Las Filosofias De Ludwig Wittgenstein

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Las filosofías de Lodwig Wittgeostein i . FERRATER MORA G. HENRIK YON WRIGHT NORMAN MALCOLM DAVID POLE

José Ferrater M ora nació en 1912 en Barcelona, en cuya Universidad se graduó. Desde 1939 ha residido en Francia, Chile y Estados Unidos. Es profesor de Filosofía del Bryn Mawr Cotlege, de Bryn Mawr, Pennsylvania, EE.UU. Autor de «Diccionario de Filosofía» (1941, 1.a edición), «Lógica matemá­ tica» (1955), «La filosofía en el món d'avui» (1966). Georg H enrik von W right, finlandés, nacido en 1916, se graduó en Helsinki y en Cam­ bridge. A partir de 1943 fue profesor de Filosofía en las Uni­ versidades de Helsinki, Cam­ bridge, Cometí (Ithaca, N. Y.), California, Saint Andrews (Es­ cocia). Desde 1961 es investi­ gador científico de la Academia de Finlandia. Especializado en Lógica. Norm an M alcolm es profesor de Filosofía en la Universidad de Cornell (Ithaca, N. Y.). Autor de «Dreaming» (1959), «Knowledge and Certainty» (1963). David Pole, graduado en Oxford y en Londres, es profe­ sor de Filosoffa en el King’s College, Universidad de Lon­ dres. Autor de «Conditlons of Rational Inquiry» (1961).

Ricardo Jordán», licenciado en Fi­ losofía, as catedrático de Inolés en el Instituto Marti Franquée, de Ta­ rragona.

(Portada de V. Caeanovas)

El 29 de abril de 1951 murió en Cambridge, (Inglaterra), uno de los filósofos más Influyentes de nues­ tro tiempo. En efecto, Wlttgenstein Inspiró (y repudió, se dice) dos escuelas de pensamiento: el po­ sitivismo lógico y la filosofía del lenguaje. El profesor Jordana ha programado la reunión en este volumen de trabajos dispares y complementa­ rios que constituyen en conjunto una compacta y bien infernada

noticia de Wittgenstein: encuadre filosófico encuadre biográfico retrato del hombre, del maestro última etapa filosófica la continuidad: John Wisdom. Wittgenstein eludía la publicidad: el conocimiento de su vida y su carácter quedó por ello reducido al círculo de sus íntimos. Uno de ellos ha escrito aquí, apoyándose en correspondencia inédita, un vivido recuerdo personal, retrato de un hombre dotado y atormen­ tado. El lector más despreocu­ pado por la filosofía se sentirá atraído por la grandeza moral y la atrayente humanidad de Wlttgensteln. La parte última del volumen Interesará, en especial, a los nú­ cleos de estudiosos de la filoso­ fía, sobre todo jóvenes, que en los países hispánicos prestan una atención creciente al filósofo de Viena.

Traducción española, prefacio, tabla cronológica y nota bibliográfica de RICARDO

JORDANA

Las filosofías de Ludwig Wittgenstein FERRATER MORA G. H. VON WRIGHT NORMAN MALCOLM DAVID POLE

ediciones

oiko s-tau

A P A R T A D O 5347 - BARCELONA VILA SSA R DE MAR - BARCELONA - ESPAÑA

Primera edición española 1966

Traducción al español de: "Ludwlg Wittgenstein: A Memoir" publicado originalmente en Inglés por © Oxford University Press 1956 y de “The Later Phllosophy of Wittgenstein" publicado originalmente en inglés por The Athlone Press — University of London © David Pole, 1958

La Introducción de J. Ferrater Mora corresponde a los artículos del "Diccionario de Filosofía" (2.* ed., 1965) "Ludwlg Wittgenstein", “ Atomismo Lógico" y "Juegos de Lenguaje" © 1965. Editorial Sudamericana, S. A. - Calle Alsina, 500 Buenos Aires (Argentina)

Depósito Legal: 6*11.295-1966 Número Rgtr.*: 2512-66

© ediciones oikos-tau Derechos reservados para todos los países de habla castellana Impreso por Industrias Gráficas García Montserrat, 6 bis - Vilassar de Mar (Barcelona • España)

ÍNDICE página

PREFACIO DEL T R A D U C T O R ...........................

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IN TR O D U C C IÓ N LUDW IG W ITTGENSTEIN, por FerraterM o ra ....

Parte I: I II

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EL HOMBRE

E S Q U E M A B I O G R A F I C O , por Georg Henrik von Wright ...........................................

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RECUERDO DE LUDW IG W ITTGENSTEIN, por Norman Malcolm .......................................

39

Parte II:

EL P E N S A M IE N TO

LA ÚLTIM A FILOSOFÍA DE W IT T G E N S T E IN , por David Pole ..............................................................

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I

El enfoque lingüístico de la filo s o fía .............

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II

La lógica y el lenguaje normativo .................

123

III

Experiencia interna .............................................

IV

Escollos de la filosofía de W ittgenstein.......

V

Epílogo: John W isdom ......................................

149 161 179

T A B L A CRO NO LÓG ICA, por Ricardo Jordana.

199

N O T A B IB LIO G R ÁFIC A, por Ricardo Jordana.

205

ÍNDICE A L F A B É T IC O ...................................................

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ABREVIATURAS

Pl

Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations. Oxford, 1953.

Nota: las cifras (v.g. Pl, 7 3 ) se refieren a los pasajes numerados de la Parte I. Los pasajes de la Parte II son citados con referencias de página. RFM

Ludwig Wittgenstein, Remarks on the Foundations of Mathematics. Oxford, 1956.

OM John Wisdom, Other Minds. Oxford, 1952. PP-A John Wisdom, Philosophy and Psycho-Analysis. Oxford, 1953.

NOTA El editor agradece al Profesor Georg Henrik von Wright y al Consejo editorial de The Philosophical Review, publicada por Cornell University Press, Ithaca, Nueva York, su consentimiento en la in­ clusión del esquema biográfico de Ludwig W itt­ genstein, que apareció en el Vol. LXIV n.° 4 de la revista (octubre 19 5 5 ), y que el profesor von Wright ha revisado para la presente edición.

PREFACIO DEL TRADUCTOR

El primero de los libros aquí traducidos se abre con la siguiente afirmación: cEI 2 9 de abril de 195 1 , murió en Cambridge, Ingla­ terra, uno de los filósofos más famosos y más influyentes de nues­ tro tiempo: Ludwig Wittgenstein». El segundo libro, en un marco geográfico y temáticamente más reducido, empieza asi: «La mayor influencia individual sobre la filosofía inglesa en la actualidad es, sin duda alguna, la de Wittgen­ stein. Sus discípulos y deudores se hallan en todas partes». El traductor español se congratula, aun cuando no pueda sorpren­ derse, de la congruencia de los juicios emitidos por los profesores Von Wright y David Pote, y ello por diversos motivos: En primer lugar, conviene aclarar que dicha congruencia es, en cierto sentido, «no pre establecida». Las obras aquí traducidas e incorporadas en un solo volumen, son libros que aparecieron en su lengua original inglesa, con entera independencia de autor, tiempo, casa editorial y propósito. Las coincidencias no son, pues, redundancia, sino indicio de que las partes que se han unido po­ seían alguna capacidad de mutua adecuación. En segundo lugar, porque los dos juicios comparten un carácter valorativo y establecen la importancia de la obra del filósofo Ludwig Wittgenstein, de un modo que induce a creer que tal vez no haya sido ocioso ni inoportuno realizar la presente traducción y ofrecerla al público español. Consideremos con mayor atención uno y otro apartado: Las obras «L. W., A Memoir» y «The Later Philosophy of W.», quizá por el simple hecho de ser dos «paperbacks» de reducido tamaño, tienen cierta tendencia a reunirse, en el amplio seno de la biblio­ grafía inglesa acerca de Wittgenstein. Con ellos empezó este tra­ ductor, en el College de la Universidad de Gales en Cardiff y en el invierno de 1959-60, su estudio del filósofo de Viena, de Cardiff y de Rosro Cottage... En el estante de aquella biblioteca de Cathays Park estaban los dos libritos uno al lado del otro, estuvieron luego uno encima del otro, sobre la mesa del departamento de español, desde el cual se vela un extremo del parque y los autobuses rojos que marchaban de la lluvia a la niebla. El invierno es 7

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demasiado propicio para la filosofía, y hay que ser un Russell para resistirla o un Wittgenstein para no resistirla. Pero no es sólo eso, ambos libros vinieron a España, formando parte de una exposición de «University paperbacks» y estuvieron expuestos en la soleada Tarragona, más arqueológica y óntica que analista. Entonces, este traductor juzgó que los dos libros habían hecho un largo viaje, y que merecían ser traducidos, juntos... Porque, si bien en tamaño las dos obras se complementan, en enfoque y contenido se definen y delimitan mutuamente. «L. W., A Memoir» (con el croquis biográfico de Von Wright) es una obra mitificadora, un conjuro, la evocación potente de una personalidad compleja y un pensamiento doliente. «The Later Philosophy de W.» en cambio, es un análisis técnico y aparentemente desapasionado de la fase decisiva de una filosofía, o mejor, de los problemas filosóficos establecidos por una persona. Hasta cierto punto, estas dos actitudes reflejan las palabras que pueden leerse en la pág. Los que se acercan a la obra de Wittgenstein, a veces buscan su esencia en una dimensión racional, empírica; y a veces, más en una dirección supra-empírica, metafísica». Con todo, las obras traducidas consistían tan sólo en una noticia general de la personalidad del filósofo y un estudio crítico de su última filosofía o posterior, que en este caso venía a ser la antítesis de las famosas teorías de la posición primera. El propio Wittgenstein quiso que su Tractatus se publicara junto, con y delante de las Philosophical Investigations, para que apareciera la dinámica del pensamiento superando unas brillantes imágenes perdedoras. Así pues, era doblemente ineludible la necesidad de ofrecer al lector un esquema breve de las primeras tesis de Wittgenstein, que apor­ taran el ambiente en que había que situarse la detenida crítica de David Pole. Aquel vacío sirvió de asentamiento para el engarce de tres pequeñas joyas: los artículos del Profesor José Ferrater y Mora titulados «L. W.», «Atomismo lógico» y «Juegos de lenguaje», extraídos de la última edición de su Diccionario de Filosofía. El que el Profesor J. Ferrater y Mora y la Editorial Sudamericana, consin­ tieran en la reproducción de estos trabajos vino a ser la clave de bóveda de esta sencilla pero querida traducción y noticia del filó­ sofo Wittgenstein. Incluso el primer artículo del profesor J. Ferrater y Mora termina con una referencia a John Wisdom; y a John Wisdom traslada su atención David Pole, en el epílogo de su ensayo. O sea que, este libro en apariencia unitario, se ha configurado mediante la aportación, creemos que orgánica, de elementos varios; para familiarizar al lector con su trazado, es por lo que escribimos principalmente este prefacio, de modo que, aun cuando el lector se pueda sentir molesto en algún momento con nuestra versión — que hemos querido mantener escuetamente fiel— nos guarde alguna simpatía por haber procurado configurar y preparar

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PREFACIO

el material que aquí le ofrecemos. A este respecto, y pasando ya al desarrollo del segundo apartado de este prefacio, vamos a citar unas palabras de don Miguel Sánchez Mazas contenidas en su articulo «La ciencia, el lenguaje y el mundo según Wittgenstein», el cual apareció en el número 7-8 de Theoria (Madrid, 1954); excelente revista cuya aparición en el año 1952 es tan inexplicable como su posterior extinción. «En España puede decirse que, salvo raras excepciones, no se conoce apenas a Wittgenstein, ni en los medios matemáticos ni en los filosóficos. Por lo menos nadie le ha dedicado aquí, que yo sepa, no digo un estudio serio, sino ni siquiera una página expositiva, si exceptuamos dos artículos aparecidos en el año 1952. Uno vivo y periodístico, de Eugenio d'Ors, en un diario de Madrid, y otro más extenso y detallado, de Raimundo Drudis, enviado desde Aus­ tria, y aparecido en el número 2 de Theoria. En el Indice de la Revista de Occidente, que estaba tan en contacto, según se dice, con todas las corrientes filosóficas europeas, particularmente ger­ manas, por los años en que se publicó el Tractatus Logico-Philosophicus no aparece tampoco el nombre de Wittgenstein, ni se reseñó jamás su célebre libro, una de las más importantes contribuciones de este siglo al pensamiento lógico.» (A pie de página, y respon­ diendo a una llamada de estas lineas aparece la siguiente nota: «Poco después de escrito este articulo, me llegan uno tras otro, los magníficos trabajos publicados sobre Wittgenstein — en el extranjero— por José Ferrater y Mora, uno de los cuales traducimos en este número».) Efectivamente, en los manuales de Historia de la filosofía — y no malos libros— que se han utilizado en las universidades españo­ las, apenas si se hallan referencias a Wittgenstein o al Positivismo lógico, etc. Asi la Historia de la Filosofía (Alemania, 1949-52; España, 1 9 5 6 ) de Johannes Hirschberger, menciona tan sólo dos veces el nombre de Ludwig Wittgenstein, junto con otros nombres y sin ningún desarrollo ulterior. Dicho tratamiento presenta un gran desequilibrio al comparársele al dispensado a otro filósofo contemporáneo, Martin Heidegger. Y es que, realmente, la cultura filosófica española ha dependido durante muchos años del ambiente europeo-continental. España ha traducido mucha filosofía alemana — no sin razón— y los estu­ diantes españoles, teóricamente escolásticos, están imbuidos de los moldes y terminologías germánicas en un grado muy superior al que les es consciente. La vigencia y rigidez de la actual división del mundo filosófico, en los tres grandes imperios que analiza Ferrater y Mora en su obra «La filosofía en el món d’avui» (Barcelona, 1 9 6 5 ) es algo ya no enteramente técnico, sino literario, periodístico y comercial-editorial. 9

LAS FILOSOFIAS DE LUDWIG WITTGENSTEIN

Desde el vértice de la desamparada experiencia personal existe una situación que podria describirse asi: Hay quien ha estudiado una carrera de filosofía en España, y que al entrar en contacto con el imperio filosófico anglonorteamericano, se da cuenta de que, aun cuando él no crefa saber gran cosa de la filosofía alemana, no hace sino pensar con los presupuestos e imágenes de dicha filosofía, de modo que, se siente como incapacitado y mal dispuesto a adoptar otros puntos de vista que le parecen asistemáticos, fortuitos e in­ cluso superficiales. Esta aversión ocasiona, por otro lado, una reins­ tauración en el pensamiento germánico, en el que uno empieza ya a considerarse versado. El traductor que escribe estas lineas comparte la opinión de que tal estado de cosas es poco satisfactorio. Considera que el estu­ dioso o el estudiante español debiera hacer lo posible por activar sus facultades sincretizadoras, máxime en el momento actual en el que la filosofía de la existencia ha venido a ocupar una zona desmesurada del campo de visión. Si la historia de la filosofía es la más filosófica de las disciplinas filosóficas, conviene que celosos de nuestra objetividad pongamos al dia los conocimientos del positivismo lógico, del análisis lin­ güístico y de la filosofía del lenguaje. Si tenemos la más ligera sospecha de que la filosofía, dejando de ser la Madre de la Ciencia o una brillantísima descripción introspectiva, puede facilitar medios específicos y efectivos para el desarrollo de técnicas «humanísti­ cas», bueno será también retornar a las corrientes mencionadas. En Ludwig Wittgenstein se da una superposición del dominio conti­ nental-germano y el dominio anglonorteamericano, superposición creativa e irrepetible. El lector español que siga el proceso de Wittgenstein experimentará también, a su modo, la fascinante inquietud de lo imprevisible y lo desconcertante; y luego, liberado de esquemas mentales rígidos, comenzará incluso a ampliar su idea de la filosofía germánica, y se interesará por un pensador llamado Frege, o por el Circulo de Viena o por la Escuela de Würzburg; ya no tan sólo por el Idealismo, la Fenomenología o el Existencialismo. Asi parecen haberlo comprendido los estudiantes españoles que, muy recientemente, han empezado a escribir tesis de licenciatura y doctorado acerca de Wittgenstein y temas afines. Digamos, finalmente, que aun cuando Wittgenstein desautorizó siempre la idea de que él hubiese creado una filosofía del lenguaje, (... «aunque la elaboración de lo que se llamarla una «Filosofía del lenguaje» no entraba en sus designios, según él dijo. Si bien se puede discutir hasta qué punto dicha renuncia cuadra con el contenido de sus obras publicadas»... Pág. de este libro), sus contribuciones en este terreno son de gran interés. No tan sólo la filosofía, sino la lingüistica — oscurecida aún en España por el

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PREFACIO

tardío florecimiento de la filología moderna— precisa de intuicio­ nes y elaboraciones rigurosas y originales, del tipo del concepto de la doble elaboración del lenguaje, tal como lo expone André Martinet en sus Éléments de lingüistique générale (París, 19 6 0 ). Asi como «Wittgenstein recibió impresiones más profundas de algunos escritores que se hallan en los limites entre la filosofía, la religión y la poesía, que de los filósofos en sentido estricto»..., (pág. 37 de este libro), no es aventurado el suponer que la lectura de sus obras — depuradas, aforísticas, contenidamente dramáti­ cas— ejerza alguna influencia considerable en poetas, artistas, humanistas o pensadores religiosos, «pues lo que convierte en clásica la obra de un hombre es, precisamente, la multiplicidad». RICARDO JOROANA

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INTRODUCCIÓN

LUDWIG WITTGENSTEIN POR FERRATER MORA

Ludwig Wittgenstein (1 8 8 9 -1 9 5 1 ) nació en Viena. Cursó la carrera de ingeniero en Berlín y en 190 8 se dirigió a Manchester para continuar sus estudios en dicha profesión. Su interés por las mate­ máticas lo llevó a ocuparse de los fundamentos de esta disciplina y a estudiar los escritos de Russell y Frege al respecto. Trasladado a Cambridge, estudió con Russell antes de la primera guerra mun­ dial. De regreso a Austria, fue soldado del Ejército austríaco durante la guerra y al final de ésta fue hecho prisionero en Italia. Por esta época habla terminado el Tractatus logico-philosophicus, a que nos referiremos luego. Después de la guerra renunció a su fortuna pri­ vada y se colocó como maestro de escuela en Austria. En contacto con los que iban a fundar el «Círculo de Viena», su Tractatus ejerció gran influencia sobre los miembros del futuro «Circulo», al cual, por lo demás, Wittgenstein no perteneció. En rigor, ya poco después de publicado el Tractatus le entraron graves dudas acerca de las ideas expresadas en el mismo. Después de una breve visita a Cambridge en 1925, volvió a la misma Universidad en 1 9 2 9 y se estableció en ella, madurando a la sazón sus nuevas ideas, las cuales expresó oralmente y fueron conocidas o directamente o por la circulación, de mano en mano, de los llamados «Cuaderno azul y Cuaderno pardo» (The Blue and Brown Books). Un aura de misterio rodeó durante algún tiempo las enseflanzas o, mejor dicho, las «nuevas enseñanzas», de Wittgenstein. En 1939 fue nombrado profesor titular en Cambridge, sucediendo en la cátedra a G. E. Moore. En 1947 renunció a la cátedra que, por lo demás, habla dejado durante la segunda guerra mundial cuando se alistó para trabajar como ayudante en un hospital de Londres. Cuatro aftos después de su renuncia, falleció de cáncer. Aparte el Tractatus, y un articulo en 1929, todos los escritos de Wittgenstein han sido publicados póstumamente.

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LAS FILOSOFIAS DE LUDWIG WITTGENSTEIN

Se suele distinguir entre dos periodos en el pensamiento de Wittgenstein, caracterizados sobre todo respectivamente por el contenido del Tractatus y de las Philosophische Untersuchungen (Investigaciones filosóficas); designaremos estos dos periodos con los nombres de «el primer Wittgenstein» y «el último Wittgenstein». A veces se ha hablado de un «periodo intermedio» en el cual Wittgenstein desarrolló lo que se ha llamado «positivismo terapéu­ tico» y también «psicoanálisis intelectual», pero esta actitud no fue reconocida por el propio Wittgenstein y es más bien propia o de algunos wittgensteinianos o bien de una posible interpretación de ciertas consecuencias de la actividad intelectual de Wittgenstein, a las cuales, por lo demás, Wittgenstein se opuso vivamente. Sólo en una cierta medida puede hablarse de una terapéutica en el caso de Wittgenstein; es la que consiste en extirpar lo que llamó «supers­ ticiones». Además, las ideas peculiares del «último Wittgenstein» comenzaron a madurar ya algunos anos después de aparecido el Tractatus, y acaso muy poco después. Ahora bien, el hablar de un «primer Wittgenstein» y de un «último Wittgenstein» no equivale a decir que no hay ninguna relación entre ambos. Por un lado, el «último Wittgenstein» es en gran parte comprensible como una reacción contra el «primero», sin el cual el «último» no tendría mucho sentido. Por otro lado, y sobre todo, las diferencias entre los dos Wittgenstein no impiden que haya un «modo de pensar» común a ambos, un tipo de filosofar característicamente «wlttgensteiniano». En ambos casos, además, el centro de la preocupación de Wittgenstein es el lenguaje. Lo que decimos en el articulo «Atomismo lógico» puede ayudar a comprender el «primer Wittgenstein» — o el Wittgenstein del Trac­ tatus— , ya que las ¡deas del primer Wittgenstein son similares, bien que no completamente coincidentes, con las de los atomistas lógicos. La filosofía del atomismo lógico fue elaborada y expuesta por Bertrand Russell en una serie de conferencias en 19 1 8 . Muchas de las ideas de Russell al respecto fueron resultado de sus discusiones con Ludwig Wittgenstein durante los anos 1912-14, cuando éste rumiaba algunas de las tesis que iban a aparecer en el Tractatus lógico-philosophicus y que pueden considerarse como contribuciones decisivas a la tendencia aquí resenada. Russell declaró que la filosofía del atomismo lógico era con­ secuencia de ciertas meditaciones sobre la matemática y del intento de embeber el lenguaje matemático en el lenguaje lógico. Ello correspondía a su idea de que lo importante en el pensamiento filosófico es la lógica en la cual se funda. La filosofía de Hegel y de sus seguidores tiene como base una lógica monistica, dentro de cuyo marco «la aparente 14

INTRODUCCION

multiplicidad del mundo consiste meramente en fases y divi­ siones irreales de una sola Realidad indivisible» (Logic and Knowledge, pág. 1 78). En el atomismo lógico, en cambio, el mundo aparece como una multiplicidad infinita de elemen­ tos separados. Estos elementos son los átomos, pero se trata de átomos lógicos y no de átomos físicos. Los átomos lógicos son lo que queda como último residuo del análisis lógico. La lógica del atomismo lógico es esencialmente la desarro­ llada en los Principia Mathematica. En ella tenemos un esque­ leto lingüístico capaz de alojar todos los enunciados y com­ binaciones de enunciados sobre lo que haya. Cada enunciado, simbolizado mediante una letra proposicional, describe un hecho, esto es, un hecho atómico. Del mismo modo que los enunciados se combinan por medio de conectivas, los hechos atómicos se combinan formando hechos moleculares. Las com­ binaciones de enunciados pueden dar origen a tautologías, a contradicciones o a enunciados indeterminados. El lenguaje en cuestión se halla basado, pues, en la noción de función de verdad. Mediante esta lógica puede describirse el mundo en cuanto compuesto de hechos atómicos. La naturaleza de estos hechos atómicos fue debatida con gran detalle por el propio Russell. Lo común a todo hecho atómico es el no ser ya analizable. Pero no todos los hechos atómicos son iguales. Algunos se basan en entidades particulares sim bolizares mediante nom­ bres propios; otros, en hechos consistentes en la posesión de una cualidad por una entidad particular; otros, en rela­ ciones entre hechos (las cuales pueden ser diádicas, triádícas, etc.). Los hechos atómicos no son, pues, necesariamente cosas particulares existentes, pues éstas no hacen un enun­ ciado verdadero o falso (supuesto que «x existe», puede todavía analizarse lógicamente en elementos más simples). Hay hechos que pueden llamarse propiamente particulares, tales como los simbolizados en «Esto es blanco» y hechos que pueden ser llamados generales, como tos simbolizados en «Todos los hombres son mortales». El lenguaje propuesto por el atomismo lógico es en intención un «lenguaje perfecto», es decir, uno que muestra de in­ mediato la estructura lógica de lo que es afirmado o negado. El atomismo lógico es equivalente, pues, a un isomorfismo lógico. Aunque el atomismo lógico es, pues, una metafísica— y, como ha seflalado J. O. Urmson, una metafísica muy se­ mejante a la de Leibniz, donde las mónadas corresponderían a los hechos básicos, y lo mismo que las mónadas carecen de ventanas, los hechos atómicos existirían aisladamente unos respecto a otros— , se trata de una metafísica en la que, como señala Russell (op. cit., págs. 2 7 0 -1 ), se cum-

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LAS FILOSOFIAS DE LUDWIG WITTGENSTEIN

píen dos finalidades. Una, la de llegar teóricamente a las entidades simples de que está compuesto el mundo. Otra, la de seguir la máxima de Occam (o atribuida a Occam) de no multiplicar los entes más de lo necesario. Las entidades simples en cuestión no son propiamente hechos, pues los hechos son «aquellas cosas que son afirmadas o negadas mediante proposiciones, y no son propiamente de ningún modo entidades en el mismo sentido en que lo son sus ele­ mentos constituyentes». Pues los hechos no pueden nom­ brarse; sólo pueden negarse, afirmarse o considerarse, si bien «en otro sentido es cierto que no se puede conocer el mundo a menos que se conozcan los hechos que constituyen las verdades del mundo; pero el conocimiento de los hechos es algo distinto del conocimiento de los elementos simples». Según Wittgenstein — por el que entenderemos ahora «el primer Wittgenstein»— el mundo es la totalidad de los hecohs atómicos y no de las cosas, ya que un hecho atómico está formado justamen­ te por «cosas» o «entidades». Estas «cosas» o «entidades» son nombrables (mediante nombres, pronombres personales, adjetivos demostrativos, etc.) de modo que hay, por lo pronto, una relación de las cosas con las palabras. Como una combinación de «cosas» es un hecho atómico, una combinación de palabras es una propo­ sición atómica. Las proposiciones atómicas «re-presentan» hechos atómicos en el sentido de que las primeras son una re presentación, «cuadro» o «pintura» de los segundos; las proposiciones atómicas y los hechos atómicos son isomórficos; el lenguaje se convierte, asi, en un mapa, o especie de mapa, de la realidad. Las proposicio­ nes atómicas que no representan hechos atómicos carecen de significación. En cuanto a las combinaciones de proposiciones ató­ micas constituyen las llamadas «funciones de verdad». Wittgenstein escribe que «los limites de mi lenguaje significan los limites del mundo» una tesis a la que se ha acusado con frecuencia de con­ ducir a un solipsismo lingüístico. Cierto que el lenguaje corriente no responde a la descripción antes bosquejada, pero ello se debe simplemente a que el lenguaje corriente es defectuoso; hay que mostrar, en el fondo de él, un «esqueleto lógico» que constituye su naturaleza esencial. Este esqueleto lógico es el «lenguaje ideal». Desde luego, las proposiciones mediante tas cuales se describe, o descubre, el esqueleto lógico del lenguaje no son ni proposiciones atómicas ni funciones de verdad; por eso carecen ellas mismas de significación (o, mejor, de sentido, Sinn). El Tractatus es por ello como un andamio que puede desecharse una vez construido el edificio, como una escalera que puede apartarse una vez se ha verificado la ascensión. Wittgenstein escribe que «lo que se expresa por si mismo en el lenguaje, no podemos expresarlo mediante el lenguaje»; esto equivale a decir que «lo que se puede mostrar, no se puede decir». Asi, lo que se ha hecho ha sido no enunciar algo

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INTRODUCCIÓN

sobre el lenguaje y el isomorflsmo con la realidad, sino simple­ mente mostrarlo. La filosofía no puede ir más allá, y por eso la filosofía no es propiamente una ciencia, sino una actividad, Tátigkeit; lo que hace la filosofía no es «decir», sino sólo «aclarar». El «último Wittgenstein» encontró pronto el Tractatus sumamente insatisfactorio; en rigor, completamente insatisfactorio. Esta con­ clusión no fue en Wittgenstein resultado de una nueva argumenta­ ción mediante la cual mostrara que el Tractatus era erróneo; fue resultado de un nuevo modo de ver por el cual el anterior aparecía como una superstición. Esta superstición sobre el lenguaje habla sido, por lo demás, producida por el propio lenguaje. Pues el len­ guaje engendra supersticiones, de las cuales tenemos que desha­ cernos. La filosofía tiene ahora una misión distinta — aunque tam ­ bién de naturaleza «aclaradora»— : debe ayudarnos a rehuir «el embrujamiento de nuestra inteligencia mediante el lenguaje». Pero sólo podremos lograrlo cuando veamos claramente «el lenguaje», en vez de ilusionarnos sobre él tratando de descubrirle una esencia. No hay nada «oculto» en «el lenguaje»; hay que abrir los ojos para ver, y describir, cómo funciona. Ahora bien, el lenguaje funciona en sus usos. No hay que preguntar, pues, por las significaciones; hay que preguntar por los usos. Pero estos usos son múltiples, varia­ dos; no hay propiamente el lenguaje, sino lenguajes, y éstos son «formas de vida». Lo que llamamos «lenguaje» son «juegos de lenguaje». La expresión «juegos de lenguaje» (o «juegos lingüísticos») — Sprachspielen, language-games— fue introducida por W itt­ genstein en sus cursos y recogida en sus Investigaciones fi­ losóficas (Philosophische Untersuchungen [1 9 5 3 ]). En sus­ tancia, consisten en afirm ar que lo más primario en el len­ guaje no es la significación, sino el uso. Para entender un lenguaje hay que comprender cómo funciona. Ahora bien, el lenguaje puede ser comparado a un juego; hay tantos len­ guajes como juegos de lenguaje. Por tanto, entender una palabra en un lenguaje no es primariamente comprender su significación, sino saber cómo funciona, o cómo se usa, dentro de uno de esos «juegos». La noción de significación, lejos de aclarar el lenguaje, lo rodea con una especie de niebla (op. cit., 5 ). En suma, lo fundamental en el lenguaje como juego de lenguaje es el modo de usarlo (Art des Gebrauchs) (op. cit., 10). Como las palabras que usamos tienen una apa­ riencia uniforme cuando las leemos o las pronunciamos o las olmos, tendemos a pensar que tienen una significación uni­ forme. Pero con ello caemos en la trampa que nos tiende la idea de la significación en cuanto supuesto elemento ideal invariable en todo término. Cuando nos desprendemos de la citada niebla, podemos comprender no sólo el carácter básico del lenguaje, sino la multiplicidad (para Wittgenstein, prác­ ticamente infinita) de los lenguajes — o juegos de lenguaje.

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LAS FILOSOFIAS DE LUDWIG WITTGENSTEIN

El lenguaje no es para Wittgenstein una trama de significa­ ciones independientes de la vida de quienes lo usan; es una trama integrada con la trama de nuestra vida. El lenguaje es una actividad o, mejor dicho, un complexo o trama de acti­ vidades regidas por reglas — las « reglas del juego». Por eso hablar un lenguaje es parte de una actividad, o de una forma de vida (Lebensform) (op. cit., 2 3 ). Ejemplos de tales juegos de lenguaje son, entre otros: dar órdenes y obedecerlas; des­ cribir un objeto según su apariencia o dando sus medidas; informar sobre un acontecimiento; formar y comprobar una hipótesis; hacer chistes y contarlos; resolver un problema en aritmética práctica; preguntar, agradecer, imprecar, salu­ dar, rogar. Lo que podría llamarse la «legitimidad» o la «justificación» de un juego de lenguaje se basa en su integración con acti­ vidades vitales. Un lenguaje (un juego de lenguaje) es como un sistema de ruedas. Si estas ruedas engranan unas con otras y con la realidad, el lenguaje es justificado. Pero aun­ que engranen unas con otras, si no engranan con la realidad, el lenguaje carece de base. Por eso Wittgenstein ha compa­ rado el juego de lenguaje filosófico con una rueda que gira libremente, sin engranar con lo real, o con las actividades humanas integradas con lo real. La noción wittgensteiniana de juego de lenguaje parece con­ tradecir una de las ideas-clave de dicho autor: la de que lo primario en un término no es su significación, sino su uso. En efecto, a menos que «juego» tenga un significado, parece que no haya posibilidad de relacionar unos juegos de len­ guaje con otros. A ello responde Wittgenstein indicando que lo que constituye la unidad de los juegos de lenguaje es «el aire de familia» (las Familienáhnlichkeiten [op. cit., 6 7 ]). Los juegos forman, pues, una familia; en todo caso, no se reducen a una significación única. La idea de que hay una significación única de «juego» impide saber lo que es pro­ piamente un juego y, por tanto, un juego de lenguaje. Entre las dificultades que ha suscitado la idea wittgensteiniana del juego de lenguaje nos limitaremos a poner de relieve la indicada por Robert E. Gahringer («Can Games Explain Language?», The Journal of Philosophy, LVI [1 9 5 9 ] 6 6 1 -7 ). Dicho autor señala que aunque haya algo de juego en el lenguaje (en todo lenguaje), hay en los juegos algo que no es lenguaje; por ejemplo, la aspiración a ganar el juego y la consiguiente renuncia a «dejarse ganar». Por otro lado, todo juego, aunque no sea lingüístico, tiene algo de lenguaje— un lenguaje entre los que juegan o entre los espectadores. Así, pues, más que comprender los lenguajes a base de juegos, pueden com­ prenderse los juegos a base de lenguajes.

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INTRODUCCIÓN

Uno de los muchos juegos de lenguaje sirve para describir. Pero hay muchos otros: para preguntar, para indignarse, para consolar, etcétera. No hay, pues, una función del lenguaje como no hay una función en una caja de herramientas. Una herramienta sirve para martillear; otra para agujerear, etc. No hay función común de las expresiones del lenguaje, hay innumerables clases de expresiones y de modos de usar las palabras, incluyendo las mismas palabras, o lo que parecen ser las mismas. No hay ni siquiera algo común que sea el juego de lenguaje. Lo único que hay son «similaridades», «aires de fam ilia», que se combinan, intercambian, entrecruzan. Pensar lo contrario es simplificar el lenguaje y con ello engendrar perplejidades, dejarse seducir por el embrujamiento del lenguaje, por una determinada «visión del lenguaje», que ilusoriamente supo­ nemos ser la única, la «verdadera». No hay en los juegos de len­ guaje nada oculto tras ellos; los juegos de lenguaje son el uso que se hace de ellos, el modo como sirven en las «formas de vida». Por haberse ilusionado sobre el lenguaje, se han suscitado lo que se han llamado «problemas filosóficos» y que no son en modo alguno «problemas», sino «perplejidades». Ahora bien, los proble­ mas se resuelven, pero no las perplejidades; estas últimas sólo se «disuelven». Por eso los llamados «problemas filosóficos» tienen, según Wittgenstein, la forma: «No sé cómo salir del paso». Las perplejidades filosóficas no son problemas para los cuales pueda encontrarse una solución descubriendo una realidad en la que no se habla reparado. En filosofía no hay nada oculto; todos los datos del sedicente «problema» se hallan a nuestra mano. Más todavía: los «problemas» en cuestión se refieren a conceptos que, fuera de la filosofía, dominamos perfectamente. Preguntar qué hora es no causa perplejidades. Pero inquirir acerca de la naturaleza del tiempo nos confunde. Trasladarse a otra ciudad no nos sume en abismales paradojas. Pero meditar sobre la naturaleza del espacio nos coloca en un laberinto en el cual no parece haber salida. V, sin embargo, hay una salida: es la que consiste en librarse de la superstición de que hay un laberinto. El fin de la filosofía es algo asi como «salir de la encerrona» en que nos ha colocado nuestra tenaz Incom­ prensión del funcionamiento, o funcionamientos, de los lenguajes. Todo ello parece conducir a la idea de que las cuestiones filosófi­ cas son absurdas e inútiles. Pero no hay tal. Muchas de las llama­ das «cuestiones filosóficas» tienen un sentido y aun un «sentido profundo». Este consiste en mostrarnos las ralees de nuestra per­ plejidad, y, sobre todo, en mostrarnos que tales rafees se hallan muy fuertemente hincadas en nosotros. Al fin y al cabo, debe de haber una razón por la cual algunos hombres se han sentido fasci­ nados por «cuestiones filosóficas»; la razón es que estas cuestiones son, en verdad, «fascinantes». Son, en suma, «embrujadoras». V hasta es posible considerar tales cuestiones, o cuando menos algunas de ellas, como la consecuencia de las embestidas que nuestra inteligencia da contra los limites del lenguaje. Al revés de

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lo que pensaba Me ha sido imposible el determinar las fechas exactas de la primera visita de Wittgenstein a Frege y de su llegada a Cambridge. Estuvo matriculado en Manchester en otoAo de 1911.

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La década anterior a la Primera Guerra Mundial fue, en Cambridge, un periodo de excepcional actividad intelectual. Bertrand Russell habia llegado a la cima de sus facultades. Él y A. N. Whitehead escribieron Principia Mathematica, hito de la historia de la lógica. El filósofo más influyente era G. E. Moore. Wittgenstein se hizo pronto intimo de Russells, y se trató mucho con Moore y Whitehead. Entre los amigos de Wittgenstein durante sus primeros altos de Cambridge deben mencionarse también J. M. Keynes, el econo­ mista, G. H. Hardy, el matemático, y el lógico W. E. Johnson. El Tractatus de Wittgenstein está dedicado a la memoria de David Pinsent, muerto en la guerra. En Cambridge, además de cultivar la filosofía, Wittgenstein realizó algún trabajo experimental en psicología. Llevó a cabo una inves­ tigación referente al ritmo de la música, en el laboratorio psicoló­ gico. Habia confiado en que el experimento arrojaría luz sobre algunas cuestiones estéticas que le interesaban. Wittgenstein tenia un temperamento excepcionalmente musical, incluso si se le consi­ deraba según las normas más elevadas. Tocaba el clarinete y durante un cierto tiempo quiso ser director de orquesta. Tenia una habilidad especial para silbar. Era un gran placer oirle interpretar, silbando, un concierto entero, en el que sólo hacia pausas para llamar la atención del oyente hacia algún detalle de la textura musical. Una fuente importante de nuestro conocimiento de Wittgenstein durante estos años la constituye una serie de cartas a Russell. Otra es el diario de Pinsent, que recoge la vida común en Cambridge y los viajes, con Wittgenstein, a Islandia y Noruega. Las cartas y el diario ayudan a clarificar la personalidad, no tan sólo del W itt­ genstein joven, sino del Wittgenstein que sus amigos veían en las décadas 193 0 y 1940. Las cartas contienen, asimismo, interesante información referente al gradual desarrollo de la obra que por pri­ mera vez sentó la fama de Wittgenstein como filósofo. Las más tempranas investigaciones filosóficas de Wittgenstein se desarrollaron en el reino de ios problemas que hablan tratado Frege y Russell. Conceptos tales como «función preposicional», «varia­ ble», «generalidad» e «identidad» ocuparon sus pensamientos. Pronto hizo un descubrimiento interesante, un nuevo simbolismo para las llamadas «funciones de verdad» que condujeron a explicar la verdad lógica como «tautología»’ . Las partes más viejas del Tractatus son las que se ocupan de la lógica. Wittgenstein habla formado sus pensamientos básicos sobre estas materias antes del estallido de la guerra de 1914, y por tanto *7 • Russell dice, en el articulo conmemorativo al que se hace referencia: «El llegar a conocer a Wittgenstein fue una de las más apasionantes aventuras intelectuales de m i vida». 7 Se trata de un simbolismo muy parecido al explicado en el Tractatus 6.1203. Las ahora familiares tablas de verdad (Tractatus 4.31. etc.) las inventó más tarde.

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antes de llegar a los veintiséis aflos. Más tarde se concentró en un nuevo problema. Era la cuestión de la naturaleza de la proposición significativa8. Wittgenstein me contó cómo se le ocurrió la idea del lenguaje como imagen (picture) de la realidad*. Estaba en una trinchera del frente del este, leyendo una revista en la que habla un dibujo esquemático que describía la posible secuencia de aconte­ cimientos en un accidente automovilístico. Aquella historieta hacia el oficio de proposición; es decir, de descripción de un posible estado de cosas. Tenia esta función en virtud de una corresponden­ cia entre las partes de la historieta y las cosas de la realidad. Se le ocurrió entonces a Wittgenstein que sería posible invertir la analogía y decir que una proposición hace el oficio de una historieta, de una imagen, en virtud de una similar correspondencia entre sus partes y el mundo. El modo en que se combinan las partes de la proposición — la estructura de la proposición— describe una combinación posi­ ble de los elementos de la realidad, un posible estado de cosas. Se puede decir que el Tractatus de Wittgenstein es una síntesis de la teoría de las funciones de verdad y de la ¡dea de que el len­ guaje es una imagen de la realidad. De esta síntesis surge un tercer ingrediente principal del libro, su doctrina de lo que no puede ser dicho, sino solamente mostrado. Al estallar la guerra, Wittgenstein se alistó en el ejército austríaco en calidad de voluntario, aunque habla sido eximido del servicio a causa de una hernia. Primero sirvió en una embarcación, en el Vístula y más tarde en un taller de artillería de Cracovia. En 1915 fue destinado a Olmütz, en Moravia, para hacer unos cursillos de oficial. Tal como se ha dicho antes, luchó en el frente del este. En 1918 fue trasladado al frente del sur. Tras la cafda del ejército austro-húngaro en noviembre, fue hecho prisionero por los italia­ nos. Hasta agosto del aflo siguiente no pudo regresar a Austria. Durante la mayor parte de su cautiverio, estuvo en un campo de concentración cerca de Montecassino, en la Italia meridional. Cuando Wittgenstein fue capturado tenia en su mochila el manus­ crito de su Logisch-philosophische Abhandlung, que es comúnmente conocido con el titulo latino sugerido por G. E. Moore, Tractatus Logico-Philosophicus. Wittgenstein habla terminado la obra durante un permiso en Viena, en agosto de 1918. Hallándose aún cautivo, entró en contacto epistolar con Russell y le fue posible mandarle el manuscrito, gracias a la ayuda de uno de sus amigos de los anos de Cambridge, Keynes. También mandó una copia a Frege y se carteó con él. • «Toda mi tarea consiste en la explicación de la naturaleza de la proposición», escribió en uno de los cuadernos filosóficos que llevó durante la guerra. » Seria interesante saber si el concepto wittgenstelniano de la proposición en cuanto imagen esté relacionado de algún modo con la introducción a Die Prinzlpen der Mechanik, de Helnrich Hertz. Wittgenstein conocía esta obra y la tenia en gran estima. Tanto en el Tractatus como en sus escritos posteriores se encuentran huellas de la impresión que le produjo.

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Wittgenstein tenia la costumbre de anotar sus pensamientos en cuadernos. Las entradas llevan por lo general la fecha, de modo que componen una especie de diario. Muchas veces el contenido de un cuaderno precedente, es reelaborado más tarde en otro cua­ derno. En algunas ocasiones dictaba a colegas y alumnos. En la primavera de 1914, Wittgenstein dictó algunos pensamientos sobre lógica a Moore, hallándose en Noruega. Al parecer, en los años 2 0 dictó a Schlick y a Waismann. El llamado Cuaderno azul fue dictado junto con conferencias, en Cambridge, durante los años 1933 y 1934. Contiene la primera versión, algo ruda, de lo que puede lla­ marse la cnueva» filosofía de Wittgenstein. El muy notable Cua­ derno pardo (Brown Book) fue dictado particularmente a algunos discípulos en 1935. Se conservan algunos de los cuadernos que llevaron a la redacción del Tractatus. Estos bocetos y fragmentos de versiones anteriores son de gran interés, en parte porque muestran el desarrollo de sus pensamientos, en parte porque arrojan luz sobre muchos párrafos difíciles de la extremadamente comprimida versión final. Me ha impresionado de modo especial un cuaderno del año 1916. Versa principalmente sobre el yo, el libre albedrío, el significado de la vida y la muerte. Asi que las observaciones de aspecto aforístico que sobre estos temas se hallan en el Tractatus han sido tamizados de una buena cantidad de material. Las notas muestran lo fuertes que eran las impresiones que Wittgenstein recibió de Schopenhauer. También se percibe un ocasional regusto a Spinoza. En los primeros cuadernos, parte del contenido está escrito en una clave, que Wittgenstein siguió usando durante el resto de su vida. Tan sólo una parte de las notas en clave han sido descifradas. Parece que tienen carácter personal. Es demasiado pronto para determinar el interés que tienen para un público más amplio. El periodo de la guerra originó una crisis en la vida de Wittgenstein. Hasta qué punto el disturbio de la época y las experiencias del frente y del campo de concentración contribuyeron a la crisis, no lo puedo precisar. Una circunstancia de gran importancia es que se familiarizó con los escritos éticos y religiosos de Tolstoi. Tolstoi ejerció una gran influencia sobre la idea que Wittgenstein tenía de la vida, y le llevó además a estudiar los Evangelios. Tras la muerte de su padre en 1912, Wittgenstein entró en posesión de una gran fortuna. Una de las primeras cosas que hizo al regresar de la guerra fue el desprenderse de todo su dinero 10. Desde ese momento, una gran simplicidad, incluso a veces una gran frugali­ 14 Anta* da la guerra, instituyó Wittgenstein una importante subvención anónima para al fomento de la literatura. Dos poetas, a quienes de este modo benefició, fueron Georg Trakl y Rainer María Rlíke. (Para más detalles véase el articulo de Ludwig Ficker «Rilke und der unbekannte Freund», en Der Brenner, 1954.) A propósito de ello es curioso hacer constar que Wittgenstein tenia en alta estima el talento de Trakl, pero que más adelante, al manos, no admiró dema­ siado a Rilke, cuya poesía consideraba artificiosa.

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dad, fueron la característica de su vida. Vestía despreocupada­ mente; es imposible imaginarle con corbata o sombrero. Una cama, una mesa y unas pocas sillas constituían todo su mobiliario. Los objetos de adorno de cualquier tipo estaban desterrados de sus dominios. Después de la guerra, Wittgenstein siguió la vocación de maestro de escuela. En el periodo 19 1 9 -2 0 estudió en una escuela para maestros de enseñanza primaria (Lehrerbildungsanstalt) en Viena. Desde 1920 a 19 2 6 ejerció en diversos pueblos remotos del dis­ trito de Schneeberg y Semmering, en la baja Austria. Esto satisfizo su ansia de vida simple y retirada. En otros aspectos no le sentó bien. Parece que chocaba constantemente con la gente que le rodeaba. Finalmente sufrió una grave crisis. Wittgenstein renunció a su plaza y abandonó para siempre la carrera de maestro de escuela. Pasó a trabajar de ayudante de jardinero con los monjes de Hütteldorf, cerca de Viena. Durante esta época, Wittgenstein consideró la posibilidad de ingre­ sar en un monasterio. También se le ocurrió el mismo pensamiento en posteriores momentos de su vida. El que nunca se realizara se debió, en parte al menos, a que según él las Intimas condiciones de vida monástica no se cumplían. Su trabajo con los monjes llegó pronto a su fin. En el otoño de 1926 Wittgenstein aceptó un trabajo que absorbió su tiempo y su genio por un espacio de dos años. Construyó una mansión en Viena para una de sus hermanas. El edificio es obra suya hasta en los menores detalles y revela en alto grado el carácter de su creador. Está desprovisto de todo adorno y sellado por una severa exactitud en la medida y en la proporción. Su belleza es de la misma natu­ raleza simple y estática del Tractatus. No creo que se pueda atribuir el edificio a ningún estilo definido. Pero los techos horizontales y los materiales empleados — hormigón, vidrio y acero— traen a la mente del contemplador el recuerdo de la arquitectura típicamente «moderna». (En 191 4 , Wittgenstein conoció a Adolf loos, cuya obra tenía en gran consideración.) Durante este mismo tiempo, Wittgenstein hizo una escultura en el estudio de su amigo el escultor Drobil. Es la cabeza de una mu­ chacha o de un trasgo. Las facciones tienen la misma belleza aca­ bada y reposada que se halla en las esculturas griegas del período clásico y que parece haber sido el ideal de Wittgenstein. Por lo general, existe un contraste sorprendente entre el desasosiego, el continuo buscar y cambiar de la vida y personalidad de Wittgenstein, y la perfección y elegancia de su obra acabada. El autor del Tractatus creía que había solucionado todos los pro­ blemas filosóficos. Era pues lógico que decidiera abandonar la filo­ sofía. La publicación del libro se debió, en gran parte, a Russell. En 1919 los dos amigos se encontraron en Holanda para comentar

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el manuscrito. El problema de encontrar un editor originó dificul­ tades y el asunto se complicó aún más con la firm e desaprobación de Wittgenstein a la introducción que Russell escribió para su libro. Finalmente, Wittgenstein se volvió de espaldas a la empresa. El libro fue publicado en 1 922 por Kegan Paul, en Londres, con texto paralelo en alemán e inglés. Durante el ano anterior había aparecido el texto alemán en el último número de los Annalen der Naturphilosophie, de Ostwald. La traducción inglesa contiene un número de errores que adulteran el significado y que sería de desear fueran corregidos lo más pronto posible". ( * ) Durante sus anos de maestro y arquitecto, Wittgenstein no estuvo enteramente aislado del contacto con el mundo filosófico. En 1923 un joven de Cambridge, Frank Ramsey le visitó en Puchberg. Ramsey había ayudado a la traducción del Tractatus y había escrito, a los veinte anos de edad una recensión del libro notoriamente pro­ funda en la revista Mind. La visita se repitió un ano más tarde. Ramsey trató de convencer a Wittgenstein de que hiciera una visita a Inglaterra. En sus esfuerzos le ayuda Keynes, quien incluso consi­ guió dinero para dicho fin. En el verano de 1925, Wittgenstein visitó por fin a sus amigos ingleses. Después de Ramsey, Moritz Schlick, un catedrático de Viena, con­ siguió entrar en contacto con Wittgenstein. El estudio del libro de este último había producido una profunda impresión en este hombre honesto e inteligente que alcanzarla fama como fundador y guía det Circulo de Viena. La influencia de Wittgenstein sobre el movimiento filosófico que inició el Circulo de Viena es pues debido, en parte, a una relación personal entre Wittgenstein y Schlick, que duró bas­ tantes ahos. Otro miembro del Círculo que estuvo personalmente influido por Wittgenstein es Friedrich Waismann, que está ahora en Oxford. Wittgenstein dijo que volvió a la Filosofía porque pensó que podría hacer de nuevo obra creadora. Una circunstancia externa de este importante paso puede haber sido el que en marzo de 1 9 2 8 oyó disertar a Brouwer en Viena sobre los fundamentos de las matemá­ ticas. (Se dice que esto es lo que le incitó a emprender otra vez los estudios filosóficos). A principios de 1 929 Wittgenstein llegó a " La nota del traductor, según la cual «las pruebas de la traducción... han sido muy cuidadosamente revisadas por el propio autora no puede ser muy exacta, a la luz de lo que Wittgenstein me dijo. (*) En el arto 1961, la casa Kegan Paul publicó una nueva traducción, obra de D. F. Pears y B. F. McGuinness. En descargo de la anterior traducción hallan la dificultad y novedad del tema y la depurada concisión del estilo Wittgenstein. Precisamente el formato aforístico y la posibilidad de comparar linea a linea las dos versiones, producen en el lector una continua sensación de que las tra­ ducciones no reflejan con entera fidelidad el «juego lingOlstico wittgensteiniano. La impresión se acrecienta cuando el lector advierte que, mientras Pears y McGuinness traducen los conceptos básicos Sachverhalt for a State of affalrs y Sachlage for situatlon, el gran critico americano profesor Marx Black, en su monumental «A Companion to Wíttgenstein's Tractatus», traduce repetidamente Sachverhalt por atomic fact o atomlc situatlon y Schlage por State of affalrs. (N. del T.)

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Cambridge. Se matriculó primero como research student (estudiante investigador), categoría algo desacostumbrada para un hombre al que ya muchos consideraban como uno de los cultivadores más avanzados en la materia. El plan era trabajar pra el titulo de Doctor en Filosofía. Resultó, sin embargo, que pudo convalidar sus estudios de Cambridge de antes de la guerra para la obtención del grado y presentar su libro, publicado ocho afios atrás, en calidad de tesis. Recibió el grado en junio de 1929. El aflo siguiente fue nombrado fellow del Trinity College. El punto de vista filosófico de Wittgenstein en los alrededores del afio 1930 está recogido en dos voluminosos escritos mecanogra­ fiados. El uno es una disertación de cerca de ochocientas páginas. Está dividido en capítulos y secciones tituladas, como en las obras eruditas rigurosas. Con toda seguridad Wittgenstein debió sentir que esta manera de escribir era una gran coacción sobre sus pensa­ mientos. El otro escrito que lleva el título de Philosophische Bemerkungen (Observaciones filosóficas) revela al mismo tiempo al autor del Tractatus y al de las Investigations. La materia temática de am­ bos escritos abarca mucho. Se dedica una gran atención a la filo­ sofía de las matemáticasii12. El artículo Some Remarks on Logical Form (Algunas observaciones sobre la Forma Lógica) también arroja algo de luz sobre la posición filosófica de Wittgenstein durante este período. Es el único escrito filosófico que publicó con posterioridad al Tractatus1*. Este papel tenía que haber sido leído por él durante la reunión anual de los filósofos ingleses, la sesión conjunta de la Mind Association y la Aristotelian Society. Esto sucedió en 1929, es decir, casi inmedia­ tamente después de su regreso a Cambridge y a la filosofía. Las comunicaciones preparadas para esta reunión son impresas y repar­ tidas a los participantes con antelación, y son luego recogidas en un suplemento de las Actas de la Aristotelian Society. Wittgenstein sorprendió a su auditorio al hablarles de un tema totalmente dife­ rente — la noción del infinito en matemáticas— , sin mencionar para nada su comunicación programada. En los manuscritos y escritos a máquina de los alrededores de 1930, el lector queda sorprendido por las formulaciones que le son familiares, extraídas de los escritos de Schlick y de otros miembros del Círculo de Viena. No puede caber ninguna duda acerca de la i i Fue probablemente con relación a uno de estos escritos que Bertrand Russell presentó en ei ano 1930 el siguiente Informa al Consejo del Trlnlty College, el cual estaba considerando la concesión de una subvención a Wittgenstein, del si­ guiente modo: «Las teorías que se contienen en esta reciente obra de Wittgenstein son nuevas, muy originales e indudablemente importantes. SI son verdad, no lo sé. Como lógico que ama la simplicidad, me gustarla creer que no lo son, pero a juzgar por lo que he leído, tengo la seguridad de que deberla darse al autor una oportunidad para desarrollarlas, ya que al ser completadas puede muy bien ser que lleguen a constituir una filosofía enteramente nuevas. (Citado con el permiso de Lord Russell y del Consejo del Trinity College, Cambridge.) id Siendo maestro de escuela publicó un glosario alemán para escuelas prim a­ rlas. (Holder-Plehler-Tempski, Viana, 1926.)

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dirección de la corriente de influencia. Los escritos de Wittgenstein de este período, por tanto, interesan considerablemente al historia­ dor de las ideas filosóficas. Su valor intrínseco es, ciertamente, inferior, tanto a las del Tractatus como a las de las Investigations. Lo cual no es de extrañar si consideramos que dichas ideas marcan una etapa de transición en el desarrollo de Wittgenstein. En este tiempo estaba bregando por salir del Tractatus. Hacia 1933 se operó en el pensamiento de Wittgenstein un cambio radical. Se le ocurrieron, en esta época, aquellas ideas básicas cuyo desarrollo y clasificación le acapararon la atención durante el resto de su vida. Mencionaré, tan sólo, unos pocos hechos históricos relacionados con el origen de ellas. La cnueva» filosofía de Wittgenstein acarrea el abandono de algunos de los pensamientos fundamentales contenidos en el Tractatus. Desechó la teoría-imagen del lenguaje, la doctrina de que todas las proposiciones significativas son funciones-verdad de propo­ siciones elementales, y la doctrina de lo inefable. De todos modos, se podría decir que algunos de estos pensamientos ya hablan sido reemplazados por desarrollos filosóficos después de la publica­ ción del Tractatus. Pero mientras que en otros lugares los cambios hablan consistido en gran parte en un ulterior desarrollo de temas filosóficos ya existentes, aportados, no menos que por otros, por la propia obra anterior de Wittgenstein, las alteraciones en el pensa­ miento de Wittgenstein señalaron una radical desviación de los senderos de la filosofía entonces existentes. Conectado con esto está el hecho de que la nueva filosofía de W itt­ genstein está, por lo que a mi se me alcanza, enteramente fuera de cualquier tradición filosófica y carece de fuentes literarias de influencia. Por este motivo es extremadamente difícil de entender y de caracterizar. El autor del Tractatus habla aprendido de Frege y de Russell. Sus problemas surgieron de los de ellos. El autor de las Philosophical Investigations no tiene antepasados en filosofía. Se ha dicho en alguna ocasión que el último Wittgenstein se parece a Moore. Poca verdad hay en ello. La impresión de parecido puede deberse, en parte, al hecho que la influencia tanto de Moore como de Wittgenstein, ha contribuido a la formación de esa tendencia del pensamiento contemporáneo conocida con el nombre de filosofía analítica o lingüistica. A los futuros historiadores de la filosofía les toca el distinguir ambas influencias. Bien mirado, los modos de pensar de Moore y de Wittgenstein son absolutamente diferentes. Aun cuando su amistad duró hasta la muerte del segundo, no creo que exista ninguna huella de la influencia ejercida por la filosofía de Moore sobre Wittgenstein. Lo que Wittgenstein apreció fue la vitalidad intelectual de Moore, su amor a la verdad y su ausencia de vanidad. Gran importancia en la originación de las nuevas ideas de Wittgen­ stein tuvo la crítica a que fueron sometidas sus anteriores teorías

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por dos de sus amigos. El uno fue Ramsey, cuya muerte prematura en 1930 constituyó para el pensamiento contemporáneo una gran pérdida. El otro fue Piero Sraffa, un economista italiano que habla ido a Cambridge poco antes de que Wittgenstein volviera allí. Fue ante todo la aguda y poderosa critica de Sraffa lo que llevó a Wittgenstein a abandonar sus anteriores ideas y a emprender la marcha por otros derroteros. Wittgenstein dijo que sus discusiones con Sraffa le hadan sentir como un árbol al que se habla despojado de todas sus ramas. El que este árbol reverdeciera se debió a su propia vitalidad. El último Wittgenstein no recibió una inspiración exterior similar a la que el Wittgenstein anterior obtuvo de Frege y Russell. Desde 1929 hasta su muerte, Wittgenstein vivió, con algunas inte­ rrupciones, en Inglaterra. Se nacionalizó británico, cuando después del «Anschluss» hubiese tenido que renunciar a su pasaporte aus­ tríaco, y se estableció la elección entre nacionalidad alemana y britá­ nica. Pero, por lo general, no le entusiasmaban las costumbres inglesas y le disgustaba el ambiente académico de Cambridge. Cuando se terminó su «Fellowship» del Trinity College en 1 9 3 5 u , hizo planes para establecerse en la Unión Soviética. Visitó el país con un amigo y, al parecer, quedó complacido con la visita. El que nada saliera de sus planes, se debió, en parte, al menos, al entur­ biamiento de las condiciones de vida en Rusia a mediados de los ahos 30. De modo que Wittgenstein permaneció en Cambridge hasta el final del ano académico 1 9 3 5 -3 6 . Desde entonces vivió durante casi un año en su cabana de Noruega. Fue entonces cuando empezó a escribir sus Philosophical Investigations. En 1937 regresó a Cam­ bridge, en donde, dos anos más tarde, sucedió a Moore en la cáte­ dra de Filosofía. Desde el comienzo de 1930, con algunas interrupciones, Wittgen­ stein enseñó en Cambridge. Tal como se podría esperar, sus clases eran de lo menos «académico»1". Casi siempre las daba en su propia habitación o en las habitaciones que un amigo ocupaba en el college. No tenia ni manuscrito ni notas. Pensaba delante de la clase. Se producía una impresión de profunda concentración. La ex­ posición conducía normalmente a una pregunta, a la que se suponía que los oyentes tenían que sugerir una respuesta. Las respuestas se convertían a su vez en puntos de partida para nuevos pensa­ mientos que conducían a nuevas preguntas. Dependía de la audienH La «fellowship» le fue prolongada hasta cubrir todo el aho académico 1935-36. Cuando llegó a catedrático, Wittgenstein fue nombrado otra vez «Fellow» del Trinity College. « El articulo conmemorativo, firmado por D.A.T.G. • A .C J. en The Australaslan Journal of Philosophy, XXIX (1951), ofrece una Imagen veraz y vivida del Wlttgenstein maestro. >• Moore ha publicado una relación completa y una Interesante discusión de estas clases en Mind, n. s., LXIII-LXIV (1954-55). Los artículos de Moore pue­ den considerarse como un comentario de algunas de las opiniones sostenidas por Wittgenstein en el «periodo de transición» (1929-33) que precedió al cua­ derno azul (Blue Book).

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cia, en gran parte, el que la discusión resultara fructífera y el que el hilo conectador no se perdiera de vista desde el inicio al fin de una clase y de una clase a otra. Muchos de sus oyentes eran perso­ nas altamente cualificadas en sus diversas especialidades. Moore asistió a las clases de Wittgenstein durante varios años, en los primeros años 3 0 ie. Varios de los primeros filósofos contemporá­ neos de Inglaterra y de América han ofdo las conferencias de W itt­ genstein en Cambridge. Existen buenas notas, más o menos lite­ rales, de algunos de sus cursos de conferencias. Antes de que Wittgenstein se hiciera cargo de su cátedra, estalló la Segunda Guerra Mundial. Creo que se puede decir que deseaba la guerra. Pero al igual que en 191 4 no quiso observarla desde una torre de cristal. Durante algún tiempo hizo de ayudante en el Guy’s Hospital, de Londres. Más tarde trabajó en un laboratorio médico de Newcastle. Es preciso hacer notar que Wittgenstein habla sentido una gran inclinación por la medicina y que en una ocasión, durante los años 3 0 , pensó seriamente en la posibilidad de abandonar la filosofía para emprender estudios de medicina. Durante la época de Newcastle diseñó algunas innovaciones técnicas que resultaron útiles. No es de extrañar que el inquieto talante de Wittgenstein no se sintiera a gusto en la vida académica. Es probable que si no hubiera venido la guerra, su desempeño de la cátedra incluso hubiese sido más breve. Durante el trimestre de Pascua de 1947 dio sus últimas clases en Cambridge. En el otoño estuvo fuera, con permiso V a partir del fin del año dejó de ser catedrático. Quería dedicar todas las fuerzas que le quedaban a la investigación. Y así, como tantas veces habla hecho ya en su vida, se fue a vivir en el aisla­ miento. Durante el invierno de 1 9 4 8 se estableció en una granja del campo irlandés. Después de esto vivió completamente solo en una cabaña cerca del océano, en Galway, en la costa occidental de Irlanda. Sus vecinos eran rudos pescadores. Se dice que Wittgen­ stein cobró legendaria fama entre sus vecinos porque logró domes­ ticar a muchos pájaros. Las aves acudían cada día para ser alimen­ tadas. No obstante, la vida en Galway se hizo demasiado agotadora para él, y en el otoño de 1 948 se trasladó a un hotel de Dublln. Desde entonces hasta principios de la primavera del siguiente año tuvo un excelente periodo de trabajo. Fue cuando completó la se­ gunda parte de las Philosophical Investigations. Durante los dos últimos años de su vida, Wittgenstein estuvo grave­ mente enfermo. En el otoño de 194 9 se descubrió que tenía un cáncer. Wittgenstein estaba entonces visitando Cambridge, tras regresar de una corta estancia en los Estados Unidos. No volvió a Irlanda, sino que se quedó con amigos de Oxford y de Cambridge. En el otoño de 1 9 5 0 visitó Noruega con un amigo e incluso hizo planes para volverse a establecer allí a principios del próximo año. Durante parte de su enfermedad le fue imposible trabajar. Pero es

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digno de mención el que durante los dos últimos meses no guardó cama y se encontraba, aparentemente, en el mejor estado de ánimo. Incluso dos días antes de su muerte anotó pensamientos que no desdicen de los mejores que produjo. La personalidad tan poderosa y poco frecuente de Wittgenstein ejer­ ció una gran influencia sobre otros. Nadie que entrase en relación con él podía dejar de quedar impresionado. Algunos se sentían repe­ lidos. La mayoría atraídos o fascinados. Se puede decir que W itt­ genstein evitaba el trabar relaciones, pero necesitaba y buscaba las amistades. Era un amigo incomparable, pero exigente. Creo que la mayoría de los que le quisieron y tuvieron su amistad, también le temían. Del mismo modo que existían muchas leyendas infundadas refe­ rentes a la vida y a la personalidad de Wittgenstein, también creció mucho sectarismo insano entre sus discípulos. Esto produjo gran pena a Wittgenstein. Creía que su influencia como maestro era, en conjunto, perjudicial para el desarrollo de las mentalidades inde­ pendientes de sus discípulos. Me temo que estaba en lo cierto. Y creo que entiendo, en parte, por qué razón tenía que ser así. A causa de la profundidad y originalidad de su pensamiento, las ideas de Wittgenstein son muy difíciles de entender y aún más d ifí­ ciles de incorporar al propio pensamiento. Al mismo tiempo, la mágica de su personalidad y estilo era de lo más atractivo y persua­ sivo. Era casi imposible aprender de Wittgenstein sin adoptar sus formas de expresión y muletillas e im itar incluso su tono de voz, su talante y sus gestos. El peligro estaba en que los pensamientos se convirtieran en una jerga. La enseñanza de los grandes hombres tiene, generalmente, una simplicidad y una naturalidad que hace parecer sea fácil de captar lo difícil. Los discípulos se convierten, casi siempre, en insignificantes epígonos. La importancia histórica de tales hombres no se manifiesta en sus discípulos, sino mediante influencias de una naturaleza más indirecta, sutil e incluso ines­ perada. Los rasgos más característicos de Wittgenstein fueron su gran y pura seriedad y su poderosa inteligencia. Nunca he encontrado a otra persona que me haya impresionado más intensamente en uno de estos dos aspectos. Según mi modo de entender existen dos modalidades de seriedad de carácter. La una está fijada por «sólidos principios». La obra brota de un corazón apasionado. La primera tiene que ver con la moralidad, y la segunda, creo yo, se halla más cerca de la religión. Wittgenstein tenía una sensibilidad aguda e incluso dolorosa para las consideraciones del deber, pero la honradez y la severidad de su personalidad eran más del segundo tipo. Sin embargo, no sé si se puede decir que fue «religioso» a no ser que se dé a este término un sentido muy trivial. Verdad es que no tenía una fe cris­ tiana, pero tampoco fue su visión de la vida no cristiana, pagana

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como la de Goethe. Decir que Wittgenstein no fue pantefsta es decir algo. «Dios no se manifiesta en el mundo», escribió en el Tractatus. La idea de Dios, dijo, era ante todo para él la del juez temible. Wittgenstein, según dijo en algunas ocasiones, tenia la convicción de que estaba condenado. Su modo de ver las cosas era tenebroso, sin remedio. Los tiempos modernos eran para él una edad oscura11. Su idea del desvalimiento de los seres humanos no era dispar a ciertas doctrinas de la predestinación. Wittgenstein no era, estrictamente, un erudito. Su temperamento difería mucho del temperamento del intelectual típico. «La fría objetividad» y «la meditación imparcial» son etiquetas que no se le adecúan en nada. Ponía toda el alma en todo lo que hacia. Su vida fue un continuo viaje, y la duda era la fuerza interior que le movía. Raramente volvía la vista atrás hacia sus posiciones previas, y cuando lo hacia era generalmente para repudiarlas. El conocimiento, para Wittgenstein, estaba Intimamente relacionado con el hacer. Es muy significativo que sus primeros estudios ver­ saran sobre ciencias técnicas. Poseía un conocimiento de las ma­ temáticas y de la física que se derivaba, no de una vasta lectura, sino de una familiaridad activa con las técnicas matemáticas y experimentales. Sus muchos intereses artísticos tenían el mismo carácter activo y viviente. Podía diseñar una casa, hacer una escul­ tura, o dirigir una orquesta. Quizá nunca hubiese alcanzado la maestría en ninguno de estos campos, pero no era un «dilettante». Toda manifestación de su espíritu multidimensional surgía del mismo franco impulso de creación. Wittgenstein no habla hecho estudios sistemáticos de los clásicos de la filosofía. Tan sólo podía leer lo que podía asimilar de todo corazón. Ya se ha dicho que cuando joven leyó a Schopenhauer. De Spinoza, Hume y Kant, dijo que tan sólo podía captar ocasiona­ les vislumbres de comprensión. No creo que hubiese podido dis­ frutar con la lectura de Aristóteles o Leibniz, dos grandes lógicos que le precedieron. Pero resulta significativo que leyera y gustara de Platón. Debió de reconocer características afines tanto en el método literario como en el método filosófico de Platón, y en el temperamento que se escondía tras los pensamientos. Wittgenstein recibió impresiones más profundas de algunos escri­ tores que se hallan en los limites entre la filosofía, la religión y la poesía, que de los filósofos, en sentido estricto. Entre los primeros se cuentan San Agustín, Kierkegaard, Dostoievsky y Tolstoi. Las sec­ ciones filosóficas de las Confesiones de San Agustín muestran un parecido asombroso con el método que Wittgenstein siguió para hacer filosofía. Entre Wittgenstein y Pascal existe un paralelismo * IT Véase el prefacio a Philosophlcal tiempos».

Investigatlons: «La oscuridad de estos

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definido que merece un estudio más detenido. Debe también men­ cionarse que Wittgenstein tenia en gran estima los escritos de Otto Weininger. Un aspecto de la obra de Wittgenstein, que sin duda atraerá una atención creciente, es su lenguaje. Serla extraño que algún día no se le coloque entre los escritores clásicos de la prosa alemana. Los méritos literarios del Tractatus no han pasado Inadvertidos. El len­ guaje de las Philosophical Investigations es igualmente notable. El estilo es simple y lúcido, la construcción de frases firme y libre, el ritmo fluye fácilmente. La forma es a veces el diálogo, con preguntas y respuestas; a veces, como en el Tractatus, se condensa en aforismos. Hay una ausencia absoluta de toda ornamentación literaria y de jerga o terminología técnica. La unión de la mesurada moderación con la más rica imaginación, la impresión simultánea de continuación natural y giros sorprendentes, lleva al lector a pensar en algunas otras grandes producciones del genio de Viena. (Schubert fue el compositor favorito de Wittgenstein.) Puede parecer extrafto que Schopenhauer, uno de los maestros de la prosa filosófica, no influyera en el estilo de Wittgenstein. Por otro lado, un autor que recuerda, muchas veces de modo sorprendente, a Wittgenstein, es Lichtenberg. Wittgenstein le apreció mucho. No sé hasta qué punto se puede decir que éste aprendió de aquél. Merece la pena mencionar que algunos de los pensamientos de Lichtenberg acerca de cuestiones filosóficas muestran un acusado parecido con los de Wittgenstein1*. Es casi seguro que tanto la obra como la personalidad de Wittgen­ stein provocarán en el porvenir comentarios varios e interpretacio­ nes diversas. El autor de las frases «El acertijo no existe» y «Todo lo que se puede decir se puede decir con claridad», fue en si mismo un enigma, y sus frases tienen un contenido que muchas veces yace en lo hondo, debajo de la superficie del lenguaje. En Wittgen­ stein se reúnen muchos contrastes. Se ha dicho que era a la vez un lógico y un místico. Ninguno de los dos términos es apropiado, pero cada uno de ellos apunta algo cierto. Los que se acercan a la obra de Wittgenstein, a veces buscan su esencia en una dimen­ sión racional, empírica, y a veces, más en una dimensión supraempirica, metafísica. En la bibliografía sobre Wittgenstein ya existente, se encuentran ejemplos de ambas concepciones. Tales «interpreta­ ciones» tienen poca importancia. Quien trate de entender a W itt­ genstein en su rica complejidad las verá como falsificaciones. Inte­ resan tan sólo porque muestran por cuantas direcciones se extiende su influencia. A veces he pensado que lo que convierte en clásica la obra de un hombre es precisamente esta multiplicidad que a la vez incita y repele a nuestra ansia de claro entendimiento.*V I »» Véase mi articulo. «Georg ctiristoph Lichtenberg ais Philosoph», Theoria. V III (1942).

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II

RECUERDO DE LUDWIG WITTGENSTEIN POR

NORMAN

MALCOLM

La primera vez que vi a Wittgenstein fue en el trimestre del otoflo (Michaelmas term ), del año 1938, mi primer trimestre en Cam­ bridge, En una reunión del Moral Science Club, después que se hubo leido la disertación de la velada y se hubo iniciado la discu­ sión, alguien empezó a balbucear una observación. Experimentaba una gran dificultad en expresarse y sus palabras me resultaban ininteligibles. Susurré a mi vecino: «¿Quién es ése?» Y me contestó: «Wittgenstein». Me quedé sorprendido porque, para empezar, me imaginaba que el famoso autor del Tractatus Logico-Philosophicus sería un hombre ya mayor, mientras que este hombre parecía joven, tal vez de unos treinta y cinco años. (Su verdadera edad era cuarenta y cinco). Su cara era enjuta y morena, su perfil agui­ leno y sorprendentemente hermoso, una masa crespa de cabello castaño cubría su cabeza. Observé la respetuosa atención que le prestaban cuantos se hallaban en la sala. Tras este comienzo poco afortunado, estuvo un rato sin hablar pero, evidentemente, forcejea­ ba con sus pensamientos. Daba la impresión de estar concentrado, hacia extraños gestos con las manos como si estuviera disertando. Todos los demás guardaban un silencio tenso y atento. Desde aquel dia fui testigo del mismo fenómeno innumerables veces, y llegué a considerarlo enteramente natural. Asistí a las conferencias de Wittgenstein que versaban sobre los fundamentos de las matemáticas, durante el trimestre de Cuaresma (Lent term ) de 1939. Continuó este tema durante los trimestres de Pascua (Easter) y de Adviento de 1939. Creo que no entendí casi nada de las conferencias, hasta que volví a estudiar mis notas, unos diez años más tarde. No obstante, me daba cuenta, como otros, de que Wittgenstein estaba haciendo algo importante. Se 39

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comprendía que se estaba abriendo camino a través de problemas terriblemente difíciles y que su método de ataque era absoluta­ mente original. Las conferencias las daba sin preparativos y sin notas. Una vez me dijo que habla intentado servirse de notas, pero que el resultado le disgustó, los pensamientos que sallan eran «rancios», o como dijo a otro amigo, las palabras parecían «cadáveres» cuando empezó a leerlas. En el método que llegó a utilizar, su única preparación para la clase, según me dijo, consistía antes de que los alumnos se reunieran, en pasar unos pocos minutos haciendo memoria del curso que la disquisición habla tomado en la reunión anterior. Al inicio de la lección daba un breve sumario de aquello y entonces partía de allí, tratando de hacer avanzar la indagación con pensa­ mientos frescos. Me dijo que lo único que le posibilitaba conducir sus clases de este modo improvisado era el hecho de que habla dedicado y dedicaba mucho tiempo a pensar y a escribir sobre todos los problemas que se discutían. Sin duda, esto es verdad; no obs­ tante, lo que ocurría en estas sesiones era en gran parte inquisi­ ción nueva. Ya conferenciara, ya hablara privadamente, Wittgenstein siempre hablaba enfáticamente, y con una entonación característica. Hablaba un inglés excelente, con el acento de un inglés educado, aunque de vez en cuando aparecían germanismos en sus oraciones. Su voz era resonante, de un tono algo más elevado que la voz mascu­ lina normal, pero no desagradable. Sus palabras sallan, no con fluidez, sino con gran fuerza. Cualquiera que le oyera decir algo comprendía que se hallaba ante una persona singular. Su cara era singularmente móvil y expresiva al hablar. Sus ojos eran profundos y, con frecuencia, de expresión violenta. Toda su personalidad era autoritaria, incluso imperial. Por el contrario, su vestido era de lo más sencillo. Llevaba siempre pantalones de franela color gris claro, una camisa de franela con el cuello desabrochado, una vieja chaqueta de lana o de cuero. En el exterior, durante el tiempo húmedo, llevaba una gorra de «tweed» y una gabardina color canela. Casi siempre se acompañaba de una caña ligera. Era imposible imaginar a Wittgenstein metido en un traje, con corbata y sombrero. Sus ropas, excepto la gabar­ dina, estaban extremadamente limpias, y sus zapatos lustrados. Media 1,68 metros y era delgado. Se reunía con su clase dos veces por semana durante una sesión de dos horas, desde las cinco a las siete de la tarde. Exigía puntua­ lidad y se enfadaba si alguien llegaba dos minutos tarde. Antes de que le nombraran catedrático, las reuniones se celebraban princi­ palmente en las habitaciones del «college» de diversos amigos suyos, y luego en sus propias habitaciones, en Whewell's Court, Tri­ ni ty College. Los miembros de la clase entraban sillas o se sentaban en el suelo. A veces el lio era formidable. Esto sucedió, especial-

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mente, en las clases que empezaron el trimestre de Adviento de 1946, ya que se presentaron cerca de treinta personas, que se tuvieron que apretujar sin desperdiciar ni un centímetro. Las habitaciones de Wittgenstein en Whewell’s Court estaban auste­ ramente amuebladas. No había allí ni butaca ni lámpara de brazo. Tampoco adornos, ni pinturas, ni fotografías. Las paredes estaban desnudas. En su sala de estar habia dos sillas de lona y una senci­ lla silla de madera y en su dormitorio un catre de lona. En medio del cuarto de estar se encontraba una anticuada estufa de hierro, unas flores en una caja de la ventana, y una o dos macetas en la habitación. También una caja fuerte en la que guardaba sus ma­ nuscritos, y una mesita de jugar a los naipes que utilizaba para escribir. Las habitaciones estaban siempre escrupulosamente lim­ pias. Las sillas que tratan los miembros de la clase, pertenecían al Trinity College y se guardaban en el rellano entre conferencia y conferencia. Si alguien llegaba tarde ocasionaba un estorbo consi­ derable, porque las sillas ya colocadas tenían que ser movidas para hacer sitio. Se tenia que ser osado para entrar iniciada la conferencia, y habla quien prefería volverse atrás antes que desafiar la feroz mirada de Wittgenstein. Wittgenstein se sentaba en una sencilla mesa de madera, en el centro de la habitación. AHI llevaba a cabo una notoria pelea con sus pensamientos. Muchas veces se sentía confuso y lo confesaba. Frecuentemente, decía cosas del tipo de «Soy un imbécil», «Tenéis un maestro horroroso», «Lo que pasa es que hoy no doy una». A veces expresaba su temor de tener que abandonar la conferencia, pero sólo muy raramente la abandonó antes de las siete. Apenas si se puede decir que estas reuniones fueran «conferen­ cias», aunque éste es el nombre que Wittgenstein les daba. Pues, para empezar, en estas reuniones se llevaba a cabo una búsqueda original. Wittgenstein hablaba sobre ciertos problemas del modo que hubiera hablado de estar sólo. Además, las conferencias con­ sistían, en su mayor parte, en- conversación. Por regla general, W itt­ genstein dirigia preguntas a diversas personas presentes y reaccio­ naba frente a sus respuestas. No pocas veces las reuniones trans­ currían en un continuo diálogo. Otras veces, sin embargo, cuando trataba de extraer un pensamiento de si mismo, no dudaba en prohibir, con un gesto terminante de la mano, toda pregunta u observación. Se daban frecuentes y prolongados periodos de silen­ cio, rotos tan sólo por un murmullo de Wittgenstein, y la queda atención de los demás. Durante estos silencios, Wittgenstein per­ manecía extremadamente tenso y activo. Su mirada se concentraba, su cara estaba viva; sus manos se movían como para apresar, su expresión era dura. Sabíamos que nos hallábamos en presencia de la extrema seriedad, ensimismamiento y fuerza de intelecto.

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La personalidad de Wittgenstein dominaba estas reuniones. Dudo que ninguno de los que asistían a la clase escapase a la influencia de Wittgenstein. Pocos de nosotros podían librarse del contagjo de imitar sus latiguillos, gestos, entonaciones y exclamaciones. Dichas imitaciones podían resultar muy ridiculas al comparárselas con el original. Wittgenstein era, en estas clases, una persona que daba miedo. Era muy impaciente y fácilmente se enfadaba. Si alguien sentía que no estaba de acuerdo con lo que él decía, Wittgenstein exigía violen­ tamente que se manifestara la objeción. Una vez, cuando Yorick Smythies, un viejo amigo de Wittgenstein fue incapaz de expresar en palabras su objeción, Wittgenstein le dijo con gran aspereza: «Lo mismo darla que estuviese hablando con esta estufe». El temor a Wittgenstein ayudaba a que nuestra atención se mantuviera a alto nivel. Ello tuvo valiosas consecuencias, pues los problemas eran de una dificultad extrema y los métodos que Wittgenstein seguía para examinarlos eran enormemente difíciles de entender. Tuve siempre plena consciencia del esfuerzo mental que se requería para seguirle, y dos horas de aquello era más de lo que yo podía aguantar. La severidad de Wittgenstein estaba relacionada, me parece, con su apasionado amor a la verdad. Estaba luchando siempre con los más hondos problemas filosóficos. La solución de un problema le llevaba a otro problema. Wittgenstein no admitía compromisos; tenia que alcanzar la comprensión completa. Se manejaba a sf mismo sin piedad. Todo su ser estaba en tensión. Nadie que asistiera a las conferencias podía dejar de darse cuenta de que estiraba su voluntad, asi como su intelecto, hasta el máximo. Este era un as­ pecto de su absoluta e implacable honestidad. Lo que en primer lugar le hacia ser una persona temible, e incluso terrible, tanto como maestro como en las relaciones personales, era su despia­ dada integridad, que no perdonaba ni a él ni a nadie. Wittgenstein quedaba siempre agotado por sus conferencias, y tam ­ bién disgustado. Se enfadaba con lo que habla dicho y consigo mismo. No era extraño que se fuera a un cine, inmediatamente después de que la clase terminara. Asi que los miembros de la clase empezaban a sacar las sillas de la habitación, a lo mejor miraba a un amigo, e imploraba en un tono bajo: «¿Vienes a ver un peliculón?» Antes de llegar al cine compraba un buñuelo o una empanada de cerdo fría y la masticaba mientras vela la película. Insistía en sentarse en la mismísima primera hilera de butacas, de modo que la pantalla ocupase su completo campo visual y su mente se apartara de los pensamientos de la conferencia y de sus senti­ mientos revulsivos. Una vez me dijo en un susurro: «Esto es como una ducha». Su contemplación de la cinta no era relajada o desinte­ resada. Se apoyaba hacia delante de modo forzado y raras veces

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apartaba sus ojos de la pantalla. Casi nunca hacia comentarios sobre los episodios del film y no le gustaba que su acompañan­ te lo hiciera. Deseaba quedar enteramente absorto en la película, por muy trivial o artificial que ésta fuere, con el fin de liberar, por un rato, su mente, de los pensamientos filosóficos que le torturaban y agotaban. Le gustaban las cintas americanas y detestaba las inglesas. Se sentía inclinado a juzgar que no podía haber una pelí­ cula inglesa pasable. Esto tenía que ver con el profundo desagrado que sentía por la cultura y los hábitos mentales ingleses en general. Era un admirador de las artistas Carmen Miranda y Betty Hutton. Antes de que viniera a visitarme a América me exigió en broma que debía presentarle a la señorita Hutton. Algunos han creído que las conferencias de Wittgenstein eran sólo para sus amigos y favoritos. En realidad, en sus clases se aceptaba a todo el mundo. Exigía, es verdad, que se asistiera con continuidad y por un período de tiempo considerable. No permitía que nadie acudiera tan sólo para una o dos sesiones. A una petición de este tipo, replicó: «Mis clases no son para turistas». Sé de dos casos en los que accedió a que alguien asistiera tan sólo durante un trimes­ tre, pero era reacio a conceder tal permiso. Y era natural. Así se evitaba que las conferencias fueran invadidas por legiones de cu­ riosos. Y es verdad que se tenía que asistir bastante tiempo (diría, que al menos tres trimestres), antes de empezar a captar alguna idea de lo que estaba haciendo. Le importaba, y mucho, quién había en sus clases. Le gustaba dis­ cutir las cuestiones filosóficas «con amigos». Necesitaba que hubiera algunas «caras familiares» en sus clases. Muchas veces señalaba que le gustaba una determinada «cara» y quería que aque­ lla cara estuviese allí aun cuando la persona no dijese nada. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando daba las clases en sábado, un soldado americano negro era miembro de la clase. Wittgenstein señaló más de una vez qué cara tan simpática y bondadosa tenía el hombre, y cuánto le apenó el que ya no viniera más. Normal­ mente, más de la mitad de los que asistían a su primera conferencia en el otoño, interrumpían su asistencia después de cinco o seis reuniones porque encontraban la materia ininteligible o de poco interés. La docena de personas que quedaba, eran, por el contrario, extremadamente celosas de su asistencia. Una cosa curiosa que observé repetidas veces, es que cuando Wittgenstein inventaba un ejemplo durante sus clases con el fin de ilustrar un punto, él mismo se sonreía ante el absurdo de lo que había imaginado. Pero si algún miembro de la clase se reía, su expresión pasaba a ser severa y exclamaba reprobatoriamente: «No, no, lo digo en serio». Los acontecimientos y circunstancias imagi­ narios eran tan estrambóticos y tan alejados de la posibilidad natu­ ral que él mismo no podía evitar que le hicieran gracia, y sin em­ bargo, el ejemplo tenía, desde luego, una intención seria. Witt43

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genstein no podia tolerar un tono chistoso en sus clases, el tono característico de la discusión filosófica entre personas listas que no tienen ningún propósito serio. Vale la pena hacer constar que Wittgenstein dijo una vez que se podría escribir una obra filosófica seria y buena a base exclusiva­ mente de chistes (sin ser jocosa). Otra vez dijo que un tratado filo­ sófico no debiera contener sino preguntas (sin respuestas). En sus propios escritos hizo amplio uso de ambas cosas. Para dar un ejemplo: «¿Por qué no puede un perro simular dolor?» «¿Tal vez porque es demasiado honesto?» (Philosophical Investigations, § 2 5 0 ). Wittgenstein trababa conocimiento con los miembros de su clase invitándolos individualmente a tomar el té. Yo recibí tal invitación en 1939. No se habló de generalidades. La conversación fue seria y sembrada de largos silencios. El único tema que recuerdo se refería a mi porvenir. Wittgenstein deseaba disuadirme de mi plan de llegar a ser profesor de filosofía. Se preguntaba si no podría cambiarlo por algún oficio manual, tal como trabajar en un rancho o en una granja. Aborrecía la vida académica en general y la vida del filósofo profesional, en particular. Creía que un ser humano normal no podía ser a la vez profesor de universidad y persona seria y honesta. Refiriéndose a Smythies dijo una vez: «No logrará nunca una íectureship. Es demasiado serio». Wittgenstein no podia soportar la compañía de colegas académicos. Aun cuando era Fellowdel Trimity College, no comía en el «Hall». Me dijo que habla intentado hacerlo (existe una anécdota referente a cómo fue recon­ venido una vez por el «Vice-Master» por no llevar corbata en la mesa principal), pero le indignó lo artificioso de la conversación. Odiaba, realmente, todas las formas de la afectación y de la in­ sinceridad. Wittgenstein renovó varias veces su intento de persuadirme para que abandonara la profesión de filósofo. Normalmente hacia lo mismo con otros discípulos suyos. A pesar de estos esfuerzos, a la hora de la verdad hizo posible el que yo pudiera continuar el estudio de la filosofía en Cambridge durante otros seis meses. Esto sucedió del modo siguiente: Mis fondos procedían de una pensión de la Universidad de Harvard que habla disfrutado por dos años y que no podía renovar. Hacia el verano de 1939 mi dinero se habla agotado y yo me vela obligado a regresar a los Estados Unidos. Pero ansiaba quedarme un poco más. Me sentía excitado por las ideas que circulaban por Cam­ bridge y creía que apenas habla alcanzado un ligero conocimiento de la obra de Wittgenstein, conocimiento que, en gran manera, deseaba mejorar. Un dia, hablando con Wittgenstein, me referí a la desgana que sentía por regresar a Estados Unidos precisamente entonces. £1 quiso que se lo explicara todo. Después dijo que me vela «hechizado» por la filosofía de Cambridge y que serla una 44

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lástima que me fuera en aquel estado. Quería decir que si me que­ daba y llegaba a conocer mejor la filosofía de Cambridge, me librarla del hechizo, lo cual, según él, sería una buena cosa. Con­ sideró que él mismo podría suministrarme dinero suficiente para que me pudiera mantener durante los seis meses siguientes. Y asi fue. Me dio (no me prestó) una suma en dinero al contado cada mes, desde agosto de 1939 hasta enero de 1940, fecha en que yo tenia que regresar a los Estados Unidos. La suma total de lo que me dio durante ese periodo ascendió a unas ochenta libras. No quiso ni oir hablar de devolución. En 1939 tenia la costumbre de pasarme a buscar para que le acompañara en sus paseos, los cuales tenían lugar por Midsummer Common y más allá, siguiendo el curso del rio. Por lo general traía pan o azúcar para dar de comer a los caballos del Common. Un pa­ seo con Wittgenstein era agotador. Habláramos de lo que hablá­ ramos, dedicaba a ello su mente con gran intensidad y seriedad, y me producía una gran tensión el mantenerme a la altura de sus pensamientos. Andaba a trechos, parándose a veces cuando hacía alguna afirmación apasionada y mirándome a los ojos con su mirada penetrante. Luego se ponía a andar rápidamente y durante unos metros disminuía la marcha, aceleraba o se detenía, y así una y otra vez. Y este incierto deambular iba unido a la más exigente con­ versación. El frescor y la profundidad del pensar de Wittgenstein, no importa cuál fuera el tema, obligaba extraordinariamente a su interlocutor. Sus observaciones no eran nunca lugares comunes. Cuando estaba de buen humor bromeaba de un modo delicioso, lo cual hacia adoptando una forma de observaciones deliberada­ mente absurdas o extravagantes, expresadas en un tono y con un semblante de pretendida seriedad. Durante un paseo me dio todos y cada uno de los árboles que encontramos, con la condición de que no tuviese que cortarlos ni hacerles nada, ni impedir que sus anteriores dueños les hicieran algo: con estas restricciones, eran míos a partir de entonces. Otra vez, mientras estábamos atrave­ sando Jesús Green, de noche, señaló a Casiopea y dijo que era una «W» y que quería decir Wittgenstein. Yo repliqué que creía que era una «M» escrita al revés y que significaba Malcolm. El me ase­ guró gravemente que me hallaba en un error. Estos momentos de buen humor eran comparativamente raros. Lo más usual era que sus pensamientos fueran sombríos. Estaba constantemente deprimido, creo, por la imposibilidad de llegar a entender la filosofía. Pero aún le abrumaba más, tal vez, la estu­ pidez y la inhumanidad que cada día hacen acto de presencia en el mundo utilizando formas que exigen respeto. De todas las cosas que llamaban su atención en el normal curso de los acontecimientos apenas si habla alguna que le produjera contento, y muchas le producían una emoción que no distaba del desconsuelo. Muchas

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veces, mientras paseábamos juntos, se paraba y exclamaba: cOh, Dios mió», mirándome de modo casi lastimero, como si implorara la intervención divina en los asuntos humanos. Un día, paseando a lo largo del rio, vimos un cartel de un vendedor de periódicos que anunciaba que el gobierno alemán acusaba al gobierno británico de instigar un reciente intento de asesinar a Hitler con una bomba. Esto sucedió en el otoño de 1939. Wittgenstein dijo, refiriéndose a la acusación alemana: «No me extra­ ñarla nada que fuera verdad.» Yo repliqué que no podía creer que los dirigentes de Gran Bretaña hiciesen tal cosa. Defendí la idea de que los británicos eran demasiado decentes y civilizados para inten­ tar algo tan de tapadillo, y añadí que tal acto era incompatible con el «carácter nacional» británico. Mi observación enojó en gran ma­ nera a Wittgenstein. La consideró una gran estupidez y también un indicio de que la formación filosófica que él trataba de darme no me servirían de nada. Dijo estas cosas muy vehemente, y cuando rehusé admitir que mi observación era estúpida no volvió a hablarme y pronto nos separamos. Habla tenido la costumbre de venir a mi alojamiento de Chesterton Road para llevarme a dar un corto paseo con él antes de sus conferencias bisemanales. Después de este incidente paró esta costumbre. Como se verá, tuvo presente este episodio durante varios años. En 1939, G. E. Moore leyó una comunicación al Moral Science Club una tarde en que Wittgenstein no asistió. Moore trataba de probar en su trabajo que una persona puede saber que tiene tal o cual sensación, verbi gracia, dolor. Ello se contradecía con la teoría que tiene su origen en Wittgenstein de que los conceptos de conoci­ miento y certitud no tienen aplicación a las propias sensaciones de uno. (Véase Philosophical Investigations, § 2 4 6 ). Posteriormente, Wittgenstein se enteró del trabajo de Moore y se puso hecho una furia. El martes siguiente fue a casa de Moore. Estábamos allí, G. H. von Wright, C. Lewy, Smythies y yo, y tal vez una o dos per­ sonas más. Moore releyó su escrito y Wittgenstein lo atacó inme­ diatamente. Nunca le habla visto tan excitado en una discusión. Estaba lleno de fuego y hablaba rápida y potentemente. Hacia pre­ guntas a Moore, pero muchas veces no daba a Moore una oportu­ nidad de responder. Esto duró casi dos horas, durante las cuales Wittgenstein estuvo hablando casi continuamente, Moore interca­ lando unas pocas observaciones, y los demás diciendo apenas alguna palabra. La brillantez y el poder de Wittgenstein eran impre­ sionantes, e incluso pavorosos. Cuando días más tarde comentaba esta reunión con Smythies, éste insinuó que Wittgenstein había sido desconsiderado con Moore al no permitirle contestar. Wittgenstein se burló de esta insinuación, tachándola de descabellada. Pero cuando volvió a ver a Moore le preguntó: «¿Crees que fui desconsi­ derado contigo en aquella discusión?», a lo que Moore respondió:

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«Sí». He oído decir que Wittgenstein hizo una apología envarada y de mala gana1*. En el invierno de 1939, Moore volvió a leer un trabajo en el Moral Science Club. Durante la discusión, Wittgenstein hizo una crítica de Moore que según mi parecer había pasado por alto parte del argumento de Moore, y así lo expresé en la discusión, al decir que no creía que la crítica de Wittgenstein hubiese «hecho justicia» a Moore. Inmediatamente después que la reunión terminó, y mientras los asistentes estaban aún comentando, Wittgenstein se me acercó y, con los ojos llenos de ira, me dijo: «Si supieras algo sabrías que nunca soy desconsiderado con nadie. Esto prueba que no has enten­ dido absolutamente nada de mis conferencias.» Dio media vuelta y se fue. Yo me quedé anonadado. Por la nbche o al día siguiente hablé con Smythies de este incidente y le expliqué que yo no habla querido decir que Wittgenstein estu­ viese falseando a Moore sino tan sólo que no había captado parte de la argumentación de Moore. Al cabo de uno o dos días me puse enfermo de gripe. Un amigo mío, un joven alemán, Tom Rosenmeyer estaba preocupado porque no había nadie que se cuidara de mí, y sabiendo que Wittgenstein y yo éramos íntimos amigos, fue a contárselo a Wittgenstein. Nunca había hablado con Wittgenstein. Cuando Wittgenstein abrió la puerta de sus habitaciones a Rosenmeyer, éste dijo simplemente: «Malcolm está enfermo.» La inme­ diata respuesta de Wittgenstein fue: «Aguarda, vengo». Vinieron los dos al momento. Wittgenstein subió hasta los pies de mi cama y me dijo con cierta severidad: «Smythies cree que no entendí bien lo que tú querías decir y si es así, lo siento». Luego armó un jaleo arreglando la habitación para que me resultara más cómoda, y se cuidó de encontrarme medicina y comida. Estuve contento de esta reconciliación. Alrededor de una semana más tarde partí hacia los Estados Unidos. Una de las últimas cosas que Wittgenstein me dijo antes que yo partiera fue, «¡Hagas lo que hagas, espero que no te cases con una filósofo!». Así que en febrero de 1 9 4 0 volví a los Estados Unidos después de pasar un año y medio en Cambridge. Wittgenstein y yo mantuvimos una correspondencia. Sabía que era aficionado a las revistas detectivescas. Como que éstas no se podían obtener en Inglaterra durante la guerra, yo, periódicamente le mandaba algunas desde América. Wittgenstein prefería una revista publicada por Street & Smith, cada número de la cual contenía varias novelas detectivescas cortas. Wittgenstein acusó recibo de un paquete de revistas en una carta mandada desde Cambridge: «¡Un millón de gracias! Seguro que son soberbias. Mi ojo >* Después de leer lo que precede, Mr. Yorlck Smythies me Informa de que según él recuerda, el tema de la «desconsideración» fue suscitado primero por el propio Moore. al encontrar casualmente a Wittgenstein por la calle, y que Wittgenstein discutió luego el asunto o bien con Smythies o bien con Lewy.

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crítico lo puede ver sin haberlas leído, porque mi ojo crítico es un ojo de rayos X y puede penetrar desde 2 a 4 .0 0 0 pági­ nas. De hecho, así es como logro todo mi saber.» «Ahora bien, ¡tómatelo con calma! Una revista al mes es más que suficiente. Si me mandas más no tendré tiempo de hacer filosofía. Además, hazme el favor de no desperdiciar tu dinero comprándome revistas y mira de que te quede para comer.» En cartas subsiguientes durante y después de la guerra se refirió a las revistas detectivescas más de una vez. «Estará muy bien eso de que me mandes revistas de ladrones y policías. Ahora hay una carestía terrible de ellas. Mi mente se siente del todo mal alimentada.» «Son ricas en vitaminas y calorías mentales.» «El modo en que el fin de la ley de Préstamos y Arriendos real­ mente me afecta es porque produce una escasez de revistas detectivescas en este país. Tan sólo cabe esperar que Lord Keynes dejará esto bien claro en Washington. Pues digo yo: si EE. UU. no nos da revistas detectivescas no podremos darle filosofía y a fin de cuentas saldrán perdiendo. ¿No?» Wittgenstein comparó las revistas Street & Smith con Mind, la re­ vista filosófica internacional. «Si leo tus revistas me pregunto cómo puede ser que alguien lea Mind, con toda su impotencia y bancarrota, cuando podría leer las revistas Street & Smith. Bueno, sobre gustos no hay nada escrito.» Dos años y medio más tarde repitió la comparación: «Tus revistas son maravillosas. ¿Cómo puede ser que la gente lea Mind pudiendo leer Street & Smith? Si la filosofía tiene algo que ver con la sensatez no hay ni un grano de ella en Mind y sí, muchas veces, en las historias detectivescas». Una vez Wittgenstein quedó tan satisfecho con una historia detectivesca, que la prestó a Moore y a Smythies y quiso que yo mirara de averiguar qué más había escrito el autor: «Puede parecer cosa de chiflados, pero cuando recientemente releí la historia me volvió a gustar tanto que pensé que me gustaría escribir al autor y darle las gracias. Si esto son tor­ nillos flojos, no te sorprendas, porque yo soy así». Wittgenstein me previno más de una vez en sus cartas contra las tentaciones de deshonestidad que me asaltarían en mi calidad de profesor universitario. Cuando le escribí que me habían concedido el título de doctor en filosofía, me contestó:

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< i Felicidades por tu diploma de Ph. D.i Y ahora: a hacer buen uso de él. Con eso quiero decir: que no te enganes a ti mismo ni engañes a tus estudiantes. Porque, o yo me equivoco muchí­ simo o eso es lo que se espera de ti. Y será muy difícil no hacerlo, tai vez imposible y, en este caso, que tengas el valor de irte. Aquí termina el sermón de hoy.» Al pie de la carta decía: «Te deseo buenos, no necesariamente listos, pensamientos, y decencia que resista el lavado.» En el otono de 1940 me nombraron profe'fcpr «instructor» de Princeton, y Wittgenstein escribió: «Te deseo buena suerte; particularmente en tu trabajo univer­ sitario. La tentación de engañarte a ti mismo será abrumadora (aunque no quiero decir que sea para ti superior a la de cual­ quier otro que ocupe el mismo cargo). Tan sólo por milagro podrás hacer un trabajo decoroso enseñando filosofía. Hazme el favor de recordar estas palabras, aunque olvides todo lo que haya podido decir; y si puedes evitarlo no pienses que soy un aguafiestas, porque nadie más te hará esta advertencia.» En el verano siguiente le conté que en Princeton no me volverían a nombrar por más de otro aHo y que podría ser que ingresara en el ejército, a lo que él contestó: «Lamento de corazón que te encuentres con que no puedes enseñar en Princeton después del año que viene. Ya sabes lo que opino sobre el enseñar filosofía y no he cambiado de opinión, pero me gustarla que lo dejaras por las verdaderas razones, no por las erróneas. (Verdad y error, tal como yo alcanzo a verlos). Sé que harás un buen soldado, no obstante espero en que no tengas que llegar a serlo. Deseo que puedas vivir tranquilamente, en cierto modo, y estar en la posición de ser amable y comprensivo con toda clase de seres humanos que lo necesiten. Pues todos necesitamos este tipo de cosa desesperadamente». En la primavera de 1 942 renuncié a mi «instructorship» de Prin­ ceton e ingresé en la Armada. Durante tres años escribí a W itt­ genstein tan sólo de modo esporádico. Sus respuestas eran siempre inmediatas y afectuosas. Una vez me mandó un ejemplar en rústica de Hadlaub de Gottfríed Keller, diciendo: «Adjunto un vil ejemplar de una novela maravillosa. No pude conseguir un ejemplar decente; al menos no tuve tiempo para buscar uno mejor. Los libros alemanes, como puedes imaginar, son de muy difícil adquisición hoy en día. Tal vez lo encuentres algo difícil de leer y, naturalmente, puede ser que no te guste, pero espero que sí. Es una especie de regalo

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de Navidad y confio en que no te importe que esté tan sucio. La ventaja que tiene es que puedes leerlo abajo, en la sala de máquinas, sin que se te ensucie más. Si ves que te gusta mi­ raré de conseguirte el libro al cual pertenece esta historia. Tiene cinco, llamadas Züricher Novellen porque todas están relacionadas con Zurich de algún modo. Keller era suizo y uno de los mayores prosistas alemanes.» Wittgenstein escribió esta carta en noviembre de 194 2 en el Guy's Hospital de Londres, en donde prestaba servicio como practicante durante parte del periodo de guerra. El año siguiente me llegaron dos cartas desde la Royal Victoria Infirmary de Newcastie-uponTyne, en cuyo laboratorio de investigación clínica estaba empleado. En una de las cartas lamenta que: «por razones externas e internas no puedo hacer filosofía, pues ese es el único trabajo que me ha dado satisfacción. No hay ningún otro trabajo que realmente me estimule. Ahora estoy extremadamente ocupado y mi mente está ocupada todo el tiempo, pero al final de la jomada me siento simplemente cansado y triste. Bueno, tal vez vuelvan mejores tiempos... Ahora voy a Cambridge muy raramente, algo asi como una vez cada tres meses. He abandonado mis habitaciones del «college». Está previsto, naturalmente, que vuelva allí de cate­ drático después de la guerra, pero debo confesar que no llego a hacerme a la idea de cómo podrá ser eso. Me pregunto si nunca podré volver a enseñar filosofía de modo regular. Más bien me inclino a creer que no podré.» Tres meses más tarde escribe desde el mismo lugar: «Estoy aún en mi viejo trabajo, pero es posible que deje esto pronto, pues mi jefe se enrola en el ejército y quizá toda la unidad investigadora se rompa, o le den otro jefe. Aquí me siento bastante solo y puede que trate de ir a parar a algún lugar donde tenga alguien con quien hablar. V. g., a Swansea, en donde Rhees está de «lecturer» de filosofía.» Probablemente transcurrió mucho tiempo antes de que contestara a Wittgenstein, porque la siguiente carta que me escribió está fechada casi un año más tarde, en noviembre de 1944. Habia regre­ sado al Trinity College, Cambridge. En esta carta revivía el incidente de nuestra pelea acerca del complot para asesinar a Hitler. «Gracias por tu carta de fecha 12 de noviembre, que llegó esta mañana. Estuve contento de recibirla. Pensaba que casi me hablas olvidado, o que quizá deseabas olvidarme. Tenia un motivo especial para pensar asi. Siempre que pensaba en ti no podía evitar el recordar un determinado incidente que me pareció muy significativo. Tú y yo estábamos paseando junto al rio hacia el puente del ferrocarril y tuvimos una dis­

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cusión acalorada durante la cual tú hiciste una observación acerca del «carácter nacional» que me chocó por su primiti­ vismo. Entonces pensé: ¿de qué sirve estudiar filosofía si todo lo que sacas de ello es poder hablar con cierta plausibilidad acerca de algunas obstrusas cuestiones de lógica, etc., sin que mejores tu modo de pensar en lo que se refiere a las cuestio­ nes Importantes de la vida cotidiana, si no te hace más pre­ cavido que cualquier... periodista en el uso de las frases peli­ grosas que tales personas utilizan para sus fines? ¿Ves? Sé que es difícil pensar bien acerca de la «certitud», «probabili­ dad», «percepción», etc. Pero aún lo es más, si es que es po­ sible, pensar, o tratar de pensar, realmente, honestamente acerca de tu vida y de la vida de otras personas. Y el problema está en que pensar en estas cosas no es emocionante, sino netamente desagradable, muchas veces. Y por desagradable es precisamente importantísimo. Dejemos los sermones. Lo que quería decirte es esto: Me gustaría mucho volverte a ver, pero si nos encontramos seria una equivocación el evitar hablar de graves cosas no filosóficas. Por ser tímido no me gusta chocar, y especialmente no con la gente que me gusta. Pero prefiero los choques a la charla meramente superficial. Bueno, pensé que cuando dejaste gradualmente de escribirme se debía a que pensabas que si nos poníamos a cavar hondo, no po­ dríamos discutir con franqueza asuntos muy importantes. Tal vez me equivoque de medio a medio. Pero en cualquier caso, si vivimos lo bastante para volvernos a encontrar, no esquive­ mos el profundizar. No se puede pensar decentemente si uno no se quiere hacer daño a sí mismo. Me lo sé de pe a pa porque soy de los que siempre tratan de esquivarse. ¡Lee esta carta con buen ánimo! (Buena suerte!» Seis meses más tarde (mayo de 1 9 4 5 ) mi barco hizo escala en Southampton y conseguí un permiso de treinta y cinco horas para hacer una visita a Cambridge. Vi a Wittgenstein a primera hora de la tarde y me quedé a cenar con él. Nuestro encuentro fue difícil y doloroso. No me mostró cordialidad alguna. Ni tan siquiera me saludó. Tan sólo movió la cabeza, de un modo más bien hosco, y me invitó a sentarme (esto sucedía en sus habitaciones de Whewell's Court, Trinity College). Estuvimos sentados en silencio du­ rante un largo rato. Cuando empezó a hablarme no pude captar el sentido de sus observaciones, aunque lo procuré con todas mis fuerzas, y tuve un sentimiento muy agudo de que durante mis años de servicio en la armada mi mente se había deteriorado. Estuvo frío y severo todo el rato. No logramos establecer ningún contacto. El preparó una cena para los dos. El plato fuerte fue huevos ralla­ dos. Wittgenstein me preguntó si me apetecían, y yo, sabiendo lo mucho que apreciaba él la sinceridad, le dije que en confianza crefa que eran horribles. No le gustó la respuesta. Murmuró algo sobre de que si eran buenos para él eran también buenos para mí. Más tarde,

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Wittgenstein relató este incidente a Smythies, y (según Smythies) Wittgenstein interpretó que mi desagrado por los huevos rallados era una señal de que me habla vuelto un «snob». El dfa siguiente a esta entrevista, Wittgenstein recibió una carta mfa que habla sido escrita unas semanas atrás y que era una respuesta a la carta que he citado anteriormente. Creo que debí reconocer que mis observaciones acerca del «carácter nacional» eran necias (pues habia llegado a creerlo asi) y debí haber expresado una estimación de lo que me dijo en su carta anterior. Sea como fuere, Wittgenstein me contestó en seguida diciendo que si hubiera recibido la carta «antes de verte hubiese sido bastante más fácil entrar en contacto contigo». Y añade: «Me Imagino que en tu mente, como también en la mía, habla muchas cosas el día que estuvimos juntos. Si me escribes, como espero, puedes llamarme por mi nombre de pila y per­ mitirme hacer lo mismo. En caso de que esto te pareciera tonto, o equivocado de alguna manera, dilo francamente. No me sentiré herido (* ).» En una carta escrita un mes más tarde dije de la guerra que era un «fastidio», a lo que él replicó: «Quiero decir algo referente a que la guerra sea un «fastidio». Si un chico dijera que el colegio era un completo fastidio se le podría contestar que bastarla ponerse en disposición de enterarse de lo que allí se puede realmente aprender para que no lo encontrara tan aburrido. Perdóname pues si te digo que en esta guerra se puede aprender una enorme cantidad de cosas referentes a los seres humanos si mantienes los ojos abiertos. Y cuanto mejor seas pensando más sacarás de lo que ves. Pues pensar es digerir. ¡Si utilizo un tono de predi­ cador soy un perfecto asno! Pero no por ello es menos cierto (*> Al no existir en inglés la distinción entre los tratamientos Vd. y tú, el uso del nombre de pita desempeña un oficio sim ilar al del tuteo espaAol. De haber aceptado rigurosamente este principio se hubiese tenido que traducir con la forma Vd. todos los parlamentos anteriores entre Wittgenstein y Malcolm, con lo cual quizá tampoco se hubiese conseguido el tono exacto de la amistad entre maestro y discípulo. Es más, por pertenecer Wittgenstein al área del inglés britá­ nico y Malcolm a la del inglés americano, se establece una sutil diferencia de grado en el enfoque del uso del nombre de pila (que Wittgenstein propone). Tal divergencia está perfectamente ejemplificada en una charla radiofónica entre Albert H. Marckwardt, catedrático de la Universidad de Princeton y Randolph Quirk, catedrático de la Universidad de Londres: Quirk: Tú y yo hace al menos una docena de artos que nos conocemos y sonarla muy raro que nos dirigiéramos el uno al otro de un modo que no fuera utili­ zando los nombres de pila. Pero, ¿me equivoco al creer que en una emisión de Gran Bretafta no lo haríamos asi? Quirk: Bueno, creo que en parte, estás en lo cierto. Pero te advierto que la B.B.C. nos dejarla que nos llamáramos con el nombre de pila si se tratara de variedades o de vaudeville. Pero en un programa educativo, serio como creo que es éste, lo más probable es que la B.B.C. nos exigiera que nos dirigiéramos el uno al otro utilizando el apellido. «Marckwardt» y «Quirk». (A Common Language. B.B.C. and V.O.A., 1964.) (N. del T.)

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de que si te aburres en grande significa que tu digestión mental no es lo que debiera ser. Creo que un buen remedio para ello estriba en abrir más los ojos. A veces un libro ayuda un poco, por ejemplo Hadshi Murat de T. no estarla mal. Si no puedes conseguirlo en América házmelo saber. Puede que yo lo encuentre aquí.» En una carta subsiguiente dijo, refiriéndose a este libro que me envió: «Espero que saques mucho de él, porque hay mucho dentro de él». Acerca de su autor, Tolstoi, comentó: «He aquí un hombre de verdad, que tiene derecho a escribir.» En contestación a una observación mia, dice en la misma carta: «Si, creo que entiendo por qué un barco no es un buen sitio para «pensar», es decir, aparte del hecho de que estés muy atareado.» Cuando más tarde hablamos con Wittgenstein de su propio servicio durante la Primera Guerra Mundial, aseguró enfáticamente que nunca se habla aburrido, y creo que incluso dijo que no le desa­ gradaba su servicio militar. Me contó que llevaba un cuaderno en la mochila y que cuando quiera que tenia una ocasión anotaba en él los pensamientos que forman su primer libro, el Tractatus LogicoPhilosophicus. En la primera carta que menciona Hadji Murat se encuentra una referencia al estado de preparación del nuevo libro de Wittgenstein, las Philosophical Investlgations: «Mi obra va tan despacio que da asco. Quisiera tener un volumen listo para la imprenta el próximo otoño, pero, se­ guramente, no podré. Soy una birria de trabajador.» Dos meses más tarde (agosto de 1 9 4 5 ), dice: «Este último año académico me lo he pasado trabajando de lo lindo, quiero decir tratándose de mf, y, si todo va bien, quizá pueda publicarlo por Navidad. No es que lo que he pro­ ducido sea bueno, pero ya no lo sé hacer mejor. Creo que cuando esté terminado tendré que salir con esto a campo descubierto.» Pero el mes siguiente: «Mi trabajo no marcha bien; en parte porque se me han complicado las cosas por culpa de uno de los ríñones. Nada grave, pero me pone inquieto y de mal humor. (Siempre tengo una excusa a punto)». Dos semanas más tarde: «Mi libro se acerca gradualmente a su forma definitiva y si eres un buen chico y vienes a Cambridge te lo dejaré leer. Lo más probable es que te desilusione. V la verdad es ésta: es bastante asqueroso, el pobre. No se trata de que pudiera mejorarlo esencialmente, ni intentándolo durante cien anos

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más, sin embargo, esto no me preocupa. Lo que oigo acerca de Alemania y Austria, si. Los reeducadores de los alemanes se están luciendo. Lástima que no quedaran muchos para gozar los frutos de la reeducación.» Y añade: «Me alegro de que dejes la Armada dentro de poco y espero que vengas a Cambridge antes de que me decida a abandonar el absurdo empleo de catedrático de filosofía. Es una especie de muerte en vida.» Cuatro meses más tarde dice: «Mis conferencias comienzan dentro de tres días. Diré un montón de sandeces. Estaría muy bien que pudieras venir a Cambridge a pasar un año académico, antes de que renuncie a mi empleo... Podría ser una buena cosa y un buen final de mi dudosa carrera profesional.» Yo había leído la novela de Tolstoi Resurrección y quedé muy im­ presionado por el pasaje que abre el capítulo LIX, que empieza con la frase: «Una de las supersticiones más extendidas es la de que todo hombre tiene sus propias cualidades específicas y definidas: que es simpático, cruel, prudente, estúpido, enérgico, apático, etc., etc.». Había citado este pasaje a Wittgenstein, quien hizo el siguiente comentario referente a Tolstoi. «Una vez intenté leer «Resurrección», pero no pude. ¿Ves? Cuando Tolstoi se limita a contar una historia me impresiona infinitamente más que cuando se dirige al lector. Cuando se vuelve de espaldas al lector me parece de lo más impresio­ nante. Quizás un día podamos hablar sobre ésto. Creo que su filosofía alcanza la máxima autenticidad cuando se halla latente en la historia.» En otra carta dice: «El otro día leí la «Vida del Papa», de Johnson, y me gustó mucho. Tan pronto como llegue a Cambridge voy a mandarte el librito «Plegarias y meditaciones», de Johnson. Puede que no te guste en absoluto; por otro lado, puede que sí. A mí me gusta.» Me mandó el libro, diciéndome en una nota que lo acompañaba: «Este es el librito que prometí mandarte. Parece que está agotado, de modo que te mando mi propio ejemplar. No aguan­ to las plegarias impresas pero las de Johnson me impresiona­ ron por lo humanas. Es muy probable que no te gusten nada. Porque, probablemente, no las mirarás desde el ángulo que yo las veo. (Pero puede que sí.) Si no te gusta el libro tíralo. Lo único que te pido es que arranques la hoja que lleva mi dedicatoria. Pues cuando yo sea muy famoso será un autó-

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grato de mucho valor y tus nietos podrán venderlo por un montón de "pasta” .» En una carta mandada desde Gales, escribe: «El dueño de la casa en donde estoy, tiene una traduccjón americana moderna de la Biblia. No me gusta la traducción del Nuevo Testamento (hecha por un hombre llamado E. J. Goodspeed), pero la traducción del Viejo Testamento (obra de un grupo de personas), me aclara mucho más las cosas y me parece que bien vale la pena leerla. Quizá la veas algún día». Yo habia empezado a leer a Freud, lo encontré fascinante y le dije algo sobre ello a Wittgenstein. El me contestó (diciembre 1945): «También yo quedé profundamente impresionado la primera vez que leí a Freud. Es extraordinario. Desde luego en su pensamiento hay mucho gato encerrado y su atractivo junto con el atractivo del tema es tan grande que te pueden tomar el pelo fácilmente. Siempre subraya las grandes fuerzas de la mente, los grandes prejuicios que luchan contra la idea del psicoanálisis. Pero nunca menciona el enorme atractivo que esa idea tiene para la gente, como también para el propio Freud. Puede que existan fuertes prejuicios que se opongan a la revelación de algo sórdido, pero a veces es mucho más atractivo que repulsivo. A menos que se tenga un pensamiento muy claro, el psicoanálisis es una práctica peligrosa y asque­ rosa, que ha hecho un sinfín de mal, y, comparativamente, muy poco bien. (Si piensas que soy una vieja solterona, ¡vuel­ ve a pensar!) Todo esto, como es natural, no resta méritos al extraordinario logro científico de Freud. Sólo que los ex­ traordinarios logros científicos se están utilizando hoy en día para la destrucción de los seres humanos. (M e refiero a sus cuerpos, o sus almas o su inteligencia.) De modo que até­ rrate a tus sesos.» En la primavera de 1946, Wittgenstein escribió: «Siento que mi mente está muy perturbada. Desde tiempo inmemorial no he hecho nada que valga un pito, excepto mis clases. Estas se desarrollaron normalmente durante el trimes­ tre pasado. Pero ahora mi cerebro se siente quemado, como si sólo quedaran en pie las cuatro paredes y algunos restos carbonizados. Esperemos que cuando tú estés aquí, me en­ cuentre en un estado pasablemente bueno... Mañana tengo la primera conferencia. ¡Demonios!» Y añade: «Te deseo una cabeza mejor y un corazón mejor que los míos.» Nuestra correspondencia terminó porque llegué a Cambridge con mi familia en el otoño de 194 6 para quedarme durante lo que

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resultó ser el último año que Wittgenstein desempeñó la cátedra. Wlttgenstein venia a nuestra casa, en Searle Street, cerca de Jesús Green, una o dos veces por semana. Al principio estaba receloso de mi esposa, a quien no conocía de antes, como lo estaba de todas las esposas de los «dons», pero pronto lo superó. A veces, cuando venta a cenar insistía en lavar los platos. Tenia la manía de que esta operación se podía realizar más eficientemente en la bañera, en la que se podía disponer de un chorro continuo de agua caliente procedente del calentador. Más de una vez lavó allí los platos sin que fuera obstáculo la pronunciada torcedura del espinazo. Wittgenstein mantenía altos «standards» de limpieza. Se sen­ tía molesto si pensaba que estaba lavando sin un adecuado sumi­ nistro de jabón, o de agua limpia y caliente. Regaló a mi esposa un estropajo que consideraba un adelanto sobre el paño. Durante tres trimestres de aquel año Wittgenstein dio conferencias sobre temas que pertenecían a la filosofía de la psicología. Tomé notas de las dos o tres primeras conferencias, pero abandoné la práctica cuando descubrí que Wittgenstein me dirigía gran número de preguntas y que me resultaba imposible contestar nada inteli­ gente si me ocupaba en escribir. (Peter Geach tomó notas de todas las conferencias, que se han guardado.) Wittgenstein me dijo al terminar una de las primeras clases que esperaba que tomase parte activa en las discusiones. Me propuse que por mi no que­ dara, y durante todo el año hice un gran esfuerzo para seguir sus pensamientos durante esas reuniones, ejercicio éste que dejaba mi mente completamente exhausta al cabo de dos horas. Las clases eran para mí aún más excitantes de lo que hablan sido siete años atrás. Comprendía mejor las ideas de Wittgenstein, aunque aún no del todo, y la asombrosa profundidad y originalidad de su pensa­ miento se me hacia patente de un modo asombroso. Muchas veces, después de las conferencias escribí breves resúmenes de lo que entendí. Transcribiré algunas de mis notas de unas cuantas con­ ferencias con el fin de ofrecer muestras del tipo de preguntas que hacia Wittgenstein y de los pensamientos que producía en respuesta a ellas. Estas notas no tenían la pretensión de ser li­ terales, aun cuando en alguna ocasión tal vez lo fueran. Eran simplemente sumarios de mis rememoraciones de las ideas que más me impresionaron en cada conferencia. Estos sumarios no fueron anotados hasta después de varias horas de acabada la conferencia y, con frecuencia, hasta transcurridos un dia o dos. En una conferencia Wittgenstein habló de la idea de una explica­ ción de los usos de una expresión. Al suponer que el color rojo (y también el fenómeno de pensar algo para si) es algo especifico e indescriptible, se supone que sólo se puede aprender que es el rojo mirando simplemen­ te una imagen roja. Pero, ¿qué pasarla si golpeara a alguien en la cabeza, y a partir de entonces esa persona tuviera la

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facultad de utilizar debidamente la palabra «rojo»? ¿Sería esto una explicación de lo que es el rojo? Claro que no. Una explicación no es algo que produce comprensión. Una llave no es algo que abre una puerta. Alguien podría decir: «Sé que este libro es rojo porque tengo una impresión mental del rojo». Pero ¿cómo sabe que re­ cuerda correctamente la impresión? Y, ¿cómo compara la im­ presión con el libro? Una explicación no puede ser algo privado. Tiene que ser pública. Una explicación tiene que proporcionar una técnica para llegar a alguna parte. Tiene que indicar el camino. Tiene que proporcionar un método de usar la palabra. De modo que si alguien dice «Puedo mostrarme lo que el pensar es, aunque no puedo mostrarlo a nadie más» contes­ tamos que tal vez haga él algo que le posibilita el usar la palabra correctamente, pero que esto no puede ser, en modo alguno, lo que llamamos «explicar» o «mostrar». A nuestro método se puede poner la siguiente objeción: «Si alguien te pregunta lo que es el tiempo, pregúntale tú a cam­ bio «¿Cómo medimos el tiempo?». Pero el tiempo y la medida del tiempo son cosas diferentes. Es como si alguien pregun­ tara: «¿Qué es un libro?» y tú contestaras: «¿Cómo se obtiene un libro?» Esta objeción entiende que sabemos qué es el tiempo y qué es medir; de este modo sabemos qué es medir el tiempo. Pero esto no es verdad. Si os he ensenado a medir longitudes, entonces digo: «Ahora, adelante, y a medir el tiempo», esto no tiene ningún sentido. Considerad una tribu de gentes que miden longitudes de terre­ nos contando las zancadas que dan. Si se obtienen diferentes resultados respecto al mismo campo, jles da lo mismo! aun en el caso de que del resultado de la cuenta dependan unos pagos. Si vosotros pasáis por allí y decís que tenéis un mé­ todo mejor que utiliza una cinta, seguramente se quedarán tan frescos. Tal vez digan: «¡Vaya método raro, que utiliza trastos engorrosos y siempre obtiene el mismo resultado! Nuestro método es mucho mejor.» La idea de una medición más precisa no tiene cabida en sus vidas como tampoco la idea de una medida real. Si decimos «Deben tener la idea de una medida real» es sólo porque imaginamos una vida más complicada en la cual se prefiere un método de medición al otro. Pero la vida de ellos no es asi. En otra ocasión Wittgenstein comentó nuestro conocimiento de nuestra postura corporal y la posición de nuestros miembros:

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Con objeto de mover mi brazo voluntariamente tengo que sa­ ber en qué posición se halla y si lo he movido. Ahora bien, ¿cómo sé cuál es la posición de mi mano, cuando no la estoy mirando o tocando con la otra mano? ¿Cómo sé, por ejemplo, que mis dedos están doblados? Existe la tendencia a decir «Siento que están doblados». Es una respuesta peculiar. Por­ que, ¿se tiene siempre una sensación determinada cuando los dedos están doblados de ese modo, os habéis dado cuenta siempre de esta sensación, y qué sensación es ésta? La sensación de que mis dedos están doblados: ¿está some­ tida a un más y a un menos grados, como las sensaciones de temperatura y presión? No. Esto puede indicar que «Siento que mis dedos están doblados» tal vez no significa sino «Sé que mis dedos están doblados». Si intentamos decir qué sensaciones de temperatura, presión, etc., concurren en la formación de esta sensación de que mis dedos están dobla­ dos, veremos que no es fácil decir lo que son, y más aún, vemos que raras veces las tenemos. Podría darse el caso de que yo conociera la posición de mi mano debido a una determinada sensación. También es ver­ dad que si mi mano es anestesiada no sabría su posición. Pero de esto no se sigue que conozca normalmente la posi­ ción de mi mano por determinadas sensaciones. La pregunta «¿Cómo sé que mis dedos están doblados?» es sencillamente como la pregunta: «¿Cómo sé en dónde está mi dolor?» No es preciso que me enseñen en dónde está mi dolor. Mi signo de indicación y la descripción verbal loca­ lizan el dolor. De modo parecido no necesito averiguar la po­ sición de mi cuerpo. Las notas de otra reunión dicen lo siguiente: Existe una cuestión filosófica que se refiere a lo que uno realmente ve. ¿Se ve realmente la profundidad, o los objetos físicos, o la tristeza, o una cara, etc.? Nos sentimos tentados a decir que todo esto es «interpretación», «hipótesis», etc., y que lo que uno realmente ve es una superficie plana de manchas de color. Pero si se me pide que describa lo que veo, lo hago utilizando expresiones de objetos físicos: v. g. «Veo la parte superior de una mesa oscura; sobre ella hay una botella de tinta hacia el extremo derecho, etc.» No podría describir lo que veo refi­ riéndome tan sólo a manchas de color. Se podría pensar que aun cuando no pueda describirlo con palabras, al menos podría pintarlo. Pero la verdad es que ape­ nas si puedo pintar algo a no ser conociendo qué objetos físicos estoy pintando. 58

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Un criterio para decidir si una pintura es una representación correcta de lo que he visto consiste en que digo que lo es. Pero, en la pintura, se podrían cambiar algunas cosas, y no obstante, aún diría que es exactamente lo que vi. Tenemos la idea de un modelo ideal o de una descripción ideal de lo que se ve en cualquier momento. Pero no existe una descripción ideal semejante. Existen numerosas clases de cosas que llamamos «descripciones» de lo que vemos. Todas son aproximadas. Y «aproximadas» no significa aquf «aproximación». Tenemos la idea errónea de que existe una determinada descripción exacta de lo que uno ve en un mo­ mento dado. En una conferencia hizo algunas observaciones generales acerca de su procedimiento filosófico: Lo que yo doy es la morfología del uso de una expresión. Muestro que tiene tipos de usos en los que ni por asomo habíais pensado. En filosofía uno se siente forzado a mirar un concepto de un modo determinado. Lo que hago es suge­ rir, o incluso inventar otros modos de mirarlo. Sugiero posi­ bilidades en las que no habíais pensado previamente. Creíais que había una posibilidad, o a lo sumo únicamente dos. Pero os hice pensar en otras. Es más, os hice ver que era absurdo confiar que el concepto se conformara a posibilidades tan estrechas. De este modo vuestro calambre mental desaparece y quedáis libres para inspeccionar el campo de uso de la ex­ presión y para describir los diferentes tipos de uso de ella. Además de asistir a las clases de Wittgenstein me reunía con él privadamente una tarde por semana. Wittgenstein me propuso que leyéramos juntos su libro. Me dejó una copia mecanografiada. Fue el escrito que se publicó póstumamente con el titulo de Parte I de las Investigations. Durante el encuentro semanal procedíamos del modo siguiente: nos sentábamos en su sala de estar en las sillas de lona que colocábamos juntas para que cada uno de nosotros pudiera leer la copia mecanografiada. Partiendo del principio de la obra, Wittgenstein lela primero una frase en voz alta, en alemán, la traducía luego al inglé^, me hacia ciertas observaciones acerca de su significado. Luego pasaba a la frase siguiente, y asi sucesi­ vamente. En la siguiente sesión partía del lugar donde nos habla­ mos quedado. Al principio me halagó este procedimiento. Wittgen­ stein me dijo en una ocasión: «La razón por la que hago esto, es la de que haya al menos una persona que entienda mi libro cuando se publique». Al cabo de un tiempo, sin embargo, empecé a sentir que este método me venia demasiado estrecho. Deseaba entablar discusiones a partir de diversas cuestiones filosóficas que me tenían intrigado. Y, ciertamente, Wittgenstein fue aflojando gra­ dualmente el procedimiento hasta que nuestras conversaciones se hicieron más y más libres.

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En una de estas sesiones hizo un comentario chocante acerca de la filosofía: «Una persona atrapada en una confusión filosófica es como un hombre que se halla en una habitación de la que quiere salir sin saber cómo. Intenta por la ventana, pero está demasiado alta. Intenta por la chimenea, pero es demasiado estrecha. Y si hubiera caldo en la cuenta de volverse, habría visto que la puerta habla estado siempre abierta... Este comentario está relacionado con unas observaciones de Investigations, § 108, § 123, § 3 09. (Wittgenstein hizo notar en una conferencia que existe semejanza entre su idea de la filosofía [v. g. «los problemas se solucionan no con nueva información, sino ordenando lo que siempre hemos conocido», Investigations, § 109; «la obra del filósofo consiste en reunir recordatorios con un fin determinado», ibid. § 1 27], y la doctrina socrática de la reminiscencia, si bien él creía que en esta última habla otras cosas involucradas.) Tras unas dos horas de lectura o discusión, nos Ibamos a dar un paseo y luego a tomar el té en Lyons o en el restaurante que habla encima del cinema Regal. A veces venia a cenar a mi casa, en Searle Street. En una ocasión, después de cenar, Wittgenstein, mi esposa y yo fuimos a dar una vuelta por Midsummer Common. Hablamos sobre los movimientos de los cuerpos del sistema solar. A Wittgenstein se le ocurrió que nosotros tres representáramos los movimientos del sol, la tierra y la luna relativos entre si. MI esposa era el sol y mantenía una marcha regular a través del prado, yo era la tierra y daba vueltas alrededor de mi esposa al trote. Wittgenstein se encargó de la parte más agotadora de todas, la luna, y corría a mi alrededor mientras yo trazaba circuios alrededor de mi esposa. Wittgenstein emprendió este juego con gran entusiasmo y seriedad, gritándonos instrucciones mientras corría. Se quedó sin aliento y con la cabeza dándole vueltas a causa del esfuerzo. Wittgenstein era un entusiasta de las ferias que ocasionalmente se instalaban en Midsummer Common. Le gustaba hacer rodar peniques para sacar premios. Se negaba a m irar de encauzar el curso del penique, cerrando incluso los ojos antes de soltarlo, porque «todo debe dejarse al azar». Adoptó una actitud de censura cuando mi esposa trató de dirigir el movimiento de su penique. Me convenció para que tirara pelotas al blanco, se excitó durante la jugada, y luego ensalzó mi modesta proeza en términos rimbom­ bantes. En el curso de una conversación, Wittgenstein quedó encantado de que yo conociera los veintitrés Cuentos de Tolstoi. Tenia una opi­ nión extremadamente alta de estas narraciones. Me interrogó sin lugar a escapatorias para ver si habla entendido la moraleja del cuento titulado ¿Cuánta tierra necesita un hombre? Wittgenstein habla estado serio al principio de la conversación porque estaba disgustado conmigo por una razón que no recuerdo. Pero cuando se enteró de que yo habla leído, entendido y valorado las

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narraciones de Tolstoi se puso simpático y animado. También admiraba los escritos de Dostoievsky. Habla leido innumerables veces Los hermanos Karamazov, pero una vez dijo que La Casa de los Muertos era la obra máxima de Dostoievsky. A Wittgenstein le convencieron aquel afio de que tuviera reunio­ nes en casa (at-homes) una vez por semana durante el periodo lectivo. Tenían lugar los sábados de cinco a siete de la tarde. Se entablaban discusiones filosóficas referentes a cuestiones suscita­ das por los asistentes. Aunque estas reuniones eran menos rígidas que sus clases, en el sentido de que el llegar tarde no era una falta y que no se requería una asistencia regular, el ambiente era serio hasta llegar a la solemnidad. Normalmente venían una media docena de personas. A medida que fbamos llegando uno a uno, encontrábamos a Wittgenstein sentado, silencioso, en su silla de lona, sin saludar a nadie, con una expresión rígida, embebido al parecer en seria meditación. Nadie osaba romper el silencio con una observación ociosa. Nos sentábamos y nos quedábamos ca­ llados como si estuviésemos entregados a la meditación. Peter Geach observó en una ocasión que aquello parecía una asamblea de cuáqueros orantes. Se necesitaba mucho temple para romper este silencio introduciendo un tema de discusión. Tan pronto como alguien se atrevía, no obstante, Wittgenstein era todo oídos para tratar de captar el significado de la pregunta, ampliándola o vol­ viéndola a formular, conectándola con otras cuestiones que, al principio, no parecían tener nada que ver, y dando siempre a la cuestión dramático interés por obra de su apasionada intensidad y fuerza. En estas reuniones tal vez los temas más frecuentes fueron los estéticos, y la profundidad y riqueza del pensamiento de Wittgenstein referente al arte excitaban el interés de todos. En una de las reuniones, Wittgenstein refirió un acertijo con el fin de arrojar algo de luz acerca de la naturaleza de la filosofía. Era asf: supongamos que alrededor de la tierra siguiendo la linea del ecuador, se pasara una cuerda muy tensa. Ahora, supongamos que se añadiera un trozo de cuerda que midiera 1 metro. Si la cuerda se mantenía tirante y formando un circulo, a qué dis­ tancia de la tierra se separarla. Sin detenerse a calcular, todos los presentes se sintieron inclinados a decir que la distancia de la cuerda a la superficie de la tierra serla tan minúscula que serla imperceptible. Pero esto no es verdad. En realidad la distan­ cia serla de casi 1 6,5 cm. Wittgenstein declaró que era éste el tipo de error que ocurre en filosofía. Consiste en ser con­ fundido por una imagen. En el acertijo, la imagen que nos confunde es la comparación de la longitud del trozo aftadido con la longitud total de la cuerda. La imagen de por si no tiene nada incorrecto: pues un trozo de un metro de largo seria una fracción insignifican­ te de la longitud de la cuerda entera. Pero ella nos lleva a sacar conclusiones erróneas.

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Algo similar sucede con la filosofía: nos engañan continuamente imágenes mentales que en si son correctas. Otra ilustración sor­ prendente acerca de una imagen engañosa dada por Wittgenstein fue un dibujo de la tierra en forma de bola con gente en las antí­ podas cabeza para abajo y nosotros cabeza para arriba. El dibujo, dijo él, no representa falsamente y. sin embargo, nos induce a pen­ sar que los habitantes de los antipodas están debajo de nosotros, y que en realidad están colgando de cabeza para abajo. (Esta ilustración se comenta en las Investigations, § 3 5 1 .) Wittgenstein dedicó mucho tiempo a los estudiantes durante aquel año. Hubo sus dos clases semanales de dos horas cada una, su sesión semanal en casa (at-home) de dos horas, una primera mitad de la tarde pasada conmigo, otra primera mitad de la tarde pasada con Elizabeth Anscombe y W. A. Hijab, y finalmente la reunión vespertina semanal del Moral Science Club a la que asistía nor­ malmente. El ambiente de las discusiones de esta última resultaba extremadamente desagradable a Wittgenstein. Asistía tan sólo lleva­ do por un sentimiento del deber, pensando que tenia que hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar a que las discusiones fueran lo más aceptables posible. Una vez se habla leído la comu­ nicación, Wittgenstein era invariablemente el primero en hablar, y dominaba completamente la discusión hasta que se ausentaba. Creía, según me dijo, que no era bueno para el Club que él desem­ peñase siempre un papel tan preponderante, pero por otro lado le resultaba de todo punto imposible no tom ar parte en las discu­ siones con la fuerza que le caracterizaba. Su solución consistía en dejar tas reuniones al cabo de una hora y media o dos horas. El resultado era que la discusión era excitante e importante mientras Wittgenstein estaba presente, pero trivial e insípida cuando él se iba. En todas estas reuniones: conferencias, sesiones en casa, discusio­ nes privadas y reuniones del Club, Wittgenstein entregaba su pen­ samiento a manos llenas. En él no se dio jamás un intento de mantener sus investigaciones en el secreto. Es más, en cada una de estas discusiones intentaba crear. La fuerza de voluntad y el ánimo desplegados por él eran anonadadores. Cuando bregaba por atravesar un problema se tenia la impresión de hallarse en la presencia del verdadero sufrimiento. A Wittgenstein le gustaba es­ tablecer un paralelismo entre el pensar filosófico y el nadar: el cuerpo de un hombre tiene una tendencia natural hacia la super­ ficie, de modo que se tiene que hacer un esfuerzo para llegar al fondo — y con el pensar sucede lo mismo— . Hablando de la gran­ deza de un hombre se deberla tener en cuenta lo que le costaba su obra. No cabe duda de que los trabajos filosóficos de Wittgen­ stein le costaron muchísimo. Wittgenstein tenia un don especial para adivinar los pensamientos de la persona con la que estaba enzarzado en una discusión. Mien­

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tras el otro luchaba para poner sus pensamientos en palabras, no era raro que Wittgenstein se diera cuenta de lo que se trataba y que él mismo le diese la expresión hablada. Esta facultad, que a ve­ ces infundía temor, tenía su origen, no me cabe duda de ello, en sus propias investigaciones prolongadas y continuas. Sabía lo que alguien más pensaba porque él mismo habla recorrido innumerables veces aquellos recovecos del razonamiento. En una ocasión me dijo que era muy improbable que alguna de las personas que asistían a sus clases pensase algo en lo que no hubiese ya pensado él. Y no se trataba de fanfarronería. El pesado programa que aquel año se impuso le produjo una gran tensión. A veces le preocupaba pensar si tenía que acceder aún a otras peticiones. Por ejemplo, un hombre había recorrido medio mundo, con considerable sacrificio, con el fin de estudiar con Wittgenstein, y este hombre además de asistir a las conferencias quería mantener discusiones privadas con Wittgenstein. Éste se sentía obligado a acceder; por otro lado pensaba que debía conser­ var sus fuerzas. Creo que finalmente denegó la solicitud. Pero era característico en él considerar un asunto de este tipo siempre a la luz de lo que era su deber. En las afueras de Cambridge había un campo de concentración de prisioneros de guerra alemanes. Wittgenstein había sido prisionero en la Primera Guerra Mundial y sentía la necesidad de hacer algo que pudiese contribuir a hacer más llevadera la vida de aquellos hombres. Me llevó con él en una visita al campo. Recibió permiso para conferenciar con un representante de los prisioneros. Creo que como resultado de esta conferencia Wittgenstein proporcionó algunos instrumentos musicales y música a los prisioneros. Durante aquel invierno ocurrió un incidente que excitó y transtornó en gran manera a Wittgenstein. Un determinado filósofo publicó en un periódico crítico-literario un artículo en el que se proponía ofrecer al lector medio un resumen de la filosofía británica contem­ poránea. Respecto a Wittgenstein el artículo decía que la naturale­ za de su obra filosófica, a partir de la publicación del Tractatus, era desconocida; pero que a juzgar por los escritos de un discípulo aventajado, la filosofía en manos de Wittgenstein se había conver­ tido en una especie de psicoanálisis. Alguien enseñó este articulo a Wittgenstein, quien montó en cólera. Dijo que el autor pretendía simplemente decir que no estaba al corriente de su obra. Lo que enfureció a Wittgenstein fue no tan sólo su convencimiento de la deshonestidad del autor sino también la implicación de que W itt­ genstein mantenía un secreto acerca de la naturaleza de su obra. Dijo que siempre había considerado que sus conferencias eran una forma de publicación. (Debo mencionar aquí que dos volú­ menes del material dictado a sus alumnos, conocidos por The Blue Book (El cuaderno azul) y The Brown Book (El cuaderno pardo) habían circulado privadamente en forma mecanografiada o mimeo63

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grafiada durante más de diez años y habían sido ampliamente leídos por los filósofos británicos). Creo que otra cosa que le irritó fue la sugerencia de que él concebía que la filosofía era una forma de psicoanálisis, sugerencia ésta que yo le oí atacar explí­ citamente en dos ocasiones, como fundada en una confusión. «Son técnicas diferentes», había dicho. Este artículo puso a Wittgenstein de un humor de perros durante varios días. Me preguntó si iba a publicar una réplica. Mi respuesta fue que no tenía la menor idea sobre qué forma podía adoptar una réplica. A Wittgenstein no le gustó esta respuesta. Quiso saber si emprenderla la defensa de Moore, en letra impresa, si alguien decía cosas falsas e injustas acerca de su obra filosófica. Me sentí obligado a decir que así lo haría. Wittgenstein exclamó entonces que esto confirmaba lo que siempre había sospechado, a saber: que sus amigos le consideraban un «Vogelfrei», esto es, un forajido, un pájaro a quien todos tenían derecho a disparar. Creo que Wittgen­ stein preguntó tanto a Anscombe como a Smythies si publicarían una réplica al artículo, pero no consiguió una respuesta afirmativa. Al primero le repitió la expresión «Vogelfrei». Durante dos o tres días Wittgenstein estuvo verdaderamente enfurecido por este asun­ to. Incluso estuvo a punto de mandar una réplica de su puño y letra al mismo periódico. También habló muy en serio de llevar su escrito mecanografiado (Parte I de las Investigations) a la Cambridge University Press para su inmediata publicación. Al cabo de unos pocos días se apaciguó. Dijo que no quería que le hicieran correr en estampida y publicar prematuramente. Escribió una nota privada al autor del articulo, en la que dijo que creía que éste tenía mayor conocimiento de la naturaleza de las investigaciones filosóficas de Wittgenstein de lo que daba a entender en su artícu­ lo. Wittgenstein recibió una nota cortés y deferente en contestación y se puso punto final al incidente. Wittgenstein expresó más de una vez su miedo a que sus escritos fueran destruidos por el fuego. Explicaba con horror como el gran historiador Mommsen perdió de este modo un volumen manuscrito de su Historia de Roma. Wittgenstein adquirió una pequeña caja fuerte de acero en la que guardaba sus cuadernos y manuscritos en su sala de estar de Trinity College. Dijo más de una vez que aun cuando dudaba de que publicase ninguna de estas obras en toda su vida, deseaba sin lugar a dudas que su libro (Parte I de las Investigations) fuese publicado después de su muerte. Por otro lado, una vez me manifestó con gran vehemencia que de buena gana accedería a ver destruidos todos sus escritos si junto con ellos desaparecieran las publicaciones de sus alumnos y discípulos. A veces le asaltaba el tem or de que cuando por fin fuese publicada póstumamente su obra el mundo del saber pudiera creer que él había obtenido sus ideas de filósofos a las que había enseñado, a causa de que pudiese existir algunas semejanzas entre la obra de él y los escritos de ellos que habían sido publicados antes. Me

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preguntó con toda franqueza si le defendería después de su muerte, de cualquier acusación o rumor semejantes que pudiera surgir, y le dije que asi lo harfa. Su inquietud sobre este asunto queda refle­ jada en el prefacio de las Investigations. «Por más de un motivo lo que aquí publico tendrá puntos de contacto con lo que otras per­ sonas están escribiendo hoy, y si mis observaciones no llevan un sello que les dé mi carácter, no quiero presentar ulterior reivin­ dicación sobre ellas.» Wittgenstein era intolerante con los plagios. Me contó su relación con un determinado señor, sobre el que hablan corrido muchos rumores. Wittgenstein dijo que Moritz Schlick y él hablan mantenido algunos debates filosóficos, y que él habla expuesto algunas de sus ideas mientras los otros tomaban notas. Algún tiempo más tarde vio una comunicación de este hombre que había sido acepta­ da para su publicación y que no tan sólo estaba basada en las ideas de Wittgenstein sino que incluso utilizaba las propias ilus­ traciones de Wittgenstein. Bien es verdad que el articulo contenía un reconocimiento, pero redactado de tal modo que daba a enten­ der que, aun cuando el autor habla sido estimulado hasta cierto punto por las conversaciones mantenidas por Wittgenstein, la obra principal era, naturalmente, de su cosecha. Wittgenstein se irritó en grado sumo. Dijo que trató de este asunto con Schlick, que era «una persona como hay que ser» y que éste prometió hacer algo para remediarlo. Pero justamente entonces tuvo lugar la súbita muerte de Schlick por asesinato, de modo que la contribución fue publicada sin el pertinente reconocimiento y agradecimiento. A Wittgenstein le indignaba casi tanto la representación imperfecta de sus pensamientos como el plagio de ellos. Me relató un inci­ dente con una joven que asistió a sus conferencias. Dicha joven escribió un artículo y se proponía exponer las opiniones de Wittgenstein acerca de un determinado tema. Lo presentó a Moore, el director de Mind, y lo mostró también a Wittgenstein. Este consi­ deró que el articulo era muy malo y le dijo que ella no podía publi­ carlo. Como sea que la joven persistió en su empeño de publicarlo, Wittgenstein fue a ver a Moore para persuadirle que no lo diera a la imprenta. A Moore le dijo: «¡Tú asististe a aquellas conferencias. Sabes que el resumen que ella da es malo!» Según Wittgenstein, Moore admitió que el trabajo «no era bueno» pero no se le pudo disuadir de publicar el texto. Entendí claramente que Wittgenstein se había disgustado y excitado mucho con este incidente, que es. con toda probabilidad, una de las cosas a las que se refiere en el prefacio a las Investigations: «...M e tocó enterarme de que mis resultados (de los que habla dado referencia en conferencias, es­ critos mecanografiados y discusiones), diversamente mal interpre­ tados, más o menos mutilados o adulterados, se hallaban en cir­ culación. Esto aguijoneó mi vanidad y me resultó muy difícil apa­ ciguarla.»

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Aunque las cuestiones de reputación no eran, ciertamente, ajenas a su naturaleza, e incluso podían hacerse violentas, como en los episodios que se acaba de relatar, debe tenerse en cuenta, por otro lado, que Wittgenstein vivía a propósito en el anonimato, y que ifrustraba todos los intentos de convertirle en una celebridad o per­ sonalidad pública, lo que hubiese sucedido de no haberse opues­ to él. Su concepción del valor de su propia obra no sería fácil de descri­ bir. En el prefacio a las Investigations dice que no es «un buen libro» y esta observación no era una pretensión de modestia. Creía de verdad que la obra hubiese podido ser mejor hecha, aunque no por él mismo. A la doctora Louise Mooney que le trató cuando estuvo enfermo en el verano de 194 9 , y con quien habló algo acerca de su trabajo, le dijo con una exclamación: «Quizás esté todo equivocado; quizá sea todo un error.» Pero esta actitud no era característica. Expuso y defendió sus ideas en debate con seguridad y vigor. No creía que las concepciones centrales de su filosofía pudiesen hallarse posiblemente en el error. En realidad juzgó casi siempre que habla llevado a cabo un adelanto importante en la filosofía. Y sin embargo creo que estaba inclinado a sentir que la importancia de este adelanto pudiera ser exagerada por aquéllos que se hallaban demasiado cerca. Este sentimiento queda segura­ mente reflejado en la elección de un pensamiento de Nestroy como lema de las Investigations: «Überhaupt hat der Fortschritt das an sich, dass er viel grfisser ausschaut, ais er wirklich ist.» (Está en la naturaleza de todo adelanto el que parezca mucho mayor de lo que realmente es). Con respecto a la cuestión de lo que el porvenir reservaba a su obra: si desaparecerla sin dejar rastro, o si, de seguir viviendo resultarla de alguna ayuda para la humanidad, le asaltaban dudas. Freud señaló una vez en una carta: «En cuanto a la cuestión del valor de mi obra y de su Influencia en el futuro desarrollo de la ciencia, yo mismo veo que es muy difícil formarse una idea. A veces creo en ella, a veces dudo. No creo que exista modo alguno de pre­ decirlo, quizá ni el propio Dios lo sabe aún.» (Ernest Jones, Sigmund Freud, Londres, 1955, Vol. II, p. 4 4 6 ). Creo que estas frases servirían también a la perfección para expresar la actitud de W itt­ genstein hacia su propia obra, con la salvedad de que su tendencia al pesimismo era más fuerte que la de Freud. No creo que Wittgen­ stein pensase jamás que su obra fuese grande. Wittgenstein ponía a veces en cuarentena a sus amigos, tai como lo ejemplifica el incidente del «Vogelfrei». Sospechaba que no esta­ ban ligados a él por afecto sino antes bien por cuanto les intere­ saba como fuente de inspiración filosófica. Una vez me dijo que de joven se había desprendido de su fortuna, para no tener amigos a causa de ella, pero que ahora temía que tenía amigos por el inte­ rés de la filosofía que podían sacar de él. Quería amigos que no

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intentasen sacar nada de él. Otra vez, dijo: «Aun cuando no puedo dar afecto, tengo mucha necesidad de él. La amabilidad humana, el interés humano, era para él un atributo mucho más importante que el poder intelectual o el gusto cultivado. Relataba con placer un incidente que le ocurrió en Gales. Se alojaba en la casa de un predicador. La primera vez que Wittgenstein se presentó en esta casa la señora le preguntó si le gustaría tomar té, y también si le gustaría esto y aquello. Su marido le gritó desde otro cuarto: «|No preguntes: da!» Wittgenstein quedó inmejorablemente impresionado por esta exclamación. Una observación típica que hacía Wittgen­ stein al referirse a alguien notablemente generoso o amable, era «Es un ser humano», dando a entender así que muchas personas no llegan a ser humanas. Es indudable que Wittgenstein necesitaba en gran manera del calor y del afecto humano y apreciaba enormemente cualquier sencilla gentileza. Pero su trato amistoso era absorbente. Era capaz de regañar a un amigo con extrema aspereza. Era propenso a sospe­ char de los motivos y del carácter. A veces sus juicios eran preci­ pitados y erróneos. Pero por regla general formaba apreciaciones agudas y realistas de sus amigos. Como Smythies señaló, cuando Wittgenstein le daba a uno una reprimenda, ya se la veía venir. Con las repulsas de Wittgenstein se podían aprender cosas acerca de uno mismo. Era especialmente duro con todas las formas de vanidad, afectación o complacencia. Pero Wittgenstein podía ser excesivamente severo con un amigo como quizás hayan mostrado algunos de los ejemplos precedentes. Otra ilustración, tal vez divertida, es la siguiente: En sus habita­ ciones de Trinity College guardaba una pequeña planta con flores. Cuando entre trimestre y trimestre, se ausentó de Cam­ bridge para ir a Gales, dejó la planta en nuestra casa. Siento haber sido negligente al dejar, a veces, la planta demasiado cerca de una estufa eléctrica. Empezó a tomar un aspecto enfermizo y las hojas y capullos fueron cayendo gradualmente. Cuando Wittgenstein regresó a Cambridge devolví la planta a sus habitaciones, aun cuando por entonces ya estaba muerta del todo. Unos pocos días más tarde, Wittgenstein y mi esposa se encontraron por casualidad en la calle, por primera vez desde que, seis semanas atrás, partiera para Gales. Sin ningún saludo le dijo severamente: «No hace falta que me digáis que no entendéis una palabra en plantas.» Y sin añadir nada se marchó. Mi mujer se quedó disgustada. Cuando volvió a nuestra casa la siguiente vez, no se hizo mención de la planta. Estar con Wittgenstein exigía siempre una tensión. No tan sólo eran muy grandes las demandas intelectuales de su conversación, sino que estaba también su severidad, sus juicios implacables, su ten­ dencia a censurar, y su depresión. Cada vez que pasaba algunas horas con él durante el invierno de 1946-47 mi mente se quedaba 67

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exhausta y mis nervios enervados. Mi sentimiento usual era enton­ ces de que no podría soportar volverle a ver durante unos días. Varias veces durante aquel invierno expresó Wittgenstein sus dudas sobre continuar desempeñando la cátedra. Indudablemente la idea de ser un filósofo profesional le repugnaba en gran manera. Le de­ sagradaban intensamente las universidades y la vida académica. Estaba agotado por su arduo programa de conferencias y debates. Y lo que quizá sea más importante, estaba convencido de que su influencia como maestro era ampliamente perjudicial. Le disgustaba y le dolía observar una semi-comprensión de sus ideas filosóficas y una tendencia hacia la agudeza superficial en sus estudiantes. Se consideraba un fracasado como maestro. Esto, según mi enten­ der era una constante fuente de tormento para él. Durante sus con­ ferencias no era raro que exclamase en un tono de sufrimiento real «¡Soy un maestro terrible!». Una vez concluyó sus conferencias del curso con esta frase: «Lo más probable es que sólo llegue a sem­ brar la semilla de una cierta jerga». Aparte otras cosas, creo que había ciertamente algo en el contenido de su filosofía, que inadecuadamente asimilado, tenía y tiene toda­ vía un efecto desafortunado sobre aquéllos a quienes influye. Me refiero a su concepción de que las palabras no se usan con signifi­ cados «fijos» (Investigations, § 7 9 ), de que los conceptos no tienen «límites afilados» (Investigations, § 68, § 7 6 ). Esta enseñanza, creo yo, produjo en sus estudiantes una tendencia a considerar que la precisión y el rigor no eran exigióles en el pensamiento de ellos. De esta tendencia no podía salir sino una obra filosófica desa­ liñada. Las consideraciones que abogaban por la renuncia a la cátedra fueron ganando terreno en la mente de Wittgenstein. Ello queda especialmente claro en un incidente que implicaba a un determi­ nado filósofo con el que yo tenia relación. Este me escribió en el invierno de 1946-47 diciéndome que deseaba pasar el curso siguiente en Cambridge y me preguntaba si le sería posible asistir a las clases de Wittgenstein. Traté de este asunto con Wittgenstein, quien, me parece recordar, escribió directamente a este hombre concediéndole su permiso. Pero Wittgenstein me pidió que le escri­ biera a mi vez, para advertirle que existía la posibilidad de que él renunciase a su cátedra antes del siguiente año académico. W itt­ genstein quiso que fuera yo y no él quien diera este aviso con el fin de no dar origen a rumores. Hice tal como él deseaba. Luego, en el verano de 1947 fue, efectivamente, a ver al Vice-canciller con el fin de presentarle su renuncia. Pero allí le informaron de que tenia derecho a un trimestre de permiso (sabbatical leave), y le con­ vencieron para que hiciera uso de este derecho durante el trimestre de otoño de 1947 y de que aplazara el asunto de su renuncia. Entonces me pidió que informara al filósofo del que se habla arriba de su cambio de planes y que le dijera que según lo que hasta en-

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tonces se sabía, Wittgenstein darla ciases durante el trimestre de Cuaresma, aunque todavía existía la posibilidad de que presentara su renuncia. Hice como se me indicó. Cuando en otono Wittgenstein renunció efectivamente a su cátedra, el hombre en cuestión se indignó y formuló (como se verá) acusaciones absurdas e injustas contra Wittgenstein, como si tuviese la impresión de que Wittgen­ stein le habla engañado deliberadamente, o como si Wittgenstein tuviera la obligación de seguir en su cátedra porque este hombre tenia la intención de asistir a las clases. La verdad es que Witt­ genstein se comportó con consideración poco frecuente. Wittgenstein era considerado como un bicho raro por muchas per­ sonas que no le conocían. Se le hacia objeto no tan sólo de hosti­ lidad sino también de innumerables rumores fantásticos. Una vez, en Cambridge, ol que un estudiante le contaba a otro con toda seriedad que Wittgenstein desarrollaba sus clases estando tendido en el suelo y con la vista fija en el techo. Cuando vivió en mi casa en los Estados Unidos se dijo que residía en un cobertizo y que yo era la única persona que podía tener acceso a él. Y, posterior­ mente, mientras vivía en la costa de Irlanda, en un «cottage», llegó a mis oídos un extendido rumor de que estaba en Turquía guar­ dando cabras. Un estudiante que vivía un piso o dos por debajo de las habitacio­ nes de Wittgenstein, en Whewell's Court, tenía un piano en el que practicaba con frecuencia. Los sonidos penetraban en las habita­ ciones de Wittgenstein y casi le volvían loco, especialmente cuando la música le era familiar. Mientras ola el piano le resultaba impo­ sible pensar. Solucionó el problema de un modo característico. Se hizo con un gran ventilador eléctrico de segunda mano, que produ­ cía un ruido uniforme de volumen suficiente para ahogar al piano. Estuve en sus habitaciones varias veces participando en debates mientras funcionaba el ventilador, pero encontré su zumbido ente­ ramente perturbador. A Wittgenstein no le molestaba en lo más mínimo. El físico matemático Freeman Dyson, que era entonces aún estu­ diante, vivía en el conjunto de habitaciones adyacentes al de Witt­ genstein. Una vez Wittgenstein le invitó a tomar el té. Según me dijo Dyson la conversación versó primero sobre la naturaleza de los estudios de Dyson. Entonces éste por pura cortesía preguntó a Wittgenstein cuál era la naturaleza de su propio trabajo. De en­ trada Wittgenstein se sintió incómodo y quiso saber si Dyson era «periodista». Después que Dyson le hubo asegurado que no lo era, Wittgenstein habló a Dyson acerca de la naturaleza de la filo­ sofía y de su propia aportación. Dyson recordaba otra anécdota de Wittgenstein que tiene considerable interés: Un día, al pasar por un campo en el que se estaba jugando un partido de fútbol, se le ocurrió por vez primera la ¡dea de que en el lenguaje combinamos juegos con palabras. Una idea central de su filosofía, el concepto

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del «juego lingüístico», tuvo al parecer su génesis en este incidente. Dyson también recordaba su último encuentro con Wittgenstein. Era el fin del trimestre de mayo de 19 4 6 -4 7 y Dyson estaba haciendo el baúl al pie de las escaleras de Whewell's Court. W itt­ genstein, al que no había visto durante varias semanas, bajó las escaleras con su bastón, impermeable y sombrero de «tweed». Saludó a Dyson con un gesto de la cabeza y empezó a pasar de largo, pero entonces se detuvo y dijo: «Mi mente se está volviendo cada vez más estúpida.» Acto seguido se alejó sin decir nada más. Cual sea la relación que existió entre Wittgenstein y el famoso «principio de verificación» («El significado de un juicio se halla en su método de verificación») del Positivismo Lógico, ha sido, muchas veces, objeto de curiosidad. Wittgenstein me refirió una anécdota que arroja cierta luz sobre esto. El filósofo y psicólogo G. F. Stout hizo una corta visita a Cambridge y Wittgenstein le invitó a tomar el té. (M e parece que ello debió de suceder a prin­ cipios de los aóos 3 0 ). Stout le dijo a Wittgenstein que habla oído decir que él, Wittgenstein, tenia algo importante que decir acerca de la verificación, y que le gustaría mucho enterarse de ello. Ambos sabían que Stout tenia que marcharse muy pronto con el fin de coger un tren y Wittgenstein, normalmente, no se hubiese esfor­ zado por hacer ningún tipo de observación filosófica en tales cir­ cunstancias. Pero la seriedad y el genuino deseo de Stout por en­ tender la ensehanza de Wittgenstein sobre este punto le impresio­ naron tanto que explicó a Stout la siguiente parábola: «Imagínese que existe una ciudad en la cual se manda a la policía que obtenga información de todos y cada uno de los habitantes, es decir: su edad, de dónde procede y en qué trabaja. Con esta información se confecciona un archivo que se utiliza de algún modo. Incidentalmente, cuando un policía interroga a un habitante, descubre que éste no hace ningún trabajo. El policía recoge este hecho en la ficha, porque también éste es un dato útil referente al hombre». La aplicación de la parábola es, creo yo, que si no se entiende un juicio, el descubrir que no tiene verificación alguna es un dato importante sobre él que hace que se le entienda mejor. Es decir, se le entiende mejor, no es que se descubra que haya algo para entender. Durante su último año como catedrático, Wittgenstein acostum­ braba a visitar a Moore una vez cada dos semanas más o menos. Wittgenstein respetaba la honestidad y seriedad de Moore, y una vez dijo que Moore era «profundo». Al propio tiempo las charlas con Moore casi siempre le deprimían, porque Moore era tan «infan­ til». Wittgenstein señaló una vez que lo que Moore hacia primor­ dialmente, como filósofo, era «destruir soluciones prematuras» de los problemas filosóficos, lo cual me sorprendió por parecerme una caracterización muy aguda. Pero añadió que no creía que Moore reconociera una solución correcta si se le ofreciera una. Explicó

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que habla asistido a las clases de Moore tan sólo unas pocas veces, en su época de estudiante en Cambridge, antes de la Primera Guerra Mundial, porque no podía soportar la redundancia que siem­ pre las caracterizaba. Otra vez comentó que la única obra de Moore que le impresionaba profundamente era su descubrimiento del peculiar tipo de sin sentido implicado en una frase del tipo «Llueve, pero no lo creo» (A esta paradoja se refiere en la Sec. X, Parte II de las Investigations, llamándola «la paradoja de Moore»). Pero admitió que «la defensa del sentido común» por Moore era una idea importante. Observó que si alguien se proponía encontrar exactamente las palabras apropiadas para expresar una fina distin­ ción conceptual, la mejor persona a consultar era, sin lugar a du­ das, Moore. Wittgenstein me contó una anécdota referente a Moore, que, según él, mostraba el lado más admirable del carácter de Moore: Moore había estado trabajando duro en su conferencia titulada «Prueba de un mundo exterior» que tenía que pronunciar ante la British Academy, en Londres. Estaba muy insatisfecho con su parte final, pero no había logrado revisarla de un modo que le satisfaciera. El día de la conferencia, mientras se preparaba para dejar su casa de Cambridge y coger el tren para Londres, la Sra. Moore le dijo: «No te preocupes; estoy segura de que les gustará.» A lo que Moore replicó: «Si así es, se equivocarán». Creo que este incidente revela lo que Wittgenstein consideraba «profundo» en Moore. La salud de Moore era buena en 1 9 4 6 -4 7 , pero con anterioridad habla sufrido un ataque y su doctor le había avisado de que no tenia que excitarse o fatigarse demasiado. La Sra. Moore llevaba a cabo esta prescripción, no permitiendo que Moore tuviese una discusión filosófica con nadie durante más de hora y media. A W itt­ genstein le indignaba extraordinariamente esta norma. Consideraba que Moore no debía ser vigilado por su esposa. Tenía que discutir todo el rato que quisiera. Si se excitaba o se cansaba mucho y su­ fría un ataque y moría, ¿qué pasa? Sería un modo de morir digno: con las botas puestas. A Wittgenstein le parecía que era indecoroso que Moore, con su gran amor por la verdad, se viera forzado a interrumpir una discusión antes de que ésta hubiese alcanzado su debido final. Creo que la reacción de Wittgenstein frente a esta regulación era muy característica de su modo de entender la vida. Un ser humano deberla hacer aquello para lo cual tiene talento con todas sus energías y durante toda su vida y no debiera jamás aflojar esta devoción a su oficio simplemente con el fin de prolon­ gar su existencia. Esta platónica actitud se manifestó de nuevo dos aRos más tarde cuando Wittgenstein, al sentir que estaba per­ diendo su propio talento, se preguntó si debía seguir viviendo. Wittgenstein expresó más de una vez su admiración de la agudeza del intelecto de Bertrand Russell cuando ellos dos trabajaron jun­ tos sobre problemas de lógica antes de la Primera Guerra Mundial.

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Russell era en extremo «brillante», asi es como lo dijo; en compa­ ración Moore lo era menos. Wittgenstein rememoraba con placer que un dia, cuando Russell y él hubieron acabado varias horas de duro trabajo en común, Russell exclamó: «¡La lógica está conde­ nada!» (Logic is hel!). Esta exclamación caracterizaba la actitud de Wittgenstein respecto a sus propias fatigas filosóficas. Wittgen­ stein creta que la Teoría de las Descripciones era la producción más importante de Russell, y una vez comentó que debió de haber sido para él una empresa enormemente diffcil. Pero en 1 9 4 6 Wittgen­ stein tenia una pobre opinión de los escritos filosóficos contempo­ ráneos de Russell. «Russell no se matará haciendo filosofía ahora», dijo sonriendo. Advertí que en las raras ocasiones en que Russell y Wittgenstein coincidían en el Moral Science Club, Wittgenstein se mostraba deferente en la discusión con Russell hasta un punto desconocido con nadie más. Wittgenstein me relató dos anécdotas referentes al Tractatus que tal vez debo yo registrar aun cuando también las contó a varias otras personas. Una de ellas tiene que ver con el origen de la idea central del Tractatus, que una proposición es una imagen (picture). Esta idea se le ocurrió a Wittgenstein mientras servia en el ejército austríaco durante la Primera Guerra Mundial. Vio un periódico que describía el acaecimiento y situación de un accidente automovilístico por medio de un diagrama o mapa. Se le ocurrió a Wittgenstein que este mapa era una proposición y que en ella se revelaba la naturaleza esencial de las proposiciones, a saber, el describir la realidad. El otro incidente tiene que ver con algo que ocasionó la destrucción de esta concepción. Wittgenstein y P. Sraffa, un profesor de eco­ nom ía de Cambridge, discutieron mucho sobre las ideas del Trac­ tatus. Un dia (creo que viajando en un tren) cuando Wittgenstein insistía en que una proposición y aquello que describe debían tener la misma «forma lógica», la misma «multiplicidad lógica», Sraffa hizo un gesto, que para los napolitanos significa algo asi como dis­ gusto o desprecio, y que consiste en cepillar la parte inferior de la barbilla con un movimiento hacia fuera de las puntas de los dedos de una mano. Y preguntó: «¿Cuál es la forma lógica de esto?» El ejemplo de Sraffa produjo en Wittgenstein la sensación de que existía un absurdo en la insistencia sobre que una propo­ sición y lo que ella describe deben tener la misma «forma». Esto rompió la presa que sobre él ejercía la concepción de que, una proposición debe ser literalmente una «imagen» de la realidad que describe80. so El profesor G. H. von Wright me Informa de que Wittgenstein relató este incidente de un modo algo diferente: la cuestión disputada, según Wittgenstein, era si cada proposición debía tener una «gramática», y Sraffa preguntó a Witt­ genstein cuál era la «gramática» de ese gesto. Al describir el incidente a Von Wright, no mencionó las expresiones «forma lógica» o «multiplicidad lógica».

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Wittgenstein me dijo, frecuentemente, cosas despectivas acerca del Tractatus. Estoy seguro, no obstante, de que él lo consideraba aún una obra importante. Pues, para empezar, tuvo mucho interés en las Investigations en refutar los errores del primer libro. Ade­ más, una vez me dijo también que creía realmente que en el Tractatus había aportado una descripción perfeccionada de una teoría, que es la única alternativa al punto de vista de su obra posterior. Y por si faltaran más datos, él quería, sin lugar a dudas, que el Tractatus fuera reeditado juntamente con sus escritos más recientes. Tal como él dice en el prefacio de las Investigations, eme pareció que debía publicar aquellos viejos pensamientos y los nue­ vos conjuntamente, para que los últimos pudiesen ser vistos a su verdadera luz tan sólo por contraste con y contra el fondo de mis viejos modos de pensar». En este punto me gustarla decir lo que pueda acerca del difícil tema de la actitud de Wittgenstein respecto a la Religión. Me dijo que en su juventud había sentido desprecio hacia ella, pero que hacia la edad de veintiún años algo había originado un cambio en él. En Viena vio una obra que era mediocre en calidad teatral, pero en ella uno de los personajes expresaba el pensamiento de que no importaba lo que sucediera en el mundo, a él no le podía suceder nada malo, ya que era independiente del hado y de las circunstan­ cias. A Wittgenstein le sorprendió este pensamiento estoico; por primera vez vio la posibilidad de la Religión. Dijo que durante su servicio en la Primera Guerra Mundial cayeron en sus manos los comentarios de Tolstoi acerca de los Evangelios, los cuales le cau­ saron una profunda impresión. Wittgenstein dice en el Tractatus: cNo como el mundo es, es lo místico, sino que es» (§ 6 .4 4 ). Creo que Wittgenstein experimen­ taba a veces un cierto sentimiento de asombro de que algo tuviese que existir por alguna razón, no tan sólo durante el período del Tractatus, sino también cuando le conocí11. No sé decir si este sentimiento tiene algo que ver con la Religión. Lo que si sé es que Wittgenstein dijo una vez que podía entender el concepto de Dios, en tanto en cuanto que está implicado en el apercibirse del propio pecado y culpa. Añadió que no podía entender la idea de un Creador. Creo que las ideas de juicio divino, perdón y redención tenían cierta inteligibilidad para él, al estar relacionadas en su • i Después de escribir esta frase me enteré de que Wittgenstein leyó una vez una comunicación sobre etica (en una fecha que no m e es conocida, pero proba­ blemente poco después de su regreso a Cambridge en 1929). en la que dijo que a veces tenia una cierta experiencia que se podía describir del mejor modo diciendo que «cuando la tengo me pasma la existencia del mundo. Y entonces me siento inclinado a usar frases como: «|C uén extraño que el mundo exista!» o. «|Qué raro que el mundo exista!» Luego pasó a decir algo que esté relacio­ nado con el pensamiento expresado en la obra arriba mencionada, a sa b er que él también tenia a veces sensación de sentirse absolutamente a salvo. Me refiero al estado mental en el que uno se siente inclinado a decir: «Estoy a salvo, nada puede dañarme pase lo que pase.»

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mente con sentimientos de descontento consigo mismo, un intenso deseo de pureza y un sentido del desvalimiento de los seres huma­ nos para mejorarse. Pero la idea de un ser que hacía el mundo no tenía para él inteligibilidad alguna. Wittgenstein sugirió una vez que un modo en que puede adquirir sentido la noción de inmortalidad es mediante el sentimiento de que uno tiene deberes de los que no se le puede dispensar, ni tan siquiera por la muerte. El mismo poseía un inflexible sentido del deber. Creo que Wittgenstein estaba predispuesto por su propio carácter y experiencia a comprender la idea de un Dios juzgador y redentor. Pero toda concepción cosmológica de una deidad, derivada de las ideas de causa o de infinitud le hubiera repugnado. Las «pruebas» de la existencia de Dios le impacientaban, así como los intentos de dar a la Religión un fundamento racional. Cuando una vez le cité, a este propósito, una meditación de KierKegaard: «¿Cómo puede ser que Cristo no exista, si yo sé que me ha salvado?», Witt­ genstein exclamó: «¿Ves? ¡No se trata de probar nada!». No le gustaban los escritos teológicos del cardenal Newman, los cuales había leído con atención durante su último año en Cambridge. Por otro lado, veneraba los escritos de san Agustín. Me dijo que había decidido empezar sus Investigations con una cita de las Confesio­ nes de éste, no porque no pudiese encontrar la concepción conte­ nida en esa cita expresada con igual perfección por otros filósofos, sino porque el concepto debfa ser importante si lo mantuvo tan gran mente. A Kierkegaard también lo estimaba. Se refirió a él, con cierto temor reverencial en su expresión, diciendo que fue un hombre «realmente religioso». Habia leído la Concluding Unscientifie PostScript, pero la encontró demasiado «profunda» para él. El Journal de George Fox, el cuáquero inglés, lo leyó con admiración, y me regaló un ejemplar. Alababa uno de los esbozos de Dickens, una descripción de la visita de éste a bordo de un barco de pasa­ jeros lleno de conversos ingleses al mormonismo, a punto de zar­ par hacia América. Wittgenstein quedó impresionado por la quieta resolución de aquellas personas, tal como Dickens las describía. No quisiera dar la impresión de que Wittgenstein aceptara ninguna fe religiosa — decididamente no era asi — o de que fuera una per­ sona religiosa. Pero creo que había en él, en algún sentido, la posibilidad de la religión. Estoy convencido de que consideraba a la religión «una forma de vida» (para usar una expresión de las Investigations) en la que no participaba, pero con la que simpati­ zaba y que le interesaba grandemente. A aquéllos que si participa­ ban les respetaba — aun cuando también aqui sentía desprecio por la insinceridad— . Sospecho que juzgaba que la creencia religiosa se basaba en cualidades de carácter y voluntad que él personal­ mente no poseía. Respecto a Smythies y Anscombe, que se habían convertido al Catolicismo, me dijo una vez: «Seguramente, yo no 74

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me decidirla nunca a creer todas las cosas que ellos creen.» Me pareció que en esta observación no estaba menospreciando la fe de ellos. Era antes bien un comentario sobre la propia capacidad. Estaba en el carácter de Wittgenstein el ser profundamente pesi­ mista, tanto por lo que respecta a sus propias perspectivas como a las de la Humanidad en general. Cualquiera que tuviera acceso a la intimidad de Wittgenstein ha debido de darse cuenta de su sentimiento de que nuestras vidas son feas y de que nuestras mentes se hallan en la oscuridad, un sentimiento que muchas veces bordeaba el desespero. En el verano de 1947 dejé Cambridge con mi familia para regresar a Estados Unidos. Desde América escribí a Wittgenstein, agrade­ ciéndole los pensamientos que tan generosamente me habla co­ municado. Él contestó: «Sabes lo mucho que me alegró el poder estar contigo en Cambridge. Y, desde luego, no me debes nada. Mi mente se halla algo alborotada, estos días. Estoy casi seguro de que renunciaré a la cátedra en otoño... por favor, guárdame el secreto, pues aún no es seguro. Detesto el dejar colgado a (aquí menciona el nombre de la persona que deseaba asistir a sus conferencias y a quien yo habla advertido, a requeri­ miento de Wittgenstein, de la posibilidad de su renuncia) pero creo que no podré evitarlo. Me gustarla hallarme solo en algún sitio y mirar de escribir para dejar publicable, al menos, una parte de mi libro. Nunca lo podré hacer mientras esté enseñando en Cambridge. También creo, que aparte comple­ tamente del escribir, necesito un periodo algo largo de pensar a solas, sin tener que hablar a nadie. Pero aún no he informa­ do a las autoridades acerca de mi plan y no me propongo hacerlo hasta octubre, cuando decidiré definitivamente.» Tres meses más tarde (noviembre 1 9 4 7 ) tras un viaje a Austria, escribió: «Tan pronto como regresé de Austria, presenté mi renuncia al Vice-canciller. Dejaré de ser catedrático el 31 de diciem­ bre a las 12 de la noche. Suceda lo que suceda a mi persona (y no puede decirse que me sienta entusiasmado por mi futu­ ro) creo que hice la única cosa natural. Me propongo aban­ donar esto para irme a Irlanda dentro de unas tres semanas. Estos días estoy muy ocupado, especialmente dictando ma­ terial. Estuve escribiendo durante los dos o tres últimos años. Es mayormente malo, pero quiero tenerlo cerca en una forma manejable. Veo a Moore una vez por semana. Me gusta estar con él casi más que nunca. Parece como si nos las arreglá­ ramos para entendemos mejor. Él está a ratos bien y a ratos un poco enfermo y se lo tiene que tomar con calma.»

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Esta carta contenía la siguiente postdata: «Recibí una carta impertinente de (aquí aparece otra vez el nombre de la persona a quien yo había escrito a requerimien­ to de Wittgenstein) reprochándome el no hacerle saber de antemano mi renuncia. Me dijo que esto evidenciaba una «vergonzosa falta de carácter» y que yo era «un grosero». Yo le contesté e intenté decirle en donde se sale de madre. Me parece que es un asno.» En diciembre, Wittgenstein escribió desde Red Cross, Wicklow, Ir­ landa: «Acabo de trasladarme hoy a la dirección arriba indicada. Se trata de una pequeña pensión, situada a una distancia de 2 M¡ a 3 horas en autobús, de Dubltn. No está del todo mal y espero que me ambientaré. Soy el único huésped. Claro está que a estas alturas aún me siento completamente ex­ traño e incómodo. Ni que decir tiene que hace siglos que no doy golpe... Os deseo cantidades industriales de felicidad y sé que también vosotros deseáis lo mismo para mí. Ambos la necesitamos de mala manera. Y también otras personas.» Un mes más tarde escribió a mi esposa: «Este es un lugar bonito y tranquilo, y si aún fuese más tranquilo aún me sentaría mejor. Mi trabajo marcha modera­ damente bien, y creo que incluso podría ir muy bien si no estuviera aquejado de algún tipo de indigestión que parece no logro sacudir. Tendré que ir a Ithaca y probar vuestra salu­ dable cocina.» En respuesta a la pregunta de mi esposa referente a la convenien­ cia de que nuestro hijo de once años nos leyera a veces en voz alta, añadió: «Creo que es una idea muy buena el hacer que Ray lea para vosotros. El entrenarse a leer bien en voz alta, es decir, cuidadosamente, enseña muchísimo. Verbi gracia, de qué modo tan vil y chapucero escriben muchas personas y los periódicos, y lo peor es que escriben tal como piensan.» En febrero de 1948 me escribió: «Disfruto ahora de una salud física excelente y tampoco pue­ do quejarme de mi trabajo. De vez en cuando tengo raros estados de inestabilidad nerviosa, acerca de los que tan sólo diré que son asquerosos mientras duran y que le enseñan a uno a orar.» Anteriormente le habla escrito hablando de dos libros: uno era Los trabajos del amor de Kierkegaard, que me impresionó en gran modo, y el otro era Conquest of Perú, de Prescott, con el que dis­ fruté mucho. La carta de Wittgenstein dice a continuación: 76

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«No he leído Los trabajos del amor. Kierkegaard es con mucho demasiado profundo para mí, mírese como se mire. Me aturde sin que lleguen a producirse los buenos efectos que deben de producirse en almas más profundas. Hace años Drury nos leyó a Skinner y a mi el comienzo de la Conquest of México que ciertamente encontramos muy interesante. El que no me gustara el rectoral punto de vista de Prescott es, naturalmen­ te, harina de otro costal. Ahora no leo mucho, gracias a Dios. Estoy leyendo los cuentos de hadas de Grimm y los «Gedanken und Erinnerungen» de Bismark que admiro mucho. Con ello no quiero decir, claro está, que mis opiniones sean las de Bismark. Deseo para vosotros montones de ventura, y sé que me deseáis lo mismo; y creed que lo necesito.» En forma de postdata a hade: «No tengo absolutamente nadie a quien hablar, aquí, y esto es bueno y, en cierto sentido, malo. Sería agradable ver a alguien de vez en cuando a quien se pudiera dirigir una pa­ labra realmente amistosa. No necesito conversaciones. Lo que me gustaría es alguien a quien sonreír ocasionalmente.» Un mes más tarde: «Mi trabajo adelanta muy despacio y dolorosamente, pero adelanta. Ojalá tuviera más fuerza motriz y no m e cansase tan facilísímamente. Pero tengo que contentarme con lo que hay.» Seis semanas más tarde escribió desde unas nuevas señas, Rosro Cottage; Renvyle P. O., Co. Galway, Irlanda: «La finalidad principal de estas líneas es daros mis nuevas señas. Últimamente lo he pasado bastante mal: alma, mente y cuerpo. Me sentí excesivamente deprimido durante muchas semanas, luego caí enfermo y ahora estoy débil y completa­ mente embotado. En cinco o seis semanas no he hecho nada. Ahora vivo solo, en un «cottage» aqui en la costa occi­ dental, sobre el mismo mar, lejos de la civilización. Llegué aquí hace dos días y de ningún modo puede decirse que me sienta «en casa». Tendré que aprender gradualmente a hacer las faenas sin perder demasiado tiempo y energía... Lo que más me abate es que mis noches son malas. Si se arreglan, y así lo espero, tendré una oportunidad.» Un mes después (junio 1 9 48) se hallaba más animado: «Un millón de gracias por las revistas detectivescas. Antes de que llegaran estuve leyendo una novela corta policiaca de Dorothy Sayers, y era tan jo... mala que me deprimió. Luego,

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al abrir una de tus revistas, fue como salir de una habitación enrarecida al aire libre. Mi trabajo es asf-asi, ni demasiado bueno ni demasiado malo. No creo que ahora fuese demasia­ do bueno en debates filosóficos; pero esto puede que se arre­ gle y entonces confio en tener charlas contigo.» Al día siguiente, al haber descubierto en una de las revistas detectivescas una carta de mi esposa urgiéndole para que nos visitara en los Estados Unidos, le contestó tal como sigue: «Muchísimas gracias por tu invitación. Es demasiado agra­ dable el saber que no dudáis en acogerme cuando ha llegado el momento. Pero no es éste. ¿Sabéis? la fuente principal de mis males soy yo mismo, y desgraciadamente, eso me acom­ pañarla dondequiera que fuese. Ahora estoy mucho mejor que antes de venir. Mi salud es todo lo buena que se puede esperar en un viejo cascarrabias y las cosas de las que siem­ pre tengo la propensión a lamentarme son males necesarios. Por vía de ejemplo: mi obra es sólo asf-asf, pero también mi talento es sólo de este tamaflo. Me estoy quedando un poco deslucido y nada puede remediarlo. Con frecuencia me deses­ pero por ello pero sólo debo (o debiera) aprender a sobrelle­ varlo. La soledad de aquí produce muchas veces una tensión pero también es una bendición; el que tenga que hacer todas las faenas es un gran esfuerzo, pero también es indudable­ mente una gran bendición, porque me mantiene cuerdo, me obliga a llevar una vida regular y en general es bueno para mf aunque lo maldiga cada dfa. La verdad es que no debiera ser tan como una vieja y quejarme tanto, pero también es ésta una de las cosas que no se pueden cambiar. No obstante confío, seriamente, en venir y estar con vosotros algún dfa cuando yo esté más maduro para ello. (Desde luego, ya sabes que hay ciertas manzanas que no maduran jamás: son duras y agrias hasta que se reblandecen y enmohecen.) El paisaje que me rodea es agreste y gozo andando por él, aunque no doy caminatas largas. Me gusta mirar las diversas aves marinas; también tenemos morsas aunque hasta el presente sólo he visto una. No veo a nadie excepto al hombre que me trae cada dfa la leche. También me ayuda un poco con las cosas de la casa y se cuida de que no se me acabe la turba (es lo que aquí se utiliza para calentar y cocinar). Es un hombre bien agradable, y su compaAia es, sin lugar a dudas, mucho mejor que la de la gente con quien estuve en el condado de Wicklow. El pueblo más cercano se halla a 16 km. Cuando quiero algo especial del colmado escribo a Galway y me lo mandan por correo. Espero que el Hado me deje vivir con vosotros algún dfa, y estoy seguro de que disfrutaré enormemente con ello. También espero que por entonces pueda ser útil en el debate (ahora no estoy demasiado en form a).»

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Todavía desde Rosro Cottage, me escribió en julio: «Mi trabajo no marcha bien aunque se mueve un poco. El otro día me pregunté: ¿Debí dejar la Universidad? ¿no debí haber seguido enseflando, después de todo? Inmediatamente comprendí que, posiblemente, no hubiese podido seguir en­ seflando filosofía, e incluso me dije que quizá debí haber renunciado antes, pero entonces pensé en ti y en Von Wright cuando estabais en Cambridge y me dije que me había ido en el momento justo. Si mi talento filosófico se extingue aho­ ra, mala suerte, pero no hay que darle más vueltas.» Wittgenstein anunció su intención de permanecer en Rosro Cottage por otro mes más y de ir luego a pasar tres o cuatro semanas a Austria. Al parecer fue efectivamente a Austria, y después pasó dos semanas en Cambridge, en octubre de 1948, dictando notas sacadas de sus manuscritos. Su siguiente carta estaba fechada en el Ross's Hotel, Parkgate Street, Dublln, en noviembre. Había tenido el propósito de detenerse allí únicamente un corto tiempo con el fin de visitar a su amigo Drury y regresar luego a Rosro. Pero sus planes se cambiaron. «Al llegar aquí descubrí, con gran sorpresa por mi parte, que podía volver a trabajar, y como sea que estoy ansioso por recoger heno durante el breve período en que el sol luzca en mi mente, he decidido no volver a Rosro este invierno sino quedarme aquí, donde he conseguido una habitación caliente y tranquila.» Cuando estuve en Cambridge, en el curso 1946-47, Wittgenstein me prestó una copia mecanografiada de la obra que más tarde seria publicada con el título de Parte I de las Investigations y que yo le devolví antes de partir hacia los Estados Unidos. Acababa de escribirle para preguntarle si me podía mandar una copia de este trabajo. A lo cual me contestó en la misma carta: «Me gustarla que tuvieras una copia mecanografiada de lo mío pero no veo cómo te puedo hacer llegar una por ahora. Existen sólo tres copias. Una la tengo yo (y la necesito), Miss Anscombe tiene una, Moore, la mitad ó % de otra y la restante mitad ó V« se halla en algún lugar, entre mis cosas, en Cam­ bridge. Aquí no hay nadie que pueda sacar otra copia de la mia, y además costaría un montón de dinero. Claro está que Miss Anscombe podría mandarte su ejemplar, pero, si he de decir la verdad, casi prefiero que se quede a salvo en Ingla­ terra en tanto existan tal sólo tres copias. Espero que no me creas un bruto. Es de agradecer que te preocupes por tener una copia de mi material. Te pasaré una tan pronto consiga que me hagan otra.» Lo que sucedió fue que cuando Wittgenstein vino a visitarnos a América, trajo consigo la copia que Moore había tenido, y me la 79

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dejó al regresar a Inglaterra. Al ocurrir su muerte la puse en poder de sus albaceas literarios. Mi esposa y yo mandamos de vez en cuando pequeños paquetes de víveres a Wittgenstein, por lo cual quedaba siempre exagera* damente agradecido. La siguiente es una muestra de una carta a mi esposa: «Eternamente agradecido a ti y a Norman por vuestro ma­ ravilloso presente. Como ya he dicho antes, se os tendría que poner bajo tutela. En cuyo caso tal vez intentase alcanzar los «poderes». (Esta es la clase de cosa que siempre leo en mis revistas detectivescas.) Todo lo de la caja fue de lo más útil y soberbio.» Estaba aún en el Ross's Hotel de Dublín trabajando bastante y todavía regularmente bien... «Ojalá mi suerte se aguantara otros seis meses, pues para entonces podría tener lista una gran porción de trabajo.» Cuatro semanas más tarde (enero 1 9 4 9 ) informa de que su suerte no habla durado: «Durante los últimos tres meses tuve un período de trabajo bastante bueno, pero hace tres semanas cal enfermo con alguna clase de infección intestinal y la cosa aún no se ha despejado. Si dura otra semana iré a que me visite un espe­ cialista. Naturalmente, mi trabajo no ha salido beneficiado. Tuve que interrumpirlo completamente por una semana y al cabo de ésta tan sólo empezó a medrar como también yo hago estos días al dar una vuelta.» Una carta mía a Wittgenstein, de este período, contenia unos co­ mentarios sobre Moore. Le contaba a Wittgenstein cómo yo habla dicho en una ocasión a Moore que un célebre filósofo conocido por mí era propenso a reaccionar con hostilidad frente a las críticas de sus teorías filosóficas publicadas. Pareciéndome que Moore se sorprendía de esta información le pregunté si es que no podía entender de qué modo la vanidad profesional podía hacer que un hombre se sintiera agraviado por la critica de sus escritos. Para mi asombro, Moore dijo «No». Al referir esto a Wittgenstein afladi que esta ignorancia de la naturaleza humana decía mucho a favor de Moore. Wittgenstein contestó: «Pasemos ahora a Moore: yo, realmente, no le entiendo, y por tanto lo que diré puede que esté totalmente equivocado. Pero lo que me siento inclinado a decir es ésto: Que Moore es, en cierto modo extraordinariamente infantil, resulta obvio, y la observación que tú citaste (acerca de la vanidad) es, ¿qué duda cabe? un ejemplo de ese infantilismo. También hay en Moore una cierta inocencia; por ejemplo: es completamente no vanidoso. En cuanto que diga mucho en su favor el ser in­

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fantil, no lo puedo entender; a menos que diga también mucho en favor de un niño. Pues no hablas de la inocencia por la que un hombre ha luchado, sino de una inocencia que pro­ viene de una absoluta falta de tentación. Creo que todo lo que quisiste decir era que te gustaba o que incluso amabas el infantilismo de Moore. Y eso sí puedo entenderlo. Creo que la discrepancia que existe aquí entre nosotros no estriba tanto en los pensamientos como en los sentimientos. Me gusta Moore y lo respeto en alto grado; pero eso es todo. Moore no da calor a mi corazón (o le da muy poco), porque lo que principalmente da calor a mi corazón es el carino humano, y Moore — ni más ni menos que un niño— no es cariñoso. Es cariñoso y puede ser amable y encantador con las personas que le gustan, y además es muy profundo. Esto es lo que a mí me parece. Si me equivoco, equivocado estoy.» En la misma carta pasa a d ecir «Mi trabajo marcha aún bastante bien, aunque no tan bien como, digamos, seis semanas atrás. Ello se debe, en parte, al hecho que he estado un poco enfermo y también que me preocupa grandemente una cantidad de cosas. Desde luego estoy gastando no poco, pero tendré bastante para otros dos años, creo yo. Durante ese tiempo, si Dios lo quiere, podré dejar lista parte de la obra, lo cual es, a fin de cuentas, el motivo de mi renuncia a la cátedra. Ahora no debo preocu­ parme del dinero, pues si lo hiciera no podría trabajar. (Lo que sucederá después de este período no lo sé aún. Tal vez no llegue a vivir para verlo, de todos modos.) Una de las cosas que actualmente me preocupa es la salud de una de mis hermanas, que vive en Viena. La operaron de cáncer no hace mucho y la operación mientras duró fue un éxito, pero a ella no le queda mucho tiempo de vida. Por esta razón me propon­ go ir a Viena en alguna fecha de la próxima primavera, y ello tiene algo que ver contigo, pues si voy y vuelvo a Inglaterra después, me propongo dictar el material que he escrito desde el otoño pasado, y si lo hago te mandaré una copia. ¡Que sirva de estiércol en tu campo!» Efectivamente, me trajo una copia de los escritos a los que se aca­ ba de hacer referencia cuando vino a los Estados Unidos el verano siguiente. Este material está incorporado en la Parte II de las Investigations. En marzo de 1949, Wittgenstein vivía aún en el Ross's Hotel de Dublín. Mi esposa y yo volvimos a insistir para que nos visitara en América y recibimos la siguiente respuesta: «Muchísimas gracias por vuestra amable invitación. La recibí hace casi ya una semana pero no pude contestarla por lo muy trastornados que estaban mis pensamientos; e incluso hoy

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quizá no me sea posible producir otra cosa que un tropel de frases incoherentes. Primero permitidme que os diga: (a) que os estoy profundamente agradecido por vuestra amabilidad; (b) que siento fuertes tentaciones de aceptar vuestra invita­ ción. Pero existen enormes dificultades. Mi hermana mayor, por lo que yo sé, vive aún y mis dos hermanas menores puede que aún quieran que yo vaya a Viena dentro de poco. Si así fuera, iría probablemente a Viena dentro de las tres semanas siguientes y me quedaría allí 3 ó 4 semanas. Fui a una agencia de viajes a Informarme sobre el viaje a América y me enteré de que el viaje de ida y vuelta me costaría entre las 8 0 y 120 libras. Además me han dicho que mi manutención en Amé­ rica recaerla exclusivamente sobre vosotros, pues no me per­ miten sacar más de 5 libras. A decir verdad me parece enten­ der que tendréis que mandarme unas declaraciones juradas manifestando que estáis en posición y en voluntad de pagar todos mis gastos durante mi estancia en EE. UU. A no ser por estas normas, yo podría, en teoría, gastar todo mi dinero en América, pero en realidad, no podría permitirme ese lujo. El viaje me saldría a cuenta tan sólo si me quedara 2 ó 3 me­ ses viviendo a costa de vosotros. Ahora bien, la ¡dea de vivir con vosotros durante un período tal es muy agradable por lo que a mí se refiere, pero existe la «pega» de que soy un hombre ya mayor y que envejece a ojos vistas. Quiero decir, físicamente, no, por lo que a mí se me alcanza, mentalmente. Esto quiere decir que no podríais llevarme de excursiones. No me pasa nada por salir a estirar las piernas, pero no puedo hacer mucho más de lo que hacía en Cambridge. Por la misma razón no haría nada bueno cuidando el jardín. Si no fuera por todas estas dificultades vendría como un rayo, pues dis­ frutaría estando con vosotros, discutiendo con uno y convir­ tiéndome en estorbo total para el otro... Me imagino que no pensasteis en todas estas «pegas» cuando me invitasteis. Hacedme el favor de tom ar en serio todo lo que he dicho en esta carta y a su valor nominal.» Mandé a Wittgenstein la declaración jurada precisa y le di con­ fianza por lo que se refiere a los demás puntos. En su siguiente carta anuncia que ha reservado un pasaje transoceánico. AAade: «En esta vida nunca se sabe lo que va a pasar, de modo que, suponiendo que más tarde os sintierais inclinados, por el motivo que fuere, a cambiar de parecer respecto a la con­ veniencia de mi visita, por favor, no dudéis en hacérmelo saber... No he trabajado absolutamente nada durante las últimas dos o tres semanas. Mi mente está cansada y seca. En parte, me parece, porque estoy un poco agotado, en parte porque ahora mismo hay montones de cosas que me angus­ tian. Creo que aún podría discutir de filosofía si tuviera

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alguien aquí con quien discutir, pero a solas no puedo con­ centrarme en ella. Supongo que todo esto cambiará de nuevo algún día. Cuanto antes mejor. Bien, pues, mandadme, por favor, la declaración jurada y preparaos para la fuerte impre­ sión que tendréis al verme.» En mayo escribe desde Dublín: «Fui a Viena a mediados de abril a ver a mi hermana mayor que está muy enferma. Cuando me marché, hace 5 días, vivía aún pero no existe ninguna esperanza de que se recupere. Llegué aquí anoche. Mientras estuve en Viena apenas si pude escribir algo. Me sentí tan acabado... No he hecho ningún tra­ bajo desde principios de marzo y ni tan siquiera he tenido el valor de intentarlo. Dios sabe cómo irán las cosas a partir de ahora... Confio en que estéis todos bien, y espero que no os resulte una compañía terriblemente desagradable y una lata, cuando os visite.» En junio, aún desde Dublín: «Cuando, hace tres semanas, llegué aquí, fui a que me visitara mi médico, quien hizo que me examinaran la sangre. Encon­ traron que tenia una anemia aguda de un tipo no muy corrien­ te. Sospecharon que tuviera una vegetación en el estómago, pero los rayos X mostraron sin lugar a dudas que no habla tal cosa en mi interior. Me dan ahora mucho hierro y extracto de hígado y poco a poco me voy recuperando. Creo que, efec­ tivamente, me será posible zarpar con el Queen Mary el 21 de julio. Existe, no obstante, la cuestión de hasta qué punto mi anemia afectará mis facultades dialécticas. Por el presente me encuentro incapaz de hacer filosofía y no creo que me halle lo bastante fuerte para tener siquiera una discusión pasable. De hecho, este momento, estoy seguro de que no podría hacerlo. Pero, naturalmente, es posible que a fines de julio me haya recuperado lo bastante para que mi cerebro vuelva a funcionar... Sé que me extenderíais vuestra hospi­ talidad aun en el caso de que me hallara totalmente embotado y estúpido, pero yo no quisiera ser un simple peso muerto para vuestra casa. Quiero sentir que al menos puedo corres­ ponder un poco a tanta bondad.» Cuando le dije que no era preciso que pensara en pagamos su visita con filosofía, respondió: «Nunca me propuse pagar vuestra bondad con debates. Bien mirado, lo mejor que pudiese ofreceros sería misero pago. Lo único que quería decir es: no quiero matar de aburrimien­ to a mis amables anfitriones. Sin embargo, dejemos este asun­ to, especialmente por cuanto tengo buenas noticias que daros: He mejorado mucho en los últimos pocos días. De modo que, evidentemente, el hierro y el extracto de hígado hacen su efecto.» 83

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Luego pasaba a decir que si yo no podia ir a recibirle a Nueva York se las arreglaría perfectamente para hacer solo el viaje de ocho o nueve horas en tren hasta Ithaca. «Quizá, como en las películas, encontraré a una chica hermosa a quien conocí en el barco, que me ayudará.» Fui a Nueva York a recibir a Wittgenstein, en el puerto. Cuando le vi me sorprendió su aparente vigor físico. Bajaba a zancadas la pasarela llevando una bolsa a la espalda, una pesada maleta en una mano, y una caña en la otra. Estaba muy animado y de ningún modo agotado. No quería que le ayudara a llevar su equipaje. Mi recuerdo principal del largo viaje en tren es que hablamos de música y Wittgenstein me silbó, con sorprendente fidelidad y ex­ presión, algunos fragmentos de la Séptima Sinfonía de Beethoven. Durante el primer mes o seis semanas de su estancia con nosotros su salud fue bastante buena. Le encantaba ir a dar paseos por unos bosques cercanos, ya con mi esposa, ya conmigo. Su resistencia nos maravillaba. Durante aquellos paseos ponía un gran interés en identificar las clases de árboles. Recuerdo especialmente bien uno de los paseos. Wittgenstein quería determinar las alturas de los árboles. Nuestro procedimiento, inventado por él, consistía en que Wittgenstein se colocaba a una distancia suficiente del árbol que iba a medirse, de modo que cuando lanzaba una visual a lo largo del brazo y caña hasta la cima del árbol, su brazo se hallaba for­ mando un ángulo aproximado de 4 5 grados medidos desde la horizontal. Yo medía en pasos la distancia desde él a la base del árbol, y luego un simple cálculo nos daba la altura aproximada. Wittgenstein dirigía esta actividad con verdadera fruición. En una ocasión mi esposa le dio para almorzar queso suizo y pan de centeno, que le gustó mucho. A partir de entonces insistía más o menos en comer pan y queso en todas las comidas, prestando escasa atención a los diversos platos que mi esposa preparaba. Wittgenstein declaró que no le importaba lo que comía siempre, aunque fuera siempre lo mismo. Cuando se servía un plato que parecía especialmente apetitoso, yo exclamaba a veces «¡H ot Ziggety!», una expresión dicharachera que aprendí de niño, en Kansas, Wittgenstein aprendió de mí esta exclamación. Resultaba de lo más chusco oírle exclamar «¡H ot Ziggety!» cuando mi esposa le ponía delante el pan y queso. Durante la primera parte de su visita Wittgenstein insistió en ayudar a lavar los platos después de las comidas, y como era costumbre en él, era muy minucioso con la cantidad de jabón y de agua caliente que debía usarse y sobre si había el tipo adecuado de estropajo. En una ocasión me regañó con severidad porque no aclaraba debidamente. Sin embargo, no tardó mucho en dejar los platos tranquilos, y ciertamente, su vigor cor­ poral declinó de tal modo que no estaba a la altura de aquella actividad. Una de las expresiones favoritas de Wittgenstein era «|Ya está

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bien!» («Leave the bloody thing alone!»). La enunciaba con una entonación más que enfática y con fingida solemnidad en el semblante. Esto quería decir, por encima, que la cosa en cuestión era tal como debía ser y que no se debia tratar de mejorarla. Usaba la frase en ocasiones muy diversas: ya para indicar que la situación de esta cama era satisfactoria y que no habia por qué moverla, ya para manifestar que el remiendo que mi mujer le había hecho a una chaqueta suya era suficiente y que ella no debia tratar de me­ jorarlo. Cuando en una ocasión se estropeó la boya del depósito del «water closet», Wittgenstein mostró un animado interés en ayudarme a re­ pararla. Evidentemente, disfrutaba con los problemas mecánicos. Cuando la reparación estuvo lista, le propuse añadir un nuevo arreglo. Wittgenstein me detuvo con un «Leave the bloody thing alone!». En Trinity College, Wittgenstein me había hecho mirar uno de los retretes para que inspeccionara su robusta cons­ trucción, y ahora comentó desfavorablemente la construcción del nuestro. Siempre apreció agudamente la obra de los buenos ope­ rarios, y mantenía una genuina desaprobación moral de lo endeble y lo tosco. Le gustaba pensar que tal vez existieran artesanos que porfiaran por hacer sus oficios a la perfección y sin otro mo­ tivo que el de que asi debía ser. A poco de su llegada Wittgenstein me propuso que leyéramos juntos su libro. Lo hicimos durante unas pocas sesiones, pero nuevamente encontré que esta actividad me constreñía demasiado y que no era un modo satisfactorio de filosofar juntos; y creo que Wittgenstein llegó a sentir lo mismo. Ese verano mantuvo numerosas discusio­ nes filosóficas con diversas personas. Empezó a leer con Oets Bouwsma y conmigo la comunicación de Frege Ober Sinn und Bedeutung y esto condujo a dos o tres reuniones en las que W itt­ genstein expuso su divergencia de Frege. Luego, en otra reunión discutimos el libre albedrío y el determinismo. Con Willis Doney y conmigo empezó a leer el Tractatus, pero esto no duró. Hay una anécdota que merece ser mencionada. Pregunté a Wittgenstein si al escribir el Tractatus se le había ocurrido algo que él considerase era un ejemplo de un «objeto simple». Respondió que por aquel tiempo él creía de sí mismo que era un lógico, y que no le tocaba a él, por ser un lógico, el m irar de determinar si esta o esa cosa era una cosa simple o compleja, ya que se trataba de un asunto puramente empírico. No era difícil ver que Wittgenstein considera­ ba absurda aquélla su anterior opinión. Con John Nelson, Doney y yo mismo, se reunió Wittgenstein en una ocasión con el fin de debatir un problema referente a la memo­ ria. También se reunió varias veces para discutir varios temas con algunos de mis colegas de Comell, entre ellos Max Black y Stuart Brown, estando presentes Bouwsma y yo. En algunas de estas reu85

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niones Wittgenstein hizo gala del fuego y del vigor que le hablan caracterizado en Cambridge. La asistencia de Wittgenstein quedó interrumpida por la enfermedad. A comienzos del trimestre de otoño se reunió durante dos veladas consecutivas con los estudian­ tes, ya licenciados en filosofía, de Cornell University. En una de ellas habló sobre la verificación; en la otra, sobre el conocimiento. Pero los debates que me fueron de mayor utilidad, ese verano, fue­ ron una serie que tuvo lugar entre Wittgenstein y yo, siendo nues­ tro tema las obras de Moore Proof of An Externa! World (Prueba de un mundo exterior) y también su Defence of Common Sense (D e­ fensa del sentido común). En particular, hablamos de la insistencia de Moore en que para él es un uso correcto del lenguaje el decir, al mantener una mano delante de él, «Sé que esto es una mano» o decir, señalando un árbol que se halla a unos pocos pasos, «Sé con certeza que esto es un árbol». En un articulo publicado yo habla sostenido que este uso de «sé» no tenia sentido, y Moore me habla mandado una fogosa réplica en una carta. Wittgenstein y yo discutimos estos asuntos en una serie de conversaciones, haciendo él muchas observaciones de la máxima importancia acerca del concepto del conocimiento. La siguiente es una breve relación de dichas observaciones, basadas en el borrador de notas que tomé: Existe una tendencia a considerar que el conocimiento es un estado mental. Ahora bien, se supone que yo conozco mis propios estados mentales. Si digo que tengo un determinado estado mental y no lo tengo, se sigue que he dicho una men­ tira. Pero yo puedo decir que sé esto y aquello, y puede resul­ tar que esto y aquello sea falso; pero ello no quiere decir que yo mintiera. Luego, el conocer no es un estado de la mente. Los estados mentales, tales como la ansiedad y el dolor tienen grados. La certitud también tiene grados, por ejemplo: «¿Estás muy seguro de ello?» Puesto que la certitud tiene grados, nos sentimos reafirmados en la creencia de que el conoci­ miento es un estado mental. A Moore le gustarla m irar fijamente a una casa que se halla tan sólo a cinco metros y decir en un tono peculiar «Sé que allí hay una casa». Hace esto porque desea producir en sf mismo la sensación del conocer. Desea mostrarse el conocer con certeza. De este modo tiene la impresión de que replica al filósofo escéptico que mantiene que los ejemplos cotidianos de saber que hay un perro en el patio de atrás o que la casa del vecino está ardiendo, no son real o estrictamente conoci­ miento, no son conocimiento en el grado supremo. Es como si alguien hubiese dicho «En realidad, cuando te pinchan no sientes ningún dolor» y Moore se hubiera pinchado con el fin de experimentar el dolor y probarse asi que el otro está equi­ vocado. Moore trata la frase «Conozco esto y esto» como la 86

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frase «Siento un dolor». El criterio de que él sabe esto y lo otro, será que él dice que lo sabe. Los juicios de objeto ffsico, del tipo «Eso es un árbol», desem­ peñan a veces un papel similar al de las proposiciones mate­ máticas, en el sentido que la experiencia no puede refutarlas. Si yo me dirigiera a un árbol andando y no pudiera tocar nada, tal vez perdiera confianza en todo lo que mis sentidos me decían, del mismo modo que podrfa perder la confianza en todos los cálculos si alguna suma sencilla se empeñara en dar resultados diferentes. Moore dijo «Sé que allí hay un árbol» en parte a causa del sentimiento de que si resultara que no es un árbol, tendría que abandonar. Yo podría rehusar a considerar cualquier cosa como prueba de que no hay un árbol. Si yo andara hasta éi y no sintiera absolutamente nada, podría decir que entonces estaba siendo engañado, no que me habia equivocado anteriormente, al pensar que aquello era un árbol. Asi pues no estoy haciendo una predicción psicológica, sino un juicio lógico. En el uso ordinario de «conocer» tiene siempre sentido ha­ blar de «cerciorarse». Ahora bien, Moore dice, por ejemplo, «Sé que esto es un zapato» en circunstancias en las que no tiene sentido el «cerciorarse». Y esto puede ser, de hecho, una razón de que insista en decir «Sé» en este caso. Quizá desee decir que no puede existir ninguna cosa parecida a un ulterior «cerciorarse» de que esto es un zapato; y de que si pudiera existir un «cerciorarse» ulterior, ¿qué podría dar­ me mejor que lo que tengo? ¡Tenemos que hacer una parada! ¡Si existe un cerciorarse aquí, es que no existe absolutamente ningún cerciorarse! La afirmación de Moore, «Sé que esto es un zapato», puede ser que se reduzca a decir: «No hay modo de cerciorarse de que esto sea un zapato, y suceda lo que suceda no lo consideraría prueba testifical contra que esto es un zapato.» En lugar de decir que el juicio de Moore: «Sé que esto es un árbol» constituye un uso inadecuado del lenguaje, es mejor decir que no tiene un significado claro, y que el propio Moore no sabe cómo lo está usando. Podemos sospechar que lo utili­ za para hacer una afirmación filosófica, es decir, que algunos juicios de objeto físico funcionan como los juicios matemá­ ticos; o para afirmar que constituye un uso inadecuado del lenguaje el decir «Tal vez no sea un árbol». Pero el propio Moore no tiene una idea clara acerca de lo que se propone. Ni tan siquiera ve claro que no le da un uso ordinario. Está confuhdido por la diferencia que existe entre usarlo en algún sentido ordinario y usarlo para defender un punto filosófico. En esta fase de nuestra discusión Wittgenstein llegó a la conclusión de que, contrariamente a lo que antes habia dicho, es falso que

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«En el uso ordinario de "saber" es siempre sensato hablar de "asegurarse".» Existe un uso ordinario de «Yo sé» cuando no hay ningún asegurarse. Por ejemplo, una persona vidente podría decírselo a un ciego que pregunta: «¿Estás seguro de que es un árbol?» Y también cuando hemos completado una investigación pode­ mos decir, «Ahora sé que esto es un árbol». Otro ejemplo: si tú y yo estuviéramos atravesando un bosque de camino ha­ cia una casa y yo saliese a un claro y me encontrase frente a la casa, podría exclamar: «¡Ahí está la casa!» Tú, aún en los matorrales podías preguntar dubitativamente «¿Estás segu­ ro?» Y yo contestarla «Lo sé». Aquí el uso «Lo sé» sería natu­ ral y no obstante sería también un caso de certitud «en grado máximo», un caso en el que yo no estarla dispuesto a aceptar nada como prueba contra el hecho de que hay una casa allí. Moore hubiese podido dar tales ejemplos, ejemplos de un uso de «Yo sé» en los que tal expresión realmente funciona, «im sprachlichen Verkehr», es decir, en el verdadero tráfico del lenguaje, en el flujo de la vida». Pero no da tales ejemplos: prefiere mirar un árbol y decir «Sé que hay un árbol allí». Y todo ello porque quiere darse la experiencia del conocer. Podríamos decir «Un ser humano sabe que tiene dos manos», y con ello significar que no tiene que contarlas o asegurarse de que aún tiene dos, mientras que otras criaturas puede que tengan manos que ocasionalmente se desvanecen. «La tierra ha existido durante un millón de años» tiene sentido; «La tierra ha existido durante cinco minutos» no tiene sentido. ¿Y qué pasarla si alguien arguyera que la última frase tiene sentido porque queda implicada en la primera? ¿No son algunas «perogrulladas» de Moore más absurdas que otras? No es difícil pensar en usos para «Sé que esto es una mano»; es más difícil pensarlos para «Sé que la tierra ha existido durante muchos aAos», es aún más difícil para «Sé que soy un ser humano». El entender una frase es estar preparado para uno de sus usos. Si no podemos pensar en absolutamente ningún uso de ella, es que no la entendemos en absoluto. No todas las proposiciones experienciales tienen el mismo «status» lógico. Con respecto a algunas, de las que decimos que sabemos que son verdaderas, podemos imaginar circuns­ tancias sobre cuya base deberíamos decir que el juicio habla resultado falso. Pero con otras no existen circunstancias en tas que debiéramos decir que «resultó falso». Esta es una observación lógica y no tiene nada que ver con lo que voy a decir dentro de 10 minutos.

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Las proposiciones de Moore «Sé que soy un ser humano», «Sé que la tierra ha existido durante muchos años», etc., tienen la característica siguiente: que resulta imposible pensar en circunstancias en las que tengamos que conceder que tenemos pruebas en contra. Pero cuando los filósofos escép­ ticos dicen «No lo sabes» y Moore replica «SI lo sé» su res­ puesta es enteramente inútil, a no ser que sirva para afirmar que él, Moore, no experimenta absolutamente ninguna duda. Pero esto no es lo que está en litigio. Estos filósofos desean sentar un principio lógico. Quieren de­ cir que no sabemos que algo es cierto si la experiencia fu­ tura puede refutarlo. Existen tipos de juicio que la experiencia futura no podrá refutar; por ejemplo, los juicios de dato sen­ sorial, y los juicios matemáticos y lógicos. El usar «Yo sé» con juicios de datos sensoriales es tonto. No añade nada. En matemáticas no es tonto. Y existe una Intima semejanza en­ tre algunos juicios experienciales y los matemáticos, a saber: la experiencia futura no aportará razones para rechazarlos. Los filósofos escépticos desean decir que con los juicios ex­ perienciales «Yo lo sé» es lo mismo que «Creo y es verdad». Juzgan que el grado de certitud es un grado de convicción. Interpretan el «Sé con absoluta certeza» de Moore como una expresión de extrema convicción. Lo que se precisa es mos­ trarles que el grado supremo de certitud no es algo psicoló­ gico sino algo lógico, que existe un punto en el que no existe ni un «asegurarse más» ni un «resultar ser falso». Algunos juicios experienciales tienen esta propiedad. Otros están re­ lacionados de modos diversos a los que tienen dicha propie­ dad. Asi podemos dar una justificación lógica del uso de «Yo sé» con juicios experienciales. Al enseñar palabras a un niño no se dicen ni «Creo que esto es rojo» o «Sé que esto es rojo» sino simplemente «Esto es rojo». Si la enseñanza de uno siempre se impartiera con duda, es difícil decir si el niño aprenderla nada. Lo que es evidente es que no aprendería a expresarse con reservas. A menos que se aprendan palabras como «rojo» y «silla», no existe len­ guaje. Las pruebas de las matemáticas implican la escritura de ecuaciones sobre el papel y en ver que una expresión está contenida en otra. Pero si se tiene que dudar siempre de qué expresiones aparecen sobre el papel, no podría haber pruebas o matemáticas. Podría suceder, a veces, que mis sentidos me engañaran, pero no siempre. Las alucinaciones tienen que ser la excepción. Los errores matemáticos deben ser la excepción. Un juicio de objeto físico que resulte falso debe ser la excepción. 89

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El intento de Moore de hallar una diferencia en su experiencia entre «saber» y «estar cierto» es de esta manera: que yo deberla decir que yo veo algo diferente cuando veo a Wittgenstein en un espejo de lo que veo cuando me veo en un espejo. Determinadas proposiciones pertenecen a mi «marco de refe­ rencia». Si tuviera que abandonarlas, no podría juzgar nada. Tomemos el ejemplo de que la tierra ha existido muchos anos antes de que yo naciera. ¿Qué pruebas en contra pueden exis­ tir? ¿Un documento? La duda, la creencia, la certitud, como las sensaciones, las emociones, el dolor, etc., tienen expresiones faciales carac­ terísticas. El conocimiento no tiene una expresión facial ca­ racterística. Hay un tono de duda, y un tono de convicción, pero no un tono de conocimiento. Las notas precedentes no pretenden ser literales, aun cuando algu­ nas cláusulas y frases son realmente literales. Las notas fueron re­ dactadas un día o dos después de cada charla. Son un sumario condensado de lo que recogí de una serie de discusiones que tu ­ vieron lugar en un periodo de varias semanas. Unos pocos de los pensamientos puede que fueran míos, pero, ciertamente, la ma­ yoría no lo fueron. Creo que estas notas dan un informe razonable­ mente fiel de parte, aunque desde luego no todo, de lo que Wittgenstein dijo. Sin embargo, deseo publicar una solemne advertencia de que estas notas no pretenden dar una versión auténtica de sus pensamientos. Una de las observaciones de Wittgenstein me sor­ prendió entonces, como aún ahora, al parecerme especialmente digna de mención y resumidora de gran parte de su filosofía. Es ésta: Ein Ausdruck hat nur im Strome des Lebens Bedeutung (Una expresión sólo tiene significado en medio del flujo de la vida). Wittgenstein consideraba que este aforismo estaba recogido en uno de sus manuscritos, y tal vez lo esté, pero no en ninguno que yo haya visto. En uno de nuestros paseos Wittgenstein dijo que si tuviera dinero haría mimeografiar su libro (Parte I de las Investigations) para dis­ tribuirlo entre sus amigos. Añadió que no creía que el libro estu­ viese en un estado completamente acabado, pero tampoco po­ dría darle el pulimento final en lo que le quedaba de vida. Este plan tendría el mérito de que podría poner entre paréntesis tras una observación, expresiones de descontento, como «Esto no es del todo verdad» o «Aquí hay gato encerrado». Le gustaría poner su libro en manos de sus amigos, para llevarlo a un editor inme­ diatamente después que desaparecieran todas las dudas. Me pre­ guntó qué pensaba de su idea de mimeografiarlo. Le dije que no me gustaba nada. Mi observación indignó a Wittgenstein. Sugirió entonces que como otros discípulos suyos, yo era reacio a ver publicada su obra por cuanto la gente sabría entonces de dónde procedían mis ideas. Lo que yo habia pensado no es lo que él 90

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supuso, sino que no era prudente que un libro de tal importancia circulara mimeografiado. Por el contrario, tendría que ir encuader­ nado «en piel y oro». Más de una vez, me dijo Wittgenstein que no sabía exactamente qué hacer con el resto de su vida. «Cuando una persona tiene tan sólo una cosa en el mundo — es decir, un determinado talento— , ¿qué le toca hacer cuando empieza a perder ese talento?» pregun­ taba Wittgenstein y sus palabras eran tan sinceras y sombrías que yo, sabiendo que tres de sus hermanos se habían suicidado, temía que él pudiera intentar lo mismo. Aquel verano el tiempo fue extraordinariamente caluroso, y la ha­ bitación de Wittgenstein en el segundo piso resultaba, con frecuen­ cia, muy incómoda. Una vez me indicó que la tela de alambre de la ventana impedía hasta cierto punto el movimiento del aire y se preguntaba por qué no se podía quitar. Le contesté que si se hacía tal cosa entrarían grandes cantidades de insectos que resultarían más desagradables que el calor. Wittgenstein lo puso en duda. Ob­ servó que en Inglaterra y en Europa, por regla general, no se ponía tela de alambre a las ventanas. Le contesté que en América había más insectos. Wittgenstein no lo creyó, y cuando aquel mismo día, algo más tarde, salió a dar una vuelta, se propuso mirar a un buen número de casas con el fin de ver si sus ventanas tenían tela me­ tálica. Vio que todas la tenían, pero aunque parezca raro, en lugar de sacar la conclusión de que debía existir una firme razón para ello, concluyó con cierta irritación que los americanos eran victi­ mas de un difundido e irreflexivo prejuicio respecto a la necesidad de poner telas metálicas en las ventanas. Wittgenstein se puso gravemente enfermo durante la última parte de su estancia con nosotros. Tenia una dolorosa bursitis en ambos hombros, no podia dormir y se hallaba extremadamente débil. Su doctor hizo que Wittgenstein pudiera pasar dos dias en el hospital para que se le hiciera un examen físico completo. El día antes de ir al hospital Wittgenstein estaba no sólo enfermo sino también asustado. Anteriormente me habla dicho que su padre murió de cáncer y que, además, su hermana predilecta se estaba muriendo de la misma enfermedad, a pesar de varias operaciones. El tem or de Wittgenstein estaba no en que le hallaran un cáncer (estaba totalmente preparado para ello) sino en que le retuvieran en el hospital para operarle. Su tem or a la cirugía llegaba casi al pánico. Lo que temía no era propiamente la operación, sino el convertirse en un inválido postrado en cama cuya muerte ha sido tan sólo demorada. También le aterrorizaba la idea de que los médicos le impidieran realizar el viaje de vuelta a Inglaterra, en octubre, que ya tenía reservado. «No quiero morir en América. Soy un europeo. Quiero morir en Europa», murmuró fuera de sf. Y exclamó «¡Qué loco fui en venir!»

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Volvió del hospital con una disposición mental bastante animosa. La revisión no le habla encontrado nada grave (aunque más tarde en aquel otoño se descubrió que tenía un cáncer); y ya no existía la amenaza de que fuera retenido en el hospital o de que quedase diferido su regreso a Inglaterra. Yo no comprendía cómo podía hacer el viaje hallándose tan débil, pero, dos semanas antes de partir recobró fuerzas de un modo sorprendente. Wittgenstein volvió a Inglaterra en octubre. A principios de diciem­ bre recibí la siguiente carta enviada desde Cambridge: «Los doctores han diagnosticado ahora. Tengo un cáncer en la próstata. Pero, en cierto modo, esto suena mucho peor de lo que es, ya que existe una droga (de hecho, algunas hor­ monas) que pueden, según me han dicho, aliviar los síntomas de la enfermedad, de modo que puedo vivir aún varios años. El doctor incluso me dice que es posible que pueda volver a trabajar, pero no me puedo hacer a la idea. No me alteré ni poco ni mucho al saber que tenía cáncer, pero sí cuando me enteré que se podía hacer algo para remediarlo, pues no tenía ningún deseo de seguir viviendo. Pero no pude salirme con la mía. Todos me tratan con sumo cuidado y tengo un doctor inmensamente amable y que no tiene un pelo de tonto.» Unos pocos días más tarde me pidió que «por ningún motivo de­ jase que nadie que no estuviese ya enterado de la naturaleza de mi enfermedad se enterase de ella... Esto es de la mayor importancia para mf ya que tengo la intención de ir a Viena por Navidad y de que mi familia no se entere de mi verdadera dolencia». Wittgenstein fue a Viena en diciembre y se quedó hasta fines de marzo. Una carta del mes de enero dice que se encuentra muy bien y no está, en absoluto, deprimido. Señala la gran suerte que tuvo de que en América no le diagnosticaran debidamente la enfermedad. Añade: «Mi cerebro funciona con mucha flojera, estos días. Pero no puedo decir que me importe. Lo que leo parece sacado de un cajón de sastre; por ejemplo: «La Teoría del color» de Goethe, que con todos sus absurdos tiene muchos puntos in­ teresantes y estimula mi pensamiento... No escribo ni una línea porque ninguno de mis pensamientos llega a cris­ talizar lo bastante. No es que importe.» En abril de 1950 Wittgenstein estaba de vuelta en Inglaterra. Había sido invitado a dar las conferencias de John Locke en Oxford, por lo cual recibiría 2 00 libras. Pero asistirían doscientas personas y las conferencias tenían que ser muy académicas sin que pudiera haber debate. Rechazó la invitación y la razón que me dio fue: «No creo que pueda dar conferencias académicas a un auditorio numeroso que valga algo». Esa primavera logré interesar a un director de 92

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la Rockefeller Foundation, el señor Chadbourne Gilpatric, en la po­ sibilidad de conceder a Wittgenstein una subvención para investi­ gación. Informé de ello a Wittgenstein, quien tras darme las gra­ cias por mis gestiones, contestó: «La idea de poder vivir donde me guste, de no tener que ser una carga o un estorbo para los demás, de hacer filosofía cuando mi naturaleza esté predispuesta a ello, me resulta, no faltaba más, muy agradable, como lo sería para cualquier otra persona que quiera hacer filosofía. Pero no podría aceptar dinero de la Rockefeller Foundation a menos que los directores conocieran toda la verdad sobre mí. La verdad es ésta: (a) No me ha sido posible hacer ningún trabajo continuo desde el principio de marzo de 1949. (b) Incluso antes de esa fecha no podía trabajar bien por más de 6 ó 7 meses al año. (c) Así que envejezco mis pensamientos se tornan notoriamente me­ nos vigorosos y llegan a cristalizar más raramente, y me can­ so con mucha mayor facilidad, (d) Mi salud se halla en un estado algo lábil a causa de una constante anemia leve que me predispone a coger infecciones. Esto disminuye además la posibilidad de que haga trabajo realmente bueno, (e) Aun­ que no puedo hacer predicciones definidas, me parece proba­ ble que mi mente no vuelva a trabajar de nuevo con el mismo vigor de, pongamos, 14 meses atrás, (f) No puedo prometer que publique nada durante lo que me resta de vida. Creo que mientras viva y con tanta frecuencia como me lo permita el estado de mi mente, pensaré en problemas filosó­ ficos y trataré de escribir sobre ellos. También creo que mu­ cho de lo que escribí en los pasados 15 ó 2 0 años puede interesar a otras personas al ser publicado. Pero es, sin embargo, perfectamente posible, que todo lo que vaya a pro­ ducir sea sin relieve, falto de inspiración y de escaso interés. Hay muchos ejemplos de personas que realizaron excelente obra cuando eran jóvenes y obra ciertamente muy sosa cuando se hicieron viejos. Creo que esto es todo lo que tengo que decir a este respecto. M e parece que debieras enseñar esta carta al director a quien hablaste de mí. Es, evidentemente, imposible aceptar una subvención con falsos proyectos, y puede que hayas presen­ tado mi caso con color demasiado rosa, sin darte cuenta.» Durante parte del año 1950, Wittgenstein vivió en Oxford en casa de Anscombe. En julio me escribió: «Apenas tengo discusiones fi­ losóficas. Si quisiera podría ver estudiantes, pero no quiero. Se me ha metido todo tipo de pensamientos confusos en mi vieja cabeza, y quizá se queden allí para siempre en este estado nada satisfacto­ rio». Oets Bouwsma y su familia pasaron ese año en Oxford. W itt­ genstein acostumbraba visitarles y le encantaba comer la salsa de manzana de la señora Bouwsma. En una carta me habló de su 93

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incapacidad para ningún trabajo filosófico. cA lo más que llego es a poder comer salsa de manzana con un filósofo.» En otoño de 1950, Wittgenstein pasó cinco semanas en Noruega con un compañero que durante aquel período cayó dos veces en­ fermo de bronquitis: «De modo que no sallamos de apuros... Me habla propuesto hacer algo de trabajo pero no hice nada. Es posible que vuelva a Noruega antes de que pase mucho tiempo y trate de traba­ jar. Es el único lugar que conozco en el que puedo tener ver­ dadera tranquilidad. Naturalmente, es posible que ya no esté en disposición de llevar a cabo ninguna investigación digna de tal nombre, pero, sin duda, vale la pena descubrirlo de una vez.» Más tarde Wittgenstein escribió que habfa hecho los preparativos para pasar el invierno en la granja de un amigo en Noruega y de que habfa reservado un pasaje para el 30 de diciembre pero que tuvo que anular la reserva a causa de enfermedad. En enero de 1951 escribe que Gilpatric de la Rockefeller Foundation le habla visitado. «Le dije que te escribí hace unos meses, es decir que en mi presente estado de salud y de embotamiento intelectual no podía aceptar una subvención, pero añadí que si contra toda pro­ babilidad y esperanza un día llegaba a sentir que podía volver a hacer trabajo meritorio en filosofía, ie escribiría. De modo que nos despedimos amigablemente.» Luego pasa a decir que Oxford «es un desierto filosófico.» (También me contaron que Wittgenstein ha­ blando de los circuios filosóficos de Oxford los llamó la «zona de la influenza», calificativo que ofendió a algunos profesores de Oxford.) Añade: «Mi mente está enteramente muerta. Esto no es una queja porque, a decir verdad, no sufro por ello. Sé que la vida tiene que acabarse algún día, y que la vida mental puede cesar antes que el resto». Poco después de esto, Wittgenstein marchó a Cambridge a vivir en casa de su médico, el Dr. Bevan. (Cuando Wittgenstein se enteró por el Sr. Bevan de que tenia cáncer expresó una aversión extrema e incluso miedo a pasar sus últimos días en un hospital. Entonces el Dr. Bevan le dijo que podía ir a morir a su casa. Wittgenstein quedó profundamente agradecido por este ofrecimiento humani­ tario.) Anteriormente habla estado gravemente enfermo en Oxford, pero ahora se hallaba mejor, aunque no del todo bien. «Ni siquiera puedo pensar en trabajar ahora, y no importa, siempre y cuando no viva demasiado |Y no es que me encuentre depri­ mido!» Se quedó en casa del Dr. Bevan hasta su muerte. En marzo escribe que se encuentra mucho mejor y apenas sufre ningún dolor. «Desde luego, estoy muy débil y parece no caber duda de que esto no cambiará para bien a medida que pase el tiempo. Veo difícil que me halle en este mundo cuando vengas a Cambridge 94

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en el otoflo del 5 2 . En fin, nunca se sabe. A propósito, no estoy deprimido en lo más mínimo.» Dos meses antes me habfa mandado la biografía de Rommel por el Brigadier Young. En esta misma carta dice: «Me alegra que te gustara el libro sobre Rommel. Hace muy poco volví a ojearlo y volví a quedar impresionado por el modo concienzudamente honrado en que está escrito. Libros asi sólo caen de tarde en tarde.» La última carta de Wittgenstein que recibí estaba escrita 13 días antes de su muerte. Dice en ella: «Me ha sucedido una cosa ex­ traordinaria. Hace cosa de un mes me encontré súbitamente en la disposición mental precisa para hacer filosofía. Habla estado absolutamente seguro de que nunca podría volver a producirla. Es la primera vez durante más de 2 años que el telón de mi cerebro se ha levantado. Desde luego, hasta ahora sólo he trabajado unas 5 semanas y puede muy bien ser que mañana todo haya terminado, pero de momento esto me estimula». También dice que «aparte de una cierta debilidad que tiene constantes altibajos, me encuen­ tro muy bien estos días.» Cuando Wittgenstein fue a vivir con los Bevan. la Sra. Bevan, al principio le tenía miedo, pero pronto le cobró un gran afecto. Dieron juntos muchos paseos. Según ella me dijo, la influencia de W it­ tgenstein en ella llegó a ser grande, incluso en pequeños detalles. Por ejemplo, habfa ella comprado un nuevo abrigo para ir a una fiesta, y antes de irse, se lo enseñó a Wittgenstein. Éste lo escu­ driñó pausadamente, dijo «¡Espere!» en un tono terminante, tomó una tijeras, y sin pedir permiso, cortó varios botones grandes de la parte frontal. ¡Y a ella le gustó más el abrigo de aquel modo! Wittgenstein se sentía extremadamente bien y trabajaba desespe­ radamente. Cuando «se levantó el telón» dijo a la Sra. Bevan: «Ahora voy a trabajar como no habla trabajado nunca.» El viernes 2 7 de abril, dio un paseo al atardecer. Por la noche cayó violentamente enfermo. No perdió el sentido y cuando el doctor le dijo que sólo vivirla unos días más, dijo «Bien» (Good). Antes de perder la consciencia dijo a la Sra. Bevan (que estuvo velándole toda la noche). «Dígales que he tenido una vida maravillosa.» Con el «dígales», sin duda se refería a sus amigos Intimos. Cuando pienso en su hondo pesimismo, en la intensidad de su sufrimiento mental y moral, en el modo implacable como condujo su intelecto, en su necesidad de amor junto con la aspereza que repelía al amor, me siento inclinado a creer que su vida fue cruelmente desdichada. Y no obstante en el ocaso él mismo dijo que habla sido «maravi­ llosa». A mi esta manifestación me resulta misteriosa y singular­ mente conmovedora.

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PARTE

EL

II

PENSAMIENTO

LA ÚLTIMA FILOSOFÍA DE WITTGENSTEIN POR

DAVID

POLE

I

EL ENFOQUE LINGÜÍSTICO DE LA FILOSOFÍA

La mayor influencia individual sobre la filosofía inglesa en la actua­ lidad es, sin duda alguna, la de Wittgenstein. Sus discípulos y deu­ dores se hallan en todas partes. No obstante, l« obra y el pensa­ miento del filósofo no son de fácil acceso para un extraño al movimiento. Las doctrinas de la última mitad de su vida, que difieren radicalmente de las de su juventud, fueron expuestas, tan sólo, en conferencias y pasadas de mano en mano mediante hojas mecanografiadas. Su obra póstuma Philosophical Investigations viene a ser, más que un tratado expreso, un libro de trozos escogi­ dos, o como él mismo lo llama en el prólogo, un álbum filosófico de apuntes y observaciones. Otros y más asequibles filósofos que toman prestado de sus ideas, las adaptan, con frecuencia, de una manera libre; y el propio Wittgenstein ha sido presentado popular­ mente como una especie de fanático de la sutileza, o peor aún, como un vicioso de la mixtificación. A pesar de todo ello, yo man­ tendré que las ideas centrales de Wittgenstein, como las de la mayoría de pensadores de talla comparable, son esencialmente sencillas. La gran sutileza en la aplicación, el desarrollo de una idea, es compatible con la sencillez en su concepción. Primeramente, trataré de presentar estos conceptos centrales en términos amplios. Fue Wittgenstein quien dirigió la atención de los filósofos modernos al estudio del lenguaje, aunque la elaboración de lo que se llamaría una «Filosofía del lenguaje» no entraba en sus designios, según él dijo. Si bien se puede discutir hasta qué punto dicha renuncia cuadra con el contenido de sus obras publi­ cadas, queda claro que su propio interés no se dirigía al lenguaje en sí mismo, considerado como un campo de investigación por derecho propio, sino a las raíces de la perplejidad filosófica que él localizaba allí. El lenguaje, podemos decir, es el instrumento de los propósitos y de las necesidades humanas; así, muy amplia­ mente, lo consideró Wittgenstein. Es un instrumento que funciona

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de modos distintos, con fines diversos, pues los científicos y los matemáticos, los instructores y los reformadores sociales, incluso los poetas y los equivoquistas, emplean el lenguaje. Cada cual lo hace funcionar a su modo, y se enfrenta con sus propias dificul­ tades que logrará o no logrará superar. Tal vez produzca o no consiga producir la clase de mercancía que de él se espera. Pero el caso de la filosofía es diferente; lo que importa aqui no es el producto sino más bien el propio instrumento. Las dificultades con las que los filósofos se enfrentan son especialmente obstinadas y oscuras, pero en esto no reflejan ninguna especial intratabilidad del material que nos ocupa. Se puede decir que en cierto modo no existe material alguno; que la Filosofía no tiene materia temá­ tica; es el mismo instrumento de nuestro pensar lo que nos fija aqui nuestros problemas. Pues aqui el propio lenguaje está descom­ puesto, la maquinaria estropeada. Giran las ruedas, chirrían y ro­ zan las partes. Se diría que funcionan a toda presión, pero no se produce nada. La rareza, ampliamente reconocida, de algunas de las cuestiones que los filósofos se proponen, el tim bre paradójico de muchas de sus tradicionales doctrinas, tal vez preste color a semejante diag­ nóstico. cAquí hay algo que no va» se sugiere. Sin embargo, debe­ mos m irar de más cerca. Para entender esta total avería de la maquinaria del lenguaje tenemos que mirar primero su funciona­ miento ordinario, tenemos que ver el lenguaje en funcionamiento, con trabajo para hacer. Es fácil considerar el lenguaje humano como un don de los dioses, como el fuego de Prometeo, darle una categoría que lo separe del resto de nuestras actuaciones e inte­ reses. Wittgenstein lo vio de modo diferente. El lenguaje es parte de la conducta social de la especie, pertenece a nuestra historia natural tanto como el andar, el comer o el beber. Es creado, o se configura, como una institución1. Los parlamentos y el sistema de partidos, las ceremonias sociales y religiosas, los encuentros de­ portivos y las oposiciones, son formas o funciones de la vida social, y el lenguaje debe ser considerado precisamente sobre estas ana­ logías. Y ellas, a su vez, pueden ser comparadas al enjambrarse de las abejas y al anidar y la migración de los pájaros. El lenguaje presupone, por tanto, un contexto no lingüístico. Opera sobre un fondo de necesidades humanas en el montaje de un ambiente na­ tural. Todos estos elementos determinan su carácter, y tenemos que verlo y entenderlo de este modo, como implicado en un patrón que va más allá, si es que realmente queremos entenderlo. Nuestros evolucionados lenguajes naturales son inmensurablemente complejos, de modo que resulta muy difícil el alcanzar una idea clara de su funcionamiento. En consecuencia, Wittgenstein hace uso de un determinado número de ejemplos artificiales, mediante 1 Pl. 25; véasa 199.

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los cuales pueden mostrarse aislados unos patrones simples de ac­ tividad lingüistica. A dichos ejemplos los llama «juegos lingüísti­ cos». El primer ejemplo que da es el siguiente: Yo mando a alguien a comprar. Le doy un papel con las pa­ labras «cinco manzanas rojas». La persona encargada lleva el papel al tendero, quien abre un cajón con la etiqueta «manzanas»; luego consulta la palabra «rojo» en una tabla y encuentra frente a ella una muestra de color; luego dice la serie de los números cardinales — doy por sentado que la sabe de memoria— hasta la palabra «cinco» y por cada número saca del cajón una manzana del mismo color que la muestra*. ¿Qué nos toca aprender de este ejemplo? Su pleno significado debe dejarse que aparezca a medida que marchamos adelante; en tér­ minos generales, quiere ser un modelo elemental de un lenguaje en funcionamiento para mostrarnos el carácter del lenguaje en funcionamiento para mostrarnos el carácter del lenguaje al por menor. Lo que aqui se nos pide es que imaginemos tan sólo dos personas realizando las acciones descritas; el modo como llegaron a obrar asi no tiene por qué preocuparnos. Basta con que podamos imaginarlo y que podamos apreciar lo suficiente la significación del juego. Podemos ver como funcionan las palabras enunciadas, los efectos que producen en combinación. Y en todo ello no hay nada misterioso; se nos muestra esto, y ex hypothesi no queda nada más por aprender. Los filósofos tratan de abarcar la esencia del signifi­ cado, el acto del entendimiento, cual si fuesen abjetos ocultos en un pozo. Aqui no se oculta nada. Mientras no supongamos sino un surtido de tablas de colores y de manzanas debidamente colocadas y po­ damos imaginar personas comportándose como las citadas se com­ portan, la cosa no presenta dificultad alguna; y toda la actuación yace desnuda ante nosotros. Y sin embargo es, o implica, una ac­ tuación lingüistica. Lo que Wittgenstein nos muestra es, en efecto, un determinado tipo de actividad — el tipo que llamamos lingüísti­ co— entretejido con otros, operando en determinadas condiciones físicas, respondiendo a las necesidades y precisiones humanas. Otra característica de este juego merece ser considerada antes de pasar a otro. Para cada palabra existe una respuesta apropiada: a la palabra «cinco» el tendero recorre la serie de los números cardinales, tomando una manzana por cada elemento; a la palabra «rojo» compara las manzanas con la tabla de colores. Lo que hay que hacer resaltar aquí, no obstante, es que la respuesta es dife­ rente en uno y otro caso. Las partes del lenguaje están interco­ nectadas pero son infinitamente diversas en su funcionamiento. » pi, 103

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El segundo ejemplo pone de relieve la función de nombrar, por la que, como veremos, Wittgenstein tiene un gran interés. Este juego está pensado para que sirva de comunicación entre un albañil A y su ayudante B. A está construyendo con piedra: hay cantos, pilares, losas y vigas. B tiene que pasarle las piedras, y además en el orden en que A las precise. Con este fin los dos hombres usan un lenguaje que consta de las palabras «canto», «pilar», «losa», «viga». A da la voz; B acarrea la piedra que ha aprendido a llevar cuando oye una determinada llamada3. Posteriormente Wittgenstein complica este juego añadiendo las palabras «éste» y «allí». El albañil dice «ésta-alll», señalando pri­ mero una piedra y después un lugar; el ayudante lleva la piedra al lugar. Estos juegos lingüísticos simplificados admiten tal com­ plicación indefinidamente: la diferencia entre ellos y una lengua natural, plenamente desarrollada como el inglés o el español es en definitiva una diferencia de grado. De hecho, Wittgenstein aplica el término «juego lingüístico» no sólo a estos ejemplos artificiales sino también a todo conjunto integrado de usos que formen un complejo dentro del cuerpo de un lenguaje natural. En este sentido podemos decir que preguntar y dar la hora es un juego lingüístico. Se juega en un contexto determinado — el de nuestra propia posi­ ción sobre la superficie de la tierra y la revolución de los cuerpos celestes— y presupone asi ciertas condiciones físicas, de modo parecido a como el juego del tendero requiere manzanas y tablas de colores. Y aquí podemos introducir brevemente otra cuestión que dentro de poco se revelará como de gran importancia. Lo que hemos mostrado, son actuaciones en las que se entretejen diversos tipos de actividad. Las relaciones entre ellas son en cada caso diferentes. Cualquiera de estas actividades, no obstante, po­ dría ser llevada a cabo, o algo por el estilo podría ser llevado a cabo, en completa separación del resto — o de las condiciones físicas a que pertenece— . El albañil podría decir «£ste-aquf» sin señalar a ningún sitio. Se podría preguntar «¿Son las cinco en el sol?» — un ejemplo que Wittgenstein usa con respecto a otra cosa— . Las palabras no sirven ahora a ningún propósito. Tienen la apariencia exterior de un movimiento del juego, pero de hecho, al igual que un diente de rueda que se ha escapado, dejan de engranar con el resto del sistema, no ejercen función. Y por ello pueden ser consideradas como el prototipo de las preguntas de la filosofía que nos dejan perplejos. He afirmado que por muy intrincado que sea el desarrollo del método de Wittgenstein, la concepción central es simple. Su obra fue más que un logro de sutileza lógica, un logro de fuerza ima3 P l,

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ginativa; lo que estaba implicado era una reorientación de la visión. Y la concepción del lenguaje que he esbozado no es, sin duda, en si misma, demasiado intrincada. Pero su aplicación en cualquier momento dado, el despojamiento de este o ese complejo dentro del sistema de funcionamiento del lenguaje, puede ser, en verdad, más tortuoso. Tal vez, incluso aquí, lo que se precisa es, tanto como perspicacia teórica, algún tipo de facultad imaginativa, penetración. Pues tratamos, como dice Wittgenstein, de alcanzar una idea clara del juego lingüístico que tenemos delante — de pe­ netrar en su funcionamiento— \ Ya he dicho que no podemos confiar en llegar a entender la dislocación de nuestra maquinaria lingüistica a menos que entendamos antes su buen funciona­ miento. Con ello llegamos al meollo del asunto. Hablé de la averia total de la máquina. La metáfora que prefiere el propio Wittgenstein es la de una máquina que marcha sin provecho, de una rueda que gira sola, desconectada del resto del mecanismo*. Las cuestiones filosó­ ficas nos preocupan y nos intrigan. Pero el ejemplo que he utilizado, la pregunta «¿Son las cinco en el sol?» es meridianamente absurda y no nos produce ninguna impresión. Tan sólo sirve como ilustra­ ción. Aquf es fácil ver lo defectuoso: la pregunta falla al no engra­ nar con nada, no se emplea en el sistema lingüístico al que dice per­ tenecer. El lenguaje, dice Wittgenstein, se va de vacaciones. Es preciso considerar brevemente unos pocos ejemplos vivos para dar algún contenido a este informe general. Pero antes hay que tocar otros dos puntos. Hemos visto algo acerca del funcionamien­ to del lenguaje: como una parte puede ser que no trabaje, como puede ser que no engrane con el resto. El albañil en el segundo juego puede decir «Ésta-aquí» sin ningún gesto, y su ayudante, sin duda, se quedará mirándole sin saber qué hacer; pero aún aquí no existe ningún tipo de problema, ninguna confusión que requiera ser desentrañada. Pues imaginamos este juego particular en cuanto que era jugado usándolo como una ilustración, sin situarlo en un ulterior contexto; lo dejamos en un aislamiento. Pero un lenguaje natural es un nexo de tales juegos. Si en algún otro juego relacio­ nado, tiene lugar una jugada similar a la del albañil teniendo allí una verdadera función a realizar, su vaciedad puede que sea menos evidente. En dichas circunstancias no será extraño que busquemos una respuesta apropiada, suponiendo que tal respuesta debe existir. «¿Qué es lo que hay que hacer cuando él hace eso?», puede que preguntemos. Tal vez incluso supongamos que hemos encontrado la solución y pasando de ella a posteriores consecuen­ cias recorramos un completo laberinto de callejones sin salida.

-> Véase por ejemplo Pl, S, 109 y 122 » Véase Pl, 136.

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Paso ahora al segundo punto. El lenguaje, dijimos, se va de vaca­ ciones, pero de paso nos arrastra. Wittgenstein se dio perfecta cuenta de la fuerza, del carácter compulsivo de las ideas y dudas filosóficas: tienen el carácter de una ilusión de la que es imposible librarse. Los subsistemas de dentro del sistema del lenguaje han sufrido, de algún modo, un trastorno total; parece que se inclinen los planos, las dimensiones se cruzan. La impresión se origina de este modo: al pasar de una zona del pensamiento a otra nos lleva­ mos un juego de imágenes completo, pues las imágenes determinan una gran parte de nuestro pensar. Nuestro aturdimiento recibe su peculiar carácter del intento de pensar no sólo en términos ina­ decuados sino en términos de imágenes inadecuadas. Pero aquí llegamos a mis ejemplos vivos, que tal vez sirvan para aclarar algo este punto. Los matemáticos operan con números infinitos; Euclides habla de puntos inextensos. Ambos conceptos, fuera del momento en que los usamos o aplicamos, nos dejan perplejos. ¿Cómo es posible formar la noción de punto inextenso? Puede ser que uno se esfuer­ ce por fijar la mirada en un punto imaginario de una hoja de papel, para reducirlo luego a la nada, aunque, como si dijéramos, aferrán­ dose a él. Pero luego no quedará nada a que poderse aferrar. Si bien toda esta empresa subjetiva no tiene nada que ver con la geo­ metría euclidiana. A un niño le enseñan que la distancia más corta entre dos puntos es una linea recta, y con la ayuda de un dibujo o dos, tal vez, lo entiende. A continuación se le muestran teoremas en los que se usa el axioma, y a su debido tiempo se halla con que puede probarlos por si mismo. Procediendo de este modo y usando en todo momento la noción de punto que no le ofrece difi­ cultad alguna, adquiere un buen dominio de la materia. El niño ha aprendido el juego lingüístico de la geometría euclidiana, pero los ejercicios imaginativos a los que hice referencia no forman parte de él. Lo propio sucede en el caso de los números infinitos: tenemos la inclinación a pensar que dichos números son, como dice W it­ tgenstein, «enormes sólo que aún más». Aquí, de nuevo, nuestro repertorio de imágenes se mueve en una dimensión errónea. El estudiante de matemáticas aprende una técnica. Al enfrentarnos con problemas de este tipo, observa Wittgenstein, somos presa a veces de una impresión de vértigo; por un momento nos encontramos enteramente perdidos. «¿Quién es el tiempo?» dice san Agustín, «Cuando no me lo pregunto, lo sé». Este senti­ miento puede servirnos de señal de alarma; nos advierte que nues­ tro marco de referencia está desajustado (y cuando sucede tal cosa nuestro mundo tiene propensión a adquirir un aspecto surrealista). Tomemos otro ejemplo. Supongamos que un filósofo escribe sobre la percepción y que ello nos lleva a considerar que la experiencia visual es el producto de un proceso fisiológico que termina en el cerebro del perceptor. «Esto», decimos, refiriéndonos a la cámara, 106

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o a la cámara visual, «está aquí» y nos apretamos la propia frente". Un truco de los espejos deformadores producirá un efecto simi­ lar: la sala en la que nos encontramos parece que se ha vuelto al revés, y no es extraño que nos sintamos algo mareados. ¿Pero cómo podremos evitar la ilusión? Ya he dicho antes que es necesa­ rio captar el mecanismo, tenemos que lograr una posición desde la cual se domine una clara perspectiva. La importancia de la presente idea del lenguaje tal vez resulte más clara en contraposición con otras ideas a las que viene a reempla­ zar, aunque también tendremos que aplicarla al criticar estas últimas. El primer esbozo que di puede servir a modo de linea directriz, para que no nos perdamos en el detalle que, por fuerza, seguirá. Eso es lo que sucede a veces, creo yo, al lector de Philosophical Investigations, que echa de menos los hitos con los que orientarse. Al propio tiempo es preciso tener presente que el pro­ pio Wittgenstein prefirió atacar los problemas particulares a me­ dida que se originaban; en general parece que el debatir le gustó más que el escribir. La usual advertencia con la que los confe­ renciantes y tratadistas suplican la indulgencia del público debe ser aplicada aquí con una fuerza especial: Wittgenstein es, en ver­ dad, un pensador a quien ningún esquema, ningún comentario ex­ tenso siquiera, puede hacer la debida justicia. Pues es siempre en el detalle, en la acumulación y variación de ejemplos de que dis­ pone, en el propio manejo del material que amasa, en donde se hace sentir el peso de su pensamiento. Ellos dan a ese pensamien­ to la tensión y la calidad. Los problemas filosóficos, dijo Wittgen­ stein, poseen un carácter profundo; y esa profundidad la percibimos en sus propios escritos, aunque sin ningún resabio de grandilo­ cuencia en el estilo. Antes me referí a la reputación de intrincada y oscura que su obra parece haber alcanzado; se le considera un pensador fabuloso. Realmente, Wittgenstein no es fácil; sin embar­ go esa es, tan sólo, una cara de su carácter. Tiene también una especie de candor, una derechura no menos característica. Llega a sus problemas equipado con la sutileza de un sofista y se enfren­ ta a ellos con la ingenuidad de un niño. Y éste es el don que confiere a sus escritos una perdurable frescor, cualidad que casi siempre se busca en vano en un despliegue de locuciones familiares y vul­ garismos. Al ampliar la consideración del método de Wittgenstein, sugerí que también tendríamos algo en cuenta su aplicación. De hecho las secciones iniciales de Philosophical Investigations están dedicadas a un debate acerca de la función de nombrar y a una extensa po­ lémica dirigida contra una determinada concepción atomística del lenguaje en la cual dicha concepción es básica. Wittgenstein se de-• • Véase Pl, 412.

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dica aqut a extirpar los errores de su propia juventud, tarea ésta que los filósofos, por regla general, llevan a cabo con peculiar mi­ nuciosidad y brío. Pero, tal vez, constituye una introducción des­ graciada, pues los errores en debate, si lo son, importan muy poco o nada a muchos lectores. Hay o ha habido relativamente pocos filósofos que profesen el atomismo lógico. Los demás, hallándo­ se sumergidos en una intensa lucha por cuestiones oscuras, puede muy bien ser que juzguen que la disputa no es sino una rifia pri­ vada en la cual no tienen ninguna necesidad de enredarse ellos. Dicha impresión es falsa, aunque comprensible. La concepción que Wittgenstein ataca es aquélla que entiende el funcionamiento del lenguaje, generalmente, en términos de la función nominativa. Un nombre se contrapone a un objeto. Así, se supone de algún modo, que todo lenguaje significativo debe estar referido a alguna entidad que existe independientemente. Se trata de una imagen que domina ampliamente el pensar filosófico. Nos lleva a considerar la relación del lenguaje a la realidad como esencialmente uniforme, como una relación de correspondencia o confrontación. Generalizado de este modo, el problema es tal que no creo que los filósofos de ninguna escuela lo desechen por trivial; pero haremos bien en seguir los razonamientos de Wittgenstein y en examinar la idea en la forma en que él mismo la mantuvo. No obstante es conveniente advertir que aquí, en el actual tratamiento de Wittgenstein, este problema confluye con otro que tal vez no esté necesariamente relacionado con él: el problema de la simpli­ cidad o atomismo, que se origina en la tesis de que toda cosa compleja tiene que estar constituida de partes, en último término, simples. Pero también ésta es una concepción que tiene tras si una considerable historia metafísica. En el concepto que Wittgenstein repudia ahora, todos los elementos del lenguaje, en último término significativos, deben ser tales que representen elementos de la realidad; es decir, se reducirán a los elementos llamados lógicamente nombres propios. Los demás, las palabras del tipo de csi» (condicional) «por tanto» o «y» perte­ necen a la maquinaria del lenguaje, son parte de lo que se llama su sintaxis lógica, pero no representan la realidad. Las palabras como «mesa» y «escarabajo» podrían ser consideradas, más plausible­ mente, quasi nombres; pero incluso dichas palabras apenas servi­ rán tal como se presentan. Las frases corrientes en español o en inglés representarán o no representarán la realidad; pero es indu­ dable que tomándolas en su forma presente, no podemos mostrar ninguna correlación de uno a uno entre los elementos lingüísticos y los ontológicos. Y esto es lo que se pretendía, pues de otro modo no hemos alcanzado nombres que sean verdaderamente no-equívo­ cos. Se supone, pues, que estos modos ordinarios de expresión son tan sólo equivalentes aproximados o empalmados de lo que podría decirse en una forma ideal de lenguaje.

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Podría llegar a parecer (escribe Wittgenstein, caracterizando la opinión que desea repudiar) que existe algo así como un análisis final de nuestras formas de lenguaje, y así una forma simple completamente resuelta de cada expresión. Es decir, como si nuestras usuales formas de expresión fueran, esen­ cialmente, inanalizadas, como si hubiera algo oculto en ellas que tuviera que ser traído a la luzT. Aquí, en esta noción de una «forma completamente resuelta de cada expresión», se enlazan la noción de los simples atómicos y la teoría de los nombres. La idea es ésta: una proposición atómica en virtud de su estructura refleja exactamente una relación simple entre simples tal como existen en el mundo. Es más, todo discurso significativo, o todo discurso en cuanto que es significativo, debe ser, en último término, analizable hasta esta forma*. Dicha explicación puede servir para hacer resaltar, por contraste, el carácter de la opinión que Wittgenstein llegó a sostener más tarde: la doctrina de los juegos lingüísticos que hemos estado con­ siderando. En la primera explicación mencionada se considera que entre el lenguaje significativo y la realidad se establece una y tan sólo una clase de relación; una especie de paralelismo formal o estructural. Se nos ofrece una imagen de la confrontación de es­ tructuras formalmente idénticas. En la segunda explicación existen varios patrones de actividad, infinitamente diversos, dice Wittgen­ stein, cada uno de los cuales está, ciertamente, involucrado con cosas físicas y experiencias humanas, con la «realidad» podríamos decir, pero cada uno involucrado a su propio modo particular. Está claro que la aceptación de una explicación implica el rechazo de la otra, pero Wittgenstein también trata de mostrar con detalle, desde su nueva posición, la impracticabilidad de la vieja. El trata, tanto de la demanda del análisis del complejo para obtener los simples, como del uso de la relación nominal que la teoría hace. Su tratamiento de la primera es, en realidad, una aplicación de la doctrina general. Wittgenstein quiere mostrar que, si bien la noción de elemento tiene sentido en contextos particulares en los que posee una función, al ser considerada absolutamente no tiene ninguno, no tenemos la menor idea de cómo hay que usarla. Si se nos preguntara, pongamos por caso, ios elementos de que está compuesto un tablero de ajedrez, contestaríamos naturalmente se­ ñalando los cuadros blancos y negros. Aquí se piensa en términos espaciales: estos elementos forman parte de una superficie.*8 » Pl, 91. 8 No pretendo dar a entender que estas pocas observaciones representen fiel­ mente en todos ios puntos las propias doctrinas anteriores de Wittgenstein; su interpretación es fuente de controversias. Pero la cita parece aclarar que es alguna teoria de la posibilidad de un lenguaje ideal lo que Wittgenstein tiene en la mente en Philosophlcal Investlgatlons.

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Pero también se podría pensar de modo diferente prosiguien­ do el análisis; los cuadros se pueden descomponer en los elementos de color y forma. Y un filósofo en busca de simples no se puede contentar con lo que en cualquier sentido es susceptible de ulterior análisis. Es más, lo que llamamos cuadros blancos son en realidad de color crema, y este color puede considerarse un compuesto de amarillo y blanco puro. El amarillo y el blanco puro serán ahora nuestros elementos, con lo cual habremos adoptado otro punto de vista. Y, evidentemente, el proceso no tiene limite. Desde otro punto de vista, puede ser igualmente valioso y legítimo: (¿A qué criterio nos atenemos aquí para juzgar la legitimidad?) una mitad del tablero será considerada una unidad y la otra mitad como otra unidad8. Ahora bien, en la doctrina lógico-atomista de la que nos hemos ocupado, un nombre es considerado un elemento del lenguaje. Y el juego lingOfstico montado sobre los ladrillos y las losas tiene por finalidad el poner de relieve la función del nombrar. De la critica de Wittgenstein se deducen dos puntos: primero, que la relación de un nombre a su nominatum es, en realidad, muy dife­ rente de lo que han supuesto los atomistas lógicos; y segundo, que una vez que esta relación se ve a su verdadera luz, su simpli­ cidad deja de ser obvia. Ese juego descrito por Wittgenstein es, en realidad, una especie de parodia del atomismo lógico; ésta es la intención que él insinúa10. Tenemos objetos — ladrillos, losas y pilares— y palabras correla­ cionadas con ellos, una para cada uno. Pero parece que si el juego tiene que funcionar como lenguaje necesitamos algo más que una relación estática de confrontación: el lenguaje debe ser utilizable, tiene que funcionar con relación a estos objetos. «Losa» no es aquí una descripción sino una orden. No obstante, nuestra noción de la relación nominal se extrae precisamente de actividades lin­ güisticas de este tipo. El juego lingOfstico podría usarse para en­ senar a los niños los nombres de las cosas. Ahora bien, «Losa», considerado como equivalente a nuestro «Trae una losa», ya no se considera, naturalmente, un simple; ya no denota meramente un objeto simple. Y además, lo que sin duda nos influencia en no menor grado, la correspondiente frase española, consta de tres pa­ labras, no de una ( * ) . Pero, a fin de cuentas, para decidir si es correcto o no el llamar simple a la frase, deberá tenerse en cuenta el contexto en el que estamos hablando y las finalidades que nos proponemos. Muchas veces damos órdenes con una sola palabra; únicamente necesitamos una forma verbal más elaborada en deter­ minadas circunstancias. Es preciso decir, por ejemplo, «Trae una • Véase Pl, 46-8. 1» Véase Pl, 48. (* ) Ejemplo adaptado por el traductor espaAol.

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losa», cuando «Losa» a secas pudiera significar «Llévale una losa». No obstante, en el Imaginario juego lingOfstico de Wittgenstein no puede originarse cuestión alguna acerca de tal distinción11. Para terminar, fijémonos en el carácter de los propios nombres. Un nombre, según la teoría que se discute, es la forma significativa de palabra par excellence. Pero los nombres, naturalmente, tienen que ser otorgados; el nombrar mismo es un determinado juego lingüístico, un juego al cual los filósofos llaman, por regla general, definición ostensiva. Ahora bien, la definición ostensiva puede parecer que es un proceso de significación inequívoca y evidente por si misma; el sonido se apareja, sencillamente, con el objeto. A los nióos se les enseña asi. «Eso», decimos al tiempo que se­ ñalamos, «es un orangután». Y podríamos suponer que Adán no hizo sino emitir el sonido cuando el primer ejemplar de la especie le fue presentado. Lo que aquí tenemos es un determinado nexo de sonidos, gestos y objetos; sin embargo, es falso que todo ello sea, por naturaleza, inequívocamente significativo. Se podría señalar la puerta y decir «¡Vete!». En este caso la misma actuación tiene una función total­ mente diferente. Ésta no es una definición ostensiva y no obstante podría hacer las veces de ella hasta cierto punto; pues un modo de enseñar el significado de «ir» en el imperativo podría ser éste. Si una madre señala la leche y dice «blanca» es indudable que el niño puede entender que «blanca» significa «leche» y viceversa. Hay aquí diferentes tipos de juego por aprender que no son, en modo alguno, uniformemente simples y obvios. El error del niño puede ser corregido, tal vez. si la madre señala acto seguido el papel y el mantel, repitiendo la palabra, procedimiento éste bastan­ te complejo cuyo significado debe ser captado. También se podrían colocar objetos a pares para lograr una definición ostensiva de «dos». Incluso, en ciertos casos podría ser que el mejor modo de dar una definición ostensiva sea el señalar algo notoriamente dife­ rente y decir «Eso no es tal y tal cosa»1*. De todo ello pueden sacarse varias conclusiones. La variedad de modos en los que las palabras adquieren sus significados se refleja en la variedad de sus usos; los modos en los que las formas de lenguaje pueden ser significativas son no menos numerosas1*. Aquí vienen a cuento las diferentes respuestas del tendero a las dos palabras «cinco» y «rojo» en el primer juego lingüístico; las di­ ferentes cosas, podemos decir, que hacía con ellas. En segundo lugar, y como en oposición a los atomistas lógicos, vemos que el nombrar es en sí mismo un tipo particular de actividad lingüistica; o mejor, existe aquí una familia de actividades relacionadas. El u Véase m, 19 y 20. 1» Véase Pl, 33-4. i» Véase Pl. 10.

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empleo del lenguaje no debe ser identificado con el empleo de los nombres, pues al dar y al aprender nombres ya estamos usando el lenguaje. Más aún, el tipo de relación que refiere los nombres a los objetos que éstos nombran, y aquél en el cual las palabras •objeto en general— a las que nos sentimos inclinados a consi­ derar nombres — se refieren a sus objetos, no es ni simple ni uniforme, ni es tan siquiera inteligible, aparte de los diversos pro­ cesos mediante los cuales les es dado su significado. Los nombres no tienen ningún status exclusivo entre las palabras; y la idealizada relación-nombre de los atomistas lógicos tiene escasa cone­ xión con el verdadero papel que las palabras-objeto desempeñan en el lenguaje. Ya he advertido que las opiniones que aquí se critican son las de una secta relativamente limitada; nunca han sido más. No obstante, a los argumentos de Wittgenstein se les puede dar — ¿qué duda cabe?— una aplicación mucho más amplia: los filósofos contem­ poráneos los han encontrado aplicables a toda una esfera de pro­ blemas. Dondequiera que se invoquen las cualidades no naturales, las entidades subsistentes y cosas parecidas para justificar la in­ teligibilidad de las formas del raciocinio, se halla en marcha el mismo modelo: nos imaginamos, dijo Wittgenstein, que el signi­ ficado de una palabra es una especie de objeto, que a cada palabra corresponde un significado, referido a aquélla de modo muy pare­ cido a como la Catedral de San Pablo está referida al nombre «Catedral de San Pablo». Las teorías de la verdad y del significado, por otro lado, están muy entrelazadas; de aquí que para ver la figura con la máxima claridad tengamos que volver a una aplicación de la teoría de la verdad como correspondencia que casi es ridicula, o alarmante por su carácter directo — y sospechosa por tanto, mu­ chas veces, incluso para aquéllos que aceptan en otros sitios opiniones parecidas sin remordimientos de conciencia— : la doctrina de los hechos negativos. Supuesto que el hecho, pongamos por ejemplo, que el gato está sobre la alfombra corresponde a y veri­ fica la enunciación verdadera «El gato está sobre la alfombra» se puede preguntar qué es lo que desempeña dicho papel a propósito de la enunciación «El gato no está sobre la alfombra» cuando ésta es verdadera. Nada podría llenar el hueco con mayor donosura o sencillez que el hecho negativo de que el gato no esté sobre la alfombra. Esta respuesta, pulcra y concluyente como parece, ha levantando recelos, según dije. Pero no nos toca aqui preguntar por qué. Bastará con recordar la recomendación de Wittgenstein de que busquemos, no los objetos que correspondan a las palabras y a las frases, sino sus funciones en la vida humana, en cuanto que partes del lenguaje. He dicho que la asimilación (consciente o inconsciente) del signifi­ cado de modo general, a la relación-nombre, puede considerarse la responsable de teorías erróneas— más bien, superfluas— , en

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todas las partes de la filosofía. La palabra «bueno», por ejemplo, es verosímilmente significativa; tan sólo los filósofos más tenaces y en­ callecidos por las paradojas se atreverán a disentir de esta afirma­ ción. No obstante, se diría que no existe ninguna cualidad a la que podamos señalar, tal como podríamos señalar el color de los objetos amarillos para mostrar lo que queremos decir al emplear la palabra «amarillo». Por ello, algunos filósofos han pensado que la verda­ dera materia temática de todo raciocinio en el que aparecen «bue­ no» y sus sinónimos, debe ser una cualidad de un tipo especial, visible no al ojo sino a la mente. (En una relación verdaderamente wittgensteiniana, veremos que la relación-nombre no proporciona para la significación de «amarillo» un modelo más adecuado que el modelo para «bueno»; aquí viene a cuento el uso de la palabra artificial «rojo» en el juego lingOístico del tendero.) No obstante, otra doctrina nacida del mismo supuesto es la de las ideas platóni­ cas, las cuales han sido utilizadas, en parte cuando no enteramen­ te, para proporcionar significados a términos generales del tipo de «hombre» y «justicia». Y aquí, como en el caso precedente, tos contrarios de la doctrina son, generalmente, no menos víctimas que los defensores de la imagen errónea del significado que da origen a la teoría. Los nominalistas como los realistas, por igual, parten en busca del segundo término de la supuesta relación diádica, de palabra y significado, pero mientras una parte lo halla en un universal subsistente simple, la otra lo halla en un conjunto de particulares que se asemejan. Es muy necesario distinguir las verdaderas opiniones de W itt­ genstein de otras con las que tienen una semejanza superficial. Gran parte de la filosofía lingüistica conserva resabios fuertemente nominalistas. El relato wittgensteiniano a medias no tendrá mayores consecuencias. Supongamos que estamos criticando el modelo de la relación-nombre tal como se aplica a determinadas clases de palabras pero sin decir nada de las demás; señalamos insistente­ mente que los términos tales como «bueno» u «hombre» no son nombres, pero no damos ningún informe especial sobre «amarillo» y similares. Entonces, aparentemente, habremos dejado en nuestras manos un universo en el cual las cosas particulares y sus cualida­ des son reales, mientras que el resto son meramente entia rationis. Esta expresión está, sin duda, anticuada, e incluso «construcción lógica», su posterior variante, difícilmente servirá a los muy revolu­ cionarios propósitos de los filósofos lingüísticos. Pero las expresio­ nes son cambiables: incluso sin ellas se puede argüir todavía efi­ cazmente que tal como una universidad es una construcción lógica integrada por los diversos colegios, facultades e instituciones, la mente es una construcción lógica hecha de disposiciones comportamentistas o behaviouristas (y tal vez unas pocas punzadas sen­ sitivas); o que cuando hablamos de recordar o copiar los correlatos de cada una de estas palabras se trata de una «actividad de orden superior» que, a fin de cuentas, no es más que un ens rationis. 113

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Y el argumento consistirá, en lineas generales, en que los términos del tipo «mente» o «recordar» no precisan ningún correlato ontológico, pues si examinamos su funcionamiento veremos que no actúan como nombres. Serla fácil multiplicar los ejemplos. Las palabras que designan los motivos, se nos dice, no dan nombre a acaecimientos mentales; no existen sucesos particulares que correspondan a términos tales como «orgullo» o «ambición». Las enunciaciones causales que relacionan diversos hechos no se refieren a existentes reales, que pudiéramos considerar una especie de ralles causales conectando los sucesos: dichas palabras no afirman hechos, en absoluto, sino que sirven a modo de billetes de inferencia que permiten nues­ tro paso de una enunciación de hechos a otra. Y todo esto, vemos que es cuestionable, siguiendo lo que pueden parecer lineas wittgensteinianas. Pero, mientras tanto, las enunciaciones-hecho genuinas — algunas debe haber— son dejadas de lado sin una critica parecida. La imagen que inevitablemente nos queda es, por tanto, la de un lecho de roca metafisico de dura facticidad sobre el cual o con re­ ferencia al cual operan otras formas lingüisticas: los billetes de infe­ rencia, palabras disposicionales; las palabras logro y las demás se compulsan o mueven sobre estos hechos según sus diversos modos14. La forma del argumento es, en lineas generales, la repudiación de una aplicación inadecuada del modelo de la re­ lación-nombre. Pero para el propio Wittgenstein, según hemos visto, incluso los mismos nombres pueden tener significado tan sólo cuando funcionan en un sistema superior; no existe un lecho rocoso de discursos o de hechos. Hay otras opiniones o supuestos referentes al lenguaje que son reemplazadas o pasadas por alto por las de Wittgenstein. Podemos proceder como antes, usando su método filosófico al tiempo que ampliamos nuestra descripción de éste. El resultado de nuestra inquisición hasta ahora queda resumido en una simple máxima de Wittgenstein: «En una amplia clase de enunciaciones — aunque no todas— en las que empleamos la palabra «significado», éste se puede definir del siguiente modo: el significado de una palabra es su uso en el lenguaje1*». »« Véase el vigoroso y agudo articulo del Profesor Hofstadter «Ryle's Category Mlstake», Journal of Phllosophy, XLVIII, 9 (1951). Hofstadter diagnostica en la queja de Ryle un grave ataque de Nominalismo, y sefiala que los «hechos» en SU relación parece que figuran como lo que es «real y las únicas cosas que son reales». No obstante se puede hacer notar que la preferencia de la combinación sobre la conexión, de la descripción sobre la explicación, que Hofstadter halla en el meollo del Nominalismo — como también existe en el Positivismo— , sobre­ vive aunque transformada en el Wittgenstein de la últim a época. Pl, 43. Entiendo que los otros casos a los que se hace refrencia son aquellos en que usamos el térm ino «significado» para referimos a aquellas experiencias o imágenes distintivas que. como dice Wittgenstein, frecuentemente arrastran las palabras, es decir, al significado intencional. Véase abajo, pp 20-1. El profesor

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La equiparación de significado y uso, a la luz de nuestro análisis previo, me imagino que no precisará de muchas aclaraciones ulte­ riores. Si se nos pide el significado de cualquier palabra, por ejem­ plo de la palabra crojo», en el juego del tendero, debemos contes­ ta r exhibiendo su función; tenemos que mostrar el tipo de trabajo que hace. Pero aquí parece que entramos en conflicto con otro concepto de la naturaleza del significado, y precisamente de uno que ha sido sostenido ampliamente. El significado se corresponde con el entendimiento, el entendimiento es un proceso mental, e instantáneo muchas veces. Por consiguiente, el significado es con­ siderado como algo dado a la mente o que sucede en la conscien­ cia del sujeto inteligente, de modo que las actuaciones exteriores, incluso el habla, son consiguientes al interno entendimiento de los significados. Esta última noción del significado puede ser fácil­ mente asimilada a las que hemos analizado anteriormente. Locke, por ejemplo, encuentra natural referirse, con bastante genera­ lización, a las palabras como a los nombres de las ideas; los nom­ bres de las ideas generales, dice, son palabras generales1*. Aquí la relación que confiere significado es concebida aún en términos de relación-nombre; el significado de una palabra es aún un objeto, pero un objeto interior. Y este objeto interior, la idea es algo intrínsecamente inteligible; es por su propia naturaleza portadora de significado. Las principales objeciones a tal opinión son, hoy en dia, familiares, no sólo a causa de los propios escritos de Wittgenstein, sino por obra de los de otros filósofos que se le unieron o le siguieron. En lineas generales se sostiene que en tanto que una persona usa debidamente una palabra cuando quiera que se presenta la nece­ sidad, y responde debidamente al uso que de ella hacen otras personas, el acontecer o no acontecer de los sucesos internos de que hemos estado hablando — un acto interior de entendimiento— es indiferente. Esto es una parte de lo que Wittgenstein quiere decir — aunque no todo— el señalar, tras haber descrito el primer Findlay ha insistido en que Wittgenstein se limita aqui a sugerir uno entre los diferentes modos posibles de concebir el significado (véase su resella de Phllosophlcal Investlgatlons, Phllosophy, XXX (1955), p. 174). Tal vez el propio Wittgenstein hubiese dicho lo mismo, pero la observación es, desde luego, més huidiza de lo que parece. Desde un punto de vista no lleva a gra ncosai casi todos los filósofos, tras haber dado su propia visión de algún tema, concederán la posibi­ lidad de que existan otras que sean diferentes pero no incompatibles. Pero lo que es más característico de la filosofía de Wittgenstein es el negar que dé «explicación» alguna de un tema. Simplemente sugiere analogías y puntos de vista: «Míralo asi..., y ahora asi...» Sospecho que es este enfoque más bien que el que apunta Findlay. Lo que más sorprende en el tratamiento del lenguaje por Wittgenstein, es, sin embargo, que nunca parece que lo ofrecen como tan sólo un posible punto de vista provechoso: es algo mucho menos nebuloso y neutra­ lista que todo ello. Pues desde la posición general se deducen, para decirlo llana y fielmente, consecuencias tales como la Imposibilidad de los lenguajes privados. Es más. ni se insinúa ningún punto de vista alternativo Igualmente válido, antes bien se examinan las alternativas y se las elimina deliberadamente. i« Essay Concernlng Human Understandlng, II, Xi, 9.

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juego lingüístico — el del comprador y el tendero— que no hay nada que se nos oculte, que todo está a la vista. Ambos entienden la palabra «rojo», la usan debidamente. Cierto que podría suceder que la exteriorización de la palabra «rojo» fuera siempre acom­ pañada de particulares experiencias internas. Pero supongamos que no dan cuenta de tal experiencia. ¿Podemos, entonces, a priori, o simplemente sobre la tose de su correcta actuación, establecer que ellos o bien deben estar mintiendo o bien se equivocan? Tam­ poco parece ser muy diferente el caso cuando es nuestro propio uso de la palabra «rojo», lo que se discute. La comprensión de la palabra «rojo», puede decirse, presupone la habilidad de form ar imágenes. Sin alguna imagen de ese tipo que pueda utilizarse como término de comparación, sería imposible reconocer, por ejemplo, una manzana «roja». Enfrentándose a esta objeción, Wittgenstein pregunta, simple y decisivamente, de qué modo se puede reconocer la imagen para empezar. La imagen se lleva encima, parece, como se puede llevar un retal de tela roja con la que confrontar. Pero, en tal caso, se precisaría otra imagen con la que poder comparar la primera, y así indefinidamente. Más tarde o más temprano tenemos que alcanzar el punto en que simple­ mente hacemos la cosa y la cogemos bien; tal como dijimos al ha­ blar del juego del tendero, uno sencillamente actúa de ese modo. Verdad es que muchas veces parece que las palabras poseen un ambiente que las acompaña. Existe, se diría, algo que podría lla­ marse un sentimiento «quizás», un sentimiento de vacilación que pertenece al mundo. Ya no es tan acertado suponer que tal sen­ timiento acompañe invariablemente la ocurrencia de la palabra en el habla inteligente. Pero que su uso correcto no dependería en ningún caso de este concomitante, que el significado de lo que uno dijo quedarla sin afectar por su ausencia, todo esto, que es lo que aquí nos interesa, parece bastante claro. Si uno se repite a si mismo una palabra una docena de veces comienza a sonar absurda o extraña. El experimento puede servir para mostrarnos a cuanto llega la atmósfera de las palabras. Es difícil pensar que su funcionamiento en el habla quedase afectado. Es también verdad que mucha gente hace uso de imágenes y cua­ dros mentales. Al elegir tapizados para los muebles, uno puede cerrar los ojos e intentar imaginar el color de las cortinas que ten­ drían que acompañarlos; o al resolver un problema uno puede trazar mentalmente un esquema. Pero aquí es preciso observar que la utilidad de tales imágenes nada debe a su carácter en cuanto que mental; un retal de la tela de la que se harían las cortinas, o un esquema sobre el papel, harían un servicio igual, o probablemente mejor. Aquí ciertamente nos encontramos con ocurrencias menta­ les, pero no de tal naturaleza que cumplan la misión que se les exige; su naturaleza mental no las hace, en algún sentido especial, portadoras de significado. Pues sea cual fuere el uso a que se des­

lió

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tiñe tal material mental, las cosas físicas servirán igualmente bien17. No obstante, los objetos físicos, en cuanto tales, no tienen significa­ do alguno, y un esquema es meramente un objeto físico. Una fle­ cha dibujada sobre el papel no se diferencia en nada, en cuanto ella, de un taco de madera, pongamos por ejemplo. Es una cosa muerta. Sin embargo, la flecha, vemos que señala y el esquema nos habla: son objetos dotados de sentido. Allí donde no podemos encontrar cabida para algo de cuya realidad estamos seguros en el mundo físico, estamos prestos a dar entrada a lo mental. En este medio diáfano, todas las cosas son posibles; aquí mora el sig­ nificado. Pero lo que en realidad da al objeto la vida que nosotros le apreciamos, es su uso. Un pedazo de madera es en si mismo tan bueno como otro; pero el primero, tal vez, en virtud del uso al que lo destinamos, es una regla métrica, e inmediatamente lo mi­ ramos de modo distinto. Un movimiento físico de la cabeza o de los hombros se convierte del mismo modo en un asentamiento o en una señal de desinterés, y un simple sonido se convierte en una palabra18. Vemos, pues, que el uso de las imágenes mentales no es, en modo alguno, la esencia del entendimiento. Pero la noción de que el en­ tendimiento consiste en algún tipo de acto interno es tenaz y tiene además, otras ralees. Se puede, por ejemplo, leer correctamente una página en voz alta sin entenderla; y de aquí que se suponga naturalmente que el entendimiento debe de ser algo adicional que acompaña y gula la actuación manifiesta. El que lee sin entender probablemente leerá con menos expresión y será, ciertamente, incapaz de contestar ulteriores preguntas sobre lo que ha leído. Pero, seguramente, deseamos decir, existe alguna otra diferencia que es también la crucial. El acto mental, según dijimos, guia al acto físico. Uno podría apren­ der los sonidos de carretilla, y sostener una página impresa de­ lante de los ojos, mientras recitaba. Pero cuando leemos desde la página tenemos la experiencia de ser guiados por las palabras; en caso diferente dicha experiencia no se da. Esto es lo que uno se siente inclinado a decir; pero serla más exacto decir que cuando estamos simplemente repitiendo una lección mientras simulamos leer, experimentamos la sensación de no ser guiados. Deliberada­ mente fijamos los ojos en la página, y sentimos como si el escrito fuera un intruso. En circunstancias diferentes, cuando leemos len­ tamente, con alguna dificultad, la experiencia de ser guiados puede que se produzca. Como también si copiáramos un fragmento de escritura y tratáramos de reproducir las formas con exactitud. Son mayormente los principiantes quienes tienen tales impresiones. " Véase Pl, 139 y 141. is Véase Pl, 4S4.

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La propia experiencia de la actuación declina en prominencia a medida que aumenta el dominio propio de una técnica. Un niño, pongamos, no ha aprendido aún a leer correctamente. Tal vez le sale una palabra bien por casualidad, pero la siguiente ya falla. Otra vez decimos la misma cosa, pero ahora acierta la segunda palabra; y al principio queda tan sorprendido como noso­ tros de su éxito. Y a partir de este punto prosigue él. No queda claro en donde interviene por vez primera el acto del entendimiento; sin duda cuando captó bien las palabras raras de vez en cuando fue tan sólo cuestión de suerte. Pero parece que difícilmente pode­ mos esperar una respuesta tajante si preguntamos, con relación a las primeras palabras de la primera serie que el niño captó debi­ damente, si se debió a la comprensión o al azar. El niño estaba ad­ quiriendo una habilidad. Tal vez se concentra, frunciendo el entre­ cejo y dice, «be... be...» y luego exclama, «¡beber!». Levanta la vista interrogativamente pero sin estar del todo seguro; viene una respuesta afirmativa, y su sonrisa se ensancha. El niño queda satisfecho de si mismo. ¿Pero tendría que estarlo? Al principio, no estaba seguro, y de aquí que se tenga que dudar sobre si podemos decir estrictamente que él entendía lo que estaba haciendo. El que entiende debe también saber que entiende, puesto que tiene una idea o un significado ante su mente. Y un significado, podríamos decir, no tiene otra existencia, otro papel filosófico que su inteli­ gibilidad. Preguntémonos qué es probable que el niño haya experimentado realmente. Se puede contestar que probablemente sintió una cierta tensión, y lo que se podría llamar una experiencia de buscar a tientas, y luego un alivio de la tensión al decidirse a pronunciar la palabra. La pronunció vacilando aún, o con confianza, lo cual es también considerablemente diferente. O tal vez como un adulto que lee, puede haberla dicho inmediata y automáticamente, sin ninguna experiencia distintiva en absoluto1*. Y no obstante, es difícil evitar la convicción de que tiene lugar al­ gún tipo de ocurrencia interna e intrínsicamente significativa o da­ dora de significado. La comprensión muchas veces se presenta como un relámpago; parece que algo es revelado o presentado en un instante. Y esto, con toda seguridad, no puede ser sino un pro­ ceso estrictamente mental; no puede consistir tan sólo en un uso o práctica adecuados. Si el significado de una palabra es su uso, la comprensión debería ser cuestión de la adquisición más o menos gradual de los nuevos patrones behaviourlsticos; más bien, tal vez pensemos, un significado amanece de improviso en la mente. Y es más, una vez que nos es dado ese significado, la mera actuación física es fácil, proseguimos sin vacilaciones. En vista de todo ello puede parecer que no existe otra explicación sino la de que el logro i» Véase Pl, 151 y 169 sig.

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interno, el acto del entendimiento, es lo que guia la actuación y la hace posible. Estas objeciones suscitan muchos problemas de largo alcance. Es cierto que ocurren estas experiencias distintivas, relámpagos de comprensión y cosas parecidas. Wittgenstein, naturalmente, no niega que tengan lugar. Pero también será bueno seflalar que no pocas veces estas experiencias son ilusorias. «Ahora lo entien­ do» exclama alguien después de bregar con algún cálculo o técni­ ca, y a partir de entonces prosigue la marcha felizmente. Pero también puede ser que se pierda de nuevo. «Se ve que no lo en­ tendí, sólo me lo pareció», tal vez tenga que confesar la misma persona. Lo que nos sentimos inclinados a llamar «la experiencia de la comprensión» puede ser a grandes rasgos definida con estas palabras. «Ahora, a partir de aquí, puedo proseguir.» Aparecen una súbita sensación de dominio, un relajamiento de la tensión y una confianza propia, que pueden estar o no estar bien fundadas20. Supongamos que se le dice a alguien que continúe la progresión «4, 11, 18...». El preguntado tal vez guarde un corto silencio y luego se diga a si mismo. «Ah, si, añadiendo siete» y continúe asi la serie. O tal vez el preguntado la continúe automáticamente, como si recitara las letras del alfabeto. Si se nos dieran series más complicadas, todos llegaríamos a un punto en el cual necesitaría­ mos descubrir la fórmula con objeto de continuarlas. Pero poseer la fórmula se diría que es tenerlo todo en una cáscara de nuez. Uno la lleva a todas partes en la cabeza y la aplica cuando la oca­ sión lo requiere. La fórmula es significativa, nos muestra cómo podemos proseguir, como una flecha que señala. Pero la flecha en si es tan sólo una marca sobre el papel, tiene aquel significado para nosotros en tanto en cuanto hemos aprendido como usarla. Se puede considerar también al entendimiento, al acto interno del cual hemos hablado, similar a ese conocimiento de una fórmula. Suponiendo ahora que aquí nos ocupamos realmente de una fór­ mula que alguien se repite a si mismo, podremos dar la respuesta que ya dimos sobre el diagrama mental que otro consulta inte­ riormente. Una cosa física; digamos: la fórmula sobre el papel, también serviría; sería tan útil para adquirir la capacidad, el re­ petir la fórmula en voz alta, siempre y cuando uno se oyera al re­ petirla, como evocarla puramente de modo mental. El hábito de repetir ciertas palabras, en voz alta o calladamente, es tan sólo un hábito y no precisa de un tipo especial de ocurrencia que pueda envolver un largo proceso en un instante, más de lo que lo pre­ cisa el hábito de repetir la tabla del cinco. Cualquier fórmula, por otro lado, es susceptible de mala aplicación, y, ciertamente, poco importa la diferencia de tenerla en la cabeza o sobre el papel. La diferencia entre la actuación correcta y la errónea o entre la inte>0 Véase P1, 205. 119

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I¡gente y la no-inteligente se tendría que explicar mediante la presen­ cia o ausencia de un acto del entendimiento; si tal acto puede tener lugar y seguirse, no obstante, una actuación errónea, la explicación es claramente inadecuada. De aquf que parezca que los menciona­ dos diagramas y enunciaciones internas de fórmulas no pueden servir para llenar la plaza vacante. Consiguientemente, dice Wittgenstein, sublimamos la idea, imaginamos alguna especie de fór­ mula aún más interior y más ideal, el puro acto del entendimiento, una cosa enteramente mental, que no admite malentendidos. Es en esa esencia, el significado que capta la mente, en donde está de algún modo comprimido el entero sistema que tenemos que com­ prender. Si poseemos eso podemos echar hacia adelante y actuar correctamente. Parece, pues, que el acto del entendimiento contiene en pequeño el sistema entero: todos los movimientos subsiguientes están reco­ gidos en él*1. Y no obstante, si precisamos un acto del entendi­ miento para ver que la serie no hay duda 145 10

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de que personas diferentes procederán de modo diferente. Aunque donde diferimos también buscamos el acuerdo. Parece que Wittgenstein no tiene la idea de un término medio entre criaturas de inclinaciones idénticas en estos casos, y criaturas de inclinaciones inconmensurables. O bien apelamos a las reglas existentes y en­ tonces el acuerdo es posible, o bien cada uno de nosotros desarro­ lla su propio juego y no hay lugar para el argumento. Pero la verdad es que nuestras inclinaciones en parte difieren y en parte coinci­ den. AHI donde difieren no es preciso que se quiebre el entendi­ miento; es posible ver más de un patrón; los propios ejemplos de Wittgenstein asf nos lo ensehan. La posibilidad de la discusión y del razonamiento, no menos que su necesidad, arrancan de esto: que seguimos de modo natural cursos en parte divergentes y que también, de modo natural, tratamos de asimilarlos el uno al otro, puesto que permanece un fondo de entendimiento. La esencia del discurso racional es la búsqueda del acuerdo. El fallo de Wittgenstein en darse cuenta de ello, según mi modo de entender, daña a su imagen total del lenguaje. A decir verdad él considera que el acuerdo en ciertas tendencias fundamentales — la conformidad existente— es la base del discurso sin la cual serla imposible, pero no alcanza a considerarlo fin, como algo dinámico. Podemos llamar el postulado de la racionalidad al hecho que el acuerdo sea idealmente posible. Está claro que llamar racional a una afirmación no significa afirmar que todos los hombres estarán de acuerdo alguna vez, o incluso puedan estar de acuerdo con ella, pues siempre habrá algunos demasiado estúpidos o con demasiados prejuicios. Afirmamos sim­ plemente, podemos decir tautológicamente, que todos los hombres estarían de acuerdo, suponiendo que fueran racionales. La form u­ lación tautológica tiene este uso: mostramos la aplicación típica del postulado, especialmente allf donde diferentes procedimientos parecen naturales a diferentes personas. El que existan conclusio­ nes a alcanzar, que son además las que debieran ser alcanzadas, (esto y no meramente la conformidad existente), es lo que se presu­ pone en la posibilidad del discurso. Se nos dice que un lenguaje es una forma de vida. La naturaleza humana viene reflejada en la gramática humana, en nuestras prác­ ticas lingQfsticas fundamentales. Asi pues, los seres humanos adop­ tan naturalmente prácticas lingüisticas divergentes o parcialmente divergentes y tratan naturalmente de asimilarlas. La asimilación podría alcanzarse con mayor rapidez mediante el uso de la adoctrinación o de las drogas. Pero lo que se presupone en lo que — según la terminología de Wittgenstein— llamaremos una actitud, es decir, la actitud de la racionalidad, debe ser algo más que eso. Implica la adopción de procedimientos de ciertos tipos, presupone que de la búsqueda de acuerdo, no a través de drogas sino me­ diante discusión y critica, tendrán tendencia a salir respuestas co­ 146

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rrectas y no respuestas erróneas. Aquí uso deliberadamente pala­ bras normativas ya que no creo que la actitud que se discute, sea loable o no, pueda ser debidamente descrita sin ellas. Y la actitud existe ciertamente, y al igual que otras origina formas de lenguaje y sistemas de procedimientos. Si se tiene que recurrir a la práctica existente o a la propensión natural, esta actitud, estos procedimien­ tos y tendencias, tienen tanto derecho a ser reconocidas como otras cualesquiera. No obstante, su aceptación parece incompatible con el esquema lógico que hemos estado considerando en el presente capítulo. Es incompatible con la idea de que allí donde no existen prácticas normativas a las que apelar no se pueden aplicar juicios normativos; de que aqui están abiertos todos los caminos, todos por un igual están más allá del bien y del mal. No tienen por qué ser así; podemos tener una práctica para la búsqueda del acuerdo racional incluso allí. Puede ser que me digan que en todo esto he tomado demasiado al pie de la letra lo que Wittgenstein dice de las normas o reglas. Asi en el caso de un matemático que ha hallado alguna prueba nueva, tal vez se diga que Wittgenstein ni se propone afirmar que serta gramaticalmente correcto decir que éste ha alcanzado una de­ cisión — decisión de usar cierta regla— ni tan siquiera que ese serla un uso superior o un uso que tendríamos que aceptar de modo general. «¿Por qué no se puede decir (dice), que en una prueba hemos conseguido llegar a una decisión?»". Wittgenstein presenta esto tan sólo como nueva manera de m irar a ese tipo de actividad; es un punto de vista propuesto, no una teoría. En esta explicación del propósito de Wittgenstein habría gran parte de ver­ dad, indudablemente. En efecto, Wittgenstein dice «Intentad con­ siderar la cosa como una decisión» asi como para ayudarnos a tenerla por lo que es. Sin embargo, al final, aún sale al paso el dilema. AHI donde no hay reglas a que apelar sólo nos queda deci­ dir, y supongo que es principalmente por esta razón por lo que el paso es llamado decisión. La situación, al parecer, es simplemente ésta: suponemos que ciertos pasos van más allá de la práctica existente; si es verdad que tales pasos no se pueden valorar, que no son ni correctos ni erróneos, no tenemos por qué hab'ar en imágenes o en analogías laberínticas sino que podemos afirm ar el hecho de plano; pero si es falso, la analogía es inútil, ya que la va­ loración en tal caso ya no será análoga a una apelación a las reglas existentes. Supongamos que Wittgenstein nos da tan sólo un tipo de imagen o modelo del lenguaje, un modelo dualista. Tenemos que pensar en dos factores del lenguaje; de un lado movimientos o prácticas particulares que son evaluadas mediante recurso a las reglas, y de otro lado aquellas propias reglas. Más allá de ellas no cabe • l RFM, II, 27.

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ulterior recurso: son cosas que simplemente aceptamos o adopta­ mos. Tal modelo, se puede replicar, sirve para hacer resaltar, a causa de su dicotomía artificialmente perfilada, una distinción que queda oscurecida en las cambiantes complejidades del len­ guaje táctico; nos ayuda a ver nuestro camino y, no obstante, tal vez no tengamos en él más que un modelo. Yo sugerirla, no obs­ tante, que se trata de un modelo en el que están incorporados de­ terminados presupuestos u opiniones, y están excluidos otros. No tenemos que dar por sentado, por ejemplo, que nuestro lenguaje tal como es, sea necesariamente ni tan siquiera consecuente. Su­ pongamos que no lo sea. En tal caso, tal vez alteraremos un pro­ cedimiento por referencia a otro, el segundo por referencia a un tercero, y al final puede ser que alteremos el tercero por referencia al primero en su forma alterada; y ninguno de ellos se toma en la práctica como definitivo. Si bien aquí seguramente se presentan dudas más profundas: podemos preguntar si el modelo usado, aun­ que no lo consideremos algo más, no oscurece más que clarifica. Yo diría que lo que aquí en realidad tenemos son dos ideas del lenguaje radicalmente diferentes; y el conflicto entre ellas no desa­ parece llamando a una o a otra, simple imagen. En una la idea clave es la de la regla: se apela a las prácticas en calidad de «standards». De aquí que una nueva práctica o una extensión de las reglas tan sólo puede adoptarse mediante una decisión; es algo que cae fuera del funcionamiento ordinario del lenguaje. En la otra idea, todo esto aparece de modo diferente. Allí la emergencia de nuevas normas, y los procesos por medio de los cuales emergen — formas de pensamiento o de lenguaje se determinan entre sí— son considerados parte de la esencia del sistema. La entera dico­ tomía es asi puesta en duda; y el cuerpo de pensamiento no es, por lo general, tratado como un juego de reglas dadas, sino como un sistema u organismo que se desarrolla y se autocorrige. Ya no necesitamos invocar algún nuevo procedimiento especial o decisión para explicar la posibilidad de tales desarrollos: son parte integral de su funcionamiento. Podemos hablar, ciertamente, de modo más general, pues esta noción de una decisión es el passe-partout de la filosofía contem­ poránea, la encontramos por todas partes, en la lógica, en las ma­ temáticas y en la moral. ¿Cuál es ese vacío, se podría preguntar, que hay que llenar con tan gran recurso? La idea que estos filóso­ fos, por lo visto, encuentran ininteligible es muy simple: la de la novedad, la del descubrimiento de nuevas verdades por parte de la razón; he aquí porque tropezamos con las «decisiones» cada cuatro pasos.

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III

EXPERIENCIA INTERNA

Hasta aquf hemos examinado la aplicación del método lingOfstico de Wittgenstein tan sólo a los problemas relacionados con el len­ guaje mismo, o a problemas de lógica intimamente relacionados. Uno de los temas de las Philosophical Investigations acerca del cual gira mucha discusión, es el statu del concepto de experien­ cia, y del carácter privado que atribuimos a la experiencia. Aquí nos hallamos en el viejo terreno filosófico, en medio de aquella oscura floresta de problemas, en la cual, desviándose del sendero, se ha extraviado la filosofía moderna. Para Wittgenstein, la forma de cualquier problema filosófico puede ser expresado me­ diante las palabras «No sé que camino he de seguir4*.» Estos principios, pues, son los que es lógico que adoptemos si es que tenemos que considerar la aplicación del método en una prueba ulterior algo más completa. La posición filosófica que Wittgenstein trata de destruir puede ser calificada, en lineas generales, de dualismo, aunque corriendo el riesgo de dejar la impresión de que se propone reemplazarlo con algo que pudiera llamarse monismo. Pero el monismo, mental o materialista, es tan sólo para Wittgenstein otro error, aún más profundo. Advirtiendo la insostenibilidad del dualismo, los filósofos que se hallan demasiado inmersos en él para poder hacer marcha atrás se esfuerzan por hallar un fondo seguro, aún más profundo. Pero, por ahora lo que nos interesa es el dualismo. Con el mundo exterior, al parecer, todos estamos familiarizados. Aquí hay cosas que podemos ver y conocer; hay un sujeto cognoscente y objetos conocidos, que existen independientemente el uno del otro, objetos tales que pueden ser confundidos y que deben ser identificados, pero que normalmente podemos reconocer cuan-•*

• * Véase Pl, 123.

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do nos son presentados sin ambages. Todos los hombres son ha­ bitantes de este mundo público, pero cada uno de ellos, según la creencia del dualista, vive en un mundo interior de su propiedad. También aquí hay objetos, pero se trata de objetos que sólo él puede ver y conocer. Aquellos objetos exteriores que miramos y reconocemos los pode­ mos también confundir; pero éstos, los interiores, con sólo mirarlos necesariamente los tomamos por lo que son. Cada persona percibe directamente el contenido de su propia mente, su reino privado; pero queda, por necesidad, excluido del de otras personas. Lo que un hombre experimenta él sólo lo sabe y no puede evitar saberlo, pero lo que otros experimentan debe inferirlo de lo que halla en el mundo exterior. Según esto, el espíritu y la materia, o si se prefiere, la experiencia y la materia, son dos tipos distintos de sustancia, de cosa existente: es un hecho que ambas están muy íntimamente relacionadas, pero parece teóricamente posible que pudiesen haber estado relacionadas de modo diferente, o no relacionadas en ab­ soluto. Ahora bien, la mayoria de nosotros estamos familiarizados con lo que significa esperar o temer, sentir dolor o pensar en esto o aquello. La doctrina que se nos presenta, pues, no nos dice nada que ignoremos por lo que se refiere a nuestra experiencia de nues­ tra vida interior. Lo que hace, en todo caso, es presentarla en forma de imagen, y por ello sería conveniente analizar las aplicaciones de la imagen. Pero incluso así, preciso es añadir, la doctrina más que retratar la experiencia interna, describe las formas lingüísticas que empleamos al hablar de ella. Y además lo hace mal. Los dualistas han intentado caracterizar una clase de objetos o un reino del ser. La tesis de Wittgenstein es de que tales propuestas descripciones filosóficas del mundo se hunden y demuestran que no son otra cosa sino informes de la gramática. Tenemos que mencionar aquí la distinción entre cuestiones que caen dentro de un determinado juego lingüístico y aquellas cuestiones estructu­ rales que ante todo intentan abarcar el juego en su conjunto, o trascenderlo. Si tenemos que criticar el contenido del mundo, tene­ mos que usar las formas lingüísticas pertenecientes a tal crítica, pero éstas producen tan sólo usuales cuestiones tácticas científicas o particulares. Si tenemos que ir más allá de este punto, realmente, no nos cabe sino exponer o representar estas formas, digamos, de un modo gráfico, o sino representarlas de modo inadecuado, confundiéndolas con otras. A decir verdad, la tesis general de Wittgenstein consiste en que las perplejidades filosóficas surgen cuando, engañados por similaridades de forma y haciendo caso omiso de las diferencias de función, interpretamos una parte de nuestro sistema lingüístico sobre la falsa analogía de algún otro. La imagen dualista de la mente que hemos esbozado procede de interpretar el lenguaje de la experiencia en términos propios del .150

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lenguaje de los objetos públicos, puesto que el reino privado del que hemos hablado es un Intento de ver la vida mental según la imagen del mundo de las cosas ordinarias. Generalmente decimos que las personas perciben objetos físicos: mesas, sillas y cosas por el estüo; el dualista dice que la mente percibe realdades internas: ideas, imágenes o actos de la voluntad. Lee un juego lingüístico en términos del otro. Pero es que además parece que están impli­ cados dos errores separados, aunque se presenten algunas difi­ cultades en cuanto a su mutua relación83. En primer lugar, nos imaginamos que estamos tratando con dos reinos ortológicos, cuando en realidad estamos tratando de dos partes del lenguaje; en segundo lugar interpretamos mal a uno el juego lingüístico de la experiencia interna y lo proyectamos sobre la gramática del juego lingüístico del mundo público de las cosas. El lenguaje en el que hablamos de la experiencia privada forma, en realidad, parte de un lenguaje público más amplio que es aprendido en contextos sociales. Aprendemos el significado de palabras tales como «dolor» cuando otras personas se hacen daño, son consoladas, atendidas, etcétera. Y tras haber, antes, simplemente llorado, por primera vez aprendemos a quejarnos y a buscar ayuda. El lenguaje recibe significado en su contexto, y sin él no tendría ninguno. De aquí que la posible expresión del dolor esté involucrada en el concepto de un modo que no tiene paralelo en nuestros conceptos de las cosas físicas. Pero esto tal vez se vea más claro, dentro de poco. El dualista imagina que aprendemos estos conceptos, no en algún contexto social, sino privadamente, de nuestra propia experiencia. De la imagen que se forja se sigue que uno podría vivir y moverse enteramente en el propio mundo privado; los filósofos, con frecuen­ cia han considerado que éste era el punto de partida del cual se progresaba hasta el descubrimiento de las cosas externas. Y, real­ mente, se han sentido confusos ante el problema de cómo es posi­ ble hacer ese descubrimiento en estadio alguno, dadas las circuns­ tancias, y más aún de cómo penetramos en el mundo privado de ninguna otra persona. Esta doctrina presupone la posibilidad de un lenguaje privado (un lenguaje que no permita las referencias a cosa alguna fuera de las propias experiencias del hablante), aun­ que sólo sea expresable. A decir verdad, el error que Wittgen­ stein halla, cortará, en apariencia, ambos caminos. Es como resulta­ do de la lectura errónea del lenguaje de la experiencia sobre la base del lenguaje de los objetos públicos, que el dualista se ve empujado a considerar la mente como el lugar propio de ella, como un mundo para ella. Pero esa imagen, a su vez, requiere que cada mente pueda poseer su propio lenguaje, que funcione, tal como se aprendió, del todo internamente. Tal lenguaje será, por necesidad, privado, ya que otras personas no tienen acceso directo a estas experiencias, y únicamente pueden inferir su exisVéase, m is abajo, pp, 193-5.

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tencia de los objetos públicos que observan, pero éstos no pueden mencionarse en el lenguaje. Se puede creer que la idea no presenta dificultades. Se diría que no pocas veces nos hablamos en un monólogo interno, y sin embargo en ese monólogo aún nos refe­ rimos a cosas que están en «el mundo e x te rn o , y hablamos un lenguaje que hemos aprendido de los demás. Tenemos que ima­ ginar un lenguaje derivado de y confinado a la esfera de nuestra experiencia interna54. Wittgenstein niega que tal lenguaje sea po­ sible. Este lenguaje privado imaginario no corresponderá al lenguaje de la experiencia tal como existe en cuanto que parte del habla ordi­ naria. Aqui lo interno y lo externo, podríamos decir, son mitades de un todo único, pero si partimos el juego lingüístico normal, si tomamos las dos mitades por separado, cada una de ellas tiene que convertirse en una totalidad de por si. Luego, al interpretar que nuestra discusión lingüistica es una discusión sobre las cosas existentes, nos quedamos con la mutua exclusión de dos mundos separados y replegados sobre sí. Tal es la imagen del dualista (una imagen impracticable), y al bre­ gar por liberarnos de ella tan sólo conseguimos enredarnos aún más. El dualismo conduce al behaviourismo. Puesto que nos han dicho que tenemos que considerar la experiencia interna de un hombre, sus imágenes mentales, sus sentimientos y realidades similares como formando una clase de objetos que yacen escon­ didos del resto de nosotros en algún lugar cerrado, se trata de objetos que sólo él puede percibir. El resto de nosotros podemos observar cómo habla y se comporta, y cómo reacciona frente a nuestra conducta y nuestra habla, pero no los resortes que impelen esta actuación visible; a éstos sólo podemos llegar por inferencia. Si no desempeñan ningún papel en nuestras vidas, si la conducta externa del hombre llena todas nuestras necesidades corrientes, y es todo, por asi decirlo, con lo que podremos tratar jamás, al objeto interno no se le toma en consideración porque no viene al caso. Parece que no importa que aquellos objetos interiores estén o no estén en sus secretas alacenas, ya que cualquier cosa que podemos esperar ver o conocer será la misma. El behaviourista, por tanto, los rechaza tildándolos de ficticios, y a decir verdad una ficción servirá tanto como una entidad de la que no podemos co­ nocer nada01. No obstante, el propio Wittgenstein ha sido considerado un beha­ viourista. Ya que se puede preguntar, si se rechaza el dualismo — y aunque no se use el término, el punto de vista está bien claro— ¿qué otra alternativa queda? Pero Wittgenstein no se pro­ pone ofrecer alternativas; no dispone de otra teoría o imagen; ni dispondrá. i>4 Véase Pl, 244. es Pl, 293. véase 304.

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Basta con que las formas ordinarias del discurso que se refie­ ren a la experiencia existan y funcionen satisfactoriamente. Aquf, como en los demás sitios, lo que precisamos es observar y anotar, no explicar, la práctica de un juego lingüístico. En realidad, el dualismo no nos dice nada; todo lo que aquí nos hace falta es deshacernos de una imagen. La tarea que Wittgenstein se fija es de carácter negativo, la vieja imagen no tiene que ser reemplazada por ninguna otra. Y, sin embargo, esa imagen dualista es tal, que se nos impone vigorosamente, que parece que si rechazamos el behaviourismo no dejamos ninguna otra posibilidad a la que acudir. Ciertamente, la impresión que la obra de Wittgenstein ha creado tal vez proceda también de otros factores, ya que existen, claro está, formas de mentalismo combatidas por él. Hemos visto antes el modo como caemos en una falsa idea del entendimiento; al no reconocer que entender una palabra es, hablando en términos generales, saber usarla, y advirtiendo que debe ser más que la posesión de cualquier tipo de sentimientos e imágenes; los filósofos son propensos a considerarlo como alguna especie de proceso aún más etéreo: el acto puramente mental tiene lugar en algún me­ dio gaseoso de superior finura. Wittgenstein lo niega, y a causa de esta negación, se le dirá que rechaza de modo general los procesos mentales4*. En primer lugar es preciso ver que no se discute ninguna cuestión de hecho; no se trata, en absoluto, de la existencia o no existencia de una clase de objetos. Nuestro único interés se refiere a la ade­ cuación de un modo de representación gráfica. El rechazo del behaviourismo, dice Wittgenstein— la negación de que el dolor sea un tipo de conducta — puede tener tintes oscurantistas, pero ello tan sólo a causa de que a la discusión gramatical se la confunde con una discusión ontológicanT. A nosotros nos interesa el lenguaje, no la realidad. En algún senti­ do la experiencia es claramente privada: no se puede decir, al pie de la letra, que una persona siente los sentimientos de otra. Decir tal cosa significa darse cuenta de un punto de la gramática, y po­ dríamos ensenar el uso de la palabra de este modo, diciendo «La experiencia es privada». Serla como decir que una vara tiene necesariamente una determinada longitud, o que los colores son visibles0*. Los términos «objeto físico» y «experiencia» son gra­ maticalmente diferentes04. Y esta diferencia precisa ser recalcada, Pl, 308. V íase arriba, pp. 24-5. Tal vez valga la pena añadir la sugerencia de que gran parte de la perplejidad del Concept of Mind del profesor Ryle surge de la confusión de algo como esta relativamente modesta y ciertamente plausi­ ble tesis con alguna otra mucho más amplia pero también mucho menos defen­ dible. Pues decir esto, y solamente esto, no es librarse del dualismo o del «acceso privilegiado» o del problema de nuestro conocimiento de las mentes de otras personas. 87 RFM, II. 79. 88 Véase Pl. 251-3; véase 295. as Véase Pl, 293.

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ya que el error del dualista consiste en asimilarlas. La gramática nos permite decir que dos personas ven la misma mesa; nos pro­ híbe decir que dos personas han sentido el mismo dolor. Nos prohíbe absolutamente además, cuando se trata de entidades ma­ temáticas, por ejemplo de los números, decir que los vemos o los sentimos. Los números no son objetos invisibles, al modo como alguna sustancia perfectamente transparente podría ser invisible, puesto que la idea de verlos es absurda. Este es el tipo de dife­ rencia del que nos ocupamos. Suponiendo que un hombre dice que siente dolor, no cabe la posi­ bilidad de que se halle en un error; puede ser que mienta, pero esa es otra cuestión. Esta infalibilidad se diferencia notablemente de la que se atribuye a las afirmaciones más dignas de crédito acerca de los objetos físicos. Supongamos que un objeto se halla ante nuestra vista, uno lo mira y dice lo que es. Sin duda alguna, una información dada en estas circunstancias puede, normalmente, darse por buena. Pero el objeto está aún por identificar, sus ca­ racterísticas típicas pueden ser señaladas, y aún podría decirse, de modo perfectamente inteligible, que habla sido erróneamente identificado. Pero la información de que uno siente dolor es, a este respecto, más que un grito, como una exclamación. Aquí no cabe el equivocarse o el acertar, no queda resquicio para la duda10*. Nos sentimos tentados a decir que una persona que sufre debe también saber que está sufriendo. Ahora, sí verdaderamente lo siente; eso es parte del significado de «dolor». La sensación llega, y el que lo experimenta lo hace saber; pero no hay nada más. Es verdad que no tiene sentido decir que un hombre se cree equivo­ cadamente que sufre. Si mantener que él lo sabe no es más que un modo de decirlo, Wittgenstein no lo habría discutido. Wittgenstein habla de una discusión filosófica en el curso de la cual uno de los contendientes se sintió empujado a golpear su pecho y gritar: «¡Pero no me negaréis que sólo yo puedo sentir este dolor!11 Al obrar asi, dice Wittgenstein, aquél daba dramático testi­ monio de su adhesión a la práctica gramatical existente. Las frases del tipo «Yo sentí su dolorosa punzada» no pueden ejercer ninguna función normal, y este estado de cosas se lo representa el dualista en forma de imagen. Encontramos natural decir, primero, que una persona no puede sentir el dolor de otra, para interpretar luego la afirmación sobre la analogía de otras, tales como que uno no puede, en un caso dado, abrir la caja fuerte de otro. No se hace ninguna luz al insistir, sea con la convicción que fuere, en que esas son realmente las prácticas lingüisticas que seguimos; de ello no cabe duda. El poeta Collins escribió:

i» Véase Pl, 244. Véase Pl, 253.

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Golpéate en el pecho, sabio, y di ¿qué es la verdad y cuál el camino de ella? «¿Por qué golpear su pecho?» preguntó Boswell. «¿Por qué? Caba­ llero», dijo Johnson, «pues para demostrar que iba de veras». Nuestra destreza en formar una imagen no significa nada, nuestra torpeza no tiene mayor significado. Lo que nos interesa es la apli­ cación de la imagen. Tenemos la tendencia a considerar la ceguera como una especie de nube, una oscuridad en la cabeza del ciego; pero cuando reflexionamos acerca de la imagen y vemos que no tiene ningún uso, ninguna aplicación, no miramos de reemplazarla por otra12. Lo que no podemos imaginar lo rechazamos por im­ posible, aquello a lo que nos aferramos, nuestras imágenes y cua­ dros son muchas veces ociosos e inaplicables73. Cuando alguien afirma que tan sólo él puede experimentar su propio dolor, Witt­ genstein pregunta a quién lo está diciendo y con qué fin. La a fir­ mación no pertenece a ningún juego lingüístico, no establece cone­ xión alguna con el resto de nuestro uso. Dicho en otras palabras, ciertamente podría hacer las veces de una proposición irreprensi­ blemente gramatical del tipo de que los colores son visibles. Lo que precisamos es conseguir una idea clara del juego lingüísti­ co en el que el habla de la experiencia opera de hecho. El dualista considera dos cosas que él ve enlazadas: un objeto físico, es decir, un cuerpo humano y una experiencia, verbi gracia de dolor que tiene lugar cuando ese objeto es, por ejemplo, calentado o golpea­ do. No se presenta ninguna razón en la lógica, por la que el dolor no pueda estar asociado con objetos de otra especie, por ejemplo con un bloque de madera o una sartén. La carencia del medio de expresión y nuestra consiguiente ignorancia, serian una cuestión empírica. Sin embargo, con ello hacemos violencia a la gramática con nuestros términos, hablamos no de objetos, sino de personas que tienen experiencia. Una persona puede que sienta un dolor en la mano, y en cierto sentido se puede decir que el dolor está relacionado con la mano. Sin embargo es la persona y no la mano quien se queja, y es a la persona, no a la mano a quien expresamos nuestra condolencia. No cabe duda de que una madre dice a veces «Pobre manecilla» cuando le duele a su niño e incluso la besa, pero lo hace medio jugando. Incluso en el caso de que nos com­ portáramos normalmente así, no le serviría de nada el argumento dualista, pues en tal caso tan sólo se podría decir, en tanto en cuanto la situación se pueda imaginar cuerdamente, que estaría­ mos tratando a las manos como si fueran personas. Una sartén, señala Wittgenstein, puede hacerse daño, desde luego, en un cuento de hadas, pero allí también puede quejarse74. « Pl. 424. •ra Véase Pl, 395-7. w Véase Pl, 282. sig.

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El considerar a alguien persona es adoptar una actitud hacia él. Tan sólo a las personas y a lo que se les parece y a los animales, hasta cierto punto, y en el reino de la ilusión, a las muñecas tal vez, se puede expresar compasión, aliento o rencor. Dar punta­ piés a la piedra con la que se ha tropezado es cometer un error lógico de gramática. Si tratamos de imaginar una piedra o un bloque de madera que sienten agudo dolor se pone al descubierto una parte del modo como encajan las partes del juego lingüístico. Lo mismo darla imaginar el dolor que siente el número siete. Pero que se trate tan sólo de una mosca, dice Wittgenstein, algo que pue­ da menearse, y la idea de dolor vuelve a cobrar sentido; aquí halla algo que se parece a un punto de apoyo19. Estos usos lingüísticos están construidos alrededor de ciertos tipos de situación; no se puede quitar el bloque central y dejar en pie la estructura que se aguanta sobre aquél. Es del cuerpo humano de donde sacamos nuestro prototipo o paradigma de la consciencia*10*. Tratar de pasarse sin él al tiempo que se juega el juego lingüístico que gira alrededor de él, es como rendir culto sin Dios, o luchar sin enemi­ go, cosas ambas, podríamos advertir, que algunas personas de un modo nebuloso, se creen que hacen. De nuevo pasa un poco como si fuésemos a formar nuestra idea de la poesía metafísica, por ejemplo, a partir de la práctica de Donne y Cowley, para preguntarnos luego si los propios Donne y Cowley fueron verdade­ ros poetas metafísicos. Las palabras del tipo de «dolor» reciben su significado, como hemos visto, en contextos sociales en los que la expresión de dolor desempeña un papel. Aisladlas de estos con­ textos como hace el dualista y quedan destruidos su uso y su sig­ nificado normales. Pero el error se evidencia en esto: que si la gramática de las sensaciones se lee en términos de la de los objetos físicos, uno tendría, por necesidad, que identificar su propio dolor tal como se identifica la propia estilográfica, y siempre cabría la posibilidad imaginable de equivocarse11. Pero estas consideraciones nos llevan otra vez al tema crucial y central de la intimidad. Indudablemente, se dirá que el paradigma de consciencia de una persona es su propia experiencia. Uno sabe por su propio caso lo que es sentir dolor, eso es algo con lo que es­ tamos directamente relacionados. Al de otras personas llegamos por inferencia, y su conducta, la expresión del dolor, es entonces tan sólo las pruebas o datos que usamos. Se hace evidente que, a fin » Pl, 284; véase 282 y 310. >0 Este punto es expuesto con gran claridad por el Profesor Malcolm en su valiosa recensión de Philosophlcal Investlgations en The Phllosophical Revlew, LXIII. n.° 4, pp. 530-2 que también he utilizado en otro lugar. i t «Esa expresión de duda no tiene cabida en el juego lingOistico; pero si corta­ mos la conducta humana, que es la expresión de la sensación, parece como si yo pudiera empezar legítimamente a dudar de nuavo. Mi Inclinación a decir que uno podría tom ar una sensación por algo diferente de lo que es, surge de lo siguiente: si asumo la abrogación del juego lingOistico normal con la expre­ sión de la sensación, necesito un criterio para la identidad de la sensación, y por consiguiente también existe la posibilidad de error.» (Pl, 288).

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de cuentas todo gira sobre la posibilidad de un lenguaje privado, ya que aquí, ciertamente, tenemos la imagen dualista con la que empezamos. Decir, por ejemplo, que tenemos un paradigma inter­ no del dolor, significa decir que uno deberla explicarse qué es el dolor, o registrar en todo momento que se siente dolor, sin pasar jamás allende el círculo de nuestra propia experiencia o aprender el lenguaje común de otros. Esa imagen nos muestra, una vez más, nuestra vida interna como un reino privado de objetos que reduplica el reino de lo cotidiano. En Locke, por ejemplo, la metáfora es explícita; la reflexión es comparada a un ojo interno que se vuelve sobre el contenido de la mente. Para saber qué es el dolor, por tanto, tan sólo hace falta mirar hacia dentro, a la propia experiencia; con tal de que se conoz­ ca ésta, que es lo que indica la palabra, se tiene su uso completo en un puño” . Pero no será sólo de las palabras del tipo «dolor» de las que deberemos decir tal cosa; la mente contiene imágenes visuales y sensaciones además de los sentimientos. En la propia mente tiene uno las propias muestras que le dan el significado de «rojo» y «duro» y de «angular» en no menor grado que de «dolor», y son estas muestras lo que se conoce originariamente. De ello se sigue que cuando dos personas hablan de una manzana roja, igual que cuando hablan de un dolor agudo, no puede ser que realmente hablen de la misma cosa, o incluso en el mismo lenguaje. Cada uno tiene su propio ejemplar, su propia sensación, de la cual toma su significado la palabra «rojo» empleada por él; cada uno de ellos está excluido de la visión del ejemplar del vecino. Nunca se puede comparar a los dos. Pero si alguien usa la pala­ bra «dolor» y al hacerlo habla y comunica con otras personas, la palabra que usa debe ser la palabra vulgar, de sentido público, no aquélla a la que dimos significado mediante una referencia priva­ da” . Si aún nos aferramos a la imagen dualista concediendo un significado público a la palabra «dolor», mantenemos no obstante que existe algo, aunque su naturaleza sea inexpresable, que per­ manece al más allá; nos encontraremos con que las palabras que usamos, si es que usamos alguna — aquí la palabra «algo»— , per­ tenece al lenguaje público. En todo esto no se pone en duda el carácter privado de las sensa­ ciones, pues dicho carácter forma parte del juego lingüístico. «Las sensaciones son privadas» como ya he dicho, es para Wittgenstein una proposición gramatical que podríamos utilizar al ensenar la palabra. Tan sólo el que siente dolor puede dar cuenta de ello, y si dice sinceramente que le duele no puede equivocarse. De modo algo parecido, el hombre que ha aprendido la tabla del cinco puede recitarla; pero ya hemos visto que para recitarla correctamente no w Véaaa Pl, 264. t* Véaaa Pl, 272-4. 157

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es preciso que esté mirando al mismo tiempo mentalmente una imagen privada. Tal hombre no mira hacia dentro para obrar en consonancia. Estos dos casos, el de dar cuenta de los propios sentimientos y el de recitar lo aprendido, son muy diferentes en otros respectos, pero lo que tiene que rechazarse en ambos es la idea de que una información o actuación correctas tan sólo pue­ den tener lugar tras un acto de introspección. Debemos desechar la imagen del hombre que tras haber mirado en una caja secreta queda fidedignamente informado de su contenido, que conoce por­ que ha visto. La definición ostensiva es también una actuación que tiene su función en el mundo público; y aquí la exhibición de una simple muestra puede servir para conferir significado a una palabra. Esta­ blece criterios de identificación. Existen ciertos procedimientos para mostrar o señalar, y reglas para la conducta lingüistica sub­ siguiente de quienes asisten a ellos. Si se tiene que dar significado a las palabras en un lenguaje privado, será precisa una definición ostensiva privada. Supongamos que alguien tiene que dar nombre a una determinada sensación80. Tal vez uno concentra su atención en la propia experiencia; como si dijéramos, uno señala hacia adentro. Wittgenstein se pregunta qué finalidad tiene esta ceremo­ nia privada ya que parece ceremonia y nada más que ceremonia. Quizá tiene el efecto de imprimir a la vez en la propia mente la sensación y su nombre, como para asegurar el futuro uso correcto del segundo. Realmente, mientras tengamos un sistema público de referencia con el que juzgar lo correcto y lo inadecuado, seme­ jante acto de autoimpresión puede tener el uso indicado. Pero en un lenguaje necesariamente privado no puede existir medio alguno de determinar lo verdadero y lo falso. Aquf llegamos al quid de la argumentación de Wittgenstein. Ha­ blar un lenguaje es, en su opinión, tom ar parte en una cierta forma de actividad social, la cual, además, está gobernada por reglas. De aqui que la conducta pueda ser condenada como errónea o irregular; los procedimientos de un individuo pueden diferir de los procedimientos aceptados. Tenemos una norma a la que referirnos. En el caso de un lenguaje privado no es posible tal apelación, no puede existir nada parecido a una práctica divergente o irregular, y de aqui que la noción de un lenguaje tal, sea absurda81. Se podría decir, tal vez, que la práctica de un hombre en una ocasión puede chocar con su práctica en otra ocasión, aún cuando no exista ninguna ulterior apelación. Supongamos que en un mo­ mento determinado ocurre una sensación, y, mediante el tipo de proceso del que hemos hablado, el sujeto le da un nombre. Más ta r­ de vuelve a darse la misma sensación o al menos asi lo dice el que5 1 0 50 Véase Pl, 256 sig. 51 Véase Pl, 199-202.

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la experimenta. Con toda certeza, se dirá, uno puede acertar o equivocarse; el uso que se hace del nombre en el momento presente puede ser el mismo o diferente del uso previo de él. Ciertamente, puede ser asi, supuesto que exista alguna posible referencia más allá de la propia sensación del hablante. Pero si ésta falta, tendre­ mos que decir que, según lo que él llame lo mismo, así es. Pues no existe ninguna otra prueba. Y en tal caso, está claro, que la idea es absurda. Se diría que estamos dispuestos a dar por sentado este concepto de la mismidad, incluso cuando somos de lo más escru­ puloso con los demás, pero también éste debe pertenecer a un juego lingüístico dado. Ya suscitamos la cuestión con referencia a alguien que al decirle que continúe la serie