Los Imperios Del Antiguo Oriente

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Historia Universal

Siglo veintiuno Volumen 2

LOS IMPERIOS DEL ANTIGUO ORIENTE Del Paleolítico a la mitad del segundo milenio

Compilado por Elena Cassin, Jean Bottéro

y Jean Vercoutter

México I

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7. El Egipto arcaico (I y II dinastías tinitas)

Con el reinado de Narmer finaliza el largo período de for­ mación del Egipto faraónico. En adelante éste posee su lengua, fijada en un sistema de escritura que ya no cambiará y una organización monárquica centralizada. Durante dos siglos apro­ ximadamente Egipto va a ser gobernado por dos dinastías, am­ bas originarias del sur, de la ciudad de Tinis, próxima a Abidos, de donde procede el adjetivo tinita. Las dinastías tinitas tienen su capital administrativa en Menfis, situada en el extre­ mo meridional del Delta, desde donde pueden gobernar los reinos del sur y del norte, puesto que Egipto sólo tiene aún unidad en la persona del rey, y esta unidad parece bastante precaria. I.

FUENTES Y CRONOLOGIA

A partir de la época tinita, las fuentes de la historia egipcia son más abundantes que en la época predinástica. La arqueo­ logía continúa suministrando numerosos e importantes datos, pero ya la completan las fuentes literarias. En efecto, algunos templos guardan anales reales en los que los acontecimientos se anotaban año por año. Sólo uno de estos documentos ha llegado hasta nosotros, el que se conoce bajo el nombre de «Piedra de Palermo» (véase más arriba, capítulo 6, pág. 195), pero es suficiente para probar la existencia de tales anales. Estos han permitido a los escribas de diversas épocas compilar las listas reales: enumeración de los soberanos muertos a los que se les continúa asegurando un culto funerario durante cier­ tas épocas del año en determinados santuarios en cuyas paredes estaban grabadas o pintadas las listas. Las actualmente conoci­ das son: la lista de Kárnak, que enumera 62 faraones de la I Dinastía hasta Thutmosis III, y fue compilada hacia el año 1500 a. C.; la lista de Abidos, que comprende 76 nom­ bres reales de la Dinastía I a la X IX y data del año 1300 a. C., y, finalmente, la lista de Saqqarah, con 47 nombres de sobera­ nos, desde el sexto rey de la I Dinastía hasta Ramsés II, que fue compuesta hacia el año 1250 a. C. A los llamados anales de Palermo y a las diferentes listas que acabamos de enumerar conviene añadir el Papiro real de Turín, que nos ha conservado una lista real de tipo diferente al de las listas monumentales. Comienza, en primer lugar, por

la enumeración de las dinastías divinas a las que se atribuye el haber gobernado Egipto antes que las dinastías humanas; ade­ más, da para cada rey la duración del reinado en años, meses y días. Compuesto entre 1300 y 1200, este papiro proporciona los nombres de todos los reyes egipcios desde la I a la X I X Di­ nastías; constituye, pues, una fuente histórica incomparable. Fue encontrado intacto en una sepultura a comienzos del si­ glo xix, pero fue tan mal tratado por sus primeros poseedores que, desgraciadamente, se rompió en numerosos fragmentos; que aún no se ha logrado colocar en su sitio, por lo que subsisten importantes lagunas. A los anales y listas reales compuestos por los egipcios en la época faraónica se añade la obra de Manetón, sacerdote egipcio de Heliópolis que vivió en el siglo m antes de nuestra era. A petición de Tolomeo II, escribió una historia de Egipto sirviéndose de antiguos documentos, sin duda del tipo de la Piedra de Palermo y del Papiro de Turín. Por desgracia su obra, las Aegyptiaca, destruida durante el incendio de la Bi­ blioteca de Alejandría, sólo nos es conocida por los extractos que los cronógrafos cristianos habían consignado de ella. Estos, por lo menos, nos han conservado la lista manetoniana de los reyes egipcios, con la duración de sus reinados respectivos. Es­ tán distribuidos en X X X I Dinastías. Este es el esquema de la historia de Egipto que todavía utilizamos. Así, gracias a las fuentes escritas posteriores a la época ar­ caica, poseemos los nombres de los reyes de las I y II Dinastías en orden cronológico. Las fuentes arqueológicas, por su parte, han suministrado do­ cumentos epigráficos para cada uno de los reinados. El único problema estriba en encontrar la equivalencia entre los nombres conservados por las listas posteriores y los inscritos en los mo­ numentos originales. En efecto, desde la época tinita, cada faráón egipcio poseía varios nombres cuyo conjunto constituye la titulación real oficial. Además., por razones que desconoce­ mos, las listas del Imperio Nuevo no han retenido para desig­ nar a un mismo faraón el nombre utilizado por éste en sus propios monumentos. Los historiadores modernos se han visto obligados por ello a proceder a un delicado trabajo de identi­ ficación cuyo resultado no es siempre seguro. La cronología absoluta, por su parte, todavía plantea proble­ mas. Manetón proporciona una cronología relativa por la suma de la duración de los reinados que enumera. Se encuentra de este modo, siguiendo las diferentes fuentes que nos han trans­ mitido su obra, una duración total de doscientos cincuenta y tres-doscientos cincuenta y dos años para la I Dinastía y de

trescientos dos-doscientos noventa y siete años para la II, es decir, unos quinientos cincuenta y cinco o quinientos cuarenta y nueve años para toda la época tinita. Además, a pesar de sus lagunas, la Piedra de Palermo permite calcular esta misma du­ ración en cuatrocientos cincuenta años aproximadamente. Incluso si se prefiere esta última cifra a la de Manetón, una duración de cuatro siglos y medio para, la época tinita ha parecido a los historiadores aún demasiado larga para incluirla en el cuadro de la cronología general de Egipto (véase más arriba, pági­ nas 202-203) y, generalmente, se ha reducido a dos siglos. Ade­ más, los primeros estudios críticos de la cronología absoluta habían fijado los comienzos de la monarquía tinita en el año 3200 a. C. (Ed. Meyer). Por diversas razones, la tendencia actual es la de reducir esta fecha en dos siglos por lo menos. Así, el primer faraón habría comenzado a reinar hacia el año 3000 a. C., o incluso, según algunos autores, hacia el 2850 solamente (Scharff y Moortgart, 1950). Si se aceptan las fechas intermedias, la época tinita se situaría entre el año 3000 y el 2800. Se ha advertido, por otra parte, que este lapso de tiempo era demasiado breve para explicar los hechos observados y especialmente el estado de completa ruina de las tumbas rea­ les de la I Dinastía, antes incluso del final de la época tinita (W. B. Emery). Como se ve, la cronología de este período aún no está fijada con garantías. II.

MENES Y EL PROBLEMA DEL PRIMER FARAON

Manetón, el Papiro de Turín y la lista real de Abidos coin­ ciden al afirmar que el primer faraón egipcio se llamaba Menes (Manes). Sin embargo, ninguno de los documentos encontrados hasta ahora muestra este nombre de manera indiscutible. Ba­ sándose en la escena representada sobre la paleta votiva del rey Narmer (véase más arriba, capítulo 6, pág. 197) se admitía generalmente que éste había sido el primer rey de Egipto que llevó la doble corona del alto y bajo Egipto y que, por tanto, inauguraba la monarquía. Dicho de otra forma, se tenían dos nombres diferentes para una misma persona: uno de ellos, Nar­ mer, dado por un documento contemporáneo a los hechos; el otro, Menes, proporcionado por fuentes posteriores al año 1700, por lo menos. Esta contradicción ha sido explicada de diversas formas: según unos, Narmer era uno de los nombres de Menes, con lo que ambos nombres designarían al mismo personaje (véase Gredseloff, 1944, y Gardiner, 1961); según otros, Nar­ mer sería el predecesor de Menes, al que habría que identificar con el rey Aha (cf. W. B. Emery, 1963); una última teoría

sugiere que Narmer sería Menes, pero habría tomado el nombre de Aha después de su victoria sobre el norte (J. Vandier, 1962). El hecho de que también el rey Escorpión haya llevado la doble corona del alto y bajo Egipto (véase arriba, capítulo 6, pá­ gina 198) vuelve a plantear el problema. Si admitimos que el rey-Escorpión es Menes (A. J. Arkell), la dificultad estriba en ampliar hasta nueve los nombres de los soberanos de la I Di­ nastía conocidos por los monumentos, allí donde Manetón sólo cita ocho. El problema se puede abordar también bajo otro ángulo. Según una tradición referida por Heródoto (II, 99) y Manetón, el primer faraón de la monarquía tinita sería también el fundador de Menfis. De acuerdo con esto, se ha tratado de ver la escena de la fundación de la ciudad en la maza del reyEscorpión, lo que confirmaría la identificación de Menes ccin este rey (A. J . Arkell); pero, por otra parte, se ha hecho observar que el más antiguo de los grandes monumentos que se conocen en Saqqarah, la necrópolis de Menfis, se remonta al rey Aha, lo que daría un argumento a favor de su identificación con Menes (W . B. Emery). Como se ve, esta cuestión, muy compleja, no puede resol­ verse con absoluta certidumbre. Aunque la identificación de Narmer con Menes parece la mejor solución, las otras identi­ ficaciones no pueden rechazarse a la ligera. Manetón califica a las dos primeras dinastías de «tinitas». Esto se puede, interpretar de dos maneras: o bien todas las fa­ milias reinantes eran oriundas de la región de Abidos, o bien su capital administrativa estaba situada en Tinis. Ahora bien: por una parte, en una vasta necrópolis arcaica de Abidos se han encontrado tumbas indiscutiblemente reales, y, por otra, W. B. Emery ha descubierto en Saqqarah una serie de grandes tumbas de la misma época, comenzando con la del Horus Aha. La costumbre egipcia ha sido siempre que los reyes se hicieran enterrar cerca de su residencia. De ahí el dilema: si la necró­ polis real estaba en Abidos, la capital se encontraba en sus proximidades, pero ¿qué significan entonces las grandes tum­ bas de Saqqarah? ¿Tumbas de altos funcionarios? En este caso sus dimensiones harían creer que en la época tinita los funcio­ narios eran más poderosos que el rey; si la necrópolis estaba en Saqqarah, la capital debía estar en Menfis, lo que parece confirmado por la importancia de las necrópolis privadas arcai­ cas encontradas recientemente en Saqqarah y en Heluán, pero entonces, ¿por qué hay tumbas reales en Abidos? Se ha su­ puesto que el rey, al reinar a la vez sobre el alto y el bajo Egipto, debía tener dos tumbas, una como faraón del sur y otra como soberano del norte; una de las dos sepulturas se­ ría, pues, un cenotafio. Como las tumbas fueron saqueadas

— ^Hüi.an como en Abidos, es difícil resolver el dile­ ma. En Abidos se ha encontrado un brazo de momia y se ha descubierto gran número de estelas reales, lo que quizá apoye la hipótesis que la considera necrópolis real. Pero, como suce­ día con la identificación de Menes, no existe solución defini­ tiva y la discusión permanece abierta. XII.

LA. I DINASTIA

Para reconstruir la historia de la I Dinastía, disponemos tanto de las indicaciones de Manetón como de los objetos encontrados en las necrópolis de Abidos y de Saqqarah, sobre todo las pequeñas tablillas de marfil o de ébano, que son importantes porque representan pictográficamente el acontecimiento más so­ bresaliente acaecido en el año de su redacción. Gracias a estos dos tipos de fuentes puede establecerse el orden de sucesión de los reyes y hacerse una idea de lo acaecido durante sus reinados. Para exponer esta historia utilizaremos los nombres dados a los reyes en sus monumentos, con preferencia a los utilizados por Manetón y las listas reales. Estos son: Narmer (¿Menes?) Aha Djer (o Khent) Meryt-Neit (reina) Uadjy (o Djet) Udimu (o Den) Ádjib-Miebis Semerkhet

Qa Narmer, si fuera realmente Menes, habría fundado Menfis, pero, con excepción de algunos objetos encontrados en Abidos, los monumentos que nos lo han hecho conocer provienen todos de Hieracómpolis. Según Manetón, Menes reinó sesenta y dos años y fue raptado por un hipopótamo. Aba, por el contrario, se conoce por numerosos monumentos que hacen alusión a vic­ torias sobre los nubios, sobre los libios y quizá sobre los egip­ cios del norte, lo que parece indicar que la unificación era todavía precaria. Las mismas fuentes mencionan numerosas fies­ tas religiosas, y la fundación de un templo en Sais para la diosa Neit. Según Manetón, el hijo de Menes reinó cuarenta y siete años y construyó el palacio real de Menfis; esto podría confirmarse por la importancia de los monumentos contempo­ ráneos a su reinado encontrados en Saqqarah. Se dice que Aha fue médico y escribió obras de medicina.

Djer (o Khent): una tumba de Abidos ha proporcionado nu­ merosos objetos, especialmente un brazalete compuesto por cuen­ tas multicolores de turquesa, amatista y lapislázuli y amuletos con su nombre. Una tablilla de Abidos con su nombre quizá haga alusión a la aparición helíaca de Sirio (véase más aba­ jo, pág. 216 s.). Si esta interpretación es correcta, el calendario solar se habría adoptado bajo Djer y su reinado debería in­ cluir ios años 2785-2782 a. C., en cronología absoluta. Según la tradición manetoniana, habría reinado treinta y un años. Se ha supuesto que a Djer le sucedió una reina, Meryt-Neit (W. B. Emery, 1963), pero Manetón no la menciona y pasa directamente de Djer a Uadjy (o Djet), conocido también por el nombre de rey Serpiente. Como Djer, éste hizo expediciones fuera de Egipto, y se ha encontrado huellas de su paso por el desierto arábigo, en el camino que conduce al mar Rojo. Los compiladores de Manetón le atribuyen unos veintitrés y otros cuarenta y dos años de reinado; añaden que una gran carestía hizo estragos en Egipto bajo su reinado y que construyó «las pirámides próximas a Kokome», localidad que se ha identificado con Saqqarah. A Uadjy sucedió Udimu o Den (la lectura Udimu no es se­ gura), conocido por numerosos objetos encontrados en su tum­ ba de Abidos. Uno de los más importantes de éstos es una tablilla que representa al rey cumpliendo los ritos de la fiesta Sed, destinada esencialmente a repetir la coronación y, por ello, a renovar el poder del rey, que era en parte de esencia mágica. Como sus predecesores, Udimu realizó actividades bélicas: otra tablilla lo muestra luchando contra los enemigos orientales. La Piedra de Palermo menciona bajo su reinado un empadrona­ miento general del país y numerosas fiestas religiosas. Reinó veinte años, después de los cuales le sucedió Ádjib-Miebis, a .quien Manetón atribuye veintiséis años de reinado. Su nombre se encuentra a menudo borrado en los monumentos, lo que in­ dica que existieron entonces agitaciones políticas. La Piedra de Palermo menciona una expedición militar contra los nómadas y la fundación de ciudades. La supresión del nombre de ÁdjibMiebis en algunos monumentos fue sin duda obra de su suce­ sor, Semerkbet, quien, según se supone, fue un usurpador, lo que confirmaría quizá la mención enigmática que de él hace Manetón: «Bajo su reinado se produjeron numerosos prodigios y una gran calamidad cayó sobre Egipto.» Reinó solamente dieciocho años y fue sucedido por Qa, último rey de la dinas­ tía, que hizo sufrir a los monumentos de Semerkhet la misma suerte que éste había hecho sufrir a los de Ádjib. No poseemos ningún dato sobre su reinado, excepto que también celebró una fiesta Sed.

Con el reinado de Qa finaliza la I Dinastía que, según Ma­ netón, permaneció durante dos siglos y medio en el poder. No se conocen las razones de su desaparición. IV .

LA I I DINASTIA

Aunque no se pueda decir con exactitud dónde se encon­ traba la capital administrativa de Egipto bajo la I Dinastía, no hay duda alguna de que a partir de la II se estableció en Menfis. En efecto, desde el advenimiento de esta dinastía no hay más tumbas reales en Abidos; este hecho por sí solo justifica el cambio de dinastía atestiguado por Manetón. La I I Dinastía, según Manetón, comprende nueve faraones, pero los monumentos no han revelado hasta el presente más que siete, quizá ocho, que son: Hotepsekhemuy Nebre* (o Raneb) Nineter (o Neterimu) Uneg Senedj Sekhemib-Peribsen Khásekhem Khásekhemuy Hotepsekhemuy es el primer rey de la dinastía. Su nom­ bre, que significa «el doble poder está pacificado», parece ha­ cer alusión a luchas entre el sur y el norte que se habrían visto apaciguadas con el advenimiento del soberano. Desgra­ ciadamente, a partir de su reinado dejan de usarse las tablillas epónimas de la I Dinastía y se reemplazan por impresiones de cilindros que nos proporcionan nombres de funcionarios y nos informan sobre el desarrollo de la administración, pero que no suministran indicaciones sobre los acontecimientos políticos o religiosos. Además, los datos consignados en la Piedra de Pa­ lermo son muy incompletos al referirle a esta época; así, pues, sólo disponemos de escasas fuentes para trazar la historia, fue­ ra del orden de sucesión de los cinco primeros reyes. Manetón informa que bajo el reinado de Hotepsekhemuy «se abrió una grieta en el suelo de Bubastis y numerosas personas perecieron». A Hotepsekhemuy, que reinó treinta y ocho años, sucedió Nebre', que reinó treinta y nueve años, y Manetón añade que bajo su reinado «fueron adorados como dioses los toros Apis en Menfis, Mnevis en Heliópolis y el macho cabrío de Mendes». En realidad, estos cultos, al menos el de Apis, se remon­ tan a los comienzos de la primera dinastía. Nineter (o Nete-

rimú) Sucedió a Nebre'. La iJiedra de raiermo menciona 1a celebración de fiestas religiosas y la realización del empadro­ namiento. Manetón le atribuye cuarenta y siete años de reinado, precisando que fue entonces cuando «se decidió que las muje­ res podrían ejercer el poder real». Apenas se conocen los su­ cesores de Nineter: el primero, Uneg, cuyo nombre únicamente se encuentra en los vasos hallados en la Pirámide escalonada de Saqqarah, reinó diecisiete años, si es que corresponde al Tías de Manetón; Senedj, el Sethenes de Manetón, le sucedió y reinó, según este último, durante cuarenta y un años. Ya antes de la unificación del país, la corona estaba bajo el patrocinio del dios-halcón Horus, hasta el punto de que «Horus X » era una de las formas de designar al rey. Todo parecía indicar que el Alto Egipto no habíá guardado el re­ cuerdo del dios Seth que, en la época amratiense, era el dios de la capital meridional Ombos. Luego, el sucesor de Senedj, después de haber sido entronizado bajo el nombre de «el Horus Sekhemib», cambió este nombre por el de Setb-Peribsen. No se conocen bien las razones de este cambio de nombre; se tiende a explicarlas por una revuelta general del norte contra el sur. En efecto, el «Seth» Peribsen abandonó Menfis o, al menos, se hizo enterrar en Abidos. Después de su reinado, parece que la unidad se restableció con bastante rapidez, y la dinastía finaliza con dos reyes de nombres tan semejantes que uno se pregunta si no se trataba de una misma y única persona. Al primero, Kbásekhem, sólo se le conoce por los monumentos encontrados en Hieracómpolis; éste sería el que, partiendo del sur, habría restablecido la unidad en el país. Conseguida esta victoria, es posible que Khásekhem tomara el nombre de Khásekhemuy, pero otros autores prefieren ver en este último un soberano diferente. De este modo acaba, de forma todavía confusa para nosotros, la segunda dinastía y, con ella, el período tinita. V.

CONCLUSIONES ACERCA DEL EGIPTO ARCAICO

Aunque los rasgos esenciales de la civilización egipcia ya se han adquirido en los últimos años del predinástico reciente, la época tinita es la que va a precisar y desarrollar esos rasgos. La unidad del país esbozada bajo los últimos reyes predinásticos quedaba por consolidar. Parece que, a este efecto, los faraones finitas emplearon dos medios: por una parte, la fuerza ar­ mada para reprimir las revueltas y, por otra, una política de alianza por matrimonios que se cree descubrir en los nombres de las reinas de la primera dinastía, tales como Her-Neit, Meryt-Neit, Neit-Hotep, formados todos con el nombre de la

uiosa patrona de Sais y del Egipto del Norte. Esta política se acompañaba con una actividad que se podría calificar de di­ plomática: el Horus Aha construye, o reconstruye, el templo de Neit, y Djer visita los santuarios de Buto y de Sais. La instala­ ción de la administración central en Menfis, en el corazón del reino del bajo Egipto (pues éste se extendía en la época predinástica del Fayum a las marismas del Delta) obedece al mismo deseo de presencia y, quizá, de conciliación. En fin, el nombre de la última reina de la época tinita, Nimaát-Apis, que contiene el nombre de Apis, el dios más popular de Menfis, muestra que los faraones de la segunda dinastía siguen el ejemplo de los de la primera, y consolidan su poder aliándose con las fa­ milias del norte. Esta política de la monarquía tinita, a la vez guerrera y diplomática, produce sus frutos, puesto que el Estado unificado supera la crisis de la época de Peribsen y se reconstruye fácilmente al final de la segunda dinastía. Aprovechando la paz interior, la monarquía tinita puede volverse hacia el exterior. Djer penetra en Nubia, al menos hasta la segunda catarata, donde se encontró un relieve con su nombre que conmemoraba una victoria sobre los pueblos me­ ridionales. Alia y Djer luchan contra los nómadas de los de­ siertos limítrofes, que se sentían atraídos por la riqueza del valle, especialmente contra los libios. Udimu rechaza a los beduinos del este, y Ádjib-Miebis menciona una victoria sobre los iuntiu, es decir, los nómadas en general, de los desiertos del sur, del sureste y del este. No parece que, ocupados por los desórdenes interiores, los faraones de la II Dinastía intervinie­ ran en el exterior; al menos no hemos conservado huellas de expediciones. Salvo en lo que concierne al sur, donde los faraones de la I Dinastía penetraron profundamente, la política militar tinita es sobre todo defensiva. Se trata de desanimar la codicia de los beduinos, quizá de castigar a aquellos que, como los libios, parecían ser aliados de los rebeldes del norte. Las relaciones con el extranjero no son siempre belicosas. Desde la época predinástica, el valle realizaba intercambios con los pueblos vecinos, especialmente con Palestina. En la época tinita estos intercambios aumentaron. Los artesanos especializa­ dos en joyas y vasos hicieron traer sus piedras de canteras si­ tuadas a veces muy lejos, en los desiertos este, oeste y sur. La madera se importaba de la costa sirio-palestina donde el nom­ bre de Narmer ha sido encontrado en un cascote de cerámica. El hallazgo en Egipto de cerámicas sirio-palestinas y el de va­ sos egipcios en Biblos y Palestina confirman la existencia de re­ laciones comerciales entre Egipto y Fenicia desde las épocas más lejanas. Se ha encontrado el nombre de Uadjy en la ruta

del desierto oriental que, a través del macizo costero, une aJ valle del Nilo con el mar Rojo, y el nombre de Nebre* en la ruta del desierto occidental. Finalmente, el marfil, el ébano, y quizá la obsidiana, llegaban a Egipto desde el lejano sur por el alto valle del Nilo. La época tinita conoció el establecimiento de una monarquía centralizada ayudada por una administración que se va orga­ nizando paulatinamente. La unidad de Egipto reposa en la per­ sona del rey y los funcionarios dependen directamente de él. Entre los más importantes de éstos figuran los que vigilan los trabajos públicos, especialmente el adj-mer (literalmente «cava­ dor de canales»), que llegará a ser el jefe de la provincia, el nomarca. No es seguro, aunque sí posible, que existiese ya un visir. El canciller, uno de los más altos funcionarios, se ocupa del censo que se realiza cada dos años y en el que el ganado parece tener la preferencia, sin que se olviden por ello los bienes raíces y muebles. El tesoro está compuesto por gra­ neros para almacenar los tributos en especie, ya que uno de los deberes esenciales de la monarquía es prever las malas cre­ cidas del Nilo; por ello existe una administración del agua ( per m u), encargada, sin duda, de notificar al rey las pers­ pectivas de la cosecha. En resumen, la administración tinita re­ posa sobre la revalorización agrícola del país, que depende a su vez de la buena marcha del sistema de irrigación. Esta ad­ ministración, ayudada por la difusión de la escritura, fue efi­ caz: se fundaron nuevas ciudades, se crearon viñedos, se con­ quistaron tierras al desierto y se sanearon los pantanos. El centro administrativo se fijó en Menfis, que quedará como capital de Egipto durante varios siglos. La propia monarquía se organiza: se precisan las ceremo­ nias de entronización; la fiesta Sed,estrechamente ligada al poder real, se celebra cada vez más regularmente; alrededor de la persona del rey se crea una corte con sus títulos. El faraón, representante y descendiente del dios Horus, tiende a ser considerado como un dios. Las técnicas transmitidas al Egipto tinita- por las culturas predinásticas se mejoran: es ésta la gran época de la talla de vasos de piedra con el abandono progresivo, en consecuencia, de la cerámica decorada. Los escultores dominan las piedras más duras y crean las primeras obras maestras del arte egipcio, como la estela del rey Serpiente (Uadjy) y la estatua de Khásekhem. Las estelas funerarias grabadas aparecen en las tumbas. Los artesanos de los metales saben hacer estatuas de cobre y los joyeros fabrican joyas admirables, como las del rey Djer. El perfeccionamiento de la técnica entraña el de la arquitectura: las tumbas son cada vez más grandes y más

complejas. Completamente de adobe al comienzo de la I Di­ nastía, se cubren después con una bóveda en saledizo, y, final­ mente, la piedra tallada y la madera se emplean cada vez más. Tenemos pocos datos sobre las creencias de esta época: sólo se ha encontrado un santuario en Abidos. No obstante, sabemos por la Piedra de Palermo y las excavaciones que los faraones tinitas construyeron o reconstruyeron templos en los que se rendía culto a los grandes dioses: Horus, Re*, Osiris, Isis, Min, Anubís, Neit, Socaris. El culto a los animales sagra­ dos desempeña ya un papel importante. La tumba se considera la vivienda permanente del muerto; en ellas se amontonan ali­ mentos, muebles y objetos de todas clases; se entierran servi­ dores alrededor de la tumba, lo que ha inducido a pensar en la posibilidad de que hubiesen sido sacrificados después de la muerte del soberano para asegurar su servicio en la otra vida (W . B. Emery). Esta costumbre, si es que llegó a existir, des­ apareció hacia el final de la I Dinastía. La creencia de una supervivencia del muerto en el cielo, en compañía del Sol, parece indicada por la presencia de. barcos enterrados cerca de las sepulturas humanas, barcos que permitirían al difunto se­ guir la barca solar o desplazarse a su gusto. Así, cuando se acaba el período tinita, la realeza faraónica está bien establecida. El soberano dirige una administración muy centralizada y ya jerarquizada. El país, bien regado, es próspero. Artistas y artesanos poseen ya las técnicas que van a difundirse luego.

8. El Imperio Antiguo

Cuando la II I Dinastía inaugura lo que se llama el Imperio Antiguo, un poder que durará aproximadamente desde el año 2700 hasta el 2300 a. C., Egipto está unificado. Desde la pri­ mera catarata hasta el Mediterráneo no existe sino una sola nación, aunque los faraones continúan titulándose «Rey del Alto y del Bajo Egipto». Las instituciones están establecidas so­ bre la base de una monarquía de derecho divino. El territorio agrícola ya está constituido y la religión tiene ya establecidos sus rasgos fundamentales. También se han adquirido ya las téc­ nicas, incluidas las superiores, como la escritura, el arte o la arquitectura. Antes de exponer la historia del Imperio Antiguo conviene dirigir una mirada de conjunto a los caracteres permanentes de esta civilización que acaba de nacer. I.

AMBIENTE NATURAL

La civilización egipcia debe mucho al ambiente natural en el que nace; sólo existe gracias al valle del Nilo y la historia de este último ha desempeñado un gran papel en su evolución. Al final de la era terciaria, como consecuencia de un hundi­ miento, el bajo valle del Nilo se convierte en un golfo marino desde la costa actual del Mediterráneo hasta cerca de el-Qab (cfr. mapa). Durante todo el Plioceno, enormes depósitos cal­ cáreos marinos van rellenando poco a poco este golfo, después de lo cual un movimiento general de elevación lleva la caliza a 180-200 m. sobre el nivel del mar/ El Nilo vuelve a cavar entonces su lecho en estos depósitos; mucho más poderoso de lo que es hoy, configura allí un amplio valle que los aluviones van a rellenar progresivamente de limo a medida que el caudal del río disminuye y ya más despacio. Este limo es el que pro­ duce la riqueza del valle, mientras que los acantilados calcáreos proporcionan el sílex que contienen y, al mismo tiempo, un excelente material de construcción. Geográficamente, Egipto está formado por dos zonas muy diferentes: una de ellas es el Delta en el que el valle de alu­ viones es muy amplio, y la otra, a partir del Fayum, un estre­ cho corredor de tierras cultivables enclavado, podríamos decir, entre dos desiertos, que constituye el alto Egipto. Así, pues, al Delta, rico y marítimo, se opone el Said, más pobre y como

asfixiado por el desierto. El único lazo de unión entre las dos regiones es el Nilo y su régimen. Desde Heródoto es un lugar común decir que Egipto es un «don del Nilo», pero es el reflejo de la realidad. En efecto, el clima en Egipto es árido, las precipitaciones anuales son insignificantes y, si el Nilo no existiese, Egipto sería un de­ sierto como el Sahara y el Negev, situados en la misma la­ titud. Por último, si el río no tuviese un régimen muy particu­ lar sólo se habrían podido cultivar algunas tierras de las ori­ llas de su curso. Por tanto, lo que verdaderamente constituye la riqueza de Egipto no es tanto el Nilo como la crecida del Nilo, que le proporciona el agua y el limo sin los cuales aquélla no existiría. El fenómeno de la inundación es muy complejo. El elemen­ to esencial proviene de las lluvias monzónicas de primavera que, abatiéndose sobre el macizo etíope, determinan la crecida de los afluentes abisinios del Nilo, el Nilo Azul y el Atbara. Desde principios de agosto hasta finales de octubre, Egipto está recubierto por las aguas. Sus tierras se empapan de hume­ dad y reciben el limo arrancado a las tierras volcánicas de Abisinia. Pero, aunque la crecida tiene un aspecto bienhechor, puede ser también catastrófica: la subida de las aguas es muy brusca, y si actuara libremente la violenta corriente arrancaría todo; por último, y muy en especial, recordemos que no existe fenómeno más caprichoso. De diez crecidas sucesivas, apenas tres son satisfactorias; las otras siete son o demasiado débiles o demasiado fuertes. Por tanto, no es una paradoja decir que el origen real de la civilización egipcia reside en el hecho de dirigir la crecida. El hombre empleó muchos medios para ello. Primero levantó diques de protección a lo largo de las orillas del río. Des­ pués elaboró un sistema complejo de canales y de diques de retención que le permitió controlar, literalmente, la inunda­ ción. Una vez que el Nilo quedó forzado a pasar por los diques sucesivos situados desde Asuán hasta el Delta, se cortó la violencia de la corriente, y además se logró que las aguas permanecieran más tiempo en los campos y depositaran en ellos el limo en suspensión. Por último, mediante un allanamiento riguroso del valle y el establecimiento de una red de canales de conducción, los egipcios llegaron gradualmente a transpor­ tar el agua a tierras normalmente fuera del alcance de la cre­ cida. Si el Nilo y su crecida son fenómenos de la naturaleza, Egipto, por el contrario, es una creación humana. Para obtener este extraordinario resultado que es el oasis egipcio, era necesaria una organización rigurosa. Esta necesi­ dad es la que explica en gran medida el rápido desarrollo

de la civilización en Egipto. La importancia concedida por la administración tinita a la excavación de los canales y a la vi­ gilancia del régimen de las aguas (cf. más arriba, pág. 211) atestigua que en esta época ya se ha concluido la organiza­ ción del país. El segundo método utilizado por el hombre para paliar las deficiencias del Nilo fue la acumulación sistemática de reser-

Fig. 14. Egipto en la época de los imperios antiguo y medio. 8

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vas en los años de buena crecida, para subvenir a las necesi­ dades cuando la inundación fuera insuficiente. El «tesoro real» es esencialmente un granero; cada provincia tiene el suyo y la buena administración tiene como doble objetivo el mantener los diques y canales en buen estado y el velar para que los graneros estén siempre llenos. Este imperativo ha debido con­ tribuir fuertemente al establecimiento de un régimen autoritario centralizado y al desarrollo de una administración eficaz. Pero aunque las condiciones físicas exigen la presencia de una autoridad fuerte, la geografía tiende a su vez a la descen­ tralización del poder. En efecto, Egipto es casi 35 veces más largo que ancho. Dondequiera que se instale, el poder central está siempre alejado de los pequeños centros administrativos que se escalonan a lo largo del Nilo, en el interior de los mi­ núsculos valles agrícolas. De aquí surgirá la tentación en cada una .de estas pequeñas -capitales provinciales de erigirse en principados independientes en el momento en que el poder real se debilita ' o comete la imprudencia de concederles de­ masiadas libertades. La historia de Egipto es así una sucesión de períodos de fuerte centralización (Imperio Antiguo, Impe­ rio Medio, Imperio Nuevo), interrumpidos por períodos de descentralización (Primero y Segundo Períodos Intermedios). Estos últimos períodos son además épocas de carestía y de desórdenes, pues el mantenimiento del sistema de control del río es de tal manera imperativo que la menor debilidad del poder central se paga con desastres económicos, que, a su vez, facilitan la vuelta a un poder fuertemente centralizado. II.

CRONOLOGIA

Los egipcios deben a la crecida del Nilo no sólo la pros­ peridad de su país, sino también el haber tenido el mejor calendario de todos los pueblos de la antigüedad. Según las necesidades de la agricultura, su año estaba primitivamente dividido en tres estaciones: la estación akhet, durante la cual los campos estaban cubiertos de agua por la inundación; la estación peret, que veía la siembra, la germinación y la ma­ duración de las plantas, y, por último, la estación sbemu, ocupada en la recolección y el entrojamiento. El año comenzaba, pues, con la inundación, y durante bas­ tante tiempo el primer año debió coincidir con el comienzo de la subida de las aguas. En un determinado momento, los egipcios observaron que este fenómeno coincidía con la apari­ ción en el horizonte de la estrella Sothis (egipcio: Sepedet), nuestra Sirio, justo antes de la salida del Sol. En este orto helíaco de Sothjs debieron ver la causa misma de la inunda-

cion y ae el mcieron el primero üel ano. A partir de entonces el año egipcio quedó dividido en tres estaciones de cuatro me­ ses de treinta días, es decir, trescientos sesenta días, a los que se añadían otros cinco suplementarios (que los griegos llamaron ktqójievai [‘Tfjjiipat]) que totalizaban trescientos sesenta y cin­ co días. Este año solar, muy superior a todos los cómputos basados en las lunaciones, no era, sin embargo, perfecto. El año solar real es de trescientos sesenta y cinco días y cuarto, y no de trescientos sesenta y cinco, de forma que, cada cuatro años, el año oficial egipcio llevaba un día de adelanto sobre el año astronómico. Al cabo de ciento veinte años el adelanto era de un mes, y de más de cuatro meses al cabo de cinco si­ glos. Las estaciones reales se encontraban entonces enteramente desfasadas. Sólo después de mil cuatrocientos sesenta años el primer día del año astronómico coincidía de nuevo con el pri­ mer día del año del calendario oficial. Este período de mil cuatrocientos sesenta años es lo que se llama un período sotíaco. Por supuesto, los egipcios se dieron cuenta rápidamen­ te de que la estación real peret, por ejemplo, durante la que sembraban, se encontraba, según el calendario oficial, en plena estación de las cosechas (shemu). De esta manera Censorino se daba cuenta de que existía una coincidencia entre el orto helíaco de Sothis y el primer día del año del calendario egipcio, en el año 139 de nuestra era. Esto ha permitido a los astrónomos modernos calcular que el mismo fenómeno se debió producir también en los años 2773 y 1317 a. C. Así, pues, diferentes inscripciones jeroglíficas indican que, bajo Thutmosis I I I , el orto helíaco de Sothis se había producido el día 28 del tercer mes de shemu, que este mismo orto había sido observado el noveno día del mismo mes bajo Amenofis I, y por último, que, bajo Sesostris I I I , Sothis había aparecido en el año 7, el día 16 del cuarto mes de peret. Estas observaciones permitieron fijar sólida­ mente tres hitos cronológicos: el año 7 de Sesostris III co­ rrespondió al 1877, dos años más o menos, el año 9 de Ame­ nofis I al 1536, y el reinado de Thutmosis I I I debió incluir la fecha de 1469. A partir de estas fechas se ha podido fijar, gracias a Mane­ tón, al Papiro de Turín y a los propios monumentos, una cro­ nología de los soberanos de Egipto que ciertamente no está exenta de errores, pero que, sin embargo, es satisfactoria. No obstante, queda una cuestión sin aclarar: no se posee ninguna fecha sotíaca para los reinados anteriores al de Sesostris III, y, en consecuencia, la cronología anterior a este reinado sigue siendo incierta. Se sabe que la adopción del calendario no se pudo hacer más que al comienzo de un período sotíaco; dicho de otro modo, en el 2773, o en el 4233. Durante mucho tiem­

po se ha creído que se había hecho en el 4233, pero las fechas obtenidas por el Carbono 14 han demostrado que en esta época Egipto estaba todavía en pleno Neolítico. Por esto se admite en la actualidad que fue hacia el 2773 cuando se adoptó el calendario solar. Es posible que esta fecha pertenezca al rei­ nado del rey Djer, pero también es probable que este aconte­ cimiento se produjese en el Imperio Antiguo, durante el rei­ nado de Djeser, de la III Dinastía. III.

LA I I I DINASTIA

No se conocen las razones que llevaron a Manetón a iniciar la III Dinastía con la muerte de Khásekhemuy. Sólo una cosa es cierta: Djeser, cuya figura domina la dinastía, estaba empa­ rentado con Khásekhemuy por su madre Nimaat-Apis, mujer de este último. Se ha llegado a pensar que quizá ésta sólo era una esposa secundaria del último rey de la segunda dinas­ tía; la esposa principal no habría tenido hijos, o sólo hijas, y serían los hijos de la segunda esposa los que habrían sucedido a su padre. La historia de la III Dinastía plantea todavía numerosos pro­ blemas: no se ha establecido de una manera muy segura ni el número ni el orden de sucesión de los reyes que la compo­ nen. Se ha creído durante mucho tiempo que.Djeser, puesto que era hijo de Khásekhemuy, habría sido el primer rey de la dinastía. Recientes descubrimientos han demostrado que su reinado estuvo precedido indudablemente por el del Horus Sanakht, su hermano muy probablemente. No se sabe nada de este Sanakht, salvo que su monumento funerario fue sin nin­ guna duda el punto de partida de la pirámide escalonada. El nombre de Djeser, su sucesor, sólo se conoce por monu­ mentos tardíos. En efecto, bajo la III Dinastía, como en la época tinita, los faraones utilizan en sus monumentos su nom­ bre de Horus. Por ello el único nombre consignado en la pirá­ mide escalonada es el de Neterierkhet, y sólo por las inscrip­ ciones del Imperio Nuevo y las de épocas aún más recientes sabemos que Neterierkhet y Djeser son una misma persona. El hecho esencial del reinado de Djeser es la construcción del gran conjunto arquitectónico conocido como la Pirámide esca­ lonada, que se eleva en el límite del desierto, en Saqqarah, algo más al sur que las grandes pirámides. Es obra de Imhotep, arquitecto, médico, sacerdote, hechicero y funcionario de Dje­ ser. Es el primer edificio enteramente de piedra que nos ha legado la civilización egipcia y le valió a su creador, Imhotep, un renombre tal que más tarde fue divinizado. Los propios

griegos lo identificaron con Asclepio, el dios de la medicina, y le adoraron bajo el nombre de Imuthes. La pirámide escalonada propiamente dicha, con sus seis pisos que dominan la llanura y el valle desde una altura de 63 me­ tros, no es más que una parte del gran complejo creado por Imhotep. Se ha supuesto que por lo menos una parte de este conjunto, el templo funerario, era la réplica en piedra del pa­ lacio real,de ladrillos construido por Djeser en Menfis. La pi­ rámide, en su estado actual, es el resultado de múltiples modi­ ficaciones. Comenzó por ser una simple mastaba, es decir, un paralelepípedo del mismo tipo que las sepulturas reales y civiles de las dos primeras dinastías (ver págs. 231 y 244). La red de corredores y de cámaras subterráneas excavados en la roca y que recubre la maciza manipostería de la pirámide comprende más de 11 cámaras funerarias que se suponen construidas para la familia de Djeser. En la fachada norte de la pirámide se levantaba un templo en el que se rendía culto funerario al rey muerto; en este templo es donde se ha encontrado una estatua del rey de tamaño natural. Pero el conjunto de construcciones más importante se le­ vanta hacia el sur de la pirámide misma. En el centro se en­ cuentra un inmenso patio rectangular, flanqueado al este y al sur por capillas y cámaras anejas, entre las que hay dos gran­ des pabellones que parecen simbolizar, respectivamente, los rei­ nos del sur y del norte; trece edificios más pequeños serían posiblemente los santuarios de los dioses de los diferentes no­ mos. Se supone que el patio y los edificios estaban destinados a lá celebración dela fiestaSed. El complejo de Saqqarah está rodeado por un inmenso recinto amurallado con resaltes y con baluartes que delimita una superficie de más de 600 metros de largo por 300 metros de ancho, e imita, en piedra tallada, las fachadas con resaltes de las tumbas y palacios de la época tinita. Una de las caracterís­ ticas de la pirámide escalonada es la de ser la escrupulosa imi­ tación en piedra de una arquitectura en adobe y madera. Así, por ejemplo, las puertas de los santuarios están construidas con piedras aparejadas y figuran estar entreabiertas; los cerro­ jos, goznes, paneles,vigas, barreras, todo lo que evidente­ mente era de madera, se hacía en Saqqarah con una bella piedra caliza blanca. Imhotep emplea por primera vez la co­ lumna, pero no se atréve aún a levantarla libremente, permanece unida a las paredes. Aparece ya la columna papiriforme cuyo fuste es también la copia fiel y gigantesca de un tallo de papiro, y,. por último, la columna estriada. En las -cámaras subterráneas, algunas de las cuales están recubiertas con placas decoradas de loza azul y con paneles de piedra calcárea finamente esculpidos

en relieve se han encontrado varios millares de vasos y platos de alabastro, esquisto, pórfido, mármol, cuarzo, cristal de roca, serpentina, etc. Algunos de ellos estaban grabados con el nom­ bre de los faraones de las I y II Dinastías. El reciente descubrimiento (1951) de una pirámide escalo­ nada inacabada nos ha proporcionado el nombre del sucesor de Djeser: Sekbemkhet. Este no debió reinar más que seis años, lo que explicaría que la construcción de su pirámide, próxima a la de su predecesor, no se llegara a terminar. Los subterráneos se componen de 132 almacenes; en la cámara se­ pulcral se encontró un sarcófago monolítico de alabastro que, por desgracia, está vacío. El descubrimiento de la pirámide escalonada de Sekhemkhet ha permitido atribuir, ■por comparación, a la III Dinastía otra pirámide escalonada, también inacabada, cuya fecha no es segura: la de Zawiet-el-Aryán, al sur de Gizeh. Es probable que deba ser atribuida a Khába, lo que permite establecer el orden de sucesión de los reyes de la III Dinastía de la si­ guiente manera: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Horus Sanakht, posiblemente el Nebka del Papiro Westcar. Horus Neterierkhet, Djeser, constructor de la pirámide es­ calonada. Horus Sekhemkhet, Djeser-Teti (?), constructor de la pirámide inacabada de Saqqarah. Horus Khába, constructor de la pirámide inacabada de . Záwiet-el-Aryán. Horus X ..., posiblemente el Nebkare1 de la lista real de Saqqarah (Cerny, 1958). Horus Huni, constructor de la pirámide escalonada de Meidum.

Khába no se conoce más que por algunas copas de piedra dura grabadas con su nombre. Parece haber reinado solamente algunos meses y tenido como sucesor al rey Nebkare', del que únicamente se sabe que su reinado fue el penúltimo de la di­ nastía. El último rey, Huni, conocido por un fragmento de granito encontrado en Elefantina, habría comenzado la pirá­ mide de Meidum, que luego terminaría Snefru, el primer rey de la IV Dinastía. Como se ve el desarrollo de la historia de la III Dinastía es todavía muy incierto. Solamente es segura la existencia de seis reyes. Ahora bien, Manetón enumera nueve, que habrían reinado durante doscientos catorce años. El descubrimiento in­ esperado de la pirámide inacabada de Sekhemkhet demuestra

que las excavaciones pueden todavía reservar sorpresas en la historia de esta dinastía. Los nombres de tres de los reyes de la dinastía (Sanakht, Djeser, Sekhemkhet), al haber sido descubiertos en el Uadi Maghara, nos hacen remontar a esta época las primeras expe­ diciones militares egipcias en la península del Sinaí, destinadas sin duda a obtener turquesas. Se ha supuesto que Huni había fortificado Elefantina, y, confiados en un documento muy pos­ terior ya que data de la época ptolemaica, que Djeser había anexionado a Egipto la región situada entre Asuán y Takompso (Kasr Ibrim), es decir, toda la baja Nubia. Como quiera que sea, el complejo de la pirámide escalonada de Saqqarah es lo que nos permite juzgar mejor la obra de la II I Dinastía. Este conjunto valora la importancia de los ritos religiosos en la ceremonia de coronación del rey; El arte egipcio está ya en la posesión plena de sus medios y el país conoce un período de considerable riqueza. Esto se puede juzgar por los casi 30.000 va­ sos encontrados en la pirámide de Saqqarah, y por la belleza de las tumbas que los particulares pueden ahora mandarse cons­ truir, como la de Hesy-Re‘, contemporáneo de Djeser, cuyos paneles de madera esculpida cuentan entre las obras maestras del arte egipcio. Durante la II I Dinastía es cuando se prepara el período que algunos consideran, con sobrados motivos, como la época más importante de la civilización egipcia: la IV Di­ nastía.

IV.

LA IV DINASTIA

No existe ningún monumento construido por el hombre que tenga un renombre tan universal como las grandes pirámides de Gizeh, y, sin embargo, sus constructores aún no se co­ nocen, ai mucho menos, tan bien como la importancia de es­ tos monumentos podría hacernos creer. El número, y hasta el orden de spcesión de los reinados de la IV Dinastía, no son en absoluto seguros. Manetón da para los cuatro primeros faraones el orden siguiente: Snefru, Kheops, Khefren y Micerino, pero las fuentes más antiguas, como el Papiro de Turín, intercalan Didufri (o Radjedef) entre Kheops y Khefren, y uno o dos faraones, según las fuentes, entre Khefren y Micerino. Después de Micerino, Manetón enumera cuatro faraones, mientras que el Papiro de Turín no da más que dos. Se puede observar el mismo desacuerdo en lo que se refiere a la duración de los reinados: Manetón hace reinar a Kheops y a Micerino durante sesenta y tres años cada uno, mientras que el Papiro de Turín no les concede más que veintitrés y dieciocho años

de reinado respectivamente. Desgraciadamente, las fuentes ar­ queológicas apenas esclarecen la historia. En lo que se refiere a la IV Dinastía, se poseen algunos monumentos privados que nos informan ya sobre la vida coti­ diana en Egipto durante esta época, pero los monumentos reales, por el contrario, apenas nos proporcionan información y en especial las grandes pirámides no han suministrado práctica­ mente ningún documento escrito sobre sus constructores. Sólo se conoce bien el arte. Pero aunque la IV Dinastía no hubiese aportado más que la perfección de sus monumentos y de sus estatuas, merecería un lugar de primera categoría en la historia de la humanidad. Para la exposición de los acontecimientos, seguiremos el orden de sucesión de los faraones tal y como se ha podido establecer por los monumentos, es decir: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Snefru (veinticuatro años de reinado, según el Papiro de de Turín). Kheops (Khufu — veintitrés años de reinado, según el Pa­ piro de Turín). Didufri (Radjedeb — ocho años de reinado). Khefren (Khaefre1— duración del reinado desconocida). Micerino (Menkaure1— dieciocho años de reinado). Shepseskaf (omitido en el Papiro de Turín).

Por la ausencia de documentos con garantía suficiente es im­ posible fijar las fechas de uno de los reinados; la dinastía per­ manece en el poder desde el año 2700 hasta el 2500 aproxi­ madamente. Snefru. Como sucede frecuentemente en los cambios de las dinastías manetonianas, no existe ruptura evidente entre la III y la IV Dinastía. Snefru es, posiblemente, un hijo de Huni. Pero, hijo de una esposa secundaria, Meresankh, parece que confirmó sus derechos a la corona casándose, en vida de su padre, con su hermanastra Heteferes, heredera directa de Huni. Este hecho se volverá a producir frecuentemente en la historia de Egipto. Gracias a la Piedra de Palermo, el reinado de Snefru es el mejor conocido de la dinastía. Realizó una expedición militar a Nubia de la que volvió con 7.000 prisioneros y 200.000 ca­ bezas de: ganado, lo que supone, si las cifras son exactas, una penetración profunda en Africa. A continuación se volvio con­ tra los libios, a los que venció, capturando 11.000 hombres y 13.100 cabezas de ganado. Los relieves del Uadi Maghara nos dan a conocer, además, que mandó realizar varias expediciones al Sinaí. La Piedra de Palermo menciona, por último, múltiples construcciones de templos, fortalezas y palacios en todo Egipto,

lo que explica sin ninguna duda el hecho de que enviara expe­ diciones marítimas al Líbano (una compuesta de 40 navios de alta mar) para conseguir madera para la construcción: cedros y pinos. Snefru terminó la pirámide de su padre, en Meidum; des­ pués se hizo construir para él dos pirámides en Dahshur, a 7 km al sur de Saqqarah. Una de ellas se conoce bajo el nom­ bre de Pirámide Romboidal (Bent Pyramid), pues presenta una doble pendiente; la otra, de planta cuadrada y de 93 m de al­ tura, es la primera pirámide auténtica de Egipto y la que será imitada por los otros faraones de la dinastía. A partir del reinado de Snefru, la fórmula de sepultura real del Imperio Antiguo está bien establecida. La pirámide no es más que . una parte dé un conjunto que está compuesto, en el valle, por un pequeño templo al que llega el río por un canal, donde arriba el barco funerario en el momento del ente­ rramiento real; es lo que los egiptólogos llaman el «templo del valle». Una rampa, o calzada, cubierta conduce desde el santuario hasta el templo funerario propiamente dicho, cons­ truido ante la fachada este de la pirámide. En él se celebra el culto al rey muerto. Las caras de la pirámide están orientadas según los puntos cardinales. La cámara sepulcral está excavada en la roca, bajo la pirámide; únicamente Kheops situará esta cámara en el centro del monumento. Por último, un muro a modo de cerca rodea la pirámide; entre este muro y la pirámide se excavaban fosos oblongos en. los que se depositaban los barcos para uso del rey. Desde entonces todas las pirámides; contarán con estos cuatro elementos y sólo la decoración va­ riará de una dinastía a otra. Kheops (en egipcio, Khufu). Es el hijo de Snefru y de Heteferes. Sucedió normalmente a su padre. Como la Piedra de Palermo está mutilada a partir del reinado de Snefru, no proporciona ningún dato sobre los acontecimientos del reinado de Kheops, cuya duración misma es incierta (veintitrés años según el Papiro de Turín y sesenta y tres según Manetón). Y, sin embargo, a él se debe el mayor monumento que se haya jamás construido por la mano del hombre. Es imposible ha­ cerse una idea de. la importancia de la gran pirámide de Gizeh, construida por Kheops cerca de lo que es hoy El Cairo, sin recurrir a las comparaciones. Se ha podido recalcar que, cuando era nueva, alcanzaba una altura de 144 m (hoy es de 138 m), que su base, un cuadrado casi perfecto, mide más de 227 m de lado, lo que representa una superficie de 51.529 m2, es decir, más de 5 hectáreas; todo esto apenas habla del esfuerzo que supuso. Pero se ha calculado que se habría necesitado alrede­ dor de 2.300.000 bloques de piedra calcárea para construirla, de

un peso de dos toneladas y media por término medio, y algunos hasta de 15 toneladas; estas proporciones podrían agrupar en su superficie de base el conjunto de las catedrales de Florencia, Milán, San Pedro de Roma, Westminster y San Pablo de Lon­ dres; los bloques que la constituyen, tallados en cubos de 30 cm de lado y puestos uno junto a otro, cubrirían una dis­ tancia igual a los s/ j de la longitud del Ecuador. Sólo estas comparaciones logran darnos una idea de la masa prodigiosa que es la pirámide de Kheops, una de las siete maravillas del mundo para los antiguos. Y , sin embargo, la mole misma no es nada comparada con la perfección de su construcción. Las caras están rigurosa­ mente orientadas según los cuatro puntos cardinales, el máximo error de ángulo no sobrepasa apenas los cinco grados. Los án­ gulos son ángulos rectos casi perfectos. Por último, los bloques de los cimientos sucesivos están colocados unos sobre otros sin argamasa, y, sin embargo, es imposible, según las compa­ raciones habituales, deslizar entre ellos la lámina de un cuchillo, por lo perfectamente que están ajustados. Si, como es probable, Kheops no reinó más que veintitrés años, fue necesario, para que la pirámide estuviera terminada en el momento de su muerte, que los obreros, canteros, artesanos y albañiles egipcios extrajeran de la montaña, tallaran, transpor­ taran y pusieran cada día de su reinado más de 300 bloques de piedra calcárea, es decir, unas 800 toneladas de piedra, lo que exigió, pensamos, unos 100.000 hombres. Esto solamente para la pirámide, pues al mismo tiempo se construían el tempío funerario enlosado con basalto y con columnas de granito, la calzada o rampa, el «templo del valle» y cinco fosos de 43 m de longitud, destinados a los barcos del rey, excavados alrededor de la pirámide. Y además, a pesar de lo que haya dicho Heródoto, Kheops i no se contentó con hacer construir únicamente su pirámide. í Restauró y edificó templos en Egipto, de forma que esta acti- I vidad arquitectónica es una prueba no sólo de la buena admi­ nistración del país bajo su reinado, sino también de la pros­ peridad económica de Egipto, Didufri (Radjedef). El reinado glorioso de Kheops fue se­ guido por el mal conocido de Didufri, que eligió para construir su pirámide el lugar de Abu Roash, al noroeste de Gizeh. Se ha encontrado su nombre grabado en las losas que cubrían el foso en el que se encontró, en 1954, uno de los barcos de su padre Kheops. Su pirámide inacabada parece indicar que Didufri reinó poco tiempo, lo que coincide con los ocho años que le atribuye el Papiro de Turín. Khefren (en egipcio, Khaefre'). Todo lo que tiene de os­

curo el reinado de Didufri tiene el de su hermano menor, Khefren, de notable. Manetón le atribuye una duración de sesenta y tres años; sin duda este período de tiempo es demasiado largo: Khefren debió reinar aproximadamente unos veinticin­ co años e hizo construir su pirámide en Gizeh, al lado de la de Kheops. Aunque un poco más pequeña que la de este último, la pirá­ mide de Khefren, levantada en una elevación de la planicie desértica, parece igual de grande, o más, que la gran pirámide. El conjunto funerario se conserva en mejor estado. Especial­ mente el «templo del valle», construido en macizos bloques de granito, es una de las obras maestras de la arquitectura egipcia. En este templo se encontró la célebre estatua de diorita de Khefren, una de las joyas del Museo de El Cairo. AI lado de este santuario se elevaba una colina natural de piedra cal­ cárea que los arquitectos de Khefren utilizaron para hacer una esfinge, animal fabuloso con cuerpo de león y cabeza humana. La gran esfinge de GizeH, esculpida a imagen de Khefren, llegó a ser algo tan célebre como las grandes pirámides. Las genera­ ciones que sucedieron a las del Imperio Antiguo vieron en ella un dios «Horus del Horizonte» (del que los griegos hi­ cieron Harmaquis), y depositaron a sus pies numerosas estelas votivas que las excavaciones han sacado recientemente a la luz. Con sus 72 m de longitud y su altura de 20 m, la gran esfinge, a pesar de las poco hábiles restauraciones de épocas posteriores, sigue siendo uno de los monumentos más impresio­ nantes del arte egipcio. La sucesión de Khefren plantea un problema: a continuación de su nombre, el Papiro de Turín tiene una laguna, pero deja suficiente espacio para un nombre (como mínimo) que se in­ tercalaría entre Khefren y Mikerinos, constructor de la tercera gran pirámide. No hace mucho (Debono, 1949) se ha encontrado én un bloque del Uadi Hammamat una inscripción del Impe­ rio Medio que da una lista real compuesta por Kheops, Didu­ fri, Khefren, Hordjedef y Baefre'; los dos últimos nombres son los de los príncipes reseñados en otro lugar como hijos de Kheops, lo mismo que Didufri y Khefren. La inscripción del Uadi Hammamat permite, pues, suponer que éstos reinaron, efectivamente, y que uno de ellos, o quizá ambos, debían figu­ rar en el Papiro de Turín. Comoquiera que sea, los reinados de Hordejedef y Baefre1, si efectivamente existieron, debieron ser muy efímeros, posiblemente de sólo algunos meses. Micerino (en egipcio, Menkaure'). Hijo de Khefren, se casó, según la costumbre egipcia, con su- hermana mayor. El hijo primogénito de la pareja parece que murió antes de que terminara el reinado de su padre.

Micerino hizo construir su pirámide junto a las de Kheops y Khefren. Más pequeña que estas últimas, sin embargo las hubiera igualado en belleza si Micerino hubiera podido cum­ plir su proyecto de recubrirla con bloques de granito rojo, pero su muerte dejó el trabajo inacabado. El templo funerario de Micerino ha proporcionado numerosas estatuas y estatuillas de esquisto que representan al rey, unas veces solo y otras con la reina o con las diosas de los nomos. Sbepseskaf sucede a Micerino. Probablemente era hijo de éste, aunque no lo fue de la reina principal; para confirmar sus derechos a la corona, parece que se casó con su herma­ nastra, hija de la pareja real legítima. Con su reinado, la decadencia de la dinastía se convierte en algo evidente. Shepseskaf no sólo es incapaz de terminar en piedra las construcciones funerarias de su padre y se contenta con terminarlas en ladrillo, sino que además renuncia a hacer construir una pirámide para él. Su tumba, al sur de Saqqarah, está construida en forma de un gigantesco sarcófago; los árabes la llamaban la Mastaba el-Faraun. Aunque su manipostería es excelente, esta tumba no se podría comparar con las impor­ tantes construcciones de los grandes reyes de la dinastía, desde Snefru hasta Micerino. El reinado de Shepseskaf fue corto y no excedió sin duda de los siete años. La historia del final de la dinastía es confusa. Manetón enu­ mera aún cuatro reyes después de Micerino, el tercero de los cuales, Seberkheres, debe ser Shepseskaf; le siguió un cierto Thanfthís que habría reinado nueve años. Los monumentos no han conservado nada de estos faraones manetonianos y cabe dudar si verdaderamente reinaron e, incluso, si existieron. El hijo de Shepseskaf y la reina Baunefer ni siquiera llevará los títulos de príncipe, y el poder va a pasar a una nueva di­ nastía. Por esto apenas tenemos datos de los acontecimientos que se desarrollaron durante los dos siglos aproximados que la IV Di­ nastía permaneció en el poder. Los recientes descubrimientos en la Nubia sudanesa (1962) demuestran que los sucesores in­ mediatos de Snefru también se interesaron por el lejano sur. Ocupaban Buhen, cerca del actual Uadi Halfa. Es muy pro­ bable que se interesaran por Asia, de la que, posiblemente en mayor medida que Snefru, habrían tenido necesidad para el suministro de la madera de construcción indispensable para las edificaciones gigantescas que levantaban. Una parte, al menos, de la madera empleada para la gran barca de Kheops (descu­ bierta en 1954) es de cedro del Líbano. La península del Sinaí, los desiertos este y oeste, fueron recorridos regularmente por las expediciones que buscaban materias primas, minerales me­

talíferos o piedras para los talleres reales. De esta manera la estatua sedente de Khefren, de El Cairo, ha sido tallada en un bloque de diorita —gneis procedente de una cantera situada en el desierto occidental, a unos 65 km al noroeste de Abu Símbel— . ¿Cuál fue la actitud de la dinastía frente a los libios? No se sabe, pero es probable que al menos supiera contener­ los, si no llegó a controlar su territorio. Los dos hechos esenciales de la IV Dinastía son, por una parte, el desarrollo y el perfeccionamiento de la administración real, y, por otra, el progreso del arte. Al lado de los monu­ mentos reales citados a lo largo de la exposición de cada uno de los reinados, aparecen monumentos privados: estatuas de príncipes, princesas o altos funcionarios, relieves y pinturas en las tumbas de los particulares. Estos se limitan aun frecuente­ mente a la representación de las ofrendas y de la comida fune­ raria, pero las escenas de la vida privada que constituyen la riqueza de las mastabas de la V Dinastía comienzan a apare­ cer. Por último, las artes menores, tal como nos han sido reveladas por el mobiliario de la reina Heteferes, mujer de Snefru y madre de Kheops, atestiguan un gusto exquisito y una perfección técnica que será igualada en tiempos posteriores, pero jamás superada. V.

LA V DINASTIA

Mientras que la dinastía de los constructores de pirámides plantea aún numerosos problemas en lo que concierne al orden de sucesión, se conoce bien, por el contrario, la duración de los reinados e incluso el número de faraones que han pertenecido a la V Dinastía, los nueve soberanos que la componen, al me­ nos en lo que se refiere a sus nombres y épocas. La dinastía se establece de la manera siguiente: Duración del reinado según: 1. Userkaf 2. Sahure' 3. Neferirkare'-Kakai 4. Shepseskare‘-Izi 5. Neferefre'-Raneferre' 6. Neuserre‘-Ini 7. Menkauhor 8. Djedkare'-Isesi 9. Unas

Papiro de Turtn

Manetón

7 años 2 a 14 » + de 10 » 7 » + de 1 » 11 » 8 » 28 ó 39 » 30 »

28 años 13 » 20 » 7 » 20 » 44 » 9 » 44 » 33 »

116 años

248 años

Las cifras dadas por Manetón parecen demasiado altas a juzgar por las del Papiro de Turín y por las más ídtas conoci­ das por los monumentos. Si se tiene en cuenta que dos de las cifras del Papiro de Turín se han perdido y que algunas de las etapas dadas por esta fuente son muy exiguas, se puede esta­ blecer que la dinastía permaneció en el poder durante ciento treinta años aproximadamente (2480 a 2350). Según los monumentos y las fuentes que tenemos a nuestra disposición, no existió ruptura alguna entre la IV y V Dinas­ tías. Parece, en efecto, que Userkaf, primer rey de la V Di­ nastía, había sido un descendiente de una rama menor de la familia de Kheops, un nieto de Didufri. Siguiendo la costumbre establecida, consolidó sus derechos a la corona casándose con una descendiente de la ráma primogénita, hija de Micerino. De esta manera, la V Dinastía sucede a la IV de forma similar a como ésta había sucedido a la III, y, sin embargo, un relato popular del final del Imperio Medio (Papiro Westcar) repre­ senta su advenimiento de un modo completamente diferente: bajo el reinado de Kheops el dios Re‘ en persona habría engen­ drado a los tres primeros reyes de la V Dinastía. Su madre habría sido Redjedet, mujer de un gran sacerdote de Heliópolis. Aunque falso, el relato es interesante porque pone de mani­ fiesto el carácter esencial de la historia de la V Dinastía: la importancia del dios Re‘ de Heliópolis y de su hija Hathor, así como posiblemente de su sacerdocio. A partir de la V Di­ nastía es cuando el título de «hijo de Re‘» aparece regular­ mente en la titulación real. El relato popular no hace más que interpretar a su manera el origen del título real. La Piedra de Palermo enumera las numerosas construcciones de templos y las donaciones piadosas de la dinastía, y Heródoto, por su par­ te, ha respetado la tradición del fervor religioso que distingue a los reyes de la V Dinastía. Userkaf hizo construir su pirámide en Saqqarah, cerca de la pirámide escalonada; en ella se ha encontrado una admirable cabeza real que había pertenecido a un coloso. La pirámide funeraria de Userkaf, como todas las de la dinastía, es mucho menos importante que las de Gizeh, pero, sobre todo, en lugar de estar como estas últimas, enteramente construidas con blo­ ques aparejados, se componen de un núcleo de manipostería suelta, y aun de un simple relleno, revestido de piedras talladas. Por esto han resistido muy poco al tiempo y en la actualidad no presentan más que cúmulos de piedras amorfas. Userkaf y sus sucesores, hasta Iscsi, consagran una parte mínima de sus i rt I t i J o s » t j s monnnientw* tunera ríos, pero todos ellos construyen templos al dios Re'. Todavía no se ha explicado de manera satisfactoria el hecho de que cada uno de

ellos juzgara conveniente edificar un templo personal a la divi­ nidad tutelar. Además, esta práctica desaparecerá antes del final de la dinastía, al romper definitivamente con ella Djedkare'-Isesi y Unas. Aunque los textos atestiguan que existieron seis templos de Re‘, solamente se han encontrado y excavado dos de ellos, el de Userkaf y el de Neuserre*. Están compuestos por un obe­ lisco erigido en un amplio patio abierto y construido sobre una gran basa en forma de tronco de pirámide, símbolo sin duda de la colina primitiva surgida del caos originario; delante de él se encuentra un gran altar para los sacrificios. Se llega al tem­ plo por una rampa cubierta que subía desde el valle. Alrededor del patio central se encuentran las construcciones anejas para vivienda de los sacerdotes y la preparación de los sacrificios. Fuera del recinto amurallado, en el lado sur, se había construido una barca gigante, representación de la barca en la que se creía que el Sol recorría su periplo celeste diario. Estos templos estaban decorados con escenas en relieve, una especie de him­ nos en imágenes en honor de Re‘. En ellas están representadas las estaciones, así como la flora y la fauna creadas por el dios. Del reinado de Userkaf en sí solamente se sabe que, quizá como reacción contra la autocracia de los grandes faraones de la IV Dinastía o por otras razones mal conocidas, comienza a aumentar el poder de las grandes familias provinciales. User­ kaf no reina más que siete años, según el Papiro de Turín. Sahure' sucedió normalmente a Userkaf. Aunque el Papiro de Turín no le concede más que doce años de reinado, perma­ neció en el poder catorce años si se da crédito a la Piedra de Palermo. Inauguró la necrópolis real de Abusir, al norte de Saqqarah, que debía ser la del resto de la dinastía. Los muros de los templos funerarios ya están decorados con relieves, y estos últimos son los que nos proporcionan algunos datos sobre el reinado de Sahure*. Sabemos que emprendió campañas contra los libios (capturó a la mujer y a los hijos de su rey) y contra los beduinos del noreste. La representación de osos sirios en una pared, y es­ pecialmente la de barcos egipcios de altura en los que aparecen extranjeros barbados, indican que Sahure*, siguiendo la tradición de la IV Dinastía, estaba en contacto con la costa sirio-pales­ tina. Además, la Piedra de Palermo nos da a conocer que envió una expedición al lejano país de Punt, próximo a la costa de los somalíes, y una estela con su nombre nos ha revelado que él también utilizó la cantera de diorita-gneis, al noroeste de Abu Símbel, de donde proviene la estatua de Kheops de El Cairo, lo que implica el control de la baja Nubia y, quizá el de la alta Nubia;

Kakai (Nejerirkare') era hermano de Sahure*. Su reinado duró por lo menos diez años, según la Piedra de Palermo. Manetón le concede un período de veinte años de duración, y, sin embargo, Kakai no tuvo tiempo de terminar los templos de su pirámide, que fueron concluidos por sus sucesores. Al pa­ recer, durante su reinado fue cuando se grabó la Piedra de Palermo, y se poseen archivos en papiro, compuestos hacia el final de la dinastía, que se refieren a la administración de su templo funerario. Los sucesores inmediatos de Neferirkare'-Kakai, Shepseskare'Izi y Neferefre' (Rane¡erre'), apenas nos han dejado más recuer­ do que su nombre y la duración de su reinado; el primero per­ manecería siete años en el poder, y el segundo, conocido por Manetón, habría reinado veinte años. A estos soberanos, prác­ ticamente desconocidos, les sucede Neuserre'-Ini, algo más cono­ cido gracias a las ruinas de su conjunto funerario de Abusir. Heinó, sin duda, durante una treintena de años, y sus monu­ mentos muestran que, como Sahure', envió expediciones milita­ res, especialmente al Sinaí. El séptimo soberano de la dinastía, Menkauhor, que reinó ocho años, no dejó más que su nombre grabado en una roca del Sinaí. Pero Djedkare'-Isesi, que le sucedió, tuvo el más largo Teinado de la dinastía. En efecto, los archivos del templo de Kakai, que se remontan a su reinado, menciorian el veinteavo censo de ganado. Gimo éste se efectuaba cada dos años, Isesi debió permanecer en el poder por lo menos treinta y nueve años. Se encuentran los rastros de expediciones de su época al Sinaí, al Uadi Hammamat, en las canteras cercanas a Abu Símbel. Uno de sus funcionarios nos hace saber que recogió en Egipto a un enano del país de Punt, y, por último, se han encontrado objetos con el nombre de Isesi en Biblos. Unas, el último rey de la V Dinastía, tuvo, como su pre­ decesor, un largo reinado, de por lo menos treinta años (Papiro de Turín). Es el primer faraón que inscribe en las cámaras subterráneas de su pirámide largos textos religiosos. Estos tex­ tos de las pirámides son los que mejor nos informan sobre la religión funeraria real de la época antigua. A veces se en­ cuentran datos sobre el estado del Egipto predinástico en com­ pilaciones de fuentes extremadamente antiguas. Las escenas gra­ badas en las paredes de la calzada que lleva el templo funerario representan, entre otras: una jirafa, asiáticos en barcos de al­ tura, una batalla entre egipcios y extranjeros y, finalmente, unos egipcios enflaquecidos por una época de carestía. Estas esce­ nas, de una notable calidad artística, nos informan sobre el reinado de Unas menos de lo que se podría esperar, pues las leyendas que las acompañan están destruidas; sin embargo, son

suficientes para demostrar que Unas realizó una política activa con respecto a los pueblos próximos a Egipto. Con Unas termina la V Dinastía. Esta nos ha dejado menos monumentos reales que la de los constructores .de las grandes pirámides; en cambio, bajo su reinado, los particulares se han ido acostumbrando poco a poco a decorar sus tumbas, o mastabas (de un nombre árabe que hace alusión a la forma exterior de estos monumentos), con escenas de la vida privada. Estas escenas, en las que los artistas del Imperio Antiguo dieron libre curso a su inspiración y a su fantasía creadora, constituyen una fuente incomparable de conocimientos no sólo del arte, sino también de la cultura egipcia de esta época. Por lo demás, su propia riqueza nos demuestra de manera suficiente que el poder real ha comenzado a debilitarse. Existe gran diferencia entre Kheops, soberbiamente enterrado en su gigantesca pirámide, fue­ ra de toda comparación con las tumbas de sus funcionarios que se agrupan en torno a él, y Unas, cuyo monumento funerario sólo se distingue ya de los de sus funcionarios por la forma misma dé la pirámide que, además, es ahora mucho más re­ ducida. La decoración de las tumbas contemporáneas de la V Di­ nastía, como las de los llamados Ti, Mereruka y Ptahhotep, en­ tre otros, puede soportar la comparación con los relieves de las calzadas reales. Este debilitamiento del poder real se va a ace­ lerar durante la dinastía siguiente y va a alterar ya las carac­ terísticas de la civilización del Imperio Antiguo. Por esto es por lo que conviene volver a observar ahora lo que fue la civilización egipcia a lo largo de las III, IV y V Dinastías, que señalan el apogeo del Imperio Antiguo, vr.

LA CIVILIZACION EGIPCIA DURANTE EL IMPERIO ANTIGUO

Durante el Imperio Antiguo Egipto se convierte en una de las grandes civilizaciones de la Antigüedad preclásica. El fa­ raón reina sobre un país que se extiende desde la segunda catarata, por lo menos, hasta las costas del Mediterráneo. Por su extensión, Egipto es, pues, uno de los estados más poderosos, o el más poderoso de esta civilización; por su arte es uno de los más importantes. Por estas razones es necesario tener iina visión de conjunto del Egipto del Imperio Antiguo. a)

La organización política y administrativa

Como hemos tenido ocasión de demostrar, Egipto no pudo prosperar hasta que los trabajos exigidos para la utilización y el control de la crecida del Nilo se realizaron al tiempo en todo el país. Estos trabajos necesitan una administración com­

petente. Durante el Imperio Antiguo, como en la época arcaica, el «encargado de la excavación de los canales» (adj-mer) es el jefe de la provincia, del nomo, y depende directamente de la autoridad real. Al título antiguo de adj-mer añade los de «jefe del castillo» y «conductor del país»; es el que está encargado del censo, que se realiza cada dos años, y de la justicia. En realidad es probable que el nomarca reúna en su persona, y para la totalidad de su provincia, todos los poderes que posee el rey sobre el conjunto del país. Es posible que la gran autoridad del jefe de provincia haya sido moderada por un control de la administración centra], pero estamos mal informados sobre la organización administrativa real de Egipto durante el Imperio Antiguo. La única fuente de que disponemos para estudiarla está extraída de las enumeracio­ nes de títulos grabados en las paredes de las tumbas de los funcionarios. Ahora bien, estos títulos tienen un valor eviden­ temente muy desigual. Algunos son incluso únicamente hono­ ríficos: títulos antiguos de la época arcaica que ya no tienen un contenido real, como «compañero único», «conocido del rey», «encargado de Hieracómpolis», etc., o títulos creados con la única intención de satisfacer la vanidad del difunto, tales como los precedidos por la expresión «jefe de los secretos», «jefe de los secretos de las cosas que un solo hombre ve», «jefe de los secretos del rey en todo lugar», etc. Los títulos que se refieren al servicio personal del rey tienen, sin duda, una mayor realidad. Algunos funcionarios están encargados del guar­ darropa real (taparrabos, coronas, pelucas, sandalias), o de su conservación, como los Iavanderos. Los médicos pertenecen a esta categoría de funcionarios y, también, según parece, los jefes de los artesanos encargados de la dirección de los talleres de tejidos, de metalurgia, de carpintería, etc., que proveían a las propiedades reales y a la corte de todos los objetos manu­ facturados indispensables para la vida cotidiana. Las listas de títulos mencionan, por último, a numerosos sacerdotes vincu­ lados al culto en los templos divinos o bien en los templos funerarios de los faraones. Por otra parte, se observa que este clero no es especializado: de hecho los funcionarios civiles os­ tentan frecuentemente títulos sacerdotales. De hecho, toda autoridad proviene del rey que es el jefe real de la organización administrativa del país en su conjunto. Si se le aplicaran al pie de la letra los epítetos que le califi­ can, habría que ver en él a un verdadero dios sobre la tie­ rra: «hijo de Re‘», descendiente de Horus, es por excelencia el «dios bueno» (neter nefer), de quien depende el orden universal; La cuerda o «cartucho» que rodea su nombre y que aparece durante el Imperio Antiguo es posiblemente un símbolo

del curso del sol alrededor del mundo. Como el astro celeste, el faraón sería, pues, el dueño del universo. La realidad es más modesta y G. Posener ha demostrado que el faraón, lejos de ser omnipotente, no dudaba en recurrir a los médicos para que curasen a sus propios servidores. Pero si el rey no es un «dios», en el sentido que hoy damos a esta palabra, participa, sin embargo, de la «naturaleza» divina. Según la creencia po­ pular, el dios Re‘ en persona se había unido a una mujer para engendrar los primeros reyes de la V Dinastía (cf. más arriba); así, pues, el poder real es de origen divino, hecho del que se deriva la importancia de la sangre en la transmisión de la autoridad, importancia que se revela- en cada cambio de dinastía. Durante el Imperio Antiguo, el primer soberano de una nueva línea dinástica procede siempre de una rama menor de la di­ nastía precedente, y es frecuente que confirme su autoridad por medio de la unión con una hermanastra descendiente de la rama primogénita. Monarca por derecho divino, el rey tiene todos los poderes: administrativo, judicial, militar y religioso. Como le es imposi­ ble ejercerlos personalmente sobre todo el país, se hace ayudar. Parece ser que, en la época arcaica, e incluso bajo la III Di­ nastía, el «canciller del bajo Egipto» era quien dirigía la ad­ ministración central. Con la IV Dinastía y Snefru, el puesto más elevado lo ocupa el visir (taty). Es muy posible que esta función existiera ya bajo la II I Dinastía: por ejemplo, Imhotep (cf. más arriba, pág. 218) desempeñaba el papel de visir, pero este título no figura de forma indudable hasta la dinastía si­ guiente. A la vez, el título de «canciller del bajo Egipto» cae en desuso y queda reemplazado por el de «canciller del dios», la palabra dios designa en esta ocasión al faraón reinante. Los «cancilleres del dios» tienen a menudo a su cargo la dirección de las expediciones reales a las minas, a las canteras o al ex­ tranjero. El visir es un auténtico alter ego del rey, y esta es la razón por la que suele parecer que pertenece a la familia real. Así, el primer visir conocido, Nefermaát, parece ser hijo de Huni y, por tanto, hermanastro o hermano de Snefru. Lo mismo sucede bajo Kheops y Khefren. Entre las muchas atribuciones del visir es menester mencionar la justicia; es el gran maestro de los «seis tribunales» y, en virtud de este título, posee tam­ bién, a partir de la V Dinastía, el de «sacerdote de Maát», diosa de la verdad, de la justicia y del orden universal. De hecho, el visir vigila toda la administración, tanto la del tesoro, el arsenal y los trabajos agrícolas o públicos como los servicios de la corte. Es asistido por los «jefes de misión» y se puede

suponer que éstos son los encargados de asegurar el control y la conexión con la administración provincial. El tesoro es uno de los más importantes de los «departa­ mentos» administrativos. En su origen estaba compuesto por una «casa blanca» y por una «casa roja», pero en el Antiguo Imperio se unificaron bajo el nombre de «doble casa blanca». Allí se recogían los cereales, lino, pieles, cuerdas, etc., recibi­ dos a modo de tributo. Estas mercancías se almacenaban en el «doble granero», dirigido' por un «jefe del doble granero». Cada nomo disponía de su doble granero, imprescindible para remunerar al personal administrativo de la provincia y organi­ zar los trabajos de interés general: diques, canales, etc. De hecho, Egipto sólo conoció la moneda muy al final de su. his­ toria y, en consecuencia, todos los servicios se pagaban en espe­ cie, los altos funcionarios percibían los beneficios de las pro­ piedades particulares que les habían sido asignadas, entre los pequeños funcionarios y los obreros se distribuían géneros indis­ pensables: pan, bebida y vestidos. El antiguo título de imakhu (literalmente, «alimentad») hace alusión a este sistema por el cual el servidor y el funcionario eran esencialmente irnos «ali­ mentados» por el rey. Para funcionar bien, esta organización exige una descentrali­ zación extrema: el tesoro debe estar capacitado para distribuir rápidamente las reservas que almacena sobre todo el territorio. El «tesoro central», situado en la capital, Menfis, en el Imperio Antiguo, no debía guardar en especie nada más que lo que era necesario para el abastecimiento de la propia capital, de la corte y del ejército de funcionarios de la residencia; el resto de las reservas estaba distribuido en los graneros provinciales. Pero para que el país pudiera administrarse eficazmente era necesario que el tesoro central conociera con exactitud las reservas de los diferentes depósitos de provincias; de ahí la necesidad de una correspondencia administrativa importante. Por ello uno de los cargos esenciales del visir era la custodia de los archivos, donde se conservaban los decretos reales, títulos de propiedad, contratos y testamentos, y que permitía, entre otras cosas, el control de los tributos que debían al tesoro. No es exagerado afirmar que, en definitiva, la organización administrativa de Egipto reposaba sobre el «escriba». En efec­ to, es él quien, a nivel provincial, contabiliza los bienes y con­ trola las entradas y, a escala central, reúne y clasifica la docu­ mentación venida de las provincias, documentación que, a su vez, sirve de base a la administración propiamente dicha que dirigen el visir y sus asistentes. Desde la I Dinastía por lo menos, las oficinas egipcias disponían de un material incomparable para la escritura: el papiro. Obtenidos a partir de las fibras internas

del tallo del cyperus papyrus, los «rollos» de papiro eran lige­ ros, flexibles y manejables. Permitían a los escribas realizar fácilmente todas las operaciones indispensables de la adminis­ tración: relación del personal y del material, contabilidad, regis­ tro de los decretos y de las actas, puesta al día del catastro, etc. Su único defecto es el de ser sensibles a la humedad, y, sobre todo, al fuego, con la consecuencia, trágica para el historiador, de que los documentos escritos sobre papiro que habrían per­ mitido el estudio de la administración durante el Imperio Anti­ guo han desaparecido hace largo tiempo, salvo raras excepciones. Uno de los motivos frecuentes del arte egipcio del Imperio Antiguo es la representación del escriba: en cuclillas sobre una esteta, con el rollo de papiro en la .mano izquierda, el «pliego» bien sostenido sobre las rodillas y los ojos atentos, parece dis­ puesto eternamente a escribir al dictado o a releer la última frase que acaba de trazar con su pincel, un simple segmento de junco con la punta afilada. E l escriba es d engranaje obrero de toda la organización egipcia y nos gustaría conocer mejor cómo se preparaba para desempeñar las múltiples tareas que le incumbían. En fecha posterior, parece ser que cada ciudad dis­ ponía de una «casa de vida» (per-ánkb) donde se formaba a los escribas. No es imposible que el Imperio Antiguo haya dispuesto de centros similares. Sin duda, los escribas se reclutaban fundamentalmente entre los hijos de los funcionarios. De todas formas no existía un sistema de castas y, por tanto, no parece imposible que un hijo de campesino llegara a escriba; todos los súbditos eran iguales ante el rey. Es razonable pensar que el azar o la protección hayan tenido tanta parte en el ascenso de un funcionario como sus capacidades personales. El ejército, dirigido en principio por el rey, no parece haber tenido una organización especial en el Imperio Antiguo. Los nomos, en caso de necesidad, debían contribuir con contingentes de tropas formadas por los jóvenes de cierta edad. El faraón designaba después a los jefes de misión que asumían la direc­ ción de estos contingentes y que, con ocasión de ello, tomaban un título militar que se puede traducir por «jefe de tropa» o «general». Este título se añadía simplemente a sus títulos permanentes de carácter civil. La unidad básica de la organi­ zación militar parece que fue a menudo «el barco» que servía para transportar al ejército a sus bases de partida. b)

La vida económica

La organización económica egipcia reposa enteramente sobre la agricultura, y la célula base de la vida egipcia es la pro­ piedad agrícola. Sin embargo, está todavía en discusión el pro­

blema de la propiedad del suelo. Se ha admitido durante mucho tiempo, siguiendo el sistema en vigor de la época tolemaica, que el rey era jurídicamente el único propietario de la tierra en Egipto. Pero numerosos hechos contradicen este punto de vista (J. Pirenne): así Meten, alto funcionario del período comprendido entre el final de la III Dinastía y el comienzo de la IV, posee en propiedad los dominios que compra y cono­ cemos actas de venta de propiedades. Estas parecen alienables y, por otra parte, podían ser gravadas con servidumbres perma­ nentes por la sola voluntad del propietario: esto es lo que ocurría comúnmente con motivo de la constitución de dotaciones destinadas a asegurar un culto funerario permanente. Por úl­ timo, la propiedad podía repartirse igualmente entre los hijos a partir de la muerte de su padre. Es necesario reconocer que todo esto tiende a establecer el hecho de que la propiedad del suelo no estaba reservada al rey. Uno de los rasgos característi­ cos de la propiedad egipcia es el de su parcelación y su débil extensión: Meten, al que se puede considerar como un gran propietario, no poseía más que 125 hectáreas (75 en propiedad y 50 agregadas a su cargo) que estaban dispersas por diferentes nomos. Al lado de las tierras que se pueden calificar como de dere­ cho común existían las indiscutiblemente reales, llamadas * khentiu-she, que se arrendaban a funcionarios especiales. Parece que muchas de ellas estaban situadas en el límite del desierto. Eran las tierras ganadas a este último gracias al perfecciona­ miento del sistema de irrigación y a la extensión de los canales, y de este modo podían dedicarse a la horticultura o a pastos. Estas tierras eran las que empleaba el faraón para las dotaciones a los templos o a particulares y, fundamentalmente, para asig­ nar las rentas destinadas a sostener el culto funerario. La vida agrícola egipcia, fuente de toda riqueza, está sóli­ damente regulada por el Nilo a medida que las aguas de la crecida se retiran. A partir de fines de septiembre, el cam­ pesino aprovecha para sembrar la tierra todavía húmeda, es decir, semilíquida; basta con hacer pasar a continuación un rebaño por el campo para que el grano quede enterrado. Si la tierra está poco impregnada de agua o ya seca, el cultivador desparrama los granos por el suelo y los entierra inmediata­ mente con una azada o un arado. Los dos grandes cultivos fueron el trigo duro o espelta y el lino; sin embargo, también se conocían la avena y el mijo. El trigo era la base de la alimentación; transformado en pan, y, a partir del pan, en cerveza, totaliza de tal forma, la alimen­ tación que la expresión «un pan-cerveza» es sinónimo de una comida completa. Una vez sembrados los campos, el agricultor

consagraba gran parte de su tiempo a los cultivos hortícolas: cebollas, pepinos, ajo, lechuga y puerros. De hecho, aunque los grandes cultivos necesitaban poco riego o podían pasarse sin él, los cereales y el lino sólo crecían gracias, al parecer, a la hume­ dad acumulada en el suelo durante la inundación; los cultivos hortícolas exigían un riego regular. Nada indica que el Imperio Antiguo haya conocido el shaduf. Por tanto, el campesino debía sacar el agua del río para los cultivos que se extendían en sus riberas, o bien del estanque que existía en cada jardín. Cuatro o cinco meses después de la siembra que había te­ nido lugar durante la estación peret, comenzaba la siega, que ocupaba la mayor parte de la estación sbemu. El trigo se cor­ taba hacia la mitad del tallo por medio de una hoz; el lino se desgargolaba una vez arrancado. Los cereales, despuésdel es­ pigado sobre un área circular que pisoteaba un rebaño, se aventaban y almacenaban en silos cilindricos bajo la mirada aten­ ta de los escribas que contaban los sacos a medida que los campesinos los vaciaban en las trojes. Una vez realizado esto, sólo, quedaba esperar la nueva inundación que, con la estación akhet, iría a cubrir de nuevo los campos desecados por el ar­ diente sol de junio y julio. Pero el Egipto del Imperio Antiguo no dependía sólo de los grandes cultivos para su subsistencia. La ganadería, la caza y la pesca aún representaban un papel importante en la vida económica del país. Se sabe que en la época predinástica y ar­ caica los egipcios realizaron múltiples pruebas de domesticación: incluso intentaron aprisionar a las hienas para la caza y la ali­ mentación. Aún se continúan estos experimentos durante el Imperio Antiguo: algunos antílopes, fundamentalmente los oryx, fueron domesticados y sirvieron como carne de igual categoría que la del buey. Entre las aves, al lado de numerosas especies de patos y ocas domésticas, se domesticaron las grullas y los pelícanos en los corrales de las grandes mansiones. La ganadería, a la que se debía dedicar una parte notable de la población, se hacía en dos tiempos. En el primero, el rebaño vivía en libertad absoluta en las grandes praderas natu­ rales, situadas sin duda en los territorios del valle próximos al río o aun mal drenados. Los pastores vivían con su rebaño y le seguían en sus desplazamientos, guiaban las vacas, las asistían en el parto y cuidaban de las terneras cuando había que atravesar un brazo de agua o un pantano profundo. En un segundo tiempo, los ganaderos seleccionaban algunos anima­ les que transportaban a granjas especializadas en la cría, donde se agregaban al resto en los fértiles pastos y después se ceba­ ban a la fuerza. Estos animales eran los que abastecían de carne la mesa real y los altares de los dioses. Un funcionario

especial, el heri-udjeb, era el encargado de inspeccionar las últi­ mas operaciones. Para el laboreo de los campos, los agricultores del Imperio Antiguo utilizaban el asno, que les servía de bes­ tia de carga fundamentalmente para la siembra, el transporte y la trilla. Raramente se utilizó a la vaca para tirar del arado. El caballo no aparecerá hasta el año 1700 y el dromedario to­ davía más tarde. La cría de las aves también se practicaba en dos tiempos. Los animales eran dejados primero en libertad relativa en un corral inmenso, con un estanque y provisto abundantemente de gra­ nos. Después, las aves, ocas o grullas, se cebaban con bolas de alimento hasta que estaban a punto para el asador. Granjas especializadas se ocupaban de la cría de aves y numerosos escribas estaban encargados de controlar su buena marcha. A los altos funcionarios del Imperio Antiguo les gustaba ser representados en el acto de cazar, en el desierto o en las marismas. La caza del desierto tenía, según parece, un doble propósito: complementaba el aprovisionamiento de carne y pro­ porcionaba nuevos objetos de experimentación a los ganaderos; esta es la razón por la cual la caza con arco aparece junto a la caza con lazo, que permitía atrapar vivos a los animales. Los cazadores se hacían ayudar por galgos africanos. Por otra parte, y al lado de este fin utilitario, la caza tenía, sin duda alguna, un carácter religioso: los animales del desierto tenían, por esta misma razón, un carácter maléfico, ya que dependían del dios Seth, hermano y enemigo de Osiris, y, por tanto, era necesario destruirlos. Este papel religioso ritual que se adivina en la caza de los animales del desierto también se encuentra en la del hipopótamo, cuyo carácter religioso se remonta a la época predinástica (cf. más arriba, pág. 191). No sólo practicaban la caza los privilegiados de la fortuna, sino que también se encargaba de ella un cuerpo de especialistas, los nuu, quienes, al parecer, compartían esta actividad con la de guardia fronterizo. Finalmente, Egipto extraía grandes recursos de las marismas, que le proporcionaban el papiro, indispensable para la adminis­ tración y con el cual se fabricaban cuerdas y redes, así como embarcaciones ligeras para la pesca y la caza en las espesuras de los pantanos. De hecho, el pescado era una de las bases de la alimentación. Para conseguirlo todos los medios eran bue­ nos: utilizaban una gran traína que exigía un numeroso equipo de pescadores, nasas de diversos tamaños, cañas individuales con anzuelos y, por último, arpones para las especies más gran­ des. El pescado se preparaba en el mismo lugar, se abría en dos y se ponía a secar inmediatamente. Los pantanos eran tam­ bién el lugar de refugio de numerosas aves de paso, y los egipcios las aprovechaban para repoblar sus corrales: se tendían

grandes redes sobre la marisma que, a una señal del ojeador, se cerraban sobre sus presas. La propiedad, egipcia, con sus campesinos que practican el cultivo a gran escala y la jardinería, con sus pastores y gana­ deros que multiplican la riqueza pecuaria y con sus cazadores y pescadores, formaba una unidad económica tanto más autosuficiente cuanto que se complementaba con los talleres donde los artesanos preparaban los útiles necesarios para la explotación y transformaban la materia prima en productos acabados. Real­ mente sólo conocemos estas fincas por las representaciones de las mastabas, pero es evidente que al lado de las propiedades privadas existían también las reales y las de los templos. Todas las propiedades, privadas o eclesiásticas, estaban some­ tidas a la obligación de tributar' al tesoro. Pero, a partir de la V Dinastía, el rey adquirió la costumbre de conceder inmuni­ dades si. Jos templos -y a los.particulares y la de donar algunas propiedades de la corona a los particulares, principalmente para que pudieran organizar el culto funerario, o a los templos para que pudieran mantener el servicio de las ofrendas divinas. Esta doble práctica contribuyó a reducir los ingresos del estado y será una de las causas del hundimiento del Imperio* Antiguo. La agricultura es la base de la economía egipcia, pero es insuficiente para suministrarle algunos de los productos indis­ pensables para el desarrollo de la civilización, En efecto, Egipto carece de madera de construcción, de la que necesita tanto para sus construcciones navales, extremadamente importantes, ya1 que todos los transportes se realizan por vía fluvial, como para la edificación de los templos y palacios. Además, el valle del Nilo propiamente dicho no posee yacimientos mineros: los existentes están situados en la periferia, sobre todo en el ma­ cizo montañoso del desierto arábigo y, a veces, bastante alejados del río. Ahora bien, el desarrollo de la economía exige que Egipto posea una cantidad cada vez mayor de metal. Precisa,, por tanto, procurarse madera y cóbre, a los cuales hay que añadir las piedras raras o semipreciosas necesarias a los joyeros y fabricantes de vasos y el incienso indispensable para el cultodiario. Pese a todo lo expuesto, no parece que haya habido, en la época primitiva ni durante el Imperio Antiguo, comerciantes o negociantes particulares que hayan ido al extranjero a cambiar los productos egipcios por las materias primas que faltan en el valle del Nilo. Las expediciones comerciales dependen esencial­ mente del rey y pueden ser muy importantes: Snefru, como ya hemos visto, envió una verdadera flota de 40 navios a la costa sirio-palestina, y Sahure* mandó que se realizara por lo

menos una expedición a la costa de Somalia para traer incien­ so. La península del Sinaí era visitada regularmente por los egipcios para recoger turquesas y, posiblemente, cobre. Este me­ tal procedía también de las minas del desierto oriental, quizá de Nubia. La cantidad de cobre extraído es considerable, pues Sahure* puede mandar hacer, para su pirámide, un tubo de desagüe de cobre a lo largo de la calzada de más de 300 m de longitud. El oro se explotaba en las minas orientales y llegó a ser lo suficientemente ablandante para servir de patrón de referencia en las transacciones: la unidad es. el sbat, de unos 7 gr. En fin, son numerosas las expediciones reales hacia las canteras de piedra de los desiertos orientales, occidentales o meridionales que proporcionan las piedras duras requeridas por los arquitectos, escultores y fabricantes de vasos.. Al lado de este gran comercio de exclusiva competencia real, el pequeño comercio no parece exigir lá existencia de una clase particular de la población. Los servicios se pagan en especie y el pueblo parece que se conforma con cambiar lo que le sobra por los productos que desea. Nos han llegado algunas representaciones en donde se ve a un hortelano cambiar verdu­ ras por un abanico o a un campesino un líquido, acaso cerveza, por sandalias. El patrón de valor permitía las transacciones más importantes: un funcionario, por ejemplo, vende una casa por muebles valorados en 10 shats de oro; del mismo modo, para simplificar su contabilidad, los escribas de la V Dinastía valora­ ron en shats las diferentes mercancías remitidas al tesoro en concepto de tributo. Sin embargo, este patrón de referencia no se traduce materialmente en una verdadera moneda, y, si quiere subsistir, el individuo no cuenta más que con su situación en la organización social del país, sea funcionario, labriego o arte­ sano de una propiedad o que haya heredado de sus padres tierras suficientes para vivir de sus rentas. c)

La organización social

En la cúspide de la escala social se encuentran el rey y la familia real, que puede ser muy numerosa, pues al parecer el soberano, a diferencia de sus súbditos, puede tener varias espo­ sas legítimas, llevando el título de reina la primera en contraer matrimonio con él. Fuera de la familia real no parece que haya habido verdadera nobleza hereditaria. La corte está formada por los altos funcionarios y los servidores personales del sobe­ rano. Sin embargo, las necesidades del culto funerario tienden a convertir en hereditarias las funciones, de manera que una clase dirigente hereditaria está en vía de formación bajo el Imperio Antiguo, pero el proceso todavía no está terminado. Los funcionarios son principalmente los escribas. Saber leer,

escriDir y contar es concuciuu sumaca l c , p c i o u i u i o ^ ^ n o u o i ^ , para hacer una carrera administrativa. La literatura egipcia, a partir del Imperio Medio, tomará como tema favorito de sus composiciones la oposición entre la fácil vida del escriba y el duro trabajo de las otras clases. Hemos visto (pág. 235) que no hay una casta de escribas propiamente dicha, pero éstos tienden a reclutarse entre las familias de funcionarios. La función pública, cuando alcanza a los puestos superiores, es fuente de riqueza, y los altos funcionarios se aprovechan de esta ventaja para adquirir propiedades que legan a sus descen­ dientes. Es posible, por tanto, que se esté formando una clase de propietarios territoriales que viven de las rentas de sus fincas. No obstante, la formación de semejante clase está fuertemente frenada por la costumbre egipcia de que a la muerte de los padres el caudal familiar se reparta por igual entre todos los hijos, excepción hecha de la parte legada a título inalienable para asegurar el culto funerario del padre. De esta manera la propiedad privada tiende a convertirse en bienes inalienables. Por debajo de los escribas se hallan los labriegos y los arte­ sanos. Se observa una acusada especialización de la mano de obra en las propiedades rústicas: el labriego propiamente dicho sólo se ocupa de los grandes cultivos, cereales y lino, los pas­ tores son quienes cuidan el ganado y los pescadores y cazadores se agrupan en equipos que se dedican respectivamente a la pesca y a la caza. Ocurre igual entre los artesanos: molineros, carpinteros, alfareros, canteros, tallistas, fundidores y orfebres, etcétera. Los trabajos importantes se hacían por medio de le­ vas, posiblemente reclutadas sobre todo entre los campesinos; pero una vez acabada la cosecha quedaba libre esta mano de obra, por lo menos en parte del verano (shemu), para cuidar los diques y canales a fin de prever la próxima inundación. El período de casi tres meses en que Egipto quedaba inundado liberaba a su vez a una gran parte de la mano de obra;sin duda es en este momento cuando se construían las pirámides y los monumentos erigidos en el desierto, al abrigo de la inundación. Una vez llegada, la inundación facilitaba los transportes, que se hacían por medio de barcas, lo que acortaba sensiblemente los trayectos, por ejemplo, de las canteras a los monumentos. Por falta de documentos se conoce mal la situación jurídica de las diferentes clases de la población. Es muy posible que la población rural estuviera más o menos adscrita a la tierra, aun­ que algunos contratos de trabajo hicieran posible la existencia de una mano de obra independiente de las propiedades terri­ toriales. No existía en absoluto el esclavo tal y como se ha conocido en la Antigüedad clásica: si algunos actos jurídicos dan fe de ciertas transacciones que afectaban a las tierras

juutu luii ios campesinos que las cultivaban, en cambio no se ha encontrado en los testamentos (imyt-per) legados que trans­ mitan servidores o sirvientas a los herederos. Naturalmente nuestros conceptos de libertad y servidumbre pierden bastante de su contenido cuando se aplican a una sociedad en la que para vivir era necesario estar integrado en una propiedad terri­ torial o en una función que constituía, en ausencia de otro medio de intercambio, la única posibilidad de procurarse ali­ mento y vestido. d)

La religión

Heródoto ya constató que «los egipcios son los más religiosos de los hombres», y, en efecto, la religión ocupa un importante lugar en la civilización faraónica. Se la puede considerar bajo dos aspectos: el culto divino propiamente. dicho y la religión funeraria. Desde ej-comienzo del Imperio Antiguo, esta última va adquiriendo una importancia creciente hasta formar algo distinto, en algún aspecto, a la religión como tal, aunque los mismos dioses se encuentran en ambos cultos. Mientras que la religión propiamente dicha es local, cada provincia o nomo tiene su dios principal y sus dioses secundarios, la característica de la religión funeraria es la universalidad: los dioses que pre­ siden el culto de los muertos son los mismos para todo Egipto y los ritos de inhumación son idénticos desde la primera cata­ rata hasta el Mediterráneo, por lo menos en la época histórica. Aparte de los templos solares de la V Dinastía, se conocen pocos en el Imperio Antiguo. La mayoría de los santuarios de esta época fueron destruidos, o estaban ya en ruinas, durante el primer período intermedio. Es difícil, por tanto, estudiar el culto provincial que se tributaba en estos edificios. Sin embargo, los grandes centros religiosos conocieron en el Imperio Antiguo una actividad considerable. Entonces fue cuando se elaboraron las grandes leyendas mitológicas que explicaban la creación del mundo. Existen casi tantos sistemas como ciudades importantes. Los más notables son los de Heliópolis, Hermópolis y Menfis, que explicaban la creación por medio de la aparición sucesiva de parejas divinas que simbolizaban las grandes fuerzas de la naturaleza. Los nombres y el número de estas parejas varían según los sistemas. Al lado de esta religión erudita elaborada por el clero de los grandes templos, la religión popular, difícil de estudiar, parece estar relacionada con el culto de los ani­ males sagrados cuyo origen se remonta al predinástico: el buey Apis, uno de los más populares de estos dioses, se conocía ya desde la I Dinastía. Es ésta misma la que, al parecer, elabora las grandes leyendas, que conocemos solamente por medio de referencias tardías: el ciclo solar y el ciclo de Osiris constituyen

el núcleo de estas leyendas que están repletas de rasgos pinto­ rescos. Los grandes dioses del Imperio Antiguo son: Atón-Re', en Heliópolis; Ptah, en Menfis; Thot, en Hermópolis, y Min, en Coptos; este último es uno de los dioses conocidos desde más antiguo. Osiris, dios originario del Delta de cuya existencia se tiene constancia desde la época arcaica, adquiere cada vez más importancia y se une poco a poco a dioses más antiguos, como Horus, el dios-halcón adorado en numerosas localidades, y Anubis, el dios-perro de Asyut. Entre las diosas se debe citar a Hathor, diosa de Denderah; a Isis, originaria del Delta, como Osiris, del que se la considera esposa ya en los primeros mo­ mentos; a Neith o Neit, de Sais; a Nekhabit o Nekhbet, diosabuitre de el-Qab. Cada uno de estos dioses y diosas, en unión de otros muchos, se adoraba especialmente en una o varias pro­ vincias, en las cuales estaba asociado a otras divinidades para formar familias divinas. Finalmente, desde el Imperio Antiguo los teólogos utilizaron el sincretismo en amplia medida y así los de Heliópolis asimilaron a casi todos los dioses provinciales con Re'. Análogamente, en Menfis se identificó a los gran­ des dioses con Ptah. Esta tendencia se desarrollará a través de los siglos para alcanzar su apogeo en la época tolemaica. La religión funeraria constituye probablemente el aspecto más característico de las creencias egipcias, y la multiplicidad de sus orígenes la hacen muy compleja. Efectivamente, posee si­ multáneamente: un aspecto subterráneo que se remonta a la época más antigua, cuando los egipcios del Neolítico y del predinástico creían que los muertos continuaban viviendo en el suelo donde habían sido depositados rodeados de sus armas y provisiones; un aspecto sideral que se muestra por primera vez durante el predinástico, cuando ciertos sectores de la pobla­ ción creían que el alma al separarse del cuerpo iba a refugiarse eñ las estrellas del cielo septentrional, y, por último, un aspecto solar reservado únicamente al difunto real que alcanzaba la barca del dios Sol y pasaba toda la eternidad en compañía de este último. Hacia el final del Imperio Antiguo los tres aspectos tienden a fundirse en un solo sistema que, por ello mismo, está lleno de contradicciones. El muerto vive en un mundo subterráneo en el que gobierna Osiris, pero al mismo tiempo, gracias sobre todo a artificios mágicos, puede acompañar al sol en su curso diurno y nocturno o vivir en las praderas celestes. De todas formas, una condición parece esencial en la vida de ultratumba: es la permanencia de un soporte después de la muerte en el cual el alma, o las almas, del difunto puedan llegar a inte­ grarse. E l mejor soporte es el propio cuerpo y por esta razón

surgen, desde el Imperio Antiguo, los complicados ritos de la momificación, destinados a conseguir que el cuerpo se conserve incorrupto. Pero, a pesar de todas estas precauciones, el cuerpo puede desaparecer, y esta contingencia puede prevenirse me­ diante estatuas que lo reemplacen. Fundamentalmente, a esta creencia se debe el que nuestros museos posean tal riqueza en estatuas egipcias. Paralelamente a la evolución de las creencias que se refieren a la vida de ultratumba se van complicando cada vez más las prácticas de inhumación. Las cámaras cada vez más nume­ rosas de las tumbas del final del período predinástico sustituyen al foso oval de las tumbas primitivas y culminan con los pala­ cios de las tumbas reales de las dos primeras dinastías y con los conjuntos piramidales. En el Imperio Antiguo, los particu­ lares poseen ya sus «moradas - de la eternidad», las mastabas, que guardan múltiples estatuas y, sobre todo, escenas con una decoración en constante perfeccionamiento que, al describir las diferentes etapas de la elaboración del alimento o de los objetos de primera necesidad, como la recogida de los cereales o la fer­ mentación de la cerveza y del vino, dan al afortunado poseedor de semejante tumba la seguridad de estar provisto eternamente con los bienes de este mundo. La necesidad de conservar el culto funerario es la causa que determinó la rápida evolución y más tarde la decadencia del Imperio Antiguo. En efecto, para subsistir en el reino de ultra­ tumba los muertos necesitan ofrendas que en parte quedaban aseguradas por la piedad filial de la familia, que desde entonces comenzó a reclamar en herencia la función desempeñada por el difunto para permitir al hijo ocuparse del culto funerario de su padre, y, en parte, por las rentas destinadas al mismo culto. La realeza menfita se va a empobrecer a fuerza de distri­ buir a sus funcionarios o a sus templos tierras reales cuyos ingresos se dedican al aprovisionamiento de las tumbas. La mayór parte de nuestros conocimientos sobre la religión, particularmente sobre las creencias funerarias egipcias durante el Imperio Antiguo, se ha sacado de los llamados textos de las pirámides. Estos textos constituyen una colección de fórmulas destinadas a procurar al muerto la forma de resolver todas las dificultades que pudiera encontrar en el más allá. Están desti­ nadas al difunto real, pero reflejan las creencias que ya se iban difundiendo por toda la población. Aparecen por vez primera en las paredes de la pirámide de Unas, y se las encontrará desde entonces en todas las pirámides de la VI Dinastía; a ello deben su nombre. Estas fórmulas datan de diversas épocas: algunas se remontan sin duda al período predinástico y hacen alusión a los sucesos políticos de este período. En ellas se dis­

tinguen dos corrientes: en una, que debió tener su origen en el sacerdocio de Heliópolis, el dios-sol Re‘ representa un papel esencial, y en la otra es Osiris, dios de los muertos, el que ostenta la primacía. Muchas de las fórmulas de los textos de las pirámides pasaron después a los textos• de los sarcó­ fagos del Imperio Medio, y por su mediación, al Libro de los muertos del Imperio Nuevo. e)

El arte

En numerosos aspectos el arte del Imperio Antiguo se puede considerar como el más acabado de toda la civilización egip­ cia, y precisamente de sus obras maestras tomarán modelo los artistas del renacimiento saíta. Desde la III Dinastía la arqui­ tectura ha dado un paso decisivo; abandona, por lo menos en lo que concierne a los grandes monumentos, el ladrillo cocido para emplear la piedra. Esta, sobre todo la caliza de Tura, cantera situada al sur de El Cairo, se utiliza primero tallada en piezas pequeñas, como si el arquitecto hubiera querido imitar en piedra la disposición de los ladrillos, pero rápidamente los arquitectos comprenden las posibilidades que ofrece el nuevo material y comienzan a emplear bloques cada vez más grandes. Hemos visto que en la construcción de las pirámides es don­ de los progresos de la arquitectura se manifiestan más rápida­ mente. El complejo formado por la pirámide propiamente dicha y por todos sus elementos anejos (cf. más arriba, págs. 219 ss.) constituye una verdadera escuela para los arquitectos y sus ayudantes. Como en cada reinado se erigía un nuevo conjunto funerario, no se perdía la experiencia adquirida en la construc­ ción precedente. De hecho, en muchos de estos casos fueron los mismos artesanos los que acabaron un monumento y comen­ zaron los del reinado siguiente. Esto basta para explicar los rápidos progresos existentes en el arte de la construcción a par­ tir de Djeser. Mientras la pirámide escalonada, por ejemplo, tiene colum­ nas en parte adosadas a los muros, desde la dinastía siguiente los arquitectos utilizan pilares, y sin duda columnas poligonales o redondas, para sostener libremente los arquitrabes. E l patio porticado se convierte en uno de los elementos característicos del repertorio arquitectónico egipcio. Los arquitectos aprenden también a aligerar la enorme masa de albañilería que gravita sobre las cámaras sepulcrales de la pirámide construyendo bó­ vedas de descarga encima de aquéllas. A medida que se progresa en los detalles de la construcción, la decoración aparece en la arquitectura. Ya Imhotep había uti­ lizado en Saqqarah los fustes de columnas estriados y fasciculados y los capiteles florales: flor de lis y papiro. Aunque la

IV Dinastía parece preferir las líneas sobrias y rectilíneas del pilar cuadrado, no desaparece, sin embargo, la columna de ca­ pitel floral, que se convierte en una de las características de la arquitectura egipcia bajo la V Dinastía. Un enriquecimiento de los materiales utilizados corresponde al refinamiento de formas. El granito, que pavimentaba las cá­ maras funerarias reales de la II Dinastía, se utiliza ya en la estructura viva de los monumentos. El templo del valle de Khefren debe gran parte de su belleza al empleo de bloques monolíticos, tanto en las paredes como en los pilares y arqui­ trabes. El alabastro ya no se utiliza sólo en los sarcófagos, sino que también se encuentra en el pavimento de los templos. Los escultores y pintores llegan a ser tan hábiles como los arquitectos. Tienen numerosas ocasiones de ejercer su destreza tanto para la familia del rey como para particulares. Solamente el templo funerario de Khefren llevaba más de diecisiete estatuas del rey, de tamaño mayor que el natural, y el de Micerino debía tener tantos grupos de estatuas del rey y de diversas di­ vinidades como nomos había en Egipto, es decir, una cuaren­ tena. Frecuentemente se utilizaban para estas estatuas reales las piedras más duras; el Khefren de diorita de El Cairo demuestra bastante bien cómo la dureza de la materia no era obstáculo para la habilidad del escultor. Las estatuas de particulares, aun siendo más pequeñas y de una materia menos rebelde, ates­ tiguan igualmente la innegable maestría de los artistas del Imperio Antiguo. Baste como ejemplo con el «escriba sentado» del Louvre o el «sheikh el-béled» (alcalde del pueblo) de El Cairo. Los escultores no producían sólo esculturas en bulto redondo, sino que eran también muy hábiles en el relieve. Desde la IV Dinastía, pero sobre todo en la V, se decoran con escenas esculpidas en bajorrelieve, con gran perfección de estilo, las tumbas de particulares, las calzadas de las pirámides y las pa­ redes de los templos solares. Las estatuas y bajorrelieves estaban pintados con colores vivos pero armoniosos. El pintor no se limitaba a ser el auxiliar del arquitecto y del escultor; los frescos que les debemos igualan en calidad a las mejores obras de los escultores. Desgraciada­ mente, como los frescos son más perecederos que las estatuas, incluso que las de madera, la pintura sólo se conoce por algu­ nos monumentos muy escasos. Las célebres ocas de Meidum, pintadas en tiempos de Snefru, hacen comprender lo que ha perdido el arte con la desaparición de las pinturas del Imperio Antiguo. Las artes menores se conocen tan mal como la pintura. Los saqueos de las tumbas sólo nos han dejado algunos objetos, representados durante su fabricación en las escenas representadas

en las tumbas. El hallazgo de la tumba de Heteferes, madre de Kheops, demuestra que los joyeros y los ebanistas no tenían nada que envidiar a los pintores y escultores. Nada nos ha llegado de las esculturas en metal anteriores a la IV Dinastía, pero los textos manifiestan que los artesanos sabían vaciar y cincelar las estatuas. La cabeza de halcón de oro de Hieracómpolis demuestra que, allí también, estas obras igualaban a las de los otros artistas. A pesar de la inevitable pérdida de innumerables objetos a lo largo de milenios, los productos del arte del Imperio An­ tiguo que han llegado hasta nuestros días demuestran que ya se había conseguido una perfección que no será jamás su­ perada. f) La literatura Aparte de los textos de las pirámides, la literatura desde la III a la V Dinastías no se conoce más que por algunos textos autobiográficos demasiado cortos, y por un fragmento de las Instrucciones del rey Hordjedef. Hay que esperar hasta la IV Dinastía para conseguir textos del Imperio Antiguo más evolucionados. Es cierto que los propios textos de las pirá­ mides, compilados sin duda de la II a la V Dinastía, son su­ ficientes para dar una idea de la literatura de esta época. Los egipcios muestran- ya su gusto por las frases. de estilo paralelístico, en las que la segunda aserción repite la idea expresada en la primera con palabras diferentes. Los «libros sapienciales», sobre todo los conocidos bajo el nombre de Instrucciones de Kagemnt y de Máximas de Ptahbotep, contienen probablemente muchos proverbios y sentencias del Imperio Antiguo. Las primeras se remontarían al principio mis­ mo de esta época, ya que Kagemni vivió bajo el rey Huni de la III Dinastía, y las segundas datarían de la V Dinastía, puesto que Ptahhotep era visir del templo de Isesi. Ambas están com­ puestas de una serie de consejos prácticos destinados a ayu­ dar a «triunfar» a los jóvenes en la vida. Son consejos de buena educación más que preceptos morales. Recomiendan esencialmente la obediencia al padre y a los superiores, la virtud del silencio y de las buenas maneras en sociedad, y, finalmente, la fidelidad y la benevolencia con los inferiores. g)

La ciencia y la técnica

Cuando los egipcios de épocas posteriores al Imperio Anti­ guo querían dotar de autoridad a sus obras didácticas afirmaban de buena gana que habían sido copiadas de un manus­ crito que procedía de uno de los ¡grandes faraones de la épo­ ca menfita, Snefru, fundamentalmente, o Isesi. ¿Qué había de

cierto en estas aserciones? Es imposible saberlo; ninguna obra científica del Imperio Antiguo ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, se ha subrayado con razón que la lengua del Papiro Smitb, el mejor tratado de medicina egipcia que poseemos, se remonta, a juzgar por algunas de sus prescripciones, al Im­ perio Antiguo. Si se recuerda que Imhotep, por ejemplo, era considerado como un médico hábil, es posible que en esta época existieran efectivamente obras científicas. Sea como fuera, los trabajos llevados a cabo, sobre todo bajo la IV Dinastía, demuestran que los conocimientos mate­ máticos de los egipcios de esta época eran por lo menos igua­ les a los de sus sucesores del Imperio Medio que compusieron el Papiro matemático Rhittd (cf. pág. 300). Las técnicas de los artesanos aún mejoran a partir de la I I I Dinastía. La perfección de una estatua como la de Khefren del Museo de £1 Cairo es suficiente para mostrar que los es­ cultores sabían manejar las piedras más duras. Esta técnica in­ dujo a algunos autores a pensar que los egipcios del Imperio Antiguo no sólo conocían el hierro, sino también el acero, Por el contrario, otros han estimado que los artesanos sabían endurecer el cobre por medio de procedimientos perdidos en la actualidad. Todas estas afirmaciones son fantásticas: se ha pro­ bado recientemente que los escultores no utilizaban ningún utensilio metálico para tallar las piedras duras. Se servían úni­ camente de cinceles de piedra. Los cinceles de cobre sólo se utilizaban para la escultura de madera, de marfil y de piedras blandas como el esquisto y la caliza. Los obreros metalúrgicos sabían vaciar y soldar el metal, así como cincelarlo, grabarlo, forjarlo y remacharlo. Los car­ pinteros podían construir lanchas y barcos de altura, con ayuda de espigones, morteros y colas de milano, sin servirse práctica­ mente de clavos. Finalmente, los alfareros supieron con­ servar y perfeccionar la técnica de fabricación de la pasta es­ maltada conocida con el nombre, poco apropiado, de «mayó­ lica egipcia». Una cámara subterránea de la pirámide escalo­ nada de Djeser estaba totalmente recubierta de placas esmal­ tadas azules de un efecto prodigioso. Así, pues, entre la III y V Dinastías, Egipto alcanza un alto grado de civilización. Es difícil pormenorizarlo por escrito. Una visita a los grandes museos europeos o americanos o al museo de El Cairo muestra mejor la grandeza y nobleza de esta civilización.

9. El fin del Imperio Antiguo y el Primer Período Intermedio

Cuando los faraones de la VI Dinastía suceden a los de la V, el Imperio Antiguo está en su apogeo. Nada deja prever que podría hundirse. Cuatro reinados bastarán, no obstante, para que Egipto pase de un régimen estable y fuerte a un estado de anarquía total. Los mismo egipcios han sentido que el advenimiento de la VI Dinastía marcaba un «giro en la historia». E l Papiro de Turín, en efecto, al llegar al reinado de Unas, último rey de la V Dinastía, se detiene para dar cuenta de todos los reinados, desde Menes hasta Unas, como si una época se acabara con la desaparición de este último. I.

LA. V I DINASTIA

No obstante, como sucede a menudo, no hay un límite claro entre el reinado de Unas y el de Teti, primer rey de la VI Di­ nastía. Los mismos funcionarios pasan del servicio de Unas al de Teti, principalmente el célebre Kagemni. (cf. anteriormente, página 247). Una de las esposas de Teti, Iput, madre del futuro Pepi I, era probablemente hija de Unas. Habría, pues, un nuevo cambio de dinastía debido al hecho de que, al no tener Unas heredero varón en línea directa, el derecho al trono era transmitido por la hija mayor a su marido, se halle o no éste emparentado con su antecesor. La V I Dinastía comprende seis, acaso siete, reinados muy desiguales en duración e importancia. Permanece en el poder poco más de siglo y medio, aproximadamente desde el 2350 al 2200 a. C., pero sólo el reinado de Pepi II ocupa casi los dos tercios de este período: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Teti (Seheteptauy). Userkare1 Pepi I. Merenre' I. Pepi II. Merenre' II (Antyemsaf). Nitocris.

Teti reinó durante unos doce años. Según Manetón, habría sido asesinado por su escolta, pero en realidad se poseen muy pocos datos sobre él. Su nombre se ha encontrado sobre vasos

en Biblos y es posible que enviara una expedición militar a Nubia. Es sintomático el que uno de los escasos documentos contemporáneos -que han llegado hasta nosotros sea un decreto que concede la exención de impuestos a las propiedades del templo de Abidos. Esta costumbre de hacer concesiones en perjuicio del tesoro real es la que va mirando poco a poco el poderío del Imperio Antiguo. Userkare' tuvo un reinado muy efímero. Sólo se le conoce por las listas reales; los monumentos contemporáneos no pa­ recen haber conservado su recuerdo. Se ha pensado que quizá se limitó a ayudar a la reina Iput a ejercer la regencia al ini­ ciarse el reinado de Pepi I, que aún era muy joven a la muerte de Teti. Pepi I reinó por lo menos cuarenta años, acaso cuarenta y nueve. Siguiendo la política de las precedentes dinastías, envió expediciones a Asia y a Nubia. Celebró una fiesta Sed. El hecho esencial de su reinado, por sus consecuencias, es su ca­ samiento con las dos hijas de un noble provinciano, Khui, que serán las madres de los dos faraones siguientes. Esta unión es un indicio de la importancia que las familias provincianas están alcanzando en detrimento de una monarquía que co­ mienza a debilitarse. Pepi I hizo construir su pirámide algo más al sur que la de Isesi. El nombre de este monumento, Men-nefer es el que se cree que dio origen al nombre helenizado, Menfis, de la capital egipcia. Merenre' I, hijo mayor de Pepi, reinó poco tiempo; es po­ sible que estuviera asociado al trono como corregente du­ rante unos nueve años y reinara sólo unos cinco. Parece que, quizá, por influjo de su madre, o por seguir la política pa­ terna, o por simple necesidad, favoreció a la nobleza provin­ cial; debido a ello instaló a Ibi, hijo de un tío materno, como gobernador del doceavo nomo del Alto Egipto. Es el comienzo de una línea de grandes señores feudales cuyas tumbas, exca­ vadas en el acantilado de Deir-el-Gebrawi, suministran nume­ rosos datos para la historia de fines del Imperio Antiguo. Pepi II, hijo de Pepi I, sucedió a su hermano y primo, puesto que Merenre' era hijo de la hermana de su madre. Tuvo el reinado más largo de la historia egipcia y sin duda de h historia universal. En efecto, según Manetón, sólo tendría seis años a la muerte de Merenre' y habría muerto centenario después de reinar noventa y cuatro años. La fecha más antigua confirmada por un documento es la del año 65; no se puede, por tanto, comprobar directamente la aserción de Manetón. Sin embargo, es indudable que tuvo un reinado muy prolon­ gado: celebró dos fiestas Sed, y según el Papiro de Turín ha­ bría reinado por lo menos noventa años, y quizá más; su

última cita se desconoce. Durante su minoría, la regencia fue ejercida por Meryreankhenes, madre del rey, y por el hermano de esta última, Djau, nomarca de Tinis, que posteriormente quedó como visir. Durante su larga existencia Pepi II casó por lo menos con cuatro reinas, pero parece que" sobrevivió a la mayor parte de sus hijos. Por la lista de Abidos sabemos que el sucesor de Pepi II fue Merenre' II-Antyemsaf . Según el Papiro de Turín, sólo reinó un año. Es un hecho cierto que con la desaparición de Pepi II comienza un período muy oscuro. Estamos ya en el confuso período llamado por los historiadores el «Primer Pe­ ríodo Intermedio», aunque las fuentes escritas, concretamente el Papiro de Turín, enumeran todavía dos reinados de la IV Di­ nastía; el último fue el de la reina Nitocris. Ningún documento ha confirmado la existencia de esta reina que Manetón califica de «la más noble y bella de las mujeres». Heródoto, por su parte, afirma que se suicidó después de vengarse del asesino de su hermano Merenre* II, pero no se sabe dónde obtuvo He­ ródoto esta información. Sin embargo, un hecho que parece seguro encaja de manera fascinante con el relato de Heródoto: los desórdenes, dinásticos o de otra clase, comenzaron inmedia­ tamente después de la muerte de Pepi II. a) Evolución política de Egipto bajo la V I Dinastía La VI Dinastía produce grandes cambios en la organización del estado. Desde la III a la V Dinastía, la centralización del poder no había cesado de aumentar; con la VI Dinastía el proceso es inverso: el poder se descentraliza lentamente hasta caer en la anarquía. Este fenómeno se explica fácilmente. Por una parte, la for­ tuna real disminuye progresivamente por todas las donaciones a los templos y a los particulares. A decir verdad, la práctica de las donaciones, comenzada en la IV Dinastía, estaba ya muy extendida bajo la V Dinastía, pero en la VI Dinastía se acen­ túa, de modo que el rey ya no es la única potencia de Egipto. A su lado adquieren importancia los grandes templos y, sobre todo, las familias provincianas. Por otra parte, la nobleza provinciana ha sido sin duda la principal beneficiaría de esta generosidad del rey. Esto se explica a su vez tanto por la necesidad, para asegurar la buena administración del país, de tener en cada provincia un repre­ sentante real provisto de amplios poderes (cf. más arriba, pá­ gina 232), como, en segundo lugar y en razón de las profundas creencias religiosas de los egipcios, por la tendencia de cada fun­ cionario a pedir y obtener la transmisión de su cargo a su hijo mayor, el cual debe proveer al culto funerario del padre. La

herencia del cargo no presenta más que pequeños inconvenien­ tes para los puestos subalternos, pero no es lo mismo para el jefe de provincia. En efecto, éste poseía, como representante del rey, casi todos los poderes: disponía de las tropas de la provincia, dirigía las obras públicas, tenía la responsabilidad de los- graneros reales, ejercía el poder judicial y, en fin, esta­ ba más o menos obligado a controlar los templos de su nomo y los bienes de éstos. El único medio para el rey de limitar tales poderes hubiera sido cambiar periódicamente á los nofnarcas de puesto. En este sentido parece que hubo un intento por parte de Merenre', pero no fue continuado. Al dejar per­ manentemente a los gobernadores al frente de un nomo y, ade­ más, al transferir el cargo al hijo mayor, los reyes de la VI Di­ nastía han sido los artífices de la caída del Imperio Antiguo. La evolución que acabamos de describir fue progresiva. Se aceleró bajo el largo reinado de Pepi II. Pese a su debilita­ miento, el poder real es todavía lo bastante poderoso, hasta el año 2260 aproximadamente, para mantener' la unidad del país. Teti, como Pepi I, están aún entre los grandes faraones de Egipto; han dejado numerosos templos y monumentos, de modo que la obra de la VI Dinastía no es en absoluto des­ preciable. Parece incluso que en sus comienzos el papel desem­ peñado por la nobleza provinciana fue beneficioso: el nomarca de Tinis, Djau, tío de Pepi II, contribuyó a la estabilidad del país durante la minoría del rey, y los gobernadores de Elefan­ tina tuvieron un papel preponderante en la política exterior de Egipto. La expansión egipcia en Nubia y en Asia es sin duda el acontecimiento característico de la dinastía. Por primera vez los egipcios penetraron por la fuerza en los territorios limítro­ fes. Finalmente, establecieron contactos comerciales directos o indirectos con Asia, Arabia (Punt), el Africa lejana y quizá con la misma Creta. Toda una serie de textos nos informan sobre esta expansión egipcia. Los más importantes son los re­ latos autobiógrafos que abarcan los reinados de Pepi I, Me­ renre' y Pepi II. Debemos los más antiguos a Uni, que vivió bajo Teti, Pepi I y Merenre' y cuyo relato, grabado sobre su mastaba en Abidos, se conserva hoy en el museo de El Cairo, a Hirkhuf, conocido por una inscripción de su tumba en Asuán, que vivió durante el reinado de Merenre' y Pepi II, a Pepinakht, por último, contemporáneo de Pepi II, cuyo relato se ha encontrado igualmente en su tumba de Asuán. El relato de Uni tiene la suficiente extensión para propor­ cionar datos importantes sobre la administración real en tiem­ pos de la V I Dinastía. Pequeño funcionario de Teti, se con­ virtió en un gran personaje del Estado por gracia de Pepi. Por

razones que no explica, Uní tuvo que juzgar una conspiración en el harén real; fue éste el comienzo de su ascenso social. Pepi I le hizo su enviado especial en el ejército que participó en una campaña en Asia, sin duda en Palestina meridional. El ejército comprendía, junto a los contingentes egipcios reclutados por los nomos, elementos alistados en Nubia y Libia. El papel de Uní parece haber sido el de asegurar las buenas re­ laciones entre los diferentes jefes de los contingentes, y el de .vigilar que el ejército no cometiese exacciones: «Nadie arrebató ni una sandalia al viajero, nadie robó ni un pan en ciudad al­ guna.» Al regreso de la expedición a Asia, expedición que es más una incursión que una conquista, puesto que los egip­ cios volvieron a su país después de haber destruido algunas plazas fuertes, «cortadas las higueras y las viñas», Uni parti­ cipó en otras cinco expediciones de este género. Se admite generalmente que estas incursiones llegaron hasta el Monte Carmelo en Palestina. Después de haber servido a Pepi I, Uni continúa su carrera bajo Merenre', que le nombra «gobernador del sur», desde la primera catarata hasta el Fayum. Quizá es preciso ver en este nombramiento un intento del gobierno central de controlar a los jefes de los nomos que cada día adquirían más independen­ cia. En efecto, Uni controla las «tasas destinadas a la corte», lo que supone que el rey no percibía más que una parte de los recursos pero permitía a su representante vigilar lo que pasaba en el nomo. Uni estaba además encargado de organizar las expediciones enviadas a las canteras para transportar las pie­ dras necesarias para las construcciones reales, pirámides y tem­ plos divinos o funerarios. En calidad de tal va a Asuán y trae de allí los bloques de granito necesarios- para el sarcófago de Merenre', e incluso va al desierto oriental, a Hatnub, para buscar alabastro. En el curso de estos trabajos debió preparar cinco expediciones a través de los rápidos de la primera catarata^ preparación destinada a facilitar las relaciones con el sur, en donde Uni se procura la madera para los talleres reales. Hirkhuf, príncipe de Elefantina, pertenece a la generación que sucedió a la de Uní. La mayor parte de su carrera trans­ curre bajo Pepi II. Fue uno de los agentes de la política ex­ terior de la VI Dinastía en el sur. Ya en tiempo de su pa­ dre había participado en una expedición de siete meses al sur de la segunda catarata. Solo, vuelve a seguir las rutas del de­ sierto para una exploración, de ocho meses esta vez, siempre al sur de la segunda catarata. En el curso de una tercera y una cuarta expedición penetra profundamente en el desierto suroeste, vuelve por el Nilo, cargado de incienso, ébano, pie­ les de pantera, marfil y, por último, trae consigo un enano, sin

duda un pigmeo, lo que llenó de alegría al aún muy joven rey. Esta penetración egipcia en Africa, al final del reinado de Merenre' y al comienzo del reinado de Pepi II, es todavía pacífica. Hirkhuf, quizá medio nubio a. su vez, habla la lengua de los jefes del país que explora. Con las expediciones de Pepinakht, que vivió también bajo Pepi II pero más avanzado el reinado, la atmósfera política parece haber cambiado en Africa: desde su primera expedición, Pepinakht hizo la guerra y exterminó a las poblaciones de la baja Nubia, según parece; en la segunda, regresó con rehenes, jefes, hijos de jefes y rebaños. La situación no estaba menos agitada en el sur que en el este, donde Pepinakht, al regresar, del sur, quedó encargado de dirigir una incursión punitiva con­ tra los beduinos, de los que destruyó una o varias bandas. Pero la situación no parece mejorar y, al final del reinado, Sebni, un cuarto funcionario de Asuán y gobernador del sur como Uni, marcha hacia el sur para buscar el cuerpo de su padre muerto en la alta Nubia en el curso de una expedición anterior. Logra traer el cuerpo y pacificar el país, y recibe en recompensa, junto a regalos en especie, 30 «arures» de tierras, alrededor de ocho hectáreas, distribuidas por el sur y el norte del país. Así es como las propiedades privadas se establecen y amplían. Lo que les ocurre a los nobles de Asuán se produce también en otros lugares de Egipto: Ibi, nombrado gobernador del Nomo de la Gacela, pudo establecerse, gracias a los bienes que recibió, su servicio funerario, al que estaban asignadas las rentas de once pueblos y lugares. b)

Conclusiones sobre los reinados de la V I Dinastía

El número mismo de las inscripciones autobiográficas encon­ tradas que datan de la VI Dinastía muestra hasta qué punto ha evolucionado la situación política en Egipto. durante su reinado. Mientras que bajo la IV y V Dinastías todo está concentra­ do alrededor de la persona del rey (incluyendo la vida de ultratumba, pues los únicos cementerios importantes son los que rodean la pirámide real, la cual se ocupa de las ofrendas funerarias) bajo la VI Dinastía se asiste a un cambio de la situación y las provincias adquieren tanta importancia como la capital. Los títulos de la administración central se multipli­ can de una forma inquietante: así hubo, según parece, varios visires al mismo tiempo. Existe, pues, una debilitación indu­ dable del poder central, pero lo más grave para este último es el hecho de que, cada vez más, los funcionarios en activo obtienen del rey la transferencia de su cargo a sus hijos. De

este modo, los príncipes jefes de los nomos llegan a ser inde­ pendientes: lo que en un principio era una gracia real se convierte en un derecho. Cuando surgió una crisis dinástica a la muerte de Pepi II, por razones que desconocemos, la admi­ nistración centralizada de Menfis se hundió, según parece, bajo el golpe de una revolución social. Esto es lo que se ha conve­ nido en llamar el «Primer Período Intermedio». II.

EL PRIMER PERIODO INTERMEDIO

Este período, que separa al Imperio Antiguo del Medio, es sin duda el más sombrío y el más confuso de la historia de Egipto. Abarca a lo sumo del 2200 al 2040 a. C., y comprende desde la V II Dinastía a la X y parte de la X I. Para como­ didad de la exposición, se pueden distinguir aquí tres épocas diferentes; la primera se puede definir como una época de rápida descomposición de lo que subsiste del Imperio Antiguo, y está acompañada de revoluciones sociales e invasiones ex­ tranjeras. Abarca las VI y V III Dinastías, cuya capital perma­ nece en Menfis, y su duración total no excede de unos cua­ renta años. Durante la segunda época los príncipes de Heracleópolis logran, al menos parcialmente, apoderarse del poder. Existe un corto período de calma durante la I X Dinastía, pero las luchas intestinas reaparecen a partir de la X . Como una parte del país está ocupada por extranjeros, los nomos que per­ manecen independientes luchan entre sí: unos reconocen la autoridad de Tebas y otros la de Heracleópolis. La tercera y última época, que ciertos autores unen al Im­ perio Medio, ve el triunfo de los príncipes de Tebas y el es­ tablecimiento de una nueva dinastía, la X I, que después de haber reinado sobre la mitad sur de Egipto gobierna todo el país, conservando como capital el centro de la provincia de origen de la dinastía. a)

Las V II y V I II Dinastías y la revolución socid

Es ésta la época más oscura de todo el Primer Período Intenriedio, y los especialistas aún no han llegado a ponerse de­ acuerdo sobre el desarrollo de los acontecimientos y su dura­ ción. Hasta hace poco se le atribuían cuarenta o cincuenta años; recientemente se ha propuesto reducirla a veintiún años (W. C. Hayes). Es esencialmente un período de anarquía dinástica. La VII Dinastía, que sucedió a la VI, aún cuenta, según parece, con algunos reyes emparentados con la dinastía prece­ dente, como Neferkare' II, cuyo nombre se encuentra en una

estela descubierta cerca de las tumbas de las reinas de la VI Di­ nastía; parece que fue hijo de la cuarta y última esposa de Pepi II, Pepiánkhenes. La historia de esta dinastía es tan con* fusa que Manetón le atribuye 70 reyes que habrían reinado... setenta días. Se ha considerado falsa durante mucho tiempo; según los últimos estudios (W. C. Hayes) constó cuando me­ nos de nueve reyes, pero no permaneció en el poder más que ocho años, es decir, por término medio una decena de meses por soberano. Sin duda durante esta época es cuando se produjeron unos desórdenes con carácter revolucionario que pusieron en tela de juicio, según parece, el principio mismo de la monarquía. Des­ graciadamente estos acontecimientos sólo se conocen por un único texto y, en buena crítica histórica, estaría justificado no tenerlo en cuenta si los hechos que narra no fuesen de una importancia capital para la historia del Primer Período Inter­ medio. Este texto, conocido por un papiro conservado en Leiden, conserva el título que le ha dado su primer editor (A. H. Gardiner): Admonitions of an Egyptian Sage (Amonestaciones de un sabio egipcio). Es una copia tardía (X IX Dinastía), en bas­ tante mal estado, de un original más antiguo. Como muchos textos egipcios, no parece seguir un orden lógico en la expo­ sición de los acontecimientos que describe. No obstante, las informaciones que proporciona pueden clasificarse en concer­ nientes, por una parte, a los acontecimientos exteriores, y por otra a la situación interior; estas últimas son mucho más nu­ merosas. Los datos que se refieren a los acontecimientos exteriores son vagos, aunque permiten darse cuenta de que tribus nó­ madas extranjeras, asiáticas, se infiltraron en Egipto y ocupa­ ron por la fuerza el Delta. Además se debió abandonar la po­ lítica de expansión egipcia en Asia, y sin duda en Africa, inaugurada por la VI Dinastía: «Actualmente no se navega hacia Biblos, ¿qué -haremos para reemplazar los cedros para nuestros muertos? El oro falta.» El poder central no parece, pues, estar en condiciones de enviar al extranjero más que las expediciones indispensables para la prosperidad del país. Esta ruptura de relaciones económicas con el extranjero se explica por las revueltas interiores que las Amonestaciones des­ criben prolijamente. Estas revueltas se manifiestan, sobre todo, por un desorden social. «El portero dice: salgamos y saquee­ mos... los pobres se han convertido en propietarios de grandes cosas... Aquel que no podía ni hacerse un par de sandalias posee ahora grandes riquezas... Toda ciudad dice: suprimamos a los poderosos de entre nosotros... Puertas, columnas y muros

están en llamas... El oro y el lapislázuli, la plata y la turquesa, la cornalina y el bronce adornan el cuello de los servidores, mientras que los dueños de la casa (dicen): Ay, si tuviésemos algo que comer.» Las Amonestaciones insisten mucho en este cambio social, pero el texto es menos explícito en cuanto a las causas de la revo­ lución. Es un hecho que describe la desorganización del sistema administrativo («la sala del juicio, sus archivos han sido ro­ bados, las oficinas públicas violadas y las listas de empadrona­ miento destrozadas... los funcionarios asesinados y sus documen­ tos robados»), pero las noticias dadas sobre el aspecto político de los acontecimientos son ambiguas. Por un lado podría parecer que el mismo faraón había tomado parte («El rey fue arreba­ tado por el populacho... un puñado de hombres sin ley logró despojar al país de la realeza... La residencia real fue derri­ bada en un instante»), pero en otros pasajes el rey parece se­ guir todavía en su lugar, pues el autor le critica: «La justicia está contigo, pero lo que tú propagas a través del país, con el clamor de la revuelta, es la confusión», y finalmente le re­ quiere: «ordena, pues, que se te rindan cuentas». Para explicar esta contradicción, la descripción de la des­ trucción de la monarquía por una parte, y por otra la repre­ sentación del faraón todavía en el poder, se ha supuesto que el rey legítimo habría sido depuesto y después reemplazado por un rey reformador, idealista, que habría intentado en vano restaurar el orden por su mansedumbre (J. Spiegel, 1960). E l texto, después de haber descrito la caída de la realeza, mostra­ ría la anarquía resultante del gobierno de un faraón de buena voluntad pero débil. Esta sugestiva explicación sólo se basa, desgraciadamente, en una fuente única y de interpretación di­ fícil. Spiegel supone que el rey destronado es Merenre' II y el rey débil que le sucede un faraón de la V III Dinastía; la VII Dinastía sería entonces falsa o correspondería a la época en la que el poder estaba en manos de una oligarquía; época que se limitaría a cubrir el período, sin duda muy corto, de confusión y anarquía que habría seguido a la caída del rey y que describen las Amonestaciones. Hemos visto que es probable que, aunque agitado, el reinado de la V II Dinastía ha existido realmente. El texto de las Amonestaciones ha sido encontrado en Saq­ qarah y parece que es de origen menfita; por ello se cree ge­ neralmente que los acontecimientos que relata quedaron limi­ tados a la capital y sus alrededores. La realeza, mal que bien, logró mantenerse y la V III Dinastía, que sucedió a la V II, permaneció en Menfis, aunque a veces se ha creído que estaba instalada en Coptos (K. Sethe). Una pirámide de un rey de

esta dinastía se encontró cerca de la de Pepi II. La debilidad creciente de la monarquía menfita se acusa en una serie de decretos reales que se han encontrado grabados sobre las pa­ redes del templo de Coptos. Estos decretos, dados por los úl­ timos reyes de la dinastía, tienden claramente a asegurar la alianza de un tal Shemay y de su hijo Idi, que fueron sucesi­ vamente nomarcas de Coptos, gobernadores del Alto Egipto y visires. Esto es una prueba de que, desde la V II a la V III Di­ nastía, se ha concluido la evolución que ha transformado el cargo de nomarca, de una función real revocable, en un seño­ río casi feudal transmitido de padres a hijos. Buscando la alianza de tales príncipes, el rey reconoce el estado de hecho. La monarquía del Imperio Antiguo ha perecido y Egipto ha vuelto a lo que había sido antes de la unificación del país por los faraones tinitas. b)

La IX Dinastía heracleopolitana (2160 a 2130 aproxima­ damente)

Como las escasas fuentes permiten entrever, el poder de los últimos reyes de la V III dinastía era cada vez más limitado: el Delta, ocupado por extranjeros, escapa a su control; en el sur, el nomo tinita con la ciudad de Abidos, importante por su papel religioso, lo mismo que el nomo de Elefantina, llave de Nubia, son independientes, aunque reconocen la autoridad real. Al faraón no le queda más que una autoridad precaria sobre la región menfita, y la fidelidad, pagada a alto precio, del nomo de Coptos. Esta apariencia de poder va a ser arrancada a Demedjib Tauy, último rey de la dinastía, por la rebelión del príncipe de Heracleópolis. En efecto, éste ocupaba una posición clave: su capital Nennesut (actualmente Ahnas-el-Medineh) estaba si­ tuada en el centro de una de las provincias más ricas del Medio Egipto, -a la altura del Fayum, donde estaba en situación de cortar las relaciones entre el rey en Menfis y su aliado me­ ridional, el príncipe de Coptos. Hacia el 2160, Meribre'-Kheti se sublevó abiertamente y asumió los títulos reales completos de rey del Alto y Bajo Egipto. Es éste el Kheti I de los historiadores modernos, el Actoes de los escritores griegos. La capital del faraón que inauguró la nueva dinastía, la Heracleópolis de la época griega, es ya un centro importante en el período predinástico. La Piedra de Palermo la asocia a la realeza, en razón de su propio nombre, Nennesut, que quiere decir en efecto «el niño real». Los egipcios adoraban allí a un dios-cordero, Heri-shefit (gr. Harsafes; literalmente «el que está sobre su lago»), cuyo culto está comprobado desde la época tinita. El monarca disfrutaba, pues, de un prestigio re­

ligioso y político unido a la capital. También desde el punto de vista estratégico, la posición de Nennesut es excelente: a la salida del Fayum poseía un territorio agrícola de los más ri­ cos, aunque próxima a Menfis está protegida de los asiáticos del Delta por la distancia, y, finalmente, está bastante alejada del sur para no temer, al menos hacia el 2160, a los nomarcas belicosos de Tebas y de Elefantina. La historia de la IX Dinastía es mal conocida. Ha dejado pocos monumentos y las fuentes principales siguen siendo Ma­ netón y el Papiro de Turín; pero sólo nos han llegado com­ pletos cinco nombres de los 13 reyes que reinaron entonces: 1. 2. 3. 4. 5. 6 a

Merybre'-Kheti I. ... (nombre perdido). Neferkare*. Nebkaure'-Kheti II Setut. 13. (Nombres perdidos o incompletos.)

Los nombres como Neferkare* y Nebkaure* indican que la dinastía se considera ligada a la tradición monárquica menfita. A fin de cuentas, si Heracleópolis es la residencia real, el centro administrativo del reino parece haber permanecido en Menfis. El fundador de la dinastía, Kheti I, es el mejor conocido de ella, aunque sabemos muy poco de él. Manetón afirma que «obró más cruelmente que sus predecesores»; Eusebio de Cesarea precisa que «se volvió loco y fue muerto por un coco­ drilo». Existe una cosa cierta: su poder aparece reconocido por todo el Egipto libre, desde Asuán hasta el norte de Menfis. Las fuentes no nos permiten saber lo que pasó en el Delta, donde los asiáticos estaban instalados. La unidad monárquica restablecida por Kheti I parece que fue muy pronto o disputada o, al menos, turbada por las que­ rellas entre los nomos. Los textos contemporáneos de la IX Di­ nastía hablan de guerras y de carestía desde el reinado de Neferkare1. La dinastía termina en la oscuridad más completa; se piensa que perdió el poder a consecuencia de la revolución tebana. c)

La X Dinastía (2130-2040) y la lucha contra Tebas (co­ mienzos de ¡a X I Dinastía)

Con el advenimiento de la X Dinastía estamos en un te­ rreno un poco más firme. Aunque nuestros conocimientos estén lejos de ser satisfactorios, al menos se han conservado los nombres de los faraones. Desde el final de la IX Dinastía, Te-

bas está organizada -bajo la autoridad de príncipes que llevan el nombre de Antef o Intef y se ha convertido en una de las provincias más poderosas del sur. Al principio los príncipes te­ banos reconocieron la autoridad del faraón heracleopolitano, pero poco antes del 2130 se sublevaron contra el poder cen­ tral y se titularon Reyes del Alto y Bajo Egipto, de forma que durante bastante tiempo la X Dinastía heradeopolitana y la X I Dinastía tebana van a reinar simultáneamente, una en el sur y otra en el norte: X Dinastía (2130-2040) Meryt Hathor, 2130-20 Neferkare* II, Uahkare'-Kheti III, 2120-2070 Merikare1 2070-2040 X ... algunos meses

X I Dinastía (2133-2040) Sehertauy-Antef I, 2133-18 Uahánkh-Antef II, 2117-68 Nekhtnebtepnefer-Antef, III 2068-60 Seánkhibtauy-Mentuhotep, 2060-2040 (la dinastía continúa luego reinando sola)

(cronología según W . C. Hayes y J. Vandier) La toma del poder por Sehertauy-Antef o por su predecesor in­ mediato Mentuhotep, que ciertos autores consideran como el primer rey de la dinastía bajo el nombre de Tepy (a) Mentu­ hotep I (W. C. Hayes), consagra la aparición en Egipto de una fuerza completamente nueva, la de Tebas. En efecto, bajo el Imperio Antiguo Tebas no es apenas más que la reunión de dos pequeños pueblos en la orilla derecha del Ñilo: uno será más tarde Lúxor, y el otro es ahora Kárnak. La capital de la región es entonces Armant o Ermant, la Hermontis de los griegos, en egipcio Iun-Resyt, donde se levanta el templo principal del dios del nomo, Montu, que también es, por otra parte, el dios de la Tebas primitiva. Sólo después del 2130 es cuando Amón, destinado a ser uno de los más grandes dioses egipcios, es reconocido en Tebas, de la que no llegará a ser el dios principal hasta la X I I Dinastía. Durante la I X Dinastía los príncipes de Tebas pudieron ir afirmando progresivamente su poder. Desde la V III Dinastía, o quizá ya bajo la V II, los príncipes, gobernadores de las pro­ vincias, se hicieron independientes. Poseían su ejército, su te­ soro y muchos de ellos, incluso los que reconocían la autoridad del rey menfita, tomaron la costumbre de fechar los aconteci­ mientos según los años de su administración personal. Entre los más poderosos de estos nomarcas citaremos a los de Coptos

que, como ya hemos visto (cfr. más arriba), fueron durante largo tiempo los aliados de los reyes menfitas; a los de Asyut, que llevaban también el nombre de Kheti y apoyaban a los mo­ narcas heracleopolitanos, con los cuales estaban posiblemente emparentados; a los de Khmunu (la Hermópolis de los griegos, hoy el-Ashmúnein), que se hicieron enterrar en Sheikh-Saíd y en el-Bersheh, y, finalmente, los del nomo del Oryx, cuyas tum­ bas se encuentran en Beni-Hasan. Estos nomos del Egipto Me­ dio participan frecuentemente, tanto de un lado como del otro, según sus propios intereses, en las luchas que enfrentaban a Heracleópolis y Tebas. Por otra parte, la situación es similar en el sur. En el curso de la I X Dinastía, Tebas logró convertirse en capital del cuarto nomo del Alto Egipto, por lo que se comprende Armant, la antigua capital, le fuese hostil. El nomo de Hieracómpolis (Idfu), por su importancia religiosa, debía desempeñar un pa­ pel preponderante en el sur. Pasaba lo mismo en el nomo ti­ nita, donde Abidos, centro osiriano, adquiere cada vez más importancia. Estos dos nomos sin duda veían con inquietud a los príncipes tebanos afirmar su poder, por lo que Tebas, an­ tes de tomar el poder, se vio obligada a someter primero a los nomos del sur que le eran hostiles y que se habían agrupado bajo la autoridad de Hieracómpolis. La tumba del monarca de esta ciudad, Ánkhtifi, ha sido en­ contrada en Moalla; los textos que están grabados allí rela­ tan la penúltima etapa de la toma del poder por Tebas (J. Vandier). En efecto, justo antes del reinado de Sehertauy-Antef, Hieracómpolis permanece fiel a Heracleópolis, y, por su posi­ ción al sur de Tebas, amenaza tanto más a esta última cuanto que Ánkhtifi se une al nomarca de Elefantina para ir en so­ corro de un tercer aliado, Armant, entonces asediado por Te­ bas, e invade el territorio tebano. A pesar de esta fuerte oposición, cuyo éxito es pasajero, Tebas logra reducir a los no­ mos del sur y se convierte en la dueña indiscutible de la «ca­ beza del sur» desde Elefantina a Tinis. Hacia el año 2120 la situación era la siguiente: los nomos del sur, hasta Tinis, obedecían a Tebas, y los del Medio Egip­ to a Heracleópolis. Al norte de Menfis la situación era con­ fusa, y no se conocen las relaciones entre los nomarcas egipcios y los asiáticos que ocupan el Delta. Tanto los reinados de los primeros reyes de la X Dinastía como los de la X I están consagrados a la lucha por la hege­ monía. Abidos forma poco después la frontera entre las dos confederaciones. Uahkare'-Kheti I I I logra apoderarse de ella durante cierto tiempo, pero enseguida debe abandonar su con­ quista. Heracleópolis parece entonces renunciar a reconquistar

el sur por las armas y acepta la división del país en dos reinos independientes. Esta renuncia se conoce por un texto muy significativo, las Instrucciones a Merikare', que constiuyen de alguna forma eí testamento político de Kheti I II a su hijo, el penúltimo rey de la dinastía heracleopolitana. El texto nos ha sido transmitido por un papiro de la X V III Dinastía. Junto a consejos de tipo muy general sobre política y administración, contiene claras alusiones a los acon­ tecimientos contemporáneos: «Sé bueno con el sur... No des­ truyas los monumentos de otro... Si sigues estos consejos y continúas lo que yo he hecho, no tendrás enemigos en el inte­ rior de tus fronteras.» Estos claros consejos de no enfrentarse a los turbulentos vecinos del sur se acompañan, quizá a título de consolación, con sugerencias referentes al norte. En efecto, Kheti hace alusión a su política con relación al Delta donde restableció la autoridad central hasta la frontera de la rama pelusiaca, arrojó a los asiáticos y construyó ciudades forti­ ficadas en las que instaló colonos egipcios para impedir el Tetorno de los invasores. Para terminar, ruega encarecidamente a su hijo que siga la misma política y, para ello, que perma­ nezca en paz con Tebas. Las fuentes de las que disponemos no nos permiten saber si Merikare' siguió los consejos de su padre. De todas formas, incluso si hubo un acuerdo de fado entre el sur y el norte fue de corta duración y, a la muerte de Merikare* o poco tiempo antes, los reyes de Tebas reemprendieron la ofensiva. El último rey de la dinastía heracleopolitana, del cual no conocemos ni el nombre, fue destituido por la derrota y no debió reinar más que algunos meses. La victoria de Seankhibtauy-Mentuhotep señala, según nosotros, el final del Primer Período Intermedio. Lo mismo que los primeros reyes tinitas habían logrado unificar el país, la nueva dinastía tebana restablece bajo su centro una autoridad única para todo Egipto. La fecha de 2040 fija así el comienzo de un nuevo período de la historia egipcia. Gracias a los textos biográficos, bastante numerosos, encon­ trados en las necrópolis del Medio y Alto Egipto, nos podemos hacer una idea de la forma en que se realizó la reunificación de Egipto. En primer lugar, las luchas intestinas entre las provin­ cias quedan configuradas como luchas entre confederaciones de nomos. Según las simpatías e intereses de cada uno de los nomarcas, los agrupamientos debieron variar frecuentemente. Hemos visto que ciertos nomos del sur no vacilaron en apoyar a Heracleópolis para oponerse mejor a la hegemonía tebana. Otros, más prudentes, se abstuvieron de tomar partido y fue­ ron recompensados con el reconocimiento de sus derechos

cuando Tebas tomó el poder. Los textos reflejan bien esta in­ estabilidad política. Así, uno de los príncipes del nomo hermopolitano declara: «He reclutado mis tropas y he ido al combate acompañado de mi ciudad, fui yo el que constituyó la retaguardia en Shedyetsha (cierta localidad). No hay nadie conmigo fuera de mis propias tropas, cuando los medjau y los hombres de Uauat, nubios y asiáticos, Alto Egipto y Bajo Egipto, se unieron contra mí. Regresé triunfalmente, toda mi ciudad conmigo, sin pérdidas.» Como se ve, el príncipe tuvo que combatir a los egipcios del norte, es decir, a los de Hera­ cleópolis, y a los del sur, los tebanos. Se observará que los adversarios utilizaban mercenarios. Los medjau, como las gentes de Uauat, son tribus de la baja Nubia y los «modelos» de Asyut, frecuentemente reproducidos, nos muestran a una de estas tropas nubias armadas con arco y flechas. Estas mismas tropas están representadas en una escena de guerra en BeniHasan, donde acribillan a flechazos una fortaleza defendida por los egipcios. Poco a poco se estabilizan las confederacio­ nes, una en el sur bajo la autoridad de Tebas y otra en el norte dirigida por Heracleópolis, y la situación permanece así hasta la victoria tebana. Nadie duda que el largo período de guerras intestinas que se extiende del año 2130 al 2040 haya agotado a los propios jefes feudales, tanto más cuanto que la anarquía política tenía por corolario el mal estado general del país. Los textos no cesan, en esta época, de hacer alusión a la penuria y carestía que resultaron de la guerra civil. Por ejemplo, Ánkhtifi, de Hieracómpolis, menciona el hambre espantosa que asoló el Alto Egipto de su tiempo, hambre tal, si le creemos, que se dieron casos de canibalismo. Muchos otros textos informan sobre hambres similares. Este agotamiento debió facilitar, a la larga, la toma del poder por los reyes tebanos. En la reunificación de Egipto el papel desempeñado por Te­ bas es desde luego dominante, pero, por su lado, Heracleópolis participó en ella de forma en. absoluto desdeñable, según pa­ rece, al tomar bajo su control los nomos del Delta. En efecto, a pesar de las dificultades del texto, las Instrucciones a Merikare' lo dejan entender. Dirigiéndose a su hijo, Kheti III de­ clara: «He pacificado todo el oeste (Libia), hasta la proximidad del lago. En el este también iba todo mal: estaba dividido en distritos y en ciudades, y la autoridad que debía ser de uno solo estaba en manos de decenas. Pero ahora estos mismos países aportan sus impuestos, se paga el tributo y tú recibes los productos del Delta. En la frontera... se han establecido ciudades y poblados con habitantes procedentes de lo mejor de todo el país, para así poder rechazar a los asiáticos... He hecho

que el Delta luche contra éstos, he capturado a su pueblo, ro­ bado su ganado. (Ahora) tú no tienes que preocuparte más que por el asiático... puede todavía atacar una instalación aislada pero no puede nada contra ciudades populosas.» De este modo, gracias al trabajo realizado por los faraones de la X Dinastía en el norte, Seánkhibtauy-Mentuhotep pudo sin duda, al invadir el reino heracleopolitano, extender su poder de un solo golpe hasta las orillas del Mediterráneo. Hacia el sur, la situación se conoce mal. Antes de la reunificación del país la baja Nubia debía estar más o menos controlada por la confederación de los nomos del sur. Ánkhtifi, por ejemplo, afir­ ma haber enviado grano hasta Nubia. Poco antes de la caída de Heracleópolis, Tebas controlaba la baja Nubia: uno de los jefes de su ejército afirma,, en efecto, que él ha sometido el país de Uauat, y ya hemos visto que el ejército tebano utilizaba tropas nubias. En resumen, en el año 2040 a. C., Egipto se extendía desde la baja Nubia al Mediterráneo. Se tiene a raya a los libios, nubios y asiáticos; el país puede en adelante rehacerse del largo período de desórdenes y disensiones. Los faraones de la X I Dinastía van a consolidar lo adquirido, pero su obra no pertenece ya al Primer Período Intermedio, sino que forma parte del Imperio Medio. III.

LA CULTURA BAJO LA VI DINASTIA Y DURANTE EL PRIMER PERIODO INTERMEDIO

Bajo la VI Dinastía aún está resplandeciente la cultura egip­ cia. Conserva todas las cualidades que hicieron la grandeza del Imperio Antiguo, al cual pertenece desde, el punto de vista ar­ tístico. Los artistas conservan las tradiciones de la V Dinastía, aunque se notan ciertas diferencias que traicionan la evolución política. Menfis continúa siendo la capital artística del país durante la primera mitad de la dinastía, pero, mientras que en el Im­ perio Antiguó los monumentos reales eran incomparablemente superiores a los monumentos privados, a partir de Teti estos últimos pueden compararse con los de los soberanos. Con el reinado de Merenre', Menfis deja de ser el centro artístico de Egipto. Las ciudades de provincia poseen en adelante sus pro­ pias necrópolis, en las que las tumbas se decoran profusamente. El estilo de estas obras está lejos de igualar la perfección de las de la V Dinastía, pero frecuentemente ganan en pintores­ quismo lo que pierden en otros aspectos. Citemos entre las obras de la VI Dinastía que han llegado hasta nosotros una encantadora estatuilla de alabastro de Pepi II niño, y, sobre todo, la gran estatua de cobre de Pepi I. Esta última, encon­

trada en Hieracómpolis, estaba batida sobre un núcleo de ma­ dera y adornada con elementos adicionales, como el taparrabos de oro y la peluca de lapislázuli. La «provincialización» del arte comenzada con el reinado de Merenre' se acusa todavía durante el Primer Período Inter­ medio. Se podría decir que, en adelante, cada nomo impor­ tante tiene su «escuela artística». Los artesanos formados en estas pequeñas cortes provinciales están lejos de poseer el vir­ tuosismo de los grandes artistas menfitas, pero sus obras, sobre todo la pinturas, que se pueden ver en ciertas tumbas (necró­ polis de Sheikh-Said, Deir-el-Gebrawi, Deshasheh, Beni-Hasan, el-Bersheh, Moalla, Tebas, Asuán y Asyut), tienen, a pesar de su torpeza, una espontaneidad de la que carecen frecuentemente las obras del Imperio Antiguo. Es un arte popular, cierto, pero que tiene su encanto. El Primer Período Intermedio ha proporcionado muy po­ cos monumentos, reales, pero gracias a una costumbre funeraria nueva nos ha legado cantidad de figuras humanas o animales llenos de vida. La costumbre de reemplazar por pequeñas esta­ tuas las escenas de la vida cotidiana representadas sobre las paredes de las mastabas se remonta al final del Imperio Antiguo y se generaliza durante el Primer Período Intermedio. Estas estatuas o «modelos» son de piedra (alabastro y caliza) o, más frecuentemente, de madera estucada y pintada. Están des­ tinadas, como los personajes representados en las tumbas del Imperio Antiguo, a asegurar al muerto la posesión de todos los bienes necesarios, o simplemente agradables, para la vida de ultratumba. Por esto se encuentran esencialmente sirvientes ocupados en moler el grano, en preparar la cerveza, carniceros matando a los animales, pescadores, tejedores, carpinteros y por­ tadoras de ofrendas. La situación política que existía entonces en Egipto se traduce incluso por la presencia de soldados: sol­ dados de infantería armados con dardos y escudos y arqueros con arcos y flechas. Generalmente estas estatuillas no cuentan más que con la precisión de la actitud, pero algunas veces son también verdaderas obras de arte, como la Portadora de ofren­ das del Museo del Louvre, encontrada en una tumba de Asyut. Cuando los egipcios no disponían de recursos suficientes para procurarse modelos, por lo menos hacían pintar en el inte­ rior del sarcófago rectangular de madera que se utilizaba enton­ ces los diferentes objetos de los que podrían tener necesidad en el más allá. Estos «frisos de objetos» a menudo están pin­ tados con mucho arte. Por último, en el sur aparece durante el Primer Período In­ termedio un nuevo tipo de objetos: las estelas pintadas o gra­ badas. Como las escenas representadas en las mastabas y los

«modelos», la estela está encargada de asegurar el «mínimo vital» al difunto: se le representa, normalmente con una tor­ peza sorprendente, sentado ante una mesa cargada de ofrendas de todas clases. Aquellas estatuas de esta época que han lle­ gado hasta nosotros son de madera, y en general de pequeñas dimensiones. El artista ha puesto su empeño en la expresión del rostro, pero el cuerpo permanece rígido. Si el final del Imperio Antiguo, y sobre todo el Primer Pe­ ríodo Intermedio, son épocas en las que la vida artística no progresa, conocen en cambio una gran actividad literaria, pre­ ludio de la gran época de la literatura egipcia que será el Imperio Medio. Las Máximas de Hordjedef y las de Ptahhotep se remontan sin duda a la V Dinastía, pero las Amonestaciones y, sobre todo, el Cuento del campesino (o del habitante del Oasis), lo mismo que las Instrucciones a Merikare', pertenecen indudablemente al Primer Período Intermedio y es probable que otro texto célebre, El misántropo o el Diálogo del deses­ perado con su alma se remonte también a la misma época. El manuscrito que nos ha conservado las Amonestaciones se encuentra en un estado demasiado malo para que se pueda juz­ gar el valor literario de la obra. No ocurre lo mismo con el Cuento del campesino, ya que diversos manuscritos han con­ servado un texto mucho más satisfactorio, q u e. da una idea sobre los gustos literarios de los egipcios bajo las dinastías heracleopolitanas. El tema es simple: un campesino del Uadi Natrun «desciende» a Egipto para vender los productos del oasis; al llegar a la altura de Heracleópolis, su pequeña cara­ vana de asnos y su cargamento excita la codicia del jefe de una gran heredad que, mediante úna estratagema poco honesta, se apodera de ella. El desgraciado y expoliado habitante del oasis va a abogar por su causa ante diferentes funcionarios y después ante el rey. El tema permite al autor conseguir elo­ cuencia; ello no excluye que haya puesto en boca de su cam­ pesino algunas torpezas divertidas o una pseudoelegancia en las palabras, pero nuestro conocimiento de la lengua no es suficiente para que podamos apreciar semejante «humorismo» y normalmente no vemos en los largos monólogos del desgraciado más que ejercicios de estilo. Por lo demás, el autor aprovecha este discurso para criticar la corrupción y la injusticia que reinan en Egipto en esta época. Las Instrucciones a Merikare', como hemos visto, son muy valiosas para la historia política de la X Dinastía, y no lo son menos desde el punto de vista literario, especialmente por la importancia que dan a la formación literaria del hombre y del rey: «Sé hábil en palabras, de forma que puedas dominar. Pues el poder del hombre está en el lenguaje. Un discurso

es más poderoso que cualquier combate.» Es lamentable que, como ocurre con las Amonestaciones, los manuscritos que nos ha transmitido el texto estén tan estropeados. El Diálogo del desesperado (Misántropo) tiene un lugar completamente aparte en la literatura egipcia dadas sus tendencias filosóficas. El tema es el de un hombre desengañado que está tentado de poner fin a una vida que él juzga detestable. Su alma, en un diálogo conmovedor, se rebela en un principio contra esta decisión, pero después consiente. A pesar de sus dificultades, el texto ha conservado aún su encanto melancólico: «¿A quién hablaré hoy? Nadie se acuerda del pasado. Hoy nadie devuelve el bien a quien ha sido bueno con él. ¿A quién hablaré hoy? Ya no existen justos,, han dado la tierra a gentes inicuas... ¿A quién hablaré hoy? Me hunde el peso de la desgracia. No tengo ni un amigo en quien'confiar. Hoy la muerte está ante mí, como cuando un enfermo se siente mejor, Como cuando uno se va por el camino después de una enfer­ medad. Hoy la muerte está ante mí, como el olor del incienso. Como cuando uno se encuentra en el timón de un barco cara al viento. Hoy la muerte está ante mí, como un claro en el cielo. Como cuando un hombre anhela una casa propia tras muchos años de cautividad.» La caída del Imperio Antiguo tuvo importantes repercusio­ nes en la religión; la más notable es sin duda la que se ha llamado «democratización» de la religión funeraria. Los «textos de las pirámides» sólo se referían en realidad al rey, nada indica que otra persona pudiese acceder a una vida de ultra­ tumba en compañía del dios Re‘. Durante el Primer Período Intermedio vemos a los particulares apropiarse poco a poco de las prerrogativas reales y convertirse a su vez, en el más allá, en reyes en potencia. En efecto, los propios textos de las pirámides son los que se encuentran inscritos sobre las paredes interiores de los sarcófagos de madera. En estos textos lareli­ gión osiriana se afirma cada vez más. La segunda consecuencia de la desaparición del Imperio menfita, en el ámbito religioso, fue la vuelta a los cultos provin­ ciales. De esta forma es como los dioses oscuros o mal conocidos del Imperio Antiguo adquieren bruscamente una im­

portancia inesperada, como los dioses Upuaut de Asyut, Khnum de Elefantina y, sobre todo, Montu de Tebas, que con la victoria del sur sobre Heracleópolis se convierte en uno de los grandes dioses de Egipto. Montu, dios-halcón, está más o menos asimilado al dios Re‘. Es esencialmente un dios guerrero. Pero la democratización de la religión y de los ritos fune­ rarios, lo mismo que el retorno a los cultos provinciales, son menos característicos de la evolución de ideas religiosas del Primer Período Intermedio que la expansión que conoce en­ tonces la religión osiriana. El culto a Osiris en. Egipto está comprobado desde la época arcaica, y en los grandes sistemas cosmogónicos del Imperio Antiguo Osiris figura con Isis entre las parejas divinas que están en el origen del mundo. Héroe divinizado, su muerte trágica y después su resurrección en el mundo subterráneo del más allá han hecho de él el dios de los muertos por excelencia y, en calidad de tal, ocupa un lugar no desdeñable en los «textos de las pirámides». Sin embargo, a los ojos de los teólogos menfitas y heliopolitanos, su importancia no se puede comparar con la del dios-sol Re*. Con el final de la época heracleopolitana, Osiris se va convirtiendo progresivamente en «el gran dios» y en adelante las peregrinaciones ya no se hacen a Heliópolis, sino a Abidos, donde se consideraba que Osiris tenía su tumba principal. Todo Egipto desea entonces ser ente­ rrado en la proximidad del templo del dios o, si este deseo es inaccesible, al menos dejar una huella de su paso en Abidos. Este es el origen de las numerosas estelas encontradas en el recinto sagrado. Abidos se convierte así en el gran centro reli­ gioso de Egipto, lo que explica la obstinación desplegada por heradeopolitanos y tebanos para asegurarse su posesión. El lugar que ocupa Osiris en la religión egipcia a partir del final del Imperio Antiguo, aunque importante, no habría sido más que un fenómeno secundario si no le hubiese acompañado una evolución paralela en la moral egipcia. Con la religión osiriana las ideas de justicia y caridad se difunden por Egipto, y, por primera vez, aun siendo precaria e impregnada de magia, la idea de que nuestras acciones en la tierra serán juzgadas después de la muerte. En realidad, el juicio del rey muerto existe ya en los «textos de las pirámides». El rey, para ser admitido en la barca solar del dios Re‘, debe ser puro, es decir, haber sufrido todos los ritos de purificación; debe ser justo, pero esta palabra está tomada más en su sentido jurí­ dico que en el moral, y, finalmente, debe estar completo, es decir, que su cuerpo debe estar intacto.- Un «barquero* encar­ gado de hacer atravesar el lago situado a la entrada del más allá hace al rey preguntas relativas a su pureza, su justicia

y su integridad. El rey no puede pasar, teóricamente, más que si sus respuestas son satisfactorias. Con el Primer, Período Intermedio no es ya sólo el rey el que será juzgado, sino todo hombre. Al cristalizarse, estas creencias llevarán a crear dentro de la teología egipcia un verdadero «tribunal de los muertos», presidido por Osiris, al que asisten todos los dioses de los nomos y ante el cual com­ parece el difunto: el corazón de éste se coloca sobre el platillo de uní balanza y en el otro se pone una pluma, símbolo de la diosa Maát, diosa de la justicia y de la verdad. Thot, dios de la escritura, Horus y Anubis, partidarios de Osiris en la leyenda osiriana, se aseguran de que el peso sea justo y que los platillos se equilibren. Si tal es el caso, se declara al muerto «justificado»; si no, se le envía a la «gran devoradora», monstruo con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo que las miniaturas de los papiros funerarios del Imperio Nuevo representan junto a la balanza preparada para intervenir. El epíteto osiriano de «justificado» que sigue en las estelas a los nombres de los donantes sólo aparece a mediados de la XI Dinastía, después de la caída de Heracleópolis, pero no cabe duda de que las ideas que han llevado a esta afirmación notable se cristalizaron durante el período que va desde fines de la VI Dinastía a fines de la X . Para ser «justo» el egipcio debe ante todo practicar la caridad. De ahí las afirmaciones que van a multiplicarse en las estelas funerarias, hasta el punto de hacerse pesadas para el lector moderno: «He dado pan al que tenía hambre, agua al que tenía sed, vestido al que estaba desnudo, he protegido a la viuda y al huérfano.» Esta actitud frente al prójimo se encuentra en las Instrucciones a Merikare': «No seas malvado, es bueno ser benévolo. Obra de tal suerte que tu recuerdo dure gracias al amor que inspires... Haz justicia mientras que estés en la tierra. Consuela al afli­ gido, no oprimas a la viuda, no prives a un1hombre de los bienes de su padre.» Aquí están desarrolladas las fórmulas que repiten hasta la saciedad las estelas egipcias. Es cierto que estas fórmulas se difundirán principalmente al final de la X I Di­ nastía y durante la X I I , pero las ideas de justicia y de huma­ nidad que encierran están presentes por doquier en los textos del Primer Período Intermedio. El citado Ánkhtifi se vana­ gloria, en tiempos de carestía, de haber alimentado no sola­ mente a las gentes de su nomo, sino también a las de los nomos vecinos, y Kheti, como acabamos de ver, aconseja a su hijo que practique la justicia. Este refinamiento de la moral, y en ello hay que. percibir lo avanzado que estaba Egipto respecto a otras civilizaciones de la Antigüedad, es el resultado directo de la religiosidad

de los egipcios en esta época. Las Instrucciones a Merikare' siguen siendo las que nos prueban la existencia de estos senti­ mientos religiosos y su intensidad: «Construye monumentos para los dioses. Aseguran la supervivencia del nombre de aquel que construye para ellos. Un hombre debe hacer aquello que apro­ vecha a su alma... Frecuenta los templos, observa los miste­ rios, entra en los santuarios... Sé piadoso. Asegúrate de que se hagan las ofrendas... Dios conoce al que obra para él.» Aunque la reunificación de Egipto por los tebanos puede com­ pararse legítimamente a la unificación del valle por los reyes tinitas, existen, sin embargo, diferencias apreciables. Por una parte, el Imperio Antiguo ha dejado en los espíritus el recuerdo de un período de orden y grandeza al que gustará hacer alusión y que servirá de modelo a las generaciones venideras. Por otra parte, la supremacía del sur se ha obtenido por la violencia. Los reyes tebanos se han visto obligados con fre­ cuencia a transigir con los jefes de provincias y, en muchos casos, los nomarcas conservan durante la X I Dinastía el poder que habían adquirido desde el final de la VI. Sólo a mediados de la X I I Dinastía el poder real volverá a adquirir toda su autoridad sobre los nomos. Finalmente, el ejército, que hasta ahora sólo había desem­ peñado un papel muy secundario en la civilización egipcia, se convierte en una de las preocupaciones del poder egipcio. Para hacerse una idea de esta importancia no hay más que releer los consejos que Kheti da a Merikare': «Ocúpate de tus jóve­ nes tropas... y que tengas una descendencia abundante... la joven generación goza siguiendo su inclinación (la continuación del texto se ha perdido, pero la juventud se inclina evidente­ mente por la acción y la violencia)... aumenta, pues, el número de tus fieles jóvenes, dales tierras, recompénsales dándoles ga­ nado.» Cada nomo poseía tales «clases de edad» bien entrenadas para el combate por las luchas del final del Primer Período Intermedio. Si se añaden a la masa del ejército indígena los mercenarios nubios y libios, se ve la fuerza en potencia que estaba a disposición de un monarca del Egipto reunificado. El ejército permitió a Nebhepetre' conquistar el poder y será la base de la expansión egipcia bajo sus sucesores. De este modo, con el advenimiento de Nebhepetre' Men­ tuhotep, Egipto sale transformado de las pruebas que ha su­ frido bajo el Primer Período Intermedio. Los faraones teba­ nos tienen en la mano el poder militar y político que les va a permitir, primero, afirmar su control sobre Egipto, y, des­ pués, establecer la hegemonía egipcia sobre una parte del país que le rodea.

10. El Imperio Medio

Una inscripción de la X IX Dinastía asocia los nombres de Menes, Nebhepetre' y Ahmosis. Los egipcios consideraban, pues, que los reinados de estos tres faraones marcaban hitos esencia­ les en la historia egipcia y, en efecto, Menes, primer rey de la I Dinastía, puede ser considerado como el fundador del Impe­ rio Antiguo, lo mismo que Ahmosis, primer faraón de la XVIII Dinastía, lo es del Imperio Nuevo. De esto se deduce, por tanto, que los egipcios colocaban a Nebhepetre'-Mentuhotep en el origen de lo que se ha convenido en llamar el Imperio Medio. Los comienzos de la historia del Imperio Medio -son aún oscuros. Sólo desde hace unos años se ha podido establecer la sucesión y la cronología de los reyes de la X I Dinastía, y to­ davía hay algunos investigadores que no están de acuerdo con ella. Los historiadores han visto su labor complicada por el hecho de que el fundador de la dinastía llevó sucesivamente varios «nombres de Horus» (cf. más adelante), lo que natural­ mente les condujo a admitir la existencia de tres reyes dife­ rentes que llevaban el nombre de Mentuhotep. En las obras antiguas se encuentran así cinco de estos faraones. Actualmente se admite que después del reinado de Antef III sólo reinaron tres faraones en el Egipto unificado, de forma que la sucesión de los reyes de la X I Dinastía ha quedado establecida de la manera siguiente: Mentuhotep I-, 2060-2010 reina con los nombres de Horus sucesivos de: Seánkhibtauy, 2060-2040 Netetyhedjet, 2040-? (hacia 2025) - Sematauy, ?-2010 Mentuhotep II-Seánkhtauyef, 2009-1998 Mentuhotep III-Nebtauy, 1997-1991 . En algunas obras (W. C. Hayes), el nombre de Mentuho­ tep I fue dado al primer tebano en el origen de la dinastía, cuando ésta sólo gobernaba aún en el sur del país. Llevaba el nombre de Horus Tepya. En consecuencia, en estas obras, Mentuhotep-Nebhepetre* se convierte en Mentuhotep II, y lo mis­ mo pasa con sus sucesores.

Los nombres de Horus que sucesivamente fueron llevados por Mentuhotep I expresan de una manera sorprendente las etapas de su reinado. A la muerte de su padre, Antef III, tomó, en efecto, el nombre de Horus Seánkhibtauy, «el que hace vivir el corazón del doble-país», es decir, Egipto. Bajo este nombre condujo a sus tropas a la conquista de la parte norte del país. Todavía conservaba este nombre en el catorceavo año de su reinado, hacia 2046, cuando los partidarios de los reyes heracleopolitanos lograron sacudirse el reciente yugo de Tebas y reconquistar Tinis. Este fue el comienzo de una nueva y breve guerra, entre el sur y el norte, que llevó aparejada la caída definitiva de Heracleópolis. Para conmemorar este acontecimien­ to que le convertía en soberano de todo Egipto, Mentuhotep I tomó el nombre de Horus Neteryhedjet. Después de esta victoria sin duda se produjeron una serie de combates esporádicos en el norte del país que exigieron del nuevo soberano un esfuerzo de pacificación. Cuando este esfüerzo hubo producido sus frutos, Mentuhotep I cambió una vez más de nombre de Horus para tomar el título característico de Sematauy, «el que unió el doble-país». . No se conoce la formá en que Mentuhotep I logró pacificar Egipto. Se puede pensar que usó tanto la fuerza, ya que dis­ ponía de un ejército victorioso, como la diplomacia, pues los nomarcas, especialmente los del Medio Egipto, eran poderosos todavía, y era prudente ganarlos, por medio de concesiones. En los documentos que tenemos a nuestra disposición se pueden adivinar algunas indicaciones del empleo de los dos métodos: el nomarca de Asyut fue simplemente depuesto, pero los de Hermópolis y de Beni Hasan guardaron sus privilegios. Para restaurar la autoridad central parece que Mentuhotep I utilizó un método simple: ya que la capital estaba en Tebas, tomó como principales funcionarios a tebanos fieles a la dinastía. De esta manera los tres visires que se sucedieron durante su rei­ nado fueron todos ellos tebanos, lo mismo que los cuatro «can­ cilleres», puesto importante y de creación reciente. Es sinto­ mático que el «gobernador del bajo Egipto» sea también un tebano, lo mismo que el inspector del nomo X I I I del bajo Egipto y el nomarca de Heracleópolis. Mediante la creación de nuevos puestos, Mentuhotep volvió a imponer el orden en un país desorganizado por la guerra civil, demasiado larga, y al nombrar para estos puestos a hombres fieles se aseguraba un control de los feudos sin recurrir a destituciones que posible­ mente habrían provocado nuevos disturbios. No tardaron en hacerse sentir los efectos de esta reorganiza­

ción de la administración, tanto en el exterior como en el interior del país. Un rasgo característico del Primer Período Intermedio había sido la interrupción de las relaciones de Egipto con los países vecinos. Tan pronto como fue conseguida la pacificación, Mentuhotep volvió a establecer relaciones con el extranjero. En el año 39 de su reinado, hacia el 2020, poco más o menos en el momento de la caída de Heracleópolis, una expedición penetra en el Uauat (baja Nubia); a ésta se­ guirán muchas otras. Puede ser que estas incursiones fueran una venganza contra los nubios que habían servido como mercenarios en el ejército heracleopolitano, pero, sobre todo, inauguran el comienzo de una política de expansión hacia el sur que sería continuada por la X I I Dinastía. Egipto necesitaba esta expansión. En efecto, aprovechando los conflictos del Pri­ mer Período Intermedio, la baja Nubia se organizó como reino independiente cuyos soberanos dejaron algunas inscripcio­ nes entre Umbarakab y Abu Simbel (W. C. Hayes). Este reino, sin ■presentar indudablemente un gran peligro para Egipto, le impide, sin embargo, ejercer libremente su comercio hacia el sur. Por este motivo Mentuhotep I y sus sucesores van a em­ prender la conquista del sur. Bajo Mentuhotep I, la baja Nubia (Uauat) no está todavía enteramente ocupada, pero ya paga un tributo, no vuelve a oponerse al paso de las expediciones egipcias y proporciona' ahora mercenarios al ejército tebano. Hicia el este, Egipto reanuda su actividad en los desiertos limítrofes del valle. AI Hammamat, Mentuhotep envía una expedición desde el año 2 de su reinado. En el Sinaí no se posee ninguna inscripción contemporánea del rey, pero el hecho de que Sesostris I haya dedicado una estatua a Men­ tuhotep I en el templo de Serabit-el-Khadim (Sinaí) sugiere que este soberano fue el que volvió a abrir la ruta de las minas de turquesas, hecho que está confirmado además por la inscripción de un funcionario de Mentuhotep, Akhtoy, quien afirma «haber sellado los tesoros en esta montaña llamada Templo de. Horus de las Terrazas de la Turquesa», título que no se puede aplicar más que al Sinaí. El hecho de volver a poner en actividad las minas del Sinaí implicaba el control de las tribus nómadas de la región; incluso ciertas indicaciones dejan suponer que las tropas egipcias penetraron anteriormente en el territorio asiático sin llegar, sin embargo, tan lejos como bajo la VI Dinastía. A Libia, Mentuhotep envió expediciones destinadas, según parece, a contener a aquellos vecinos occidentales que, desde el Imperio Antiguo, constituían una amenaza constante para Egipto. Uno de los jefes de los tehenu libios fue muerto en el curso de una de estas campañas. En resumen, los oasis del

desierto occidental son visitados por destacamentos armados y Mentuhotep I se dedica a controlar los desiertos suroeste y sureste, por ambas partes de la baja Nubia, donde merodeaban los medjau) guerreros nómadas a los que se enorgullece de ha­ ber vencido. Egipto, próspero en el interior y fuerte en el exterior, vuelve a ser un foco artístico activo, aunque el interés de Mentuho­ tep I se haya manifestado principalmente en el alto Egipto, donde engrandece los templos de Elefantina, de el Qab, de Tod, de Denderah y de Abidos. En la propia Tebas edifica, para su propio servicio funerario, un monumento majestuoso, la primera sepultura real importante desde el reinado de Pepi II. Para esta tumba eligió la situación magnífica de Deir el-Bahari y adoptó el plano de una pirámide construida sobre un pe­ destal y rodeada de un pórtico bajo columnata. La avenida que conducía al monumento estaba flanqueada por estatuas.de prédra arcillosa pintada que representaban al faraón sentado, revestido con los ornamentos de la fiesta Sed. Alrededor de su tumba se enterraron las reinas, y en el acantilado que domina la lla­ nura, al norte de la tumba real, los altos funcionarios de su corte. II.

MENTUHOTEP II-HORUS SEÁNKHTAUYEF

(2009-1998)

Como el hijo primogénito de Mentuhotep I, Antef, murió antes que su padre, fue un hijo menor el que sucedió al gran Mentuhotep. Según parece, ya tenía una edad avanzada cuando asumió el poder, por lo menos cincuenta años, y su reinado fue corto. El reinado se empleó principalmente en las construcciones y son numerosos los templos del alto Egipto que nos han. proporcionado relieves de este reinado, de un estilo admirable en su sobriedad. Por razones desconocidas, este rey constructor dejó inacabada su propia tumba y su templo funerario. La historia de este reinado está dominada por la figura de un alto funcionario que ya había servido durante el reinado de Mentuhotep I. Henenu, intendente general, organizó en el octavo año del reinado una expedición de 3.000 hombres que partió de Coptos, atravesó el desierto hacia el mar Rojo y llegó hasta el país de Punt, en la costa de Arabia. Una inscripción grabada sobre las rocas del Uadi Hammamat ha conservado un relato de esta expedición. La tropa mandada por Henenu comenzó a limpiar el camino de enemigos del rey; según pa­ rece, exploradores nómadas la asesoraban, protegían e infor* maban. Cada hombre iba provisto de una cantimplora de cuero y de «dos jarras de agua y veinte panes» por día, y había asnos

para llevar la impedimenta. Durante su marcha hacia el mar Rojo, Iíenenu hizo, perforar..y acondicionar doce pozos. Al lle­ gar a la costa, «construyó» barcos. Dado el carácter desértico 1 de la costa a la salida de la ruta del Hammamat, hay que. sobrentender que indudablemente el ejército había llevado con­ sigo, en piezas sueltas, los barcos que debían servir para trans­ portar un destacamento hasta el país de Punt. La construcción naval egipcia, que emplea esencialmente los montajes por medio de espigas, muescas y ligaduras, facilita el desarme de los na­ vios y, en consecuencia, su transporte por tierra si es necesario. Mientras que los navios iban a buscar incienso al país de Punt, los hombres que habían permanecido en el Hammamat se ocupaban de tallar los bloques de mármol verde destinados a las estatuas del templo. A la vuelta de Punt, Henenu recogió a sus hombres y a los bloques y volvió a Coptos sin problemas. La reapertura de las canteras del Hammamat por Henenu va acompañada de una gran, actividad en las minas del Sinaí-. Conocemos las condiciones de vida en Egipto durante el rei­ nado de Mentuhotep II gracias a unos curiosos docunjentos encontrados en una tumba tebana en la que habían sido depo­ sitados y que se han conservado milagrosamente. Se trata de la correspondencia que un tal Hekanakht, durante un viaje que realizó hacia el sur, dirigió a su hijo primogénito. Heka­ nakht era sacerdote funerario de la tumba de un visir de Mentuhotep I y poseía una granja. Durante su ausencia, su hijo se encargaba a la vez de cumplir los deberes de su padre en la tumba del visir y de atender la hacienda. Hekanakht, antes de partir, deja a su hijo un inventario de los productos de la granja para el año en curso y después le escribe dos largas cartas en las que le da órdenes para el trabajo y lo que con­ viene dar a los diferentes miembros de la familia. La granja de Hekanakht estaba formada por tierras que le pertenecían y por otras que tenía en alquiler; el arrendamiento de estas últimas se pagaba en telas y en granos. Las cartas contienen numerosos y severos consejos sobre la conducta que debe ob­ servar frente a la familia y a los servidores. Por último, en una de ellas hace alusión a una época de escasez ocurrida en el sur de Tebas durante la cual, según Hekanakht, «comienzan a comer carne humana».

III.

MENTUHOTEP I I I V E L FINAL DE LA X I DINASTIA

(1997-1991) El Papiro de Turín termina la X I Dinastía con el reinado de Meñtuhotep II, pero en una nota parece que el'compilador de la lista teal de Turín haya indicado que existía una laguna en el documento dél que se servía para establecer su propia lista y que existió un periodo de siete años entre la termi­ nación del reinado de este rey y la subida al trono de Ame­ nemmes I. Este período fue ocupado por el reinado de Men­ tuhotep III, el Horus Nebtauy. Si, como todo parece indicar, su ausencia en el Papiro de Turín se debe simplemente a una laguna en las fuentes del autor de este documento, es inútil considerar a Mentuhotep III como un usurpador. El reinado de Mentuhotep II I fue corto; la primera fecha conocida de su reinado es. la del año 2 (en el Uadi el-Haudi). Conocemos su persona sobre todo por las inscripciones del Uadi Hammamat, lugar al que envió para una misión a un vishy Amenemmes, con una tropa de 10.000 hombres «de los nomos del sur, del medio Egipto y del Oxirínco» (nomo XV I del bajo Egipto que tiene por capital Mendes), es decir, de todo Egipto. La expedición, encargada de transportar un bloque de piedra para hacer el sarcófago real, volvió nada más cumplir su misión o, como precisa Amenemmes: «Mis hombres volvie­ ron sin ninguna pérdida, no pereció ningún hombre, no des­ apareció ninguna patrulla, ningún asno murió, ni siquiera se puso enfermo algún artesano.» Pero el principal interés de esta expedición reside en la personalidad de su jefe, quien modesta­ mente se autodenomina «príncipe heredero, conde, gobernador de Tebas y visir, jefe de todos los nobles, inspector de todo lo que el cielo concede, la tierra crea y el Nilo aporta, inspector de todo en todo este país, Amenemmes». La expedición del Punt y del Uadi Hammamat parece haber desempeñado un papel de extrema importancia en la vida del wsir Amenemmes. A ella consagró cuatro inscripciones dife­ rentes en las que relata que «las bestias del desierto se acer­ aron a él, y entre ellas una gacela a punto de parir. AI narchar hacia la tropa no huyó, y, cuando llegó al lugar donde :staba el bloque de piedra destinado a ser la cubierta del sarcófago, parió su cervatillo mientras que. el ejército la con­ templaba». Este primer prodigio fue seguido muy pronto de 3tro: «Mientras que se estaba trabajando en esta montaña sobre' :1 bloque de piedra destinado al sarcófago, se volvió a prolúcir un milagro: llovió, se apareció el dios, su gloria se xianifestó a los hombres, el desierto se convirtió en un lago 7 el agua subió hasta el nivel de la piedra. Por último, se

encontró un pozo en medio del valle, de 12 codos por 12' (6,30 m por 6,30 m), lleno hasta el borde de agua fresca, pura, protegida de los animales y oculta a los nómadas.» Allí donde nosotros, no vemos más que una curiosa coincidencia de circunstancias, es posible que los egipcios hayan visto una manifestación de la voluntad divina. La inscripción precisa: «Los que estaban en Egipto oyeron hablar de esto. Desde el sur hasta el norte se prosternaron y celebraron la virtud de Su Majestad para siempre, para siempre.» Si en la inscripción también el rey era favorecido por la intervención divina, es vero­ símil admitir que el jefe de la expedición se aprovechó de todo ello muy ampliamente. ¿Sería temerario ver en ello una de las mones, posiblemente la principal, de que Amenemmes conquistase el poder unos cinco años después de estos aconte­ cimientos? No lo creemos; instrumento de la voluntad del dios, Amenemmes pudo ser elegido por esta razón por el mismo -Mentuhotep para ser su sucesor. Esto es lo que explicaría que se encuentren asociadas, en un tazón, de esquisto, las. in­ signias reales de Mentuhotep III, de la X I Dinastía, y las de Amenémmes I de Iá X II. ■ Haya verdad o no en esta hipótesis, permanece el hecho de qup el final del reinado de Mentuhotep III y de la X I Di­ nastía permanece sumergido en la más completa oscuridad. En el estado actual de nuestros conocimientos nada permite afirmar que el golpe de estado, si es que lo hubo, que colocó en el poder a Amenemmes I fuera violento. Sin embargo, veremoa que distó mucho de contar con la aprobación general. IV.

AMENEMMES I Y EL ADVENIMIENTO DE LA X II DINASTIA

Hacia11990 a. C. (1991, según Hayes), el visir Amenemmes subió al trono bajo el nombre de Horus Sehetepibre1: se trata del Amenemmes I (Amenemhat) de la X II Dinastía. Acá» bamos de ver que las circunstancias de su ascenso son oscuras. Lo que parece cierto es que encontró una fuerte oposición que es posible tomara el cariz de una guerra civil. Esto se explica por el hecho de que el visir no era de sangre real, aunque n o . se excluye que estuviera emparentado con M^ntuhotep III, cuya madre tampoco pertenecía, según parece, a la familia real. En efecto, hay que recordar que en el Imperio Antiguo el visir era muy frecuentemente un pariente del faraón y es posible que tal haya sido el caso de Amenemmes, lo que explicaría a la vez el favor manifiesto del que disfrutó bajo el último Mentuhotep y su toma del poder. Sea lo qup fuere, lo cierto es que Amenemmes no descendía en línea directa de los faraones de la X I Dinastía. Esto se

deduce claramente de un texto inspirado por él que nos in­ forma sobre la familia y el origen del rey. Se trata de la profecía post eventum llamada «de Neferty», texto que fue muy popular en Egipto, ya que se conocen dos copias de la X V III Dinastía y dieciocho de la época ramésida. Para dar más peso a su composición, el autor, un egipcio del bajo Egipto, presenta a su profeta Neferty como un sacerdote de Bubastis que había vivido bajo el reinado de Snefru, primer rey de. la IV Dinastía. A este último es a quien, en efecto, se dirige. En una primera profecía Neferty describe las desgracias que van a abatirse sobre Egipto. Esta parte del texto, muy larga puesto que ocupa más de la mitad de la composición, se pa­ rece mucho a la literatura «pesimista» del Primer Período Intermedio, como el texto de las Amonestaciones. En una segunda profecía Neferty anuncia que un rey del sur volverá a traer el orden y la prosperidad. Revela incluso el nombre de este faraón, Ameny, nombre que no es sino un diminutivo familiar de Amenemmes y que se refiere ciertamente a Ame­ nemmes I. En la descripción de la situación anterior al advenimiento de Ameny, Neferty hace alusión a una invasión del Delta por los asiáticos; evoca a continuación las disensiones civiles: «El país vivirá en el desorden. Te muestro a un hijo como ene­ migo, a un hermano como adversario, a un hombre que asesina a su padre... El país está empobrecido, pero sus dirigentes son numerosos.» Todo esto se parece de tal manera a las Amo­ nestaciones, que a veces se ha creído que los dos textos hacían alusión a los mismos acontecimientos. Pero la segunda profecía no deja ninguna duda respecto a ello; en efecto, Neferty con­ tinúa: «Pero he aquí que llegará un rey del sur llamado Ame­ ny. Es el hijo de una mujer de Ta-Seti (nombre de Elefan­ tina). Es un hijo del Alto Egipto, tomará la Corona Blanca, ceñirá la Corona Roja... el deseo volverá a su lugar y la iniqui­ dad se habrá expulsado hacia el exterior.» De esta manera el autor no trata en absoluto de esconder los orígenes no reales de su héroe (parece más bien que in­ siste sobre este punto) y, además, este rey salvador pone fin a un período de desórdenes. Es evidente que, en su descrip­ ción, el autor se inspiró en textos anteriores. Pero esto no quiere decir que no hubiese habido disturbios; se ha observado (G. Posener) que, de hecho, otros textos de la X I Dinastía hacen alusión a estos mismos disturbios. Todo sucede como si el autor de la profecía hubiese confundido voluntariamente los acontecimientos de fines de la X I Dinastía con los del Primer Período Intermedio, para hacer resaltar de una manera más elocuente el papel desempeñado por Ameny-Amenemmes. Si

este texto no nos proporciona aclaración alguna sobre la ma­ nera como Amenemmes I consiguió el poder, confirma, por una parte, Ja existencia de un período agitado que pudo comenzar poco después del año 2 de Mentuhotep III y durante el que desapareció la X I Dinastía, y, por otra, el origen no real del, fundador de la X II Dinastía, cuyo padre parece. haber sido' un tal Sesostris al que los egipcios del Imperio Nuevo consi­ deraron como el antecesor de la nueva dinastía. Amenemmes I reorganizó Egipto después de los desórdenes del final del reinado de Mentuhotep III. En primer lugar, como lo indica expresamente un texto de Beni Hasan, restableció los límites de los nomos entre sí: «Hizo que una ciudad cono­ ciese su frontera con otra, que se establecieran sus justas fron­ teras de una manera tan sólida como el cielo.» A continuación volvió a hacer de Menfis la capital administrativa. Las razones que le condujeron a esta importante decisión son, sin ninguna duda, complejas. Es probable que la familia de los Mentuho­ tep, despojada del poder, fuese todavía poderosa en Tebas, y, aunque Amenemmes se presentase como el sucesor legítimo de Mentuhotep III, la región tebana era sin duda poco segura para él nuevo soberano. Por otra parte, al estar situada Tebas en el corazón del alto Egipto, está geográficamente mal empla­ zada para ser una capital; Menfis, en el extremo sur del Delta, es mucho más central. Por último, Tebas no había sido jamás una capital, mientras que Menfis disfrutaba todavía de una tra­ dición secular de administración gracias a los escribas que en ella se habían’ establecido. Por todas estas razones e incluso por otras que sin ninguna duda se nos escapan, Amenemmes trasladó la capital de Tebas a Ittaui, en las proximidades de Menfis.. Incluso el nombre de esta nueva capital es caracte­ rístico: «La que conquista el doble-país»; Amenemmes pre­ tendía vigilar a sus súbditos desde su residencia, y, en casos de necesidad, mantenerlos en la obediencia por medio de la fuerza. Los textos del Primer Período Intermedio nos dan a co-.nocer que todo el aparato administrativo del Imperio Antiguo' fue destruido (Amonestaciones). Los almacenes centrales, las cortes de justicia, el catastro, las leyes escritas y consuetudina­ rias, todo desapareció y los funcionarios fueron dispersados. No parece que los faraones de la X I Dinastía remediasen este estado de cosas. Amenemmes I, por el contrario, parece que quiere reconstruir los. cuadros y servicios administrativos. La elección de Ittaui como capital va a ayudarle en esta tarea. En efecto, fue en esta región de Egipto, én las proximidades de Menfis, capital del Imperio Antiguo, y de Heracleópolis, capi­ tal d e. la IX y X Dinastías, donde se asentaron los pocos

funcionarios que sobrevivieron a la tormenta. El propio Kheti III se dio,cuenta de esto, como lo afirmó en las Instruc­ ciones a Merikare' al hablar de Saqqarah-Menfis: «Existen allí algunos funcionarios desde tiempos de la residencia real.» Pero transcurrió más de medio siglo entre la desaparición de la monarquía heracleopolitana y la llegada al poder de Amenemmes I, y los funcionarios experimentados que este úl­ timo pudo reunir en la nueva capital no podían ser suficientes en número para todas las necesidades de la nueva administra­ ción central. De esta manera, Amenemmes I recurrió a una auténtica propaganda para suscitar las vocaciones de funciona­ rios (G. Posener). Debido a ello se escribieron durante su reinado dos obras con la finalidad de alentar a los egipcios a convertirse en funcionarios y de guiarlos en esta carrera. La primera de ellas, Kemyt, «la Suma», fue redactada en los comienzos del reinado por el autor de la Profecía de Neferty. Comprende una parte práctica, elección de fórmulas epistolares y frases hechas de correspondencia administrativa, y una parte general con consejos de prudencia, ventajas de los estudios, etc. Termina con una frase que revela su objetivo: «En cuanto al escriba, sea cual fuere su empleo en la residencia, no es en ella desdichado.» Las intenciones de la segunda obra, que se suele llamar la Sátira de los oficios, son todavía más claras. El autor se dirige, por encima de su hijo al que pretende dar consejos, a los futuros funcionarios que, según nos dice, se instruyen en una escuela especial instalada en el centro ad­ ministrativo de Egipto. Ensalza, de manera general, los estudios y la profesión de funcionario, y a continuación, comparando los diferentes oficios, muestra que el de escriba es muy superior a cualquier otro, incluso al de sacerdote, que, a pesar de su estado, puede ser requerido para las prestaciones personales, mientras que únicamente el funcionario puede escapar de ellas. Es lamentable que el texto sea a menudo defectuoso, pues al ensalzar la profesión de escriba el autor nos hace conocer grancantidad de cosas sobre la civilización y el estado social de Egipto. Amenemmes no tenía solamente que reorganizar un país que acababa de salir de la anarquía, sino que aún necesitaba reha­ bilitar el prestigio de la monarquía, que había sufrido mucho con las luchas intestinas del Período Intermedio, en el que los reyes de la V II, V III, I X y X Dinastías apenas eran más poderosos que los nomarcas, en principio sus vasallos pero de hecho sus competidores. Esta pérdida del prestigio real no sólo se manifiesta en el ámbito político, sino que afecta también al moral. Al rey del Imperio Antiguo se le considera partícipe de la naturaleza divina; aun matizando esta con-

cepción (cf. págs. posteriores), el soberano es muy diferente de los hombres. En el Primer Período Intermedio los narra­ dores no dudaban en presentar al rey en situaciones humillan­ tes. Así en el Cuento de Neferkare' y del general Sisene (G. Posener), que transcurre muy al final de la VI Dinastía o du­ rante la V III, el autor presenta al propio rey con un general y altos funcionarios •conspirando contra un cierto «litigante de Menfis». Este hace espiar al soberano y descubre que las rela­ ciones entre este último y el general son de una naturaleza muy especial: «El rey llegó a la casa del general Sisene. Lanzó una piedra y golpeó con el pie. Sobre él hicieron des­ cender una escala. Subió... Después que Su Majestad hubo he­ cho lo - que deseaba junto a él (el general), se dirigió hacia su palacio. Ahora bien.-.., había pasado cuatro horas en la casa del general Sisene...» La continuación del cuento se ha perdido, pero la parte conservada es bastante clara para mostrarnos al rey en una posición escabrosa. La expresión «hacer lo que se desea junto a alguien» tiene en egipcio un sentido sexual pre­ ciso, y en esto se ve hasta qué punto se había venido abajo el prestigio de la realeza. Con ser menos escabrosos, otros cuentos de los comienzos del Imperio Medio presentan a algunos reyes del Imperio An­ tiguo bajo un aspecto desagradable, incluso odioso, y todo indica que entonces existía una corriente de opinión desfavora­ ble a la realeza (G. Posener). Para luchar contra esta tenden­ cia, Amenemmes I, por intermedio de literatos a su servicio, trata de relacionarse con la realeza de los comienzos del Impe­ rio menfita, especialmente con la de Snefru, que parece haber conservado el prestigio que sus sucesores, más autoritarios, ha­ bían perdido. De esta manera es como, posiblemente bajo la influencia de la religión y de la moral osiriana, parece haber tratado de convertir a la realeza en más humana. Su hijo puso estas palabras en su boca: «He dado limosna a los pobres y alimentado tal huérfano. He actuado de forma que el hombre que no tiene nada pueda llegar lo mismo que el que tiene.» •Los documentos con los que contamos no nos permiten saber si los esfuerzos de Amenemmes I fueron coronados por el éxito. Sin embargo, se puede observar que las obras literarias a partir de su reinado no dirigen más críticas, ni siquiera vela­ das, a la persona real, como sucedía en los escritos del período precedente. Para restaurar completamente el prestigio real sólo le quedaba a Amenemmes volver a someter a los jefes de pro­ vincia a su autoridad directa y absoluta; pero la situación política es todavía demasiado inestable - para permitir semejante restauración del poder sobre unos feudos que siguen siendo poderosos, y habrá que llegar al reinado de Sesostris III para

ver la monarquía absoluta restaurada a imagen de la del Im­ perio Antiguo-. Aunque Amenemmes I no cambia nada en la organización de los nomos y respeta la herencia del cargo, de nomarca, trata, no obstante, de controlar la administración provincial, y para evitar oposiciones en el momento de la sucesión se esfuerza por asegurar la continuidad de la monarquía dentro de su línea. Consigue este doble objetivo mediante la instalación de revisores reales junto a los nomarcas, y, además, por la insti­ tución de la corregencia del príncipe primogénito en vida de su padre. El control real en las provincias se ejerce principalmente sobre los impuestos que los nomos deben al gobierno central. La buena administración del país exige un conocimiento exacto dé la situación económica de Egipto. No es indispensable que las rentas reales se concentren en la capital, pero es necesario que se conozcan todos los recursos para que la administración central pueda disponer de ellos en interés general. De esta situación resulta, al menos durante la primera mitad de la dinastía, una colaboración de hecho entre la administración real y la del nomarca, sin que se pueda afirmar que Amenemmes la deseara así. Poseemos algunas indicaciones, muy escasas, so­ bre la manera en que los funcionarios reales y los nomarcas administraban juntos los bienes del patrimonio nacional. El texto más explícito se remonta al reinado de Sesostris I, pero todo indica -que debieron producirse los mismos hechos bajo Amenemmes I. «Todos los impuestos debidos al rey pasaron por mis manos< (habla un nomarca). Los vigilantes generales de las propiedades reales de ganado me confiaron 3.000 to­ ros de tiro... y yo pagaba regularmente la renta de los troncos y jamás existió ningún atraso a mi cargo en ningún despa­ cho real.» En resumen, Amenemmes I restablece poco a poco un con­ trol real sobre las provincias por medio del fisco, dejando a los gobernadores herederos de ellas una gran libertad y auto­ ridad. La fijación de las fronteras y el restablecimiento del catastro, realizada desde el año 2 de su reinado, siguiendo el «Diario» en papiro de u n . empleado del catastro central, constituían ya una ingerencia real en la administración central. Este control se continúa de año en año por la vigilancia del personal de las tierras y los rebaños que pertenecían al rey en los diversos nomos. El tesoro real es, pues, uno de los organismos esenciales de la X II Dinastía. Posee su propia flota, y está enteramente entre las manos de altos funcionarios que residen en la corte y que son,, por tanto, independientes de los «nomarcas.

Para evitar nuevas confederaciones de nomos similares a las que se habían formado al final del Primer Periodo Inter­ medio, que podrían reconstituirse en el momento de las suce­ siones reales, como parece que sucedió a la muerte de Mentuhotep III, Amenemmes va a tratar de garantizar la continuidad del poder real quitando el menor motivo de oposición. Con esta finalidad, como podemos ver en una estela de Abidos, en el año 20 de su reinado asocia al trono a su hijo Sesostris I. De esta manera, al participar su hijo ya en el poder, podía resistir mejor a los pretendientes eventuales. Esta pre­ caución era prudente, pues, como vamos a ver, la sucesión de Amenemmes iba a ser difícil. La corregencia de Sesostris I coincide con una gran activi­ dad en Egipto cara al exterior, como si el rey, demasiado anciano ya para participar en las expediciones militares, con­ fiara el ejército a manos más jóvenes. Si se cree la Profecía de Neferty, Amenemmes se limitó, durante la primera mitad de su reinado, a liquidar a los extran­ jeros que se, habían infiltrado en el Delta con ocasión de los desórdenes del final de la X I Dinastía, y para evitar el retorno de tales intrusiones construyó fortalezas: «los muros del prín­ cipe» en la frontera oriental, la más amenazada, c'ontra los asiá­ ticos, y otra del lado oeste contra los libios.. A pesar de la expresión «muros del príncipe», rto se trataba ciertamente de murallas continuas, sino más bien de fuertes que dominaban los pasos obligados, como lo demuestra el célebre texto de Sinuhé (cf. págs. posteriores); el fugitivo, queriendo evitar ser arres­ tado en el paso cercano a los «muros del príncipe», declara: «Yo me acurruqué en un matorral, por temor de que el cen­ tinela que estaba de servicio ese día en- la muralla mirara hacia mi lado.» La fortaleza ocupa, pues, una posición clave por la que Sinuhé debe pasar, pero le basta esperar a la noche para evitar ser visto. No se ha encontrado esta fortaleza que, según toda verosimilitud, debía elevarse a la entrada del Uadi Tumilat. Nada indica, pues, que Amenemmes I dirigiera expediciones fuera de Egipto durante la primera mitad de su reinado. La situación cambia cuando Sesostris I se asocia al trono. En el año 24 de Amenemmes I, cuarto año de la corregencia, pa­ rece que el ejército egipcio penetró en Palestina (estela de Nesumontu). En el sur se da la misma actividad agresiva: Sesostris I funda Buhen en el año 25 de Amenemmes I, y este último se vanagloria de haber «sometido a los habitantes del país de Uauat y... capturado a los medjau (beduinos del sureste)» (Instrucciones de Amenemmes I ). En el año 29 se conduce una nueva expedición a Nubia, y en la misma época

el ejército egipcio tiene gran actividad en los desiertos este, suroeste y sureste. La profundidad de la penetración egipcia en el sur es toda­ vía materia de controversia. Se han encontrado en Kerma, al sur de la tercera catarata, dos grandes construcciones de ado­ bes y, en las proximidades, un cementerio de tumbas bajo tú­ mulos en las que se descubrieron las estatuas de un tal Hapi­ djefa y de su mujer. Hapidjefa, nomarca de Asyut, es un contemporáneo de Sesostris I. De esta excavación se sacó la conclusión de que Hapidjefa fue gobernador del Sudán y que allí fue enterrado (Reisner). Se ha combatido vivamente esta conclusión (Junker, Save-Soderbergh), pues, por una parte, los egipcios consideraban como una abominación el ser enterrados fuera de Egipto, y es aún menos probable que un personaje tan importante como Hapidjefa se hubiese resignado a ello, ya que poseía una tumba en Asyut. Por otra parte, la necrópolis de Kerma ha suministrado numerosos objetos posteriores a la X I I Dinastía, y ahora existe la duda de si no sería más bien contemporánea de la X I I I (Save-Sodesbergh, Hintze); los obje­ tos más antiguos encontrados en ella, especialmente los del Im­ perio Antiguo, procederían entonces de los saqueos cometidos durante las guerras del «Segundo Período Intermedio», en las que los habitantes del Sudán estuvieron muy implicados. Si esto es cierto, en vida de Amenemmes I únicamente se habría conquistado la región que se extendía desde Asuán hasta el límite septentrional de la segunda catarata. Sesostris I, una vez solo en el poder, llevará mucho más lejos la penetra­ ción egipcia en el Sudán. Durante el Imperio Antiguo, el enemigo principal de Egipto era Libia, donde habitaban los tehenu. A partir de la VI Di­ nastía aparecen en la misma región los temehu; posteriormente se confundirán ambos pueblos con cierta frecuencia en los tex­ tos egipcios. En el Imperio Medio, los habitantes de Libia representan siempre un peligro, y Amenemmes, para proteger a Egipto de sus correrías, hace construir una fortaleza en el Uadi Natrun. En el año 30 de su reinado, una vez conquistada la baja Nubia, Sesostris I dirigió una expedición al territorio de los temehu. A la vuelta de esta campaña, que resultó vic­ toriosa, es cuando se produjo una sublevación palaciega en Ittaui, en el curso de la que Amenemmes I füe asesinado. Por el texto de Sinubé sabemos que este acontecimiento tuvo lugar en el «año 30, el tercer mes de la inundación, el séptimo día», es decir, posiblemente el 15 de febrero de 1962 a. C. (W. C. Hayes). Hacía poco más de nueve años que Sesostris I ejercía la corregencia. Conocemos los trágicos acontecimientos que pusieron fin al

reinado de Amenemmes I por un texto notable, Las instruccio­ nes de Amenemmes. En este documento el rey, ya muerto, se dirige desde el más allá a su hijo Sesostris I, y le cuenta el atentado que puso fin a su vida: «Fue después de la cena, la noche ya había llegado, yo me había retirado y yacía ten­ dido en mi cama. Estaba fatigado y me sumergía en el sueño. (De repente) se produjo como un (lejano) ruido de armas en­ trechocadas y como si se gritara mi nombre. Yo me desperté entonces con el ruido del combate. Estaba solo y vi que los guardias peleaban. Si me hubiese dado prisa (tan pronto como hubiera tenido) las armas en la mano, habría hecho huir a los cobardes, pero nadie es valiente de noche, nadie puede pelear solo, nadie vence sin aliado. ¡Ay!, la agresión tuvo lugar cuan­ do yo me encontraba sin ti...» En el momento en que Amenemmes I sucumbía cerca de Menfis, en efecto, Sesostris I, de regreso de Libia, se encontraba todavía cerca de la frontera en el Delta occidental. La historia de Sinuhé nos ha conservado el telato de lo que se produjo entonces: «Los amigos del palacio enviaron mensajeros... para dar a conocer al hijo del rey los acontecimientos sucedidos en la corte. Los mensajeros le encontraron por el camino; le al­ canzaron al anochecer. No tardó ni un instante. El Halcón (metáfora para designar al nuevo faraón) se fue rápidamente con su escolta sin informar de ello a su ejército.» El mismo Sinuhé nos explica el sigilo y la pronta partida de Sesostris I hacia Menfis «(pero) se había enviado (también) a buscar a los infantes reales que iban detrás de él en este ejército y se llamó a uno de ellos...» De esta manera se había urdido el complot, según nos permite conocer, además, el texto de las Instrucciones, en los medios allegados al anciano rey que confiaba en su hijo: «No había previsto nada, no estaba desconfiado. Pero ¿han tomado alguna vez las mujeres las ar­ mas? ¿Se ha visto jamás a los traidores surgir del interior del propio palacio?», y en otro pasaje: «Aquel que comió mi pan fue el que enroló a los facciosos, aquel al que había tendido mis brazos fue el que suscitó la sublevación.» Así, a pesar de la precaución de Amenemmes I de nombrar a Sesostris I como corregente, poco faltó para que estallasen los desórdenes y la situación era tan incierta que Sinuhé prefirió huir a Asia por temor de verse implicado en el conflicto, como él mismo dice ingenuamente: «No me proponía volver a aquella corte en la que pensaba que habría luchas.»

v.

s e so stris

i (.1971-1928)

No se sabe de qué manera Sesostris I terminó con la cons­ piración;. sin .embargo, lo logró, y convertido de nuevo rápida­ mente en el único amo de Egipto reinó todavía durante treinta y ocho años. Sólo dos años antes de su muerte asoció al trono a su hijo Amenemmes II. A pesar de la crisis dinástica de 1962, no parece que el orden interior fuera afectado ni seriamente ni durante mucho tiempo, y el reinado de Sesostris I fue un rei­ nado de esplendor tanto en el exterior como en el interior. 'Ya al final del reinado de Amenemmes I había comenzado la penetración en Nubia gracias a las expediciones dirigidas por Sesostris I. Durante su reinado personal, este último se con­ tentó con hacer que los nomarcas continuaran su obra. Estos se encargaron de mantener la presencia egipcia en Nubia y de continuar la progresión. En el año 18, hacia 1954 a. C., se llegó más allá del reino de Kush. Si, como todo hace supo­ ner, este reino está bien localizado un poco hacia el sur de Semnah, los ejércitos egipcios habrían rebasado los obstáculos de ■la segunda catarata. Es posible que para consolidar estas conquistas Sesostris I hiciera entonces construir fortalezas a lo largo del Nilo, de la misma manera que su padre había forti­ ficado las fronteras este y oeste. La actual campaña de rescate de monumentos de Nubia (1964) permitirá posiblemente saber si las grandes fortificaciones erigidas por Sesostris III estu­ vieron precedidas por las construcciones de Sesostris I; en Buhen sucedió así, y sin duda no se trata de un caso aislado. Durante el Imperio Antiguo, la política egipcia en Nubia estaba determinada principalmente por un sentimiento autodefensivo y, accesoriamente, por el deseo de procurarse ciertos productos exóticos. Con el Imperio Medio aparece un nuevo motivo: la búsqueda del oro. A partir de Sesostris I comienzan a ser explotadas las minas de oro del Sudán en beneficio de Egipto, y, poco a poco, la extracción del mineral aurífero se convertirá en la más importante fuente de riqueza de Nubia. Aunque las relaciones entre Egipto y los habitantes del sur son a veces borrascosas, no pasa lo mismo con Asia, donde parece que Sesostris I realiza una política que casi podría cali­ ficarse de entente cord.ia.le. Esta actitud queda demostrada a la vez por. las inscripciones del Sinaí y por la Historia de Sinuhé. La penetración egipcia en el Sinaí para la explotación de los yacimientos dev turquesas y, sin duda, de'cobre se remonta al comienzo del Imperio Antiguo. Pero después de Pepi II cesan las expediciones y no vuelven a emprenderse hasta prin­ cipios de la X II Dinastía. Mientras que en el Imperio Antiguo las relaciones entre egipcios y asiáticos eran malas, como lo de­

muestran las numerosas escenas de guerra grabadas en las rocas de la península, con la X II Dinastía estas, relaciones cambian y se ha podido observar que «las inscripciones no contienen ni una alusión a los enemigos, por el contrario, los asiáticos del Sinaí o de las regiones adyacentes acompañan muy frecuen­ temente, cuando no regularmente, a las expediciones egipcias» (J. Cerny, 1955), y, en efecto, son muy numerosas las inscrip­ ciones grabadas por los asiáticos junto a las de los egipcios. La célebre Historia de Sinuhé confirma que las relaciones entre asiáticos y egipcios fueron pacíficas durante el reinado de Sesostris I. Sinuhé, para no verse implicado en la conspi­ ración del año 1962, huyó a Asia;, allí permaneció más de veinte años. Ahora bien, a lo largo de todo el relato de su permanencia en Asia, que cubre la mayor parte del reinado per­ sonal de Sesostris I, no se habla en absoluto de guerra entre Egipto y el reino asiático y además los principados asiáticos aparecen como independientes de Egipto, con el que, sin em­ bargo, mantienen excelentes relaciones: algunos egipcios se establecen allí, como Sinuhé, y los mensajeros del faraón reco­ rren todo el país sin ser molestados. Después de la campaña que tuyo lugar unos seis años antes de la muerte de Amenem­ mes I y durante todo el reinado de Sesostris I, no se produjo ninguna acción militar egipcia en Asia. Incluso conviene sub­ rayar que esta campaña del año 4 de la corregencia Ame­ nemmes I-Sesostris I no rebasó las primeras ciudades de Pales­ tina meridional, en el límite del desierto de Suez. Durante las excavaciones en Palestina y en Siria se han des­ cubierto numerosos objetos egipcios del Imperio Medio. Como los textos descartan posibles guerras victoriosas de los asiáticos en Egipto durante esta época, dichos objetos no pudieron llegar allí más que, por decirlo así, pacíficamente. En otros términos, constituyen la prueba o de un tráfico comercial entre Egipto y Asia o de una política sistemática por parte del faraón. En efecto, sabemos por la correspondencia de Tell el-Amarna que la corte de Egipto, durante el Imperio Nuevo, tenía la costum­ bre de hacer regalos a los príncipes y reyes de Asia a cambio de su alianza; todo nos permite suponer que Sesostris I prac­ ticó ya esta costumbre. En Ugarit (Ras Shamra) se encontró un collar de amuletos y de perlas con el emblema de Sesostris I, y se han descubierto numerosos escarabajos con el mismo nombre en Palestina (Gaza, Laquis, Gazer, Betshán, Megiddo). Un pasaje del cuento de Sinuhé evoca además la costumbre, durante el reinado de Sesostris I, de hacer regalos a los prín­ cipes extranjeros; habiendo solicitado volver a entrar en Egip­ to, Sinuhé describe de esta manera la respuesta favorable del faraón: «Entonces Su Majestad me hizo unos envíos con una

largueza típicamente real; ésta dilató el corazón de este hu­ milde servidor como (si se hubiese tratado) de un príncipe de cualquier país extranjero.» Esta política, que podría calificarse de «política de los rega­ los», inaugurada por Sesostris I, fue continuada por sus suce­ sores y a ella se deben las estatuas del Imperio Medio encon­ tradas no sólo en Asia, sino incluso en Creta y en Nubia. La presencia de objetos egipcios en Creta y de algunos objetos minoicos en Egipto ha llevado a los historiadores a admitir la existencia de relaciones directas entre la gran isla de Minos y Egipto desde el reinado de Mentuhotep II. Esta hipótesis, con independencia de su base arqueológica, está fundamentada en una mala traducción de una palabra egipcia, Hau-nebut, que, según parece, designaba a los egeos prehelenos. He demostrado (1953) que se trataba de un error, al ser Keftiu el nombre de Creta y al no haber comenzado las auténticas relaciones direc­ tas entre ambas, civilizaciones más que con la X V III Dinastía. Sin embargo, no existe la menor duda de que se establecieran relaciones indirectas entre Creta y Egipto desde el Imperio Medio. Estas relaciones, más débiles de lo que se ha creído, tenían como intermediarios a Siria y Chipre. Ras Shamra, a donde Sesostris envió regalos, era un centro comercial al que llegaban los objetos egeos (Cl. F. A. Schaeffer); desde aquí po­ dían ser reexportados a Egipto. De la misma manera podían pasar a Creta los objetos egipcios, numerosos en Palestina y en la costa Siria. La influencia exterior de Egipto no se limita a Nubia y a Asia. Las campañas militares en el sur, durante la corregencia, estuvieron precedidas - por una nueva ocupación de los desiertos orientales y occidentales. No se aminoró tal empuje durante el reinado personal de Sesostris I y los documentos nos dan a conocer que los egipcios llegaron entonces hasta los grandes oasis occidentales. La región tebana es el punto de partida de las expediciones, hacia el desierto oeste. El comandante de una de estas expediciones escribe: «Llegué a los oasis occidentales. Reconocí todos sus caminos de acceso y recogí a los fugitivos que por allí encontré. Mi ejército permaneció sano y no sufrió pérdidas» (estela de Kai, en Kamüla). Por la parte de Libia propiamente dicha, al noroeste de Egipto, la campaña que pre­ cedió en poco tiempo al asesinato de Amenemmes I parece haber asegurado la tranquilidad en Egipto, pues ya no se habla más de los templós en los textos que se remontan al reinado personal de Sesostris I. Al acabar el reinado de Sesostris I, la baja Nubia, desde la primera catarata hasta el sur de la segunda catarata, está bajo el control egipcio. Asia se abre a una influencia pacífica dé

Egipto, los desiertos este y oeste se ven recorridos por las expediciones mineras egipcias, los libios, ya vencidos, no repre­ sentan ahora un peligro para el valle del Nilo. Esta influencia y esta expansión de Egipto fuera de sus fronteras son el resul­ tado directo del desarrollo interno del mismo Egipto. La política interior de Sesostris I asegura la prosperidad ma­ terial de la totalidad del país, prosperidad que se manifiesta en la actividad arquitectónica, tanto en el alto como en el bajo Egipto. Existen muy pocos yacimientos egipcios que no nos hayan proporcionado monumentos que se remonten a este reinado. No parece que Sesostris I hubiera variado en nada la po­ lítica de su padre con relación a los nomarcas. Por lo general, la mayoría de éstos eran los hijos de los que habían sido nom­ brados por Amenemmes I. Estos aseguraron una buena admi­ nistración provincial para Egipto, sin abusar, según parece, de la independencia que les dio la herencia de su cargo y su for­ tuna personal. Todos ellos permanecieron fieles a Sesostris I én el momento del asesinato de Amenemmes I y le suminis­ traron los contingentes de tropas necesarias para el ejército real. La política que podríamos llamar de «revalorización» de la realeza, inaugurada por Amenemmes, produce sus frutos du­ rante el reinado de Sesostris I. No hay más que leer el elogio de Sesostris I en el cuento de Sinuhé-para convencerse de ello. «Es un dios aunque no tiene su apariencia, antes del cual ningún otro (como él) ha existido. Es un maestro de sabiduría tanto en sus resoluciones perfectas como en sus órdenes exce­ lentes...». Si el texto de Sinuhé emplea siempre la palabra «dios» para designar al rey, las cualidades que le atribuye: fi­ delidad, sabiduría, valor, amabilidad,: son cualidades humanas y revelan la evolución que se produce en la concepción de la realeza entre la IV y la VI Dinastía. Si el rey conserva todavía el epíteto de neter ttefer, «el dios bueno», es más un superhombre que un dios, y el carácter humano de su auto: ridad, posiblemente bajo la influencia de la religión osiriana, contrasta fuertemente con la autoridad inhumana de la mo­ narquía del Imperio Antiguo. Para asegurar la continuidad del poder legítimo, Sesostris I asocia al trono a su hijo Amenemmes, pero, quizá al darse cuenta de los peligros que implica una corregencia demasiado larga, es al final de su vida cuando le nombra corregente, de manera que no reinaron juntos más que dos años, desde el año 42 hasta el año 44 de su reinado. Para ayudarle en 1?. ad­ ministración central, Sesostris I dispone también de visires. Bien porque Amenemmes I hubiera desconfiado de la gran autoridad adjudicada al visir, o bien por casualidad, no nos ha

llegado ningún' texto que se refiera al papel desempeñado por el visir durante su reinado; los visires parecían desempeñar una función secundaria al comienzo de la X I I Dinastía. Bajo Se­ sostris I se sucedieron por lo menos cinco visires, ycabría preguntarse si el rey, continuando la política de su padre, no se habría esforzado por limitar el peligro de usurpación divi­ diendo en dos la función del visir: habría tenido' entonces dos visires, uno para el norte y otro para el sur. Cualquiera que sea la extensión de su jurisdicción, el visir, durante el reinado de Sesostris I, permanece como jefe de la justicia y de la administración en su conjunto. El esquien promulga las leyes y conserva los archivos. Sus títulos de «jefe de los trabajos reales» y de «tesorero en jefe» hacen de él el jefe de la economía del reino. Por tanto, tiene todos los poderes, excepto el del ejército y el de la policía. Con la ayuda de los nomarcas hereditarios y de los visires, Sesostris I continuó la reorganización de la administración que había emprendido su padre. Esta reorganización produce muy pronto sus frutos y el reinado de Sesostris I és un período de un gran desarrollo económico para Egipto. Las necrópolis pro­ vinciales, en la totalidad del país, demuestran, de manera pa­ tente, la riqueza de los nomos en esta época. Pero la obra de. estos primeros faraones de la X II Dinastía no se limita a restaurar la abundancia tal como debía de haber existido en el esplendor de la realeza menfita, sino que también trata de crear nuevas fuentes de riqueza, especialmente por la revalo­ rización del Fayum. Si es principalmente el nombre de Ame­ nemmes III el que permanece unido al desarrollo agrícola de esta provincia, Sesostris I al menos inició esta política de ex­ pansión. Desde que se abandona el Delta, el valle del Nilo no es más que una sucesión de pequeños valles agrícolas insertados entre los acantilados libios y arábicos. Estos valles' jamás son importantes, salvo en el Fayum, donde desde el Neolítico existe un gran lago. Una de las inquietudes de la X II Dinas­ tía será la de realimentar con agua esta depresión que los aluviones del lago prehistórico vuelven más rica. La proximi­ dad de Menfis aumenta más aún la importancia de este centro agrícola, que se convierte, gracias a los Amenemmes y Sesostris, en una de las más ricas provincias egipcias. La mejor prueba que poseemos del desarrollo económico de Egipto durante el reinado de Sesostris I es todavía el número de monumentos que fueron construidos o restaurados en su época. Treinta y cinco yacimientos por lo menos nos propor­ cionan restos arqueológicos que se remontan a Sesostris I; desde Alejandría hasta Asuán no existe ninguna localidad im-

portante que no nos ofrezca restos de su actividad. Esto supone una economía lo suficientemente floreciente para que los tra­ bajos destinados a asegurar la vida cotidiana del país dejasen el número suficiente de trabajadores libres para los trabajos reales. Sin duda alguna, la empresa más importante de Sesostris I fue la restauración del Templo de Heliópolis. Se ve claramente que esta restauración estuvo determinada por razones a la vez religiosas y políticas. Desde el punto de vista religioso, Helió­ polis, en egipcio Iunu, capital del nomo X III del Bajo Egip­ to, era la residencia del dios solar Re‘, uno de los más antiguos dioses de Egipto; así, pues, la dinastía tenía interés en resta­ blecer para su provecho la influencia de un culto y de un sacerdocio que pudieran ser aceptados por el conjunto del. país. Desde el punto de vista político, el dios de Heliópolis había sido el protector por excelencia de los faraones del Im­ perio Antiguo, que tomaron el título de «Hijos de Re‘»; al restaurar el templo de este dios, Sesostris intentó reanudar la tradición del Imperio Antiguo y afirmarse como el descen­ diente legítimo de sus faraones. Finalmente, el templo estaba situado a la entrada del Delta y era uno de los grandes: centros de peregrinación de los habitantes del Bajo Egipto; al embe­ llecerlo, Sesostris se atrajo la estimación de estos peregrinos, lo cual era de gran importancia dado que él era oriundo del sur. Por tanto, la restauración de Heliópolis se puede consi­ derar en cierto sentido como un testimonio de la reconcilia­ ción entre el norte y el sur, que pone punto final a las luchas fratricidas entre las dos partes de Egipto. Así, pues, a pesar de los difíciles comienzos como conse­ cuencia del atentado contra Amenemmes I, el reinado, de Sesostris I es uno de los más grandes de Egipto. Gracias a él la realeza vuelve a tener todo su prestigio y poderío; así no es extraño que fuera divinizado después de su muerte, y que la «gesta de Sesostris» .que nos ha transmitido la antigüedad clá­ sica, principalmente Diodoro, haya conservado el eco de sus realizaciones. VI.

LOS

SUCESORES

s o s tris

DE

SESO STRIS

I:

AMENEMMES

II

Y-

SE-

n (1929-1878)

La obra llevaba a cabo por Sesostris I explica en gran parte el reinado de sus sucesores inmediatos: éstos sólo tuvieron que mantener lo que habían hecho su padre y su abuelo. Amenemmes II (1929-1895) fue, como hemos visto, corre­ gente de su padre durante algo más de dos años. Prosiguió la política de aquél respecto a los nomarcas, a los que confirmó

en la herencia de sus funciones (texto de Khnumhotep II, en Beni Hasan). En el exterior, gracias a la política de Amenem­ mes I y de Sesostris I, la posición de Egipto era lo suficiente­ mente fuerte como para que fuera inútil afirmar su poderío por medio de las armas; no existe ningún texto que haga re­ ferencia a ninguna campaña militar bajo el reinado de Ame­ nemmes II. Los tesoreros reales recorrían periódicamente Nubia; en Asia siguen penetrando influencias egipcias, como lo prueban la gran cantidad de objetos con el nombre del rey o de miembros de su familia (Esfinge de Qatne, estatua de Ras Shamra); se visitan las minas del Sinaí y se ponen en explotación nuevos yacimientos. Un tesoro encontrado en los cimientos del templo de Tod, en el Alto Egipto, demuestra que Amenemmes II sabía procurarse los productos asiáticos ad majorem dei gloriam. En efecto, se han encontrado, ence­ rrados en cuatro cofres de bronce marcados con su sello, obje­ tos de orfebrería, lingotes de oro y plata, «cilindros» babi­ lónicos, copas y lapislázuli. Nada permite pensar que este tesoro sea el producto de un botín de guerra; pudo ser reunido por intercambios con los soberanos asiáticos. Las relaciones comerciales se extendieron también hada el sureste. Se estableció un puerto, Sau, en el Mar Rojo, en la desembocadura del Uadi Gasus, y al menos en el año 28 del reinado de Amenemmes II, hizo escala allí una flota de retorno de una expedición al País de Punt. Estas expe­ diciones hacia Punt son siempre signo de prosperidad para Egipto, y tal es el caso, en efecto, bajo el reinado de Ame­ nemmes II, si se juzga por la riqueza de las tumbas provin­ ciales, así como por la importancia de la pirámide real cons­ truida en piedra en Dahshur, y por la riqueza del mobiliario fu­ nerario encontrado en las tumbas próximas pertenecientes a la familia del rey. Las joyas allí descubiertas están entre los ejemplares más bellos del arte egipcio. Sesostris II (1897-1878), hijo de Amenemmes II, fue nom­ brado corregente hacia el año 1897; durante tres años compar­ tió el poder real con su padre, muerto en 1885, antes de reinar £1 solo. Continuó estrictamente la política de sus antecesores y respetó el carácter hereditario de la función de nomarca. Aprovechándose de la «paz egipcia» establecida por los dos primeros faraones de la dinastía, no parece que llevara a cabo ninguna guerra ni en Asia, ni en Africa. Se contentó con hacer inspeccionar las fortalezas nubias que protegían la frontera me­ ridional. La explotación de las minas y canteras siguió siendo muy activa tanto en el Sinaí como en el Uadi Hammamat, lo que atestigua prosperidad económica de Egipto, que se con­ firma además por el número de construcciones emprendidas por

Sesostris II. Este se interesó especialmente, como su abuelo, por el desarrollo del Fayum. Con la muerte de Sesostris II, que tuvo lugar hacia 1878, se acaba un período excelente en la historia de Egipto. Los cua­ tro primeros faraones de la X II Dinastía, después de haber, reunificado y pacificado Egipto y restaurado la autoridad real, intentaron volver a dar prosperidad económica al país. Evi­ tando por todos los medios las guerras exteriores, hicieron di­ fundirse al extranjero la influencia de Egipto; en el interior hicieron respetar la autoridad de la corona, pero sin que por ello quedaran afectados los derechos de la nobleza provincial. Con el reinado de Sesostris III la política egipcia va a cambiar, tanto en el plano exterior como en el interior. v il.

s e s o s tr is

ni

(1878-1843)

Sin duda el reinado de Sesostris III es el más glorioso de la X II Dinastía. Parece que la fuerte personalidad del rey, que sé' cree entrever en el enérgico rostro que se muestra en sus estatuas, haya eclipsado en la memoria de los hombres la de otros faraones de la dinastía; esto es injusto, sin duda, ya que nada indica en realidad que hayan sido inferiores un Ame­ nemmes I o un Sesostris I. De hecho, además, en la «gesta de Sesostris», muchos dé los rasgos prestados por los escritores helenísticos al legendario faraón han sido extraídos no sola­ mente de. Ramsés II, sino también de Sesostris I, de Ame­ nemmes I y del mismo Sesostris III. Sea lo que fuere, es pre­ cisamente bajo su reinado cuando el Egipto del Imoerio Me­ dio consigue su apogeo. Mientras que los primeros faraones de la dinastía, que ha­ bía llegado al poder con la ayuda de los señores feudales, se guardaron mucho de tocar las prerrogativas de los jefes provin­ ciales, uno de los primeros actos de Khakaure'-Sesostris III fue suprimir el cargo mismo de nomarca. Se ignora cómo se operó esta reforma, si se hizo indispensable debido a los intentos de revuelta de los príncipes locales, o . si, simplemente, el carác­ ter autoritario del nuevo soberano no pudo soportar más la independencia de hecho de los grandes señores feudales. Las fuentes no permiten decidir esta disyuntiva; solamente se cons­ tata que, a partir de 1860, aproximadamente hacia la mitad del reinado, los textos no vuelven a mencionar a los nomarcas. Las dinastías de los grandes, señores feudales que habían toma­ do por costumbre fechar los sucesos según su propio reinado y no según el del Rey, y que habían llegado hasta a consagrar co­ losos con sus propias efigies, tan grandes como los reales, en los templos, desaparecieron bruscamente de la escena política egip-

cia. Desde entonces las provincias se administran directamente desde la residencia real por tres departamentos especializados (en egipcio, uaret): uno para el Norte ( uaret del Norte), otro para el Medio Egipto ( uaret del Sur), y el tercero para el Alto Egipto (uaret de la Cabeza del Sur). Un alto •funcionario di­ rigía cada uno de estos departamentos con la ayuda de un subdirector, de un Consejo (djadjat) y de funcionarios subal­ ternos. El conjunto de esta administración provincial estaba bajo las órdenes de un visir. Es posible que la destitución de los nomarcas haya sido pro­ gresiva; incluso podría no haber sido total, y alcanzar, sobre todo, a los todopoderosos príncipes del Medio Egipto, por ejemplo los de los nomos del Orix y de la Liebre, ya que se constata que el nomo de Anteópolis (Qaw-el-Kebir, 10° nomo del Alto Egipto), conservó su nomarca hasta el reinado de Ame­ nemmes III. Esto no impide que, debido a esta medida, Se­ sostris III consiguiera una administración muy centralizada, próxima a la que había existido en tiempos del Imperio An­ tiguo. Así, pues, no es extraño asistir, bajo su reinado, al na­ cimiento de una nueva clase social, que se puede calificar de «clase media» (W. C. Hayes): funcionarios medios, artesanos y pequeños propietarios, que se aprovechan de la importancia recién adquirida para consagrar estelas con su nombre o es­ tatuillas con su imagen en los santuarios de Osiris en Abidos. La segunda realización de Sesostris III es la recuperación, por la fuerza, de Nubia. El origen y las razones de esta medida están, a decir verdad, tan oscuras como aquellas que condu­ jeron a la supresión del cargo de nomarca. Nubia no parecía estar particularmente agitada bajo el reinado de Sesostris II, ni se convirtió, de repente, en una amenaza, pero hace falta re­ conocer que conocemos muy mal lo que allí aconteció entre 1930 y 1880 a. C. Cualquiera que contemple la red de for­ talezas construidas en el Imperio Medio sobre la segunda ca­ tarata, desde Semnah, al sur, hasta Buhen, al norte, no puede dejar de quedar impresionado tanto por su cantidad y comple­ jidad como por su fuerza. Sólo tienen explicación si los egip­ cios tenían frente a ellos, en esta región, a un enemigo agre­ sivo, poderoso y bien organizado; no se justificarían si los egipcios sólo hubieran tenido necesidad de protegerse en Nubia de las incursiones de algunos pueblos nómadas, dispersados a través del desierto oriental. De hecho la edificación dé este prodigioso sistema defensivo está relacionada con el problema de Kerma (ver más arriba, pág. 284). Todo indica que desde principios del segundo milenio la alta Nubia entra en un pe­ ríodo de desarrollo acelerado, bien porque fuera invadida por pastores procedentes del sur o del suroeste, o porque los des­

cendientes de las tribus de los Grupos A y B, quizá bajo la influencia de Egipto, conocieran una evolución cultural a la vez que un fuerte crecimiento demográfico durante el trans­ curso del Primer Período Intermedio. Aparecen entonces allí poblaciones que tal vez sean nuevas. Recientes excavaciones realizadas en la Nubia sudanesa (1961-1967) han demostrado que dichas poblaciones, llamadas del grupo C, ocupaban toda la región situada entre Asuán, al norte, y los primeros rápidos de la segunda catarata, al sur. Después aparecen hacia el sur poblaciones pertenecientes a la llamada cultura de Kerma. Las poblaciones del grupo C pertenecen, según parece, a una raza africana blanca, camitica, emparentada con los egipcios del sur y afín a los actuales bereberes del norte de Africa. No se trata, pues, de negros, aunque indudablemente eran de color muy oscuro y a veces manifestaron algunas características ne­ groides debidas al contacto con pueblos más alejados del sur. Por supuesto se trata de poblaciones sedentarias establecidas en el valle del Nilo, pero aún dedicadas en gran medida a la cría de ganado, especialmente de bovinos. Fabricaban una be­ llísima cerámica roja con bordes negros, heredera de las téc­ nicas del predinástico, o negra con decoración incisa blanca, a veces polícroma. Tales poblaciones suministraron al menos parte de los mercenarios nubios que combatieron en ambos campos durante las luchas intestinas del Primer Período Intermedio. Se suele suponer que dichas poblaciones procedían de territorios extranjeros, de las etapas del sur y del suroeste, pero es igual­ mente posible que descendieran simplemente de las tribus de los grupos A y B, que, quizá bajo la influencia de Egipto, cono­ cieron una evolución cultural, paralela, a un fuerte desarrollo demográfico, durante el Primer Período Intermedio. El centro de «ebullición» parece que estaba en la región situada entre la segunda y la cuarta catarata, pero la baja Nubia tampoco salió indemne, como demuestran las campañas de Mentuhotep y de Amenemmes I en Uauat. El centro político más evidente de esta nueva potencia nubia fue Kerma. Parece necesario des­ cartar la posibilidad de un dominio egipcio en este centro al principio de la X II Dinastía, y es verosímil que los con­ tactos entre ambas potencias, Egipto por una parte y los nubios de Kerma por otra, no fueran forzosamente hostiles en esta época. Egipto se contentó con penetrar en la periferia del nuevo estado, que muy probablemente no estaba unificado. De todas formas, el hecho de que ya Sesostris I considerara nece­ sario fortificar la segunda catarata indica, a nuestro juicio, que Egipto estaba plenamente consciente del peligro que represen­ taba la nueva potencia nubia en su frontera sur. ¿Qué ocurrió

después? ¿Las relaciones de buena vecindad entre los nubios de Kerma y los egipcios se deterioraron por culpa de los pri­ meros o de los segundos? No se sabe. El hecho es que Sesostris IIÍ intervino con energía. No dirigió menos de cuatro cam­ pañas militares en el sur. Sesostris III comenzó por reafirmar la base de partida de las expediciones acondicionando y limpiando los canales que permitían a los navios egipcios franquear los rápidos de la primera catarata. Uno de estos canales no tenía menos de 80 metros de largo, por 10 de ancho y 8 de profundidad. En el año 8, una vez terminados estos trabajos, el Rey lanzó la pri­ mera campaña «para destruir a Kush la despreciable». Esta ex­ pedición fue insuficiente, ya que fue seguida de otras tres en los años 10, 16 y 19. En el curso de la campaña del año 16, Sesostris parece haber penetrado profundamente en territorio enemigo, donde arrasó las aldeas, cautivando a las mujeres, destruyendo los pozos e incendiendo los campos. La expedi­ ción del año 19, que se puso en marcha en el momento en que las aguas estaban más altas, ya que así los rápidos se po­ dían atravesar más fácilmente, en septiembre o como muy tarde a principio de octubre, no volvió a Egipto hasta el período de las aguas bajas en abril o mayo, es decir, después de una cam­ paña de ocho meses por lo menos. A pesar de estas guerras en el interior de su territorio, Se­ sostris no llegó a acabar con el peligro latente que repre­ sentaban los nubios. Por ello se ocupó de fortificar sólidamente la frontera allí donde ésta era más fácil de defender, es decir, entre Semnah y Buhen, y, por otra parte, dio estrictas con­ signas para impedir toda infiltración de los nubios en direc­ ción a Egipto. La estela del año 8 de su reinado encontrada en Semnah es, desde este punto de vista, de las más caracte­ rísticas: «Frontera del sur establecida en el año 8 bajo la majestad del rey del Alto y Bajo Egipto Khakaure* (Sesostris I I I )... para impedir que cualquier nehesy (nubio) la franquee al descender la corriente por vía terrestre o en barca, y cual­ quier rebaño de los nehesiu, salvo un nehesy que venga a co­ merciar a Iken o en misión oficial» (Estela de Berlín, 14753, traducción Posener). Algunos de los despachos expedidos por los comandantes de las fortalezas que han llegado hasta nosotros muestran que estas instrucciones aún se seguían al pie. de la letra bajo los sucesores de Sesostris III. Las fortalezas impedían a cualquier tropa nubia pasar a la región de las cataratas. De esta forma, aunque Sesostris III no consiguió destruir por completo la po­ tencia nubia, por lo menos puso a Egipto al abrigo del peligro que este país representaba, y ello explica que fuera divinizado

en la zona de las cataratas. Todavía en el Imperio Nuevo su culto se celebraba en las fortalezas de Semnah. Respecto a Asia, Sesostris III rompe con la política de sus predecesores. Cesa la coexistencia pacífica de los egipcios y de los asiáticos en el Sinaí, y las expediciones mineras deben ser apoyadas militarmente. Ya en los comienzos del reinado un ejército guiado por el rey en persona entró en territorio asiá­ tico y penetró hasta Sekmen en Palestina (probablemente Siquem, a 50 kilómetros al norte de Jerusalén). No se posee otra indicación sobre las campañas asiáticas de Sesostris III, pero los «textos de conjuros» ( Áchtungstexte, Execration Texis) sobre cascotes de cerámica encontrados en el Alto Egipto y en Mirgissa nos dan una lista de los príncipes y pueblos asiáticos que, de una parte, atestigua un conocimiento real de la situación política en el pasillo sirio-palestino, y, de otra, in­ dica que estos pueblos debían estar considerados como enemi­ gos en potencia de Egipto, ya que los egipcios estimaron ne­ cesario reducirlos a un estado en el cual no les fueran per­ judiciales. Én el momento en que Sesostris III desapareció el poder real estaba eri su apogeo. Egipto estaba bien protegido de las incursiones extranjeras, tanto al sur como al este; la supresión del cargo de nomarca hizo revertir todos los poderes en las manos del rey; económicamente, Egipto estaba en un período de florecimiento, como atestiguan tanto la gran cantidad de es­ tatuas pertenecientes a la clase media como los monumentos reales. V III.

AMENEMMES I I I

(1842-1797)

Aprovechando la acción enérgica de su padre, tanto en el plano exterior como en el interior, Amenemmes III parece ser que tuvo un reinado pacífico. Permaneció en el poder durante cuarenta y cinco años; como su padre había reinado treinta y cinco, debió ser de edad avanzada a su muerte. Este largó reinado se consagró al desarrollo económico del país. Tal desarrollo se hizo notable debido a la intensidad de la explotación de las reservas mineras del Sinaí, donde se han encontrado más de 50 inscripciones que se remontan al rei­ nado de Amenemmes III. Se mejoraron allí las instalaciones y se engrandeció considerablemente el templo de Hathor. Las otras regiones mineras, en el Hammamat y en el Sur, parecen haber conocido la misma actividad que el Sinaí, pero el aca­ bar de revalorizar el Fayum es lo que aseguró principalmente el renombre de Amenemmes III. En época griega sólo se le atribuía la paternidad de una obra que, de hecho, no había

sido empezada ni en el reinado de Sesostris II, sino mucho antes. Sin embargo, indudablemente Amenemmes III finalizó el es­ tablecimiento del sistema de diques y canales que, al régdlarÍ2 ar y controlar la llegada de las aguas del Nilo por el Bahr Yúsef, permitió revalorizar una gran extensión de terreno en la depresión del Fayum, conocida por los griegos como el Lago Moeris. Se ha estimado en unas 7.000 hectáreas el terreno que de este modo se dedicó al cultivo. La riqueza de Egipto permitió a Amenemmes III multiplicar las construcciones. Los griegos consideraban el Laberinto, según expresión de Heródoto, como «por encima de cuanto se pu­ diera decir». Este monumento no es otro que el templo funerario de Amenemmes III en Hawara, y puede que fuera, al mismo tiempo, su palacio y centro administrativo; desdi­ chadamente, está totalmente destruido y es imposible hacerse una idea de este monumento que, según Heródoto, sobrepasaba en belleza a las grandes pirámides. IX.

EL REY HOR Y AMENEMMES IV

(1798-1790)

A la muerte de Amenemmes III Egipto había estado gober­ nado durante un siglo únicamente por dos soberanos, Sesostris III y Amenemmes' I II ; era, pues, inevitable que su su­ cesor fuera también de edad avanzada. Es posible que uno de los hijos de Amenemmes III, después de haber reinado varios años conjuntamente con su padre haya desaparecido antes que él. De esta forma se pueden explicar los monumentos de un tgl rey Hor encontrados cerca de la pirámide de Amenemmes III. No obstante, un hallazgo reciente en Tanis tiende a atribuir el reinado de este rey a la X III Dinastía (P. Montet y H. Kees). Sea como fuere, Amenemmes IV, que según los monu­ mentos y las listas reales sucedió directamente a su padre Amenemmes III, no reinó más de nueve años, tres meses y veintisiete días (Papiro de Turín), y eso contando la corregen­ cia con su predecesor. Aunque efímero, el reinado de Amenem­ mes IV parece haber sido próspero si se le juzga por la cantidad y calidad de los monumentos que le pertenecen. Du­ rante él la influencia egipcia se siguió extendiendo a Asia, ya que se. han encontrado objetos con su nombre en una tumba principesca de Biblos.

x.

seb e k n e fru re '

(1789-1786)

El último soberano de la X II Dinastía fue una mujer: Sebeknefrure' o Sebekneferu. Sin duda era hija de Amenemmes III y hermana o hermanastra de Amenemmes IV. Sólo reinó algo más de tres años (tres años, diez meses y veinticuatro días, según el Papiro Real de Turín). Sin embargo, se ha encontrado un gran número de monumentos con su nombre. El hecho de que fuera una mujer quien tomase el poder parece indicar que la larga línea de Sesostris y de Amenemmes había llegado a su fin y no existía ya ningún heredero varón. Esto explica que la dinastía se acabe con el reinado de esta soberana. X I.

LA CIVILIZACION EGIPCIA BAJO EL IMPERIO MEDIO

Si el Imperio Medio egipcio no ha dejado ningún monu­ mento comparable a las grandes pirámides del Imperio Menfita se debe en gran parte al hecho de que empleaba para sus construcciones materiales menos resistentes que los enormes bloques de piedra caliza de las canteras de Tura. Pero tenemos el testimonio de los viajeros griegos del siglo v a. C., según los cuales sus monumentos al menos igualaban, si no los supe­ raban, a los del Imperio Antiguo. En efecto, la civilización egipcia conoció durante el Imperio Medio una de sus épocas más brillantes. El poder real, total­ mente restaurado bajo Sesostris III, hizo difundirse la cultura egipcia no solamente dentro de sus fronteras sino también en el exterior del país. Desde entonces el pasillo sirio-palestino y la alta Nubia, sin estar directamente bajo la autoridad del faraón, se impregnan cada vez más del arte y de la literatura . egipcia. Esta difusión sobrepasa incluso los países limítrofes, y la Europa prehelénica, indudablemente a través de Siria, comen­ zó a recibir objetos egipcios. Tal vez se ha exagerado la estre­ chez de las relaciones que unían al mundo egeo con Egipto, pero los objetos egipcios encontrados en Creta y los vasos minóicos hallados en Egipto atestiguan la realidad de estos con­ tactos. .De aquí en adelante la sombra de Europa se perfilará en el horizonte egipcio. Aunque es falso hablar de un Imperio egipcio bajo la X I I Dinastía, ya que en el mejor de los casos no habría sobrepasado por el noreste la frontera meridional de Palestina y por el sur los rápidos de la segunda catarata, no deja de ser cierto que el Egipto de Sesostris difundió su cul­ tura a los países que le rodeaban. Esta influencia la debe fun­ damentalmente a la perfección de su arte. Los templos del Imperio Medio, la mayoría construidos con pequeños bloques de piedra caliza, han desaparecido desde h3ce

tiempo en los hornos de cal del Egipto moderno e incluso contemporáneo. En aquellos que por fortuna se han conserva­ do, como en Medínet el-Maadi y en Kárnak, en los cimientos de templos del Imperio Nuevo, se aprecia mejor la pérdida irreparable que ha sufrido el arte universal con su desapari­ ción. Los relieves de sus paredes que han llegado hasta nos­ otros igualan en perfección a los del Imperio Antiguo. La joyería y bisutería, tal como nos la han revelado loshallazgos de Lahún y de Dahshiir, muestran que los artesanos del Imperio Medio tenían tanta destreza como los del Imperio Nuevo, y que, muy a menudo, tenían más gusto que los de Tutánkhamón. Pero es en la escultura doncje la X II Dinastía consigue la máxima perfección. Los artistas del Imperio Medio sustituyen la imagen serena e impasible del faraón, que el Imperio Antiguo nos ha legado, por la de un hombre, pero la de un hombre a quien las vicisitudes de la vida y del poder han modelado el postro, muy a menudo trágico' y atormentado. El vigor realista de los retratos de Sesostris III y de Ame­ nemmes III que nos han dejado estos artistas es el mejor testimonio de la perfección y del universalismo del arte egipcio. La literatura egipcia conoce entonces su edad de oro. Los egipcios de las épocas posteriores sacarán sus modelos de los textos del Imperio Medio. Este período es, por excelencia, la edad literaria clásica del antiguo Egipto. Se ha demostrado re­ cientemente (G. Posener) que esta literatura estaba amplia­ mente inspirada por los mismos soberanos con una segunda intención política, pero no por ello pierde nada, ni de su poten­ cia ni de su encanto. La Historia de Sinuhé, por ejemplo, sigue siendo, después de cuatro milenios, «una de las obras maestras de la literatura universal»; se ha podido demostrar fácilmente que el Cuento del Náufrago y las historias maravillo­ sas del Papiro de Gestear son el origen de algunas leyendas de las Mil y Una Noches, lo que demuestra que han fascinado a generación tras generación. Pero la obra escrita del Imperio Medio no se limita a la li­ teratura propiamente dicha; es también en está época cuando se composen obras científicas como los numerosos Papiros Médicos (Papiros Hearst, Ebers y de Berlín). Aunque conser­ vados en papiros del Imperio Nuevo, han sido escritos en realidad en el Medio, como la crítica de los textos ha podido comprobar. Sucede igual con los Papiros Matemáticos (Papiros Rhind y de Moscú). Finalmente, un papiro hallado en el Ramesseum, que establece listas de nombres geográficos, técnicos, anatómicos, de oficios, de la fauna y de la flora, ha demostrado

que los egipcios del Imperio Medio habían conseguido ya un nivel cultural lo bastante elevado como para suscitar la nece­ sidad... de una enciclopedia. Así, después del eclipse del Primer Período Intermedio, los faraones del fin de la X I Dinastía y de la X II han sabido volver a dar a Egipto una prosperidad incomparable, prosperi­ dad que, por la fuerza de los hechos, se tradujo por una ple­ nitud de la cultura en todas sus manifestaciones.

11. El Segundo Período Intermedio y la in­ vasión de Egipto por los hicsos

No existe período más oscuro en toda la historia de Egipto que el que abarca desde fines de la X II Dinastía (hacia 1785 a. G.) hasta el advenimiento de la X V III (hacia 1570). Afortunadamente la fecha de la muerte de Sebeknefrure' y la de la toma del poder por Ahmosis I, el fundador del Imperio Nuevo, se han podido determinar con exactitud, la primera gra­ cias a la cronología sotíaca, y la segunda a otros criterios só­ lidos, ya que sin esto no tendríamos ningún elemento para estimar el lapso de tiempo transcurrido entre el final del Im­ perio Medio y los comienzos del Nuevo, época que se ha con­ venido en llamar Segundo Período Intermedio por analogía con el Primer Período Intermedio que se extiende entre el Imperio Antiguo y el Medio. Si se hubiera seguido la cronología tal y como ha sido trans­ mitida por Manetón se habría tenido la tentación de atribuir al Segundo Período Intermedio una duración de mil quinientos noventa años, duración que parece justificada por la gran can­ tidad de reyes (más de doscientos) que reinaron durante esta época. El que unos 217 faraones reinaron realmente, durante el Segundo Período Intermedio está confirmado por las listas egipcias antiguas, sobre todo por las listas reales y, especial­ mente, por el Papiro de Turín, nuestra guía más segura, que ha conservado el recuerdo y los nombres de 123 reyes como mínimo, a los que se deben •añadir los de los faraones que no menciona pero que conocemos por las otras listas reales, principalmente por la Kárnak, o por los monumentos. Al estar bien fijada la muerte de Sebeknefrure1 en 1786, y la de la ascensión al trono de Ahmosis I en 1567 a. C., cabe afirmar que el Segundo Período Intermedio no ha podido abarcar más que unos doscientos veinte años. Para encuadrar en este tiempo limitado a cerca de 220 reyes haría falta su­ poner que cada uno de ellos no ha reinado más que un año escaso. Pero si algunos de ellos, según sabemos por las fuentes antiguas, apenas conservaron el poder algunos meses, como Renseneb, de la X I I I Dinastía, o Antef VI, de la X V II, otros reinaron numerosos años, como Merneferre', que conservó el trono más de veintitrés años, o Apofis I, que lo hizo más de cuarenta. Si a esta aclaración se añade el hecho de que la dura­ ción media del reinado de los faraones, en los períodos en los que el orden de sucesión y la cronología de los reinados se han

fijado con seguridad, se establece en diecisiete años para el Antiguo Imperio y en veinticinco para el Imperio Medio (me­ dia muy elevada debido a la extensión excepcional de los rei­ nados de Sesostris III y de Amenemmes III), y en dieciséis para el Imperio Nuevo (X V III y X IX Dinastías), la duración

extremadamente breve de los reinados del Segundo Período In­ termedio no. puede explicarse más que por una situación po­ lítica de lo más tumultuosa, en la que los golpes de estado sucedieran a los golpes de estado, o bien por la existencia de múltiples dinastías paralelas en un país dividido en numerosos pequeños reinos, o, en fin, por una alteración profunda del ré­ gimen monárquico (W. C. Hayes). Numerosas hipótesis, que utilizan una o varías de estas posibilidades, se han formulado con el fin de intentar poner orden en la sucesión de los reyes o de las dinastías y de restituir la historia de este confuso pe­ ríodo. A decir verdad, ninguna de ellas es concluyente, y hay que esperar el descubrimiento de nuevas fuentes, que permiti­ rán quizá algún día escribir una historia de Egipto durante el Segundo Período Intermedio. En efecto, las fuentes de que disponemos para esta época son aún muy escasas: la cronología de Manetón, por valiosa que sea, no se puede aceptar tal y como los copistas nos la han transmitido, y hace falta corregir sus cifras; finalmente, no nos ha dejado más que el número total de los reyes (217) y la duración de sus reinados (1.590 años), sin transmitirnos sus nombres. El Papiro de Turín, aunque nos da algunos nombres, omite otros, y existe la misma incertidumbre en la lista real de Kárnak, mientras que las listas de Abidos y de Saqqarah igno­ ran por completo el conjunto del período. Por último, los monumentos contemporáneos, que normalmente permiten con­ trolar y completar la insuficiencia de las fuentes históricas es­ critas, son o escasos o de poca ayuda. Esto explica la razón por la cual se ha intentado extraer el máximo de informes de un tipo de objetó generalmente desdeñado por los historiadores, pero que abunda en el Segundo Período Intermedio: los esca­ rabajos. Estos monumentos mínimos dan a menudo nombres de reyes que vanamente se buscarían en otra parte. Por des­ gracia, estos objetos no se pueden fechar siempre con precisión, de manera que las informaciones que aportan no pueden ni deben aceptarse sino con gran prudencia. Reuniendo las diferentes fuentes que acabamos de enume­ rar es posible distinguir tres fases en la historia del Segun­ do Período Intermedio (J. Vandier): — Egipto antes de los hicsos,-XIII y XIV Dinastías, 17861603 a. C. — Los hicsos, X V y XV I Dinastías, 1674-1567 a. C. — El Reino de Tebas y la expulsión de los hicsos, X V II Di­ nastía, 1650-1567 a. C. Por supuesto, los sucesos no se insertan siempre de una forna absoluta en este rígido cuadro, y, según ha indicado ya

la cronología, hay numerosas superposiciones de una fase sobre otra. En particular los hicsos se infiltran en Egipto ya en la X I I I Dinastía, por lo que su expulsión exigió un largo período de tiempo, y de hecho no comenzó hasta la XV I Di­ nastía. Pese a ello, este cuadro permite, tal y como está, una exposición más fácil de los sucesos que se desarrollaron en esta época. I.

EGIPTO ANTES DE LOS HICSOS ( x i l l Y XIV DINASTIAS)

Como muy a menudo ocurre cuando se produce un cambio de dinastía en la cronología manetoniana, no es del todo cierto que hubiera una ruptura violenta entre la X I I y la X III Di­ nastías. Es igualmente posible, y esta es una de las numerosas hipótesis sin verificar que han sido formuladas, que el primer faraón de la X III Dinastía, Sekhemre'-Khutaui-AmenemmesSebekhotep (Sebekhotep I), estuviera emparentado por sangre o por matrimonio con los últimos faraones de la X II Dinastía. La X I I I Dinastía, que inaugura el reinado de Sebekhotep I, permaneció en el poder un poco más de ciento cincuenta años (1786 a 1633 a. C.). Esta cifra se obtiene corrigiendo la cifra de 453, que da Manetón, por la de 153, error que se explica por una falta de los copistas griegos que leyeron P allí donde el manuscrito decía Y . Durante este período ocuparon el trono 50 ó 60 reyes, si se acepta la lista dada por el Papiro de Turín, pero ésta, como demuestra la Lista. Real de Kárnak, ha omitido ciertG número de nombres, de forma que 60 soberanos para esta dinastía parece ser un mínimo. Cada uno de ellos, en consecuencia, no habría reinado más que dos años y medio, por término medio, y, muy a menudo, bastante menos: algu­ nos unos meses y otros solamente semanas, ya que tanto los monumentos como el Papiro de Turín convienen en mostrar que algunos reyes de la dinastía han reinado tres, cuatro, siete, ocho, diez y aun veintitrés años, lo que reduce, por tanto, la duración media de los otros reinados. Este carácter efímero del poder real •indujo a suponer que la X III Dinastía fue una época,.,'.de. caos y de anarquía. Lps,;descubrimientos recientes tienden a presentar una imagen-algodiferente. En efecto, se ha pensado (W. C. Hayes) si la brevedad . de los reinados y la evidente ausencia de una continuidad dinástica no se deberían al hecho de que los so­ beranos no eran en realidad sino «hombres de paja» designa­ dos, quizá por elección, por Un período de tiempo limitado, y que los visires ejercían el poder real. Desgraciadamente es im-posible comprobar esta sugestiva hipótesis. Una cosa es cierta: la inestabilidad del poder destruyó poco a poco la prosperidad

económica del país restaurada por los' faraones de la X II Di­ nastía, sin poner en peligro, por lo menos durante un siglo aproximadamente, el principio de unidad de Egipto, que siguió gobernado por un solo faraón, por muy débil que éste fuera. Parece que los reyes de la X III Dinastía eran de origen te­ bano, y sus esfuerzos por legitimar el derecho a la corona se manifiestan en la elección de sus nombres: Amenemmes, Antef, Sesostris, Mentuhotep; figuran en los «protocolos» de muchos de ellos, aunque el nombre que aparece más frecuentemente es eí Sebekhotep. Bajo el reinado de Sebekhotep I Egipto continúa dominando Nubia hasta Semnah, donde el nombre del faraón está gra­ bado sobre las rocas al lado del de Amenemmes III. El suce­ sor de Sebekhotep I, Sekhemkare'-Amenemmes-Senbuf, reina sobre todo Egipto, ya que se han encontrado monumentos con su nombre tanto en el bajo como en el alto Egipto. De todas formas, es posible que el poder egipcio haya empezado a de­ clinar en el lejano sur; el nombre del faraón no se encuentra en el mismo Semnah, sino en Askut, a unos 30 kilómetros al norte de la frontera que había establecido Sesostris III. La influencia egipcia en el exterior se deja sentir todavía bajo el segundo sucesor de Amenemmes-Senbuf: Sehetep-ibre‘ II, ya que el príncipe de Biblos aún reconoce en esta época la sobe­ ranía de Egipto. Los sucesores de Sehetep-ibre': Hetep-ibre‘, Sebekhotep II, Renseneb, Auibre‘-Hor, Kai-Amenemmes, Ugaf, Senefer-ibre‘-Sesostris IV, no son nada más que nombres, aun­ que los monumentos confirman su existencia. La pirámide de Userkare'-Khendjer, sucesor de Sesostris IV, se ha encontrado en Saqqarah, lo que demuestra que todavía bajo este soberano el faraón continuaba gobernando sobre todo Egipto. A Khendjer le sucede un general, Semenkhare‘, que aún gobierna en el Delta, ya que se han descubierto dos colosos con su nombre en la localidad de Tanis. A pesar de la oscuridad que nos encubre, los acontecimientos, la X III Dinastía continúa reinando con eficacia bajo los rei­ nados de Sebekemsaf I, Sebekhotep III, Neferhotep y Sebek­ hotep IV. Todos estos reyes se conocen tanto por las fuentes escritas como por los monumentos. Gracias a estos últimos sa­ bemos que muchos de estos soberanos no eran de origen real. Así, por ejemplo, Sebekhotep III era, según sabemos por los monumentos, hijo de dos egipcios oscuros, Mentuhotep y Yauheyebu. ■ En oambio, numerosos papiros nos dejan sospechar que aunque los reyes eran efímeros, los visires podían conservar su cargo durante varios reinos, como un tal Ankhu, que perma­ neció en su puesto, según parece, desde el reinado de Userkare'-

Khendjer hasta el de Sebekhotep III. De esto a admitir que, el poder realmente pertenecía al visir, y no al rey, no hay más que un paso, sobre todo considerando que la continuidad del poder del visir explicaría que ■la X II I Dinastía pudiera sobrevivir tanto tiempo a pesar de los incesantes cambios de soberanos.. A la inestabilidad de la persona real se contrapone la con­ tinuidad de la administración, como atestigua la existencia de archivos que nos muestran la actividad de servicios tales como el tesoro o la «oficina de trabajo». Son precisamente estos mis­ mos archivos los que nos informan indirectamente de lo que estaba ocurriendo entonces en Egipto. Así sabemos por un pa­ piro del Brooklyn Museum, que enumera una larga lista de servidores, que bajo Sebekhotep III una gran cantidad de asiá­ ticos estaban destinados al servicio de los funcionarios del Alto Egipto (W. C. Hayes). Es imposible constatar la presencia de estos asiáticos en el alto valle del Nilo y no relacionarla con la penetración de los hicsos en Egipto, ya sea porque los servidores orientales fueran en realidad prisioneros de guerra hechos durante las escaramuzas entre el ejército egipcio y los nómadas que intentaban ya penetrar en el Delta, ya sea porque representaban una mano de obra llegada espontáneamente para colocarse al servicio de Egipto. Tanto en un caso como en otro, la presencia de estos asiáticos a lo largo del valle del Nilo no pudo dejar de facilitar el que los hicsos posteriormente con­ quistaran el poder. Contrastando cuidadosamente los diferentes elementos apor­ tados por las fuentes escritas y por los monumentos se ha po-dido fijar el reinado de Khásekhemre'-Neferhotep I en 17401730 a. C. En esta época, Egipto todavía controlaba Siria, lo que parece implicar que el poder del faraón se extendía aún sobre el Delta. En el sur, Elefantina y Asuán, donde se han encontrado una estatua e inscripciones con el nombre de Neferhotep I, permanecían bajo la autoridad central, y su capital parece que estuvo siempre situada en los alrededores de Ittaui, continuando así la tradición establecida por los faraones de la X II Dinastía. Con los sucesores de Neferhotep I, Síhathor y Sebekhotep IV, empieza a desmoronarse el poder de la X I I I Dinastía, incluso en Egipto. En efecto, muy poco después de la ascensión al trono de Sebekhbtep IV, la ciudad de Avaris fue ocupada por los hicsos y el Delta invadido por los asiáticos. Poco a poco los soberanos de la X I I I Dinastía, Sebekhotep V, Mersekhemre'Neferhotep II y Sekhemre'-Seánkhtauy-Neferhotep III, ven cómo se va reduciendo su autoridad en el valle bajo del país. Neferhotep III incluso se vio obligado, según una estela de

Kárnak, a defender Tebas de ataques procedentes sin duda del norte. Con Uahibre‘-Iaib y Merneferre'Ay se acelera la deca­ dencia de la dinastía. Se han-conservado pocos monumentos de esta época, aunque Iaib reinó cerca de once años y Merneferre‘-Ay más de veintitrés. Este último se hizo cargo del poder hacia 1700. Podría muy bien haber sido ya un vasallo de los hicsos, puesto que se ha encontrado un monumento con su nombre cerca de Avaris, en un tiempo en el que esta ciudad llevaba en poder de los hicsos cerca de veinte años (cf. más abajo). Los sucesores de Merneferre'-Ay no representan para nosotros más que simples nombres, aquellos que el Papiro de Turín ha conservado. Se ha propuesto, con bastante acierto, identifi­ car al faraón Djedneferre'-Didumes con el rey «Tutimeo»-, que, según Manetón, había contemplado la invasión de Egipto por' los hicsos. Estos ya ocupaban el Delta hacia 1720 y es razo­ nable pensar que la «invasión» a que hace alusión Manetón es la de Menfis (W. C. Hayes); en efecto, Didumes no pudo reinar antes de 1674 a. C., es decir, medio siglo después de la toma de Avaris por los .invasores extranjeros. La caída de Menfis marca de hecho el final de la X II I Di­ nastía. A pesar de que el Papiro de Turín enumera además los nombres de seis faraones, éstos, evidentemente, no son sino reyezuelos, vasallos de los hicsos en el bajo Egipto, y que sólo gobiernan en el alto Egipto pequeños territorios, algunas veces una sola ciudad (W. C. Hayes). Hacia el año 1650 a. C. la decadencia de la X I II Dinastía, incluso en la región tebana, es tal que una nueva dinastía va a intentar salvar la independencia de lo que queda del territorio nacional; ésta será la X V II Dinastía, que después de haber reconocido durante largo tiempo la soberanía de los hicsos lo­ gró sacudirse el yugo extranjero. Pero tanto Manetón como el Papiro de Turín continúan considerando a la X II I Dinastía como el único poder legítimo hasta 1633, aunque muy . proba­ blemente de 1650 a 1633 los reyes a los que hacen mención dichas fuentes no son sino príncipes locales, aliados o vasallos de los jefes que gobernaban entonces en Tebas. Durante toda la X III Dinastía y algunos años después de su caída, los territorios pantanosos del Delta occidental, sepa­ rados de la ruta de penetración de los invasores hicsos, per­ manecieron más o menos independientes. Esta región estuvo entonces gobernada por los príncipes o reyes de Xois (en egip­ cio, Khasusut), hoy día Sakha, que componen la X IV Dinastía manetoniana. Manetón le atribuye 76 reyes y una duración de ciento ochenta y cuatro años. En otros términos, reinaría en lu-' gares apartados del alto Egipto y del Delta, desde 1786 á 1603,

pero no se conoce nada de su historia. Solamente se han con­ servado hasta nuestros días los nombres de sus soberanos en el Papiro de Turín, que corrobora así la historicidad de Ma­ netón. II.

LOS HICSOS ( x v y XVI DINASTIAS)

Elavio Tosefo, historiador judío del siglo I de nuestra era, nos h3 transmitido en su historia de Judea el pasaje en el que Ma­ letón hace alusión a la invasión de Egipto por los hicsos (hyksós): «De repente, hombres de una raza desconocida procedente de oriente tuvieron la audacia de invadir nuestro país (Egipto), y sin dificultades ni combate se apoderaron de él a viva fuerza. Todo este pueblo se llamaba ‘hyksós’, que significa ‘reyes pas­ tores’. Pues byk, en la lengua sagrada, quiere decir ‘reyes’ y sos, en la lengua vulgar, ‘pastores’. La reunión de estos dos nombres da ‘hicsos’.» Se ha demostrado desde hace tiempo que la etimología de Manetón sólo era parcialmente correcta. Si hyk proviene en realidad de heka, «jefe, príncipe», sos, en cambio, no equivale a shasu, «nómada», sino que es una abre­ viatura de la palabra khasut, «extranjeros», y la expresión hekakhasut que ha dado lugar a hicsos ya aparecía en Egipto desde la X I I Dinastía, donde designaba a los jefes de las tribus nó­ madas que recorrían los desiertos sirio-palestinos, e incluso, en el Imperio Antiguo, los desiertos nubios. La invasión de Egipto por los hicsos no debió tener real­ mente el carácter brutal que le atribuye Manetón, y en la actua­ lidad se admite que conviene mejor hablar de una infiltración progresiva que de una invasión propiamente dicha. Además los invasores no pertenecían a una raza única: era una reunión heterogénea de los habitantes del Asia occidental (semitas en su mayoría, pero no todos) que las invasiones indoeuropeas de Anatolia y del alto Eufrates habían arrojado progresivamente de sus respectivos territorios. Los mismos egipcios les llamaban indistintamente amu, setetiu, mentiu de Setet, incluso «hombres de retenu», es decir, todos los viejos nombres utilizados desde el Imperio Antiguo y Medio para designar a los pueblos asiáticos vednos de Egipto, lo que indica claramente, en contra de lo escrito por Manetón, que no los consideraban como una raza diferente. Muchas veces ha surgido la interrogante de si la infiltración de los hicsos en Egipto ño había comenzado ya con la X II Di­ nastía. Hoy día se admite (T. Save-Soderbergh) que, si es exacto que entre el final de la X II Dinastía y la mitad de la X III habitaban en Egipto numerosos asiáticos (cf. más arri­ ba), la infiltración de los hicsos propiamente dicha comenzó,

sobre todo, después de los. reinados de Neferhotep I-Sebekhotep IV, es decir, a partir de 1720 aproximadamente hasta 1700. En otros términos, la penetración de los hicsos habría tenido lugar bajo los reinados de Sebekhotep V, Neferhotep II, Sebek­ hotep VI, Neferhotep III y Uahibre-Iaib. La etapa principal de esta infiltración, antes de la completa toma del poder por los faraones hicsos, fue la conquista de Avaris. La fecha de este importante suceso se ha podido fijar gra­ cias a un monumento conocido como «estela del año 400», llamada así porque conmemora la celebración del 400 aniver­ sario de la reconstrucción del templo del dios Seth en Avaris. Ahora bien, el culto del dios Seth en Avaris fue desarrollado por los hicsos, que sin duda veían en este viejo dios egipcio (atestiguado como tal desde la primera dinastía) una hipóstasis del .Baal o del Reshep semítico. La reconstrucción y el engran­ decimiento de este templo son, sin ninguna duda, el resultado de este interés que los invasores extranjeros sentían hacia Seth, hermano y enemigo de Osiris. El 400 aniversario de esta recons­ trucción se produjo hacia el 1320, bajo el reinado del faraón Horemheb, de la X V III Dinastía, 'como indica la estela erigida por Ramsés II en Avaris. Un rápido cálculo demuestra que si el 400 aniversario fue celebrado en 1320, el suceso mismo debió producirse en el año 1720 a. C., lo que fija de modo satisfactorio la fecha de aparición de los hicsos en el Delta oriental, donde se encuentra Avaris, muy cerca de la frontera oriental de Egipto. Sólidamente instalados en el Delta en el año 1720 a. C., hará falta todavía que transcurran cuarenta y seis años para que los hicsos lleguen hasta Menfis. Durante este lapso de tiempo con­ quistan los nomos del Delta, con la excepción, ’ ya lo hemos dicho, de los del oeste, que permanecieron bajo la autoridad de los faraones de la X IV Dinastía. Una vez que han conseguido apoderarse de Menfis, los hicsos se van a considerar como los legítimos soberanos de todo Egipto, es el origen de la XV Di­ nastía. Manetón, según nos lo ha transmitido Josefo en su' obra Contra Apionem, nos conserva la narración de esta con­ quista del poder: «Finalmente ellos (los hicsos) nombraron rey a uno de los suyos cuyo nombre era Salitis. Tenía su sede en Menfis y percibía tributo del alto y del bajo Egipto. De­ jaba siempre guarniciones detrás de él en las posiciones más ventajosas. Por encima de todo fortificó la región oriental, pre­ viendo que los asirios (sic), siendo cada vez más fuertes, lo desearían un día y atacarían este reino. En el nomo saíta. (Setroite) fundó una ciudad muy bien situada al este de la rama ’ bubastita del Nilo y la llamó Avaris, según una antigua tradi­ ción. Reconstruyó y fortificó esta ciudad con muros macizos,

'colocando allí una fuerte guarnición de 240.000 hombres arma­ dos poderosamente para guardar su frontera. Acudía allí en verano, en parte para distribuir las raciones y pagar a sus tro­ pas y en parte para entrenarlas cuidadosamente por medio de maniobras y así extender el terror entre las tribus extranjeras. Después de haber reinado durante diecinueve años, Salitis murió y le sucedió un segundo rey llamado Bnon, que reinó cuarenta y cuatro años.» (Texto citado por W. C. Hayes.) Del texto de Manetón se deduce que Avaris era la plaza fuerte de donde los reyes hicsos sacaban su poderío. Bajo la XVI Dinastía, cuando ya estaba trabada la guerra con el sur, es la capital de éstos. Antaño se creía encontrar en esos curio­ sos monumentos que representan al soberano con una verdadera crin de león la representación de los reyes hicsos. Ahora sa­ bemos que estas esfinges datan en realidad de la X II Dinastía. A pesar de las numerosas construcciones que realizaron en Egip­ to, los faraones hicsos no nos han dejado sus retratos. El Salitis de Manetón debe ser seguramente el rey Sharek o Shalek que menciona una lista genealógica de Menfis. Este habría vivido una generación antes que el célebre Apofis I y dos generaciones antes que Ahmosis, el fundador de la XVIII Dinastía (W. C. Hayes). Es igualmente posible que no fuera otro que el faraón Maibre'-Sheshi, bien conocido por sus muy numerosos escarabajos e impresiones en los sellos. Los sucesores de Salitis hasta Apofis I debieron, si no gober­ nar completamente, al menos controlar todo Egipto, desde Jebelein, algo al sur de Tebas, hasta los confines del Delta. Su poder ha podido incluso extenderse hasta la primera catarata. Al sur de la misma comenzaba el reino de Kush, que en el mo­ mento de la guerra de liberación era completamente indepen­ diente (cf. más abajo). Es difícil precisar en qué momento se consiguió esta independencia. Parece establecido que durante la mayor parte de la X III Dinastía Nubia, por lo menos hasta la segunda catarata, permaneció dentro de la órbita egipcia. Se han encontrado, tanto en Semnah como en Uronarti, impresiones de sellos con los nombres de los soberanos de esta dinastía, lo que parece probar que el sistema defensivo establecido por Sesostris I y, sobre todo, por Sesostris III, de Buhen a Sem­ nah, permanecía todavía en manos de los egipcios. De todas formas, las excavaciones que se están llevando a cabo en la Nubia sudanesa podrán ofrecer más precisiones en este sentido. La indudable existencia de estrechas relaciones entre las for­ talezas de la segunda catarata y los soberanos de la X III Di­ nastía no prueban necesariamente que éstas estuvieran directa­ mente controladas por el faraón; muy bien podían estar ocupadas por pueblos amigos de Egipto sin ser sus vasallos. La

exploración de Mirgissa (según toda evidencia el Iken de la estela de Sesostris III, en Semnah) parece demostrar que los habitantes de la ciudad durante la X III Dinastía, aunque estu­ vieran fuertemente influidos por Egipto, no eran en su mayoría egipcios. Cuanto más se avanza en el tiempo, más se deja sentir la influencia puramente sudanesa de Kerma, sin que por ello disminuya la aportación egipcia. El centro de Kerma propia­ mente dicho, sobre la tercera catarata, parece haber tenido frecuentes contactos con los reyes hicsos; se ha encontrado allí, en efecto, escarabajos e impresiones de sellos con el nom­ bre de Sheshi y de otros soberanos hicsos. El reinado de Salitis, sea. o no Sheshi, inaugura la XV Di­ nastía. En cuanto a los sucesores del primer rey hicso, que per­ maneció diecinueve años en el poder según Manetón, el Papiro de Turín está muy deteriorado en el lugar donde se mencionan sus reinados; sólo se conserva claro su número, 6, y la duración total de sus reinados, ciento ocho años. A Salitis le sucedió -Meruserre‘-Yak-Baal, cuyo nombre convierten los egipcios en YakubHer. Es difícil explicar cómo el nombre de Yacob-El (Yakub-Her) ha podido dar Bnon o -Beon en Manetón. Sin embargo, parece probable que fuera el segundo faraón hicso. La administración egipcia, si se juzga por las inscripciones, se abrió a los funcionarios extranjeros: uno de los más importantes era el «tesorero», que llevaba el nombre típicamente semita de Hur, que los egipcios transcribieron por Har. Su actividad se extendía desde Gaza, en Palestina, hasta Kerma, en el corazón del Sudán. A pesar de todo, al lado de los funcionarios extran­ jeros, los egipcios permanecieron al servicio de los invasores, como lo testimonia el nombre bien egipcio de un tal Peremüah que desempeñó las mismas funciones que Hur. El rey Khian, el Iannas (var. Staan) de Manetón, sucedió. a Yakub-Her. Debió reinar durante largo tiempo* pero desgra­ ciadamente la duración de su reinado es ilegible en el Papiro de Turín y no permite siquiera controlar la cifra de Manetón, que le asigna cincuenta años de poder. Se han encontrado numerosos monumentos con el nombre de Khian, tanto- en Egipto, desde Jebelein en el alto valle, hasta Bubastis en el Delta, como fuera de Egipto; una tapadera de vaso, descu­ bierta en Cnosos, lleva su cartucho completo: «El dios bueno, Seuserenre', el hijo de Re‘, Khian», y un pequeño león de granito con su nombre se ha encontrado en Bagdad. Al estar tan esparcidos los monumentos con el nombre de Khian se con­ cluyó que éste gobernaba un vasto imperio que cubría todo el Oriente Medio. En la actualidad se ha renunciado a esta hipó­ tesis. En efecto, parece dudoso que el poder de los soberanos hicsos se hubiera exténdido, fuera de Egipto, a más allá de los

confínes del sur de Palestina. Si las relaciones comerciales en­ tre el Egipto hicso de Khian y los países del Mediterráneo son muy estrechas, con el sur, por el contrario, se debilitan y no se encuentran en Kerma ni escarabajos ni impresiones de sellos con ej. nombre del gran soberano hicso. Por ello se ha dedu­ cido que a partir de esta época se estableció en la baja Nubia un reinado nubio independiente, que gobernaba el país desde Elefantina a Semnah. Con soberanos como Nedjeh y emplean­ do funcionarios egipcios estos reinos (amigos del Egipto meri­ dional que ya entonces trata de recobrar su independencia) ha­ brían cortado las relaciones entre el Egipto bajo control hicso y el reino de Kerma (T. Save-Soderbergh y W. C. Hayes). A Khian le sucedió Auserre'-Apofis I que, según el Papiro de Turín, habría reinado más de cuarenta años. El nombre transcrito Apofis es un nombre egipcio, Ipepi o Apopi, atesti­ guado en el valle del Nilo desde la X I I Dinastía. Esto indica sin duda que los soberanos hicsos estaban en vías dé asimilarse a Egipto cada vez más. Un vaso con el nombre de la hija de Apofis, la princesa Herit, se ha encontrado en la tumba de Ame­ nofis I, y se ha pensado que quizá esta princesa se habría casado con un príncipe tebano, transmitiendo así un poco de sangre de los hicsos a los grandes faraones del Imperio Nuevo (W. C. Hayes). Se opine lo que se quiera sobre esta hipótesis, el hecho es que los egipcios de Tebas y los hicsos parecen mantener buenas relaciones durante el reinado de Apofis I; sólo al final de este reinado Egipto del Sur comienza a rebelarse contra sus sobera­ nos asiáticos. Un texto literario, desgraciadamente fragmentario, nos ha conservado el recuerdo del comienzo de las hostilidades, que se produjo bajo el reinado de Sekenenre', de la X V II Di­ nastía. Tal como dice el texto, «Sekenenre* era entonces regente de la ciudad del sur» (Tebas), mientras que «el prín­ cipe Apofis estaba en Avaris» y recibía los tributos de todo Egipto. Tras deliberación con los consejeros del reino, Apofis pidió que Sekenenre' interviniese (el confuso texto no permite decir de qué forma) porque en cierto lugar del territorio tebano los hipopótamos le impedían dormir. Como la distancia de Te­ bas a Avaris es de unos 800 km, este pasaje se ha interpretado ocmo una petición deliberadamente imposible de satisfacer, he­ cha con la finalidad de justificar la apertura de las hostilidades; pero T. Sáve-Sóderbergh ha demostrado que, en realidad, Apofis, fiel al dios Seth,. quería proteger a los hipopótamos, que repre­ sentaban una de las hipóstasis de este dios y que los egipcios, tradicional y ritualmente, cazaban y sacrificaban en ciertas épocas. Sekenenre*, al recibir el mensaje, reunió á su vez a sus consejeros. El texto se detiene allí, pero se adivina la conti­

nuación: Sekenenre' va a rechazar el ultimátum de Apofis, lo que marcará el comienzo de la guerra de liberación. La momia de Sekenenre' se ha encontrado en el célebre «escondrijo» de Deir el-Bahari, donde los sacerdotes de la X X I Dinastía pusieron a salvo las momias reales amenazadas de pillaje. La momia tiene numerosas huellas de heridas hechas por armas, por lo que se ha supuesto que el rey murió en el curso de un combate contra los hicsos. Esto no es, por su­ puesto, más que una hipótesis y las heridas se pueden explicar de manera muy diferente: cabe en particular preguntarse si no resultarían de un atentado cometido en él palacio mismo (H. E. Winlock). Cualquiera .que sea la hipótesis adoptada, el reinado de Sekenenre' marca el comienzo de la expulsión de los hicsos del territorio egipcio. Esta lucha, que descri­ biremos más adelante, dura cierto tiempo y otros soberanos hicsos sucedieron a Apofis, aunque éste había perdido ya una gran parte del territorio egipcio: la frontera' se estableció entonces en Atfieh, cerca de la entrada sur del Fayum, al con­ seguir los tebanos llevar a cabo incursiones en profundidad en territorio hicso y hasta la propia Avaris. Pero los hicsos sólo serán expulsados definitivamente bajo Amosis, segundo sucesor de Sekenenre1. Dos reyes hicsos, Aakenenre'-Apofis II y Aasehre'Khamudy, sucedieron a Apofis, aunque sus reinados debieron ser muy cortos. Junto a los seis reyes hicsos que forman la XV Dinastía y a los que se llama a veces «los grandes hicsos», otros soberanos extranjeros reinaron en la misma época de Egipto: son los «pequeños hicsos», que forman lá XVI Dinastía. Parece que sus poderes se limitaron a territorios de pequeña extensión; sus nombres nos son desconocidos en su mayor parte; 'sólo los reyes Aqen, Anather (nombre derivado de la diosa asiática Anat) y Semqen merecen ser señalados. Al último rey de esta dinastía, Nebkhepeshre'-Apofis III, pertenecía una bellísima daga de bronce damasquinado, encontrada en Saqqarah. Los re­ yes de la XV I Dinastía parecen haber sido contemporáneos de la XV Dinastía, pero se trata más bien de príncipes locales que de verdaderos soberanos, y no se comprende por qué razón Manetón les ha concedido el honor de una dinastía. Por otra parte, se ha propuesto recientemente suprimir a ésta de la lista de las dinastías históricamente atestiguadas (A. H. Gardiner). Los autores egipcios, desde los escribas de la X V III Dinastía hasta Manetón, coinciden en hacer de la época de los hicsos un período de abominación. Los hechos no parecen justificar este severo juicio. Es evidente que los hicsos respetaron la civilización egipcia. Por lo demás, su invasión no tuvo realmente el carácter que le atribuye Manetón: no fue ni étnicamente

homogénea ni tan violenta como la describe Josefo. Desde hace tiempo se ha renunciado a verla bajo la forma de una invasión militar conducida por tropas bien organizadas y armadas supe­ riormente ante las cuales los egipcios, desprovistos de carros y de caballos y no disponiendo más que de dagas de cobre frente al armamento de bronce de sus enemigos, fueron ven­ cidos. Así, hoy en día no se cree ya en las pretendidas «forta­ lezas» hicsos del Delta y del Próximo Oriente. Los dos monu­ mentos frecuentemente mencionados, en Tell el-Yahudiyeh y Heliópolis, sin duda no son fortalezas, sino cimientos de tem­ plos (Ricke, citado por T. Save-Soderbergh). En efecto, sólo al final de su ocupación de Egipto los hicsos introdujeron en el valle del Nilo el carro de guerra, nuevos tipos de dagas y espadas, el bronce y el temible arco «compuesto» de origen asiático. Los hicsos se sirvieron de estas innovaciones para intentar mantener su poder político contra la agitación cre­ ciente de, sus súbditos egipcios, y no las utilizaron para afian­ zar su dominio. Este parece haberse impuesto progresivamente: cabe imaginar fácilmente a pequeños grupos armados de bedui­ nos, habituados a la dura vida del desierto, penetrando en un territorio egipcio entonces mal defendido e imponiendo local­ mente su autoridad a los campesinos aterrados y sin defensa. Tal es la eterna lucha del nómada contra el sedentario, en que una minoría combativa y dispuesta a todo impone su voluntad a una masa pacífica. Esto no es más que una hipótesis, pero parece confirmada por los restos arqueológicos. Las numerosas tumbas de la época de los hicsos que han sido excavadas en Egipto no dan la impresión de una intrusión masiva de extranjeros: no existe cambio brutal en las costumbres funerarias y los cadáveres que podrían ser de tipos extranjeros, semitas especialmente, son muy poco numerosos (T. Sáve-Sóderbergh). La cerámica llamada de Tell el-Yahudiyeh, que se ha asociado desde hace tiempo a la invasión de los hicsos en Egipto, apareció allí desde el Im­ perio Medio; se trata de una alfarería de importación que no debe nada, al parecer, a los invasores (T. Save-Soderbergh). Lo mismo sucede con otros tipos de alfarería. Josefo, reproduciendo a Manetón, presenta a los hicsos como pertenecientes a una raza única. Parece que también aquí el sabio sacerdote de Sebenito fue engañado por las fuentes hos­ tiles a los hicsos que utilizaba. Se ha pensado algunas veces que entre los hicsos se encontraban, los hurritas y ciertos ele­ mentos arios, pero de hecho la mayor parte de los nombres hicsos que han llegado hasta nosotros son puramente semíticos, y si hubo entre los invasores elementos no semíticos no debie­ ron ser ni numerosos ni dominantes.

£n resumen, se ve que la dominación de los hicsos consistió principalmente en un cambio de la dirección política (los recién llegados se aprovecharon de la decadencia política que siguió a la X I I Dinastía para imponerse a una mayoría mal gober­ nada) más que en una invasión por un grupo étnico único, nu­ méricamente importante y mejor armado que los egipcios. Desde este punto de vista, el texto de Manetón resume bien los hechos: «Al fin ellos eligieron por rey a uno de los suyos», lo que deja suponer que, antes de la toma del poder político por un solo soberano hicso, hubo un período en el que Egipto fue ocupado por un cierto número de jefes locales. Establecidos en Egipto, los hicsos adoptaron mucho de aque­ llos a los que dominaban políticamente. Sus soberanos utilizaron la escritura jeroglífica; desde este punto de vista es sintomá­ tico comprobar que hasta el presente no se ha encontrado ninguna inscripción cuneiforme en Egipto que pueda ser fechada en la época de los hicsos. Adoptaron los dioses egipcios. Aunque tuvieron una preferencia por Seth, al que asimilaron a Baal o Reshep, no les impidió adorar a Re‘, contrariamente a lo que insinúa el cuento, por otra parte tardío, sobre la disputa entre Sekenenre* y Apopi. De hecho no solamente Khian se declara en su cartucho «hijo de Re‘», sino que Auserre'-Apofis va más lejos todavía y se declara «hijo carnal de Re'» y «la imagen viviente de Re' sobre la tierra». Además, numeroso? reyes hicsos compusieron sus nombres con Re', nombres tales como «grande es la fuerza de Re‘» o «Re' es el señor de la cimitarra». Los hicsos no eran indudablemente muy numerosos, o no disponían de un número suficiente de administradores cualifi­ cados para gobernar personalmente el país, y es seguro, como veremos además por los escritos egipcios de la guerra de libe­ ración, que egipcios de raza les sirvieron fielmente. Es fácil adivinar que la dominación de los hicsos sobre Egipto no fue tan abyecta como lo dejaría suponer la literatura posterior. Hemos visto que un príncipe tebano no vaciló en casarse con una princesa de los hicsos y hay que subrayar que los hicsos, lejos de ser los bárbaros descritos por las fuentes egipcias, em­ prendieron la construcción de templos y edificios. Las estatuas, estelas y otras obras de arte de su época, sin tener la belleza de las obras maestras del Imperio Medio, están, sin embargo, lejos de ser desdeñables desde el punto de vista artístico. ’ El arte del Segundo Período Intermedio no conoció la profun­ da decadencia que marca el del Primer Período Intermedio. Finalmente, y quizá sea lo más importante, es al período de los hicsos al que debemos algunas de las mejores copias de obras literarias o científicas egipcias, tales como el «papiro

matemático Rhind», que está fechado én el año 33 de Apofis, o el célebre «papiro Westcar», o también el «himno a la corona (Papiro Golenischeff)». Parece más bien que los reyes hicsos fomentaron la vida intelectual. Si los hicsos tomaron mucho de los egipcios, en cambio Ies aportaron dos cosas esenciales, como subraya con energía W. C. Hayes: les quitaron definitivamente el complejo de su­ perioridad que-les hacía juzgarse a salvo en sus valles y supe­ riores a sus vecinos, y, por otra parte, los pusieron en contacto estrecho con los asiáticos, de los cuales ellos mismos formaban parte. Gracias a los hicsos se establecieron innumerables rela­ ciones, de sangre, de cultura e incluso de filosofía entre el valle del Nilo y el Próximo Oriente asiático, que no rompieron, sino todo lo contrario, los faraones del Imperio Nuevo. Otras inno­ vaciones más prácticas acompañaron a lá dominación de los hicsos en Egipto: el caballo se conocía en Mesopotamia, y quizá en Egipto, antes de la época de los hicsos; sin embargo, son ellos los que extendieron su utilización con un armamento más poderoso (véase más abajo). Así, pues, lejos de ser un desastre sin precedentes, la invasión de los hicsos fue, en cierto sen­ tido, una fuente de enriquecimiento para Egipto, al que procuró los medios materiales para conquistar lo que sería elImperio egipcio del Imperio Nuevo (W. C. Hayes). II I .

EL REINO DE TEBAS Y LA EXPULSION DE LOS HICSOS (X V II DINASTIA,

1650-1567

APROXIMADAMENTE)

La X V II Dinastía, que va a lograr sacudirse definitivamente el yugo de los hicsos, no tuvo de hecho independencia real y autoridad sobre la mayor parte de Egipto hasta sustresúlti­ mos soberanos. Así se comprende que, aunque la componen más de 16 faraones, un egiptólogo tan célebre como A. H. Gardiner haya podido proponer recientemente el suprimirla pura y simplemente de los cuadros de la historia «egipcia. Sería una injusticia, sin embargo, si se hiciese. Incluso si la mayoría de ellos han sido vasallos, e incluso vasallos- fieles, de los reyes hicsos, son, sin embargo, príncipes de Tebas que han sabido, reorganizando alrededor de ellos los nomos del alto Egipto, catalizar la energía egipcia y preparar así la ' reconquista na­ cional. Los primeros príncipes tebanos aparecen hacia el 1650 a. C., es decir, durante el reinado de uno de los primeros faraones hicsos y cuando, según Manetón y el Papiro de Turín, la. X III Dinastía estaba todavía teóricamente en el poder. Esto es suficiente para decir lo confusa que estaba entonces la situación en el alto Egipto, donde tres poderes se superponían.

El Papiro de Turín, cuando estaba intacto, conservaba los nombres de 15 reyes tebanos de la X V II Dinastía. Nueve de ellos se encuentran en la lista de Kárnak y en otras listas del Imperio Nuevo. Por su parte, los monumentos nos han trans­ mitido los nombres de diez de ellos; por último, en la necró­ polis tebana las tumbas de siete de estos príncipes, así como la de un octavo que el Papiro de Turín no menciona (W. C. Hayes), o se han encontrado realmente o bien su existencia se ha establecido con seguridad por el hallazgo de objetos o su men­ ción en los informes de inspección de los sacerdotes de la X X Dinastía. Este conjunto de documentos ha permitido es­ tablecer el orden de sucesión de los reyes de la dinastía. Se­ gún uno de los compiladores de Manetón, los cinco primeros faraones de la dinastía habrían formado la XV I Dinastía; esta tradición ha sido a veces conservada por historiadores modernos (H. E. Winlock), pero nosotros no la mantenemos. El Papiro de Turín ha dividido a los soberanos de la dinastía en dos grupos. El primero consta de once reyes. Los cinco primeros son, probablemente: Sekhemre‘-Uahkháu-Re‘hotep, Sekhemre'-Upmaát-Antef V, Sekhemre' - Heruhermaát - Antef VI, Sekhemre'-Shedtauy-Sebekemsaf II y Sekhemre1-Sementauy- Djehuti (orden establecido por W. C. Hayes). A continuación de Djehuti, el Papiro de Turín enumera otros seis reyes que com­ pletan el primer grupo; de estos seis últimos solamente se co­ nocen tres por otras fuentes. El grupo en su totalidad parece haber reinado unos cuarenta y cinco años; el último reinado finalizó hacia el 1605 a. C., al comienzo del reinado de Auserre‘-Apoíis I (W. C. Hayes). Es probable que el territorio gobernado por los reyes tebanos no sobrepasase los ocho primeros nomos del alto Egipto, desde Elefantina hasta Abidos. Los otros nomos estaban dirigidos por los sucesores de la X III Dinastía. La baja Nubia, aunque sin duda seguía en buenas relaciones con Egipto del Sur, es ya independiente y forma el reino de Kush, gobernado por una familia sudanesa a la cual pertenecía un tal Nedjeh. La capital de este nuevo reino es Buhen. Sufrió la influencia de la civi­ lización de Kerma, la cual, al sur de la segunda catarata, se había extendido; pero no se sabe si constituía un reino políti­ camente unificado o un simple conjunto de principados. El norte de Egipto estaba directamente administrado por los fa­ raones hicsos que, además, fijaban impuestos sobre todo el país, que así se reconocía por completo vasallo del poder hicso. En el ámbito de los nomos que controlan, los príncipes te­ banos se organizan para paliar las dificultades que les crean el poder asiático en el norte y el de los nuevos soberanos de Kush e n . el sur. Aunque la presencia de éstos no corta los

aprovisionamientos indispensables para la vida económica de la región tebana (madera del Líbano, calizas de la región de El Cairo, ébano, marfil y oro del sur), al menos el movimiento de estos productos se vigila estrechamente. Por ello los tebanos utilizaron lo más posible los materiales a su disposición, y lo­ graron crear así un estilo provincial dentro de la tradición de la X II Dinastía, pero más rudo, donde se cree adivinar la energía que va a permitirles reconquistar el territorio nacional. Las tumbas de estos reyes presentaban todavía forma de pirá­ mide, como atestigua el informe de inspección de la X X Di­ nastía, época en la que estas pirámides existían aún. Parece que fueron construidas de adobes sobre una cámara funera­ ria cavada en la roca. Los sarcófagos reales son de madera,, con frecuencia de sicomoro, y de un tipo muy particular (sar­ cófago rishi; literalmente, «de plumas», por un elemento carac­ terístico de su decoración). La vida intelectual parece haber sido muy activa, al menos igual a la que patrocinaban los hicsos en el norte de Egipto. Así, a lo que parece, fue en el sarcófago de Antef V donde se encontró el célebre Papiro Prisse, actualmente en la Biblioteca Nacional de París. Las má­ ximas de Ptahhotep que forman el tema de este papiro parecen haber sido muy populares bajo la X V III Dinastía, como de­ muestran las otras copias . encontradas en tumbas contempo­ ráneas. Como todos los egipcios, los faraones de la XV II Dinastía eran muy religiosos: Re'hotep emprendió reparaciones en el templo de Min en Coptos, uno de los antiguos santuarios egip cios, y en el de Osiris en Abidos. A Sekhemre'-Upmaat-Antef V se le llama a veces Antef el Primogénito. Los Antef, desde el I al III, reinaron bajo la X I Dinastía y Antef IV (Sekhemre'-Heruhermaát-Antef) se con­ sidera ahora sucesor de Antef el Primogénito; de ahí su número de Antef VI en la lista de Hayes. Antef V no reinó más que tres años; su hermano Antef VI que le sucedió sólo ocupó el trono algunos meses, lo que explica que el Papiro real de Turín no lo mencione. Sebekemsaf II permaneció en el poder dieciséis años. Este es el reinado más largo de la dinastía, y el informe de ins­ pección de su tumba, que fue saqueada bajo Ramsés IX , le califica de «gran soberano». Se ha sugerido que fue él quien había rechazado a los hicsos al norte de Cusae (J. Yoyotte), lo que contradice el título mismo del Papiro Rhind, que precisa que la soberanía de los reyes hicsos se reconocía en Tebas aun en el año 33 de Auserre'-Apofis (W. C. Hayes), es decir, bajo el reinado del onceavo sucesor de Sebekemsaf. Djehuti sucedió, según parece, a Sebekemsaf. Su- nombre s e .

encontró en Deir, al norte de el-BalIas. Se menciona en la lista de Kárnak, aunque no reinó más que un año. Le sucedió Mentuhotep V I (los Mentuhotep, del I al V, fueron soberanos de la X I Dinastía; de hecho no hubo más que tres, y para evitar confusiones las cifras IV y V no han sido adoptadas por los historiadores actuales). Mentuhotep VI no reinó más que un año y fue reempla­ zado por Senadjenre'-Nebirieraut I, que reinó seis años. Se le conoce sobre todo por un importante monumento encontrado en la sala hispóstila del templo de Kárnak. Se trata de un documento jurídico establecido en el año I del soberano por un cierto Kebsy en favor de uno de sus parientes. Por donación escrita Kebsy transmite su cargo de nomarca de el-Qab para amortizar una deuda de 60 debens de oro (alrededor de 5 Vi kg). El texto nos informa sobre la organización admi­ nistrativa del reino tebano en la que el visir continúa desem­ peñando un papel importante, y, principalmente, notifica que el reinado de Nebirieraut se sitúa unas tres generaciones des­ pués del de Merhetepre'-Ini de la X I I I Dinastía, que debió reinar hacia 1680; esto situaría el reinado de Nebirieraut I en las inmediaciones del 1620 a. C., es decir, cincuenta años antes del fin de la dinastía. El primer grupo de soberanos de la X V II Dinastía se acaba con los reinados de cuatro faraones, de los que sólo conocemos los nombres gracias al Papiro de Turín. El segundo grupo consta de cinco soberanos cuyos nombres están en blanco en el Papiro de Turín, pero no hay duda al­ guna de que los tres últimos fueron los «libertadores» .de Egipto: Sekenenre‘-Taá I el Primogénito o el Grande, Sekenenre‘-Taá II el Bravo y Uadjkheperre'-Kames. No queda más que colocar en orden cronológico los dos primeros soberanos del grupo. Parece que hay que situar primero a Nub (o Neb)kheperre'-Antef V II, al cual sucedió un tal Senakhtenre1 mencio­ nado en la lista de Kárnak. El orden de sucesión de los tres últimos reyes que acabamos de enumerar está asegurado por los monumentos. Se ha creído durante mucho tiempo que los «enemigos» men­ cionados en un decreto de Coptos, fechado en el año 3 de Antef V II, designaban a los hicsos y que, en consecuencia, la guerra de liberación se comenzó bajo este faraón. Se sabe ahora • que estos enemigos fueron simplemente estatuillas mágicas que habían sido robadas en el templo de Coptos por un tal Teti. El texto, sin embargo, sigue siendo importante por la imagen que nos ofrece de las condiciones políticás que reinaban en el alto Egipto bajo el reinado de Antef V II. «En cuanto a todo rey del alto Egipto, en cuanto a todo jefe que se muestre

compasivo, con él (el culpable, Teti): no podrá recibir la corona blanca (del alto Egipto), ni ceñir la corona roja (del bajo Egip­ to); no podrá sentarse en el trono de Horus de los vivos, y las dos diosas (Uadjet y Nekhbet) no serán benignas con él, como con los que aman. En cuanto a todo comandante, y en cuanto a todo funcionario que interceda ante el rey en su favor: sus gentes, sus bienes y sus campos se darán en propiedad a mi padre Min, señor de Coptos» (citado por J . . Vandier). Este texto, dirigido al jefe-nomarca de Coptos que es también el jefe del ejército, al escriba del templo, a- toda la guarnición de la ciudad y a todos los sacerdotes del templo, parece mostrar que bajo Antef VII existían todavía «reyes» locales y «poten­ tados». Estos soberanos, hayan sido elegidos o se hayan hecho a sí mismos, no tenían realmente la independencia que frecuen­ temente se les ha concedido. El rey de Tebas intervenía en sus asuntos, el decreto da fe de ello. Esto demuestra cómo el poder tebano se afirma poco a poco. Superficialmente, la situación en el alto Egipto recuerda un poco a la del Primer Período Intermedio, cuando los nomarcas eran prácticamente indepen­ dientes y podían aliarse entre sí, de igual a igual, para favorecer o rechazar a tal o cual pretendiente. Bajo Antef V II, el poder está también dividido, pero los nomarcas no tienen ya la posi­ bilidad de unirse entre sí, están dominados por los príncipes de Tebas y se aliarán con éllos cuando estalle la guerra contra los hicsos del bajo valle (J. Vandier). A Nebkheperre'-Antef" VII se le conoce por los monumentos, que levantó en Coptos, en Abidos y en el-Qab. Su tumba fue encontrada en Dra-Abul Nagga, en la parte norte de la necró­ polis tebana. Un informe de inspección de la X X Dinastía nos informa que estaba todavía intacta bajo Ramsés IX , Más tarde fue saqueada; sin embargo, limpiando la cueva funeraria, se hallaron cerca del lugar donde se encontraba la momia real dos arcos y seis flechas, testigos mudos de la actividad guerrera del rey que en Kárnak se recuerda por la representación de prisioneros nubios y asiáticos bajo su nombre. Recientes hallaz­ gos en Mirgissa muestran que estaba en relación con poblaciones de la alta Nubia (Kerma), a las que había combatido o em­ pleado como mercenarios. Fue probablemente bajo su reinado cuando se fijó definitivamente el texto conocido por el nombre de Canto del arpista, cuyo remoto origen se remonta sin duda al Primer Período Intermedio y que se hizo célebre a con­ tinuación. Una fuente antigua lo describe como «el canto que está en la tumba del rey Antef, ante •el cantante con arpa» (texto citado por W. C. Hayes), atribuyendo así a Antef V II, si no se trata de un Antef de la X I Dinastía, la paternidad

de la obra, de acentos todavía emocionantes a pesar de su hedonismo: «Las generaciones se suceden y otras se manifiestan desde el tiempo de los antepasados. Los dioses que vivieron en otro tiempo reposan (ahora) en sus pirámides... Y de aquellos que construyeron viviendas, el lugar ya no existe. Ved en lo que se han convertido. Yo he oído las palabras de Imhotep y de Hordjedef, de quienes tanto bien dicen los hombres. ¿Dónde están (ahora)? Sus casas están en ruinas y sus tumbas no existen ya, como si no hubieran existido nunca. Nadie vuelve de allá abajo para decirnos en qué se han convertido, para decirnos lo que necesitan, para apaciguar nuestros corazones, hasta el día en que marchemos' allí donde ellos se fueron... Haz lo que desees durante el tiempo en que vivas... Estribillo: ‘Haz fiesta sin cansarte, en verdad, nadie lleva sus bienes consigo; en verdad, nadie que marcha vuelve’.» A Senakhtenre' no se le conoce más que por las listas reales; ningún monumento ha conservado su recuerdo, aunque se ha demostrado su existencia y el lugar que ocupa en la sucesión de los reyes. La existencia de dos reyes que llevaron el mismo nombre de Sekenenre‘-Taá está demostrada por el Papiro Abbot, que con­ servó el informe de inspección de sus tumbas y precisa a continuación el nombre del segundo: «que hace un segundo rey Taá». A Sekenenre‘-Taá II se le designa a la vez por su nombre completo y por el apodo de el Bravo en un cierto número de documentos. En otros textos se le nombra simple­ mente Sekenenre'; esta es la forma empleada por el Papiro Sallier I en el cuento de la Disputa de Apopi y de Sekertenre' (véase pág. 313). El preámbulo de este célebre texto nos informa sobre la situación de Egipto en esta época: «Pues su­ cedió que el país de Egipto cayó en la miseria y ya no existía señor como rey de (este) tiempo. Y sucedió que el rey Sekenenre' fue entonces regente de la ciudad del sur (Tebas). Pero la miseria reinaba en la ciudad de los asiáticos, estando el prín­ cipe Apopi en Avaris. Todo el país le hacía ofrendas con sus tributos.» (Trad. G. Lefebvre.) Si la mención de la miseria en el Delta es quizá simplemente testimonio de la malevolencia del autor del texto hacia los reyes hicsos, por el contrario la

situación descrita no deja lugar a dudas: Sekenenre* en el sur no es más que un vasallo del rey hicso quien, en Avaris, go­ bierna al menos nominalmente a todo el país, que le rinde tributo. Este vasallaje se confirma al final del cuento por la actitud de Sekenenre' respecto al mensajero de Apopi al que hace «dar toda clase de cosas buenas, carnes, dulces» y al que dice: «Regresa al rey Apopi.» «Lo que tú le digas (sic, por: me) lo haré.» «Así dirás.» Por tanto, las hostilidades entre príncipes tebanos y reyes hicsos no debieron comenzar hasta el reinado de Sekenenre'Taá II. Este se había casado con su hermana Aahotep; ambos, eran hijos de Sekenenre'-Taá y de su mujer Teti-Sheri, queparece haber sobrevivido hasta la mitad de la X V III Dinastía, puesto que su biznieto Ahmosis le hizo cpnstruir después de su muerte una capilla funeraria a la que dotó con tierras toma­ das a los hicsos en el bajo Egipto. Aahotep, como Teti-Sheri, vivió más que su marido; murió también en el reinado de su hijo Ahmosis y en su tumba se encontraron armas ostentosas de un trabajo excelente. Taá II el Bravo murió hacia los treinta años, como demostró la autopsia de su momia, encontrada en Deir el-Bahari, atravesada por estocadas. Su hijo Kames le sucedió y prosiguió la lucha contra los hicsos. Las peripecias de esta lucha se conocen bien gracias a dos textos egipcios, o más bien a un único texto dividido en dos partes, la primera conocida desde hace tiempo y la segunda descubierta hace algunos años solamente y todavía no publicada en su integridad. La primera parte del texto se conoce en dos versiones: una en escritura jeroglífica, grabada en una estela encontrada . en 1935 en el tercer pilono de Kárnak, que es contemporánea de Kames y data del año 3 del reinado, y otra, en escritura hierática, escrita sobre una tabla de madera (tablilla Carnarvon, nú­ mero 1) y descubierta en 1908 cerca de Deir el-Bahari, que proviene de una tumba de la X V II Dinastía. Paleográficamente, la tablilla Carnarvon se remonta a una fecha muy próxima a los acontecimientos que describe; realmente no pudo ser es­ crita más de unos cincuenta años después (A. H. Gardiner). De este modo poseemos, caso muy raro en egiptología, dos do­ cumentos literarios contemporáneos de los acontecimientos que relatan. El texto es de una gran importancia histórica y merece ser citado. Después de la fecha, «el año 3 de Kames», y la enumera­ ción de todos los títulos (protocolo) de este rey, continúa: «El rey, poderoso en Tebas, Kames, que viva por siempre, era un rey excelente (y por ello) Re' le (hizo) rey verdadero y le dio en verdad el poder. Y Su Majestad habla en su palacio

al Consejo de los Grandes que le siguen: ‘Me gustaría saber de qué sirve mi fuerza cuando hay un príncipe en Avaris y otro en Kush, y cuando me encuentro asociado a un asiático y a un nubio, cada uno de los cuales tiene una parte de este Egipto. Y no puedo ni atravesarlo (para ir) hasta Menfis, que pertenece a Egipto, puesto que poseen Hermópolis. Nadie está tranquilo, (cada uno) se agota en el servicio a los asiáticos. Voy a medirme con él y le abriré el vientre (pues) mi voluntad es liberar a Egipto y Vencer a los asiáticos.’ (Sin embargo) los grandes de su Consejo replicaron: ‘Mira, todos son leales a los asiáticos hasta Cusae’, (luego) reforzaron sus voces y replicaron a coro: ‘Estamos tranquilos en nuestra parte de Egipto. Elefantina es poderosa y la parte media (de Egipto) nos pertenece hasta Cusae. Los hombres cultivan para nosotros lo mejor de sus tierras, nuestro ganado (puede) trashu­ mar en los . pantanos .del. Delta. Se nos ..envía cebada para nuestros cerdos. No roban nuestro ganado y no hay ataques contra... El tiene el país de los asiáticos y nosotros tenemos Egipto. No obstante, nos alzaremos contra (todo aquel) que venga a nuestro territorio (a atacarnos)’. Pero ellos desagradan al corazón de Su Majestad.» (Citado por T. Save-Soderbergh y A.' H. Gardiner.) La continuación del texto es fragmentaria. El rey relata, sin embargo, el comienzo de la campaña destinada a expulsar de Egipto al que comparte el país con él. En el curso de este avance hacia el norte, Kames atacó a Neferusi y la arrasó. Se ha demostrado (A. de Buck) que la reunión del consejo que se opone generalmente a los deseos del soberano es un artificio literario muy apreciado por los escribas egipcios que. les sirve para -calibrar mejor el valor y la clarividencia del sobe­ rano oponiéndolo a la debilidad y ceguera de sus consejeros. Pero, incluso teniendo en cuenta este hecho, se ve que al principio del-.reinado, Kames, como su padre Sekenenre', nó gobierna aún más que una parte de Egipto y que el país sigue estando en gran pafte bajo la autoridad de los reyes de Avaris, puesto que' no solamente poseen el Delta, sino casi todo el medio Egipto, entre Menfis y Cusae (algo al norte de la mor derna Manfalut, cf. mapa). Hacia el sur, la baja Nubia, que pertenecía a Egipto durante la X II Dinastía, y sin duda la X III, es ya independiente bajo el cetro del rey de Kush. Finalmente, el discurso de los miembros del consejo no tendría explicación si no exprésase el sentir profundo de numerosos egipcios. Hemos visto que la dominación de los hicsos no fue probablemente tan odiosa para los egipcios como lo dejan entender los textos de la X V III Dinastía, y se ha observado que Kames no dice

que los egipcios del bajo Egipto fuesen maltratados por los hicsos (T. Save-Soderbergh). . En los comienzos de las guerras de liberación, al menos una parte de los egipcios permaneció fiel, sin duda, a los hicsos en contra de los tebanos. Esto queda demostrado por el hecho de que el primer enemigo que atacó Kames es un tal Teti, hijo de Pepi; por tanto, un egipcio que dominaba lamitad de Neferusi (véase mapa), de la cual hizo un «nido de asiáticos». Los soberanos locales desaparecen conforme avanzan los tebanos y es probable que opusieran una cierta resistencia a las tropas del sur, pero, por supuesto, un. texto oficial, como laestela de Kames, debía silenciar tales hechos en la medida de lo posible y, por el contrario, mencionar sólo el entusiasmo de las pobla­ ciones liberadas (T. Save-Soderbergh), aunque, como veremos, existan algunas alusiones discretas a esta resistencia egipcia. El .texto de la estela de. Kárnak y de la tablilla de Carnarvon terminaba después de haber descrito el comienzo de la guerra contra los hicsos, en la cual tomaron parte junto a los tebanos las tropas de medjau, es decir, las nubias. Para las operaciones que siguieron a la toma de Neferusi, hacia el norte de Hermó­ polis, se estaba limitado a conjeturas cuando en 1954 se en­ contró la continuación del texto de la tablilla de Carnarvon entre los bloques de piedra que servían de cimiento a una estatua de Ramsés II que se levantaba cerca del segundo pilonodel templo de Kárnak. Este documento está grabado en una gran estela cimbrada; con él se pudo comprobar que el textode la liberación de Egipto, demasiado largo para ser grabadosobre una sola estela, se había distribuido entre dos monumen­ tos. El primero era la estela cuyos fragmentos se habían encon­ trado en 1932 y 1935; el segundo, en'm ejor estado, era la estela descubierta en 1954, que consta de 38 líneas de textojeroglífico. Este documento, tan importante para la historia de Egipto, todavía no está publicado íntegramente. En la primera parte, después de las invectivas de Kames contra Apopi (Apofis), invectivas que recuerdan las que los héroes homéricos se dirigíanantes del combate, el texto describe la flota tebana que marcha hacia el norte y alcanza la región de Avaris; Kames asegura: «Beberé el vino de vuestras viñas que los asiáticos mis pri­ sioneros exprimirán para mí.» Esto es el resultado de una incursión contra Avaris que, no obstante, presenta resistencia, ya que Kames ha de contentarse con dirigirse a las mujeres que «desde lo alto del palacio de Apopi miran la batalla y les afirma que destruirá la residencia de Apopi, cortará sus árboles, llevará a sus mujeres al cautiverio y tomará sus carros de combate». Después, Kames enumera el botín hecho durante la incursión y termina diciendo: «He destruido sus ciudades e-

incendiado sus casas de tal suerte que quedarán para siempre como colinas de tierra, a causa del daño que ellos hicieron a Egipto cuando se pusieron al servicio de los asiáticos repu­ diando . a Egipto, su amo.» (Citado por Sáve-Soderbergh y A. H. Gardiner.) Esto confirma plenamente la presencia de los egipcios junto a los hicsos, pero el pasaje que sigue es todavía más importante para la historia política de Egipto en el período final de la dominación de los hicsos (se'Supone que es Kames quien habla): «He capturado uno de sus mensajeros en la ruta superior del oasis yendo hacia el sur, hacia Kush, para (entregar) un comu­ nicado escrito. Encontré allí lo que sigue en un escrito del soberano de Avaris: ‘Auserre*, el hijo de Re‘, Apopi, saluda a mi hijo el soberano de Kush. ¿No ves lo que Egipto ha hecho contra mí? St£i? soberano, Kames el poderoso, me ataca en mi territorio (cuando) yo no le había atacado, de la misma manera que todo lo que hace contra ti. El ha escogido estos dos países para devastarlos, mi país y el tuyo, (y) los ha des­ truido. Ven, marcha en seguida hacia el norte. ¡No te asustes! Mira, él está (ocupado) aquí conmigo y no hay nadie que te pueda oponer resistencia en Egipto, y (además) yo no le dejaría ir hasta que tú llegues. Entonces nosotros (nos) repartiremos las ciudades de Egipto y nuestros (dos) países se alegrarán’.» Kames vuelve a relatar, después de haber revelado el contenido del mensaje de Apofis al soberano de Kush: «Me ha tenido miedo cuando he avanzado hacia el norte, antes incluso de que combatiésemos, incluso antes de que yo le hubiese atacado. Cuando vio mi. fuego, envió hasta Kush a buscar a alguien que le pudiese salvar. Pero yo le he cogido (el mensaje) en el ca­ mino y lo he interceptado. Le he vuelto a enviar poniéndolo en la montaña oriental hacia Atfieh.» En la parte final del texto Kames describe el terror que em­ bargó a Apofis al oír la noticia de la campaña militar egipcia. Antes de volver a su punto de partida el ejército de Kames realizó todavía una incursión en el oasis de Bahria. Parece que bajo Kames, como en el Imperio Antiguo y Medio, los oasis fueron el refugio tradicional de los rebeldes egipcios y esto podría ser suficiente para explicar la intervención de Kames; pero otra razón podría ser el deseo del príncipe tebano de pre­ venir los numerosos intercambios de correspondencia entre Kush y Avaris, o incluso de bloquear una de las rutas de acceso entre el alto valle del Nilo sudanés y el Egipto propiamente dicho. De hecho, la ruta de los oasis será en la Edad Media una de las vías que seguirán las incursiones de los nubios cuando éstos quieren intervenir en Egipto. Se ve que la segunda estela de Kárnak es aún más importante

que la primera; nos muestra el peligro que representaba para los egipcios la existencia de un poder bien organizado en el sur de Egipto. Desde este punto de vista, los tebanos no des­ aprovecharán la lección, y el Imperio Nuevo no cesará hasta que toda la alta Nubia sea conquistada y enteramente «colonizada». El texto hace alusión a un conflicto que había estallado, antes de la campaña hacia el norte, entre Kames y el soberano de Kush. No se comprende realmente a qué hace alusión el docu­ mento egipcio. Parece que la primera estela de Kárnak, si se la juzga por el discurso de los consejeros, considera que la paz ' reina al sur de Elefantina. Además, las campañas contra los hicsos sólo fueron posibles, por parte egipcia, con la ayuda de mercenarios nub'ios, que eran numerosos en el ejército de Ka­ mes. No se comprende cómo el rey de Kush dejaría a sus súbditos ir a ponerse al servicio de un soberano que le habría sido hostil. ¿Es preciso suponer que Apofis, hablando de «todo lo que él ha hecho contra ti», se limita a aludir a las cam­ pañas nubias de los predecesores de Kames, bajo la X I I Di­ nastía?. Tal vez las excavaciones qué se están realizando en la Nubia sudanesa respondan a esta cuestión. En el estado actual de nuestros conocimientos, las pruebas de un conflicto entre Kames y el soberano de Kush son cada vez más débiles. El texto recientemente descubierto en Kárnak nos revela un segundo punto importante: es la continuación de la campaña militar que en el primer texto se detuvo en Neferusi. La in­ cursión egipcia penetró profundamente en territorio hicso, ya que llegó hasta las murallas de Avaris. Sin embargo, el poder tebano no es aún suficientemente potente para mantenerse en esta región y el ejército vuelve a su punto de partida. No obstante, la frontera norte retrocedió, y parece que en lo suce­ sivo quedó establecida en Atfieh, a la entrada del Fayum y. en las proximidades de Menfis, como lo indica el pasaje del texto en que el mensajero de Apofis al rey de Kush es aban­ donado, por escarnio, en la frontera entre ambos estados. De allí partirán, sin duda alguna, las campañas del sucesor de Kames, Ahmosis, tal y como la biografía de Ahmes, hijo de Abana, nos lo deja adivinar. Estas campañas fueron largas y to­ davía durante varios años los combates entre hicsos y. tebanos se desarrollaron en terreno egipcio, pero con ello entramos en la historia del Imperio Nuevo. Por último, la segunda estela de Kárnak tuvo la inmensa ventaja de esclarecer nuestros conocimientos históricos sobre el final del Segundo Período Intermedio. Hasta los comien­ zos del reinado de Apofis I Egipto estuvo enteramente en ma­ nos de los hicsos. Sekenenre‘-Taá II el Bravo fue vasallo de Apofis durante todo su reinado, puesto que su hijo, al principio

de su propio reinado, está en la misma situación que él. Sólo después del año 3 .y de la reconquista de Egipto hasta Atfieh Kames llegó a ser realmente rey de Egipto y el propio Apofis reconoció su independencia. Cuando finalizó el Segundo Período Intermedio con la des­ aparición de Kames y la subida al trono de Ahmosis, •el territorio egipcio no estaba aún enteramente liberado, pero la autoridad del faraón estaba suficientemente restablecida para jus­ tificar los títulos de Kames, que tomó orgullosamente la titula­ ción completa de los grandes faraones de la X II Dinastía. Tenía, según parece, algún derecho a concederse su propio elogio, como se puede leer en una de sus armas: «El buen dios, el señor de los ritos, Uadjkheperre'. Yo soy un príncipe valiente, el amado de Re‘, el hijo de Iah (dios-luna), el hijo de Thot y el hijo de Re‘, Kames, vencedor por siempre.» Su nombre de Horus, inscrito en el mango de un abanico de ébano, hace alusión a la reconquista de Egipto; en él se titula: «El Horus, el bienhechor del doble país.» No se sabe de qué manera murió, ni siquiera la duración de su reinado. Su tumba estaba todavía intacta bajo Ramsés IX , cuando el informe de inspección se consignó en el Papiro Abbot, pero estuvo amena­ zada poco tiempo después, ya que los sacerdotes funerarios, te­ miendo una violación de la sepultura real, se llevaron el sar­ cófago, enterrándolo en la llanura tebana cerca de las sepulturas de Aahotep, su madre, y de los dos Antef. Allí se encontró en 1858. Desgraciadamente, la momia, en mal estado, se hizo polvo antes de que hubiera podido examinarla un antropólogo, de suerte que no se sabe cómo murió Kames ni la fecha aproxi­ mada de su muerte. Sin embargo, es probable que su reinado, como el de su padre, Sekenenre‘-Taá II, fuese bastante breve; es lo que parece indicar el hecho de que fuese enterrado por su sucesor, Ahmosis, su hijo o su hermano, en un sarcófago muy sencillo, pues faltó tiempo para la preparación de funera­ les solemnes y para disponer de un suntuoso mobiliario funera­ rio. No hay que olvidar que los soberanos egipcios estaban aún en plena guerra contra los hicsos. Cuando Egipto surgió reunificado de la larga crisis, todavía tan mal conocida, que nosotros denominamos el Segundo Pe­ ríodo Intermedio, la situación no era ya ni volvería a ser como la de los Imperios Antiguo y Medio. En el sur se establecieron nuevos pueblos, o bien los anti­ guos habitantes se organizaron, convirtiéndose en amenaza para Egipto. En el este, el antiguo equilibrio de fuerzas se modificó profundamente: se crearon nuevos imperios, todo el Oriente Medio entró en ebullición. Egipto está demasiado cerca por su

Delta de esta turbulenta Asia para poder desinteresarse en adelante de lo que allí pase. Después de todo, la ocupación de los hicsos le acababa de enseñar duramente que no estaba a salvo de loa movimientos étnicos y que no bastaba con construir fortalezas a lo largo de la frontera, como habían hecho los faraones de la X Dinastía, para ponerse a cubierto de las codicias ajenas. Por necesidad, al estado autárquico re­ plegado en sí mismo del Imperio Antiguo y Medio va a suce­ der el estado agresivo, imperialista diríamos casi, del Imperio Nuevo. Pero para desempeñar un papel en el norte, los recur­ sos del valle egipcio del Nilo son insuficientes, tanto en hom­ bres como en materias primas. En efecto, los hicsos, al final de su ocupación, utilizaron contra Egipto todos los recursos nuevos de que disponían (los carros de combate y nuevas armas más mortíferas) y los soheranos tebanos no pudieron llegar al final más que empleando con abundancia tropas mercenarias africanas. En esta época aparecieron en Egipto, entre Asyut y Asuán, es decir, en el corazón de lá región controlada por los príncipes tebanos, nuevas poblaciones, que parecían constituidas por ca­ initas mezclados con negroides. Se han encontrado en más de quince yacimientos del alto Egipto los cementerios caracterís­ ticos jle estas poblaciones. Las tumbas son circulares u ovales y de suelo levemente excavado; han valido a estas poblaciones el nombre de «pueblo de las pan-graves», ya que sus sepulturas tienen, en efecto, la forma de un fondo de sartén (en in­ glés, pan). La cultura de estas poblaciones estaba, a juzgar por el ajuar funerario encontrado en las tumbas, estrechamente emparentada con la de Kerma y la del Grupo C (véase más arriba). El cuerpo, cubierto a veces con vestidos de cuero, está dispuesto en posición encogida, acostado sobre el lado derecho, con la cabefca al norte y mirando hacia el peste. La cerámica consiste casi por entero en escudillas profundas rojas o negras, y prin­ cipalmente rojas con bordes negros, con decoración algunas veces incisa. Alrededor de la tumba estaban enterrados cráneos de animales, cabras y corderos, decorados con manchas de color, negras, rojas o azules. Entre los objetos colocados cerca del cadáver figuran numerosas armas: hachas, dagas, flechas, etc., y de cuando en cuando joyas egipcias de oro y plata. Se admite que se trata en general de soldados profesionales, quizá los medjau de que habla la estela de Kames: «Tropas de medjau vigilaban sobre el techo de los camarotes (navios) para espiar a los asiáticos y destruir sus instalaciones.» Estos mercenarios aparecen en Egipto ya al final de la X I II Dinastía. Se ha creído durante mucho tiempo que las poblaciones de los pan-

graves representaban esencialmente a los nómadas del desierto oriental' emparentados con las poblaciones sedentarias del alio valle del Nilo, pero diferentes de éstas. Se admitió también que su cerámica en particular, y también los ritos de inhuma­ ción,. aun siendo comparables a aquéllos y a los del Grupo C, eran, sin embargo, diferentes. Los trabajos •más recientes. reali­ zados en la Nubia sudanesa, si no invalidan estas observaciones, parecen exigir al menos c¡ue el problema se reconsidere. En efecto, la cerámica incisa de las pan-graves parece mucho más próxima de lo que se pensaba a la de las tumbas que se re­ montan al final del Grupo C, y se han encontrado igualmente, alrededor de las tumbas nubias de esta época, cráneos de ani­ males pintados semejantes a los de las pan-graves de Egipto. No se excluye, pues, que las poblaciones de las pan-graves que aparecieron en Egipto al final de la X III Dinastía fuesen los descendientes de las poblaciones del Grupo C nubio de . la X II Dinastía. Si .esto se verificase, los mercenarios empleados por los soberanos tebanos no comprenderían sólo a los medjau, nómadas del desierto, sino también a nehesiu del valle. El problema se une así al de las relaciones entre el reino indepen­ diente de Kush y el principado de Tebas. Si el rey de Kush tuvo sin duda poca autoridad sobre los nómadas medjau de los desiertos circundantes, no sucedía lo mismo con los seden­ tarios del valle. La presencia de mercenarios cushitas en Egipto podría implicar la existencia de buenas relaciones entre Kush y el Egipto tebano. Al margen de este importante problema, que atañe a la his­ toria antigua de Africa, es evidente que para llegar a expulsar a los hicsos, que extraían de Asia su fuerza técnica, los egipcios recurrieron en gran medida a Africa, y es así como «la guerra de liberación da la impresión de una lucha entre Asia y Africa» (T. Save-Soderbergh). Este acontecimiento está llenp de conse­ cuencias: va a modificar por completo el curso de la historia egipcia. Cuando tomaron el poder en el año 2000 a. C., los sobe­ ranos tebanos de la X II Dinastía instalaron su capital muy cerca del Delta para poder gobernar todo Egipto. Los soberanos de la X V III Dinastía, después de haber reconquistado todo el valle del Nilo, conservaron la capital en Tebas. Para esto había una razón evidente: sólo los recursos del alto valle africano podían permitir a Egipto desempeñar el papel de una gran potencia; allí pudo encontrar madera, cobre, oro y, sobre todo, una reserva inagotable de hombres. Pero para conquistar, colo­ nizar y controlar estas regiones tuvo necesidad de estar lo más cerca posible de la frontera de la primera catarata y el Delta estaba demasiado lejos. No es casual que al establecimiento

de la capital en Tebas corresponda la conquista del Sudán hasta la cuarta catarata: de esta región el imperio egipcio sacó lo esencial de su poder económico y militar. En adelante, Egipto se encontrará ante un dilema. Para defender sus pose­ siones del Delta y del Próximo Oriente, sin cesar amena2 adas por los imperios asiáticos, habrá de medir sus fuerzas y colocar la capital en el bajo Egipto, pero haciendo esto se alejará de sus provincias del sur y se arriesgará a perderlas, cuando son ellas las que le proporcionan los elementos de su fuerza. Durante casi tres siglos los faraones lograrán mantener la ficticia unidad de un imperio que se extendía del Líbano al .Sudán; luego el edificio se hundirá y el poder se volverá a escindir. El bajo Egipto conocerá dinastías paralelas a las del alto Egipto y el Sudán. La historia del Segundo Período In­ termedio es, pues, un compendio de la historia de la deca­ dencia egipcia; sin embargo, la diferencia estriba en que después de la X V II Dinastía Egipto conoció un nuevo apogeo, mientras que después de las XXV y X X V I Dinastías se producirá el hundimiento definitivo de una gran civilización.

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Historia Universal Siglo veintiuno Volumen 3

LO S IM PER IO S D EL A N TIG U O II.

O R IEN TE

El fin del segundo milenio

Compilado por Elena Cassin, Jean Bottéro y Jean Vercoutter

M éxico . jg universal •gent: Argentina

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España

historia

5¡gIo

4. . El Imperio Nuevo en Egipto

I.

LA X V III DINASTIA ( h a c ia

1550-1314)

El paso de la X V II a la X V III Dinastía de los reyes de Egipto, parece haber sucedido sin crisis, sin siquiera un cambio de linaje. El rey Ahmosis, al que Manetón (sacerdote egipcio que escribió una historia del país en griego) ha tratado como fundador de una nueva dinastía, seguramente era un pariente1 próximo (puede que un hermano) de su predecesor Kames (Kamose), quien había rechazado a los hicsos desde el principado de Tebas hasta los mismos muros de Avaris, su capital. La conquista de esta capital (alrededor de 1550) por Ahmosis, es la que permite fijar el comienzo de la nueva era. No es cierto que el régimen de los hiesós provocara una ca-v tástrofe tan radical como la que se podría imaginar al leer las terroríficas narraciones de Manetón. En esté caso Manetón se hacía eco de una representación imaginaria del enemigo extran­ jero, debida en su mayor parte a la propaganda desarrollada contra los persas y que, por otra parte, se remontaba a una maniobra de los amónidas para caracterizar su denominación como una victoria del orden sobre el caos. De hecho, hasta bajo los últimos hicsos se había cultivado la literatura nacional: Pero tanto en el norte como en el sur una significativa deca­ dencia había afectado a las artes mayores: lo que los tebanos hicieron para Amón de Kárnak, su dios dinástico, en edificios y esculturas reales, representa bastante poco y, aunque la pobre­ za de restos arqueológicos en el Bajo y Medio Egipto nos im­ pide precisar la obra de los hicsos, se debe señalar lo mediocre de las inscripciones monumentales y de los trabajos que llevan sus nombres. Sin duda los reyes de Tebas y de Avaris instaura­ ron un cierto orden y una cierta prosperidad en sus dominios respectivos, pero la larga guerra que condujo a la eliminación de los primeros contribuyó a causar serios estragos durante dos o tres generaciones en gran parte del país. Además, el Medio y el Bajo Egipto habían aceptado mucho tiempo la dominación de los extranjeros. Por tanto, corres­ pondía a los tebanos llevar a cabo la pacificación interior y la reorganización de la tierra de Egipto. Nos gustaría saber más de la obra interior de los primeros reyes del Imperio Nuevo, Ahmosis (1552-1527) y Amenofis I [1527-1506) Al parecer la continuidad dinástica quedó asegura­ da por Ahmosis mediante una coronación anticipada de Ame-

nofis en los últimos años de su reinado (estela de Gebelein). Sin duda, la calma interior no se restableció en un momento. Ahmes, hijo de Abana, un oficial cuya autobiografía es prác­ ticamente nuestro único testimonio sobre la guerra de Ahmosis, hace alusión a ciertas operaciones de represión de las que al menos una, y quizás dos, debieron tener lugar en el Alto Egipto. Por otra parte, los materiales a partir de los cuales se puede reconstruir, bien que mal, la organización burocrática del Esta­ do, sólo se conservan en número apreciable a partir de Hatshepsut. Al menos, se puede atribuir a los vencedores de los hicsos la iniciativa de aquellas disposiciones que caracterizan toda la historia de la dinastía, tales como la redistribución de tierras a favor de la corona, de los militares, y, sobre todo, del dios de Tebas. Un papiro de Abusir indica, aparentemente, que la abuela de Ahmosis y una hija de Kames recibieron posesiones cerca de Menfis. El relato de un proceso que tuvo lugar durante la X I X Dinastía cuenta cómo Ahmosis había gratificado a Neshi, jefe de su flotilla, con tierras situadas al sur del nomo menfita, en una ciudad nueva, que tenía como patrón a. Amón, bajo su forma guerrera de león con cabeza de carnero. Es bas­ tante probable que los diversos establecimientos consagrados a este tipo de representaciones bélicas de Amón (como «Amón profeta de la victoria de la ciudad de Saka») en el Medio Egipto, donde había predominado Seth, patrón de los hicsos, no se remonten al período de la reconquista. Con la X V III Dinastía importantes ciudades del Delta se convierten en centros dedica­ dos a Amón, principalmente la antigua ciudad del Trono (Behdet) que, marcando el extremo norte de Egipto, recibe el nom­ bre de «Unión del Trono»... En tiempo de los Sesostris y de los Amenemhat, Amón no era más que el segundo dios de la Tebai­ da, después de Montu, señor de Hermonthis. Con la X V II Di­ nastía, el señor de Kárnak se había confirmado como el protector más importante de la monarquía del sur. La difusión de su culto por los vencedores de los hicsos se acompañaba con dona­ ciones de tierras cultivables, siervos, pastos y ganado; el dios se convirtió en amo de una parte considerable de los recursos de Egipto, incluso por delante del rey. Hacia el fin de su reinado, Ahmosis hizo abrir en Tura nue­ vas explotaciones de caliza con el fin de construir templos en Heliópolis, Menfis y Lúxor; construyó un cenotafio en Abidos. A juzgar por los restos de edificios encontrados, Amenofis I realizó sus proyectos de embellecimiento priridpalmente en tem­ plos de la Tebaida; el-Qab, Abidos y, sobre todo, Kárnak. Los relieves que aparecen en la arquitectura, y que a veces se inspiran directamente en monumentos del Imperio Medio, mues­ tran una calidad de dibujo que no se veía desde hacía tiempo.

Amenofis I, que no figura como príncipe ilustre en la Historia nacional, fue considerado, en cambio, por las gentes de Tebas comó uno de los santos fundadores de su ciudad. Fue el- dios de diferentes templos y oratorios conservados en las dos orillas de la ciudad y se le adoraba junto con su madre Ahmosis-Nefertari, su padre Ahmosis, su abuela Akhhotep, su hermana-es­ posa Ahmosis-Meritamun y otros príncipes y princesas. No se saben a ciencia cierta las razones que llevaron a la divinización de esta «familia numerosa», como dice el «Ritual de Amenofis». Cabe preguntarse si intervino en ello la labor realizada por la prestigiosa Ahmosis-Nefertari y por su hijo en la organización teológica, ritual y temporal de la preeminencia de Amón. Uno de los rituales de ofrendas de Kárnak, que fue adoptado para el servicio del culto del propio Amenofis, podría remontarse a su reinado. En Kárnak, una serie de dependencias y almacenes periféricos, un magnífico monumento de alabastro que nos pro­ porciona la primera imagen de la barca procesional de Amón y un pórtico monumental constituyeron las primeras de aque­ llas ampliaciones sucesivas, mediante las cuales la X V III Di­ nastía iba a transformar en un prestigioso palacio divino el modesto templo del Imperio Medio. Amenofis destinó para su sepultura la colina de Dra AbulNajja, justo enfrente de Kárnak, al pie de la cual reposaban los reyes de la X V II Dinastía en pequeñas capillas rematadas por pirámides. El coronó la colina con una gran pirámide, pero, a diferencia de sus predecesores, instaló su lugar de culto fune­ rario más abajo, cerca de las tierras cultivadas. Fue el primero de los grandes «templos milenarios» construidos en la orilla izquierda de Tebas, mal llamados «templos funerarios» ya que, fundados para Amón, dios supremo a quien el rey se asociaría eternamente al morirse, funcionaban en vida del soberano. Son numerosos los monumentos oficiales de principios de la dinastía en los que el faraón está representado en compañía de su primera esposa, de su madre o aun de su abuela. La reina. Akhhotep es alabada por haber reagrupado en un momento crítico a las tropas desbandadas impidiendo una sublevación de sus súbditos. Podría decirse que el poder de ésta reina, así" como el de Ahmosis-Nefertari se debe simplemente al hecho de que ejercieron una especie de regencia, pues la sociedad egipcia, al contrario de otras sociedades antiguas, admitía perfectamente que una mujer participase algo en la vida pública. Esta posición de la mujer se manifiesta igualmente en las relaciones que se establecen entre la monarquía y el dios Amón. Uno de los favores concedidos por Ahmosis a su gran esposa Ahmosis-Ne fertari fue el de procurarle el título de «segundo profeta de Amón». Esta reina ya era por entonces titular de la función de

«esposa'del dios»,1título que designaba a una sacerdotisa espe: • cial qué' tenía un papel fundamental en ciertas ceremonias .de. consagración y de conjuración practicadas en el templo de Amón (y no, como a menudo se cree, a la mujer destinada a proporcionar, por obra y gracia del dios, un heredero al trono). En el Imperio Medio, la función de «esposa (o adoratriz) di­ vina» era ejercida por mujeres que no eran de la. realeza, pero al final de la X V II Dinastía le correspondió a una cierta prin­ cesa Ahmose (quizás una hermana de Ahmosis) y durante mu­ cho tiempo se transmitió entre las parientes más próximas del faraón. Una originalidad notable de la familia real, al final de la X V II Dinastía y principio de la X V III, fue la práctica del matrimonio consanguíneo durante tres o cuatro generaciones. Ahora bien, pese'a una idea muy extendida entre los profanos, tales uniones, incluso las efectuadas entre hermanastros y her­ manastras, fueron extremadamente raras entre los egipcios. Entre los reyes no llegaron a ser una regla estable hasta los Ptolomeos, que' siguieron, sin duda, una inspiración greco-macedonia; entre el vulgo no se generalizaron hasta la época romana. Se habría esbozado, hacia la época de la expulsión de los hicsos, una doctrina que tiende á fundamentar la legitimidad del trono sobre una eugenesia (que pretendería garantizar la «pureza de la sangre del sol» al exigir que el heredero del poder naciera de la «gran esposa real» y que ésta misma fuera hija de una gran esposa real). La existencia de tal doctrina ha sido prácticamente admitida como un hecho establecido por generaciones de historiadores, y supone particularmente laidea de que los reyes nacidos de esposas secundarias debían «legiti­ mar» su soberanía tomando como esposa a una princesa nacida de un rey anterior y su gran hermana-esposa. Este postulado pareció confirmar la existencia de tendencias de base matriarca­ les en las instituciones egipcias. Y , curiosamente, la teoría de la pureza de la raza del sol, asegurada por la consanguinidad, no- está reñida con la teoría de la «teogamia» deducida de los célebres relieves de los templos de Deir el-Bahari y de Lúxor: en ellos una serie de imágenes con leyenda nos cuentan cómo Amón elige a la joven reina y se informa sobre su persona, cómo toma la apariencia del joven rey para hacerle madre del futuro soberano, cómo manda, al dios Khnum, portador de la vida, que modele a este niño excepcional y al dios Thot que haga una especie de anunciación a la futura madre. Estas es­ cenas, que reproducen de acuerdo con antiguos prototipos un drama mítico de alcance universal (y no son, como se ha creído, obras, de propaganda ocasional), no dan a entender en ninguna parte que Amón haya hecho su elección en función de los orí-

genes de la joven v contradicen el supuesto de una teoría racial o matriarcal de la legitimidad. Cuanto sabemos de los principios qué" rigen la transmisión del trono de Egipto no implica que la madre transmita algunos derechos fundamentales. Los facto­ res-de la legitimidad del faraón son, desde el punto de vista teológico, la libre elección de la divinidad. que predestina a tal o cual príncipe, formado «en proyecto» para acceder a la rea­ leza, y, desde el político, la designación eventual como heredero, incluso la plena asociación de uno de los hijos, afectuada por el soberano reinante, la revelación oracular por el dios de su elec-: ción inicial, la toma efectiva del poder por el pretendiente, que la liturgia de la coronación confirma, y, por fin, la adhesión, querida por el dios, del pueblo sobrecogido de fervor. El rango distinguido que tienen las «madres reales», de todas maneras inferior al de la gran esposa real, se explica por el reconoci­ miento restrospectivo del papel insigne que la providencia les ha hecho tener. ' Al primer Amenofis sucedió Thutmosis, nacido de un tal Senseneb. Se ignora si este Thutmosis era hijo, hermano o primo de su predecesor. También se desconoce el origen de Ahmosis, su gran esposa (los textos la llamaban «hermana del rey», pero no «hija del rey»). Un indicio permite creer que fue asociado al trono en vida de Amenofis. Thutmosis I (15061594) dio a la joven dinastía su dimensión nacional e interna­ cional. Sobre la orilla izquierda de Tebas este soberano inaugu­ ra una nueva forma de inhumación real. Es el primero que se excava una tumba en la depresión mundialmente conocida como «El Valle de los Reyes». También es quien instala en Deir el-Medineh, la aldea de los «servidores del lugar de Maát» encargados de cavar los hipogeos reales. En Kárnak, el templo de Amón se enriquece con un patio anterior y con una fachada precedida por un par de obeliscos gigantescos. No obstante, como lo atestiguan estos obeliscos, se afirma resueltamente en el dogma tebano la inflencia de la mitología de Heliópolis, mientras que, en la economía y la administración, Menfis alcanza el rango de segunda capital. .Thutmosis instala allí una importante residencia personal y por primera vez se verá a un hijo real, su efímero asociado Amenmóse, visitar la antigua Esfinge de Gizeh, la cual adoraba el pueblo bajo el nombre de Harmaquis y consideraba un ídolo particular del dios sol. Esta promoción de la región menfita no se puede se­ parar, indudablemente, de un desplazamiento del centro de gravedad de la monarquía. Se verá que Thutmosis comienza una política de expansión que lleva a su ejército hasta el Eufra­ tes, por el norte. Thutmosis II, hijo de Thutmosis I, también combatió algo,

aunque su reinado fue muy corto (1494-1490). Nacido asimis­ mo de una esposa secundaria, Mutnefert, tomó como esposa principal a Hatshepsut, «esposa del dios», su hermanastra, Hija primogénita de Thutmosis I y de Ahmosis. Pese a su naci­ miento, Hatshepsut no se hizo atribuir más dignidad ni poder del que era habitual en la época. Cuando el rey murió, dejando inacabado su sarcófago y su pequeño templo de Medinet-Habu, el hijo que le sucedió, Thutmosis III, también era hijo de una esposa secundaria. Según lo que hará saber luego, futí confirma­ do públicamente como heredero por el oráculo de Amón y puede ser que incluso asociado formalmente al trono. La poca edad de Thutmosis III, apenas un adolescente, dejó el campo libre a la viuda que se asoció, «como esposa del dios», a su hija primogénita Nefrure*. Según cuenta Ineni, un antiguo funcionario de Thutmosis I, «Hatshepsut, esposa del dios, se encargó de los asuntos del país. Se trabajaba bajo sus órdenes y Egipto le rendía home­ naje». Al principio, la regente se mostró discreta: no sobrepasa en exceso los límites impuestos por la costumbre cuando, con­ servando los ropajes y los títulos de reina, se hacía representar oficiando sola delante de Amón, o cuando preparaba para su sepultura un sarcófago de tipo real, pero haciendo cavar su tumba bajo .el acantilado de Deir el-Bahari y, por tanto, fuera del Valle de íos Reyes. Como no faltaban precedentes de que una mujer reinara con los títulos de un rey (por ejemplo Sebeknenufre', al final de la X II Dinastía, Hatshepsut se sintió lo bastante fuerte como para hacerlo mejor que, estas predecesoras. En el año 2 de su sobrino (1489) Amón la invitó a despo­ jarse de sus insignias de «esposa del dios», para tomar las del faraón, articulando una serie de oráculos en el curso de las ceremonias de Kárnak. Debidamente coronada, la reina revelará su destino providencial tomando a su cargo el mito tradicional de la «teogamia» y conmemorará su juventud en una de estas «historietas ilustradas» cuya acción se sitúa en los confines del sueño mítico y de la aventura histórica: su padre Thutmosis I, en asamblea solemne,. la había presentado como su heredera ante la corte reunida, e hizo proclamar con anticipación el protocolo que llevaría. En efecto, Hatshepsut adoptó, como todo faraón de esta época, un protocolo oficial de cinco títulos se­ guidos de cinco nombres; tanto los títulos como los nombres iban en femenino. En lo sucesivo, Egipto tuvo oficialmente dos soberanos. La era oficial siguió siendo la de Thutmosis III, pero, durante más de veinte años, la mayor parte de los edifi­ cios fueron firmados con el nombre de Hatshepsut y, .cuando se dignaba asociar a su joven sobrino en las escenas' de los templos y las inscripciones, la reina Hatshepsut de ordinario

tenía preferencia sobre el rey Thutmosis. Por supuesto, se pre­ paró una nueva sepultura para la soberana en el Valle de los Reyes. En adelante, Hatshepsut fue representada en los relieves y las estatuas con la anatomía de un hombre y el vestido tradicio­ nal de los reyes, barba postiza incluida. Es difícil imaginarse .el efecto que esta iniciativa, tan extravagante a nuestros ojos, pudo causar en sus contemporáneos. Se cree que las imágenes de los reyes en los templos no eran retratos personales en el sentido actual del término, sino que encarnaban esencialmente la función ideal que desempeñaba el soberano, que sólo se identificaba como persona individual mediante los rasgos, muy idealizados, de su rostro y las inscripciones. En este caso, Hatshepsut asu­ mía íntegramente una indispensable imaginería ritual sin renun­ ciar por ello a su feminidad (el título de «toro poderoso» conferido a sus predecesores fue eliminado de su protocolo). Por otra parte, una estaba, única en su género, ha sabido expresar la personalidad original de nuestro rey femenino, no por yuxtaposición, sino por una maravillosa síntesis: las finas proporciones de los miembros, el bosquejo de un busto y de un talle hacen saber que este faraón es una joven. El rostro, que recuerda al de los otros tutmósidas, es bastante agradable, aun­ que seguramente está retocado, porque se conoce otra cabeza de la reina, más, realista, de la que se deduce mejor la fuerza, pero no la generosidad del carácter. La ausencia,- casi total en la documentación egiptológica, de testimonios íntimos, impedirá conocer exactamente la personalidad de los reyes de Egipto. Se adivina en Hatshepsut un alma ambiciosa yenérgica, pero no se sabría determinar cuál fue la influencia de su medio y, principalmente, la de Senmut. Este fue el . administrador de las propiedades de laDivina Esposa y, cuando ésta llegó a ser reina, fue elevado a «gran mayordomo» y «mayordomo de los bienes de Amón», sirviendo de preceptor a la joven Nefrure*. Sus funciones le conferían un papel importante en . el embellecimiento de los monumentos tebanos y el favor de la reina le permitió obtener privilegios extraordinadrios: «por favor real» pudo hacer pintar su imagen en unos setenta nichos del famoso templo de la reina en Deir el-Bahari y hacerse excavar un hipogeo semejante al de la reina en el patio de este templo. Esta tumba no llegó a terminarse, se rompió el sarcófago y se cegó el acceso a él un año o dos antes de la desaparición de Hatshepsut. Esta desgracia del favorito fue, seguramente, un episodio de las luchas personales y de partidos que debieron ser características de los años de la corregencia. Se sabe que después de la desaparición, natural o provo­ cada, de la extraordinaria reina-rey, Thutmosis III, único amo,

¡?e encarnizó contra la memoria de su predecesora: estatuas rotas, cómplices condenados a la nada, inscripciones y escenas que'ilustraban la divina legitimidad de la reina minuciosamente borradas y nombres arrancados de los •cartuchos y reemplaza­ dos, por los de Thutmosis I, Thutmosis II o Thutmosis III. Y , sin embargo, durante el reinado común había sido reco­ nocida la dignidad real del sucesor varón de Thutmosis II y al parecer habían coexistido dos mansiones reales (dos grandes mayordomos, dos tesoreros, etc.). Inferimos la existencia de una enemistad entre los dos reyes, no porque se disponga de una información contemporánea de la corregencia que lo de­ muestre, sino por la venganza ulterior de Thutmosis. Resulta irritante no poder alcanzar más aspectos de un ambiente fértil en ocasiones de traiciones sigilosas, de interesados compromisos, de chaqueteos desvergonzados y de veleidades de fortuna. No debe olvidarse una cosa que indica la solidez adquirida por la monarquía en menos de un siglo, desde la expulsión de los hicsos: la querella de Jos tutmósidas no comprometió casi, por lo que parece, la marcha de los servicios públicos. El primer dignatario del Estado, el visir Woseramun, llamado por el jover. Thutmosis (año quinto) para suceder a su padre, llevó durante quince años la dirección general de la administración bajo el reinado conjunto de la terrible madrastra y del rencoroso so­ brino, y supo permanecer en su cargo aún mucho tiempo. La obra monumental y artística, reflejo habitual de la buena marcha del país, toma una amplitud considerable bajo el im­ pulso de la reina y de sus favoritos. Los santuarios de la región hermopolitana (de Cusae a Hebem) fueron restaurados sistemáticamente, se erigieron templos de cierta importancia en Nubia (Buhen, Semnah) y la capital se enriqueció prodigiosa­ mente (las grandes capillas de los nobles, pintadas : o escul­ pidas, se multiplican en la necrópolis de Gurna). En Kárnak se erigió un nuevo monumento, la «capilla roja», un edificio prefabricado de cuarcita y de granito negro, adornado con es-, cenas que resumen el ritual diario y las fiestas anuales de Amón, y dos pares de obeliscos levantados en las extremidades orien­ tales y occidentales del templo. Se adosó al alto acantilado de Deir el-Bahari un maravilloso «castillo milenario», sucesión ascendente de vastos patios porticados. Este edificio de caliza fina, uno de cuyos realizadores fue Senmut, en su planta y en su decoración, efectuaba la nueva y única síntesis de los mejores hallazgos del arte egipcio, inspirándose directamente en ciertos detalles de los prototipos del Imperio Antiguo y Medio. El gobierno de Hatshepsut consolidó la dominación egipcia en Nubia. No obstante, la operación exterior en la que más inte­ rés puso la reina fue una expedición naval que se dirigió

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al país de Punt (hacia el cabo Guardafui) pará obtener allí mediante trueque una gran cantidad de anty (mirra e incienso) y algunos árboles de incienso destinados a ser trasplantados en el templo de Amón. Las detalladas representaciones de ex­ traños peces del mar Rojo, de la aldea indígena, de sus bueyes y de sus palmeras, de la reina del país portentosamente gruesa y su asno, de los grandes navios donde saltan los monos, ma­ ravillan todavía a los visitantes de Deir el-Bahari. Las narra­ ciones que acompañan a estas imágenes os persuadirían de que los egipcios establecieron entonces su primer contacto directo con las tierras de las hierbas aromáticas. De hecho desde el Imperio Antiguo sé habían realizado varias misiones similares y, teniendo en cuenta la importancia concedida a dicho suceso por varios contemporáneos, se debe atribuir a Hatshepsut el mérito de haber reanudado a gran escala una tradición ya esta­ blecida. El cuidado que se tuvo en conmemorar esta hazaña con el lujo debido responde, en un principio, al deseo de poner a disposición de Amón, instigador místico de la expedi­ ción,” el incienso de Punt, indispensable para su culto, pero quizá responda también a .la necesidad de sustituir con un tema pacífico los temas guerreros habitúales para proclamar la do­ minación del dios y de la reina sobre el universo. Una consta­ tación susceptible de hacer ver una de las implicaciones polí­ ticas del asunto Hatshepsut es el repudio aparente de las expe­ diciones de conquista iniciadas en Asia por los dos primeros Thutmosis. Al decir que la reacción, favoreciendo la cultura del escriba, a expensas de la fidelidad del guerrero, se afirmó en el ámbito de Amón en contra de los militares, se formuhría una hipótesis admisible. En todo casó, al emanciparse Thutmo- • sis en el año X X II de .su reinado (1468) iniciará la primera de sus diecisiete campañas en Asia. / La vida política, la economía y la cultura' de la X V III Di- í nastía están muy determinadas por su imperialismo. ‘ ■ , Las victorias de Kames y de Ahmosis contenían esta expan-. sión en germen: poco a poco la guerra de liberación llevó a los tebanos fuera del territorio egipcio propiamente dicho. El recuerdo del Imperio de Sesostris estaba presente en su me­ moria. Tanto al norte como al sur, los pueblos vecinos no eran capaces de oponerse mucho tiempo a un estado que había vuelto á encontrar su monarquía centralizadora, su administra­ ción eficaz y una tranquila y alta conciencia nacional reforzada por el principio teológico que hacía del faraón el representante del demiurgo organizador. Una consecuencia de esta política belicosa fue la aparición a orillas del Nilo de un ejército pro­ fesional., Al parecer, los conquistadores del Imperio Medio consti-

tuían sus fuerzas'ofensivas, armando a los ■ mejores elementos de su propio distrito y a los jóvenes de provincias en caso de necesidad. Los adversarios de los hicsos debieron recurrir, en cierta medida, al mismo procedimiento, pero se perfila bajo su reinado la constitución de una clase militar hereditaria. Apa­ rece un arma nueva, los carros de combate, que los hicsos habían recibido de los principados hurritasde Palestina. La necesidad de crear y mantener un parquede caballos y la de formar técnicos preparados para manejar una máquina de guerra frágil y costosa también llevaba a la constitución de fuer­ zas permanentes. Es probable que la organización de cuadros militares fuera obra del gran Thutmosis I, en todo caso ya está muy perfeccionada bajo Thutmosis III. En adelante se pasa de padre a hijo el oficio de infante, remero, conductor o combatiente de carros de guerra; se puede ascender de grado al llegar a «abanderado» de una compañía de peones o de infantes de marina, según un hábil sistemade escalafón. Un cuerpo de escribas controla las unidades y se ocupa de los servicios logísticos, especialmente de las caballerizas y de los arsenales. Para un guerrero es una suprema distinción llegar a ser asistente de armas o escudero del rey. El reclutamiento de los cuadros superiores se mantiene ecléctico: los altos dignatarios que participaron en las campañas reales o que fue­ ron «delegados del rey en diferentes países extranjeros» hicie­ ron, sin embargo, casi toda su carrera en servicios civiles. Hacia el sur, en la época de la X V II Dinastía, el reino local del «soberano de Kush», cuya capital era Buhen, junto a la segunda catarata, se había establecido en una parte del territorio que había pertenecido anteriormente a la X I I Di­ nastía. Durante el Segundo Periodo Intermedio se habían man­ tenido entre Nubia y Egipto relaciones comerciales, y parece que, desde el tiempo de los hicsos, los colonos egipcios esta­ blecieron postas permanentes en este estrecho valle donde la disminución progresiva de las crecidas del Nilo y una creciente saharización disminuían aún más las escasas posibilidades agríco­ las y provocaban la decadencia de los aborígenes sedentarios. Al lado de los cementerios .indígenas, que revelan una cultura arcaica propiamente sudanesa (grupo C, Kerma tardío), hay sepulturas que revelan la implantación de grupos de una genuina cultura faraónica. Lo mismo que los indígenas, estos grupos proporcionaron el personal dirigente del principado de Buhen, y aunque el «soberano de Kush» fuese realmente un nubio, como afirma Kames, los notables de Buhen han dejado de hecho inscripciones y estelas típicamente egipcias. La hipó­ tesis recientemente emitida de que los tebanos pudieron ane­ xionar sin violencia una tierra ya ocupada por los suyos

(como los yanquis hicieron con Texas) no se puede.'mantener. Ahmosis, una vez que hubo expulsado a los hicsos y se asentó en Asia, emprendió militarmente la anexión de los países meri­ dionales. La primera campaña no fue decisiva, contraatacó un jefe cuyo poder se extendía río arriba de las regiones anexio­ nadas y Amenofis I debió dirigirse, a su vez, hacia Kush. Ahmosis ya había instalado su administración en Buhen y quizá había impuesto su .poder hasta la isla de Sai. Amenofis, mientras se ocupaba de recibir los tributos de oro de los de­ siertos de Etbaye (estela de Ibrin), conservó sólidamente a Sai, donde ha dejado monumentos. Thutmosis I iba a llegar más al sur que cualquiera de sus antecesores: una ostentosa ins­ cripción en piedra, cerca de la fortaleza que hizo construir en Tombos, proclama su presencia en la tercera catarata; una inscripción oficial y algunas otras hechas por sus compañeros indican que llevó su frontera hasta Kurgus, al norte de la quinta catarata. •Desde los tiempos de Ahmosis, la administración de los territorios conquistados se confiaba a un «gobernador de los países del sur» que tenía categoría de «hijo real» (se le lla­ mará «hijo real de Kush» a partir del reinado de Thutmosis IV). Esta administración se fue perfeccionando y diferenciando poco a poco: división del país en dos zonas (Uauat, entre las dos primeras cataratas, y Kush, más allá), creación de contingentes militares especiales, los «arqueros de Kúsh», y de servicios administrativos particulares que dirigían principalmente la ex­ tracción del «oro de Kush» y aseguraban el cobro de los tribu­ tos anuales. Los arqueólogos han observado que las tumbas indígenas y las tumbas egipcias que conservan sus tipos respectivos esca­ sean en la segunda mitad de la X V III Dinastía: ello significa que los nativos habrían ido desapareciendo progresivamente mientras que los miembros de los cuerpos de ocupación iban a morir a Egipto. La despoblación, el empobrecimiento, la acen­ tuada escasez de recuerdos y la reducción del régimen colonial a un simple sistema de explotación, todo ello consecuencia de la disminución del caudal del Nilo y de un sistema tributario que gravaba incluso al trigo y contribuía al desmonte fue el destino de Nubia y Dongolah bajo las ahmósidas. Esta evo­ lución no se llevó a cabo sin algunas convulsiones. Bajo Thutmosis II, un cuerpo expedicionario enviado por Egipto tuvo que sofocar una revuelta organizada: un reyezuelo vasallo de la baja Nubia y dos hijos de un antiguo príncipe de ,Kush habían dividido Nubia en tres zonas de .insurrección. Hatshep­ sut (es la única campaña que se conoce de su reinado) debió dirigirse allí para aniquilar a los jefes nubios. La deportación

de ciertos cautivos importantes que se educaban en la corte permitió mantener, pequeñas dinastías fieles, como esas tres ge­ neraciones de Debira, contemporáneos de los Thutmosis, cuyos hipogeos pintados son del más puro estilo tebano. La incorpo­ ración fuera de Nubia de los mejores guerreros en ciertos cuerpos de élite del ejército egipcio, la exportación de servi­ dores y de trabajadores agrícolas y, según se cree, un éxodo por retorno al nomadismo y huida hacia las estepas meridioijales de pequeñas comunidades de pastores-campesinos, trans­ formaron Kush y Uauat en una tierra de nadie. Un factor de inseguridad, muy débil a decir verdad, residía en los mise­ rables nómadas de los desiertos marginales, pobres bandas ca­ paces sólo de inquietar a los buscadores de oro o de robar el ganado. En el apogeo del Imperio, Thutmosis IV, y después Amenofis III, debieron mandar a sus tropas para quebrantar la agresividad de los beduinos de la baja Nubia. Al sur de la tercera catarata, en las regiones esteparias donde los egipcios entraban en contacto con los pastores y cazadores negros, se efectuaron periódicamente operaciones que proporcionaban es­ clavos e intimidaban a .las poblaciones revoltosas; por ejemplo, el paseo durante el cual Thutmosis II I capturó un rinoceronte y grabó una nueva inscripción sobre la roca de Kurgus. En definitiva, carecía de importancia que los países meridio­ nales se despoblasen; la ocupación tendía esencialmente a ase­ gurar las postas gracias a las cuales se conseguía madera para los transportes fluviales, esclavos negros y ganado, cueros cur­ tidos y sin curtir, piedras semipreciosas y diversos productos suntuarios (pieles de pantera, plumas y huevos de avestruz, colas de jirafa, monos y curiosidades zoológicas). Mientras tanto, la •dogmática exigía que los faraones afirmasen mediante sus edi­ ficaciones y sus armas la gloria universal de su imperio; así .se explica sin duda que las proclamaciones, las imágenes, las ¿listas de pueblos que conmemoraban su dominio sobre la po­ bre Nubia presentaran el mismo énfasis y la misma abundancia que las manifestaciones similares relativas a la expansión de Egipto en Asia, donde , tenía que enfrentarse con un adversario más poderoso. Los confines occidentales, en esta época, apenas presentaban problemas. Desde el reinado de Amenofis I, los oasis libios, propiedad egipcia desde el Imperio Antiguo, estaban debida­ mente administrados; sus vergeles seguían enviando cada año sus tributos de vinos selectos. Los pueblos llamados tjehenu, instalados cerca de la Marmárica, eran de escasa importancia. Por tanto, por lo que respecta á esta zona (no sucederá lo mis­ mo bajo, los Ramsés), se estaba en libertad de maniobrar en el ‘éste y el norte.

En el momento en que los confines arábicos del delta estu­ vieron completamente limpios de elementos rebeldes, Ahmosis (hacia 1530) pasó a Asia; en el camino persiguió sin duda a los dirigentes hicsos (palestinos o hurritas de origen) que se replegaban de gradó o por fuerza hacia la cuna de sus padres. Sharuhen fue sitiada durante tres años y su toma permitió a Egipto la libre disposición del camino costero, que, partiendo de Kantara, permitía la entrada en Palestina. Al parecer este éxito no fue apenas explotado. Ahmosis, que hacia 1530 uti­ lizó en la cantera de Tura bueyes y esclavos capturados en Asia, operó al menos una vez más en terreno palestino. Del único documento que reláciona a Amenofis I (1527-1506) con Asia, la mención sobre un fragmento de vaso encontrado en su tumba del país de Qedom (Transjordania), no se puede sacar gran cosa. La situación se precisa con .Thutmosis I. Su estela de Tombos, fechada en su segundo año (1505), muestra, qiíe su frontera norte llegaba hasta el Eufrates. Para inaugurar venturosamente su reinado, Thutmosis hizo una campaña en la que llegó prácticamente a los límites más lejanos que jamás han alcanzado los ejércitos faraónicos, y con ella penetró muy profundamente en los territorios dependientes de Mitanni. Des­ pués de su campaña en Nubia, aún hizo una nueva incursión en Asia, derrotó al rey de Mitanni y a sus carros en su propio territorio y cazó elefantes en la región de Niya (Apamé). La configuración política de Palestina y Siria prefiguraba lo que sería en tiempos de Thutmosis III y de Amenofis I I I. ■ Poblaciones sedentarias de etnias muy mezcladas (cananeos, amorreos, elementos hurritas) se dedicaban a la agricultura y a lo industria alrededor de los puertos y de las ciudades fortificadas del interior bajo la dirección de reyes locales de tendencias autónomas, aunque a menudo deseosos de dominar a sus vecinos. Amenazando a los sedentarios, hordas irregulares (los apiru) y clanes beduinos (los shasu de los textos egipcios) frecuentan las zonas desérticas o sé infiltran en las abruptas montañas. Las tierras interiores sirio-palestinas, industriosas y prósperas, pero políticamente inestables y divididas, ofrecían una víctima que tentaba a todo gran Estado que se formaba en sus límites, y sus afinidades étnicas y culturales apenas significaron nada, según podemos apreciar, en las empresas de las potencias y . en las maniobras de los ambiciosos príncipes locales. Las inexac­ titudes cronológicas impiden por el momento precisar si las lejanas empresas de Thutmosis I fueron facilitadas por la ausen­ cia de serios adversarios, ya que los hurritas de Siria y de Mesopotamia habían quedado desmantelados recientemente por el ataque del rey hitita Murshili o si representaban un esfuerzo

por quebrantar de golpe la amenaza que Mitanni suponía para el imperialismo egipcio. Thutmosis II (1494-1490), siguiendo en algo la política de su padre, pacificó a los beduinos shasu. Estas campañas de ambos Thutmosis bastaron para hacer que parte del terreno sirio-palestino pasara a integrarse, en el do­ minio] egipcio: en una tumba preparada para Serimut en el reinado de Hatshepsut aparece la primera pintura que cono­ cemos de la presentación solemne de los tributos. Una crítica aceptable nos permite suponer que este tipo de representacio­ nes se remonta de hecho al reinado de Thutmosis I; la pre­ sencia de delegados egeos entre los «tributarios» nos demuestra que, a través de. Asia, los farapnes ya estaban en contacto con las colonias de Creta y las islas egeas. . Hatshepsut no renunció seguramente a su dominio teórico sobre Asia, pero es evidente que el Imperio se desmoronó y que mientras tanto Mitanni consolidaba sus posiciones. Cuando Thutmosis II I se emancipó (1468), Palestina había sacudido el yugo e incluso Sharuhen había sido evacuado (?). El ambicioso rey de Kadesh había formado una coalición que agrupaba a más de trescientos príncipes locales cuyas tropas se concen­ traron en Megiddo. El intento de Thutmosis habría sido un golpe maestro: la narración de los «Anales» y diferentes alu­ siones cuentan el efecto de prestigio que el .rey quiso obtener de su primera batalla. Inspirado por Amón y contra el con­ sejo de su estado mayor, condujo al ejército por un camino montañoso bastante difícil, retrasando peligrosamente el avance de sus tropas. Su aparición en un punto donde no se le esperaba intimidó al enemigo y le permitió la concentración de sus fuerzas. A la mañana siguiente, el rey derrotó a los alia­ dos, que se dispersaron. El retraso que se produjo al saquear el campo permitió al rey de Megiddo encerrarse en su ciudad; ésta se rindió después de siete meses de asedio. El botín fue enorme y los aliados vencidos prestaron el juramento de fide­ lidad. Esta sumisión general fue evidentemente precaria. Desde 1466 a 1448 el rey fue casi cada año a Asia para mostrar su fuerza y sofocar rebeliones más o menos extendidas, especialmente en los confines de sus posesiones. Una organi­ zación racional y eficaz de las comunicaciones imperiales re­ forzó la rapidez y la eficacia de estas intervenciones. En Menfis se había creado un poderoso arsenal, se construyó una impor­ tante flota empleando la madera del Líbano y del Sudán y una parte del tributo anual se almacenaba en las ciudades costeras de Fenicia, donde ya había un vislumbre de vocación naval. En el interior, los puntos estratégicos estaban prote­ gidos por guarniciones permanentes... Quedaba por vencer el rival mitanio. En 1457, el ejército real conquistó Qatna y.

al unírsele las tropas que habían pacificado el Negev, libró una batalla cerca de Alepo y después tomó Karkemish, junto al Eufrates. Franqueando el Líbano, carros de bueyes espe­ cialmente construidos para ello habían transportado barcos en piezas desmontables desde la costa. Se atravesó el Eufrates y, después de los primeros encuentros, el rey de Mitanni se .re­ plegó al interior de su reino. A su regreso, Thutmosis derrotó a algunas fuerzas rebeldes y cazó elefantes en Niya. Por bri­ llante que fuera, la incursión al otro lado del Eufrates no podía quebrantar largo tiempo al rey de Mitanni, que contra­ atacó; dos años después Thutmosis lo expulsó sin gran es­ fuerzo de los territorios egipcios y diez años después, cuando conquistó Tunip y las aldeas dependientes de Kadesh, cap­ turó allí a guarniciones mitanias, lo que demuestra que el enemigo había vuelto a asentarse en el valle del Orontes. Por su notable obstinación, Thutmosis se impuso .en el mundo asiático. Finalmente, hacia 1448, se firmó un tratado por el cual Mitanni aceptaba que Egipto extendiera su dominio hasta el Orontes medio y las montañas amorreas. En los años pre­ cedentes aquellas potencias interesadas en el debilitamiento de Mitanni habían ido reconociendo poco a poco la preeminencia egipcia: Asiria (1468), los hititas y Babilonia (1457) y, más tarde, Azzi y Alalakh. Los cgeos enviaron regularmente regalos al faraón. Y, sin embargo, en l.i primera mitad de su reinado, Amenofis II (1438-1412), hijo y sucesor de Thutmosis, tuvo que volver a combatir duramente. En 1428 sofocó la rebelión de siete jefes, a los cuales sacrificó con su propia mano. En 1421 se desplazó a Siria septentrional, exponiendo su propia per­ sona en distintas ocasiones. Dos años después tuvo que inter­ venir en el norte de Palestina. Estas grandes campañas permi­ tieron deportar a Egipto millares de cautivos, tanto nómadas como sedentarios, e hicieron que Mitanni, los hititas y Babilonia enviasen embajadas conciliatoras. La frontera norte se man­ tuvo «hasta Naharina» (Mitanni), pero, considerando el área donde posteriormente se desarrollaron las campañas reales, pa­ rece que esta frontera se retrasó un poco respecto a la que había fijado Thutmosis III. De las hazañas militares de Thut­ mosis IV (1412-1402), hijo y sucesor de Amenofis II, quedan pocos documentos; sabemos que tuvo que reducir Gazer, en Palestina meridional, y que se enfrentó con Mitanni. Su tiempo coincide con un apaciguamiento general: una princesa mitania entró en el. harén de Thutmosis y se firmó un nuevo tratado, que sin duda indica un repliegue egipcio, en el cual la fron­ tera se establecía entre Kadesh y Qatna. Las empresas de los Thutmosis en Asia parecen la tela de Penélope. Cuando

llegan a las fronteras de Mesopotamia, deben sofocar varias revueltas en el interior de Palestina. Esta ausencia de frente, que marca los avances y repliegues de la conquista, se explica por la originalidad geográfica y política de las tierras interiores sirio-palestinas; las rivalidades locales de las ciudades, y la codicia de las bandas armadas y de los beduinos, ofrecen a la diplomacia de los estados rivales inagotables posibilidades de intervención (es revelador el que Amenofis, al volver de su campaña triunfal por Siria, capturara un emisario mitanio que iba a Palestina). El vigor relativo de los reyes urbanos y de los jeques, la densidad geográfica y el dinamismo económico de las poblaciones disuadieron a los egipcios de gobernar direc­ tamente sus tierras de Asia. Les bastaba el juramento de fide­ lidad de los príncipes, pero esto era precario: la muerte de un reyezuelo, una querella dinástica local, una incursión irre­ gular, una maniobra diplomática de Mitanni y la ciudad se había perdido. Las campañas reales, debido a la importancia de los éfectivos, a la presencia de los mejores funcionarios de la corte y al prestigio personal del rey, restablecieron la com­ prometida situación. La carta de un general de Ugarit es muy significativa respecto a esto: «El rey de Egipto tomó las armas y si llega no le venceremos, pero si sólo tenemos que habér­ noslas con la guarnición local acabaremos derrotándola.» En el intervalo que separaba a las campañas reales, las limitadas salidas de las guarniciones egipcias y la intervención más o menos .eficaz de los comisarios egipcios permitían la recauda­ ción de tributos en las mejores condiciones y conservar ciertas posiciones, pero la solidez del Imperio dependía en último término de las intervenciones personales del rey. Thutmosis III, cuyas campañas conmemoran dos narraciones de la época de los Ramsés, y Amenofis I I habían sido hombres capaces de mostrarse obstinados. Apreciaban los ejercicios físicos (caza, remo, tiro con arco, carro) y amaban la guerra, el segundo con una marcada propensión a las maldades exhibicionistas, cosa excepcional en un faraón. Bajo Thutmosis y Amenofis, la organización refinada y la riqueza de la X V III Dinastía se manifiesta en todo su esplen­ dor. El poder político está teóricamente sólo en manos del rey, que designa por sí mismo a los más altos dignatarios mili­ tares, sacerdotales y civiles. La administración es un organismo ejecutor, no un ministerio con capacidad de decisión. El rey es aconsejado por quien él quiere; se ve por ciertas carreras que el rango oficial y la influencia real de un particular no va forzosamente a la par: Senmut y Amenhotep, hijo de Hapu, favoritos célebres, dejaron a otros las funciones de visir, es decir, de jefe de la burocracia. Para realizar su función, la

burocracia evoluciona de una manera compleja. En adelante hay dos visires, uno para el alto y otro para el bajo Egipto. Aparte del tesorero que administra las reservas personales del rey y del «gran mayordomo» que administra las propiedades territoriales, el «director del tesoro» y los «directores de lo s. graneros» coordinan la producción y los impuestos. Una je­ rarquía muy diferenciada se ocupa de las casas de las reinas, de los grandes y pequeños templos y del todopoderoso Amón. El dominio indirecto del poder sobre los bienes de los tem­ plos está asegurado, mediante la asignación de las altas fun­ ciones sacerdotales, a los mejores amigos del rey. Esto no significa que no haya existido alguna contradicción peligrosa, lo que parece indicarse con la proscripción postuma de ciertos príncipes (un hermano de Thutmosis IV) y de varios altos funcionarios de . Thutmosis III (Puiemre1) o de Amenofis II (Usersatet, hijo real de Kush). No es difícil imaginar que la riqueza de las propiedades de Amón inspiraría envidia a los sacerdotes de los otros dioses, pero, en conjunto, la participación de casi todos los jefes de la administración en la gestión y en los beneficios de estas propiedades hace que la explotación de éstas parezca producirse en régimen de coope­ ración con el poder real, a manera de una «industria nacionalizadá autónoma», sin poder oponerse a él. Una intensa política constructora responde a esta prosperi-. dad. El rey es el director máximo de las obras y participa en principio en la elaboración de los proyectos:, los técnicos (maestros de albañil y escribas sagrados) proporcionan los da­ tos básicos, pero es el faraón quien da las instrucciones a los diversos funcionarios que designa, como «directores de los tra­ bajos» y también quien decide los dioses que han de . ser honrados. Con Thutmosis III y Amenofis II, algunos templos provinciales del Saíd, pero sobre todo los del Delta, se bene­ fician con el programa de reformas. Tebas tiene- preferencia sobre Heliópolis y' Menfis, pero Kárnalc continúa engrande­ ciéndose. Bajo Thutmosis se revisa la planificación interior y se multiplican los pequeños pilonos y los pórticos, se erige un nuevo par de obeliscos en la fachada y un santuario de granito reemplaza a la capilla de Hatshepsut. Un «templo mile­ nario» de tipo único se erige detrás del Sancta Sanctórum; una gruesa muralla se adosa al templo, y en su fachada oeste se abre a la devoción del pueblo de Tebas un santuario «del dios cuya oreja escucha». Hacia el sur se prosigue el orna­ mento de la avenida triunfal qtte lleva hacia Lúxor, especial­ mente con el acabado y reagrupamiento de los colosos de di­ versos reyes antiguos. Se disponen dos lagos sagrados a ambos lados del templo. Amenofis II erige a su vez los obeliscos

de la fachada, adorna el atrio con relieves de granito que narran sus brutales hazañas, embellece con finas columnas -el templo de Montu, construye un quiosco jubilar sobre la ave­ nida del sur y un «lugar de recreo» de cerámica. Thutmo­ sis IV dispone a continuación un gran patio anterior cuyos relieves muestran el pintoresco desfile de gruesos bueyes, y en la parte oriental construye una nueva capilla de bien­ venida donde «Amón, el que escucha las plegarias», se presenta a. la ciudad bajo la forma de un obelisco único. A la osten­ tación de las construcciones polícromas, doradas por algunas partes, rodeadas de bellos vergeles, respondía la ostentación de los objetos rituales y de las efigies, cuya entrega solemne el día primero del año se conmemoró en las tumbas de los dignatarios. Trasponiendo a la piedra ciertos gestos y ropajes rituales, grandes estatuas de piedra de tipo cada vez más diver­ sos pueblan los patíos y columnatas. . Al occidente de Kárnak, en diferentes puntos de los contra­ fuertes de la montaña, hay una inmensa necrópolis de nobles cuyas capillas en forma de hipogeo, muy parcialmente conser­ vadas, constituyen hoy un prodigioso museo de pintura. Como el material, poco resistente, de las pendientes tebanas no se presta, salvo en raras ocasiones, a la talla de relieves, los cortesanos más importantes se contentan con una decoración pintada sobre yeso, pero los artistas saben ponerse a su altura retinando su sentido del dibujo1y de los colores, yendo de un clasicismo un poco frío a una gracia más bien barroca. Las diferentes actividades de los señores y del pueblo reviven ante nosotros. La tumba del gran visir Rekhmire1, ministro de Thutmosis III, contiene una especie de enciclopedia de las actividades del país; las capillas más modestas de Nakht y de Menna recuerdan sus carreras de «escriba de los campos»; la de Nebamun conmemora algunos episodios de la vida de los militares acuartelados, etc. Hay escenas que reproducen los misteriosos, rituales de inhumación que practicaban los reyes de antaño; otros, más alegres, muestran a muertos y vivos sacrificando y festejando en la capilla los días en los que la barca de Amón venía a la orilla izquierda, a visitar los templos milenarios. Las tumbas reales que penetran en el .subsuelo del Valle de los Reyes responden, como es costumbre, a la posición sin par del faraón. Los tesoros perdidos que rodean a estos reyes acos­ tados en sus finos sarcófagos de cuarcita debían tener la sobria riqueza y la calidad clásica dé las alhajas de tres favo­ ritos de Thutmosis III que han llegado hasta nosotros y debían exceder en cantidad a las del pequeño Tutánkhamón. Las paredes de las habitaciones llevaban una imitación perfecta

y agrandada de un papiro donde figura el Libro de 'la Sala Escondida (o Am-duat): una serie de escenas con leyendas escritas que representan el viaje del sol durante las doce horas de la noche, presentan las extravagancias surrealistas de un sueño rnístico y dan a conocer los misterios de la regeneración del astro. Otra composición de las tumbas reales, la Letanía del Sol, enumera especialmente por medio de singulares imá­ genes y de una colección de setenta y un calificativos, el mismo misterio divino. Resueltamente pagana, la teoría y la práctica religiosa no eran el cúmulo de ingenuidades contradictorias en el que haría creer, en principio, un examen superficial. La religión de Egipto, por la multiplicidad de los niveles en que se expresa, presenta una imagen difícil de captar por un hom­ bre actual. En cada ciudad, el dios mayor local, asimilado al sol, se considera como el creador y el motor del universo. Era conveniente protegerlo detrás de los altos muros del tem­ plo y suministrar mediante ofrendas y dotaciones la energía indispensable del mundo. La diosa asociada al dios mayor personifica regularmente el rayo solar, a la vez benéfico y te­ mible. Los sacerdotes sabían que el- dios era el mismo* Re‘ . el sol, así como todos los otros dioses, un ser divino, único e' inefable. En.las divinidades locales se combinan atributos mí­ ticos y trazos iconográficos; el ritual de las diosas mayores es idéntico en todas partes al ritual diario del dios. Los aldea­ nos encuentran en la imagen tradicional de su patrón un pro­ tector familiar al que, por mediación de una pequeña estela, pedían salud y éxito. La distancia que separaba a las divini­ dades de los humildes mortales y, por tanto, la piedad per­ sonal, disminuyó bajo la X V III Dinastía. En la primera época no figuraba ninguna imagen divina en las tumbas privadas: ahora el muerto reza normalmente frénte a Osiris, Hathor y Anubis, señores del más allá. Hay estatuas que representan a los hombres importantes con la imagen del genio-serpiente Ermuthis; otras colocaban a los escribas bajo la protección del mono de Thot. Algunos antiguos lugares de la región menfita. (la Gran Efigie, la capilla de Sekhmet en Abusir) se convierten en centros de peregrinación, mientras que la veneración fami­ liar de determinados animales, especialmente la del carnero de Amón, señalan las primeras etapas de esa ingenua zoola­ tría que repercutirá entre los egipcios de la época tardía. P o r. otra parte, se inician ciertas tendencias espiritualistas en la devoción de los más ilustrados: bajo Amenofis II I aparecen estatuas de particulares representados con la apariencia de sa­ bios meditabundos, mientras que algunos himnos rituales y otros escritos sobre los monumentos de los nobles (estela de Suti y Hor) adoptan un tono panteísta para hablar del sol..

Este paganismo egipcio, uno en su esencia y múltiple en sus manifestaciones, se encontraba en disposición de responder a las necesidades de todos; cubría las instituciones económicas útiles, federaba las provincias y se prestaba tanto a la supers­ tición como al misticismo. Se expresa de manera fastuosa bajo el reinado de Amenofis III (1402-1364). La paz reina sobre el imperio, desde Karaoy (región de Napata) hasta los confines de Naharina (Mitanni). Hostigado por sus vecinos asirios e'hititas, Mitanni enviará sucesivamente a dos princesas (Gilukhepa y Tadukhepa) al harén de Ameno­ fis, y se vinculará a la alianza egipcia. Aparecen entonces en el mar de Siria los sharden, los'primeros viajeros de los Pueblos del Mar, que hostigan a las fortalezas marítimas construidas para proteger las costas de los piratas y controlar el comercio. Se realizan unas capturas entre los libios y. en los textos aparece el nombre de los mashauash de la Marmárica, cuyos jefes llegaron a ser faraones unos quinientos años más tarde. Pero estas nuevas amenazas que abrumarán a los Ramsés toda­ vía son demasiado débiles para suscitar una reacción consciente en un Egipto satisfecho. Deportista, si se le juzga por las matanzas de leones y toros salvajes que hizo, Amenofis III, aunque proclamando bien alto su vocación de dominador del universo, apenas es belicoso. La explotación de Asia es. un asunto rutinario: cuando se rodea un templo de aldeas sirias, cuando se pueblan las prisiones de los dioses bárbaros virtual­ mente capturados por Su Majestad, se trata de deportados remitidos por los comisarios egipcios, por los reyes tributa­ rios o por el aliado mitanio o el asociado hitita. De hecho, ninguna de las inscripciones de Amenofis relata ninguna cam­ paña real en Asia. La riqueza de Egipto en oro, las relaciones diplomáticas y el control directo o indirecto de los puertos fenicios bastan para asegurar la llegada de los productos asiá­ ticos. La administración interior no plantea graves problemas. El equilibrio entre Tebas y la provincia está asegurado. Menfis, administrada ahora por un «gran mayordomo» particular y en la que los nobles locales repueblan con bellas tumbas la necró­ polis de Saqqarah, es una segunda capital. El poder se va distanciando discretamente del pesado patrocinio de Amón (la función de «esposa del Dios», por ejemplo, no vuelve a asu­ mirla una reina). El dios de Kárnak se conserva majestuosa­ mente al frente del panteón, pero la omnipotencia de su pres­ tigio se compensa con la elección ocasional de dos hijos del rey para la dirección de los sacerdotes de Menfis y de Heliópolis y por la transferencia del título de «director general de los profetas» a los pontífices de Menfis. La vida de esta corte engalanada con amplias vestimentas

sabiamente plegadas es más refinada que nunca. Los talleres fabrican una multitud de encantadores objetos’ familiares, la industria del vidrio y de la cerámica conocen un desarrollo sin precedentes. La gracia femenina de las artes menores con­ trasta con la poderosa inmensidad de la obra monumental. Cier­ tos edificios están todavía impregnados de aquella moderada elegancia, característica del arte tutmósida, como, por ejemplo, las maravillosas columnatas que bordean el patio del templo de Lúxor. El relieve plano, única aportación del arte egipcio, conoce uno de sus momentos . de apogeo en las tumbas de Ramose y de Kheruf. Sin embargo, se va afirmando una nueva tendencia: el gigantismo en la arquitectura. En Lúxor, una formidable fila de columnas umbeliformes viene a constituir un orgulloso atrio, asimismo adornado por numerosos colosos de granito, que más tarde usurpará Ramsés II.. En Kárnak un pilono de considerable altura constituye una nueva fachada; delante de la avenida del sur se colocan nuevos pilonos, pre­ cedidos por colosos de cuarcita. El templo de Montu se re­ nueva. La parte meridional de la orilla izquierda de Tebas se recubre con inmensos complejos monumentales. El mayor «templo milenario» que jamás se haya visto se instala a la derecha de la colina de Gurnet-Marei, donde se abre un nuevo cementerio para los nobles. Este templo, consagrado a Amón y que incluía también un gran santuario para Socaris, el dios de los muertos de Menfis, fue espléndido: había altas estelas con enfáticos textos, centenares de estatuas de la diosa-leona Sekhmet para conjurar las múltiples formas de esta peligrosa diosa, grandes esfinges e inmensas efigies de perros y estatuas y colosos reales por decenas. Dos de estos colosos todavía permanecen en el mismo lugar y uno de ellos, cuya mole que­ brada hacía oír un crujido cuando el sol eváporaba el rocío de la noche, fue célebre más tarde con el nombre de Memnón. .Barrios populares y talleres,se instalaron entre el templo del favorito Amenhdtep y el pequeño templo tutmósida de Medinet Habu, que fue dotado de una nueva muralla. La fachada del templo de Amenofis II se renovó con ocasión de los jubileos de Amenofis III. Dos kilómetros más al sur, una dudad residencial, «La Casa del Disco Resplandeciente», al lado del inmenso lago-pantano que es Birket Habu, comprendía el palacio del rey y de sus esposas, las dependencias adminis­ trativas, la «Casa de Jubilación», donde se celebraban los jubileos y un santuario donde se erigió un Amón de diorita de cuatro metros y medio de alto. La máxima ostentación de estos lugares debió tener lugar con ocasión de los jubileos rea­ les, que acompañaron a la aparatosa celebración de la fiesta de Socáris y que fueron la ocasión para hacer tallar en granito gris

grandes imágenes de las divinidades mayores y menores de todo el país. A la fantástica proporción de las arquitecturas corres­ ponde la asombrosa multiplicación de los colosos, traduciendo el deseo de proporcionar al pueblo imágenes tangibles de la di­ vinidad del faraón: ciertos gigantes que se transportaron de Asuán o de Jebel Ahmar (cerca de Heliópolis) y que se eri­ gieron derrochando tesoros de imaginación, representan hipóstasis del genius real, dioses particulares cuyos nombres, «el sol de los soberanos», «el soberano de soberanos», «Montu de los soberanos», son todo un programa. La provincia se benefició igualmente con grandes trabajos (especialmente Bu­ bastis, en el Delta), así como Nubia, donde, en el emplaza­ miento de Soleb, una nueva ciudad, en la que Amón-Re‘ y Amenofis, considerado como una divinidad lunar, se dividían el patronazgo, se encontró dotada con un inmenso templo al final de toda una serie de mejoras. No se acabaría nunca de enumerar la obra de los treinta y ocho años de reinado. El gigantismo egocéntrico y la incontinencia monumental que ca­ racterizaron a Ramsés II se inspiraron directamente en el ejem­ plo de Amenofis III. En la corte destacaron dos personajes. Por una parte, la reina Tiyi, hija de nobles de Akhmim. Su nombre está casi siempre asociado al de su esposo en los pequeños objetos de lujo. Representada con frecuencia en los monumentos oficiales, vio edificar en Sedeinga, al norte de Soleb, su propio templo de eternidad, y sus padres recibieron sepultura en el Valle de los Reyes. Por otra parte, Amenhotep, hijo de Hapu, al que las generaciones posteriores transformaron sucesivamente en santo y en dios. Originario de Atribis, en el bajo Egipto, este escriba militar se'' especializó en la fabricación y erección de colosos de cuarcita. Amigo de las mejores familias de la corte, fue un consejero atendido, quizá una eminencia gris en materia de artes y cultos y, en esta época en que iba adquiriendo peso, la piedad personal, se las dio de mediador místico entre Amón y la humanidad, Amenhotep, a lo que parece, fue el primero al que se Confirió la extraordinaria dignidad de prín­ cipe (erpá), que será la de los presuntos herederos después del episodio amanuense. Su señor le hizo construir, y es otra distinción única, un templo funerario cerca del suyo. Después de vivir más de ochenta años, el hijo de Hapu murió pasado el primer jubileo del rey (1372), cuyo fausto dirigió. Era experto en materia de inscripciones antiguas y libros rituales (además, una tradición atribuirá a la época de Amenofis III el redescubrimiento en Abidos de Jos viejos rituales funera­ rios de las pirámides). Su formación literaria se manifiesta en las citas que hace en sus monumentos de ciertos clásicos

egipcios (Instrucciones a Merikare', Aventuras de Sinubé). El empleo de la lengua del Imperio Medio («medio egipcio») era obligatorio en la redacción de los textos lapidarios desde el principio de la restauración ahmósida; estaba recomendado en la reelaboración de las cartas administrativas y privadas (aunque la correspondencia presenta de hecho una mezcla de la lengua clásica y de «neoegipcio», la lengua hablada). Todo en la figura dominante del hijo de Hapu confirma la impresión que se impone al examinar el conjunto de los monumentos de Amenofis I I I y de sus contemporáneos: el reinado señala el apogeo de la religión, el arte y la cultura faraónica en sus formas más tradicionales. Apenas se puede prever la sub­ versión radical que el hijo y sucesor de Amenofis III, Ame­ nofis IV-Akhenatón (1364-1347), iba a desencadenar. Los egiptólogos no acostumbran a conservar la indiferencia objetiva que conviene al historiador para hablar de este extra­ ordinario período que fue la herejía llamado «amarniense», nombre derivado de el-Amarna (Tell el-‘Amarna), el lugar donde se encuentra la capital del rey-profeta. Produciendo inquieta hostilidad en unos y entusiasmo en otros, lo extraño del acon­ tecimiento y la singularidad insólita de las obras de arte llegan a emocionar. El encanto del extraordinario busto de Nefertiti que se conserva en el museo de Berlín y los tesoros de Tutánkhamón han hecho célebres a estos personajes de los que se desearía, acumulando hipótesis en torno a ellos, saber mucho más de lo que la documentación permita. La palabra atón, en su origen, no designa un dios, una per­ sona a la que se rinde un culto, sino que designa el objeto «sol» que se ve en el cielo bajo la forma de un disco lenticular llameante. Este objeto, cuya carrera aparente circunscribe la totalidad del universo, procede evidentemente de la divinidad y la palabra atón se puede emplear metafóricamente en lugar del nombre Re‘ para hablar del astro del día considerado como potencia eterna y vivificante. Según una tradición, Re‘ «reside en su disco»; según el Libro de la Sala Escondida, el disco' es el elemento estable, pero pasivo, del ser solar y se mueve por el misterioso «cuerpo carnal de Re‘» que se regenera cada noche por la acción de fuerzas cósmicas permanentes. Así, pues, la naturaleza del atón preocupó a los teólogos y algunos dedujeron de ello aparentemente vina especie de «posi­ tivismo»; intentaron captar la esencia de lo divino, no pro­ fundizando en los misterios de la imaginería mitológica tradi­ cional, sino por una especulación sobre la naturaleza del disco visible, dato inmediato de la experiencia, directamente acce­ sible al conocimiento místico. Estos desconocidos antecesores de los amarnienses no necesitaban reconocer en Amón al dios

escondido por excelencia, que se manifestaba bajo la forma de Amón-Re‘. Sin embargo, el ritual y la piedad de la X V III Di­ nastía, aun acentuando la transfiguración solar del dios tebano, no parece conceder una particular importancia a su forma de atón y, en la medida en que la religión común se distancia de la omnipotencia amoniana, lo hace favoreciendo otros aspec­ tos mayores de la divinidad, Re‘-Harakhte-Atón de Heliópolis o Ptah de' Menfis. La mayor parte de los datos en los que se- ha creído descubrir los síntomas precursores directos de la revolución atonista son o inventados o carentes de signifi­ cación decisiva: el hecho de que Ahmosis III se denominara a sí mismo «Disco Resplandeciente» no es más revelador que su calificación de «Sol de los Soberanos». No obstante, Ame­ nofis IV veneró especialmente a su padre y a su abuelo y habla en una de sus proclamas de «perversas conversaciones» que éstos habrían oído antes que él; pese a la mutilación del texto, puede admitirse que las discutidas manifestaciones de la política religiosa de estos reyes eran su propio interés llevado a una doctrina según la cual Atón no era ya una simple forma, sino una persona. Esta doctrina debió nacer en los medios eruditos de Helió­ polis. En efecto, en esta ciudad la herejía adoptará la desig­ nación específica de su pontífice, el nombre de cierto santuario («El Castillo de Betilo») e incluso el culto del toro Mnevis, encarnación animal del Sol. Al final del reinado de Ameno­ fis III, al lado de otras antiguas o nuevas formas del dios solar, se veneraba a una figura llamada «Re‘-Harakhte, quien se alegra en el horizonte bajo su nombre de luz que está en el Disco». Este recién llegado podría haber tenido un lugar al lado de las formas tradicionales o recientemente in­ ventadas de Amón y de Re‘. Divinidad personal del príncipe Amenofis, iba a ser proclamado dios mayor y, muy pronto, dios único durante el nuevo reinado. Nada permite captar del natural 16 que pudieron ser las actividades del joven Amenofis en la tan tradicional corte de su padre. Algunos autores han visto en la reina Tiyi el cómplice e incluso la instigadora de la herejía; lo cierto es que esta reina conservó sus prerrogativas bajo el reinado de su hijo y se asoció al culto de Atón, pero al mismo tiempo consagró monumentos a su difunto esposo' en las formas osirianas ortodoxas y, cuan­ do todo promotor de la herejía fue maldito, su santa memoria fue venerada por los contemporáneos de los Ramsés. Al me­ nos una persona compartió absolutamente la fe del príncipe, su esposa Nefertiti. Son tantos los cortesanos de Amarna que proclaman que-el Señor los ha sacado de nada, que se puede pensar que el rey profeta reclutó lo mejor de los suyos entre

hombres nuevos. La originalidad radical de las creencias, del arte y de la literatura atonistas confirma además otra afirma­ ción de estos cortesanos: la revolución fue el fruto del pen­ samiento del mismo soberano y lleva, por tanto, la marca de su personalidad. Esta personalidad se intenta captar a través de sus retratos. Al principio del reinado los relieves repre­ sentan a Amenofis IV bajo el aspecto clásico, idealizado, que el arte clásico daba a su padre, pero muy pronto la estatuaria y el dibujo confieren a su cuerpo una apariencia asombrosa: un torso de mujer enferma, una enorme pelvis, un,vientre abul­ tado, unas piernas delgaduchas. El. rostro también es extra­ ño: cráneo alargado, cara prognata con las mejillas hundidas, mentón deforme y gruesa boca cuya sensualidad contrasta con la mirada soñadora de los alargados ojos. Amenofis IV heredó de su padre una conformación menuda de miembros y una cierta tendencia a la adiposidad del vientre, pero de todas formas no se podrían interpretar las formas de grotesca androginia que le atribuye el nuevo arte como la expresión rea­ lista de una enfermedad endocrina que ‘ habría afectado, y necesariamente dejado estéril, al soberano ebrio de Dios. Esta sorprendente iconografía revela sin duda un simbolismo exa­ gerado presentando al que era la «imagen de Atón» con los, atributos de dios universal, «padre y .madre» de las criaturas El rostro, que algunos retratos esculpidos presentan de una manera verdaderamente realista, no es seguramente el de un joven pletórico de salud, pero la degeneración que parece re­ flejar puede ser la propia de los genios. Este físico de enfermo se acompañaba de una sensibilidad extrema, de una voluntad de místico, poco propicia a la gran paciencia que requiere la política. Por absoluta que fuera, la autocracia de los faraones procedía de una tradición comúnmente aceptada, que trascen­ día a la voluntad de cada rey y por este mismo hecho respe­ taba la pluralidad de creencias y garantizaba los intereses adquiridos. Aprovechando el absolutismo, el rey-profeta susti­ tuyó esta monarquía tradidonalista, ajustada en sus leyes fun­ damentales por un suave totalitarismo personal. ¿Tuvo Ame­ nofis IV intenciones políticas? ¿Habría abdicado del arrogante . imperialismo de sus padres y pensado que un monoteísmo permitiría reunir en una sola nación a todos los pueblos del imperio? De hecho la teología atonista, de una complejidad absolutamente egipcia,- estaba lejos de poseer la simplicidad doctrinal que dio la fuerza al Islam; por otra parte, al prin­ cipio del reinado se llevó a cabo una represión brutal en la baja Nubia, el desfile de los tributarios se celebró en el-Amarna y los- temas decorativos que mostraban al rey hollando a ne­ gros y sirios formaron .parte de la decoración de los palacios

amarnienses. ¿Quiso/.Amenofis IV anular el poder temporal de Amón en provecho de la corona? De hecho, durante cuatro o cinco años toleró el culto del Señor de Tebas y mantuvo el puesto de primer profeta de Amón, absteniéndose, por tanto, de entablar un conflicto brutal con el dios ' y sus servidores. Se abstuvo asimismo de fundar su metrópoli sobre un terri­ torio perteneciente ya a alguna divinidad. Finalmente se tiene la impresión de que una mística pura, bastante indiferente a las contingencias temporales, sirvió de empuje a la revolu­ ción atonista: una teología que se va haciendo progresivamente más sutil en el pensamiento del profeta encerrado en su sueño y enclaustrado en su corte, propuso una serie de revelaciones a un país sorprendido, pero pasivo. En efecto,' la herejía se desarrolló por etapas. Antes del quinto año, los monumentos muestran a Amenofis rindiendo homenaje a las divinidades clásicas (templos de Soleb y de Sesebi); incluso se le llama, ¡oh ironía!, «el. que Amón ha escogido entre miríadas». Los servicios oficiales no han reci­ bido aún instrucciones tajantes ordenándoles repudiar el plu­ ralismo de cultos. Sin embargo, hizo una innovación procla­ mándose «primer profeta de Ré‘-Harakhte que alegra en el horizonte con su nombre de luz a quien está en- Atón» y atribuyéndose un epíteto espécial que indica que sería «grande durante su vida». Una nueva era comienza. A modo de un nombre real, el nombre dogmático del dios se encuentra en cartuchos e, incluso en los textos cursivos, la palabra atón se incluirá paralelamente en un cartucho. Así se proclamó el advenimiento terrestre del dios. Pronto la efigie tradicional de Re‘-Harakhte, un hombre concabeza de halcón, es sus­ tituida por una representación más positivista, la de un disco del cual descienden rayos que se terminan en unas manos que tienden el símbolo de la vida. Se erige aprésuradamente en Kárnak una «Casa de Atón», conjunto de templos de un tipo inédito; el principal se llama'«Atón es descubierto». Un arte nuevo, de pronto, aparece; las siluetas de la reina y de los súbditos reproducen más o menos el extravagante dibujo adoptado para representar el cuerpo del rey. Las composicio­ nes que, sobre las paredes de los patios abiertos al gran sol, muestran los oficios atonlstas, los desfiles fastuosos de la corte, la alegría de los fieles y la vida de la naturaleza, aban­ donan gran parte de la rigidez solemne propia del arte de los antepasados y, rápidamente imaginadas y ejecutadas por una joven escuela de escultura, hacen brotar una, feliz fanta­ sía. Se toman medidas para dotar las tierras necesarias para ¡as oblaciones de esta «Casa de Atón» que coexiste insolente­

mente con el mundo antiguo que personifica la «Casa de Amón». En el año cuarto, Amenofis' decide alejarse de este mundo reprobado; no lejos de Hermópolis comienza a construir su residencia de Tell el-Amarna, en la que se instalará en el año sexto. Este «Horizonte del Disco» se puebla én la ribera derecha con varios barrios, con palacios suntuosos donde la alegría de vivir se expresa en los nuevos decorados campes­ tres pintados sobre los enlosados, con bellas quintas de corte­ sanos, con templos de techo descubierto cuyos patios contienen centenares de altares para presentar al Sol las ofrendas del rey y del pueblo y cuyas paredes están alegremente decoradas como las de los santuarios atonistas de Kárnak. El arte heré­ tico se reafirma perdiendo su carácter caricaturesco y encuentra en ciertos escultores la combinación de cierto realismo y. de espiritualidad que se nos muestra en los famosos retratos deNefertiti. El neoegipcio es la lengua1adoptada para redactar' las inscripciones públicas y privadas, y se maneja con finura y claridad. En las tumbas privadas excavadas en la montaña oriental, imágenes y textos hacen vivir la vida espiritual y ma­ terial de esta comunidad en la que Akhenatón y Nefertiti, que, repudiando el formalismo anterior, se hacen representar en el descuido familiar de su vida cotidiana, quisieron vivir su sueño. Hemos dicho Akhenatón (literalmente, «Util para el Disco») porque a partir del año quinto el rey se llamó así y no volvió a llamarse Amenofis, mientras que Nefertiti reci­ bió el nombre de Nefer-neferu-Atón, proclamando la realización perfecta de la revelación. El nombre de Amenofis significaba «Amón está satisfecho». Así, pues, ahora la ruptura con el culto mayor de la dinastía se ha consumado, por reacción con­ tra las «perversas conversaciones» renovadas por sus sacerdotes. Se toman nuevas medidas que despojaron a Amón de sus inmensos bienes (se conoce el caso de un «administrador de los bueyes de Amón» que llegó a ser «administrador dé los bienes de Atón»). La doctrina que difunden los bellos himnos inspirados por el rey y los discursos humildemente confor­ mistas de los cortesanos reina sola en principio. El sol Re‘, bajo el aspecto de Atón, crea y recrea el mundo cada día; dando el Nilo y las lluvias, haciendo crecer las plantas, etc., es la providencia; los difuntos, gracias al soplo que les dis­ pensa, gozan diariamente de los placeres de el-Amarna, bajo la forma de «almas vivas». Unico objeto de culto en el cielo, el sol (Re‘), visible por su único disco (Atón), del cual emana la luz, se reencarna aquí bajo la forma de su único hijo, su imagen consustancial cuyo genio, asociado al de la reina, es adorado en el oratorio de cada casa. Ya es la predicación

de Akhénatón la que fundamenta la ley y la moral, y no la tradición consultada por un hijo de Re‘ reconociendo implí­ citamente la "distancia que le separa del misterioso dios tras­ cendente. Nunca se había afirmado de forma tan rotunda el dogma- de la divinidad del faraón. Una confianza romántica en la bondad de dios, una piedad entusiasta, un lirismo espon­ táneo y el rechazo del aparato mitológico en el elogio de los dioses constituyen, aun en nuestros días, el atractivo del atonismó. Los delegados egipcios en las cortes cananeas supieron hacer sentir este atractivo en el extranjero, de manera que el himno real, traducido al cananeo y transmitido a través de las generaciones, inspiró indirectamente el Salmo 104 de la Biblia. Se nos dice que el poder del rey se volverá contra el que no le siga, pero, en conjunto, la propia idea del mal se olvida en el dogma amarniense: no más serpientes monstruosas ame­ nazando el orden cósmico, no más. angustia ante los peligros que hace correr al hombre la llameante diosa del fuego, no más conjuros hábiles como aquellos por los cuales los Libros de los Muertos intentaban mantener la vida de ultratumba. A condición de imitar a los amarnienses y olvidar que una venerable cultura, razón de ser de una nación, era traicionada y que un imperio se derrumbaba, aún nos sorprendemos hoy ante la comunicativa alegría de los fieles, aunque éstos, como Ay, anciano preceptor de Nefertiti, sean conocidos por haber abjurado después de la muerte de su señor. En cambio tene­ mos que reconocer que se nos escapan las sutilezas teológicas de este último: los egiptólogos se entregan, con gran refuerzo de distingos filosóficos y de especulaciones ideológicas, a discu­ siones bizantinas para comprender lo que quería decir exacta­ mente el primer nombre dogmático de Re'-Harakhte-Atón y adivinar lo que, más allá de una eliminación manifiesta de. toda terminología «pagana», significa la nueva dogmática reve­ lada en el año noveno: «El soberano del horizonte que alegra en el horizonte en su nombre de Re‘, el padre que viene en Atón». Las reflexiones doctrinales y el entusiasmo en la piedad no impidieron que el-Amarna sufriera crisis internas (pu­ diera ser que provocadas precisamente por unas y otro). Se sabe que después del. año duodécimo Nefertiti cayó en desgracia y que Meritatón, hija mayor de la pareja real, llegó a ser la primera dama del país. Akhénatón no había tenido de su gran esposa ningún hijo varón. Un personaje de ascendencia aún desconocida (¿quizá un hijo de Amenofis III?), llamado Semenkhare', fue asociado al trono hacia 1350; se casó con Meritatón, pero, por una de esas extravagancias propias de la época, le fue transferido el sobrenombre de Neíerneferu-Atón que antes había usado Nefertiti.

Éntre tanto, ¿que fue de Egipto a lo largo de los diecisie­ te años del reinado «ebrio de Dios»? Según las apariencias, la administración funcionó con regularidad: hasta el fin del rei­ nado los productos del Delta llegaron hasta el-Amarna. Durante todo el reinado funcionaron importantes templos de Atón en Menfis y Heliópolis. Hubo pequeños santuarios atonistas en Nubia (Sedeinga, Kawa, Amada) y en algunas ciudades de pro­ vincia (Elefantina). Se han encontrado fragmentos de edificios atonistas en la Tebaida (Tod, Hermonthis, Medamud), en el medio Egipto (Matmar, Asyut, Tuna, Hermópolis, Antinoe, Sharuna, Heracleópolis) y en el bajo Egipto (Bubastis, Sebenito), pero parte de ellos fueron evidentemente llevados allí, bajo los ramésidas, de los centros atonistas ya sin culto, de manera que es difícil confeccionar un esquema de la implan­ tación de la herejía en los nomos. El nombre y la imagen de Amón fueron borrados de casi todos los edificios públicos y privados de Tebas, de los grandes templos del país y, espo­ rádicamente, de las estelas privadas colocadas en lugares santos de la provincia. Estas destrucciones, ejecutadas por obreros mandados por el rey o bien por los fanáticos de su causa, tendían sin duda a negar la realidad espiritual del dios «es­ condido». Igualmente quedaron proscritos Mut, compañera de Amón, y la diosa-buitre, Nekhabit. En algunos textos se bo­ rraron las palabras «los dioses», pero generalmente las figuras y los nombres de las pequeñas divinidades locales no se vieron afectadás por la persecución. Los atonistas se abstuvieron pru­ dentemente de enfrentarse con las creencias particularistas de los provincianos y se contentaron con desinteresarse de ellas. Los templos continuaron funcionando, bien que mal, gracias al fervor de los pueblos, que no podían renunciar a su devo­ ción habitual. Es divertido ver' las jarras dé vino entregádas en el-Amarna por los campesinos afectados por el padrinazgo de -Ptah, Horus y el mismo Amón, y aún lo es más encontrar en las mismas casas de Amarna un cierto número- de objetos que atestiguan que algunos habitantes del «horizonte de Atón» veneraban todavía en privado al mono de Thot o al cocodrilo de Sobek. En las provincias hay individuos que rezan al Atón único junto a Osiris-Socaris o Khumi-carnero. La religión reve­ lada, lejos del profeta, se arriesgaba a quedar sumergida en el marasmo dd pluralismo de cultos. En el tercer año de su reinado (1348), Semenkhare', sin renunciar a sus títulos ato­ nistas, había puesto en funcionamiento un «templo milenario en el dominio de Amón». Por esta fecha Akhenatón había muerto (o lo haría muy pronto). El príncipe que a continuación subió al trono (1384) era un muchachito frágil, cuya ascenden­ cia aún no se conoce con seguridad. Llamado Tutánkhatón,

había sido educado en la herejía y estaba casado con Ánkhesenpaatón, tercera hija de Akhenatón. La joven, pareja real, rebautizada con los nombres de Tutánkhamón y Ánkhesena-' món, debió abjurar y en el año cuarto se dio un decreto en Menfis que denunciaba el mal ocasionado a Egipto por el olvido a los dioses tradicionales, enriquecía a Ptah y restable­ cía solemnemente el culto a Amón. La restauración fue realiza­ da con éxito por los militares: un renegado, Ay, que en el-Amarna había sido jefe de la división de carros, se encargó sin duda del sur; Horemheb, soldado oriundo del Medio Egipto, fue nombrado príncipe (erpá), «gran mayordomo» y general en jefe inmediato a Tutánkhamón, e, instalándose en Menfis, se encar­ gó del norte y de los asuntos exteriores. Cuando miirió el pequeño rey, después de diez años de reinado (1347-1338), se reveló el contraste entre la mentalidad de los medios atonistas y el fiero nacionalismo egipcio’ por un episodio inaudito: la viuda pidió a! rey hitita, Shuppiluliuma, que le enviase uno de sus hijos con el fin de desposarlo y hacerle rey de Egipto. El pretendiente hitita fue asesinado. Ay (1338-1334) subió al trono, acaparó el templo funerario de Tutánkhamón después de haber­ le inhumado, con la ostentación que se sabe, en una pequeña sepultura, excavada apresuradamente en el Valle dé los Reyes. Horemheb debió espera^ la muerte del viejo renegado para subir al trono. Aprovechándose de los servicios prestados como guerrero y como administrador, limpio de cualquier compro­ miso con el atonismo, este predestinado de Amón fue coro­ nado en Tebas. Sustituyó el nombre de sus dos predecesores por el suyo en todos los monumentos de la capital. Las listas oficiales de los reyes, bajo Ramsés, ignorarían a Ay y a Tu­ tánkhamón tanto más cuanto que el «enemigo de el-Amarna», Horemheb, era considerado como el heredero directo del gran Amenofis III. Verdadero fundador de la X I X Dinastía, ya que el que escogió como visir y erpá era el futuro Ramsés I, Horemheb (1334-1309) publicó un edicto legislativo para. reprimir el abu­ so de poder que se había hecho habitual entre los agentes del fisco, los magistrados y la soldadesca gracias a las crisis. Se restableció la economía de los templos y se reconstruyó la jerar­ quía eclesiástica escogiendo a los titulares «entre lo mejor del ejército». Se erigió un alto pilono que cerraba im gran patio en honor de Amón, en la explanada de Kárnak, y otros dos completaron la avenida del Sur. Según la costumbre, se emplea­ ron bloques de piedra procedentes de los templos de Atón, así como piedras de las construcciones hechas bajo Tutánkhamón y Ay, pero no hay que creer que el restablecimiento de Amón en su gloria fuera acompañado de una persecución sistemática

del nombre de Atón (cuyos cartuchos dogmáticos rara vez fueron destruidos). El aparato ceremonial ritual de inhumación de Tutánkhamón conserva fórmulas de cariz amarniense y nor­ malmente figuran las tradicionales menciones de Atón en las inscripciones contemporáneas a Horemheb y a los Ramsés. El «castillo de Atón», en Menfis, funciona todavía bajo Sethi I. La teología oficial se contentó con olvidar las expresiones propia­ mente atonistas. Bajo Horemheb apareció el Libro de los pór­ ticos al lado del Libro de la Sala Escondida; insistía en el carácter contingente del disco, en la profundidad incognoscible del misterio divino. Evidentemente la crisis había obligado a toda una generación a replantearse su fe. La insistencia explícita sobre la unidad de Dios y sobre la permanencia de su acción, la atribución al Sol de la creación del género humano, el entu­ siasmado reconocimiento de su providencia, y la piedad perso­ nal se vuelven a encontrar en los escritos post-amarnienses. Es­ tas nociones sólo se habían expresado antes muy ocasional e implícitamente; los egipcios aprendieron a formularlas por reac­ ción contra la herejía. El abandono en que el régimen atonlsta tuvo a las antiguas costumbres imperiales había paralizado las escuelas de escribas: pese a la restauración de las humanidades clásicas, el neoegipcio siguió siendo la lengua de las cartas y de las inscripciones. En las artes plásticas, la reacción fue relati­ vamente rápida. Los talleres amarnienses habían sido mediocres en las provincias y en centros como Menfis su influencia per­ maneció limitada. Los artistas de Tutánkhamón empezaron a representar figuras humanas con vientres menos hinchados y caras menos prognatas, y. se afanaron por volver ,a los cánones de tiempo de Amenofis III, pero sabiendo conservar en ciertos casos algunos rasgos de la ágil fantasía atonista: la tumba que Horemheb, aunque aún era general, se hizo construir en Saqqarah, proporciona una demostración perfecta de su habilidad. Había nacido un nuevo Egipto, pero ahora debía defender sus posiciones en Asia. Algunos años antes de la muerte de Amenofis III los hititas, guiados por Shuppiluliuma, comenza­ ron a unificar Anatolia^ para invadir a continuación Siria sep­ tentrional, donde se enfrentaron con Mitanni, aliado del faraón. Entablaron una larga lucha con este reino, que finalmente re­ dujeron al grado de vasallo insignificante, y una lucha de des­ gaste con Egipto, absteniéndose por todos los medios de en­ frentarse directamente con él. Ciertos aliados se encargaron de socavar la dominación egipcia en el valle de Orontes y en Fe­ nicia. En Kadesh, un candidato ayudado por los hititas se opo­ ne al candidato del faraón, mientras que Abdiashirta y su hijo Azirú, aunque nominalmente seguían siendo súbditos del lejano Egipto, tratan mediante la violencia y el doble juego dé conse-

. guir un principado en Amurru. Los agentes de Amenofis III apenas reaccionaron ante estas amenazas. Si el viejo rey hubiese tenido como sucesor a un guerrero emprendedor, quizás algu­ nas campañas reales hubieran restablecido el prestigio egipcio. Diecisiete años de teología llevaron al desastre. Los comuni­ cados diplomáticos de los archivos de el-Amarna, después de ha­ cernos asistir a-la deplorable pasividad de las oficinas de Ame­ nofis III, nos hacen ver cómo se descompone un imperio. Cier­ tamente, los súbditos de Egipto agravan las amenazas que pe­ san sobre ellos y admiten la presencia de algunos soldados egip­ cios entre ellos, pero se quejan, con razón o sin ella, de la duplicidad de los comisarios del faraón y del escaso celo que ponen para reprimir los asaltos de las bandas irregulares y de los príncipes rebeldes. Palestina se precipita, en la anarquía y los_ asuntos se complican aún más al norte de Galilea. Final­ mente, Shuppiluliuma somete definitivamente el puerto de Ugarit y el valle del Orantes. Aziru de Amurru cada vez presiona más al rey Ribaddi de Biblos que envía continuadas súplicas a el-Amarna; Biblos, puerto clave de Egipto desde tiempos in­ memoriales, expulsa a su rey y pasa al enemigo. Reaccionando al fin, el-Amarna convoca a Aziru, lo retiene en Egipto y, des­ pués, lo pone en libertad; una vez liberado el príncipe de Amurru entrará oficialmente a formar parte de la alianza hitita. Palestina, donde Horemheb iría a implantar e l . orden bajo Tutánkhamón, quedó entera para Egipto, ahora rechazado al sur de una línea Biblos-Damasco, frontera a la que debió dedi­ car, en un momento dado, un tratado en buena y debida forma firmado con Shuppiluliuma. Egipto, que se rehacía, rompió pronto la paz: fue enviado un ejército, sin éxito, contra Kadesh, en el momento en que los hititas se enfrentaban a la resistencia encarnizada del desfallecido reino de Mitanni. El asesinato del esposo solicitado por la viuda de Tutankhamón fue seguido de un asalto hitita a Palestina. Más tarde, Horemlieb envió fuerzas hacia Siria, cuando Murshili II, sucesor de shuppiluliuma, comenzó a. tener dificultades con sus tributa­ rios. Pero finalmente ni el faraón, que debía continuar restau­ rando su dominio, ni Murshili, al que retenían los sucesos de ¡\natolia, hicieron un esfuerzo militar considerable. Cuando Ramsés I pasó a ser rey, Egipto y los hititas permanecerían en­ centados.

Fig. 6. Egipto en tiempos del Imperio Nuevo.

a)

Comienzos de la Dinastía X IX : Ramsés I y ■Sethi I

Cuando Horemheb, antes general, pasó a ser rey, puso su confianza en Paramsés, oficial también del ejército y apenas algo más joven que él. La carrera de Paramsés se puede recons­ truir con todo detalle gracias a las inscripciones de dos estatuas, en las que está representado en cuclillas y leyendo, que por merced real se le permitió colocar frente al décimo pilono del templo de Kárnak, junto a las estatuas del respetado visir y sabio Amenhotep, hijo de Hapu, de tiempos del rey Ameno­ fis III. También contribuyen a esta reconstrucción las inscrip­ ciones de dos sarcófagos (el interior de granito rojo y el exte­ rior de granito gris oscuro) que Paramsés proyectó para un cementerio cerca de la actual Gurob, próximo a la entrada del oasis del Fayum. Las estatuas todavían revelan que Paramsés, aunque en principio no fue sino un «jefe de arqueros», ya ha­ bía avanzado a través de varios grados militares hasta el cargo de visir, portador de las plumas a la derecha del rey, lugarte­ niente de Su Majestad en el alto y bajo .Egipto y príncipe hereditario en todo el país. En una fecha más tardía se hicieron modificaciones en los dos sarcófagos que muestran que ya había sido honrado por entonces con el título de hijo del rey, y que ya omitía el artículo definido, demasiado coloquial, con el que comenzaba su nombre, dejándolo en Ramsé.s, y enmarcándolo con el cartucho real, añadiéndole, incluso, el epíteto miamün, «amado de (el dios) Amón». En lugar del epíteto funerario habitual «de palabra verdadera» tras de su nombre se indicaba ahora solamente «señor de la humanidad», que por lo demás sólo se empleaba como epíteto del propio dios Osiris. En resumen, no sólo era el primer personaje de Egipto después de Horemheb, sino también el presunto heredero del trono. Así, pues, el futuro rey era. de nuevo un hombre de ascen­ dencia no real, ya que el título de «hijo del rey» era pura­ mente honorífico: •Ramsés no era hijo de Horemheb ni de ningún otro rey, sino de un «jefe de arqueros», llamado Sethi, cuyo nombre dio Ramsés al hijo que tuvo con su mujer Tiu, insignificante cantora del dios Re‘ . La familia era oriunda de la parte nordeste del Delta, que, desde tiempo inmemorial, era la región del culto al impopular dios Seth, hermano y ase­ sino del dios Osiris. El nombre de Sethi que llevaban el pa­ dre y el hijo de Ramsés no es sino una abreviatura del de aquél; probablemente la pronunciación egipcia del nombre era

Setoye, de donde proviene la forma griega Sethos que aparece en la historia de Manetón. Parece que la familia consideró pos­ teriormente a Seth como su primer antepasado. Tanto Ramsés como su hijo fueron durante algún tiempo comandantes de la fortaleza de Tjel (Sile en tiempos griegos), que defendía a Egipto por el nordeste, y se sabe que Sethi hijo fue sacerdote de varias divinidades del Delta. AI igual que antes, en el caso de Horemheb, las razones de que el heredero al trono sea un soldado resultan obvias. Se tra­ taba de la necesidad de una persona enérgica que se enfrentara a los inquietos vecinos orientales de Egipto en Palestina y Siria. Sin embargo, cuando murió Horemheb, tras un reinado bastan­ te largo, Ramsés (el Ramsés I. de los historiadores modernos) era demasiado anciano para atender a sus muchos deberes y tuvo, que delegar parte de sus funciones en su hijo, como más tarde manifiesta Sethi en la dedicatoria que ordenó poner en la capilla funeraria que construyó para su padre en Abidos. No está claro cuánto territorio poseyó Ramsés I en Palestina o en Siria. Es cierto que en un templo de Betshán, cerca del mar de Galilea, se encontró un depósito de fragmentos de cerámica para cimientos que llevaban el cartucho de Ramsés, pero es posible que se pusieran allí una vez que la plaza se reconquistó durante el reinado de Sethi. Que el reinado de Ramsés- I fue muy breve, queda insinuado en la nueva tumba que como rey se hizo preparar en el tra­ dicional lugar de enterramiento de los reyes de la X V III Di­ nastía, el «Valle de los Reyes», en Tebas. La tumba es peque­ ña; contiene una cámara, ya que otras varias sólo se empeza­ ron . a construir. Tanto la decoración de la cámara mortuoria como la del nuevo sarcófago de granito, aunque muy cuidadas, son sólo pictóricas y no esculpidas. La antigua tumba de los dos sarcófagos de Gurob había quedado abandonada; los hue­ sos encontrados en el sarcófago de granito rojo pertenecía a un jorobado menor de treinta años, razón por la que no podían ser los de Ramsés I, un hombre mayor con un hijo ya crecido y que había sido oficial. Sigue siendo inexplicable por qué el sarcófago interior fue transportado a Tebas, ya que se encontró oculto, enterrado fuera del rincón noroeste del muro que cer­ caba el templo de Medinet Habu. De hecho la única inscripción fechada que poseemos del reinado de Ramsés I es una estela que se halló en un nicho a la izquierda de la puerta del pilono del templo de Buhen (cerca del actual Uadi Halfa). Está fechada en su «año 2, segundo mes de la estación de invierno, día 20», y conmemora la instauración de ofertas en el templo. Sin embargo, sus últimas líneas revelan que quien erigió i-ealmente la estela fue su hijo

y sucesor en el trono, Sethi I. Su texto es prácticamente idén­ tico al de otra estela situada a la derecha de la puerta; ambas son simétricas, pero esta última lleva la fecha de «año I, cuarto mes de verano, último día», de Sethi I. Por esta razón parece que ambas estelas fueron erigidas en la misma época y que sus dos fechas son muy próximas, con mayor probablidad dentro del mismo año del calendario. Si ello es así, Ramsés I murió en el segundo año de su reinado. La importancia de Ramsés I se debe menos a las realizacio­ nes de su breve reinado que al hecho de haber llevado al poder una nueva dinastía. Esta dinastía, la decimonona en la estima­ ción de Manetón, se esforzó enérgicamente en restaurar el im­ perio fundado por sus predecesores y en preservarlo de ataques procedentes del exterior. Es igualmente posible que el prenombre de Menpehtire', nombre que adoptó Ramsés I cuando subió al trono, sea el origen de Menofres, con el cual el astrónomo griego Teón de Alejandría da comienzo a una era a la que llama «apó Menophreos». Normalmente se coincide en considerar que no se trata sino del periodo sotíaco que comienza en el 1320 a. C. Si los nombres de Menpehtire' y Menofres realmente fueran idénticos se podría obtener una datación astronómica válida en torno a la cual se podría fijar con bastante seguridad el reinado de Ramsés I. Los especialistas aceptan hoy como fecha de su muerte la de 1309 o 1304, obtenida por otros medios. La exis­ tencia de un nuevo período sotíaco cuyo comienzo coincidiera con el del reinado de Sethi I esclarecería asimismo la razón de que los dos primeros años de este reinado reciban el nombre de «Repetición del Nacimiento» y la de que el propio rey adoptara la expresión «Repetidor del Nacimiento» como uno de sus nombres o títulos: el llamado de las «Dos Damas». Todo ello se referiría en tal caso a la nueva era y sería enton­ ces bajo el reinado de Ramsés I cuando durante cuatro años, a principios del período sotíaco, la estrella Sirio (Sothis) apareció al amanecer en el mismo momento que el sol. Pero aun cuando se llegara a demostrar que la hipótesis aquí expuesta era inaceptable,' el nombre «Repetidor del Nacimien­ to» debe de alguna forma darnos a entender la decisión del nuevo faraón de hacer partir de su reinado un nuevo período de la historia egipcia con miras a recuperar el primitivo poderío y gloria de la nación. Como llegó al trono poco después de los cincuenta años, tuvo la suficiente energía y vigor para poner en práctica su decisión, y a su muerte, ocurrida unos quince años más tarde, transmitió a su sucesor un imperio que igualaba en extensión cualquiera de los conquistados anteriormente por un soberano egipcio. Sin embargo, para alcanzar tales objetivos,

hubieron de tener lugar grandes combates en las tres fronteras del país. Los relieves e inscripciones de los muros exteriores septen­ trional y oriental de la gran sala hipóstila del tempo de Kár­ nak, son la fuente más extensa sobre las guerras de Sethi I. Sus escenas de batallas a gran escala son las primeras muestras existentes de un género que fue más tarde imitado por algunos de los sucesores de Sethi. Estos relieves se complementan últi­ mamente con las listas de las ciudades y países conquistados, del tipo de las que los faraones acostumbraban a poner en sus monumentos desde tiempos del gran conquistador Thutmo­ sis III. Por último, algunas estelas de Sethi I encontradas en distintos lugares de Palestina, Siria y Nubia, a las que volve­ remos a referirnos individualmente, han aportado nuevos por­ menores. Los relieves de Kárnak están colocados en los muros de una manera casi desordenada, y para que den una descripción de las campañas deben, en primer lugar, ordenarse de acuerdo con lo que parece ser su orden lógico. Actualmente constan de vein­ te escenas separadas, ya que algunas otras de la hilera superior se han perdido. Tan pronto como Sethi I ascendió al trono se puso en mar­ cha (o, mejor dicho, condujo su carro de combate) por el ca­ mino que llevaba .desde la fortaleza fronteriza egipcia de Sila (hoy Tell Abu Safah, cerca de el-Kantarah), y a través del de­ sierto de la península del Sinaí a poca distancia del Medite­ rráneo, hasta Rafia (actual Rafa) en la frontera de Palestina. El camino está flanqueado por algunos pozos, excavados con el fin de que abastecieran del agua necesaria durante la travesía del desierto; todos ellos están fortificados, precaución necesa­ ria contra los merodeadores shasu, nómadas semitas. No está suficientemente claro si la incursión contra éstos y su derrota tuvo lugar en este momento o al regreso del norte. La última de estas hipótesis parece más probable; los shasu, aunque eran molestos, no eran, sin embargo, lo suficientemente peligrosos como para impedir que el rey se dirigiera con rapidez hacia Pa­ lestina. Hay otras tres escénas que se refieren a la campaña. La primera repreééríta la toma de una ciudad fortificada de Canaán, que no se nombra; parece que estuvo situada cerca del término del camino del desierto y podría tratarse de la impor­ tante ciudad de Gaza. La segunda escena describe otra batalla y la posterior rendición de la ciudad de Jenoam. Evidente­ mente a esto siguió la sumisión de los reyes del Líbano que se muestra en la tercera escena. Los reyes se esfuerzan en ganarse las simpatías de su conquistador mediante la adulación y la

tala de cedros de los que tan urgente necesidad tenían los egipcios para la construcción de sus grandes embarcaciones y de los mástiles de éstas. La ciudad de «Zeder de la tierra de Hinnom» aparece junto al bosque de cedros; ni la ciudad ni el país nos son conocidos por otras fuentes. Existen muchas pro­ babilidades de que pueda identificarse con la moderna Tell el-Naam, a nueve kilómetros al suroeste del mar de Galilea, lo que por sí solo constituiría una prueba de que, ya en su primer año de reinado, Sethi I penetró hasta la frontera sep­ tentrional de Palestina. Afortunadamente esto queda confirmado por dos estelas que erigió en Betshán y que amplían con nume­ rosos detalles la escasa información geográfica de los relieves de Kárnak. La primera de estas estelas, también fechada en el año I y bastante bien conservada, narra cómo el enemigo esta­ blecido en Hamath había reunido un gran ejército y había toma­ do Betshán, y cómo habiéndose aliado con los habitantes de Pahal impidió al rey de Rahab salir de su ciudad. El faraón, cuyo cuartel general no se menciona, envió tres destacamentos de su ejército contra Hamat, Betshán' y Jenoam, que tomaron en un solo día estas tres ciudades. Pahal (actual Fahal) se en­ cuentra al este del Jordán. La parte superior de una estela de Sethi I en la actual Tell el-Shihab, a bastante distancia al este del Jordán, atestigua las conquistas de Sethi en estos lugares. Rahab está situada enfrente, junto al margen occidental del río, y Betshán, donde se descubrió la estela, a cierta distancia de Rahab por el norte. Sin embargo, el combate tuvo lugar al suroeste del mar de Galilea, y Betshán había sido, y si­ guió siendo, una vez recuperada, uno de los puntales de la ocupación egipcia en la zona. La otra estela de Betshán es sólo un fragmento y la fecha está rota. Pese a ello, la escri­ tura de su inscripción sigue una dirección poco habitual, de izquierda a derecha, lo que hace suponer que esta estela estaba situada simétricamente frente a la primera estela completa y que por esta razón, como esta última, estaba también fechada en el año 1. Un estudió detenido de su muy desgastada super­ ficie ha sacado a relucir el relato del enojo del faraón cuando se le informó de que los apiru de la montaña de Yarmatu uni­ dos a los tayaru estaban atacando a los habitantes de Ruhma. Envió a la infantería y a los carros de combate que rápidamen­ te restablecieron la paz y regresaron en el término de dos días. Los lugares mencionados en esta segunda estela aún no pue­ den identificarse,, pero no deben estar muy lejos de Betshán. Piensan algunos autores que los apiru son los hebreos nómadas y seminómadas que, desde hacía unos cincuenta años, habían ido penetrando en Palestina desde el este y que se habían establecido allí, haciendo la guerra a la población aborigen.

Las dos estelas de Betshán muestran que la causa de la inter­ vención egipcia fue una inquietud, general en el país que estaba acompañada por luchas locales, más que cualquier hostilidad sentida por el pueblo hacia los egipcios. Se ha admitido que Sethi I siguió en su guerra asiática la estrategia antes adoptada por Thutmosis II I en su conquista de Palestina y Siria. Por tanto posiblemente Sethi I, una vez conquistada esta primera, siguió en dirección oeste hasta el mar con el fin de dejar seguros los puertos antes de volver a aven­ turarse por el interior de Siria. No cabe duda de que tuvo lu­ gar una campaña semejante a lo largo de las costas, aunque quizá no en el primer año de su reinado. Desgraciadamente se han perdido los relieves de la hilera superior de Kárnak, que se supone hacían referencia a esta parte de las guerras de Sethi I. Sin embargo, la lista de países y ciudades que con­ quistó contiene un buen número de nombres que pueden, con una cierta garantía, identificarse con localidades modernas que se extienden aproximadamente entre Betshán y la costa de Acco,' ya que fueron seguidas por otras durante la marcha hacia el norte a lo largo de la costa, hasta más allá de Tiro. Desde la costa (y quizá también en este caso en un periodo posterior de su reinado) Sethi I penetró en el interior de Siria, ya que el único relieve conservado en la hilera superior de la derecha de la puerta de la sala hipóstila habla de la conquista de la tierra de Amurru y de la ciudad de Kadesh más al norte del río Orón tes. De hecho se ha confirmado. que Sethi I tomó esta ciudad gracias al fragmento de una estela que lleva su nombre encontrado en Tell Nebi Mend, emplazamiento de la antigua Kadesh. Cerca de allí hubo de tener lugar la batalla que Sethi I libró contra los hititas que, procedentes del norte, habían penetrado en Siria. El, desde luego, presenta la batalla como una victoria. Esto puede haber sido cierto, pero los acon­ tecimientos del reinado de su hijo y sucesor demuestran que n(3 se trató de un éxito en modo alguno definitivo. En fecha desconocida, Sethi I combatió también en la fron­ tera occidental de Egipto, y entre los relieves de Kárnak figuran dos batallas victoriosas contra los libios, y una estela de su' cuarto u octavo año, encontrada en Amara, en el Sudán occidental, relata su campaña contra una desconocida tierra nubia de Irem. No obstante es probable que el poder de los egipcios en Nubia no fuera objeto en ningún momento de ame­ nazas serias. En Jebel Barkal se encontró una estela del undé­ cimo año de Sethi I que es la última conocida de su reinado, y, aunque está muy dañada; se lee en ella una referencia a «La Montaña Sagrada», nombre egipcio de Jebel Barkal, lo que prueba que la estela se hallaba en su emplazamiento originario.

Sethi I, para hacer más fácil el viaje a través del árido de­ sierto hasta las minas de oro próximas al 'Mar Rojo, mando cavar un pozo a unos 56 kilómetros al este de Idfu, en el alto Egipto, y cerca de él se excavó en la roca un pequeño templo. Una inscripción de su noveno año, sobre los muros del templo, narra el nombramiento de «lavadores de oro» en las minas con el fin de proporcionar oro para el templo de Abidos. Este templo de dos pilonos, dos patios, dos salas hipóstilas y numerosos santuarios dedicados a distintos dioses en su parte trasera, está construido enteramente de piedra caliza y adorna­ do con relieves que figuran entre los ejemplares más bellos del arte egipcio. Estos relieves son verdaderos relieves y no los «relieves en hueco» de los sucesores de Sethi I; aunque no tan vigorosos como los relieves de los Imperios Antiguo y Me­ dio, superan a éstos en delicadeza de línea y en la fina elabo­ ración del detalle. Detrás del templo hay una curiosa construc­ ción subterránea de la que se piensa que es un cenotafio de Sethi I. Este no llegó a concluir el templo ni el cenotafio y en particular su decoración se llevó a término bajo sus dos suce­ sores inmediatos. La auténtica tumba de Sethi I en el «Valle de los Reyes», en Tebas, es la mayor de. aquel lugar, pues sus corredores y salas penetran en la roca unos 100 metros. La decoración, inscripcio­ nes y representaciones de las delgadas capas de estuco que cubren las paredes son de una calidad tan alta como las del templo de Abydos,. si bien no están todas en relieve; algunas de las paredes no están terminadas y su decoración está aún sólo delineada. Sin embargo, el templo funerario de Tebas, que Sethi I cons­ truyó para su padre, y para él en Kurnah, está construido •completamente con piedra arenisca, aunque es mucho menos perfecto que el templo de piedra caliza de Abidos. La piedra arenisca para el templo de Kurnah, igual que la de la grandiosa sala hipóstila que Sethi I comenzó en Kárnak (en cuyo muro exterior se encontraron los relieves de batallas), procedía de las canteras de Jebel el-Silsile, como atestigua una estela del año sexto de este lugar. El tamaño en que se proyectaron estas construciones era excesivamente grande para que pudieran con­ cluirse en su relativamente corto reinado. Cuando Sethi I mu­ rió a sus sesenta y tantos años, aún fuerte y bien conservado, tocó a su hijo y sucesor, Ramsés II, la tarea de terminar las obras con éxito.

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Ramsés II

El nuevo rey hubo de resolver muy a comienzos de su reina­ do un importante problema: el nombramiento de un alto sacerdote de Amón en Tebas. Este era el cargo sacerdotal de más peso en el país, y quedó vacante a la muerte del alto sacerdote Nebenter, cuyo hijo Paser había sido visir desde tiempos de Sethi I, con lo que ocupaba el segundo puesto en la administración, inmediatamente tras el rey. Ramsés deseaba apartar del alto sacerdocio a esta poderosa familia tebana. Con­ siguió que ocupara el cargo un hombre nuevo, Nebuenenef, que había sido alto sacerdote de Onuris (Enhüre) en Tinis, cerca de Abidos. El nombramiento tuvo lugar durante la celebración del festival tebano de Opet al que asistió personalmente Ram­ sés II. Nebuenenef fue presentado oficialmente como el elegido del propio dios Amón-Re‘. Cuando la estatua del dios era Uevada> en procesión por la capital se había ido sometiendo a su elección los nombres de varias personas, entre las cuales figu­ raban cortesanos, soldados y sacerdotes. El dios no hizo el me­ nor signo de aprobación hasta que. se mencionó el nombre de Nebuenenef. Parece indudable que se atendió con ello al deseo del rey, el cual hizo un alto en su viaje hacia el norte de Te¡bas para dar en persona la noticia a Nebuenenef e , imponerle las insígnas de su nuevo cargo. Con este motivo Ramsés visitó el cercano Abidos, donde ordenó completar el templo funera­ rio de su padre, que quedó inconcluso a la muerte de Sethi I. Se dice que, desde Abidos, Ramsés se dirigió hacia el norte a Pi-Ramsés-miamün, «Casa de Ramsés miamün», ciudad del nordeste del Delta que había sido elegida como residencia. Está en la parte de Egipto de donde procedían los antepasados de Ramsés; su situación cerca de. Palestina y Siria, posesiones que i. pronto tuvo que defender Ramsés, la hacían mucho más ade­ cuada para residencia y capital, que la apartada Tebas, Es evi­ dente que si ya en los primeros'años del reinado se hacen refe­ rencias a la ciudad, es porque no era una ciudad de nueva planta, sino que debía tratarse de un anüguo asentamiento al que Ramsés puso un nuevo nombre, Ramsés-miamün, es decir, «Ramsés amado de Amón», que era entonces la forma completa de su nombre de rey. Más tarde, tras las campañas asiáticas, el nombre de la ciudad se alargó: «Casa-de-Ramsés-amado-de-AmónGrande-en-las-Victorias»; en los reinados siguientes se hace re­ ferencia a ella como «Casa-de-Ramsés-mlamün-el-Gran-Espíritudel-Sol-Horus-en-el-Horizonte». Aunque no cabe dudas sobre el emplazamiento aproximado de la ciudad, su posición exacta ha sido objeto de múltiples controversias y aún nó se ha estable-,

cido ni mucho menos. Se ha propuesto identificarla con una ciu dad próxima al mar en la frontera de Asia, que posteriormente se llamó Pelusio; algunos especialistas, en cambio, afirman que estaba un poco al oeste de Pelusio y que era simplemen­ te la Avaris de;Jos hiesos, la Tanis de los tiempos posteriores a la X X I Dinastía. Otras hipótesis más difícilmente justifica­ bles señalan a la actual Kantir, a unos 20 kilómetros al sur de Tanis. La mejor atribución parece ser Tanis, tanto porque el tamaño de sus ruinas, actualmente en San-el-Hagar, es lo' bastante importante para una capital norteña, como porque aún hoy el lugar está plagado de restos de numerosos monumentos de Ramsés II. Ramsés II, antes de pasar a ocupárse de Asia, tuvo que ha­ cer frente a un ataque de los piratas sharden, luego habitantes de Cerdeña, a la que dieron nombre, si bien probablemente en aquella época estuvieran establecidos en las islas del mar Egeo. Ramsés logró aplastar con éxito el desembarco de los sharden y debió hacer gran número de cautivos que quedaron incorpo­ rados al ejército egipcio. La derrota se menciona en una ins­ cripción del año 2, razón por la que es evidente que tuvo lugar a comienzos del reinado. Algunos años más tarde los belicosos sharden figuran como guardia personal del rey, de la mayor confianza de éste. Parece verosímil que el ataque marí­ timo de los sharden se acompañara o coincidiera con una inva­ sión de los libios, vecinos occidentales de Egipto, como volvió a suceder posteriormente, durante el reinado del sucesor de Ramsés II. Sea como fuere, las guerras libias se nombran en el fragmento de una estela de Ramsés II encontrado en elAlamein, donde Ramsés construyó una fortaleza para proteger sus fronteras occidentales. Una vez seguros el norte y el oeste del Delta, Ramsés pudo concentrar su esfuerzo en responder a la situación mucho más grave que tenía planteada en el este, pues los hititas, cuyo avance en Siria habíá detenido temporalmente Sethi, volvían a reanudarlo hada el sur bajo el rey Muwattalli. Tres estelas de piedra de Ramsés II, una de ellas claramente fechada en su año cuarto, encontradas en la desembocadura del río, hoy liamado Nahr-el-Kelb (al norte de Beirut), muestran que en aquel tiempo los egipcios tenían asegurada la posesión de la costa, de Amurru. Esto era un factor de gran importancia, ya que el río Nahr-el-Kelb permitía el transporte rápido de los abastecimien­ tos traídos por mar. Sin embargo, Ramsés II, en su quinto año, emprendió con su ejército la marcha por el norte hasta Siria, partiendo de la fortaleza fronteriza de Tjel. Probablemente no encontró resistencia a su paso por Palestina, ya que un mes más tarde los egipcios estaban en el valle del río Orontes, en

una posición desde la que tenían al alcance de la, vista a la ciudad de Kadesh, que se había convertido en aliada de los • hititas. ' Sobre la batalla que entonces iba a comenzar tenemos más información que sobre cualquier otro hecho de la historia mi­ litar egipcia. Procede aquélla de una obra literaria, antes consi­ derada erróneamente un poema, y de unos relieves de batallas acompañados de leyendas muy detalladas. Una y otros se en­ cuentran en las paredes de varios templos de Egipto y Nubia; con ello se puede obtener una idea bastante clara de los dis­ tintos momentos de la batalla. El ejército egipcio, cuyas fuerzas se calculan en unos 20.000 hombres,, había penetrado en el- valle del Orontes desde la costa y a través del Líbano y continuaba avanzando hacia el norte en cuatro divisiones. Estas diyisiones llevaban los nom­ bres de los principales dioses egipcios, ya que se conocían como las divisiones de Amón, Re‘, Ptah y Seth, y guardaban este orden en la marcha con un intervalo entre ellas. Ramsés, con su guardia personal, marchaba al frente de la división de Amón. Un poco antes de que, en Shabtuna (actual Ribleh), cruzara el río Orontes desde su banda derecha a la izquierda, se unieron a los egipcios dos beduinos que dijeron ser desertores del ejér­ cito hitita. Según ellos dicho ejército estaba a unos 160 kiló­ metros al norte, cerca de Alepo. Efectuado el paso del Orontes, Ramsés con su comitiva cruzó rápidamente la llanura y se de­ tuvo para acampar al noroeste de la fortificada Kadesh. Mien­ tras que la división de Amón seguía atravesando la llanura, la de Re‘ estaba á punto de cruzar el Orontes, y las otras dos aún estaban mucho más al sur, y no se divisaban todavía. Para, atacar la ciudad, Ramsés tenía que esperar la llegada de sus divisiones, y fue entonces, a primera hora de la tarde, cuando se capturó a dos espías hititas en las proximidades del campa­ mento; golpeados con palos) revelaron noticias sorprendentes: el rey hitita, con un poderoso ejército cuyos componentes ha­ bía reunido por toda Asia Menor, estaba oculto al otro lado de Kadesh, al nordeste de la ciudad. A Ramsés no le sirvió de nada regañar á sus oficiales por haber explorado mal el campo; más útil le fue, sin embargo, enviar al visir y a otro mensajero en carros para que apresuraran e l ' avance de las tropas. Mientras tanto los hititas se habían trasladado con rapi­ dez al sur de la ciudad, allí cruzaron por otro vado e inmedia­ tamente atacaron a la división de Re‘, que aún estaba en plena marcha y sin la menor preparación para la lucha. La división fue derrotada y comenzó a huir hacia el campamento y el lugar donde estaba el faraón. Ramsés, en su carro de combate, se precipitó en la batalla, «solo, cuando nadie estaba con él»,

según solía decir después. Esto no parece-probable que sea completamente cierto; su guardia personal debió ayudarle a abrir brecha entre los carros de combate hititas, que según él eran 2.500. Sea como fuere, es un hecho que mostró ün gran valor, pero lo que vino a salvar la situación fue el retraso con que los hititas comenzaron el saqueo del campamento egipcio después de haber penetrado en él. Ello permitió que un des­ tacamento egipcio de reclutas que venía del noroeste, de la costa de Amurru, los sorprendiera y destruyera. La lucha abierta en la llanura debió durar varias horas; finalmente los com­ ponentes del cuerpo de carros hititas fueron muertos o recha­ zados hacia el Orontes, donde muchos de ellos se ahogaron, mientras que su rey, que los veía desde la otra orilla del río, se encontraba en la imposibilidad de ayudarlos. E l relato egip­ cio contiene los nombres de varios distinguidos guerreros hititas que perdieron la vida en la batalla, pero las pérdidas egipcias no fueron menos graves. La mejor prueba de ello es que no se dice que Kadesh fuera reconquistada; es evidente que Ramsés se retiró hacia el sur con el fin de reorganizar su ejército. Al menos las posteriores relaciones amistosas entre los hititas y la gente del territorio de Amurru parece que lo sugieren así, si bien las fuentes egipcias presentan los acontecimientos bajo un prisma diferente. Según éstas, por la mañana se reanudaron los combates victoriosos que continuaron hasta que el rey hitita envió una carta en la que ofrecía la sumisión y la paz. Ramsés leyó el mensaje a sus oficiales, que no vieron el menor incon­ veniente en aceptar la oferta, y, con la aprobación de éstos, Ramsés se retiró con su ejército a Egipto y a su residencia ,del Delta. Quizá podamos interpretar estos héchos como una tre­ gua momentánea ya que continuaron los choques intermitentes contra los hititas, pues el relieve que presenta a Ramsés lu­ chando al frente de sus tropas contra Dapur, «ciudad de hiti­ tas» próxima a Tunip, a medio camino entre Kadesh y Alepo, debe referirse a un momento posterior. También aquí Ramsés dio muestras de su valor personal, pues sólo se puso su arma­ dura después de dos horas de lucha. Se podría fijar la fecha de esta hazaña en el caso de que la Dapur allí citada fuese la Dapur de la tierra de Amurru que figura en una lista de ciuda­ des que en su mayoría conquistó Ramsés II en su octavo año. Otros nombres de la lista pertenecen, al parecer, a ciudades más meridionales; entre ellas figura Caná de Galilea. En cual­ quier caso es evidente que tres años después de la batalla de Kadesh aún había guerra en el norte de Palestina. No se firmó un tratado de paz entre Egipto y los hititas has­ ta el año vigésimo primero del reinado de Ramsés. Dos men­ sajeros enviados por el rey Khattushili llegaron a la residencia

del . Delta llevando una tablilla de plata en la que figuraba el texto del tratado en lengua babilónica y en escritura cuneiforme. Partes de la versión babilónica se conservan en fragmentos de dos tablillas de arcilla que se encontraron en la capital hitita (actual Bogazkoy), y dos copias de la traducción al egipcio, una de ellas completa, han llegado hasta nosotros en grandes estelas de dos templos de Tebas. Las dos partes, Ramsés II y Khattushili, recuerdan en primer lugar la paz anterior y la guerra reciente, a continuación decla­ ran válido el nuevo tratado para su tiempo y el venidero, re­ nuncian a cualquier posterior conquista territorial, y se pro­ meten ayuda frente a los enemigos exteriores, así como la mutua extradición de los refugiados y emigrantes políticos. Se pone por testigos a varios dioses egipcios e hititas, se profieren maldiciones contra cualquiera que, en el futuro, violare el tra­ tado y se bendice al que lo observare. Por desgracia, en el tratado no se especifican las fronteras, por lo que no se conoce con seguridad la extensión del poder egipcio en Siria; por supuesto, Palestina nunca había sido ob­ jeto de disputa y estaba sin discusión en manos egipcias, aun­ que es posible que esporádicamente fuera preciso intervenir en ella. La paz se confirmó trece años más tarde, cuando el rey hitita envió a su hija mayor, acompañada por una larga comitiva por­ tadora de regalos, para esposa del ya entrado en años Rámsés II. Todo esto se narra, junto con el correspondiente elogio de Ramsés, en una larga inscripción de la que se han encontrado cuatro ejemplares a bastante distancié, dos en Egipto y dos en Nubia. Y algo más tarde se envió a Egipto a la hermana más joven de la princesa hitita, también con muchos regalos; el texto que narra esté episodio está suficientemente fragmentado como para que no pueda saberse con seguridad si el fin del viaje fue el matrimonio con Ramsés II o sólo una visita a su hermana. El reinado de Ramsés II tuvo la inusitada duración de se­ senta y. seis años. Durante este tiempo el faraón llevó a cabo realizaciones arquitectónicas con una actividad de la que es difícil darse idea. Muchas de sus construcciones, especialmente las de su residencia del Delta, han desaparecido completamente, pero aún más al sur, en el alto Egipto y Nubia, difícilmente se encuentra una ciudad a la que no dotara de algún monu­ mento. En Abidos y Tebas, no sólo terminó los templos fu­ nerarios de su padre, sino que ' construyó otros dos para él. La calidad de la ejecución y la decoración del de Abidos puede casi parangonarse con la de su padre, pero el arte del templo de Tebas (el Rameseo) es claramente inferior. Pese a ello

su tamaño y decoración impresionaron al historiador griego Diodoro, o a la fuente de éste, que llama al edificio la tumba de Osimandias, voz que no es más que una forma desfigurada de Usimare*, prenombre de Ramsés II. Las grandes escenas de batallas de Ramsés II, tanto las de este lugar como todas las otras, contribuyeron en buena medida a configurar el hetero­ géneo personaje de Sesostris, el gran rey conquistador egipcio de los autores clásicos. Ramsés terminó en Kárnak la gran sala hipóstila del templo de Amón, ampliándola hasta una extensión de algo más de 5,5 metros cuadrados donde se contiene un bosque de 134 co­ lumnas dispuestas en dieciséis hileras. Las columnas de las dos filas centrales, con sus capiteles, miden más de 24 metros de altura y las otras más de 12. En Nubia se excavaron, total o. parcialmente, seis templos en las piedras areniscas del estrecho valle del Nilo en los actuales Beit el-Wali, Garf Husein, es-Sebua, Derr y Abu Sim­ bel. Todos ellos estaban consagrados a los tres grandes dioses egipcios: Amón-Re‘, de Tebas; Ptah, de Menfis, y Harakhte, de Heliópolis; sólo un pequeño templo de Abu Simbel estaba dedicado a la diosa Hathor y a Nefertari, primera reina de Ramsés. Los dos templos de Abu Simbel están excavados en la piedra completamente; a ambos lados de la entrada del ma­ yor de ellos hay dos pares de colosales estatuas sedentes de Ramsés II, también talladas en la roca, cada una de las cuales mide más de 19 metros de altura. No siendo el terreno adecua­ do para una excavación de este tipo por falta de quebradas, tres templos situados más al sur (en Aksha, en Amara y tam­ bién probablemente en Jebel Barkal) fueron construidos con bloques de piedra y gran parte de ellos ha desaparecido.

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Merenptab y la invasión libia

Los doce hijos mayores del prolífico Ramsés II murieron antes que su padre; por ello fue el treceavo, Merenptah (Mi-neptah) quien subió al trono en el ano 1223 a. C. Difícilmente puede ser casual el que no se conserven escenas de batallas comparables a las de su padre y su abuelo; como tampoco hay grabados de ningún hecho histórico que se le pueda atribuir, es probable que él no guiara personalmente a su ejército, sino que dirigiera las operaciones desde su residencia del Delta, llamada ahora (después de la muerte de su padre) «Casa-deRamsés-Amado-de-Amón-el-Gran-Espíritu-de-Re‘Harakhte». Los hititas, por el extremo norte, no eran ya un peligro; su poder estaba en declive. Durante el reinado de Ramsés II sus

campos se habían visto azotados por años de malas cosechas y Merenptah hubo de enviarles de nuevo barcos con cargas de grano. El peligro que esta vez amenazaba a Egipto procedía del oeste. Durante generaciones,los libios habían ido cruzando la frontera occidental e introduciéndose como emigrados en el Delta, donde los egipcios habían abandonado grandes terrenos de pastos dejándolos a los recién llegados. En el reinado de Merenptah la penetración libia alcanzó el canal que parte del Nilo, desde Heliópolis, en dirección nordoriental. Ahora había tiendas libias plantadas frente a la ciudad de Bubastis, e inclu­ so Heliópolis y Menfis corrían peligro de quedar sumergidas por oleadas de libios. Durante el quinto año de Merenptah hubo noticias de un vasto movimiento del pueblo de Libu, que más tarde dio su nombre a Libia y que con ello aparece por primera vez en la historia. Los mandaba su jefe Marayey, hijo de Did, al que acompañaban sus doce mujeres y sus hijos, lo que indica ’a to­ das luces, su intención de establecerse permanentemente en Egipto. Con él estaban aliados no sólo los meskhenet, otra tribu libia que ya conocían los egipcios por anteriores choques, sino también las gentes de Luka, Sharden, Akiwasha, Tursha y Sheklesh. Los luka y sharden ya habían sido aliados de los hititas contra Ramsés II en la batalla de Kadesh, y por aquel entonces debieron habitar las costas meridionales de Asia Me­ nor. Al igual que los akiwasha, tursha y sheklesh, en este mo­ mento se dirigían hacia el oeste cruzando el Mediterráneo, con el fin de unirse a los libios en un intento de invasión de Egipto. Debido a la semejanza de sus nombres se cree que los luka son los primitivos licios, y los sharden, akiwasha, tursha» y sheklesh se han identificado con los sardos, aqueos, tirsios" (esto es, etruscos) y sicilianos. Esta identificación ha sido pues­ ta en duda por algunos especialistas, pero tan gran semejanza de nombres difícilmente puede ser fortuita. Las primeras noticias de esta amenaza procedente del oeste llegaron a Merenptah durante el segundo mes de la estación de verano; inmediatamente comenzó éste, a reunir un gran ejér­ cito, tanto de infantería como de . carros. El primer día del tercer mes del verano ya estaba el enemigo en la frontera occi­ dental de Egipto, cerca de la ciudad de Pi-ire, cuya posición exacta no se ha logrado fijar aún. El ejército egipcio le atacó dos días más tarde y tras seis horas de batalla le derrotó. El jefe Marayey pudo escapar, pero abandonando todas sus pose­ siones, incluso sus'sandalias, su arco y §u carcaj. Sus mujeres fueron capturadas y seis de sus hijos perecieron en la batalla. En cuanto a él, al abrigo de la noche, pasó ante la «Fortaleza del Oeste» y volvió a su país, pero más tarde el comandante de

la fortaleza notificó que los libios habían nombrado jefe a uno de sus hermanos y que no se sabía si él estaba vivo o muerto. El descontento de los libios con Marayey es muy compren­ sible si sus pérdidas y las de sus aliados corresponden a las que dan los egipcios. Según estos últimos; fueron capturados unos 9.000 hombres y unos 6.000 cadáveres cubrieron el cam­ po de batalla. A la residencia del faraón se llevaron las manos y órganos genitales de los muertos y al salir aquél a la ventana se le presentaron como prueba de la victoria. Esto confirma nuestra conjetura de que el rey no había tomado parte activa en la batalla. Una año más tarde el virrey de Nubia, Mesuy, el «Hijo del Rey de Kush» según título oficial, hizo componer y grabar una inscripción laudatoria de la victoria de Merenptah sobre los muros a la entrada de los templos de toda su provincia. Nos han llegado cuatro versiones fragmentarias de esta inscripción en los templos de Vadi es-Sebua, Aksha'y Amara; se puede reconstruir el texto prácticamente completo, y gracias a él hemos conseguido algunos detalles complementarios, especialmente en lo que se refiere al cruel destino de los prisioneros, que fueron empalados al sur de Menfis. No es probable que se les traslada­ ra a tanta distancia con este solo objeto y quizá podríamos suponer por esta razón que el campo de batalla de Pi-ire no se encontraba lejos de allí. En tal caso, los libios no llegaron a Egipto desde el oeste del Delta, sino que, evitando las fortale­ zas fronterizas, atravesaron el desierto y entraron en Egipto por algún lugar situado entre el Fayum y Menfis. El trato .inhumano dado a los prisioneros, sin paralelos en la historia egipcia, sólo se puede explicar como castigo por los crímenes cometidos contra la pacífica población campesina egipcia «cuan­ do (éstos) pasaban su tiempo yendo de un lado a otro de la tierra en la lucha cotidiana por llenar sus cuerpos» como pone en la inscripción de Merenptah en Kárnak. El panegírico de Mesuy contiene referencias a las medidas punitivas que se adoptaron en Nubia,' probablemente con mo­ tivo de rebeliones locales, pero no da más detalles. Más im­ portante es el calificativo que da a Merenptah de «sujuzgador de Gazer», ciudad de Palestina; la intervención militar de Me­ renptah en este país. éstá confirmada por la estela de granito del rey descubierta én 1896 en el templo funerario de Merentah, en Tebas. Aunque la finalidad principal de la inscrip­ ción es exaltar la victoria del rey sobre los libios (está fechada el mismo día de la batalla de Pi-ire) las frases finales contienen interesantes referencias a la situación en Asia: «Azotan a Canaán todos los males, se ha tomado Ascalón y sojuzgado Gazer, se ha hecho que Jenoam parezca no haber existido

nunca, Israel está asolado y no tiene grano, Kharu (o sea, Pa­ lestina y Siria) ha pasado a ser viuda de Egipto». Por contener la mención más antigua fechada del nombre de Israel, única conocida hasta ahora en los textos egipcios, la inscripción se ha hecho famosa como «Estela de Israel», tanto más cuanto que muchos especialistas habían pensado que Merenptah era precisamente el faraón del éxodo. Se ha intentado explicar de diversas formas la presencia de Israel en Palestina en los pri­ meros años del reinado de un rey del que se dice en la narra­ ción bíblica que murió con su ejército cuando perseguía a los israelitas que abandonaban Egipto. Como cabe esperar que a algunos lectores les interese saber la opinión de los egiptólogos sobre el relato bíblico, tal vez no estén de más algunas líneas al respecto. Sobre la estancia de los israelitas en Egipto y sobre su éxo­ do no hay en las fuentes egipcias ni información ni siquiera alusiones a ella. Como en el relato bíblico se dice que los ju­ díos trabajaron en la construcción de la ciudad de Ramsés (que evidentemente recibió este nombre de un rey Ramsés) se solía concluir que el faraón opresor era el gran contructor Ram­ sés II, y su sucesor Merenptah el faraón del éxodo. S e. vio . claro que éste no podía haber muerto én el mar,cuando en 1898 se encontró una momia depositada en la tumba número 35 (de Amenofis II) del Valle de los Reyes de Tebas. El nombre de la ciudad, Ramsés, claramente idéntico al de la residencia del Delta Pi-Ramsés, sólo prueba que la narración bíblica se cjompusa después del reinado de Ramsés I I ; otros nombres egipcios contenidos en la historia de José son sumamente tar­ díos y muestran que la historia no pudo. escribirse con ante­ rioridad a los siglos x o ix a. C. Por tanto, los especialistas del Antiguo Testamento y los egiptólogos, según sus creencias religiosas, mantienen posturas que van desde la aceptación del relato bíblico en todos sus detalles como literalmente cierto, hasta la de considerarlo un puro invento. Aquí, como sucede con frecuencia, la verdad parece estar en algún punto inter­ medio. Aunque no es posible aceptar el relato al pie de la letra, es igualmente difícil descartarlo enteramente por falta de base histórica. Parece que la presencia de los hicsos, un pueblo de evidente origen asiático, y su expulsión a comienzos de la . X V III Dinastía, constituye una base suficiente para la poste­ rior elaboración' de la historia de la estancia en Egipto y del éxodo de los israelitas. En la Biblia no hay más rastro del reí- ■ nado de Merenptah que dos referencias al nombre de un lugar . al noroeste de Jerusalén «fuente de las aguas de Neptoah» en donde estaba la «fuente de Mineptah», olvidada e ignorada ■

durante mucho tiempo; en la época de Merenptah la guardaba, una guarnición egipcia. Merenptah dejó muy poco en el propio Egipto, excepción hecha de una tumba en Tebas; su templo funerario ha des­ aparecido prácticamente. En muchos lugares' se contentó con añadir su nombre a monumentos que ya existían. Su reinado duró algo más de diez años.

d)

El final de la X IX Dinastía

Después de la brillante era de sus primeros reyes, la Dinas­ tía termina en un período oscuro y escasamente documentado. Su historia se ha desentrañado parcialmente, pero sólo después de algunas discusiones. La falta de documentos parece indicar, como es frecuente en Egipto, disensiones en la dinastía rei­ nante. En el cementerio real del Valle de los Reyes se pueden asignar a éste periodo con seguridad tres tumbas reales: la de Amenmes, la de Sethi II y la de Merenptah-Siptah, los cuales reinaron probablemente en este orden. Además de estos tres, hubo dos personajes a quienes se les permitió el enterramiento en el Valle; se trata de la reina Tuosre y del canciller Bay, y el privilegio que se les otorgó muestra que debieron ser per­ sonas de importancia excepcional,. muy superior a la de su rango. La posterioridad sólo reconoció a Sethi II como faraón legítimo y corrió un tupido velo tanto sobre Amenmes y M e-, renptah-Siptah como sobre Tuosre. Sethi II debía su legitimi­ dad al hecho de ser hijo de Merenptah. Es más: se trata a todas luces del mismo «príncipe hereditario, escriba del rey, gran comandante del ejército, hijo mayor del rey Sethi-Merenp-' tah» que aparece a veces en compañía de su padre durante el reinado de éste. Su madre fue evidentemente la reina de Mereptah, Esenofre*, «la gran esposa del rey». El reinado de Sethi II no fue largo: sabemos con seguridad que murió durante el sexto año de aquél. Su nombre se en­ cuentra a menudo en diversos lugares, desde Abu Simbel, en Nubia, hasta el Delta. Sin embargo, sólo una de las inscripcioses de estos monumentos está fechada, en Jebel el-Silsile, y ésta es de su segundo año. Parece qué allí se extraía piedra arenisca, quizá con destino al pequeño templo que construyó en el pri­ mer patío del templo de Amón-Re‘, en Kárnak. Hay noticias de que en este mismo segundo año estuvo en su palacio de Menfis y ciertas anotaciones sobre lascas de piedra caliza que los escribas que supervisaban.las obras de su tumba en el Valle

de los Reyes arrojaban tras haber concluido sus informes para la autoridad superior, revelan que este trabajo comenzó poco después de su subida al trono, y que aún proseguía poco antes y después de la fecha de su muerte en el año sexto. En estos documentos no hay nada que señale ningún acon­ tecimiento importante durante su reinado, y, sin embargo, exis­ ten ciertas pruebas indirectas' que muestran que éste debió verse interrumpido durante un corto período por el gobierno de un usurpador, el rey Amenmes. Noticias de dos pleitos fechados en el sexto año de Sethi informan del robo de ciertos utensilios dé cobre enterrados «después de la guerra». Además, en el primer año del rey, uno de los dos capataces que dirigían a los trabajadores de las obras de la tumba del rey es Neferhotep, cuyo lugar ocupa el sexto año el capataz Pneb. Este cambio se debe a la muerte de Neferhotep, de quien se dice que fue muerto por «el enemigo». Es evidente que aquí no nos 'en­ contramos con un enemigo externo fuera de Egipto, sino con luchas en Tebas, situadas'muy probablemente entre los años segundo y quinto de Sethi II, años de los que no tenemos documentos fechados. Naturalmente, el trabajo de la tumba de Sethi se había interrumpido; estp explicaría el que aún se es­ tuvieran realizando en el año sexto,' cuando el trabajo de una • tumba real no tardaba en llevarse a cabo generalmente más de los dos primeros años de un reinado. El papiro en ■el que se conserva la información respecto a la muerte violenta del capataz Neferhotep es una acusación que hace el hermano- de éste a su sucesor, Pneb. Enumera va­ rios delitos de ese último, entre ellos sus amenazas de matar a Neferhotep; éste se quejó al visir Amenmose, que castigó a Pnéb, pero Pneb acusó al visir ante Mose el cual lo destituyó. Como el visir ocupaba el cargo más elevado de la administra­ ción, la decisión de destituirlo sólo pudo tomarla el rey. En otras palabras, Mose es un nombre poco respetuoso que se daba al rey de aquel tiempo; la única explicación posible pa­ rece ser que Mose es un apodo del rey Amenmes, lo que no es sorprendente si se trataba de un usurpador,' que, parece claro, estaba buscando un pretexto para iibrarse de un visir poco complaciente ya que recurría contra él a la queja injus­ tificada de un simple trabajador. El nombre de Amenmes se encuentra añadido aquí y allá en monumentos de las regiones de Tebas y Armant, y en Nubia, por lo que su gobierno parece haberse limitado al sur del país. Fue un gobierno corto, pero sí lo suficientemente largo como para permitirle tener su pro­ pia tumba excavada y decorada en el Valle de los Reyes; ésta es de regulares dimensiones, aunque está sin terminar. Sin embargo, su decoración es bastante sencilla. No se sabe con

seguridad si llegaron a enterrarle en ella, pero tenía que estar muy oculta bajo los escombros del Valle ya que una veintena de años más tarde los obreros que excavaban la tumba del rey Sethnakht, desconociendo su presencia, picaron directamen-. te sobre ella. Probablemente fue entonces cuando la decoración de la tumba saltó en pedazos y se blanquearon las paredes, aunque no de forma tan completa que quedaran borradas las figuras y el nombre de cierta Takha'e, madre del rey, evidente­ mente la madre de Amenmes. Se conoce a una princesa de este mismo nombre como hija de Ramsés II en los últimos años de éste. Quizá sea la misma dama que aparece como madre de Amenmes, quien podría en tal caso justificar su aspiración al trono como nieto de aquel gran gobernante. El hijo de Sethi II, Sethi-Merenptah, quien figuraba junto a su padre como heredero al trono en los relieves de su triple sepulcro en Kárnak, no llegó nunca a ser rey. O bien murió antes que su padre o bien fue desplazado por Ramsés-Siptah; la subida al trono de este último fue paulatina. Ramsés-Siptah sólo puede haber sido un segundón, un hijo más joven de Sethi I I ; sin duda tuvo que superar alguna oposición ya que de otra forma su contemporáneo, el canciller Bay, no hubiera tenido motivos para atribuirse jactanciosamente el sobrenom­ bre «el que estableció al rey en el trono de su padre». Bay fue bajo Sethi I I . «escriba del rey y despensero del rey», y ahora, bajo Ramsés-Siptah, era «canciller» o «(gran) canciller de todo el país». Unas tablillas de cerámica con su nombre se pusieron junto con las del rey en Tos depósitos de cimiento del templo funerario real de Tebas, privilegio sin paralelo, y dos jarras que se encontraron en el templo habían contenido vino de las «propiedades del canciller de todo el país», pese a que, por lo general, los viñedos eran propiedad de los templos o del trono. Ya hemos mencionado que tenía una tumba, aunque pequeña, en el Vallé de los Reyes, lo ■que también es comple­ tamente excepcional. En los depósitos de cimiento, lo mismo que en otros lu­ gares, Ramsés-Siptah aparece con su nuevo nombre de Me•renptah-Siptah que . adoptó por motivos desconocidos algo antes del tercer año de su reinado. También encontramos otro de los nombres de Bay, el de Ramsés-khaenter, que probablemente se le dio más tarde en la corte, en un relieve de Asuán en el que . Bay está representado de pie detrás del rey, el cual está reci­ biendo a Sety, virrey de Nubia. La forma de este nuevo nom­ bre, similar a otros que llevaban en este periodo despenseros reales, unida al hecho de que el propio Bay fue despensero del rey bajo Sethi II, sugiere que, cómo la mayoría de los

despenseros reales de'esta época, también él era de origen ex­ tranjero, muy probablemente asiático. Merenptah-Siptah no era más que un niño cuando ocupó el trono; su momia atestigua que a su muerte, tras diez años de reinado, aún era muy joven. Por esta razón es, comprensible que necesitara el protector que encontró en la persona de Bay. Era precisa tal protección para enfrentarse a otro poderoso personaje de este tiempo: la reina Tuosre, la «gran esposa del rey» Sethi II. También ella tenía' tumba en el Valle de los Reyes, en el cual algunos egiptólogos antiguos dicen haber visto el título: «Heredera del trono». De ser ello cierto tuvo que tratarse de una hija de Ramsés II o, lo que es más probable, de la hija de Merenptah, hermana del propio Sethi II. Siendo viuda, puso en su tumba el título «gran esposa del rey», y el rey en cuya compañía está representada es Merenptah-Siptah. Tras la muerte de éste, ella cambió en todas partes su nombre por el nombre de su marido difunto, Sethi II. Es evidente que no era la madre de Merenptah-Siptah, de otra forma podría haberse dado el nombre de «madre del rey» y no haber borrado su nombre.’ Merenptah-Siptah no dejó herederos. La propia' Tuosre se hizo cargo del gobierno, se dio a sí misma -el nom­ bre dé «rey, del Alto y Bajo Egipto», «Señor de las Dos Tie­ rras» e incluso «hijo de Re‘». También adoptó un segundo car­ tucho de Sitre*-meramün, además de su antiguo cartucho que contenía el nombre de Tuosre. En estas nuevas funciones apa­ rece en los depósitos de cimiento de su propio templo funera­ rio de Tebas; por tal motivo la construcción de este último comenzó algo después de que se acabara la tumba. El hecho dé que su nombre aparezca en Kantir, en el Delta, revela que su poder alcanzó a todo Egipto, y su recuerdo se conserva hasta en la historia de Manetón, quien da como último rey de la X I X Dinastía a Thuoris, lo que es sin lugar a dudas una ■ corrupción de su nombre. No se sabe hada acerca del destino de Bay durante el reinado de Tuosre; da la impresión de que ésta acabó con su poder. Dado lo insuficiente del material disponible es difícil recons­ truir la historia de la X IX Dinastía después de .la muerte de Merenptah. Fue, a todas luces, un período poco brillante de luchas intestinas, pero no, desde luego, como quisieron hacer creer posteriormente los reyes de la X X Dinastía, una serie de años de anarquía completa. Según aquéllos a los años de anar­ quía siguió el reinado de un usurpador sirio y sólo la X X Di­ nastía volvió a implantar el orden en el país.

c)

Sethnakht y Ramsés III

Nada se sabe acerca de la transición .entre las Dinastías X IX y X X , salvo el simple hecho de que inmediatamente después de los débiles reinados de Merenptah-Siptah y de Tuosre vino el de Sethnakht, cuya firme mano restableció el orden interior en el país. Las condiciones eran similares entonces a las impe­ rantes cuando Horemheb asumió el poder a 'fines de la X V III Dinastía, por lo que quizá pueda conjeturarse que tam­ bién Sethnakht fuera un oficial del ejército cuyo gobierno se aceptó cuando todo el mundo llegó a admitir que el peligro exterior que amenazaba a Egipto requería una persona enérgica en el trono. Difícilmente puede su reinado haber durado más de dos años; la última fecha documentada de éste es el del, año segundo. Los trabajadores que, poco después de comenzar su gobierno, excavaban su tumba en el Valle de los Reyes tropezaron con la tumba de A^menmes, por lo que, el lugar tuvo que ser abandonado. Evidentemente no tubo tiempo de prepa­ rar una tumba en otro sitio por lo cual Sethnakht fue enterrado en la tumba de la reina Tuosre, usurpada con este objeto. Su hijo, Ramsés III, estaba decidido a emular a su ilustre tocayo de X I X Dinastía, ya que no sólo llevaba su nombre, sino que también dio a sus hijos los nombres de los hijos de Ramsés II. Su actividad constructora alcanzó, a todo el país,, aunque es muy poco lo que de ello se ha conservado. Por for­ tuna, su templo funerario de Medinet Habu, en el extremo sur de la larga fila de templos funerarios situados en la margen izquierda del Nilo, en Tebas, resulta ser el templo egipcio de los tiempos faraónicos mejor conservado, y nos permite vis­ lumbrar, aunque de forma insuficiente, las proezas militares de su reinado. El templo, casi con las mismas características que el templo funerario de Ramsés II, se erigió en medio de un terreno rec­ tangular de 210 por 315 metros. Adjunto a él por su lado sur se construyó un palacio real. Señalaba él recinto un muio de ladrillo que lo convertía en una sólida fortaleza preparada para albergar la administración de la región entera, a cuyo fin, entre el muro y el templo, había unas dependencias, así como casas para los sacerdotes y para la. mayoría de la población. Casi todo el templo se construyó en los primeros años del reinado. Ciertas inscripciones en las canteras de piedra are­ nisca de Jebel el-Silsile, fechadas en el año quinto, hablan de trescientos hombres empleados en extraer y transportar bloques con destino al templo. También de este año es la más antigua inscripción fechada del templo. Apenas puede-decirse que tales

inscripciones sean históricas, ya que contienen sólo un puñado de sucesos dispersos a lo largo de una extensa alabanza, poé­ tica'del rey y sus victorias. Afortunadamente vienen a comple­ tarlas cierto número de relieves a gran escala que representan escenas de batallas y dé triunfos que nos permiten componer un insuficiente relato de los acontecimientos del reinado.

Fig. 7. Batalla naval de Ramsés III contra los pueblos del País del Mar. Las tres escenas de la guerra de Nubia con toda probabilidad no son más que representaciones simbólicas tradicionales y no se refieren a ningún hecho bélico real, ya que Nubia había es­ tado en manos egipcias durante varias generaciones. Sin em­ bargo, los otros relieves, cuyas leyendas están fechadas en los años-quinto, octavo y undécimo, se refieren a tres campañas de una considerable importancia histórica. La primera de ellas, del año quinto, tuvo lugar contra los libios, que desde la derrota que les infligió Merenptah se habían ido infiltrando de nuevo en el Delta y habían llegado hasta el mismo centro de éste, devastando las ciudades y el campo del nomo de Xois. En esta ocasión aparecía, junto a los libu y a los mashauash, una nueva tribu, la de los seped, acerca de la cual carecemos de otros datos. La lucha contra el ene­ migo, que esta vez avanzaba por junto a la costa, tuvo lugar cerca de la ciudad de «Usimare‘-miamün-protege-de-los-temeh»; temeh es el nombre de otro pueblo libio, y Usimare'-miamün

el prenombre de Ramsés III. La batalla, en la cual combatieron del lado egipcio mercenarios extranjeros, principalmente sharden, fue apenas un preludio de la guerra mucho más impor­ tante que tuvo lugar seis años más tarde, aunque, según las fuentes egipcias, las pérdidas del enemigo se remontaron a la considerable cifra de 12.535 muertos. Los relieves de la guerra libia debieron ser tallados en el muto algún tiempo después de que se desarrollaron los acon­ tecimientos, ya que la inscripción que los acompaña contiene ciertas alusiones a un enemigo que se iba aproximando a la frontera egipcia por el norte; otro testimonio indica que el conflicto con este nuevo enemigo no se manifestó hasta el octavo año de Ramsés III. Este avance septéntrional, proce­ dente de Asi^ Menor y de las islas del Egeo, hasta Siria y Palestina, formaba parte de un vasto movimiento de pueblos emigrantes, entre los cuales los más numerosos y famosos eran los peleset, tocados de plumas, y los tjeker, con sus yelmos de cuerno. Asolaron y ocuparon la costa de Amurru y pusieron fin al gobierno egipcio en Siria. Aunque se dice que Ram­ sés III avanzó hasta Palestina para encontrarse con ellos, no cabe duda de que en realidad Egipto estaba completamente a la defensiva y que las batallas decisivas contra los septentrio­ nales se libraron, en última instancia, muy cerca de la frontera egipcia. Dos riadas de enemigos se aproximaban a Egipto: una por tierra en carros tirados por caballos, con las familias en carretas de bueyes, y otra por mar en una flota que penetraba por las bocas del Nilo. Ambas fuerzas enemigas fueron derro­ tadas. No se dice mucho de la batalla en tierra, pero los relieves de la batalla, naval, la primera de este tipo que se conoce en la historia, contienen algunos detalles ’ interesantes. Los egipcios, prevenidos del avance del enemigo a través de Palestina y a lo largo de la costa, tuvieron suficiente tiempo para reunir y equipar una armada con la que preparar una emboscada a los invasores. Cuando el enemigo había penetra­ do en una de las bocas del Nilo y, con las velas plegadas, estaban a punto de tomar tierra con el fin de sorprender a la población, como acostumbraban a hacer en sus expediciones piráticas, encontraron de pronto que la armada egipcia, for­ mada en orden y dispuesta para la batalla, les había cortado la retirada. Las tripulaciones enemigas fueron presa del pánico, y los egipcios, utilizando garfios de renzones para desgarrar las velas de los1invasores, rompieron los mástiles del enemigo e hicieron oscilar sus embarcaciones, que estaban adornadas en sus extremos con una cabeza de pájaro. Pronto los navios naufragaron, las armas quedaron esparcidas por el agua y, junto a la costa,, los cuerpos de los guerreros enemigos muertos.

Aquellos que lograron escapar a tierra fueron muertos o he­ chos prisioneros por el ejército egipcio de tierra que estaba aguardándolos. La- victoria terrestre y la naval permitieron a Ramsés III expulsar a los peleset. y a los tjeker del territorio egipcio pro•piamente egipcio, pero evidentemente los egipcios no contaban con las fuerzas suficientes como para expulsarlos de Palestina y Siria. Los peleset se establecieron en la costa de Palestina y •dieron a dicho país su nombre; llamados filisteos, fueron pos­ teriormente una continua fuente de inquietud para los israe­ litas. Aun hacia fines de la Dinastía X X vio Wenamun, ante la costa de Siria, embarcaciones tjekér. Los peleset capturados fueron marcados con el nombre de Ramsés III e incluidos en el ejército egipcio. o reducidos a la esclavitud. En el año onceavo del reinado del rey encontramos a éstos luchando junto con las tropas sharden y las nativas egipcias, en un intento de evitar un segundo asalto libio. Esta segunda invasión, a juzgar por las cifras de 2.715 libios muertos y 2.052 capturados, incluyendo mujeres y niños, fue de dimen­ siones menores que la primera. No hay ningún motivo para dudar de la exactitud de unas cifras tan precisas, pero la de unas cuarenta y dos cabezas de ganado que cayeron como bo­ tín en poder de los egipcios parece algo pequeña. Por otra parte, el principal contingente de las fuerzas libias parece que estaba formado por hombres de la tribu mashauash que, conducidos por Meshesher, hijo de Keper, y con cinco jefes subordinados suyos, avanzaron desde el lejano oeste e invadieron, en primer lugar, el territorio de otra tribu, los tehen, antes de llegar a Egipto. Aparecen utilizando carros de combate, y entre sus pérdidas figuran sus espadas, que tenían la longitud casi increíble de uno y medio a dos metros. Los egipcios persiguieron al enemigo derrotado durante unas diez millas,. entre la- ciudad de «Ramsés que está sobre la montaña de Up-ta» y la ciudad de Hasho («Mansión-de-Iasarenas»), por alguna región próxima a la costa occidental de Egipto, y tuvieron éxito, ya que capturaron incluso al propio jefe Meshesher. Keper, el padre de éste, llegó posteriormente a suplicar la paz e interceder pór la vida de su hijo, pero no. tenemos información sobre cuál fuera la suerte de Me­ shesher. No se sabe con seglaridad a qué período del reinado de Ramsés III corresponden los relieves de Medinet Habu que representan al rey al frente de sus tropas atacando a las ciu­ dades de Arzawa en Cilicia y de Amurru y Tunip en Siria. Por otra parte, podrían corresponder a acontecimientos reales pro­ ducidos durante un intento que llevó a cabo Ramsés III de

recuperar parte del territorio perdido de manos de los peleset y tjeker. Sin embargo, también es posible que sean, comootras decoraciones murales de Medinet Habu, simples copias de relieves más antiguos que representaban las hazañas de Ram­ sés II en estos lugares, tanto más cuanto que en ninguna parte hay una clara referencia a que Ramsés III tomara parte personalmente en ninguna de las batallas de su reinado. Estas guerras ocuparon completamente el primer tercio del reinado de Ramsés III. Considerando sus resultados, se puede decir que fueron permanentes en el este. No vuelven a tenerse noticias de amenazas en estas fronteras hasta el ataque sirio del siglo vm a. C., aunque las posesiones asiáticas se perdie­ ron bajo Ramsés III o bajo sus inmediatos sucesores. No obstante, en el oeste la tranquilidad fue sólo temporal y la presencia de los libios en Egipto se menciona repetidamente más tarde, en el curso de la X X Dinastía. Sobre las condiciones internas del país bajo Ramsés III, y principalmente sobre las condiciones económicas, arroja mucha luz el llamado Gran Papiro Harris del British Museum. Se cree que este largo documento es un manifiesto que leyó su sucesor el día de su elevación al trono en presencia de los sacerdotes reunidos para tal ocasión. Su objeto era asegurar el apoyo de éstos poniendo ante sus ojos los favores que Ram­ sés III había concedido a los dioses y a sus templos durante su reinado. El papiro enumera, en efecto, las donaciones del rey, que el nuevo rey confirma en aquel momento. Se ha calculado, a partir de las listas del papiro, que Ram­ sés III dio a los templos aproximadamente un 6 por 100 de la población total y un 10 por 100 de la tierra cultivable, propiedádes que se sumaron a las que aquéllos ya poseían. De este modo los templos habían obtenido en aquel tiempo alre­ dedor de un 30 por 100 de la tierra cultivable y de un 20 por 100 de los habitantes del país. El principal beneficiario, junto a los templos de Menfis y Heliópolis, era el dios. AmónRe‘ de Tebas. Con ello el rey creó en la persona del gran sacerdote de Amón-Re‘ un peligroso rival del poder real; sintieron el influjo de este alto dignatario todos los sucesores de Ramsés III hasta fines de la X X Dinastía. De un interés especial es un grupo de tres papiros que nos da alguna infottpación sobre una conspiración de harén contra Ramsés III. La naturaleza del hecho es de tal género que nunca se reveló ni aludió a ella en las inscripciones oficiales de los monumentos. Es cierto que el «crimen» de los prin­ cipales conspiradores, muchos de ellos funcionarios y mayor­ domos del harén real, no se especifica. Sin embargo, en uno. de los documentos se habla de Ramsés III con el título de

«el gran dios», epíteto que en este período no se aplicó nunca a un rey vivo, por lo cual debemos llegar a la conclusión de que Ramsés III estaba muerto en la época de este juicio. Lo más probable es que su muerte fuera la consecuencia de un atentado contra su vida promovido por los conspiradores. Antes de su muerte tuvo tiempo de reunir un tribunal de doce altos dignatarios judiciales, encomendándoles que realizaran' una in­ vestigación cuidadosa e imparcial. Se demostró la culpabilidad de veintiséis hombres y de seis mujeres, y «les alcanzó el castigo», es decir, fueron ejecutados, aunque a algunos se les permitió el suicidio. Unos habían sido conspiradores activos, mientras que otros sólo conocían los planes, pero no los ha­ bían denunciado. A otros cuatro, que se habían unido a las mujeres durante los hechos o después de ellos y habían par­ ticipado en fiestas con ellas, se les cortaron las orejas y nari­ ces. Sólo uno de los hombres quedó absuelto, aunque no se libró de una severa amonestación. No se sabe a ciencia cierta cuáles fueron la causa y el de­ signio de la «rebelión» contra el señor, el rey. Sólo se men­ ciona por su nombre a una mujer del harén, Teye, y a su hijo Pentuér que conspiraba con ella; se suele considerar que se tra­ taba de una esposa secundaria del rey que conspiró contra él para elevar a su hijo al trono en lugar del heredero legítimo. Fue un triste final para el gran rey en su trigesimosegundo año de gobierno.

f) Desde la muerte de Ramsés I I I hasta el final de la XX Dinastía. El rtísto de la X X Dinastía son ocho reyes, todos los cuales se llaman Ramsés, aunque cada uno con un prenombre dis­ tintivo. El primero de ellos, Ramsés IV, el único en todo este período cuyo reinado puede fijarse, reinó durante seis años; de los restantes, Ramsés IX y Ramsés X I reinaron respecti­ vamente diecisiete y veintisiete años como mínimo, mientras que los reinados de todos los demás fueron de corta duración. La duración completa de toda la dinastía, incluyendo a Sethnakht y' a Ramsés III, se calcula aproximadamente en unos ciento quince años. Todos ellos tienen tumbas en la Valle de los Reyes, exceptuando a Ramsés V III, cuya tumba es bas­ tante improbable que pudiera haber escapado a la atención de los excavadores; evidentemente, se trata de un rey efímero que nunca fue enterrado allí. No parece que el reinado de Ramsés IV careciera de esplen­ dor. •Su actividad constructora podría haber sido considerable

si hubiera tenido tiempo para llevar a buen término sus pro­ yectos, de los que nos da una remota idea el hecho de que enviara varias grandes expediciones . a las canteras de pudinga gris de Uadi Hammamat para extraer piedra para los monu­ mentos del rey en Coptos, Tebas y Armant. Prácticamente no queda nada de estos monumentos, si es que llegaron a ser construidos realmente. El gran templo funerario cercano a Deir el-Bahari, que había de superar incluso al construido por su padre en Medinet Habu, apenas había avanzado en la época de su muerte más allá de los depósitos de cimiento y de las primeras capas de los muros. Su nombre se encuentra en numerosos edificios de todo el país, pero siempre añadido a monumentos erigidos por sus predecesores. Estas inscripcio­ nes, lo misino que las de sus sucesores inmediatos (de Ram­ sés V al V III), no mencionan acontecimiento alguno de los respectivos reinados, pero suplen esta deficiencia ciertos docu­ mentos administrativos de papiro, a juzgar por los cuales las condiciones internas del país no eran precisamente satisfac­ torias. Así un papiro de Turín, que contiene una larga acusación contra un sacerdote de Elefantina, registra una larga serie de delitos de éste que se prolongan desde tiempos de Ramsés III hasta un período avanzado del reinado de Ramsés V. El he­ cho de que su actividad pudiera prolongarse durante unos quin­ ce años atestigua la ineficacia de la administración y de la justicia durante los reinados en cuestión. Otro documento, el llamado Papiro Wilbour, uno de los' más largos papiros egipcios que han llegado hasta nosotros, es el único ejemplar que se conserva de un tipo de documentos del que debieron redactarse muchos anualmente. Registra los resultados de una medición de tierra y del tributo impuesto en la parte del país que se extendía desde la entrada del oasis del Fayum hasta el lejano el-Minya, en el Egipto medio. El papiro, fechado en el año cuarto de Ramsés V, confirma que gran parte de la tierra pertenecía a los templos, en par­ ticular al de Amón-Re* de Tebas. Los principales cargos sacer­ dotales del servicio de Amón-Re‘ estaban en manos de una poderosa familia. Durante los reinados de Ramsés IV hasta el VI, el gran sacerdote es Ramesenakht; su padre había sido el principal administrador de contribuciones y su hijo no sólo ocupó este cargo, sino también el de mayordomo de Amón de los bienes del templo del dios y el de administrador de gran parte de la tierra real. De esta manera el faraón dependía finan­ cieramente en buena medida del gran sacerdote de Amón-Re‘. Hay indicios de disensiones en la familia real. Ramsés IV, del que sabemos que era hijo de Ramsés III, fue contrario

a los reinados de sus predecesores. En un cierto número de monumentos puso su nombre en lugar del de Ramsés IV, y usurpó, sin más, la tumba de Ramsés V, al que incluso es posible que destronara. En relación con esto, de algún modo, podrían estar los sucesos registrados el año primero de un rey al que no se nombra: hasta Tebas llegaron noticias de que un pueblo enemigo había alcanzado la ciudad llamada Per-nebyt, destruyéndola y quemando a sus habitantes. Como consecuencia, se concentró en Tebas la policía de las inme­ diaciones para proteger la tumba del rey y se ordenó a los obreros que trabajaban en ella que no abandonaran sus aldeas hasta que pasara el peligro. Cabe la posibilidad de que estas hostilidades tengan relación con el período de transición entre Ramsés V y Ramsés VI. Otras varias alusiones ponen de manifiesto que la victoria de Ramsés IIT sobre los libios de ningún modo había puesto fin á las incursiones de éstos. La presencia de «habitantes del desierto», a los que a veces se da el nombre de libu o de mashauash, se menciona repetidas veces en la región de Tebas; sólo puede tratarse de hordas nómadas de libios y, aunque nunca se habla de luchas con ellos, debieron haber constituido una fuente de temores para la población. La mayor parte de estas incursiones tuvieron lugar durante los reinados de Ramsés IX y X , hasta que los intrusos se1 establecieron final­ mente en los alrededores de la ciudad de Hnes, al sur del Fayum, que llegó a ser la cuna de la X X II Dinastía libia. En el decimosexto año de Ramsés ■IX salió a la luz pública un gran escándalo cuando llegó a oídos de las autoridades, o, me­ jor dicho, cuando éstas se vieron obligadas a advertir qíie se estaban cometiendo robos en la necrópolis de Tebas; llegó un momento en que no pudieron seguir desentendiéndose de lo que estaba ocurriendo en la parte de la capital que se extiende al oeste del Nilo, donde estaban situados grandes cementerios, tanto reales como privados. Se han conservado varios extensos documentos en los que abundan detalles complicados de la in­ vestigación y en los que se contiene una información intere­ sante sobre la vida y las condiciones de las clases bajas de Tebas. Más apasionante es, sin, embargo, la forma en que comenzó todo el asunto. La Tebas de aquella época estaba dividida en dos distritos administrativos: Né, la ciudad al este del río que incluía los templos de- Amón-Re‘ y de las divini­ dades locales, y la ciudad al oeste del río, «Al oeste de Ne», con la necrópolis, los templos funerarios reales, y una densa población de obreros,. de artesanos y de miembros del bajo sacerdocio empleados en los templos y cementerios. Cada lado del río estaba regido por un alcalde; en el año antes citado,

el alcalde del lado oriental era Pesiur y el del occidental, Puero. Cada uno de ellos desconfiaba del otro, por lo que no es sorprendente que Pesiur recibiera a dos escribas de «AI oeste de Nc», que llegaron a su oficina para notificarle ciertos robos perpetrados en el cementerio en el otro lado del río. El estaba a punto de comunicar la información al faraón cuando se le anticipó Puero, que se vio forzado, dadas las circunstancias,, a escribir e informar administrativamente al visir y a dos de los mayordomos del rey. Estos dignatarios enviaron inmedia­ tamente una comisión compuesta por el escriba del visir y el escriba de la tesorería del faraón, el propio Puero, algunos funcionarios menores y la policía. La comisión investigó diez tumbas reales y las encontró intactas todas excepto una, la tumba y pirámide de Sebekemsaf, un rey de la X V III Dinastía. Sin embargo, se encontraron con que muchas de las tumbas privadas habían sido forzadas y saqueadas por ladrones. Se envió un informe al visir y a los dos mayordomos, junto con una lista de ladrones arrestados e interrogados. Al día siguiente el visir Khaemuese y Nesamun, uno de los mayordomos del rey, fueron al Valle de las Reinas a inspec­ cionar las tumbas de las damas reales;- éstas se encontraron intactas, y se .absolvió al calderero que había sido acusado de los robos. Nesamun y el visir enviaron a Né una multitud de trabajadores de la necrópolis con la noticia del satisfactorio, resultado de la inspección. La multitud se manifestó ante la casa de Pesiur, que discutió con ellos; él conocía varios delitos que habían sido cometidos en el otro -lado del río y dijo que informaría de ello al rey. Al oír esto, Puero envió una queja escrita al visir y solicitó una investigación, diciendo también que los escribas de la necrópolis no debíán haber informado a Pesiur, sino directamente al visir, como era costumbre. El alto tribunal que a consecuencia de ello se reunió en Tebas decidió que las acusaciones de Pesiur carecían de fundamento, pues el visir que presidía el tribunal manifestó que había ins­ peccionado las tumbas señaladas por Pesiur y que las había encontrado intactas. El tribunal dio la libertad al calderero sospechoso de los robos. Aunque Puero fue absuelto de la acusación de negligencia, nadie podía negar que la tumba del rey Sebekemsaf había sido robada efectivamente y que era preciso detener al ladrón o ladrones. Puero tuvo éxito, ya que los descubrió y arrestó casi inmediatamente: Ocho hombres estaban complicados en ello; también se sabe que su jefe, el albañil Ameópnüfe, fue desti­ tuido. Se conserva un vivido relato del saqueo del enterra­ miento de Sebekemsaf y sus reinas. Sin embargo, también se

nos dice que todo esto había ocurrido tres años antes y que fue entonces cuando se detuvo a Amenpnüfe, pero que éste consiguió la libertad sobornando a un escriba del distrito con su parte del botín. Entonces se presentó al rey un informe del juicio y los ladrones fueron entregados a Amenhotep, el gran sacerdote de Amón-Re', para su castigo. Amenhotep, cuyo nombre figura con cierta frecuencia en es­ tos juicios, era hermano de Ramesenakht al que sucedió en el gran sacerdocio de Amón-Re', tras un corto intervalo du­ rante el cual ocupó el cargo su hermano mayor, Nesamun. Dicho personaje estaba muy enterado de los asuntos de Te­ bas, sobre todo porque el rey vivía casi siempre en su residencia del Delta. A partir de Ramesenakht el poder del gran sacerdote había ido aumentando continuamente. Cuando Ramsés IX , en el décimo año de su reinado, otorgó a Amen­ hotep magníficos presentes en oro, plata y joyas, como recom­ pensa por la construcción que el gran sacerdote había erigido a Amón-Re' en nombre del rey, Amenhotep hizo esculpir en relieve el acto de esta donación en las paredes del templo de Kárnak. Al elegir su emplazamiento en el relieve, el gran sacer­ dote asumió una prerrogativa real (ya que el rey era proto­ colariamente la única persona que aparecía junto al dios en los muros de los templos) y, no contento con esto, se repre­ sentó a sí mismo de igual tamaño que el rey, mientras que los otros funcionarios que asistían a la ceremonia sólo aparecen a la mitad del tamaño del rey y del gran sacerdote. El creciente poder de Amenhotep se vino abajo durante el año duodécimo del reinado de Ramsés X I, en el curso de una guerra entre el alto sacerdote y el virrey de Nubia, Pinehas o Panehesi, el «hijo del rey de Kush». Sólo podemos conjeturar la causa del conflicto. Nubia, en aquel tiempo com­ pletamente absorbida por Egipto, era de una gran' importancia para Egipto no sólo por ser territorio a través del cual tenía que pasar todo el comercio con el Sudán y los países aún más meridionales, sino también, y esto era mucho más importante, porque sus minas de oro entre el Nilo y el mar Rojo produ­ cían una gran cantidad de dicho material. Estas minas, si bien estaban en el territorio regido por el virrey, durante siglos habían sido consideradas por los altos sacerdotes, al menos en teoría, «países del oro de Amón». Parece ser que cuando Amenhotep, en la cúspide de su poder, intentó sojuzgar a Nubia y a su virrey, Pinehas se negó a aceptar este cambio y no sólo resistió al gran sacerdote, sino que se aventuró a una ofensiva. No tenemos información directa sobre cuál de los dos dignatarios contaba durante esta guerra con las sim­ patías de Ramsés X I; es posible que éste se declarara parti­

dario del enérgico virrey con el fin de poner tasa al poderío, ya nada agradable, del gran sacerdote. Nosotros apenas perci­ bimos un eco distante de los acontecimientos en los interro­ gatorios de ladrones y sospechosos durante un nuevo juicio por robo de tumbas que tuvo lugar en Tebas unos siete u ocho años más tarde. Sabemos que Pinehas, con su ejército nubio, avanzaba hacia Egipto desde Nubia; sus. tropas asal­ taron el templo fortificado de Medinet Habu, que era en aquel tiempo un importante centro administrativo de la región de Tebas. Pinehas, en el duodécimo año de Ramsés X I, con­ trolaba Tebas y proyectaba permanecer en ella, ya que comenzó a repartir tierra entre sus soldados extranjeros. Amenhotep había escapado hacia el norte perseguido por Pinehas, cuyas tropas incendiaron incluso la ciudad de Hardai, situada en el Egipto medio, mucho más al norte. Tras esta guerra civil no se sabe nada más de Amenhotep; probablemente murió o fue muerto en el conflicto. Su sucesor fue Herihor, un oficial del ejército de alta graduación. Pinehas volvió a su provincia y, en el año diecisiete, el rey le escribió recomendándole a su mayordomo Yenes, al que había enviado a una misión, pidiendo que ambos hombres cooperaran. Pero dos años más tarde se trata a Pinehas como enemigo y a su pasada guerra contra Amenhotep como «transgresión». Ya se había declarado una nueva guerra, esta vez entre Herihor y Pinehas. El mando del ejército egipcio se confió a Piánkhi, hijo de Herihor, que consiguió evitar que Pinehas invadiera el terri­ torio egipcio propiamente egipcio, pero fue incapaz de deponer por sí mismo a Pinehas, aunque tal vez realizara algunas incursiones sin consecuencia a su provincia. A partir de enton­ ces Nubia dejó, de ser una provincia egipcia. Las aspiraciones de Herihor comenzaron allí donde se habían detenido las de Amenhotep. Sobre las paredes del templo de Khonsu en Kárnak, al que mientras que Herihor ocupó el cargo se añadió una sala hipóstila y un patio delantero, está aquél representado en distintas funciones sacerdotales, primero a la misma escala y al lado del rey, pero posteriormente (en el patio delantero) solo. Con. anterioridad había asumido las fun­ ciones de visir, o había sido designado para ello, por lo que tenía también, en sus manos la administración civil. Cuando finalmente se apropió de los títulos reales y se otorgó cinco nombres enmarcados en cartuchos, no hizo más que proclamar abiertamente lo que en realidad ven/a sucediendo: a saber, que era él quien mandaba en Tebas. Evidentemente, su reivin­ dicación de la realeza radicaba en el hecho de ser gran sacer­ dote de Amón-Re', ya que nunca renunció a dicho título, que incluso'Constituía su prenombre real en un cartucho. Hay que

añadir, sin embargo, que esta aspiración al tronó se limitaba a las paredes del templo de Khonsu no se sabe de ninguna otra parte en la que se diga que Herihor fuera rey. Aunque en Tanis otro personaje, Nesubanedjeb, adquirió un gran poder sobre, el Delta, fue Ramsés XIj*que probablemente residía en Menfis, quien nominalmente siguió siendo faraón, gobernante supremo. Es cierto, sin embargo, que Herihor había introducido en Tebas una nueva era llamada «Repetición del Nacimiento», antigua expresión que significa aproximadamente «Aumento de Riqueza», y los años se fecharon de acuerdo con ella. Cuando Herihor murió en su séptimo año, se dejó de hacer así. Ramsés X I continuó reinando durante algún tiempo, sin que por ello dejara de existir el mencionado estado sacer­ dotal, pese a que el sucesor de Herihor, Piánkhi, nunca aspiró de hecho a la realeza. La gran fuerza del estado sacerdotal de Tebas radica exclusivamente en su tradición religiosa; era el centro del culto al supremo dios Amón-Re' y la sede de su gran sacerdote. Este estado dentro del estado era económica­ mente débil, ya que había perdido la rica provincia de Nubia y estaba separado por el resto del país, especialmente por el Delta, del Mediterráneo y del comercio exterior. La. verda­ dera situación queda descrita con viveza en el informe de Wenamun, un mensajero de Herihor envió a Biblos para que comprase madera para la barca sagrada de Amón-Re‘ . La mo­ neda de Wenamun fue robada en el camino y cuando llegó a Biblos trató sin éxito de obtener la madera sin pagarla. El rey de Biblos admitió de buena gana que Amón era un dios poderoso y que Egipto era el centro de la civilización, pero insistió en que Wenamun tenía que enviar un mensajero a Egipto para pedir prestado dinero a Nesubanedjeb de Tanis, y sólo se le entregó la madera cuando hubo llegado el dinero. Se desprende de esta información que el prestigio y el gobierno egipcio habían dejado dé contar en Palestina y Siria, provincias que había perdido Egipto poco después de la muerte de Ram­ sés III. La ventajosa posición geográfica de Nesubanedjeb le permitió mantener un comercio floreciente con las anteriores colonias egipcias. Cuando murió Ramsés X I, y fue el último rey que se enterró en el Valle de los Reyes, el nuevo faraón no fue el gran sacerdote de Tebas, sino Nesubanedjeb (Smen­ des): el fundador de la X X I Dinastía tanita.

CUADRO CRONOLOGICO X IX DINASTIA

Ramsés I Sethi I Ramsés II Merenptah Sethi II Amenmes Ramsés-Siptah Tuosre

1309-1308 1308-1290 1290-1224 1224-1214 1214-1208 1208-1202 1202-1194 (1184-1080)

XX DINASTIA

Sethnakht Ramsés III Ramsés IV Ramsés V Ramsés VI Ramsés V II Ramsés V III Ramsés IX Ramsés X Ramsés X I

(1309-1194)

1184-1182 1182-1151 1151-1145 1145-1141 1141-1134 ) ¡

1134-1127 1127-1110 1110-1107 1107-1080

Historia Universal Siglo veintiuno Volumen 4

LOS IM PERIOS DEL AN TIG UO III.

O RIEN TE

La primera mitad del primer milenio

Compilado por Elena Cassin, Jean Bottéro y Jean Vercoutter

M éxico Argentina España

historia universal siglo

3.

Siria y Palestina desde fines del siglo xi hasta fines del siglo vi a. C. Desde la instauración de la monarquía en Israel hasta el fin del exilio judío.

Los cinco siglos de la historia sirio-palestina que vamos a tratar seguidamente se dividen en tres períodos: 1025-880, 880745 y 745-538. Siria-Palestina pudo disfrutar en el primero de la libertad que le había proporcionado en el siglo x i i el fin de la supremacía egipcia sobre este territorio. Durante el se­ gundo período una nueva gran potencia extranjera, la asiria, alargó la mano hacia Siria-Palestina. En el tercer período esta gran potencia, que había sido sustituida a finales del siglo vn por la babilónica, somete a Siria-Palestina por completo. Gra­ cias al Antiguo Testamento disponemos de múltiples e inte­ resantes datos sobre los territorios dominados por Israel y sus países vecinos: los filisteos en el oeste, los edomitas en el sur, los moabitas y amonitas en .el este, los arameos en el noreste y los fenicios en el noroeste. Nuestros conocimientos son en todo caso mayores que los que tenemos sobre la historia de los estados que se habían conservado o formado de nuevo en 1200 en el noroeste de Siria y el sureste de Asia Menor a raíz de la caída del imperio hitita, y que siguieron en un principio la tradición hitita a través de la lengua, la escritura y la cultura para luego arameizarse en su mayor parte después del año 1000. Por esta razón aparecen pocas veces en el Antiguo Testamento. Las únicas y por desgracia insuficientes fuentes que tenemos sobre ellos se reducen a algunos pasajes de relatos bélicos de reyes asirios y algunos hallazgos aislados (entre ellos unas pocas inscripciones) en diversos puntos de su territorio. Con lo que se desprende de estos datos tendremos que reconstruir con­ cisamente la historia de estos estados neohititas, aludiendo, a su arameización paulatina y anticipando así la parte que trata de los arameos.

—No será necesario dedicar un capítulo exclusivo ’a la historia de los filisteos, edomitas, moabitas y amonitas, que puede na­ rrarse en relación con la.historia de Israel por estar vinculada estrechamente a ella. Igual que con los filisteos, edomitas, moabitas y amonitas, Israel tuvo muchos y estrechos contactos con los arameos y los fenicios, durante los cinco siglos de su historia . que aquí se tratan. En la historia de Israel se aludirá por ello-'

, Endor 0 • * Megiddo# •Sungm Ram o th ^ * #Jezrael Taartac r GIÍboe Galaad •jab e s o

M ahan aim R a b b a th

Ammon

Gabafl^ B e lé n ¡

•H e b ró ^

, Dibón

M a r M u erto

0 K ir H a re se th

Fig. 4.

Siria-Palestina.

con frecuencia a los arameos y a los fenicios. Las noticias de que disponemos sobre unos y otros, aparte del Antiguo Testamento (inscripciones arameas y fenicias, documentos de reyes asirios y babilónicos y datos fenicios más antiguos conservados a través de autores grecorromanos), arrojan tanta luz sobre la historia de estos dos pueblos que merecen un trátamiento. especial. La des­ cripción de cada una de las tres partes principales en que hemos dividido el período a tratar, 1025-880, 880-745 y 745538 comienza, pues, con Israel y sigue con la historia de los estados neohititas, los arameos y los fenicios. La historia de los estados posthititas que se basa, por falta de datos del período entre 1025 y 880, en deducciones de períodos posteriores, que­ dará contenida en la primera parte.

X.

INDEPENDENCIA DE SIRIA-PALESTINA

(1025-880

A. C.)

A) Israel y Judá a)

Instauración de la monarquía. Saúl

Siria-Palestina cultivó desde el principio del siglo xn, durante doscientos años, su independencia, fomentando en todo su te­ rritorio la aparición de estados independientes, generalmente en forma de reinos. Por otro lado no cabe duda de que la monar­ quía surgió bastante tarde en Israel: dos e incluso tres siglos más tarde que entre sus vecinos los edomitas, moabitas y amo­ nitas, xosa que puede estar relacionada con la religión de Israel, . según la cual no debe existir un rey terrenal. En todo caso . parece haberse manifestado esta. convicción con motivo de la elección de Saúl, el primer rey de Israel. Lo que indujo a Israel a instaurar la monarquía fue por un lado la ayuda solicitada a todas las tribus israelitas por la ciu­ dad de Jabes Galaad, en Jordania oriental, gravemente ame­ nazada por los amonitas (I Sam. 11), y por otro lado la presión cada vez más fuerte que ejercían los filisteos sobre las tribus israelitas de Palestina central (I Sam. 13, 19-22). No está del todo clara la serie de acontecimientos que condujo al benjaminita Saúl al trono. También existen diversas opiniones acerca de la parte que tuvo en ello el profeta efraimita Samuel. Según i I Sam. 7, 2-8, 22; 10, 17-19; 12, 1-25; 15, 1-35, Samuel des­ aprobaba el deseo del pueblo de tener un rey, por considerarlo una limitación de los derechos de Yahvé, único rey del pueblo,

y procedió finalmente al nombramiento de Saúl como rey, en contra de su voluntad y sólo por indicación expresa de su dios. Esto podría relacionarse con el hecho, de que Samuel, considerado entonces como juez, hubiese liberado a Israel de los filisteos (según 7, 10-17) y por eso no pudiera encargar a Saúl esta empresa, por lo que le confió, como primera misión de su reinado, el exterminio de los amalecitas (15, 1-35). Los pasajes I Sam. 9, 1-10; 16, 20-27; 11, 1-15; 13, 1-14, 46, que tampoco parecen ser homogéneos (lo que aquí carece de importancia por coincidir en- esta cuestión), afirman por el contrario que Saúl fue ungido rey por Samuel por orden de Yahvé con la misión de liberar a Israel de los filisteos. Cuentan también cómo el rey hizo gala de su dignidad real en brillantes victorias sobre los amonitas que asediaban Jabes Galaad y cómo junto con su hijo derrotó y expulsó de Israel a los filisteos (cap. 13-14). El capítulo 11 (se omite aquí el cap. 12 por no tener relación directa con nuestro tema) y los capítulos 13-14 unen el triunfo de Saúl sobre los amonitas y su victoria frente a los filisteos describiendo (13, 2) cómo Saúl, tras haberle' el pueblo confir­ mado como rey en Galgala en agradecimiento a la gran ayuda que prestó a Jabes Galaad, conservando sólo 3.000 hombres de su ejército, expulsó a los filisteos del país. Puede que esta versión corresponda a la realidad. El relato de I Sam. 7-15, según el cual Yahvé y su profeta se opusieron a la instauración de la monarquía en Israel, se puede explicar por el hecho de que las tensiones surgidas entre Saúl y Samuel al final de su reinado hayan sido situadas al principio del reinado de Saúl. Sin embargo, es posible que en determinados círculos’ proféticos b sacerdotales se alzasen desde un principio voces contrarias al nombramiento de Saúl.’Sea como fuere, es un hecho histórico que Saúl empezó su reinado con una brillante victoria contra los filisteos, que hasta entonces habían oprimido, pesadamente a Israel. Pero no por esto estaba conjurada para siempre la amenaza de los filisteos. Por el contrario, a juzgar por I Sam. 14, 52, parece seguro que prosiguió una violenta guerra contra ellos mientras vivió Saúl y que éste no dejó de buscar por todos los medios hombres para esta lucha. Estas luchas fueron todas favorables a Saúl, excepto la última, a la que aún nos hemos de referir. También . salió victorioso Saúl de sus guerras contra Moab, Amón, Edom, Aram-Soba y los amalecitas. Tenemos escasa información sobre estas luchas,, así como sobre la política exterior de Saúl. Como fuente sólo disponemos de I Sam. 14, 47-48, que enumera a los enemigos exteriores con los que se enfrentó Saúl (Moab, los . hijos de Amón, Edom, los reyes de Soba y Amalee), afirmando

que Saúl siempre salió vencedor de estas guerras, afirmación que en el texto que estudiamos concluye inesperadamente, por animosidad contra Saúl, acusándole de haber actuado siempre crim inalm enteSin embargo, estas guerras de Saúl son histó­ ricas aun cuando ignoremos mayores detalles. Moab, Amón, los filisteos y Amalee son pueblos que ya en la época de los jueces aparecen como enemigos de Israel y que, junto a Edom, se­ guirán siéndolo más tarde, bajo David y en épocas posteriores. Al. menos en su esencia, el relato de la lucha de Saúl contra Amalee y su rey Agag (I Sam. 15) se ve confirmado por la afirmación (14, 48) de que Saúl derrotó a Amalee liberando así a Israel del dominio de su expoliador. También el hecho, refe­ rido en I Sam. 23, 10-12; 26, 1-2, de que David fuese entre­ gado por los judíos a Saúl al refugiarse en Judá debe entender­ se en el sentido de que los judíos querían mostrarse agradeci­ dos a Saúl por la defensa de su país contra las incursiones ene­ migas y, en particular, las de los amalecitas, que continuaron acosando a Judá y provocaron aún contramedidas por parte de David (I Sam. 27, 7-12; 30, 1-31). Sí sobre la política exterior de Saúl disponemos sólo de es­ casas noticias, sobre su política interior tenemos en primer lu­ gar la lista de la corte de Saúl de I Sam. 14, 49-51,. en la que, aparte de la mujer, hijos e hijas de Saúl, sólo se menciona a su jefe de ejército Abner, que era primo suyo. Se trata, pues, de una forma de gobierno completamente patriarcal que sólo es concebible si Saúl se limitaba prácticamente al mando supremo militar, dejando la administración interior, el derecho y el culto a las tribus. Cuando más tarde la monarquía asume, bajo David y Salomón, muchas de las funciones que antes competían a ad­ ministraciones autónomas, aumenta considerablemente, como ve­ remos, el número de miembros de la corte. Son también de política interior las medidas que adoptó Saúl para israelizar por la fuerza los enclaves cananeos que perduraban aún en los te­ rritorios reclamados por Israel. Una medida de este tipo, la cruenta nacionalización de la ciudad de Gabaón, presuponen los relatos de II Sam. 2J, 1-14 y 9, 1-13, que tratan de la entrega de los saúlidas que sobrevivían aún a principio del rei­ nado de David, a excepción de Merib-Ba'al2, hijo de Jonatán. Otro caso de israélización violenta, llevada a cabo por Saúl, aparece en el relato del asesinato de Esba'al3, hijo de Saúl, en el que dos ciudadanos de la ciudad benjaminita de Beeroth afir­ man que los habitantes de ésta tuvieron que abandonar su pa­ tria y refugiarse en Gittaim, lugar posiblemente filisteo (II Sam. -4. 3); debe tratarse seguramente de la evacuación ordenada por Saúl, padre de Esba'al, a los cananeos. que aún vivían en la

ciudad de Beeroth. Por otra parte no sabemos siquiera cuánto tiempo reinó Saúl, pues el pasaje I Sam. 13, 1, según el que «Saúl tenía... años cuando fue nombrado rey y reinó dos años sobre Israel», no ofrece garantía y tiene que explicarse por al­ guna equivocación o error de transcripción, igual que las no­ ticias sobre el reinado de Saúl deben de referirse a más de dos años. Sin embargo, no puede asegurarse si se puede contar con un reinado de diez años o más. Si para este período sesjfijan por tanto las fechas 1025-1005, han de tomarse con grandes reservas. Así como aparecen descritos con bastante detalle los co­ mienzos de Saúl, lo cual se debe a que el profeta Samuel tuvo mucha parte en ellos, también disponemos de abundantes datos sobre su fin por haber desempeñado en él Samuel un papel bastante importante. Además, el fin de Saúl coincide en cierta manera con los comienzos de David, que era más importante para nuestros narradores que Saúl. Así sólo pudieron aparecer algunas historias de Saúl si en ellas también se hablaba de Da­ vid. Los últimos años del reinado y de la vida de Saúl se vieron oscurecidos por un infortunio doble. Primero parece que a medida que avanzaba su edad empezaba a sufrir ataques de melancolía y complejo de inferioridad, quedando minada su fe en sí mismo, condición indispensable del éxito. Luego fue deteriorándose cada vez más su relación con Samuel, que en un principio había sido buena. Esto acarreó el conflicto de Saúl con el movimiento profético dirigido por Samuel, que según I Sam. 0, 5-6, 9-14; 19, 18-24, se debió extender mucho y tener amplia repercusión. También se produjo con el tiempo un distanciamiento entre Saúl y los sacerdotes del templo real de Nob, lo que tuvo como consecuencia más tarde que David huyendo de Saúl encontrase la ayuda dé los sacerdotes de este templo, descendientes de Moisés, y, por tanto, muy influyentes, por lo que Saúl, como venganza, mandó asesinarlos, excepto a •Abiathar, un bisnieto de Eli, sacerdote del Arca, que pudo escapar a la matanza. Lo que seguramente preocupaba más a Saúl era la continui­ dad de su dinastía, ya que temía que David, que había sido formado como oficial en la corte de Saúl, alcanzando toda clase de honores (I Sam. 18, 5; 19, 8) y llegándose a casar incluso con su segunda hija Micol (18, 17-30; 19, 11-17; 25, 44; II Sam. 3, 13-16; 6, 16-23; I Par. 15, 29), pudiese ganar en popularidad, por sus grandes victorias en la lucha contra los filisteos, al príncipe heredero Jonatán, llegándole a disputar el trono, un. temor que se veía agravado por la íntima amistad que unía a Jonatán con David (I Sam. 18, 1-4; 19, .1-7;. 20, 1-21; 1;

II Sam. 1, 17-27) y por no ver o no querer ver aquél el pe­ ligro que para él constituía David. Por fin se produjo la ruptura éntre Saúl y David sin que pueda decirse cuánto duró su con­ cordia, cuándo comenzó el distanciamiento y cuándo se produjo la ruptura definitiva. El relato de 21, 11-16 de una primera y episódica deserción de David al campo del rey filisteo Aquis de Gatlj es seguramente legendario, destinado a mostrarnos la estancia de David en el país enemigo de los filisteos (que se­ guramente tuvo lugar y duró casi año y medio) como episodio breve: I Sam. 18, 6; 21, 10 describe el auténtico proceso de esta ruptura. 22, 1; 27, 12 trata de los meses en los que Saúl intentó apresar a David que se había refugiado en Judá, hasta que por fin se pasó con sus mujeres e hijos y 600 insurrectos al rey filisteo Aquis de Gath, que le asignó como residencia el do­ minio de Siclag, situado al sur de su territorio, probablemente con la misión de defender la frontera meridional del territorio filisteo de los ataques nómadas (I Sam. 27, 1-12). Según 27, 7, la estancia de David con los filisteos duró un año y cuatro meses, lo que parece ser verdad. Aproximadamente el mismo tiempo trataría de mantenerse David en Judá antes de pasarse a los filisteos, mientras que el tiempo que estuvo David en la corte de Saúl parece haber sido más largo, llegando a diez o más años. : Sobre las dificultades de tipo interno y externo que pesaron sobre los últimos años del reinado de Saúl, estuvieron segura­ mente al corriente los filisteos gracias a su servicio de informa­ ción. Parecióles llegado el momento oportuno de recuperar el. dominio sobre Israel, que les había sido arrebatado por Saúl en la flor de sus años, rebasando el territorio, incluso las rutas de comercio que atravesaban el territorio israelí. Decidieron pues atacar a Saúl en la llanura de Jezrael entre Jezrael y Sunem y las montañas de Gélboe. En el camino al campo de batalla elegido, los filisteos pasaron revista a las tropas; desfiló tam-' bién David con sus hombres, pero fue devuelto de nuevo a su residencia de Siclag a pesar de la fe que tenía puesta‘ en él su señor Aquis, por los otros príncipes filisteos que desconfia­ ban. Mientras él volvía, los filisteos continuaban la marcha a Jezrael. Un destino favorable le había librado de tener que luchar al lado d e, los filisteos contra su propio pueblo. Poco sabemos sobre el curso d e . la batalla entre filisteos e israelitas en la llanura de Jezrael. Como en otros casos, aquí los relatos están dedicados más a la suerte corrida por los principales personajes, qué a una descripción objetiva de los acontecimientos. La legendaria historia sobre la consulta del desesperado Saúl a la vieja* pitonisa de Endor (I Sam. 28, 3-25)

debe ser histórica, pues Saúl no tenía muchas esperanzas puestas en el combate próximo. Esto coincide con los ataques de me­ lancolía que asaltaban a Saúl al ir envejeciendo. Después de narrar brevemente (31, 1) que los israelitas tuvieron que huir ante los filisteos y que en las montañas de Gélboe había mu­ chos caídos israelitas, la historia se centra en la suerte corrida por Saúl y sus hijos y cuenta cómo los hijos de Saúl, Jonatán, •Abinadad y Melquisúa, fueron muertos por los filisteos, y cómo Saúl, gravemente herido, pidió a su escudero que pusiese fin a su vida y que al negarse éste, se atravesó con su propia espada, siguiéndole en su ejemplo su escudero. I Sam. 31, 8-13 cuenta que los cadáveres de Saúl y de sus tres hijos fueron colgados por los filisteos en la muralla de la ciudad de Betshán conquistada por ellos, pero que los ciudadanos de Jabes Galaad , robaron los cadáveres, dándoles digna sepultura en Jabes, lo que a su vez viene a confirmar la historicidad del relato que figura en I Sam. 11 acerca de la ayuda que unos dos años antes había prestado Saúl a la ciudad de Jabes contra los ataques de los amonitas. Es difícil saber la relación que guarda el relato de II Sam. 1, 1-16 de la muerte de Saúl, según el cual un amalecita, que se encontraba casualmente en las montañas de Gélboe, dio el golpe de muerte a Saúl por deseo deK mismo, con la otra versión de I Sam. 31,, 1-13. b)

David y Esba'al

La muerte de Saúl significó para David no sólo la desapa-, rición de su enemigo personal, sino también que quedaba libre el camino a la sucesión de Saúl como soberano de Israel. Pues aunque, como ahora veremos, Esba'al, un hijo de Saúl de cuarenta años (II Sam. 2, 10) había sido nombrado in­ mediatamente por Abner, general de Saúl, rey «sobre Galaad y sobre los asuritas \ y sobre Jezrael, y sobre Efraim y sobre Benjamín y sobre todo Israel» (II Sam. 2, ?) era de suponer que tarde o temprano se inclinaría la suerte a favor de David. El mismo David estaba seguro de ello. Lo demuestra el hecho de que, tras haber sido nombrado en Hebrón rey de Judá poco después de la muerte de Saúl, enviase un mensaje a los ciuda­ danos de Jabes Galaad, dándoles las gracias por los honores dados al cadáver de Saúl, pidiendo la recompensa de Yahve yasegurándoles su gratitud, terminando con estas frases inequí­ vocas: «Esfuércense, pues, ahora vuestras manos, y sed va­ lientes; pues que, muerto Saúl nuestro señor, los de la casa de Judá me han ungido por rey sobre ellos» (II Sam. 2, 7). La muerte de Saúl fue oportuna para David. Esto no signi-.

fíca en absoluto, que éste no hubiese llorado verdaderamente la muerte de Saúl y de sus hijos, sobre todo de su amigo Jonatán. Que esto sucedió así queda demostrado en la oda fúnebre de I I Sam. 1, 17-27 escrita sin duda por David: 22. Sin sangre de muertos, sin grasa de valientes E l arco de Jonatán nunca volvió, ni la espada de Saúl tornó vacía. 23. Saúl y Jonatán, amados y queridos, ni en la vida ni en la muerte se vieron separados: Más ligeros que águilas, más fuertes que leones. 26. Angustias tengo por ti, hermano mío Jonatán, que me fuiste muy dulce: más maravilloso que fue tu amor que el amor de las mujeres. E l dolor, sin embargo, no le hizo descuidar las necesidades inmediatas. Tras la muerte de Saúl, David se traslada pronto con su familia y sus soldados a Hebrón, lugar de su pueblo de origen, Judá. Esto sucedió con toda seguridad de acuerdo con los príncipes filisteos, sobre todo con su soberano Aquis d e ’ Gath. Para los filisteos no podía ser más ventajoso que se mantuvieran en jaque estas dos partes en las que se deshizo el reino a la muerte de Saúl, el estado del norte, Israel, gober­ nado por el general de Saúl, Abner, en nombre del hijo de éste, Esba'al, y el estado del sur, Judá, que reconocía a David como rey. Cuanto mayor fuera la hostilidad entre ambos estados, menos tenían que temer los filisteos que se. les llegase a enfren­ tar una potencia israelita unida, que les obligase a permanecer dentro de sus confines, como había sucedido bajo Saúl. Ambos estados hermanos, israelitas se encargaron de no desbaratar los planes de los filisteos. De esto es testimonio impresionante, en I I Sam. 2, 12-32, el relato de la lucha que tuvo lugar cerca de Gabaón entre doce representantes de las tropas de Esba'al al mando de Abner, procedentes de la residencia de Esba'al en Mahanaim, en la tierra del Jordán oriental, y otros doce de los hombres de David venidos de Hebrón bajo el mando de. Joab. La lucha causó la muerte de ambos grupos, y desenca­ denó un encuentro tan encarnizado entre los ejércitos que hu­ biese terminado con la aniquilación total de las inferiores tropas de Abner, de no ser porque- Abner hizo ver a Joab que se trataba de una lucha entre hermanos y éste desistió de perseguir a.'los soldados de aquél, poniendo fin a la batalla5. Por lo demás no se sabe con certeza cuánto duró el conflicto entre Esba'al

y David. Según II Sam. 3, 1, se prolongó largo tiempo. Se­ gún 2, 10 el reinado de Esba'al duró dos años, según 2, 11 el tiempo en que David fue en Hebrón rey sobre Judá es de siete años y seis meses: dos fechas que no concuerdan (pues, según 3, 2 y 5, 1, parece como si David hubiese sido elegido rey sobre Israel poco después del asesinato de Esba'al) y que tie­ nen que armonizarse suponiendo que la fecha de 2, 10' se basa en una equivocación o malentendido, mientras que la segunda es la correcta. En todo caso el conflicto entre Esba'al y David tuvo como resultado que disminuyese cada vez más la influencia del primero a favor de la importancia del último, como queda expresado en 3, 1 con clásica concisión: «David se hacía cada vez más fuerte, la casa de Saúl cada vez más débil.» A la debilitación de la casa de Saúl contribuyó de manera • fundamental que fuese asesinado primero Abner, general de Esba'al y luego el mismo Esba'al. Acusado por Esba'al de haber tenido relaciones con una mujer de Saúl, Abner se dirigió a Hebrón con el acuerdó de los ancianos de Israel y prometió a David que le entregaría todo Israel. Joab, que no se encon­ traba en Hebrón durante las conversaciones entre David y Abner, se enteró de ello a su vuelta. Inmediatamente se dirigió a David, al que hizo amargos reproches por haber dejado partir ea paz a Abner, qué sólo había querido hacer espionaje, mandó que volviese, bajo algún pretexto, y lo asesinó en las puertas de Hebrón. Pretendía así vengar a su hermano Asael al que Abner había tenido que matar en defensa propia en la batalla mencionada antes entre los hombres de Esba'al y los de David. En realidad es seguro que le empujó el temor a que David favoreciese a Abner a su costa (3, 6-39). No tardó en seguir el asesinato de Esba'al. Dos oficiales" de Beeroth, de sus tropas de patrulla, degollaron a Esba'al; seguramente como venganza por la cruenta israelización de Beeroth llevada a cabo por su padre Saúl, como vimos más arriba, mas no obtuvieron de David la recompensa que habían esperado, siendo ajusticiados mientras que la cabeza de Esba'al recibía digna sepultura en la tumba de Abner en Hebrón (II Sam. 4, 1-12). Quedaba para David, por fin, completamente ’ libre el camino al poder sobre Israel. Los ancianos de Israel, es decir, del territorio hasta entonces dominado por Esba'al, no tardaron en acudir a Hebrón, ungiéndole rey de Israel, después que firmó un acuerdo con ellos (5, 1-3). Sigue a esta historia el relato fide­ digno de 5, 4-5, según el cual David tenía treinta años cuando fue nombrado rey y reinó cuarenta años, siete años y seis meses ■ en Hebrón, sobre Judá, y treinta y tres en Jerusalén, sobre • Israel y Judá.

c.

David

Después de haberse hecho David de esta manera rey de Is­ rael, descubrió pronto que sería difícil o casi imposible reinar sobre Israel desde Hebrón, residencia situada casi en la fron­ tera meridional de sus nuevos dominios, y que tendría que decidirse por una capital más céntrica. Al mismo tiempo juzgó necesario, en vista de las tensiones entre Judá e Israel, entre el norte y el sur, que ya empezaban a sentirse entonces y que tan fa'tales consecuencias habían de tener más tarde, crear una capital libre de estas tensiones que no perteneciese ni a Israel ni a Judá, y que fuese de su exclusiva propiedad, es decir: tenía que conquistar una ciudad libre cananea que, según el derecho de guerra, sería posesión suya. Eligió para este fin la ciudad de Jerusalén, habitada por los jebuseos, y su acró­ polis Sión. El breve relato que se hace en II Sam. 5, 6-8 de la conquista de esta ciudad y su acrópolis, llamada más tarde por David «Ciudad de David», es por desgracia tan confuso que apenas podemos decir algo acerca de' aquellos sucesos. A este relato se añaden en 5, 9-16 datos referentes al fortalecimiento de la muralla de la ciudad ordenado por David, a la construc­ ción de su palacio, impulsada por Hiram, rey de Tiro, con envíos de madera de cedro y de carpinteros y canteros, a las mujeres que tomó David en Jerusalén, a los hijos que allí tuvo, datos que, en parte, hacen referencia a hechos y acontecimientos acaecidos más tarde y que, por lo tanto, aparecen demasiado pronto. 5, 17-25 continúa con el relato de dos victorias que obtuvo David sobre los filisteos poco después de la conquista de Jerusalén. El pasaje .5, 17 de la Biblia comienza así: «Cuan­ do los .filisteos oyeron que David había sido proclamado rey sobre Israel, subieron todos a apresar a David. Pero David supo de ello y bajó a la fortaleza de montaña.» La historia se refiere seguramente a un tiempo anterior a las obras llevadas a cabo'por David en Jerusalén, citadas en 5, 9-12. Sobre la fecha exacta no existe un acuerdo. La mayoría, al identificar la fortaleza de montaña en la que se refugió David, según 5, 17, ante el ataqúe de los filis! eos, con la fortaleza de montaña de Adullam, en la que estuvo David, según I Sam. 22, 1 y II Sam. 23, 13, durante las primeras semanas después de su ruptura con Saúl, sitúan la ofensiva de los filisteos contra David inme­ diatamente después de la proclamación de David como rey en Hebrón (II Sam. 5, 1-3) y, por lo tanto, cuando residía David en Hebrón. Sin embargo, la fortaleza de montaña aludida en 5, 9, o sea, poco antes de 5, 17, es, sin duda, Jerusalén, o, más exactamente, su acrópolis Sión. Así, pues, parece lo más

indicado, referir la fortaleza de montaña de 5, 7 a Sión, te­ niendo en cuenta que los lugares nombrados, por ejemplo, el valle de Refaím, se encuentran todos cerca de Jerusalén. Los ataques referidos en 5, 11-25 iban dirigidos contra Da­ vid, que se había adueñado de Jerusalén y como una es­ pecie de sanción: con la destrucción de los campos que ase­ guraban el abastecimiento de Jerusalén, sobre todo de la fértil llanura de Refaím, se trataba de sublevar a los jebuseos, los antiguos dueños de Jerusalén, contra David, su nuevo señor. Pero no sucedió así. Los filisteos habían descubierto demasiado tarde que David, a l . que habían utilizado hasta entonces en provecho propio, había adquirido una enorme importancia po­ lítica, que no sólo habían de tener en cuenta, sino también temer. Evidentemente David había sabido interpretar su papel de vasallo de los filisteos durante largo tiempo. Cuando los filisteos vieron la realidad, ya era demasiado tarde. La. retirada sangrienta, después de su intento de quebrantar la posición de David como nuevo soberano de Jerusalén y de reducirle de nue­ vo al vasallaje, demostró a los filisteos que la suerte ya no les era favorable. A estas graves experiencias habrían de seguir otras en el futuro. David, sin embargo, pudo continuar libre­ mente la reconstrucción de su capital, Jerusalén, ya aludida, como vimos, en II Sam. 5, 9-12. Las luchas fronterizas de David, contra los filisteos, relatadas o ya supuestas en II Sam. 21, 15-22; 23, 8-17, deben pertenecer también al principio del rei­ nado de David. Lo mismo puede decirse dé II Sam.'20, 1-14, que relata cómo fueron entregados los saúlidas a merced de los gabaonitas (ver pág. 124), salvándose únicamente, según 9, 1-13, Merib-Ba'al, hijo de Jonatán, y cómo se hizo un censo de la población, descrito en II Sam. 24, 1-25, que tuvo como consecuencia una epidemia de peste y la construcción de un altar expiatorio por David. ■ En la antigüedad toda capital política era al mismo tiempo metrópoli de culto. También David pensó en conferir a su ca­ pital esplendor religioso. Para ello le pareció oportuno traer a Jerusalén la venerable Arca de Yahvé, que había desempe­ ñado un papel importante en el Israel de la época precananea, y que se había .convertido en una especie de símbolo de la idea del gran Israel, pero que se hallaba entonces en la ciudad de Kiriath Jearim (llamada en II Sam. 6, 2 Baalat Judá), a unos 20 km al noroeste de Jerusaléií, donde tenía un papel poco importante. Fue traída, con la participación personal de David, en solemne procesión a Jerusalén «el Arca de Dios sobre, la cual era invocado el nombre de Yahvé de los ejércitos, que mora en ella entre los querubines» o sea el dios venerado an­

tiguamente cerca del palacio real y no — como se ha interpre­ tado equivocadamente en I Reyes 1, 38-40— junto a la fuente de Gihón. La exactitud y minuciosidad del relato que aparece en I I Sam. 6 sobre esta extraordinaria empresa estatal, de­ muestra la importancia que adjudicaba David al Arca. Tal vez se encuentre conservado en el Salmo 24, 7-10 el solemne canto alternado que se inicia en el momento en que se acerca la pro­ cesión a las viejas puertas de Jerusalén, clamando un coro a estas puertas desde fuera que dejen entrar el Arca y a Yahvé Zebaoth, el rey glorioso, representado por aquélla, y el otro coro desde dentro ensalzando la majestad del dios que pide entrada. Pese al interés demostrado por David en convertir su capital en sede de la -antigua tradición religiosa nacional israelita, tra­ yendo el Arca a Jerusalén, no dejó de respetar el culto de los jebuseos, antiguos amos de Jerusalén a los que en su mayor parte había permitido quedarse allí y entrar a su servicio. Hizo lo posible por respetar sus tradiciones y costumbres cul­ turales y religiosas y en fundir con ellas en lo posible la nueva religión de Yahvé llegada a Jerusalén. Para ello no sólo con­ servó el culto de E l Elyon, el «dios altísimo», venerado, según Gen. 14, 18-24 y el Salmo 110, en el Jerusalén anterior a David, sino que lo reconoció encomendando a su sumo sacerdote Sadoc (junto, a Abiathar, que procedía de la casta de sacerdotes de Silo, que se remontaba a Moisés) la custodia del Arca, apro­ ximando así E l Elyon y Yahvé; un proceso que termina con la integración de E l Elyon en Yahvé, al convertirse la denomi­ nación de Elyon, «dios altísimo» en un atributo de Yahvé. Parece justificado preguntarse si la subsistencia del culto de El Elyon — al menos en los primeros tiempos de la residencia de David en Jerusalén— al que estaba dedicado seguramente un templo, no indujo a los partidarios de Yahvé, sobre todo a David, a erigir también un templo a Yahvé. En todo caso David consideró seriamente — I I Sam. 7— este plan acogido con entusiasmo por su consejero, el profeta Natán, que inter­ pretó la intención del rey como voluntad de Yahvé. Pero — así consta en I I Sam. 7— Natán recibió de su dios, en la noche que siguió a su entrevista con David, órdenes de disuadir a. David de este plan. E l fondo real de esta historia, de mar­ cado carácter legendario, reside en el hecho de que la construc­ ción del templo de Yahvé, propuesta por algunos, entre ellos el mismo David, debió ser considerada por otros grupos con­ servadores, defensores de un Israel precananeo y de un culto centrado en torno a la Tienda Santa, como innovación inopor­ tuna y rechazable. ' , Sobre la corte de David disponemos de dos listas ( I I Sam. 8,

16-18 y 20, 23-26) que sin duda reflejan dos fases diferentes de su reinado: la primera nombra al jefe del ejército, al can­ ciller, a dos sacerdotes, al escriba, al comandante de la guardia real y añade los «hijos de David que eran sacerdotes»; la se­ gunda menciona además al inspector de los tributos y, en lugar d : aludir a los hijos sacerdotes, cita a «Ira el jairita (que) también era sacerdote con David» Sobre la política exterior de David disponemos por desgracia de una información muy precaria, como en el caso de Saúl. Esto es muy lamentable, ya que David llevó a cabo una obra inmensa en política exterior y llegó a constituir un auténtico imperio. En realidad fue la única vez en la historia de Siria y Palestina en que Siria-Palestina llegó a formar una gran po­ tencia, sustrayéndose a la influencia de las potencias que te­ nían su centro fuera de Siria y Palestina. Poco averiguamos acerca de las luchas y los acuerdos que hicieron posible la for­ mación del imperio. Tampoco llegamos a saber cómo estaban reguladas las relaciones — seguramente de muy variada índole según los casos— entre David y los estados y pueblos anexio­ nados a su reino. II Sam. 10-12 trata con bastante detalle las luchas de' David contra los amonitas y los arameos, aliados a éstos en un principio, pero estas luchas no se relatan (10, 1-11, 1; 12, 26-31) por ellas mismas, sino porque constituyen el fondo de las relaciones entre David y Betsabé, la mujer del capitán hitita Urías, que se encontraba en el campo de .batalla, y el nacimiento de dos hijos de este matrimonio, de los cuales murió pronto el primero, creciendo el segundo, Salomón, el futuro rey, bajo la protección de Yahvé (11, 2-12, 25). Así no podemos afirmar con seguridad si las guerras de David contra los amonitas, descritas con bastante detalle en II Sam. 10-12, son las mismas guerras contra los amonitas y arameos que figu­ ran en la lista de las guerras exteriores de II Sam. 8, 1-14. En dicha lista no se menciona expresamente una guerra contra los amonitas, pero se da a entender, pues se nombra a los amoni­ tas entre los pueblos cuyo botín ofreció David a Yahvé. En cambio, II Sam. 10-12 presenta un sugestivo cuadro de los con­ flictos bélicos entre David y los amonitas provocados por el trato indigno que dio el joven rey amonita Hanún a los emisa­ rios enviados por David para dar su pésame por la muerte de su padre Nahas (10, 1-5). Para estar preparados ante la esperada expedición de castigo de David, los amonitas compran la ayuda de los arameos, mejor dicho de los arameos de Beth Rehob, de Soba, del rey de Maaca y de Is-Tob. Sin embargo, los arameos fueron derrotados por los israelitas dirigidos por Joab. Los amonitas se retiraron a su capital Rabba, concluyendo de esta

manera la guerra, por lo menos de momento. Los arameos (más exactamente, su jefe. supremo Hadadezer, rey de Soba, reino situado en la zona oriental del Líbano) reanudaron por su cuenta la lucha contra Israel; Hadadezer reunió a los otros ejércitos arameos, entre éstos a los «de más allá del río», o sea, de las regiones del desierto sirio que limitan al oeste con el .Eufrates en la ciudad de Hebrón, probablemente situada al norte He Jordania oriental, donde los puso bajo el mando de su general Sobach. David avanzó sobre Helam y atacó a los arameos aliados infligiéndoles una grave derrota, por lo que éstos se le sometieron renunciando a su intención de seguir prestando ayuda a los amonitas. Con más detalle que sobre los amonitas se habla de los arameos en el relato de las guerras de David de II Sam. 8, 1-14. Hadadezer, que, como acabamos de ver, aparece también en 10, 6-19 como cabeza de una coalición, aramea es citado en 8, 3-12 como rey de Soba, ya en guerra bajo Saúl (pág. 123), y considerado «hijo de Rehob», o sea, procedente del estado arameo de Rehob, que estaría situado al este del lago de Genezareth, cerca de Damasco. El ataque de David, que le sorprendió cuando se disponía a partir hacia el Eufrates donde al parecer se habían sublevado contra la sobera­ nía los- arameos allí asentados, acabó con una completa victoria de David. Entre los datos acerca del botín hecho por David me­ rece destacarse el hecho de que éste desjarretase, a excepción de cien, todos los caballos de carros de combate que cayeron en sus manos. Por lo visto el carro de combate no desempeñaba ningún papel en la técnica ■militar de David, por lo que no sabía qué hacer con los caballos. No se sabe si David cambió más tarde en este sentido, pero ya veremos que su hijo y su­ cesor Salomón dará cada vez más importancia a los carros, en detrimento de la infantería. A la guerra de David.; contra Hada­ dezer de Soba fueron también arrastrados los arameos de Da-, masco, que acudieron en ayuda de éste, posiblemente cum­ pliendo algún pacto. También ellos fueron aniquilados, y en este caso volvemos a •tener noticias de lo que sucedió con el país vencido: quedó sometido a un gobernador militar y al pago de fuertes tributos. También Soba pagó un alto precio, pero no se dice nada de una sumisión del país a un gobernador militar israelita, ni de una desaparición — necesariamente unida a aquélla— de Hadadezer. Sin embargo, sí se narra que el rey de Hamath (Hama), Thoi o Thou, vecino septentrional de Soba, que había estado en guerra con Hadadezer, mandó a su hijo Hadoram o Joram z David no sólo para zrsusmiúils su enhora­ buena por h victoria sobre Haáadszcr, sino También para hi-

cerle entrega de vasijas de plata y oro, es decir, de una especie de tributo voluntario. De los filisteos dice II Sam. 8, 1 que David los derrotó y humilló («les quitó la cuerda de medir»). No aparecen citadas otras medidas, como imposición de un gobernador militar, pago de tributos, etc. Esto habrá de entenderse en el sentido de que si bien David redujo a los filisteos a su país de origen impi­ diéndoles llevar a •cabo ataques contra territorio israelita, no atentó contra su independencia. El proverbial y por ello equí­ voco robo de la cuerda de medir significaría entonces que David imposibilitó a los filisteos para seguir ensanchando su territorio hacia Israel. De la victoria de David sobre los moabitas trata solamen­ te 8, 2 (aparte de la mención del botín moabita entre las ofren­ das hechas por David a Yahvé que aparece en II Sam. 8, 12); allí se relata una terrible matanza que desencadenó David entre los moabitas como sucedió también en Edom, según I Reyes 11, 15-16. Se añade que los moabitas se convirtieron en vasallos de David, pagándole un tributo que, según II Reyes 3, 4, consis­ tió un siglo más tarde en la entrega anual de 100.000 corderos . y la lana de 100.000 carneros. Sobre la instauración de un gobernador militar no leemos nada. Tal vez dejase David al rey moabita sobre su trono, aunque muy limitado en sus po­ deres, como sucedió posiblemente con el rey amonita, pese a II Sam. 12, 30-31, en donde se habla de la condena de los amonitas vencidos a duras penas de trabajo forzado. De todas maneras volvemos a encontrar reyes en Moab (II Reyes 3) y en Amófi (Jer. 27, 3), como también por cierto en Edom (II Re­ yes 8, 20). De Edom dice II Sam. 8, 13 ss., que fue derrotado por David en el valle de la Sal, tras la victoria de los arameos; se le impuso un gobernador militar y todo Edom quedó sometido. El pasaje de I Reyes 11, 15-16, ya citado, alude a la crueldad con la que trató David, o su general Joab, a Edom. Entonces (según I Reyes 11, 17-22, 25) pudo huir el joven príncipe edomita Adad a Egipto, donde recibió como esposa a la hermana de la mujer del faraón, de la que tuvo un hijo llamado Genu-' bath7. Al recibir la noticia de la muerte de David volvió inmediatamente a Edom, donde ocupó el trono causando muchos problemas a Israel y Salomón. Debió haber conservado Salomón, sin embargo, una cierta supremacía sobre Edom, pues en otro caso no hubiese podido llevar a cabo, junto con Hiram de Tiro, los viajes de las flotas de Ezión-Geber (I. Reyes 9, 26-28; 10. 22) cus requerían el paso por rerritorio edomiía. No se h-hlr- ce guerras contra los ¿msleázss ni en II Sam. 8, ni en

ningún otro sitio: sólo 8, 12 aparece Amalee entre los pue­ blos de los que cobró Dsvid el botín que ofrecería a Yahvé. Sin embargo, las luchas defensivas de David contra los came­ lleros nómadas, como los amalecitas, no tuvieron lugar sola­ mente cuando David era vasallo de los filisteos y residía en Siclag (I Sam. 30), sino que debieron ser necesarias constante­ mente. Ya Gedeón (Jueces 6-8) y Saúl (I Sam. 14, 48; 15, 1-34) tuvieron que defenderse de estos desagradables intrusos. Entre los pueblos vecinos vencidos por David (según II Sam. 8, 1-14) no son mencionados los fenicios. Esto no es casual: por el contrario, existieron entre las ciudades fenicias y David relaciones amistosas (I Reyes 5, 15-25, 32; 9, 10-14) que se mantuvieron tales bajo Salomón y aún más tarde. . Si bien las noticias que tenemos sobre la política exterior de David son escasas, los datos sobre su familia, principalmente sobre sus hijos, como posibles sucesores al trono, son muy profusas. II Sam. 9-20 y I Reyes 1-2, que deben basarse indirec­ tamente por lo menos en uno o varios testigos presenciales y que describen* con frecuencia los acontecimientos metro por metro en el espacio y minuto a minuto en el tiempo, relatan el trato honroso que recibió Merib-Ba'al, hijo de Jonatán, por parte de David, quien al mismo tiempo le mantenía bajo cons­ tante vigilancia (II Sam. 9); el nacimiento de Salomón, rela­ cionado, como ya vimos, con las guerras de David contra los amonitas (II Sam. 10-12); el asesinato del príncipe heredero Amnon por Absalón, en venganza por haber abusado de su hermana Tamar (II Sam. 13); el indulto de Da.vid a favor de Absalón (II Sam. 14) que se había refugiado, después de su homicidio, junto a Thalmai, padre de su madre, rey del estado arameo de Geshür, situado al este del alto Jordán (13, 37-38); la rebelión de Absalón contra David, al que obligó a abandonar su capital Jerusalén y a huir a la tierra del Jordán oriental (II Sam. 15, 1-17, 23) donde tuvo lugar la batalla que termi­ nó con la derrota y muerte de Absalón (II Sam. 17, 24, 19, 9); la vuelta de David a las tierras del Jordán occidental (II Sam. 19, 10-39), un conflicto que surge entonces entre Israel y Judá, y, a raíz de ello, un levantamiento contra David y su casa (II Sam. 20) provocado por el benjaminita Seba, sofocado pronto por Joab y finalmente la disputa por la sucesión de David entre Adonías, hijo de Hagith, mencionada en II Sam. 3, 4, y Sa­ lomón, hijo de Betsabé, apoyado no sólo por su madre, sino también por su educador el profeta Natán, Benaías, jefe de la guardia de David, Sadoc, el segundo sacerdote del Arca, y otros, mientras que Joab, el general de David y Abiathar, pri­ mer sacerdote del Arca, estaban al lado de Adonías (I Reyes 1-2).

Aún hay que dedicar unas palabras a lo que hizo y significó David para la religión de Yahvé. Parece -evidente que a pesar de toda su astucia, crueldad, egoísmo y sensualidad, fue no sólo un padre cariñoso, bondadoso y tolerante, sino también profundamente piadoso. Cabe preguntarse si II Sam. 12, 1-14 nos da una imagen auténtica de la religiosidad de David cuan­ do éste reconoce haber obrado mal ante las acusaciones del profeta Natán por sus abusos cometidos contra Betsabé y su marido Urías, que culminan con el clásico « ¡Tú eres ese hom­ bre! » Mejor parece ilustrar esto II Sam. 12, 15-25, pasaje que narra cómo David trató de conseguir por medio del ayuno y de la penitencia la curación del primer hijo que había. tenido de Betsabé, mortalmente enfermo, y cómo, al morir el niño, volvió, para asombro de todos, a su vida normal como si nada hubiese sucedido, fundándose de manera racional y fatalista en que, después de la muerte de su hijo, carecía de sentido su sacri­ ficio. También hizo David mucho por el culto de Yahvé. Si bien el traer el Arca a Jerusalén, como ya hemos dicho, tenía un interés político, no hay razón para dudar de la compe­ netración de David con el culto. En este sentido existe un grano de verdad^ en el relato de I Par. 22, 2-29, 30, aunque sin duda exagera cuando afirma que la construcción y ornamen­ tación del tempfo fue preparada concienzudamente por David aunque ejecutada por su sucesor Salomón. Lo mismo sucede con la' tradición que atribuye a David aproximadamente la mitad de los 150 Salmos de nuestro Salterio; es muy probable que alguno de ellos sea de David, sobre todo teniendo en cuenta el gran talento poético que éste tuvo. Del canto fúnebre conservado en II Sam. 1, 17-27, dedicado a Saúl y Jonatán, ya vimos que fue seguramente escrito por David. Lo mismo puede decirse del canto fúnebre a Abner en II Sam. 3, 33-34, que desde luego no puede compararse, en absoluto, en -cuanto a fuerza poética y belleza, con el dedicado a Saúl y Jonatán. d)

Salomón

Mientras que las fuentes sobre David empleadas aquí per­ miten un relato cronológico de su vida y de sus acciones, re­ sulta completamente imposible hacerlo con el tipo de material que existe sobre Salomón en I Reyes 3-11. Aquí se impone una agrupación basada en los temas, tratando de fechar los acon­ tecimientos cuando sea posible. Seis puntos habrán de considerarse: 1) la política exterior; 2) la reorganización del ejército ;3) la creación de nuevos distritos administrativos e impuestos; 4) la institución de monopo-

líos de comercio; 5) el desarrollo de una arquitectura rica, casi suntuosa, y 6) la adopción en la corte de costumbres de los países vecinos de Israel. Salomón supo conservar, en general, el gran reino de Israel creado por David su padre. En un caso logró incluso la adqui­ sición de un nuevo territorio. Esta expansión de su dominio no tuvo lugar por la fuerza de las armas sino a consecuencia de acuerdos diplomáticos. El faraón Siamón (976-958), que probablemente ocupaba el trono egipcio durante los primeros años del reinado de Salomón, casó a una de sus hijas con éste (I Reyes 3, 1) * entregándole como dote la ciudad cananea de Gazer, situada a cincuenta kms. al oeste de Jerusalén, junto a la frontera israelita-filistea (I Reyes 9, 16). Salomón reconstruyó y fortificó inmediatamente esta ciudad9. Si el hecho de que una princesa egipcia fuese la mujer principal de Salomón ya era muy importante, la adquisición de la fortaleza fronteriza de Gazer constituyó un considerable aumento de su poder. Sin embargo, no parece que el faraón cediese Gazer a Salomón por pura simpatía. Más bien quería, probablemente, con esta intromisión en un -territorio perteneciente á la esfera de in­ fluencia de Israel, demostrar que Egipto no había abandonado en absoluto sus pretensiones territoriales en la costa mediterrá­ nea de Palestina meridional. A esta ampliación del reino con­ seguida por Salomón en sus primeros años se contrapone, por otro lado, la pérdida de antiguas tierras israelitas acaecida en la segunda mitad de su reinado. Según I Reyes 9, 10-14 Sa­ lomón se vio obligado a ceder veinte ciudades israelitas situadas cerca de la frontera tiro-israelita a Hiram de Tiro, como pago de los envíos de material destinado a la reconstrucción del templo y del palacio. Como ya se vio antes al narrar cómo David desjarretó los caballos de los carros de combate capturados, Salomón trans­ formó todo el ejército en unidades de carros de combate. Los datos que sobre el número de sus carros de combate nos dan I Reyes 5, 6 (4, 26 en la Vulgata) y 10, 26 no se compaginan bien con el número de sus hombres y de sus caballos, pero no nos equivocamos mucho si decimos que tenía 1.400 carros de combate, 4.000 caballos y 12.000 hombres. Una gran parte de los edificios erigidos por Salomón eran cuarteles destinados a las unidades de los carros de combate, pero al parecer no se debe hacer ninguna diferencia rigurosa entre cuarteles y arsenales, sino suponer que las guarniciones creadas por Sr-.omón tenían también naves destinadas' a las armas y a las provisiones. Es evidente que así, fue en el caso de Jerusalén, pues sabemos por I Reyes 7, v2; 10, 16-17; 14, 25-28; I I Reyes 11, etc., que

el palacio del rey incluía urt cuartel y un arsenal. Los edificios construidos por Salomón, según I Reyes 9, 15-19, en Jetusalén y también en Hazor, Megiddo'0, Gazer, Beth-Horon, Baalat y Tadmor", algunoá de ellos confirmados arqueológi­ camente (Gazer, Megido, Hazor), debieron haber sido a la vez cuarteles, arsenales y almacenes. Lo mismo puede decirse de Ezión-Geber, ciudad portuaria situada a orillas del mar Rojo y que sirvió a Salomón como punto de partida para el viaje naval de- Ofir, realizado juntamente con el rey de Tiro. Los edificios hallados en ella de tiempos de Salomón debieron servir también, en parte al menos, para guardar armas y provisiones. Por lo demás el cambio efectuado por Salomón en el ejército a favor de los carros de combate, con el que sólo una pequeña parte de sus súbditos aptos para el servicio militar eran llama­ dos a filas, no significa en absoluto que los demás no tuvieran obligaciones con el estado. A éstos correspondió una especie de servicio de trabajo obligatorio. Sobre su organización se dice algo en I Reyes 5, 27-30, y en 11, 28 se asegura que Jeroboam fue puesto por Salomón al frente del servicio de trabajo de la Casa de José. Por el contrario parece estar basada en un error la afirmación de I Reyes 9, 20-23 según la cual estaban exentos de este servicio los israelitas y sólo se le destinaban los no israelitas que aún se encontraban en territorio israelita. Sobre la reorganización del reino salomónico, o mejor dicho de su parte septentrional y más extensa, o sea de Israel en sentido estricto, estamos relativamente bien informados gracias a que en I Reyes 4, 7-19; en 5, 7-8 se conserva una lista oficial, por desgracia defectuosa, en la que figuran los intendentes de los nuevos distritos y el tamaño de éstosM. Para la creación de estos doce distritos se partió en parte de los antiguos terri­ torios de las tribus, y cuando se trataba de un antiguo terri­ torio cananeo israelizado se trazaron las fronteras sin tener en cuenta situaciones anteriores, sólo basándose en la riqueza de las provincias, ya que a éstas correspondía en primer lugar el suministro de alimentos, piensos, y animales de tiro a la corte y a las guarniciones (ver I Reyes 5, 2-3). La importancia que tenían los intendentes de estos distritos se deduce del hecho de que muchos de ellos fueran yernos de Salomón.. Éntre los distritos mencionados en la lista ño figura ninguno en el territorio de la antigua tribu de Judá. Como parece poco pro­ bable que Judá estuviese completamente libre de los tributos impuestos a aquellos distritos, ha de suponerse que contribuía a los gastos de otra manera. En otro caso Judá hubiera salido más favorecida que Israel, que se hubiera sentido postergada frente a ella, y hubiera. mostrado su resentimiento. En todo

caso, existe al menos la posibilidad de que una de las razones por la que se separase Israel de la dinastía de David a la muerte de Salomón fuese que Israel se sintiese más oprimida que Judá por el pago de tributos a la corte y a las guarniciones y no estuviese dispuesta a sufrir más esta injusticia. Otra razón pudo haber sido que la institución del servicio de trabajo pú­ blico impusiera mayores deberes a Israel que a Judá. Tal vez haya que confar con ambas razones. Está completamente justificado que a Salomón se le haya llamado comerciante sobre el trono real o comerciante real. Salomón favoreció en efecto al máximo el comercio y estableció para muchos productos monopolios comerciales reales que cons­ tituyeron una importante fuente de ingresos destinados a cubrir los enormes gastos de su armamento y sus suntuosas construc­ ciones. Según I Reyes 10, 28 ss., Salomón hacía venir los ca­ ballos destinados a los carros de combate de Cilicia y los carros de Egipto, donde existía una antigua tradición de construc­ ción de éstos. Un caballo venía a costar la cuarta parte del valor de un carro de combate. Los compradores de estos carros y de sus yuntas eran, según 10, 29, los reyes hititas y los reyes de Aram, o sea los estados neohititas surgidos a raíz de la caída del imperio hitita en Siria noroccidental y en Asia Menor suroriental, y los reinos arameos constituidos allí y en otros lugares desde el siglo x i/ de los que aún habrá que tratar. Junto al comercio de carros de combate y caballos, Salomón parece haber monopolizado el no menos lucrativo co­ mercio internacional de especias de todo tipo, incienso y pro­ ductos parecidos. A este comercio se debió sin duda la visita de la reina de Saba, a que se alude en I Reyes 10, 1-10 y 13, en la que pudiera haberse llegado a un acuerdo sobre el tipo de comercio y su extensión. El comercio internacional, que abarcabá grandes distancias por tierra - y por mar, exigía qúe sus rutas estuviesen aseguradas. Por esta razón se dedicó la política co­ mercial de Salomón a garantizar su supremacía sobre estas rutas, a cuyo dominio, como ya insinuamos, también pudo haber estado dirigida la expansión de los filisteos. El control de las rutas era para Salomón tanto más importante cuanto que no sólo beneficiaba a las propias empresas sino que además traía con­ sigo ingresos aduaneros obtenidos de los usuarios no israelitas de estas rutas. La amplitud y. envergadura _ de la política co­ mercial de Salomón queda demostrada no sólo por sus viajes ’ por el m ar13 al lejano Ofir (que hay que buscar en la costa oriental de Africa, la costa meridional de Arabia' o incluso la India'o Africa del Sur, ya que según I Reyes 10, 22, el viaje desde el puerto de partida, Ezión-Geber, requería,tres años), sino

también por sus empresas por tierra empleando caravanas de camellos. De éstas nos da una idea el relato de I Reyes 9, 18; II Par. 8, 4, según el cual Salomón construyó edificios en «Tadmor en la estepa de Aram» u (en I Reves 9, 18 se lee ba’aram «en Aram» en vez de bá’arás «en el país»), es decir, en Palmira. Pues estos edificios en la antigua ciudad caravanera, que existía ya siglos antes de Salomón, deben haber sido cuar­ teles, arsenales y almacenes, y haber servido en. todo caso al comercio. La construcción más importante y grandiosa de Salomón fue el palacio, del que el templo constituye una parte ,s. Sobre éste sabemos mucho, relativamente, y en todo caso más sobre él que sobre el palacio. Se sabe también en qué año del reinado de Salomón se comenzaron y terminaron estas obras. Según I Reyes 5, 15-32 tuvieron lugar al principio del reinado de Salomón negociaciones entre éste e Hiram, rey de Tiro, sobre el envío de madera de construcción y de carpinteros y artesanos. En este sentido 6, 1, 37 ss. completa estos datos asegurando que la construcción del templo comenzó en el cuarto año de Salo­ món y concluyó en su undécimo año de reinado, por lo que duró siete años. Sobre la construcción del palacio averiguamos por 7, 1 que duró trece años. 9, 10 establece en veinte años la duración de las obras para el templo y el palacio. Ambos formaban u n . complejo rodeado por una muralla común con. puertas para la parte del templo y el palacio, y en la mitad sur del complejo se encontraban, alrededor de patios interiores, los edificios del palacio, en primer lugar la casa del Bosque del Líbano, llamada así por los puntales de cedro del Líbano de la planta baja, y que servía como arsenal (I Reyes 10, 17; II Reyes 20, 13), la sala de columnas de tipo propiléico, la Sala del trono, con el trono de oro y marfil descrito en I Reyes 10, 18-20 y el harén, mientras que la parte norte estaba ocu­ pada por el. gran atrio del templo, con el altar de los sacrificios, y por el mismo templo. Seguramente las construcciones del pa­ lacio - se inspiiran en modelos extranjeros, por ejemplo, asirios,v pero no se ha podido averiguar aún nada concreto al respecto. Frente a la descripción somera de I Reyes .7, 1-12 del com­ plejo del palacio destaca la más detallada del templo que ofrece 5, 15-32; 6, 1-38; 7; 9, 13-51. Los tres recintos principales del templo, nártex, nave principal y celia,, están descritos detalla­ damente, con sus medidas, su arquitectura y el recubrimiento de las paredes (6, 1-22). Existe además una descripción minu­ ciosa (6, 23-28; 8, 6) de los enormes querubines del Sancta Sanctorum tallados en madera de olivo y recubiertos de oro, con sus alas extendidas sobre el Arca, y de las puertas que

comunicaban con los otros recintos del templo (6, 31-34). En 7, -15-50 se describen con especial detalle los trabajos reali­ zados en metal por el famoso Hiram de Tiro, las dos columnas de bronce (7, 15-21, 41-42) situadas en el pórtico del Santuario, el mar de bronce sustentado por doce toros (7, 23-26 y 44), los diez carros de ceremonias (7, 27-39 y 43), los diez cande­ labros de oro delante del Sancta Sanctorum a ambos lados de la entrada (7, 49) y los diversos recipientes, vasijas, palas y otros instrumentos necesarios para el culto (7, 40 y 50). Tam­ bién el plano y alzado del templo, así como su decoración in­ terior, se habrán inspirado en modelos extranjeros, ya que los arquitectos y artesanos fenicios que intervinieron en las obras estaban abiertos a todas las corrientes del mundo. Aunque no pueda precisarse nada con seguridad sobre el origen de estos modelos, parece sin embargo seguro, respecto a la fachada ex­ terior, que el templo típico de Siria-Palestina, de celia elevada, ■influyó sobre el templo salomónico, cuya celia, que albergaba el Arca y los querubines, estaba más alta que el pórtico y la nave principal (6, 2 y 20) Respecto al interior los querubines, las palmeras y la ornamentación floral con que estaban deco­ radas las paredes interiores del templo y sus puertas (6, 29 y 32-35), así como los leones, toros y querubines representados sobre las andas del carro de ceremonias (7, 29), aparecen como .motivos de ornamentación en muchos lugares vecinos de Israel, igual que la decoración del trono de Salomón (10, 18-20) con cuernos de toro y figuras de león, de la que existen paralelos en las cercanías de Israel. Si la corte de David era, como ya vimos, mayor que la de Saúl, la de Salomón se hizo aún más extensa. Como nuevos ministros aparecen el jefe de los doce intendentes de las regio­ nes ya mencionadas, el «amigo del rey» y el ministro de la casa, sin que podamos determinar con exactitud en cada caso sus atribuciones (4, 2-6). Frente a la corte de David, la de Salomón aumenta considerablemente en número de miembros y se inspira en modelos extranjeros, por lo que se le compara, con razón, con los príncipes europeos que emulaban la corte de Luis XIV (1643-1715). Ya la construcción del templo y del palacio lo demuestra. También corresponde a ello la excepcional amplitud del harén de Salomón. Pero no se limitó éste al refi­ namiento externo de la vida cortesana que había de llenar de asombro a la reina de Saba (I Reyes 10, 1-10 y 13), sino que dio un extraordinario impulso a la cultura. En el relato de la visita de la reina de Saba a Salomón se dice que la reina le hizo muchas preguntas que éste contestó a todas y que ella manifestó gran admiración por su sabiduría. Para hacerse una

idea hay que estudiar I Reyes 5, 9-14 y 10, 23-24. Allí se asegura que Salomón era más sabio que toda la sabiduría de Babilonia y Egipto, que superaba en sabiduría a los sabios famosos entonces (Ethán, Hernán, Chalcol y Dorda) y que todo el mundo acudía a Jerusalén para oír la sabiduría de Salomón, quien compuso 3.000 refranes y 1.005 cantos, re­ lacionados con la botánica y la zoología, los cedros del Líbano, las hierbas de hisopo que. crecen sobre los muros, los animales, los pájaros, los gusanos y los peces. Se trata aquí evidentemente de poemas que tienen que entenderse como exposiciones de ru­ dimentos de ciencia botánica y zoológica y sin duda escritos en forma de adivinanzas o de preguntas, lo que los convertía en ingeniosos temas de conversación. Tales deben imaginarse las preguntas que según 10, 1-10 y 13 puso la reina de Saba a Salomón y las respuestas que él le dio. Se pueden añadir a los proverbios de 5, 12 otros relativos a la experiencia de la vida o a toda- clase de reglas de sabiduría y advertencias, ya que la tradición que atribuye a Salomón una serie de colecciones de estas máximas — los Proverbios, el Eclesiastés, la Sabiduría— tiene un punto de partida histórico. Cabe preguntarse si los 1.005 cantos que se mencionan en 5, 12 junto a Jos 3.000 proverbios han de entenderse como obras didácticas; que sólo se distinguen de los proverbios por la forma, o si se trata aquí de obras de poesía lírica. En este último caso habría que pensar en poesía erótica, pues Salomón ha sido Considerado después como autor de esta clase de literatura y se le atribuye el Cantar de los Cantares. e)

La división del reino

Si ya los levantamientos de Absalón y Seba, de los que hemos hablado, habían demostrado que el pueblo de Israel, o al meaos parte del mismo, no estaba de acuerdo con la política imperia­ lista de David, que significaba para él una grave carga (inter­ viniendo también en este sentido la rivalidad entre el norte israelita y el sur judío), las enormes exigencias que impuso Salo- , món a sus súbditos para costear los grandes gastos de su polí­ tica militar y comercial tenían forzosamente que aumentar su descontento. Probablemente fue de tipo religioso, dirigido contra la excesiva tolerancia manifestada por Salomón hacia los cultos ¿extranjeros por razones de política exterior. En todo caso, algo semejante debe implicar el relato de I Reyes 11, 29-39 segura­ mente legendario, en parte, según el cual el profeta Ajías, de Silo, había reconocido y apoyado en nombre' de Yahvé las preten­ siones de dominio sobre Israel, mostradas a la muerte de Salo-

món por Jeroboam , quien había sido antes, por designacióa del rey, jefe de los trabajadores de éste. Tal vez Silo, que en otros tiempos había sido con su Arca centro cultural de Israel, fuera el foco de una oposición dirigida contra Jerusalén y su culto. Salomón tenía motivo suficiente para mantenerse alerta, pues sabiendo que Jeroboam había huido a Egipto con la ayuda de Ajías, tenía que darse cuenta del peligro que significaba para su trono la oposición de un prestigioso profeta y las conspiracio­ nes de Jeroboam desde Egipto. Por esto no faltan indicios de que el trono de Salomón careciese de una base sólida y no es nada exttaño que a su muerte se deshiciese el reino creado por David y por él conservado en su totalidad. Hasta qué punto habían cambiado las cosas lo demuestra el hecho de que,- mientras que después de la muerte de Esba'al, hijo de Saúl, se dirigieron los ancianos de Israel a Hebrón a ofrecer la corona a David, Roboam, hijo y sucesor heredero de Salomón tuvo que acudir a Siquem, la tradicional metrópoli de Israel, para recibir allí la corona de manos de los israelitas. Otra diferencia es la siguiente: según I I Sam. 5, 3, David firmó un tratado con los ancianos de Israel en Hebrón y ante Yahvé y fue ungido rey por ellos. Es evidente que David era el más poderoso en este-encuentro. En cambio (I Reyes 12, 1-24) eí encuentro de los representantes de Israel y Roboam comenzó quejándose aquéllos del duro trabajo y del pesado yugo que les habían sido impuestos por Salomón y pidiendo se les ali­ viara. No se puede precisar a. qué cargas se referían los repre­ sentantes de Israel, si a los tributos que debían pagar a los doce gobernadores de los distritos o al trabajo obligatorio, que Israel consideraba especialmente pesado e injusto, tal vez por­ que Judá era tratada mejor y de manera diferente. E n todo caso los viejos y sabios consejeros de Roboam no juzgaron im­ procedentes estas quejas; por ello aconsejaron ceder al joven rey. Este, sin embargo, no hizo caso de estos consejos y si­ guiendo a los consejeros de su edad rechazó con dureza ofen­ siva las peticiones de Israel, consiguiendo que renegase, de la dinastía de David entonando de nuevo el canto de la revolución como ya hiciera Seba medio siglo antes ( I I Sam. 20, 1): «No tenemos parte en David ni herencia de hijo de Isaías; ¡A tus tiendas, Israel! ¡Cuida tú ahora de tu casa, David!» Tan grande fue la furia de los israelitas que lapidaron al prefecto de lo s . tributos, Adomiram:,_ que había sido encargado por el rey de salvar la situación, por lo que inmediatamente . Roboam huyó a Jerusalén en un carro de- combate. Ahora, por

fin, tenía el camino libre Jeroboam, que había vuelto inme­ diatamente a s,u país al tener noticia de la muerte de Salomón, y que, por lo visto (I Reyes 12, 20), ya había estado’ en Siquem durante las conversaciones de Roboam con los ancianos de Is­ rael respaldando a éstos; los representantes de Israel le acogie­ ron y le proclamaron rey de todo el país. Según 12, 21-24, Roboam no tardó en movilizar 180.000 hombres de las tribus de Judá y Benjamín para la reconquista de todo el reino israe­ lita, pero desistió del ataque al ordenarlo así Yahvé a través del profeta Semeyas. Nos hallamos aquí seguramente ante una leyenda. No faltaron, sin embargo, conflictos entre ambos esta­ dos durante los seis decenios siguientes (I Reyes 14, 30; 15, 1622) y bajo Baasa de Israel (906 a 883). Sólo bajo Ajab de Israel y Josafat de Judá, que reinaron aproximadamente al mis­ mo tiempo, se llegó a una reconciliación entre Israel y Judá, AI estudiar los reyes de Israel, el estado del norte, y los dé Judá, el del sur, salta a la vista inmediatamente una giran dife­ rencia: en Judá permanecieron los davídidas en el trono hasta la caída del estado en 587 a. C. La deseada reconstrucción de todo el estado israelita se esperaba allí del reinado de. u q nuevo .David o do un miembro de la casa de David. En' Israel,-por el contrario, los cambios violentos de dinastía son la regla, y el dominio de una dinastía durante varias generaciones es una rara excepción. En realidad sólo Omri y Jehú llegaron a formar estas dinastías; los de Omri pudieron mantenerse cuatro de­ cenios en el trono, los de Jehú diez decenios. Las razones de los cambios de gobierno sangrientos de Israel no son siempre claras. Aunque pudieron intervenir en ello motivos personales y de ambición, es probable que estos destronamientos se debie­ ran casi siempre a diferencias de criterio en' materia de política . exterior e interior. Así, la ruptura," descrita en I Reyes 14, 1-18, de Ajías de Silo con Jeroboam, al que había ayudado a subir al trono, tuvo seguramente el mismo origen que el que indujo al profeta a la lucha contra Salomón: la disconformidad con la política religiosa y social seguida por ambos reyes, que con­ tradecía los mandamientos de Yahvé. La desmembración política del reino israelita tuvo también consecuencias religiosas. En vista de la extraordinaria importan­ cia que había adquirido, para todo Israel, Jerusalén con su tem­ plo, era de esmerar que muchos habitantes del estado del norte continuasen manteniendo contacto con el templo de Jerusalén, incluso después de la escisión. Estas relaciones religiosas incluían • o podían incluir, sin embargo, el sentimiento de unidad política, lo que podía conducir a un debilitamiento del estado del norte. Por eso Jeroboam insistió en la creación de lugares de culto en

el norte que pudieran sustituir ante sus súbditos el templo de Jerusalén, y hacer innecesaria la visita a esta ciudad.^ Se sobre­ entiende que serían especialmente idóneos los lugares qué tu­ vieran una honorable tradición. Béthel y Dan tenían estas ca­ racterísticas. En Béthel, donde, según Gén. 28, 35, ya había fundado Jacob un santuario, había estado el Arca (Jueces 20, 2628) bajo Pinehas, nieto de Aarón, o sea, miembro de la antigua familia de sacerdotes que se remontaba a Moisés y Aarón. De Dan se dice en Jueces 18, 30 que aproximadamente en la misma época actuó allí como sacerdote Jonatán, nieto de Moisés17, otro miembro •de esta estirpe de sacerdotes. Jeroboam eligió estos dos centros religiosos dotándolos de un símbolo de culto, el toro, que había desempeñado igual que el Arca un importan­ te papel en el período precananeo de Israel, aunque fuera na­ turalmente tachado de idólatra en la tradición (Ex. 32) influida por el punto de vista de Jerusalén; creía Jeroboam que con ello podría competir con el Arca de Jerusalén (I Reyes 12, 26-31; 13, 1-34; 14, 1-20). Béthel y Dan sirvieron — como demuestra la polémica de Amós contra estos santuarios (Am. 7, 10-17; 8, 3.4)— a la idea que condujo a su fundación, si bien nunca se alcanzó una supresión total del contacto entre los habitantes del estado del norte y el templo de Jerusalén, quedando, a pesar de todos los obstáculos, muchas relaciones en pie (Jer. 41, 4-9). f)

Los primeros reyes de los estados de Israel y Judá

El desmoronamiento del reino israelita fue aprovechado por vecinos astutos, pues los estados separados carecían evidente­ mente de la capacidad defensiva que había tenido el antiguo reino único. De los dos grandes imperios el del noreste y el del suroeste,' que venían aspirando desde hacía tiempo a dominar Siria-Palestina, llegando a luchar entre sí por la consecución de sus pretensiones, el primero, el asirio, todavía no era en­ tonces lo bastante fuerte como para intervenir decisivamente en , Siria-Palestina. Habría de pasar aproximadamente medio siglo hasta que esto fuera posible. Pero el entonces representante del otro imperio, el fundador de la X X II dinastía egipcia, el faraón Sheshonq (Sisac), sí pudo intervenir en Palestina en el quinto . año de Roboam, o sea, poco después de la división del reino israelita, causando graves daños tanto a Judá como a Israel (I Re. 14, 25-28; AOT, .págs. 98-99; AOB, núm. 114; ANET, páginas 263-264; ANEP, núm. 349). Tampoco los pueblos ve­ cinos menos importantes, como los edomitas, moabitas, amo­ nitas, filisteos y arameos, dudarían en aprovechar en su favor la debilitación sufrida por los israelitas a raíz de la división del

reino. ,A las luchas fronterizas que mantuvo el estado del norte israelita con los filisteos se hace referencia en I Reyes 15, 27 y 16, 15, en donde se habla de los combates habidos en torno a la localidad de Gibbethón, situada en la frontera filisteo-israeli­ ta; un ataque de los arameos contra el estado del norte, que causó graves daños y pérdidas, aparece narrado en 15, 16-22 con bastante detalle. Parece ser que el rey judío Asa, para defenderse de los ataques del israelita Badsa, compró hacia 900 la ayuda de Benhadad, rey de Damasco e hijo de Tabrimmons, que a continuación invadió Israel asolando grandes extensiones del noreste de .Galilea y obligando así a Badsa a desistir de su ataque contra Judá. A . este ataque arameo habrían de seguir otros poco más tarde.

B)

Los estados neohititas

El imperio hitita, que había sucumbido a la invasión de los Pueblos del Mar que irrumpió hacia 1200 en el Mediterráneo oriental, tenía detrás de sus fronteras, por tanto también detrás de su frontera siria,.una serie de estados que conservaban una cierta independencia, pero que en realidad pertenecían en sen­ tido amplio al reinó hitita. Las dinastías de estos estados vasallos eran también, como demuestran los textos de los siglos xxv y xm , hallados cerca de Karkemish en Ras Shamra, el antiguo Ugarit, segundogenituras de la familia del •emperador hitita, ló que aumentaba considerablemente su importancia. Sabemos que el príncipe de Karkemish poseía amplios poderes sobre Ugarit, y que podía tomar importantes decisiones en nombre del empe­ rador. Algunos de estos estados vasallos sirios pudieron sobre­ vivir a la invasión de los Pueblos del Mar. Si bien no sabemos nada acerca de su suerte durante los dos primeros siglos des­ pués de la catástrofe, disponemos, aproximadamente a partir del año 1000, de algunos testimonios de su existencia. En primer lugar aparecieron, en muchos lugares del ámbito sirio septentrional y del sureste de Asia Menor, textos con escritura jeroglífica hitita en idioma luvita-hitita y testimonios de la ar­ tesanía hurrito-hitita, que atestiguan la pervivencia de las tradi­ ciones hititas en Karkemish IB, . Hamath ” y . también dentro y cerca de Zincirli ” , .'en el emplazamiento de la antigua Sam’al, capital de Ya’üdi. También aparecen, a partir del siglo ;ix, en lo» relatos de los reyes asirios sobre sus avances hacia el mar Mediterráneo, al igual que en. inscripciones urarteas, toda una serie de pequeños estados neohititas, por lo demás desconocidos, que no se pueden situar geográficamente con exactitud, pero

que deben buscarse en todo caso en el norte de Siria y eí sureste de Asia Menor. Según todo esto podemos suponer con seguridad que algunos de estos estados de Siria central , y sep­ tentrional no mencionados hasta el segundo período de nuestro relato (hacia 880-745) se remontan a la época del gran imperio hitita. Lo mismo puede decirse no sólo de las ya citadas Karkemish, Hamath y Ya’-üdi Sam’al, sino también de la Qu’e ciücia 31 ya nombrada'en la Biblia (I Re. 10, 28; II Par. 1; 16) y en las inscripciones asirías. Cuánto tiempo pudo mantenerse en condiciones favorables la tradición luvita en Siria del noroeste y en el sureste de Asia Menor, queda demostrado por el hecho de que Azitawadda (rey de nombre asiático no semita, soberano de un estado situado a orillas del curso medio del Ceyhan, an­ tiguo Piramo) emplease hacia 730, además de la escritura y e! idioma fenicio, también ia escritura jeroglífica hitita para su minucioso relato de la construcción de Azitawaddiya, ciudad a la que dio nombre, situada en el lugar de la actual Karatepe ” .

C)

Los arameos

De la cuna de los pueblos semitas, el desierto sirio-árabe, surgió a partir del siglo x i i una nueva o la de nómadas semitas, los arameos, que se extiende no sólo al este, hacia Mesopotamia y Babilonia, sino también al oeste, hacia Siria y Palestina, y que, como ya vimos, invade los estados neohititas del norte de Siria, creando en eüos un sincretismo de antiguas tradiciones hitítas y nuevos elementos arameos. Ya los nombres de los reyes de estos estados, que conocemos de tiempos posteriores, son en'parte semitas y en parte de Asia Menor. En Hamath aparece, junto al nombre del rey Thoi o Thou, el del príncipe heredero Hadoram o Joram, en Ya’-üdi-Sam’al, Panammuwa junto a Barrakib y en Azitawaddiya (Karatepe), Azitawadda, con el .apodo de Barükba'al, «bendito de Ba'al». La fusión de la herencia de Asia Menor con la de los arameos y también con la de los fenicios se manifiesta además en la utilización simul­ tánea de las escrituras hitita y semita, así como de las lenguas luvita y semita, y en la mezcla de motivos artísticos hurritohititas y fenicio-arameos. A la larga, no obstante, y sobre todo en el idioma y la escritura, se impuso el elemento semita al de Asia Menor, al igual que el arameo pasó a ser lengua usual del imperio asirio, y luego del babilonio y el persa. Vale la pena recordar aquí II Re. 18, 26-28, Is. 36, 11-13, en donde se describe como Eliaquim, que hablaba en hebreo, enviado por su rey Ezequías a negociar con el copero-mayor de Senaquerib

(procedente de Laquis ”, sitiada o ya conquistada, y que exigía la capitulación de Jerusalén) pidió a éste que utilizase la lengua aramea que él bien entendía, pero su pueblo no, petición que el copero mayor rechazó irónicamente alegando que sus palabras estaban dirigidas al pueblo con el fin de desalentarle. Ya nos hemos referido varias veces a que Israel tuvo en el curso de su historia frecuentes contactos con los arameos y a que estos fueron casi siempre hostiles. Así fue en la época de Saúl, David, Salomón y de otros reyes que les siguieron, de ambos estados, Israel y Judá” . Los pasajes que interesan aquí del Antiguo Testamento demuestran que los múltiples estados arameos que existieron en Siria-Palestina se unieron unai y otra vez formando coaliciones que podían cambiar de dirección y configuración. Como ya hemos visto pidieron ayuda los amoni­ tas, que se encontraban duramente acosados por David, a una coalición dirigida por Hadadezer, rey de Soba, de la que for­ maban parte varios estados arameos, Soba, Beth, Rehob, Maaca e Is-Tob, y además las tribus arameas del lado occidental del. Eufrates medio, que debían ser nómadas. Nada pudo hacer la coalición contra David, al que terminó por someterse (II Sam. 10, 6-19; 8, 3). De otras coaliciones arameas se hablará cuando se trate la historia de los arameos sirio-palestinos en los períodos 880-745 y 745-538 a. C.

D)

Los fenicios

Al surgir hacia finales del siglo xx la monarquía en Israel, los puertos y centros comerciales fenicios —Tiro, Sidón, Berytos, Biblos25, Arvad y otros— tenían ya una historia de muchos siglos, en algunos casos incluso de milenios. En su mayoría habían salido bien librados o se habían recobrado pronto de la invasión de los Pueblos del Mar. Igualmente supieron resistir a la arameización que se inicia a partir del siglo xn, en Siria, y que cada vez iba a extender más la lengua aramea en el interior. Hacia 1100 un rey asirio, Tiglatpileser I (1117-1078), había avanzado hasta el mar Mediterráneo, recibiendo en Sidón, Biblos y Arvad' regalos a modo de tributos y había viajado sobre una nave fenicia a la ciudad isleña de Arvad. Nadie podía sospechar entonces que la Asiría personificada por Ti­ glatpileser I habría de limitar sensiblemente la autonomía de las. ciudades fenicias y exigir constantes tributos dos o tres siglos .más,.tarde. Por lo demás las ciudades fenicias, de las que destacan como más importantes primero Sidón y luego, desde el año 1000 aproximadamente, Tiro,-conocieron desde'el si­

glo x i i un período de apogeo económico que les permitid crear centros de comercio y colonias en las costas e islas del Medi­ terráneo, en Chipre y Cerdeña, en la costa del norte de Africa, en la costa occidental de España y en otros lugares”. De estas colonias, Cartago, al parecer fundada por Sidón en el siglo x i i y fundada de nuevo dos o tres siglos más tarde (814) por Tiro, fue la que alcanzó mayor importancia, superando finalmente a su metrópoli. Los viajes a Ofir, realizados en la mitad del si­ glo x por Salomón e Hiram de Tiro, a los que ya aludimos, ponen de manifiesto también el emprendedor espíritu navegante que entonces animaba a los fenicios. En lo que se refiere a la historia de las diversas ciudades fenicias entre 1025 y 880, disponemos de fuentes abundantes sobre Biblos y Tiro. De Biblos que, como demostraron relatos y excavaciones egipcias, ya había sido poblada en el siglo V y que mantenía desde el.siglo iii relaciones comerciales con Egip­ to, existen inscripciones fenicias77 correspondientes a seis reyes del período entre 1000 y 900. La más antigua se halla en el borde del sarcófago que hizo construir Ethba'al para su padre Akhiram” . Otras dos, de setenta u ochenta años después, son de los reyes de Abiba'al y Eliba'al, se trata de dedicatorias a la diosa principal de Biblos, Ba'alat, y figuran sobre estatuas de faraones egipcios, la primera sobre una de Sheshonq I (935919) la segunda sobre una de Osorkon I (912-874). Ello de­ muestra la estrecha relación de ambos reyes fenicios con Egipto, como también lo hacen los motivos egipcios que ornamentan el sarcófago de Akhiram. Sobre Tiro contienen algunas noticias los relatos tomados por Josefo de los anales de Tiro, que se refieren al siglo VI y también a los siglos X, ix y v ill”, y que ofrecen . garantías por concordar con los relatos del Antiguo . Testamento y las, inscripciones de reyes asirios. Así podemos seguir la lista completa de los reyes de Tiro desde Hiram I (969-936), coetáneo de David y Salomón, al que ya aludimos, hasta Ethba'al (887-856), suegro de Ajab, mencionado en í Re. 16, 31; la lista directa abarca desde Balbazeros (935-919) hasta Phelles (888), que fue asesinado por Ethba'al. • Junto al apogeo económico que viven las ciudades fenicias en el período que ahora tratamos, entre 1025 y 880, condicionado e impulsado por su autonomía política, no debe olvidarse la influencia cultural que ejercieron entonces sobre el mundo. Lo demuestra el apoyo que, como ya vimos, prestó en las construciones de Salomón Hiram de Tiro, quien, según los anales de Tiro, llevó a cabo en su capital un gran programa de cons­ trucciones. El prestigio económico y cultural que las ciudades fenicias tenían desde tiempo atrás queda atestiguado en otros

documentos. Así, en el canto de Débora (Jue. 5, 17) se condena a los miembros de la tribu israelita de Dan, limítrofe con Fenicia, por trabajar en barcos extranjeros, o sea, fenicios, elu­ diendo así las obligaciones que tienen con sus apurados con­ ciudadanos, y en Jue. 18, 7 se dice que la ciudad cananea de Lais (situada en el nacimiento del Jordán, que sería conquis­ tada más tarde por los danitas y recibiría el nombre de Dan) vivía al modo fenicio, con lo que seguramente no se alude únicamente a la civilización exterior, sino a la cultura. Que Israel tampoco pudo sustraerse a la cultura fenicia, superior en muchos aspectos a la suya, lo demuestra el relato conservado en Josefo, Ant. Jud. V III 5, 3 § 148 s., procedente de los mencionados anales de Tiro, según el cual, en una controversia entre Híram de Tiro y Salomón, parecida a la que mantuvieron' la reina de Saba y este último, terminó por imponerse a Salo­ món un enviado de Hiram llamado Abdemón. En el período que estamos tratando ahora se inició también la adopción del alfabeto fenicio por los griegos, hecho que da una impresión elocuente de la aportación de los fenicios a la cultura de la humanidad.

II

LOS. SIGNOS PRECURSORES DE LA SOBERANIA ASIRIA SOBRE SIRIA-PALESTINA (880-745 A. C.)

Generalidades Un siglo y medio después de que Tiglatpileser I (1117 1078) demostrase el poderío de Asiría recibiendo tributos de Biblos, Sidón y Arvad, el rey asirio Asurnasirpal II (884-858) re­ anuda los ataques contra el norte de Siria, comete graves des­ trozos y recibe tributo de muchos estados, entre ellos Tiro, Sidón, Biblos y Amurru. La mayor parte de sus sucesores, sobre todo Salmanasar III (858-824), Adadnarari III (811-781), Salmanasar IV (781-772) y Ashshurnarári V (754-745) prosiguieron, aunque con diverso ímpetu, las campañas contra Siria-Palestina y la recaudación de enormes tributos de los países sometidos. Salmanasar III, que se precia de haber cruzado veintiún veces el Eufrates, recibió tributo de muchos estados sirios y pales­ tinos: Karkemish, Alepo, Hamath, Damasco, Tiro, Sidón y BítKhumri = «Casa de Omri», o sea, Israel. Adadnarari III nom­ bra aproximadamente los mismos estados como vasallos y tri­ butarios suyos y añade Edom y Filistea. La auténtica domina­ ción de Siria-Palestina, sin embargo, no se llevó a cabo hasta Tiglatpileser III (745-727). Parece que los estados sirio-pales-

tinos no supieron ver o no tomaron lo bastante en serio el gravé peligro que constituían los constantes ataques que los asirios dirigían contra su país desde hacía siglo y medio. Por ello su política interior gira exclusivamente alrededor.de su propio eje, y creían poder permitirse luchar contra sus próximos vecinos.

A) Israel y Judá a)

Omri y su dinastía en Israel. Josafat y Jehoram en Judá

A las luchas de los estados sirio:palestino entre sí nos refe­ riremos algo más adelante. Antes conviene recordar que a partir del 880, o sea, aproximadamente medio siglo después de la división del reino, habían cesado las hostilidades entre los es­ tados de Judá e Israel, iniciándose un acercamiento. Influyó en este proceso, aparte de los deseos personales de ambos reyes, el hecho de que el reino arameo de Damasco, bajo Benhadad I, se hiciera cada vez más fuerte, constituyendo una seria amenaza para ambos estados, por lo que éstos decidieron aliarse, poner fin a las hostilidades e impedir hechos como el ataque arameo contra Israel, pagado por Judá y descrito en I Re. 15, 16-21. También pudo influir en -este sentido el que la entonces poco importante localidad de Tiro promoviera el establecimiento de relaciones amistosas entre Israel y Judá, tal vez temiendo que un excesivo aumento del poder del estado arameo de Damasco terminara por poner en peligro a los propios fenicios. Los ma­ trimonios entre Jczabel, princesa de Tiro, y el príncipe here­ dero israelita Ajab, por un lado, y Atalía, hija de este ma­ trimonio, con el heredero o rey judío Joram, por otro, consoli­ daron la alianza entre Israel y Judá y las buenas relaciones de ambos estados con Tiro. Al final del relato de la segunda invasión de Benhadad de Damasco contra Israel (I Re. 20, 22-43) se menciona, como incidental mente, que el rey israelita Omri se vio obligado a permitir a Benhadad la creación de factorías en Samaría, nueva capital por él creada, lo que demuestra que Omri había sufrido una derrota ante Damasco. Omri,' que subió al trono después de haber sido proclamado rey por el ejército israelita y de haber eliminado a sus rivales Zimri y Thibni (16, 15-22), debió ser un soberano enérgico y eficaz. Nuestro Libro de los Reyes le dedica únicamente seis versículos (16, 23-28), de los cuales dos condenan su política religiosa; menciona, sin embargo, que fundó la. nueva capital, Samaría30, y habla también de algunas de sus victorias. Su importancia se pone de manifiesto no sólo

por el hecho de que le siguiesen en el trono su hijo y dos de sus nietos, reinando su casa durante medio siglo, sino también, porque los reyes asirios nombraban aún dos siglos después a Israel Bit Khumri («Casa de Omri»), El que Omri sucumbiese; ante Damasco nos da una idea del poder que túvo entonces este estado. También Ajab, hijo y sucesor de Omri, se vio enfrentado desde el primer momento a esta supremacía de Aram-Damasco. Benhadad (no el Benhadad I de I Re. 15, 16-22, sino Benhadad II, llamado Hadadezer en las inscripciones asírias) atacó a Ajab apoyado por 32 reyes con toda su fuerza militar, lo aco­ rraló en su capital y exigió de él una capitulación sin condicio-, nes. Esta proposición fue rechazada por Ajab, tan dispuesto en otros casos a hacer concesiones de acuerdo con sus consejeros. La reorganización del ejército llevada a cabo por Ajab y la despreocupación de Benhadad y de sus aliados, debida a una subestimación del enemigo, fueron causa del triunfo del ataque. israelita. Los arameos sufrieron una grave derrota y fueron per­ seguidos por los israelitas. Benhadad consiguió huir >a caballo en compañía de algunos jinetes (I Re. 20, 1-21). El rey arameo reorganizó después de este descalabro la coali­ ción, limitando la autonomía de sus aliados y aumentando su poder personaj. En el ‘relato de 20, 22-43 sobre la segunda batalla entre Ajab y Benhadad se presentan estas medidas como una sustitución de los reyes por oficiales (20, 24), o sea, como una centralización del poder en manos de Benhadad. Sin embar­ go de nada le valió. La batalla que tuvo lugar cerca de la ciudad de Afee, situada probablemente al este del lago de Genezareth, terminó con una completa. derrota de Benhadad, quien obtuvo clemencia humillándose ante el vencedor, aunque tuvo . que aceptar duras condiciones de paz, entre ellas la de conceder a Ajab el derecho de crear factorías en Damasco igual que algunas décadas antes Omri había tenido , que dar a Benhadad el permiso de fundar factorías en Samaria (pág. 152). Tres años después — así figura en I Re. 22, 1-38— era Ajab el agresor, apoyado por el rey judío Josafat. En esta ocasión se trataba de la reconquista de la ciudad de Ramoth de Galaad, en el noreste de Jordania, motivo de litigio entre Israel y Da- , masco y que ..se encontraba entonces en manos de Aram-Damasco. Antes de partir a la guerra Ajab y Josafat tuvo lugar una consulta a los profetas en la que se enfrentaron por un lado la mayoría dirigida por Sedecías, hijo de Canaana, que profe­ tizaba el triunfo, y por otro el solitario Miqueas, hijo de Imla, que vaticinaba vina catástrofe para Israel. La batalla terminó con la completa derrota de Israel y la muerte de Ajab. Es

difícil establecer con seguridad una relación cronológica entre las luchas descritas en I Re. 20 y 22 entre Israel, y AramDamasco y la batalla descrita amplia y repetidamente por Salmanasar III (858-824) en sus relatos, pero silenciada por el An­ tiguo Testamento, y que al parecer fue librada por este rey en. 853 cerca de la fortaleza de Qarqar, perteneciente a Hamath, contra una gran coalición de príncipes sirio-palestinos dirigida por Irkhuleni de Hamath, Hadadezer de Damasco y Ajab de Israel. Sólo puede decirse que esta batalla, en la que Ajab desempeñó un papel importante, se desarrolló aproximadamente un año o algunos meses antes que la lucha por la conquista de Ramoth de Galaad, descrita en I Re. 22, en la que cayó Ajab. Tal vez exista entre ambos acontecimientos una correlación concreta: Ajab estimó quizá que la debilitación sufrida por Damasco tras su participación en la batalla de Qarqar había sido tan grande que un ataque contra el territorio de Jordania oriental reclamado por Israel, pero ocupado por Damasco, se vería coronado por el éxito; su esperanza no se cumplió. Las luchas de Israel contra Aram-Damasco se continuaron poste­ riormente aunque no podemos situarlas en cada caso cronoló­ gicamente. En los relatos de II Re. 6, 8; 7, 20 sólo se nombra, el «Rey de Israel» sin citar su nombre. Pero parece seguro que, los hechos allí tratados tuvieron lugar después de la derrota de los israelitas en Ramoth de Galaad (I Re. 22, 1-40) aludida an­ teriormente. Tampoco hay duda de que por lo menos al prin­ cipio se impusieron los arameos. En una ocasión, narra II Re: 6, 24; 7, 20, los arameos asediaron Samaría, que llegó a pasar tanta hambre que algunas madres se decidieron a comer la carne de sus propios hijos. La salvación de Samaría se debió entonces únicamente a que los arameos se decidieron a abandonar sus posiciones delante de la ciudad, ante la falsa noticia de que les amenazaba un peligro de otro lado. También Joram, hijo y segundo sucesor de Ajab, tuvo que luchar contra Aram-Damasco. Tal vez haya que situar el asedio ■y la salvación de Samaría que acabamos de ver bajo el reinado de Joram; en todo caso es él el que, según II Re. 8, 28-29; 9, 1-28, reanudó, aliado con Ocozías -de Judá, la lucha por Ramoth de Galaad contra Haza’el de Damasco, guerra durante la cual Jehú, apoyado por el profeta Elíseo, asumió el poder eli­ minando a ambos reyes, Joram y Ocozías. También Jéhú (que, ' como veremos, se sometió en el año 841 a los asirios traicionan-, do así, a juicio de los arameos, la causa sirio-palestina), su sucesor Joacaz y Joás de Judá fueron duramente castigados por los arameos,. cuyo .rey era entonces Haza’el (13, 3; .12, 18 s.). : Hasta el reinado de Jbás, hijo y sucesor de Joacaz, no cambió:;

la'Suerte en favor de Israel (13, 24 s.), debido probablemente á la mayor presión a que sometía Asiría a Damasco. Josafat, rey de Judá, que, como vimos, había sufrido con Ajab la de­ rrota de Ramoth de Galaad-, tuvo ocasión, aproximadamente un decenio más tarde, de mostrar de nuevo su amistad con Israel, donde había sucedido a Ajab, caído en Ramoth de Galaad, su hijo Joram (851-845). Mesa de Moab, que había estado pagando a Israel el enorme tributo de 100.000 corderos y la lana de 100.000 carneros (II Re. 3, 4) suspendió, tal vez animado por la derrota sufrida por Israel ante los arameos, el pago de este tributo. La noticia que da de ello II Re. 3, 4-5 se ve confir­ mada por una estela31 encontrada en 1869 en Dibán, la antigua ciúdad moabita de Dibón, que ahora se encuentra en el Louvre y que mandó erigir Mesa hacia 840 en memoria de la liberación de su país del yugo israelita, lograda gracias a la fe en la ayuda de su dios Kamosh. Joram, continúa II Re. 3, movilizó el ejército contra Mesa y se dirigió a Josafat preguntando si estaba' dispuesto a luchar contra Mesa. Este asintió con la fórmula habitual eh estos casos, «mi pueblo como tu pueblo, mis caballos como tus caballos», que también había empleado (I Re. 22, 4) cuando dio a Ajab su conformidad de partir con­ tra Ramoth de Galaad. Aconsejó además no atacar a Moab desde el norte, como hubiera sido procedente, sino desde el ¡sur, rodeando el extremo meridional del mar Muerto, consejo que probablemente se explique por haber fortificado Mesa la frontera norte de su país contra el esperado ataque. El consejo : fue seguido y los israelitas aliados con los judíos atravesaron el territorio edomita, en el que se sumó a ellos el rey de Edom: al menos II Re. 3, 9 y 12 mencionan que el rey de Edom participó en la campaña. Si tal cosa es cierta, la campaña contra Mesa debió ser posterior a la separación de Edom y Judá, acontecimiento que estuvo unido a la proclamación de un rey propio, situado en 8, 20-22, bajo el reinado de Joram en Judá (851-845), mientras que I Re. 22, 48 afirma rotundamente que durante el reinado de Josafat «no había ningún rey en Edom». La sublevación de Edom contra su soberano judío pudo de­ berse, igual que la escisión de Moab de Israel, a la debilitación sufrida por Israel y Judá a causa de los arameos. La debilidad que alcanzó entonces Judá se demuestra en que según II Re. 8, 22 también se separó la ciudad filistea de Libna. Los tres reyes aliados tuvieron éxito en un primer momento, rechazaron el imprudente ataque de los moabitas, devastaron su tierra y aco­ rralaron a los supervivientes en Kir-Hareseth, afctual el-Kerak, en el, noroeste de la punta sur del mar Muerto. Fracasó Mesa ■ en su intento de romper el cerco ante la imposibilidad de man-

tenerse en la ciudad, pero el sacrificio de su hijo y heredero, realizado sobre las murallas ante los ojos de los enemigos, tuvo el éxito esperado. El dios Kamosh aceptó este sacrificio y obligó a Israel a levantar el cerco y a volver a su país. Josafat, en efecto, como dice I Re. 22, 45, «hizo paz con Israel». Y no volvieron a producirse conflictos entre Israel y Judá, aparte del castigo infligido por Joás de Israel a Amasias de Judá, hacia 790, y que ya veremos más adelante (pág. 157) y del ataque del rey israelita Pekah, aliado con Rezín de Da­ masco, contra Ajaz de Judá (734) que también se verá más adelante (pág. 162). Sin embargo, el que Israel fuera el más fuerte de los dos aliados no significa que Judá hubiese renun­ ciado por completo a su independencia. Según I Re. 22, 50, Josafat rechazó la propuesta de Ocozías, hijo y sucesor directo de Ajab, de reanudar junto con él los viajes por mar a Ofir. Conviene decir aún algo sobre la política religiosa de Ajab y Josafat. El matrimonio de Ajab con la princesa de Tiro, Jezabel, al que ya aludimos, tuvo, como consecuencia el que el culto del dios principal de Tiro, llamado en el Antiguo Testamento «el Ba'al» (ya sea Ba'al Shamém «el dios del cielo» o Melkart «el rey de la ciudad» “ ) alcanzase tanto en Samaría, capital de Israel, como fuera de ella, tal difusión que los representantes de la religión de Yahvé, principalmente los profetas encabeza­ dos por Elias, vieron en serio peligro su religión original. Elias y su apóstol Elíseo se convirtieron así en los jefes de la oposi­ ción contra las influencias fenicia y cananea que Ajab hasta cierto punto fomentaba en Israel por deseo de su esposa Jezabel. El propósito de Elias y los profetas de hacer caer la dinastía de Ajab y con ella eliminar el culto al dios de Tiro en Israel fue llevado a cabo por Jehú inspirado por Eliseo, pero de tal manera que el movimiento cultual-religioso original degeneró en una acción puramente política unida a terribles crímenes (II Re. 9-10). En Judá, Atalía, hija del matrimonio entre Ajab y Jezabel, se había casado con el rey judío Joram y, tras el asesinato de su hijo Ocozías en 845, había llegado a ocupar el trono después de un período de terror sangriento; pudo man­ tenerse aún la política de culto que habían liquidado en 845 en Israel, los seis años durante los cuales vivió y reinó Atalía. En 840 Atalía fue asesinada en el curso de una revolución dirigida por el sumo sacerdote Joyada que llevaría al trono a Joás, hijo de Ocozías, cuando tenía siete años (II Re. • De Josafat se dice en I Re. 22, 41-51 que actuó según los deseos de Yahvé y se da como ejemplo que expulsó a los homosexuales consagrados a la prostitución cultual que quedaban aún en el país desde los días de-su padre. Pero, los datos que

figuran en II Par. 17-21 sobre Josafat, mucho más detallados que los del Libro de los Reyes (I Re. 22, 41-51), afirman in­ cluso que Josafat partió en misión (19, 4-11) y convirtió a su pueblo' al culto de Yahvé, «desde Berseba hasta las montañas de Efraím», o sea, desde la frontera norte a la frontera sur del reino de Judá, estableciendo en todos los lugares una nueva organización judicial, datos que se basan en hechos históricos aunque no se puedan determinar éstos con exactitud. bj

Jehú y su dinastía en Israel. Alalia, Joás, Amasias y Azarías (Ozías) en Judá

' La' dinastía de Jehú, que había subido al trono de Israel con la revolución del 843, pudo mantenerse en el poder un siglo, lo que constituye un caso extraordinario en Israel; durante este tiempo sucedió cinco veces un hijo a su padre: Joacaz (818-802) a Jehú, Joás (802-787) a Joacaz, Jeroboam II (787-747) a Joás ■y Zacarías (747) a Jeroboam II; todos ellos mantuvieron la paz como vimos, con Judá y sus reyes Ocozías (845), Atalía (845-840), Joás (840-801), Amasias (801-773) y Azarías u Ozías (773-735), en ,1o que seguramente influyó el peligro arameo que, como ahora veremos, amenazaba a ambos estados. Pero entre Joás de Israel (802-787) y Amasias de Judá (801-773) parece que surgieron graves conflictos provocados por la sober­ bia ele Amasias. Después de su triunfo sobre Edom (II Ré. 14, 7), Amasias hizo saber a Joás a través de emisarios, según 14, 8-14, que quería medir sus fuerzas con él. No desistió de su actitud beligerante a pesar de la invitación a que permaneciese tranquilo que le hizo Joás con sorna, y pagó un alto precio a su osadía. El peligro arameo constituía una amenaza, tanto para el es­ tado del norte, Israel, como para el del sur, Judá, bajo Jehú de Israel (845-818) y su hijo Joacaz (818-802) como bajo su contemporáneo el rey judío Joás (840-801) (II Re. 8, 7-15; 10, 32 s.; 12, 18-19; 13, 3; 13, 1 y 22). Según. 10, 32-33, Hazael de Damasco arrebató a Jehú todas sus posesiones en la tierra del Jordán oriental, seguramente en venganza por haber presta­ do ayuda Jehú a Salmanasar III (858-824) en su ataque contra Damasco y haberse sometido al rey de los asirios pagándole tributo, acontecimiento que Salmanasar celebró no sólo en uno de sus relatos, sino también en una descripción plástica que 1 representa, según una nota marginal, el tributo de Jehú de BítKhumri, o sea, de la casa de Omri, de Israel13. 12, 18-19 danoticias de que Hazael había ocupado Judá hasta Gath y de que Joás sólo había podido evitar ¿1 asedio de Jerusalén con

el pago de un fuerte tributo. También Joacaz (818-802), hijo y sucesor de Jehú, estuvo expuesto a los ataques de Hazael y de su hijo Benhadad III (13, 22) y tuvo que soportar un rigu­ roso desarme (13, 3 y 7). Entre ambos versículos, que relatan un terrible ataque de Damasco contra Israel, describen los ver­ sículos 4-5 que Yahvé mandó a su apurado pueblo un defensor que les liberó del poder de Aram permitiéndoles «volver a vivir en sus tiendas como antaño». Esto parece indicar que Israel recuperó entonces los territorios que le habían sido arrebatados por Hazael según II Re. 10, 32-33; 13, 22. Este triunfo se atribuye (14, 25) como ahora mismo veremos a Jeroboam II (787-747) y todo hace suponer que así fue en realidad. La noti­ cia que aparece en los relatos sobre Joacaz de Israel (818-802) de que Yahvé envió un «defensor», que recuperó Jordania oriental para Israel,tiene que entenderse referida a los tiempos de Jeroboam II, varias décadas después de Joacaz” . De no ser así habría que ver en el «defensor» al rey israelita Joás (802787), del que dice 13, 23-25 que arrebató a Benhadad las ciu­ dades israelitas conquistadas por su padre Hazael a Israel. Bajo Joás de Israel (802-787) y Amasias de Judá (801-773) disminuyó la presión de los arameos de Damasco sobre Israel y , Judá, lo que puede atribuirse a que Damasco estaba expuesta a nuevos peligros por parte de los asirios. Según II Re. 13, 2225 Joás pudo incluso arrebatar de nuevo a Benhadad III las ciudades que éste había tomado a su padre. En general puede decirse que hacia 780 comienza un medio siglo que trajo a' . Israel y Judá un gran auge político y económico. La presión que ejercía hasta entonces sobre ellos Damasco había desapa­ recido o por lo menos se había reducido, como acabamos de ' ver, y el peligro con que los amenazaba el poderío renaciente de los asirios sólo era advertido por unos cuantos, mientras que ..la mayoría no lo veía o no lo quería ver. Jeroboam II de Israel (787-747) y Azarías, su contemporáneo de Judá, pudieron de este modo ampliar notablemente sus estados a costa de sus vecinos. Jeroboam II pudo, según II Re. 14, 25-28, integrar en él área de influencia de Israel los territorios de Damasco y Hamath vinculados hasta entonces a otra gran potencia: la coalición dirigida por el estado de Ya’üdi del noroeste de Siria y sureste de Asia Menor, de lá que aún nos ocuparemos más adelante. El profeta Jonás, hijo de Amíttai, le alentó, prome­ tiéndole la bendición de Yahvé para esta empresa, mientras que el profeta Amós declaraba inprocedente el orgullo de su pueblo por los triunfos, obtenidos, en clara oposición al optimismo de Jonás (II R e .. 14, 25 y Amós 6, 1 4 )35, y amenazaba con la llegada de los asirios que convertirían en derrotas los triunfos'

obtenidos por Israel. Azadas, al que, igual que sucede con Jeroboam II (14, 23-29), el Libro de los Reyes sólo dedica ¿lgunos versículos (15, 1-7) pero al que consagra II Par. 26, 1-23 un detallado relato, no sólo introdujo innovaciones económicas y militares (26, 9-15), sino que tuvo también grandes éxitos en' política exterior; reconquistó Elath tras la eliminación del reino edomita, anexionó territorio filisteo y rechazó invasiones de ve­ cinos nómadas. ’ Algunos creen ver en Azriya’u de Ya'üdi del que cuenta Tiglatpileser que formó parte de una gran coalición de estados sirios contra Asiria pero que fue vencido finalmente por Tiglat­ pileser, al rey judío Azarías, equiparando a Ya'üdi con Judá. Pero este Azriya’u procedía en realidad de la región noroccidental siria de Ya'üdi, que conocemos, con su capital Sam’al, gracias a las excavaciones alemanas realizadas a finales del siglo pasado en Zincirli y sus .alrededores, y era el pretendiente al trono- cuyo nombre, aunque no aparece en la inscripción de la segunda mitad del siglo vm hallada en Zincirli, sí refleja . el aciago papel que tuvo Ya'üdi en Sam’al con su cruel exterminio de la dinastía allí reinante37.

B)

Los arameos

Sobre el período 880-745 disponemos de una relativa abun­ dancia de datos acerca de los estados arameos- de Hamath, Damasco, Arpad y Ya'üdi-Sam’al. Hamath y Damasco estaban junto con Ajab de Israel a la cabeza de la gran coalición de estados sirio-palestinos contra los que luchó Salmanasar III (858-824) en 853 al pie de la fortaleza de Qarqar38 pertene­ ciente a Hamath. Aunque el rey asirio, que se ‘ refiere con frecuencia a ello en sus relatos, se adjudica la victoria, no pudo quebrar esta batalla la resistencia de la coalición. En todo^caso tuvo Salmanasar que llevar a cabo aún múltiples campañas con­ tra' Hamath y Damasco. Posteriormente Hamath y Aram-Da­ masco, que habían luchado juntos contra Salmanasar, se hicieron enemigos. Parece ser que a la muerte de aquél, al reducirse la presión asiria sobre Siria, trató Aram-Damasco de ampliar su área de influencia a costa de Hamath. Esto parece demostrado con la estela encontrada hace un cuarto de siglo en Brcdsb, a siete kms. al norte de Alepo, que data del siglo i x ” y cuya inscripción aramea; desgraciadamente algo defectuosa, nombra 'a «Bar(ha)dad, hijo del (?) rey de Aram» como donante y a «Melkart; su señor» como destinatario de la ofrenda. Algunas décadas después, entre 800 y 780, nos relata Zakir"” «rey de

Hamath y La'ash»