Llegados A Este Punto

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Llegados a este punto

ELENA ALONSO FRAYLE

narrativa

Llegados a este punto

Elena Alonso Frayle obtuvo el primer lugar en el género cuento del Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario “Sor Juana Inés de la Cruz”, convocado por el Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, en 2011. El jurado estuvo integrado por Alberto Chimal, José de la Colina y Delfina Careaga.

Leer para pensar en grande

C o le cc i ó n le t ras

n a rra t iva

Elena Alonso Frayle

Llegados a este punto

Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional Raymundo Édgar Martínez Carbajal Secretario de Educación Consejo Editorial: Ernesto Javier Némer Álvarez, Raymundo Édgar Martínez Carbajal, Raúl Murrieta Cummings, Édgar Alfonso Hernández Muñoz, Raúl Vargas Herrera Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez Secretario Técnico: Agustín Gasca Pliego Llegados a este punto © Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México

DR ©

Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente no. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBN: 978-607-495-174-5

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2012 www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/29/12 © Elena Alonso Frayle Impreso en México.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

A mi madre, por las lecturas, el entusiasmo y la falta de objetividad. Y por todo lo demás.

Punto de congelación

La primera vez que el hombre de Frostinat llamó a su puerta, Mónica ni siquiera llegó a abrir. El timbre sonó cuando ella estaba en la ducha. Acababa de aplicar la mascarilla hidratante sobre el cabello húmedo y debía esperar cinco minutos para que la crema hiciera efecto. Nunca sabía qué hacer en ese lapso; demasiado breve como para cerrar el grifo, envolverse en una toalla y esperar, tiritando y destemplada, de pie sobre la alfombrilla del baño. Demasiado largo como para pasarlo en la ducha, sin tener otra cosa que hacer que observar los sedimentos de cal en las juntas de los azulejos, temiendo siempre que el calentador agotara sus exiguas reservas de gas y tuviera que terminar el aclarado con agua fría. [9]

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El timbre volvió a sonar, tres notas de un arpegio descendente, esta vez repetidas en un bis de discreta impaciencia. El baño no se encontraba lejos de la puerta de entrada, y Mónica pensó que quienquiera que estuviera al otro lado podía oír correr el agua de la ducha. Palpó con las yemas la superficie viscosa de la mascarilla, y comprobó que no chorreaba demasiado. Cerró el grifo y se echó una toalla por los hombros, a modo de capa. Se acercó a la puerta sin apoyar los talones, sintiendo la calidez del roble nórdico en las plantas mojadas. Contuvo la respiración al espiar por la mirilla, como si cualquier señal que delatara su presencia conllevara la obligación inmediata de abrir. Al otro lado no había nadie. Veía el fragmento de la madera del pasamanos, los indicadores del ascensor apagados, las paredes del descansillo como muros preñados, deformadas por el cristal cóncavo del visor. Se habrían cansado de esperar y se habrían marchado por la escalera, decidió, levemente intrigada. Le sorprendía que alguien hubiera acudido a su puerta. Nunca recibía la visita intempestiva de ningún vecino y lo ignoraba casi todo sobre ellos. Desde que llegó a ese país del norte, hacía ya casi dos años, se dio cuenta de que el clima afectaba al modo de ser de las personas. Como si el frío de esas latitudes apremiara a sus habitantes a buscar refugio bajo techo, entre las paredes domésticas, igual que animales persiguiendo el calor de la madriguera. A pesar de vivir en un edificio de siete pisos, Mónica apenas coincidía con algún vecino en el portal o en el ascensor; no reconocía sus caras y era incapaz de ubicarlos en su correspondiente planta. Las pocas veces que se los encontraba, los saludaba con soltura, tratando de no tropezar en las aristas de ese idioma ingobernable, que se le atragantaba como gárgaras glaciales, y obtenía a cambio corteses inclinaciones de cabeza e impecables buenos deseos para su mañana. Eran gente reservada, respetuosa en exceso, hasta bordear los límites del desprecio. Ninguna vecina había subido para pedir un poco de perejil o una pizca de harina, ningún niño había

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tocado a su puerta para preguntar si a su hijo le apetecía bajar a la calle, ni su marido había sido requerido jamás para echar una mano en alguna chapucilla. Vivía en pleno centro de la ciudad, en un barrio de edificios altos de aspecto clónico que se daban la espalda unos a otros, pero la quietud que le rodeaba le hacía pensar a veces que habitaba una solitaria casona en el campo, una cabaña abandonada, un mausoleo. Sobre todo por las mañanas, cuando se quedaba sola en casa, sin saber muy bien en qué emplear el tiempo. Una delgada columna de aire se coló por la rendija de la puerta. Mónica sintió frío en los pies, aún húmedos, y regresó al baño. Terminó el aclarado del cabello bajo la ducha, cuidando de que la mascarilla quedara bien disuelta bajo el agua tibia. Otra de las consecuencias del clima en ese lugar era el efecto que producía en su pelo. El alto grado de humedad lo sometía a una metamorfosis indeseada, como si su cabellera manifestara el descontento adoptando ese aspecto fosco y espartoso, igual que la lana cardada. Debía domeñarlo mediante baños balsámicos y curativos, aunque sabía que en realidad sus esfuerzos eran inútiles: tan pronto como saliera a la calle, la humedad agazapada en el aire lo encresparía de nuevo. Por eso, en parte, cada vez tenía menos ganas de salir. Además, nevaba, siempre nevaba. Las primeras nieves llegaban pronto, a principios de octubre. El cielo adoptaba un color peculiar que, tras dos inviernos en el país, Mónica ya había aprendido a reconocer. Primero se teñía de un blanco enfermo, desvaído; después se iluminaba tras una capota andrajosa de nubes, como si alguien, allí detrás, esbozara una sonrisa pérfida al amasar el confeti helado que, a continuación, dejaba caer sobre la ciudad. Los días que amanecían despejados, la nieve concedía una tregua, pero el pavimento de las calles permanecía invariablemente blanco hasta la llegada de la primavera, una eternidad más tarde. Mónica prefería no tener que salir a caminar

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por esas aceras crujientes y resbaladizas, por eso cada vez pasaba más tiempo en casa. Además, anochecía muy temprano. En los meses estivales, el sol nunca terminaba de ocultarse del todo; pero una vez que claudicaba, y se escondía tras el horizonte al final del verano, lo hacía ya casi para siempre. Cada día, sentada en una banqueta de la cocina, Mónica se preparaba una taza de café tras el almuerzo y esperaba en silencio la llegada de las sombras. A veces se acordaba de una obra de teatro que había leído en el colegio, sobre un príncipe nórdico, solitario en su palacio de fantasmas, que terminaba conversando con una calavera. A esa hora, el paisaje al otro lado de su ventana también adquiría una apariencia espectral; todo estaba, más que nunca, en paz y en silencio, la casa entera parecía sumida en un sueño, la nieve transformando la realidad en el escenario de un cuento. Su marido y su hijo regresaban cuando fuera ya estaba oscuro y a ella la voz le salía ronca y entrecortada al saludarlos, como si, por la falta de costumbre, le costara abrirse paso a través de la garganta. A menudo transcurrían más de diez horas sin que pronunciara palabra; no se comunicaba con nadie, siempre a solas con su pensamiento, enroscándose sobre sí misma como una caracola abandonada en la playa. Al principio había trabado contacto con algunas mujeres de su país; se reunían en un café del centro y pasaban la mañana transformando las fronteras en empalizadas, levantando muros tras los que se parapetaban frente a un enemigo imaginario. Fumaban cigarrillos importados de su tierra cálida, de humo áspero, que se agitaba en volutas convulsas, y hablaban alto y moviendo mucho los brazos, repitiendo siempre los mismos comentarios sobre la gente del país: “ellos no son como nosotros”, “son incapaces de disfrutar”, “ya me dirás, con este clima…” Entonces, alguna de ellas concluía triunfante: “Esta gente no sabe vivir, habría que enseñarles”. Mónica se cansó pronto de ceder parcelas de su soledad a cambio del botín de una guerra que nadie

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había declarado. Salía de esos cafés con el olor del tabaco pegado a la ropa, preguntándose en qué consistía ser como nosotros y en qué escuela se impartirían esas lecciones de aprender a vivir. Al cabo de unos días, el timbre sonó de nuevo mientras Mónica lavaba los cacharros del desayuno. Suspiró al soltar el tapón del desagüe; el agua borboteó en la cañería hasta perderse definitivamente bajo el edificio, en su camino al laberinto sigiloso del alcantarillado urbano. Buscó un trapo para secarse las manos y, antes de dirigirse al recibidor, echó un vistazo a la ventana, que daba a la parte trasera del inmueble. Desde allí se divisaba el jardín encerrado entre las manzanas, las ramas descarnadas del nogal en el centro, como un esqueleto agonizante. Nevaba otra vez; los copos se posaban sobre el mundo ahí afuera con serenidad, sin sobresalto alguno. El timbre volvió a sonar y Mónica abrió la puerta. Se encontró frente a un hombre alto y ancho de espaldas, de apariencia juvenil, en parte por la melena rizada, casi femenina, que le llegaba hasta el mentón; los ojos eran de un azul tan claro que parecían translúcidos. Llevaba una cartera de cuero bajo el brazo, como de cobrador, y vestía una bata blanca que le daba aire de farmaceútico o de carnicero o de arcángel moderno. Se presentó como delegado de Frostinat y le preguntó si tenía un momento para enseñarle el catálogo. Mónica le franqueó el paso y el hombre se puso en cuclillas para quitarse los zapatos. —No es necesario —dijo ella débilmente, al percibir que estaban limpios y secos, sin rastro de nieve. Pero él ya se había descalzado; bajo los fundillos del pantalón asomaban las puntas de unos calcetines de lana de un llamativo color naranja. Dejó los zapatos arrumbados contra la pared, en una esquina del recibidor, y le tendió la mano.

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—Gracias por concederme su tiempo, señora. Creo que la última vez llegué en un mal momento, pues me pareció oír el rumor de la ducha. Me llamo Arne. La temperatura de sus dedos era sorprendentemente cálida, a pesar de que no había traído abrigo ni guantes. Mónica le invitó a pasar al salón y se acomodaron en el sofá. Él miró distraído alrededor, pero no hizo ningún comentario. Abrió la cartera de piel y extrajo un catálogo de páginas satinadas. Se trataba de productos con­gelados, eso era lo que vendía. —Nos dedicamos a la fabricación de productos ultracongelados de alta calidad, que le permitirán cocinar más cómoda y rápidamente, con total garantía para su salud y la de los suyos. Lo dijo sin vacilaciones, como si lo hubiera repetido cientos de veces antes de ese día. Las palabras sonaban aplomadas, pero el tono era el que se emplea para hablar con un niño o con una persona convaleciente o con un cachorrillo recién nacido. Mónica, sentada junto a él, percibió el olor a pino de su aliento, un olor que descerrajó en su memoria el recuerdo de un elixir dental que usaba en la infancia, muy popular en su país; un licor que se suponía venía del Polo, según la publicidad que lo hizo famoso. Acababa de descubrir que en esas tierras, en verdad polares, también parecían conocerlo. —Bueno, me temo que nosotros no consumimos muchos productos congelados —trató de que su tono no resultara demasiado cortante, pues el hombre le inspiraba simpatía.

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—¿De verdad sale usted a diario a proveerse de productos frescos? —Arne señaló hacia la ventana. Los cristales goteaban por la condensación—. ¿A pesar de la nieve? —Es mi marido quien trae el pan y la leche al volver del trabajo. Una vez al mes vamos con el coche hasta un hipermercado de las afueras. Y con eso nos arreglamos —vaciló un momento y luego añadió—: No comemos mucho, la ­verdad. Notó que se ruborizaba, como si acabara de revelar a aquel extraño un dato íntimo y censurable. Arne asintió; se humedeció el índice y comenzó a pasar las páginas del catálogo, como buscando algo concreto. Se detuvo en el apartado de repostería y lo extendió ante los ojos de Mónica. Había terrinas de helados de colores rematadas por rosetones de nata, platos que cobijaban pirámides de buñuelos, tartas infantiles con blasones de personajes divertidos estampados sobre el chocolate. Arne señaló un producto de color pardo fotografiado en la esquina superior. —¿Y qué me dice de esto? Puro vicio. —¿Vicio? Él inclinó la cabeza hacia ella y esbozó una sonrisa modesta, como quien entrega un regalo. —¡Turrón! Verdadero turrón congelado. Un manjar. Discúlpeme, pero he visto su apellido en la placa de la puerta, y me parece que esto viene de su tierra. Aquí, desde luego, no se consigue en ninguna parte, y mucho menos pasada la Navidad, pero nosotros se lo ofrecemos en cualquier época del año.

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—Pero, pero… ¿El turrón se puede congelar? ¿Sin más? Nunca lo había oído —le daba reparo desilusionar a aquel hombre de rostro bondadoso y paciente—. ¿Y sabe igual? —¡Mejor todavía! Las propiedades nutritivas de la almendra permanecen intactas en nuestros procesos de congelación, llevados a cabo con la máxima eficacia y usando las tecnologías más innovadoras del sector. Juntó el índice y el pulgar formando un círculo y extendió los otros tres dedos; agitaba la mano en el aire al hablar con movimientos enérgicos, como quien imparte una lección. Por debajo de la bata blanca asomó el puño algo gastado de la camisa. Mónica se preguntó cuántas visitas tendría aún programadas para aquella mañana. —Lo siento, pero mi congelador es muy pequeño, y la verdad es que no estoy interesada. No quiero hacerle perder su tiempo… —Hagamos una cosa —la interrumpió Arne, levantando la palma. Aquella morosidad despertó la expectación de Mónica—. Yo vuelvo mañana o pasado o cuando usted me diga con unas muestras del turrón, ya descongelado, para que lo pruebe. Y ya me contará, ya… ¿Le parece? Mónica decidió aceptar. Turrón congelado, nada menos. Nunca le había gustado demasiado el turrón, y en el tiempo que llevaba en ese país, ni siquiera lo había echado en falta, pero de pronto le pareció que aquel hombre venido de no se sabe dónde sería capaz de ofrecerle en bandeja el remedio a ese frío insidioso bajo el que languidecían sus días, a ese resignado sopor en el que se

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iba anonadando su existencia. Cuando Arne se marchó, Mónica se acercó a la ventana del salón, pero no alcanzó a verlo salir del edificio. Imaginó que se habría metido rápidamente en un coche, o una furgoneta, que habría dejado aparcado a la puerta. A pesar de su estatura y complexión, había algo etéreo en ese hombre, en su mirada desmayada, en sus pasos ligeros. No se veía a nadie en la calle. Los copos se desplomaban despacio sobre los automóviles estacionados en la acera. De cuando en cuando pesadas costras de nieve se desprendían de los aleros y se precipitaban al suelo sin ruido, como en una película muda. Mónica pensó en el silencio de la nieve. A diferencia de un aguacero o de un huracán, la nieve no suspira ni ulula ni repiquetea. Cae sin alaridos, sin aspavientos. En teoría podría enterrar la ciudad entera en una noche, mientras todos dormían sordos y confiados, sin que nadie llegara a percibirlo. Apoyó la frente sobre el vidrio de la ventana y se preguntó si el silencio de la nieve encerraba algún código indescifrable. Arne llegó al día siguiente, como habían acordado. Traía un paquete envuelto en papel de aluminio. Mónica le hizo pasar a la cocina y le ofreció café. Sacó un plato y abrió el paquete con cuidado. Reconoció de inmediato el color parduzco que había visto en el catálogo de productos. —¿Lo corto? —preguntó sin soltar los bordes del papel metalizado. —Por favor. Arne se había sentado frente a ella en una de las banquetas. A su espalda, Mónica podía ver el resplandor del cielo despejado y los cristales centelleantes de la nieve acumulada en el alféizar. Había

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dejado de nevar y brillaba un pálido sol que ya comenzaba su trayectoria descendente hacia el ocaso. —Muchas gracias por molestarse en venir —dijo Mónica mientras hundía el cuchillo en la superficie granulada del turrón. La hoja se abrió camino sin encontrar resistencia alguna en la urdimbre gomosa de la almendra. Estaba perfectamente descongelado. Cortó seis pedazos del tamaño de un dedal y ofreció el plato a Arne. —No, no, pruébelo usted primero, para eso lo he traído. A través de la mesa, Mónica podía percibir con claridad el olor a pino verde, a torrente cristalino de su aliento. Las tazas de café humeaban frente a ellos y en la habitación flotaba una especie de neblina provocada por la calefacción. Se llevó a la boca uno de los pedazos y comenzó a masticar. De inmediato advirtió la textura acorchada, el gusto correoso, el sabor a hielo. Tragó con dificultad. Notaba un ovillo de lana en la garganta y el mentón tembloroso. Arne la miraba expectante. —Qué. No le gusta… Mónica apoyó los codos en la mesa y se pasó las manos por el pelo, como para aplacarlo. Por un momento pensó que lo más fácil sería encargarle a Arne un par de pastillas de ese turrón incomible y permitir que el buen hombre se llevara el pellizco de su comisión que, la verdad, se había ganado. Callar, no decir nada, continuar en silencio, como la nieve cuando cubría los arbustos del jardín hasta hacerlos desaparecer. Pero aún sentía el sabor ominoso del turrón en el paladar, y recordó las cenas de Navidad de su infancia, el brillo achispado en los ojos de sus padres, la excitación por los regalos

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que llegarían a los postres, la certeza de que aún faltaba lo mejor, de que aún estaba todo por ocurrir. —No es eso —contestó débilmente; los ojos se le habían humedecido—. Es que todo es tan frío, tan… silencioso —acertó a decir antes de que se le quebrara la voz y se echara a llorar. Se tapó la boca con la mano, como para ocultar la mueca impúdica del llanto. Durante unos segundos sólo se oyeron en la cocina los sollozos de Mónica, que había hincado la barbilla en el pecho. —No se preocupe —dijo finalmente Arne con tono risueño—. Si yo ya imagino que al principio le parecerá que tiene un sabor extraño, distinto. Seguro que allá en su tierra tiene otro gusto. Pero ¿sabe?, es cuestión de acostumbrarse, de encontrarle la vuelta. Mónica levantó la cabeza. Tenía los ojos brillantes y la piel de las mejillas se había enrojecido. —La vuelta. —Quiero decir, de entresacar lo que aportó al conjunto el proceso del congelado, que a usted, de buenas a primeras, se le atraganta. Normal. Mire, le contaré algo —arrimó su banqueta a la mesa y apartó la taza de café, hasta que su cabeza quedó a pocos centímetros de la cara de Mónica; ella percibió otra vez el aroma estimulante de su aliento—. En nuestro país tenemos una leyenda que explica la ­creación del mundo, una leyenda que dice que al principio de los tiempos sólo había un mundo de hielo y un mundo de fuego. Y

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entre los dos, la nada, el vacío, un hueco profundo donde anidaba la ausencia. En el mundo frío había un caldero en el que borboteaba el hielo; algunos pedazos se desprendían y alcanzaban el Gran Vacío, donde también llegaban las ascuas del fuego procedente del mundo cálido. De la conjunción de ambos extremos brotó la vida que llenó el vacío. Y eso es lo que nos enseñan desde niños en este país —volvió la cabeza hacia la ventana; los carámbanos de hielo que colgaban de las tuberías llameaban al sol—. Algo así como que el calor no es sólo una cuestión térmica. No sé, a lo mejor nos hemos contado esas historias desde el principio de los tiempos para encontrar consuelo en este clima inhóspito, a lo mejor no son más que paparruchas de colegial, pero… imagínese si me tomé en serio la lección, que hasta me dedico a eso, a vender productos congelados por las casas. ¡Vendo frío empaquetado! —entornó los ojos y abrazó la taza de café con los dedos—. Pero, créame, siempre me empeño en meter en el lote un par de rescoldos candentes de regalo, como en la leyenda. Mónica sonrió y se limpió la mejilla con el dorso de la mano. No comprendía muy bien de qué diablos le hablaba ese hombre ni qué tenía que ver su historia con los productos que decía vender, pero se sentía a gusto escuchándole. Bebió un trago de café y se decidió a probar otro trozo de turrón. Arne la animó con un gesto. Ella paladeó despacio, casi con delectación. Seguía pensando que el sabor y la textura eran por completo ajenos al recuerdo del turrón de su infancia. Pero aquello parecía de pronto mucho menos importante que el hecho de estar sentada en su cocina frente a un desconocido que le hablaba de la creación del mundo y le señalaba cómo hacer frente al frío escarchado de sus días. Pensó en aquellas amigas suyas, tan dispuestas a impartir lecciones, tan convencidas de

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poseer en exclusiva el único y verdadero temple. Tragó el pedazo de turrón, apoyó las manos sobre el borde de la formica y se quedó mirando los rizos color trigo de Arne. Se fijó en el dibujo apretado de los bucles, de aspecto suave y esponjoso, perfectamente definidos, como si no les afectara la humedad exterior. La desolación de hacía un momento se había esfumado y, de un golpe, Mónica fue consciente de que aquella situación absurda, insólita —el turrón congelado, las leyendas nórdicas, la fragancia familiar en el aliento de un vendedor desconcertante—, había interrumpido el eslabonamiento mudo de las horas, su silencio entumecido. Se echó hacia atrás en la banqueta y relajó la postura. —¿Puedo hacerle una pregunta un poco personal, Arne? —Lo que quiera. Ella se aclaró la garganta y lo señaló con el índice. —El pelo, ¿cómo hace con el pelo? Y las palabras salieron diáfanas, sin atascarse.

Intimidad

La reconocí en el acto, nada más abrir la puerta. El pelo pajizo, el mirar turbio; igual que a los once. Por entonces solía cubrirse con melenas despeinadas y a menudo usaba aparatosas bufandas. Ahora llevaba uno de esos jerséis con cuello chimenea que le llegaba hasta la misma barbilla, seguro que para ocultar aquella horrible mancha, la que en el colegio le valió el sobrenombre: la Jirafa. —Venimos por el anuncio —dijo el hombre que la acompañaba. Era un poco más bajo que ella. Vestía una chamarra de cuero negro y sujetaba bajo el brazo un casco de motorista—. Por lo del alquiler —insistió. [23]

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Abrí la puerta por completo y me hice a un lado para que pudieran entrar. Ella miró el pedazo de escayola desconchada en el vestíbulo; él dedicó una ojeada intrusa a mi escote. Me ajusté las solapas de la bata. Había saltado de la cama al oír el timbre, y no llevaba nada debajo. Nos habían interrumpido en mitad de la siesta. Pensé en Pablo, desnudo en el dormitorio. Desnudo. En ese momento fue inevitable recordar lo otro: la Jirafa me lo susurraba con voz lasciva en el patio del recreo y fingía recato. Lo de mi padre. Me subió un rubor que me calentó las mejillas y ni siquiera me atreví a mirarla. No sabía si ella me habría reconocido, pues yo he cambiado mucho, y desde que habían entrado me inquietaba esa incertidumbre. Traté de acordarme de su nombre, del verdadero, pero lo único que me venía a la cabeza era “estrellas sucias, estrellas sucias”. Justo en ese momento él lo mencionó: —Edurne, ven a ver esto. Habían entrado en la cocina; yo me fui detrás. Caminaba descalza y sentí frío al pisar las baldosas. Él estaba agachado ante el frigorífico abierto; se trata de uno de esos aparatos pequeños, como los que se encuentran en las habitaciones de los hoteles. Ella miraba el interior y se llevaba la mano a la boca aparentando ocultar la risa. Hice memoria para recordar lo que guardaba dentro: varios cartones de zumo de naranja, las cervezas de Pablo, el champán; tal vez los restos de macarrones de hacía algunos días, bastantes. Me acerqué. Claro, las muestras de orina para la compañía de seguros. El hombre, todavía en cuclillas, reía abiertamente; imaginé un puntapié que le hundiera la cabeza de lleno entre los frascos de orina y el tomate de los macarrones. Abrió la cubierta del congelador, diminuto. A nosotros no nos gusta el helado, así que dentro no había más que un par de cubiteras a medio rellenar. Ella rascó las paredes y el hielo se desprendió con un siseo. Entonces se dirigió a mí por primera vez:

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—No tendría por qué formarse escarcha —la voz también parecía la misma, pero ese timbre que entonces era precoz, ahora sonaba ajado—. Será que tienes mal regulada la temperatura. —O que el aparato no anda bien —añadió él, incorporándose de golpe, con ligereza felina. Debía de pensar que yo era la dueña, porque lo había dicho con un deje retador. Estuve a punto de responderle que el anuncio lo había puesto el propietario, que nosotros nos mudábamos a fin de mes. Pero callé y me encogí de ­hombros. Se encaminaron a la sala, delante de mí. A ella, bajo la lana, se le marcaba el elástico del sostén. Ya tenía pechos bien formados cuando las demás todavía éramos lisas como muñecas, y le encantaba hacérnoslo saber. Una vez me pidió que la acompañara al baño; agazapada tras la puerta, se metió un dedo por el escote y enganchó triunfal el tirante de su sujetador, para mostrármelo. Al hacerlo, se le descolocó el cuello de la camisa. Yo me quedé mirándole la mancha. Ella se dio cuenta y soltó de golpe el tirante. Salió corriendo y ya no pude encontrarla en el patio. Recuerdo que al día siguiente no vino a clase. Y también recuerdo que lo de mi padre fue poco después. —¿Qué diablos es esto? —el hombre se había detenido frente al equipo de música de Pablo. Es un armatoste extraño, a todo el mundo le llama la atención. Él lo tiene en mucha estima y a mí no me deja ni tocarlo, porque dice que no lo sé manejar. —Es un tocadiscos. Es japonés.

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Ella se adelantó para leer la marca. Guiñaba los ojos, forzando la mirada, y me fijé en las arrugas que le llegaban hasta las sienes; aquello me complació. Él le apartó un mechón de pelo y le cuchicheó algo al oído. Ella asintió con la cabeza. —¿Por qué es vertical? —preguntó sin volverse—. ¿Por qué colocas el plato de esta manera? —No sé, es de Pablo —me arranqué un pellejo del dedo con los dientes—. Creo que está diseñado así. —Es verdad —el hombre pasó el pulgar por el brazo de sujeción del aparato—. Mira esto de aquí: se abre y se cierra, para que no se caigan los discos. Menudo chisme. Por un momento temí que se le ocurriera probar el mecanismo. Pablo siempre dice que ese brazo automático es la parte más delicada. Pero ella no pareció interesada en el mecanismo. Esta vez sí se volvió hacia mí: —¿Quién es Pablo? Me observaba con atención y noté que me ruborizaba de nuevo. —Es mi marido —miré de reojo hacia la puerta del dormitorio. Ella también miró hacia la puerta cerrada. Luego se acercó a las fotos sobre el aparador. Delante del todo había un retrato de mi padre, en blanco y negro. Lo rescaté del cubo de la basura en casa de mamá, y lo guardé durante mucho tiempo en mi cajón secreto, bajo llave. Me costó tomar la decisión de enmarcarlo, y sólo lo hice

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cuando me marché a vivir por mi cuenta. A Pablo le dije lo de papá, una historia trivial, al fin y al cabo. Le conté que un día se marchó con otra mujer y que ya no volvimos a saber nada de él. Pero nunca llegué a hablarle de lo que pasó aquella tarde en que la Jirafa vino a casa. Me pareció que ahora ella miraba esa foto más que las otras. Era más o menos de aquella época. Sentí un sudor frío en la espalda y el mismo vuelco en el estómago que ese día en el patio del colegio. ¿Te acuerdas de cuando jugamos al escondite en tu casa, la semana pasada? El sol de mayo hacía que sus cabellos parecieran teñidos. ¿Te acuerdas que no pudisteis encontrarme en ninguna parte? Sí, yo lo recordaba, deshojaba un trébol arrancado del parterre en el patio de las mayores y miraba al suelo porque no me gustaba la voz de la Jirafa, ni su tono, ni su manera de sentarse sobre el banco de piedra, cruzando las piernas como una diva y mostrando sus muslos, cubiertos de pelusilla dorada. ¿Sabes dónde me escondí? En la habitación de tus padres. —¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntó. Les hice una seña para que me siguieran. Pasamos por delante de la puerta cerrada del dormitorio. El pasillo es estrecho y caminábamos en fila india. Recordé la mirada insolente del hombre a mi escote. Malditos, malditos los dos. Encendí la luz del baño y los dejé entrar. Echaron un vistazo. Sobre la repisa del lavabo se apilaban algunos rulos y las horquillas que había usado por la mañana para rizarme el pelo. El hombre se aproximó al inodoro y accionó la cisterna dos veces seguidas. Ella acercó el rostro al espejo y se alisó las cejas. Abrió uno de los grifos y cortó el chorro del agua con el canto de la mano, varias veces, de lado a lado. Cerró el grifo, pero sin fuerza, lo dejó goteando. Quise señalárselo, abrí la boca para hablar. Y nada más. La Jirafa sacudía ya la mano y miraba alrededor. No había ninguna toalla a la vista, y él le indicó con la cabeza

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el albornoz de Pablo, que colgaba de un gancho en la pared. Ella lo miró, pero se secó contra la pernera del pantalón. Salimos del baño. En el estudio centelleaba la pantalla del or­denador: una rata buscaba la salida en un laberinto de colores brillantes. Pablo lo eligió como protector de pantalla, y a menudo se ríe de mis aspavientos, dice que exagero. Pero lo cierto es que me da mucho asco y siempre procuro no mirarlo. El chelo estaba apoyado cerca de la estantería, pues por la mañana había estado practicando. Me dio rabia no haberlo guardado, ahora ellos ya lo miraban. Ella agarró el arco, que descansaba sobre una de las repisas. Comenzó a acariciar las cerdas y pensé con irritación que tendría que frotarlas con resina en cuanto se marcharan. —¿Tocas el chelo? —Sí. —¿Desde hace mucho? —lo preguntó muy despacio, lo que me puso en guardia. —Bastante. De hecho, empecé a tomar clases poco después de que papá nos abandonara, porque el psicólogo le había dicho a mamá que sería una buena terapia. Durante muchos meses tuve pesadillas, el psicólogo me hacía preguntas y yo le decía que soñaba con papá. Lo que nunca le conté es que con frecuencia soñaba con la Jirafa. Ella no paraba de acariciar el arco. —¿Te importaría dejar ese arco en su sitio? Es muy delicado.

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Me miró sonriendo como para sí misma, con los ojos entornados. Lo colocó encima de la mesa, cerca del ordenador. Vi la rata en el laberinto. En mis pesadillas de aquella época también aparecían ratas. Pero sobre todo la Jirafa. La Jirafa escondida bajo la cama de mis padres, desnuda, tan sólo con una bufanda al cuello. Al despertar me incomodaba el tacto húmedo de las sábanas em­papadas. Y siempre recordaba sus muslos en el patio, la curva apretada del uniforme sobre su pecho, la sensación de caer por un barranco al escuchar aquello. Me escondí entre los abrigos del vestidor; desde allí vi a tu padre desnudo. Estaba completamente desnudo. —Una mujer que toca el chelo, ¿eh?… Siempre me ha pareci­do muy erótico —dijo él. Ella lo miró, y los dos se rieron como si yo no estuviera allí. No podía más. Me encaminé hacia el vestíbulo, aunque no había manera de saber si me seguirían. Pronto escuché pasos detrás. —Eh, espera —me di la vuelta y vi a la Jirafa ante la puerta del dormitorio; él se acercaba por el pasillo—. Aún no nos has enseñado este cuarto. Ya tenía la mano sobre el tirador. La puerta se abrió desde dentro antes de que yo pudiera reaccionar. —¿Qué pasa? —dijo Pablo con voz somnolienta, de pie en el vano. La Jirafa lo miró de arriba abajo. Me precipité hacia él y lo cubrí con mi cuerpo. Ella estaba muy cerca, frente a mí; si adelantaba la mano, podría tocarla. Me pregunté qué sucedería si en ese preciso instante yo introducía el índice por el cuello de su jersey, se lo bajaba de un

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tirón y me quedaba mirando su espantosa mancha, como aquel día en el baño del colegio. El hombre se colocó junto a ella, los dos nos miraban serios. Supe que de un momento a otro ocurriría algo.

La incógnita esquiva

Una vez al año, poco después del comienzo de la Estación Fría, celebrábamos en casa una cena elegante y solemne. Durante semanas, mamá se afanaba en rellenar decenas de papeletas de petición alimentaria, que enviaba a la Unidad Central poco a poco, de manera que nadie se percatara de nuestras intenciones. Congelaba con mimo la comida que iba juntando, para cocinarla ese día al que ella se refería siempre como “señalado”, sin que nos aclarara por quién había sido señalado ni con qué propósito Cuando llegaba el gran momento, mamá bajaba las persianas de todas las habitaciones de la casa y nos congregaba en la cocina. Allí [31]

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trabajábamos en penumbra y hablando a media voz, conscientes de que los rituales de esa celebración innombrada comenzaban ahí, en los fogones, troceando verduras, machacando el relleno para el pavo, batiendo huevos o removiendo con la cuchara esa salsa espesa y untuosa que mamá servía con el asado. A veces también comíamos huevos o carne de ave, pero nunca, salvo ese día, se nos ocurriría sentarnos durante horas, esmerándonos en modificar los sabores, las texturas o el aspecto de los alimentos. Al principio, los primeros años, preguntábamos si invertir tanto tiempo en se­mejantes tareas no sería considerado como una infracción por los Servicios de Regulación. Entonces mamá interrumpía lo que estaba haciendo, depositaba el cuchillo sobre la mesa y se llevaba un dedo a los labios, mirándonos con los ojos muy abiertos y redondos. Un temblor de miedo, de un miedo inconcreto, enturbiaba la tarde por unos instantes. Después ella volvía a asir el cuchillo y murmuraba instrucciones y asignaba tareas, pero lo hacía en voz muy baja, como si estuviera pronunciando secretos y mágicos conjuros; ella, una hechicera y nosotros sus aprendices. Nos sentíamos cómplices de algo, de una hermandad misteriosa que no comprendíamos del todo y de la que no nos atrevíamos a hablar. Ese día señalado mamá vestía la mesa con un mantel blanco que besaba el suelo; lo desplegaba en el aire con un aleteo que a mí me hacía pensar en el vuelo de cisnes salvajes huyendo en la noche. No sé de dónde salían las copas talladas, la porcelana con una franja de cobalto rematando los bordes, los candelabros de plata, el búcaro de rosas amarillas. Mamá colocaba los cubiertos con esmero milimétrico, mientras nosotros acallábamos el desasosiego que nos provocaba el derroche de minutos en todas esas actividades incomprensibles y aparentemente inútiles, el discurrir inclemente de las horas. Más tarde, mamá se despojaba del delantal con el que había estado faenando en la cocina y aparecía en el comedor vestida de

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negro, calzando unos zapatos de tacón y luciendo un collar de perlas que daba dos vueltas alrededor de su cuello. Dejaba a su paso el rastro de un perfume desconocido que se quedaba flotando en la habitación hasta la mañana siguiente, como la estela de un barco fantasma. Nos indicaba nuestros puestos en la mesa y, con gran ceremonia, cortaba la carne en lonchas muy finas, y las depositaba en nuestros platos con una leve inclinación de cabeza. Yo, sin saber por qué, sentía cómo algo me iba creciendo entre el pecho y la garganta, algo tenue y tembloroso que buscaba salir al exterior. Mientras cenábamos, la luz de las velas barnizaba la cristalería con un resplandor de aluminio que volvía el rostro de mamá, sentada frente a mí, casi transparente. Ella nos contaba entonces historias del pasado, siempre las mismas, año tras año. Nos hablaba de una época remota en la que los hombres, por lo visto, aún no conocían las Leyes del Tiempo ni habían conseguido resolver la Ecuación de la Eternidad. Nos contaba que, para remediar su desamparo, se afanaban en realzar algunos instantes de la vida, en transformar determinados días —los días señalados— en algo tan especial que quedara para siempre grabado en la memoria, y de esta manera creían espantar el fantasma de la transitoriedad, que ensom­brecía todos sus actos. En aquel tiempo antiguo, no debían echar las persianas para celebrar reuniones como la nuestra; era un tiempo en el que los niños recibían la visita de seres mágicos que traían paquetes envueltos en papeles de colores brillantes, que contenían automóviles o locomotoras en miniatura, pliegos de papel cosido en los que se podían leer historias —“libros”, decía mamá— y objetos esféricos con los que se entretenían los muchachos de entonces, pasándoselos de uno a otro mediante puntapiés. Mamá contaba que los seres mágicos también dejaban paquetes para los adultos en noches como aquella, pero que, con todo, la razón por la que se celebraban esas cenas especiales una vez al año no era esa; no era por los paquetes, ni por el gusto exquisito de la carne horneada,

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ni siquiera por la llegada de los seres mágicos, sino que había otra razón, una razón que tenía que ver con ese empeño por atrapar la fugacidad, con los afectos y las ilusiones, con los recuerdos y la fidelidad devota hacia el pasado. Y, al decir eso, un temblor furtivo le sacudía las pestañas, un temblor como de lágrimas escondidas, y las palabras titubeaban en su boca cuando trataba de explicarnos qué estábamos celebrando en realidad aquellas noches excepcionales. No conseguíamos comprenderlo del todo, y éramos incapaces de otorgar un nombre a ese ritual cuyo significado se nos escapaba una y otra vez. Nos contentábamos con admirar las perlas de mamá, aspirar el aroma de su perfume y escuchar en silencio sus historias de un pasado que no podíamos recordar. A la hora del postre, mamá abría el arcón de caoba de la sala, que emitía un crujido lastimero, un lamento por su encierro bajo llave durante todo el año, y sacaba una botella de etiqueta dorada que traía hasta la mesa acunándola entre los brazos. La botella contenía un líquido burbujeante que, al beberlo, procuraba una leve y espumosa sensación de alegría. “Es el champagne”, nos informaba mamá, y pronunciaba esa palabra extraña como si tuviera un puñado de piedras atascadas en la garganta, como si hablara un idioma desconocido, un dialecto ya borrado de la memoria de los hombres. Explicaba que aún guardaba muchas botellas como esa en el arcón. “Durarán todavía bastantes años, toda vuestra infancia, hasta que os hagáis mayores”, hacía una pausa, y por unos segundos se escuchaba en torno a la mesa un silencio antiguo, igual que el eco de una ausencia que provoca dolor. Entonces repetía: “hasta que os hagáis mayores”. Nosotros, cuando decía eso, nos mirábamos unos a otros como buscando la respuesta a un acertijo cuya solución nos asustara. Mamá sólo nos permitía beber un par de sorbos de aquel elixir etéreo, pues decía que el champagne era una bebida para los adultos, “una bebida que permite a los adultos

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sentirse como niños”. Yo me preguntaba en qué consistiría ese sentirse como un niño, si tendría que ver con aquella ingravidez que yo experimentaba de pronto, con aquellas pompas de jabón que me estallaban en el cerebro cuando miraba el brillo de la seda en el vestido de mamá y sus párpados agitados por el temblor, como hojas bajo la lluvia, cuando nos hablaba del pasado. Me figuraba que el sentirse como un niño tendría que ver con la certeza que me ganaba cada año en esas cenas enigmáticas, cuando a la llegada de los postres y del champagne olvidaba las evidencias inexorables de las Leyes del Tiempo, e intuía de un golpe que algo estaba aún por ocurrir; algo importante y definitivo y prodigioso: la visita de seres mágicos ataviados con túnicas y coronas, la llegada inesperada de un paquete anudado con vistosos lazos, el crujido de la madera rancia de un barco pirata aproximándose desde confines remotos, presagio de aventuras trepidantes y lances extraordinarios, que me aguardaban en algún lugar, más allá de las persianas cerradas de aquella casa, más allá de los Servicios de Regulación, con su implacable manera de medir el transcurso de los días y de las horas. Mamá, cuando ya en la botella apenas quedaban dos dedos de líquido, nos contaba nuevas historias, ahora atropelladas y chistosas; echaba la cabeza hacia atrás para reír, y veíamos alzarse su cuello apresado por las perlas —el cisne huyendo asustado hacia lo más espeso de la noche—. A mí, su risa a aquella hora me pa­recía el lamento torvo de un animal acorralado, y a las pompas de jabón les seguía una especie de derrumbamiento, como si en un instante, al escuchar la risa envejecida de mamá, hubiera caído un telón grávido sobre el horizonte de la habitación. Después llegaba el momento de recoger la mesa. Lo hacíamos sigilosamente, procurando amortiguar el sonido de los platos al entrechocar, el tintineo delator de la cubertería. Mamá, con la palma extendida, nos imponía silencio, y para acaudillar nuestras actividades en la cocina

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se despojaba de sus zapatos de tacón, que quedaban arrumbados de cualquier modo junto al fregadero, como murciélagos muertos. Nosotros lavábamos la vajilla y la guardábamos con cuidado en los estantes, hablando en susurros, como si estuviéramos intercambiando consignas cifradas en las que viajaran los secretos de la creación, sintiéndonos de nuevo, al acabar la noche, miembros de una cofradía clandestina cuyo nombre y lema aún desconocíamos. La celebración terminaba cuando mamá cerraba de nuevo con llave el arcón, confinando su contenido —las botellas polvorientas, la alegría prestada— al eclipse del letargo anual. Mamá, como estaba previsto en su Cálculo Vital, murió mucho antes de que se terminaran las botellas de champagne. Nosotros nos hicimos mayores y ya no hubo quien, una vez al año, nos reuniera en torno a la mesa para hablarnos de los tiempos olvidados. Nos deshicimos del arcón de madera y guardamos las botellas en un rincón del desván. Después nos separamos, cada uno emprendió su propia vida y ya no volvimos a hablar de aquellas noches rituales. Su misterio quedó sin desvelar, y asumimos que ya nunca seríamos capaces de otorgarles un nombre o de comprender del todo su razón de ser. Yo, antes de abandonar aquella casa de la infancia, me llevé conmigo una de esas botellas de mamá, que aún conservo en un lugar secreto y bajo llave. Ahora tengo mis propios hijos y ya logré despejar la más sencilla de las incógnitas, pues sé con exactitud cuál es el resultado de mi Ecuación de Cálculo Vital. A veces, sin embargo, me tienta la idea de cerrar todas las persianas de la casa y descorchar la botella rodeado de los míos, beber un sorbo de ese líquido espumoso y volver a percibir el crujido lastimero del barco pirata acercándose a estribor, el temblor inaudible de las hojas estremecidas por la lluvia, el estallido de las burbujas sobre las cabezas aureoladas de magia. Me gusta, por un momento, imaginar que la vida, en contra de lo que hoy sabemos, fuera como

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la concebían los hombres antiguos, apenas un estrecho margen robado a la eternidad, un secreto inexplorado, una sucesión de acontecimientos extraordinarios que nos empeñáramos en fraguar con inexplicable regularidad, cuyo nombre, sin embargo, se nos escapa una y otra vez como arena entre los dedos, como un fluido volátil, como el aleteo esquivo de un ave temerosa y desamparada, siempre en fuga hacia ninguna parte.

Último diálogo en el acantilado

Me quedé huérfana de pasado el día que escribí una carta que me fue devuelta sin abrir, en la que, junto al nombre de Roberto, alguien había añadido una frase manuscrita: Desaparecido desde el 13 de enero, reenvíese al remitente. Hace ya cuarenta años de eso. Y hace mucho menos, apenas unos meses, que me despojaron de futuro. Un doctor de pelo engominado y gafas redondas con montura de pasta levantó la vista de mi historial médico, me miró con expresión compasiva desde el otro lado de su escritorio y me aseguró, con convincente desenfado, que había tratamientos prometedores, medicamentos a punto de patentarse y experimentos en curso que podrían retrasar el desenlace. Realicé un sencillo [39]

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cómputo matemático, cuyo resultado —la vida que me restaba— estimé directamente proporcional al temblor de su terrible sonrisa, y allí mismo se me ocurrió que, antes de morir, quería regresar a Campomares. Ni siquiera sabía bien por qué. Tal vez porque en ese mar aún flotaban a la deriva los cuarenta últimos años, igual que puñados de ceniza esparcidos sobre la espuma vertiginosa. Tal vez porque quería sentarme al borde del acantilado y enfrentarme al océano, como si aún hubiera algo más allá, como si las olas fueran capaces de traer de vuelta esa especie de recuerdo tenue que dejan las cosas cuando se marchan para siempre, como si en lo más profundo de las aguas aún me esperara algo, no sabía qué, una pieza perdida en mi pasado, un último haz de luz, un último amanecer entre las sombras. El 13 de enero de cuarenta años atrás fue la fecha del naufragio del Arlanzón, pero eso lo supe después, cuando Estíbaliz me envió los recortes del periódico y me relató cómo había sucedido todo, en una noche de borrasca. Me dijo que Roberto se había enrolado en la tripulación para ganar algún dinero con el que acaso planeara viajar a Madrid, a verme. Algo así anunció él cuando terminó el verano y nos dijimos adiós. “Un día iré a buscarte, Amanda”. No añadió más. Tenía la mirada sombría y afilada, como un arrecife saliendo de las olas, eso pensé. Y es que era imposible no relacionar a Roberto con el mar: su mandíbula rocosa, sus ojos, entre verde y gris, del color de las tormentas, los rizos acaracolados, sus labios de coral. La primera vez que lo vi pensé en un mascarón de proa; de pie sobre los riscos del acantilado, erguido y ensimismado frente al paisaje bravío, el aire salino resbalando sobre su piel de color corcho, despeinándolo, azotando sus ropas. Ignoraba qué buscaba Roberto allí cada día, encaramado a las rocas de la colina del faro, como si dialogara con el océano. Yo lo veía por las mañanas, cuando salía a tomar los baños de yodo que me había recomendado el especialista

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de Madrid para aplacar el asma. No sé por qué eligieron mis padres ese pueblo, y no otro, para curar mi enfermedad aquel verano. Una aldea perdida en el norte, estrangulada entre las montañas y el mar. “Se forma una especie de microclima, y ni hace calor ni llueve, y eso que en el Norte siempre llueve”, afirmaba ufana mi madre. Alquilamos una casa —una villa, decía mamá— en lo alto del promontorio, y desde el mirador del porche abarcábamos toda la bahía. Al pie de las montañas se divisaban huertas y campos de labor, pastos en los que siempre ramoneaban las vacas y, más allá, casas con tejas color hígado que, a la distancia, parecían de juguete. Había aprobado todas las asignaturas en el instituto y el verano se extendía ante mí interminable, sin más obligaciones que ese paseo matinal a la orilla del mar y las postales que puntualmente enviaba a la abuela y a mis amigas de Madrid, a quienes contaba que me encontraba en un lugar pintoresco, pero tan apartado y tedioso que el tiempo parecía transcurrir de otra manera, como si los días tuvieran la misma densidad plomiza que el horizonte cargado de nubes o que el tañido lúgubre de las campanas de la iglesia, cuando doblaban llamando a la misa del crepúsculo. Para distraerme, a veces acompañaba a mi madre a hacer los recados en el centro del pueblo. Me gustaba pasear entre el bullicio de las calles a media mañana y sentir el olor de las aceras mojadas, pues, a pesar de las optimistas expectativas de mamá, una fina llovizna tamizaba a menudo el aire, que siempre estaba cargado de bruma, con un tacto como de cenizas húmedas. Los edificios del puerto tenían miradores acristalados y los muros pintados de colores rabiosos y festivos, como los de las barcas de los pescadores. En los balcones de las casas se amontonaban macetas de plástico y bombonas de butano, y en lo alto, en las azoteas, siempre había sábanas y camisas tendidas, golpeadas por el viento que soplaba desde la rada. A mediodía, de las ventanas abiertas se escapaba un olor a comida en el que viajaban aromas que a partir de entonces asocié con aquel verano: sopa de

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pescado, sardinas fritas, marmitako, comida de marineros. A esa hora mamá y yo nos confundíamos entre el gentío, deteniéndonos a curiosear en los comercios de vitrinas lánguidas bajo los soportales de la calle Ancha. Nos cruzábamos con mujeres armadas de bolsas de rafia rayada, de las que asomaban las crestas de los puerros, el manojo de perejil, las barras de pan; veíamos jubilados con el periódico bajo el brazo y el paso desganado encaminándose hacia los bancos del paseo, madres que empujaban cochecitos de bebés y entraban en la farmacia o el estanco, ciegos vendiendo el cupón. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que apenas se veían hombres por la calle, ya que la mayoría se encontraba faenando en alta mar. Y por eso era aquel un pueblo siempre como en espera, en espera del regreso de los hombres aventurados en el océano. Roberto aún no había salido nunca a faenar, pero soñaba con hacerlo. Sentados sobre la arena de la playa, me señalaba el agua sucia que se estrellaba en la orilla, a nuestros pies, cargada de plásticos, de conchas rotas y espinazos de pez muerto. Tan distinta, decía, de esa otra agua azul y luminosa, de alta mar, tan prometedora y siempre tan lejana. Su voz sonaba apagada, como suenan siempre las voces a orillas del mar, amortiguadas por la arena. Las gaviotas graznaban sobre un cielo amoratado, y un viento fresco del noroeste despejaba los contornos de la costa, hasta más allá de la bahía. A lo lejos, los veleros de recreo se recortaban como aves blancas en el horizonte. Me gustaba escuchar a Roberto sin mirarlo, trazando surcos y garabatos en la arena, como si fueran mensajes cifrados que nunca terminaban de cobrar sentido. Él me hablaba de su infancia, una infancia herrumbrosa de humedad, una infancia en blanco y negro, que nada tenía que ver con los colores alegres de las fachadas que había visto en el puerto. Me dijo que sentía su vida desnuda de futuro si se quedaba en tierra, como una carretera que terminara en un abismo de paredes lisas,

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más allá del cual no había nada, no había mar, solo un horizonte huero y plano. Fruncía el ceño al hablar, y una arruga, como una cuchilla, le crecía entre las cejas. Yo trataba de imaginar cómo sería su rutina en el pueblo durante el resto del año, el cielo calizo de las tardes de invierno en la costa, los días abreviados, la llovizna continua y desolada. Pero me costaba identificar el peligro al que se refería Roberto sin nombrarlo: el peligro de vivir y morir engullido por el paso silencioso de los días. Aún era demasiado joven y, por entonces, me limitaba a aguardar el siguiente amanecer sin tender puentes al futuro, inconsciente también del lastre del pasado que dejaba a mi espalda. La vida para mí era mera quietud, una espera apacible, igual que el oleaje libre del mar: algo sobre lo que no se manda, ni se controla, ni se contiene; como mucho, uno puede ver llegar la siguiente ola, y entonces, limitarse a esperarla. Pero Roberto no. Roberto ya tenía una idea fija: adentrarse en el océano. Tal vez era eso lo que le contaba al mar en sus coloquios silenciosos, sus planes de huida de ese futuro sin estridencias ni emociones que le aguardaba si no hacía nada por remediarlo. Al fragor de los rompientes en la orilla sucedían lapsos de breves silencios crispados, en los que se podían oír con claridad los chillidos de las gaviotas planeando nerviosas y las exclamaciones de alborozo de los niños que jugaban en las rocas, tiznadas de algas. Roberto me señaló, a lo lejos, el ferry hacia Inglaterra, que cruzaba cada día en paralelo a la costa; hasta la playa llegaba una tenue reverberación de su estela, y me contó que, al mirarla, él se forjaba otra vida. Una vida distinta, desmesurada, una vida auténtica, de pasaportes manoseados, de orquestas en alta mar, de mujeres de hombros dorados por brisas exóticas, de luces tornasoladas, de candelabros y espejos y suspiros encendidos al anochecer. Y valiéndose de esos sueños, lograba escapar de la llovizna y la humedad de los soportales, de las tardes de domingo en invierno, de las campanas llamando a misa como si convocaran espectros, de los fluorescentes

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fatigados de la academia, de los suspensos a fin de curso, del cansancio de sus padres, de los bostezos, la desidia, el aburrimiento. Cuando decía eso, yo lo sentía ya en otro mundo, distante, tragado para siempre por el fragor de una vida que no sería la mía. Lo imaginé muchas veces a bordo de ese ferry que surcaba el horizonte, o enrolado en la tripulación de uno de los pesqueros que cabeceaban en el puerto, bajo un firmamento incendiado de estrellas, en el que ya se habría desvanecido para siempre mi recuerdo. Visitaría ciudades de nombre impronunciable y recorrería el mundo del brazo de mujeres hermosas, ataviadas con vestidos blancos y vaporosos que ondearían en la cubierta de los barcos. Sabía que Roberto no se convertiría en uno de esos jubilados con boina que languidecían en los bancos del paseo marítimo, desmenuzando despacio una barra de pan dura, lanzando las migas sin demasiadas fuerzas a las gaviotas y a los jureles, con la mirada abismada en el vacío, como si en cada uno de esos pedazos arrojaran fragmentos de sus propias vidas, de su pasado anodino, del que ni siquiera se pudiera predicar el consuelo de ser ya pasto del tiempo. No, no podía concebir ese futuro para Roberto, ni podía tampoco imaginarlo al lado de alguna de las muchachas del pueblo, con las que a veces nos reuníamos por las tardes, al lado de Estíbaliz, por ejemplo, su vecina, una morena de cabellera fogosa y cejas selváticas, a la que le gustaba leer, y que siempre sonreía para sí misma cuando aparecía Roberto, con ese toque de misterio o de ensoñación de quien sabe que guarda en la manga un naipe triunfador. No, Roberto lograba contagiarme esa ansiedad de metas distantes y, recostada sobre la arena húmeda, con los pies descalzos, llenaba mis pulmones, algo maltrechos por el incordio del asma, de esa fragancia que llegaba del monte, un olor vago e impreciso, un olor a tiempo ido o a tiempo por llegar, y me ganaba un anhelo desasosegado por algo aún desconocido e incierto, algo que me hacía alzar la cabeza de mis garabatos en la arena y mirar hacia el

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horizonte. Y entonces avistaba el ferry perdiéndose en lontananza, y suspiraba. Todos aquellos encuentros frente al mar, el cruce de miradas, la complicidad diaria, aquellas confesiones bajo un cielo lechoso o al amparo de la tiniebla hiriente de la noche se convirtieron, un atardecer de septiembre, ya próximo mi regreso a Madrid, en un prolongado beso de adolescentes que a mí me pareció como la promesa de un futuro hasta entonces impensado. “Un día iré a buscarte, Amanda”. Y yo ignoraba que aquello era una despedida imperfecta, acaso porque aún ignoraba que la vida, mi vida, sería eso en realidad: muchas despedidas y un solo adiós que nunca terminó de llegar. No llegó con aquella caligrafía florida, estampada junto a su nombre en el membrete del sobre devuelto, ni con la fecha de su desaparición, ni tampoco con la carta que la propia Estíbaliz me envió pasado algún tiempo. Incluía extractos de la prensa, fotografías en blanco y negro en las que se apreciaba, en primer término, a la gente del pueblo congregada en el espigón; a la distancia, la proa del barco con medio casco en el aire, como en esas pinturas antiguas y sombrías que retratan la zozobra, la impotencia, el estupor de los naufragios a pocas millas de la costa. La embarcación regresaba de pescar rape en aguas francesas y se hizo astillas al chocar contra los acantilados, debido al fuerte temporal. Los familiares y vecinos de la tripulación presenciaron desde el malecón los infructuosos intentos de la nave por alcanzar la rada. Los titulares daban cuenta de los hechos con frialdad, eclipsando en la asepsia de su redacción el espantoso desgarro de la tragedia. Estíbaliz me contó cómo ocurrió todo, pero a mí me parecía que sus frases eran tan insensibles al dolor como la prosa concisa de los periodistas, como si lo que me relataba fuera algo tan ajeno y distante como esos libros sobre piratas y navegantes que le gustaba leer. Había mar gruesa aquella noche y las olas furiosas levantaban la embarcación sobre sus crestas cuando ya enfilaba la

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rada. Alguien dio el aviso de que el Arlanzón batallaba frente al puerto y allá nos fuimos los parientes, los vecinos, el pueblo entero congregado en el malecón, contra el que se batía un mar plomizo y frío. El cielo estaba oscuro y empedrado de nubes, y las rocas negras del acantilado parecían monstruos dormidos. El patrón debió de poner proa hacia las puntas del desfiladero, quién sabe si pensó que así saldría de lo peor de la tempestad. Vimos cómo el barco derivó hacia los arrecifes, cerca del faro, que arrojaba navajazos de luz sobre la escena. Oíamos el mar entero como un bramido y podíamos distinguir las ráfagas de olas de color pizarra arrojando torrentes de agua sobre la cubierta del Arlanzón. Olas macizas, implacables, que revolcaban la embarcación en un remolino de espuma; cada una se alzaba amenazante, como si con ella llegara la explosion final del océano, la que se tragaría para siempre al barco con todos sus tripulantes. Respirábamos aliviados cuando lo volvíamos a ver aparecer entre los penachos espumosos, las mujeres bisbiseaban plegarias y alguno de los hombres impartía a voces consignas que nadie entendía, engullidas por el grave rugido del oleaje sobre los arrecifes. El barco se aproximó a los bajíos que hay más allá de la Caleta, donde el litoral es menos escarpado. Vimos a uno de los hombres alcanzar la costa con un cabo a la cintura. Pensé si sería Roberto y noté que se me doblaban las rodillas, acordándome de ti, Amanda. El hombre logró amarrar la cuerda a una piedra lisa y pelada, pero cuando se disponía a asegurarla, una ola lo estrelló contra un costado de la roca, y depués ya no lo vimos más. Al día siguiente apareció su cuerpo al otro lado del promontorio, pero no era Roberto. A Roberto aún lo siguen  buscando. *** De pequeña me daba miedo bañarme en el mar, porque me figuraba su fondo habitado por criaturas prehistóricas de piel negra y brillante, monstruos emboscados en la oscuridad de las aguas que en cualquier momento rozarían mi pie o, peor aún, surgirían súbitamente con un estallido de fauces y tentáculos, y me arrastrarían de un zarpazo hasta sus guaridas abisales bajo toneladas de

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mar. Roberto se rió cuando se lo confesé. “Hay cosas peores”, dijo. Y me contó la historia de un viejo del pueblo, que afirmaba que una noche, mariscando a cien brazas de la costa, había presenciado cómo una nave espacial, con sus luces fulgurantes y sus platillos giratorios, emergía de las profundidades y desaparecía en las tinieblas del firmamento a la velocidad del diablo. Lo que más asustaba al viejo era que hubieran podido raptarlo y llevárselo a bordo, como un tripulante exótico, hacia el otro confín del Universo, y que ya no habría vuelto a ver a su mujer ni a sus hijos, separado para siempre del que fuera su mundo. “Dime”, me preguntó Roberto, “tú qué preferirías, ¿saberme muerto o saberme viviendo en otra galaxia?”. “¿Hay alguna diferencia?”, contesté encogiéndome de hombros. Entonces él se puso serio y me agarró de la muñeca como si se aferrara a un salvavidas: “La esperanza, Amanda, esa es la diferencia”, desvió los ojos hacia las olas, pero no disminuyó la presión de los dedos sobre mi piel. “La esperanza”, repitió. Nunca encontraron el cuerpo de Roberto, según me informó Estíbaliz. Su muerte quedó para siempre aplazada, como una tormenta que no estalla. Desaparecido desde el 13 de enero, un día de fuerte borrasca. Yo no regresé a Campomares, el asma quedó aplacada cuando dejé atrás la adolescencia y en su lugar se me afianzó en las vías respiratorias la soledad incuestionable de la edad adulta. No pude vestir luto por nadie y emprendí la vida que me co­rrespondía: los años en la Universidad, un marido, las comidas de los domingos en el club de golf, las cenas de trabajo, las copas en los jardines de los vecinos, el divorcio, y al final, una carpeta de color garbanzo con mi historial y la sonrisa de dientes grises de un doctor con gafas de búho. Y las falsas esperanzas. Viajé hacia el norte y me aproximé a Campomares siguiendo los meandros de la costa. Había conseguido alquilar la misma casa,

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que todavía seguía en pie en la cima del promontorio, aunque ahora parecía un islote extravagante y anacrónico que coronaba varias filas de adosados construidos sobre la ladera. Ya desde lejos avisté los muros aún pintados de azulete y el tejadillo de color azufre sobre el porche. Aparqué a la entrada y en cuanto me bajé del coche percibí ese peculiar olor, mezcla de la brisa salobre del mar y el aroma de los pinos de las colinas boscosas. Hasta allí llegaba el murmullo de rompientes al otro lado de la playa. Me aproximé al edificio y percibí la fachada salpicada de boquetes por los que asomaba la madera podrida de las vigas. La llave giró en la cerradura sin tropiezos y al entrar me pareció que todo era mucho más pequeño de lo que registraba mi memoria. Resultaba difícil, en esas dimensiones renovadas del espacio, rescatar los recuerdos. Los muebles eran distintos, había mesas de metacrilato y pequeños cojines orientales mullían el respaldo de un sofá de polipiel color champán. Grandes lamparones de humedad afeaban las paredes del salón, pero junto a un aparador de rejilla que me pareció nuevo, reconocí el reloj de péndulo, que llevaba cuarenta años emitiendo su poderoso tictac, como si fuera el latido de la habitación. Una claridad delgada y enfermiza se filtraba por las persianas. Abrí las ventanas y me asomé al balcón, inclinándome con cuidado sobre el armazón inestable de los barrotes oxidados. Contemplé el crepúsculo escarlata agonizando sobre la bahía, hasta que el sol se escondió por completo detrás de la línea del horizonte. La noche cayó a plomo sobre el mar y me retiré al interior, sintiendo el peso de la oscuridad a mi espalda. Al día siguiente, nada más desayunar, me encaminé hacia el acantilado. Por el paseo marítimo me crucé con mujeres jóvenes que corrían en shorts de deporte, separadas del mundo y del rumor de las olas por los pequeños auriculares que colgaban de sus orejas como moluscos enfermos; los adolescentes caminaban en grupos,

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con su trayectoria vacilante y errática, probablemente retrasando el arranque de la jornada en alguna academia de sillas ergonómicas y focos halógenos; había repartidores del supermercado que conducían carritos cargados hasta los topes hacia los edificios con jardín y piscina de la primera línea de mar; varios carteles corroídos por el salitre avisaban de la prohibición de arrojar alimentos a las aves marinas, para respetar el equilibrio medioambiental; los jubilados encontrarían ahora otra manera de desgranar sus tiempos muertos, pensé. Pero algo no había cambiado en todos estos años: el vacío de los hombres que faltaban, la espera de su regreso a puerto, el futuro suspendido, el temor embozado en la máscara falaz de la esperanza. Dejé atrás el camino adoquinado del paseo y enfilé el sendero que conducía hacia el acantilado, al paraje desde el que Roberto solía conversar a solas con el océano. Descendí con cuidado por las rocas inestables, atenta a no resbalar, hasta que encontré una especie de plataforma pulida y plana, festoneada de berberechos. Me senté allí para recobrar el aliento, con los pies mecidos en el aire. Soplaba un viento muy fuerte y en el horizonte se amontonaba una muralla de nubes densa, azulada; las olas arañaban los riscos y salpicaban de espuma mis piernas. Una gaviota de un blanco brillante alzó el vuelo y sus alas se recortaron con nitidez contra la cúpula turbia del cielo antes de hundirse en la negrura crispada del mar. Pensé que se avecinaba una tormenta. Miré hacia el otro lado del promontorio, hacia el punto en el que, según mis cálculos, debía de haber naufragado el Arlanzón. Ahí abajo, sepultado bajo masas incalculables de mar, descansaban los despojos de una vida distinta, de un pasado que nunca aconteció, un futuro que no había llegado a cumplir sus promesas, y que se alejó para siempre a bordo de aquel pesquero en el que ondeaba la bandera alevosa de la más definitiva de las pérdidas.

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Y de pronto, mirando esa tumba silenciosa, adquirí —cómo explicarlo—, adquirí una certeza de eternidad. Porque vi el ayer y el mañana, lo que siempre estuvo ahí, en este mundo, y puede que también en otros, desconocidos y remotos; lo que nunca acaba, sino que se desplaza: aquí sube, del otro lado baja, lo que hoy vive aquí, allí muere y, al morir, vuelve a nacer en otro lugar. La entropía indefectible del Universo, la materia imperecedera, la inmortalidad pujante de eso que algunos llamamos alma. De un golpe me pareció entender qué era lo que Roberto buscaba en realidad en el océano con la mirada perdida en algún punto secreto del aire: buscaba esa certeza. Entrecerré los ojos, y al abrirlos de nuevo fue cuando lo vi. Estaba sentado un poco más hacia poniente, donde las rocas se convertían en un despeñadero. No había advertido su presencia, concentrada primero en no tropezar en mi descenso y después abismada en el mar y los recuerdos. Tenía el mismo pelo acaracolado, ahora virando a gris en las sienes, el cuello robusto, la mandíbula recia. Pero incluso a la distancia distinguía una especie de extrañamiento nuevo pintado en su mirada. Vestía una chaqueta de tweed y zapatos embetunados, y todo en su indumentaria delataba un linaje ajeno al pueblo. Pensé que aquella aparición intempestiva ofrecería un perfecto final para una historia, como si mi vida, la vida, respondiera a la mecánica infalible de la ficción, como si todas las historias tuvieran un narrador invisible dispuesto a dispensar un final adecuado a los pasados inconclusos. Aquel hombre podría ser Roberto, que nunca estuvo a bordo del Arlanzón; yo habría vivido toda la vida convencida de su muerte o de su desaparición, sólo porque una muchacha de caligrafía florida, que fácilmente pudo interceptar las cartas que llegaban al buzón de su vecino, me había inducido a pensarlo, quién sabe si con la esperanza de jugar la baza triunfadora de sus ojos verdes y sus cejas negras. Roberto

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me olvidó por la falta de noticias que le llegaban de Madrid, o acaso a él también le llegó alguna misiva escrita con esmerada caligrafía en la que se le daba cuenta de los avances implacables de mi asma. Después él salvó el abismo y abordó el ferry que le llevó a otros mundos, de los que regresó vistiendo chaquetas de paño y zapatos de banquero. O tal vez ni siquiera eso, tal vez Roberto pactó con sus sueños y convirtió su vida en ese yermo sin accidentes ni vegetación que tanto había temido, del brazo de aquella Estíbaliz que tan bien jugó sus cartas y que se ocupaba, eso sí, de procurarle la ropa necesaria para hacerle aparecer como uno de esos héroes de las novelas que le gustaba leer y que, con el correr de los tiempos y de la edad, ya no trataban de capitanes y bucaneros, sino de triunfadores en las batallas de la tierra firme y el asfalto. Cuarenta años resumidos en unos pocos metros, los que me separaban de ese desconocido. El hombre, al advertir mi mirada, levantó una mano a modo de saludo, y continuó su contemplación absorta del mar. Él vería en mí una mujer de rostro demacrado y cabellos blancos, una mujer encogida sobre sí misma igual que una estrella de mar a­rrancada del agua, como si, más que células desahuciadas, ha­bitara en mí un vacío, un hueco en la biografía; una mujer enlutada de ausencia, definitivamente huérfana de pasado, un pasado, en cu­alquier caso, que no admite enmiendas, sólo tachaduras, ahora me daba cuenta. Es inútil tratar de contar las historias co­mpletas, por­­que nunca lo estarán, siempre serán imperfectas, a falta de esa pieza que las cierrra, y que ni siquiera llega con la muerte. Una pieza que faltó aquí —un adiós— y que en otro lado sobró —ese pacto claudicante con la vida—, igual que el agua pendular de las mareas, imposible de equilibrar en su inexorable vaivén. Qué más daba en realidad que ese hombre fuese o no fuese Roberto. Acababa de vislumbrar la fragilidad de los cimientos sobre los que acaso se afianzó mi vida —los arabescos de una escritura que no reconocí, la esperanza que regresó de vacío, una tormenta latente apostada

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en el horizonte—, una vida que ya se extinguía; un día no demasiado lejano mi paso por el mundo quedaría para siempre extraviado en algún despoblado de la memoria, me convertiría en polvo esparcido sobre las aguas, conformado por la misma ma­teria irrecuperable que el pasado flotando a la deriva en la espuma del mar. Y, sin embargo, ese día las olas continuarán estrellándose cotra el saliente de la roca, indiferentes a la identidad del hombre que aún las contempla desde el faro o a los despojos de olvido que quedaron sepultados en su seno, entre los restos de un naufragio que fue real; ignorantes de la razón o la causa que guía sus movimientos, obedientes al rigor ciego de un itinerario ininterrumpido, sin principio ni final, que es como el reflejo de la eternidad. Me puse en pie trabajosamente, y aspiré hasta el fondo de los pulmones ese violento olor a mar. Comencé el ascenso por las rocas sin volver la cabeza para mirar al hombre que dejaba atrás, ya para siempre. Soplaba un viento huracanado y, al llegar a lo alto del promontorio, sentí los primeros goterones de lluvia golpeándome la frente. Terminaba la larga espera y estallaba, por fin, la tormenta.

Las adoratrices

Las otras dos ya ocupaban sus puestos frente al estanque. Magda las divisó desde el promontorio y escrutó el cielo con ansiedad; después consultó su reloj. No, no llegaba tarde, era la misma hora de siempre, pero una opacidad nueva en el aire del atardecer delataba el avance insidioso de los días hacia el final del verano. Se adentró en el sendero y se dirigió al banco donde la esperaban sus amigas. En realidad, no estaba muy segura de que la estuvieran esperando, ni siquiera sabía si podía calificar como amistad lo que le unía a esas dos mujeres. Las había conocido al comienzo de la temporada, cuando acababa de llegar a ese pueblo de veraneo y se sentó por casualidad en uno de los bancos del parque [53]

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para contemplar la puesta del sol. Ellas se presentaron minutos después, por separado; se saludaron como si estuvieran acostumbradas a su mutua compañía y enseguida entablaron conversación con Magda, aceptándola en su cofradía. Desde entonces, y aunque nunca hubieran establecido una cita, se reunían cada tarde en ese mismo banco bajo los tilos, que siempre encontraban oportunamente libre. Charlaban durante una hora, dos, casi sin mirarse, con los rostros orientados al horizonte y la vista fija en la trayectoria descendente del sol, como si temieran perderse un segundo de ese espectáculo que se repetía con terca monotonía sobre el escenario de un cielo con frecuencia despejado de nubes, bendecido por los vientos del oeste que llegaban desde la costa. A Magda le gustaba el olor de los árboles a aquella hora de la tarde, el estremecimiento silencioso de las hojas, aún tibias, trepidando al unísono, las ramas oscurecidas por las sombras. Soplaba una brisa húmeda que anunciaba el final del día; los bajos de la falda revoloteaban en torno a sus piernas al andar, y dejaban ver unas rodillas ásperas, cuadradas. Caminaba apremiada, a zancadas cortas y rápidas, y sus pasos sobre el sendero producían un suave siseo de gravilla arrastrada. Llevaba el pelo, teñido de caoba, sujeto con horquillas detrás de las orejas y los labios pintados de rabioso rojo. Tenía las mejillas rellenas y de aspecto suave, el cuello blanco, los ojos oscuros e inquietos. Varias líneas paralelas atravesaban la piel de su frente, y su rostro, ya no demasiado joven, revelaba, además de la determinación por llegar cuanto antes a su puesto de observación bajo los tilos, la severidad crispada propia de las mujeres que pasan demasiado tiempo a solas con sus pensamientos. Ocupaba un puesto bien pagado de maquetadora en una revista de moda y, en las vacaciones, le gustaba alquilar una casa durante un mes en algún pueblo de veraneo de la provincia. En su apartamento de dos habitaciones en la ciudad no había oportunidad de

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presenciar puestas de sol, y Magda debía conformarse con la visión de un cielo turbio y gris apagándose sobre las azoteas de los edificios vecinos; pero en el balcón cultivaba geranios rojos, que eran una delicia en primavera. Llevaba una vida tranquila y sin sobresaltos; cuando volvía a su apartamento, por las noches, solía ver una película de estreno en la televisión de pago y disfrutaba de esa sensación de ser soberana de su espacio: no tener que negociar con nadie el uso del mando a distancia o los turnos del cuarto de baño. Estaba orgullosa de su vida independiente, o eso quería creer, y aunque a veces vivía esporádicos romances, de ellos no le quedaba más rastro que un revoltijo de sábanas maltratadas en su dormitorio y el recuerdo difuso de un placer nunca tan estremecido como para añorarlo en exceso. Tomó asiento junto a Alicia, la más joven, que estaba sentada en el borde del banco, las piernas cruzadas y la sandalia plateada balanceándose en el pie. Sonsoles, al otro lado, explicaba algo que tenía que ver con begonias y azaleas, semillas y riegos, y la belleza modesta de un balcón floreado. Magda pensó en sus geranios y se sintió reconfortada. Normalmente charlaban acerca de ese tipo de asuntos, sobre todo al principio, cuando aún faltaba un rato para el crepúsculo. Cosas de mujeres, de las noticias que aparecían en los diarios, alguna historia entreoída en el mercado. A veces re­lataban anécdotas, como la de esos amigos de Alicia que se aca­baban de casar y que se habían conocido gracias a una confusión de maletas en el aeropuerto de Singapur, o el caso de ese vecino que había extraviado un billete de lotería premiado con varios millones. A medida que el sol descendía en el horizonte, sin embargo, sus temas de conversación se iban volviendo más cercanos, más perso­nales e íntimos, como si la oscuridad espesándose a su alrededor dotara al humilde banco de la sacralidad de un oratorio.

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Alicia tenía un bebé de pocos meses; había pedido una baja temporal en su puesto de auxiliar en el hospital para dedicarse a cambiar pañales y preparar biberones en mitad de la noche. Un día, cuando el sol de última hora arrojaba largas sombras sobre el sendero, les contó que ya no podía más. Estaba tan cansada que a veces sentía miedo, miedo de la irritación que le provocaba el llanto hambriento del bebé, de la ansiedad, la dependencia; al mismo tiempo, vivía atenazada por el pánico a que su pequeño dejara de respirar durante el sueño. Muerte súbita, se llamaba el fenómeno, explicó. Le aterraba. En cuanto su pareja regresaba del trabajo, ella se despojaba de las ropas con olor a leche agria y salía a la calle para sacudir el desasosiego y amansar su maltrecho ánimo en ese banco frente al sol en retirada. Para ahuyentar el miedo. La aflicción ponía un temblor en su voz, y mientras hablaba retorcía las manos, y los dedos de los pies asomaban como sarmientos encogidos por la puntera de las sandalias. Sonsoles también tenía problemas. A la luz violácea y enajenada del atardecer, les confesó que, desde la jubilación de su marido, ella había empezado a robar en las tiendas. Nada importante: muestras de perfume, chocolatinas, periódicos; en una ocasión se atrevió a introducir con disimulo un pañuelo de seda en su bolso, pero un guarda de seguridad la retuvo a la salida del establecimiento y tuvo que devolverlo. Se pusieron en contacto con su marido, y ella accedió a someterse a un tratamiento psicológico. El contemplar a diario la puesta de sol formaba parte de la terapia, les dijo; su presencia en el parque, además de desviarle de la tentación de las tiendas a esa hora peligrosa del crepúsculo, se suponía que le procuraba, al igual que a Alicia, una especie de catarsis, de expiación: su alma enferma se purificaba mediante el espectáculo renovado de la muerte y resurrección de la luz. Al menos eso era lo que afirmaba el psicólogo, decía Sonsoles cabeceando suavemente.

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A menudo, al escuchar las confidencias de sus amigas, Magda se había preguntado cuáles eran, en su caso, las razones que la llevaban al parque cada día. Ningún drama cotidiano empañaba la placidez de su rutina, carecía de vicios vergonzantes, no lograba encontrar arista alguna en su plana biografía que justificara su presencia regular allí, junto a unas mujeres que exponían en voz baja sus temores y sus culpas, como si, al hacerlo, se despojaran de un lastre que alguien hubiera depositado en sus vidas por error. Regresaban a sus casas confiadas en la bendición de un cielo que se cerraba sobre ellas en el parque, igual que si alguien soplara la llama del día con esa mano tutelar y protectora que apaga la luz y nos da las buenas noches. Tal vez, se decía, le guiara allí una especie de fatal curiosidad, no hacia las vidas de las otras mujeres, a quienes seguramente perdería de vista en cuanto terminara el verano, sino hacia la vulnerabilidad de su propia existencia, que ella sola no alcanzaba a discernir. Comenzó a examinar la trama de sus días con escrupuloso rigor, ansiosa por detectar las fisuras de la inquebrantable fe en su modo de vida, igual que esas beatas que escrutan con afán su miserable nimiedad, en busca de pecados que poder airear en la oscuridad ciega de un confesionario. Alicia continuaba balanceando el pie rítmicamente, como si siguiera los compases de una melodía inaudible. Sonsoles hablaba ahora de una ordenanza municipal que acababa de prohibir la entrada de perros al parque, sin definirse a favor ni en contra. Varias pulseras de metal, de aspecto tosco, lastraban su muñeca y Magda se preguntó si las habría sustraido en algún comercio de baratijas, pero de inmediato rechazó el pensamiento, sintiéndose levemente traidora. Se recostó en el asiento y notó cómo la brisa le erizaba los cabellos de la nuca con el primer presentimiento de la noche. Afianzó las horquillas del peinado levantando los brazos en rombo por detrás de la cabeza, el voluminoso pecho proyectado hacia

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delante. A ella también le resultaba indiferente el que los perros pudieran galopar enloquecidos por el césped o marcar el territorio parcheando los árboles con restos de orines rancios. Apenas prestaba atención a la gente que deambulaba por el parque a esa hora: viejos con el periódico bajo el brazo, madres con niños de la mano, parejas de enamorados que se detenían para besarse tras el enrejado de los setos. Siluetas difusas en procesión hacia ninguna parte. Había otros bancos bajo las hileras de tilos que custodiaban el sendero, ocupados en su mayoría por mujeres que charlaban, igual que ellas, o por adolescentes que fumaban en grupo y bebían refrescos directamente de las latas. Pero el suyo era el único que ofrecía esa visión privilegiada del reflejo quebradizo del sol sobre el estanque al desplomarse, y a veces le sorprendía que siempre lo encontraran desocupado, como si estuviera tácitamente reservado para ellas, sacerdotisas absolutas de un culto que los demás evitaban o acaso temían. Se hallaba en el punto más elevado del parque, sobre una suave loma, y las voces de los viandantes sonaban allí lejanas, como un murmullo apagado y distante, sólo en ocasiones interrumpido por la nota aguda de un llanto infantil o las risotadas desaforadas de los jóvenes. Magda trazaba dibujos con el pie sobre la grava mientras escuchaba a Sonsoles hablando de los perros. Aprovechó una pausa para comentar que en alguna ocasión había pensado en comprarse un gato, pero finalmente había desistido, por el temor a que se convirtiera en una especie de mudo censor de sus días, a sentirse juzgada en su soledad por la irritante frialdad de la mirada felina. Además, tener una mascota de la que cuidar le arrebataría la libertad de ausentarse en vacaciones, cerrar la puerta de su vivienda y pasar el verano allí, en ese pueblo o en cualquier otro lugar que se le antojara. Alicia asintió y dijo que lo comprendía, que ella a veces se sentía la esclava de su bebé. Esclava, repitió. Descabalgó una pierna

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y la apoyó en el suelo. Se aclaró la garganta. Tomó aire inflando mucho los pulmones. Después añadió con voz ronca que había llegado a desear que el tiempo volviera atrás y que su hijo no hubiera nacido. Las tres callaron por unos instantes. La tarde comenzaba a apre­surarse a su alrededor; se oía el zumbido de los primeros insectos nocturnos y el cielo palidecía con rapidez sobre sus cabezas, cambiando de azul a dorado. Una luz ambarina arrancaba des­tellos de las pulseras de Sonsoles y por el oeste se filtraba en grandes haces a través de cirros de violento color rosado. A Magda la visión le hizo evocar esas películas anticuadas de su niñez, cuando se quería recordar a los espectadores la existencia de un ser todopoderoso, que todo lo ve, que todo lo vigila desde su trono en ese cielo refractado por el que arroja sus rayos anaranjados, sangrientos. Un ser que conocería nuestros pensamientos más intrincados, los deseos inconfesables de Alicia respecto a su bebé, el hastío de Sonsoles por un marido en bata y zapatillas que irrumpía en su rutina a esas alturas de la vida. La angustia que a ella misma le cerraba la garganta por las noches, en ese abismal minuto antes de dormir, cuando de un golpe caía sobre ella el peso de las estrellas en el universo infinito, el tiempo transcurrido desde el principio de la creación, la certeza aterradora de que una nueva madrugada nacería triunfante al día siguiente y al otro y al otro, aunque ella muriera ahogada durante la noche, víctima de una muerte súbita e inesperada, como el bebé de Alicia. Magda sintió un hormigueo en el estómago y el vértigo intempestivo de la falta de asideros. Tal vez debería hablar de ello a sus amigas, confesarles que también ella, también ella tenía el miedo atrincherado en el corazón. Se reclinó en el asiento, las rodillas juntas y las manos cruzadas sobre el regazo, y se dispuso a hablar; pero en ese momento, recortándose contra la luz mórbida que venía del estanque, vio una figura ascendiendo por la loma. Se trataba de un hombre y, cuando

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estuvo más cerca, comprobó que vestía uniforme. Era alto y fuerte, de facciones toscas y complexión musculosa. Se detuvo frente a ellas, eclipsando el sol, que flameaba a su espalda; unas fugas de luz encendieron su pelo, corto y erizado, y en torno a su cabeza se formó una especie de aureola, como las de los santos, como las de los ángeles. Había algo en la apostura de sus hombros y en la manera en que sus botas se afianzaban sobre la tierra que sugería en él una reserva extraordinaria de fuerza. En la manga de su camisa se veían cosidas unas iniciales y en el pecho, a la altura del bolsillo, llevaba estampado el escudo del municipio. Les preguntó si habían visto algún chucho por los alrededores —así dijo, chucho—. Ellas negaron con la cabeza, sorprendidas y expectantes. Magda recordó la ordenanza municipal de la que les había hablado Sonsoles y notó que se ruborizaba, como si tuviera algo que ocultar frente a ese policía, o lo que fuera. De la cinturilla de su pantalón colgaba una especie de porra y una cadena plateada desaparecía en el interior del bolsillo. Se preguntó si se trataba de unas esposas, como los sheriffs del oeste. Tal vez se tratara de un silbato. Tal vez el hombre trabajaba en la perrera municipal. Entonces él extendió el brazo y señaló el banco, agitaba el índice nudoso con un gesto vagamente amenazador. Anunció que tenían previsto retirar todos los bancos de esa zona para evitar una plaga de termitas. Al día siguiente. Pronunciaba las frases como si fueran sentencias, como si sintiera desdén por todo, por los perros y los insectos que devastaban sus dominios; también por ellas y por ese sol que derramaba una última llamarada lívida a su espalda. Magda detectó cierta incoherencia en lo que decía, pero el uniforme y el peso lapidario del arma en su cintura avalaban la rotundidad inapelable de sus palabras. Y entonces se dio cuenta de lo que había venido en realidad a anunciarles ese hombre: la expulsión de ese paraíso prestado, el fin de su liturgia frente al desconsuelo. Miró a las otras dos mujeres, su postura rígida, los labios apretados, las manos aferradas a la madera

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del asiento, y le pareció que a ellas también se les había revelado lo que les esperaba a partir de entonces. El hombre se dio la vuelta sin añadir nada y comenzó a descender la loma con el cuerpo arqueado hacia atrás, parecía que quisiera resistirse a la fuerza de gravedad que tiraba de sus botas. Enseguida desapareció de su campo de visión y las tres mujeres quedaron solas, plenamente enfrentadas a la incandescencia de la tarde. No se miraron ni se dijeron nada, absortas en la avidez de ese rito que celebraban por última vez, como si el sol se estuviera marchando para siempre. Mientras se extinguían los últimos restos de la tarde, Magda ­comprendió finalmente qué era lo que le había llevado allí durante todas esas semanas; había acudido a esa loma en el parque para conjurar la incuestionable evidencia de la fuga de los días, para ofrecer su plegaria frente a la desesperación, como si al rendir a diario el tributo de su adoración lograra detener el vuelo sigiloso del tiempo en el calendario, el movimiento insensato y ciego de los astros, empeñados en estrechar el margen que le separaba de la eternidad. Ese era, en realidad, su fervoroso anhelo, engendrado por el miedo más insomne. Ese sol que se retiraba tras el horizonte era el mismo sol que asistió a las luchas de los primeros monstruos sobre la Tierra, era el sol que alumbró las crecidas tumultuosas de los diluvios bíblicos y la deriva de los continentes; el mismo sol que se apagó en milenios de noches y que volvió a emerger, con invariable certeza, durante siglos de amaneceres incontables, que seguirá apagándose y renaciendo mucho después de que se haya extinguido el recuerdo del último bisnieto de ese hijo de Alicia, cuyo aliento entrecortado vigila ella con afán cada madrugada, como si la vida y la muerte, apenas un destello, significaran algo frente a la eternidad. Qué pequeña, qué humillante brevedad la de ese instante ante el resplandor deslumbrante que durará para siempre.

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El sol desapareció por completo y el estanque quedó convertido en un espejo de tinieblas. Después se encendió una de las farolas del paseo y la luz inundó con violencia la gravilla frente al banco. Una bandada de insectos comenzó su ronda en torno al fulgor de la bombilla. Magda alzó la cabeza para mirarlos. Pensó en levantarse y marcharse a casa, pero algo la retenía en ese banco. Al día siguiente, si era verdad lo que había asegurado el empleado municipal, ya no estaría allí. Ella, de todas formas, pronto haría las maletas y regresaría al falaz amparo de su apartamento en la ciudad, a la precaria inmunidad de su vida independiente. A la frialdad de los muebles comprados por catálogo, a la hostilidad de las sábanas frías, al consuelo exiguo de unas macetas de geranios en un balcón desde el que ya no tendría oportunidad de realizar su ofrenda liberadora. En torno a ellas sólo se oía el chillido minucioso de los insectos, el siseo recóndito de termitas invisibles devorando la madera, el rumor de las polillas revoloteando frente a la farola. Un remolino de mosquitos porfiaba en acercarse al resplandor, después se alejaba en tropel hacia las franjas de sombras y regresaba volando en círculos, como poseído por un imán, como si su voluntad se hallara cautiva de esa bombilla que disfrazaba sus noches. También había una nube de efímeras, esas pequeñas moscas de cuerpo esbelto y alas frágiles, que surgen de las aguas al atardecer para emprender su breve ciclo vital, ignorantes de que morirán antes del alba, mucho antes de que se extinga el gran foco de luz que ahora las encandila. Algunas se estrellaban contra el cristal, produciendo un alboroto de chispas crepitantes. Después caían blandamente sobre el césped y dejaban en el aire una estela de polvo candente. Por la mañana, una brigada de empleados municipales irrumpirá en el parque para ejecutar con inflexible rigor las ordenanzas. Profanarán con sus pesadas botas la placidez inmutable del terreno y ni siquiera se fijarán en todos esos cadáveres que yacen bajo el

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farol apagado. Motas parduzcas, mínimos despojos que terminarán por deshacerse sobre el manto de la tierra, vidas deshabitadas de las que no quedará vestigio alguno, ni rastro ni huella ni señal. Un aleteo caduco en torno al disco luminoso que reputaron eterno y que un día también se apagará. El eco de una perpleja derrota, un parpadeo bisbiseante, el aliento vencido de un vuelo inútil, fugaz.

Terciopelo rojo oscuro

La escalinata de mi colegio desembocaba en un vestíbulo al que jamás llegaba la luz del sol. Papá me acompañaba hasta allí todas las mañanas y por el camino me contaba sus historias, historias antiguas de combates y batallas en los que había luchado mucho antes de que yo naciera; historias de asaltos por sorpresa y de ciudades liberadas; historias de tanques y de trincheras, de tiros, de glorias. Historias de muertos. A mí me gustaba escucharle y saber que mi padre era valiente y poderoso, porque pertenecía al bando de los vencedores. Al llegar al colegio, siempre me despedía dándole un beso en la mejilla, y no me importaba que me vieran los otros chicos. Al contrario: me sentía orgulloso de su uniforme [65]

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gris, de su gorra de plato y de su pistola al cinto. Le decía adiós con la mano y ascendía por la interminable escalinata del colegio luchando con el peso de los libros a mi espalda. Después me quedaba unos minutos rezagado en la oscuridad del vestíbulo, fascinado por aquel misterioso cortinaje de terciopelo rojo grana, como un telón de ópera en mitad de la pared. —Diego Ramírez Beltrán, date prisa, que siempre eres el último en subir —la bruja de la portera me vigilaba. Por alguna razón, le molestaba que los chicos anduviéramos enredando por allí. Una mañana la maestra me envió a buscar tiza. Me indicó que debía bajar a los sótanos. —Sobre todo, no te entretengas por los pasillos —dijo. Bajé las escaleras de dos en dos, saltando en los últimos tramos. Llegué al vestíbulo, que estaba desierto a esa hora; esta vez no había portera ni bruja alguna vigilándome. Dudé entre continuar descendiendo hasta el sótano, como me había ordenado mi maestra... o fugarme un rato de clase para investigar. Papá siempre investigaba, y a veces se traía a casa montones de papeles; él los llamaba “expedientes”. Me acerqué a las cortinas de terciopelo y las toqué con la punta de los dedos, muy suavemente. Se me ocurrió que podrían desprenderse al menor tirón, como una especie de trampa. Miré con aprensión por encima del hombro: nadie me observaba, tan sólo se oía el griterío de los niños de preescolar en el patio. Aparté el cortinaje y me deslicé detrás; tanteé en la oscuridad y me di cuenta de que había un pomo, una puerta. La abrí y al momento entendí que se trataba de la puerta de un ascensor. Todavía me pregunto cómo reuní valor para traspasarla. Pero lo

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hice. Me metí dentro, cerré la puerta y eché un vistazo a los botones. Sólo había dos: uno decía “Planta Baja”. El otro, “1”. Lo apreté e inicié mi viaje. El ascensor frenó con un estertor de muelles que me hizo botar dentro de la cabina. Abrí la puerta con cautela y salí. Me encontré en un espacio muy similar al que había dejado atrás en el piso de abajo, también en penumbra, pero aquí había cinco puertas, cinco puertas cerradas. Agucé el oído en busca de señales. Pronto distinguí un murmullo de voces que procedía de una de las puertas a mi derecha; también salía de allí un rumor turbio y crepitante, como el zumbido de un motor. Me encaminé hacia esa puerta y pegué la oreja a la madera. Sí, ahí era. Las rodillas apenas me sostenían, pero yo tenía que investigar —como siempre hacía papá— qué era lo que provocaba aquel extraño zumbido. Abrí la puerta. Otra habitación en penumbra. Olía como en casa de la abuela. Madera rancia, agua bendita, iglesia. De la pantalla de un televisor salían luces en blanco y negro que iluminaban un sofá al fondo. No se trataba de un motor. Eran ronquidos. El rostro del hombre me pareció el de un cadáver, tan pálido y ­descarnado, resplandeciendo a intervalos por los reflejos del televisor. Dormía con la boca abierta, y tenía la nariz larga y afilada, igual que la de un muerto; las manos reposaban sobre el pecho. Me quedé paralizado en la puerta, sin poder moverme. De repente, el hombre abrió los ojos y me miró, y yo sentí ganas de gritar, pero me dio la impresión de que él también me miraba con espanto. Se levantó de un salto y lo vi esfumarse en la oscuridad de la pared. Del televisor me llegaba el sonido de voces festivas, sin embargo,

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yo temblaba, porque comprendí que acababa de ver el espectro de un hombre. Apenas recuerdo cómo conseguí volver a clase, ni la excusa que le di a la maestra por regresar sin la tiza. Me senté en mi lugar y, encorvado sobre el pupitre, con las manos muy juntas, me puse a rezar, que era lo que mamá me decía que debía hacer cuando tuviera miedo. “Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me dejes solo, no me dejes solo, ni de noche, ni de día”. El sol de la calle se abría paso en el aula a través de las ventanas y llenaba de chispitas de luz el plumier de mi compañero de mesa. Era de día, y de día no había fantasmas. No podían hacerme nada, para eso me cuidaba el ángel de la guarda. Al cabo de un rato se abrió la puerta de la clase y yo cerré los ojos. Estaba seguro de que era él. Y que venía a buscarme. Oí un cuchicheo; alguien preguntaba algo a la maestra, que contestaba en voz baja. —Diego Ramírez, ¿puedes salir un momento? Abrí los ojos y, junto a la maestra, vi a la directora del colegio. Nunca la había tenido tan cerca, aunque ya conocía su leyenda. Los chicos de la clase la susurraban en los recreos: que hablaba a la perfección diez idiomas y que había estudiado cinco carreras en la universidad; que hacía yoga y sabía magia; que una vez la entrevistaron en la radio; que el Papa, y hasta el Caudillo en persona, la habían recibido en sus palacios. Me encaminé tras ella, siempre mirando al suelo y trastabillando con las esquinas de las mesas. Se me había desatado un cordón, pero ni me atrevía a agacharme: parecería una falta de respeto.

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—Ven, ven afuera —la directora abrió la puerta de cristales translúcidos y me cedió el paso. Pude percibir su olor; un olor intenso y dulzón, como almibarado, pienso ahora. —Sígueme —dijo, después de cerrar la puerta. Yo me fui tras ella, aliviado de que no pudiera verme musitar mis oraciones al ángel de la guarda, al niño Dios, a Jesús crucificado. Me condujo a su despacho. Era una habitación oscura, con papeles en desorden sobre la mesa y una lámpara de cristales de colores, que otorgaba a la pieza una luz tornasolada. Me pregunté cómo podría trabajar en sus papeles con tan poca luz. Papá siempre utilizaba su flexo para trabajar en los expedientes que se traía a casa; decía que uno se podía quedar ciego leyendo con poca luz. Observé a la directora: no, no parecía ciega, y ni siquiera usaba gafas. Se sentó ante su mesa, mirándome muy seria. Yo no podía dejar de pensar en aquellas cortinas a punto de caerse. —Diego —se arrellanó en su sillón, jugueteando con una estilográfica—, he oído que hoy has hecho una pequeña trave­sura. En el aire vibraron unos amenazantes puntos suspensivos. —Ssssssí, señorita directora, perdón, yo... yo... —me preguntaba si habría llamado ya a papá. No podía imaginar una vergüenza mayor. —No te preocupes, Diego —de pronto su voz sonaba dulce, y eso me extrañó—. Escucha, hay una historia que debo contarte. Pero has de prometerme que no te asustarás.

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—Sí, vale, no sé... —me temblaban los labios; lo peor sería que le dijeran a papá que me había echado a llorar como un bebé—. Bien, no, no voy a asustarme —logré decir en un arranque de valentía. Ella tomó aire y se inclinó hacia delante. —Mira, Diego, tú sabes que este es un edificio muy antiguo —dejó la estilográfica sobre la mesa y juntó las manos, sin dejar de entrechocar los pulgares—. Aquí vivieron muchas personas en distintas épocas, muchas familias. Ocurrieron cosas, ¿sabes? Cosas no siempre buenas. Escucha, cuando adquirí este edificio con idea de abrir en él el colegio, me advirtieron de algo —hizo una pausa para mirarme—. Me advirtieron que podría haber fantasmas. Tuve ganas de decirle que no quería escuchar su historia, pero esos pulgares levantados me alarmaban. —Yo no hice mucho caso, tú sabes que los mayores nunca creemos en fantasmas. ¿Tus padres creen en fantasmas, acaso? —No, señorita. —Pues hacen mal —acompañó esas palabras de una palmada sobre la mesa y permaneció en silencio y mirándome con los ojos muy abiertos antes de continuar—. Al poco tiempo de instalarme, empecé a ver cosas raras: voces, luces, puertas que se abrían solas... Un día, bueno... un día vi a un hombre que atravesaba la pared.

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Lo que me estaba contando parecía confirmar todas mis sospechas, pero no podía ser: ella era mayor, y los mayores siempre negaban las historias de fantasmas. Su rostro, apenas iluminado, me parecía cada vez más oscuro. No me atreví a contestar y seguí escuchando. —Como puedes imaginarte —continuó—, me asusté, ¿o tú no te hubieras asustado? Entonces hice algo muy estúpido, ¿sabes qué hice? Llamé a la policía. Se inclinó hacia mí por encima de la mesa; podía oler su aliento y sentí un principio de naúsea. —Tu padre es policía, ¿verdad, Diego? Asentí débilmente. Ella se echó hacia atrás y continuó hablando, sentada con la espalda muy recta. —Bueno, pues vino la policía a investigar. Y, por supuesto, no encontraron nada. Pero lo peor, lo verdaderamente terrible del asunto es que pensaron que yo estaba loca por haber visto aquello. Hasta quisieron encerrarme en un manicomio por decir esas tonterías. ¿Te imaginas, Diego? —me miró fijo—. Encerrada. Con locos, con locos peligrosos. Oí decir que me pondrían una camisa de fuerza. ¿Tú sabes cómo son las camisas de fuerza, Diego? Para mi desgracia, yo sabía bien cómo son las camisas de fuerza, pero ella no esperó mi respuesta. —Te retuercen los brazos por detrás y entonces te visten esa camisa. Para que no los puedas mover, para que los man-

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tengas a la espalda hasta que te duelan tanto que preferirías que te los cortaran... Imaginé locos peligrosos, brazos cortados, encierros perpetuos. Casi sin darme cuenta, negaba con la cabeza, como rechazando esas visiones. Supe que ya no podría contener el llanto por mucho tiempo. —Eso es lo que querían hacerme, Diego. No vería a mi familia nunca más, no podría ir al cine con mis amigos, ni salir de vacaciones, sentarme ante la televisión, comer un helado. Tal vez no volvería a ver la luz del sol en toda mi vida. Por fin me eché a llorar, deseando que parase, que volviera mi ángel de la guarda. “La luz del sol, Diego, nunca más en la vida”, esas palabras me atemorizaban, porque recordaba la penumbra del atrio y creía encontrarle un sentido, igual que a las tinieblas de aquella habitación. Quién me habría mandado investigar detrás de las malditas cortinas. La directora no se movía. Me miraba llorar y no decía nada. Por fin se levantó y me tendió un pañuelo de papel. —Bueno, Diego, vamos, no llores —me rozó la mejilla; sentí sus dedos largos y fríos como culebras—. Mira: a ti no te va a pasar nada de eso, porque has tenido la suerte de que yo te avisara; si alguna vez ves cosas raras, lo único que tienes que hacer es no contárselo a nadie. A nadie, Diego, absolutamente. Y menos que nadie a tu padre. Tu padre es policía y tendría la obligación de encerrarte, ¿entiendes? Vamos, jurámelo.

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Mamá siempre afirmaba que los niños no deben jurar, que es como invocar malos espíritus. Aquello iba muy en serio. —Sí, sí, señorita, lo juro —lo dije moqueando y con un hilo de voz. —Mira, Diego, te voy a decir algo —esta vez sus ojos tenían un brillo casi cariñoso—: yo tampoco le contaba todo a mi papá, hay veces que conviene no hacerlo —se levantó y apoyó una mano en mi hombro—. Ya lo irás aprendiendo tú también. *** —¿Cuántos años faltan para que acabe de estudiar en este colegio, mamá? —pregunté aquella noche. —Pero si no has hecho más que empezar, ¿y ya estás pensando en cuándo acabarás? —mamá miró de reojo a papá mientras hablaba. —¿Por qué lo preguntas, Diego? —papá parecía sorprendido—. ¿No te gusta el colegio? Me quedé mirando la pistola, que todavía colgaba de su cinto. —Sí, papá, sí que me gusta el colegio—. Bajé la vista. Sentí que me temblaba la barbilla y enseguida las lágrimas se me escaparon imparables. —Diego —dijo mamá—, por amor de Dios, ¿qué te pasa? —se levantó y me abrazó.

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Papá me miraba y, aunque yo ya no podía ver su pistola, sabía que la seguía teniendo encima. Pensar en su pistola alivió mi angustia. El juramento hecho a la directora en aquella habitación tenebrosa perdió el pulso frente a los fuertes brazos de mi padre, frente a sus manos, que me conducían con firmeza y cariño cuando me llevaba al colegio; frente a mi confianza ilimitada en los héroes, que siempre protegían a los buenos y hacían que triunfara la verdad. Mi padre se llevaría al fantasma; tiraría abajo las cortinas que habían querido tragarme y cerraría para siempre la puerta de ese ascensor que conducía hasta el reino de los muertos. Él era policía y podía prohibirle a la maestra que me mandase a buscar la tiza. Y, si era necesario, usaría su pistola. Se lo conté todo. Al principio, se miraban silenciosos sin decir nada. Pero enseguida papá comenzó a pedirme detalles sobre el hueco en la pared. Mencionó una palabra que yo ya conocía: “activistas”; y otra que hasta entonces nunca había oído: “zulo”. —¿Pero cómo? ¿En el colegio del niño? —mamá se frotaba las sienes—. Gabriel, por todos los santos, ¿no será que estás obsesionado con las consignas del gobernador? Ya sé que todavía hay mucho hijo de mala madre escondido como una rata, pero... ¿en el colegio del niño? Qué va, son gente muy decente, y muy honrada. Al padre de la directora, sin ir más lejos, lo mataron los rojos. ¡Como para ponerse a esconder bandidos! Vamos, Gabriel, anda, cálmate. Y no hagas caso de las fantasías del niño, que es muy im­presionable. —Pilar, yo tengo que cumplir con mi deber —papá se encaminó al teléfono, y al pasar me acarició la cabeza—. Voy a

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poner el asunto inmediatamente en manos del inspector Taboada. Al día siguiente papá me llevó a clase como todas las mañanas y me dijo que no hablara con nadie de la conversación de la noche anterior. Pero él no me obligó a jurar, como había hecho la directora. —Y no tengas miedo, Diego —se puso en cuclillas a la puerta de casa, cuando ya salíamos, hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos, y apoyó la mano sobre mi hombro—. Pase lo que pase en ese colegio, vamos a solucionarlo. Tú sólo tienes que comportarte como si no hubiera sucedido nada. Todavía no se había abrochado la casaca gris de su uniforme, y yo podía ver la pistola asomando. Sentía la mano de mi padre en el hombro, su peso tutelar, sosegante. —Gracias, papá —quise sonreírle, pero creo que sólo me salió una mueca. Llegaron a media mañana, cuando estábamos en la clase de matématicas. Se oyó un clamor de golpes y aldabonazos, botas por la escalera, rumor de órdenes urgentes, algún grito ahogado. Nos juntaron a todos en el patio y nos dijeron que no tuviéramos miedo. Algunos chicos de mi clase se pusieron a jugar a policías y ladrones, y hacían una comedia de tiros al aire, apuntando con el índice y gritando. —Eh, Ramírez, ¿por qué ha venido la policía al colegio? —preguntó Posse, que conocía lo del oficio de mi padre—. Tú tienes que saberlo.

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—Yo qué sé —respondí en voz muy baja—. Será que buscan algo. —Un botín robado, ¿o qué? —se echó a reír, despreocupado, y se alejó disparando al aire. Aquel día todo fue distinto, y no hubo almuerzo en el comedor. No sé bien cuánto tiempo nos tuvieron allí. Debió de ser bastante, porque al final casi todo el patio estaba en sombras. Pero no encontraron nada. Fue papá en persona quien me lo dijo cuando llegamos a casa. Me explicó que habían revisado hasta el último rincón, sin resultado. —Los muchachos saben cómo hacerlo, cómo buscar —le decía a mi madre—. Cosas así no se les escapan. Claro, que también es verdad que esa gente está acostumbrada a hacer desaparecer todo tipo de pruebas como por arte de magia. Se ha dado cada caso... —Mira, Gabriel —el tono de mi madre era triunfal—, yo ya te dije que me extrañaba muchísimo toda esa historia de los zulos y los activistas en un colegio de niños decentes. Son fantasías de chicos. Ese comentario de mamá me cortó la respiración. Recordé la voz de la directora, “preferirías que te los cortaran, Diego, nunca más la luz del sol...” Ángel de mi guarda, ángel de mi guarda, ángel de mi guarda. Mamá tardó en acallar mi llanto. Me preguntaba una y otra vez por qué lloraba ahora.

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—Si en el colegio no hay nada, tontito mío —me abrazaba y me mecía despacio—. Tu padre ya estuvo buscando, no vio ni rastro de fantasmas. Todo lo imaginaste. Y esas palabras eran para mí una amenaza. Yo nunca contestaba, ni volví a mencionarles a mis padres ese ni otro asunto similar. No les conté lo que vi o imaginé a lo largo de todos los años que aún me quedaban de infancia. No quería darles motivos, ni que recordaran que yo veía cosas que nadie más veía. Continué yendo al colegio. Ya no escuchaba las historias de batallas que me contaba papá en nuestro camino, todas las mañanas. Ahora me daban miedo sus muertos, y los muertos de las guerras y las balas de su pistola. Al subir las escaleras, los libros me pesaban como si cargara plomo sobre la espalda. La señorita directora me esperaba en el atrio, muy erguida y con los brazos cruzados al pecho. Su rostro, cada día más sombrío, se confundía con las tinieblas del vestíbulo. Me miraba desde lo alto y no movía los labios, pero yo siempre la oía decir: —Nunca más la luz del sol, Diego. Nunca. Así comenzaba a diario la rutina de lo oscuro.

El escondrijo bisbiseante La ficción, al igual que la vida, tiene un origen inaprensible y, a menudo, falaz. Cita apócrifa atribuida a JORGE Luis Borges

Mi hermana Felice afirma que, de pequeña, leyó en el colegio un cuento extraño que no ha podido olvidar. El cuento, según ella, trataba de un niño muy bajito del que todos sus compañeros se burlaban en clase, lo que hacía sufrir mucho al niño en cuestión (y no sabemos si también a su madre). Un invierno inclemente el muchacho cae enfermo, pasa unos días en cama, volado de fiebre, y sin poder moverse. Su madre lo cuida, le ofrece caldos humeantes que él rechaza con gesto de repugnancia, le aplica compresas frías en la frente, en fin, todo ese tipo de cosas que hacen las madres abnegadas. Avisan al médico, quien receta lo usual en estos casos. Transcurre una semana y el niño, felizmente, se recupera. [79]

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Al principio, como es natural, se siente débil y nadie se extraña de que, al hablar, sólo sea capaz de emitir gruñidos roncos apenas inteligibles. Al cabo de pocos días, sin embargo, el niño ha recobrado la salud por completo. Da las gracias a su madre por los desvelos encaminados a su curación y todos constatan que, es innegable, la voz le ha cambiado. Ya no es ese hilillo penetrante y chillón de niño enteco, sino que se trata, sin género de dudas, de la voz de profundidades abisales propia de un adulto del género masculino. Pero eso no es todo: cuando el niño se levanta de la cama, oh sorpresa, su madre, tambaleante, debe agarrarse al quicio de la puerta para no desplomarse por la impresión. Resulta que el niño ha pegado un estirón tremendo; o no, un estirón lo pegan todos los niños que están unos cuantos días enfermos en cama, mientras que a este niño, al que llamaremos Gregorio (pues ya es hora de que le demos un nombre), le ha sobrevenido algo así como una metamorfosis igual que la de su homónimo kafkiano, pues de canijillo y esmirriado ha pasado a coloso gigantón. El pantalón del pijama apenas le cubre la espinilla y las mangas terminan poco más allá del codo cuando extiende los brazos como un espantapájaros. Hay algo en el desamparo de su nueva estatura que recuerda a Frankenstein, o eso piensa su madre que, sin embargo, acalla su congoja de mal agüero y se apresura a bajar a la calle para surtir el guardarropa de su hijo con prendas tres tallas más grandes. Al día siguiente, Gregorio acude al colegio ilusionado con su nueva condición. Por fin habrán terminado las crueles chanzas que zaherían su corazón de niño acomplejado; por fin se ganará el respeto, el cariño, la admiración de sus semejantes. Ahora es un muchacho alto y proporcionado, no hay nada en su aspecto que dé pie a los despiadados compañeros para continuar con sus hirientes pullas. Pero, oh sorpresa (otra vez), las pullas continúan, como si nada hubiera cambiado, como si los demás alumnos no fueran capaces de percibir su nueva imagen o no quisieran admitirla y se

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empecinaran en ver la realidad a su manera. Gregorio, desolado, regresa a casa y llora sin fin en el regazo de su madre. No sabemos si el cuento termina aquí o si el autor se ensaña con la moraleja de la historia, por lo demás, bastante obvia. En cualquier caso, dice mi hermana que este relato que a ella tanto desasosegó lo firmaba un autor sudamericano. Y lo extraño es que yo he leído a fondo la literatura de Latinoamérica y jamás me he topado con ese cuento. He indagado en la red, he preguntado a sesudos expertos y a impenitentes lectores, he consultado docenas de manuales y hojeado innumerables antologías; he repasado índices y catálogos, y nadie me ha sabido dar razón de cuento alguno con un argumento semejante, lo cual, la verdad, me intriga. A veces pienso que mi hermana lo soñó o se lo inventó o se anticipó al futuro (algunos tienen ese don), y se trata de un cuento que ella misma escribirá un día y contendrá, al modo borgiano, la historia dentro de la historia que generó su propia historia, y así hasta el infinito, y con ello quedará demostrado que la inspiración, la literatura o el arte no tienen ni principio ni fin, surgen por generación espontánea, como Dios o las galaxias (según las creencias de cada cual), y se generan a sí mismos retroalimentándose con sus propias fábulas, como un rumiante voraz. Caramba, qué lío. Me pierdo. Lo que no he dicho todavía es que mi hermana es escritora. Tampoco he mencionado una circunstancia que hace más significativo el recuerdo de este cuento (o la precognición, si nos ponemos esotéricos), y es que de pequeña ella era gordita o más bien, para andarnos sin rodeos: era una niña obesa. Al igual que el Gregorio de la historia extraviada, mi hermana sufría con los insultos de sus compañeros de colegio o con los que yo misma le infligía (para qué negarlo) como arma arrojadiza a la menor discusión. No sé cómo pudo mi madre concebir la idea de vestir a su hija con leotarditos color chicle y vaporoso tutú para enviarla a clases de ballet, pero lo hizo, y yo fui testigo de

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cómo las otras niñas aguardaban expectantes el momento en que mi hermana salía del vestuario y entraba en la sala (para colmo, abarrotada de espejos), ataviada con aquellas mallas de costuras reventonas. Se le podían contar sin esfuerzo los anillos de los michelines, igual que a aquel muñeco de aspecto fantasmagórico que anunciaba neumáticos en lo alto de las gasolineras, y cuando le tocaba el turno de ensayar una pirueta, el piso de madera crujía con alarmante virulencia bajo sus pies, lo que provocaba corrientes de regocijo zumbón entre las otras (esbeltísimas) bailarinas. En fin, que padeció durante toda su infancia del complejo de gorda. Un día, sin embargo, me hizo partícipe de su plan secreto, pues éramos amigas y confidentes: ella sabía bien que lo de mis insultos era una vileza pasajera, motivada por alguna fechoría imperdonable por su parte, como sustraer el abrigo de visón de mi Nancy o apoderarse, a la hora de la merienda, de mi ración de pan con nocilla. Me dijo que en una de esas revistas que leía mi madre (revistas del corazón, entiéndase) había descubierto el anuncio de “un producto revolucionario que cambiará mi vida”. Eso dijo. El producto en cuestión se llamaba Delgadina HP4 o Figurem X10, algo por el estilo, otorgándole el añadido del código alfanúmerico un prurito de rigurosidad científica, unas ínfulas de novamás tecnológico que hoy me causan algo de risa (aunque más que nada indignación), pero que por entonces me asustaron, sobre todo cuando mi hermana me explicó sus propiedades. Debía disolver el contenido de una botella de Delgadina HP4 (o como quiera que se llamase) en una bañera de agua a 35°C (al parecer, las instrucciones detallaban la temperatura exacta, lo que rubricaba su vocación de rigor) en la que ella se sumergiría con toda su carga indeseada de adiposidades, lípidos y grasas, y de la que emergería, transcurridos tres cuartos de hora, que habrían de ser medidos con precisión de cronómetro suizo, “hecha una sílfide”. Había conseguido el producto encargándolo contra reembolso (dos años de paga dominical) y, para evitar que

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mi madre interceptara el paquete, debió acechar a diario la llegada del cartero durante las tres semanas largas que los laboratorios Delgadina o Figurem precisaron para producir, embotellar y enviar al correo el portentoso elixir. Y ahora me miraba con ojos brillantes, envuelta en su albornoz y empuñando un termómetro con el que se disponía a comprobar la temperatura del agua, pues planeaba llevar a cabo su transformación (o su metamorfosis, como los dos Gregorios mencionados) esa misma noche, aprovechando que era miércoles, y que los miércoles Bertín Osborne presentaba su programa de gala de estrellas de la canción latina, con lo que mi madre, pletórica de éxtasis, entraba en estado semicatatónico frente al televisor, y no se percataría de sus tejemanejes. Con ademán teatral, llevándose una mano al ya orondo pecho y elevando la otra (termómetro incluido) en dirección a las alturas me dijo: “Prepárate para conocer a la nueva Felice” (el nombre de mi hermana, por cierto, también era bastante kafkiano, además de agorero y desatinado). Y cerró la puerta del baño con solemnidad de alquimista, dejándome fuera, muerta de curiosidad y con un vago temor, pero también muerta de cansancio, pues serían ya pasadas las diez de la noche. Así que me acosté y apagué la luz. Me quedé dormida antes de que mi hermana completara sus cuarenta y cinco minutos de transfiguración y me perdí su aparición estelar como nueva Felice. Aunque lo que me perdí en realidad (lo supe después) fueron un montón de hipidos y lágrimas, ya que, como era de esperar, de la bañera salió con las carnes blandas y acangrejadas por el calor, pero intactas desde el punto de vista de la distribución de sus componentes orgánicos (por ponernos científicos). Pobre Felice. Continuó sufriendo durante años el peso (¡el peso!) de su gordura irremediable, multiplicado ahora por la amargura de la decepción. Por las noches la oía sollozar débilmente, la boca apretada contra la almohada, y luego sorber los inevitables mocos hasta que las dos nos quedábamos dormidas. Nunca mencionó el experimento

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Delgadina ni (que yo sepa) volvió a encargar pócima alguna con el producto de sus pagas. Se resignó refugiándose en el desahogo de las lágrimas nocturnas, y a veces pienso que en el magma de ese sufrimiento se fraguó su vocación de escritora, pues el escribir sería para ella algo así como el escondrijo bisbiseante de la vida, la grieta por la que escurrirse para cambiar la realidad, jugando a combinar las infinitas posibilidades del ser, querer ser y creer ser, igual que en el misterioso cuento de Gregorio. Sí, Felice se hizo famosa con sus novelas y sus relatos, que trataban de niños magos encerrados en castillos de ciudades dormitorio o de dinosaurios acomplejados por su aspecto insólito que acudían a colegios del extrarradio, ese tipo de historias sin pies ni cabeza que entusiasmaban por igual al público de todas las edades (como proclamaban las pestañas publicitarias de sus obras), y en las que, a pesar de sus finales hollywoodenses, siempre palpitaba la frustración, la marginación, la solitaria infelicidad de la infancia. Más adelante se casó con un tipo mustio y patético, también algo sobrado de peso, y tuvieron una hija regordeta (estaba cantado). Y ya vamos acercándonos al final de esta narración. Ahora podríamos pensar que la infeliz Felice redimiría la esperanza ahogada en aquella bañera borboteante a través de esa hija, que de la noche a la mañana adelgazó milagrosamente y se convirtió en reina de la belleza. O acaso a alguien se le ocurra precisamente lo contrario: la niña adelgazó, pero nadie lo tomó en cuenta y siguió siendo objeto para siempre de las burlas y el desprecio de sus semejantes, como en el cuento del niño bajito. Pues no: no ocurrió ni una cosa ni la otra. Mi hermana, con las ganancias obtenidas por el éxito de sus novelas, se sometió a una liposucción a lo bestia en una clínica de lujo, que la dejó (esta vez sí) hecha una sílfide, y en todos los saraos

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promocionales o en las presentaciones de sus libros se la ve firmando ejemplares y luciendo un tipazo de escándalo, con una sonrisa feliz (o eso parece) finalmente acorde con el vaticinio de su nombre. Mi sobrina es una joven rellenita que desprecia las historias de su madre, a las que califica sin vacilación de mamarrachadas (no se anda con bromas). En la actualidad cursa estudios de física nuclear en la Universidad de Harvard y tengo entendido que le trae sin cuidado su aspecto. Mi madre disfruta leyendo las novelas de su hija, por lo que ahora le queda menos tiempo para las revistas, aunque creo que permanece fiel a Bertín Osborne. Mi cuñado continúa imperturbablemente mustio, patético y sobrado de peso (lo siento, no es más que un personaje secundario en esta historia). En cuanto a mí, a diferencia de Felice, yo no salí escritora; hay quien dice que para eso no hace falta vocación, que escribir consiste tan sólo en saber expresar lo poco que se ha aprendido de la vida, de la vida propia y de la ajena. Si fuera cierto, me apresuraría a escribir una historia como las de Felice, atravesada de sentimientos nobles y de compasión por el sufrimiento silencioso del prójimo y con un final radiante de esperanza, pues todo ello, en definitiva, es lo que yo aprendí participando de las lágrimas contra la almohada de mi querida hermana. Pero, por desgracia, la literatura, la inspiración o el arte son como un pez escurridizo; tienen un origen inaprensible y no es tan fácil transformar una página escrita en un trasunto de la realidad. No, yo no escribo; podría explicar ahora que, en su lugar, me dedico a denunciar publicidades engañosas y a perseguir estafas, como la de los desalmados de Delgadina (ya he llevado ante los tribunales a muchos indeseables de esa calaña), y que en ello ha consistido mi particular manera de saldar cuentas con la tristeza de Felice. Y, sin embargo, no es eso lo importante en esta historia. Lo importante es que continúo rastreando la realidad en busca de aquel cuento traspapelado en la memoria de Felice; leo con avidez las novelas que va publicando, con la esperanza de toparme un

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día entre sus páginas con aquel niño bajito y desolado, deseando que mi hermana invente un final nuevo para esa historia, un final de los suyos, en que los malos reciben su merecido y los buenos terminan aureolados de gloria. Un final de esos que casi le hacen a uno olvidar que la vida nos espera pujante en cuanto pasemos la página, empeñándose en desbaratar el libro que creemos sujetar. A medida que transcurren los años sin que el niño eternamente afligido encuentre consuelo en los libros de Felice, me asalta una inquietud que va espesándose en el horizonte como una nube baja: y es que tal vez sea yo quien, después de todo, deba escribir algún día la historia de Gregorio y, por qué no, también de la de mi hermana. Aunque dudo que logre urdir para ambas un novelesco final, un final capaz de dejar la vida en suspenso durante ese instante de sumisa credulidad. Pues para eso, para derrotar a la vida, mucho me temo que debe una haber nacido escritora.

La conjura Bielefeld

A veces se me ocurre que fui yo el causante de la muerte de mi abuelo. Lo cual, bien mirado, es verdad sólo a medias, porque él ya estaba sentenciado mucho antes de que yo le hablara de la conjura Bielefeld. Lo único que hice fue algo así como abrirle la espita del combustible, proporcionarle la excusa para vivir intensamente sus últimas semanas, a pleno rendimiento. Gracias a mí, me digo para apaciguar mi conciencia, el abuelo, en lugar de vegetar frente a un aparato de televisión en esa clínica para desahuciados, invirtió el final de su vida en explorar el laberinto tambaleante de la memoria, y logró encontrar la salida. Y eso es mucho más de lo que le es dado a la mayoría, que muere, que probablemente moriremos, sin [87]

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darnos cuenta y sin tiempo para indagar esa trama sigilosa que dormita en el reverso del recuerdo. Mi abuelo estaba enfermo de cáncer de pulmón. Lo habían operado dos veces y los médicos afirmaban que ya no le quedaban más que un par de meses. Los últimos de una vida de la que yo no sabía demasiado: que había emigrado muy joven a Alemania, que allí había conocido a mi abuela, española como él, y que había regresado a España, ya viudo, cuando se jubiló. Nunca hablaba de su vida de emigrante, de la que yo tenía una vaga idea, apenas entretejida con las historias que mi madre me había contado sobre su niñez. La verdad es que tampoco me interesaba demasiado conocer los detalles: mi abuelo era, sencillamente, ese anciano huraño y reservado que iba convirtiéndose en un espectro ambulante de sí mismo, cada vez más parecido a un suspiro, un aliento, una sombra. Su aspecto era escueto y leve; apenas quedaba de él más que piel reseca, huesos y algunas hilachas grises, las pocas que habían sobrevivido a la quimioterapia, resbalando desmayadamente sobre sus sienes, como virutas de acero. Pero mirándolo a los ojos, a mí me parecía ver ascuas relampagueantes, destellos que delataban una reserva de vitalidad latente en algún distrito de sus maltrechas células. Se le notaba aburrido en aquella clínica, con ganas de hacer algo más que arrastrar las zapatillas del comedor al dormitorio y jugar partidas de dominó con esos otros viejos de facha polvorienta, siempre envueltos en sus batines de franela. Mamá, que era su hija, había establecido un sistema de turnos en la familia, para que le hiciéramos compañía. A cada uno nos tocaba acudir allá dos veces por semana; a mí me habían correspondido las tardes de los martes y las más temibles de todas: las de los domingos. Subía al autobús que me llevaba al sanatorio con un peso de plomo en el estómago, igual que cuando tocaban dos horas seguidas de física en el colegio. Buscaba un asiento

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al fondo del vehículo, ajustaba los auriculares de mi iPod y escuchaba música durante el trayecto, hasta que el autobús se detenía irremediablemente a la entrada del edificio, y con un gemido hidraúlico de puertas, me arrojaba al inevitable tedio. Quería al abuelo, claro, porque era mi abuelo, pero lo cierto es que no sabía de qué hablar con él y las tardes que pasaba en aquella incómoda butaca de color coñac se me hacían interminables. Él tampoco hablaba mucho, la verdad. Nos limitábamos a estar sentados uno frente a otro, atrozmente clavados a nuestros asientos, hojeando alguna revista o mirando por la ventana, hacia el césped por el que paseaban otros ancianos de rostros apergaminados. A veces su respiración se volvía dificultosa y tosía muy fuerte, encorvado sobre un pañuelo, con un fragor de bronquios vencidos que me alarmaba un poco, pero enseguida se enderezaba y me preguntaba qué tal me iba en el colegio; yo le respondía que bien, y proseguía mi tamborileo rítmico sobre el brazo del sillón, marcando el compás de alguna de las canciones que había escuchado en el autobús y que aún me bullía en la cabeza. Sentía el contacto frío del iPod en el bolsillo del pantalón, y ello me proporcionaba una especie de consuelo, como si en él habitara el hilo que me mantenía comunicado con mi mundo, y que me traería de vuelta a él en cuanto comenzaran a distribuir las cenas y yo, cumplida mi obligación, me despidiera con un beso rápido hasta el próximo día. Ese mundo mío estaba muy lejos de allí, de las enfermeras de zuecos blancos, de los viejos alelados que vivían con desgana los últimos jirones de su existencia; era un mundo urdido con la lista de éxitos del iTunes, con el panel de honor del Mars attacks o con los mensajes diarios que intercambiaba con mis amigos del facebook. Un mundo tan ajeno y distante como los nuevos continentes en la era de los descubrimientos; un mundo del que mi abuelo y los otros ancianos ni siquiera tenían noticia, y ya nunca la tendrían. O eso pensaba yo.

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Fue Mario, un chico de mi clase, quien me habló por primera vez de lo que ocurría en Bielefeld. Mejor dicho: de lo que no ocurría. “¿No era esa la ciudad en la que vivió tu abuelo?”, me preguntó, “pues ahora dicen que no existe, que nunca ha existido”. “¿Cómo que no existe?”, pregunté intrigado. Al parecer, según me explicó Mario, todo comenzó con un rumor que algún bromista hizo circular por internet: la ciudad alemana de Bielefeld no existía, no era más que el producto de una conspiración perversa encaminada a crear algo así como una sugestión colectiva, una pérfida tergiversación de la realidad. Lo insólito es que semejante sandez hubiera prosperado, pues el rumor había ido tomando cuerpo, extendiéndose a través de mensajes en las redes sociales y en páginas web dedicadas al tema. Se hablaba incluso de una película que estaba por filmarse: “Bielefeld: la ciudad condenada a no existir”. Todo ello me hizo sonreír, pues exhalaba un aroma a humorada satírica muy de mi agrado. Pero también percibía, más allá del vaho de la anécdota, un murmullo como de verdad trascendental, un desasosiego impreciso y vagamente nostálgico en esa negación de la realidad. Además, la dichosa broma me afectaba en particular, pues mi abuelo había pasado media vida en Bielefeld, y mi madre había nacido allí antes de casarse y venir a España. Al menos, pensé, por fin había encontrado un tema de conversación que apuntalara los silencios en la habitación de mi abuelo. Así que se lo dije. Se lo conté el domingo siguiente, nada más llegar. Que afirmaban que Bielefeld no existía, que era todo mentira, un invento, una quimera. —¿Una quimera? —se pasó una mano por los ojos neblinosos, como si le escocieran o le costara esfuerzo mantenerlos abiertos—. Una quimera, tiene gracia. Ahora resulta

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que mi pasado no existe, eso es lo que dice esa gente de la internet, ¿no? En lugar de contestar, tuve que esforzarme en reprimir una sonrisa ante ese artículo que anteponía el abuelo a la palabra “internet”, como si fuera una sala de baile o la sede de una sociedad recreativa. Pero él no sonreía: tenía la mirada alquitranada, los ojos convertidos en dos fosos oscuros en los que se precipitaba su indignación. O su abatimiento. —Es como afirmar que no he vivido —prosiguió—. Que no me marché a ninguna parte cuando tenía veinte años y muchas ganas de escapar de la pobreza. Que no conocí nunca a tu abuela, que tu madre jamás nació, que no... Se interrumpió, atravesado por un torrente de toses agonizantes. Me arrepentí de mi idea de hablarle de la famosa conjura, estaba visto que la historia le había trastornado. Por fin logró domeñar a esa bestia que habitaba en sus pulmones, bebió un sorbo del vaso que tenía en la mesilla, y se retrepó en el asiento, como si quisiera aumentar de tamaño: —Ya verás —anunció con voz sorprendentemente firme—. Vamos a demostrar a esa pandilla de atolondrados que Bielefeld existe, ya lo creo que existe. Ese plural en comandita me alarmó: ¿que íbamos a demostrar la existencia de Bielefeld? ¿Y a quién, si podía saberse? ¿Y cómo? Mi abuelo desdeñó mis preguntas con un gesto de su mano huesuda, agitando el aire como si espantara una bandada de gorriones.

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—Mira, muchacho —dijo—. Es mucho lo que me juego en todo esto. No me atreví a seguir preguntando. Oía su respiración fatigada, pero me pareció que un rubor desconocido tintaba sus mejillas. El silencio se condensaba de nuevo entre nosotros, pero entonces él añadió: —Toda una vida es poca eternidad para el recuerdo. *** No comprendí en su momento lo que el abuelo quería decir con esa frase tan rotunda, que parecía un verso o la sentencia tormentosa de un oráculo. Pero enseguida me di cuenta de que aquella etapa de los silencios de sepelio, de las miradas vacías como un cielo sin nubes habían quedado atrás. Mi abuelo tenía un proyecto y, para bien o para mal, yo estaba incluido en él. Y lo más increíble de todo: también mi iPod. Enseguida quiso conocer los pormenores de esa teoría de la conjura; tuve que hablarle de las redes sociales, de la rapidez de relámpago con la que hoy en día se propalan las noticias, las verdades y las mentiras. Le mostré con qué facilidad —un golpe de tecla en esa retina rectangular de la pantalla de mi aparato— podía uno trasladarse hasta la otra punta del mundo e incluso intervenir en él y modificarlo, igual que si fuéramos dioses dotados del don de la ubicuidad. Él me miraba con una especie de recelo generacional, como si no terminara de creerse del todo lo que le decía. Me daba la impresión de que la cabeza ya no le funcionaba como antes, lo cual se entendía si uno echaba un vistazo al batallón de píldoras que coloreaba a diario su mesilla de noche. Por eso me sorpendió tanto cuando comprobé que, en cambio, conservaba una asombrosa lucidez para internarse en el pasado y alumbrarlo con un poderoso foco de luz, que no sé de dónde salía.

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Cuando el viejo me habló de su plan, ni siquiera sentí compasión por sus neuronas averiadas, me pareció que podría ser divertido. Y su plan consistía ni más ni menos que en convertirme en su escriba. Yo debía teclear en mi aparato las cartas que él me dictaría, que después enviaríamos —así lo dijo, en plural— a través de internet a toda esa caterva de mamarrachos. —Ellos no saben aún —me dijo con una sombra taciturna en la mirada— que entre la realidad y el recuerdo hay ca­nales de comunicación, ventanas diminutas a través de las cuales recuperamos lo acontecido. Esos canales a veces son un aroma, una música, la poderosa capacidad evocadora de la tierra mojada tras una tormenta de verano. ¿Sabes a lo que me refiero? Sí, creía saberlo, pero ignoraba a dónde quería llegar mi abuelo, aunque detectaba ya una voluntad inquebrantable en sus palabras. —Yo me propongo —prosiguió— refutar la teoría de la conjura mediante la prueba incontestable de la memoria. Se quedó callado un momento, respirando levemente, como las aves, en soplos breves y dolorosos. —Ya puedes ir encendiendo el chisme ese —dijo, señalando mi iPod. Así es como el abuelo se embarcó en la aventura de rescatar a Bielefeld del abismo oscuro al que lo habían confinado los internautas. Y para ello me tomó de la mano y se adentró conmigo en el territorio inescrutable de los recuerdos. Por vez primera escuchaba las historias de sus años en Alemania mientras tecleaba en

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mi pequeño aparato lo que él iba rememorando en voz alta. Su llegada a Bielefeld una mañana de invierno, sin apenas más pasado que el que llevaba a cuestas en su maleta de cartón, sin más futuro al descender del tren que el contrato para trabajar en una obra, que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, como si fuera su salvoconducto al bienestar. Las frases brotaban con sorprendente fluidez, hilvanadas con precisión de literato; a veces me costaba no quedarme atrás. —Al principio estaba solo, no conocía a nadie. No había más españoles en la pensión en la que me alojaba y yo aún no hablaba una palabra de alemán. Pasaba todo el día fuera, trabajando en la obra, y cuando regresaba no me esperaba más que el olor a sopa con higadillos en el corredor y la soledad de un dormitorio mal ventilado. Me levantaba cuando aún era noche cerrada, y acudía al trabajo en un tranvía ya abarrotado a pesar de lo temprano de la hora. Construíamos un bloque de viviendas en las afueras de la ciudad, uno de esos horrorosos edificios de más de veinte pisos. Caminaba por las vigas metálicas valiéndome de los brazos para mantener el equilibrio y desde allí arriba veía cómo el amanecer ganaba terreno, cómo la niebla nocturna se disipaba al contacto con la luz, cómo la ciudad se apagaba a mis pies. Podía explorarla a mi antojo, convertida a mi mirada en las piezas de un puzzle desordenado, vasta, gris, sin límites precisos. Veía el discurrir anárquico de sus calles, en las que aún se apreciaban los huecos que habían abierto las bombas durante la guerra, como una dentadura cariada. A esa distancia no parecía demasiado diferente de la ciudad que había dejado atrás en mi tierra. De dónde salía entonces, me preguntaba, ese aire de tristeza suspendida, esa desazón que emanaba de sus pavimentos turbios, y que yo percibía

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cuando regresaba por la noche a mi pensión solitaria. De dónde —repitió—. De dónde sale la nostalgia. Y sus palabras brotaban suaves, muy lentas, como si fueran niebla deshilachándose al amanecer. *** El abuelo me contó cómo había conocido a otros compatriotas en un bar español que descubrió no muy lejos de su pensión, el Sol y Sombra. Se acostumbró a acudir allí cada día, después de cenar. Se reunía con otros trabajadores que, como él, habían llegado a Bielefeld animados por la misma esperanza que une a todos los emigrantes: la búsqueda de una vida mejor, para ellos y para sus hijos. Para lograrlo levantaban torres o montaban automóviles o recogían las basuras y los desechos de una ciudad que no era la suya. El Sol y Sombra estaba decorado como si fuera un cortijo andaluz, con verjas de hierro y paredes encaladas, de las que colgaban sombreros cordobeses y carteles en color de paisajes áridos y molinos de viento. Allí servían copas de Fundador, tortillas de patatas y hasta sangría en invierno. —Yo apenas bebía otra cosa que un mosto, un café con leche, tal vez una copa de sidra si había algo que festejar, pero siempre volvía a la pensión con un calor en la sangre que me duraba hasta la mañana siguiente, cuando me enfrentaba, encaramado a las vigas, a ese cielo desvaído de Bielefeld. Desvaído, sí —dijo extendiendo un índice ganchudo—, copia bien la palabra. A los cielos en Alemania les falta color; hasta en los días de sol, el azul tiene un color como de ropa lavada demasiadas veces. Eso es lo que le dije a tu abuela cuando la conocí en el Sol y Sombra: fíjate, Marta, para poder vestir con dignidad, nos hemos trasladado a

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una ciudad que nos cubre con su manto desteñido. Ella se rió, le debió de hacer gracia el comentario y no quiso detenerse en ese contrasentido que yo le señalaba, en la insidiosa pa­radoja que gobierna la vida del emigrante. Marta, tu abuela, no miraba nunca atrás, así era ella. No echaba en falta la algarabía de las plazas, el clamor de las campanas en las iglesias, el colorido de los vestidos, las verbenas, la al­egría humilde de las fiestas. Ella trasladó todo ese mundo a la ciudad de Bielefeld, y lo instaló allí, en ese piso que alquilamos en la Ringstrasse en cuanto nos casamos, no lejos de la estación. No tuvo que decorar las paredes con carteles de playas y catedrales para que en nuestra casa se respirara el aroma de nuestra tierra: simplemente, lo llevaba consigo, por eso tampoco lo echaba en falta. A veces me quedaba contemplándola, admirando la facilidad con la que se adaptaba a los inviernos inclementes, a las aristas del idioma, como si la identidad, su identidad, se alojara en el espejo de lo cotidiano, como si fuera algo mucho más sólido y duradero que un conjunto de vocablos reunidos en un diccionario o el grosor del abrigo con el que debía protegerse del frío. Para Marta habría resultado lo mismo vivir en Bielefeld que en una aldea de chozas con tejados de paja en el corazón de África. Es más: se habría encogido de hombros con la historia esa de tu amigo. Que Bielefeld nunca existió, y a ella qué. Además… El abuelo enmudeció, como si quisiera meditar bien sus siguientes palabras. Yo agité los dedos en el aire, para desentumecerlos. Resultaba asombroso lo rápido que discurrían las horas desde que habíamos empezado a trabajar en nuestro plan. El atardecer se instalaba ya tras la ventana y la hora de marchar llegaría pronto; descubrí que ello me fastidiaba, que a estas alturas disfrutaba

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escuchando las historias de mi abuelo sobre su pasado, aunque notara los dedos agarrotados de tanto golpear esas teclas diminutas. Él parecía cansado, su pecho subía y bajaba quejumbroso mientras reflexionaba. Entonces continuó hablando. —A tu abuela no le hubiera interesado demostrar la existencia de Bielefeld, porque ella habría preferido que la realidad, la terrible realidad, se abismara para siempre en el agujero negro de la desmemoria. Me sobresaltó el cambio de tono. Levanté la cabeza y lo miré, y por primera vez desde que lo conocía me pareció atisbar en la expresión de mi abuelo el aura plomiza de los desdichados. *** Aquel día me quedé intrigado. Intuía la existencia de algún episodio doloroso en el pasado de mi abuelo, en aquella vida que había dejado atrás en Bielefeld, y por primera vez me asaltó la idea de que acaso mi abuelo, al rescatar sus recuerdos, pretendía algo mucho más importante que contrariar a un par de internautas guasones. Pero todavía debió de pasar algún tiempo antes de que confirmara mis sospechas. Mientras tanto, al viejo se le ocurrió que podríamos organizar nuestros mensajes siguiendo un orden temático y me sugirió agruparlos en función de la parcela de realidad que, según él, le devolvía a Bielefeld al edificarla con sus recuerdos. Desvariaba, sí, pero quién era yo para desbaratar su plan. Decidió que todo lo que me había contado sobre su trabajo en la construcción, sobre los edificios que levantó con sus manos en la ciudad de Bielefeld, debería integrar el capítulo de “equipamientos urbanos”. Sus recuerdos del Sol y Sombra y de los partidos de futbol que escuchaba por la radio junto con los otros parroquianos españoles conformarían la partida de “oferta cultural”. Más tarde me relató sus desventuras

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tratando de aprender el alemán —un idioma en el que continuaría encasquillándose toda la vida— en una escuela nocturna, que ofrecía cursos gratuitos para los inmigrantes; todos aquellos recuerdos constituirían la prueba de la “red de infraestructuras educativas” de la ciudad. Y los nombres le salían sin pensar, como si se hubiera pasado toda la vida bautizando departamentos municipales. Se suponía que, al final, yo sería el encargado de hacer llegar el material correspondiente a los destinatarios idóneos. No me atrevía a contradecirle ni a preguntar qué entendía él por “destinatarios idóneos”, y ni siquiera me había detenido a preguntarme qué haría con todas esas páginas que estaba acumulando en la memoria del aparato. Tampoco le había confiado a mi madre nada relativo a nuestro plan, aunque supongo que a ella no le había pasado inadvertido el cambio en mi actitud cuando, cada martes y cada domingo, llegaba la hora de salir a visitar al abuelo. Entre nosotros se iba fortaleciendo una complicidad nueva, y poco a poco me di cuenta de que él y yo teníamos algo en común, algo que nos hermanaba frente a las enfermeras mandonas, frente a los médicos de semblante grave, frente a mi madre, algo que surgía precisamente del abismo de años que nos separaba. Y es que los viejos per­ciben el mundo exterior como una ráfaga, como un destello ante los ojos, del que apenas retienen más que lo imprescindible. Igual que yo en aquella época, pendiente tan sólo de los mundos fugaces que encerraba ese aparato metálico en el bolsillo de mi pantalón. Así estábamos los dos, el abuelo y yo, anclados en la vida, sin que el presente nos interesara demasiado y yo aún sin siquiera haber transitado por el universo de los adultos, ese universo en que lo que nos aguarda en el futuro es más importante que lo que vamos dejando atrás en el pasado. *** Transcurrieron dos semanas más antes de que el abuelo me relatara aquel episodio que había ensombrecido tan brutalmente su

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expresión. Era un día de otoño, ventoso y desapacible. La lluvia golpeaba en rachas los cristales de las ventanas; a ratos se oía el gemido ronco del viento levantando remolinos de polvo en el parque de la clínica. Cuando entré en la habitación ese día, encontré al abuelo en la cama, recostado contra los almohadones como un animal herido. Me acerqué y lo besé en la mejilla descarnada, y noté los bordes filosos de su dentadura a través de la piel. —Mi hijo nació en un día como este— me dijo sin preámbulos—. Uno de esos días que parece que arrastraran presagios. Me sorprendió que mencionara un hijo, pues yo siempre había pensado que mi madre no tenía hermanos. Intuí que estaba a punto de escuchar algo decisivo. —Nació dos años antes que tu madre, y desde el principio fue un niño enfermizo. Tu abuela estaba como loca con él, tal vez porque siempre supo que tendría poco tiempo para disfrutarlo. No se separaba nunca de ese niño, lo llevaba en brazos de un sitio a otro, en el cochecito cuando salía a las compras por el barrio, de visita a las casas de los amigos. Era como si pensara que alguien se lo iba a arrebatar al menor descuido. Cuando el niño estaba malo, lo velaba toda la noche a la vera de la cuna. Y el niño estaba malo a menudo, con fiebres que no remitían, toses, vómitos, desganas. Lo llevábamos al médico, y nos hacíamos entender en nuestro mal alemán, a veces nos acompañaba algún conocido que nos servía de traductor, pues nos angustiaba no comprender bien lo que nos decían. Lo peor era esa sensación de impotencia, el temor constante a no entender algo importante en todas aquellas instrucciones y en esas listas de

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medicamentos que nos tendía el doctor con gesto adusto; el sentirte tan limitado para pedir ayuda, para averiguar por qué a tu hijo se le estaba escapando la vida. Los médicos, con todo, nos trataban con amabilidad, nos hablaban muy alto y muy despacio, un poco con ese tono que emplea uno para hablar con los chavales o con los sordos. Yo me obligaba a tener confianza en aquellos hospitales con suelo de espejo, en aquel despliegue de acero reluciente en el instrumental, de almidones impolutos en el atavío de las enfermeras. Pensaba que aquella gente me lo sacaría adelante, para algo estábamos en un país desarrollado. Pero no. No pudo ser. Se quedó callado, los ojos enquistados en un rincón de la habitación, recordando. Guardé un silencio inmóvil, expectante. —Marta fue muy valiente el día del entierro —dijo por fin—. Lo vistió ella misma con su mejor trajecito y le puso un gorro de angora. “Que el invierno viene muy frío en esta tierra”, dijo. Y allí lo dejamos, bajo una lápida del cementerio de Bielefeld, a nuestro primer hijo. Allí lo dejamos para siempre. Yo continuaba copiando lo que el abuelo decía, pero notaba una especie de opresión, como si unas manos invisibles tiraran de los extremos de un cordel que me apretara un nudo alrededor de la garganta. —El sepulturero nos pidió que fuéramos nosotros mismos quienes arrojáramos las primeras paletadas de tierra sobre el ataúd. Tu abuela se adelantó y lo hizo en silencio y sin llorar. Miraba el horizonte gris, alborotado de nubes. No dijo adiós, ni siempre te recordaré, ni ninguna de esas cosas emocionantes que figuran en los libros en el momento de

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las despedidas. Simplemente miraba el cielo, como si íntimamente pensara que el espíritu de su hijo estuviera ya allí, en algún lugar del firmamento, más allá de esas nubes alemanas cargadas de lluvia, más allá del horizonte de esa ciudad de nombre raro, en la que ella, igual que su hijo muerto, sólo estaba de paso. Calló, y por un momento únicamente se oyó en la habitación el sonido acartonado y crujiente de sus bronquios. —A veces, ¿sabes? —continuó—, a veces, esté donde esté, el recuerdo de todo aquello emerge como un ahogado. Siento en la cara el mismo frío cortante de aquel día en el cementerio, y percibo en el aire la fragancia de los abedules que custodian como centinelas ciegos la tumba enmohecida de mi hijo, y es como si se abriera furtivamente una de esas ventanas al pasado, como si me internara en una galería entre tinieblas que me conduce sin escalas hacia Bielefeld. Y vuelvo a sentir, con la contundencia de un puñetazo en el hígado, el vértigo de lo irreparable, la desposesión del más cruel de los destierros. El sonido áspero de la tierra extranjera golpeando el ataúd de mi hijo. ¿Y me dicen ahora que no, que todo aquello nunca existió? Ojalá. Ojalá fuera todo tan fácil y nos conformáramos con afirmar que el sufrimiento no es más que el capricho perverso de una presencia invisible, de un manipulador de destinos que permanece siempre en la sombra. Pero entonces, dime, ¿qué nos queda? Pensé que se trataba de una pregunta retórica, y no dije nada. Pero miraba la piel macilenta de mi abuelo, su cuello como un manojo de tendones, los achipiélagos de manchas que cubrían sus manos,

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y pensaba que lo queda es eso, nada más que eso. El olor rancio de un cuerpo enfermo, el aliento agrio de la tristeza y la derrota. —Lo que queda —dijo él, como si hubiera oído mi pensamiento— es el empeño por negar el ultraje de esa conjura pérfida, la del olvido. Bielefeld es tan real como el aparato ese que sostienes en las manos, tan real como el primer beso que le di a tu abuela en un parque cubierto de nieve, como la espuma de la sidra en el Sol y Sombra el día que anunciamos nuestra boda; tan real como lo que yo sentí aquel día en el cementerio y más tarde cuando la dejé allí a ella, junto a nuestro hijo. Tan real como ese bramido que siento dentro de mí aún después de tanto tiempo, y que es el temblor de la memoria. Díselo a toda esa gente, díselo de mi parte. Su voz sonaba enronquecida y seca. Se volvió a mirarme, y vi que sus ojos habían perdido nitidez y nadaban ahora en una bruma temblorosa y lúgubre. Era como si de un golpe se hubiera apagado el foco de luz, el torrente de vitalidad con el que durante semanas había librado su combate contra el olvido. Aquel día no dijo nada más, y fue sólo más tarde, ya en el autobús de regreso, cuando caí en la cuenta de que el abuelo no me había señalado cuál era el nombre que debíamos otorgar a ese último capítulo *** Y ya no tuve oportunidad de preguntárselo. Mi abuelo murió al día siguiente, y aunque todos sabíamos que estaba muy enfermo, a mí me asaltó esa sensación de que el desenlace se había acelerado por culpa de la dichosa conjura Bielefeld y el proyecto febril en el que había dilapidado sus últimas energías. Todavía ahora, pasado ya algún tiempo desde que murió, cuando llegan los martes y los

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domingos, y veo pasar de largo el autobús de camino a la clínica, siento como si estuviera faltando a una cita, como si alguien estuviera esperándome en algún lugar para comunicarme la más reveladora de las certezas. Trato de distraerme con mi música y mis amigos, y paso los dedos por la pantalla de mi aparato, como hacía antes, cuando aún no era consciente de hasta qué punto la realidad que me rodea está hilvanada con el hilo volátil de la ausencia. Los ojos se me van hacia el cielo de mi ciudad, turquesa y luminoso, al otro lado de la ventana, y no puedo evitar pensar en mi abuelo. Acaso él también habite ahora más allá del horizonte de esta ciudad, mi ciudad, la ciudad en la que nací y en la que probablemente yo también moriré, pero que no es en definitiva nada más que un lugar de paso, igual que lo fue Bielefeld para él. Aferro con fuerza la pequeña pantalla oscura, y pienso en todas esas páginas que ahora contiene en el silencio de sus códigos binarios. Es la entrada a una cámara secreta, a una cueva de los tesoros, y yo el único custodio que conoce el santo y seña para acceder al pasadizo furtivo hacia ese otro lugar misterioso en el que, ya para siempre, habita mi abuelo. En el que hoy es mi mundo hay una remota ciudad condenada a no existir, y sólo yo tengo las claves para redimir su exilio de la realidad. Algún día lo haré: me adentraré en el laberinto de las palabras, buscaré el nombre que falta, el del último capítulo que me dictó el abuelo, y enviaré por fin todas esas cartas a su verdadero destinatario, para cubrir en un instante la inacabable distancia del olvido. Algún día, sí, aún no sé cuándo, pero algún día lo haré.

Vida en las afueras

Cuando la familia de Lorena se trasladó a ese chalet de las afueras, pensé que nuestra amistad se debilitaría. Lorena tenía el cabello sedoso, los ojos verdes y una sonrisa luminosa. Era extrovertida y ocurrente, y hablaba de mil cosas a la vez, igual que cuando uno cambia muy deprisa los canales de la televisión. Era mi mejor amiga. Nuestros padres vivían en el mismo edificio, un bloque de apartamentos de clase media en un barrio céntrico y bien comunicado, un barrio corriente, con tiendas en los bajos y coches aparcados en las aceras. De bebés nos llevaban juntas de paseo y compartimos el vaivén narcotizante de los columpios y la gloria de expediciones victoriosas a la cima de coloridos toboganes, [105]

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mientras nuestras madres nos vigilaban a distancia charlando a la sombra de un castaño. Aunque muy pronto, apenas tuve edad para oír esas notas silenciosas que asoman entre las frases de los adultos, detecté en el tono de mi madre una especie de desafinado al hablar de Bárbara, la madre de Lorena. Criticaba su actitud, como si no estuviera tan pendiente del bienestar de su hija como lo estaba ella del mío. “A Bárbara esa niña un día le va a dar un disgusto”, oía que le decía a mi padre, “no está a lo que tiene que estar”. La madre de Lorena era una mujer muy guapa, siempre arreglada, como recién salida de la peluquería. En verano se ponía vestidos vaporosos, de tirantes y muy escotados, que a menudo hacían juego con largos collares de fantasía. Fumaba cigarrillos de filtro dorado, y cuando venía a nuestra casa por las tardes, en lugar de café, bebía whisky escocés con agua. A mí me llamaba “nena” y “cielo” cuando me pedía, por ejemplo, que le trajera un poco de hielo de la cocina; mamá siempre le recordaba que mi nombre es Isabel, y ella misma le traía el hielo y le ofrecía más whisky. Después se sentaba a su lado en el sofá, acercaba la nariz al cuello de Bárbara, olfateando sin disimulo, como un sabueso, y le preguntaba por la marca de su perfume. Cuando ella se marchaba, mamá recogía los vasos sucios y vaciaba el cenicero lleno de colillas de oro, sacudía los cojines y abría las ventanas; “qué peste”, decía. Y yo trataba de ordenar las piezas de mi pequeño mundo con su comentario, pues Bárbara olía siempre a champú y a perfume de limón, un olor tibio y picante que te envolvía cuando te acercabas a ella, como el abrazo de una manta cálida. Además, había oído cómo mamá alababa su perfume hacía apenas media hora, así que le preguntaba por qué ahora se quejaba de peste, y ella me contestaba que una cosa es lo que piensas, otra lo que sientes y otra lo que dices, y que hay cosas que se callan por educación y otras que se dicen también por

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educación. Aquello me resultaba un trabalenguas sin sentido, pero pronto comenzaría a entender lo que signficaba. Fue poco antes de que Lorena y yo empezáramos el colegio; habíamos pasado toda la tarde de compras en unos grandes almacenes, con nuestras madres, pues habían decidido que sería una buena idea que eligiéramos juntas el material escolar: las carteras para los libros, los estuches de tela para los lápices, la bolsa de deportes. Nos probamos juntas los nuevos uniformes y reíamos en el probador porque la franela del pichi nos hacía cosquillas. Lorena me tomó de la mano y, de pie ante el espejo, contemplamos nuestra imagen. Al principio agitábamos los dedos de los pies descalzos, que se veían infantiles, vulnerables, algo patéticos frente al atuendo severo y oscuro que nos transformaba de rodilla para arriba. Pero enseguida se inmovilizaron nuestros pies y las dos dejamos de reír. Diría que ambas caímos en la cuenta a la vez de que estábamos a punto de dejar atrás un tiempo de bonanza y que se iniciaba ahora una época distinta, aún desconocida. Una época en la que algo o alguien, de manera misteriosa e inclemente, tiraría de nosotras, cada día con más fuerza, para alejarnos de ese epicentro de liviana indulgencia en que había consistido, hasta entonces, nuestra infancia. Y el primer paso hacia la periferia de la vida lo di yo aquella misma tarde. Después del peregrinaje por las plantas infantiles, mamá y Bárbara decidieron que, por fin, les había llegado a ellas el turno de curiosear en el departamento de oportunidades. Caminábamos entre mostradores separándonos cada vez más unas de otras, como planetas con órbitas dispares. Bárbara descolgó un vestido de uno de los percheros y se lo colocó por encima. Se trataba de uno de esos vestidos escotados y voluptuosos que le gustaba usar, con grandes flores estampadas de color malva. Miró en derredor hasta que localizó a Lorena correteando cerca de las escaleras mecánicas. La llamó y le dijo a voces, pero sin mucha convicción, que no se alejara;

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yo lo oí, y por tanto mamá, que estaba a mi lado, también tuvo que oírlo. Bárbara se encaminó hacia el probador sujetando la percha unos centímetros por encima de la cabeza, para evitar que el bajo del vestido barriera el suelo. Mamá escarbaba en una montaña de jerséis, a veces sus manos tropezaban entre la lana con las de otras compradoras ávidas, y entonces ella soltaba de inmediato su presa, como si no estuviera demasiado interesada. Había en el aire un olor a electricidad estática, a ambientador de pino y a moqueta gastada que me asfixiaba. Me aburría, y decidí incorporarme a los juegos de Lorena en el territorio movedizo y palpitante de las escaleras. “Tú te quedas aquí”, me dijo mi madre apenas iniciada mi maniobra. Mamá no necesitaba fulminarme con una mirada o amenazarme con inciertos y brumosos castigos para que yo la obedeciera. “Tú te quedas aquí”, había dicho sin siquiera apartar la mirada del suéter color azafrán que examinaba en ese momento, con la rotundidad de quien sabe que no necesita dar órdenes, sino simplemente proclamar cómo concibe el universo para que el universo se pliegue a sus designios, como si sus frases fueran augurios. Y yo me quedé allí con ella, sintiendo crecer en el estómago una vaga inquietud cuando me di cuenta de que Lorena ya no estaba junto a las escaleras, y que no se la veía en ninguna parte. Sencillamente, se había esfumado. Bárbara salió del probador al cabo de un rato, tras decidir que el vestido de las flores resultaba decepcionante y vulgar, según anunció antes de preguntar dónde estaba Lorena. Mamá se llevó una mano a la boca semiabierta, como quien acaba de ser consciente de un peligro horrendo e inesperado. “Creía que estaba contigo”, le respondió. Y al oír esas cuatro palabras, a mí me pareció que el mundo entero se detenía y que yo perdía pie con el frenazo, como si me arrojaran fuera de ese centro estable y bien asentado en el que una podía pisar sin vértigo porque le sostenían las certezas. Certeza de que las madres dicen siempre la verdad e incontestable confianza en que las madres se preocupan por la suerte de las hijas

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de sus amigas. Bárbara se puso muy nerviosa, se le enrojeció el rostro y le brotó sudor en la frente. Mamá soltó los jerséis y me agarró de la muñeca; con el brazo libre rodeó los hombros de Bárbara y le decía “calma, calma, que no pasa nada”. Y en efecto, no pasó nada. Pronto apareció Lorena, mordisqueando tranquilamente un caramelo, custodiada por una dependienta que nos comunicó que la había encontrado sola y desorientada en la planta de hogarmenaje, un piso por debajo de la sección de oportunidades. Aquella noche mamá le contó la aventura a mi padre a la hora de la cena. Le dijo que Lorena se había perdido mientras Bárbara se probaba vestidos floreados. “Un día va a tener un disgusto, verás”. Y las comisuras de los labios se le caían hacia abajo con desprecio, con un profundo desdén, como si pronunciara una maldición. Durante algunos años Lorena y yo continuamos viéndonos a diario en el colegio y también después, al acabar las clases; nos reuníamos en su casa o en la mía, merendábamos juntas, hacíamos los deberes y bajábamos a jugar al truquemé en el enlosado de la acera o, más adelante, nos quedábamos hasta la hora de la cena en mi habitación, escuchando discos y hablando de la vida que nos esperaba. No recuerdo bien lo que nos decíamos, pero sí recuerdo el tono: expectante, ilusionado. Hacíamos apuestas sobre el color de los ojos de nuestros futuros maridos, sobre la cantidad de hijos que tendríamos. Una alumna de octavo nos había revelado la existencia de un misterioso huesecillo en la parte exterior de la muñeca, relacionado con el número de hijos que una tendría de mayor. Allí llevábamos todas impreso nuestro destino, nos había dicho, desde el mismo momento de nacer. En ese huesecillo había unas protuberancias minúsculas que podían descubrirse palpando con dedos atentos. Sentadas sobre mi cama, Lorena y yo intentamos localizar nuestro huesecillo de los presagios. Nos remangamos la camisa del uniforme doblando cuidadosamente la tela y guardamos silencio

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mientras rastreábamos la piel juntando los dedos índice y corazón, como si nos estuviéramos tomando el pulso. El sol de un atardecer otoñal creaba fugas de luz en las cortinas translúcidas, iluminaba el cabello de Lorena y formaba una especie de aura a su alrededor, como si fuera una santa o un hada. Pienso ahora que aquel momento tenía algo de ritual mágico, de sortilegio adivinatorio. Nos asomábamos al futuro, impacientes por hacernos mayores, por ingresar en la vida de los adultos, en su irremediable soledad de extrarradio. Los latidos de mi corazón emprendieron una carrera loca cuando palpé, sin asomo de dudas, dos bultitos que asomaban tímidamente en el hueso de mi muñeca, y que me convertían, con su potestad de oráculo, en la feliz futura madre de dos hijos. Lorena, con los labios separados y la mirada perdida, aún siguió intentando durante un rato rescatar hijos náufragos entre los huecos de su osamenta, pero resultó inútil. Después Lorena se mudó con su familia a una casa de las afueras, cerca de las vías del tren. Bárbara le explicó a mi madre que estaban hartos del aire de ciénaga que se respiraba en el centro, que querían más espacio, un jardín, árboles, ver brotar las flores en primavera, escuchar el canto de los petirrojos, el reclamo de las aves nocturnas. “Ahora le ha dado por la naturaleza”, comentaba mamá a la hora de la cena. Los padres de Lorena nos invitaron a conocer su nueva casa, un amplio chalet con grandes cristaleras en el cuarto de estar, abiertas a un jardín que daba a parar a las vías del ferrocarril. “Lo han conseguido por dos perras, porque es como vivir en el andén de una estación”, decía mamá en el trayecto hacia allí; “me parece que no van a oír mucho canto de petirrojo con tanto tren”. Cuando aparcamos a la entrada, mamá bajó el quitasol e inspeccionó su aspecto en el espejo; se pintó los labios, los juntó y los frotó varias veces, y con el dedo meñique retiró de una esquina un exceso de carmín. Los padres de Lorena nos esperaban en el porche. Los hombres se

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saludaron palmeándose la espalda, y mamá y Bárbara intercambiaron besos en las mejillas. Pasamos todo el sábado en la casa nueva de Lorena; Bárbara sirvió whisky en vasos pesados, y aceitunas y cacahuetes para picar. Mamá prefirió beber agua; pinchaba aceitunas con un palillo y al sonreír se le veían los restos incrustados entre los dientes. A veces se quedaba muy callada, agitando los cubitos de hielo en su vaso y mirando al vacío, a un punto inconcreto entre el televisor y el mueble-bar, mientras los demás discutían sobre las ventajas de vivir en las afueras. Lorena me enseñó el jardín. El césped estaba recién cortado; bajo la higuera del centro picoteaban tranquilos algunos pájaros, que emprendieron el vuelo cuando nos acercamos; en las esquinas había arriates de geranios y adelfas, y junto a la verja crecían rosales en flor; una figura de piedra con aspecto de gnomo o duendecillo saludaba desde un extremo, con un brazo levantado, como diciendo adiós. Nos sentamos junto a ella sobre la hierba y Lorena me contó que le gustaba mucho contemplar los trenes desde allí, porque circulaban tan cerca que podía distinguir con claridad a los viajeros. Ellos, a veces, también levantaban la mano desde sus ventanillas, despidiéndose, y ella los veía atravesar su vida fugazmente y perderse para siempre, y entonces se preguntaba si los volvería a encontrar alguna vez, y también se preguntaba si en alguno de esos trenes viajaría su futuro marido, el de los ojos grises. Y se volvió a mirarme y me dijo muy bajito que viviendo allí, tan cerca de las vías, ella podía asomarse al destino y rozarlo con la punta de los dedos, igual que habíamos hecho con aquellos huesecillos reveladores, pero usando la imaginación, que es temeraria e intrépida, porque no está cautiva bajo la piel ni conoce más límites que los que uno decida imponerle. A mí aquello me pareció un pensamiento pausado y profundo, poco propio de mi amiga, siempre tan alocada, y hasta me dio algo de miedo, aunque no sabía bien por qué. Pensé que Lorena se hacía mayor, y que yo me había quedado al margen de esa nueva vida suya, sin

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saber de dónde había salido aquella sonrisa distraída con la que contemplaba el cielo, aquel ensimismamiento plácido. Me sobresaltó el paso de un tren, pues ni siquiera lo había oído llegar; de los rieles saltaban chispas por la fricción y un polvillo alabastrado se posó sobre nuestras ropas y sobre la estatua del duende. Cruzó tan rápido que no me dio tiempo a distinguir la imagen de ningún pasajero. Lorena me dijo que se trataba del expreso de las cinco, en rumbo hacia la capital, que a ella le gustaban más los trenes de cercanías, porque circulaban con más elegancia. Nos levantamos, nos sacudimos la ropa y regresamos dentro. Merendamos en la cocina y después nos refugiamos en su habitación, hasta donde llegaban las voces de nuestros padres, que jugaban a las cartas en la sala; nosotras continuamos charlando y riendo y compartiendo secretos emocionantes, como en los viejos tiempos, mientras el atardecer se espesaba tras los cristales. Aquella noche soñé con Lorena. Soñé con Lorena en el jardín de su casa. Sostenía en brazos la estatua del duende, como si fuera un hijo contrahecho y gordinflón. Se volvía hacia mí y de pronto ya no era Lorena quien me miraba, sino un esqueleto de huesos luminosos, un esqueleto que hablaba con la voz de Lorena y que me pedía ayuda para subir al tren, que estaba a punto de llegar. Yo trataba de atravesar el césped para llegar hasta ella, pero la tierra se hundía bajo mis pies como si fuera un pantano de aguas fangosas; por más que lo intentaba, no avanzaba ni una pulgada. Me desper­té sobresaltada; debí de hablar o gritar en sueños, porque mamá había acudido a mi dormitorio. De pie en el vano de la puerta, me preguntó si estaba bien y quiso saber qué había merendado en casa de Lorena. “Seguro que te ha sentado mal alguna porquería que habrás comido”. Le dije que había sido una pesadilla, sin más. Ella no hizo ningún comentario; se ajustó el cinturón de la bata y apagó la luz.

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Al cabo de unas semanas, Bárbara llamó temprano por la mañana para invitarnos de nuevo a pasar la tarde en su casa. “Isabel no tiene muchas ganas de salir”, oí desde la cama que decía mi madre al teléfono. Hablaron unos minutos más y después colgó. Salí de mi habitación y encaré a mamá para saber por qué había mentido. Estaba hundida en la butaquita junto al teléfono; aún no se había duchado, tenía el pelo anudado con desaliño y los párpados ­hinchados. “Lorena tenía ganas de pasar la tarde contigo, pero acuérdate lo descompuesta que viniste la última vez”. Quise recordarle que aquello no había sido más que una pesadilla; quise decirle que echaba de menos a Lorena y que no había nada en el mundo que deseara con más fuerza que ver pasar los trenes con ella desde el extremo de su jardín, pero entonces ella añadió: “­además, francamente, no puedo aguantar los aires que se da Bárbara con su maldita casa”. Recordé de inmediato aquella lección: una cosa es lo que dices y otra lo que sientes y otra lo que piensas. Yo pensé que mamá era como esas arenas movedizas de mi sueño. “Tú te quedas aquí”, seguía diciéndome al cabo de los años, y yo era incapaz de avanzar un milímetro hacia Lorena, que me esperaba inútilmente. Me di la vuelta y me encerré, furiosa, en mi cuarto. Nos enteramos de la noticia por el periódico. La esquela apareció al día siguiente, y aún me sorprende la presencia de ánimo que debió de tener Bárbara para arreglar con tanta rapidez todos los preparativos del funeral. Sobre todo cuando la vi, desmoronada de pena, el día del entierro. Lorena atravesó el pasillo de la nave encerrada en un ataúd blanco; yo estaba de pie, en el extremo de uno de los bancos atestados, y casi pude rozar el féretro con los dedos cuando pasó frente a mí, igual que la imaginación de Lorena, temeraria e intrépida, cuando acariciaba el destino al paso de los trenes de cercanías. Me fallaron las piernas cuando imaginé su cuerpo dentro

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del ataúd, su cuerpo destrozado por el expreso de las cinco, un amasijo sangrante de cartílagos y huesos. Al salir de la iglesia, mamá se abrió paso entre la gente para llegar hasta los padres de Lorena. Bárbara, de pie en el atrio, apretaba los párpados cuando abrazaba a los que acudían a darle el pésame. Mamá también la abrazó, y le dijo algo al oído. Sus dedos se hincaban en la espalda de su amiga, como incrustaciones de nácar sobre la tela negra. Bárbara vestía una túnica sin forma que le llegaba a los pies; tenía las mejillas hundidas, los labios blancos, los hombros caídos. Abrió los ojos y mantuvo la vista clavada en el ho­rizonte mientras mamá la abrazaba, pero cuando se separó de ella, se volvió hacia mí y me miró, los ojos encendidos por una antorcha extraña. “Por qué, Isabel. Por qué no quisiste venir a casa ese día… ”, me dijo con voz delgada y quebradiza antes de echarse a llorar. Comprendí que, a su manera, Bárbara me culpaba de la muerte de Lorena. Y entonces vi que un temor oscuro nublaba la expresión de mi madre, que me miró como sin atreverse a respirar, esperando mi respuesta. Como si la frase que yo estaba a punto de pronunciar pudiera desbaratar el delicado equilibrio de las cosas que se dicen y las que se callan; como si fuera capaz de formular esa réplica que me permitiría proseguir la vida con sosiego. Como si de verdad fuera mía la potestad de detener el movimiento implacable del planeta que, bajo mis pies, ya no dejaba de girar.

Índice

9

Punto de congelación

23

Intimidad

31

La incógnita esquiva

39

Último diálogo en el acantilado

53

Las adoratrices

65

Terciopelo rojo oscuro

79

El escondrijo bisbiseante

87

La conjura Bielefeld

105

Vida en las afueras

Llegados a este punto, de Elena Alonso Frayle, se terminó de imprimir en julio de 2012, en los talleres gráficos de JANO, S.A. de C.V., ubicados en Ernesto Monroy Cárdenas núm. 109, manzana 2, lote 7, colonia Parque Industrial Exportec II, C.P. 50200, en Toluca, Estado de México. El tiraje consta de mil ejemplares. Para su formación se usó la tipografía Borges, de Alejandro Lo Celso, de la Fundidora PampaType. Concepto editorial: Hugo Ortíz, Juan Carlos Cué y Lucero Estrada. Formación y portada: Iván Emmanuel Jiménez. Cuidado de la edición: Luz María Bazaldúa, Cristina Baca Zapata y la autora. Supervisión en imprenta: Iván Emmanuel Jiménez.