Literatura venezolana hoy: Historia nacional y presente urbano 9783954879830

Colección de estudios de especialistas europeos y americanos, sobre todo venezolanos y alemanes, que acerca al lector a

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Spanish; Castilian Pages 432 [436] Year 2019

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Literatura venezolana hoy: Historia nacional y presente urbano
 9783954879830

Table of contents :
INDICE
A manera de prólogo
Introducción
I. LITERATURA Y REALIDAD NACIONAL
La disolución del compromiso
La vitrina rota Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea
Literatura y país: reflexiones sobre sus relaciones
Fin de siglo: extremidades de la cultura venezolana
Ultimo ensayo venezolano: apuntes de fin de siglo
La función de la editorial Monte Avila en el proceso de la literatura venezolana
II. HISTORIOGRAFIA OFICIAL Y FICCION SUBVERSIVA
Historia entre ideología afirmativa y comprensión crítica: identidad nacional y conciencia histórica
La resistencia de la memoria: una escritura contra el poder del olvido
Textos en la frontera: autobiografía, ficción y escritura de mujeres
La verdad histórica en Tonatio Castilán o un tal Dios Sol de Denzil Romero
La nueva novela histórica en Venezuela: Denzil Romero o la desmitificación de la Independencia
III. VOCES DE REFLEXION
Lenguaje, erotismo e historia
Kaikousé. Hacia un ars narrativa
Los sinsabores de la voz propia
Personajes y perspectivas: inseguridad y fractura
IV. LA NARRATIVA ENTRE REALISMO Y EXPERIMENTO
Los espacios alternos en la novela venezolana
Meneses: el "Yo" imposible
La novela experimental en la literatura venezolana contemporánea
Los espacios imaginarios en las novelas de Salvador Garmendia, de Los pequeños seres a El único lugar posible
No sólo al margen de Gabriel Jiménez Ernán
El cuento corto en Venezuela
V. LOS CAMINOS DE LA POESIA
Trayecto de la poesía venezolana de los ochenta: de la noche a la calle y vuelta a la noche
Poesía venezolana: valija de fin de siglo
Entrar en lo bárbaro Una lectura de la poesía venezolana escrita por mujeres
Algunas anotaciones sobre la poesía contemporánea en Venezuela
Tráfico y Guaire: quince años después
Rafael Cadenas: en busca de una espiritualidad terrena
VI. UNA PRESENCIA VIVA: EL TEATRO
El teatro popular en Venezuela
Venezuela y Latinoamérica en la obra dramática de Luis Chesney Lawrence
EPILOGO
La literatura venezolana vista desde la Argentina
DOCUMENTACION AUTORES Y OBRAS
Indice onomástico

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Karl Kohut (ed.) Literatura venezolana hoy Historia nacional y presente urbano

Editores: Karl Kohut y Hans-Joachim König

Publikationen des Zentralinstituts für LateinamerikaStudien der Katholischen Universität Eichstätt Serie A: Kongreßakten, 20 Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt Serie A: Actas, 20 Publicares do Centro de Estudos Latino-Americanos da Universidade Católica de Eichstätt Série A: Actas, 20

Akten der Tagung vom 31. Januar bis 3. Februar 1996: „Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano" Actas del Simposio del 31 de enero al 3 de febrero de 1996: „Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano" Actas do Simpòsio do 31 de janeiro até o 3 de fevereiro de 1996: „Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano"

Karl Kohut (ed.)

Literatura venezolana hoy Historia nacional y presente urbano

Frankfiirt/Main • Madrid 1999

Secretaria de redacción:

Dr. Susanne Schwarzbürger

Composición tipográfica:

Jutta Spreng Vera Schubert

Impreso con el apoyo de la Universidad Católica de Eichstätt

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Einheitsaufnahme Literatura venezolana hoy : historia nacional y presente urbano ; [Akten der Tagung vom 31. Januar bis 3. Februar 1996: „Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano"] / Karl Kohut (ed.). - Madrid : Iberoamericana; Frankfurt/Main : Vervuert, 1999 (Americana Eystettensia : Ser. A, Actas ; 20) ISBN 84-95107-55-4 (Iberoamericana) ISBN 3-89354-921-8 (Vervuert)

© Iberoamericana, Madrid 1999 © Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 1999 Reservados todos los derechos Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en Alemania

INDICE A manera de prólogo

9

Introducción Karl Kohut: Sobre algunas paradojas de la literatura venezolana

I

11

Literatura y realidad nacional Salvador Garmendia: La disolución del compromiso

23

Luis Britto García: La vitrina rota. Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea

37

Ana Teresa Torres: Literatura y país: reflexiones sobre sus relaciones

55

Antonio López Ortega: Fin de siglo: extremidades de la cultura venezolana

67

Rafael Castillo Zapata: Ultimo ensayo venezolano: apuntes de fin de siglo

77

Alexis Márquez Rodríguez: La función de la editorial Monte Avila en el proceso de la literatura venezolana

85

II

Historiografía oficial y ficción subversiva

Hans-Joachim Kónig: Historia entre ideología afirmativa y comprensión crítica: identidad nacional y conciencia histórica Beatriz González Stephan: La resistencia de la memoria: una escritura contra el poder del olvido

115

Carlos Pacheco: Textos en la frontera: autobiografía, ficción y escritura de mujeres

127

Sonja M. Steckbauer: La verdad histórica en Tonatio Castilán o un tal Dios Sol de Denzil Romero

139

Vittoria Borsó: La nueva novela histórica en Venezuela: Denzil Romero o la desmitificación de la Independencia

151

97

III Voces de reflexión Denzil Romero (f): Lenguaje, erotismo e historia

179

Ednodio Quintero: Kaikousé. Hacia un ars narrativa

189

Stefania Mosca: Los sinsabores de la voz propia

197

Cristina Policastro: Personajes y perspectivas: inseguridad y fractura

205

IV La narrativa entre realismo y experimento Milagros Mata Gil: Los espacios alternos en la novela venezolana

213

José Balza: Meneses: el "Yo" imposible

227

Luis Barrera Linares: La novela experimental en la literatura venezolana contemporánea

235

François Delprat: Los espacios imaginarios en las novelas de Salvador Garmendia, de Los pequeños seres a El único lugar posible

243

Rafael Gutiérrez Girardot: No sólo al margen de Gabriel Jiménez Ernán

253

Laura Antillano: El cuento corto en Venezuela

261

V

Los caminos de la poesía

Javier Lasarte Valcárcel: Trayecto de la poesía venezolana de los ochenta: de la noche a la calle y vuelta a la noche

277

Eugenio Montejo: Poesía venezolana: valija de fin de siglo

293

Yolanda Pantin: Entrar en lo bárbaro. Una lectura de la poesía venezolana escrita por mujeres

305

Verónica Jaffé: Algunas anotaciones sobre la poesía contemporánea en Venezuela

321

Rafael Arráiz Lucca: Tráfico y Guaire: quince años después

333

Gustavo Guerrero: Rafael Cadenas: en busca de una espiritualidad terrena

339

VI Una presencia viva: el teatro Luis Chesney Lawrence: El teatro popular en Venezuela

351

Klaus Pôrtl: Venezuela y Latinoamérica en la obra dramática de Luis Chesney Lawrence

365

Epílogo David Lagmanovich: La literatura venezolana vista desde la Argentina

377

Documentación

391

Indice onomástico

421

En memoria de Denzil Romero (1938-1999)

A manera de prólogo Con las brumas heladas de Islandia sueña Eugenio Montejo en un poema, con sus inviernos, sus nieves. Con el frío de Noruega sueña Yolanda Pantin. No fue, sin embargo, ni a Islandia ni a Noruega, sino a una Alemania nevada y brumosa que llegaron unos veinte autores y críticos venezolanos en el invierno de 1996 para participar en el simposio Literatura venezolana hoy que se habría de celebrar en la Universidad Católica de Eichstätt, del 31 de enero al 3 de febrero. Tras unos días de estimulante intercambio de ideas, juicios y opiniones, emprendieron el retorno a su país para volver a presentar, gracias a la iniciativa de Milagros Mata Gil, las contribuciones al simposio en el clima tropical de Ciudad Bolívar, del 24 al 26 de abril del mismo año. En los años precedentes, por mi parte, había viajado varias veces a Venezuela para preparar el evento. Fue entonces que tuve la oportunidad de hablar con y entrevistar a un gran número de autores y críticos, y tanto de esas conversaciones como de una investigación más estrictamente académica, surgió el programa. Deseo agradecer a todos los que me ayudaron en este largo proceso de gestación, que me ofrecieron la tradicional hospitalidad venezolana y cuyos nombres sería muy largo enumerar aquí. A Salvador Garmendia, por su brillante conferencia inaugural, gracias. Deuda particular tengo hacia Oscar Sambrano Urdaneta, presidente del COÑAC, y hacia Maritza Jiménez, entonces cabeza de la Dirección General Sectorial de Literatura de la misma institución, que brindaron un generoso apoyo al simposio. Cabe igualmente mencionar al embajador de Venezuela en Alemania, Erik Becker Becker, quien, desde sus inicios, acompañó el proyecto y nos honró con su presencia durante los días del simposio. En lo que hace a la parte alemana, se impone recordar a una serie de instituciones. El Consejo Alemán de Investigación Científica (Deutsche Forschungsgemeinschaft), aseguró la financiación; el Servicio de Información y de Prensa del Gobierno Alemán (Presseund Informationsdienst der Bundesregierung) y su director Gerhard Kutzner ofrecieron a los invitados venezolanos un programa de información en Munich. Finalmente, el Director del Instituto Cervantes de la misma ciudad, Ignacio Olmos, facilitó el Instituto para una velada de lecturas, preparada en colaboración con el Centro Cultural Latinoamericano de Munich. Al cerrar estos párrafos introductorios, no puedo dejar de recordar la presencia de Denzil Romero quien, como hace más de dos siglos Francisco de Miranda, emprendiera el viaje a Alemania. A diferencia de su ilustre compatriota, cuya vida tejió en un ciclo inconcluso de novelas, el grand tour por las regiones boreales se convirtió para él en un tour de más modesta amplitud por las zonas australes. Su calidad humana, su personalidad desbordante, su vitalidad, su mente lúcida, hizo de Denzil uno de los centros del simposio. A él, quien falleció el pasado 7 de marzo de 1999, a su memoria viva en nosotros, va dedicado este volumen.

Eichstätt, en mayo de 1999

Karl Kohut

Introducción Sobre algunas paradojas de la literatura venezolana Karl Kohut

Olvidados y periféricos Antonio López Ortega ¿Cuál es, hoy, la identidad de Venezuela? ¿Cómo distinguirla, cómo definir su existencia cultural? ¿Qué rasgos le son propios? ¿Qué la diferencia y caracteriza entre los demás países de la América Latina y del mundo? Así se lo preguntó Juan Liscano en un ensayo publicado en 1979, contestando a sus preguntas con la frase resignada: Carecemos [...] de señal de identificación inconfundible; de rasgos precisos, tajantes, propios y reconocidos mundialmente (salvo, por supuesto, el petróleo)1. Discutir la identidad nacional es un rasgo común que comparten todas las naciones latinoamericanas, lo que prueban los debates en torno a la "mexicanidad", la "cubanidad", la "peruanidad", la "argentinidad", etc. En este sentido, las preguntas por la esencia de la "venezolanidad" no son la excepción, sino la regla. Sin embargo, pareciera como si en Venezuela las preguntas tuvieran un tono más angustioso, las respuestas un tono más dudoso que en los otros países. Las explicaciones que se leen o escuchan suelen ser en parte históricas, en parte geográficas. En el territorio venezolano no hubo cultura indígena comparable con la de los aztecas, mayas o incas. En la época colonial, lo que hoy es Venezuela tuvo el estatus de capitanía general y no contó, pues, con el esplendor de una corte virreinal. Si bien es cierto que tuvo un papel protagónico en los años de la emancipación gracias a la figura de Simón Bolívar, esta primacía se desvaneció cuando, después de su muerte, el mundo hispanoamericano se quebró en repúblicas independientes, y Venezuela pasó otra vez a una situación periférica. En cuanto a la ubicación geográfica, la misma no posee un rasgo predominante que permita su identificación —como los países andinos o los pampeanos—, sino que reúne en una síntesis las características del subcontinente: es caribeño, andino, llanero, selvático. Venezuela, podríamos decir, es todo y es nada, y tal vez es allí que encontramos las raíces de esta

1 Liscano 1979, 961 y 956; según indica el autor, escribió el ensayo en junio y julio de 1976 y lo corrigió y amplió en marzo de 1979.

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curiosa mezcla de autoafirmación y autocrítica tan típica de la cultura del país. Los venezolanos se sienten periféricos en la periferia, doblemente olvidados, en tanto que latinoamericanos y en tanto que venezolanos. Este esquema de argumentación se repite en el campo más restringido de la literatura. En una manera de manifiesto literario de 1972, José Balza, acompañado de Hanni Ossott y María Fernanda Palacios, escribió (según el resumen de Juan Liscano) que la literatura venezolana "no tiene escritura (en el sentido del estructuralismo crítico) ni exige participación del lector, ni estímulo, ni crea realmente un texto, ni se abre"2. Más recientemente, en 1994, en el Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana en Pittsburgh, el mismo Balza llamó a la literatura venezolana "la literatura de la Atlántida", porque, al igual que este continente mítico, parece haber quedado sumergida, es decir invisible3. A esta autocrítica se suma la queja de que la literatura venezolana no transciende las fronteras nacionales. "Más allá de nuestras fronteras no se nos lee, no se nos traduce", dijo Antonio López Ortega en el congreso de literatura venezolana celebrado en París en 1995 (en Delprat 1996, 310), retomando así un tópico corriente de la escena literaria venezolana actual. El ensayo de David Lagmanovich que hace las veces de epüogo de este volumen insinúa que estas quejas no son totalmente infundadas. La literatura venezolana carecería, pues, de identidad, de grandes nombres, de lectores fuera del país. Sin embargo, sería engañoso dar demasiada fe a esas voces de autocrítica. Dentro de sus fronteras, la literatura venezolana se presenta como una literatura nacional sólidamente asentada. Abundan las antologías del cuento, de la poesía, del ensayo venezolanos4. Son numerosas las historias literarias y los ensayos dedicados a distintos géneros o temas literarios: Diccionario general de la literatura venezolana; Suma de Venezuela (Mariano Picón Salas); Fuentes para el estudio de la literatura venezolana (Horacio Jorge Becco); Panorama de la literatura venezolana (Juan Liscano); Noventa años de literatura venezolana (José Ramón Medina), para mencionar sólo unos ejemplos de una selección más vasta5. Finalmente, cabe señalar en este contexto el proyecto de una Historia de la literatura venezolana con motivo del medio milenio de Venezuela, coordinado por Beatriz González, Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares. En cuanto al impacto en el extranjero, tampoco faltan signos de una sólida reputación. Es cierto que ningún autor venezolano entró en el canon del boom. También es

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Liscano 1995, 26. El texto original apareció en El Nacional del 8 de octubre de 1972, Suplemento "Séptimo Día, Papel Literario". 3 Otros dicen que la literatura venezolana sencillamente no existe. Cf. el comienzo del artículo de Rafael Gutiérrez Girardot en este volumen (253). 4 Cf. la selección de títulos en la bibliografía. 5 Habría que añadir los volúmenes Venezuela moderna. Medio siglo de historia 1926-1976 (1976 y 1979) y Venezuela contemporánea. 1974-1989 (1989) que incluyen al sector cultural y literario.

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cierto que se habla relativamente poco de literatura venezolana en el contexto hispanoamericano. Sin embargo, es innegable que los autores venezolanos tienen una presencia internacional. Arturo Uslar Pietri es una figura fundadora a escala continental. Igualmente, no faltan los grandes premios internacionales, así el Premio Biblioteca Breve (Adriano González León), el Premio Casa de las Américas (Miguel Otero Silva, Denzil Romero y Luis Britto García) entre otros6. Más recientemente, la literatura venezolana fue objeto de varios congresos internacionales. En 1991, Julio Ortega organizó, en la Universidad de Brown, un simposio con el tema "Venezuela: cultura y sociedad al final del siglo"; en 1994, en el marco del ya mencionado congreso de Pittsburgh, hubo una mesa redonda dedicada a la literatura venezolana, en la que participaron José Balza, Salvador Garmendia, Javier Lasarte, Antonio López Ortega y Juan Sánchez Peláez; un año más tarde, en 1995, el Centro de Estudios de Literatura Venezolana de la Universidad de Paris III (Sorbonne Nouvelle) organizó el coloquio "Literatura y cultura venezolanas"; a lo anterior se sumó el simposio de Eichstätt, el último hasta la fecha, según mi conocimiento. Habría que señalar, además, el número especial dedicado a la literatura venezolana de la Revista Iberoamericana (1994, núms. 166-167). Teniendo en cuenta todo lo dicho, no se puede ya mantener que el mundo académico internacional pase por alto la literatura venezolana. ¿Cómo explicar, entonces, esas autocríticas y quejas por parte de los intelectuales venezolanos, quejas que pueden parecer excesivas, sobre todo si son de fecha más reciente? Es cierto que podemos detectar en todas esas voces un dejo de autoironía, una tendencia (muy simpática) de burlarse de sí mismos. Sin embargo, hay en ellas un fondo serio que se puede resumir diciendo que los autores venezolanos confirman y niegan, en un mismo movimiento, la existencia de una literatura nacional. Escribir sobre la literatura venezolana significa, pues, enfrentarse con toda una serie de paradojas. El simposio cuyas actas se publican en este volumen7 se centró explícitamente en la literatura venezolana actual. El período delimitado abarca los últimos veinticinco años, con los comienzos, sin embargo, muy flexibles, para no excluir autores y corrientes que influyeron en la escena literaria actual. Esta definición de la materia plantea, sin embargo, dos cuestiones de principio: la cuestión espacial de las literaturas nacionales y la temporal del corte horizontal.

6

Para los premios que obtuvieron los autores de este volumen, cf. la documentación al

final. 7

El simposio fue el séptimo de una serie dedicada a las literaturas latinoamericanas recientes, siendo Argentina y México (ambos dos veces), Colombia y Perú las literaturas enfocadas anteriormente.

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El problema de las literaturas nacionales es un corolario lógico de lo que Beatriz González llama "la balcanización geo-política" de Hispanoamérica8. Desde los comienzos de la historiografía literaria en América Latina, se opusieron dos modelos, el de la historia literaria continental y el de la historia literaria nacional, sin que se haya logrado hasta la fecha un consenso en los mundos literario y académico. El debate en tomo a los dos modelos tiene algo de ocioso porque, al fin y al cabo, ambos corresponden a diferentes capas de la realidad y responden a exigencias igualmente justificadas, lo que se traduce en el hecho de que siguen publicándose tanto historias literarias hispanoamericanas como nacionales. Según la perspectiva, las literaturas nacionales forman parte de un sistema superior en el que las diferencias nacionales pasan a ser secundarias, o bien constituyen por su parte sistemas que se distinguen claramente entre sí. Esto último ocurre sobre todo si se considera la literatura de un país en estrecha relación con su historia. El caso de Venezuela es muy instructivo en este sentido, y volveré más tarde a este punto. En resumidas cuentas, literatura hispanoamericana y literatura nacional no me parecen ser conceptos que se excluyan mutuamente, sino que hay que concebir como polos de una tensión dialéctica, en el sentido de que nunca se debe olvidar el aspecto transnacional en lo nacional, y lo nacional en lo transnacional. En los últimos años, el concepto de literatura nacional ha sido discutido y hasta cuestionado mucho en su esencia misma, con el argumento de que correspondería a un falso concepto de unidad impuesto por las elites dirigentes que hace desaparecer la heterogeneidad de los productos culturales de un país. Ya en 1981, Antonio Cornejo Polar había señalado que esta asociación entre nación, cultura nacional y unidad tiene su raíz en la experiencia europea relativa a la formación de los estados nacionales (y se puede añadir lo que es obvio: que esa experiencia tiene poco que ver con la peculiaridad histórica de nuestros países) (1981, 10). Cornejo Polar acierta en señalar el origen europeo del énfasis exagerado en la unidad de las literaturas nacionales, énfasis tan nocivo para Europa como para América Latina. Sin embargo, también en Europa se ha reconocido que esta noción que prioriza la identidad única en contra de la heterogeneidad (sea étnica, regional, social o sexual) lleva a un empobrecimiento cultural. Por ende, la experiencia latinoamericana no sería opuesta, sino paralela a la europea. A esta idea falsa de la unidad nacional, Cornejo Polar opone una idea múltiple, plural, incluso contradictoria de la cultura y literatura "nacionales".

8

González Stephan 1985, 62. La discusión de la problemática por la autora sigue siendo sumamente instructiva. Cf. el artículo reciente Trigo 1998. Retomo, en lo que sigue, algunos argumentos que discutí en la introducción al volumen Literatura mexicana hoy (1991).

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En el mismo sentido, Beatriz González (1985, 73) subraya la importancia de la heterogeneidad (concepto central para el pensamiento posmoderno) y aboga por habilitar otro concepto de 'literatura nacional', que permita restablecer el carácter múltiple de las tradiciones y sistemas literarios de una literatura. Una historia nacional que gane para si la categoría de la pluralidad, es la condición básica para superar la imagen de la falsa unidad homogénea de las historias literarias continentales. Si he resumido aquí esas discusiones es porque quiero subrayar que el concepto de literatura nacional subyacente a este simposio (tal como a los anteriores) no es excluyente y no implica en modo alguno el de identidad unívoca: así, admite tanto el concepto de la literatura hispanoamericana vista como un todo, en sus rasgos comunes, como la pluralidad de voces. Queda aun por discutir la segunda problemática mencionada anteriormente, la que atañe al período considerado. La palabra "hoy" en el título del simposio indica un corte horizontal. Sin embargo, la capa temporal así delimitada comprende, como dije antes, más o menos los últimos veinticinco años en los que tanto el país como su literatura sufrieron cambios profundos. Por ende, el corte horizontal supone también un elemento vertical o diacrónico que nutre al "hoy" de una dimensión histórica. Más aun, los participantes se encontraron, por su edad, su formación, sus gustos, en diferentes momentos del desarrollo de la literatura y de la crítica literaria. De modo que lo que al principio parece ser un nítido corte horizontal es, en realidad, un conjunto muy complicado que estaría mejor caracterizado por el concepto acuñado por Ernst Bloch de la "no simultaneidad de lo simultáneo"9. En términos de método, los ensayos de este volumen se sitúan en la zona gris entre la crítica y la historia literarias, sin que se puedan trazar los límites nítidamente. Varios autores de este volumen destacan la vinculación de la literatura con la historia y los hechos político-económicos del país. Después de la caída de Pérez Jiménez en 1958, Venezuela había llegado a ser una democracia estable, hasta tal punto que el presidente Rafael Caldera pudo decir que el país parecía "una vitrina de exhibición de la socialdemocracia para América Latina" (cf. Britto García, 37). Venezuela era, como escribió Juan Liscano en el ensayo citado, "líder por el momento del Tercer Mundo, [y] lo seguirá siendo mientras que el petróleo constituya la principal materia prima de la energía" (1979, 961). En esos años, Venezuela acogió generosamente a los exiliados y perseguidos de las distintas dictaduras militares, siendo integrados al sistema universitario del país muchos de los intelectuales extranjeros. Se erigió la Fundación Ayacucho que ha hecho posible la prestigiosa colección de clásicos latinoamericanos; se creó el Premio Rómulo Gallegos de novela que se constituiría en más importante

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1995.

Otro concepto más, caro a los pensadores de la posmodernidad. Cf. en especial Rincón

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del subcontinente; se fundó la editorial Monte Avila que rápidamente ganó prestigio tanto en el país como en el extranjero. Venezuela se había convertido en un país céntrico dentro del subcontinente latinoamericano. Sin embargo, esta Venezuela de la bonanza económica parece hoy, como escribe Yolanda Pantin (311), un "país del fasto y del derroche". Desde los años setenta, la historia nacional se ha caracterizado por un descenso continuo, en el cual destacan algunos acontecimientos que constituyen hitos en este proceso (cf. en especial los ensayos de Luis Britto García y Ana Teresa Torres). Este proceso económico tuvo consecuencias nefastas tanto para la política nacional como para la sociedad. ¿Nefastas también para la literatura? Parece cínico decirlo, pero los años caracterizados por el descenso económico, político y social, es decir, por un empobrecimiento general, han sido años de una evolución espectacular en el campo literario, y eso mismo porque la literatura ha sido acompañante fiel de las evoluciones y cambios que sufrió el país, no en el sentido de cierta sociología de la literatura que la vió como expresión directa de la sociedad, sino en el sentido de un concepto más abierto que ve la literatura como una respuesta crítica y autónoma a los fenómenos político-sociales. La literatura venezolana actual es más viva, rica, y multifacética que nunca. La efervescencia común a todos los géneros explica la atención creciente que recibe tanto del público más restringido de la crítica literaria y académica como de un público más amplio dentro y fuera del país. La evolución nacional de la literatura venezolana ha llegado a un punto donde lo nacional se convierte en internacional. Quiero detenerme en algunos puntos de este proceso, que se discuten en los ensayos de este volumen. De modo general, la evolución de la literatura en el período que he delimitado está caracterizada por el paso de una literatura telúrica (Milagros Mata Gil habla incluso de un "hiperpaisajismo regionalista" (216) a una literatura urbana. A pesar de este cambio, las provincias y sus capitales no han perdido interés, sino que se han constituido en nuevos centros literarios. El realismo de la literatura rural cedió el paso al experimento literario, con Guillermo Meneses como iniciador, seguido por José Balza y otros más. Al mismo tiempo, el compromiso literario pierde en vigor y convicción, proceso que había sido comentado por Salvador Garmendia en la conferencia inaugural. Sin embargo, esos procesos intraliterarios no significaron un alejamiento de la literatura de los hechos político-sociales, sino la adopción de una forma más independiente, libre y autónoma de reaccionar ante ellos, combinando la temática político-social con formas altamente sofisticadas. Esta observación vale para todos los géneros, tanto la narrativa como la poesía y el teatro. El subtítulo "Historia nacional y presente urbano" acentúa la importancia de la literatura urbana dentro de la literatura venezolana actual, contraponiendo al presente urbano el interés por un pasado que no se restringe a lo nacional. Si bien es cierto que la novela histórica está de moda, hay que decir que en Venezuela el interés por la historia se despertó en sus autores mucho antes de que se hablara de la "nueva novela histórica": baste recordar las obras de

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Bernardo Núñez, Arturo Uslar Pietri y Francisco Herrera Luque. Lo anterior no quita la innegable importancia actual de la corriente histórica, sobre todo en la novela, pero también en el teatro. Una mención particular merece la literatura escrita por mujeres, sobre todo en los géneros de la novela y de la poesía. Me parece innegable que la participación de las autoras en la escena literaria del país es más intensa que en la mayoría de los otros países latinoamericanos. Sin ellas, la literatura venezolana sería otra y, por cierto, sería mucho más pobre. La estructura del volumen refleja los centros de interés de las conferencias presentadas. Los ensayos de la primera parte enfocan, desde diferentes perspectivas, las relaciones entre literatura y sociedad, sin que esta problemática esté ausente en los de las otras partes. En realidad, la preocupación por la dimensión socio-política de la literatura fue un leitmotiv de las discusiones del simposio, lo que se refleja en este volumen. La segunda parte se centra en la indagación histórica, mientras que las demás partes adoptan el enfoque de género literario, con una parte intercalada que reúne ensayos en los que algunos autores reflexionan sobre su obra y su escritura en el contexto de la literatura venezolana. El volumen se cierra con un ensayo sobre la recepción de la literatura venezolana en la Argentina para discutir, en un caso concreto, la repercusión de la literatura venezolana en América Latina. En los ensayos dedicados a los diferentes géneros se discute y menciona un gran número de autores y autoras, algunos de renombre internacional, otros tan sólo conocidos en los círculos literarios del país. En su conjunto, estos ensayos forman un panorama amplio y variado de la escena literaria. La parte dedicada al teatro, por el contrario, representa sólo un fragmento de la riqueza creativa de este sector de las letras venezolanas. Para explicar esta ausencia, podría señalar que el teatro suele ocupar un lugar marginal en los estudios literarios, y ello no sólo en Venezuela. En los volúmenes colectivos de Ortega (1993) y Romero/Márquez Rodríguez/López Ortega (1994) no hay artículo alguno sobre el teatro; en el volumen de Delprat (1995), uno solo; muy parecida es la situación en los grandes estudios de conjunto presentados por autores venezolanos (cf., p.e., Medina 1993 y Liscano 1995). Sin embargo, esta explicación me parece demasiado fácil porque prescinde de las causas profundas de esta marginalización del teatro en los estudios literarios. Teatro y literatura se han convertido en dos mundos que no se tocan, lo cual tiene sus raíces tanto en el lado literario como en el teatral. En ambos mundos, y por razones muy diferentes, podemos observar un menosprecio del texto teatral. Se trata de un fenómeno relativamente nuevo que todavía no se ha discutido lo suficiente. A nadie se le ocurriría excluir a autores como Shakespeare o Calderón de los estudios literarios; entonces ¿por qué esta separación que podemos observar en los estudios actuales? A pesar de que pueda parecer una banalidad, quiero insistir en que el texto dramático sigue siendo un texto literario, lo que vale incluso en el caso extremo de la creación colectiva que ha caracterizado la producción teatral en las últimas décadas, si bien con

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diferente vigor según los países. Los autores venezolanos —entre ellos, José Ignacio Cabrujas (muerto algunos meses antes del simposio), Isaac Chocrón, Román Chalbaud, Ibsen Martínez, Rodolfo Santana, Luis Chesney— han creado una escena teatral sumamente viva que ha atraído a los teatristas de todo el mundo. Una valorización literaria del teatro actual venezolano sigue siendo un desiderátum10. Al terminar estas reflexiones en torno a la literatura venezolana actual, quiero volver a la pregunta inicial: ¿qué sería lo particular de la literatura venezolana, cuál su aporte a la literatura latinoamericana? Los ensayos de este volumen constituyen una respuesta, tentativa y tal vez provisoria a esas preguntas. Paradójicamente, las autocríticas que aparecen de modo recurrente en este volumen, confirman el ser particular de esta literatura precisamente porque niegan su existencia en tanto tal. La literatura venezolana es altamente autorreferencial, lo que vale tanto para su relación estrecha con la realidad histórica y política del país como para su escritura. Los autores venezolanos se encuentran en la búsqueda de la realidad y de la identidad de su país y, al mismo tiempo, de sí mismos. Empero, en un movimiento dialéctico, en medio de este ensimismamiento, se abren al mundo. La literatura venezolana es universal porque es nacional. Creo que lo mejor que se pueda decir de ella es que enriquece al lector sin negarle el placer de la lectura, y confío en que este volumen ayude modestamente a darle el lugar que merece dentro del contexto latinoamericano.

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Cf. la colección de estos autores publicada por Monte Avila; entre los trabajos críticos sobre el teatro venezolano, quiero señalar los ensayos de Leonardo Azparren Giménez reunidos en sus libros de 1979, 1987 y 1994, y el volumen colectivo de Chocrón 1981.

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I LITERATURA Y REALIDAD NACIONAL

La disolución del compromiso Salvador Garmendia

Esta breve comunicación no será más que una conversación entre amigos, notable porque misteriosamente se está llevando a cabo a miles de kilómetros de nuestra casa, frente a unos anfitriones espléndidos y la asechanza de un frío aterrador (ahora mismo, permítanme el paréntesis, en mi casa de la playa cercana a Caracas, a orillas del mar Caribe los muchachos se tuestan al sol, hay sol hasta en las copas de daiquirí. Pero de todas maneras no me apena: también hay demasiada luz y demasiada superficie en el trópico y es bueno poder aproximarnos a la oscura profundidad del invierno, donde es posible escucharnos mejor a nosotros mismos). Bueno: todo esto me obliga a ser bondadosamente breve y no abusar demasiado de tanta paciencia generosa como la presente. Les adelanto que he creído prudente comenzar invocando de una vez la década de los años 60 de este siglo, que muy pronto, más pronto de lo que creíamos, comenzará a llamarse el siglo pasado, porque sé que de esta manera vamos a situarnos en el terreno más adecuado para entrar en contacto directo con el tema, nuestro tema, que hemos llamado la disolución del compromiso. Y es que de todas maneras parece que ya no hay forma de mirar hacia atrás desde el tope de la centuria, sin que se interponga, cerrando toda perspectiva, esa especie de ola colosal de los 60, cuyo espectro aún se eleva por encima de nosotros a modo de centelleante espectáculo, por cierto ahora más realista que verdadero. A muchos que fuimos sus participantes más o menos activos, ese montaje extravagante nos dejó sin respiración por largo tiempo y hasta es posible que aún queden algunos por allí todavía con la piel erizada, preguntándose si fue verdadero todo aquello, si ocurrió de verdad. Por mi parte, estoy convencido de que la década meteòrica en efecto tuvo lugar y el espectáculo dejó momentos sobrecogedores y relámpagos que todavía destellan. Fue al fin y al cabo un cegador juego de luces que se extinguió hasta consumirse, sin esperar a que bajara el telón y dejó la tarima vacía y las armazones chamuscadas. En este momento, una imagen se proyecta con perfecta fidelidad en mi conciencia. Vuelvo a ver, y muchos de ustedes seguramente podrán acompañarme en esta recreación, vuelvo a ver, la secuencia final de Woodstock, el histórico reportaje cinematográfico de esa asombrosa concentración humana, impulso espontáneo de una generación sin amos que hizo detener la respiración del mundo como si se tratara de una mágica resurrección, el traslado a la rutinaria realidad de una estampa religiosa amplificada muchos miles de veces. La cámara nos hace subir a la tarima donde unas horas antes Jimmy Hendrix había expropiado el himno nacional norteamericano y lanzó por los aires sus compases entre aullidos eléctricos. Desde esa tarima tenemos la visión completa

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de la gran explanada que albergó durante tres días a una multitud de 300.000 jóvenes, como sólo habían podido ser vistas, aunque espíritualmente contrahechas, en las concentraciones políticas fascistas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lo que tenemos es un amanecer mojado, desanimado, pálido. Sólo alguna pareja retrasada vaga inútilmente entre los desperdicios que el aire fatigado apenas consigue remover un poco. Nada ha quedado por aquí que no sea desolación y abandono. Ni cuerpos, ni almas, ni música, ni humo, ni nada que recoger del suelo. Un minuto después quedará la pantalla vacía. La década nos está enseñando su legado. Podríamos agregar como epitafio o dejarlo nada más como hoja al viento, la postrera serenidad y el sonido crepuscular y reflexivo de un poema, sólo un fragmento que nos devuelve a uno de los ángeles caídos de la era, Jim Morrison: Aún permanecen y en sus silenciosas habitaciones vagan las almas de los muertos, que no pierden de vista a los vivos. No tardaremos en cruzar las paredes del tiempo. Nada añoraremos excepto unos a los otros. Algunos años antes, el primero de enero de 1958, el amanecer caraqueño se vio repentinamente alterado por el rugido de aviones de guerra, que rayaban por primera vez ese trozo núbil del firmamento levantado sobre nuestras casas. Después, oímos caer algunas bombas que explotaron mal o simplemente no explotaron. Pero no era necesario dañar nada, en verdad. ¿Para qué queríamos más? Simplemente hacíamos un poco de ruido para que terminara de caer el dictador. Unas horas después, nos enteramos de que el pequeño déspota ya no estaba. En el último minuto había escapado a toda prisa, dejando olvidada y a medio abrir una maleta repleta de billetes de banco y otros infamantes papeles que hubo que recoger con las puntas de los dedos. Nos prometimos a nosotros mismos y de muchas maneras, todas inocentes, lo ratificamos al mundo, que aquél tendría que ser el último acto de ilegalidad, corrupción y oprobio que soportaríamos los venezolanos. Se iniciaba el período democrático. Un poco de clemencia, por favor. No me pregunten, qué pasó después. Hay muchos venezolanos aquí y sería como pedirles un minuto de vergüenza ante la abrumadora realidad de lo que ha venido ocurriendo con el sistema durante estos 38 años. Pero la historia aún no había sido escrita para nosotros y no íbamos a tener conciencia de nuestra participación en la década que se avecinaba, sino cuando pudiéramos observarlo todo en perspectiva. Ahora, finalmente, ella se nos pone delante en corte transversal. Podemos verlo todo adentro en una perfecta reducción a escala, provista de color y movimiento hasta en sus más pequeños detalles. Esto es posible en la actualidad, porque los acontecimientos son

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registrados, impresionados y almacenados minuto a minuto y los hechos humanos envejecen y mueren, muchas veces antes de que nos hayamos dado verdadera cuenta de que sucedían. Con el arte y la literatura, los 60 iban a desarrollar un ímpetu y una aceleración de tal naturaleza en el mundo, que hasta una simple enumeración de los hechos se nos vuelve problemática y factible de errores y omisiones. En siglos anteriores, lo sabemos, el arte se movía con una solemne lentitud. Hay un siglo entre Leoninus y Perotinos, pero la evolución del canto gregoriano que tuvo lugar en ese espacio y las sutiles variables estéticas que estos creadores propiciaron desde la llamada escuela de Notre Dame, apenas pueden ser advertidos hoy por los conocedores y seguramente en absoluto para los profanos. En 1913, Igor Stravinski desata una revolución sonora en París con la Consagración de la Primavera, en cuyo estreno los desconcertados espectadores casi dan lugar a un motín. Cincuenta años después, cuando ya hasta el dodecafonismo pinta canas, la Consagración empieza a sonarnos al oído como el romanticismo con tambores. Yo hago el intento de pasar la barrera y volver un poco a los años de la última posguerra, para ver si es posible vislumbrar como empezó todo. Ciertas películas, algunas canciones, unos cuantos libros reveladores nos mostraban la posguerra europea como una época de tonos oscuros, sombríos, precedida en lo espiritual por el existencialismo sartreano. Ciudades destrozadas, estómagos medio vacíos, suéteres negros, caras sin maquillaje. Las sobrevivencias más o menos salvables de una cultura anciana estaban siendo rescatadas de las ruinas, pero ya no traían respuestas para la vida corriente. El terror y el desaliento llenaban casi todo el espacio del mundo cotidiano. Las potencias almacenaban enormes arsenales atómicos y la sobrevivencia de la humanidad comenzaba a depender de un botón. La guerra fría afilaba cuchillos. Nosotros recibíamos un reflejo, un eco más o menos lejano de este cuadro social depresivo. Eramos espectadores de gradas entre candorosos y estupefactos, boquiabiertos más bien. Habíamos seguido las incidencias de la guerra mundial como si se tratara de un campeonato mundial de fútbol. El enemigo, que andaba por aquí más o menos, nos destrozaba a goles. Nuestras defensas se derrumbaban, mientras la propaganda aliada, de mil maneras trataba de inculcarnos una idea triunfalista en los hechos y esquemática en lo ideológico. La entrada de la nueva década concuerda con una actitud de desafío general. Inventar, crear, imaginar, asumir todos los riesgos aunque el objetivo aún no se percibía claramente. Todo estaba en quiebra o bajo observación y ahora parece que el veredicto final estaba redactado y firmado desde el primer momento. La vieja moral, las creencias, las ideologías, la conducta amorosa, hasta la música que se escuchaba y se bailaba se había vuelto vieja e inservible. Tal vez muchos jóvenes creían que seguían siendo marxistas, pero al mismo tiempo se daban cuenta de que la revolución bolchevique era un cadáver momificado y que ya no había nada que hacer con el instrumento de sus mayores. El único amanecer de la revolución se vio despuntar en el Caribe. Cuba. El centro de la

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expectación mundial de la era. ¿Pasábamos los hispanoamericanos de espectadores a actores de la historia? ¿Quién lo dijo primero? La estrella solitaria continuó alumbrando al final del camino durante un tiempo, la epifanía. Las decepciones empezaron a llegar demasiado pronto, pero el impulso que provocó aquel primer disparo, de veras estremeció al mundo. Mientras tanto, la máquina de los milagros proseguía en su faena sin control. No había fiel de balanza y los platillos bailaban una danza frenética, en medio del desplante irracional que lo confundía todo. Drogas, sexo, estridencia y un anhelo nunca satisfecho de libertad, contemplación y éxtasis. Los Beatles anuncian un nuevo reino, frágil, intocado, recién descubierto. La película El Submarino Amarillo es una canción de cuna. Santana, un músico latino de Nueva York, le mete candela por debajo al jazz académico con tumbadoras y bongoes. La música no será la misma desde ese momento. Bueno, este es el escenario: pero en realidad se trata aquí de retomar un tema que muchos consideran ya agotado y reponer en lo posible, aunque sea en la atmósfera de la nostalgia, una discusión que hace tiempo dejó de enseñar los dientes y crispar los dedos, aun en los ambientes que le fueron connaturales, las universidades. El compromiso. ¿Quiere decir que vamos a hablar de literatura? El compromiso del escritor con la sociedad y su tiempo. Es extraño que ninguno se haya levantado todavía para marcharse. Casi estoy por decirles que yo lo hubiera hecho si la situación fuera a la inversa. ¿Otra vez el compromiso, me dirán? Pero si ya nos habíamos desprendido de eso, las cuentas habían sido saldadas, el balance cerrado, la conciencia había quedado en paz. Es cierto. Pasados estos años, para la literatura ha ido desapareciendo el comisario político, engendro burocrático salido de aquel patibulario socialismo real, cuyo desmembramiento empieza ya a parecemos asunto de un pasado remoto; pero al mismo tiempo, en el occidente controversial y desquiciado, que no por elección nos pertenece, es la figura del crítico literario la que discretamente, pero tal vez con amarga resignación de fondo, principia a desdibujarse en la sombra. ¿Y ahora qué, decimos? Un nuevo factótum se apresura a ocupar el espacio vacante en este fin de siglo. Los escritores especialmente, quienes emergimos en los años 60, vemos levantarse delante de nosotros este nuevo poder como si fuera la pared del fin del mundo: estoy hablando de una forma aún más perversa y grotescamente simulada de la censura, reencarnada, perdónenme, en la figura antes emblemática del editor. ¡Pero por Dios! No pretendo traer a juicio aquí a quien fue para los venezolanos un habitante privilegiado de nuestros sueños de escritor, antes y después de la mitad del siglo; el gran editor que no tuvimos o que sólo pudimos presentir desde lejos, en medio del murmullo amortiguado de la fiesta que para nosotros tenía lugar, siempre fue así, al otro lado de la pared, Losada, Sur y Sudamericana en Buenos Aires, Joaquín Mortiz y el Fondo de Cultura en México y tantos otros en el Continente y más tarde, pasada la noche franquista, en España, donde el supremo editor y propulsor del boom latinoamericano era poeta y catalán y se llamaba Carlos Barral.

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Esos adelantados tienen ya su lugar en el cielo. Yo estoy aquí al extremo del siglo tratando de rescatar en la memoria lo que tuvimos una vez y constatar su progresiva desaparición en el tiempo, hasta encontrarnos hoy con el nuevo capitán de industrias, el paladín de las cifras de ventas que ha dejado de ser un ente vivo y comprobable, para disgregarse en lo abstracto. Es un consorcio, una corporación cuyo crecimiento se produce mediante el acaparamiento veloz de ilusos proyectos individuales. Digamos que diez editores catalanes, para plantear un pequeño acertijo que haría sonreír al torcido personaje de Batman, absorbidos por una transnacional en expansión, jamás alcanzarán a integrarse a un "planeta" posible. Desaparecen en el foso común y ya no volverán a ser reconocibles. Como si nos halláramos en las míticas galerías de Metrópolis, la inclasificable película de Fritz Lang, los centros de operaciones de las transnacionales de la industria editorial, parecen tener listo el proyecto definitivo que hará desaparecer el libro dentro de su propia negación, el best-seller, ese falsario de tapas cromadas que parece objeto de sala de baño. Desde ese momento, el paso de la literatura por las vitrinas de las librerías será cada vez más intrascendente y fugaz. Se diría que vemos acercarse peligrosamente el momento en que únicamente las universidades y algunos centros de cultura, tendrán a su cargo la producción de libros considerados de dudoso provecho comercial: vale decir, la literatura misma, aquélla a la que el tiempo preserva y protege como legado superior del hombre y no la simple y banal letra impresa, promotora del éxito fácil y el deslumbramiento banal. Más crudamente lo manifiesta Octavio Paz, cuando se refiere a cierta especie última de subliteratura feminoide y tramposa, como una manera de ganar dinero fácil. Muerta la década del compromiso, cesa el chapoteo de las consignas y los intentos por acuartelar la inteligencia con carteles políticos. Podría decirse que los escritores habíamos recuperado la libertad, pero sólo dentro de una camisa de fuerza. De todas maneras, el fantasma del compromiso salió de escena sin aclarar completamente su papel. ¿Compromiso con qué y hasta dónde? Que yo sepa nunca llegó a quedar claramente trazada la línea que debía separar los territorios en conflicto: la pasión individual y el puesto de combate, así que por comodidad y con el permiso de todos, voy a poner comillas imaginarias cada vez que el vocablo aparezca, como una manera de mantenerme dentro de la ambigüedad del asunto. Y sin embargo, si volvemos la mirada a esos años, veremos que el listado parecía muy concreto. Es cosa de ir sacando presas del sartén. La responsabilidad del intelectual ante la hora, la respuesta activa y militante de escritores y artistas frente a las desigualdades sociales, la toma de posición beligerante en el cuadro de la lucha de clases, el rechazo a la individualidad elitesca y la aceptación de una posición pública consecuente con los movimientos de masas. En estos y otros latiguillos de la anciana retórica política, ahora fatigante y estéril, se resumían las condiciones que eran como la

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cédula de paso y el carnet de respetabilidad que oficializaba la entrega del escritor al hecho estético, a la creación. Más adelante veremos cómo en el acontecer venezolano, el llamado a la acción política obtuvo siempre una respuesta clara y definida entre los escritores que en aquel momento se acercaban a los 30 años, y como al mismo tiempo las preferencias estéticas de muchos de ellos y la búsqueda de modelos para la creación, se inclinaron preferentemente hacia los movimientos nihilistas de comienzos de siglo en Europa, dada y el surrealismo, lo mismo que otras manifestaciones más recientes de la vanguardia como el movimiento beatnik o el teatro del absurdo, lo que se traducía en una exasperada desarticulación y redefinición del lenguaje, que evidentemente no favorecían en lo formal a la propagación de una literatura de trinchera edificante y popular. Un párrafo de Adriano González León que proviene de 1956, ejemplifica, mejor en la forma que en el contenido, el propósito insurreccional de aquellos textos vanguardistas de esos años, donde el lenguaje se hacía dueño de un fulgor poético retador y beligerante, como si se tratara de amalgamar el material de la escritura individual con el fragor y la impetuosidad destructivos de ciertas consignas revolucionarias no ortodoxas de entonces: Existe una posibilidad fulminante que justifica el hecho de escribir. Se trata de un afilado propósito hormonal que hace trizas todas las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos seguros que brota una posibilidad de resurrección. La tesis del compromiso literario y la responsabilidad del escritor ante la sociedad, empezó a hacer carrera en el mundo precisamente durante esos años inquietantes. Escritores y artistas compartieron una actitud intransigente y díscola, que rechazó con igual vehemencia el conformismo, la hipocresía burguesa tanto como los manuales de la pálida ortodoxia marxista (denunciados un día por el mismo Fidel Castro, que terminó quedándose dormido con un manual en la cabeza), siendo éste a su vez el instructivo ideológico que en toda esta mitad del siglo ha contado más víctimas y ocasionado todo género de terrores y frustraciones en las filas de la inteligencia, tanto como perversiones y simulaciones de todo tipo, especialmente del peor de los tipos, el tipo político real o el político de infiltración, que penetra sibilinamente dentro de los movimientos intelectuales y cuyos manejos subterráneos resultan aún más perniciosos. Engager es la palabra del francés mediante la cual Jean-Paul Sartre condujo el llamado a los intelectuales a la acción. Sin embargo, el vocablo, al ser traducido al castellano, sufrió como si dijéramos un golpe semántico en la nuca que lo dejó sensiblemente atarantado y en ciertos momentos irreconocible. Porque el objetivo inmediato de la proposición sarteana tenía un cierto sentido de solidaridad gremial: alerta de último minuto, dirigida a los integrantes del equipo y advertencia final de la hora para engancharse al carro de la revolución

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en marcha, cuyo avance a través de la dolorida Europa parecía indetenible y definitivo. Con seguridad el tren no iba a pasar dos veces en una misma vida frente a la cola de los desprevenidos y miopes que siempre esperan la última hora. Pero resultó que la palabra "compromiso", en castellano encierra más bien un sentido ético y legalista y tiene que ver muy de cerca con la obligación moral, la fe de la promesa empeñada, el contrato entre litigantes, un convenio en fin entre mitades en discordia en cuyo seno se admite la figura del mediador. La expresión del filósofo contenía un significado coloquial y urgente, a modo de alerta callejero dirigido a la conciencia del escritor en esa congestionada mitad del siglo. Engancharse ahora era la opción final disponible para escritores y artistas; irse colgado de la ventanilla o de cualquier otra manera, ya que lo otro era repetir el cuadro melancólico de los tímidos y despistados dejados otra vez por la historia. En general, a los escritores venezolanos de los años 60, el llamado al compromiso del escritor con la sociedad y su tiempo no les tomó desprevenidos y en todo caso vino a proporcionarles un basamento teórico prometedor, por su carácter irreverente y novedoso. La proposición vino pues a esparcir su semilla en un amplio terreno previamente ganado y dispuesto para recibirla. Porque en la práctica, la conducta del escritor venezolano jamás fue esquiva a las responsabilidades políticas que su país le reclamaba. El papel que la historia le señalaba en la defensa de los principios fundamentales de libertad y justicia, fue asumido con autenticidad por el escritor desde el primer momento, aún en las situaciones más comprometidas, siempre con plena aceptación del riesgo personal. Los diversos grupos literarios de componente juvenil que aparecieron en Venezuela en los años inmediatamente posteriores a la dictadura del 50, testifican con amplitud sobre la autenticidad de esta conducta. El crítico uruguayo Angel Rama, por largos años afincado en Venezuela, en uno de sus acertados ensayos sobre las particulares manifestaciones de la vida cultural venezolana escribió lo que sigue: De los numerosos movimientos artísticos venezolanos que confieren su particular nota tumultuosa a la década de los sesenta en Caracas, hubo uno que se distinguió por su violencia, su espíritu anárquico, su voluntaria agresividad pública, haciendo de la provocación un instrumento de investigación humana. Fue el que Ubérrimamente se autodenominó El Techo de la Ballena. Quien les habla en este momento participó de esa aventura. Me acompañaron Adriano González León, narrador de vasta resonancia en el idioma, premio Seix Barral de 1967, junto a un grupo de poetas de vanguardia como Juan Calzadilla y Francisco Pérez Perdomo, Ramón Palomares, Luis García Morales, Efraín Hurtado, Caupolicán Ovalles, Damazo Ogaz y Edmundo Aray y en especial un artista plástico y poeta Carlos Contramaestre, el gran magma de esa generación de estetas revoltosos, a quien le tocó bautizar el movimiento colo-

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cándolo bajo la mítica invocación de la ballena, a tiempo que lanzó una primera andanada con la exposición de la Necrofilia en 1962. Fue un auténtico cataclismo de cercana estirpe sadiana, que sembró el pánico y la consternación en medio de la gran majadería cultural caraqueña de ese tiempo. Huesos y visceras de animales recién descuartizados cubrieron las paredes del garaje, que sirvió de escondite para la consumación del sacrilegio. En una fotografía del catálogo rotulada como El artista en su taller, aparecía Contramaestre en el momento de elegir cuidadosamente las piezas para su trabajo, inclinado sobre un satánico mesón del matadero público. Contramaestre proponía, más que un ademán iracundo y exhibicionista, una respuesta cargada de sangrienta ironía al muy real y cotidiano ejercicio de brutalidad y represión armada, que la policía del régimen ejercía descaradamente en las calles. Un año antes, el Homenaje a la Cursilería, al decir de sus presentadores "gesto de franca protesta ante la permanente e indeclinable farsa cultural del país", desplegó en esas mismas paredes la ridiculización de una serie de fragmentos, de una evidente puerilidad y desatino, pertenecientes a notables figuras literarias del medio con ejercicio y reputación de intocables. La venenosa travesura hizo erizar pieles sensibles y contrajo mandíbulas encolerizadas en las esferas del oficialismo y la buena sociedad de las letras. En los manifiestos del Techo quedó claramente señalado el carácter insurreccional de sus acciones públicas, sin disimular un propósito de abierta solidaridad y más o menos encubierta logística con las organizaciones guerrilleras que aparecieron en esos años en distintas regiones del país, siempre con la montaña como símbolo, trasladado de la reciente epopeya cubana. La receta contenida en estas epístolas reunía todos los ingredientes del caso y en este momento casi podemos anticipar sus conclusiones a partir de la primera línea: No es por azar que la violencia estalle en el terreno social como en el artístico para responder a una vieja violencia enmascarada por las instituciones y las leyes. De ahí los desplazamientos de La Ballena. Como los hombres que a esta hora se juegan a fusilazo limpio su destino en la Sierra, nosotros insistimos en juzgar nuestra existencia de escritores y artistas a coletazos y mordiscos. En aquel momento, para los balleneros, como quizás para toda la literatura del Caribe, Jorge Luis Borges es todavía una advocación lejana. Nos suena extraño, incomprensible a veces. Un incómodo pero inquietante vecino de otro lado, que deja pacientemente su sombrero en la percha y se sienta a esperar. Más tarde, la lectura de "El hombre de la esquina rosada" nos confunde más todavía y nos atrapa en una red de imprecisiones y temblores. Esa era la lengua que esperábamos. En esa esquina el habla que queremos se juega su lugar a cuchillo. Borges empieza a ser para muchos el punto de fuga hacia donde convergen todas las líneas. Pero aún falta un poco para eso. Es paradigmático el tono del primer manifiesto del Techo, donde vemos cómo el torbellino de la insurrección se abre paso, en el tiempo de la literatura,

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infeccionado por lo más convulso y abrasivo de la materia en movimiento. La prosa de esos documentos, que hoy sólo podemos releer protegidos por una sonrisa tolerante, se hermana con los ademanes agresivos de la pintura informalista, que causaron revuelo y desconcierto desde sus primeras apariciones en algunas galerías vanguardistas de Caracas. En las obras del grupo de pintores enganchados a La Ballena, estalló con inusitada libertad de lenguaje una plástica de lo efímero y marginal. La feroz arrogancia de las basuras, las sobras de los días recogidas de la vía pública. Alberto Brandt, un artista errabundo, segregado de las galerías y las prerrogativas oficiales, apenas quiso dejar atrás alguna que otra huella material de su trabajo y sin embargo permanece como un conductor, a medias presentable, casi abstracto de aquella cofradía subversiva. Alberto llevó a cabo la demolición de su estética en la propia vida y fue un duelista risueño y temerario que dejó al descubierto la situación a la que se enfrentaron los artistas de ese entonces, envueltos en un exasperado afán de libertad al par que de rechazo a las imposiciones y chantajes del sistema. Veremos cómo un párrafo de ese manifiesto inicial del Techo repone, con los instrumentos del lenguaje, la textura ofensiva y las vertiginosas combinaciones del azar que envuelven y agitan la materia en la obra informalista de Brandt o de Daniel González, por ejemplo: La materia se trasciende, las texturas se estremecen, los ritmos tienden al vértigo ese que precede al acto de crear que es vilentarse, dejar constancia de lo que se es. Daniel González, quien en sus buenos ratos fue diagramador y en gran medida responsable de los jocosos desafueros gráficos del Techo, tenía también a su cargo las fotografías de la revista. Rayado sobre el Techo publicó a toda página la foto de una estatua pedestre de Jorge Washington que se levanta en una plaza de Caracas. Captada por la lente perversa de Daniel, la figura maciza del procer deja asomar en su mitad lo que no parece ser otra cosa que un cipote de dimensiones colosales, heroicamente levantado al cielo, el cual parecía amenazar a la ciudad entera con la inminencia de una terrorífica descarga seminal. Quedaba así legitimada para siempre la patriótica denominación de padre de la patria que su país había otorgado al héroe. El desdén arrogante de los surrealistas por la literatura como depositaría de convencionalismos y delicuescencias, es compartido por los compromisarios del Techo. "Lo inoportuno del ejercicio culto", dice Adriano González León, "la triste invalidez de lo literario". Sin embargo, un fragmento de prosa del poeta más lanzado de su generación, Caupolicán Ovalles, el poeta desbordante y profético de Yo Bolívar Rey, nunca dejará de ser lo que al parecer jamás se propuso el poeta (pero esto ocurrió muchas veces en la impaciencia de esos años, cuando muchas cosas salían de la imprenta antes de que sus autores hubieran terminado de pensarlas), un ejercicio literario pulido y preciosista y hasta con sus pases tal vez involuntarios de castiza y quevediana sonoridad:

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Nuestra ciudad, rosa del monopolio, doncella del monopolio, adúltera del monopolio y señora del bien. Caracas es del mar y de los oceános, y por más que se haya interpuesto el Avila, siempre hemos respirado aire de mar, y porque siendo ella del mar y perteneciendo nosotros a él, tenemos la evidencia de que algún cataclismo —norma de conducta de la tierra— permita el ejercicio del baile de la ballena sobre nuestras tumbas. Voces no inscritas implícitamente en el movimiento ballenero, aportaron a la década una dimensión poética y una libertad de lenguaje quizás más riesgosa y con seguridad más perdurable y veraz que todas las estridencias y tomas de partido. Víctor Valera Mora, el Chino Valera, líder y cantor mayor de una nueva ola literaria semiclandestina de los sesenta, rebelde y agitada igualmente por la inconformidad y la desesperanza, muestra su martirizado carnet de identidad, cuando admite en uno de sus poemas de adolescencia, "Nací de parto bravo / y vivo sin dolerle a nadie". Más tarde escribe odas que combinan un sabor antiguo de tablado de feria, de carcajada y voz admonitoria lanzada a los cuatro vientos por encima de la multitud desposeída: A seiscientos kilómetros por hora cuestiono todo / no tengo paz ni sosiego y digo y cuestiono todo / me dejo llevar me gusta cuanto me sucede / el animal que soy sobre las catedrales husmeando / mi desmedido desenfado mi boca salvaje / cerrando y abriendo puertas espantosas / la micromáquina filmadora de sueños / una escalera una antorcha para quemar la nueva Babilonia / desde arriba y desde abajo asalto el círculo / esta noche dormiré en los tejados para no comprometer a nadie / de paso me orino en el parque de los escritores / nos conducimos por dentro y por fuera / enero sin suéter cuello de tortuga es conflictivo / nada cae por su propio peso menos la desdicha / a esta velocidad soy el único / que ha visto lo lejos y lo inmediato del desorden / conozco tales deidades que me dan risa / entonces he aquí al hombre que no tenía sombrero y necesitaba / trabajar con sombrero y salió a la calle con su mujer desnuda / sobre su cabeza y en la parada del carrito por puesto encontró a su amigo / del alma y éste preguntó / '¡esa no es Eloísa!' y él le dijo / —'sí, pero no creo que se note mucho' y el amigo del alma respondió— 'bueno la verdad que regular'. Pero la era también cierra puertas, pone masilla en las ventanas del apartamento para que el ruido de las cosas no penetre y el poeta escribe Oficio Puro bajo la luz de tubos de luz fluorescente, junto al brillo de las lozas de una sala de baño: Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor / En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor / Cómo ve el rostro

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de los demás y cómo ven el rostro de ella / De qué color es la piel de una mujer que recién ha hecho el amor / De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor / De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor / Saludará a sus amistades / Pensará que en otros países está nevando / Encenderá y consumirá un cigarrillo / Desnuda en el baño dará vuelta / a la llave del agua fría o del agua caliente / Dará vuelta a las dos a la vez / Cómo se arrodilla una mujer que recién ha hecho el amor / Soñará que la felicidad es un viaje por barco / Regresará a la niñez / Cruzará ríos montañas llanuras noches domésticas / Dormirá con el sol sobre los ojos / Amanecerá triste alegre vertiginosa / Bello cuerpo de mujer / que no fue dócil ni amable ni sabio. En otra parte, lejos de todo lo que antes hablamos, otra forma de la soledad, abierta en medio del estruendo, nos descubre los sentidos ocultos y la temida y temeraria lucidez de lo real. Rafael Cadenas, poeta que oculta su voz en los años 50 entre la persecución y el exilio, se vierte en la siguiente década, para encabezar todo un movimiento que toca en las capas más reservadas de la expresión lírica y la exploración de la conciencia. Un poema de 1958, "Una Isla", testimonia la reinserción del poeta a las costumbres recobradas: Vengo de un reino extraño, / vengo de una isla iluminada, / vengo de los ojos de una mujer. / Desciendo por el día, pesadamente. / Música perdida me acompaña. / Una pupila / cargadora de frutos / abandonados / se adentra / en lo que ve. Mi fortaleza, / mi última línea, / mi frontera con el vacío / ha caído hoy. / Música entregada en el desastre. / Mis manos han sentido crecimientos puros. / El amor ya no avanza ahogándose en preguntas. / Claridad sin quimera se insinúa, lenta. La poesía de Miyó Vestrini propone un encuentro chirriante y mal herido con la realidad, realidad malgastada de los días, los trastos que esperan en el fregadero, la canción en un surco rayado, la madrugada yaciendo en las copas y una maltratada pureza que sólo lo impuro reconstruye: A esta hora no se sabe qué hacer y es siempre a esta hora de putos y perros y necios, cuando recuerdo. Todos los días, perdido este tiempo, tú sabes, el rostro entre las manos, las piernas recogidas, la viva imagen del dolor en la pesadez de la tarde. Inmóvil en los escombros, inmune a los desastres, no puede ser ya de otra manera. Y es la misma hora la de hoy la que vendrá todos los días la que me jode.

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Una proeza literaria, Abrapalabra de Luis Britto García, ganó el premio Casa de las Américas de Cuba en 1979. Nunca la literatura venezolana se había propuesto un programa de esas dimensiones ni el lenguaje había aceptado un reto tan crucial, tan definitivo como el que se plantea en cada página, en cada renglón de esta novela sin límites, sin principio y sin fin. ¿Novela, preguntamos? La literatura de este siglo ha dejado claro que novela es todo lo que pretenda la totalidad: tiempo, espacio, forma, contenido penetrándose unos a los otros, subdividiéndose hasta la anulación de toda lógica y todo raciocinio. Abrapalabra se organiza dentro de ese intento y llega a ser totalmente novela en cada fragmento, en cada toma de aire, en cada relámpago de lucidez. Una y mil novelas enfrentadas, paralelas, simultáneas, proyectadas hasta el infinito. Repetiré en este momento el procedimiento que considero más apropiado para penetrar dentro del laberinto de Abrapalabra, donde cada intersección es una salida y cada salida el regreso a nuevos pasadizos. O sea, que abriré el libro sin mirar, convencido de que voy a caer justo donde hubiera querido llegar... Esta vez, por casualidad, en el párrafo 98 de Etapas de una Mano, sorprendente ejercicio de disección de un objeto, que se desprende de la anatomía y pasa a encerrar un universo. Se trata de una de esas técnicas prodigiosas, que sólo Luis Britto es capaz de manejar con incomparable destreza: Arrasadas por la primera oleada entròpica, las huellas digitales se encienden, brillan mariposescamente en las noches del tiempo, maculan un rostro, un cheque sin fondos, una pistola. Fulguran sembradas sin germinación posible en las taquillas de los cines, en las salas de espera de los dentistas, en los volantes de los automóviles, en monedas que la mano ha tocado y que otro gasta, en alguna pared en la que se ha apoyado, en algún trapo que ha tirado y que ahora viste un mendigo. La reiteración de las huellas de la mano crea manchas crecientes en sitios opresivos: cabelleras solares que iluminan la cotidianidad; el plato de sopa, la cabecera de la cama, los senos de una mujer, tan tocados. Se cruzan con otras huellas improbables, como hileras de hormigas. Sus redes retroceden en el tiempo, fosforesciendo. También avanzan en los días, se detienen. Nosotros los venezolanitos de hoy no hemos peleado en ninguna guerra. Pero hay que pelear en una guerra y salir vivo para no hacer demasiadas preguntas y por lo menos tener una respuesta a mano que resulte creíble. Los 60, también para nosotros fueron una guerra. Pero una guerra sin enemigo visible o donde el enemigo decidió no darse por aludido. En realidad, la libramos día por día dentro de nosotros mismos, sabiéndonos sin decírnoslo que estaba perdida desde el comienzo. Ganaría el acomodo. Al final, lo esperábamos, nos aguardaba el puesto. Habría una silla para cada uno. Una silla debajo del culo, que aunque tiene una pata menos sigue sosteniéndonos perfectamente.

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Tuvimos también nuestras guerrillas del 60, un torneo de entusiasmos casi siempre pueriles o ingenuos que se desvanecieron antes de completarse al menos como derrota. Fue perdiendo pedazos como en los sueños y exhibiendo impúdicamente una desnudez magra y sin atributos. Sus dirigentes, integrantes de un estado mayor sospechosamente invulnerable donde jamás se registró una sola baja, son hoy, algunos de ellos, tal vez los más sonados, parlamentarios sin credibilidad o achacosos miembros del gabinete. La carrera del compromiso terminó, pues, sin ganadores pero tampoco hubo derrotados. La dignidad de la derrota no estaba en los planes. Tampoco quedó nadie para cerrar el balance ni hubo un expediente que guardar. Se disolvieron los buenos propósitos, el ya verán, el mañana será... Pero hay que conjurar la nostalgia y dejar lo demás en las manos del tiempo, que al fin y al cabo es el único juez insobornable, porque sus sentencias jamás se ejecutan.

La vitrina rota Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea Luis Britto García

Cristales rotos Hacia 1970 Venezuela parecía, como dijo alguna vez el presidente Rafael Caldera, una vitrina de exhibición de la socialdemocracia para América Latina. Tras una década de lucha guerrillera, la izquierda deponía las armas. El aumento de los precios de los hidrocarburos permitió al Estado comprar a un mismo tiempo la industria petrolera y la disidencia. La propaganda oficial del inmediato gobierno de Carlos Andrés Pérez definió el estancamiento del conflicto mediante el superlativo: se hablaba de "La Gran Venezuela". A la paz política se sumaron la paz social, la paz laboral y la paz intelectual. Tres pedradas fracturan irremediablemente el cristal de esta vitrina. En 1983, colapsa la Hacienda Pública populista, sostenida por el ingreso petrolero y el endeudamiento externo. En 1989 un alzamiento popular espontáneo sacude todo el país en protesta contra el programa neoliberal de Carlos Andrés Pérez, y es sofocado sólo tras una semana de sangrienta represión. En 1992, dos alzamientos militares están a punto de derrocar al gobierno electo. La ruptura del cristal deja al descubierto un panorama sórdido. El 80% de la población del país es pobre; las administraciones populistas han acumulado una deuda pública de 27.000 millones de dólares. La cancelación de sus intereses consume cerca del 40% del ingreso fiscal. En 1993 revienta la que es proporcionalmente la peor crisis financiera del mundo: los dirigentes de 18 entidades bancarias huyen llevándose en ahorros y auxilios financieros cerca de la mitad del circulante del país.

Cultura fracturada Por tanto, apenas en dos décadas ocurre el colapso de tres proyectos modernizantes: el revolucionario marxista de la izquierda, el populista de colaboración de clases y el neoliberal promovido por el gobierno de acuerdo a las instrucciones del Fondo Monetario Internacional. Como el resto del mundo, Venezuela es lanzada a las incertidumbres de la crisis económica, la deslegitimación política y la anemia moral. Toda clausura de proyectos tiene definidos efectos culturales. Las corrientes estéticas son expresiones sensoriales del paradigma cognoscitivo imperante en la época en que se desarrollan. Así como el populismo produjo un arte populista y la insurrección radical inspiró una estética revolucionaria, el vacío que deja la caída de ambos proyectos da paso a un conjunto de fenómenos parecidos a los que la crítica denomina tardomodernos o postmodernos.

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La mejor definición de la postmodernidad es la de crítica de la modernidad, y las más válidas de estas críticas las formulan revoluciones, vanguardias y contraculturas. Pero en sentido académico se acostumbra a atribuir a cierta postmodernidad un conjunto de rasgos que abarcan lo filosófico, lo político, lo económico, lo cultural y lo estético. Su paradigma ideológico consiste, ante todo, en un rechazo de la razón, que se traduce en la prédica del nihilismo y en la aniquilación del sujeto. Este panorama se complementa con una negación de la Historia entendida como progreso o como proceso racional, y con una deslegitimación de los llamados "metarrelatos" o "narrativas de sentido connotativo". Tal ideología tiene por corolario político la prédica del debilitamiento del Estado y del compromiso, y por dogma económico la omnipotencia del mercado. A estas postulaciones filosóficas, políticas y económicas, corresponden en el plano estético el rechazo de la racionalidad y la funcionalidad; el abandono del canon de la novedad y la función crítica de las artes, y la recuperación ecléctica de los signos de estéticas anteriores. Debo dejar sentado, desde el comienzo, que creo que las verdaderas críticas de la modernidad son las formuladas por revoluciones, contraculturas y vanguardias. Los restantes rasgos asociados con la tardomodernidad o postmodernidad no son otra cosa, en mi concepto, que la inmolación total de la cultura y de sus valores de uso al paradigma del valor de cambio representado por el mercado.

Muerte de la razón Y, sin embargo, este conjunto de postulaciones de cierta postmodernidad o tardomodernidad académica encuentra su correlato en algunas de las tendencias de la vida y de la cultura venezolana del último tercio del siglo XX. Anteriormente, las ideologías dominantes en el país postularon la esencial inteligibilidad del mundo, y sus respectivas estéticas reflejaron esta afirmación. El escolasticismo colonial, la ilustración de las repúblicas oligárquicas, el romanticismo liberal, el positivismo de las dictaduras andinas, el neopositivismo populista y el marxismo inspiran obras estéticas que describen un universo esencialmente cognoscible y modificable. Pero con la derrota del proyecto radical declina la serie de puestas al día literarias vanguardistas que lo acompañaron. Pacificada la insurgencia, desaparece la literatura de la violencia política. Con el ingreso de los partidos progresistas en diversas formas de arreglo populista, se eclipsa el tema del compromiso del escritor. Los aparatos culturales oficiales desalientan tales manifestaciones literarias y subsidian, alientan, premian, editan y difunden una producción desideologizada. Gran parte de los creadores parece enfrentarse a una existencia nacional e individual sin proyecto. Pues no se trata sólo de la aparente caída del paradigma revolucionario: el ideario populista se fractura entre la corrupción y el colapso fiscal, y el neoliberal colapsa entre la insurrección popular y la crisis bancaria.

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Correlativamente empieza a dominar en el arte y en la narrativa venezolana la representación de un cosmos que ya no es aprehensible por la razón. Intencionalmente elige Gabriel Jiménez Ernán como epígrafe de Los dientes de Raquel un texto de Robert Escarpit según el cual "las cosas ya no serán lo que son y un viento de inquietud barrerá el frágil edificio de las tranquilizadoras evidencias. Cada uno descubrirá su soledad y todos descubrirán su extrañeza" (1973, 9). El cruce de fronteras entre realidad y delirio, el acceso a universos paralelos contradictorios y la paradoja se vuelven temas centrales de una narrativa que había sido preponderantemente realista. Beatriz González Stephan señala la presencia en ella de un conjunto de rasgos que parecerían estar inscritos dentro de los parámetros de cierta estética postmoderna: Como apuntamos anteriormente, un análisis detenido del campo semántico del sistema narrativo de este período revela como matriz dominante una presencia casi reiterada de un léxico acentuadamente de carga negativa, que configura isotopías que giran alrededor de la muerte, el vacío, desapariciones, persecuciones, fracasos, soledad, hundimiendo, estar atrapado, cansancio, polarización entre cieloinfierno, poder volar, escapar, suicidio, búsqueda, deambular, percepciones inverosímiles de la realidad, situaciones circulares, tiempo estancado, asfixia, enajenación, utopías que se deshacen, mundos fantasmagóricos (1992, 218). Los mismos rasgos, en un momento u otro, son aplicables a la obra de casi la totalidad de los autores del período. Las paradojas metafísicas, los juegos de aporías, la relativización de lo narrado y las fábulas sin moraleja son los territorios narrativos de José Balza, de Gabriel Jiménez Emán, de Sael Ibáñez, de Humberto Mata, de Ednodio Quintero, de Armando José Sequera, de Iliana Gómez Berbesí, de Santander Cabrera, de Armando Luigi Castañeda, del filósofo José Manuel Briceño Guerrero y, en parte, de quien esto escribe.

Nihilismo Pues cuando el mundo deja de ser legible, nos volvemos ilegibles. Una determinada concepción del universo lleva implícita una escala de valores. Un cosmos inaprehensible comporta valores ilocalizables. La derrota de los proyectos revolucionarios y la deslegitimación paralela de populismos y neoliberalismos plantea para el intelectual una situación cero. Ya en 1970, el exguerrillero Argenis Rodríguez la anticipa en el párrafo inicial de Gritando su agonía: A usted lo localizaron primero sus antiguos compañeros que la policía. Ellos sabían de su hermana. Antes, cuando usted militaba en las Faln los trajo a este apartamento. Usted confiaba en sí mismo. Usted trabajaba abiertamente. Usted se jodio completo. Usted tiene doce muertos y un dineral encima. Usted está por mearse y pegarse un tiro. Tal vez esto último sea lo más recomendable para

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usted. Aquí no hay escapatoria posible. Si usted se suicida se alegrará un gentío. Se acabó todo para usted. El Mundo ya no es el mundo. ¿De qué le sirve saber que fuera de este apartamento bulle la vida? ¡De nada! ¡Absolutamente de nada! (1970, 11) Y veinte años después, en Juana la roja y Octavio el sobrio de Ricardo Azuaje (1991), la madre revolucionaria apenas puede decirle a su hijo conformista lo siguiente: Estoy con este revólver preparándome para algo que puede terminar mal porque no conozco una alternativa mejor, dime una y lanzaré yo misma esta monstruosidad por la ventana. Pero no sabes de ninguna otra ¿verdad? Yo tampoco, aunque sospecho que deben existir varias en alguna parte. No puedo quedarme sentada esperando a que aparezcan, ése es mi problema, no tengo paciencia, nunca la tuve, tú eres una prueba (1991, 47s).

Muerte del sujeto Según cierta postmodernidad académica, la muerte de la razón y la disolución de los valores traen consigo el desvanecimiento tanto del sujeto colectivo protagonista de la Historia, como del sujeto individual materia de la introspección. Este proceso filosófico tiene también su correlato en la narrativa venezolana que arranca de los setenta. Ello marca una diferencia con la ficción de los narradores influidos por el positivismo y por la violencia, que escribieron, ante todo, novelas del sujeto. Pues el sujeto positivista es el civilizado en lucha contra un objeto: la barbarie. Con frecuencia el título de la obra bautiza a un personaje decisivo, polo de un antagonismo: Ifigenia, Memorias de Mamá Blanca, Reinaldo Solar, Doña Bárbara, Cantaclaro, Dámaso Velásquez. Todos ellos son símbolos: más que caracteres, principios actuantes: "el civilizador", "el esteta sin interlocutores", "la señorita aburrida". El populismo recicla estos personajes para su proyecto ideológico neopositivista. En los años sesenta adviene un nuevo sujeto literario radical: el revolucionario en lucha contra el imperialismo. Pero en la era del vacío parece difícil encontrar otro sujeto, tanto en la realidad sociopolítica como en la literaria, a menos que se tome como tal al personaje recurrente de la narrativa del período: el desubicado, el perplejo, el ser a la deriva y en declinación. En efecto, el personaje de ficción promedio parece ser la conciencia sobrepasada por la paradoja, la nulidad o el desconcierto. Preponderan los protagonistas sin rasgos marcados, neutros, anónimos, descritos con distanciamiento emotivo, enfrentados a un universo ininteligible que los devora o los anula. No son relevantes por su acción, ni por su pasión, ni por la complejidad de su sicología o de su discurso. Tras ellos se adivina una inteligencia aguda que pareciera cautelosamente no querer manifestarse: una ontología en cuyo centro

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ha implotado el vacío. Como narra José Napoleón Oropeza la disolución del ser de su personaje Diane Arbus en El bosque de los elegidos: Un corazón raído por la música. Noche. Sol. Pero ya ni siquiera se molestó en abrir los ojos para seguir jugando. Los ojos que la habían hecho solitaria y muda ya no convocarían otras pasiones. Allí donde ahora vive no hace falta algo diferente a contemplar al viento desgajando restos de árboles, borrando pedazos de cielo (1986, 140). Por tal motivo, se puede recorrer la literatura de las últimas décadas sin encontrar en ella grandes protagonistas que parezcan dominar la narración y se impongan al lector por su carisma. La mayoría podrían ser intercambiables, pasar de una narración a otra. Las más visibles excepciones confirman la regla: el Francisco de Miranda de Denzil Romero, el Boves de Francisco Herrera Luque, Juana la Roja de Ricardo Azuaje son personajes del pasado convocados a una época de desconcierto, nos asombran con la pasión, la emoción, el vigor de otros tiempos. Hasta en las novelas del terruño el sujeto se debilita mediante la difusión de la anécdota entre centenares de pequeñas criaturas. Los personajes de Alfredo Armas Alfonzo, de Orlando Araujo, de César Chirinos, de Orlando Chirinos son muchedumbres, sujetos colectivos. Sus autores se niegan intencionalmente a hacer de uno de ellos protagonista. Incluso el narrador, cuando se presenta como un testigo de los hechos, aparece borrado o borroso. Igual sucede en las novelas de la nostalgia, del culto del ídolo. El sujeto es sólo fan o fanático, una nada ansiosa de confundirse con su fetiche, como lo confiesa el protagonista de Si yo fuera Pedro Infante, de Eduardo Liendo. Esto ocurre a pesar de que las narrativas contemporáneas en Venezuela son obsesivamente subjetivas. No hay en ello paradoja alguna: la angustia del narrador subjetivista que se concentra en el sujeto sin encontrarlo es la misma del positivista que predicaba civilizaciones y sólo registraba barbaries y del revolucionario que profetizaba sublevaciones y sólo encontraba claudicaciones. Como señala González Stephan: Como saldo, podemos señalar, grosso modo, que se trata de una narrativa que despliega una diégesis de carácter autorreflexivo que ahonda más en estados emocionales (se construye básicamente con una preferencia hacia formas sustantivas, adjetivas y adverbiales y una sintaxis con un narrador en primera persona) lo que lleva a la magnificación de un discurso egocéntrico, que se repliega sobre sí mismo y se enclaustra en un solipsismo hermético (1992, 230). Si aceptamos que lo que está adentro es como lo que está afuera; que la creación cultural es la contraparte de la forma en que el hombre y la sociedad se piensan a sí mismos. En esta literatura encontramos un ser disuelto en su

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circunstancia, una forma sin contornos, una imagen borrosa, una imagen de nada.

Pasado histórico e individuo A esta implosión del sujeto individual, corresponde un paralelo colapso del sujeto histórico. En la estética moderna, tanto el artista como sus obras o sus personajes encontraban sentido por su inserción en una causa o proceso en los cuales cumplian etapas consecutivas o anhelaban momentos culminantes. El decreto postmoderno de muerte de la Historia intenta dar fin a esta concepción. La moda de esta doctrina coincide, sin embargo, con un paradójico auge de la novela histórica y de una pluralidad de géneros narrativos cuyo tema común es la reminiscencia. Comprenderemos esta aparente contradicción si consideramos que lo que la postmodernidad postula no es la muerte de la Historia como disciplina académica, sino como proceso dinámico dirigido hacia el devenir. Se le perdona la existencia al pasado en la medida en que se lo piensa tan inmodificable como se afirma que lo es el presente y que lo será el porvenir. La muerte de la Historia significa que, en adelante, habrá sólo Historia. ¿Qué sucede cuando el futuro parece infranqueable? Nos refugiamos en el pasado, reinventándolo, o en el presente, relativizándolo. Pues si el único sentido del instante parecía ser su fugacidad, su salto hacia un nuevo presente, la eternidad postmoderna de un ahora detenido e incognoscible deviene una suerte de infierno, y el pasado se vuelve el único reino posible. Esta vuelta al ayer discurre en la literatura venezolana por dos vertientes. La primera, volcada hacia el pasado colectivo, constituye la nueva novela histórica y la nueva narrativa telúrica. La segunda, dirigida hacia el pasado individual, abarca manifestaciones tan diversas como la narrativa de la nostalgia individual, la del culto del ídolo, la femenina y la de la memoria íntima.

Historia tras la muerte de la historia Para poder hablar de una nueva novela histórica en Venezuela debemos precisar los rasgos que la distinguen de la anterior narrativa del mismo tema. Hasta los años setenta, los tiempos míticos de los venezolanos se concentraban en unas cuantas décadas prodigiosas: un siglo de conquista; dos décadas de lucha independentista. Escribir narrativa histórica era por antonomasia situar la obra en estos lapsos: los mismos consagrados como decisivos por la Historia oficial. Por otra parte, la novela histórica venezolana había estado inscrita dentro de un proyecto. Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri, servía a la denuncia positivista de la sublevación popular de la Guerra a Muerte; El camino de El Dorado (1947), del mismo autor, ilustraba la denuncia positivista del carácter patológico de los conquistadores. Apenas Cubagua (1931) de Enrique Bernardo Núñez plantea un vaivén entre el presente literario de 1928, la explotación perlífera en 1528 y el tiempo mítico de La Atlántida. Pero tal desa-

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juste cronológico explica un programa legible: predica que así como la sobreexplotación del recurso natural y de la mano de obra esclavizada arruinó la explotación perlífera, cuatro siglos más tarde agotará la explotación del petróleo, cuyos lamparones aparecen como grandes manchas brillantes sobre las olas en los últimos párrafos de la novela. En cambio, la nueva novela histórica explora otros ámbitos cronológicos y topológicos y ahonda, más que en el drama colectivo, en la peripecia íntima de los personajes. Quizá en el umbral de esta nueva narrativa histórica está la republicación de las memorias de Braulio Fernández, que Caupolicán Ovalles reedita con el título de Alto esa patria hasta nueva orden. Se trata de las memorias de un lancero de la Independencia, de un soldado del común, llenas de pequeñas anécdotas y de expresiones tan ingenuas como felices. Es una prosa equidistante de las proclamas campanudas de los proceres y de las acres denuncias de los oligarcas. Cuenta su guerra de Independencia con la justa e insobornable óptica del testigo presencial personal, sin decorarla con alegorías clásicas ni afligirla con sentimentalidades románticas. Es un paso adelante hacia la desmitificación, o por lo menos hacia una narrativa histórica que por un instante se desvía de la épica para mirar a sus protagonistas. Este enfoque signa la narrativa histórica venezolana del último tercio del siglo XX. Así, el Philip von Hutten, el José Tomás Boves, el Juan Vicente Gómez y el Piar de Francisco Herrera Luque son ante todo retratos sicológicos. El Miranda de Denzil Romero es un intelecto peregrinante. La esposa del Doctor Thorne, una narrativa más atenta a la depresión anímica que causa en El Libertador la asunción de la dictadura, que a las peripecias de este mandato. Jabón de olor, de Gerónimo Pérez Rescaniere, es una recreación onírica de los tiempos de la Guerra Federal, en la cual ésta aparece emblematizada por una manada de perros que cubre el horizonte nocturno. José León Tapia hace animados retratos de los hombres de dicha contienda en Maisanta. Y Ana Teresa Torres recrea la conciencia de una anciana oligarca en Doña Inés contra el olvido. Como se puede verificar por las menciones anteriores, la nueva narrativa histórica también inaugura épocas míticas antes poco exploradas. La Colonia, la República oligárquica, la Guerra Federal encuentran sus novelistas. El mero paso de las décadas hace de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) un nuevo reino ficcional, con una asiduidad que tal vez se deba a que el mismo déspota ha sido utilizado repetidas veces como símbolo de un tiempo detenido. En una célebre frase expresó Mariano Picón Salas que "el siglo XX comienza en Venezuela con la muerte de Juan Vicente Gómez". José Rafael Pocaterra, en sus cáusticas Memorias de un venezolano de la decadencia, lo consideró el paradigma de la declinación. Rómulo Gallegos, en El forastero, emblematiza la dictadura gomecista en el reloj de un campanario, eternamente detenido por un balazo del déspota triunfador. García Márquez en El otoño del patriarca representa al dictador como un anciano que manda desde tiempos inmemoriales un

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país paralizado. Sobre el tiempo del gomecismo escriben Francisco Herrera Luque en La casa del pez que escupe agua-, Arturo Uslar Pietri en Oficio de difuntos-, Gerónimo Pérez Rescaniere en El amor y el interés, el historiador Ramón J. Velázquez en las Confidencias imaginarias de Juan Vicente GómezEl déspota, despojado ya de la panegírica positivista y de la befa populista, asoma en ellos más que como Historia, como premonición terrorífica. Finalmente, caracteriza a la nueva novela histórica venezolana la exploración de otros ámbitos que se extienden fuera del propio país. Es el caso de La visita en el tiempo, de Arturo Uslar Pietri, sobre don Juan de Austria; de Amores, pasiones y vicios de la Gran Catalina, de Denzil Romero, sobre la homónima emperatriz de Rusia, e incluso de El bosque de los elegidos, de José Napoleón Oropeza, sobre la fotografa norteamericana Diane Arbus. A medida que el tiempo se clausura, se abre o más bien se globaliza el espacio.

La teluricidad personal La vuelta hacia el pasado se hace también presente en lo que podríamos llamar nueva narrativa telúrica. Hay en ésta una ruptura decisiva con el anterior tratamiento del tema rural. Casi todas las ficciones previas sobre éste exponían el juicio de un habitante de la ciudad, imbuido de ideas positivistas, que condenaba lo rural como mera carencia o barbarie superable. Los nuevos narradores telúricos, por el contrario, no escriben a partir de la distancia ideológica ni de la prédica doctrinaria, sino de la integración con el tema. No conciben el lugar de origen como carencia física, sino como tierra de promisión ontològica. Y tampoco escriben sobre su contemporaneidad: describen el campo o la provincia desde el punto de vista del recuerdo. Estos puntos de ruptura se hacen patentes en 1970 con la aparición de El osario de Dios, de Alfredo Armas Alfonzo. La obra impone una pauta que seguirán la mayoría de quienes cursan el tema: el narrador confundido con los personajes; la sencillez y la coloquialidad en el lenguaje, la tensión poética, la fragmentación y la extrema brevedad de los textos. Dichos rasgos caracterizan también a Compañero de viaje, de Orlando Araujo, publicada el mismo año. También los comparten Redes maestras y A dos palmos apenas, de Efraín Hurtado; Gracias por los favores recibidos, de Orlando Chirinos; Zona de tolerancia, de Benito Yradi; Memorias de Altagracia de Salvador Garmendia y Diccionario de los hijos de papá y Buchiplumas, de César Chirinos. Este último reconstituye el territorio del Zulia natal mediante una densa elaboración lingüística. Su terruño y sus orígenes se confunden con una manera de decir: con un habla. Es significativo que tales encuentros con el terruño sean reencuentros con el pasado. Cuando los escritores positivistas tomaban al campo como tema, denunciaban un presente y deseaban su transformación en aras de un futuro modernizante. Los nuevos escritores transfiguran un ayer: el campo de sus abuelos, de sus padres o de su infancia. Para la Venezuela que se creyó moder-

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na, lo rural fue el pasado por antonomasia; la concentración urbana, signo de progreso. Los nuevos escritores telúricos no escriben partidas de nacimiento, sino elegías. Como la mujer de Lot, se tornan voluntariamente hacia el ayer destruido en forma irrevocable, a sabiendas de que ello significa la doliente cristalización de la memoria, la condición de prisioneros de un espacio desaparecido.

Autobiografía de la nostalgia Se podría decir que la vuelta al pasado y el reciclaje de sus signos son indisociables de la narrativa histórica y de la telúrica. Pero el pasatismo —como lo llamaría un futurista— signa incluso la obra de los narradores que dejan de lado Historia y teluricidad para dedicarse a lo personal. Unánimemente vuelven la mirada hacia sus propios pretéritos, pues el sujeto postmoderno no encuentra sentido más que en sí mismo, no remite más que a sí mismo: a la ascética negación de sí mismo. Su única manera de hacer Historia, es estar fuera de ella. Dos novelas abren tempranamente esta vía narrativa en la contemporaneidad venezolana: Piedra de mar, de Francisco Massiani (1968) y La muerte del monstruo-come-piedra, de Laura Antillano (1970). Para la época, sus autores son jóvenes que escriben en primera persona y más o menos ficcionalmente sobre adolescencias que llegaron tarde para la insurrección y demasiado temprano para el marketing. Son Bildungsromane, novelas de aprendizaje, crónicas de una pedagogía sufrida en colegios tristes, bares de mala muerte, cines de barrio, familias remotas y calles desoladas. Para ambas obras, y todas las que se escribirán con igual temática, vale lo que Osvaldo Larrazábal apunta sobre Piedra de mar. Quizá una de las consecuciones más importantes de esta obra está en el hecho de que la prosa quiere acompañar al ritmo mental del autor. Como van sucediendo las cosas, así son narradas. Con la misma profundidad que van adquiriendo, así se desarrollan en la expresión escrita. [...] Cada personaje se desenvuelve de acuerdo con su condición y capacidad lingüística (1972, 105). Ya en los ochenta vendrá la confesionalidad de Cartas de relación, de Antonio López Ortega; de Memorias de pensión, de Héctor Seijas; de Anareta, de Ricardo Bello. Son todos textos castigados por la erosión metafísica del tiempo, por el dolor de la fugacidad. A estas memorias de infancia y adolescencia escritas apenas en el umbral de la juventud añaden un interesante sesgo algunos autores hijos de inmigrantes, tales como Miguel Gomes (La cueva de Altamira, 1992) y Slavko Zupcic, que escriben sobre la ambivalencia de crecer entre dos culturas y a veces reinventan pasados míticos de sus antecesores en las patrias de origen.

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Culto del ídolo En la misma vertiente del reciclamiento de signos se sitúa la narrativa de la nostalgia centrada en el culto del ídolo. Sus autores vuelven insistentemente a las melodías y las estrellas de la canción popular del tiempo de su infancia e incluso de épocas anteriores a ésta. En tal sentido, ocurre en la literatura el mismo fenómeno que impulsó a decir a Achille Bonito Oliva sobre la plástica que los artistas de la transvanguardia han comprendido que no existe solamente la extracción alta de las vanguardias históricas, sino que también existe aquella baja de las culturas menores, de la práctica artesanal, etc... (Jiménez 1987, 36). Acaso el culto del ídolo sea el sucedáneo del proyecto colectivo de una generación de solitarios. Idolatrar a Pedro Infante o a Celia Cruz es el sustituto de seguir al Che Guevara. Perder la identidad en el night-club, en el bar o en la penumbra del cine es como disolverse en la muchedumbre. A mediados de los setenta inaugura estos caminos de perdición Salvador Garmendia con El inquieto Ana Cobero, suerte de danza macabra de los pequeños seres de la noche caraqueña. Los siguen Luis Barrera Linares en En el bar la vida es más sabrosa y en Beberes de un ciudadano; Laura Antillano en Perfume de gardenia y Cuentos de película-, Alfredo Cedeño en Cuentos de rockola-, Eduardo Liendo en Si yo fuera Pedro Infante; Denzil Romero en Parece que fue ayer, José Napoleón Oropeza en Entre el oro y la carne. Los méritos formales de esta narrativa son los mismos que los de las ficciones del terruño: el apego a una identidad cultural latinoamericana, la confusión entre narrador y protagonista, la complicidad, la coloquialidad, el manejo musical de los ritmos. Sus peligros, los de toda embriaguez: la rápida cristalización del cliché, el desvanecimiento de la euforia y el reencuentro de la eludida nada.

Narrativa femenina Tradicionalmente, la literatura femenina —o feminista— se escribió en Venezuela bajo dos signos contrastantes: el de la protesta —presente en Política Feminista de José Rafael Pocaterra y más tenuemente en Ifigenia de Teresa de la Parra— y el de la sentimentalidad, obvia en Memorias de Mamá Blanca, de la misma autora, o en Ana Isabel, una niña decente, de Antonia Palacios. La violencia de los años sesenta abrió las compuertas de la protesta femenina. Durante esos años hubo libros de agresiva confesión sexual, tales como Qué carajo hago yo aquí, de Irma Salas, o de memoria de la lucha armada, como Aquí no ha pasado nada, de Angela Zago, o El desolvido, de Victoria di Stéfano. Sus autoras, casi siempre también sus protagonistas, son mujeres inmersas en una lucha que se proclama al mismo tiempo como colectiva, aunque no se ciegan sobre la inminencia de la derrota.

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A partir de los setenta las nuevas generaciones de narradoras asumen que la femineidad es una experiencia particular, y que esta experiencia se manifiesta en campos de batalla ante todo privados, distintos de los de la épica. La pugnacidad de las relaciones con el mundo se desplaza hacia la conflictividad de las relaciones con la familia, con la pareja, con el propio cuerpo, con la escritura. Tratan de lograr la creación de un clima, más que de un climax. Son las vías que cursan Laura Antillano, Antonieta Madrid, Milagros Socorro, María Luisa Lazzaro, Stefania Mosca, Milagros Mata Gil, Cristina Policastro, Lidia Rebrij. En sus textos campean la confesión, la sensorialidad y la fusión de ambas en ese nuevo campo de conflicto que es la escritura. Pues como dice Antonieta Madrid: Se prepara el cuerpo para el trance. Lo real verdadero sólo lo encontramos cuando nos sumergimos en la escritura: se vislumbran las luces, al comienzo sólo chispas, después las luces, luces, haces de luces. Los hallazgos: ¡Eureka! la alegría de palpar la masa sin los guantes puestos, el contacto con la piel, el restallar de la carne, el salto intermitente de la sangre, hace del iniciado ese ser escondido, misterioso, morboso, de vida oculta e impenetrable (1990, 162).

La marginalidad Se acostumbra a señalar lo urbano como un tema novedoso en la literatura venezolana. Sin embargo, el costumbrismo romántico versa preponderantemente sobre tipos citadinos, y hay novelas sobre la ciudad por lo menos desde Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo (1899); casi todas las que José Rafael Pocaterra escribe a principios de siglo tienen el mismo tema. Pero el escritor urbano, movido por la prédica positivista, sale a describir el medio ambiente rural, uno de los condicionantes del ser nacional según la doctrina positivista, y durante mucho tiempo se confunden novela nacional y naturaleza. La ficción vuelve a ser plenamente urbana con la narrativa de la violencia. Aunque hay desgarradores testimonios o ficciones testimoniales sobre la guerrilla rural, la ciudad aparece, ahora como escenario de sordideces o teatro de batallas libradas para superarlas. Son plenamente urbanas casi todas las novelas de Salvador Garmendia; lo es en gran parte País portátil, de Adriano González León (1968), y también Historias de la calle Lincoln, de Carlos Noguera (1970); gran parte de las obras de José Balza y de las de quien esto escribe. Al calmarse la batalla, queda el teatro de batalla: estancado, destruido, arruinado, lleno de cadáveres físicos y morales. Y la expresión más resaltante de esta suerte de ruina metropolitana es su ruina social, la marginalidad. La narrativa venezolana actual enfrenta la descripción del presente como representación de lo que la sociología del siglo pasado llamaba las clases peligrosas. Pero la narración no se enfoca ahora desde la crítica positivista del descenso social que hace, por ejemplo, Gallegos en La rebelión-, ni desde el punto de

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vista de la decadencia de las pequeñas burguesías que deplora José Rafael Pocaterra en El doctor Bebé, Tierra del sol amada, La casa de los Abila o Cuentos grotescos. Tampoco desde la perspectiva prerrevolucionaria de Argenis Rodríguez en El Tumulto, o de Adriano González León en País portátil. La oclusión de los proyectos ha convertido a la ciudad en agua estancada, pero en este líquido aparentemente quieto bulle una poderosa fermentación. A partir de los setenta, para los narradores la ciudad es un abismo insondable de pequeñas miserias, como la que pinta Argenis Rodríguez en Gritando su agonía o en El ángel del pozo sin fondo. La marginalidad es un excelente sujeto para narraciones impasibles, como las de Simón Barreto Ramos en Matarile no es un juego. Pero también la ocasión para anécdotas humorísticas, como Viste de verde nuestra sombra, de Ricardo Azuaje, o las Historias del edificio de Juan Carlos Méndez Guédez, que van mostrando, local por local, la multitud de pequeños destinos diferentes que pueden habitar en un edificio de apartamentos idénticos. Incluso el renacimiento de cierta violencia política encuentra en I love K.pucha de Jesús Puertas un comentario ácido, feroz e inscrito dentro de lo que Bajtin llamó la estética de la carnavalización. Como en otros tantos sistemas sociales conmocionados, la innovación política y la inspiración invaden desde la periferia. La ciudad es también centro de creación cultural. Los habitantes inventan subculturas, hablas, un nuevo lenguaje de violencia, desbordamiento y muerte, como el que utiliza Angel Infante en Cerrícolas o en La rumba soy yo. La ciudad, como la civilización misma, pareciera tener una capacidad de deterioro infinita.

La sonrisa de la catástrofe El humor es el más leve de los frutos del nihilismo. Se debate entre la distancia intelectual y la proximidad afectiva. No debe entonces extrañar su presencia generalizada en la literatura venezolana, que antes lo marginaba en los guetos de la crónica costumbrista, las publicaciones cómicas o la sátira política. A partir de los setenta se perfila como propuesta literaria, trabajado con todas las técnicas y las temáticas de la alta narrativa. El punto de partida de esta revolución es quizá el libro de Jaime Ballestas (Otrova Gomás) El hombre más malo del mundo, que da el golpe mortal al humor de la aldea. Es un grupo de textos breves en los cuales se codean lo metafísico, lo cruel y lo paradójico. En ellos, y en la decena de libros que el mismo autor lanza posteriormente, se encuentran situaciones tan impensables para la literatura venezolana anterior como la fundación de una sociedad para vivir sin objetivos, la entrevista a un crucigramista o las peripecias de un terrorista internacional. Más aún, Ballestas es uno de los que abre en Venezuela el casi inexplorado ámbito del humor negro. Por esa fecunda vía retoñan luego textos de un horror casi glacial, como "Ataraxia" de Miguel Gomes: "A

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la anciana apenas la vi. La hilera de carros que esperaba su turno para pasar sobre ella llegaba a las afueras de Caracas" (Gomes 1987, 11). Igual manejo de la crueldad y de la metafísica hacen Eduardo Liendo en Mascarada, Armando José Sequera en Para evitarle malos pasos a la gente, Escena de un spaguetti western y en Vidas inverosímiles; Igor Delgado Sénior en Relatos de Tropikalia, y Salvador Garmendia en Memorias de Altagracia, Cuentos cómicos y Cuentos sádicos; Armando Luigi Castañeda en Enano arrodillado ante una mujer desnuda, Ednodio Quintero en El rey de las ratas, Eduardo Liendo en Diario del enano, y quien esto escribe. Pero, más importante todavía, casi no hay texto decisivo de esta época que no resulte en el fondo, una propuesta humorística. Lo son gran parte de las jocundas reconstrucciones históricas, de las paradojas narrativas, de las memorias dolorosas de adolescencia, de las narrativas del culto del ídolo. Lo son asimismo las escasas reposiciones del género policíaco, en tono paródico tales como El terrorista y El caso de la araña de cinco patas, del mismo Jaime Ballestas, o Los platos del diablo, de Eduardo Liendo. Lo son las travesuras eróticas de Rubén Monasterios. El colapso de los paradigmas ocurre, no con una explosión, sino con una sonrisa.

La estética ha muerto, viva la estética Tres observaciones finales se imponen en relación a la literatura de las últimas tres décadas del siglo XX en Venezuela. La primera de ellas es que no inaugura temáticas novedosas: gran parte de las tendencias que hemos señalado son prolongación transvanguardista de asuntos trabajados preliminarmente por autores anteriores. La segunda observación es que dichos temas son transfigurados por el enfoque personal y por el trabajo del idioma. Lo que nos lleva a un tercer señalamiento: la preponderancia en esta narrativa de la extrema veneración por el recurso estilístico. Por efecto de los talleres literarios, de la amplia difusión de lo mejor de la literatura latinoamericana o de la veneración postmoderna por la técnica, se manifiesta en ella un magistral dominio del oficio. Sus denominadores comunes son la concentración del significado, la economía expresiva, un cierto minimalismo lindante con el virtuosismo y que amenaza con el primor. Esta maestría tiene su tono particular. La ficción del positivismo, vinculada a la estética modernista, adoptó los ritmos y los torbellinos sensoriales que le parecieron adecuados para la descripción de la naturaleza. La narrativa de la violencia privilegió el empleo explosivo de los vanguardismos y el choque del lenguaje coloquial, cuando no la exuberancia barroca. A partir de los sesenta, el relumbrón estilístico parecería aquietarse. Los nuevos narradores están en guardia contra la sobrecarga metafórica, el exceso decorativo y la desmesura narrativa. Su sobredimensionamiento técnico, como el de las artes plásticas, es puesto también al servicio de lo narrativo, el ornamento y la figura. Al igual

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que el tubo del televisor, su complejidad no se narra a sí misma, sino que es puesta al servicio de otra diégesis. Lo positivo de ello es la difusión de un estilo terso, despojado. Lo negativo, el exceso de cautela. Hay prosas contenidas, voluntariamente monótonas, en las cuales la acumulación de reescrituras provoca el mismo efecto que la sobrecarga de retoques en un dibujo: una apariencia yerta, inanimada, glacial. Los modales, los zapatos y las prosas excesivamente pulidas provocan siempre el mismo efecto. En fin, habría que señalar que, a diferencia de otras literaturas actuales en el mundo, sobre la venezolana apenas pesa el paradigma postmoderno del mercado. El público lector en Venezuela es muy reducido y no da lugar a la creación de verdaderas industrias culturales. La presión de la demanda no conforma el producto literario. Los escasos fenómenos editoriales ocurren en el campo de la narrativa histórica, cercano al de la épica, o en el del humor, que convierte la desesperación en sonrisa. El escritor venezolano tiene la melancólica conciencia de que escribe para otros escritores, para editores o directores de publicaciones culturales. El bien que viene a cambio de este mal es la libertad de no condescender a la intrascendencia ni a lo light. La única presión discernible que parecería ejercer lo mercantil es la de una crisis del papel, de la edición y de los espacios disponibles, que contribuye a que el autor se exprese mediante textos y libros cada vez más breves, y prefiera el cuento, el fragmento crítico y hasta el aforismo a la novela. Pero es que la novela es también un proyecto. Exige una pasión, una entrega, una tenacidad que no congenian con una ética ni con una estética del desasimiento. Esta es la situación crítica de una literatura que se empeña en ser valor de uso cuando casi todo lo restante ha devenido disvalor de cambio. El resultado más obvio de ello es una vuelta de la escritura sobre sí misma. Disuadida de la esperanza de ejercer alguna influencia en el perfeccionamiento social, se ocupa del perfeccionamiento propio. De allí el extremo formalismo, el virtuosismo, los juegos estilísticos, las mimesis distanciadas y distanciantes. Aun sin proponérselo, expresan el tiempo que se vive.

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Literatura y país: reflexiones sobre sus relaciones Ana Teresa Torres

Ha sido en múltiples ocasiones motivo de discusión el fenómeno de que la literatura nacional constituye en Venezuela un objeto de escasa visibilidad, y en general el tratamiento del tema ha estado sometido a la perspectiva de una doble tentación. Por un lado, satanizar a la sociedad vulgar e inculta que rodea al escritor, en la cual éste se sitúa por encima de ella para mirar hacia una mítica tierra literaria, desde luego, intemporal, de la cual se siente nativo y habitante fantasmal, y en cuyo caso extremo la relación literatura-sociedad ni siquiera debe plantearse. Por otro lado, satanizar a la literatura considerando que muchas de sus apreciaciones y lenguajes esteticistas establecen una retórica de alejamiento por parte de aquellos a quienes nada preocupa la realidad que los rodea, y en cuyo caso extremo se remonta a la inquisición de los escritores como ciudadanos desafectos al país. De estas dos tentaciones, estoy convencida, no es fácil salvarse y mi propósito es, precisamente, intentar de deliberadamente dejarlas a un lado para desarrollar unas reflexiones fragmentarias acerca de la relación entre el fenómeno literario y el contexto sociopolítico en el cual surge. Si bien pienso que la existencia de una vida paralela entre la sociedad y la literatura venezolana no constituye una novedad y que una investigación podría encontrar raíces remotas en su origen, concentraré el tema en el período contemporáneo1 que a grandes rasgos puede establecerse así: 1) De 1958 a 1968. Derrocada la dictadura perezjimenista, se instaura la democracia representativa caracterizada por un Estado que emite un discurso populista ya que, definiéndose como pluriclasista, defiende los intereses de la clase dominante —consolidada como burguesía unos treinta años atrás—, la cual ejerce el poder a través de la mediación de los partidos políticos legitimados por el voto. Poco después de haberse iniciado la presidencia de Rómulo Betancourt, se produjo la irrupción de una vanguardia político-militar de contenido marxista que intentó la toma de poder mediante la lucha armada, la cual contó con el apoyo de gran parte del movimiento intelectual y artístico. La producción literaria de este momento, calificado como la "década violenta", recibió la designación de "literatura de la violencia". 2) De 1968 a 1983. Derrotado el movimiento revolucionario, el presidente Leoni inicia la llamada "política de pacificación" puesta en práctica por su sucesor Rafael Caldera, la cual tuvo un especial énfasis en la neutralización política del movimiento intelectual. Se crearon las principales editoriales estata-

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Una visión global de los procesos políticos y la producción literaria, puede verse respectivamente en Carvallo 1991 y Folios 1993.

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les, además de que el Estado destinó fondos muy superiores a lo que había sido el tradicional presupuesto de los organismos culturales. En ello, además de la mencionada política, obviamente incidió el aumento inusitado del ingreso petrolero, que dio origen al despliegue de lo que se llamó "la Gran Venezuela", y al crecimiento de la corrupción administrativa y empresarial a cotas inesperadas. De este momento calificado como "la década miserable", fue muy representativo un tipo de producción literaria —particularmente la de los setenta— que fue después considerada como "incomunicada" o "imposible"2. 3) De 1983 hasta el presente. Este tercer momento se inicia con la crisis de la deuda externa contraída en el anterior que, junto a la caída del precio petrolero, produjo en 1989 un cambio de la política económica populista y clientelista hacia un proyecto neo-liberal impuesto por el Fondo Monetario Internacional y calificado localmente como el "Gran Viraje". En él se produjeron los hitos de conmoción de la vida republicana, señalados en la desobediencia social del 27 de febrero de 1989 y los dos intentos de golpe de Estado en 1992. Se caracteriza por una erosión sostenida de la economía y otros signos de deterioro, tales como el descenso de los niveles de lectura —Venezuela ocupó el penúltimo lugar en un estudio de la Unesco—, el colapso de la salud pública, la pérdida de credibilidad en el sistema político y el auge delictivo en todos los estratos sociales. La producción literaria, abundante y variada, no ha sido aún calificada en su conjunto, probablemente por la heterogeneidad que la caracteriza3. Por otra parte, la recepción de la misma en los medios de comunicación ha ido sensiblemente disminuyendo, y una contabilización del centimetraje de prensa y de minutos de televisión arrojaría probablemente cifras muy elocuentes en cuanto a su ausencia social. Sin embargo, es necesario destacar que durante este período han tenido lugar eventos literarios de diverso orden y alcance, así como la inauguración y consecución de la Feria del Libro de Caracas y una revitalización de la editorial Monte Avila y de otras editoriales del Estado que, aun enfrentándose a difíciles situaciones financieras, han consagrado esfuerzos para acortar la distancia entre los libros y sus posibles receptores.

Primera aproximación: la travesía del desierto Con frecuencia pienso en la sociedad venezolana como un desierto. Busco en ella las señales de su pensamiento y de su creación y no las encuentro. Atravieso las calles, leo la prensa, no he dejado por completo de ver televisión, escucho a la gente, cambio de escenarios, y me sobreviene esta desagradable sensación de desierto. Las señales existen pero no son visibles.

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Cf. entre otros Rodríguez Ortiz, citado en Santaella 1991, y Jaffé 1991. El crítico Juan Carlos Santaella intentó unificar la narrativa bajo el título de "neorománticos" pero él mismo parece haber desistido de su designación. 3

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Veo a los investigadores, a los creadores, entre ellos los escritores, por supuesto, como solitarios caravaneros que de vez en cuando se encuentran y, defendiéndose del viento y de la arena, comentan en voz baja algún libro y luego siguen su camino hacia un punto perdido del horizonte. De vez en cuando los caravaneros son convocados a algún encuentro —pocos, ya que diseñados con cierto estilo empresarial resultan muy costosos, pero, al fin, propician diálogos que no dejan de ser interesantes— y de nuevo el sol abrasa sus pasos errantes. Quizás ocurra lo mismo en otras partes y sea mi imaginación la que me hace suponer oasis mejores, pero en todo caso es este lugar el que me concierne. El asunto es aquí evitar la doble tentación que señalé al principio. No transformar el fenómeno en un problema de ángeles y demonios. Los maravillosos escritores rodeados de lectores salvajes. Los ávidos lectores desasistidos por evadidos escritores. O las explicaciones que pareciendo causas son diferentes lados del mismo fenómeno: "El Estado no desarrolla una política del libro. Los libreros no saben el oficio. Los editores son mezquinos. No hay crítica. No se promueve la lectura. Se enseña mal en la escuela. Alguien, sabiamente, concluirá: es que aquí la gente no lee, en cambio, en Argentina..." La circunstancia de que la literatura y la sociedad hagan vida paralela no es, como se quejaba un crítico, una falta de "amor" por parte de la sociedad hacia sus escritores. En estos términos también podría preguntarse uno si los escritores aman a su sociedad o si se aman entre ellos. El problema está en lo que nos envuelve a todos, el desierto. No se trata, por supuesto, de la penetración del mercado ni de la competencia con otros medios de expresión y entretenimiento. Tampoco de reivindicar tiempos mejores en los que el escritor estaba a la vanguardia de las ideas. Y desde luego me aparto de la polémica acerca de si la literatura es para las minorías o las mayorías porque esa distinción ha adquirido múltiples sentidos en la sociedad contemporánea. El problema puede centrarse a partir de la generación de los discursos culturales. Cualquier sociedad necesita de señales para leerse, no puede leerse a sí misma, y esas señales son emitidas desde distintos discursos que producen una cierta interpretación. En la posible lectura de la sociedad venezolana, pienso, a riesgo de ser calificada de pesimista, que existiendo el discurso literario en sí, no sale de sí mismo, y, más allá de que el acto de escribir represente una razón de ser para quien lo ejecute, queda, a mi modo de ver, planteada la cuestión: ¿Por qué ocurre? ¿Tiene esto consecuencias? ¿Deja algún vacío? Desde el punto de vista de la escritura, ¿qué efectos produce en ella la ausencia de diálogo? Es obvio que la falta de lectores es determinante pero, dentro del circuito de lenguaje que recorre el discurso social, ni siquiera es necesaria la lectura de un libro por el lector concreto para que ese libro sea leído. Citaré a Rómulo Gallegos y a otro que aún causará más espanto: Andrés Eloy Blanco. Es improbable que todos y cada uno de los ciudadanos de su generación los hayan leído, pero su obra los lee a ellos; nos lee en un cierto momento de la historia,

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lo queramos o no. Son, por supuesto, autores cuyo peso político, especialmente en el caso de Gallegos, no puede ser obviado. El discurso político los acompañó, o mejor dicho, ellos lo escribían, eran parte de él. El poder es implacable. Nos acompaña desde antiguo. El hombre de poder, o en el poder, o cercano al poder, tiene una fuerza irresistible para esta sociedad. El discurso del poder invade la escena de tal modo que arrastra consigo todas sus manifestaciones. Hago una conjetura: la literatura venezolana encuentra sus momentos de vigencia social cuando está con el poder o contra el poder.

Segunda aproximación: en la cueva del monstruo llamado compromiso La producción literaria de los sesenta, además del calificativo de "literatura de la violencia" ya mencionado, fue mayoritariamente contestataria del poder y recibió también el calificativo de "comprometida"; me gustaría revisitar este compromiso en cuanto a sus efectos posteriores. Pasado el tiempo, la interpretación que se hace del período parece apuntar a que los escritores escribían entonces de alguna manera obligados a consignar un determinado ideario político, en este caso, comunista, o al menos que su producción estaba signada por la falta de libertad. No puede olvidarse que durante este momento el discurso social y político vivía una confrontación y la literatura se hizo presente despertando entusiasmo y rechazo. Muchos escritores eran —para utilizar la clasificación de entonces— de izquierdas y encontraban una coincidencia entre sus ideas, sus aspiraciones y la situación del país. Suponer que se escribió entonces bajo un estado de conciencia supeditada es hablar desde el lugar de quien ha adquirido para sí la garantía de una conciencia libre de mediaciones. La subversión del sistema, el fervor que había inspirado la revolución cubana, eran signos de la época. Los escritores los leyeron —con pasión, porque su contexto, a diferencia del actual, era apasionado— y en algunos casos, cuando tuvieron participación personal, los testimoniaron. Ejemplo: Eduardo Liendo, Angela Zago. Pasado el momento fueron derivando hacia otros temas. Ejemplos: Rafael Cadenas, Adriano González León. Tanto el poema Derrota como la novela País portátil constituyeron no sólo hitos de transparente valor literario sino emblemas identificatorios de un momento y de un país. En Venezuela el término de compromiso adquirió proporciones desmesuradas. Los jóvenes escritores heredaron el estigma de que sus antecesores habían estado "comprometidos". ¿Con qué? ¿Contra qué? La sociedad casi lo había olvidado y la literatura seguía luchando contra un monstruo del que hablaban los antiguos y cuya cueva había que evitar para no ser devorada. Era necesario luchar contra el totalitarismo de las conciencias. La verdad es que no hubo nunca comunismo en Venezuela. La revolución pasó, como todo lo nuestro, fugazmente. La lucha política transcurrió dentro de la democracia representativa, y, reconocida la derrota por sus líderes, el asunto terminó. Pero com-

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promiso fue, y sigue siendo, una palabra que adquirió dimensiones de repudio a toda manifestación literaria que de alguna manera tocase la realidad circundante. Hablar de la realidad se tornó algo "comprometido". Sin embargo, por esos equívocos que juega el lenguaje, la obligatoriedad de escribir sin compromisos de ninguna especie se convirtió en el mayor de los compromisos: el compromiso de escribir sin compromiso. La calificación de "literatura de la violencia" es de una connotación negativa tan obvia que parece pueril; pero no lo era en un país que se vio inundado por el canto a la falsa democracia. El discurso político se encargó de enceguecer al ciudadano. De ocultarle que bajo una aparente paz social comenzaba a fraguarse el más violento de los despojos. La condena de la violencia, de la posición antidemocrática de los que habían intentado subvertir el sistema, fue una losa que cayó sobre todo aquél que osara a hablar de la realidad. El pensamiento acerca de la realidad social por parte del escritor adquirió la condición de contaminación indeseable, posición que desde luego no se evidencia en otras literaturas latinoamericanas del período. Sin embargo, y es muy interesante acotarlo, durante los setenta se continuaron produciendo obras, particularmente novelas, totalmente contextualizadas en la realidad social, pero quizá la literatura había entrado en una centrífuga que arrastró consigo todo el conjunto. El repliegue de los intelectuales, la maldición del compromiso, la búsqueda del texto sin referentes acompañaron al discurso político. La literatura no estaba ni con el poder ni contra el poder y perdió vigencia social. El discurso literario no se sostuvo con una vigencia propia.

Tercera aproximación: la nostalgia del Magic Kingdom El mito de la Gran Venezuela rebasó toda expectativa. Por un momento, los venezolanos deliramos ante nuestra propia realidad, y todos parecíamos vivir en el Magic Kingdom. No duró mucho pero en el momento en que se produjo parecía abarcar toda nuestra realidad, toda nuestra historia, todo nuestro concepto de nosotros mismos. Anoto que una joven escritora, quien era una niña para ese momento, me comentó una vez que la referencia de su infancia era la ausencia de Miami, a donde no pudo ir por falta de recursos. Miami, pues, pasó a ser parte de nuestro pasado insatisfecho. Escribirlo entonces, pienso ahora, hubiera sido imposible. Fue necesario que pasara el obsceno deslumbramiento para que nos despertáramos, restregáramos los ojos, y comprobáramos que Caracas no era la ciudad dorada que parecía ser. La estética de aquellos años, repugnaba necesariamente al intelectual. Replegarse de lo que acontecía era casi un gesto de distinción. Y la literatura se hizo distinguida, inaccesible, inconsumible. Ante la exaltación de la riqueza, la literatura se negó a ser objeto de consumo. Se negó a ser devorada por aquella máquina de vomitar dólares en que se convirtió la sociedad venezolana, y prefirió profundizar su exilio. Su borradura. El texto incomunicante constituye, en el fondo, un signo de la época, aunque ciertamente de lectura muy

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retrospectiva. El horror del realismo, del vernaculismo, si se quiere, es no sólo o no tanto un criterio literario. Más vernáculos que Bryce, o Rulfo u Onetti es difícil encontrarlos y han sido muy admirados. Se produjo un horror ante nuestra realidad inmediata, que quizás late detrás de la desconfianza del escritor a presentarse a sí mismo, rasgo que el crítico Juan Carlos Santaella (1991) ha considerado como característico del ensayo y la narrativa del período.

Cuarta aproximación: las señas de identidad Esta desconfianza a presentarse, la negativa a tratar referencias demasiado inmediatas, a dibujar contextos demasiado reconocibles, han incidido, sin duda, en la conformación de una de las opiniones más frecuentes por parte de los lectores potenciales, como es la de que la producción nacional ha dejado de ofrecer señas de identidad y que, por consiguiente, transcurre en escenarios alejados y evasivos cuyo interés queda solamente para los especialistas. Al igual que el tema del compromiso, esta opinión merece interrogarse. Por una parte, el discurso literario actual no puede remitirse a la confrontación de un discurso político de la misma manera en que lo hizo en los cincuenta y los sesenta. No porque el escritor quiera o no "comprometerse" sino porque no vivimos ya en una escena que genere bipolaridades. Por otra, las señas de identidad aparecen consignadas en los textos literarios y han ido adquiriendo transparencia progresivamente. Son visibles en una lectura que por un momento aparte la óptica del tratamiento formal y simplemente lea el contenido del texto en sí. No haré un inventario, que por otra parte sólo se apoyaría en mis gustos personales, pero sirvan de referencias entre los años setenta y los noventa, la primera novela de Carlos Noguera, Historias de la calle Lincoln (1971) y la más reciente de José Balza, Después Caracas (1995). El tema de las señas de identidad atañe directamente a la polaridad de las representatividades, la representatividad de la realidad y de la ficción. Probablemente el pasado sigue pesando muy fuertemente en esto. Por un lado, el peso de la condenación del "compromiso", que sin duda se ata al realismo, el temor a que la literatura se convierta en crónica. Por otro, el peso de la ficción pura como ideal constituido a partir de ciertos criterios literarios, que en Venezuela, unido al experimentalismo del texto, creó la literatura "incomunicada" ya mencionada, y que produce el temor de ser completamente apartado por los posibles lectores. La dicotomía realidad/fantasía, verosimilitud/imaginación, está quizá acercándose al límite de una polémica agotada. El camino de discusión entre si la literatura debe reflejar la realidad o producir un mundo diferente, puede no llevar a ninguna parte. Por un lado, la realidad no es reflejable como una totalidad ni el reflejo es otra cosa que la mirada del que la observa. Es decir, la lectura de un signo. Por otro, la posibilidad de producir universos fantásticos a través del lenguaje es de dudoso interés para un mundo en el que la realidad alterna y virtual constituyen fenómenos ya dados. La realidad y la ficción puras

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—si es que tales cosas existen— son aburridas para el ciudadano de fin de siglo que puede observarlas cotidianamente en la pantalla de su televisor o de su pe. La literatura no puede sino sostenerse sobre aquello que la constituye: la capacidad del lenguaje de decir más de lo que dice. La escritura como espejo de la realidad o de la ficción choca hoy con medios más eficaces de construcción; no encuentro otro signo que el del espejo invertido. El del escritor como lector, como aquel que produce un discurso que tiene por efecto la lectura de otro, más allá de los referentes que utilice para construir el texto. Como he repetido, esa lectura de signos está presente en buena parte de la producción contemporánea, aun cuando su visibilidad haya sido oscurecida por lo que consideraré a continuación el desierto literario venezolano, que es muy particular. No bien los caravaneros salen de los pequeños oasis en que se observan las señales de la creación, éstas se desvanecen como si fuesen efecto del espejismo; el discurso social no las registra. Es un discurso opaco a las señas literarias.

Quinta aproximación: la escena del poder Ciertamente, durante la década de los setenta el Estado comenzó a repartir una pequeña cuota de sus inmensos ingresos en favor de la cultura y esto operó un efecto paradójico. Por un lado, es evidente que si no fuese por el apoyo estatal, la producción intelectual —incluida la universitaria— sería casi inexistente, de modo que no comparto la crítica ultrarradical de considerar que los intelectuales fueron comprados y amordazados. Por otra parte, es indispensable recordar que la mayoría de nosotros debe su existencia literaria al Estado. Lógicamente se creó una burocracia cultural, dentro de la política clientelista que ha caracterizado a todos los gobiernos, pero desde luego no será éste el peor de los males. El efecto que podríamos llamar perverso, lo encuentro más bien del lado de la definición de un coto privado que envolvió y aisló a la producción literaria. Puesto que el Estado era y sigue siendo el gran editor, ¿qué importaba que los libros se vendieran? Se exaltó no solamente la libertad de creación —que, repito, no estuvo nunca negada— sino la escritura como una actividad que el Estado estaba dispuesto a pagar para el consumo de los interesados. A través de lo que López Ortega (1995) denominó la "estatización de la clase intelectual", se construyó una reserva donde la literatura pudiera existir sin mezclarse con su contexto y esto ha obstaculizado la posibilidad de que sus protagonistas encuentren espacios alternos de comunicación no sólo con el mundo exterior sino entre sí. El Estado paga la literatura, y también la reparte, la organiza, la convoca. La estatización, además, ha terminado por moldear una matriz de opinión según la cual el escritor, el intelectual en general, es un parásito, lo que es permanentemente refrendado por los medios de comunicación que destacan como su única problemática la solicitud de subsidios y los errores o aciertos de las políticas de distribución. Esto, sin duda, conforma la

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conciencia del intelectual como alguien que tiene por función primera luchar por estos subsidios, y en segundo lugar, lo descalifica como uno más de los clientes del Estado. Nótese además que la palabra "intelectual" ha sido borrada del discurso y cambiada por "sector cultural", de donde se desprende un efecto connotativo porque de alguna manera "sindicaliza" a los creadores y los coloca desfavorablemente ante la opinión pública. En todo caso, no hay que confundir el apoyo estatal —apoyo interrogado en la misma medida en que lo esté el porvenir económico del país— con la legitimación de la creación literaria por parte del poder, en cuyo ejercicio hay que incluir no sólo a los gobiernos sino también a la clase que lo ejerce. Ha habido dinero para la literatura, y todavía lo hay, pero eso no significa que la creación literaria nacional forme parte del discurso valorativo, y allí reside una de las claves para entender su desencuentro. En esto, la clase dominante, que por definición domina, ha jugado un papel decisivo, no sólo al excluirla del medio más importante, la televisión, sino al conformar a través suyo una sensibilidad rebajada ante toda apreciación estética o informativa. Por otra parte, la influencia ejercida sobre las capas medias con poder adquisitivo ha sido también significativa. A excepción de algunas actividades artísticas y musicales que han recibido ayuda y son consideradas signos de prestigio, el discurso dominante no incluye la literatura nacional salvo por el traslado del otrora valor singular y emblemático de Gallegos a Uslar Pietri. Desde el punto de vista económico, el sector empresarial de gran capital no ha invertido un céntimo en ningún ramo relacionado con la industria editorial. Nunca, a pesar del discurso repetitivo acerca de la necesidad de la educación, alguien habrá visto un comercial en que un personaje lea un libro. Nunca algún representante conspicuo de Fedecámaras ha legitimado la literatura nacional mediante la ayuda a la creación literaria. Sólo últimamente ha comenzado el apoyo privado a la investigación científica e histórica, pero en términos generales, el poder, definitivamente, no ha encontrado ninguna necesidad de establecer las señales de la creación intelectual, y literaria, en la escala de su discurso; en parte, porque históricamente las clases dominantes no las consideraron nunca entre sus emblemas; en parte, porque el período de los sesenta —como ya comenté— las dejó calificadas como peligrosas, y en parte, y sobre todo, por la propia base económica de la sociedad. Una burguesía enriquecida sobre la renta petrolera, sin esfuerzo propio, convertida en una clase importadora-ensambladora, impuso como valor fundamental la voluptuosidad de la sustitución incesante del objeto.

Ultima aproximación: el desierto al fin Es de suponer que una democracia, a diferencia de un régimen totalitario, permite un discurso múltiple. En el régimen totalitario, el discurso que se aparta del unívoco es considerado disidente. No sé si la palabra disidente estaría del todo bien aplicada para designar a aquellos que en el conjunto social

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venezolano encuentran una referencia en la literatura, pero no sería del todo abusiva. El discurso de la democracia representativa lo encuentro bastante unívoco. La libertad de expresar su pensamiento y sus creaciones, no hay duda, los creadores la han tenido. El obstáculo es dónde. Porque el espacio para que el creador, el escritor en este caso, exponga su creación no es otro que el espacio social y ese espacio está copado por el poder. En él ha ocurrido algo que podría llamarse erosión de la palabra y que afecta, al menos, a tres campos que se constituyen en el lenguaje: la memoria, la identidad y la ley. La erosión de la ley. En forma sistemática, la ley se ha venido violando durante al menos dos generaciones. La violación ha sido impune y sustentada por el poder, legitimada por el poder. La ley no es otra cosa que un contrato social, y un contrato no es otra cosa que lenguaje: palabras, simples palabras, las mismas que utilizamos para escribir una novela o un poema. La ley violada como parte de la vida cotidiana, como forma de ser, como constitución del discurso social, va destruyendo el poder significante del lenguaje. Lo que se dice, lo que se escribe —lo sabe muy bien el ciudadano común— no significa nada. El signo escrito es una trampa más, el signo hablado una mentira. No hay nada detrás de las palabras. Hay un vacío significante. Una impostura. Creer en la literatura pasa por el trámite de creer en el valor del lenguaje como mediación entre los sujetos. Leer un texto literario supone, al menos, la creencia de que en sus palabras otro intenta comunicar una verdad en el sentido subjetivo del término. Leer supone que al otro lado del texto el lenguaje convoca a un lugar fuera del vacío y la impostura. La erosión de la memoria. En lo que al lenguaje se refiere, el populismo ha tenido un efecto erosionante sobre la memoria cultural. La memoria de la cultura de un país no es, por supuesto, enseñar a los niños interminables y abominadas listas de escritores. Consiste en sostener como hecho de valor legitimado el proceso cultural de una sociedad a lo largo del tiempo. Pero esto no era posible por diversas razones. No sólo porque la permanente renovación de espacios materiales y proyectos institucionales fuese una fuente de extraordinarias corruptelas, sino también porque el discurso populista, para sustentar su legitimación, necesitaba convencer al ciudadano de que vivía en el mejor de los mundos posibles y de que cualquier recuerdo lo llevaría a escenarios de oprobio, violencia y atraso. Nada había detrás, más que dictaduras y opresiones. Se confundió el signo de los gobiernos con la sociedad misma. La ideología de los gobernantes con la producción cultural de su época. Se fragmentó la memoria cultural colectiva, se borraron nombres y se destacaron los que convenían. Se procedió a la erosión del vestigio. La vergüenza del pasado. La reducción al inmediatísimo presente. Lo pasado siempre olía mal, era lo caduco, lo decadente, lo despreciable. Se ha dicho muchas veces que el venezolano es amnésico; más bien, enseñado a no querer recordar, conducido al desgarramiento simbólico de la memoria, que ha terminado por arrojarlo solo, en medio de una realidad que le resulta incomprensible, brutal, y en la que debe caminar a ciegas. Las señales culturales requieren, inexorablemente, de la memoria; el

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instrumento para trazar cadenas simbólicas, para permitir la coherencia, para iluminar ese campo tan precario de la identidad. El tiempo se concretó en un presente que no bien aparecía ya era pasado. Lo que llamé más arriba la voluptuosidad del cambio incesante medió entre el sujeto y sus deseos. En otros términos, el pensamiento, reducido a la instantaneidad, olvidó no solamente el origen sino también el destino. Leer un texto literario supone la posibilidad de entrar en un mundo con sus propias leyes, su propio tiempo, su propia causalidad, y en el que todo aquello que ocurra lo haga dentro de una temporalidad interior. Leer un texto literario no exige recordar pero sí solicita del sujeto una dimensión en la que el tiempo no esté circunscrito al momento inmediato. La erosión de la identidad. El sujeto no se nombra a sí mismo sino desde el Otro. En el lenguaje, el discurso social sitúa y define la posición del sujeto. Le da nombre, valoración, motivaciones, deseos. Si la identidad es revertida por el discurso social como construcción simbólica, es decir, como consecución de aquello que yo soy o quiero ser, como constitución de una subjetividad, ese sujeto en cuestión puede vincularse al hecho cultural, que es fundamentalmente simbólico, particularmente el literario. Pero he aquí que se planteó una violenta y masiva sustitución del símbolo por la cosa en sí. Se presentó la identidad como construcción imaginaria de un sujeto que es-lo-que-la-cosa-es. Hemos llegado a su última consecuencia: se puede matar a los doce años para tener unos zapatos de marca porque tenerlos es en sí ser el objeto valorado. Como ejemplo de cosificación es difícil ir más allá. Esto ocurre en los niveles de extrema pobreza, pero en las capas medias, ésas de donde puede salir el potencial lector, se han producido situaciones del mismo signo. La valoración típica de la clase media en cuanto a aspiraciones de progreso a través de la educación y el conocimiento, que si bien en sí mismos no garantizan un acercamiento al discurso literario sí que son en todo caso elementos indispensables, se fue minando porque se presentó el enriquecimiento inmediato y corrupto como la mejor forma de ascenso social. Las señales de la cultura que para la clase media de los años cuarenta y cincuenta representaron elementos de prestigio, de valoración social, de utilidad, fueron borradas y transformadas en espectacularidad engañosa, en parada y parodia de la cultura. La misma educación académica ha sido planteada no como un medio de superación del individuo sino como la obtención de una patente que le permitirá acceder a ciertas prerrogativas. Lo particular del caso fue que esta erosión ocurrió violentamente, masivamente, sobre una clase media que había desarrollado una escasa tradición y no tenía recursos suficientes que oponer. Entre el proceso de alfabetización que llevó a cabo el primer gobierno de Acción Democrática y la Gran Venezuela no llegaron a transcurrir ni quince años; ni siquiera el tiempo de una generación etárea. Leer un texto literario requiere del sujeto una mirada que lo aparte de la cosa-en-sí, de una cierta distancia entre él y el mundo inmediato. De una cierta

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proposición del orden simbólico como terreno para los deseos, las aspiraciones, las identificaciones, la construcción de sí mismo, en fin. La literatura encuentra hoy un terreno erosionado para revertirse pero el hecho mismo de que exista y de que la creación no se haya paralizado, a la vez que se diversifica, indica su presencia firme. En la incertidumbre del presente estamos todos. En ella cada escritor podrá situarse de la manera que juzgue mejor.

Bibliografía Carvallo, Gastón. 1991. Una visión de coyuntura del sistema político venezolano. En: Cuadernos del Cendes 17/18. Caracas, Abril/Diciembre 1991. Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela: 269-292. Folios. Revista de Monte Avila Editores. 1993. Diciembre. Caracas. Jaffé, Verónica. 1991. El relato imposible. Caracas: Monte Avila/Celarg. López Ortega, Antonio. 1995. La sociedad no tiene quien la piense. En: El Nacional. Papel Literario. Caracas, 5 de Noviembre. Santaella, Juan Carlos. 1991. La literatura y el miedo y otros ensayos. Caracas: Fundarte.

Fin de siglo: extremidades de la cultura venezolana Antonio López Ortega

Nos asaltan varias preocupaciones en este fin de siglo, nos desvela el peso de los sueños incumplidos. Si el siglo XIX venezolano fue el siglo independentista por excelencia —Guerra de la Independencia sí, pero también Guerra Federal, Guerra de Caudillos e, incluso, una que otra revolucioncilla de adjetivos cromáticos—, éste que concluye prometía desde sus inicios la consolidación republicana. En el deambular del siglo XX, se nos decía (sobre todo a partir de la muerte de Gómez), seríamos al fin ciudadanos. El ensayo se ha mantenido en pie a pesar de algunos tropiezos1, pero no deja de percibirse en el ambiente un "sentimiento de escasez", de "agenda incumplida". Terminamos el siglo, en efecto, con índices alarmantes en lo social, en lo educativo, en lo ecónomico y —quien sabe si también— en lo cultural. La largamente anunciada promesa de modernización y de generalización del ejercicio democrático está muy lejos de ser la norma de nuestra cotidianidad; lejos de ello, la promesa ha degenerado más bien en espejismo. Al compás del correlato que lo potencia, el discurso cultural parece responder a las mismas circunstancias. Así pues, si la literatura del siglo XIX fue una "literatura de formación" —recordemos tan sólo los axiomas gramaticales de Bello o los programas educativos de Rodríguez para "forjar ciudadanos"—, la del siglo XX apuntaba a la "conformación" de nuestro signo colectivo. Con el insomnio literario de Ramos Sucre lográbamos dejar de lado el "inventario" de la realidad2 y le abríamos un espacio inédito a nuestra noche, a nuestros sueños, a nuestra intimidad. Si Ramos Sucre es quizás el primer ejemplo literario de la subjetividad en un terreno palpable de la modernidad cultural venezolana, si Teresa de la Parra reseña los hábitos de una aristocracia en vías de desaparición, si Julio Garmendia opone la ilusión y lo fantasmal a un mundo demasiado real, si Guillermo Meneses desdibuja la crónica de la cotidianidad para llevarnos a espacios en los que lo "representable" se esfuma en un "falso cuaderno" de anotaciones, si Juan Sánchez Peláez resume en la frase memorable de "nos falta sopa" todo el sino de una cultura, si Oswaldo Trejo desconfía de la exterioridad y nos dice que el paisaje es sólo interioridad, si Garmendia, González León y Calzadilla nos hablan de la ciudad como "nuevo escenario del sentido", si —finalmente— Montejo postula la recuperación de una nueva religiosidad a la vuelta del milenio, cabe preguntarse cuáles de estos signos contribuyen a establecer un claro y real balance literario del siglo. Uslar Pietri —un protagonista excepcional que nace casi con la centuria y la sigue cortejando en sus últimos estertores— inclina el fiel de la balanza en recientes declaraciones hacia

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Como el del largo paréntesis que va de 1945 a 1959. La flora y la fauna, la biografía de los próceres, los idearios y manifiestos políticos.

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la primera mitad. Para el escritor de "La lluvia", todo el siglo XX cultural venezolano halla forma en sus primeros cincuenta años: la gran pintura (Reverón, la Escuela de Caracas, el cinetismo), la gran música (Sojo y todo su legado), la gran literatura del siglo, pertenecen a ese período. Lo demás, lo que viene después —puntualiza el maestro— está muy condicionado por las llamadas "políticas culturales", políticas que según Uslar han pretendido acrecentar el hecho creador en la sociedad sin que ello haya significado verdaderamente el surgimiento de creadores. Sin ánimo de comulgar con la tesis de Uslar, cuya escasez de miras o de lecturas recientes bien podría justificarse, lo cierto es que el siglo acaba y que el balance del discurso cultural no es claro. Dejando, no obstante, de lado la tentación de los balances —un ejercicio, si se quiere, más fácil pero también probablemente más frustrante— y siguiendo, pues, la lección de Italo Calvino, quien postulaba seis propuestas para el nuevo milenio, sugeriremos una serie de conceptos limítrofes del discurso cultural venezolano en este fin de siglo. Los hemos querido llamar "extremidades" porque ciertamente apuntan a los extremos de nuestro discurso. Puntos de la "agenda pendiente", retos de la creación, variables que queremos obviar, huecos o distorsiones del campo cultural, lo cierto es que cualquier empeño artístico o reflexivo en estos tiempos tiene que pasar o pasará forzosamente por estas instancias. Nos referiremos sólo a cuatro de las extremidades que en este momento nos lucen más evidentes.

1. La disolución Si la esperanza ha nutrido buena parte de nuestro empeño como cultura —piénsese solamente en la "gesta libertadora" del siglo XIX—, incluso hasta desbordarse como principio motor y perder su centro orientador, me temo que la desesperanza es en este fin de siglo el sentimiento dominante. La idea de progreso —si alguna vez lo hubo—, de "futuro próspero", se esfuma en pos de algo que huele más a encierro, a calle ciega. La perspectiva es una dimensión claudicante. Lejos de proyectar escenarios, el telón cae sobre la escena. Por primera vez en muchos años, la sensación de que quizás esta démarche colectiva no vaya para ningún lado carcome el espíritu de las mentes más reflexivas. Hasta ahora hemos creído que algo se conforma, que nuestra apuesta en el tiempo es perdurable. Esto quizás se deba en parte al impulso que traemos del siglo XIX, un movimiento si se quiere primigenio de afirmación, con fuertes tintes ideológicos y episodios francamente sanguinarios. Con la negación de la monarquía española casi se nos va la vida: la población queda diezmada, nuestra economía en el suelo y el status político en estado de convalescencia. En reconstruir las instituciones se nos va el resto del siglo XIX. El enfermo recobra el aliento y se asoma al siglo XX confiando en la consolidación del horizonte histórico por el que se luchó tan amargamente durante todo el siglo precedente. Pero es comprensible que la fe y el impulso se pierdan después de

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un nuevo siglo de esfuerzos sin resultados visibles. Y entonces surge la pregunta que no queremos hacernos: ¿no será que en vez de construir una "huella en el tiempo" la estamos deshaciendo?, ¿no será que comenzamos a percatarnos de nuestro destino residual?, ¿no será que estos espacios de supuesto entendimiento colectivo, como bien lo intuyera la escritora Hanni Ossott hace unos años, son "espacios en disolución"? Si la "disolución" es el gran correlato que alimenta la apuesta creativa, si la "disolución" es el secretísimo leit-motif que nos lleva a reseñar una cultura en pleno ocaso, entonces se entiende que haya una variabilidad de respuestas como frutos hay de la resistencia estética. Una de ellas, no por obvia menos valiosa, es la que intenta recuperar el discurso histórico, es decir, la fuente originaria de la que provenimos, nuestro protodiscurso de nación. En lo que nos antecede está nuestra verdad y es cuestión de recuperar el sentido de lo que fuimos para saber en realidad cómo somos. En este campo se inscribe, por ejemplo, la novelística de un Denzil Romero, que ha hurgado con saña en personajes históricos, reconociéndoles sus hazañas y desgracias y, en algunos casos, proyectándolos en situaciones imaginarias; también la obra narrativa de Ana Teresa Torres, quien ha logrado retratar con precisión la subjetividad de personajes generalmente inscritos en marcos históricos definidos y reconocibles. Pero también tenemos acá la tentativa de Blanca Strepponi de rehacer poéticamente los diarios de John Robertson, un médico británico que reseñó episodios cruentos de la Guerra de Independencia. Lo histórico puede también transfigurarse en mítico, neoclásico o memorioso. Y así tenemos, en diferente grado, las tentativas recientes de Sonya Chocrón con Toledana, de Alicia Torres con Fatal, de Harry Almela con Cantigas o de Igor Barreto con Crónicas llanas. El discurso de la "reconstrucción histórica", por llamarlo de alguna manera, es un discurso afirmativo, seguro de sí mismo. Se define anteponiéndose tácitamente al sentimiento de "disolución" por apostar a un pasado grandioso —fatídico o heroico según el caso— pero mayoritariamente reconocible como un espacio común desde donde todos partimos. Contrariamente a esta opción, habría que ver qué tentativas estéticas apuestan por descifrar, bordear o intuir la "disolución". Menos afirmativa y, por lo tanto, más oscura, la alternativa de asumir la "disolución" pasa forzosamente por una negación radical del sujeto hablante o por una desconfianza también radical en torno a la "veracidad" del texto. Una muestra ejemplar de estas dos condiciones es el trabajo poético de Yolanda Pantin. En esta poesía el hablante es siempre otro— llámese "vampiro", "otredad" o, en el colmo de la ironía, propiamente "escritor". Los poemas del escritor de Yolanda Pantin son precisamente eso: poemas de un sujeto impostado. El escritor es acá un farsante, un fantasma, un enmascarado; en última instancia: una condición no asumible. Somos ya fantasmas, nos dice en lo profundo de sí esta poesía, y lo que oímos son ecos remotos de otros tiempos. Estamos ya en la "disolución" y los roles se esfuman. De la condición fantasmal del emisor pasamos a la irrealidad/provisionalidad del texto mismo. Y aquí también la más reciente poesía venezolana

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abunda en ejemplos. El carácter fragmentario, la dispersión en la página, el tono de emisión inconclusa, son algunos de los aspectos formales que exhibe esta poesía.

2. La vertiginosidad Por "vertiginosidad" queremos entender una condición implícita de la conformación cultural venezolana de este fin de siglo. El alud de capas, de influencias generalmente foráneas, de los llamados "modelos de desarrollo", ha sido tan propiamente "vertiginoso" que hemos perdido el sentido del sentido. Ya no sabemos en función de qué nos movemos. No hay parámetros, no hay un tronco común. Sólo vértigo, un vértigo horizontal como el que experimentaba Borges a la vista de la pampa argentina. Ante esta extrema velocidad de la nada, el discurso estético no sabe cómo comportarse. Vivimos lo que propiamente podríamos llamar una "crisis de la representación". Somos incapaces de relatar el decurso del país porque, en dos platos, el correlato pesa más que el relato y se traga cualquier tentativa de aproximación estética. La alternativa, por ejemplo, de los narradores de las últimas generaciones ha sido clara: no han querido entrar en una relación dialéctica con la realidad que potencia sus ficciones. Han preferido más bien la construcción de mundos ilusorios y discontinuos. De allí la nueva literatura fantástica (estrategia de fondo) y de allí también lo fragmentario (estrategia de forma). Una obra ejemplar que quiso hacer de la "vertiginosidad" su materia misma fue Rajatabla (1970) de Luis Britto García. Los diferentes tiempos del discurso cultural venezolano de fin de siglo conviven de una manera admirable en este libro de cuentos cortos: al lado de la pieza de arte moderno admirada por un grupo de "entendidos" en el cuento "Monstruo", encontramos el ya clásico relato "Helena" que se bifurca en, por un lado, una búsqueda emotiva condenada de antemano y, por el otro, una serie de técnicas personales de cómo hacer volar a un papagayo. El resultado lo tenemos a la vista: todo es posible en Rajatabla. Libro pionero, libro fuera de cauce, libro barroco por naturaleza al aspirar a la totalidad formal, Rajatabla inaugura un ciclo y lo cierra de inmediato. A raíz de esta entrega todo ha sido sesgo, búsquedas parciales. Así tenemos como tentativas más recientes —como la de Juan Calzadilla Arreaza con Parálisis andante (1988) o la de José Luis Palacios con su Paseos al azar (1994)— exploran la senda abierta por Britto y reclaman para sí una lectura de la realidad que se transfigura en sus textos de una manera abigarrada (por no decir desordenada). A estos narradores de fin de siglo sólo les resta exponer la integridad de sus pasiones, de sus sentimientos, de su memoria, de su subjetividad rota y emular el vértigo totalizante de los tiempos. La apuesta literaria está acá en deuda permanente con la realidad y siempre descifra tarde su código expresivo. Las opciones estéticas que se han definido en contraposición a la "vertiginosidad" han escogido otros asideros— aquéllos que precisamente descansan, ya

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que no en el vértigo, en otras instancias donde la realidad encuentra mayor sosiego. Así tenemos, por ejemplo, como el paisaje y su transfiguración metafórica en animales o personajes podría contener en gran medida la poética subyacente de la obra de Ednodio Quintero o como la reconstrucción minuciosa de episodios a través de la memoria sostiene, también en gran medida, la apuesta narrativa de un Carlos Noguera. Paisaje o memoria enarbolados como herramientas de resistencia estética en contra del vértigo disociativo de la historia, sí, pero, en nuestro afán de decantar o de descifrar el sentido, también vemos apuestas más extremas y arriesgadas: un ejemplo importante es lo que ha intentado hacer Miguel Gomes en su libro La cueva de Altamira (1992). Lo que este joven narrador opone acá a la "vertiginosidad" es el tema de la inmigración, esto es, un elemento que bien podría formar parte de la "vertiginosidad" misma. Relatos que reseñan la vida y episodios cotidianos de portugueses, catalanes, canarios, gallegos y vascos nos demuestran que en estas "capas" sociales, ya inmersas en el discurrir nacional, también hay historia, también hay rituales, también hay tradición.

3. Lo popular Hay un empeño —que ha llegado incluso hasta tener sostenes ideológicos en Hispanoamérica— que ha querido ver nuestra literatura como un tejido de representación de la sociedad, como el espejo de la realidad histórica. Desde los tiempos de los cronistas de Indias, cuando Guamán Poma de Ayala tenía que describir la guanábana como "un melón con labores sutiles", cuestión de complacer al ojo logocéntrico, nuestra literatura parece estar signada por un lector de ultramar. Las Cartas de relación de Hernán Cortés son eso y nada más: el empeño de relatar este continente —de adaptarlo, podríamos decir— a la monarquía española. Es posible que nuestro lector de ultramar haya cambiado de ropaje en estos últimos cinco siglos, pero algo de ese distanciamiento primigenio, de esa extrañeza original, se mantiene puertas adentro. En definitiva, hay un signo en nuestra cultura que nos lleva a desconocer lo propio. Y sobre ese desconocimiento, hemos creado un gusto, una estética. Numerosas han sido las corrientes, las escuelas, que han intentado reconciliarse con lo desconocido, que han intentado aplazar la extrañeza y hacerla propia. Los capítulos de la historia literaria del continente nos hablan de indigenismo, costumbrismo, populismo, modernismo, novela de la Revolución, vanguardia, modernidad, postmodernidad, pero también nos hablan de la dicotomía "civilización-barbarie", atando la primera a todo lo que tenga que ver con "desarrollo" o "urbanidad" y relegando la segunda para englobar lo rural o lo étnico. Ciertamente, como bien lo explica Javier Lasarte en su libro Juego y nación, el ímpetu de nuestros románticos quiso barrer las diferencias y apostar por una cultura del mestizaje ("cultura cósmica", diría Vasconcelos) pero ese afán no siempre logró la difusión deseada y se quedó en mero propósito de manifiestos

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literarios o de editoriales de revistas. Lo desconocido, lo otro, sigue allí, palpitando en la cueva, desafiando el sentido. La narrativa venezolana de comienzos de siglo parece estar empeñada en el desciframiento de lo desconocido, de lo distinto. Hay una tentativa de abolir la gravitación que todavía ejerce en nosotros la mirada logocéntrica y de descifrar la adversidad. Desde Urbaneja Achelpohl hasta Pocaterra, desde Gallegos hasta Uslar Pietri, toda la producción narrativa del momento parece obedecer a un designio ideológico, a un postulado estético. El desciframiento de la adversidad viene dado por la reconstrucción del imaginario campesino (pensar en "La lluvia" de Uslar Pietri) o por la biografía del paisaje envolvente de Canaima. Indios, negros, campesinos, selvas, pueblos, creencias... son todas variables de un descubrimiento paulatino. En dos platos: revelar la diferencia para hacerla mía, integrar al otro en el discurso globalizante de la cultura. Si se quiere, éste es un empeño saludable de los tiempos que intentaba salvar las diferencias que apenas un siglo antes casi disuelven la nacionalidad entre guerras encarnizadas. Un relato de Gustavo Díaz Solís llamado "Llueve sobre el mar" y publicado en 1943 es emblemático de la postura del momento. Un negro corpulento, de pelo "pasudo" y dientes "como pedacitos de pulpa de coco" evoluciona en un pueblo costero, "descarga recios machetazos" sobre el cacaotal, se emborracha en sus momentos de ocio y termina violando a una mujer: "El negro ahogó en un lento, interminable beso los otros gritos que luchaban por salir". Al negro lo persigue una poblada y, bajo el acoso, sucumbe. La imagen de cierre es exacta y, por lo tanto, memorable: "Frente a un rancho desvencijado encontraron al negro muerto. Tenía la cara casi hundida en el barro. Gotas de agua enlunada que se enredaban en la greña lanosa comunicaban a la cabeza un raro brillo". Vemos acá, pues, como todos los tópicos del momento se repiten: la adversidad es el paisaje, la naturaleza exótica, la lluvia incesante, el mar envolvente... El negro, en este caso, no viene a ser sino una excrecencia del paisaje, paisaje que tiene que ser habitado de alguna manera (así sea sacrificándolo). Es encomiable, repito, el empeño de toda una generación de narradores de lidiar contra la adversidad para intentar incorporarla aunque fuera bajo preceptos ideológicos. Es, lo que podríamos llamar, una narrativa de la tierra, de lo popular. Díaz Solís es, en este sentido, un autor bisagra, pues relatos como "Arco secreto" parecen responder a otro diseño. Pero así como citamos a Díaz Solís podríamos mencionar al Meneses que salta del marco realista de La balandra Isabel al desvencijamiento textual de Falso cuaderno: dos ópticas conviviendo en un mismo autor o dos concepciones contrapuestas del sentido. Apenas cinco años después de la aparición del relato de Díaz Solís, exactamente en 1948, un joven merideño llamado Oswaldo Trejo publica el relato emblemático de los nuevos tiempos. "Escuchando al idiota" nos remite al fin de la exterioridad, al fin del paisaje como correlato. Su apuesta es sincera, pues desconfía de la mirada romántica que quiere integrar el derredor. Ya no hay derredor y todo ocurre en espacios internos. El idiota visita a una prostituta y en el encierro del mismo cuarto no la halla: "No han sido besos hasta ahora

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éstos", exclama con enrevesada sintaxis la prostituta. Trejo nos habla acá de un desencuentro, del desencuentro que postula la modernidad. Se acabó la ilusión y el espíritu integrador de las generaciones anteriores. Estamos en la desnudez de propósitos y desde ella hablamos. Fin de un proyecto histórico y nacimiento de una estética de la desolación. Los nuevos tiempos son escépticos y magros y habrá que esperar a la generación de narradores que irrumpe en 1958 —pensemos en el González León de País portátil— para volver a los postulados iniciales de reconciliación y reconocimiento. Parece, pues, que "lo popular" —o, mejor dicho: el no-lugar de "lo popular"— es uno de los grandes temas de la llamada "crisis de valores". Y hablamos de "lo popular" para englobar a lo que va desde las tradiciones hasta los llamados (y muy recientes) neonacionalismos. El gran hallazgo de esta semimodernidad de nuestros días es que es una modernidad que nunca ha dialogado con la tradición, que se ha construido a retazos, a golpes, superponiendo "modelos de desarrollo" como quien acumula capas geológicas. Hemos insistido en construir un modelo de sociedad que, lamentablemente, ha querido ignorar, ha desconocido, un concepto más integral de nuestro ser colectivo. Y parece, pues, que cuando el ensayo se muestra agotado, nos queremos replantear la orientación del camino. Como respuesta a la desazón de los discursos que han querido regir la modernidad, parece que la reflexión cultural ha llegado a una encrucijada donde destaca una de las sendas posibles: descubrir "lo popular", releer "lo popular". Esta pulsión retoma sendas conscientes pero también equívocas. Y es como si bastara el gesto de colocar el pabellón patrio en el lugar que deberían ocupar las placas de los carros para reconocer un cambio de actitud. La búsqueda de "lo popular", ciertamente, puede también responder a fanatismos3, fanatismos que pueden ser capitalizados por los elementos más retrógrados de la sociedad. No obstante, hay que saludar la disposición de establecer una relectura de "lo popular", pues mientras más avancemos en el descubrimiento de sus claves más dimensionaremos la magnitud de nuestras carencias. Decíamos que en nuestra "lectura de la crisis" (para robarle un feliz término al crítico peruano Julio Ortega) no debería escapar una relectura de la tradición. Es más, nos atreveríamos a decir que un análisis de nuestra modernidad pasa forzosamente por una relectura de la tradición. En dos platos, la siguiente afirmación: reencontrar la tradición nos demuestra que ya éramos lo que somos desde hace siglos. Y esto es algo que, para nuestra desgracia, hemos querido ignorar. Nos falta el sentido de continuidad histórica. Somos seres extraviados en el tiempo. Ya en el terreno franco de las especulaciones habría que imaginar una nueva edad para la narrativa venezolana de este siglo que ya casi termina. No ya el propósito romántico y falsamente integrador de Díaz Solís ni tampoco el escep-

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Los mismos fanatismos que aflos atrás nos convertían en consumidores compulsivos.

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ticismo derrotista de Trejo. Hablo de una corriente vigorosa que pueda descifrar el correlato y recrearle sus aristas simbólicas. Una narrativa que penetre en el cuerpo social y nos ofrezca las imágenes perdurables de un tiempo. El peor escenario sería el de darle la vuelta al siglo para que los lectores del futuro nos desconozcan. Urge transponer, entonces, la realidad de todos los días e identificar sus espejos trascendentes. Si nuestro designio es la derrota, expresemos la derrota; si nuestro designio es el desamor, expresemos el desamor; si nuestro designio, en cambio, es la tradición, rehallemos la tradición. Se me ocurre pensar que uno de los caminos posibles es la vuelta a las fuentes. Desconfiar de esta modernidad postiza y sacudir el corpus mítico, simbólico, vivencial, de nuestra cultura, no ya con el prurito del que pretende integrar la adversidad sino más bien con el ánimo del que ya no se resiste a ser invadido por la adversidad. Ser lo otro, estar en el otro. Hemos saltado de equívoco en equívoco, hemos aplazado por mucho tiempo un concepto más integral de nuestro ser cultural y la nacionalidad de hoy nos lo reclama. En manos de nuestros narradores se debate la resurrección del negro que Díaz Solís quiere seguir viendo anclado en el barro.

4. La reflexión La sensación inicial sería esta: ya no reflexionamos. O, al menos, la reflexión carece de tribuna pública, ya sea porque la menosprecia o porque teme ser expuesta. Las consecuencias ya las estamos viendo: el análisis reflexivo queda preso en los pasillos de las universidades, en las veladas de ciertas cofradías, en la atenta escucha de los amigos o en el espejismo de los bares y de los cafés. Atrás han quedado los días en los que Angel Rama debatía con Juan Liscano en extensas páginas dominicales que nos mantenían en vilo: eran tiempos de polémica, de confrontación, en los que el ejercicio intelectual encarnaba algún designio social. De allí a esta parte, todo ha sido evaporación, pérdida del sentido y del quehacer intelectual. Han desaparecido los voceros, las posiciones, las tribunas. Lo que nos rige hoy en día es más bien un gran escepticismo a la hora de encarnar puntos de vista. Sumida en su propio desconcierto, la llamada clase intelectual venezolana asiste a su propia crisis de valores, precisamente en momentos en que el devenir histórico del país más parece necesitarla. El ejercicio intelectual se ha caracterizado en Occidente por ser una de las figuras de la vanguardia histórica. Todo lo que hemos terminado siendo en las sucesivas fases civilizatorias, de alguna manera ya había sido prefigurado en libros, tratados o imágenes. Los creadores han sido los adelantados de todas las épocas. Y tras esos sueños iniciales de los "locos de la casa" han ido delineándose las configuraciones posteriores de la sociedad. Es, pues, precisamente esta dinámica la que hoy brilla por su ausencia. Nuestra clase intelectual vive puertas adentro, aletargada, asistiendo al devenir del país como cualquier espectador circunstancial. Hace tan suya la crisis de los discursos que termina

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inmovilizada, presa de su propia expectación. Una absoluta conformidad (por no decir conformismo) atraviesa el escenario y nadie se inmuta. Ha terminado siendo la nuestra una clase ajena a los entornos que, de alguna manera, la condicionan. No hay respuesta ante nada. ¿Cómo y por qué se ha llegado a este punto?, vendría a ser el gran desafío de estos tiempos. Salir de la anonimidad para producir algún tipo de respuesta ya sería un primer signo de salud. Se nos vuelve obvio hablar de la "crisis de valores" del país pero nos cuesta más preguntarnos por qué nuestra clase intelectual no ha producido reflexiones de valor ante esa misma crisis y, más bien, ha terminado haciéndola suya. Un fenómeno como el de la rebelión de Chiapas en enero de 1994 atravesó horizontalmente toda la clase intelectual mexicana y produjo (y produce) todo tipo de consideraciones: filosóficas, históricas, simbólicas, sociológicas. La separata que la revista Vuelta editó en su entrega de ese mismo mes da cuenta de una vitalidad aplastante: poetas, narradores, artistas y filósofos se devanan los sesos por hallar y entender los signos de esa representación. Lejos de ello, los recientes fenómenos de la historia venezolana más bien nos paralizan. Nuestro debate —desvalorizado, empalidecido— ha obviado todos los grandes o posibles temas4 y ha preferido un ejercicio de corte más bien monetarista que se traduce en los reclamos públicos por mayores subvenciones. Si asistimos en el fondo a un verdadero cambio de los patrones de comprensión de nuestros fenómenos, la clase intelectual no parece haberse dado cuenta y, más bien, acentúa el ejercicio de los viejos hábitos. Tenemos que comenzar por entender que la tan manoseada "crisis" es ante todo crisis cultural, crisis de una manera de concebir las cosas y necesidad de crear una nueva y verdadera cosmovisión de nación. En tal sentido, la responsabilidad de la clase intelectual es mayor que nunca, pues, quizás inconscientemente, la sociedad venezolana apela en este momento al carácter visionario de nuestros creadores y pensadores. Me temo que, al igual que el resto de las instituciones, también la clase intelectual está más "estatizada" que nunca. Todo está condicionado por el Estado: los museos, las revistas, los institutos de formación e investigación, los aportes para el ejercicio creador. Bajo este estado de cosas, evidentemente, la diferencia o la crítica se hacen hábitos más difíciles, más esporádicos. ¿Cómo lograr una "desestatización" de la dinámica cultural para volverla un ejercicio más libre, más autónomo?, es una de las preguntas que tendremos que comenzar a respondernos más temprano que tarde. El cambio no es fácil, requiere por lo demás de mucha imaginación y pasa forzosamente por una redefinición del papel de los entes rectores de las políticas culturales.

4 Los orígenes históricos de la corrupción, los modelos políticos, el discurso fronterizo, las representaciones de la marginalidad, el diálogo entre tradición y modernidad, la crisis económica, los desafíos de la globalización.

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No tener espacios libres, no poseer instrumentos periódicos de reflexión, nos ha llevado quizás a cobijar el ejercicio intelectual, la polémica, en eventos, congresos o las más recientes "bienales" literarias. La "verbalidad" es ahora inducida y tiene altos costos. Se convocan por razones de política regional, en reconocimiento a grandes autores o por hábitos institucionales. Vienen a constituir los esfuerzos de organización reflexiva que intentan obviar el vacío que colma nuestras vidas. Sólo allí nos vemos, nos reconocemos y, en el mejor de los casos, diferimos. Es la última maniobra institucional para confiar aún en nuestros reflejos perdidos. Son esfuerzos loables, por supuesto, pero tienden a esconder nuestras miserias cotidianas. Habrá que preguntarse ¿por qué hemos caído tan bajo?, ¿por qué hemos ido asistiendo a la muerte paulatina de nuestros instrumentos periódicos de reflexión y nadie ha chistado? La indiferencia es francamente sorprendente. ¿O será acaso que el ejercicio intelectual ya no será como antes y vendrá amparado por otras formas, quizás más secretas y, por ende, menos públicas? ¿Cómo no extrañar a Juan Ñuño en estas circunstancias, ese observador religioso de nuestro discurso cultural? Sus ensayos o artículos nos ensalzaban los días. Podíamos estar o no de acuerdo con él, pero ya ese ejercicio de cercanía o diferencia nos ayudaba a reencontrar nuestro propio pensamiento. ¿Estaremos asistiendo acaso a la muerte del modelo del intelectual integral? Con Uslar Pietri, Liscano y algunos más quizás lo estemos viviendo. Ya no queremos ser testigos de excepción sino apenas lectores ocasionales de nuestras bibliotecas personales. Ya no sabemos quién es el otro. Hemos perdido nuestro más preciado bien: el oyente, el lector, el destinatario de nuestros esfuerzos. Y, ensimismados, nos hundimos en nuestro extravío, en nuestro solipsismo. La disolución, la vertiginosidad, lo popular, la reflexión: cuatro extremidades de nuestro discurso cultural, cuatro variables que ninguna apuesta estética ni de pensamiento podrá ignorar en este fin de siglo.

Ultimo ensayo venezolano: apuntes de fin de siglo Rafael Castillo Zapata

En uno de los estimulantes ensayos de El pozo de las palabras (1990), libro que marca el inicio de una década particularmente rica en experiencias ensayísticas, Miguel Gomes reflexiona con serena y precisa capacidad de autoexploración acerca de su propio bilingüismo; hijo de portugueses en un país de hispanohablantes, Gomes recrea memoriosa y críticamente su relación con la lengua de sus padres y se ve a sí mismo en el escenario de la cultura venezolana como un sujeto atípico, problemático, en la medida en que, a diferencia de lo que observa en otros venezolanos hijos de inmigrantes como él, ha tratado de mantener vivo el contacto con esa lengua de origen, enriqueciéndola y apropiándosela para su propia riqueza interior. Esta conciencia de su propia diferencia lo conduce a interrogarse acerca de las razones por las cuales sus semejantes, en general, tienden a olvidar ese vínculo originario con la lengua de sus padres e intenta responderse pensando que se trataría del efecto de una cierta inseguridad de nuestra cultura acerca de su propia identidad. Dice: nuestra sociedad nos inculca el hábito de minimizar todo atavismo porque, en el fondo, teme no encontrar uno propio lo suficientemente sólido y definido que nos unifique de manera convincente como pueblo y no tan sólo como estado: eso que llaman identidad. Sin embargo, interrumpe abruptamente este atisbo de comprensión que, sin duda, anunciaba un territorio problemático en verdad atractivo y prometedor, añadiendo inmediatamente una frase que nos deja frustrados: "desconozco las razones, y no me atañe investigarlas" (Gomes 1990, 134). Yo quisiera detenerme precisamente en esta frase abrupta y frustrante, porque en ella percibo que se concentra, y precisamente en el discurso de uno de nuestros jóvenes ensayistas de nuestra contemporaneidad y, más específicamente, de nuestra contemporaneidad discursiva. Ese problema no es otro que el de la sostenida renuncia de nuestros escritores por sentirse atañidos, digámoslo así, por esas zonas incógnitas que minan y acribillan el paisaje de nuestra cultura y que están pidiendo, constante y animadamente, exploradores acuciosos, imaginativos y, cómo no, comprometidos. En esa suerte de dar la espalda con la que Gomes interrumpe de un plumazo la intrigante tarea de investigar las razones de ese fenómeno que advierte tan viva e inteligentemente en la cultura venezolana de su tiempo, veo el reflejo, todavía en él, joven escritor que se abre a la práctica ensayística en este fin de siglo, de esa reticencia al parecer dominante en nuestra literatura, a partir de los años sesenta y gracias en buena parte a la obsesión de los intelectuales venezolanos de la época por acceder a una contemporaneidad cosmopolita de la que se sintieron despojados durante la dictadura

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perezjimenista1, por aproximarse al país, renunciando a decirlo, a representarlo, obstaculizada toda representación estética de sus contornos y de su sustancia caótica y diversa por el prurito de un "ensimismamiento" en la escritura que anulaba toda posibilidad de empantanarse en los lodazales de la realidad inmediata, temerosos los artistas de ser reconocidos como moralizadores trasnochados, aterrados ante la idea, como dice Miguel Angel Campos, de "no pertenecer a Occidente" (Campos 1992, 72). Veo, pues, en ese abandono del cuadrilátero, por así decirlo, en esa tirada de la toalla precisamente en el momento en que, como lectores ansiosos de una palabra que intente representarnos como cultura, se abre una posibilidad productiva de reflexión sobre lo que somos o podemos ser como comunidad, una de las remoras que han paralizado el flujo vivo de una escritura que, como la ensayística, está llamada, por su propia consistencia reflexiva y argumentativa, a ser la voz cantante de una empresa colectiva de autorreconocimiento que estamos lejos, hoy por hoy, y a punto de terminar el siglo, de haber siquiera iniciado con el rigor y la pasión que nos merecemos. Veo, sí, la rémora que ha arrinconado al ensayo venezolano más reciente al reducto exclusivo y excluyente de la reflexión sobre la literatura, entrampándolo en una suerte de inmanentismo que, si no ha dejado de dar excelentes frutos, ha distraído al mismo tiempo muchas fuerzas generosas que hubieran podido aplicarse al pensamiento más animado y animoso del país2. Y

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Oscar Rodríguez Ortiz ha sabido apreciar este fenómeno de una manera inteligente y crítica a lo largo de muchos de sus eficaces intentos por escribir la historia del ensayo en Venezuela. Refiriéndose al caso de los intelectuales agrupados alrededor del grupo Sardio hacia 1960, inmediatamente después de la caída del dictador, Rodríguez Ortiz señala, que "después de los años sesenta [...] las artes se concentran en un ensimismamiento", y propone que el síntoma más característico de la época, en lo que se refiere específicamente al ensayo, sería "la voluntad de implantar una escritura (lo que no sea meramente funcional o didáctico), sea como mito de poéticas de la prosa, dogmas de la palabra, o como sobrevaloración de los autorreferentes. Así, en la historia de la segunda contemporaneidad del ensayo venezolano habría que tener en cuenta que el tema predominante es un problema de estética: el escritor mismo o la escritura" (Rodríguez Ortiz 1989, 27). En otro lugar ha reafirmado esta apreciación: "los temas del ensayo se harán cada vez más literarios, inmanentes por el método, las ganas, la 'voluntad de expresión'" (Rodríguez Ortiz 1995, 80). 2 Es posible que las mejores manifestaciones del ensayo venezolano contemporáneo sean precisamente aquéllas que se inscriben en el espacio de la reflexión sobre lo literario: desde la práctica pionera y fundacional de Guillermo Sucre, una sustanciosa lista de ensayistas cuyo objeto de atención es la literatura, venezolana y extranjera, pueden mencionarse. Baste referirnos a dos de los más consistentes e interesantes, y los cuales constituyen ya una tradición: Francisco Rivera (Entre el silencio y la palabra, 1986); María Fernanda Palacios (Sabor y saber de la lengua, 1987). Muchos otros que podrían citarse son, al mismo tiempo, poetas (Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros, Eleazar León, Hanni Ossott) o narradores (José Balza), lo cual resulta también característico del ensayo contemporáneo en Venezuela: a partir de los años sesenta, la creciente especialización de las humanidades pareció dividir las aguas entre las aproximaciones ensayísticas y las aproximaciones crítico-académicas a la literatura. Si como dice Rodríguez Ortiz "el ensayo venezolano de la segunda contempora-

79 no se trata de renunciar a las conquistas que nuestro ensayo ha alcanzado en ese territorio especializado en el que colinda y colisiona con la crítica literaria, sino en considerar el hecho de que esa misma reflexión pudiera abrirse simultáneamente a la tarea de considerar al país, como totalidad implicada e implicante, en el mismo acto de comprender nuestra producción estética, pues como bien dice Luis Pérez Oramas, otro de nuestros jóvenes ensayistas, se debería tratar de "manifestar la dimensión política de las funciones estéticas, esa dimensión 'espectatoria' que como un vínculo comunitario incesantemente reinventado ante las obras hace que estas sean eficaces" (Pérez Oramas 1995b, 17). Es esto lo que sin duda están tratando de hacer muchos de esos nuevos ensayistas que, a diferencia de Gomes y sin abandonar el camino de una exigencia estilística y erudita tan compleja como la suya, intentan leer a través de sus análisis minuciosos de las obras al país en el cual se producen y en el cual se ofrecen a su consumo 3 . Después de mucho tiempo de apatía, pareciera que en nombres

neidad cruza obligatoriamente el territorio de sus poetas" (Rodríguez Ortiz 1989, 28), esto pareciera responder a una práctica que se opone a la "especialización", en el sentido que pueda ésta tener a partir de la aparición de nuevos críticos preparados y formados en las universidades y que responden a una tendencia a la tecnificación de los instrumentos de análisis y al acceso a metodologías de precisión. De este modo, el ensayo se distancia de los estudios literarios formales, académicos o técnicos y se mantiene como forma marginal de reflexión íntima y no especializada sobre lo literario; se deja una zona de esta problemática a los nuevos "maîtres à penser" y se abandona la jugosa crítica política o de planteamiento ético; la "inmanencia" afecta, así, una cierta clausura de los poderes polémicos del ensayo como pieza de interlocución en el escenario de una confrontación cultural más amplia que la propia del quehacer literario. 3 Rodríguez Ortiz parece advertir este cambio cuando dice que "después de un largo túnel inmanentista hay que apuntar como novedad en los aftos ochenta y lo que va de la presente década, el nuevo florecimiento de posiciones trascendentalistas" (Rodríguez Ortiz 1995, 89). Si lo que Rodríguez Ortiz llama "trascendentalista" remite a una voluntad de interlocución colectiva del ensayo, de un interés por dialogar con el contexto cultural inmediato o con la tradición que lo sostiene, entonces es posible que los aftos 90 estén ofreciendo una recuperación de la tradición de los mejores ensayistas latinoamericanos y venezolanos que dialogan con la realidad: sin caer en la trampa de la "especialización", sin renunciar a las artes tentativas e intuitivas, incluso "impresionistas", del amateur, pero sin abjurar tampoco de los métodos y de las formas y fórmulas teóricas del especialista, nuevos ensayistas están intentando leer el país al tiempo que leen su literatura o su arte. El inmanentismo que se atiene exclusivamente al mundo interior de la obra estaría siendo desplazado por una lectura que, sin desdeñar el análisis específico de la obra, pretende contemplarla, pensarla en el escenario de los problemas generales de la cultura. Es posible que esta nueva apertura, este nuevo deseo de interpelación y de legibilidad, de autocomprensión en medio de un escenario que no es individual y aislado, deshistorizado, sino colectivo y gregario, historizado, que estaría caracterizando al último ensayo venezolano no pueda desligarse del estimulante papel que han jugado los nuevos críticos académicos —Beatriz González Stephan (La duda del escorpión, 1992); Paulette Silva Baugerard (Una vasta morada de enmascarados, 1993); Gisela Kozak (Rebelión en el Caribe hispano, 1993); Javier Lasarte (Juego y

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como el del ya citado Pérez Oramas, en muchos de sus artículos de prensa todavía no recogidos en volumen, o el de Antonio López Ortega, en los textos reunidos en El camino de la alteridad (1995), o el de Miguel Angel Campos, cuyos más recientes textos La imaginación atrofiada (1992) y Las novedades del petróleo (1994) merecen una atención más intensa, se anuncia y se hace acto concreto esa tarea que Pérez Oramas describe impecablemente como el acto más genuino de toda cultura: "aprender a leernos en el instante en que vivimos, para aprender a interpretarnos con perspectiva de historia, para concebir un sitio común, que nadie puede apropiarse, cuya resonancia no pueda ser de nadie porque es de todos" (Pérez Oramas 1995a, 4). Esta necesidad de leernos a nosotros mismos a través de nuestra literatura —y el ensayo sin duda forma parte de las variables vertientes de esa práctica discursiva—, es un síntoma vivo de la necesidad de un cambio en relación con la espantable idea del compromiso del intelectual, idea que no parece amedrentar demasiado a López Ortega cuando encuentra inteligentemente que el sentido de ese compromiso está en la forma misma de la escritura, en la sintonía del autor con su tiempo, en los mecanismos inconscientes que llevan a un escritor no a convertirse en portavoz de una sociedad, como se nos ha querido hacer ver, sino a ser la sociedad misma, el punto en que ésta se da vuelta sobre sí para reconocerse mejor y construirse una imagen que pueda sobrevivir la dura realidad de un tiempo que se evapora y de un espacio que se pierde (López Ortega 1995, 33). El se ha dado cuenta, como tantos lectores, como se percató temprana y valientemente Verónica Jaffé en El relato imposible (1991), que "lo que más añoraría un lector es la transmutación en signos literarios de una realidad que sigue pareciéndole ajena a los procesos de creación"; como esos lectores, López Ortega se pregunta frente a nuestra literatura: "¿Dónde están los signos de la urbe, dónde están las grandes metáforas de la condición humana? ¿Cuáles son nuestras miserias, nuestros prejuicios?" y termina concluyendo que, incapaz de aprehenderla, "de expresarla, de destruirla, de reelaborarla, la literatura parece nutrirse de su propio seno sin prestarle atención a la realidad que, de alguna manera, la potencia" (López Ortega 1995, 71). Esto, que ha sido escrito en relación con la narrativa de los ochenta, pareciera tener más actualidad hoy en relación con el ensayo; de alguna manera los jóvenes narradores han escuchado las demandas de López Ortega, y aun cuando Miguel Angel Campos todavía tiene razones para reparar "en la notoria mudez de la narrativa frente al, a su vez, elocuente fenómeno de la cultura del petróleo" y para advertir "una timi-

nación, 1995)— que están tratando de releer la tradición moderna venezolana, remontándose en algunos casos hasta el siglo XIX para buscar las fuentes y las raíces culturales de un país que quieren entender también a partir de su literatura.

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dez demasiado abierta, una tremenda inseguridad en la ficción venezolana ante un objeto que reclama una entrada a saco" (Campos 1994, 15s), los textos de Ricardo Azuaje, de Israel Centeno, de Juan Calzadilla Arreaza, de Milagros Mata Gil, del propio López Ortega, entre otros, han comenzado a abrazarse y abrasarse con esa realidad caótica y magnética que exige trabajos continuos de representación. Le faltaba al ensayo dejarse seducir de nuevo por este mismo espectáculo cotidiano: afortunadamente, el fin de siglo parece traer un replanteamiento de ese contacto necesario entre la escritura ensayística y el país. Los nombres citados, la riqueza y complejidad de sus textos, la valentía con la cual intentan enfrentarse a una tradición reciente que hace ascos a involucrarse éticamente con los problemas nacionales —otra palabra temible— desde la escritura y que ha preferido, a menudo en sus mejores plumas, regodearse en la exploración de los mundos cerrados de un escritor o de una obra, son una señal estimulante. Por supuesto, no están solos y no han aterrizado en el escenario de la escritura venezolana contemporánea como por arte de magia: no hace, por una parte, otra cosa que rescatar y continuar desde otras perspectivas —más técnicas, más elaboradas, más irónicas— una tradición marginada a partir de los años sesenta y que tuvo en un Eduardo Arroyo Lameda, en un Mariano Picón Salas —tan llevado y traído por todos los bandos—, en un Briceño Iragorry, ardientes defensores de una práctica ensayística que se activa, como decía uno de ellos, para prevenir "al hombre entre las oscuras vueltas del laberinto" y para "ayudarle a buscar el agujero de salida" (Picón Salas 1962, 994). Se trata de una tradición que otros ensayistas, a lo largo de las últimas décadas, han mantenido viva, y pienso por ejemplo en Elisa Lerner, modelo de eso que Picón Salas reconocía en el maestro Montaigne: la capacidad de describir en sí mismo "la suma confusión" de su propia época. Basta leer la más leve crónica lerneriana para ver la fuerza con la que su mirada sobre sí misma se proyecta simultáneamente sobre el país, como si fuera una de las pocas conciencias contemporáneas nuestras incapaces de autorreconocerse sin el escenario de fondo y de fundamento del espacio que habitan y del territorio que pisan. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, esa "cortés prefiguración de la democracia"?, donde la contemplación de unas fotografías decimonónicas hace que Lerner evoque a Gregory Peck en Spellbound de Hitchcock e, inmediatamente, no pueda dejar de vincular el conflicto del galán amnésico con nuestro propio país desmemoriado: Sólo en los últimos años se me ha aclarado a mí misma el que —fugitiva espectadora de un filme de Hitchcock—, me vea tan envuelta en el inflexible olvido protagonizado por Gregory Peck. Y es que a medida que pasa el tiempo en el desmemoriado y triste personaje actuado por Peck es mucho lo que veo de nosotros mismos, los amnésicos venezolanos de la actualidad (Lerner 1979, 91). Esa capacidad de verse constantemente en correspondencia con ese nosotros que está tan implicado en la mismidad como cualquiera de las experiencias más

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íntimas e intransferibles, es quizás la capacidad que le hace falta recuperar —y que ya recupera, por suerte— a nuestra escritura ensayística. No hay que olvidar tampoco que una escritura tan radicalmente personal como la de Armando Rojas Guardia en El dios de la intemperie (1985) se fragua, se ha escrito, según propia confesión de su autor, con la intención de "ayudar a neohumanizar" —son sus palabras—, "desde el testimonio de la experiencia singular, el quehacer literario, y en concreto ensayístico, de Venezuela" (Rojas Guardia 1985, 4). Por eso, el je suis moi-même la matière de mon livre de Montaigne, parece que se bifurca en nuestra mejor práctica ensayística en una suerte de nous sommes nous-mêmes la matière de nos livres, es decir, la mismidad depositada en la escritura de un texto, de un libro, estaría aquí traspasada por una suerte de ecumenicidad, de imagen constantemente reflejada de lo colectivo, de lo que nos implica a todos como personajes de una misma representación cultural e histórica4. Si la imaginación de nosotros mismos, como dice Miguel Angel Campos, había permanecido hasta ahora atrofiada, parece que podemos comenzar a pensar que comienza a desarrollarse de nuevo, con fuerza nueva y renovado vigor.

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El posible que esto sea, precisamente, una característica tuerte del ensayo latinoamericano: la "traducción" del "moi-même" en un "nous-mêmes". En este sentido, el ensayo latinoamericano (y el venezolano que hemos querido destacar) estaría ganado por una voluntad de representación colectiva a partir de la experiencia de una conciencia personal, de una subjetividad que es ella misma la materia de su escritura, pero que no se concibe aislada, sino llamada a una interlocución: el sujeto que se expone en el ensayo latinoamericano, si al hacerlo se interroga, no se interroga sino en la medida en que interroga al mismo tiempo a su cultura.

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Bibliografía Campos, Miguel Angel. 1992. La imaginación atrofiada. Caracas: Monte Avila. —. 1994. Las novedades del petróleo. Caracas: Fundarte. Gomes, Miguel. 1990. El pozo de las palabras. Caracas: Fundarte. Jaffé, Verónica. 1991. El relato imposible. Caracas: Monte Avila. Lerner, Elisa. 1979. Yo amo a Columbo. Caracas: Monte Avila. López Ortega, Antonio. 1995. El camino de la alteridad. Caracas: Fundarte. Pérez Oramas, Luis. 1995a. "La hipoteca del ornato" [manuscrito]. —. 1995b. "La república baldía" [manuscrito]. Picón Salas, Mariano. 1962. Obras selectas. Madrid-Caracas: Edime. Rodríguez Ortiz, Oscar. 1989. Ensayistas venezolanos del siglo XX. Una antología. 2 vols. Caracas: Contraloría General de la República. —. 1995. Hacer tiempos. Caracas: Fundarte. Rojas Guardia, Armando. 1985. "Palabras de presentación" a El dios de la intemperie el día de su bautizo [manuscrito].

La función de la editorial Monte Avila en el proceso de la literatura venezolana Alexis Márquez Rodríguez

La fundación de Monte Avila Editores, el 8 de abril de 1968, se inscribe dentro de una larga y fecunda tradición editorial venezolana. En Venezuela, en efecto, contrariamente a la idea de que la industria editorial es muy nueva, se desarrolló desde el siglo pasado una industria tipográfica y editorial de cierta importancia, aunque menor que en otras de las ex colonias españolas de América, y con altibajos, pero con alguna continuidad, y en todo caso proporcionalmente adecuada a nuestro nivel de desarrollo material e intelectual. La imprenta llegó a nuestro país un poco tardíamente, en 1808, en los albores de la independencia. Los primeros impresos fueron, naturalmente, algunos periódicos y hojas sueltas, amén de pequeños folletos de poco cuerpo, sermones religiosos, bandos oficiales, hojas parroquiales, etc. En esa imprenta se editó el primer periódico que circuló en Venezuela, la Gazeta de Caracas, publicación oficial del gobierno colonial, cuyo primer número apareció el 24 de octubre del mismo año de 1808, y tuvo como su primer redactor al joven Andrés Bello, quien no era todavía el insigne polígrafo que llegó a ser, pero que ya apuntaba como una firme promesa en el ámbito de las letras y el pensamiento venezolanos. Fue un periódico de relativamente larga vida, pues duró catorce años, desde 1808 hasta 1822. Su orientación ideológica fue cambiante, pues se inició como vocero oficial del régimen español, pero se convirtió en patriótico y republicano al declararse la independencia, y luego, al perderse la primera república y restaurarse el gobierno colonial volvió a ser monárquico, y así se mantuvo, fluctuando entre los patriotas y los realistas según quien dominase en la capital venezolana. En esa misma imprenta se editó el primer libro impreso en nuestro país, el Calendario manual y Guía de forasteros en Venezuela para el año de 1810, un pequeño volumen de 64 páginas y 14 centímetros de alto, que contenía además un "Resumen de la Historia de Venezuela", escrito por Andrés Bello. El año siguiente, en 1811, se publicó también en Caracas un libro sumamente importante, Derechos de la América del Sur y México, del inglés William Burke, en dos tomos, publicado por orden de la Junta de Gobierno designada a raíz de la declaración de independencia, el 5 de julio de ese año. Se trata de una obra fundamental, considerada como una de las más determinantes en la divulgación de los principios políticos y morales de la independencia. El contenido de esta obra había sido publicado en forma de artículos en la Gazeta de Caracas, y dada su importancia y el efecto que dichos artículos estaban llamados a producir en favor de la independencia, la Junta de Gobierno mandó que se recopilasen y se publicasen en forma de libro, consciente de que aque-

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líos artículos ofrecían la mejor plataforma ideológica a la causa independentista. Otra obra de la que se tiene noticias precisas sobre su publicación en Caracas, también en 1811, aunque no se ha conseguido ningún ejemplar, fue el Contrato social, de Juan Jacobo Rousseau. Y en 1812, otra imprenta que se había instalado en Caracas por ese entonces, imprimió una edición de La lógica, o los primeros elementos del arte de pensar, del Abate Condillac (170 páginas, 15 centímetros de alto), traducida del francés por Bernardo María de Calzada, Capitán del Regimiento de Caballería de la Reina y Socio de Mérito de las Reales Sociedades Vascongada y Aragonesa. Esta edición, de un célebre libro especialmente concebido para la enseñanza, se hizo en Caracas a solicitud de Fray Juan José García Padrón, Catedrático de la Real y Pontificia Universidad del Real Seminario Venezolano, la Universidad de Caracas, para uso de sus discípulos. Lo cual demuestra que no sólo ya se editaban libros importantes en nuestro país, sino también que había interés en cubrir la demanda de textos para la educación, incluso en su nivel superior. En el ámbito del periodismo también fueron muy fructíferos los primeros años del siglo XIX, en los inicios de la vida independiente, y los del resto del siglo XIX. No vamos a detenernos en este punto, porque nuestro tema específico es la producción de libros. Pero no podemos dejar de mencionar, aunque sea de paso, uno de los periódicos más importantes, por muy diversas razones, en toda nuestra historia, como fue el Correo del Orinoco, fundado por Bolívar en la antigua Angostura. Su publicación se inició el 27 de junio de 1818 y duró hasta el 23 de marzo de 1823, período en el cual aparecieron 128 números. Circuló regularmente los sábados, con algunas interrupciones, debidas más que nada a enfermedad del editor, quien era Andrés Roderick, impresor oficial del Supremo Gobierno, y quien lo hacía en un taller de imprenta traído desde Trinidad por José Miguel Istúriz. Fue un periódico esencialmente ideológico, al servicio de la causa de la independencia, cuya importancia fue más allá de las fronteras nacionales. Don Pedro Grases dice al respecto, que "La colección del Correo del Orinoco constituye, sin duda alguna, la más importante expresión del ideario emancipador, en su tiempo, en todo el Continente americano" (1981, vol. IV, 70). Sus redactores y colaboradores fueron los más eminentes miembros de la generación de la independencia, entre ellos el propio Bolívar, Juan Germán Roscio, Manuel Palacio Fajardo, José Luis Ramos, Francisco Antonio Zea, Francisco Javier Yanes, José Rafael Revenga, Cristóbal Mendoza y Guillermo White, estos dos últimos desde Trinidad. Especialmente digno de mención es el criterio expresamente sostenido por los responsables del periódico acerca de la objetividad que se proponen observar en su función periodística. En el programa ideológico que exponen en su primer editorial dan una elevada lección de moral periodística, que aún hoy, a distancia de casi dos siglos, debiera ser consigna permanente del periodismo venezolano:

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[...] daremos algunos discursos políticos y económicos, rasgos históricos, anécdotas, y diversos hechos que aunque no sean recientes, merecen conocerse, unos por la admiración y otros por el horror y la indignación que inspiran. No importa a cuál de los partidos contendientes pertenezca la gloria, [o] el oprobio de ellos. Somos libres, escribimos en un país libre, y no nos proponemos engañar al público. No por eso nos hacemos responsables de las noticias oficiales; pero anunciándolas como tales, queda ajuicio del lector discernir la mayor o menor fe que merezcan. El público ilustrado aprende muy pronto a leer cualquier Gazeta, como ha aprendido a leer la de Caracas, que a fuerza de empeñarse en engañar a todos ha logrado no engañar a nadie (ibíd.). Muchos libros más de los arriba indicados, entre ellos algunos sumamente significativos, se publicaron en Caracas y otros lugares de Venezuela durante el siglo XIX. Un solo nombre basta para llenar todo un capítulo de la historia de la imprenta en Venezuela, el de Valentín Espinal, un impresor, escritor, periodista y político de enorme importancia en el proceso de la cultura venezolana. A él se deben ediciones tan valiosas de libros como Principios del derecho de jentes, de Andrés Bello, publicado en 1837, y la Gramática de la lengua castellana, destinada al uso de los americanos, del mismo Andrés Bello, publicada en 1850, apenas tres años después de la primera edición, que había aparecido en Santiago de Chile en 1847. Otros libros editados por él fueron un Breve diccionario de sinónimos de la lengua castellana, de José López de la Huerta; el Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense, famosa obra del jurista español Joaquín Escriche, que en su edición venezolana —de "publicación monumental" la califica don Pedro Grases, cuya autoridad en la materia es indiscutible— fue corregida y aumentada por profesores de la Universidad de Caracas, para adaptarla a la legislación venezolana, y el Manual o compendio de cirujía del Dr. José María Vargas. Espinal, además, fue un político muy combativo y de ideas avanzadas. En 1845 fue casi la única voz venezolana que protestó airadamente por la anexión de gran parte del territorio mexicano por los Estados Unidos, y en un discurso pronunciado con ese motivo en el congreso, en el cual era diputado, denunció en términos inequívocos y precisos la política imperialista de ese país. En 1839 se realizó asimismo en Caracas toda una hazaña editorial, como fue la publicación en tres tomos, impresos en el taller de George Corser, de las Obras completas de Mariano José de Larra, que testimonia la importancia y el desarrollo que ya para esa fecha había alcanzado la industria tipográfica y editorial venezolana. Esta edición, en efecto, tiene el enorme valor de ser la primera que se hace en el mundo de toda la obra junta del célebre costumbrista español, quien apenas dos años antes había puesto fin a su vida de un pistoletazo. Pero es importante no sólo por eso, sino también porque esta edición obedece a un criterio que, sin duda, representa todo un programa editorial, y aun

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de desarrollo cultural en conjunto, que refleja ya un grado muy apreciable de madurez en el mundo intelectual venezolano. La edición de las Obras de Larra lleva una nota editorial de presentación, que testimonia muy bien este hecho. Allí se dice, en efecto, lo siguiente: Los escritos de D. Mariano José de Larra se encontraban hasta ahora dispersos, impresos en diversos tiempos, en mal papel, peores tipos, y sobre todo, sumamente incorrectos. Además, eran muy escasos y excesivamente caros. Al emprender la edición completa de estas obras, nos hemos propuesto: 1° Reunirías en una sola edición digna de ellas, y compuesta de pocos volúmenes. 2° Disminuir el precio de su costo a la par que se mejora la edición, para facilitar su adquisición y favorecer el gusto por la literatura. 3 o Aumentar el número de las impresiones americanas, como uno de los ramos en que la América del Sur debe tener sus productos indígenas sin depender de otros países. Esperamos pues que los pueblos americanos para los cuales se hace esta edición, encontrarán llenos en la obra que publicamos los tres objetos indicados. Caracas: Agosto I o de 1839. Es obvia la enorme importancia de estas palabras, que no sólo revelan una gran conciencia profesional del oficio de editor, sino también una especial sensibilidad ante la necesaria unidad del continente hispanoamericano, a lo cual podría y debería contribuir la edición de libros pensados en función continental, y no de cada uno de nuestros países aisladamente. En una clara ratificación de lo dicho en este verdadero manifiesto editorial venezolano, poco después de aparecer los tres tomos de Larra se emprendió también la edición de las Obras completas de Ramón de Mesonero Romanos, el otro gran costumbrista español, de las cuales sólo se imprimió el primer tomo. Traspuesto el siglo XX, se siguen editando en Venezuela libros valiosos, no sólo por su contenido, sino también por la calidad de su impresión. Para comienzos del siglo había varios talleres tipográficos que hacían trabajos de excelente calidad. Basta mencionar el caso de la revista El Cojo Ilustrado, una publicación periódica francamente de lujo, no tanto por su suntuosidad, como por el altísimo nivel de calidad de su impresión y de su contenido, lo cual hizo de ella una de las más importantes revistas que en el continente americano sirvieron de vocero y expresión al movimiento modernista y a los seguidores del positivismo, y fue un testimonio excepcional del enorme adelanto de las artes tipográficas en nuestro país. En sus páginas colaboraron los más notables escritores de España y de Hispanoamérica de su tiempo, amén de muchos de otros países, incluso de idiomas extranjeros. Igualmente varias generaciones de

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poetas, narradores y ensayistas venezolanos, desde los mayores, como Eduardo Blanco, Julio Calcaño y Felipe Tejera, hasta los entonces jóvenes principiantes, como Rómulo Gallegos, José Tadeo Arreaza Calatrava y Francisco Pimentel, pasando por los de edad intermedia, como Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Luis M. Urbaneja Achelpohl, César Zumeta, Pedro Manuel Arcaya, Laureano Vallenilla Lanz, Rufino Blanco Fombona, Alfredo Arvelo Larriva, José Gil Fortoul, Eloy G. González, Francisco González Guinán y muchos otros. El Cojo Ilustrado fue, además, un magnífico ejemplo de constancia, pues se publicó quincenalmente, con admirable puntualidad, por espacio de veintitrés años, desde el 1 de enero de 1892, hasta el 1 de abril de 1915, sin faltar una sola vez a su cita quincenal con los lectores. En cuanto a la edición de libros, se mantuvo igualmente la alta calidad de los impresos, aunque se trató siempre de un trabajo en pequeño, pues se atendía sólo al mercado nacional, que era necesariamente reducido. Además, tampoco era muy grande la producción literaria, y eso también fue determinante de que nuestra industria editorial fuese todavía reducida, aunque de alta calidad y digna de la tradición que nos venía del siglo XIX. Aun pudiéndose constatar la presencia de factores que dificultaron muchas veces la producción de libros, sobre todo en el período que va de comienzos de siglo hasta 1935, en que la vida en todas sus manifestaciones se ve severamente reprimida por las dos dictaduras que se sucedieron en ese período, aun así, siempre hubo muestras de la alta calidad de la tipografía venezolana, tal como lo registra un hombre de excepcional competencia en la materia, como lo es el bibliógrafo venezolano de origen catalán don Pedro Grases, varias veces citado: Aunque la situación política imperante no favorecía ciertamente el progreso de la vida pública, que es la que se vierte en obras impresas, hallamos, sin embargo, hasta la muerte de [Juan Vicente] Gómez (1.935) un buen número de talleres, algunos de ellos con obras que figuran muy dignamente en la bibliografía venezolana. Hombres como los Schlageter, Pedro Valery Rísquez, Parra León, los Guruceaga, la Editorial Venezuela de Monseñor Pellín y algunos libros de la antigua Casa de Especialidades, entre otros, mantuvieron en alto el prestigio del arte de imprimir en el país. Pero a partir del régimen de [Eleazar] López Contreras (1936) es visible en Caracas una auténtica recuperación en la vida de las imprentas, que han producido y están dando hoy obras que pueden parangonarse a las de cualquier ciudad del Nuevo Mundo y aun de Europa. Es un hecho reconocido por colegas de otras repúblicas, quienes con frecuencia nos hacen llegar su testimonio de admiración por las cualidades que ha alcanzado la tipografía nacional, en libros, revistas y periódicos. Nuevas técnicas y nuevos equipos pueden atender todos los requerimientos de un oficio que está en continuo proceso de transformación. La diagramación de los impresos, el cuidado en

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su ejecución y aun el volumen que ha logrado la producción nacional, han colocado en alto lugar la imprenta actual de la ciudad de Caracas, atendida por numerosos talleres (Grases 1981, vol. VIII, 24s). Las palabras de Grases que acabamos de citar se escribieron en 1967. Un año después, el 8 de abril de 1968, el gobierno venezolano, a través del entonces Instituto Nacional de la Cultura (INCIBA), y por iniciativa del periodista, escritor y dirigente político Simón Alberto Consalvi, fundó la empresa Monte Avila Editores, perteneciente al Estado, a la cual se le dio la forma jurídica y administrativa de compañía anónima. Este acto tuvo un doble significado, pues marcó la culminación de un proceso evolutivo de nuestra industria editorial que nos venía de los primeros años del siglo XIX, y al mismo tiempo dio inicio a una nueva etapa en esa evolución. Aun a riesgo de incurrir en el pecado del lugar común, que tanto escuece a muchos espíritus exquisitos, puede decirse que la historia y proceso de la industria editorial venezolana se divide en dos períodos, y al referirse a ella hay que hablar del antes y después de la fundación de Monte Avila. En efecto, si bien puede hablarse de una larga tradición editorial venezolana, que viene, como ya se ha visto, desde los albores del siglo XIX, se trata de un proceso lento y discreto, con una producción de excelente calidad, pero muy pequeña, sobre todo si se la compara con lo que fue muy tempranamente la industria del libro en países hermanos, como México, Argentina y Colombia, especialmente. Además, con pocas excepciones, varias de las cuales, antes mencionadas, corresponden a la primera mitad del siglo pasado, casi toda nuestra producción de libros se limitó a obras de autores venezolanos, siendo poquísimas las de autores extranjeros, y menos aún las traducidas de otras lenguas. Dejando a un lado únicamente algunas ediciones hechas por universidades, casi siempre de manera un tanto espontánea y al azar, puede decirse que Monte Avila es la primera empresa editorial que en Venezuela publica en forma sistemática y continuada, dentro de una planificación consciente y meditada, numerosas obras de autores de fuera del país, escritas en castellano o traducidas de otros idiomas, no sólo destinadas a atender el mercado nacional, sino también producidas para la exportación a diversos países extranjeros. En cuanto a la producción nacional de libros, no hay duda de que Monte Avila contribuyó en gran medida a darle un vigoroso impulso, al estimular la creación literaria, tanto la de los géneros de imaginación como la de los géneros conceptuales, toda vez que la presencia de una editorial del Estado con las características de ésta permitía confiar, razonablemente, en las posibilidades concretas de edición, si bien las obras que se presentasen deberían someterse a los procedimientos usuales para la selección de los materiales que se han de editar. Como es de suponer, Monte Avila prestó atención de inmediato a la edición de obras de autores venezolanos consagrados, cuyos libros se hallaban agota-

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dos, o eran de difícil adquisición por uno u otro motivo. Entre los libros publicados dentro de este grupo se encuentran los de Andrés Bello, Simón Rodríguez, Rafael María Baralt, Arístides Rojas, Juan Germán Roscio, Juan Vicente González, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Laureano Vallenilla Lanz, Manuel Díaz Rodríguez, Teresa de la Parra, José Antonio Ramos Sucre, Julio Garmendia, José Rafael Pocaterra, Rufino Blanco Fombona, Guillermo Meneses, Vicente Gerbasi, Miguel Otero Silva, Arturo Uslar Pietri, Isaac Pardo, Mariano Picón Salas, Andrés Eloy Blanco, Enrique Bernardo Núñez, Mario Briceño Iragorry, Elizabeth Schón, Gustavo Díaz Solís, Luis Beltrán Guerrero, José Ramón Medina, Juan Liscano, Aquiles Nazoa, Juan Sánchez Peláez, Francisco Tamayo, Ana Enriqueta Terán y muchos otros. Caso muy especial es el de Vicente Gerbasi, una de las mayores voces poéticas venezolanas de todos los tiempos, de quien, además de reeditarse las obras anteriores en Monte Avila, casi todos los libros de poesía producidos posteriormente por él han sido publicados por esta editorial. En segundo lugar, Monte Avila ha dado cabida también en su fondo editorial a las obras de autores pertenecientes a generaciones intermedias, casi todos ellos, por razones de edad, ya algo conocidos dentro y fuera del país. Figuran entre éstos Salvador Garmendia, Adriano González León, Román Chalbaud, Isaac Chocrón, Luis Britto García, Manuel Caballero, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, Gustavo Luis Carrera, Simón Alberto Consalvi, Eduardo Liendo, Eleazar León, Antonieta Madrid, Francisco Massiani, Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta, Guillermo Morón, Héctor Mujica, Aníbal Nazoa, Carlos Noguera, Ramón Palomares, Antonio Pasquali, Gustavo Pereira, Francisco Pérez Perdomo, Eugenio Montejo, Elias Pino Iturrieta, Ednodio Quintero, Alfredo Silva Estrada, Oswaldo Trejo y muchos más. Un tercer grupo lo forman autores noveles, algunos con algún que otro libro, publicados en otras editoriales, otros totalmente inéditos hasta ser editados por Monte Avila. Es ésta, sin duda, una de las principales y más encomiables funciones de una editorial como Monte Avila, que por ser una empresa del Estado no persigue fines de lucro, por lo cual puede arriesgarse con libros que, por ser de autores poco o nada conocidos, se puede prever que serán de escasa o muy pausada venta. De este modo, la editorial va descubriendo nuevos valores y contribuyendo al afianzamiento de otros. En este grupo podemos mencionar a Harry Almela, Cristian Alvarez, Lyda Aponte de Zacklin, Luis Barrera Linares, Rafael Castillo Zapata, Lázaro Alvarez, Israel Centeno, Angel Gustavo Infante, Igor Delgado Sénior, Alba Rosa Hernández, Martha Kornblith, Stefania Mosca, Javier Lasarte, Eloy Yagüe, Mireya Tabuas, etc. Es muy importante, y de carácter verdaderamente trascendental, el significado que ha tenido una de nuestras colecciones más apreciadas, como es la Colección Eldorado. Se trata de una serie de libros en ediciones de bolsillo, trabajados en cuanto al diseño y la impresión con el propósito de lograr costos no muy elevados, y de ese modo poder fijarles un precio de venta lo más bajo posible, pero sin sacrificar elementos esenciales de calidad en cuanto a materia-

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les y a técnicas de composición, diseño e impresión. Pasan ya de un centenar los títulos publicados, y entre sus autores se cuentan las figuras más destacadas y relevantes de la literatura venezolana en todos los géneros y de todos los tiempos. Aunque quizás no fue exactamente ése el propósito con que se concibió inicialmente esta colección, creada tempranamente por Monte Avila por iniciativa de quien era entonces su directora literaria, la periodista y escritora Mary Ferrero, y en cierto modo como continuación de la Biblioteca Popular Venezolana que años atrás había creado el Ministerio de Educación, Eldorado se ha convertido en una auténtica biblioteca de los clásicos venezolanos, y hoy la concebimos como la colección a la que todo escritor de nuestro país, al iniciarse en los menesteres literarios, aspira a ingresar algún día. Es igualmente muy valiosa, aunque mucho más nueva, la Colección Primera Dimensión, especialmente dedicada a la edición de libros de lectura infantil y juvenil. Son obras muy bien ilustradas, con muy exigentes criterios de selección, tanto de los textos como de las ilustraciones y demás características técnicas y tipográficas. Esta colección ha logrado incorporar al mundo de la literatura infantil nombres de escritores ya muy notables, cultivadores de otros géneros extraños al de ese tipo de literatura, al lado de otros más nuevos, incluso escritores noveles que se presentan en esta colección con su primer libro. En el poco tiempo de existencia que tiene esta colección ya se han publicado más de veinte títulos, y se está permanentemente en búsqueda de novedades en este campo tan difícil, pero al mismo tiempo tan rico en posibilidades, como son los libros para niños y para jóvenes. Una de las características más interesantes de Monte Avila, que llama poderosamente la atención, es que publica sistemáticamente, dentro de su programación ordinaria, libros de poesía, especialmente en su Colección Altazor. Por regla general, las editoriales privadas eluden la publicación de obras poéticas, alegando que no se venden, por lo que están condenadas a producir pérdidas económicas a los editores que se arriesguen a hacerlo. Esto, en principio, es cierto, pero no del todo. Es verdad que, en general, los libros de poesía son menos buscados por los compradores potenciales que los de otros géneros, como la narrativa o el ensayo. Sin embargo, el haber aceptado acríticamente este supuesto ha contribuido a que se haya ido imponiendo y arraigando como un axioma. Pero ciertas experiencias, que conocemos muy bien, nos permiten deducir que el supuesto desinterés de los compradores de libros por los de poesía puede neutralizarse, al menos parcialmente, con una adecuada promoción, que, por otra parte, no tiene por qué resultar demasiado onerosa para los editores. En todo caso, Monte Avila puede abordar la publicación de libros de poesía, aun corriendo el riesgo de la poca o ninguna venta, porque es una empresa del Estado, y por tanto no tiene fines de lucro, y sólo percibe en cada edición un beneficio modesto, además de recibir mensualmente un subsidio oficial.

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Finalmente, Monte Avila ha cumplido una valiosa labor al reeditar periódicamente los libros que el público reclama, especialmente aquellos cuyo estudio se contempla en los programas de las escuelas y demás planteles de enseñanza. Y al mismo tiempo, al exportar muchas de sus publicaciones a numerosos países, ha permitido también que los autores venezolanos vayan siendo conocidos fuera del país. Correlativamente, al publicar igualmente importantes obras de autores extranjeros, incluso traducciones de otros idiomas, ha garantizado el conocimiento de los mismos por los lectores venezolanos, aparte de que con ello se vigoriza constantemente el rublo de la exportación, que favorece el desarrollo económico de la empresa y aporta divisas al país. En este punto es importante saber que Monte Avila mantiene un taller permanente de traducción, coordinado con ejemplar capacidad y profesionalismo por Julieta Fombona, en el cual se discuten semanalmente problemas técnicos y de toda índole relacionados con el arte de traducir, y se trabaja directamente en la traducción de obras que Monte Avila ha contratado para su fondo editorial. En resumen, podemos decir que Monte Avila ha contribuido poderosamente al desarrollo de la literatura venezolana y fortalecido la industria editorial. Su influencia en tal sentido puede sintetizarse en los siguientes puntos: 1. Ha facilitado la divulgación de las obras de los autores ya consagrados, permitiendo su conocimiento por las nuevas generaciones, y manteniendo su vigencia entre los lectores de mayor edad. 2. Ha procurado la edición de libros de autores ya conocidos, pero de menor presencia entre el público, por razones de edad y otros factores, y por tratarse de escritores de obras en proceso de desarrollo, el cual se ha visto favorecido por las posibilidades de edición. 3. Ha estimulado la formación y aparición de nuevos valores literarios, al asegurar la posibilidad de que sus obras sean editadas oportunamente y con una amplia cobertura del mercado nacional y del mercado extranjero. 4. Ha facilitado el conocimiento de los libros y autores nacionales fuera del país, y de los extranjeros en Venezuela, estimulando también la labor de nuestros traductores. 5. Ha estimulado y fortalecido el desarrollo de la industria del libro en Venezuela, tanto en lo tocante a la composición, diseño y diagramación de los textos, como en lo correspondiente a su impresión tipográfica. 6. Igualmente ha favorecido la formación y el desarrollo de un mercado del libro, estimulando la lectura entre las nuevas y viejas generaciones. Lo cual ha facilitado también el desarrollo del comercio librero, tanto por el fortalecimiento de las librerías ya existentes en el país, como por facilitar la aparición de nuevos establecimientos de ese importante ramo comercial. En este punto es conveniente advertir que la creación por Monte Avila, hace dos años, de su propia librería, ubicada estratégicamente dentro del complejo cultural del Teatro Teresa Carreño, no ha significado una competencia ventajista con las demás librerías de Caracas, sino más bien un estímulo al comercio librero, al

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promover una especie de emulación en el ámbito de las librerías que operan en la capital de la República.

Bibliografía El Cojo Ilustrado. 1892-1915. Caracas: Empresa El Cojo. Correo del Orinoco. 1818-1821. 1939. Paris: Desclée, de Brouwer & Cié. Gaceta de Caracas. 1808-1822. 1983-1986. Caracas: Academia Nacional de la Historia. Grases, Pedro. 1981. Obras. Caracas: Seix Barrai. Larra, Mariano José de. 1839. Obras completas. 3 vols. Caracas: George Corser.

II HISTORIOGRAFIA OFICIAL Y FICCION SUBVERSIVA

Historia entre ideología afirmativa y comprensión crítica: identidad nacional y conciencia histórica Hans-Joachim König

La problemática La preocupación por la Historia, el conocimiento de la Historia, por la enseñanza de una Historia nacional y la construcción de un patriotismo o una conciencia histórica nace en Venezuela paralelamente al proceso emancipador, a la formación de un Estado soberano que se separó del imperio español. "Que ignore el ciudadano la Historia de su patria no es compatible ni con la civilización ni con el patriotismo", afirmaba un aviso publicado en el periódico El Venezolano en septiembre de 18401. Los republicanos deben aleccionarse con la historia, porque sólo siendo ilustrados y virtuosos podrán ser verdaderos patriotas, labrando por alcanzar el prestigio y la soberanía de las instituciones democráticas encaminadas y realizar el hermoso ideal de la libertad, aspiración nobilísima de nuestros insignes libertadores, proclamaba un libro de texto en 1858 (Esté 1858, I-II). La Historia es la memoria de nuestros padres. Ningún pueblo, en una hora dada de su evolución, puede considerarse como eslabón suelto o como comienzo de un proceso social. Venimos todos de atrás. Antes estuvimos en el pasado. Y para buscar y amar a nuestros mayores debemos buscar y amar la Historia que ellos hicieron. En Venezuela, justamente, hay una marcada devoción por el pasado. Venezuela quiere su Historia. Venezuela parece buscarse a sí misma en el valor de las acciones de quienes forjaron la Patria. Ya esto es un buen punto de apoyo para la palanca de su progreso moral. Así definía Mario Briceño Iragorry el papel de la Historia como fuente de la enseñanza moral y como factor formativo de la conciencia ciudadana en 1942 en un discurso titulado La Historia como elemento de creación (Carrera Damas 1961, 72). La historia no puede ser ahora sino lo que ha sido siempre. 'Espejo de lo pasado'. Verdad que contribuya a la 'educación de la humanidad', si se toma en cuenta la tendencia docente que le asigna Herder, y en el sentido de 'interrogación que ella es en el pasado de los problemas que nos inquietan en el presente', si se le agrega el fin

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El Venezolano No. 3, Caracas, 7 de septiembre de 1840.

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social que le señala Spengler. [...] Lo práctico y exacto es utilizar la historia como fuente creadora de voluntad. Porque de eso es que necesita, de voluntades, la humanidad para marchar. Así, el historiador no debe ceñirse a lo convencional que sea en alguna época o para una teoría especial, sino atenerse a la realidad que fue. Es decir, el hecho, a las causas del hecho, a la influencia y a las consecuencias del hecho, en el sentido de la civilización. De tal manera la historia universal para el mundo y la nacional para cada país constituye tesoro espiritual de necesidad invalorable. En tal aspecto, los héroes, los sabios y los artistas, y sus acciones y sus obras, son patrimonio común. Debe el pueblo venerarlos y el gobierno cuidarlos. A lo primero tienden las conmemoraciones como la presente, por cuanto además de merecido recuerdo son incitaciones de respeto, gratitud y admiración. Dios no necesita de la pompa religiosa. Somos nosotros los que necesitamos rendirle culto externo para llevar la imaginación a planos de comprenderlo mejor y amarlo más, animados por resplandores de cielo y llamas de fé. Así mismo los proceres no necesitan de las fiestas patrióticas. Somos nosotros los que de ellas necesitamos, para mantenernos en el culto de sus virtudes, y hacer de éstas estímulos que contribuyen a estrechar cada vez más la unidad nacional, fundamento y fin de toda prosperidad. Con esta valoración de la función de la Historia y del patriotismo, Antonio Alamo abrió la sesión solemne de la Academia Nacional de la Historia en homenaje a Francisco de Miranda, con motivo del bicentenario de su nacimiento, el 27 de marzo de 1950 (Carrera Damas 1961, 27s). El historiador debe evaluar constantemente, y de preferencia con una alta dosis de escepticismo y hasta de buen humor, la utilidad del producto de su esfuerzo. [...] El historiador no debe perder de vista el hecho de que su búsqueda científica reviste, con demasiada frecuencia, un carácter objetivamente odioso, porque puede resultar perturbadora de la paz de quienes tienen, o se pretende que deban tenerlo, derecho a ella. [...] El historiador no debe perder nunca de vista la potencialidad de sus propias limitaciones; ni mucho menos subestimar las posibilidades de que le tiendan asechanzas. [...] El historiador debe contemplar siempre la posibilidad (¿y por qué no también la legitimidad?) de otra lectura de lo histórico, diferente y hasta contrapuesta de la suya. [...] El historiador debe estar siempre dispuesto a escuchar el reclamo, rara vez sereno, generalmente airado, de aquellos a quienes él no trató de la manera como ellos esperaban ser tratados, por sí o en nombre de terceros, presentes o pasados. [...] En suma: el historiador deberá estar siempre persuadí-

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do de cuán arduo es el camino que le permitirá acercarse al conocimiento. Estas son las recomendaciones que dió Germán Carrera Damas en su libro Aviso a los historiadores críticos (Carrera Damas 1995, lOs). Estas citas de historiadores venezolanos del siglo XIX y XX contienen una abundancia de declaraciones sobre Historia y su rol para la sociedad o bien para la formación de la nación. En el transcurso de esta exposición analizaré las mismas implícitamente. El objetivo del presente ensayo es el de preguntar, dentro de la temática de este simposio, cual ha sido y cual puede ser el papel de la Historia —tanto la ciencia histórica como la enseñanza de la Historia— en Venezuela en el proceso de la formación de la nación. Para poder contestar a esta pregunta hay que analizar, en primer lugar, qué es la Historia y de qué manera participa en la búsqueda y formación de una identidad histórica o nacional dentro del proceso de formación del Estado Nacional. Después de unas reflexiones teóricas, voy a examinar el caso venezolano y describir la función que se ha atribuido a la historia patria para formar una identidad.

Reflexiones teóricas El objeto de la Historia Numerosas definiciones de "Historia" indican que el presente y el pasado están vinculados entre sí, que existe una relación entre el investigador o el intérprete, por un lado, y lo investigado o lo interpretado, por el otro (Carr, Faber, Schaff). Según ellos, la Historia es una manifestación actual sobre hechos del pasado. El doble sentido del concepto "Historia" ya expresa esa circunstancia. La Historia se refiere tanto a hechos gestados en el pasado como al relato actual sobre esos hechos. Historia es el informe sobre acontecimientos: el historiador es aquél que conoce los hechos del pasado y los narra, que narra historias, historias de personas individuales —su actuación intencionada y los motivos así como también el margen y las condiciones para esa actuación—, de pueblos, y de acontecimientos provocados por hombres o que afectaron a los mismos. Sin los sucesos del pasado que se narran, no existiría la Historia como narración. La posibilidad de discernimiento del historiador Historia como realidad del pasado no es idéntica con lo que presenta un libro de Historia como realidad. Ninguna narración de Historia, ninguna representación del pasado puede reproducirla totalmente. Eso tiene que ver con el material, que es la base de toda investigación y narración histórica y sobre la cual el historiador fundamenta su argumentación. Este material, los testimonios de las acciones y pensamientos humanos, los restos y huellas del pasado que testimonian fragmentariamente la realidad de ese pasado y que recién a través de las preguntas del historiador se convierten en "fuente" del conocimiento histórico, puede ser muy reducido si se trata de un pasado muy lejano, lo que reduce su representati-

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vidad y amplía el margen de su interpretación. Por otro lado, también puede existir en exceso cuando se refiere a tiempos muy recientes, lo que obliga al historiador a escoger. Por lo tanto, ninguna descripción o interpretación de las acciones de los hombres del pasado es íntegra y ningún análisis de nexos causales puede pretender ser completo. Por otro lado, todo análisis contiene más de lo que fue transmitido desde aquel pasado, porque toda interpretación es, en el fondo, una construcción. Determinadas preguntas del historiador la orientan en forma específica y es determinada por su capacidad subjetiva y por su intención subjetiva, por intereses políticos, sociales y científicos de su época y de su entorno social, es decir, guiada por las experiencias del presente pero también por las expectativas relacionadas con el futuro. Justamente estas perspectivas —también podría hablarse de conceptos sobre una evolución más correcta, sobre progreso en la Historia y en el presente, sobre un orden más justo en sociedad y política— son implícitamente efectivas. De ninguna manera es ilegítimo que tales intereses estén en juego; no obstante, el historiador debe ser consciente de ellos y hacérselos conscientes al lector. La presentación no es nunca, por ende, una mera descripción sino que es siempre una interpretación y la es también porque los testimonios de las acciones y pensamientos humanos, las fuentes que informan sobre las acciones del hombre, no se expresan unívocamente, ya que a su vez son la expresión de percepciones sensoriales. Los mismos documentos son construcciones lingüísticas y, por lo tanto, nada más que meras imágenes de la realidad, representaciones más o menos verdaderas. Vale decir que la Historia así presentada no es la simple descripción de acontecimientos del pasado. Siempre es más y, a la vez, menos. Menos, porque el conocimiento del pasado es incompleto a raíz de lo fragmentario de los testimonios de las acciones y pensamientos humanos o bien porque sólo es presentado un fragmento debido a la plétora de fuentes; más, porque el historiador intenta aclarar o explicar las condiciones que llevaron a los acontecimientos. No es su intención dar simplemente informaciones en un orden cronológico sino que quiere interpretar los hechos, datos e informaciones que obtuvo de las fuentes mediante sus preguntas estructuradas. En cierto sentido, el historiador agrega algo propio al pasado: al extraer su narración de una maraña de acontecimientos paralelos o anteriores, al analizar las estructuras sociales e históricas, es decir, las temporales, al fijar el orden narrativo y el lenguaje de la narración, establece una conexión entre los distintos pensamientos. Con ello, el historiador no analiza decisiones teniendo sólo en cuenta la naturaleza biográfica y física de los actores sino que las investiga en el marco de las posibilidades de acciones y decisiones dadas, limitadas por las situaciones sociales y naturales. Debe escoger, diferenciar entre lo importante y menos importante, determinar causas y efectos. También el historiador "narra" su Historia, pero ésta no puede ser discrecional sino que debe someterse a la veracidad científica, métodicamente obtenida y revisada de los hechos. A partir de ese momento pueden ser interpretados. No obstante, ello también significa que las mismas circunstancias transmitidas pueden ser conside-

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radas bajo distintos aspectos. Evidentemente, esto también contiene peligros y desventajas. La Historia puede decaer hasta convertirse en una colección de ejemplos, en una "cantera", en un autoservicio de argumentaciones legitimatorias; siempre es posible hallar "piezas movibles". En consecuencia, en la Historia no existen las categorías "acertado" o "cierto" o "erróneo" para respuestas que son intentos de explicaciones de manifestaciones o problemas complejos. Así, no hay una interpretación y percepción del pasado común a todos o una concepción "conveniente" sino siempre una abundancia de distintas concepciones de la Historia. Los objetivos del conocimiento de Historia ¿Por qué se interroga el pasado, por qué es importante mantener con él un diálogo? La afirmación, por cierto bastante ingenua, de que la formación histórica es, al mismo tiempo, una formación política, siempre fue y todavía sigue siendo válida, aun cuando esta formación debería tener una función de justificación para las actividades en el presente, tanto para la defensa de lo existente como también para su transformación. Tanto conservadores como reaccionarios, pero también reformadores y revolucionarios, invocan a la Historia. Eso ocurre tanto en América Latina como en Alemania, pero allí prevalece hoy en día un rechazo de la Historia como meramente parte de la formación, como herencia obligatoria y legitimación del poder o como instancia que establece valores. Por lo tanto, ¿por qué y para qué dedicarse a la Historia? El mundo en que vivimos es el mundo social formado por el hombre y producto de sus acciones. A la inversa, eso significa que el mundo social es indefectiblemente histórico. Nosotros no vivimos sólo en un mundo presente sino también en un mundo formado por el pasado. El presente siempre guarda y contiene el pasado; las tradiciones y experiencias históricas determinan de tal modo las acciones de los hombres, las estructuras que enmarcan sus acciones son de tal modo el resultado de procesos históricos, que sin un conocimiento histórico sería imposible comprender el presente. Por tanto, la Historia forma parte de la naturaleza del hombre. Una dedicación moderna para con la Historia puede y debe ocuparse de ese conocimiento de la historicidad, de la crónica de todos los fenómenos en el proceso histórico social y también de cada una de las posiciones actuales a partir de las cuales se interpreta el pasado. La Historia y una conciencia histórica obtenida a través de ella debe servir para la comprensión de la historicidad de los actuales sistemas políticos, sociales y de valores; la aspiración emancipatoria de una Historia moderna se basa sobre la comprensión de que, si la Historia es "hecha" por hombres", hoy en día también es "hacedera" y transformable. Historia e identidad La memoria, la consolidación de la identidad y la identificación siguen vigentes como méritos centrales de la Historia para la vida, para el individuo y la sociedad. Resta saber qué es lo que se quiere decir con identidad e identificación.

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Por cierto, hay tipos de formación de identidad que tienen mucho que ver, como en el caso del párvulo, con acostumbramiento y manipulación, pero poco con reflexión crítica; e identificación puede significar, en el uso habitual del idioma, la integración en lo dado, la aceptación de la evidencia del hecho supuestamente no cuestionado de una forma crítica. El concepto de Historia, en el sentido de conservación precientífica de tradiciones, es ciertamente empleado como vehículo e instrumento de esta formación de identidad, como se puede observar en el uso de leyendas, mitos y cultos o en el uso de monumentos, tanto en Europa como en América Latina. Sin embargo, este concepto de identidad contradice los principios de la Historia científica. En vista de que una Historia científica debe y debería preocuparse por ilustración y crítica, por nuevas preguntas al pasado y nuevas respuestas, por reflexión y cognición, debe utilizar un concepto de identidad que contenga esa reflexión y una nueva crítica. Si formación de identidad quiere decir algo así como ponderación meditada sobre la base del conocimiento de la formación histórica de la sociedad y de sus factores políticos, económicos y sociales condicionantes, entonces una Historia que fomenta el conocimiento y la capacidad de acción puede contribuir a la búsqueda de identidad de individuos, grupos y sociedades. ¿Qué Historia, qué contenidos, qué épocas, qué personas se convierten en puntos de referencia para la identidad histórica o para la conciencia histórica estrechamente relacionada con ella? De ninguna manera esto es susceptible de una sola interpretación. Lo que se considera importante de la Historia depende, no en último lugar, de la necesidad actual de dilucidar problemas y de la orientación en el presente y en el futuro. Esto vale tanto para individuos como para grupos. Con ello, para decirlo una vez más, la Historia no es reconstruida, sino que sólo se la puede seleccionar, estructurar en forma reflejada y formar con ella una "concepción o una imagen de la Historia"— y concepciones/imágenes de la Historia son, como imágenes en general, que de por sí contienen una autodefinición, importantes para la existencia individual y social2. Los conceptos históricos, las imágenes de la Historia, como fundamentos de una conciencia histórica, representan una parte de las pautas socio-culturales de interpretación y orientación existentes en una sociedad y pueden dar informaciones sobre cómo se percibe la realidad social, qué sentido asignan los hombres a sí mismos y al mundo en que viven, qué conocimientos tienen de la Historia. Estas pautas de interpretación contribuyen simultáneamente a la constitución de

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Para una orientación sobre este campo de investigación, cf. Boulding 1977 y Bergler 1966. Cf. la opinión del historiador alemán Bergmann: "Así como el individuo tiene una historia de su vida —importante para la formación de su identidad personal (su 'Yo')—, los grupos también tienen su historia común, la cual sirve, por un lado, para comprenderse a sí mismos, y, por otro lado, para que (esta historia) pueda ser distinguida de parte de otros grupos como la historia particular e inconfundible de este grupo. Esta 'autodefinición' histórica por parte de un grupo puede denominarse también 'identidad histórica'" (1992, 29; todas las traducciones de la bibliografía alemana son mías).

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grupos socioculturales que también pueden denominarse "comunidades de interpretación". Esta perspectiva corresponde con los resultados de diferentes ciencias contiguas, como la lingüística, la psicología social y la sociología del conocimiento. Estas ciencias coinciden en que el saber y las pautas de conceptos expresados muy claramente en el lenguaje, en términos y en símbolos, tienen una doble función: abarcar la realidad social objetivada y producir esta misma realidad3. En consecuencia puede constatarse que las concepciones históricas no solamente contienen manifestaciones sobre una realidad social, sino que simultáneamente presentan acciones sociales, puesto que contextos sociales sólo se constituyen mediante términos y símbolos específicos (Foucault 1994; Róttgers 1982). Precisamente, los símbolos histórico-políticos, la elaboración de orientaciones capaces de integrar y de fomentar el desarrollo de un sentimiento colectivo, las cuales se propagan en la sociedad y pueden evocar un apego emocional a los valores simbólicos, representan partes integrales tanto del proceso de la formación de la nación como de la identificación con ella. Puesto que existen relaciones muy estrechas entre el lenguaje y la política en general (Lasswell 1949; Weldon 1953; Pocock 1973), el análisis de los símbolos, las imágenes o las analogías, es de una importancia trascendental. Considerando los procesos de identificación hay que subrayar que éstos siempre implican procesos de identificación con personas y/o grupos que tienen una propia historia y que representan elementos integrales del proceso histórico. En este sentido, pueden ser objetos de identificación tanto las orientaciones acerca de determinados valores y normas sociales, como acerca de las concepciones sobre el pasado, el presente y el futuro de una colectividad. Muchas veces, estas orientaciones son articuladas y divulgadas por una persona o un determinado grupo de personas, por ejemplo, por dirigentes políticos, grupos de intelectuales, etc. No obstante, siempre se trata de valores, normas y conceptos que, por un lado, son considerados como esencialmente "buenos" y "valiosos", relevantes, deseables y dignos de aspiración para una sociedad dada, así como capaces de ofrecer puntos de Orientación en el contexto de las acciones sociales y que contienen un "sentido" para el orden interno de esta sociedad, y que, por otro lado, también pueden posibilitar la delimitación frente al exterior, al "otro", es decir, frente a otras colectividades— mecanismo igualmente importante en el proceso de identificación. Estos conceptos históricos son los fundamentos de una conciencia histórica. La conciencia histórica representa, como puede deducirse, por ejempo, de la definición del historiador alemán Theodor Schieder, una categoría subjetiva de (la) conciencia:

3 Cf. Berger/Luckmann 1980; Lenk 1984. Ya Max Weber (1973) había subrayado esta doble funcionalidad: el "saber" subjetivo como percepción de la realidad y la consecuente atribución de un sentido como factor constitutivo de la realidad social.

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La conciencia histórica en su sentido general se refiere a la presencia permanente del saber que el hombre y todas las instituciones y formas de convivencia creadas por él, existan en un tiempo (definido), es decir, tienen una procedencia y un futuro; no presentan nada que sea estable, sin cambios y sin condiciones previas [...]. Es la finitud (del tiempo) de la vida humana individual, de todas las entidades sociales, de todas las creaciones culturales, que representa la condición previa de la voluntad de, si bien no suspender esta finitud en la conciencia, por lo menos prolongarla (Schieder 1974, 78s). De esta manera, Schieder caracteriza la conciencia histórica como una necesidad imprescindible de entender y asimilar el fenómeno del "tiempo". Fuera de esta dimensión antropológica de la comprensión del fenómeno del "tiempo", Schieder también considera importante el aspecto político de la Historia. Según él, especialmente en los movimientos nacionales se equiparaba con frecuencia la conciencia histórica a la conciencia nacional. Conciencia histórica y la formación del Estado nacional Tanto en Europa como en América Latina, en el transcurso de la institucionalización del ámbito político público así como en el proceso de profesionalización de la historiografía, la ciencia histórica misma y las concepciones históricas han sido instrumentalizadas con determinadas intenciones políticas. La ciencia histórica, como lo ha analizado el historiador y didáctico alemán Jörn Rüsen, se ha convertido en "tal sector del ámbito público institucionalizado, en el cual los estratos sociales quienes lo representan, articulan su conciencia histórica, con la pretensión de que ésta tenga validez general" (Rüsen 1978, 100; cf. Koselleck 1977; Jeismann 1992). Precisamente en los procesos de la formación y transformación de la nación, la conciencia histórica ha jugado un papel importante como instrumento de cohesión y legitimación social y político. Para comprender la función de la Historia, de los conceptos históricos y de la conciencia histórica en este proceso hay que aclarar lo que se entiende por nación. Aquí queda evidente, hasta qué punto la interpretación histórica, es decir, la interpretación de los procesos históricos, como ya se ha mencionado, depende de los criterios de selección. Al hablar de nación, no me baso en una definición que la determina como orden natural y preestablecido— pues ya se sabe y se ha descrito muchas veces lo difícil que es encontrar un código general para lo que es una nación en general y en una situación especial (Deutsch/Merritt 1970; Kohn 1944 y 1965; König 1995). En cambio, siguiendo los enfoques de historiadores, sociólogos, politólogos o comunicólogos, como por ejemplo Emerich Francis, Karl W. Deutsch y Benedict Anderson, prefiero aplicar el concepto que comprende la nación como orden ficticio, como un "proyecto nacional", fijando la esencia de "nación" no tanto en categorías "objetivas" o factores determinantes como habla común, costumbres, etc., sino

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en progresos sociales, es decir, cuando en una sociedad se encuentra una cantidad mínima de integración nacional en el sentido social, económico y también regional. Esto concordaría con la definición de Francis: Parece conveniente mantener la expresión nación para una forma histórica especial de la organización social que se encuentra donde la mayor parte de la población de un Estado moderno forma una unidad social claramente reconocible, la cual se aproxima al tipo ideal de la sociedad entera si esta unidad se basa, en primer lugar, en su concentración estatal y si el Estado es experimentado como reflejo de la voluntad general de su población (Francis 1957, 117). Esta definición implica que no todos los estados fueron o son al mismo tiempo naciones, lo que no excluye que los dirigentes políticos no comprendan a sus estados como naciones. Sin embargo, ello implica también que un Estado pueda llegar a convertirse en una nación, tal vez por medio de una política de integración o participación política y social, y con una creciente lealtad, identificación, sentimiento colectivo nacional del conjunto de la población, que se basa en tal política. Lograr en un Estado un sentimiento nacional y de "identidad colectiva" o "nacional", según el historiador y didáctico alemán Klaus Bergmann, requiere para cualquier colectividad social la capacidad de comprender y presentarse como asociación y unión de hombres, cuya cohesión interna y externa esté basada en el reconocimiento de conceptos comunes sobre el presente, el pasado y el futuro, es decir, en una conciencia histórica por parte de los miembros unidos en esta asociación— pese a todas las diferencias y divergencias de estos mismos miembros (Bergmann 1992, 29). También los historiadores venezolanos críticos (entre ellos Carrera Damas) parten de una definición de nación como proyecto que responde a las circunstancias del momento y a las situaciones y objetivos de determinados grupos. Por consiguiente, la formación de la nación recorre distintas fases. La aceptación de este modelo abierto permite ver la construcción de la nación bajo nuevas perspectivas, tal como fueron presentadas por teóricos de la cultura como García Canclini y otros (Scharlau et al. 1991). Como reacción a los problemas de la modernidad, la modernización sólo parcial de la sociedad venezolana dentro de la globalización, como reacción a movimientos de indios, etc., historiadores, sociólogos y antropólogos cuestionan en forma creciente el viejo proyecto de nación como un espacio cultural unificado y se discute sobre un proyecto de nación con inclusión de la heterogeneidad cultural (Mosonyi 1982; Vargas Arenas/Sanoja Obediente 1992). Salta a la vista que estos distintos conceptos de nación, es decir, de formación del presente y del futuro, también tienen consecuencias para la interpretación y explicación de hechos del pasado, lo que conduce a distintas concepciones de la Historia.

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Historia— una materia comprometida Las concepciones arriba mencionadas, precisamente aquéllas que califican la Historia como tesoro de ejemplos— impregnaron la enseñanza de la Historia y los libros de texto en los siglos XIX y XX. Esta Historia orientaba su mirada al pasado y se centraba en el culto a las grandes personalidades, a los héroes. De estas concepciones se distingue muy claramente aquélla del historiador Carrera Damas que resalta el carácter multidimensional de la Historia de esta manera. Las perspectivas comentadas marcan los extremos de un abanico de posibilidades dentro del cual se ubica la Historia como ciencia y como asignatura escolar. Ahora bien, estos enfoques no son resultados del azar. Por el contrario, son el corolario de ciertas posiciones sociopolíticas, son expresión de respuestas a ciertas crisis de la sociedad (Carrera Damas 1961, 1975 y 1995; Harwich Vallenilla 1991). En este sentido, permiten conocer tanto los aspectos importantes de la sociedad de ese momento como las formas en que los actores y dirigentes políticos percibían esa determinada situación social. Los objetivos que se asignan a la Historia, así como el contenido auricular de la misma, no se formulan en un espacio vacío. Por el contrario, se puede considerarlos como respuestas de los grupos de poder dentro del Estado o como respuestas de sus opositores frente a demandas sociales concretas. A través del diseño curricular se pueden leer las conductas que se esperan de la sociedad y, especialmente, las expectativas referidas a la conducta de las generaciones jóvenes, tanto en la actualidad como en el futuro. La Historia como disciplina académica y escolar tiene una función sociopolítica. El caso venezolano no es una excepción. Desde la independencia y la separación de la Gran Colombia, las élites consideraban la Historia como base fundamental para la formación de los futuros dirigentes políticos y económicos. La Historia nacional fue considerada un vehículo muy apto para propagar los valores del nuevo Estado, es decir, un instrumento para la formación de la conciencia nacional, para la identificación con la patria y para el patriotismo. Esta Historia nacional o patria se convirtió en una Historia oficial, y ha sido sobre todo la Academia Nacional de Historia la que, desde su fundación en octubre de 1888, ha ejercido una significativa influencia sobre el estudio y la enseñanza de la Historia. La Academia surgió, bajo el gobierno del dictador Antonio Guzmán Blanco, como resultado de una política decidida a estimular el patriotismo. Precisamente, Guzmán Blanco es un ejemplo para la instrumentalización de los héroes. La mitificación de los héroes y padres de la patria era una poderosa tendencia que respondía a la necesidad de elaborar las imágenes, los símbolos, los rituales, la invención de la memoria, la festividad y la mitología, que debía sustentar la construcción del Estado y de la identidad nacional. Los hijos que glorificaban a los padres de la patria se glorificaban a sí mismos. Una práctica que habría de continuar durante los siglos XIX y XX.

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La circunstancia de que en 1883 se celebrara el centenario del nacimiento de Bolívar dio pie a la elaboración de un vasto programa que incluyó la edición de las colecciones documentales y obras diversas más importantes, así como la construcción de monumentos y, en general, dio un gran impulso al culto a Bolívar. Así fue posible vincular y hasta equiparar la obra de los dos hombres, Bolívar y Guzmán Blanco, haciendo confluir la Historia patria y la Historia nacional en un solo cuerpo, el de la Historia oficial, dotada ahora de todos los instrumentos y con base institucional. El objetivo de la creación de esta Academia en 1888 era el de contar con una institución que protegiera la Historia nacional y las reliquias históricas, y que juzgara tanto las obras de Historia como los textos de enseñanza sobre la Historia (Carrera Damas 1987, 246). Hasta la actualidad, la Academia se encarga de llevar a cabo este trabajo con mucho entusiasmo. Así, se ha ocupado de la protección de las tradiciones culturales históricas y de la propagación de los conocimientos en el área. Por un lado, estimuló la publicación de trabajos científicos, y por el otro cultivó una enseñanza popular de la Historia. En eso partía, al igual que la historiografía influenciada por ella, del supuesto de que la Historia brindaba importantes aportes para crear un comportamiento patriótico y sentimientos de lealtad frente al Estado, como sugieren los textos reunidos por Carrera Damas en su libro Historia de la historiografía venezolana. Tal como se estipuló en el artículo 4 y en el Decreto de creación, la Academia prestó, por supuesto, especial atención a juzgar obras y libros de textos sobre la Historia patria. Al realizar, como institución, una interpretación de la Historia a menudo subjetiva, se convirtió en una especie de tribunal para censurar o condenar obras históricas (Carrera Damas 1995, 63ss), sin tener en cuenta que siempre había algunos historiadores abiertos a interpretaciones críticas y discrepantes. El uso de Historia no era el resultado de una ignorancia de las posibilidades de conocimiento que ofrecía la Historia. En la historiografía tradicional también se opinaba que la Historia se ocupa de transformaciones sociales y se cuestionaba la manera por la que se podía fomentar una clara conciencia histórica como condición para una práctica razonable, mediante el análisis de los intereses objetivos y de las intenciones subjetivas así como de la formación histórica de la sociedad y de los factores políticos, económicos y sociales que la condicionan. Cuando se examinan los temas y las épocas que predominan en las publicaciones de la Academia, no es difícil advertir la preferencia por el estudio del período colonial y por el movimiento de la independencia. La enseñanza de la Historia también se concentraba hasta los años setenta en el relato del movimiento independentista, en la gesta emancipadora y hazañas de los héroes, sobre todo de Bolívar. La historia moderna de Venezuela quedaba así excluida. Entre las causas que permiten explicar el interés por ciertos temas y períodos, resulta relevante analizar la imagen de la Historia que tenían estos historiadores, así como la definición que daban de ella y la función que le atribuían.

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Muchos de los miembros de la Academia entendían la Historia como un conjunto de ejemplos heroicos, a los que había que seguir. Desde la fundación de la Academia en 1888 hasta el día de hoy puede encontrarse esta concepción de la Historia, en la que se muestra a las personalidades como ideales nacionales. Esto puede verificarse en los decretos, en las instrucciones sobre cómo debe ser la enseñanza de la Historia y en los prefacios de libros de texto. Es absolutamente coherente que para los historiadores, que consideran la Historia de esa manera ejemplar, sea la época de la independencia la que componga el complejo temático y temporal preferido. Por otra parte, no es casual que hasta hace algunos años, muchos de los historiadores de la Historia oficial no quisieran dedicarse a problemas de la Historia contemporánea, que los habrían forzado a tomar posición frente a los procesos que se sucedían en la sociedad venezolana. Entre los historiadores del establishment hay una tendencia a considerar como tabúes los temas actuales. La inclinación por la Historia personalizada y alejada del presente estuvo muy a menudo acompañada de un rechazo hacia el tratamiento de los problemas de índole socioeconómica. Cuando en los años sesenta y setenta hubo una difusión más amplia de interpretaciones socioeconómicas de la Historia patria y se cambiaron los textos escolares, estas modificaciones fueron rechazadas por parte de los miembros de la Academia, quienes criticaron la "tendencia sociologizante, economicista y politizante presente en la enseñanza de la historia" (Carrera Damas 1986, 195). En rigor de verdad, a una parte de los miembros de la historiografía oficial o tradicional no les interesaba convertir en realidad el principio de que el análisis del pasado necesita un enfoque total y amplio. Por el contrario, el tratamiento que la Historia recibe en sus trabajos, como resultado del énfasis que ponen en el estudio de las grandes personalidades, no representa más que un aspecto de la Historia venezolana: la Historia de las élites políticas y económicas. Estas podían ver en la historiografía tradicional la apología de sus antepasados y su propia vida social a partir de la independencia. En consecuencia, me parece posible afirmar que la personalización de la Historia, así como el rechazo a un análisis sociocientífico y a cuestiones sociales de la actualidad, provienen de la manera de considerar como subversiva la Historia dedicada a los estratos bajos de la sociedad. Pareciera ser que los historiadores, al hacer un análisis de las estructuras dentro de las cuales actúan las personas y la sociedad, temieran dar directivas directas para transformaciones sociales. Sin duda, la concepción histórica de estos autores está estrechamente relacionada con su situación social como miembros de la clase alta. La presentación personalista, heroica y moralizante de la Historia lleva implícita una concepción elitista y paternalista de la sociedad, según la cual el liderazgo político sólo puede ser ejercido por aquéllos que ya pertenecen a la élite.

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Historia entre ideología afirmativa y comprensión crítica del pasado Al centrar su atención en la época de la independencia y al hacer una presentación moralizante del pasado (que tuvo repercusiones en las guías auriculares y en los libros de texto), la historiografía oficial, al igual que la enseñanza de la Historia, difundieron una visión no crítica de la Historia que se puede caracterizar como tradicional y que enfatiza un tipo de observación pre-científica del pasado. Sin duda, una historiografía tan parcial servía poco para que la población comprendiera, a través de ella, los problemas relativos a su desarrollo como sociedad. Por el contrario, tanto el patriotismo propagado por la Academia como la glorificación de los símbolos nacionales y de los héroes, servían para distraer a la población de los problemas existentes en la sociedad, la economía y la política; eran un instrumento útil para inducir a los venezolanos a aceptar el orden político y social de una sociedad desintegrada, en vez de reflejarlo críticamente. Por supuesto, tampoco servían para mostrar los condicionamientos históricos a que está sometida una sociedad así, ni siquiera para presentar las sociedades como entidades abiertas al cambio. Por eso, al producirse el proceso de la modernización e industrialización en los años veinte y treinta, la historiografía tradicional se encontró con serias dificultades para comprender las relaciones entre los cambios económicos y las demandas que se estaban produciendo en la sociedad en los niveles político y económico. Por el contrario, consideró la causa de los disturbios y malestares sociales sólo como una confusión de las masas ingenuas, provocada por ideologías extrañas o por no haber seguido los ejemplos de los proceres de la patria, especialmente de Bolívar. Había entonces que incentivar el patriotismo como vehículo destinado a preparar a las masas a ser "buenos ciudadanos"; tal presentación de conocimientos históricos, sin embargo, no intentaba fomentar la autonomía individual y su lealtad frente al Estado como acción consciente, sino más bien generar una aceptación pasiva de la nacionalidad y el sometimiento a la autoridad gubernamental. Sin embargo, este tipo de patriotismo, la alabanza de la clase alta o bien de los héroes del pasado y el paralelamente evidente juicio desfavorable de las masas, como lo describe Carrera Damas en sus libros El culto a Bolívar y Validación del pasado, no estuvo en condiciones de motivar actividades e innovaciones por parte de las masas. ¿No es así que aquél que continuamente escucha como algunos héroes de la nación han tomado todas las decisiones importantes para el desarrollo nacional y lo decisivo que éstas (fueron) son, forzosamente se inclina a no apreciar debidamente las posibilidades de acción de los otros muchos? Por lo menos así fue posible prevenir una disposición para introducir cambios. Naturalmente, este tipo de instrumentalización de la Historia tuvo su repercusión en los objetivos y guías curriculares de la materia. Hasta los años sesenta y setenta, las guías curriculares formulaban objetivos que estaban orientados a la formación de cierto modo de pensar, pero no a fomentar capaci-

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dades intelectuales y habilidades metodológicas (Harwich Vallenilla 1991; Werz 1991). Se trataba de objetivos con un carácter sumamente afectivo o sentimental. Se centraban en el amor, la admiración y el respeto a las grandes personalidades del pasado y a las obras que ellos habían realizado como, por ejemplo, la creación de instituciones democráticas o la construcción de una nación luego de la separación de España. Sin embargo, considerando los problemas que se planteaban, sobre todo aquéllos relativos a la integración y a la participación política, esta presentación de la nación la convertía en un mito estilizado. El alumno no era más que un consumidor pasivo a cuya colaboración activa no se aspiraba. La enseñanza receptiva y sus correspondientes libros de texto servían para bloquear la formación de la capacidad de pensar y trabajar críticamente, así como la capacidad de valorar y comprender críticamente las posibilidades de desarrollo de la propia sociedad. Recién en los años ochenta, la enseñanza de la Historia fue reestructurada por una Ley de Educación (Ministerio de Educación 1987). Ahora el curriculum abarca todas las épocas de la Historia venezolana y se muestran las grandes líneas del desarrollo económico, político y cultural. La persona de Bolívar no está en el centro de la presentación de los nuevos libros de texto. Estos contienen fuentes originales y material didáctico; están estructurados de tal manera que puedan "comunicar una visión crítica del proceso de la historia" y capacitar al alumno para que encuentre por sí mismo su "lugar en el desarrollo del proyecto nacional" (CERPE 1983, 4). Sin duda, el énfasis que se ponía y todavía se pone en la glorificación del pasado y en los símbolos nacionales como instrumentos políticos tiene un significado, sobre todo dentro del proceso de la formación del Estado y de la nación. También en América Latina, al inicio del siglo XIX, cuando las antiguas colonias se separaron de los imperios coloniales ibéricos, los gobiernos, o mejor dicho, los grupos dirigentes, tenían que poner mucho énfasis en las tareas de crear una identidad propia y de asegurar su propia legitimitad. En esta situación, la simbología, propaganda y retórica políticas adquirían una particular significación: con los términos "libertad", "patria", "ciudadano" se podía expresar lo propio del nuevo Estado (Kónig 1994). Ahora, al analizar y criticar la instrumentalización de símbolos nacionales en las décadas posteriores o en este siglo, no se quiere criticar el uso de los símbolos, sino su contenido. No es de criticar el que los historiadores se hayan ocupado de los héroes como personas ejemplares, pero sí que sólo hayan descrito rasgos o actitudes singulares y no toda la gama de potencialidades o déficits humanos. Después de las dictaduras de Guzmán Blanco y de Vicente Gómez, la organización estatal de Venezuela se había consolidado y la cohesión del Estado estaba, en cierta medida, garantizada. Por otro lado, con el proceso de la modernización, los problemas socioeconómicos se habían agudizado y los conflictos sociales mostraban que Venezuela todavía no formaba una nación, pues no había integración social ni participación política y económica de todos los sectores. Cuando, bajo estas circunstancias, la enseñanza de la Historia y la historio-

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grafía en general no hacen otra cosa que glorificar el pasado, las grandes personalidades y las instituciones estatales, hay que calificar tal instrumentalización de la Historia como parcial y manipuladora. Parcial, porque interpretó la formación de la identidad y del patriotismo como la única función de la Historia; y manipuladora, porque con la selección parcial de temas reaccionaba a las demandas sociopolíticas de los estratos bajos cada vez más movilizados, transformándolas en un patriotismo pasivo como actitud de adaptación a la realidad existente. En vez de explicar o ilustrar los antecedentes de los problemas contemporáneos, impidió tal análisis.

A manera de conclusión Sin querer minimizar los trabajos realizados por los diferentes miembros de la historiografía tradicional, no se puede dejar de reprochar a los historiadores oficiales que durante décadas hayan utilizado a la Historia como mero instrumento político, sin haber considerado su carácter científico. Por el contrario, a través de la glorificación de los héroes apoyaron tal adoctrinamiento. La historiografía oficial no utilizó las posibilidades que le brindaba la ciencia histórica, la cual, al examinar los aspectos objetivos y las intencionalidades subjetivas, y mediante la consideración de los factores sociales y políticos inherentes al desarrollo de la sociedad, puede crear una conciencia de la Historia que sirva de base para acciones conscientes y racionales; una conciencia de la Historia que participe en la construcción de una sociedad justa e igualitaria que, con razón, merezca el nombre de nación. Un conocimiento histórico de las condiciones de desarrollo de una sociedad es requisito indispensable para la actitud leal de sus miembros. Es deseable que la historiografía venezolana y la enseñanza de la Historia se orienten progresivamente hacia nuevas concepciones históricas, las cuales se basan en premisas bien distantes de aquéllas propias de la historiografía tradicional con su patriotismo superficial que despierta puras emociones o una mera aclamación de los héroes nacionales. Precisamente, la historiografía y la enseñanza de la Historia, por medio de la comprensión de la multidimensionalidad de los procesos históricos, pueden iluminar el pasado y hacer comprender el presente. Tal despersonalización de la Historia venezolana no implica de ninguna manera la negación de la importancia de Simón Bolívar para la Historia de Venezuela. Por el contrario, haría más humana la figura de Bolívar. ¿No fue Bolívar mismo quien criticó la divinización que hacía José Joaquín Olmedo de él y de los jefes patrióticos en el Canto al Libertador? En su respuesta al poeta (carta del 27 de junio de 1825) Bolívar expresaba: Vd. se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter; de Sucre un Marte; de La Mar un Agamenón y un Menelao; de Córdoba un Aquiles; de Necochea un Patroclo y un Ayax; de Miller un Diomedes y de Lara un Ulises. Todos tenemos nuestra som-

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bra divina o heroica que nos cubre con sus alas de protección como ángeles guardianes. Vd. nos hace a su modo poético y fantástico; y para continuar en el país de la poesía, la ficción y la fábula, Vd. nos eleva con su deidad mentirosa, como el águila de Júpiter levantó a los cielos a la tortuga para dejarla caer sobre una roca que le rompiese sus miembros rastreros: Vd., pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes (Olmedo 1826, 95).

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La resistencia de la memoria: una escritura contra el poder del olvido Beatriz González Stephan Papá suele decir que este pueblo está hecho del olvido, nació del olvido, vive del olvido, el olvido es su forma de vida. Laura Antillano, Solitaria solidaria En alguna parte leí que la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Milagros Mata Gil, Memorias de una antigua primavera Hasta la década de 1960 los individuos nacían y maduraban en un medio que no cambiaba radicalmente, ni cada década ni, tan siquiera, de una generación a la siguiente. Ahora no funcionan ya las antiguas formas. Hay una crisis del "modelo acumulativo de vida"1. El advenimiento de una nueva cultura y una nueva temporalidad, cuyos cuatro pilares, entre otros, son la tecnología audiovisual, las computadoras, la energía nuclear y el control genético, han provocado una crisis de significado y de visión social, así como una pérdida de identidad. Ante la crisis del tiempo acumulativo y lineal, la homogeneización cultural y social, el monoteísmo de los valores, el saqueo del ambiente y de la economía por el dominio tecnocrático, la eliminación del papel local en la toma de decisiones, se elaboran varias contrarrespuestas culturales. Se renuevan viejos "nichos" culturales, como la vida rural, el lenguaje de los antepasados, la comunicación oral, la noción de "raíces". Se busca refugio en lo viejo, como manera de lograr un reconocimiento de la diversidad humana y la invención de nuevas formas sociales. Pero estas alternativas, estas estrategias de alivio, son la expresión de grupos minoritarios. A esta sintomatología generalizada de la tardo-modernidad, habría que agregarle el "plus" de cada región en particular, de acuerdo al modo cómo ha insertado y resuelto la problemática de sus procesos histórico-sociales en virtud de la compleja agenda del proyecto modernizador y de su eventual disolución en estos tiempos. El saldo actual de la contemporaneidad venezolana está

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François Laplantine entiende por modelo acumulativo "el ideal de una sociedad en la que su conocimiento memorizado y capitalizado no se cuestiona todavía, así como un tipo de relación con la historia que se entiende como un legado que debe ser transmitido y un pasado que ha de ser cultivado y al mismo tiempo transformado", citado en "Praxis antropológica e historia de vida" de Françoise Morin 1993, 83-113.

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signado por el fracaso, derrota y últimamente descrédito de una serie solapada de proyectos políticos que —independientemente de su cualidad ideológica— se reconocían igualmente en la Razón Ilustrada, y que, por otras razones no menos serias, han demostrado su ineficacia. El desencanto y el escepticismo son componentes decisivos de las sensibilidades que miran, ahora desasistidas de utopías, un presente desarticulado y un pasado diluido. El mito del progreso, acelerado por la vorágine petrolera, los petrodólares, la petrocultura, agilizó la inserción del país en el uso compulsivo de patrones consumistas de existencia, provocando también una progresiva liquidación del pasado, de su historia, y, puntualmente, de la red del tejido simbólico de referencias en el cual una determinada sociedad se reconoce y puede aglutinarse en torno a ciertos modelos identitarios. Si a esto le sumamos la violenta devaluación en la última década de aquellos aspectos todavía "sólidos" de la realidad nacional —para recordar someramente: la debacle bancaria, la poblada del 27 de febrero, los golpes de estado, los juicios inconclusos de las presidencias de la República, los niveles de corrupción, el desborde de basura, delincuencia y enfermedades, la falta de agua—, lo que queda es una especie de vacío de categorías de dónde asirse, y, por otro lado, paradójicamente la cólera de las voces que no se resignan a esta desarticulación social: voces de resistencia sobrevivientes en las fisuras de una historia oficial tan invalidada como el poder institucional que la sostiene. Son las voces —y a ellas me voy a referir—, que, desde posiciones subalternas, erigen con su trabajo una posibilidad vertebradora de los fragmentos residuales de una cultura atomizada. Aunque la metáfora biológica no decide el carácter hegemónico o subalterno del sujeto masculino o femenino, destacan con un perfil lo suficientemente incisivo para detenerse en él, el conjunto de novelas publicadas en esta última década por Laura Antillano (Perfume de gardenia, 1980; Solitaria solidaria, 1990), Milagros Mata Gil (La casa en llamas, 1989; Memorias de una antigua primavera, 1989; Mata el caracol, 1992), y Ana Teresa Torres (El exilio del tiempo, 1990; Doña Inés contra el olvido, 1992), corpus narrativo, que, independientemente de las diversas estrategias usadas para representar a la mujer como los nudos de tradiciones personales y colectivas, encara, de manera casi orquestada una re-escritura de la historia, pero desde ángulos que comprometen la recuperación no sólo de tradiciones desdeñadas, de sujetos silenciados (femeninos sobre todo), sino también las texturas culturales que yacen por debajo de las historias oficiales. Uno de los dispositivos detonantes de esta preocupación por recuperar el imaginario histórico desde la plataforma ficcional es el carácter mutante del sistema de referencias espaciales, básicamente de Caracas, pero también del país: País portátil acuñó en su momento una metáfora lucida de una nacionalidad volátil: Cuando fui al centro [...] me parecía que estaba perdida en una ciudad desconocida [...] hasta que vi que era bien sencillo, estaba

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en la esquina y las Residencias no las veía porque las habían tumbado y en su lugar se levantaba un edificio inmenso [...] Fue como quedarme sin paisaje, como si las máquinas demoledoras hubieran arrasado con nosotros [...] como si el tiempo o las máquinas de demoler fueran lo único que tuviera en este país una cualidad democrática [...] como si debajo de los escombros estuviéramos nosotros (Torres 1991, 223). El desarraigo que ha producido el crecimiento hipertrofiado de la ciudad, el vértigo de sus cambiantes arquitecturas y escenarios, ha dejado a la colectividad sin puntos de referencia que puedan explicar su proceso en el tiempo. La velocidad de las mutaciones aniquila la vivencia de un centro imantador de sentido. Por ello, el gesto de una narrativa con el aliento de restablecer una especie de macrorrelato fundacional (gesto por demás arcaico dentro de las postmodernidades) es un modo de sobrevivir en un paisaje urbano que socava cualquier permanencia. Una ciudad movediza, así como la percepción de un país desbastado, constituyen el marco de fondo de estas novelas: la consistencia irreal de sus proyectos, la artificiosidad de su bonanza, la naturaleza travestista de sus actores, la usurpación de sus tierras y riquezas, el olvido de sus víctimas: Todo fue como una aparición o un espejismo: acabó sucumbiendo ante la voracidad de los olvidos. Los extraños arrasaron los privilegios y cada vez se erigieron en amos: eran políticos, técnicos, artistas: eran todo. Ellos se adueñaron de la historia y de los recuerdos, pero equivocaron las fechas y las palabras [...] Pero nada volverá. Esta es una ciudad sin huesos [...] Diremos en derredor: ruinas, odio, ambición, corrupción y sangre: ésas son las pautas de esta historia [...] Y ahora, cuando se han cumplido cincuenta años, sólo los sobrevivientes se aferran a los palos del desastre, sin querer salvar realmente la memoria del avance indetenible de la disolución (Mata Gil 1989b, 77, 81, 9). Tema central en Memorias de una antigua primavera, y contexto inevitable en las demás, ha sido el presente de la Venezuela petrolera la que, por procesos de mimetización con modelos foráneos (lo que se reconoce como "miamización") y una riqueza fácil y descontrolada, ha inundado el espacio nacional con una serie abigarrada de imágenes que han terminado por obturar lo que quedaba como legado de la tradición. Cancelado el período "saudito", la sensación de vacío y amnesia aparece descarnada, y urgente la re-fabricación de uno o varios tejidos que puedan operar como reemplazo (en el sentido de "Ersatz") de una historia borrada que sirva de plataforma de balance para repensar(se) como

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sujetos sociales también dentro de nuevas coordenadas2. La narradora que cuenta y escribe la novela que leemos como El exilio del tiempo, cuando niña, le había entregado al Tiempo toda su herencia familiar (cosas, conversaciones, fotos, las sombras de los tíos, las historias de los abuelos, la casa); así se había quedado como "única sobreviviente del naufragio"; el Tiempo, "perverso" "implacable", "insaciable" "la fue dejando sin pasado", "condenada al silencio": exiliada del tiempo. Entonces la escritura se convierte en una labor titánica porque le tiene que hacer frente —alegóricamente hablando— a una instancia antropofágica3, en este caso al Tiempo, en otras al padre, al Estado, que se ha fagocitado las identidades. La escritura es así un reto contra este vacío, un acto de rebeldía de subalternos críticos, cuyo compromiso político en este espacio despolitizado es re-narrativizar esta realidad perdida: [...] y después, frente a frente con el tiempo, tendría que arrancárselo, desgajárselo, despojárselo, para que una a una me devolviera mis ofrendas, aunque con polvo, incompletas [...] recoger con tristeza lo que el tiempo había hecho con ellas, unos pedazos desarticulados, unos muñecos sin voz, unas hojas separadas de un libro desencuadernado era eso lo que el tiempo me devolvía [...]. Entonces me senté y escribí la primera frase de una novela [...] (Torres 1991, 263). El problema de la escritura como el modo que se tiene para retener y rehacer los signos de una realidad e historia desvanecida es punto neurálgico en todas estas obras. Al tiempo que la misma escritura reconstruye hacia atrás y adelante, orígenes y decadencias, reestablece genealogías, devela secretos, descubre paralelismos entre pasados y presentes, testimonia: UNO, el carácter meramente ilusorio, convencional de esta fijación, que sólo satisface al imaginario4; DOS, la necesidad de una articulación coherente de los fragmentos para

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Como ha señalado Freddy Raphaël "el amor por el pasado y la resurrección de la tradición representan, con frecuencia, una sensación de pánico ante el rápido cambio, un deseo de esconderse bajo las faldas de la abuela 'como si fuese otro mundo', un temor a perder los baluartes y los apoyos necesarios para mantenerse firme contra el flujo de cambios que inundan este siglo. Negarse a cortar el cordón umbilical con el pasado constituye un intento por huir de la muerte". Citado por Françoise Morin 1993, 84. 3 Instancia androcéntrica que resume tradiciones patriarcales y prácticas culturales falocéntricas. 4 "Quería indagar en esa desintegración lenta y fatal de nosotros mismos y el mundo que nos rodea, en busca de los orígenes, los gérmenes [...]. Sólo soy una pobre narcisista que se mira (o pretende mirarse) en las palabras que escribe y que tampoco sirven. Porque son meros fragmentos de algo que tal vez un día fue grandioso y callado, pero que hoy es grupo de escombros. No puedo reconstruir los muros del templo" (Mata Gil 1992, 153s).

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saber(se), por ende, la escritura de la historia es una forma de conocimiento5; TRES, lejos de todo pasatismo, la reconstrucción del pasado no significa su nostalgia6; CUATRO, al no ser una reconstrucción edulcorada, permite, mediante un proceso de extrañamiento, expresar aspectos recuperables que sirven para reestablecer identidades subalternas (de mujeres, de obreros), reconocer fracasos, frustraciones y etapas marcadamente postizas de la historia nacional7; y CINCO, el trabajo de esta escritura realiza en un doble movimiento, por un lado, la recomposición de ciertos hitos canónicos de la memoria colectiva, para luego, por otro, develar su carácter enmascarador. Así, esta escritura es desacralizadora y opera como fuente de contracultura. Hace y deshace simultáneamente. Lejos de emular el mito de Penélope, que tejía y destejía para burlar el tiempo, la tela de esta narrativa recupera fragmentos, empata hilos sueltos, le da voz a los/as que no la tuvieron, coloca en perspectiva para no dejarse entrampar por los espejismos de la historia o las versiones de la historia escritas por otros. Más allá de la figura de alguna narradora preocupada por fijar signos, la idea más plástica de cartografiar el cuerpo de la nación refuerza este sentido de recorrer/reconocer un vasto territorio no explorado; y al fijar en él un nuevo sistema de coordenadas, poder (re)apropiarse de esa geografía, y poder manejar los mapas no sólo de la historia política, la historia de las expoliaciones, sino la historia personal, familiar, porque, al fin y al cabo, también las genealogías privadas están profundamente conectadas a la historia pública del país. Por consiguiente, el mapa como metáfora de la casa-particular pone al descubierto el mapa de la casa-nación. El personaje Leonora Armundeloy cartografía en su diario su vida personal, pero el mismo también le sirve para consignar que: Yo he conseguido iniciarme en un trabajo nuevo: la Cartografía [...] El gobierno va a imprimir un 'Mapa Físico y Político de los Estados Unidos de Venezuela'. Yo tengo que revisar archivos, desenrollar viejos planos y mapas, y marcar algunos caracteres en el original final que realizamos, los nombres de los lugares, montañas, Estados y Territorios, usar color azul para ríos y lagos, y para

5 Zulay en Solitaria solidaria es profesora de historia, y a través de la investigación documental que realiza sobre el guzmanato, descubre los manuscritos inéditos de Leonora Armundeloy, que le permiten conocer que hubo otras historias de rebeldías y resistencias en la Venezuela finisecular. 6 "Era mejor que demolieran la casa sin nostalgia y pudieran construir sobre el solar una nueva historia", puntualiza esta narradora del Exilio del tiempo (Torres 1991, 261). 7 "Esta fue una ciudad donde la vida floreció intensamente. Esta fue una gran feria de disfraces: todo a nuestro alrededor era fantasía, decorado, música, luces, y nosotros teníamos un arcón repleto de máscaras y trajes que cambiábamos e intercambiábamos según nuestro vertiginoso capricho [...] todo era el espejismo de una sola ambición" (Mata Gil 1989b, 196s).

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los 'accidentes' del suelo, un tono hollín pardusco (Antillano 1990, 138). Podríamos decir que uno de los impulsos que guía este grupo de obras, es el de (re)diseñar otra cartografía histórico-cultural del país; y al igual que Leonora Armundeloy en 1883, constituirse en un gesto neo-fundacional de otras estrategias reivindicativas de otros quehaceres culturales (como la cultura popular, de masas, canciones, periodismo, folletería, álbumes, recetas, telenovelas, manuales), y, en última instancia, desde preocupaciones distintas, el trazado de una historia de la mujer nacional o al menos de una historia parcial de ella. Y es en este sentido que una serie de relaciones duales entre escritura-historia, historianación, nación-casa, casa-subalternos, se esbozan desde posiciones litigantes. Escrituras que luchan en contra de la amnesia de una tradición patriarcal (Doña Inés contra el olvido), escrituras que recomponen cuadros familiares (Perfume de gardenia, Mata el caracol, La casa en llamas), escrituras que rompen pactos de silencio (El exilio del tiempo), que deciden desde las tribulaciones cotidianas que se resisten a la disolución: escrituras básicamente alimentadas por una conciencia en litigio cuyo compromiso pareciera ser levantar con la palabra un vasto y continuo mural de la historia venezolana para arrebatarle a la nada el aliento cada vez más breve de una narrativa que parecía ya imposible. El establecimiento de la legalidad —lo que podría ser la correspondencia entre la letra, la casa y el sujeto— es lo que hace que Doña Inés sea emblemáticamente esa conciencia litigante de un sujeto histórico desplazado precisamente del olvido hacia la palabra viva, recobrada: Piensas que me ha llegado el momento de callar, y que yo debo también quemar mis papeles y mi voz porque no hay razones para que siga buscando mis títulos de composición. Pues no es así [...] Debo seguir hablando para que sepas [...] puesto que únicamente me queda mi voz, permaneceré para relatar la destrucción. Escucha, de mi profunda memoria el destino de nuestro linaje (Torres 1992, 95). Voz solitaria y despierta frente a un escribano que transcribe fiel los signos del tiempo8 y un marido, interlocutor muerto y desmemoriado9. Del mismo modo las dos protagonistas de los dos finales de siglo, Leonora Armundeloy y Zulay en la novela de Laura Antillano son conciencias críticas solitarias no sólo frente a los procesos políticos dictatoriales del país, sino también aisladas (raras) en tanto marca sexuada (femenina) que asume para sí un discurso que desborda los

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"Sabes que soy una mujer sin letras que únicamente aprendió a leer y a garabatear unos palotes desmayados; todos mis escritos fueron obra de escribanos" (ibíd., 91). 9 "¡pero qué mala memoria tienes! No te preocupes, yo estoy aquí para refrescártela; la memoria [...]" (ibíd., 134).

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linderos de la simple agenda doméstica y es capaz de convertirse en un sujeto que trasciende su propia subjetividad, y constituirse en agente de la historia pública a través de la escritura de esa misma historia: Leonora porque trabaja en una imprenta y fija en la letra de los periódicos de la época la otra faz de los acontecimientos; por ello la hacen presa y silencian para siempre su voz. Por el otro lado, Zulay, como profesora de historia, al exhumar de los archivos la otra cara de la historia oficial, su cátedra permite darle voz a la otra voz silenciada un siglo atrás. El gesto de solidaridad tiene en este caso un doble compromiso con el género sexuado y con una cierta modalidad de la escritura de la historia. Una de las estrategias contraculturales frente a la tradición falocrática es la inversión del sujeto depositario de la memoria, que se ve desplazado desde el tradicional eje androcéntrico hacia un posicionamiento periférico. Esta nueva locación del sujeto femenino para narrar la historia (privada y pública) adquiere en este descentramiento, por un lado, una condición de activa beligerancia, y, por otro, una cualidad contestataria, porque corrige omisiones y desvíos de las versiones oficiales. Quien recuerda, sabe, explica, comprende, testimonia y asienta una contra-escritura —vs. las Cédulas Reales, los documentos jurídicos, Gacetas Oficiales, libros de historia, discursos políticas de personajes masculinos públicos— es una mujer, Doña Inés, y en otros casos tendríamos sus equivalentes en las figuras de Zulay, Leonora, Adriana, Betty, Armanda, Eloisa. La reubicación antropológica del punto de vista permite una inversión de los roles tradicionalmente asignados a los sexos en relación a la producción de un saber que excede el espacio doméstico —el hogar familiar—, básicamente signado por su historicidad, y una recolocación —al menos en este corpus narrativo— del sujeto femenino como instancia clave en la vertebración de una historia pública-nacional —que el imaginario colectivo de los tiempos modernos ha desechado— con líneas de las diversas historias privadas y familiares de cada personaje: Alejandro, ¿qué haces que no te levantas? [...] ¿Qué haces dormido como un tonto? [...] Eres un muerto tonto, Alejandro, eres un muerto inútil, un muerto abandonado a su propia muerte [...] Unicamente yo veo en la oscuridad porque mis ojos han muerto hace mucho, y como ojos de cadáver, se complacen en contemplar a los cadáveres, únicamente yo no tiemblo de miedo y de hambre [...] Yo estoy aquí para recordar el final de la guerra que emprendimos y cantar su victoria [...] (Torres 1992, 48, 71, 75). Es un esfuerzo por cartografiar históricamente una tipología femenina anclada en diversas épocas de la historia del país: fundamentalmente las narradoras protagonistas desafían con otro tipo de escritura el modelo patriarcal de prefigurar el deseo de la mujer subjetivada, la mujer puro sentimiento y sensibilidad, atrapada en las redes de un Yo psicologizado, ciega de pensarse más allá

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del sí mismo (cf. Armstrong 1991). Tanto el modelo de la mujer doméstica como la mujer independiente emergen en estas páginas en un esfuerzo por recuperar la historia de la casa familiar dentro de un escenario político-social más amplio, que no separa lo público y lo privado como dos espacios que la ideología burguesa ha configurado en tanto sexualmente diferenciados. En este sentido, estas obras —con diversos matices— proyectan un doble esfuerzo: por una parte, reescriben desde un locus enunciativo politizado el carácter represivo, incestuoso y endogàmico de la casa paterna y su desintegración en un tiempo presente y, por otra parte, hay el trazado de puentes que articulan la historia de la casa a la historia del país, a ciertos ejes de la historia oficial, también marcada por signos de poderes falocráticos: Con el tiempo, la Casa había adquirido un aspecto estéril. Sus muros frontales, primorosamente pintados de verde un día, se habían ido destiñendo, se habían ido llenando de parches de un hongo gris y profuso que parecía comerse las paredes a pedazos [...] Porque Felipe Guzmán, mi padre, fue el caudillo entre aquellos hombres crueles y terribles que hicieron su fortuna a fuerza de rezumar la sangre de sus látigos y sus puñales y empaparse del olor a pólvora y de los gritos de los condenados [...] No quiero que relaten otra vez esas historias [...] Quiero hacer una hoguera con todas esas edades, borrar los desvarios de fantasmas llenos de amargura [...] Hemos llegado a este juego atroz donde se estira la memoria acorralándonos de muros y recuerdos [...] (Mata Gil 1989a, 23, 59, 73). Estas narrativas, al interconectar la casa con la Nación, reestablecen el carácter político de la división de las esferas pública y privada, particularmente reintroduciendo la naturaleza histórica y no eterna de la vida familiar y de la mujer. Lejos de un regodeo nostálgico en el pasado patriarcal —a menos que éste esté funcionando a contrapelo de la absoluta historicidad de las sensibilidades contemporáneas—, la necesaria escritura y fijación de la representación de la casa patriarcal, creo que debe apreciarse como una operación exorcizante de la misma escritura, que a la vez plasma y objetiva en la letra una representación simbólica que es de urgente superación para una nueva configuración del sujeto femenino, liberado —a través de un ejercicio autobiográfico escritural— del deseo cosificador masculino. La escritura misma produce el re-cuento del núcleo patriarcal10, pero simultáneamente su fijación-disolución-liberación. La

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"Todos buscan la línea paterna, el hilo de la línea paterna: el sendero de la estirpe [...] Y te confieso que no sé como empezar el asunto sin convertirlo en un recordatorio de fantasmas familiares [...] el encierro verbal, el hechizo, los mil pliegues destinados a la acumulación de evocaciones y reflexiones, cuyo espesor indica las vertiginosas fluencias de

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escritura, en una dirección, conjura los demonios de una tradición castradora, y, en otra, se esgrime como una máquina productora de un sujeto subvertidor que se desplaza, en una nueva vuelta de tuerca, del margen a un también nuevo centro anunciador de sentidos. La lucha del poder interpretativo femenino rediseña las subalternidades al desconstruir los ejes hegemónicos de la cultura (padre-casa, caudillo-Estado, genealogías-guerras; cf. Franco 1994). La visión recuperada del sujeto femenino le permite sacar a la luz los residuos opacos olvidados entre los pliegues de la historia oficial. Así, por ejemplo, en boca de Doña Inés la Guerra de la Independencia ya no es ese mural de victorias y derrotas de un elenco masculino presidido por el Padre de la Patria, sino también la dolorosa narración de sobrevivencia de los que se quedaron sin nombre: mujeres, niños, ancianos, esclavos, que entre el hambre, la lluvia y el barro, huyen aterrorizados en un lamentable éxodo hacia el oriente del país. Como un vasto contracanto en simétricas proporciones heroicas a la imagen que los historiadores han fabricado de los héroes masculinos, estas páginas re-focalizan la magnitud de la gesta bélica hacia el plano de la masa anónima que la historia oficial ha ignorado, sin embargo, capital en la vida social y economica del país. Pareciera que sólo una mirada subalterna —descentrada— puede rehacer otra historia: "Unicamente yo veo en la oscuridad porque mis ojos han muerto hace mucho" (Torres 1992, 75). Desde la muerte, Doña Inés puede dar vida en su escritura-memoria a todas las sombras-cadáveres olvidadas por la historia. El gesto autobiográfico femenino en tiempos postmodernos11 no tiene ya mucho que ver con el Bildungsroman de una vida ejemplar; sí más con la relación de un caso representativo de una comunidad marcada por su ninguneamiento étnico, sexual, regional, laboral, político, etc. Es el sujeto que habla en nombre de un grupo; es el Yo de un nosotros, independientemente si su formalización no se corresponde con la narración en primera persona. Por ello, poco importa si los personajes remiten a figuras históricas "reales"; su carácter enteramente ficticio favorece la producción de un poder —el de la palabra— para hablar por otros de su misma clase. También esta nueva modalidad autobiográfica apunta a: UNO, desmitificar el sujeto masculino moderno hacedor de una historia nacional, que finalmente resulta una historia inautèntica, baile de máscaras, llena de poses, de usurpaciones y exilios:

un tiempo que se encierra, se desenrolla a partir de un centro [...] máscaras sucesivas: caracol" (Mata Gil 1992, 15). 11 En forma análoga Hasta no verte Jesús mío (1969), y Tinísima (1992), de Elena Poniatowska; Si me permiten hablar... (1977), de Domitila Chungara, para mencionar sólo algunas.

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Cierto que la ciudad alcanzó momentos de gloria, que hubo el intento de construirle un pasado [...] Todo fue como una aparición o un espejismo: acaba sucumbiendo ante la voracidad de los olvidos. Los extraños arrasaron los privilegios y cada vez se erigieron en amos: eran políticos, técnicos, artistas: eran todo. Ellos se adueñaron de la historia y de los recuerdos, pero equivocaron las fechas y las palabras. Levantaron la Carta Astrológica de una ciudad fundada el 23 de febrero de 1933, y esa ciudad nunca fue fundada y nunca ha existido. Sintieron, pues, y atrajeron con su mentira otras maldiciones [...] (Mata Gil 1989b, 77). DOS, despojar al sujeto femenino —mediante el gesto catártico de la escritura— de una historia incómoda y de un pasado enajenante; y TRES, el esfuerzo por reconstruir un sujeto subalterno hecho pedazos, fragmentado, roto, y reestablecer su identidad genealógica. No es casual que este conjunto de obras estructure sus estrategias narrativas echando mano tanto a formas fragmentadas12 tan caras a la cultura del álbum femenino13, como también recuperando el macrorrelato —en tiempos de su efectiva disolución— como gesto fundacional de otra tradición. La insistencia en la reconstrucción del árbol genealógico familiar en las novelas de Ana Teresa Torres ilustra el esfuerzo por desmentir el "fin de la historia". Por otro lado, si se reflexiona sobre los fenómenos de la ruptura, la anomia, la amnesia, y las crisis engendradas por los rápidos cambios experimentados por los participantes en las nuevas formas de vida, la historia de vida —y me refiero a estas narraciones ancladas simbólicamente y formalmente en un yo autobiográfico—, puede permitir la identificación de la elección de ciertas estrategias utilizadas para mitigar el desequilibrio y el desorden de un cambio demasiado rápido. La selección del método biográfico14 se vincula con la dinámica del cambio y, por ello no es un simple registro de prácticas culturales, sino, más bien, una revelación de interacciones, de conflictos y de posiciones sociales y políticas alternativas dentro de un amplio marco de variantes contraculturales. Frente al horizonte de una reciente tradición narrativa venezolana claramente signada por una llamativa brevedad y laconismo del impulso narrativo —de hecho la crítica literaria nacional ha señalado el giro suscinto que ha tomado la

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Mata el caracol, Memorias de una antigua primavera. Perfume de gardenia. "De ella quedan algunas fotografías en el álbum familiar, y los recortes de periódico donde he seguido sus viajes por el mundo y sus andanzas. Quedan los cuadernos de sus primeros poemas y los libros de su primera Biblioteca. Yo intuyo [sé] que en esos mínimos vestigios está el secreto del tiempo y la posibilidad de rescatar la memoria" (Mata Gil 1992, 62). 14 Narración en Yo, diario, el género epistolar, estructuras narrativas en forma de diálogo, monólogo, soliloquio. 13

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narrativa dando lugar a una preferencia por el "cuento breve" en detrimento de formas narrativas de largo aliento—15, este corpus de novelas ofrece una respuesta crítica alternativa en varios sentidos: la cantera de la intrahistoria (las historias de vidas nada relevantes) sirve como plataforma para el restablecimiento de narrativas fundacionales que satisfacen la reconfiguración de la historia del imaginario femenino; frente a la clásica "novela histórica" que recrea destacadas figuras masculinas de la historia oficial —recordemos las novelas de Denzil Romero, Arturo Uslar Pietri, Manuel Trujillo, Francisco Herrera Luque, Caupolicán Ovalles—, estas obras no incursionan en la historia de los grandes acontecimientos, sino en la historia cotidiana, menuda, intrascendente: son así pues novelas históricas dentro de un nuevo concepto postestructuralista y desconstructivo de la escritura de la historia; y, finalmente, frente al "relato imposible" de las recientes generaciones literarias —porque tal vez la imposibilidad factura esta situación de anomia y de desidentidad social— este esfuerzo está representando el trabajo de hilación del tejido de una memoria que se disuelve. Como sacerdotizas antiguas, la escritura de mujer se torna en custodia crítica de la historia megalómana que se ha contado, pero también de la otra que se ha olvidado. La casa paterna como emblema de un espacio simbólico de un proyecto de nación (más hecho de mentiras y traiciones) queda en estas páginas demolida: a la manera de una terapia psicoanalítica, la recomposición del pasado no atiende necesariamente a nostalgias sino catarsis liberadoras. Hay que enfrentarlo, sexualizarlo, saber que es básicamente un pasado hecho de acuerdo a la fantasía falocrática que ha controlado las imágenes del poder interpretativo de la palabra. La partida hay que peleársela a este tiempo antropofágico (masculino) que se ha canibalizado los retazos de otras historias. Volver a ubicarse en la historia es recoger con tristeza lo que el tiempo había hecho con ellas, unos pedazos desarticulados, unos muñecos sin voz, unas hojas separadas de un libro desencuadernado, era eso lo que el tiempo me devolvía, lo que me había prometido guardar y me había obligado a entregar, cuando yo tenía una edad imprecisa y él era un extraño. Entonces me senté y escribí la primera frase de una novela [...] (Torres 1991, 263). No se trata exactamente de una propuesta en los términos de un feminismo radical, sino que lo que identifica el proyecto narrativo de este conjunto de obras es ser un contracanto frente al perfil de cierta tendencia literaria dominante de las últimas décadas —la fragmentariedad, el hermetismo, la disolución del sujeto, la desreferencialidad—, y ofrecerse como un tejido imaginario alternativo. En un sentido equivalente a la labor soterrada y de resistencia que realizaron las arpilleras durante los años de las últimas dictaduras de nuestro

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Cf. Jaffé 1991, González 1989 y 1990.

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continente, la materia prima que infunda el cuerpo de esta narrativa son los retazos desarticulados que fueron quedando al margen de una historia nacional igualmente atropellada por los mecanismos invisibles del poder.

Bibliografía Antillano, Laura. 1984 [1980]. Perfume de gardenia. Caracas: Seleven. —. 1990. Solitaria solidaria. Caracas: Planeta. Armstrong, Nancy. 1991. Deseo y ficción doméstica. Una historia política de la novela. Madrid: Cátedra. Franco, Jean. 1994. Las conspiradoras. La representación de la mujer en México. México: Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México. González Stephan, Beatriz. 1989. Sistema narrativo e imaginario social de la Venezuela petrolera. En: Revista de crítica literaria latinoamericana (Lima/Pittsburgh) 29: 233-252. —. 1990. Narrativa 80: discurso populista e imaginario social en la Venezuela petrolera. En: Letras (Caracas) 47: 7-19. Jaffé, Verónica. 1991. El relato imposible. Caracas: Monte Avila y CELARG. Mata Gil, Milagros. 1989a. La casa en llamas. Caracas: Fundarte. —. 1989b. Memorias de una antigua primavera. Caracas: Planeta. —. 1992. Mata el caracol. Caracas: Monte Avila. Morin, Françoise. 1993. Historia oral de Jorge Aceves Lozano. México: Instituto Mora y Universidad Autónoma Metropolitana. Torres, Ana Teresa. 21991 [1990]. El exilio del tiempo. Caracas: Monte Avila. —. 1992. Doña Inés contra el olvido. Caracas: Monte Avila.

Textos en la frontera: autobiografía, ficción y escritura de mujeres Carlos Pacheco La vida es así, como un calendario roto. Ana Teresa Torres, Vagas desapariciones Ana Teresa Torres (1945), Laura Antillano (1950) y Milagros Mata Gil (1951) son tres narradoras venezolanas coetáneas que han realizado un aporte sustantivo al desarrollo de nuestra novelística, a través de su exploración de innovadoras modalidades de ficcionalizar el pasado. Sus respectivos universos Acciónales han desarrollado una indiscutible personalidad propia y merecen por ello ser estudiados en profundidad y de manera independiente. Sobre esas particularidades, sin embargo, pueden apreciarse una serie de líneas confluyentes que me propongo resaltar en esta oportunidad. Deseo ofrecer aquí también un primer acercamiento crítico a dos novelas muy recientes de dos de ellas. Me refiero a Vagas desapariciones, de Ana Teresa Torres, publicada hace apenas unos meses, y a El diario íntimo de Francisca Malabar, de Milagros Mata Gil, Premio Novela de la Bienal Mariano Picón Salas de Mérida y aún inédita. Sin más preámbulos, asumo pues mi primer cometido, sintetizando en cuatro trazos fundamentales los aspectos que más me han interesado de la confluencia entre las tres propuestas narrativas.

1. Recuerdo para saber quién soy Estamos ante un conjunto de textos que podrían llamarse rememoradores, donde uno o varios personajes, desde un determinado presente y a menudo asumiendo la voz narrativa principal, se dedican a escrutar el pasado, en un intento por comprenderse y comprender su situación dentro del devenir temporal1. El horizonte de significación de estas novelas suele estar regido entonces por ese esfuerzo por acceder, reconstruir, interpretar y representar ficcionalmente un pasado personal y social, local o nacional, esfuerzo que se concibe como piedra fundacional dentro de un proyecto de búsqueda de sentido y de dirección.

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Para facilitar las referencias a los diversos textos, especialmente en esta primera parte, usaré las siguientes iniciales para identificar las obras citadas de las tres autoras: Ana Teresa Torres, El exilio en el tiempo (1990): ET; Doña Inés contra el olvido (1992): DICO, Vagas desapariciones (1995): VD. Laura Antillano, Perfume de gardenia (1980): PG; Solitaria solidaria (1990): SS. Milagros Mata Gil, Memorias de una antigua primavera (1989): MAP; La casa en llamas (1989): CL; Mata el caracol (1992): MC; El diario íntimo de Francisca Malabar (inédita) DIFM.

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Aunque no todos los episodios representados tienen lugar en Venezuela, el hábitat de esa rememoración está indiscutiblemente marcado por las coordenadas geoculturales y sociohistóricas de lo venezolano. La extensión temporal del ámbito representacional elegido es sumamente diversa. Ese ámbito puede en ocasiones ceñirse al pasado inmediato o al periplo vital de los protagonistas (VD, DIFM), pero en la mayoría de los casos se extiende hacia períodos anteriores a su mismo nacimiento. En efecto, el espectro accional de estas novelas puede construirse como el contrapunto de un conjunto de eventos o perspectivas de la actualidad y otro del siglo pasado (SS), o proyectarse hasta la lejanía de los tiempos coloniales, abarcando el desenvolvimiento de toda una familia mantuana a través de diversas etapas del proceso histórico del país (ET, DICO) o centrar su atención sobre el surgimiento y el desarrollo de una localidad particular, contemplado desde múltiples perspectivas (MAP). Los acontecimientos y figuras protagónicas de la historia nacional están presentes en todos los casos, pero son observados siempre desde la perspectiva de sujetos y circunstancias particulares. Y es que no hay, en este conjunto de novelas, visiones o explicaciones de conjunto: cuando esa "gran historia" ingresa en la escena narrativa, lo hace siempre en la medida y de la manera en que afecta a la individualidad de los personajes particulares y a su entorno doméstico inmediato. Por todo ello, este corpus puede conceptuarse como un conjunto de relecturas del proceso histórico venezolano desde ópticas alternativas, cuestionadoras, en ocasiones inéditas y resemantizadoras. Es, en efecto, un viaje ficcional a las raíces, una exploración de los orígenes, pero su valor es más interpretativo que descriptivo; los múltiples sujetos rememoradores recuerdan y recuentan su pasado y el de quienes son de alguna manera sus antecesores, pero al mismo tiempo y de manera por momentos más importante, están evidenciando las condiciones particulares de su manera de percibirlo desde un presente. Por eso, la rememoración se vuelve también para ellos un instrumento para acercarse a una comprensión de ese presente, y también al reconocimiento de su propia identidad individual, social, regional y nacional.

2. Exploradoras del pasado Y es que en varias de estas novelas, ese esfuerzo de recuperación de los tiempos idos no se diluye en el anonimato de una perspectiva neutra, abstracta o genérica, sino que se radica muy a menudo en alguno de los personajes, casi siempre en una figura femenina. Exploradoras del pasado, podrían llamarse estas figuras, que actúan como verdaderas catalizadoras de la dinámica narrativa. Porque cada una de ellas va desarrollando, y llega en ocasiones a formular de manera explícita (SS, DICO, DIFM, VD), un verdadero proyecto rememorador; un proyecto que exige de su parte un esfuerzo sistemático y tenaz en una indagación vinculada con su propio desarrollo personal, con el hallazgo de respuestas para sus propias preguntas fundamentales. En Solitaria solidaria (1990), de Laura Antillano, por ejemplo, el proyecto de vida de Zulay, una

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historiadora y profesora contemporánea, termina estableciendo estrechos vínculos con su indagación acerca de Leonora Armundeloy, una atractiva figura protofeminista de la segunda mitad del siglo pasado. El relato novelesco se organiza así en torno a la alternancia entre los respectivos procesos de la vida de esas dos mujeres —ambas indagadoras, buscadoras de sentido— y al de sus respectivos contextos sociales y epocales, permitiendo al lector la percepción simultánea de sus coincidencias y contrastes. En algunas de las novelas, estas figuras catalizadoras ocupan de manera indiscutida el centro de la diégesis (DIFM) y/o el dominio del punto de vista de la narración (DICO), mientras que en otras oportunidades ceden también por momentos ese lugar protagónico y ese control de la perspectiva narrativa a otros personajes diversos (PG, CL, MC). Puede decirse, sin embargo, que son casi siempre sujetos femeninos quienes centran la atención de la historia y también quienes asumen la misión de relatarla. Y es que se trata en buena parte de historias acerca de mujeres, percibidas por ojos de mujer y narradas por voces femeninas. Ellas prestan naturalmente una atención destacada a la condición femenina, a las características y necesidades propias de su cuerpo, a la índole especial de su educación, al efecto que sobre ella —en tanto m u j e r ejercen los controles sociales, a sus dificultades para desarrollarse en un entorno regido en una y otra época por una mentalidad patriarcal. Así que, si bien la referencialidad construida por el relato puede llegar a ser muy amplia, hasta cubrir vastas zonas del acontecer familiar, local, nacional, incluyendo por supuesto la participación de personajes masculinos, es la vida de la mujer en la sociedad venezolana en las diferentes épocas de su historia, la que resulta primordialmente iluminada por el foco de la narración, y ese foco está definidamente anclado en los ojos, la sensibilidad y la voz de una mujer.

3. La memoria en las voces, los textos, los objetos Los recursos utilizados para la realización de la empresa rememoradora son múltiples. El primero es naturalmente la memoria personal: la evocación que realizan los personajes en su conciencia y que aparece representada como vivencia interior, como elaboración subjetiva (fragmentos de PG, MC, CL, SS, ET, etc.). Pero en muchos casos, además de recordar, esos personajes están narrando también oralmente sus recuerdos a otras figuras (el extenso relato de Doña Inés, dirigido a Don Alejandro, a Juan del Rosario o al escribano, sería el ejemplo más evidente). O los van registrando en diarios íntimos, cartas, testimonios y entrevistas grabadas (PG, SS, MAP, VD, DIFM, etc.), modalidades todas que coinciden en responder a un común impulso autobiográfico. Por eso el texto novelesco adopta, en muchos de los casos (PG, MAP, CL, MC), la estructura de una compilación, de una colección de fragmentos, como puede apreciarse de manera más extrema en Perfume de gardenia (1980), de Laura Antillano, donde sucesivos o alternantes extractos de los más diversos discursos mentales, orales o escritos (hasta manuscritos), privados o públicos, son recogi-

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dos como restos dispersos, como supervivencias del pasado. En otros casos, tales fragmentos llegan a ser comentados y evaluados por la figura catalizadora, quien asume la múltiple tarea de investigar, recopilar, transcribir, narrar e interpretar (DICO, VD, DIFM). Es importante destacar el hecho de que en ambas situaciones, nuestro conocimiento de los personajes sea casi siempre indirecto: se da en gran medida a través de sus discursos, de su voz rememorante o de los textos escritos que ellos han ido dejando tras de sí como girones de su vida, como insegura huella de su paso por el mundo, que tanto el personaje compilador como el lector se ven forzados a ir ordenando, integrando e interpretando. En este proceso reconstructivo, la mirada se detiene también con frecuencia en el mundo de los objetos. Como se observa con particular claridad en El exilio en el tiempo (1990), de Ana Teresa Torres, los objetos son descritos, analizados, contemplados, como parte de un mundo de vivencias cotidianas, proyecciones elocuentes de los personajes en diferentes momentos de su vida. Estos objetos, tomados en forma aislada y también como grandes conjuntos ubicados en las casas particulares donde transcurre la vida cotidiana de sus dueños, no son entonces sólo retablos o bibliotecas, sólo patios, salones o piezas de cristalería, sino una especie de inmóviles testigos del paso del tiempo que serán utilizados como nuevos y eficaces vehículos para acceder al pasado. La fotografía —a veces el retrato antiguo para el que había que posar— ocupa comprensiblemente un lugar muy especial como recurso rememorador. Por eso no es extraño que la descripción minuciosa, el comentario interpretativo y la elaboración narrativa a partir de las imágenes fotográficas cobren relieve en varias de las novelas (PG, MAP, VD). El texto narrativo se convierte así por momentos en reflexión sobre el significado profundo de los objetos impregnados de vida, y sobre todo de la fotografía, a la vez testimonio irrefutable de un cierto momento del pasado y vehículo de presencias extrañas, irreconocibles casi fantasmales, casi ficticias, de lo que fue y ya no es.

4. Reflexión, metaficción, paradoja Las novelas consideradas se asemejan, por último, en el hecho de que la mayoría de ellas constituye también meditaciones narrativas acerca del tiempo, el devenir, el cambio, la transitoriedad de la vida, el carácter constante de los ciclos de la existencia humana en diferentes épocas, la decadencia de los seres y las cosas, la muerte, la memoria, el olvido y la irrecuperabilidad del pasado. Se trata de una reflexión existencial y a la vez filosófica que se halla presente en muy variados aspectos del relato, desde la selección de sus títulos, subtítulos y epígrafes (PG, MAP, ET, DICO, VD). Estos libros, que se asoman al pasado tratando de recuperarlo, de revivirlo, se enfrentan muy pronto a lo obvio: a la imposibilidad de lograr tal empresa, convirtiéndose en pruebas fehacientes de que el pasado es radicalmente irrecuperable y en definitiva irrepresentable. Por lograda que sea, toda diégesis no es sino la imperfecta cartografía de un territo-

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rio ya desaparecido, un esfuerzo por definición distorsionado, incompleto, limitado, de representar la realidad. Pero también son libros acerca de esa paradoja humana que consiste en seguir intentando a pesar de todo, mediante nuevos y reiterados esfuerzos, la persecución de ese esquivo propósito. Tal vez por eso la mayoría de ellos, además de obras reflexivas, son también meditaciones autorreflexivas, metaficcionales, acerca de las estrategias y dificultades enfrentadas en ese camino. No es extraño encontrar que los protagonistas de estos relatos ejerzan oficios vinculables a esa averiguación sobre el pasado: de la cartografía a la escritura de diarios o novelas, de la crónica periodística y la investigación historiográfica a la fotografía. Son novelas que narran la accidentada escritura de una autobiografía como proceso siempre incompleto, siempre distorsionado (DIFM); o la reconstrucción biográfica de un oscuro personaje del siglo pasado mediante la cacería de sus huellas documentales en los archivos (SS); o la imposible recuperación de la vida propia y de algunas vidas ajenas a partir de un cajón de viejas fotografías (VD) o el relato alternativo de siglos de historia nacional mediante el seguimiento de las historias particulares de una genealogía aristocrática (ET, DICO). En estas obras, sin embargo, no hay engaño ni ingenuidad alguna. Tácita o explícitamente se acepta en ellas como un hecho la inasequibilidad del pasado, en su inabarcable multiplicidad. Esto se hace patente, por ejemplo, cuando el relato abre el espectro de su mirada hacia vidas y contextos vitales muy diversos y alejados unos de otros, como si intentara mostrar la vastedad inabarcable de lo que es (MAP, VG). O cuando un mismo hecho es objeto de las más dispares versiones e interpretaciones (PG, MAP, MC, ET). Se hace visible también en el carácter evidentemente incompleto, fragmentario de algunos de los textos novelescos, constituidos por trozos de discurso o restos de memoria (PG, CL, MAP, VD). Esta conciencia de la derrota que aguarda al explorador del pasado se evidencia de la manera más drástica en el hecho de que el relato es con frecuencia fruto de una selección completamente azarienta y arbitraria de materiales que a su vez son apenas vestigios, admitiendo que mucho de lo que se ansia encontrar se ha perdido ya irremisiblemente (PG, VD). El esfuerzo reconstructor pasa entonces a otra dimensión: se reconoce —en el interior mismo de la ficción novelesca— en su calidad de ente de ficción, como se aprecia de manera elocuente en la declaración del más antiguo de los antepasados en la genealogía de El exilio en el tiempo. Acerquemos ahora la mirada a la consideración particular de las dos novelas muy recientes mencionadas al inicio, textos poco o nada conocidos, que vienen a ser nuevas exploraciones del pasado y en esa medida a confirmar o alterar los rasgos comunes del conjunto narrativo que acabamos de describir. Vagas desapariciones encierra varias sorpresas para quien ha seguido la pista de los anteriores relatos de Ana Teresa Torres, pues allí se opera un cambio importante de atmósfera ficcional. Apenas iniciada la lectura, se advierte que la saga familiar que había caracterizado a sus dos anteriores novelas ha sido

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abandonada. Ya no nos encontramos en los corredores de las haciendas o en los salones de las casas caraqueñas de aquella burguesía venezolana de vieja data. Estamos ahora en una clínica psiquiátrica de la actualidad; y la mirada narrativa se fija en una decena de pacientes de muy diverso origen y condición social. Las figuras catalizadores de la diégesis, en segundo lugar, no son ya mujeres de una clase privilegiada. Sin abandonar en el conjunto de la obra la atención hacia la condición femenina, se elije ahora como protagonistas a dos hombres que por varias razones podrían considerarse sujetos marginales: Pepín, uno de los enfermeros, lo es por su origen social, por la trayectoria de su vida y por su final situación de recluso; Eduardo, por su triple condición de homosexual, artista y paciente psiquiátrico. Ambos escriben, en colaboración, los varios "cuadernos" que componen la novela, cuadernos que son definidamente autobiográficos, aunque dediquen también atención a otros personajes muy diversos, abriéndose así la novela a un espectro social y cultural mucho más vasto que el de la obra anterior, aun cuando la ampliación del espectro social ya se hubiera iniciado en Doña Inés contra el olvido. La novelista, es claro, ha optado —en la construcción de su referente— por arriesgarse fuera de un ámbito probablemente más inmediato y familiar, lanzándose a la exploración de otros espacios socioculturales y otras subjetividades más distantes de su propia experiencia. Es cierto que la clínica psiquiátrica estaría vinculada con su esfera profesional como psicóloga y analista. Y precisamente por eso es significativo que haya desechado en la novela la figura del terapeuta como posible mirada narrativa e interpretativa, reduciéndola además a una jerarquía diegética absolutamente menor. Con Vagas desapariciones, Ana Teresa Torres abre pues una dimensión nueva dentro de su novelística. ¿Cómo se relaciona ella, puede preguntarse el lector, con su producción anterior? Lo que persiste después de este cambio de atmósfera es en primer lugar el interés por el tiempo como condición humana irrenunciable, así como el impulso de recuperar el pasado a través de prácticas de orden en definitiva autobiográfico. Impulso que aparece en un momento de la vida de los personajes como una necesidad irrefrenable. Eso explica la urgencia de un sujeto en apariencia tan sencillo e ingenuo como Pepín de averiguar la fecha puntual de su ingreso como personal de la clínica, dato que puede parecer banal a los demás, pero que para él encierra —en clave simbólica— una necesidad de saber que lo impulsa a emprender su proyecto autobiográfico: Entonces pensé hacer lo mismo que cuando era chiquito y trataba de saber la vida de mi papá. Escribir todas las historias hasta encontrar la verdadera. Voy a escribir todo lo que me acuerdo, pensé, todo lo que me ha pasado en la vida, hasta que sin darme cuenta, esté escribiendo el día en que vine a la casa por primera vez. Y así empecé con los cuadernos (12). Su amigo Eduardo comparte la inquietud autorrepresentacional, y entre los dos van escribiendo entonces esos varios cuadernos que conforman la casi totalidad

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de la novela, estructurada a partir de tres "espacios textuales" principales, que se van alternando. En el primero, Autobiografía de un escritor autodidacta, Pepín va contando su proceso vital: hijo de una sirvienta y ocasional prostituta, abandonado y necesitado de su padre; especie de picaro que crece desempeñándose sucesivamente como recogedor de basura, handiman, mozo de burdel, recluso de un reformatorio, enfermero por muchos años, y finalmente (así es como él se autodenomina) escritor autodidacta. La felicidad detrás del olvido titula Eduardo el segundo cuaderno de Pepín. Allí éste relata su experiencia presente en la clínica, mientras va siguiendo reflexivamente la marcha de su proyecto autobiográfico. Narra también su interacción con los pacientes, que son a su vez "biografiados" desde la perspectiva del enfermero, llegando algunos de ellos a generar sus propios discursos, como las descabelladas conferencias del profesor acerca de los "errores del tiempo", o las memorias del general, epítome del machismo más desenfadado. En el tercero de los "escenarios textuales", titulado El fotógrafo ambulante, Eduardo desarrolla su propio relato autobiográfico a través de la estructuración de un álbum de fotografías propias y ajenas, descritas para el lector y acompañadas de comentarios y elaboraciones autobiográficas y Acciónales. El carácter imaginario, ficcional podría decirse, de todo relato y de éste en particular, resulta enfatizado en este último tipo de textos por el hecho de que las fotos de aquel álbum sean seleccionadas, de manera bastante arbitraria, no por el mismo Eduardo, sino por Pepín, así como por la decisión de aquél de imaginar (vale decir ficcionalizar) un determinado episodio a partir de alguna de esas fotos en lugar de esforzarse por referir lo realmente recordado, tratando de acceder así a "la verdad de los hechos". Como en las obras consideradas anteriormente, la constatación de la radical imposibilidad de recuperar el pasado como experiencia viva, induce a estas nuevas figuras catalizadores a recurrir a la ficción como alternativa para acceder a una impresión de ese otro tiempo, ya perdido. Por eso, en una reiterada práctica de mise en abîme, los personajes catalizadores novelizan dentro de la novela, al tiempo que se autorrepresentan. Porque para ellos, lo inaceptable es olvidar, lo que equivale a perder parte de su vida. Para Pepín, en efecto, el recuerdo de aquella fecha clave simboliza la posibilidad de alcanzar su salvación. Por eso, su incapacidad de recuperarla es interpretada al final como el fracaso de toda la empresa rememoradora que con tanto acierto ha venido realizando mediante la laboriosa escritura de sus cuadernos. Llevado entonces por la resaca de la demencia, del desespero, desarrolla una inesperada conducta criminal, y termina por ello teniendo que enfrentarse a las sanciones impuestas por la colectividad. El diario íntimo de Francisca Malabar, la novela inédita de Milagros Mata Gil, es una pieza fundamental dentro de su novelística y marca también, por muchos respectos, una ruptura importante con su obra anterior. Entre los muchos aspectos de esta obra que merecen análisis más detenidos, quisiera prestar atención particular aquí a su ambigüedad entre narración autobiográfica y

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discurso novelesco. Esa ambigüedad se encuentra ya en la portadilla, donde conviven el título, que parece identificar sin lugar a dudas a un relato de carácter autorrepresentacional, y el otro título de "Novela", que inscribe la pieza dentro de un paradigma genérico ficcional. Esta dualidad de adscripciones encabeza un texto deseoso de ser ambas cosas: novela (autobiográfica) y autobiografía (ficcional). La escritura se revela así como lugar de encuentro, de conflicto, de diálogo, de ese doble impulso. Construir un personaje/contar la propia vida: pulsiones que se acercan, se superponen o contrastan sin cesar en el fluido movimiento de los diversos modos de narrar. Extraño contrato de lectura que pretende a la vez desactivar (sin aniquilar del todo) el valor de verdad que existe siempre como expectativa de los lectores de autobiografías, mientras activa y fortalece a la vez la impresión de ser ficción: es decir, un constructo retórico productor de un efecto de realidad, un relato que —con la plena anuencia de su receptor real— apenas finge ser verdadero. Así queda establecido en la "Declaración" que se incluye en las páginas iniciales. Declaración que no puede sin embargo ser leída sino como parte del "artificio" a que ella misma alude: Este texto es un artificio. En términos de la poética aristotélica, esto es la aplicación de la técnica de la escritura para construir una obra de imaginación. Sin embargo, como toda obra de imaginación necesita previamente nutrirse de ciertas referencias que proveen la realidad, la historia y la vida de todos los días, suele suceder que se encuentren relaciones, similitudes y parentescos entre una esfera y otra. Por lo tanto, si alguna persona se siente aludida, o cree identificar aquí a otras personas, lugares o hechos que le son conocidos, tiene todo el derecho de hacerlo, con la única consideración de que ese derecho limita con los términos lógicos de la ficción y con el desarrollo de tiempos y espacios imaginados para cumplir la intención primordial de construir un artificio2. De este modo, la autora (o más bien la narradora interna) de esta "Declaración" inicial parece cubrirse las espaldas tras el argumento de la ficcionalidad, pero sin cegar del todo el resquicio de la ambigüedad genérica. ¿Por qué la opción del artificio?, ¿de qué se protege quien así escribe? Acerquémonos, para explicarlo, a la complejidad del cuerpo textual de esta novela. Como en toda escritura autobiográfica, el esfuerzo por narrar la propia vida es asumido por la protagonista-autobiógrafa como búsqueda de sentido. En efecto, hacia los cuarenta años y a pesar de sus muchas dudas, Francisca Malabar comprende que ha llegado, como dice, "el momento de poner por

Todas las citas están tomadas del manuscrito y se indica la página entre paréntesis. La "Declaración" citada aparece en las páginas iniciales no numeradas. 2

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escrito algunas cosas" (3). La novela viene a ser entonces la compilación de los múltiples documentos de su archivo computarizado que asumen esa tarea. Y una estructura narrativa fragmentaria y heterogénea resulta la más indicada, pues una historia entre comillas "real" como ésta no cabe en el molde cuadriculado de una autobiografía tradicional. Se elige pues la novela, género bajtinianamente inconcluso, intertextual, abierto a múltiples modos discursivos, como vehículo de esa empresa autobiográfica disidente, alternativa. La estructura del relato consiste así en la sucesión y el intercalamiento de varios espacios textuales. Los dos fundamentales son el diario íntimo propiamente dicho, identificado por sus fechas, y las "Notas para una autobiografía", donde la memoria se emplaza en momentos más o menos precisos del pasado. Estos escenarios básicos de la escritura interactúan y dialogan, completándose mutuamente: si el segundo narra los núcleos fundamentales de la vida de Francisca, el primero —de alto valor ensayístico por momentos— ofrece los comentarios e interpretaciones que ella hace desde su presente, y nos permite compartir los hallazgos y las angustias de los últimos meses de su vida. No sorprende allí el hecho de que la protagonista sea una escritora de oficio, y también la novelista en ciernes que prepara un relato sobre la vida del Che Guevara, porque es en la escritura, en el fragor esa tarea exigente y comprometedora, que ella realiza su búsqueda de sentido. No es extraño tampoco que la escritura incluya la reflexión metanarrativa: la novela/autobiografía es también meditación sobre los problemas y riesgos, las potencialidades y dificultades de la escritura. Y en uno de esos gestos metadiscursivos, la narradora nos deja entrever que (a pesar de sus palabras) ese texto íntimo, encerrado bajo llaves electrónicas (pero no borrado sin embargo), estaba también secreto, indirectamente dirigido a un público más amplio en la forma del texto global que viene a ser la novela misma. Por fortuna para nosotros, su temor (que es también deseo) se hace realidad después de su muerte: Todos mis archivos, es verdad, tienenpassword, pero siempre cabe la posibilidad de que alguien encuentre las claves. Y temo que si encuentran mis diarios, alguien quiera armar una novela, poner sobre el tapete mi vida, convirtiéndola mitad en realidad, mitad en ficción (237, el énfasis es mío). Convivencia del temor y el deseo, entonces, alternancia de lo privado y lo público, dialéctica del ocultamiento y la revelación mediante la superposición del proyecto autobiográfico y el novelesco: allí hay una clave interpretativa fundamental. Porque tal vacilación se vincula con la identidad femenina de la protagonista-novelista-autobiógrafa. En efecto: se trata de la escritura de una mujer muy sensible que —como mujer— ha debido atravesar en su existencia por mil trances. Frente a esos abismos de soledad y miseria, dolencias físicas, insania y muerte, Francisca sobrevive recordando y escribiendo: escribiéndo-se para comprenderse. Toda su vida es entonces una ilustración de ese conflicto: su identidad corno mujer en sociedad. Se ficcionaliza tal vez lo autobiográfico

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para amainar la tensión producida por la múltiple disidencia que ese proyecto de escritura representa. En efecto, Francisca Malabar vive forzada a fingir, a enmascarar, a silenciar sus verdaderos sentimientos y maneras de pensar. Su único desahogo es la escritura de sus diarios, que debe sin embargo mantener ocultos, clandestinos. Ese gesto de velar que se produce en el interior de la ficción equivale también dentro de ella al temor/deseo de que toda posible autobiografía termine también siendo una novela. De esta manera, la pregunta acerca de las potenciales vinculaciones entre lo real y lo ficticio, entre el desarrollo accional del personaje y los procesos biográficos de la autora, quedan por siempre remitidas al ámbito de lo hipotético, más aún, al ámbito de lo impertinente. Porque si bien Francisca es disidente en sus inclinaciones y su conducta personales —desde sus rebeldías infantiles hasta su posición político ideológica, pasando por sus gustos estéticos y sus intereses espirituales—, es disidente también y sobre todo por atreverse a contar la historia de su vida; por atreverse a proyectar sobre el mundo su mirada de mujer, ocupando, adueñándose de un espacio discursivo como el autobiográfico, marcado tradicionalmente por la impronta patriarcal. La novela es entonces el único ámbito textual donde ese acto comunicativo es viable, porque ella hace posible la convivencia de ambas dimensiones: la ficcional y —de cierta manera oblicua— la real. Esa posibilidad nunca confirmada ni confirmable otorga al discurso una potencia de significación de la que carecería la plena e indiscutida ficcionalidad. Unas breves reflexiones para concluir. Considero el corpus analizado como un conjunto de "textos en la frontera". Me gusta llamar de esta forma a esos discursos con vocación de situarse sobre el límite, compartiendo rasgos de más de un código genérico y poniendo también en tela de juicio cualquier deslinde pretendidamente exacto de la noción de literatura. Son, al decir de Altamirano y Sarlo, "objetos cuya naturaleza misma radica en la oscilación [...], cuyo 'destino específico es mantenerse en el límite'" (Altamirano/Sarlo 1983, 29). Los textos considerados son por supuesto novelas, pero novelas donde habitan otros tipos de discurso, casi siempre de orden autobiográfico y también ensayístico e histórico. Su orientación general de significado está regida por esa ambigüedad fundamental que se convierte en productividad simbólica. Entretanto, la coincidencia más llamativa entre ellos tal vez radique en su preocupación por el tiempo, por la temporalidad en tanto problema humano. Somos lo que hemos sido, parecen decirnos. Y para orientar nuestra búsqueda de identidad, para conocernos y comprendernos mejor como individuos y como colectividades, para rediseñar críticamente nuestro proyecto de nación, no podemos sino repetir el gesto terrible de la mujer de Lot: volver esa mirada interrogante a lo que fue. Mirada, que no es sin embargo pasiva descripción de unos hechos cumplidos, sino relectura y cuestionamiento de los relatos e interpretaciones convencionales formuladas desde lo hegemónico. Son lecturas otras realizadas a través de personajes marginales —en los más diversos sentidos de la expresión— y especialmente a través de las "figuras catalizadoras", esos

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agentes intraficcionales dinamizadores de la significación, capaces de mostrar aspectos, hasta ahora ocultos, de la historia y la actualidad venezolanas. La mujer, de manera prominente, deja de ser la acompañante más o menos decorativa del héroe masculino, para asumir el lugar de centro de atención diegética y también de sujeto del relato: una historia entonces vista con ojos femeninos y narrada con voz de mujer. Por otra parte, el país llega a ser mirado desde la provincia; se visualiza una clase social privilegiada que poco se había atrevido a autorrepresentarse y a proyectar sus perspectivas sobre el país; y es explorado, finalmente, en las dos últimas novelas, el tenue borde entre cordura e insania. El pasado es por supuesto siempre infinitamente más de lo que cualquier discurso podría representar. Como dice Pepín con desaliento al inicio de su programa rememorador: "La vida es así, como un calendario roto" (VD, 12). Esa constatación de la elusividad del tiempo ido no detiene sin embargo a los empecinados autobiógrafos en su impulso de recobrarse a través de la memoria. Y el resultado de su empeño es nuevamente ambiguo: los espera por supuesto la derrota, pues nada traerá de vuelta a ese elusivo fantasma de lo que fue. Pero ganan ellos y ganamos también los lectores al poder contar con estos relatos, donde los poderes de la ficción nos ponen en contacto con un cierto conocimiento, con una cierta verdad.

Bibliografía Altamirano, Carlos; Beatriz Sarlo. 1983. Literatura/Sociedad. Hachette.

Buenos Aires:

Antillano, Laura. 21981 [1980]. Perfume de gardenia. Caracas: Seleven. —. 1990. Solitaria solidaria. Caracas: Planeta Venezolana. Mata Gil, Milagros. 1898a. La casa en llamas. Caracas: Fundarte. —. 1989b. Memorias de una antigua primavera. Caracas: Planeta. —. 1992. Mata el caracol. Caracas: Monte Avila. —. 1995. El diario íntimo de Francisca Marabal. Inédita. [Premio de Novela de la III. Bienal de Literatura Mariano Picón Salas: Mérida] Torres, Ana Teresa. 1990. El exilio en el tiempo. Caracas: Monte Avila. —. 1992. Doña Inés contra el olvido. Caracas: Monte Avila. —. 1995. Vagas desapariciones. Caracas: Grijalbo.

La verdad histórica en Tonatio Castilán o un tal Dios Sol de Denzil Romero Sonja M. Steckbauer

Tonatio Castilán o un tal Dios Sol, escrito por Denzil Romero y publicado en 1992, relata la vida y, en especial, la conquista de México en la que Pedro de Alvarado tuvo parte, desde su salida de España hasta su muerte, concentrándose la novela en la conquista de las mujeres indígenas que pasaron por su camino y cama. Entre los aspectos más destacados de la novela, el histórico, el lingüístico y el erótico, me concentraré en mi artículo en el primero, con el objetivo de plantear la problemática de la verdad histórica en la novela.

1. ¿Cómo comprobar la verdad histórica? Desde un principio, el erudito narrador de la novela presenta como escenario base del entramado narrativo una profunda sabiduría histórica la cual responde a un conocimiento detallado y exhaustivo de diferentes crónicas1. Uno de los primeros ejemplos de estas referencias aparece en la novela en el momento en el que Juan de Grijalva en San Juan de Ulúa recibe regalos de Moctezuma, hecho comentado por Francisco López de Gomara de la siguiente forma: "Valía más la obra de muchas de ellas que no el material". Esta frase, extraída de Tonatio Castilán (55)2, se encuentra literalmente en la obra de López de Gomara La conquista de México (1986,42). La novela continúa describiendo, también como cita en la misma alusión, otros regalos como "muchos diamantes de 'grande tamaño y fulgores como para deportarse'" (55), mientras que la crónica mencionada señala a continuación a las amazonas, obsequio de estas islas. Al aparecer ambos datos entre comillas, no puede el lector diferenciar a primera vista la autenticidad de una cita. Al lector no familiarizado con la crónica de López de Gomara tampoco le es posible entender que la alusión que se hace a las preciosidades en la isla se refiere en la crónica a las mujeres indígenas. De esta manera, la lectura de la novela gana en placer según los conocimientos de las crónicas de los que disponga la persona que la lee. El narrador refuerza su narración con referencias tales como "cuentan las crónicas..." (51), mientras que en otras ocasiones pone en duda a los cronistas o critica lo que dicen: "[...] no (como cuentan algunos cronistas deslenguados,

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Denzil Romero hace alarde de este conocimiento en la publicación del volumen Códice del Nuevo Mundo. Antología temática de los cronistas e historiadores de Indias (1993b) así como en numerosas referencias históricas en otras novelas históricas. 2 Si no se indica de otra manera, los números de páginas se refieren a citas tomadas de la edición Romero 1993a. Esta obra será abreviada en Tonatio Castilán.

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el infame López de Gomara, uno de ellos)" (51). De esta manera, transforma al narrador en la única persona conocedora de la verdad afirmando éste su propia verdad con las palabras: "Fue así" (52). El lector que no ha leído a todos los cronistas citados y que no se toma la molestia de controlar las citas dadas, puede vacilar entre las dos opciones contrapuestas, creer palabra por palabra en la veracidad de la historia presentada o ponerla en tela de juicio constantemente. Pero también existe una verdad parcial y personal, es decir, hay verdades que en parte pueden ser verdaderas y que dependen mucho de la perspectiva de cada uno, o sea, de la intención al escribir la Historia, como veremos en el caso de la muerte de Moctezuma.

2. ¿Es relativa la verdad? En lo siguiente, quiero comprobar que la verdad histórica, es decir, la verdad sobre la Historia —en este caso colonial— es relativa. Depende de los datos de los que se informa cada uno y varía mucho según la perspectiva del cronista. Además, es posible que exista otra verdad al margen de las verdades históricas; una verdad que no conocemos, y que, por lo tanto, es fácil de ser re-creada o sea re-inventada por los novelistas. Tomaré el ejemplo del asesinato de Moctezuma, puesto que es un tema tratado comunmente en las "Historiografías del Nuevo Mundo", para denominarlas de una sola forma aunque sus títulos varíen3. Otra razón para la elección de este tema es que en esta situación el protagonista Pedro de Alvarado asume un rol especial en la novela, como veremos más adelante. En el capítulo intitulado "Consumación de una venganza" (149), encontramos solamente una cita sobre este motivo, extraída de la Crónica Mexicana4. Como acabo de comentar, las citas anteriores procedentes de diferentes crónicas hacen al lector creer en o, por lo menos, no dudar de la veracidad del texto. En este caso, la cita también es textual, sin embargo, ésta aparece acompañada de un texto fruto de la imaginación, fantasía y memoria del autor.

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A continuación, me referiré a: Hernando Alvarado Tezozómoc: Crónica Mexicana [1598] 1980; Hernán Cortés: Cartas de relación [1519-1526] 1985; Bernal Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España [1632] 1992; Diego Durán: Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme [1570-1579] 1984; Francisco López de Gómara: La conquista de México [1552] 1986. 4 "Y, tal como cuenta el Códice Ramírez, 'en viendo los mexicanos al rey Moctezuma en la azotea haciendo cierta señal, cesó el alarido de la gente poniéndose todos en gran silencio para escuchar lo que quería decir' [...]" (152; cita tomada casi literalmente de Alvarado Tezozómoc 1980, 89). El narrador cita el Códice Ramírez, proveniendo empero la cita de la Crónica Mexicana del mismo volumen.

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Antes de profundizar en el tema, cabe resumir brevemente como presentan los mismos cronistas, antes con tanta frecuencia citados, la muerte de Moctezuma: Según Hernán Cortés, el mismo Moctezuma quería hablar a su gente para que se calmara, pero los suyos le dieron una pedrada en la cabeza, debida a la cual se murió tres días más tarde (cf. Cortés 1985, 157). En Francisco López de Gomara, Cortés rogó a Moctezuma que se subiera a la azotea y hablara con su gente. Pero, según él también: le tiraron tantas piedras desde abajo y desde las casas fronterizas que de una que le acertó en las sienes le derribaron y mataron sus propios vasallos (1986, 234). Igualmente que en las Cartas de relación de Cortés, Moctezuma murió a los tres días. López de Gomara, quien desarrolló su crónica basándose en otros cronistas, puesto que él nunca había estado en América, ha "inventado" —a su vez también— su versión de la Historia. Su invención es fruto de la información surgida en el círculo de letrados que formó Cortés en torno suyo y, por eso, su versión parece ser más positiva en cuanto a lo que se refiere al rol de Cortés en la muerte de Moctezuma5. Bernal Díaz del Castillo, soldado y a la vez testigo de los acontecimientos, pretende conocer la "Historia verdadera de la conquista de la Nueva España" y, por lo tanto, saber la verdad sobre la muerte de Moctezuma. Según él, Moctezuma al principio no quería hablar con la gente embravecida, porque ya no creía en lo que le decía Cortés: E viendo todo esto acordó Cortés que el gran Montezuma les hablase desde una azotea, y les dijese que cesasen las guerras, e que nos queríamos ir de su ciudad [...]. Y [Moctezuma] no quiso venir, y aun dicen que dijo que ya no le quería ver ni oír a él [a Cortés] ni a sus falsas palabras ni promesas e mentiras (1992, 313). A pesar de sus dudas se sube por fin a la azotea, habla con su gente y lo matan, en este caso con tres pedradas (cf. ibíd., 314). Las versiones de presentar la verdad histórica difieren en estos tres cronistas: mientras que Díaz del Castillo le echa indirectamente la culpa de la muerte de Moctezuma a Cortés por haberlo convencido de hablar con la gente (cf. ibíd.), Cortés se libera del reproche explicando que había sido el mismo Moctezuma él que había propuesto subirse a hablar con la gente. En la Crónica Mexicana, "le mataron los españoles á él y á los demás principales" (1980, 91). Puesto que el autor de esta última, Hernando Alvarado Tezozómoc, tomó como punto de referencia un texto de la historiografía indígena,

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Para una comparación más exhaustiva de la imagen de Moctezuma dada por los tres cronistas López de Gómara, Díaz del Castillo y Cervantes de Salazar, cf. Rose 1997.

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es lógico que el punto de vista en torno a los culpables del hecho sea diferente, esto es, más crítico con el rol de los españoles6. En Tonatio Castilán, por fin, Pedro de Alvarado obtiene una importancia nunca antes descrita en la posterior muerte de Moctezuma: Es a Pedro de Alvarado a quien se le ocurre la idea de poner a hablar a Moctezuma para que calme a la muchedumbre. El mismo lo libera de los grillos; él mismo le ata una cuerda al tobillo izquierdo, al modo de un alzapié; él mismo, siempre sujetándolo por el alzapié, lo conduce hasta la azotea, hincándole el costillar con una lanceta de mano (152). Aquí también, Moctezuma fue gravemente herido por las pedradas recibidas por su propia gente. Pero éstos no lo mataron, sino que "lo mató Ixtil-Xóchitl, el príncipe alhuaco" (154). Añade la novela que tal príncipe, expulsado por Moctezuma y retirado en las montañas, había aprendido bastante sobre las plantas alucinógenas, y especialmente sobre el peyote7. A continuación nos enteramos de cómo este príncipe aprendió a "hallar su sitio" (155), referencia que hace recordar a Las enseñanzas de Don Juan de Carlos Castañeda8. Resulta que dicho príncipe al masticar un peyote recibió la fuerza para matar a Moctezuma hundiéndole un cuchillo con punta de obsidiana en su pecho (cf. 156). Lo que pretendo demostrar con este ejemplo es que la versión dada en la novela de Denzil Romero es otra vertiente de la muerte de Moctezuma. Es una vertiente de la verdad histórica que parece posible en el comienzo, cuando Pedro

'Diego Durán, por otro lado, quien había pasado buena parte de su vida en México, es el único que nos ofrece otra vertiente de la muerte de Moctezuma, una vertiente menos escandalosa y más pacífica y, por lo tanto, menos interesante para la historiografía: según él, Moctezuma murió de una enfermedad después de haberle dejado su reino en herencia a su hermano Tlacaélel: "En este medio tiempo enfermó el rey [Moctezuma] de la enfermedad de la muerte, la cual le fue creciendo cada día más, de la cual vino a morir, dejando de sí loable memoria de justísimo y piadosísimo rey" (1984, 248). 7 El peyote es un cacto alucinógeno tomado hasta nuestros días por los huicholes, entre otros. Los huicholes son una familia indígena que viven en la Sierra Madre Occidental. Para mayor información, cf. los estudios exhaustivos de Fernando Benítez, Los indios de México (1968) y Robert M. Zingg, Los huicholes. Una tribu de artistas (1982) así como uno de mis trabajos sobre ellos (Steckbauer 1993). 8 En este libro esotérico, que se autocaracteriza como etnografía y alegoría a la vez, el narrador tiene que encontrar su sitio antes de tomar el peyote y entrar al otro mundo: "The proper thing to do was to find a 'spot' (sitio) on the floor where I could sit without fatigue" (Castañeda 1974, 14). Denzil Romero me confirmó en Eichstätt en febrero de 1996 haber leído este libro. Cabe añadir que uno de los primeros libros de Denzil Romero también fue una novela esotérica, Entrego los demonios (1986), la cual, según la información del mismo autor dada en una entrevista (cf. Castellanos 1993, 120) tuvo poco éxito. ¿Tendrá algo que ver con esto que él incluyera algún aspecto esotérico en sus novelas posteriores?

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de Alvarado lo lleva a Moctezuma a fuerzas a la azotea y con esto se hará responsable de la muerte del rey azteca. Pero poco después, esta "posible verdad histórica" se ficcionaliza y se vuelve irreal al aparecer el príncipe alhuaco y al hacerse éste invisible después de haber tomado el cacto alucinógeno. Al lector, hasta entonces acostumbrado a poder comprobar las referencias en las crónicas —como acabo de demostrar— y de esta manera decidir entre tantas posibles Historias, al principio le parece también posible la muerte de Moctezuma tal como es presentada por el autor de Tonatio Castilán. Pero cuando la posible historia se convierte en ficción, el lector se queda confundido y quizá pondrá en duda todas las historias leídas hasta entonces en la novela. De tal manera se comprueba una vez más que la verdad histórica está tan expuesta a diferentes perspectivas como la memoria: no queda determinada para y por siempre, sino que siempre se relaciona con el presente.

3. ¿Creer en la verdad a través del héroe? El héroe en la novela de Denzil Romero no es un anti-héroe, como lo define Lukács para la novela histórica; tampoco se trata de un héroe excéntrico, como debería ser según algunas teorías postmodernas y de la nueva novela histórica (cf., por ejemplo, Hutcheon 1988), pero sí es un héroe humano que come, que duerme, que sueña y que más que nada está interesado en conquistar a las mujeres. Si se acepta o no, Alvarado es un fanático de ellas; y es justamente ese fanatismo que le da un aspecto humano, cierta debilidad. Se va "a América" (34) "con ganas de pasar muchas mujeres por sus viripotentes cojones" (36). Para Pedro de Alvarado, el protagonista de la novela, la Conquista es "La Guerra Florida entre el Sexo y la Muerte" (71). Por esta razón, el lector lo valora o lo rechaza, pero de todos modos ya sea de una u otra manera se identifica con él; premisa previa para lograr la credibilidad en él. De esta manera, la Conquista de México se nos presenta al principio mayoritariamente desde el punto de vista de Alvarado. El lector se adentra en el Nuevo Mundo a través de los ojos de Alvarado, o más exactamente, se adentra en aquellos aspectos que el protagonista encuentra interesantes: Ve indias viejas que, de lejos le ofrecen tamales, tortillitas dobladas y maíz en mazorcas, apastes de chocolate, dulces de colación. [...] Ve indios jóvenes, apuestos, como para ser reclutados con vista a la próxima expedición conquistadora. Y, en especial, ve muchachas indias, jóvenes y bellas, que se le abalanzan saludándole, con sus huípiles de colores flameando al aire (26). Y todas estas impresiones fascinantes hacen exclamar a nuestro protagonista el famoso verso de García Lorca: "Verde que te quiero verde" (26). A continuación, para provocar un cambio de perspectiva, se emplea el tiempo indefinido, "don Pedro alcanzó a distinguir [...]" (26), a fin de lograr crear cierta

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distancia entre el lector y el protagonista, distancia que se desploma nuevamente en el siguiente párrafo: [...] me mira, me mira, me mira con su sonrisa, dice don Pedro, ebrio de amor, pensando en la noche que le habrá de tocar, oh, noche deliciosa, [...] (27). A la vez, tenemos a lo largo de toda la novela un narrador omnisciente que nos da explicaciones tanto lingüísticas (cf. más abajo) como culturales e históricas. En cuanto a las culturales cabe mencionar un sólo ejemplo: dentro del capítulo sobre la Malinche nos enteramos de que '"Hijo de la Malinche', 'hijo de la chingada', dicen los mexicas de hoy cuando quieren decir 'hijueputa'..." (67). Más interesante aún para nuestros fines es la crítica a la historiografía emprendida a través del narrador. No me refiero aquí a críticas directas a los cronistas como las mencionadas más arriba, sino a comentarios acerca de como se escribieron las crónicas en aquel entonces. Comenta, por ejemplo, que Fray Bartolomé de las Casas era censor de Cortés y que Bernal Díaz, a su vez, había criticado al Obispo de Chiapas por "tergiversador e exagerado" (111): En efecto, el bueno de Las Casas era [...] subjetivo en sus apreciaciones, parcializado en favor de los indígenas (que no, en el de los negros) y hasta un tantín exagerado (111). En otras ocasiones se nos presenta el pensamiento de uno de estos hombres, como por ejemplo el de Hernán Cortés al escribir sus Cartas de relación (cf. 117ss). Cortés maquina hábilmente la manera de comentar sus hazañas al Rey, así como lo que mejor tendrá que callar (como el asesinato de Cholula) a fin de que no quede ningún "manchón en su biografía" (119). Además de tratarse de una interesante provocación para el lector al adentrarse a diferente ritmo en la perspectiva de otro personaje o al ver la Historia desde el punto de vista de un narrador omnisciente pero no imparcial, estos cambios de perspectiva le dan al autor la posibilidad de una crítica de la historiografía desde diversos ángulos. Y finalmente, responde a la tendencia de la nueva novela histórica de ser dialógica y heteroglosa (cf. Mentón 1993, 24s).

4. ¿Es ficticia la supuesta verdad histórica? En la nueva novela histórica, el personaje histórico se convierte en un personaje ficticio, envuelto en citas y notas de pie de página, que son las que confirman o ponen en duda su autenticidad. Thus the reader is constantly teased to discover the imaginative status of these characters and events — the status and character of the imaginative experience he is being offered (Green 1975/76, 841). En Tonatio Castilán, historia y ficción se acercan, se entrelazan y cruzan hasta tal punto que el lector no llega a diferenciarlas. Este nuevo tratamiento de la

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Historia en la nueva novela histórica requiere a la vez un conocimiento profundo así como un agudo sentido del humor o del sarcasmo, según la novela leída, por parte del lector. Hayden White constató en Metahistory que el trabajo del historiógrafo es el de encontrar sus historias, mientras que el del novelista es inventarlas9. Esta distinción entre las dos disciplinas ha cambiado un poco en la nueva novela histórica: en una novela como la tratada aquí, el novelista se basa primero en un profundo conocimiento de la Historia escrita, antes de inventar su propia historia a raíz de ésta. De esta manera, pone en cuestión la veracidad de toda la historiografía para llegar así a la afirmación de que hay tantas verdades sobre el pasado como perspectivas individuales había sobre él. En consecuencia, y debido a las diferentes interpretaciones posibles que permite una novela como Tonatio Castilán, el lector se ve provocado constantemente a participar en el desarrollo de la misma; de forma que Pedro de Alvarado se convierte a lo largo de la novela en "nuestro personaje" (39) y "nuestro héroe" (40). Sin embargo, no se trata en absoluto de una relación claramente definida entre un narrador omnisciente, o quizás un historiador que pretende ser omnisciente, y su lector crítico o creyente, como acabamos de demostrar más arriba.

5. La relación entre la historia y la ficción Antes de responder a esta pregunta recordemos que el año de aparición de la novela Tonatio Castilán fue el 92. Un año, alrededor del cual aparecieron en el mercado literario varias novelas históricas que tematizaron la conquista, ampliando de esta manera el espectro hasta allí dado. Así, junto a la de Denzil Romero, nos encontramos con una serie de novelas que participaron en la misma corriente, de autores tan brillantes como Alejo Carpentier con El arpa y la sombra (1978), Carlos Fuentes con Cristóbal Nonato (1987), Homero Aridjis con Mil cuatrocientos noventa y dos, vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), Abel Posse con Los perros del paraíso (1983) y El largo atardecer del caminante (1992) y finalmente Augusto Roa Bastos con Vigilia del Almirante (1992), para mencionar tan sólo algunos que tematizan a Cristóbal Colón. En Tonatio Castilán, también aparece el diario de Colón, con el mismo texto que está intertextualizado con tantas ganas en la mayoría de las obras de los autores arriba mencionados, desde Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca (cf. 1975, 44s) hasta Augusto Roa Bastos en Vigilia del Almirante (cf. 1992, 312s): es decir, la mención de los bonetes colorados regalados a los nativos

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Cf. White 1973, 6s: "It is sometimes said that the aim of the historian is to explain the past by 'finding', 'identifying', or 'uncovering' the 'stories' that lie buried in chronicles; and that the difference between 'history' and 'fiction' resides in the fact that the historian 'finds' his stories, whereas the fiction writer 'invents' his. This conception of the historian's task, however, obscures the extent to which 'invention' also plays a part in the historian's operations".

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de la isla de Guanahani brilla por su presencia. Lo que hace que la famosa entrada de Cristóbal Colón en su Diario de a bordo el 12 de octubre de 1492 aparezca aún más grotesca en la novela de Romero, es que en ésta sale de la boca de Moctezuma en un monólogo —interior— dirigido al Señor blanco, enviado de Quetzalcóatl o a Quetzalcóatl mismo: Y riquezas os di cuantas pude. A cambio devolvíame bonetes colorados y cuentas de vidrio para poner al pescuezo y otras cosas muchas de poco valor (125). Según podemos leer en la introducción al libro De conquistadores y conquistados, editado por Karl Kohut, "este interés por la Conquista ha surgido mucho antes y está íntimamente ligado a la búsqueda de las raíces de la cultura e identidad latinoamericanas" (1992, 29). En vez de retomar aquí la discusión sobre la identidad y la búsqueda de ella mediante la literatura, pondré en relación la novela Tonatio Castilán con algunas de las otras novelas mencionadas. En primer lugar empezaré con Carlos Fuentes, cuyo novela La región más transparente aparece intertextualizada por el mismo Romero (cf. 123). Denzil Romero comparte con Fuentes el dominio de la creación lingüística así como el afán por incluir en sus novelas innumerables alusiones intertextuales. Brevemente recordaremos la mención de García Lorca, de Carlos Castañeda, a las que se une, entre otras, la del argentino Macedonio Fernández (cf. 54). Su lenguaje [de Denzil Romero] es barroco, hay un gusto por la palabra, por la descripción del detalle, por la repetición constante del adjetivo que califica y caracteriza (Barrera Linares 1994, 249). Con esta breve y exacta descripción de la novelística de Denzil Romero, Luis Barrera Linares, en su Re-cuento, clasifica a este autor entre los "palabreros" de los escritores venezolanos. Lo que es válido para sus cuentos, también lo es para sus novelas. Tanto Bustillo (1994) como Campos (1983) en sus críticas de la novela La tragedia del Generalísimo (1983) subrayan el lenguaje sumamente barroco de este autor. Tonatio Castilán también nos da numerosas pruebas del don superior de dominio del lenguaje por parte del autor, también en la riqueza del vocabulario. Su lenguaje está enriquecido tanto por arcaísmos, como por neologismos, voces indígenas y juegos de palabras. Así, Moctezuma es "chingoneado" (154), Alvarado es "almibarado y amado" (50), Velázquez está "dada su gordura, buffbuffbuffoneando" (50), mientras que Cortés se casa "por huevicaído y por acabarrápido" (51). En cuanto a las palabras en lengua indígena (básicamente en nahua y maya), éstas vienen por lo general en cursiva, a veces con una explicación para el lector no familiarizado con costumbres y lenguas indígenas, otras veces, empero, sin explicación alguna:

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A placer y contento, [...] jugaban al patolli, que es como el juego del castro o alcherque, o más bien, como el juego de los dados, pero con frijoles negros, grandes y agujereados (135). En otra ocasión, también encontramos una explicación pseudolingüística de la lengua nahua: —Yo soy Ixtil-Xóchitl, Flor Oscura solitario, el destronado príncipe de los acolhuas —comenzó a decir en su lengua náhuatl sin b,d,f,g, r, ni s, y no obstante, riquísima en nombres y diminutivos, plena de eufonía y apta para expresar las ideas más abstractas y la más bella poesía también; al tiempo que la Malinche, parsimoniosa, iba traduciendo (114). A estos juegos lingüísticos se añaden, por ejemplo, arcaísmos utilizados por algunos de los conquistadores y cronistas al hablar en la novela. Mientras que Hernán Cortés habla el español del siglo XVI, Pedro de Alvarado se sirve generalmente del español actual. Daré el ejemplo del primer encuentro entre los dos conquistadores: —¿Sos vos, Pedro de Alvarado? —preguntó [Cortés]. —¿Para qué me quieres? —le contestó el badajoceño, [...]. —Soy Fernando Cortés, de la villa de Medellín de Extremadura. He oído de vuestras andanzas, y quería conoceros. Dijéronme que, como yo, de muchacho, bebisteis aguas del Guadiana, y ello es una carta de hermandad (47; la cursiva es mía). Otro aspecto divergente entre la novela aquí tratada y las demás planteadas anteriormente lo constituye la diferente perspectiva histórica: al contrario que en Maluco de Ponce de León, por ejemplo, donde la historia está narrada desde el punto de vista de un marinero, es decir, está presentada "desde abajo", en Tonatio Castilán, la pertenencia del protagonista a un sector destacado de la sociedad nos llevaría a la conclusión de que la historia está presentada "desde arriba". Pero no es así de que conozcamos a un Pedro de Alvarado heroico con todas sus hazañas, sino que el protagonista está presentado con sus ya mencionadas debilidades y características humanas. Por fin, lo que distingue substancialmente la novela de Denzil Romero de las señaladas anteriormente es la relación temporal entre pasado y presente: mientras que en la mayoría de las nuevas novelas históricas existe una mirada históricaretrospectiva, es decir, el pasado es explicado a través del presente, no encontramos en Tonatio Castilán esta relación de manera tan evidente. A primera vista, la novela cuenta cronológicamente la conquista de México desde la perspectiva de Pedro de Alvarado. A segunda vista, sin embargo, el lector se da cuenta de que la novela es altamente metahistórica: aparecen constantemente reflexiones en torno a las conexiones entre historia e historiografía, por una parte, y entre las interrelaciones entre el pasado y el presente, por la otra. La intención

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metahistórica de Denzil Romero queda claramente definida por el mismo autor desde el lema mediante la siguiente cita tomada de Tzvetan Todorov La conquête de l'Amérique. La question de l'autre-. Dice el dicho que si se ignora la historia se corre el riesgo de repetirla; pero no por conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer [•••]• No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas 'leyes' permitan deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse consciente de la relatividad y por tanto de lo arbitrario, ya es desplazarlo un poco. La historia no es más que una serie de esos desplazamientos imperceptibles (9)10.

6. La recepción por parte del lector Por su diversidad tanto temática como textual en el sentido lingüístico, la obra Tonatio Castilán o un tal Dios Sol permite al lector una amplia gama de lecturas. Además de las posiciones aquí tratadas, como la historiográfica, la lingüística, etc., la novela ofrece una nueva interpretación de la Conquista, la sexual, como ya mencionamos, y lo subrayamos una vez más —por ser el tema constantemente presente en la novela— con una reflexión de Alvarado hacia el final de la novela: Si pudiera darse una conquista pacífica, sin muerte ni exterminio. Si pudiera darse una conquista sin guerra y sólo a través de la copulación (185). Después de la conquista de México, Pedro de Alvarado emprende una nueva conquista —a su manera—, la de Guatemala. Pero además de ser una conquista erótica, se trata de una conquista pacífica que se plantea para el futuro. Alvarado se lleva a la Malinche convirtiéndose él en "lengua, desdoblado en guía turístico" (189), y él y su esposa se comportan "más como modernos turistas que como viejos conquistadores" (188). Quiere ser un conquistador distinto que no destruye todo donde llegue:

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"A ignorer l'histoire, dit l'adage, on risque de la répéter; mais ce n'est pas parce qu'on connaît qu'on sait ce qu'il faut faire. [...] Je ne crois pas que l'histoire obéisse à un système, ni que ses prétendues 'lois' permettent de déduire les formes sociales futures, ou même présentes. Mais plutôt que devenir conscient de la relativité, donc de l'arbitraire, d'un trait de notre culture, c'est déjà le déplacer un peu; et que l'histoire (non la science mais son objet) n'est rien d'autre qu'une série de tels déplacements imperceptibles" (Todorov 1982, 257s). Denzil Romero no indica si la cita es tomada de la edición española del libro o si la traducción es suya.

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Que él quiere ser, en la tierra de los mayas, un conquistador distinto. Que el [sic!] quiere amar, comprender y conservar (190). Con su novela Tonatio Castilán o un tal Dios Sol, Denzil Romero nos presenta la Conquista de una manera en la que hubiera podido suceder dejando asimismo campo libre al lector para situarla entre los dos extremos —muchas veces anudados— de historia y ficción. De forma que el lector puede ser, a su vez, conquistado a través de esta historia o ficción. Todo ello depende de las armas intelectuales con las que cuente cada uno.

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La nueva novela histórica en Venezuela: Denzil Romero o la desmitificación de la Independencia Vittoria Borsó

La novela histórica en el marco de la literatura venezolana de fin de siglo El recorrido de la novela venezolana del siglo XX se suele concebir como la representación crítica de los procesos que llevaron, a partir del auge de la producción petrolera venezolana de los años 30, al desarrollo, la consolidación y el derrumbe de la ideología urbana1, ideología pequeño-burguesa, establecida en Caracas en los años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1908-1935). La novela urbana, creada definitivamente por Salvador Garmendia con Los pequeños seres (1959), al incluir también la violencia guerrillera urbana, abarca la novelística venezolana hasta los años 70, es decir, hasta que, en los años 80, la insurrección y el antiimperialismo de los jóvenes se convierten en los temas principales de la historia del país2. Ahora bien, si bien el tema histórico domina la novela a partir de los años 80, ya desde los treinta se observa al lado de la novela urbana un fuerte interés por la historia. Dicho interés funda una tradición para los intelectuales venezolanos y para la cultura del continente. No solamente las novelas biográficas de Mariano Picón Salas impulsaron la revisión de la historia desde una perspectiva personal3, sino que también sus ensayos historiográficos ofrecieron sugerencias fundamentales para el desarrollo de la novela histórica venezolana y continental. Ya De la Conquista a la Independencia (1944), el estudio de Picón Salas documenta la importancia histórica de

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En torno a este tema organiza, por ejemplo, Amarilis Hidalgo de Jesús su análisis de la La novela moderna en Venezuela (1995). "Novela moderna" es entendida por la autora como sinónimo de novela urbana que, como confiesa en su resumen de la novelística anterior a Luis Britto García, es sinónimo de "narrativa moderna". La novela urbana se sitúa entre los años 40 y la década del 60, a la que sigue una nueva fase de producción de escritores jóvenes que tratan la guerrilla urbana posterior al derrocamiento de Marco Pérez Jiménez. Amarilis Hidalgo concibe "modernidad" en el sentido de Brunner, como modernización social, técnica e ideológica, sin matizar la relación conflictiva entre modernidad (estética) y modernización ideológica y social— conflicto que, a partir de los estudios de Néstor García Canclini de los años 80, llevó en Hispanoamérica tanto a la disociación de las dos acepciones del concepto de lo "moderno" como al diferenciado análisis de formas estéticas modernas precursoras del llamado posmodernismo. Cf. los estudios de Rincón, Scharlau así como Herlinghaus/Walter. Cf. también Ette 1996. 2 Cf. el análisis de la literatura urbana como crónica en Rotker 1993. 3 Cf. la continuación de dicha tradición en Guzmán, elipse de una ambición de poder (1951) de Ramón Díaz Sánchez (1903-1968).

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la sociedad colonial para el proceso de la emancipación criolla así como la necesidad de una metodología interdisciplinaria e intercultural que permita reconocer la genealogía de la crisis de identidad latinoamericana: el hecho de que los latinoamericanos mismos, a pesar de la riqueza pluricultural de la época colonial, hayan adoptado el desprecio de la élite española hacia los "otros" (los indios, los negros, los mestizos). Uslar Pietri, por su parte, enseña en Las lanzas coloradas (1931), su novela sobre la primera fase de la guerra de Independencia, que, en la historia de la emancipación de América Latina, la adopción del modelo de dominación colonial y el permanecer de la estructura feudal hacen imposible que se realicen los objetivos liberales de la Independencia. La novela histórica venezolana subraya, en general, el valor genealógico de la Conquista para las crisis históricas de América. La Conquista es el tema tanto de El camino de El Dorado (1947) de Uslar Pietri, como de Lope de Aguirre, Príncipe de la libertad (1979) de Otero Silva4. El título del texto de Otero Silva alude ya a la proximidad entre el héroe de la Conquista española y el libertador latinoamericano, es decir entre Conquista e Independencia. Si ya la historiografía del siglo XIX había visto en el anhelo de libertad de Lope de Aguirre un precursor de Bolívar, la novela de Otero Silva, sin embargo, enseña también el derrumbe de la utopía novomundista a un nivel metahistórico —representado por la voz de un cronista— en el que los discursos arquetípicos novomundistas están puestos en tela de juicio. Al desmitificar la historia de la Conquista española, el cronista ataca también la sacralización novomundista del héroe y de su valor emblemático para la Independencia. La novela de Otero Silva señala asimismo el pasaje de las novelas históricas, cuyo objetivo es la reescritura de la historia del país, a las novelas metahistóricas de los años 80 que elaboran más bien los discursos de la historiografía. Para la metahistoria, que se convierte en el tema central de la literatura hispanoamericana finisecular, la tradición historiográfica de Venezuela, arriba mencionada, juega un papel trascendente. Mientras que los estudios sobre la literatura latinoamericana efectuados en el marco del boom —partiendo de la idea del vacío de identidad y de historia supuestamente originada por la Conquista— buscaron una compensación cultural en el mito y en su facultad de substituir o inventar la historia, el compromiso de la literatura con la historia y la historiografía va ocupando cada vez más tanto la narrativa como la crítica hispanoamericana impulsando una crítica de los mitos históricos del continente. Cabe por ejemplo señalar que, Seymour Mentón (1993a-b), entre otros, observa el surgimiento de un nuevo género de novela histórica a finales de los años 70 (cf. también Balderston 1996). Sin embargo, mientras que, según Mentón, el reto de la novela histórica es la substitución de la "historia" por la "imaginación" —en forma de "ficciones históricas" o de modelos "contrahistóricos"—, el objetivo de las siguientes

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Para un análisis de la novela histórica de Otero Silva, cf. Rodríguez 1990.

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reflexiones es mostrar que la nueva novela histórica, es decir, la novela histórica finisecular, va más allá de dicha opción. Especialmente el concepto de modelos ahistóricos no me parece muy acertado. Da lugar al menos al malentendido de que la literatura hace todavía hincapié en la disyuntiva entre historia y mito (poesía o literatura) sin tener, aun cuando enfoque temas históricos, compromisos con la historicidad5. Las novelas de Denzil Romero6 sobre Francisco de Miranda7 son un ejemplo sobresaliente de la nueva novela histórica que plantean la crítica de un mito de la historia venezolana como un momento clave de la historiografía del continente. De hecho, surgiendo en el marco de la Independencia, el interés por la historia (también literaria) de América Latina está sujeto a la idea de emancipación y de "identidad latinoamericana" forjada en el marco de la Independencia. Los mitos históricos tienen, pues, un poder hegemónico frente a la interpreta-

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Es preciso revisar también la idea de una historia múltiple proporcionada por Carlos Fuentes, por ejemplo en Terra Nostra. Aunque la novela se sitúa en un nivel metahistórico, todavía no tiene compromisos con la historicidad. Más bien substituye al saber teleológico de la historia la síntesis de las formaciones históricas del viejo y nuevo mundo (González Echevarría 1993), síntesis garantizada por un gesto totalitario de imaginación (cf., por ejemplo, la crítica de Moreno Durán 1976). 6 Denzil Romero empezó su actividad de escritor como cuentista {Infundios, 1978, y El invencionario, 1982). Además de las novelas sobre Miranda publicó otros títulos (Entrego los demonios, 1986; La carujada, 1990, Códice del nuevo mundo, 1993). En La esposa del Dr. Thorne (1988), una novela galardonada con el Premio "La sonrisa vertical", relata Denzil Romero la historia de "La Libertadora", "mujer fatal" de la historia. Se trata de Manuelita Sáenz, luchando al lado de Bolívar por la liberación de América, en los últimos días difíciles de la lucha por la Independencia. Aquí también es interesante la búsqueda de personajes "marginales", que profanizan el mito del libertador, sin mitificar, sin embargo, la visión femenina de la historia. 7 Se trata de una saga sobre Francisco de Miranda (1750-1816) que pasó a la historia como el precursor de la Independencia y como el representante de las raíces ilustradas de la Independencia. Miranda es el héroe y patriota venezolano que participó en la guerra de Independencia estadounidense y en la Revolución Francesa. Grand Tour (1987) representa la segunda parte de la pentalogía (inconclusa) que empieza con La tragedia del Generalísimo (1983) con la que Romero ganó el Premio de la Casa de las Américas. Grand Tour es una autobiografía ficticia de Miranda escrita en la fase final de su vida pasada en prisión, después de haber sido entregado a los españoles por sectores radicales. El tema central de Grand Tour es el viaje a los Estados Unidos y Europa en búsqueda del apoyo de los Estados Unidos y Gran Bretaña para llevar a cabo la emancipación de las colonias en América. Después de su regreso a Caracas en 1810, para dirigir la lucha, Miranda tuvo que capitular en el año 1812. El personaje de Miranda y la narración autobiográfica así como varios temas de Grand Tour regresan en un libro de cuentos publicado en 1993 bajo el título El corazón en la mano. En lo siguiente, mi análisis detallado se refiere a estos dos últimos textos.

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ción de la historia8. El fundamento de dichos mitos es el heroísmo de los precursores como Francisco de Miranda y de los protagonistas de la Independencia como Simón Bolívar. Con Miranda, Denzil Romero enfoca dicho fundamento, y por lo tanto, la genealogía de la historia de Hispanoamérica es vista como historia de la emancipación del sujeto colectivo latinoamericano. La labor metahistórica de Romero busca, pues, una revisión de los mitos de la historiografía forjados en el marco de la Independencia. Se trata del momento histórico que también hoy sugiere el orgullo de la historiografía venezolana por haber sido Venezuela la cuna del "generalísimo", el precursor del movimiento de la Independencia, el que, al contrario del "libertador" Bolívar, llevó la Ilustración a América Latina. Al enfocar la figura de Francisco de Miranda, Denzil Romero impulsa otra visión de la historia. Se trata del compromiso de la Independencia con la Ilustración. Los viajes de Miranda a Europa y su formación ideológica europea, relatada en Grand Tour (1988), en el que Smith, el héroe de la Independencia estadounidense, acompaña a Miranda en sus peregrinaciones, plantean ya de antemano un "germen" de la Independencia distinto del mero interés económico y político criollista. En este sentido, Romero impulsa, desde la ficción de un "libro de viaje" autobiográfico, otra concepción de la historia de la Independencia. No sólo la figura de Miranda, paralela a la de Smith, equipara los proyectos de emancipación de los Estados Unidos y de Latinoamérica, sino que Miranda, en tanto que figura irónica y burlesca, es también un personaje más complejo que el de Smith, a quien le corresponde algo del idealismo inocente "yanqui". Ya el título alude a varios registros del discurso: Grand Tour tematiza un matiz importante, es decir los "viajes ilustrados" del personaje. Dicha información está al mismo tiempo rebasada por la connotación del discurso deportivo (Grand Tour de France) o turístico. Varias descripciones subrayan la manera turística de viajar (por ejemplo la visita a los monumentos y a los museos). Además de la mirada turística del viajador, cae inmediatamente a la vista el rol fundamental de la pintura y de la visualidad en la arquitectura misma del discurso. Lo mismo puede decirse del tipo de "aventuras" de Miranda en Europa. Conforme a los libros de historia que aluden al carácter donjuanesco de Miranda, también en Grand Tour los encuentros eróticos con reinas, prostitutas, bailarinas y damas ilustradas ocupan una parte importante de la narración. Si bien la seriedad del compromiso con la Independencia no se duda en ningún momento, en esta novela el interés de Miranda por el arte y el erotismo prevalece mucho sobre el interés por la política. La contaminación del

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La emancipación criolla, primera tentativa de salvar la cultura del "pecado original" de la Conquista, funda una coincidencia entre la literatura y su valor territorial, nacional. Letra y territorio son desde luego compatibles (cf. Mignolo 1986). La historia fáctica y la literaria que surgen a raíz de la Independencia hacen hincapié en los valores criollos, expresados sobre el telón de fondo de una estética romántica que enfatiza lo nuevo, lo original, lo auténtico. Cf. Borsó 1994 (Capítulo III, IV) y 1997.

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discurso histórico y de la ficción literaria es tema del siguiente análisis de Grand Tour.

Grand Tour de Denzil Romero. Un viaje hacia la Europa de las Luces: el momento emblemático del encuentro con el despotismo ilustrado En el episodio de Federico II de Prusia9, Miranda es un Cándido, como lo subraya expresamente el narrador (259). Como Cándido, sus viajes le llevan a la desilusión respecto al idealismo, sin embargo, con ruta opuesta. Mientras que Cándido viaja, entre otras cosas, al Eldorado, en donde se emancipa de utopías metafísicas, Miranda, originario de América, emprende las aventuras europeas para emanciparse de sus creencias en la imagen histórica sagrada acerca de la Ilustración europea. En el episodio de Federico II, el narrador que cambia de tipo de texto y pone en escena una burla teatral, parodia la utopía de la emancipación que acompaña la sátira voltairiana acerca de la metafísica de Leibniz. En contra de la imagen histórica, el despotismo ilustrado alemán se presenta como una farsa que desemboca en una sátira de los mitos históricos europeos10 y de la historia de la emancipación hispanoamericana basada sobre dichos mitos. Sólo bajo la condición del desengaño, el sujeto histórico latinoamericano puede llegar a "cultivar su jardín". La ficción autobiográfica permite el enfrentamiento del personaje histórico con sus propias idiosincrasias. El episodio de Federico II es una de las escenas más sobresalientes del proceso catártico que brota de la retrospección autobiográfica. El narrador autobiográfico arma una pieza de teatro11 en la que tanto Miranda, como Federico II, desvelan su propio fallo político, es decir, la equivocación sobre la naturaleza del espíritu liberal de la Ilustración. Miranda, de hecho, se transforma en la alegoría de los equívocos que están en la base de los intentos de emancipación ilustrada por parte del mundo hispánico. Mientras que Miranda busca en la corte de Federico II sugerencias para la Independencia

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"Veleidades y contradicciones de Federico II el Grande, un déspota ilustrado" (197-

259). 10

Cf. los diálogos entre el espectro de Voltaire y Federico II. Denzil Romero disfruta las estrategias de la novela de la dictadura latinoamericana, mostrando un déspota al final de su vida, rebasando entonces el mito del estratega militar y del autor de los adelantos jurídicos, mecenas de la ilustración, cuya corte, según la opinión de los ilustrados franceses, especialmente de Voltaire, sería la cuña de la Europa futura. Justamente el espectro de Voltaire regresa para desengañar a los historiadores futuros sobre la figura del rey, del que Voltaire mismo revela de manera obscena la enfermedad y la putridez final (206s). 11 El discurso autobiográfico sobre el personaje histórico está subrayado por las didascalías en las que Miranda está denominado con "Tú". Este episodio "teatral" recuerda las estrategias del "teatro pánico" de Arrabal. Arrabal elabora, por ejemplo, el papel de España en la historia de la Conquista, por medio de una sesión psicoterapéutica de los personajes del "Arquitecto" y de "El Emperador de Asiria" (cf. la pieza homónima).

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Latinoamericana, el texto desvela el fallo sobre el que se basa el entendimiento entre los dos personajes. Federico II y Miranda se entienden en base a un narcisismo recíproco12 que, a su vez, oculta los complejos de inferioridad y el miedo a la muerte de ambos personajes. También el narcisismo de Miranda, que se desvela al lisonjear al monarca, está irónicamente puesto en tela de juicio: al buscar sugerencias políticas para la emancipación de América, peca de subordinación al regalismo para satisfacer el deseo de superar su propia inferioridad de "Amerindio"13. Frente al tribunal paródico de la farsa histórica desfila así la historia moderna de Alemania incluyendo el fascismo14; sin embargo, también la imposibilidad de los latinoamericanos de emanciparse de Europa es un momento clave del episodio. El hecho de que Miranda queda sujeto al poder monárquico así como a la hegemonía de Europa es un veredicto histórico contra la idealización de la Independencia de América, representada por la figura del precursor. El juego irónico de la mezcla de los discursos autobiográficos e históricos provoca una retrospectiva histórica que, desde el ángulo final de la vida, rebasa al héroe. Sólo por medio de la desacralización del heroísmo se emancipa el sujeto histórico (latinoamericano) de sus propias ficciones historiográficas. El hecho de que Voltaire, al final del episodio, reclama ser autor de la farsa, pone en relación este episodio con uno de los lemas de la novela, es decir, la cita de Voltaire: "la Historia es una burla que los vivos les jugamos a los muertos" 15 . La crítica de Voltaire con respecto a la idealización de la historia es el punto de partida de la burla metahistórica, armada por Denzil Romero para desconstruir los discursos históricos del proyecto social y político de la modernización, un proyecto basado sobre la mitificación de la Ilustración en ambos lados del océano. Dicha crítica del mito de la emancipación no es una negación "tout court" de la Ilustración, sino de la interpretación soslayante de la historia fáctica acerca de la emancipación del sujeto colectivo y político en la historia de ambos continentes.

12 Es a base de las lisonjas de Miranda acerca de sus poesías por lo que Federico nombra a Miranda como director de la Academia y sucesor de Maupertuis. 13 Así las palabras de Smith que, como personaje, queda univocal y por lo tanto fuera de la productividad del mensaje irónico. 14 Frente a Federico II, en la corte de Prusia, desfilan los personajes de la historia moderna de Prusia a Alemania, incluso Hitler y su gobierno. Por esta mezcla, Denzil Romero denuncia la genealogía de un mito histórico que hizo posible la formación de discursos de reivindicación de la grandeza prusiana a la que hizo referencia también el nazismo. 15 Essay sur l'Histoire générale et sur les mœurs et l'esprit des nations depuis Charlemagne jusqu'à nos jours (1756). Además de la visión liberatoria y antiteológica de la historia le interesa a Denzil Romero la concepción de la historia social desarrollada por Voltaire— historia social en la que Denzil Romero incluye también el erotismo como motor del proceso histórico y elemento desmitificador de la "Historia".

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Propiamente la escena de Federico II permite observar otro aspecto ironizado por el discurso. Se trata de la reivindicación de la fuerza poética de la imaginación que sugiere la posibilidad de una "reconquista" de Europa por Amerindia (término correspondente a unos de los conceptos del siglo XVIII, usado por el narrador), invertiendo el sentido de la historia16: por un lado Federico II de Prusia, de hecho, elige a Miranda como director de la Academia, por el otro la actividad libertina de Miranda en Europa es un tipo de "reconquista" sexual que revuelve el acto histórico de violencia hecho en América por los españoles a las mujeres indias. Dichos discursos de reivindicación resultan, sin embargo, estropeados por el episodio burlesco. El texto rebaja tanto los mitos de la historia política como los de la historia literaria. De hecho, si bien Denzil Romero, por un lado, según los principios de una "contrahistoria", al adoptar la doble visión de los libros de viajes o de la ficción de viajadores, típica de la literatura ilustrada17, invierte la dirección, dejando que su personaje regrese a Europa para desmitificar, durante su aprendizaje en las cortes ilustradas, la historia europea, la ironía también incluye al escritor. La función todopoderosa de la literatura como substituto de la historia entra en el discurso irónico que brota de la burla. El narcisismo del déspota ilustrado en el episodio arriba comentado se basa tanto sobre sus propias ambiciones de poeta como también en el hecho de que Miranda disfruta del arte poético para lisonjear al monarca. El discurso de entrada a la Academia de Ciencias, Artes y Letras de Prusia como sucesor de Maupertuis18 es una burla del compromiso explícito o implícito con la política por parte de los "poetae laureati". Denzil Romero responsabiliza asimismo la obra de ficción con respecto a su impacto histórico-político. Ya este episodio, ejemplar bajo varios puntos de vista, enseña que la novela va más allá de la "reescritura" de historias alternativas. En efecto, el discurso del narrador, por medio de varias formas de "mise en abyme" desvela una densidad metahistórica, que, aún proponiendo "otra visión" de la historia, subraya que está escribiendo historia. La burla es una de las estrategias de

16 Se trata de una de las tesis sobre la fuerza de la imaginación latinoamericana forjadas a partir de las novelas del boom. Especialmente con respecto a Carlos Fuentes se sigue aplicando la disyunctiva arielista oponiendo la imaginación latinoamericana, en la que desembocan las mejores tradiciones humanísticas europeas, a la barbarie del positivismo de los Estados Unidos. Dicha tesis histórica fue criticada por el escritor colombiano Rafael Humberto Moreno Durán ya en 1976 (cf. la primera edición de De la barbarie a la imaginación). La barbarie es una realidad (también histórica) más general y más profunda (cf. Kohut 1994, 10; para una crítica detallada de la disyunctiva arriba mencionada, cf. Borsó 1997). 17 Me refiero tanto a la importancia de los viajes de los ilustrados como a novelas de las que son prototipos Lettres persanes de Montesquieu y Cartas marruecas de Cadalso. 18 Pierre-Louis Moreau de Maupertuis, físico y matemático francés, fue de 1741 a 1756 director de la Academia de Berlín.

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distanciamiento que consiguen así que el discurso de la novela no engendre el malentendido de una verdad histórica alternativa. El episodio de Federico es un episodio clave también por los momentos metodológicos concernientes a la relación entre arte o literatura e historia: tanto en Grand Tour como en los cuentos de El corazón en la mano (1993), el "museo imaginario" (284)19 corresponde a la acumulación de voces contradictorias que el texto literario no evoca según el orden cronológico de la historia, sino más bien según el principio del azar y del recuerdo personal. La memoria discontinua que superpone distintos niveles de la historia es una estrategia discursiva que perturba las estructuras rigurosamente situadas en el tiempo y en el espacio ordenado según el principio de la causalidad histórica. En las palabras de Miranda, Denzil Romero subraya dicho principio: Tú.— (Toses en la mano) En el juego creacional, las alteraciones de tiempo y espacio son enteramente permitidas, querido Smith. Tampoco Virgilio y el Dante fueron contemporáneos y, sin embargo, aquél condujo a éste por los vericuetos de La Divina Comedia

(212).

Son resonancias moduladas desde el poder subversivo de lo heterogéneo, existente en el recuerdo y en el texto literario. Las voces evocadas por la memoria del texto irritan el poder hegemónico de mitos históricos. Dicho principio es explícitamente mencionado. En efecto, durante la pieza de teatro, no solamente el habla de Federico II es escurril por su registro popular, sino que también los marginados y los oprimidos tanto como los guardias entran en escena para rebasar la figura del rey con las mismas palabras usadas antes por el espectro de Voltaire: {Al unísono) ¡Tirano! ¡Déspota! ¡Hambreador del pueblo! ¡Patizambo! ¡Carroña! ¡Viejo cadavérico! ¡Impío! ¡Ateo! ¡Comemierda!... (21 Os). VOCES DE LOS PRESOS Y DE LOS GUARDIAS.—

El texto relaciona la provocación de la creación artística y literaria con el erotismo, otro momento clave de los textos de Denzil Romero, al que volveremos más tarde. Al relatar la visita que Miranda y Smith hacen en la galería de pintura del palacio de Sans-Souci, el narrador describe los personajes de los cuadros expuestos, mimados por el rey "con aires de mimo diestro" (215): [...] como el 'Eros Vencedor' de Michelangelo Merisi da Caravaggio, hace descansar con pereza una de sus piernas en el suelo y la otra la sostiene con la mano izquierda; pone cara de mozalbete provocador, picara la mirada, humedecidos los labios entreabiertos, al modo de esos adolescentes buscones que acostumbran merodear

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Así llama el narrador en "La Gemälde Galerie" (279-287), uno de los últimos episodios de Grand Tour, la memoria correspondiente a la juxtaposición de pinturas en un museo.

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por los derredores de los 'pubs' londinenses a la caza de maricos viejos [...] (215). La escena del rey mimando a los personajes míticos e históricos representados por las pinturas del renacimiento, del manierismo y del barroco italiano es una "mise en abyme" de la concepción del "mimetismo" del arte según Denzil Romero: el arte no es el espejo de la historia (o de la realidad), sino que provoca en los personajes históricos actuar según las reglas de la creación artística. El texto literario es un espejo "oblicuo" que refleja los personajes históricos, disfrazando los mitos de la historia20. Las estrategias de desmitificación de la historia ya disfrutadas por la novela de la dictadura a partir de Yo el Supremo de Roa Bastos (1974), es decir, la ficción autobiográfica y el enfrentamiento de varias voces —la voz histórico-mítica (Supremo), la voz del sujeto autobiográfico que recuerda desde el final de la vida (El cuaderno privado) y la voz del narrador, que en la novela de Roa Bastos, entra en el diálogo por medio de la ficción del Compilador—, son también un momento sobresaliente de la arquitectura narrativa de Grand Tour. El personaje, que, en el caso de Miranda, corresponde a un mito nacional, se enfrenta al recuerdo autobiográfico. Mientras que los tiempos históricos de la narración y del relato en la novela de Roa Bastos son separados, marcados por tipos de textos distintos (Cuaderno privado, Notas del Compilador) y se enfrentan de manera contrapuntista, en Grand Tour la ficción de la autobiografía de Miranda entremezcla varios registros y tiempos históricos, el del narrador de finales de siglo XX y el del personaje histórico. Ya en la novela de Roa Bastos, la ficcionalización del Compilador ponía en tela de juicio la objetividad de la historiografía. En la novela de Denzil Romero, la mezcla de espacios y de tiempos dentro de las voces del narrador enfatiza la labor metahistórica del discurso narrativo.

Más allá de la "lógica de substitución de la historia por la imaginación": el enfrentamiento de los discursos históricos y autobiográficos Desde el ahora, el narrador mueve su personaje como una muñeca o como una alegoría de los motivos de la Independencia. Al mismo tiempo el personaje, debido a la atmósfera íntima del recuerdo que, desde el primer capítulo, surge frente a la muerte, tiene un espesor humano, a cuya nostalgia se añade la distancia entre el yo que recuerda y el tú que nace del recuerdo. La novela de

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Dicha función alegórica del arte que, en vez de representar el mundo, "de-figura" las premisas de la representación misma ha sido elaborada por Paul de Man en Allegories of reading (1979) a base de la concepción de la alegoría de Walter Benjamín. La fiinción alegórica está en contra de la "retórica de la persuasión" postulada por el arte mimético. Para la relación entre la alegoría y la concepción de la historia de Walter Benjamín, cf. más abajo.

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Romero disfruta la situación de la autobiografía y el recuerdo para rebasar el mito del "generalísimo" desde la tragedia de su celda21. La desmitificación del héroe por el hombre es el punto de partida, en el que Denzil Romero se inscribe para enfrentar su narración autobiográfica con la "Historia". Contrariamente, por ejemplo, a Terra riostra con el que La tragedia del Generalísimo, el primer texto de la pentalogía, ha sido paragonado, no es "otra historia" que surge de la narración, sino el enfrentamiento entre el discurso histórico del narrador y el discurso de la "Historia". Por las estrategias de "mise en abyme", el narrador pone en evidencia cada vez más su propio lugar histórico (la actualidad), incluyendo en el juego irónico de la enunciación también su propia responsabilidad (por ejemplo acerca de la "reinterpretación" del discurso histórico de la Independencia). Una función semejante tiene, por ejemplo el Compilador de Yo, el Supremo que se enfrenta a la historia personal del "Cuaderno" con la que ya el hombre caduco, al final de su vida, destruye el mito del dictador "supremo". Veamos el juego de la enunciación en Grand Tour. El narrador desdobla el personaje en un "tú" al que él habla. En el primer capítulo, el discurso del narrador parte asimismo de la "autobiografía moderna"22, la autobiografía que, por ejemplo con Señas de identidad de Juan Goytisolo (1965), subraya los siguientes rasgos: a) el desdoblamiento del yo en dos instancias (el autobiografiado y el autobiografiante) marcando la alteridad ineludible del sujeto en el acto de recordar; b) la ficcionalización del discurso autobiográfico, ficción que denuncia la construcción del pasado como producto del discurso autobiográfico23. Con el tema histórico, también en Grand Tour, dichos momentos abarcan la obra de construcción de la historia. Si la tensión entre el recuerdo y la voz del "Compilador" en la novela de Roa Bastos ponía en duda la verdad del mito y la facticidad de la historia en un plano más general, en la novela de Denzil Romero la mezcla de voces y de tiempos —de la historia del comienzo del siglo XIX y de la historiografía escrita a finales del siglo XX— lleva a una diagnosis metahistórica. De hecho, el yo de la enunciación está marcado no solamente por las señas de otra (vaga) temporalidad, sino también por las de la actualidad. Sin cambios aparentes, el mismo narrador

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A partir de 1970, precisamente desde Yo, el Supremo, las novelas de la dictadura rebasan los mitos históricos por medio de historias y conflictos personales (Yo, el Supremo de Roa Bastos, El otoño del patriarca y El general en su laberinto de García Márquez, Las cenizas del libertador de Cruz Kronfly). 22 Acerca de la disociación del sujeto y del concepto de la autobiografía como escritura de un proceso, cf. Roloff 1988, Holdenried 1991, Sill 1991. 23 Denzil Romero subraya explícitamente dicho momento: "De tanto pelear con las sombras, puedes tú mismo convertirte en sombra. De tanto pensar, puedes volverte puro pensamiento. La nostalgia del ser vivo, joven y libre, que una vez fuiste se te adentra en la misma sustancia del ser. Con esa nostalgia evocante pretendes seguir defendiéndote. Sabes que el mundo empieza y termina en ti. Por eso te aferras a la memoria. Y más que a la memoria, al lenguaje" (10).

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toma metodológicamente posición frente a discursos sociales, poetológicos e históricos actuales: sobre erotismo y literatura revisando a Octavio Paz (91), sobre el parricidio o "la muerte violenta de los filósofos de la historia" de Platón a Althusser (108), sobre la mitificación de los autores consagrados por la historia de la literatura nacional de Inglaterra, como William Shakespeare, historia nacional escrita por el "Clubes de hombres solos" (capítulo 13). Con el ejemplo de la denuncia de James Joyce acerca de la misoginia de Shakespeare (111) —el texto alude a la obra de desmitificación del canon consagrado24—, efectuada por la literatura misma, llegando a ironizar la historiografía literaria al mencionar a los autores clásicos tratados por Shakespeare sin orden cronológico. La heterogeneidad de los tiempos históricos en el lenguaje del narrador permite ver al personaje y a la época histórica, es decir Miranda y la Independencia, desde una perspectiva global que, sin mezclar la facticidad histórica, es decir el nivel de la historia, mezcla los puntos de vista históricos dislocando así los órdenes temporales y espaciales de la historiografía. Dicha composición del discurso narrativo pone, pues, no solamente en tela de juicio el punto de vista del que se construye la facticidad de la historiografía. La confusión de los tiempos dentro del discurso narrativo provoca también una reflexión metahistórica enseñando que a) la historia es una respuesta a los problemas del presente; b) la historia es una ficción escrita para ocultar las crisis iniciales que se repiten a lo largo de la historia. Dichas crisis coinciden con el miedo a la muerte, y es contra la muerte contra la que luchan el recuerdo (128) y la memoria histórica. Entre las obras con enfoque histórico, a las que se dedican recientes estudios25, algunas elaboran las sugerencias que Walter Benjamín proporcionó a la filosofía de la historia26. Benjamín invierte la relación entre pasado y presente. La historia ya no sirve para consolidar el punto de vista del presente, sino para cuestionarlo. El estrecho vínculo del pasado y del presente llega a incluir posiciones presentes en el círculo crítico. El relativismo histórico hacia el pasado y el presente, el cual surge de esta posición, no quiere ser un desafío al futuro, sino más bien una tentativa de distanciamiento de utopías históricas, un mantenimiento del proyecto de desengaño hacia la idea de la historia. En Grand Tour es sobre el nivel metahistórico sobre el cual la novela proyecta la obra emancipatoria de Miranda. Los discursos históricos están en el centro de

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Así termina el capítulo "Clubes de hombres solos": "Cada tarde, en ese Club de los admiradores de Shakespeare, menudeaban las disquisiciones y cada tenida iba de fastigio en fastigio. Y diríase que, in-quarto o in-folio nada te quedó por aprender sobre el ignoto sujeto y sus Comedias y sus Historias y sus Tragedias" (113). 25 Con respecto a la literatura argentina, cf. Borsö 1996. 26 Me refiero especialmente a Ursprung des deutschen Trauerspiels (1928) y a PassagenWerk (1983). Para la filosofía de la historia, cf. la traducción al castellano (1982).

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la atención y de la interrogación metahistórica que concierne a la responsabilidad de la memoria hacia la organización del paso de la historia. La técnica alegórica y desconstructora de la novela histórica de fin de siglo es una práctica de crítica acerca de ideologías históricas nacionales que se desenvuelven desde visiones y con temas universales. Si estas tesis se pueden considerar como generales con respecto a la novela histórica actual, los momentos particulares de las novelas de Denzil Romero son los siguientes: a) estrategias neobarrocas y b) compromiso con el erotismo que disfruta la herencia de Bataille en favor de la labor metahistórica.

Neobarroquismo e Historia El discurso narrativo de Denzil Romero se inscribe abiertamente en lo que se ha llamado "estética neobarroca"27. La analogía temática de los cuadros descritos en Dresde y Rotterdam subraya, contrariamente a la poética clasicista de finales del siglo XVIII —válida en el mundo hispánico hasta los años 30 del siglo XIX—, la preferencia por el manierismo y el barroco. Especialmente el barroco introduce la mirada del espectador dentro del cuadro, subrayando la temporalidad de la acción representada28. Al barroco y neobarroco29 corresponde, por su estética ambigua, reforzada por la imitación del barroco colonial, una lectura alegórica que se basa, ya en el barroco clásico del siglo XVII, sobre la ambigüedad del signo30. El personaje de Miranda, un personaje trans-

27

Cf. la alusión a Cabrera Infante en página 166. En contra del canon establecido en torno a los ensayos de Alejo Carpentier ("Lo barroco americano", 1976 (1967) y de Octavio Paz que, considerando la historia como escatología, ve el barroco como la anticipación del ser americano, otra visión del barroco, la visión de la "contraconquista" de Lezama Lima —cuyas pautas sigue Severo Sarduy (1974) con su concepción del "neobarroco"— corresponde al barroquismo de Denzil Romero. En La curiosidad barroca (1957) y Las eras imaginarias (1971), Lezama Lima desarrolla la noción del sujeto histórico como "sujeto metafórico", cuya memoria no recobra el pasado, sino que lo construye (cf. Berg 1994). Al mismo tiempo desconstruye el texto de la historia que, partiendo de la ausencia del origen, está escrito en favor de la edificación del ser nacional (González Echevarría 1993, 220). La idea básica de Lezama Lima es que dicha ausencia, lejos de ser deficitaria, engendra la creatividad de la historia. 29 González Echevarría propone una afiliación barroca del español Fernando de Rojas al cubano Severo Sarduy (por lo tanto del siglo XV al siglo XX). 30 Tanto para el barroco colonial como para el neobarroco, recientes estudios han ensenado que la lectura alegórica, aún considerando los textos en sus contextos históricos, saca sin embargo a colación una estética común cuya entelequia es la crítica de los conceptos de identidad, de centro o de marginalidad (cf. por ejemplo Glantz 1992 y González Echevarría 1993). Dicha estética es excelentemente realizada, según González Echevarría, por la escritura neobarroca de Severo Sarduy que transforma el principio barroco en una práctica intertextual posmoderna. 28

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histórico31, está marcado por los signos de la ambigüedad (43) producida por la heterogeneidad existente en el texto diacrònica (convivencia del personaje histórico con una visión actual de las cosas) y sincrónicamente (a raíz de la ambivalencia del lenguaje erótico). Al acercar la historia desde la "mirada oblicua" de lo heterogéneo barroco, se consigue poner en tela de juicio conceptos históricos dados por conocidos. Ahora bien, el barroquismo presente en Grand Tour obra no solamente a nivel temático —el protagonista se siente fuertemente atraído por el barroco—, sino también discursivo. En vez de instaurar una relación mimètica entre literatura e historia, la novela logra por ejemplo subvertir la relación mimètica entre texto y realidad. El juego barroco de los espejos deja surgir lo indecible dentro de los discursos de la época32, es decir lo erótico. De hecho, en el texto de Denzil Romero, el "tú" de la autobiografía se marea tanto dentro de las visiones como en ocasión de orgías eróticas33. Como en la pintura barroca, la escritura entremezcla los discursos para hacer hallar por un lado lo humano —al mismo tiempo rebajado por la ironía— y por otro lado lo erótico. Lo erótico contamina, por ende, la palabra del narrador. El lenguaje "erótico" no tiene verdad.

Georges Bataille: el erotismo y lo heterogéneo— dos armas contra la edificación de la historia La farsa observada en el episodio de Federico II tiene un impacto satírico —por lo tanto político— que desmitifica el heroísmo de la historia del generalísimo y su papel en los mitos históricos de Venezuela. Sin embargo, también la ironía del discurso y la poética de lo heterogéneo y de lo erótico tienen un impacto fundamental frente a la historia, cuya transcendencia se explica a partir de Georges Bataille34. La contaminación del lenguaje por lo erótico produce una

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José Lezama Lima y Jorge Luis Borges ven en el barroco un tipo de literatura transhistórica: "Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura [...]. Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVIU; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John Donne" (Borges, 1980 [1954], 243). 32 Sobre los espejismos del barroco en pintura me refiero, por ejemplo a "Las Meninas" de Velázquez y a los estudios efectuados a raíz de Les mots et les choses de Michel Foucault (1966). 33 Es un momento fundamental también en el primer relato de El corazón de la mano. 34 La referencia a Bataille ("Summa atheológica") es abierta: "minucioso registro de las perversiones humanas y los más recónditos y misteriosos impulsos de la vida y de la muerte, y summa poética" (180).

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profunda ambigüedad que no permite la edificación de una identidad nacional ni la identificación de un origen histórico, al que, en la historia de la emancipación de Venezuela, corresponde el mito del generalísimo. De hecho, ya al comienzo de la novela y por medio de una referencia burlesca a la pregunta sobre lo que está en el origen (el huevo o la gallina), Denzil Romero relaciona la cocina, una forma de erotismo, a la cuestión del origen. La preparación culinaria de una receta sabrosa, de la que se acuerda el "tú" al comienzo del libro, alude a la imposibilidad de resolver la cuestión. Como "las cajas de Inglaterra o las muñequitas rusas" (12) el huevo es la "farce" (relleno) de una serie de superposiciones en la preparación de la comida35. El narrador subraya el hecho de que la estructura a interposición es una negación de la posibilidad de regresar al "huevo", al origen, y que, en efecto, lo sabroso de una receta no se explica por el comienzo, sino por la superposición de estratos36. Dicha digresión es metanarrativa. Explica la estructura de la narración histórica que no busca el comienzo de una tradición sagrada (como lo es el Quijote para el hispanismo) instaurando una continuidad frente al "origen". El origen se pierde más bien en la estructura arqueológica de los acontecimientos narrados, que entremezclan la temporalidad presente y pasada. Dicha estructura corresponde a la disposición de los hechos en la memoria, lo que Romero mismo, al referirse a la pintura, llama un "museo imaginario" (284). Sobre la relación entre historia y origen, Georges Bataille dio sugerencias que corresponden paulatinamente a la relación entre erotismo e historia en la novela de Denzil Romero. Los escritos de Bataille están en contra de la edificación del sentido nacional de la historia. El lenguaje que edifica la historia nacional, por ser puro y soslayante, es un fundamento firme, lo mismo que el libro sagrado es el fundamento del lenguaje "verdadero" de la literatura (cf. también Hollier 1993, 85). El libro es la catedral de la literatura. Contra dicho sentido del arte Bataille propone eventos lingüísticos engendrados por medio del espesor retórico del lenguaje37. La producción de suplementos corresponde

35 "Una receta que parte de un huevo. El huevo está dentro de un pichón. El pichón ha de estar dentro de una perdiz, la perdiz dentro de una polla, la polla dentro de un capón, el capón dentro de un faisán, el faisán dentro de un pavo, el pavo dentro de un cabrito, el cabrito dentro de un carnero, el carnero dentro de una ternera y la ternera dentro de una vaca. Todo esto ha de ir lavado, pelado, desollado y lardeado (untado con grasa) fuera de la vaca que ha de quedar con su pellejo" (12). 36 Para el modelo de la "asimilación" que Lezama Lima relaciona con la "golosina intelectual" (1977, 309), cf. también mi análisis (1994, capítulo V). Para la relación entre barroquismo, erotismo y cocina, cf. Margo Glantz (1983, 78) a raíz de la metáfora culinaria de Alfonso Reyes (1986, 92) como modelo de cultura. 37 La materialidad, la multiplicación y el espesor fonético y gráfico del lenguaje poético producen impedimentos para la identificación del sentido. Se trata de una "besogne glossopoétique", cuyo ejemplo es la homofonía entre cúpula, cópula y copulación— en francés también "couple" (pareja): el verbo "ser", la "cópula", es decir, el miembro de unión entre

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al acto erótico de la "dépense", es decir, de los gastos del lenguaje. Con suplementos y ambigüedades, la estética del erotismo transgreda el orden tanto de la forma como de los contenidos. Dicha escritura no es soslayante o persuasiva (de Man), sino más bien transgresiva e irritante, porque destruye el pensamiento discursivo sobre el que se basan la arquitectura38 y la edificación de la historia del ser humano. El erotismo está estrictamente ligado con lo heterogéneo. En "El jardín de las delicias" (88-101), el capítulo de Grand Tour dedicado a la ambivalencia de lo heterogéneo y a la fuerza transgresora de la experiencia erótica, la concepción de lo heterogéneo, próxima a la de Bataille, está lejos de la "coincidencia opositorum" que, según Paz, acompaña la experiencia erótica. A Paz está de hecho dedicado, en este capítulo, un pasaje paródico39 que se refiere al orientalismo como fuente de la experiencia erótica en la literatura. Dicho capítulo, además de ser una parodia del orientalismo en tanto que destructor de la alteridad de otras culturas40, desarrolla en todos los niveles la ambivalencia del erotismo. La ambigüedad desemboca en la coincidencia entre erotismo y sadismo, y también entre moral y terror41. El jardín de las delicias implica también un "jardín de las torturas", cuya narración cruel y directa lleva al lector al descubrimiento de su propio voyeurismo42. La ambivalencia se transforma en un rasgo general del discurso. Frases como: "Con

sujeto y predicado, se transforma en verdugo de otras formas del ser, es decir de la erótica (copulación). 38 Con "arquitectura", Bataille se refiere a la catedral como la metáfora de la síntesis dialéctica que no transgresa el orden discursivo. Además, es la catedral el símbolo de la secularización de lo sagrado y de la sublimación del sacrificio. Contrariamente a la catedral cristiana, otros tipos de arquitectura, como por ejemplo, la arquitectura azteca, no ocultan el sacrificio. 39 Denzil Romero alude al "orientalismo" en la poesía de Paz. Al citar algunos versos dedicados a la "experiencia extática expansiva, el Maithuna Sadhana de los textos sagrados que refiere Octavio Paz; esa /Escritura que te escribe [...] uniendo, más allá del aquí y del ahora, las esencias yin y yang para entrar al reino atemporal de la Inmortalidad; imitando animales, aves, fuerzas naturalezas y cuerpos celestes" (91), salta a la vista la ironía sobre los motivos centrales de la poesía de Paz, de la "coincidencia opositorum" de El arco y la lira hasta la variante orientalista del "yin y yang" y la poética del instante. 40 Las otras culturas, por ejemplo, en Lettres Persones de Montesquieu o en las Cartas Marruecas de Cadalso son máscaras de las negociaciones culturales entre las naciones europeas. 41 Se trata también de una denuncia directa de la moral política: "Por ninguna parte se ven los instrumentos de tortura. Los mecanismos materiales de la justicia son imperceptibles ¿Quién construye los cadalsos? ¿Quién templa las hojas de las cuchillas? ¿Quién pone el punzón de hierro candente en la piel del condenado? ¿Quién aceita los goznes del garrote? La identidad de los verdugos es inasible como el mérito de sus funciones. Con cortesanía impúdica, tú continúa ilustrándote" (93). 42 La intertextualidad con Farabceuf (1965), la novela del escritor mexicano Salvador Elizondo acerca de la unión entre tortura, erotismo y voyeurismo, está marcada en el texto (92).

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cortesanía impúdica, tu opresor continúa ilustrándote" (cursiva mía) o más adelante: "La civilización milenaria de este pueblo ha sabido aunar a la perfección las manifestaciones de su religión y de su justicia con la utilidad práctica"43 (94), abarcan la ambivalencia misma de la obra de Ilustración44. En la culminación de este capítulo, es decir, en la culminación de la correspondencia entre placer y dolor, la ambivalencia está marcada hasta dentro del significante mismo: La artralgia casi que te hace perder el resto del conocimiento. Uno a uno, van cayendo los miembros. Primero, una pierna; después la otra; las manos; los brazos. El paroxismo te conmina. De tu cuerpo no queda más que un muñón y sopa de lujaciones y de visceras partidas. Obnubilado, sabes que estás muriéndote. El dolor ha llegado a su punto máximo de posible resistencia, ése, preciso, en el que deja de ser tormento para volverse placer, un placer exquisito, como la configuración precaria de un orgasmo. Y, aunque parezca un contrasentido, te sientes muerto ya en un futuro estático (extrático quisiste decir), quieto como las pesadas aguas de un charcoestancado, tan inexpresivo como un leño, y con un único síntoma de vida: el pene erecto. A partir de él, generalísimo, recobras el sentido de tu propia existencia. No, no estás muerto. Nadie te ha torturado (98s). Denzil Romero recupera un momento sobresaliente, aunque poco estudiado en el pensamiento de Bataille. Se trata del impacto del erotismo sobre la historia. Dicho impacto salta particularmente a la vista en el estudio de Bataille sobre las cavernas de Lascaux y su representación prehistórica: un hombre-pájaro, yacente sobre el suelo, probablemente muerto, con un miembro erecto. Según la interpretación común, la escena representa el nacimiento del "homo sapiens", del ser humano racional, cuya condición ha sido la muerte de la condición animal. Bataille ve en dicha representación el origen del arte. Al dejar coincidir el "homo sapiens" con el origen del arte, es decir, con el origen de la representación, Bataille ilustra la otra cara del "homo sapiens". La representación del hombre se erige a cuestas de la muerte de su animalidad descubriendo el hecho de que la representación, al edificar la historia del hombre, encubre sus instintos. Es en esta visión de lo reprimido en lo que consiste el momento transgresor del arte. El arte, más allá de ser el depósito de ideas, es el medio de la

43 En varios momentos, la contigüidad de elementos y momentos históricos heterogéneos denuncia el orden moral y social, por ejemplo con respecto a la religión: "El agua es un poderoso elemento purificador, piensas entretanto. Numerosas religiones tienen rituales de lavamiento. Todo asesino tiende a lavarse las manos. Pilatos también lavó las suyas" (98). 44 Se trata de la visión onírica, en la que la crítica de la cultura europea, conforme al uso del orientalismo en la Ilustración, se hace por medio de referencias a culturas orientales (chinas).

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expresión; un medio que desvela lo que la idea reprime. Dicha estética presupone una antropología que deniega la "Historia" como proceso de la emancipación del ser humano. En vez de la salida del laberinto de la animalidad hacia la racionalidad, la historia es el retorno de lo reprimido. Especialmente la ambivalencia del erotismo hace resaltar lo que se oculta en los laberintos de la forma —la muerte y el agotamiento—, mientras que la represión de dicho momento es el motor y el origen de la edificación de la historia. También en la novela de Denzil Romero se señala el vínculo entre muerte y memoria: "ese juego de evadir la muerte por medio de la palabra" (127). La evasión de la muerte es, sin embargo, un origen ligado al azar, sin relación estable con el futuro y con la finalidad de la historia, es decir sin valor teleológico. El momento del origen puede volver. La concepción de la historia implícita en la estética y el erotismo de Bataille no ve el vuelo de Icaro fuera del laberinto (fuera de lo animal de Minotauro), fuera de las sombras de la tragedia hacia la luz de la razón como la apoteosis del proceso histórico. El enigma histórico está más bien encerrado en el laberinto, en las huellas del Minotauro y dentro del proceso de agotamiento de la temporalidad. La edificación de la historia (nacional) requiere el sacrificio de la pluralidad del sentido, sacrificio puesto en evidencia por la materialidad de los cuerpos opacos y densos de las obras de arte. Ahora bien, el compromiso entre historia y erotismo nos permite situar el reto de la novela más allá de una mera "contrahistoria". Lo erótico, como la pintura, rompe por un lado con las jerarquías históricas en las que lo liviano no tiene lugar, por el otro provoca algo más que tan sólo la substitución de una lógica histórica por la lógica de la imaginación. Por medio de la ambigüedad, lo erótico lleva a una obra de des-identificación. Lo erótico contamina el discurso sobre el Ser o el Devenir de la Humanidad. Es así que al final de la novela y de su vida, Miranda sueña la historia de una "gineceocracia" —situada en Bohemia— en la que la satisfacción del deseo funda la utopía de "una sociedad democrática e igualitaria, sin discriminaciones retaliadoras, y donde cada miembro suyo, hombre o mujer, mujer u hombre, cumplirá con sus deberes y habrá de gozar de sus derechos" (347). Sin embargo, con las últimas palabras, el protagonista declara este sueño como el germen de la fundación del "proyecto independentista de las colonias españolas de América"45. La "desidentificación" de la identidad histórica venezolana no podría ser más resolutiva.

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"La hedonística idea cede paso, de pronto, a otra no menos halagüeña: ese dinero obtenido en pago por tus poderosos espermatozoides o nemaspermas, capaces (ellos) de repoblar de hombre el fenecido Reino de las Mujeres de Bohemia, mejor utilizado será, inviniéndosele reproductivamente, para emprender, llegando que fuere el momento, tu proyecto independentista de las colonias españolas de América. Sí, mejor lo usarás por eso. Mejor, para eso..." (351).

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La presencia de Bataille y su vínculo con la historia es explícita en los cuentos de El corazón en la mano (1993). El erotismo como profanación de la religión confesional e instauración de lo sagrado (13) así como fuente de vitalidad contra la muerte del pasado aparece en el primer cuento (13), desarrollándose como tema central y explícito hasta el último relato, dedicado a la pintura de Félicien Rops. El corazón en la mano es una serie de cuentos en los que el autor vuelve a los temas tratados en sus novelas anteriores. En el primer relato, Francisco de Miranda desempeña como turista su "tour" cotidiano en Florencia. El escritor subraya tanto la mirada turística como el valor museal de los objetos de arte, es decir su contigüidad que rompe con la cronología del orden histórico, para instaurar el momento mágico y la fenomenalidad del encuentro y de la visión. Miranda es a la vez conquistador y conquistado, un Don Juan al que el objeto mirado vuelve la mirada. Simonetta Vespucci, la modelo casi mítica de Botticelli, prima de Amerigo Vespucci (23) sale del cuadro para producir el encanto de un encuentro amoroso con Miranda, quien, al vivir el encuentro de manera narcisista y posesoria, llega a perder a su musa, al objeto anhelado. También en este relato, el narrador confunde el hoy con el tiempo histórico. La voz del narrador y del protagonista se entremezclan en forma de discurso indirecto libre en el que la palabra hablada del protagonista se une a la voz del narrador (23). Los temas centrales de la historia de América vuelven para desempeñar la reconquista de Europa. Sin embargo, bajo el signo del erotismo, la "contraconquista" de Europa excluye afanes apologéticos o de posesión. De hecho, la posesión de "lo otro" por Miranda y su deseo de congelar el encuentro en un tiempo y un lugar histórico, es responsable de la ruptura del encanto erótico. La contigüidad de lo histórico y lo erótico denuncia, como ya en la novela, la motivación de la historia: la historia procede de la lucha contra la temporalidad personalizada por la figura fugaz de Simonetta. Simonetta, la musa, es tanto el modelo de obras neoplatónicas —la Primavera de Botticelli (12)— como del contrario, es decir, de la "dépense érotique" barroca. La lucha contra la temporalidad tiene dos vertientes, la erótica y la platónica, es decir, la transgresiva y la política. Son dos caras de la misma medalla: el narrador paragona la melancolía de Miranda y la prostración erótica que le agarra a raíz de la pérdida de Simonetta, con su prostración política46. Entre varios ejemplos de la contigüidad de Eros e Historia, de mito y personaje histórico, de fugacidad y eternidad, en el último relato, en el que el narrador

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"La fuga de Simonetta provocó en el generalísimo una gran profunda crisis depresiva; parecida, seguramente, a la que vivió a raíz de su fracasada expedición libertadora de Ocumare, o a la que vivió llegando a Coro, la bandera tricolor y una imprenta a cuestas, para tropezar con la certeza de que no tenía amigo para celebrar ni enemigos con los cuales pelear, al decir del Hermano Nectario María; una crisis pareja a la que es de suponer vivió a raíz de la Capitulación de San Mateo y la pérdida de la Primera República, y la posterior traición que se dice le infligieron Bolívar, Ribas, Montilla, Las Casas y Soublette, para entregarlo al tirano Monteverde y hacerlo sepultar en la cárcel de Cádiz" (23s).

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en primera persona habla en segunda persona con Félicien Rops, retornan los temas y las estrategias del discurso narrativo de Denzil Romero, subrayando el nivel autobiográfico en un sentido estrecho. Además del tema histórico marcado por la búsqueda del origen que, a su vez coincide con la muerte —así empieza el cuento—, retorna la memoria de un museo imaginario, representada por un "cuarto de trastos". A dicho cuarto vuelve el narrador, melancólico a raíz de la muerte de alguien que, habiendo sido el amante de su abuela podía ser su abuelo (carnal e ilegítimo)— la duda es una alusión a la historia inoficial, reprimida. El cuarto de trastos es un lugar secreto, misterioso, que contiene las memorias de un personaje de fin de siglo, tío del narrador, amigo de Rops y reencarnación modernista de Miranda: cosmopolita, medio francés. Al ir allá, "á la recherche du temps perdu", el narrador es sojuzgado por el encuentro con el erotismo de los dibujos de Félicien Rops. Los momentos del erotismo regresan47 vinculados a temas novomondistas: fundación de Barcelona de Venezuela (170); la tarea de construir la América (171). Pasajes metahistóricos, marcados en negrita acotan la base seria del compromiso con la historicidad48, mientras que, como en la novela, la ironía del encuentro del discurso historiográfico con el autobiográfico interrumpe la reflexión grave: "Perdona, Félicien, creo que a fuerza de sincero, me he puesto divagante" (180). La blasfemia como transgresión de la religión institucional y como condición de salvación de lo sagrado en un mundo profano49 es el motivo central de la interpretación de Félicien Rops. La relación entre erotismo y lo sagrado así como la transgresión contra la profanación efectuada por las instituciones religiosas relacionan Félicien Rops a De Sade y la escritura de Denzil Romero a Bataille. Este relato es alegórico con respecto a las estrategias narrativas de Denzil Romero. El vínculo estrecho entre memoria histórica y memoria personal, ya observado en la trilogía, se pone explícitamente en escena. La escritura de la historia no es, según Denzil Romero, el sueño de la historia50, sino más bien la denuncia de los fallos encubiertos por la historiografía. Al desvelar los

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Cf. la confrontación con lo blasfémico en la letanía religiosa (159), la experiencia de la unión entre lo sagrado y lo erótico (163) y otras visiones inspiradas por los grabados del artista francés. 48 "Todo dentro del marco casi rural o rural del todo de mi pueblo nativo, un pueblo de provincia venezolano, en las décadas medias del siglo XX, microcosmo ideal donde parecen magnificarse (si se quiere, con relativo retardo, alguien decía que el siglo XX venezolano había comenzado en 1936, a raíz de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, justo un poco antes de mi nacimiento) la dialéctica, la estética, la historicidad y los valores morales y teoréticos en general del romanticismo como escuela literaria y forma de vida" (180). 49 Me refiero a la visión del erotismo de la monja en el momento supremo de la experiencia mística de la comunión, imaginada por el narrador (163). 50 Entendido en doble sentido de la palabra suefto— según el modelo del "Capricho 43" de Goya: la historia soñada (imaginada) o la historia que duerme, es decir la falta de razón histórica.

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fallos autobiográficos de Miranda y al vincular la edificación nacional con la edificación del donjuanismo51 del personaje histórico, el discurso de la novela, alegórica y abiertamente repropuesto en El corazón en la mano, no substituye los errores de la Historia oficial por una verdad superior imaginada, sino que ilustra los mecanismos de una retórica común al discurso aparentemente objetivo de la historia y al discurso abiertamente narcisista de la literatura. Tanto el "sentido de la historia" como el sentido de la narración novelística necesariamente resultan del sacrificio de la pluralidad de los sentidos en favor de la ocultación de las crisis del sujeto personal o colectivo. Sin embargo, en contra de la identificación del sentido, la escritura sigue siendo un proceso de desidentificación. El sentido histórico o personal es el resultado de malentendidos, así como América surgió del fallo de Colón.

Novela metahistórica e historia postcolonial en Venezuela El texto de Denzil Romero que, por asumir la crítica de la identidad, es una obra "anti-boom", basa la estética de su discurso sobre la polisemia y el matiz irónico ya indicado en el título (Grand Tour). La novela demuestra que tomar una decisión histórica sobre la esencia del personaje y sobre el "sentido de su historia", necesariamente resulta del sacrificio de la pluralidad de los sentidos implícitos. La mezcla (barroca) de tiempos históricos (la enunciación a la vez en el presente y en el pasado), subrayada por la dualidad temporal típica del discurso autobiográfico, va más allá de una poética basada sobre la lógica de las oposiciones52. Grand Tour demuestra que cada tipo de historia es el resultado de una mirada, que, en esta novela, se vuelve hacia Europa, al viajar Miranda al viejo continente. La "Historia" es un fenómeno de perspectivismo53 y

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Especialmente en el donjuanismo, el sujeto que se afirma es un malentendido, pues reprime una profunda crisis en la base de su personalidad. 52 Para una crítica de la lógica de los contrarios en la literatura del boom, cf. González Echevarría 1993, 228s. La comparación de González Echevarría entre la escritura de Severo Sarduy y la de Carlos Fuentes se puede aplicar también a la diferencia entre las novelas de Denzil Romero y las de Fuentes. González Echevarría muestra paulatinamente que Carlos Fuentes con Terra nostra sigue proponiendo un modelo mimètico de síntesis cultural, ofreciendo la escritura como la utopía de "otro mundo", que integra las utopías europeas (Don Quijote el visionario y Don Juan el rebelde). Las utopías históricas de Terra nostra sirven todavía de compensación epistemológica con el objetivo de presentar una historia más auténtica que la historia oficial (por ejemplo poniendo un Felipe II déspota y obscurantista en el origen de la Conquista). 53 Me refiero a las sugerencias de varias obras literarias que tratan la duplicidad cultural de Hispanoamérica como figura de un discurso polifónico. Ironía o parodia así como el perspectivismo tienen el poder de desdoblar irónicamente visiones esencialistas tanto de la ontologia como de la historia de América. Es el caso de los ensayos de Alfonso Reyes. Con respecto a la "Historia", adopta Reyes de Arnold Toynbee la idea de un proceso histórico abierto y de la transcendencia del pasado frente al presente. El perspectivismo que procede

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también un deseo de eternidad. La "Historia" se escribe como reacción contra la muerte; es un acto metafísico. Ahora bien, en vez de utopías históricas, Romero opta por la ironía. Como Grand Tour, Abrapalabra de Luis Britto García (1979), al desmitificar quinientos años de historia hispanoamericana, corresponde a lo que Seymour Menton llamó la "nueva novela histórica". A raíz de su tratamiento de la historia colonial, la novela problematiza también la ideología urbana54: la novela replantea el discurso oficial de la Conquista y sus repercusiones en la historia venezolana del siglo XX hasta los procesos sociales que llevaron a la mitificación de la historia nacional. Contra la visión providencialista de la historia de la Conquista, la novela adopta las estrategias paródicas de la literatura colonial para denunciar la represión tanto precolombina como colonial. Al mismo tiempo alcanza demostrar que el discurso (colonial) de fundación popular está en la base de la explotación en toda la historia de Venezuela: del periodo colonial al caudillismo y de la Independencia al discurso populista urbano de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. La novela enseña las repercusiones de la Conquista en el siglo XX55. Esta obra de Britto García es una verificación estricta y detallada del desafío al discurso de emancipación histórica planteado por Denzil Romero con su análisis del precursor ilustrado de la Independencia. Ambos textos proporcionan un análisis metahistórico "postcolonial " en cuanto demuestran los vínculos directos entre la mentalidad colonial y

de dicho concepto del proceso histórico y de las múltiples visiones sobre la historia funda también la visión del proceso histórico de la Conquista por parte de Reyes. Cf. mi analisis de "Visión de Anáhuac" (1992). 54 Con acierto subraya Hidalgo de Jesús que la crítica de la historia moderna del país concierne también la desunificación de la izquierda. Una de las estrategias de desmitificación de Abrapalabra es un momento sobresaliente de las nuevas novelas históricas urdida a raíz de Yo, el Supremo de Roa Bastos. Se trata de la descentralización de la voz de los poderosos por las voces que entran por las tres secciones del texto y que llevan también a la desmitificación de Rubén, personaje principal, representante del discurso político de la burguesía de los años 60, al que se substituye en los setenta el discurso de los medios y de los jóvenes. El ejemplo de Roa Bastos es fundamental también para otros momentos ya hallados en la novela de Denzil Romero: con otro tipo de narración intercalado en la novela, es decir las "Memorias", se incluye también una narración interior y un discurso autobiográfico que provoca el derrocamiento de Cipriano Castro por parte del General Juan Vicente (1908). Por medio de las "Memorias" se desarrolla una "sub-historia" que vitupera el discurso represivo del dictador (1995, 151). 55

La mirada colonializadora del gobierno no excluye la "magia"— un dispositivo retórico con el que se arma el discurso sindicalista obrero procedente de las clases populares y que a medida de que adquiere poder, se convierte en un representante demagógico de los intereses capitalistas extranjeros. Si la entrada del capitalismo en Venezuela fue posible por medio de engaños por los que se recrutaron trabajadores, también debajo del sindicalismoproletario se descubre una funesta alianza entre explotadores y explotados.

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el discurso político desde la Independencia hasta el siglo XX56, basado sobre la mitificación de la historia nacional57. En consideración de dicha labor de la nueva novela histórica venezolana, el modelo retórico de la historiografía de Hay den White permite una observación particular: lo narrativo de la historiografía sirve en Venezuela (y en América Latina) no solamente para el fortalecimiento de la ideología criolla— fenómeno por denunciar a nivel de los acontecimientos históricos58, sino también para intentos demagógicos de los gobiernos que apoyan su discurso sobre la construcción ficcional del origen nacional.

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56 Para el análisis de las repercusiones en la cultura y la sociedad de fin de siglo en Venezuela, cf. Liscano 1993. 57 La colonialización ideológica y política abarca, como lo demuestra la novela de Britto García, todos los partidos "democráticos", la izquierda incluida. 58 La demagogia del discurso histórico nacional se parodia en el texto de Britto. Cf. Hidalgo de Jesús 1995, 150.

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III VOCES DE REFLEXION

Lenguaje, erotismo e historia Denzil Romero (f)

Mi ya larga experiencia como participante en foros y reuniones de poetas y escritores en diferentes partes del mundo, sea La Habana o Moscú, Sofía o Buenos Aires, Aix-en-Provence o Brasilia, Madrid o Santafé de Bogotá, me hace ser muy comedido respecto a las expectativas sobre este tipo de reuniones; por lo regular, nadie se pone de acuerdo sobre nada; todos se creen o nos creemos la tapa del frasco, decidores de la última palabra, y al final, sólo queda la triste impresión de que somos una cáfila de blablachentos... Soy de los que creen que los escritores reunidos en cambóte —congresos, foros, simposios, ferias de libro, encuentros o como se llame este tipo de conciliábulos— tenemos poco que decirnos, especialmente en esa suerte de sesiones programadas y ruedas de dialogantes sobre temas más o menos traídos por los cabellos, "El fin último de la poesía" o "La causa primera de la creación literaria", "El papel de la literatura en el próximo milenio", "Los escritores y la paz del mundo", "El arte de pelar tomates" o el de "soplar narices"; temas que quizás podrían estar bien para críticos (profesores y doctores), teóricos y teoriquitos de toda laya que pasan la vida justificándose por el pergeño de sus propias teorías e intentos de explicación del mundo. Los encuentros de escritores sólo son interesantes cuando se cuentan entusiasmos y lecturas. Y, cuando se atreven, pero eso rara vez ocurre en reuniones públicas, a hablar de menudencias del oficio o de la génesis de sus textos, preferencias y rechazos, fobias y manías, hábitos e instintos, manuscritos no iniciados o en trance de escritura, virtudes y perversiones secretas. Pienso que estos concilios de poetas y escritores deberían convocarse sobre una lectura universal, que invitase a una relectura previa al viaje y al comentario sin prejuicio. Por eso, me emociona este Simposio de Eichstätt, tan dignamente convocado y preparado por nuestros anfitriones, a quienes quiero agradecer la deferencia en la persona del distinguido y denodado amigo Karl Kohut. A decir verdad, se trata de un encuentro de escritores atípico, convocado sobre una temática muy concreta y para revisar y divulgar, ante el público y los estudiosos literarios de Alemania, la literatura de un país latinoamericano y tercermundista, Venezuela, el nuestro; un país que, por razones múltiples, ha estado al margen del ámbito internacional de los grandes lectores, lejos del boom de la literatura latinoamericana de otrora, y extraño al interés y la demanda de las editoriales importantes de Europa y Estados Unidos de América; pero que, no obstante, cuenta con una literatura viva y pujante, desarrollada paulatinamente a lo largo de doscientos años, y que se corresponde con nuestra realidad de pueblo con precisa y múltiple ubicación geográfica, caribeña, andina, llanera, amazónica, a las puertas de América del Sur y perfectamente comunicable con el resto del mundo, aunque esa comunicación no siempre fluya de la manera

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deseada; un pueblo mestizo, múltiple también en sus orígenes amerindios, europeos y africanos; múltiple en su dinámica racial, económica y política; mediatizado, ciertamente, por la sucesiva dependencia respecto a potencias extranjeras, ora en lo político, ora en lo económico, y, ahora y ojalá que no a lo largo de mucho tiempo más, por la obligada inmersión que nos toca en la más fuerte polaridad histórica de la actualidad: el abismo cada vez más insondable que se da entre los países ricos y los países pobres, correspondiéndonos el papel de pobres por el ingenuo y no pocas veces pérfido despilfarro o malbaratamiento al que sometimos en años recientes nuestra malhadada riqueza petrolera; pero, no obstante, un país que puede repotenciarse partiendo de sus ingentes recursos naturales y de sus inequívocas manifestaciones culturales, la propia literatura una de ellas, y a través de las reservas morales de su población; una población que, por obra del mismo ya dicho mestizaje —el más homogéneo quizás de todos los producidos en América Latina—, posee una marcada e incontrovertible originalidad y una apertura hacia la universalidad que nos distingue y nos anticipa, si se quiere, en el mundo del futuro. Hecha esta necesaria advertencia y para no caer en la criticada práctica de las generalidades y consideraciones abstrusas, quiero concretar mi intervención sobre lo que bien podría considerarse el hilo estructural de mi propia escritura: el lenguaje, el erotismo y la historia-, elementos éstos que críticos y lectores de allende y aquende los mares coinciden en apreciar como característicos en todo mi trabajo narrativo. Ya cuando el hoy fallecido Carlos Barral, el celebrado poeta de la generación del 50 española y editor fabuloso, responsable en buena parte del mal llamado boom de la literatura latinoamericana, estuvo en Caracas para asistir a un congreso de escritores y se trajo consigo a Barcelona el manuscrito de mi novela La tragedia del Generalísimo, la misma que más tarde (en 1983) ganaría el Premio de Novelas "Casa de las Américas" de La Habana, para editarla entonces en su Bibliotheca del Fénice, la colección que al momento dirigía (free lance) para "Argos Vergara", esquilmado (él) en lo mercantil por sus pasadas y fallidas empresas editoras, no vaciló en vislumbrar ese aserto a la primera lectura del manuscrito. En la nota de presentación editorial escribió: Usando como pretexto la figura de Francisco de Miranda, precursor de la Independencia de América, Denzil Romero se ha propuesto una obra de ficción sin dependencia alguna con la verdad historiográfica y las fuentes documentales. En ella, Romero lleva al máximo las propuestas estéticas de su narrativa anterior, poniendo la historia netamente al servicio de la imaginación y llevando la parodia, o mejor la ironía del carnaval, a sus últimas consecuencias. El propio Miranda como personaje es una excusa para jugar con el Siglo de las Luces, los prohombres de la época, las modas, las costumbres y los grandes acontecimientos sociales, sin que se escape la modernidad como afán lúdrico y totalizante... Erotismo y

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lenguaje constituyen el soporte estructural de la novela. Miranda que fracasó virtualmente en todos los campos de la actividad, aparece —sin embargo— magnificado en su vitalidad sexual y en su capacidad amatoria. Fue él un amante insigne [...] Es la misma apreciación del colombiano Isaías Peña Gutiérrez, cuando observa que en la novela "la historia se convierte, gracias a sus desplazamientos, en un trompo del tiempo para jugar a la ironía, y el lenguaje y la intertextualidad desempeñan funciones similares a la de un instrumento erótico-sensual". A parecida conclusión llegan los críticos franceses Jean Franco y Jean-Marie Lemogodeuc al presentar en su Anthologie de la littérature hispano-américaine du XXe siècle un fragmento de mi novela La esposa del doctor Thorne. Dicen que en mis libros "hay un gusto pronunciado por la historia y, no obstante, el humor y el juego erótico, afirman a cada paso los derechos de la imaginación". Dicen, igualmente, que me valgo de "una escritura barroca, torrencial, impetuosa" para "reinterpretar la historia y atacar los tabúes y las ideas recibidas en lo que bien puede considerarse una fiesta de la escritura y el goce sensual". De esos tres elementos estructurales que la crítica observa en mi escritura, el primero que me interesa destacar es el lenguaje. Mi pasión por el lenguaje es ancestral... Puede decirse que nació conmigo... Mi madre, como toda madre orgullosa de su engendro, decía que hablé por primera vez en su propio vientre... No tienen por qué creer semejante exageración... Supongo que, al igual que los demás humanos, aprendía a hablar guareando-, guareando, sí, como los pichones de loro; pero, tan pronto terminé con el guareo, sé que me sobrevino una corriente tumultuosa de amor por las palabras y ya no quise sino llamar a cada cosa por su nombre; "al pan, pan, y al vino, vino", como decía mi abuelo Lencho; "appeler un chat un chat", como dicen los franceses; capturando, digamos, la ecceidad (en Francia creo que se dice l'hacceité, y en inglés the haecceity) de cada una; quizás, sería mejor decir, la individuación; eso que el viejo Duns Escoto llamó alguna vez "la última realidad del ente" la que determina y contrae la naturaleza común (compuesta de materia y forma) a una cosa particular; ésa y no otra, ad esse hanc rem... Si veía un pájaro nuevo en el jardín de mi casa y le preguntaba a mi madre o a alguna de mis tías, cómo se llamaba, por nada permitía que me contestasen, genéricamente, un pájaro. Seguía preguntando, ¿y cómo se llama?, ¿y cómo se llama?, ¿y cómo se llama?... Pájaro ya sabía que era... Hasta que, las pobres compelidas, tenían que contestarme con toda precisión: es un canarito, o una paraulata ajicera, o un cristofué, o un arrendajo, un pipe o una potoca. Fue así como aprendí a distinguir por su nombre exacto a todas y cada una de las especies de pájaros que llegaban cada mañana al jardín de la casa de mi infancia. Y a distinguir sus voces también: las notas largas y plañideras de las gallinitas de monte, el matraqueo del caricare encrestado, el silbido doble de la tigana, el de los tibetibes y el de los diostedés. Sin proponérmelo, me hice ducho en la comprensión de la lengua de los pájaros, ésa que más tarde me enteré por las

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lecturas de René Guénon y otros autores esotéricos, era considerada tradicionalmente como "el lenguaje de los ángeles", el "coloquio inmediato de las esencias", y cuya lengua dícese era hablada por Apolonio de Tiana y por el mismísimo Adán antes de la pérdida del Paraíso. Al parecer, no era el hebreo, ni el siriaco, ni ninguna otra de las lenguas conocidas; sólo el lenguaje translúcido e inaudible del alma en estado prístino; ese lenguaje que omite la intermediación de la palabra, y procede de la pura intuición. Cierto es que el efecto del canto de los pájaros en mi ánimo era y sigue siendo como un reflejo de lo sagrado, el mismo de un canto gregoriano o de un arrullo de cuna; por su influjo, se me transfiguraba y se me sigue transfigurando el universo, y alcanzaba y sigo alcanzando la liberación. No obstante, pese a ese don superior que vislumbraba en mí, parejamente, se me fue desarrollando la avidez por las palabras concretas, sufridas y gozadas, dichas y oídas, evidenciadas... Y es que las palabras eran, entonces para mí, como juguetes. Cada vez que encontraba una nueva, la incorporaba a mi stock; la mimaba, la acariciaba, letra por letra, sílaba por sílaba; dormía con ella, abrazándola, como si fuera ella un animalito de felpa. A veces, no era tan amoroso. Las vapuleaba; las golpeaba; las coñaceaba; sí, les daba coñazos; coñazo es golpe en el lenguaje vulgar de mi país; jugaba con ellas "cerepe, cerepe" hasta que se emborrachaban y perdían el sentido; las flagelaba, les daba latigazos con mandadores de cuero, con vergas de toro, con varas de espino, con gatos de nueve colas; si las veía o sentía muy infladas, las alfilereaba para que perdiesen su ampulosidad; ¡las palabras ampulosas nunca me han gustado del todo!, las veo como ojos desmesuradamente abiertos; por eso, prefería espicharlas; las espichaba; espichar, es un anglicismo muy nuestro, y muy de los cubanos también; creo que se usa en toda la cuenca del Caribe; significa, sacarle el aire a una cosa; si por el contrario, las encontraba demasiado fláccidas, desprovistas y venidas a menos, fácil me resultaba doblegarlas, las tendía en el suelo, les abría el vientre y se los llenaba con tierra, piedras o serrín. Otras veces, las creía comestibles, las masticaba y me las tragaba como una golosina o una presa suculenta. Y, ya más grande, a punto de descubrir el sexo o habiéndolo descubierto del todo, fornicaba con ellas. Bien saben ustedes que las palabras, como los humanos, tienen sexo. Muy cachondamente, las desfloraba, las mancillaba, eyaculaba dentro de ellas, les hurgaba sus pudibundeces... Pero, dejemos de lado estos excesos imaginativos que me revelan como "un escritor con predilección por el sado-masoquismo". ¿Sado-masoquista, yo? ¡Ay, Dios, quién lo diría! Así terminaron considerándome, hace poco, caprichosamente y quizás no tan caprichosamente, unos investigadores y críticos literarios de mi país a la hora de presentar un cuento mío en una reciente antología de narrativa. El coordinador de esa antología se encuentra ahora en el auditorium. Adeo causa non deest. Al decir de Plinio, "no son causas las que faltan, siempre se puede encontrar una"... Cierto fue, queridos amigos, que obsesivamente le concedí al lenguaje un tratamiento preferencial. Tan pronto aprendí a leer de corrido, me preocupé

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por descubrir en la lectura nuevas y nuevas palabras; en un cuaderno, las anotaba, con elegante caligrafía inglesa, art-deco, scrip o como mejor me viniese, y, luego, indagaba sus orígenes, y con la ayuda de un diccionario (otras veces he declarado que un diccionario Petit Larousse es el juguete que recuerdo con más cariño), o preguntándole a los mayores, daba al final con sus exactos o probables significados; hacía con ellas grupos o familias de palabras; palabras que comienzan por una determinada letra; palabras que riman; palabras que dicen cuán grande o pequeña es una cosa; palabras que designan espacios; palabras que designan colores; palabras sinónimas, palabras antónimas, palabras parónimas; palabras de Navidad, de Carnaval, de Semana Mayor, de Vacaciones de Agosto; palabras que son nombres propios y se escriben con mayúscula, con letras capitulares; palabras que son nombres comunes, adjetivos, verbos, adverbios; palabritas, palabrejas, palabrones; palabras rojas, palabras verdes, palabras azules, palabras moradas; palabras como la nieve de Baviera, de un albor incandescente; una sola palabra: la palabra; verbum en latín; word en inglés; Wort en alemán; parole en francés; dábár en hebreo; parola en italiano; parolas, parolas, parolas; una canción, que popularizó Mina o no sé si Doméncio Modugno; en todo caso, ganadora del Festival de San Remo, aunque no pueda determinar el año de su premiación; mis palabras, las palabras de ustedes; las palabras de Cervantes y de Goethe y de Shakespeare; las palabras de Rabelais; las palabras de Dante; las de Homero y de Píndaro; la palabra token, la palabra type, conforme a la distinción de Peirce; la manifestación lingüística del individuo, por la que él combina el código de la lengua, que es una función social, para exteriorizar sus propios pensamientos; mis palabras capaces de definir aquello de lo que afirmo algo, y capaz, igualmente, de expresar lo que predico de ese aquél; la palabra que es mi aliento, la palabra que es mi espíritu; la palabra que, una vez dicha, subsiste y es eficaz; mi palabra que es la voluntad de Dios; mi palabra que es Dios mismo; la palabra de Dios, su voluntad. Y las palabras de Jesús, el hijo de Dios, también. Las palabras del Hijo del Dios en la Cruz. "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre. Tengo sed. Todo restá consumado. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Mi palabra. Tu palabra. Cada palabra un pensamiento, una experiencia, la posibilidad de un debate, una lectura, un encuentro, una noche de amor, un viaje por la vida, el largo inmenso ordendesorden de todos los sentidos, la imagen como elemento fundamental del lenguaje; los juegos de palabras, charadas comunes, charadas en verso, palindromos, las frases ambidextras o capicúas (como las llamamos en Venezuela); frases hechas, rompecabezas silábicos, cadenas y cadenetas de frases, los trabalenguas, el cadáver exquisito de los surrealistas, y un juego particularmente simpático; el juego de los disparates; uno que aprendí a jugar muy temprano y que creía de mi propia invención antes de leer a Bretón, a Aragón, a Apollinaire, y cuando aprendí también que las palabras son aloglósi-

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cas, como supe después que habia determinado el señor Leibniz, y que por tanto, gustan de intercambiar o confundir sus significados y, como los humanos, juegan a la alteridad, o a lo que más tarde llamaría el maestro Heidegger, la ambigüedad; cuando lo que tiene aspecto de genuinamente comprendido, captado y dicho, en el fondo no lo está, o no tiene aspecto de tal y en el fondo lo está; la ambigüedad que, según el mismo maestro, forma con las habladurías y la avidez de novedades, el eje de la anónima existencia cotidiana; que no en balde le da a la avidez de novedades el espejismo de lo que busca, y a las habladurías la ilusión de que todo está resuelto en ellas... Con palabras ambiguas o aloglósicas, avidez de novedades y habladurías, yo como cualquier otro mortal, he llenado mi vida. Y, por supuesto, también mi literatura. No me pregunten para qué... Quizás, para retardar la llegada de la muerte; por aquello de que "mientras subsista el lenguaje, habrá vida", tal como afirma mi personaje Miranda, perorando en su celda... Con el erotismo me pasa igual que con el gusto por el lenguaje. Diría que es consubstancial a toda mi literatura. Se cuela en ella por dos vías distintas: por el lenguaje mismo, hiperbólico, barroco, exhaustivo, sensual, acariciante, lúbrico, cálido, pegajoso; y por la temática... Siempre está el amor presente en mis escritos. Pleno o escindido; pero, de manera invariable, siempre en mutua compenetración de sus dos elementos antagónicos, la pareja de contrarios, la tesis y la antítesis dialécticas que después se vuelven síntesis, el lingam de la India, el Yang-Ying de los chinos, la misma cruz formada por el poste vertical del eje del mundo y el travesaño horizontal de la manifestación; vale decir, los símbolos de la conjunción, la destrucción del dualismo, el punto final de la separación; la convergencia máxima en una combinación que, per se, origina el centro máximo, el medio invariable de los filósofos orientales, el ombligo del mundo, la mandorla, la clave del origen, ese anhelo de morir en lo anhelado, ese afán de disolverse en lo disuelto; la búsqueda de lo imposible en el agotamiento de lo posible, como hubiese dicho Píndaro, o el muero porque no muero de Teresa de Jesús... Eróticos, amorosos, amorosísimos, son mis personajes. Francisco de Miranda, mi personaje por excelencia, un amador insigne; Manuelita Sáenz, la amante excelsa del Libertador Bolívar; Asclepius Calatrava Baca, entregándose por entero, amorosamente, a su confusión con el Cosmos... Y permítaseme traer a colación un comentario de la importante escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, ahora residente en España, cuando en el momento de presentar mi libro de cuentos Tardía declaración de amor a Séraphine Louis dijo: En este libro Eros asume diversas caras para seducir al lector: es una misteriosa muchacha llena de ambigüedad encontrada en el metro de París, es una lujuriosa criolla morena, es la condesa Hanska amada por Balzac o una anciana pintora que se empeña en reconstruir en sus cuadros el Paraíso perdido. Pero en todos los casos, Denzil Romero demuestra que el Amor o Eros conduce

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directamente a la metáfora: para nombrarlos, hay que reconstruir la creación, hay que sentirse Dios. Porque el cuerpo del amor es todos los cuerpos, es el absoluto. No obstante, esa literatura erótica, hecha por mi parte con tanto amor, al par que muchas satisfacciones, también me ha provocado un mar de sinsabores. Cuando publiqué La esposa del doctor Thorne, por ejemplo, cierto que gané el prestigioso premio español La sonrisa vertical, pero, también, el odio de los ecuatorianos. Por su culpa, los nacionales del Ecuador me persiguieron y me siguen persiguiendo. Me aplicaron no sé cuál cantidad de denuestos. Me procesaron civil y penalmente. Me siguieron un juicio en ausencia por vilipendio. Me dictaron un auto de detención. Siguen publicando cada cierto tiempo, una requisitoria en mi contra, para que no prescriba el supuesto delito ni la pena. El presidente de la Sociedad Bolivariana de ese país me retó públicamente a duelo. Y escritores ecuatorianos de justa fama como Jorge Enrique Adoum y Pedro Jorge Vera, mis antiguos amigos, abjuraron de mí cuales nuevos ayatolah Khomeini... Quizás, eso ocurrió porque mi literatura no pocas veces se acerca a la pornografía. Bien que así sea. Si ella versa sobre el amor, y el amor se materializa en el sexo, y el sexo es sudor jadeos pelos y excrecencias, ¿cómo podría mi trabajo excluir tales elementos en aras de falsas pudibundeces?... Mi querida amiga, la escritora venezolana Ana Teresa Torres, me dijo alguna vez que mis novelas más que eróticas le parecían libertinas, al estilo de las que en su momento hicieron los mejores autores libertinos del siglo XVIII francés. No sé a ciencia cierta cuál es la diferenciación que Ana Teresa establece entre la literatura erótica y la libertina; pero, celebro su observación. Pocas literaturas presumo que me han influido tanto como la de los autores libertinos (franceses e ingleses) de los siglos XVIII y XIX. Amo las novelas de Crébillon Fils, y las de Charles Pinot-Duclos, y las de Godard D'Aucour, y las de La Morlière, y las de Boyer D'Argens, y las de Fougeret de Montbron; amo las de François-Antoine Chevrier y las de Claude-Joseph Dorât; las de André de Nerciat, gran maestro (él) de la Orden de los Anafroditas, y las de Vivant Denon. A los quince o dieciéis años leí por primera vez el Gamiani o dos noches de placer del inolvidable Alfred de Musset... ¿Quién dice que la literatura erótica o libertina es decadente, inmoral, abyecta, corruptora, atentante contra las costumbres, instigadora de excesos y vaya usted a saber?... Los pudibundos necios e hipócritas; los señorones burgueses que mantienen un ejército de barraganas y mujeres de casa puesta, distintas de la propia esposa; ciertas hermanitas de la caridad, anémicas y frígidas, y ciertos seminaristas, clérigos y obispos que se masturban de mañana, tarde y noche... La literatura erótica o mal llamada libertina no es ni más ni menos peligrosa que cualquier otra literatura que se reciba en forma desprevenida, sin espíritu crítico y a pie juntillas... Los ataques que contra la literatura libertina se hacen son tan infundados e infundiosos como los que podrían

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hacerse contra la literatura esotérica y filosófica en general, porque eventualmente podrían llevar al lector a la insurgencia contra la realidad y los factores de poder establecidos; o contra la novela policíaca, porque incitaría al robo y al asesinato; o a la literatura religiosa, porque llevaría a la persecución fanática y despiadada de los no cofrades... La poesía de la carne es tan inocente como una miga de pan, decía Baudelaire... Y, por si fuere poco, la mejor literatura está hecha sobre la base de la imaginación, y, por supuesto, también lo está la mejor literatura erótica. Al fin y al cabo, ocurre que la sexualidad humana tiende a saciarse en lo imaginario. Justamente por eso somos humanos. De lo contrario seríamos perros anudados más allá del coito o protozoarios primarios que desapareceríamos inmediatamente después de la reproducción... No se equivocó mi amiga Ana Teresa Torres. Mi literatura erótica es francamente libertina. Viene de El asno de oro y de El satiricón. Viene de las obras clásicas del Quattrocento italiano. Viene de los nombrados autores del siglo XVIII francés. Viene de la poesía de la carne (una bien lograda antología que adquirí en mi adolescencia por la ínfima suma de cinco bolívares, muy completa ella, desde Giorgio Baffo hasta Alexis Pirón). Y viene de la obra de John Cleland, iniciador del erotismo inglés. Y de los opúsculos siempre imponderables de Donatien-Alphonse-Franfois de Sade, el divino marqués, al que todavía oigo clamando desde su prisión de Charenton, desde la Bastille, desde la Forcé y todas las otras cárceles francesas donde hubo de purgar su irreductible libertad creadora: Que nadie me acuse de ser el apologista del mal; que nadie diga que busco inspirar la maldad o acallar los remordimientos de los que se conducen indebidamente: el único propósito de todos mis empeños es articular pensamientos que han atormentado mi conciencia desde que tuve uso de razón; que dichos pensamientos puedan estar en conflicto con los pensamientos de otras personas, o la mayor parte de las otras personas, o todas las otras personas excepto yo, no es, creo, razón suficiente para suprimirlos. En cuanto a aquellas almas suceptibles que pueden ser 'corrompidas' por enterarse de mis escritos, tanto peor para ellas, digo yo. Me dirijo únicamente a aquellos hombres que son capaces de examinar con una mirada objetiva todo cuanto está ante ellos. Dichos hombres son incorruptibles... También viene de esos monumentos de la erotología y la gran jodedera de todos los tiempos que son Las hazañas del joven don Juan y Las once mil vírgenes de Apollinaire, y de El coño de Irene y El bromista pesado o Las aventuras de Juan Joder la Polla del viejo Louis Aragón. Y de todo Miller. Y de todo Bataille y, en particular, de esa insuperable Historia del ojo, que contiene en sí todo el universo de la locura erótica... Finalmente, me queda por revisar la historia como tercer elemento configurante de mi narrativa.

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Se ha dicho que uso la historia como pretexto para Accionar. Se ha dicho que la deformo, que la adultero, que la atropello, que la pongo cabeza abajo para reconstruirla después. Se ha dicho que soy un novelista antihistórico, y ahistórico también. Se ha dicho que debe considerárseme como "el verdadero revolucionador de la llamada novela histórica"; que yo lo falsifico todo, incluso la arqueología, "para que la imaginación dé a la novela lo que le es propio, su carácter de fábula"... Y mi amigo François Delprat ha expresado de viva voz que "replanteo, incluso, la llamada nueva novela histórica". A decir verdad, no creo que usar la historia como elemento del texto o como pretexto, constituya ningún mérito especial... Tampoco creo que se me pueda catalogar exclusivamente como "nuevo novelista histórico", como lo entienden algunos críticos contemporáneos, y menos aún, como un novelista histórico tradicional según la concepción del viejo Georg Lukács. Toda novela es un resultado que representa y contiene mucho más que la mera adición de sus factores... Con todo, me gusta saberme inmerso dentro de la llamada nueva novela histórica, a no dudar, una de las tendencias predominantes en la narrativa latinoamericana de hoy; no pudiendo ser de otro modo si consideramos que América, "pequeño género humano", "con un mundo aparte", y "nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque de algún modo viejo en los usos de la sociedad civil", como nos definió Bolívar, requiere de esa novelística, justamente, como búsqueda de lo que le es esencial, su autodescubrimiento, la revelación de su intrahistoria, la complementación de su propia verdad siempre recogida a medias por la reductiva y tendenciosa historia oficial... A fuer de sincero, me siento cómodo con la ubicación que Seymour Menton, profesor de la Universidad de California, me asigna en su reciente libro sobre la nueva novela histórica latinoamericana. De buen grado, acepto su caracterización. Verdad es que mis textos se subordinan, en distintos grados, a la reproducción mimética de ciertos períodos históricos y a la presentación de algunas ideas filosóficas, difundidas en los cuentos de Borges, tales la imposibilidad de conocer la verdad histórica o la realidad, el carácter cíclico de la historia y, paradójicamente, su carácter imprevisible, por el cual cualquier suceso inesperado y asombroso puede también darse; cierto que distorsiono de manera consciente la historia por medio de omisiones, exageraciones y anacronismos; cierto, que ficcionalizo los personajes históricos (Miranda, Canijo, Manuelita Sáenz, Voltaire, Catalina la Grande, Federico de Prusia), poniéndolos a actuar dentro de sucesos imaginarios, a diferencia de Walter Scott o Alejandro Dumas que trabajaban con personajes ficticios dentro de sucesos reales; cierto que recurro a la metaficción y que, con frecuencia, me permito los comentarios del narrador sobre el proceso de la creación; no menos verdadero, que también recurro al uso y abuso de la intertextualidad, a lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia. Todo, con una forma o manera muy latinoamericana de contar la historia, un lenguaje del todo latinoamericano para decir lo que se dice; una forma y un lenguaje muy distintos a los de una Marguerite Yourcenar o un Gore Vidal, por ejemplo.

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Bien hasta aquí, señores. Sin rubor alguno, me he desnudado frente a ustedes, pese a lo grotesca que debe resultar mi figura desnuda, y también les he desnudado mi narrativa. Gracias a Uds. por haber aceptado tan pacientemente, semejante strip-tease. Gracias, muchas gracias...

Kai'kousé. Hacia un ars narrativa Ednodio Quintero Un individuo no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está perdida. Seren Kierkegaard

1. El buey de Li Pb Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable —los seis años— en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios, y cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XIII que con el impreciso del país tropical de mediados del XX: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo; de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero. Muy temprano supe que mi destino —fatal e ineludible— sería el del guerrero. No obstante, las batallas y derrotas y huidas y deserciones —y alguna herida ingrata— que me aguardaban en un futuro incierto, tendrían como escenario otros paisajes, distintos a los que se vislumbraban desde mi lar montañés; semejantes, más bien, a los campos de lava de las lunas jovianas: Ganímedes, lo, Europa o Calisto. Crecí en una casa grande, con techos inclinados y heteróclitos: teja, paja y zinc, ubicada temerariamente al borde de un río torrentoso. Mis primeros recuerdos, nítidos y tal vez reveladores, flotan en aquel espacio: la franja de sol en el corredor, una bandada de loros sobrevolando el maizal, mi padre leyendo a la luz de un candil, mi madre cantando una canción de despecho. En muchos de ellos aún me reconozco, otros han sido erosionados por la imaginación, algunos quisiera volverlos a vivir. Elijo uno para mi placer. Veo venir, allá en el camino real, un buey cargado con dos tercios de leña y a horcajadas en su lomo un insólito jinete, un muchacho, que conduce al animal como si se tratara de un caballo. No sé por qué aquel espectáculo —a decir verdad, poco usual— me produjo tal arrebato de alegría y admiración. Corrí y salté, anunciando a viva voz la llegada del buey-caballo, una figura fantástica que acababa de ingresar en mi bestiario personal. Años después, por una de esas venturosas conjunciones en las cuales reconocemos el regalo de algún dios, reviví la memorable escena leyendo un poema de Li Po.

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2. Helena de Troya En septiembre de 1953, mi padre, que acababa de cumplir sesenta años, abrió un paréntesis en su vida de labriego. Abandonamos la aldea neblinosa y nos mudamos a un pueblo de calles anchas y empinadas, amenazado por una laguna y rodeado de cafetales. Allí había luz eléctrica y una flota de tres jeeps que viajaban hasta Boconó. Que yo supiera leer desde que tenía memoria no me sirvió de credencial para librarme de entrar a la Escuela Municipal. El cambio me desconcertaba, pero a esa edad temprana nos adaptamos bien pronto a las nuevas exigencias de nuestra condición. Ah, pero una sorpresa mayúscula me aguardaba a la vuelta del mes... El 24 de octubre, día del Arcángel San Rafael —patrono de mi provisorio domicilio—, tuve un primer e inolvidable encuentro con mi destino: conocí a Helena de Troya. Sobre la pared blanqueada de un solar, surgieron, como salidas de un sueño, las escenas que narraban el sitio de Troya. Yo desconocía la magia del cine, y aquella espectacular introducción en el arte de las imágenes en movimiento dejó una huella en mi memoria que el tiempo no ha hecho más que acentuar. En vano he tratado de rescatar de alguna perdida cinemateca aquella versión hollywoodense de La Ilíada, y sólo en Las Troyanas de Cacoyannis he vuelto a experimentar una sensación parecida a la emoción pura y salvaje de mi primera película. Pero lo que aquí trato de expresar, más allá de una anécdota común a la gente de mi generación, es la riqueza existencial —e incluso conceptual— de aquella experiencia primigenia. El cine —Helena de Troya en particular— me abrió las puertas de la percepción. En la noche de San Rafael, sobre la pantalla de cal, estaban prefiguradas algunas de las constantes que me habrían de acompañar a lo largo de mi existencia: la mitología —en la que nunca he dejado de abrevar—, el cine —del cual siempre me he alimentado—, la literatura —pues aunque yo no tenía noticias de Homero, éste había sido el guionista de la película—, lo femenino como vía hacia el conocimiento —representado en Helena, la mujer— y, en fin: la imaginación. "La imaginación", como escribió Cortázar, "al servicio de nadie".

3. En la biblioteca de Babel No sé cuando me hice escritor. Creo que fue apenas a los cuarenta años cuando supe —con alegría y horror— que ése era mi único destino. Ni siquiera se trataba de un destino de elección, como tampoco se elige, por ejemplo, el color de los ojos. De lo que sí estoy seguro —y orgulloso— es de haber sido siempre un fanático lector. Aunque no nací en una biblioteca, aprendí a leer antes que a hablar. Recuerdo que mi padre me regaló una moneda de oro cuando me encontró descifrando los jeroglíficos de su almanaque lunar. Años más tarde, y por un azar afortunado, tuve acceso a la enorme biblioteca de mi padrino Efraín Baptista. Al término de mi tercer año de bachillerato, en virtud de una caída en picada de mis notas escolares, mi familia —con la complicidad de un médico chapuce-

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ro— decretó mi insania mental. Al diagnóstico precoz siguió una receta naturista: un año de descanso en el campo. A regañadientes acepté la medicina. Y me dediqué, como un solitario vengador, a mi vicio predilecto: la lectura. Mi padrino vivía a tres kilómetros de la casa de mi padre, y su biblioteca era una mina inagotable. Abierta al ahijado insomne y aplicado, gracias a Dios. Sería ocioso y un tanto difícil hacer un catálogo de los tesoros guardados en aquellos estantes que llegaban hasta el techo. Dicen que para muestra basta un botón— o tres. Leí a Faulkner, sin comprenderlo. Leí Silja de Sillanpáá, y estuve enamorado de la muchacha finesa que muere en la flor de la edad. Leí Crimen y castigo de Dostoyevsky, y todavía algunos días me levanto convertido en Raskólnikov.

4. La noche boca arriba A finales del 65 llegué a Mérida con el propósito de estudiar Ingeniería Forestal. En mi magro equipaje traía un par de cuadernos con apuntes para cuentos y un tímido —que yo creía ambicioso— proyecto de novela. El año siguiente, en un plazo breve, y como si se hubieran puesto de acuerdo para vapulearme, cayeron en mis manos —y de ahí pasaron a mis ojos y a mi cerebro enfebrecido— textos de Borges, Marcel Schwob, Ambrose Bierce, Kafka y Cortázar. Yo había sobrevivido a las pesadillas barrocas de Edgar Alian Poe, pero este bombardeo con la artillería ligera y letal de la invención me sepultó. Mis borrosos manuscritos se extraviaron en un oportuno basurero, y el anhelo de transitar alguna vez los caminos dibujados en el aire por aquellos señores de la imaginación, se incubó —como una semilla maldita— en el fondo de mis huesos. No puedo dejar de mencionar el impacto que me produjo la lectura de "La noche boca arriba", del Cronopio Mayor: yo fui la víctima elegida por los implacables cazadores de la guerra florida, yo fui el motorizado que agonizaba de fiebre en un hospital. Y qué decir de la vida postrera de Gregorio Sarasaese extraordinario relato de Franz Kafka, que ya pertenece al mito y a la memoria colectiva. ¿Cuántas veces me desperté aterrorizado en mitad de la noche, boca arriba, observando con alivio mis manos y mis pies que aún conservaban su forma original?

5. Kaikousé El gran poeta irlandés William Butler Yeats escribió que "empezamos a vivir cuando concebimos la vida como tragedia". A los cuarenta años, luego de una inmersión tragicómica en mi infierno personal, comencé a vivir. Al menos, se me ofreció una segunda oportunidad. Llevaba ya una larga década sin escribir, y de pronto —en la convalecencia de mi imaginaria enfermedad—, como un niño que hubiera descubierto el juego más divertido, me vi envuelto en el torbellino de la novela. Sin darme cuenta había comenzado a escribir una novela: La danza del jaguar. En ella, también sin darme cuenta, me estaba jugando los huesos y la piel. Reclamaba, con las voces de la lírica o con sorda

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furia, mi derecho a bailar desnudo, embadurnado en arcilla, bajo el sol equinoccial, a orillas de un río de las llanuras. Como el jaguar —kaikousé en lenguaje pemón—, que sólo se junta con su hembra dos noches al año, buscaba hacerme oír en la selva vacía de ideas y de sentido de este final de milenio. Quisiera creer que sobreviví al intento. De cualquier manera, el impulso de aquella enloquecida danza me mantiene con vida. ¿Debo confesarles que para mí vida es sinónimo de escritura? Ah, también debo decirles que los vientos que me sostienen en el aire, o enraizado a la montaña agreste donde nací, no son otros que la memoria y el deseo. Basta ya, pues como muy bien lo escribió William Blake: "El que desea y no actúa engendra la peste".

6. Autorretrato La imagen que tengo de mí mismo es cambiante y fugaz. Imprecisa como si la contemplara a través de un cristal engañoso. ¿Proteica? Casi siempre insatisfactoria. Varía con las luces y las sombras. No obstante, el paso del tiempo no altera su esencia. Adquiere cierta densidad cuando —como si estuviera impresa miles de veces sobre la superficie de una película— se pone en movimiento. Aislar un fotograma, invocando el azar, puede conducir a resultados insidiosos: el santo o el monstruo. De cualquier manera, y muy a mi pesar, oscilo entre ambos extremos. Soy esquizofrénico. ¿Multifacético? A través de un proceso cuyos mecanismos no alcanzo a comprender, he sido dotado de una máscara imperturbable. En ella, sólo los ojos, que a menudo arden como brasas, delatan mis estados de ánimo. Aquella máscara, huidiza y refractaria, destaca mis rasgos asiáticos. Mi perfil de cuchillo mellado y mi cabello renegrido impregnan el conjunto con un aire leve de monje o bandido. La piel relumbra a veces, pálida, amarillenta. ¿Se libera tal vez de algún estigma: el recuerdo de mi estancia en los infiernos...? Unas cuantas pinceladas más y el retrato estará acabado. Ni siquiera mi madre me reconocerá. Frente estrecha, cejas inexistentes. Una constelación de lunares. Ojos de miel. Mirada de basilisco. Según el horóscopo chino, soy jabalí. Creo que el otro me define mejor: pez. Esquivo y resbaladizo. Tal vez una trucha de lomo irisado remontando una cascada. Además, me gusta la forma simplificada de ese graffitti que los primitivos cristianos pintaban en las catacumbas. Mi naturaleza se complace en el agua. Pero en sueños vuelo como un pájaro. Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi verdadero rostro.

7. Viaje a Eichstätt En marzo del año pasado recibí una invitación para un simposio sobre literatura venezolana en Eichstätt. Acepté venir y durante un tiempo estuve buscando

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(inútilmente) en un mapa de Europa la ubicación de esa pequeña ciudad— en cuya universidad un grupo de estudiosos ha mostrado su interés por la cultura latinoamericana. No sé por qué me acordé de Humboldt, el gran naturalista que recorrió las selvas y las llanuras y los ríos de Venezuela a principios del siglo XIX. Humboldt dejó su huella en los libros de geografía y botánica. Y en la pequeña ciudad de donde provengo (Mérida, ubicada en las estribaciones más septentrionales de la cordillera de los Andes, y como Eichstätt difícil de hallar en algún mapa), su nombre —el de Humboldt— ha servido para bautizar a uno de los picos más elevados de aquella cordillera, así como a una urbanización popular, una farmacia, un supermercado y una línea de taxis. En Mérida, ciudad culturosa y melómana, también Beethoven tiene su línea de taxis. Y Mozart su heladería. Aun cuando no podamos hablar de cultura dominante, la alemana, en sus múltiples manifestaciones, ha dejado su marca en una sociedad asaz permeable como la venezolana. Y no se trata solamente de la aspirina Bayer, del Volkswagen, de los cuchillos Solingen, de las cámaras Leica o de la charcutería. Sino que el pensamiento de sus filósofos y poetas es estudiado e incluso reverenciado. En la Universidad de los Andes —en Mérida— se dictan seminarios sobre Hegel, Heidegger y Husserl, se hacen lecturas comentadas del Fausto de Goethe y tesis sobre Nietzsche, y en una reciente feria del libro, Wittgenstein se convirtió en el autor más vendido. En lo que se refiere a mi formación como narrador, no debo dejar de reconocer mi deuda con Robert Musil, Hermann Broch, Hermann Hesse, el Thomas Mann de La muerte en Venecia, Peter Weiss, Ernst Jünger, Heinrich Boll, Günter Grass, y más recientemente con Thomas Bernhard y Peter Handke. Soy fanático del cine de Fassbinder, Schlöndorff y Wim Wenders. Ah, y cuando me sobreviene el spleen o la depresión, un poema de Hölderlin zumba cerca de mi oído izquierdo como un moscardón: "Warum bist du so kurz?" ¿Qué podemos nosotros ofrecer a cambio? En un almanaque de este año aparece Venezuela como un país exportador de petróleo y sus derivados, productos químicos y animales vivos [sie!]. Debo confesar que esto de los animales vivos me intrigó. Estuve pensando que el redactor del almanaque, en su ignorancia o sabiduría, quiso referirse a las jóvenes de porte majestuoso que hacen de las suyas en los concursos de belleza, o tal vez a los diminutos y gallardos boxeadores capaces de ganar el cinturón de campeón en la mismísima Tailandia. No es ocioso sugerir que como habitantes de un país de la periferia cultural se nos vea sólo y exclusivamente como exportadores de productos exóticos. De ahí el éxito en estos pagos del realismo mágico y demás fórmulas facilitadoras de una identidad, que no son más que tópicos al uso o placebos para el consumo de una sociedad cada vez más alienada. Yo me resisto a negociar con mi piel de indio timoto-cuica. Y en mi equipaje para el viaje a Eichstätt no traigo orimulsión ni plumas de pájaros maravillosos. Les ofrezco, sí, el poema de un insomne, un genio alucinado que nació hace más de cien años en una ciudad venida a menos y ubicada en las orillas del mar de los caribes. Pero antes de leer el poema debo presentar al autor. De

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la estirpe maldita de Nerval, Lautréamont y Rimbaud, José Antonio Ramos Sucre es una rara avis de la literatura venezolana. Culto, erudito, políglota, incomprendido en su tiempo, ha sido rescatado y admirado por las últimas generaciones. Su escritura es extraña, tal vez cabalística. La temática de sus poemas va desde las mitologías clásicas y orientales, pasa por las leyendas medievales, recorre culturas arcaicas, se demora en fantásticas regiones de ensueño. Dueño de una sintaxis muy particular, su estilo es enfático e incluso elocuente, seduce y fascina por el entramado de una prosa depurada y por momentos anacrónica, cuyo significado último no alcanzamos a dilucidar. Ramos Sucre escribió La torre de timón (1925), El cielo de esmalte y Las formas del fuego, ambos de 1929. No pudiendo soportar el infierno del insomnio, Ramos Sucre puso fin a su existencia en 1930. Acababa de cumplir los cuarenta años. He aquí el poema: La Redención de Fausto Leonardo da Vinci gustaba de pintar figuras gaseosas, umbrátiles. Dejó en manos de Alberto Durero, habitante de Venecia, un ejemplar de la Gioconda, célebre por la sonrisa mágica. Ese mismo cuadro vino a iluminar, días después, la estancia de Fausto. El sabio se fatigaba riñendo con un bachiller presuntuoso, de cuello de encaje y espadín, y con Mefistófeles, antecesor de Hegel, obstinado en ejecutar la síntesis de los contrarios, en equivocar el bien con el mal. Fausto los despidió de su amistad, volvió en su juicio y notó por primera vez la ausencia de la mujer. La criatura espectral de Leonardo da Vinci dejó de ser una imagen cautiva, posó la mano sobre el hombro del pensador y apagó su lámpara vigilante.

8. El cazador de moscas Al amanecer de un día de octubre del 95 puse punto final a una novela. Y ese mismo día una frase comenzó a hacer mella en mi cerebro: yo era un experto cazador de moscas. Decidí entonces convertirla en el motivo inicial de una nueva narración, y siguiendo el método de "la huida hacia adelante", recomendado por César Aira, un novelista argentino de mi generación, he ido incorporando otras frases, escuchadas al azar, leídas en la crónica policial, soñadas al final de una siesta, y llevo ya unas once páginas sin forma, destinadas a nadie, condenadas a un olvido piadoso— tal vez providencial. Más allá de una experiencia hedonista y personal, quisiera evocar aquí esa frase primigenia como una metáfora del narrador. El narrador como cazador de moscas. Estoy convencido de que el narrador no es más que un instrumento de la psiquis colectiva. Aun contra su voluntad, el resultado de sus elucubraciones,

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el producto de las múltiples sinapsis o de su enloquecida imaginación estará impregnado con el aire de su tiempo. Aun cuando se proponga escribir la biografía de un escarabajo, estará hablando de sí mismo o de las tribulaciones de un vecino sometido a los rigores del paro forzoso. Aunque trabaje con símbolos o abstracciones, estos no se sustentan en el vacío. Pues la literatura, cuando aspira alcanzar el rango del arte verdadero, es, por encima de sus atributos estéticos, la expresión de algún drama existencial, y en consecuencia estará siempre habitada por lo humano. El narrador —el cazador de moscas— deberá entonces estar alerta a las señales de su entorno. Nada debe escapar a su escrutinio tenaz. Ninguna mosca se acercará impune a sus expertas manos de cazador. Ni la música ácida y eléctrica de Pink Floyd, ni las imágenes subliminales o idiotas de la televisión, ni la última masacre en los Balcanes, ni el mensaje de salutación navideña de un terrorista armado con un misil, ni el más reciente film de Quentin Tarantino, ni el recuerdo del corazón embalsamado de un obispo visto en una catedral, ni el sueño que tuve en el avión: un perro negro durmiendo a mi lado, a pleno sol. Tal vez, quizá, a lo mejor en nuestros países de la periferia esta necesidad del cazador de moscas —el narrador— sea más urgente y perentoria. Pues allí la apremiante realidad parece ser hiperreal, refractaria a la pura abstracción. Y no es que no seamos capaces de apreciar la belleza de los caligramas de Apollinaire (incluso, de alguna manera, los producimos: véanse las obras del venezolano Jesús Soto o las del argentino Víctor Vassareli), sino que la dinámica de los sucesos y las exigencias de lo cotidiano hacen de nuestro oficio una sola y única tarea en la cual la dimensión histórica es algo más que un reclamo de solidaridad. En estos días aciagos de fin de milenio soplan vientos hostiles. Caen muros, los antiguos dioses son derribados de sus pedestales, el hipermercado se convierte en la meca de una nueva religión, la realidad virtual se nos presenta como la concreción de nuestras más terribles pesadillas— capaz, me imagino, de potenciar al máximo nuestra soledad. ¿Y la literatura? Yo no sé. Tal vez estemos en los umbrales de una nueva edad de piedra —de piedras pulimentadas, claro está, de micro chips aptos para ser injertados en millones de cerebros que atenderán a una sola voz—, una edad en la cual la literatura será proscrita pues en ese mundo inocuo, aséptico y feliz nadie tendrá necesidad de leer. ¿Qué hacemos, mientras tanto, los narradores? Algunos visten por anticipado los trajes de los nuevos tiempos, y para que el tránsito no les sea tan ingrato destilan chorros de agua fósil: literatura light. Otros, tercos e insensatos —los cazadores de moscas—, trazamos signos furiosos en la superficie del papel. Nos convertimos en cronistas. Escribimos la balada del malandro, las memorias postumas de un peatón, el diario de un telegrafista rural, el romance entre un pastor de cabras y una profesora de latín.

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Sí, escribimos en la lengua de Cervantes, de Shakespeare y de Dante, de Goethe, Voltaire, Camóes y Murasaki Shikibu. Escribimos hasta que el aliento nos acompañe. Pues a esa herencia que nos distingue de los primates —y acaso de los satisfechos robots de los siglos venideros—, a ese precioso legado: la palabra, que los antiguos aztecas representaban en sus códices como una lengua de fuego, a ese don maravilloso de los dioses no podemos renunciar.

Los sinsabores de la voz propia Stefania Mosca

Esta pasión por el presente, muy rápidamente se ve acompañada por el culto de la rememoración que contribuye a espacializar y a poner en exhibición todos los lienzos de la memoria. Oliver Morgan (1994, 25) El autor-creador es un elemento constitutivo de la forma artística. Mijail Bajtín (1989, 143s) En cierta parte de su narración extensa, Bryce Echenique nos confiesa, paródicamente claro (en esas caricaturas salvajes de sí que gusta hacerse), declara sin tapujos que para poder escribir claramente ha colocado la máquina frente al espejo. Eso es lo primero que debe entender un narrador. Entender no: sentir, actuar, intuir, predecir. La primera inversión del escritor es la vida misma, él en esa vida, y allí, inevitables, las voces del otro. Ese personaje, el escritor, vive fundamentalmente en el libro, por eso me intereso cuando el escritor aparece como personaje de sí mismo y de la literatura en una narración. Esto implica un conocimiento de planos amplio, complejo y suscitativo. Algo ve el escritor y todos queremos verlo. Pero el escritor está en la escena, y eso le permite— si es inteligente, expurgar toda pretensión literaria. Ahora, claro está, la vanitas crea sus monstruos, sus fieras, sus aberraciones por allí. Mucha niña sorprendida en sensualidades exacerbadas que empieza a escribir y se queda viendo el mundo con un rostro de inspiración insoportable para cualquier humano. Hay mucho niño escribiendo en servilletas para mi amorcito, y viven y hablan sobranceramente de las palabras, del juego de la verdad entre todas ellas, del sentido en sus tiempos, de la oquedad en la palabra sol. Pero a pesar de no andar como pintor de gorrita con el título de artista puesto en las manos, ni con representatividades tan cursis como el anillo de grado de un profesional de la patria, el escritor se reconoce por su voz propia. Ese debe ser el logro. Esa su libertad. No voy a contarles lo que sucedió durante tres noches, mientras sondeaba la raíz, el origen de esa voz, que comprehende otras voces y otras repeticiones innumerables de sí misma, versiones recientes o arcaicas, olvidadas, menores, falibles de esa voz-voces que impulsaba mi mano ansiosa y adolescente (adoleciendo) a través del cuadriculado turquesa de un cuaderno italiano portato da Firenze...

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No obstante, si usted escribe porque es su manera de existir, forzosamente, cuando escriba, bien sea la enésima versión de Robin Hood, con el espacio literario importado del espacio histórico, aún así, eso que es usted a oscuras, las voces que recorren la memoria inscrita en su cuerpo, deberán hablar. El gran refugio, por supuesto, es confundir la vocación del escritor, eso que se es en el tiempo, la materia del destino. Confundir una manera de ser con una carrera literaria. Esa pretensión nos lleva a traicionarnos constantemente. A desilusionar como escritores. A aburrir a nuestros escasos lectores. A un narrador le pertenece lo real. La realidad, es decir, esta ilusoria evanescencia de la cosa. De la mercancía. Si quiero atrapar aquello que consigo en el flujo del lenguaje debo olvidar la pretensión literaria. El aviso del modelo. El yo que declara sus torpes anhelos disfrazados de un profundo (pero fatalmente banal y vacuo) esteticismo. Decir voz propia parecería un concepto unificador, y/o peor, reafirmador de la identidad unívoca y ungida del creador. Debería utilizar más precisamente, un nombre colectivo, un ideograma tal vez... Pero nos entendemos. Sabemos, aunque se trate del párrafo más insulso, que un texto pertenece a Cortázar. ¿Por qué? ¿Qué lo condena a esa identidad? Un ritmo, una mirada, una tesitura, un modo, la sintaxis. O todo, todo junto, porque también hay una atmósfera afectiva que define la voz. Esa arquitectura tras la cual Bajtín descubre al autor. ¿Qué propulsa, motoriza, desencadena el flujo de lenguaje que aspira a la forma literaria? ¿Dónde la llave, el ducto, el embalse? ¿Qué lo abre, qué lo cierra? Indefinible este asunto. Ni siquiera las intensas certezas de Diderot en sus trabajos sobre el genio justifican la realización de la escritura. El hombre —asegura Diderot—, proyectado en el universo, recibe, mediante sensaciones más o menos vivas, las ideas de todos los seres (1994, 35): El genio es aquel cuya alma más amplia, afectada por las sensaciones de todos los seres, interesada en todo lo que está en la naturaleza, no recibe una idea que no despierte un sentimiento; todo la anima y lo conserva todo (ibíd.). Ni siquiera esa rebosante, unánime, absoluta y universal sensibilidad —que se iguala por supuesto a la naturaleza— ni siquiera esa totalidad efervescente dilucida la gratuidad y el misterio de la escritura, la labor del libro. Algo sucede en la experiencia estética, algo donde, efectivamente, el todo se condensa, y la lectura asimila a un autor, a una obra; algo que diferencia, y es, de alguna manera, el sí mismo promotor de la pregunta por la existencia que, como apunta Kundera, toda novela termina por ser. ¿Qué sucede? ¿De qué nos despojamos? Entramos ahora inmediatamente, y seguro que no originalmente, a los ríos de la memoria, a sus laberintos, al juego incierto y azaroso de sus imágenes, del espacio ubicuo donde nos reconocemos por algo que tal vez nunca fuimos. Y empezamos a relatar una historia en secuencias gratuitas o grotescas, desen-

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trañando acaso sólo una imagen donde se condensa un continente de sentidos, de hablas. ¿Qué nos impulsa a ello?, ¿de dónde viene la necesidad de expresarnos de ese modo? tan marginal hoy día, el libro... en el lenguaje de todos y de todo, en la más manoseada de las materias. ¿Cuál es el sentido, el propósito? Creo, como desarrolla Antonio López Ortega en su Ars narrativa (1995), que parte de la "misión" de un narrador nacido en Venezuela, es reconstruir su memoria, en un mapa como el de nuestra tierra, hecho en la mutación imperecedera, en el efímero perfil de un paisaje que será derrotado fatalmente por el fulgor de una nueva y última o novísima idea, de ese deber ser pululante y al acecho en los discursos políticos, jurídicos, religiosos, periodísticos. Ultimamente han dicho que es un problema de autoestima el que padecemos. No es improbable, pero quién está preparado para definirse permanentemente, y ni siquiera meramente en el paisaje del caos y la transformación perpetua que exige el rumbo de la mercancía, la dinámica del mercado, el deseo afuera en la cosa pre-escrita. Uno de los nortes, o rumbos para evitar, detener, contener la disolución (si esto fuera necesario) es la memoria. Pero el retorno al pasado no garantiza ni su preservación, ni su expresividad. La reconstrucción del pasado no es descifrar la memoria. Un sólo gesto nos vincula a esa inmortalidad, a esos poblados inciertos, o esos aromas, a la imagen detenida y roja de una habitación que sustenta Lengua absuelta, por ejemplo. Es un espacio psíquico el de la memoria y no histórico, ni siquiera cronológico, sino justamente imaginario. La memoria está hecha de tránsitos condensados, de espacio, de imágenes retenidas en el espacio (Francés Yates). Símbolos. Volver a atajar esas imágenes, reponerlas en los espacios perdidos, representar el pasado (María Julia Daroqui), si bien es una labor que muchos le exigen a la narrativa venezolana, para que no perdamos los límites, la tradición, algo que hemos venido siendo y cumple la distorsionadora actividad de negarse y devorarse compulsivamente. Si bien es éste un camino apropiado para el escritor de novelas, pues se unirá el espacio de la infancia con la memoria que la habita, y las imágenes nos ayudarán a escrutar un espíritu de los tiempos. Si bien esto es cierto, debemos estar alertas. Lo perdido, esa afanosa nostalgia, más el esteticismo escamoteado en las últimas gotas de tinta, hacen de éste un territorio escabroso si no se lo sigue con humor. A través de la caricatura y no del retrato. Ese humor que nace de la distancia del ojo que observa la escena sin ilusiones ni expectativas, como quien presencia una bufa. El tiempo, su representación, no deja de ser quizás el primer problema que consiguen las palabras cuando se proponen atrapar, más bien ocupar, el espacio narrativo. El tiempo es el responsable del paisaje que las palabras reviven en el espacio del libro. Viste, define, hiere, distorsiona a los personajes. Onetti sabía que el tiempo es uno sólo jugando sus ilusorios transcursos en los cimbrados alambres de la memoria. El acontecimiento, el forastero lo desatan. El espacio es el mismo, Santa María. Y puso su ancla.

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Pasado y futuro buscan apretar nostalgia y melancolía, esperanza y deseo en cada una de nuestras más inmediatas vivencias. En efecto, el narrador al sustituir la experiencia de lo vivo, o desplazarla más exactamente, no puede evitar que estas fuerzas empiecen a actuar en la escritura. Habitan una escena en la que un hombre mudo, hasta ignorante, desata el flujo de la narratividad. Sin cauces, como gustaba hacerlo Sterne, libre de la opresión, de esa enorme conciencia de la estructura que significó el realismo. Antecesor, hecho en la improvisación como método, Sterne rió. Afirma en uno de los comienzos del Tristram Shandy: Ya sé que Horacio no recomienda precisamente este modo de narrar: pero este caballero se refiere solamente a una epopeya o a una tragedia; —(no me acuerdo a cuál de las dos)— y además, si así no fuera, le pido perdón al señor Horacio; — porque al escribir lo que tengo entre manos no pienso ajusfarme ni a sus reglas ni a las de nadie (1976, 32). Esto le permitió construir su mundo y a sus personajes, entre la disertación, las citas, los guiños tipográficos y la levedad de un hilo narrativo sin amarras. Su preocupación por la historia es apenas un pretexto para mantenerse en la viva propuesta de la escritura. "La quimera". La palabra improvisación puede utilizarse sin resquemores. No hay desorden. (El orden no tiene forma). Hay escritura. Imágenes haciéndose en el texto, en el espacio ocupado por las palabras. El autor divaga, se esconde, muestra su conciencia de la relatividad del espacio representado, no pretende solidificarlo, todo lo contrario, juega con sus historias en el teatro del mundo. La voz propia acaso tenga más que ver con lo deshilachado. Con lo casual, lo azaroso, con el flujo sin sentido de la escritura. ¿Hacia dónde se dirige asombrosamente a medida que soltamos las amarras que la reprimen: el sujeto estético, sus efervescencias? Cuando bordeamos y hacemos mofa del patetismo, cuando apelamos a la reflexión para evocar los sentidos de un paisaje, cuando usamos los puentes indebidos, aparece la voz propia— o puede aparecer. El tono, el color, el sonido o mejor, la sonoridad de un conjunto de voces, hablas de las cuales participamos (el autor y el lector). En el fondo, el autor es un hacedor de espejos. De imágenes reflejadas y su perplejidad. Muchas veces, engañosamente, la forma toma las facciones de la voz propia. Se interviene el texto. Se usan guiños, capítulos brevísimos, poesía concreta, se pintan en las páginas historias, se consiguen cartapacios tropicales, se habla del perdido paisaje de un río, viendo, sin ver ni ser vistos, una fuerte dosis de videoclips en week-ends. Personajes metatextuales, y sobreposición "atinada" de los planos temporales. Una tela de araña de pedrería donde rebota incierta la cabeza del escritor... Letras de música, intervenciones de cronistas, intertextualidad que no siempre es dialoguismo, dialoguicidad, perversión, inclusión, comunión. Estar atentos al pulso escritural requiere levedad. Y contemplativamente, lentitud. Para entender lo que ese texto que hemos escrito

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expresa. Afinar la arquitectura del espacio que ocupa pero sin distorsionarla ni acuñarla en una forma hecha, sino respetando la concupiscente arbitrariedad de sus nichos o escaleras inconclusas. Lo literario impone sus prestigios con alevosa destreza. Sabemos que podemos lograr la perfección de ciertas páginas. Hemos aprendido y puesto que somos inherentemente miméticos escribimos de algún modo lo que leemos. Lo dice Cervantes en el prólogo a la primera parte de la vida y obra del ingenioso hidalgo: "Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que cuanto ella ftiere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere" (1982, 72). Y esa influencia (Bloom) está presente y es parte de la heredad; las formas, miles de ellas, versiones y más versiones, ángulos, detalles, proyecciones, de esa primera metáfora que nombró al todo bullente e inconcebible. No sé si esa historia explica, justifica el hecho de ser un escritor a finales de siglo, con categorías que enclenquemente pueden apenas sostener sus términos. Imbuidos en un mundo banal y superfluo, en la virtualidad que impone la mercancía. Soy la sonrisa Pepsodent de mi cepillo Colgate y amo en sabana Blanco Blanco... Y por cualquier cosa un closeup de derrière tropical y senos caribeños. Para vender indistintamente insecticida, leche Nam, carros espaciales o whisky de gran seductor. Metidos en ese mundo, somos irremediablemente esos personajes aunque lo callemos, o nos empeñemos en que la literatura es así, con una historia bien clara, que lo narrado es la acción, el sucederse de un sentido, unos acontecimientos en la vida de personajes finamente estudiados dentro del esquema de la coherencia y la lógica. El personaje también cae inevitablemente en el discurso hecho de lo literario. Sus facciones angulosas y sus rizos brillantes destacan una aguda inteligencia y cosas por el estilo, dentro del más manido de los realismos. Dice Javier Lasarte a proposito de Julio Garmendia, Guillermo Meneses y Salvador Garmendia: "Toda literatura es —por la condición misma del signo (artístico)— esencialmente fantástica, siendo la realista la más grotescamente fantástica o fantasmática de todas" (1992, 35). Cómo se rompe ese retrato, esas palabras agudas en descripciones psicologistas que agotan el hecho mismo que promueve la escritura. Lo que sucede en la literatura reciente venezolana es la fractura del protagonista como tal. Varios instrumentos sirven para ello, la metatextualidad el más notable, la ironía, la parodia y el juego provocador de la estereotipización. El personaje como el texto mismo se fragmenta, se disemina: "Extraña la luz pues durante años ha permanecido encerrado en aquel aposento oscuro y maloliente que es la mente de su creador" (Quintero 1993, 80). La relación entre el narrador y el personaje cambia, fluye del tú al yo, al él, retratando los cortes que se sobreponen en los diferentes registros del habla y como si cualquier suceso narrado, cualquier protagonista no pudiera sino verse como alteridad y como pluralidad, desde todos los costados soy yo pero tú que evades y él que se aleja al fondo de un paisaje imposible. Esta materia incierta es lo humano en la narrativa venezolana de los últimos veinte años. Lo dialógi-

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co se expone sin cuidado a que revele las ajaduras de la tramoya misma, seguimos a Ednodio Quintero en el cuento Cabeza de cabra: Qué tipo más raro. Ni siquiera supe cómo se llamaba y se escapó sin despedirse. ¿Qué sucederá si me encuentro con él otra vez? No te preocupes, princesa de Transilvania, si te vuelvo a ver no te conozco. Pues he adoptado como mía la divisa de Heráclito: nadie chapotea dos veces en el mismo charco. Chao, mosco. El riesgo de encontrarla de nuevo es, de verdad, ínfimo. La antigua aldea agrícola y conventual, que a principios del siglo XX contaba diez mil almas, sobrepasa el millón y medio (1993, 196). Hemos heredado la modernidad, paradójicamente, como una forma de decadencia. Nuestras ciudades son caos antes que lumínicos centros de progreso. Son desarraigo, contradicción y hoy, bajo la sombra perversa de la crisis, desolación, agresión, indolencia y miseria inenarrable. ¿Hacia dónde dirige la pluma el escritor? El asunto ese de la armonía, aunque se niegue, finalmente, siempre está allí, ¿pero cómo atajarlo?, es tan pobre, patético y banalmente horrendo el mundo que nos toca relatar... ¿Qué ha sucedido con la telúrica apropiación de la innombrada naturaleza americana? Saturados de maravillas hemos retornado a la crónica urbana, al detalle cotidiano, a este mínimo mundo carente de naturaleza, del cosmos del origen. Son variaciones, apuestas, imágenes en el espacio de la memoria que extiende su juego significante del afuera al adentro, fraguando un sentido hecho de paradojas y perplejidades. ¿Hacia dónde nos llevará esta pulsión? ¿A la extinción del libro? Lo dudo. ¿Hacia el saber secreto, hacia un conocimiento alternativo, hacia el hipertexto? Todas estas probabilidades están allí, y más. De ser cierto que otra coherencia está naciendo, haríamos un descarte necesario: la narración que sigue la causalidad de los elementos, que fija a conciencia su estructura, es hoy lo que podríamos llamar el libro innecesario. ¿Qué sucede cuando quiere desvestirse la escena, lo existente? ¿Cuándo quiere hacerse uno mismo el espacio de la tramoya, del espectador y del escenario? La apuesta posible, acaso no la única, es volver a la improvisación, como sugiere Kundera en los Testamentos traicionados. Al texto casual y no causal, a la forma espontánea, automática, por qué no. Al respeto de la voz, el conjunto de murmuraciones interiores que nos habita. Explorar la paradoja o la risa. Implorar un sentido u otro. Urgar en lo antiliterario, en la mofa de lo perfecto. La duda, por ejemplo, es uno de los motores continuos del Quijote, de su espléndida metatextualidad. ¿Es verdad o mentira esta historia? Esa pregunta nos la hemos formulado, y ahora suceden textos que pretenden ser narrativos, como Barbie de Slavko Zupcic y recorren la historia desde la obsesividad patológica. Fragmentaria y grotesca:

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Hola, soy Alfonso M., el novio de Barbie: un dedo metido en el interior de un pitillo hasta que el pitillo estalle o un pitillo succionando las manos de un hombre para extraer su sangre: un escaparate masculino de 28 años cuya madre refiere inicio de enfermedad actual hace siete días cuando luego de ingerir licor en pequeñas cantidades es observado masturbándose junto a una Barbie de la que dice estar enamorado, siendo las impresiones diagnósticas iniciales parafilia benigna, tumor en el lóbulo frontal en fase de moria y esquizofrenia simple o un BMW rojo (1995, 29). El agotamiento de las formas realistas, la mengua de todo racionalismo, la lógica enflanquecida ante el imprevisible caos del final de los tiempos nos llevan a cruzar esos caminos. Pero aún en países como el nuestro que prácticamente carecen de un aparato crítico, el escritor siente debido a la recepción (colonial) que realiza del afuera, de otras literaturas que se tornan modélicas, siente un profundo recelo en arriesgar su talento en sí mismo, interpreta su pulsión con las palabras de otros, con sus formas, pero sin ninguna conciencia de ello, sin humor. Lo literario, desde este punto de vista, agota la formación de la voz propia, opaca la arquitectura del autor, la cuadratura y topografía del espacio narrativo que forja la obra de un escritor. Fragmentario y paradójico es el panorama de la reciente narrativa venezolana. El estereotipo se toma como elemento protagónico y hay en el fondo, no con los fulgores de las causas doctrinarias, una denuncia, un índice que apunta el mal, la afección y que, sin esperanza, descorre el velo de otra inocencia: aquella de no ser sino un tránsito de experiencias, fusionadas en el afuera activísimo, generador de sensaciones y escenas en las que participamos con parlamentos ajenos o gestos premeditados por otro. Sin escoger, alimentamos un drama fragmentario, de mensajes interferidos. ¿Quién es esta persona que soy yo? No podemos negar que la conciencia y cierta ilación hagan de estas experiencias materia de nuestras narraciones. Crean una historia, perfilan una identidad y, de cierto modo, clarifican los territorios de la memoria. No es fácil obrar la existencia como materia del arte. Los narradores padecemos de esta dolencia, somos miméticos y encarnamos personajes imposibles en la realidad que deshacemos en el libro y los libramos en la muerte o en el sueño imaginario. Pero reconocer en esos testimonios aviesos la coherencia del libro quizá resulte hoy más que nunca fruto del sentimiento que desencadena un texto y cuya tensión debe mantenerse casi ciegamente para cohesionar sus elementos. Un proceso que muy poco y nada tiene que ver con la racionalidad o la coherencia. Las determinaciones espacio-temporales poco importan ante la eficiencia de la imagen final. Desconcierto, asombro, consternación para otro poder de lo interpretativo. No la moraleja sino justamente lo desmoralizante. No el mensaje sino justamente su espantosa imposibilidad. Es el enigma como explicación. Juan Calzadilla Arreaza se lo pregunta en Paralisis andante (1988):

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¿Que cosa duele, en algún lugar que no es el de la memoria, como aquella uña? ¿Qué fantasma hemos creado, qué cosa se pasea por este pasillo eternamente, cada tarde, como si fuera la tarde misma, que retorna?

Bibliografía Bajtín, Mijail. 1989. Teoría de la novela. Madrid: Taurus. Calzadilla Arreaza, Juan. 1988. Parálisis andante. Caracas: Fundarte. Cervantes Saavedra, Miguel de. 1982. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Madrid: Cátedra. Diderot, Denis. 1994. Escritos sobre arte. Madrid: Siruela. Lasarte Valcárcel, Javier. 1992. Sobre literatura venezolana. Caracas: Ediciones de la Casa de Bello. López Ortega, Antonio. 1995. El camino de la alteridad. Caracas: Fundarte. Morgan, Oliver. 1994. Una memoria sin historia. En: Punto de Vista. Revista de Cultura. Año XVII. 49. Buenos Aires, agosto. Quintero, Ednodio. 1993. El personaje. En: Cabeza de cabra y otros relatos. Caracas: Monte Avila. Sterne, Laurence. 1976. Vida y opiniones de Tristram Shandy, Barcelona: Planeta. Zupcic, Slavko. 1995. Barbie. Caracas: Grupo Editorial Eclepsidra.

caballero.

Personajes y perspectivas: inseguridad y fractura Cristina Policastro

El autor omnisciente pasó de moda. Ya no responde a las necesidades de un mundo que se vive fragmentariamente, aunque su apariencia sea la gran mentira de la globalidad. Más que de aldea global debería hablarse de cultura homogeneizada, la civilización de las masas. Como comunicadora social y guionista de televisión pertenezco al pequeño número de personas que, sin ser financistas ni tener control real sobre los medios, sí tenemos al menos cierta responsabilidad: la de los hacedores o fabricantes de una parte de esa cultura. Sin embargo, la sensación que tengo es la de no pertenecer, o no sentirme representada por la cultura de masas. Tratemos de explicar esta aparente "disonancia cognoscitiva". La escritura para televisión —al menos ésa ha sido mi experiencia hasta ahora— es altamente restrictiva. Hay ciertas reglas que deben respetarse, ciertos experimentos que no siempre se pueden intentar, y el juego de ideas y lenguaje debe mantenerse al alcance de un público que abarca desde personas analfabetas hasta muy cultas, sin ser inexorable para unos ni excesivamente obvio y banal para los otros. Es un reto y un oficio, llámesele si se quiere el de escribidor, el de sentarse día tras día ante una computadora y otorgar palabra y acción a unos personajes que cobran una vida casi real —sin espacio para la imaginación de quien, como el lector de libros, va completando—, pues todo: desde la imagen visual hasta la voz y los gestos, es mostrado en detalle y llevado simultáneamente al interior de las casas donde es recibido por miles de aparatos de televisión accionados por sus televidentes. Hablé de la escritura televisiva como oficio con restricciones. De hecho, lo que uno escribe para televisión ni siquiera le pertenece al escritor. Se trata de una labor de equipo que responde a premisas y necesidades de un canal de televisión y sus múltiples estudios de mercados y targets. Pero así y todo, la confrontación con una escritura tan específica y restrictiva despierta —al menos en mi caso— la necesidad de encontrar otras vías de expresión más libres, coherentes con ese ser humano propio de nuestra época que está debajo, o, por lo menos, más escondido que el hombre de masas lleno de información. Es decir: el ser fragmentado, aislado, que en parte se desconoce a sí mismo y que —muy distinto al efecto de homogeneización cultural— vive su realidad desde una pequeñísima parcela, un pequeñísimo ángulo que no se corresponde con esa idea de realidad y de verdad que se le quiere imponer. No existe una sola realidad ni una verdad, aunque una parte de todos nosotros participa de esa homogeneización cultural, y se entera instantáneamente de un terremoto ocurrido en la India, un chiste emitido por Clinton o la explosión de una bomba en el metro de París, y eso da la sensación de "pertenecer", de formar parte integral y vital del conjunto de los seres humanos que habitamos

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el orbe. Sin embargo, por otra parte —tal vez reprimida y negada—, la sensación de soledad y aislamiento, de ser diferente y no pertenecer ni encontrarse, es también abrumadora. Así lo veo, lo siento, me importa expresarlo. Por ello, a la hora de narrar el punto de vista se me convierte casi en obsesión. ¿Cómo expresar la fractura, el ocultamiento, la trampa? ¿Cómo decodificar y entender esa otra realidad, múltiple y fracturada, que se vive al margen de la alienación y relegada a los submundos? ¿Cómo hacer de la escritura una forma de conocer el presente? Porque a mí me interesa el presente. Hay autores que escriben desde la nostalgia, con la cara un tanto vuelta al pasado para, desde la memoria, rescatar lo que el tiempo ha destruido. Es como cuando una computadora, por simple arbitrariedad venática o descuido nuestro, se traga un archivo y nos despoja así de algo que hemos escrito o creado. La angustia por recobrar el material perdido puede adquirir distintas vertientes. Ciertos programas son capaces de restablecer archivos destruidos, pero básicamente, lo que no se guardó en el back-up, nunca podrá recuperarse. Eso sí: puede reconstruirse y será mejor o peor, pero nunca lo mismo, ya que la memoria —por suerte— no posee exactitud matemática. Cada autor, a su manera, se enfrenta a ese ansia, ese vértigo del rescate de un pasado, propio o histórico, que se irá modificando y re-creando con el proceso de la escritura. Pero también existe —y éste es mi caso— un ansia por escarbar el presente, diagnosticarlo, conocerlo, y creo que la narrativa es una extraordinaria forma de indagación. El escritor, cuando se aleja de las fórmulas del éxito bestselérico, es decir, cuando busca un camino propio e intenta sustraerse a la homogeneización cultural, encuentra, entre otros problemas, el del ya mencionado punto de vista narrativo, porque poco importa lo que ha de contarse, sino la forma de contar, intentando no ya "ser espejo del mundo", sino su réplica intervenida. Es decir: proponer, desde la ficción, la existencia de realidades alternas, existencias posibles y, sobre todo, miradas múltiples capaces de revelar, desde ángulos distintos, procesos de vida paralelamente subterráneos a la homogeneización cultural. Desde mi experiencia y sin pretender generalizar o imponer un "deber ser", he descubierto algunos mecanismos para dicha indagación: Es preferible que el autor desconozca la historia que va a contar, para así irla descubriendo a medida que escribe. Ahora bien, hablar de autor es casi un anacronismo, un pecado mayor. Interesa hablar del narrador. ¿Puede el narrador conocer con anticipación lo que narra? Por supuesto, pero eso sí: el autor —y perdónenme de nuevo su mención— sólo debe enterarse a medida que sus dedos trascriben la voz del narrador. ¿Por qué? Simplemente porque no creo en aquello de "Voy a contarles un corrido muy mentado" o "Había una vez...". Para mí, narrar es crear voces

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que cuenten, y no sólo al lector. El autor debe ser el primero en sorprenderse e interesarse con lo que le está siendo contado, porque escribir es descubrir, conocer, vivir por primera vez un proceso sin existencia previa al acto mismo de la escritura. ¿Cuántos narradores hacen falta para ello? Los que el proceso mismo vaya exigiendo, pero eso sí: me resulta fundamental abordar la escritura desde el mayor número posible de ángulos de visión: unos distanciados, otros sumergidos, alguno náif, otro escéptico, alguno infantil, otro senil, quizá uno feminista, otro de mujer sometida, uno de macho vernáculo, otro de intelectual, alguno primario, de culturas ancestrales... Es decir, múltiple, porque la realidad existe en la medida en que es percibida por alguien. Pero no se trata de dominar la realidad y apropiársela con afán colonialista. Explorarla, sí, y apropiarse de algunas de sus parcelas por la vía del conocimiento ficticio, que es el que completa y otorga, dando luz sobre el caos. Me remito aquí a la experiencia de mi segunda novela: Ojos de madera. El personaje narrador es un sacerdote llamado Miguel Gómez, hijo bastardo, cuya desesperada necesidad de forjarse una imagen paterna se transforma en una búsqueda teológica en la que Dios puede ser, por momentos, Marx, un sacerdote de izquierdas, la figura de un artesano de la madera dador de vida y de muerte, un hermano —adinerado, mujeriego y alcohólico—, o el propio Ser Supremo: padre por excelencia, en este caso sordo, ciego y mudo, colocado de espaldas ante las necesidades humanas. Esta multiplicación de imágenes para armar el rompecabezas de la figura paterna, no hace sino reproducir, de alguna manera, la fragmentación interior del personaje, quien se siente invadido por otros personajes y otras perspectivas, incluida la de una mujer llamada María Luisa, quien despierta sus deseos eróticos contenidos durante más de veinte años de celibato. Y, sin embargo, él es el único personaje de la novela, pues todos los otros son desdoblamientos de sí mismo al intentar vivir o haber vivido la vida de otra manera. Puede decirse entonces que se trata de un ego y su alter ego atomizados, que producen nuevos egos y alter egos fragmentarios en un mundo de seres aislados, portadores del distintivo de la "aldea global", en la que las comunicaciones se perciben como bombardeos noticiosos, invasores de esa isla globalmente informada que somos. De ahí la estructura de la novela, un tanto fragmentaria, a ritmo de galope, sostenido al principio, pero necesariamente atropellado en su desarrollo y desenlace hacia el vértigo final de la locura. Pasemos a hablar ahora de la ironía, que —según creo— es el recurso más eficaz para dar cuenta de las dos dimensiones simultáneas y paralelas que vive —como trampa— el hombre de hoy. ¿La trampa?: vivir fragmentariamente, aunque la apariencia sea la gran mentira de la globalidad. Y aquí, la ironía permite la toma de distancia necesaria para que emerja la mirada crítica. La narrativa como instrumento de conocimiento y forma de indagación no está reñida con ese deseo de recuperar lo perdido de quienes escriben desde la

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nostalgia que, dicho sea de paso, al incorporar la ironía, como finamente hace Teresa de La Parra en Memorias de Mamá Blanca, transforma la nostalgia en crítica aguda del presente. Según Fernando Pessoa, "Un jardín es un resumen de la civilización— una modificación anónima de la naturaleza" (Libro del desasosiego), y provocaría parafrasearlo haciendo la equivalencia entre jardín y libro. Sin embargo, el acto de escritura no es resumen ni síntesis de la civilización, tal vez sólo un túnel de castor, o la mano que aparta unas hojas para dejar ver las otras. En todo caso, y ahí el jardín de Pessoa equivale a lo que me interesa de este oficio: la escritura es modificación —no importa si anónima o firmada— de la realidad. Pienso que la cultura de masas en la que todos estamos inmersos tiende a encubrir, e incluso a "ningunear", toda forma de estar en el mundo que no se apegue a sus requisitos. Y así, la escritura como indagación se convierte también en un intento por contrarrestar la pérdida de un presente que a veces ni siquiera logramos aprehender en su transcurrir. Pero, además de ese instinto de recuperación, existe el deseo —a veces secreto o inconsciente— de intervenir en el mundo y transformarlo por el simple hecho de imaginarlo alterno y comprensible sólo desde una sumatoria de puntos de vista de los que, como individuos aisladamente informados, no disponemos en la vida real. Porque existen modos diversos de estar en ese mundo habitado por personas de diferentes percepciones, en proceso de cambio y a la vez estáticos, y es interesante rastrearlos o indagarlos en ese día a día (presente escurridizo) que nos toca vivir, sin aspirar ya a la novela totalizante. Por el contrario, importa seguir la ruta de seres fragmentados como partículas de un caleidoscopio que no pretende ser ya la totalidad de un cosmos, sino un simple micromundo, pero eso sí: global. Es decir, otorgando al lector la posibilidad de internarse en ese microcosmos con la mayor cantidad posible de ángulos de visión (ojo: no hablamos de información). ¿Para qué? Entre otras cosas, para ratificar que ese hombre de hoy que somos todos, expuesto constantemente al bombardeo informativo fragmentario, homogeneizante y superficial, es también otro hombre, contracultural si se quiere, capaz de tomar distancia y percibir nuevas formas de estar en el mundo. Ese otro hombre, utópico tal vez, es el reverso del autor omnisciente, creador como Dios. Es decir, el lector como Dios, sobre quien puede recaer la omnisciencia al terminar la lectura, porque sólo él, a diferencia de los personajes o del narrador múltiple, tiene la posibilidad real de saberlo todo acerca de un micromundo que puede ser el suyo visto desde muchas miradas. Pero cuidado: ese lector como Dios se corresponde al Dios que somos capaces de imaginar hoy, es decir, vulnerable y fracturado; así que no se trata de otorgar seguridades, porque, como bien apuntó siglos atrás Sócrates, cuanto más se sabe, se comienza a comprender lo poco que se sabe. Y aquí quisiera citar unas palabras de "El Tonto de la buena memoria", personaje de Santo Oficio de la memoria, de Mempo Giardinelli:

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[...] las voces son muchas y todas disonantes, disociadas, caóticas. [...] Porque no hay lógica ni bastonero, no hay quien exponga, no hay voz omnisciente, es como si se hubieran muerto las omnipotencias, las omnipresencias. [...] Estar en el centro, ser el piñón de la rueda y escuchar voces debe necesariamente implicar, en este caso, la pérdida de toda seguridad (1991, 294s). Y la pérdida de seguridad —en consonancia con el decir de Sócrates— es la vía más segura para el conocimiento. Así, una vez concluido un relato, el AUTOR no ha hecho otra cosa que aprender (conocer de un mundo que no es unívoco) a través del propio proceso de escritura que, como yo lo veo, es indagación sobre todos los ángulos posibles de una realidad escurridiza y múltiple. Sólo ahora, tras concluir la escritura, puede el escritor, como cualquier lector, sentir que ha alcanzado un nivel más alto de apropiación de la realidad. Unicamente así me interesa la escritura.

IV LA NARRATIVA ENTRE REALISMO Y EXPERIMENTO

Los espacios alternos en la novela venezolana Milagros Mata Gil

I. El tiempo llamado postmodernista se ha venido descifrando como uno afectado por las intervenciones políticas, económicas y sociales provenientes 1) del hiperdesarrollo industrial y sus consecuencias de alteración del medio ambiente, generación de conflictos de clase y establecimiento, también conflictivo, de los mercados; 2) de la influencia e imposición de interpretaciones sistemáticas de las doctrinas liberalistas y de un capitalismo cuyas crisis determinan también el hipercrecimiento, a veces monstruosamente deformado, de sus formulaciones, inclusive políticas y de esa manera se fomenta la existencia de formas perversas de la vida social; 3) de las veloces transformaciones que han sufrido los signos más o menos universales y estables que servían para aprehender cognoscitivamente el mundo1; 4) del enclavamiento de realidades virtuales, entendiendo como tales aquéllas que tienen existencia aparente y no real, pero también aquéllas que se dan como implícitas pero que sólo están produciendo el efecto de que existen, o incluso de las realidades históricas que se escamotean en beneficio de sus versiones mediadas, a través de la manipulación de los medios masivos de comunicación y la ilusión que ellos producen de que uno está muy informado: tanto realidades virtuales como estatutos mediados constituyen proposiciones homogeneizadoras desde los centros de poder; 5) de las injerencias tecnológicas que van incidiendo en la vida doméstica, en la cotidianidad del individuo, haciéndose presencias indispensables, y, en fin, de todo eso que ha terminado por producir una grandiosa inseguridad vital en los hombres que se traduce en la búsqueda del refugio de apre(he)nder solamente lo inmediato temporal y espacial (porque después quién sabe). Apenas si se sobrevive en esta circunstancia actual. Todo lo que se aprende se fosiliza velozmente, sirve de muy poco, quizá sólo como base para poder entender otra cosa, otro manejo, otra idea. Hay un permanente desplazamiento de los lugares y eso está impidiendo la fijación de una ontología: se cree saber de dónde uno viene y adonde uno va, porque sólo se remiten esas preguntas a las marcas de una identidad académica o política o social, pero en todo caso absolutamente pragmática e instrumental. Se tiende a revalorizar la epistemología, porque ella tiene el prestigio de servir de herramienta para estar en el mundo de alguna manera lógica, sin parecer un ser perdido o, en el mejor de los casos, un explorador.

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Lenguajes, geografías, sistemas de gobiernos, vínculos culturales, manuales, gramáticas y así sucesivamente.

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Pero, en el fondo, se va instaurando la consciencia de que uno no pertenece a ninguna parte: de que ha sido desplazado del espacio que le corresponde por derecho, y ha sido desplazado por fuerzas que no se pueden combatir porque ellas pertenecen a cierta estipulación maligna que es inherente a la condición de la vida, que ha sido potenciada por las actuales circunstancias y que arropa la sociedad y los pueblos y los seres, sometiéndolos a sus reglas de juego y su dominio. Por otra parte, se producen dos reacciones polares que implican una cierta defensa ante toda esa inaprehensible, omnipresente e inderrotable malignidad: una se corresponde con la necesidad de rescatar y salvaguardar valores como los sueños, los ideales, las leyendas, la tradición, los lugares sagrados o históricos, los mitos y la poesía. La otra es más bien un impulso de evasión: la necesidad de crear lugares alternos, de fundar en ellos sitios, de nominarlos y vivirlos, de oponer a la realidad propuesta otra forma de realidad, propia. Esto sucede, sobre todo, en términos de representación estética y, específicamente, en términos de representación lingüístico-literaria. Desde finales del siglo XIX toda una corriente de pensamiento se ha dirigido a plantear la situación del lenguaje como factor de dominación. Nietzsche, especialmente, señaló en su momento que la lengua es "una estructura de dominación en la cual estamos inmersos", es decir, un patrón diseñado previamente que se superpone a las existencias para proporcionar una versión mediada de las formas del mundo. Ante esto, la rebelión consiste en aprovechar la potencia misma de la lengua para crear mundos distintos, variaciones de la realidad inmediata. En términos generales, esto se vincula con una interpretación irónica del mundo, establecida por los románticos como la necesidad de existir (estéticamente) rompiendo con la gran teoría de las presencias y realidades absolutas y abriendo las compuertas para que ingresen realidades alternas, paradojas que destruyan la ilusión de certeza de las representaciones usuales y que accedan a territorios de lo grotesco, del humor, de lo paródico, de lo imaginado. Citando a Víctor Bravo: El reclamo de Hegel a los románticos de convertir la ironía socrática en un principio general sobre el mundo, se convierte de este modo en el gran hallazgo romántico: desde la perspectiva estética otorga a la consciencia reflexiva la visión de la dualidad, la capacidad de hacer brotar lo heterogéneo, lo incongruente, lo alterno, en el horizonte de las homogeneidades (1993, 68). Esto se cumple, sobre todo, en términos de la narrativa, que se convierte en el planteamiento de ese doble movimiento de acción/reacción: oposición del mundo imaginado al mundo propuesto como real, interpretación de la reflexión especular. Es decir, en plena transición epocal, la novela tiende hacia esos dos aspectos espaciales básicos y polares: uno que construye, recupera y establece patrias y casas con la expectativa de instituir para siempre un sistema de lugares que sirva de referencia al mismo novelista y a los posibles lectores. En otros términos, un sistema de construcción de lugares, a veces tomando como

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referencia una geografía real o evocada sobre la cual se inventa un cosmos con sus territorios y sus coexistencias, pero vinculándose a la tradición, a la historia, a las marcas de identidad. Y otro que asume la omisión voluntaria de esas marcas y la creación de paisajes —de la memoria o del olvido o incluso paisajes fantásticos— absolutamente ficticios: Espacios alternos. En ellos, las historias ocurren, se trazan en la novela, hay un flujo del tiempo, un relato, una reflexión quizá, una lirización a veces. Pero ocurren sobre un plano que no tiene marcas de identificación. Un plano que es cualquier parte. O que es, a veces, un mundo ficcional propuesto al lector como ficcional: un mundo donde el escritor juega a ser Dios y se burla, paradójicamente, de este torpe deseo de demiurgia. Si se sigue el planteamiento de Arnold Hauser (1974), esta forma de entender la espacialidad se relaciona con la noción de sociedades que, subyugadas por los poderes, buscan sobrevivir asumiendo posibles alteridades. Pero también corresponden a otra circunstancia más radical: el novelista, como toda la humanidad, ha venido siendo despojado paulatinamente de su espacio vital. La ruptura de las referencias patrióticas, los procesos de integración económica, política y cultural, la necesidad de trabajar fuera de su hogar, que lo incapacita para internalizar sus relaciones con la casa y la erosión de sus conexiones con el espacio exterior en beneficio de esos espacios propuestos por los medios masivos de comunicación, así como por entelequias ontológicas como el ciberespacio y toda otra fórmula adscrita a sistemas informáticos2 han producido un arrinconamiento. Y si la novela es un género de naturaleza especular, sólo puede reflejar entonces los trazos de ese desplazamiento, por una parte, y, por la otra, el deseo de tener un espacio propio, diferente, del que no se pueda ser despojado. Desde Cervantes, la correlación espacial: la coexistencia de los elementos dentro de un plano espacial, ha sido siempre una preocupación entre los novelistas. Es verdad que la aventura de Don Quijote comienza "en un lugar de la Mancha de cuyo nombre" el autor no quería acordarse, pero también es cierto que esa omisión del nombre, tan voluntaria y audaz, sólo potencia el resto de la geografía novelesca que sustentará la obra. La novela es un arte de los desplazamientos. Para existir, requiere siempre una coordenada de espacio. En el Ulises, dos hombres entrecruzan sus corrientes de vida dentro de un espacio geográfico perfectamente identificable, pero lúcidamente universalizado por la absorción del mito. Aun los viajes interiores de Henry James e incluso los viajes de la memoria de Marcel Proust. Aun las formas de la quietud y el estancamiento en Kafka o los espejos quebrados de John Dos Passos. O el mundo alucinante de Orwell o el feliz de Huxley. Todo eso se correspondió en su momento con la aceptación de una geografía real-ficcionada: un sitio posible.

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Tela de araña, autopista de información, correo electrónico.

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Pero la novela contemporánea ha ido negando tal geografía. La fiesta de despedida, novela de Milán Kundera, por ejemplo, puede suceder en cualquier país de Europa ordenado dentro de un sistema político de la antigua orientación comunista. Pero no hay ni la más ligera pista o indicación de espacio geográfico preciso. Lo que es más: no hay ninguna referencia a un paisaje urbano o rural, ninguna indicación espacial, ninguna descripción de lugares. Rasgos. Ubicaciones parciales necesarias para la comprensión de la escena. La historia transcurre en un primerísimo plano, ocupando la totalidad del texto. Uno de los personajes es un emigrante político: un hombre que se está yendo, decepcionado y en verdad erosionado como ser humano. Y aun este hombre sólo expresa relaciones de su presente con su memoria y sus problemas, sólo sensaciones íntimas ante un paisaje muy levemente descrito, sólo reflexiones ante su propio extrañamiento con respecto de su nación y de su sociedad, que, en definitiva, es también un extrañamiento con respecto de la especie humana. Y, en general, cierta novela contemporánea es un género de la evasión, un género de la desesperanza: como si al perder las referencias espaciales, cualquier otra se hubiera convertido en vacío. Las historias transcurren en ese vacío, mero juego literario, mero artificio dolorosamente enquistado en la sensación de haber perdido el Ser.

II. El mismo fenómeno se ha venido expresando en la novela venezolana. El peso de la vigorosa, inmensa tradición espacialista que viene cumpliéndose desde la protonovela cronística de los siglos XVII y XVIII ha afianzado una intención de patrialidad, un forjamiento de los territorios y las historias y los valores y las leyendas usualmente conocidas y reconocidas como patrias, aún dentro de otros enfoques: críticos, a veces. En algunas oportunidades, como forma de reporte, para dejar testimonio de lugares y anécdotas. Otras veces, nostálgicos. Pero también ha favorecido la invención de territorios. Estos territorios inventados son generalmente interpretados como una búsqueda de la expresión literaria de una necesidad aprehensiva de lo espacial, que por lo demás parece remontarse a los traumas del encuentro cultural que sacudió los cimientos de las culturas del Viejo Mundo y el Nuevo Mundo, para utilizar expresiones gastadas por el abuso en un momento histórico tan importante como esos siglos que van desde el triunfo del Hombre al triunfo de una parte de él: su Razón. Desde la década de los 70 se ha venido produciendo en la novela venezolana una obliteración del espacio. Sería factible explicar el fenómeno como reacción contra el hiperpaisajismo regionalista que estuvo vigente durante tantos años: el omnipresente paradigma de Rómulo Gallegos y la novela regional y todo cuanto generó en términos de angustia y detención de ciertos procesos creativos, incluso instaurándose como modelo oficial. Sin embargo, es posible percibir, además, algo más que el desenvolvimiento de una ruptura con la tradición y es una tendencia a asumir el extrañamiento: el sentimiento del exilio. Este senti-

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miento no es, en realidad, algo nuevo sino que responde siempre ante una necesidad de huir de la hostilidad o de la invencibilidad del propio espacio. Lo que se le criticó en su momento a Manuel Díaz Rodríguez, indiscutible referencia del modernismo en la novela, fue la sistemática otredad que había asumido en sus novelas frente al espacio (paisajístico y contextual) del país. En ese momento histórico, a principios del siglo XX, la gente sentía que era necesario fijar ante el resto del mundo la existencia real de los países latinoamericanos como entidades distintas no sólo de la metrópolis española, sino de cualquier otro centro metropolitano propuesto, inclusive los Estados Unidos. Como ya se ha precisado abundantemente, la novela era en ese momento un acto político— y continúa siéndolo, de hecho, porque así lo exige su naturaleza especular. Entonces, la consolidación del espacio real de la nación debía convertirse en un patrón político necesario para la consolidación del Estado Otro, lo que derivaba, por supuesto, hacia una consolidación de los poderes. Los modernistas, entendiendo como tales a los seguidores de las propuestas de Rubén Darío, colocaban la cuestión estética por encima de la política y eso los convertía en subvertidores del orden usualmente asumido como patriótico. Por lo demás, y varios años después, se produjo una reacción similar contra los postulados estéticos tradicionales de las artes visuales. Un movimiento como el del Taller Libre de Arte se alza en contra de la representación figurativa, se deslinda en busca de otros problemas: el color, la forma, la desvinculación de la anécdota. Es decir, después de los años 40 y 50, varios artistas venezolanos, como Jesús Soto, Alejandro Otero y Carlos Cruz Diez, se abrieron hacia la búsqueda de realidades virtuales, de juegos de ojo, de especulaciones con el color, de desenvolvimientos de la forma como valor en sí, desde la negación de su espacio original y de la asunción de una espacialidad ni siquiera ajena, sino diferente, sin marcas: esta vez sí abstracta. Su exilio fue más allá del extrañamiento del país, de la búsqueda de otros paisajes: ellos se exiliaron del mundo que circulaba a su alrededor, intentando interpretar sus transformaciones desde códigos estéticos. Se convirtieron en exégetas del industrialismo, de la tecnología, de la ciencia: de la modernidad. Modificaron las percepciones de lo cotidiano en tanto que se refirieron a objetos del mercado. Propusieron diseños para los nuevos valores. Pero asimismo, como el exiliado de Kundera, no sólo se hicieron otros con respecto del espacio propio, sino que se volvieron desemejantes con respecto de su propia contingencia humana y con respecto del ámbito humano que los rodeaba. Se aislaron, explícita, literalmente.

III. Es un proceso similar el que se está produciendo desde los 70 en cierto ámbito de la novela venezolana. Ya anteriormente, dos escritores habían planteado una asunción distinta del espacio: una asunción evasiva, sin marcas o fantástica. Estos escritores, islas inclasificables para cualquier seguidor de Linné, son José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) y Julio Garmendia (1898-1977). Posterior-

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mente, en 1982, José Balza (1939) publica Percusión, donde, a partir de una concentración del tiempo3 se expande la acción hacia el espacio, abarcando paisajes muy distintos entre sí. Lo llamativo en esa novela eran los nombres ficticios que actuaban como máscaras espaciales. Los lugares eran aparentemente conocidos y la incerteza de los toponímicos, la rareza de esas palabras que además no pertenecían a ningún lenguaje conocido, deshacían las marcas concretas de identificación. Ello no implicaba la eliminación espacial: la historia transcurría en sitios específicamente descritos. Había paisajes. Había regiones donde los personajes se asentaban, fluían, cumplían sus destinos y sus viajes. De hecho, la justificación de todo el estallido temporal era precisamente su realización espacial. Pero el espacio propuesto por el novelista era distinto, de propiedad exclusiva, que no tenía nada que ver con el homogéneo prescrito por el uso y la costumbre y que en cierto modo producía una sensación de inseguridad vital en el lector, al arrancarlo de sus referencias usuales. Una obra como El bosque de los elegidos (1986), de José Napoleón Oropeza (1949), es más clara en ese sentido. La trama, elaborada a base de disfraces y enmascaramientos, transcurre en un parque y en un baño-sótano de varios niveles donde se van desplegando los sentimientos y las perversiones de un personaje polimórfico: mujer/hombre que asume otros seres en sí. Hay un hilo sutil de vinculación con Dante, con la concepción dantesca del Otro Mundo, con la penetración en universos saturnales, subterráneos, marginales. El planteamiento de una homosexualidad concebida como infierno se realiza dentro de un espacio traspuesto. De hecho, el espacio de la homosexualidad se establece como un otro: un sitio donde la búsqueda de placer, del contacto de un cuerpo amado o deseado, de la calidez de un sentimiento, implica un riesgo mortal y también la necesidad de ambas condiciones: ocultamiento y disfraz. Como comentario al margen se podría establecer una relación entre el paisaje escamoteado o disfrazado y cierta actitud de ilegitimidad moral, de transgresión de los valores establecidos por la sociedad, o de la representación de otro aspecto, generalmente en sombras, de esos valores. Esto se especula si uno revisa las historias que se cumplen en las dos novelas mencionadas anteriormente: siempre universos oblicuos, sombreados o sumergidos en una iluminación que permite toda ambigüedad y/o toda abominación, toda fragilidad de los sentidos y toda realización de esa fragilidad, toda publicación y todo disimulo. Y vuelve a encontrarse en un texto donde igualmente el espacio se desea disfrazado: Voces al atardecer (1990)4, de Francisco Rivera (1933). En esta novela se van cumpliendo perversiones como cotidianidades dentro de un

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Un personaje llega de nuevo a su ciudad natal, después de 25 aftos de ausencia y de súbito se encuentra a sí mismo rejuveneciéndose pero con toda su historia transcurrida en la memoria y va recordando, armando su historia a partir de ese instante. 4 La novela mencionada fue ganadora de la segunda versión del premio de la editorial Planeta Venezolana.

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espacio esmeradamente urbano, visto a través de la lente múltiple (capaz de grandes ángulos y de acercamientos) de una clase intelectual viscosa y corrompida, debilitada por sus vicios, generalmente estéril a su manera exquisita. En cualquier caso, la perversión consiste en una manera de subvertir el orden establecido. Una manera no necesariamente maligna, aunque pueda ser maliciosa. La perversión actúa entonces en todo sentido: desde la historia, pero también desde el espacio donde transcurre esa historia y desde el tiempo, a veces radicalmente alterado. En Parto de caballeros (1991), de Luis Barrera Linares (1952), el asunto del espacio forma parte de un planteamiento estético más sólido: la elaboración literaria corresponde aquí a un recurso de estilo que ya había venido siendo trabajado por el autor: el deseo de desarrollar en primer plano el flujo narrativo va absorbiendo paulatinamente el espacio: la historia, el acontecer de los hombres actuando o dejándose sacudir por las circunstancias, conforma un tejido básico, fundamental, de tal manera que el espacio no es ni reconstruido, ni disfrazado, ni mucho menos recuperado, sino simplemente omitido o escamoteado por la voluntad del novelista, dirigida hacia el objetivo de que la historia actúe como corriente de hechos. En una novela anterior de este autor, Para escribir desde Alicia (1990), el problema de las coordenadas espaciales y temporales no se resuelve sino como un interrogante que parte de la historia y de su configuración textual: aún es enigma, aún el juego se está diseñando sobre el plano y las reglas no aparecen muy evidentes. Hay allí espacios delineados, evasión de los toponímicos: el territorio es el lenguaje. Pero hay ya una direccionalidad que otorga autonomía al ejercicio literario en sí, al arte de construir en cuanto tal una historia que fluya por los tiempos, cubriendo toda el área narrativa, sin abrirse a las perspectivas de otro espacio distinto del texto y la historia en lo que significan y son ellos mismos. La posición de Barrera Linares en cuanto a omisión espacial (o a proposición del lenguaje —la trama— como espacio) no ha llegado a ser tan radical como la de Oswaldo Trejo (1928). Este excelente escritor publicó en 1990 un trabajo límite, Metástasis del verbo, abstracción total donde las líneas tempo/espaciales se cumplen dentro de una zona absolutamente dada por el predominio del lenguaje: como historia, como territorio, como flujo, como materia estética, como significado en sí mismo. En efecto: el texto (¿novela?) está construido de manera tal que no tenga ningún verbo en forma personal: las acciones potenciales se desvían hacia sus modalidades sonoras: el sentido se da por resonancia y la continuidad es incierta, o más bien tan cierta como la continuidad de la música. Trejo había venido explorando desde hacía bastante tiempo las posibilidades del lenguaje como signo en sí: como forma y contenido de una sola voz, pero también dentro de los términos de una interpretación estética que estuviera más cerca del sonido que del sentido. Esto se puede entender, en cierto modo, como una forma de crear una espacialidad alterna cuyas referencias ideológicas pudieran quizá emparentarse con los picos del modernismo, quizá con ciertos elementos del decadentismo, y quizá con manifestaciones

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formalistas y constructivistas, aunque eso no dejara de ser puro lineamiento crítico. En una vía parecida, otros dos escritores venezolanos han explorado la misma vertiente de la territorialidad construida por el manejo de la lengua en sí: César Chirinos (1935) y Rodolfo Quintero Weir (1950), ambos de Maracaibo, una región del occidente del país que se caracteriza por una multiplicidad cultural derivada de la coexistencia de antiguas culturas indígenas, manifestaciones del mestizaje postcolonial y modernísimas tecnologías petroleras. Por otra parte, podría decirse también que el patriotismo de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990) establece uno de sus puntales semánticos en la elaboración literaria de los lenguajes regionales: en la utilización del habla regional como uno de los recursos de su particular escritura. La formulación armasalfonziana se establece en términos de cumplir los efectos de la construcción de un espacio patrio, una región asumible como propia y colectiva, lo que nos llevaría, por muy tortuosos senderos, otra vez al viejo postulado criollista, otra vez a Juan Vicente González (1810-1866) como ideólogo y a Andrés Bello (1781-1865) como generador del mensaje americanista más antiguo, propiciado por el proceso de formación de las nacionalidades: la lengua como espacio, lo que no deja de ser un importante asunto para tomar en consideración. De hecho, tanto el planteamiento nietzscheano como el romántico, así como sus interpretaciones posteriores en Mallarmé y Apollinaire, apuntan hacia el objetivo de fundar con los elementos del lenguaje una objetivación de lo real, incluso implicando la disolución de las referencias habituales, una alteración de la perspectiva, propuesta como base estable para el hombre desde el renacimiento y a menudo vulnerada por el descubrimiento del equilibrio inestable que siempre será la vida del hombre. Es distinta la asunción espacial de Ednodio Quintero (1947). En su novela La danza del jaguar (1991), hay (también) una especie de historia de crecimiento o más bien una autobiografía construida mediante el recurso del monólogo interior, del flujo de consciencia y de la disgregación de imágenes. Los diferentes paisajes, aun dentro de cierta atmósfera onírica producida por la profusa adjetivación, a veces altamente lírica, que usa el autor, están claramente descritos, presentados como necesaria escenografía de las historias. Explicaciones espaciales, territoriales: especificaciones, determinaciones a veces. La montaña, los perros salvajes danzando alrededor del niño, la fiesta en la casa familiar, el bosque donde el violinista toma contacto con el muchacho para explicarle el secreto de la inmortalidad, el barco donde parte el poeta, los muelles adonde recala, la planicie con el caballo muerto o el río donde el personaje, al final, parece diluirse ya sin tiempo. Todo eso está allí. Sólo que nada pertenece a una geografía específica o conocida, sino que es un territorio de ficción, una invención del novelista propuesta al lector para darle envasamiento a una historia compleja y llena de sonoridad y poesía. Una novela posterior, El rey de las ratas (1994), hecha más o menos dentro del mismo estilo, potencia todos los sentidos de la evasión, organiza el disimulo: los personajes son animales con propiedades humanas, la historia funciona como

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fábula dentro de una región cuya imposibilidad potencia aún más esa territorialización ficticia. Sólo que tal región nos es vagamente familiar. La trama nos la hace inteligible y reconocible. Quizá dentro de esa misma tendencia sería posible ubicar Yo soy la rumba (1992), primera novela de Angel Gustavo Infante. Hay en ella un intento de asumir el tiempo, el espacio y la historia de cierta marginalidad urbana. Los toponímicos funcionan aquí como referencias desvinculadas de la realidad: el paisaje, las escenografías, corresponden a un mundo que aparentemente nos es familiar. Pero aparece hiperbólicamente descrito, deformado, desdibujado por el uso de pesadillescas descripciones y también por los términos de un lenguaje otro: un lenguaje que señala las fronteras, que es el centro de identidad de una región distinta de la ciudad que se supone central: ciudad-sitio de asiento de los poderes que rigen la nación y todo eso. La ciudad que allí se establece es otra: ciudad del jolgorio, de un vicio menos terrible que el de la ciudad de Francisco Rivera, porque carece de la maldad consciente, racional e ilustrada, que a aquél caracteriza. Otra forma de esa evasión con la que los autores enfrentan su espacio es posiblemente el territorio de Denzil Romero (1938): esa extrema sensualidad, expresada en historias, lenguaje, estructura, intertextos. Pero el espacio de Romero tiende a ser casi siempre referencia histórica de tiempos idos, desarrollo de una épica que es también cotidiana, de un rescate del héroe que también lo humaniza, dentro de un sistema de referencias culturales exhuberante y mediante un lenguaje que es definitiva y confesamente barroco. En todos los casos planteados, siempre la historia, que tiende a ocupar la atención entera del narrador, transcurre contra un plano inidentificable, bien por acción creativa o por omisión. Y desde esos espacios alternos parten entonces los relatos. En verdad, la novelística de Romero, que se aposenta en el núcleo de la historia conocida/desconocida, no oculta, ni oblitera el paisaje y las referencias a los lugares, ni los enmascara, ni tampoco los crea inéditos desde su ficcionalidad. Sin embargo, al re-crearlos, al jugar como lo hace, con astucia y audacia, con los contextos y los planos temporales, los confunde y transmuta en cosa desconocida. En realidad, la obliteración, la creación de espacios alternos se relaciona con un fenómeno como la ironía: esa posibilidad de cuestionar las evidencias y presupuestos que los poderes establecen como realidad y de mirar críticamente o reflexivamente el lado contrario de las cosas; esa posibilidad de mirar y alterar la condición de simulacro de la verdad subordinada a las jerarquías, que actúa como una forma de crear algunas certezas válidas que sirvan para el intento que hace el hombre contemporáneo por alcanzar sus propios sentidos y aun por liberarse de las imposiciones del sistema creando sus propias simulaciones y máscaras. Por lo demás, y aunque responden a síntomas que van dirigidos hacia una asunción de la época, estas novelas no constituyen un ejercicio generalizado. Ciertamente, la sociedad venezolana ha pasado por ciertas temporadas, la mayor parte cumplidas en las épocas contemporáneas, que la han convertido en ámbito

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propicio para la deserción y el escape y la novela no ha podido dejar de revelar eso. Hay también el deseo de asentar una concupiscente exhibición de lugares artificiales, de evidentes falsificaciones donde se percibe, tras la máscara y el aparente misterio, el horror de la vaciedad producida por la pérdida de los espacios. Quizá en pocas sociedades se puede ver, como en la venezolana, el estamento desplazado del artista y de sus planteamientos en beneficio de los postulados de esa malla significativa del sistema, que todo lo cubre y todo lo domina. El artista, entonces, participa de una desengañada sensación de estar frente al crepúsculo de una versión del progreso humano, iniciada en los amaneceres antropocéntricos del renacimiento y que condujo hacia la decadencia, una decadencia que todo ilumina, que se muestra en todo el esplendor de su miseria. Entonces aparecen esos signos que circulan entre los polos, ya se ha dicho, de la concepción de territorios ubicados bajo el signo de la absoluta intimidad: de la añoranza, del recuerdo, del rescate de los héroes, por un lado, y de la creación de ámbitos señalados por la falta de referencias que coincidan con cualquier geografía nacional e incluso con cualquier geografía humana conocida, por el otro: ontología de la nostalgia y de la huida, o falsificación y remembranza. Estética de las evasiones. Estética de las recuperaciones. Entre ambos polos persiste alguna veta que se acerca a un espacio que conserva su exterioridad, a una referencia que a veces quiere ser exacta o fotográfica en su impulso, pero sin que el novelista lo logre del todo, como si el paisaje fuera nuevamente hostil, tal como lo fue para el conquistador europeo hace medio milenio: como si a fuerza de batallar contra él, de acercarlo y alejarlo, de sentirlo y racionalizarlo, de construirlo y deconstruirlo, se hubiera regresado al tiempo de la escenografía separada de la historia desde la cual se parte. Surge entonces una necesidad de reconocimiento: un retorno hacia el deseo de nombrar y de fundar.

IV. Habrá que preguntarse si esto no se corresponde nuevamente con una visión manierista, con ese encabalgamiento epistemológico que se manifestó ubicado ante esa angustia renacentista brotada a partir del hombre y su emplazamiento en el mundo (¿visión de donde nunca se ha salido, quizá?), y si esto no conduce a la interpretación del arrinconamiento vital y el desarraigo. Si se pone sobre el tapete el creciente aislamiento del hombre contemporáneo y su creciente encerramiento dentro del territorio que le propone el sistema, entonces se está ante un panorama en el cual arrinconamiento y desarraigo son valores categóricos de la humanidad: certezas ontológicas construidas como artificio de entendimiento para que el hombre se resigne a su condición marginal. Si, además, se verifica la existencia de una aldea global, desprendiéndose conceptualmente de las ideas consagradas por el hábito de repetir a los ideólogos de la masificación, es posible encontrar una verdad desnuda: que el

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mundo es una aldea global significa que uno no pertenece a ninguna parte. Y esto se acentúa en las sociedades latinoamericanas, donde el hilo de continuidad cultural se ha quebrantado en tantas ocasiones, produciendo entonces una tan absoluta permeabilidad hacia los modelos foráneos metropolitanos que se ha terminado obviando la imagen que debería corresponder en el espejo en función de un friso de imágenes, en el mejor de los casos, un friso de máscaras asumibles, disponibles en almacén. Y, en el peor de los casos, una imagen cambiante, propuesta por los ciclajes y reciclajes de la moda. Tampoco hay mucho a lo que aferrarse como defensa: una epopeya nacional casi desvanecida por el consumo de programas escolares que tienden a obviar la historia y la geografía; un proyecto político que ya nadie puede definir debido a su extrema fragmentación y en el cual nadie cree debido a tantas intemperancias, modificaciones sobre la marcha y fracasos; la sumisión progresiva a los controles que instauran los países desarrollados; el desenvolvimiento de unos valores que pertenecen al show y a los programas de concurso; la ausencia de discusiones intelectuales, de formulaciones ideológicas, de intercambios críticos, y, peor aún, de conclusiones; la proposición de formas de vida y de realidad delimitadas por un modelo de bienestar que se vincula con la posesión de objetos (útiles o inútiles), apuntalado por el consumismo, por las necesidades del mercado y por los ficticios mitos de la era contemporánea. En estas circunstancias: ¿a qué lugar pertenecer? Por otra parte, quizá la sociedad venezolana haya sufrido con más severidad los impactos sucesivos de los imperialismos. Desde los años 20, fueron las repentinas y desiguales transformaciones provocadas por la explotación petrolera. El desplazamiento y la progresiva reubicación de las poblaciones campesinas en centros mercantiles, financieros e industriales, llamáranse estos campamentos petroleros o ciudades semi-industrializadas o industrializadas del todo, produjo una ruptura dramática de las estructuras culturales primarias predominantes: las heredadas del mestizaje colonial. A cambio, fue indispensable asumir una cultura y una realidad propuesta foráneamente como modelo. Esto ocasionó modificaciones profundas sociales y culturales, en primer término, y generó también cambios políticos. Después de la caída de la dictadura en 1958, el advenimiento de la democracia, la masificación de la educación y las notables mejoras en términos de asistencia médica produjeron un crecimiento de la población, y ese crecimiento demográfico, ese crecimiento de gente capaz de leer, escribir y participar en la toma de decisiones, implicó también el arrasamiento de los rezagos de modelos culturales tradicionales, las alteraciones dentro de las jerarquías semánticas de la asunción social y el surgimiento de una nación que muy poco o nada tenía que ver, en un lapso de 15 ó 20 años, con la sociedad agropecuaria y tradicionalista que había intentado persistir en la primera mitad del siglo XX. Quedaban, por supuesto, algunos núcleos rurales e incluso algunos centros comunales que estaban en circunstancias neolíticas. Pero eran minorías. Islas dentro del contexto nacional. Sin embargo, ni el progreso ni sus beneficios estaban equitativamente distribuidos. Por eso hubo una guerra. Una

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guerra terrible que no se menciona ni en las aulas ni en los textos de historia y que ha pasado a ser como una leyenda, como un cuento de alero que se relata a los niños para que se adormezcan, si eso todavía es posible. O se olvida. Los muertos de esa guerra yacen en tumbas olvidadas. Y los sobrevivientes yacen en otro tipo de nicho donde reinan los tonos del ocaso y la resonancia infeliz de la derrota. Y después hubo aquel súbito estallido de prosperidad que sacudió la década de los 70, debido al aumento internacional de los precios del petróleo, y que se prolongó hasta casi la mitad de los 80. La clase media se expandió numéricamente. La gran burguesía mercantil y capitalista creció, inclusive en contra de los intereses de la tradicional clase dominante, que se vio desplazada de su hegemonía por el ascenso de grupos e intereses que venían del seno de esta clase media. Fue un momento de práctica liberalista socialdemocràtica. Sin embargo, había demasiados intereses en juego. Y luego todo acabó en el cierre o entrabamiento de los senderos abiertos a la movilidad social, en el empobrecimiento de las clases medias, en las luchas de los grupos poderosos por detentar el control económico, y, como consecuencia, en un desbarajuste político, agravado por la pérdida de los valores y la derrota de los idealismos, lo que condujo a la visión de un panorama sombrío. En esas condiciones, el desarraigo parece ser la única verdad reconocible. Esa, y la sensación de arrinconamiento, desplazamiento construido por fuerzas y valores que pertenecen a la élite y que gobiernan las conductas de la masa. Sensación de estar reprimidos también, asfixiados, sometidos a contradicciones terribles entre la conciencia del papel social del escritor, del intelectual, en una sociedad en conflicto y el temor de expresarse en viva, alta y vigorosa voz, rompiendo así la frágil armonía que permite la sobrevivencia: armonía frente a los que detentan la autoridad y los poderes y también frente a la masa que es regida por ellos. En estas condiciones, es bueno volverse hacia la vieja herencia de Cervantes: la novela como vía para la recuperación del espacio, su potenciación, su proyección hacia lo ilimitado. Y esto se tiene que hacer a partir del rescate del propio deseo de individualidad, de la sólida capacidad áz fundar un mundo rescatándolo del reino de la sombra, del escamoteo hábil mediante el cual se ha querido hacer ver que no se tiene derecho al espacio, o que sólo se tiene derecho al espacio que se nos propone con aparente generosidad. Y, sin embargo, contra toda esa sistemática precisión, el hombre sigue siendo en el fondo libre y demiurgo: capaz de escapar de las limitaciones y restablecer de alguna manera, no siempre lícita, no siempre inteligible, el orden al que cree tener derecho en el universo.

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Meneses: el "Yo" imposible José Balza

Guillermo Meneses (1911-1978), que tan vitalmente supo volver conciencia al ilimitado hecho de existir, siempre aceptó que se puede ser "sólo literatura" (.La batalla con el yo). Apasionado de los ritos religiosos, estudiante brillante, rebelde y prisionero político, permanente lector, diplomático, director de publicaciones culturales, asiduo columnista, entendía la literatura como una forma tan singular de expresión, que debía ésta hacer circular dentro de ella la sensibilidad de su hacedor hacia las disciplinas intelectuales y las artes. El espectro de personajes y situaciones que recorre en su obra incluye desde la ardiente y misteriosa ceguera del sexo y la pasión, desde la marginalidad social, hasta los no menos misteriosos desafíos de la abstracción, del refinamiento económico. Escritor desde la infancia, su cultura literaria y filosófica no es escasa. Cuando arriba a París en 1948 —donde inicia su larga estancia en Europa— no hará más que compartir de manera inmediata procesos, polémicas y experiencias teóricas que ya estaban dentro de sus intereses. Como aún no contamos con la correspondencia, los diarios y cuadernos del novelista, con documentos privados que nos permitan reconocer su proceso mental, bien podemos detectar en su cuento de 1947 "Tardío regreso a través de un espejo" la compleja amalgama de un pensamiento que se apoya en Sartre. La actitud pública de intelectuales y gobernantes durante las primeras décadas del siglo XX en Venezuela exuda un positivismo implacable, cuya misma rigidez filtra compuertas para permitir presentir que algo diferente está siendo considerado en el mundo. Aquella actitud, sin embargo, acentúa la conciencia histórica, sociológica hacia la realidad circundante. Gallegos podría ser un representante de esta fidelidad; pero junto a él, Teresa de la Parra salta los siglos para hallar en Voltaire un espíritu mozartiano. También junto a él Julio Garmendia (como hiciera Cervantes con Descartes) se adelanta a percibir una inseguridad, una ironía en los aparentes pivotes de la realidad, cuyo eco se convierte en ficción de lo ficticio. Meneses, el prisionero de la dictadura de Gómez, el solidario con la República española y el ávido testigo de la Segunda Guerra percibe con lucidez el malestar moral, filosófico que desde los años cuarenta popularmente se desencadena en Europa. Federico Riu, en su evocación sobre las bases de la filosofía en nuestro país, orienta a la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela de esta manera: En el plan escolar, su característica básica fue el predominio de ciertas disciplinas tradicionales: metafísica, ontología, teoría del conocimiento, y de ciertos autores, preferentemente alemanes, Husserl, Heidegger, Hartmann, etc; en el plano ideológico, fue el concepto de filosofía que se promovió, en nuestro incipiente medio

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filosófico, y, por irradiación en el panorama cultural del país. Este concepto, de inspiración fenomenológica y existencialista, hay que verlo en su doble aspecto teorético y práctico; en el aspecto teorético, reprodujo el ideal platónico-aristotélico de la sabiduría primera, de la filosofía como un saber de rango superior que aporta el fundamento de las ciencias positivas; en el aspecto práctico tendía a desarrollar un ideal de vida de corte individualista y subjetivista, centrado en premisas, fines y valores antropológicos de carácter metafísico. Recuerdo que en aquella época, algunos jóvenes profesores, entre ellos quien habla, sentíamos a menudo la tentación de flotar, angustiados, en la patente 'nada anonadante' como entonces se decía, o buscábamos inútilmente como los atormentados personajes de Sartre, una autenticidad interior definitiva, pero contrapuesta a los afanes del mundo cotidiano. Ya la Leyenda de Narciso en la primera parte de la famosa novela de Meneses —al indagar sobre el diálogo entre el joven y el agua y asomar la posibilidad de que las "presencias femeninas" ocultas en ésta lo llevarán a buscar la serenidad empozada— inicia un giro sobre la relación entre ambos. No es que Narciso no se desdoble o se multiplique en el reflejo; como en el personaje de Teresa de la Parra aquí también se presiente la infinita dispersión y por lo tanto el paso del ser hacia lo insignificante. Pero la acción de este Narciso es conducida por él; es él quien ha venido al agua y quien la ausculta inquiriendo algo al reflejo. Tampoco se conforma con lo representable de él mismo en la quieta superficie. El Narciso de Meneses asume en su reflexiva actitud una doble acción: "Lo que yo busco en el agua es todas las preguntas a las que debo dar contestación". ¿Cómo debe interrogar, cómo responder? Probablemente Meneses llegue a la metáfora de su cuento "Tardío regreso a través de un espejo" al haber aplicado como método, durante años, lo que su Narciso quiere de las aguas. La Segunda Guerra, la cristalización de una posición filosófica en la Universidad venezolana, como acabamos de ver en Riu, pero también la popularización de las ideas existencialistas, la ilustración de una filosofía en la ficción de Sartre, lo circundan. José Prados, el protagonista del cuento, vive escindido. Poeta y comerciante. Decepcionado ante su propia obra, que antes le parecía vital (y que sigue cautivando al público de América), amenazado por la "monstruosa serpiente de la Nada", "la nada convertida en obsesionante pavor", por esa angustia, algo horrible que lo destruye y a la vez lo hace vivir, acude al encuentro con los emigrados de la guerra, a cuyo luminoso hijo entrega en ambigua esperanza el espejo de la poesía. Aquí están ya las preguntas que el agua formulará a Narciso. O por lo menos una parte de ellas. El proceso, sin embargo, ha sido largo. Y si bien Meneses pudo haber accedido a él en primer lugar por su sensibilidad, por su situación en el mo-

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mentó histórico que le correspondía, por algunas lecturas filosóficas, no hay duda de que otra línea central lo familiariza con esas interrogantes: la literatura. Kierkegaard y Dostoievski; Rimbaud, Kafka, Joyce y Thomas Mann. Un inefable peligro amenaza al individuo; la existencia humana como posibilidad que puede no ser a cada instante; el hombre que inexorablemente debe escoger las posibilidades de su vida; la inminencia de la caída en la banalidad, en la insignificancia; cada uno de nosotros como ser fallido: los amados escritores del Meneses que avanza hacia su madurez van compartiendo con él, desde las indirectas imágenes de lo narrativo, aquello que él mismo percibe en carne propia y que los nuevos teóricos desarrollan como formas de comprensión al hombre contemporáneo. El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) es una novela altamente intelectual. Su aparición, ya lo hemos dicho, constituye la madurez del género en nuestro país, que tan ilustres narradores había tenido. Esto ocurre, en principio porque jamás antes entre nosotros el lenguaje había sido llevado a tal categoría de transparencia ficticia, a prestar un discretísimo servicio como realidad última: no es un lenguaje preciosista ni recargado: una huella apenas, concisa, nítida. Lenguaje que no ha venido a decirnos las verdades profundas de nuestra historia, nuestra sociología y nuestras pasiones, sino que, en la medida en que se expone, dudando de sí mismo, abre relieves hacia temáticas y conceptos poco valorados antes en el país. Al (im)posible narrador lo acechan dolores políticos, familiares, urbanos, pero también la certeza (maravillosa y terrible) de que él puede ser Otro 1 , de que el absurdo lo espera tras sus acciones2 y, esencialmente, la seguridad de que siendo en cierta manera escritor, su obra es falsa, porque opera sobre un material que se me escapa por lo cual se convierte en "comentarista de la obra ajena". Existencia de un Otro, existencia sin sentido, que se recupera en una escritura contingente, visible tal vez mientras se invoca, pero que por su fragilidad escapa, y con ella los contenidos que quiere apresar. En Sartre (1965) la otra existencia es tal por cuanto no es la propia; tal negación produce la "estructura constructiva del ser otro". ¿No enfrentamos así una nada contra otra, que vacila como una ilusión de ser? Desde un punto de vista compositivo, la novela revela un uso instrumental de posiciones existencialistas: cada cuaderno busca un sentido en el próximo, que a la vez lo anula. Pero también la obsesión de Pedro Pérez sintetiza la angustia de una existencia ante esa nada.

1 "Cada uno de los actos de Narciso ha podido ser mío"; "es posible que, en realidad, yo haya dejado de vivir hace mucho tiempo"; "una mezcla de disfraz y espejo". 2 "Si tuviese la certeza de que mis actos tienen una intención"; "cada paso ha estado marcado por el peso de la angustia, por un reseco gusto de ceniza, por una tristeza de suicidio".

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Muchas de las ideas que Meneses desata y comenta en los ensayos de Espejos y disfraces (1967), se adelantan como impulsos o imágenes en su relato de los dieciocho años "Juan del cine". No había leído entonces a Joyce ni a Freud. De allí que aquellos ensayos, al recorrer algunos problemas de la novela contemporánea, estén hundiéndose también en una secreta autobiografía intelectual de Meneses, o por lo menos en lo más duradero de sus afinidades teóricas. Meneses veía al siglo XX desprenderse de la herencia romántica. "Ha sucedido, pongamos por ejemplo, que en determinados momentos la posibilidad de ser héroes ha terminado". Nunca como a partir de entonces el escritor asumirá su poder y su debilidad y sin embargo, "el escritor podría considerarse como el más libre de los profesionales"3. Este escritor de ahora ejerce su función, la cual "implica —quiéralo o ñ o la fijación de una relación con los demás, aceptable por unos, insoportable para otros". Es esa misma función —la escritura— lo que "puede coincidir con determinados conceptos filosóficos", y cuyo sentido desemboca en una paradoja: "Mística, formal, razonadora, de apasionada relación sin límites, su expresión es, al mismo tiempo, camino de ida y vuelta hacia sí mismo". La escritura —su función y su expresión— traduce un mundo personal, aunque no esté alejada del solipsismo, y tal vez de algo peor: "A veces se da el caso de que surge en la obra de literatura una especie de monólogo compuesto por las palabras delirantes que sólo establecen relación con el yo del escritor". El yo, la escritura y un azar recóndito que los sostiene: "Cada hombre se inventa a sí mismo, pero ese invento está condicionado por circunstancias que él no puede cambiar". ¿No resuena en estas palabras la imprecisable hondura vista por Freud, y que acabamos de citar respecto de Teresa de la Parra? El novelista sabe "que el mundo es algo semejante al azar" dentro de la novela contemporánea. En uno y otro, se practica "al mismo tiempo, la lucha contra el yo y la aceptación del absurdo". Percibida de manera casi personal por el propio Meneses, él enuncia así esta certeza: "lo epidérmico contiene una señal precisa de todas las profundidades y cobra tanto mayor valor cuanto que no insiste en precisar los caminos que convierten esa realidad en condición del yo". Recapitulemos: cada hombre puede ser su propia invención, sólo que en ella han participado elementos que él no puede manejar. Si éstos pertenecen al mundo y hombre y mundo pertenecen al azar, ¿no hay entonces en el yo más estable la máxima ignorancia sobre sí mismo? Vivimos en lo epidérmico, y parte de nuestra significación está en que esa superficie no insiste en precisar los caminos de la realidad y el yo. En extremo, la escritura puede ser un monólogo delirante entre el yo que la sostiene y su nada (o su condición inconsciente).

3

Tanto, que a veces se le paga para que al escribir no escriba.

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Esta convergencia de Meneses hacia el psicoanálisis y, concretamente, hacia la visión del "Doctor Freud" no sólo se produce como una afinidad profunda sino que es lúcidamente explícita cuando confirma: Se tenía un método de conocimiento para explicar el yo y ha llegado el momento de afirmar que el instrumento utilizado, el recuerdo, es inapropiado y, muchas veces oculta, en lugar de señalar. Ha llegado el momento de afirmar que hay un territorio mucho mayor, mucho más importante, al cual no llega la conciencia y, sin embargo, interfiere la vida corriente y empuja al yo por sorprendentes vías {El tiempo perdido y desmenuzado). También cuando, aludiendo a Bergson, considera la construcción de la personalidad como una manera de fabricar el yo al rescatar el misterio de los recuerdos; "en nuestra literatura —extiende Meneses— Teresa de la Parra hizo Ifigenia sobre la línea del yo, que se encuentra en el recuerdo y el tiempo". Pero no queremos cerrar estas notas sin aludir a la lectura más eficaz y sorprendente que ejecutó Meneses: la de su propio lenguaje. Cierto que debió padecer la "nada anonadante" referida por Federico Riu y que su cercanía al estilo y al pensamiento de Freud debió conducirlo a no pocas perplejidades. Lo asombroso en el novelista venezolano es su conciencia sobre lo fortuito de la escritura y de su efecto, el correlato narrativo; su certeza ante aquello que Richard Rorty llamaría, décadas después, la contingencia del lenguaje. Rorty y Lacan: dos virtuales herederos de Meneses, dos pensadores que son meneseanos a partir de El falso cuaderno de Narciso Espejo, aunque nunca leyeran esta obra. Nada hay menos impactante, extraordinario o exótico que la cadena anecdótica del Narciso Espejo. Vidas cotidianas, afanes religiosos y puritanos junto al alcoholismo y la prostitución; aspirantes a escritores, empleados de oficina; un crimen vulgar, suicidios. Una "ciudad de luz", monótona, tal vez aburrida. Tras esos ingredientes se mueven, sin embargo, dos ejes extraños: el suceso de una "nube amarilla" que parece imantar y precipitar ciertos hechos y la transmisión de los mismos a través de un "cuaderno" que vacila por su origen, su "tachadura", sus falsedades. La nube, insólitamente detenida por largo rato sobre la ciudad, adquiere rasgos metálicos, brillo, consistencia de algodón o de grasa. Es un elemento que interviene sobre la ciudad alegre o rutinaria y que de manera incisiva ilumina las acciones y el alma de ciertos personajes para convocarlos hacia situaciones determinantes. Alguien asesinará, otro hinchará la noticia para la prensa; un amigo se decidirá a entregar la autobiografía que ha usurpado, antes de suicidarse. Casi todos los pequeños (o deseadamente heroicos) destinos de estos seres pudieran insertar ese instante de revelación en la nube amarilla; pero ésta, con su luz vibrante, socava lo inmediato, la estabilidad; su luz es oscura y pervierte el sostén de la cotidianidad. La nube no ha venido a irradiar

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sino a contaminar, tal vez a ensombrecer. Su función es la de un negativo fotográfico. La nube pierde su función natural, para intervenir la realidad: se detiene, violenta la duración, se ejercita sobre los personajes. Con un elemento tan directo, Meneses sostiene la otra cara de su novela: la inestabilidad del cuaderno. Nube y cuaderno (equivalentes en sus disoluciones) obliteran las certezas sociológicas de la novela telúrica, de las denuncias políticas, del positivismo cerrado: la ficción señorea su propio universo, y excluye todas las grandes razones sociales esgrimidas en el país como justificación para la narrativa. De ambas imágenes emergerá un libro que convierte en espejos a sus diversas secciones; unas se miran en las otras y como ocurre con los ángulos de percepción, siempre están invertidas (José Vargas corrige a Juan Ruiz, quien a su vez será corregido por Narciso Espejo o por Pedro Pérez). Ese libro está escrito por alguien que es en cierta manera escritor; lo cual desdice su autoridad. Y la escritura corresponderá a la vez a la ejecución de varias manos. La historia contada vacila, lo único que posee como firmeza es el instante de su redacción: aquello que está transmitiendo le es ajeno. La letra misma es parte de un juego o de un sueño o el juego de un sueño: quien ha escrito para revelar a un Otro lo que quiere es esconderse a sí mismo. A partir de tanto mentir, el texto logra revelar algunas verdades, pero eso mismo disminuye la consistencia de la letra. Seudónimos, sustituciones, el lúcido "narrador" que calcula los misterios y distribuye su expediente sabiendo que los temas pudieran "enredarse en algún imprevisible lazo oscuro", todo esto desencadena un proceso expositivo y analítico, detectivesco en cierto modo, que permite conceder idéntica importancia al recuerdo y al olvido, al yo y al espejo. Proceso que permite al (im)posible Narciso interrogar las aguas, es decir, asomarse a la escritura que lo representa, en un delirante gesto de duda y afirmación. Una novela es su lenguaje, pero la acción novelesca es algo que abandonamos a medida que el lenguaje avanza, es "una huida hacia delante" como apuntará Lacan mucho después. Meneses, el autor, escribe y lee (simultánea e inmediatamente) su ficción. El instante de su presente desaparece en lo que va narrando; el poder del lenguaje consiste apenas en exigirle un "más", en imponer una dirección, que tampoco puede durar de manera indefinida. Sabe que cuando ponga el punto final, ese sentido habrá concluido y el proceso de la escritura se borrará. Sólo al nuevo lector corresponderá reiniciar el acto: volver a escribir y a dudar: dejar que el texto desaparezca de nuevo a medida que se consume. Así los pequeños seres meneseanos nos alcanzan y nos acompañan. La grandeza de la escritura del Narciso Espejo tiene uno de sus soportes en obligarnos a ser como ella: transitivos, incompletos, siempre haciéndonos. Ya lo dirá Richard Rorty: "la persona que emplea las palabras en la forma en que antes nunca han sido empleadas, es la más capacitada para apreciar su propia

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contingencia". Otra manera de subrayar lo que Guillermo Meneses debatía consigo mismo en Espejos y disfraces: ... porque dijimos una palabra, la repetimos y nos llenó de congoja, y, de repente, como si nos guiara algo que no está en la palabra, pero va con ella, realizamos determinados gestos y actuamos dentro de una muy especial conducta, como si recitáramos un texto al cual estamos obligados, como si nos lo supiéramos desde antes de nacer y fuera azar, sorpresa, desconfianza, sospecha, absurdo, en fin. Oficio y contenido, incertidumbre de la escritura, del autor.

Bibliografía Abbagnano, Nicola. 1955. Historia de la Filosofía. Barcelona: Montaner y Simón S.A. Apuntes filosóficos. 1993. 4, Revista Semestral, Escuela de Filosofía de la U.C.V. Freud, Sigmund. 1970. Psicoanálisis del arte. Madrid: Alianza. Lacan, Jacques. 1983. Introducción al Entwurf. En: El seminario de Jacques Lacan. Barcelona/Buenos Aires: Paidós. —. 1992-93. Freudiana. Buenos Aires: Paidós. Meneses, Guillermo. 1952. El falso cuaderno de Narciso Espejo. Caracas: Nueva Cádiz. —. 1981. Espejos y disfraces. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Rorty, Richard. 1984. La historiografía de la filosofía: cuatro géneros. En: Philosophy in History. Cambridge: Cambridge University Press. —. 1991. Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona: Paidós Básica. Sartre, Jean-Paul. 1965. El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.

La novela experimental en la literatura venezolana contemporánea Luis Barrera Linares

A partir de una conceptualización de la literatura experimental relacionada principalmente con la utilización (intencionada o no) de recursos y estructuras que atentan contra las formas literarias reconocidas como canónicas y "normales" por la investigación literaria, este artículo tiene como foco principal un primer inventario y análisis de algunos textos novelísticos que en Venezuela pueden agruparse bajo la etiqueta de "narrativa experimental". Se toma como punto de partida de este proceso la publicación de lo que en el país ha sido (tácita o explícitamente) reconocido como la gran novela experimental de nuestra narrativa: El falso cuaderno de Narciso Espejo (Guillermo Meneses, 1952). Se alude también a la novelística de algunos autores destacados durante los años sesenta como José Balza, Luis Britto García y Gustavo Luis Carrera, en cuanto propuestas que pudieran ser consideradas al respecto. Se pone especial énfasis en los intentos textualistas de Oswaldo Trejo, autor hito dentro de este proceso, con tres novelas1, que pudieran considerarse como el proyecto novelístico experimental más osado e innovador de la literatura venezolana del siglo XX. Finalmente, se pasa revista a algunos autores más jóvenes, en cuanto que continuadores o cultivadores de la línea experimental en la narrativa venezolana de las dos últimas décadas— Julio Jáuregui, Alberto Guaura, Antonieta Madrid, Denzil Romero, etc. En 1971 Philip Stevick publicó en los Estados Unidos una curiosa selección de narrativa titulada Anti-cuentos: una antología de la narrativa experimental. La misma contenía una muestra de lo que el investigador definía como "antihistorias", organizada según el tipo de reglas de la narrativa convencional que los autores incluidos transgredieran. Reunía relatos que atentaban, por ejemplo, contra la mimesis de la realidad, contra el tema, contra la realidad física, contra el acontecer de los hechos, contra las experiencias normales, contra el significado, etc. Algunos años después, Enrique Anderson Imbert (1979) se referiría a la misma antología para plantear su desacuerdo con la clasificación y los criterios de Stevick. Sostenía Anderson que hablar de "anti-cuentos" era peligroso, ya que negaba la posibilidad de experimentar con el género del relato breve (Anderson Imbert 1979, 22). Digamos que idénticos criterios a los de Stevick y Anderson Imbert pueden ser aplicados a lo que aquí podemos aglutinar bajo la categoría de novela

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Andén lejano (1968), Textos de un texto con Teresas (1975), Metástasis del verbo (1990).

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experimental. Habría que calificar de "antinovela" todo intento que dentro de este género se salga de los cánones tradicionales de organización de la narración extensa o de la acomodación de la historia que en ella se relate. Y no se trata propiamente de un cuestionamiento del "experimentalismo", sino de una aproximación a un conjunto de textos que —dentro de determinada tradición narrativa occidental— es ofrecido al público bajo el calificativo de novela, pero logra transgredir ciertas normas de presentación de la forma y el contenido que la preceptiva académica ortodoxa ha establecido para la categorización de ésta, en cuanto que género literario sustentado en la materia narrativa. Ante esa tradición que ha categorizado una diversidad de tipos de novelas, de acuerdo con patrones temáticos o estructurales que facilitan un abordaje inmediato, objetivo y casi siempre esquemático y recurrente, es obvio que la orientación crítica latinoamericana siente resquebrajadas sus estrategias de análisis, a la hora de enfrentar la organización formal y el tratamiento extraño con que ciertos autores contemporáneos ponen en tela de juicio la organización de la narrativa tradicional. Los manuales ofrecen clasificaciones establecidas y respaldadas por la investigación narratológica, como por ejemplo, novela dramática2, novela de caracteres3, novela anecdótica4. Asimismo, dentro de la llamada tradición greco-latina, suele hablarse de novela épica, novela lírica y novela dramática, en consonancia con cierta tipología clásica e inmanente de los llamados géneros literarios. Otros enfoques más recientes aluden también a clasificaciones como novela histórica, novela psicológica, novela negra, novela mítica, novela policial, novela de aventuras, etcétera. Es decir, los intentos clasifícatenos son abundantes dentro de la historiografía literaria. El calificativo que todavía resulta dudoso para algunos creadores y críticos es el de novela experimental. Sobre todo, porque modernamente se piensa que cualquier incursión en el juego de la creación literaria parece implicar de por sí un experimento posible, que sólo cambia de acuerdo con las concepciones del escritor y con su filosofía sobre la literatura y sus fines. El matiz polémico de esta designación lo es tanto como para hacernos recordar una célebre reunión que aglutinó durante cinco días a un importante número de críticos, en septiembre de 1965, en Palermo, Italia, con el único propósito de discutir los problemas teóricos relacionados con II Romanzo Sperimentale. Entre los asistentes se encontraban nombres tan importantes para la crítica contemporánea

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Que supuestamente conjuga una relación de interdependencia ficcional entre trama y personajes. 3 Carente de un argumento narrativo coherente, pero centrada en ciertas tipologías de personajes. 4 Con un énfasis relevante en la historia, enmarcada dentro de un espacio y un tiempo determinados, a través de una serie de secuencias encadenadas lógicamente.

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como los de Angelo Guglielmi, Renato Barilli, Edoardo Sanguinetti y Umberto Eco5. Angelo Guglielmi afirmaba, por ejemplo, que la novela experimental se caracteriza por ciertos y determinados rasgos como su condición más descriptiva que evocativa, su tendencia hacia el cruce de discursos y planos, su carácter desmitificador de lo tradicional, su subjetividad, su ambigüedad permanente y, en consecuencia, su tratamiento diferencial acerca de una concepción sobre el funcionamiento del mundo, distinta de lo convencional. Pero si en la actualidad nos detenemos en esas características, posiblemente descubramos que son tan comunes a la narrativa contemporánea, que ya no parecen exclusivas de lo que en ese momento se entendía como "experimental". Lo que puede significar que la noción de experimentalismo narrativo ha venido integrándose al sistema global de la novela (y el cuento), para confundirse dentro de él. Si a esto agregamos lo que cierta crítica postmoderna ha llamado "metaficción", nos encontraremos con que la novela contemporánea es experimental por naturaleza y las diferencias sólo vienen dadas mediante una dimensión de gradualidad que las hace más o menos accesibles a una cantidad determinada de posibles lectores. Es decir, el experimentalismo en sus distintas versiones sería actualmente una condición inherente a la literatura misma, mucho más que un rasgo diferencial de ciertos tipos de textos. En ese terreno podemos hablar entonces de un espectro dentro del cual los novelistas juegan con la fusión de forma y contenido, con mayor o menor énfasis en uno u otro aspecto. Para asumir un punto de vista aunque sea provisional, ateniéndonos al concepto de Chris Baldick (1991), aquí reduciremos la noción de experimentalismo a aquella intención explícita del escritor para explorar literariamente nuevos conceptos, estructuras y representaciones a través de métodos de producción literaria que en alguna medida transgreden las fronteras de lo establecido (o normado) por una tradición. Por una simple convención, vamos a llamar experimentalismo textualista a aquella corriente que pone mucho más interés en la organización y acomodación de las formas lingüísticas (el discurso) que en la historia. A ella circunscribiremos el objeto de esta ponencia, conscientes de los riesgos que genera la definición misma de lo que en literatura se considera como "experimental". Hemos querido comenzar con este regodeo sobre lo experimental narrativo, para referirnos ahora a lo que entendemos como la novela experimental venezolana de este siglo. Y dentro de esa categoría parece ineludible (por su extremismo) el siempre controversial Oswaldo Trejo. Aunque no sea el único, con él, la praxis de la novela experimental parece llegar al punto más álgido y

5 Las ponencias principales, los comentarios del debate y otras declaraciones relacionadas con ese evento aparecen recogidos en el libro La novela experimental, publicado en 1969 por Monte Avila Editores.

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más extremo dentro de esa tendencia, con mucha más inclinación hacia lo lingüístico que hacia cualquier otro propósito. Además, aunque a veces denigre del término, Trejo practica abiertamente el experimentalismo narrativo sin avergonzarse de él ni escudarse tras la idea de que lo hace inconscientemente. Toda su narrativa llama la atención, no precisamente por el "placer" que pueda generar en los lectores, sino más bien por lo contrario: por el hecho de mostrarse como verdadero "laboratorio de lenguaje" para aquellos lectoresvíctima que se niegan a entrar en lo que Jonathan Culler (1982, 71) denomina la "estrategia diabólica del autor". Nos ha preocupado siempre este fenómeno porque coincidimos con Liscano (1973, 30) en que, salvo pocas excepciones, la novela venezolana en general ha sido excesivamente adicta a los cánones más convencionales. Probablemente ello obedezca a nuestra histórica adhesión a lo que ha sido calificado como "realismo"6. Un ejemplo: si nos paseamos por lo que han sido los premios de novela más importantes del país, encontraremos que —desde Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos (1929), hasta La visita en el tiempo, de Arturo Uslar Pietri (1990)— la gran mayoría de los galardones importantes (locales o foráneos) otorgados a novelas nacionales ha recaído principalmente en obras sujetas a lo normado por alguna tradición, con dos afortunadas excepciones, El falso cuaderno de Narciso Espejo, de Guillermo Meneses (1952) y Abrapalabra, de Luis Britto García (1979)7. Voy más lejos, un inventario de las novelas venezolanas (y enfatizo en que sólo aludo aquí a novelas venezolanas) que hasta ahora han sido preseleccionadas para merecer el Premio Rómulo Gallegos deja muy claro que si bien han entrado allí ciertas obras que pudieran incluirse en el rubro de experimentales-anecdóticas, jamás se ha asomado la idea de que el galardón pueda recaer en alguna de esas novelas que juegan al grado cero de los contenidos e intentan sostenerse casi exclusivamente sobre la base de los significantes y los juegos textuales. Precisamente aquí pareciera subyacer el mismo fenómeno que ha afectado la posibilidad de indagar crítica y desprejuiciadamente en la obra narrativa de un escritor tan particular como Oswaldo Trejo. La trayectoria novelística de este autor desde 1962, fecha de publicación de su primera novela (También los hombres son ciudades) —que no es propiamente un paradigma de experimentalismo—, hasta 1990, año en que se edita por

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"La literatura narrativa venezolana [...] puede ser definida como el fruto de una relación atormentada pero firme, nunca rota, entre la realidad social, histórica, geográfica y la realidad de la ficción. [...] nuestra literatura se apoya definitivamente en la realidad y no en la escritura misma o en el fuego de la imaginación y del lenguaje" (Liscano 1973, 30). 7 El falso cuaderno de Narciso Espejo: Premio de novela Arístides Rojas, 1953. Abrapalabra: Premio Casa de las Américas, 1979. Eludo en este caso la novela País Portátil, de Adriano González León (Premio Biblioteca Breve, 1968), porque, aunque novedosa para su momento en el contexto venezolano, pudiera considerarse sujeta a la tradición generada por lo que se conoce como el boom de la narrativa latinoamericana.

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primera vez Metástasis del verbo, se ha debatido constantemente entre los extremos de lograr una cierta identificación con sus potenciales receptores o romper definitivamente con esa posibilidad, escogiendo en una etapa final esta última opción. Su dilema estético fundamental ha radicado en un afán por negarse (implícita o explícitamente) a "acatar" las normas que la preceptiva literaria y lingüística ha establecido como tipificadoras de lo narrativo clásico, aunque no siempre logró ese propósito y en ciertas ocasiones el mismo se vio entorpecido por las incidencias del contexto de producción y recepción de sus obras. Por ejemplo, la publicación de También los hombres son ciudades tiene lugar dentro de un muy particular contexto de recepción, marcado por la urgencia de lograr una comunicación inmediata con el lector. Me refiero específicamente a los comienzos de la década del sesenta. Sin embargo, la transparencia temática y formal de esa primera obra se traducirá en un mecanismo de explicitación de las reglas de organización lingüística y estructural que regirán para novelas posteriores como Andén lejano (1968), Textos de un texto con Teresas (1975) y Metástasis del verbo (1990). Violando abiertamente las normas comunicacionales pertinentes al discurso narrativo, jugando con la fusión de diferentes planos de la realidad, practicando la trastocación de las convenciones gramaticales y añadiendo a ello la utilización de una serie de estrategias tipográficas, el diseño de lo que será la novela experimental trejiana propondrá después de su novela inicial la anulación del propio evento comunicativo en el que ha sido engendrada: obras como Textos de un texto con Teresas (1975) y Metástasis del verbo (1990), por ejemplo, implicarán la paradoja de ser dirigidas a un supuesto destinatario que será incapaz de decodificarlas si sigue las reglas de lectura aplicables a la novela más convencional y, en consecuencia, se verá en dificultades a la hora de cerrar el acto de habla que el emisor de tales textos le ha propuesto. Se trata de la exacerbación de los niveles de lo que Austin Wright (1989) denomina "recalcitrancia", es decir, de la resistencia extrema que tales novelas ofrecen al lector contemporáneo para ser adecuadas mentalmente a la estructura narrativa canónica. Y en eso radicaría también su originalidad. Sobre todo, porque es un proceso que —en su etapa final— en lugar de atenuarse, ha venido consolidándose y radicalizándose cada vez más. Si como creemos, Oswaldo Trejo toca el extremo más distante de esta postura, es obvio que —sea leído o no, sea comprendido o no— eso lo convierte en uno de los escritores venezolanos más importantes del presente siglo: no debe olvidarse que son varios los narradores nacionales que han intentado seguir por ese camino que parece rendir culto a la palabra por la palabra misma, sin que ninguno haya alcanzado los niveles de exacerbación ni de persistencia que Trejo logra en sus últimas obras. Dentro del proceso de lo que aquí hemos definido como tal, y sólo refiriéndonos a novelistas contemporáneos, aparte de las que pudieran ser consideradas los dos grandes paradigmas precedentes, Cubagua (1931) y El falso cuaderno

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de Narciso Espejo (1952), la actual novela experimental venezolana se inserta dentro de una trayectoria cuyo más reciente auge parece marcado precisamente por la publicación de La misa de Arlequín (1962), del mismo Guillermo Meneses y Andén lejano, Textos de un texto con Teresas y Metástasis del verbo de Oswaldo Trejo (1968, 1975, 1990). Pero incluye además un importante inventario editado a partir de los años setenta. Me limito a citar algunos ejemplos, los más cercanos a la línea de trabajo a que aquí aludo: Historias de la calle Lincoln e Inventando los días de Carlos Noguera (1971, 1977), Viaje inverso, de Gustavo Luis Carrera, Bracamonte, de Julio Jáuregui y D, de José Balza, las tres de 1977, Abrapalabra, de Luis Britto García (1979), S que no se llama, de Alberto Guaura y El quiriminduña de los ñereñeres, de César Chirinos (ambas de 1980). Además de obras como Mezcla) e, también de César Chirinos (1987) y Ojo de Pez, de Antonieta Madrid, La Carujada y Tonatio Castilán o un tal Dios Sol, de Denzil Romero (1990, 1992), Memorias de una antigua primavera, de Milagros Mata Gil (1989) y Album del insomnio, de Juan Calzadilla Arreaza (1990). Con excepción de Trejo —a quien consideramos el punto extremo de este espectro— y por razones de espacio, aquí hemos obviado los propósitos implícitos en los proyectos experimentalistas un tanto más moderados de cada uno de estos otros novelistas que hemos citado, el valor comunicativo que cada uno atribuye al textualismo y el modo cómo abordan el problema de la anécdota. Es obvio, por ejemplo, que, por lo menos, los juegos textualistas de Noguera, Romero, Britto García y Jáuregui, persiguen una finalidad socioestética que apunta hacia unos objetivos muy distintos de los de Trejo. Aparte de las consecuencias de recepción que la praxis experimentalista acarrea y de los riesgos individuales que la misma implica para el narrador contemporáneo, se hace difícil negar lo que tal hecho significa en un medio literario como el nuestro, bastante tímido ante las innovaciones formales de la narración. Proponer la existencia de la palabra, despojándola de un posible referente y atentar contra la estructuración de la materia discursiva más vinculada a la cultura humana —la narración— no deja de ser significativo como propósito de quienes además pretenden lograr tales objetivos valiéndose del lenguaje mismo. En un momento histórico tan particular como el presente, en el que la narrativa venezolana pareciera regresar hacia el culto por la transparencia de la historia, resulta muy relevante la situación de un grupo de autores cuya propuesta novelística constituye, por lo menos en Venezuela, un antimodelo frente a la narrativa más convencional, fundamentado paradójicamente en la violación de las normas clásicas de la comunicación narrativa, valiéndose de un conjunto de recursos formales y semánticos muy cercanos a lo que en nuestro tiempo ha sido definido como la estética de la postmodernidad (o "neomodernidad", como diría Alexis Márquez Rodríguez): desorden, caos, negación, transgresión de lo establecido, ruptura y estatus impreciso de la oposición realidad/ficción, ambi-

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güedad, polisemia, obscuridad, imprecisión de la "representatividad de lo real" y duda acerca de los límites de la "realidad", parodia, metaficción, incertidumbre ante lo expresado, tematización de las nociones de "autor", "narrador", "lector", etc. Independientemente de las desventajas que los proyectos experimentales puedan acarrear para lo relativo a la recepción inmediata por parte del público lector, en cuanto que propulsora de nuevas formas y procesos, toda propuesta experimental se justificaría en las palabras del crítico mexicano Raúl Dorra (1986, 8), con las que deseo cerrar: Una literatura estrictamente reverente, 'académica', que reafirmara siempre y a cada paso un conjunto siempre idéntico de leyes sería una contradicción en rigor impensable: una literatura muerta o menos aún, una literatura inexistente.

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Los espacios imaginarios en las novelas de Salvador Garmendia, de Los pequeños seres a El único lugar posible François Delprat

Desde su primera novela, Salvador Garmendia estructura el espacio como para borrar el usual manejo de esta dimensión en la estructura novelesca llamada cronotopo. Esta peculiaridad ha sido señalada por grandes críticos y estudiosos de su obra'. La enfocan principalmente desde el proceso de desintegración de la conciencia personal por medio de la pérdida o confusión progresiva de los hitos personales en la escala del tiempo. A mi parecer, la faceta espacial constituye, en las novelas de Salvador Garmendia, uno de los recursos más fecundos en cuanto a estructuración del relato, lo es también por los resultados obtenidos en la desintegración e integración del mundo personal de cada protagonista. En Los pequeños seres (Caracas: Sardio 1959), la historia de Mateo Martán es: la historia de una vida alienada que quiere romper sus vínculos con el mundo exterior en un dramático proceso de interiorización. El roce con cualquier realidad presente dispara a Martán en un neurótico afán de reconstruir el pasado, su vida anterior. Pero esta vida se le presenta siempre fragmentariamente, sin pies ni cabeza [...]2. A lo largo de los capítulos vuelven, recurrentes, los verbos y adverbios de lugar. Las palabras allí, sitio, lugar, estar, volver, se usan, claro está, en su sentido propio espacial y en su sentido metafórico temporal, tendiendo a primar la acepción figurada. La necesidad de recurrir a la metáfora del espacio cuando el lenguaje debe aprehender los tiempos3, cumple aquí su papel más frecuente, acentuado por la preeminencia de la percepción visual en la relación entre la palabra y el objeto. Pero el texto opera misteriosamente para desvincular las dos dimensiones. Por una parte, la fragmentación de los espacios arrastra la fragmentación de los tiempos y, por otra parte, favorece una circulación, una construcción homogénea del tiempo o mejor dicho, del existir del protagonista. Obligado a ir de un sitio a otro, impelido por las obligaciones de su responsabilidad recién estrenada de superintendente de una compañía, por las menudas circunstancias cotidianas, profesionales y familiares, Martán anhela la

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Cf. Alexis Márquez Rodríguez 1985; José Napoleón Oropeza 1984, 293-309. Introducción de Francisco Pérez Perdomo a la edición de Los pequeños seres, Montevideo: Arca 1967. 3 Cf. la función de la topología en la conformación del lenguaje y en la de la conciencia apresiva del mundo en Greimas 1966. 2

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inmovilidad. En el cuarto del comienzo de la novela "a Mateo le pareció que ya no había presente sino la inmovilidad de las cosas llenas de un tiempo apaciguado y simple" (14)4. Desde los primeros cuadros del relato, el personaje se percibe a sí mismo colocado en un exiguo entorno en el reflejo que le da un espejo; enfoque propicio al salto a una conciencia reflexiva, procedimiento eficiente de la interiorización, perfectamente logrado, conforme al excelente dominio que tiene el escritor de la representación del mundo. Pero este mundo se ciñe a lo que abarca la vista del personaje en el espejo: el campo visual propiamente dicho y, por el rabillo del ojo, los movimientos apenas perceptibles de Amelia, su esposa, presentidos o recordados por habituales, mejor que percibidos. La realidad es especular, y al mismo tiempo fragmentada por el rectángulo enfocado en el espejo; se fragmenta además en varios planos de la imagen virtual, el primer plano del personaje que se mira, el segundo plano de la habitación de la puerta, y un tercer plano detrás de la puerta, indicado por el temor y la espera de la hoja de la puerta entreabierta, o abierta hacia un trasfondo en que el protagonista descubre la presencia de Amelia con desagrado o resignación. Como el relato consta de un discurso interior, un flujo de conciencia en el cual los diálogos aparecen como injertos o citas, lampos de la memoria que pueblan arbitrariamente el presente de Martán, el lector se deja llevar con facilidad al valor metafórico de estos espacios virtuales del trasfondo del espejo. Pronto se enuncia el malestar del personaje como originado en el agobio de lo consuetudinario. La súbita muerte de su superior es el hecho que desencadena en él la crisis de una angustia existencial. Los retazos de conversaciones interpolados en el discurso interior del protagonista, y varios enunciados del narrador, plantean esta crisis como crisis de "los cuarenta", balance personal del hombre adulto, acentuado por la edad (cincuenta años) del jefe difunto. Las potencialidades de construcción de una psique del personaje ofrecidas por este planteamiento han sido muy bien aprovechadas por el relato. También lo son sus potencialidades metafísicas, éstas últimas indisociables del tratamiento del espacio, se estructura el relato en una tentativa de huida del protagonista, una suerte de voluntario regreso a su origen, regreso connotado de dolor y placer. Ya que el presente, aquí y ahora, estorba su autoafirmación, el protagonista busca su desalienación en el recuerdo y éste se plasma mediante el proceso literario de unos cuadros localizados en otros sitios, y con los cuales se construyen las imágenes de este pasado. Sus padres, su hermano, un circo de su adolescencia. La inmovilidad apetecida ha de favorecer incursiones al pasado, a otros lugares, escorzos de la anterior vivencia. Pero estos espacios también se fragmentan bajo el efecto de la presión urgente del presente que no deja de interferir en las proyecciones de la imaginación o de la memoria del protagonista. El lector es tentado a leer el texto como ilustración de la tesis sartriana de la alienación de la persona en L'être et le néant: la imposible

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Recomiendo el estudio más preciso de Jiménez Ernán 1984.

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articulación de la conciencia de sí, el en-soi, con el mundo y el dolor constante causado por los demás, lleva incruentamente a Mateo Martán a refugiarse en el pasado y a proyectarse fuera de una circunstancia alienante, trata de escapar más allá del espejo en el cual se refleja lo que es, mientras su imaginación convoca el reflejo de otros sitios y otras realidades. El texto ofrece una doble oportunidad a su lector: recibe los materiales necesarios a la reconstrucción de toda la existencia del protagonista, y por otra parte se siente llevado a identificarse con él por el predominio del flujo de conciencia, un deseo de saltar la barrera que separa el mundo exterior del mundo interior donde los tiempos son un presente permanente y donde los espacios son como los planos yuxtapuestos de un álbum de fotografías. Uno de los cuadros del principio de la novela se funda en un diálogo con Amelia mientras ésta repasa, en la habitación del matrimonio, las fotografías de los dos. De este episodio arranca la desarticulación de momentos y espacios y la noción de un presente problemático. Este presente mismo se descompone en efectos prismáticos: la realidad circundante aparece inconexa, el ser de Mateo Martán va desmoronándose, sufre una especie de caída adentro de sí mismo, hacia su aniquilamiento (néantisation), hacia su desenlace que es la pérdida total del lazo con el mundo y pérdida de su propio ser, en las últimas palabras de la novela, elipsis de la muerte. La estrategia narrativa de Los habitantes (1961) es de factura más convencional en apariencia. Asocia los tres niveles usuales de introducción: personajes, espacios y tiempos. Las combinaciones ofrecidas siguen aparentemente el convencional mecanismo de identificación de cada protagonista por su cronotopo. Organizado en veintitrés cuadros, el relato se ciñe al transcurso de un domingo en la casa de una modesta familia de la Caracas popular, en las faldas de uno de los cerros, aunque en un estrato social superior al de los ranchos precarios. Son los habitantes de una casa, con su comedor, sus dormitorios, su cocina, su patio y su terraza, con su jardincillo delante de la casa y su portón bajo que da a la calle. Los primeros cuadros subrayan la percepción del espacio a través de los primeros personajes, en especial Aurelia, la más joven, aficionada a pasar el domingo entero en la habitación que comparte con su hermana Matilde, soñando, recordando, revisando fotos (como en el capítulo 10). Esta figura da pie a la estructuración de la red de personajes, primero la familia, el hermano Luis, el padre Francisco y la madre Engracia, luego los amigos y conocidos de cada uno, lo que abre un tenue argumento: la rabia que siente Luis por el comienzo de unas relaciones entre su hermana Matilde y Raúl, un alumno del mismo liceo, habitante de la casa vecina. De este modo, el centro del relato es la habitación, en torno a la cual se distribuyen primero los espacios de la casa, las otras estancias, en el plano horizontal. Los espacios exteriores en el plano vertical: arriba está la terraza (adonde suben a besarse Matilde y Raúl), al lado la casa vecina de la familia de Raúl (Matilde y él se citan a veces allí) y más arriba la altura de los cerros (hacia donde los compañeros de Raúl se dirigen para visitar a un vendedor

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callejero, hacia donde también van la hermana de Raúl y su amiga en compañía de sus compañeros de holgorio). Yendo para abajo, se sale a la calle, se llega a la plaza del mercado y a otros sectores de la ciudad. El uso del presente y del pasado permite articular la percepción desde Aurelia en su día domingo con la percepción de otras figuras, Luis, Matilde y Raúl, que forman una primera rueda de personajes, cada uno con su conciencia desde la cual el narrador enfoca los espacios y los tiempos. A partir del capítulo 3, Francisco sale a la calle, va al mercado a hacer la compra para la casa. El relato aprovecha esta oportunidad para ensanchar los espacios en torno a la casa, fijando las localidades claves de una sociabilidad de barrio, una vecina, amiga de Engracia, el bar Las Tres Potencias, donde Luis y sus compañeros suelen jugar al billar, el gentío que entra y sale entre los puestos del mercado. En cada una de estas etapas de la estructuración del espacio, todos los personajes aparecen como en un doble movimiento, un constante entrar y salir que hace de la sencilla sucesión de los movimientos el vector de un conocimiento del espacio al cual el lector se siente invitado. La segunda etapa será la proyección a otros espacios, gracias al recuerdo de los momentos anteriores de la vida de Francisco y Engracia. El relato aplica un método de interpolación minuciosamente justificada: el primer procedimiento es el recurso de las fotografías que va viendo y revisando Aurelia; proyecta no sólo otros tiempos sino también otros espacios, los del comienzo de la vida matrimonial de Francisco y Engracia que se conocieron en Puerto Cabello. El segundo procedimiento engarza tiempos y espacios, el desplazamiento en el presente del domingo con sorpresivas ventanas al pasado: el espacio de la calle, el mercado y los bares propician varios encuentros de Francisco con amigos o compañeros de otros tiempos, primero el tiempo reciente de Caracas, antes de su despido de la compañía de transportes. A medida que se ensancha el ámbito por el que se desplaza Francisco, se amplía la escala del tiempo y la del espacio. Algunos meses, por la evocación de las peripecias de la compañía de transportes en Caracas, numerosos años por los tiempos de Puerto Cabello. Son precisamente estos cronotopos los que las fotos ayudan a patentizar, a través de la mirada de Aurelia, dando a la protagonista un papel de traspunte unificador del destino de la familia. Dos amigos de Francisco van a servir de enlace en el tiempo y evocar un pasado de camionero joven por la zona petrolera y también por la Cordillera de Mérida, completando la visión de la sociedad: el patrón del almacén de Puerto Cabello que ha dado trabajo a Francisco, alguna mujer de los bares de camioneros, contribuyen a bosquejar los diferentes estratos de la sociedad venezolana. Los ricos comerciantes de Puerto Cabello tenían en su casa una niña recogida que era como una criada allegada a la familia. Engracia y Francisco se conocieron de este modo y se casaron poco después de la muerte del patrón del almacén, cuando su negocio se aniquiló y su viuda quedó empobrecida. El traslado de Puerto Cabello a Caracas establece una nueva era, la célula familiar vista desde la generación de Aurelia no tiene más espacio propio que

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el de la Caracas de los cerros, lo que induce una marcada tendencia a percibir el presente como degradado, ya que los padres se sienten preocupados por la inminente fecha en que vence la hipoteca de la casa. La compra de la casa ha sido posible, al dejar Puerto Cabello y vender el camión que antes conducía Francisco. Desde entonces, su condición económica ha declinado. La trama crea un mecanismo favorable a la exaltación de la nostalgia y a la configuración del espacio del ensueño que consta de todos los sitios anteriormente recorridos por Francisco y Engracia. Uno de los cuadros plantea una curiosa interrupción de este ir y venir entre los dos lugares (y tiempos) principales, cuando Engracia decide ir a visitar al compadre de su marido (cap. 12 y 13). Va en busca de ayuda para pagar la hipoteca, intento fracasado, que da un carácter gratuito a esta peripecia. Su función principal parece ser plasmar la topografía de la ciudad con sus barrios residenciales, sus cerros de ranchitos y su centro ciudad, ya que los autobuses que llevan a Engracia siguen su ruta por un complejo recorrido muy bien utilizado para subrayar la coincidencia entre topología y representación social (cap. 13). Sin esta posibilidad, ofrecida al lector, de reconstruir por ensamblaje de los diferentes lugares de la acción un panorama sintético de la ciudad, se desprendería una gran impresión de gratuidad, varias veces sugerida a través de la vacuidad de un domingo. Una incursión de los amigos de Luis a los bares y salones de juegos mecánicos del centro completa este efecto construyendo en el relato otro engarce de la falta de objetivo de los personajes. Todos cumplen, en este domingo, una acción mínima que carece de móvil o cuyo pretexto es la necesidad de hacer la compra, o la costumbre de salir a misa, para las mujeres, o de ir al bar para los hombres. El único desplazamiento que parece obedecer a un objetivo racional, es la ya mencionada visita de la madre al compadre de su marido, aunque el capítulo insiste en la incongruencia de las esperanzas del personaje y el modo en que la reciben. Es uno de los episodios más significativos de la percepción del espacio, plantea el descubrimiento de lo extraña que puede ser la realidad con sólo desplazarse en la misma ciudad, cambiar de barrio. El temor causado por los perros de una lujosa quinta de la vecindad y la tormenta de lluvia que amenaza dramatizan esta revelación de otro mundo, mientras que el carácter dinámico del relato en esta parte sirve para hilvanar entre ellos los varios retazos de ciudad. Vemos que el arte de Salvador Garmendia logra asociar varios conceptos de la ficción: una representación de los espacios y acciones en el tiempo, una realidad con todos los componentes de la ilusión referencial; la sensación del descubrimiento de que esta realidad es potencialmente fantástica, los juegos de la memoria y la imaginación propios del ensueño. A través de la figura central de Aurelia, la que no sale de la casa, la que saborea la inmovilidad perezosa en su cuarto, se elabora una síntesis: tiene el papel de introducirnos a la mecánica del recuerdo, la historia de la familia, un pasado que arranca de las fotografías contempladas aquí y ahora; también desencadena las funciones de la imagina-

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ción. Por ella empezamos a conocer los espacios de la casa vecina, ella adivina lo que estarán haciendo su hermana y Raúl en la terraza, y es la única en explicitar el desagrado que le provoca la nimiedad de las acciones del presente. Estas dos primeras novelas disponen de recursos muy diferentes y, sin embargo, podemos ver que fijan varias de las líneas que siguen predominando en las novelas posteriores. No insisto en el peculiar tratamiento de los objetos de la realidad; en la capacidad de interiorización de lo real y el malestar, o la angustia existencial, la crítica ha tratado ampliamente estos rasgos. Interesa aquí una doble perspectiva espacial: la organización de cada libro como fragmentación de una ciudad, combinada, gracias a los procedimientos más variados, a la memoria de los lugares, discontinuidad doble ya que el presente está irremediablemente fragmentado y el pasado rememora por planos interpolados dentro de este presente. Los textos posteriores introducen juegos sutiles que varían constantemente la manera de contar, guardan bases estructurales que se asemejan a las que hemos estudiado hasta ahora. Día de ceniza, se estructura por la travesía de la ciudad en automóvil, dos compañeros tratan de llegar a los lugares donde los necesitan y les estorba el paso la caprichosa multitud, desfiles y comparsas de un día de carnaval. La irremediable incongruencia de su objetivo y de la realidad circundante es denotada por esta alegoría del imposible paso por las calles normalmente transitadas; el itinerario, que en otros relatos daba alguna coherencia a los espacios fragmentados, construyendo entre ellos una red, se ha vuelto irrealizable. En la noche de este mismo carnaval, el protagonista va de un sitio a otro, también con un objetivo que es llegar a una fiesta a la que ha sido invitado, pero las casualidades del trayecto le desvían de su propósito, y cuando llega es para encontrar un drama inexplicable, una suerte de crimen gratuito. La realidad de la ciudad de Caracas está documentada en una verdadera topografía por donde el protagonista se esfuerza por progresar, constantemente detenido, lo que da pie a unos cuadros peculiares de unos lugares precisos, también constantemente desentonado, molesto, porque no se integra a la fiesta; de todos modos, el carnaval mismo desprende las cosas de su realidad, superpone a los diferentes lugares un sentido extraño. Sólo se volverá a sentir en su mundo coherente al día siguiente, día de cenizas, que sigue al carnaval, día de pasar el ratón que sucede a las borracheras, de hacer balance y nueva cuenta y de reanudar el tránsito de la banalidad, algo que frisa con lo absurdo, pero doloroso y disminuido en contraste con la absurdidad triunfante del carnaval.

Presente permanente, regresión mental o esquizofrenia La mala vida tiene como protagonista a un humilde caraqueño, cuya vivencia se desarrolla en un presente permanente, no por un procedimiento narrativo sino como dato estructural del libro, la apatía mental del protagonista no es suficiente para relacionar hechos y lugares, menos aún para ordenar una memo-

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ria personal capaz de estructurar su personalidad. Carece de destino, del mismo modo que, por ser analfabeto, carece de los puntos de referencia por los cuales la mayor parte de los habitantes de la ciudad organizan sus actos. Como si quisiera insistir en la originalidad de la relación de este personaje con el espacio, el narrador de esta novela señala repetidamente sus desplazamientos, dibujando una topología del centro de la ciudad, entre el Nuevo Circo y la esquina de Carmelitas, conjunto de puntos neurálgicos de la Caracas de los años 50 a 70 y que tienen la peculiaridad de que la casi totalidad de sus calles no tienen nombre y las referencias de lugar se dan por el nombre de la esquina (Carmelitas, Gradillas, Santa Teresa, etc.). Se evidencia que el saber leer y escribir no da ninguna superioridad para una vida que discurre en unas calles sin nombres, sin indicación de placas municipales5. Esta novela obra una transfiguración de la ciudad gracias a la mirada de uno de sus más humildes habitantes, subraya la banalidad de su diario existir, que parece irse encogiendo, agotando, conforme se avanza en el texto. Esta vez los itinerarios tienen una coherencia fuerte, construyen una costumbre del espacio, pero que es debida enteramente a una suerte de memoria de estos espacios que está fuera de la mente, está en los movimientos instintivos del cuerpo. La pobreza del protagonista refuerza esta percepción porque se desplaza continuamente, buscando la vida y su vitalidad va apagándose en una regresión mental que los circuitos de cada día, más cortos, ilustran gráficamente. Como si se tratara de una obra complementaria a la anterior, Los pies de barro ofrece una vista global de Caracas, desde sucesivos puntos de observación exteriores; desde un protagonista colmado de conocimientos, cuyas actividades le llevan de un sitio a otro de la conurbación en la cual se han ido transformando las tradicionales parroquias rurales, cuyos nombres subsisten en las diferentes partes de la actual ciudad de Caracas. No por ello deja de percibirse este malestar que emana de la fragmentación de los espacios, hasta un grado nunca alcanzado que es de la teorización y su ejemplificación: en medio de la novela, se interpola un texto de un amigo del protagonista, parodia plagada de defectos, suerte de inventario de los modos de escribir mal, repertorio de figuras trilladas, pero que no deja de aclarar el significado del relato. Su título, Fragmentos de mi recreo, responde a la reiterada meditación del protagonista sobre lo fragmentaria que es su propia vida y sobre la descomposición de los actos: la ciudad es vista como laberinto (81), el malestar existencial se expresa como la búsqueda de una inalcanzable conciencia de sí, de una comunicación cada vez menos realizable, de la imposibilidad de encontrar lugar en este mundo porque no se logra construir una imagen fija, ni del mundo, ni de uno mismo. El personaje intenta escribir, él también:

5 No es inútil recordar, para saborear con placer esta lectura, que muchas ciudades de América Latina no han sentido la necesidad de fijar placas con los nombres de sus calles en los barrios céntricos sino en fechas relativamente recientes.

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La hoja, por lo tanto, seguirá en blanco, hasta el momento en que alguna de esas imágenes repentinas llegue a obtener la masa suficiente para hacerse dueña del espacio (entendiendo que el espacio, en todas sus dimensiones previsibles sea, provisionalmente también, esa hoja en blanco); [...] (114). A la visión del corazón de la ciudad desde un hombre sin destino, sin reconocimiento social, ni identidad, dada en La mala vida, Los pies de barro responde: es peor aún saber los lugares y los espacios, manejar con facilidad y constancia los nombres, tener una posición y una identidad; el conocimiento determina un sufrimiento y una patología muy parecida a la esquizofrenia. La conciencia de sí no está en ninguno de estos hitos que estructuran el existir de cada uno, está en alguna otra parte. El lector se pregunta en qué lugar6.

Más allá Quizás sea éste El único lugar posible, libro de 1981. En el relato que da su título al libro, un viudo vuelve a un hotel donde durmió veinte años antes con su mujer, en un intento por vivir de nuevo en el mismo sitio la misma intensidad. El espacio se le ha vuelto necesario para que el milagro de la memoria obre al fin. Pero no es un milagro lo que sugiere el narrador, es el regreso al origen, vagamente comparable al del protagonista de la primera novela que escapa cada vez más a la realidad circundante, por propia voluntad, y se repliega sobre sí mismo, así se transforma en un ser que regresa al dormir, regresa a sus primeras señales de vida iti uterum, en esto consistía la elipsis de muerte que he señalado. Aquí, el viejo finalmente regresa una vez más a su cuarto, se cierra la propia conciencia como un molusco; y el relato se acaba. La novedad de este libro es la reflexión conducida a través de varias narraciones, sobre la relación entre la memoria y el espacio, sobre las posibilidades de llenar los vacíos de la realidad con el recuerdo o por obra de la imaginación. Recomienda incluso un modo de salvarse: consiste en deslizarse fuera de la realidad por el borde, como en la imagen fílmica. "Escapar por el borde" es el relato que concluye esta colección de textos breves, entramados en la segunda parte del libro por la figura de Anselmo. Forman una cuasi novela que ofrece a su lector fragmentos (otra vez esta palabra) de ideas sobre la realidad y la escritura. Destaco una de estas reflexiones: Porque todo lo real, si es que no ha sido cocinado por el intelecto, lo real no inmunizado cuyos microbios se extienden libremente a

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Un análisis de la semántica del espacio, a partir de las categorías de la Semántica estructural, ha sido realizado en la tesis doctoral (Troisième Cycle) de Nydia León de Nieto, bajo la dirección de Gérard Genot, Sémiotique textuelle, Université de Paris X-Nanterre, 1980. Esta tesis analiza La mala vida y Los pies de barro, con enfoque topològico.

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nuestros sentidos, se compone de una aleación poco ordenada, nunca deliberada, de fragmentos donde también cualquiera de nosotros ha podido dejar un paso, un sístole, una caída de ojos. Pero cada vez que creemos concebir un todo, es decir una masa de tiempo labrada, condenada a un espacio, lo que elaboramos al final no pasa de ser una ilusión pedante (312). La primacía de la ilusión asegura la del juego, es decir que la obra novelística que ha arrancado con la obsesión del malestar existencial, va construyendo lentamente su propia transcendencia, encuentra una fe cada vez mejor afirmada en la posibilidad de la imaginación, no como facultad sino como este otro lugar hacia el cual tienden todos los protagonistas. Ni siquiera la memoria está inmune de ilusiones, es ella la que nos persuade que rechacemos la realidad porque no somos lo que esta realidad nos da, porque no nos reconocemos en la imagen que da el espejo. El protagonista de Salvador Garmendia se siente distante, se proyecta a otro momento, en otro lugar, es él mismo su propia ilusión. Al recorrer el largo y fecundo camino trazado por la narrativa admirable de Salvador Garmendia, el lector acaba con una gran sorpresa: este escritor, miembro de la generación que tanto admiró a Sartre y proclamó la función representativa del escritor, ha sabido descubrir temprano una escritura de lo real que puede parangonarse con el Nouveau Román (coincidencia más bien que influencia), y ha evolucionado hacia una teoría propiamente idealista: resumible en el clásico "que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son".

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structurale.

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No sólo al margen de Gabriel Jiménez Ernán Rafael Gutiérrez Girardot

Javier Lasarte concluyó su conferencia "Cuestionamientos narrativos de lo real: modalidades de lo fantástico en el cuento venezolano contemporáneo", pronunciada en Madrid en mayo de 1990, con esta irónica, pero quizá no menos escéptica frase: "David Alizo, Ednodio Quintero, Gabriel Jiménez Ernán o Earle Herrera, Armando José Sequera, entregados de lleno al cuento breve [son] muestras de vitalidad de lo fantástico, aunque algunos críticos picaramente han dicho que no existe en nuestros días y aunque contradiga —no sin argumentos de peso— la especie según la cual la literatura venezolana —fantástica o no— tampoco existe" (Lasarte 1991, 177). Posiblemente, Javier Lasarte no conocía entonces la reacción de "algunos críticos" a Las corrientes literarias en la América Hispánica (1949), que dictaminaron que el Maestro de América había inventado, con ese libro, la literatura hispanoamericana. Pedro Henríquez Ureña, naturalmente, no la había inventado sino había descrito su camino, pero esa descripción ejemplar y seminal no logró convencer a los diversos clientes del exotismo, del europeo y de su correlato "intraexotismo" latinoamericano, y bajo el rótulo de "novela de la tierra" se difundieron como expresión auténtica de Latinoamérica, especialmente, las novelas La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio Rivera, Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos y Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo Güiraldes. Monumentalizadas por la "crítica" —independientemente de los contextos en un largo proceso— estas obras, junto con las imperativas del indigenismo, impusieron una ceguera nacionalista y telúrica para cualquier forma de percepción y expresión de la realidad que no fuera simplemente empírica y demagógica. Fuera de esta literatura, pues, no hay salvación. Así es casi comprensible que Manuel Pedro González dijera, todavía en 1966, que "la novela fantástica [en Hispanoamérica] [...] tiene el carácter de producto exótico, importado y artificial [...]" y que en la literatura fantástica hispanoamericana "más que el genio creador, priva el ingenio, y una actitud frivola y como de juego". No contento con este rechazo, González recurre a la condena mediante un aguado argumentum ad hominem: "Casi todos estos autores están más interesados en lucirse, en exhibir los artilugios de su fantasía y las habilidades y recursos de su ingenio que en crear obra de monto y noble poesía" (González 1969, 78ss). El juicio, si así cabe llamarlo, corroboraba, como los muchísimos que ha aportado con ya no sorprendente rutina el pulpo mal llamado "ciencia literaria" o "filología" con sus etcéteras, una comprobación del satírico dieciochesco Georg Christoph Lichtenberg sobre las obras de sus colegas "filólogos": "Fraguado con dispendiosa erudición y durmiente entendimiento humano" (1973, D-325). Nada fervoroso de la literatura de "ras del suelo", pero y, consecuentemente, alejado de todo fanatismo, el crítico chileno Ricardo Lat-

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cham, publicó en 1958 una Antología del cuento hispanoamericano contemporáneo (1910-1956), en la que seleccionó a siete escritores venezolanos, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses, Oscar Guaramato, Antonio Márquez Salas, Gustavo Díaz Solís y Héctor Mujica. Una lectura comparativa de esa antología pone de presente que ninguno de los narradores venezolanos que escogió Latcham cultivaba el patetismo social y telúrico que dominó con terrorismo filo-agrario y social-realista la literatura hispanoamericana de esos decenios. Ese dogma, sin embargo, deja su huella en esa Antología, pues Latcham sólo escogió de Jorge Luis Borges la narración "Funes el memorioso" y deja de lado narraciones de Ficciones (1944) o ElAleph (1949), que, algo más tarde, pusieron a pensar a los críticos si la literatura o lo que ellos consideraban por tal también podía ser obra de la imaginación y de la fantasía. Precisamente por eso se destaca la selección de los siete escritores venezolanos, en cuya mayoría se destaca lo que causó horror a Manuel Pedro González, entre tantos más: rasgos que cabe llamar fantásticos. Precisamente la narración de Mariano Picón Salas, "Los batracios" —que recogió en sus obras selectas de 1962, bajo el título "Un cuento venezolano"— muestra como ese rasgo fantástico no altera sino enmarca poética y extrañamente la descripción de una realidad con visos históricos. "Arco secreto" de Gustavo Díaz Solís o "Las tres ventanas" de Héctor Mujica acentúan en diverso grado respectivamente ese rasgo fantástico, ese signo de interrogación poética que ponen a la experiencia de la realidad. Esa es, probablemente, la causa por la cual poco se tuvo en cuenta en Latinoamérica la literatura venezolana, la causa que suscitó la observación arriba citada de Javier Lasarte y que cabe repetir: "[...] aunque algunos críticos picaramente han dicho que no existe en nuestros días y aunque contradiga —no sin argumentos de peso— la especie según la cual la literatura venezolana —fantástica o no— tampoco existe". No existe, en efecto, pero no porque ella no se haya hecho presente, sino más bien y más exactamente porque no se la ha percibido o se la ha registrado insuficientemente. Por eso no ha de sorprender, que el Léxico de Autores de Latinoamérica, por ejemplo, perpetrado por Dieter Reichardt en 1992, bajo la inspiración angelical de la superexperta Michi Strausfeld, haciendo gala de "dispendiosa erudición", haya enterrado en su "durmiente entendimiento" a una figura como Mariano Picón Salas o a Antonia Palacios, cuya novela Ana Isabel. Una niña decente, de 1949, no sólo tiene valor histórico, sino estético en nada menor que el de Silvina Bullrich, por sólo citar a una de las que despertaron, quizá, las emociones electrónicas de estos y otros eruditos. Sin embargo, sería falso suponer que estas comprobaciones intentan una reivindicación de la literatura venezolana, pues eso significaría una corroboración de la ceguera y conduciría a caer en el pecado que ilustra el dicho "las comparaciones son odiosas". No cabe duda de que este dicho lo acuñaron profilácticamente las mujeres feas, por lo cual es más adecuado a la situación recordar las palabras que consagró César Vallejo en uno de sus poemas, esto es, "allá ellos, allá ellos, allá ellos". Pero, ¿quiénes son ellos? Por lo menos dos: una historiografía literaria arteriosclerótica, nieta,

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por no decir nieta-enana de los nacionalismos miopes cuyo origen no sólo se remite a la influencia europea, sino más bien a la vergonzosa y vergonzante confluencia de los que frustaron el proyecto político continental del Libertador Simón Bolívar1 y una verborrea telúrica, una histeria egoísta y demagógica, imperativa popularmente retórica, que encarnó en la figura atosigante y sentimentaloide de Pablo Neruda. No hay en la historia de la autobiografía latinoamericana libro más mendaz, pobremente vanidoso e intelectual y moralmente más exuberantemente repugnante que Confieso que he vivido, sociológicamente valioso, ciertamente, por la capacidad explicativa de una mentalidad —la del pertinaz auto-caudillo— que refleja el humus de los dictadores latinoamericanos. La influencia de Neruda fue tan determinante que hubo una afloración, si así cabe decir, de nerudianos mezclados con los que anduvieron tras las huellas de León Felipe, un poeta español exiliado, que había traducido a Walt Whitman y quería sonar como su barbada víctima. En este horizonte de abultados, no parecía caber, ni podía caber la literatura venezolana que germinaba por los años 40. En el prólogo a la Antología de la moderna poesía venezolana (1940) de Otto D'Sola —recogido en las Obras selectas bajo el título "Paseo por nuestra poesía"— Mariano Picón Salas hizo este preciso deslinde. Refiriéndose a la influencia de "la tremenda voz disolvente" de Pablo Neruda, comprobó para Venezuela: El también influyó en Venezuela. Y está pesando —acaso contra la voluntad de ellos mismos— en esta densa materia de sueños entrecruzados, de sexualidad confusa, de húmedo naufragio de algunos de nuestros poetas. Marca su presencia, con su torbellino de hojas muertas y de peces sangrando, aun en la obra de artistas de tanto aliento como Luis Fernando Alvarez, Pablo Rojas Guardia o José Ramón Heredia. Ellos empiezan a salir a un claro de bosque, a un sitio limpio donde acampar, después de aquella como inmersión entre las enormes y retorcidas lianas (Picón Salas 1987, 354). Picón Salas describe una situación que no se limita a los años 40 sino que llega hasta bien entrados los años 60. La precaria o negativa disposición para percibir ese "claro de bosque" lo ilustra la recepción de Jorge Luis Borges en Latinoamérica, que continúa diversamente el reproche que hizo José Enrique Rodó a Rubén Darío a propósito de Prosas profanas, esto es, que no fue el poeta de América. Sin embargo, el descubrimiento de ese "sitio limpio donde acampar", no hizo justicia a quienes lo habían divisado y abierto. El Señor Presidente (1946) de Miguel Angel Asturias, por ejemplo, eclipsó publicitariamente a Arturo Uslar Pietri o a Miguel Otero Silva, pese al reconocimiento de que gozaron estos dos, por no hablar de Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra,

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El General en su laberinto, de Gabriel García Márquez recuerda con justo sarcasmo al estamento y al protodictador y traidor que inició el desmoronamiento.

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anterior a estas conmociones telúricas, y que tan sólo hace pocos años comienza a ser reconocida como lo que es: una obra maestra. Estos preliminares parecen, y en parte son, anacrónicos. Entre el juicio irónico de Javier Lasarte, que es sólo tres veces mayor que el del tono semejante de Alexis Márquez Rodríguez (1991, 167) en su recuento "Novelistas, novelas y novelones"2, y el presente, ha ocurrido en la curiosamente mal llamada "ciencia literaria" una especie de Apocalipsis, un salto como el del Niágara, que es, como todo salto fluvial, naturalmente aguado. Por razones aparentemente misteriosas, esa caricatura del "río heracliteano" se autobautizó con el nombre pretencioso de "teoría de la literatura". Sustituyó lo que Hegel exigió y llamó el "esfuerzo del concepto" por un torrente terminológico que se mueve entre la antigua retórica de Quintiliano traspuesta por el lente de una pseudolectura o lectura frivola de Heidegger. La insuficiencia conceptual obliga a esta supuesta "teoría" a justificarse ampulosamente y a convertir el texto, pretendido objeto de sus supuestos "análisis" en un pretexto o en el pretexto de su onanismo: "Derridada y Lacancan". Estas consecuencias laberínticamente ideológicas de una culpabilidad histórica3 que se exculpa a posteriori con la exclusión del carácter histórico de la literatura, confluye con lo que Walter Benjamín (1974, 439ss) llamó "pérdida del aura". La literatura entró en el circuito de los supermercados. La llamada "teoría literaria" "describe" una obra de arte literaria como cualquier vendedor describe un refrigerador o un aspirador o un televisor. Y el "crítico" literario puede excluir de su consideración los diversos contextos sociales, históricos etc. Por eso, cualquier texto es igual a cualquier texto. En medio de esta orgía terminológica se pasó por alto otro efecto del hecho observado por Benjamín, esto es, la comercialización o, si se quiere, la industrialización de la literatura. Esto favoreció naturalmente el boom, que transformó un hecho fundamental de la sociología y la historiografía literarias, esto es, el de la formación de grupos y la articulación de generaciones. Por otra parte, la historiografía social francesa y en especial los esbozos teóricos de Ferdinand Braudel sobre el tiempo histórico (lapsos de larga o de breve duración) tuvieron que inducir a un cuestionamiento de la incoherente periodización de la historiografía literaria. Todo esto trae consigo una revisión compleja de los criterios estéticos e históricos de lo que pretendió ser —y fue en el siglo pasado— la historiografía literaria, esto es, la consideración de la literatura como expresión y glorificación de los Estados Nacionales y su corolario demagógico, los nacionalismos. En este sentido, la observación irónica de Javier Lasarte y las observaciones de Alexis Márquez Rodríguez —que cabe resumir como descontento y promesa de la literatura venezolana— son un desafío a la inercia de esa historiografía literaria tradicional, cuya comproba-

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El recuento apareció por primera vez en El Nacional de Caracas en 1988. El historiador mexicano Edmundo O'Gorman aludió a ella en su libro La invención de América (1958); cf. especialmente 93ss. 3

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ción parece tan anacrónica como ella misma lo es. En efecto, si se examina la literatura venezolana que fue suscitada por Salvador Garmendia y se tiene en cuenta su tradición —ejemplo de la cual pueden ser, en parte, los autores que recoge Latcham en su Antología del cuento hispanoamericano— será preciso preguntar por la causa de esa corriente, que no es única en Latinoamérica. Rubén Darío y Leopoldo Lugones, pero poco antes de ellos Eduardo Holmberg en Argentina publicaron cuentos y novelas "fantásticas". En el prólogo a la selección de Cuentos fantásticos de Rubén Darío (1976), José Olivio Jiménez esboza el contexto histórico-literario de la "literatura fantástica" en Latinoamérica, y observa que los antecedentes de esta literatura que pueden mencionarse "no pasarían de ser insinuaciones, anuncios" (9). Sólo con el modernismo comienza a desarrollarse, es decir, comienza a cobrar perfil lo que suele llamarse "fantástico". Si se comparan las narraciones fantásticas de Darío y Lugones (Las fuerzas extrañas) con las de Un hombre muerto a puntapiés (1927) del ecuatoriano Pablo Palacio, no será difícil comprobar que antes de la recepción de Kafka la configuración literaria de lo "fantástico" o, si se quiere, de lo "alógico" obedece en Latinoamérica no sólo a estímulos literarios (principalmente Edgar Alian Poe), sino a la confrontación con una realidad social que abarca gradualmente a toda Latinoamérica. En Darío y Lugones es el desafío de la ciencia a la fe, pero ya en Holmberg, como más tarde en Pablo Palacio, es la sociedad burguesa o la llamada "alta clase" gobernante. Es una forma de crítica social hecha al margen del imperativo indigenismo y realismo social, que adquiere paulatina y relativa atención a partir de los años 50 con el Confabulado (1952), entre otros más, de Juan José Arreóla, con la más fundada recepción de Kafka (las traducciones de El castillo y El proceso) y con la aceptación de Jorge Luis Borges. Tres años antes de que estallara el boom con La ciudad y los perros de Vargas Llosa, de 1962, es decir, en 1959, aparece Los pequeños seres de Salvador Garmendia, que Angel Rama clasificó como "frisson nouveau de la narrativa venezolana. Es todavía una visión esquemática de ese tema conocido bajo el rótulo de 'muerte-del-pequeño-burgués' [...]" (Rama 1982, 175). Nada tenía de esquemática, y el rótulo era excesivamente reducido. Los cuentos de Difuntos, extraños y volátiles (1970), por ejemplo, mostraban una gama temática y expresiva mucho más amplia que la del "rótulo". Todos eran antiburgueses, pero la simple actitud negativa apuntaba a un tema más general y obsesivo en la literatura del siglo XX. Reinhard Kuhn asegura sobre ese tema: "En el siglo XX, el ennui [aburrimiento] no es un tema entre otros; es el tema dominante y, como una obsesión persistente se inmiscuye en las obras de la mayoría de los escritores contemporáneos" (1976, 331). El aburrimiento se inmiscuyó también en la obra de Kafka. En una entrada de su Diario, del 3 de mayo de 1915, escribió: "El presente es fantasmal, yo no me siento ante una mesa sino revoloteo en su derredor. Nada, nada. Yermo, aburrimiento, no, no aburrimiento, sólo vacío, absurdo, debilidad" (1949, 475). Vacío y aburrimiento son en alemán sinónimos, pero del apunte del

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Diario —al que pueden agregarse otros— se deduce que el aburrimiento, el vacío, el absurdo son concomitantes con el "presente fantasmal". Ese "presente fantasmal" es la rutina cotidiana de la época moderna, que Chaplin presentó en su película Tiempos modernos (1936). Muy sumariamente podría caracterizarse lo que Rama llama "visión esquemática" como una configuración literaria en la que confluyen los lenguajes de Kafka y de Chaplin, pero no como pura reproducción o imitación, sino como auxiliares analógicos de unos materiales a los que Salvador Garmendia imprime su sello y lo transmite. En Gabriel Jiménez Emán, ese sello es una suscitación, como cabe deducir de la frase de Javier Lasarte. Efectivamente, en Relatos de otro mundo (1987), por ejemplo, el mundo cotidiano es el de la diversa rutina —de la familia, del oficinista, del pintor— pero el rasgo grotesco de algunas narraciones de Salvador Garmendia cede el paso a un sorprendido humor que enlaza lo rutinario con su contrario y le infunde una paradójica normalidad. Así, por ejemplo, en el cuento "La oreja de H", el oficinista pierde su oído, lo busca, sufre sus consecuencias, y luego lo encuentra en el cajón del escritorio de la oficina. En "La planta", un profesor lleva a su casa una planta, que se transforma, crece hasta el punto de que dos de los hijos pueden trepar a ella y dormir en sus ramas como si fuera un árbol. La histeria de la esposa —algo perfectamente normal en un ama ejemplar de casa y madre cuidadosa— logra que venga la policía y derribe el árbol. Este se queja, sangra al caer "como una pluma". Algunos espectadores lo lamentaron. Cabría citar otros ejemplos, pero éstos y una más detallada comparación con obras de carácter fantástico, como las ya citadas, podrían servir de punto de partida para tratar de ceñir un campo de la literatura de lengua española desde el modernismo, que parece constituir un múltiple desafío a la supuesta y neonormativa "teoría de la literatura" derridadiana y lacancanesca, y aún a una de las muy anteriores, la del "mero ciudadano de la república meramente mexicana", esto es, Alfonso Reyes, quien emprendió la tarea de ceñir, en su obra El deslinde (1944), la literatura partiendo del hecho de que ésta es "un ente fluido". Pues este campo es esencialmente fluido: es el del tejido en el que se entrecruzan la sátira, la ironía, el humor, la fantasía y lo grotesco. Este tejido se intensificó especialmente en el expresionismo alemán —a Kafka se le considera como partícipe en él— pero eso no significa que se rastreen sus posibles influencias en Latinoamérica. Este tejido —que reactualiza naturalmente impulsos románticos— emerge en la época de lo que Cari Schmitt llamó "La unidad del mundo" que Eric J. Hobsbawm explicitó históricamente en The Age of Capital (1975, esp. 2a parte, 3) y que, con el retraso habitual, se discute hoy como "globalización". Ese tejido es un lenguaje común, en el que Kafka es un hito conocido que no puede excluir la pregunta por el parentesco de la narrativa "garmendiana" o suscitada por él, Jiménez Emán, por ejemplo, y este famoso poema de Jakob van Hoddis, con el que Kurt Pintus inauguró su no menos famosa antología Ocaso de la humanidad. Sinfonía de la más joven poesía (1920):

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Fin del mundo Al burgués le vuela el sombrero de la cabeza puntiaguda, En todos los aires resuena como grito. Tejadores caen a tierra y se escinden. Y en las costas —se lee— asciende el pleamar. La borrasca ha llegado, los bravos mares brincan a la tierra para aplastar macizos diques. La mayoría de los hombres tiene catarro. Los ferrocarrriles caen de los puentes. Los sabios ñlólogos tienen ahora la palabra.

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El cuento corto en Venezuela Laura Antillano

La definición de cuento corto como un género con características peculiares parece tener que ver con las posibilidades de su existencia en el español, dado que no es una forma literaria cultivada en muchas lenguas y su consideración, en el proceso contemporáneo de desintegración de los géneros es, en sí mismo, bastante particular. La noción de cuento corto, tal y como lo entendemos, ha sido estudiada entre otros por un maestro del género, Julio Cortázar, quien es de los pocos cultivadores de la ficción que se detuvo a teorizar sobre su praxis. Para Cortázar la perfección de un cuento corto está en lo que llama su "esfericidad" y considera que la situación narrativa debe ser trabajada "del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados, como quien modela una esfera de arcilla" (Cortázar 1984, 60). Armando José Sequera, escritor venezolano "adicto" al género, establece una dicotomía entre "cuento corto" y "cuento breve", considerando al segundo una subdivisión del primero. Sequera da entonces un concepto de cuento breve que alude a una dimensión "espacial", caracterizándolo como un cuento "que contiene más o menos doscientas palabras (incluso preposiciones, conjunciones y artículos)", lo que equivaldría a 19 renglones de escritura a máquina con un promedio de unos 60 caracteres por renglón. Por nuestra parte utilizaremos la nominación de cuento corto para lo que Sequera llama cuento breve. En Venezuela esta forma literaria ha tenido un notable éxito entre las generaciones de narradores que iniciaron su escritura entre los sesenta y los ochenta. Algunos de estos escritores si no dedicaron su obra al género lo cultivaron en algún momento. Baste citar desde José Balza (en varios de sus "Ejercicios narrativos"), Humberto Mata, Gabriel Jiménez Ernán, Edilio Peña, Armando José Sequera, Ednodio Quintero, Earle Herrera, Chevige Guayke, Emilio Briceño Ramos, José Gregorio Bello Porras, Iliana Gómez Berbesí, Alberto Barrera, hasta narradores de obra más reciente como Armando Luigi Castañeda. Los antecedentes del género en el país podrían situarse en la obra de un José Antonio Ramos Sucre (como señala Sequera, aunque considera que el escritor no se propuso escribir cuentos cortos sino poemas en prosa). Y con más propiedad, varias generaciones después, en pleno siglo XX: Alfredo Armas Alfonzo. Domingo Miliani, en un breve ensayo sobre este escritor, usa otra terminología, la de "minicuento", y remonta sus orígenes al siglo XIX, "disimulados entre los pequeños poemas en prosa de Baudelaire o en brevísimas y poco difundidas páginas de Oscar Wilde" (1987, 18).

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Al tomar en cuenta esta consideración, pasamos a reflexionar sobre los encuentros y desencuentros entre el poema y el cuento corto. Cortázar, en el ensayo que hemos citado inicialmente, publicado en "Ultimo Round" en 1969, se refiere a este hecho (1984, 75): "No hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire"; establece luego una dicotomía centrada en el hecho de que "el cuento no tiene intenciones esenciales" que sí atribuye a la poesía, y vuelve a emparentar los géneros a partir de su génesis: La génesis del cuento y del poema es, sin embargo, la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen normal de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad [...] (1984, 78). Ramos Sucre en Torre de timón (edición original de 1925), tiene entre otros un poema-relato titulado "La cuita": La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el atavío y la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el canto en una fiesta de la primavera. Yo escucho las violas y las flautas de los juglares en la sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada, sobre el golfo argentado. El aventurero de la cota roja y de las trusas pardas arma asechanzas y redes contra la doncella, acerbando mis dolores de proscrito. La niña asiente a una señal maligna del seductor. Personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los enamorados (1969, 29). Indudablemente este texto puede ser leído como un relato, conteniendo todos los elementos propios del género, más la consideración de una "apertura" interpretativa de amplio espectro por el carácter de sugerencia. A través de estos señalamientos vamos configurando el contorno de una definición que coloca junto a la brevedad de lo escrito un hecho de carácter significativo que emparenta poema y cuento. El acercamiento al poema, a nuestro parecer, se enlaza por la existencia de dos circunstancias: por una parte, la capacidad de síntesis, por la otra la carga subjetiva que ambas formas escritúrales conllevan. Tanto el poema como el cuento corto contienen un acto significativo, se remiten a algo, nos ponen en contacto con un hecho de experiencia expresado de distinta forma. Ello está dicho en pocas palabras, y en su enunciación la

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ambigüedad, como apertura explícita a varias lecturas posibles, en los dos casos, se hace presente. Pero si bien en este acercamiento al poema en una dimensión "espacial" (como insiste Sequera citando el caso de los poemas en prosa de Ramos Sucre) poema y cuento corto ocupan una "mancha" parecida en el papel, se nos ocurre que ese emparentamiento no se produce exclusivamente por la "distribución" gráfica de esa masa de texto, como se entendería a ojos vistas entre el poema en prosa y un cuento corto X, sino que, el poema con frecuencia cuenta algo, descansa su "búsqueda" significativa en un relato, en un acto narrativo. Con esto queremos señalar la posibilidad de que poemas que no han sido escritos en prosa entren también en este acercamiento al cuento corto. En la poesía venezolana, en la poesía universal, en la obra de poetas en particular, el uso de la imagen encadenada, en su elemental consideración descriptiva, está expresando, con frecuencia, un hilo narrativo. Así, una pequeña historia es la "esfera" que remite al lector a un acto de interpretación de carácter metafórico. Pensemos, en los poemas de Ramón Palomares, desde "Santiago de León de Caracas" hasta "Adiós Escuque", en cada uno de ellos hay una "cadena de acciones" que nos traslada, como lectores, a encontrar en la imagen un elemento profundamente sugestivo de carácter simbólico. Para señalar un ejemplo leamos "El patiecito": Me dijo mi padre el Dr. Angel ¿Qué haces Rómulo? Estoy desyerbando el patiecito, voy a sembrar. ¿Pero...? ¿Adonde está lo que te di Rómulo? ¿De qué estás viviendo?: Bueno soy escribiente, padre, Escribiente. Entonces No fuiste lo que yo soy. Ay, padre, lo que soñaste se lo llevaron las aguas Ahora sólo hay malezas ¿ves? Estoy limpiando el patiecito (1985, 214). Hay una "escena", un diálogo entre dos personajes, y hasta un conflicto desarrollado en el tiempo, una convocatoria al pasado de las vidas de los protagonistas que señala la confrontación de dos visiones. Hay allí, sin lugar a dudas, un cuento contenido, y un hecho dramático. Lo mismo ocurre con la obra de muchos otros poetas venezolanos, quienes construyen el poema a partir de la descripción de "escenas" encadenadas que revelan la constitución de una estructura narrativa.

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El poema 40 del poemario Duro (1995) de Luis Alberto Crespo es un texto que describe las acciones de un padre que viajaba a través de la lectura, pero el carácter de esos viajes, tal y como los dibuja el poeta, tiene una consistencia y una veracidad que se emparentaría con la esencia de un relato fantástico: "Leyendo/ nos decía adiós" [...] "Viajaba/Tomaba un barco o un tren/(nunca lo vi subirse a un avión en sus libros)/no sé en que páginas" [...] "o encendía la radio/o se metía en un bosque/se quedaba un rato en el otoño de Praga "[...]" siempre de noche/bajo el bombillo único "[...] "Y nosotros nos dormíamos/ con su cara quieta en esas distancias/que amaba leer/y escuchar". Los poemas de Rafael Castillo Zapata contenidos en Arbol que crece torcido también son otro ejemplo en esta circunstancia. Recordemos además que ese poemario publicado en 1984 forma parte de toda una corriente de la poesía latinoamericana que se caracterizó por el tono conversacional y de exaltación a la cotidianidad. El poema VI, por ejemplo, utiliza la modalidad de describir escenas a partir de un supuesto álbum familiar y a través de ello dar la vida del "personaje"-poeta, escrito en primera persona, llevando una relación cronológica de continuidad: "Este soy yo a los nueve años de mi vida al lado de mi hermana, que lleva oronda su belleza a la cabeza desde niña con pollina, [...]" (50). Como podemos ver hay un proceso simbiótico de relaciones entre un género y el otro, definiéndose las líneas de emparentamiento en el hecho de que ambos se caracterizan por la utilización de pocas palabras. En el poema narrativo como en el cuento corto se abre una posibilidad de lectura multiplicadora en función de las diversas interpretaciones. Con esto reconocemos en el cuento corto una carga poética, un contenido en el cual el juego de la lengua en su dicotomía fonética y semántica está en vigencia. La apertura a la fantasía del lector se pone en acción igualmente. Pensemos en el cuento " 1 X 7" de Los desiertos del ángel de Alfredo Armas Alfonzo en el cual se provoca un juego de significaciones, con una anécdota sencilla en su extrañeza, que genera una lectura "poética" en términos de ambigüedad y sugerencia: Se pegó las plumas con engrudo hecho de almidón y voló hasta la ventana, pero ya la ventana a la que pretendió volar y todas las demás de la casa estaban ocupadas por las palomas, que se arrullaban o medio se adormilaban con la cabeza metida bajo su axila. El engrudo se le fue secando y se le convirtió en una costra dura y tensa que hacía repelente lo que fuera delicia reconocida de los hombres. El arrullo de las palomas ni siquiera cesó cuando empezó la lluvia y uno y otro escándalo la mortificaron, además. Y por último, las plumas se adhirieron una con otra y todavía a las seis de la tarde no podía poner en orden sus ideas. Ser ángel no es tan fácil como se imagina la gente (1990, 14).

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El sentido de la ironía en este cuento tiene un tratamiento particular que permite al lector asumir canales significativos en los cuales la relación con lo fantástico entra en una dimensión de los posibles contenidos en la anécdota. La construcción misma del relato, en el tono de la oralidad, mantiene esa estrategia. Es el caso de "Entre nubes y enceguecimientos" de Armando José Sequera, en el que un entrecruzamiento entre lo coloquial y cotidiano con la sorpresa del elemento fuera de la realidad, da el punto de gracia, es la clave del relato: Desde el día que dijo, al fin he comprendido el significado de la belleza, pasaba su tiempo de abuela eximida de trabajo, contemplando el vuelo de las aves. Aunque pocos aseguraban haberle conocido sonrisa, todos la vimos plena de infinitas alegrías cuando dejó su mecedora moviéndose tras de sí y se elevó en un trino palpitante hasta no sabemos dónde, pues, entre nubes y enceguecimientos, la perdimos de vista (1977, 21). Como en el poema de Crespo, el relato consiste en la actitud de diferenciación de un personaje cuya acción se presenta extraña a la cotidianidad de su entorno. El elemento abstracto y que llamamos "poético" o relativo a una forma de lectura poética, entra en los posibles fantásticos como en la dimensión de una metáfora. En Los dientes de Raquel de Gabriel Jiménez Emán, un cierto humor negro es el telón de fondo de una estructura circular que, incluyéndose en lo fantástico finalmente se escapa de ello como si acusara la posibilidad de un sueño: Raquel mordió una manzana y todos sus dientes quedaron en ella. Fue a su casa con la boca sangrando a avisarle a su mamá. La mamá vino corriendo asustada a buscar los dientes de Raquel, y cuando llegó los dientes se habían comido la manzana. La mamá quiso recogerlos, pero los dientes se levantaron y se comieron a Raquel y a la mamá. Después, los dientes volvieron a la boca de Raquel, quien muy hambrienta corrió a pedirle a su mamá que le comprara una manzana (1993, 73). Esta fluctuación entre lo real y lo fantástico a partir de un cariz subjetivo que hemos llamado poético, es muy propio del cuento corto venezolano. La caracterización personalizada de estos procedimientos adquiere en cada caso un matiz, una línea, una definición, pero, generalmente, el cuento corto se emplea como un género no realista. Hasta el momento hemos establecido varios elementos que nos ayudan a conformar un concepto, aun en el reconocimiento de una incredulidad a la hora de demarcar líneas muy precisas entre un género literario y otro (ya hemos

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visto una posibilidad de encuentro cercana al entrecruzarse, en el caso del poema y el cuento corto). Sin embargo, es evidente que nuestro acercamiento al cuento corto está señalando un emparentamiento con el poema que podría, en algunos casos, eliminar las líneas divisorias entre éstos e igualmente, una relación con la literatura fantástica muy particular. Brevedad, capacidad de síntesis, subjetividad, ambigüedad significativa y comunicación de una visión fantástica de las cosas entrarían en la conformación del concepto. Esto último nos coloca, cercanamente con aquello que entendemos como la búsqueda del suspenso o la comunicación al lector de una noción de impacto premeditada. El uso del final inesperado es un elemento muy frecuente y más notable que en los cuentos de otras dimensiones. Un final sorprendente centra la fuerza de un buen cuento corto, le da consistencia y particularidad. En el cuento de Iliana Gómez Berbesí "Por los cristales de alegres ventanales", el cuento descansa en la peculiaridad del final, la tarea del lector en un proceso de definición anticipadora de la acción no llega a permitirse verdadera ventaja en la espera del suceso, porque las características de esa acción se relacionan con una lectura ambigua de la circunstancia final, sino no habría cuento: En los días de lluvia hay dos alternativas. Estar afuera o estar adentro. El de afuera desea guarecerse en cualquier refugio, no tener contacto con el agua. El de adentro está terriblemente obstinado escuchando como las aceras, los techos, las paredes, barren la descarga y la escudan de la propia naturaleza. Tan obstinado se halla que comienza a divagar y se va por la ventana. Un minuto más tarde, el de adentro se ve allá afuera caminando (1982, 53). El final sorpresivo está alimentado de la duplicidad del personaje, porque el de adentro que se ve allá afuera un minuto más tarde puede efectivamente haber salido, pero puede también estarse viendo a sí mismo como un otro. Esta aproximación a lo insólito adquiere en cada caso, como ya señalábamos, matices distintos. En el cuento de Ednodio Quintero (1988) titulado "Tatuaje", el hombre ha dibujado un puñal en el vientre de su mujer, la noche de bodas, y ese mismo puñal matará al amante de ésta, más tarde. Un puñal dibujado ha efectuado el asesinato y en ello reside la "gracia" del cuento, su acercamiento a lo insólito. Pero la veracidad del relato es total, los lectores sentimos en ese final toda la carga de miedo, celos y desconfianza que ese hombre, venido del mar, sentía. El diseño mismo de la arquitectura del relato calcula las dosis significativas de la acción. Quintero utiliza la reiteración como elemento que imprime no sólo una cierta musicalidad monocorde al texto, sino que concentra su capacidad de síntesis.

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La regulación de los contenidos en ese reparto de información dosificado en cada párrafo mantiene la linealidad del relato. Desde el principio sabemos de un hecho de misterio en este personaje regresado del mar que viene a casarse con su prometida; el escritor asoma ese "venir" y ya establece una carga misteriosa, lo desconocido se hace presente. El uso de ciertos enunciados categóricos también despiertan suspicacias en el lector. Como la idea de la "felicidad intensa y breve" emparentada con el dolor, también "intenso y breve". El final da, lo que para Cortázar sería la esferitud, el cierre perfecto: "el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal". Las diversas concepciones de lo fantástico manejadas por los distintos autores de cuento corto en Venezuela merecerían un estudio minucioso y particularizado. Una modalidad peculiar es la referida por Alberto Barrera en su cuento "Historia general", en el cual un acto histórico y científico se convierte en una estrategia fantástica o fantasiosa: Hace tiempo un marinero bastante ignorante descubrió, entre un carnaval de moscas verdes y mucho vino (también verde), que la tierra es redonda. El marinero realizó un viaje y, desde entonces la historia se nos llenó de redondos tapices y guerras circulares, dioses como globos, lenguas, leyendas esféricas, planetas, aros, anillos... Y así quedamos para siempre. Con las pupilas llenas de pólvora, en el fondo de este agujero todos descansamos con nuestras medallas y nuestros soles muertos (1990, 63). Un cuento de Emilio Briceño Ramos nos confronta a la relación entre palabra y realidad y a otras posibilidades dicotómicas interesantes: —Mírame, estoy desnuda— ella recordó. El, con desdén —No empieces otra vez. —¡Pero si estoy desnuda! Mírame el bosque. —No fastidies, quédate tranquila. —Estoy desnuda, ¡soy pura piel!— insistió ella. —Chica— al tomar aliento —déjate de manías, eso es puro error de la transparencia (1980, 42). En el caso de Alfredo Armas Alfonzo, a quien consideramos maestro incluso en línea directa y literal de varios de los citados, nos referiremos a dos libros: El osario de Dios, cuya primera edición salió en 1969, y Los desiertos del ángel, obra publicada en 1990 en primera edición. En El osario nos llaman especialmente la atención, en términos de la noción de lo fantástico, los cuentos relacionados con la presencia de los fantasmas. Motivo éste presente en la literatura latinoamericana desde el romanticismo y

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a través del modernismo. En el siglo XX han pasado a tener un carácter verdaderamente significativo con este tema obras como Pedro Páramo del mexicano Rulfo (1953) y el relato "El fantasma" de Enrique Anderson Imbert (1961); ello lo acota Víctor Bravo en sus Ensayos desde la pasión (1994). Armas Alfonzo pone en vigencia en los relatos 31, 32 y 33 una serie de elementos clásicos de la narrativa fantástica de terror: la noche, el cementerio, el entierro, los fantasmas que atraviesan puertas y paredes. Ello entra en un juego de elementos o herramientas constructoras de las posibilidades del suspenso, bien caracterizados por la ensayista Alba Lía Barrios (1994) como "reactivación" y "retardamiento". Estos recursos implican un manejo de la trama en lo cual el escritor determina las dosis de información y su entrega al lector, de manera que el establecimiento de ciertas pausas en el hilo narrativo mantienen en ascuas al interesado. En el relato 31 se reúnen dos grupos de personas en lugares contiguos a convocar muertos, en una combinación de humor y suspenso el escritor llega a finalizar el relato con la presencia misma de una de las ánimas convocada frente a una única testigo, dado que los demás huyeron del lugar. El elemento particular de rompimiento de lo real en cuanto a recurso significativo reside en la forma como la testigo reacciona frente al fantasma: Por la puerta entreabierta se advertían las tres sillas de la sesión, una de ellas ocupada por alguien que se parecía extraordinariamente a Amalia López, el mismo peinado de crespos, la cara bonita, el cuello de encajes, el dije de oro con la cadena en la garganta. Mercedes Alfonzo la recordó así, ya amortajada. —Adiós caray, Amalia, ¿tú por aquí?— la saludó. —¿Y no me llamaron, Mercedes?— respondió a su vez la recién llegada. En el caso del relato numerado 32 se confrontan dos personajes, hay un hombre que llega a su casa y se dispone a dormir, mas siente una presencia invisible a su lado. El escritor cuenta con recursos como el uso de partículas "neutras" para señalar esa presencia invisible: "alguien retiraba la tranca" o "Quien entró conocía la casa". Ese señalamiento impreciso causa impacto en el lector, cuya sensación de lo fantástico colinda con la del personaje llamado Rafael Armas; luego el diálogo entre el fantasma y éste es muy parecido al del relato anterior: no dejó de extrañarle que al sentarse crujiera la silla, pero la luz no se apagó. ¿Eres tú, Ramón Ignacio? ¿Quién más, pues, Rafael Armas? (96) Luego, el clásico entierro con su columna de velas, y aquí hay una reactivación del hecho relatado pero doblemente significativo por el uso de la redundancia, que además concede un elemento sonoro muy impactante:

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Pasaba un entierro y todo el mundo portaba una vela. Preguntó a quien llevaban a enterrar. A Ramón Ignacio Alcalá, repuso Ramón Ignacio Alcalá que todavía seguía a su lado. Entonces Rafael Armas advirtió que Ramón Ignacio Alcalá iba entre los cargadores, que Ramón Ignacio Alcalá era uno de los que alumbraban el paso del entierro, que Ramón Ignacio Alcalá iba de cura abriendo la procesión, que Ramón Ignacio Alcalá era el que llevaba la pala, que Ramón Ignacio Alcalá era el que lloraba inmediatamente detrás de la caja mortuoria (ibíd.). En el caso del texto 33, continúa con los mismos personajes la historia de fantasmas (aunque se puede leer independientemente del anterior). Aquí el autor vuelve a usar una expresión de carácter "neutra" para crear la duda y el misterio: "empezó a hablarse de la aparición de una mujer envuelta en flotante ropaje blanco" (97). En éste, el personaje Rafael Armas persigue esa aparición; hay, como señalábamos, fantasmas, medianoche, cementerio, tumbas, transformaciones. Al final de la persecución Rafael Armas se encuentra justamente con la tumba de Ramón Ignacio Alcalá, cuando "la mujer holla una tierra recién removida" (ibíd.), la tumba está abierta y la mujer se transfigura en alguien conocido: la ocupa Ramón Ignacio Alcalá, todavía revestido de su negro traje de palmbeach que estrenó el día del entierro. María Manuela, su mujer, muy atareada a su lado con una lesna de zapatero, le cose un remiendo en la solapa sobre cinco agujeros de bala (ibíd.). No contento con esto el escritor suma nuevos elementos a la consideración del lector, después de enfrentarnos a la imagen misma del fantasma nos sitúa en una encrucijada dialéctica, puesto que, después que Rafael Armas descargó su pistola disparándole a aquella mujer de flotante ropaje blanco, al día siguiente "va a cargar el revólver y le encuentra las cinco balas intactas. El arma apenas si ha perdido algo del pavón" (ibíd.). Estos relatos mantienen, pues, el carácter del más intrincado suspenso a partir de fórmulas clásicas del cuento corto y la narrativa romántica de terror. El caso de los cuentos de Armando José Sequera tiene variantes de un libro a otro, si nos remitimos a su primer conjunto de cuentos cortos, Me pareció que saltaba por el espacio como una hoja muerta (1977), la relación con lo fantástico está vinculada con la creación de un universo inscrito en la presencia de un mundo futurista un tanto a la manera de Bradbury y sus Crónicas marcianas, pero este mundo de cohetes y viajes interespaciales está centrado en una preocupación por la muerte. En todos los relatos la reflexión sobre ese acontecimiento está presente, y la construcción de lo "fantástico maravilloso" se sustenta en ella:

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Que mi cuerpo se deje en el espacio, fue su última voluntad. Hubo que hacer los trámites, y para sorpresa nuestra, no era el primero: quienes no habían podido ir en vida al cosmos, era lógico que solicitasen eso. Los viajeros desprevenidos se admiran de una larga caravana, como de ataúdes espolvoreados de cristales, que generalmente se cruza en el camino de los cohetes cuando éstos se dirigen a Marte (67). En Cuatro extremos de una soga (1980) el autor reúne varios relatos que se caracterizan cada uno por estar integrados por pequeños cuentos, de manera que el lector puede leerlos seguidamente como totalidad o independientemente como unidades particularizadas. Contemplo el sueño de mi mujer. Duerme sin percibir el zumbido cortante del timbre. En principio creí que algo muy grande revoloteaba mi respiración. Ya despierto me costó unos instantes discernir si era el teléfono o el timbre de la entrada. Decido levantarme: pienso que si siguen tocando despertarán a los niños, que mejor veo de quién se trata y, de paso, aprovecho para ir hasta la nevera y tomar agua. Camino hacia la puerta y de un tirón la abro. Tres figuras de marcados desdibujos faciales me dicen a quemarropa: un amigo nuestro ha muerto pero aún no lo sabe. Como no queremos velar una caja vacía... Presiento el minúsculo trueno que brota de un gatillo: la noche parece más noche a medida que el suelo se acerca (66).

En este libro lo fantástico nace sencillamente de ese incursionar en la violencia de lo cotidiano, en lo insólito de una cadena de circunstancias que conforman el acontecimiento diario del ser humano contemporáneo, lo fantástico es lo real a la manera de Cortázar. En El otro salchicha (1982) Sequera toma el motivo de los perros para construir varias historias encadenadas, guardando el estilo estructural de su libro anterior. Mantiene un elemento humorístico, y el "retardamiento" es el recurso precursor en la definición de un suspenso dosificado: Buenos días, yo vengo por lo del anuncio... La joven me mira las manos, recorre con la vista mis alrededores y aún ve a uno y otro lado de la calle, antes de preguntar ¿y el perro? Varios segundos en los que me cuesta amasar cada palabra, darle forma a la frase en la garganta y por último, colocarla en la lengua como en un trampolín para obligarla a saltar, me toma responderle el perro soy yo...

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En general lo insólito en la obra de Sequera está en esa minuciosa revisión de las consideraciones y categorizaciones de la cotidianidad, cuya lógica se pierde en los reveses de las relaciones humanas y las convenciones sociales, el tema de la muerte es su telón de fondo. En la obra de Iliana Gómez Berbesí, fundamentalmente en Confidencias de cartabón (1981) y Secuencias de un hilo perdido (1982) una relación de espejos parece ser el elemento ordenador de lo fantástico. Continuamente sus personajes se ven a sí mismos duplicados, el motivo del sosia, la sombra, el espejo, el otro que soy, toma diversas características y escenarios, centrándose allí el elemento generador de lo insólito. En este texto ya hemos citado su cuento: "Por los cristales de alegres ventanales". Un personaje se ve a sí mismo a través de la ventana: La sombra del paraguas Con toda esa tristeza de impedimento, insiste en seguir viviendo a través de la ventana. Borrosamente descubre la figura de una joven que ajusta su paraguas. Y en esto que el agua fluye indiscriminadamente, espantando la posibilidad de lo cierto, empujando residuos de barrio hacia quién sabe qué clase de puertos, a ella le sorprende el tremedar de otros párpados. Siempre ha dudado de los reflejos, pero esta vez su cigarrillo le confirma la sospecha. Es que por la acera aún transita su sombra dormida debajo del paraguas. Por otra parte, los personajes de sus relatos parecen estar siempre a punto de renunciar a algo, de haber llegado al borde de su resistencia, el juego de lo irreal se inscribe en la posibilidad de escapar de la cotidianidad y saltar a otra dimensión, ser otro. En un relato titulado "Morir en un periódico" la escritora investiga en ese territorio en el cual lo real pasa a ocupar el lugar de la ficción, contando en primera persona como si se tratara de los personajes aparecidos en una foto impresa: Dijeron que se había muerto. En los periódicos otra vez. Su primera aparición de verdad. Porque nunca antes los habíamos recordado. Tampoco fue verdad eso de que los leímos como si nunca los hubiéramos conocido. En fin, y sólo pudimos decir ¡pobrecitos! Eramos fríos, el tiempo y la impresión de que nos percibían. Ahí estuvimos todos hasta el menor detalle, sin olvidar las tazas, el asiento inclinado, los cabellos, las cortinas. Hasta la foto en vidrio mate con cañuela dorada. Como éramos. Como nunca habíamos sido. De verdad, de mentira. En términos de reflexión, una insólita mirada a otra cara de la realidad. Ednodio Quintero se ha dedicado últimamente a un cultivo más persistente del relato novelesco abandonando, aparentemente, la pasión de inicio de su

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labor escritural que fue el cuento corto. En un proceso de autocrítica constante publica La línea de la vida (1988) en el que incluye una selección de relatos anteriores. Hemos revisado la estructura casi matemática de "Tatuaje" en el cual eros y tanatos entran enjuego como en casi toda la obra de Quintero. Amor y muerte, la consecuencia de las circunstancias producidas por extrañas presencias, el vuelo del azar, la persecución, lo oculto están en su temática. "La muerte viaja a caballo" es, sin lugar a dudas, uno de sus mejores textos. Aquí el autor mantiene el suspenso a partir de la cadena de acciones que describen con emoción la situación del abuelo tomando el rifle para enfrentar a un supuesto desconocido. Los ritmos del relato son su clave. El escritor define la tensión con oraciones cortas y elementos contrapuestos como "recordar su propia muerte". El abuelo "aprontó el arma" para dispararle a la muerte, y era ésta la suya, la propia. En un relato de una página Quintero sitúa un drama, un paisaje, una concepción del mundo. De nuevo la muerte, como en "Tatuaje", ocupa el lugar central. Combinado con el tema del desdoblamiento. En otro relato titulado "El manantial", estas mismas circunstancias están presentes. La posibilidad de la muerte, la salvación en "un lago de sangre", la ambigüedad de los elementos en juego. Los dos brujos, la cabalgadura, el encuentro con la muerte. Los relatos de Ednodio Quintero tienen, generalmente, una atmósfera que recuerda las leyendas clásicas populares de todos los pueblos, siempre ligadas a la literatura oral, su dimensión de lo fantástico se emparenta con este tipo de literatura digna tanto de las recopilaciones de los hermanos Grimm como de los cuentos yanomami recogidos y volcados a otras lenguas. En "Un suicida" la descripción de la situación encuentra su línea de ironía sólo al final cuando el lector descubre que el personaje es en realidad un perro. Siempre la dualidad significativa carga la dosis de suspenso que mantiene el relato. En "El náufrago" la insólita circunstancia de un náufrago que ve, por fin, cubierta de botellas con mensajes su isla es la razón de ser del cuento. ¿Es acaso la metáfora del escritor?, la soledad en medio de tanto texto escrito, lo dicho como silencio. En síntesis queremos señalar que existe en nuestra literatura una cantera bien alimentada de textos nacidos de la modalidad del cuento corto, siempre con una variedad de lecturas posibles en el territorio de la definición de la literatura fantástica. La consideración de esta literatura puede situarse como fronteriza a la concepción del poema en términos de su carácter de síntesis tanto como en el orden de su subjetividad y sugerencia. Por último recordemos, como lo señala Julio Cortázar, que si pensamos en cuentos inolvidables descubriremos que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y

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por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto.

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V LOS CAMINOS DE LA POESIA

Trayecto de la poesía venezolana de los ochenta: de la noche a la calle y vuelta a la noche Javier Lasarte Valcárcel

1. De la noche a la calle La imagen del imposible fulgor, los cielos negados, la exclusión, la nocturnidad, la inmovilidad, la perplejidad, la intemperie, la paradoja, la palabra sintética en y desde el silencio crispado, el poema breve, son sólo algunos de los rasgos de la poesía de los 70, esa que injustamente fue asociada a la idea de hermetismo y que supuso la suspensión del espíritu irreverente o vanguardista de muchas de las poéticas que concurrieron a la eclosión de la década anterior, especialmente de aquéllas cuya práctica fue vinculada de alguna manera al grupalismo de la izquierda cultural venezolana de ese entonces. Era el comienzo del fin (momentáneo) de las vanguardias, a partir del cual el poeta —desencantado o no— prefiere emprender una indagación más o menos sistemática sobre el instrumento de su más inmediata competencia: el lenguaje poético. Unos años atrás, en una reseña periodística, Julio Miranda quería leer en el auge del poema breve —y añadiría, en el más generalizado de la poética de la brevedad— la "búsqueda de una nueva fundamentación, [el] invento de una renovada poética que, tras la etapa de los amplios cantos totalizadores, vuelve a ganar terreno poco a poco en forma de anotaciones" (Miranda 1985); poemas en prosa, anotaciones como las del libro homónimo de Cadenas, versos estrechísimos y puntuales compitiéndole el blanco a la página, formulaciones que con frecuencia se aproximaban al decir del ensayismo, cuajaban como registros que pretendían responder a la especie de las "miradas" transversales, de las "revelaciones", y que, en todo caso, ponían en cuestión la relación de la palabra abismada ante la crisis de las definiciones del yo o ante un mundo inconsútil en su vacuidad o su condición hostil, vuelto fábula inasible, a veces en busca de otro tipo de verdades (poéticas) más delimitadas, fiables o perdurables. Acaso un buen ejemplo de esta poética lo constituiría el texto "Ars" (poética) de Alejandro Oliveros (1983): Con los mismos pronombres y adjetivos todos los poemas deben estar escritos en alguna parte. Tal vez nuestra derrota sea lo puramente aproximativo, la cercanía máxima del ave a la rareza de los cuerpos fijos. A menos que el círculo cuadre y se encierre en el techo convexo de su doble, que la palabra resista y se reconozca en el horizonte. Reconocer los confines del canto, su extensión,

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no frente a la muerte en la rama del árbol sino ante el centro mismo que nos evade (31). Nombres como los de Reynaldo Pérez Só, Elí Galindo, Hanni Ossott o Alejandro Oliveros entre los que empiezan a publicar en los setenta o los anteriores del Rafael Cadenas de Memorial (1977) e Intemperie (1977) y de Luis Alberto Crespo desde Costumbre de sequía (1977), a los que se suman trabajos de otras índoles estilísticas como los de Alfredo Silva Estrada y de Eugenio Montejo, así como la consolidación del prestigio de Juan Sánchez Peláez, o el reconocimiento de José Antonio Ramos Sucre y Vicente Gerbasi como fundadores de la poesía moderna venezolana, se instalarían como centros visibles y principales de esa actuación. Los trabajos de Juan Calzadilla o Gustavo Pereira, pero sobre todo de Víctor Valera Mora le daban una precaria y minoritaria continuidad a los arrestos sesentistas. Justamente bajo la advocación y aliento de la poética de Valera Mora1, se publica, en 1978, Mas si yo fuese poeta, un buen poeta, de William Osuna, que prepara la irrupción pocos años después del paródico "Venimos de la noche y hacia la calle vamos", consigna que abría el manifiesto del grupo Tráfico2 —últimos en su especie (manifiesto y grupo) con alguna resonancia—, cerca del cual asomaría otro grupo del momento de menor ambición y consistencia grupal: Guaire. Tráfico constituyó y no la última vanguardia. El aliento irreverente, polémico y alternativo respecto de la idea de poeta y de poesía que entonces predominaba, la voluntad de vincular de alguna manera el trabajo poético con la vida del país y con un lector potencial más amplio que el usual, lo conectaban con la progenie de las irrupciones; pero otros elementos peculiares, "postmodernos", como la rápida circulación y difusión en las principales páginas de las publicaciones culturales o el apadrinamiento de algunos escritores consagrados, así como las tempranas disensiones y meaculpas internos, permiten leer ahora esa inicial manifestación más como impulso renovador y de apertura y como abordaje de los precarios espacios culturales públicos que como una ruptura propiamente dicha3.

1 A ella intentamos acercarnos en Lasarte 1994. Puede revisarse también el capítulo dedicado a este autor por José Barroeta (1994). 2 La consigna parodia el leitmotiv de Mi padre, el emigrante del Gerbasi de los aflos 40. El manifiesto fue recogido por Zona Franca (HI Epoca, N° 25, julio-agosto, 1981), puede también ser revisado en Juan Carlos Santaella (1992). Participaron originalmente en dicho grupo Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin, Igor Barreto, Miguel Márquez, Alberto Márquez y Rafael Castillo Zapata. 3 Por lo demás creo que, salvo el caso de los grupos de los aflos sesenta, una cierta irregularidad o tibieza y una pronta transacción con la tradición inmediata han marcado la historia de casi todos los momentos de irrupción en la historia literaria venezolana: el modernismo, la llamada generación del 18, la vanguardia histórica —la del 28—, los años de Contrapunto en los 40.

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En un temprano primer balance, Juan Liscano, seguidor entusiasta de estas nuevas propuestas, señalaría la fragilidad de la ambición inicial: [...] la ruptura de Tráfico y Guaire [...] fue más asunto de forma que de fondo. La proposición de Tráfico [...] era poner en tela de juicio las tendencias poéticas de la generación anterior y de los grupos esencialistas contemporáneos suyos, abrirse a una temática de calle, elaborar una suerte de poesía 'pop', que no rehuyera lo cotidiano, lo proletario, lo anecdótico e inmediato, la canción, etc. Nada de nuevo en realidad. Estos poetas en vez de buscar modelos en los creadores magicistas, iluminados, subjetivos, cultivadores de la metáfora sugestiva y surreal, se tornaron hacia Cardenal, Nicanor Parra, los antipoetas, los poetas 'beat', Gelman, Cobo Borda, Pacheco, entre otros, coloquiales y cuyo humor implicaba la crítica social o particular. Pero muy pronto se descubrió que estos jóvenes eran más dialécticos y escépticos de lo que parecían; las propuestas normativas no pasaron de las palabras; los grupos se disolvieron y cada quien tomó su propio camino. Eso sí, persiguieron cierto tono coloquial desprovisto de énfasis y telurismos mágicos [...] (1986). Pero más allá del verdadero calibre y tenor de la irrupción, durante casi toda la década de los ochenta, las proposiciones y el trabajo de estos grupos y sus alrededores supuso una importante modificación del tipo de ejercicio poético predominante en la década anterior, una apertura a otras voces líricas, temas, registros y búsquedas formales y estilísticas. Como caracterización de la poética emergente, el propio Liscano señalaría los siguientes rasgos: La verdad es que la poesía de los jóvenes se distingue de la anterior por el tono coloquial, el purismo esteticista o el sarcasmo crítico. Es una poesía [...] que revela, fundamentalmente, un escepticismo crítico propio de quienes viven en una ciudad como la actual Caracas [...] No les es permitido la euforia nuevomundista de los años 30 ni el registro mayor de poetas que creían expresar un continente (ibíd.). Desde la distancia (no sólo) de los años, Rafael Arráiz Lucca, participante de aquellos grupos —Guaire—, uno de "los muchachos de la ciudad", caracterizaría del siguiente modo la base de sus proposiciones poéticas y de otros autores próximos: [...] se propusieron dejar entrar al poema todas las referencias: desde las más cultas hasta las más domésticas. Quisieron hacer una poesía donde se pudiera reconocer una voz, donde la carnalidad de los cuerpos pudiera tocarse, donde la sentimentalidad proscrita apareciera sin ramplonería. Cansados del juego verbal, de la creencia en el texto como único protagonista, de la asepsia, quisieron insuflarle humanidad a sus poemas (1990, 16).

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Otra participante, Yolanda Pantin, con la ironía del desengaño, añadiría a la lectura de poetas conversacionales latinoamericanos el derecho a "ser banales, cursis, afectados y muy contemporáneos" así como "cierta inconformidad, ganas de cambiar el mundo" (1993, 45). Con y sin distancias, lo cierto es que, si bien este grupo de poetas emergentes no hace suyo del todo los planteamientos públicos expresados incialmente, y si a la luz de la trayectoria última de muchos de ellos resultaría más ajustado a la realidad hablar de una reformulación de la tradición inmediata que de ruptura, en los años ochenta se introducen cambios de cierta relevancia en la orientación dominante de la poesía venezolana. Cuando menos, habría que señalar para esa década la apertura, coexistencia o pluralidad de poéticas, incluyendo tanto la continuidad del trabajo de autores precedentes como el reforzamiento que brindan poetas que comienzan a publicar en esos años 804. Dicha apertura se haría visible en dos rasgos centrales de las poéticas emergentes— provenientes o no de las prácticas grupales5. De un lado, hacia o desde fuera del poema, la implícita o manifiesta actitud dialogal, orientada tanto a reforzar la comunicación con el lector —o escucha6— potencial, como a la incorporación paródica sea de textos de la tradición poética o de otros lenguajes culturales— el cine, la canción popular, la prensa... De otro, complementario al interior de los textos, la consecuente concepción del poema a partir de una situación inmediata o determinable —con independencia del lugar o tiempo que diseñaran—, el asedio al poema cifrado en una simulación de la experiencia, con frecuencia asumida como cotidianidad. Esta situacionalidad representada en el texto incidiría, por ejemplo, en hechos tan relevantes como la recuperación de la referencialidad, estrechamente unida a menudo a la experiencia urbana— frente una marcada tendencia al despojamiento o a la abstracción situacional de la poesía precedente, o la conversión del mismo yo poético no sólo en "voz" del texto sino en "personaje". Ambos rasgos mayores serían acompañados por una serie de otras aperturas, a saber: la incorporación de la oralidad; de modos narrativos, descriptivos o escénicos; la ampliación de formatos, el recurso al epigrama, el poema narrativo...; la presencia de otros tonos, la ironía, el humor, la irreverencia, distintas formas de la emocionalidad; y otros temas, la ciudad, la domesticidad, los viajes, la historia, la experiencia de la mujer, el amor, el deseo, el cuerpo...; la reflexión, casi siempre

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La poesía de Santos López, Patricia Guzmán, Jacqueline Goldberg, José Antonio Yepes Azparren, entre otros, son ejemplos posibles. 5 Un primer acercamiento a la caracterización de estas poéticas de los ochenta lo intentamos en "Los reinos de la pérdida" (Lasarte 1991, 5-20). 6 La celebración de frecuentes recitales públicos de una más que aceptable concurrencia en distintos espacios —museos, salas públicas, teatros, espacios al aire libre, universidades, alguna cárcel...—, fue una práctica usual de innegable importancia al menos durante la primera mitad de los 80.

281 paródica respecto de la presente en los setenta, sobre la poesía y el poeta —Poemas del escritor ( 1 9 8 9 ) , de Y o l a n d a Pantin, sería su e j e m p l o paradigmático; el acercamiento a y la postulación de otros modelos de l e c t u r a la t r a d i c i ó n p o é t i c a c o n t e m p o r á n e a a n g l o s a j o n a y la a n t i p o é t i c a / e x teriorista/conversacional latinoamericana y española, entre las más socorridas. Rasgos estos que, hasta las postrimerías de la década, pueden leerse, c o n los necesarios matices particulares, en un sustancial conjunto de poemarios, cuya vitalidad y vigencia sería inútil cuestionar 7 y que incluso propiciarían modificaciones en el trabajo de poetas anteriores 8 .

2. De la calle a la noche N o obstante el fin de los años ochenta aportaría una nueva modificación del panorama poético venezolano —al menos para los poetas que empezaron a publicar en esa década—, que paradójicamente supondría un acercamiento a las poéticas de los setenta, denostadas en los primeros tiempos. Una suerte de "vuelta a la noche", por decirlo de algún m o d o . D e s d e entonces se verifica también en el país otra situación, que en su versión más negativa —acaso reduccionista o unilateral— ofrecería un paisaje compuesto, entre otros detalles, por la progresiva acentuación de la crisis económica —vista cada v e z más c o m o insalvable—, los estallidos y tensiones sociales, la pérdida de credibilidad y

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Podrían citarse, entre otros, Antología de la mala calle (1990) del ya mencionado William Osuna. De los integrantes del grupo Tráfico: Yo que supe de la vieja herida y Poemas de Quebrada de la Virgen (1985), de Armando Rojas Guardia; Correo del corazón (1985), La canción fría (1989) y Poemas del escritor (1989), de Yolanda Pantin; ¿Y si el amor no llega? (1983) y Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987), de Igor Barreto; Soneto al aire libre (1986), de Miguel Márquez; Arbol que crece torcido (1984) y Estación de tránsito (1992), de Rafael Castillo Zapata. Del grupo Guaire —inasible en su composición como el mismo río que le da nombre—, el Rafael Arráiz Lucca de Balizaje (1983) y Terrenos (1985). De las proximidades grupales, Amor que por demás (1985), de Alberto Barrera, oscilando entre uno y otro grupo. Y desde espacios individuales: Señales de humo (1984), de Reina Varela; Poemas visibles (1988), de Blanca Strepponi; Mi novia Itala come flores (1988), de Miguel James; Cuerpo (1985) y Ca(z)a (1990), de María Auxiliadora Alvarez; Vagas especies (1986), de Douglas Bohórquez; Ajiley (1987), de Naudy Lucena; Hago la muerte (1987) y Amor constante más allá de la muerte (1993), de Maritza Jiménez; Mustia memoria (1985), de Laura Cracco; Erotia (1986), de Alejandro Salas; o Fatal (1989), de Alicia Torres. 8 Puede ser el caso de Señores de la distancia (1988), de Luis Alberto Crespo; El reino donde la noche se abre (1987), de Hanni Ossott; Linos (1989) o Un tiempo más bajo los árboles (1992); Anotaciones de otoño (1987), Rock urbano {1989) y Así cualquiera puede ser poeta (1991), de Julio Miranda, de hecho ya ajeno en los setenta, con su trabajo cercano por momentos al experimentalismo, a la poética dominante en los setenta; o De bichos exaltado (1990), de Alfredo Silva Estrada, poeta de los sesenta. Los trabajos de otros como Eugenio Montejo o Alejandro Oliveros se integrarían casi naturalmente a este proceso y terminarían funcionando como paradigmas posibles.

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legitimidad del estamento político, la disolución de proyectos políticos alternativos —desde la desaparición de la izquierda convencional hasta el desinflamiento de las expectativas respecto de movimientos nuevos y despartidizados, como los vecinales—, o la entronización de la corrupción, la "pobrecía" y la violencia urbana. Por lo que afecta a los escritores, se cumplen y asientan dos tendencias básicas: la profundización del vínculo con el aparato institucional que se iniciara en los setenta: universidades, editoriales estatales, organismos culturales del gobierno, fundaciones, empresas de publicidad o medios masivos de comunicación; y, tras la vivencia desencantada del país político y la experiencia urbana o de las propias expectativas iniciales, la desarticulación militante de la práctica escritural de cualquier otra esfera que no sea la cultural, en su sentido más restringido. Si bien es cierto que estas tendencias eran pasibles de ser leídas entre líneas desde los mismos años de la emergencia de Tráfico, Guaire y algunos otros poetas jóvenes (cf. nota 7), desde finales de los ochenta ganan un terreno indiscutible. A partir de entonces, en discursos del tipo de las entrevistas, las reseñas, artículos o ponencias, son otras las definiciones de la empresa poética. Así, en 1991, Yolanda Pantin, revelaría que desde La canción fría empezaría la "historia de querer escribir, voluntariamente, desde la muerte con un lenguaje que fuera expresión de la frialdad, la distancia, la rabia helada de un asesino" (Pantin 1993, 46). En una entrevista relativamente reciente, Rafael Arráiz Lucca declararía que su "poesía recoge las voces de la pesadumbre, de la fatalidad" (Rodríguez Núñez 1993, 5), para a continuación afirmar que, en vez de los años sesenta, prefiere "estos tiempos en que la utopía y el neo-romanticismo no prosperan. Me gusta mi tiempo escéptico, desnudo". Sobre el considerado principal ideólogo del grupo Tráfico, Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez, en una revisión de su obra, advierte la derivación de una poética centrada en una experiencia neohumanista, cristiana y solidaria —añado: contagiada de alguna manera por la idea del "hombre nuevo", el acercamiento a los desheredados y el comunitarismo horizontal de la teología de la liberación—, expresada en versos que no rehuyen el trabajo sobre ritmos y medidas de resonancia tradicional, presente en Yo que supe de la vieja herida (1985) o, sobre todo, en Poemas de Quebrada de la Virgen (1985), hacia la elaboración poética de la "experiencia" del "abandono sistemático", "el grado cero de la conciencia": "experiencia límite y autodestructiva", agónica, de la que sobresalen "voces del exilio y cuerpos de la intemperie, [y desde las cuales] las palabras se asilencian en esa catedral, en este hueco" (Márquez 1993), en Hacia la noche viva (1989)— y luego en La nada vigilante (1994). Cualquiera de las declaraciones anteriores son suficientemente ilustrativas del apreciable giro que le imprimen a las búsquedas iniciales, apuntaladas por y confiadas en la idea de que el trabajo poético pudiera afincar sus banderas en la irreverencia, el humor, la voluntad de dialogar con el lector y la posibilidad

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de una reflexión —aunque crítica— amorosa desde y sobre la ciudad y el país9. Por supuesto, este acercamiento desencantado a las estribaciones del mundo de la nocturnidad, la crueldad o la intemperie, puede verificarse también, de diversa manera, en los propios textos poéticos. La desilusión ante el país político, la experiencia urbana y la propia expectativa inicial, queda registrado incluso en autores representativos de las poéticas emergentes de los ochenta que no se ajustan del todo a esta nueva derivación. Así puede leerse en "Una certeza", de Alberto Barrera: Con los años, hemos ido aprendiendo: todo lo que creímos eterno se ha vuelto pasajero; todo lo pasajero, se nos ha hecho eterno. No permanecieron los mejores cuerpos, ni los dioses más amables, ni las revoluciones. Ni siquiera la buena fe. Y ahora, nos llaman poetas (1993, 23). Mucho más sistemático es este tipo de desencanto de lo político y la experiencia urbana en la poesía de Rafael Arráiz Lucca desde Almacén (1988) hasta Batallas (1995), pasando por Litoral y Pesadumbre en Bridgetown (1992). La ciudad es vista ahora como espacio ganado por la rapacería, el ejercicio brutal de los poderes, lo anodido de lo cotidiano, las ilusiones perdidas; como callejón de soledad y sin salida en el que sólo "se sienten cómodos/los que en el

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Este giro, que parece reproducir en una promoción posterior el desencanto ante las expectativas de cambio —social, político, cultural— y las últimas formulaciones totalizadoras de los años sesenta, no es exclusivo ni de la poesía ni de la cultura venezolana. Antonio López Ortega, joven narrador venezolano que en los alrededores del 80 se vinculó a un grupo menos visible que Tráfico y Guaire pero no por ello menos importante: La Gaveta Ilustrada, al establecer su diagnóstico de las líneas dominantes en la narrativa hispanoamericana, traza al mismo tiempo un diseño cónsono con su propia ars narrativa. La idea de lo fragmentario como vicencia y como práctica discursiva, o el nihilismo, son rasgos que destacan nítidamente: "La expresión narrativa hispanoamericana vive un momento de recogimiento, de contracción, en el que los grandes monumentos literarios parecen haber saldado una vieja deuda con tiempos y exigencias que ya no nos pertenecen. Mucho más inseguros y perplejos, los narradores hispanoamericanos de nuestros días apuestan al relato breve, al fragmento, a la anotación de turno, al ensayo fronterizo [...]. Es la reacción natural frente a un mundo que ha logrado esfumar las certezas en las que se ha fundado o que ha disipado todo residuo ideológico. De la afirmación hemos pasado al escepticismo o la humildad" (López Ortega 1995, 28).

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sitio del alma/han sembrado un cerdo,/satisfecho" (Arráiz Lucca 1995, 15), y ante el que sólo quedan las respuestas posibles de la huida del viaje, el silencio interior, la contemplación y el registro de la decadencia, o la sobrevivencia individual ante el s&VídOdo apocalipsis. Ya en uno de los textos iniciales de Almacén, "Tercer milenio", de resonancias rodonianas y cavafyanas, se postula abierta y agresivamente un rescate de posiciones conservadoras, otra vivencia de este fin de siglo: Estos son los años más tristes de la historia. Nos ha tocado oír el rumor de la maleza ahogando los maizales, hemos visto los espacios reducirse hasta abolir la distancia, han hecho con nuestros huesos una tuerca que aprieta el horizonte donde nadie asoma la cabeza. Tiempos opacos éstos cuando lo único cierto es la mayoría marchando eufórica sobre el cadáver de la excelencia (10). El diálogo negado con la alternativa política y la experiencia urbana encuentra otro tipo de resolución en Igor Barreto, ex integrante de Tráfico y uno de los poetas más importantes de esta promoción. En Crónicas llanas (1989) y Tierranegra (1993), el traslado del escenario poético de la ciudad al llano apureño —otra forma de huida— señala también el tránsito del humor irreverente, el desparpajo crítico de Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad, a una escritura poética de aliento narrativo, de verso despojado y extraño. El libro de 1989 marca la celebración del viaje postmoderno al lugar excéntrico del llano —celebración también de sus habitantes (humanos o no); elogio de vida y muerte vistas como genuinas— por medio de un curioso humor, distanciado y borgeano. El de 1993 es, en cambio, la visión del mismo escenario preñado ya de espera inútil, intemperie y muerte, en el que asoma la aspiración ascéticomística como posibilidad, pero en el que predomina la respuesta desolada: "Las puertas son iguales cuando se cierran", reza lacónicamente el único verso de "Conclusión", cierre del libro. En otro texto de Tierranegra, "Un candil", es posible reconocer la curiosa mixtura que ofrece esta poesía de la vuelta a la noche tras la breve aventura inicial de la aspiración a la calle: la confluencia de un modo de presentación próximo a lo narrativo o lo cinematográfico (escenario, personajes, historia), de un particular y sutil manejo del humor —rasgos cercanos a los postulados en los años de la emergencia—, y de un tipo de versificación y una postura filosófica que lo acerca a las poéticas de la brevedad, dominantes en los años setenta:

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He visto a galleros bajo el alba modesta de un candil refrescar sus gallos. Luego caminar con las aves en bolsones rojos hasta el garito. A esa hora es lento el humo que sale de las casas y los envuelve tras un velo. El gallo canta: La pureza mayor es la intemperie mayor. Porque presiente que tras el humo no hay nada (1993, 63). Como para contravenir ciertos tópicos convencionales e inoperantes referidos a la poesía escrita por mujeres, es un grupo de ellas quien representa acaso con mayor vigor este retorno transfigurado al mundo de la noche y la intemperie, a partir de un trabajo que tendrá por centro la exploración poética en el mundo de la muerte, en la crueldad como vector resultante de la relación con la existencia. Si bien este último aspecto de la reflexión sobre la crueldad no es nuevo —específicamente en el caso de la poesía escrita por mujeres— lo cierto es que el signo de ese rasgo se acomoda al viraje que intento describir aquí. Poemarios como Correo del corazón de Yolanda Pantin, Cuerpo y Ca(z)a de María Auxiliadora Alvarez, o Hago la muerte y Amor constante más allá de la muerte de Maritza Jiménez, casi todos publicados en los años ochenta, se ajustan en cierta medida a esta estética de la crueldad, pero se trata de textos fuertemente caracterizados por la voz del género y que escenifican la experiencia dolorosa, solitaria y frustrante de la mujer, con frecuencia en el marco de una relación de pareja, mostrada como relación de poder. Si ciertamente pueden leerse en ellos versiones poéticas de la soledad, la intemperie o lo cruel, son también textos que no renuncian manifiesta o implícitamente a la idea de la crítica del otro "genérico"; crítica de prácticas que no supone en última instancia la negación, por ejemplo, del amor como posibilidad. El tipo de crueldad que escenifican las poetas será ahora de otra índole, no sólo porque la temática amorosa o de la experiencia de la mujer dejará de ser recurrente, sino porque aludirá a una zona distinta de realidad: la de la crueldad, lo mortal, como condición ínsita a la existencia. En el espacio del poema, voces, seres, objetos, responderán al común aliento de la crueldad irónica, proveniente de la sistemática e implacable confrontación de las más diversas empresas del deseo —vida, amor, belleza, historia— con su demoledora experimentación en la realidad, para mostrar siempre al final su fruto precario.

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La máscara, la distancia —figura y procedimiento— por un lado, exculpan y disculpan cualquier posible asomo de sentimentalidad o de patetismo; por otro, expresan la predominante sensación y condición de extranjería. La Extranjera —"Extranjera serás porque has nacido"—, personaje que Laura Cracco construye en el homónimo poema de Mustia memoria (1985), es un consistente ejemplo anticipado de esta predominante tendencia finisecular. Como en Mustia memoria, en Diario de una momia (1989) o en su alucinante Safari Club (1993), el ejercicio poético de Cracco es un ritual que funde identidades y vidas, iguala Icaros y mendigos, anfiteatros y bares, espacios en choque: Rosa Sófocles sentado en un rincón del bar, viejo de dientes podridos por el tabaco, en anfiteatro de colillas y latas de cerveza. Antígona recita para un coro borracho: 'Nada más terrible sobre la tierra, ninguna criatura más sublime que el hombre, construye naves y leyes, mentiras y verdades. Nada más terrible que el tiempo sin principio ni fin, la autopista cercada de soledad, el hotel donde el cuerpo envejece entre sábanas rancias, la multitud empujando incesante la roca que inevitable retorna al abismo. Nada más terrible que el universo sin dueño, las estrellas libradas al azar. Nada más terrible que nosotros, encerrados en un pensamiento sutil como el viento' (1993, 53). Tragedia de la cotidianidad, personajes entregados a su orfandad, máscaras que nombran una misma y espectacular inutilidad: la extranjería como condición, la vida de las momias, la muerte o la agonía sembrando toda aparente animación, todo aparente movimiento. "Cortar una cabeza/es más fácil que cortar una flor", dice el personaje de "El jardín del verdugo", poema que da título al libro de Blanca Strepponi, de 1992. La máscara del verdugo, construida a partir de una noticia de prensa10, o la de las víctimas, son presencias recurrentes tanto en ese poemario como en el anterior de 1990, El Diario de John Robertson. Strepponi se vale de personajes históricos para escenificar, a menudo bajo la forma de soliloquios dramáticos, una reflexión sobre el mal y la muerte, signos que se imponen sobre cualquier empresa heroica o anhelo trascendente. Así, el poema-libro dedicado a la figura del médico inglés se centra en el descenso al infierno del personaje histórico, el romántico byroniano que viaja a América para sumarse al ejército libertador y que sólo halla un cruento espectáculo de enfermedades, delirios y muertes— las de otros o la suya propia. No obstante, también otros textos que

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En una ponencia presentada en Brown, Strepponi presenta la historia del trabajo poético que emprende a partir de 1990: el manejo de fuentes documentales como base dialogal de los poemas en función de explorar los mecanismos y el sentido de la crueldad; cf. bibliografía en id. 1993.

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temáticamente difieren de la búsqueda histórica sintonizan con la atmósfera mortal de aquellos. Veamos un breve texto de temática amorosa en el que el amante repite el gesto del verdugo y el sentimiento del amor muestra su verdadero rostro de mal y vacío: el asesino descansa junto a la mujer amada un vago rumor agita su pecho una máquina oculta y callada la luz nocturna dibuja líneas rojas sobre la cama susurra en lo profundo del alma no tengo a nadie en el mundo ¿me amas? nada sucede sólo el batir de la sangre helada sólo el ruido de la vieja máquina (1992, 19). Su más reciente y breve poemario, Las vacas (1995), si bien abandona la figura del verdugo y la víctima, del mal, o la exploración histórica, no se desentiende del todo de la idea de la crueldad irónica, en tanto construye, a partir de un entrelazamiento de objetos y seres —los ojos de las vacas, cuadros, "isla de piedra negra", "voces extranjeras", "aguas heladas", "niñas mudas"—, la experiencia de una radical ajenidad, el "borde del abismo"; seres y objetos, vacas todos que son metáfora de otra "orilla/resto fracturado de algo mayor/ahora incomprensible". Con ello no sólo se vincula a la idea de frialdad, de intemperie, de orfandad, presente igualmente en sus libros anteriores, sino también, desde una exploración estilística inédita y particular, con la tradición inmediata que se impone en los años setenta. Al desencanto político y de la experiencia urbana, al mundo finisecular de las ilusiones perdidas, al mundo ex céntrico de la Europa nórdica o del llano y su bestiario, al diseño del mal o lo abismático, a la historia o la tragedia como máscaras agónicas, presentes en los poetas introducidos hasta aquí, habría que sumar las proposiciones capitales de escritura poética de Yolanda Pantin, especialmente en varios textos de La canción fría (1989), en el poema-libro El cielo de París (1989) y en Los bajos sentimientos (1992), pues de alguna manera congrega muchos de los rasgos de esta segunda versión de la noche. Como la propia autora ha reconocido, un poema incluido en su poemario Correo del corazón, de 1985, "Las ciudades invisibles", sintomáticamente reproducido en La canción fría, es un texto seminal que prefigura su búsqueda posterior:

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Escribir sobre el amor los ojos claros de Verona —poesía, eres tú— Imaginar una ciudad invisible como ella reflexionar sobre la muerte y la fotografía Ser fiel y atento a todo lo que en ella se niega suspicazmente tácita y oblicua recordar sobre todo que aquello que se ama no existe (1985, 18) Si algo designa "Las ciudades invisibles" es la liquidación de la pasión, la cifra y resumen del deseo amoroso: "aquello que se ama/no existe". La sentencia actuará como anuncio de las nucas que luego se ofrecerán al amante/verdugo, de los vampiros crepusculares y desoladores, del frío de los cuerpos o el chocante y sordo abrazo de las orejas de Sol Cuello Cortado y Cabeza Soberbia, de la almohada que en lecho compartido se transforma en Sahara. Pero "Las ciudades invisibles", como un haz de líneas, también avanza otras claves de la poética de Pantin en sus últimos libros: la reflexión sobre la muerte; la observación distanciada de un yo desdoblado (como si se viese reflejado —y desconocido— en una fotografía); el decir "tácito y oblicuo"; la impostación de la confesión o del sentimiento amoroso, alejados tanto por esa trasposición del yo que parece limitarse a contemplar o comentar fríamente o por vía de la transferencia metonímica o simbólica que ocurre entre los objetos del deseo y las cosas: "los ojos claros de Verona", ciudad decidora de lo "invisible", de la interioridad", que luego será París, Venecia, Noruega, o ríos —Danubio, Ousse—, o gárgolas o vampiros o zopilotes; y, finalmente, la reflexión sobre el propio ejercicio poético, la pregunta supuesta ¿cómo "escribir sobre el amor"?, pregunta de doble filo que apunta, de un lado, a la aspiración a la belleza, expresada desde una distancia paródica con la que se pretende rehuir del patetismo, la confesionalidad y lo obvio, y de otro, la duda implícita sobre la posibilidad de la belleza, que hace del escritor y la escritura otra máscara desdoblada. La poesía de Pantin es nudo de haces, un ensamblaje de movimientos y figuras centrífugas y centrípetas, una matriz fragmentaria y móvil que se proyecta hacia objetos y palabras que reflejan su origen: el amor y la escritura generando sus dobles, penetrados y carcomidos por sus sombras:

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Mira volar los zopilotes son horrendos Allí están en la cornisa del otro edificio Mientras sirvo el café las aves negras se han posado en la antena parabólica diríase atalaya Cada uno conserva el equilibrio que es suyo y no del Otro —¿Pe quién comen! Ahora vuelan sin moverse no hacen ruido Son tres los zopilotes Ya lo he visto Su madre y dos de sus pequeños o una pareja de amantes y su sombra (Pantin 1992, 67) Están los zopilotes como material, pero la escritura en su tejido los transfigura y los hace desplazarse del espacio urbano, alto infierno, para convertirlos en gárgolas —en su atalaya—, a otro espacio en el que se convierten en vampiros —"¡Pe quién comen?"—, y para llegar finalmente al espacio disimuladamente nuclear: los amantes, que son finalmente lo que nunca ha dejado de ser el material en el recorrido: zopilotes. Un distinto mismo nudo. Desde luego no es esta descrita la única tendencia, pasada una década, de los poetas que emergen en los alrededores del 80, pero sí su dominante entre los que han ocupado una mayor presencia pública. Esa tendencia supone de alguna forma la síntesis de dos poéticas que parecieron y fueron opuestas y polémicas inicialmente, y que ahora exhiben la fusión en su doble rostro. De los años de la emergencia permanece la vocación por concebir el poema como simulacro de situacionalidad, como historia o relación, aunque ahora distanciada y enmascarada; la irreverencia, la disposición al diálogo con el lector y a la parodia de la tradición poética, han derivado hacia la forma del homenaje, de una ironía centrada en el extrañamiento o de la formulación reflexiva. Del opuesto inicial, los antecesores, lo que marca la vuelta del pródigo, puede reconocerse el aprendizaje en el ejercicio depurado del lenguaje, aunque sin llegar a sacralizar la poesía o la figura del poeta; la verificación de los límites del canto "ante el mismo centro que nos evade" (Oliveros); la expresión de la intemperie, la disolución, las grietas, lo fragmentario (Cadenas, Crespo, Ossott), elementos y rasgos ahora arropados en los textos por la reflexión sobre la crueldad y la muerte a la hora de nombrar las formas del mundo y sus agencias.

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Bibliografía Arráiz Lucca, Rafael. 1988. Almacén. Caracas: Fundarte. —. 1991. El avión y la nube: observaciones sobre poesía venezolana. Caracas: Colección Medio Siglo de la Contraloría General de la República. —. 1995. Batallas. Caracas: Fundarte. Barrera, Alberto. 1993. Coyote de ventanas. Caracas: Monte Avila. Barreto, Igor. 1993. Tierranegra. Maracay: Universidad Central de Venezuela, Facultades de Agronomía y Ciencias Veterinarias, Departamento de Cultura. Barroeta, José. 1994. Lector de travesías. Mérida: Solar. Cracco, Laura. 1993. Safari Club. Caracas: Monte Avila. Lasarte, Javier (ed). 1991. Cuarenta poetas se balancean: poesía venezolana 1967-1990. Caracas: Fundarte. —. 1994. El 'impecable caballero de las tinieblas'. (Valera Mora, el último de los vanguardistas). Prólogo a: Víctor Valera Mora. Obras completas. Caracas: Fundarte. Liscano, Juan. 1986. Linden Lane interroga a Juan Liscano. En: Linden Lane Magazine (Miami) 5, 2 (abril-junio): 16-17. López Ortega, Antonio. 1995. El camino de la alteridad. Caracas: Fundarte. Márquez, Miguel. 1993. Armando Rojas Guardia: cuando las palabras se asilencian en esa catedral. En: Bajo Palabra (Suplemento de El Diario de Caracas), 19 de setiembre. Miranda, Julio. 1985. Poética del suicida de papel. En: Papel Literario de El Nacional. Caracas: 15 de setiembre. Oliveros, Alejandro. 1983. El sonido de la casa. Caracas: Monte Avila. Pantin, Yolanda. 1985. Correo del corazón. Caracas: Fundarte. —. 1992. Los bajos sentimientos. Caracas: Monte Avila. —. 1993. De Casa o lobo al Cielo de París: el futuro imposible. En: Julio Ortega (ed.): Venezuela. Literatura de fin de siglo. No. especial de INTÍ 3738: 47-55. Rodríguez Nuñez, Víctor. 1993. Rafael Arráiz Lucca: Quien escribe un poema está buscando a Dios. (Entrevista). En: Solar (Mérida), III etapa, 14 (eneromarzo): 3-8. Santaella, Juan Carlos. 1992. Manifiestos literarios venezolanos. Caracas: Monte Avila.

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Poesía venezolana: valija de fin de siglo Eugenio Montejo

Cuando reparamos en que ya estamos a cuatro años apenas del próximo siglo solemos también pensar que éste que ahora concluye ha sido, al menos para nosotros los venezolanos, uno de los siglos más cortos de nuestra historia. Sobre la brevedad de esta centuria llamó la atención Mariano Picón Salas (1988), al afirmar que el siglo XX había comenzado realmente en Venezuela sólo a finales de 1935, fecha de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. No era ésta una simple frase efectista de intención retórica. El penetrante ensayista quiso sintetizar con ella el aislamiento padecido por Venezuela durante la larga dictadura del último caudillo. El que ahora finaliza nos ha resultado, pues, un siglo breve o más bien abreviado a la fuerza, porque quienes usurpaban el poder nos usurparon también el tiempo, nuestro tiempo, con la penosa consecuencia de que tengamos que constatar a menudo la parte del siglo que no llegamos a vivir plenamente. Si como afirmaba William Butler Yeats, "uno pertenece más a su tiempo que a su país", esta porción de tiempo que nos arrebataron es una pertenencia vital pero ya fatalmente irrecuperable. La afirmación de Picón Salas lleva implícita una contraparte de recuperación y un condicionamiento de su vigencia. Al final del caudillismo entramos en este siglo y permanecemos en él; seguimos viviendo su temporalidad mientras la lucidez conduzca el proceso de recuperación democrática. Por desgracia, ya no está Picón Salas para respondernos en qué siglo vivimos cuando la lucidez ha dejado de acompañar el proyecto de recuperación y en su lugar crece el desengaño, el escepticismo y hasta la peligrosa nostalgia del orden despótico. Me guardaré de decir con el humor de Jacques Prevert: "Un paso en falso y cayó en el siglo trece" (1960 [1949]). Prefiero pensar que vivimos un momento de recreación de formas: que hay que repensar la recuperación de formas de convivencia política, formas de solidaridad, formas de responsabilidad, formas de habla y de arte, formas imprescindibles para habitar nuestro tiempo verdadero. Dentro de ese momento deseo insertar esta breve lectura de la poesía venezolana de este siglo. No creo, nunca he creído que nuestro Parnaso fuese excelso. Pero pienso que dentro de la tentativa de habitar plenamente en el siglo, nuestra poesía, con sus logros y caídas, puede decirse que ha cumplido con su palabra, una palabra que acompaña siempre la forma de nuestra afectividad y la redefine, teniendo presente en toda ocasión que, como afirmaba Cassiano Ricardo, "lo afectivo es lo afectivo" (1964). Si deseamos aproximarnos a nuestra poesía contemporánea, vale la pena recordar someramente la situación de la literatura durante el largo predominio del caudillaje que, según Picón Salas, nos acortó el siglo, y rememorar la vida que los poetas tenían como posible. Una corriente revisionista de la historia venezolana ha comenzado a encontrarle sorprendentes méritos al régimen

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despótico. No tardarán en aparecer quienes traten de convencernos de que el tiempo del gomecismo era también harto favorable para la creación artística. Cabe afirmar sin sombra de dudas que era exactamente lo opuesto. En una lectura de nuestra poesía como la presente, las pruebas para sostener tal afirmación han de ser proporcionadas por la poesía misma. Entre éstas sobresale la famosa Balada del preso insomne, de Leoncio Martínez, un poema estremecedor que resume el testimonio de toda una época. En esta ocasión desearía invocar otro breve y sugerente testimonio. No se trata de un poema de alardes técnicos ni atrevimientos formales, sino de un pequeño texto, sugestivo y enigmático, que pronto algunos de sus coetáneos lectores reconocieron como dictado por el inconsciente colectivo. Me refiero a los siguientes versos de Luis Enrique Mármol (1927): TODOS IBAN a Augusto Mijares Todos iban desorientados, perseguían un objeto próximo, unos iban a su trabajo, otros al trabajo de otros... Los ojos errantes y vagos, hacia la mancha de los pinos pasó indolente un enlutado... —¿A dónde vas? —No sé, me dijo. Todos iban desorientados, y el enlutado hacia sí mismo. Es probable que una vez concluida su composición el poeta no hubiera podido decir mucho acerca de por qué escribió ese pequeño texto. "Todos iban desorientados" es un emblemático verso que sintetiza como pocos el desesperanzado ambiente de aquellos días. Su autor, Luis Enrique Mármol (1897-1926), es uno de los poetas más dotados de la generación de 1918, la misma a la que pertenecen, entre otros, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano, Andrés Eloy Blanco, Luis Barrios Cruz y Rodolfo Moleiro. Mármol muere joven, pero deja un puñado de poemas que no tiene par en nuestra poesía. En el breve poema que transcribimos, Mármol introduce, como contrapunto de la común desorientación que entonces prevalecía en el país, la presencia de un caballero enlutado, especie de corporeidad de la conciencia vigilante, el único al parecer que no anda desnorteado, sino que, como dice el poeta, "va hacia sí mismo", reconcentrado en su angustia. ¿Quién personifica la imagen de ese caballero errante en plena noche gomecista? Jesús Sanoja Hernández (1977) aventuró hace unos años la

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sugestiva hipótesis de que debemos reconocer en él a Ramos Sucre, el más solitario de cuantos entonces se consagraban a la aventura poética, el mismo que pone fin a sus días en 1930, cuatro años después de la muerte de Mármol. En el seno de la noche gomecista va a nuclearse, pues, este admirable grupo de poetas de la generación de 1918. No es un grupo más: las aportaciones individuales de sus componentes trascienden en general el medio y se convierten en válidas referencias de la poesía posterior. El tono fraternal de Paz Castillo, con su registro de sabia intimidad, la rigurosa precisión verbal de Ramos Sucre, la destreza inventiva de Fombona son rasgos, entre varios otros, llamados a pervivir y evolucionar en las promociones siguientes. Otros grupos, al paso de los años, van a manifestarse en nuestro medio literario, tales como Contrapunto o Viernes, donde sobresalen figuras tan relevantes como la de Vicente Gerbasi, grupos que, al decir de Javier Lasarte (1991), encarnan en conjunto "un proyecto de aspiración universal". Sin embargo, una coherencia de fines y acciones asumida de modo plural como la de 1918 sólo vamos a encontrarla en la llamada generación de 1958, la misma que corresponde al restablecimiento de la democracia. Ramón Palomares, Rafael Cadenas, Guillermo Sucre, Juan Calzadilla, Francisco Pérez Perdomo, Miyó Vestrini, Ludovico Silva, Gustavo Pereira, Víctor Valera Mora, Alfredo Silva Estrada y el que esto escribe, entre otros, forman parte de esta generación, que incluye también a notables narradores, ensayistas y artistas plásticos. Separadas por un lapso de cuarenta años, ambas generaciones marcan dos hitos principales en el panorama de nuestra poesía contemporánea, de modo que, sin desmedro de otros grupos u otros autores, a partir de ellas podemos elaborar una especie de lectura genérica de la poesía venezolana contemporánea. La primera de ambas generaciones aparece vertebrada sobre la angustia y la lucidez. Resulta admirable el espacio de renovación que sus miembros, no obstante la opresión imperante, logran establecer, así como la autenticidad de muchas de sus aportaciones. Por su parte, la generación de 1958 tendrá a su favor un ambiente de relativa libertad en el cual desenvolverse, una vez que es derrocada al promediar el siglo la última dictadura, la de Marcos Pérez Jiménez. Un rasgo de la época hace que esta generación sea en buena parte permeable a la lucha ideológica que predomina en el momento. Si los poetas de 1918 habían sintonizado a su modo con el cambio de valores surgido en occidente al término de la Primera Guerra Mundial, los de 1958 van a hacerse eco tanto de la lucha ideológica como de los cambios de sensibilidad y mudanzas de costumbres que ocurren durante los años sesenta en los principales países occidentales. Un poema de Rafael Cadenas, escrito en los primeros años de la década, recrea desde su mismo título, "Derrota", el íntimo conflicto que aquellos años de militancias ardientes planteaban a los creadores. El poema está construido a partir de estructuras reiterativas, y aunque tal vez no acredite los logros poéticos que poseen otros textos del primer Cadenas, resulta un poema de

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oportuna mención pues en su génesis se halla un problema de conciencia que atañe a numerosos escritores de la época: Yo que no he tenido nunca un oficio que ante todo competidor me he sentido débil que perdí los mejores títulos para la vida que apenas llegado a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución) que he sido negado anticipadamente y escarnecido (por los más aptos) que me arrimo a las paredes para no caer del todo que soy objeto de risa para mí mismo que creí que mi padre era eterno que he sido humillado por profesores de literatura que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada [...] que todo el día tapo mi rebelión que no me he ido a las guerrillas que no he hecho nada por mi pueblo que no soy de la FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable. [-]1 El reto del arte comprometido va a significar para los poetas de 1958, al menos en sus comienzos, una prueba ineludible. No pocas veces el permanente debate que reproducen los periódicos se desplaza hacia la escritura del texto poético, con el consabido riesgo, característico de esta clase de intentos, de que el poema pierda su autonomía en tanto resulta invadido por algo parecido a la crónica política. Ciertos poemas del nicaragüense Ernesto Cardenal —para citar a un autor en boga por aquellos años—, adolecen de una justificación poética convincente, pero no es éste un problema que se circunscriba al arte latinoamericano posterior a la Segunda Guerra Mundial, sino una manifestación epocal que se halla presente por entonces en muchas otras partes. Hay que decir también que algunas veces la ironía, la ternura o el humor permiten que las referencias políticas se incorporen válidamente, como es el caso en el poema "Una rusa", de José Barroeta (1971), al cual pertenece este fragmento: Tania Voroshilov es la rusa a quien hablo soñando [...] Tania Voroshilov es como el nombre de mis lecturas

1 Poema publicado originalmente en Clarín del viernes el 31.5.1963. Se reproduce en Cadenas 1991.

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de los quince años. Allá en la mesa de aldea que humedece la lluvia, la foto del camarada Lenin se confundió entre libros y yo esquié sobre su helada y calva cabeza siempre tomado de la mano de Tania Voroshilov. En pocos años, la presencia del poema como expresión militante, un asunto de reiterada controversia a partir del estupor moral que acompañó a la Segunda Guerra Mundial, va a quedar atrás como uno de los signos de la época. Entre los valiosos ensayos que contribuyeron al esclarecimiento de la tarea del poeta en nuestro tiempo, quisiera hacer mención de uno especialmente, debido a la escritora y poeta alemana Hilde Domin. Se trata de "¿Para qué, hoy, la poesía lírica?", una lúcida meditación que sitúa el verdadero compromiso del poeta en la búsqueda reveladora de su identidad, de modo que pueda así propiciar a los otros, a través del poema, una aclaración semejante. "La comunicación de lo no comunicable —o apenas comunicable—, dice la autora, he aquí, pues, la misión del lírico". Para ello es preciso, como expresivamente afirma en otra parte de su ensayo, "que las palabras pasen por el ojo de la aguja del yo" 2 . Hasta la generación de 1958 llega el nutrido debate del arte militante. Los posteriores grupos literarios, los poetas de los grupos Tráfico, Guaire, así como las voces no agrupadas de ese período, tendrán otras motivaciones. Cobrará fuerza sobre todo la tensión entre lo interno y lo externo, el convencimiento de centrarse en una poesía que dé expresión a los hechos de la cotidianidad urbana. Es verdad que no siempre las declaraciones y propósitos guardan relación con los logros, pero al paso de los años las proposiciones personales terminan por decantarse y, como siempre ocurre con las expresiones grupales, al final queda solamente lo personal e intransferible de cada autor. En Yolanda Pantin se combina una interesante tentativa de nuevas formas expresivas con la tradición de rigor que nuestra poesía contemporánea ha defendido desde Ramos Sucre: Imaginar una ciudad invisible como ella reflexionar sobre la muerte y la fotografía. Ser fiel y atento a todo lo que en ella se niega suspicazmente

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Leímos por primera vez este ensayo en la revista Humboldt, N° 37, traducido por Antonio Zubiaurre. Poco después, en junio de 1970, le escribimos a la autora, manifestándole nuestra gratitud y simpatía. Al fundar en Valencia la revista Poesía junto con Alejandro Oliveros, decidimos reproducir el ensayo de la poeta Hilde Domin en el número inicial de la revista. Cf. Poesía, N° 1, Universidad de Carabobo, Valencia, 1971.

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tácita y oblicua recordar sobre todo que aquello que se ama no existe ("Las ciudades invisibles", en: Pantin 1985) No menos convincente es el don verbal de Igor Barreto, que ha explorado desde dentro el secreto paisaje de los llanos del sur, su paisaje natal, a la vez que suele proponer sugestivos tonos de intimidad: Siempre leo el horóscopo de las mujeres que me abandonaron (1983). En Armando Rojas Guardia se advirtió desde sus primeros poemas un raro adueñamiento verbal. Arráiz Lucca privilegia los juegos del tiempo y el cosmopolitismo como dato del poema, un rasgo, por lo demás, común a todos los jóvenes poetas, que rompe o trata de hacerlo con el ensimismamiento contemplativo de sus predecesores. Y Rafael Castillo Zapata, que procura en su frase poética una entonación precisa. Y Blanca Strepponi, de búsqueda exigente; el notable Julio Miranda, mayor que los anteriores, pero en sintonía espiritual con la escritura reciente, así como Ramón Ordaz, Harry Almela, Ana Ñuño, María Auxiliadora Alvarez, Cecilia Ortiz, Verónica Jaffé, Lázaro Alvarez, Luis Pérez Oramas y varios otros, los más de ellos incluidos en la antología preparada por Javier Lasarte bajo el título de Cuarenta poetas se balancean (1991). Una práctica, a cuyo creciente arraigo en nuestros días no es ajeno el respaldo de los organismos culturales, se concreta en la presencia, ya establecida, de los llamados talleres literarios. Puede decirse, por la entusiasta acogida de que son objeto, que su presencia singulariza las últimas décadas de nuestro quehacer literario. Tal como existen hoy en día, los hombres de mi edad no los conocimos, no tuvimos acceso a nada semejante, mucho menos quienes nos preceden. En todo caso, dentro del disperso ajetreo de la vida moderna están llamados a propiciar una disciplinada tertulia, y aunque su utilidad cuente con partidarios y adversarios, cumplen el cometido de afirmar las vocaciones en ciernes. A la hora de valorarlos hay que tomar en cuenta que sus logros dependen sin duda del talento del guía que los haya tomado a su cargo, así como de la aptitud y armonía que prevalezca entre sus integrantes. El enfoque relacionado por períodos de cada uno de estos grupos puede hacernos olvidar que, junto a las nuevas promociones que despuntan, los poetas de anteriores generaciones prosiguen su trabajo, muchas veces mediante búsquedas que, por remozadas, llegan a contarse entre las más atractivas del momento. El viejo maestro Fernando Paz Castillo se mantuvo literariamente activo hasta su muerte, ocurrida a principios de los ochenta. Cabe decir lo mismo de Vicente Gerbasi, que hasta sus últimos años dio a la imprenta novedosas compilaciones de su poesía. Por su parte, Juan Sánchez Peláez y

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Rafael Cadenas, Ana Enriqueta Terán y Ramón Palomares, entre muchos otros, siguen ahondando en sus creaciones junto a las nuevas voces que en tiempos más cercanos se han incorporado. Es éste el caso de Hanni Ossott, poeta anterior a las promociones de Tráfico y Guaire, que a finales de los ochenta ha publicado una colección de poemas estremecidos, de mayor aliento que sus entregas precedentes: El buen cosmos allí cumpliendo a cabalidad manteniendo, sujetando el de quién, el de qué todas las razones toda la Necesidad toda la justicia en aros aros concéntricos Y yo febril, enajenada en el extravío sin cosmos en mí Sin cosméticos para el alma en el furor (Ossott 1989). Es también el caso de Luis Alberto Crespo, de obra aquilatada y continua, cuyo libro Duro, aparecido en 1995, recrea la visión del paisaje de su nativa ciudad de Carora, un paisaje seco e iluminante como los del viejo testamento, esta vez mediante la imaginaria fusión con el que Ungaretti celebró líricamente el paisaje de la infancia egipcia del gran lírico italiano: Quisiera ser Ungaretti cuando miraba a Carora en el norte de Africa y pasaba un beduino por el reflejo de su vino seco frente a la ventana de mi casa (Crespo 1995). Al escribir acerca de la poesía en el presente fin de siglo es válido proponernos una breve comparación con el final del siglo XIX, al menos para tratar de explicarnos las diferencias. Si establecemos la comparación desde una perspectiva hispanoamericana, resalta el contraste del estado de la poesía en ambas épocas. Al término del pasado siglo Rubén Darío, el genial nicaragüense, presidía una formidable renovación poética que se había expandido por toda la lengua. Tanto las adhesiones como las reservas se definían a partir del modernismo, el movimiento que a la sazón concretaba con raro entusiasmo un lírico remozamiento. Aunque la tendencia iba a decaer años más tarde en

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manos de epígonos menores, al despuntar el siglo señoreaba como un momento áureo de la poesía en nuestro idioma. El presente, en cambio, aparece bajo señales más dispersas, tanto en sus tentativas como en sus conquistas. No faltan, es verdad, las voces notables, pero se echa de menos la coherencia y el ímpetu. Es probable que lo que aquí apuntamos referido a Hispanoamérica no difiera demasiado de lo que ocurre en otras partes, puesto que la época llega a determinarnos más que la tierra a la que pertenecemos. En todo caso, la poesía no tiene en el final de la presente centuria la proyección que, gracias a la estrategia de la industria editorial, acompaña a la narrativa latinoamericana desde la década de los sesenta. Su presencia se ha tornado más secreta, más replegada, aunque siempre esencial. No en vano confluyen en ella, además de la tradición lírica del occidente, el mítico legado americano que tanto la enriquece. Para corroborar esto último recordemos que, junto a la divulgada misión atribuida por Mallarmé al poeta, la de purificar las palabras de la tribu, en América podemos reivindicar otra muy antigua, puesto que se remonta al tiempo de los precolombinos. Ellos definían al poeta como "aquél que, cuando habla, hace que las cosas se pongan de pie". Una misión, como se ve, inseparable de la magia y el mito (cf. León Portilla 1978). Vemos pues que, en notorio contraste con otras edades, ha sido escasa la atención que en el presente se ha prestado a la palabra poética. Se trata de uno de los tópicos más reiterados en la era que vivimos. Su condición ha quedado reducida en el mundo actual a un ámbito subterráneo. "Como la poesía no puede convertirse en mercancía —observa Octavio Paz— ha sido aislada: la Universidad o las catacumbas" (1989). La voz de la poesía, la voz central a través de las edades, no se encuentra en el centro de nuestro tiempo. Lo que aquí se expresa verificando su condición periférica de hoy podemos reconocerlo de modo más gráfico si nos valemos del símil del eclipse. Es posible decir, de acuerdo con esto último, que la poesía está atravesando en la época contemporánea un vasto cono de sombra donde se oculta no sabemos por cuánto tiempo. Entre ella y sus destinatarios se interponen ahora, junto a otras cosas que la oscurecen, los flamantes productos de la técnica, en especial los medios audiovisuales. La figura del eclipse resulta más esperanzadora porque viene a trasmitir el consuelo de que los eclipses, al fin y al cabo, son siempre pasajeros. Al mencionar entre los medios audiovisuales a la televisión, hoy convertida en el bazar por antonomasia de la moderna mercancía, no podemos pasar por alto que se trata de un invento relativamente nuevo, sólo incorporado en gran escala a nuestras sociedades al promediar el siglo. Estamos, pues, ante un reciente producto de la técnica, tan reciente que algunos de quienes aquí nos encontramos no la conocimos en nuestra infancia; la vimos llegar muchos años más tarde. Parece que hubiese sido antes del diluvio, pero fue ayer. Y por tratarse de un invento cercano, acaso sea exagerado pesimismo no suponer que más adelante se la destine a propósitos menos utilitarios, donde tenga algún influjo la palabra poética. En este previsible acercamiento a la poesía en el

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futuro inmediato por parte de los medios audiovisuales, podrá advertirse que comienza a ceder el eclipse que nos la oculta en esta hora. Lo que hemos dicho respecto del espacio negado por los medios a la poesía resulta sobrecogedor cuando proviene de la prensa venezolana, en la cual han desaparecido varios suplementos literarios, mientras otros se han visto reducidos. Tal actitud contrasta con la de los periódicos de los principales países de la lengua y concreta otro síntoma del estado en que se encuentra el periodismo venezolano. Nuestra prensa está hoy en deuda de responsabilidad frente al cuidado de la escritura, la vigilancia del lenguaje, la sensibilidad de corrección social y todo cuanto integra y pone en circulación una forma de urbanidad literaria. Es obvio que en períodos de crisis como el actual resulta mayor la responsabilidad, pues desde Confucio sabemos que toda reordenación de una sociedad se halla estrechamente unida a la vigilancia de la palabra. Volvamos a la contraposición de las generaciones de 1918 y 1958 que hemos propuesto como base de una lectura de la poesía venezolana contemporánea. Acaso pueda parecer ésta una proposición reductora, puesto que no figuran en ambas generaciones varios nombres y grupos representativos de nuestra lírica, pero en verdad, no hemos pretendido excluirlos en modo alguno. Por otra parte, el esbozo trazado permite confrontar dos importantes momentos que se desenvuelven bajo las dos opciones políticas en que hasta ahora ha oscilado nuestra vida republicana: el caudillaje despótico y el aprendizaje democrático. La primera de ambas generaciones pudo sobreponerse al lóbrego ambiente de la dictadura gomecista y abrir camino a nuestra poesía contemporánea; entre sus miembros no se cuentan los obsecuentes de la tiranía; al contrario, algunos de sus adherentes fueron a la cárcel. La segunda generación que señalamos, la de 1958, tuvo en suerte un ambiente de libertad pero también de confrontaciones de otra índole. En la diversidad de propósitos que asumen los integrantes de una y otra se reiteran varias constantes que forman la tradición moderna de nuestra lírica —una tradición que se relaciona estrechamente, claro está, con la más amplia de nuestra lengua—, cuyas raíces se hallan en los siglos anteriores. Entre una y otra se inscribe la obra de Vicente Gerbasi, que ha trascendido ha mucho el ámbito de nuestras fronteras y es hoy una referencia de la poesía del continente. Se inscribe asimismo la obra de Juan Liscano, variada y algo desigual, quien a sus ochenta años prosigue no sin logros recientes su escritura poética. Juan Sánchez Peláez, como Salvador Garmendia en la narrativa, otro de los precursores de la generación de 1958, sin cuyas presencias muchos de nuestros años se nos tornan ilegibles. Junto a Rafael Cadenas, Juan Sánchez Peláez acaba de ser editado en México en una breve colección de numeroso tiraje, lo que lleva a suponer que la creciente internacionalización de Ramos Sucre y Gerbasi va a abrir camino a nuestras voces más representativas. Y junto a los nombrados —pocos nombres por razones de espacio— las grandes voces femeninas representadas en Ida Gramcko, Luz Machado, Enriqueta

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Arvelo Larriva y Ana Enriqueta Terán, que anticipan la notable contribución de la mujer venezolana a nuestra poesía en tiempos más recientes. La observación de Picón Salas que citamos al comienzo de este trabajo nos ha permitido observar que si llegamos tarde al presente siglo, sólo hemos habitado en él mientras la recuperación de la forma democrática no haya sido vulnerada por la deshonestidad o la corrupción. Hoy comprobamos que si durante el decenio del perezjimenismo volvimos a quedar fuera de siglo para regresar en 1958, en los actuales días orbitamos un tanto perplejos alrededor del siglo, tratando angustiosamente de que se alcance la lucidez que nos permita identificar las formas de recuperación democrática. Hemos visto además que entre los dos ejes de 1918 y 1958, pero también mucho más allá de ellos, la poesía venezolana ha acompañado las idas y vueltas de este siglo con sus errores y conquistas, y sobre todo sin mentirse, porque, como decía Herbert Read, "el poeta tiene todos los privilegios, menos el de mentir". En esta breve lectura quedan anotadas algunas líneas de la poesía venezolana contemporánea, tanto en su diálogo con su propia tradición como en el temblor de su brújula para situarse ante el mundo. Traje su lectura en esta liviana valija. Liviano de equipaje deseaba emprender el poeta Antonio Machado el viaje definitivo, y livianos también, reducidos a lo esencial, nos gustaría llegar al próximo milenio, pero sobre todo, habiendo establecido las formas de recuperación para no llegar tarde y vivir a plenitud su tiempo. Para concluir esta intervención, quisiera citar en castellano unos versos de un compatriota nacido en Puerto Cabello, donde su padre, un comerciante de Lübeck, intentó radicarse a finales del pasado siglo. Me refiero al poeta Wilhelm Lehmann (1882-1968), cuyos poemas, a decir de Rodolfo Modern, su traductor, "contienen un credo no sólo artístico sino vital, que consiste en la aprehensión real y simbólica de la naturaleza". Los versos que citamos en su homenaje corresponden a la última estrofa de su poema "Elogio de la existencia": A la respiración la regocija un plazo permitido. Tranquila, se elogia a sí misma la existencia. El fruto sabe de su semilla. Con su perdiz juguetea Juan el Evangelista. El mismo Ahasvero va por su camino complacido3.

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"Den Atem freut erlaubte Frist./ Still rühmt das Dasein sich./ Die Frucht weiß ihren Kern./ Mit seinem Rebhuhn spielt Johannes, der Evangelist./ Selbst Ahasver zieht seine Straße gern" (Modern 1974).

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Bibliografía Barreto, Igor. 1983. ¿Y si el amor no llega? San Fernando de Apure: Fundación Rómulo Gallegos. Barroeta, José. 1971. Todos han muerto. Caracas: Monte Avila. Cadenas, Rafael. 1991. Antología 1958-1983. Caracas: Monte Avila. Crespo, Luis Alberto. 1995. Duro. Caracas: Pequeña Venecia. Lasarte, Javier (ed.). 1991. Cuarenta poetas se balancean: poesía venezolana (1967-1990). Caracas: Fundarte. León Portilla, Miguel. 1978. Literatura del México antiguo. Vol. XXVIII. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Mármol, Luis Enrique. 1927. La locura del otro. Edición postuma. Caracas: Lit y Tip. Vargas. Modern, Rodolfo E. 1974. Poesía alemana del siglo XX. Buenos Aires: Ediciones Fausto. Ossott, Hanni. 1989. Cielo, tu arco grande. Caracas: Tierra de Gracia editores. Pantin, Yolanda. 1985. Correo del corazón. Caracas: Fundarte. Paz, Octavio. 1989. Poesía de circunstancias. Conversación con César Salgado. En: Vuelta 138 (México). Picón Salas, Mariano. 1988. La aventura venezolana. Biblioteca Mariano Picón Salas. Vol. II. Caracas: Monte Avila. Prevert, Jacques. 1960. Palabras. Buenos Aires: Fabril [ed. original: Paroles, Paris 1949], Ricardo, Cassiano. 1964. Algumas reflexöes sobre poética da vanguarda. Rio de Janeiro: Livraria José Olympo Editora. Sanoja Hernández, Jesus. 1977. Prefacio. En: Luis Enrique Mármol. Antología poética. Valencia (Venezuela): Ed. del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo.

Entrar en lo bárbaro Una lectura de la poesía venezolana escrita por mujeres Yolanda Pantin

Creo que este ensayo sobre poesía escrita por mujeres en mi país tiene sentido solamente en la medida que yo misma he escrito poesía y por ende, se supone que soy continuadora de una tradición literaria que espero de alguna forma exponer ante ustedes. Debo confesar, antes de seguir dando palos de ciego, que mi especialidad no es precisamente la crítica literaria, ni muchísimo menos, y que tampoco el tema que me ocupa ha sido de mi particular interés. Sin embargo, para entrar rápidamente en materia, hay un hecho que me llama la atención: en la Antología comentada de la poesía venezolana de Alejandro Salas, el primer texto poético que el autor registra fue escrito por una mujer, una monja para más señas: Sor María de los Angeles (1770-1818), "la primera poetisa venezolana de la colonia —dice Luz Machado— y a quien habría de reconocer como la raíz histórica de nuestra intransferible gracia poética" (Salas 1989, 11). El poema en cuestión se llama "Anhelo": Desfallezco, gimo, lloro y triste tórtola, peno [...] Este dato aislado en la colonia algo nos dice. Porque curiosamente las mujeres en Venezuela, aún cuando oficialmente no se haya reconocido o simplemente no se haya insistido demasiado en ello por razones de estricto y solapado machismo, han tenido en muchos órdenes de la vida pública y también en la artística-literaria, un papel destacado. No pretenderé explayarme en este tema, pero sí señalarlo para que no se nos olvide. Digo esto porque hasta el presente esta audacia en la escritura, este querer ir más allá y arriesgarse en territorios desconocidos y por ello peligrosos, ha sido empresa de algunas mujeres. Pero no nos adelantemos. Para empezar, la sempiterna pregunta, ¿existe una literatura femenina? No entraré con mi débil espada en tan espinoso bosque de argumentos, entre otras cosas porque no poseo yo ninguno. Lo que sí existe, y aquí no hay discusión posible, es una producción textual hecha por mujeres. En todo caso, lo que a mí me place es ver cómo las mujeres miran el mundo y con qué palabras lo escriben. Como este trabajo no pretende ser ni muchísimo menos exhaustivo en su rastreo histórico, me remitiré directamente a las fundadoras de la poesía moderna en Venezuela (Russotto 1993a, 85). Cuando leo hacia atrás buscando razones, sentido para lo que personalmente hago, veo alzarse vigorosas las figuras de dos disímiles poetas, tan diferentes entre ellas, como pueden serlo, permítaseme el lugar común, el agua y el vinagre. Pero sin embargo, pese a las inevitables distancias impuestas, tal vez, por las diferenciadas razones de vida,

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o por lecturas y fuentes referenciales muy distintas, hay en Enriqueta Arvelo Larriva y en María Calcaño algo que las hermana, y esto es la voluntad ya no de escribir sino de escribirse en el tiempo, entregadas ambas a una sólida vocación poética que no excluye el valor de asumirla. En algún momento pensé que sus desencontrados caminos traducían lo que se me ocurrió llamar la rebelión y la forma. Forma en Enriqueta Arvelo Larriva y rebelión en María Calcaño, cuyo primer libro Alas fatales (1935) auguraba para la poesía venezolana un chorro de vitalidad que en los años setenta encontró en Miyó Vestrini una voz ya inevitable. Alas fatales, desde su título mismo, señala una intención en cierta forma desacralizadora (Mandrillo 1983, 43) que, jugando con los tópicos del romanticismo tardío y del modernismo, anunciaba cierta dosis de maldad (recordemos la tórtola de Sor María). El poema "Grito indomable" es harto elocuente de una actitud ante la vida (y también ante el poema) que en función de mi trabajo querría señalar: Cómo van a verme buena si truena la vida en las venas ¡Si toda canción se me enreda como una llamarada! Y vengo sin Dios y sin miedo... En Alas fatales lo "femenino" se torna gozoso y por lo tanto, amenazante. Esta amenaza de un cuerpo y no de un alma llega a su límite expresivo mucho más tarde con dos libros espléndidos, publicados ambos en la década de los ochenta: hablo de Hago la muerte de Maritza Jiménez y Cuerpo de María Auxiliadora Alvarez, a los que me referiré luego. Otro caso es el de Enriqueta Arvelo Larriva quien, desde "la conciencia del oficio poético y su rigurosidad formal" (Russotto 1993a, 87), destaca un aspecto importantísimo de la modernidad— "Buena o mala, voz es lo único que tengo". Como María Calcaño, Enriqueta Arvelo Larriva mucho se adelantó a lo que tradicionalmente se hacía, más allá de los "múltiples trasplantes de las vanguardias" (ibíd., 30), en el medio literario de aquel entonces, el país del dictador Juan Vicente Gómez, quien durante cerca de treinta años gobernó al país como si fuera una de sus haciendas. Tinto María Calcaño como Enriqueta Arvelo Larriva padecieron lo que se me ha dado por llamar la provincia de la provincia1. La una en un hato en las cercanías de la capital Zuliana y luego en Maracaibo, y la otra en el apartado

1 [...] en la valoración poética de las mujeres, quienes permanecieron, digamos, en una posición de retaguardia dentro de la vanguardia venezolana, que a su vez permanecía a la zaga de los demás movimientos de avanzada del mundo en muchos aspectos. Sin embargo, lúe desde esa otra posición como tuvieron oportunidad de cultivar las múltiples estrategias hacia un "modo" poético diferenciado, un "estilo" independiente —y no siempre en s o r d i n a cuya madurez proporcionó una plataforma de equilibrio a la escisión estructural que caracterizó la línea oficial de la poesía venezolana (cf. ibíd., 30).

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pueblo de Barinitas en el piedemonte andino. La carta que Enriqueta Arvelo le escribió a Julián Padrón en 1939 mientras preparaba la edición de su segundo libro, es elocuente: ¿Qué le voy a decir de este medio que me tocó vivir? Tengo razones, Julián Padrón, para atreverme a partir el Llano. Este no es el Llano, sino un llano peor que los otros o que está en peores condiciones. Los otros tienen su respiradero. Este está ciego [...]. Y, para colmo, la gente con algo de ojos que viene por aquí, se pone ciega también, en lugar de abrir huecos, 'hendijas' (1980, 100). El cristal nervioso (1941), primer libro de Enriqueta Arvelo, recoge poemas escritos entre 1922 y 1930. En aquel contexto de aridez intelectual y de abandono cobra especial sentido este fragmento: A veces tengo miedo... No de la tiniebla inmediata sino de que se apague mi faro lejano. Miedo de que se entierre en la sombra mi guía distante, de que mueran sus claras señales en el horizonte que yo vislumbro... ("Prométeme") Yo tengo razones para sospechar que, a diferencia de María Calcaño y su insistencia en el cuerpo, el horizonte que vislumbraba Enriqueta Arvelo y que tanto miedo le producía, es un horizonte o un cuerpo de palabras que también amenaza: Todo está indescubierto y envejecido en germen. Esquivemos imanes penumbrosos y dulces, el oído salvemos de despejados cantos y entremos en lo bárbaro con el paso sin miedo ("El pugnante llamado") Juan Vicente Gómez muere en diciembre de 1935. Al año siguiente un grupo de poetas funda el colectivo Viernes que abre para la poesía venezolana la obra de los románticos alemanes y de los lakistas ingleses, de los poetas contemporáneos españoles, de los surrealistas, de los creacionistas. Gracias a Viernes se supo en el país quienes eran Blake, Hoelderlin, Novalis, Rilke, Rimbaud, Lautréamont, Wordsworth, Coleridge, Bretón, Eliot, Reverdy. Gracias a Viernes se tornaron familiares los nombres de Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Pablo Neruda, Vicente Huidobro [...]. Se discutió sobre el grupo Mandràgora y Caballo de fuego, de Chile,

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sobre ñedra y Cielo, de Colombia, sobre Taller, de México (Liscano 1995, 142). Lo importante aquí es señalar como lo que en principio fue vivido como posibilidades de liberación para el espíritu, gracias, supongo, a la voracidad por asimilar rápidamente lo que al país le había sido negado, se tornó pronto, según algunos detractores, en jerigonza incomprensible. La reacción, en este caso hispanizante, no se hizo esperar. "Aspirábamos", dice Luis Pastori, uno de los abanderados del nuevo frente literario, "a reimplantar, con alerta mesura, ciertos moldes clásicos de la poesía castellana" (Pastori 1988, 8). En contra de Viernes dijeron cosas tremendas. Estamos en la década de los años cuarenta. Esta herencia de la poesía clásica española en Venezuela se traduce en una producción poética más bien decepcionante si no fuera por el aporte de Ida Gramcko y Ana Enriqueta Terán. El orden en ambas fue tan riguroso que merece llamarse de otra manera... Si Ana Enriqueta Terán rinde homenaje a Garcilaso de la Vega en muchos de sus poemas ("Oh caballero oh caballero"), Ida Gramcko tal vez debe a Góngora la elaborada arquitectura de sus versos. En todo caso, la obra completa de estas poetas merece una atenta lectura para poder así valorarla en su conjunto. Poemas de una psicótica (1964), de Ida Gramcko, es una isla en medio de su torrencial producción poética. Más allá de Góngora o de San Juan de la Cruz o de cualquier otro modelo de escritura o de pensamiento, Poemas de una psicótica se yergue por la fuerza de su demoníaca imaginación, caso único en la literatura venezolana tan solo comparable, se me ocurre, a la obra de la escritora uruguaya Marosa di Giorgio. Así como Ida Gramcko experimentó con la prosa poética en el libro citado, en Música con pie de salmo, Ana Enriqueta Terán, ejercitada con maestría en los sonetos, los tercetos, las odas, las endechas, las décimas, las liras, los madrigales, entra en el continente del verso libre para afirmarse en la riqueza de sus dominios. En El libro de los oficios (1975), Terán se reconoce no sólo como "poetisa" revelando un rasgo de orgullosa impertinencia, sino que hace de su nombre el centro de su experiencia. Es curioso, pero el don profético o adivinatorio al qye hace alusión Ana Enriqueta Terán en el texto "El Nombre" del libro citado, parece tener alguna relación con el horizonte por conquistar de Enriqueta Arvelo Larriva, como si la entrada en el territorio de lo bárbaro, de lo desconocido, de lo otro, fuese también un viaje a los extraños paisajes de la interioridad2 que, en el caso de Ida Gramcko, no excluye el reconocimiento de la enfermedad y las poderosas imágenes que ésta desata. La casa por dentro (1965) de Luz Machado es otra referencia importante y un libro clave en la evolución de la poesía moderna venezolana. A esta mujer le debemos muchas cosas. En su pretendida intención de exaltar como Ana

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"Desarrolla tu propia extrafieza" había aconsejado René Char.

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Enriqueta Terán en El libro de los oficios, los asuntos de la casa, Luz Machado dibujó una suerte de mueca de lo cotidiano: Blanco primero, renegrido por el fuego curtiéndole la espalda. San Lorenzo doméstico, respalda el credo vegetal de lo nacido [...] El fragmento que he citado del "Soneto descompuesto a la sartén de hierro" sería un inocuo y cursi divertimento si no fuera porque a lo largo del libro, salpicados entre escobas y cebollas nerudianas, podemos leer textos como el que sigue: Estoy en paz. El polvo de la casa levanta sus praderas sin color ni alarido y en la noche desprende sus trigos desolados. Estoy en paz, al fin, y no hago nada. Ni el vestido se arruga ni el collar debo quitármelo ni los zarcillos para dormir. Soy feliz poseyendo este rostro, en un cuello sin latido y si la sangre existe por la casa debe andar regada, sin espanto. [...] ("Miro la casa desde un retrato") Este libro escrito entre 1943 y 1965 es un antecedente importante de cierto modo de hacer poesía que en los años ochenta hará eclosión. Perdóneseme la alusión personal, pero cuando leí La casa por dentro creí reconocer a un hermano de sangre de mi libro Correo del corazón publicado en 1985 con todos esos tristes retratos de amas de casa de la clase media, patética en sus reclamos y costumbres. La poesía de Miyó Vestrini, desde su primer libro publicado en 1971 hasta el último de ellos, es una bofetada a ese frágil y limitado universo. Hemos visto como la obra de las poetas que he mencionado ha ido formando en el tiempo un cuerpo de palabras con marcado acento lírico que La casa por dentro parece relativizar. Las historias de Giovanna (1971) de Miyó Vestrini anuncia el advenimiento, en el conjunto de la obra de esta escritora, de una poesía cuya intención, justamente, es herir la poesía. Yo pienso, por ejemplo, que la estructura narrativa de este primer poemario de Vestrini abre la poesía a otros espacios que no excluyen los prosaísmos y algunos otros rasgos estilísticos que rechinan por desagradables en la mente del lector. En El próximo invierno (1975), su segundo libro publicado, se acentúa la rabia y el desencanto que serán materia de sus trabajos posteriores:

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Me levanto no me levanto me detestan me ligo atropello a un motociclista con alevosía y premeditación [...] ("XII") En Pocas virtudes (1986) y Valiente ciudadano, libro postumo publicado en 1994 junto con toda su obra poética (Todos los poemas, 1994), la amargura y el rencor son caldo de cultivo para que el discurso poético dialogue con elementos extralíricos traídos de cualquier lugar: de la telenovela, de la novela, de la noticia periodística, de la vida cotidiana ya rebajada a un exceso que no excluye la sordidez. Ser mujer no parece ser ajeno a esta radical posición que en su feroz alegato arremete contra la poesía misma, como si la experiencia vivida no admitiera ningún elemento mitificante salvo la descarnada exposición de los hechos que suscitan el texto: Unas veces es la mujer fláccida y dormida la que espera. Ajena a los tumultos, duerme de costado contra la pared. Sueña que no habrá otra noche igual: nadie llegará de madrugada soplando alcohol leche sudor. Sueña sólo lo soportable. Otras veces es el hombre quien espera. Espera mujeres quebradas a palos fortunas azarosas mientras lo abrazan fuerte [...] ("La espesura rutilante de este gozo" de Pocas virtudes) La obra de Miyó Vestrini, aún cuando su primer libro fue publicado a comienzos de los años setenta, coincide generacionalmente con la de los poetas de los años sesenta que en Venezuela, al igual que en el resto de Latinoamérica, encontraron en el surrealismo, en la antipoesía de Nicanor Parra, en el lenguaje conversacional, en la lectura de la poesía norteamericana y en la Revolución Cubana, aires de renovada vitalidad. En este contexto surgen en el país, a raíz de la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958, los grupos Tabla Redonda, Sardio, El Techo de la Ballena y Apocalipsis en Maracaibo al que perteneció Vestrini. No voy a hacer aquí la reláfica de los hechos, pero mencionaré de pasada la apasionada relectura de José Antonio Ramos Sucre que

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hicieron los jóvenes poetas de entonces y el encuentro luminoso con la temprana obra de Juan Sánchez Peláez. Los años setenta en Venezuela coincidieron con el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. El auge económico a mediados de la década facilitó, entre otras cosas, la apertura a otros discursos motivada, en parte, por la intensa labor de traducción y publicación de poetas de otras lenguas entre nosotros. Es bueno recordar que en el ambiente literario, y concretamente en el poético, se sucede una segunda reacción, una segunda llamada al orden luego de los excesos de los poetas de la década anterior quienes, llevados de la mano de un discurso de filiación sobre todo surrealista, habían perdido quizás el centro del poema como si éste no fuera otra cosa que los delirios de la imaginación y el sueño, ya inoperante, por decodificado, en sus alcances. Son los años ahora de la contención que en muchos de los casos se traduce en el poema breve o en una poesía más elaborada e intelectual, un tanto hermética, descontaminada de otros elementos que no fueran los esenciales de la palabra poética con mayúscula. Son los años de la alta poesía, por ejemplo, de Antonia Palacios, cuyo libro Textos del desalojo (1973) merece un capítulo aparte. Pero no es Antonia la poeta que mejor ejemplifica lo que digo. Los libros emblemáticos de las poetas de esta década, cuadernos reflexivos muy cercanos al ensayo (cf. Lasarte 1991, 14), son Por alto/por bajo de María Fernanda Palacios (1974) y Espacios para decir lo mismo de Hanni Ossott, publicado también en 1974. Por alto/por bajo es el único libro de poesía publicado por María Fernanda Palacios; la obra de Hanni Ossott se ha configurado en el tiempo y a mi juicio, como una de las más conmovedoras y arriesgadas experiencias de la poesía venezolana contemporánea. A partir de El reino donde la noche se abre (1987), la poesía de Ossott toma los derroteros del que todo lo arriesga en su afán por decir, que ya es mucho. Una poesía a mi juicio suicida en el sentido de que a nada parece temer y por lo tanto nada espera salvo comunicar su humana experiencia como un testimonio de valor y humildad. En estos años publican sus primeros libros María Clara Salas (Dibujos en la sombra, 1978), Edda Armas (Roto todo silencio, 1975) y Márgara Russotto (Brasa y restos del viaje, 1979), a la que me referiré más tarde. El mapa escritural se complejiza en la década de los ochenta cuando entra en escena un grupo numeroso y representativo de poetas con tendencias muy disímiles. Intentaré hacer un breve resumen de los libros publicados en esa década que coincide con la llamada Venezuela petrolera, el país del fasto y del derroche que en 1983 conoció la primera y traumática devaluación de su moneda. Ya para ese entonces todas las escritoras, más o menos, habíamos asumido, siguiendo el ejemplo de Ana Enriqueta Terán, las particularidades de nuestros respectivos nombres, con todo lo que ello implica en la transparencia o ambigüedad del discurso poético. La militancia en el grupo Tráfico (19811983) del cual formé parte, llamó la atención a una poesía más cercana a lo real, entendido este escurridizo concepto como una forma de lo cotidiano. Mi libro Correo del corazón (1985) expresa ese interés como también Guerrero

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llevado adentro (1987) de Mharía Vázquez, Aposento del amanecer (1991) de Eunice Escalona y Señales de humo (1984) de Reina Várela. La poesía esencialista, breve y contenida, característica de los años setenta vía talleres literarios, papel literario, traducciones de poesía francesa, la obra de los poetas y traductores Alfredo Silva Estrada, o Luis Alberto Crespo, sobre todo éste último quien ha hecho escuela entre nosotros, encuentra continuadoras en De mí lo oscuro (1987) de Patricia Guzmán; De un mismo pájaro lanzada (1983) y Nadie en la madera (1991) de Sonia González; y A fuerza de ciudad (1989) y Luba (1988) de Jacqueline Goldberg. Por otra parte, Lourdes Sifontes parece ser heredera de las preocupaciones formales de Ida Gramcko con el libro Puerta de hangar (1983) y con el resto de su obra, elaborada y hermética; así mismo Ana Ñuño expresa la soledad de la forma con el bellísimo poemario Las voces encontradas (1989). Trébol de la memoria (1978) y La pasión errante (1986) de Cecilia Ortiz exploran por la vía del autorreconocimiento (no en balde su último libro (1993) se llama Autorretrato) y concentración en la experiencia personal muchas veces erótica, una posibilidad expresiva que inauguró entre nosotras, como ya vimos, María Calcaño. La reflexión lírica le corresponde a María Clara Salas; aún cuando su primer libro Dibujos en la sombra se publicó en 1978, es Linos (1989) su poemario más logrado junto con Un tiempo más bajo los árboles (1992). Maritza Guadarrama con Estoy de luna llena (1989) también participa de esta opción lírica. Alicia Torres, Sonya Chocrón y Blanca Strepponi se enmascaran tras los ropajes de la literatura y de los personajes históricos en libros magníficos como Fatal (1989) de Torres, Toledana de Chocrón y Diario de John Robertson (1990) y El jardín del verdugo (1992) de Strepponi. Sin embargo, en esta lectura que hago y en función de lo que considero importante y que denomino como "bárbaro" —la apertura del poema a territorios inéditos, la desacralización tanto de la figura del poeta como de la poesía misma, la consideración y atención a aspectos menores o poco tratados o mal tratados de la realidad, la atención a la realidad misma con la complejidad que ello trae— conviene detenerse en Cuerpo (1985) de María Auxiliadora Alvarez donde la maternidad, tema cargado de ideología, muy propio para celebrar e idealizar a la mujer, quien semejante a la Virgen María da a luz a un niño, es visto por esta poeta como una experiencia hospitalaria, un pasaje clínico. Desde luego que lo que hace extraordinario este libro no es el tema que toca, sino cómo lo toca, una escritura seca, contenida y al mismo tiempo muy expresiva, aún en sus silencios. El parto es tratado como una carnicería, los médicos son carniceros y la madre —esa figura angélica a la cual le debemos sus hijos la vida— es una res, una vaca, que ingresa con otras mujeres al matadero: Hubiera podido reunirlo el dinero doctora vaca amarga castrada que me agrede para tener mejor asistencia

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su ojo más detenido si el embarazo durara varios años a medida que me hubiera ido inflamando cada arcada cada pelo que cayese cada estría [...] Hago la muerte (1987) de Maritza Jiménez toca el difícil tema del aborto. En todo caso, no es precisamente vida lo que la Madre tan exaltada otorga... El concentrado universo referencial de Cuerpo se abre con el próximo libro de María Auxiliadora Alvarez a otros espacios hiriendo o contaminando con su mirada inquisidora el reducto de la casa materna, es decir, el de la familia, otro tema ideologizado. Ca(z)a (1990) desde su título mismo, anuncia la entrada a un territorio ambiguo y sin duda feroz: detrás de la puerta nos llama a veces y nos grita un cuento de una casa de dulce que se come y llora amargamente y se ríe y se oyen cosas que se quiebran y mamá habla por ratos ronco como un hombre como una noche lejos y da golpes y la oímos rasparse en las paredes y sale un río rojo de mamá por debajo de la puerta un río rojizo y triste que no se mueve Entrar en lo bárbaro sin miedo. Ya había dicho que uno de los más arriesgados viajes en este adentrarse en territorios peligrosos e inexplorados de la realidad, y por ello, también, del lenguaje, es el de Hanni Ossott. El poema "En el país de la pena" de El reino donde la noche se abre de 1987 es ejemplo de esta apertura formal y temática que no excluye la exposición de la autora en un texto abiertamente confesional3. Este rasgo es evidente en Valiente ciudadano de Miyó Vestrini quien, al igual que Ossott, nos coloca como lectores en el doloroso vacío de la experiencia, sin saber luego que decir que no resulte fatuo o literatoso... En una entrevista cedida a Roland Forgues la poeta peruana Blanca Várela dice algo sobre la especificidad de la poesía femenina que comparto plenamente:

3 "Es demasiado. Suficiente. Suficiente./ Carezco de fuerzas/ he dejado el poema, la palabra/ he hablado demasiado [...]".

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Hay zonas que el hombre no ha tocado nunca porque cree que no son 'importantes' y considera indigno mencionarlas [...]. A la mujer, en cambio, no le importa; no tiene vergüenza de no escoger temas 'importantes' para hacer poesía (Forgues 1991, 79). No son los temas tocados por las mujeres lo que aquí nos interesa analizar —un aburrido rastreo temático una de cuyas obvias conclusiones sería como las mujeres asumen su cuerpo y su persona— sino lo que se desprende como escritura de la escogencia de ciertos temas o zonas de la realidad considerados como menores, no importantes. Cuando las mujeres (o los hombres) nombran la realidad se relacionan inevitablemente con aspectos altos y bajos de esa realidad (Samoilovich 1995, 26). En ese sentido expresan una forma sensible, "bárbara" y ciertamente contemporánea, que no excluye elementos que humillen o rebajen el discurso; un discurso que no teme o incluso que pretende rebajar el lenguaje poético, hacerlo, si se quiere, menos poético o nada poético. Es aquí donde entran los signos desestabilizadores en el texto, el chiste, la ironía, la burla o el sarcasmo. Para entender esto hay que aceptar la naturaleza viva y mutante del lenguaje cuando expresa, nombra o refleja, la también cambiante realidad. Lo que a mí me interesa resaltar es la libertad que conlleva el desprenderse del compromiso de escribir alta poesía —ese pretender las acabadas y puras formas ya caducas de la modernidad— para asumir los derroteros de la baja poesía, no poesía sino antipoesía4. Y aquí sí que estamos entrando en materia. Yo creo que la obra de Márgara Russotto, en su conjunto, ejemplifica muy bien lo que digo. Ya en Brasa (1979a), su primer libro publicado, aunque posterior en escritura a Restos de viaje (1979b), anuncia al menos la intención de su mirada: "infeliz tiranía del ojo/ no/ capaz de habitar el esplendor/ largo tiempo". El poema "Niño matando pájaro" de Brasa —"la ferocidad en el ojo sediento/ y en el otro la/ ternura"— se continúa en "Asunto de poéticas" de Viola d'amore (1986). La mirada de Russotto amorosa y abarcante, comprensiva y compleja, nada complaciente y en mucho desmitificante, registra amplios matices en la realidad: Un pájaro cruzó la autopista se estrelló contra un vidrio [...] Ah! belleza última y lejana en el horizonte hirviente de gasolina.

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" [ . . . ] los procesos de mutación inducidos por las mujeres —que están investigando la experiencia del mundo para redefinirla en otros términos— abren las puertas a una cada vez más amplia heterogeneidad de lo posible, pues como formas distanciadas de la esfera del poder, perfilan las emergencias de otras maneras de pensar y de actuar, introducen unas nuevas filosofías de la vida, y una experiencia del arte que anticipan otras visiones de las verdades existenciales [...]" (Martínez 1995, 46; el énfasis es mío).

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La conciencia que tiene Russotto sobre su discurso poético, el explícito reconocimiento de sus lecturas e influencias que forman en los poemas un rico tejido intertextual, ubican a esta escritora en otro plano. La lucidez, aún frenando todo impulso espontáneo, le da a su escritura una calidad hasta la fecha inédita en el mapa de la poesía venezolana, escrita por hombres o por mujeres. Todas sus preocupaciones temáticas, intelectuales y formales han confluido en el inédito Epica mínima, libro cuyo título subraya con tierna ironía el humilde apartado de un periplo que cubre el espacio entre Venezuela e Italia, de donde la poeta siendo niña emigró. Este enfrentamiento y confluencia de tierras y de idiomas enriquece y enrarece aún más su discurso acentuando el carácter real y simbólico de extranjera que comparte, por ejemplo, con Verónica JafFé. La extranjeridad, como lo ha anotado Julio Miranda en su libro Poesía en el espejo, es un tema importante en la escritura de algunas poetas venezolanas, pero es Verónica Jaffé quien ha reflexionado sobre el asunto desde un apartado más complejo. La extrañeza sobre la realidad puede leerse también, más allá de las máscaras que utiliza, en Blanca Strepponi desde su temprano Poemas visibles (1988) hasta Las vacas (1995), su último libro publicado. Mustia memoria (1985), Safari club (1993) y Diario de una momia (1989) de Laura Cracco son ejemplos también de una escritura sensible a los elementos extraños de la realidad, "la ajenidad de todo" (Miranda 1995, 249). Julia Kristeva relaciona a la mujer "con un nuevo tipo de intelectual —el disidente— (aquel) que emite su enunciado desde el lugar del exilio para defender la pasión analítica" (Russotto 1993b, 168). Quien disiente, desde luego, lo hace de manera consciente, asumiendo los riesgos que tal escogencia implica5. De manera que hay matices diferenciales entre exilio y extranjeridad, aunque una cosa no excluya la otra: quien se exilia es también un extranjero. Esta doble conciencia le da a la poesía de Verónica JafFé, en el ya citado El arte de la pérdida (1991), pero sobre todo en El largo viaje a casa (1994), un carácter muy particular que comparte en cierta forma con Márgara Russotto y que supongo deviene de una mirada poco dada al autoengaño, a la seducción lírica. En una posición muy riesgosa, Jaffé pasa por encima de los valores tradicionales de la poesía para asumir la defensa de la poesía misma y su permanencia más allá de toda intención sacralizante. Esa otra mirada es también otra escritura ("Padre, ¿es esto poesía, padre?"), una mirada que destaca o se detiene en aspectos ciertamente menores, humildes o pequeños de la realidad, pero no por ello insustanciales6. La realidad está allí, como los hechos, susceptible de ser

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"Conozco mi castigo,/ la soledad espléndida del paria", dice Jaffé en uno de los poemas de El arte de la pérdida, título muy elocuente, por lo demás. 6 "Nada en esta casa manifiesta relación/ con algunos versos recordados./ Sólo el vestido blanco/ en la vitrina/ nos sugiere algo de esa mínima figura/ que creía en el poder de la palabra/ y de la muerte [...]. En un viaje hacia el Este/ no se encuentra la poesía,/ pero sí los diminutos restos de ella".

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interpretada. Se trata de reformularla a través de una mirada tan sensible como inteligente: Cómo definir maizales, campesinos en carretas [...] sin sentir de inmediato complacientes tentaciones para convertirlo todo, campesinos y caballos, escritores y graneros en mentira en nostalgia, en poema simple y falso de extranjera. El enfrentamiento mujer-cultura que resulta en exilio y extranjeridad y conciencia de sí ("todo debe ser nuevamente formulado") es evidente en El largo viaje a casa, pero el libro no se acaba allí. Más allá del alegato de corte feminista, toca, por ejemplo, el tema de la completitud de la voz7 que se prolonga, continúa, dialoga con otras voces, con otras lenguas: "Recitamos versos de otros, versos, versos, // en otros idiomas/ que es como inventar —ahora— la vida a través de otros ojos, // de los tuyos". Fragmentos de la voz de JafFé y fragmentos de las voces de otras poetas (Adrienne Rich, Elly de Waard, Ingeborg Bachmann, Marilyn Hacker, Elizabeth Bishop), como si la escurridiza realidad no pudiera nombrarse de otra manera que "con una pequeña ayuda de los amigos", o más aún, como si el poema se completara en la mirada del otro y pudiese siempre ser discutido y quedase abierta esta puerta al diálogo para todos. Pero esta apertura a la discusión de donde nacen las ideas (Habermas), nos confronta también con los límites de la poesía, como si en un momento dado tentara el silencio o la palabra no fuera suficientemente expresiva: Poeta o poesía en fin, palabra, alcanza sólo muy de vez en cuando eso que sentimos tan terrible inhumano y por eso mismo inefablemente bello.

7 El tema de la completitud se estructura a partir de la falta. El discurso del otro entra en esa zona de lo intraducibie, lo no comunicable (lo poético) que subsiste, inevitablemente, en toda traducción.

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El ejercicio de la traducción, amplía, sin embargo, el universo perceptual y referencial, al permitirnos ser en otro idioma, en otro mundo, en otro tiempo, en otra cultura (Jaffé 1995, 18). En este acercamiento a lo Otro, la romántica rima de Becquer parece tomar un sentido mayor que sin duda Jaffé comparte: "poesía eres tú". En El largo viaje a casa hay anotaciones que llaman la atención sobre las apariencias de la realidad y la banalidad del mal —"porque la barbarie pareciera estar cerca/ de los bares, del deporte,/ de los monitores e incluso/ o engaño/ de la ahora pérfida sonrisa de Madonna"—; y también sobre la engañosa mansedumbre de la bucólica escena en los alrededores de un campo de concentración en la Polonia de estos días: Es también el otro el otro campo. Ese otro campo. Y a tres kilómetros y medio sobre la llanura: Birken campo de abedules avenida de abedules entre bosques de espesura relativa entre campos de maíz de trigo carros de caballos tractorcillos cántaros de leche oscura; y sobre el viaje a la selva amazónica, paisaje brutalmente desmitificado en contrapunteo con la traducción del poema "Questions of travels" de Elizabeth Bishop. Entrar en lo bárbaro, esta vez señalándolo: Recordemos, dice alguien el Roraima, monte plano cual paisaje, despiadado en su rechazo al ojo: mi amigo Luis habló de lo sublime y luego recordó el campo de concentración en Dachau, Baviera. Estas "barbaridades" que Jaffé detecta también en el paisaje despojándolo de toda inocencia, se continúan en las poetas que recién comienzan a publicar en la década de los noventa, como Martha Kornblith en su libro Oraciones para un dios ausente (1995): Tú eres la palabra: me apedreas por grosera, te saco provecho literario, te quiero joder. ("Dime Jessy Jones") Quería terminar este ensayo exponiendo a propósito del dios ausente de Kornblith uno de mis pocos credos. Creo en el poema que no se ha escrito. La obra de estas escritoras apunta a esa dirección, el poema no las seduce tanto como su posibilidad o su imposibilidad. Incluso el abierto juego intertextual propuesto por Verónica Jaffé en El largo viaje a casa no escapa a esa intención cuando la traducción, dice la autora siguiendo a Walter Benjamín, "nos remite a un espacio en blanco, un espacio futuro, hipotético, utópico [...]" (Jaffé 1995, 18).

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Un espacio que es el de la lengua pura, confluencia de todas las lenguas, pero, paradójicamente, es también el "lugar del silencio". No hay seducción posible en este viaje que atraviesa siglos de cultura, ríos de tinta y de engaño. Cierto que la entrada masiva de las mujeres al mundo de la literatura es de data reciente, pero entramos con los ojos abiertos. Las mujeres no queremos poetizar— entiendan: en sentido lírico, bastante nos poetizaron. Más antipoetas que poetas, yo había escrito alguna vez que estas mujeres abogaban por un poema inacabado, fragmentario, imperfecto, un poema, una amenaza, —que todavía, pensaba— estaba por verse (Pantin 1993, s/p). La invitación que nos hiciera a principios de siglo Enriqueta Arvelo sigue siendo pertinente, porque lo bárbaro es también la vida, la libertad de hacer (o de escribir) "lo que la gana nos de", como gustaba decir maliciosamente una muy conocida escritora venezolana. Con el permiso de ustedes quisiera citar de nuevo a Enriqueta Arvelo Larriva y así concluir: Todo está indescubierto y envejecido en germen. Esquivemos imanes penumbrosos y dulces, el oído salvemos de despejados cantos y entremos en lo bárbaro con el paso sin miedo.

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Algunas anotaciones sobre la poesía contemporánea en Venezuela Verónica Jaffé

No quisiera comenzar esta breve presentación sobre lo contemporáneo en la poesía venezolana con excusas y limitaciones, aunque pareciera algo inevitable. Por supuesto esto será un breve bosquejo, una visión muy personal y por ello limitada, y por supuesto no podré tocar muchos de los temas que seguramente son muy pertinentes e importantes para la justa descripción del asunto. Todo eso es un "por supuesto" y pido disculpas por ello. Pero quizás se me perdone lo fragmentario y personal de lo que sigue si se toma en cuenta que aquí no habrá ni tiempo ni espacio para hacer un juicioso estudio académico. Pienso además, que varios trabajos aquí expuestos tratarán el tema o temas añnes y mis omisiones y errores no serán por ello tan graves. En fin. Discúlpeseme también esta disculpa. Quisiera hablar de la poesía venezolana contemporánea, de algunos rasgos muy generales de la poesía contemporánea en Venezuela en función de estos dos adjetivos, lo venezolano y lo contemporáneo, y de lo que algunos comentaristas y estudiosos han entendido como tal. Hablar de lo venezolano es, naturalmente, una necedad nacionalista y más si se entiende la contemporaneidad justamente en términos de internacionalidad, postmodernidad, multiculturalismo u otros tantos conceptos muy apreciados en los textos de autores contemporáneos. Y sin embargo, si algún sentido y color pueda tener el hablar de lo contemporáneo en la poesía de algún país, se caerá forzosamente en el ámbito espeso de la nacionalidad, aun cuando sólo sea para marcar las diferencias históricas de la cultura en cuestión. Y aquí estoy en el lugar preciso que me permitirá entrar en el campo de juego: pues quisiera hablar de la poesía venezolana contemporánea —y de la crítica que la ha trabajado— como parte de un jugueteo nacionalista que ha marcado desde tiempo atrás, desde los tiempos de lo que muchos autores consideran el comienzo de esta contemporaneidad poética, el espectro y marco en el cual se mueve la discusión tanto política como literaria en Venezuela. Me refiero, para decirlo de una vez y claramente, a una suerte de neo-romanticismo de tinte nacionalista y venezolanizante. En cuanto a la discusión política de la contemporaneidad venezolana basta mencionar el nombre de Simón Bolívar para comprender de que estoy hablando. Mitificado cada vez más como el libertador, legislador, sabio, virtuoso, héroe, estratega y mártir, sirvió y sirve de almacén de citas, moralejas, máximas y guías de todo tipo para soldados y civiles, maestros y alumnos por igual. La romantización de la figura del llamado "padre de la patria" en su carácter fundamental de libertador o liberador —más allá de su afinidad histórica con ideas románticas o pre-románticas y rousseaunianas, como lo viene señalando

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reiteradamente el historiador venezolano Castro Leiva— se ha convertido en la verdadera y profunda esencia del así definido ser venezolano. Ser venezolano es, en este sentido, ser hijo de Bolívar y esto quiere decir, ser una persona comprometida sobre todo con una idea enorme, total y constante de libertad. Los que no sean libres no son venezolanos, todos los venezolanos tienen que ser libres por deber impuesto por nacimiento y geografía. Y esta libertad que es sobre todo deber e imposición, escala de valores y moral general, conforma una identidad y una ética particular. El deber ser de esta libertad totalizante es el deber de trabajar y sacrificarse, no por una deleznable, egoísta y utilitarista idea de libertad individual, sino por el bien de la república virtuosa que se pretende crear a partir de ese pueblo en mayúsculas que se independizó y se independiza siempre otra vez; es tener que ser siempre rebelde, siempre salvador, siempre luchador en un sacrificio infinito. Y este imperativo de una libertad enorme, abstracta, utópica e incomprensible para simples seres mortales vale para todo, incluso para la literatura, incluso para la poesía. Si en el campo político la virtud del ciudadano se mide —ingenua o hipócritamente— por su dedicación a la lucha por la libertad del pueblo oprimido y se considera héroe a cualquiera que, con algún proyecto revolucionario, sea éste lo descabellado que sea, declara su ferviente amor a la liberación de las masas y su odio por las cadenas de la dominación extranjera, de la miseria o de la ignorancia, en los predios literarios la libertad se combina, en la mejor tradición romántica, con el imperativo de la originalidad y la ruptura con toda tradición, se combina con una rebeldía constante, se combina con la aceptación de una contradictoria subjetividad colectiva que se expresaría en una venezolanidad de tal forma definida. Exagero un poco, quizás, pero no mucho. Para reforzar lo anterior quisiera pasar de una vez al campo literario y citar algunos comentarios y escritos sobre la poesía contemporánea en Venezuela. Uno es un texto escrito para acompañar una antología titulada Seis décadas de poesía venezolana y su autor es poeta reconocido, editor de una de las mejores revistas de poesía del país y profesor universitario, Reynaldo Pérez Só. El citado bosquejo comienza estableciendo una oposición contundente al criticar la ciertamente acartonada poesía de un hombre del siglo pasado, conocido sobre todo por sus aportes a la gramática. Al hablar de Andrés Bello, por otra parte importante para la historia oficial venezolana por haber sido brevemente maestro de Bolívar, Pérez Só detecta dos tendencias contrarias en la poesía nacional. Una sería la retórica, apegada a modelos europeos y por ello siempre epigonal, y la otra sería la salvaje, la que asume alegre o conscientemente la diferencia y peculiaridad tropical, la que en definitiva es independiente, propia y sobre todo, naturalmente, libre, libre en este caso de toda sospecha epigonal y de toda intención europeizante. Bello, por supuesto, pertenece al primer tipo y es descartado no sólo por la seguramente fastidiosa y artificial enumeración lexical, por su insistente tropicalización clasicista, por sus catálogos de flores y frutos, sino sobre todo por ser intelectual y eurocéntrico, por su "contacto extremadamente largo con la

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cultura inglesa". La cuestión para la poesía venezolana es entonces lo salvaje, entendiendo por ello, imagino, aquello tan rousseauniano del buen salvaje, del indiecito bravio, pero también inocente, tan caro al pensamiento culposo europeo desde los sangrientos días de la Conquista. Pero es también aquello opuesto diametralmente a la tradición y al sistema, a la forma establecida y los géneros aceptados, al orden pre-existente y a la civilización decadente. El salvaje es el libertario por excelencia porque vive su libertad como gracia congènita o se la busca cual bárbaro heroico. El salvaje es además el hombre moderno venezolano, pues modernidad para Pérez Só es "ruptura con la herencia retórica y colonial", es independencia de ideas y de escrituras. Tal es el caso de Salustio González Rincones, poeta de comienzos de este siglo que inauguraría, por su lenguaje y su humor, la poesía venezolana como voz propia y como modernidad. El salvajismo poético venezolano se caracterizaría por lo que Pérez Só llama el "paisaje interior". Una forma específicamente venezolana de incorporación y apropiación de realidades naturales a los sentimientos y pensamientos poéticos, una forma de neo-romanticismo a la tropical que definiría, incluso por antecedentes en la cultura indígena, buena parte de la poesía venezolana que Pérez Só rescata para el establecimiento de nuestra identidad literaria. Con ello se circunscribe esta peculiaridad, ya más contemporánea, de la venezolanidad poética: la identificación de lo salvaje con lo romántico, y esto en oposición a lo gramático y retórico, en el sentido clasicista e ilustrado, quiere decir, europeo y tradicional. Podría hablarse entonces, para establecer un paralelo quizás no demasiado forzado, con el imaginario político venezolano, de un imperativo poético libertario que compromete o, al menos, clasifica y valora al escritor y lo obliga a buscar las salidas escritúrales vinculadas a un romanticismo actualizado y tropicalizado visto como lo salvaje. Salvajes en este sentido, y por ello importantes para la tradición poética venezolana, son entre otros, según Pérez Só, Enriqueta Arvelo, Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, María Calcaño, Ana Enriqueta Terán, y ya en la década precursora de la contemporaneidad —la década de los 50 que introduce según muchos la poesía actual venezolana— Juan Sánchez Peláez, Rafael José Muñoz, Alfredo Silva Estrada, Ramón Palomares, Rafael Cadenas, Hesnor Rivera. Pérez Só no es el único que presenta este catálogo. Varios de estos poetas se mencionan siempre una y otra vez en estudios, reseñas y antologías sobre la poesía contemporánea venezolana. Constituyen, con el añadido de nombres más o menos jóvenes como Juan Calzadilla, Guillermo Sucre, Francisco Pérez Perdomo, Caupolicán Ovalles, Gustavo Pereira o Ludovico Silva, la quintaesencia de la modernidad, de la novedad, de la peculiaridad poética venezolana. Y pienso que esto es así sobre todo por dos razones. Una, son los rebeldes y libertarios que sufren y se liberan de la dictadura a finales de los 50 o se comprometen de alguna forma con los así llamados "proyectos sociales o culturales críticos y alternativos" inmediatamente posteriores, quiere decir, se comprometen o con los fervores revolucionarios de la izquierda intelectual-

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mente dominante o con otro tipo de rebeldía menos política y más cultural. Y dos, se reúnen en grupos y peñas literarias que, como dice Javier Lasarte en una introducción a su antología de poesía venezolana entre 1967 y 1990, representan "hitos indiscutibles de la contemporaneidad". El último texto que quisiera mencionar aquí es el muy crítico diagnóstico del poeta y profesor Alejandro Oliveros, que en sus Signos de la poesía venezolana actual también valora la llamada generación del 58 y la poesía de los años siguientes como la modernidad poética del país. Después, quiere decir en los años 70 y 80, sucede el estancamiento, la enfermedad, al decir de Oliveros, la cómoda adaptación al estatus, la "oficialización" e integración de la literatura en las instituciones del poder político, la integración en la "bonanza económica" al decir de Lasarte. A ojos de Pérez Só, con el fracaso de los proyectos revolucionarios, la asimilación se sucede tanto en relación con las instituciones oficiales como en las universidades nacionales que preservan una especie de izquierdismo mental y que él identifica como una "dosis marxista externa" que causa estragos en los "egos abultados de los universitarios" y reafirma la esencial maldad de toda influencia del extranjero para la identidad nacional. Y así llego a la situación más reciente en la poesía venezolana, por lo cual quisiera regresar a la citada introducción de Lasarte. Poeta él mismo y también profesor universitario, Lasarte expresa su nostalgia velada por la gran revuelta y la nacional originalidad de los años 60 sólo en comentarios al margen, quizás porque es más joven que Oliveros y Pérez Só. Pero la antipatía por lo que llama la "maniática aspiración a lo universal" de nuestra cultura, para condenar, intuyo, lo que de europeizantes y epigonales tenemos los venezolanos, es mucho más clara y se confunde con su comedido dolor por la pérdida de ese "tono beligerante y crítico de la poesía durante los años 60" y por la irremediable caída ante las seducciones de la "Modernidad metropolitana" y eurocéntrica, por supuesto. Todo ello para hablar de un segundo rasgo característico de la poesía moderna y contemporánea en Venezuela descrita por Pérez Só, iniciador reconocido en este sentido, como una tendencia hacia la brevedad y extrema economía de palabras, que no sólo sería una exigencia de la contemporaneidad sino también, según Pérez Só, de "nuestra habla tan particular del Continente". Brevedad y concentración en oposición al "engolamiento" y a la exhuberante retórica adjetivante se convierten así en atributos necesarios del mencionado salvaje nacional y de la libertad y originalidad continuas que éste, como buen romántico, debe perseguir sin cesar. Brevedad y concentración se corresponden también con la peculiar forma de interiorización poética que del clima y de los elementos hace ese salvaje. Y con estos bultos en su morral, la rebeldía continúa, la brevedad y la interiorización del trópico, la poesía venezolana se entiende, se entiende a sí misma y es entendida por los críticos, como un obligado y permanente tránsito por los caminos de la independencia, de la libertad, del romántico decimonónico o finisecular. La voz lírica que habla de sí y de su paisaje interior en estos poemas breves y dados o al esencialismo filosofante sobre los eternos temas del

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amor y de la muerte o al coloquialismo irreverente del rebelde folclorista se considera y estima en tanto manifieste suficiente salvajismo, suficiente originalidad y actitud crítica como para satisfacer las ansias nacionalistas del lector y del crítico. En efecto, mucho, muchísimo de lo que se ha escrito y se escribe en la poesía venezolana responde a estos preceptos y carga afanosamente con su morral libertario. ¿Pero es cierto que todos los poetas y todos los críticos concuerdan en la defensa y valoración de este catálogo? Quisiera ensayar otra lectura. Pues quizás sea muy injusta al identificar las euforias utópicas y los entusiasmos ideológicos o las depresiones ante el fracaso y el descalabro político y económico actual con un nacionalismo neo-romantizante de poca amplitud y mucha restricción. Formulado de esta forma suena completamente aberrante y ciertamente debo corregir la perspectiva y reconocer aquí que tanto Pérez Só como Lasarte dicen mucho más de lo que he expuesto y aclarar, sobre todo, que Oliveros contradice en forma tajante algunos de los valores que parecieran ser modelo y medida de la poesía venezolana. Oliveros, por ejemplo, se lanza con violencia contra lo que llama la "falacia lacónica" de la brevedad y contra la "estética de la banalidad" que convierte la "cotidianidad más plana en el sujeto del poema". Es justamente allí donde detecta algunos de los síntomas de la enfermedad actual de la poesía venezolana. Pues si bien creo que tanto Pérez Só como Lasarte describen nuestra tradición poética como una forma de exteriorizar las ansias libertarias de la venezolanidad, y creo que mucha de nuestra poesía está inmersa en un neo-romanticismo inconfeso que se regodea en la fantasía de una rebeldía a toda costa y contra cualquier cosa, sobre todo si esta viene del exterior, y creo que las lecturas predilectas de poesía foránea se concentran sobre aquellos personajes que de alguna forma han manifestado irreverencia, marginalidad, crítica libertaria en la poesía universal —los malditismos que menciona Lasarte—, y creo que los encantos de la figura del trovador sin ataduras y libre como el viento, anti-burgués y candoroso ante las simplezas de la vida sigue seduciendo a la imaginación poética de la contemporaneidad, creo también que existen ejemplos contrarios y que la muy lamentada multiplicación de las voces sin orden ni concierto que se escucha hoy en día, la ausencia de escuelas y talleres dominantes, de grupos y peñas influyentes ha permitido la entrada de aires y, sobre todo, de perspectivas nuevas en la buhardilla poética de Venezuela. Una advertencia antes de mencionar algunos nombres y poemas. La situación económica y social muy concreta de la poesía venezolana no ha cambiado mucho desde los tiempos de Salustio González. Estamos hablando de un círculo de lectores extremadamente reducido, de ediciones de máximo, verdaderamente máximo, 5.000 ejemplares y de un interés periférico por la poesía en la vida nacional aunque el grupo de adeptos sea fiel e insistente. Escribir para los amigos como dice Igor Barreto en su "Ars Utópica", "ser el poeta de pequeños grupos/de veinte o treinta personas", es la normalidad y nadie se escandaliza por ello.

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Para hablar entonces de lo contemporáneo en la poesía venezolana me apoyaré en el referido diagnóstico de Oliveros y regresaré —perdóneseme la aparente incongruencia— a dos nombres de la generación del 58 y de los años sesenta que Oliveros rescata de su crítica desvastadora. Uno es Juan Sánchez Peláez. Tiene más de setenta años, se le vincula siempre con el surrealismo latinoamericano, particularmente de Chile, y es, a mi entender, un gran poeta de imágenes fuertes y estilo riguroso. Pérez Só lo defiende sólo a medias porque "en sus mejores momentos olvida las estructuras ortodoxas", porque a pesar de poder caer en la trampa de las "fantasías típicas de una retórica de escuela", posee tal "agudeza de verbalización" que logra "la afirmación del individuo contra toda herencia castrante". Así, por su edad y pertenencia generacional, por su aparente cercanía con la retórica y las fuentes francesas no parece tener cabida aquí en este comentario sobre la contemporaneidad poética de Venezuela. Sin embargo, su último libro, publicado en 1989 y llamado Aire sobre el aire recoge algunos poemas que me parecen ejemplos perfectos para esta lectura diferente. Peláez habla, por ejemplo, de tal forma del amor y de la diferencia entre los sexos, que poco tiene que ver con la tradición de la pasión doliente o gozosa tan cara al imaginario romántico o al catálogo sentimental de la "retórica" como la entiende Pérez Só. Dice por ejemplo: Yo no soy hombre ni mujer yo sólo tengo resplandor propio cuando no pierdo el curso del río cuando no pierdo su verdadero sol para declarar luego ser ambas cosas, hombre, mujer, para hablar de un "amor frío" y concluir: —y qué más qué más por ahora piragua azul piragüita. La desenfadada y casi ligera presentación de uno de los tópicos más graves y cargados de la literatura se resuelve aquí como de paso, sin preocuparse demasiado por identidades y diferencias, por distancias y discrepancias trágicas, y se concluye con un ligero folclorismo que no es simplemente un tropicalismo añadido sino que por el uso del diminutivo termina de desmitificar la cuestión del yo lírico, de su identidad y de su camino: nuestras vidas ya no son los ríos que van a dar a la mar trágica y mortal, son botecitos, piragüitas que se pasean alegremente por el "mar blanco" que cita Peláez en otro verso de este poema y que, por lo demás, pues nada trae, al menos por ahora. La minimización irónica, el desenfado y la soltura hablan seguramente de una mirada distante, pero esta distancia no se extiende entre lo salvaje o lo rebelde y su mundo tan horrible y tan ajeno, y no describe una pasión ni un sufrimiento desgarrado. El poeta no es ni salvaje ni retórico en estos versos, simplemente incorpora con

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pasmosa facilidad y talento los contrarios y las diferencias y termina con una imagen de pequeñez y de inocencia que remite a la despreocupada actitud de un juego infantil. En otro poema Peláez habla aún más claramente: Y sé de mis límites —poseo morada, mi morada es la ironía, la lechuza viva, no embalsamada Esta no es una postura nueva en Peláez. Un poema muy conocido de su libro Animal de costumbre de 1959 declara en el más ligero estilo epistolar: Es inútil la queja mejor sería hablar de esta región tan pintoresca; Debo servirme de mí Como si tuviera revelaciones que comunicar. Es inútil la queja Querida Felipa, Pero En este hotel donde ahora vivo No hay siquiera un loro menudito. Si este hermoso poema puede leerse como una forma de romanticismo, sólo se me ocurre la filiación con la gracia, la ligereza, la ironía alegre de un Heine, a quien seguramente le hubiese gustado lo del loro menudito como interlocutor ausente. El otro caso importante para la poesía venezolana actual es el de Rafael Cadenas. Cadenas es otro ejemplo perfecto para la medianía entre los dos polos de Pérez Só, es efectivamente el citado "hito de la contemporaneidad". Con seguridad pasmosa entra y sale de sus lecturas de los clásicos europeos para hacer una poesía extremadamente reflexiva y sin preocuparse mayormente sino de la muy personal búsqueda de sentidos y plenitudes. Su constante transformación, de libro en libro, su utilización indiscriminada de diferentes formas y estilos y su permanente reflexión sobre la identidad del poema y del poeta lo colocan fuera de toda consideración nacionalista, libertaria, neo-romántica, pues simplemente hace lo que quiere y con lo que quiere. No me extenderé citando largamente poemas de él, sólo quisiera presentar uno, incluido en el libro Amante: Soy el que observa, registra, anota, (no tengo otra tarea). ¿Quién podría en estos tiempos, entre tantos escombros?

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Me he puesto a tu servicio, ignoto merodeador. No sé qué tengo de ti, un jirón apenas tal vez, pero me ayuda a estar. Aunque ignoro qué nos separa ni a quién dirigirme, me he avezado a este temple; soy metal dócil en la mano de los días. Baste este poema para mostrar, como le basta al poema, la constatación simple y llana de lo que es y lo que puede el poeta, en estos tiempos y en esta situación. Para llegar ahora a lo más contemporáneo quisiera citar a un poeta muy vinculado con los años setenta y ochenta y fundador del conocido grupo "Tráfico", Armando Rojas Guardia. En la introducción a la antología poética de Rojas Guardia publicada en 1993, Miguel Márquez, otro poeta, otro ex-participante de Tráfico, habla de "dos vertientes en el trato con las palabras" que caracterizarían la poesía del primero: de un lado, un decir suntuoso, enamorado de las imantaciones verbales, [...] enamorado también de la orfebrería verbal española [...]. De otro lado, el verso ascético, que impugna al esplendor, a la belleza y que hace del susurro de la oración vía regia de la experiencia poética. Desde su primer libro esta tensión se resuelve como conciencia crítica: de los riesgos del arte en tanto impostación, como inflación del yo, y también, de la imposible transparencia del verbo. Se trataría pues, nuevamente, de un poeta a medias entre lo salvaje y lo retórico, entre lo breve y lo ampuloso, entre lo libertario y las ataduras gramaticales y tradicionales. Ya en un poema como el "Yo que supe de la vieja herida", que marca con claridad la entrada de la poesía más coloquial y exteriorista del grupo Tráfico, Rojas Guardia juega a las referencias clásicas y al patetismo sentimental en un estilo tan heterodoxo y tan irónico que lo emparenta con el desenfado y la gracia de Peláez. Sus gemidos son long-plays dementes, él mismo un Orfeo pedestre, una Francesca que usa pasta de dientes y el Hades que huele a café. Y si bien puede objetarse —como lo hace Oliveros, sin nombrar a nadie— cierto facilismo coloquialista y banal de estas formas, la poesía de Rojas Guardia, su consecuente búsqueda de lo divino y trascendental en las posibilidades del poema y su muy crítica mirada sobre estas posibilidades, hablan siempre otra vez de la mezcla e indefinición que Márquez vió en su introducción, de una postura entre lo salvaje y lo retórico que lo desubica y

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excluye del marco romántico general, hablan de una extraordinaria y muy personal voz poética. Otro caso parecido es el del ya citado Igor Barreto, también ex-participante de Tráfico, que, en la mejor tradición de Luis Alberto Crespo y del "paisaje interior" observado por Pérez Só, introduce la ironía y el desparpajo, y patea al perro contemplando un río porque no entiende de silencios, y reivindica al caimán que se comió al hombre porque ambos fueron uno, y convierte a las sirenas de Ulises en dulces manatíes. La precisión y aparente simpleza de sus poemas conjugan grandes reflexiones y pequeños detalles. Así un poema de su libro Tierranegra de 1994: En una casa cercana unos perros sufren cual monjes Carmelitas. Un perro de sayal amarillo de lomo engusanado y una perra pequeña sin orejas. Los he visto padecer mientras una lechuza los observa redonda y emplumada de fría tranquilidad. Entre maderos apilados y potreros renegridos de cálida bosta reposan la vigilia nocturna: la pureza mayor es la intemperie mayor. Así se purifican ellos mismos. ¡Qué santos son! No creo que pudiera hablarse aquí de "paisaje interior" en el sentido mencionado por Pérez Só. Barreto no interioriza seres u objetos del mundo exterior, simplemente los reinterpreta y, al hacerlo, ofrece pequeñas revelaciones que rompen con la mirada tradicional, romántica o retórica, sobre este paisaje. ¿Qué más puede decirse sobre la miseria y desolación del Llano? ¿Y qué más sobre las siempre buscadas y siempre exaltadas dimensiones divinas de este paisaje? Divinizar irónicamente a unos pobres perros sarnosos me parece una buena solución. Y es este el sentido que quisiera darle a la crítica expuesta en este artículo: no se trata de ser anacrónicamente romántico o retórico para poder escribir poesía venezolana. Se trata de la aceptación consciente de una tradición literaria que es lengua y cultura y hacer de ello lo mejor, hacer buena poesía, en la medida que imponen las circunstancias personales, los tiempos y los espacios. Oliveros tiene toda la razón: se escribe buena o mala poesía y se aceptan o se ocultan las fuentes tradicionales para incorporarlas a una búsqueda personal y auténtica, esté uno donde esté.

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Quisiera terminar con un tópico —no sólo— de la poesía contemporánea en Venezuela, que es la poesía femenina o escrita por mujeres. El muy crítico Oliveros la rescata como uno de los signos que, dentro del cuadro de enfermedad y decaimiento general, aún habla de la "inmortalidad de la poesía". Las mujeres harían así una poesía que "si no siempre perfecta", resulta al menos "en la mayoría de los casos, intensa" y "casi siempre viva". En una reciente antología que recoge la "nueva lírica femenina venezolana entre 1970 y 1994" se describe esta intensidad y vivacidad como un novedoso y original acercamiento al tema del cuerpo, del cuerpo real y concreto de la mujer. El asunto se centraría, según Julio Miranda, poeta, crítico, narrador y compilador de esta antología, en una peculiar materialidad, rasgo distintivo que sería el aporte de las mujeres a la lírica venezolana. Así, el "paisaje interior" se haría interior no por "asimilación" generalizada de lo humano y lo natural sino por una característica erotización de lo segundo que distinguiría al menos la poesía de las citadas Enriqueta Arvelo Larriva y María Calcaño. Aún cuando Miranda rechace una tipificación de la poesía femenina y no piense que las mujeres monopolizan "lo íntimo, lo subjetivo, lo amoroso, o lo doméstico", sí detecta un supuesto "rasgo diferenciador de la escritura femenina" que sería "el radical detallamiento del propio cuerpo": "los hombres hablan del cuerpo ajeno, aludiendo apenas al que los constituye, mientras que las mujeres dibujan en primer lugar el de ellas— y, por sobreabundancia, esbozan también el nuestro". ¿Es cierta esta obsesión por lo propio y sólo propio en la poesía femenina? Y si lo fuera, que no creo, ¿sería un valor destacable y positivo, en función de una revisión de la identidad poética venezolana, la rebelde, breve y subjetiva, ya creada y repetida por la poesía masculina? ¿Sería esto un rasgo de las nuevas salvajes, esta insistente y machacante tematización del yo, yo, yo con sus partes y partículas corpóreas? ¿Se trataría aquí de una neo-romantización, de una extrema y desproporcionada subjetivización al estilo femenino? Si es cierto y el narcisimo femenino está presente en la poesía femenina venezolana tal como lo sugiere Miranda ya en el título de su antología —que llamó Poesía en el espejo— no encuentro asidero ni explicación para el entusiasmo de Oliveros. Pues no creo, como Miranda, que "en la autoafirmación se encuentra lo mejor de un canto a sí misma que sólo una mujer [...] podría escribir" y "en la denuncia [...] lo peor". Si fuera así, las mujeres estarían condenadas a permanecer whitmanescamente concentradas sobre sí mismas con un sólo temario a su disposición y asumiendo siempre una sóla actitud que en función de una catalogación entre poesía masculina y femenina deberían defender constantemente. ¿Son las mujeres entonces las nuevas salvajes libertarias, extasiadas tontamente con esta autoafirmación citada? Lo son y no lo son y las hay para todos los gustos y colores. Una de ellas me parece muy interesante, sobre todo para volver a la oposición entre rebeldes y retóricos de Pérez Só. Hablo de Manon Kübler, periodista, guionista de cine y televisión, autora de un sólo libro llamado Olympia que quizás ni siquiera sea poesía. Cito el poema no. 12:

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mis manos adolecen de la tosca medida de los teutones, cierta impaciencia, el deliberado odio por la espera, me separa bruscamente de los hilos, de las delicadas tramas de la porcelana casi transparente, de los cuerpos tibios, de lo justo, de la liviandad de los objetos, del entreverado mecanismo de péndolas y relojes, la mano pesada y masculina me lleva a destrozar, me conduce a la ira rotunda de lo que no puede tocarse porque caería, para siempre, bajo el peso de tanta vulgaridad. Es posible que pueda leerse aquí una definitiva exaltación —por vía del lamento— de lo salvaje, de lo rebelde a toda costa, de la ruptura de esquemas y modelos. Pero creo que es más que eso. Es la ruptura muy concreta de las porcelanas y las liviandades, es la tristeza por la pérdida de los cuerpos tibios, es el rechazo a cualquier interiorización objetual del exterior y es, sobre todo, una refrescante ironía ante todo, sobre todo ante sí misma. Ciertamente, Oliveros tiene razón. Hay voces que consuelan en la poesía venezolana contemporánea. Y no por ser venezolanas, sino precisamente por no serlo, por salirse de la absurda situación que pretende imponer formas y contenidos supuestamente nacionales. La poesía entendida como la entiende Manon Kübler se burla de las formas, de los puntos y de las comas, de los gramaticales sentidos y de los dolientes subjetivismos, de las locas rebeldías y de las ofendidas sensibilidades del romántico salvaje, porque sobre todo se burla de sí misma. Me parece alentador para esta contemporaneidad venezolana.

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Bibliografía Barreto, Igor. 1994. Tierranegra. Maracay: UCV, Departamento de Cultura, Núcleo Maracay. Cadenas, Rafael. 1991. Antología 1953-1983. Caracas: Monte Avila. Kiibler, Manon. 1991. Olympia. Caracas: Monte Avila. Lasarte, Javier (ed.). 1991. Cuarenta poetas se balancean: poesía (1967-1990). Caracas: Fundarte.

venezolana

Miranda, Julio (ed.). 1995. Poesía en el espejo. Estudio y antología de la nueva lírica femenina venezolana (1970-1994). Caracas: Fundarte. Oliveros, Alejandro. 1995. Signos de la poesía venezolana actual. Caracas: Texto mecanografiado y presentado en enero de 1996 en una conferencia en la Casa de la Poesía, CELARG. Pérez Só, Reynaldo. 1994. Seis décadas de poesía venezolana (Bosquejo). En: Poesía 102/103: 100-115. Rojas Guardia, Armando. 1993. Antología poética. Caracas: Monte Avila. Sánchez Peláez, Juan. 1989. Aire sobre el aire. Caracas: Tierra de Gracia. —. 21993. Poesía. Caracas: Monte Avila.

Tráfico y Guaire: quince años después a Leonardo Padrón

Rafael Arráiz Lucca

La prehistoria de Tráfico y Guaire ocurre en escenarios distintos, pero para ambos el telón de fondo es el mismo: la poesía venezolana de los años setenta, sus antecedentes, su tradición. Los que formaron Tráfico asistían a la mesa redonda de Antonia Palacios que llevaba el nombre de su casa: Calicanto. Los que formamos Guaire estudiábamos en la legendaria universidad de los jesuítas en Caracas: la Universidad Católica Andrés Bello. Veamos caso por caso. Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin, Miguel Márquez e Igor Barreto asistían los lunes al taller de Altamira y, al paso de los años, fue tejiéndose entre ellos una red de afinidades temáticas e ideológicas, una visión del mundo con cada vez mayores puntos de coincidencia. A estas danzas de aproximación seguramente contribuyó el espejo de Calicanto. Allí podían dialogar con los que no eran como ellos, allí podían ir afinando su propuesta al calor de la diferenciación con los demás. A estos cuatro se sumaron Alberto Márquez y Rafael Castillo Zapata, estudiantes de la escuela de letras de la Universidad Central de Venezuela. Ya juntos los seis emprendieron la ardua empresa de redactar un manifiesto y declararse poseedores y miembros de un grupo. Quince años después a nadie se le ocurriría apelar al recurso del manifiesto, pero todavía en 1981 era posible hacerlo. Su valor es variado, pero creo que el aporte más perdurable es el de intentar un balance crítico de la poesía venezolana de los últimos años y proponerse un programa de trabajo poético. Sustentaban su proyecto sobre la ironización de un verso de Vicente Gerbasi y decían: "Venimos de la noche y hacia la calle vamos". Entonces les molestaba el carácter doméstico de nuestra poesía. Ya Yolanda Pantín había publicado un ensayo titulado "La poesía en Casa" que esbozaba el escozor que les producía la práctica de cocinarse en su propia salsa, es decir: la poca voluntad de la poesía nacional para salir de sí misma y buscar a los demás. Este propósito cristiano, seguramente insuflado por la formación de Rojas Guardia y los hermanos Márquez, no hallaba oposición en la formación laica de Barreto y Castillo. De acuerdo todos con el proyecto de incorporar voces comunes al discurso del poema, y dejar que éste se contaminara de toda la sentimentalidad latinoamericana y bolerística, los muchachos de Tráfico abandonan Calicanto. Cierran la puerta del cenáculo y toman el camino del recital, de la declaración pública sobre problemas políticos que consideran afines al universo del poema y continúan con su juicio sobre los usos poéticos del pasado más cercano. Atinaban en sentencias sobre la pobreza y la retórica de ciertos discursos poéticos. A saber, les exasperaba la facilidad de cierto telurismo magicista, les molestaba la frialdad de ciertas construcciones abstractas y geométricas, no comulgaban con la poesía experimental que olvidaba la carnalidad y el alma. Se

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oponían a los discursos poéticos sin densidad, sin complejidad. Apostaban por un discurrir que atendiendo a la realidad urbana y al habla común, trascendiera y llegara más allá del círculo de los iniciados sin sacrificar nada: ni de su profundidad, ni de su lujo verbal. No podemos olvidar que la piscina a la que llegan a nadar los peces de Tráfico presenta, a grandes rasgos, el siguiente estado del agua: desde la aparición de Elena y los elementos en la década del cincuenta la influencia de Sánchez Peláez se hizo sentir con toda su inteligencia surrealista y su poder notable en el tratamiento de las imágenes; luego, desde la aparición de Los cuadernos del destierro el brillo de la palabra de Rafael Cadenas ejercía sobre los otros el efecto de un imán; desde los tiempos de Mi padre, el inmigrante y Los espacios cálidos (1952) la magia telúrica de Gerbasi irradiaba su fuerza. También refulgía el discurso de Palomares en Adiós Escuque y no dejaba de seducir la obra de Alfredo Silva Estrada. Desde el centro de poder que era El Papel Literario, Luis Alberto Crespo acompañaba su fervor periodístico con una obra personalísima que ejercía su influjo sobre los lectores. A esta piscina tomada por estos discursos, insisto: muy a grandes rasgos, es a la que llega el proyecto de Tráfico. Falta la voz de la calle, la voz del ciudadano común, falta la ironía, el humor y la sentimentalidad del latinoamericano. Quizás, la formación en Nicaragua de Rojas Guardia al lado de Ernesto Cardenal leyendo a Thomas Merton le indicó trochas al proyecto. No podemos olvidar que el período de gestación de Tráfico ocurre a finales de los años setenta: faltaban diez años para el fin del socialismo real y para la caída del muro de Berlín. Los furores de Tráfico ocurrieron hace apenas quince años y ya parece que mediara un siglo. Es a estas aguas de poesía casera y ensimismada a la que llegan los aires de nuevos propósitos. El caso Guaire es distinto. Nosotros nos conocimos en la UCAB. Allí estudiábamos Luis Pérez Oramas, Nelson Rivera, Leonardo Padrón y yo. Y conocíamos a Armando Coll, Alberto Barrera Tyszka y Javier Lasarte, de la Universidad Central de Venezuela. Comenzamos a reunimos con la dinámica propia de los talleres literarios que se instauraron en Venezuela a mediados de los años setenta. Con el tiempo fuimos afinando un registro de familiaridades estéticas y de carencias que echábamos de menos. No encontrábamos en Venezuela una poesía que moliera la experiencia de la ciudad. Todos los poetas venían de pueblos del interior a conquistar Caracas, nosotros nacimos en la capital y nuestra aventura rural había sido un episodio turístico. Nunca entendimos la animadversión de nuestros mayores por la ciudad y sentíamos que estábamos llamados a trabajar esta experiencia desde otra perspectiva. Caracas no tenía por qué ser "el espacio hostil" de Silva Estrada o el infierno de Calzadilla, también podía ser nuestro sitio, nuestro único sitio. Junto a esta constatación que fue sentando las bases de nuestra aventura con la palabra fue creciendo otra no menos central. Me refiero a que la mayoría de nuestros poetas, salvo excepciones, habían bebido en las aguas de la cultura gala. Los franceses, en buena medida, habían sido el sol que iluminó los pasos de varias

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generaciones de venezolanos. El prosaísmo, la narratividad, la coloquialidad de buena parte del discurso de los anglosajones brillaba por su ausencia. Con excepción de Alejandro Oliveros que se había formado en Nueva York, casi ninguno veía el mundo de habla inglesa con demasiado respeto, mucho menos con devoción. En Guaire leímos muchísima poesía norteamericana. Repasamos las páginas del patriarca Pound, del deslumbrante Eliot y de los no menos seductores Robert Lowell, Anne Sexton, Silvia Platz, Edgar Lee Masters y tantos otros que vinieron a habitar nuestras casas con la comodidad de los invitados que nos son familiares. También traficamos mucho con ciertos poetas latinoamericanos: sentíamos devoción por Borges y seguíamos con atención los poemas de José Emilio Pacheco, Cobo Borda, Cisneros, Padilla y otros hispanoamericanos con quienes nos sentíamos cercanos. No redactamos un manifiesto. Nos acogimos al silencio que la duda había sembrado en nosotros. En verdad, no blandíamos la claridad ideológica que asistía a nuestros compañeros de Tráfico. Nuestra formación política era menor o menos tributaria de acontecimientos del pasado inmediato. Escapábamos más del mito de la revolución de lo que lo hacían nuestros compañeros. Albergábamos en nosotros la semilla de la inseguridad, de la duda que, felizmente, nos protegió del error de cometer un manifiesto programático, donde al estilo de cualquier partido revolucionario, jurábamos acometer una cartilla de proyectos. Esto tampoco, en rigor, lo hizo Tráfico. Ya dije antes que lo mejor de su manifiesto fue el diagnóstico, su aporte crítico a la poesía venezolana de la época. Hicimos más énfasis en lo urbano que nuestros compañeros de grupo. Alguna vez pensamos que nos distinguían dos circunstancias: habíamos nacido en Caracas cuando ésta era una ciudad cosmopolita y habíamos nacido en un país cuyo régimen era democrático, con todo y las dudas que sobre su institucionalidad aún persisten. Estas dos noticias nos identificaban, pero algunas otras podrían sumarse: nuestras iniciaciones amorosas ocurrieron naturalmente, sin la institución de la prostituta o la criada de la casa; soñábamos con ser escritores con un sentido de compromiso profesional, no apostábamos a este oficio como adorno de nuestras carreras políticas o de banqueros o de empresarios. Sin embargo, nos inquietaba vernos en el espejo de los poetas enajenados para oficios comunes, inútiles más allá del arte del poema. Nos seducía el modelo Eliot, Wallace Stevens, Saint-John Perse: grandes poetas que supieron vivir su tiempo, fueron corredores de seguros y gerentes de bancos. La verdad es que tuvimos claro que ningún modelo garantizaba el logro del poema. Nos negamos a las prescripciones conocidas y tampoco quisimos instaurar otras nuevas. Supimos que cada cabeza es un mundo y no hay fórmulas probadas en poesía. Por lo menos dos efectos traen la irrupción de los grupos literarios. Una primera consecuencia radica en las modificaciones que introducen en un panorama general. Esta es una derivación de orden colectivo. Pero también producen un fruto no menos importante: el individual. En los casos que comentamos tendríamos que decir lo siguiente: valoro mucho la pertinencia crítica del

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diagnóstico que ambos grupos hicieron. El juicio sobre sus mayores fue, por decir lo menos, inteligente. Como toda operación crítica se acercó a la arbitrariedad y a la ponderación. Además aprecio el logro, quizás, más relevante: la propuesta le abrió las puertas a un decir poético que no gozaba del reconocimiento de los círculos de poder literario de aquel tiempo. Estas puertas quedaron tan abiertas que, hoy en día, catamos un abuso cercano a la retórica de los usos poéticos de Tráfico y Guaire. El discurso directo, conversacional, de metáforas limpias, irónico, confesional, sentimental, humorístico, alejado de la gravedad posada de cierto ontologismo, alejado del magicismo casi mecánico o del aforismo sin norte o de la gratuidad más fría y desalmada; este discurso ya a nadie extraña y convive con otras cosmovisiones del mundo con legitimidad. Antes de estos grupos, a casi nadie le parecía válido inundar el poema de materias espúreas y hasta fecales. Con haber introducido esta variante ya sería suficiente el esfuerzo de los años 81 al 84 para sentir que algo se había movido un poco, que algo relativamente nuevo había entrado en la cocina de la casa. El otro efecto es personal y se ciñe a una pregunta: ¿cómo influyó el espíritu Tráfico-Guaire en la poesía de cado uno? Veamos someramente el fenómeno. Para el momento de la aparición de Tráfico, Rojas Guardia había publicado su primer poemario: Del mismo amor ardiendo (1978), pero el fruto más conspicuo del sueño traficante fue Yo que supe de la vieja herida (1985). A estos títulos les han seguido otros donde la estrella del proyecto grupal se ha ido apagando para darle paso a las obsesiones personales del poeta. También asistimos a la alegría del mejor libro de Rojas Guardia: El Dios de la intemperie, un notable ensayo que lo lleva al estante de nuestros mejores cultores del género de Montaigne. Este título, junto al Caleidoscopio de Hermes y uno inédito y autobiográfico nos hacen creer que lo mejor de este autor brilla más en el ensayo que en la poesía. Yolanda Pantin había publicado Casa o lobo (1981) para cuando el grupo surgió. Su libro más en el espíritu de la propuesta es Correo del corazón (1985). Después su obra ha crecido ferazmente no sólo en las aguas del poema sino también en las del teatro y la literatura infantil. Miguel Márquez antes del grupo había visto impreso Cosas por decir, un poemario en buena medida tributario del magisterio de Silva Estrada. Su libro más traficante es Soneto al aire libre (1986). De Igor Barreto el poemario más en el aliento grupal es ¿ Y si el amor no llega? (1983) aunque la voz de Barreto ha sido bastante fiel a su propio registro y el cambio entre su libro traficante y los otros no es demasiado notorio. Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987) recoge el fuego de la propuesta grupal. Rafael Castillo Zapata ve publicado su libro Arbol que crece torcido (1984) por parte de las ediciones del grupo Guaire. Este, muy probablemente, sea el libro más fielmente apegado al trabajo que sobre la sentimentalidad se proponía

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Tráfico. Luego Castillo publicó un libro de ensayo y crítica francamente excepcional: Fenomenología del bolero (1990), ya con tres ediciones. Finalmente, de los de Tráfico el más reticente a la magia de la publicación fue Alberto Márquez. Su único poemario publicado Circulación de la sangre lleva un colofón con fecha del año 1989, pero alberga un decir muy cercano a la luz que alumbraba la propuesta de Tráfico. Como vemos, al momento del surgimiento del grupo le siguen años posteriores en que se publicaron los libros escritos bajo el influjo grupal. Después cada quien sigue su obra y, en verdad, a ninguno debe importarle su filiación, sus fidelidades o sus traiciones. Como creo haber sugerido antes, los grupos literarios ayudan a fijar un momento de revisión y de apertura a nuevos vientos, no mucho más ni mucho menos. La cronología de poemarios de Guaire nace el año 82 con la publicación de una breve antología de tres miembros del grupo: Rivera, Coll y quien esto escribe. Esta fue la única vez que los dos primeros hicieron público sus versos. Después han transitado caminos distintos al poema, pero esto en nada le resta validez a la publicación. Por el contrario, al margen de las torpezas que supone un libro primerizo, el viento guaireño de esta antología es indudable. Su olor citadino expresa legítimamente los propósitos del grupo. El libro más guaireño de Luis Pérez Oramas es Salmos (y boleros) de la casa (1986), aunque en su segundo poemario persiste la pretensión de "escribir como la luz, ligero" de su primer libro: La gana breve (1992). Luis además de la rama del poema ha empeñado su inteligencia en el ensayo, en particular aquél referido a las artes visuales. Es autor del más lúcido texto que se haya escrito sobre la obra de Reverón en los últimos años. La poesía de Leonardo Padrón respira en dos títulos: La orilla encendida (1985) y Balada (1993). Además ha publicado un libro en ensayos y notas sobre la poesía venezolana de los años ochenta, Crónicas de la vigilia (1990) se titula este libro que nos ofrece una mirada esclarecedora sobre la poesía de sus contemporáneos. La poesía de Padrón gira obsesivamente sobre los furores del enamorado y la danza amatoria. Al igual que Castillo, Lasarte y Barrera centró su indagación en la temperatura de la sentimentalidad. Javier Lasarte publicó al alimón con Alberto Barrera su poemario Dime con quién amas (1985), cinco años después vió publicado Caída libre (1990) y ambos, con una hiperdosis de ironía, se permiten tanto la parodia como la confesión. Son libros, casi arquetípicamente, hijos de la poesía conversacional latinoamericana afecta al juego y a la musicalidad. Barrera al título Amor que por demás (1985) le trajo compañía con Coyote de ventanas (1993). Dos libros que no ocultan la particular inteligencia del autor para el dibujo de un clima, de una composición de imágenes con fuerza metafórica. Al final de este brevísimo recorrido están mis libros más guaireños. Si no me equivoco son la Antología de Guaire (1982), Balizaje (1983) y Terrenos

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(1985). Siento a Almacén (1988) como una bisagra entre aquellas ventanas y las que aún trato de abrir con mis poemas. Debo añadir un libro de ensayos dedicado exclusivamente a la poesía venezolana. El avión y la nube (1991) se titula y en él pueden leerse algunas notas referidas a esta historia que ahora ventilamos. A quince años de la aparición de estos grupos creo que algunos aspectos ya van quedando claros. Todos, unos más y otros menos, hemos dado fe de nuestra pasión por la poesía, por la escritura. A pesar de que la práctica de reunión grupal ya no ocurre, seguimos siendo compañeros de ruta, aunque cada quien haya tomado su camino. Logramos, como dije antes, la entrada con fuerza de un discurso que antes era escaso. Fuimos capaces entonces de comprometer nuestras palabras y nuestras vocaciones en un proyecto colectivo, con todo y los rigores individuales que esto supone. Durante varios años nos reuníamos con la pretensión de juntar llamas para hacer un fuego más alto y más ancho. A quince años de aquellas fogatas se siguen viendo los frutos de la pasión y el enamoramiento con que emprendimos nuestra batalla. En ese entonces, ahora y siempre la lucha será con nosotros mismos. Sigo creyendo que corre un río interior antes que el colectivo, el exterior, el de los otros. Antes y ahora la tarea es por precisar nuestra voz más nuestra y dejarla cantar. Si en un momento formamos un coro fue porque el posible público no hubiera atendido una voz solitaria. Ojalá ahora nuestras voces sean atendidas, al menos en las tardes que cantemos bien, como a los dioses les gusta.

Rafael Cadenas: en busca de una espiritualidad terrena Gustavo Guerrero

El más reciente libro de Rafael Cadenas, Gestiones (1992b), se cierra con un extenso poema intitulado "Moradas" que bien puede ser leído como un lamento o como un canto de adiós para un arte moribundo: el arte de la poesía. Elegiaca, la voz de Cadenas se alza allí desde la incertidumbre y vuelve a plantear, casi como un reto, la pregunta por el sentido del quehacer poético dentro de nuestro mundo postutópico. En una frase memorable —cotejo entre pasado y presente— se describe la situación actual del poeta y de la poesía, con una acritud que no escapa a la nostalgia: Una vez —se dice— nuestra voz resonó con fuerza, pero hoy se consume en su propia resonancia como una cara en un estanque, y cuando nos hablan de pesadumbre sabemos que ninguna sobrepasa cada uno de nuestros movimientos, este hilo roto que dejan nuestros pasos (151). Desde este punto final del libro —lugar estratégico que es, a la par, el de una recapitulación y el de una conclusión—, "Moradas" realza, retrospectivamente, la importancia de la meditación sobre el hecho poético en la temática de Gestiones y viene a confirmar, de un modo decisivo, el peso que este tópico ha ido tomando en la obra del venezolano a lo largo de dos décadas. Es verdad que mal podría señalarse que se trata de una preocupación nueva en la trayectoria del autor de Literatura y vida (1972) y de Realidad y literatura (1979), ensayos consagrados por igual a la creación literaria y al arte de la poesía. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre aquellos escritos y la línea de pensamiento más reciente de Cadenas. Y es que, en su última fase, la reflexión cadeniana se inscribe de lleno en el contexto de la crisis de identidad o, si se quiere, de legitimación del discurso poético contemporáneo, una crisis que recorre nuestro fin de siglo y que, para algunos, anuncia la muerte de la poesía o, al menos, de cierta manera de concebirla. Estrechamente unida a la quiebra del historicismo moderno, a la desaparición de las grandes "metanarrativas" de la historia, para utilizar el término de Lyotard, este interrogante sobre el porvenir de la palabra poética ocupa, desde hace varios años, el centro de un debate sordo —es decir, raras veces explícito—, entre escritores, críticos y filósofos de orientaciones muy diversas. Dentro del ámbito hispánico, poetas de la talla de Octavio Paz y de Andrés Sánchez Robayna han aportado ya, en las dos orillas de nuestra lengua, una contribución substancial a la discusión1. Y, entre nosotros, en Venezuela, es Cadenas quien, a mi ver, ha mostrado mayor inquietud por el tema. Efectivamente, en otra vuelta de tuerca de su ya proteica

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Cf. el ensayo de Paz (1990) y la reflexión más reciente de Sánchez Robayna (1995).

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démarche, Cadenas ha ido dibujando de una manera discontinua, en distintos poemas, fragmentos y ensayos, los trazos mayores de una crítica a cierto discurso legitimador de la modernidad poética. Dicha crítica, cabe añadir, resulta tanto más honda, tanto más comprometedora, cuanto que marca, para el propio poeta, una ruptura radical con el pasado de su obra y la asocia al esfuerzo por reformular una concepción de la poesía. Sería torpe querer agotar, en unas pocas páginas, toda la complejidad de tamaña mutación o, mejor, "revolución", pues se trata de una verdadera mudanza de horizontes. Sí es posible, empero, destacar sus rasgos principales, comenzando con el substrato o la base primordial que los sustenta: la toma de conciencia de un gran viraje histórico, de un cambio de paradigma o, si se prefiere, de época. Esta conciencia ya aparece claramente plasmada en el libro de aforismos, reflexiones y fragmentos que marca un hito y un hiato dentro de la producción cadeniana más reciente: Anotaciones (1983). Entre los textos que lo componen, varios destacan nuestro ingreso en un tiempo distinto: "La época de las causas terminó", escribe Cadenas en el incipit mismo. "Ya no puedes aferrarte a religiones, ideologías, movimientos, ni siquiera literarios. Se acabaron las banderas" (7). En otra página insiste: Nada se tiene firme ya, para nuestro bien, excepto la vida, ese misterio, y raras veces la crisis de los que padecen el fin de las ideologías desemboca en ella. Prefieren seguir probando doctrinas en lugar de acoger la doctrina que la quiebra de la historia nos impone: la ausencia de doctrina (73). Inveteradamente reacio a adoptar credos o sistemas de pensamiento, el poeta, que en Memorial (1977) pedía "ojos" y no "puntos de vista", no podía menos que celebrar la desaparición del historicismo y de cualquier teoría determinista que atribuyese un motor interno al desarrollo de la historia. Su conciencia de este fin de un modelo de interpretación no se agota, sin embargo, en la sola celebración de la vida, sino que lo lleva a analizar la situación de la poesía ante la nueva coyuntura y lo obliga a revisar sus propias creencias de antaño. En lo que toca al momento por el que la poesía atraviesa, el análisis de Anotaciones difícilmente podría ser más crudo. Cadenas denuncia lo que él llama "el fetichismo del poema" (91), es decir, el culto a un ideal esteticista alejado de nuestra experiencia cotidiana, y, en un breve fragmento, establece una semblanza sin concesiones del estado de aislamiento en que el género actualmente se encuentra: La poesía moderna tiende a convertirse en un corpus hermético. Se hace para un círculo de iniciados; por los poetas para los poetas. Forman un pequeño uroboros. Los poetas, al decir de Cocteau, son 'mandarines que se susurran secretos al oído'. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de un fatum histórico? ¿Es un tremendo desvío? (20)

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Podría afirmarse que Anotaciones es, en buena medida, un intento de contestar estas preguntas, un esfuerzo por comprender cómo y por qué se ha llegado a semejante atolladero, a esa calle ciega que Barth ha calificado de "literatura del agotamiento". Para Cadenas, el principal responsable es el dogmatismo moderno que, desde hace dos siglos, se expresa a través de una de las mayores doctrinas estéticas de Occidente. Se trata de una doctrina que nos resulta aún muy familiar y que muchos probablemente hayamos defendido alguna vez: ésa que convierte a la poesía en una esencia idealizada, provista de un destino histórico propio y de un conjunto de rasgos "constitutivos". Nacida en los albores del romanticismo como respuesta a la doble pérdida de los fundamentos religiosos de la existencia y de los fundamentos trascendentes de la filosofía, esta tesis legitima y propulsa la larga marcha de la poesía hacia su encierro en una rigurosa reducción objetal, en un silencio balbuciente que es el equivalente poético, dentro de las búsquedas de la modernidad artística, del bailarín inmóvil en la danza o de la tela desnuda en la pintura. Jean-Marie Schaeffer ha sabido mostrarnos, en L'art de l'âge moderne, cómo la teoría especulativa romántica atraviesa de un extremo al otro nuestra tradición estética, fijando un horizonte de escucha severamente normativo, ya que le impone a la poesía el deber teleológico de realizarse en un lenguaje exclusivo y excluyente, el idioma que mejor define su substancial naturaleza (Schaeffer 1992, 11-184 et passim). A lo largo de Anotaciones, Cadenas no cesa de manifestar su disconformidad con estas pautas que le parecen enteramente ajenas a su propio quehacer. "Sé que no puedo escribir como lo hacen los poetas más característicamente modernos", señala, "los que han creado el estilo de la poesía actual" (90). En otra página confiesa: "Según los cánones del international style de la poesía actual, a que se refiere Michel Hamburger, yo no he escrito ningún poema. La impersonalidad, el correlato, la máscara, el objeto, la incoherencia me resultan casi imposibles" (65). Sin embargo, el hecho realmente significativo es que, más allá de la disensión personal, Cadenas ve, en tal normativa, la causa primera del enclaustramiento y el solipsismo del discurso poético contemporáneo: La poesía moderna se encuentra en cierto modo ahogada por el estilo, por su preceptiva, aunque informulada, más rigurosa que la tradicional, por su querer decir sin decir, que no debe confundirse con el parlar coperto, pues se sitúa con frecuencia en una intransitividad que sobrepasa al hermetismo (110). Siguiendo esta misma línea de pensamiento, el venezolano va aún más lejos en su crítica de la modernidad poética, pues a la impugnación de la informulada preceptiva le sucede la impugnación del fundamento mismo de dicha preceptiva. En efecto, Anotaciones contiene varios fragmentos en los que Cadenas denuncia a las claras el error categorial e histórico que ha conducido a transformar los criterios evaluativos de un género en criterios definitorios de una esencia. Lo que observa es que las silenciosas reglas de cierta poesía moderna funcionan, en realidad, como principios de exclusión, ya que no se limitan a

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describir un texto o un grupo de textos sino que postulan, de hecho, un ideal valorativo y lo reifican otorgándole una dimensión autónoma y trascendente. De este modo, se desconoce una de las enseñanzas primordiales de la filosofía kantiana que establece, en forma incontestable, la imposibilidad de fundar nuestro juicio estético en una pura descripción objetal, pues, en el fondo, los rasgos seleccionados no definen al objeto, no lo "constituyen" como tal, sino que dan cuenta de la relación que nosotros instauramos con él. Evidentemente, tal relación, como bien señala Cadenas, está teñida de subjetividad, es decir, abriga siempre un componente evaluativo que la estrategia hegemónica de la teoría especulativa moderna ha tratado de ocultar: La poesía moderna también tiene reglas, sus guardianes forman una especie de academia rígida. Como árbitros deciden qué es poesía y qué no lo es. Poesía, por supuesto, es la que a ellos les gusta. El espectro de la poesía es muy ancho; pero ellos elijen una franja y decretan que las otras no existen. Son monoteístas (64). Detrás de las reglas, lo que se esconde es un principio de discriminación que representa, hoy por hoy, uno de los legados más nefastos de la modernidad, un legado atacado desde distintas esferas en los últimos años y que, entre nosotros, Cadenas no es el primero ni el único en repudiar. Sabemos que su dogmática gravitación sobre nuestra conciencia estética no sólo ha implicado un empobrecimiento de nuestra sensiblidad y de nuestra experiencia ante otras formas de expresión poética, sino que ha limitado también nuestra lectura del pasado al imponerle los moldes de una estructura teleológica: el progresivo camino de la poesía desde lo accesorio hasta la realización de su esencia. "Pero una tradición no tiene por qué correr sólo a través de determinados lechos" (97), escribe el poeta en Anotaciones. Aún más, jugando con la definición extensional de la palabra "poesía" y mostrándonos cómo funciona la lógica de la exclusión, Cadenas toma una cita de Mondriani y la somete a la prueba de la ironía: 'Hoy, en la ausencia de Dios, la poesía pareciera convertirse en una misteriosa conservadora y guardadora de los misterios de la vida y de la muerte' (Delfor Mondriani). ¿Cuál poesía? Tenemos que inquirir. Mucha de la que leo está lejos de semejante tarea. Sería mejor usar la palabra poesía con precisión (la poesía de), lo cual de paso pudiera ahorrarnos inconvenientes (112). Que la cita aquí comentada aluda específicamente a los vínculos entre poesía y religión, no es, en verdad, casual, pues el momento culminante de la crítica cadeniana en Anotaciones es justamente la ruptura del poeta con una visión sacralizadora de la poesía. En efecto, este divorcio, que representa la piedra de toque en la evolución reciente del pensamiento de Cadenas, merece que se le preste una singular atención, sobre todo viniendo de quien viene. Y es que nadie ignora que la obra de Cadenas encarnó, como pocas en Venezuela, una idea de la poesía como correlato de la mística y, por ende, como puerta de

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acceso a un conocimiento extático que se situaría más allá de nuestra experiencia sensible. El poeta de Intemperie (1977) y de Memorial fue leído y releído desde esta perspectiva por toda una generación que, en la década de los setenta, adoptó el género del poema breve y a menudo titubeante, súbita iluminación de otra realidad superior. La extraña conjunción o, mejor, la amalgama entre la herencia de la poesía mística española y la popularización de las enseñanzas del taoismo y del budismo entroncó en aquel entonces con la corriente especulativa que, desde el romanticismo, postula una interpretación esencialista de la actividad poética. En el libro ya citado, Schaeffer analiza como, ante la crisis del paradigma religioso, la poesía moderna se ve llamada a cumplir precisamente una función de compensación y adquiere, de esa suerte, un aura trascendente. Y la compensación, claro está, marcha al unísono con la sacralización, ya que lo poético toma el estatuto cognoscitivo de una búsqueda de las verdades primordiales, es la ruta hacia un absoluto inaccesible e irreductible a cualquier forma alterna de conocimiento humano (1992, 87-170 et passim). No es otro el fundamento último de ese ámbito exclusivo de la poesía tan criticado por Cadenas y que, durante casi dos siglos, traduce una honda fractura ontològica. Pues un buen sector de la literatura moderna hace suya la idea de que existen, en el fondo, dos realidades: aquélla a la que el hombre común tiene acceso en su experiencia diaria y la otra, la más auténtica, la que sólo se le revela al poeta. No hace falta subrayar dónde se ubican los signos positivos y negativos a lo largo de esta línea divisoria. La devaluación estética de todo lo que toca a los aspectos cotidianos de la existencia es aún lo suficientemente palmaria como para hacer superfluo un comentario. La otra cara de la moneda es una concepción de la poesía como un coto cerrado e incluso "oculto", en los varios sentidos de la palabra, a la manera de una actividad autotélica y reflexiva cuya función la dota de un lenguaje propio y, por supuesto, de una realidad aparte: el más allá donde la palabra transcribe el verdadero ser de las cosas. La reacción de Cadenas contra esta visión sacralizadora que, como tantos otros escritores, también él hizo suya, puede observarse ya, claramente delineada, en algunos fragmentos de Anotaciones. El libro de 1983 no deja de ser, en tal sentido, una referencia decisiva2. Sin embargo, hay que esperar hasta 1985, fecha en que se publican los ensayos de En torno al lenguaje, para descubrir la

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Cf., por ejemplo, el fragmento de la página 42: "La verdadera vida poética es la vida corriente de todos los días" ("The true poetic life is ordinary every day life", R.H. Blyth, Zen in English Literature and Oriental Classics). La frase podría servir de punto final a toda una historia, la de una poesía que pretendió constituirse en mundo autónomo, una poesía poco religiosa, una poesía que no vio nunca la insondabilidad del mundo real, corriente, ordinario, ese mundo que un cambio de mirada puede hacer centellar, pues un grano de arena es tan asombroso como un sol; ambos pertenecen al misterio. Tal poesía, que aún señorea tanto, está hecha por hombres que establecen distinciones entre "cenar y leer poesía, entre lo real y lo ideal" ("eating your dinner and reading poetry, between the real and the ideal"). Platón sigue en pie. Es evidente que al ser postulada esa su dualidad, lo real queda desvalorizado.

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afirmación plena de que este cambio de ontología representa una profunda división de las aguas dentro de la obra del poeta. Así, refiriéndose a su producción ensayística anterior, Cadenas escribe en el prólogo: En aquellos escritos yo trazaba fronteras. En estos últimos años dejé de hacerlo. Hoy veo todo envuelto por el misterio y no sólo la dimensión que trataba de destacar. ¿Qué diferencia existe, por ejemplo, entre un árbol, un deseo, una palabra? Todo, absolutamente todo, forma parte de la realidad, que es, en última instancia, desconocida. Pero siendo desconocida nos constituye, es nuestro fondo, por lo que también le pertenecemos, lo cual nos confiere una dignidad que no percibimos ni tampoco solemos honrar, pues ¿cuándo la tenemos presente con fuerza decisiva? Si un árbol es un milagro, no lo es menos un deseo, una palabra. ¿Por qué habríamos de otorgarle un puesto mayor al árbol? ¿Porque no está 'contaminado' por el yo? ¿Porque es trasunto de lo desconocido? ¿Quién nos autorizó para establecer divisiones? ¿No es falta de humildad hacer afirmaciones sobre lo que es o no es real? Todo pertenece a una misma dimensión, todo o nada. Así, comencé a recuperar lo que la poderosa dialéctica de los místicos me había arrebatado. De paso: ellos, que propugnan el silencio, no parecen contar entre sus muchas abstenciones, las verbales. Es extraño que para acallar la mente haya que usar tantas palabras. Digo esto con el mayor respeto, pues mi deuda con los místicos es inmensurable (8s). No creo errar si digo que, en este punto de ruptura, en esta crisis de conciencia, se inicia la "otra" obra poética de Rafael Cadenas, una nueva aventura cuyo mejor testimonio es, por lo pronto, el libro Gestiones. En él y en la recopilación de fragmentos que se publica simultáneamente el mismo año, Dichos (1992a), se evocan muchos de los temas ya tratados en Anotaciones e incluso en algunos de los ensayos de En torno al lenguaje; pero esta vez se les enfoca desde la perspectiva de aquél que mira hacia adelante y trata de recorrer el mapa imaginario de una poesía por venir. En otras palabras, Cadenas comienza a llevar a la práctica de la escritura un concepto renovado de lo poético y define, con él, una búsqueda inédita dentro de su trayectoria. Una breve nota de Dichos parece describir el nuevo camino: "Casi todas las místicas se fundan en la negación de lo que existe. ¿No es posible una espiritualidad terrena?" (55). En mi sentir, es esta idea de una quéte espiritual pero ahora arraigada en el misterio de lo más inmediato, en nuestra contingente "terredad", como diría Eugenio Montejo, lo que constituye el horizonte actual de la poesía de Cadenas. Incontestablemente, no pocos poemas parecen ofrecernos, en Gestiones,

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una versión menos optimista de tal poética y, en general, del probable futuro de la poesía. Baste recordar las líneas de "Moradas" que citaba en un comienzo o acaso ese otro texto que compara al poeta con el albañil y que se intitula "Tal vez algo queda en pie" (81). Sin embargo, no es menos cierto que la ironía cadeniana puede tratar, con distancia y con mucho humor, la cuestión de lo poético. Sirva de ejemplo el poema que se titula "Al lector" y que encabeza, en el libro, la sección "De poesía y poetas": Los que hacen las reglas no quieren que hablemos nosotros sino las palabras. Desean hacernos desaparecer de la página; pero no nos resignamos. Somos viejos actores (71). Más allá de la risa o de la sonrisa que estos versos suscitan, habría que subrayar quizás cómo el poeta que, allá por los años setenta, denunciaba el imperio del "yo", se reconcilia aquí con las virtudes de la subjetividad a través de su rebelión contra el dogma de una poesía impersonal. No es éste, evidentemente, el único cambio que se observa en Gestiones. En el libro, Cadenas le resta preeminencia al tema del silencio, da un lugar cada vez mayor a la prosa, recupera los colores de la oralidad, recentra su discurso en la vivencia diaria y, en fin, trata de ser fiel a una magia cotidiana. Pero tal vez nada describa mejor su transformación que la celebración del erotismo y del cuerpo en los poemas intitulados "Donne" (99) y "Rubens" (101), breves homenajes a los dos maestros barrocos. Si se les compara con el tratamiento pronunciadamente místico del tema amoroso en Amante (1983), es claro que, con ellos, el poeta nos propone el más alto símbolo de su nueva visión: la espléndida imagen de una palabra humana encarnada en el deseo. Valga la cita del primero de los dos textos: El gran visitador de señoras (great visitor of Ladies) desiste. Una sola ocupará su vida canonizada en adelante por esta conjunción. La carne no ha conocido más exaltados tributos. El cuerpo, ese gran principe, volvió a relucir en las palabras (99) Por lo que respecta a la meditación sobre el arte de la poesía, no pocas páginas de Gestiones acompañan esta revolución del universo cadeniano. "No hay diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario" (22), escribe el venezolano en

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Dichos y, en el libro de poemas, consecuente, define su labor como "algo humilde pero necesario" (79), como la búsqueda de "esa demasía: lo simple" (49). El poeta es así "apenas/ un hombre que trata de respirar/ por los poros del lenguaje" (75), un observador cuya atención a lo más inmediato le lleva a vivir "de amanuense asombrado" (55). No habría que tomar, empero, muy al pie de la letra estos votos de pobreza y de humildad a los que Cadenas ya nos tiene acostumbrados. Pues el reverso de la medalla es una soberana reivindicación de los poderes expresivos de la poesía, que, rompiendo con el tema del silencio, se articula en torno a otro tópico bien arraigado en el discurso del poeta: el tópico de la percepción. "Si miras bien, con ojos desusados —se lee en Dichos—, no conoces ni conocerás lo que te rodea" (61). Y, en tres versos de Gestiones, el autor insiste: "Todo ocurre/ en los ojos/ acogedores" (33). Al igual que los famosos votos, repitámoslo, el tema del subjetivismo tampoco es nuevo, pero ahora resuena sobre el trasfondo de la ruptura con la doble ontología especulativa y se vincula al intento de fundar la poesía en la continuidad de nuestra experiencia ordinaria. En este territorio, que sí es nuevo para Cadenas, el discurrir sobre la mirada y el asombro constituye el eje central de una indagación no ya de lo sobrenatural sino de lo más natural o, mejor, de lo más cultural. Me refiero a ese pan nuestro de cada día que es la capacidad del hombre para producir sentido, para construir y reconstruir su mundo con redes de símbolos que no se cierran sobre sí mismas, como creían los estructuralistas, sino que abrigan siempre la posibilidad de decir aquello que aún no ha sido enunciado. "El poema —afirmaba Gadamer— no es más que una palabra pensante en el horizonte de lo no dicho". Creo que la poesía, tal y como ahora la concibe el venezolano, se nutre de esta posiblidad —lo decible— que define, en términos de grado y no de esencia, la especificidad de la actividad poética frente a nuestro vivir cotidiano3. "El prodigio de lo dado y el prodigio de lo que el hombre hace —escribe el poeta en Dichos— remiten a un mismo manantial" (54). Paralelamente, en varios versos de Gestiones, nos invita a dejarnos "tomar de la mano por lo inoído" (113) y a aceptar no ya el silencio sino el desafío de "lo informulado" (151). Resulta obvio que, para Cadenas, reconciliar al género poético con nuestra prosaica existencia no significa levantar los inventarios domésticos con que nos abruman tantos bardos "cotidianistas". Si algo significa, es caer en la cuenta de que nuestro mundo, como decía MerleauPonty, nos exige un acto de creación constante, ya que nuestra imaginación participa en cada una de nuestras percepciones y nuestro pensamiento es también la materia de la que estamos hechos y de la que está hecha buena parte de

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Por extraño que parezca en este contexto, el interés de Cadenas por la obra de Rilke —a quien se dedica toda una sección en Gestiones (119-149)— procede justamente de la renovación continua de la sensibilidad y de la experiencia que caracteriza al verso del órfico poeta y lo define como un diálogo constante entre el sentir del mundo y las posibilidades revelatorias del lenguaje. Cf. además los fragmentos sobre Rilke en Anotaciones (55ss).

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nuestra realidad. El poder expresivo de la poesía viene a enraizarse así en el permanente juego de entendimiento, mirada y lenguaje que constituye lo real como sistema de signos compartidos, pero que, al mismo tiempo, abre la posibilidad de desplazar la frontera de lo que nos ha sido dado a conocer hasta ese punto donde comienza la facultad humana de comprender que algo tiene sentido y que, por ende, ya se puede decir, ya se puede revelar y reconocer, ya se puede integrar a nuestra experiencia. Juan Malpartida afirma en una aguda frase que "el acto de lectura poética propone, más allá de los significados concretos del texto en cuestión, una respuesta a la conciencia de sí del sujeto" (1993, 86). Estas palabras resumen con precisión el contenido actual de la escritura de Cadenas, si se entiende que, en la experiencia de la poesía, la conciencia de sí es conciencia del mundo. Dentro de Gestiones, un buen ejemplo de la lucha continua del poeta con los márgenes del pensamiento y del lenguaje, vista desde el ángulo del fracaso de una intuición, es el poema "Cuando no nos atrevemos", apretada crónica de una caza espiritual entre impresión y expresión: ¿Qué zona queda eximida? Se arrastran los sobreentendidos (o subentendidos), las entrelineas, los interrogantes, los hiatos, los bastidores, el reino del resquicio, el entre, el sub, los prefijos, el juego; nada en los suburbios del día, una posibilidad consumida, nuestro guardián golpea, se encarga —es eficiente— de la labor, se interpone, cose la roturas, no deja brecha (27). Es difícil saber hacia dónde ha de moverse mañana la poesía de Rafael Cadenas; pero si, de algún modo, la descripción que he esbozado es justa, me parece que su obra atraviesa hoy por uno de sus momentos más interesantes. Y es que se trata de un momento que no sólo representa una honda revolución en la trayectoria del poeta sino que bien puede anunciar el camino de la poesía venezolana en los años por venir. Su apuesta actual por una palabra del acecho cotidiano, como antaño su relación con la mística, no ha de pasar inadvertida, pues Cadenas es, sin lugar a duda, uno de nuestros poetas más leídos e influyentes. Una vez más, es él quien, en una fase crítica, da el ejemplo de una capacidad de reflexión y de una honestidad intelectual formidables a la hora de

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despedirse de un pasado y de proseguir la búsqueda. No quisiera terminar estas líneas sin añadir que, en realidad, la renovación de la aventura poética cadeniana no sólo puede interpretarse como un avance sino también como un regreso a las fuentes primeras de la modernidad y, en particular, a la faz más luminosa del romanticismo. Pues, como bien enseña Colin Falck (1994), en ciertos románticos y, por supuesto, en Kant están ya las bases de esa espiritualidad de un aquí y de un ahora, de lo inmediato y lo contingente, que es hoy el norte del venezolano. ¿Cómo olvidar, en efecto, al visionario Blake cuando afirmaba que las verdaderas divinidades estaban en el pecho de cada hombre? ¿Cómo olvidar al Shelley que defendía la poesía como instrumento único para aprehender nuevas relaciones entre las cosas? ¿Cómo olvidar al Kant que definía a la intuición poética como aquello que da mucho que pensar sin fijarse en un concepto y que, por tanto, es siempre un reto para nuestra capacidad lingüística? También ellos vislumbraban lo que Cadenas y otros poetas contemporáneos nos han ido demostrando en las dos últimas décadas: a saber, que, más allá de la incertidumbre, el silencio de los espacios trascendentes no es ni tiene que ser la última palabra de nuestra muy terrena y muy amada poesía.

Bibliografía Cadenas, Rafael. 1983. Anotaciones. Caracas: Fundarte. —. 1985. En torno al lenguaje. Caracas: UCV. —. 1992a. Dichos. San Felipe: La Oruga Luminosa. —. 1992b. Gestiones. Caracas: Pomaire. Falck, Colin. 1994. Myth, Truth and Literature. New York/London: Cambridge University Press. Malpartida, Juan. 1993. Sujeto y creación poética. En: Cuadernos americanos 520: 81-89.

Hispano-

Paz, Octavio. 1990. La otra voz. Barcelona: Seix Barrai. Sánchez Robayna, Andrés. 1995. Deseo, imagen, lugar de la palabra. En: Cuadernos Hispanoamericanos 543: 39-53. Schaeffer, Jean-Marie. 1992. L'art de l'âge moderne. Paris: Gallimard.

VI UNA PRESENCIA VIVA: EL TEATRO

El teatro popular en Venezuela Luis Chesney Lawrence Introducción Durante los años cincuenta el teatro venezolano experimentó diferentes cambios en un intento por acomodarse a las transformaciones que habían surgido en el seno de su propia sociedad. Entre éstos, el surgimiento de una escena popular se ha hecho cada vez más evidente e ilustrativo de lo que aconteció en ese contexto. La incorporación de dramaturgos, directores, actores, movimientos y estudiosos con una visión distinta del hecho teatral y de sus objetivos, así como las posibilidades para manifestar estas expresiones, terminaron por asentar esta vertiente popular de la escena nacional. Pareciera ser, por tanto, que a partir de los años cincuenta comienza a aparecer en el país esta nueva expresión de un teatro popular. Esto último se evidencia en una serie de manifestaciones relevantes que son el motivo de estudio de esta presentación. La aparición del teatro popular abre, no obstante, un amplio debate sobre sus bases conceptuales y en torno a sus expresiones, el cual se ha prolongado hasta estos días. En este sentido, las propuestas del teatro popular, expresiones legítimas de una cultura amplia, generalmente son levemente consideradas en el estudio del teatro tradicional, o bien son desviadas de sus objetivos centrales. En la práctica esto se manifiesta en que su bibliografía es escasa y muchas veces efectuada por críticos que no conocen su problemática, como se apreciará más adelante. Los proyectos de investigación iniciados en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela a partir de los años ochenta, han entregado nuevos antecedentes y visiones que han servido para producir un buen acercamiento al tema, centrado especialmente en un análisis dramático. Este estudio, por tanto, intenta explorar un área difícil dentro del teatro venezolano, aun cuando su sentido pueda ser más o menos claro. En efecto, lo popular pareciera no coincidir con lo que normalmente se asocia a las tradiciones, bien sean éstas formas de entretenimiento masivo, expresiones costumbristas o manifestaciones folklóricas. Tampoco es el teatro político, que tiende a recordar las propuestas de Erwin Piscator. Naturalmente que hay superposiciones con todas estas expresiones. Todas han girado, de alguna forma y en diferentes épocas, alrededor del concepto de "pueblo". Pareciera ser, más bien, que este teatro popular ha definido sus expresiones en función de las condiciones sociales, económicas y culturales reinantes en el seno mismo de su sociedad, buscando un acercamiento al pueblo, entendido éste en términos amplios, según el pensamiento de Gramsci, como sectores subordinados en aspectos socioeconómicos y culturales (Chesney 1987).

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La herencia teatral Las razones que explican su emergencia y predominio en la escena desde los años cincuenta no son simples de explicar. La diversidad sociopolítica que ha caracterizado el país desde sus estados coloniales, pasando por la época de república independiente hasta las etapas actuales, de alguna forma da cuenta de la fricción y enfrentamiento que se ha producido entre una cultura impuesta y otra que resiste y se nutre en fuentes propias. Desde la colonia misma, con su fuerte influencia hispana en las zonas habitadas por los indígenas venezolanos, se impuso un esquema dramático barroco contenido en aquéllas, de las que ha quedado patente para nuestro teatro ese sello de sátira con el que constantemente se alude a situaciones de la vida real, a personas o a temas de importancia nacional. Esto no deja de ser un factor crítico del teatro criollo que aquellos tiempos han dejado y que se combinó con esa potencialidad humorística que siempre muestra el país. De la estructura de personajes típica de la comedia lopista (dama-caballero-cómico) es interesante notar que el personaje cómico tuvo que impactar definitivamente a la audiencia criolla y, consecuentemente, transformarse en la primera imagen dramática en que nuestros autores se vieron reflejados. Años más tarde, ya a finales del siglo XIX, luego que Venezuela pasara por las influencias del neoclasicismo y romanticismo, cuando surge la estampa teatral costumbrista, volverá a resurgir esta imagen del personaje cómico de la colonia como centro del espectáculo. En efecto, el personaje típico del saínete costumbrista venezolano (el "vivo", el "tercio", el cura, el galán, el "patiquín", el político o el militar retirado), de tan acentuado gusto popular en las primeras décadas del presente siglo podría asimilarse a una ingeniosa combinación teatral de aquel caballero y del cómico de la comedia lopista de antaño. De igual forma, y para completar este patrón de personajes populares, la dama de la comedia se transformó en la viuda criolla, en la señorita, en la vieja o la vecina del sainete criollo. Poco a poco estas expresiones fueron desapareciendo y dando paso a un teatro más remozado. No obstante, habrá que decir en favor de todos estos espectáculos populares de la Venezuela de comienzos de siglo, que ellos fueron (y tal vez, todavía lo son) parte del mundo del teatro nacional. Su audiencia fue masiva, era gente de todos los niveles y de todo el país que pagaba su ticket por ver a estos actores y a sus compañías. Y en el mejor sentido del término, fueron una audiencia, no pasiva, que participaba en lo que veía, que reía con sus chistes y maneras de actuar, que estuvo cercana al escenario respondiendo a las bromas con picardía. Los actores, a su vez, alentaron esta participación y tomaron estas iniciativas como "ganchos" dramáticos para enriquecer sus espectáculos deliberadamente. En suma, fue un teatro que entretuvo tanto a sus actores como a su audiencia, fue más real que el mismo realismo, en su desarrollo alegró la vida de muchos venezolanos que en esos momentos vivían un tiempo de dictadura,

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difícil y duro. Trajo mucho trabajo para los actores y productores y no necesitó de subsidios para sobrevivir. El teatro contemporáneo venezolano parece tener antecedentes de importancia y con una relativa persistencia desde los años cuarenta, en donde se dio un importante paso para salir del costumbrismo, creándose escuelas de teatro e incorporando las nuevas técnicas provenientes de Europa, como lo fue el método de Stanislavski o expresiones del propio continente. Igualmente, se produjo la llegada de instructores extranjeros con experiencia teatral que desarrollaron diversas líneas dramáticas entre los jóvenes intérpretes de aquella época, cuya influencia se revisará en la última parte de este trabajo. Pero, sobre todo, se fomentó una dramaturgia cuya proyección no sería posible de constatar sino hasta los años sesenta y setenta (Hernández 1979). El hecho de que la constitucionalidad democrática del país se interrumpiera en 1948, tendió a robustecer la corriente del teatro popular. En 1951, se fundó el grupo Máscaras, impulsado por un grupo de intérpretes comprometidos que encabezó el mismo César Rengifo. Este grupo puso en escena obras de contenido social y político que eran llevadas a los barrios, cárceles y recintos sindicales. Era ese un tiempo difícil, con otro gobierno dictatorial, lo que les obligó a hacer un teatro metafórico, pero ideológicamente claro, cuyo objetivo, señalado por el propio Rengifo, era el de "llevar al pueblo la necesidad de combatir la tiranía" (Espinoza 1975, 81). Con el retorno de la democracia al país, en 1958, comienza la última etapa del teatro moderno venezolano. Llegan las influencias europeas que desarrollan un teatro experimental, y comienzan los festivales nacionales e internacionales en los que se observaron estas influencias. En los años setenta, hará su aparición un nuevo grupo de dramaturgos que retoman la búsqueda de su realidad y el compromiso con los graves problemas nacionales.

El teatro nacional popular Los primeros pasos que dio el teatro popular en Venezuela siguieron las orientaciones que emanaban de los movimientos similares europeos, especialmente del francés. La fórmula empleada fue la de otorgarle al estado la función de dar teatro, de hacerlo accesible al pueblo, de presentar programas con obras de la cultura universal y a precios reducidos o gratis. Estos fueron los ejemplos que daban los Teatros Nacionales Populares de París, de Milán o el de Worms y que en toda Latinoamérica durante los años cincuenta se repetirán, incluyendo su nombre. Así el Teatro Nacional Popular de Venezuela, con arreglo a estos esquemas sería un movimiento difusor del teatro, definido "para" el pueblo y que reafirmó los valores de la cultura universal así como los de democracia y de reformas sociales. En 1939, y dependiente del Ministerio de Trabajo, se crea el Teatro Obrero, dirigido por Celestino Riera. En 1946 se reorganiza bajo la dirección de Luis Peraza y toma el nombre de Teatro del Pueblo, hasta 1958, en que se hace

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cargo Román Chalbaud y pasa a denominarse Teatro Nacional Popular (TNP), cuyos objetivos eran los de "llevar el arte teatral, la cultura a las mayorías, a las clases menos pudientes y en forma gratuita" (Teatro Nacional Popular de Venezuela 1963). En su repertorio se contó con obras de García Lorca, César Rengifo, Román Chalbaud, José Ignacio Cabrujas, Molière y otros. Luego, el grupo fue adscrito al Instituto Nacional de la Cultura y Bellas Artes (INCIBA), nombrándose como su nuevo director al dramaturgo José Ignacio Cabrujas. Este se propuso como objetivo del teatro popular la "incorporación de nuevas audiencias" al teatro, crear las "bases de una profesionalización del hombre de teatro", desarrollar el teatro en la provincia, apoyar la dramaturgia nacional, elevar las condiciones teatrales del espectáculo y hacer participar al teatro en los medios de comunicación masivos (Tarre Murzi 1972, 168). En suma, se pretendía crear un teatro oficial, similar al TNP francés o al National Theatre de Inglaterra. Sería el propio Cabrujas quien, luego de los ocho meses (enero a agosto de 1972) que logró sobrevivir, resumía la experiencia como "frustrante e inconexa", al expresar con amargura que concebido como un adorno cultural el teatro ha soportado su propia inutilidad [...]. Adorno al fin, el teatro en los últimos veinte años presentado como reglón del presupuesto nacional no tiene la jerarquía del capítulo 'coktailes y agasajos* [...]. Se trataba, en efecto, de un 'Teatro' impedido de hacer teatro; 'Nacional', sin ninguna posibilidad de recorrer el país y 'Popular', sin espectadores. Verdadero absurdo que tampoco podía eliminarse porque era "imposible presupuestariamente su desaparición" (ibíd., 176). El TNP venezolano en su corta existencia sólo alcanzó a presentar cuatro obras: Ricardo III, Cementerio de automóviles, Sueño de una noche de verano y Ubu Rey. Debido a estas obras recibió fuertes presiones del mismo gobierno que veía en el duque de Gloucester la síntesis de un personaje político local, la prensa vio estos montajes en términos "sacristanescos", casi religiosos, con fuerte intolerancia y hasta en los propios organismos del Estado vieron estos montajes como un peligro, a tal punto que el texto de Ubu Rey fue cortado y censurado. Esta experiencia sería retomada diez años más tarde por el propio Cabrujas cuando planteó la creación del Teatro Nacional de los Trabajadores, en convenio con la Central de Trabajadores de Venezuela, con resultados similares. Otra de las experiencias que se inscriben en este concepto del teatro popular la constituyó el denominado Teatro de los Barrios. A fines de 1970, y por iniciativa de Carlos Suárez Radillo, quien ya había tenido un proyecto similar, logró el respaldo oficial de cinco instituciones del Estado que firmaron un

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convenio para realizar este proyecto1. El objetivo del Teatro de los Barrios era el de crear actividad teatral "en las comunidades populares que se convierta en el eje de un amplio movimiento de culturización mediante la participación de dichas poblaciones marginales" (Suárez Radillo 1978, 352). La idea subyacente en este esquema de "promoción popular", tan en boga en aquellos años en Latinoamérica, era la de producir un acercamiento a las capas marginales a través de la cultura para transformarlas y crear una conciencia colectiva de sus problemas y una conducta positiva en la solución de los mismos. El teatro en este caso se convertía en un instrumento de penetración cultural. El trabajo se efectuó en doce barriadas y consideró un repertorio de obras clásicas (Cervantes, Molière, Shakespeare), grandes autores universales (Pirandello, Casona, Gogol, O'Neill), autores latinoamericanos (Dragún, Carballido, Cuzzani) y autores venezolanos (Rengifo, Michelena, Guinand), además de incluir obras infantiles, títeres y lectura de poemas. El balance de su primer año de realizaciones era positivo, concretaron doce estrenos que fueron puestos en escena por once grupos comunitarios, contando con treinta y siete personas en su producción. También era un éxito el haber logrado reunir y hacer funcionar a cinco instituciones oficiales en torno a un proyecto de teatro popular. Mas, en los últimos meses de la fase piloto del proyecto cambiaron las cosas: apareció la indiferencia de los organismos, la falta de cumplimiento en los compromisos económicos y la burocratización administrativa que atentaron contra su continuidad. Tal vez, lo más grave de todo fue que al abrirse un medio para la expresión y comunicación popular, comenzaron a manifestarse sus problemas locales y el teatro se transformó en el canal de expresión crítica y renovadora de una situación social insostenible. Esto, naturalmente, lastimó intereses del gobierno que ejercían el poder y mantenían el proyecto, lo cual trajo consigo presiones y limitaciones que obligaron a sus autores a abandonarlo. Quienes pensaron desarrollar un auténtico teatro popular y un generador de nuevas formas de comunicación y apreciación cultural tuvieron que claudicar ante la evidencia de una realidad que no pudieron superar, la cual ellos mismos constataron al expresar que a lo sumo ha fracasado un sistema que, aunque teóricamente preconiza la participación del pueblo en las decisiones, en la práctica pretende limitar esa participación [...] imponiéndole al pueblo valores, predeterminados también, que no tienen por qué ser necesariamente los suyos (ibíd., 362).

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INCIBA, Fundateatros, Instituto Nacional de Capacitación y Recreación de los Trabajadores, INCRET, y Secretaría Nacional de Promoción Popular dependiente de la Presidencia, que en ese momento era de inspiración socialcristiana.

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La dramaturgia popular de César Rengifo Una de las dimensiones más interesantes y menos conocidas del teatro popular venezolano lo ha constituido la existencia de una corriente de autores comprometidos que comienzan a destacarse en la escena a partir de la década del cincuenta. Estos son los años en que en el país se posibilitó la aparición de una corriente teatral de cuestionamiento de su realidad social y que tendió a expresar valores populares. Estos aspectos quedan de manifiesto en la obra de César Rengifo. En esta dramaturgia fueron evidentes su implicación política y su denuncia o enjuiciamiento —explícito o implícito— de los desequilibrios de su sociedad. La obra de Rengifo comienza a aparecer en Venezuela a fines de los años treinta. En esta época se evidencian, igualmente, los primeros cambios significativos de una cultura que venía gestándose en el seno mismo de una sociedad profundamente oprimida, como lo fue la denominada era gomecista (19081936). La dramaturgia de Rengifo produce su primera obra en 1938, al mismo tiempo que surge un grupo de gente de teatro con similares inclinaciones que se propone un cambio en el teatro. De esta forma, la obra de César Rengifo y el desarrollo de un teatro moderno venezolano, se vieron estrechamente relacionados con los hechos históricos, políticos y culturales que sacudieron al país desde inicios del presente siglo2. A través del desarrollo de la escena moderna venezolana, destaca con nitidez la presencia de Rengifo como uno de los principales exponentes de un teatro de orientación popular. Su obra, bastante extensa, está compuesta por cuarenta y una piezas (y cinco esquemas), gran parte de las cuales son desconocidas— sólo en 1989 apareció publicada su obra completa. Además, Rengifo, debe ser considerado como uno de los pocos autores en América Latina que ha producido una reflexión profunda sobre la situación sociopolítica de su país. Ha sido considerado también un autor crucial en el desarrollo del teatro venezolano, "no se parece y se separa de lo que hasta entonces se escribía" (Azparren 1980, E-2), con lo cual se ha ido realzando su figura en el tiempo, en el contexto nacional y latinoamericano. A pesar de haber obtenido numerosos premios por su teatro, y del más alto nivel, como el Premio Nacional de Teatro, en 1980, ninguno de los grupos teatrales conocidos como profesionales en su época, produjo alguna obra suya. Todas sus piezas fueron siempre presentadas por conjuntos estudiantiles, por grupos de aficionados, en festivales y en sitios populares. En 1980, la Compañía Municipal de Teatro del Distrito Sucre, en Caracas, produce la primera obra dirigida por un director profesional, Armando Gotta. Este estrenó su pieza Las mariposas de la oscuridad, escrita a comienzos de la década del cincuenta y mantenida inédita hasta esa fecha. Era éste el mismo año, en que se le conce-

2

Cf., por ejemplo, Hernández 1979 o Suárez Radillo 1976.

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de el Premio Nacional de Teatro. Ni este estreno, ni la recepción del premio pudieron ser recibidos por Rengifo, quien fue aquejado súbitamente por una enfermedad que le ocasionó su fallecimiento. En 1985, la Compañía Nacional de Teatro reestreno su pieza Lo que dejó la tempestad (1957), dirigida por José Ignacio Cabrujas. César Rengifo (1915-1980), caraqueño, dramaturgo, pintor, profesor y periodista, llega al teatro luego de publicar un libro de poemas, en 1937. Lo hace motivado por la idea de que a través de un lenguaje poético, éste "podría hacerse más trascendente, más extensivo" (Espinoza 1975, 81). Previamente, en 1931, ya había escrito algunas obras de teatro infantil. A pesar de que sus obras no eran llevadas a la escena, siguió escribiendo hasta los años cincuenta cuando se dieron mejores condiciones para hacer posible esta realidad. Su primera obra conocida, Por qué canta el pueblo (1938), está centrada en la lucha contra la dictadura gomecista, mostrando ya lo que sería su temática a lo largo de toda su vida, un compromiso con la realidad venezolana a través de varias épocas, las más importantes desde el punto de vista del papel protagónico del pueblo. Su labor como pintor también siguió esta misma orientación. Parte de ella está estrechamente relacionada con su obra teatral, como lo muestra su mural sobre el mito de Amalivaca (1956), ubicado en el centro de Caracas y cuyo tema se ha reflejado en el conjunto de sus obras teatrales de carácter histórico (Paternina 1993). Su estilo plástico fue calificado por él mismo de realismo mágico, definido como "una transferencia de la realidad; una realidad decantada por mi sensibilidad y mi enfrentamiento con esa realidad", a través de la cual se expresó su visión sobre un arte en el que coexisten una actitud estética y otra más comprometida (Hernández 1980, C-l). La obra dramática de Rengifo puede ser ordenada siguiendo sus propias orientaciones sobre el tema (Azor 1980; Suárez Radillo 1972; Castillo 1980), lo que, igualmente, se ha prestado a fuertes discrepancias y a diferentes interpretaciones. En este sentido, se puede distinguir un primer grupo de obras de naturaleza histórica. Estas son las primeras escritas por Rengifo y por las cuales ha surgido la confusión sobre su orientación general. Entre éstas están Curayú o El vencedor (1945), Obsenaba (1957), Ifacuana (1960), Cuaricurián (1957) y Chiricuramay, cuyo centro temático será la etapa de la Conquista. Además, se pueden mencionar Soga de nieve (1954), Joaquina Sánchez (1952) y 19 de abril (1959), cuyo tema es sobre las guerras pre-independentistas. La Independencia propiamente surge en obras como Manuelote (1950), María Rosario Navas (1964) y Esa espiga sembrada en Carabobo (1971). Otra temática histórica lo constituye el llamado Mural de la Federación, tal vez el más conocido, que incluye tres obras que conforman una unidad tras la figura del héroe Ezequiel Zamora, personaje, sin embargo, ausente en ellas, Un tal Ezequiel Zamora (1956, producida en 1983), Los hombres de los cantos amargos (1957,

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producida en 1967) y Lo que dejó la tempestad (1957, producida en 1961 y 1985). Esta parte de su obra se relaciona exclusivamente con la historia de su país. Es la sección más difundida en colegios, grupos juveniles y por algunos críticos de teatro. Por esta razón, equivocadamente, se ha tratado de generalizar diciendo que toda su poética es de tipo histórico. El crítico Leonardo Azparren (1967), por ejemplo, ha señalado con referencia a esto que el valor de la obra de Rengifo estaría dado especialmente por ser "un intento de redescubrir Venezuela a través de su propia historia" (56). Siguiendo esta misma línea de pensamiento, Susana Castillo (1980 y 1981), por otra parte, encuentra en un dramaturgo venezolano del siglo pasado, Adolfo Briceño Picón, un antecedente al teatro histórico nacional que se continuaría en la persona de César Rengifo (33 y 26, respectivamente). Es evidente que confundir esta parte de su obra con el conjunto de ella ha llevado a emitir juicios que tienden a reducirla y a quitarle su real valor como elocuentes documentos de la época, de denuncia social y de profundo compromiso con lo popular, que el autor ha desmentido categóricamente, reafirmando su verdadera intención de la forma siguiente: Muchas veces se ha dicho que mi teatro es eminentemente histórico, y no es así. Mi obra se apoya en lo histórico para llamar la atención sobre hechos actuales. En América Latina, el teatro tiene que ser un arma de combate que ayude a la revolución [...] Debe ser un teatro al servicio de estas luchas, sin que deje de tener una alta calidad estética (Espinoza 1975, 82). En efecto, su obra también descubre otros temas igualmente relevantes, en cuanto a número de obras y proyección, que poco se mencionan, como lo constituye el tema del petróleo, por ejemplo. Este ha sido mostrado en obras como El vendaval amarillo (1954), Las torres y el viento (1956), El raudal de los muertos (1969), En mayo florecen los apamates (1943), Yuma (1940), Las mariposas de la oscuridad (1951), así como también en obras que el autor denominó "producto de las consecuencias del petróleo", entre las que se cuentan Una medalla para las conejas (1966), Buenaventura chatarra (1960) y La fiesta de los moribundos (1966). Finalmente, queda un tercer grupo de sus obras que se relacionan con la marginalidad y otros temas variados, entre las que figuran, entre otras, Harapos de esta noche (1945), La sonata del alba (1954), Un fausto anda por la avenida y Volcanes sobre el Mapocho (1979). Algunas de estas últimas obras formaron parte de un proyecto que el autor concibió dentro del "ámbito americano" y que tenía como fin cubrir los problemas más graves del continente, lo que muestra nuevamente el verdadero sentido de la obra de Rengifo, comprometida, popular y de profundo sentido latinoamericano (Azor 1980, 24). Por su obra dramática, Rengifo obtuvo numerosos premios, entre los que destacan los obtenidos en los festivales nacionales (1961, 1967), Premio

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Ollantay otorgado por el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT, 1979) y el Premio Nacional de Teatro, en 1980. Se podría señalar, además, que el tema petrolero aparece de lleno por primera vez en la escena venezolana con su obra El vendaval amarillo (1954). Con ello, el dramaturgo abordó desde muy temprano uno de los "temas ausentes" en la escena nacional y que tanta trascendencia ha tenido, aun cuando la obra fue publicada trece años más tarde. El vendaval amarillo, fue escrita en un pueblo de los páramos andinos de Venezuela, Burbusay en el Estado Trujillo, a cuyos habitantes Rengifo dedicó la obra. Este poblado se encuentra relativamente cercano al sector oriental del Lago de Maracaibo, referido en la pieza. El tema trata de la vida en un poblado campesino denominado en la obra Pueblo Viejo, que en la realidad corresponde a Lagunilla de Tierra, lugar que tras llegar las compañías petroleras fue invadido por éstas, destruido y luego trasladado a otro sitio que se denominó Lagunilla de Agua, situado en las márgenes del mismo lago. La acción transcurre entre los años 1938-1939. Debe tenerse presente que esta obra inicial sobre el tema fue escrita a comienzos de los años cincuenta, cuando todavía el tema petrolero no tenía el realce que alcanzaría después. No obstante, es una muestra contundente de la visión que Rengifo lanza sobre la transformación que se estaba efectuando en su país, además de ser una interesante propuesta dramatúrgica en aquel entonces. Desde este punto de vista, esta pieza representa el pensamiento de toda una corriente de intelectuales venezolanos que desde un comienzo advirtieron lo grave que sería continuar con una política de expansión petrolera sin tomar medidas en otros órdenes de la vida nacional. Por otra parte, la obra hace sentir su estilo realista, diferente al tradicionalmente conocido como de un traspaso fotográfico de la realidad. Esta es, más bien, un relato analítico y una visión crítica de la realidad nacional con el fin de promover un cambio de actitud en la conciencia nacional. Aun así, el estilo predominante que utiliza el autor es un claro realismo crítico, que se apoya en las propias determinaciones que César Rengifo ha subrayado al referirse al tema: Hay que penetrar la realidad y extraer su esencia y retomarla estéticamente. El espectador recibirá entonces, a través de lo formal estético, la conmoción sensible necesaria para poder captar y mirar en profundidad una realidad, y actuar sobre ella. Eso es lo que busco en la pintura y en el teatro (Bravo-Elizondo 1981, 26). El problema de fondo que señala su autor en esta serie de obras sobre el petróleo es el de asumir una responsabilidad artística frente al conflicto nacional que ha resultado del cambio del sistema de producción agrícola al petrolero. Este es el compromiso que el autor propone. El caso venezolano resulta de una relevancia para toda América Latina, por cuanto muestra el desarrollo generado por la explotación de una de sus riquezas

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naturales por compañías extranjeras. Empresas estadounidenses y angloholandesas obtuvieron sus concesiones mediante el pago de impuestos o bien, a través de la compra de las propiedades privadas, modalidad ésta última muy practicada durante las primeras décadas de este siglo. Venezuela surgió así como un país exportador de petróleo en los años veinte, sin superar su condición de exportador agropecuario, campo de actividad ejercido por una clase, cuyo escaso grado de integración social obstaculizó incluso la formación de un estado nacional sólido. Son importantes en este aspecto, por tanto, las fechas entre los años veinte al cuarenta y cinco, como lo subraya el economista Sergio Aranda (1977), pues serían de transición de una economía agrícola estancada, a otra de tipo, "más pujante y más dinámica, cuyos lineamientos futuros no aparecen nítidos todavía". En esta etapa caduca lo viejo y no emerge con claridad lo nuevo. El único sector que destacará en estas condiciones será el del capital en el petróleo. A partir de la crisis que se produce en los años treinta, se pone fin a toda esa fase, dando paso al establecimiento de la Venezuela que se prolonga hasta la actualidad. Este mismo análisis de la realidad no escapó tampoco a la atención de Rengifo, quien pudo señalar con bastante lucidez el lugar que le correspondía a este tema en este contexto histórico, al expresar que: Con el borbollón del primer pozo de petróleo, brotado en Zumaque en 1914, el mito de El Dorado regresó a la Tierra de Gracia, como llamara Colón a la que posteriormente habría de ser Venezuela. El mito de la riqueza fácilmente encontrada, de la posibilidad inmediata, del logro sin esfuerzos, del torrente dorado llegando por todas vertientes hasta las manos más audaces, hizo presa en la mente de varias generaciones. [...] La mayoría de los ojos y de las mentes se hallaban encandilados por el brillo de la riqueza presentida, que casi se dejaba tocar por los ávidos dedos extendidos. [...] Todos los valores sociales y morales se invirtieron, y sobre un espejismo dorado, se volcó el vendaval devastador. Sobre los pueblos del interior paso él, oscuro, aullante, dejando sólo baja demografía y desolación. [...] Un país sin memoria requiere los testimonios: esa sería la respuesta para quienes pregunten el por qué esta pieza (Suárez Radillo 1972, 59). Debido a esta preocupación Rengifo siempre se apoyó en la juventud de su país. El desafío y la alternativa del cambio, desde su punto de vista iba dirigido esencialmente a la juventud, a la que Rengifo consideró como las verdaderas reservas nacionales, analogía hecha respecto de las reservas de hidrocarburos, a las que acudiría para realizar este cambio, sobre las nuevas generaciones de venezolanos se asienta mi optimismo y se retira mi pesimismo. Estamos sufriendo una

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tormenta de lodo y de detritus, pero escarbando un poco están las piedras luminosas que permitirán seguir adelante (Hernández 1980, C-l). Esa juventud ha sido la que ha tomado sus obras para producirlas. Han sido grupos juveniles de barrios caraqueños y de la provincia, los que ponen en escena sus obras. Algunos, como el grupo T-POS, se declaran herederos de su teatro y de toda la línea popular que viene de su dramaturgia y del trabajo con el grupo Máscaras. En la historia del teatro venezolano, la obra de Rengifo no ha sido perfectamente conocida sino hasta fines de la década del setenta. Es posible que la gran causa de esto lo constituya su temática, alejada de las líneas del teatro tradicional de su país. Por su amplia trayectoria llegó a constituirse en uno de los grandes autores venezolanos y de Latinoamérica. Estudiosos de su teatro lo sitúan a nivel de los más importantes dramaturgos que ha tenido el continente durante este siglo, conjuntamente con Florencio Sánchez, Eduardo Gutiérrez, Antonio Acevedo Fernández y José A. Ramos (Rodríguez 1980, 7), todos los cuales encaminaron un teatro de compromiso con su realidad, explorando temáticas similares, buscando transformaciones sociales, presentando la influencia del poder político, la penetración de intereses extranjeros, la explotación de sus recursos naturales y el punto de vista de los pobres. A lo anterior, y junto a sus cualidades artísticas, Rengifo sumó una amplia calidad humana que traspasó las fronteras de su propio país: Polémico, discutido, negado en su propio lugar; representado en Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba, Canadá, Rumania; antologado en México, Estados Unidos, España. Traducido a numerosos idiomas, padre del teatro moderno venezolano, ya es un clásico de nuestra escena. Quedan muchas de sus obras sin estrenar ni editar. Tarea importante será en un futuro próximo colocarlas en conocimiento del pueblo venezolano, al que dedicó todo su quehacer y es el que ha reconocido su extraordinaria trayectoria (ibíd., 10). Sin duda, César Rengifo es uno de los exponentes más claros del teatro popular contemporáneo, venezolano y latinoamericano, y su dramaturgia señala uno de los aspectos que ha tenido realce y proyección, más allá de sus fronteras y de su propio tiempo. Su inclusión en esta presentación es un reconocimiento a su vasta labor dramática y, en especial, al desarrollo de una dramaturgia popular que marcó una época en Venezuela.

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Las corrientes dramáticas modernas Tal y como se ha podido apreciar a lo largo de esta presentación, el panorama teatral venezolano, afectado fuertemente por su contexto socioeconómico y cultural, ha tenido constantes variaciones y no parece estabilizarse sino a partir de los años cuarenta. A pesar de que la situación general en esta década no es estable ni mucho menos, en el aspecto cultural se fue configurando una etapa de transición que terminaría por definir un teatro moderno. Este salto cualitativo se produce por la llegada al país de instructores que a la larga dieron configuración al esquema teatral nacional. En 1945 llega procedente de España Alberto de Paz y Mateos, luego en 1947, llegaría Jesús Gómez Obregón procedente de México y a fines de la década (1949), llegan Juana Sujo, Francisco Pettrone y Horacio Peterson. Sus influencias serían decisivas en el devenir futuro. Alberto de Paz, insistiendo en un repertorio hispano, da a conocer autores realistas y es el iniciador del teatro como espectáculo. Sus discípulos luego formaron el gran movimiento del teatro universitario de los años sesenta, cuyo máximo exponente lo constituyó Nicolás Curiel (Director del Teatro de la U.C.V.), quien introduce la obra de Brecht en Venezuela y será el lugar en donde se formaron autores como Román Chalbaud y José Ignacio Cabrujas —que también reconoce significativa influencia del saínete criollo de comienzos de siglo, ya mencionado—, quienes en los años setenta conformarían un teatro popular de gran éxito. Gómez Obregón inicia a los actores nacionales en el método de Stanislavski y prepara la base para la futura Escuela Nacional de Artes Escénicas. Retoma la herencia de Rengifo y profundiza un teatro con contenido social. De sus estudiantes se forma el Grupo Máscaras (1951, liderizado por el mismo Rengifo) y un grupo de gente de teatro comprometida con un teatro popular, entre la cual se puede mencionar a Gilberto Pinto y Humberto Orsini que tendrían un amplio desarrollo en los años setenta. Juana Sujo incentivó fuertemente la profesionalización del teatro y su desarrollo estético, dando gran respaldo al autor nacional, producto de lo cual surgieron autores del teatro experimental como Isaac Chocrón y grupos independientes que produjeron lo mejor de los autores vanguardistas del momento. Francisco Pettrone, que viene de la experiencia del Teatro Arena argentino, del movimiento independiente, impulsó un teatro popular muy crítico, aunque de corta duración. De Horacio Peterson, actor y director chileno, se conocieron los montajes del teatro clásico y de vanguardia. En los años sesenta se haría sentir la influencia de Juana Sujo, al desarrollarse un teatro moderno con fuerte influencia europea, con un desarrollo de un teatro experimental venezolano que se alejó de lo popular. Con los primeros festivales nacionales de teatro se dieron a conocer autores como Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas (1959), Román Chalbaud (1961). Pero, en los años

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setenta, al producirse la crisis de las vanguardias y de la experimentación, retorna la búsqueda por un teatro que mire la realidad social y se comprometa con su sociedad, de lo cual surgirían autores con intereses en la escena popular como Gilberto Pinto, Ricardo Acosta, Gilberto Agüero, herederos del Máscara, y Rodolfo Santana, considerado el continuador directo de la orientación de Rengifo, que restituyeron la tradición del teatro realista y popular, así como José G. Nuñez y Elisa Lerner, que retoman valores de las vanguardias experimentales. En esta época Rengifo escribió diez de sus más importantes obras. A partir de esta década comienzan los festivales internacionales de Caracas y la influencia de las nuevas corrientes latinoamericanas como la creación colectiva o la experiencia del teatro polaco, italiano o inglés (Chesney 1990). La década de los ochenta sería una década de transición en la que aparecen nuevas figuras que abren el espacio dramático hacia temáticas más actuales, no tratados entonces como son, entre otros, el caso de Ugo Ulive sobre la derrota de la guerrilla venezolana en los años sesenta, Mariela Romero e Ibsen Martínez con obras que exploran la realidad moderna venezolana, José Antonio Rial que con sus obras produce una reflexión sobre el poder, la libertad y la emigración, Edilio Peña con su teatro ritual sobre la libertad, José Simón Escalona con los temas de la juventud actual, Javier Vidal con temas de la historia contemporánea, Néstor Caballero, Carlos Sánchez (Premio Santiago Magariños, 1988) y Luis Chesney (Premio Santiago Margariños, 1989), que abordan temas sobre la crisis del país y que con sus propuestas aún en progreso han ido configurando otra forma de ver el país, más reflexiva, más profunda y más centrada en los problemas que aquejan a su sociedad.

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Venezuela y Latinoamérica en la obra dramática de Luis Chesney Lawrence1 Klaus Pòrti

La biografía de Luis Chesney Lawrence es un tanto peculiar: de ascendencia inglesa, nació en el año 1944 en Santiago de Chile, hizo su bachiller en Chile, y tras su estadía en Europa, regresa en 1975 a Latinoamérica y se instala definitivamente en Venezuela. De la Universidad de Southampton, en Inglaterra, recibe el título de Doctor en Filosofía y Letras, y como Licenciado en Artes por la Universidad Central de Venezuela de Caracas, imparte actualmente clases de Teatro Latinoamericano en el mismo centro2. Hoy en día, Chesney es un reconocido dramaturgo venezolano, y el centro temático de sus obras teatrales está dedicado casi exclusivamente a Caracas o Venezuela3. Esto muestra a un dramaturgo muy arraigado en su patria adoptiva, Venezuela. En El Mundo se le considera como dramaturgo "profundamente identificado con la redención latinoamericana" (13.1.92); El Diario de Caracas le califica de "extranjero culto" y escribe acerca de su obra Maribel un amanecer: "Chesney que maneja la óptica del extranjero culto, ha racionalizado el común sentir popular sobre las relaciones internacionales de Venezuela con sus vecinos [...]" (1.4.82). En el análisis de su obra dramática nos centraremos, sobre todo, en el tratamiento de sus temas preferidos, referentes a los problemas en Latinoamérica, la historia de Venezuela, en parte sin asumir, y Caracas como centro del presente conflictivo de Venezuela. La única pieza de Chesney que no aborda la temática latinoamericana es la obra de teatro infantil La guerra de las galaxias (1987/88), dedicada a su hija, quien, molesta por la programación infantil de la televisión inglesa, tildó los programas de "horribles"4. Esta obra musical está concebida para el teatro de títeres. El motivo de la música procede de la película del mismo nombre La guerra de las galaxias. Se muestra la lucha por la supervivencia entre las muñecas tradicionales (Barbie, Hombre-acción y Mario como payaso) y los robots modernos, que quieren dominar el mundo infantil —la acción transcurre en el jardín de infancia— y eliminar a las muñecas. Pero los robots pierden la batalla, ya que las muñecas les absorben toda la energía. La moraleja para los

1

Agradezco la traducción a Araceli Marín Presno. Cf. también sus escritos teóricos como El teatro del absurdo y el teatro político en América Latina (1994) así como El descubrimiento de América y el arte latinoamericano (1991). 3 Dispongo en total de ocho obras de Chesney Lawrence, en parte publicadas, en parte como manuscritos, cf. la documentación al final de este volumen, 401s. 4 Cf. la carta de Chesney a Pórtl del 7 de diciembre de 1995, en lo siguiente abreviada en "carta 1995". 2

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niños: los juguetes tradicionales, en comparación con los juguetes electrónicos, son más apropiados y fomentan la creatividad. El homenaje (1984) es una obra de teatro infantil en forma de manuscrito, con una temática muy nacional: Simón Bolívar (cf. carta 1995). El discurso del profesor de historia durante el acto ceremonial en honor al héroe nacional se convierte en un diálogo infantil entre la hija del profesor de diez años y Bolívar, que hacía un momento aún colgaba en la pared como retrato, pero que decidió salir del cuadro para conversar con ella. Las preguntas inocentes de la niña desmitifican al héroe, le convierten en un ser humano normal, pero al mismo tiempo Bolívar transmite ciertas advertencias a sus (jóvenes) compatriotas como no beber Pepsi-Cola y no decir "O'key", o sea, desprenderse de la dependencia de los Estados Unidos. El discurso oficial, cada vez más confuso, del profesor está lleno de fiorituras retóricas y finaliza en un conflicto de competencia entre él y el organizador. Sin duda alguna, ésta es una obra meritoria al querer acercar a la juventud venezolana la importancia y los méritos logrados por Bolívar. La agonía de los dioses (1991) escenifica un episodio de la vida de Galileo Galilei. El problema de Galileo se basa en el hecho de ser científico y católico. El discurso sobre la Nueva Hispania como supuesto paraíso es una reprimenda irónica dirigida a España, que esclavizó a los indios y despojó a América de sus riquezas. Las monjas que interrogan a Galileo le echan en cara el que se dejara comprar por los ciudadanos: "La ciencia que practicas tú es muy útil a tu clase, pero no ha descubierto la clave del universo" (76). La monja severa critica el arbitrio al que está sometida la ciencia en manos de los poderosos: "La ciencia no es poderosa por poseer la verdad, es todo lo contrario... la ciencia será verdadera porque llegará a ser poderosa" (76). A lo que contesta Galileo resignado: "Es la agonía de los dioses" (76). La pieza en un acto se centra en la retractación de su teoría, según la cual la tierra gira alrededor del sol, ante la Inquisición en el año 1633: dos monjas, una más severa y la otra con simpatía hacia Galileo, consiguen con la ayuda de un verdugo la retractación, que es presentada al inquisidor. En comparación con la obra de Brecht Leben des Galilei {La vida de Galileo Galilei), creada por la imposante noticia sobre la fisión nuclear lograda por el físico Otto Hahn, Chesney nos muestra sólo una pequeña parte de la vida ajetreada y poco heroica del científico Galileo Galilei, quien prefiere vivir en paz con la Iglesia y disfrutar de una vida burguesa con fruición a una existencia mártir por sus conocimientos científicos. Los diálogos diferencian entre una argumentación dialéctica de la monja 1, simpatía humana de la monja 2 y un Galileo irónico y sabihondo. El carácter de los interrogatorios y la tortura como climax garantizan una obra de suspense, que recuerda tanto al principio como al final a la obra Romulus der Große (Rómulo el Grande) de Friedrich Dürrenmatt, por el diálogo humorístico y ficticio de Galileo con un gallo.

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Chesney guarnece la obra con hechos actuales, a pesar del tema histórico: "El contexto religioso y la época misma (1600), dan actualidad a la modernidad y a lo continental" (El mundo, 13.1.92). América, América es una comedia trágica en dos actos (1985) en forma de manuscrito con reminiscencia a los dolorosos años 70 en Latinoamérica y está inspirada en la obra Die Antigone des Sophokles (La Antígona de Sófocles) de Brecht (cf. carta 1995). Hasta qué punto esta tragicomedia está basada realmente en la Antígona de Brecht, que asimismo es una adaptación de la traducción de Hölderlin, no se puede decir con exactitud. La actitud inflexible de América, una estudiante inteligente que se crió en una barriada de chabolas, ante el dictador del país recuerda vagamente a Brecht y Sófocles. En un prólogo nuevo a la Antígona de Brecht para una puesta en escena en Graz en el año 1951 se puede leer: "Les rogamos/ inquirir en vuestros ánimos proezas similares/ del pasado más reciente o la falta de/ proezas similares [...]" 5 . ¿Se acordaría Chesney de estas palabras cuando en el año 1975 terminó de escribir América, América:? La temática es muy latinoamericana. En un estado ficticio latinoamericano se sofoca una revuelta estudiantil contra el dictador, y la joven líder América es detenida durante una manifestación y llevada ante el dictador. En su último alegato, América se mantiene fiel a sus principios, a la esperanza de un futuro más justo y libre para su pueblo, y rechaza por ello un pacto que le ofrece el dictador. Los hechos tienen lugar, como subraya el autor en la primera acotación, a finales de los años 70 en un país con dictadura militar de América Latina. Las alusiones a las realidades latinoamericanas son evidentes: "desaparecidos, cárcel y muerte [...]" (15) son las palabras claves. Y la protagonista América, cabecilla de la revuelta estudiantil, se muestra solidaria con Chile que sufre bajo la dictadura de Pinochet (24). Su motivación se lee como la proclamación de una juventud latinoamericana crítica, harta de tolerar las estructuras fascistas en sus países: Pertenezco a una juventud que sólo ha conocido la tristeza de las miradas, el temor de las palabras y la eterna agonía de las sirenas que pasan por la avenida junto al mar. Yo, pertenezco a esa juventud de caras amargas, de ojos huidizos y de palabras codificadas... Por eso mi rebelión, si es que así se le puede llamar... O mejor, nuestra rebelión, América (31). Tampoco faltan las conocidas alusiones a la dependencia de los EE.UU. Una reportera comenta el lema "yanquis-go-home" (44), pero también expone la

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"Wir bitten euch/ Nachzusuchen in euren Gemütern nach ähnlichen Taten/ Näherer Vergangenheit oder dem Ausbleiben/ Ähnlicher Taten [...]". Cf. Bertolt Brecht: Gesammelte Werke, t. 6, Frankfurt 1967, 2328.

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opinión oficial, según la que, a pesar de toda la crítica, se necesita a los poderosos vecinos americanos: Estados Unidos puede estrangular nuestra economía, puede actuar a través [sic!] de la CIA en nuestro continente, puede imponernos tratados militares y vendernos la chatarra que quieran, pueden hasta invadirnos si así lo quisieran... Pero la cordura ciudadana indica que es mejor andar lento y con buenos modales (44). El tímido intento por parte de la Iglesia, representada por un obispo, amigo de juventud del dictador, de mostrar más comprensión por la juventud insurgente, se desvanece cuando finalmente el obispo exige "la verdadera libertad" (53). Durante la disputa final y decisiva entre el dictador y América, ésta le compara con dictadores latinoamericanos como Duvalier, Pinochet, Medid, Galtieri y Stroessner (58)6. Podría haberse salvado si se hubiese mostrado cooperativa. Original, pero curiosamente sin estrenar, es la comedia en dos actos Encuentro en Caracas (1991). Chesney precisa que el encuentro narrado entre el escritor Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier es pura ficción. Ignora si en realidad estos dos autores se encontraron alguna vez en Caracas, aunque ambos estuvieron viviendo en esta ciudad entre 1958 y 1959 (cf. El Mundo, 13.1.92). El ex embajador venezolano Don Angel y su encantadora sirvienta Columba mantienen relaciones sociales con Gabriel García Márquez, un autor aún desconocido, y Alejo Carpentier en Caracas. Imaginario es, como ya se dijo, el encuentro de los dos escritores y, en parte, la vida del embajador, quien no quiere revelar su verdadera identidad. Entre el principio y el final de la historia narrada transcurren once años, o sea, desde 1958 hasta 1968. Al final de la obra, Gabriel García Márquez es un escritor establecido de fama mundial y con residencia en Barcelona, Alejo Carpentier decide regresar a Cuba y el ex embajador, un esposo servicial de su ex sirvienta, que aún sueña con el romance vivido con Gabriel García Márquez. Caracas y Venezuela son la plataforma y el eje crucial en esta obra chispeante. Antes de partir a Cuba, Alejo le dice al ex embajador con nostalgia: "Venezuela completó mi visión de América [...] porque tu país es un compendio de todo nuestro continente [...]" (53). El ex embajador, asimismo melancólico, expresa su simpatía por Caracas con las siguientes palabras: "Caracas después de una dictadura [...] Caracas en el centro de América [...] libre, agitada [...] llena de poetas, escritores y revolucionarios [...]. Era como si aquí fuera a pasar lo más importante [...]" (61).

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François Duvalier, présidente de Haiti (1957-1971); Augusto Pinochet Ugarte, présidente de Chile (1974-1990); Emflio Garrastazû Médici, présidente de Brasil (1969-1974); Leopoldo Fortunato Galtieri, présidente de Argentina (1981-1982); Alfiredo Stroessner, présidente de Paraguay (1954-1989).

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Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier y El coronel no tiene quien le escriba (1958) de Gabriel García Márquez, que pertenecen a la época inicial de estos autores, nos ayudan a identificarlos. Y en una conversación irónica sobre "lo real-maravilloso" entre estos dos escritores se identifica de forma original el latinoamericano (cf. el segundo acto). Esta obra está caracterizada por elementos humorísticos en los diálogos y por situaciones cómicas que se repiten a lo largo de toda la obra, como, por ejemplo, los modales de Gabriel García Márquez, rudos, al anunciar su presencia por el intercomunicador, y poco convencionales, como de un enfant terrible encantador; o la situación embarazosa y ridicula del embajador al confundir los manuscritos de los dos escritores y comentarle, por equivocación, a Alejo el contenido de la novela de su colega Gabo; o la estereotipada escena del sumario de las noticias relatadas por la sirvienta durante el desayuno, situación que se invierte cuando ésta se casa con el ex embajador: ahora es él quien comenta las noticias y ella quien escucha tranquilamente mientras desayuna. Igual que Niu-York, Niu-York, esta obra tiene elementos típicos del teatro de bulevar, como el tono ligero e irónico en el diálogo y en la acción y, sobre todo, la constelación frivola de los personajes como la relación entre la sirvienta Columba y Gabriel García Márquez y su reminiscencia: "hace [...] justo diez años [...] el mismo año en que se produjo el asalto a mi virginidad" (60). Otro elemento es el tratamiento satírico de temas serios como el cambio de la actual sociedad burguesa o la revolución de Fidel Castro en el diálogo entre Columba, vestida de miliciana, y el ex embajador, o la actitud distinguida de las figuras como las experiencias en París del ex embajador o los aspavientos intelectuales de Alejo Carpentier con sus tesis prestadas de Sartre y de los surrealistas franceses. Al final, la escena muestra el decorado típico del teatro de bulevar: el espacio cerrado del salón de un penthouse. Otro indicio son los efectos escénicos bien estudiados: la situación de intimidad entre Gabo y Columba, interrumpida por el regreso inesperado del ex embajador, como efecto final del primer acto, o el primer beso tímido entre el ex embajador y Columba, frenado por la repentina visita de Alejo Carpentier. La obra Una historia de las tierras del cantón de Río Negro y el Gobernador Funes se remite a un punto concreto de la historia venezolana7. Chesney interpreta la obra como "una reflexión sobre la cruel perspectiva que espera a la nación venezolana si no soluciona pacíficamente sus diferendos limítrofes con Colombia y Guyana" (El Diario de Caracas, 1.4.82). En otra ocasión, Chesney menciona como puntos de referencia temáticos el problema económico que implicó la desaparición de la explotación del caucho latinoamericano. [...] En lo político, es una época don-

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Esta obra obtuvo el Premio Hispanoamericano de la Editorial Aguilar en el año 1981. Chesney desconoce si la obra fue estrenada en España, a pesar de que el premio implicaba, según las bases del certamen, el estreno de la obra (cf. carta 1995).

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de imperan los caudillos regionales, y el último de esa serie [...]. En entrada de todas las misiones [...]. ción de la permanente expoliación indígenas (El Mundo, 4.7.81).

siendo Funes el más sangriento lo religioso, es el inicio de la Y en lo social, es la constataa que han sido sometidos los

Los hechos contados en esta pieza tienen lugar en el antiguo Cantón de Río Negro, o sea, en la actual provincia del Amazonas en el sur de Venezuela, que a principios del presente siglo era el escenario de la explotación del caucho. Por su estructura dramática esta obra se concibe como teatro en el teatro. Se representa un programa televisivo transmitido en directo y caótico por las constantes interrupciones, objeciones y preguntas por parte del equipo del programa. El resumen irónico del animador: "Así Venezuela nunca será un país desarrollado" (61). Las fechas de los sucesos históricos, en parte escenificados, están documentadas y se remiten a hechos concretos y significativos del pasado, como el motín de los comerciantes de caucho contra el gobernador en la noche del 8 de mayo de 1913. Se recalca la brutalidad del comercio de caucho, dónde los indígenas siempre son las víctimas explotadas. Funes mata a disparos al gobernador en funciones después de una breve reprimenda acusadora, por haberse inmiscuido en las maquinaciones sin escrúpulos de los comerciantes de caucho, sin respetar el poder de la mafia irritada. Chesney se remite explícitamente a la novela La vorágine del año 1920 de José Eustasio Rivera, que refleja con autenticidad la explotación despiadada de caucho. El escritor del show cita literalmente a Rivera: "Al decir Funes, no he nombrado a ninguna persona en particular. Funes es un sistema. Es un estado de alarma, es la sed del oro y la envidia, muchos son Funes, aunque sólo uno lleve su nombre [...]" (68). Durante la insurrección de los indios en 1921, Funes es ejecutado, escena exhibida asimismo en el show televisivo. A la obra, que el animador llama "lección de historia" (82), le sigue un epílogo. Un historiador, un antropólogo y un indígena dan en pocas palabras su opinión acerca de los sucesos históricos. Chesney dirige, según el estilo didáctico de Brecht, la atención del público hacia la explotación despiadada de los indios: Funes, fue un capítulo más, el último de una larga historia de violencia en que Venezuela abandona a su población indígena y abandona la riqueza de sus recursos naturales que va a dar a manos de desconocidos aventureros. Ellos son los testigos silenciosos de su propia destrucción y la de nuestro país (83). El antropólogo incrimina a los misioneros de haber robado a los indios su identidad con sus intentos desalmados de conversión, y exige su expulsión de la región del Amazonas. El indígena confía en un futuro mejor y exige solidaridad para con los indios: "[...] lo único que deseamos es la solidaridad.

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Solidaridad para nuestra lucha, para nuestros hermanos del Amazonas y para todos los indígenas de Venezuela" (84). Sin duda alguna, es una obra de tesis programática que critica abiertamente la explotación y los negocios en el Amazonas a expensas de los indígenas, tanto ayer como hoy. Seguramente aún hoy es una cuestión espinosa en la política nacional del país, pero bajo otros presagios. Maribel un amanecer (1981)® es una pieza en un acto que cuenta la historia de dos existencias frustradas. Alberto es un ex guerrillero colombiano de Barranquilla y de origen humilde. Su identificación negativa incluye a todos los americanos fracasados de su generación: Yo nací en América, siempre viví en América y me desconozco. Siempre americano: sangre americana, sueños americanos y fracasos americanos. Si me preguntaran quién soy, diría que soy carros, basura, sótanos, oscuridad [...] (27). No ha logrado nada en la vida, y le finge a Maribel, a quien conoció en una pequeña y mezquina oficina en el sótano de un parking, ser un estudiante de derecho muy aplicado. Maribel es una mujer frustrada y alcohólica, una niña mimada de casa pudiente, que se comporta con aires provocativos. La relación de Alberto y Maribel está abocada al fracaso desde un principio, a pesar de que los dos estén buscando una pareja comprensible para combatir la soledad. La arrogancia de la venezolana deja notar su sentimiento de superioridad, como cuando se burla de Alberto al querer imitar éste el habla venezolana. Al ser un indocumentado, o sea un emigrante ilegal, es, según la opinión pública, de todos modos un ser de segunda categoría. Los prejuicios de los venezolanos para con los colombianos, que cruzan ilegalmente la frontera en los Llanos y en el Golfo, son profundos, por temor a una enajenación inmensurable: "es una invasión silenciosa" (25), por eso se puede leer: "los colombianos son nuestros enemigos" (ibíd.). Las palabras injuriosas de Maribel contra Alberto son similares: "Apátrida, Judas, imbécil, hijo de puta, marico" (21). El diálogo es irónico y vulgar; el curriculum insustancial de Alberto, presentado por Maribel en estado ebrio, tiene un marcado tono de ofensa: "tu padre y tu madre [...] fornicaron y fornicaron hasta dar nacimiento a nuestro querido tranquilino Albertico [...]" (11). Sin escrúpulos lo ataca: "Porque te capo, ¿oíste carajito?" (12). A pesar de haber pasado una noche juntos, un futuro compartido sobre esta base es imposible. Al final, ella le amenaza con una pistola y le abandona mientras éste atiende a un cliente. La obra transmite una atmósfera tensa, preeminente en Caracas por los inmigrantes ilegales; también los críticos hacen nota de ello:

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Esta obra se llevó a escena durante el VI Festival de Teatro Venezolano en 1983, en Inglaterra en 1987 y en 1991 de nuevo en Caracas en la Universidad Central de Venezuela (cf. carta 1995).

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Maribel [...] tiene que entrar en un tenso diálogo con un hombre —colombiano indocumentado— sobre diversos tópicos cotidianos, como la carestía de la vida, el corricorre de la política nacional y el infaltable tema del diferendo en el Golfo de Venezuela y la inmigración clandestina {El Diario de Caracas, 1.4.82). Niu-York, Niu-York (1987), estrenada en Caracas en 1989, es la obra más conocida de Chesney; aún hoy se lleva a escena en diferentes provincias venezolanas. Sobre todo "el poder de la risa como elemento catártico" (Ultimas noticias, 1.9.89) se menciona en la prensa. Chesney subraya que escribió la obra antes del 27.2.1989; en realidad, ya la había concluido en 1987. Según el director de la Compañía Nacional de Teatro, Ulive, se trata de "una obra muy chejoviana" (cf. carta 1995). Sobre la fecha 27.2.89 dice Chesney en concreto: Esta fecha tiene un profundo significado para Venezuela porque marca el momento en que los partidos políticos se vieron obligados a ceder espacio para la participación de la sociedad civil organizada, se termina el bipartidismo predominante y se inician las grandes reformas del Estado (elección directa de los candidatos, no por listas; descentralización administrativa de la cultura, aparición de nuevos grupos políticos de vecinos, de verdes, de militares, etc.) así como también pienso que marca el momento en que el Estado ya no podrá más financiar el presupuesto de la nación con los ingresos petroleros. Venezuela entra en crisis, 'toca fondo' y de allí no ha salido, ideas estas que no todos entienden bien (hasta cierto punto es inentendible que esto ocurra) porque por más de cuarenta años nadie se preocupaba de estas cosas ni tuvo necesidad de buscar trabajo o le faltó dinero. En lo personal, muestra mi amargura y mi visión como dramaturgo de ver que los artistas reciban tan duro golpe a sus actividades habiendo tantos recursos que se han malbaratado. La profundización de la crisis ha agravado todo y ha mantenido en cartelera la obra. Durante sus presentaciones han habido desmayos, lágrimas, ataques de nervios y conozco a un periodista que venía a todas las presentaciones de la versión de Prisma a ver nuevas cosas de la obra y a observar al público como reaccionaba (cf. carta 1995). En una entrevista dice Chesney que su mayor preocupación era el diálogo. El título de la obra lo tomó de la famosa película "Cabaret", protagonizada por Liza Minelli. La pieza es una toma de conciencia sobre el momento que estamos viviendo [...]. Cuatro amigos, actores [...] se reúnen para ensayar un show que antiguamente presentaban en locales nocturnos. A partir de sus frustraciones, que afloran al tiempo que ensayan, se va mostrando la importancia en que se encuentran en la actualidad, pues han

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cambiado ellos, han cambiado las condiciones del país. Es ahí donde la parábola comienza a darse [...] (Ultimas Noticias, 1.9.89). Niu-York, Niu-York es una obra de cuatro personajes al estilo del teatro de bulevar: un lugar cerrado, un matiz frivolo y sentimental en el diálogo, un ritmo ligero en la temática con crítica actual hacia los de la propia casta. Esto lo confirma asimismo Ugo Ulive en una carta a Chesney que precede al texto: Sentí que esa percepción del país que tienen unos cómicos de ínfima categoría era como un espejo de nosotros mismos, a veces teatristas y a veces teatreros, de frente, de espaldas o de perfil a una Venezuela que por lo general nos ignora (6). Podemos dar un paso más y decir que están trabajando chapuceros, del mismo modo que en el ámbito internacional se le otorga a Venezuela un papel subordinado en la política mundial de hoy. Sentimientos falsos, imaginarse un mundo ilusorio, la convicción de tener éxito, que en realidad es fracaso, son puntos temáticos que los actores son capaces de transmitir al público en la sala, cuando se siente aludido. Desde un punto de vista formal, las tres escenas podrían considerarse como actos breves; por su estructura y su extensión, sin embargo, tenemos ante nosotros una típica pieza en un acto compuesto por tres escenas. En la Escena primera se ensaya la primera prueba con los actores que Pedro había reunido. Pero el resultado es un fracaso. Carlos intenta en vano tocar un cuatro venezolano. Pero uno se empeña en tener éxito, un éxito que nunca existió. Tras el fallido intento de Carlos de cantar una canción de amor cursi, suena la sirena de un coche policía, por lo que los actores interrumpen por unos momentos el ensayo. El resonar de las sirenas parece ser dramatúrgicamente un hecho inmotivado, una observación en la que la crítica también hace hincapié. La Escena segunda muestra el ensayo general frustrado: Pedro presenta a Jonny como mago de trucos baratos— al final aparece la bandera venezolana de entre un pañuelo enorme; Sara baila un strip-tease decente; Carlos, presentador del show, cuenta chistes poco agudos hasta que, desesperado, entona la canción "New-York, New-York" de la película "Cabaret" interpretada por Liza Minelli. La Escena tercera muestra la recapitulación amarga: predomina el mal humor. Reconocen ser unos charlatanes de poca monta e incapaces de realizar algo productivo. Hace tres años querían presentar el mismo show, pero quedaron despedidos, porque Carlos desvalijó la caja. El contenido simbólico es evidente: el fracaso de los actores se puede equiparar con el fracaso de los venezolanos en la realidad política y económica de su país. Uno topa en el espejo con un caraqueño que piensa: "¡Estamos en crisis, viejo...! ¡No somos Niu-York, mierda...! ¡Somos... somos (quiebra su voz) Venezuela....! ¡Somos Venezuela, viejo...!" (45) En comparación con Nueva York, es decir, con una

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metrópoli estadounidense, uno se siente en Caracas como un nadie, como basura o mierda, como hemos oído. En la recepción se observa que la pieza es muy venezolana: [...] principal efecto es mostrar a la Venezuela de la crisis. La utilización de un lenguaje peculiar, de recurrir al humor como medio dramático y un estilo muy personal, que podría denominarse 'realismo tropical', otorgan a esta obra una sorprendente factura teatral9. Otro crítico opina: "Niu-York, Niu-York es la quimera de un tiempo muerto, la risa en época de bonanza [...]. De ese país sólo quedan los recuerdos de un gran show" (El Universal, 3.10.89). Para el crítico Carlos E. Herrera la obra es "una deliberada metáfora social" (El Nacional, 2.9.89); y Leonardo Azparren Giménez ve en la obra "una nueva perspectiva de la dramaturgia venezolana" (El Diario de Caracas, 28.8.89). Hemos analizado la obra dramática de Chesney, donde resalta la afinidad de los temas con el presente de Latinoamérica, la historia de Venezuela y Caracas, sus habitantes y problemas de hoy en día. Gran parte de su obra data de la década de los ochenta, pero escasean obras recientes de este decenio. Cabe esperar que dentro de poco podamos disfrutar de nuevo de la creación dramática, también con diferentes contenidos temáticos, de este dramaturgo prometedor.

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Cf. en Gaceta APUCV (1989), 10, 61: 37.

EPILOGO

La literatura venezolana vista desde la Argentina David Lagmanovich

El conocimiento mutuo no es la característica más destacada entre las que vinculan entre sí a las repúblicas americanas. Es irónico pensar ahora que nuestros prohombres de la época de las guerras por la independencia —Bolívar y San Martín, por ejemplo— se trataban entre sí de paisanos: consideraban, evidentemente, que pertenecían al mismo país, el de los "españoles de América". A esa sensación de fraternidad (tal vez indebidamente idealizada, no del todo real) sucedieron las muchas décadas, el largo siglo y medio, de la incomunicación y el desconocimiento. Quizá ahora estemos comenzando a remontar esa cuesta para asomarnos a un nuevo panorama, en el que comienzan a divisarse unos perfiles más nítidos. "Se ponen en pie los pueblos y se saludan. '¿Cómo somos?', se preguntan, y unos a otros se van diciendo cómo son", como dijo el gran José Martí (1891). En el caso particular de las relaciones culturales entre Venezuela y la Argentina, se aplican las generalidades que dejo consignadas. Hay, sin embargo, una consideración adicional que puede servir para paliar la dureza de ese juicio. En determinados momentos de la historia de mi país encontraron refugio en Venezuela numerosos argentinos, entre ellos escritores y otros intelectuales. Hablo en primer lugar de los años del gobierno autoritario de Juan Domingo Perón, entre 1946 y 1955, y luego, de las más despóticas y sanguinarias dictaduras militares de las décadas de 1960 y 1970. Refugiados argentinos —y no sólo ellos, sino también chilenos y de otros países de América Latinapudieron proseguir su labor intelectual y creadora en Venezuela, y eso nos puso en el camino hacia un nivel de conocimiento que, ahora sí, puede echar a andar con paso cada vez más firme. Mencionaré dos nombres a los que personalmente estoy ligado: hace varias décadas, el filólogo Angel Rosenblat; en años más recientes, el novelista Tomás Eloy Martínez. Permítaseme acotar: el conocimiento que deseamos debe despegarse cuidadosamente de la experiencia del exilio. Bien está encontrar refugio en suelo amigo y generoso cuando es menester huir del país propio; pero lo que nos interesa, de ahora en adelante, es pasar de un país a otro como aquél que tiene dos casas, en ninguna de las cuales se siente perseguido. ¿Cómo se ve, pues, la literatura venezolana cuando se la observa desde una perspectiva argentina? Es lo que procuraré desentrañar en estas páginas, como un ejemplo de relaciones culturales entre dos países del mismo continente. Lo mío es un estudio empírico y elemental, basado un poco en lo que sabemos entre todos. Y, casi está de más decirlo, hago estas reflexiones desde un punto de vista altamente personal, basado en mi experiencia de lector más que en mi profesión de docente y crítico; por el momento, no disponemos de datos más objetivos.

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1. Recuento En primer lugar, pensemos en las grandes presencias, aquellas que son casi obvias por la proyección continental de sus figuras. Está Simón Bolívar, por supuesto, a pesar de historiadores miopes que procuran encender rencillas postumas donde no las hubo en vida. Un grupo de profesoras de la Universidad Nacional de Salta —Alicia Chibán, Elena Altuna, María Laura de Arriba y otras— está actualmente llevando a cabo un proyecto de investigación titulado "Bolívar en los discursos de la historia y de la ficción", que presta especial atención a la proyección de la figura del Libertador en la ficción narrativa del continente. El enfoque adoptado, no menos que la idoneidad profesional de sus orientadoras, asegura la solidez del proyecto. Cuando llegue a su término, su publicación en forma de libro será una auténtica contribución al estudio de los aspectos literarios de la figura bolivariana en una perspectiva continental1. Está Andrés Bello, considerado simultáneamente como venezolano y como chileno. Bello fue estudiado detenidamente, en su poesía y en aspectos importantes de su ensayística, por Emilio Carilla, quien se ocupó también de las relaciones entre Bello y la Argentina (cf. Carilla 1992); quienes fuimos discípulos de Carilla aprendimos a leer a Bello como a uno de los escritores más originales de la época de la Independencia. También Juan Carlos Ghiano escribió páginas valiosas sobre el gran hombre de letras caraqueño. Algún aspecto de la obra de este escritor —y eso depende también, en alguna medida, del magisterio de Pedro Henríquez Ureña— está siempre presente en los cursos universitarios de literatura hispanoamericana que se dictan en la Argentina. Entre los narradores modernos, la otra gran figura muy conocida en el otro extremo de Sudamérica es la de Rómulo Gallegos. Su difusión entre nosotros fue siempre muy amplia. Claro está que el punto de arranque de su narrativa coincidió con una modalidad generalizada en la actitud de los novelistas y, lo que es igualmente importante, con una clara predilección de los públicos lectores. Los años de Doña Bárbara son también los de Don Segundo Sombra, los de muchas novelas rurales de Benito Lynch y cuentos campesinos de Juan Carlos Dávalos, los de un redescubrimiento —en fin— de nuestros paisajes y nuestra vida campesina. Sin desmerecer los altísimos valores de la obra de Gallegos, pareciera que ésta penetró, en la Argentina y en otros países de América, en el momento justo. Y, quizá por afinidades especiales entre las realidades de la pampa y de los llanos, su lectura y conocimiento han sobrevivido más que los de otras obras de la misma época que se dieron en otros países: más que Ciro Alegría y Jorge Icaza, por ejemplo. Hay que aclarar, sin embargo, que es sobre todo Doña Bárbara, y en alguna medida menor

1 Dos artículos recientes de Lagmanovich (1995) y Arriba (1995), publicados en una revista de la Universidad Nacional de Salta, Sede Tartagal (Argentina), manifiestan esta preocupación. Cf. también Arriba 1996.

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Canaima, prácticamente todo lo que se conoce en la Argentina de la vasta obra de este gran narrador. Junto a Gallegos, quizá un tanto tímidamente, ha comenzado a difundirse en mi país la figura de Teresa de la Parra; desde alrededor de 1960 hay ediciones argentinas de Las memorias de Mamá Blanca2. También en este caso hay posibles explicaciones. El fenómeno se inscribe dentro de un marco bastante amplio, que es el de la recuperación de la escritura de la mujer a todo lo largo y ancho del continente. Teresa de la Parra, María Luisa Bombal, Delmira Agustini y otras muchas escritoras de la primera mitad de este siglo son ahora buscadas con entusiasmo por quienes —hombres o mujeres— se interesan por la experiencia de la mujer en la literatura. Pero ese conocimiento también es desparejo. Valga aquí el ejemplo de Lucila Palacios: su novela El corcel de las crines albas (1949), en opinión de muchos la mejor de las suyas, fue publicada en Buenos Aires, por Emecé Editores, a comienzos de la década de 1950. Siendo yo muy joven la reseñé, admirativamente, en el periódico donde trabajaba; pero no sé si alguien más la leyó. La difusión de las obras literarias obedece a factores que no siempre tienen que ver con la existencia o ausencia de un apoyo editorial. ¿Estamos olvidando a algunos grandes escritores venezolanos del pasado, en esta revisión de lo que conocemos e ignoramos en la Argentina? Creo que no. Da vergüenza decirlo, pero la lista de escritores venezolanos importantes que, sin embargo, el público general argentino desconoce o apenas conoce, es harto dilatada. No son conocidos José Rafael Pocaterra, ni Julio Garmendia, ni Arturo Uslar Pietri (aunque en este caso hay quienes prestan alguna atención a su labor periodística); ni Antonio Arráiz3; ni Miguel Otero Silva, ni Guillermo Meneses. Orlando Araujo sólo es conocido por profesores y alumnos universitarios gracias a su libro sobre Gallegos, publicado también en Buenos Aires. Frente a tanta ignorancia, agrada registrar el hecho de que, con el advenimiento de nuevos aires narrativos en América Latina, algunos escritores venezolanos comenzaran a erosionar la barrera del desconocimiento por parte del público rioplatense. Sobre todo dos: Salvador Garmendia y Adriano González León. De Garmendia, de quien desconocemos toda su obra inicial4, se leyó mucho La mala vida (1968), considerada —en mi opinión con justiciauna de las narraciones centrales de aquella década. En el caso de González León, cuyos libros de cuentos iniciales son igualmente desconocidos5, fue País portátil (1968) el libro que más lo hizo conocer entre nosotros. El Premio "Biblioteca Breve" de la editorial Seix Barral sin duda ayudó; pero en todo caso

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En cambio, Ifigenia sigue esperando ser descubierta. Publicado también en la Argentina, al menos en el caso de El mar es como un potro, que apareció en una importante colección de la Editorial Losada. 4 Los pequeños seres (1959); Los habitantes (1961); Día de ceniza (1963). 5 Las hogueras más altas (1957); Hombre que daba sed (1967). 3

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la atención recaía —como en el caso de Garmendia, su compañero de generación— sobre escritores que estaban renovando el lenguaje y la concepción misma de la novela, y que aparecían en la escena literaria venezolana como legítimos continuadores de los maestros del pasado; en definitiva, estábamos asistiendo a la aparición de los nuevos maestros, como lo reconocieron Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama y otros críticos centrales de las décadas de 1960 y 1970. Resulta ilustrativo comparar lo que venimos diciendo con una polémica opinión formulada hace un cuarto de siglo por José Balza, que transcribe Juan Liscano en uno de sus libros: "la buena narrativa venezolana no excede un pequeño volumen de mil páginas, con letra grande y acentuados espacios en blanco". Y continúa: Páginas de Gallegos, fragmentos de Teresa de la Parra; un cuento de Pocaterra; uno de Julio Garmendia y otros de Díaz Solís y de Meneses; el frustrado proyecto de Cubagua; y de pronto un matiz inesperado en el lenguaje de Salvador Garmendia: sólo eso nos quedaría después de cualquier comparación universal6. Juicios de este tipo sobre la literatura del propio país parecen bastante drásticos, y más reveladores del estado de ánimo de quien los emite que del estado de la literatura nacional. Sin embargo, hagamos un esfuerzo por leer el párrafo en el contexto de lo que conocemos en la Argentina. Y entonces nos encontramos con que, allá, la mitad de los autores que Balza menciona como importantes, o al menos rescatables, son desconocidos: nuevo testimonio para una constatación —la de la incomunicación literaria— que ya va en camino de constituirse en una verdad de Perogrullo. Antes de seguir adelante, permítaseme decir que el único poeta venezolano moderno relativamente bien conocido en la Argentina es Juan Liscano. Eso se debe, sobre todo, a la frecuente aparición de artículos y poemas suyos en el diario La Nación, de Buenos Aires. En ese periódico, en 1978, el crítico David Martínez saludó la aparición de Rayo que al alcanzarme... opinando por ejemplo que "una poesía como ésta, abarcadora y siempre en aprehensión de totalidades, está más allá de su propio contexto; sólo es mensurable por su resonancia, por el sentido que su ordenación mental pueda promover en nosotros" (1978, 4). Otros libros de Liscano han sido reseñados también en los órganos característicos del establishment porteño, como la revista Sur1.

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José Balza en Papel Literario de El Nacional (Caracas), 7 marzo 1971; citado por Juan Liscano 1973, 33. 7 En Sur aparecieron varias colaboraciones de Liscano, y además se publicaron artículos sobre su obra en los núms. 283, jul.-ag. 1963 (por Guillermo Sucre) y 296, sept.-oct. 1965 (por Juan José Hernández).

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Anotemos también que Guillermo Sucre es altamente apreciado y reconocido, al menos en los ambientes universitarios, a partir de sus valiosos ensayos sobre poesía —La máscara, la transparencia (1985)— que en alguna forma obliteran su propia e importante obra poética. Y ya que mencionamos los ambientes universitarios, conviene recordar que la figura consular de Mariano Picón Salas gozó siempre de gran prestigio, y que al menos un libro de los que le fueron dedicados es obra de una argentina: me refiero a La prosa autobiográfica de Mariano Picón Salas, de Esther Azzario (1980). En cuanto a los autores dramáticos venezolanos, el desconocimiento es grande; y ello es explicable porque el conocimiento del teatro no depende tan sólo de la circulación de textos escritos —cosa que aquí casi no sucede— sino también, y en gran medida, de la vivencia misma del espectáculo teatral. Sólo puedo consignar dos o tres nombres. Uno es el de Isaac Chocrón, por haberse representado con frecuencia en la Argentina su obra Simón; el otro nombre es el de la joven Mariela Romero, quien ha establecido contacto con algunas personas que trabajan allá sobre temas del teatro hispanoamericano; y un tercero es el de José Ignacio Cabrujas, de reciente conocimiento en Buenos Aires (cf. Trastoy 1994).

2. Antologías: el cuento Cuando no llegan a un país en forma constante los libros de otro, y en consecuencia no es posible conocer en forma directa la producción narrativa, poética y ensayística, las deficiencias de esa situación pueden paliarse en alguna medida por la existencia de antologías de circulación general, continental o al menos supranacional. Sobre todo, y por razones obvias, estos instrumentos mejoran el conocimiento de cuentistas y poetas. Quisiera señalar algunos casos puntuales. En el caso de los cuentistas, la excelente y ya histórica antología de Ricardo Latcham (1958) proporciona ejemplos de una primera fila de narradores nacidos en las tres primeras décadas del siglo: Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses, Oscar Guaramato, Antonio Márquez Salas, Gustavo Díaz Solís y Héctor Mujica, con un cuento de cada uno. "La siembra de ajos", de Uslar Pietri, es una buena representación del tipo de relatos incluidos. Un poco más adelante, la antología de referencia del cuento en nuestras latitudes pasa a ser la que le debemos a Seymour Mentón (1986), cuya primera edición es de 1964. Venezuela no está muy abundantemente representada en esta compilación. Desde su primera versión aparece allí Uslar Pietri (con "La lluvia", un cuento casi emblemático), y en la tercera, al incorporarse una sección que cubre el período 1970-1985, aparece Luis Britto García con cuatro cuentos breves muy bien seleccionados de Rajatabla (1970). Para los argentinos, a partir de esta publicación de Mentón, Britto García —cuyos libros no habían circulado, ni siquiera circulan ahora— fue un verdadero descubrimiento: sus

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relatos podían ser leídos como propios, en el contexto de la historia del país y de la barbarie política desatada durante las décadas de 1960 y 1970. Una tercera antología del cuento latinoamericano, más reciente y más nutrida, es la de Julio Ortega, El muro y la intemperie (1989). La antología es nutrida, pero nuevamente, Venezuela no está representada en forma abundante. En efecto, hay tres nombres: Luis Britto García, con el bello microrrelato "Distancia"; José Balza, con una de sus piezas más representativas, "La mujer de espaldas"; y Alejandro Rossi, de quien el antologo incluye "El cielo de Sotero", del libro del mismo nombre (1986). La antología de Julio Ortega es excelente; pero, dado el tenor de las piezas de otros países que incluye, uno hubiera esperado encontrar más nombres de escritores jóvenes: por ejemplo, Laura Antillano, Ednodio Quintero o Francisco Massiani, por citar algunos. Finalmente, aunque se trate de una antología que está lejos de haber alcanzado difusión fuera de Venezuela —mi propio conocimiento de ella es accidental— quisiera mencionar el breve volumen Nuevos narradores de Venezuela, de Elí Galindo y Luis Camilo Guevara (1985). El empeño es modesto desde los puntos de vista gráfico y tipográfico, pero en poco más de 100 páginas los compiladores logran presentar muestras de la labor narrativa de Orlando Chirinos, Ednodio Quintero8, Sael Ybáñez, Earle Herrera, Humberto Mata, Asdrúbal Barrios, Laura Antillano9, Gabriel Jiménez Emán, Benito Yradi, José Napoleón Oropeza, José Gregorio Bello Porras y Antonio López Ortega. Desde luego, la diferencia está en que este librito es una antología a la vez nacional y generacional, como lo indica el título. Tal vez sea éste, en definitiva, el tipo más útil de estos instrumentos, siempre desde la óptica de quien quiere asomarse, desde fuera, a la producción literaria de un país.

3. Antologías: la poesía Examinaré ahora, por orden de aparición, cuatro o cinco antologías de poesía hispanoamericana, para ver cómo está representada en ellas la poesía venezolana. La primera de ellas tiene bien merecida fama: es la de José Olivio Jiménez (1971), que cubre —eso si— un período que ya no es muy reciente: de 1914 a 1970. Dentro de ese lapso temporal, el libro reconoce la presencia de dos grandes poetas venezolanos: Miguel Otero Silva y Vicente Gerbasi, ambos bien representados mediante selecciones de sus libros principales. Por su parte, la antología de Jorge Rodríguez Padrón (1984) se propone una ampliación en diez años de ese marco temporal, que comienza prácticamente en el mismo punto de José Olivio Jiménez pero llega hasta 1980. Las selecciones ofrecidas son bien amplias, y eso, además de la considerable extensión de la

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Entre ellos su magnífico, aunque borgeano, cuento "Valdemar Lunes el inmortal". Su sutil y sugestivo "Le dije: —es la vida— y no la vi más".

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introducción, limita el número de poetas incluidos. Nuevamente, Venezuela aparece aquí representada por dos autores; una muestra a todas luces insuficiente, pero al menos ellos corresponden a dos generaciones distintas. Se trata de Juan Liscano, nacido en 1915, y Luis Alberto Crespo, quien nació en 1941. En el mismo año de 1984, la revista norteamericana INTI publica un número especial dedicado al tema "Catorce poetas hispanoamericanos de hoy". Se trata de ensayos introductorios, seguidos por una selección de poemas bastante abundante en cada caso. Entre estos catorce poetas seleccionados aparece el venezolano Eugenio Montejo (1938), presentado por Pedro Lastra, el fino crítico y poeta chileno. Un año más, y un paso más: la antología organizada por el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda (1985). En este vasto emprendimiento —más de 500 páginas de generoso formato— Venezuela aparece mejor representada que de costumbre. Son seis poetas, que enumero por orden de precedencia cronológica: Vicente Gerbasi (1913), Juan Liscano (1915), Juan Sánchez Peláez (1922), Rafael Cadenas (1930), Guillermo Sucre (1933) y Ramón Palomares (1935). Es una buena muestra y, como se ve, se amplía el registro, aunque todavía sin llegar a las promociones más recientes: ya en el momento de aparecer el libro se ignoraba la presencia de todo poeta menor de 50 años. Las antologías de Jiménez, Rodríguez Padrón y Cobo Borda tienen la ventaja de haber aparecido en casas editoriales de amplia difusión, como son respectivamente Alianza, Espasa-Calpe y el Fondo. Igual cosa pasa con la siguiente, de Julio Ortega (1987), publicada por Siglo XXI. Es una excelente antología, que compensa el poco espacio otorgado a cada poeta con una selección actualizada, vivaz y desprejuiciada10. Precisamente por ello, la poesía venezolana podría estar algo mejor representada, no en calidad —pues ella es inobjetable— pero sí en cantidad. De los 82 poetas incluidos, cuatro son venezolanos: Vicente Gerbasi (1913), Juan Sánchez Peláez (1922), Rafael Cadenas (1930) y Eugenio Montejo (1938). Dentro del espacio asignado —problema de muchas antologías— Ortega lleva a cabo un ejemplar trabajo de selección y presentación; como digo, sólo hubiera sido deseable una muestra un tanto más amplia. Finalmente, una antología venezolana de poetas venezolanos: la magnífica de Javier Lasarte (1991), que presenta a cuarenta poetas con obra publicada entre 1967 y 1990. Un buen estudio preliminar, una excelente y amplia nómina de poetas y muestras representativas de cada uno hacen de este libro, en mi opinión, un instrumento indispensable para quien desee iniciarse en el conocimiento de la poesía venezolana de hoy. Un aspecto complementario pero importante de esta antología es que, entre los 40 poetas en cuestión, hay alrededor de una docena de mujeres, mientras que no hay voces femeninas venezolanas ni en las antologías de cuentos ni en las de poesía elaboradas fuera de aquel país.

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Como lo muestran sus inclusiones de poesía cubana.

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4. Una imagen parcial Como en una película que comenzamos a presenciar cuando ya ha comenzado y sin saber si vamos a estar presentes en el desenlace, desde la Argentina miramos la literatura venezolana con interés y cariño, pero a la vez con la sensación de que deberíamos contar con muchos más elementos si queremos llegar a una comprensión plena del fenómeno. En cuanto a los narradores, sin olvidar los demás que he ido mencionando a lo largo de estas páginas, parece ineludible que se difunda en la Argentina la obra del prolífico José Balza (1939), ahora apuntalada por la publicación de Medianoche en video 1/5 en un sello de amplia difusión continental11. A los argentinos, Balza y Luis Britto García (1940) nos parecen interesantes ejemplos de una escritura experimental, exploratoria, arriesgada. El primero nos parece comparable con Ricardo Piglia o con Andrés Rivera en muchos sentidos; el segundo, pasible de ser estudiado en contrapunto con otros autores nuestros, como Luisa Valenzuela o Mempo Giardinelli. En ambos casos, nos parece que algo de lo que quisieron hacer Cortázar y sus compañeros de generación, modificado y estilizado, pervive en esas páginas. También nos gustan mucho los textos de Laura Antillano (1950), a partir de La bella época (1968): "La zona", por ejemplo, es un cuento cuyo aparente "objetivismo" y focalización fragmentada no impiden sentir una poderosa corriente de identificación con el destino de seres humanos concretos. Más superficiales, pero dignos de ser leídos, nos parecen los de Francisco Massiani (1944), como aquellos reunidos en el volumen de relatos lacónicamente titulado El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975). Pero nos han llegado ecos indicativos de que sería interesante leer la narrativa de Blas Perozo Naveda (1943), de Armando José Sequera (1953), de Antonieta Madrid (1946), del ya mencionado Ednodio Quintero (1947), de Lourdes Sifontes (1962), de César Chirinos (1935). Estoy pensando en su mayor parte en autores nacidos de 1945 para acá: ya no se puede decir que sean "los novísimos", pero hemos visto que, con escasas excepciones, siguen estando ausentes de las antologías y, en algunos casos, también de los estantes de las librerías. En lo que se refiere a los poetas, creo que aún estamos en deuda con creadores tales como Eugenio Montejo (1938) y Luis Alberto Crespo (1941). Las muestras de su labor que hemos podido leer indican que se trata de magníficos artistas, por distintos que sean entre sí: Montejo más existencial, intimista si se quiere, casi autobiográfico12; Crespo más agresivo con/contra la palabra, con una revaloración radical del silencio, como en el poema

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Para la abundante narrativa de este autor, ver la documentación al final del volumen,

395s. 12

"Ante mis ojos la noche en la ventana/ fluye despacio entre la rueda de los astros/ ahora que vuelvo, ya tarde, a mi cuaderno", Alfabeto del mundo (1986).

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"Zamuro"13. Parecido interés despertaría entre poetas y críticos de mi país la poesía de José Berroeta (1942) y de Hanni Ossott (1946). Y luego, muchos más. Por ejemplo, Yolanda Pantin (1954), quien es capaz de escribir un poema como "Las ciudades invisibles": Escribir sobre el amor los ojos claros de Verona —poesía, eres tú— Imaginar una ciudad invisible como ella reflexionar sobre la muerte y la fotografía Ser fiel y atento a todo lo que en ella se niega suspicazmente tácita y oblicua recordar sobre todo que aquello que se ama no existe (La canción fría, 1989) O Rafael Castillo Zapata (1958), cuya "Antipostal de Venecia" (1985) comienza con estas líneas: Venecia se hunde bajo el peso paso de esos japoneses que pasan pisan españoles que posan instantáneas y postales alemanes sudorosos norteamericanos que sonríen ropa playera sandalias sol y yo no veo el brillo sereno la bruma clara que decían los vapores de luz de la Venecia Imaginada veo una torre torcida a lo lejos

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"En vez de mí/ otro en los ojos/ pasando// El mediodía// Cuando nadie es nada/ de dejar cerros// Eso que no para// Mi allá", Costumbre de sequía, 1977.

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la humedad ruinosa que se esparce lenta la amenaza amarilla del siroco un espejismo nada O, para citar uno más, la imaginación también geográfica de Alejandro Salas (1960). No puedo alargar demasiado estas palabras, pero me gustaría citar el comienzo de su poema "Martin Waldseemüller y su Universalis Cosmographia" (Tres, 1986), que dice así: Los animales que antes llenaban mis mapas escondiendo las costas de un mundo plano como las planchas de madera que para mí grabara Hans Holbein han desordenado las azoteas de los mares océanos, los meses se salitran y los continentes desde el día en que Vespucci trajo su América como tocando el laúd, como dando vueltas en los rosetones. Imaginación geográfica, he dicho: Pantin, Castillo Zapata, Salas. Tal vez porque, como ha dicho Julio Miranda (1945) en un conciso y terminante poema: la inmediatez como poética es acaso una fatalidad otoñal en un país sin estaciones (Anotaciones de otoño, 1987). O tal vez porque nuestra condición de americanos nos condena a la problemática decaída pero aún existente de la identidad: mirar al otro, mirarnos a nosotros mismos en el otro, y mirar al otro en el acto de mirarnos, son algunos de los grandes deportes nacionales. He nombrado a Julio Miranda, poeta varios años mayor que los últimos que he mencionado, y quisiera repetir las palabras de otro poema suyo, porque quizá resuma —hasta sin proponérselo del todo— la tarea de la poesía, en Venezuela, en la Argentina y en todas partes. El poema no lleva título y dice así: el poeta invisible y su hermana la música giran entrelazados pero el tiempo es más rápido nievan sobre la página pero el tiempo es más rápido corren hacia el espejo pero el tiempo es más rápido borran todas las huellas pero el tiempo es más rápido (Elpoeta invisible, 1981). Precisamente porque "el tiempo es más rápido" apenas si podré citar los nombres de algunos poetas más que los argentinos sólo hemos vislumbrado y que quisiéramos conocer mejor: William Osuna (1948), Ramón Ordaz (1949), Armando Rojas Guardia (1949), Cecilia Ortiz (1951), Rafael Arráiz Lucca

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(1959). Y seguramente otros poetas y narradores, otros dramaturgos y ensayistas, que sólo son presencias concretas, en la página y en otras formas, para quienes están inmersos en ese río interminable que es la literatura de un país. Volvemos así a la preocupación inicial. ¿Qué sabemos los argentinos de la literatura venezolana contemporánea, y cómo podemos mejorar ese conocimiento? De lo primero da fe nuestra exposición misma: podemos dibujar un mapa, pero será tan imperfecto como aquel de Waldseemüller que nos recuerda Alejandro Salas. Tendrá zonas vacías, montañas hipotéticas y costas mal dibujadas. Lo que es peor, sobre el azul de los mares y el sepia del continente habrá no sólo Eolos mofletudos, sino también monstruos terrestres y marinos —y éstos, ni siquiera dibujados por Holbein— en permanente acecho. Serán los monstruos del conocimiento inadecuado, la información parcelada, el texto que no se alcanza, la noticia que no se transmite, el libro importante que tarda años en llegar. Pero no es que nada pueda hacerse: quizá la batalla no esté perdida. Mejor dicho: la batalla no puede estar perdida porque acaba de comenzar. El punto central, me parece, es éste: el escritor de hoy no puede ya escribir para una comunidad limitada; la frontera nacional debe ser superada en lo literario, de la misma manera que la hora actual del mundo exige superar las fronteras políticas y económicas nacionales. Tenemos que vernos más, tenemos que hablar más entre nosotros, tenemos que leernos más. En Buenos Aires y en Caracas, por lo menos, debería haber un lugar al que acudir para leer la literatura del otro país; la literatura del pasado, la de ahora y la que acaba de aparecer14. Más escritores argentinos deberían reunirse con sus pares en Venezuela, y a la inversa. Encuentros como éste —tan oportuno y tan rico en experiencias y conocimiento— deberían repetirse, pero no sólo en Europa, sino sobre todo en nuestros países mismos. Porque sólo la literatura podrá dar respuesta a la inquietud martiana: '"¿Cómo somos?', se preguntan, y unos a otros se van diciendo cómo son".

14 Y no me pregunten si no es esto función de las embajadas respectivas, pues hace mucho que no creo en los Reyes Magos.

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Bibliografía Arriba, María Laura de. 1995. Fragmentos de un discurso amoroso: cartas de Manuela Sáenz y Simón Bolívar. En: Theoria (Tartagal, Argentina) 2, 2 : 27-34. —. Cartas marcadas. 1996. Comunicación en el VI Congreso Nacional de Lingüística, sobre el tema "La oralidad" (Tucumán, Argentina, 21-24 de mayo de 1996, inédita). Azzario, Esther. 1980. La prosa autobiográfica de Mariano Picón Salas. Caracas: Universidad Bolívar. Balza, José. 1988. Medianoche en video: 1/5. México: Fondo de Cultura Económica. Carilla, Emilio. 1992. Bello y la Argentina. Caracas: La Casa de Bello. Cobo Borda, Juan Gustavo (ed.). 1985. Antología de la poesía hispanoamericana. México: Fondo de Cultura Económica. Galindo, Elí; Luis Camilo Guevara (eds.). 1985. Nuevos narradores de Venezuela. Caracas: INCE. Lagmanovich, David. 1995. Bolívar en los inicios de nuestro ensayo: lectura de la 'Carta de Jamaica'. En: Theoria (Tartagal, Argentina) 2, 2: 17-25. Lasarte, Javier (ed.). 1991. Cuarenta poetas se balancean: poesía venezolana (1967-1990). Caracas: Fundarte. Lastra, Pedro; Luis Eyzaguirre (eds.). 1984. Catorce poetas hispanoamericanos de hoy. Número especial de INTI: Revista de literatura hispánica (Providence, Rhode Island, Estados Unidos) 18-19 (otoño 1983primavera 1984). Latcham, Ricardo (ed.). 21962 ['1958]. Antología del cuento hispanoamericano. Santiago de Chile: Zig-Zag. Liscano, Juan. 1973. Panorama de la literatura venezolana actual. Caracas: Publicaciones Españolas S.A. Martí, José. 1891. Nuestra América. En: El Partido Liberal. México. Martínez, David. 1978. Reseña de Rayo que al alcanzarme..., por Juan Liscano. En: La Nación (Buenos Aires), 24 de sept., 3a sección: 4. Massiani, Francisco. 1975. El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes. Caracas: Monte Avila. Mentón, Seymour (ed.). 31986 ['1964], El cuento hispanoamericano. México: Fondo de Cultura Económica.

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Olivio Jiménez, José (ed.). 21973 ['1971], Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970. Madrid: Alianza. Ortega, Julio (ed.). 1987. Antología de la poesía hispanoamericana actual. México: Siglo XXI. —. (ed.) 1989. El muro y la intemperie: el nuevo cuento latinoamericano. Hanover (Estados Unidos): Ediciones del Norte. Rodríguez Padrón, Jorge (ed.). 1984. Antología de poesía hispanoamericana (1915-1980). Madrid: Espasa-Calpe (Selecciones Austral 132). Sucre, Guillermo.21985 ['1975]. La máscara, la transparencia. México: Fondo de Cultura Económica. Trastoy, Beatriz. 1994. La parodia en El día que me quieras de José Ignacio Cabrujas: una estrategia del desengaño. En: Inés Azar (ed.). El puente de las palabras: Homenaje aDavidLagmanovich. Washington: Organización de los Estados Americanos, 441-448.

DOCUMENTACION AUTORES Y OBRAS

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Laura Antillano * 1950 en Caracas La bella época. 1968. Caracas: Monte Avila, [cuentos] La muerte del monstruo-come-piedra. 1970. Caracas: Monte Avila, [novela] Un carro largo se llama tren. 1971. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Haticos casa n° 20. 1972. Maracaibo: Ediciones de la Universidad del Zulia. El niño y la literatura. 1977. Maracay: Cuadernos de La Asociación Venezolana de Literatura Infantil, [ensayo] Perfume de gardenia. 1980. 2a ed. 1981; 3a ed. 1992. Caracas: Seleven. 1996. Maracay: La Letra Voladora, [novela] Las paredes del sueño. 1981. Caracas: Cuadernos Lagorea. [textos poéticos sobre la ciudad] Pequeña revancha. 1982. (dirigido por Olegaria Barrera), [guión] Dime si dentro de tí no oyes tu corazón partir. 1982. 2a ed. 1990. Caracas: Fundarte, [cuentos] Cuentos de película. 1985. Caracas: Seleven. [cuentos] Con cierto corazón. 1987. [guión; ganador del Premio del Fondo de Fomento Cinematográfico, Caracas 1987] La luna no es pan-de-horno y otras historias. 1988. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Solitaria solidaria. 1990. Caracas: Planeta, [novela] ¡Ay, que aburrido es leer! 1991. Maracaibo: Consejo de Desarrollo Científico y Humanistas de la Universidad de Carabobo. [ensayo] Tuna de mar. 1991. Caracas: Fundarte, [cuentos] ¿Cenan los tigres la noche de navidad1 1991. Caracas: Monte Avila, [cuento para niños] Jacobo ahora no se aburre. 1991. Maracaibo: La Letra Voladora, [cuento para niños] Diana en tierra de los Wayún. 1992. Bogotá: Santellana. [novela para niños]

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Rafael Arráiz Lucca * 1959 en Caracas Balizaje. 1983. Caracas: Guaire. [poesía] Terrenos: el libro de las casas. 1985. Caracas: Mandorla. [poesía] Almacén. 1988. Caracas: Fundarte, [poesía] Grabados. 1989. Caracas: Academia Nacional de la Historia, [entrevista] Historias en la ciudad. 1990. Caracas: Alfaguara, [libro para niños] Litoral. 1991. Caracas: Planeta, [poesía] El avión y la nube: observaciones sobre poesía venezolana. 1991. Caracas: Contraloría General de la República, [ensayo] Pesadumbre en Bridgetown. 1992. Caracas: Pequeña Venecia. [poesía] El abandono y la vigilia. 1992. México: Fondo de Cultura Económica, [poesía] Antología. 1992. Bogotá: Fundación Guberek. [poesía] Venezuela en cuatro asaltos. 1993. Mérida: Solar. 2a ed. ampliada 1995. Caracas: Panapo. [ensayo] Conversaciones bajo fecho. 1994. Caracas: Pomaire. [entrevistas] Sellos en el pasaporte. 1994. Caracas: Alfadil. [crónica de viajes] El globo encendido. 1994. Caracas: Alfaguara, [libro para niños] Batallas. 1995. Caracas: Fundarte, [poesía] Venezuela y otras historias. 1995. Caracas: Pomaire. [entrevista] Martín Tovar y Tovar. 1996. Caracas: Panapo. [ensayo biográfico] Arturo Michelena. 1996. Caracas: Panapo. [ensayo biográfico] Armando Reverán. 1996. Caracas: Panapo. [ensayo biográfico] Los rostros de venezolano. 1996. Caracas: Todtmann. [ensayo] Poemas ingleses. 1997. Maracay: La liebre libre, [poesía] Reverán, 25 poemas. 1997. Macuto: Museo Armando Reverón. [poesía] Trece lecturas venezolanas. 1997. Caracas: Fundarte, [ensayo] El dedo en el obturador. 1997. Caracas: Museo Jacobo Borges. [ensayo] Vuelta(s) a la patria. 1997. Caracas: Eclepsidra. [ensayo] Tráfico, Guaire y otros ensayos. 1997. Caracas: La casa de Asterión. [ensayos] Antología de la poesía venezolana. 1997. Caracas: Panapo. El libro del amor (Selección de poesía amorosa universal). 1997. Caracas: Los Libros de El Nacional, [poesía] ¿De dónde viene el chocolate? 1998. Maracay: Museo Mario Abreu. [libros para niños] Veinte poetas venezolanos del siglo XX. 1998. Caracas: Ediciones de la Contraloría General de la República, [antología]

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José Balza * 1939 en San Rafael/Delta del Orinoco Marzo anterior. 1965. Tucupita: Club de Leones. 2a ed. 1973. Caracas: Monte Avila, [novela; Premio Municipal de Prosa 1966] Ejercicios narrativos (Primera Serie). 1967. Cumaná: Univ. de Oriente, [cuentos] Largo. 1968. Caracas: Monte Avila, [novela] Proust. 1969. Caracas: Universidad Central de Venezuela, [biografía] Narrativa, instrumental y observaciones. 1969. Caracas: Universidad Central de Venezuela, Ediciones de la Biblioteca, [ensayos] Ordenes: ejercicios narrativos (1962-1969). 1970. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Lectura transitoria: sobre la obra de Rafael Cadenas. 1973. Cantaura: Colección de la revista En Negro, [ensayos] Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar. 1974. 2a ed. 1981. Caracas: Monte Avila, [novela] Ejercicios narrativos. 1976. Caracas: Dirección General de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal y del Centro Simón Bolívar, [cuentos] Alejandro Otero. Biografia. 1977. Milano: Olivetti. D: ejercicio narrativo. 1977. 2a ed. 1980. Caracas: Monte Avila, [novela] Jesus Soto, el niño. 1980. Caracas: Ediciones de la Galería de Arte Nacional, [biografía] Antonio Estévez. 1982. Caracas: Biblioteca Ayacucho. [biografía] Un rostro absolutamente. Ejercicios narrativos, 1970-1980. 1982. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Transfigurable. 1983. Caracas: Universidad Central de Venezuela, [ensayos] Análogo, simultáneo. 1983. Caracas: Ediciones de la Galería de Arte Nacional, [ensayos] El cuento venezolano. 1985. Caracas: Universidad Central de Venezuela. 2a ed. 1988; 3a ed. 1990; 4a ed. 1996. Caracas: Círculo de Lectores, [antología] La mujer de espaldas. 1986. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Este mar narrativo. 1987. 2a ed. 1993. México: Fondo de Cultura Económica, [ensayos] Medianoche en video: 1/5. 1988. México: Fondo de Cultura Económica. 2a ed. 1998. Caracas: Universidad Central de Venezuela, [novela] El vencedor: ejercicios narrativos. 1989. Caracas: Contexto Audiovisual 3. Percusión. 1991. 2a ed. 1992. Bogotá: Tercer Mundo. 3a ed. 1998. Caracas: Biblioteca Ayacucho. [novela] Ejercicios narrativos. 1992. 2a ed. 1994. México: UNAM. [cuentos] Tres ejercicios narrativos. (Marzo anterior, Largo, Setecientas palmeras). 1992. Caracas: Monte Avila, [novelas cortas]

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Iniciales: anuncios de la teoría literaria en América Latina. 1993. Caracas: Monte Avila, [ensayo] Ensayos invisibles. 1994. Caracas: Grijalbo. [ensayos] Después Caracas. Ejercicio narrativo. 1995. Caracas: Monte Avila, [novela] Narrativa venezolana attuale. 1995. Roma: Bulzoni, [antología, en colaboración con Judit Gerendas] Espejo espeso. 1997. Caracas: Universidad Simón Bolívar, [ensayos] La mujer de la roca. 1997. México: Juan Pablos editor, [cuentos]

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Luis Barrera Linares * 1951 en Maracaibo Obras de creación En el bar la vida es más sabrosa. 1980. Caracas: Instituto Pedagógico, [cuentos] Beberes de un ciudadano. 1985. Caracas: Caribana. [cuentos; Premio COÑAC de Narrativa 1986] Para escribir desde Alicia. 1990. Caracas: Fundarte, [novela; Premio Municipal de Literatura 1987; Premio Fundarte de Narrativa 1989] Parto de caballeros. 1991. Caracas: Monte Avila, [novela] Cuentos de humor de locura y de suerte. 1993. Caracas: Fundarte. Sobre héroes y tombos. 1998. Caracas: Equinoccio, [novela] Investigación académica Psicolingüística y complejidad derivacional. 1986. Caracas: Instituto Pedagógico. Psicolingüística y desarrollo del español. 1988. Caracas: Retina. 1991. Ed. revisada, ampliada y actualizada. 2a ed. 1997. Caracas: Monte Avila, [en colab. con Lucía Fraca de Barrera] Memoria y cuento. Treinta años de narrativa venezolana. 1992. Caracas: Pomaire/Contexto. Los estudios lingüísticos en Venezuela. 1992. Caracas: Fondo Editorial del IPASME, [en colab. con Luis Quiroga Torrealba] Del cuento y sus alrededores. Aproximaciones a una teoría del cuento. 1993. Caracas: Monte Avila, [en colab. con Carlos Pacheco] El traje narrativo de Trejo. 1994. Caracas: La Casa de Bello. [Premio Municipal de Investigación Literaria] Re-cuento. Antología del relato venezolano (1960-1990). 1994. Caracas: Fundarte. [coordinador] Discurso y literatura. 1995. Caracas: La Casa de Bello. Desacralización y parodia. Introducción al cuento venezolano del siglo XX. 1997. Caracas: Monte Avila.

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Luis Britto García * 1940 en Caracas Narrativa Los fugitivos y otros cuentos. 1964. Caracas: Pensamiento Vivo, [cuentos] Vela de armas. 1970. Montevideo: ARCA, [novela; Premio Casa de las Américas] Rajatabla. 1970. La Habana: Casa de las Américas. 2a ed. 1980. México: Siglo Veintiuno. 1987. Caracas: Alfadil; Barcelona: Laia. [cuentos; Premio Casa de las Américas 1970] Abrapalabra. 1979. La Habana: Casa de las Américas. 1980. Caracas: Monte Avila, [novela; Premio de Novela Casa de las Américas 1979; Premio Municipal de Novela del Concejo Municipal del Distrito Sucre 1980] La orgía imaginaria: libro de utopías. 1984. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Rajapalabra. 1993. México: Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura, Universidad Nacional de México, [cuentos] Demonios del mar y otros corsarios. 1999. Caracas, [novela; Premio Municipal de Novela] Humor Racha. 1970. Caracas: Rocinante, [dibujos; Premio de Novela Casa de las Américas 1979; Premio Municipal de Novela del Concejo Municipal del Distrito Sucre 1980] Me río del mundo. 1984. Caracas: Publicaciones Seleven. [Premio de Literatura Humorística Pedro León Zapata 1981] Teatro Venezuela tuya / Así es la cosa. 1973. Caracas: Tiempo Nuevo, [teatro; la primera obra fue estrenada por el Grupo Rajatabla en 1971; Premio Juana Sujo de 1971, la segunda por el TET en 1974] Alicia D. 1973. Grupo La Barraca, [teatro] El tirano Aguirre o, La conquista de El Dorado / Suena el teléfono. 1976. Caracas: Dirección de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal, [teatro; la primera obra fue dirigida por Antonio Costante en 1974; Premio Municipal de Teatro del Distrito Federal 1975; Premio Nacional Critven 1976] La misa del esclavo. 1983. Caracas: CELCIT. [teatro; Premio Latinoamericano de Dramaturgia "Andrés Bello" 1980; dirigida por Nicolás Curiel en 1982] La conquista del espacio. 1980. Dirigida por Antonio Costante, [teatro] La nueva delpiniada. 1982. Dirigida por Alfredo Cedeño. [teatro] Muñequita linda: la mucura está en el suelo. 1985. Caracas: Alfredo Cedeño. Dirigida por Enrique Porte en 1984. [teatro]

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Mal rollo te parta. 1984. Dirigida por Antonio Costante, [teatro] Abrapalabra. 1987. Dirigida por Teresa Selma. [teatro] Mitin de boca para orejas. 1989. Caracas: Nueva Sociedad, [teatro] Monólogo del benemérito Juan Vicente Gómez al pie del apamate. 1994. Interpretado por Rafael Briceño. [teatro] Ama me fidelitur. 1997. Dirigida por William Cuao. [teatro] La opera salsa. 1997. Música de Cheo Reyes, dirigida por Daniel López, [teatro] Guiones cinematográficos Muerte en el paraíso. 1985. Caracas: Fundarte, [guión; filmada por Michel Katz en 1978, largometraje] Carpión milagrero. 1983. [guión; filmada por Michel Katz, largometraje] Ciencias sociales Ciencia, técnica y dependencia. 1974. Caracas: Salvador de la Plaza, [coautor con Plinio Negreti] El llano. 1986. Caracas: Oscar Todtman. La máscara del poder: del gendarme necesario al demócrata necesario. 1988. Caracas: Alfadil. [Premio a la Investigación en Ciencias Sociales de la Asociación de Profesores] El poder sin la máscara: de la concertación populista a la explosión social. 1989. Caracas: Alfadil. [Premio a la Investigación en Ciencias Sociales de la Asociación de Profesores de la Universidad Central de Venezuela 1988; Premio Municipal de Literatura, mención ensayo 1990] El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad. 1991. Caracas: Nueva Sociedad. DF. 1991. Caracas: Ex Libris. Todo el mundo es Venezuela. 1998. Caracas: Fondo Editorial de la Asamblea Legislativa de Estado Miranda.

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Verónica Jaffé * 1957 en Caracas Obras de creación El arte de la pérdida. 1991. Caracas: Angria. [poesía] El largo viaje a casa. 1994. Caracas: Fundarte, [poesía] Investigación académica El relato imposible. 1991. Caracas: Monte Avila, [ensayo] Traducciones Gottfried Benn. Poemas (selección). 1989. Caracas: Angria. Else Lasker Schüler. Poemas (selección). 1992. Caracas: Angria. Gottfried Benn. Morgue (poemas). 1992. Caracas: Pequeña Venecia.

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Javier Lasarte Valcárcel * 1955 en Caracas Obras de creación Dime con quien amas. 1985. Caracas: Miguel Angel García, [poesía] Caída libre. 1990. Maracay: Casa de la Cultura, [poesía] Nada personal. 1997. Caracas: Pequeña Venecia. [poesía] Investigación académica Cuarenta poetas se balancean: poesía venezolana (1967-1990). 1991. 2a ed. 1994. Caracas: Fundarte, [antología] Pedro Henríquez Ureña: del ensayo crítico a la historia literaria. 1991. Alicante: Generalitat Valenciana. Guillermo Meneses ante la crítica. 1992. Caracas: Monte Avila, [en coautoría] Sobre literatura venezolana. 1992. Caracas: La Casa de Bello. Juego y nación. 1995. Caracas: Fundarte. Esplendores y miserias del siglo XIX. América Latina. Cultura y sociedad. 1995. Caracas: USB-Monte Avila, [coeditoría] Heterogeneidades del modernismo a la vanguardia en Latinoamérica. 1996. N° 7 de la revista Estudios. Caracas: Univ. Simón Bolívar, [monográfico]

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Antonio López Ortega * 1957 en Punta Cardón (Estado Falcón) Larvarios. En edición colectiva Cuerpo plural. 1978. Caracas: la Gaceta Ilustrada. [cuento] Armar los cuerpos. En edición colectiva Voces nuevas. 1982. Caracas: Centro de Estudios Latinoamericanos "Rómulo Gallegos", [cuento] Cartas de relación. 1982. Caracas: Fundarte, [epístolas] Calendario. 1989. Caracas: Monte Avila. [Diario de anotaciones] Calendario y otros textos. 1990. 2a ed. corregida y aumentada 1997. Caracas: Monte Avila, [cuentos] Naturalezas menores. 1991. Caracas: Alfadil. [cuentos] El camino de la alteridad. 1995. Caracas: Fundarte, [ensayos] Lunar. 1996. Bogotá: Tercer Mundo. 1998. Medellín: Universidad de Antioquia; México: Universidad Metropolitana; edición inglesa, Boston: Lumen Editions. [cuentos]

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Milagros Mata Gil * 1951 en Ciudad Bolívar Obras de creación Estación y otros relatos. 1986. Maracay: Casa de la Cultura, [cuentos] La casa en llamas. 1989. Caracas: Fundarte, [novela; Premio Fundarte Narrativa 1987] Memorias de una antigua primavera. 1989. Caracas: Planeta, [novela; Premio Planeta] Mata el caracol. 1992. Caracas: Monte Avila. Elipse sobre una ciudad sin nombres. 1994. Caracas: Fundarte, [ensayo; Premio Fundarte de Ensayo sobre el tema de la ciudad] El diario íntimo de Francisca Malabar. 1999. Caracas: Monte Avila, [novela; Premio Novela de la Bienal Mariano Picón Salas 1995] Investigación académica Balza: el cuerpo fluvial. 1989. Caracas: Academia Nacional de la Historia. Reloj a contracorriente (Tiempo y muerte en la obra de Alfredo Armas Alfonzo y José Balza). 1992. El Tigre: Cal; Caracas: COÑAC. Los signos de la trama: ensayos sobre la escritura. 1995. Caracas: La Casa de Bello. Premio Fernando Pessoa (1986) Premio Internacional Novedades-Diana, México (1988) Premio Cuento Juan Rulfo (1989)

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Eugenio Montejo * 1938 en Caracas Elegos. 1967. Valencia: Universidad de Carabobo. [poesía] Muerte y memoria. 1972. Valencia: Universidad de Carabobo. [poesía] La ventana oblicua. 1974. Valencia: Universidad de Carabobo. [ensayos] Algunas palabras. 1976. Caracas: Monte Avila. 2a ed. 1996. Maracay: La liebre libre, [poesía] Terredad. 1978. Caracas: Monte Avila, [poesía] El cuaderno de Blas Coll. 1981. Caracas: Fundarte. 2a ed. 1983. Caracas: Alfadil. [escritura heteronímica] El taller blanco. 1981. Caracas: Fundarte. 2a ed. 1996. México: UAM. [ensayos] Trópico absoluto. 1982. Caracas: Fundarte, [poesía] O poeta sem rio. 1985. Porto Alegre: Movimento. [poesía; edición bilingüe castellano-portugués] Alfabeto del mundo. 1986. Barcelona: Laia. 2a ed. 1988. México: Fondo de Cultura Económica, [poesía] Guitarra del horizonte por Sergio Sandoval. 1991. Caracas: Alfadil. [escritura heteronímica] Adiós al siglo XX. 1992. Lisboa: Aymaría. 2a ed. 1997. Sevilla: Renacimiento, [poesía] Antología poética. 1994. Caracas: Monte Avila, [poesía] El hacha de seda por Tomás Linden. 1995. Caracas: Goliardos, [poesía heteronímica] El azul de la tierra. 1997. Bogotá: Norma, [poesía]

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Stefania Mosca * 1957 en Caracas

Obras de creación Seres Cotidianos. 1990. Caracas: Fundarte, [cuentos] La última cena. 1991. Caracas: Monte Avila, [novela] Banales. 1994. Caracas: Grijalbo-Mondadori. [cuentos] Mi pequeño mundo. 1996. Caracas: Planeta, [novela]

Investigación académica Jorge Luis Borges: utopía y realidad. 1984. Caracas: Monte Avila, [ensayo] La memoria y el olvido. 1986. Caracas: Academia Nacional de la Historia, [ensayo]

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Yolanda Pantin * 1954 en Turmero Casa o lobo. 1981. Caracas: Monte Avila, [poesía] Correo del corazón. 1985. Caracas: Fundarte, [poesía] Poemas del escritor. 1989. Caracas: Fundarte, [poesía] La canción fría. 1989. Caracas: Angria. [poesía] El cielo de París. 1990. Caracas: Pequeña Venecia. [poesía] Paya. 1991. Maracaibo: Ediciones Clandestinas, [relato] Les bas sentiments. 1992. Traducción: Henri Deluy. Paris: Fourbis. [poesía] Ratón y vampiro se conocen. 1992. Caracas: Monte Avila, [literatura infantil] Los bajos sentimientos. 1993. Caracas: Monte Avila, [poesía] Ratón y vampiro en el castillo. 1994. Caracas: Monte Avila, [literatura infantil] La otredad y el vampiro. 1994. Caracas: Fundarte, [teatro] La quietud. 1998. Caracas: Pequeña Venecia. [poesía] Enemiga mía. Selección poética (1981-1997). 1998. Madrid: Iberoamericana.

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Cristina Policastro * 1955 en Caracas La casa de las virtudes. 1992. Caracas: Grijalbo. [novela] Ojos de madera. 1994. Caracas: Planeta, [novela] Mujeres de un solo zarcillo. 1998. Caracas: Planeta, [novela]

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Ednodio Quintero * 1947 en Las Mesitas (Estado Trujillo) La muerte viaja a caballo. 1974. Mérida: La Draga y el Dragón. Rosa de los vientos. 1974. [guión] Volveré con mis perros. 1975. Caracas: Monte Avila. El agresor cotidiano. 1978. Caracas: Dirección General de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal, [narrativa] Cubagua. 1987. [guión] La línea de la vida. 1988. Caracas: Fundarte, [cuentos] La danza del jaguar. 1991. Caracas: Monte Avila, [novela] La bailarina de Kachgar. 1991. Mérida: Ed. de la revista SOLAR, Dirección de Cultura del Estado Mérida. [noveleta] Soledades. 1992. [Premio de Narrativa Breve del Instituto de Cooperación Iberoamericana] Cabeza de cabra y otros relatos. 1993. Caracas: Monte Avila, [cuentos] El rey de las ratas. 1994. Caracas: Planeta, [novela; Premio Miguel Otero Silva de la editorial Planeta] El cielo de Ixtab. 1995. Caracas: Planeta, [novela] El combate. 1995. México: UNAM. [cuentos] Tatoo. 1995. El diablo en casa, [novela] Primer Premio de Cuentos de El Nacional, Caracas (1975)

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Denzil Romero * 1938 en Aragua de Barcelona (Venezuela) t 1999 en Caracas El hombre contra el hombre. 1977. Caracas: Librería El Gusano de Luz. [relato] Infundios. 1978. Caracas: Síntesis Dosmil. [cuentos; Mención de Honor del Premio Municipal de Narrativa de Caracas. Premio Municipal de Narrativa Manuel Díaz Rodríguez de Petare 1978 (Distrito Sucre, Estado Miranda, Venezuela)] El invencionero. 1982. Caracas: Monte Avila, [cuentos; Premio Municipal de Narrativa de Caracas 1980. Premio COÑAC de Narrativa 1983 (Caracas)] La tragedia del Generalísimo. 1983. Barcelona: Argos-Vergara. 1984. La Habana: Casa de las Américas. 1987. Caracas: Alfadil. [novela; Premio Internacional de Novelas Casa de las Américas (La Habana, Cuba); Finalista del V Premio Internacional de Novelas Rómulo Gallegos 1985 (Caracas)] Lugar de crónicas. 1985. Caracas: Academia Nacional de la Historia, [crónicas] 35 suvremenih venezuelanski pripovjedaca. 1985. (Izbor, predgovor i biljeske Denzil Romero). Sarajevo: Svjetlos, Oour Izdavacka Djelatnost. (35 cuentistas contemporáneos de Venezuela: Selección, prólogo y comentarios de Denzil Romero), [antología narrativa originalmente publicada en serbocroata] Entrego los demonios. 1986. Caracas: Alfadil. [novela] Grand tour. 1987. Barcelona: Laia. Caracas: Alfadil. [novela] La esposa del Dr. Thorne. 1988. Barcelona: Tusquets. [novela; X Premio La sonrisa vertical, de la editorial Tusquets Editores de Barcelona (España) a la mejor obra de literatura erótica.] Tardía declaración de amor a Séraphine Louis. 1988. Barcelona: Laía. [cuentos; Premio Internacional de Cuentos I centenario del nacimiento de José Eustasio Rivera (Neiva, Colombia)] La carujada. 1990. Caracas: Planeta, [novela] Parece que fue ayer: crónicas de un happening bolerístico. 1991. Caracas: Planeta, [novela; Primer Finalista del Premio de Novelas Novedades-Diana 1990-1991 (México)] Códice del Nuevo Mundo. 1993. Santafé de Bogotá: Planeta, [antología temática de los cronistas e historiadores de Indias] Tonatio Castilán o un tal Dios Sol. 1993. Caracas: Monte Avila, [novela; Finalista del Premio Planeta de novelas 1991 (Barcelona, España)] El corazón en la mano. 1993. Caracas: Grijalbo. [cuentos] Amores, pasiones y vicios de la Gran Catalina. 1995. Caracas: Grijalbo. [novela]

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Premio Henrique Otero Vizcarrondo del diario El Nacional (Caracas) al mejor artículo de opinión del año 1985, por su artículo "El muchacho que era yo" (agosto de 1985) Premio Valores Hispanos en los EE.UU. del periódico Tiempo Hispano (Miami, Florida), por su obra completa (1988)

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Ana Teresa Torres * 1945 en Caracas El exilio del tiempo. 1990, 2a ed. 1991, 3a ed. 1992. Caracas: Monte Avila, [novela; Premio de Narrativa del Concejo Municipal de Caracas 1991; Premio de Narrativa del Concejo Nacional de la Cultura 1991] Retrato frente al mar. 1992. En: Narradores de El Nacional (1946-1992). Caracas: Monta Avila. También en Da Cunha-Giabbai, Gloria y Anabella Acevedo-Leal (eds.). 1996. Antología de cuentistAs hispanoamericanAs. Washington D.C.: Literal Books. [cuento; Premio de cuentos del diario El Nacional, Caracas 1984] Doña Inés contra el olvido. 1992. Caracas: Monte Avila, [novela; Premio de Novela de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, Mérida, Venezuela 1991; Premio de Novela de la Mobil Corp. 1998] Vagas desapariciones. 1995. Caracas: Grijalbo. [novela] Malena de cinco mundos. 1997. Washington, D.C.: Literal Books. [novela] Ensayos psicoanalíticos La mujer y la perversión. 1992, 2a ed. 1994. En: Las perversiones en la práctica analítica. Caracas: Psicoanalítica. [colectiva] Mujer y sexualidad. 1992. En: Diosas, musas y mujeres. Caracas: Monte Avila, [colectiva] Elegir la neurosis. 1992. Caracas: Psicoanalítica. El amor como síntoma. 1993. Caracas: Psicoanalítica. La infancia del psicoanalista. 1995. Caracas: Psicoanalítica. [coeditora] Territorios eróticos. 1998. Caracas: Psicoanalítica.

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Críticos que colaboran en este volumen Vittoria Borsó * 1947 en Lima. Cursó estudios de Filología Románica y Germánica en las Universidades de Mannheim y Austin (Houston). Es catedrática de literatura hispanoamericana, española y francesa en la Universidad de Dusseldorf. Tesis de doctorado: Metapher ais Erfahrungs- und Erkenntnismittel (1985). Tesis de habilitación: Mexiko jenseits der Einsamkeit. Versuch einer interkulturellen Analyse (1994); además muchos artículos sobre literatura latinoamericana, francesa e italiana, así como sobre teoría de la literatura y sobre Michel Foucault y Emmanuel Lévinas. François Delprat * 1934 en Lyon, Francia. Carrera de Letras y Filología Hispánica, Universidad de Lyon. Postgrado en París, Sorbonne. Doctorat de Troisième Cycle 1973, París, Sorbonne, Image de la société dans le roman vénézuélien. Doctorat d'État ès Lettres 1985, Université de la Sorbonne Nouvelle París III, Réalité nationale et mission de l'écrivain. L'œuvre romanesque de Rómulo Gallegos (director Paul Verdevoye). Profesor, Universidad Sorbonne Nouvelle París III. Presidente del Centre d'Études de Littérature vénézuélienne, París III [1998 emérito]. Director del CRICCAL 9 (Centre de Recherches Interuniversitaire sur les Champs Culturels en Amérique Latine). Trabajos sobre la novela hispanoamericana del Siglo XX en revistas; trabajos sobre civilización de América Latina en el Siglo XX. Algunos títulos: América Latina en vísperas del Siglo XXI (en colaboración con Díaz Nilda; 1992); Tellurisme et mythogénie. Le sentiment de la nature dans les romans de Rómulo Gallegos (1985); Lo nacional en la Revista Nacional de Cultura (1988); Deux numéros ordinaires de la revue Cruz del Sur (1992); Francisco Herrera Luque, La luna de Fausto, fresque historique, ironisation de l'histoire, roman d'aventures (1994).

Beatriz González Stephan * 1952 en Caracas. Profesora del Postgrado de Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar. Directora de la revista Estudios. Premio ensayo Casa de las Américas en 1987 con el libro La historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX (ahora en su segunda edición por el Fondo de Cultura de México). Autora de otros libros: Cultura y Tercer Mundo (1996); Esplendores y miserias del siglo XIX (1995); con Lúcia H. Costigan Crítica y descolonización: el sujeto colonial en la cultura latinoamericana. Invitada como profesora a Rice University y Stanford University. Actualmente coordinadora con Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares de una Historia de la literatura venezolana con motivo del medio milenio de Venezuela.

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Gustavo Guerrero * 1957 en Caracas. Estudió Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad de Cambridge (Inglaterra) y, luego, realizó su doctorado en Historia y Teoría Literaria en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, bajo la dirección de Gérard Genette. Ha publicado un libro de poemas, La sombra de otros sueños (Caracas 1981), y los ensayos La estrategia neobarroca (Barcelona 1987), El género lírico en el Renacimiento (Valencia 1995) e Itinerarios (Caracas 1996). Como crítico y cronista literario, colabora con diversas revistas latinoamericanas y españolas en el área de la poesía y la narrativa contemporáneas. Actualmente, es profesor titular de Literaturas Hispánicas en la Universidad de Picardía, Amiens. Reside en París.

Rafael Gutiérrez Girardot * 1928 en Sogamoso, Colombia. Profesor titular emérito de la Universidad de Bonn (Alemania). Ha sido canciller y, más tarde, agregado cultural de la embajada colombiana en Alemania durante más de diez años. En 1970, fue nombrado profesor titular de Hispanística de la Universidad de Bonn, cargo que desempeñó hasta la jubilación. En 1992, el Consejo Superior de la Universidad del Rosario lo nombró profesor honorario de dicha institución y, en 1993, le fue otorgada la Encomienda "Isabel la Católica", máxima distinción del Estado español a un extranjero. Su extensa lista de publicaciones comprende libros y ensayos sobre literatura alemana, española y latinoamericana. En 1993, se le dedicó un homenaje bajo el título Caminos hacia la Modernidad (Juan Guillermo Gómez, Bettina Gutiérrez-Girardot, Rodrigo Zuleta (eds.). Hans-Joachim König * 1941 en Herford. 1969 Dr. phil. en la Universidad de Hamburgo; 1984 habilitación en la Universidad de Hamburgo; desde 1988 Catedrático en Historia de América Latina de la Universidad Católica de Eichstätt; desde 1989 Codirector del Centro de Estudios Latinoamericanos. Miembro correspondiente de las Academias de Historia de Chile y Colombia. Coeditor de americana eystettensia, del Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas (JbLA), de HISTORAMERICANA. Entre sus monografías y ediciones figuran entre otros: Simón Bolívar. Reden und Schriften zu Politik, Wirtschaft und Gesellschaft. Hamburg/Obertshausen 1984; Problemas de la formación del Estado y de la Nación en Hispanoamérica. Ed. junto con I. Buisson, G. Kahle, H. Pietschmann. Köln 1984; En el camino hacia la Nación. Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la Nación de la Nueva Granada, 17501856. Bogotá 1994 (ed. alemana Stuttgart 1988); Lateinamerika. Zum Problem einer eigenen Identität. Regensburg 1991; Die Entdeckung und Eroberung Amerikas, 1492-1550. Freiburg, Würzburg 1992; Das Bild Lateinamerikas im

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deutschen Sprachraum. Ed. junto con G. Siebenmann. Tübingen 1992; Nationbuilding in Nineteenth Century Latin America. Ed. junto con Marianne Wiesebron. Leiden 1998. Ha escrito varios artículos sobre la conquista de América, los efectos de la conquista en Europa, sobre el problema de la formación del Estado y de la Nación en América Latina y sobre la enseñanza de la historia. Karl Kohut * 1936 en Olmütz, Moravia. Catedrático de Filología Románica y director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt. Editor (con Hans-Joachim König) de las publicaciones de este centro, americana eystettensia, y (con Sonia V. Rose) de la colección Textos y estudios coloniales y de la Independencia (ambas colecciones en la editorial Vervuert). De 1992 a 1998 fue presidente de la Asociación Alemana de Investigación sobre América Latina (ADLAF). Sus campos de trabajo son el humanismo español y portugués de los siglos XV y XVI, la cultura iberoamericana colonial y la literatura latinoamericana del siglo XX.

David Lagmanovich * 1927 en la provincia de Córdoba, Argentina. Ha sido profesor titular en las universidades de Buenos Aires, La Plata y Tucumán, entre otras de su país, y en las norteamericanas de Georgetown y The Catholic University of America, ambas en Washington. Como profesor visitante, ha dictado cursos en Harvard, California-Davis, Michigan, Massachusetts, Ohio State y Brandeis, en los Estados Unidos; en Alemania, en Colonia, Munich y Augsburg; en la Universidad Hebrea de Jerusalem, y en la Universidade de Sao Paulo, Brasil. Tiene una amplia producción en los campos del ensayo y la crítica, la poesía, y los libros de intención pedagógica. Sus últimos libros en cada uno de esos campos son, respectivamente, Discursos poéticos, No hay adiós, y La elaboración de la tesis, los tres de 1998. Es actualmente Secretario de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina, y profesor en la Facultad de Humanidades de la Universidad del Norte "Santo Tomás de Aquino", de la misma ciudad. En 1994, se le dedicó un homenaje bajo el título El puente de las palabras (Inés Azar, ed.).

Alexis Márquez Rodríguez * 1931 en Venezuela. Reconocido ensayista, crítico literario y profesor universitario. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Sobresale como especialista en la narrativa hispanoamericana, y ha estudiado en particular la obra del cubano Alejo Carpentier, y de los venezolanos Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva y Francisco Herrera Luque. Mantiene desde 1985 una columna semanal en el

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periódico El Nacional, de Caracas, sobre los problemas del lenguaje. Actualmente es Presidente de Monte Avila Editores Latinoamericana S.A.

Carlos Pacheco * 1948 en Caracas. Investigador y crítico literario, PhD en Literatura Hispanoamericana (King's College London) y profesor titular de la Universidad Simón Bolívar. Entre sus publicaciones principales se cuentan: Narrativa de la dictadura y crítica literaria (1986) y La comarca oral (1992) asi como la coedición con Luis Barrera Linares de Del cuento y sus alrededores (1993, 21997) y numerosos artículos en revistas de la especialidad. Actualmente coordina, con Luis Barrera Linares y Beatriz González Stephan el proyecto colectivo Medio milenio de literatura venezolana.

Klaus Pörtl * 1938 en Budweis/Bohemia. Estudió Filología Románica, Germanística, Historia y Teatrología en Múnich y en Madrid de 1959 a 1965. Doctor por la Universidad de Munich (1966). Fue vicerector de estudios y enseñanza universitaria de la Universidad de Maguncia entre los años 1985 y 1990. Desde 1990 es catedrático y director del Instituto de Lengua y Cultura Españolas y Portuguesas de la Universidad de Maguncia en Germersheim. Sus campos de trabajo son la literatura del siglo de oro y las literaturas española, portuguesa y latinoamericana de los siglos XIX y XX.

Sonja M. Steckbauer * 1961 en Ranshofen, Austria. En 1990, se doctoró con una tesis sobre Perú: ¿educación bilingüe en un país plurilingüe? Es profesora honoraria de la Universidad Ricardo Palma de Lima, Perú. Actualmente trabaja como profesora asistente en la Universidad Católica de Eichstätt y prepara su tesis de habilitación sobre la literatura actual en el Paraguay. Sus campos de trabajo son por un lado la sociolingüística, sobre todo bilingüismo en español y una lengua indígena, por el otro la literatura hispanoamericana del siglo XX. Tiene varios artículos publicados sobre los temas mencionados.

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Indice onomástico Abbagnano, Nicola 233 Acevedo Fernández, Antonio 361 Aceves Lozano, Jorge 126 Acosta, Ricardo 363 Adoum, Jorge Enrique 185 Agüero, Gilberto 363 Aguirre, Lope de 152, 174 Agustini, Delmira 379 Aínsa, Fernando 225 Aira, César 194 Alamo, Antonio 98 Alegre, Atanasio 273 Alegría, Ciro 378 Aleixandre, Vicente 307 Alizo, David 253 Almela, Harry 69, 91, 298 Altamirano, Carlos 136, 137 Althusser, Louis 161 Altuna, Elena 378 Al varado, Pedro de 139-149 Al varado Tezozómoc, Hernando 141, 149 Alvarez, Cristian 91 Alvarez, Lázaro 91, 298 Alvarez, Luis Fernando 255 Alvarez, María Auxiliadora 281, 298, 306, 312, 313, 319 Amor y Vázquez, José 172 Anderson, Benedict 104, 112 Anderson Imbert, Enrique 235, 241, Angeles, Sor María de los 305, 306 Antillano, Laura 45-47, 51, 115, 120, 121, 126-131, 137, 382, 393 Apollinaire, Guillaume 183, 186,

140,

285,

268 116, 384, 195,

220 Aponte de Zacklin, Lyda 19, 91 Apuleius, Lucius 186 Aragón, Louis 183, 186 Aranda, Sergio 360, 363 Araujo, Orlando 19, 41, 44, 51, 225, 379 Aray, Edmundo 29 Arbus, Diane 41, 44 Arcaya, Pedro Manuel 89 Ardao, Arturo 225 Aridjis, Homero 145 Armas, Edda 311

Armas Alfonzo, Alfredo 41, 44, 220, 261, 264, 267, 268, 273 Armstrong, Nancy 122, 126 Arrabal, Fernando 155 Arráiz, Antonio 379 Arráiz Lucca, Rafael 279, 281-284, 290, 298, 334, 337, 338, 386, 394 Arreaza Calatrava, José Tadeo 89 Arreóla, Juan José 257 Arriba, María Laura de 378, 388 Arroyo Lameda, Eduardo 81 Arvelo Larriva, Alfredo 89 Arvelo Larriva, Enriqueta 302, 306-308, 318, 319, 323, 330 Asturias, Miguel Angel 255 Azar, Inés 389 Azor Hernández, Iliana 357, 358, 363 Azparren Giménez, Leonardo 18, 19, 356, 358, 363, 374 Azuaje, Ricardo 40, 41, 48, 51, 81 Azzario, Esther 381, 388 Bachelard, Gastón 225 Bachmann, Ingeborg 316 Baffo, Giorgio 186 Bakhtin, Mikhail 48, 135, 197, 198, 204 Balderston, Daniel 152, 172 Baldick, Chris 237, 241 Ballestas, Jaime 48, 51 Balza, José 12, 13, 16, 19, 39, 47, 60, 78, 218, 235, 240, 241, 261, 380, 382, 384, 388, 395, 396 Balzac, Honoré de 184 Baptista, Efraín 190 Baquero Goyanes, Mariano 241 Baralt, Rafael María 91 Barilli, Renato 237 Barral, Carlos 26, 180 Barrera, Alberto 261, 267, 273, 281, 283, 290, 334, 337 Barrera Linares, Luis 12, 19, 46, 91, 146, 149, 219, 225, 241, 273, 397 Barreto, Igor 69, 278, 281, 284, 290, 298, 303, 325, 329, 332, 333, 336 Barreto Ramos, Simón 48, 51 Barrios, Alba Lía 268, 273 Barrios, Asdrúbal 382

422 Barrios Cruz, Luis 294 Barroeta, José 278, 290, 296, 297, 303 Barth, John 341 Bataille, Georges 162-169, 172, 186 Baudelaire, Charles 186, 261, 262 Beatles, Los 26 Becco, Horacio Jorge 12, 19, 20 Becquer, Gustavo Adolfo 317 Beethoven, Ludwig van 193 Bello, Andrés 67, 85, 87, 91, 112, 220, 322, 378, 388 Bello, Ricardo 45, 51 Bello Porras, José Gregorio 261, 382 Beltrán Guerrero, Luis 91 Benítez, Fernando 142 Benjamin, Walter 159, 161, 172, 256, 260, 317 Berg, Walter Bruno 162, 172 Berger, Peter L. 103, 112 Bergler, Reinhold 102, 112 Bergmann, Klaus 102, 105, 112, 113 Bergson, Henri 231 Bernhard, Thomas 193 Berroeta, José 385 Betancourt, Rómulo 55 Bierce, Ambrose 191 Birtsch, Günter 113 Bishop, Elizabeth 316, 317 Blake, William 192, 307, 348 Blanchot, Maurice 225 Blanco, Andrés Eloy 57, 91, 294, 323 Blanco, Eduardo 89 Blanco Fombona, Rufino 89, 91 Bloch, Ernst 15 Bloom, Harold 201 Blyth, Reginald-Horace 343 Boll, Heinrich 193 Bohórquez, Douglas 281 Bolívar, Simón 11, 86, 107, 109, 111, 114, 152-154, 168, 184, 187, 255, 321, 322, 366, 377, 378, 388 Bombai, María Luisa 379 Bonito Oliva, Achille 46 Borges, Jorge Luis 30, 70, 163, 172, 187, 191, 254, 255, 257, 335 Borsò, Vittoria 154, 157, 161, 164, 171, 173,417 Botticelli, Sandro 168 Boulding, Kenneth E. 102, 112

Boves, José Tomás 41, 43 Boyer D'Argens, Jean-Baptiste de 185 Bradbury, Ray 269 Brandt, Alberto 31 Braudel, Ferdinand 256 Bravo, Victor 214, 225, 268, 273 Bravo-Elizondo, Pedro 359, 363 Brecht, Bertolt 362, 366, 367, 370, 371 Breton, André 183, 307 Bricefio Guerrero, José Manuel 39 Briceflo Iragorry, Mario 81, 91, 97 Bricefio Picón, Adolfo 358 Briceño Ramos, Emilio 261, 267, 273 Briesemeister, Dietrich 173 Britto García, Luis 13, 15, 16, 34, 39, 47, 49, 70, 91, 151, 171-173, 235, 238, 240, 241, 381, 382, 384, 398, 399 Broch, Hermann 193 Brunner, Fernand 151 Brya Echenique, Alfredo 60, 197 Bullrich, Silvina 254 Burckhardt, Carl J. 114 Burke, William 85 Bustillo, Carmen 146, 149 Caballero, Manuel 91 Caballero, Néstor 363 Cabrera, Santander 39, 51 Cabrera Infante, Guillermo 162 Cabrujas, José Ignacio 18, 354, 357, 362, 364, 381, 389 Cacoyannis 190 Cadalso, José 157, 165 Cadenas, Rafael 33, 58, 91, 277, 278, 289, 295, 296, 299, 301, 303, 323, 327, 332, 334, 339-348, 383 Calatrava Baca, Asclepius 184 Calcaño, Julio 89 Calcaño, María 306, 307, 312, 319, 323, 330 Caldera, Rafael 15, 37, 55 Calderón de la Barca, Pedro 17, 251 Calvino, Italo 68 Calzada, Bernardo María de 86 Calzadilla, Juan 29, 91, 278, 295, 323, 334 Calzadilla Arreaza, Juan 67, 70, 81, 203, 240, 241

423 Camôes, Luis de 196 Campos, Jorge 146, 149 Campos, Miguel Angel 78, 80-83 Caravaggio, Michelangelo Merisi da 158 Carballido, Emilio 355 Cardenal, Ernesto 279, 296, 334 Carilla, Emilio 378, 388 Carlos V 144 Carpentier, Alejo 145, 162, 173, 368, 369 Carr, Edward H. 99, 112 Carrera, Gustavo Luis 91, 235, 240, 241 Carrera Damas, Germán 97-99, 105-109, 112 Carujo, Pedro 187 Carvallo, Gastón 55, 65 Casas, Fray Bartolomé de las 144, 168 Casona, Alejandro 355 Cassirer, Ernst 225 Castañeda, Carlos 142, 146, 149 Castañeda, Armando Luigi 39, 49, 261 Castellanos, Orlando 142, 149 Castillo, Susana 357, 358, 363 Castillo Zapata, Rafael 91,264,273,278, 281, 298, 333, 336, 337, 385, 386, 400 Castro, Cipriano 171 Castro, Fidel 28, 369 Castro, José Antonio 252 Castro Leiva, Luis 322 Catalina la Grande 44, 53,187 Cedeño, Alfredo 46, 51 Centeno, Israel 81, 91 Cervantes de Salazar, Francisco 141, 150 Cervantes Saavedra, Miguel de 164, 183, 189, 196, 201, 202, 204, 215, 224, 227, 355 Chalbaud, Román 18, 91, 354, 362-364 Chaplin, Charly 258 Char, René 308 Chesney Lawrence, Luis 18, 351, 363, 364, 365-374, 401, 402 Chevrier, François-Antoine 185 Chibán, Alicia 378 Chirinos, César 41, 44, 51, 220, 240, 241, 384 Chirinos, Orlando 41, 44, 51, 382 Chocrón, Isaac 18, 19, 91, 362, 364, 381 Chocrón, Sonya 69, 312

Chungara, Domitila 123 Cisneros, Antonio 335 Cleland, John 186 Clinton, Bill (William J.) 205 Clissold, Stephen 225 Cobo Borda, Juan Gustavo 279, 335, 383, 388 Cocteau, Jean 340 Coleridge, Samuel Taylor 307 Coli, Armando 334, 337 Coli, Pedro Emilio 89 Colón, Cristóbal 145, 146, 170, 360 Condillac, Abate 86 Confucio 301 Consalvi, Simón Alberto 90, 91 Contramaestre, Carlos 29, 30 Córdoba, José María 111 Cornejo Polar, Antonio 14, 19 Corser, George 87 Cortázar, Julio 190, 191, 198, 261, 262, 267, 270, 272, 273, 384 Cortés, Hernán 71, 140, 141, 144, 146, 147, 149 Cracco, Laura 281, 286, 290, 315 Crébillon, Claude-Prosper Jolyot de 185 Crema, Edoardo 225 Crespo, Luis Alberto 264, 265, 273, 278, 281, 289, 299, 303, 312, 329, 334, 383, 384 Cross, Edmond 225 Cruz, Celia 46 Cruz, San Juan de la 308 Cruz, Sor Juana Inés de la 173, 310 Cruz Diez, Carlos 217 Cruz Kronfly, Fernando 160 Cuevas, Agustín 225 Culler, Jonathan 238, 241 Curiel, Nicolás 362 Cuzzani, Agustín A. 355 D'Sola, Otto 255 Dante Alighieri 158, 183, 196, 218 Darío, Rubén 217, 255, 257, 260, 299 Daroqui, Maria Julia 199 Dávalos, Juan Carlos 378 Delgado Senior, Igor 49, 91 Delprat, François 12, 17, 19, 187, 417 Denon, Vivant 185 Derrida, Jacques 256, 258

424 Descartes, René 227 Deutsch, Karl W. 104, 112 Díaz del Castillo, Bernal 140, 141, 144, 149, 173 Díaz Rodríguez, Manuel 89, 91, 217 Díaz Sánchez, Ramón 151 Díaz Solís, Gustavo 72, 74, 91, 254, 380, 381 Diderot, Denis 198, 204 Diego, Gerardo 307 Dijk, Teun van 241 Doctorow, Edgar L. 149 Domin, Hilde 297 Donne, John 163 Dorât, Claude-Joseph 185 Dorrà, Raúl 241 Dos Passos, John 215 Dostoyevsky, Fedor 191, 229 Dragún, Osvaldo 355 Droysen, Johann Gustav 113 Dumas (père), Alexandre 187 Duns Scotus, John 181 Durán, Diego 140, 142, 149 Dürer, Albrecht 194 Dürrenmatt, Friedrich 366 Duvalier, François 368 Eco, Umberto 237 Eliot, Thomas Stearns 307, 335 Elizondo, Salvador 165 Escalona, Eunice 312 Escalona, José Simón 363 Escarpit, Robert 39 Escriche, Joaquín 87 Espinal, Valentín 87 Espinoza, D. Carlos 353, 357, 358, 364 Esté, Juan 97, 113 Ette, Ottmar 151, 173 Eyzaguirre, Luis 388 Faber, Karl-Georg 99, 113 Falck, Colin 348 Fassbinder, Rainer Werner 193 Faulkner, William 191 Federico II de Prusia 155-158, 163, 187 Felipe II 170 Felipe, León 255 Fernández, Braulio 43 Fernández, Macedonio 146

Ferrero, Mary 92 Fogwill, Rodolfo 173 Fombona, Julieta 93 Fombona Pachano, Jacinto 294, 295 Forgues, Roland 313, 314, 319 Foucault, Michel 103, 113, 163, 173 Francis, Emerich 104, 113 Franco, Jean 123, 126, 181 Freud, Sigmund 230, 231, 233 Fuentes, Carlos 145, 146, 153, 157, 170 Funes (gobernador) 370 Gadamer, Hans-Georg 346 Galilei, Galileo 366 Galindo, Elí 278, 382, 388 Gallegos, Rómulo 43, 47, 57, 58, 62, 72, 89, 216, 227, 238, 253, 378-380 Galtieri, Leopoldo Fortunato 368 García Canclini, Néstor 105, 113, 151, 173 García Lorca, Federico 143, 146, 354 García Márquez, Gabriel 43, 146, 149, 160, 255, 368, 369 García Morales, Luis 29 García Padrón, Fray Juan José 86 Garibay K., Angel María 149 Garmendia, Julio 67, 91, 201, 217, 227, 379, 380 Garmendia, Salvador 13, 16, 29, 44, 46, 47, 49, 67, 91, 151, 201, 243-252, 257, 258, 301, 379, 380, 403 Gelman, Juan 279 Genot, Gérard 250 Gerbasi, Vicente 91, 278, 295, 298, 301, 323, 333, 334, 382, 383 Gerendas, Judit 19 Ghiano, Juan Carlos 378 Giardinelli, Mempo 208, 384 Gil Fortoul, José 89 Giorgio, Marosa di 308 Glantz, Margo 162, 164, 173 Godard d'Aucour, Claude 185 Goethe, Johann Wolfgang von 183, 193, 196 Gogol, Nicolaj V. 355 Goldberg, Jacqueline 280, 312 Goloboff, Mario 173 Gomes, Miguel 45, 48, 49, 51, 71, 77, 79, 83

425 Gómez, Juan Vicente 43, 44, 67, 89, 110, 169, 171, 227, 293-295, 301, 306, 307, 356, 357 Gómez Berbesí, Iliana 39, 51, 261, 266, 271, 273 Gómez Obregón, Jesús 362 Góngora y Argote, Luis de 251, 308 González, Daniel 31 González, Eloy Guillermo 89 González, Juan Vicente 91, 220 González, Manuel Pedro 253, 260 González, Sonia 312 González Echevarría, Roberto 153, 162, 170, 173 González Guinan, Francisco 89 González León, Adriano 13, 28, 29, 31, 47, 48, 58, 67, 73, 91, 238, 379 González Rincones, Salustio 323, 325 González Stephan, Beatriz 12, 14, 15, 20, 39, 41, 51, 79, 125, 126, 417 Gotta, Armando 356 Goya y Lucientes, Francisco de 169 Goytisolo, Juan 160, 174 Gracián, Baltasar 163 Gramcko, Ida 301, 308, 312, 319 Gramsci, Antonio 351 Grases, Pedro 19, 87-90, 94 Grass, Günter 193 Green, Martin 144, 149 Greimas, Algirdas Julien 243, 252 Grijalva, Juan de 139 Grimm, Jakob y Wilhelm 272 Guadarrama, Maritza 312 Guaramato, Oscar 254, 381 Guaura, Alberto 235, 240, 241 Guayke, Chevige 261 Guénon, René 182 Guerrero, Gustavo 418 Guevara, Ernesto (Che) 46, 135 Guevara, Luis Camilo 382, 388 Guglielmi, Angelo 237 Guillén, Jorge 307 Guinand, Rafael 355 Güiraldes, Ricardo 253 Gumbrecht, Hans Ulrich 174 Guruceaga, Juan 89 Gutiérrez, Eduardo 361 Gutiérrez Girardot, Rafael 12, 418 Guzmán, Patricia 280, 312

Guzmán Blanco, Antonio 106, 107, 110 Habermas, Jürgen 316 Hacker, Marilyn 316 Hahn, Otto 366 Hamburger, Michel 341 Handke, Peter 193 Hartmann, Nicolai 227 Harwich Vallenilla, Nikita 106, 110, 113 Häuser, Arnold 215, 225 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 193, 194, 214, 256 Heidegger, Martin 184, 193, 227, 256 Heine, Heinrich 327 Hendrix, Jimmy 23 Henriquez Urefia, Max 225 Henríquez Ureña, Pedro 253, 378 Heráclito 202, 256 Herder, Johann Gottfried 97 Heredia, José Ramón 255 Herlinghaus, Hermann 151, 174 Hernández, Alba Rosa 91 Hernández, Juan José 380 Hernández, Mario 149 Hernández, Ramón 357, 361, 364 Hernández-Almeida, Gleider 353, 356, 364 Herrera, Carlos E. 374 Herrera, Earle 51, 253, 261, 382 Herrera Luque, Francisco 17, 41, 43, 44, 125 Hesse, Hermann 193 Hidalgo de Jesús, Amarilis 20, 151, 171, 172, 174 Hitchcock, Alfred 81 Hitler, Adolf 156 Hobsbawm, Eric J. 258, 260 Hoddis, Jakob von 258, 259 Hölderlin, Friedrich 193, 307, 367 Holbein, Hans 386, 387 Holdenried, Michaela 160, 174 Hollier, Denis 164, 174 Holmberg, Eduardo 257 Homero 183, 190 Horacio 200 Huamán Poma de Ayala, Felipe 71 Huidobro, Vicente 307 Humboldt, Alexander von 193 Hurtado, Efraín29, 44, 51

426 Husserl, Edmund 193, 227 Hutcheon, Linda 143, 150 Hutten, Philip von 43 Huxley, Aldous 215 Ibáfiez, Sael 39, 51 Icaza, Jorge 378 Infante, Angel Gustavo 48, 91, 221, 225 Infante, Pedro 46 Istúriz, José Miguel 86 Jaffé, Verónica 55, 65, 80, 83, 125, 126, 298, 315, 317, 319, 404 James, Henry 215 James, Miguel 281 Jáuregui, Julio 235, 240, 242 Jeismann, Karl-Ernst 104, 113 Jesús de Nazaret 183 Jiménez, Ariel 46, 52 Jiménez, Maritza 281, 285, 306, 313, 319 Jiménez Ernán, Gabriel 19, 39, 52, 244, 252, 253, 258, 261, 265, 273, 382 Joyce, James 161, 215, 229, 230 Juan de Austria 44 Juana la Roja 40, 41 Jünger, Ernst 193 Kafka, Franz 191, 215, 229, 257, 258, 260 Kamper, Dietmar 174 Kant, Immanuel 342, 348 Khomeini, Ayatollah 185 Kierkegaard, Seren 189, 229 Klengel, Susanne 173 König, Hans-Joachim 104, 110, 113, 418 Kohn, Hans 104, 113 Kohut, Karl 146, 150, 157, 173, 174, 179, 419 Kornblith, Martha 91, 317, 319 Koselleck, Reinhart 104, 113 Kozak, Gisela 79 Kristeva, Julia 315 Kübler, Manon 330-332 Kuhn, Reinhard 257, 260 Kundera, Milan 198, 202, 215, 217, 225 La Mar, José de 111 La Morlière, Charles Jacques 185 Lacan, Jacques 231-233, 256, 258

Lagmanovich, David 12, 388, 389, 419 Lang, Fritz 27 Laplantine, François 115 Lara, Ramón 111 Larra, Mariano José de 87, 88, 94 Larrazábal, Henríquez Osvaldo 45, 52, 225 Lasarte Valcárcel, Javier 13, 19, 20, 71, 79, 91, 201, 204, 253, 254, 256, 258, 260, 278, 280, 290, 295, 298, 303, 311, 319, 324, 325, 332, 334, 337, 383, 388, 405 Lasswell, HaroldD. 103, 113 Lastra, Pedro 383, 388 Latcham, Ricardo 253, 254, 257, 381, 388 Lautréamont, Comte de 194, 307 Lázaro Carreter, Fernando 242 Lazzaro, María Luisa 47 Lehmann, Wilhelm 302 Leibniz, Gottfried Wilhelm 155, 184 Lemogodeuc, Jean-Marie 181 Lenin, Vladimir Ilich 297 Lenk, Kurt 103, 114 León, Eleazar 78, 91 León de Nieto, Nydia 250 León Portilla, Miguel 300, 303 Leoni, Raúl 55 Leoninus 25 Lerner, Elisa 81, 83, 363 Lezama Lima, José 162-164, 172, 174 Lichtenberg, Georg Christoph 253, 260 Liendo, Eduardo 41, 46, 49, 52, 58, 91 Linné, Cari von 217 Liscano, Juan 11, 12, 15, 17, 20, 74, 76, 91, 174, 238, 242, 279, 290, 301, 308, 319, 323, 380, 383, 388 López, Santos 280 López Contreras, Eleazar 89 López de Gómara, Francisco 139-141, 150 López de la Huerta, José 87 López Ortega, Antonio 11-13, 17, 20, 45, 52, 61, 65, 80, 81, 83, 199, 204, 273, 283, 290, 382, 406 Lowell, Robert 335 Lucena, Naudy 281 Luckmann, Thomas 103, 112 Lugones, Leopoldo 257

427 Lukács, Georg 143, 187 Luzuriaga, Gerardo 364 Lynch, Benito 378 Lyotard, Jean-François 339 Machado, Antonio 302 Machado, Luz 301, 305, 308, 309, 319 Machado, Wilfredo 52 Madonna (cantante) 317 Madrid, Antonieta 47, 52, 91, 235, 240, 242, 384 Malinche 144 Mallarmé, Stéphane 220, 300 Malpartida, Juan 347, 348 Man, Paul de 159, 165, 174 Mandrillo, Cósimo 306, 319 Mann, Thomas 193, 229 Mannarino, Carmen 319 Maréchal, Leopoldo 260 Marín Presno, Araceli 365 Mármol, Luis Enrique 294, 295, 303, 323 Márquez, Alberto 278, 333, 337 Márquez, Miguel 278, 281, 282, 290, 328, 333, 336 Márquez Rodríguez, Alexis 17, 20, 240, 242, 243, 252, 256, 260, 419 Márquez Salas, Antonio 254, 381 Martí, José 377, 388 Martínez, David 380, 388 Martínez, Ibsen 18, 363 Martínez, José Luis 174 Martínez, Leoncio 294 Martínez, Rosa 314, 320 Martínez, Tomás Eloy 377 Marx, Karl 207 Massiani, Francisco 45, 91, 382, 384, 388 Masters, Edgar Lee 335 Mata, Humberto 39, 52, 261, 274, 382 Mata Gil, Milagros 16, 47, 52, 81, 115-120, 122-124, 126-131, 133-137, 240, 242, 407 Maupertuis, Pierre-Louis Moreau de 156, 157 Medici, Emilio Garrastazú 368 Medina, José Ramón 12, 17, 20, 91 Méndez Guédez, Juan Carlos 48, 52 Mendoza, Cristóbal 86

Meneses, Guillermo 16, 67, 72, 91, 201, 227-233, 235, 238, 240, 242, 254, 379-381 Menton, Seymour 144, 150, 152, 171, 174, 187, 381, 388 Merleau-Ponty, Maurice 346 Merrit, Richard L. 104, 113 Merton, Thomas 334 Mesonero Romanos, Ramón de 88 Michelena, Tomás 355 Mignolo, Walter 154, 174 Miliani, Domingo 91, 261, 273 Miller, Henry 186 Miller, William 111 Mina (cantante) 183 Minelli, Liza 372, 373 Miranda, Francisco de 41, 43, 98, 153-159, 161, 162, 167-170, 180, 181, 184, 187 Miranda, Julio 20, 273, 277, 281, 290, 298, 315, 320, 330, 332, 386 Moctezuma 139-143, 146, 150 Modem, Rodolfo E. 302, 303 Modugno, Doménico 183 Moleiro, Rodolfo 294 Molière 354, 355 Monasterios, Rubén 49 Mondriani, Delfor 342 Montaigne, Michel 81, 82, 336 Montbron, Jean-Louis Fougeret de 185 Montejo, Eugenio 67, 78, 91, 278, 281, 295, 344, 383, 384, 408 Montesquieu, Charles de 157, 165 Monteverde, Domingo 168 Montilla, Mariano 168 Moreno Durán, Rafael Humberto 153, 157, 174 Morgan, Oliver 197, 204 Morillas Ventura, Enrique 260 Morin, Françoise 115, 118, 126 Morón, Guillermo 91 Morrison, Jim 24 Mosca, Stefania 47, 91, 409 Mosonyi, Esteban Emilio 105, 114 Mozart, Wolfgang Amadeus 193 Millier, Kristin A. 150 Mujica, Héctor 91, 254, 381 Muñoz, Rafael José 323 Musil, Robert 193

428 Musset, Alfred de 185 Navarro, Armando 20, 252 Nazoa, Aníbal 91 Nazoa, Aquiles 91 Necochea, Mariano 111 Nerciat, André de 185 Neruda, Pablo 255, 307 Nerval, Gérard de 194 Nietzsche, Friedrich 193, 214, 220 Noguera, Carlos 47, 52, 60, 71, 91, 240, 242 Novalis 307 Núñez, Enrique Bernardo 17, 42, 9 1 , 2 3 9 , 242 Nuftez, José G. 363 Nuflo, Ana 298, 312 Nufto, Juan 76 O'Gorman, Edmundo 256, 260 O'Neill, Eugene 355 Ogaz, Damazo 29 Oliveros, Alejandro 78, 277, 278, 281, 289, 290, 297, 324-326, 328-332, 335 Olivio Jiménez, José 257, 260, 382, 383, 389 Olmedo, José Joaquín 111, 112, 114 Onetti, Juan Carlos 60,199 Ordaz, Ramón 273, 298, 386 Oropeza, José Napoleón 41, 44, 46, 52, 218, 226, 243, 252, 382 Orsini, Humberto 362 Ortega, Julio 13, 17, 20, 73, 172, 290, 291, 382, 383, 389 Ortiz, Cecilia 298, 312, 386 Orwell, George 215 Ossott, Hanni 12, 69, 78, 278, 281, 289, 299, 303, 311, 313, 320, 385 Osuna, William 278, 281, 386 Otero, Alejandro 217 Otero Silva, Miguel 13, 91, 152, 252, 255, 379, 382 O valles, Caupolicán 29, 31, 43, 125, 323 Pacheco, Carlos 12, 273, 420 Pacheco, Francisco 279 Pacheco, José Emilio 335 Padilla, Heberto 335 Padrón, Julián 307

Padrón, Leonardo 333, 334, 337 Palacio, Pablo 257 Palacio Fajardo, Manuel 86 Palacios, Antonia 46, 254, 311, 333 Palacios, José Luis 70 Palacios, Lucila 379 Palacios, María Fernanda 12, 78, 311 Palomares, Ramón29, 91, 263, 273, 293, 299, 323, 334, 383 Pantin, Yolanda 16, 69, 278, 280, 281, 282, 285, 287-289, 290, 297, 298, 303, 311, 318, 320, 333, 336, 385, 386, 410 Pardo, Isaac 91 Pardo, Miguel Eduardo 47 Parra, Nicanor 279, 310 Parra, Teresa de la 46, 67, 91, 208, 227, 228, 230, 231, 255, 379, 380 Parra León, Miguel 89 Pasquali, Antonio 91 Pastori, Luis 308, 320 Paternina, R. Zoila 357, 364 Paz, Octavio 27, 161, 162, 165, 300, 303, 339, 348 Paz Castillo, Fernando 294, 295, 298 Paz y Mateos, Alberto de 362 Peck, Gregory 81 Peirce, Charles S. 183 Pellín, Monseñor 89 Pefia, Edilio 52, 261, 363 Peña Gutiérrez, Isaías 181 Peraza, Luis 353 Pereira, Gustavo 91, 278, 295, 323 Pereyra, Carlos 149 Pérez, Carlos Andrés 37, 311 Pérez Jiménez, Marcos 15, 55, 78, 151, 295, 302, 310 Pérez Oramas, Luis 79, 80, 83, 298, 334, 337 Pérez Perdomo, Francisco 29, 91, 243, 295, 323 Pérez Rescaniére, Gerónimo 43, 44 Pérez Só, Reynaldo 278, 322-327, 329, 330, 332 Peri Rossi, Cristina 184 Perón, Juan Domingo 377 Perotinos 25 Perozo Naveda, Blas 384 Pessoa, Fernando 208

429 Peterson, Horacio 362 Petronius 186 Pettrone, Francisco 362 Piar, Manuel Carlos 43 Picón Salas, Mariano 12, 43, 81, 83, 91, 127, 137, 151, 254, 255, 260, 293, 302, 303, 381, 388 Piglia, Ricardo 384 Pimentel, Francisco 89 Pindaro 183, 184 Pineda Botero, Alvaro 242 Pink Floyd 195 Pino Iturrieta, Elias 91 Pinochet Ugarte, Augusto 367, 368 Pinot-Duclos, Charles 185 Pinto, Gilberto 362, 363 Pintus, Kurt 258 Pirandello, Luigi 355 Pirón, Alexis 186 Piscator, Erwin 351 Platón 161, 343 Platz, Silvia 335 Plinio 182 Po, Li 189 Pocaterra, José Rafael 43, 46, 47, 48, 72, 91, 379, 380 Pocock, John G. A. 103, 114 Poe, Edgar Allan 191, 257 Porti, Klaus 365, 420 Policastro, Cristina 47, 411 Poma de Ayala, Huamán 71 Ponce de León, Napoleón Baccino 147 Poniatowska, Elena 123 Posse, Abel 145, 149 Pound, Ezra 335 Prévert, Jacques 293, 303 Proust, Marcel 215 Puertas, Jesús 48 Pulido, José 52 Quevedo y Villegas, Francisco de 189 Quintero, Ednodio 39, 49, 52, 71, 91, 189-196, 201, 202, 204, 220, 226, 253, 261, 266, 271-273, 382, 384, 412 Quintero Weir, Rodolfo 220 Quintiliano 256 Rabelais, François 183

Rama, Angel 29, 74, 252, 257, 258, 260, 380 Ramos, José Antonio 361 Ramos, José Luis 86 Ramos Sucre, José Antonio 67, 91, 112, 194, 217, 261-263, 274, 278, 294, 295, 297, 301, 310 Raphael, Freddy 118 Read, Herbert 302 Rebrij, Lidia 47 Reichardt, Dieter 254 Rengifo, César 353-364 Revenga, José Rafael 86 Reverdy, Pierre 307 Reverón, Armando 68, 337 Reyes, Alfonso 164, 170, 171, 174, 258 Rial, José Antonio 363 Ribas, José Enrique 168 Ricardo, Cassiano 293, 303 Rich, Adrienne 316 Riekenberg, Michael 113, 114 Riera, Celestino 353 Rilke, Rainer Maria 307, 346 Rimbaud, Arthur 194, 229, 307 Rincón, Carlos 15, 20, 151, 174 Riu, Federico 227, 228, 231 Ri vera, Andrés 384 Rivera, Francisco 78, 218, 221, 226 Ri vera, Hesnor 323 Rivera, José Eustasio 253, 370 Rivera, Nelson 334, 337 Roa Bastos, Augusto 145, 150, 159, 160, 171 Robertson, John 69, 286, 291, 312 Roderick, Andrés 86 Rodó, José Enrique 255 Rodríguez, Aleida A. 152, 174 Rodríguez, Argenis 39, 48, 52 Rodríguez, B. Orlando 361, 364 Rodríguez, Simón 67, 91 Rodríguez Monegal, Emir 380 Rodríguez Núflez, Víctor 282, 290 Rodríguez Ortiz, Oscar 20, 56, 78, 79, 83 Rodríguez Padrón, Jorge 382, 383, 389 Röttgers, Kurt 103, 114 Rojas, Arístides 91 Rojas, Fernando de 162 Rojas, José Luis de 150

430 Rojas Guardia, Armando 82, 83, 278, 281, 282, 290, 298, 328, 332, 334, 336, 386 Rojas Guardia, Pablo 255 Roloff, Volker 160, 174 Romero, Antonio 17, 20 Romero, Denzil 13, 41, 43, 44, 46, 52, 69, 125, 139-150, 151-175, 179-188, 221, 235, 240, 242, 413, 414 Romero, Mariela 363, 381 Rops, Félicien 168, 169 Rorty, Richard 231-233 Roscio, Juan Germán 86, 91 Rose, Sonia V. 141, 150 Rosenblat, Angel 377 Rossi, Alejandro 382 Rotker, Susana 151, 175 Rousseau, Jean-Jacques 86, 321, 323 Rüsen, Jórn 104, 113, 114 Rulfo, Juan 60, 268 Russotto, Márgara 305, 306, 311, 314, 315, 320 Sade, Donatien-Alphonse-Fransois, marqués de 169, 186 Sáenz, Manuela 153, 184, 187, 388 Saint-John Perse 335 Salas, Alejandro 281, 305, 320, 386, 387 Salas, Irma 46 Salas, María Clara 311, 312 Salgado, César 303 Salinas, Pedro 307 Sambrano Urdaneta, Oscar 19, 91 Samoilovich, Daniel 314, 320 San Martín, José de 377 Sánchez, Carlos 363 Sánchez, Florencio 361 Sánchez Peláez, Juan 13, 67, 91, 278, 298, 301, 311, 323, 326, 327, 328, 332, 334, 383 Sánchez Robayna, Andrés 339, 348 Sanguinetti, Edoardo 237 Sanoja Hernández, Jesús 294, 303 Sanoja Obediente, Mario 105, 114 Santaella, Juan Carlos 56, 60, 65, 278, 290 Santana, Carlos 26 Santana, Rodolfo 18, 363 Sarduy, Severo 162, 170, 175

Sarlo, Beatriz 136, 137 Sartre, Jean-Paul 25, 28, 227-229, 233, 244, 251, 369 Schaeffer, Jean-Marie 341, 343, 348 Schaff, Adam 99, 114 Scharlau, Birgit 105, 114, 151, 175 Schieder, Theodor 104, 114 Schlageter, Eduardo 89 Schlóndorff, Volker 193 Schmitt, Cari 258 Schón, Elizabeth 91 Schweppenhauser, Hermann 172, 260 Schwob, Marcel 191 Scott, Walter 187 Seijas, Héctor 45, 53 Sequera, Armando José 39, 49, 53, 253, 261, 263, 265, 269-271, 273, 274, 384 Sexton, Anne 335 Shakespeare, William 17, 161, 183, 196, 355 Shaw, George Bernard 163 Shelley, Percy Bysshe 348 Shikibu, Murasaki 196 Sifontes, Lourdes 312, 384 Sill, Oliver 160, 175 Sillanpáa, Frans Eemil 191 Silva Baugerard, Paulette 79 Silva Estrada, Alfredo 91, 278, 281, 295, 312, 323, 334, 336 Silva, Ludovico 295, 323 Smith, Moses 154, 156, 158 Socorro, Milagros 47, 53 Sócrates 209 Sófocles 367 Sojo, Vicente Emilio 68 Soto, Jesús 195, 217 Soublette, Carlos 168 Spengler, Oswald 98 Stanislavski, Konstantin S. 353, 362 Steckbauer, Sonja M. 142, 150, 420 Stéfano, Victoria di 46, 53 Sterne, Laurence 200, 204 Stevens, Wallace 335 Stevick, Philip 235, 242 Strausfeld, Michi 254 Stravinski, Igor 25 Strepponi, Blanca 69, 281, 286, 291,298, 312, 315

431 Stroessner, Alfredo 368 Suárez Radillo, Carlos 354-356, 357, 360, 364 Sucre, Antonio José de 111 Sucre, Guillermo 78, 295, 323, 380, 381, 383, 389 Sujo, Juana 362 Tabuas, Mireya 91 Tamayo, Francisco 91 Tapia, José León 43 Tarantino, Quentin 195 Tarre Murzi, Alfredo 354, 364 Tejera, Felipe 89 Terán, Ana Enriqueta 91, 299, 302, 308, 309, 311, 320, 323 Teresa de Jesús, Santa 184 Tiana, Apolonio de 182 Tiedemann, Rolf 172, 260 Tlacaélel 142 Todorov, Tzvetan 148, 150 Torres, Alicia 69, 281, 312 Torres, Ana Teresa 16, 43, 69, 116-121, 123-126, 127-132, 137, 185, 186, 415 Toynbee, Arnold 170 Trastoy, Beatriz 381, 389 Trejo, Oswaldo 67, 72-74, 91, 219, 226, 235, 237-242 Trigo, Abril 14, 20 Trujillo, Manuel 125 Ulive, Ugo 363, 372, 373 Ungaretti, Guiseppe 299 Urbaneja Achelpohl, Luis Manuel 72, 89, 91 Uslar Pietri, Arturo 13, 17, 42, 44, 62, 67, 68, 72, 76, 91, 125, 152, 238, 242, 254, 255, 379, 381 Valenzuela, Luisa 384 Valera Mora, Víctor 32, 278, 291, 295 Valéry Rísquez, Pedro 89 Vallejo, César 254 Vallenilla Lanz, Laureano 89, 91 Varela, Blanca 313 Varela, Reina 281, 312 Vargas, José María 87 Vargas Arenas, Iraida 105, 114 Vargas Llosa, Mario 257

Vasconcelos, José 71 Vázquez, Mharía 312 Vassareli, Víctor 195 Vega, Garcilaso de la 308 Velázquez, Diego 146, 163 Velázquez, Ramón José 44 Vera, Pedro Jorge 185 Vespucci, Amerigo 168, 386 Vespucci, Simonetta 168 Vestrini, Miyó 33, 295, 306, 309, 310, 313, 320 Vidal, Gore 187 Vidal, Javier 363 Vinci, Leonardo da 194 Virgilio 158 Voltaire 155, 156, 158, 187, 196, 227 Waard, Elly de 316 Waldseemüller, Martin 386, 387 Walter, Monika 151, 174 Washington, Jorge 31 Weber, Max 103, 114 Weiss, Peter 193 Weldon, Thomas D. 103, 114 Wenders, Wim 193 Werz, Nikolaus 110, 114 White, Guillermo 86 White, Hayden 145, 150, 172, 175 Whitman, Walt 255, 330 Wilde, Oscar 261 Winckelmann, Johann Joachim 114 Wittgenstein, Ludwig 193 Wordsworth, William 307 Wright, Austin 239 Wulf, Christoph 174 Yagüe, Eloy 91 Yanes, Francisco Javier 86 Yates, Francés 199 Ybáñez, Sael 382 Yeats, William Butler 191, 293 Yepes Azparren, José Antonio 280 Yourcenar, Marguerite 187 Yradi, Benito 44, 382 Zago, Angela 46, 58 Zamora, Ezequiel 357 Zea, Francisco Antonio 86 Zimmermann, Klaus 173

432 Zingg, Robert M. 142 Zubiaurre, Antonio 297 Zumeta, César 89 Zupcic, Slavko 45, 202, 204

americana eystettensia Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt

A. ACTAS 1.

Benecke; K. Kohut; G. Mertins; J. Schneider; A. Schräder (eds.): Desarrollo demográfico, migraciones y urbanización en América Latina. 1986 (publicado por la editorial F. Pustet de Ratisbona como vol. 17 de Eichstätter Beiträge)

2.

Karl Kohut (ed.): Die Metropolen in Lateinamerika — Hoffnung und Bedrohung für den Menschen. 1986 (publicado por la editorial F. Pustet de Ratisbona como vol. 18 de Eichstätt er Beiträge)

3.

Jürgen Wilke/Siegfried Quandt (eds.): Deutschland und Imagebildung und Informationslage. 1987

4.

Karl Kohut/ Albert Meyers (eds.): Religiosidad popular en América Latina. 1988

5.

Karl Kohut (ed.): Rasse, Klasse und Kultur in der Karibik. 1989

6.

Karl Kohut/Andrea Pagni (eds.): Literatura dictadura a la democracia. 1989. 2a ed. 1993

7.

Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: Der eroberte Kontinent. Historische Realität, Rechtfertigung und literarische Darstellung der Kolonisation Amerikas. 1991

Lateinamerika.

argentina

hoy. De la

7a. Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: De conquistadores y conquistados. Realidad, justificación, representación. 1992 8.

Karl Kohut (ed.): Palavra e poder. brasileira. 1991

Os intelectuais

na

sociedade

9.

Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la revolución. 1991. 2a ed. 1995

10. Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy II. Los de fin de siglo. 1993 11. Wilfried Floeck/Karl Kohut (eds.): Das moderne Theater Lateinamerikas. 1993 12. Karl Kohut/Patrik von zur Mühlen (eds.) Alternative Lateinamerika. deutsche Exil in der Zeit des Nationalsozialismus. 1994

Das

13. Karl Kohut (ed.): Literatura colombiana hoy. Imaginación y barbarie. 1994 14. Karl Kohut (ed.): Von der Weltkarte zum Kuriositätenkabinett. deutschen Humanismus und Barock. 1995

Amerika im

15

Karl Kohut (ed.): Literaturas del Río de la Plata hoy. De las utopías al desencanto. 1996

16

Karl Kohut (ed.): La invención del pasado. La novela histórica en el marco de la posmodernidad. 1997

17

Karl Kohut/José Morales Saravia/Sonia V. Rose (eds.): Literatura peruana hoy. Crisis y creación. 1998

18

Hans-Joachim König (ed.) en colaboración con Christian Gros, Karl Kohut y France-Marie Renard-Casevitz: El indio como sujeto y objeto de la historia latinoamericana. Pasado y presente. 1998

19

Barbara Potthast/Karl Kohut/Gerd Kohlhepp (eds.): El espacio interior de América del Sur. Geografía, historia, política, cultura. 1999

20

Karl Kohut (ed.): Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano. 1999

B. MONOGRAFIAS, ESTUDIOS, ENSAYOS 1.

Karl Kohut: Un universo cargado de violencia. Presentación, aproximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli. 1990

2.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Erster Band: Argentinien — Brasilien — Guatemala — Kolumbien — Mexiko. 1991

3.

Ottmar Ette (ed.): La escritura de la memoria. Reinaldo Arenas: Textos, estudios y documentación. 1992. 2a ed. 1995

4.

José Morales Saravia (ed.): Die schwierige Modernität Lateinamerikas. Beiträge der Berliner Gruppe zur Sozialgeschichte lateinamerikanischer Literatur. 1993

5.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Zweiter Band: Chile — Costa Rica — Ecuador — Paraguay. 1994

6.

Michael Riekenberg: Nationbildung, Sozialer Wandel und Geschichtsbewußtsein am Rio de la Plata (1810-1916). 1995

7.

Karl Kohut/Dietrich Briesemeister/Gustav Siebenmann (eds.): Deutsche in Lateinamerika — Lateinamerika in Deutschland. 1996

8.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Dritter Band: Bolivien — Nicaragua — Peru — Uruguay — Venezuela. 1996

9.

Christiano German: Politik und Kirche in Lateinamerika. Zur Rolle der Bischofskonferenzen im Demokratisierungsprozeß Brasiliens und Chiles. 1999

10

Inge Buisson-Wolff: Staat, Gesellschaft und Nation in Hispanoamerika. Problemskizzierung, Ergebnisse und Forschungsstrategien. Ausgewählte Aufsätze. Herausgegeben und eingeleitet von Hans-Joachim König. 1999

C. TEXTOS 1.

José Morales Saravia: La luna escarlata. Berlin Weddingplatz. 1991

2.

Cari Richard: Briefe aus Columbien von einem hannoverischen Officier an seine Freunde. Reeditado y comentado por Hans-Joachim König. 1992

3.

Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Das erste christliche Jahrhundert Osterinsel 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996

der

3a. Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Primer siglo cristiano de la Isla de Pascua. 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996

D. POESIA 1.

Emilio Adolpho Westphalen: "Abschaffung des Todes" und andere frühe Gedichte. Edición de José Morales Saravia. 1995

2.

Yolanda Pantin: Enemiga mía. Selección poética (1981-1997). Prólogo de Verónica Jaffé. 1998