los une en ne­ gativo; es decir, los define en base a lo que los contrapone. Pero también hay semejanzas en positivo y, de hecho, comparten algunos rasgos esti­

1. i-tV

Pierre Boulez: Relevés d'apprenti, París, Seuil, 1976. Trad. it.: Note d ’apprendistato, Turín, Einaudi, p. 241.

lísticos comunes. La reacción contra el wagnerismo supuso elecciones fundamentales: el rechazo al gigantismo sinfónico, a la gran y pletórica orquesta, a las mezclas sonoras demasiado densas; el rechazo a las formas demasiado largas y demasiado complejas, sobre todo, a la turgencia ex­ presiva. Pero todo ello supone también elecciones en positivo: formas breves, incluso brevísimas, el aforismo en vez de la acumulación de los significados, la pequeña orquesta incluso para las formas sinfónicas (re­ cordemos que la Kammersimphonie de Schonberg de 1906 ¡es para 16 instrumentos!), 1a preferencia por las sonoridades del instrumento único, especialmente del piano. Si se comparan dos obras fundamentales de principios de siglo como las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schonberg y los Préludes de Debussy, más allá de diferencias obvias, se pueden encontrar impor­ tantes analogías. La reacción antiwagneriana, de hecho, las aproxima a un estilo en el que la concentración y la condensación musical se lleva al extremo, la antirretórica se desarrolla a través de un rigor expresivo, de una austeridad de medios y una ligereza de toque como difícilmente se puede encontrar en la música del siglo xx. Debussy altera radicalmen­ te el sentido clásico y romántico del tempo basado en una enunciación de fórmulas melódicas y rítmicas (los temas) que en su desarrollo lógico, en su enlace y transformación creaban una organización temporal de la composición, según un iter bien determinado, desde el principio hasta la inevitable conclusión. El tempo de la composición estaba ocupado por una concatenación coherente de acontecimientos, por una sólidaracionalidad interna, por esperas que poco a poco se insertaban, pero que al final encontraban una satisfacción y una recompensa. No hay nada de eso en Debussy, para quien el tiempo, en cambio, se parte en instantes más o menos largos pero caducos y, en cierto modo, autosuficientes, en momentos que no remiten necesariamente a momentos sucesivos, llegan­ do a un final que la mayoría de veces no es concluyente en absoluto, en el que el fragmento musical se disuelve por extinción. La técnica de De­ bussy (la ausencia de armonías funcionales, la proliferación de las im á­ genes, la ocultación de las simetrías y los retornos temáticos, etc.) parece hecha intencionadamente para crear en el oyente ese sentido de caduci­ dad del tiempo, de disolución de los instantes, de pérdida de la continuidad y de la fácil racionalidad. Quizás ésta es la aportación más original del

músico a la estética del misterio típica del simbolismo y cuyos funda­ mentos musicales y filosóficos constituirán la herencia más importante para las generaciones futuras y para las vanguardias del xx. Se debe des­ tacar el particular sentido de la naturaleza que emerge de los Préludes de Debussy: la naturaleza se siente como impulso a la imaginación, directa y no mediatizada por otros hechos culturales e históricos. La naturaleza se advierte en sus estímulos inmediatos, en las sensaciones pequeñas, imperceptibles, mínimas que ésta puede suscitar en quien está dispuesto a captar sus voces más secretas. La expresión se concentra en el instante, en la percepción de momentos singulares e irrepetibles; las armonías no funcionales reproducen perfectamente ese deseo de aferrar los instantes en los que se condensan las percepciones de acontecimientos del mun­ do natural o de nuestro mundo interior. ! Ahora se nos podría preguntar qué afinidades se pueden vislumbrar respecto a la atmósfera musical y expresiva de las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schónberg. Las personalidades de Schónberg y de Debussy son antitéticas en muchos aspectos; y, con todo, las afinidades musicales, al menos en estos años de su creatividad, son indudables y bastante evidentes. Habitualmente, se acostumbra a identificar con las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 el inicio del estilo aforístico y, sin duda, precisamente es te estilo representa la culminación de la reacción antiwagneriana, reacción común tanto a Debussy como a Schónberg. Pero las afinidades van mucho más allá: la simplificación de las sonoridades, lejanas a las mezclas orquestales tardorrománticas; el piano como instrumento predilecto, explorado en nuevas potencialidades tínibricas, más sutiles, a veces evanescentes, sonoridades más puras y cristalinas; la breve­ dad como medio de intensificación de la expresión; la valoración del silencio como parte de la propia música, lo no dicho, la alusión apenas marcada para dejar un espacio más libre al juego de la imaginación y, por último, la ruptura radical con la elogiada retórica de la consecuencialidad armónica, con el arco de tensión que marcaba el inicio, el desa­ rrollo y el fin concluyente del fragmento, sustituida por la emergencia desde la nada de un mundo de sonidos y de imágenes y la profundización en el misterio del silencio, cuando quizás el pasaje musical todavía puede seguir en la mente de quien la escucha con resultados imprevisibles.

Por brevedad, se podría decir que lo que une a Debussy y a Schon­ berg es la reducción en ambos del sentido afirmativo de la música, cul­ tivado de manera diferente desde la llegada de la era tonal. Toda la estruc­ turación de la música clásica tendía a producir este sentido afirmativo y proyectivo, que se concretaba en los valores fuertes que se expresan en ella. Quizá la forma sonata representó un extremo en este tipo de pro­ yección de la música; y es precisamente de esta concepción de la música de lo que quiere huir la vanguardia. A este respecto, un vez más, Debussy y Schonberg se encuentran en el mismo lado de la barricada. En su música se atenúa y se niega precisamente ese sentido afirmativo que estructuraba desde dentro la música clásica. Las sonoridades exóticas, las escalas mo­ dales y a veces pentatonales, los nuevos timbres sutiles, delicados y eva­ nescentes, todo lo que en Debussy contribuye a crear una atmósfera mu­ sical ya no está nutrido por aquellos valores fuertes del pasado. Así, la atonalidad en Schonberg se convierte en el instrumento principal de esa fuga hacia regiones más etéreas y espirituales del mundo musical o hacia realidades más sutiles, más inaferrables, enfrentadas a los sólidos cáno­ nes del clasicismo y de sus simetrías arquitectónicas. Tras los años del atonalismo, el camino de Schonberg se aventura hacia nuevas regiones, y quizás la herencia de Debussy pasa incluso a W ebem, a su estilo puntillista, que representa una radicalización no tanto del atonalismo de Schonberg como del simbolismo y el impresionismo de Debussy. Con frecuencia se piensa en el estilo atonal y después en el dode­ cafónico de Schonberg, según la huella de la escuela adomiana, como un producto de la maduración y evolución del lenguaje wagneriano: W ag­ ner precisamente habría puesto las premisas de este cambio en la historia de la música que habría llevado a la disolución de la tonalidad. Igualmen­ te de acuerdo con esta concepción histórica, Schonberg, más que cual­ quier otro músico, habría recogido esa herencia y la habría llevado a su maduración. Estaperspectivahistórica, como se apunta en breve, se debe revisar en profundidad, y quizás hoy los tiempos están suficientemen­ te maduros para una reflexión sobre las raíces de las vanguardias del si­ glo xx, que se hunden en un terreno más variado y más articulado del que propuso Adorno en las décadas pasadas. Así pues, no sólo y no tanto Wagner se encuentra entre los padres de las vanguardias, sino quizás en igual medida que Debussy y las escuelas nacionales rusas, españolas,

checas y húngaras; precisamente las escuelas que Adorno no nombra nunca en sus numerosos trabajos sobre el siglo xx y que ha contribuido fuertemente a marginar de lo que, hasta ayer, parecía el eje conductor de la música occidental y su evolución en nuestro siglo. Este cambio de perspectiva teórica no es sólo un problema que debe confinarse en los libros académicos y las historias de la música: se trata de un problema de extrema actualidad de cuya solución depende hoy nuestro juicio sobre la música de.nuestros días, sobre el mundo musical que nos rodea y sobre las perspectivas de mañana.

II. Debussy y el simbolismo

¡ Es una polémica que ya dura cerca de cien años: ¿Debussy es un músico impresionista o es un músico simbolista? Puede parecer, y en parte lo es, una típica querelle académica de escaso interés, quizás útil para fines clasifícatenos de compiladores de una diligente historia de la música que teman correr el riesgo de situar al músico en la casilla equi­ vocada. Sin embargo, la duración de la polémica hace nacer la sospecha de que, tras ella, se guarde algo más relevante, un objetivo diferente del que se muestra a primera vista: quizás la puesta enjuego no es una mera cuestión clasificatoria y va más allá de la propia persona de Debussy. En definitiva, lo que esta polémica pone en discusión es el modo de en­ tender la evolución de la música en nuestro siglo. , En la historia de la música hay figuras que a lo largo de los años se han convertido en emblemáticas, y a veces lo han hecho en el transcurso de su vida: el juicio positivo o negativo sobre ellos supera su persona y pone en juego categorías historiográficas, artísticas o ideológicas cuyo alcance va mucho más allá de su obra. Sin duda, éste es el caso de De­ bussy: desde hace unas décadas, se ve cada vez más claro que inclinarse a favor o en contra de Debussy representa una radical elección de bando con implicaciones bastante complejas en el plano historiográfico y artís­

tico. Estar a favor o en contra de Debussy significa también pronunciarse a favor del Debussy impresionista o del Debussy simbolista, por cuanto la primera definición implica de algún modo una limitación de su figura, relegarlo a su tiempo, circunscribiendo el alcance de su música dentro de límites estrechos y, con todo, bien definidos tanto desde el punto de vista histórico como geográfico: un episodio concluido, de indudable valor, pero concluido en el tiempo y en el espacio. El Debussy simbolista, por el contrario, se abre a las más amplias sugerencias posibles: músico que mira hacia el futuro, cuyo valor todavía se tiene que explorar a fondo, cuyas potencialidades se proyectan hasta nuestros días; músico que no cierra una época sino que, más bien, abre puertas que sólo hoy podemos pensar en superar. Por lo tanto, es curiosa una disputa de este tipo sobre un músico que, por principio, rechazó siempre cualquier encasillamiento y sintió horror por todas las escuelas que intentaban codificar, establecer de una vez por todas, cánones estéticos para la música y, en general, para las artes. Sin embargo, si la polémica sigue existiendo, no puede ser sim­ plemente ignorada como carente de sentido: quizás seria mejor intentar penetrar en ella para entender su significado. Un reciente y sagaz crítico de Debussy, el polaco Stefan Jarocinsky, en un ensayo muy conocido, traducido hace pocos años al italiano y que tiene el significativo título «Debussy. Impresionismo y simbolismo», sostuvo que la figura del mú­ sico se tenía que situar exactamente en el inicio del simbolismo y que sólo en tal contexto cultural y artístico puede ser entendida; con todo, después de haber dedicado más de doscientas páginas a demostrar la congruencia entre los ideales simbolistas y los de la música de Debussy, curiosamente e inesperadamente concluía que ni el impresionismo ni el simbolismo eran categorías adecuadas para definir su música: Creemos que se debe respetar su rechazo a las etiquetas: nos pare­ ce realmente im posible atribuirle una. C onocía todo tipo de co ­ rrientes artísticas: el naturalismo, el im presionism o, el prerafaelism o, el divisionism o, el sim bolism o, el sintetism o, el fauvism o, el expresionism o. A parte del cubism o, cuyo nacim iento y de­ sarrollo vio sin entusiasm o, él obtuvo un poco de todas estas corrientes, quizás sufrió profundamente su influjo (com o en el

caso del sim bolism o), pero no som etió com pletam ente a ninguna de ellas su personalidad artística . . . 1

Parece, pues, que incluso quien se pone decididamente de parte de quien quiere m antener contra viento y marea el com prom iso radical de D ebussy con el sim bolismo, al final no se siente capaz de codifi­ car de m anera perentoria esta pertenencia y prefiere prudente y diplomá­ ticamente, optar por una ubicación externa a todas las corrientes. Con todo, de su estudio se deduce claramente que la polémica sobre Debussy impresionista o Debussy simbolista no es tanto de naturaleza histórica -e s decir, un dato a comprobar de una vez por todas más allá de cualquier duda-, como una polémica ideológica tras la que se esconden implica­ ciones complejas que conllevan problemas que quizás tienen que ver con Debussy de manera sólo marginal. En la cultura alemana de la posguerra -y , tras los pasos de Adorno, en la cultura italiana tam bién- se habló de la vanguardia relacionándo­ la de manera bastante más estrecha con la escuela de Viena, con la atonalidad, con la dodecafonía, con el serialismo y no con las corrientes de la música contemporánea que, de algún modo, imitan la tradición fran­ cesa. Desde esta óptica, la línea Wagner-expresionismo-dodecafoníavanguardia ha resultado vencedora en todos los sentidos respecto a la línea impresionismo-simbolismo-exotismo... A pesar de ello, el predo­ minio de este esquema interpretativo en nuestra cultura resultó pleno de consecuencias y significó también que se destacaran algunas corrientes de la vanguardia respecto a otras, lo que puede resumirse en términos geográficos en el privilegio claro de Viena respecto a París. Si se interpreta la historia de la música de estos últimos cien años como la historia de la disolución del wagnerismo y de la tonalidad a través de fases dialécti­ cas que han llevado a la serialidad integral y a la escuela de Darmstadt -donde todo está rígidamente controlado y predeterminado, al menos desde un punto de vista teórico y conceptual, pero en la que todavía prevalece una concepción intervalar-, se llega fácilmente a una perspectiva

Stefan Jarocinsky: Debussy. Impressionisme et symbolisme, París, Seuil, 1970. Trad. it.: Discanto, Fiesole, 1980, p. 192.

historiográfica que necesariamente pone entre paréntesis toda una amplia franja de historia de la música que incluye no sólo a Debussy, sino también a Ravel, Satie, Várese y quizás también a Bartoky a muchos otros músicos de la primera mitad del siglo, y aún a muchos otros de estas últimas décadas. Con frecuencia, se ha considerado a estos autores como margi­ nales o accidentales en una trayectoria obligada en la que los verdaderos vencedores de la carrera de obstáculos eran otros; el que no seguía el gran sendero de la historia resultaba automáticamente marginado y, por lo tanto, perdedor, disperso en meandros inesenciales, en carreteras secun­ darias que no conducen a ningún lugar. Por otro lado, la disattenzione italiana y no sólo italiana respecto a Debussy -m úsico que puede ser considerado el símbolo que resume todo un sector de la música del si­ glo xx-, es paralela a la falta de atención respecto a sectores enteros del pensamiento contemporáneo. El destacar el eje Wagner-SchónbergW ebem-Darmstadt lleva aparejado el destacar el otro eje del pensamien­ to del xix-xx: Hegel-Adorno-escuela deFrankfurt-neopositivismo lógico, etc. No es casual que Adorno, hasta la posguerra, haya sido traducido ampliamente al italiano y hoy esté disponible en nuestra lengua incluso su obra completa, mientras que tantos otros críticos, en particular los franceses, nunca hayan sido traducidos ni hayan entrado a formar parte de nuestra cultura musical. Pero, desde hace unos diez años, las cosas están cambiando y, tam­ bién en Italia, críticos y filósofos como Jankélévitch, Bachelard, Valéry, etc. empezaron a sentir curiosidad y aparecieron las primeras traduccio­ nes de estas nuevas voces que dan testimonio de que la atención de los historiadores, de los críticos e incluso del público empieza a dirigir la mirada haciaotros terrenos. Por el contrario, se podría recordar que, en Francia, Adorno era casi desconocido en la posguerra y las traducciones francesas fueron, hasta hace pocos años, casi inexistentes. Por otro lado, estas presencias y estas ausencias son extrem adam ente significativas y se muestran como importantes indicios para descubrir las líneas direc­ trices de fondo de la cultura de un país. Hace pocos años, en 1985, cuando apareció en Italia la primera traducción de Jankélévitch {La musique et l ’ineffable, París, 1961), libro fundamental para tomar contacto con esta vertiente antihegeliana y antiadomiana de la cultura europea de estas últimas décadas, un recensor italiano destacaba con cierta ironía el pro­

vincialismo de un autor que no reconocía la centralidad de Viena y de la escueladodecafónica. Se podría responder muy fácilmente con igual iro­ nía, pero de signo contrario, recordando que para otros muy famosos críticos (ver Adorno) quizás París parece no haber existido nunca puesto que ¡Debussy y Ravel nunca fueran nombrados y el nombre de Bartok no aparece ni siquiera una vez, ni tangencialmente, en la vastísima obra del musicólogo alemán! Así pues, todos tienen sus errores, pero más que errores y razones es quizás más útil comprender, como ya hemos dicho, los motivos de estos olvidos, de estos espacios vacíos. Ciertamente, en Italia, en aquella posguerra, al menos hasta hace pocos años, se ha hablado más de Schónberg que de Debussy, y no por casualidad. Y no sólo eso; se ha hablado del Schónberg dodecafónico como un punto cla­ ve para explicar la génesis de las vanguardias mientras que, cuando se ha hablado de Debussy, en general ha sido en referencia, con pocas ex­ cepciones, a un Debussy impresionista, músico periférico que cierra una experiencia asociada a la decadencia. Este discurso crítico, que ahora por comodidad expositiva puede que hayamos simplificado excesivamente, está perfectamente en con­ sonancia con el desarrollo de las vanguardias musicales en Italia y en Alemania hastacerca de los años setenta; pero el progresivo agotamiento del impulso darmstadtiano en los últimos veinte años, ha puesto en crisis todo el aparato crítico que servía para explicarlo y para justificarlo en el nivel conceptual. Desde Viena se empezó a dirigir la mirada a París y, tanto críticos como músicos, en cierto sentido, casi descubrieron de repen­ te un mundo entero olvidado, o al menos descuidado, que asumía entonces una nueva dignidad, casi nuevo punto de referencia para sus propias aspi­ raciones artísticas y estéticas. El punto de partida fue una radical revisión crítica respecto a Debussy, punto de confluencia de una tradición fre­ cuentemente puesta entre paréntesis o, mejor dicho, nunca bien iden­ tificada por la crítica anterior; tradición que confluye en su música pero que al tiempo constituye también una apertura hacia nuevos horizontes para la música occidental, anunciados sin clamores, sin proclamaciones combativas, pero no por ello menos incisivos y llenos de nuevas pers­ pectivas de futuro. Durante muchos años, Debussy se vio como un apéndice de una tradición naturalista típicamente francesa durante siglos dedicada a la

descripción delicada de la naturaleza, atenta al preciosismo de las armo­ nías y los timbres. Por ello ha sido encuadrado en el movimiento pictórico de los impresionistas, donde parecía encontrar su situación más digna, situación ya rechazada en su tiempo por el propio Debussy. Pero por eso mismo se le excluía del gran movimiento de las vanguardias históricas y se le confinaba en un ámbito muy preciso destinado a extinguirse en el plazo de pocas décadas, a caballo entre el siglo xix y el xx. La música de Debussy, vista en clave naturalista como ejemplo de «pintura sonora», se asociaba-com o confirma Jarocinsky-con «música buena, ciertamente, pero que no predispone para las emociones profundas, que no tiene el peso de las obras de Bach o de Beethoven».2 La nueva historiografía musical, por lo tanto, se encuentra ante una operación bastante más compleja que la rehabilitación de un músico olvidado o la revaloriza­ ción del concepto de impresionismo: la operación tenía que ser mucho más radical y profunda, y tenía que conseguir captar el valor profunda­ mente revolucionario que esconde el propio concepto de obra musical presente en la obra de Debussy. Por ello era necesario identificar nuevas y diferentes coordenadas históricas que pudieran ofrecer instrumentos aptos para reinterpretar toda la trayectoria musical del siglo xx. Este giro en la interpretación naturalista de Debussy hacia un De­ bussy metafísico y simbolista que proyecta la obra musical según un nuevo modo de concebir el flujo temporal, es paralelo no sólo a una ma­ nera diferente de concebir la historia de nuestra música más reciente, sino también a una visión filosófica diferente de la hegeliano-adomiana. Esta operación historiográfica está todavía en marcha y ya tiene a sus espaldas una literatura discretamente amplia, sobre todo en Francia. El filósofo y musicólogo Vladimir Jankélévitch ha estado, sin duda, en la vanguardia de la toma de conciencia de esta perspectiva que se movía por canales diferentes y alternativos respecto a los adomianos. Basta recorrer algunos títulos de sus obras de carácter musical para identificar sus objetivos: es cierto que no dedica ningún trabajo ni a W agner ni a Schonberg, sino que sus objetivos se orientan a músicos como Liszt, Fauré, Ravel y, sobre todo, a Debussy; y entre los filósofos, a Schelling

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2.

Ibid., p. 5.

y a Bergson. Sus prioridades se muestran muy claramente: Jankélévitch identifica los factores incentivadores de un nuevo pensamiento en un círculo de músicos que, a través de un camino incierto y accidentado, marcaron a sus contemporáneos posibilidades inéditas de pensar la música. Estos détours -com o los denomina con frecuencia Jankélévitch-, que pasan a través de cierta liederística del xix, el último Liszt y después Fauré, Debussy y Ravel pero que incluyen también a músicos como Musorgsky, Albéniz, Rachmaninov, Satie y muchos otros músicos clave del xx como Bartok - y otros menos importantes porque no se pueden encuadrar dentro de los grandes canales de la más reciente historia de la m úsica-, constituyen una alternativa no programada, no consciente para el pensamiento musical de la escuela de Viena y para su evolución, aun­ que, bien mirado, se pueden encontrar importantes e imprevisibles pun­ tos de encuentro e intersecciones con ella si no se está anclado en una visión dogmática y maniquea de la historia. Dichos détours musicales son, evidentemente, paralelos a otros détours filosóficos y estéticos. No ya la genealogía Hegel, Marx y quizás Freud, sino también un conjun­ to de pensadores que pueden incluir en parte quizás a Schopenhauer y al último Schelling como progenitores, y como punto de referencia más próximo a nosotros, sobre todo a Bergson y también Valéry, Giséle Brelet y, entre los poetas, a Baudelaire y sobre todo a Mallarmé. La idea de que algunas aspiraciones entre las más importantes de la vanguardia de esta segunda posguerra tienen su origen en la música de Debussy más que en la de Wagner o Schonberg, se debe a la intuición de Pierre Boulez, que ya había delineado en los años cincuenta la genealogíaDebussy-Stravinsky-Webem-Darmstadt, contrapuesta a la tradi­ cional Wagner-Schónberg-Berg-Webem-Darmstadt. En cualquier caso, Darmstadt se encuentra en el final de una trayectoria que, sin embargo, se identifica según ópticas distintas que proyectaban en la escuela alemana valores e intencionalidades diferentes. Pocos años después, Giséle Brelet profundizó en esta intuición de Boulez trazando un camino de regreso a la vanguardia que conducía de nuevo a Debussy y a los valores más pro­ fundos de su música; pero tenía que ser Jankélévitch el musicólogo y filósofo más sagaz y audaz en profundizar en este camino. La polémica respecto a la razón dialéctica, respecto a una concepción progresista de la historia, sé ha convertido hoy casi en una moda y la

encontramos divulgada en la página tercera del periódico, con frecuen­ cia bajo la etiqueta de «pensamiento débil», contrapuesto al viejo y ya en desuso vicio del «pensamiento fuerte», lo máximo en el ámbito de un nuevo nihilismo, que aflora en el viejo tronco del nihilismo nietzscheano. El pensamiento de Jankélévitch no es en absoluto asimilable ni al nihilismo ni al pensamiento débil ni a ciertas revoluciones fáciles contra la razón. El camino marcado por el filósofo y musicólogo francés no se identifica con la invitación a profundizar respecto a la tradicional razón dialéctica, que no es adecuada para captar los estratos más pro­ fundos de lo real; es verdad que la razón dialéctica, la que en la música lleva ineludiblemente primero el sello del estilo beethoveniano y después el wagneriano, no es adecuada para captar las sutilezas; deja escapar los aspectos más inaferrables y más inefables de lo real. Pero quizás preci­ samente para aferrar lo que el Logos no consigue damos, debe subir más a la superficie, hacia zonas más transparentes, más ligeras, donde la den­ sidad del ser se hace más fina y la realidad se hace más viva. Este aspecto de lo real, sin duda, es menos seguro, menos estable que el que nos ofrece la razón hegeliana: la música puede ser el lenguaje que, por su particular naturaleza, no nos permite aferrar - e l término sería realmente distorsionador en este contexto-, sino aflorar, aproximamos por un instante huidizo a esta realidad, quizás menos corpórea, menos consistente, pero no por ello menos importante y significativa para el hombre. El ser de esta realidad es más semejante al devenir que al Logos hegeliano. No se trata de un devenir necesario, directamente emparentado con la idea tra­ dicional de progreso, sino, más bien, de un devenir más arriesgado, de resultados siempre inciertos, más expuesto a los riesgos de perder el ca­ mino y no volver a encontrarse más. Pero precisamente en estos détours se pueden hacer descubrimientos inesperados que pueden conducir a luga­ res desconocidos y no encerrar grandes sorpresas. Para recorrer este cami­ no, hay que tener plena disponibilidad, un abandono a la inspiración impre­ vista, a la aventura, a la sutil inquietud que nos depara el riesgo de perderse en oscuros laberintos. La música es el espejo más fiel de este tipo de in­ vestigación que puede parecer programáticamente inexpresiva, si por expresión se entiende la confianza plena y dogm ática en la plenitud expresiva del verbo y del lenguaje musical. A sí pues, la música es inex­ presiva, pero no en el sentido stravinskiano del término, no como exal­

tación del sentido lúdico de la forma, como puro juego neoclásico en el que la expresión está ausente para no turbar la serenidad apolínea de la forma. La música es inexpresiva-según Jankélévitch-porque su territorio es lo que no se puede decir, lo que no se puede expresar, lo ambiguo. La música es ambigua, como ambiguo e inaferrable es el fluir del tiempo. Está claro que la polémica se plantea respecto a un cierto tipo de expre­ sividad, la que se muestra y se busca a toda costa, demasiado confiable y segura de sí misma, de sus propias capacidades afirmativas; por otro lado, la inexpresividad a la que se hace referencia ciertamente no es la rigidez neoclásica, sino la levedad de la expresión, las transparencias de la sonoridad, la ligereza de los timbres, los silencios cargados de misterio del bosque de Melisande, más que el murmullo demasiado ruidoso del bosque de Wagner. Está claro que este discurso musical y filosófico al mismo tiempo, aunque tiene un alcance general e intenta delinear una auténtica filo­ sofía de la música, encuentra su ejemplificación más apropiada en la música del Debussy simbolista y en la música de todos los que, como Debussy, han buscado vías alternativas a la expresividad declarada que atraviesa un camino demasiado orgullosamente prefijado. L a lectura de Debussy propuesta tanto por Jankélévitch como por Jarocinsky tiene su mirada puesta en el futuro de la música y en las van­ guardias postwerbemianas, pero vistas en una clave diferente de la sociológico-dialéctica de sello adomiano: no como extrema ramificación evolutiva de un proceso de desintegración del lenguaje wagneriano y de la crisis que ha impregnado todo el mundo del arte y no sólo del arte, sino sobre todo como una alternativa al lenguaje musical del clasicismo, al sentido clásico de la forma y de lamacroestructura. Bajo la caracterís­ tica levedad de las sonoridades inéditas, de los timbres evanescentes de la música de Debussy, se oculta, por lo tanto, una concepción nueva y completamente revolucionaria de la propia obra musical. Jarocinsky afir­ ma en este sentido: «Gracias al movimiento incesante de las partículas sonoras pequeñas o más grandes, siempre sucede algo en esta música, algo que vive y muere en ella, se forma, se renueva sin descanso.. .»;3 y

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3.

O p . cit., p. 14.

Wagner añade: «Esta deformación continua no es ni una evolución ni un devenir, sino una secuencia de flujos instantáneos. Es la sucesión de las discontinuidades infinitesimales lo que forma la continuidad».4 En esta secuencia de instantes, como negación de un devenir entendido como articulación arquitectónica de la obra y desarrollo dialéctico interno de las partes, se ve el denominado naturalismo de Debussy. Imitar el eterno diálogo del viento y del mar, escuchar los consejos «del viento que pasa y nos cuenta la historia del mundo»,5 ofrecer el oído «al juego de las curvas descritas por las brisas mutables»6significa optar más por la eter­ nidad del instante huidizo que por el desarrollo, y significa, además, refundar la armonía, el ritmo, la melodía sobre bases completamente nuevas. De hecho, dirigir la mirada a la naturaleza como constante fuente de inspiración tiene un significado completamente específico desde el punto de vista musical: el acorde puede perder en Debussy su valor funcional, el vínculo que en la armonía tradicional y también en la wagneriana lo unía a los precedentes y a los siguientes, para asumir un significado tímbrico y colorista. Se ha destacado con acierto que, a partir de Debussy, se puede empezar a hablar de agregaciones sonoras más que de acordes; lo que significa atribuir un nuevo peso al sonido individual, a la más pequeña y no relacionada partícula sonora o también a conjuntos de so­ nidos que pueden ser disfrutados como entidades autosuficientes en sí mismas sin necesidad de vincularlas a la idea de un desarrollo. Así, en el ámbito de esta nueva lógica musical, Debussy rompió nuevamente el vínculo que durante tres siglos unió la armonía y la melodía, dejando libre a la melodía para navegar en mar abierto, movida por el soplo irre­ gular del viento. Cuando se habla de herencia del pensamiento musical de Debussy en las vanguardias es necesario hacer algunas precisiones. En primer lugar, ¿de qué vanguardias se habla? ¿De las vanguardias históricas, de las postwebemianas o quizás de los más recientes movimientos deno­ minados neorrománticos o postmodemos? Se corre el riesgo de caer en confusiones notables si no se llevan a cabo las necesarias distinciones

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4. Cfr. Jankélévitch, introd. a op. cit. de Jarocinsky, p. 14. 5. Cfr. Debussy: Monsieur Croché Antidilettante. 6. Pierre Boulez: Relevés d ’apprenti, París, Seuil, 1976.

también dentro de movimientos que en general se denominan incauta­ mente bajo etiquetas genéricas de vanguardias postwebemianas, como si fueran un bloque homogéneo. Podría ser fruto de un incauto esque­ matismo pensar que en la música contemporánea hay una derivación schónbergiana netamente separada en sus frutos respecto a los de una hipotética corriente de derivación debussyniana y simbolista. La música del siglo xx está recorrida por varios estímulos, por hipótesis culturales y lingüísticas diferentes que se cruzan incluso dentro de un mismo autor, y precisamente por ello es poco oportuno funcionar respecto a las van­ guardias con clasificaciones rígidas de estilos y corrientes. El famoso artículo de Boulez «Schonberg está muerto»,7 comete un error justo al querer establecer líneas netas de demarcación entre el pasado y el futuro sin tener en cuenta todo lo que, también en la música de Schonberg, es ambiguo e inclasificable. La herencia debussyniana, en sentido amplio, recorre de manera completamente irregular la música del siglo xx, y ni siquiera Schonberg es inmune a ella. Si, como afirma sagazmente Jankélévitch, una de las características más originales de Debussy es haber abierto el camino al pensamiento sonorial -e s decir, a la pura búsqueda de un sonido roto por los tradicionales parámetros melodía-armonía-; su música puramente sonorial representa de algún modo un modelo que, a partir de él, recorrerá toda la vanguardia con mayor o menor fortuna. No se puede dejar de observar algo más que una simple huella de tal pensamiento musical en muchas obras de Schonberg: la propia idea de una Klangfarbenmelodie8 quizás no habría podido nacer sin la música de Debussy y las F ünf Orchesterstiicke op. 16, algunas obras expresionistas como Die Gliickliche Hand o Erwatung y quizás incluso la danza alrededor del becerro de oro en M oisés y Aarón, no pueden sino hacer referencia a la búsqueda de la sonoridad como nuevo parám etro principal de la música respecto al prevalecimiento del tradicional parámetro intervalar y melódico. Por lo tanto, la idea de Boulez de que la genealogía Schónberg-Webem-escuela de Darmstadt debe ser sustituida por la nueva genealogía DebussyStravinsky-Webem-escuela de Darmstadt, tiene que ser aceptada sólo PÜ

Él

7. 8.

Ibid. Melodía de sonidos-color (Nota de la trad.).

parcialmente, justo porque con ello establece una rígida e imaginaria línea de demarcación trazada por la música de Schonberg. Para Boulez, «Schonberg está muerto» significa precisamente que con él acaba una época, la de la m úsica que se basa en la confianza en la forma entendida según los cánones del clasicismo, entendida como construcción, como estable equilibrio de partes, como macroestructura garantizada por el hecho de que prevalecen los parámetros intervalares y melódicos. Boulez, al tiempo neófito de la nueva poética darmstadtiana, consideraba que era precisamente el concepto mismo de forma lo que tenía que ser su­ perado por la nueva música. Hoy que ya podemos tener una visión retrospectiva sobre la expe­ riencia darmstadtiana, no es difícil constatar que, justo en aquellos años de radicalismo, en realidad, la música estaba llena de motivos que podían llevar, como luego en efecto sucedió, en direcciones diferentes e incluso divergentes: por un lado, podía prevalecer la exageración del aspecto dogmático inherente a la serialización integral de todos los parámetros del sonido de acuerdo con un juego abstracto y a veces místico com­ pletamente independiente de nuestras facultades perceptivas; en cambio, por otro lado, se podían abrir nuevas perspectivas en la búsqueda del sonido percibido según nuevas dimensiones, también de acuerdo con el punto de vista perceptivo. Personalidades muy diferentes como Stockhausen, Nono, Madema, Berio se han encontrado próximas a veces a este nuevo tipo de aproximación al material sonoro en el que el sonido individual no se entendía sólo como puente de paso funcional entre otros dos sonidos, sino como valor en sí, como microuniverso autosuficiente, como lugar de exploraciones inéditas para aventuras en un mundo toda­ vía ampliamente desconocido. Sonidos individuales o conjuntos de so­ nidos o zonas de sonoridad móviles que, al fluir, proyectan la idea de una armonía afuncional, atemática y obviamente atonal, pero no según los dogmas del postwebemismo. Desde esta perspectiva, de algún modo se podría reescribir la historia de las vanguardias, ya no separadas rígidamente en escuelas, tendencias, estilos, ideologías, sino recorridas horizontalmente por motivos y por referencias culturales y musicales diferentes que las ponen continuamente en riesgo en su aventurado recorrido.

; Hoy más que nunca se puede verificar, mirando hacia atrás el camino de la música en estas últimas décadas, hasta qué punto la lección de De­ bussy ha sido importante y fecunda, y sobre todo hasta qué punto falta mucho para que esté acabada como episodio histórico ligado a un pasado más o menos remoto. Su pensamiento sonorial se muestra todavía como una de las experiencias propulsivas más significativas de la nuevamúsica de estos últimos años e incluso representa uno de los puentes unificadores entre experiencias diferentes. Por ejemplo, las composiciones del último Nono llevan claramente la marca de esta aspiración a una música en la que el sonido, sentido como elemento vivo y principal, se convierte en el centro de la investigación musical, el nuevo núcleo estructural de sus composiciones, más allá de cualquier implicación ideológica y estética. Muchas composiciones de las nuevas generaciones, a veces incluso in­ genuamente, muestran una referencia explícita a las delicadezas debussinianas y también una atención significativa a las investigaciones de tipo tím brico para las que hoy los instrum entos electrónicos ofrecen una ayuda válida y nueva. «Trabajo en cosas que serán comprendidas sólo por los nietos del siglo xx»,9 afirmaba con lúcido conocimiento Debussy; y, en efecto, la herencia de su pensamiento musical considerado en su globalidad y en la multiplicidad de los aspectos en los que se articula está lejos de ago­ tarse. Esquematizando quizás excesivamente, se podría afirmar que en las vanguardias de nuestro siglo se han manifestado dos almas diferentes, aunque a veces se entrelazan y mezclan de manera indisociable: por un lado, existe una línea más radical que ha intentado disolver la expresión y todo lo que ella implicaba de proximidad a cualquier sentido de la forma como fuente de significado; por otro, emerge la búsqueda de un nuevo sentido de la forma, de un nuevo tipo de expresión, en el rechazo de las formas y de las expresiones altisonantes heredadas por el wagnerismo aún imperante a finales del siglo. En estecamino, la investigación musical se abre a horizontes vastísimos. Si en el primer caso el resultado puede estar al límite del silencio o el refugio en la idea de la negación radical de la obra musical, en el segundo caso, los resultados pueden ser

9.

Cfr. Correspondencia de Claude Debussy. Carta a René Landormy de 25 julio de 1912.

múltiples y extremadamente variados desde el punto de vista estilístico y lingüístico. Quizás sólo es común a las dos almas el rechazo de la retórica formal clásica, la reticencia expresiva, el mantenerse lejos de aquel algo más de expresión de la que parecía llena la música denominada clásica. Pero, al ascético silencio al que podía tender la música de Webem, no se pueden dejar de contraponer, al menos en la vía lógica si no en la histórica, las investigaciones sobre nuevas sonoridades orientadas a dar nueva vida a la forma y a la expresión, una vida más secreta, menos vistosa, a veces más modesta y sometida, pero no por ello menos signifi­ cativa: nuevos significados aún no erosionados por el desgaste, signi­ ficados más sutiles, a veces más difíciles de captar, pero todavía en el ámbito de las posibilidades perceptivas, sentidos como estímulos de nue­ vas posibilidades perceptivas en zonas todavía no exploradas por la con­ ciencia musical occidental. Esta segunda alma de las vanguardias del siglo xx es la que remite más de cerca a la lección de Debussy, pero ciertamente no del Debussy impresionista. La búsqueda de la pureza, de la delicadeza, de lo apenas aflorado, de lo apenas apuntado, sin ampli­ ficaciones retóricas, sin supraestructuras intelectuales o formales que ha­ gan pesado el decir; todo ello puede pertenecer a la herencia que Debussy dejó al mundo contemporáneo y que, en su tiempo, Webem sólo ha reco­ gido en parte, al menos por cuanto aparece en su música como vuelta a la pureza originaria del sonido y del silencio. La emergencia del rigor ascético ya en el propio Webem, de la voluntad explícita de negación de la expresión, de la autonegación del lenguaje, no -entendámoslo biende un lenguaje sino de la idea misma de lenguaje; es decir, la autodestrucción de cualquier tipo de comunicación posible, abrió el camino a aquella vocación nihilista de las vanguardias, que se demostró trágica­ mente bloqueada y carente de vías de salida. Sólo el abandono del radi­ calismo serial por una reapropiación del sonido en todas sus dimensiones perceptivas se reveló como un camino practicable para salir del impasse en el que habían encallado las vanguardias de los años setenta. Pero éste no era un camino nuevo; más bien, es el redescubrimiento y la reactivación de aquel hilo conductor que con mayor o menor fortuna recorre toda la música del xx sacando a la luz las afinidades que también existen entre corrientes aparentemente alejadas. Quizás la parábola de Debussy, el mú­ sico que, en él camino del simbolismo, buscaba «las correspondencias

misteriosas entre la Naturaleza y la Imaginación», no está del todo acabada y no se puede dejar de oír el eco de tantas afirmaciones suyas en las polémicas de las generaciones más jóvenes de músicos respecto a sus propios padres: «Es necesario que la belleza sea sensible, que nos procure un goce inmediato, que se imponga o que se insinúe en nosotros sin que tengamos que hacer esfuerzo alguno para captarla»,10o como dice también Debussy, «La música se hace difícil siempre que no existe, donde difícil no es más que una palabra-paraguas para esconderla pobreza»:11 posicionamientos que son asumidos precisamente por los jóvenes rebeldes de hoy como afirmación de autonomía y de libertad respecto a cualquier dogma y a cualquier doctrinarismo».

10. Cfr. «L’état actuel de la musique francaise», La revue bleue, 2 de abril de 1904, p . 422. 11. Cfr. Revue musicale febrero de 1913, p. 48.

El futurismo y la música

: En estos años asistimos a un despertar del interés de los estudiosos por el futurismo; tras el silencio casi total en los años de la segunda pos­ guerra mundial han surgido recientemente numerosos estudios que dan testimonio no sólo de una nueva atención a las poéticas y a las vanguardias del xx, sino en particular de un intento de revalorización de este primer movimiento de vanguardia en Italia. En las últimas décadas se han ido publicando en Italia y fuera de Italia todos los documentos, manifiestos, epistolarios relativos al grupo de los futuristas y se han intentado destacar los vínculos entre el movimiento futurista y las vanguardias europeas e incluso el carácter profético y precursor del futurismo italiano respecto a las vanguardias de las décadas posteriores. En este intento de rehabi­ litación del futurismo, con frecuencia se han dejado en la sombra sus relaciones con el fascismo, o por lo menos se han intentado considerar como un aspecto no esencial para la comprensión del movimiento. Con todo, una nuevarevisiónhistórica del futurismo no puede obviar, después de una valoración lo más profunda posible, que ha de dar cuenta de sus relaciones con toda la cultura de su tiempo, y no sólo con los movimien­ tos literarios, sino también de sus relaciones directas e indirectas con el mundo político. Pero, por otro lado, el futurismo nace y se desauolla,

en primer lugar, como una concepción ética del hombre y de la socie­ dad, como una Weltanschauung, y, únicamente en segundo lugar, como un movimiento artístico. La importancia europea del futurismo es preci­ samente haber sido el primer movimiento de vanguardia que formuló una ideología global y no sólo una poética; los propios futuristas son conscientes de ello: «Si nuestros cuadros son futuristas -afirm an en uno de sus manifiestos- es porque representan el resultado de concepciones éticas, estéticas, políticas y sociales absolutamente futuristas». Extrapolar el futurismo del contexto político y cultural en el que surgió y que, a su vez, también ha contribuido a formar, significa reducir el movimiento a una suerte de innovación técnica de propuestas geniales y quizás revo­ lucionarias que habrían introducido una ráfaga de aire fresco en nuestra envejecida literatura oscilante entre el tardo-romanticismo y el positi­ vismo. El carácter vanguardista del futurismo, así como su alcance revolu­ cionario en los diferentes aspectos, literario, pictórico, arquitectónico y, no en último lugar, musical, es reconsiderado atentamente a la luz de una visión más global del movimiento. Hay que advertir que aquí ha­ blamos únicamente de futurismo italiano, porque se debería hacer una aproximación del todo diferente para el futurismo ruso, movimiento pro­ fundamente diferente (el propio Mayakowsky escribía en 1923: «En cuan­ to a ideario, no compartimos nada con el futurismo italiano»), relacionado con el italiano sólo por una vaga polémica contra el pasado y por algunos procedimientos extemos secundarios. No es aquí el momento de sintetizar en pocas páginas las líneas fundamentales que constituyeron la ideolo­ gía del movimiento futurista en el decenio anterior a la llegada del fas­ cismo, es decir, en su fase heroica. Sin embargo, puede ser interesante verificar cómo la ideología futurista -porque de ideología se tiene que hablar y no sólo de poética- es asumida en un sector aún poco explorado del movimiento mismo, o sea, en la música. El futurismo tuvo su impronta más visible en la literatura y en la pintura, campo en el que se ha centrado la atención de los críticos, pero ha tenido sus profetas, aunque menos turbulentos y acompañados de un estruendo publicitario menor, también en la música. Balilla Pratella fue prácticamente el único músico futurista, si bien el pintor Luigi Russolo contribuyó de manera relevante, tanto desde el punto de teórico como práctico, a la creación de una música futurista. De las veladas de música futurista en Italia y en el extranjero

no quedan más que las crónicas de los periódicos y los ecos de las po­ lémicas -incluidos puñetazos y bofetadas- suscitados por estos conciertos. En la música, como en otros campos, el futurismo fue un movimiento sobre todo teórico y como tal se debe juzgar. Si hoy, a casi un siglo de distancia, releemos El manifiesto de los músicos futuristas de Pratella (1911) o El arte de los ruidos de Russolo (1913) u otros de los no nu­ merosos escritos de interés musical específico de los futuristas de la dé­ cada entre 1910 y 1920, en un primer momento, nos sorprendemos por la modernidad de muchas afirmaciones.1¿Russolo y Pratella realmente fueron grandes precursores o extravagantes soñadores fuera de su tiem­ po? Revisemos brevemente sus páginas: en su Manifiesto de 1911, Pra­ tella se dirige a los jóvenes para liberarlos de las trampas del tradicio­ nalismo que en sus instituciones (conservatorios, academias, liceos, etc., todos ellos «viveros donde se cría la impotencia») mortifican toda ten­ dencia libre y audaz y matan el genio en su vuelo libre. «La ofensa, el deshonor y el barro» dominan en la música italiana, que repite pasiva­ mente, con la complaciente complicidad del mercado editorial, las fór­ mulas cansadas del melodrama del xix, «pesado y sofocante buche de la nación»; sólo Pietro Mascagni «tuvo ánimo y poder para rebelarse contra las tradiciones artísticas, contra los editores, contra el público engañado y viciado», «incluso no llegando a liberarse de las formas tradicionales». Los temas propuestos por Pratella en este primer Manifiesto aún son genéricos y se resumen en un rechazo genérico al reciente pasado melo­ dramático y en una esperanza de un nuevo teatro musical más próximo al «ropaje contemporáneo» en el que «el libreto de ópera sea sustituido por un poema dramático o trágico para la música» y la métrica tradicional, por el verso libre. Pratella concluye invitando a los «jóvenes músicos» a unirse en tomo «a la bandera del futurismo, que, impulsado por el poeta Marinetti en Le Fígaro de París, consiguió en poco tiempo cambiar de época los máximos centros intelectuales del mundo». En el segundo manifiesto, escrito pocos meses después, surgen al­ gunos de los temas más típicamente futuristas y los textos se hacen más P :j j I

1.

En cuanto a los documentos y los manifiestos de los futuristas citados en este escrito, se puede consultar el útil volumen Marinetti e il futurismo, antología editada por Luciano de Maria (Mondadori, Milán, 1973).

técnicos. Con todo, está ausente el tono violentamente provocador de los manifiestos de Marinetti, así como el deseo de ruptura total, violenta e irremediable con todo el pasado. Ya en el exordio, Pratella afirma que, en el fondo, todos los grandes músicos (Palestrina, Bach, Beethoven, Wagner, etc.), fueron grandes futuristas en tanto que fueron genios inno­ vadores y que hoy -continúa afirmando- se haría necesario un nuevo paso adelante en el camino del futurismo: aquí el discurso de Pratella se hace más interesante porque parece converger en muchos puntos con las exigencias adelantadas por las otras vanguardias europeas. Los futuristas -a fir m a - proclam amos que los diferentes m odos de escalas antiguas, que las diferentes sensaciones de mayor, m e­ nor, ascendente y dism inuido y que los recientísimos modos de escalas por tonos enteros no son m ás que simples detalles de un único m odo armónico y atonal de la escala cromática. Adem ás, declaramos inexistentes los valores de consonancia y disonancia.. L o s futuristas proclamamos, com o progreso y com o victoria del futuro sobre el m odo crom ático atonal, la investigación y la reali­ zación del m odo enarmónico.

La idea de una música enarmónica que evolucione por microintervalos destruyendo de raíz cualquier apariencia de sistema diatónico era quizás la afirmación más original del Manifiesto de Pratella, aunque, bien mirado, la idea no era tan nueva: en 1900 Busoni, en su Ensayo de una nueva estética musical, ya había hablado de terceras y sextas de tono y refería con entusiasmo noticias que le llegaban de América sobre la invención de un aparato eléctrico capaz de producir cualquier núme­ ro de vibraciones, liberándonos así de la esclavitud de la fijación de los instrumentos musicales tradicionales. La idea estaba en el aire y se po­ dría hacer un listado relativamente largo de intentos de construcción de máquinas e instrumentos capaces de producir microintervalos en Amé­ rica, en Rusia, en Francia y en Alemania. Para Pratella, la destrucción de la tonalidad tenía que ir acompañada de la destrucción de las forínas y de los ritmos tradicionales: en consecuencia, libertad absoluta fuera de los conservatorios o de las escuelas. Pero, ¿con qué objetivo se hace esta revolución? Pratella es menos claro en este punto y su discurso se hace nebuloso. El concepto romántico-decadente de genio rebelde se mez-

cía con un vitalismo místico naturalista, con una futurista y genérica exaltación de la técnica y de la máquina y con la rebelión contra el pasado. La liberación de la música de las formas en las que estaba encerrada en el pasado debería haber permitido al artista de genio dar un desahogo libre a su potencial sensibilidad y traducir en sonido el pálpito más pro­ fundo de la naturaleza. Pratella afirma: E l artista, con la interpretación virginal de la naturaleza, la hu­ m aniza haciéndola verdadera. Cielo, agua, bosques, ríos, m on­ tañas, adocenam iento de naves y ciudades bulliciosas se trans­ forman, a través del alma del m úsico, en voces m aravillosas y p otentes que cantan hum anam ente las p asion es y la voluntad del hombre para su alegría y para su dolor, que le desvelan, en virtud d el arte, el vínculo común e indisoluble que lo une a todo lo dem ás de la naturaleza... Las form as m usicales no son más que apariencias y fragmentos de un único y entero todo.

La sinfonía se convierte en la forma futurista por excelencia; natu­ ralmente, se trata de una composición que ya no se atiene a las reglas tradicionales y «el sinfonista puro extraerá de sus temas pasionales desa­ rrollos, contrastes, líneas y formas con fantasía amplia y libre, no teniendo que atenerse a ningún criterio que no sea su sentido artístico de equilibrio y de proporción y encontrando su fin en el complejo de los medios ex­ presivos y estéticos propios del arte musical puro. Este signo de equilibrio futurista no es sino la culminación de la máxima intensidad de expresión». E n este futurismo un poco edulcorado, carente del atractivo y de la agresividad propia de Marinetti y de Boccioni -e n el que las exigencias de renovación son, al fin y al cabo, modestas, y no se alejan mucho de las aspiraciones de tantos músicos de la época (no olvidemos que Stra­ vinsky yahabíaescritoL ’ozmzw defeu, Petrouchka, Le Sacre)- se inserta un poco tangencialmente la retórica exaltación marinettiana de la máquina y de la industria moderna. Pratella concluye así su Manifiesto: Llevar a la música todas las nuevas actitudes de la naturaleza, siempre domada de manera diferente por el hombre en virtud de los incesantes descubrim ientos científicos. Dar el alma m usical de las masas, de los grandes com plejos industriales, de los trenes, de los trasatlánticos, de los acorazados, de los automóviles y de

los aviones. Sumar a los grandes temas centrales del poema mu­ sical el dom inio de la máquina y el reino victorioso de la elec­ tricidad .2

La personalidad de Pratella, ajena a las violencias verbales, a las exasperaciones del futurismo de Marinetti, probablemente sufrió pasi­ vamente la prepotencia ideológica del jefe indiscutible del movimiento. Pero es cierto que el mismo Pratella -q u e sobrevivió hasta la posguerra, se separó del movimiento y pasó de los ardores futuristas a los estudios folkloristas sobre su tierra de Rom aña- escribió en sus memorias que todo lo que se lee en sus manifiestos sobre relaciones entre música y máquinas no fue escrito ni pensado por sí mismo; estas ideas «las in­ ventaba y añadía Marinetti a su juicio y en el último momento. Después yo me sorprendía al leerlas con mi firma debajo, pero eso estaba ya hecho». El futurismo encuentra su rostro más agresivo y más auténticamente vanguardista en el pintor Luigi Russolo, que llevó a sus últimas conse­ cuencias las ideas de Pratella. Lo que de original expresó el futurismo en el campo musical se debe, de hecho, a Russolo, personalidad más vivaz y más tendente a la paradoja que el músico romañolo, más come­ dido y alejado en el fondo del espíritu del futurismo de Marinetti. Russolo parte de la constatación de que el hombre, al principio, inventó el sonido sacándolo de los instrumen tos. En la naturaleza, predominantemente si­ lenciosa, el sonido fue concebido «como algo en sí mismo, diferente e independiente de la vida, y de él resultó la música, mundo fantástico y superpuesto a lo real, mundo inviolable y sacro».3 Pero la evolución del arte musical hoy va en otra dirección y «complicándose cada vez más, busca las amalgamas de sonidos más disonantes, más extraños, más duros para el oído. Así, nos aproximamos cada vez más-al sonido-ruido». «Esta evolución de la música -continúa Russolo- es paralela a la multiplicación de las máquinas que colaboran con el hombre en cualquier lugar». Para Russolo, salir del estrecho círculo mágico del sonido puro para conquistar «la variedad infinita de los sonidos-ruidos significa no sólo ampliar enor-

M 2. S 3.

Op. cit., Pratella, pp. 46-52. Op. cit., Russolo, L ’aríe del rumore, 1913, pp. 91-99.

memente la gama de nuestra sensibilidad musical, sino sobre todo in­ troducir la música en la vida y viceversa, la vida en la música. El sonido musical no es sólo demasiado limitado en la variedad cualitativa de los timbres, sino abstracto y artificial, alejado de la vida y, en particular, de la riqueza de sonidos-ruidos de la vida moderna». La tensión hacia la identificación entre arte y vida que se encuentra en la base de la poética futurista y en muchas de las corrientes de las más recientes vanguardias representa uno de los componentes más sig­ nificativos de la concepción de la música de los ruidos de Russolo. Su­ mergirse en la turbulencia de la vida moderna, y sobre todo de la guerra moderna (es precisamente Russolo quien en su Manifiesto se refiere, lleno de admiración, a una carta de Marinetti desde el frente turco en la que describe «con admirables palabras en libertad la orquesta de una gran batalla»), es la aspiración de la nueva sensibilidad futurista. «Nosotros -afirm a Russolo- queremos entonar y regular armónica y rítmicamente estos variadísimos ruidos. Así pues, el ruido es familiar a nuestro oído y tiene el poder de recordamos inmediatamente la propia vida...». La idea de una música enarmónica de microintervalos propuesta por Pratella se muestra decididamente limitada frente al programa de Russolo y a sus intentos prácticos de realizarlo con aquellas rudimentarias máquinas que eran sus entonarruidos. No hace falta extenderse más ahora en el análisis de estos escritos en los que las pocas ideas contenidas con frecuencia son repetidas infini­ tas veces en varios registros. Pero para completar las ideas de los futuristas sobre la música haría falta revisar los escritos de los otros futuristas: de Boccioni, de Carra, de Soffici, de Baila, de Severini y sobre todo de Ma­ rinetti, donde las referencias directas e indirectas a la música son bas­ tante frecuentes. Se encontrarían muchas precisiones sobre los gustos musicales de los futuristas: su antigermanismo exacerbado, que se expresa en el antiwagnerismo; la cauta apreciación de Stravinsky y las notas de encendido nacionalismo, que en los primeros manifiestos de Pratella y Russolo aún no estaban presentes. El contagio nacionalista posterior, con la proximidad de la guerra en Austria o de otras polémicas entre intervencionistas y neutralistas en las que los futuristas participaron acti­ vamente, se convierte muy pronto en el leitmotiv dominante del movi­

miento, e incluso el moderado Pratella se declarará en 1916 a favor de una «potente y genial italianidad». Si se consideran las ideas musicales de los futuristas convulsas por el clima cultural y político de aquellos años, éstas pueden parecer hoy de una sorprendente modernidad y en muchos aspectos casi proféticas: cuando en los provincianos teatros italianos imperaba el melodrama de Puccini, los futuristas hablaban de disolución de la tonalidad, de supe­ ración de los conceptos de consonancia y de disonancia, de polirritmia, de sonido-ruido e incluso se podría hablar de los futuristas como de los precursores de la música concreta y de la música electrónica. El propio Schaeff er reconoce a los futuristas la paternidad de la música concreta. Pero un hecho que al principio sorprende es la escasa o nula incidencia del futurismo en la música italiana entre las dos guerras. ¿Profetas no escuchados o bien hombres fuera del tiempo que proyectan extravagancias infantiles? Quizás ni una cosa ni otra. Incluso no infravalorando la im­ portancia de los futuristas como precursores de las futuras evoluciones de la música, son considerados como hombres de su tiempo o, mejor dicho, intérpretes de un aspecto particular de su tiempo. Eso se puede verificar sólo teniendo presente el íntimo y orgánico nexo que vincula el futurismo al fascismo. El rostro con el que el fascismo se presentó en Italia en la década entre 1910 y 1920 fue declaradamente subversivo. Fascismo era violencia, brutalidad, activismo como fin en sí mismo, exal­ tación del desorden y de la guerra de conquista, nacionalismo exaspe­ rado, antisocialismo, visión antidemocrática y estetizante de la vida. Todas estas características se encuentran en el futurismo, lo que contribuyó a preparar en Italia un clima cultural idóneo para el advenimiento del fas­ cismo. La guerra proclamadapor Marinetti, «la única higiene del mundo», debería haber sido la culminación de aquel desorden vital del que nacería el nuevo arte: gesto inmediato, sin historia, sin tradición, destinado a consumirse en sí mismo. El sonido-ruido de Russolo, el ruido de las ame­ tralladoras, «la sinfonía de la guerra», la polirritmia, los silbidos de las sirenas anticiparán la música concreta y quizás la electrónica, pero en aquel momento representan la traducción en términos musicales del mo­ mento subversivo del fascismo. El pacífico Pratella escribía en 1912: «El orden e su n policía viejo que tiene las piernas demasiado viejas para correr. Los futuristas creamos el nuevo orden del desorden» (Destrucción

de la cuadratura). En realidad, el nuevo orden no tardó en anunciarse cuando, tras la guerra, el fascismo victorioso mostró su nuevo rostro: la restauración, el orden burocrático y jerárquico, la represión de cualquier libertad, el culto al pasado y a la retórica. La convergencia de ideales entre fascismo y futurismo pareció acabar y la vieja alianza pudo parecer fruto de un equívoco. Pero no hubo tal equívoco: el fascismo se afirma siempre a través de este doble rostro: subversión, ruptura violenta con el pasado, destrucción de las instituciones y, después, restauración del nuevo orden. Los futuristas fueron la vanguardia del fascismo, los intér­ pretes culturales de su momento subversivo. Otros temas propios del futurismo pueden inducir a una falsa perspectiva sobre el movimiento si no se interpretan correctam ente. La exaltación del m aquinism o y de la tecnología pueden hacer pensar en una adhesión real y profunda a la nueva realidad del mundo industrial y capitalista en vías de formación en el norte de Italia; sin embargo, la retórica y la superficialidad con la que se sintió la Revolución Industrial muestra claramente cómo la ruptura con el pasado clasicista, académico, escolástico no era más que provisional y poco esencial. Si es positivo el reconocimiento de que el nuevo mundo tecnológico e industrial debe producir profundas modificaciones en el lenguaje del arte, resulta infantil e inadecuada la comprensión misma de este mundo al que los futuristas dan una adhesión conformista y acrítica. El mundo de la máquina es matizado y el hombre ideal del futurismo, en réalidad, no es el hombre nuevo de la era industrial, sino el viejo cam­ pesino y pueblerino italiano que mira con ingenuo estupor y admiración un mundo del que capta sólo el lado menos importante: el acero que brilla, el estruendo de los motores, el aeroplano que surca el cielo por primera vez. La religión de la máquina significa la total alienación de un hombre social e individualmente anulado por el progreso frente a la máquina. El impulso vanguardista de la música futurista tenía que extin­ guirse fatalmente en pocos años sin siquiera dar los frutos prometidos. El fascismo, una vez en el poder, acabada la fase subversiva, los asaltos y los ataques punitivos -M arinetti mismo seguramente tomó parte en el asalto contra la sede de Avanti, el periódico del partido socialista-, muy pronto puso en marcha un clima de restauración contrarreformista. La contraseña oficial del régimen en la música será el nacional-clasicismo: Pizzeti, Respighi, Casella serán los cultivadores de ese decorativismo

neoclásico para descubrir las raíces mediterráneas, itálicas, solares del «genio italiano». Pero entre futurismo y neoclasicismo no se produjo, en realidad, una fractura tan neta como podría parecer a primer golpe de vista. El refinado y decadente cantante del régimen Gabriele D ’Annunzio escribía en 1920, en su Proyecto de un nuevo ordenamiento'del «Estado libre del Río»: «En los instrumentos del trabajo y del fuego, en las má­ quinas resonantes que obedecen todas al mismo ritmo como la poesía, encuentra la música su movimiento y su plenitud». El maquinismo, el nacionalismo, el culto al genio, por lo tanto, fueron los elementos com u­ nes al futurismo y al neoclasicismo. El futurismo dejó de ser un movi­ miento utópico y vanguardísticamente infantil y se estabilizó en el neo­ clasicismo, conservando, sin embargo, algunos rasgos originales pero despojados de su carácter utópico. Ya Pratella, como después Casella, pronosticaba la llegada de «una sensibilidad musical claramente italiana para liberarse del yugo filogermánico y de todos los influjos extranjeros en nombre del genio itálico». El politonalismo practicado por Casella no está, pues, tan lejano de las aspiraciones de Pratella; pero lo lleva al «sentido común y al equilibrio, que fue siempre la mayor característica de nuestra raza». Así, el recurso al canto popular oportunamente esteri­ lizado y esquematizado en sus ritmos y en sus maneras, en una dimen­ sión ahistórica, se encuentra en el neoclasicismo de Casella y de otros músicos de la época, y ya Pratella pronosticaba, en su pequeño ensayo Música italiana de 1915 -escrito, pues, en plena guerra-, «el uso cons­ tante del canto popular italiano, estilizado y deformado» e invocaba la creación de música basada en un elemento musical claramente «nacio­ nal y popular». Por lo tanto, la parábola del futurismo se concluía según una lógica propia en la restauración neoclásica y en la retórica nacional-fascista. El mito del mundo nuevo, del hombre nuevo, de la sensibilidad poten­ ciada y renovada, encontraba su actualización en el nuevo orden fascista: Marinetti, tras un breve período de desilusión respecto al fascismo (de 1920 a 1923), se aproximará de nuevo al régimen y se integrará perfec­ tamente en él, tanto que en 1929 el hombre que había rugido contra to­ das las academias se convertirá en académico de Italia, secretario de la clase de letras; el futurista enfadado ya no dudará en exaltar el estruen­ do del avión como nuevo símbolo del robur romanum. Por ello no sor­

prende que las grandes ideas de Pratella y Russolo y sus ardores van­ guardistas, sus descubrimientos e invenciones revolucionarias, muy pron­ to se sumergieran en el nuevo curso de la música italiana, más eficiente y realista, entre los años 1920 y 1940. Y es sintomático que precisamente Casella escribiera en 1920, en una revista inglesa, que se consideraba futurista y que pronosticaba el retomo al pasado instrumental para reen­ contrar las raíces más auténticamente italianas de nuestra música. En consecuencia, el futurismo italiano, también en el campo musi­ cal, ¿se puede considerar realmente muerto, superado en el transcurso de una década, fugaz expresión de exigencias confusas de un momento histórico y cultural que tenía que acabarse en la llamada al orden en una experiencia artística más sólida y organizada? Hoy en día muchos críti­ cos y artistas de la vanguardia llegan a exaltarla importancia del futurismo italiano, no sólo en la cultura italiana, sino en el más amplio ámbito de las vanguardias europeas, y compiten para mostrar la sorprendente mo­ dernidad de las intuiciones de sus protagonistas. No podemos compartir totalmente estos juicios, aunque se puede comprender fácilmente por qué motivos han sido dictados. Ciertamente, no queremos negar ni la resonancia europea del futurismo italiano ni su indudable influencia en otros movimientos de vanguardia como el futurismo ruso* el dadaísmo, el surrealismo, el imaginismo, etc. Tampoco queremos negar la impor­ tancia respecto a la m úsica de la intuición de Russolo sobre el valor musical del ruido. A pesar de ello, ciertas valoraciones forzadas del fu­ turismo son quizás poco interesantes. En sus raíces hay un parentesco indudable entre algunas vanguardias irracionalistas de décadas pasadas y ciertos aspectos de la ideología futurista. De hecho, no era casual el testimonio de Ezra Pound, quien llegó a decir: «Marinetti y el futurismo dieron un gran impulso a toda la literatura europea. El movimiento al que Joyce, Elliot y yo mismo y otros dimos origen en Londres no habría existido sin el futurismo». Y el escritor y poeta Gottfried Benn, escribía en 1951 que «la llegada que marcó la formación del arte moderno en E uropa fue la publicación del Manifiesto futurista de Marinetti...». Es comprensible el entusiasmo de hombres como Pound y Benn por el futu­ rismo italiano, y comprensible resulta también que, en un clima cultural y político completamente transformado, se encuentren muchos de los ideales futuristas en algunas corrientes de las vanguardias de la según-

da posguerra tanto musical como literaria. Caída la raíz nacionalista y basada en la guerra, nos queda el irracionalismo vitalista, el fetichismo por el material sonoro, un cierto gusto por el escándalo fácil, el sentido de la ruptura violenta con la tradición, la fe en el reinicio radical y, en fin, la tendencia a identificar el arte con la vida, el sonido con el gesto mismo que lo produce. En ese sentido se puede definir por ello a los futuristas como precursores: las actitudes y los programas de una cierta vanguardia de un no lejano pasado que han suscitado tanto escándalo entre los bienpensantes no eran, en realidad, del todo nuevos; se encuen­ tran, con otras palabras pero con espíritu no muy diferente, en los escri­ tos y en los manifiestos de los futuristas italianos.

IV. ¿Existe una estética de Stravinsky?

¿Existe una estética de Stravinsky? ¿Cuáles son los textos de los que deducirla? Estos problemas preliminares, pero no por ello menos molestos, surgen inevitablemente cuando nos proponemos trazar las lí­ neas de un hipotético pensamiento estético de un músico como Stravinsky, igual como otros numerosos músicos que, más allá de obras musicales centrales en la civilización musical de su tiempo, nos han dejado tam­ bién importantes escritos teóricos, autobiográficos y filosóficos y reflexio­ nes sobre sus propias obras. A veces nos encontramos frente a escritos sistemáticos o casi sistemáticos y, a veces, frente a anotaciones carentes de rigor, aunque sean fascinantes como testimonio apto para dar luz so­ bre la personalidad artística, que deben considerarse como cuadros de un mosaico que el crítico puede intentar juntar pacientemente para re­ construir una línea ordenada. Hay muchos ejemplos en la historia antes de Stravinsky: de Monteverdi a Rameau, de Beethoven a Schumann, de Listz a Wagner, deBerlioz a Schonberg. Aparte del diferente grado de con­ ciencia estética y filosófica presente en los escritos de estos músicos, unidos entre sí sólo por la exigencia común de proporcionar aclaracio­ nes verbales a sus obras musicales, el problema quizás más relevante que surge para el crítico es establecer en qué medida la obra musical

puede o debe ponerse en relación con los escritos de carácter estético y filosófico. Parece un problema con una respuesta obvia, pero en concre­ to en el caso de Stravinsky, el problema se plantea en toda su ambigua relevancia; no es infrecuente el caso de escritos que parecen total o par­ cialmente contradecir la obra, por lo que surge la duda sobre su perti­ nencia y la auténtica relación que éstos revelan entre filósofo y artista. El texto base para delinear un pensamiento estético stravinskiano es, como se sabe, la Poétique musicale, que incluye las siete lecciones pronunciadas en Harvard en 1940. Las ideas que allí se expresan ya se pueden encontrar, aunque de manera embrionaria, en las Crónicas de mi vida de 1935 y serán retomadas con alguna pequeña corrección de ruta en los Coloquios con Robert Craft. Estas reflexiones se sitúan preci­ samente en el período neoclásico y no se puede dejar de entrever una relación incluso demasiado evidente entre la poética antiexpresiva de Stravinsky y sus más famosas obras neoclásicas. Sin embargo, esta lec­ tura histórica de su estética, com o testimonio y casi como una contra­ prueba de su manera artística de operar, puede parecer reduccionista y ciertamente sería rechazada por el propio Stravinsky, quien aspiraba a enunciar verdades válidas en un plano filosófico general. Los dos pla­ nos no se excluyen, sino que pueden integrarse quizás útilmente. Exa­ minemos su pensamiento estético intentando, en un primer momento, separarlo de su actividad de músico, depurándolo, pues, de todas las aristas polémicas, de las relaciones contingentes con obras musicales propias y de otros músicos, de las expresiones destinadas a golpear a adversarios, para identificar su auténtico alcance filosófico. Existe una versión divulgativa de la estética formalista -igual como existe una divulgación paralela de la estética de la expresión-, por la que se tiende a resumirla en la fórmula de que la música no expresa nada. El propio Stravinsky, con la perentoriedad de algunas afirmaciones, dio cuerpo a esta banalización del formalismo y de su pensamiento. Mu­ chas veces se encuentra citado, para resumir emblemáticamente su esté­ tica, el famoso fragmento de las Crónicas de mi vida, uno de los textos, com o dice A. Golea, «tristemente célebres»: Y o considero la m úsica, a causa d e su esencia, im potente para expresar cosa alguna: un sentim iento, una actitud, un estado si­ cológico, un fenómeno natural, etc. La expresión nunca ha sido

una propiedad inmanente de la música. La razón de ser de ésta no está condicionada en modo alguno por aquélla. Si, com o su­ cede casi siempre, la m úsica parece expresar alguna cosa, se trata de una ilusión y no de realidad. Sim plem ente, es un elem ento adicional que, por una convención tácita e inveterada, le hem os prestado, impuesto; casi una etiqueta, un protocolo, en resumen, una exterioridad y que, por costumbre e inconsciencia, hem os acabado confundiendo con su esencia . 1

Si la estética de Stravinsky fuese resumible en estas frases, real­ mente sería bastante pobre conceptualmente y quizás no valdría la pena ocuparse de ella. Pero, en realidad, su formalismo es más complejo y hunde sus raíces sólidamente en una tradición de pensamiento estético y filosófico que se origina mucho antes del propio Hanslick y que se­ guirá más allá de la Poétique musicale. Por ello puede ser lícito consi­ derar su pensamiento no sólo como la expresión o la teorización de un período creativo, sino como un pensamiento dotado de completud y au­ tosuficiencia. Los dos puntos centrales del pensamiento estético de Stravinsky, estrechamente conectados entre sí, tratan: 1) de la concepción poética del arte, arte como hacer, como construir, como relación con el material y como desafío a sus leyes y exigencias; 2) de la concepción de la cons­ trucción musical como organización del tiempo, como intento de esta­ blecer «un orden entre el hombre y el tiempo». El trasfondo sobre el que se articulan estas dos obras fundamentales de su pensamiento es filo­ sóficamente bastante amplio, y parece claro que la afirmación de que la música es «por su esencia, impotente para expresar cosa alguna» es ex­ tremadamente reductiva y no va mucho más allá de la boutade escanda­ losa o la daga polémica antirromántica déla que podemos encontrar otros muchos ejemplos en sus páginas, si no se relaciona con el contexto con­ ceptual general. En cuanto al formalismo musical que desde el Romanticismo en adelante goza de una ilustre tradición, no hace falta referirse a Hanslick, punto de referencia muy conocido; es oportuno recordar aquella tradi­

1.

Stravinsky (1947): Cronache della mía vita, Trad. it., Milán, p. 97.

ción cultural típicamente francesa en la que se ha desarrollado en el xx una estética que ha enriquecido el formalismo de Hanslick con nuevas perspectivas, relacionándose con el esplritualismo bergsoniano, el for­ malismo, el decadentismo y el experimentalismo lingüístico de las van­ guardias de las primeras décadas del siglo. Las reflexiones sobre el pro­ blema del tiempo se muestran como las más fecundas para enriquecer el formalismo con nuevos y más amplios contenidos. Stravinsky cita al amigo filósofo y musicólogo Pierre Suvscinsky, autor del famoso ensayo aparecido en la Revue Musicale en 1939 con el título «La notion de temps et la musique», del que extrajo explícitamen­ te inspiración para algunas de las páginas más significativas de la Poétique musicale-, pero, en lo que respecta al concepto de tiempo ontológico y su distinción del tiempo psicológico, deberíamos remitimos a las me­ morables páginas de la estética hegeliana. No se puede captar el alcance de las reflexiones sobre el valor del tiempo que encontramos en Suvs­ cinsky, en Stravinsky y, pocos años más tarde, reprofundizada, en los amplios escritos de Giséle Brelet, de Boris de Schlózer, y también de Claude Lévi-Strauss, por citar sólo los nombres más conocidos, sin re­ ferimos a algunas páginas de Hegel sobre las que quizás se ha reflexio­ nado demasiado poco, fuente indudable de desarrollo para el pensamiento formalista. En la primera parte de la Estética af irma lo siguiente: A sí pues, la batuta se muestra com o algo hecho puramente por el sujeto, de m odo que, al escucharla, tenemos la certeza inme­ diata de tener en esta regulación del tiempo sólo algo subjetivo o, mejor, el fundamento de la pura igualdad con s í m ism o, que el sujeto tiene en sí m ism o com o unidad e igualdad con sigo m is­ m o y su recurrencia en toda diversidad y en las más variadas multiplicidades. Por eso la batuta resuena en lo más profundo del alma y nos conm ueve en esta peculiar subjetividad; sobre todo, abstractamente idéntica a sí m isma. Por este aspecto lo que nos habla en los sonidos no es el contenido espiritual, ni el alma concreta del sentimiento; igualm ente, no es el sonido com o tal lo que nos con m ueve en lo más íntim o, sino que es esa unidad abstracta, situada en el tiem po por el sujeto, para encontrar re­ sonancia en la igual unidad del sujeto .2

2.

G. W. F. Hegel (1976): Estética. Trad. it., Turín, p. 280.

En este fragmento ya se encuentra embrionariamente el concepto fundamental de la separación y oposición entre el tiempo como dura­ ción psicológica y el tiempo como duración ontológica. El tiempo como duración psicológica es el tiempo de nuestros sentimientos y sigue su desarrollo, oposición, cambio, su surgir y desaparecer. En su dinámica temporal, la música puede expresar el tiempo psicológico y el ontológico. Pero éste último ya no está vinculado a la mutabilidad de nuestros esta­ dos emotivos, sino a nuestra interioridad más profunda, a aquella esen­ cia temporal en la que consiste nuestra vida espiritual. Hegel añadía en la Estética: Si por ello la particularidad del sentim iento no puede faltar a lo m elódico, sin em bargo, la m úsica, dejando fluir en son id os pa­ sión y fantasía, debe elevar el alma más allá del sentim iento en el que ésta se sum erge, debe liberar al alma más allá de su con ­ tenido, creando así, para ella, una región en la que pueda tener un lugar tranquilo el retorno de su ensim ism am iento y el puro sentim iento de sí. E so es lo que constituye propiamente lo can­ table, el canto de una música. En tal caso, lo que se convierte en fundam ental no es sólo el cam ino del sentim iento determ inado com o tal, el amor, la tristeza, la m elancolía, etc., sino el interior que está por encim a de ello, que se expande en su sufrimiento y en sus alegrías y goza de s í m ism o. [...] La sim ple determina­ ción de la expresión, aun existiendo, se elim ina al m ism o tiem­ po, por cuanto el corazón no está inmerso en nada, en lo deter­ m inado, sino en la percepción de sí m ism o, y únicamente así, igual com o el autointuirse de la pura luz, ésta da la más alta re­ presentación de una feliz intimidad y conciliación.3

Probablemente, Stravinsky no conocía estos fragmentos de Hegel dedicados a la música, arte del tiempo, pero los conocía Suvscinsky. La idea de la obra musical como forma inexpresiva adquiere su significado real sólo si se relaciona con el concepto paralelo de la música como for­ ma sensible del tiempo ontológico y del tiempo de la música. La mú­ sica, como ya afirmaba Hegel, está vinculada tanto al tiempo psicológi­ co como al ontológico o, mejor dicho, la música representa o encama la 3.

Ibid., pp. 1050 y ss.

relación entre los dos y se inclina, según la personalidad del composi­ tor, más por uno o por otro. Tras los pasos de Suvscinsky, Stravinsky pone de manifiesto con extraordinaria lucidez este mecanismo de relación entre el tiempo y la música. Ya había intuido vagamente este problema en las Crónicas de mi vida cuando afirmaba: El fenóm eno de la música nos ha sido dado con el único fin de establecer un orden en las cosas, incluyendo sobre todo, un or­ den entre el hombre y el tiempo. Para ser realizado, ello exige necesaria y únicamente una construcción. H echa la construcción, se consigue el orden, todo está dicho. Sería vano buscar o espe­ rar otra cosa. Y es precisamente esta construcción, este orden conseguido, lo que produce en nosotros una em oción de carác­ ter completamente especial que no tiene nada en común con nues­ tras sensaciones corrientes y nuestras reacciones debidas a im ­ presiones de la vida cotidiana. N o se podría precisar mejor la sensación producida por la m úsica que identificándola con la pro­ ducida en nosotros por la contem plación de formas arquitectó­ nicas. Lo entendía bien Goethe cuando decía que la arquitectura era una m úsica petrificada .4

Cinco años después retomó estos conceptos en la Poétique musi­ cale precisándolos y profundizando en ellos también a la luz evidente­ mente de otras lecturas estéticas: Todos saben que el tiempo transcurre de manera que varía se­ gún las disposiciones íntim as del sujeto y los acontecim ientos que impresionan su conciencia. La espera, el aburrimiento, la ansiedad, el placer y el dolor, la contem plación se revelan así com o categorías diferentes en m edio de las cuales nuestra vida pasa y cada una de ellas determina un proceso p sicológico espe­ cífico, un tiem po particular. D ichas variaciones del tiem po psi­ cológico son perceptibles sólo en relación a la sensación prima­ ria, consciente o no, del tiempo real, del tiempo ontológico. Lo que distingue el carácter específico de la noción m usical del tiem­ po es que tal noción nace y se desarrolla tanto fuera de las cate­ gorías del tiempo psicológico com o simultáneamente a éste. Cual' jÜ

4.

Stravinsky, op. cit., p. 18.

quier m úsica, por cuanto se vincula al curso normal del tiempo o por cuanto se detiene en él, establece una relación particular, una especie de contrapunto entre el transcurso del tiempo, su natural duración, y los m edios materiales y técnicos en virtud de los cuales ésta se manifiesta.5

Y siguiendo y parafraseando una vez más a Suvscinsky, el músico concluye lo siguiente, hablando de dos tipos de música: Una se desenvuelve paralelamente al desarrollo del tiempo ontológico y se compenetra con él haciendo nacer en el espíritu del oyente un sentim iento de euforia y, por así decir, de calma

dinámica. La otra supera o contrasta este desarrollo sin aproxi­ marse al m om ento sonoro; ésta traslada los centros de atracción y de gravedad y se establece en lo inestable, lo que la hace ade­ cuada para expresar los primeros impulsos em otivos de su au­ tor. Toda m úsica en la que domina la voluntad de expresión per­ tenece a este segundo tipo.6

Hemos considerado oportuno citar por entero estos pasajes de Stra­ vinsky porque son por sí mismos suficientes para sacar más claramente a la luz el alcance conceptual real de su formalismo, con demasiada fre­ cuencia vulgarizado, banalizado y resumido en la desviante formulación de la impotencia expresiva de la música. De estas pocas pero fundamen­ tales páginas sobre el tiempo musical, se puede partir y se pueden tomar como punto central para entender el significado de muchas otras postu­ ras, tanto en el plano filosófico y estético como en el más estrictamente musical. El primer equívoco que hay que disipar es que el formalismo de Stravinsky lleva a una suerte de esteticismo, a una concepción de la obra musical en la que la forma pura goza de una autosuficiencia propia y proporciona una satisfacción estetizante en el plano acústico perceptivo y también intelectual. Para desmentirlo, bastarían las genéricas aunque significativas afirmaciones de la Poétique musicale en la que se sostie­ ne que la música «proviene del hombre total», pero es más importante referirse al contexto general de su pensamiento. Volviendo al concepto

Si

5. 6.

Poétique musicale, trad. it., 1954, pp. 28 y ss. Ibid., p. 29.

de tiempo musical, se aclaran muchas oposiciones conceptuales y apa­ rentes o reales contradicciones presentes en su estética. La perentorie­ dad de la afirmación de la asemanticidad de la música queda un tanto mitigada o, mejor, corregida, en la Poétiquemusicale cuando Stravinsky distingue dos tipos diferentes de música: «La música vinculada al tiem­ po ontológico está generalmente dominada por el principio de semejan­ za; la que se refiere al tiempo psicológico procede con frecuencia por contraste. Con estos dos principios que dominan el proceso creativo se corresponden las nociones esenciales de variedad y uniformidad».7 No hace falta decir de qué parte se sitúan sus preferencias: no sólo en el plano filosófico, establece una distinción jerárquica asignando a la música vinculada al tiempo ontológico un m ayor valor, sino que, ade­ más, en el plano del gusto, identifica una mayor «solidez» en esta músi­ ca, «en la medida que renuncia a la tentación de la variedad». Hay que recordar que los años del Sacre duprintem ps ya están lejanos, mientras que están bastante cercanos los años en los que escribió O edipusRex o el ApollonM usagéte. El tumulto dionisíaco del período bárbaro, la va­ riedad rítmica, dinámica y melódica es superada, por usar un término hegeliano que no le gustaría a Stravinsky, por la calma dinámica del período neoclásico. Entre la variedad y la uniformidad, Stravinsky no tiene ninguna duda y escoge la segunda. «El contraste produce un efec­ to inmediato, la semejanza nos satisface sólo con el tiempo. El contras­ te es un elemento de variedad, pero dispersa la atención; la semejanza nace de una tendencia a la unidad». Un poco después, como conclusión, afirma: El contraste está en todas partes y basta con reconocerlo. En cam­ bio, la semejanza está escondida, se trata de descubrirla, y la des­ cubro sólo en el lím ite de mi esfuerzo. Si la variedad m e tienta, me conm ueve la facilidad que m e ofrece; mientras que la sem e­ janza m e propone soluciones más d ifíciles, pero de resultados más sólid os y, por tanto, en mi opinión, más valiosos.8

Junto a la imagen más habitual del músico Stravinsky, o en con­ traste con ella, y también del filósofo, teorizador del artista como humil­ de artesano que construye pacientemente su obra uniendo los trozos de material a su disposición «bajo el austero signo del orden y de la disci­ plina», en estas páginas aparece un soplo metafísico que parece contra­ decir violentamente su ideal artesanal y antirromántico. Como afirma muchas veces, crear una obra musical o, mejor dicho, hacer una obra musical, «es la gran técnica del Uno a través de lo Múltiple». Cabe no­ tar, en prim er lugar, las mayúsculas con las que escribe estas palabras que ya por sí mismas confieren a esta afirmación un alcance que va mu­ cho más allá del aspecto formal y constructivista. Pero la form a en la que se concreta la actividad del músico, su actividad constructora, orde­ nadora y, en un último análisis, especulativa tiene un fin esencial, un sentido profundo que, para Stravinsky, se identifica con el hecho de «pro­ mover una comunión, una unión del hombre con su prójimo y con el Ser».9 La unidad perseguida, así pues, es algo que tiene una resonancia mística y metafísica: por ello la identidad y la inmovilidad contemplativa es muy superior a la variedad a la que tiende la música que busca la expresión entendida como pintura de caracteres, de acontecimientos psí­ quicos. «La unidad de la obra -afirm a Stravinsky como conclusión de su Poétique m usicale- tiene su resonancia. Su eco, que nuestra alm a re­ cibe, se propaga poco a poco. La obra completa se difunde, pues, para comunicarse y fluye, al fin, hacia su principio. Entonces el ciclo se cie­ rra. Y es así como la música se nos muestra como un elemento de co­ munión con el prójimo y con el Ser».10 Es significativo que, en estos fragmentos, Stravinsky no hable de comunicación sino de comunión, y ello cuadra perfectamente con el horizonte estético y filosófico de su formalismo. De hecho, él concibe la obra musical como un lenguaje in­ tersubjetivo que se desarrolla en la historia de sus estilos, que se adecúa a las necesidades expresivas del compositor y del oyente como un dato metahistórico, como un orden abstracto, símbolo de aquella unidad su­ perior, de aquel tiempo ontológico que representa el punto de unión de comunicación entre la interioridad del hombre y el Todo o el Ser. Este 9. Ibid., p.20. 10. Ibid., p. 124.

resultado metafísico no es artificial ni improvisado en las pocas páginas en las que se explicita, sino que responde perfectamente no sólo al tipo de religiosidad stravinskiana que manifestó en tantas de sus obras, sobre todo después de 1925, sino a una necesidad lógica. Los variados proble­ mas que surgen de la lectura de sus páginas encuentran un lugar preciso si se inscriben en este contexto de formalismo metafísico: su actitud frente a la tonalidad y a la serialidad, la importancia fundamental que da a la melodía, su conservadurismo político y musical y, por último, su mane­ ra de concebir el problema de la interpretación, se tienen que relacionar con su metafísica de la forma temporal de la música. Es bien conocida la desconfianza de Stravinsky respecto a la dode­ cafonía, seguida por una tardía conversión, quizás en clave neoclásica. Sin embargo, leyendo con atención la Poétique musicale nos sorpren­ deremos menos del giro dodecafónico, puesto que su elección tonal an­ terior no tiene los mismos fundamentos teóricos que tenía, por ejemplo, en Hindemith. Para Stravinsky, los conceptos de orden y de equilibrio son esenciales en la forma musical; la tonalidad no es más que una ma­ nera de concretarse en la historia de los últimos dos siglos de esta eterna e imprescindible necesidad. Lo que importa es que en la música exista un polo de atracción que sirva de centro ordenador, de punto de conver­ gencia de los avances hacia un punto definitivo de reposo: «la tonalidad es sólo una manera de orientar la música hacia estos polos [...]; satisface sólo provisionalmente esta ley general de la atracción, puesto que no tiene valor absoluto».11Pero este mecanismo de avances y retrocesos es visto por Stravinsky únicamente como función formal y no como meca­ nismo descriptivo y psicológico. Ni siquiera se trata, como decía Hanslick, de afirmar el principio de que la música no puede expresar sentimientos determinados, sino que sólo puede reflejar su curva dinámica. El meca­ nismo tonal puede perfectamente describir sentimientos, pero eso no le interesa a Stravinsky, quien, a través de éste, intenta sobre todo captar «la respiración de la música». Con gusto acepta concretar este centro vital a través de polos de atracción nuevos, no relacionados con un sistema como el tonal, ya en

11. Ibid., pp. 33 y ss.

gran medida comprometido con el del tiempo psicológico, que quiere evitar. «Desde el momento en que nuestros polos de atracción ya no son el centro de aquel sistema cerrado que era el sistema tonal, podemos llegar a ellos sin sujetamos al protocolo de la tonalidad [...] sistema ya caduco».12 La historicidad del sistema tonal, pues, no se tiene que con­ fundir con la eternidad que le sirve de base: «Un sistema tonal o polar nos es dado sólo para conseguir un cierto orden; es decir, en definitiva, una forma, la forma en la que desemboca el esfuerzo creativo».13 Por el contrario, según Stravinsky, lo que encama de manera metahistórica la exigencia de orden formal realizada con el sistema tonal es la melodía: «Modalidad, tonalidad, polaridad son únicamente medios provisiona­ les, que pasan o pasarán. Lo que sobrevive a todos los cambios de siste­ ma es la melodía».14 Esta priorización es bastante significativa y está relacionada con la concepción de la música como tiempo ontológico. Si la dimensión fundamental de la m úsica es la temporal, está claro que el tiempo se puede organizar sólo según una dimensión horizontal; por lo tanto, la melodía se mantendrá en la base de cualquier sistema que res­ pete la naturaleza esencial de la música: «la melodía es el [sistema] más esencial, no porque sea el más inmediatamente perceptible, sino porque es la voz dominante del discurso musical no sólo en sentido propio, sino también figurado».15 En consecuencia, la melodía se entiende no como espejo de la movilidad y variedad de la vida en su incesante y cambian­ te transcurso, sino como símbolo del fluir del tiempo ontológico, que está emparentado más con la inmovilidad y con lo Eterno que con el cambio. Por ello se pronuncia a favor de la melodía, pero no embruteci­ da por la palabra, que compromete su pureza. Cuando la música «se propo­ ne expresar el significado del discurso, sale del dominio de la música y ya no tiene nada en común con ella».16 Incluso en un contexto comple­ tamente diferente, no se puede dejar de destacar, entre paréntesis, una vez más la coincidencia con Hegel, que aporta motivaciones análogas al

13 12. Ibid., pp. 34 y ss. 13. Ibid., p. 39. É

14.



15.

Ibid., p. 36. Ibid., p. 38.

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16.

/t ó /„ p .4 0 .

destacar la dimensión melódica respecto a los otros aspectos de la mú­ sica. Los variados y no siempre coherentes juicios de Stravinsky sobre la música que le es contemporánea, su actitud con frecuencia equívoca y ambivalente respecto a la dodecafonía y la serialidad no son sólo dic­ tados por motivos polémicos asociados con contingencias, sino por la exigencia de mantener firme este principio, de salvar el orden y la cohe­ rencia de la que la melodía tonal o modal, o quizás incluso serial, repre­ senta la encamación eterna y natural. Su rigor, su aspiración a un arte dominado por la coherencia for­ mal, donde «todo es equilibrio y cálculo, por el que pasa el soplo del espíritu especulativo»,17 se expresa también en su aversión a cualquier tipo de revolución, ya sea política o musical, y por ello su aversión al expresionismo y la dodecafonía, puesto que éstos no han perdido su carga subversiva y revolucionaria. Revolución es sinónimo de anarquía; en ella, Stravinsky no sabe entrever ningún elemento creativo, sino sola­ mente el aspecto perturbador del caos. La revolución interrumpe vio­ lenta y variadamente la continuidad y podríamos añadir que fragmenta la relación entre el hombre y el tiempo, precisamente lo que la música intenta continuamente instaurar: «La época contemporánea-afirma Stra­ vinsky- precisamente nos ofrece el ejemplo de una cultura musical en la que se pierden día a día el sentido de la continuidad y el gusto por la comunión».18Los gérmenes de este revolucionarismo corruptor de la for­ ma se encuentran en el eficiente W agner y en el mismo concepto de melodía infinita y de Gesamtkunstwerk. La idea de una melodía infinita contradice radicalmente la estética de lo finito, de la libertad condicio­ nada por lo material, de la forma conclusa y dominada por una ley inter­ na rigurosa; la melodía infinita lleva a un misticismo porque no «se fija a sí misma límites» conduce a una religiosidad charlatanesca: «En todas las épocas de anarquía espiritual en las que el hombre, habiendo perdi­ do el sentido y el gusto por la ontología, se asusta de sí mismo y de su destino, se ve siempre aparecer una de las gnosis que hacen las veces de religión a los que ya no la tienen...».19 Para Stravinsky, la música con­

temporánea es heredera de esta anarquía espiritual, de este revolucionarismo que pretende borrar la tradición y su fuerza de arraigamiento en el orden y en la unidad formal. El instintivo rechazo de la dodecafonía, justamente a causa de su originaria carga revolucionaria, es superado sólo cuando Stravinsky ve prevalecer en ella el significado de una rigu­ rosa técnica utilizable en un contexto neutro y capaz de crear un nuevo orden formal; en definitiva, acepta el orden serial cuando el aspecto de la construcción prevalece sobre el de la revolución. Esta aspiración casi obsesiva al orden, a la construcción, a la for­ ma, con sus implicaciones indudablemente conservadoras e incluso meta­ físicas, tiene una contrapartida precisa en un problema que puede pare­ cer tangencial: la interpretación. También con este fin puede haber un aspecto contradictorio en el rechazo a cualquier aportación interpretativa por parte del ejecutor y en la concepción de la música como tiempo ontológico y, por tanto, no cronométrico, no determinable mecánicamen­ te. Con todo, prevalece la idea del respeto a la dimensión predominan­ temente de proyecto y voluntarista de la composición, más allá de la imposibilidad de soportar ciertos aspectos divistas e histriónicos bien conocidos de los denominados grandes intérpretes. El deber del ejecu­ tor, para Stravinsky, se resume en «su fidelidad a la voluntad del composi­ tor»; todo lo demás es superfluo o, peor aún, ¡dictado «por consideracio­ nes extramusicales extraídas de los amores o de las desventuras de las víctimas»!20 La idea de que la partitura -entendida como rígida fijación en el espacio de una dimensión tem poral-, en realidad, no se puede de­ jar encuadrar rígidam ente entre las líneas del pentagram a, no lo roza o, mejor, no debe rozarlo, por un motivo de orden quizás más ético que estético. «La noción de interpretación -afirm a Stravinsky- implica la rigurosa actualización de una voluntad explícita que se acaba en lo que ordena»;21 por otro lado, añade, «el lenguaje musical está rigurosamen­ te limitado por su notación».22 Realmente, la estética de la temporalidad podría tener resultados muy diferentes respecto al problema interpretativo. No podemos dejar de recordar el conocido ensayo de Giséle Brelet -u n a

' ¿3

20. Ibid., p. 111. 21. Ibid., p. 108. 22. Ibid., p. 108.

musicóloga tan próxima al formalismo stravinskiano en muchos aspec­ to s- con el significativo título «L’interpretation créatrice», de 1951, en el que los puntos de partida son análogos pero las conclusiones son opues­ tas. Quizás aquí Stravinsky es víctima, debido a sus polémicos humore sid e una cierta rigidez del concepto de ley ordenadora que le hace olvidar precisamente aquella más sutil realidad ontológica y temporal de la obra musical que quizás habría podido llevarlo en otra dirección. El propio Stravinsky es consciente de que sus expresiones con fre­ cuencia han sido deformadas y acentuadas en un.a dirección equivoca­ da también a causa de la vis polémica que con frecuencia lo envuelve. En las conversaciones con Craft -publicadas en 1959 con el título Expositions and developments, y una fuente de noticias y de reflexiones ex­ celentes para com prender al Stravinsky, hombre, m úsico y pensa­ d o r-, a la pregunta de su entrevistador: «Ha dicho que la m úsica es una abstracción, que la música es impotente para expresar cualquier cosa. ¿Qué intentaba decir con esa citadísima observación? ¿No está de acuerdo con la afirmación de que la música es un arte comunicativo en el senti­ do de las formas simbólicas de Cassirer y, por lo tanto, puramente ex­ presivo?», así responde Stravinsky: Aquella broma superpublicitada sobre la expresión (o no expre­ sión ) era sim p lem en te una manera de decir que la m ú sica es suprapersonal y suprarreal, y com o tal va m ás allá de los sign i­ ficados verbales y las descripciones verbales. Iba contra el con­ cepto de que un pasaje de m úsica es en realidad una idea tras­ cendental expresada en términos musicales, con la im plicación de reducción al absurdo de que, entre los sentimientos de un com ­ positor y su transcripción musical, deben existir correlaciones .

exactas. Era un parecer im provisado y fastidiosam ente incom ­ pleto, pero hasta los críticos más obtusos habrían podido ver que no negaba la expresividad musical, sino sólo la validez de un cierto tipo de aserción verbal acerca de la expresividad m usical. Por otro lado, m antengo ahora aquella observación, aunque hoy ía cambiaría así: la m úsica se expresa a s í m ism a.23

23. Stravinsky y Craft: Colloqui con Strawinskij, trad. it., Turín, 1977, p. 299.

La lúcida conciencia de Stravinsky, una vez más, nos ayuda a en­ tender el alcance real de su pensamiento. La referencia a Cassirer y a la filosofía de las form as sim bólicas es significativa en el contexto de la estética de Stravinsky, quien no reniega de su formalismo ya formu­ lado veinte años antes, sino que lo confirma precisándolo. El discurso de la estética de Stravinsky podría ampliarse notable­ mente a la luz del progreso conseguido por todo el formalismo de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo con Giséle Brelet y otros críticos, tanto franceses como anglosajones, de De Schlózer a Mayer. Ello es suficiente para entender que la estética de Stravinsky tie­ ne una autonomía especulativa y se inserta claramente en un clima cul­ tural que tiene raíces lejanas y vastas ramificaciones en los últimos de­ cenios. Sería equivocado reducirla a mera justificación o ilustración de la propia obra del músico, aunque es indudable una cierta relación entre su formalismo y su neoclasicismo en aquellos años. Pero también se le puede dar la vuelta al discurso destacando que también los ponderosos tratados de los filósofos de tendencia formalista implican a su vez una poética más próxima al espíritu del neoclasicismo y, sin embargo, com­ parten con Stravinsky, y no por casualidad, una cierta aversión por la dodecafonía. Basta con pensar en la famosa introducción de Lévi-Strauss en Le cru et le cuit. Estética, poética y obra de arte están ligadas entre sí por sutiles pero consistentes hilos. Se trata de saberlos identificar y des­ enmarañar; lo que está en juego es el concepto problemático de la uni­ dad de la cultura.

V. De Wagner a Stockhausen: palabra y música, evolución de un encuentro problemático

;Los ideales que ha perseguido un hipotético arte en el que música y palabra se funden armónicamente, en realidad, siempre han naufragado sin remedio y las síntesis buscadas por tantos teorizadores de una Gesamtkunstwerk han quedado puramente en palabras: inexorablemente, o bien la m úsica engloba las palabras reduciéndolas a sonido, a fonem a, o bien: la palabra engloba la música reduciéndola a un acompañamiento, a colorido emotivo, a difuminación, a ornamento. Con todo, el mito de una síntesis, de una unión o fusión originaria nunca ha dej ado de fascinar a los poetas y sobre todo a los músicos, y nunca ha cesado, siquiera en su condición utópica, de ejercer su poder a lo largo de los siglos. No es éste el lugar para poder ni tan sólo esbozar la historia de este encuentrodesencuentro producido siempre con el trasfondo de la perspectiva de una utópica fusión de los dos polos de por sí tan heterogéneos, pero de alguna manera constantemente anhelantes de una proximidad, de un matrimonio que se revela al fin como imposible o, mejor dicho, que se muestra siempre como un matrimonio basado en la prepotencia, en el despotismo, en el poder excesivo de uno de los cónyuges. Es inútil porque sería profundamente equivocado querer poner de manifiesto cómo se debería producir dicho encuentro, sobre qué bases

de perfección ideal debería regirse el matrimonio. Como en cada pareja, la unión encuentra, a su modo, un equilibrio fuera de los cánones marcados como óptimos por los expertos; así, música y poesía se encuentran en la historia según modelos que, incluso en su provisionalidad e inestabili­ dad, consiguen funcionar con resultados positivos. Basta pensar en los dos grandes modelos próximos entre sí en el tiempo y que casi se entre­ lazan -e l de la polifonía renacentista y el de los primeros melodramaspara tener una muestra de posibles ámbitos muy alejados entre sí desde el punto de vista teórico, pero válidos ambos como hipótesis de solución que, en el fondo, encontramos con frecuencia repetidos en días bastante más cercanos a nosotros. Ciertamente, es curioso que toda la historia de la música desde Platón hasta nuestros días esté jalonada de teorizadores y sobre todo de reformadores de la relación inevitablemente dese­ quilibrada música-poesía; y no es ciertamente un problem a académico o un problema de otros tiempos, caído en el olvido tras la polémica de los doctos y nobles asistentes del salón del conde Barde en Florencia. Si también Wagner y Nietzsche han hecho de ello el centro de su especu­ lación, y después Schonberg y Boulez; si también, de una manera u otra, tantos músicos contemporáneos a nosotros siguen rompiéndose la ca­ beza y afanándose en la búsqueda de la redefinición de esta cuestión, obviamente a la luz de la problemática actual, ello significa al menos que la cuestión está todavía abierta y quizás esté destinada a seguir están­ dolo. Pero los continuos esfuerzos y proyectos de los reformadores de­ muestran igualmente que, si bien es imposible e inútil fijar en un plano teórico los términos del encuentro entre dos estructuras artísticas tan hete­ rogéneas como la música y la literatura, sin embargo, estas dos artes, en sus transformaciones históricas, se confrontan continuamente bajo aspec­ tos diferentes, desde puntos de vista nuevos, desde situaciones imprevi­ sibles, aunque el quid del problema siga casi inmutable y aunque todo ello demuestre que debe haber una vaga y problemática relación entre los dos lenguajes. Por simplificar, se podría decir: a una nueva música le correspon­ de una nueva literatura; a un nuevo lenguaje musical le corresponde un nuevo lenguaje poético, y esto es una verdad indudable, aunque un poco simplista. Es verdad que un texto barroco de Tasso, de Guarini, de Chiabrera o de Rinuccini exige una música diferente a un soneto de Petrarca

o al texto litúrgico de una misa. Pero rápidamente se puede objetar que también Stravinsky ha musicado la misa e incluso Listz ha musicado a Petrarca. De ello se puede deducir cuán elásticas y ambiguas son las relaciones entre música y literatura y que el parentesco estilístico no siem­ pre es un requisito necesario para el músico: todo depende de cómo éstas intenten servirse del texto poético. Tras esta prem isa no está quizás de más poner entre paréntesis el término evolución porque eso puede dejar intuir alguna vaga línea evo­ lutiva del problema, cuando se trata únicamente de una transformación, de un cambio en el que se puede intentar captar como mucho la linealidad de una tendencia, aunque esta línea diste mucho de ser recta. Wagner, teóricamente -e s decir, Wagner en sus escritos-, retoma, si bien en un clima cultural completamente diferente, el concepto rousseauniano de lenguaje primigenio, espejo de un hombre íntegro, aún no contaminado por la alienación, por las fracturas internas, por los males de la civilización moderna. El drama musical, este mítico ideal, tendría que reunificar las artes para fundirlas en una ebriedad primigenia reen­ contrada. Esta unificación asume, en Opera e dramma, los rasgos del amor y de la sexualidad: Lo que necesariamente tiene que ofrecer de s í [es] la sim iente que con sus fuerzas más nobles se hace más densa sólo en la m ás ferviente excitación amorosa (y que se form a sólo por el im pulso de donarlo, es decir, de formar parte de él para la fe ­ cundación, puesto que en él está encam ado el propio impulso); tal germ en generador es la intuición poética, que lie va a la m úsi­ ca, admirable amante, la materia para generar.'

Así pues, el elemento poético es la fuerza masculina, la música es la femenina, en cuyo seno se genera el drama. El drama, el Gesamtkunswerk, renueva una vez más la mítica entereza, símbolo del hombre nuevo, regenerado o primigenio, de cualidades todavía intactas. Música y poe­ sía no son más que los dos polos, las dos extremidades que esperan ser unidas en el abrazo embriagador. Pero precisamente como fuerza gene­

1.

Wagner: Gesammelte Schriften undDicktungen, Leipzig, vol. 4,1888, p. 103.

radora, la música asimila en sí los acontecimientos, el mito que se expresa en la palabra. La voz se hace instrumento de la orquesta: «Los textos como dice A dorno- tienen el mismo significado que la organización de la fábula».2 La ebriedad o la hipnosis del espectador, aquella hipnosis que el último Nietzsche echaba en cara a Wagner, se actualiza y se con­ sigue con medios típicamente musicales. Una vez más es la música la que triunfa, pero en el sentido de que tiende a llenarse de todos los sig­ nificados, incluso de los que parecen ajenos a su lenguaje, a traducir el mito en sonido y a teatralizar su propia orquesta. La música se convierte, así, en pletórica y sobreabundante. Este proceso de teatralización de la música, la música que se hace espectáculo, acción, mito, absorbiendo en sí todas las valencias de la palabra, de la literatura, en realidad es un proceso que, de alguna manera, ya se había iniciado hacía tiempo, quizás con el propio Monteverdi, pero que, en acontecimientos de diferente signo, nunca había conseguido radi­ calizarse como en Wagner. En el fondo, la propia alternancia, tan discutida y criticada, de arias y recitativos, representa un honroso compromiso dirigido a salvar lo salvable del discurso en un teatro hecho de palabras y de acciones, de personajes dotados de una personalidad psicológica propia que se expresan con las palabras, de un teatro todavía no disuelto del todo en sonido. La dialéctica de apolíneo y dionisíaco propuesta por Nietzsche en E l nacimiento de la tragedia comoproprium de la expresión artística más madura y consciente, como lo que salva al hombre «de la efusión no contenida de la voluntad inconsciente» es rota precisamente por Wagner: lo apolíneo, es decir, la forma, el discurso, la palabra, la imagen, lo que debía elevar «al hombre de su anulación orgiástica de sí, sobreponiéndose a la universalidad del acontecimiento dionisíaco», es suprimido tendenciosamente, borrado por Wagner en la ebriedad final de sus dramas, puro triunfo de lo dionisíaco. Esta visión del teatro wagneriano, ciertamente un poco esquemática, que puede encontrarse con mil objeciones, sirve aquí únicamente de punto de referencia, como iden­ tificación de una línea. Pero el problema es si Wagner se puede considerar como un punto de llegada o como un punto de partida. Quizás es ambas

2.

Adorno: Wagner e Mahler. Trad. it., Turín, Einaudi, 1966, pp. 106-117.

cosas: indudablemente, es un punto de llegada, de confluencia en la civi­ lización musical occidental, pero al mismo tiempo puede ser considerado como punto de partida de nuevas y articuladas experiencias. Recorriendo, además, la aventura wagneriana sobre el terreno mina­ do del encuentro música-literatura no se puede dejar de notar un hecho que puede hacemos reflexionar largamente. Por primera vez, quizás, un músico se convierte en libretista de sí mismo y el libreto asume una den­ sidad ideológica, política, filosófica y literaria como raramente se había visto en el pasado (se podría pensar en la Novena de Beethoven o en otros pocos ejemplos, aunque los textos no eran del músico). Cabe añadir que, si bien es la primera vez que un músico se convierte en autor de los textos a musicar, no será, en cambio, la última. Más bien, después de Wagner, encontramos varios músicos que escribirán sus propios textos (sólo hace falta pensar en el M oses und Aron de Schonberg); y no sólo eso, sino que desde Wagner en adelante, la elección del texto se convertirá en un acto cada vez más consciente, la colaboración entre músico y escritor se hará cada vez más estrecha y orgánica (pensemos en Strawinsky y Ramuz o, por trasladamos a algunos más próximos a nosotros, en Nono y Cacciari). Se diría que la búsqueda de una congruencia o afinidad esti­ lística, de un parentesco ideológico y cultural, se convierte en una exigen­ cia imprescindible de los músicos y que los tiempos en los que Rameau se vanagloriaba de ser capaz de poner en música incluso la Gazzete d ’Hollande, están infinitamente lejanos. Pero esta constatación está unida tam­ bién a otra constatación, de signo opuesto pero igual de importante: desde Wagner es cierto que los textos se hacen cada vez más significativos, pero se hacen cada vez más incomprensibles a la escucha, hasta llegar a fragmentarse, a descomponerse por completo en fragmentos mínimos cu­ yo valor semántico queda del todo absorbido por la música y en el sonido. Se nos puede preguntar legítimamente: ¿para qué tanto esfuerzo en elegir y en escribir un texto si nada de ello sobrevive, al menos si nos referimos a su relevancia lingüística y semántica? No podemos sino ma­ ravillamos al constatar que, antes del Romanticismo, la elección del texto parecía más casual. El músico parecía más indiferente al material narrativo y lingüístico, mientras que, para el oyente, el relieve semántico era esencial y el todo resultaba, por usar un término banal y restrictivo, más com­ prensible. Al contrario, en los tiempos más próximos a nosotros, se diría

que la relación se invierte y la atención al texto es directamente pro­ porcional al hecho de ser absorbido y disuelto en el sonido y como sonido. Evidentemente, la «transfusión» -com o dice Boulez- de poesía a música se produce en varios niveles del lenguaje y del significado; el resultado es siempre una síntesis o un intento de síntesis, aunque, como hemos dicho, desequilibrada en una u otra dirección. A pesar de ello, «la opo­ sición de las semánticas, las diferencias de mecanismo y de concentra­ ción lógica en la sintaxis, a pesar de procesos morfológicos opuestos -¡los compositores, impertérritos, tienden a la síntesis en cada esfuerzo!encuentran también colaboradores, escritores o poetas sin ninguna re­ serva, que participan de buen grado en la obra común -n o hablo de los poetas difuntos, cuya voluntad cautiva ya no se debe temer-».3 Con todo, a pesar de estas afirmaciones, Boulez se mantiene entre ellos, entre los muchos que creen en la fecundidad del encuentro. Y sigue diciendo: Personalmente, creo profundamente en la reciprocidad de las in­ fluencias entre el campo de la literatura y de la música, no sólo a través de la transmutación de maneras de pensar que se habían considerado específicas de uno o de otro de estos m edios ex­ presivos. ¿Es ésta una quimera reservada directamente a mi uto­ pía individual? (Lo será, pero es una quimera que me es esp e­ cialm ente grata...).4

Sin embargo, observando los resultados se nos puede seguir pre­ guntando: ¿por qué buscar con tanta atención un texto cuando éste está destinado a desaparecer? La fascinación de la palabra, de la poesía, del texto, esta radical, ajteridad respecto al sonido de la música, es irresistible para el músico de todos los tiempos, sea cual sea el uso que haga de ello. Y añade Boulez: Para un m úsico, ¿la fascinación de la p oesía es tan fuerte que, en cierto m om ento de su propio desarrollo, no puede prescindir de un texto alrededor del cual la m úsica irá a cristalizarse? D esde ahora, el problema se presenta de manera peligrosa porque ¡se entrevé la profanación del texto-pretexto! ¿Qué dem onio empuja

B

3. 4.

Boulez, Punti di riferimento. Trad. it., Turín, Einaudi, 1984, pp. 156-160. Ibid.,p. 158.

inexorablemente al com positor hacia la literatura? ¿Es sólo la nostalgia del paraíso perdido, de aquella antigua unidad, tras la cual nos consum im os en vanas búsquedas?».5

En este punto, deberíamos examinar el tipo de soluciones realmen­ te buscadas por los músicos del después de Wagner hasta nuestras más recientes vanguardias. Evidentemente, el sinfonismo vocal de Wagner no es el declamado móvil y flexible del Pelléas de Debussy, y una ex­ plicación muy diferente se daría para el Pierrot Lunaire o para el Moses und Aron de Schónberg o para el Marteau sans maitre de Boulez. Es suficiente aquí intentar identificar el problema que se planteó después de Wagner y sobre todo comprender si incluso en la variedad de soluciones hay una perspectiva común. Es indudable que en el siglo xx el músico presta una atención especial a la elección del texto, pero la relación que se puede intuir con él es totalmente nueva - a l menos en la mayor parte de los casos- y nos remite a un discurso que va más allá de las tendencias de la música del xx y que incluye también a la propia literatura. La re­ volución lingüística o, mejor dicho, formal, acontecida en la música en el sentido de una progresiva relajación de los vínculos estructurales y semánticos tradicionales hasta las poéticas de la aleatoriedad, tuvo un paralelo en la literatura y en la poesía, de Mallarmé a Joyce, a Artaud, etc. Sin embargo, esta evidente y banal constatación no puede dejar de hacer reflexionar sobre el hecho de que, cuando la música contemporánea utiliza textos de poetas contemporáneos, el encuentro se produce ya en niveles semánticos diferentes respecto al pasado y con una intencionalidad semántica nueva Retomemos un ejemplo célebre, Le marteau sans maitre de Boulez: evidentemente, frente al non sense del poema surrealista de René Char, no tendría ningún sentido pretender que la música tenga un objetivo descriptivo o ilustrativo. O, mejor dicho, un poema surrealista - s i admitimos que la poesía es quien guía al compositor- exige ser puesto en música instaurando una relación completamente nueva respecto a un texto liederístico tradicional, por ejemplo. Incluso en este caso se ajusta perfectamente la definición de texto propuesta por el propio Boulez como centro y ausencia: «al entrelazar las respectivas linfas», poesía y música,

caminando sobre raíles estilísticos diferentes en sus medios pero parale­ las en cuanto a significado cultural y artístico (como decía Mallarmé, «cara alternativa de la idea»), se integran una en otra. Pero la integración también puede verificarse en la ausencia del texto como significado: tam­ bién en este caso, su presencia como centro es sugerida y dada como presupuesta. La música no puede y no. debe aspirar a la misma semántica del lenguaje, puesto que el lenguaje que se desnuda progresivamente de su uso semántico, en cierta manera, tiende a la condición de puro sonido, fonema en estado puro, «cuando la palabra está en el límite». El problema, propone además Boulez, se reduce a la necesidad de «organizar el de­ lirio».6Nos encontramos frente a un poesía en la que la palabra tiende a disolverse cada vez más como palabra y a poner de manifiesto el valor del puro fonema. Y es precisamente en este tipo de poesía y de literatura en la que pensaba Boulez en los años sesenta y señalaba sobre todo a Mallarmé como maestro y progenitor de esta manera de concebir y pro­ yectar la nueva poesía musical. También se puede entender por qué, en aquellos años, músicos como Boulez -pero podríamos añadir como Berio, Madema, Stockhausen y, por qué no, N ono- podían alimentar un interés específico hacia estos aspectos musicales de un texto poético e introdu­ cirlo o incluso utilizarlo por estos valores en sus propias composiciones. El non sense reverbera en un non sense musical con un sutil y perverso juego de espejos que, por lo tanto, requiere del músico una atención fina, de naturaleza quirúrgica, anatómica respecto a la poesía. Se ha hablado de «ruinas» del verbo y, en efecto, esta expresión se adapta mejor que estructura del lenguaje, ya que la operación del músico, y también la del poeta, va en la dirección de la desestructuración del lenguaje hasta apenas «hacer esbozar el fonema».7 Así pues, ¿es éste el camino, la vía tomada por la música en las décadas que siguieron a la posguerra? Si este interés por las microes­ tructuras de la palabra entendidas como sonidos y, por lo tanto, por sola­ par dos campos que, desde esta perspectiva, pueden llegar casi a coincidir realizando la antigua utopía de la perfecta síntesis e integración de los dos lenguajes; si este interés, en gran medida, está presente, sin duda, en

1

6. 7.

Ibid., p. 160. Ibid.

amplios sectores de la música contemporánea hasta Stockhausen, puede ser interesante verificar el mismo fenómeno en estos músicos designados con el nombre, quizás hoy un poco demodé, de «músicos comprometidos». Hoy asistimos a un renacimiento del teatro musical. Ya lejano de una época en la que el teatro musical estaba demasiado ligado por pro­ ximidad histórica con el Verismo y con todo lo que éste implicaba en el plano del lenguaje y del estilo, músicos de cualquier tendencia, en estas últimas décadas, se han lanzado a la recuperación de la dimensión teatral. Si Stockhausen, gran mago e histrión de la música, en el fondo se ha revelado como el verdadero heredero de Wagner, es también porque ra­ dicalizó su vía del teatro total, en el que palabra, sonido y ruido se llevan a una dimensión intrínsecamente teatral, donde el espectador resulta com­ pletamente absorbido, implicado o, mejor, envuelto, anihilado por el acon­ tecimiento sonoro: estamos en las antípodas, como es obvio, del teatro épico de memoria brechtiana. Pero si todo esto puede tener una lógica en el caso de Stockhausen, esperaríamos otro tratamiento de los textos y de los sonidos por parte de músicos de raíces culturales completamente diferentes como Nono o como Manzoni, por no citar más que dos ejemplos muy próximos a nosotros. Hace ya unos cuantos años, en 1980, se celebró un congreso bajo el título «Palabras para música» en el que participaron poetas y músicos; las actas de este congreso constituyen un documento extremadamente significativo para conocer el estado de la cuestión en este tema.8Aquí nos interesa sobre todo lo que dijeron los músicos Mauro Bortolotti, Giacomo Manzoni, Henri Pousseur, Sylvano Bussotti e incluso Giovanna Marini, conocida cantaautora folk comprometida con temas sociales. Lo que sorprende de la variedad de intervenciones es la sustan­ cial identidad de visiones respecto al problema música-palabra, músicaliteratura. Quien más y quien menos está preocupado por la compren­ sibilidad del texto; sin embargo, todos buscan comprensibilidad en un nivel que no tiene nada que ver con el significado de las palabras. Afirma Bortolotti:

I

.

fH

poesía, Génova, Liguria Libri, 1981.

N o hace falta decir que respecto al texto no m e he preocupado nunca de hacer m ás explícito e l sonido o el elem ento semántico; ni m e he planteado el problem a respecto a la comprensibilidad inmediata del texto cantado ( ¡que es algo completamente diferente del texto leído o recitado!), cuya com unicabilidad se produce por cam inos muy distintos...; por el contrario, m e he preocupado de la tensión general y de la manera más adecuada de mostrarlo con sus com ponentes hasta explorar sus fonem as individuales y usando todas las gamas de posibilidades del órgano vocal, unién­ dolo a instrumentos o a la cinta magnetofónica.

A este fragmento le siguen afirm aciones sobre la elección del texto a musicar: «minuciosamente, releyendo decenas de poesías».9 Todavía más explícito es Giacomo Manzoni, un músico de quien, por su formación intelectual, cabría esperar una elección diferente de relación con el texto. El que escribe ha advertido -c o m o por otra parte creo que han hecho todos los com p ositores- la contradicción que ha supuesto la relación tradicional palabra-música, hasta que se ha dado cuenta de que la posibilidad de superarla estaba en profundizar, exaltar los valores propiamente acústicos de la palabra, meterse en el material fonético, relacionarlo directamente con las alturas, los m odos de em isión, la dinámica, etc.; ha sido, en su opinión, el cam ino más correcto para dar sentido m usical al texto m usicado, aunque, de hecho, procediendo así se disuelven totalmente las posibilidades de comprender su sentido lógico. Pero esto jus­ tamente no importa, porque lo que cuenta, tanto para el com posi­ tor com o para el oyente, es poder dar a las palabras un significado realmente m usical, realmente comunicativo m usicalm ente.10

Esta solución estrictamente formal puede sorprender presentada por el autor deA tom tod o de Per Massimiliano Robespierre, pero sigue la línea del pensamiento y de la praxis musical contemporánea. En una

exaltación mucho más radical que Manzoni, Henri Pousseur, en una suerte poesía que transcribimos a continuación, destaca el valor puramente mu­ sical del fonema: Escuchar la música de las consonantes y de los motores hacer hablar a los tambores y los manantiales dejarse fascinar por la polifonía de las conversaciones o confiar a la orquesta el com etido de contar historias he aquí algunas op eracion es paradójicas practicadas desd e siempre pero a partir de una nueva forma de matrimonio de fusión irreversible, casi un redescubrimiento de la unidad primitiva de la palabra y de la armonía del ritmo y del timbre del ruido y del sentido se mostró com o necesaria para el despertar dé los oídos, h o y .11

El texto - s i se nos puede permitir el uso de esta expresión induda­ blemente impropia-, utilizado según esta escala de valores, se convierte, evidentemente, en intraducibie, y el problema se centra aquí en uno de los campos más fecundos de la música contemporánea de hoy: el teatro musical. Tras los años de Darmstadt -cuando la rigidez y el rigor lingüís­ tico en la construcción musical habían alejado al músico del teatro y del lenguaje verbal, que exigen por su naturaleza una flexibilidad y una duc­ tilidad que la música no poseía y no quería poseer-, en tiempos más recientes, ya lo hemos dicho, hemos asistido a un imponente revival del teatro musical; pero los problemas que plantea el teatro de Stockhausen, de Nono o de Manzoni son bastante diferentes respecto a los de aquel tiempo. Buena parte de la música contemporánea, tras W agner-quizás gene­ ralizando excesivamente-, tiene un fuerte componente teatralizante que incorpora o no un texto literario. Pero si todo el teatro musical siempre ha planteado arduos problemas a quien ha intentado traducirlo de una lengua a otra, hoy el problema resulta implanteable. Manzoni, además,

• í! i

11.

Ibid.,

p.

184.

hablando de su composición coral Holderlin, comenta que la considera preparatoria del tipo de vocalidad de Per Massimiliano Robespierre: V em os ya en este fragmento com o toda palabra, toda letra, es utilizada en su valor tím brico y fonético preciso. Por ejem plo, si d igo palabra, puedo musicar verticalmente dando a una voz la letra a; la letra p sirve sólo com o explosión momentánea; la le­ tra r puede ser usada com o sonora o com o sorda, por tanto, separa­ damente de dos modos o simultáneamente; la letra o es utilizada por su vocalidad, evidentemente; también la letra l, porque es una letra continua, m usicable, entonable sobre varias álturas; y después de nuevo la a... Este m étodo, tanto si es usado vertical­ m ente com o si es usado horizontalmente, diría que coloca cada valor fónico en una situación, por lo que éste no es sustituible. Está claro que no se habla, y aún m enos aquí, de comprensibilidad del texto, pero creo que se ha entendido que el problema para un m úsico no es el de hacer entender un texto, sino el de interpretarlo y transformarlo con sus valores, en este caso también propiamente fon éticos.12

Hablar de musicalidad de un texto, por tanto, no significa ‘poesía muy dulce, cantable’, ante la cual el músico de hoy -com o dice Mauro Bortolotti- se encuentra a disgusto. Al contrario, significa hacer explotar, hacer saltar la música o el sonido encerrado en la palabra. Por ello, es absolutamente intraducibie el teatro musical contemporáneo, porque sería como querer traducir la música misma. El teatro musical contemporáneo, y con frecuencia la música que asume en su interior un texto, continúa afirmando Manzoni, «utiliza la palabra justamente por sus valores fo­ néticos reales y puros, por la enorme riqueza que la palabra vista de este modo puede dar por la transcripción musical de su aspecto tímbrico, de su altura, de sus componentes de vocales, de ruido y de todo lo que el estudio de la fonética permite actualmente».13De manera no muy diferente sucede en las últimas obras teatrales y no teatrales de Luigi Nono, donde

la manipulación electrónica de la palabra y de la voz evidencia aún más claramente este uso sinfónico del texto que se música. La dirección en la que se mueven los músicos citados es común a amplios sectores de la música contemporánea de cualquier tendencia en lo que respecta a la relación música-literatura. Se puede añadir también que en ello han sido impulsados-y favorecidos por los propios poetas, quienes han evitado explícitamente recurrir a una poesía que partiera de significados ligados a un uso semántico de la palabra. Este discurso es general o generalizadory deja a un lado, pues, nu­ merosas excepciones: pretendíamos únicamente identificar una tendencia. Lo curioso es notar cómo de W agner a Stockhausen, tomando a Wagner y Stockhausen únicamente como símbolos, puntos emblemáticamente significativos de una situación típica, se asiste a una progresiva teatralización de la música; pero el elemento portador de esta teatralización no es la palabra, el acontecimiento literario, la concatenación escénica de los eventos, sino la música misma con sus eventos propiamente musi­ cales. Estamos en las antípodas del teatro musical tradicional nacido en época moderna que floreció paralelamente a la novela en una época laica, burguesa y liberal. En nuestro mundo, en tantos aspectos tan desritualizado, quizás la música y el teatro musical presentan nostálgicamente notables elementos de ritualización. Muchos espectáculos musicales de hoy, sin duda alguna, nos ofrecen la imagen de un teatro más desemantizado cuanto más ritualizado. La repetitividad de Stockhausen; la palabra desprovista de elementos semánticos y valorada sobre todo por sus ele­ mentos fónicos; la música entendida como acontecimiento suspendido en el espacio y en el tiempo, desestructurada en sus nexos sintácticos internos, en sus escansiones semánticas, presenta notables afinidades con el acontecimiento mágico y ritual que se provee significado sólo en rela­ ción a sí mismo y al aura que lo rodea.

VI. Dodecafonía y religiosidad en la obra de Schonberg

Estudiando al Schonberg músico no se puede ni se debe olvidar que el músico fue también un ensayista, un escritor, un pintor, un teórico de la música, un autor de libretos. No seríadifícil reconstruir su personalidad ideológica según los numerosos escritos que nos ha dejado y recomponer su biografía intelectual con la ayuda de la lectura de los numerosos documentos que nos han llegado. Pero el verdadero problema es si esta biografía suya coincide o tiene alguna relación con su música y, en de­ finitiva, si puede darse una lectura ideológica de su música que integre y apoye la biografía basada en sus escritos. Evidentemente, no sería co­ rrecto separar la música de sus escritos biográficos y teóricos; en virtud de cierta unidad de la personalidad, se debería interpretar la música a la luz de su biografía y viceversa, leer su biografía a la luz de su música. El verdadero problema es establecer qué tipo de interpretación de su música, que no sea mera y estrictamente estética, puede proporcionamos indi­ caciones y confirmaciones de su personalidad ideológica y hasta qué punto tal tipo de operación es lícita sin forzar arbitrariamente el análi­ sis musical.

Es bien conocido el giro radical en la personalidad de Schonberg a partir de la primera posguerra. El famoso episodio de Mattsee, el pueblecito en el que los veraneantes hebreos eran considerados visitantes non gratos y donde sufrió el primer ataque antisemita cuando se le re­ quirió que presentara el certificado de bautismo, lo marco profunda­ mente, y quizás precisamente de aquí partió el duro camino de recupera­ ción de sus raíces j udías que parecían perdidas y olvidadas tras su conversión al protestantismo en 1898. El hecho de que justamente en los años de su redescubrimiento del judaism o invente la dodecafonía, el nuevo método de composición con doce sonidos, y que a partir de aque­ llos años la mayor parte de sus composiciones, al menos las compo­ siciones vocales respecto a los textos compuestos por el propio Schónberg, revelen explícitamente un sustrato ético judío produce cierto estupor. ¿Será todo esto casual? ¿Quizás se puede intentar establecer alguna conexión entre la dodecafonía, al menos en la versión que nos da Schonberg, y su judaismo, como fue vivido y experimentado por el músico? Es imposible separar en sus composiciones el tejido musical de los textos musicados: la mayor parte de sus composiciones tras los años veinte son vocales y sobre textos compuestos por el propio Schonberg. La primera gran composición de inspiración judía de Schonberg - s i exclui­ mos D ie Jacobsleiter y la obra teatral no m usicada Der biblische W eg-, es M oses undAron, obra de gran complejidad musical e ideológi­ ca. Ningún examen de M oses undAron puede legítimamente separar el libreto de la música sin perder la sustancia más densa de la propia obra. El tejido musical, de hecho, está estrictamente vinculado al proyecto religioso e ideológico sobre el que se sustenta el libreto. El contraste dramático entre Moisés y Aarón, los dos personajes clave de esta óperaoratorio, representa la imposibilidad de conciliar la pureza y la dureza del mensaje monoteísta con las exigencias del pueblo y su necesidad de dar cuerpo a tal idea, de poder representar de algún modo lo que por su na­ turaleza es irrepresentable: la idea m onoteísta en toda su pureza. El amor por la idea (Moisés) y el amor por el pueblo (Aarón) no encuentran ninguna posibilidad de conciliación o compromiso en la obra de S chónberg. Este contraste fundamental, que representa el motivo central de la obra y que ya afloraba en algunas obras anteriores como en Jacobsleiter

y en D er biblische Weg, se manifiesta sobre todo en el diferente estilo de canto de Moisés y Aarón: el primero canta al estilo del Sprachgesang o del Sprachstimme con su monótona y severa cadencia, mientras el segundo canta con voz desplegada de tenor en un estilo operístico tradicional. El estilo de canto de Moisés recuerda de alguna manera el canto de sinagoga y la salmodia bíblica, no tanto por una semejanza musical puntual como por la función similar en la economía del texto. Com o en el canto de sinagoga, la m úsica y la m elodía no deben impo­ nerse a la palabra sino que deben subrayar y completar su valor intelecti­ vo y sintáctico, así el canto desnudo de Moisés se concibe para dejar intacta la palabra, el valor semántico del texto. La línea del canto no de­ be embellecer el texto, no debe ornamentarlo, hacerlo más disfrutable y agradable, sino, al contrario, debe mostrarlo en toda su dureza y perentoriedad. N o.es así el canto desplegado de Aarón, que, por el contrario, forma parte de la tradición operística en la que la palabra tien­ de a deshacerse en el arco m elódico, donde la m úsica tiende a m ostrar su poder respecto a la palabra, cuyo poder conceptual se debilita para exaltar sus potencialidades musicales. El contraste ideológico entre Moisés y Aarón tiene, por lo tanto, una traducción musical o, mejor dicho, se expresa musicalmente en el estilo vocal de los dos personajes. Pero el punto central en e lM oisésy Aarón es larelevancia ideológica del método dodecafónico. Puede parecer que dodecafonía y judaismo son dos experiencias absolutamente heterogéneas y no comparables, pero, de una lectura atenta de los textos del propio Schonberg, se puede entender fácilmente qué relevancia ética, más que musical, atribuyó el propio artista a la dodecafonía. Uno de los ensayos clave de Stile e idea -q u e retom a el texto de una conferencia pronunciada en Los A ngeles en 1941, «Composición con doce notas»- incluye algunas afirmaciones explícitas sobre el significado que Schonberg atribuye a la dodecafonía y sobre las motivaciones profundas que lo llevaron a la elaboración del método dodecafónico. En todo el ensayo se pone de manifiesto el as­ pecto que podríamos denominar más ético que estético de la creación artística en general y de la dodecafonía en particular, en el sentido de que la obra de arte nace siempre, como afirma Schonberg, de una fuerte necesidad interior, casi un imperativo moral. El modelo de la creación artística, sea del tipo que sea, es la creación divina. Respecto a la ópera

dodecafónica, Schónberg afirma con decisión: «El método de compo­ sición con doce notas nació de una necesidad».1 El término necesidad es aclarado porque se puede pensar en una necesidad de carácter natural y en una necesidad de carácter histórico, y es precisamente a este último tipo de necesidad a la que Schónberg alude en su escrito. De hecho, la diferencia entre consonancia y disonancia, que se encuentra en la base de la construcción dodecafónica, no se busca en la naturaleza y ni siquiera en una supuesta jerarquía de belleza: la diferencia consiste solamente en un grado mayor o menor de comprensibilidad o, como reformula Schón­ berg, de familiaridad con las disonancias: Una m ayor fam iliaridad con las más rem otas con son an cias, o sea, con las disonancias, eliminó gradualmente la dificultad de comprensión y, al final, hizo im posible no sólo la emancipación del acorde de séptima de dominante y de los otros acordes de sép­ tima, de las séptim as disminuidas y de las quintas aumentadas, sino también de las más remotas disonancias presentes en W ag­ ner, Strauss, M usorgsky, Debussy, Mahler, Puccini, Reger.2

La música, por tanto, no sólo puede prescindir de la naturaleza, sino que su destino es crear formas cada vez más autónomas y autosuficientes, desvinculadas de cualquier necesidad natural. La creación artística, un poco como la creación de Dios, está gobernada por una necesidad interna, la misma que guía al artista y lo empuja hacia el resultado creativo. Así pues, la necesidad asume el valor de ley, ley interna a la obra misma, norma que organiza la coherencia y hace comprensible el men­ saje que ella contiene. La m ateriasonora que no está sometida a una for­ ma por una ley carece de significádo y «la composición con doce notas no tiene otro objetivo que la comprensibilidad».3 Ahora se nos puede preguntar si es porque la dodecafonía repre­ senta un método mejor que la tonalidad. Schónberg nunca ha sido rígido o dogmático en este punto y, del Moses und Aron hasta sus últimas obras,

1.

Schónberg, «Composizioni con dodici note», en Stile e idea, Milán, Feltrinelli, 1975, p. 106, nota 51.

2. 3.

Ibid.,pp. 107-108. Ibid., p. 106.

!

utilizó el método dodecafónico sin ningún tipo de prejuicios, sin rene­ gar nunca completamente de la tonalidad. Con un análisis incluso su­ perficial de sus obras se muestra claramente que los dos métodos tienen un significado muy preciso y que su respectivo uso está lejos de ser gratuito. La dodecafonía es un sistema rígido de organización de los sonidos que se basa únicamente en la voluntad creadora del músico y que depende completamente de él. Todo elemento natural fue borrado en ella o, mejor dicho, está sujeto a una rígida voluntad organizadora. Si la do­ decafonía, como afirma Schonberg, no tiene otro objetivo que la «com­ prensibilidad», puede sorprender leer: Si bien por una parte ésta parece incrementar efectivam ente la dificultad del oyente, por otra com pensa un defecto similar castigando al com positor, porque com poner con ese método no es más fácil, sino, al contrario, diez veces más difícil. Sólo un com positor preparadísimo puede com poner para un oyente que también lo sea.4

En este fragmento, en cierto modo, se intuye la idea de elección como arduo deber, al que es llamado el compositor, deber que tiene un sabor más ético que estético y que no puede dejar de recordar el concep­ to de elección como se encuentra en la Biblia y en la tradición judía: elección de un camino más difícil, lleno de dureza y de obstáculos; los que consiguen recorrer este camino hasta el final pueden calificarse sin duda de vanguardia destinada a traer luz a toda la humanidad. Afirmaba Schonberg en otro ensayo de Stile e idea: M i convencim iento personal es que la m úsica lleva consigo un m ensaje profético que revela una forma de vida más elevada respecto a la cual se desarróllala humanidad, y es en virtud de es­ te m ensaje que lam ú sicase dirige a los hombres de cualquier raza y de cualquier cultura.5

L a dodecafonía representa ese escalón más alto en la historia de la música: su dificultad para el compositor, igual como para el oyente, se

4. 5.

Ibid., p. 106. «Criteri di valutazione della música», en Stile e idea, op. cit., p. 190.

justifica por su mayor abstracción, por su rechazo a encontrarse con la sensibilidad auditiva común. Ésta última fue modelada en el curso de los últimos siglos sobre una base más naturalista y sobre el principio de una mayor familiaridad con los prim eros armónicos. La dodecafonía, pues, representa una elección extremadamente difícil, aunque garantiza al compositor un efecto unificador más eficaz del espacio sonoro. Además, Schonberg afirma significativamente: La adopción de mi m étodo de com posición con doce notas no facilita la com posición: al contrario, la hace más difícil... Las restricciones impuestas a un com positor por la obligación de usar una sola serie para cada com posición son tan rígidas que sólo una fantasía que ha superado victoriosam ente muchas dificultades puede superarlas. Este m étodo no regala nada; al contrario, priva de muchas cosas.6

Y añade un poco después que en la música «no hay forma sin lógica y no hay lógica sin unidad».7 No es difícil encontrar en estas citas algo más que una vaga remi­ niscencia judía. De hecho, se encuentran, expresados en clave metafó­ rica lógicamente, algunos principios cardinales del judaismo: la idea de elección entendida no como privilegio sino como duro deber que puede llevar, sin embargo, a un nivel más alto de conciencia; el sentido de la ley, de su rigor y de su necesidad, y su aceptación como principio trascenden­ te y como instrumento del más alto sentido de la libertad y, por último, el principio de la unidad, de la que deriva toda multiciplidad que no degenere en el caos y en lo informal. Esta analogía formal entre los principios ideológicos sobre los que se basa la dodecafonía y algunos principios clave del judaismo se en­ cuentra de manera ejemplar en el tejido literario y musical del Moses und Aron. Es conocido que Schonberg concibió su más importante obra musical sobre una sola serie dodecafónica y que muchas veces escribió que su objetivo era garantizar «unidad» en la obra; igualmente, en el ya citado ensayo «Composiciones con doce notas» afirmaba:

1

6.

Schonberg, «Composizioni con dodici note», en Stile e idea, op. cit., pp. 115-116.

7.

Ibid., p. 140.

[...] C onseguí mantener incluso una ópera com pleta, M oses und

Aron, en una única y sola serie. En resumen, comprendí que, precisamente al contrario de lo que había temido, cuanto más familiar se m e hacía la serie, mejor conseguía extraer sus temas. Y la exactitud de mi primera predicción tuvo una m aravillosa confirm ación. Hay que atenerse a la serie fundamental, pero se puede com poner con la m ism a libertad de antes.8

Parece, pues, que la dramática dialéctica entre unidad y multipli­ cidad en la que se basa Moses und Aron tiene una implicación musical precisa. Sin adentramos en este momento en un minucioso análisis mu­ sical, parece evidente, incluso en unaprim eraaproxim ación ala obra, que la serie en su forma originaria es usada para designar a la divinidad en su forma más pura y esencial. Por el contrario, los cambios de la serie originaria que casi generan leitmotiven recurrentes, aparecen en las situaciones en las que se está en presencia de una distorsión de la idea de Dios, de su rebajamiento a un nivel inferior. Por ejemplo, las armonías de cuarta, tan lejanas de la tonalidad, son usadas en los m omentos de más solemne abstracción, mientras que el material serial es modificado con alusiones a armonías de tercera que recuerdan al oyente una atmós­ fera tonal cuando el músico quiere referir situaciones de idolatría, como en la danza alrededor del becerro de oro y también en todas aquellas situaciones en las que se quiere subrayar cierta sensualidad visual y au­ ditiva y de las que el becerro de oro representa el símbolo por antonoma­ sia. Por lo tanto, existe también en el nivel musical una contraposición entre la serie dodecafónica -expuesta en su pureza desnuda y abstracta, símbolo de la divinidad entendida como idea abstracta e irrepresentable personificada por el canto desnudo y hablado de M oisés-, y la tonalidad -entendida como camino más tradicional, más fácil, en el límite de lo au­ dible, símbolo de la multiplicidad y de la idolatría, eterno riesgo al que la humanidad está sujeta. Esta compleja simbología musical asume su significado más pleno sise tiene presente la problemática ético-religiosa que domina en la obra y en: la vida de Schónberg. Esta oscilación entre dodecafonía entendida

8.

Ibid., p. 116.

como construcción pura y abstracta, dotada de una ley interna propia y rígida -ley musical que, sin embargo, no tiene evidencia sensible y cuya evidencia acústica es inaudible y no perceptible, pero que, con todo, deja sus signos profundos en el tejido vivo de la música y la tonalidad nunca renegada, siempre presente sobre el trasfondo como posibilidad, como caída en el placer auditivo, como comunicación musical realizable en un nivel bajo como el canto desplegado de A arón-, esta oscilación, pues, tiene un implicación ideológica y religiosa propia y precisa. La dramática dialéctica entre cielo y tierra, entre ley y desorden, entre sustancia y apariencia, entre palabra y canto, entre una música que tiende deses­ peradamente al silencio y a la autoextinción y una música que se des­ pliega libremente en un arco melódico, está siempre presente en el Schonberg hombre y músico. Todas sus obras, de una u otra manera, representan en varios niveles este conflicto de fondo, no resuelto y quizás irresoluble, en el horizonte ideológico y cultural en el que se m ovía Schonberg: no es casualidad que dos obras tan significativas a este respecto como Die Jacobsleiter y Moses und Aron hayan quedado incompletas y que cualquier razonable intento de llevarlas a realización haya fallado, precisamente para demostrar que el conflicto no admitía una solución. Indudablemente, la serie dodecafónica es, para Schonberg, un símbolo o una metáfora de su manera de concebir a Dios y no sólo porque -igual como sucede en M oses und A ro n - la serie es sólo una y toda la ópera se basa en ella y en ella se origina, sino también porque la serie se convierte en algo abstracto, no perceptible; análogamente, Dios es «irrepresentable, invisible e inexpresable». De hecho, ni siquiera la serie es perceptible al oído, al menos por vía directa; solamente consigue serlo por los efectos que produce, es decir, en la multiplicidad que se obtiene de ella. Sin embargo, justamente el paso de la unidad a la multiplicidad deviene problemático y con frecuencia dramático, como demuestra el conflicto entre Moisés y Aarón y la escalera de Jacob, que une la tierra al cielo pero los mantiene separados porque el camino de los instintos no se puede identificar con el camino de los preceptos. Al conflicto que surge del paso de la Unidad a la multiciplidad de la vida y de la historia no hay más solución que, quizás, el rezo. Ya en Jacobsleiter, Schonberg afirma por boca del arcángel Gabriel:

En cada escalón se cae en la culpa; y la plegaria de cada uno pue­ de borrarla. Pero Él, que está más arriba, debe distinguirse de lo que está más abajo: está cercano quien en toda acción busca a D ios; pero cada uno, mediante la fuerza de su plegaria, consigue un cierto grado de proximidad. Enseñarles a rezar es el deber de sus pastores. El m ilagro del alma: pronunciar una plegaria que conm ueva todo el ser, que tenga la fuerza de impulsar hacia el A ltísim o. Este milagro, com o ningún otro m ilagro que contra­ dice a la naturaleza, muestra al alma la existencia del Eterno y el cam in o para lleg a r a Él. A sí los pastores se m uestran d ig ­ n os de preem inencia sobre los otros hombres, así conquistan un grado más alto a la vista del A ltísim o. Enseñad a rezar... Apren­ ded a rezar...9

En consecuencia, en el pensamiento de Schonberg, la plegaria re­ presenta aquel acontecimiento milagroso, y por ello contranatura, única forma de solución a un conflicto abierto entre hombre y Dios, entre unidad y multiplicidad, entre ley divina y libertad natural, pero solución siempre inexpresable y no concretable dentro de una obra. La reden­ ción puede anticiparse únicamente a través de laplegaria y ésta es un acto silencioso, nq explicitable y concretable como obra, como acción, como música. En el centro de esta problemática se encuentra también una fun­ ción de la serie dodecafónica. Si es verdad que ésta simboliza la unidad, la unicidad, la im posibilidad de representar a Dios, desde el punto de vista musical, ésta se traduce en el hecho de estar presente como principio único, constitutivo y fundador, pero al mismo tiempo en el hecho de ocultarse, de no ser nunca claramente perceptible como tal. Por ello la se­ rie tiene una función opuesta a la del tema en la música tonal. La primera tiene una función unificadora pero subterránea, oculta, en el sentido de que su poder se hace manifiesto sólo en lo múltiple - la cara de Dios no es visible-. En su manifestarse se produce una inevitable degradación que puede asumir diferentes niveles; inevitable precisamente porque, haciéndose manifiest a-e s decir, perceptible-, de algún modo se encama, se materializa, se convierte en sonido, en comunicación, y deja de su puÜ3

9.

Testi poetici e drammatici, Milán, Feltrinelli, 1967, p. 189.

reza y carácter absoluto originario sólo un signo, un recuerdo, una huella más o menos corrupta. Entre la serie y sus variaciones, la relación es problemática: es la relación entre el arcángel Gabriel y la multitud de almas; es la relación entre Moisés y Dios, por un lado, y Aarón y el pue­ blo, por otro. En todo caso, ésta puede configurarse como la relación entre el silencio y el sonido, entre el mundo de la ley y el mundo de la audición. En realidad, entre la totalidad (Dios) y la singularidad (hombre) no puede haber comunicación real, igual como entre la eterni­ dad y la espacio-temporalidad del hombre y sus concretas posibilidades de comunicación. Por ello la serie originaria se esconde, se oculta, mien­ tras que sus permutaciones y variaciones tienden a deslizarse en la to­ nalidad o a mimarla dando lugar a consonancias, acordes perfectos, quintas paralelas, a motivos o a leitmotiven. Sólo la plegaria, como la entiende Schónberg, puede representar un frágil y provisional puente entre lo humano y lo divino, una escalera comparable a la escalera de Jacob, que permite un diálogo, aun precario y sin seguridad de respues­ ta, entre hombre y Dios. Se pone de manifiesto, así, en la obra de Schónberg, una divergen­ cia de significado entre dodecafonía y tonalidad, aunque quizás una lec­ tura superf icial de sus textos teóricos puede hacer pensar que la tonalidad y la dodecafonía son simplemente técnicas lingüísticas intercambiables y que sólo razones de oportunidad histórica pueden aconsejar al músico el uso de un lenguaje más que del otro. En realidad, para Schónberg se trata de mundos radicalmente diferentes, dotados de connotaciones muy precisas no sólo musicales sino también ético-existenciales. Ello no obsta para que entre los dos mundos pueda haber contactos, alejamientos e interconexiones. Dodecafonía y tonalidad representan, respectivamente, la unidad y la multiplicidad y, metafóricamente, el mundo de lo divino y el mundo de la naturaleza y de lo humano. Si es cierto que se trata de mundos opuestos, es también cierto que entre ellos hay una relación de conflicto y de tensión recíproca: es la relación dramática entre M oisés y Aarón. Por otra parte, la ley carecería de sentido si no existiera la falta de ley o la irregularidad, igual como el rigor m onoteísta asum e un signi­ ficado com pletam ente particular sólo en presencia de la tensión res­ pecto a la idolatría, igual com o la disonancia es tal sólo si se nos muestra desde el punto de vista de la tonalidad y de la consonancia. No se puede

dejar de observar una analogía, claramente simbólica y metafórica, entre la dodecafonía y la función misma de la ley en el ámbito de la ética judía. La ley no encuentra fundam ento ni en la naturaleza del hom bre ni en un orden natural ni en una finalidad práctica: se autojustificaúnicamente como ley divina, dada por Dios al hombre en circunstancias completamen­ te excepcionales e innaturales. El problema surge en el momento en el que la ley, en su pureza y alejamiento de la naturaleza, tiene que confrontarse con el mundo de un hombre, con sus inclinaciones, con su sensibilidad, con su naturaleza. Entonces se pone de manifiesto una divergencia que se muestra insuperable. Este es el problema de Schonberg hombre, judío y músico: cómo recorrer la escalera que une el cielo a la tierra, Dios al hombre, la ley a la cotidianeidad, el rigor monoteístico a la multiplicidad y variedad del mundo de la naturaleza y de los instintos. Cometido de­ masiado arduo para el sacerdote Aarón, que tiene que llevar el mensaje de Dios al hombre, al pueblo, sin traicionar el absolutismo de la palabra, su abstracta elevación. Y, efectivamente, Aarón falla porque en el propio contacto con el mundo de la palabra sufre aquella degradación inevita­ ble que lleva al becerro de oro y, desde el punto de vista musical, lleva de lapureza de la serie dodecafónica, de la imposibilidad de ser representado psicológico-auditivamente, al compromiso tonal, a la alusión al mundo del acorde perfecto. Este salto entre lo divino y lo humano, entre la ley y la cotidianei­ dad, entre la teoría y la praxis, fue vivido por el judaismo a través de un trabajo histórico largo y milenario: el judaismo talmúdico, farisaico, el judaismo de los mil comentarios a la Torá, el judaismo rabínico se ha planteado el cometido histórico de colmar esta divergencia a través d éla de-nominadaley or al, aquella tradición que, reinterpretando de generación en generación la palabra bíblica, la ley bíblica, inventa, en el límite de la tradición, las modalidades a través de las cuales ésta debe y puede ser aplicada a los miles acontecimientos de la vida y de la cotidianeidad, es decir, a la historia. Esta representa, pues, la posibilidad del paso, aquel anillo de conjunción entre el cielo y la tierra, entre lo eterno y la historia, que Schonberg vivía como salto insuperable. Pero Schonberg, como muchos intelectuales judíos de su genera­ ción, conocía sólo el judaismo bíblico y no el talmúdico o farisaico. El judaismo emancipado de Viena o de Alemania entre el fin del xix y las

primeras décadas del xx es un judaismo ético que entierra sus raíces y encuentra su identidad en la Biblia; es el judaismo de Freud, de Kafka, de Benjamin, de Kraus, del propio Schónberg; de aquellos que, tras la inmer­ sión en la cultura cristiana católica -y, quizás todavía más, protestante-, con la emancipación y la asimilación, buscaban con esfuerzo un camino propio que les llevara a reapropiarse de una tradición cultural olvidada. El camino recorrido por muchos intelectuales judíos de aquella genera­ ción iba, por un lado, a través de una relectura de la Biblia, en particular del Pentateuco y de los Profetas; y por otro, a través del sionismo, co­ rriente de pensamiento en la que el componente laico y el religioso del judaismo se encuentran indisolublemente y quizás a veces ambigua­ mente fundidos y conjuntos. Con todo derecho, Schónberg puede ser denominado un judío de su tiempo, aunque el camino que recorrió es absolutamente personal y original: la inspiración religiosa, el sentido dramático de la fe, la trágica contraposición entre cielo y tierra, el valor de la plegaria, su identifica­ ción con el pueblo judío y su destino; todo ello está testimoniado por su vida, por su obra de músico y por sus escritos como un todo unitario. La intensidad dramática con la que vivió su experiencia judía, su experien­ cia personal judía, encuentra una situación precisa justamente en la to­ nalidad de lectura del texto bíblico. M oses und Aron representa su modelo: no en vano, muchas veces Schónberg se centra en Dios, conce­ bido como «Unico, Eterno, Omnipotente, Irrepresentable». Dios, pues, como alteridad absoluta respecto al hombre, como lo que está absolu­ tamente más allá de cualquier posibilidad dialógica, como innaturaleza radical. No es el Dios con el que lucha Abraham por salvar Sodoma y Gomorra; no es el Dios que dicta la ley al hom bre sino el que sabe mitigar con su misericordia la inflexibilidad lapidaria de sus propias ór­ denes, no es el Dios de la ley oral. No es ése el Dios que se aproxima al hombre a través de los comentarios, las discusiones con los rabinos y los sabios, a través de sus pareceres en contraste sobre la m anera de aplicar la ley. El mundo de la mediación farisaica es un mundo desconocido para el Schónberg judío que encuentra el judaismo perdido a través de una lectura bíblica probablem ente aún im pregnada de recuerdos lutera­ nos y no m ediada por la fuerzapropulsiva, por la vitalidad de una tra­ dición interpretativa milenaria que ha substraído del texto sacro su

supuesta rigidez y le ha conferido una densidad histórica desconocida para Schonberg. Esta radicalidad en la manera de concebir la divinidad y, por tanto, el judaismo, por parte de Schonberg, se encuentra, en el fondo, en su ma­ nera de practicar y concebir la dodecafonía. Por una parte, el carácter ab­ soluto de la serie dodecafónica, prácticamente inaccesible al oído; por la otra, el mundo de la tonalidad, de la comunicación fácil, de la banalidad, de la gratificación auditiva. Es muy significativo que Schonberg escribie­ ra en 1928 este imaginario diálogo: U n c o m p o s i t o r d e ó p e r a : N o es p o sib le expresar todo con la técnica de los doce sonidos y sin tonalidad. Yo: N aturalm ente, si nos lim itam os a decir lo que le gusta a la gente en lugar de lo que se debería escuchar.10

El mundo de la dodecafonía es, p o r lo tanto, el mundo del deber ser, quizás inalcanzable para el hombre, un punto límite, una tensión hacia el silencio. El mundo de la tonalidad es el mundo de la comunica­ ción, de la expresión, y por ello irremediablemente banal y degradado. El primero, el mundo de lo innatural:; el segundo, el de lo natural, la frontera entre estos dos mundos probablem ente es inaferrable. En un aforismo que data de 1909, escribe lo siguiente: «La innaturaleza - lo opuesto a la naturaleza, lo sobrenatural- es antipática sólo cuando se convierte en costumbre: entonces, es de nuevo naturaleza».11 En este pensamiento ya se contiene en germen su radicalismo y el sentido de laceración que se encuentra en la base de su obra: por una parte, un ideal inalcanzable por su carácter absoluto y puro, simbolizado por el rigor de la ley; por otra, el mundo de los compromisos, de la cotidianeidad, de lo vivido, de la naturaleza, de la imagen. La laceración espiritual y musical que trasluce en toda su obra tiene su origen en la ambivalencia no resuelta entre dos polos. Por un lado, Schonberg afirma por boca de Moisés: «ninguna imagen puede darte una imagen de lo irrepresentable»; pero, a la vez, no puede renunciar a las palabras con las que responde Aarón: «nunca el amor se cansará de representárselo. Feliz el pueblo que ama a | '

10. Ibid., «Aforismos», p. 211. 11. Ibid., p. 200.

tal Dios». Pero entre Moisés y Aarón, como hemos visto, la mediación resulta imposible, al menos desde la perspectiva en la que Schonberg vi­ ve su judaismo. El amor a este Dios se traduce inevitablemente en el becerro de oro, en su adoración orgiásticae inform al, en la m archa vacía y sin fin de las quintas paralelas. Es verdad que, como había afirmado muchas veces el mismo Schonberg, la dodecafonía debería haber sido también un método capaz de garantizar la comunicación: todo radica en entendemos respecto al concepto de comunicación; al fin y al cabo, ésta puede asumir su significado más intenso, más pleno, no cuando la música se hace melodía, voz desplegada, entonación orientada a un desarrollo temático, sino cuando tiende a la palabra desnuda o, quizás, al silencio. Moisés, que más que cualquier otro tendía a comunicar su mensaje al pueblo, acaba su perorata con la exclamación con la que se acaba el segundo y último acto musicado: «¡Oh palabra, palabra que me falta!»

VII. ¿Qué representación melodramática hay en el teatro de Schonberg?

Cuando se razona sobre la historia del teatro melodramático, gene­ ralmente, se tiende a considerar grandes obras aquellas en las que los personajes se muestran como personas de carne y hueso, que viven mu­ sicalmente sus pasiones sobre el escenario, sus sentimientos, según una determinada verosimilitud con la vida. Personajes no simbólicos, pues; no sombras o marionetas, sino hombres y mujeres que viven su drama, aunque traducido en música y canto, ensimismándose en su nuevo pa­ pel, viviéndolo hasta el fondo, sin convencionalismos y con convicción. Toda corriente crítica ha querido identificar una especie de criterio de progreso en la obra lírica en ese lento afirmarse de personajes verda­ deros contra los personajes símbolo que había ofrecido el melodrama en sus inicios. Los libretos de Metastasio de algún modo representarían la clave en el paso de situaciones simbólicas a situaciones concretamen­ te humanas. Algunos personajes de sus libretos, como Didone, como Aristea en la Olimpiade o también Atilio Regolo, a pesar de los esque­ mas moralistas en los que se insertan con frecuencia las historias repre­ sentadas, ofrecen quizás por primera vez en el teatro melodramático fi­ guras dolientes, que sufren, que lloran con lágrimas auténticas, fuera de las convenciones y de los clichés del teatro de la época. Pero sólo en el

teatro mozartiano existe algo,relacionado con personajes verdaderos en el sentido moderno del término, caracteres en tres dimensiones delinea­ dos en toda su densidad humana, en su complejidad y en sus matices, en el juego de interacción con los caracteres de los otros personajes, un poco como sucede en la novela moderna que, no por. casualidad, nace casi en los mismos años. Con resultados irregulares y sobre trasfondos culturales profundamente diferentes, se desarrolla el melodrama en un momento posterior, pero siempre, de alguna manera, manteniéndose fiel a ese empeño de profundización en los caracteres de los personajes, con libretos que reproducen situaciones novelescas que la música, con sus medios armónicos cada vez más amplios y sofisticados, intenta subra­ yar y sacar a la luz. Esta tendencia parece sufrir una brusca inversión con el teatro ex­ presionista y sobre todo con el teatro de Schonberg. Ya no es teatronovela, ya no hay personajes esculpidos en sus matices psicológicos, ya no hay situaciones ni argumentos complejos en los que el juego de ca­ racteres hace imprevisible el desenlace. Aparece de nuevo en el teatro de Schonberg el personaje símbolo, situaciones esquemáticas, típicas proyecciones del inconsciente, ideas clave que chocan con las otras ideas. ¿Retomo al origen? ¿Involución respecto al progreso del melo­ drama del x v i i - x v i i i ? ¿O un nuevo modo de concebir y practicar el tea­ tro musical? No se puede dejar de destacar que este cambio radical en la estructura del teatro melodramático se presenta de manera completamente paralela a la crisis de la tonalidad y a la reaparición en la escena musical de la atonalidad primero y de la dodecafonía después. Pero ¿cuál puede ser la relación entre los dos hechos que parecen tan distantes y hetero­ géneos uno respecto al otro? No es casual que el nacimiento del melodrama sea coetáneo al na­ cimiento de la armonía tonal y de la monodia acompañada. Se diría que el nuevo horizonte artístico del melodrama, la nueva ansia de describir, de suscitar afectos, de dibujar situaciones y caracteres y a la vez conmo­ ver los afectos, hacer llorar y reír a los espectadores, no sólo están en consonancia con la nueva técnica de la monodia acompañada, sino que es como si solamente la nueva manera de hacer música permitiese reali­ zar los ideales teatrales de los artífices del melodrama. M onodia acom­ pañada o armonía tonal parecen ser los instrumentos más idóneos para

realizar este ideal de llevar la música a la,escena para dibujar la varie­ dad de las situaciones emotivas y afectivas de la vida haciéndolas visi­ bles y musicalmente disf rutables sobre el escenario del teatro. Así, las pasiones se hacen figurativamente visibles y musicalmente audibles en el espectáculo melodramático. La crisis del teatro musical, o mejor di­ cho de aquel modelo de teatro musical, coincide perfectam ente con la crisis del mundo tonal, de aquel mundo que había hecho posible el desarrollo del teatro melodramático, pero también de la música instrumen­ tal, del concierto, de la sinfonía, de la forma sonata; todas ellas formas fuertemente teatralizantes. El nuevo horizonte atonal de la música de Schónberg en los años que van de 1905 a 1915 ve nacer las Seis peque­ ñas piezas para piano, op. 19, así como Erwartung y Glückliche Hand, los nuevos experimentos de un nuevo teatro, breve, condensado y esque­ mático, en el que pocos personajes representan ideas o proyecciones in­ conscientes de temores o esperanzas, pero ya no el viejo modelo del libreto-novela. Quizás el nuevo lenguaje atonal todavía no era capaz de las sutilezas, de los matices, de la riqueza de la paleta del viejo lenguaje armónico con sus tres siglos de historia a las espaldas y el progresivo afinamiento de sus capacidades descriptivas. O quizás el nuevo lengua­ je es intrínsecamente incapaz de llevar a cabo tal pintura de caracteres y, en cambio, se presenta como más adaptado a situaciones límite, sim­ bólicas y ejemplares, como la escena nocturna del Erwartung. Induda­ blemente, Schónberg debió plantearse el problema de la ópera en rela­ ción al nuevo lenguaje, igual como debió plantearse paralelamente el problema de las formas clásicas, como la suite y sobre todo la forma so­ nata en relación a sus invenciones lingüísticas. Si el Quintetto a fia ti representa la traducción en términos musica­ les del gran problema de una posible relación entre la forma sonata y el lenguaje de la dodecafonía, paralelamente, Moses und Aron supone po­ ner en tela de juicio la propia posibilidad de existencia de la ópera, como se concibe tradicionalmente, en el lenguaje dodecafónico. Lo que podía ser expresado en el lenguaje armónico tonal, ¿puede ser expresado en el lenguaje dodecafónico? Y viceversa, ¿los nuevos contenidos son posi­ bles y compatibles con el nuevo lenguaje que ya no puede ser el de la tradición armónico-tonal? Así como el Quintetto a fia ti pretende mos­ trar cuán problemático es componer según el esquema sonatístico sir­

viéndose de la dodecafonía, M oses und Aron pretende mostrar cuán pro­ blemática resulta la acción teatral, el movimiento de los personajes, la confrontación y el desencuentro de los caracteres, sirviéndose de mane­ ra tan rigurosa del lenguaje dodecafónico y abandonando el viejo len­ guaje que había nacido precisamente para describir y para explicar una acción en el escenario. Moses und Aron se presenta aparentemente como una ópera tradi­ cional: personaje, argumento, acción teatral, masas, coro, todo hace pensar en un melodrama sobre un tema bíblico como se habían visto tantos en el pasado. Pero, bien mirado, las novedades y las anomalías son mu­ chas: aparte de la falta de la música en el acto III -problem a sobre el que volveremos más adelante- lo que sorprende es la progresión de to­ do el primer acto que tiene bien poco de teatral. Todo es inmóvil y el contras­ te entre los dos protagonistas, Moisés y Aarón, se reduce a un contraste ideológico, a una batalla de ideas a las que el coro sirve de comentario. Así pues, la progresión es oratorial y le falta justamente aquel movi­ miento, aquella dinámica de los hechos y de los personajes típica del melodrama clásico. El lenguaje dodecafónico subraya el sentido de in­ movilidad, y el contraste entre Moisés y Aarón se pone de manifiesto por su manera respectiva de cantar, una especie de Sprechstimme,1casi un recitar cantando de Moisés; mientras que Aarón canta con voz des­ plegada, con voz de tenor. Ciertamente, Aarón hace pensar en un prota­ gonista de una ópera tradicional que da rienda suelta a sus sentimientos, mientras que Moisés, con su austero y monótono Sprechstimme, se man­ tiene cerrado y replegado en sí mismo en el rigor de su pensamiento, voluntariamente carente de impulsos emotivos, de matices psicológicos. Los dos personajes clave del melodrama-oratorio representan dos mun­ dos que se contraponen, pero no sólo desde el punto de vista ideológico. Aarón, el personaje sobre el que, por ciertos aspectos, se puede sentir una mayor simpatía humana, es todavía teatral, un hombre que sufre y que goza, que ama a su pueblo y está roto por un conflicto interior, víc­ tima de sus propias debilidades y que, sin embargo, pone su amor y su compasión al servicio del pueblo, aunque, a causa de ello, entra en con­

1.

‘Voz recitadora’ (N. de la trad.).

flicto con el monoteísmo puro de Moisés. Moisés, al contrario, como ya hemos dicho, no canta, sino que confía su austero mensaje al Sprechstimme y nunca cede al abandono emotivo, al gusto por la melodía y mucho menos al agrado que causa el canto distendido. No es posible mediación alguna entre Moisés y Aarón -com o veremos después en el acto II y aún más en el acto III no m usicado- igual como no es posible media­ ción alguna entre dodecafonía y atonalidad como pensaba Schonberg en los años que van del 20 al 30, aquellos justamente de la rigurosidad dodecafónica. La dodecafonía no comporta tensiones y resoluciones que traducidas en térm inos psicológicos representan la posibilidad de una historia que, en su dinámica y en su progreso, prevé e implica el desen­ lace y la caída de la relativa tensión; en otras palabras, una resolución. El conflicto entre Moisés y Aarón no prevé ni vencedores ni vencidos y así el conflicto interior en los dos protagonistas no tiene ni un progreso ni un desenlace. Y eso es más cierto respecto a Moisés quien, con su mundo de pensamiento puro en el que la tensión monoteísta no prevé ni un desenlace ni una resolución sino que debe mantenerse sobre todo en el estado de pura e inmóvil tensión ética y especulativa, no es una figura melodramática, sino que, al contrario, es lo más antiteatral que se pueda imaginar. Por otro lado, la figura de Aarón, que por sí misma parece más apropiada para el teatro melodramático y no en vano mima el canto de tenor tradicional, está carente de un antagonista con el que entrar en competición, con el que confrontarse. En el libreto-novela tradicional, la peripecia psicológica que caracteriza al protagonista progresa, se de­ sarrolla por medio del conflicto con otros personajes, con la confronta­ ción y la interacción con otras situaciones psicológicas y existenciales. Aquí cada personaje está encerrado en sí mismo y combate únicamente consigo mismo: el coro sirve de marco y de comentario, un poco como en la tragedia griega. Sin duda, cada personaje simboliza situaciones ideo­ lógicas diferentes, si no opuestas. Moisés, el mundo de la unicidad, del rigor monoteísta, de la ausencia de cualquier figuración también en sen­ tido psicológico. De hecho, el monoteísmo de Moisés no está condicio­ nado por ninguna actitud psicológica, por ninguna situación existencial; en ese sentido, está en el extremo opuesto del mundo de la figuración, de lo posible, de lo múltiple, es decir, del mundo simbolizado por Aarón. Para éste último, ceder frente a la voluntad del pueblo significa precisa­

mente referirse a situaciones psicológicas y existenciales que nos llevan a un mundo en el que rige la multiplicidad y, por tanto, la figuración. Es el mundo que surge en la famosa escena de la orgía en tomo al becerro de oro. Ésta expresa el triunfo de las razones de la vida sobre las razo­ nes de la idea. Pero entre la ley y la Vida, entre lo uno y lo múltiple, no se intuye posibilidad alguna de conciliación y de mediación, al menos en el texto y en la música de Schónberg. M oses und Aron, pues, nos lleva a algunas consideraciones más amplias sobre el teatro melodramático y sobre su alcance histórico. Esta obra, central y fundamental en la producción de Schónberg, debía ser una especie de banco de pruebas o una especie de meta-ópera puesto que asume el valor de una reflexión sobre la posibilidad misma de la ópera en el mundo moderno y en la experiencia musical y existencial de Schónberg. El trasfondo judío en el que se sitúa la reflexión ética de Schónberg pone de manifiesto, por contraste, la naturaleza del teatro mu­ sical como se configuró en el mundo occidental desde los días de su nacimiento, en plena época contrarreformista, prácticamente hasta nues­ tros días. En el teatro musical nunca ha encontrado espacio el rigor de la ley, entendida a la manera judía como monoteísmo ético; por el contra­ rio, en el teatro musical, en el gran teatro del mundo, triunfa el mundo de la vida, lo múltiple, lo espectacular. El melodrama, a lo largo de su historia, siempre ha subrayado su carácter esencialmente mundano: el sentido del espectáculo y de la figuración siempre han sido constantes a través de los siglos. El libreto que ha evolucionado de lo mitológico a lo épico, a lo burgués y lo novelesco, siempre se ha anclado en una perspecti­ va de terrenalidad. Los personajes del melodrama siempre se movieron en un'horizonte humano, dueños de sus destinos y a veces sometidos al capricho de un destino trazado por oscuras e inexplicables divinidades. En el melodrama realista y novelístico, en cambio, los personajes se mue­ ven por las leyes de la propia psique, de los propios sentimientos y emo­ ciones, que les guían hacia el desenlace de las intrincadas situaciones en las que están atrapados como en una red. La música y el canto represen­ tan los medios más idóneos para subrayar, para exaltar y amplificar es­ tos impulsos sicológicos que representan los propios motores de la ac­ ción melodramática. Se podría decir que en el espectáculo melodramático triunfa el sentido de la inmanencia sobre el de la trascendencia. Todo se

confía al hombre, a la libre confrontación de sus pasiones, y el final fe­ liz representa una teología de la historia en la que el hombre es artífice de su salvación o de su condena, anticipada precisamente por el feliz o trágico fin del propio melodrama. El mundo de la figuración en el que toda la historia netamente humana puede ser simbolizada, representada y contada al espectador, nos presenta seres humanos que se aman, que se odian, que se enfrentan y que se reconcilian, un mundo en el que preva­ lece a veces el bien y a veces el mal. Pero se trata siempre de un mundo humano, hecho de hombres y guiado por hombres. En cambio, Schonberg en su Moses und Aron quiso apuntar la hipótesis de un melodrama basa­ do en la trascendencia de los valores, una escena teatral en la que domi­ na una ley que está fuera de la historia: estamos en el polo opuesto de un melodrama donde domina la sicología variada y mutable de los perso­ najes, la figuración y no la abstracción. Precisamente por estos motivos la figura de Moisés es tan antiteatral y antifigurativa. Puesto que repre­ senta la encamación de la idea y de la ley, resulta estática y, en definiti­ va, se reduce a un principio abstracto. El triunfo final de Moisés y del monoteísmo sobre Aarón, que muere en el tercer acto no musicado cas­ tigado por el pecado del becerro de oro, puede ser interpretado también como el triunfo de una idea que al mismo tiempo es la negación de la posibilidad de la existencia de un teatro musical entendido tradicional­ mente. Pero, no lo olvidemos, en realidad, termina con el segundo acto, y este fin es bastante más problemático y menos simplista. Un Moisés menos perentorio, más posibilista y quizás atenazado por la duda cierra dramáticamente el acto con estas palabras: «¡y era todo locura lo que he pensado / y ni puede ni debe ser dicho! / ¡Oh palabra, palabra que me falta!». Moisés parece querer afirmar que el contenido de su pensamiento es inefable, en el sentido de irrepresentable en los términos tradiciona­ les del melodrama. Por ello, la obra de Schonberg con toda su compleji­ dad expresa también la idea de la propia imposibilidad de la figuración melodramática de un contenido judaico. Y, por el contrario, se puede pro­ poner la hipótesis de que el melodrama tradicional congenia con el mundo cristiano y con los valores históricos que éste representa, perfectamente integrado en su civilización. Si Moisés representa la imposibilidad de un melodrama judío, en cambio, quiere afirmar también que, a veces, cuando se intenta traducir en palabras y en imágenes el sentido de la ley

y del monoteísmo, se corre el riesgo de caer en la idolatría y, desde el punto de vista musical, en la forma cerrada, en la tonalidad; en otras palabras, en la imagen definida y cerrada por formas. No en vano la par­ te de la ópera en la que reaparece la tonalidad, aunque de manera desen­ cajada y alterada, es la orgía alrededor del becerro de oro, la parte en la que Schonberg se aleja más de la letra de la historia bíblica. Los dos mundos, como Schonberg quiere mostrar en la ópera, por un lado, son incomunicables, pero, por otro, tienden continuamente a caer el uno en el otro. Se diría que el monoteísmo, en el pensamiento de Schonberg y, por lo tanto, en su pureza doctrinaria, tiende a contaminarse continua­ mente, a descender a compromisos, a caer en la idolatría, en la figura­ ción, en la tonalidad. Se trata de la contraposición de las razones de la ley y del uno contra las razones de la vida y de lo múltiple: dicho de otro modo, las razones del melodrama tradicional con sus formas y su len­ guaje, con sus amplias posibilidades comunicativas, contra un melodra­ ma imposible, irrealizable, no comunicable, no representable e inefable (¡Oh palabra, palabra que me falta!). Por su carácter, Schonberg tiende a identificarse con la figura de Moisés más que con la de Aarón; con todo, es muy consciente de que la música, con sus estructuras comuni­ cativas, lleva hacia el mundo de la vida y de lo múltiple y, por lo tanto, en sentido amplio, hacia lo dramático. El camino marcado por Moisés es fascinante, pero lleva al silencio y a la soledad. Schonberg, durante toda la vida, se mantuvo oscilante entre estos dos polos, consciente de la imposibilidad de negar radicalmente uno u otro aspecto de esta alter­ nativa dramática. En un texto para coro de 1925 Schonberg escribía; N o te fabriques una im agen una im agen delimita define, encierra lo que ilim itado, irrepresentable debe mantenerse...

Pero, por otro lado, Schonberg no puede renunciar a las palabras con las que Aarón responde al rigor de Moisés: «Nunca el amor se can­ sará de representárselo. / Feliz el pueblo que ama a tal Dios».

VIII. Un caso entre mil Schónberg en América: doblemente extranjero

Precisamente un caso entre mil: Amold Schónberg, músico de fa­ ma internacional, judío, fundador de una nueva y revolucionaria escuela musical, maestro de discípulos prestigiosos como Berg o Webem, obli­ gado al exilio en los Estados Unidos en el fatídico 1933 como tantos otros, como otros muchos intelectuales judíos y no judíos de la Alema­ nia nazi. Pero si las causas del exilio son más o menos iguales para todos, no es igual el modo de reaccionar, de aceptar o de no aceptar los hechos; diferentes son las motivaciones más íntimas de las propias decisiones, el trasfondo cultural, en otras palabras, la tonalidad que asume el exilio para cada personalidad, y se trataba con frecuencia de personalidades de excepción. Así pues, ¿qué presenta de particular, de específico, el exilio del músico Amold Schónberg? Recorramos juntos brevemente su biografía intelectual para entender con qué disposición de ánimo llegó al momento de su partida a Estados Unidos en 1933. Nació en Viena en 1874 en una familia judía: el padre, Samuel, era un librepensador; la madre, Pauline, pertenecía a una familia practicante cuyos antepasados eran cantantes en la Altneuschule, la más antigua y aún existente sinagoga de Praga. Bohemia y Moravia eran, como es

sabido, tierra de asimilación para los judíos, y el joven Schonberg pro­ bablemente se encontraba en la incóm oda posición de querer conci­ liar, de alguna manera, el ateísmo del padre y la piedad religiosa de la ma­ dre con las aspiraciones de un joven intelectual vienés. A los 17 años, escribe a su prima Malvina Goldschmied: Sigues diciendo que has discutido sólo sobre la cantidad de ton­ terías que hay en laB iblia; pues yo debo oponerme, com o no cre­ yente, diciendo que en ningún lugar de la Biblia hay tonterías. En ella, todos los problemas más difíciles inherentes a la moral, al legislar, al trabajo, a las ciencias m édicas son resueltas de la manera más simple, frecuentemente tratadas desde un punto de vista moderno; en general, la Biblia fundam enta todas nuestras instituciones (con excepción del teléfono y de los ferrocarriles).

En 1898 se convierte al protestantismo, una conversión cuyos mo­ tivos permanecen en la sombra, puesto que inmediatamente tuvo relacio­ nes muy escasas, por no decir nulas, con la iglesia protestante y una conversión ciertamente no oportunista, puesto que, en la catolicísima Austria, en todo caso, para un judío, era una conversión al catolicismo y no al protestantismo lo que facilitaba la carrera. Las dos primeras décadas del xx lo ven inmerso en el clima cultu­ ral de los expresionistas, y sus intereses religiosos maduran en el clima de un esplritualismo lejano a cualquier religión constituida oficialmente. La conversión al protestantismo marca no tanto su alejamiento del ju ­ daismo - a l que, además, nunca había estado especialmente vinculado en su juventud-, como su alejamiento a la religiosidad de las iglesias en ge­ neral. Posiblemente, casi por reducción al absurdo, es su condición de alejamiento la que permitió y quizás incluso favoreció su progresiva recuperación de la religión judaica: cuando uno está fuera, alejado, apar­ tado, se ven las cosas en perspectiva y se pueden desear con mayor in­ tensidad que cuando se está dentro pasivamente. Una carta de 1922 a su amigo Kandinsky -e l mismo amigo con quien poco después el músico llegaría a una clamorosa ruptura precisamente por el tema del antise­ m itism o- constituye un documento precioso para captar el estado de ánimo de Schonberg en los años precedentes a la Primera Guerra Mun­ dial, el progresivo desapego de sus intereses anteriores de naturaleza

político-social y el surgir de nuevos polos de interés de naturaleza reli­ giosa en sentido amplio. Escribía Schónberg: Quizás lo más duro ha sido precisamente el derrumbe de todo aquello en lo que antes creía. Esto ha sido realmente lo más do­ loroso. Desde la propia experiencia de trabajo nos habíamos acostumbrado a la idea de poder superar cualquier dificultad con la fuerza de la propia voluntad interior. En cam bio, en estos ocho años, nos hem os encontrado ante obstáculos constantemente nuevos contra los que se rompía cualquier pensam iento, cual­ quier estratagema, cualquier energía, cualquier idea. Y'para quien tiene como costumbre la fe en las ideas, todo eso no puede significar más que la catástrofe, en la medida en la que no encuentre apoyo en una fe superior. Lo que yo pretendo podría decírtelo m ejor mi poema Die Jacobsleiter, un oratorio: busco la religión, fuera de sus vínculos exteriores.

Esta fuerte aspiración, primero genérica e ideal, a la conquista de una fe religiosa, constituye sin duda un de los impulsos decisivos para su nueva aproximación al judaismo. Sin embargo, hubo también algunos hechos externos que contribuyeron de manera determinante a su recon­ quista de la identidad perdida. Es conocido el episodio de Mattsee, el pueblecito no lejano a Salzburgo elegido para el veraneo con la familia en 1921. Apenas llegó allí, supo que aquella zona estaba reservada a los arios. Habiéndosele pedido mostrar su certificado de bautismo, incluso pudiendo demostrar que era protestante, prefirió escoger otro lugar de veraneo no prohibido a los pertenecientes a la denominada raza judía. Este episodio fue ciertamente determinante en sus futuras elecciones de vida, puesto que se sintió víctima de una verdadera expulsión. Una larga carta escrita en 1934, poco después de su llegada a los Estados Unidos, a Rav Stephan Wise, una de las personalidades más prominentes del judaismo americano de entonces y férreo defensor de los derechos judíos en Palestina, da testimonio de hasta qué punto aquel episodio marcó indeleblemente su persona: En 1916 -escrib e Schónberg-, cuando era un soldado austríaco que había tomado las armas con entusiasmo, entendí de repente que la guerra no se dirigía únicamente contra los enem igos

externos sino, al m enos con el m ism o vigor, contra enem igos internos. Entre éstos últim os, además de los que se interesaban por la causa del liberalism o y del socialism o, estaban los judíos. Pocos años m ás tarde tuve una experiencia significativa en el Salzkammergut, no muy alejado de Salzburgo: tal v e z fu i el pri­ m er judío de Europa central que fue víctim a de una expulsión. Estas dos experiencias representaron un golpe para un desper­ tar que m e llevó a reconocer que el internacionalismo (una cosa que admito siempre haber sentido com o ajeno a mi personalidad) no era más que una vana fantasía y que todas las teorías produci­ das por una actitud liberal eran, en última instancia, fútiles: el pacifism o, la democracia (a la cual a veces había sido contrario), pero sobre tod o lo s inverosím iles esfuerzos de asim ilación. D e s­ de ese m om ento, todos m is pasos han ido en la dirección d el re­ chazo a la asim ilación com o h ech o indeseable, avanzando hacia un sano y vigoroso nacionalism o judío basado en la fe nacional y religiosa de nuestra elección. Fue entonces cuando decidí pasarme a la causa de la propaganda judía.

La feroz toma de posición asumida en esta carta es apenas un año posterior a su reconversión al judaismo, producida en la gran sinagoga de París (entre los testigos aparece la firm a de Chagall) y a las prim eras duras experiencias de vida en el voluntario exilio americano. Pero esta orgullosa ferocidad suya ya está presente en los años anteriores en sus cartas, en sus obras sionistas como D erbiblische We g y sobre todo en su Moses und Aron. Para documentar este estado de ánimo y esta toma de conciencia de ser judío y de querer com partir hasta el final el destino del pueblo judío, merece la pena citar una amarga carta suya a Kandinsky: le habían dicho a Schonberg que el pintor compartía actitudes netamente antisemitas con todo el círculo de los artistas de la Bauhaus en cuyos trabajos había sido llamado a participar. A Kandinsky, que proclamaba su inmutada amistad por Schonberg en virtud de sus excepcionales cua­ lidades humanas a pesar de ser judío, le respondía así el músico en una famosa carta de 1923: Finalmente, he entendido lo que he sido obligado a aprender en este último año, y no lo olvidaré: que no soy ni alemán ni europeo - sin o un ser humano (com o mínim o los europeos m e prefieren a

m í a los peores de su raza)-, sino un judío. Y ¡estoy contento de ello! H oy no deseo, en absoluto, ser una excepción; no soy en absoluto contrario a que se m e ponga en el m ism o saco que a los otros. Porque he visto que, en el lado opuesto (que no es en ab­ soluto un m odelo para m í), están todos igualm ente en un m ism o saco. H e visto que alguno con quien creía estar en un plano de igualdad ha b u scad o com p añía en un saco; he oíd o decir que incluso K andinsky sólo v e mal en las acciones de los judíos y, en sus malas acciones, sólo e l hecho de que sean judíos, y por eso renuncio a las esperanzas de un entendimiento. Fue un sueño. Som os hombres de dos esp ecies diferentes. ¡Definitivamente! Usted comprenderá, pues, por qué m e lim ito sólo a lo que es necesario para sobrevivir. Puede ser que la generación futura pueda volver a soñar. Pero no lo preveo ni para esta última ni pa­ ra mí. M uy al contrario, daría m ucho para que m e fuese con ced i­ do poder provocar un despertar.

La carta de Kandinsky, que debería haber sido reparadora, no hace sino.profundizar en la herida ya causada: Kandinsky, repitiendo lo que muchos antisemitas proclaman en su descargo, afirma tener más amigos judíos que amigos rusos o alemanes y concluye escribiendo al amigo: Y o, a usted, le rechazo com o judío; pero, a pesar de ello, le escri­ bo una carta cordial y le aseguro que ¡me agradaría tanto tenerle aquí para trabajar juntos!

No hace falta decir que Schonberg rechazó, indignado, tal tipo de colaboración con la Bauhaus y con el que fue su amigo en otro tiempo. Esta dura confrontación profundizó en una actitud, ya surgida en los años inmediatamente anteriores, de alejamiento cada vez mayor del mundo austroalemán en el que había crecido, en el que se había alimen­ tado cultural y espiritualmente. En una carta al filósofo judío Klatzkin, el vienes A mold Schonberg, que se había definido años atrás como «un constructor alemán del Sur», escribe lo siguiente en 19 33, apenas llegado a su exilio americano: «Nosotros somos asiáticos y nada nos tiene liga­ dos a Occidente, ésta es sólo la apariencia. Debemos volver a nuestros orígenes». Pocos meses antes, aún en París y siendo reciente su expulsión de la Academia de las Artes de Berlín, de la cual, según palabras de su

presidente, tenía que ser eliminado el influjo judío, Schónberg escribía a su discípulo y amigo Antón Webem: D esde hace catorce años estoy preparado para lo que ha sucedi­ do hoy. En este largo período pude prepararme a fondo y, aunque con dificultad y muchas oscilaciones, definitivamente m e he li­ berado de lo que m e ha vinculado a Occidente. Desde hace mucho tiempo he decidido ser judío [...] D esde hace una semana he vuelto oficialm ente a la comunidad religiosa israelita [...] consi­ dero que es más importante para m í que mi arte y he decidido - s i soy adecuado para tal actividad- no hacer nada más que trabajarpor la causa nacional del judaism o [...] Por estos m otivos no sé por cuánto tiempo podré trabajar aquí, si llevaré a cabo

M oisésyA arón y si podré reelaborar mi drama E l camino bíblico.

El proyecto de volcarse completamente en la causa sionista y judía es paralelo a la idea de su progresiva separación de Occidente. Las persecuciones, las humillaciones, la desilusión respecto a muchos ami­ gos de ayer y finalmente el exilio hacen madurar en él la idea de ser ajeno al mundo en el que creció. A la vez, este sentimiento, casi paradójicamen­ te, le hace sentir de manera menos dramática el exilio americano: el exi­ lio ya se había iniciado para Schónberg, de hecho, en los días de veraneo en Mattsee, y era el exilio de Occidente -qu e ya no era sentido como patria-, un exilio espiritual más que material. Este clima madura la de­ cisión de partir hacia los Estados Unidos, pero no para encontrar una nueva patria. Por otro lado, ni siquiera se puede afirmar que abandonara la vieja patria: el sentimiento de desarraigo radical ya le acompañaba desde los días de la Primera Guerra Mundial. El sentimiento de exilio, sentimiento que nace en Schónberg paralelamente a su reapropiación de la tradición judía, es paralelo a los primeros indicios de intolerancia an­ tisemita y, después, de persecución auténtica y efectiva en la Alemania prenazi y, después, nazi. Pero tal sentimiento va más allá de las contin­ gencias históricas y toma la forma de alejamiento respecto a Occidente, como dan testimonio muchas de sus cartas. En los años del exilio ame­ ricano, mientras muchos de sus conciudadanos sueñan con el fin de la guerra y la posibilidad de volver a la patria perdida para reapropiarse del patrimonio cultural e ideal dejado en Europa y en Alemania -e s suficien­ te pensar en Thomas Mann, en Brecht, en Adorno y en tantos otros-,

Schonberg no sueña en absoluto con la patria perdida, porque ya no siente como patria a Alemania. Por otra parte, tampoco los Estados Unidos re­ presentan para él una nueva patria, como sucedió con otros exiliados. Para entender el estado de ánimo de Schonberg en los años del final de la guerra es suficiente releer una curiosa carta de octubre de 1944 a un tío de su mujer que vivía en Nueva Zelanda, cuando faltaban seis meses para que finalizara el conflicto bélico y ya estaba claro quiénes serían ven­ cedores y quiénes vencidos: Hay una razón concreta por la que le escribo: desde mi infancia siempre m e han interesado las islas, y especialm ente las islas de N ueva Zelanda. Quizás ha sido a causa de la filatelia; de hecho, m e acuerdo vagam ente de que los sellos de N ueva Zelanda eran especialm ente bonitos. Con frecuencia, sobre todo en el último año, he pensado en esa tierra. D e hecho, en septiem bre me retiro de la Universidad de California y tengo proyectado mudarme a un país en el que el dólar tenga un poder adquisitivo superior al que tiene aquí actualmente y que probablemente tendrá también después de la guerra. Le quedaría muy agradecido si pudiera dar­ m e algunas informaciones. Io ¿Es difícil emigrar? Tenemos la ciudadanía americana. 2o ¿Cuánto cuestan las casas de 3-4 ha­ bitaciones? ¿Cuánto cuesta alquilar una casa o un apartamento de estas características - e n el que esté previsto también un estudio para m í-? ¿Cuál es el coste de la vida para una familia com o la mía, con una asistenta, si es posible?... Estoy muy impaciente por recibir respuesta a m is preguntas, aunque temo que la guerra no acabará tan rápido y que deberem os esperar hasta entonces.

Este sentido del exilio, tan profundamente arraigado en el ánimo judaico, exilio que asume una tonalidad espiritual aún antes que material, acompañará a Schonberg durante toda su vida a partir de los años 20, y quizás sería interesante intentar una relectura de sus obras tras la inven­ ción de la técnica dodecafónica en esta clave, puesto que no se puede pensar que, para un compositor que entendía la música como una misión ética suprema, las ideas y los sentimientos profundos no tuvieran algún reflejo en la música. En un escrito de 1927, «Criterios de valoración de la música», afirmaba:

Mi convencim iento personal es que la m úsica guarda en sí un m ensaje profético que revela una form a de vida m as elevada ha­ cia la que se m ueve la humanidad y, en virtud de este mensaje, la m úsica se dirige a los hom bres de cualquier raza y de cualquier cultura.

Pero ya en un aforismo de 1910 afirmaba significativamente: El arte es la invocación angustiosa de los que viven en sí m is­ m os e l destino de la humanidad. Que no se sacian, sino que se miden con éste... Que no separan los ojos para ponerse a cubierto de em ociones, sino que los abren de par en par para afrontar lo que hay que afrontar...

Así pues, lo vivido por Schonberg no puede dejar de encontrar un reflejo en su música y en el lenguaje musical que él inventó. Quizás no es casualidad que los años de descubrimiento de las raíces judías, inmediatamente después del fin de la Primera Guerra Mundial, y del cre­ ciente sentido de alejamiento respecto al mundo en el que nació y creció, coincidan con la invención de la dodecafonía. ¿La dodecafonía no re­ presenta quizás la teorización radical de la pérdida del centro, del centro tonal? ¿La dodecafoníano representa quizás la teorización de una forma de comunicación nueva y más elevada, fuera de los canales establecidos histórica y convencionalmente? ¿No representa quizás aquella aspira­ ción al absoluto, fuera de los lugares y de los tiempos históricos, a la búsqueda de una utópica comunicación musical hoy imposible y posi­ blemente inaudible? ¿No se oculta quizás la serie dodecafónica hacién­ dose no perceptible al oído? Por lo tanto, la idea judía del exilio, desa­ rrollada después en clave teológica por la Cábala, que, por otro lado, no llegó a Schonberg a través de lecturas directas sino a través de Swedenborg, fue vivida por el músico no tanto como exilio material sino como destino del mundo y exilio de Dios del mundo hasta la redención que conseguirá en el tiempo a través de la contribución del. hombre. La dode­ cafonía puede representar el exilio de la música como posibilidad de co­ municación fácil y banal, al menos según los canales del clasicismo. Al pie de un enigmático canon enviado aThom asM ann en 1945, Schonberg escribía como dedicatoria: «Quizás precisamente para hacerle una parti­ cular demostración de mi estima, he compuesto este canon tan difícil, por

no decir imposible. Incluso a la audición resulta imposible, y espero que usted no querrá escucharlo...». Es la m úsica no audible, la que guarda su esencia en la impenetrabilidad e inaferrabilidad de la serie dodecafónica, aquella que incluye el total cromático, el todo donde las diferencias se anulan, donde consonancias y disonancias se neutralizan. Por ello, sería erróneo creer que en el fondo del pensam iento de Schonberg hay un escepticismo radical y universal, del mismo modo que se halla lejos de cultivar la idea del exilio como destino eterno y de la in­ comunicabilidad como dimensión inevitable del existir. En una durísi­ ma carta al ex-amigo Kandisky escribía con orgullo: «sobrevivir en el exilio, sin mezclarse y sin doblegarse, hasta la hora de la liberación». Escribía estas palabras en el lejano 1923, ¡y el exilio verdadero no llegaría hasta diez años después! En la citada carta se habla precisamente de liberación o de redención, como dirá en otro lugar. Y en los últimos años de su vida, Schonberg vislum bra justam ente la redención en la crea­ ción del estado de Israel por el que había luchado con todas sus energías desde los años en los que había compuesto el drama sionista Der biblische Weg (1926): lucha que había proseguido con mayor empeño en los años del exilio americano, hasta el punto de pensar dejar del todo la ac­ tividad de músico para dedicarse a tiempo completo a la causa con la esperanza de poder contribuir a la salvación de los judíos en Europa. Pre­ cisamente antes de morir, en 1951, vislumbró la posibilidad de poner fin al exilio tanto materialmente como espiritualmente. Cuando fue nom­ brado presidente honorario de la Academia de la Música de Jerusalén respondió así a Frank Pelleg, director del Ministerio de Educación y Cultura: Acepto esta nom inación [...] con orgullo y satisfacción. He dicho a vuestros am igos que han venido a visitarm e aquí en L os Á n­ geles, com o ahora os digo a vosotros, que durante cuarenta años ha sido m i m áxim a aspiración ser testigo del nacim iento de un estado independiente de Israel y, todavía m ás, convertirme en ciudadano de ese estado y residir en él. Si mi salud m e permitirá realizar este segundo deseo, no puedo decirlo ahora. Con todo, espero al m enos poder disponerlas cosas dem aneraque el m ayor núm ero de m is com posiciones, obras literarias y ensayos escritos por m í con la intención depropagarartísticamente m is proyectos, llegu e a vuestras m anos para la Biblioteca Nacional de Israel.

Schónberg morirá tres meses después de haber escrito esta carta. En las últimas obras musicales escritas en los días anteriores a su muerte, como Tres veces mil años y en los Salmos Modernos, celebrará con el renacimiento de Israel la esperanza del fin del exilio, de su doble exilio, el de la Alemania nazi y el del Occidente convertido en un extraño.

IX. ¿Qué estética musical hay después de adorno?

¿Existen nuevas teorías estéticas después de A dornol ¿Existe un nuevo que viene tras el después? Si Adorno marcó un clima cultural y musical muy determinado de la posguerra y fue un punto de referencia importante, o más bien esencial, para músicos, para críticos e historiado­ res de la música, para filósofos, para los cultivadores de ideologías, parece fuera de duda que se puede hablar también de un después de Adorno. Hoy precisamente vivimos en el después de Adorno, y, de he­ cho, este dato se puede comprobar por muchos síntomas: ya se habla poco de Adorno, casi había sido olvidado, se vende menos en librerías (creo), se escriben menos libros y ensayos sobre él. Pero si es indudable que vivimos en el después de Adorno, no es menos cierto que hoy en día hay una nueva estética del tras Adorno, y si no la hubiera, no decimos que sea algo malo y que se deba señalar su falta. Pero, más allá del fácil juego verbal, puede ser de gran interés entender por qué Adorno, de algún mo­ do, ha sido superado (excepto en revisiones) por el panorama culturalmusical que se delinea tras los años setenta: el eclipse de Adorno es un fenómeno paralelo a un verdadero cambio de época, el que vivimos en nuestros días. Y la m úsica no es más que una pequeñísim a m uestra de

este cambio; pero como sucede con frecuencia, el microcosmos no es más que un espejo en el que se refleja fielmente el macrocosmos. Ciertamente, no es una novedad afirmar que nuestro tiempo se ca­ racteriza por el fin de las ideologías. Y también en la música se produce el mismo fenómeno. ¿Qué ideologías o qué ideología había marcado la música de los años cincuenta? Por sintetizar, la posguerra había creído sobre todo que el lenguaje musical era fruto de un acto voluntarista, pro­ ducto exclusivamente de la historia, creación exclusiva de la mente hu­ mana, de la voluntad, de la hipervoluntad humana. Desde Schónberg a los serialistas más acérrimos, se ha intentado de todas las maneras posibles cortar los puentes con cualquier punto de referencia a una naturaleza posible o hipotética del hombre o del mundo en el que el hombre está condenado a vivir. Se trata de una gran y noble utopía, una utopía faustiana, utopía compartida por muchas ideologías de nuestro tiempo o, mejor dicho, del tiempo que acaba de pasar. El resultado ha sido sor­ prendente y, en ciertos aspectos, aterrador: desde esta óptica, la música se ha mostrado a veces como una rueda enloquecida, proyectada en un universo vacío, sin trayectoria y sin meta, en un espacio sideral carente de puntos de apoyo y de referencia. Música sin tiempo, música sin emociones, música que se mueve en un espacio neutro, música que da vueltas como un autómata cuyos movimientos, preordenados por una mente enloquecida, no deben perseguir nada sino el movimiento mismo en su absurdidad e insensatez. Esta imagen metafórica que puede recor­ dar vagamente ciertos excesos del serialismo más riguroso y también de la aleatoriedad de los años cincuenta, puede referirse fielmente a cierta ideología que teorizaba la insensatez de la m úsica como ideal supremo del que afortunadamente, como suele suceder, no se seguían obras tan rigurosas respecto a los ideales inspiradores. El pensamiento de Adorno se movía en parte dentro de esta lógica y su intención fue intentar atribuir un sentido a una insensatez, escrutar el movimiento convulso de esta rueda enloquecida para identificar posibles significados, aunque fuera en oposición dialéctica a otros significados a los que se quisiese negar la ciudadanía. Los instrumentos de Adorno sabemos cuáles fueron: el hegelismo en su versión marxista y, en parte, el psicoanálisis, una ideo­ logía que se cuenta entre las más fuertes. En general, las ideologías fuer­ tes parecen foijadas para interpretar realidades fuertes, plenas de sentido

y con una dirección, realidad infieri, en progreso o en movimiento (o al menos consideradas como tales). Pero Adorno se encontraba en una si­ tuación en ciertos aspectos paradójica: se trataba de poner en contacto una ideología fuerte, en muchos aspectos tradicional, con una realidad fuerte sólo en apariencia, cuyas coordenadas esenciales iban disgregándose y que se proyectaba hacia metas desconocidas o hacia espacios indefini­ dos. Existe una heterogeneidad fundamental entre estas dos entidades, y se diría que, casi simbólicamente, Adorno, precisamente con su muerte, justo tras el inicio del famoso 68, constataba el fin de una época y de sus propias capacidades de interpretar con su armamento ideológico el nue­ vo mundo tras el 68. Todas las épocas y todos los momentos de transformación y de cambio han visto entrar en crisis los sistemas ideológicos interpretativos paralelamente a la elaboración de otros sistemas ideológicos capaces de sustituir a los viejos y ya fuera de uso. Pero hoy el problema ha toma­ do nuevas características más complejas y los interrogantes son más angustiosos. Después de Adorno, después del 68 (fecha que se puede con­ siderar un poco como el punto de inflexión entre el mundo de ayer y el mundo de hoy), ¿todavía es posible pensar razonablemente en un ins­ trumento ideológico y en un instrumento conceptual capaz de interpre­ tar el mundo a grandes líneas y, en cuanto a los hechos concretos que nos interesan, el mundo musical? Razonablemente, se puede sospechar que hoy vivimos en un mundo que es, constitutivamente, heterogéneo res­ pecto a cualquier ideología y no sólo respecto a las ideologías en boga hasta ayer. Y si eso fuese verdad, implicaría el riesgo de conducir a un nihilismo radical. Quizás la música de los años cincuenta, la música del serialismo integral, fanático, duro, exclusivo, intolerante y totalitario no era más que la premisa, la antecámara necesaria para llegar a nuestro mundo musical, que ahora podemos definir provisionalmente como el triunfo del pluralism o. No es que se deba pensar en una evolución necesaria de los acontecimientos; pero no se puede dejar de reconocer, a posteriori obviamente, una concatenación de los acontecimientos que responde a una cierta lógica. No en virtud del fácil lugar común de que a una acción corresponde una reacción y que por ello, tras los austeros años del serialismo integral, debe seguir necesariamente un período más distendido en el que el músico se divertiría jugando alegremente con

todos los estilos, sino sobre todo porque ya en la ideología de las van­ guardias y en el cuestionamiento de la idea misma de lenguaje, de ex­ presión y de comunicación se iba hacia una época en la que el juego gratuito sustituiría el objetivo expresivo. Pero volvamos de nuevo por un momento a Adorno. ¡Cómo no identificar una contradicción, o al menos un cierto forzamiento, en su manera de operar, en su querer reconocer e identificar una relación pre­ cisa entre música y sociedad cuando justamente tal relación era negada programáticamente por la música misma que, así, expresamente, esca­ paba a este tipo de análisis para refugiarse en el solipsismo de un mundo de sonidos en el que el significado se mantenía al margen o del todo ex­ cluido! ¿Es lícito preguntarse -com o hace A dorno- si la música está en relación de antagonismo o de conciliación respecto a la sociedad cuando los propios músicos negaban que esta pregunta tuviera un sentido y teo­ rizaban con lam áxim aclaridad que lam úsica, tanto serial como aleatoria, está más allá de la sociedad, más allá del significado, más allá de la co­ municación? Adorno sabe bien cómo responder a esta duda: ciertamente tiene sentido la pregunta -a firm a - porque siempre hay una verdad bajo la apariencia, siempre hay una positividad incluso en la negatividad más radical, y la dialéctica nos ha enseñado a no fiamos de lo que parece. Y es fácil demostrar -co n los instrumentos de A dorno- que, precisamente en la aparente negación de la música respecto a la sociedad, se encuentra reflejada la propia sociedad en su alienación, y la encontramos en el nivel de la estructura interna y aparentemente autónoma de la música. Pero también puede haber una lógica en todo esto; y también es verdad que surge una sospechaigualmentelegítim a de que se trate de una ló gica apa­ rente tras la cual se esconda una fuerte incongruencia. Sin embargo, tal lógica representa siempre el intento de adaptarla realidad a los propios esquemas, de querer ignorar la fuerza de lo real, el peso de lo real, pen­ sando que la voluntad puede disponer del mundo a placer, organizado, estructurarlo, formarlo e interpretarlo como y cuando quiere. Así pues, el período que se extiende tras el 68 posiblemente ha re­ presentado también para la música el punto de inflexión entre el antes y el después, entre la modernidad y lo que se ha denominado postmodemidad: es un hecho que los filósofos advirtieron entonces, quizás por pri­ mera vez, que el mundo se les escapaba de manos, que no se dejaba ya

plegar a sus pretensiones, a sus ideologías, a sus esquemas interpretativos. Desde aquel momento, sin duda, el mundo se ha mostrado más confuso, más inaferrable, más ilegible y los filósofos, de alguna manera, han declarado forfait, han admitido su quiebra. Y en lo que respecta a la música, los aficionados a fabricar teorías estéticas han renunciado en gran parte a su objetivo. Adorno representa, así, la última frontera, el último intento heroico de entender el mundo y de ordenarlo a partir de esquemas. Si este último y grandioso proyecto acabó y nada en el horizonte deja presagiar que se puedan presentar nuevos intentos de explicar globalmente el mun­ do, ¿de quién es la culpa? ¿de los filósofos que ya no saben hablar o del mundo que se ha convertido en inaferrable? Quizás de ambos, si es que se quiere hablar en concreto de culpa; pero esta hipotética búsqueda de responsables no es un camino practicable ni productivo. Pero volviendo a Adorno y releyéndolo con ojos desencantados, en la distancia ya de más de un cuarto de siglo, no se puede dejar de observar que su interpretación del mundo de la música era bastante sectorial y es­ taba muy lejos de ser omnicomprensiva. Su esquema interpretativo fun­ cionaba para un ámbito bastante reducido de fenómenos del panorama m usical mundial y grandes franjas de tal panorama fueron olvidadas por él, precisamente porque ya no había casillas libres en su visión del mundo. Bartok y las escuelas nacionales, América y Charles Ivés, am­ plios sectores de la música francesa... todo esto ni siquiera es nombrado en los numerosos volúmenes escritos por Adorno: para el musicólogo alemán tales músicos y corrientes de la música contemporánea simple­ mente no existían. Fuera de la escuela de Viena y de lo que Adorno con­ sideraba, que representaba la evolución continuadora de esta escuela, no existe nada, está el desierto. Y, sin embargo, mirando el mundo de ayer con el signo del después, parece que ya estaba presente en la prime­ ra mitad del siglo xx un vivaz pluralismo que podía quizás dejar presa­ giar aquel pluralism o todavía más acentuado que caracteriza la m úsi­ ca de nuestros días. Lo múltiple, la palabra semimilagrosa que hoy va en boca de todos y que describe muy bien, aunque de manera demasiado sumaria, el pa­ norama o, mejor dicho, el estado de ánimo del músico de nuestros tiempos, es algo completamente distinto de la pluralidad de experiencia y estilos musicales que han caracterizado la primera mitad del xx. Lo

múltiple es un término neutro que sólo alude a la presencia de muchos estilos, a una pluralidad de posibles experiencias, a la falta de un lengua­ je único y dominante. Todo hecho, indudablemente, tiene positividad en el mundo de la cultura y se puede contraponer a lo que en el lenguaje político se llama el totalitarismo. Y era precisamente aquella multiplici­ dad la que Adorno no reconocía o prefería ignorar para rendir homenaje, en cambio, a un lenguaje fuerte o vencedor y a su directo antagonista, considerando las otras voces como inexistentes o marginales. Hoy, como sabemos, vence la marginalidad, pero es en cierta manera una victoria pírrica, porque esta marginalidad no tiene ya enemigos, ya no hay un lenguaje fuerte o dominante al que esta marginalidad puede contrapo­ nerse. En otras palabras, ya no hay batalla, no hay contraste, no hay blanco y negro, sino solamente el gris uniforme. Surge, pues, espontáneam ente plantearse una pregunta quizás un poco ingenua: ¿era m ejor ayer o es mejor hoy? Es obvio que tal cues­ tión carece de sentido y que ni siquiera merece un intento de respuesta; pero no se nos puede exonerar de un juicio sobre la situación actual que sea algo más que una mera descripción de los acontecimientos. Volvien­ do a la cuestión inicial -e s decir, si existe una estética del después de Adorno-, no es difícil responder que la situación musical de los tiempos de Adorno -situación claramente conflictiva- hacía más fácil la formula­ ción de teorías estéticas que se presentasen como interpretaciones ade­ cuadas de aquella realidad musical tanto si se tomaba partido por una facción o por la otra, por la revolución o por la reacción, por lo nuevo o por lo viejo, por la tonalidad o por la serialidad, etc. Pero hoy, cuando el campo de batalla está desierto, cuando no sólo no hay un pensamiento fuerte sino que no hay siquiera una realidad fuerte, es evidente que ya no se dan las condiciones para la form ulación de una teoría estética ca­ paz de proporcionar una interpretación unívoca de la realidad. Es la propia realidad la que se aparta de cualquier intento de sistematización intelectual y filosófica, es la realidad la que se hace huidiza, la que se pierde en una neblina indistinta en la que cuesta incluso distinguir las sombras. Además, sólo una visión hiperhistoricista y distorsionada del mundo puede hacerpensar que en cada nueva estación surgirán, como las setas, nuevas filosofías y nuevas teorías estéticas. En realidad, las al­ ternativas al pensamiento filosófico y estético no son infinitas, y difícil­

mente se inventan las teorías estéticas como si fueran formulitas ingenio­ sas que se pueden juntar como palabras en crucigramas. Pero la difi­ cultad actual, la dificultad del después de Adorno, confirmada la radical inadecuación de su pensamiento para interpretar la realidad musical de hoy, es formular una teoría fuerte cualquiera. Esto podría constituir también algo positivo en ciertos aspectos, y contribuiría a la derrota de los extremismos; pero, igual como en el campo ético la renuncia a un pensamiento fuerte puede llevar a una forma de indiferencia, a la inca­ pacidad y a la renuncia a distinguir entre lo que es el bien y lo que es el mal, igualmente en el campo estético tal postura puede llevar, como de hecho sucede, a la renuncia a distinguir entre valor y desvalor estético y a favorecer una forma de justificación y aceptación del estado de cosas, de lo existente como existente. Parece emerger un tipo de hegelismo no dialéctico en el que la co­ nocida fórmula «todo lo que es real es racional y viceversa» es sustituida por la nueva fórmula «todo lo que es real es a-racional y todo lo que es a-racional es real»: el triunfo del absurdo o del puro juego gratuito. Se po­ dría defender también, como han hecho los partidarios del denominado pensamiento débil, que la renuncia al pensamiento fuerte es positiva por­ que es mejor contentarse con pequeñas verdades que ir en busca de grandes y vacuas pseudoverdades que no llevan más que al totalitarismo y a la intolerancia: así pues, ¡es mejor contentarse con entender pocas y pequeñas cosas que presumir de entender y poseer globalmente todo lo real! Pero hoy el mundo de lo múltiple y del pluralismo triunfante lleva más bien a la renuncia total a cualquier tipo de comprensión y sobre todo a cualquier intento de juicio no sólo sobre el todo sino también sobre la parte, sobre el fragmento. A sí se llega a lo que se podría definir como la neutralización de las diferencias o, por decirlo en otros términos, al plegamiento del presente sobre el pasado y sobre el futuro, a la abolición de la profundidad histórica, a larenuncia a la concepción de proyectos y, por ello, a la valoración de la realidad que nos circunda. La abolición de la profundidad vertical viene acompañada de la neutralización de la exten­ sión horizontal. Hoy, como se nos ha dicho tantas veces, la música pro­ ducida en Japón, en América o en Europa son desesperadamente iguales. Impera el universalismo, pero ¿tal vez no ha sido el universalismo un gran ideal Ide la humanidad? Si bien es claramente preferible el universalis­

mo, se entienda como se entienda, a las luchas tribales que hoy llenan el mundo, hay que diferenciar entre universalismo y universalismo: una co­ sa es el respeto por las diferencias sentidas como caracterizadoras de los individuos y las colectividades respecto a las quales nace el deseo de co­ nocer, de dialogar para encontrar puntos de encuentro y de desencuentro; otra cosa es la indiferencia respecto a las diferencias geográficas y, por lo tanto, a las diferencias étnicas, a las diferencias entre cultura y cultura, sentidas únicamente como recipientes a los que llegar libremente, como si fueran sacos informes pero llenos de materiales útiles. Y, por último, existe un importante elemento adicional de equívo­ co del mundo musical contemporáneo: la cuestión de la naturaleza. Tras el gran énfasis puesto por las vanguardias en el valor exclusivo de la convención -o , si se quiere, del artificio-, tras la ilimitada fe en que todo puede ser hecho y que el campo de la música es ilimitado porque la estructura es el elemento privilegiado, el único que confiere a su manera sentido a la obra, era inevitable un retomo a la denominada naturaleza Pero, ¡cuántos significados equívocos se esconden tras este ambiguo concepto! Naturaleza es la tonalidad, pero también se ha dicho que la naturaleza es el sonido en estado puro, es decir, el sonido producido por instrumentos electrónicos; naturaleza es el sonido de los instrumentos tradicionales, pero naturaleza es también o, quizás más, el sonido que no distingue entre sonido y ruido; naturaleza es la melodía, pero también, por motivos bien conocidos, aún más lo es la armonía; naturaleza es la forma perfecta, pero con pleno derecho se puede también defender que naturaleza es lo informe, etc. La música siempre ha oscilado entre la idea de naturaleza y la de artificio, con todos los equívocos y ambigüedades que siempre han acompañado a estos dos términos. Hoy la balanza se in­ clina hacia la naturaleza. Y hoy naturaleza significa varias cosas: recupe­ ración de la afabilidad, recuperación de la tonalidad, recuperación de los instrumentos tradicionales, recuperación de la audibilidad, recuperación de los estilos del pasado y, por último, neutralización de la historia. Todo el pasado se convierte de algún modo en un cúmulo de detritos sobre los que libremente se puede realizar un saqueo, como los chacales tras los aludes o los terremotos. Sin embargo, está fuera de duda que dicho ver­ dadero o presunto retomo a la naturaleza tiene raíces profundas y revela un malestar y un deseo de reaccionar a los excesos de rigidez ideológica

de las décadas pasadas. E igualmente esta tendencia es una manera de reaccionar al adomismo y no necesariamente, por usar un lenguaje adomiano, significa restauración. Incluso porque, si por restauración se debe entender un retomo alpasado,taltendenciano lleva en esa dirección .sino de un modo muy superficial. Aunque oímos cada vez más frecuen­ temente en la música de hoy el acorde perfecto, fragmentos melódicos o referencia a temas que nos parecen familiares, no hay nada en todo ello que recuerde el significado prof undo que tenía en el pasado la tonalidad: ha desaparecido su direccionalidad, la carga emotiva que se asocia con ella, la tensión hacia la forma y su finitud. La revisión del pasado, por próximo o remoto que sea, de buena parte de la música de hoy, tiene sobre todo el significado de la supresión de las tensiones históricas, de las diferencias verticales y horizontales para dirigirse hacia un universo musical ¡«donde todas las vacas son negras» o quizás grises! También se podría interpretar esta fase de la música contemporá­ nea como una prolongación de algunas de las premisas más radicales de las vanguardias, pero privadas de la tensión ideal que las caracterizaba: a la negación del lenguaje, teorizado por las vanguardias seriales y aleatorias, se opone en la música de la posvanguardia el uso indiferenciado de cualquier lenguaje, lo que conduce a una neutralización de la propia idea del lenguaje. La diferencia se sitúa completamente en el cli­ ma esotérico, elitista y radical, en el primer caso, y populista, posmodemo y consumista, en el segundo. La situación actual de la música, al menos en cuanto a las líneas ge­ nerales se refiere -recordem os que las excepciones son numerosas-, cier­ tamente no ha favorecido el nacimiento de nuevas teorías estéticas. El pluralismo y lo múltiple como fundamento de la experiencia musical, si acaso, han favorecido el desarrollo de la semiología de la música o del análisis, disciplinas cuya utilidad no pretendemos poner en duda, pero a las que no nos parece adecuado dar derecho de ciudadanía en el campo de la estética. Pero en un mundo del «todo es posible», «nada está prohibido», en un mundo en el que tiende a desaparecer el límite entre la libertad como elección y la libertad como indiferencia a la elección, la filosofía de la música no encuentra un terreno propicio para su desarrollo. En este sentido, no hay un después de Adorno para las teorías estéticas de la música: el musicólogo alemán ha representado la frontera extrema,

el canto del cisne para la filosofía de la música. El temor de Adorno de que la vanguardia y a hubiera perdido su carga subversiva y contestataria y que se dirigiese hacia un ocaso digno, se ha demostrado del todo fundada y los tiempos, al menos éstos, le han dado la razón; y también la filosofía de la música, en el fondo, ha seguido el mismo camino. Pero, afortunadamente, en historia nunca se ha dicho la última palabra.

X. Temas musicales y temas judíos en Vladimir Jankélévitch

Vladimir Jankélévitch, filósofo y musicólogo, dedicó una parte re­ lativamente exigua de sus reflexiones.a un tema en apariencia secunda­ rio y heterogéneo respecto a sus intereses dominantes: la situación existencial del judío de la diáspora en el mundo actual, y con ello delineó una fenomenología de la conciencia judía. En la inmensa producción filosófica de Jankélévitch tal reflexión ocupa una posición sin duda mar­ ginal, pero, con todo, puesto que su personalidad no tiene los rasgos del eclecticismo, surge espontáneamente la pregunta de si sus reflexiones sobre el judaismo se insertan en el contexto más general de su pensa­ miento o si se mantienen como un episodio aislado .vinculado a sus viven­ cias biográficas personales. La atención a la temática judía -q u e se hizo viva en él sobre todo tras la guerra y que se concretó en un apasionado compromiso de ensayista no sólo con los problemas de actualidad más rabiosa como el estado de Israel o la dramática confrontación con los crímenes nazis y el problema del perdón, sino también en temas más abstractos y filosóficos de la naturaleza de la conciencia judía, del dere­ cho a la diversidad, etc - parece en un primer momento del todo separa­ da de sus bien conocidos intereses musicales. Hay que recordar, ade­ mas, que los intereses musicales de Jankélévitch son extremadamente

sectoriales, que se concentran en unos pocos autores (prácticamente, en Fauré, Debussy y Ravel) y que tienen una naturaleza, por lo tanto, emi­ nentemente ideológica. Dicho de otro modo, nos podemos preguntar: entre la ensayística musical de Jankélévitch y sus reflexiones sobre el judaismo, ¿se puede diferenciar alguna relación intrínseca, algún hilo conductor que una ambos campos, en apariencia tan lejanos y ajenos uno a otro, es decir, una continuidad de pensamiento? Para responder a esta cuestión, quizás es necesario revisar breve­ mente los puntos más destacados del pensamiento musical de Jankélévitch para encontrar la coordenadas estéticas y, más en general, filosóficas que lo han guiado en su especulación. Se ha dicho que los músicos pre­ dilectos de Jankélévitch han sido elegidos entre un conjunto de autores franceses demasiado restringido que se encuentran a caballo entre ro­ manticismo, impresionismo y simbolismo. Claramente, una selección tan circunstancial y precisa es dictada no sólo por una preferencia suya en el plano estético sino por una bien precisa selección ideológica. Por brevedad, podemos afirmar sin lugar a dudas que la música de Debussy representa el centro de la especulación estética y filosófica de Jankélévitch y que por ello, ahondando en tal elección, encontraremos las razones más profundas de su pensamiento. Así pues, ¿por qué precisamente Debussy? La música de Debussy, según Jankélévitch, representa la reencarnación artística más extraordi­ naria de una concepción no arquitectónica y espacial del tiempo y, so­ bre todo, orgánica y vitalista, próxima de algún modo a la concepción bergsoniana del tiempo. Podríamos añadir que tal manera de sentir y vivir el tiempo como duración no puede más que encamarse en una forma musical. La m úsica de Debussy elimina de esa manera el principio de una sustancia central jerárquicamente primera y com pletam ente representable (com o, por el contrario, sucedía en el arte tradi­ cional), para sustituirla por una nueva entrevisión de la reali­ dad, com o innumerable e inaferrable apariencia de polvo de m o­ léculas instantáneas, de partículas luminosas que brillan aquí y ahora. A la fluidez faureana, bergsoniana del tiempo, así com o a la exploración racionalista de éste com o proceso desatado en

secuencias dialécticas (im pulsos y resoluciones) se opone una

disgregación hecha de fulguración cegadora de resplandecien­ tes epifanías inm ediatas.1

Así, uno de los más agudos críticos italianos de Jankélévitch, pone de manifiesto lo que para el filósof o francés es el núcleo central del arte de Debussy y sobre todo de su importancia ideológica en el ámbito de la música occidental. D e hecho, Debussy encama una de las más profun­ das rebeliones al Logos como razón dialéctica, consecuencial y omnicomprensiva de la cual la forma sonata, en música, representaba la más completa y perfecta encamación. Al mismo tiempo, suma una nueva vía, alternativa a la música misma, en la que todos los valores fuertemente afirmativos de la música anterior, de algún modo, son invertidos en nom­ bre de una nueva poética de la marginalidad y del silencio. Si en la tra­ dición romántica decimonónica eran considerados valores positivos la conclusividad y la afirmatividad realizadas con la fuerza del mecanis­ mo cadencial, en la música de Debussy la complejidad constructiva rea­ lizada sobre todo con la estructura sonatística, la dialéctica de las partes que lleva a una síntesis omnicomprensiva y aseguradora capaz de supe­ rar todas las aparentes contradicciones, el progreso que se desata a tra­ vés de caminos seguros en el espacio y que se desarrolla según una fé­ rrea lógica musical, todos estos valores son invertidos radicalmente. La música, por su naturaleza, en cuanto lenguaje fluido e incoherente, equívoco y discontinuo, rompe la coherencia verbal del logos representativo fragmentando su es­ tructura ontológica totalitaria y aludiendo a una estructura com ­ pletam ente distinta, carente de cualquier fundamento sustancial. En la música hay una alusión a un régim en on tológico -u n ser de las c o s a s- ni tranquilizado ni tranquilizante, sino del todo in­ cierto, dubitativo, incesantem ente penetrado de no ser, interrum­

pido por la muerte, llevado entre ser y no ser: siempre en el umbral casi de la nada, presque rien. Pero es un (no) ser que al m ism o tiem po es casi un devenir. A llí donde devenir se entiende no com o

1.

E. Lisciani-Petrini: L ’apparenza e le forme. Filosofía e música in Jankélévitch, Nápoles, Tempi Moderni, 1991, pp. 110-111.

un camino recto y unilineal regido por una estrategia precisa, sino com o un puro ser en m ovim iento.2

Así es como comenta EnricaLisciani-Petrini el pensamiento de Jan­ kélévitch. Ahora nos tenemos que preguntar por qué la música, la de Debussy para entendemos, que representa esta alternativa radical a las ebriedades racionalistas de la civilización occidental, no se ha planteado siempre en estos términos, sino que durante mucho tiempo, por lo menos en Occi­ dente, ha acompañado y favorecido el ideal asegurador y progresivo en el que hemos crecido. El lenguaje musical, por su naturaleza inexplica­ ble e inefable, se habría orientado hacia esta inexpresabilidad originaria si no hubiese sido artificalmente supeditado a una concepción del mun­ do expresiva y tranquilizadora. En el mundo actual, en el que todas las racionales y tranquilizadoras certezas de ayer han entrado en crisis, la música se ha convertido en cierto modo en el símbolo de otro pensa­ miento, de un estado de conciencia diferente, de una manera diferente de vivir el tiempo. El discurso sobre la música remite, por tanto, a problemas de otra naturaleza y posiblemente ahora se puede empezar a intuir su secreto vínculo con el judaismo. Recorriendo, aun de manera distraída, los escri­ tos judaicos de Jankélévitch, nos quedamos en principio sorprendidos al notar que en ellos aparecen términos y conceptos que ya aparecían en sus escritos musicales.3 Sobre todo en lo que se refiere al judaismo, es central la reflexión sobre el tiempo y sobre la manera judía de vivir el tiempo, especialmente en relación a la idea mesiánica. El rechazo del historicismo y de la dialéctica consoladora y conciliadora constituyen otro eje director de su reflexión; pero sorprende también encontrar la misma terminología (indefinido, inexpresable, no sé qué, elusividad, dife­ rencia, etc.) de la que ya se servía para describir el estatus ontológico de la música. Ello podría explicarse simplemente por el hecho de que el autor es aficionado a cierta terminología y, por lo tanto, ésta recorre to-

1

2.

E. Lisciani-Petrini, Introducción a Vladimir Jankélévitch, La música e l ’ineffabile, Nápoles, Tempi Modemi,1985, p. 35.

3.

Cfr. sobre todo su compilación de escritos Sources, París, Editions du Seuil, 1984. Véase, además, la traducción italiana parcial de estos escritos, La coscienza ebraica, Florencia, LaGiuntina, 1986.

dos sus escritos, traten del argumento que traten. Pero en un filósofo tan refinado y agudo como Jankélévitch, ésta nos parece una explicación un poco reduccionista. El uso de una misma terminología se explica mejor con la hipótesis de que nos encontramos ante problemas que, bajo un atento análisis, revelan una profunda afinidad. La existencia judía es explicada por Jankélévitch en términos de sutil ambivalencia, por no decir de sutil e inaferrable ambigüedad. Hay elementos de insanable contradicción en la propia estructura conceptual de la vida judía: el exilio, desde esta perspectiva, se ve no como un acon­ tecimiento histórico, superable en virtud de otros posibles acontecimien­ tos históricos, sino inescindiblemente ligado a la propia conciencia ju ­ día. A sí se expresa, inteligentemente, Jankélévitch en su ensayo de 1957: E l m ovim iento representa la manera de existir de una concien­ cia que lleva en sí elem entos contradictorios, la manera de ser de un hombre que es extranjero e indígena, que quiere a un tiempo parecerse y desparecerse. El peregrinar, que se opone a la ten­ dencia a asentarse, siempre se consideró com o uno de los ras­ gos fundamentales de Israel.4

El movimiento al que se alude no es un movimiento en el espacio, sino que se debe situar en el tiempo, un movimiento por ello que está vinculado a la idea del devenir. Pero, sigue afirmando Jankélévitch, «el espíritu de movimiento hace de Israel el portador privilegiado de la con­ tradicción humana... Un no sé qué definido e indefinible se expresa en este problem a irritante, sin cesar resuelto, sin cesar renaciente y, por re­ sumir, esencialmente equívoco».5 A sí pues, la situación del judío es irre­ mediablemente ambigua y extrae su linfa vital de la irresolubilidad de las contradicciones dentro de las que vive. Y continúa Jankélévitch: D e aquí proviene quizás el espíritu de m ovilidad del que Israel es el portador. El m ovim iento es la única solución a la tensión interior, igual com o el devenir, que es nuestra vocación, resuel­ ve la contradicción del ser y del no ser, el hombre se convierte en estos opuestos que él no puede ser simultáneamente.6

1

4. 5.

Cfr. La coscienza ebraica, Florencia, La Giuntina, 1986, p. 28. Ibid., p. 23.

6.

Ibid., p. 28.

En consecuencia, no hay conciliación, las contradicciones se man­ tienen abiertas, las laceraciones no son sanables, pero son fecundas, son la sal de la tierra. Recorriendo con atención las páginas del filósofo sobre la conciencia judía, nos damos cuenta de que en ellas se privilegia un aspecto concre­ to del judaismo: la diáspora, condición insuperable, fuente de dolor y de infelicidad, pero al mismo tiempo de fecunda y productiva inquietud. La conclusión de Jankélévitch es central para nuestro discurso: «La lacera­ ción judía, por eso, es una forma privilegiada de la laceración humana en general»,7 y añade: La peculiaridad del judío nunca ha sido la de buscar la solución en la síntesis conciliadora: dejamos este objetivo a H egel y a sus amigos. Creemos sobre todo en la fecundidad de una oscila­ ción vibratoria infinita entre estos dos polos: la disem inación con su inquietud, 1a diáspora que es principio de aporía; por otro lado, el estado temporal, ciertamente banal com o todos los otros esta­ dos, pero que representa la posibilidad intramundana de Israel, ¿qué digo?, su certeza aquí abajo, la propia afirmación de su ple­ nitud vital.8

Por lo tanto, el dualismo y la oscilación, presentes tanto ayer como hoy en el ánimo judío entre la diáspora y un Israel, ayer lejano, imagi­ nado, desconocido, deseado e invocado, hoy real y presente en su con­ creción, «no es un callejón sin salida desesperante, sino que es una po­ laridad vivificante que electriza la conciencia judía».9 A quienes echan en cara a los judíos el no aceptar sin reservas ni la asimilación total ni la nacionalidad israelita, Jankélévitch les responde: «no somos nosotros los que no sabemos lo que queremos, es la verdad la que es lacerada e incoherente, son las verdades las que son esporádicas e incompatibles y no pueden ser honradas todas a la vez».10 Jankélévitch concluye otro ensayo, con el significativo título «El judaismo, problema interior», afir­ mando que la situación existencial del judío «es inquietante, cuando no

■y! Si

7. 8. 9. 10.

Ibid., p. 36. Ibid., pp. 34-35. Ibid., p. 35. Ibid.,pp. 35-36.

trágica, es un impulso a buscar siempre en otro lugar, más allá... Hay una perplejidad infinita que no comporta ni fin ni solución. Yo no co­ nozco cómo realizar en mí mismo la síntesis de las contradicciones; la conciliación hegeliana tiene para nosotros poco atractivo. Nuestra per­ plejidad durará hasta el fin de los tiempos, que no tienen fin».11 Puede que no todos estén de acuerdo con esta concepción del ju ­ daismo que privilegia un aspecto sin duda central, el carácter diaspórico, visto como el principal muelle propulsivo del propio judaismo. Un hi­ potético retomo de todos los judíos a Israel sería considerado por Jan­ kélévitch como el fin del judaismo o, mejor dicho, el fin de aquella si­ tuación existencial del judío que él tanto apreciaba, es decir, la de la productiva y fecunda tensión de la que siempre se ha alimentado el áni­ mo judío, la de la llegada, pues, de una normalidad en la historia que borraría la diferencia judía. Pero no es éste lugar de cuestionar esta vi­ sión del judaismo: basta recordar que es su visión del judaism o y que hay otras en las que la propia diáspora se ve como un accidente históri­ co, deprecable y pleno de peligros que puede, hoy en particular, poner en peligro la propia existencia del judaismo. Para entrar mejor en su judaismo, hagamos un apunte más a un pro­ blema directamente relacionado con los que ya hemos nombrado: el mesianismo judaico. Nota Jankélévitch que se pueden dar dos tipos dife­ rentes de mesianismo. El primero implica la idea del fin de los tiempos: el advenimiento del Mesías marcaría un límite al que tarde o temprano se llega, por lejano que esté; así el tiempo se configurará como «una grandeza escalar», como un «móvil que avanza regularmente y siempre en el mismo sentido».12 La historia significaría, pues, deshacer «la ma­ deja de las posibilidades» y se pararía cuando la madeja se acaba; esto sirve también para el camino humano: «somos seres limitados que tene­ mos sólo poquísimas ideas: nos paramos cuando estamos en el fondo, como se para un reloj al que se le acaba la cuerda».13 La segunda mane­ ra de entender el mesianismo es precisamente la del judaismo, y sobre todo implica el abandono de la idea de un Mesías personal que llega en un tiempo determinado:

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11. Ibid., p. 22. 12. Ibid., pp. 40. 13. Ibid., pp. 42-43.

Desde el libro de Isaías, los judíos han dado la espalda a la idea de un M esías personal para hacer del m esianism o el campo de una esperanza neumática, indeterminada, de naturaleza tan m o­ ral y religiosa que im plica una transfiguración moral de los hom ­ bres. N os guardamos bien de marcar una fecha para esta transfi­ guración. La despersonalización del M esías, que continúa com o personal sólo en las creencias populares, es un fenóm eno esen­ cial en la historia filosófica del judaism o.14

Por lo tanto, el tiempo asume un carácter de infinitud y el verdade­ ro problema no es el fin de los tiempos sino «los fines del tiempo»: no el fin de la historia, porque ésta nunca tendrá fin, porque nunca estará al final de la madeja; nuestro verdadero problema son los fines de la historia; los fines desm ienten el fin; los fines que son ideales, normativos, con los que vivim os, que son capaces de producir en nosotros grandes renovaciones y que no nos dejan la posibilidad de decir «para siempre» [...] Por el propio hecho de que nos dirigim os a un futuro infinitamente lejano, que este futuro no llegará nunca en el calendario, sino que aparecerá de repente com o un profundo misterio, com o el misterio de la muerte desem boca en otro orden, éste está siempre presente: decir que siem pre es futuro o siem pre presente es lo m ism o [...] Este ma­ ñana es mi hoy, luce esta lámpara encendida de la esperanza que está en el corazón de cada uno de nosotros y cambia nuestro cada

día, nuestra cotidianeidad, la orienta para que la esperanza flo­ rezca continuamente en nosotros.15

De esta manera concluye Jankélévitch el denso ensayo de 1961, «La esperanza y el fin de los tiempos», que es un ensayo sobre el mesia­ nismo judío, pero todavía más es un ensayo sobre el sentido del tiempo en el judaismo. Y, por último, un apunte más a otro importante ensayo, Sem ejar, d e se m eja r, de 1964. También aquí Jankélévitch pone de nuevo el dedo en la llaga de la contradicción irresuelta e irresoluble que se encuentra

14. Ibid., p. 58. 15. Ibid., p. 64-65.

en la raíz de la existencia judía pero que, al tiempo, se convierte en un exponente universal de la existencia humana. El judío está preso cons­ tantemente entre dos tentaciones diferentes y opuestas, especulares una respecto a la otra: ser como los otros, es decir parecerse, ser como to­ dos, o aislarse en la propia especificidad, diversidad y particularidad. Se podría universalizar esta doble tentación afirmando que una refleja la necesidad de vida social; la otra, la necesidad de soledad que se mani­ fiesta también como «la protesta del hombre que no quiere desaparecer en este gris universal»: el hombre judío va en busca de esta fuerte parti­ cularidad, pero al mismo tiempo «siente la nostalgia de la apertura, de todo aquello a lo que él se cierra, de todo aquello a lo que renuncia, y tiene la sensación de encerrarse y de empobrecerse».16 Un dilema no muy diferente se revela en el «querer al mismo tiempo ser tratado abso­ lutamente como los otros, sin ninguna discriminación», pero conservando también la propia especificidad. «Y, con todo, es esta semejanza dife­ rente o esta diferencia parecida la que explica el lado problemático del judío, su sentido enigmático», y así «huye con el movimiento, huye con el humor y huye siendo otro diferente de sí mismo hacia el infinito».17 Y una cosa más para concluir: «Quien no acepta ser como los otros ni diferente de los otros, quien no acepta ser uno entre ellos ni el único de su especie, acepta ser otro diferente a sí mismo desarrollándose hasta el infinito, huyendo de sí m ism o».18 ¿Qué postura tomar frente a esta do­ ble tentación, al deseo de parecerse y al contradeseo de desparecerse! Sigue diciendo Jankélévitch: N o es serio estar tentado por el contradeseo del propio deseo. N o es algo serio ni una verdad. A l contrario, es algo que debe ser tratado com o una broma, con humor. Es serio, por el contra­ rio, reconocer al fin y al cabo el lado un poco irónico de nuestra condición, e l lado contradictorio e irónico de nuestra condición de hombres. Hay una perfecta seriedad que no tiene el ario, la del judío que va hacia adelante, que consigue de esta manera la ino­ cencia, alejado de cualquier tentación impura... El hombre que ha entendido, que se ha convertido a esta in o c e n c ia -y quizás la

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S

Ibid., pp. 8 8 - 8 9 . 17. Ibid., p. 92. 18. Ibid., pp. 92-93.

16.

conciencia judía está particularmente preparada y en este senti­ do tiene un valor ejem plar-, el hombre que ha entendido el va­ lor de la inocencia y el lado ilusorio y pueril de estas tentacio­ nes que él m ism o ha fabricado, reconocerá que todo eso no va­ lía la pena, que realmente no vale la pena dejarse tentar por la serpiente a cambio de tan poca cosa. Entenderá que el fruto pro­ hibido, toda vez que ya no está prohibido, tiene un gusto muy amargo, lo lanzará lejos de sí y se ruborizará un día por haberlo deseado tanto.19

Los fragmentos que hemos citado permiten captar con suficiente claridad la manera de entender el judaismo de Jankélévitch y volver, pues, al discurso inicial de su música. Hemos hablado de terminología afín: ahora se muestra claramente que hay una razón profunda en el he­ cho de que tal terminología, o mejor dicho, tales instrumentos concep­ tuales, se puedan aplicar con todo derecho a estos dos campos - la músi­ ca y el judaism o- por cuanto ellos revelan, tras un análisis atento, una profunda afinidad estructural. Para la música «el equívoco es el régi­ men normal» y por ello ésta «no es considerada para escoger entre sen­ timientos contradictorios», sino que, al contrario, «compone con ellos - a pesar de cualquier alternativa- un único estado de ánimo comprensi­ vo, un estado de ánimo ambivalente y siempre indefinible».20 La contra­ dicción no resuelta e irresoluble es, pues, el alma de la música, de la música auténtica, como puede ser precisamente la de Debussy. Pero tal música, tal existencia privilegiada se convierte, precisamente como el judaismo, en una muestra de la existencia humana, una rendija para captar las facetas más auténticas y profundas de la propia condición humana. Así, se pueden enumerar toda una serie de parentescos entre música y judaismo, manteniéndose obviamente dentro de la experiencia de pen­ samiento de Jankélévitch. Debussy subrayó con su música la condición del hombre que renuncia a la salvación de la existencia, a su significado unívoco y afirmativo: la realidad ya no se siente como la casa del hom­ bre, la patria segura en la que nos reconocemos sin reservas. Debussy,

19. Ibid., pp. 92-94. 20. Vladimir Jankélévitch: La musique e t l ’ineffable, op. cit., pp. 103-104.

con su música, ha ratificado la condición de la Heimatlósigkeit, de la pérdida de la tierra y de la patria, propia del hombre. ¿Cómo dejar de notar la no casual coincidencia del judío que vive una existencia constitu­ cionalmente carente de patria y que, al tiempo, la anhela, preso por una eterna e inextinguible nostalgia de patria, que ni siquiera el nacimiento del estado de Israel ha podido extinguir? Así, la ilusoria concreción uní­ voca de lo real fue fragm entada a través de la música de Debussy y por su inefable inexpresividad y ambigüedad. «La música -afirm a Jankélévitch-, discurso vago y fluido, se sitúa, pues, más allá de las catego­ rías separadas de lo cómico y de lo trágico, en la profundidad misma de la vida vivida».21 La definitud no se adapta a la música, que por su natu­ raleza tiende a «expresar lo inexpresable hasta el infinito» y su ámbito «no es lo indecible sino lo inefable. Lo indecible es la noche negra de la muerte, porque ésta es tiniebla impenetrable y desolador no-ser [...] Mien­ tras que lo inefable, exactamente al contrario, es inexpresable porque sobre ello hay algo que decir infinitamente, interminablemente».22Tam­ bién en relación a esto se puede constatar la perfecta especularidad en­ tre la experiencia musical y la experiencia judía. También el judaismo tiene una inefabilidad propia, porque definirlo es «como definir algo cuya esencia es la de ser indefinible».23 De hecho, el judío quiere ser él mis­ mo y, al tiempo, quiere ser diferente de sí; por ello está dos veces au­ sente de sí mismo, y por eso se podría decir que es el hombre por exce­ lencia. Que es dos veces hombre».24 Aquí tiene origen aquella tensión típicamente judía, que se convierte en «tensión creativa y su solución se encuentra en el infinito».25 Lo que equivale a decir que tal tensión se resuelve en el tiempo y en el movimiento. El mesianismo judío encam a perfectamente esta concepción del tiempo como movimiento infinito. Rechazar la idea del fin de los tiempos y, por ello, de la conclusividad de nuestro proceder, una vez más nos lleva a la música de Debussy, como metáfora de la existencia humana y judía en particular. El fin de

H

21. 22. 23. 24. 25.

Ibid., p. 93. Ibid.,?. 101. La coscienza ebraica, op. cit., p. 8. Ibid., p. 8. Ibid., p. 22.

los tiempos es la muerte, igual como lo indecible es también metáfora de la muerte, de la paralizante inmovilidad a la que conduce. El Mesías, como tensión hacia el futuro, como esperanza indefinidad e inefable es, en cambio, la vida, el movimiento infinito, el tiempo en su más profun­ da dinámica- pero este discurso, notemos una vez más, ¡es tanto de la mú­ sica como del judaismo! y no por casualidad Jankélévitch usa términos clave como inocencia para designar tanto el proceder del judío como el del músico. Se podría decir que la inocencia es el m odo más apropiado de vivir el tiempo como movimiento y es una cualidad igualmente ne­ cesaria para el músico y para el judío. Sólo en la inocencia del composi­ tor, igual como en la del intérprete, la música puede ejercer su poder y su sugestión profunda, su «fuerza persuasiva», llevando al oyente en el flujo de su movimiento. Es la propia inocencia necesaria «para el judío que va adelante, que consigue de esta manera la inocencia»,, lejano de la tentación impura, la inocencia que «ignora la lucha», la inocencia que «estando en el movimiento, implica ella misma la serenidad y la indife­ rencia...».26 El estado de ánimo más común al músico y también al judío es, por lo tanto, la broma y el humor, es la única posible seriedad, la única posible sabiduría para el hombre. De la misma manera que el ju ­ dío no puede sino ironizar sutilmente sobre la ambigüedad de su situa­ ción existencial, igualmente el músico, que encuentra una ambigüedad análoga en la propia esencia de la música, recurre al hum or para expre­ sar el contenido más profundo de la propia música, que, como afirma Jankélévitch, es al mismo tiempo «seria y frívola, profunda y super­ ficial».27 En consecuencia, hay muchos puntos de contacto éntre el judais­ mo, el vivido y experimentado por Jankélévitch, y la música, cuya esen­ cia más profunda se encarna en la obra de Debussy: se trata de dos experiencias límite que remiten sobre todo a la situación humana, una situación de la que el hombre tiende a huir para refugiarse en mitos co­ lectivos consoladores, vanos y engañosos. De algún modo, el judaismo y la música se sitúan en el pensamiento de Jankélévitch como dos últi­

26. Ibid., p. 93. 27. La musica e l ’ineffabile, op. cit., p. 91.

mos bastiones, silenciosos, lejanos y sobre todo apartados de las ebrie­ dades racionalistas y dialécticas. Saber vivir la marginalidad en su po­ sitividad, como dimensión de la vida separada de los clamores y de las demasiado fáciles certezas puede ser precisamente el mensaje más fe­ cundo que música y judaismo, como experiencias intensificadas de la existencia humana, nos transmiten, mensaje lejano de las masas voci­ ferantes, como «reminiscencia o profecía» que puede recordar «al hom­ bre el misterio que él lleva en sí mismo».28

XI. Vladimir Jankélévitch y la estética de lo inefable: de Debussy a las vanguardias

En ocasión de la publicación de la primera traducción en lengua italiana de un no reciente pero fundamental libro (La musique et l ’ineffable) del musicólogo y filósofo Vladimir Jankélévitch, desaparecido hace poco, un recensor suyo notaba con cierta ironía: La lectura de Jankélévitch es la experiencia de un mundo paralelo, un túnel de las sorpresas cuidadosamente predispuesto por el au­ tor, un mundo en el que Alem ania todavía está poblada por las hordas de Varo, Viena es quizás un pueblo de pastores e Italia no es ni siquiera una expresión geográfica porque Palestrina, M onteverdi, R ossini y Verdi nunca han vivido allí.1

Quizás sería bastante fácil responder a esta paradoja irónica -que, con todo, como todas las paradojas, puede tener una apariencia de ver­ dad invirtiéndola- recordando a otros famosos y bien conocidos críti­ cos y filósofos de la música. Aludimos, evidentemente, a Adorno; y sin duda uno se escandaliza menos leyendo sus mucho más numerosos vo­

1.

Cfr. Música e Realíá, núm. 20,1985, pp. 171-173.

lúmenes traducidos al italiano cuando se ha descubierto un mundo en el que París todavía está ocupada por las hordas galas, porque Debussy, Ravel y muchos otros ilustres músicos no habían vivido nunca allí. Y ¿qué decir de un musicólogo que ha dedicado buena parte de su vida a la música del xx, al constatar que Bartok había sido completamente ol­ vidado y que no era citado ni siquiera en un inciso, como se hace con los menores, ni siquiera una vez? Dejando aparte la boutade y el amor a la paradoja, en realidad no nos parece escandaloso ni el primer caso ni el segundo. Probablemente, es más productivo intentar entender las ra­ zones por las que estos críticos citan a algunos músicos y a otros no, por qué algunos están presentes y otros ausentes, por qué ciertas áreas cul­ turales son destacadas en un autor y descuidadas en otro. Se abren sin duda horizontes de investigación interesantes y, lo que es más impor­ tante, con ello se adquirirán instrumentos interpretativos que desvelarán perspectivas nuevas sobre músicos que hasta ayer estábamos acostum­ brados a considerar bajo ópticas inadecuadas. Pero volviendo a nuestro autor y al motivo de escándalo suscitado en el lector italiano por haber olvidado, en apariencia al menos, que en la historia de la música del xix-xx existen también Viena y Berlín y no sólo París, conviene quizás recordar que Jankélévitch, como por otro lado Adorno, nunca tuvieron intención de escribir una historia de la música para los académicos, sino más bien ofrecer instrumentos interpretativos de la realidad musical; en este caso, la parcialidad es el mérito mayor, quizás la única vía para evitar la banalidad y el lugar común. Con frecuencia, estamos acostumbrados, desde la posguerra hasta hoy, a una visión completamente particular de la historia de la música del xx. Tras un largo período de provincialismo antes de la guerra en el que en muchas áreas geográficas europeas se nos había acostumbrado a una visión histórica parcial y limitada al propio ángulo visual estrecho, hemos descubierto casi de repente el peso y el impacto de la dodecafonía en el mundo musical de nuestro siglo y, ansiosos por recuperar el retra­ so histórico del que habíamos sido víctimas, hemos explorado ávida­ mente aquel mundo para nosotros todavía casi virgen que era la escuela de Viena y las vanguardias darmstadtianas que se nos han mostrado como su directa descendencia. No es casual que, tras los años cincuenta, casi toda la obra musicológica y filosófica de Adorno haya sido traducida a

muchas lenguas extranjeras, al italiano particularmente, mucho antes que al francés. Ello ha contribuido no poco a foijar una particular concien­ cia historiográfica en estos últimos cuarenta años que ha llevado a desta­ car el mundo alemán y sobre todo a crear una mentalidad que ha des­ tacado ciertos aspectos evolutivos del lenguaje musical de nuestro siglo y que ha llevado a descuidar o poner entre paréntesis otros que hoy se muestran como no menos importantes para la conciencia m usical con­ temporánea. No es extraño por ello que durante algunas décadas se haya hablado y escrito mucho más sobre Schonberg, sobre Berg, sobre Webem, sobre Stockhausen, sobre Darmstadt, sobre la disolución del lenguaje tonal, sobre el nuevo concepto de obra musical, etc. sirviéndose de ins­ trumentos conceptuales de derivación hegeliana, marxista, a veces fenomenológica, respecto a lo que se ha reflexionado sobre otros músicos y corrientes musicales quizás no menos importantes como Debussy, Ravel, Bartok, Falla, Várese, etc. Pero el ideal de la omnicomprensión es utópico o, mejor dicho, es con frecuencia un ideal asumido por los m a­ nuales escolares, y no es esto lo que aquí nos interesa. Ciertamente, la atención llevada a un grupo de músicos más que a otros no es sólo un problema de gusto o de atención cultural; es también un problema más complejo inherente al uso de instrumentos filosófico-estéticos más o m e­ nos adecuados para entender e interpretar a un músico más que a otro. La tradición alemana y vienesa, vista bajo la óptica de la disolución del lenguaje wagneriano, se presta preferentemente a ser interpretada con los instrumentos del hegelismo y de sus derivados; no se puede decir lo mismo para la otra tradición, la, por así decir, francesa, por usar un tér­ mino vago pero indicativo y sintético de una línea artística-y cultural a la que algunos países se han mantenido casi del todo ajenos durante mu­ chos años. A la luz de los instrumentos estéticos, filosóficos y sociológicos interpretativos que nos proporciona la musicología adomiana, el fenó­ meno Debussy -só lo por poner un ejemplo em blem ático- resulta bas­ tante poco comprensible en la línea evolutiva de la música del xx y de la sociedad burguesa, capitalista y masificada que caracteriza nuestra épo­ ca. Debussy resulta poco más que un incidente del camino, un caso en­ tre tantos otros; pero, en el fondo, no esencial para entender el desarro­ llo de la música de nuestro siglo.

La desatención italiana a Debussy, por otro lado, es paralela a la desatención a corrientes concretas del pensamiento francés contempo­ ráneo. No es casual que Adorno haya sido traducido casi completamen­ te desde hace muchos años al italiano, mientras que Giséle Brelet nunca ha sido traducida a otras lenguas. Pero también otros autores como Valery, Bergson o el propio Jankélévitch han sido traducidos con cierta reticen­ cia y mucho retraso. La mirada histórica de cualquier crítico se sirve preferentemente de determinados instrumentos interpretativos y no de otros, y cualquier categoría conceptual y filosófica es adecuada a ciertos objetos más que a otros. A veces hay sorpresas cuando nos damos cuenta de que toda una perspectiva crítica puede ser completamente renovada, que músicas y músicos pueden ser vistos desde ángulos visuales completamente nue­ vos; entonces, el crítico sabe tirar al mar los armamentos estéticos y fi­ losóficos de los que se servían todos desde hacía tiempo, quizás con pe­ reza siguiendo una tradición consuetudinaria, y sabe invertir la ruta y reinventar nuevos instrumentos interpretativos en lugar de aquellos acep­ tados y verificados desde demasiado tiempo atrás. Eso ha sucedido en la cultura musical de estas últimas décadas, cuando se ha vuelto la vista de Viena a París y se han descubierto músi­ cos olvidados en la tradición musical y crítica de estos últimos cuarenta años y metodologías desconocidas o, mejor dicho, rechazadas antes de ahora. La propia interpretación de la vanguardia y del significado de su revolución ha cambiado profundamente desde el momento en el que se han dejado de destacar de manera exclusiva la tradición y la línea wagneriana y vienesa y nos hemos dado cuenta de la importancia de la tra­ dición francesa, y no sólo de la francesa, pero, de cualquier modo, no relacionada directamente con la línea centroeuropea. Este movimiento crítico es iniciado con una radical revisión crítica respecto a la música de Debussy, con demasiada frecuencia vista como un apéndice de una tradición típicamente francesa que durante siglos se ha dedicado a la descripción delicada de la naturaleza, atenta al preciosismo de los tim­ bres y de las armonías. Por ello Debussy ha sido asociado y encuadrado en el movimiento pictórico de los impresionistas, en el que parecía en­ contrar su más digna ubicación. Pero, al mismo tiempo, dicha ubicación lo excluía del gran movimiento vencedor de las vanguardias históricas

y lo confinaba a un ámbito bien preciso, destinado a extinguirse en el transcurso de pocas décadas a caballo entre el xix y el xx. La música de Debussy, como afirma con sagacidad un reciente e inteligente crítico suyo, Stefan Jarocinsky, ha sido definida con la fórmula completamen­ te inadecuada de «pintura sonora», fórm ula que acom paña eviden­ temente a aquella de Debussy «impresionista» y que el propio músico no aceptaba. En la m ente del público -continua Jarocinsky- la expresión D ebussy-im presionista se asocia al producto de una actividad ar­ tística: de la buena m úsica, ciertamente, pero que no predispone a las em ociones profundas, que no tiene el peso de las obras de Bach o de B eethoven.2

En cierta medida, Debussy ha sufrido durante muchas décadas un destino análogo al de Mozart, quien, después de Beethoven y sobre todo después de Wagner, les pareció a muchos agradable pero fútil y ligero. No se trataba únicamente de revalorizar el concepto de impresionismo o el peso de un músico quizás descuidado en el panorama de la histo­ riografía del xx: la operación tenía que ser bastante más radical y pro­ funda; es decir, debía captar el valor profundamente revolucionario que se encuentra tras el propio concepto de obra musical como fue entendi­ do y materializado por Debussy. Ya se puede intuir que el problema no consiste simplemente en recolocar en su justo lugar a un músico infra­ valorado, sino más bien en identificar las coordenadas históricas nuevas y diferentes que ofrecen instrumentos nuevos para interpretar todo el curso musical del xx. Este cambio radical de una interpretación naturalista de Debussy a un Debussy metafísico y simbolista que inventa un nuevo sentido de la obra, del flujo temporal de la música, es paralelo no sólo a una manera diferente de concebir la historia de nuestra música más reciente, sino también a una visión filosófica diferente respecto a la hegeliano-adomiana. La síntesis entre música y filosofía -u n a unión inseparable vivida a veces dramáticamente, como el filósofo-musicólogo A dorno- es senSgj

2.

Stefan Jarocinsky: Debussy. Impressionisme etsymbolisme. Trad. it., Fiésole, Discanto, 1980, p. 5.

tida con la misma fuerza de atracción por Jankélévitch, aunque se trate de otra música y de otra filosofía. Si Adorno ha identificado una suerte de rígida genealogía que da cuenta de la evolución de la música del xx - q u e pasaría de la disgregación al lenguaje wagneriano a través de su­ cesivas etapas (escuela de Viena, Schonberg, B erg y, por último, Webem) hasta la controvertida vanguardia post-webemiana de Darmstadt, últi­ ma etapa de un proceso disgregativo o quizás primera etapa de un nue­ vo salto adelante-, Jankélévitch, en cambio, identifica en un conjunto de músicos los elementos directores de un nuevo pensamiento que, a través de un incierto y accidentado camino, han marcado a los contem­ poráneos posibilidades inéditas de pensar la música. Estos détours -como los llama con frecuencia Jankélévitch- que pasan a través de cierta liederística del xix, el último Listz y después Fauré, Debussy y Ravel, pero que incluyen también a Musorgsky, Albéniz, Rachmaninov, Satie y mu­ chos otros músicos clave del xx como Bartok y otros -m enos importan­ tes porque no se pueden encuadrar dentro de los grandes canales de la más reciente historia de la m úsica-, constituyen una alternativa no pro­ gramada, inconsciente para el pensamiento musical de la escuela de Viena y para su sucesiva evolución; aunque, bien mirado, se pueden encontrar importantes e imprevisibles cruces e intersecciones siempre que no nos mantengamos anclados en una visión dogmática y maniquea de la his­ toria. Pero estos détours musicales, obviamente, son paralelos a détours filosóficos. Ya no es la genealogía Hegel, Marx y quizás, Freud, sino que también se encuentran aquí un conjunto de pensadores que puede incluir a Schopenhauer y al último Schelling como progenitores; como puntos de referencia más próximos a Bergson, Valery o Giséle Brelet y, entre los poetas, a Baudelaire o Mallarmé. Para comprender plenamente el valor y el sentido del pensamiento de Jankélévitch no se debe olvidar que La musique et l ’ineffcible, obra fundamental de la música, fue escrita en 1960 y que muchas de sus po­ siciones sonaban completamente ajenas a la cultura filosófica y musical de aquellos años, mientras que hoy son asumidas e incluso han sido escolastizadas. Las polémicas respecto a la razón dialéctica, respecto a una concepción progresista de la historia, hoy se han convertido casi en una moda y las encontramos divulgadas en la tercera página de los periódi­ cos, con frecuencia bajo la etiqueta de pensamiento débil contrapuesto

al viejo vicio del pensamiento fuerte, el todo en el ámbito de un nuevo nihilismo florecido en el viejo tronco del nihilismo nietzscheano. Con ello no se debe negar la originalidad del pensamiento de Jankélévitch, puesto que no se puede asimilar en absoluto ni al nihilismo ni a ciertas fáciles revueltas contra la razón. El camino marcado por Jankélévitch no es una invitación a profundizar respecto a la tradicional razón, cier­ tamente inadecuada para captar los estados más profundos de lo real. Es verdad que la razón dialéctica, la que en la música lleva indeleblemente el sello de la grandilocuencia del estilo wagneriano, no es adecuada para captar las sutilezas, que obvia los aspectos más inaferrables y más ine­ fables de lo real; pero quizás precisamente para aferrar lo que el Logos no llega a damos, hay que subir más a la superficie, hacia zonas más transparentes, más ligeras, donde el espesor del ser se reduce y la reali­ dad se hace más ligera. Este aspecto de lo real es sin duda menos segu­ ro, menos estable que el que nos ofrece la razón hegeliana: la música, en el pensamiento de Jankélévitch, se convierte en el lenguaje que, por su particular naturaleza, nos permite no aferrar -e l término sería equí­ voco- sino tocar apenas, acercarse por un instante fugitivo a esta reali­ dad, quizás menos corpórea, menos consistente, pero ciertamente no me­ nos importante y significativa para el hombre. [La m úsica,] lenguaje fluid o e incoherente, equívoco y disconti­ nuo, rompe la coherencia verbal del logos representativo frag­ mentando su estructura ontológica totalitaria y aludiendo a una estructura com pletam ente distinta, carente de cualquier funda­ m ento sustancial. En la m úsica hay una alusión a un régimen ontológico -u n ser de las c o s a s -n i tranquilizado ni tranquilizan­ te, sino del todo incierto, dubitativo, incesantem ente penetrado de no ser [...]: siempre en el umbral casi de la nada, presque rien. Pero es un (no) ser que al m ism o tiem po es casi un d even ir.3

Pero justamente laprofundización en este concepto de devenir puede proporcionar la clave de todo el discurso musical y filosófico de Janké­ lévitch. De hecho, existe un devenir necesario, el que se desarrolla en-

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¡gp3. M

Jankélévitch: La musique et l ’ineffable, París, Colin, 1961. Trad. it. Napoli, Tempi Modemi, 1985; introducción de E. Lisciani Petrini, p. 34.

tre parámetros y esquemas rígidos, devenir unidireccional que lleva inexo­ rablemente en la dirección ya prefijada. Pero también hay otro devenir, que no tiene parentesco estrecho con el progreso; es un devenir más aven­ turado, de resultados inciertos, más expuesto a los riesgos de perder el camino y de no encontrarse, pero que precisamente en estos détours pue­ de realizar descubrimientos inesperados, cerrados a quien sabe ya cuál será el camino de mañana, descubrimientos que pueden llevar a lugares desconocidos y que pueden reservar grandes sorpresas. Pero para reco­ rrer este camino se requiere una plena disponibilidad, un abandono a las inspiraciones imprevistas, a la aventura y a la sutil inquietud de perder­ se en laberintos oscuros. La música es el espejo más fiel de esta búsque­ da inexpresiva, y la inexpresividad es, por ello, siempre constitutiva de la música. Jankélévitch usa frecuentemente este término en sus libros refiriéndose a la música; pero sería precipitado confundir tal idea con la de Stravinsky, para quien la música no expresa nada. Sustancialmente lúdica es la concepción stravinskiana, tendente a una exaltación de la pura forma como juego neoclásico en el que la expresión está ausente porque turba la serenidad apolínea del juego. Nada parecido hay en el concepto de inexpresividad de Jankélévitch, cuyas aspiraciones musi­ cales y filosóficas van a parar a zonas completamente diferentes de las de Stravinsky. La música es inexpresiva porque su territorio es lo inde­ cible, lo inexpresable y por ello lo ambiguo. La cuadratura neoclásica de la forma, en cambio, intenta inmovilizar y fijar el fluir puro del tiem­ po musical, que, por el contrario, tiende a huir hacia todas partes, a ha­ cerse inaferrable e indecible. Su táctica [la de la m úsica] es indirecta com o la sugestión; su juego, ligero com o la alusión; alusiva pero no lúdica es su m a­ nera de evocar: ésta no se aparta ni disimula, da que pensar.4

Eso afirmaba Jankélévitch recientemente en una entrevista. Está claro que la polémica tiende a un cierto tipo de expresividad, la mostrada y buscada a toda costa, demasiado confiada y segura de sí y de sus pro­ pias capacidades afirmativas. Por otro lado, la inexpresividad a la que

4.

«Quelque part dans l’inachevé», entrevista con B. Berlowitz, París, 1978.

aludimos ciertamente no es la frigidez neoclásica sino la levedad de la expresión; no el murmullo -demasiado ruidoso- del bosque wagneriano, sino, más bien, el silencio cargado de misterio del bosque de Mélisande. Se puede comprender ahora claramente por qué el discurso musi­ cal y filosófico de Jankélévitch, si bien tiene un alcance general e in­ tenta delinear una filosofía de la música, encuentra su ejemplificación en la música de Debussy y en otros músicos que, como Debussy, han buscado vías alternativas a la expresividad declarada que cruza un ca­ mino demasiado orgullosamente prefijado. La lectura que Jankélévitch hace de Debussy es una lectura críti­ ca y filosófica al mismo tiempo, y es indudablemente una lectura que tiene su vista puesta en el futuro de la música y en las vanguardias postwebemianas, pero vistas en clave diferente de la sociológico-adomiana como extrema descendencia evolutiva de un proceso de desintegración del lenguaje wagneriano y de la crisis que con ella ha revestido todo el mundo del arte, y no sólo del arte. La música está hecha para lo inexpre­ sable, escribía Debussy. Y añade Jankélévitch: Cuando nos faltan las palabras, cuando la ambigüedad infinita del sentido rechaza estar contenida en el lenguaje, entonces es tiem po de cantar; entonces, en el silen cio de las palabras, los ob oes de amor de las tristes G igas y la divina música de los Parfu m s de la nuit elevan la voz para decir y para susurrar al oído de nuestra alma cosas indecibles.5

Pero bajo esta levedad se perfila una concepción completamente revolucionaria de la idea misma de obra musical. Stefan Jarocinsky, en la misma línea interpretativa, escribe, igualmente a propósito de Debussy: Gracias al m ovimiento incesante de partículas sonoras peque­ ñas o más grandes, sucede siempre algo en esta m úsica, algo en ella vive y m uere, se forma, se renueva sin cesar.6

5. 6.

Entrevista a H. Malherbe, en ocasión del Martyre de Saint Sébastian, Excelsior, 2 de febrero, 1911. Cfr. Jarocinsky: Debussy, Fiésole, Discanto, 1980. Prefacio de V. Jankélévitch, p. 15, ibid., p. 14.

Y añade Jankélévitch: esta deformación continua no es ni una evolución, ni un d eve­ nir, sino un subseguirse de flujos instantáneos. Es la sucesión de las discontinuidades infinitesim ales que forma la continuidad.7

En esta sucesión de instantes, en la negación de un devenir como articulación arquitectónica de la obra y dialéctica interna de las partes, entendido como desarrollo, se ve el denominado naturalismo de Debussy. Imitar o inspirarse en el eterno diálogo del viento y del mar, escu­ char los consejos «del viento que pasa y nos cuenta la historia del mun­ do» (cfr. Monsieur Croché antidilettante), poner la atención en «el ju e­ go de las curvas descritas por las mutables brisas» (ibid.) significa optar más por la eternidad del instante fugitivo que por el desarrollo, significa refundar la armonía, el ritmo, la melodía, sobre bases completamente nuevas. De hecho, su inspiración en ciertos fenómenos de la naturaleza tiene un significado musical completamente especial: en Debussy, el acor­ de pierde su significado funcional - e l vínculo que en la armonía tradi­ cional e incluso en la wagneriana lo unía a los acordes que lo precedían y que lo seguían- para asumir un significado im brico y colorista. Se ha destacado con acierto que, a partir de Debussy, se puede empezar a ha­ blar de agregaciones sonoras más que de acordes; ello lleva a dar un nuevo peso al sonido individual, a la pequeña y no relacionada partícula sonora y también a los conjuntos de sonidos que pueden ser disfrutados como entidades autosuficientes en sí mismas sin necesidad de vincular­ las a la idea de un desarrollo. Así, en el ámbito de esta nueva lógica musical, Debussy destruyó definitivamente el vínculo que había unido durante tres siglos la melodía a la armonía, y dejó libre a la melodía para navegar a su libre albedrío movida por el soplo irregular de los vien­ tos. Por muy lejano que Schónberg esté de Debussy, no se puede dejar de notar -como, por otro lado, han notado m uchos- que la Klangfarbenmelodie de los F iinf Orchesterstücke de 1909 expresa un pensamiento musical que, ciertamente, no es ajeno a la mentalidad de Debussy. Con razón Boulez, ya en los lejanos años cincuenta, polémicamente trazaba unas nuevas genealogías en las que W ebem era visto como una filia­ ción de Debussy y Stravinsky más que de Schónberg.

En efecto, lo que W ebem heredó de Debussy es algo más que el rechazo radical de cualquier forma de retórica inherente a cierta grandi­ locuencia de las formas arquitectónicas clásicas y de las formas y de las macroestructuras en general, y descubrió así el fascinante secreto de las microestructuras: al fin y al cabo, éstas se identifican con el so­ nido individual y tienden, según una lógica interna, al silencio como re­ sultado más lógico de cada discurso musical. Ciertamente, W ebem ha radicalizado el camino que en Debussy estaba apenas sugerido, y aún lo han radicalizado más los que le han seguido. Pero quizás precisamente la radicalización implica ya una traición profunda por cuanto el proceso de absolutización conlleva un elemento contrario y opuesto a la menta­ lidad misma de Debussy, que siempre se opuso a cualquier escuela. Cuan­ do hablaba, admirado, de los javaneses y de su música afirmaba lo si­ guiente: E sos pueblos pequeños y fascinantes aprenden la música con la m ism a sim plicidad con la que se aprende a respirar. Su conser­ vatorio es el ritmo eterno del mar, el viento entre las hojas y m il ruidos pequeñísim os que ellos escuchan con atención, sin haber de tener en cuenta tratados llenos de arbitrio.

Por ello el radicalismo es ajeno a la mentalidad de Debussy, dema­ siado refinado, demasiado delicado para dedicarse a una causa, para lle­ var una idea hasta sus últimas consecuencias como hicieron W ebem y sobre todo los músicos de la escuela de Darmstadt. Sin embargo, lo que, al menos teóricamente, puede unir a través de un hilo débil estas posi­ ciones es la fortísima aspiración a un ideal de pureza, casi de ascético silencio que, con todo, ha tomado formas bastante diferentes: Debussy y las vanguardias tienen en común la elección de dar preponderancia a las microestructuras que, al final, se identifican con la percepción indi­ vidual y no relacionada de un sonido; pero se diferencian por el doctrinarismo serial, que-es lo más contrario a la ingenuidad como sentido profundo de lo real, contacto directo con ello, precisamente de Debussy. «Aborrezco las doctrinas y sus impertinencias», escribía Debussy, pero no con la agresividad del revolucionario que quiere refundar un nuevo lenguaje, sino, más bien, como invitación a aquel contacto directo y no mediatizado con la naturaleza, siempre buscado.

He aquí por qué quiero escribir mi sueño m usical con la más com pleta separación de m í m ism o. Quiero cantar m i paisaje in­ terior con el candor ingenuo del niño. Sin duda, esta gramática artística no se desarrolla sin dificultades. Escandalizará siempre a los defensores del artificio y de la mentira.8

La búsqueda de la pureza, de la delicadeza de lo apenas surgido, de lo apenas marcado, sin insistencia, sin amplificaciones retóricas, sin supraestructuras intelectuales y formales que hacen pesado el decir, todo 10 que puede pertenecer a la herencia que Debussy dejó a W eb em , pero a lo que éste último ha sumado aquella rigurosidad ascética, aquella ex­ plícita voluntad de autonegación que ha llevado al nihilismo de la van­ guardia y a la negación de la expresión como explícita voluntad autodestructiva del lenguaje, de cualquier lenguaje; en otras palabras, a la teorización de la incomunicabilidad a todos los niveles. Por ello la in­ terpretación ya clásica de Boulez9 ha marcado un giro auténtico en la crítica debussiniana; pero debe tomarse con cierta cautela su intento de ver en W ebem al primer músico que supo extraer las consecuencias ló­ gicas de la poética de Debussy para transmitir su verdad más auténtica a la vanguardia que vino tras él. Igualmente, las sugerentes páginas de Giséle Brelet parece que van en la misma dirección cuando se lee en ellas que el fin de la música serial es «liberar totalmente el pensamien­ to y la sensibilidad musical» de convenciones para conferir al tema musical plena autonomía. A sí se restituye la pro­ pia esencia del fenómeno musical; es decir, la pureza de la es­ tructura, el significado inmanente de lo sensible [...] una estruc­ tura vivida en el m ism o tiempo, y no en un tiempo espacializado a través de una forma exterior y preexistente [...]. La música, arte del tiem po, no encuentra su estructura más que en la actua­ lidad del tiempo vivido.

Es cierto que este concepto de estructura como es entendido por Brelet, como concepto que encama una «razón que se libera de las ca-

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8. Cfr. Relevés d ’apprenti. Trad. it. Note d ’apprendistato, pp. 35-40. 9. «Musique et structure», en Revue Internationale de Philosophie, núm. 73-74.

tegorías en las que se había pretendido aprisionarla, para conquistar toda la amplitud y la sutileza de lo real», está muy cercano a la manera en la que habría podido entenderla Debussy. Nos parece, sin embargo, más problemático atribuir en bloque a la vanguardia de los años 60 y 70 esta ansia liberadora de cualquier vínculo formal, para poder aferrar, por el contrario, lo múltiple, las venas más sutiles e inaferrables de lo real, lo que Jankélévitch llama lo inefable. Quizás si se acepta al menos en parte esta filiación de Debussy a la vanguardia, se podría tam bién plantear la hipótesis de una traición de la vanguardia darmstadtiana a su progenitor. De hecho, hablar de inefa­ bilidad no significa afirmar que ya no tiene nada que expresar; hablar de independencia de cualquier escuela no significa afirmar que el lenguaje musical mismo se niega radicalmente; combatir la retórica de la tradi­ ción wagneriana no significa teorizar y radicalizar el silencio o, lo que es lo mismo, la aleatoriedad total o, aún menos, el ruido como triunfo de lo indiferenciado. W ebem ha sido la punta del iceberg; el punto de rup­ tura más allá de la polémica contra el logos del xix se ha transformado en una nueva escolástica, en la persecución denodada de la lógica de lo irracional, en la camisa de fuerza de la señalización integral o de la alea­ toriedad elevada a principio dogmático. Pero la mayor traición de la poé­ tica de Debussy ha sido la negación del valor de la percepción como momento ineludible del fluir del tiempo musical, sustituyendo en él la ratio, aunque sea una nueva ratio, esta vez fundada en una abstracción todavía más radical que la que se había rechazado y criticado. Volviendo a Jankélévitch, nos parece que, con mayor sagacidad e intuición crítica y filosófica, captó el alcance revolucionario de la obra de Debussy y sobre todo su gran mensaje dejado a las generaciones que llegaron tras él, mensaje a veces recogido -¿cóm o no pensar en la inten­ sidad de los aforismos de los brevísimos Klavierstücke de Schónberg, en el Pierrot Lunaire, en el Sprechstimme del Moses und Aron y en la danza alrededor del becerro de oro o en ciertos mágicos silencios de Webem, por circunscribimos al ámbito de la escuela tradicionalmente opuesta al presunto impresionismo de Debussy?-, pero con frecuencia rechazado o traicionado en nombre de una irracionalidad nihilista y escolastizada en fórmulas.

Las páginas de Jankélévitch sobre el silencio en la m úsica en gene­ ral, y en la música de Debussy en particular, quizás se encuentran entre las más plenas y ofrecen una clave interpretativa que va más allá de De­ bussy y representa uno de los aspectos más profundos de la naturaleza de la música en general. El silencio -afirm a Jankélévitch- es lo que lleva repentinamen­ te al borde del misterio, al umbral de lo inefable, cuando se ha­ cen evidentes la vanidad y la im potencia de la palabra [...]. A sí pues, la m úsica en su totalidad, dado que hace callar a las pala­ bras y que hace cesar los ruidos, en ciertos casos puede ser una reticencia del discurso. Por lo dem ás, la propia m úsica quizás no se expresa exhaustivamente, sino alusivam ente y con medias palabras, por lo que, tanto la serenata interrumpida de Debussy com o el L ogos suspendido de Plotino, constituyen dos maneras de romper la elocuencia y dos formas de pudor humano frente a lo indecible.10

Es importante subrayar, además, la diferencia que hay entre esta clave interpretativa que desde Debussy podría extenderse a todo un sec­ tor de la música del xx y la concepción de la música hecha propia por una franja de las recientes vanguardias. Para Jankélévitch, el silencio no es cesación, sino, sobre todo, atenuación; la polémica contra el exceso de elocuencia no lleva a lo inexpresivo sino al presque rien, en el um­ bral de lo inaudible. Por ello, el silencio, el de la música, «favorece la transmisión de un mensaje», y ello se hace posible por el hecho de que «la negación silenciosa suprime o atenúa el campo más vistoso de la experiencia».11 En fin, el silencio, como es entendido musicalmente por Jankélévitch, como lo encontramos en Péllecis etMélisande, e n L ’enfant et les sortiléges de Ravel o también en la música nocturna de Bartok, no sólo nos revela «los secretos de la existencia cósmica»,12 sino que nos permite evocar el recuerdo del pasado y al mismo tiempo presagiar el futuro. «Reminis-

10. Jankélévitch: La musique et l’ineffable, trad. cit., pp. 192-193. 11. Ibid..

cencía o profecía, la música y el silencio que la envuelve son aconteci­ mientos de aquí abajo.13 E n este punto debemos observar que, sin duda alguna, en la base de esta sensibilidad que vibra con el problema del tiempo percibido como centro de nuestra existenciapendulante entre pasado y futuro se encuentra más de un aspecto de aquella cultura judía en la que está profundamente inmerso Jankélévitch. Si la música, sobre todo sus manifestaciones más sometidas, menos llamativas, más tenues y, en cierto modo, superficia­ les, puede definirse como el arte del tiempo y por ello el arte que nos lleva al corazón del secreto inaferrable de la vida pero dejándonoslo só­ lo entrever, se puede afirmar que es también el arte que acompañó a la cultura judía a través de su historia milenaria con discreción y casi en silencio, resonando junto a la recitación de la Biblia como para comple­ tar su contenido de verdad. No es casualidad que «para los griegos, pue­ blo ligado a la visualidad, el conjunto de fenómenos ópticos fuese, con mucho, lo más exuberante y lo más atractivo».14 Además, no es casual la coincidencia con otro gran pensador, ads­ crito al área expresionista e interesado tanto en la música como en la filosofía, el tam biénjudíoE m stB loch, quien, en un ensayo escrito hace más de sesenta años, D er Geist der Utopie, hablaba del valor profético y utópico de la música, que ésta evidencia más cuanto más se expresa como ornamento, es decir, como inesencial. Es curioso que la perspecti­ va mesiánica, siempre presente como una constante en la cultura judía, se encuentre expresam ente en el pensamiento contem poráneo con frecuencia a través de estas vías laterales y, en apariencia, secundarias, pero en consonancia con el espíritu de cotidianeidad y de discurrir dó­ cil, no exhibido, no proclamado y a veces más incisivo, de los grandes enunciados ideológicos. Pero en este punto, el discurso de Debussy y de la música corre el riesgo de moverse hacia otras zonas que en apariencia pueden estar muy distantes. No así en el pensamiento de Jankélévitch, filósofo no siste­ mático, sino fluctuante y lleno de referencias y de digresiones, como

con frecuencia sucede precisamente en la música de Debussy, que tiene tantos puntos en común con él. La amplias zonas de silencio en el dis­ curso de Jankélévitch, que se le han echado en cara, en realidad son zo­ nas de la cultura contemporánea, no ignoradas, pero que llevan implíci­ tos los juicios y las respuestas y que, quizás, son más elocuentes que si fueran pronunciadas con altisonantes discursos. El denso tejido de cul­ tura y de historia entre Debussy y la vanguardia ha sido recorrido por Jankélévitch a través de palabras dichas y de palabras no dichas o ape­ nas apuntadas, pero no por ello menos incisivas. Por tanto, su mensaje es hoy más actual y pleno de significado que nunca, tanto desde el pun­ to de vista crítico-musical como desde el punto de vista filosófico.

XII. Escuelas nacionales, folklore y vanguardias: ¿elementos compatibles en la música del xx?

¿Qué relación hay entre la especulaciones estéticas sobre la músi­ ca y la música verdadera? En general, se puede presuponer que la espe­ culación filosófica prescinde de las contingencias, de las modas, de los estilos, para liberarse en el nirvana de los conceptos y de las teorías; y eso podría ser cierto igualmente respecto a la música, tan sujeta a cam­ bios, a los gustos del público, a la pluralidad de estilos y de lenguajes, a las diferencias también profundas de país a país. En realidad, si se exa­ mina un poco de cerca, por un lado, la historia del pensamiento musical y por otro, la historia de la música directamente, no será difícil darse cuenta de que las dos historias no avanzan independientemente, sino que las relacionan sutiles e intrincados hilos que a veces se entrelazan de manera complicada y dialéctica. Eso siempre ha sucedido, desde los tiem­ pos de Platón, que formulaba su pensamiento en relación y en oposición a las nuevas modas musicales de su tiempo, hasta nuestros días. Al con­ trario, en general los momentos de gran transformación del lenguaje mu­ sical siempre han supuesto un estímulo para que el filósofo reformulara su propio pensamiento, reflexionara y profundizara en sus fundamentos del lenguaje musical. Y lo mismo se puede decir de nuestro siglo.

En este siglo hemos asistido a una de las revoluciones más radica­ les en el ámbito del lenguaje musical y, por ello, también en la estética musical —o el pensamiento filosófico sobre la música, si se quiere-, que ha partido precisamente de este imponente fenómeno para revisar toda la problemática musical. La crisis de la tonalidad, después la dodecafonía y, más tarde, el cuestionamiento de los propios fundamentos de la obra musical, del concepto de expresión, de comunicación, de sonido musi­ cal, etc. han proporcionado abundante materia de reflexión a filósofos y pensadores. Sin duda, la revolución en el ámbito del lenguaje musical ha pola­ rizado la atención de quien se ha ocupado de la estética musical, y con ello se ha reafirmado una vez más el inevitable vínculo estrecho que siempre se puede constatar entre pensamiento y acción tras reflexiones a nivel filosófico de historia vivida; pero al mismo tiempo no podemos dejar de notar que la polarización de pensamiento en un único tema, como sucede con frecuencia, lleva a descuidar o dejar en la sombra otros. Efec­ tivamente, existe una falta de equilibrio en la reflexión estética sobre la música en la primera mitad del xx e incluso en la segunda posguerra: la atención se ha concentrado casi exclusivamente en los problemas in­ herentes a la crisis del lenguaje musical de la tradición tardorromántica centrándose en la práctica en la escuela de Viena primero, en Darmstadt después, obviando toda una serie de otras escuelas y de otros músicos, quizás más periféricos respecto a los temas de la crisis del lenguaje, y a las problemáticas filosóficas y estéticas relacionadas con ellas, pero por otros aspectos no menos importantes. En lo que se refiere a la reflexión filosófica y musical, la figura de Adorno es emblemática: ésta se recorta en el horizonte en toda su imponencia en el periodo que va de 1940 a 1960, y en su fuerte personalidad se asoman las virtudes y los defectos de su modelo de pensamiento. Sus intereses, su pensamiento estético, filosófico y sociológico se centran en la dodecafonía y en el eje de la historia de la música que tiene su centro en Viena. El hecho de destacar este eje austroalemán lleva a imaginar toda una genealogía musical al­ rededor de la cual se condensa la experiencia de Occidente: de Bach a Beethoven, de Beethoven a Wagner y de Wagner a Mahler, hasta Schón­ berg, Berg y W ebem. Sin duda, centrar la atención en estos autores y en lo que, desde el punto de vista ideológico, ellos han representado en la

historia del lenguaje musical implica, necesariamente, poner entre pa­ réntesis toda la rica línea que se dibuja en relación a estos autores y que con frecuencia no representa sólo un aditamento inesencial, sino vías alternativas reales. Lo que se podría llamar vienacentrismo es el resulta­ do de un indudable imperialismo musical de Alemania y del pensamiento musical que creció alrededor de la experiencia musical alemana desde el fin del xvm prácticamente hasta nuestros días y de los que Adorno ha recogido plenamente la herencia, tanto desde el punto de vista filosófi­ co como desde el punto de vista musical. ¿Qué sectores han quedado excluidos o infravalorados en el proce­ so de evolución de la música occidental? En primer lugar, las denomi­ nadas escuelas nacionales, con todo lo que la experiencia de estas es­ cuelas ha implicado desde el punto de vista ideológico más que estético y musical. Pero también la escuela francesa y el tan discutido impresio­ nismo de Debussy fue marginado respecto a la grande y triunfante saga W agner-Mahler-Schonberg-Webem. Evidentemente, no se trata de un olvido casual, sino de una elección deliberada que ha llevado, a lo largo del xx, a destacar algunos valores, a resaltar algunos ejes de la composi­ ción musical (sobre todo el aspecto intervalar), ciertos aspectos históri­ cos (la evolución del lenguaje como autofiliación de un determinado mo­ delo considerado central respecto a muchos otros modelos posibles), y todo ello en detrimento de otras experiencias y de otros modelos. El pa­ rámetro tímbrico, así como en parte el rítmico, fueron descartados como no centrales en la experiencia musical de Occidente. Así, las relaciones con el lenguaje musical de las clases denominadas subalternas de los países europeos y extraeuropeos, con el mundo del exotismo, con el le­ jano Oriente, fueron infravaloradas como un efecto de modas o de fáci­ les y superficiales audiciones. De esta manera se explica que un filósofo y musicólogo del peso de Adorno, en sus numerosas y potentes obras sobre el mundo musical del xix y sobre todo del xx, consiga en la prác­ tica no citar ni una sola vez a músicos como Bartok, Janacek, Debussy, Ravel, Falla o tantos otros más. En efecto, en su visión de la trayectoria histórica de la música occidental, estos y muchos otros autores se mues­ tran como marginales e inesenciales para el desarrollo de este arte. En un discurso sobre los problemas clave de la música de nuestro siglo, su presencia o su ausencia, según la perspectiva adomiana, no cambia en

una coma el juicio sobre los acontecimientos: la historia de la música -pensaba, probablemente, A dorno- habría podido muy bien hacer caso omiso de una presencia que, al fin y al cabo, era superflua en la econo­ mía del desarrollo histórico. Hoy en día, cuando la presencia de Adorno y de la matriz adomiana está claramente en declive, aunque todo el pensamiento filosófico con­ temporáneo no puede dejar de reconocer su peso e importancia, se dan las condiciones para una reconsideración más serena y equilibrada no sólo de su pensamiento y de sus implicaciones, en positivo y en negati­ vo, sino sobre todo de los músicos olvidados y también de aquellos crí­ ticos y pensadores de observancia no adomiana que han escrito, actua­ do y pensado en las décadas pasadas y que también han sido, de algún modo, marginados del pensamiento dominante de ayer. No por casualidad los estudios serios e importantes sobre todos los músicos de las escuelas nacionales -desde Dvorak hasta Janacek, de Kodaly a Bartok, de Prokofiev a Shostakovich- son tan escasos y, a veces, prácticamente inexistentes si los comparamos con las imponentes biblio­ grafías sobre autores de las denominadas vanguardias. ¡Cuántos músi­ cos -empezando por D ebussy- que no formaban parte de lo que se con­ sideraba el eje director de la música europea, fueron descartados en la práctica del horizonte de los estudios históricos y críticos! Solamente desde hace algunos años se está desarrollando un nuevo interés respecto a estos autores, rescatados de su marginalidad. Pero esta nueva corrien­ te de estudios críticos revela no sólo un cambio en el gusto sino, más en profundidad, un cam bio de perspectiva histórica respecto a la m úsi­ ca del xx. Se ha dicho que la atención de los filósofos se ha dirigido en las décadas pasadas de manera específica a las vanguardias, y ello ha com­ portado, en primer lugar, una idea de la vanguardia muy concreta, vin­ culada de manera exclusiva, primero, a las denominadas vanguardias históricas, después, a las neovanguardias darmstadtianas; por lo tanto, en detrimento de tantas otras com entes igualmente válidas de la música del xx carentes de autoridad para la calificación de vanguardias, para confirmar la idea de que la música nueva no podía expresarse con otras modalidades que no fueran la de la ruptura radical respecto al lenguaje de la tradición tonal. Hoy resulta más claro que el camino de la renova­

ción del lenguaje musical romántico y posromántico no pasa sólo por la ruptura violenta de la tonalidad, tras su crisis iniciada, según los cáno­ nes oficiales de cierta historiografía adomiana, con el Tristón de W ag­ ner: de hecho, en la música europea, desde el xix, se manifestaron otras vías de renovación que han dado prueba de una validez no menos revo­ lucionaria y de su capacidad de renovación lingüística. Merece la pena acometer aquí con más detenimiento el valor y el significado estético y filosófico, además de musical, del recurso al fol­ klore nacional y a los exotismos. Existe una tradición musical comple­ tamente occidental y eurocéntrica, crecida sobre sí misma, prácticamente desde el Renacimiento hasta hoy, que ha visto como se han destacado dos parámetros musicales: la tonalidad y la construcción formal, pará­ metros que se han desarrollado de manera indisociable. Basta pensar en la forma sonata, la forma princeps de la música desde mitad del xvn en adelante, para darse cuenta de que forma y tonalidad se han desarrolla­ do al mismo paso: el desarrollo de la tonalidad, a través de la sonata y el concierto barroco, llevó al triunfo de la forma sonata, y ésta, a su vez, resulta inconcebible sin la tonalidad. La crisis y la disolución de la tona­ lidad y después la invención de la dodecafonía y de la serialidad inte­ gral, en el fondo, forman parte también de la misma evolución histórica, del mismo eje central de desarrollo de este eurocentrismo imperante. Pero precisamente el pensamiento musical y la propia música del xix pusieron las premisas para salir de esta visión centrada exclusivamente en el eje vienés. Las escuelas nacionales, sobre todo la checa y la rusa, y después la húngara y la ibérica y en parte las nórdicas, representaron el primer intento de marcar vías alternativas a la evolución de la música europea. El recurso al folklore y también el recurso a los exotismos, tanto al próximo como al lejano Oriente -e s decir, la atención a los otros len­ guajes musicales- se basaba en un presupuesto filosófico fundamental: la pluralidad de los lenguajes y su igual dignidad, tema que rompía de hecho por vez primera la idea de un único eje de evolución privilegiada. Esta idea, madurada ya a finales de la Ilustración con Condillac, Diderot y Rousseau y después teorizada en el primer Romanticismo con Herder, Hamann y muchos otros más, puso las premisas filosóficas que permi­ tieron después a las escuelas nacionales, y no sólo a las musicales, fun­ damentar su propia legitimación con la revaloración de lenguajes que

en un momento determinado habían sido considerados primitivos; es decir, que todavía no habían llegado a la madurez racional del único lenguaje que podía decirse tal, el de la Europa de los doctos. Lo que servía en general para el lenguaje valía también para el lenguaje de la música. La lengua de los doctos tenía su correspondencia musical en las formas más avanzadas, los conciertos, las sinfonías, las sonatas, el melodrama, el lenguaje melódico y tonal. Todos los otros lenguajes, si se podían deno­ minar como tales, todavía no habían llegado a ese grado de maduración: la música popular se veía como anclada en sus niveles de primitivismo propios de una humanidad campesina; las músicas exóticas eran juzga­ das como propias de pueblos atrasados y que todavía no habían llegado al umbral de la civilización. L a caída y, de algún modo, el cam bio radical de estas ideas produjeron el florecimiento de nuevas formas de expresión artística en toda Europa y, en particular, en las zonas periféricas de ésta, las que se habían excluido y marginado respecto de las grandes corrientes dominantes de la escuela vienesa y de sus muy comprobadas formas. La novedad de las escuelas nacionales respecto a la que se ha lla­ mado, por resumir, tradición vienesa -novedad no sólo y no tanto desde el punto de vista estilístico o formal, sino desde el que podríamos lla­ mar estético o ideológico-, es el diferente modo de concebir la tradición y la idea misma de renovación de esta tradición. La música europea se desarrolló hasta el siglo xix como una tradición que crecía en una espi­ ral ininterrumpida, que se desarrolla sobre sí misma, casi impermeable a otros estímulos, a otros lenguajes, a otras tradiciones musicales y ar­ tísticas. Los ecos de la música de los zíngaros, que ya se percibe en cier­ tos finales sonatísticos de Beethoven o de Schubert, tenían la función de breve y ligera diversión, de cita del perfume exótico, que no afectaba la sustancial y granítica unidad de articulación sonatística. Las escuelas nacionales instauran precisamente una nueva relación con el folklore. La música campesina, el folklore popular con sus formas de danza, con sus ritmos conmovedores, los instrumentos y los timbres propios de esta música como la guitarra, representan un humus fértil, un terreno casi virgen e intacto al que recurrir para reestablecer una relación con raíces profundas y olvidadas cuya revisión permite centrar un lenguaje perdi­ do o que se quiso perder por toda una serie de motivos no sólo estéticos

y filosóficos, sino también políticos, signos tangibles de un pasado que tiene que ser recuperado. i La operación de excavación en la propia identidad de grupo, de na­ ción y de pueblo coincide con la confrontación con la identidad de los otros, con el lenguaje de los otros, tanto de las otras clases sociales como de los otros pueblos. En esta operación de naturaleza estrictamente ética más que estética, se revela también la diferencia de orientación respecto a la tradición vienesa. En el caso de las escuelas nacionales, la búsqueda de las propias raíces se anuncia como una operación que lleva el arte a regiones lejanas del arte, pero en las que éste se nutre extrayendo nueva linfa. En el caso de la escuela vienesa, la seguridad respecto a sus oríge­ nes y la escasa atención respecto a otras tradiciones lleva más simple­ mente a proseguir una tradición en la que ya se vive, innovándola, trans­ formándola, dándole la vuelta, revolucionándola, pero siempre desde dentro; una operación, pues, eminentemente estética dentro de un hori­ zonte preferentemente estético. Puede valer por todos el ejemplo de Schonberg, el más grande innovador en el ámbito de la tradición viene­ sa y occidental: Schonberg, músico judío y comprometido con la causa y los destinos del judaismo, siempre odió el folklore, y en su música no hay huella alguna del folklore judío, aunque pueda ser tan rico y esti­ mulante para un músico y, más si cabe, para un músico judío. Evidente­ mente, la vía de la renovación del lenguaje musical para Schonberg pa­ saba por una confrontación con una saga de músicos como Wagner, Brahms o Mahler, de quienes él podía ser considerado un hijo rebelde, pero, con todo, un hijo, o, al menos, un pariente próximo, sobre todo a través del intento de aproximarse al otro mundo musical - e l de Shtetlde las comunidades judías de Bohemia o Moravia o del antiguo mundo de la salmodia o de la plegaria sinagogal. Se trata de dos vías aquí con­ trapuestas esquemáticamente, y los esquemas siempre encierran el ries­ go de dejar fuera los casos individuales, que después son los que cuen­ tan en el tejido histórico real. Sin embargo, en la medida que pueda ser válida una generalización, es indudable que en todas las escuelas nacio­ nales, desde mitad del siglo xix hasta hoy, hay una tensión y una carga ética e ideológica que está ausente en el otro lado de la música. No que­ remos aquí discutir el valor, el éxito en el plano musical, y mucho me­ nos discutir sobre quien se puede atribuir en el plano de la historia una

mayor validez. Se trata de tomar conciencia de que la historia de la m ú­ sica, a partir de la segunda mitad del siglo xix, ha elaborado dos vías alternativas para andar su camino, dos vías profundamente diferentes, pero que han hecho las dos una contribución tan decisiva como la de la denominada renovación del lenguaje del siglo xx. Con demasiada fre­ cuencia la historiografía del siglo xx ha dejado en la sombra e infravalo­ rado la importancia y el impacto renovador de la vía nacional-popular destacando el eje fuerte de la tradición europea (Wagner-Mahler-Schónberg-Webem). Como siempre sucede, hay un momento en el que incluso los ca­ minos más divergentes pueden acercarse e incluso cruzarse: hoy la tra­ dición fuerte, la vienesa, se ha debilitado; lo posmoderno ha debilitado la visión historicista y sus férreos nexos históricos, de la misma manera que ha puesto en crisis la idea misma de evolución y de progreso. Por otro lado, en el campo contrario, las investigaciones sobre el folklore europeo y extraeuropeo y el descubrimiento de la pluralidad de los len­ guajes musicales, en sentido horizontal y en sentido vertical, y sobre todo de su igual dignidad, han dado una nueva credibilidad no sólo esté­ tica sino también ideológica a las escuelas nacionales y a su camino ha­ cia atrás en el tiempo y en el espacio, contribuyendo a conferirles una mayor centralidad en el panoram a de la música del xx y separándolas del proceso de marginación del que fueron objeto durante tantos años. Las investigaciones actuales sobre el sonido, sobre los timbres, el uso cada vez más frecuente de instrumentos nuevos y exóticos, el conoci­ miento cada vez más amplio de otras tradiciones musicales, la recupera­ ción de maneras y formas de la música más antigua europea y no euro­ pea, la caída vertical de la rigidez ideológica del serialismo; todo ello ha creado y favorecido la formación de puntos de encuentro entre dos tradiciones musicales que hasta hace pocas décadas parecían irreconci­ liables. No es casual que hoy se asista también a un eclipse parcial de mu­ sicólogos como Adorno y de toda su herencia ideológica y a una para­ lela revalorización fuerte y al casi descubrimiento de otros musicólogos que habían estado hasta ayer en la sombra como Vladimir Jankélévitch, el profeta de los músicos marginales y de la música débil, de la música que susurra sus ideales en vez de gritarlos al mundo. De hecho, incluso

Debussy, por más de un motivo, puede ser relacionado con músicos pe­ riféricos de la escuelas nacionales, al menos por su muy determinada elección de existencia periférica. Pero hoy somos muy conscientes de que Debussy ha contribuido a la renovación de la música, al menos tan­ to como Webem, entre otras cosas por haber identificado que los ejes directores de su propia revolución no se encuentran en los pliegues del lenguaje musical vienés sino sobre todo en las crípticas y misteriosas voces del lejano Oriente o en los susurros de los acontecimientos natu­ rales, en los pequeños sonidos y ruidos de la naturaleza, de la que pue­ den provenir las enseñanzas más grandes para el músico. Muchos músi­ cos, sobre todo de la prim era mitad del xix, pertenecen a esta desconocida genealogía de músicos de nuestro siglo: músicos que ahora son revisa­ dos, escuchados y estudiados no ya como epígonos o como alguien que se quedó rezagado, en los pliegues del folklore español o zíngaro, hún­ garo o ruso para eludir los grandes problemas m usicales del siglo xx, sino com o protagonistas atorm entados y meditabundos de un siglo que ha visto asomarse a su agitada escena más de una revolución.

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