La vanguardia y su huella
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Selena Millares (ed.)

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LA VANGUARDIA Y SU HUELLA Selena Millares (ed.)

Colaboran Anthony Stanton, Domingo Ródenas de Moya, José Antonio Mazzotti, Selena Millares, Jorge Fornet, Rosa García Gutiérrez, Francisca Noguerol, Esperanza López Parada, Ana María Díaz Pérez, Jorge Dubatti, Raquel Arias Careaga, Carmen Valcárcel, José Antonio Llera, Patricio Lizama, Laura Ventura, María José Bruña Bragado, Laura Hatry y Teodosio Fernández

Iberoamericana - Vervuert - 2020

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La edición de este libro ha sido auspiciada por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y se enmarca en el Proyecto de Investigación de Excelencia FFI2017-84941-P. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2020 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2020 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 © De las ilustraciones, sus autores. (A los editores no les ha sido posible averiguar los propietarios de los derechos de todas ellas. A los interesados que puedan hacer valer sus derechos se les ruega ponerse en contacto con la editorial.) [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-135-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-018-6 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-019-3 (e-Book) Depósito Legal: M-14704-2020 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiro Imagen de cubierta: Joan Miró, Pintura-poema. (Le corps de ma brune puisque je l’aime comme ma chatte habillée en vert salade comme de la grêle c’est pareil), 1925. Óleo e inscripciones manuscritas sobre tela, 130 × 97 cm, Colección particular. Foto Archivo Successió Miró © Successió Miró 2020 Interiores: Erai Producción Gráfica Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Selena Millares La vanguardia entre dos siglos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 FORMULACIONES POÉTICAS Anthony Stanton La neovanguardia surrealista en la poesía y la prosa narrativa de la década de 1950: Paz, Cortázar, Fuentes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Domingo Ródenas de Moya Sobre la neovanguardia en España (notas vagas) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 José Antonio Mazzotti De “la otra vanguardia” al transbarroco peruano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Selena Millares Amberes de Roberto Bolaño, artefacto de vanguardia (con una apostilla sobre Carlos Oquendo de Amat) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 TEXTOS FRONTERIZOS Jorge Fornet Batallas de papel: la insoportable tentación de los manifiestos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 Rosa García Gutiérrez Epílogos y epitafios de la vanguardia: nostalgias, parodias, abjuraciones, inmolaciones (Los detectives salvajes). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 Francisca Noguerol Pervivencia de las vanguardias en el siglo xxi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

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Esperanza López Parada El trazo y la resistencia: formas poéticas de la ilegibilidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . 167 Ana María Díaz Pérez Crítica como creación: la nostalgia Dadá de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 ESTRATEGIAS TEATRALES Jorge Dubatti Campos procedimentales de la vanguardia en el teatro (de la escena liminal de Oliverio Girondo a la dramaturgia postsurrealista de Aldo Pellegrini) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 Raquel Arias Careaga Itinerarios teatrales en el siglo xxi. El teatro español del nuevo siglo. . . . . . . . . . . 259 DIÁLOGO DE LAS ARTES Carmen Valcárcel Los ensamblajes poéticos de Julia Otxoa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283 José Antonio Llera Joan Miró en los versos de Juan Eduardo Cirlot. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 303 APUNTES SOBRE NARRATIVA Patricio Lizama Cortázar y la nueva física. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325 Laura Ventura “Nuevos cronistas de Indias”: narradores posmodernos tras la estela de Arlt y Quiroga. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 343 María José Bruña Bragado Tras las huellas de Elena Fortún y Luisa Carnés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357

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Laura Hatry Minificciones y prosemas: de la vanguardia al siglo xxi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 379 Teodosio Fernández El género policial y la vanguardia: Jorge Luis Borges. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 401 Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 423

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Con la publicación de La vanguardia y su huella se cumple la tercera y última etapa de una singladura extensa, compartida por un amplio grupo internacional de investigadores en torno a un proyecto común: explorar las literaturas hispánicas de vanguardia como una realidad viva y sin fronteras a través de algunas de sus aristas menos transitadas. La primera entrega de nuestro tríptico, En pie de prosa. La otra vanguardia hispánica, se dedicó a las prosas olvidadas de los años veinte y treinta del pasado siglo, cuya rareza deslumbrante quedó ensombrecida por el fulgor de las manifestaciones poéticas y por el ruido de los debates ideológicos, pero que fue simiente esencial de la llamada nueva novela hispanoamericana. Le siguió un segundo libro, Diálogo de las artes en las vanguardias hispánicas, dedicado a una aventura expresiva que no solo rompía las fronteras entre los géneros sino también entre las distintas disciplinas artísticas tradicionales. Y esta última entrega, La vanguardia y su huella, se ocupa de la proyección de aquel intenso dinamismo de las primeras décadas del siglo xx en las escrituras de la posvanguardia y del siglo xxi, con diversas calas en la fecundidad y legado de las vanguardias históricas y las formulaciones que las suceden, que incluyen la recodificación de géneros, lo fragmentario y lo interartístico, y que están atentas al espacio urbano y al ciberespacio, y también a lo periférico y a las voces olvidadas en los tiempos del canon y su dogma. Hemos querido por otra parte enlazar estos tres libros —testimonio de nuestras travesías— con la elección para su cubierta —un libro es siempre una nave­­— de obras de algunos de los artistas que en ellos son tratados: César Moro, Wifredo Lam y ahora Joan Miró, cuya Pintura-poema da fe de la vigencia, dialogismo y universalidad de unas propuestas no tan lejanas. El proceso de las ideas estéticas desde la vanguardia ha sido tumultuoso: incluye en la posmodernidad una tendencia conservadora que opone el ci-

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nismo, la ironía y el narcisismo a los sueños utópicos de la modernidad, y la sucede una corriente neoconservadora más agresiva si cabe, que fagocita y mercantiliza la disidencia artística. En este sentido pueden recordarse las reflexiones de la neovanguardista Annie Le Brun, que en Lo que no tiene precio delata la perversa apropiación de la rebeldía por los poderes financieros, y apunta que esa mercantilización delirante va asociada al auge de la informática y la sobreabundancia de imágenes y signos que se neutralizan en “una masa de insignificancia, que no ha dejado de invadir el paisaje para operar en él una constante censura por el exceso” (2018: 30). También puede recordarse al respecto la acusación que hace el historiador Yuval Noah Harari de las “dictaduras digitales”, que concentran todo el poder en manos de una élite mínima: “Las próximas décadas podrían estar caracterizadas por grandes búsquedas espirituales y por la formulación de nuevos modelos sociales y políticos”, pero “nos hallamos todavía en el momento nihilista de la desilusión y la indignación” (2018: 35). Mientras tanto, como ha comentado el ensayista Jordi Gracia, el bullicio mediático “lo convierte todo en irrelevante y esconde lo estructural tras la mensajería frenética”, “desjerarquiza e invisibiliza lo fundamental a favor de lo accesorio y provocador” (2018: 60). En un tiempo como el nuestro, en que el canon ha desaparecido y el paisaje cultural es extremadamente confuso, resultan inquietantes por proféticas las palabras del chileno Roberto Bolaño en Estrella distante, donde un siniestro personaje afirma que la revolución pendiente en la literatura será su abolición: la poesía la harán los no-poetas para los no-lectores (1996: 143). Algo de eso habría, tal vez, en cierta mentida democratización del arte, favorecida por la cegadora algarabía de las redes sociales. Nuestro proyecto de investigación1 se ha planteado como objetivo rastrear cuánto queda de aquella insurgencia fecunda en un tiempo de desorientación que el mismo Bolaño comentaba así en el cambio de siglo: “Como lectores hemos llegado a un punto en donde, aparentemente, no hay salidas. Como escritores hemos llegado literalmente a un precipicio. No se ve forma de cruzar, pero hay que cruzarlo [...]. Si no queremos despeñarnos en el precipicio, hay que inventar, hay que ser audaces, cosa que “Literaturas hispánicas en vanguardia, siglo xxi”, Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, Proyectos de Excelencia, ref. FFI2017-84941-P. 1 

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tampoco garantiza nada” (Braithwaite 2006: 99). Por su parte, la mexicana Valeria Luiselli anotará: Nadie ha sabido tejer una narrativa que haga frente al vacío que nos dejó el siglo xx a los que nos volvimos adultos en el cambio de milenio. Pienso mucho, entonces, en [...] el mundo que se esfumó de un día para otro cuando empezó el culebrón noticioso de Twitter, el neobalzaciano, pero soporífero, tapiz de Facebook, la agresiva y porno Instagram. Mi generación, perdida entre las grietas del convulsionado cambio de siglo, está ávida de miradas que volteen hacia atrás y miren hacia delante, y nos digan qué carajo pasó y quiénes somos (2017).

Desde un saber cuestionado por la era del vacío de Gilles Lipovetsky, y paradójicamente oscurecido por la sociedad transparente de Gianni Vattimo, hemos desembocado hace tiempo en la muerte de la posmodernidad —“el posmodernismo es un cadáver con al menos diez años de sepultura” (Gracia 2018: 70)—. El momento actual está por definir, en un siglo que se inauguró con el atentado brutal de las Torres Gemelas en 2001, para luego hundirse en la Gran Recesión de 2008-2018 y en la crisis de unas alarmas climáticas sin precedentes y de la pandemia de 2020. Los sentimientos dominantes de vacío existencial, indefensión e incertidumbre son bien distintos a los de aquel tiempo estático —donde parecía decretado el “fin de la Historia”—, por la irrupción de una violencia y una vulnerabilidad nuevas, multiplicadas por la impetuosa globalización y su vocación por el sensacionalismo y la espectacularidad. En la literatura se imponen ahora tendencias como la distopía —heredera de G. Orwell, A. Huxley, P. K. Dick—, la novela negra —una contraépica urbana que delata lo violento y lo sórdido—, la historia —revisitada críticamente—, la crónica —con su homenaje a la inmediatez—, el fragmentarismo de las minificciones —testimonio de un nuevo modo de leer impulsado por las pantallas—, el feminismo —con la reivindicación de tantas voces olvidadas, la acusación de la violencia y las poéticas existenciales que hablan del cuerpo y del dolor—, el regreso de lo fantástico —a veces desde el horror gótico— o la tematización del arte y el artista —a menudo, de las vanguardias— como espacio de refugio y esperanza. Por supuesto quedan muchos retos por delante, como esquivar la tiranía del mercado y rastrear los grandes valores oscurecidos por toda la hojarasca

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comercial del siglo xxi, o seguir abordando el mundo de la literatura en español sin las falsas fronteras que separan las dos orillas atlánticas, fronteras que la tan arraigada Leyenda Negra quiso reforzar tercamente, ajena a una realidad de vasos comunicantes impulsados por las voces precedentes. La vanguardia y su huella se compone de cinco partes bien diferenciadas, y comienza con la que se dedica a las formulaciones poéticas que proyectan la vanguardia en las décadas sucesivas. La abre Anthony Stanton con una reflexión sobre “La neovanguardia surrealista en la poesía y la prosa narrativa de la década de 1950: Paz, Cortázar, Fuentes”, que se centra en el neosurrealismo de escritores situados en la estela de la vanguardia histórica desde una “resistencia crítica”, con derivas hacia lo etnográfico y la indagación, desde esos postulados, en los mitos prehispánicos, a través de obras como ¿Águila o sol?, Final del juego y Los días enmascarados. Le sigue el análisis de Domingo Ródenas de Moya “Sobre la neovanguardia en España (notas vagas)” y su indagación en algunas paradojas del caso español, donde se suele hablar de la neutralización del aliento subversivo de las vanguardias por la dictadura franquista, sin considerar dos aspectos importantes: que también en el plano internacional ese movimiento “podía ser la coartada de la regresión política”, y que la neovanguardia española puede leerse como “una empresa de restitución cultural” que llena el vacío clamoroso del exilio y de América Latina. A continuación, en el ensayo “De ‘la otra vanguardia’ al transbarroco peruano” nos habla José Antonio Mazzotti de la oscilación de la poesía del Perú entre la línea conversacionalista —vinculada al Imagism anglosajón— y el transbarroco de raíz hispánica que emerge en las últimas décadas del siglo xx y en el xxi. La circunstancia política, dominada por la violencia de Sendero Luminoso, la crisis económica y las grandes migraciones, tendrán mucho que ver en esas derivas. Cierra esta sección el ensayo “Amberes de Roberto Bolaño, artefacto de vanguardia (con una apostilla sobre Carlos Oquendo de Amat)”, donde abordo la enigmática antinovela Amberes como testamento literario del autor chileno y como homenaje a la insurrección vanguardista —a través de su condición fragmentaria, cinematográfica, intertextual, metaliteraria y onírica—, y también como homenaje a esos grandes referentes que para Bolaño fueron Aloysius Bertrand, Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares o Carlos Oquendo de Amat.

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La segunda sección del libro está dedicada a “textos fronterizos”, y se inicia con el estudio de Jorge Fornet sobre “Batallas de papel: la insoportable tentación de los manifiestos”. En él se evoca la génesis de los manifiestos latinoamericanos desde los textos fundacionales de José Martí y Rubén Darío, y se recorre la genealogía reciente de ese casi género, de vinculaciones también religiosas y políticas. Las propuestas individuales de Pedro Lemebel, Martín Caparrós y Jaime Collyer, así como las grupales del Crack y McOndo, serán objeto de algunas de sus calas, que incluirán las contribuciones del infrarrealismo y de Roberto Bolaño. Por su parte, Rosa García Gutiérrez se dedicará igualmente al autor chileno, y en especial a su novela Los detectives salvajes, en “Epílogos y epitafios de la vanguardia: nostalgias, parodias, abjuraciones, inmolaciones”: recuerda la absorción y mercantilización de esa insurgencia por el sistema académico y económico, y señala que el fracaso de aquellos movimientos subversivos se convierte en argumento literario para autores como Antonio Orejudo, y en especial, Bolaño, de modo que esa muerte de la vanguardia se convierte, “paradójicamente, en su victoria”. En la estela del fénix que es esa aventura literaria, Francisca Noguerol nos habla de la “Pervivencia de las vanguardias en el siglo xxi”, y establece un paralelismo entre la poesía de los años veinte/treinta, la de los sesenta/setenta y “las e-vanguardias actuales”, para concluir que el recurso de las tecnologías de la información hace renacer el espíritu de aquel movimiento original en tres vertientes: una que califica como “barroco frío”, otra de “temas lentos” y una tercera que se rebela contra la institución literaria y cultiva lo conceptual. En esa última veta hará su exploración Esperanza López Parada con su ensayo “El trazo y la resistencia: formas poéticas de la ilegibilidad”, que invoca la radicalidad de algunos poemas de Vallejo o el “Poema enterrado” de Ferreira Gullar, para después ocuparse de la condición material del signo y el valor de lo ilegible en las escrituras contemporáneas, algo patente en una amplia diversidad de autores iberoamericanos que enlazan vanguardia y posvanguardia, en la consideración de que “lo ilegible del texto opera como la más inapelable de las demandas”. Por último, Ana María Díaz Pérez, con “Crítica como creación: la nostalgia Dadá de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa”, reflexiona sobre el diálogo de artes y letras en los textos que esos dos escritores latinoamericanos dedican, respectivamente, a los ready-mades de Marcel Duchamp Le Grand Verre y Étant donnés —con toda su ironía subversiva— y a la pintura de George Grosz, en un modo de homenaje a su libertad vital y creadora.

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El tercer apartado del volumen lo ocupan contribuciones dedicadas al género dramático, el más desatendido en relación con las estrategias de los ismos artísticos. En esa línea, Jorge Dubatti se ocupa de “Campos procedimentales de la vanguardia en el teatro (de la escena liminal de Oliverio Girondo a la dramaturgia postsurrealista de Aldo Pellegrini)”, y valora especialmente las contribuciones performativas y liminales, con ejemplos como la promoción que hizo Girondo de su libro Espantapájaros y también la de Norah Lange para 45 días y 30 marineros, para centrarse finalmente en la vigencia del surrealismo en la dramaturgia de Aldo Pellegrini y en el lenguaje desestabilizador, irracional y poético de su Teatro de la inestable realidad. A continuación, Raquel Arias Careaga reflexiona sobre los “Itinerarios teatrales en el siglo xxi. El teatro español del nuevo siglo”: nombra a José Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos y Fermín Cabal como renovadores del discurso escénico y pone de relieve las aportaciones de Angélica Liddell, Lluïsa Cunillé, Sergi Belbel, Elisenda Guiu, David Desola o Alberto Conejero. Recuerda además el teatro posdramático, efímero y autónomo, que hibrida tecnología, danza, videoarte y performance, al modo dadaísta y sin texto que lo sustente, con ejemplos como el del hispanoargentino Rodrigo García. La cuarta parte de este volumen se dedica al diálogo entre las artes, y cuenta con dos colaboraciones. La primera es de Carmen Valcárcel, que se ocupa de “Los ensamblajes poéticos de Julia Otxoa” y de ese espíritu que enlaza la vanguardia y la posvanguardia con la poesía concreta y visual, que cuenta con referentes como Man Ray, Marcel Duchamp y Joan Brossa. Desde ese ángulo analiza Valcárcel las propuestas de Otxoa, vertebradas por una concepción moral del arte que incluye inquietudes como la memoria histórica, la paz y el ecologismo. A continuación, José Antonio Llera nos hablará de “Joan Miró en los versos de Juan Eduardo Cirlot”, para abordar los vínculos del pintor catalán con la poesía, así como las dos composiciones y la monografía —Miró, 1949— que le dedicara Cirlot; de ese fecundo diálogo mironiano con lo poético dan fe además numerosas muestras, de Lise Hirtz, Rafael Alberti, Concha Zardoya, J. V. Foix, Joan Salvat-Papasseit, Joan Brossa, Joan Perucho, Salvador Espriu o Pere Gimferrer, entre otros. Finalmente, componen la última sección del libro algunas indagaciones sobre narrativa y vanguardia. En “Cortázar y la nueva física”, Patricio Lizama recuerda el vínculo entre imaginación poética y científica a partir de las pri-

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meras décadas del siglo xx, un vínculo testimoniado en escritores como Jean Emar, Vicente Huidobro o Jorge Luis Borges —que se continúa en otros autores posteriores, como Ernesto Cardenal y Nicanor Parra—. Lizama se centra en el análisis de algunos relatos de Julio Cortázar, impulsados por el extrañamiento y la apertura que convoca el encuentro de la otredad. Por su parte, Laura Ventura establece en “‘Nuevos cronistas de Indias’: narradores posmodernos tras la estela de Arlt y Quiroga” un puente entre la crónica literaria impulsada por modernismo y vanguardia y sus secuelas en dos generaciones: de un lado, la de Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis; de otro, la de Martín Caparrós, Leila Guerriero, Juan Villoro y Alberto Salcedo Ramos. Concluye Ventura que Roberto Arlt y Horacio Quiroga nutren con su savia esas aportaciones, que llevan el género a nuevas conquistas expresivas. En “Tras las huellas de Elena Fortún y Luisa Carnés”, María José Bruña Bragado vuelve la mirada sobre dos autoras de la vanguardia obliteradas durante décadas: de Fortún pondera su novela póstuma Celia en la Revolución, con su retrato del horror humano y de la banalidad del mal; de Carnés analiza especialmente Tea Rooms. (Mujeres obreras), una novela social imbuida de un lenguaje rupturista que vierte lo revolucionario del tema en la propia escritura. A continuación, Laura Hatry aborda “Minificciones y prosemas: de la vanguardia al siglo xxi”, y recorre una diversidad de autores —desde Juan Ramón Jiménez o Max Aub a Ana María Shua, Luisa Valenzuela o Andrés Neuman— para señalar algunas de las coincidencias y afinidades del género entre esos momentos históricos, como la asunción del formato de diccionarios e instrucciones, la ruptura de fronteras o la vocación metaliteraria. Finalmente, Teodosio Fernández se ocupa de “El género policial y la vanguardia: Jorge Luis Borges”, y estudia el interés del escritor argentino por ese género —a partir de las propuestas de Poe y Chesterton— como una vía posible de renovación de la narrativa, que permitía alejarla tanto del realismo decimonónico como del psicologismo y el esteticismo avalados por autores como Ortega y Gasset; para ello se centró Borges en la ficción policial constituida, desde el rigor, como “relato problema” —y desarrollada en el formato del cuento—, contribuyendo así a redimirla de su marbete común de subliteratura. Una última contribución faltaría en este elenco, pero solo tenemos su vacío: en este fin de viaje que supone La vanguardia y su huella no ha podido

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ya acompañarnos nuestra inolvidable Belén Castro Morales, que nos dejó en julio de 2018. Queremos que este volumen sea un homenaje colectivo a la sabiduría, la dulzura y la amistad de Belén, a la que sentiremos siempre muy cerca de nosotros. Selena Millares Bibliografía Bolaño, Roberto (1996): Estrella distante. Barcelona: Anagrama. Braithwaite, Andrés (ed.) (2006): Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Prólogo de Juan Villoro. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales. Gracia, Jordi (2018): Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo xxi. Barcelona: Anagrama. Le Brun, Annie (2018): Lo que no tiene precio. Belleza, fealdad y política. Traducción y prólogo de Lydia Vázquez Jiménez. Madrid: Cabaret Voltaire. Harari, Yuval Noah (2018): 21 lecciones para el siglo xxi. Barcelona: Debate. Luiselli, Valeria (2017): “Profanaciones”, El País, 27 de marzo, (26-05-2020).

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LA NEOVANGUARDIA SURREALISTA EN LA POESÍA Y LA PROSA NARRATIVA DE LA DÉCADA DE 1950: PAZ, CORTÁZAR, FUENTES Anthony Stanton (El Colegio de México)

En Hispanoamérica, el surrealismo tuvo una fase inicial, en las décadas de 1920 y 1930, con la presencia del peruano César Moro (activo en su país natal, en Francia y en México), del argentino Aldo Pellegrini (que funda, en Buenos Aires, Qué, la primera revista nuestra de esta tendencia, en 1928) y las múltiples actividades del grupo de La Mandrágora en Chile. Después, en las décadas de 1940 y 1950, hubo lo que yo llamaría un neosurrealismo, ejemplificado por figuras como Octavio Paz y Enrique Molina, además de pintores como Wifredo Lam y Roberto Matta, por no hablar de los artistas europeos exiliados, como el círculo de Wolfgang Paalen en México, y dos pintoras-escritoras notables: Leonora Carrington y Remedios Varo. El movimiento surrealista fue muy longevo por sus constantes transformaciones, pero siempre estuvo acompañado por una resistencia crítica, ya sea por razones estéticas o ideológicas. Vivió en la polémica y se alimentó de ella. Hemos padecido, desde hace mucho tiempo, un uso muy laxo del término “surrealismo”, que lo vuelve sinónimo de lo ilógico, lo absurdo, lo extraño, lo sobrenatural, lo maravilloso, lo extraordinario, lo fantástico, lo irracional o simplemente lo sorprendente. Por esa razón, el crítico Stefan Baciu, en la introducción a su Antología de la poesía surrealista latinoamericana (1974: 11-31), se sintió obligado a distinguir entre los surrealistas por un lado (los que participan en la ortodoxia del movimiento, publicando en sus revistas, firmando sus declaraciones y exponiendo en sus muestras oficiales) y, por otro, los surrealizantes (término que englobaría a los muchos creadores

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que, sin ser miembros del grupo y sin comulgar con toda la filosofía subyacente, se apropian de ciertos valores, actitudes, técnicas y recursos estilísticos en una época determinada). El problema previsible es que la línea divisoria entre surrealistas y surrealizantes no siempre es nítida. Por otra parte, el neosurrealismo es forzosamente distinto del surrealismo anterior: sus figuras principales no suelen ser militantes ortodoxos, sino simpatizantes escépticos y disidentes libres. Además, el panorama se complica más si pensamos que, hacia el final de la primera mitad del siglo xx, el fenómeno neosurrealista coexiste en Hispanoamérica con tendencias afines, algunas nacidas de su interior (como “lo real maravilloso americano” de Alejo Carpentier), otras paralelas con sus raíces en el posexpresionismo plástico (como es el realismo mágico, que tuvo grandes repercusiones en la narrativa). El cuadro se vuelve más confuso todavía si pensamos que el neosurrealismo también convive con nuevos brotes de otra corriente —muy anterior al surrealismo histórico—, una corriente que viene del siglo xix: la literatura fantástica. Como veremos, los deslindes son siempre problemáticos. En la época que nos interesa hay una acentuación, en Hispanoamérica, del surrealismo etnográfico y una necesidad de plasmar los usos y transformaciones de los mitos prehispánicos. Inspirados sin duda por las búsquedas anteriores de Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, los neosurrealistas intentan una exploración novedosa de ciertos mitos y ritos para fines de la creación literaria. Hay que recalcar que su interés no es histórico ni arqueológico, sino estético. No son, desde luego, neoindigenistas porque su empleo de los mitos puede ser incluso lúdico e irónico, como veremos más adelante. En estas páginas quisiera centrarme en ciertas obras en prosa de tres creadores que publican sus libros a principios de la década de 1950. Propongo una lectura comparativa de textos de tres libros: ¿Águila o sol? (1951) de Octavio Paz, Final del juego (1956) de Julio Cortázar y Los días enmascarados (1954) de Carlos Fuentes. Estos tres escritores cosmopolitas eran amigos en aquella época y hubo intercambio epistolar. Los dos mexicanos se conocieron en 1950 en París, ciudad donde vivía Paz y donde trataba con cierta frecuencia al argentino Cortázar. La relación entre estos dos comienza a mediados de la década de 1940, por sus colaboraciones en Sur y por la intermediación de José Bianco, secretario de redacción de la revista, y en 1949 Cortázar reseña la primera edición de Libertad bajo palabra para la revista de

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Victoria Ocampo. Y la Ciudad de México es el lugar donde los tres escritores dan a conocer los libros mencionados: Paz publica el suyo en Tezontle, por intermediación de Alfonso Reyes, mientras Fuentes y Cortázar entregan los suyos a la colección Los Presentes, dirigida por el escritor mexicano Juan José Arreola, de tendencias afines en aquella época. Una primera lectura indica que cada uno explota y saca a flote en el presente algo que parece provenir del pasado mesoamericano, algo que podemos llamar de varias maneras: una dimensión insólita, extraña, maravillosa, fantástica, irracional, absurda, inquietante o mágica. No es mi intención clasificar los textos como ejemplos de literatura fantástica o neofantástica o de realismo mágico o de lo real maravilloso americano, aun cuando los tres se asumen como lectores de Jorge Luis Borges y de otros precursores. Están conscientes del impacto que tuvo la Antología de la literatura fantástica, publicada en Buenos Aires en 1940 por Borges con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, pero nuestra tríada tiene inquietudes distintas. Mi hipótesis es que Paz, Cortázar y Fuentes comparten en aquel momento la conciencia de estar trabajando libremente dentro de las vetas abiertas por el surrealismo francés, corriente totalmente ajena a los intereses de Borges y su grupo. De los tres escritores estudiados aquí, el único que participó, durante un periodo breve, en el surrealismo oficial fue Paz. Pero ninguno de los tres es un seguidor ortodoxo del movimiento de Breton. Incluso podríamos decir que están más cerca de ciertos disidentes, como Georges Bataille. Gracias a esta heterodoxia, tenemos obras singulares que no se parecen a los modelos europeos. Los dos mayores, Paz y Cortázar, nacidos en 1914, coinciden en la gran síntesis que van construyendo en las décadas de 1940 y 1950 entre existencialismo y surrealismo. Para entenderlo no queda sino intentar una breve comparación de Teoría del túnel, redactado en Buenos Aires en 1947 (pero de aparición póstuma), con El arco y la lira, la gran reflexión de Paz publicada en 1956 y escrita a partir del verano de 1951. La poética histórica trazada en Teoría del túnel aboga por un nuevo humanismo capaz de revelar al ser en su totalidad. En este libro-manifiesto, Cortázar propone nada menos que un asalto a la concepción tradicional del libro como objeto estético y ofrece un alegato a favor de la noción del arte como instrumento de liberación espiritual. Toma partido por el escritor rebelde en contra del esteta tradicional y ve en la escritura un acto de libertad inconforme capaz de borrar la línea divisoria entre arte y vida.

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Como Paz en El arco y la lira, da más importancia a la experiencia poética que a la confección de obras de arte, poniendo énfasis en los aspectos vitales y existenciales de lo literario. A Cortázar le parece que la concepción tradicional del arte se resume en la imagen de una jaula hermosa pero vacía. Solo mediante la destrucción de las formas tradicionales es posible realizar el sueño utópico del antiarte: el de la restitución del hombre total. Uno podría pensar que mientras que la poética histórica del argentino se centra en la novela, la de Paz se centra en el poema, pero estas divisiones genéricas tan tajantes no son válidas. Ambos coinciden en que la auténtica novela moderna tiende a ser poema o “novela poética”. Cortázar dice: “El paso del orden estético al poético entraña y significa la liquidación del distingo genérico Novela-Poema” (1994: 90; cursivas en original). Se trata de una simbiosis de lo que el argentino llama “los modos enunciativos y poéticos del idioma” (1994: 82; cursivas en original). Los dos proclaman su filiación netamente romántica, pero lo más interesante es ver los textos que destacan como pioneros en la fusión de modos de enunciación: textos inclasificables de Nerval, Lautréamont y Rimbaud. Prosa de tensión poética o “novelapoemas” (1994: 100; cursivas en original), como los llama Cortázar. En palabras de Paz: “Desde principios de siglo la novela tiende a ser poema de nuevo” (1956: 227). El linaje es, claramente, el de la genealogía inventada por los surrealistas, pero tanto Cortázar como Paz prefieren ver al surrealismo no como un movimiento más, un estilo o una serie de novedosos procedimientos retóricos, sino como visión del mundo, filosofía de rebelión: más una ética que una estética. En palabras de Cortázar: “Surrealismo es ante todo concepción del universo y no sistema verbal” (1994: 103; cursivas en original); en las de Paz: “El surrealismo no se propone tanto la creación de poemas como la transformación de los hombres en poemas vivientes” (1956: 244). Aunque los dos emplearon, en algún momento, técnicas surrealistas como el automatismo, prefieren rescatar el elemento romántico, vital, existencial y anti-estético del surrealismo como rebelión permanente. En El arco y la lira se proclama que “el surrealismo no es una poesía sino una poética y aún más, y más decisivamente, [...] una visión del mundo, como las religiones y las filosofías” (1956: 168). Como no se reduce a un estilo fechable, el movimiento es transhistórico: “No se puede enterrar al surrealismo porque no es una idea sino una dirección del espíritu humano”

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(1956: 247). Si bien el “estilo poético surrealista” se ha transformado en receta, el poeta cree que esta decadencia “no afecta esencialmente a sus poderes últimos” (1956: 247). El autor hace reiteradas distinciones entre el lenguaje, la retórica o el estilo surrealistas —que no le atraen— y una cierta actitud vital, visión del mundo o ética extraliteraria que despiertan su adhesión. Por su parte, Cortázar pide “un surrealismo sin Breton, sin Juan Larrea, sin Hans Arp, sin escuela” (1994: 107). Uno de los mejores intérpretes del autor argentino sostiene que “lo que le interesa [al Cortázar de 1949] del surrealismo es su cosmovisión, su condición de alternativa a la razón razonante, su intento de posesión de la realidad sin intervención del homo sapiens” (Alazraki 1983: 98). Por otro lado, el mismo Cortázar reconoció, en una carta fechada el 30 de junio de 1972 a Evelyn Picon Garfield: “Aunque la presencia del surrealismo en mí no sea quizá tan ‘all pervading’ como usted lo piensa, es innegable que constituye la fuerza motora más intensa de todos o casi todos mis libros” (1990: 19-20). La misma estudiosa, Picon Garfield, es la que más se esforzó por señalar la presencia e influencia del surrealismo en el autor, concluyendo su libro ¿Es Julio Cortázar un surrealista? con el siguiente juicio: “Vista en conjunto, la obra de Julio Cortázar —sea teatro, novela, poesía, cuento, ensayo o crítica— conlleva una dosis sustancial de la cosmovisión surrealista” (1975: 249). Una idea interesante de Cortázar con la cual Paz pudo identificarse es la de que “el surrealismo suel[e] mostrarse más activo y eficaz en manos de los no surrealistas” (1994: 108-109). Es un juicio que caracteriza bien a los dos, atraídos por el espíritu del movimiento, pero no por su retórica. Teoría del túnel termina postulando una futura fusión del surrealismo y del existencialismo en una novela total: “lo existencial marcha al encuentro del poetismo” (1994: 128), dice Cortázar en 1947. Esta fusión sería uno de los logros reales, en el plano de la reflexión teórica, de El arco y la lira, libro donde tanto la poética y la ontología de la temporalidad de Heidegger como la fenomenología de la experiencia religiosa de Otto se complementan con lo que el propio autor ha llamado “la metafísica erótica” de Antonio Machado y elementos de la poética surrealista1. Para la historia, la recepción y un análisis pormenorizado de El arco de la lira, véase Stanton (2015: 339-411). 1 

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No cabe duda de que Paz y Cortázar ven en el surrealismo una violenta actualización del programa utópico de los románticos porque no solo busca “suprimir la contienda entre sujeto y objeto”, sino también reconciliar los dos términos antagónicos de poesía y vida en un intento de “poetizar la vida, socializar la poesía” (Paz 1956: 167 y 236). Tomando en cuenta lo anterior, no debe sorprendernos la reacción de Cortázar ante el libro de Paz. Cuando recibe su ejemplar de la primera edición de El arco y la lira, Cortázar le escribe a su amigo una carta encendida, fechada en París el 31 de julio de 1956, elogiando el libro, describiéndolo como “el mejor ensayo (y la palabra es chica) sobre poética que se haya escrito en América” (2012: 100). Semejante elogio solo puede entenderse si pensamos en las profundas analogías que existieron en aquel momento entre las “estéticas paralelas” de los dos autores2. *** En 1951 el poeta Octavio Paz publica ¿Águila o sol?, libro experimental escrito en prosa. Contiene textos de distinta naturaleza: prosas lúdicas, cuentos y poemas en prosa. Sus obras anteriores habían sido libros de poemas en verso, salvo el famoso ensayo El laberinto de la soledad, donde lanza su idea de que en México el mundo mesoamericano es un pasado oculto en el presente, enterrado pero vivo. Es tarea del poeta y ensayista desenterrar ese pasado, desenmascararlo y, en la medida de lo posible, descifrarlo para incorporarlo al presente de la modernidad. Operación casi terapéutica, en el sentido freudiano de la palabra. Desde el título mismo, ¿Águila o sol? adopta el lenguaje coloquial mexicano (se trata de un volado: una moneda lanzada al aire). También remite al tema del azar, además de plantear el dilema de la Cortázar publicó dos textos sobre Paz: en 1949 reseñó en la revista Sur la primera de las muchas y distintas ediciones de Libertad bajo palabra; en 1971 publicó en Francia “Homenaje a una estrella de mar”. Aunque Paz escribió solo un texto sobre Cortázar, a raíz de la muerte de este en 1984, “Laude: Julio Cortázar (1914-1984)” (2000: 1171-1172), hay un pasaje bastante extenso sobre Cortázar en su diálogo con Julián Ríos (Paz 1999: 129-135), diálogo publicado por primera vez en 1973. Sobre su relación con Cortázar, también es útil la entrevista que le hizo Braulio Peralta: “Cortázar, la vida como juego metafísico: Paz”, La Jornada (20 de febrero 1994), pp. 27-28, texto recopilado en Peralta (1996: 89-93). Para una visión panorámica de la relación entre los dos escritores, véase Stanton (2002-2003). 2 

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unidad dual o la dualidad unitiva. El autor siempre consideró que este libro era su más surrealista y cualquier lector puede comprobar que es, también (o por eso mismo), su obra más mexicana3. Me limito aquí a comentar un solo texto del libro, el poema en prosa “Mariposa de obsidiana” (2004: 219-221). Se trata de un monólogo, en primera persona, de la diosa Itzpapálotl, cuyo nombre se ha traducido como “mariposa de obsidiana”. El trasfondo mítico y sincrético del texto se hace evidente en una nota a pie del autor: “Mariposa de obsidiana: Itzpapálotl, diosa a veces confundida con Teteoinan, nuestra madre, y Tonantzin. Todas estas divinidades femeninas se han fundido en el culto que desde el siglo xvi se profesa a la Virgen de Guadalupe” (2004: 219). Se trata de una obra de creación: el autor no busca exactitud histórica e incluso introduce anacronismos conscientes. Su interés es poético: la diosa chichimeca funciona como espejo transhistórico en el cual pueden contemplarse los mexicanos del presente. Pero no por eso hay censura de hechos traumáticos de la historia, como se aprecia en la primera oración que nombra directamente la violencia de la Conquista: “Mataron a mis hermanos, a mis hijos, a mis tíos”. Este recurso de la triplicación se reitera en todo el texto con notables efectos de simetría, equilibrio y paralelismo. El simbolismo ternario apunta a una síntesis ineludible en el futuro. La que habla es una mujer sola. Asesinados sus hombres y destruido su mundo, las mujeres huérfanas se reúnen alrededor de lo único que les queda entre ruinas y escombros (la letra inicial del nombre Itzpapálotl): “En la noche de las palabras degolladas mis hermanas y yo, cogidas de la mano, saltamos y cantamos alrededor de la I, única torre en pie del alfabeto arrasado”. Esta alusión a la Torre de Babel constituye una imagen imborrable de la catástrofe, pero el desamparo y el miedo no impiden el canto. Caída en la noche de la soledad, la diosa sanguinaria de la tierra recuerda el mundo solar de antes, cuando ella encarnaba los contrarios equilibrados en una unidad superior: “En otros tiempos cada hora nacía del vaho de mi aliento, bailaba un instante sobre la punta de mi puñal y desaparecía por la puerta resplandeciente de mi espejito. Yo era el mediodía tatuado y la medianoche desnuda [...] Me bañaba en la cascada solar, me bañaba en mí misma, anegada en mi propio resplandor”. 3 

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Para una consideración más amplia del conjunto del libro, véase Stanton (2015: 311-336).

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El lenguaje simbólico es, por supuesto, inventado, pero es verosímil como traducción imaginativa al español de elementos centrales de la cosmovisión mesoamericana: “Estoy sola y caída, grano de maíz desprendido de la mazorca del tiempo”. La diosa habla y el poeta escucha. En la última parte de este breve texto de dos páginas la diosa lanza una plegaria en forma de letanía con súplicas e incitaciones dirigidas a sus oyentes futuros (con claros ecos anacrónicos de la liturgia cristiana): “Siémbrame entre los fusilados. Naceré del ojo del capitán. Lluéveme, asoléame. [...] Besa mi vientre, piedra de sacrificios. En mi ombligo el remolino se aquieta: yo soy el centro fijo que mueve la danza. Arde, cae en mí [...] Muere en mis labios. Nace en mis ojos”. Es la lógica del sacrificio: una muerte que da vida. No pide conmiseración ni lástima, mucho menos venganza. Ella sabe que, como todos los mitos, sobrevivirá gracias a sus transformaciones: el sincretismo religioso determina que Itzpapálotl se vuelva Tonantzin y Tonantzin se mude en Guadalupe, la diosa madre que unifica la nación hasta el día de hoy. Como renace sin cesar, su fuente de imágenes es inagotable y constituye una memoria fundacional: “De mi cuerpo brotan imágenes: bebe en esas aguas y recuerda lo que olvidaste al nacer”. La Mariposa de obsidiana enuncia la promesa de una utopía en la cual la discordancia de la dualidad se resolverá en unidad y en la cual ella misma, su cuerpo destrozado y mutilado, no perderá nunca su capacidad profética: “Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo en donde la luz inaugura un reinado dichoso: el pacto de los gemelos enemigos [...] Allí abrirás mi cuerpo en dos, para leer las letras de tu destino”. Veremos a continuación que la imagen tan sugerente del “pacto de los gemelos enemigos” es retomada y transformada por Cortázar. Los mitos postulan un destinatario que se localiza en el futuro. De ahí su carácter abierto. Lejos de la idealización exótica de lo primitivo que hicieron románticos e incluso surrealistas, lejos también del alegato ideológico de nacionalistas e indigenistas, lo que tenemos aquí es un mito de reconciliación que surge a partir de una experiencia violenta y traumática. Su simbolismo es hondo y actual: el mito y el poema pueden ofrecer una resolución curativa. El poema en prosa expresa no solo la coherencia y belleza del mito sino su pervivencia, su permanente y terrible actualidad. ***

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Ya instalado en París, Julio Cortázar publica la primera versión de Final del juego en México en 1956. Dos de sus cuentos se relacionan directamente con la cultura mexicana: “Axolotl” (2003: 499-504) y “La noche boca arriba” (2003: 505-512). El poeta de Presencia (1938), firmado con el pseudónimo de Julio Denis, ya había dado a conocer los cuentos de Bestiario en 1951, textos que combinan el juego, el monólogo interior, el automatismo y el onirismo sobre un fondo inquietante. Escritura de apariencia libre y espontánea, en tono coloquial, que adopta formas cerradas y perfectas. “Axolotl” relata las visitas del protagonista al acuario en el Jardin des Plantes en París para observar obsesivamente los ajolotes solo para terminar convertido en uno de ellos, como se afirma con toda naturalidad al comienzo: “Ahora soy un axolotl” (2003: 499). En su título y su texto, el autor prefiere el nombre náhuatl del batracio de los lagos centrales de México, caracterizado por sus grandes branquias y su forma larvaria, limitándose a cambiar el acento de la segunda a la tercera sílaba: axolotl en lugar de axólotl. Aunque menciona que el nombre común en español es ajolote, sabe que el nombre en náhuatl remite directamente al dios canino Xólotl, el doble o gemelo de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. Lo más fácil, dice el narrador, es “caer en la mitología”. Caigamos, pues, acompañados de un mitógrafo singular. Xólotl, deidad de las transformaciones, está asociado con lo monstruoso y lo deforme: implica la duplicación y la metamorfosis. Estamos, de nuevo, ante “el pacto de los gemelos enemigos”, donde el uno se desdobla. En la quietud e inmovilidad que el narrador percibe en los batracios y en sí mismo hay una voluntad de abolir el espacio y el tiempo. Atraído por lo otro, el vínculo con el axolotl se vuelve simbiosis y luego fusión. Lo que el narrador describe como “sus pequeños rostros rosados, aztecas” con sus “ojos de oro” se transforma pronto en “un canibalismo de oro”. Piensa: “Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma” (2003: 502). Acepta y desea un destino que no deja de provocarle angustia: “El horror venía —lo supe en el mismo momento— de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrando a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles” (2003: 504). La conciencia del yo parece separarse del hombre para alojarse en el animal. Ninguna identidad es fija e inmutable. ¿La conciencia es transferible? ¿O el hombre

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sigue teniendo su conciencia incluso cuando vive, enajenado, dentro de un animal? Son preguntas que el cuento plantea sin resolverlas. Un yo enajenado en un otro no humano que llega a ser aceptado como algo propio: estamos ante una lección de la alteridad reconceptualizada. “La noche boca arriba” vuelve a explorar los temas del doble y de la metamorfosis, algo que había obsesionado a Cortázar desde joven, como se puede observar en su libro (de publicación póstuma) sobre John Keats, en el capítulo que explora lo que llama “la poética del camaleón” del romántico inglés4. El título del cuento es, efectivamente, una imagen poética que ha sido relacionada con un verso de Federico García Lorca5. También podría relacionarse con la imagen que aparece al comienzo del poema de T. S. Eliot, “The Love Song of J. Alfred Prufrock”, la pieza que abre su primer libro, Prufrock and Other Observations (1917): “Let us go then, you and I, / When the evening is spread out against the sky / Like a patient etherised upon a table” (2015: 5). El paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones, viendo el cielo nocturno. A diferencia del verso de Lorca, los de Eliot plantean la fractura del yo en dos (el yo y el “acompañante”), anticipando de esta manera la unidad-dualidad entre el motociclista y el moteca. Sigue un epígrafe enigmático: “Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; la llamaban la guerra florida” (2003: 505). No se identifica la fuente del epígrafe y, aunque parecería provenir de fray Bernardino de Sahagún, el franciscano que compendió las prácticas, costumbres y creencias de los indígenas, en realidad no proviene de allí. En una tesis, Margarita Díaz de León Ibarra afirma que la cita se toma de la Historia de Tlaxcala, elaborada por Diego Muñoz Camargo a fines del siglo xvi, libro que Carlos Fuentes le habría enviado al argentino en la misma época en que este sufriera un accidente real en su moto Vespa en París en 19536. Sin embargo, se trata de una Retoma el asunto en “Casilla del camaleón” (1967: 209-213). Edelweis Serra (1975: 173) señala que el título del cuento está anticipado en un verso de “El rey de Harlem” (poema de Poeta en Nueva York): “La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba”. 6  Según la tesis de Margarita Díaz de León Ibarra (2006), Cortázar declaró, en entrevista con Evelyn Picon Garfield: “El cuento nació de la conjunción entre una caída de mi Vespa, en una callejuela de París, allá por el 53, y una lectura de la Historia de Tlaxcala, que me había enviado Carlos Fuentes unos meses antes del accidente”. 4  5 

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pista falsa, porque la cita no existe en aquel libro. Lo más parecido al epígrafe es el siguiente pasaje del capítulo 2 de la Historia de Tlaxcala: [...] y entonces prendían y cautivaban los que podían, y este era su principal despojo y victoria, prender a muchos para sacrificar a muchos de sus ídolos, que era su principal intento, y por comerse unos a otros como se comían, y tenían por mayor hazaña prender que matar; y esto era en las continuas guerras y ordinarias aunque sucedían escaramuzas de mucha ventura muchas veces, fingiendo alguna huida de industria y ardid de guerra, se salían de través algunas celadas que hacían en él mortal daño a sus enemigos (Muñoz Camargo 1947: 31-32).

Como se podrá apreciar, en la Historia de Tlaxcala no hay ninguna mención de la “guerra florida”, como tampoco la hay en otro texto del mismo autor, cuya edición es mucho más reciente (y por lo tanto no pudo haber sido una lectura de Cortázar), la Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala (Muñoz Camargo 1981). Todo parece indicar que el epígrafe o proviene de otra fuente que desconocemos o —con más probabilidad— es apócrifo y debe considerarse una invención de Cortázar (basada, desde luego, en sus muchas y variadas lecturas). Recordemos que el epígrafe apócrifo fue un recurso de Borges, una influencia fundamental en la primera época de Cortázar. Conviene detenernos un poco en otras fuentes de información por su relevancia. Según fray Diego Durán, fue Tlacaélel el que justificó, como consejero e ideólogo de Moctezuma I, la instauración de la guerra florida (xochiyaoyotl) como un ritual pactado, una guerra de captura cuyo objetivo no era tomar posesión de territorios, sino obtener víctimas sacrificiales para aplacar a los dioses de los aztecas, sobre todo a Huitzilopochtli, su principal divinidad. En su Historia de las Indias de Nueva España e islas de la tierra firme, el dominico escribió: “La causa porque se movían así tantos a la guerra, aunque la principal era su propio interés y ganancia de honra y bienes; lo segundo era no tener su vida en nada y tener por bienaventurados a los que en la guerra morían y así llamaban a la guerra xochiyaoyotl, que quiere decir ‘guerra florida’, y por el consiguiente, llamaban a la muerte del que moría en guerra xuchimiquiztli, que quiere decir ‘muerte rosada, dichosa y bienaventurada’” (Durán 1967: 418-419).

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Como constituía un juego sagrado, la guerra florida era una guerra concertada, sobre todo con los tlaxcaltecas, que se volverían los aliados de Cortés en la Conquista. El mestizo Muñoz Camargo, hijo de conquistador español y mujer indígena, era tlaxcalteca y este hecho explica que su libro (la Historia...) sea una defensa histórica y política de la llamada República de Tlaxcala. Por sus lecturas y su sensibilidad Cortázar habrá captado algo que ahora nos parece sorprendente: cazadores y víctimas estaban enlazados por una lógica compartida. El cuento, muy célebre, es magistral. Un motociclista se accidenta en una ciudad moderna. Conmocionado, es llevado boca arriba por cuatro o cinco hombres a una farmacia de barrio y luego una ambulancia lo traslada a un hospital, donde es sometido a una operación. Bajo el efecto del choque o la fiebre o la anestesia, comienza a soñar que está en un pantano huyendo de sus enemigos, los aztecas. El sueño se vuelve pesadilla; es capturado, llevado en alto por cuatro acólitos al templo y luego introducido en los pasadizos interiores de la pirámide y subido por la escalinata hasta la plataforma donde lo espera el sacrificador entre las hogueras. Todo el cuento consta de constantes intercambios o alternancias entre los dos planos: presente y pasado, modernidad y antigüedad, el hospital y el “gran lago” de Tenochtitlan con su teocalli o templo. Hay una oscilación permanente, cada vez más intensa, entre vigilia y sueño, realidad y alucinación, entre la normalidad rutinaria y el ritual del juego, entre la seguridad y la zozobra. Al final se invierten los planos de realidad y fantasía, de tiempo cronológico y tiempo sagrado: el motociclista en el hospital deja de ocupar el plano real y se vuelve el sueño inventado por el hombre primitivo cazado por los aztecas. Inversión de planos, aunque queda una ambigüedad deliberada sobre la identificación de un plano como “real” y de otro como “soñado”, a pesar de los deseos cartesianos del antólogo Roger Caillois, que pedía eliminar esta ambigüedad7. Por otro lado, lo que he llamado la inversión final no es un simple efecto sorprendente, sino un recurso que tiene consecuencias para la interpretación del cuento. Alazraki argumenta que “el desplazamiento tiene lugar hacia el fiVéase la carta de Cortázar a Jean Barnabé, fechada el 8 de mayo de 1957 (2012: 123128), donde habla de los cambios que pidió Caillois para poder incluir “La noche boca arriba” en una antología de cuentos fantásticos en francés. 7 

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nal del relato: realidad y sueño cambian de silla porque en realidad se trata de una oposición que desde el comienzo es también una complicidad” (1994: 134). En otra parte, el mismo crítico sostiene que el efecto más inquietante del cuento no es la oscilación entre las dos tramas (una centrada en el motociclista; otra, en el moteca), sino su articulación imbricada: Al crear una verdadera red de intrínsecas interrelaciones, Cortázar las ha obligado a decir algo vedado a cada una aisladamente [...] al presentar la segunda historia como un sueño del personaje de la primera y al invertir inadvertidamente la condición de sueño de ese segundo personaje, convirtiéndolo en soñador del primero, Cortázar ha conseguido un sentido que rechaza y desafía explicaciones lógicas. Su mensaje está situado entre las dos historias, en ese intersticio creado por su yuxtaposición (1994: 150).

Quiero llamar la atención sobre un detalle que no ha recibido la atención que merece: en la primera secuencia onírica, provocada por el olor a pantano, cuando la calzada amplia de la ciudad se transforma en la calzada estrecha que atraviesa el gran lago, el narrador identifica al protagonista como uno de “ellos, los motecas” (2003: 507). Algún lector ingenuo ha tomado esta palabra (el único neologismo en todo el texto) como prueba de la ignorancia histórica de Cortázar en asuntos del México precolombino. Hubo olmecas, chichimecas, toltecas, tlaxcaltecas y, desde luego, aztecas, pero nunca hubo (se nos dice) una tribu de motecas. Pero no se entendió la fina ironía del argentino, que llevó la invención lúdica hasta nuevas alturas y profundidades. La “fragancia compuesta” que introduce la zozobra de la caza en la guerra florida se convierte aquí en una identidad compuesta: el de la moto, el que “no tenía nombre”, se asume como moteca. Representa un grupo y sabe que su destino está trazado. En el nombre hay dos elementos: por un lado, la pertenencia a la modernidad tecnológica, la máquina y la velocidad, visible en el prefijo; por otro, en el sufijo, una raigambre tribal, primitiva, que subordina al individuo a los miedos y fantasías primordiales del grupo. Al fusionar los dos elementos discordantes en una sola palabra inventada, se introduce la duplicidad, patente en los “gemelos de teatro”, dulces y repugnantes a la vez. Los “gemelos enemigos” de “Mariposa de obsidiana” se han transformado en estos “gemelos de teatro”: unidad doble o fracturada. Paz había intentado entrar en la mentalidad mítica de la diosa; Cortázar asume la lógica ritual y

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lúdica de la guerra florida, que es un combate simulado y pactado de antemano. Hay aquí también una lección genial de relativización epistemológica. Tanto en el mundo moderno como en el primitivo, el sujeto individual no controla su destino. La convencional imagen inicial (“la moto ronroneaba entre sus piernas”) se convierte al final en algo insólito (“un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas”) (2003: 505 y 512) que recuerda las descripciones de los indígenas, atemorizados ante los españoles a caballo y creyendo, al principio, que el caballo y el jinete eran un solo ser, un símbolo del poder y del control. Definitivamente, los seres duales, compuestos y contradictorios somos modernos y antiguos, racionales e irracionales, individuos y miembros de varias colectividades. *** Tal vez es injusto extender la comparación a Carlos Fuentes por la diferencia de edades. Paz y Cortázar (nacidos en 1914) eran escritores conocidos con varias obras anteriores publicadas cuando dieron a conocer sus libros en la década de 1950, pero en el caso de Fuentes se trata de su primer libro, publicado a los 26 años. Paz señaló que el título de Los días enmascarados proviene del nombre náhuatl de nemontemi, los cinco días vacíos (o “baldíos”, de acuerdo con Sahagún) que se localizan entre el fin de un ciclo temporal y el comienzo de otro y que son de mal augurio (2001a: 482). De los seis cuentos del libro, al menos dos tienen relación directa con los mitos mesoamericanos: “Chac Mool” y “Por boca de los dioses”. Como el primero es más conocido y ha recibido varios acercamientos críticos, aquí me detengo en el segundo, que tal vez no sea el mejor o el más acabado del libro, pero es el más interesante como experimento. “Por boca de los dioses”, el más extenso de los seis cuentos incluidos en la colección, está dividido en diez secuencias separadas por espacios. Se relata la historia de Oliverio, narrador-personaje que vive en un cuarto de hotel moderno en la “Gran Ciudad”, asediado por “visitas indeseadas” (1982: 53 y 54) que llegan con máscaras y disfraces. El flujo narrativo, fragmentado, busca expresar la alterada y febril mentalidad de Oliverio, perseguido por “las fuerzas homicidas de la mitología”. Hay un empleo bastante atrevido de la corriente de la conciencia en los monólogos interio-

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res (como en Paz y Cortázar). En el Palacio de Bellas Artes, Oliverio tiene un altercado con Don Diego (personaje que para mí es una máscara transparente del pintor Diego Rivera, entonces el símbolo del nacionalismo institucional, del muralismo como arte oficial). En el cuento, Don Diego defiende el realismo del arte colonial en contra de las tendencias vanguardistas, representadas por Rufino Tamayo. ¿Por qué Rivera y por qué Tamayo? Hay que pensar en el contexto: desde 1944 Tamayo había criticado públicamente la decadencia de la Escuela Mexicana de Pintura, denunciando su gangsterismo, su sectarismo ideológico y dogmático, su politización de la pintura y el abandono, por parte de los muralistas, de los valores plásticos universales y la adopción de un nacionalismo pintoresco y estereotipado en lugar de un mexicanismo esencial. En 1950 Tamayo declaró que su “pintura pertenece al ‘realismo poético’ y que está en oposición al ‘realismo social’” (Alanís y Urrutia 1987: 58). En 1953 hubo un acontecimiento importante: la inauguración de los dos murales (Nacimiento de nuestra nacionalidad y México de hoy) que el oaxaqueño hizo para el Palacio de Bellas Artes, el recinto cultural más importante del Estado mexicano, un recinto que había sido hasta entonces, en palabras de Tamayo (Alanís y Urrutia 1987: 66), “el santuario de los tres grandes” (es decir, de los principales muralistas: Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros). Recordemos que para asumir (por razones políticas e ideológicas) el realismo de la pintura mural como arte público, Rivera se sintió obligado a dar la espalda a su propia participación anterior en la vanguardia cubista de París. Tanto Rivera como Siqueiros sostuvieron en sus polémicas que el realismo era el único camino para un arte público al servicio de la revolución. Toda desviación del realismo social o socialista era condenada por ellos como arte burgués, artepurismo o anacronismos de la escuela de París. Hay algunos datos poco conocidos de la prehistoria de Carlos Fuentes: por ejemplo, el hecho de que desde muy joven había publicado en la prensa textos entusiastas sobre Tamayo. En 1948, el joven narrador escribe: “Al pintar a un ser humano, no se contenta Tamayo con colocar los datos fisonómicos visibles, sino que lleva su paleta mucho más allá, despoja a las caras y a los cuerpos de sus máscaras y coturnos y nos presenta mentira en los labios, amor en los ojos, lascivia en las manos, todo un compendio físico-anímico inigualable” (Fuentes 1948: 4). Al año siguiente vuelve a escribir sobre el

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pintor para destacar su rechazo del nacionalismo superficial y su abrazo del universalismo: “Rufino Tamayo —pintor de la crisis y del derrumbe de esta época— no se ha detenido en el fácil mexicanismo de las jícaras con patos y las calles de Tlatico en noche de serenata. Tamayo ha recogido la experiencia intrínseca —que no se pinta con sarapes de Saltillo— de nuestro pueblo y ha encontrado su entronque con la gran corriente temblorosa de un siglo sin brújula” (Fuentes 1949: 7). Estas celebraciones de Tamayo se anticipan a la defensa que hace el poeta Octavio Paz a partir de noviembre de 1950, cuando escribe un encendido homenaje a Tamayo en “Ser natural”, un poema en prosa (publicado al año siguiente en ¿Águila o sol?) y, en el mismo momento, elabora un contundente ensayo, “Tamayo en la pintura mexicana”, donde muestra las coincidencias entre sus propias búsquedas mítico-poéticas y las del pintor que intentan construir “el espacio propicio al encuentro: es un sitio de comunión” (2001b: 819). Además, la asociación de Tamayo con la vanguardia surrealista (mediada, en parte, por Paz) es muy real en el momento en que Fuentes escribe su cuento: en noviembre de 1950 se inaugura en la Galerie Beaux-Arts de París la primera exposición individual de Tamayo en Europa y en el catálogo aparecen textos laudatorios de Jean Cassou y André Breton. Al parecer, fue el mismo Paz quien pidió a Breton el texto sobre su amigo y aliado. No es sorprendente la afinidad entre el pintor y el movimiento de Breton: a partir de la década de 1930 Tamayo expresó, en un lenguaje de la modernidad universal con rasgos identificables como surrealistas, la mitología precolombina de México. En 1950 un crítico pudo escribir en la revista La Lanterne de Bruselas: “El arte de Tamayo procede del surrealismo” (Alanís y Urrutia 1987: 58). Así lo ven tanto Fuentes como Paz. En su ensayo de 1950 Paz justificó la obra de Tamayo por su doble ruptura (con el nacionalismo y con el realismo imperantes): “el nacionalismo amenazaba convertirse en mera superficie pintoresca, como de hecho ocurrió después; y el dogmatismo de los pintores ‘revolucionarios’ entrañaba una inaceptable sujeción del arte a un ‘realismo’ que nunca se ha mostrado muy respetuoso de la realidad” (2001b: 809). Regresemos al cuento. Harto de la falta de comprensión del viejo, Oliverio se exaspera: arranca la boca de una mujer plasmada en un cuadro de Tamayo en el Palacio de Bellas Artes y la coloca en una cubeta antes de ma-

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tar a Don Diego8. Regresa al hotel y pide la llave de su cuarto (el 1519). El número es un guiño: marca la fecha del primer encuentro entre Moctezuma y Cortés y forma parte del título del famoso texto de Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac (1519), escrito en Madrid hacia 1915. Un juego reversible de espejos que enlaza pasado y presente (1519: 1915). En el hotel se encuentra con una mujer, Tlazol, “vestida de rumbera pero con ciertas decoraciones extrañas: las piernas tatuadas, una argolla en la nariz, el pelo, lacio y negro, pesado de aceite, o sangre... Cascabeles en los pies y las orejas” (1982: 62). Tlazol es un guiño irónico más a la mitología mesoamericana. Se trata de un apodo de Tlazoltéotl, la diosa de la basura, los desechos y, por extensión, del abono y la fecundidad. Sahagún la llama “otra Venus” porque también representa la lujuria, los amores carnales y la sexualidad. Otra de sus propiedades es la purificación, entendida como catarsis, expiación y cura de enfermedades venéreas. Junto con la boca de la mujer del cuadro de Tamayo, Tlazol (tal vez modelada, en parte, en la pintora María Izquierdo, que había sido compañera sentimental de Tamayo) es una puerta singular de entrada al mundo precolombino de los dioses antiguos, actualizados irónicamente como objetos sexuales de la modernidad citadina, objetos resignificados por el arte y el cine. La secuencia más impresionante es la octava. Oliverio y la boca regresan al hotel y toman el elevador. La boca le ha comunicado al personaje su poder sobre él y ha asumido su papel como la voz del inconsciente del personaje: “—Eres mi prisionero, Oliverio. Tú piensas, pero yo hablo” (1982: 66). Ella ordena bajar hasta el sótano y él nos describe un ambiente onírico degradado con las divinidades del panteón azteca en el fondo del antiguo lago:

Es interesante notar que, en uno de los murales inaugurados en 1953 en el Palacio de Bellas Artes (México de hoy), aparece a la derecha una mujer que lleva una máscara en la cara. El narrador tal vez estará pensando en esta figura cuando hace decir a Oliverio, antes de que este arranque la boca del cuadro, la siguiente respuesta a la pregunta descalificatoria de Don Diego (“¡bah! ¿dónde se ha visto una mujer así?”): “Las máscaras suelen convertirse en facciones” (1982: 57). Al mismo tiempo, hay un juego irónico en este episodio, ya que, en el cuento, el cuadro de Tamayo lleva la fecha futura de 1958. Por su parte, Héctor Perea (1995: 129-130) anota que “una de las máscaras contenidas en este primer volumen de cuentos de Fuentes sería desde luego la mujer ‘descuartizada por los colores’, de Tamayo” y relaciona la pintura aludida con dos obras anteriores del pintor: Mujer con máscara roja (1949) y Mujer con una piña (1941). 8 

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este sótano, inundado, negro, olía a sudario, y pronto las luces y el ruido furioso le invadieron. Temblando, en un rincón de la jaula mecánica, grité espantado: por el largo subterráneo transitaban todos, con sus sonrisas petrificadas, en un sueño de momias sin sepultura: Tepoyollotl, enorme corazón de tierra, vomitando fuego, arrastrándose por los charcos con sus brazos de ventrículo de goma; Mayauel, borracha, la cara pintada y los dientes amarillos; Tezcatlipoca, un vidrio de humos congelados en la noche; Izpapalotl seguida de una corte de mariposas apuñaladas; el doble en una galería de azogue, sombra de todas las sombras, Xolotl; sus plumas ennegrecidas de carbón y de un serpear sin tiempo entre los hacinamientos, Quetzalcóatl. Por las paredes, enredado en sus babas, subía el caracol, Tecciztecatl (1982: 70).

La ironía y el humor se vuelven aquí sátira y parodia. La incongruencia de la presencia de los dioses en el sótano de un hotel moderno de la ciudad, mezclada con la sensación de asco y revulsión, cancelan cualquier idealización de lo precolombino. Si la boca, ahora convertida en los labios de Oliverio, le insta a seguir la ruta paciana (expuesta en El laberinto de la soledad y en “Mariposa de obsidiana”), otra parte de él solo quiere huir del espanto: “‘Vamos, Oliverio, a la comunión, a redimirte!’, gritaron mis labios, mientras mi cuerpo, en su último esfuerzo, apretaba todos los timbres de ascensor, hasta que la puerta se cerró y subimos, lejos de la jauría, de su incesante cantar de pájaros sin alas” (1982: 71). Aunque fue un gran admirador de Reyes y un discípulo muy cercano de Paz, el joven cuentista no quiere seguir dócilmente la ruta de sus modelos, que postulan un mito de reconciliación; tampoco sigue el camino cortazariano de la ruptura ontológica, en la cual el yo deja de ser lo conocido para transformarse en lo otro. De hecho, en el texto, además de las alusiones a Reyes, Rivera y Tamayo, hay abundantes referencias al lenguaje de Paz en El laberinto de la soledad: el sexo como “la herida siempre abierta”, las máscaras y los disfraces, las “visitas indeseadas” que “hablaban entre risas y aullidos, de comunión, de salud, de rajarse, rajarse, rajarse” (1982: 54 y 63). Pero el resultado no es una simple repetición de las ideas de Paz9. Se En este punto discrepo de la interpretación de Georgina García Gutiérrez, quien afirma que “‘Por boca de los dioses’ trasmuta en narración y representación el contenido de esos en9 

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trata de un homenaje con la desviación de la risa. Cuando Tlazol visita de nuevo al protagonista hedonista (que algo tiene de autobiográfico) en su cuarto de hotel, la diosa utiliza el pretexto de la sexualidad para clavarle un puñal en el corazón. Suprema ironía: la diosa convertida en prostituta mata a Oliverio y la mitología degradada cobra venganza. Este intento de narrativa surrealista, no del todo logrado, es una señal de la ambición del joven escritor, quien plasma una visión humorística, irónica y paródica de los mitos mesoamericanos. Como se ha señalado10, este cuento puede verse como prefiguración en miniatura del vasto fresco que sería La región más transparente cuatro años después. Hemos analizado en estas páginas textos en prosa de tres autores que decidieron actualizar los mitos prehispánicos de México bajo el estímulo de la rebelión surrealista. Paz, Cortázar y Fuentes no fueron surrealistas ortodoxos, no mostraron interés en emplear fórmulas estilísticas o recursos retóricos del movimiento vanguardista, y no estaban dispuestos a acatar los mandatos de los manifiestos oficiales. Sin embargo, cada uno aprovechó a su manera el enorme caudal de liberación y experimentación que el surrealismo desencadenó en todas las artes. Utilizaron elementos del surrealismo para romper con las restricciones de la narrativa realista y convencional y aprovecharon esa lección para ensayar nuevas formas de acercamiento a lo real. Otros lectores podrán interpretar los textos analizados aquí como ejemplos de la literatura fantástica o como muestras de otras categorías o corrientes, pero tener en mente los amplios parámetros de la revolución surrealista puede enriquecer la comprensión de los textos y abrir nuevas vetas de interpretación.

sayos de Paz [El laberinto de la soledad] [...] es por eso que la visión de México, del mexicano y del mundo prehispánico son las mismas en los dos textos” (2000: 63-64). 10  Por ejemplo, García Gutiérrez (2000) relaciona los cuentos de Los días enmascarados con varias obras posteriores de Fuentes. El mismo Fuentes señaló, en una entrevista con Luis Harss, que Los días enmascarados constituye “un ‘criadero’ de sus novelas y una primera reverencia a los mitos perdurables del pasado mexicano que siguen vigentes en la vida moderna” y que “muchos de los apuntes y las ideas sueltas esbozadas en Los días enmascarados [...] han ingresado con más cuerpo en La región más transparente” (Harss 1984: 348 y 350).

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SOBRE LA NEOVANGUARDIA EN ESPAÑA (NOTAS VAGAS) Domingo Ródenas de Moya (Universitat Pompeu Fabra, Barcelona)

Al plantear sin restricción cronológica la cuestión de la neovanguardia en España conviene revisar, por razones heurísticas, ciertas presuposiciones (e incluso peticiones de principio) a la vez que se adoptan algunas cautelas de método. La primera presuposición ha de ser que hubo en la España de los años sesenta y setenta algo que podemos llamar neovanguardia en un sentido semejante al que, por ejemplo, en Italia tuvo el término desde la publicación en 1961 de la antología I novissimi. Poesie per gli anni Sessanta de Alfredo Giuliani y la creación del Grupo 63. En el caso español, el periodo de más acusada actividad vanguardista fue el comprendido entre 1966 y 1975, lo que no significa que no se registraran, antes y después, prácticas artísticas a contrapelo de las poéticas dominantes, fueran la del realismo crítico representado por la antología Veinte años de poesía española (1960) de José María Castellet o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos o la del realismo posmoderno que encarnó en 1975 La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza. Otra presuposición consiste en que la política cultural del régimen franquista dificultó el desarrollo de tales prácticas de vanguardia, basadas en una libertad irrestricta tanto de los materiales y procedimientos expresivos como de los temas y contenidos, lo que produjo el efecto dilatorio de aplazar la penetración de las corrientes innovadoras internacionales. Esta asunción debe ser revisada. En cuanto a las precauciones que valdría la pena adoptar, la primera es de orden cronológico y concierne a la idea misma de neovanguardia aplicada a cualquier conato o manifestación de arte innovador o antinormativo bajo la dictadura con independencia del momento en que surgió, puesto que no son homologables, ni en causas ni en morfología, los

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brotes en los años cuarenta con la hegemonía del experimentalismo hacia 1970. Es preciso distinguir entre las razones y los propósitos de grupos que surgieron en momentos y circunstancias muy diversos: el Postismo de 1945, los escritores de Dau al Set como Joan Brossa o Juan Eduardo Cirlot, el abstraccionismo de la Escuela de Altamira de 1950, el Grupo Problemática-63, la narrativa experimental de las postrimerías de los sesenta, cada uno sujeto a sus coordenadas históricas y agendas políticas. No hacerlo produciría confusión y la idea engañosa de que, a lo largo de la dictadura, hubo una práctica sostenida de arte de vanguardia, sin ruptura significativa con la época anterior a la guerra. Una segunda precaución es de orden disciplinario y tiene que ver con las distintas ramas artísticas en las que se expresa el espíritu transgresor de la vanguardia: la pintura, la música, la poesía, el cine, el teatro o la narrativa, porque entre ellas se dio una asincronía llamativa debido al grado de permeabilidad ideológica del medio (la música es menos permeable que la novela) y a la distinta incidencia sobre ellas de los canales de difusión (el novelista necesita de una empresa editorial en tanto que el poeta puede difundir su obra a través de revistas, recitales o ediciones minoritarias de autor). Una de las paradojas de la neovanguardia española más temprana fue que encontró un inesperado patrocinio institucional en la dictadura. Así sucedió con el arte abstracto a comienzos de los años cincuenta. Que el impulso sedicente y libertario de la vanguardia fuera respaldado por un régimen basado en la privación de libertades es una contradicción sin embargo explicable1. Desde el Instituto de Cultura Hispánica, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Educación de Joaquín Ruiz Giménez se impulsó una campaña de propaganda hacia el exterior con la que se pretendía blanquear la imagen represora del régimen a través de una impostada modernidad artística, algo que no podía hacerse con la literatura. En 1950 se celebró en Madrid la I Bienal Hispanoamericana de Arte con una notable presencia de la vanguardia abstracta que fue solo el anticipo del triunfo que el abstraccionismo obtuvo en la III Bienal, celebrada en Barcelona en 1955. Aquella pintura informalista había sido desactivada de su carga transgresora y fue utilizada como significante vacío al servicio de los intereses del régimen. No todos los que participaron de aquella estrategia fueron conscientes de ello. Lo prueba un episodio prota1 

Véase la tesis doctoral de Julián Díaz Sánchez (1998).

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gonizado por el escultor Enrique Pérez Comendador en la Bienal de Venecia de 1950 de la que era comisario. Al recibir algunas pinturas abstractas resolvió no exponerlas y escribió al Ministerio en estos términos: “Considero […] sumamente equivocada la política emprendida por la Dirección General de Relaciones Culturales al fomentar con su apoyo moral y material […] el desarrollo de unos modos de pintar y esculpir que si tienen vigencia fuera no por ello dejamos de percatarnos de su falsedad y de sus fines desmoralizadores y destructores de las bases de nuestra sociedad” (Cabañas Bravo 1996: 177). La respuesta de la Dirección General fue su destitución, no sin justificar sus motivos con una insólita claridad al afirmar, en un informe interno, que aquellas obras se habían enviado a Venecia “con un sentido no solamente artístico, sino también político, para que no pudiera decirse en el extranjero que en España no había libertad de expresión y de arte” (Llorente 1995: 140). Sin tanta descarada explicitud podríamos encontrar algo semejante en los brotes de vanguardismo literario de los años cuarenta. El Postismo, en su primer manifiesto de enero de 1945, ya mostraba la obsecuente mitigación de toda carga subversiva y la domesticación de la memoria vanguardista. Eduardo Chicharro, su redactor, con la conformidad de Carlos Edmundo de Ory, tranquilizaba a los poderosos, proclamaba la benignidad del movimiento, negaba (para colmo de paradoja) la iconoclastia y reducía el arte postista a mero hobby de ciudadanos honorables y padres de familia, todo ello con una pretendida ironía que carecía de filo y efectividad. Así se lee hacia el final del Manifiesto: Y es el momento de decir a burgueses y burócratas, a ricachones y mandarines que no queremos herirlos; que nuestro “ismo” es benigno y que hasta los defenderemos de otros “ismos”; que nuestro movimiento no es político ni politiquero, pues es universal; que respetamos todo principio religioso, puesto que somos libres y no nos importa que los demás lo sean (además, en España somos católicos); que no somos iconoclastas, ni sexuales, ni asexuales, ni asexuados, pues los problemas de lo sexual no nos interesan sino como tales. […]. Nosotros hacemos Postismo para nosotros y para quien quiera oírnos o mirarnos; pero lo hacemos como el hombre que fuma la pipa, y no por ello ha de dejar su muy honorable oficio de fumista; o como el hombre que enreda con un violín en sus ratos de ocio, y no por eso dejará de acudir a su oficina a tocar el piano en la máquina de escribir. ¡Qué le vamos a hacer, si los postistas somos, a lo mejor, a tiempo perdido, también nosotros, buenos padrazos de familia! (Chicharro 1945: 283).

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La prensa del Movimiento, los diarios Arriba y ABC, la revista La Estafeta Literaria, fueron hospitalarios con el Postismo; pero tan o más significativo de la simpatía y protección con que el régimen lo acogió fue que en el primer número de la revista Postismo, donde apareció la proclama, colaboró el crítico de arte Enrique Lafuente Ferrari con un artículo sobre “Vanguardia y vuelta al orden”. Lafuente Ferrari, catedrático desde 1942 en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, sería uno de los firmantes del informe interno de la Dirección General de Relaciones Culturales en el que se justificaba la presencia de cuadros informalistas en la Bienal de Venecia para que no pudiera decirse en el extranjero que la política artística en España era retardataria. La instrumentación política de la neovanguardia por parte del franquismo requeriría revisar las manifestaciones aisladas de rebeldía estética en los años cuarenta y cincuenta para discriminar aquellas que contaron con respaldo oficial de las que subsistieron en los márgenes de la cultura franquista, como pudo ser, en cierto modo, en 1948 el grupo Dau al Set, dinamizado por la llegada a Barcelona un año antes de João Cabral de Melo como vicecónsul, cuya obra y pensamiento actuaron como un alcaloide de las energías renovadoras de pintores y poetas. El ejemplo de riesgo poético de su libro O Engenheiro (1945), su amistad con Joan Miró, su magisterio en las tertulias que mantenía en la calle Muntaner, sus trabajos sobre los pintores del grupo, Tàpies, Joan Ponç, Modest Cuixart, crearon las condiciones atmosféricas para una pequeña borrasca vanguardista sin paraguas oficial. Un influjo estimulante que alcanzó a solitarios como Juan Eduardo Cirlot, que ya en 1949 había publicado un voluminoso Diccionario de los ismos en la Librería-Editorial Argos, en la que, dicho sea de paso, había entrado a trabajar en 1947. Algo semejante ocurre a comienzos de los sesenta, cuando Cabral de Melo es nombrado secretario de la embajada de Brasil en Madrid. Allí conoció al poeta Ángel Crespo, que había frecuentado los círculos postistas, con el que creó en 1962 la Revista de Cultura Brasileña. Al ser una publicación de la embajada y estar exenta del control de la censura, pudo difundir sin filtros y de primerísima mano las novedades de la pujante vanguardia brasileña, en particular el concretismo que, con la revista noigandres, habían fundado en noviembre de 1952 Augusto y Haroldo de Campos junto a Décio Pignatari. Con la incorporación de Cabral de Melo a ese núcleo inicial, se reivindicaron herederos de Mallarmé, Ezra Pound, Apollinaire, el futurismo y el dadaís-

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mo, este —puntualizaban— “más como visión que como realización”, pero también para reclamar la interrelación entre poesía, música y artes espaciales, revocar el subjetivismo expresivo y postular una poesía capaz de “crear problemas exactos y resolverlos en términos de lenguaje sensible”, esto es, “un arte general de la palabra, el poema producto: objeto útil” (Crespo y Gómez Bedate 2013: 13). El propio Ángel Crespo se encargó de presentar el nuevo ismo en un importante ensayo de 1962: “Situación de la poesía concreta”, que fue solo uno de los que dedicó al movimiento. Y por ese camino de mediador fue también él quien, en 1967, en plena expansión del boom latinoamericano, tradujo la exuberante novela Gran sertón, veredas de João Guimarães Rosa. Pero no hay que engañarse y pensar que todo aquel esfuerzo trascendió más allá de algunas minorías, porque su repercusión real en la literatura hegemónica —y no digamos en la política cultural— fue nimia. El vaciado del fermento revulsivo de las vanguardias por parte de las sociedades postbélicas no se dio solo en España bajo la presión de la dictadura. De hecho, esa desubstanciación fue el signo característico de toda la neovanguardia y vino producida por la tendencia del mercado cultural a fagocitar la heterodoxia y convertirla en bien de consumo. El combate contra el arte convencional, realista o académico, la lucha contra los automatismos y rutinas, contra las coerciones o inhibiciones impuestas por la moral burguesa y, sobre todo, el rechazo violento de la cultura museística y canónica que habían formado parte del programa de las vanguardias fueron reapropiados como elementos inherentes a un nuevo producto artístico dentro del circuito de producción y consumo. La vanguardia se convirtió en una opción más dentro del abanico de posiciones y posibilidades artísticas y la virulencia contestataria de sus orígenes pasó a ser un atributo cotizado. Ningún sistema artístico-literario que se preciara podía, a comienzos de los años sesenta, prescindir en su ecosistema de nichos de inconformismo e iconoclastia. De manera simultánea al desarrollo de la praxis de un arte experimental se produjo un despertar del interés teórico y crítico por las vanguardias históricas, como si el presente, en su apariencia de repetición o revival, acicateara la apetencia de conocer un pasado original y genésico. A lo largo de los años sesenta se fue configurando un discurso teórico sobre la vanguardia que aparejó, como un remolque inevitable, una consideración apresurada, casi de soslayo, de la neovanguardia, una nueva vanguardia que, sin embargo, constituyó un invi-

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tado de piedra tácito, o fantasmal, incluso incómodo, al que se despachaba con prisa y hasta displicencia. Este discurso adquirió una articulación consistente tarde, en 1974, en la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger, discutida desde el momento mismo de su aparición y sobre todo desde su traducción inglesa en 1978. (La española sería, para variar, muy tardía, de 1987.) Las dos tesis centrales de Bürger son bien conocidas: la primera es que las vanguardias lucharon contra la autonomía del arte como institución para restablecer la conexión en arte y vida pero fracasaron en su objetivo; la segunda es que, como efecto de esa pugna, rompieron con cualquier sistema de normas y conquistaron la libertad técnica de los artistas, lo que puede valorarse como una victoria, aunque sea pírrica. Sobre la neovanguardia, Bürger tuvo poco que decir, y en 2010 él mismo admitió que este había sido uno de los puntos más endebles de su libro, sobre el que, con razón, habían llovido las críticas (2010: 704-707). Lo cierto es que su desestimación de 1974 estuvo poco matizada, pero no debería haber soliviantado a quienes hubieran seguido la reflexión teórica de los años sesenta. Bürger afirmaba, recordando a Duchamp, que cuando un artista de los setenta exhibía un urinario o un tubo de estufa, “ya no está denunciando el mercado del arte, sino sometiéndose a él; no destruye el concepto de creación individual sino que lo confirma”. Por eso, cuando “la protesta de la vanguardia histórica contra la institución arte ha llegado a considerarse como arte, la actitud de protesta de la neovanguardia ha de ser inauténtica” (1974: 107). Esta idea básica, como veremos, venía serpenteando desde los primeros años sesenta, pero fue con la formulación de Bürger como provocó una respuesta irritada. En especial entre los críticos de arte norteamericanos como Benjamin Buchloh o Hal Foster, que acusaron a Bürger de manejar un criterio demasiado restrictivo en su valoración de las últimas expresiones del arte conceptual, pero que, en todo caso, no refutaron la idea básica de que el fracaso de las aspiraciones vanguardistas de transformar la vida individual y social tenía, como irónica contracara, el éxito estético implicado en la legitimación institucional de las prácticas vanguardistas. Foster contrapropuso, a finales de los noventa, una tesis favorable a la neovanguardia, según la cual esta captaba mucho mejor que los viejos ismos el carácter institucional del arte, lo afrontaba para deconstruirlo creativamente (sin el azufre nihilista de los años veinte) y, lejos de cancelar la vanguardia histórica, ponía “en obra su

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proyecto por primera vez” (Foster 2001: 22-23). La reflexión sobre la neovanguardia, a menudo mezclada con el debate sobre el posmodernismo y la contracultura, sigue abierta. Pero volvamos a comienzos de los sesenta. Fue entonces cuando el término mismo de “neovanguardia” nació en Italia, dentro del grupo de colaboradores de la revista Il Verri que había fundado Luciano Anceschi en 1956. Cinco de ellos, Elio Pagliarani, Edoardo Sanguineti, Nanni Balestrini, Antonio Porta y Alfredo Giuliani, se reunieron en 1961 en la antología I novissimi. Poesie per gli anni Sessanta, editada por el último, Giuliani. El libro, que ofrecía junto a los poemas textos teóricos de los escritores, fue recibido como un manifiesto de ruptura con el hermetismo poético y a favor de una escritura más consciente de su naturaleza lingüística. Un año después, la publicación de Opera aperta de Umberto Eco sirvió de enlace entre los novissimi de Il Verri y el horizonte de novedades francés: el Nouveau Roman y sobre todo el estructuralismo de Roland Barthes y Claude Lévi-Strauss, a los que seguirían en breve Todorov, Kristeva y el grupo de Tel Quel. Aquel 1962, además, la revista Il Menabò, que habían lanzado en 1959 Elio Vittorini e Italo Calvino, se abrió asimismo a colaboraciones cuya inspiración e intención estaban lejos del neorrealismo comprometido, como un fragmento de Opera aperta y un ensayo de Sanguineti. Los citados Eco y Sanguineti, junto a Alberto Arbasino, Alfredo Giuliani, Nanni Balestrini, hasta sumar 43 escritores y críticos, se reunieron en octubre de 1963 en un congreso en Palermo donde se contrastaron textos de creación y propuestas teóricas a favor de un arte experimental, exonerado de las sujeciones del neorrealismo y permeable a los nuevos medios de comunicación. De aquellas reuniones surgió el Gruppo 63. La evolución del grupo es paradigmática de la evolución misma de la neovanguardia, puesto que de unos primeros años en que la práctica experimental convivió con la teoría se pasó, hacia 1964-1965, a una etapa esencialmente teórica, y ya en 1967, con la creación de la revista Quindici, a una acentuación de los objetivos políticos de la nueva vanguardia, lo que Eco llamó “guerrilla semiológica”, consistente en la deconstrucción de los productos culturales de consumo masivo desmontando su carga ideológica. Desde entonces, y en especial desde 1968, la conexión entre subversión artística y revolución política se hizo indisociable, a diferencia

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de lo que había ocurrido en la vanguardia histórica con las excepciones consabidas (Calinescu 1986: 126-133). En 1962 se había publicado en Milán el primer esfuerzo teórico de sistematización de las vanguardias históricas, Teoría dell’arte d’avanguardia de Renato Poggioli. Poggioli era eslavista y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Harvard y había estado en contacto con Guillermo de Torre, el autor de Literaturas europeas de vanguardia (1925), desde 1958, fecha en que el crítico español estaba ya enfrascado en la redacción de su Historia de las literaturas de vanguardia. Aunque ambos se proponían análisis retrospectivos, no podían obviar el retorno del aliento vanguardista en aquellos días. Ambas obras fueron publicadas y leídas en España antes de que existiera propiamente una nueva literatura de vanguardia. La traducción española de Poggioli, por una vez, no se hizo esperar: recién publicado el libro, la editorial de Revista de Occidente se puso en contacto con Rosa Chacel, que se encontraba de paso por París, para encargarle la traducción, pero la novelista se tomó la tarea con el entusiasmo de los proyectos propios, porque el libro hablaba de ella misma, de las ilusiones literarias de su juventud en los veinte. Así lo hizo constar la propia Chacel en su diario el 22 de julio de 1963 ya desde Río de Janeiro, adonde había regresado aquel año, pero añadía una observación que apunta a aquel regreso crítico a las vanguardias históricas justo cuando se estaba reavivando la insumisión vanguardista: “Empecé la traducción con el mayor entusiasmo: me parecía que sacarla en el otoño, al año, más o menos, de haber aparecido el libro sobre el Ultraísmo, de Gloria Videla, y poder dar poco después mi libro de ensayos sobre la crisis del 20 al 30, era hacer algo coherente” (Chacel 1982: 344). Y es que, en efecto, mientras ella traducía a Poggioli, en 1963, la profesora de la Universidad de Rosario Gloria Videla publicó en la editorial Gredos su monografía sobre El ultraísmo, subtitulada Estudios sobre movimientos poéticos de vanguardia en España. Unos meses después ya empezó a circular en el mercado español la Teoría del arte de vanguardia de Poggioli. En apenas un año los lectores jóvenes se encontraban dos obras que recuperaban la historia y los postulados teóricos de unas vanguardias desaparecidas tras el telón negro de la guerra y el exilio. Aquellos lectores de 1962 no supieron que Poggioli había redactado su libro diez años antes, a comienzos de los cincuenta, cuando la neovanguardia

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estaba aún por llegar, y menos pudieron saber que hacia 1950 había cerrado un acuerdo con Cesare Pavese para publicar en Einaudi una primitiva versión del libro, pero que el acuerdo se canceló por razones de carácter ideológico: a Pavese le disgustó el anticomunismo de Poggioli y le reprochó que se mantuviera equidistante en la Italia de la posguerra (Ludovico 2013: 303). En 1962, con la neovanguardia italiana desenvolviéndose con un fuerte componente político de izquierdas, era difícil soslayar esa conexión. Poggioli, sin embargo, lo hizo al abordar, al final de su estudio, lo que llamó “la superación de la vanguardia”, que veía como una crisis no de régimen, sino de sucesión, es decir, como un relevo de personas y banderas. Este cambio de guardia, decía, “ha consistido en la feliz transición de una vanguardia en sentido estricto a una vanguardia en sentido lato, en una derrota de la letra y una victoria del espíritu” (1964: 227), lo que suponía que los febriles programas destructivos de la vanguardia histórica habían dado paso al triunfo de las conquistas técnicas y sobre todo de la legitimidad de la experimentación sin que ello comportara necesariamente una impugnación de la institución arte. Un diagnóstico que prefiguraba vagamente el de Peter Bürger en 1974 y que en 1963 pudieron conocer en España los lectores más avisados. El libro de Gloria Videla no mencionaba en ningún momento la nueva vigencia del experimentalismo, pero sí lo iba a hacer aquel mismo año quien había sido su principal fuente de información y documentación: el más hiperactivo miembro del Ultraísmo, Guillermo de Torre, convertido ahora en juicioso editor y profesor en Buenos Aires. Precisamente en 1963, todavía con su historia de las vanguardias en la fragua, abordaba el problema de las audiencias del arte moderno en el libro de ensayos Minorías y masas en la cultura y el arte contemporáneos, publicado a la vez en Barcelona y en Buenos Aires. En el más reciente, “¿Adónde va el arte?”, de 1962, observa cómo la dinámica de destrucción y construcción que ha definido la historia del arte parece haberse detenido en una estación definitiva, no de tránsito, la del tiempo destructivo en el que la realidad ha sido abstraída (o sustituida) por la disgregación, el escombro, el detritus, una actitud que remite a la de futuristas y dadaístas, pero que se adopta ahora sin el humor de aquellos, con la solemnidad de los monopolistas de la verdad (Torre 1963: 118-119). La visión pesimista que Torre lanza sobre el arte informalista y la literatura más audaz no será exclusiva suya. A su juicio, no se había producido solo un “des-

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crédito de la realidad”, fórmula que había utilizado en 1957 Joan Fuster en un ensayo que hizo algún ruido (y en el que adaptaba la tesis orteguiana de la deshumanización); a juicio de Torre, el ataque contra la lógica y la racionalidad que había emprendido el surrealismo en aras de liberar la imaginación había trascendido este objetivo para desembocar en “la sinrazón, en el vacío, en la gratuidad” sin que esta negatividad tuviera perspectiva alguna de dar paso a una etapa reconstructiva. Aquel mismo año de 1963 un Xavier Rubert de Ventós de veintidós años publicaba el notable ensayo El arte ensimismado sobre el mismo asunto: el de la empeñosa autonomía del arte moderno respecto a la realidad y su reclusión en sus propias reglas o su negativa a acatar legislación alguna, en definitiva, su ensimismamiento. El jovencísimo ensayista explicaba que el arte de vanguardia tendía a eludir las tres formas de significación de la obra (las “tres alienaciones”, como las llama): la figurativa (o la representación objetiva del mundo), la simbólica (o la expresión subjetiva del artista) y la decorativa (la integración en un contexto). Pero también una cuarta, la metafísica, que extraía de Heidegger. Lo interesante de aquel debut es que, con el desparpajo de la edad, Rubert de Ventós ilustraba esa tendencia en todas las artes: en la música, desde la clásica al atonalismo o el jazz; en la narrativa, desde Kafka al Nouveau Roman; en poesía, desde Mallarmé a Francis Ponge; y así sucesivamente hasta alcanzar a la arquitectura. En sus conclusiones se adivina una coincidencia de fondo con Torre. Afirma que la alienación —se entiende el alejamiento de la realidad y del sentido— “no es mala, sino previa y necesaria”, si bien —y aquí entronca con el punto de vista de Torre— “debe ser superada”, aunque “superación no es negación sino aprovechamiento de lo superado”, que es otro modo de hablar de la etapa reconstructiva en la que los caminos desbrozados en el “momento negativo” se vuelven campos fértiles. El joven filósofo, mucho más animoso que el viejo crítico, advierte sin embargo lo mismo: que “tan inhumanas” son la utilidad práctica de la obra o el mimetismo literalista “como la idea general o abstracta que, precisamente por su incapacidad de acoger lo particular en su seno, nunca llegará a ser realmente universal” (Rubert de Ventós 1963: 140). Los temores y prevenciones ante el revival vanguardista habían adoptado una expresión contundente unos meses antes en un ensayo del poeta Hans Magnus Enzensberger publicado en 1962: “Las aporías de la vanguardia”. El

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volumen donde se incluyó no fue traducido en España hasta 1969, cuando la recién creada editorial Anagrama lo puso en el mercado con el título de Detalles. Pero las ideas de Enzensberger se pudieron leer en español desde 1963, porque lo tradujo la revista Sur en su número de noviembre-diciembre, lo que no tuvo nada de chocante porque el propósito principal del ensayo no disentía de la frialdad con que la revista de Victoria Ocampo había acogido siempre el extremismo estético. Enzensberger daba por concluida (o por muerta) la vanguardia histórica, algunos de cuyos procedimientos habían sido absorbidos por la cultura de masas pero cuyo objetivo máximo, el de romper con las cadenas estéticas y morales, abrir las espitas de la energía reprimida por todo tipo de normas, había fracasado. Siendo así, la neovanguardia no podía sino parecerle una actitud regresiva y estudiada, un simulacro cercano al fraude. Tesis que endurecerá poco después cuando sostenga que el rechazo de las convenciones y reglas artísticas operaba como una salida compensatoria, un consuelo, por la imposibilidad de la revolución política, por lo que el arte de vanguardia podía ser la coartada de la regresión política. Una interpretación, por cierto, que hubiera encontrado un ejemplo en la protección que el régimen franquista prestó al informalismo pictórico. El ensayo de Enzensberger llegó a tiempo de que Guillermo de Torre lo incorporara, en diálogo polémico, en el epílogo sobre nuevos ismos de su Historia de las literaturas de vanguardia, en el que trabaja a comienzos de 1964. Aplaudía que el alemán rechazara la aplicación de criterios marxistas a la literatura, reduciéndola a mera superestructura ideológica, pero discrepaba en cuanto a la complicidad de las vanguardias con la política porque, en su experiencia y entendimiento, fueron más que cómplices, víctimas, no solo en la Alemania nazi, consideradas arte degenerado, sino en la Rusia soviética, donde la breve luna de miel de 1917 a 1920 dio paso a un hostigamiento que produjo una diáspora de artistas cuando no la misma muerte (Torre 1965: 873). Pero Torre se estaba remontando a su propio tiempo, sin entender que el diagnóstico de Enzensberger se realizaba a la vista de la neovanguardia de los sesenta. Ello no le impidió afrontar la evidencia de que la neovanguardia había adquirido un protagonismo internacional y que el “mito de la vanguardia” seguía manteniendo su sex-appeal. El 6 de agosto de 1964 el Times Literary Supplement dedicó un número especial a la “New Avant-Garde” editado por

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John Willett en el que este celebraba el impulso de liberación del pensamiento y los lenguajes ortodoxos y observaba que los nuevos vanguardistas estaban dispuestos a establecer “fresh relationships with one another or with the shifting non-artistic world of language, science, ideas, technology”, una disposición que a Torre tuvo que recordarle la suya misma hacia 1919. De todas formas, la docena de nuevos ismos que ofrecía el diario inglés captó la atención de Torre (lo declara él mismo), pero en las declaraciones de sus líderes, y haciendo salvedad de tendencias ya consagradas como el letrismo o el concretismo —a los que me referiré enseguida—, el resto le pareció “otra vuelta de la misma ronda” (1965: 888). La Historia de Torre se publicó por fin en 1965 y en España. Poggioli, desdichadamente, no pudo conocerla porque había fallecido en 1963. Lejos de ser una obra austeramente historiográfica, volcada hacia el pasado, proponía una reflexión sobre el modo en que se estaba enfocando la interpretación de la vanguardia histórica y también sobre el retorno del aliento experimental. El radio de su mirada a las últimas expresiones de la neovanguardia era muy vasto, pero también irregular. Daba noticia del Situacionismo, surgido en Italia en 1957, y de la escisión de la Segunda Internacional Situacionista liderada por el sueco Jörgen Nash, pero se entretenía en pronunciamientos situacionistas superficiales, como la negativa a promulgar ninguna doctrina o la insistencia en que solo reclutaban a genios, sin reparar en la profunda dimensión política del movimiento ni en la figura de Guy Debord, al que ni menciona, pese a que desde los años cincuenta había estado vinculado a la Internacional Letrista de Isidor Isou, de la que Torre sí habla. En el epílogo, que es donde examina la literatura de los cincuenta y primeros sesenta, destaca en esta dos rasgos sobresalientes, “el ensanchamiento de las minorías y el apetito de novedad” (1965: 874). Este, que se impone de forma incontenible, puede deberse —según conjetura— “a la ruptura o el desconocimiento de lo inmediatamente anterior” de las generaciones que, por haber sufrido dictaduras o guerras, “se asoman a un mundo sin raíces, a una tierra rasa, susceptible de prestarse a todos los ensayos”. Veremos hasta qué punto esta intuición era certera en el caso de España. Torre constata que “el espíritu radicalmente innovador y creador —peculiar de la década del 20— no ha prescrito y que el laboratorio de la literatura experimental mantiene sus luces en vigilia”. Ante la evidencia de esa nueva vanguardia,

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Torre hace la pregunta clave: en un mundo en cambio constante por los avances científico-técnicos y, a su juicio, en destrucción o retroceso políticosocial, ¿pueden las vanguardias de las primeras décadas del siglo reproducirse o encontrar pretextos para una nueva vigencia? La pregunta es clave porque apunta a la paradoja temporal de la recurrencia: la vanguardia que se repite deja de ser vanguardia para tradicionalizarse, para devenir “tradición de la ruptura”, por decirlo como Octavio Paz. Pero también es clave porque implica, en su respuesta, una evaluación del sentido o sinsentido, o de la autenticidad o el simulacro de la neovanguardia. Enzensberger había sido lúcidamente estricto al diagnosticar la institucionalización de la vanguardia y, en consecuencia, la deflación que ello producía en la carga subversiva de cualquier neovanguardia. Poggioli tampoco parecía apreciar o comprender este retorno de la vanguardia, puesto que describía lo que estaba sucediendo (y debía pensar en el fermento que en Italia condujo al Gruppo 63) como una “liquidación” o una “superación” del espíritu de los años veinte. Torre le reprocha no distinguir entre esos dos términos antitéticos, el acabamiento y la prosecución, y apunta que el arte experimental del momento está más cerca de lo segundo. Ahora bien, proseguir o rescatar el proyecto de las vanguardias supone una nueva paradoja, porque la vanguardia pretende “llegar a una meta que no puede sobrepasarse” y en ese sentido una vanguardia lograda o triunfante no admitiría superación o continuación que no fuera mera recurrencia. Torre no discute la existencia de una neovanguardia, pero advierte de que “aunque exista […] ello no quiere decir que posea sentido o justificación suficiente, desde el momento en que, lejos de advertirse su necesidad profunda, queda al desnudo su gratuidad lúdica” (1965: 875). Sin embargo, su veredicto no es negativo o derogatorio. Afirma que las primeras vanguardias “indudablemente han prescrito, en el sentido de que resultaron consolidadas, y lo que fueron elementos subversivos en su día aparecen hoy incorporados al curso normal de las artes, sin suscitar asombro ni resistencia”; pero no puede ser tan firme al opinar sobre la neovanguardia, en la que celebra la pervivencia del espíritu de aventura estética pero en la que también nota que prevalece la explotación de los filones descubiertos cuarenta años atrás sobre el hallazgo nuevo. De las reseñas atentas que recibió la obra de Torre quiero referirme a una en particular, la que le dedicó el futuro escritor y cineasta Edgardo Coza-

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rinsky, relacionado entonces, a sus veintiséis años, con el círculo de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. La razón es que Cozarinsky se apoya en el libro —que elogia por otro lado— para impulsarse hacia una consideración diminutiva sobre el valor y sentido de la vanguardia en los años sesenta. Para Cozarinsky, el concepto histórico de “vanguardia” es inadecuado para “los movimientos más recientes que invocan su prestigio; ha sido institucionalizado y ya no representa ni siquiera ese ímpetu hacia la aventura espiritual que […] animaba a los artistas de hace medio siglo” (1966: 91). Como si glosara el diagnóstico de Enzensberger, señala que la “audacia, la inquietud […] coronan dócilmente una obra cuyo propósito no suele incluir esas actitudes consagradas por el romanticismo político sino la sencilla y primordial intención de ser vanguardista” (ibíd.). Y el simple querer ser vanguardista, como quienes hoy quieren ser influencers o youtubers, es un deseo vacío del contenido recusatorio y subversivo consustancial a la vanguardia histórica. Cozarinsky lo razona así: “para manifestar rebeldía y ejercer la violencia, la vanguardia exige un cuerpo de normas aceptadas, de instituciones vigentes, un establishment cuyos valores y métodos pueda impugnar. Y esto no ocurre en el presente” (1966: 92). Entiende que en la sociedad de los sesenta, lo que pasa por vanguardia “se ha convertido en establishment”, en culto a la tendencia más reciente, y que las fundaciones más opulentas pugnan por hacerse con las “obras más detonantes”. La cualidad de vanguardista, en definitiva, se ha convertido en un factor de cotización en el mercado del prestigio cultural y, en consecuencia, la vanguardia misma en impostura. Cozarinsky concluye: “La depreciación inevitable de la palabra ‘vanguardia’, rebajada a servir a la industria de la moda, no arrastra consigo más que a aquellas obras ya condenadas por su obsecuente aceptación de la novedad más reciente” (1966: 96). Esta valoración de la neovanguardia que pudo leerse en España coincidía con algunos esfuerzos surgidos en el ámbito académico por aquellos años y que, en conjunto, prefiguran el análisis que a comienzos de los años setenta llevaría a cabo Peter Bürger. Uno de ellos, de inspiración sociológica y comparatista, fue el del húngaro Miklós Szabolcsi. Había pasado el curso 1965-1966 en la Sorbona, donde había podido leer la primera redacción, de 1925, del libro de Guillermo de Torre y, a su regreso a Budapest, asumió el cargo de director adjunto del Instituto de Historia Literaria de la Academia Húngara de las Ciencias. En esa calidad le escribió en agosto de 1967 a Torre

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expresándole su admiración por la versión muy ampliada de la obra (“J’en ai profité beaucoup, puisque c’est l’unique ouvre jusqu’ici, à ce que sais, qui traite l’histoire de l’avant-garde littéraire”2) y anunciándole que en breve presentaría en Belgrado una visión de la vanguardia desde una perspectiva transnacional. Así fue, en efecto. El 30 de agosto comenzaron las sesiones del V Congreso de la Asociación Internacional de Literatura Comparada en Belgrado, donde Szabolcsi planteó las condiciones de estudio de las vanguardias como fenómeno que rebasaba las fronteras idiomáticas y observó que la neovanguardia difería de los movimientos históricos en su intención, marcada por la consciencia de repetir sus gestos de rebeldía, y en su oposición a la sociedad, que había dejado de ser oposición para ser adaptación, lo que, a su entender, valía tanto para el teatro del absurdo de Ionesco como para el Nouveau Roman de Robbe-Grillet. Respecto a las nuevas vanguardias de los sesenta su conclusión era que “La nouvelle Avant-garde est, pour une bonne part, répétition et pastiche” (1969: 319), que utilizaba técnicas idénticas a las de los ismos históricos, pero trataba de afirmarse en un medio y en un momento histórico distintos, lo que sugería su inadecuación. El mismo Szabolcsi volvió sobre la cuestión en 1971, ahora cerrando el foco sobre la neovanguardia coetánea y dejando atrás la ola de nostalgia de la rebeldía juvenil de preguerra que se propagó en los años cincuenta. El retorno a la vida de actitudes y desafíos que habían sido enterrados en los museos le parece un síntoma de que algunos de los problemas planteados por la primera vanguardia, como la de la función del arte y el artista en las sociedades actuales, seguían sin resolver. Reconoce que la vanguardia clásica, domesticada y desdentada, se había convertido en parte del maquillaje de la clase media y, en todo caso, en un espectáculo inofensivo. Pero concede una razón de ser a las expresiones vanguardistas que en los años sesenta se han dado como respuesta al sentimiento de crisis generalizado, al clima de catástrofe inminente, y no solo en los países occidentales sino también en los del bloque comunista (1971: 64). Factores políticos como la Revolución cubana, Vietnam, la lucha racial en los Estados Unidos o (aunque no lo menciona) el aplastamiento de la Primavera de Praga y las protestas estudiantiles del 68, Carta inédita, fechada el 18 de agosto de 1967, perteneciente al archivo Guillermo de Torre de la BNE, Mss 22831-22. 2 

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han condicionado estos nuevos movimientos que intenta tipificar en cuatro tendencias. Esta taxonomía puede extrapolarse al escenario español de 1970, pese a la distorsión que cualquier práctica artística seguía padeciendo por efecto del nacionalcatolicismo oficial. La tipología que propone es la siguiente: una neovanguardia de inspiración tecnocrática “that reduces literature to mere linguistic symbols, considers it as a ‘text’” (1971: 65); un extremismo anárquico que pasaba por ser un clamor de protesta (“that passes for an outcry”); un movimiento más o menos organizado afín al marxismo y la lucha obrera; y, por último, uno que predica la desesperación y desencanto absolutos y tiende a expresar a través del grotesco. En España, la corriente tecnocrática había sido la dominante desde los años cincuenta. Y ello es explicable porque al ser la más formalista era la menos sospechosa de disidencia ideológica para la dictadura. Igual que el informalismo en las artes plásticas, el letrismo y la poesía concreta eran, para los celadores del régimen, rebeldías inocuas. Ambas penetraron a comienzos de los sesenta gracias a la acción divulgativa, sobre todo, del uruguayo Julio Campal y de Ángel Crespo. Campal constituyó en 1963 el grupo Problemática-63, al que un año después se unirían Fernando Millán e Ignacio Gómez de Liaño. Hasta la defección de este último en 1966 para fundar su propio grupo, la Cooperativa de Producción Artística y Artesana, Problemática-63 hizo pedagogía provanguardista en conferencias y exposiciones (como la de poesía vanguardista en la galería madrileña Juana Mordó en 1965). En esta misma corriente ubica Szabolcsi la literatura que da primacía a la forma o el medio sobre la dimensión semántica: la poesía fonética y la poesía visual. También entrarían aquí las probaturas con la permutación de letras o palabras de acuerdo con reglas matemáticas, los juegos combinatorios de índole fonética, morfológica o sintáctica y los tempranos intentos de poesía cibernética, que contaron con el auxilio teórico de Max Bense en Alemania y de A. A. Moles en Francia, ambos, por cierto, traducidos pronto al español (Millán y García Sánchez 1975: 11-31; Escrituras… 2009: 249-259). En España ya en los años cincuenta, Juan Eduardo Cirlot había explorado las posibilidades de las series permutativas (con “Las golondrinas” de Bécquer y con la serie El palacio de plata en 1955), aunque no llevaría la técnica hasta sus límites sino en Bronwyn, permutaciones (1970) e Inger. Permutaciones (1971). Probablemente la máxima expresión de esta ladera neovanguardista sería la novela de

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Julián Ríos Larva, cuyo primer fragmento publicado vio la luz en octubre de 1973 en la revista Plural, diez años antes de su publicación completa, aunque la génesis de esta novela babélica se remonta a finales de los sesenta. El segundo tipo de neovanguardia, que se presenta como un retorno del expresionismo o incluso del dadaísmo en la violencia anárquica con que se impugna cualquier convención o norma establecida, hubo de esperar en España a las postrimerías de los sesenta, pero puede vislumbrarse en algunas iniciativas radicales anteriores. Por ejemplo, la del grupo Zaj, fundado en 1964 por Juan Hidalgo, Ramón Barce y Walter Marchetti y en el que es fácil ver reflejos del Fluxus de John Cage. Zaj dio un creador poderoso, José Luis Castillejo, que elaboró un sólido discurso teórico sobre la neovanguardia. Y ya en 1968, a la radicalidad nihilista de Zaj se le añadió el rechazo a las reglas del mercado y al statu quo en el grupo N.O., donde se reunieron Fernando Millán, J. Carlos Aberásturi, Jokín Díez, Enrique Uribe y Jesús García Sánchez entre otros. Szabolcsi sitúa aquí la protesta social y política apasionada de los beats norteamericanos, de Jack Kerouac, Allen Ginsberg y Gregory Corso, pero también la literatura del Black Power y hasta el cine underground que produjo la Factoría de Andy Warhol. Este frente vanguardista solo pudo desarrollarse en España a partir de la relajación de la censura oficial, en coincidencia con la compulsiva contracultura de los años setenta. El tercer tipo de neovanguardia corresponde al de quienes hicieron suya la beligerancia política, rechazando el apoliticismo de las propuestas más formalistas. El paradigma fue la neovanguardia italiana de los novissimi y posteriormente el Gruppo 63, cuyo principal teórico fue Edoardo Sanguineti, aunque la obra más perdurable fuera la de Umberto Eco. Inspirados por la filosofía de la Escuela de Frankfurt (Adorno en particular) y por el estructuralismo francés, consideraron tarea prioritaria romper con la estructura de valores y relaciones impuestos y cosificadores mediante la demolición del lenguaje que los transmitía. Había que destruir el lenguaje opresivo y alienador, reducirlo a escombros y desde ahí erigirlo de nuevo. El tuétano ideológico de esta orientación también fue conflictivo en la España tardofranquista. Se trataba de una neovanguardia fuertemente politizada en la que se entreveraban la Revolución Cultural china con las perspectivas y categorías dictadas desde el grupo Tel Quel. La idea de que el primer requisito de la revolución es la revolución del lenguaje penetró en la literatura española hacia 1968 y

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encarnó en novelistas jóvenes como el José María Guelbenzu de El mercurio, o en un veterano como Juan Goytisolo, que dio una cumplida muestra de la convergencia entre experimentalismo formal y protesta política en Reivindicación del conde don Julián (1970). Una posición esta, por cierto, que Goytisolo trasladó un año después a la revista Libre, punto de encuentro de la vanguardia española y latinoamericana, literaria y política, que él propició en el París de 1971. El cuarto tipo de neovanguardia, la que recurre a la estética del grotesco para expresar el rechazo de una sociedad hostil y la falta de esperanza, la trata el crítico húngaro como si fuera privativa de los países del conglomerado soviético después del XX Congreso del PCUS en 1956. Fue el congreso en el que se inició una lenta desestalinización, se reabrieron los intercambios comerciales con Occidente, se moderó la represión contra la disidencia y se facilitó el conocimiento de la tradición cultural presoviética. Gracias a ese deshielo político, los artistas jóvenes pudieron conocer los postulados y procedimientos de las vanguardias históricas, en sus propios países y en el resto de Europa, y también de los movimientos de posguerra. Esta neovanguardia que podríamos llamar “restitutiva” permitió el acceso, no sin distorsiones, de escritores nacionales anteriores a la era comunista, como sucedió en Polonia con Bruno Schulz o en Checoslovaquia con Franz Kafka, y presenta llamativas coincidencias con la neovanguardia española, empezando por la querencia hacia las distorsiones expresionistas, esperpénticas o, en suma, grotescas. Esta tendencia puede rastrearse también en la narrativa y el teatro españoles del momento, donde el grotesco, el humor negro, el desgarrón expresionista, los ecos kafkianos y el esperpentismo alegórico fueron procedimientos frecuentes. Son ejemplo de ello las novelas de Ramón Hernández o J. Leyva (Leitmotiv, 1972, venía escribiéndose desde 1967) o el teatro radical de Luis Riaza y Miguel Romero Esteo. Como en los países del Este, en España se escamoteó el conocimiento cabal de la cultura anterior a la guerra, lo que incluye la modernidad literaria de los años veinte y treinta y también la obra de los escritores del exilio. Solo en los años 60 se inició una azarosa recuperación de la memoria perdida y los escritores jóvenes empezaron a tener noticia de nombres y obras silenciados cuya originalidad contrastaba con el tedio que les inspiraban los

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realismos establecidos, tanto el auspiciado por el régimen como el defendido por la oposición. Desde detrás de la barrera de 1936 y desde la diáspora republicana llegaban voces extrañamente juveniles que parecían consonarse con la siembra de rebeldía artística que brotaba por doquier. En 1964 la jovencísima Ana María Moix se ponía en contacto epistolar con Rosa Chacel y, junto a su amigo Pere Gimferrer, se asombraba ante una novela como La sinrazón, mientras que recibía de la veterana escritora consejos de lectura, que no dejara de leer a Claude Simon. Aunque un año antes, en 1963, todos habían descubierto un continente literario casi ignorado en el libro —hoy discutible— de José Ramón Marra López, Narrativa española fuera de España, y aun antes en las páginas de Papeles de Son Armadans, donde en 1958 habían podido leer un fragmento del Jusep Torres Campalans de Max Aub bajo un intencionado exergo del Libro de Job: “Sicut umbra dies nostri sunt super terram” [“Son nuestros días en la tierra como las sombras”], que apuntaba a los exiliados mientras jugaba al despiste histórico con el pintor cubista inventado. Algunos escritores del exilio venían a sumarse así, en calidad de revelación, al repertorio disponible de novedades literarias que podían estimular el abandono de las fórmulas trilladas y la exploración de nuevos lenguajes. El objetivismo francés tuvo su vigencia unos años y en 1965 se tradujeron los influyentes ensayos de Alain Robbe-Grillet Por una novela nueva, pero la novedad que había entrado como un torrente en el campo literario español fue la nueva narrativa latinoamericana, junto a la que llegó la poesía revulsiva de Nicanor Parra, Octavio Paz o Lezama Lima. Esas tres fuentes de novedad estética, la obra enmudecida de la vanguardia histórica española prolongada en el exilio, la nueva vanguardia internacional y la literatura venida de Hispanoamérica produjeron en la literatura de los años sesenta y primeros setenta el efecto de un electroshock, del que no se libraron ni siquiera los séniors como Torrente Ballester, Ana María Matute, Miguel Delibes o Cela, aunque quien acusó el efecto convulsionante de aquella catarata de novedades fue, obviamente, la generación joven cuyo caprichoso epítome fue, en 1970, la antología Nueve novísimos. (Título anacrónico que procede de la antología italiana de 1961.) Para aquellos poetas y narradores sobreestimulados, las consideraciones de Poggioli, Enzensberger o Torre sobre el carácter afectado o repetitivo de

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la neovanguardia carecían de interés. Si la vanguardia había muerto o no, parecía no condicionar su propia necesidad de experimentar con el medio y los materiales, con el lenguaje, los formatos y sus límites y mestizajes. El que fue quizá el escritor más brillante de la pléyade juvenil, Pere Gimferrer, se atrevió en 1971, a hacer un balance sobre los últimos treinta años de poesía en España, algunos más de los que él tenía por entonces. Ya había clausurado su obra en español con La muerte en Beverly Hills (1968) y eso creía que le permitía realizar su examen con desapasionamiento. Nada más lejano a la realidad, porque su posición es tópica y aguerridamente vanguardista. Denuncia el lenguaje fosilizado “y putrefacto” que encarceló la poesía española (un mal del que están libres los poetas de América Latina) y ante el que solo eran posibles dos soluciones: la de su sustitución por otro lenguaje convencional, que él desprecia, o la de su destrucción, por la que él apuesta con vehemencia. En sus palabras, eco de tantas proclamas vanguardistas, “toda poesía viva, toda poesía nueva, debe fundarse en la refutación, en la negación de sus precedentes; en su destrucción, en su contradicción, en su escarnio” (Clotas / Gimferrer 1971: 93). Y deplora que quienes han transitado por esa vía hayan sido sistemáticamente proscritos, aunque los ejemplos que da resulten hoy chocantes: Ramón Gómez de la Serna o el segundo Juan Ramón Jiménez. No obstante, para ejemplificar ese camino de heterodoxia en el que él se reconoce, distingue a tres poetas: su amigo Leopoldo María Panero, que acababa de codificar su “mundo paranoide de obsesiones adolescentes” en el idioma sincopado de la sinrazón de Así se fundó Carnaby Street (1970); el Carlos Edmundo de Ory posterior al Postismo —“un grupo pasado a cuchillo por la cultura española”, dice Gimferrer—, el gaditano apátrida que había creado el Introrrealismo en 1951 y había fundado en 1968 el Atelier de Poésie Ouverte, pero sobre todo el Ory que acababa de arrancar del más cerrado olvido Félix Grande en 1970 al publicar la antología Poesía 1945-1969 en la colección El Puente Literario de Edhasa que él dirigía; y, por último, como reivindicación de la vanguardia matriz (y magisterio de los olvidados): el viejo creacionista Juan Larrea, venido del pasado remoto y del exilio, un poeta fantasma del que en 1969 se había publicado en Turín, traducido al italiano por Vittorio Bodini, su libro inédito Versión celeste (1932) y que ofrecía una aleccionadora investigación sobre el lenguaje poético en su límite de disolvencia.

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Para Gimferrer, en fin, la poesía viva, en 1970, no podía ser sino la impulsada por un viento de desacato a las formas consagradas y de transgresión de los confines estéticos (y morales) convenidos socialmente. Pura vanguardia indiferente a los dictámenes funerales que procedían del mundo de la teoría y que seguirían resonando. Unos años después, en 1977, el propio Gimferrer hizo un análisis más ponderado de la evolución del campo literario desde la guerra hasta su presente postfranquista. En su relato, el protagonista era la modernidad perdida tras la guerra, identificada con el espíritu de aventura y riesgo estético de la vanguardia. Una modernidad que se estaba desenterrando del fondo de una literatura regresiva, la favorecida (y provocada) por el nacionalcatolicismo cultural, que había roto con la evolución natural de la modernidad española. Una rotura sin ruptura, según el juego de palabras de Gimferrer. Para el poeta, la literatura española de los últimos cuarenta años se definía por “la pérdida de la tradición contemporánea y la lenta marcha por recobrarla” (1977: 198). Y a tres años de la publicación de Los hijos del limo de Octavio Paz bien podría haberla definido como “la rotura de la tradición de la ruptura”. En el centro irradiante de esa tradición contemporánea Gimferrer situaba el anhelo de búsqueda e innovación de la vanguardia, que, a su juicio, fue erradicado junto a quienes lo encarnaron, los escritores del exilio. Afirmaba, pues, Gimferrer, que “en la medida en que la vanguardia se había asociado a la República, la persecución de la izquierda republicana fue también una persecución a la vanguardia literaria” (1977: 109). Dejando de lado la simplificación y omisión de las vanguardias nostálgicas como el Postismo o el grupo Cántico, soslayando otros factores que hemos visto, como la circulación de los discursos sobre la vanguardia y la neovanguardia o la bendita llegada de los bárbaros latinoamericanos, creo que la idea es, en esencia, acertada. Porque en España la neovanguardia no fue tanto una empresa de demolición gratuita o una estetización del gesto de rechazo ante la vanguardia embotada y reintegrada en el mercado, como parte de una empresa de restitución cultural y, por lo tanto, respondió al mismo tiempo al llamamiento de la neovanguardia internacional y a la tarea de restañar el vacío histórico con una modernidad literaria que representaban los escritores exiliados y los deslumbrantes poetas y narradores latinoamericanos.

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DE “LA OTRA VANGUARDIA” AL TRANSBARROCO PERUANO José Antonio Mazzotti (Tufts University)

Introducción Partiendo de la premisa establecida por José Emilio Pacheco en su famoso ensayo “Nota sobre la otra vanguardia” (1979), el presente trabajo analizará el movimiento pendular hegemónico en la poesía peruana del circuito letrado en español desde el auge del conversacionalismo en los años 1960-1970 hasta la revigorización del estilo “transbarroco” de fines del siglo xx y principios del xxi. A diferencia del neobarroco caribeño, el neobarroso rioplatense o el neoberraco dominicano, el transbarroco peruano, según lo denomina el filósofo Rubén Quiroz, es una reaparición de la tendencia barroquizante de las letras andinas desde el siglo xvii. De este modo, la vanguardia histórica se hace más compleja no solo en su derivación conversacional (como heredera del Imagism anglonorteamericano), sino también en sus vertientes contemporáneas de raíces hispánicas prevanguardistas, como el barroco americano o de Indias, diferente en varios sentidos del barroco peninsular. Haré énfasis principalmente en la antología Divina metalengua que pronuncio: 16 poetas transbarrocos, editada por Quiroz en 2017, por ser el compendio más completo hecho hasta hoy de esta tendencia. La vanguardia anglo-norteamericana y sus secuelas hispanoamericanas Como sabemos, la irrupción de las vanguardias en el contexto hispanoamericano estuvo salpicada de matices y modalidades que es imposible abarcar en una sola mirada. Me interesa, en primer lugar, ahondar en una

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línea poco desarrollada, la de “la otra vanguardia”, es decir, esa vanguardia marginal inspirada en la poesía anglosajona, particularmente en el Imagism del joven Ezra Pound, Amy Lowell, Marianne Moore, Carl Sandburgh, William Carlos Williams y otros. Esa “otra vanguardia” se diferencia de la mayor parte de la vanguardia hispanoamericana no solo en que esta última se basa sobre todo en las vanguardias continentales europeas (futurismo, dadaísmo, surrealismo, ultraísmo, etc.), sino también en su peculiar concepción del lenguaje poético y el lugar que le otorga al habla cotidiana y al uso de imágenes visuales y sensoriales en general, siguiendo los principios del “Manifiesto imaginista” de 19151. Fue el poeta mexicano José Emilio Pacheco quien originalmente la llamó así: “la otra vanguardia”, pues de esta manera distinguía una producción que, si bien poco numerosa, ya anticipaba desde los años 20 el uso de una serie de recursos expresivos que se harían casi generales con el auge de la llamada “poesía conversacional” desde fines de la década de 1950 y sobre todo en los 60 y los 70. Según Pacheco, la dicción prosaísta y coloquialista de la escritura poética en español ha existido desde hace siglos, pero hizo su aparición vanguardista y generalizada con El soldado desconocido (México, 1922), del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959), un libro quizá hoy poco recordado, pero que ya planteaba enormes diferencias de lenguaje con la vanguardia de influencia francesa, italiana y española que empezaba a difundirse con acelerada aceptación entre los jóvenes poetas de los años 20 en lengua castellana en ambos lados del Atlántico. En El soldado desconocido, por ejemplo, se respeta la lógica semántica del lenguaje referencial, a diferencia de la transgresión constante de la misma Algunos de sus principios establecían: “1. To use the language of common speech, but to employ the exact word, not the nearly-exact, nor the merely decorative word. 2. We believe that the individuality of a poet may often be better expressed in free verse than in conventional forms. In poetry, a new cadence means a new idea. 3. Absolute freedom in the choice of subject. 4. To present an image. We are not a school of painters, but we believe that poetry should render particulars exactly and not deal in vague generalities, however magnificent and sonorous. It is for this reason that we oppose the cosmic poet, who seems to us to shirk the real difficulties of his art. 5. To produce a poetry that is hard and clear, never blurred nor indefinite” (tomado de “Imagism”, ). 1 

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en la vanguardia europea continental. La transgresión vanguardista anglonorteamericana viene, en todo caso, de una des-solemnización de la figura del poeta y del papel central que se le otorga al habla cotidiana como materia prima de los poemas. A la vez, la vanguardia en inglés privilegia la crudeza y plasticidad de muchas de las imágenes, especialmente aquellas referidas a los horrores de la guerra, en este caso, la Primera Guerra Mundial, en la que De la Selva participó como soldado del ejército británico. De la Selva había vivido en los Estados Unidos desde su adolescencia y forjó su estilo diferenciándose de la mayoría de los otros poetas hispanoamericanos del momento2. Además del nicaragüense, Pacheco añade como forjadores de “la otra vanguardia” al mexicano Salvador Novo y sus libros Espejo (1933) y Poemas proletarios (1934), y al dominicano Pedro Henríquez Ureña y sus traducciones de poesía norteamericana hechas en los años 20 y 30. Estas tres manifestaciones poéticas (De la Selva, Novo y Henríquez Ureña), irradiadas desde México, prepararon el terreno —siguiendo con la tesis de Pacheco— para las obras iniciales del chileno Nicanor Parra y el nicaragüense Ernesto Cardenal, aunque estos últimos autores guardan su propia peculiaridad3. Para mayores detalles sobre la vida de Salomón de la Selva puede revisarse el prólogo de Julio Valle-Castillo a la Antología mayor, publicada por la Biblioteca Ayacucho en 2007. Además de los poetas imaginistas, cuya influencia es visible desde el primer libro de Salomón de la Selva, Tropical Town and Other Poems (Nueva York, 1918), escrito en inglés, el nicaragüense debió haber leído también a otros autores de estilo coloquial como los británicos Wilfred Owen, Isaac Rosenberg y Siegfred Sassoon. Agradezco el dato a Anthony Stanton. Véase, asimismo, el artículo de Avi Matalon citado en la Bibliografía sobre los poetas judíos de habla inglesa (Rosenberg y Sassoon) y el polaco-yiddish (Uri Zvi Grinberg) que sufrieron directamente el impacto de la Primera Guerra Mundial, uno de los temas recurrentes de El soldado desconocido, y lo expresaron de manera descarnada y prosaica. 3  Si bien Pacheco no lo menciona, hay que recordar también al peruano Enrique Bustamante y Ballivián (1883-1937), que publicó, entre otros volúmenes, dos que anticipaban la mención huidobriana del “antipoeta y mago” en Altazor (1931) y los Poemas y antipoemas (1954) de Nicanor Parra: se trata de Antipoemas (Buenos Aires, 1927) y Odas vulgares (Montevideo, 1927). En ellos Bustamante y Ballivián intentaba seguir una poética de referentes directos, dejando de lado la musicalidad y los temas solemnes del lenguaje modernista, y dando cabida al vocabulario de la modernidad y a la vez de la vulgaridad. Un ejemplo representativo es este texto de los Antipoemas de 1927: “JAZZ-BAND // En un vértigo cafre / bambolea el piano / sus pletóricas / caderas nubias / mordiendo con sus dientes / largos de hambres / los epilépticos dedos del fox. // Un cornetín nos clava / su estridente 2 

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Pacheco subraya que la poesía de “la otra vanguardia” privilegia la imagen visual y los temas sórdidos y populares, e incluso da lugar a que se expresen directamente algunos personajes marginales, haciéndolos aparecer como verdadera voz poética de los textos. Esto es algo que también estudia Pedro Lastra al hablar de un “traspaso de la palabra” en la poesía conversacional en su artículo “Poesía hispanoamericana actual”. La dicción conversacional de la vanguardia anglo-norteamericana sobrevivió en “la otra vanguardia” hispanoamericana hasta que, desde los años 50, la antipoesía de Nicanor Parra y el incipiente exteriorismo de Ernesto Cardenal facilitaron la entrada generalizada de lo que vendría a constituirse con el tiempo en la retórica vigente del “británico modo”4. La tradición conversacional peruana En la literatura peruana escrita en español, ya César Vallejo y Carlos Oquendo de Amat desde las décadas de 1910 y 1920 habían puesto en evidencia la aparición de sujetos poéticos provenientes de la provincia, apegados a sus normas lingüísticas regionales y a temas rurales y cotidianos. Particularmente en Vallejo (que nació en Santiago de Chuco, un pueblo de la metal, / los violines / electrizan las médulas / en copulescas danzas / y el bombo / bosteza estruendosamente / y golpea la tersura / de su barriga chata, / marcando el compás / con su gorro chinesco. // Si el piso encerado / no hiciera danzar a las parejas, / todas se revolcarían / en esta sala / que huele a axilas, a sexo y a fox” (Bustamante y Ballivián 1927b: 29-30). Pacheco tampoco menciona el uso del lenguaje conversacional y directo en varios poemas de la sección “La tierra se llama Juan”, del Canto general (México, 1950) y en las Odas elementales (Buenos Aires, 1954) de Pablo Neruda. 4  Un autor fundamental de esta corriente, el cubano Roberto Fernández Retamar, plantea las diferencias centrales entre Parra y Cardenal en su estudio “Antipoesía y poesía conversacional en Hispanoamérica”. Sobre Parra, específicamente, pueden verse Carrasco (1990), Flores y Medina (1991), Gottlieb (1977) e Ibáñez Langlois (1972). Sobre Cardenal, Borgeson (1984) y Castiglioni (1990). Sobre ambos poetas y otros más “de la palabra hablada”, consúltese Sarabia (1997). También, para un examen de las “Reglas para escribir poesía” de Ernesto Cardenal en relación con el manifiesto imaginista de 1915 y su aplicación en la Nicaragua sandinista, puede verse Mazzotti (1995). Según Julio Marzán (1995), ya existen rasgos de antipoesía en la poesía negrista de Luis Palés Matos desde 1926 y en Nicolás Guillén desde los años 30.

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sierra norte), se da un uso de fragmentos de la norma popular que en alguna medida adelantan el conversacionalismo de las décadas posteriores, aunque principalmente a nivel léxico. El centralismo limeño empujaba a muchos intelectuales y población general de la provincia a vivir en la capital en busca de mejores oportunidades. Ya en 1913, el 58% de los habitantes de la ciudad provenían del interior, como señala Salazar Mejía (2014: 15). Por lo tanto, el contexto migratorio peruano favorecía la aparición de los sujetos poéticos provincianos en el circuito “culto”, dominado en ese entonces por la grandilocuencia y la preferencia por temas solemnes típicos del novomundismo de José Santos Chocano, émulo del gran Rubén Darío. Otros antecedentes importantes en el uso de léxico popular son las Baladas peruanas, de Manuel González Prada (publicado en 1935, aunque escrito tres décadas antes) y la obra de Carlos Germán Belli en los años 50 y 60. Décadas más tarde, con el “desborde popular” (como lo llama el sociólogo José Matos Mar) de los años 60 y 70, la literatura peruana letrada se vio inundada de manera definitiva por voces provenientes del interior del país. En la llamada Generación del 68 (que agrupa a las que convencional, pero algo absurdamente, se llamaba generaciones del 60 y del 70) hay también muchos provincianos (Julio Ortega, por ejemplo, es de Casma, y Marco Martos, de Piura; Rodolfo Hinostroza era de Huaraz; Juan Ramírez Ruiz, de Chiclayo; Enrique Verástegui, de Cañete; José Watanabe, de Laredo; Manuel Morales, de Iquitos; y hasta hay uno, Mirko Lauer, nacido en la entonces Checoslovaquia). Pero al margen de la procedencia, el punto de convergencia de todos estos poetas es la adopción de la dicción conversacional, si bien es cierto que con claras variantes. Tenemos, por ejemplo, una vertiente cultista, como la de Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros, y otra mucho más popular y directa, de afán comunicativo, como en Manuel Morales, el primer Juan Ramírez Ruiz (en su libro Un par de vueltas por la realidad, de 1971) o en José Watanabe, sin pretender borrar sus diferencias y apreciando ambas promociones (la de las tradicionales “generaciones” del 60 y 70) en su propia peculiaridad. Cabe por eso prestar atención a los planteamientos del Movimiento Hora Zero en su etapa inicial (1970-1973), que justamente intentaba diferenciarse de la promoción anterior a partir del uso del lenguaje popular, la experiencia migratoria y la “poesía integral”.

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En conjunto, la poesía conversacional alcanzó un auge casi unánime por su sintonía con el espíritu modernizador de los movimientos revolucionarios de entonces, sin duda apoyados desde la Revolución cubana y su política cultural y el populismo de izquierda del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado en el Perú (1968-1975), con el que algunos de los poetas de Hora Zero colaboraron. Son estos cambios operados en el lenguaje del circuito “culto” peruano los que contribuyen a la consagración del estilo conversacional en buena parte de la escritura en español de esos años. Veamos, por ejemplo, los casos de Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, que lideraron Hora Zero en su primera etapa, de enero de 1970 a 1973, cuando se dio la separación del grupo original, considerado por muchos como el único y auténtico Hora Zero5. En sus primeros libros, Ramírez Ruiz y Pimentel todavía emplean el castellano peruano adhiriéndose a la poética narrativo-conversacional. Pimentel, por ejemplo, escribe versos como “Y muero por momentos, por minutos que los hago más prolongados” o “Pero no se preocupen. Ya los tengo entre manos a los nazis de Oxapampa” (de Kenacort y Valium 10, publicado en 1970). Aquí vemos una presencia desenfadada del uso del léxico y los personajes populares; también marcas verbales muy propias de la norma lingüística local, como el pronombre redundante de objeto directo. Pimentel ofrece numerosos ejemplos como estos6. Lo mismo puede decirse de Juan Ramírez Ruiz, otro de los fundadores de Hora Zero, quien en su primer libro, el ya mencionado Un par de vueltas por Algunos miembros de Hora Zero se reagruparon en 1977, ya sin Juan Ramírez Ruiz y al volver Jorge Pimentel de un largo viaje por España. En el manifiesto “Nuevas respuestas”, de ese año, varios de los integrantes antiguos y otros nuevos declaraban abiertamente que su poética era la conversacional (“HZ reconoce el método de Poesía Conversacional como una de las formas colectivas y revolucionarias de elaborar un texto”, p. 7, subrayado en el original). Este documento intenta plantear una continuidad con el manifiesto inicial “Palabras urgentes” de 1970 y su propuesta de una “poesía integral”, aunque esta por definición es mucho más amplia que el simple conversacionalismo y deja abiertas las puertas para una experimentación con otros estilos y manejos del lenguaje, que Juan Ramírez Ruiz sí siguió solitariamente en sus dos últimos libros Vida perpetua (1978) y Las armas molidas (1996), altamente complejos. Para más datos, debe revisarse la sección “Documentos” en la antología Estos 13, de José Miguel Oviedo (1973: 129-186). 6  Algunos rasgos de las obras posteriores de Pimentel se desarrollan hacia la incorporación de recursos expresivos más amplios, pero su estudio escapa del tema central de estas páginas. 5 

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la realidad, de 1971, utiliza constantemente la norma coloquial popular al presentar personajes extraídos directamente de la “realidad” callejera. Así, por ejemplo, encontramos citas de una oralidad popular como “Y es las 5 de la mañana. Y yo y tú mi mariposa en el Puerto / del Callao y un hombre: Chucha de tu madre, sapo podrido, marinero hijo de borracho sarnoso. Y otro: Cómete la lengua hijo de perra sifilítica / parido en sangre. Y una mujer con hijo: polilla lávate el tarro o parirás un sapo” (p. 65). Esta violencia verbal revela una violencia cotidiana que busca ocupar un espacio en el campo literario oficial de la poesía peruana escrita en español al extender el uso del conversacionalismo, que ya circulaba como estilo prestigioso y vigente desde la década de 19607. Sin embargo, el devenir político y social del Perú fue muy distinto en la década de 1980 en comparación con las dos anteriores. Los factores determinantes de esa diferencia fueron la violencia política generalizada que se vivió con el inicio de la lucha armada liderada por el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y la migración masiva del campo a la ciudad y del Los dos libros posteriores de Ramírez Ruiz se explayan, sin embargo, por una experimentación formal mucho más rica, como mencioné en la nota 5. No me referiré por ahora en detalle a esos aportes ni a los del más destacado autor de Hora Zero, Enrique Verástegui. Tampoco es de interés detallar los intentos de sistematización generacional o grupal elaborados por Jesús Cabel (1986), Ricardo Falla (1990), César Toro Montalvo (1991), José Beltrán Peña (1995) y Tulio Mora (2000 y 2009) en sus respectivos acercamientos y antologías de la poesía de la promoción del 70 o, específicamente, la de Hora Zero. Si bien su valor divulgador es innegable, muchas veces su falta de precisión terminológica y su postura celebratoria poco fundamentada más allá de los mismos poemas les restan rigor y solidez como ejercicio de análisis profesional. En los trabajos críticos de Mora, por ejemplo, brilla por su ausencia el manifiesto “Palabras urgentes-2”, redactado por Juan Ramírez Ruiz en 1980, que denuncia el oportunismo político y el acomodamiento de la segunda etapa de HZ a la cultura oficial. Un análisis sobre los alcances de este manifiesto puede encontrarse en Paolo de Lima (2005). Para un estudio documentado y meditado a la poesía del 70, ver Vilanova, que expresa: “Mientras que Hora Zero produjo alguna poesía efectiva, la calidad de su trabajo fue desigual y el movimiento fracasó en producir un poeta de la estatura de Cisneros o las figuras principales de generaciones anteriores. Su poética tiende a degenerar en fórmulas trilladas y mecánicas, y su discurso de modernidad rápidamente envejece. Su preocupación por cultivar el lenguaje y el tono coloquiales a veces los conduce al prosaísmo y la excesiva explicitez, derivando en un verso que muchas veces carece del poder sugestivo de la poesía. Asimismo, su rechazo de las formas rígidas frecuentemente significó que los poemas quedaban mal estructurados y eran de pobre coherencia” (1999: 62, trad. mía). Para una evaluación general de Hora Zero, debe consultarse también Sánchez Hernani (1981). 7 

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Perú hacia el extranjero, producto de esa violencia y de la profunda crisis económica que asoló al país durante aquellos años luctuosos8. Fue entonces cuando surgió también una poesía que buscaba escapar de los excesos del conversacionalismo horazeriano y volver a las fuentes del lirismo y el ritmo con mayor cuidado formal. Aparecieron así algunas revistas como (SIC), Trompa de Eustaquio, Calandria y otras en los claustros de las universidades de San Marcos y Católica en Lima, y varios grupos en provincias. Se dieron algunas consagraciones tempranas con los premios otorgados a Raúl Mendizábal y Eduardo Chirinos en los Juegos Florales de la Universidad Católica (en 1979 y 1980, respectivamente) y a José Antonio Mazzotti y Magdalena Chocano en los de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (en 1980 y 1982). En setiembre de 1982 se fundó el Movimiento Kloaka, que buscaba radicalizar el lenguaje de la calle explorando el desquiciamiento de la figura del poeta en un medio marcado por la violencia política y el desastre económico, buscando refugio en las drogas y el mundo del hampa como temas predilectos. Asimismo, surgieron voces de mujeres que, sin dejar de utilizar la dicción conversacional, evidenciaban nuevos sujetos poéticos que daban cuenta del patriarcalismo de la sociedad peruana y abogaban por una exposición del cuerpo femenino y la sexualidad libre como pocas veces se había visto antes en un medio cultural marcadamente conservador como el peruano. Era evidente que algo nuevo “se estaba cocinando”, según expresé en un temprano artículo de 1983 en el diario La República, de Lima (véase la Bibliografía). El transbarroco peruano En este contexto de caos político y renovación literaria surgen también las primeras expresiones de un transbarroco moderno. La expresión “transbarroco” Me ocupo ampliamente de esos dos fenómenos en mi libro Poéticas del flujo: migración y violencia verbales en el Perú de los 80, publicado en 2002. Allí estudio la poesía escrita en quechua a la sombra de la debacle social de esos años, la poesía escrita por mujeres, y dos de las tendencias más notables del lenguaje posterior al conversacionalismo: el lirismo de Eduardo Chirinos y Raúl Mendizábal y el discurso esquizoide de Róger Santiváñez y Domingo de Ramos, miembros del Movimiento Kloaka, que dará lugar al resurgimiento de la poesía transbarroca, como se verá más adelante. 8 

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fue acuñada por el filósofo y poeta Rubén Quiroz Ávila para particularizar esta forma de la vanguardia que retorna no solamente a las fuentes de la vanguardia histórica de estirpe continental, y más concretamente a Trilce, de César Vallejo, sino también al barroco histórico. En el prólogo de su antología Divina metalengua que pronuncio, publicada en 2017, Quiroz plantea que el estilo barroco de estirpe occidental llega al Perú desde fines del siglo xvi y marca lo más importante de la producción literaria de la modernidad temprana en el Perú. En efecto, tanto México como el área andina constituyen los polos de irradiación literaria en las Américas durante los siglos virreinales, y esto ha servido para forjar un particular sello a las letras de ambas regiones incluso durante el periodo republicano, es decir, desde el siglo xix en adelante. Quiroz menciona como antecedentes importantes algunos fragmentos del Arauco domado, de Pedro de Oña en 1596, así como los extensos poemas del mismo autor, El Vasauro y el Ignacio de Cantabria, en el primer tercio del siglo xvii. Poco después, en 1630, hace su estreno el estilo gongorino con el Poema de las fiestas por la canonización de los 24 mártires del Japón, del fraile criollo Juan de Ayllón. Y en 1641 se publica el enigmático poema épico-pastoril Santuario de Nuestra Señora de Cocapabana en el Perú, por el agustino, también criollo limeño, Fernando de Valverde. Otras muestras esplendorosas del barroco virreinal peruano son el poema épico hispano-latino Fundación y grandezas de Lima, del jesuita criollo Rodrigo de Valdés en 1687, y la Vida de Santa Rosa de Santa María de Luis Antonio de Oviedo y Herrera o Conde de la Granja en 1711. Y para no alargar demasiado la lista, contamos con el hasta hoy menospreciado pero riquísimo poema Lima fundada o Conquista del Perú, publicado por el sabio limeño Pedro de Peralta Barnuevo en 1732. Estas son apenas algunas de las cimas del estilo barroco en el virreinato peruano, que marcan, como mencionaba antes, un estilo y una actitud ante el lenguaje que van a tener un movimiento pendular, de constante retorno, en las letras peruanas. A este antecedente hay que añadir el de la tradición artística indígena, que en varias muestras de iconografía prehispánica ostenta un distintivo horror vacui, un terror al vacío, como en telares y ceramios de las culturas Nazca y Paracas de la costa peruana, entre los siglos i y vii. En otras palabras, el Perú

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es un país que respira barroco por sus cuatro costados y en distintas expresiones culturales, incluso aquellas provenientes de matrices culturales opuestas. Con esta premisa en mano, Quiroz examina los cambios de lenguaje desde la tradición de “la otra vanguardia” hacia las primeras expresiones del transbarroco peruano de fines del siglo xx y principios del xxi. Ahora bien, ¿por qué transbarroco y no simplemente neobarroco, o como en otras latitudes, un neobarroso (como en Argentina) o un neoberraco (en República Dominicana)? La respuesta es simple, según lo ya apuntado: el barroco en el Perú no es nada nuevo, de modo que mal podría hablarse de un “neo-barroco”, más aún cuando obras notables como el ya mencionado Trilce de Vallejo, en 1922, o la trayectoria poética y ensayística de Martín Adán a lo largo del siglo xx acusan rasgos importantes de nuevas formas del barroco literario9. A este argumento debo añadir una idea de mi propia cosecha. Si se examina con detenimiento la poesía surgida a principios de la década de 1980, encontraremos que en algunos de sus autores ya se da un desquiciamiento del sujeto poético que deriva en la ruptura de la lógica del lenguaje y la apelación a recursos expresivos como el anacoluto, la hiperaliteración, los retruécanos, las metátesis silábicas, los amalgamientos morfológicos, los infaltables hipérbatos y las densidades de campos semánticos surgidos de neologismos o simplemente del uso inusitado de palabras que no suelen ir juntas, revelando así una ruptura del paradigma conversacional. Se da en algunos de los poetas de esos años un alto grado de experimentación verbal y un alejamiento de las funciones comunicativas del lenguaje, buscando romper con el gusto convencional del conversacionalismo, así como con el entusiasmo por las grandes utopías sociales dentro de una concepción lineal y progresiva de la historia. En otras palabras, esta poesía no intenta agradar ni mucho menos crear confianza ni certidumbres sobre el devenir humano. Por el contrario, se centra en la materialidad del lenguaje, en sus densidades semánticas y morfosintácticas, para expresar una profunda desazón y desencanto frente al fracaso de las narrativas políticas de progreso y desarrollo. Llamé en algún momento a este fenómeno un “neobarroco expresionista”, que habría que adornar con el prefijo “trans”, siguiendo la pauta esta9 

Quiroz también explica con anterioridad esta propuesta en 2012 (véase Bibliografía).

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blecida por Rubén Quiroz. Así se ve, por ejemplo, en los poemas de Róger Santiváñez después de su primer libro, es decir, a partir de Homenaje para iniciados, de 1984, y en los poemas de Domingo de Ramos desde Arquitectura del espanto, su primer libro, de 1988. Es interesante que este transbarroco expresionista se adelante a la consagración internacional del neobarroco como nuevo estilo latinoamericano, expresado en la célebre antología Medusario, de Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí en 1996. En su libro, los antologadores, que son además poetas neobarrocos ellos mismos, dicen que el lenguaje nuevo “pone a prueba los límites de la gramática lógica y secuencial” (Echavarren, Kozer, Sefamí 1996: 427). Y, en efecto, una mirada rápida por la antología revela en su mayoría a autores que se desvían del paradigma comunicativo y allanador de diferencias de la poesía conversacional para potenciar la expresión a través del retorcimiento estilístico y el desarrollo de un espacio de relativa exclusividad entre poeta y lector “iniciado”. Volviendo al caso peruano, Divina metalengua que pronuncio: 16 poetas transbarrocos incluye a los siguientes autores: José Morales Seravía, José Antonio Mazzotti, Edgar Guzmán Jorquera, Róger Santiváñez, Ana María García, Reynaldo Jiménez, Gonzalo Portals Zubiate, Rodolfo Ybarra, Paolo de Lima, Alfredo Román, Manuel Liendo, Willy Gómez, Rosario Rivas, Alberto Valdivia Buselli, Gladys Flores y Paul Forsyth Tessey. Ellos pertenecen a generaciones distintas, siendo el mayor Edgar Guzmán, nacido en 1935 y muerto el año 2000, y el más joven Paul Forsyth, nacido en 1979. Interesa el dato biográfico, pues refuerza la idea de que el transbarroco peruano actual no es estrictamente un movimiento generacional, sino una tendencia de mediana duración (casi medio siglo) que podría ubicarse en algunos momentos en los márgenes del canon y en otros como una fuerte tendencia hacia la centralidad y la actitud directriz del campo literario. La tendencia transbarroca de la poesía peruana en español puede identificarse ya desde fines de la década de 1970 con los primeros libros de José Morales Saravia hasta los más recientes de Manuel Liendo, Willy Gómez, Gladys Flores o Alberto Valdivia en esta segunda década del siglo xxi, es decir, como mencioné antes, casi cincuenta años. En ese panorama pendular los autores seleccionados tampoco constituyen una escuela ni una unidad de estilo, pese a que comparten similares recursos.

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Sin embargo, tan barrocos como el transbarroco, cada quien ofrece variantes muy personales, teniendo quizá como único rasgo común su desdén o simple evitación de la linealidad del discurso lógico, de la preponderancia de la norma coloquial y del acercamiento a un lector no letrado. Por el contrario, la dificultad del estilo de cada uno de los dieciséis poetas transbarrocos reduce sustancialmente su potencial de llegada, quizá como una autoinmolación consciente frente al mercado. En tal sentido, se encuentran profundamente alejados de la moda actual de la poesía light o twittera, que vende miles de ejemplares en distintos formatos y en lenguaje llano. Los transbarrocos peruanos y, para el caso, los neobarrocos del mundo, constituyen casi una secta en el panorama multiforme de la producción poética en español. Veamos algunas muestras. En José Morales Saravia leemos: Y todo cristaliza y resuena e desentancia mientras en despeñadas Escaleras el descolorido tiempo inaudito se entretanta en Visitador sin asentimiento o en salutación deszarcillada en las Arenas (en Quiroz 2017: 25),

versos que juegan con las consonantes nasales (“desentancia, entretanta, asentimiento”) y a la vez con los neologismos que operan entre categorías gramaticales, convirtiendo, por ejemplo, adverbios en verbos, como en el caso de “se entretanta”. Encontramos asimismo en Edgar Guzmán fragmentos como este: Ciudadano y ciudad, musgo en la roca, En la humedad del pozo se aglutinan amándose; y su caricia mutua Sabe del interior del ala del murciélago Curiosamente suave en boca sensitiva. Todavía, Como facilidad del ave lagartijera o légamo Acomodado al vientre del batracio, como polvo intocado En muchos años, muelle, se asienta una adhesión, cierta animalidad rondando el árbol más constante y pacífico (en Quiroz 2017: 52),

en que los referentes requieren de una concentración especial para adquirir cierta claridad como conjunto, que termina siendo un poderoso alegato contra la vida en la ciudad, contra la modernidad capitalista y aislante de las

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grandes urbes. En tal sentido, el transbarroco materializa en su propia conformación verbal, en su densidad semántica, una actitud contra la prisa y la superficialidad de la relación entre seres humanos y lenguaje. Y en otro autor emblemático del libro, Róger Santiváñez, encontramos: Lienzo lamido lexus puedo contemplar Purísima aparición religiosamente viva Pace rebaño en el silencio del cordero Visor encarnecido rombo de rodillas Coelis sanctus en descomposición Gema o jerma ábrete corral corrido Warike lampo cachina huida Lámpara ampara Mara Mármara murmura radio futura Hiena herida hiende tu risa Freshca free frágil preferida Frugal aposento de la nueva especie (en Quiroz 2017: 62),

donde es evidente el sentido lúdico de las aliteraciones y onomatopeyas, fiel a la poética expresada por el autor de guiarse por el sonido más que por el sentido. Esto lleva, como es evidente en el fragmento citado, a un uso del lenguaje ya no en su sentido referencial, sino por sus valores fónicos y gráficos, enfatizando lo que Roman Jakobson llamaría las funciones fáticas y metalingüísticas del idioma, recurriendo a la replana limeña y hasta al léxico en latín y —en otros poemas— en inglés. Se trata, en este y en los ejemplos anteriores, de ampliar los usos del lenguaje más allá de su finalidad utilitaria. En fin, podría seguir comentando muchos de los poemas de Divina metalengua que pronuncio, título que es un endecasílabo transbarroco al enunciar un nivel del lenguaje que funciona como espejo abstracto y conceptual de sí mismo (la metalengua, que, por añadidura, adquiere estatuto de divinidad, remitiendo al viejo tópico medieval de la poesía como encarnación del aliento de Dios). Rubén Quiroz tuvo la deferencia de escoger este verso mío de un poema de 1981 (“Yegua es la hembra del caballo”, de mi libro Poemas no recogidos en libro) para simbolizar toda una tendencia que poco a poco empieza a ganar adeptos ante el desgaste del lenguaje facilista que quizá en las décadas del 60 y el 70 podía servir como vehículo de expresión

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de ideales utópicos que necesariamente debían ser compartidos para lograr su difusión y eventualmente su realización, pero que hoy se somete a los intereses comerciales de algunos editores y a los gustos de consumidores creados por el allanamiento cultural propio de la globalización y la sociedad del espectáculo neoliberal. Podría seguir y seguir comentando otros poemas y autores de Divina metalengua, pero creo que la idea principal ya está enunciada: en el Perú, el transbarroco es, hoy por hoy, la verdadera vanguardia, el último recinto de una resistencia ética que encuentra en la complejidad de la elaboración literaria su propia forma de supervivencia. Bibliografía Beltrán Peña, José (1995): Antología de la poesía peruana: generación del 70. Lima: Editorial San Marcos. Borgeson, Paul W. (1984): Hacia el hombre nuevo: poesía y pensamiento de Ernesto Cardenal. London: Tamesis Books. Bustamante y Ballivián, Enrique (1927a): Odas vulgares. Montevideo: Editorial La Cruz del Sur. — (1927b): Antipoemas. Buenos Aires: Sociedad de Publicaciones El Inca. Cabel, Jesús (1986): Fiesta prohibida. Lima: Sagsa. Carrasco, Iván (1990): Nicanor Parra: la escritura antipoética. Santiago de Chile: Editorial Universitaria. Castiglioni, Maria Enrica (1990): ¿Para qué metáforas? La poetica di Ernesto Cardenal. Firenze: La Nuova Italia Editrice. Echavarren, Roberto, José Kozer y Jacobo Sefamí (comps.) (1996): Medusario: muestra de poesía latinoamericana. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Espina, Eduardo y Róger Santiváñez (eds.) (2012): Dossier “Neobarroco y otras especies”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 76, pp. 11-470. Falla, Ricardo (1990): Fondo de fuego: la generación del 70. Lima: Ediciones Poesía y Concytec. Fernández Retamar, Roberto (1977): “Antipoesía y poesía conversacional en Hispanoamérica”, en Para una teoría de la literatura hispanoamericana. Ciudad de México: Editorial Nuestro Tiempo, pp. 140-158, 2ª ed. Flores, Ángel y Dante Medina (eds.) (1991): Aproximaciones a la poesía de Nicanor Parra. Guadalajara: EDUG.

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AMBERES DE ROBERTO BOLAÑO, ARTEFACTO DE VANGUARDIA (con una apostilla sobre Carlos Oquendo de Amat) Selena Millares (Universidad Autónoma de Madrid)

La configuración cinematográfica de Amberes, su disfraz de novela negra, su onirismo y su construcción como collage son algunos de los motivos que invitan a considerarla como un artefacto de vanguardia. Articulado en torno al tema del infierno del (des)amor y publicado por Bolaño poco antes de morir —en 2002—, puede además leerse como un testamento literario que sintetiza su poética y su condición de latinoamericano errante, así como sus grandes temas y obsesiones. Está elaborado a partir de Gente que se aleja (1980), incluido en el volumen de poesía reunida que el autor dejó preparado antes de su muerte —La Universidad Desconocida (1978-1992)—, y que podría acogerse al género de los pequeños poemas en prosa inaugurado por Baudelaire. El anclaje en el pasado del escritor chileno —en sus transtierros y en su amor perdido, Lisa Johnson—, y también en la atmósfera vanguardista en que se formó, será esencial para desentrañar las claves y enigmas que envuelven la obra, y que comienzan por el propio título. Porque Amberes, aquí, no señala la ciudad que nombra, sino el capítulo homónimo —donde se concentra el sentimiento de soledad, marginalidad y desamor—, y también tiene que ver con un raro de la vanguardia venerado por Bolaño: el peruano Carlos Oquendo de Amat. Entre las notas inéditas de Baudelaire, publicadas póstumamente bajo el epígrafe Mi corazón al desnudo, se encuentra una incitación que habla de su norte: “sé siempre poeta, incluso en prosa” (1999: 176). En ese principio se anuncia una aventura radical llevada a su plenitud por las van-

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guardias históricas: el poeta se apropia del territorio de la narrativa, del mismo modo que el prosista asume las estrategias del poema. Esa aventura aún no ha concluido, y tal y como lo apunta Harold Bloom en una mención recordada por Bolaño, la mejor poesía del siglo xx se escribe en prosa (Braithwaite 2006: 103). En ese marco se sitúa Amberes, que ha convocado sobre todo el desconcierto o el silencio, a pesar de que su autor la valoró por encima del resto de su obra narrativa: “La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes”1. Es sabido que Bolaño vivió la mayor parte de su vida entregado de manera abismada a la poesía, a pesar de no cosechar éxito ni reconocimiento, y tras esa larga travesía en el desierto tomó la decisión de concentrarse en una tarea que le permitiera vivir de su trabajo como escritor (Bolaño 2007: 457). Corre 1993, él tiene cuarenta años y su vida ha cambiado mucho: ha nacido su primer hijo, y a él le han diagnosticado una enfermedad mortal que no le permitirá vivir más de una década. Es entonces cuando ordena su obra poética en un volumen —que se publica póstumamente, en 2007, aunque el autor adelanta Los perros románticos (1994) y Tres (2000)—, e incluye en él la primera versión de Amberes, titulada Gente que se aleja. A partir de entonces su dedicación total a la narrativa —ya abordada en Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), escrita con García Porta— da una vuelta a su estrella: es aclamado por crítica y lectores, gana premios como el Herralde y el Rómulo Gallegos, y da una respuesta rotunda a la crisis de las literaturas hispánicas en el cambio de milenio. Una crisis que él mismo apuntó en declaraciones del fin de siglo: Como lectores hemos llegado a un punto en donde, aparentemente, no hay salidas. Como escritores hemos llegado literalmente a un precipicio. No se ve forma de cruzar, pero hay que cruzarlo [...] Si no queremos despeñarnos en el precipicio, hay que inventar, hay que ser audaces, cosa que tampoco garantiza nada [...] El territorio de la poesía es el único territorio, junto con el del dolor, Pablo Moíño habla de “uno de sus textos más enigmáticos”: “En la última —y ya mítica— entrevista concedida por Bolaño (a Mónica Maristain, para Playboy), el escritor asegura: ‘La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue siendo ininteligible’ [...] Esta afirmación, como recordaba Rodrigo Fresán, se ha convertido, tras la muerte del autor, en ‘un guiño para iniciados, una clave a decodificar’” (López Bernasocchi 2012: 299). 1 

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en donde aún es posible perderse, en donde aún es posible encontrar fórmulas maravillosas [...] y en donde uno, consciente o no, pone en juego su propia vida (Braithwaite 2006: 99, 121).

En esa atmósfera de escepticismo, tras una verdadera edad de oro de las letras latinoamericanas, cuando parece que no quedan caminos que transitar, la obra de Bolaño, nutrida por el potencial aún vigente de las vanguardias, demuestra que aún hay mucho por hacer, y como ha escrito Andrés Neuman, le entrega a la eternidad media docena de obras maestras (López Bernasocchi 2012: 322). La vanguardia como fénix Las sucesivas exploraciones y rupturas literarias del último siglo no han logrado poner un punto final a esa especie de big bang que supuso la eclosión de las vanguardias. En el caso de Roberto Bolaño, los vínculos con aquella matriz fundamental son una constante en toda su andadura. Se manifiestan desde temprano en gestos tan concretos como la fundación —con Mario Santiago Papasquiaro— del movimiento infrarrealista, cuyo nombre rinde tributo al heterodoxo chileno Roberto Matta; Bolaño lo define como “Dadá a la mexicana” (Herralde 2005: 31) y lo convierte en eje de sus Detectives salvajes bajo el nombre de ‘realismo visceral’. Inscrito en la neovanguardia imperante en los sesenta y setenta, se integra en la misma genealogía que otras manifestaciones de la posguerra, como la de los beatniks, el movimiento eléctrico francés o la antipoesía. Como lo proclamó Octavio Paz, el cadáver seguía vivo. El infrarrealismo tiene en Lautréamont y en especial en Rimbaud sus referentes y paradigmas, y Bolaño elige el nombre de pila de este último, Arthur, para forjar su heterónimo, como ya hiciera el predadaísta Arthur Cravan, es decir, Fabien A. Lloyd, también devoto de Rimbaud. En cuanto al apellido, Belano, es una formulación grotesca y autoparódica que evoca el apelativo dado por Pablo de Rokha a Neruda en plena guerrilla literaria —Casiano Basualto—, y se suma a la versión burlona de su propio apellido que Bolaño usaba en la vida real, Ballyear (López Bernasocchi 2012: 319). Así, ese Belano supone un paso más en la actitud desmitificadora que empie-

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za por sí mismo —desde el modelo parriano—, y que tendrá otras figuraciones igualmente humorísticas, como las de perro romántico y rata apolínea (Bolaño 2004: 25), o André Breton del Tercer Mundo, como lo llama Piel Divina en Los detectives salvajes. Por otra parte, las estrategias expresivas de raigambre vanguardista son en él igualmente innumerables. Incluyen técnicas del cine, como el collage y el fragmentarismo, que es estructural en La literatura nazi en América, Los detectives salvajes o Amberes. Ese fragmentarismo tiene mucho que ver con la concepción poética de toda su obra y la huida de los novelones compactos, aunque una decisión editorial convirtió en algo así su proyecto 2666. En ese sentido, es importante recordar su devoción por Edgar Lee Masters y su Antología de Spoon River: no deja de ser elocuente que lo recomiende en sus “Consejos sobre el arte de escribir cuentos” (Bolaño 2004: 325). Su modelo de construcción de una historia a partir de los epitafios poéticos de todo un pueblo —seguido por escritores como Juan Rulfo— está sin duda como sustrato de Los detectives salvajes y La literatura nazi en América. Pueden señalarse muchos otros gestos de vanguardia, como la insistencia en lo metaliterario, o la visión del proceso creador desde dentro, la mise en abyme: “aquí debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura”, leemos en “Días de 1978” (Bolaño 2001: 78). O la vocación por los manifiestos: el infrarrealista, de 1976, firmado por Bolaño, recoge las palabras de Breton —“Dejadlo todo [...] Salid a las calles”—, patentes en su cierre —“DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE / LÁNCENSE A LOS CAMINOS” (Medina 2016: 88)—, pero lo actualiza con ese adverbio añadido, que evoca una canción emblemática dedicada por Pablo Milanés al golpe de Pinochet, en 1973 —“Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada...”—, de manera que vivifica el legado de Breton con la afirmación de la misma fe en la lucha por un futuro de libertad, y con su actualización a partir de la Historia inmediata. En ese manifiesto establece dos referencias esenciales, la barricada y el lecho —es decir, todavía, la revolución y el amor, puntales de aquella propuesta de los años veinte— y afirma: “nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la vida: una-sola-cosa” (Medina 2016: 84); “Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando” (Medina 2016: 88). Integrado —desde los márgenes— en esa generación poética rota, llamada ‘dispersa’, ‘del 73’, ‘de sep-

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tiembre’ o ‘NN’ (Millares 1992: 267), suma Bolaño sus gestos a los de esos jóvenes que, ahora sin inocencia, aún desean perpetuar la utopía y bregar por ideales heroicos, no importa si quijotescos o inútiles, y no en vano insistirá en la idea en sus declaraciones al recoger el premio Rómulo Gallegos, cuando habla de toda su obra como una carta de amor y despedida a su generación de soñadores y derrotados2. Todo esto estaría detrás de esa posible interpretación del título de Amberes como tributo al soñador y derrotado Carlos Oquendo de Amat, como veremos. La poesía y la vida. La guerrilla literaria Por supuesto, la ruptura de fronteras preconizada por las vanguardias no se refiere solo a las que afectan a los géneros, asumida siempre por Bolaño, que aborda la prosa con estrategias poéticas hasta hacerla tan tensa y vibrante que no deja aliento al lector, e incluso la siembra con ráfagas directas de poesía —“la noche parece flotar como un gas letal a la altura de las cajas de cerveza vacías” (Bolaño 2001: 61)— o con cascadas de enumeraciones que contribuyen a la musicalidad de sus novelas y cuentos. Ese quiebre de fronteras —muy especialmente las que separan el arte y la vida, y en consecuencia imbrican ética y estética— es algo impulsado desde el romanticismo, y se hace en la vanguardia más poderoso que nunca. Es así como el poeta puede ser el poema, la vida puede ser el poema, como nos lo recuerda en algún momento Unamuno al invocar a Mazzini (Unamuno 1978: 166). En Bolaño se cumple particularmente esa vocación, no solo en su poesía, sino en buena “En gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. [...] fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados” (Bolaño 2004: 37-38). 2 

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parte de su narrativa, construida sobre su propia experiencia de quijote y de poeta, al modo ya antiguo de los que vieron en la poesía un modo de vida y un modo de combate. En sus propias palabras: Revolucionar el arte y cambiar la vida eran los objetivos del proyecto de Rimbaud. Y reinventar el amor. En el fondo, hacer de la vida una obra de arte... Ese proyecto es perdidamente romántico, esencialmente revolucionario, y ha visto quemarse o perderse a muchos grupos y generaciones de artistas. Aun hoy nuestra concepción del arte en Occidente es deudora de esa visión (Braithwaite 2006: 50).

La aventura poética supone un riesgo, exige “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Braithwaite 2006: 37). Su concepción ética de lo poético explica, por otra parte, las encendidas diatribas de Bolaño hacia lo que él considera literatura oficial —oportunista, mercantilizada, cortesana—. Esto reaviva la guerrilla literaria, que es otra de las vertientes de la vanguardia y tiene una muestra paradigmática en su ensayo “Derivas de la pesada”, que dedica a la literatura argentina, y donde afirma que no puede “aceptar el plagio como una de las bellas artes” (Bolaño 2004: 27). La poesía es en definitiva todo para Bolaño: un destino, un ideal, una obsesión, un modo de respirar. De ahí las acusaciones contra los nuevos mercaderes del templo, es decir, los que tratan esa tarea sagrada desde el arribismo y una pragmática mercadotecnia. Bolaño es despiadado con ellos, y en ese marco se sitúa por ejemplo su retrato de García Márquez como “un hombre encantado de haber conocido a tantos presidentes y arzobispos” (Herralde 2005: 87). Esa actitud se manifiesta desde sus comienzos literarios, cuando con su grupo de infrarrealistas irrumpe en los recitales de Octavio Paz para boicotearlos con sus algaradas y abucheos, y se desprende también de sus declaraciones contra la “canalla sentimental” —de nuevo con Borges—, es decir, contra esa literatura acomodaticia donde incluso la izquierda “lo que pide a sus intelectuales es soma, lo mismo precisamente que recibe de sus amos. Soma, soma, soma Soriano, perdóname, tuyo es el reino” (Braithwaite 2006: 30). Habla así de una literatura narcótica, fácil, comercial, ajena a todo aquello que para Bolaño suponía el poema, ese viaje hacia lo oscuro, hacia el

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infierno mismo, como el que hiciera Ulises para traer a los demás su tesoro de conocimiento o como el que hicieran sus modelos. Por eso su lugar es el de los malditos, los que blasfeman, los que delatan airados esa usurpación. La inmersión en el infierno, en lo abisal, fue un ejercicio de catábasis que ya cumplieron Lautréamont y Rimbaud. En el caso de Bolaño, la revolución, la poesía y el amor tendrán sus respectivos infiernos: el de la historia, el de la derrota y el del desamor. El infierno de la contrautopía. El horror de la historia Los momentos en que se manifiesta la guerrilla literaria en la narrativa de Bolaño son frecuentes, y vienen a representar lo que en la vida es la colisión entre el Bien y el Mal. El protagonismo de escritores nazis o filofascistas es claro en obras como La literatura nazi en América, Nocturno de Chile o Estrella distante. En este último hay implícita una réplica —que no una parodia— frente a las actuaciones de Zurita, que él consideraba imposturas. Bolaño decide construir un infierno verdadero, en tanto que, desde esa perspectiva, Zurita denuncia el mal en el marco de una estrategia de automitificación: encarga a alguien que escriba en el cielo o en el desierto para luego hacer fotos que incluir en un libro, o se quema la cara para luego incluir la fotografía en la cubierta de un volumen3. Bolaño, al calor de las enseñanzas de Artaud, denuncia el mal reproduciéndolo, para así conmocionarnos ante su espectáculo de horror: no nos dibuja un infierno, sino que nos arrastra a él sin piedad, hace que ese horror nos duela casi físicamente, que se nos quede grabado como un tajo terrible; por ejemplo ante la exposición fotográfica de Wieder, donde contemplamos a mujeres martirizadas, torturadas y mutiladas. La obsesión sigue en 2666, un título que nos anuncia ya el regreso al tema de lo diabólico y que homenajea a Orwell —y su distópica 1984— al tiempo que evoca la Biblia y su ApoZurita hizo escribir en 1982, en el cielo de Nueva York, los quince versos del poema “La vida nueva” y luego publicó las fotos en su libro Anteparaíso, que se abría con una fotografía de su mejilla quemada que lo asimilaba a los mártires. En 1993 escribe un verso en el desierto de Atacama, “ni pena ni miedo”, grabado en más de 3 km, con profundidad de 1,80 m, que testimonia lo que Zurita ha declarado como su vocación miguelangelesca (Fabry 2012: 239-255). 3 

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calipsis, donde aparece el 666 identificado con el Anticristo4. Y nos dice que los versos que escribe Wieder —ángel maligno— en el cielo de Estrella distante son obra de un buen piloto, y no de alguien que ha pagado por una actuación o performance5. Es sabido que la inspiración zuritesca —en Neruda, Dante, la Biblia o Bob Dylan— ha dado lugar a acusaciones de plagio, y que hechos como su obtención del Premio Nacional en 2000 tras dedicar versos al presidente de su país han causado controversia6. Por su parte, Bolaño cuestiona el valor revolucionario de sus propuestas: Zurita me parece absolutamente mesiánico. En sus referencias a Dios, a la resurrección de Chile. En su poesía él busca la salvación de Chile, que supone va a llegar mediante claves místicas o no racionales. Zurita le da la espalda a la Ilustración e intenta, formalmente, llegar a la raíz primigenia del hombre. Poéticamente, resulta muy seductor, pero yo la verdad es que no creo en esas escatologías (Braithwaite 2006: 113).

Es anunciada además en Los detectives salvajes por Cesárea Tinajero, cuando habla de los tiempos por venir, “dos mil seiscientos y pico” (Bolaño 1999: 596), y en Amuleto se nombra un “cementerio del año 2666” (Bolaño 2017b: 65). 5  “Evidentemente, Zurita nunca se ha subido a pilotar un avión. Sé lo que hizo en el cielo de Nueva York, pero él pagó para que lo hicieran. La diferencia fundamental con Wieder es que Wieder es piloto y además es un muy buen piloto [...] el sueño del piloto que escribe versículos de la Biblia en el cielo es un sueño que tuve hace muchísimo tiempo, pero si digo que vi a Wieder escribiendo versículos en el aire antes de que Zurita contratara sus aviones neoyorquinos para escribir aquella frase, no me va a creer nadie y tampoco tiene la menor importancia” (Braithwaite 2006: 113). Se trata, pues, del arte como espectáculo banal, de la perversión de su aliento primero. 6  Según Nelly Richard tanto las escrituras en el cielo de Zurita como los grabados en la roca han despertado reacciones reacias a ver el gesto estético como gesto político. “A nivel político, el texto es altamente consensual y pretende neutralizar la carga dolente del pasado (‘ni pena’) así como la angustia provocada por las incertidumbres del futuro (‘ni miedo’), a la sombra de un presente anestesiado. El carácter colosal de lo sublime, el exceso, se ven reconducidos aquí al ‘presente apaciguado (tranquilo, satisfecho) de la consagración institucional de «la obra maestra»’, lo cual se ve confirmado por el paratexto del libro. Los ‘agradecimientos’ se dirigen a varios personajes oficiales de Chile, y en primer lugar a Patricio Aylwin, presidente de Chile entre 1990 y 1994, es decir, durante la experiencia zuritiana de land art en el desierto de Atacama” (Fabry 2012: 16, párr. 22-24). 4 

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En la sugestiva imagen de cubierta de Estrella distante —en su edición original (Anagrama)— se evoca de algún modo a Lucifer, asimilado al lucero del alba y al ángel caído, que se manifiesta con algo de Ícaro. Su imperio maligno se establece en el Chile del pinochetismo, y hacia el final de la obra el narrador habla de “las estrellas cada vez más distantes”, es decir, del alejamiento del cielo: se impone el infierno. En definitiva, el cuestionamiento que de Zurita hace Bolaño es ético, porque a su modo de ver hace de la verdad un artificio, y porque su propuesta no arriesga, sino que se remonta a lo ya visto. El objetivo del libro de Bolaño es acusar al fascismo pero también la actuación, que ve estéril, de cierta izquierda y cierto arte de su país7. El enfrentamiento entre Bolaño y Zurita no hace más que actualizar el que vivieron antes Parra y Neruda. Bolaño es beligerante frente a una propuesta que considera anacrónica, que vuelve sobre una poesía mesiánica ya caducada, y de todas las parodias que le dedica, posiblemente la más descarnada sea la que contiene el poema “Reencuentro”, incluido en La Universidad Desconocida. En él se burla de imágenes zuritescas como las de “El ascenso del Pacífico” (Zurita 2016: 311), donde el océano se alza majestuoso sobre nuestras cabezas mientras nuestros ojos lloran, o las que en Inri nos hablan de las “tumbas plateadas de los peces” y los “torbellinos plateados de las olas” (Zurita 2016: 351). Frente a esas visiones solemnes y artificiosas, Bolaño nos trae burlón la carnalidad y la calle: así, nos habla de un poeta que escribe en su cuarto alquilado mientras escucha en otra habitación cómo dos varones de 20 y 23 años copulan ensimismados, y la hermana mayor hace una grotesca analogía entre naturaleza y dictadura: “observa la gran ola metálica del Pa-

El capítulo 9 de Estrella distante se sitúa en esa condena: “Esta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos. No me sumergiré nunca más en el mar de mierda de la literatura. En adelante escribiré mis poemas con humildad y trabajaré para no morirme de hambre y no intentaré publicar” (Bolaño 1996: 138). Después el narrador pasa a hablar de la secta de los Escritores Bárbaros, fundada por el ex legionario Delorme en el 68, en medio de la movilización estudiantil; se trata de un nuevo cuestionamiento del escritor advenedizo, porque considera peligrosa su acción de trivialización: “La revolución pendiente de la literatura, venía a decir Defoe, será de alguna manera su abolición. Cuando la Poesía la hagan los no-poetas y la lean los no-lectores” (Bolaño 1996: 143). Y ese es el pecado esencial de los advenedizos: matar la poesía. Lo dirá Bolaño también en sus entrevistas: el canon es necesario, frente al “todo vale” de nuestra sociedad globalizada. 7 

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cífico [...] y grita: el fascismo, el fascismo, pero sólo yo / La escucho, yo / El escritor encerrado en el cuarto de huéspedes” (Bolaño 2007: 403). El extenso poema se cierra con versos que se mofan de la actitud visionaria del poeta, y frente a lo que ya Parra condenara como “tablas viejas devueltas por el mar” (Parra 1983: 156), la realidad bolañana se impone una vez más bajo el nombre de Lisa, que encarna el amor perdido, el paraíso imposible, la derrota, de un poeta cuya obra está surcada por su fantasma de principio a fin: ¿Qué edad tienes?, dijo riendo. 39, respondí. ¡Qué viejo! Yo tengo 25, dijo. Y tu nombre empieza por L, pensé, Una L como un bumerang que vuelve una y otra vez Aunque sea arrojado al Infierno (Bolaño 2007: 406).

El infierno de los poetas El título de una de las secciones de La Universidad Desconocida, “En la sala de lecturas del Infierno”, es revelador sobre la complejidad de sentidos que ese espacio del averno supone en la obra de Bolaño. Porque es también simbólicamente el lugar donde se posicionan los poetas de su estirpe —es decir, del partido del demonio—, como lo fueran Blake, Lautréamont, Rimbaud o los beatniks: los que blasfeman contra el dogma, los que exploran lo plutónico, los que se arriesgan en las fosas de la fealdad, la locura, la crueldad y la muerte. El título de su poemario La Universidad Desconocida alude al magisterio secreto que Bolaño vio en los libros y en la vida. Así, en Tres nos habla de un sueño en el que se ve a sí mismo hundido en la más extrema miseria, y de pronto alguien golpea la puerta: es el poeta Enrique Lihn “con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida” (Bolaño 2007: 83); en otro poema, se nos presenta el poeta solo y borracho en la noche barcelonesa, bebiendo coñac en un restaurante de la zona alta, “en uno de los límites / de la universidad desconocida” (Bolaño 2007: 142), y se nos muestra ese lugar también esencial que es la calle, la vida, como escuela. Y en “Atole” nos dice que ha visto a sus amigos poetas Mario San-

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tiago y Orlando Guillén “en los murales de una nueva universidad / llamada Infierno” (Bolaño 2007: 264). Acerca de esa universidad invisible Bolaño nos da pistas en toda su obra, incluyendo sus “Consejos sobre el arte de escribir cuentos”, y entre sus maestros están, además de Rimbaud, Lautréamont y Baudelaire —del que declara haber tenido más de diez ediciones (Bolaño 2004: 221)—, Nicanor Parra, al que llama “el mejor poeta vivo en lengua española” (Bolaño 2004: 69), o Enrique Lihn, a quien dedica un relato transido de nostalgia donde lo visita en la ultratumba, “en una ciudad que bien pudiera ser Santiago, si consideramos que Chile y Santiago alguna vez se parecieron al infierno” (Bolaño 2001: 217). Vive, nos dice unas páginas más tarde, “en el séptimo piso” (Bolaño 2001: 223), algo que no puede ser gratuito dadas sus consideraciones sobre el círculo dantesco de los violentos, y que aquí podría referirse al lugar de los escritores. El suelo y el techo son de cristal, y debajo de ellos solo hay un gran vacío, y “yo también me iba quedando frío, y cada vez tenía más rabia y más frío” (Bolaño 2001: 224). El infierno del (des)amor: Amberes El infierno del amante abandonado es una recurrencia constante en La Universidad Desconocida y en Amberes. También es recurrente el hielo, que nos retrotrae al infierno de Dante, y a la evocación clásica del sentimiento amoroso a partir del juego de contrarios compuesto por frío y fuego, a la que Bolaño hará sus propias aportaciones, con imágenes como el hiperbólico iceberg, o el “instante Atlántida” (2017a: 275), que añade la desazón del hundimiento. En esa dialéctica del sentir amoroso, ya hallamos en su poemario mayor —La Universidad Desconocida— la sección y el poema titulados “La novela-nieve”, que hablan de soledad, desamor y muerte, del frío que causa el desamparo y también del frío que cauteriza las heridas: “Noches heladas de Europa, mi cuerpo en el ghetto / pero soñando” (Bolaño 2007: 76). El azul que fulgura en el hielo se opone al rojo, cuya calidez ronda a la amada ausente —de pelo caoba—, mientras que el poeta se desdobla en el “jorobadito azul” (Bolaño 20017a: 41). La clave de lectura de esos colores la encontramos tempranamente en sus poemas:

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Aún me aman dos niñas pero yo hace mucho tiempo asocio el color azul con la muerte, el rojo con la infancia llena de bolcheviques y sexo, y el amarillo con las carreteras al atardecer, cuando los vagabundos contemplan los postes de telégrafo... (Bolaño 2018: 538).

En los improbables paisajes de Blanes y Barcelona que describe, la nieve es un elemento dominante, y hay “patios escarchados”, “caminos de hielo” (Bolaño 2007: 85), “la nieve que cae sobre Gerona” (Bolaño 2007: 89). En “Iceberg”, el frío va acompañado de ideas de suicidio, de castración, de muerte. Ese invierno omnipresente y constante habla de una temperatura interior y de una atmósfera dolorosa, se menciona incluso a los “detectives helados”, ahora retratando tal vez a su generación —reflejada en Los detectives salvajes—, siempre desde la nostalgia de un tiempo de ilusiones perdidas: “miles de muchachos como yo, lampiños / o barbudos, pero latinoamericanos todos, / juntando sus mejillas con la muerte” (Bolaño 2007: 346). El poeta se refugia en la memoria, pero eso no es suficiente para consolar la pena, y evoca una y otra vez el otro color de la llama, el rojo, que identifica a la ausente. Ella puede ser varias mujeres y a un tiempo la misma, como desdoblamientos de una imagen generatriz; es “la pelirroja”, “la niña roja realmente es un sonido” (Bolaño 2007: 106), su piel recién duchada está “enrojecida por el agua caliente” (Bolaño 2007: 265), posee “una gran sonrisa roja” (Bolaño 2007: 271), hay una “escena roja de cuerpos que abren la espita del gas” (Bolaño 2017a: 22), y ese color lo invade todo: “viento en avenidas de árboles rojos” y “casitas de tejados bermejos” (Bolaño 2017a: 51). Las menciones al jorobadito y la pelirroja son proyecciones de una obsesión permanente, y a veces aparecen los nombres propios o las iniciales de Roberto Bolaño y Lisa Johnson. Ellos son los grandes protagonistas de Gente que se aleja —“deudor de mis entusiastas lecturas de William Burroughs” (Bolaño 2007: 443)— y de su reelaboración definitiva en Amberes, donde todo es enigma, empezando por el propio título, igual al de su capítulo 49: en él se concentra el sentimiento de soledad, incomprensión, marginalidad y desamor, el deseo de morir y la sensación de absurdo; ahí un hombre muere cuando su automóvil es aplastado por un camión cargado de cerdos, como

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en una imagen grotesca del propio autor frente a sus enemigos y también sus fantasmas. Nos encontramos ante una doble muerte, la del hombre que sucumbe frente a esos cerdos, y también la del amor: “Ella dijo me gustaría estar sola y yo pese a estar borracho entendí [...] Cada palabra es inútil, cada frase, cada conversación telefónica” (Bolaño 2017a: 90). La complejidad y extrañeza de Amberes —articulada con escenas recurrentes que interpretan tres personajes sobre una pantalla— han llevado a los comentarios más variopintos; Pablo Moíño, en el ensayo que le dedica, recuerda que ha sido calificada de “‘embrión narrativo’ (Miklos 2002), ‘laboratorio literario’ (Montiel Figueiras 2003), ‘virtuoso engendro’ (Espinosa 2003), ‘escatología pura’ (Contreras 2002), ‘puzzle’ (Brandolini 2008), ‘novela alucinada’ (Aussenac 2004) o ‘thriller para armar’ (Fresán 2003)” (López Bernasocchi 2012: 299), y él mismo aventura su consideración como “novela-nieve” a partir de las imágenes del propio Bolaño, en tanto que Myrna Solotorevsky habla de una trama débil, de una obra sustentada en el flujo de imágenes, de una “novela eminentemente lírica” (2011: 101). Sin embargo, valdría la pena aventurar una hipótesis interpretativa a partir de los referentes literarios que ahí se sugieren, confirmados en otros lugares del universo del autor, y que pueden funcionar como hilo de Ariadna. Porque Amberes no invita a la lectura convencional de una novela; su correntada de imágenes tiene la plasticidad y la verticalidad de la poesía, y sus 56 fragmentos se pueden intercambiar como los poemas en prosa de Baudelaire, inspirados —como él mismo nos cuenta— en Gaspard de la Nuit, de Aloysius Bertrand, cuyo título hace referencia al demonio y al mismo tiempo al escritor; además ese personaje, Gaspar, aparece más de una vez en Amberes (también en La Universidad Desconocida). La estirpe de este artefacto narrativo parece sobre todo la de las prosas de vanguardia, con antecedentes tan lejanos en el tiempo y tan cercanos en su configuración cinematográfica y poemática como Maelstrom. Films telescopiados (1925, publicada en 1926) de Luis Cardoza y Aragón (reeditado precisamente el último año de la estancia bolañana en México, 1977). Les une la vocación onírica y chaplinesca, las metamorfosis delirantes y la estructura de thriller aunque sui generis: allí Keemby era asesinado por un personaje de la pantalla sin por ello ver afectada la continuidad de su actuación en el libro. Se distancian además en el tono festivo de Cardoza frente al grotesco de Bolaño. Pero además hay otros paradigmas que vienen

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de ese entorno antiguo: El jorobadito (1933) de Roberto Arlt y La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares. Todos ellos pueden arrojar luz sobre una posible interpretación que hablaría de una proyección de cine donde se desenvuelve la trama de un triángulo amoroso: hay una mujer obsesivamente anhelada —la pelirroja—, un enamorado desdeñado —el poeta, el jorobado, el vagabundo—, y también una tercera presencia, con forma de policía, que desencadena el drama por los celos. Las imágenes son siempre versiones de lo mismo, desdoblamientos hacia el infinito, y podrían recordarnos además la interpretación de la Divina Comedia de Dante según Borges, quien consideró que el poeta italiano escribió esa obra monumental para quedar ahí para la eternidad junto a su amor imposible, Beatriz8. La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares Eso mismo encontramos en La invención de Morel, donde un científico crea una máquina diabólica que se traga las vidas de sus personajes para proyectarlas incesantemente, y de esta manera inmortaliza su encuentro con la mujer que ama, a la que no puede alcanzar de otro modo. Esa referencia queda confirmada por la devoción reconocida y explícita de Bolaño hacia ese clásico de Bioy Casares9, y por la concepción cinematográfica de Amberes, cuyos fragmentos son proyectados sobre una sábana blanca entre los árboles. La invención de Morel transcurre en una isla enigmática, donde un fugitivo acusado de un crimen y condenado a cadena perpetua se esconde de la policía. Se encuentra con una mujer, Faustine, que desciende de un “Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro” (Borges 2017: 473). De la predilección borgeana por la temática infernal dan fe numerosos ensayos, y también la elección, en 1935, del cuento de May Sinclair “Donde su fuego nunca se apaga” como “el cuento más memorable de cuantos he leído” (Borges 2011: 11). 9  Por ejemplo, en uno de sus poemas habla de la vida cotidiana, de meterse en la cama “a releer La invención de Morel / y a pensar en una muchacha rubia / hasta que me quede dormido y / me ponga a soñar” (Bolaño 2007: 1479). Preguntado por los libros que han marcado su vida, nombra a Cervantes, Borges y Kafka, entre otros, y también La invención de Morel (Braithwaite 2006: 70). 8 

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barco junto con otros veraneantes; se enamora de ella y observa que es rondada por el científico Morel. El narrador escribe este diario para demostrar que el mundo “es un infierno unánime para los perseguidos” (Bioy Casares 2002: 7), y vive atemorizado entre fantasmas y policías, en un clima alucinado donde todo parece un “manicomio abandonado” y un “largo purgatorio” (Bioy Casares 2002: 17), un “atroz eterno retorno” (Bioy Casares 2002: 27). Poco a poco va muriendo, y solo desea estar al lado de Faustine, que le recuerda a su gran amor, Elisa —cuyo nombre es, por cierto, afín al de la amada bolañana, Lisa, y también al de la amada de la historia de Arlt, Elsa—. Ese recuerdo de Lisa es una obsesión permanente, y no solo surca la novela Los detectives salvajes10, sino también toda la poesía de Bolaño: “El recuerdo de Lisa se descuelga otra vez / por el agujero de la noche [...] su único y verdadero amor” (Bolaño 2007: 351); “La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos [...] / La muerte son los labios de R.B. y L.J. en el asiento posterior de un pesero” (Bolaño 2007: 322). En Amberes leemos, por ejemplo: “Querida Lisa, hubo una vez que hablé contigo por teléfono más de una hora sin apercibirme de que habías colgado” (Bolaño 2017a: 89); “Hay una enfermedad secreta llamada Lisa. Es indigna como toda enfermedad y aparece de noche. [...] el extranjero ‘no está bien’. Y yo quisiera que ella supiera por algún medio que el extranjero ‘lo pasa mal’, ‘en tierras desconocidas’, ‘sin grandes posibilidades de escribir poesía épica’, ‘sin grandes posibilidades de nada’” (Bolaño 2017a: 91)11. En sus versos se suceden Allí es Laura, y no ha de olvidarse que Laura y Lisi son los nombres literarios de las sucesivas virreinas a quien dedica poemas de “amor decente” sor Juana, poeta venerada por los realvisceralistas. 11  Lo vemos en muchas otras ocasiones: “ese halo de luz naranja que se apaga [...] / pudo haber sido una gran poeta / la más amorosa / amada / mía” (Bolaño 2018: 480); “Pepito Tequila besa los pezones fosforescentes de Lisa Underground y la ve alejarse por una playa en donde brotan pirámides negras” (Medina 2016: 84); “Después de muchos años y hoteles y poemas y dolores / de cabeza, este hombre vuelve, por azar, a acostarse / con la mujer que ama; [...] un rostro blanco, / con pecas, común y corriente; y la mira dormir” (Bolaño 2018: 528); “¿Se dirá de mí vagabundo, poeta aficionado? / ¿Consumido por el amor / a una mexicana loca?” (Bolaño 2018: 535); “Lisa / aullando desde su hospital, nos hemos vuelto a quedar sin dinero, sin tequila [...] Algo inevitable, / como enamorarse 100 veces –de la misma muchacha” (Bolaño 2018: 542-544); “Vuelvo a las largas vacaciones con Lisa / Tan sólo para preguntar qué fue / Aquello que me hizo feliz [...] Fuera tal vez la sonrisa de Lisa / Mi espíritu 10 

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los autorretratos del poeta vagabundo, entregado de manera abismada a la escritura y dominado por la nostalgia del amor perdido: A las 4 de la mañana viejas fotografías de Lisa Entre las páginas de una novela de ciencia ficción. Mi sistema nervioso se repliega como un ángel. Todo perdido en el reino de las palabras a las 4 De la mañana: la voz del pelirrojo arquea la piedad... (Bolaño 2007: 21).

El jorobadito de Roberto Arlt Ese pelirrojo es el amante que asume la identidad de la amada —como el “Melibeo soy” de Calixto en La Celestina (Rojas 1975: 128)— y, a su vez, tradicionalmente, se asimila a lo siniestro y demoníaco, como el personaje que da título al cuento El jorobadito, y también identifica al protagonista de Amberes: un ser monstruoso en la medida en que es visto como tal por el propio autor. En el relato arltiano, el narrador, abyecto y demente, se debate entre el resentimiento hacia su prometida, la gélida Elsa, y el desprecio hacia el jorobadito —al que llama ‘Rigoletto, endemoniado’, bufoncillo de ‘satánico donaire’, hijo del diablo—. Tras incitarle a que pida un beso a su novia a fin de provocar un escándalo y una ruptura en esa relación, lo asesina y es detenido por la policía. Tanto en Amberes como en El jorobadito, encontramos un mal de amor, una atmósfera de crímenes y fantasmagorías, y un triángulo perpetuado para la eternidad en un infierno que es la página. El amor se convierte así, al mismo tiempo, paradójicamente, en condena y salvación. El juego de espejos entre esas obras arrojaría considerable luz sobre la sucesión de fragmentos de la enigmática Amberes, protagonizada por un po-

como un cerdo en el vacío / Aquello que me hizo feliz” (Bolaño 2018: 553); “Veremos los ojos que él vio, los labios / que sus dedos rozaron, un cuerpo surgido / de un temporal de nieve. Y veremos el cuerpo desnudo, / tal como él lo vio, y los ojos y los labios que rozó, / y sabremos que no hay remedio” (Bolaño 2018: 614). Reaparece en su último poema, “Los pasos de Parra”, que termina: “Pensé: ahora / me voy a quedar solo para siempre / Pero la nieve caía y caía y ella no se alejaba” (Bolaño 2018: 622).

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licía, un jorobado y una pelirroja —en ocasiones, rubia, aunque “durante algunos meses fue pelirroja” (Bolaño 2017a: 63)— de largas piernas pecosas. Todo eso está además preludiado en la poesía de Bolaño. Las figuras, evanescentes, a menudo se solapan; tenemos ahí la nostalgia de Lisa, la voz del pelirrojo (Bolaño 2007: 21), y la obsesión por el olvido: “Dentro de mil años no quedará nada / de cuanto se ha escrito en este siglo. [...] tus ojos lentos y verdes / simplemente no existirán” (Bolaño 2007: 22). En ocasiones la prefiguración de Amberes es nítida: Mi poesía temporada de verano 1980 sobreimposición de dos cines dos películas sobreimpuestas quiero decir el jorobadito el poli en planos similares [...] el recuerdo de las rodillas de Lisa el vacío que intentó llenar (aplausos) el lento genio jorobado (Bolaño 2007: 27).

En el poema “La llanura”, que habla de derrotas, soledad y desasosiego, el jorobadito se escarba los dientes mientras una muchacha que está a lo lejos le dice “no gracias” (Bolaño 2007: 81), y en el poema “Para Rosa Lentini...” podemos leer estos versos: “Juguemos a la gallina ciega / cuando en la casa sólo estemos nosotros dos / y el jorobadito nos contemple desde la calle” (Bolaño 2007: 116). Esas disociaciones nos presentan un latinoamericano torturado por la tristeza, camareros, policías, vigilantes y ese jorobadito que acoge a un tiempo ternura y desamparo. Este se relaciona con un vagabundo que aparece muerto —“¿Muerto y por tanto huido del infierno que es la tierra?” (Bolaño 2017b: 58)—, y es también el que inspira al escritor, al que solo le salen frases rotas. El triángulo amoroso y el drama de celos se repite una y otra vez; tras una escena de sexo sórdido entre ella y el policía, leemos cómo es este el que pierde la vida: la persona amada un buen día te dirá que no te ama y no entenderás nada. Eso me pasó a mí. Hubiera querido que me explicara qué debía hacer para soportar su ausencia. No dijo nada. Solo sobreviven los inventores. En mi sueño un vagabundo viejo y flaco aborda al policía para pedirle fuego. Al meter la mano en el bolsillo para sacar el encendedor el vagabundo le ensartó una navaja. El poli cayó sin emitir ruido (Bolaño 2017a: 64).

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El relato busca alejar esa pesadilla recurrente en que la muchacha aparece con otro hombre, y conjura el dolor desde la imaginación desatada; muerto el policía, ella se aleja con su moto. “¿Era Gaspar el que contaba historias de policías y ladrones?” (Bolaño 2017a: 74): el juego de analogías se evidencia, Gaspar es el demonio, el poeta, el jorobadito, el monstruo, el pensamiento, el enemigo, el inventor, el genio. Esos personajes son un hilo secreto que surca su poesía, Amberes es solo la síntesis final, y Gaspar es el alter ego del yo creador: No escuches las voces de los amigos muertos, Gaspar. No escuches las voces de los desconocidos que murieron En veloces atardeceres en ciudades extranjeras (Bolaño 2007: 155).

En definitiva, Amberes es un modo de infierno que repite para la eternidad una historia autobiográfica, y el amante abandonado queda ahí para siempre junto a su amor imposible, mientras el jorobadito o Gaspar son desdoblamientos del yo o simple voz de la conciencia, y las imágenes del frío del infierno dantesco se confabulan con ese viento omnipresente que en el paradigma original agitaba Lucifer; en ese marco, el poeta puede destruir a través de sus personajes al hombre que le robó el corazón de su amada, en visiones alucinatorias. A veces contempla desolado la huida de Lisa, o la besa, cuando ella ya no espera más besos; otras veces el muerto es el enamorado, y “todo es proyección de un muchacho desamparado” que “camina solo” (Bolaño 2017a: 81). También en su poesía son habituales esos autorretratos en medio de espacios desérticos, de escenarios hopperianos en la gran ciudad que acoge la soledad del trasterrado: “Toda la tristeza de estos años / se perderá contigo” (Bolaño 2007: 98), nos dice en versos melancólicos que evocan una conocida canción de 1968, donde se repite el estribillo “porque te vas”. Con la poderosa originalidad de Amberes, Bolaño logra permanecer junto a la amada perdida, como lo hicieran Dante o Morel, y también configurar una obra rotunda que le permite apostar por el futuro de un género que aún tiene muchos frutos que dar: “Díganle al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas solo para las novelas que son copias de otras” (Bolaño 2017a: 87, cursivas en original).

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Amberes y Oquendo de Amat Nos resta finalmente abordar el enigma del título a raíz de la hipótesis apuntada, según la cual Amberes no sería un lugar físico sino emocional y literario, explicable desde la propuesta de Carlos Oquendo de Amat, al que Bolaño rinde homenaje en el poema “Los años”, donde se autorretrata como “un lector de Rimbaud y de Oquendo de Amat” (Bolaño 2007: 401). El poeta peruano, muerto en plena juventud, es autor de un solo libro, 5 metros de poemas —1923-1925, publicado en 1927—, escrito al calor de las propuestas de Apollinaire y Blaise Cendrars, y configurado como poema de amor y de anábasis. De formato cinematográfico, sus caligramas parecen danzar en su extensión de varios metros de papel —plegado al modo de un acordeón—, como en una pantalla de cine, que será igualmente el soporte en que se desenvuelve Amberes. Tiene incluso un “intermedio” de “10 minutos” —Amberes tiene por su parte un “intervalo de silencio”— y supone un viaje a través de lugares imaginarios o ciudades percibidas literariamente —como Nueva York, con su frenesí comercial—, para llegar finalmente al destino anhelado: Amberes, que se representa como un puerto de entrada en Europa para los latinoamericanos, y de alguna manera, como una esperanza utópica. Allí las calles están pavimentadas de chocolate, los niños se proyectan desde la escuela hasta las dulcerías, y el cielo espera de pie la llegada de “los pasajeros de América”. Amberes “es la ciudad lírica es la ciudad plástica”, “es un vino de amistad / es el sobre postal del mundo”, y las fuentes de agua saludan al Nuevo Mundo. En el colofón leemos una “biografía” mínima: “tengo 19 años / y una mujer parecida a un canto”. Vemos así que el vínculo de 5 metros de poemas con el Amberes de Bolaño es doble: por su configuración formal, asociada al cine, y por la propia condición biográfica de sus autores como quijotes y como transterrados. Ambos se formaron en los gestos utópicos e inútiles de las vanguardias, vivieron como derrotados sus ideales, y en el lugar de su sueño —esa Europa concretada en la geografía española— hallarían la muerte. En el caso de Oquendo, el signo trágico que dominó su vida no pareció afectar al vitalismo que lo definió siempre, más allá de la muerte sucesiva y temprana de sus padres por tuberculosis, y de la errancia a la que lo llevó la persecución por su compromiso político. Se formó en el entorno de José

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Carlos Mariátegui, colaboró con Amauta en 1926, y Juan Marinello le publicó versos también en la Revista de Avance en 1928. Estuvo relegado a los márgenes durante décadas, y fue Mario Vargas Llosa quien lo rescató del olvido al convertirlo en centro de su discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos en 1967. Allí invocó el “fantasma silencioso de Oquendo de Amat” para recordar “el destino sombrío que ha sido, que es todavía en tantos casos, el de los creadores en América Latina”: Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton, moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y “Cinco metros de poemas” de una delicadeza visionaria singular [...] En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado, en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa, en Centroamérica, nadie sabe por qué, había sido desembarcado, encarcelado, torturado, convertido en una ruina febril. Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar, alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria [...] Y, sin embargo, este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación (Vargas Llosa 1983: 132).

Ese foco sobre Oquendo le devolvió la actualidad a su obra, reeditada en Lima en 1968, y lo hizo objeto de una exhaustiva investigación de Carlos Meneses para dilucidar qué había de verdad en la leyenda de aquel poeta misteriosamente desaparecido en la España de 1936. Nos habla ahí de su abandono de la literatura y de cómo tras la publicación de su único libro se entregaría a la causa política. En Arequipa —adonde se trasladó desde Lima en busca de una atmósfera benévola para sus pulmones dañados—, Oquendo fue detenido en 1935 por hacer declaraciones públicas de apoyo a los obreros —son los tiempos de Benavides—. A su salida de la cárcel, deseoso de conservar su libertad y también, de conocer París —donde había estudiado Medicina su padre—, se embarca en un navío mercante hacia Panamá, pero es nuevamente detenido y encarcelado. Un escritor

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panameño, Diógenes de la Rosa, logra liberarlo y que huya de madrugada por carretera hacia Costa Rica, en un estado de salud deplorable debido a una avanzada tuberculosis. Allí otros compañeros de militancia comunista lo ayudan a pasar a México y de ahí a Europa. En diciembre de 1935 está al fin en París, y acude al diplomático peruano Francisco García Calderón en busca de trabajo. Este le recomienda ir a España para tratar con un clima más benévolo su salud estragada, y le facilita un pasaje en tren a Madrid. En la capital española entra en contacto con Xavier Abril y Rosa Arciniega, e ingresa en el Hospital de Atocha, desde donde es trasladado al de Navacerrada, en la sierra de Guadarrama, a petición suya; allí morirá muy pronto. Sus 5 metros de poemas nos quedan como su único legado, que nos habla de un viaje imaginario que desemboca en Amberes, donde jamás estuvo su autor, y tal vez tampoco Bolaño. Coda La novela Amberes se revela, en definitiva, como testamento cifrado de Bolaño, que justo antes de morir, compone con ese collage narrativo una novela y una antinovela, un artefacto de raíz vanguardista que incluye la reivindicación de la libertad suprema del creador y la memoria personal de quien se autorretrata como ‘perro romántico’, como quijote que vive todavía entre el lecho y la barricada, entre el amor y la revolución, magnetizado por la poesía y su fondo abisal, en un viaje incesante hacia el corazón de la noche. El libro se publica al amanecer del nuevo siglo, del nuevo milenio, un amanecer dominado por el desconcierto y el desamparo, donde los poetas se siguen sintiendo huérfanos natos esperando a Godot. Y Bolaño, estrella fugaz en el breve tramo creador que va de 1996 a 2003, abre un camino posible hacia el siglo que nace, para afirmar que aún queda esa utopía, la de la imaginación, la de la escritura y el arte, la casa de la memoria, y que ahí está la esperanza. Bibliografía Baudelaire, Charles (1999): Mi corazón al desnudo y otros escritos póstumos. Trad., prólogo y notas de María Badiola. Madrid: Valdemar.

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Bertrand, Aloysius (2009): Gaspard de la nuit. Trad. de Maryse Privat y Fátima Sáinz. Madrid: Artemisa. Bioy Casares, Adolfo (2002): La invención de Morel. Plan de evasión. La trama celeste. Ed. Daniel Martino. Caracas: Ayacucho. Bolaño, Roberto (1996): Estrella distante. Barcelona: Anagrama. — (1999): Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama. — (2000): Tres. Barcelona: Acantilado. — (2001): Putas asesinas. Barcelona: Anagrama. — (2003): Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama. — (2004): Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Ed. Ignacio Echevarría. Barcelona: Anagrama. — (2005): 2666. Barcelona: Anagrama. — (2006): Los perros románticos. Barcelona: Acantilado. — (2007): La Universidad Desconocida. Barcelona: Anagrama. — (2017a): Amberes. Barcelona: Penguin Random House. — (2017b): Amuleto. Barcelona: Penguin Random House. — (2018): Poesía reunida. Barcelona: Alfaguara. Borges, Jorge Luis (ed.) (2011): Doce grandes relatos de la literatura universal. Madrid: Alfaguara. — (2017): Borges esencial. Madrid: Real Academia Española/Asociación de Academias de la Lengua Española. Braithwaite, Andrés (ed.) (2006): Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Prólogo de Juan Villoro. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales. Cardoza y Aragón, Luis (1977): Poesías completas y algunas prosas. Prólogo de José Emilio Pacheco y Fernando Charry Lara. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Fabry, Geneviève (2012): “Las visiones de Raúl Zurita y el prejuicio de lo sublime”, Caravelle, 99, 2012, pp. 239-255, (15-05-2018). Herralde, Jorge (2005): Para Roberto Bolaño. Barcelona: Acantilado. López Bernasocchi, Augusta y José Manuel López de Abiada (ed.) (2012): Roberto Bolaño. Estrella cercana. Ensayos sobre su obra. Madrid: Verbum. Manzoni, Celina (ed.) (2002): Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia. Buenos Aires: Corregidor. Medina, Rubén (ed.) (2016): Perros habitados por las voces del desierto. Poesía infrarrealista entre dos siglos. Ciudad de México: Matadero. Meneses, Carlos (1973): Tránsito de Oquendo de Amat. Las Palmas de Gran Canaria: Inventarios Provisionales.

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Millares, Selena (1992): “Chile: la generación dispersa”, Anales de Literatura Hispanoamericana, 21, Madrid, pp. 265-276. — (2019), “Narrativa y transtierros: José Donoso y Roberto Bolaño”, en Donoso después de Donoso. Ed. de Juan Antonio González Fuentes y Dámaso López García. Berlin: Peter Lang, pp. 77-92. Oquendo de Amat, Carlos (1985): 5 metros de poemas. Madrid: Orígenes. Parra, Nicanor (1983): Obra gruesa. Santiago de Chile: Andrés Bello. Rojas, Fernando de (1975): La Celestina. Ed. de Á. Cardona de Gibert, M. Criado de Val y J. B. Caselles. Zaragoza: Ediciones Aubí. Rokha, Pablo de (s.f.): Tercetos dantescos a Casiano Basualto. Santiago de Chile: Editorial Multitud. Solotorevsky, Myrna (2011): “Amberes y La pista de hielo, dos novelas de Bolaño, dos estéticas contrarias”, en Fernando Moreno (ed.), Roberto Bolaño, la experiencia del abismo. Santiago de Chile: Lastarria, pp. 97-106. Unamuno, Miguel de (1978): San Manuel Bueno, mártir. Cómo se hace una novela. Madrid: Alianza. Vargas Llosa, Mario (1983): “La literatura es fuego”, en Contra viento y marea (1962-1982). Barcelona: Seix Barral, pp. 132-137. Zurita, Raúl (2016): Tu vida rompiéndose (antología personal). Barcelona: Lumen.

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BATALLAS DE PAPEL: LA INSOPORTABLE TENTACIÓN DE LOS MANIFIESTOS Jorge Fornet (Casa de las Américas, La Habana)

En 1975 vio la luz un manifiesto literario que tuvo, entre otras, la cualidad de pasar inadvertido. Fuera del círculo de allegados no despertó mayor interés, tal vez porque el grupo que representaba carecía de influencia, sus integrantes eran desconocidos más allá de ciertos límites algo estrechos, y el gesto mismo de escribir un manifiesto parecía un anacronismo, la forzada recuperación de cierta gastada costumbre de las vanguardias medio siglo atrás. Debieron pasar dos décadas para que el grupo ganara notoriedad retroactiva cuando uno de sus miembros, cuya prematura desaparición potenció los acercamientos a su figura y su obra, se convertiría en el más celebrado escritor de entre siglos. Resultó —aunque entonces era imposible preverlo— que aquel manifiesto no era un extemporáneo canto de cisne, sino el anuncio de un regreso. Quienes han estudiado el asunto coinciden en que la adopción de los manifiestos literarios y artísticos como tema de investigación es reciente, pues hasta los años ochenta se les relegaba a un lugar subsidiario y ancilar, meros documentos útiles para la historiografía. Las sucesivas recopilaciones de Hugo Verani (Las vanguardias literarias en Hispanoamérica [Manifiestos, proclamas y otros escritos], 1986), Nelson Osorio (Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana, 1988) y Jorge Schwartz (Las vanguardias latinoamericanas. Textos programáticos y críticos, 1991), resultaron ser hitos en el rescate de esa peculiar forma de intervención cultural. Hubo dos antecedentes notables en 1970: la Recopilación de textos sobre los vanguardismos en la América Latina, realizada por Óscar Collazos y publicada por la

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Casa de las Américas, en La Habana, y el de Luis Mario Schneider dedicado a los estridentistas, quienes —como recordara Rose Corral en el prólogo a un libro dedicado, precisamente, al papel de varios manifiestos latinoamericanos de la vanguardia histórica— eran ignorados hasta entonces en el propio México (Corral 2016)1. Después de eso —señala— los jóvenes infrarrealistas, a quienes me refería al inicio, tenían un referente al que acercarse. Con frecuencia, como es bien sabido, los manifiestos literarios y artísticos pueden aparecer o disimularse en novelas, poemas, exposiciones o editoriales de revistas culturales. Iria Sobrino Freire, que con tanto tino ha estudiado el tema, señala que conviene hablar de un “efecto manifiesto”, que depende del contexto ideológico e histórico, pues incluso la recepción puede inducir a entender como manifiestos ciertas obras que, en su origen, no fueron concebidas como tales. Esa heterogeneidad formal que puede adquirir no altera el papel esencial que cumplen en el seno del campo de producción cultural, lo que Carlos Mangone y Jorge Warley denominan función manifiesto, que puede ser desempeñada por los lenguajes más diversos y adoptar los más variados soportes. Para no ir más lejos, existe cierto consenso en que el primer manifiesto poético moderno en Hispanoamérica fue el prólogo de José Martí, en 1882, al poema “Al Niágara”, de Pérez Bonalde —que Ricardo Gullón incluyó como tal en su antología El modernismo visto por los modernistas—, al que seguiría, con similar propósito, las “Palabras preliminares” de Darío a sus Prosas profanas (1896). Esa noción desborda aquella que identifica al manifiesto con el discurso programático, rupturista, violento e iconoclasta, que se constituye en acta fundacional de un movimiento, pues la función manifiesto puede desempeñarla toda declaración explícita de principios artísticos o literarios, realizada con el propósito de tomar parte en la cosa pública e incidir en ella. Para Claude Abastado, los manifiestos marcan hitos fundamentales en la historia de las ideologías. En el proceso imperceptible de transformación de las ideas y de las mentalidades, sirven de marcas —dice—, constituyen acontecimien-

En la copiosa producción sobre los manifiestos aparecida desde entonces pueden consultarse entre muchos otros, además de los que menciono aquí, los libros o artículos de Claude Abastado, Mary Ann Caws, Viviana Gelado, Claudio Maíz, Carlos Mangone y Jorge Warley, Celina Manzoni y Vicky Unruh, incluidos en la bibliografía. 1 

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tos, “hacen época”. Ha llegado a decirse, incluso, que los manifiestos pueden ser el verdadero “género” de la vanguardia, y su más importante vehículo de expresión polémica (tal y como se les reconoce en el Diccionario Enciclopédico de Letras de la América Latina), si bien surgieron en el ámbito de las utopías religiosas, y de ahí pasaron al universo político en el siglo xix, antes de servir a los movimientos estéticos del siglo xx. Pero volvamos al comienzo de estas páginas: no es raro, visto en perspectiva, que en 1975 los jóvenes infrarrealistas mexicanos se dieran a la tarea de actualizar la más o menos desvaída tradición de los manifiestos. Fue Mario Santiago Papasquiaro quien redactó el llamado “Manifiesto infrarrealista”. Escrito en altisonantes mayúsculas, el texto vuelve sobre varios de los tópicos de sus antecesores. Ante la pregunta “¿QUÉ PROPONEMOS?”, responde que más que hacer un oficio del arte, se debe “MOSTRAR QUE TODO ES ARTE Y QUE TODO [EL] MUNDO PUEDE HACERLO // […] EL ARTE DEBE SER ILIMITADO EN CANTIDAD, ACCESIBLE // A TODOS, Y SI ES POSIBLE FABRICADO POR TODOS” (Papasquiaro 2014: 89). Esta idea representa una de las más recurrentes contradicciones implícitas en los manifiestos, puesto que ellos, como se ha afirmado, poseen en principio un alcance universal y suponen un destinatario masivo; pero, en realidad, se dirigen a un pequeño número de elegidos, a los verdaderos miembros de la secta. Pero al menos a nivel del discurso, el texto de Mario Santiago despoja a cualquier grupo del monopolio de potencialidades creadoras. De inmediato propone, además, “CONVERTIR LAS SALAS DE CONFERENCIAS EN STANDS DE TIRO” (reivindicación del conocido gesto infrarrealista de boicotear presentaciones de ciertas “vacas sagradas”), menciona a Régis Debray y alude paródicamente a su título ¿Revolución en la revolución?, que había adquirido notable relevancia pocos años antes como referente teórico de la Revolución latinoamericana. Pero la interpelación política se hace más explícita cuando expresa: EN ESTA HORA MÁS QUE ANTERIORMENTE, EL PROBLEMA ARTÍSTICO NO PUEDE SER CONSIDERADO COMO UNA LUCHA INTERNA DE TENDENCIAS / SINO SOBRE TODO COMO UNA LUCHA TÁCITA (CASI DECLARADA) ENTRE QUIENES

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DE MANERA CONSCIENTE O NO ESTÁN CON EL SISTEMA Y PRETENDEN CONSERVARLO PROLONGARLO / Y QUIENES DE MANERA CONSCIENTE O NO QUIEREN HACERLO ESTALLAR (90).

Un repertorio de afectos intelectuales, políticos y emocionales (que Mario Santiago denomina “MUNDO ONDAS GENTE QUE ME INTERESA”) parece, en su heterogeneidad, casi digno del listado de animales borgeano, y puede ser leído como una suerte de canon personal en que se mezclan nombres establecidos con algunos afectivamente cercanos y también con hechos históricos, de los que elijo algunos: NICANOR PARRA CATULO QUEVEDO LAUTRÉAMONT MAGRITTE BRETON BORIS VIAN BURROUGHS GINSBERG KEROUAC KAFKA BAKUNIN CHAPLIN GODARD FASSBINDER FRANCIS BACON VALLEJO EL CHÉ GUEVARA ENGELS LA COMUNA DE PARÍS LA EPOPEYA DE LOS NÁUFRAGOS DEL GRANMA HIERONYMUS BOSCH WILHELM REICH JOHN CAGE EL MARQUÉS DE SADE ROBERTO BOLAÑO JOSÉ REVUELTAS CLAUDIA SOL (Y HASTA EN DÍAS NUBLADOS) CLAUDIA SOL (91-92).

En 1976, un año después de ese manifiesto en el que Mario Santiago coloca en un lugar de privilegio a su amigo de aventura infrarrealista —y, a la postre, el más notable miembro del grupo—, el mismo Bolaño escribió otro manifiesto publicado con el título “Déjenlo todo, nuevamente”. Cuesta reconocer, en su radicalismo, al Bolaño escéptico y hasta cínico de los últimos tiempos. “Y la buena cultura burguesa? ¿Y la academia y los incendiarios? ¿y las vanguardias y sus retaguardias?”, se pregunta en aquel texto. Y se responde drástico e imperturbable a la vez: “Como me dijo Saint-Just en un sueño que tuve hace tiempo: Hasta las cabezas de los aristócratas nos pueden servir de armas” (Bolaño 2014: 83). Pero dice más: “Nos anteceden las MIL VANGUARDIAS DESCUARTIZADAS EN LOS SESENTAS // […] Son tiempos duros para la poesía, dicen algunos, tomando té, escuchando música en sus departamentos, hablando (escuchando) a los viejos maestros. Son / tiempos duros para el hombre, decimos nosotros, volviendo a las barricadas después de una jornada llena de mierda y gases lacrimógenos […]” (83-84). Y añade, con una incitación a la violencia que comple-

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menta y excede la de su colega: “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa. // Los burgueses y los pequeños burgueses se la pasan en fiesta. Todos los fines de semana tienen una. El proletariado no tiene fiesta. Sólo funerales con ritmo. Eso va a cambiar. Los explotados tendrán una gran fiesta. Memoria y guillotinas” (84). Sin embargo, al final de su prédica Bolaño atenúa el discurso jacobino, sustituido ahora por el espíritu beatnik: “DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE // LÁNCENSE A LOS CAMINOS” (88). Vistos a la distancia, ambos textos, el de Mario Santiago y el de Bolaño, admiten ser leídos como antecedentes de nuevos manifiestos por venir. Pese al belicoso espíritu de ellos, el más radical de los manifiestos de esta época que conozco es el poema de Pedro Lemebel conocido por el subtítulo de “Hablo por mi diferencia”. Su radicalismo no consiste solo en sus propuestas o en su desafiante lenguaje sino también —quizá debería decir, sobre todo— en el espacio desde el cual se proyecta. Según la mitología que lo acompaña, se ha repetido una y otra vez que fue leído por su autor en un acto político de la izquierda celebrado en Santiago de Chile en septiembre de 1986. A partir de entonces se convirtió en himno de batalla y carta de presentación de Lemebel adondequiera que iba (tuve ocasión de escuchárselo decir en La Habana), y lo recogió en el volumen Loco afán. Crónicas de sidario (1997). Según Nelson Osorio, si se examinan aquellos manifiestos que pueden y deben considerarse como “textos poéticos”, se percibe que “[s]u eficacia comunicativa se apoya en su propia coherencia interna y en la carga emocional de su sistema enunciativo, más que en la argumentación lógica o la validez referencial o la demostración objetiva. Su lógica es una lógica poética” (1988: XXXVI). El manifiesto de Lemebel aprovecha y modifica esa razón. A diferencia de la mayor parte de las proclamas similares, que se realizan en el espacio letrado, fuera de las calles, por decirlo así, el de Lemebel toma el espacio público y desde ahí se afinca y desafía a sus propios compañeros; es, a la vez, para repetirlo con palabras de Abastado, “un programa y su puesta en marcha”, de forma similar a los ready-mades de Duchamp, en los que “el acto de provocación mismo ocupa el puesto de la obra” (Gelado 2008: 113). Podría decirse que Lemebel se propone hacer lo que todos los autores de manifiestos: hablar por un grupo, presentar una estética, asumir una posición, desafiar el sentido común, pero lo hace de un modo distinto.

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“Me apesta la injusticia / Y sospecho de esta cueca democrática / Pero no me hable del proletariado / Porque ser pobre y maricón es peor”, clama Lemebel. El destinatario inmediato de su texto son los compañeros de izquierda que al mismo tiempo que reivindican la emancipación de los humillados, y sin que les cree conflicto alguno, ejercen la homofobia con total naturalidad. Lemebel asume e instala el personaje de la loca en clara oposición a la virilidad supuestamente intrínseca del revolucionario: “la dictadura pasa / Y viene la democracia / Y detrasito el socialismo / ¿Y entonces? / ¿Qué harán con nosotros compañero? / ¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos / con destino a un sidario cubano?”, dice, y se apura a añadir: “¿No habrá un maricón en alguna esquina / desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?”. Lemebel habla de una masculinidad asumida desde el desprecio de la propia izquierda. “Mi hombría no la recibí del partido / Porque me rechazaron con risitas / Muchas veces / Mi hombría la aprendí participando / En la dura de esos años” […]. “Mi hombría espera paciente / Que los machos se hagan viejos / Porque a esta altura del partido / La izquierda tranza su culo lacio / En el parlamento”. Y aún agrega más leña al fuego: “a este tren no me subo / Sin saber dónde va / Yo no voy a cambiar por el marxismo / Que me rechazó tantas veces / No necesito cambiar / Soy más subversivo que usted / No voy a cambiar solamente / Porque los pobres y los ricos / A otro perro con ese hueso”. Lemebel desmonta los lugares comunes del discurso de la izquierda y se niega a subordinar su reivindicación a una razón superior. Lo llamativo es que no utiliza esos argumentos para distanciarse de la izquierda, para alejarse desencantado, sino para sacudirla, violentarla y hacerse un lugar digno en ella. Finalmente modula su discurso y apela a esa simbiosis entre militancia y cursilería que sabe manejar como pocos: “A usted le doy este mensaje / Y no es por mí / Yo estoy viejo / Y su utopía es para las generaciones futuras / Hay tantos niños que van a nacer / Con una alita rota / Y yo quiero que vuelen compañero / Que su revolución / Les dé un pedazo de cielo rojo / Para que puedan volar” (Lemebel 1997: 83-90). Apenas tres años después de la lectura de Lemebel, o sea, en 1989, y al otro lado de los Andes, Martín Caparrós dio un giro que lo acercó al descreído espíritu de los años noventa, del cual resultó ser un notable antecedente. Me refiero a esa suerte de manifiesto generacional titulado “Nuevos avances y retrocesos en la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril”, presentado en el seminario de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo sobre “Novela

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argentina y española en los ‘80”, celebrado en Buenos Aires, con la presencia de Manuel Vázquez Montalbán, Juan Carlos Martini, Eduardo Mendoza, José Pablo Feinmann, Manuel Vicent, Antonio Muñoz Molina, Tomás Eloy Martínez y el propio Caparrós, bajo la dirección de Domingo Ynduráin. Caparrós reconoce que hablará “a partir de un nosotros dudoso y dubitativo. Que quizás, como todo nosotros, se construya más por exclusión de ellos que por afinidades propias”. Cuenta entonces que un par de años antes algunos miembros “de ese nosotros” formaron casi paródicamente un grupo literario: Shanghai. Tras ser leído en el ya mentado seminario, el texto de Caparrós sería publicado en la revista Babel, lo que propició que fuera entendido como manifiesto del grupo, nucleado en torno a ella (aunque antes, según el propio Caparrós, el grupo “emitió un manifiesto casi implícito”). Me interesa destacar algo que Caparrós llama una constancia o convicción; la de que, para que aparezca un movimiento, tiene que existir un aparato externo que sirva como aglutinador: para que se constituya una ‘nueva narrativa’ que se presente como tal tiene que haber un proyecto a priori, una intención. Y para eso tendría que haber un objetivo, un objeto externo que justificase la operación. Ya sea el de cambiar el mundo, que supieron afectar las vanguardias clásicas de la modernidad, ya el de ocupar un lugar en el mercado cultural, que supieron disimular casi todos, más o menos silentes (Caparrós 1989: 43).

Caparrós llega a ser despiadado con lo que llama la generación del 60, aquella época en que “la ficción literaria estaba dispuesta a interactuar valientemente con la vida, a rectificarla, a revelarle la verdad, a encauzarla”. Y asegura, con sorna, que “Hollywood lo tuvo, como de costumbre, más claro”. Si bien esa literatura —dice— “se propuso ocupar su lugar entre los discursos que cambiarían el mundo y sus alrededores”, hay “que convenir en que los efectos logrados fueron más bien tenues”, y señala que, aunque en Argentina dicha inspiración funcionó en obras menores, aparece, también, en “textos de mayor importancia —o de mayor influencia—, como Rayuela” (43). Me interesa abrir un paréntesis para recordar que en fecha reciente (para ser precisos, el 11 de febrero de 2019), se cumplieron treinta y cinco años de la muerte de Cortázar. Con ese motivo, Caparrós rescató para The New York

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Times en español una entrevista realizada por él mismo a su compatriota en los primeros días de diciembre de 1983, cuando este regresó a Buenos Aires por primera vez, después de años de exilio. Fue publicada de inmediato con el título “Julio Cortázar, último round”, y resultó ser posiblemente la última entrevista que Cortázar concedió. Caparrós acepta tranquilo las opiniones de Cortázar, y al final de la entrevista le pregunta “si creía que alguna vez le iban a poner su nombre a una calle, a una plaza, si iba a quedarse en la Argentina de esa rara manera”, a lo que Cortázar respondió, antes de reír: “Uy, qué espanto, ojalá no lo hagan. Nada me daría más horror”. Después de eso, Caparrós añade una posdata: “Unos años más tarde contribuí con el audio de estas últimas palabras a la inauguración de la plaza Julio Cortázar en el barrio de Palermo, Buenos Aires; fue un momento que él, creo, habría apreciado” (Caparrós 2019). Si he hecho esta digresión, repasando el entusiasmo con que Caparrós entrevistó a Cortázar en 1983, y el orgullo con que recuerda, hoy, haber contribuido con aquella grabación a la inauguración de la plaza que lleva el nombre del autor de Rayuela en Buenos Aires, es para contrastar aquel entusiasmo y este orgullo con la zarandeada que le propinó en su texto de 1989. Allí agregaba a propósito de esa novela: “Más allá, o más acá, de su interés literario, es cierto que logró, durante algunos años, que algunas chicas se creyeran la maga, y se vistieran como ella, y que algunos muchachos intentaran infructuosamente degustar a Bix Beiderbecke y soltar paridas para existencialistas”. Y remataba Caparrós su rapapolvo: “Convengamos en que cualquier película de Travolta consiguió bastante más, con mucho menos esfuerzo” (43). Después de excesos e injurias —como es habitual en el género—, Caparrós estaba listo para reivindicar a los autores que le interesaban. Pero va más allá, y además de demoler una estética, intenta desacreditar una postura: “Ya lo sabemos: en la Argentina, cuerpos fueron agredidos, mutilados, corrompidos y, sobre todo, ocultados, desaparecidos”. Y por si fuera poco añade: “Hubo textos en los setenta y ochenta, que lavaron las manos de sus conciencias hablando, parloteando de ese inefable; llegó a haber, en algún caso, una suerte de obscenidad, de pornografía de la desaparición. [...] Creo que, en nuestras novelas, los cuerpos están elididos, desenfocados, inhallables” (45). Era fácil imaginar reacciones no menos contundentes. Elsa Drucaroff, por ejemplo, considera que esa literatura dirigida a iniciados, que hablaba de cualquier cosa lejana e ingeniosa con tal de eludir conflictos y

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ejercitaba una cruzada contra la literatura que “reflejaba” la realidad argentina, “era el último triunfo de la dictadura militar” (Drucaroff 2011: 57). Tres años más tarde, en 1992, el escritor chileno Jaime Collyer publicó en la revista Apsi una columna titulada “Casus belli: todo el poder para nosotros”, en el que dejaba claro que la llamada nueva narrativa chilena acababa de irrumpir en escena para no abandonarla: “ahora los maestros somos nosotros”, expresaba. No debemos tomar ese magisterio en sentido ético o estético, y Collyer disipa pronto cualquier duda: “Estamos ya posicionados en todos los frentes, que hemos copado paso a paso, subrepticiamente”. Y continúa: “Nos hemos infiltrado en los puestos decisivos de las principales editoriales, en la Sociedad de Escritores, la Cámara del Libro y los medios de comunicación, en las productoras audiovisuales y las agencias de publicidad, en las publicaciones especializadas. Nada podrá ya desalojarnos de las trincheras” (1992a: 40). Luego añade algo de épica a sus posiciones: “Nos criamos a patadas, algunos de nosotros a culatazos, bajo la indiferencia generalizada, pero somos generosos. No habrá más revanchas que la estrictamente literaria”. Adelantándose a lo que repetirían los ya inminentes McOndo y Crack, reconocía que los miembros de su generación eran “cosmopolitas y universales, internacionalistas, hasta la médula” y reproducirían a su modo, “en nuestro agitado fin de siglo, el auge de las décadas pasadas. El boom de la literatura hispanoamericana ha muerto, ¡que viva el boom!”. Menciona casi una treintena de nombres como parte de quienes configuran “nuestras divisiones”, y añade desafiante: “Peleamos a cara descubierta y vamos a la toma de poder, como aconsejaba papá Sartre”. A los maestros de las generaciones precedentes “vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o patadas, según sea el caso. Luego puede que les rindamos algún homenaje, como a los buenos boxeadores [...] que saben retirarse a tiempo” (1992: 40). Varias semanas más tarde, ante la previsible respuesta, y el hecho de que su texto adquiriera “un improvisado carácter de manifiesto generacional”, publicó otro de tono más moderado: “El guante sobre la mesa”. Ahora habla de la renuncia de su generación —con excepciones— “a los parámetros del realismo mágico y a la pretensión abrumadora de escribir la ‘novela total’” (1992b: 18). Su estrategia narrativa, anota, “desecha voluntariamente la ruptura sintáctica, las enumeraciones caóticas y otros alardes experimentales,

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para refugiarnos en cierta economía de medios y la narración lineal, minimalista, neutral”. Después de esto, el camino estaba despejado para la aparición, en el mismo Chile, de una de las antologías y manifiestos que más dieron que hablar en el último lustro del siglo pasado. Pero poco antes, al norte del continente, se produjo otro fenómeno que, como ese, haría correr ríos de tinta. Los conocemos perfectamente porque tanto el Crack como McOndo se convirtieron —no importa cuán discutidos e impugnados hayan sido, y con razón— en referentes del surgimiento más o menos estentóreo de una nueva narrativa en Hispanoamérica. Ambos precedieron la publicación de nuevas antologías y la celebración de congresos que ayudaron a consolidar grupos literarios; me refiero, digamos, a Las horas y las hordas (1997), Líneas aéreas (1999) y Se habla español. Voces latinas en USA (2000), entre las primeras, y al Congreso de Nuevos Narradores Hispánicos en Madrid en 1999, su secuela de 2001, y el que dos años más tarde tuvo lugar en Sevilla convocado por Seix Barral, entre los segundos. La historia ha sido reiterada y la menciono rápidamente. En agosto de 1996 cinco jóvenes escritores mexicanos leyeron, durante la presentación de sus propios libros, un manifiesto a cinco voces que era, a su vez, acta de fundación del grupo Crack. Tanto la lectura como las respuestas que el Crack suscitó eran propios de las pugnas que se establecen dentro del campo literario por acceder a espacios de reconocimiento, y no habrían tenido mayor trascendencia fuera del ámbito nacional de no ser porque varios años después tanto Jorge Volpi como Ignacio Padilla obtendrían los premios Biblioteca Breve y Primavera, respectivamente. A partir de entonces el grupo y el manifiesto pasarían —momentáneamente, como corresponde a todo hecho dependiente en gran medida del mercado— a un primer plano. Lo cierto es que se ajusta al Crack la idea de que los manifiestos sirven de prólogo a un conjunto de obras por venir. No me detengo en el texto propiamente dicho porque es bien conocido y ha sido comentado una y otra vez. Además, porque cuando “los autores del Crack han sido interrogados sobre zonas algo confusas o ambiguas de su manifiesto, las respuestas siempre han sido igual de vagas” (De Rosso 2014: 97). De hecho, Cecilia Rodríguez, para quien el Crack parece más un grupo pop que un grupo literario, comenta que cada vez que se les pregunta a los miembros “qué elementos definen su grupo literario, repiten maquinalmente sus tres pre-

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ceptos, que más que propuestas estéticas parecieran una serie de buenas intenciones” (De Rosso 2014: 98). Varios años después del performance bautismal, el grupo tomó un segundo aire al aparecer Crack. Instrucciones de uso (2004), un volumen que incluye —además del manifiesto mismo— textos escritos a la distancia por cada uno de sus integrantes, más una exhaustiva bibliografía comentada. Y llega, además, con un bonus track que ocupa, en verdad, el centro del libro: su propio mito de origen, el prólogo colectivo titulado “Testimonio de una amistad”. Justo es reconocer que el grupo dejó una estela que se actualiza a la más mínima provocación: al cumplirse diez años del manifiesto, Padilla recogió sus textos sobre el tema en el volumen Si hace crack es boom; y al cumplirse veinte, los cinco autores dieron a conocer en el congreso de la Modern Language Association el “Postmanifiesto del Crack 1996-2016”, que sería reproducido en el número 82 de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. En el mismo volumen de 2004 aparece un “Código de procedimientos literarios del Crack”, redactado por Volpi, que puede ser entendido como un aggiornamento del para entonces desvaído manifiesto de 1996. Volpi se encarga ahora de ampliar la frontera mucho más allá del núcleo duro con que se identifica el grupo. Así, en su artículo 6º reconoce entre los miembros honorarios a Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Inés Arredondo, el varias veces mencionado Bolaño, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Ricardo Piglia; y en el 8º amplía la nómina de compañeros de ruta a una docena de nombres más, entre sus contemporáneos. McOndo —el otro punto de referencia ineludible al hablar de los manifiestos de los 90— nace de una narración, otro mito de origen (como ven, cada cual arma su propio pasado) que se genera en el International Writer’s Workshop de la Universidad de Iowa. Fue allí, según cuentan Alberto Fuguet y Sergio Gómez en el prólogo titulado “Presentación del país McOndo”, donde la flamante literatura latinoamericana cobró conciencia de serlo. Ese tipo de relato que recurre a anécdotas con moraleja, vuelve de cuando en cuando y en los más diversos contextos. En este caso, el malentendido con un editor estadunidense provoca la respuesta de los chilenos. Ya sabemos que

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aquel prólogo-manifiesto despertó respuestas de todo tipo, incluidas algunas más o menos airadas de los antologados, como la del mexicano David Toscana, quien declaraba: “A mí no me agradó el prólogo del primer libro, porque parecía un manifiesto de los escritores que aparecían en el volumen. La mayoría de los autores no comulgábamos con el mismo. Una cosa es que te inviten a una antología y otra que te prologuen y hasta que hagan parecer que todo eso tiene que ver contigo” (De Rosso 2014: 79). Pese a todo lo que se le ha reprochado, el volumen tuvo un efecto beneficioso al intentar dar coherencia —en un momento de desconcierto y dispersión— a la literatura del continente, al proponerse romper el desconocimiento mutuo, descubrir nuevos autores e, incluso, arriesgar una poética y una forma de ser latinoamericanos. Pecó, sin embargo, de caricaturizar la visión de nuestra literatura. Y aunque dicho prólogo plantea dilemas y referentes fundamentalmente latinoamericanos, la antología tiene la peculiaridad, no muy extendida, de incluir autores españoles, del mismo modo en que la vanguardia fue también un movimiento trasatlántico2. En su radical lectura de McOndo, Diana Palaversich discrepa de sus autores, quienes “más que como hijos rebeldes y desencantados de García Márquez”, asegura, “deben ser vistos como hijos obedientes del neoliberalismo y de una tradición literaria existencialista e intimista que desde hace décadas se viene escribiendo en el continente” (2000: 70). De alguna manera, la pequeña sacudida de McOndo y el Crack parece confirmar la respuesta de uno de los encuestados en La Gaceta Literaria de Madrid en 1930: “Vanguardia es —o ha sido— el guirigay con el que, simulando una apariencia de desorden, el arte de nuestra época ha restaurado el orden” (3). Si se compara a McOndo y al Crack con los grupos de las vanguardias históricas o con algunos de los mencionados aquí, es fácil percibir que, si unos y otros tenían una relación más o menos nula o tensa con el mercado, estos parecen coquetear con él, que supo aprovecharlos, exprimirlos y vendérnoslos. Jorge Schwartz ha recordado que Trotski llamaba la atención sobre el hecho de que las vanguardias no se gestaran en países industrializados como Basta ver la selección de Jaime Brihuega en Manifiestos, proclamas, panfletos y textos doctrinales (Las vanguardias artísticas en España: 1910-1931), para detectar nombres que iban y venían de un lado al otro del océano. 2 

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los Estados Unidos, Inglaterra o Alemania, sino en Rusia e Italia, es decir, en aquellos que en el lenguaje de hoy llamaríamos periféricos. Dicho esto, cabría conjeturar que una de las razones de las respuestas airadas o displicentes que reciben McOndo y el Crack es su contradicción intrínseca. Propusieron manifiestos y posturas con los que pretendían negar su condición periférica y asimilarse al mainstream. Fue, visto lo visto, un acto suicida. El mundo era casi perfecto. La historia —lo había dicho un sabio poco antes de la aparición del Crack y de McOndo— estaba a punto de concluir, y las únicas batallas necesarias, al parecer, eran las que había que dar contra los abuelos literarios o la literatura light. Pero aquella perfección comenzó a mostrar sus grietas, mientras el viejo topo no había dejado de horadar el suelo sobre el que estábamos parados. Apenas cinco años después de la aparición de aquellos jóvenes, es decir, en 2001, estalló la crisis en Argentina. No fue una crisis más, sino que tuvo particulares y profundas consecuencias. A los efectos de lo que aquí nos interesa, a ella siguió la aparición de las llamadas editoriales cartoneras. Su utilización de papel barato y de cartón reciclado obedecía tanto a razones económicas como a una deliberada identificación con un modelo social, en el momento en que millares de personas se lanzaron a la recuperación y venta de cartón como forma de subsistencia. Uno de los creadores de la primera y más conocida de esas editoriales, Javier Barilaro, ha contado que Eloísa Cartonera nació en conversaciones entre él y Washington Cucurto en enero de 2003, cuando regresaban por carretera de Santiago de Chile a Buenos Aires, a donde habían ido a vender libros de poesía. Buscaban la forma de hacer ediciones cada vez más baratas para poder llegar al mayor número posible de lectores. “Hasta que Cucurto”, recuerda su amigo, “encuentra la revelación en un libro de poesía de Juan Gelman”. Uno tendería a creer en las potencialidades de la poesía misma, en las sugerencias de la voz de Gelman, pero Barilaro se apresura a aclarar: “No por leerlo, no es su poeta preferido, sino por algo tan superficial como la tapa: de cartón corrugado” (Akademia 2009: 36). A partir de esa experiencia comenzaron a brotar editoriales cartoneras por el continente (e incluso más allá), y entre los efectos de la extensión del fenómeno, la biblioteca de la Universidad de Madison, que se precia de atesorar en su fondo de libros raros y valiosos la mayor colección de cartoneras del mundo, publicó un volumen (Akademia Cartonera) que reúne

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los manifiestos de casi todas las latinoamericanas entonces activas. Fue una experiencia a posteriori. En el “Prólogo” se advierte: Invitamos a cada cartonera para que colaboraran [sic] en la creación de este libro con un manifiesto e imágenes de su editorial. A todas se les dio la libertad de interpretar la palabra ‘manifiesto’ como quisieran. El resultado ha sido un collage de ideas y propuestas que juntas proporcionarán al lector una mejor idea de la razón de ser de cada editorial y de su carácter lúdico y contestatario (Akademia 2009: 13).

El de Eloísa Cartonera recuerda que la editorial nació “por aquellos días furiosos en que el pueblo copaba las calles, protestando, luchando, armando asambleas barriales, asambleas populares, el club del trueque […]” (Akademia 2009: 57) y reivindica, sobre todas las demás, la figura de Rodolfo Walsh; mientras que la boliviana “Yerba Mala Cartonera” reconoce como referente y guía al vanguardista Grupo Orkopata y a Gamaliel Churata, “ese faro que hoy resucita”. Una de las más jóvenes de ese conjunto, “La Cartonera” (nacida en Cuernavaca, México, en 2008) propuso llevar a cabo la experiencia de compartir con sus colegas de Perú, Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia y Brasil la edición de Respiración del laberinto, poemario inédito de Mario Santiago Papasquiaro, que realizaron entre diciembre de 2008 y marzo de 2009. “En este viaje se unieron poetas y narradores […] que escribieron los distintos prólogos al libro de un autor que vivió la poesía como una experiencia definitiva” (Akademia 2009: 172). No deja de resultar sorprendente esta recuperación de Mario Santiago. Su sola mención nos devuelve al principio de estas páginas y también, desde luego, al colega y amigo que más hizo por rescatarlo, Roberto Bolaño, aunque parece propio de la condición cartonera sentirse menos atraída por el autor que despierta todos los consensos, que por aquella otra versión de escritor, más excéntrica, oscura y marginal. Pero es precisamente con Bolaño con quien me interesa cerrar este recorrido. En 2003, como ya he dicho, tuvo lugar el Encuentro de Escritores de Sevilla convocado por Seix Barral, para el cual fueron invitados once aún jóvenes autores, así como dos figuras tutelares que pertenecían, a su vez, a generaciones distantes: Guillermo Cabrera Infante y Bolaño mismo. El primero aportó muy poco al encuentro. Es lo que se deduce, al menos, del texto suyo que se reproduce en Palabra de América y de los testimonios de varios

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de los presentes. Al segundo le quedaban apenas unos meses de vida, pero su presencia bastó para consagrarlo entre los jóvenes, quienes no dudarían en reconocerlo como un maestro. Fresán no vaciló en afirmar que una de las conclusiones del congreso fue la revelación de que la obra y figura del chileno eran de las más admiradas por los escritores de su generación. Gonzalo Garcés, por su parte, daría otra vuelta de tuerca al afirmar que “Bolaño inventó América Latina para nosotros” (2004: 101). En aquel contexto Bolaño decidió leer, alterando su plan inicial, un texto tan provocador y combativo —en la línea de los manifiestos— como “Los mitos de Chtulhu”, que aparecería en El gaucho insufrible3. El panorama que Bolaño ofrece allí de la literatura en lengua española se burla de la forma en que la mayor parte de sus contemporáneos hacen lo que sea por obtener éxito, dinero y respetabilidad. “Permitidme que en esta época sombría empiece con una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡Óptimo! / Si fuera mejor incluso me daría miedo. / Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno, pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a pensar en un gran sobresalto” (2003: 159). Lamenta que en el fondo la literatura latinoamericana no pertenezca ya a nombres como Borges, Macedonio Fernández, Onetti, Bioy Casares, Cortázar, Rulfo, Revueltas y “ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa”, sino —expresa, no sin crueldad— a “Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo” (171). Bolaño recurre al exceso, a la hipérbole: “La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas […], casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios […], portadas en Newsweek y anticipos

Resulta curioso que mientras Bolaño, para esta fecha, se encuentra alejado ya del universo infrarrealista, este —debido al influjo del propio escritor— siga cautivando a sucesores de todo tipo. El mexicano Diego Enrique Osorno, autor de La guerra de los Zetas (2012), por ejemplo, describe su trabajo como “periodismo infrarrealista”, e incluso escribió un Manifiesto del Periodismo infrarrealista. 3 

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millonarios” (171-172). La verdad es que sobran los dedos de una mano para citar nombres que cumplan tales requisitos, pero Bolaño no apela a las estadísticas, sino a la idea prevaleciente de lo que es considerado un autor exitoso. Y agrega: “Los escritores actuales no son ya […] señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuestos a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosos de respetabilidad”. En vez de rechazarla, dice, la buscan desesperadamente, aunque para ello tengan que “transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas” (172). Más cáustico, añade: “Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte” (174). No es difícil imaginar lo que debe haber significado, para los autores reunidos en Sevilla, aquella andanada escrita —para decirlo en términos caros a Roberto Arlt— con la potencia de un cross a la mandíbula. Era para Bolaño, un hombre que se sabía enfermo de muerte, la mejor manera de hacer mutis. No tenía un grupo, ya no estaban Mario Santiago ni sus amigos infrarrealistas, tampoco apelaba a las barricadas y a la guillotina como treinta años atrás, pero estaba rodeado de un grupo de jóvenes y sintió la necesidad de sacudirlos —de serles útil— antes de irse. Nada mejor, para ello, que recurrir a las fórmulas del viejo y dilecto género de las vanguardias. Sabemos que hay momentos en que los manifiestos desaparecen o se tornan irrelevantes. Pero tarde o temprano vuelven, porque desde que hace más de ciento cincuenta años un par de alemanes delirantes echó a rodar la idea de que un fantasma recorría Europa, pocos géneros han sido más apropiados que ese para cuestionar la realidad y para movilizarnos. Bibliografía Abastado, Claude (1980): “Introduction à l’analyse des manifestes”, Littérature, n° 39, pp. 3-11. Akademia Cartonera: A Primer of Latin American Cartonera Publishers / Akademia Cartonera: Un ABC de las editoriales cartoneras en América Latina (2009). Kse-

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EPÍLOGOS Y EPITAFIOS DE LA VANGUARDIA: NOSTALGIAS, PARODIAS, ABJURACIONES, INMOLACIONES (LOS DETECTIVES SALVAJES) Rosa García Gutiérrez (Universidad de Huelva)

...il faut continuer, je ne peux pas continuer, je vais continuer. Samuel Beckett, L’innommable

Las vanguardias ocupan un lugar irrenunciable, incluso clave1, en el relato de la modernidad artística y literaria. Me refiero a las vanguardias históricas, aunque también, sin ser lo mismo, a las neovanguardias, porque el hecho de que estas fueran percibidas pronto y con rotundidad como una heterodoxia neutralizada en sus funciones originarias, asimilada por la Academia, el espectáculo o el mercado, ha influido en el juicio sumario a que fueron sometidas las primeras, las vanguardias históricas, una vez que en los sesenta se decretó su fracaso o su agotamiento, más allá de las aporías que hiciera notar Hans Magnus Enzensberger en su fundacional ensayo de 19622 y que hacían todavía posible su redención. Ese juicio sumario, por lo general negativo, solo se entiende si asumimos las vanguardias como la voluta final de un proceso más amplio, que se deAnoto aquí algunos de los significados para “clave” que establece la RAE: 5f. “Noticia o idea por la que se hace comprensible algo que era enigmático”. 7f. “Elemento básico, fundamental o decisivo en algo”. 10f. Arq. “Piedra central y más elevada con que se cierra el arco o la bóveda”. Los tres confluyen en el sentido que me gustaría transmitir con el uso de la palabra. 2  Como cabía esperar, Sur no tardó en hacerse eco del texto del poeta y pensador alemán, publicándolo en su número 285, correspondiente a noviembre y diciembre de 1963, en traducción de Pablo Simón. “Las aporías de la vanguardia” abrió el número. 1 

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sarrolló en espiral y que hoy llamamos modernidad artística, una tradición hecha de continuidades y rupturas según describió Octavio Paz en Los hijos del limo (1974), a la que las vanguardias, no solo de manera programática, sino fatal e inevitablemente, habrían puesto fin. Hablar de vanguardias históricas supone por tanto hablar de modernidad, pero también de lo que vino después: un momento cultural distinto para el que se ha consensuado la palabra posmodernidad, una nueva instancia intelectual y artística que empieza, según unos para bien, según otros para mal, cuando los ismos mueren y se llevan consigo no un estilo o unas formas —porque muchas, la mayoría, permanecen—, sino un espíritu y un concepto de arte. La bibliografía sobre el fin (o fracaso, o muerte, o crisis, según las expresiones más recurrentes desde finales de los sesenta) de la vanguardia, que constituye una referencia central en el debate postmoderno, es desde la filosofía, la sociología y las artes plásticas mucha e interesante, porque se ha desarrollado de manera dialógica y nutrida intrínsecamente por el debate. Pero no ocurre igual, creo, en los estudios literarios, que pasan de puntillas sobre el acabamiento de los ismos y refuerzan sus comienzos —utopistas, beligerantes, heroicos y desde luego brillantes— como la seña de identidad que los define en la historia literaria. No puedo detenerme aquí en las razones de esta divergencia de enfoques que manifiestan historiadores del arte, filósofos e historiadores de la literatura, pero me sirve para apuntar mi intención, que no es analizar ese nutrido corpus ensayístico sobre la crisis de las vanguardias, aun siendo un palimpsesto fundamental de nuestro tiempo, tensionado por quienes aplauden su fin y quienes anhelan, como única salvación para el arte, su retorno, sino llamar la atención sobre un conjunto de obras de ficción que desde los mismos ismos hasta hoy han convertido, no su exultante comienzo sino su desconcertante final en argumento literario. Algunos de los autores de estas ficciones militaron en movimientos de vanguardia o invocaron su resurrección en los sesenta; otros escribieron ya bajo el dominio del relativismo y el escepticismo posmodernos; pero lo interesante son los distintos posicionamientos ante ese final, que van de la nostalgia, o incluso la esperanza en una segunda oportunidad para aquel espíritu perdido (como en el temprano y visionario El movimiento V.P. de Rafael Cansinos Assens o en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño), hasta la parodia amarga, sañuda y despreciativa hacia un movimiento que, además

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de traicionar sus objetivos, dejar en evidencia la impostura de sus altivas pretensiones y ser derrotado fácilmente por sus adversarios —el poder y la autoridad culturales, el dogmatismo formal, el burgués o hasta la propia sustancia humana de sus cultivadores, mucho más miserable que el incorruptible héroe agonista que la vanguardia soñó— como en Fabulosas narraciones por historias de Antonio Orejudo, habría acabado irresponsablemente, no ya con la modernidad, sino con el arte mismo, tal y como la modernidad lo concibió: como vía de restitución de la Unidad o como religión en el sentido etimológico de la palabra —como trascendencia o sentido— en un mundo desacralizado, deshumanizado, materialista y dominado por la tecnificación y el progreso. Este último es, por ejemplo, el caso de Adán Buenosayres. En su imponente novela Leopoldo Marechal abjuró sin piedad del credo ultraísta en el que militó, testimoniando el, a su juicio, crimen de las vanguardias: el advenimiento del relativismo epistemológico y el escepticismo axial que la modernidad habría intentado conjurar con el arte y que él mismo acabaría enfrentando, además de con otras estrategias estéticas y políticas, integrándose en distintas instituciones religiosas, del catolicismo al evangelismo, alguna de ellas en el borde de la ortodoxia. Su ira, su desprecio y su burla son contra quienes, creyendo aspirar a lo más alto, pusieron fin al aura de la que, casi por las mismas fechas en que se gestaba Adán, hablaba Walter Benjamin3, haciendo de la literatura un hueco ornamentado con petulancia, esto es, un signo vacío, y del vanguardista un fraude al lado de Dios. Estas nostalgias, parodias, abjuraciones, inmolaciones, epitafios y actas de defunción de las vanguardias históricas formuladas a través de la ficción narrativa constituyen, creo, casi un sub-subgénero dentro de ese subgénero que es la literatura sobre la literatura, no exclusivo de los siglos xx y xxi, pero particularmente profuso y significativo en ellos. No debe extrañar que la ficción narrativa se haya adaptado con tanta facilidad al tema del fin de la vanguardia porque si algo distingue a la tradición moderna es su condición teleológica, su autoconcepción como proyecto, la

En otro ensayo imprescindible, “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, publicado por primera vez en 1936, y en el que la expresión “pérdida del aura” remite tanto a lo Uno como a lo trascendente, y a la capacidad que el objeto artístico tendría —en riesgo por el progreso tecnológico, la mercantilización y la desespiritualización— para evocarlos. 3 

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idea de una meta hacia la que avanzar; y aunque díscola, la vanguardia asume como hija de la modernidad esa cualidad “direccional”, según analiza Matei Calinescu a partir de Leonard B. Meyer (Calinescu 1991: 124). El viaje (búsqueda, peregrinación, aventura, exploración), pero también el “extravío, posibilidad perteneciente y definidora del viaje” (Sanabria 2008: 288), es el motivo por excelencia de la modernidad, que se articula hacia un fin, y aunque reniegue de lo recorrido desde el Romanticismo y se invente una aurora o un inicio ex nihilo, la vanguardia no deja de ser el trecho final, el atardecer del camino. El símbolo espacial es útil, pero ese camino es, además de horizontal, vertical, ascendente en intensidad y radicalismo, en dirección a una cima en la que el dogmatismo y la iconoclastia, llevados a su límite, resultaron letales para el camino, su sentido en el mundo moderno y su sugestión. Tal vez la proximidad de la meta —la dinámica del sprint final— explica esa furia y ese extremismo de la vanguardia, pero explica también y sobre todo su “autoconciencia” (Calinescu 1991: 104). La vanguardia conoce bien el sitio social y artístico de sus principios éticos y estéticos, unos principios que, aunque derivados del fin de siglo, plantea como su superación e incluso su negación: no basta ya con la Belleza o la Armonía, con aspirar al abrazo imposible de la Venus de Milo y alcanzar la ‘forma’ que diga el fruto del abrazo, porque su apología de la forma inédita, de la fórmula impronunciada y adánica, implica renegar de Venus —lo Uno, lo trascendente— y crear, renunciando a su abrazo, otra realidad y otra vida capaces de transformar el mundo o decirlo en una verdad nunca antes vista. Aunque la gestualidad de la vanguardia huyó tanto del estigma del soñador que mira al cielo (el viaje) como del abandono suicida del decadente que se asoma al infierno (el extravío), su propuesta de una ontología y una epistemología distintas capaces de la transformación social a través de un lenguaje nuevo tuvo en su fondo el mismo carácter utópico del soñador finisecular y se enfrentó a la misma amenaza que el decadente: que su extrañamiento y su provocación, su alteridad o su sacrificio acabasen en nada, desoídos, ignorados, fracasados. Transformación radical de la realidad a través de una forma artística ‘creativa’ que a su vez había que crear: frente al modernismo, que buscó restituir un sentido perdido a través de una forma distinta más encontrada (“que no encuentra mi estilo”) que creada ex nihilo, aquella fue la meta, hacia allí caminó la vanguardia sin dejar de pisar del todo, a su pesar, las huellas del

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modernismo. Pero la llegada al final del camino no fue ni eufórica ni triunfal, sino, en el más heroico de los casos, un frenado en seco ante nada, ante el vacío final en el que se precipita el último alarido de Altazor en un lenguaje que, en su ensimismamiento extremo, se enajena de sí mismo, o el incierto “desierto” expresado por el emblemático cuadrado blanco de Malévich, incierto y desasosegante por mucho que él lo pretendiera inaugural4. Años después los adalides de la posmodernidad insistirán en las razones exógenas del fracaso alentados por la clara ineficacia de las neovanguardias: la asimilación y apropiación del gesto y la forma vanguardistas por parte de la industria y la institución cultural; la conversión de ‘lo nuevo’ y del escándalo en cliché y hasta exigencia normalizada de la sociedad de consumo; o en definitiva, la

En sus ensayos y manifiestos suprematistas Malévich usó la palabra “desierto” para referir ese punto de llegada, ese final de su periplo artístico que habría logrado con los cuadrados rojo, negro y, especialmente, blanco: “Cuando en 1913, a lo largo de mis esfuerzos desesperados por liberar al arte del lastre de la objetividad, me refugié en la forma del cuadrado y expuse una pintura que no representaba más que un cuadrado negro sobre un fondo blanco, los críticos y el público se quejaron: ‘Se perdió todo lo que habíamos amado. Estamos en un desierto. ¡Lo que tenemos ante nosotros no es más que un cuadrado negro sobre fondo blanco!’ Y buscaban palabras aplastantes para alejar el símbolo del desierto y para reencontrar en el cuadrado muerto la imagen preferida de la realidad, la objetividad real y la sensibilidad moral. La crítica y el público consideraban ese cuadro incomprensible y peligroso […]. La ascensión a las alturas del arte no objetivo es fatigosa y llena de tormentos y, sin embargo, nos hace felices”. En ese ascenso, sigue relatando Malévich en un discurso análogo al huidobriano en Altazor, se alcanza un punto en el que “ya no hay imágenes de la realidad, ya no hay representaciones ideales; ¡no queda más que un desierto! Pero ese desierto está lleno del espíritu de la sensibilidad no-objetiva, que todo lo penetra” (Malévich 2018: 69). Todavía en 1922, para Malévich, ese desierto que para “la mayoría de la gente” significó “la ruina del arte”, constituía una potencialidad inaugural, incontaminada, para “crear” desde el arte. El pintor intentaba así mantener en suspenso la euforia de la llegada a la meta —ni el viaje moderno ni el vacío posmoderno— ese punto álgido en el que “el arte ya no quiere estar al servicio de la religión ni del Estado” (Malévich 2018: 71), ese instante hipnótico en el que el arte es solamente él mismo, “nuevo arte no-objetivo como expresión de la sensibilidad pura, que no tiende hacia valores prácticos, ni hacia ideas, ni hacia ninguna tierra prometida” (Malévich 2018: 74). Por las mismas fechas, en carta dirigida a Alexandr Benois, director del Museo del Hermitage, escribía: “Yo solo conozco un icono totalmente desnudo y sin marco, el verdadero icono de mi tiempo. […] Solo a partir de la soledad absoluta del desierto podré llegar a enunciar desde la nada la definitiva transfiguración” (Prat 2019: 12). 4 

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desaparición del enemigo cultural —la Academia y el burgués— contra el que la vanguardia se definió y sin el que perdió combustible: de anticanon a canon, de antimoda a moda, de “estética del shock” a “academia y museo”, a “clasicismo de la contemporaneidad” (Vásquez Roca 2005: 142). Pero más apasionantes, tal vez, que las externas, son las razones internas del fracaso de las vanguardias, que es el tema de esas ficciones que me interesan: su mea culpa, y el desamparo en que dejó a sus autores la ambigüedad constitutiva del ethos vanguardista, su naturaleza —apasionante probablemente por ello— contradictoria o ambivalente, irresoluble casi por la contradictio in terminis que fueron su poética y su historia. En El movimiento estridentista de Germán List Arzubide (1926), balance, liquidación y esquela de defunción del Estridentismo, esa ambigüedad intrínseca conduce a la tortuosa relación entre vanguardia artística y política sobre la que llamó la atención Renato Poggioli en su Teoría del arte de vanguardia5. La vanguardia se postuló como una forma inédita capaz de revolucionar el pensamiento y con ello la vida, la individual pero también la social, pero esa forma, en obediencia a su propia poética, acabó generando un hermetismo para iniciados que arrebató al arte, lo cerró al mundo y lo condenó a la autorreferencialidad, alejándose de la praxis política de la revolución social. La potencial función revolucionaria del arte, orientada contra la clase burguesa y los lenguajes de la tradición, acabó rompiendo la comunicación con la revolución política, antiindividualista, abierta a la colectividad y a la transformación social, pero desde la realidad empírica, y desvinculada de las inquietudes epistemológicas que marcaron, por ejemplo, el cuestionamiento de la realidad misma que suponía la propuesta de Malévich. Rusia ejemplifica este desencuentro entre revolución artística y política que enturbió los últimos años del pintor, pero también México. El Estridentismo nació en la órbita del futurismo, pero pasó luego años imposibles, fascinantes y desconcertantes intentando hermanar su poética en torno a un lenguaje artístico inaugural, libre de servidumbres, con las políticas sociales más avanzadas de la Revolución mexicana. Volveré sobre esto, pero anoto ya que fue el propio Las reflexiones que dieron lugar a este libro clásico en la reflexión sobre el fin de las vanguardias, publicado en 1962, aparecieron por entregas entre 1949 y 1951. Rosa Chacel tradujo el volumen al castellano en 1964 para la editorial de Revista de Occidente. 5 

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Germán List Arzubide, uno de los más conspicuos estridentistas, el que puso fin a la agonía liquidando formalmente el movimiento y reconduciendo su ideal de transformación social a una forma que no impidiera la comunicación con la Plebe (título de su poemario de 1925). Con su inclasificable El movimiento estridentista, List Arzubide finiquitó la aventura vanguardista que él mismo impulsó y se anticipó a quienes, décadas después, al empuje de Georg Lukács (Bürger 1987: 151-165), condenarían ética y estéticamente la vanguardia por connivencia con el burgués. Aunque la negación de la autonomía del arte en la que insisten Peter Bürger (1987) y Eduardo Subirats (1989) como cualidad distintiva de los ismos en el marco de la modernidad, esto es, la defenestración de la Venus de Milo, —ese tuteo a ras de suelo a que la somete Vallejo en su poema “XXXVI” de Trilce— parecía presuponer la convergencia de revolución artística y política al convertir el arte en un instrumento transformador de la vida, ni siempre practicó la vanguardia esa negación, ni se complementaron los planos —estético y social— en que se quiso activar el cambio, ni acabó realizándose esa utopía con éxito, como mostró el desastre político pre y pos Segunda Guerra Mundial. No fue esta contradicción la única que marcó el final de la vanguardia. Si, como reitera Calinescu, la idea de vanguardia “necesita un movimiento direccional” (Calinescu 1991: 124), a lo que subyace un espíritu utópico, este desaparece cuando el movimiento se detiene. La búsqueda de una forma fundadora virgen, la inevitable autorreferencialidad, llevó al arte hasta su propio límite, adonde el camino se acaba, precipicio o desierto al que se asomaron, como se vio, Malévich o Huidobro en Altazor. Contra esa nada amenazadora y decadente, opuesta a la promisoria que soñó Malévich, y que puso en ridículo la arrogancia de las vanguardias escribió Marechal su Adán. Si entendemos la modernidad artística como respuesta a la crisis del hombre moderno en el mundo desacralizado, es en este punto límite donde la vanguardia toma el camino inverso y renuncia al arte como religión. Jean-François Lyotard, desde su apología de lo posmoderno, criticó a la modernidad su estética de lo sublime, su “nostalgia de totalidad y de unidad” (Lyotard 2004 [1987]: 73) y aplaudió que las vanguardias dieran paso a la aceptación jovial de la pérdida del sentido y la trascendencia, del aura, pérdida dramática para Marechal, que arremete con saña señalando a los culpables del erial relativista posmoderno. Ninguna nostalgia hay en el rebajamiento y la carnavalización

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a los que somete Antonio Orejudo a la élite que orbitó alrededor de Ortega y Gasset, que con tanta sagacidad diagnosticó la deshumanización en el trecho final del periplo del arte moderno, una élite que reduce a un conjunto de hombres vulgares, infantilmente soberbios, zarandeados por las mismas bajas pasiones que cualquiera, en las antípodas de su supuesta excelencia. Pero de estos títulos de ficción sobre el fin de la vanguardia me voy a detener en uno, Los detectives salvajes, que permite recorrer el camino que va de un ismo histórico como el Estridentismo a los pos y anti modernos años noventa, pasando por los fallidos intentos de recuperación del espíritu de las vanguardias en los años sesenta y setenta. Se pueden comparar así los diferentes modos en que Manuel Maples Arce y Roberto Bolaño afrontaron una experiencia similar, la del fracaso del ideal vanguardista o el fin de la vanguardia, a través de sus respectivas experiencias con el Estridentismo: un proyecto que el primero gestó con el comienzo de la década de los veinte para traicionar después, y a cuya nostálgica y mitologizadora recuperación acudió décadas más tarde el joven Bolaño buscando en aquel impulso un poso vivo que el fracaso particular de Maples Arce no consiguió sepultar. Si este se acomodó en la traición a sus primeros manifiestos y a sí mismo, enmascarándola y rumiando alguna vez, como veremos, la nostalgia del héroe que no se atrevió a ser, Bolaño asumió la derrota de todo proyecto vanguardista —la del Estridentismo y la suya propia en el Infrarrealismo— como un elemento constitutivo de un mito, el de la vanguardia, que acabó encontrando en la estética de la muerte del arte un interminable déjà vu y un mecanismo para su restitución. “La vanguardia ha estado siempre muriendo, consciente y voluntariamente”, explica Calinescu, para añadir: “Esta tanatofilia estética no contradice otras características generalmente asociadas al espíritu de vanguardia: travesura intelectual, iconoclasia, culto de lo poco serio, mistificación, burlas vergonzosas, humor deliberadamente estúpido. Después de todo, estas y otras características similares se ajustan perfectamente a la estética de la muerte del arte que se ha estado practicando” (Calinescu 1991: 126). La muerte de la vanguardia se convierte así, paradójicamente, en su victoria, en la única oportunidad para que su élan resucite, y con él, el mito del poeta y la utopía del arte moderno. Desde esa dialéctica de muertes y resurrecciones, Bolaño construye en Los detectives salvajes su particular itinerario por un territorio hecho de utopías y fracasos, de viajes y extravíos, de caminos y

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desiertos, pero sobre todo y a pesar de todo, por usar dos conceptos clave en su poética, de heroicas resistencias y sobrevivencias que conducen al espacio liminal del arte —el mismo borde en el que se detuvo Malévich— entre la modernidad y la posmodernidad6. El Estridentismo empezó en diciembre de 1921 cuando se lanza en México el unipersonal Actual. Hoja de vanguardia. Comprimido estridentista de Manuel Maples Arce. Empezó en realidad unos meses más tarde, porque el polémico texto de Maples, a pesar de buscar guerra, apenas tuvo respuesta7. Aunque los estridentistas primero y sus críticos después han magnificado el ‘escándalo’ causado por este y los demás manifiestos, la realidad fue distinta al comienzo, aunque no debe pasarse por alto que esa magnificación resultó útil a tiempo pasado, porque justificó al Estridentismo dentro de la tradición poética mexicana como la matriz de la línea heterodoxa que recorrió el siglo xx, una fundación que se reforzó al asimilarlo a la idea ‘oficial’ de las En varias ocasiones se ha definido Bolaño como un “sobreviviente” de “la idea de revolucionar el arte y cambiar el mundo” que marcó a su generación y que él considera un proyecto vivo inaugurado por Rimbaud (Bolaño 2006: 50-51). También con frecuencia ha utilizado la palabra “derrota” para referir el destino del ser humano en general y del poeta deudor de ese proyecto, de clara filiación vanguardista, en particular: “Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones, pero que hay que salir y dar la pelea y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel —porque además no te lo darán— e intentar caer como un valiente, y que eso es nuestra victoria” (Bolaño 2006: 120); y ha reconocido la naturaleza espuria de muchos de los participantes en el mismo: “Casi todas las vanguardias artísticas, de alguna manera, han servido de refugio para mediocridades impresionantes. Hay una clase de personas que necesitan participar en lo que llamamos arte, pero que están negadas para cualquier acto de valor, y para acceder al arte lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor” (Bolaño 2006: 97). Para Bolaño, la diferencia estriba en que el poeta verdadero asume la derrota inevitable, pero sigue viviendo como si esa derrota pudiera evitarse y el proyecto revolucionario fuera realizable. A esa actitud heroica la llama “valor”, concepto inherente a su mitología del artista y ligado a su visión nostálgica de su pasado infrarrealista: “En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo, recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin pedir ni dar cuartel” (Bolaño 2004: 323). 7  Solo un breve artículo del 8 de enero de 1922 en Revista de Revistas en el que el ya veterano José D. Frías, sin mucho entusiasmo, se alegra de que haya sido lanzado este “proyectil que, aunque inocente, cuanto menos rizará la superficie de las linfas aletargadas” (Schneider 1997: 49). 6 

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vanguardias históricas con la que se empezó a fijar, ya a finales de los cuarenta, el canon moderno occidental. En cualquier caso, por lo de premonitoria, merece la pena llamar la atención sobre la fotografía de Maples Arce en su Actual: acicalado, bien trajeado y con flor en la solapa, no parece un outsider el joven que llama al desprecio “del oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas” (en Schneider 1997: 273), al derribo de los maestros consagrados, y al rechazo del “público soez”. Su propuesta de destrucción de la norma social y cultural, nos dice, obedece a una “rigurosa convicción estética y de urgencia espiritual” que procede de su condición de visionario de una verdad a la que el mundo es ajeno: “mientras que todo el mundo, que sigue fuera del eje, se contempla esféricamente atónito, con las manos retorcidas, yo, gloriosamente aislado, me ilumino en la maravillosa incandescencia de mis nervios eléctricos” (en Schneider 1997: 274). Aunque Actual pasó sin pena ni gloria, las cosas cambiaron en 1922 con la publicación de Andamios interiores de Maples Arce, que reseñó entusiasta Arqueles Vela. Pero Arqueles Vela, lejos de estar en el margen del poder cultural, era jefe de redacción del influyente El Universal Ilustrado. Con la publicidad de este medio consagratorio, el Estridentismo prendió, se expandió y metamorfoseó hasta desaparecer en 1927. En 1923 se sumaron List Arzubide y otros militantes comunistas e izquierdistas y hasta 1924 el movimiento se mantuvo fiel a su impulso originario, a su espíritu, anunciando la revolución estética, social y moral. Ese año Maples Arce fue proclamado “poeta de la Revolución” (en Schneider 1975: 161); a la luz de Urbe (Súper-poema bolchevique en cinco cantos), el poemario que motivó el nombramiento, es evidente que no se habla de lo que en pocos años se institucionalizaría como Revolución mexicana, sino del mito de la revolución integral, tan caro a los ismos más beligerantes, con los tintes sovietizantes de esa primera época. En 1925, con Plutarco Elías Calles como presidente, la revolución estridentista se acercó a la Revolución mexicana, ya como institución hegemónica. El Estridentismo abandonó los márgenes y se posicionó con ese “eje” contra el que en 1921 Maples había abjurado. El “poeta de la Revolución” se recibe de abogado y se le felicita con un artículo titulado “El joven maestro se ha vuelto un burgués de la judicatura” (en Schneider 1975: 141). Poco después, bajo la protección del gobernador de Xalapa, los estridentistas siguieron con su trabajo literario, artístico y editorial confiando en que,

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de manera natural, su poética se normalizaría como brazo cultural de una Revolución que, debe subrayarse, estaba ya en el poder. Al arropo del nombre Estridentismo, no dejaron de exhibir su cooperación con el gobierno ni de postularse como estética del poder revolucionario. Esa connivencia es comprensible en List Arzubide, militante del Partido Comunista Mexicano, en un momento de luna de miel entre Calles y el Partido, pero inquieta en el caso de Maples Arce. ¿Qué fue del poeta rebelde “iluminado” situado en la atalaya de su glorioso aislamiento? Da la impresión de que, tras asomarse al abismo de su heroica, sacrificial propuesta, esa misma que calificó de “espiritual”, sufrió vértigo y retrocedió. Mejor protegerse en “el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas” y jugar sin riesgos en Estridentópolis, la urbe imaginada por el grupo que no alcanzó a transformar —palabra clave de la vanguardia— la realidad de Xalapa. En 1927 el gobernador que los había acogido en su administración cayó en desgracia y el Estridentismo se disolvió. Ya antes List Arzubide había decretado su muerte en El movimiento estridentista, dando fin al originario impulso disidente. Sustituyó la estridencia solipsista por el ágora (la plaza pública) y fundó en 1929 el fugaz Agorismo, propuesta de arte popular, político, comprometido, en las antípodas del hermetismo al que conducirían, en vanguardistas perseverantes, la ilusión del lenguaje adánico y el mito de lo nuevo. Maples Arce se encontró con una doble derrota: la del proyecto de Estridentópolis y la suya personal, su acomodo cobarde, su traición a sí mismo. Un año después con la Antología de la poesía mexicana moderna fueron otros, los Contemporáneos, los que fundaron su lugar en la tradición poética mexicana y en la política cultural del callismo como heterodoxia o disidencia. Maples Arce afianzó su puesto en la burocracia y aunque no compartía en puridad el modelo literario que empezó a oficializarse como ‘revolucionario’ y ‘mexicano’, no manifestó ninguna crítica. Con todo, es significativo que dejara de escribir y que no rompiera su silencio hasta más de una década después, en 1939, con tres poemas, y en 1940 con una Antología de la poesía mexicana moderna que se ha leído como réplica a la de los Contemporáneos. A mis propósitos, esa antología importa aquí por dos cosas: la ausencia absoluta del Estridentismo y el autorretrato poético en el que, por increíble que parezca a la luz de su acomodada trayectoria profesional en la burocracia gubernamental, se declara en la estela revolucionaria de Rimbaud. Ese resurgir

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de las cenizas es ilegítimo porque, con el modo en que se describe y ubica en la narratio de su antología, Maples Arce intenta reivindicar su sitio en una tradición poética moderna por la que no ha movido un dedo justo cuando, con sus grandes libros publicados, y tras lustros de ataques y hostilidades, los Contemporáneos empezaban a consagrarse como la única versión mexicana de la modernidad. La inverosímil estrategia de Maples Arce quedó en nada hasta dos décadas después, cuando otros —no él— empezaron a desenterrar las reliquias del Estridentismo. El lento proceso de canonización de los Contemporáneos culminó a finales de los sesenta con Octavio Paz, su más ilustre discípulo, instituido en el centro de la hegemonía poética mexicana. Xavier Villaurrutia y José Gorostiza eran ya los grandes poetas de la época de las vanguardias históricas en México, mientras que la opinión oficial sobre los estridentistas era la que Carlos Monsiváis había expuesto en dos trabajos influyentes de 1966 y 19708, calificándolos de ridícula e involuntaria parodia de la vanguardia vendida al Estado y muerta sin descendencia. A finales de los sesenta, sin embargo, el Estridentismo había empezado a despertar la curiosidad de investigadores como Luis Mario Schneider, Stephan Baciu o Kenneth Monahan —ninguno de ellos de origen mexicano—, concernidos por la revisión crítica internacional de las vanguardias históricas, estimulados por la mirada posmoderna, que se anunciaba como un revulsivo, y no tan sensibles a las heridas abiertas que la trifulca Estridentismo vs. Contemporáneos había dejado en las generaciones literarias de Monsiváis y Paz. Aunque la confusión entre modernidad y vanguardia era proverbial, ciertas afinidades entre los ismos más radicales y la filosofía de la cultura posmoderna, así como el entonces establishment poético mexicano, explican que el Estridentismo, expulsado del canon de la poesía moderna mexicana hasta por el propio Maples Arce, apareciera de pronto como la semilla de una rebeldía radical sepultada por el canon. Poco después, el Infra-

Me refiero al prólogo que escribió para su antología La poesía mexicana del siglo xx, publicada en Ciudad de México por Empresas Editoriales; y al artículo que preparó para el volumen colectivo Los vanguardismos en la América Latina de Óscar Collazos, editado por la barcelonesa Península, uno de los primeros libros en rescatar los textos claves de los ismos latinoamericanos e invitar a su revisión académica. 8 

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rrealismo se asomó a los manifiestos estridentistas recién exhumados como a un espejo: ahí estaban el desafío a la institución literaria, el impulso revolucionario integral, la fusión del arte con la vida para operar su transformación. Muchos años después, como ya se anotó, Bolaño seguiría definiéndose como un “sobreviviente” de “la idea de revolucionar el arte y cambiar el mundo” (Bolaño 2006: 50-51) con la que el Infrarrealismo se lanzó a la arena literaria, la misma que creyó ver en los manifiestos de Maples Arce y List Arzubide. En los alrededores políticos y literarios del 68 hacía falta disturbar la calma chicha del reinado poético de Paz y el pasado estridentista funcionó como un soplo movilizador. El Estridentismo resucitaba, pero también se inventaba, y se inventaba como padre de una juventud espoleada por el sentimiento de vacío y frustración tras las movilizaciones y la represión que culminó en la masacre de Tlatelolco: padre polémico, radical y antiacadémico, al que habrían llovido palos y piedras durante su existencia heroica, y cuya osadía poética y espiritual sin parangón habría sido sepultada por un orden hegemónico que habría acabado expulsándolos. Desde esta construcción mítica hay que entender la fascinación del joven infrarrealista Roberto Bolaño por el movimiento. El mismo año del Primer Manifiesto Infrarrealista publicó en el nº 61 de Plural el artículo “El Estridentismo” que completó en el siguiente número de la misma revista con “Tres estridentistas”, donde recogió las entrevistas que le concedieron Germán List Arzubide, Arqueles Vela y un desempolvado del olvido Maples Arce. El Estridentismo que Bolaño retrató ahí no es del todo verdad, pero su instrumentalización como heterodoxia contra la hegemonía paciana fue útil: fue un argumento convertido en arma de combate, pero sobre todo una especie de hogar —o paraíso perdido— al que regresar, descrito infrarrealistamente, idealizado y fundacional. “El Estridentismo” termina con el entrecruzamiento de unos versos de Maples Arce con otros del infrarrealista José Peguero, y se cierra con el segundo Manifiesto estridentista, publicado en Puebla en 1923, el que mejor expresa el impulso del movimiento, su utopía o meta, porque, aunque se recupere al calor del debate de la posmodernidad, el Estridentismo guarda con esta una diferencia sustancial, que será clave en Los detectives salvajes: su fidelidad a la condición teleológica de la modernidad, su reiterada direccionalidad, su adaptación a la metáfora del viaje o del camino. Si el segundo Manifiesto estridentista fue para el

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joven Bolaño, como adelanté, un espejo, este empezó a quebrarse pronto, con mucha probabilidad en el mismo momento en el que el viejo Maples Arce, en su entrevista, puso en evidencia su claudicación y su fraude como outsider. La recreación que hizo Bolaño en Los detectives salvajes de la que pudo ser la escena real deja pocas dudas: el señor ansioso y calculador que recibe en su casa a Arturo Belano solo aspira a que ese joven contribuya a convertirlo en un pater, pero consagrado, que lo restituya al canon (Bolaño 1998: 177). De esta quiebra de la ilusión, de este padre fallido, nacerá la figura inasible de una posible madre sustitutoria, Cesárea Tinajero, convenientemente ubicada en un desierto —como el promisorio de Malévich— que es también frontera, preservada en su no lugar de todas las corrupciones que devoraron al creador de Andamios interiores: el tiempo, la vanidad, la comodidad burguesa, la obediencia política y la institución cultural. Hacia esta Venus de Milo imperfecta, como la describió Vallejo en el ya mencionado poema XXXVI de Trilce, elevada y rebajada a la vez, diosa y mujer, dirigirá la comitiva de Belano y Lima su anhelo de abrazo imposible. Unas décadas después Bolaño emprende en Los detectives salvajes la literaturización de su pasado infrarrealista y de aquella fascinación por el Estridentismo que lo tuteló. El porqué y el cómo de esa literaturización se entiende mejor si se tienen en cuenta libros anteriores como La literatura nazi en América, Estrella distante y algunos cuentos, escritos desde la decepción de Bolaño con su aventura poética y con la literatura en general, y desde una derrota o sentimiento de fracaso personal muy ligado al derrumbamiento y acabamiento de las expectativas del credo infrarrealista. Es, claro está, el fracaso, o el fin o la muerte de esa neovanguardia trasunto de la anterior, la de los ismos históricos, decepción y derrota que en La literatura nazi en América o Estrella distante se tradujo en el señalamiento de sus causas: la podredumbre del mundo literario, la impostura, la delirante relación entre revolución estética y revolución vital, entre vanguardia artística y política, el inevitable fin del aura tras la apocalíptica Segunda Guerra Mundial. En esos libros se constata la fulminación aterrada y dolida del mito moderno de la poesía y el arte: un nihilismo catastrofista fruto del pánico al vacío y a la nada, alegorizado en el Mal, que Bolaño se empeñará en revertir en Los detectives salvajes.

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Los detectives salvajes es, utilizando conceptos de Bolaño, un libro en la tradición “aventurera” tras otros en la “apocalíptica”9 —y “sobrevivir” es para Bolaño una palabra clave de la primera—, lo que explica la estructura misma de la novela como viaje, búsqueda y exilio, tres modos de combatir la parálisis del vacío, tres traducciones de la modernidad, como vimos, teleológica, direccional. El Bolaño que escribe este libro ha nadado en aguas posmodernas sin encontrar del todo su sitio y aunque no se quite su sal, busca arribar a tierras modernas. Bolaño explicó ese paso de lo apocalíptico a lo aventurero, de lo posmoderno a lo moderno, o del relativismo al utopismo desde el que escribió Los detectives salvajes en “Literatura + enfermedad = enfermedad”, una conferencia que se publicó en forma de ensayo en El gaucho insufrible, pero que ya antes Bolaño había integrado de manera fragmentada, estratégicamente, a lo largo de Los detectives. En “Literatura + enfermedad = enfermedad” Bolaño ahonda en las raíces de la tradición poética moderna e identifica, a través de sus maestros, lo que para él constituye el tema por excelencia de esa tradición: la resignación —¿es la resignación el relativismo posmoderno, su renuncia al

Aunque las llama así —“tradición aventurera” y “tradición apocalíptica”— en la reseña que dedicó a Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez (Bolaño 2004: 215), Bolaño las explicó más detenidamente en “Nuestro guía en el desfiladero”, su prólogo para Las aventuras de Huckleberry Finn en la Biblioteca Universal del Círculo de Lectores (1999). Ahí explica: “Todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros recortados en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y sobre todo dos argumentos. En ocasiones dos destinos: Uno es Moby Dick, de Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain” (Bolaño 2004: 269). El primero, explica Bolaño, es la llave de “los territorios del mal” y está marcado por la derrota; el segundo es la llave de “la aventura o la felicidad”. Todos los escritores americanos, continúa, “beben en esos dos pozos relampagueantes. Todos buscan en esas dos selvas su propio rostro perdido” (Bolaño 2004: 270). En su comentario, Bolaño identifica como marcas de identidad de esa tradición aventurera encarnada por la novela de Twain dos “magias” —“sobrevivir” y “la amistad”— que, claramente, remiten a Los detectives salvajes. El mismo Bolaño explicitó ese vínculo en el programa de mano que se entregó a los asistentes a la entrega del Premio Rómulo Gallegos, compilado en Entre paréntesis bajo el epígrafe “Acerca de Los detectives salvajes”: “creo ver en esta novela una lectura, una más de las tantas que se han hecho en la estela de Huckleberry Finn de Mark Twain; el Mississippi de Los detectives es el flujo de la segunda parte de la novela” (Bolaño 2004: 327). 9 

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aura?— como enfermedad. Desde esa premisa comenta los famosos poemas “El viaje” de Baudelaire y “Brisa marina” de Mallarmé, en ese orden, con referencia entre ambos a la obra y la vida de Rimbaud. El poema de Baudelaire es, dice, el más lúcido de la modernidad, pero también “un poema enfermo, un poema sin salida” (Bolaño 2003: 147): el poeta-viajero parte con fe para descubrir que en la meta están el vacío y la nada quedando atrapado en el horror y el mal; es decir, el poema de Baudelaire anuncia la tradición apocalíptica, consciente del fracaso. Rimbaud habría llevado al extremo la experiencia alucinada del vacío renunciando a seguir y congelándose como poeta en el límite, ahí desde donde no es posible dar otro paso más. Y el poema de Mallarmé, en la tradición aventurera, ofrecería una salida a la derrota inevitable, esa que, como vimos al comienzo, es inherente a la ambigüedad constitutiva, a la contradicción intrínseca de la vanguardia. La solución es “volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados” (Bolaño 2003: 155), resucitar una y otra vez la fe, el impulso que inauguró la marcha, una fe intangible que la modernidad cifró, dice Bolaño, en “lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto”, pero que también es “lo que siempre ha estado allí” (Bolaño 2003: 158), que el poeta no alcanzará, pero en cuya búsqueda encontrará la razón y la intuición para salir del abismo, del terror, del Mal. El Bolaño que escribe Los detectives salvajes ha sufrido el apocalipsis de Baudelaire y adoptado la solución de Mallarmé, “el menos inocente de todos los grandes poetas” (Bolaño 2003: 155). Desde ahí se entienden las dos búsquedas de la novela: de un lado, la de Cesárea Tinajero, tras el fiasco que resulta ser como “padre y maestro mágico” Maples Arce; de otro, la de Arturo Belano y Ulises Lima. La primera se corresponde con el poema de Baudelaire y la segunda con el de Mallarmé. La primera la emprende Belano, es decir, el alter ego del joven Bolaño que en los setenta quiso seguir la estela de Rimbaud —los guiños con el nombre y el final del personaje desaparecido en África son evidentes—; y la segunda la emprende el Bolaño de los noventa, que sigue siendo y ya no es el que en 1976 se entrevistó con Maples Arce y redactó los viscerales manifiestos infrarrealistas, y adopta para resucitar, para sobrevivir, la solución de Mallarmé. Por eso el hombre Bolaño empieza a escribir la novela, en el calendario de la vida real, justo cuando el personaje Belano desaparece en África, según la cronología de la ficción. Yuxtaponien-

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do las dos búsquedas, se narra una caída en el abismo y su posterior resurrección, un volver a escuchar el canto de los marineros, un volver a sentir la brisa marina, como propuso Mallarmé: el regreso a la tradición aventurera de quien en sus últimas entrevistas se definió como un “sobreviviente”. Las búsquedas de Belano y Bolaño son la misma y no lo son, sin que esto constituya una paradoja sino la traslación coherente de la contradictio in terminis en la que se funda la vanguardia. Los dos buscan “lo nuevo”, pero desde convicciones y actitudes distintas: para el ingenuo Belano, como para el viajero de Baudelaire, su motor es lo nuevo mismo, una fe pura que aún desconoce que está condenada al fracaso, ese “atardecer / sin mácula / de México” (Bolaño 2018: 449) añorado por el huido a Barcelona tras la hecatombe; para el nada inocente Bolaño, como para Mallarmé, el motor es la resistencia, la persistencia heroica en la búsqueda aun sabiéndose derrotado de antemano. El punto de partida en la construcción de ese doble viaje-búsqueda-exilio es la literaturización que Bolaño hace de su vida entre 1973 y comienzos de los noventa a través de Belano. Lo que se narra es un proceso lento de pérdida de fe e inmersión nihilista en la derrota, que culmina con el grotesco final de la búsqueda épica de la diosa Cesárea Tinajero, aventura y peregrinación repleta de parodias literarias y culturales, con las que Bolaño trasciende su caso particular y lo convierte en paradigma de la experiencia del poeta del siglo xx. Lima y Belano son, en el México de los setenta, reencarnaciones del espíritu de la vanguardia; por eso, su “realismo visceral”, más que una estética diferenciable, es una actitud, un impulso, que no se saciará cuando se materialice en gestos poéticos como el desprecio a Paz en tanto símbolo de autoridad y caudillaje poético, o políticos, como la vinculación con las revoluciones de Cuba y Nicaragua tras la masacre de Tlatelolco y la victoria de Pinochet en el Chile natal de Belano. Ni atentando contra Paz emerge una poesía capaz de revolucionar la vida; ni con los gobiernos de esas revoluciones triunfantes y, en consecuencia, institucionalizadas se opera la anhelada transformación profunda del mundo. Si otros aspirantes a poetas y/o revolucionarios quedan satisfechos con esa impostura, Belano y Lima emprenderán otras búsquedas, otros viajes, otras vías para su sed. En esta variante mexicana del arquetipo que cifra la historia del poetahéroe de la vanguardia, Cesárea Tinajero es el último ingrediente, la Venus fuera del museo, mutilada y a ras de suelo como la de Vallejo, no en la selva

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sagrada de Darío, sino en el desierto, “nuestro guía en el desfiladero”, en la expresión que Bolaño usara para calificar a Twain, que restituye la aventura tras el apocalipsis; es, en fin, la “madre maestra y mágica”, parafraseando a Darío, a la que solo queda o seguir o ultrajar, o creer o negar. En su misterioso exilio y en el secreto de su reverenciado y único poema, Cesárea encarna el ideal del poeta moderno, un mito que se derrumba a golpe de parodia a medida que Belano, herido en su fe, elige ultrajar en vez de seguir, negar en vez de creer. Su muerte en la novela es también la muerte del élan vanguardista, el fin del viaje, la llegada al vacío y la nada, el alucinado cuadrado blanco de Malévich, el mismo que según el pintor anunciaba un promisorio desierto, parodiado en la serie final de poemas visuales de Cesárea: el trazado firme y limpio de un cuadrado sobre la página blanca, la ventana abierta al desierto de Sonora que deviene en cuadrado discontinuo, a punto de desaparecer también él, y que cierra la novela. Muerto el mito, muerta la utopía, Belano y Lima inician su errabundez por el vacío y el horror, por el mal que anunciara Baudelaire, transitando sucesivos callejones sin salida. No por casualidad, la experiencia en Sonora remite a una noche infernal de borrachera en la que Lima recitó el famoso poema que Rimbaud escribió sobre su viaje a pie a París para sumarse a la Comuna, para luego contar que aquel caporal que lo violó desvirgándole en su iluminada fe había sido violado y torturado antes en Santa Teresa, capital de aquel desierto-infierno. De los dos, Belano es rescatado del apocalipsis por Bolaño, el hombre que decide reactivar su fe perdida según la solución de Mallarmé: “volver a empezar desde cero” (Bolaño 2003: 146), emprender el viaje de nuevo, sustituyendo a Cesárea Tinajero como diosa hacia la que peregrinar por la efigie de sí mismo, de aquel joven radical que fue, el puro e inocente Belano anterior a la derrota, una equivalencia esta, la de Césarea Tinajero y Belano, que explica que este reconozca en uno de sus sueños de infancia lo único que leerá de ella: el poema “Sión”. El vacío dejado por Maples lo llena Cesárea Tinajero; el dejado por ella, Arturo Belano. La inmolación acaba siendo para el espíritu de la vanguardia la única posibilidad de sobrevivencia. “La vanguardia”, decía Calinescu en palabras ya citadas que hay que volver a repetir, “ha estado siempre muriendo, consciente y voluntariamente” (Calinescu 1991: 126), practicando una “tanatofilia estética” que no contradice esas otras características asociadas a su espíritu presentes en Los detectives salvajes: la travesura intelectual, la iconoclastia, el humor, la mistificación.

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En un ensayo sobre Bolaño, Alan Pauls describe el impulso utopista, hacia delante de la modernidad, como “un principio de inmanencia” que “se define menos por lo que son las cosas que por lo que pueden, menos por valores que por potencias”, un “modo de existencia voluptuoso y condenado, hecho de deseo, fuga y clandestinidad” al que llama “Vida artística” (Pauls 2008: 329). La “Vida artística” es, sigue diciendo, la “solución” que propone Bolaño ante “una catástrofe que no se extingue, que vuelve como un espectro histórico, que sigue interpelándonos, reclamándonos, incluso extorsionándonos” (Pauls 2008: 331). La “Vida artística es un mito. Un mito sin resentimiento y sin odio: alegre diría Spinoza, en el sentido de que en vez de descomponer compone, y en vez de medir la potencia de la literatura no hace más que intensificarla, expandirla, tenderla hacia su límite… Un mito tan bello y tan útil y tan desesperado […]” (Pauls 2008: 331). Pauls destaca la frecuencia de la fórmula bolañiana “me gusta creer”, hasta el punto de considerarla “su divisa”, “su solución” (Pauls 2008: 332): el poeta-viajero —dice Bolaño en “Literatura + enfermedad = enfermedad”— “no cree que la carne sea triste y que ya haya leído todos los libros, aunque evidentemente sabe que la carne […] es triste y que una vez leído un solo libro, todos los libros están leídos” (Bolaño 2003: 150). Bolaño es, así, el mitógrafo de un élan que, aun admitiendo la muerte de la vanguardia no se conforma con el erial posmoderno, que aun admitiendo la “derrota de la letra” es capaz de ver la “victoria del espíritu” (Poggioli 2011: 224). Al convertirse en personaje literario, al sustanciarse en Belano, Bolaño se convierte en lector permanente de sí mismo, no de su obra sino de su vida marcada por los designios de Baudelaire y Mallarmé, recuperable ya para siempre mediante la memoria actualizada por la escritura. “Nosotros oscilamos”, escribió Nietzsche en Humano, demasiado humano, “pero no hay que asustarse, no debemos ceder lo que hemos conquistado de nuevo. Además, nosotros no podemos regresar a lo antiguo, hemos quemado las naves; no nos queda sino ser valientes, pase lo que pase, ¡Caminemos, salgamos del lugar en el cual nos encontramos!” (Nietzsche 1996: 248). Bolaño se traicionará, fracasará y será derrotado, pero siempre podrá volver a partir, volver a leer su historia: “Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo poseía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila. De pronto, mientras iba caminando, el libro comenzaba a arder.

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Amanecía y casi no pasaban coches. Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una acequia sentí que la espalda me escocía como si tuviera alas” (Bolaño 2018: 598). Bibliografía Benjamin, Walter (1973): “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I. Técnica. Madrid: Taurus, pp. 17-33. Bolaño, Roberto (1976): “Tres estridentistas en 1976: Arqueles Vela, Maples Arce, List Arzubide”, en Plural, nº 62, pp. 48-60. — (1998): Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama. — (2003): El gaucho insufrible. Barcelona: Anagrama. — (2004): Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama. — (2006): Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Selección y edición de Andrés Braithwaite. Prólogo de Juan Villoro. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales. — (2018): Poesía reunida. Barcelona: Alfaguara, pp. 589-599. Bürger, Peter (1987): Teoría de la vanguardia. Barcelona: Península. Calinescu, Matei (1991): Cinco caras de la modernidad. Modernismo, vanguardia, decadencia, kitsch, posmodernismo. Barcelona: Tecnos. Cansinos Assens, Rafael (1978): El movimiento V.P. Prólogo de Juan Manuel Bonet. Madrid: Hiperión. Enzensberger, Hans Magnus (1963): “Las aporías de la vanguardia”, Sur, nº 285, pp. 1-23. List Arzubide, Germán (1987): El movimiento estridentista. Ciudad de México: SEP. Lyotard, Jean-François (2004 [1987]): “Qué era la posmodernidad”, en Nicolás Casullo (ed.), El debate modernidad-posmodernidad. 2ª edición ampliada y actualizada. Buenos Aires: Retórica Ediciones, pp. 65-73. Huidobro, Vicente (1988): Altazor. Temblor de cielo. Edición de René de Costa. Madrid: Cátedra. Malévich, Kazimir (2018): Suprematismo. Madrid: Casimiro. Marechal, Leopoldo (1997): Adán Buenosayres. Edición de Jorge Lafforgue y Fernando Colla. Madrid: Archivos. Nietzsche, Friedrich (1996): Humano, demasiado humano. Madrid: Akal. Orejudo, Antonio (2007): Fabulosas narraciones por historias. Barcelona: Tusquets. Paz, Octavio (1974): Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral. Pauls, Alan (2008): “La solución Bolaño”, en Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón Patriau (eds.), Bolaño salvaje. Barcelona: Candaya, pp. 319-332.

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PERVIVENCIA DE LAS VANGUARDIAS EN EL SIGLO XXI Francisca Noguerol (Universidad de Salamanca)

¿Existe una reactivación de las vanguardias en el arte del siglo xxi? ¿Qué elementos contextuales la propiciarían? ¿Cuáles serían los rasgos que la definirían? Para contestar a la primera cuestión, explicaré en principio mi adopción de una postura universalista —que supera el marco del primer tercio del siglo xx— en relación al concepto de “vanguardia”; posteriormente, incidiré en aquellos aspectos propios de nuestro tiempo —avances tecnológicos, convulsión histórica— y estéticos —recurso a las escrituras “fuera de campo” y “éticas”— que avalan esta hipótesis. El optimismo ante lo actual ha llevado con frecuencia a la defensa de unos modos de escribir “originales” y “únicos” frente a los anteriores. Ya lo señaló con ironía Martín Caparrós, hace treinta años, en su artículo “Nuevos avances y retrocesos en la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril”: “La modernidad inventó, entre tantas cosas, otra idea: la de la novedad, lo nuevo como bueno”, prejuicio contra el que el escritor argentino se rebela, pues “los libros se desembarazan muy fácilmente de su pie de imprenta, y [...] es obviamente más ‘moderno’ el Tristram Shandy que casi todo lo que se ha publicado en este país en este siglo” (1989: 43). Transcurridos cuatro lustros del siglo xxi, resulta más necesario que nunca recuperar esta idea, que tiende fructíferos puentes entre el pasado y el presente y se encuentra en la base del pensamiento de autores como Stephen Prickett —Modernity and the Reinvention of Tradition. Backing into the Future (2009)— o Julio Premat, autor de Non nova, sed nove: Inactualidades, anacronismos, resistencias en la literatura contemporánea y defensor de que “no hay cosas nuevas, sino vistas de otra manera” (2018: 13).

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En la conferencia “Imagen, movimiento, metáfora: de las vanguardias históricas a la era digital”, impartida en una anterior edición de este mismo proyecto1, incidí en los vínculos existentes entre la poesía de las vanguardias de los años veinte/treinta, las neovanguardias de los años sesenta/setenta y las e-vanguardias actuales, asumiendo como hilos conductores de mi meditación trabajos como “E-tertulias, E-vanguardias, E-juglaría: La poesía que se aloja en las bitácoras españolas” (Cuquerella 2011) o The Historic Avant-Garde, The Neo-Avant-Garde and the Digital Age: Experimental Visual-Text Forms in the Luso-Hispanic World (Ledesma 2012). Aquí, continuaré esa meditación atendiendo a las escrituras en prosa2. Quiero comenzar mi exposición defendiendo una concepción de la vanguardia inscrita en trabajos seminales sobre el tema como La tradición de lo nuevo (Rosenberg 1959) o Los hijos del limo (Paz 1974). En ellos, se apunta la existencia de una clara tradición de la ruptura rastreable en diversos momentos de la historia, apostillada en trabajos recientes como Singularidades. La luz nueva de la narrativa actual: La vanguardia supone un espíritu de renovación de las estructuras artísticas de cualquier momento, principiando por una fase de destrucción parcial de lo anterior para llegar a la segunda y más importante, que es la aparición y desarrollo de un arte nuevo, en el sentido de indeducible por simple lógica histórica de las estructuras y códigos artísticos dominantes hasta su llegada (Mora 2007: 102; la cursiva es mía)3. Pronunciada en el seno de las Jornadas Literaturas Hispánicas en Vanguardia III. Actualidad de las Letras de América (Selena Millares, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 25 de octubre de 2017). 2  Como veremos más adelante, el límite entre lírica y narrativa se difumina hasta hacerse prácticamente inapreciable en las obras características de nuestro tiempo. 3  Al asumir esta postura, se amplía la mantenida por teóricos tan relevantes como Hans Magnus Enzensberger, Peter Bürger o Eduardo Subirats, para quienes el concepto de “vanguardia” solo es aplicable a los ismos de principios del siglo xx. Para estos autores, el espíritu de ruptura inherente a las vanguardias se perdió con la institucionalización, espectacularización, apropiación de la novedad y asunción del kitsch características de las neovanguardias (Enzensberger 1963: 11; Bürger, 2000 [1974]: 113; Subirats, 1989: 184). Obviamente, el malentendido se produce porque estos autores asumen la neovanguardia como una expresión ancilar de las vanguardias históricas, sin atender a tendencias iniciadas 1 

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En la misma línea, Hal Foster apunta en El retorno de lo real. La vanguardia a fines de siglo, la necesidad de establecer “nuevas genealogías de la vanguardia que compliquen su pasado y den apoyo a su futuro” (2001: 7). Así, considera necesario estudiar la neovanguardia como recodificación de las vanguardias históricas, incidiendo en que la historia del arte solo puede ser leída retroactivamente —esto es, desde el presente hacia el pasado—. Concluye que ambos movimientos son manifestaciones de un mismo fenómeno, por lo que presentan entre sí diferencias de grado, pero no de especie (de hecho, la neovanguardia amplió las aportaciones de las vanguardias históricas con nuevos despliegues y revisiones acordes a su momento). De ese modo, no se podrían tachar de repetitivas las estéticas que recuperan el espíritu de ruptura propio de las primeras décadas del siglo xx, pues “la vanguardia histórica y la neovanguardia están constituidas de una manera similar como un proceso continuo de protensión y retensión, una compleja alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en una palabra, en una acción diferida que acaba con cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y efecto, origen y repetición” (Foster 2001: 31). Vanguardias y siglo xxi Numerosos teóricos se han acercado a los modelos artísticos contemporáneos empleando el calificativo de “arte de vanguardia”. Ya a finales del xx Fernando Millán aseveraba que “en el siglo xxi la vanguardia seguirá siendo necesaria” (1998: 11), subrayando la necesidad de registrar los cambios provocados por la nueva época: Lo importante para la vanguardia ante el siglo xxi es estar vigilantes. Tenemos que revisar nuestra situación y ver en qué aspectos la vanguardia ha dejado de ser ella misma. Revisar también las enfermedades, ya crónicas, ya infantiles o seniles de la vanguardia, intentando, simplemente, aceptar el ejemplo de nuestros abuelos y padres vanguardistas: no querer ser como ellos, sino como nosotros mismos (1998: 113). en los años sesenta —pop art, minimal art, conceptual art, performance art—, esenciales para comprender en toda su dimensión las vanguardias del siglo xxi.

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Del mismo modo, Nicolas Bourriaud reconoce el vínculo existente entre ciertas estéticas contemporáneas y las vanguardias en trabajos como Estética relacional (2006) o Postproducción (2004), donde menciona como modelos de las obras del presente aquellas que se han apoyado en la copia, el collage, el ready-made, el pop art y el arte conceptual. El pensador francés subraya la convergencia actual con una “vanguardia que ya no va abriendo caminos” (frase discutible donde las haya para quien firma estas páginas), pues al artista contemporáneo, heredero de la neovanguardia, ya no le importaría la innovación, sino la conceptualización —o uso— que se haga de sus producciones de acuerdo con el sentido que le imprima el artista (2004: 17): Mal que les pese a estos integristas del buen gusto pasado, el arte actual asume y retoma completamente la herencia de las vanguardias del siglo xx, rechazando el dogmatismo y la teleología. Esta última frase fue largamente meditada: y ya es el momento de escribirla. […] Ya no se busca hoy progresar a través de opuestos y conflictos, sino inventar nuevos conjuntos, relaciones posibles entre unidades diferenciadas, construcciones de alianzas entre diferentes actores (2006: 54-55; la cursiva es mía)4.

Por otra parte, diversos teóricos reconocen la reactivación del espíritu vanguardista que ha provocado el actual uso de las TIC. Si José Luis Brea considera que “el media-art recogería la herencia no resuelta, pero tampoco desactivada, de los momentos más radicales de la tradición vanguardista del arte contemporáneo” (2002: 16), José Luis Molinuevo proclama que “los ideales de las vanguardias históricas se cumplen en las vanguardias digitales” (2006: 20). En la misma línea, Mora pronostica en “Conferencia sobre blogs y literatura”: Nos acercamos a un momento muy similar a los comienzos del siglo xx. Ahora estamos entrando en un período de crisis artística que conducirá, en Alberto Santamaría realiza una crítica —que comparto plenamente— a la desactivación de los fundamentos vanguardistas implícita en esta declaración en su reciente Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (2019). 4 

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la segunda década del 21, a las nuevas vanguardias: un nuevo Surrealismo, un nuevo Dadaísmo, un nuevo Cubismo, etc. Es normal que esto suceda, porque las estructuras narrativas y poéticas se esclerotizan y necesitan reinventarse. Es muy sano que eso ocurra, aunque solo sea para ver qué fórmulas convencionales y preñadas de tradición merecen permanecer. Lo que ocurre es que las nuevas líneas de fuga del arte y la literatura del 21 tenderán a ser diferentes que las del xx, porque el mundo en que se desenvolverán es pangeico, ramificado, interconectado, continuo (2009: s. p., cursivas en original).

Destaco, por último, las declaraciones del teórico de la escritura “no creativa” Kenneth Goldsmith, quien ha reunido en el archivo digital Ubuweb el más nutrido repertorio sobre vanguardias existente hasta el momento: El advenimiento de la era digital ha propiciado que muchas de las ideas de la vanguardia histórica hayan podido concretarse y hacerse realidad. Es como si todos esos nombres estuvieran esperando la llegada de la era digital, como si después de haber estado relegados durante mucho tiempo, de repente hubieran adquirido la relevancia que siempre hubieran debido tener (Lago 2014: s. p.).

Estos testimonios se encuentran avalados por las declaraciones de los propios autores. Así, cuando el colombiano Juan Cárdenas fue preguntado por lo que unía a los 39 nombres escogidos por el Hay Festival de Cartagena 2018 como apuestas seguras de la última narrativa en español —todos menores de 40 años— contestó: “Creo que nuestra generación recuperó dos cosas que habían perdido prestigio y se veían con desconfianza en las anteriores: el interés por las vanguardias históricas o por las zonas poco exploradas de la tradición y la toma de posición política” (Manetto 2018: s. p.). Como se aprecia, Cárdenas retoma la idea de “vanguardia” para identificar la literatura más reciente, consciente de que los mensajes y las formas subversivas suelen ir de la mano. En la misma línea se sitúan Mihai Iacob y Adolfo R. Posada cuando, en el prólogo a Narrativas mutantes: Anomalía viral en los genes de la ficción, señalan como uno de los objetivos del monográfico “tratar de descubrir […] cuánta cohesión existe realmente en la nómina de creadores mutantes, cuáles

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son sus ‘diferencias específicas’ y sus influencias, si es posible contemplar su producción […] como una forma de escritura vanguardista en la era digital” (2018: 14; la cursiva es mía)5. Vicente Luis Mora ahonda en este rasgo cuando denuncia, en “La narrativa española mutante: recepción y crítica”, que esta literatura fuera tachada de poco novedosa por seguir la estela vanguardista: Este reparo a las obras mutantes […] está presente en otras lecturas: “unos textos que, al margen de su calidad literaria —en algunos casos notable—, no pasan de ser una nueva reelaboración de la herencia de las vanguardias” (Montetes, 2008: 47). Como si eso fuera poco… Asusta pensar qué visión adocenada de la literatura late tras esas palabras (2018: 34).

Para luchar contra este prejuicio, nada mejor que leer otro artículo integrado en el monográfico editado por Iacob y Posada. Teresa Gómez Trueba, en “Collage, Trash Art o Ready Made: la práctica del apropiacionismo en el relato mutante del siglo xxi”, analiza el trabajo con el “objeto encontrado” característico de ciertos textos actuales, especificando sus objetivos con meridiana claridad: Mi propósito está muy lejos de querer demostrar que, bajo la capa de experimentación vanguardista de la narrativa mutante, encontremos más de lo mismo o nada nuevo bajo el sol. Antes bien, me gustaría contribuir con este trabajo a ubicar las propuestas narrativas de los autores que van a ser comentados dentro de una sólida, fructífera y todavía no interrumpida tradición artística experimental y metarreferencial que desde hace ya un siglo se sigue preguntando qué es un autor y qué es la creación artística (2018: 113).

Hughes Marchal vincula los conceptos de “mutación” y “vanguardia” en “Mutación biológica y vanguardias literarias”: “Como en la biología contemporánea, el debate sobre el ritmo y la continuidad de la historia literaria está lejos de resolverse por el recurso al concepto de mutación […]. Ello no impide que la mutación, concebida como una ruptura brusca con un pasado, una respuesta al presente y una irrupción de futuro, ofrezca la misma estructura temporal que la noción de vanguardia. […] La ruptura estética es a la vez mutante, puesto que está provocada por la evolución de la especie, y mutágenica, puesto que es capaz de provocar dicha evolución” (2016: 88). 5 

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Las vanguardias y sus contextos El siglo xxi se ha revelado como un periodo de profundas convulsiones socio-históricas —caída de las Torres Gemelas en 2001, crisis económica de 2008 y del covid-19 en 2020, creciente fragmentación y polarización ideológica— y cambios geopolíticos —Occidente cristiano/Oriente musulmán, resurgimiento de la “guerra fría”—, parangonables en su crispación al momento de aparición de las vanguardias históricas —revoluciones mexicana y soviética, periodo de entreguerras mundiales, ascenso de los totalitarismos, crisis económica del 29— y de las neovanguardias —protestas contra las guerras de Corea y Vietnam, ascenso y desmoronamiento de la utopía castrista, Teología de la Liberación, Primavera de Praga, protestas juveniles del mayo del 68 en Francia y octubre del 68 en México, crisis del petróleo del 73—. Los avances tecnológicos vinculan, asimismo, las épocas en que repunta el espíritu vanguardista. Si en los años veinte del pasado siglo reinaron, entre muchos otros inventos relacionados con la comunicación, los periódicos y el cine, en los sesenta lo hicieron la radio, la publicidad y la televisión, y, en el siglo xxi, internet y las redes sociales. Esto, como señala Claudia Kozak en Poéticas/políticas tecnológicas en Argentina (1910-2010), ha llevado a desplegar unas prácticas artísticas similares para asumir el “presente técnico”, comenzadas en el Futurismo y que llegan a nuestros días con salud envidiable (2014: 10). De hecho, Andreas Huyssen aventura que los ismos serían “impensables sin la tecnología del siglo veinte: los medios técnicos y las tecnologías de transporte (público y privado), el hogar y el ocio”, aspectos a los que llega a calificar como “la verdadera vanguardia del pasado siglo” (2006: 24-25). Boris Groys apostilla esta idea, recalcando que “la obra de arte de vanguardia solo es realmente nueva cuando nos trae el mensaje de un nuevo medio” (2008: 259), lo que corrobora una vez más la necesidad de vincular avances tecnológicos y espíritu de “ruptura”. Incido, finalmente, en la lucha emprendida por las vanguardias artísticas contra los dispositivos que regulan la legitimación y canonización de las obras. Es el caso de historia, archivo y museo, basados en la memoria y la acumulación y calificados como ROM por José Luis Brea (2007: 52). Frente a ellos, la Cultura RAM, característica de nuestros días, lograría una superación del mercantilismo ya soñada por los ismos del primer tercio del siglo xx:

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El territorio de encuentro entre prácticas artísticas y tecnológicas abona el progresivo asentamiento de una “economía de distribución” para las artes visuales, no fundado en el comercio “de objeto” (la obra de arte como mercancía), sino más bien en la regulación del acceso a su distribución material (una forma de economía para el arte más parecida al modelo musical-cinematográfico, no basada en la transacción lucrada del objeto material, sino en la difusión pública de contenidos —imágenes inmateriales— y la regulación de los derechos de acceso a ella por parte de los públicos). Obviamente esta es por ahora una economía incipiente […] y lastrada por grandes dificultades e intereses que obran en contra de su implantación (Brea 2007: 61-62)6.

Es el pensamiento que propugna el paso del copyright al copyleft, destacado por Bourriaud cuando señala: “el arte contemporáneo tiende a abolir la propiedad de las formas, en todo caso perturba sus antiguas jurisprudencias […]; avanzamos hacia una cultura que abandonaría el copyright en beneficio de una gestión del derecho de acceso a las obras, hacia una especie de esbozo del comunismo de las formas” (2004: 39). En cuanto a la autoría, se recupera el deseo vanguardista de acabar con la figura del “hacedor” o firmante único. David Casacuberta ya lo señala en el título de Creación colectiva. En Internet el creador es el público (2003), mientras Juan Martín Prada analiza la eclosión de la creatividad amateur por medio de tecnologías Do it yourself o Let’s do it together, que llevan a los autores a practicar con los lenguajes de programación y a abogar por un arte en saludable conflicto con las prácticas estéticas canónicas: Hablar de la relación entre arte e Internet no puede pensarse como algo pasajero, como muchos han querido ver al considerarla simplemente como el origen de un movimiento artístico más, el net.art, que, iniciado a mediados de los años noventa, podría haber culminado a principios del siglo xxi. Por el contrario, Fernando Broncano recupera el concepto de Cultura RAM en “El tiempo perdido de/en los archivos” (2015: 11-26), donde apunta que en nuestros días ha desaparecido la jerarquización de disciplinas propugnada por la universidad tradicional, regida por el idealismo humboldtiano. Como consecuencia, la reflexión humanística actual asume voluntariamente la pregunta sin respuesta, el puente y la situación de exilio frente a otras disciplinas centrales hoy, con lo que abre horizontes vedados a estas líneas de pensamiento. Las presentes páginas buscan inscribirse, sin duda, en esta línea de actuación. 6 

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el tiempo de la relación entre prácticas artísticas e Internet sería para nosotros uno interminable: no otro que el de la disconformidad y la disensión (2012: 72; la cursiva es mía).

Escrituras complejas En un momento histórico como el actual, marcado por la incertidumbre generalizada, la cultura no puede ser representativa de una realidad cartesiana, sino presentativa de realidades que coexisten con ella paralela o virtualmente (Gubern 2007). A consecuencia de ello, señala Molinuevo, “la estética (al menos la cognitiva) aspira a saber estar en la complejidad: el pensamiento en imágenes no se mueve en encrucijadas sino en tejidos, en redes […] La forma de acceder a una realidad compleja es aceptando su complejidad, correspondiéndola mediante un cuerpo instalado en ella” (2006: 7). A ello contribuye la tecnología, propulsora, según Miguel Ángel Hernández Navarro, de una “estética de la opacidad”: Lo que hacen los artistas en las redes sociales es “mostrar la red”, “mostrar la matrix”, romper la supuesta transparencia y mostrar opacidad. Ante la ilusión de legibilidad absoluta, de afectividad, de comunicabilidad, de traducción del mundo a mero código, los artistas presentan retóricas de la ilegibilidad, de la ceguera… frustrando y rompiendo el horizonte de expectativas que ya hemos interiorizado y que se altera cuando las cosas no funcionan. Desde luego, estas retóricas de la ilegibilidad no son ni mucho menos nuevas. Lo que hacen los artistas al final es lo mismo que hicieron durante la modernidad y las vanguardias: mostrar modalidades de resistencia ante los regímenes establecidos de experiencia. Se trata en definitiva de una postura a contrapié, un contraposto (2012: s. p.).

En nuestros días, la narrativa delirante, maximalista, frecuentemente satírica y opuesta a los estados permanentes definida como “barroco frío” (Noguerol 2013), que encuentra en el montaje y los narradores no fiables, la polifonía y la heteroglosia algunas de sus mejores estrategias compositivas, se da la mano con la obra de “temas lentos” (Pauls 2012), tan exigente en su estilo y lenguaje como hostil a los realismos chatos, orgullosa de su consciente “hermetismo programático” (Waldegaray 2017). Como tercera vertiente y

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profundamente imbricada con las anteriores, en una posición especialmente reacia a la institución literaria, se sitúa la escritura conceptual heredera de los hallazgos neovanguardistas, definida por Cristina Rivera Garza como “una serie de estrategias que, alimentándose de las vanguardias del siglo anterior y poniendo énfasis sobre el concepto que hace funcionar el texto, propuso formas de apropiación y reciclaje que, en mucho, dinamitaron nociones más bien conservadoras, si no es que retrógradas, acerca de la autoría y el yo lírico” (2012: s. p.; la cursiva es mía). Estas escrituras, que constituyen la base de su ensayo Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (2013), responden a los retos planteados por la escritora en un significativo hilo de Twitter lanzado en julio de 2012 bajo el hashtag #escriturascontraelpoder: ¿Dices que el pasado se instauró en el poder pero sigues hablando de la originalidad como baluarte literario? ¿Te preocupa el estado de las cosas, pero cuando escribes crees que la estética no va con la ética? ¿Estás dispuesta a transformar el mundo, pero cuando narras te persignas ante la divina trinidad inicio-conflicto-resolución? ¿Te diviertes escribiendo como un loco o un niño, pero a eso le llamas ejercicios o apuntes y nunca “literatura”? ¿Eres un as en las redes y haces mucho copy-paste, pero cuando narras lo único que te preocupa es la verosimilitud? ¿Quieres trastocarlo todo, pero te parece que el texto publicado es intocable? ¿Cuestionas la autoridad, pero te inclinas ante la autoría? En resumen: ¿Estás contra el estado de las cosas, pero sigues escribiendo como si en la página no pasara nada? (Rivera Garza 2012: s. p).

En todos estos casos hablamos de escrituras excéntricas, en las que impera el deseo de continuar la tradición de ruptura cimentada en las vanguardias históricas y continuada por la neovanguardia de los roaring sixties. Para analizarlas, hoy han alcanzado enorme difusión una serie de conceptos de gran efectividad, pero que, como señala Alberto Giordano (2017, 2019), deben ser puestos en relación con el pasado. Es el caso de las expresiones “fuera de campo” (Speranza 2006)7, “literaturas postautónomas” (Ludmer 2007), “estética de laboratorio” (Laddaga 2010), “literaturas expandidas” (Pauls 2012) o “literatura fuera de sí” La obra en la que acuña Speranza la expresión “fuera de campo” lleva por subtítulo Literatura y arte argentinos después de Duchamp (Speranza 2006), con lo que recalca la impronta del maestro francés en las obras contemporáneas. 7 

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(Garramuño 2015), que inciden en el hecho de que las “escrituras” post-2000 rebasan las categorías tradicionales del concepto de “literatura”. Miriam Chiani sintetiza los rasgos que subrayan el nove de estos textos en el prólogo a su libro Poéticas trans. Escrituras compuestas: letras, ciencia, arte: Expansiones de la literatura a través de distintos lenguajes y disciplinas, o de diversos medios (visuales, sonoros, performáticos), que le dan un giro a la escritura hacia otro lado y hacen de ella compuestos (unidades no simples, formadas de elementos diferentes) capaces de perturbar los circuitos usuales de la letra (el soporte libro, la línea, el silencio); apropiaciones y usos de diversas piezas, como mapas, pinturas, fotografías, composiciones musicales, para dar lugar a poéticas transversales (atravesadas de lado a lado, desviadas) donde la reflexión sobre la literatura se alimenta de otros códigos o sistemas que ponen al descubierto potencialidades de la poesía o el relato (2014: 7).

Por su parte, Virgilio Tortosa recalca la herencia vanguardista implícita en la naturaleza poliestética de estas escrituras: Podríamos argüir, sin prejuicios ni miedo a equívocos, que de aquellos polvos vanguardistas nos llegaron estos lodos tan fecundos del cruce cultural: en una encrucijada sin precedentes, combinatoria asombrosa de lo visual con lo auditivo, de lo verbal con lo pictórico, de lo representacional con lo simulacral, asistimos a una creatividad que no deja de asombrarnos día a día en una espiral de lo todavía aún más novedoso (2008: 16; la cursiva es mía)8.

Así, muchos autores contemporáneos apelan a una “otredad semiótica” (Mitchell 2009: 42), que desplaza la creación artística hacia la materialidad de los trabajos manuales. Operan sobre la escritura por sublimación en el sentido químico, partiendo de lo matérico y llegando a lo inmaterial. A parEn su tesis Intercrossings and Superpositions: The Aesthetic of Synthesis and Ibero-american Avant-gardes (2011), Roberto Campa analiza cómo, en las vanguardias históricas, los creadores utilizaron un lenguaje signado por la transmedialidad y la síntesis, incorporando a sus discursos procedimientos y prácticas procedentes de la pintura cubista, la politonalidad musical, el constructivismo geométrico propio del diseño industrial, el racionalismo arquitectónico o el montaje cinematográfico. Su visión del mundo estaba definida, pues, por la sinestesia, lo que se repite en nuestros días. 8 

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tir de una realidad extremadamente concreta y experimentada a través del documento o la imagen, van enredando conceptualmente la verbalización hasta llegar a la abstracción, pero no olvidan nunca colocar el foco en el aspecto físico de la tarea. Estas escrituras que superan la palabra implican “el atravesamiento recíproco y móvil que construye significaciones también móviles y proteicas” (Kozak 2015: 192). Es el caso de la novela hiperfónica o en red que practican autores como Doménico Chiappe, en la que se combinan literatura y música, imagen, informática, arte (Chiappe 2015: s. p.); de los experimentos con las tecnologías que reúnen desde 2003 a importantes artistas argentinos en el colectivo Ludión (http://ludion.org/colectivo.php); de las “escrituras nómadas” estudiadas en el libro homónimo por Belén Gache (2006) o, por poner un último ejemplo, de los textos analizados por Magdalena Perkowska en Pliegues visuales: narrativa y fotografía en la novela latinoamericana contemporánea (2013), que unen imagen y escritura desde diversos presupuestos. Todas estas exigentes obras se descubren como títulos para ser transitados, experimentados, situándose más allá de los géneros, las normas, el canon y la propia categoría de libro. La apuesta ética Añadamos a este hecho la frecuente “toma de posición” ética de los autores ante el mundo que les rodea —visible en las declaraciones de Cárdenas y Rivera Garza citadas— y su asunción de que esta es imposible de comunicar a través de presupuestos narrativos simples, amenos y legibles. Ya lo señalaba Ariel Dorfman en relación a la neovanguardia en Imaginación y violencia en América: la narrativa “protesta contra un mundo” debía ser especialmente violenta en el plano de la expresión, pues “en el bombardeo de bofetadas lingüísticas alguien se despertará para hacerse preguntas fundamentales, para cuestionar la realidad misma y convertirse en un ser humano cabal” (1970: 37). En la misma línea, Florencia Garramuño reivindica en La experiencia opaca. Literatura y desencanto, las radicales prácticas de escritura “política” realizadas por algunos autores argentinos y brasileños durante los años setenta y ochenta del pasado siglo, hoy recuperadas con brío por creadores que, de nuevo, “salen a la calle” con la práctica del “texto instalación” (2009:

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31). Por mi parte, he continuado esta línea de pensamiento en relación a obras publicadas en el siglo xxi —La filial (2012), de Matías Celedón; Los restos (2014), de Betina Keizman; Los revolucionarios lo intentan de nuevo (2018), de Mauro Javier Cárdenas; Lectura fácil (2018), de Cristina Morales— en “Contra el Capitaloceno: escrituras subversivas en el siglo xxi” (Noguerol 2020b). Se mantiene la pretensión de liberar al espacio literario de la exclusividad de la palabra. Esto permitirá recobrar la sensación de la vida, lo que ya defendía Víktor Shklovski en 1917, año de plena eclosión de las vanguardias históricas: Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es pedregosa, existe eso que llamamos arte. La finalidad del arte es dar una sensación de un objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es un arte, un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está realizado no interesa para el arte (Shklovski 2002: 60, cursivas añadidas).

En un periodo histórico definido por conceptos como simulacro, fake news o posverdad, se aprecia la actualidad de la declaración que acabo de citar. Esto hace que Alberto Santamaría, consciente de que “hoy narrar no es sólo contar una Cosa, sino que, de un modo más complejo, es hacer creer esa cosa” (2016: 8), retome a Benjamin, uno de los filósofos más revisitado en nuestros días, en “El autor como productor”, cuando este señalaba: “Lo que tenemos que reclamar, pues, del fotógrafo, es la capacidad de dar a su imagen un título concreto que la saque de las tiendas de moda y le confiera el valor de uso revolucionario. Y esta exigencia la plantearemos con el mayor énfasis cuando los escritores hagamos fotografías” (2016: 66). De ahí, continúa Santamaría, la recuperación en nuestros días de una literatura fakta o “de hechos”, practicada ya en la vanguardia histórica soviética, y que aboga por la ruptura de disciplinas, el anonimato y el amateurismo. En su base se encuentra el ocerk: montaje de retazos textuales de procedencia heterogénea que, en bastantes ocasiones, se acerca al esbozo literario, hoy en día más en boga que nunca (2016: 66).

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Numerosos autores del siglo xxi siguen, pues, esta línea de actuación, rechazando los preceptos de objetividad por abiertamente mentirosos y acabando con la dicotomía hecho real = verdadero/representación estética = falsa. Practican el “realismo expandido” para “hacer visible lo visible” (esto es, para acabar con la anestesia perceptiva que nos atenaza colectivamente). Estos títulos de resistencia se encuentran caracterizados porque deben ser leídos levantando la cabeza del papel, como pedía Barthes (2005: 36). Con ello, revientan la “prosa de Estado”, propia de la mente pequeñoburguesa, para “ensanchar la percepción de lo real con mundos posibles, dolorosos o desopilantes” (Cohen 2006: 25-26)9. Siguen, así, la apuesta de Jacques Rancière, que defiende en diferentes trabajos —Malaise dans l’esthétique (2004), Politique de la littérature (2007), Le fil perdu (2014)— un arte generador de un espacio radical para difundir los microrrelatos de los vencidos, complejo para acabar con el preocupante consenso ético en que vivimos, heredero del activismo político propugnado por los ismos desde principios del siglo xx10. Llega el momento de poner punto final a estas páginas, en las que espero haber demostrado —atendiendo tanto al contexto como a la temática y “retórica” de las escrituras contemporáneas— la espléndida salud que disfrutan las vanguardias en nuestros días. Bibliografía Barthes, Roland (2005): La preparación de la novela. Buenos Aires: Siglo XXI. Bourriaud, Nicolas (2004): Postproducción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. — (2006): Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Cohen distingue los textos salidos del “palacio de la literatura”, que tienden a ser un calmante estético, de aquellos que plasman el “deseo de abrir las formas a los esplendores y amenazas del desorden” (2006: 2). 10  En mi trabajo “Escrituras expandidas y memoria: continuidad y ruptura en el siglo xxi” (Noguerol 2020), comento diferentes modelos de “escrituras expandidas” en autores contemporáneos. Es el caso de la argentina Jimena Néspolo (por medio de la fotografía) en El pozo y las ruinas (2011), el chileno Alejandro Zambra (mediante la prueba académica) en Facsímil (2014) y la mexicana Verónica Gerber (a través del dibujo) en Conjunto vacío (2015). Los textos escogidos para el análisis enfrentan el tema de las “memorias rotas”, lo que explica su común deseo de traspasar el límite de la palabra para comunicar lo irrepresentable. 9 

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EL TRAZO Y LA RESISTENCIA: FORMAS POÉTICAS DE LA ILEGIBILIDAD Esperanza López Parada (Universidad Complutense de Madrid)

O tu che leggi, udirai nuovo ludo Dante, Inferno XXII A poesia / quando chega / não respeita nada Ferreira Gullar, 50 poemas de revolta I have made a heap of all I could find David Jones, Anathemata

Hacia 1920, el poeta peruano César Vallejo finaliza uno de sus poemas más radicales con la expresión “odumodneurtse” en un gesto elocutivamente irreproducible, que no solamente no tiene dicción, sino que altera las relaciones del poema con la tradición, con el sentido, con las exigencias ontológicas que habitualmente se le suponen. Separado de los otros versos que hablaban de sexo en su vertiente más física y animal, como descolgándose de ellos, la interjección “ODUMODNEURTSE” invertía el sintagma “mudo estruendo”, contenido en un verso de La Cristiada de Diego de Hojeda, en que se contaba el enamoramiento de unas flores al contacto de las manos de Cristo. Sin embargo, el oxímoron visivo de esas palabras dadas la vuelta no necesita de la erudición anterior para sembrar su porción de escándalo. Más que un volteo iconotrópico, más que una revisión posmoderna, el sintagma invertido actúa subrayando la letra en tanto letra, puro artificio sin

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referente más allá, puro hilvanarse consecutivo de la grafía, atrás y adelante y otra vez atrás, generando un estancamiento y una paradoja. En otro momento, hacia 1959 el poeta brasileño Ferreira Gullar sepultaba su “Poema enterrado” en el sótano de la familia de su colega y artista plástico Hélio Oiticica, en el cubículo que estaba en principio destinado al tanque de agua. Primer texto con “domicilio de la literatura mundial”, como el propio Gullar lo presenta, la lectura quedaba de este modo impedida por limitada o, si acaso, restringida a los pocos que asistan desde entonces al sepelio.

Las dos fechas, 1920 y 1959, marcan dos momentos en la interrupción de la lectura lineal de la escritura como forma de recepción básica de lo poético: dos momentos de crear dificultades en la contemplación secuencial del arte que implican variantes de producir ilegibilidad en el camino de la interpretación, de generar ilegibilidad en lo que se destina a ser descifrado. En cualquiera de esas opciones se insiste en la condición gráfica y material de la letra, incluida su vertiente borrada, y se separa para siempre el significado de la mera referencialidad, la representación —mímesis en diferido de un mundo que se imita— de la presentación —la gestión directa de su estar ahí—. Es cierto que, en su cara más utópica, estas dosis de vacío semántico, estos blancos del poema podrían bloquear expectativas receptoras, anulando el deber de transcendencia requerido por tradición al mensaje poético para acceder a aquel sueño nietzscheano que deseaba leer sin “la interferencia de la interpretación como forma última de experiencia interior” (Casado 2009: 8).

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Pero, en realidad —y de un modo más forzado si cabe—, introducen al lector en el circuito cerrado de lo ilegible y en su rueda interminable: ODUMODNEURTSE/ESTRUENDOMUDO y etc. O le obliga a implicarse en el desvelamiento de lo imposible, buscando y desenterrando el poema del hueco en que se le encerrara. Sin duda, no obstante, en la presencia de la ilegibilidad dentro de la escritura contemporánea, en esa negación a ser leída, mirada, interpretada, residen una rebeldía y una forma distinta de transcendencia, es decir, una nueva manera de lo sublime basado en su propia negación. Lo ilegible: modo de empleo Dentro de su programa para una “historia de la escritura textual” y haciéndose eco del modo en que el xviii estudia la Divina comedia, Philippe Sollers define la presencia de lo ilegible, representado entonces por la obra del Dante, como lo intolerable, lo monstruoso, lo impropio de la razón y de la persona. Ilegible —insiste Sollers— quiere decir, para la ilustración biempensante, “lo inhumano”: un escándalo del sentido, una aberración estilística, “un revoltijo, precisa la Encyclopédie”1, algo inaceptable en su irrupción, frente a la legibilidad en la que se funda la naturaleza misma del bien y respecto a la cual el hombre deviene el ser que puede ser leído. Por su parte, Sollers entiende lo contrario, la presencia de una humanidad ilegible en las escrituras de Dante, Mallarmé o Sade, a partir del fracaso de cualquier interpretación que se les dirija, siempre frustrada en razón de su densidad semántica y de la potencia de sus contenidos. Modestamente, la imposibilidad de lectura a la que en este estudio queremos referirnos es otra, menos transcendente, más básica, más literal: la constatación de la presencia, repentina y aleatoria, de formas asémicas, indescifrables, intransitables dentro del sucederse gráfico de una escritura. Incluso diríamos que nuestra ambición es muy limitada porque esta constatación no “Au xviiie […] un tel texte n’est déjà plus qu’une monstruosité illisible, inhumaine (illisible veut toujours dire inhumain), un salmigondis précise l’Encyclopédie. A ce moment, on pourrait dire sans paradoxe que Dante [...] est probablement le seul à être à sa mesure” (Sollers 1968: 14). 1 

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nos interesa confirmarla solo en su nicho habitual y más proclive: la poesía visual, caligramática, experimental, digital, cinética, etc. Aunque indudablemente tenemos que habérnoslas con esos momentos de “escritura no escrita” —en la definición de José María Castillejo—, donde la convergencia de texto e imagen explora algo en el primero —una falta, una alteración, una desatención, un descuido que puede redundar en significado o en lo contrario— y aunque dicha convergencia nos es necesaria, nos interesa insistir en que lo ilegible, en su forma más directa, no es propiedad exclusiva de los géneros antes enumerados, ni siquiera del arte concreto, performático, conceptual. De hecho, en esta producción específica, lo ilegible no actúa negando la letra, sino reforzándola dentro de su propio trazo, como una especie de victoria paradójica de lo alfabético, pero también de triunfo de lo icónico. Lo vemos en esa exaltación de lo escritural que constituyen los Topoemas de Octavio Paz, el poeta para quien la poesía consistía en “un enjambre de imágenes”. En un ejemplo de topoema que pone a circular dos términos “Si No / Sino”, no hay un rechazo del sentido en la lectura, más bien se produce la exaltación subrayada del mismo.

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Digamos que el caligrama o el trabalectio que implica alcanza una forma de naturalidad evidente. El destino, el sino, no es si no la supremacía de la elección, el fatum que deshace aleatoriamente toda forma de arbitrariedad dúplice. En lugar de resultar incomprensible, el topoema abunda en su inteligibilidad y realiza dos veces, desde lo pictórico de su laberinto a la semántica de su discurso, el contenido que propone, discurriendo el esfuerzo de ilegibilidad a su favor, inclinándose por igual hacia el icono o hacia el grafo de manera aquí dócil y propositiva. Asimismo, el artista del grupo Noigandres, De Melo e Castro, los pone a cooperar en su poema “Péndulo” (1961/1962) cuando lo traza con la adición de las letras en el imitativo movimiento pendular en que las dispone. El OCHO de una primera columna a la izquierda queda subsumido en su representación arábiga —8— dentro de los almanaques del también brasileño Rodolfo Franco.

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De igual forma, en distintos poemas visuales del uruguayo Clemente Padín, el “Dólar” se convierte progresivamente en el “dolor” que conlleva para los territorios sudamericanos; o bien, una T, extraditada de su sitio, transforma la voz PATRIA en el PARIA que de ella es expulsado.

Puede que la batalla entre referencialidad mimética de la imagen y retórica semántica del signo se entable en estos casos, pero también se suspende y se concilia en ellos, contrariamente a la sintomatología con que Paul de Man lo diagnosticara en el análisis culpable de todo, The Allegories of Reading, para el cual la literatura contemporánea procede de la confrontación entre los acercamientos que favorece y, a la par, impide: unos, sujetos al sentido literal, dado, y otros, atados a lo simbólico, significativo y retórico. Sin resolverse en una única conclusión estable, la obra moderna pone en escena “su constante e insoslayable alegoría de la lectura, disolviendo todo sentido en un systematic undoing […] of understanding” (Hammerschmidt 2017: 2), conservándose en la cuerda floja de una aprehensión continuamente revisada, aunque aprehensión al fin. Lo ilegible, icónico y abstruso, acaba siendo leído en el gesto mismo de la renuncia a la lectura.

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Veámoslo de nuevo con el concurso de las movedizas letras de Padín: su poema “Estabilidad 1”, ilegible por el emplazamiento de los elementos en forma de torre vertical, reproduce iconográficamente la pérdida de lo que el título propugna. Y lo hace mediante una grafía incorrecta y la caída de otra letra T, crucial para el sentido, que queda frustrado en la confrontación impuesta con la resolución del montaje. El signo no puede realizarse, al ofrecer corrupto, incompleto, lo que la intuición lectora nos permite reconstruir, y la imagen de esa es(t)abilidad defenestrada cumple en el despropósito de su ilegibilidad con la alegoría significante de la propuesta2.

Sin duda, podríamos hablar de algo tan paradójico como una divergencia cooperativa de texto e imagen, de signo e icono, de semántica y retórica, un sincretismo dialéctico nacido de una suma y una resta de fuerzas, que unas veces se coaligan y otras se impiden, pero que son legibles. Recordemos los ejercicios caligráficos de Julio Campal, el americano que radicado en Madrid conforma el grupo N.O. en los sesenta, trazados sobre noticias del periódico ABC, de tal forma que los primeros impiden la comprensión de las segundas, pero a la vez ponen de relieve, con su obstaculizada recepción, la materialidad de ambas. “Otro poema que constituye una variante temática al poema del dólar es ‘Estabilidad 1’. La verticalidad sigue siendo el eje temático del poema. Las dos columnas de letras que componen la palabra y el poema ‘Estabilidad 1’ crean el efecto visual de solidez, a excepción de la T invertida cayendo de la torre columnar. Este fonema rompe el equilibrio visual y temático del poema sugiriendo lo contrario (inestabilidad, desequilibrio, caída) de lo que pretende anunciar. La lógica compositiva en ambos poemas se crea en virtud del uso de la ironía visual y textual, recurso muy común en la poesía de Padín” (López Fernández 2014:195-196). 2 

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Incluso podemos constatarlo mucho antes, en el ejercicio de muñeca por antonomasia, precedente excelso del arte visual contemporáneo. Ante los exquisitos caligramas “Jaqueca” de Alberto Hidalgo o “Día nublado” de José Juan Tablada el lector está obligado a hacer un ejercicio de reajuste, un reacomodo entre el dibujo final y las letras que lo forman, entre leer y ver como dos procesos de la recepción que, separados y puestos de manifiesto en su calidad indisociable, deben alternarse, igual que uno tiene que acostumbrarse al paso de lejos a cerca en el uso de lentes bifocales.

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Pero enseguida se aprecia que ambos enfoques cooperan en una única y total comprensión del caligrama: el revoltijo de letras, que diría la Encyclopédie, en el poema simplista de Hidalgo simula el caos informe de los dolores de cabeza y, en Tablada, la disposición invertida de las frases reproduce miméticamente la visión obstaculizada, el borrado de las formas en los días de niebla. En los dos, la experiencia disgregada de la percepción acaba reconducida en una sola dirección de sentido. Por el contrario, el ilegible que buscamos no se resuelve en nada, no coopera, no coadyuva en la exaltación de la comunicación ni a favor del sentido. En el proceso que pone en marcha, nunca conclusivo, abre territorios opacos, intratables, indiscernibles, y aquellos frentes opuestos que De Man asignara a la situación moderna de la interpretación y la recepción —lo semiótico vs. lo retórico—, si se coaligan, es en el esfuerzo de mantener abierta su propia irresolución. Digamos entonces que, además de imperceptible o inabordable, lo ilegible resulta siempre insospechado, imprevisto e imprevisible. Lo que nos

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obliga a reducir nuestras expectativas, evitando las grandes conclusiones, limitándonos a veces a la pura descripción de nuestro malestar receptivo, a ser modestos, pacientes y, por supuesto, en absoluto sistemáticos. Lo ilegible no es legión Sin embargo, es cierto que, en la poesía de la vanguardia, prolifera la inserción de rastros no alfabéticos y componentes no fácilmente descifrables para su lectura secuencial en el discurrir tradicional del verso: elementos materiales, visuales, pictográficos, matemáticos, pero también de poliglosias, idiolectos, lenguas inventadas y otros componentes reciclados o inauditos que actúan revirtiendo la letra en trazo, la inscripción en marca, el signo en significante. A veces, lo que irrumpe es el acto mismo de escribir y su gestualidad, dentro de una escritura descendida a línea, a rasgueo del papel, a dibujo, a ilustración, a icono, con su consiguiente y disruptiva carga de afasia. Como digno heredero de los ismos históricos, el legado posvanguardista, a partir de los 50, ofrece por doquier toda una serie de lecciones de lectura impedida: entre otros muchos y como botón de muestra en España, los poemas permutativos de Juan Eduardo Cirlot, los mitogramas y poemas tachados de Fernando Millán, la poesía rasa de Joan Brossa, los metaplasmes de Guillem Viladot, los textos económicos de Francisco Pino, los campos semánticos de Gabriel Celaya, las manchas en los ferrogliphos y en las parafrases de Felipe Boso, las puntualizaciones poéticas y la ortoescritura del Premio Velázquez Isidoro Valcárcel Medina. Y para América, los artefactos de Nicanor Parra, los poemas asémicos de Mirtha Dermisache, los fragmentos de firma para vender por centímetro y las Letrasenlínea de Luis Camnitzer, los poemas matemático-barrocos del argentino Edgardo Antonio Vigo, los libros-objeto del chileno Guillermo Deisler, los mapas censurados de Horacio Zabala, el arte correo y los poemas (h)ojeados de Clemente Padín, el uruguayo que pese al alto grado de iconicidad de su obra rechaza el ser considerado “conceptualista”3.

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Así lo confirma en entrevista con Dovile Kuzminskaite (2018: 117).

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Frente a estas y otras muchas manifestaciones, nos encontramos ante aparatos significantes, altamente competitivos y eficaces, fundadores de nuevos sistemas comunicativos. Aun cuando lo que se desentrañe en ellos no sea sino la derrota evidenciada de la letra y su obsolescencia, todavía hay algo que leer ahí. En todos estos casos, como en el del escritor, artista visual, performer, impresor, poeta mexicano Ulises Carrión asistimos al nacimiento de una nueva literatura, antes que a la destrucción de la antigua. El propio Octavio Paz se ve obligado a reconocerlo desde las páginas de la revista Plural hacia 1965, en las que, entre otras obras, acabará publicando la definición de “el nuevo arte de hacer libros” de su colega, exiliado en Ámsterdam y muerto prematuramente4. Carrión instauraba allí, junto a lo ilegible, sus instrucciones y “tácticas de acceso” para los artefactos por él creados, insistiendo en que este nuevo arte requería también de una nueva lectura y describiendo el método que guiaba a ambos, con lo que se domesticaba la rareza tipográfica y se restablecía la condición institucional que el sistema recién inaugurado pretendía, en principio, derrocar. Lo que se programaba, en cambio, era la legislación con normas de eso que había nacido para quebrarlas, eso que, extendido y reglado, pasaba a constituirse en una forma más de legibilidad5.

Después de un intercambio epistolar un poco forzado, el escepticismo de Paz queda vencido y le reconoce a Carrión que lo suyo es gestación de un nuevo modo de textualidad: “Sus textos son realmente literatura. Usted convierte lo que llama estructuras en movimiento, en textos o, más bien, antitextos poéticos. Textos únicos y destinados a una empresa única: la destrucción del texto y de la literatura” (Hellion 2003: 19-20). 5  Algunos ejemplos de esta “lectura” regulada del arte nuevo de Carrión, tal y como se publicó en Plural en 1965: “En el arte viejo, para leer es suficiente conocer el alfabeto. En el arte nuevo, para leer uno debe comprender el libro como estructura, identificando sus elementos y entendiendo su función. […] En el arte viejo todos los libros se leen de la misma manera. En el arte nuevo cada libro requiere una lectura diferente. En el nuevo arte, el ritmo de la lectura cambia, va más rápido, se acelera. Para poder comprender y apreciar un libro del arte antiguo, es necesario leerlo concienzudamente. En el arte nuevo, a menudo NO es necesario leer todo el libro. La lectura puede suspenderse en el momento mismo en que se ha comprendido la estructura total de libro […]” (Escrituras en libertad 2007: 454-455). 4 

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Lo ilegible no es sistemático Por otra parte, importa destacar que solo se da lo ilegible si puede —y somos conscientes— ser leído, es decir, si partimos de la convicción de que algo podría leerse en él. Grado cero de la significación, si lo legible nunca es el procesado consciente de una grafía descifrable, lo ilegible no es tampoco lo contrario. No se trata tan solo de una borradura del contenido, de una indefinición de la letra, de un accidente de la lógica o de desvanecimiento imprevisto de la elocución. No es un descuido ni un ruido inesperado en el camino comunicativo. Obedece a una intencionalidad prevista, diseñada, por lo menos en su vertiente contemporánea y fácil de detectar por el escándalo de su presencia en la página; porque quiere hablar, y mucho, de la pérdida de significación, reducida a despojo o huella, cuando simultáneamente no comporta el extravío absoluto de su posibilidad. Ocurre con las piedras prehistóricas labradas —se sospecha que escritas—, en comparación con las Taringa australianas en las que no reside sospecha posible —están escritas, algo cuentan—. El contraste entre las dos indicaría a los arqueólogos6 que las primeras lo estaban también y que constituían un texto cuyo desencriptado no me es posible, pero que reconozco como tal. En la potencialidad de entablar una relación entre lo ilegible y lo legible, que no ayuda a leer las piedras prehistóricas, pero sí aceptarlas como grafía —oculta, callada, silenciosa—, está la clave manifiesta de un vacío irrestañable. Extendiendo y extrapolando la sospecha, ¿no ocurriría igual con todas las escrituras, incluidas las más elocuentes y sensatas, que en realidad han extraviado su clave interpretativa y toda lectura que les dirijamos resulta de una fiabilidad dudosa? Por eso, la desazón experimentada ante la insistencia de la poeta Mirtha Dermisache7, afirmando que su producción es literaria, no pictórica, y que, organiLa cuestión es así descrita por Ana María Leyra en comunicación personal y puesto en su caso, en relación con la conformación del origen: en el principio no estaría el verbo sino algo que imaginamos tal. 7  “Hacia finales de los años 50, estudia artes plásticas en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano y cursa dos años del profesorado en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Entre 1966-1967, realiza su primer libro de 500 páginas, con un contenido de grafismos, una estética que trabajará a lo largo de toda su carrera artística. Ese primer 6 

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zada en los formatos comunicativos habituales, tiene que ser objeto de una atención lectora. Lo suyo no es un dibujo, ni un ideograma, ni un ejercicio manual y arbitrario, ni una pintura compulsiva, ni una cenefa abstracta, ni un bordado.

libro, fue más tarde encuadernado en dos partes, una primera división bajo el título de Libro 1, y la siguiente como Libro 2. A partir de ese entonces, todos sus libros recibirían una numeración continua dentro de cada año calendario de producción. Los libros se configuraron en el tiempo como “originales”, con la posibilidad de futuras ediciones” (Archivo Dermisache).

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Lejos de lo ornamental, lo decorativo, lo exhibible, la autora se negará a que su obra se presente en “las paredes como un cuadro” (Rimmaudo/ Lamoni 2011: 15); es decir, a que se mantenga en la soledad irreproducible de la obra de arte. Muy al contrario, rompe la condición de originales de sus dibujos para imprimirlos una y otra vez, bajo el rubro de “textos, libros, diarios, cartas, reportajes”8. Pese a la opacidad del resultado, su primer comentador, Roland Barthes, insistía en que la escritura de la argentina lo era verdaderamente y en su máxima expresión, al poner de relieve la misma inteligibilidad que parece refutar9. Lo cierto es que, en Dermisache, como en la poesía llamada asémica (Gaze/Jacobson s. f.), el flujo de la grafía enlazándose construye sistema, un sistema que varía de unas colecciones de textos a otras, pero que en el interior de cada sección mantiene su coherencia. Asistimos al inaugurarse de un alfabeto, a la creación convincente de una forma otra de consignación, pero consignación y alfabeto al fin. A través de su sistematicidad, los libros de Dermisache ingresan en la condición tradicional de la escritura y de la escritura en su más clara esencia: la percepción de Barthes era más que un halago.

De hecho, para Francisca García en esto consiste lo verdaderamente revolucionario en la obra de Dermisache, en su capacidad para disolver el aura de la misma cuando cancela su singularidad pictórica en la repetición impresa de su condición libresca. Lo ilegible reproducido entraría de esta manera en la cadena del mercado dinamitándolo con su improbabilidad (2017: 265). 9  Sin embargo, si lo que ocurre en cada una de sus páginas es el decantado perfecto de la escritura con mayúsculas, una escritura absoluta y a la vez incomprensible, la grafía compulsiva de Dermisache estaría negando la propiedad semántica de cualquier escrito. En eso parece residir todo su riesgo y toda la perturbación que provoca: en la sospecha que su mero existir insinúa de que todas las escrituras sean asemánticas, que todas las grafías sean ágrafas como la condición más medular de su sustancia. 8 

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Ahora bien, en el momento en que lo ilegible se organiza en código, deja de serlo, al generar una continuidad y un método cuyas normas pueden compendiarse. Por el contrario, lo ilegible emerge solo, sin perder su potencia de desolación, como el “Odumodneurtse” de Vallejo: un hueco de nulidad y aislamiento en medio del flujo discursivo.

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Lo ilegible es literal (y redundante) En su vertiente más básica —o en la más modesta que pretendemos— lo ilegible se manifiesta como una incomodidad: algo interrumpe la secuencia de lectura y nos obliga a actuar, enmendando o reparando el yerro. En principio, se trata de un malestar sin consecuencias inmediatas, que puede ir desde la tachadura del nombre del autor en la portada de La nueva novela (1977) de Juan Luis Martínez a las hojas en blanco, los dibujos, los borrones y los rótulos de colores en las libretas autógrafas del peruano Luis Hernández, ejemplares únicos, que de modo privado regala a amigos, allegados o completos desconocidos, hurtándose así a la circulación habitual y masiva de lo legible y aprehensible10.

En efecto, como oposición a la industrialización y comercialización del arte y directo resultado de una crítica amarga, Luis Hernández se “retira” de la producción literaria para escribir y dibujar con rotuladores de colores, plumas, lapicero, o insertar collages, citas ajenas, traducciones, sobre cuadernos de colegio que luego va entregando a diferentes personas antes de su muerte en 1977. El último de todos, la “libreta Bayer” incorpora además páginas en blanco y otra práctica de Hernández como el poema atribuido a François Mauriac (Granados 2013: 39). Véase Hernández 2017a y 2017b. 10 

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En ambos casos, al quedar incorporado al horizonte de comprensión del poema como su sufriente ejecutor, donde se ejerce realmente dicho malestar es sobre el que lee. Veremos después qué consecuencias tiene esto. De momento, insistamos solo en que el núcleo ilegible del texto le exige al lector la operación de descifrarlo, integrándolo de esta forma para, a la vez, repelerlo. ¿Cómo proceder, por ejemplo, con las historias paralelas e independientes, los dibujos, las fotografías, los ejercicios, los planos y mapas, los esquemas, los anuncios, los epígrafes, las notas al pie, los textos y paratextos entre las que

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Juan Luis Martínez divide el territorio de su escritura, sin que esos fragmentos de grafías dispersas mantengan la relación matérica y subordinada que en su uso tradicional se les supone?

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Lo que la lectura descubre es la distancia que separa todo ello, su falta de acuerdo, lo inexplicable de su existencia paralela y la arbitrariedad con que el autor las ha dispuesto.

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Descubre también que no puede aliarlas ni mantenerlas en el mismo estatuto que el autor estableció para ellas, ni siquiera es capaz de comprender el objetivo global de esa reunión mostrenca. Si miramos de cerca uno de los poemas visuales de Amanda Berenguer en “Composición de lugar”, si nos hacemos cargo de su “Sombra abierta”, por ejemplo, descubrimos que todavía hay simbolismo antes que referencialidad. Hay un primer resquemor en el sintagma dado la vuelta, una desconfianza. Pero, enseguida, las palabras reiteran la simetría doble del cuerpo cuando la luz del sol, en forma de flecha, nos desdobla sobre el suelo.

Ahora comparémoslo con la redundancia claustrofóbica de Papel (1960) en Jorge Eduardo Eielson, un poemario consistente en 19 hojas con frases como “papel blanco”, “papel rayado”, “papel plegado”, “papel blanco con 5 palabras”, “papel agujereado”, “papel pisoteado”. Cada una de estas inscripciones hacen referencia directa a las manipulaciones realizadas que han sido, en efecto, las de rayar, plegar, agujerear, etc., con lo cual la superficie no solo incorpora texturas sino gestos, que articularían una relación redundante, y a la vez sospechosa, entre lo verbal y lo no-verbal. ¿A qué viene este repetir lo que ya vemos? Y ¿qué debemos leer en ello?11 “En Papel la meta va más allá de la exploración de lo no-verbal en la esfera de la escritura puesto que abarca inclusive la concepción de una manera de entender lo poético de forma más amplia: como el proceso de estructuración estética. Se busca también eliminar el elemento lin11 

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Porque el papel quemado de la frase reitera circularmente la huella quemada del papel: en connivencia se persiguen icono y grafía y con ellos, la referencia directa y la mediación escrita, para las que el lector no puede extraer significado más allá de esos dos polos que eternamente se reenvían. Lo ilegible reside en esa remisión obsesiva y en la reduplicación con la que ni una ni otra son capaces de significar, porque lo son en alto grado, porque dicen contundentemente lo que dicen, una y otra vez —“oh estruendo mudo”—, en el ciclo inane y cerrado con que el lenguaje remite a la realidad y esta al lenguaje. güístico en la relación del lector y lo representado, haciendo de la construcción estética no literaria un tipo de poetización” (Rebaza Soraluz 2013: 299). Véase también Sobrevilla (2013).

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Lo ilegible nunca está fuera (ni adentro) Parece entonces que lo ilegible, que es solo un momento de la legibilidad, entabla con el texto en el que se inscribe una desavenencia, un accidente, nunca la regularidad de un sistema. Y decimos “inscribir” de un modo derridiano porque lo ilegible no se escribe simplemente, sino que, ahí donde aparece, incide, socava, raya, marca, deshace, se graba a fuego, succiona y extravía como la marca en negativo de una desaparición. Si comparamos, por ejemplo, la secuencialidad institucionalizada de ecuaciones y operaciones matemáticas de los poemas del argentino Edgardo Antonio Vigo con la irrupción, siempre imprevista, de alguna de esas fórmulas en medio de los versos de Rodolfo Hinostroza, entendemos la distancia que media entre la codificación del caos que realiza el primero y su presencia inesperada en la escritura del segundo.

Aparecido en 1971, premiado con el Maldoror por un jurado en el que estaban Paz, Biedma, Barral, entre otros, Contra natura inserta en medio de sus páginas una variedad de trazos imposibles: voces de otros idiomas, registros sonoros y onomatopéyicos —“el oleaje plac roar plac roar” de “Celebración de Lisystrata” o el “clang clang” de los platos en “Diálogo de un preso y un sordo”—, figuras geométricas, algebraicas, astrológicas, sumandos, dividendos y hasta el recurso de notación del ajedrez y de sus movimientos en el poema inicial, “Gambito de

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rey”12. Pero también, grafos más difíciles como caracteres del I Ching, los símbolos alquímicos, los signos zodiacales, así como operandos, sin pronunciación posible, que nada conectan, o enlaces copulativos que no coordinan.

“Cuídate del ridículo. / Cuídate del epíteto. / Cuídate de la verdad en boca de los niños / Audacia, más audacia, siempre audacia, recordé. / Haciendo A4AD. El Maestro insistió: 4T está desamparada / Y se siguieron una serie de golpes: / Su A5T jaque (+) mi CxA y el suyo DxC y nuevamente jaque. / Así llegó la hora de velar al gran amor. / Los manjares del banquete nupcial sirvieron para el banquete de difuntos. / Hamlet, act. I, viceversa” (Hinostroza 1971, 11). 12 

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Evidentemente, Hinostroza está secundando la fragmentación de los relatos posmodernos cuyas ruinas escenificaron Eliot, Joyce o, más cercanos a él, los Anathemata de David Jones en el 51. Sobre la tradición occidental, desintegrada y reducida a migajas, llevado por un cierto síndrome de Diógenes y una acrobática pulsión hacia el desorden, el poeta actúa acumulando lo que ha deconstruido primero, provocando la pregunta que Giorgio Agamben se formula respecto a Pound: en qué medida puede “el texto ilegible en el que un ideograma chino está junto a una palabra griega y un verbo provenzal ‘ser verdaderamente leído’ y en qué grado su ilegibilidad compromete la voluntad de significado que se le pretende” (2018: 14). William Rowe va mucho más allá en lo que a las consecuencias del libro Contra natura se refiere: estaríamos ante una especie de “entonación blanca” o de “muerte de la voz” que, a su vez, Hinostroza percibe en la tirada de dados mallarmeana, “una mirada sumamente radical (en el fondo un decir crítico) para con la relación entre el decir y el afuera” (Rowe 2011: 46). Y es precisamente esta desestabilización entre ambos espacios, el discursivo y el externo en que la poesía clásica se integraba cómodamente y que ahora la invade, lo

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que me parece más perturbador de la propuesta. De hecho la experiencia se convierte en una experiencia de abismo, al “meter todo el lenguaje —o todas las formas posibles de lenguaje— en la jugada”13, todas las maneras de escritura dentro de la escritura en el circuito devorador de estos poemas sin salida. Porque la exterioridad —Derrida mediante— en que consistiría la escritura respecto al habla —proceso comunicativo más íntimo, más consustancial— queda destruida al insertar en ella, en su adentro implosivo, pequeñas bombas de alteridad, como las antes mencionadas: formas de codificación inhabitables, insociables, que difuminan los límites entre lo interior y lo externo hasta borrarlos en una extensión indiferenciada, de crecimiento explosivo y centrífugo, igual a la sopa galáctica y al magma del mundo al cual, en última instancia, el poemario apela en tanto su representación frustrada. Para William Rowe, el problema de contravenir la relación “fuera/dentro” no concierne a las relaciones jerarquizadas entre el habla, íntima, connatural al hombre, y la escritura en tanto artificio externo. Si el lenguaje es lo que conecta con el afuera cívico y social y estos poemas se tragan, se subsumen a sí mismos, ¿dónde está su responsabilidad como discursos situados, de denuncia y apelación? En respuesta, Rowe constata cómo la lectura —en su forma más simple, la primera, la que se pronuncia en voz alta14— retrocede ante esos núcleos insatisfactorios de que se ve sembrada la página, que no solo incorporan códigos incompatibles —el denotativo de las ciencias, el mítico de la Cábala, el profético-mágico del horóscopo…—, sino directamente silenciosos, como el “Lo que quiero sugerir es que este libro mete todo el lenguaje en esa jugada. El lenguaje, de cierto modo, es el protagonista del libro mismo” (Rowe 2009: 144). 14  Con un cierto dramatismo, Rowe completa el desconcierto que Agamben señalara: “Si los signos matemáticos indican relaciones, sin apoyarse en un soporte material sonoro, sin tener espesor sonoro, cabe preguntarse ¿cómo se los lee? ¿En qué tipo de superficie se inscriben? Mejor dicho, si se inscriben literalmente en el espacio, entonces ¿qué ocurre con las palabras? O, dicho de otro modo, si leemos los silenciosos signos matemáticos en el mismo acto en que leemos las frases verbales, ¿qué alteración se producirá en la lectura de lo verbal? Si indicar una relación no se acompaña por una imagen sonora, y la lectura pasa por esos signos desprovistos de sonido, en ese caso, ¿cuál será el efecto sobre la lectura de las frases que sí dependen del elemento sonoro? ¿Se aproximarán estos a la diafanidad de los símbolos matemáticos? O, por el contrario, ¿quedarían empañadas por el espesor opaco del sonido, mientras éste disminuye la posibilidad de relación con el afuera? Es posible, como veremos más adelante, que se trate de ambos efectos. Lo cierto es que la interferencia mutua de ambos lenguajes produce un efecto de desanclaje de cada uno” (Rowe 2009: 138). 13 

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cuello de la vagina con que se marca el paso angosto del nacer a la vida, para acabar descubriendo que todas esas interferencias engendran un “efecto de desanclaje” (2009: 138), un seísmo del terreno al que el lector, un náufrago más, también se ve arrastrado.

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“De ese tamaño es el riesgo que se asume” (Rowe 2009: 144): el lector tiene que “atravesar” esos puntos abismales en los que el grafo se marca y se incluye a sí mismo, tiene que marchar como por un desfiladero para llegar a algún otro sitio, que estará siempre previsto y devorado por el texto. En definitiva, no parece haber ningún afuera, pero tampoco ningún adentro, al que el lenguaje pudiera referir15. Lo ilegible no es para tomárselo a broma Leer —dice Derrida— consiste en experimentar en ciertos momentos que lo que se nos da ahí “se nos da como ilegible” (1986: 163). Al avanzar en el texto, la lectura puede tener que renunciar a articular su manera tradicional de descifrado y de apelación al sentido y aceptar, como fenomenología del texto, el encriptado y la consiguiente experiencia moderna de su opacidad. Lo cierto es que, como escribió Paul de Man al que en este punto Derrida cita, “la imposibilidad de leer no debería ser tomada a la ligera, no debería tomarse a la ligera cierta ilegibilidad”, ya que antes que un límite de la escritura, antes que su insalvable negación, conforma una parte de la misma —y una parte consustancial—: constituye su cierre, su resistencia, el gesto rebelde y directo de su oposición16. “El universo que se curva sobre sí mismo se da literalmente en cada parte, en cada acto. No hay un afuera al que el lenguaje podría referir […]” (Rowe 2009: 143). “Entonces el lector tiene que pasar por allí, por ese desfiladero, para llegar a lo otro, ese otro que sería, en último caso, la mediación del universo por el lenguaje” (Rowe 2009: 142). No es necesario decir que esa mediación se resuelve como imposible. 16  Por supuesto, Derrida habla siempre de la lectura deconstructiva. Nosotros lo extrapolamos a la lectura de la modernidad: “… a menudo experimentamos el hecho de que lo dado en la lectura se nos da como ilegible. Por ilegible entiendo aquí, en particular, lo que no se da como un sentido que debe ser descifrado a través de una escritura. En general, se piensa que leer es descifrar, y que descifrar es atravesar las marcas o significantes en dirección hacia el sentido o hacia un significado. […] no solamente en ciertos textos en particular, sino quizá en el límite de todo texto, hay un momento en que leer consiste en experimentar que el sentido no es accesible, que no hay un sentido escondido detrás de los signos, que el concepto tradicional de lectura no resiste ante la experiencia del texto y, en consecuencia, lo que se lee es una cierta ilegibilidad. Tal ilegibilidad no es, ciertamente un límite exterior a lo legible, como si 15 

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Así, por ejemplo, para “Canto a su amor desaparecido” de Raúl Zurita, en la yuxtaposición caótica de sus versos-cuerpos, en el modo inaguantable en que soporta lo indecible de su asunto y en la aberración última de componer sobre ello una historia con sentido, de objetivarla en alguna forma de utilidad representacional, lo ilegible del texto opera como la más inapelable de las demandas.

leyendo, uno se topara con una pared, no: en la lectura es donde la ilegibilidad aparece como legible” (1986: 163-164).

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Si en 1975, dentro de las acciones de arte, Zurita había quemado su rostro y se había azotado públicamente, comenzando de este modo “su obra”17, ahora “Nada de esto tendría sentido si no se mencionaran aquellos gestos o acciones en el marco del C.A.D.A. (Colectivo de Acciones de Arte), grupo cercano a Zurita que llevó a cabo diversas acciones de arte en la capital. Si bien es cierto que la autoflagelación de Zurita no es una ‘acción de arte’ pura, se puede considerar como una manifestación de su estado anímico que reflejaba, desde la conciencia dolida de un artista, el terrible estado del país en ese momen17 

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esas heridas “irrepresentables” en las que la grafía desciende a cicatriz toman el verso, toman la escritura, dejando huecos en la sintáctica de la página, agramaticalidades en la oración y dibujos y líneas cuya identificación no se consigue sin un estremecimiento. Como los restos sin identificar de los muertos de cada dictadura, se superponen en sustratos arbitrarios fragmentos de frase, interpelaciones abruptas, columnas de diálogos imposibles, pronunciados de nicho a nicho, sintaxis truncas y errores morfológicos funcionando como obstáculos de una lectura impedida y represaliada con la que escenificar la desorientación, la tragedia de los hechos expuestos. Evidentemente no estamos hablando ahora de ese tipo de performance en voz alta —que Zurita realizaría varias veces—, no hablamos del recitado convencional del texto. La verdadera operación que este requiere obliga al lector a actuar, visitando los depósitos y los galpones, localizando los restos, exhumando sus despojos, conformando con ellos el archivo de la denuncia. Y en la medida en que el canto se cumple de este modo, como un tomar parte, se realiza cívicamente, se sitúa en la estela de una responsabilidad, ocurre eso que Rancière defiende como el reparto político de lo sensible. Para él, el acto estético tiene implicaciones solo cuando da lugar a nuevos actos de repartición del sentir, sobre todo a actos en disenso o a partes disidentes con lo que llamaríamos experiencias comunes y establecidas18. to” (Pellegrini 2001: 48). Sin embargo, el propio Zurita calificará esos actos como su iniciación poética: “… el año 75 yo estaba absolutamente desesperado. El acto fue la quemada de mi cara, de mi mejilla. Desde el momento en que hago eso, me ubico de este lado de la comunicación, y ahí empieza mi obra. Empiezo a poder expresar algo, a poder comunicar: el acto de laceración como primer enunciado, como primer chillido de la guagua que nace” (Gandolfo 1987: 3). 18  Su propuesta permitía la confluencia entre prácticas estéticas y prácticas políticas: “Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas. Esta repartición de las partes y de los lugares se basa en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto. El ciudadano, dice Aristóteles, es aquel que tiene parte en el hecho de gobernar y de ser gobernado” (2014: 19). Véase, sobre todo, Rancière (2010).

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Lo ilegible opone una resistencia Recordemos que para Rancière este reparto de lo sensible permite ver la existencia de un común y su división en ciertas partes exclusivas, siendo el ciudadano el que se responsabiliza en ello: en nuestro caso, al gobernar su parte en la lectura. Gobierno al que le obliga fuertemente lo ilegible, en cuanto disensión a resolver y de la que darse cuenta, en la que participar. Para observarlo mejor, volvamos de nuevo a la incomodidad de un leer fracasado o directamente impedido, volvamos sobre el poema enterrado de Ferreira Gullar, unidad de medida de otros gestos disolventes. Escondido en un sótano particular, quien quisiera leerlo tendría que pedir cita (convertirse de lector en visitante), descender al tanque y proceder según una serie de instrucciones que transforman la pasiva asimilación de contenidos a que la poesía aparece tradicionalmente destinada en manipulación activa, voluntaria y casi épica. De hecho, una vez que se abren las cajas de tres colores que el sótano contiene y se desenvuelve, descubre y opera sobre los restos del poema sepulto, este redunda en su esencia performativa al estar compuesto de un solo término —“rejuvenezca”— que formula a su vez una orden imposible. El camino del lector concluye devolviendo todo a la situación del principio, es decir, soterrando de nuevo el poema en la disposición oculta en que fue encontrado. La lectura implica entonces una gestión física, pero también anímica y mística, casi iniciática: el ingreso con todo el cuerpo en la materialidad ilegible del texto enterrado y la realización de una forma de recepción “forense”, de una inhumación y un funeral en el reparto comprometido en que ciframos la responsabilidad cívica del arte. Esta puesta en escena, igual que otros actos disidentes —las libretas de apuntes de Luis Hernández, la tirada escasísima y casi secreta de La nueva novela de Juan Luis Martínez—, funciona como acto político a lo Rancière, no tanto por los mensajes con los que carga ni tampoco por la denuncia concreta que formula, sino por el nuevo régimen de visibilidad inaugurado, en directo conflicto con la ilegibilidad que en ella emerge (Rodríguez Freire 2015: 82). En su tirante forcejeo con la manipulación letrada y la transcendencia del semantismo, abre espacio, a partir de la distancia entablada por el poema con lo que era su aspecto, sus funciones y su retórica tradicional: un espacio que

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es, por tanto, diferente y que debe ser repartido y asignado en una distribución que supone una nueva experiencia común. Lo que no se ve, no se entiende y no se lee, obedece mejor que otras operaciones a esta situación: lo hace planteándosela de una manera inédita y heterogénea “al sensorium de la dominación que vehicula el discurso poético de Aristóteles en adelante” (Rodríguez Freire 2015: 82-83). Si el receptor acepta esta nueva condición del discurso, esta distancia y este espacio nuevos, deberá contribuir en su producción, responsabilizándose de su organización y reparto. En esto consistiría la dimensión más política de los nuevos actos lectores: en leer lo que no conseguirá leerse, en resistir en la resistencia de la letra, en elegir por supuesto lo ilegible. Bibliografía Agamben, Giorgio (2018): “Situación de Ezra Pound”, en Ezra Pound, Cantos. Traducción de Jan de Jager. Madrid: Editorial Sexto Piso, pp. 7-16. Alonso, Rodrigo (s. f.): “Horacio Zabala. Arquitectura y cartografías distópicas”, en Daros Latinoamericana Collection, (15-03-2019). Araujo, Avelino de (1997): Absurdomudo. Natal: Ediciôes Ode. — (2001): Abrapalabra. Natal: Editora Pixcada. Archivo Mirtha Dermisache, (14-03-2019). Argañaraz Coelho, Nicteroy (1992): Poesia latino-americana de vanguarda: do poesía concreta à poesia inobjetal. Montevideo: Ediciones O DOS. Barthes, Roland (1973): Le plaisir du texte. Paris: Seuil. Berenguer, Amanda (2002): Constelación del navío: poesía 1950-2002. Montevideo: H Editores. Boso, Felipe (1981): La palabra islas. Madrid: Garsi. Camnitzer, Luis (2010): On Art, Artists, Latin America, and Other Utopias. Austin: University of Texas Press. Casado, Miguel (ed.) (2009): Cuestiones de poética en la actual poesía en castellano. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Celaya, Gabriel (1971): Campos semánticos. Zaragoza: Eds. Javalambre. De Man, Paul (1979): Allegories of Reading. Figural Language in Rousseau, Nietzsche, Rilke, and Proust. New Haven/London: Yale University Presss.

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CRÍTICA COMO CREACIÓN: LA NOSTALGIA DADÁ DE OCTAVIO PAZ Y MARIO VARGAS LLOSA Ana María Díaz Pérez (Universidad Autónoma de Madrid)

Memoria de la tradición El Salón de 1845 marcaría a Charles Baudelaire como uno de los primeros y más lúcidos críticos de arte de la esfera literaria europea, gracias al descubrimiento precoz de la libertad del color como lenguaje en la obra de Eugène Delacroix. El escritor, cercano a la crítica de Théophile Gautier, anticiparía entonces en sus ensayos la autonomía de lo plástico frente a la representación de la naturaleza, además de abanderar el reconocimiento de una belleza cambiante y reconstruida por el individuo en la memoria, que habría de incorporarse a su propia poética en Les Fleurs du mal (1857). Contrariamente a un Goethe de creciente clasicismo en el análisis de lo visual, la temprana concepción baudeleriana de la armonía y del valor semántico de los tonos1, en tanto que percepción inherente a una serie de oposiciones cromáticas, se reconocerá posteriormente en la sensibilidad colorista de Gauguin, en ciertas reflexiones de Kandinsky (De lo espiritual en el arte, 1912) y, desde luego, en la crítica a lo retiniano de la abstracción posterior. Asimismo, la incorporación de estas ideas estéticas a la praxis literaria de Baudelaire no solo precede a obras como las de Stéphane Mallarmé o Arthur Rimbaud, sino que “El color es de una ciencia incomparable, no hay una sola falta y, sin embargo, no son sino proezas, proezas invisibles para el ojo desatento, pues la armonía es sorda y profunda; el color, lejos de perder su originalidad cruel en esta ciencia nueva y más compleja, es siempre sanguinario y terrible. Esta ponderación del verde y del rojo place a nuestra alma” (Baudelaire 2005: 38). 1 

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inaugura definitivamente la autoconsciencia creadora sobre la hegemonía de la naturaleza, donde la percepción se sabe ligada a la transitoriedad de lo histórico y, junto con el poder de la imaginación2 como espacio sagrado, dan un protagonismo al poder creador de la subjetividad que ya había acertado a apuntar Kant en su Crítica del juicio (1790). Por ello, las consecuencias de la escritura baudeleriana, sobradamente conocidas en sus referencias literarias, corroborarán también las aproximaciones posteriores de poetas como Paul Valéry, o Guillaume Apollinaire en el análisis estético de la incipiente vanguardia, tanto literaria como visual: “Ese monstruo de la belleza no es eterno” (Apollinaire 1994: 13); al igual que Tristan Tzara unos años después, “Una obra de arte jamás es bella, por decreto, objetivamente, para todos” (Tzara 1999: 13-14). El autor de Alcools ejemplifica un discurso ensayístico que en ocasiones alcanza la frontera con lo ecfrástico en Los pintores cubistas (1913). Se presenta así como una de las alternativas a la precisión del historiador de arte en un momento en que los ismos anuncian un creciente ut pictura poesis como consecuencia del giro copernicano en la concepción del hecho artístico en su conjunto: recordemos las correspondencias universales de Baudelaire, “Les parfums, les couleurs et les sons se répondent” (1991: 63). Son ya los propios escritores quienes, tras la lucidez de quien construye sobre tabula rasa, anticipan y formulan las premisas de la crítica en la elaboración de los manifiestos vanguardistas: exégesis previa a la obra, pero también colectivización del arte y autoconciencia de una forma llevada al límite en un proceso puesto en paralelo a otros lenguajes3. No es de extrañar, entonces, que la constan-

No es desdeñable tampoco la importancia del recuerdo en Baudelaire y del color como camino a este. La memoria actúa entonces como reformulación estética de lo real en la interioridad y como construcción de un tiempo subjetivo, primario —importantes serán las restauraciones del poder redentor de la infancia— que recuerda a figuras como san Agustín o Giambattista Vico (Valverde 2011: 148). Este tiempo primario, amparado por los nuevos descubrimientos de la física en el siglo xx, continuará la línea baudeleriana en reflexiones como las de Marcel Proust (Jauss 1986: 43), o incluso en la concepción del espacio-tiempo a partir de la pintura cubista y, desde luego, en los juegos matemáticos de Marcel Duchamp. 3  El foco interpretativo, no obstante, rara vez prescindió de las herramientas literarias para la descripción de los lienzos, por ejemplo. Se condicionó así la recepción de numerosas 2 

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te autorreflexiva y la responsabilidad teórica del autor como refundador se hayan visto favorecidas por la proliferación de revistas de inevitable signo interdisciplinar. En el ámbito hispánico numerosos autores, conscientes de la cada vez mayor relatividad en la significación, belleza e incluso legitimidad institucional del objeto artístico, no solo convirtieron su propia obra en la primera de sus descripciones ensayísticas como base a las nuevas escuelas y a su propia lucha con los medios expresivos (cfr. “Arte poética” o La creación pura, de Vicente Huidobro), sino que su papel de receptores de otras creaciones los condujo a suplir con la escritura los vacíos de un arte nunca enteramente acabado (Paz 2001a4, Jauss 1986) y mediante el cual ejercían de mediadores entre la nueva pintura y el público. Se trataba, en definitiva, de restaurar la esencia de una oquedad condenada a la ocultación litúrgica de su vacío semántico, además de obligar al crítico-autor a dar una respuesta a la llamada agresiva de la vanguardia, de modo que inevitablemente ahora “el comportamiento teórico se convierte en estético” (Jauss 1986: 111). Los albores de 1900 son, atentos a la ruptura del signo simbolista, testimonio de una importante actitud crítica en Hispanoamérica como cosmovisión de la estética de su tiempo, de nuevo, inherente a la conciencia escritural del autor: ya no es solo ejercicio de la sensibilidad visual, sino creciente formulación de una visión poética5. Uno de los ejemplos es la vertiente periodística de Rubén Darío en La Nación de Buenos Aires. Sus crónicas de las exposiciones en Madrid en 1899 y 1900 son de una notable crítica a la técnica realista, donde no se salva la luz impresionista de Sorolla: “sus figuras, muy bien hechas, tienen ojos que no miran, gestos que no dicen nada, es un mundo de verdad epidérmica, de realidad por encima” (Darío 1899: 5). No podemos obviar tampoco la participación de Juan Emar, mucho más obras que, como en algunos pintores surrealistas, emularon técnicas inicialmente textuales, alejándose de otras evoluciones formales propias de la historia del arte. 4  “la obra ya no es una respuesta a la pregunta del espectador, sino que ella misma se vuelve interrogación” (Paz 2001a: 49). 5  Ello los obliga a un conocimiento del arte frente al que formulan la escisión, de modo que las nuevas creaciones son, en su trasfondo, profundamente teóricas. Esto facilita e induce la labor del escritor crítico, quien ve en las progresiones de otras artes un campo de batalla paralelo a su propia originalidad frente a la tradición, a pesar de la diferencia en los medios expresivos.

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cercano a la pintura postimpresionista y de vanguardia, en el periódico homónimo chileno. Sus “Notas de Arte” (1923-1925), cercanas a la actividad del grupo Montparnasse, fueron un importante foco difusor de las nuevas exploraciones estéticas, entre las que destacó el Salón de junio de 1925, celebrado en Santiago con obras de Pablo Picasso o Jacques Lipchitz, entre otros (Emar 1925: 7). No obstante, son sin duda las revistas de vanguardia y sus derivas posvanguardistas las que alcanzan la mayor calidad y cantidad de ensayos de arte, como parte de un programa común. Mientras en Argentina, Sur (19311992) destaca crónicas como las de Attilio Rossi o el vasto conocimiento interdisciplinar de Guillermo de Torre (cfr. “Nuevos pintores argentinos”, nº 1, 1931), Contemporáneos (1928-1931) testimonia en México el auge de la pintura surrealista al tiempo que inaugura el debate con la pintura muralista. También la estética dialéctica de José Clemente Orozco y Rufino Tamayo tendrá cabida en las páginas de la revista cubana Orígenes (1944-1956). Esta introduce con frecuencia la crítica de arte en su sección “Notas”, donde destacan firmas como la del crítico de arte Guy Pérez Cisneros. Críticos, poetas y pintores de esta publicación, en muchos casos intercambiando sus papeles, o simultáneamente, pertenecen a la atmósfera intelectual previamente iniciada con Espuela de Plata (1939-1941) y de la que se impregna un interés particular por la obra de artistas como Mariano Rodríguez, Wifredo Lam o Amelia Peláez. Clima general que, al igual que Baudelaire en sus correspondencias, entendía la existencia de una poética subyacente a las distintas manifestaciones artísticas que integraba y que halló en todas ellas un punto de discusión para una nueva estética en la inflexión de los años 50. En esta línea, resultan interesantes reflexiones como las de María Zambrano (“Amor y muerte en los dibujos de Picasso”, nº 31, 1952), así como la prosa de José Rodríguez Feo y del propio Lezama Lima con respecto a Mariano Rodríguez (“La obra de Mariano y su nueva estética”, 1944 y “Lozano y Mariano”, 1949, respectivamente). Ambos ensayos sitúan a Mariano Rodríguez como exponente de un arte de posvanguardia en ciernes gracias al dominio del color, y a una pintura lunar que revela la verdadera esencia de las cosas: “El color en sus cuadros siempre revela la calidad imaginaria del objeto” (Rodríguez Feo 1989: 157); “Hoy su arte de la composición se ejercita sobre la propia identidad del color como espacio” (Lezama Lima

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1989: 279). La traducción de ensayos de André Masson (“El instante”, nº 29, 1951) y Braque (“Cuadernos”, nº 28, 1951) muestra una prolongada preocupación por las conquistas formales y teóricas de la vanguardia. Al mismo tiempo, textos como “Nemosine. Datos para una poética” (nº 20, 1948), de Cintio Vitier, hacen propia la tradición estética parisina, en un debate entre los límites expresivos y la recuperación de temas de relevancia colectiva que sean caros —en palabras de Lezama Lima— a la polis. La segunda mitad del siglo xx continuó dando cuenta de la tradición del ensayo hispanoamericano de arte con una creciente conciencia de la necesidad de rehumanización de la forma desnuda, al tiempo que continuaba su mirada interdisciplinar y trasatlántica. Este diálogo dejó traslucir otras dialécticas que afectaban a la identidad misma del escritor, como su adscripción nacional, o la influencia del mercado, más allá de las normas cerradas de la evolución estética. Los textos tratados a continuación tienen en común la permanencia de la fascinación por la ruptura dadá en Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, como rescate necesario de la libertad creativa y la negación cíclica de cualquier sistema estético, así como modo de enfrentarse a la originalidad del propio ejercicio escritural. Además de la importancia del movimiento Dadá como punto de inflexión en la historia del arte, la selección de las obras revela también lo que los escritores cuentan de sí mismos y cómo los enigmas visuales van condicionando la exégesis de la prosa. La mirada dadá Aunque Dadá explota como receta subversiva y ruptura de los procesos legitimadores del arte (incluso los de las escuelas de vanguardia) en el Zúrich de 1918, tanto George Grosz como Marcel Duchamp habían tanteado el movimiento años antes. Con una vocación iconoclasta, vaticinan la importancia que tendría el juego de la libertad creativa, la indiferencia y la ironía, tanto en Berlín como en el surgimiento de la célula Dadá de Nueva York, tras el Armory Show (1913). El rescate de ambos autores en la prosa de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa los reconoce entonces como faro creativo y diálogo con las tensiones estéticas en las que los propios escritores acabarán inscribiendo su obra. La conciencia de las fronteras teóricas de Dadá (el humor, lo grotesco, la indiferencia) conduce a Paz y a Vargas Llosa con mayor ímpetu a

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su identidad de críticos, ya que la propia obra estudiada, como se ha referido anteriormente, busca ser un interrogante. De este modo el receptor, responde a ella convirtiendo el acto aisthético en poiesis (Jauss 1986: 77-78, 109), es decir, en una extensión creadora de la propia obra observada. La particularidad de este ejercicio otorga sin duda un lugar primordial a los misterios planteados por los dos artistas europeos: Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp (1976) y George Grosz, un hombre triste y feroz (1992) son los ensayos más extensos en cada una de las producciones de los dos escritores hispanoamericanos sobre arte. En el caso de Apariencia desnuda, el análisis que hace Paz de los dos mayores ready-mades de Marcel Duchamp no puede entonces sino revelarlos como horizonte de la modernidad y vaticinio de su continuación. En el segundo, observamos que no es menor la admiración de Mario Vargas Llosa por la libertad vital de George Grosz, cuya pintura, menos intelectual y más vibrante que la de Duchamp, bascula también entre los ismos. Ambos pintores sitúan la parte más importante de su producción en las tres primeras décadas del siglo xx (cfr. Desnudo bajando una escalera, de Duchamp en 1912 y Dedicatoria a Oskar Panizza, de George Grosz en 1917-18), y testimonian en EE.UU. las trazas del exilio y las nuevas escuelas de los años 40 y 50. Pero ambos representan, sobre todo, un ejemplo extremo de la integración de arte y vida: Grosz desde la reivindicación social y el desgarro personal, y Duchamp, como nuevo Rimbaud, abandonando el arte tras el agotamiento de las posibilidades expresivas6. En los dos artistas existe, además, un cuestionamiento ejemplar de los límites del arte, por lo que se establece, incluso antes de la crítica, un diálogo con lo textual: Un punto importante también, que usted ha sentido con mucha exactitud, se refiere a la idea de que el vidrio, a fin de cuentas, no está hecho para ser mirado (con ojos “estéticos”); debía ir acompañado de un texto de “literatura” O, al menos, aparentemente, ya que hasta antes de su muerte en 1968 se pensó que Le Grand Verre había sido su última gran obra y el ajedrez su única ocupación. Sin embargo, ese año salió a la luz Étant donnés, instalación en la que había trabajado en la clandestinidad, como última paradoja del artista. Lo que nunca volvió a llevar a cabo fue la pintura sobre lienzo, que abandonó en 1918 con el cuadro Tu m’, anticipo teórico de Le Grand Verre. 6 

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tan amorfo como sea posible que no tomara nunca forma; y los dos elementos de vidrio para los ojos, texto para los oídos y el entendimiento debían completarse y, sobre todo, impedirse el uno al otro tomar una forma estético-plástica o literaria (Duchamp 2010: 35)7.

Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp Aun dentro de las relaciones del ensayo de Paz con su propia poética, donde no necesariamente esta antecede al primero en influencia (Stanton 2015), encontramos una crítica de arte que ambiciona una comprensión general de la historia de las ideas estéticas. Como búsqueda personal del enigma en los signos —no olvidemos la identificación del crítico como “traductor” de otros lenguajes—, se aproxima igualmente a aquellas corrientes que le son menos afines, como se ejemplifica en ciertas dudas en torno al muralismo mexicano y el expresionismo abstracto. En este sentido, la búsqueda de Paz en las distintas corrientes aspira a integrarlas en la red compartida de la historia del arte. Así se ejemplifica en el estudio de las creaciones visuales en México (Los privilegios de la vista 2001), donde el análisis exhaustivo de autores y movimientos desde las civilizaciones precolombinas no le impide remitirlos con frecuencia a una serie de temas universales que facilitan la conexión con su propia poética. No obstante, a pesar de que su profundo interés por lo plástico se justifica como continuación baudeleriana de las correspondencias, en una tendencia hacia la analogía, surge en las dicotomías de la tradición con las que se encuentra un posicionamiento necesario, también en la línea del poeta francés: “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el máximo de horizontes” (Baudelaire 2005: 102). La elección de las obras La mariée mise à nu par ses célibataires, même (Le Grand Verre) (1915-1923); y Étant donnés: 1º la chute d’eau, 2º le gaz d’éclairage (1946-1966), como puntos principales del ensayo paciano en De hecho, resulta imposible su interpretación sin la serie de notas de la Caja blanca (1967) y la Caja verde (1934). 7 

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torno a Marcel Duchamp, se entiende entonces, no solo por su abundante simbolismo y el misterio en el proceso de creación, de indudable tentación para el crítico, sino por constituir ambas el límite de numerosas tendencias de la modernidad, a la par que un punto de partida para artistas posteriores que, como Paz, asimilan ya estas tendencias. Dentro de Apariencia desnuda distinguiremos en sus dos partes, “El castillo de la pureza” (dedicada a Le Grand Verre) y “*water writes always in *plural [sic]” (dedicada a Étant donnés), cuatro puntos que sobresalen dentro de la interpretación de Paz y que, a su vez, convergen de algún modo con su propio proyecto escritural: 1) el erotismo, 2) el tiempo, 3) el proceso de recepción y la crítica, 4) la ironía y la unidad. El Eros del primer punto nos remite de la transparencia del título en la obra inicial (“La novia puesta al desnudo por sus solteros, incluso”) a la visión realista de su desnudez en el ensamblaje de Étant donnés, y al proceso mecánico-simbólico en el que participan cada uno de los elementos que se intercalan entre las dos planchas de Le Grand Verre. Este está dividido por dos láminas de plomo que separan la parte superior correspondiente a las representaciones de la Novia y sus efectos8, y la inferior relativa al mundo de los nueve Solteros (Paz 2001b: 210-213). El movimiento metafórico que impulsa el “desnudamiento” de la Novia es el deseo, que circula a través de toda la obra y da nombre al conjunto de Solteros como “matriz de eros” (Duchamp 1978: 61). No es de extrañar entonces la admiración de André Breton por este artefacto como anticipador de su propia conciencia estética.

De acuerdo con el diagrama de Richard Hamilton, la parte superior del vidrio, al margen de las distintas interpretaciones de sus fragmentos, está compuesta por la Novia (también conocida como Ahorcado Hembra, Avispa o Motor-Deseo) en la parte superior izquierda, la Vía Láctea con los tres pistones en la zona central y los nueve tiros en la derecha (Paz 2001b: 210-211, 227). En la parte inferior podemos encontrar los nueve Solteros o Moldes Machos hacia la izquierda; a su lado el Trineo vagoneta y el Molino de agua, así como los Tamices, Tubos capilares y el Molino de chocolate; y, finalmente los Testigos oculistas, en la parte derecha (210-211, 227). Sin embargo, existen también otros elementos no pintados (invisibles) que tienen un papel en la obra de acuerdo con las descripciones de Marcel Duchamp, como pueden ser el Vestido de la novia, el Juglar de la gravedad, la Cascada, el Combate de Boxeo o la Región de la Salpicadura (210-211, 227). 8 

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Segmento inferior de Le Grand Verre (1915-1923) con Marcel Duchamp (1965)

Sin embargo, es exclusivamente la Novia el origen y motor de esta fuerza y el único elemento que tiene autonomía por sí mismo. Grosso modo, los Solteros, quienes reciben a través de la Vía Láctea los “éxtasis eléctricos” de la Novia, son meros moldes vacíos que apenas apuntan a devolver el deseo a la zona superior a través del complejo mecanismo de transformaciones que les rodea. Como meros arquetipos, moldes o uniformes huecos (Duchamp 1978: 61-62), los Solteros no pueden sino recordar, en sentido amplio, a las máscaras de Paz9, es decir, al mundo de las apariencias, de la aproximación neoplatónica, del que buscamos trascender. La región de los nueve tiros es la marca de ese deseo vuelto hacia la región superior del vidrio, pero que ahora es solo memoria y no llega nunca a 9 

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Imagen tomada a su vez de Nietzsche (Stanton 2015: 234).

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su objetivo: no se produce el encuentro directo entre las dos mitades. De la misma manera, Étant donnés exige una contemplación a distancia; la propia instalación nos impide el acercamiento a la mujer tumbada y a la atmósfera natural que la rodea. Así, en ambas obras, pues Étant donnés no es sino una continuación o reformulación de la primera, se opone la visión psicoanalítica (el onanismo, la frustración sexual) a la lectura mítica de Paz: la recreación de la Virgen (2001b: 239-240), pero también el mito de Shiva y Kali (242), Diana y Acteón (289) o el amor cortés (323-331), es decir, la unión inalcanzable, el constante intento. El escritor añadirá también la referencia a Dulcinea en sus écfrasis a Duchamp (“La Novia / Dulcinea inoxidable / Cascada polifásica / Molino de refranes” [Paz 2001c: 448]) como recuerdo del cuadro homónimo (Portrait Dulcinea) e inserción de Le Grand Verre en una genealogía literaria. Otros paralelismos que observa el autor de La llama doble en todos los mitos, y que serán de vital importancia en los puntos siguientes, son la pasividad masculina, la actividad circular y la presencia de testigos que observan (Paz 2001b: 243). A pesar de estos últimos, Duchamp establece principalmente una tensión binaria que, como en la poesía de Octavio Paz, desencadena una reflexión sobre el tiempo a raíz de la metáfora de lo erótico (cfr. “Piedra de Sol” o “Cuerpo a la vista”). Esta unión nos conduce entonces al segundo punto mencionado, la expresión del tiempo: el desnudamiento de la Novia es en realidad la congelación de un proceso (un “retraso en vidrio” [Duchamp 1978: 37]), mientras que la relación entre ambas mitades de Le Grand Verre no conlleva sino la de las distintas dimensiones, aspirando a ser la región de la Novia un eco de tres dimensiones de una realidad superior de cuatro dimensiones, es decir, el tiempo en su infinita posibilidad, un tiempo vertical. El ascenso amoroso del deseo hacia una realidad superior, con el que podríamos incluso trazar analogías con la mística, es claramente de origen neoplatónico y como tal es percibido por Paz (2001b: 221). Como es frecuente en la vanguardia, la vuelta a una esencia sobrenatural no visible para el ojo humano como resultado de la crítica al arte mimético, y gracias a la popularización de los nuevos descubrimientos de las matemáticas y la física10, no solo promovió el interés por plasEs significativa la gran formación científica de los hermanos Duchamp, donde sobresalen el interés por la teoría de la relatividad, las geometrías no euclidianas, la lectura de Jules 10 

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mar el devenir, del cual el cubismo y el futurismo fueron buen ejemplo, sino que intentó representar la propia infinitud de posibilidades del objeto. Así, la relación entre las dos partes de Le Grand Verre es también la vinculación entre las formas cambiantes (lo sensitivo, la historia, lo imperfecto) y las esencias inmutables11: “una figura 4dridimensional [sic] podrá describirse (para cada uno de sus pisos) por secciones tridimensionales” (Duchamp 1978: 113). De este modo la parte inferior del vidrio, así como la imagen que vemos tras la puerta de Étant donnés, corresponden a las proporciones engañosas del ojo humano, sus perspectivas inexactas. De la misma manera que la cuarta dimensión se expresa a través de lo simbólico en Le Grand Verre, Étant donnés imita el volumen de la tercera dimensión a través del encantamiento de la perspectiva como “arte de restituir las apariencias” (Paz 2001b: 302). La tentativa de ascenso de los Solteros, iluminados (están literalmente inflados por “gas de alumbrado”) por un estímulo erótico superior, se acerca a la poética binaria del propio Paz. Este binarismo redunda en una cierta tendencia a buscar la reconciliación de ambos planos en el escritor mexicano, en una “nostalgia neoplatónica de las Formas absolutas” (Stanton 2015: 225) frente a la realidad histórica, incluso en su ensayo. En cambio, este puente entre las dos mitades nunca llega a consumarse en Duchamp (de nuevo, ni los Solteros acceden a la Novia ni nosotros accedemos a la mujer tendida en Étant donnés). De hecho, esta constante aproximación a la unión de los opuestos, se presenta como la metáfora de un tránsito, el punto entre la virginidad y su pérdida, que forma parte de la obra del francés incluso desde sus pinturas cubistas: Virgen nº 1 (1912), El paso de la virgen a la novia (1912), o La novia (1912)

Henri Poincaré, del Tratado general de geometría en cuatro dimensiones (1903) de Jouffret, así como de la ficción de Gaston Pawlovski, Viaje al país de la cuarta dimensión, de 1912. 11  Posteriormente, Marcel Duchamp desarrollará también el concepto de “infra-fino” como expresión de una cuarta dimensión proyectada en la tercera a través de sombras (como las que produciría un vidrio, o de la consistencia del humo). A pesar de que Paz no alude a este concepto en su crítica, es reseñable el paralelismo de los acontecimientos, ya que surge en 1945, cuando ambos artistas coincidían en Nueva York. El término “infra-fino” aparece entonces en el especial de la revista vanguardista View, dedicado a Marcel Duchamp, en uno de los momentos de mayor influencia del pintor sobre el círculo de exiliados surrealistas en la ciudad norteamericana. Por otra parte, es precisamente a partir de este año cuando el contacto con el grupo de Breton, ya en el París de posguerra, va a modificar el itinerario poético de Octavio Paz.

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(Duchamp 1978: 97-99). Aunque en Paz la dimensión temporal del instante, lo más próximo a lo sagrado en la historia, sí corresponde a una verdadera comunión, representa igualmente esta tensión. Es un instante amenazado por la contingencia. Resulta significativo entonces el valor que le otorga el escritor a un concepto brevemente apuntado por Duchamp en la Caja verde, el “signo de la concordancia” (Duchamp 1978: 38; Paz 2001b: 317) que, en realidad, no es sino un movimiento, una constante interacción entre lo visible y su posibilidad, una bisagra entre lo real y lo maravilloso: “Marcel Duchamp a trouvé le moyen de construire une porte qui est en même temps ouverte et fermée” (Breton 1935: 47). Esta intuición de un posible, así como el intento de fijar un proceso, aparece también como constante lucha en los versos de Paz: “Inmóvil en la luz, pero danzante, / tu movimiento a la quietud que cría / en la cima del vértigo se alía / deteniendo, no al vuelo sí al instante” (Paz 2004: 28-29).

Étant donnés (1946-1966), Marcel Duchamp

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En el tercer punto, y más allá de la propia conciencia escritural de Octavio Paz con respecto a su obra y la tradición que la precede12, se observa en el análisis sobre Marcel Duchamp un desdoblamiento reflexivo del acto crítico en sí. Primeramente, se da una crítica a través del enfrentamiento de Le Grand Verre y Étant donnés contra las herramientas plásticas de su tiempo y, en segundo lugar, partiendo de la propia percepción de Duchamp, existe un debate en torno a lo que debe aportar el espectador a la historia del arte, frente a la opinión del escritor. Aunque la primera idea abarca un campo predominantemente plástico, no pasa desapercibida a los ojos de Paz. Así, una de las más certeras apreciaciones del autor resulta el haber destacado la obra de Duchamp no solo como una crítica a la mímesis —obvia en la vanguardia—, sino como una crítica a todo arte de éxtasis sensorial (2001b: 201), es decir, con un código cromático que todavía basa su valor en los efectos producidos a los sentidos. Incluye aquí a la abstracción colorista coetánea a su propia creación. Este rasgo distintivo de Duchamp, que es en realidad una crítica al concepto de “gusto”, también fue visto por André Breton tempranamente: “La délectation dans la couleur, à base de plaisir olfactif, est aussi misérable que la délectation dans le trait, à base de plaisir manuel” (Breton 1935: 46). En realidad, el ataque al gusto visual no podría encajar mejor en la iconoclasia dadá, pues no se trata de una estética negativa, en ataque contra lo vigente, sino contra el concepto mismo (“¿Se pueden hacer obras que no sean de ‘arte’?” [Duchamp 1978: 89]). Por otra parte resulta interesante apreciar cómo Duchamp rechaza una inmanencia en el gusto que no solo era imprescindible para la crítica de la abstracción colorista o de los fauves, sino que cambia ya la hegemonía de la crítica de Baudelaire como precedente: no ya un gusto histórico, relativo, sino inexistente13. Conciencia de la cual El arco y la lira o Los hijos del limo dan buena cuenta. De distinto modo critica también Pierre Bourdieu la inmanencia del gusto, es decir, la apreciación de un código de colores o de una estructura artística como exclusivamente resultado de una sensibilidad a priori. Octavio Paz apoya en este sentido la crítica a un arte de “la sensación”, que “introduce una jerarquía social fundada en una realidad tan misteriosa y arbitraria como la pureza de la sangre o el color de piel” (Paz 2001b: 201). No obstante, debe tenerse en cuenta como contrapartida al estudio de recepción que aquí se pretende, que es precisamente una obra como la de Duchamp, profundamente hermética, la consi12 

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Además, ambos ready-mades, junto con otros previos como Fuente (1917), son un cuestionamiento total del objeto de arte y, en su consecuente exaltación de la pintura como acto, frente a la pintura como objeto, abren las puertas al proceso como centro creativo en la segunda mitad del siglo xx: desde el expresionismo abstracto al happening. Hallamos no ya la obra “no-orgánica”14 de la vanguardia (Bürger 1987), sino la total indiferencia ante el objeto, que desaparece de la escena, se vacía. Esta ruptura con los elementos de la estructura estética prevanguardista invita a observar las distintas posturas de Paz y Duchamp con respecto al acto de percepción, indispensable para la propia redacción de Apariencia desnuda. Mientras el segundo, en la exploración del límite, da total libertad al espectador como artífice, Paz restaura el concepto de la obra como referencia para su aumento o modificación posterior por el receptor (Paz 2001b: 259-260)15. Frente a un receptor que “hace al cuadro”, la “obra hace al ojo que la mira” (Paz 2001b: 259). En este frágil equilibrio, el poeta mexicano rescata la confianza en el signo, dualidad que reconocemos también en sus versos, como ejemplifica el final de “Blanco”, donde el receptor no es plenamente autónomo: “Tu cuerpo / derramado en mi cuerpo / visto / desvanecido / da realidad a la mirada” (Paz 2004: 523). Mirada que se integra en las dos obras de Duchamp, vinculando, a pesar de la opinión del francés, a espectador y a objeto, aunque el primero ha de tener un carácter protagonista. Tanto Le Grand Verre (recordemos que derada dentro de un rango elitista por el sociólogo: “La estrategia —muy común entre los artistas a partir de Duchamp— que consiste en tomar como objeto la propia tradición en que se participa y la actividad que se practica para convertirlas en una casi cuasi objetivación [sic], tiene como efecto el hacer del comentario —género típicamente escolar, tanto en sus condiciones de producción (los cursos y muy especialmente los cursos de agregación) como en su misma naturaleza de obra esencialmente impersonal y en las disposiciones, dóciles y rigurosas a un tiempo, que exige— una obra personal capaz de ser publicada en revistas de vanguardia mediante otra transgresión, que escandaliza a los ortodoxos, de la frontera sagrada entre el campo universitario y el campo literario, es decir entre lo ‘serio’ y lo ‘frívolo’” (Bourdieu 1991: 508-509). 14  Obra prototípica de la vanguardia en la que las partes no se subordinan al todo, sino que, aun indicando un sentido conjunto, adquieren valor en su heterogeneidad (Bürger 1987: 145). 15  En este sentido vale la pena tener en cuenta, por su proximidad y su énfasis en el trabajo compartido entre obra y lector, las teorías de la recepción de Roman Ingarden y Wolfgang Iser.

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una parte de sus elementos son los “testigos oculistas”), como Étant donnés inciden en esta adición del receptor al ready-made y, sobre todo el último, en el montaje oculto tras la puerta de Cadaqués, marcan su condición de voyeur: “La manifestación de Diana y la de la Novia exigen la mirada ajena. El sujeto es una dimensión del objeto: su dimensión reflexiva, su mirada” (Paz 2001b: 289). Por último, aunque Paz se ha ido guiando por la simbología otorgada por los ready-mades, la tesis final es el reconocimiento de una tradición estética, cuyas consecuencias van más allá de Duchamp, y que el escritor resume en el “Mito de la Crítica” (Paz 2001b: 251). La ironía, surgida tras la genealogía simbolista, como conciencia de que ni conceptos ni palabras significan ya enteramente (“las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la hierba” [Paz 2004: 136]) es uno de los pilares de Le Grand Verre. Sin embargo, el artista dadá conoce también las consecuencias de este ejercicio de negación iconoclasta, que acaba por convertirse en un nuevo sistema estético, como ejemplificó en cierta medida el kitsch. Por ello, al igual que la actividad cíclica del flujo erótico que se establece en la Novia, Duchamp emprende un discurso de “metaironía”, que niega su propia negación (Paz 2001b: 253) para mantener la libertad artística, aquello que llamó la “belleza de la indiferencia” (208). A raíz de la autodestrucción cíclica surge el perpetuo movimiento, el “Mito de la Crítica”. Paz desentraña los códigos de Duchamp no solo para dar a entender su lugar como límite de lo moderno, sino para acusar un uso paliativo del humor dadá frente a la nostalgia de una certeza. Al fin y al cabo, se dejan introducir las líneas principales de la poética paciana —si es que es justo abreviarlas— en el diálogo analógico frente al temor de una comunión imposible. El poeta remite entonces a su ensayo “Los signos en rotación” (El arco y la lira, 196716) como anticipo de este mismo proceso creador en Mallarmé, proceso que es en ambos semilla de un nuevo acto artístico en la diversidad de sus lecturas (Paz 2001b: 253-254). Duchamp ofrece, en consecuencia, el atractivo de un comienzo: tanto para la genealogía artística que elabora Paz en sus ensayos como para el carácter creador de su prosa en Apariencia desnuda. 16 

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Fecha de la segunda edición, en la cual se incorporó este texto (Stanton 2015: 375).

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George Grosz, un hombre triste y feroz Al margen de las revelaciones extraídas de sus ficciones —El paraíso en la otra esquina o la obra de teatro Ojos bonitos, cuadros feos—, el ensayo de arte no es, a diferencia de Paz, una prosa predominante en Mario Vargas Llosa. Destacan, no obstante, algunos estudios dedicados a Fernando de Szyszlo, Martín Chambí y Fernando Botero, además de los artículos de índole periodística (algunos en torno a Picasso como “El pintor en el burdel” o “Pintores en la costa”, Monet, o Frida Kahlo entre otros). De hecho, el único fragmento de George Grosz, un hombre triste y feroz publicado en castellano apareció como columna en El País (“La paradoja de Grosz”, 1992), poco antes de la publicación del ensayo completo en francés (1992) y, posteriormente, en alemán (2000). No se trata, como en el caso anterior, del análisis simbólico de una obra concreta, sino del recorrido vital y creativo —tal vez incluso narrativo frente a la prosa poética del mexicano— de un artista cuya pintura integra con gran intensidad su experiencia biográfica y creadora. En este sentido, sus lienzos son el testimonio de la efervescencia creativa de los años de la República de Weimar, pero también de sus tensiones sociales. Al igual que el artista anterior, el exilio lo conduce a EE.UU. aunque, al contrario que este, existe una cierta desvalorización de su pintura a partir de entonces. Como en Le Grand Verre, es reseñable la importancia del desnudo en George Grosz en tanto que elemento desplazado de sus fines habituales de belleza. Pero, en este caso, el cuerpo femenino se reafirma a través de la expresión de lo abyecto o de la atmósfera maldita de la bohemia berlinesa. La prostitución, la moral dudosa, la cosificación, la hipocresía social o el regodeo en lo oculto se ejemplifican entonces en Beauté c’est toi que je veux chanter (1919), Deux nus (1929) (Vargas Llosa 1992: 37, 57), Fanny Klink, Study (1915), Nude (1916), Nude, study (1913-1914) y posteriormente también estarán presentes en su etapa americana. Al igual que en Étant donnés, el receptor se siente de nuevo voyeur, a pesar de que en este caso lo velado de la obra previa deja paso al detalle explícito que, como en Georges Bataille, muestra la otra cara de lo real. En esta imagen del cuerpo son especialmente representativas las escenas de prostitución y asesinatos, como John le tueur de dames (1918), donde Vargas Llosa marca la atención en la fuerza de los distintos lenguajes (narrativo, línea-perspectiva y color):

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Le subtil amalgame entre anecdote et langage crée une tension insupportable: les plans obliques accentuent la violence du sang et des flammes, suggérant l’instabilité, à quoi contribue aussi la perspective disloquée; la couleur noirjauneverdâtre du criminel exprime sa cruauté autant que sa victime martyrisée (Vargas Llosa 1992: 14).

En coherencia con la estética dadá, la denuncia de la corrupción moral se aúna en Grosz con la crítica a una sociedad represiva, cuyas consecuencias se encarnan en una exacerbación de los instintos. La iconoclasia lo conduce a negar toda doctrina, e incluso el psicoanálisis aparece deformado en Dedié au professeur Freud (1922), mientras que lo sexual no aparece en ningún caso como un hedonismo placentero, sino como destrucción y brutalidad (Vargas Llosa 1992: 36-38). La búsqueda de la libertad creativa, al igual que Marcel Duchamp, por encima de toda clasificación ideológica o estética, es uno de los rasgos que más atrae al escritor peruano en el acercamiento al pintor alemán (1992: 16; 2012a: 527). Libertad que alcanza al propio formato, ya que, más allá del dominio del óleo y la acuarela, cultiva sobre todo la ilustración a modo de tira cómica o satírica —otra manera de involucrar texto e imagen— así como la litografía y el collage. La deformación de las figuras y el boceto rápido, en muchas ocasiones a causa de retratar el propio conflicto en la calle (Grosz 1979: 26), se suman a la capacidad narrativa de la imagen. Configuran entonces un sketch caricaturesco que es resultado de una voluntad de ser, paralelamente, testimonio de su tiempo y expresión de la visceralidad personal. Es difícil pasar por alto en Grosz esta cercanía a lo periodístico —otro paralelismo con el escritor que lo retrata—, encarnado en un juicio social fácilmente comunicativo con el observador, que directamente lo apela a través de la línea, del texto, del mensaje ominoso que lo mancha. Sin embargo, la imagen de la caída del mundo burgués consigue permanecer en la memoria no solo a través de la agresividad de los personajes representados —desde el eclesiástico y el general al intelectual—, sino por lo que el color señala, oculta o difumina. De hecho, a pesar de que Vargas Llosa defiende la profunda individualidad del artista (“Los años de Berlín no son, hoy, los que padeció y gozó Alemania, sino los que Grosz inventó” [2012a: 527]), es cierto que el clima social de la Primera Guerra Mundial lo acercó a las obras de la Nueva Objetividad de Otto Dix o Max Beckmann.

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Dedicatoria a Oskar Panizza (1917-1918), George Grosz

En cualquier caso, la materia pictórica de Grosz dificulta la clasificación de su obra (“Certaines se laissent comprendre facilement; d’autres, comme

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celle de Grosz, se prêtent au vague, à la polyvalence; d’où le malaise ressenti par la critique” [Vargas Llosa 1992: 74]), ya que esta transita desde la fugacidad urbana del futurismo, la perspectiva exagerada, el ángulo oblicuo, la simultaneidad y la masa humana en movimiento (Street Fight, 1914) hasta el colorismo agresivo y la deformación de lo expresionista. Su mirada se detiene, entre la denuncia y la verdadera fascinación por lo grotesco, en los personajes marginales: desde el suicida y la prostituta a la realidad obrera —Workers (1912), Urban area (1912)— y de personajes de circo, Freaks (1913), Circus Clowns (1915-16) (Grosz 1979: 16). Admiración que se trasluce en un interés también por la pintura del loco —él mismo sería internado en un sanatorio tras su experiencia en el ejército— o el garabato infantil, que no puede sino recordar a los experimentos surrealistas y a la estela continuada por el art brut en los años 70. Sin embargo, el ismo con el que establece una mayor vinculación, precisamente por el carácter rupturista y el juego de aquella “belleza de la indiferencia”, es Dadá. Es en este momento cuando comienza el uso del fotomontaje y el collage (Remember Uncle August, the Unhappy Inventor, 1919) junto con John Heartfield, y la participación en revistas como Jedermann sein eigner Fussball, Der blutige Ernst, Die Pleite, Der Gegner, Der Dada, así como en la Feria Dadá de 1920 en Berlín (Grosz 2012: 17). Dadá inyecta también un azar violento a sus obras, que se había manifestado de modo innato en estos años como aquella “fuerza espontánea, demoniaca, incontrolable, que Bataille llamaba el mal” (Vargas Llosa 2012a: 524) y que se atenúa, en cierta medida, en su exilio a EE.UU. La invitación por parte de la Art Students League, institución que favorecería el alumbramiento de la nueva pintura norteamericana de los años 50, marca su llegada a Nueva York en 1933, poco después de su compatriota Hans Hofmann. A estas alturas, parte de la obra de Grosz ya había sido quemada en Alemania como anticipo de la famosa exposición de Arte Degenerado en 1937 (Vargas Llosa 2012b: 477). A pesar de la ruptura biográfica y artística, continúa su creación subversiva en la urbe estadounidense con la publicación de la colección de litografías Interregnum, prologadas por John Dos Passos (Vargas Llosa 1992: 58-60). No obstante, Vargas Llosa acusa ahora la pérdida del mundo apocalíptico de la obra berlinesa y, sobre todo, de su crueldad latente y el espectáculo pulsional de sus primeras obras.

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Habrá de darse, sin duda, una institucionalización del artista alemán en el fin de su carrera en EE.UU., como contradicción a lo genuino del juego dadaísta y a la intensidad histórica de lo narrado por su perspectiva: la distopía social en la guerra y la República de Weimar. A pesar de esta evolución, lo que captura la mirada de Vargas Llosa es la atracción de una ficción extremada que, aun siendo testigo de su tiempo o paradigmático ejemplo entre arte y vida, revela también los impulsos más oscuros del hombre individual. George Grosz es deliberadamente infrarreal y en este regodeo en lo abyecto como producto inevitablemente humano (“nous pouvons y reconnaître un peu de ce que nous sommes aussi” [Vargas Llosa 1992: 22]) el escritor encuentra la verdadera originalidad de su pintura. Esta fascinación en el descenso a los infiernos, al mundo apocalíptico y personal de Grosz, es el punto de partida para su identificación con la atmósfera violenta de algunas de sus novelas. De nuevo, la reflexión del crítico no puede sino encontrar algún eco en su propia obra, con una catarsis dividida entre su naturaleza de espectador y de creador. La violencia de los escenarios totalitarios que retrata en novelas como La fiesta del Chivo, como señala en el revelador artículo “You nourish yourself with everything you hate” (2007), es el elemento que da origen a la ficción y la devuelve al mundo, transitando la mirada fascinada y maldita del creador que la transforma. Recapitulaciones El ejercicio de la crítica, en cuanto observación y contraste de la obra de arte, ha estado presente en todas las épocas más o menos dependiente del estatus de la misma, así como de su sometimiento a un sistema religioso, social o filosófico. Sin embargo, es a partir del siglo xix cuando cambia la percepción ontológica de este tipo de ensayo e invade el hecho literario, no solo como vocación interdisciplinar agudizada en las vanguardias, sino como hermanamiento universalista de las artes en un plano teórico (“la crítica toca a cada instante con la metafísica” [Baudelaire 2005: 102]). Esta equiparación ayuda, en realidad, al autoconocimiento del autor e inaugura la poesía como temática, mirada para sí. Este reconocimiento en el lenguaje ajeno nos obliga entonces a tener en cuenta la evolución y relatividad de conceptos como “transposición” (ya desde Théophile Gautier), “traducción”, “gusto”, “recepción” y “obra”.

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Aunque se ha desarrollado fundamentalmente la herencia vanguardista de esta crítica, a causa de la necesidad de una refundación estética, del gran número de ensayos existentes y de una cierta afinidad con los autores tratados, no implica la inexistencia de reflexiones en torno a la función social del arte y su conformación en otros lenguajes. Sobre todo, porque la posibilidad de participación en la praxis histórica y la autonomía de lo creado con respecto a elementos políticos y económicos será uno de los debates fundamentales en el siglo xx y signo de unión entre las distintas expresiones. No obstante, se ha atendido a cómo la toma de conciencia frente a la tradición negada por la vanguardia y el conocimiento de sus límites en la posvanguardia ha capacitado al escritor para prolongar verbalmente la creación de la obra plástica como parte de su propio ideario creador, al tiempo que, como mediador, condiciona la interpretación de lo visual del público. La literatura hispanoamericana en su floración hemerográfica en publicaciones como Contemporáneos, Orígenes o Sur, o con autores como Lezama Lima y Luis Cardoza y Aragón, prueba esta preocupación literaria. La búsqueda del límite y de la libertad, vital y creativa, es el frente común que atraerá a Mario Vargas Llosa y a Octavio Paz hacia la recuperación de los artistas dadá. Lo que en Marcel Duchamp es ironía ante el sistema estético y el objeto, en George Grosz es revelación de lo abyecto en el hombre y, en ambos, confluye en un profundo individualismo y en una relación con lo literario, desde las cajas explicativas del primero hasta las viñetas periodísticas en el alemán. De este modo, en el ocaso del siglo xx, la gran experiencia de Mario Vargas Llosa y de Octavio Paz en el campo del ensayo se ha puesto al servicio de dos proyectos visuales que rompen con lo sistemático, como prolongación de los mismos y como espejo. Octavio Paz desencripta el hermetismo de Le Grand Verre y Étant donnés a través de la metáfora de lo erótico, el tiempo y la teoría estética porque son elementos que él mismo utiliza para buscar su identidad literaria y la tentativa de una unidad en lo histórico. Del mismo modo, Vargas Llosa descubre en George Grosz que la verdadera manifestación de la originalidad creativa se encuentra a veces en los límites de lo humano, pero que debe ser transformada por el poder de la ficción para hallar su sentido. A raíz de ello, los dos extraen “lo que puede contener de poético en lo histórico” (Baudelaire 2005: 361) de cada obra y lo encajan en su propia escritura, de la cual la crítica no es sino una prolongación.

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CAMPOS PROCEDIMENTALES DE LA VANGUARDIA EN EL TEATRO (DE LA ESCENA LIMINAL DE OLIVERIO GIRONDO A LA DRAMATURGIA POSTSURREALISTA DE ALDO PELLEGRINI) Jorge Dubatti (Instituto de Artes del Espectáculo “Dr. Raúl H. Castagnino”, Universidad de Buenos Aires)

Las teorías aportadas por la Filosofía del Teatro en los últimos veinte años (acontecimiento teatral triádico: convivio, poíesis corporal, expectación; teatro-matriz, teatro liminal y dimensión performativa de la literatura y las artes; dramaturgias pre-escénicas, escénicas y post-escénicas, territorios singulares que el teatro suma a la literatura, entre otras) han estimulado una reampliación del concepto de teatro y artes escénicas que permite redefinir el corpus de estudio y, en consecuencia, revisar la historia de sus prácticas en el mundo y en Hispanoamérica (Dubatti 2016 y 2017). A la luz de dichas teorías dirigimos el Proyecto UBACyT 2014-2017 “Historia del Teatro Universal y Teatro Comparado: origen y desarrollo del teatro de la vanguardia histórica”, orientados por preguntas acuciantes: ¿qué significó la vanguardia histórica para el teatro?, ¿cuáles son sus principales procedimientos?, ¿cómo redefine su impacto nuestra lectura de los procesos poéticos hacia el futuro y hacia el pasado?, ¿cómo reordena, en suma, la periodización del teatro contemporáneo? Expresiones escénicas como le serate (veladas), del futurismo; el poema fonético y el poema abstracto, de los dadaístas; los sketches surrealistas y, entre otros, la poética explícita del “teatro de la crueldad”, de Antonin Artaud (que en El teatro y su doble reúne 14 ensayos y un prefacio sin puesta-modelo histórica), cambiaron la escena internacional en la primera mitad del siglo xx, se proyectaron en la posguerra postvanguardista y su legado sigue vivo en el

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siglo xxi. Nunca antes en la historia del teatro universal se había experimentado tal liberación renovadora para la composición teatral. La investigación nos permitió afirmar que, aunque por lo general omitida en las historias, la vanguardia contribuyó incalculablemente al teatro. Tenemos una gran deuda historiográfica con la vanguardia histórica teatral y sus proyecciones, especialmente en Hispanoamérica, donde algunos especialistas llegan a negar su presencia. Si revisamos la productividad teatral de la vanguardia podemos rearticular los procesos históricos con que pensamos nuestra escena a través de los siglos xx-xxi. En este trabajo propondremos algunos pasos iniciales: primero, coordenadas histórico-teóricas para distinguir la vanguardia teatral de otros procesos escénicos; luego caracterizaremos sus principales campos procedimentales; finalmente, nos detendremos en dos casos de la escena argentina —muestra de una ebullición hispanoamericana hasta hoy no considerada por la historiografía teatral—, elegidos estratégicamente para ilustrar la articulación entre vanguardia y postvanguardia en el arco que va de 1932-1933 a 1964. Poética abstracta de la vanguardia histórica en el teatro ¿De qué hablamos cuando hablamos de vanguardia histórica en el teatro? Desde la Poética Comparada (Dubatti 2012: 127-142) tomemos posición al respecto y propongamos algunas herramientas básicas para comprender el origen y la productividad de la vanguardia en los siglos xx y xxi: su doble fundamento de valor; sus relaciones y diferencias con la modernización y el experimentalismo; su legado en la postvanguardia, y la imposibilidad de una restauración vanguardista en la historia; la deuda con el simbolismo y su profundización de la nueva instrumentalidad del arte que surge de la autonomía y la no-ancilaridad; las relaciones y diferencias entre vanguardia artística (avant-garde) y vanguardia política (vanguard) y los procesos de re-ancilarización política. Para construir una poética abstracta, proyectable a lo teatral, emprendimos la revisión metacrítica1 de un amplio conjunto de autores que teorizaron Los quince integrantes (docentes, graduados, alumnos) del Proyecto UBACyT analizamos metacríticamente la amplia bibliografía sobre vanguardia desde los siguientes parámetros unificados: ¿qué entiende el autor por lo que llamamos “vanguardia histórica”?; 1 

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y/o historizaron la vanguardia a través de los años2. Esta actitud revisionista ha sido asumida por otros estudiosos, como Ana Longoni y Fernando Davis (responsables de un dossier sobre “Vanguardias, neovanguardias, posvanguardias: cartografía de un debate” en la revista Katatay, 2009), los artistas y teóricos reunidos en la Universidad de Buenos Aires (AA.VV. 2003), e incluso Peter Bürger (autor del insoslayable Teoría de la vanguardia, cuya primera edición, en alemán, es de 1974) se dedica a repensar las objeciones planteadas a su libro clásico en un artículo publicado por New Literary History en 2010. Tras un balance de las diversas lecturas, concluimos que no hay consenso entre los especialistas respecto del uso del término vanguardia. Hay quienes lo utilizan para un período histórico preciso (Poggioli, Bürger), otros lo emplean como tendencia transhistórica o constante con variaciones a través de las décadas, incluso siglos (Paz, Huyssen, Foster); otros distinguen diversos tipos de vanguardia (avant-garde / vanguard, Buck-Morss), o vanguardia de “experimentalismo” (Eco), o emplean vanguardia explícita o implícitamente como equivalente o variante de modernización (Torre, Sánchez). No hay acuerdo tampoco sobre qué movimientos incluir en la vanguardia. Algunos autores suman el Expresionismo (García, Torre, Huyssen, Pavis), mientras que otros lo consideran modernización. Hans-Thies Lehmann afirma en su Teatro posdramático en el cierre del siglo xx: “Vanguardia es un concepto que se originó en el pensamiento de la Modernidad y que necesita una revisión urgente” (2013: 48). Incluso se desconfía de la carga semántica que el término arrastra, como cuando Patrice Pavis escribe: “Avant-garde est un terme plus journalistique et publicitaire que conceptuel” (2007: 155)3. En su más

¿distingue diferentes tipos de vanguardia?; ¿a quiénes retoma y cita de la bibliografía anterior sobre vanguardia?; ¿qué corpus incluye en la vanguardia?; ¿qué período traza?; ¿cómo relaciona la vanguardia con la historia anterior y la posterior?; ¿otros elementos destacables? 2  Aguirre (1983), Béhar (1967), Buck-Morss (2004), Bürger (1997, 2010), Calinescu (1985), De Maria (1986), De Micheli (2000), Torre (1974), Díaz (2010), Eco (1988), Foster (2001), García (1997), Giunta (2001), Gómez (2008), Huyssen (2002), Innes (1981, 1993), Lehmann (2013), Longoni (2014), Longoni y Davis (2009), Nadeau (1993), Pavis (2007), Paz (1974), Poggioli (1964), Salaris (1999), Sánchez (1999), Sarti (2006), Schechner (2012), Tinianov (1968), Wellwarth (1966), Williams (1989), entre muchos otros. 3  “Vanguardia es un término más periodístico y publicitario que conceptual” (nuestra traducción).

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reciente Diccionario de la performance y del teatro contemporáneo, en la entrada “Vanguardia”, Pavis se pregunta si es posible una definición y sintetiza las dificultades que enfrenta el intento de formular una teoría de la vanguardia (2016: 355-359). Esta falta de consenso no debe sorprender. Sabemos que en las últimas décadas un fenómeno asentado de las Humanidades, en general, y de la Teatrología, en particular, es la multiplicidad en el uso de los términos4. Justamente esta nueva situación internacional exige leer y conocer lo que proviene de las distintas territorialidades, así como obliga a tomar posición. Como resultado de la revisión bibliográfica, coincidimos con la tesis de Teoría de la vanguardia de Peter Bürger, más allá de las críticas y reparos que pueden hacerse a su libro en diversos aspectos5. Bürger emplea el término para designar un momento histórico único e irrepetible en la cultura y el arte: vanguardia histórica corresponde a un conjunto de concepciones y prácticas artísticas, y específicamente teatrales, en torno de un nuevo (doble) fundamento de valor, surgido a fines del siglo xix y consolidado en las primeras décadas del siglo xx. Dicho fundamento de valor combina la búsqueda de la fusión de arte-vida con la lucha contra la institución-arte. Son aspectos complementarios, inseparables, uno lleva al otro, como en una cinta de Moebius. Las concepciones y prácticas que portan, en su expresión más ortodoxa o radicalizada, este doble fundamento de valor, son las del Futurismo, el Dadaísmo y el Surrealismo, sin duda relevantes productores de acontecimientos teatrales entre 1909 y 19396, con antecedentes desde Ubú Rey (1896), de Alfred Jarry.

Aceptamos que no hay “gurú” internacional a quien seguir, que todo debe ser permanentemente revisado, y que, aunque usemos las mismas palabras técnicas —deconstrucción y giro lingüístico mediantes— no hablamos una lengua mundial común. Nos apropiamos de los términos en las diversas territorialidades y las usamos de maneras diferentes para pensar problemas y cuestiones diversos desde una cartografía radicante y un pensamiento cartografiado, con la aspiración de un diálogo de cartografías (Dubatti 2016). 5  Entre otros aspectos relevantes del libro de Bürger que deben revisarse: su forma de pensar las relaciones entre arte y burguesía; su noción de autonomía artística; la tesis de que la vanguardia surge en oposición al esteticismo; su concepto de “neovanguardia”. 6  Este corte de periodización es convencional, abarca desde los inicios del Futurismo al cierre de la etapa de “autonomía del Surrealismo”, según Maurice Nadeau (1993: 143-185). 4 

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Fusionar el arte con la vida implica producir un arte que tenga significación directa en la existencia (un arte vital), así como vivir una vida atravesada por los saberes y las estrategias del arte (una vida artística o “artistizada”, constituida, afectada por el arte). La vanguardia aspira a generar al mismo tiempo un arte nuevo y una vida nueva, de conexión simbiótica, opuestos a un arte viejo y una vida vieja. Hans Richter ha reflexionado sobre la pervivencia de la dimensión artística incluso en la experiencia sin concesiones del Dadaísmo: señala que en los mismos creadores había conciencia de “las profundas razones que impidieron a los literatos dadaístas —pese a sus declaraciones anti-arte— detener el desarrollo pro-arte en el corazón mismo del movimiento” (1973: 53). “El rechazo radical del arte propagado por Dadá era en última instancia provechoso para el arte” (55). Destruir la institución-arte es promover un renacimiento otro del arte: pretende acabar con las dinámicas de los roles de artista, espectador e instituciones mediadoras entre artistas y espectadores (crítica, universidad, empresas, salas, premios, museos, etc.) tal como se habían impuesto en Occidente en los procesos de la Modernidad. Acabar con el artista “genio”, el espectador “consumidor” o “pasivo”, las reglas de legitimación y consagración del teatro, las formas de regulación y mediación estética, política, económica, moral, religiosa, etc. No se trata de destruir el arte, sino de favorecer su radical liberación de ataduras, límites y prejuicios institucionales que empobrecen su potencia vital. La vanguardia histórica genera un big bang de concepciones y procedimientos que continúa expandiéndose más allá de su ciclo ortodoxo y hace necesario pensar una postvanguardia (preferimos este término al de “neovanguardia” de Bürger): otro conjunto de prácticas y concepciones artísticas/teatrales que, desde fundamentos de valor diferentes a los de la vanguardia histórica, se apropia como legado de las concepciones y las prácticas de esta, incluso ya en parte del mismo período que cubre la vanguardia histórica. Debe observarse que Futurismo y Dadaísmo poseen una historia interna diversa a la del Surrealismo, y sus versiones ortodoxas culminan antes de 1939. De allí que pueda hablarse de postvanguardia antes de 1939, cuando aún los procesos de la vanguardia surrealista no han terminado. En este sentido, el prefijo “post” puede significar “lo que viene después”, pero principalmente significa “lo que es consecuencia de”, lo que asume el legado de la vanguardia.

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Esta doble inflexión del fundamento de valor (fusión de arte-vida, lucha contra la institución-arte) otorga a la vanguardia una historicidad única que la diferencia de otras expresiones coetáneas de lo nuevo y del cambio en los procesos de modernización. Desde el siglo xv, con la fuerza del Renacimiento, lo nuevo se expresa en sucesivos pulsos de modernización, de diferentes grados de calidad y cantidad, a través del cuestionamiento y superación crítica de lo vigente e inmediatamente anterior, pero siempre en el marco de las prácticas estatuidas intra-institucionales (internas a la institución-arte), progresivamente afianzadas, respecto de las formas de producción-circulación-recepción. La vanguardia se diferencia de otros pulsos de renovación intra-institucionales, anteriores y coexistentes. La vanguardia ya no lucha solo contra un estado del arte inmediatamente anterior, o solo contra sus contemporáneos dominantes, sino también contra los procesos de producción-circulación-recepción del arte tal como se han ido imponiendo, durante al menos cinco siglos de historia, en la progresiva constitución de la Modernidad y del arte/el teatro modernos. La vanguardia no pretende ser un nuevo pulso de modernización intra-institucional, sino mucho más: instaura una ruptura histórica, la quiebra de un proceso de siglos. Se trata de un estallido inédito que, al mismo tiempo que busca acabar con la institucionalidad anterior, abre un nuevo universo para las formas de producción-circulación-recepción del arte en tanto rompe la linealidad de transmisión de la secuencia “del artista al espectador”. Producción, circulación y recepción se mezclan, fusionan, liminalizan. La variable anti-institucional/intra-institucional marca la diferencia de la vanguardia histórica con otras modernizaciones. En su conferencia “El Grupo 63, el experimentalismo y la vanguardia”, Umberto Eco afirma que hay dos grandes formas de pensar lo nuevo en la historia del arte en el siglo xx. El experimentalismo consiste en “actuar de forma innovadora respecto a la tradición establecida” (1988: 102), hay diferentes grados o niveles de experimentación (“se puede admitir que Joyce experimentaba más que [Henry] James”, 102). El autor experimental, dice, posee “voluntad de hacerse aceptar” por la institución, anhela que “sus experimentos se conviertan en norma con el tiempo” (103). La vanguardia, en cambio, está marcada por “la decisión provocadora, el querer ofender socialmente a las instituciones culturales (literarias o artísticas) con productos que se manifiestan como inaceptables” (103). Eco concluye que en el Grupo 63, y por extensión —podemos

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deducir— en todas las expresiones artísticas, “las dos almas (vanguardista y experimental)” conviven y se conectan ambiguamente (105). Pero no todo lo que hizo el Grupo 63 podría ser pensado con la radicalidad anti-institucional de la vanguardia. Definimos, entonces, experimentalismo como el extremo más radical de la modernización intra-institucional, que no se constituye en vanguardia porque trabaja dentro de los límites de la institución-arte. La distinción entre experimentalismo y vanguardia nos permite comprender por qué algunos “ismos” del siglo xx (Expresionismo, Cubismo, Constructivismo, Imaginismo, Ultraísmo, Personalismo, Invencionismo, Existencialismo, Concretismo, Iracundismo, etc.) son relevantes modernizaciones, pero no pertenecen al movimiento vanguardista (anti-institucional): su trabajo se despliega dentro de la institución-arte, su provocación —retomando la expresión de Eco antes citada— es “interna” a la institución. Como observan Poggioli y Bürger, la vanguardia realiza un trayecto histórico único, irrepetible en su radicalidad, en tanto, paradójicamente, la vanguardia fracasa porque triunfa y triunfa porque fracasa. Contra su deseo de liberación institucional, la vanguardia se auto-institucionaliza, va armando su propio museo, se convierte en referente de sí misma y por lo tanto, termina armando una institucionalidad paralela o acaba integrándose a aquello que ataca: la misma institución-arte que ha enfrentado. Cuanto más avanza en su devenir histórico, más ratifica su pertenencia a la institución-arte, y finalmente es tomada por esta. Toda vanguardia está condenada a procesos de auto-institucionalización y, al mismo tiempo, a ser absorbida y neutralizada por la institución-arte. La vanguardia histórica termina constituyéndose, para la institución, en el período (único e irrepetible) de la historia del arte/ del teatro en el que la institución-arte se cuestionó a sí misma, para finalmente ratificar el omnímodo poder de la institución. Por este carácter de singularidad histórica, que hace que la vanguardia no pueda regresar en la historia como tal, preferimos el concepto de postvanguardia al de neovanguardia. Así como Eco señaló que vanguardia y experimentalismo conviven, es importante advertir que, paralelamente a su acontecer orgánico u ortodoxo, la misma vanguardia va generando resonancias de modernización intra-institucional, formas heterodoxas de tensión de lo nuevo, entre ruptura y modernización. Es muy común observar en el arco de producción de un determinado artista (por ejemplo, en Jarry o en Artaud), o dentro de un movimiento, una

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zona de vanguardia y otra de modernización o experimentalismo. Así, vanguardia, experimentalismo y otras formas de modernización se complementan y entretejen, conviven, se alimentan entre sí, coexisten, y muchas veces sus límites son ambiguos y difíciles de precisar. La vanguardia ortodoxa realiza trayectos históricos discontinuos, espasmódicos, no se sostiene regularmente, muchas veces se reproduce en experimentalismo. A diferencia de Bürger, sostenemos que la propuesta vanguardista de fusión del arte con la vida y de la vida con el arte no es resultado del rechazo de la autonomía del arte del esteticismo, sino de una profundización de la herencia simbolista (justamente uno de los devenires del esteticismo en la segunda mitad del siglo xix)7. Sin Simbolismo no hay vanguardia histórica; sin Maurice Maeterlinck no hay Antonin Artaud. Alfred Jarry es un ejemplo notable de esa articulación (Dubatti 2013): Ubú Rey se estrena en el seno mismo del Théâtre de l’Oeuvre. Para Bürger “autonomía” implica separación y aislamiento de la vida, pérdida de incidencia en lo vital; por el contrario, con el simbolismo la autonomía configura una nueva instrumentalidad del arte en la vida, un paradójico neo-utilitarismo específico del arte, a partir de la negación de la ancilaridad del arte. Los simbolistas, herederos del esteticismo, sostienen que el arte cambia la vida, que es un instrumento de transformación de la existencia individual y social, cuando el arte no es ancilar a algo externo al arte. La autonomía del simbolismo no debe ser pensada como alejamiento o aislamiento de la vida, sino como no-ancilaridad: el arte se vuelve autónomo cuando decide no ponerse al servicio del Estado, las clases sociales, el poder, la política, la moral, la educación, la ciencia o la religión. De esa manera, por la vía de la no-ancilaridad, paradójicamente, la autonomía genera en el arte una nueva instrumentalidad que le es propia, el arte comienza a prestar un servicio único, propio y singular. Cuando el arte “no sirve” a los otros campos externos al arte y “se sirve” a sí mismo, no pierde su utilidad, sino que comienza a adquirir una nueva utilidad y a prestar un servicio específico. La vanguardia piensa como principal función de esta nueva instrumentalidad del arte su carácter subversivo. El arte posee, para la vanguardia, una enorme capacidad liberadora de todo tipo de sujeción. Aldo Pellegrini, el 7 

Véase nuestro “El drama simbolista”, en Dubatti 2009: 143-208.

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más importante intermediario y exponente del Surrealismo en la Argentina, explica esa fuerza de la vanguardia entendida como una revolución “abierta” a través de la poesía, por extensión, a través del arte, cuyo fin último es la subversión, la desautomatización de lo aprendido, la desestabilización del statu quo, de las costumbres, las reglas morales y la percepción, pero sin la aspiración de generar un nuevo orden estabilizado: Abierto el camino de la libertad por la poesía [por el arte], se establece automáticamente su acción subversiva. La poesía se convierte entonces en instrumento de lucha en pro de una condición humana en consonancia con las aspiraciones totales del hombre. Ceder a la exigencia de la poesía [del arte] significa romper las ataduras creadas por el mundo cerrado de lo convencional. […] Libre de los esquemas de la razón, libre de las normas sociales, libre de las prohibiciones, libre de los prejuicios, libre de los cánones, libre del miedo, libre de las rigideces morales, libre de los dogmas, libre de sí misma. [...] La acción subversiva se manifiesta al ofrecernos la poesía [el arte] la imagen de un universo en metamorfosis en oposición al universo rígido que nos imponen las convenciones. La imagen poética en todas sus formas actúa como desintegradora de ese mundo convencional, nos muestra su fragilidad y su artificio, lo sustituye por otro palpitante y viviente que responde al deseo del hombre (2016: 104-106).

Esa potencia descubierta en la no-ancilaridad, en la autonomía del arte (el arte ya no “sirviente” de factores externos), pronto va a generar la atención de la política y de quienes quieran ponerla al servicio de la construcción de poder político. La vanguardia terminará siendo re-ancilarizada por/hacia la política, dejará de ser un fin en sí misma (en tanto vivir en estado de vanguardia es abrir nuevos horizontes tanto artísticos como existenciales) para transformarse en un medio al servicio de y regulado por la política. Podemos distinguir, así, dos tipos de vanguardia, generalmente diferenciadas en castellano como vanguardia artística y vanguardia política. En su libro Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de utopías de masas en el Este y el Oeste, Susan Buck-Morss las llama respectivamente avant-garde y vanguard (capítulo 2, “Sobre el tiempo”, 2004: 59-115). La primera trabaja desde la autonomía, desde la subversión, desde la metamorfosis, sin dejarse “tomar” por sistemas ordenadores, puesta al servicio de una revolución “abierta”, no regulada, no pautada como programa, que es la vanguardia misma en la fusión arte-vida.

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La segunda admite la re-ancilarización y pone toda su fuerza al servicio de una revolución “regulada” por los partidos políticos, como en el caso del surrealismo puesto al servicio del comunismo. Campos procedimentales de la vanguardia histórica Si estos lineamientos configuran la concepción de la vanguardia histórica, ¿cuáles son los principales campos procedimentales que aporta la vanguardia al teatro, que proyecta además en la postvanguardia? Podemos sistematizar su repertorio estructural en tres grandes campos procedimentales fuertemente productivos en la historia de la escena vanguardista y posterior: I. Violencia, “sabotaje” o “torpedeo”8, conscientes y programáticos, contra ciertas poéticas (estructuras, concepciones, formas de trabajo) del teatro anterior, por ejemplo, contra el drama moderno objetivista, racionalista, de tesis y las poéticas del “teatro burgués”9. Jarry exalta en el epígrafe a Ubú encadenado: “¡No habremos demolido todo si no demolemos incluso las ruinas!” (2001: 427, nuestra traducción). La vanguardia tiene plena conciencia de que, haciendo estallar las poéticas convencionalizadas, genera una liberación de las concepciones vitales y artísticas coartadoras que esas estructuras portan. II. Recuperación de procedimientos del teatro pre-moderno (el teatro anterior a la Modernidad o fuera de los territorios de la Modernidad, en África, Oriente o América) y anti-moderno (que coexisten a la Modernidad, enfrentándola en sus fundamentos, en conexión con la pervivencia de lo pre-moderno). Los vanguardistas se reapropian y refuncionalizan procedimientos de la tragedia clásica y del rito (los misterios de Eleusis), del teatro teocéntrico y profano medieval y los histriones, de la fiesta popular, de la commedia dell’arte y la tragedia de sangre barroca, de la titiritesca ancestral y André Breton emplea estos términos, por ejemplo, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo”, de 1930: “Se concibe que el surrealismo no tema hacer un dogma de la rebelión absoluta, de la insumisión total, del sabotaje sistematizado, y que no espere ya nada que no provenga de la violencia” (2001: 85). 9  Véase nuestro “El drama moderno”, en Dubatti 2009: 21-140. 8 

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el circo, de la danza balinesa y los rituales aborígenes mexicanos, etc., en tanto han sido despreciados por la poética realista, expositiva y argumentativa del drama moderno. III. Fundación constructiva de un vasto campo proposicional de procedimientos innovadores, que van más allá de la destrucción sistemática de lo estatuido o la recuperación apropiadora de lo marginado y configuran el aporte de mayor originalidad de la vanguardia: a) La liminalidad: la escena busca zonas de indeterminación, de frontera o pasaje, de umbral y límite borroso entre campos ontológicos diversos, investiga en formas de fusión y tensión entre el arte y la vida, entre el teatro y las otras artes, entre arte y no-arte, entre el teatro y otras disciplinas y profesiones (ciencia, técnica, automovilismo, aviación, vestimenta, etc.)10. b) La redefinición de la teatralidad más allá de lo dramático en su dimensión de acontecimiento: contra la idea hegeliana de “drama” absoluto (profundizada por Peter Szondi, 1994), la teatralidad ya no aparece necesariamente asimilada a la ficción encapsulada en sus propias reglas ficcionales y a la representación de un texto dramático previo, sino que se la identifica con el acontecimiento o acto en sí mismo, como en le serate futuristas o en las sesiones dadaístas. La vanguardia pone en tensión dos componentes del teatro presentes desde el origen mismo de lo teatral: lo dramático y lo no-dramático, y prioriza el segundo11. Abre así el camino a múltiples expresiones posteriores, como el happening, lo performativo, lo posdramático. c) El irracionalismo: privilegia la pura imaginación desligada del control racional, por ejemplo, el absurdo, el disparate o nonsense, el símbolo opaco, oclusivo y la construcción de ausencia, lo inconsciente, lo onírico, el delirio, el trance, la escritura automática, la asociación libre, la improvisación, el “azar producido”, el montaje y el collage, la imagen surrealista que conecta términos distantes. Para el concepto de teatro liminal y la liminalidad constitutiva del acontecimiento teatral, véanse Dubatti 2016: 7-28 y 2017. 11  Para la distinción entre lo dramático y lo no-dramático, Dubatti 2016: 7-28 y 2017. 10 

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d) El conceptualismo: la vanguardia abunda en poéticas explícitas, hacia una nueva dimensión conceptual del teatro, que explica las condiciones de comprensión de los acontecimientos y las prácticas y reivindica la teoría misma como acontecimiento: metateatro, manifiestos, metatextos, e incluso personajes-delegados dentro de las obras que explicitan fragmentariamente el sentido de la ruptura, etc. Diseña dispositivos conceptuales que crean condiciones de comprensión racional de lo que se va construyendo, al mismo tiempo que constituyen las obras (como en los ready-mades). Baste recordar los ya mencionados ensayos de El teatro y su doble, los numerosos manifiestos futuristas, dadaístas y surrealistas, o el discurso metateatral del personaje del “Director” en la apertura de Las tetas de Tiresias, de Guillaume Apollinaire. Destrucción, recuperación apropiadora de lo marginado, fundación de nuevos territorios procedimentales para la construcción artística. Como afirmó Tristan Tzara en su conferencia de 1947 en la Sorbonne sobre “El surrealismo y la posguerra”, no solo hay que observar el “lado destructivo” de la vanguardia, sino también su relectura del pasado y su capacidad propositiva original. “Es verdad que la tabla rasa, de la que hicimos el principio director de nuestra actividad, no tenía valor sino en la medida en que otra cosa debía sucederle” (Tzara 1955: 30). Es importante señalar que, si bien separamos estos campos procedimentales, son en realidad complementarios, superpuestos, fusionados. Podríamos pensarlos como diferentes ángulos para observar la praxis de esta ruptura radical. Torpedear la noción tradicional de representación (campo I) genera la mencionada redefinición de la teatralidad (campo III, b). Otra forma de observar esa relación de los campos es pensar componentes que los transversalizan: por ejemplo, la risa, el humor, lo cómico, la parodia, que se vinculan a la par con el torpedeo (por el poder revulsivo, irreverente de la risa), lo premoderno (la ancestralidad de los procedimientos cómicos) y, entre otros, la irracionalidad (el absurdo, el nonsense, el disparate) y lo conceptual (pensemos en la Antología del humor negro compilada por Breton, pródiga en reflexiones sobre el poder subversivo de la risa)12. Muchas En ¿Qué es el humor? (2003), Jonathan Pollock reflexiona sobre los poderosos vínculos entre la vanguardia, la risa y el “humor destrucción” (cap. 4, “La negrura del humor”, 109-135). 12 

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veces la vanguardia comparte estos procedimientos, ya no en variable antiinstitucional sino intra-institucional, con el experimentalismo y otras formas menos radicalizadas de modernización. Pero hay además otros campos de procedimientos que los cruzan: la reelaboración de la cultura de masas, los nuevos recursos tecnológicos (Huyssen). Estos tres campos procedimentales (“torpedeo”, rattrapage de lo pre-moderno y lo anti-moderno desdeñado u olvidado por la Modernidad, nueva proposicionalidad poética) generan a su vez modos de lectura de la poética de la vanguardia histórica (como veremos al estudiar a Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini): podemos preguntarle, por ejemplo, a Víctor o los niños al poder (1928), la pieza de Roger Vitrac, cómo se relaciona con la violencia destructiva de las poéticas vigentes, cómo se reapropia de artificios constructivos pre-modernos y anti-modernos, cómo trabaja con la liminalidad, el nuevo concepto de teatralidad, el irracionalismo y el conceptualismo. La potencia creadora de estos campos procedimentales hace que, en la historia del teatro occidental, la vanguardia histórica introduzca una auténtica revolución en todos los niveles (poético, político, histórico, conceptual, etc.). Por otra parte, por la potencia de su gesto revolucionario, la vanguardia histórica se constituye en una “bisagra” hacia adelante y hacia atrás en la historia teatral: hacia adelante, a manera de un descomunal big bang, la vanguardia genera la postvanguardia —con manifestaciones y transformaciones hasta hoy—; hacia atrás, por su reconsideración de lo pre-moderno, la vanguardia invita a recuperar/releer/volver a pensar la historia teatral despreciada por la Modernidad. Su propuesta sobre el valor de la liminalidad es relevantísimo, tanto en las prácticas como en las teorías, como hemos tratado de señalar en nuestros estudios (2016, 2017, 2019). Si en la vanguardia se busca la fusión del arte con la vida, en la postvanguardia —como reelaboración del fracaso y del triunfo de la vanguardia— se trabaja con la tensión del arte con la vida. La vanguardia y la postvanguardia invitan a proyectar la experimentación sobre la liminalidad en el futuro, pero también a redescubrir la liminalidad en el pasado. La concepción futurista, dadaísta y surrealista de un teatro liminal propone implícitamente reconocer formas de teatro liminal en el pasado, por ejemplo, entre teatro y rito, entre fiesta, poder cívico y representación. La energía artística e histórica de la vanguardia construye al mismo tiempo su presente, sus antecedentes en el pasado y su

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posteridad. Después de la “aventura” y el “riesgo” (Michaud 1994: 297-328) de la vanguardia histórica, el arte y el teatro ya no podrán ser los mismos. Un escritor contemporáneo no puede ignorar ese legado, que resuena en él de muchas maneras, incluso cuando opte por emprender una política de la diferencia, en dirección contraria. Hay algo del surrealismo “heterodoxo” (siguiendo los términos de Cirlot 1953: 10), de cuyos procedimientos los artistas se apropian consciente o inconscientemente para integrarlos a una poética diversa, propia. Coincidimos con Carlos Marcial de Onís, sobre la presencia del Surrealismo en España, en que tras la “desintegración” del mismo durante y después de la Guerra Civil, “quedan, sin embargo, operantes o en disponibilidad, ciertas adquisiciones permanentes” (1974: 85). Nuestra hipótesis es que el legado de la vanguardia, ya disuelto su doble fundamento de valor original, se proyecta en la potencia de sus campos procedimentales, que son absorbidos, transformados y devenidos en otros procedimientos y desde nuevos fundamentos de valor por la postvanguardia. Esta implica el reconocimiento de esas “adquisiciones permanentes”. La postvanguardia es el testimonio de la productividad del legado de la vanguardia tras la desaparición de su fundamento de valor. La postvanguardia porta una memoria de la vanguardia y estimula la evocación de los tiempos del gran “crack” (Gadamer 1996). Los fenómenos de la postvanguardia operan como la constatación, a la par, del triunfo de la vanguardia y del fracaso de su concepción. En la actividad escénica, por ejemplo, reconocemos expresiones de la postvanguardia (en tanto reelaboraciones del legado de la vanguardia histórica) en el “nuevo teatro” entre 1940 y 1970 (Marco de Marinis 1988), en John Cage, el Living Theatre, el teatro del absurdo, el happening y la performance, en el teatro pánico, el teatro ambiental y el rásico, en el “teatro de la muerte” de Tadeusz Kantor, las instalaciones, en el teatro de Peter Brook, Jerzy Grotowski y Eugenio Barba, Philippe Genty y Bob Wilson, en el teatro “posmoderno” y el teatro de la destotalización, en el teatro posdramático (recordemos que Lehmann dedica todo un capítulo al análisis de las relaciones entre vanguardia teatral y teatro posdramático, 2013: 99-117), el nuevo teatro documental, la autoficción, el biodrama y el vasto espectro de poéticas de la liminalidad, el “teatro de estados” de Ricardo Bartís, entre otros. Diversos investigadores especialistas en futurismo (Goldberg 2002; Gómez 2008; Bazán de Huerta

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2001) consideran le serate una primera avanzada de las poéticas que desarrollará la postvanguardia a partir de la Posguerra: performance, happening, instalaciones, conferencias performativas, etc. Creemos que el impacto de la vanguardia histórica ha sido tan grande en la historia del teatro universal (y, como veremos, en el hispanoamericano) que la postvanguardia sigue aconteciendo en diversos ámbitos hasta hoy, en una suerte de ampliación permanente de su productividad. En consecuencia, vale también preguntar a los fenómenos dramáticos y escénicos de la postvanguardia por los tres modos de lectura surgidos de la vanguardia: qué violencia destructiva ejercen sobre poéticas precedentes, qué retoman de los procedimientos pre-modernos y anti-modernos, cómo se relacionan con las nuevas propuestas poéticas de la liminalidad, la teatralidad dramática/no-dramática, el irracionalismo y el conceptualismo. Pero se instala una radical novedad: hay que indagar en el nuevo fundamento de valor, en la nueva concepción, no necesariamente vinculados a la vanguardia histórica, en tanto la postvanguardia es fatalmente intra-institucional. La postvanguardia se manifiesta en el creciente canon de multiplicidad o destotalización posmoderna, en la molecularización de los fundamentos de valor. Manifestaciones de la vanguardia teatral en Hispanoamérica A partir de esta caracterización de la vanguardia histórica, su relación con el experimentalismo y otras modernizaciones, y sus proyecciones en la postvanguardia, podemos releer la historia del teatro hispanoamericano para ampliar su corpus y transformarla. Hay un conjunto de acontecimientos artísticos, generalmente identificados con la literatura, la plástica o la música, que, por su liminalidad, deben formar parte de los estudios del teatro hispanoamericano y pueden ser pensados en su relación con la vanguardia histórica y la postvanguardia (y hasta hoy no han sido considerados como tales). El concepto de teatro liminal (Dubatti 2016, 2017, 2019) nos permite identificar acontecimientos artísticos que antes no eran percibidos como teatro. Llamamos teatro liminal a aquel que, a la par que manifiesta las características relevantes del teatro-matriz (convivio, poíesis corporal, expectación), nos lleva a preguntarnos: ¿es esto teatro? Su acontecimiento incluye

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componentes que, según las clasificaciones aceptadas —a partir del concepto canónico de teatro para la Modernidad: lo dramático—, no corresponden precisamente al teatro13. Retomando la distinción de Antonio Prieto Stambaugh (2009): no el teatro en fuerza centrípeta hacia el prototipo moderno (el drama, cuya expresión extrema sería la poética que Szondi llama “drama absoluto”, a partir de Hegel), sino en fuerza centrífuga hacia el no-teatro. Es decir, el teatro en función hacia el no-teatro, o al revés: el no-teatro en función hacia el teatro. Detengámonos en un caso relevante: el de la literatura latinoamericana de vanguardia que se inicia en los años veinte y se proyecta en las décadas siguientes. Por ejemplo, la poesía de Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Nicolás Guillén, Xavier Villaurrutia, entre muchos. Ha sido mayormente estudiada en su dimensión estrictamente literaria, a partir del análisis de libros y revistas. Pero se ha descuidado su aspecto performativo, presentacional/ representacional, liminal con el acontecimiento teatral. Detengámonos en un caso relevante de la Argentina: Oliverio Girondo hacia 1932-193314. ¿Por qué no se han incluido hasta hoy en las historias teatrales las acciones performativas, liminales con el teatro, de Girondo? Aldo Pellegrini (sobre el que volveremos enseguida) celebra “las tertulias de Girondo”, y señala que tanto este como Macedonio Fernández “revelaban un sentido nuevo del humor que se asociaba inseparablemente a lo poético, y que me resultaba lo más próximo a Apollinaire y a Jarry” (1987: 206). La poesía, en general la Hoy sabemos que las formas de teatro liminal son mucho más numerosas que las del teatro canónico (véanse los más de cincuenta artículos sobre diferentes expresiones de teatro liminal incluidos en Dubatti 2017 y 2019), del teatro para bebés y los desfiles de modas, a las performances de las hinchadas de fútbol y el site specific. 14  Siendo la Argentina una cultura con tradición de auténtico interés por las manifestaciones de la vanguardia teatral europea, se suele afirmar que no ha tenido vanguardia histórica teatral. Hay que poner la relectura que proponemos en relación con el hecho de que en Buenos Aires se realizaron las primeras ediciones en castellano de Ubú Rey de Alfred Jarry (1957), Las tetas de Tiresias de Guillaume Apollinaire (1988-1989), El teatro y su doble de Antonin Artaud (primero, en 1932, en la revista Sur, se publicó el ensayo “El teatro alquímico”, y más tarde, en 1964, en Sudamericana, el libro completo), Esperando a Godot de Samuel Beckett (1954) y Notas y contranotas de Eugène Ionesco (1965), entre otros textos cardinales de la vanguardia histórica y la postvanguardia en el teatro. Nos complace pensar que nuestra investigación se inserta en aquella tradición artístico-intelectual. 13 

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literatura, per-formada por el cuerpo vivo en reunión (convivio), producía acontecimiento teatral liminal más cercano que la página impresa al espíritu provocador de la vanguardia. En 1932, para promocionar su libro de poemas Espantapájaros, Girondo produjo un acontecimiento insólito de teatro liminal: construyó con sus propias manos un muñeco de papel maché de unos tres metros de alto (idéntico al dibujo de la tapa de la primera edición de su libro), representante del “crítico académico” (guantes blancos, galera, monóculo, traje caro, cuello almidonado y corbata, flor en el ojal, con gesto de solemnidad, pedantería, soberbia, superioridad…) y durante dos semanas hizo que una carroza fúnebre, tirada por seis caballos, lo paseara por las calles de Buenos Aires. Dos lacayos de librea conducían la carroza (a la que en alguna oportunidad acompañó el mismo Girondo). Mientras tanto, en un local de la calle Florida, unas muchachas vendían el libro, del que muy pronto se agotaron 5.000 ejemplares. Según Susana Lange, sobrina de Norah Lange, mujer de Girondo, “Oliverio tenía previsto quemar el muñeco a la vista de todos, en el patio de la Sociedad Argentina de Escritores, pero mi tía Norah no lo dejó y lo llevó a la casa de Suipacha” (Secretaría de Cultura 2017). En su sede de Suipacha 1444, el “académico” era visitado por los artistas: “El espantapájaros era lo primero que veías cuando entrabas a la casa. Había una escalinata y más arriba estaba el muñeco, con un cuervo”, recuerda Susana Lange. A Norah le gustaba el espantapájaros y lo tuvo ahí hasta que falleció Oliverio y ella se mudó. Después, cuando murió Norah, sus hermanas se lo regalaron al escritor Enrique Molina, que era amigo de Oliverio. Pero la esposa de Enrique odiaba al muñeco, así que, cuando se separaron, Molina se fue a otra casa e inmediatamente la señora llamó al Museo de la Ciudad para donar el muñeco (Secretaría de Cultura 2017).

Hay que destacar diversas facetas de este acontecimiento de teatro liminal vanguardista. La sorpresa que generó en una Buenos Aires para la que este tipo de acción artística performativa era insólita a comienzos de los años treinta. El procedimiento del muñeco, en nítido rescate del componente pre-moderno de las fiestas populares (carnaval, fiesta de San Juan, las parodias de “autos de fe”, etc.), al mismo tiempo que alusión a los títeres, muñe-

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cos de cera, maniquíes y “supermarionetas” de Alfred Jarry, Maurice Maeterlinck, Edward Gordon Craig en el Simbolismo y la vanguardia. El gesto anti-institucional de ataque a la “crítica académica”: no solo se la declaraba muerta (era llevada en carroza fúnebre supuestamente a su entierro), sino que iba a ser finalmente cremada en la SADE (si no se hubiese interpuesto Norah). La violencia de la actitud satírica, de combate contra la institución mediante la burla, que persigue la condenación desde la desconsideración y el ridículo, que emplea la reducción de la víctima (en contraste con la solemnidad del empaque del muñeco) y lo grotesco (es un “espantapájaros”) como mecanismo cómico, en referencia a una estricta actualidad. La agresión multiplicada por el hecho de que el muñeco permanece estático, vivo y muerto en su materialidad física, y así no puede defenderse. La irreverencia de valerse de esta performance como estrategia de venta del libro, contra el elitismo intelectual y la alta cultura, la valoración del mercado y el éxito comercial. La conservación del muñeco y el rito de su exhibición en la casa de los escritores vanguardistas, como reafirmación del gesto irreverente. El hecho de que haya sido legado a otro escritor vinculado a la vanguardia, al Surrealismo: Enrique Molina, y finalmente la paradoja (característica del triunfo y la derrota de la vanguardia) de que hoy el muñeco se conserva en el Museo de la Ciudad de Buenos Aires. Recordemos, también, la fiesta-representación con motivo de la publicación de la novela 45 días y 30 marineros (1933), de Norah Lange, realizada en la casa de Girondo y Lange, de la que se conservan fotografías reveladoras15. Norah viste un traje de sirena, confeccionado por Girondo, y aparece rodeada (entre otros) de Pablo Neruda, Xul Solar, Vizconde Lazcano Tegui, Evar Méndez, Emilio Pettorutti, el mismo Girondo, vestidos de marineros, buzos y capitanes. En otra fotografía, también disfrazados, se ve a Federico García Lorca y Raúl González Tuñón (Norah Lange 2015: 159-163). ¿No están estos acontecimientos promovidos por Girondo en la línea de los que estudiará más tarde Irina Garbatzky (2013)? Hay que recomponer la continuidad de ese vínculo a través del teatro liminal, debemos rescatar la dimensión de acontecimiento convivial —poético corporal— expectatorial que poseen las artes de vanguardia en Buenos Aires e Hispanoamérica, su contribución al 15 

Véase www.girondo-lange.com.ar, y también Esperanza López Parada (2017: 264).

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teatro liminal. Sin extendernos más (he aquí un programa de trabajo futuro), debemos destacar también la liminalidad teatral de la presencia de Marinetti en el Río de la Plata (Lorenzo Alcalá 2009). Detengámonos ahora, 30 años más tarde, en la labor del Aldo Pellegrini dramaturgo. Se trata de la arista de su obra menos indagada por los investigadores. Pellegrini (Rosario, provincia de Santa Fe, 1903-Buenos Aires, 1973) se inicia tempranamente en el Surrealismo de los años veinte y, a través de las décadas, va acompañando sus transformaciones hasta los setenta. Por ese devenir es un escritor clave para pensar la articulación vanguardia/ postvanguardia. Pellegrini es ampliamente reconocido como pionero, artista, teórico e intermediario del Surrealismo en América Latina (Méndez Castiglioni 2014)16. Se han estudiado su producción poética y ensayística, su trabajo como traductor, editor y antologista, la relevancia de sus múltiples gestiones para difundir y desarrollar el surrealismo en la Argentina y el mundo hispánico (de la fundación de revistas orgánicas a la curaduría de la muestra “Surrealismo en la Argentina” en el Instituto Di Tella en 1967). Sin embargo, para el campo teatral y la teatrología argentina, Pellegrini constituye una gran omisión. La referencia a Pellegrini y sus textos dramáticos está casi ausente tanto en las carteleras como en los principales diccionarios teatrales, anuarios escénicos (por ejemplo, los del Fondo Nacional de las Artes entre 1965 y 1972) y libros de investigación sobre dramaturgia y espectáculo. Sin embargo, publicó el volumen Teatro de la inestable realidad, en 1964, en la prestigiosa Ediciones del Carro de Tespis, dirigida por José Luis Trenti Rocamora, de alta visibilidad en los años sesenta. Pellegrini reúne allí siete textos dramáticos: “Cinco divertimientos” (sic), “Un paso de comedia: La buscadora de amor” y “Una pieza en dos cuadros: La escalera”, en cuya poética nos detendremos. Si bien su dramaturgia es incluida en Ediciones del Carro de Tespis, y en la Colección “Nuestro Teatro” comparte catálogo con dramaturgos de diversas tendencias (Eduardo Pappo, Félix M. Pelayo, Andrés Balla, Juan Car-

El libro Surrealismo: Aldo Pellegrini. El pionero en América (2014), de Rubén Daniel Méndez Castiglioni, profesor de la UFRGS, Porto Alegre, es reelaboración de su tesis doctoral y marca una insoslayable sistematización y actualización bibliográfica en los estudios sobre Pellegrini (véase su “Bibliografía”, 2014, pp. 141-151). 16 

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los Herme…), Pellegrini no parece ser integrado a las dinámicas del campo teatral. No se ha escrito aún un estudio sobre las relaciones, intercambios y diferencias entre los campos teatral, de artes plásticas y literario en los sesenta y setenta, que proponemos liminalizar y transversalizar, porque allí están los rastros de la vanguardia histórica. Analicemos la experiencia de Aldo Pellegrini a partir de las nociones expuestas de vanguardia, experimentalismo y postvanguardia. Pellegrini se pone en contacto desde Buenos Aires con la vanguardia histórica literaria francesa muy tempranamente, hacia 1923 o 1924, y su relación con el Surrealismo se mantendrá de diversas maneras hasta su muerte en 1973, durante casi medio siglo. Méndez Castiglioni describe e interpreta la trayectoria de Pellegrini (2014: 43-82), desde su contacto con la revista Littérature, donde lee por primera vez a André Breton y otros exponentes del Dadaísmo francés. Antes del segundo semestre de 1925 Pellegrini recibe en Buenos Aires, a través de la editorial Gallimard, el Manifiesto surrealista de Breton y el primer número de La Révolution Surréaliste. A partir de estas y otras lecturas, en 1926 anima y funda en Buenos Aires el primer grupo surrealista de América Latina, que concretará en noviembre de 1928 la publicación de la revista Qué. El grupo se disuelve en 1930 tras la aparición del número dos. En estos años iniciales Pellegrini y sus compañeros no escriben dramaturgia ni realizan actividades teatrales convencionales, centralmente se dedican a la teoría y la literatura, los textos filosóficos y poéticos, pero concretan algunos acontecimientos performativos (presentaciones, lecturas de textos), expresiones de teatro liminal. En este momento Pellegrini y sus compañeros están más cerca de la vanguardia artística que de la vanguardia política, y pueden expresar acentuadamente un impulso centrífugo respecto de la institución porque todavía están en sus márgenes, son emergentes, trabajan en los bordes del campo literario y cultural. Méndez Castiglioni ubica un nuevo momento entre 1930 y 1947, en el que “no sabemos si Pellegrini o los demás integrantes del grupo realizaron nuevas publicaciones […] Este período se caracteriza por el silencio total de los surrealistas argentinos” (2014: 60). En estos años Pellegrini tradujo los Manifiestos del surrealismo, de André Breton, pero por diversas resistencias del medio no consiguió publicarlos hasta 1965, como revelará en el prólogo a la edición de Nueva Visión (2001: 7). El contexto no parece

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ser fértil para el desarrollo orgánico del surrealismo, aunque es una buena señal que se inician las ediciones del sello Argonauta. Mientras tanto, en el mundo la vanguardia va cediendo paso a la postvanguardia por los acelerados procesos de consagración internacional e institucionalización de sus exponentes. Pellegrini acompaña ese proceso. “Durante los años 40, Pellegrini posiblemente se dedicó a la tarea de elaborar los poemas que publicaría en 1949 con el título El muro secreto y a estudiar las manifestaciones bonaerenses en la pintura” (Méndez Castiglioni 2014: 61). Comienza entonces su trabajo a dos aguas, entre la literatura y la plástica. Se interesa por la obra de Juan Batlle Planas y sus discípulos, entre ellos Roberto Aizenberg. Una nueva fase se constituye entre 1948 y 1950, en la posguerra, con la publicación de los números de la revista Ciclo. Centrada en literatura, plástica, teoría artística y política, entre el Surrealismo y el arte concreto, Ciclo tampoco evidencia centralmente el interés de Pellegrini y sus compañeros por el teatro, pero abunda en experiencias performativas. Se acentúa su relación con la vanguardia política. “Ciclo no fue una revista de creación sino de ensayo y crítica, en la cual concretistas y surrealistas sumaron sus fuerzas para expresar sus ideas. […] Dio una buena visión del surrealismo y colaboró para crear un ambiente favorable a sus ideas y divulgarlas”, afirma Méndez Castiglioni (2014: 67). Los años cincuenta marcan un afianzamiento en el reconocimiento intrainstitucional de Pellegrini, en el pasaje de la vanguardia a la postvanguardia y el experimentalismo y en su desplazamiento como agente de la periferia al centro del campo cultural: dicta dos conferencias en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires (“El movimiento surrealista”, 1950, y “Nacimiento y evolución del movimiento surrealista”, 1951) y publica dos poemarios, La valija de fuego (1952) y Construcción de la destrucción (1957); en 1952 funda el grupo “Artistas Modernos Argentinos”, de artes plásticas, y se suma a la revista A Partir de Cero, dirigida por Enrique Molina (que publica tres números entre 1952 y 1956). Entre octubre de 1953 y julio de 1954 Pellegrini dirige Letra y Línea, revista (cuatro números) abierta a las tendencias de modernización y experimentalismo. Sobre el cierre de la década se suma a la revista Boa (1958-1960), articulación de poesía y plástica, que equilibra el legado de la vanguardia artística y la política. Nuevamente

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podemos afirmar que el teatro convencional no parece interesar a Pellegrini, más allá de acontecimientos de teatro liminal. Los años sesenta, cuando aparece su dramaturgia (1964), marcan la centralidad de Pellegrini en la institución-arte por hitos fundamentales en su trayectoria: su Antología de la poesía surrealista en lengua francesa (1961), celebrada por André Breton; la traducción de las obras completas de Lautréamont (1964) y de los Manifiestos del surrealismo (1965); los ensayos Para contribuir a la confusión general (1965) y Nuevas tendencias en la pintura (1966); la presidencia de la Tercera Bienal de Arte Americana (Córdoba, 1966); la publicación de su Antología de la poesía viva latinoamericana (1966) y de su poemario Distribución del silencio (1966); la organización de la exposición “Surrealismo en la Argentina” (Instituto Di Tella, 1967), entre otros. Cuando publica Teatro de la inestable realidad, Pellegrini ya está transformado en una referencia interna fundamental de la institución-arte y la cultura argentina. Acaso su lucha anti-institucional (vanguardia histórica) puede identificarse en sus primeros pasos a finales de los años veinte, pero a partir de fines de los cuarenta se afianza como un agente central, con acceso cada vez mayor a los medios de producción dentro del campo. Su trayectoria describe un arco que va de la vanguardia histórica anti-institucional y el experimentalismo (en los tempranos comienzos de su animación surrealista, en sincronía con los procesos del surrealismo francés) a la postvanguardia y el experimentalismo intra-institucionales. Su dramaturgia de 1964 reelabora el legado del Surrealismo en la postvanguardia, proponiendo un experimentalismo innovador, pero interno a las estructuras y dinámicas de la institución-arte, al que podemos calificar de postsurrealista. Proponemos la hipótesis de que la dramaturgia de Pellegrini es resultado más del devenir de la vanguardia en la postvanguardia, que de las lecturas que pudo realizar del teatro del absurdo coetáneo en los años cincuenta y sesenta en Buenos Aires. Teatro de la inestable realidad nace del riñón del surrealismo, al mismo tiempo que deja ver su transformación en postvanguardia por la presencia de un nuevo fundamento de valor. Podemos definirla como dramaturgia postvanguardista/postsurrealista en tanto asume el legado procedimental de la vanguardia histórica, pero no su fundamento de valor radicalizado. Pellegrini no busca con sus obras ni la ruptura de la instituciónarte ni la fusión del arte con la vida, sino, como él mismo lo explicita en el

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metatexto “A manera de prólogo” (1964: 5), otra forma de relacionarse con la realidad, más lúcida, que desestabilice las convenciones, que desordene las costumbres, lo estatuido y permita la ampliación de los límites de la realidad. También lo afirma en el prólogo a la edición de 1965 de los Manifiestos del surrealismo: más allá del paso del tiempo y las transformaciones de cuatro décadas, el Surrealismo ofrece un legado provechoso para el presente. Los males denunciados por el surrealismo hace cuarenta años no solo persisten sino que se han acentuado. Por eso, hoy más que nunca, los manifiestos surrealistas conservan su candente vigencia. Un profundo resquebrajamiento aflige a la sociedad contemporánea en todos sus planos. Sus esquemas aparecen falsos y sin validez para quien contempla los acontecimientos con el mínimo de objetividad. Los jóvenes lo sienten hondamente, y una sorda rebelión toma los más diversos caracteres, bulle en ellos. Para los jóvenes, que todavía son puros, el mensaje de Breton está especialmente destinado (2001: 12).

El título que da unidad al volumen pone el acento en esa voluntad de desestabilizar la realidad cotidiana que se cree aparentemente firme y sólida, o de revelar lo inestable de la verdadera realidad, esa que permanentemente “se le escapa” al hombre, “tiene su propio destino y se niega a ser el espejo del hombre” (1964: 5) porque no se deja atrapar por las coordenadas del sentido común, el materialismo o el racionalismo. Podemos conectar esta concepción con su ensayo “El huevo filosófico” (A Partir de Cero, n° 2, diciembre de 1952), más tarde recogido en La conquista de lo maravilloso (2016: 145-150): A la idea del hombre común de admitir como real solamente las apariencias sensibles se opone la idea surrealista de la existencia de aspectos, o mejor, de planos múltiples y variados de la realidad. […] El surrealismo cree, pues, en una realidad sin límites. Su terreno de investigación es lo desconocido ilimitado. […] Esta realidad total, síntesis ilimitada de sujeto y objeto, es la realidad que persigue el surrealista. Esa realidad no permanece inmóvil, fluye, es inasible, y para expresarla se requiere un lenguaje móvil, que también fluya inasible: el lenguaje poético (2016: 145-147).

¿Cómo construye Pellegrini en su dramaturgia ese “lenguaje poético” desestabilizador de la percepción de la realidad? Podemos apelar para su des-

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cripción a los modos de lectura que instalan los tres campos procedimentales que provienen de la vanguardia histórica y se transforman en legado de la postvanguardia: I. Violencia o “torpedeo” de las convenciones estabilizadas: es el campo procedimental más desarrollado por Pellegrini en su poética. En sus piezas breves o en las más extensas, Pellegrini sabotea las estructuras del drama moderno realista a partir de la parodia (repetición y transgresión) de sus procedimientos. Parte de la identificación de una situación cotidiana (por ilusión de contigüidad con la empiria propia del realismo), pero rápidamente la torna extraña, la absurdiza, sorprende al lector al desautomatizar el discurso esperado de lo normal o lo posible en el régimen empírico. En “El agente de policía” el control del tránsito deviene en un pedido de casamiento. En “El pintor” desmonta el diálogo entre un artista plástico, sus espectadores, el crítico y el marchand. “El cazador de unicornios” plantea el trámite burocrático de licencia para ingresar a un coto en busca de seres imaginarios. En “La escalera” la vida cotidiana de un edificio y una calle se ven alterados por una gran escalera blanca y negra que inexplicablemente se ha quedado pegada, fija a la pared. En todos estos casos se confronta un acontecimiento o una visión desestructurante que perturba a otra situación o visión estructurada por la costumbre y el sentido común. El diálogo expone el desconcierto. Como explicita “El pescador”: Paseante 1°: Un momento, no tan simple. Me encuentro con este espectáculo absurdo y usted me dice que es simple. O usted bromea o es loco. El Pescador: No veo lo absurdo. ¿Acaso pescar es algo absurdo? […] Yo no pesco lo normal, yo pesco la excepción. Yo me muevo en el mundo de lo excepcional (1964: 21).

La forma breve, a la manera de los sketches de la vanguardia histórica europea, cuestiona artificios fundantes del realismo: el personaje referencial con entidad psíquica, el cronotopo, la gradación de conflicto, la exposición de una tesis, la redundancia pedagógica. El sentido educativo del drama moderno se ve atacado por la propuesta genérica de los “divertimientos” (sic, con “i”), término que deliberadamente cruza diversión y mentira.

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II. Recuperación de procedimientos del teatro pre-moderno y anti-moderno: En “El ensayo” se rescata la tradición pre-moderna y anti-moderna de lo fantástico en el teatro, al plantear el desdoblamiento de El Director y su conciencia en el personaje de El Intruso. En el segundo “divertimiento” se cazan unicornios. En “La buscadora del amor” Pellegrini recupera el procedimiento de la alegoría (la abstracción personificada), de origen medieval, tanto en los personajes del marco, que abren y cierran la pieza: Optimista Prudente, Soñador Impenitente, Misántropo Desconfiado, como en La Buscadora, que busca “el gran amor, el Amor con mayúscula” (1964: 32). Cuando sale a realizar la “encuesta”, recuerda el viaje o peregrinación de los cuentos tradicionales en busca de sabiduría, a la manera del de la Comadre de Bath para saber qué es lo que las mujeres desean con más vehemencia (Chaucer, Cuentos de Canterbury, finales del siglo xiv). Este rattrapage está siempre resemantizado por la visión contemporánea, postvanguardista de Pellegrini. En su investigación sobre el amor La Buscadora escuchará la respuesta de numerosos personajes (como en el diálogo filosófico El banquete, de Platón), entre ellos del Inspector, quien identifica el amor con una potencia desintegradora, subversiva (equivalente, en términos surrealistas, a la poesía). El Inspector: Soy inspector de seguridad pública. Señora, usted está creando un estado de angustia colectiva. ¿Sabe lo que eso significa? Un verdadero atentado a la seguridad del Estado. […] ¿A quién le interesa el amor? No tiene derecho a alterar la tranquilidad de los ciudadanos […] No, no puede… porque el Estado es enemigo del amor, ¿lo sabe ahora? El Estado es enemigo de todo desorden, y el amor es un desorden (1964: 38).

III. Poética propositiva de procedimientos innovadores: Pellegrini no recurre a la liminalidad entre ficción y no-ficción, ni a la redefinición de la teatralidad más allá de lo dramático. Por el contrario, trabaja plenamente con la ficción y se mantiene en las coordenadas de la dramaticidad (mundo representado imaginario). Pero sí recurre al irracionalismo, por ejemplo, en los juegos de ruptura de la causalidad realista, en la disolución de la lógica empírica, en el salto al absurdo. Y también al conceptualismo: no solo escribe un “prólogo” a sus obras, sino que además dos de los sketches tematizan y

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cuestionan el funcionamiento de la institución-arte y proponen reflexionar sobre el arte y el teatro (“El pintor” y “El ensayo”). Por otra parte, los textos incluyen en las situaciones, a manera de personajes-delegado positivos o negativos, la explicitación de las condiciones de comprensión de los textos, como puede verse en “La escalera”: El Propietario: ¡Usted es el cínico habitual! El enemigo del orden. Usted se complace en que todo esté patas arriba, subvertido. Pero los hombres normales como yo no soportan esto. El hombre normal sufre. Yo sufro por mí y por todos los otros… Por todos los hombres normales… Es un gran sufrimiento… Es un sufrimiento casi metafísico (1964: 46). El Curioso: Esto es una catástrofe. Ya no se puede creer en la continuidad de las cosas. ¿En qué mundo absurdo vivimos? (1964: 55). El Hombre: De todos modos, gracias. Ya sé que no podría ser yo. Es posible que todo haya sido un sueño, que no exista tal escalera. ¿Pero cómo hacer para volver al sueño, para no salir del sueño? […] Lo sólido y seguro es lo que se desvanece más pronto (1964: 60).

La comicidad transversaliza los tres campos procedimentales, otorgando a la risa la función de producción de conocimiento. Es una risa reflexiva, incluso amarga, porque “el tema de la realidad que se rehúsa constituye el brillante espectáculo cómico de casi todo el devenir humano, pero por otro lado representa también el núcleo de la verdadera tragedia que sacude al hombre” (1964: 5). En conclusión, la labor de Aldo Pellegrini resulta reveladora al menos por tres aspectos destacables: su articulación entre vanguardia histórica y postvanguardia, a través de los procesos de transformación del surrealismo en más de cuatro décadas; el reconocimiento de un teatro liminal de la vanguardia histórica y la postvanguardia surgido del campo literario y de las artes plásticas; el aporte de su Teatro de la inestable realidad, que debe ser rescatado para una historia compleja, facetada de las prácticas y concepciones de la postvanguardia teatral en la Argentina. Esperamos que las coordenadas históricas y el análisis de estos casos sean el punto de partida para un programa de investigación que rescate la dimensión performativa de la vanguardia hispanoamericana, en tanto teatro liminal, e indague en su potente productividad postvanguardista.

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ITINERARIOS TEATRALES EN EL SIGLO XXI. EL TEATRO ESPAÑOL DEL NUEVO SIGLO Raquel Arias Careaga (Universidad Autónoma de Madrid)

Un teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama “matar el tiempo”. Federico García Lorca

Uno de los géneros más sensibles a la innovación vanguardista ha sido siempre el teatro. A caballo entre el espectáculo, la literatura y el cine como bien viera Benito Pérez Galdós ya a comienzos del siglo xx, su necesidad de reinventarse y romper barreras que van más allá de la famosa cuarta pared lo convierten en campo de estudio fundamental desde la perspectiva de la pervivencia de las vanguardias. Siempre en crisis, siempre superviviente de esas crisis, ¿qué ha sido del impulso vanguardista en el teatro español del siglo xxi? Lejos de la decadencia anunciada que amenaza al espectáculo teatral de forma cíclica, desde las últimas décadas del siglo xx se puede considerar que la escena española ha logrado situarse en una posición ecléctica que favorece su presencia y su desarrollo en una amplitud de direcciones insospechada. El teatro español ha sabido integrarse sin problemas en una sociedad ávida de novedades recordando, además, que en esta sociedad de la imagen y del espectáculo la escena debía reivindicar un espacio que le correspondía por derecho propio. No nos ocupamos aquí de reestrenos ni de la presencia del teatro clásico, un espacio consolidado gracias a la Compañía Nacional de

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Teatro Clásico, sino de las novedades y los autores que han ido surgiendo o se han asentado a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xxi y que han destacado por razones que tienen que ver con la influencia de sus obras o por abrir caminos novedosos en la dramaturgia y la representación teatral. Tampoco nos ocupamos aquí de los estrenos de obras traducidas de autores contemporáneos o clásicos de teatros foráneos, ya que esto nos adentraría más bien en la recepción de dichas obras, camino que muy bien podría servir para dar cuenta de las preferencias del público, pero que por razones de espacio no es posible abordar aquí. Puntos de partida del teatro actual A partir de 1975 la escena española inicia una andadura que se abre hacia nuevos espacios dramáticos. Sin duda, será en la década de los años 80 cuando se inicie una verdadera revolución de la escena teatral que, paradójicamente, también sufrirá un rápido agotamiento en el anhelo de renovación constante. De ahí provendrá una visión pesimista, una percepción que ve una profunda depresión en el teatro de las últimas décadas del siglo xx con millonarias subvenciones que no consiguen frenar la constante pérdida de espectadores (Cabal 1996: 427), pero donde se empiezan también a atisbar vías futuras, muchas de las cuales parten, en aquellos años, de teatros independientes y de las salas alternativas, surgidas en esa década, y que “buscaban nuevos públicos, nuevas estéticas, diferentes contenidos” (Centeno 1996: 426). Para la generación del Nuevo Teatro, que consiguió aflorar tras la muerte del dictador, resultó esencial la vinculación con los grupos de teatro independientes. Gracias a ellos, la obra de autores como Luis Riaza, Jerónimo López Mozo, Luis Matilla, Alberto Miralles, Ángel García Pintado, Carmen Resino, entre otros, consiguió mantenerse, aunque fuera en la mayoría de los casos lejos de los grandes estrenos y las salas comerciales1. La renovación que se observa a finales de siglo, tanto de nombres como de planteamientos teatrales, pasa por una incorporación significativa de mujeres a la escritura teatral, el desarrollo La nómina de autores que va aumentando su presencia desde los años 70 es extensa. Un estudio que permite ampliar lo aquí sucintamente trazado es el de María José Ragué-Arias (1996) o el de Enrique Centeno (1996). 1 

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de un movimiento en la línea de las salas alternativas y, gracias a estos factores entre otros, la lenta recuperación del público (Cabal 1996: 431). De igual manera, la proliferación de talleres, en muchas ocasiones dirigidos por los propios dramaturgos, configura la creación de escuelas y líneas de actuación de una potencia inusitada años atrás. Sin embargo, todo este movimiento renovador se va a encontrar con un problema que salta a la vista si se observan los estrenos en las diversas salas españolas de las últimas décadas del siglo xx, como señala Fermín Cabal (1996: 428): la presencia muy minoritaria de autores españoles vivos frente a nombres extranjeros, autores clásicos o espectáculos de autoría más o menos difusa. Ante la creciente presencia de nuevos dramaturgos, se da la paradoja de las inmensas dificultades que encuentran para poder llevar sus obras a las tablas, fenómeno que no se da en Barcelona, donde la situación del teatro y del estreno de autores vivos en lengua catalana nos sitúa en un escenario muy diferente en las últimas décadas del siglo xx. La oferta se centra en un teatro que asegure el beneficio del estreno gracias a nombres que vienen de fuera o son lo que se considera clásicos modernos, como Valle-Inclán o Lorca. Jerónimo López Mozo (2006: 56-57) explica así esta situación: Algunos profesionales de la escena negaban públicamente la existencia de autores españoles que merecieran la pena. Importa señalar que entre los detractores, los había con capacidad para influir en las programaciones, tanto de los teatros privados como de los públicos. No fueron ellos los únicos responsables de que esta etapa esperanzadora concluyera, pero contribuyeron a ello. Solo unos pocos sobrevivieron.

Entre esos detractores se encuentran, según el dramaturgo, Nuria Espert o Ángel Facio, cuyos comentarios sobre los autores españoles vivos indican un alejamiento total de sus propuestas teatrales. Esta postura arranca de 1975 con el lema “No hay autores”, como señala María José Ragué-Arias (1996: 118), y tiene una larga andadura: “El teatro de los autores españoles vivos se olvida hasta tal punto que, en la Feria del Libro de Frankfurt, en 1991, el Ministerio de Cultura omite la inclusión de textos teatrales de autores españoles” (Ragué-Arias 1996: 119). De este momento arranca también una línea esencial que será el teatro más comercial y especialmente el musical; se impondrán criterios econó-

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micos que fomentan la tendencia a lo cómico y lo musical con una consecuencia clara: “la Administración promovió [en los años 80], sobre todo, un teatro brillante y espectacular pero muy poco innovador” (Ragué-Arias 2000: 25). Pero esto permitió la incorporación de elementos provenientes de otras artes y del mundo tecnológico en auge, eliminando trabas y rompiendo barreras en las representaciones. Un camino que tenía antecedentes desde la segunda década del siglo xx y cuyas aportaciones nos sitúan dentro de las innovaciones más radicales que pasan por la conjunción de técnicas y géneros. Me refiero al teatro de Enrique Rambal, cuyo auge se sitúa entre 1918 y 1950 aproximadamente y que reemplazó el teatro de grandes figuras por el de los placeres del exceso visual. […] Rambal priorizó la maestría visual y el ingenio, generando paisajes épicos —transparencias, iluminaciones, reflectores, focos de carbón y el uso de múltiples telones que podían cambiarse sin esfuerzo— que atravesaban naciones y continentes. Consciente del impacto del que estaba gozando el nuevo medio cinematográfico, Rambal incorporó a sus adaptaciones una serie de efectos especiales de magia (Delgado 2017: 145).

Aunque muy poco reconocido, su concepción del espectáculo teatral abrirá la puerta a un tratamiento muy diferente del texto: “logró proponer una práctica teatral que se niega a girar en torno a la centralidad del texto” (Delgado 2017: 168), proponiendo así la raíz visual del teatro como su aspecto predominante frente al componente verbal. Esta vertiente permite que compañías como Dagoll Dagom, Tricicle, La Fura dels Baus, La Cubana o Els Joglars retomen el espectáculo como eje central de la representación teatral (Ragué-Arias 1996: 97-111). Si bien son propuestas que en ocasiones se quedan en la superficie de lo visual, abrirán opciones que pueden entroncarse con caminos de exploración mucho más radicales actualmente, desarrollándose como alternativas al teatro de texto (Ragué-Arias 1996: 156) y con una sólida continuidad en la nueva centuria. La línea más comercial de este tipo de propuestas fomenta una resistencia en otros ámbitos del teatro de finales del siglo xx, que no desdeñarán, sin embargo, la incorporación de recursos de todo tipo, y que alienta la experimentación sin perder de vista la función crítica del teatro:

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El autor explora las nuevas dimensiones del teatro desde una nueva concepción de la textualidad y con una fisicidad que renuncia al logocentrismo moralizante del pasado, una textualidad más interrogativa que afirmativa, un discurso dramático más alusivo que explicativo, una palabra que se articula con los restantes lenguajes escénicos y, especialmente, con el silencio (Ragué-Arias 2000: 39-40).

Estas aportaciones tenían unas raíces bien asentadas en las experimentaciones vanguardistas, que de alguna manera pervivían y perviven en la indagación teatral, como explica Eduardo Pérez-Rasilla (2012: 3): La ya dilatada evolución de la vanguardia histórica había establecido la autonomía del espectáculo respecto al texto dramático, había prestado atención preferente a los aspectos plásticos de la escenificación, a la conjunción de diferentes disciplinas artísticas y a las posibilidades corporales del actor. Había explorado también los modos de ordenar los componentes de la historia que sustituyeran a la causalidad o a la sucesión temporal o las posibilidades de asociaciones más libres que las que proponía un discurso trabado según las normas prescritas por la psicología o la lógica convencionales y desarrolladas ya por el lenguaje dramático naturalista.

Metodología y fuentes de estudio Es muy reveladora la multitud de estudios dedicados al tema en el final del siglo xx: “las investigaciones llevadas a cabo estos últimos años dan testimonio de una gran actividad científica” (Bauer-Funke 2002: 184). Muchos de los estudios dedicados al teatro en el nuevo siglo parten de centros y grupos de investigación cuyas publicaciones han reunido a un gran número de especialistas que permiten rastrear nombres y obras y analizar la repercusión de los mismos. Es el caso, por ejemplo, del grupo dirigido por José Romera Castillo y configurado en torno al Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías en la UNED; el Centro de Documentación Crítica (INAEM), o la línea establecida por los estudios de José Luis García Barrientos. A partir de estos proyectos se van a prodigar las publicaciones que desde los primeros años del nuevo siglo intentan establecer unas líneas desde las que situar la deriva de la escena española. Estos estudios son también una

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fuente importante porque permiten acercarse a estos planteamientos críticos y utilizar como punto de partida sus investigaciones e incluso sus intuiciones de hacia dónde camina el teatro al comenzar la nueva centuria. A partir de ellos se puede observar qué líneas fueron adquiriendo una mayor solidez y se mantienen tres lustros después y qué líneas resultaron más efímeras. También se hace evidente que mucho de lo que preveían se ha mantenido tal cual, demostrando, probablemente, que las evoluciones literarias precisan de algo más de tiempo del que parece en esta época de velocidad y cambios constantes que quizá son más aparentes que consistentes. Son también importantes las publicaciones periódicas dedicadas al teatro como ADE Teatro, Gestos, Cuadernos Escénicos, Primer Acto, Las Puertas del Drama (revista de la Asociación de Autores de Teatro), Teatro. Revista de Estudios Escénicos, EPOS, SIGNA, Acotaciones, Don Galán, sin olvidar otro tipo de publicaciones o con otros intereses dentro del ámbito teatral: publicaciones como Reseña, Primer acto, Pausa, El público, Cuadernos de dramaturgia, Fases, Ubú, Revista Galega de Teatro, Artez y otras, entre las que cabría considerar algunas de las emanadas de las instituciones académicas o de los colectivos profesionales del teatro, han acogido y estudiado —con atención y pertinencia desiguales, ciertamente— muchas de las manifestaciones del teatro emergente (Pérez-Rasilla 2012: 2).

La vida de estas publicaciones ha sido efímera en ocasiones, pero son una fuente importante de indagación en las propuestas teatrales más novedosas y vanguardistas. De igual forma, han resultado esenciales iniciativas como las del dramaturgo José Sanchis Sinisterra que, con la creación de la Sala Beckett y el Nuevo Teatro Fronterizo ha permitido sacar a la luz innovaciones de autores jóvenes que de otra manera se habrían visto truncadas. Algunas de las revistas mencionadas publicarán obras que sin esta vía tendrían una difícil difusión escrita, lo que nos lleva al asunto de la edición de textos teatrales. Como explica Eduardo Pérez-Rasilla, es imprescindible la mención de la labor de Antonio Fernández Lera, con su publicación de los Pliegos de Teatro y Danza, que han recogido buena parte de la creación emergente de este siglo xxi, desde las propuestas presentadas por los creadores de su generación (p.ej., Carlos Marqueríe o el propio Fernández Lera)

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hasta las obras de los más jóvenes (p.ej., La tristura), sin excluir los nombres de Rodrigo García, Angélica Liddell, Juan Úbeda y Elisa Gálvez, Elena Córdoba, Lola Jiménez, Carlos Fernández, Mónica Valenciano, etc. (2012: 2).

Aunque existen colecciones y editoriales específicas, como el caso de La uÑa RoTa, dedicadas a publicar obras dramáticas, será especialmente a partir de los premios literarios como se produzca el acceso a la edición de sus obras para los dramaturgos más actuales. Son varios los autores que han debatido sobre el significado que los galardones han tenido para su propia obra y aunque en algunos casos, como el Premio Calderón de la Barca de 2006, Víctor Iriarte, se afirme que poco o nada ha supuesto la obtención de un reconocimiento de este tipo para conseguir una mayor difusión o algún tipo de ayuda para continuar la labor de dramaturgo, en general es cierto que “gracias a ellos, muchos autores españoles nos hemos dado a conocer y en más de un caso, entre ellos el mío, nos han acompañado a lo largo de nuestra trayectoria alimentando nuestro currículo” (López Mozo 2014: 54). Un minucioso acercamiento a la cuestión de los premios de teatro en España hasta el año 2012 nos lo ofrece Berta Muñoz Cáliz (2012), información a la que puede sumarse el recorrido que propone Jerónimo López Mozo (2014) por los premios dedicados a los autores más jóvenes, deteniéndose también en las convocatorias llevadas a cabo en algunas comunidades autónomas. Sin duda, uno de los datos más destacados es la proliferación de galardones, lo que quizá podemos interpretar como la vía de acceso más instaurada para lograr un cierto reconocimiento por parte de los autores que se presentan a los mismos, así como una insistencia en el texto: “hay que destacar que, en su mayoría, se trata de premios destinados a textos teatrales inéditos (los de este tipo superan el centenar), por lo que entrarían dentro de la categoría de premios literarios (de hecho muchos de ellos se convocan conjuntamente con premios de narrativa y de poesía). La autoría es, pues, el sector profesional que cuenta con un mayor número de premios” (Muñoz Cáliz 2012: 1). Con todo, la concesión de un premio no significa en absoluto que la obra vaya a gozar de mayor difusión o que tenga garantizado su acceso a los escenarios: “la obtención de un galardón —con la notable excepción del Premio Nacional— no suscita interés alguno entre los productores y los pro-

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gramadores de este país” (Luque 2014: 35). Se produce así una divergencia curiosa entre la dramaturgia considerada de más calidad y lo que el público puede encontrar sobre las tablas. La revista Primer Acto lo explicaba así al analizar los cambios tras el fin de la dictadura y la censura, situación que se ha perpetuado hasta hoy: cabía esperar que Premios y escenarios volvieran a encontrarse, pero la tónica siguió, ahora no tanto por temor al contenido de las obras, como por temor a los jurados, generalmente proclives a seleccionar textos difíciles, de dudoso éxito. Como la producción teatral es cada vez más cara y la distribución más difícil, y además, el fracaso desacredita al Premio, se llegó al punto en que estamos: bastantes premios y pocos compromisos de estrenarlos (2005: 5).

Para poder utilizar un material abarcable en el espacio de que disponemos, la decisión adoptada ha sido centrarse en los premios más importantes y con más relevancia dentro del panorama del teatro en español, ya que el caso del teatro escrito en otras lenguas del estado no es posible afrontarlo aquí. Una vez establecidos los nombres premiados, queremos contrastarlos tanto con su proyección pública (publicación, estrenos, presencia en los medios de comunicación), como con la atención que han recibido por parte de la crítica especializada. Gracias a esto, podremos establecer si dichos nombres han conseguido estabilizarse en el panorama teatral español actual, si es necesario tener en cuenta otros que no han sido premiados y si a partir de ellos se pueden establecer las líneas que marcan la escena española de este siglo xxi. Concordancias y disonancias para un teatro plural Podríamos comenzar por la división que vive la escena en cuanto a las salas en las que se está llevando a cabo la producción teatral contemporánea. Un fenómeno esencial como señalábamos antes y que se ha mantenido no sin diversas modificaciones, metamorfosis y mestizajes es el de las salas alternativas. Herederas de aquel teatro independiente de las últimas décadas del siglo xx (Pérez-Rasilla 2006), en ellas se representa un teatro que mantiene viva la necesidad de conmover al público y de integrarlo de diferentes maneras en lo que está pasando en el escenario. Por su propia naturaleza,

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hablamos de un público minoritario, son salas con un aforo reducido que no persigue representaciones masivas, pero que encuentra también ahí una limitación para su proyección social. Sin embargo, algunas de estas salas se han convertido en sedes emblemáticas de una forma distinta de hacer teatro, con montajes mucho menos complacientes y alejados del teatro comercial. La Sala Pradillo, Cuarta Pared, El Montacargas, La Corsetería. Nuevo Teatro Fronterizo, entre otras, han mantenido espacios que dan cabida no solo a montajes diferentes, sino también a la posibilidad de varios autores españoles de ver sus obras sobre el escenario. Asimismo, es en estas salas donde podemos encontrar un verdadero teatro político, es decir, aquel que “establece una composición de conceptos que afirman sus contenidos en torno al análisis del poder” (Vicente Hernando 2013: 97), como son los montajes que ofrece la Sala Youkali. La importancia de estos espacios en la evolución del teatro más vanguardista ha sido una de sus señas de identidad. Pero nadie podía suponer en aquel momento de apogeo tras la instauración de la democracia que la crisis económica resultaría tan implacable para este tipo de experiencias, mantenidas gracias a subvenciones. La pérdida de estos apoyos institucionales las hace inviables económicamente, ya que su limitado aforo no les permite una gestión autosuficiente. A pesar de ello, muchas han sobrevivido con grandes dificultades y algunas han tenido que ampliar el espectro de su cartelera para poder continuar, aceptando obras que no siempre podrían entrar a formar parte de lo que se considera alternativo o que desmerece de la calidad que solían tener los montajes presentados en ellas (Luque 2014: 36). En todo caso, hay una consecuencia fundamental que emana de este tipo de teatro, por muy marginal que siga siendo su presencia en las cifras que se manejan cuando se habla del teatro español. Y esta consecuencia es que los rasgos que Sanchis Sinisterra había establecido para definir el paradigma del teatro alternativo “parecen desbordar los límites de este tipo de propuestas y se convierten en características comunes a un concepto moderno de teatralidad” (Pérez-Rasilla 2006: 131). Efectivamente, aquellos rasgos se han convertido en la base de casi todo el teatro que podemos contemplar en la escena de hoy: concentración temática, contracción de la fábula, “mutilación” de los personajes, condensación de la palabra dramática, atenuación de lo explícito y contención expresiva del actor, como resumía Pérez-Rasilla (2006: 131).

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Diez años después de estos planteamientos, podemos observar que se ha consolidado esta perspectiva y, así, Mabel Brizuela, al referirse al teatro de Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos y Fermín Cabal, afirma: Abrieron nuevas perspectivas para nuevos discursos, intertextuales, metateatrales, eclécticos, con toques de humor y, en algunos casos, de autobiografismo. Iniciaron un camino de renovación de los discursos escénicos que ya no tuvo retorno porque marcó el recorrido de las nuevas generaciones. Su emergencia en los ochenta, con propuestas que plantean una revisión del texto dramático tradicional, favorece una escritura de las lindes, siempre fronteriza entre la ficción y la realidad, entre la palabra y el silencio, entre lo verbal y lo no verbal, que genera un espectador activo, participativo, cómplice (2016: 17).

No cabe duda, entonces, que estamos ante una situación que ha sabido reconocer y mantener las propuestas más alternativas en aquella España recién salida de la dictadura y haciéndolas crecer en muy diversas direcciones: “Muchos, por no decir todos los rasgos que caracterizan los actuales lenguajes escénicos no son nuevos en el teatro español, pero han sido resignificados e intensificados” (Brizuela 2016: 20). Si nos acercamos al teatro del siglo xxi, lo primero que llama la atención son algunos datos básicos. En 2012 Berta Muñoz Cáliz argumentaba ante la desaparición de los premios dedicados solo a autoras dramáticas, los que ella calificaba premios con discriminación positiva, como el Casandra o el María Teresa León, que nos encontrábamos ante una muestra de la normalización de la presencia femenina en la producción de textos teatrales, dando a entender que “las autoras gozan de las mismas oportunidades que el resto de los dramaturgos” (Muñoz Cáliz 2012: 3). Sin embargo, basta observar algunos de los premios más destacados en el panorama actual para descubrir que estamos ante una situación que dista de mostrar esa igualdad. Entre el año 2000 y el año 2018 los galardones del mundo del teatro en España se han repartido de la siguiente manera: Premio Calderón de la Barca (autores noveles), 11 hombres y 6 mujeres; Premio Valle-Inclán, otorgado por el periódico El Mundo, 7 hombres y 5 mujeres; Premio Lope de Vega, otorgado por la ciudad de Madrid y el más antiguo, 13 hombres, 2 mujeres y un premio colectivo; Premio Marqués de Bradomín para jóvenes dramaturgos, 10 hombres y 2 mujeres; Premio Nacional de Literatura

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Dramática, otorgado por el Ministerio de Cultura, 14 hombres, 4 mujeres y un colectivo; el prestigioso Premi Born de Mallorca, 17 hombres y 2 mujeres; Premios Max de las Artes Escénicas, otorgados por la SGAE, 16 hombres, una mujer y un premio colectivo; Premio Jardiel Poncela a autores dramáticos de la SGAE, 16 hombres y 3 mujeres; Premio Nacional de Teatro, otorgado por el Instituto Nacional de las Artes Escénicas, 10 hombres, 4 mujeres y 5 colectivos. La preponderancia de autores premiados sigue siendo la pauta en lo que llevamos de siglo xxi, a mucha distancia del número de autoras incluidas en estos galardones. Algunos de los datos, además, no reflejan hasta qué punto se da esta distancia, ya que hay que tener en cuenta que el Valle-Inclán no premia solo a autores teatrales, sino también a otros profesionales vinculados a la escena, por lo que el número de mujeres en este caso no refleja un acercamiento entre dramaturgos y dramaturgas en su reconocimiento público. Solo el premio a los autores noveles, el Calderón de la Barca, parece avanzar en la línea de lograr un acercamiento en la brecha que separa hombres de mujeres y aun así la distancia es considerable. Pero si a estos datos añadimos los que siguen, la situación aún parece más grave, ya que los nombres se repiten de un premio a otro, con lo que la nómica real de autoras premiadas es aún más reducida. Jardiel Poncela: Angélica Liddell 2004; Gracia Morales 2008 Bradomín: Gracia Morales 2000 Nacional de Literatura Dramática: Lluïsa Cunillé 2010; Angélica Liddell 2012; Laila Ripoll con Mariano Llorente 2015; Lola Blasco 2016; Yolanda García Serrano 2018 Valle Inclán: Angélica Liddell 2007 Max: Lluïsa Cunillé 2007 Lope de Vega: Yolanda García Serrano 2013 (en colaboración con Juan Carlos Rubio) Esta situación queda en evidencia cuando el 5 de abril de 2019 el Ministerio de Cultura renovó los directores de sus grandes centros escénicos. Ni una sola mujer optó a alguno de estos puestos (puede consultarse, por ejemplo, El País, 6 de abril de 2019, 35).

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Más suerte han corrido las autoras dramáticas en relación con la atención que les ha dispensado la crítica, además de que es posible encontrar algunas antologías, como la preparada por Francisco Gutiérrez Carbajo en 2014, Dramaturgas del siglo xxi. La conclusión es que son muy pocas las escritoras que logran traspasar los filtros para alcanzar un reconocimiento público de su obra fuera del mundo académico. Aunque esto no significa, por supuesto, que no haya más nombres aparte de los que aquí aparecen: Elisenda Guiu, Laila Ripoll, Itziar Pascual, Marta Buchaca, Lola Blasco, María Velasco, Blanca Doménech, Vanesa Sotelo, Eva Hibernia, Vanessa Montfort entre los nombres que hace apenas algo más de un lustro se consideraban valores emergentes (Pérez-Rasilla 2012: 5-6). Por su parte, Diana I. Luque (2014) elaboró una nómina de autores separados en dramaturgas y dramaturgos que puede resultar útil comparar con la que Pilar Jódar (2018) ofrece en un reciente estudio. En este último se puede encontrar también un acercamiento a las líneas temáticas más destacadas de las dramaturgas españolas en relación con las cuestiones de género, estudio al que remitimos para ampliar tanto la nómina de autoras como las características principales de sus obras. A pesar de estos estudios específicos sobre la dramaturgia escrita por mujeres, en los estudios generalistas lo más común es que se repitan los mismos nombres, que suelen incluir a Angélica Liddell y a Lluïsa Cunillé. Esta última autora, una de las mejor valoradas en todos los ámbitos, ha publicado un volumen que reúne diez años de producción teatral en 2017 y ha recibido una creciente atención de la crítica especializada. Es más difícil encontrar referencias a otras autoras, entre las que podemos destacar los nombres de Itziar Pascual, Paloma Pedrero, Lola Blasco, Gracia Morales o Diana I. Luque como ejemplo de las que han recibido más atención. Otro fenómeno interesante en relación con esto es el trasvase que se produce en casos significativos entre el ámbito televisivo y el teatral. El último premio Nacional de Literatura Dramática, Yolanda García Serrano, viene de la escritura de guiones de cine y de series de televisión, traspasando a la escena muchos de los rasgos propios de este medio, con el consiguiente riesgo de homogeneización que supone. Lo que sí es fácil observar es que el público va a encontrar en ambos medios un mismo estilo, propuestas, etc., que no siempre redundan a favor de la independencia ni de la experimentación teatral, pero probablemente sí garantiza la afluencia de un público en

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cierta medida domesticado previamente por la pequeña pantalla. Esta situación se percibía ya en los primeros años del nuevo siglo y Jerónimo López Mozo había sido tajante en relación con ella: “Han convertido los escenarios en sucursales de los peores programas que se ofrecen en la pequeña pantalla” (López Mozo 2006: 41). Pero no será solo entre la pequeña pantalla y el teatro donde se produzca este intercambio, sino también entre disciplinas relacionadas con el espectáculo y que amplían el concepto de teatro, un rasgo que marca sin duda la escenografía del siglo xxi. Me refiero, por ejemplo, a la danza y a autoras como Rocío Molina, cuyos espectáculos han tenido un éxito internacional notable (Caboalles 2018: 62) o María la Ribot, que “ofrece una interesante visión de la sinergia resultante de la unión de la danza y la performance” (Caboalles 2018: 63), buscando que las diferentes artes se complementen entre sí. Lo relevante es que nos encontramos con creadoras que ponen en primera línea una problematización del papel femenino en la sociedad actual, y para ello recurren a la hibridación de artes y recursos escénicos sin aceptar límites en la expresión de lo que quieren resaltar desde una posición feminista y queer. Así, por ejemplo, “La Ribot desafía la naturalidad con la que se dictamina el género y la sexualidad buscando nuevas identidades y subjetividades dentro de la imperante heteronormatividad” (Caboalles 2018: 65). En este sentido, quizá lo que mejor puede darnos un indicio del lugar en el que se sitúan estas producciones y algunas más claramente vinculadas con la escena teatral sean estas palabras de la obra de Angélica Liddell, Once upon a time in West Asphixia: “Es necesario, es absolutamente necesario estar excluido para producir en terrenos de libertad. Interpretemos nuestros deseos según la exclusión y nuestros deseos serán tan profundos como la pupila de los ogros”2. Esta autora entronca su teatro con la corriente de lo posdramático, de la que luego hablaremos, permitiendo que el presente escénico se convierta en la clave de la representación más allá de la palabra dramática: “Las estructuras dramáticas convencionales (intervenciones de personajes, acotaciones) se diluyen, dejando paso al presente escénico, al testimonio, al En la página del Archivo Virtual Artes Escénicas se pueden encontrar publicados una gran cantidad de textos teatrales. En este caso, la referencia está tomada de . 2 

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documento y a lo narrativo, mezclado con el lirismo […]. En este proceso la estructura dramática se convierte en una partitura escénica” (Fernández Valbuena 2016: 317). Otro aspecto importante para explicar esta corriente es el que nos lleva directamente al teatro de la crueldad de Artaud, desde el que Liddell propone su interés por el dolor “convertido en experiencia escénica con el fin de que el espectador se conmueva y experimente una reacción que le haga retomar su responsabilidad como individuo dentro de la sociedad” (Caboalles 2018: 67). En todos los casos, el cuerpo se convierte en la herramienta de una denuncia contra el heteropatriarcado, muy lejos de las propuestas de otras dramaturgas mucho más complacientes con el statu quo. Como se ha visto, es habitual encontrar los mismos nombres en distintas convocatorias a lo largo y ancho del extenso mundo de los premios literarios. Esto indica de nuevo que, o bien se premian trayectorias que vienen avaladas por distinciones anteriores, retroalimentándose los galardones entre sí, o bien se indica un deseo de no arriesgar demasiado para no chocar con el gusto del público o con un teatro poco dado a salirse de los moldes establecidos. Como afirma Diana I. Luque (2014: 35) “la obtención de premios suele ser la clave para el desarrollo de la carrera del dramaturgo”, y el plural que usa no es en absoluto baladí. Con los datos manejados encontramos que hay 12 autores que han obtenido 2 premios, 9 autores con 3 premios y 3 autores con 4 premios. Con la circunstancia curiosa de que en más de una ocasión el mismo autor ha sido premiado en ediciones distintas del mismo galardón, como es el caso de Sanchis Sinisterra (4 Max), Alfredo Sanzol (3 Max), Antonio Morcillo (3 Jardiel Poncela), Fernando Epelde (2 Jardiel Poncela), Borja Ortiz de Gondra (2 Nacionales de Literatura), Lluïsa Cunillé (2 Premi Born). Todo esto pone de manifiesto que, aunque el número de autores teatrales ha aumentado considerablemente en los últimos tiempos, son muy pocos los que consiguen optar a un reconocimiento institucional, y los que lo consiguen, se mantienen en ese reconocimiento sin que se abran espacios para otras propuestas. Todo esto tiene además una vertiente mucho más compleja si lo relacionamos con la puesta en escena de las obras, incluidas las premiadas, ya que como avisaba López Mozo, los autores tienen dificultades casi insalvables para lograr estrenar sus textos. Si esta situación ya resultaba preocupante en 2006, sin duda no ha hecho más que empeorar, desapareciendo de las bases de muchos de estos premios el estreno de la obra galardonada.

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Las consecuencias de esta situación son claras: “el número de nuevos dramaturgos que tienen ocasión de darse a conocer es considerablemente menor” (Luque 2014: 35). Si observamos las obras o los autores más galardonados y los que más atención han obtenido por parte de la crítica especializada, podremos establecer algunas líneas básicas que nos permitan entrever diversos caminos en la escena española actual. Es evidente que hay una tendencia a mostrar la realidad contemporánea y obligar a una, en ocasiones, dolorosa reflexión sobre ella, corriente en la que podríamos incluir a Lluïsa Cunillé como ejemplo de propuestas extremas. A pesar de mantenerse alejada del foco mediático, su obra se considera un compendio de los rasgos esenciales del teatro actual, en el que predomina “la tensión que se produce entre la necesidad de comunicar y la dificultad de hacerlo” (Montes 2016: 79). Su trabajo con el lenguaje como herramienta de enmascaramiento encuentra en los silencios uno de sus mejores aliados para resaltar el valor del diálogo ante el lector: “[los personajes] se expresan a través de parlamentos fragmentados, reiterativos, a veces desesperantes, dentro de una cotidianidad casi anodina, y es en los silencios, en las frecuentes pausas, y en el enmascaramiento verbal de las intenciones, donde el espectador se encuentra con el verdadero sentido del diálogo, lo que convierte en intensamente significativa esa situación aparentemente trivial” (Montes 2016: 79). En la misma línea se encuentra un autor que comienza su andadura en las postrimerías del siglo xx y se afianza en estas dos décadas como es Sergi Belbel, con un teatro que obliga al espectador a enfrentarse a “las carencias afectivas y la falta de comunicación del hombre contemporáneo” (Peral Vega 2016a: 100) a través de una “atmósfera doméstica, urbana y familiar” en la que se produce un distanciamiento gracias a “la mezcla incongruente de ambientes, palabras y actores” (Peral Vega 2016a: 95). En resumen, “Belbel compone, así, una geografía del desencanto urbano, a partir de una marcada tendencia al fragmentarismo estructural y a la disolución de las categorías más asentadas en la tradición teatral previa: tiempo lineal y unidad de espacio” (Peral Vega 2016b: 126). Dentro de esta corriente, pero en un registro mucho menos ambicioso en cuanto a la introducción de novedades escénicas o al extrañamiento del espectador, podemos encontrar la propuesta de Elisenda Guiu, formada en

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la Sala Beckett con el propio Belbel y Sanchis Sinisterra. Una obra como Magnetismos, estrenada en 2014, interpela a la sociedad en sus aspectos más esenciales y profundos ante la infelicidad producida por la incapacidad para encontrar un camino o refugiarse en quien no anhela un vínculo permanente. David Desola en La charca inútil nos devuelve al dramaturgo que precisa con minuciosidad la puesta en escena para mostrar el mundo creado por la imaginación como único refugio frente a la violencia, un mundo que no es otra cosa que la necesidad de encontrar un interlocutor con el que entablar un diálogo. Son muchas las obras que podemos situar en una corriente que reflexiona sobre la sociedad actual, a veces desde posiciones más introspectivas, como Paco Bezerra, pero mucho más difícil es encontrar propuestas arriesgadas en cuanto a lo escenográfico. La crítica de la hipocresía burguesa en Archivo de Indias (2010), de Enrique Martín Pardo, no aporta ninguna novedad reseñable desde el punto de vista teatral y lo mismo podríamos decir de La chica junto al flexo (2006), de Víctor Iriarte, actualización de los elementos y tipos propuestos por el teatro de Lope de Vega para poner sobre el escenario el tema de la violencia machista en el contexto de los grupos musicales de la movida madrileña. El tan premiado Alfredo Sanzol, premio Valle-Inclán de 2018 por La ternura, bordea peligrosamente los estereotipos de género para recomponer de nuevo la situación idílica de la relación entre los sexos en una obra basada en el trabajo actoral y la sencillez escenográfica. Jordi Galcerán mira hacia la sociedad del momento con obras que muestran una realidad sin llegar nunca a profundizar en las causas de las aberraciones laborales, financieras o políticas que toca en sus obras más conocidas; tampoco parece que podamos encontrar en ellas propuestas novedosas o arriesgadas desde el punto de vista de la teatralidad. Podemos incluir aquí a Pedro Montalbán Kroebel y una obra como En esta crisis no saltaremos por la ventana (2010) creada por encargo de la compañía Dársena Producciones para exponer descarnadamente la especulación y la avaricia como pilares del capitalismo. Más atrevida en su concepción escénica y recurriendo de forma inteligente a la metateatralidad es Ka-OS (2011), de Alfonso Vallejo. En este mismo grupo y sin un imposible afán de exhaustividad situaríamos la creación experimental en su escritura colectiva con actores no profesionales de la obra de Aitana Galán y Luis García-Araus, De cerca nadie es normal (2010), o las obras de

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Pablo Remón recogidas en el volumen Abducciones (2018) y elaboradas a partir de los presupuestos de la improvisación. Merece destacarse aquí el trabajo de Eusebio Calonge con La Zaranda y la recopilación de sus obras en Catálogo de cicatrices (2010-2017), publicado por Artezbai. Otra corriente es la que tiene que ver con la reflexión sobre la historia, que como bien ha dicho Wilfried Floeck (2006) es mejor calificar de teatro de la memoria. Pero esta reflexión sobre periodos históricos no es homogénea. En el caso de Juan Mayorga, uno de los autores que menos problemas tiene para lograr ver sus obras sobre los escenarios, lo que encontramos es un acercamiento reiterativo al Holocausto que acaba desembocando en una postura equidistante para defender la igualdad entre el nazismo y el comunismo. Es lo que podemos encontrar, por ejemplo, en El cartógrafo (2017). Y aunque no aparece el Holocausto judío en Famélica (2015), de igual manera se produce una distorsión de la ideología que provoca curiosas afirmaciones: “Es dentro de la empresa capitalista donde los trabajadores pueden, a día de hoy, hacer realidad la idea comunista” (Mayorga 2016: 15). Pero hay otra posición en cuanto a la memoria recobrada, basta acercarse a una obra como Días maravillosos (2004), de Antonio Morcillo, donde el cuestionamiento de la Transición española y los últimos momentos de Franco se hacen desde una perspectiva crítica y política en el marco de una propuesta escénica acorde con los planteamientos complejos que busca la obra. En otras ocasiones nos encontramos con una memoria que tiene que ver directamente con el momento presente, como el alegato contra la guerra en Afganistán que lleva a cabo Francisco Ramírez López en Perros de hiel en las tripas (2009). Adoptando una postura que problematiza el conflicto, da una visión nada reconfortante que procura presentar la perspectiva del Otro y justificar sus acciones. También problematiza el tema del exilio una obra como La frontera (2004) de Laila Ripoll, reflexión sobre la tradición, el exilio y el amor a lo propio como algo que se hereda sin remedio. Alberto Conejero, a quien Sanchis Sinisterra (2017: 9) califica de “un quintacolumnista de la poesía [que] se ha infiltrado en el Teatro con la aviesa intención de socavar sus nobles cimientos realistas y su fidelidad al imperio de la prosa”, también ha introducido en La piedra oscura la recuperación de la memoria histórica, en este caso de los vencidos en la Guerra Civil desde una posición menos equidistante de lo que suele ser habitual. También relativa a la recuperación

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de la memoria, pero en este caso personal y familiar es La geometría del trigo de este autor, estrenada en 2019. La última corriente que vamos a mencionar aquí es la que se refiere al llamado teatro posdramático, caracterizado por la “percepción del espectáculo como un proceso efímero y autónomo, desligado de un texto previo” (Carrera Garrido 2016: 200). Esta orientación es sin duda la que más cerca se encuentra de la experimentación vanguardista en el siglo xxi. Cuenta con la hibridación y la inclusión de técnicas y elementos de disciplinas que abarcan tanto las nuevas tecnologías como la danza, el videoarte, las artes plásticas y siempre a favor de una presentación de corte performativo, desterrando la actividad representacional, como explica Miguel Carrera Garrido (2016) a propósito de la obra de Rodrigo García. Si el teatro es un arte efímero por definición, en estas experiencias se agudiza aún más esta percepción, ya que los montajes suelen prescindir de un texto que los sustente y, cuando existe, se asemeja más a un guion inacabado que a la clásica obra accesible también a través de la lectura. Este tipo de teatro no admite esa opción y solo la asistencia a la representación permite aprehender la obra como tal. Se recupera así lo que ya el dadaísmo había defendido, la potencia no está en el texto, está en la escena. Una experiencia que recoge en la actualidad el trabajo sin texto son los Impromacht, unión de improvisación y decisiones dejadas al público en la construcción de la obra en el momento mismo de la representación. Otro ejemplo podría ser Macho man, de Álex Rigola, ejemplo de teatro documento que ha suprimido a los actores y utiliza voces de víctimas de la violencia machista en un itinerario que los espectadores, en grupos de solo seis personas, recorren durante una hora para asistir al horror en primera persona. El nombre más destacado dentro de la corriente del posteatro es el de Rodrigo García, argentino afincado en España desde 1986 y donde ha desarrollado prácticamente la totalidad de su obra. Vinculado a salas independientes como Pradillo o Cuarta Pared, fue nombrado en 2013 director del Centro Dramático Nacional de Montpellier y su afirmación a propósito de lo que quería defender desde ese puesto es clarificadora en cuanto a su propio teatro: “los temas son los de siempre, el asunto crucial es la forma” (García 2013). Sin duda, esta podría ser también una buena definición de lo que es el espíritu vanguardista y que tanto Rodrigo García como Angélica Liddell o Carlos Marquerie han esgrimido para forzar los límites y las fronteras de

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la representación teatral. Los experimentos más vanguardistas encabezados por estos autores parecen haber entrado en un periodo de retroalimentación de sus propios espectáculos, perdiendo en buena medida la frescura de sus primeros montajes al volver su foco de interés más a una intertextualidad con sus propias obras que a una dura reflexión sobre lo que la sociedad actual está haciendo con el ser humano, como parecían proponer aquellas obras en los albores del siglo xxi. Conclusiones La vanguardia pervive, el teatro no ha renunciado a seguir investigando, ensayando, buscando formas nuevas, en definitiva, ensanchando los límites de lo que pueda ser el teatro, aceptando sin reparos la ayuda de otras artes y la inclusión de otros medios expresivos. Se ensancha también el concepto de teatralidad y se recurre a las instalaciones para involucrar al público de forma más directa. La pérdida de centralidad del texto no es, a pesar de lo que se anunciaba, la tónica general del teatro actual, aunque sí tiene un espacio en las propuestas más arriesgadas. Hoy en día es evidente que estamos ante una concepción de lo teatral que en general es complaciente con el público y le ofrece un espectáculo acorde con las posibilidades técnicas más modernas, al mismo tiempo que tiene también un teatro de texto que muestra una realidad no problematizada, o donde los problemas se resuelven sin apelar al conflicto que podría explicar por qué el mundo es como es. Pero la vanguardia no ha muerto y los ensayos y propuestas se suceden. El teatro sigue siendo un arma poderosa; quizá pueda encontrar un camino que lo acerque a un espíritu crítico que permita ver sobre la escena las profundas contradicciones de la actualidad. Bibliografía Bauer-Funke, Cerstin (2002): “Nuevas publicaciones sobre el teatro español del siglo xx”, Revista Iberoamericana, II, 7, pp. 175-185. Brizuela, Mabel (1996): “La renovación incesante”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 15-22.

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Cabal, Fermín (1996): “Epílogo”, en Enrique Centeno, La escena española actual. Madrid: SGAE, pp. 427-431. Caboalles, Álvaro (2018): “Práctica escénica feminista. Siglo xxi”, Acotaciones, 41, pp. 57-74. Carrera Garrido, Miguel (2016): “Claves de la dramaturgia de Rodrigo García”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 200-222. Centeno, Enrique (1996): La escena española actual. Madrid: SGAE. Delgado, María M. (2017): “Otro” teatro español. Supresión e inscripción en la escena española de los siglos xx y xxi. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/ Vervuert. Fernández Valbuena, Ana (2016): “Claves de la dramaturgia de Angélica Liddell”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 313-328. Floeck, Wilfried (2006): “Del drama histórico al teatro de la memoria. Lucha contra el olvido y búsqueda de identidad en el teatro español reciente”, en José Romera Castillo (ed.), Tendencias escénicas al inicio del siglo xxi. Madrid: Visor, pp. 185-209. García, Rodrigo (2013): “Me contratan para transmitir el mismo espíritu de los años 90 en Madrid”. Entrevista con Pablo Caruana en El País, 26 de diciembre, (15-02-2019). Jódar Peinado, Pilar (2018): “Igualdad, representación y violencia de género: el feminismo en las dramaturgas del siglo xxi”, Revista Signa, 27, pp. 617-645. López Mozo, Jerónimo (2006): “Chequeo al teatro español. Perspectivas”, en José Romera Castillo (ed.), Tendencias escénicas al inicio del siglo xxi. Madrid: Visor, pp. 37-74. — (2014): “Los premios de teatro: semillero de jóvenes autores”, en José Romera Castillo (ed.), Creadores jóvenes en el ámbito teatral (20+13=33). Madrid: Verbum, pp. 54-66. Luque, Diana I. (2014): “Reflexiones sobre la dramaturgia emergente en España: visibilidad y supervivencia en el contexto de las crisis actuales (más una nómina de jóvenes dramaturgos)”, en José Romera Castillo (ed.), Creadores jóvenes en el ámbito teatral (20+13=33). Madrid: Verbum, pp. 34-53. Mayorga, Juan (2016): Famélica. Segovia: La uÑa RoTa. Montes, Gustavo (2016): “Claves de la dramaturgia de Lluïsa Cunillé”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 79-88.

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Muñoz Cáliz, Berta (2012): “Los premios de teatro en la España del siglo xxi”, Don Galán, 2, pp. 1-8, (15-02-2019). Peral Vega, Emilio (2016a): “La (re)composición de un puzle sentimental”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 91-112. — (2016b): “Claves de la dramaturgia de Sergi Belbel”, en José Luis García Barrientos (ed.), Análisis de la dramaturgia española actual. Madrid: Antígona, pp. 113-126. Pérez-Rasilla, Eduardo (2012): “Notas sobre la dramaturgia emergente en España”, Don Galán, 2, pp. 1-6, (15-02-2019). Ragué-Arias, María José (1996): El teatro de fin de milenio en España (de 1975 hasta hoy). Barcelona: Ariel. — (2000): ¿Nuevas dramaturgias? Madrid: INAEM/Centro de Documentación Teatral. Rodríguez-Solás, David (2018): “Dramaturgas del siglo xxi”, Don Galán, 8, pp. 1-6, (15-02-2019). Saumell, Mercè (2018): “Mujer y creación escénica hoy en España. Estado de la cuestión”, Don Galán, 8, pp. 1-6, (15-02-2019). Vicente Hernando, César de (2013): La escena constituyente. Madrid: Centro de Documentación Crítica.

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LOS ENSAMBLAJES POÉTICOS DE JULIA OTXOA Carmen Valcárcel (Universidad Autónoma de Madrid)

Intento comprender con los ojos. Intento penetrar con la mirada más allá de mi campo de visión, más allá de las formas concretas hacia lo invisible. Intento descifrar el vuelo —mortal— de los hombres o el sueño de un pez que ansía convertirse en ojo. Intento ver los objetos como sujetos que nos miran, que nos interrogan desde la perspectiva infinita de lo desconocido. Como decía Ramón Gómez de la Serna de su alter ego Tristán, el poeta “no es un escritor, ni un pensador, es un mirador, nada más; la única facultad verdadera y aérea: mira. Nada más” (Gómez de la Serna, en Laget 2010: 9). Y eso es lo que les propongo a continuación: recorrer-comprender con la mirada las creaciones visuales y objetuales —los ensamblajes poéticos— de la escritora y artista Julia Otxoa (San Sebastián, 1953); transitar por su universo simbólico, abierto a múltiples lecturas e interpretaciones, hacia una nueva percepción de la poesía y de lo cotidiano, hacia una nueva resurrección del poema en el mundo, convertidos, ambos, en obra. A menudo me visita el pájaro de la alegría para recordarme mi libertad La vocación lírica de Julia Otxoa, que se inició en 1978 con su poemario Composición entre la luz y la sombra, igual que su vocación como cuentista y microcuentista, ha ido paralela a su vocación plástica, gráfica y fotográfica, sobre todo en el campo de la poesía visual y del poema-objeto1. Aunque esta última faceta no sea tan conocida, es habitual encontrar sus obras en las antologías y catálogos de exposiciones nacionales e internacionales sobre el 1 

La relación completa de su obra literaria y artística puede verse en .

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género, de las que cabría citar: Poesía experimental española (1963-2004). Antología, ed. de Félix Morales (2004); Todos o casi todos. Antología de poesía experimental, selección realizada por Julián Alonso (2004); La fira mágica. Juego de naipes de Poesía visual (2006); Poesía visual española, edición de Alfonso López Gradolí (2007); Fragmentos de entusiasmo. Catálogo de la exposición Antología de la poesía visual española (2007) o 27 poetas visuales españoles. Anejo de Catálogos de Valverde 32, edición de Raúl Díaz Rosales (2014a), con la colaboración del Instituto Cervantes de Milán. Y de manera individual, las tres antologías: Biblioteca del caminante. Poesía visual (1993-2009) (2009), cuya portada reproduce el poema-objeto del mismo título “Biblioteca del caminante”; Café voltaire, núm. 59 de Pliegos de la Visión (2015), volumen en el que Julia Otxoa ofrece cuarenta artefactos poéticos para dar cuenta de un mundo donde impera la crueldad, la deshumanización y el olvido; la imagen de la portada reproduce precisamente uno de los poemas de su serie “Fosas” de la Guerra Civil, y finalmente, Poética de lo invisible (2016), obra en la que prevalece un intenso y proteico diálogo con la naturaleza (“en todas las ciudades me siento extranjera, en la Naturaleza nunca”, afirma la autora), así como una personal mirada a la esencia de las cosas aparentemente más insignificantes, más sutiles, esas que no brillan ni son voceadas, esas invisibles, como posibilidad —única posibilidad— estética y ética frente a lo que Otxoa llama “esta edad de los bárbaros”. En su portada descubrimos uno de sus ensamblajes poéticos más famosos: “Caminar por la memoria”.

“Biblioteca del caminante” Biblioteca del caminante (2009)

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Café voltaire (2015)

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“Caminar por la memoria” Poética de lo invisible (2016)

La propuesta artística de Julia Otxoa desarrolla plenamente el espíritu de las vanguardias y de la neovanguardia: desde el Expresionismo, el Dadaísmo y el Surrealismo a la poesía concreta y visual. La neovanguardia o neovanguardias —término utilizado para abarcar no ya un arte, sino las artes en su totalidad— prolongan, en mayor o menor medida, el espíritu inicial de la vanguardia de protesta y rebeldía contra el orden establecido tanto en la sociedad como en el arte2. Al igual que la vanguardia, el fenómeno de la neovanguardia es fragmentario y heterogéneo, manifestándose artísticamente a través de una serie muy dispersa de grupos, tendencias y movimientos (por señalar algunos, Fluxus, pop-art, arte povera, mail-art, poesía concreta, poesía visual, música de acción, performances...). No obstante, la experimentación de las neovanguardias carece del espíritu globalizador y artísticamente revolucionario de las primeras vanguardias; ya no se trata de crear un nuevo arte a partir de la crítica y la destrucción del arte anterior, considerado tradicional y caduco, sino más bien se produce una desmembración y fragmentación Algunas de las ideas aquí expuestas fueron desarrolladas más extensamente en García Gabaldón y Valcárcel (1998: 439-482). 2 

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progresivas del objeto artístico, hasta llegar a reducirlo a sus elementos mínimos, no figurativos y no artísticos3. Junto a la novedad, se despliega el humor, lo lúdico, la espontaneidad absoluta, en un intento por explorar, buscar, experimentar nuevas combinatorias, nuevas posibilidades para el arte; todo ello conducirá a plantear innovadoras formas de crear y de leer, de producir originales y sorprendentes objetos o artefactos artísticos y literarios. Sin embargo, conviene precisar que la producción más importante del arte de neovanguardia cree en la trascendencia del sujeto a través del arte, de un arte que se sobrepone a sí mismo mediante una constante y doble reflexión acerca del sujeto —el propio artista— y del objeto —las posibilidades infinitas de representación— en un ejercicio continuo de autoconciencia, pues interrogarse sobre los límites del arte es interrogarse sobre los límites de la vida. Como se preguntaba Chillida (1994): “¿No es el arte algo que le ocurre al hombre ante sí mismo y ante un testigo implacable: la obra?”. Las aportaciones más significativas de la neovanguardia literaria española, en el ámbito de la poesía, se sitúan inicialmente en el Postismo, movimiento que surgió en el panorama cultural de la inmediata posguerra en torno a 1945 —compuesto en un principio por Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y el pintor italiano Silvano Sernesi, aunque se vincularían a él, entre otros, Fernando Arrabal, Ángel Crespo, Gabino Alejandro Carriedo y Gloria Fuertes—, y en la poesía concreta y experimental, en especial las obras de Juan Eduardo Cirlot, Joan Brossa —y el grupo Dau al Set (la ‘séptima cara del dado’ o ‘el quinto pie del gato’4)— y José Miguel Ullán5. Bajo Todos los procesos y procedimientos de desestructuración y descomposición del arte mediante la experimentación formal se hallaban ya implícitos y fueron explorados y desarrollados por el Futurismo italiano y ruso, principalmente (baste recordar las palabras en libertad, la revolución tipográfica, la exploración de lo icónico, el collage, el lirismo telegráfico o el Dipinto) (cf. White 1990). Y serían desplegados asimismo por otros movimientos posteriores como el Dadaísmo (juegos poéticos, poemas caligramáticos…) o el Surrealismo (cadáveres exquisitos). 4  El grupo estaba formado por Arnold Puig y los artistas plásticos Juan José Tarrants, Joan Ponç, Antoni Tàpies, Modest Cuixart; además de Ricard Giralt, excepcional renovador del diseño gráfico, Juan Eduardo Cirlot, que escribió el manifiesto del grupo, y Joseph Vicent Foix, que sirvió de guía y mentor. 5  En nuestro trabajo “La neovanguardia literaria española” (García Gabaldón y Valcárcel 1998: 452-467) nos extendemos en la mención y el estudio de muchas otras corrientes y autores de poesía experimental. En las primeras décadas de posguerra cabría mencionar el Introrrealismo 3 

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la denominación general de poesía experimental se desarrolló a partir de la década de los 60 una gran variedad de técnicas y de tradiciones plásticas y poéticas procedentes de la neovanguardia y, en última instancia, de la vanguardia histórica. En la poesía experimental pueden discernirse dos líneas de experimentación: la fonético-sonora y la visual —y objetual—, que es la predominante y más heteromorfa6. La poesía visual reúne a artistas plásticos y poetas bajo el denominador común de la experimentación en la visualidad de la escritura y en la espacialidad de las artes plásticas7. Por tanto, no es de extrañar que la técnica preferida y mayoritaria siga siendo el collage en su sentido más amplio, es decir, el hibridismo, la mixtura, con la yuxtaposición de otros códigos más allá del lenguaje verbal, apostando por la interrelación de diferentes disciplinas estéticas; que se indague en la poesía permutatoria (Francisco Peraltó), en la poesía conceptual (Juan de Loxa e Isidoro Valcárcel y el Introvertismo. Asimismo, desde 1963 hasta 1975 aproximadamente, se desplegaría en España una gama de corrientes propiamente neovanguardistas, entre las cuales adquirieron cierta entidad: Problemática-63, la Cooperativa de Producción Artística, el grupo Zaj o el grupo N.O. Y, a partir de la década de los 90, entre otros, el grupo Delta Nueve o los poetas canarios en torno a la excelente revista Paradiso (pliego de literatura) y a las publicaciones de Çifr, que reúnen poesía y plástica. Todas estas corrientes de neovanguardia española reproducen los principales movimientos e ideas de la neovanguardia europea y americana, principalmente el letrismo y la poesía concreta y visual, con la cual comparten un decidido carácter de experimentación formal heredado de las vanguardias históricas. Véase Albarrán Diego y Benéitez Andrés (2018). 6  La poesía visual nos invita a una reflexión sobre el diálogo entre el texto y su expresión icónica. Rafael de Cózar sigue su origen y desarrollo, desde la Antigüedad, en el imprescindible trabajo Poesía e imagen (1994). Véase también Millán Rodríguez (2014). 7  Raúl Díaz Rosales incluye en Experimental (2014b) los siguientes poetas visuales españoles: Francisco Peralto Vicario, Ricardo Ugarte, Pablo del Barco, Eduardo Scala, Gustavo Vega, Ibirico, Antonio Gómez, Bartolomé Ferrando, Rafael de Cózar, Juan López de Ael, Josep Sou, J. M. Calleja, Félix Morales Prado, Julián Alonso, Ferran Fernández, Francesc Xavier Forés, Francisco Aliseda, Carlos de Gredos, Chema Madoz, Ramon Dachs, J. Seafree, Antonio Orihuela, José Luis Campal, Carmen Peralto, Agustín Calvo Galán, Eddie (J. Bermúdez), Julio Reija, Sofía Rhei y Julia Otxoa. A los que habría que añadir los nombres de Alfonso López Gradolí, Fernando Millán, César Reglero Campos, Joaquín Gómez y Manuel Calvarro. Me gustaría igualmente destacar la creación, en 2005, en Peñarroya-Pueblonuevo (Córdoba) del Centro de Poesía Visual (CPV), institución que edita tres revistas, una electrónica, , y dos trimestrales, L’Eiffel Terrible y Grisú, y que convoca un concurso de poesía experimental. Véase .

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Medina), en el letrismo (Ricardo Ugarte), en el espacialismo poético (Jordi F. Fernández, José Antonio Sarmiento), en el diseño tipográfico y cartelístico (Pablo del Barco, Gabriel Guasch), en la fotografía contra-publicitaria (José Criado, Albert Aragonés), y que aparecieran, ya en la década de los ochenta y comienzos de los noventa, los poemas realizados por ordenador (Joan Borda y Ferran Fernández). La disolución del discurso verbal conduce a la transformación de la página en espacio poético-pictográfico, página metamorfoseada en cuadro, cartel, fotografía, retrato, ilustración, crucigrama, imagen, pantalla de ordenador…, y a la transustanciación del poema en un objeto —visual, sonoro, espacial, conceptual—, en un artefacto y, al mismo tiempo, en un acontecimiento artístico concreto y único, que aspira a llenar de sentido el universo compendiado en arte: Así, frente a las limitaciones de la palabra, la poesía visual huye de la linealidad, de las limitaciones de la poesía discursiva, para ofrecer, en su conjunción de códigos, una obra artística que huye de reduccionismos. La experimentación de nuevos códigos, de distintas formas de expresión, no puede circunscribirse a un pasado inmediato, sino que abarca, con mayor o menor intensidad y trascendencia, todo cultivo de la literatura orientada a la búsqueda (Díaz Rosales 2014a)8.

Ese proceso de continua indagación poético-visual se ha dirigido, en el caso de Julia Otxoa, especialmente hacia los dominios y potencialidades de lo cotidiano, bajo la estela de maestros de la vanguardia como Man Ray y Marcel Duchamp, y sobre todo de Joan Brossa9. Es indudable la deuda estética y ética de Julia Otxoa con Brossa, a quien conoció y a quien homenajea, junto con su marido, el escultor vasco Ricardo Ugarte, en su libro Un león en la cocina (1999). Con una encomiable coherencia y una extraordinaria —por rara y por escasa— lucidez, Brossa siempre buceó en todos los dominios y potencialidades de lo poético, aunque su exploración vanguardista en la materia y en la forma poéticas no excluyó nunca la tradición —sobre todo Consultado en línea: . 9  Véase, entre los numerosos acercamientos a la obra de Brossa, los indispensables estudios de Bordons (1988; 2003a; 2003b; 2008). También: Brossa 1986-1991. Poemas objeto e instalaciones (1991); Valcárcel (1994: 125-140) y London (2010). 8 

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barroca—, sino que, muy al contrario, la incorporó como parte integrante de su obra, concebida como única e inacabada, en continuo progreso10. Asimismo, su obra muestra una gran capacidad bulímica y fagocitadora de materiales, elementos y lenguajes extraordinariamente heterogéneos. En este sentido, igual que para Brossa, para Julia Otxoa la poesía material —visual y objetual— es un campo de investigación y expresión transfronterizo, un laboratorio abierto a ilimitadas intervenciones, manipulaciones y expresiones estéticas, con el fin de desplegar una amplia gama de sugerencias, que van desde la denuncia al lirismo, pasando por la ironía, el humor, la paradoja y el juego, como soplo contra la esterilidad, como conjura del estado de perplejidad y extrañamiento ante el mundo, como exorcismo de la violencia y del sufrimiento:

“Derecho a la educación” Poema visual para la campaña en pro de la educación de Amnistía Internacional11. No se trata tanto de romper moldes como de abrir ventanas: “Las formas antiguas no se han creado por casualidad, están muy pensadas y son muy útiles. Hoy vivimos una época de prisas y los poetas jóvenes parece que no tengan tiempo de aprender. Hay una pose moderna en gente que está de vuelta sin haber ido a ninguna parte jamás. La tradición es un bagaje del que no se puede prescindir. Lo que no debe hacerse es repetirla, sino forzarla, superarla, pero para ello hay que conocerla” (Brossa 1991: 57). 11  Julia Otxoa “…mantiene la sinécdoque de la parte, la letra, que designa el todo, el lenguaje formado por el alfabeto; de la misma manera, por significación metonímica, el idioma 10 

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Sin duda, la obra literaria y la obra gráfica de Julia Otxoa participan de una misma sensibilidad para “leer pausadamente el mundo” y crear nuevos lenguajes —mestizos, bastardos— como escudo ante la adversidad y como arma contra todos los dogmatismos ideológicos y estéticos: “es esencial para mí la lentitud en la mirada sobre las cosas, en contraposición a la prisa que embrutece nuestros ojos”, confiesa (Otxoa 2011: 6)12. Una mirada sinecdóquica, que concita en lo pequeño —igual que en el fragmento— el todo, que propicia una mayor profundización en la observación sensible y detenida del universo. Dicha actitud se manifiesta, en su caso, en una poética híbrida o anfibia: poesía, narrativa, poesía visual, poema-objeto, ilustración, fotografía, intervención artística…, abriendo un camino más de perturbación, interrogación y duda que de certezas; una poética que aspira, más que a representar, a clarificar su particular diálogo creador, y que huye de toda opresión, imposición y ortodoxia. Los ojos de Julia Otxoa son manos y sus manos ojos para levantar una única arquitectura poética sustentada en una incesante e infinita búsqueda del espíritu en el mundo que nos rodea. De ahí que sus artefactos poéticos puedan ser considerados microrrelatos visuales, al participar como estos de la brevedad expresiva y la precisión conceptual, en una búsqueda artística trascendente: …la poética de la imagen es indisoluble de mi escritura por cuanto parte, al igual que en mis otros ámbitos de trabajo: la poesía y el microrrelato, de una percepción poética de la realidad como universo susceptible de fabulación, como forma de narración múltiple del mundo […]. Ocurre únicamente que, dentro de ese proceso formal y conceptual, hay momentos en que la expresión precisa ser escrita y otras veces plasmarse mediante el color, la imagen, el grafismo o el objeto poético tridimensional o bidimensional, pero todo ello pertenece a la misma interrogación vital por la que constantemente camino (Otxoa 2011: 6).

La propuesta artística de Julia Otxoa conduce a un desplazamiento desde el sujeto creador al objeto creado. A partir de un proceso de desautomase vuelve metáfora del conocimiento. La ‘A’ en la cuchara es el correlato visual de la comida, al que el título añade la clave para la correcta interpretación: la educación es tan importante para el ser humano como lo es la alimentación” (Bianchi 2014: 444). 12  Consultado en el blog de la autora: .

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tización, la autora despoja al objeto de su carga contextual habitual para proceder a un tratamiento de metamorfosis en unos casos o de ensamblaje de objetos cotidianos en otros; experimenta así nuevas posibilidades combinatorias y analógicas con elementos totalmente dispares, con materiales cotidianos (cebollas, huevos, sacacorchos, cascanueces, plumillas…) o elementos de desecho (flores marchitas, vértebras de animales…)13:

“Cascaluces”

“Atrapando el azar”

“Estela funeraria para una ballena”

El secreto de la poesía pertenece más al náufrago que al navegante La exploración vanguardista de Julia Otxoa se asienta en una mirada diferente sobre lo habitual, a través de los objetos que nos rodean cotidianamente. Una mirada que, alejada de la lectura acostumbrada, persigue, mediante una apuesta por la imaginación, “conferir a lo contemplado otra representación, otro significado ante nuestros ojos” (2015: 6). Una mirada En una clara apuesta por el reciclaje frente al desorbitado y obsceno consumismo de nuestras sociedades modernas. La utilización de materiales de la vida cotidiana (azulejos, tejidos, ollas, cuberterías de plástico…) caracteriza también las monumentales esculturas e instalaciones de la artista portuguesa, aunque nacida en París, Joana Vasconcelos (1971). Lejos de todo dogmatismo, Vasconcelos indaga, con ironía y ambigüedad, sobre el consumo de las sociedades globalizadas, sobre la explotación de la mujer, sobre la emigración o sobre la obscenidad del poder (Joana Vasconcelos. Soy tu espejo 2018). 13 

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que descubre, de pronto, en medio de lo más modesto, lo más simple, lo más banal, la poderosa presencia de lo sagrado, la carga emocional que los objetos albergan. Se consigue así potenciar “al máximo la expresividad de significado, mediante una correspondencia lúdica e irónica de analogías y yuxtaposiciones inesperadas, que colocan al lector de las imágenes ante una nueva representación simbólica basada en un tipo de pensamiento asociativo e iconoclasta en la traducción de mundo” (Gardella 2010):

“Meditazione dell’angelo dell’acqua”

José Ángel Ascunce definió la actitud estética de Julia Otxoa como de “indagación humanista y existencial en la condición humana” (en Pérez-Bustamante 2009: 162). Sin duda, su obra revela una concepción moral del arte, afirmada en su inquebrantable independencia, en su continua lucha contra todo autoritarismo, en su necesidad vital de “nacer de nuevo a un tiempo ético, dibujando nuevos lenguajes para edificar un tiempo en libertad sin dolor”14. Como precisa a su vez Ana Sofía Pérez-Bustamante: “La emergencia 14 

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editorial de Otxoa, en 1978, la sitúa entre tres desencantos generacionales: el de la revolución juvenil del mayo del 68, que no se tradujo en ningún cambio del sistema capitalista burgués; el de la transición a la democracia, que pasó por el pactismo y el olvido estratégico del pasado; y el de la situación del País Vasco” (Pérez-Bustamante 2009: 160-161). Julia Otxoa, como ella misma confiesa, pasó de la memoria de crueldad y represión contra su familia en la Guerra Civil y la dictadura15, a vivir el período convulso de la Transición, una Transición —considerada ejemplar— que no supo —o no quiso— encontrar una formulación sobre la memoria, la verdad, la justicia y la reparación:

“El cotidiano olvido” In Memoriam de las 150.000 víctimas franquistas que yacen sin identificar en las 2.000 fosas españolas todavía sin abrir. El arte del olvido rigurosamente se enseña en todas las escuelas a los niños, como si fuera el catecismo. Salen luego espléndidos doctorados sin cabeza. Muchos de ellos, francamente, ya traían vocación de enterradores. En fin, es este como veréis, un magnífico país de licenciados. En él han puesto precio a mi cabeza, soy la que no olvida. “…viniendo yo del bando de los vencidos en la guerra civil, de una familia trágicamente diezmada por los matarifes franquistas, logré reírme de aquella historia de mentiras que nos contaban las religiosas y que hablaba de una España grande y libre portadora de valores eternos en lo universal”, en . 15 

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“El vuelo de los hombres” El 36 trajo tanta muerte que hoy nos desborda por todas las cunetas y sembrados, bajo todos los manteles y las sacristías, bajo todos los libros de las leyes brillan las calaveras. Es éste un tiempo encanallado sin futuro, sin vuelo y sin entrañas, dictando crueldad y olvido por las anchas avenidas de la historia. In Memoriam de mi abuelo Balbino García de Albizu Usarbarrena, asesinado por rojo el 7 de septiembre de 1936 en la sierra de Urbasa (Navarra).

Desde la Transición, Julia Otxoa y su marido, el escultor Ricardo Ugarte , se han vinculado a círculos de izquierda. Ricardo fue cofundador y colaborador de la revista donostiarra Kurpil (convertida posteriormente en Kantil). Ambos colaboraron igualmente en Zurgai (creada en 1979 por Pablo González de Langarika); en el número 1, Zurgai planteaba precisamente la necesidad de una poética de la cotidianidad: “Queremos ni más ni menos que situar la poesía en el lugar que esencialmente le corresponde: en lo cotidiano” (Pérez-Bustamante 2009: 161). También formó parte Julia del 16

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grupo de jóvenes vascos que creyeron y lucharon —que siguen creyendo y luchando— por un proyecto de diálogo y convivencia para la sociedad vasca. Todo ello se traduce en poemas-objeto en los que se produce una íntima desposesión, a la vez que la expresión de un dolor compartido y la esperanza en un horizonte más fraterno:

“Piedad férrea”17

“Meditación del bárbaro grande”18

Asimismo, de su cosmovisión sesentayochista le ha quedado, como continúa Pérez-Bustamante, la reivindicación radical del pacifismo y un afán de volver a la naturaleza, que no solo hunde sus raíces en el movimiento hippy y ecologista, sino también —y profundamente— en su origen vasco: “La Naturaleza está presente en toda mi obra, haber nacido en el País Vasco, me ha proporcionado un rico bagaje cultural de comunicación simbólica con lo “Piedad férrea”, comenta la autora, “…hace referencia a la Pietá de Miguel Ángel, pero en mi caso, en los años de plomo de ETA reclamaba piedad férrea hacia el otro para no quitarle la vida”. 18  “Un hacha rosiente de odio y fanatismo sobresale de la cabeza —hecha de papel— del bárbaro para simbolizar la roca más horrible del terrorismo de ETA” (correo personal de la autora). 17 

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natural, entendiendo éste no solo como generador y sustento de múltiples formas de vida sino también como fuente inagotable de observación de su prodigiosa dinámica vital”19. La experimentación estética propuesta por Julia Otxoa pivota necesariamente sobre la reflexión y exploración del material básico con el que trabaja el poeta, el lenguaje, y sobre sus múltiples posibilidades de representación —gracias a otras artes y en otras artes—. Como ya explicó Octavio Paz, cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje. En ese sentido, los poemas visuales de Otxoa (re)inventan un lenguaje de la sugerencia —desmitificador, iconoclasta e irreverente frente al solemne, ritual y dogmático— con el que oponerse a la palabrería oficial y al comercio institucionalizado de la mentira. Su ironía crítica comienza con la denuncia de un lenguaje manipulador y engañoso, a fin de desenmascarar sus mentiras y trampas, de poner en tela de juicio las —¿inamovibles?— convenciones políticas, sociales, morales, culturales…, a partir del acervo iconográfico de nuestra cultura:

“Sugerencia del gobierno para acabar con el hambre”

“El gobierno ofrece vivienda”

Los poemas visuales y objetuales de Julia Otxoa extienden el campo de nuestra visión y experiencia, se oponen a cuanto reduce o anestesia nuestras virtualidades perceptivas, a todo cuanto nos embota los sentidos, nos estanca en la ceguera o en la certeza inflexible, en esa ortodoxia rancia y tan frágil como un huevo: 19 

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“La fragilidad de la ortodoxia”

Sin embargo, no se trata de que el creador se sitúe en la vanguardia, sino de sacar al espectador de su cómodo asiento en la retaguardia para colocarlo en esa primera línea poética; animarle a cruzar la frontera, a romper sus propios límites para convertirse en mirada creadora. Julia Otxoa nos convida a invertir nuestra perspectiva, a cambiar nuestros esquemas, nuestra forma de ver y de leer el mundo. Creo no equivocarme al afirmar que este descubrimiento de lo poético no está tanto en lo que el artista nos ofrece como en nosotros mismos; es decir, que el arte, en realidad, depende de la calidad de la mirada —del creador, del lector—. De suerte que la comunicación se establece más allá de la visualidad del ensamblaje propuesto, se encuentra en la emoción o en la reflexión que ese ensamblaje genera; o en todo caso, en el recorrido de uno a otro: en el camino que realiza el espectador, en el diálogo artístico20. En la medida en que Julia Otxoa refleja lo cotidiano que puede ser la poesía y la poesía que esconde lo cotidiano, nos está invitando a descubrir también lo poético que hay en nosotros mismos y a convertirnos en creadores: Como afirma Pablo del Barco respecto a la poesía visual: “el poema es libre para circular en cualquier sentido, en la dirección que cada uno lo solicite. Libres autor y poema, el lector ha de sentir esa libertad de lo propuesto y considerar el poema activamente suyo, sin trabas ni reservas. El poeta visual ha cumplido su propósito: transformarse en un verdadero promotor y transmisor, que es la verdadera función del creador no dogmático” (Barco 2014: 524). 20 

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Un poema no es un trozo de madera, no tiene por qué plegarse a medir 7 x 3 centímetros sobre el folio. Hay magníficos poemas de una sola línea, de una sola palabra o de ninguna, como la imagen de un niño en medio de la tormenta, junto a la orilla de un río embravecido arrojando pedacitos de pan bendito a las aguas para calmarlas21.

Como mantenía Brossa, “la poesía visual no es ni pintura ni escultura ni literatura, es comunicación… Busco transmitir una idea y no el encanto por un objeto que lleve inscrito un determinado significado. Busco las formas sencillas, quitar las pelucas al arte” (Brossa 1991: 57). Julia Otxoa inv(c)ita al lector a asistir a su espectáculo mágico: la creación de lo poético; a descubrir cómo se genera ese instante y a recrearlo imaginativamente; le reta para que sea capaz de ver, conocer y compartir con ella lo poético. Este despliegue potencial imaginario obliga a leer de forma activa, a escribir con la mirada, como mantiene Pablo del Barco (2014), ya que el texto poético es el texto implícito en la imagen. La poesía visual se funda en una paradoja, o como matiza María Fernández Salgado (2018), en una inversión: que la escritura no se ve para que la escritura vea; es decir, que la imagen que se nos ofrece “desaparece” para transformarse en el sentido que estaba inscrito, metaforizado o simbolizado en la imagen, suscitando con ello la reflexión:

“Pequeña oración de la mañana” 21 

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Los ensamblajes poéticos de Julia Otxoa nos proponen un viaje hacia la incertidumbre y la inquietud, hacia el perplejo asombro ante cada hallazgo, hacia el enigma de lo poético como algo insondable e indomable. Quizá con el convencimiento de que la única revolución artística en este momento de la Historia sea la que ahonde en la sensibilidad; quizá la única vanguardia posible sea la que, como la artista mantiene férreamente, ponga rumbo a lo humano: Con el paso del tiempo mi fe en el ser humano decrece. Sin embargo mi ternura hacia él es cada vez mayor. ¿En qué está basado mi amor, quizá en el desvalimiento que encuentro en todo fracaso?

Bibliografía Albarrán Diego, Juan/Benéitez Andrés, Rosa (2018) (eds.): “Ensayo/Error. Arte y escritura experimentales en España (1960-1980)”, Hispanic Issues On Line, nº 21. Alonso, Julián (ed.) (2004): Todos o casi todos. Antología de poesía experimental. Salamanca: CD-Ediciones Cero. Barco, Pablo del (2014): “Escribir con la mirada”, Experimental, número monográfico extraordinario de la revista Tintas. Quaderni di letterature iberiche e iberoamericane, pp. 523-524. Bianchi, Marina (2014): “La heterodoxia en la poesia visual española del siglo xx”, Kamchatka, nº 4 (diciembre), pp. 435-455. Bordons, Glòria (1988): Introducció a la poesia de Joan Brossa. Barcelona: Edicions 62. — (2003a): Catàleg de l’exposició Em va fer Joan Brossa. Exposició literaria sobre l’obra de Joan Brossa. Barcelona: Fundació Joan Brossa. — (2003b): Aprendre amb Joan Brossa. Barcelona: Edicions UB/Fundació Joan Brossa. — (2008): Bverso Brossa. Joan Brossa, de la poesía al objeto. Catálogo. Madrid/Barcelona/Cuenca: Instituto Cervantes/Fundació Joan Brossa/Fundación Antonio Pérez. — (2010): “Un doble itinerario lírico de correspondencias”, traducción de Carlos Vitale, en Fotopoemario. Joan Brossa / Chema Madoz. Madrid: La Fábrica Editorial, 4ª ed., pp. 7-12. Boso, Felipe (1981): “Poesía visual en España hoy”, Poesía, nº 11 (primaveraverano). Brossa 1986-1991. Poemas objeto e instalaciones. Catálogo (1991). Vitoria-Gasteiz: Diputación Foral de Álava.

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JOAN MIRÓ EN LOS VERSOS DE JUAN EDUARDO CIRLOT1 José Antonio Llera (Universidad Autónoma de Madrid)

Introducción En Situación surrealista del objeto (1935), André Breton meditaba acerca de la huella que la poesía había ejercido en la pintura y señalaba que no había diferencia sustancial entre un poema de Éluard o de Péret y una tela de Ernst, Miró o Tanguy. Esta idea es compartida por el propio Miró (2002: 198 ss.), que no solo escribe una serie de poemas entre 1936 y 1939 de claras resonancias dadaístas y surreales, sino que injerta la palabra en su propia pintura. Baste recordar el óleo Le corps de ma brune puisque je l’aime comme ma chatte habillée en vert salade comme de la grêle c’est pareil (1925). Al decir de Octavio Paz, toda la obra mironiana puede entenderse como un largo poema no para ser leído, sino para ser visto. En las páginas que siguen me propongo analizar dos poemas que Juan Eduardo Cirlot, en etapas distintas de su vida, dedicó a la obra de Miró2. Estimo que no solo reflejan una admiración sostenida a lo Agradezco las facilidades que me dieron para la redacción de este trabajo las siguientes instituciones: Fundació Miró (Barcelona), Successió Miró (Palma de Mallorca), Fundació Pilar i Joan Miró (Palma de Mallorca), Arxiu del Museu Nacional d’Art de Catalunya y Fundación Carlos Edmundo de Ory (Cádiz), en especial Elena Escolar, Pilar Ortega, Enric Juncosa, Patricia Juncosa, Josep Massot, Javier Vela y Alex Pons. 2  Ya sea desde el homenaje, la écfrasis o la ilustración, los vínculos de Miró con la lírica son amplísimos. Téngase en cuenta que el primer poemario que Miró ilustra es el de Lise Hirtz (Il était une petite pie, 1928) y continúa esta faceta hasta los años ochenta (Cramer 1989). Además de las Maravillas con variaciones acrósticas en el jardín de Miró (1975) de Rafael 1 

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largo del tiempo, sino que a través de ellos aborda puntos claves de su propia poética, enfocando factores capitales en el contexto del surrealismo como la escritura automática y la coincidentia oppositorum. Poesía y pintura “Miró” (1949) Joan Miró llega a París en marzo de 1920. Pronto se instalará en el estudio que le presta su amigo Gargallo y formará allí, en el número 45 de la calle Blomet, un satélite próximo al surrealismo, pero con vida propia, frecuentado por André Masson, Michel Leiris, Roland Tual, Georges Limbour y Armand Salacrou. Con el apoyo de Picasso y a pesar de la reticencia inicial de los marchantes, consigue abrirse paso en la capital y celebra su primera exposición en la Galería Pierre en 1925 (Massot 2018: 151 ss.)3. El MoMA de Nueva York ya ha organizado la primera gran retrospectiva centrada en Miró en el instante en que Cirlot se acerca entusiasmado al Postismo, como testimonia la rica correspondencia con uno de sus fundadores, Carlos Edmundo de Ory (tras la Guerra Civil, Cirlot había

Alberti, o los Poemas a Miró (1984) de Concha Zardoya, deben resaltarse los numerosos textos en lengua catalana: J. V. Foix, Joan Salvat-Papasseit, Josep Carner, Carles Sindreu, Joan Brossa, Joan Perucho, Salvador Espriu, Miquel Martí i Pol y Pere Gimferrer (Altaió 2016). Lourdes Cirlot (2015) ha examinado en un artículo muy conciso los vínculos entre Juan Eduardo Cirlot y Miró. 3  En el Dictionnaire abrégé du surréalisme Breton y Éluard fijan la fecha de la adscripción mironiana al movimiento en 1922. Pronto la relación de amistad con Breton será fluida a juzgar por la correspondencia conservada en los archivos de Fundació Joan Miró y Successió Miró. Las primeras datan de 1927, y en ellas solicita la colaboración de Miró para ilustrar obra propia, o bien para que aporte dibujos a las páginas de La révolution surréaliste. No obstante, habría que reseñar también la furiosa carta que en 1948 le envía el padre del Surrealismo reprochándole su apoyo a Tzara. El 28 de noviembre de 1950, siempre escrupuloso, le escribe a Miró lo siguiente: “Si vous en avez l’occasion, voulez-vous bien dire à notre ami J. E. Cirlot que je lui serais très reconnaissant de me communiquer l’interview de moi qui a paru, me dit-il, dans le Courrier littéraire de Madrid. Il m’importe extrêmement de savoir si les déclarations que j’ai faites à Valverde ont été reproduites intégralement”.

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llegado a Zaragoza y había trabado amistad con Alfonso Buñuel). Emerge en estas misivas afiebradas —Bizancio, Sudán, Camelot— la figura del doble: “Juan ha puesto el sufrimiento, Eduardo ha puesto la poesía”. La imaginación y los mitos son la escalera por la que evadirse de una realidad gris. Sus poetas predilectos son Neruda, Mallarmé, Éluard y Whitman. En octubre de 1949, y cuando ya colabora con el grupo catalán Dau al Set, por fin conoce a André Breton en el Café de la Place Blanche, en un encuentro que por su teatralidad constituye un acto surrealista en sí mismo: Cirlot hace ostentación de su catolicismo mostrando una cruz, para perplejidad de tantos vanguardistas ateos4. Entre 1947 y 1953, la editorial Cobalto editará periódicamente los fascículos de Cobalto 49. El primero de ellos se publicó con motivo de la exposición dedicada a Joan Miró en las Galerías Layetanas, entre el 23 de abril y el 6 de mayo de 1949. El número se compone de fragmentos escogidos de declaraciones del propio artista, así como de una gavilla de citas procedentes de críticos, amigos y poetas. Entre estos últimos se encuentra el siguiente poema de Juan Eduardo Cirlot5: Azul, rojo, amarillo, con un grupo de rayos Miró nace en el muro donde el fuego rechaza al firmamento; sus gestos son ensayos para alcanzar el sol de color puro donde estalla la flor del pensamiento. Y todo tan sencillo (2005: 630).

En una carta inédita a Carlos Edmundo de Ory en la que encarece la belleza de la Sinfonía de los Salmos de Stravinsky, confiesa: “Te juro, Carlos, que no hay amor en la tierra, no hay amor ni físico, ni espiritual tan auténticamente ‘salvaje’ como el amor a Dios” [31 de enero de 1946]. Pero Cirlot también será el que se pregunte si será posible creer y no creer, al mismo tiempo. 5  Figura en el volumen correspondiente de su poesía completa: En la llama. Poesía (19431959). En el mismo apartado de Cobalto 49 se agrupan los siguientes autores, ya sea con prosas o con versos: Vicente Aleixandre, Paul Éluard, J. V. Foix, Queneau, Adriano del Valle, Vicente Huidobro y Joan Brossa. 4 

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Se trata de una silva compuesta de ocho versos, de estructura anular, que se organiza conforme al siguiente esquema métrico: 7a / 7b / 7c / 11D / 7b / 11C / 11D / 7a. El cuarto y el séptimo endecasílabo son melódicos puros, es decir, llevan acentos en la tercera, sexta y décima sílabas, mientras que las rimas y los paralelismos contribuyen a trabar los versos, entre los que destacan visualmente, por el efecto de la oscilación entre el arte mayor y el menor, las siguientes unidades o grupos lingüísticos: “firmamento” / “color puro” / “pensamiento”. Los tres están interrelacionados en el plano semántico. ¿Por qué, tratándose de un pintor vanguardista, se elige un esquema formal tan cerrado de ascendencia barroca, que denota una notable pericia técnica? Al descartar el verso libre, que era el que mayoritariamente emplearon los surrealistas, Cirlot hace un guiño a la tradición, a la vez que afirma una poética personal, alejada del automatismo psíquico. La terna cromática que abre el poema define una pintura que hace de la explosión de los colores primarios uno de sus rasgos más característicos (desde 1940 Miró va a renunciar al claroscuro y al modelado). De Novalis a Rubén Darío, el azul ha sido considerado como el más metafísico de los colores, y es aquí el elegido para abrir la serie; un color que domina en óleos tempranos como La fenêtre y Paysan catalán à la guitarre, ambos de 1924. María Zambrano (2012) aludirá precisamente al efecto hipnótico que ejercen esos azules sobre el espectador. El verso tercero sitúa el nacimiento de la obra mironiana sobre el muro, es decir, sobre la materia, sobre el principio femenino, sobre la que actúan los rayos del espíritu6. Si hay algo que ha destacado el pintor catalán de su propia génesis creativa es justo ese principio, la tensión espiritual, que se concreta en el calado simbólico, místico o religioso de muchas de sus composiciones, como ha estudiado Roberta Bogoni (2016). En una carta de 1924 conservada en Además de los significados que tienen que ver con la elevación y la imposibilidad de una salida al exterior, tanto física como metafísica, en su Diccionario de símbolos Cirlot señala: “Bayley resume los dos momentos esenciales del simbolismo del muro al decir: ‘como la casa, es un símbolo femenino que representa el elemento femenino de la humanidad […]. Por otro lado, esta asimilación tiene otro término de relación: la materia, en oposición al espíritu’. Nótese que el simbolismo no cambia, puesto que la materia corresponde al principio pasivo o femenino y el espíritu al activo o masculino” (1988: 316-317). 6 

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los archivos de Successió Miró, su amigo Michel Leiris le manifiesta con vehemencia que la pintura debe ser un camino de Damasco que extermine la base demagógica de los odiosos ventrílocuos, transmisores de ideas podridas. Se trataría, entonces, de extraer de la sangre los fuegos helados y trascendentes de la metafísica (“feux glacés et transcendants de la métaphysique”). Se observa una clara línea de convergencia con respecto a la poética cirlotiana. En una carta inédita de 1945 que dirige a Carlos Edmundo de Ory, Cirlot se adscribe a una visión neorromántica de la lírica con estas palabras, que él mismo se encarga de entrecomillar para otorgarle una relevancia casi lapidaria: Te voy a decir lo que actualmente es para mí la poesía. “Una actitud de recogimiento descendente hasta un fondo insospechado donde rigen extrañas luces y en donde me encuentro con asombrosas particularidades de mi yo, con aspectos de otro modo insondables del secreto vivo, cerrado, racial, cósmico de mi personalidad agónica”.

La poesía se concibe como un modo de conocimiento, y ha de ser, como afirma en un texto publicado en 1946 en Entregas de poesía, “un acto anímico, un ‘estado’ o ‘vivencia’ tenidos por el creador lírico” (2005: 675), que es lo que perfila musicalmente el ritmo y la métrica. Cuando a mediados de los años cincuenta descubra la poesía permutatoria indagará en el simbolismo fónico y experimentará cada vez más con las homofonías y las aliteraciones, con la materia significante, sabedor de que dichos valores producen sentidos que interactúan con la línea temática o argumental7. Los apuntes conservados en su archivo del Museu Nacional d’Art de Catalunya así lo demuestran. Es significativo el hecho de que en el poema que comento “Miró” y “muro” se encuentren vinculados a través de la paronomasia. No es casual que acuda a la analogía con la pintura para explicarlo. Extraigo unas líneas del artículo “Lo incomunicable en poesía”, editado el 12 de julio de 1968 en La Vanguardia: “Nadie puede considerar, por ejemplo, que un cuadro rojo con una gran mancha negra es optimista o dulcemente contemplativo […]. Igualmente, hay en la lírica valores fónicos e imágenes que transmiten al lector, al margen de la trama argumental que más o menos revelan, un sentimiento que se transforma en sentido, en intelección finalmente” (2008: 879). 7 

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Apuntes inéditos sobre las clases de aliteración en poesía. Archivo de Juan Eduardo Cirlot (Museu Nacional d’Art de Catalunya).

De modo muy conciso se desgranan los códigos estéticos del pintor: leemos que “sus gestos son ensayos / para alcanzar el sol de color puro”. Una obra que surge de lo gestual, es decir, de los movimientos del cuerpo, pero animados también por el espíritu, por una búsqueda ascensional emblematizada por el sol, fuerza “heroica y generosa, creadora y dirigente” (Cirlot 1988: 417). A buen seguro conocía el poema que Paul Éluard le dedica al pintor en Capitale de la douleur, en el que hace mención tanto al sol —en

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un contexto de elevación— como al gesto8. Y Octavio Paz, posteriormente, escribirá en “Fábula de Miró”: “El sol no era sino el presentimiento del color amarillo. […] / para ver el sol y sus planetas meciéndose en el trapecio del horizonte, / para aprender a mirar y para que las cosas nos miren y entren y salgan por nuestras miradas” (2004: 757-760). La base ecfrástica de estas alusiones es múltiple; podría remitir a la primera de las Constellations, datada en enero de 1940, a Le Soleil rouge ronge l’araignée (1948), o bien a toda la serie de representaciones de mujeres y pájaros delante del sol, en óleo, tinta china o gouache. Lo que sí está claro es que tras esta aspiración a lo cósmico están las lecturas de la tradición mística o religiosa que Miró realiza sistemáticamente, en especial a partir de los años cuarenta, como demuestra un examen de su biblioteca (las obras de santa Teresa de Jesús conviven con las de san Juan de la Cruz, fray Luis de León o Francisco de Asís9). Aprovechando la amplitud cosmológica, pitagórica o platonizante del elemento solar, creo que lo que expone Cirlot también de manera implícita es una alegoría de la creación mironiana entendida como alquimia. De la alquimia del verbo —Miró era lector de Rimbaud y se interesó por la alquimia gracias a su vecino de taller, André Masson10— pasamos a una alquimia de la pintura. Operaciones de depuración, transmutación y transustanciación en busca del oro, del sol de color puro, del absoluto, de la plenitud salvadora del ser. Y es que ciertas obras de Miró parecen compuestas por un ansia de metamorfosis permanente: las formas se hallan en trance de convertirse en otras distintas, suspendidas en siluetas sinuosas, aéreas. Lo que después advertirá

Cito los primeros seis versos, el primero de los cuales presenta una clara aliteración en oclusiva y vibrante: “Soleil de proie prisonnier de ma tête, / Enlève la colline, enlève la forêt. / Le ciel est plus beau que jamais. / Les libellules des raisins / Lui donnent des formes précises / Que je dissipe d’un geste” (1965, I: 193-194). Más tarde, en 1937, Paul Éluard publicaría en la revista Cahiers d’Art un poema en prosa poética (“Naissances de Miró”). 9  De este último, por ejemplo, maneja la versión catalana de Josep Carner: Floretes de San Francesch (prólogo de R. P. Rupert Mª de Manresa, Barcelona: Lluis Gili, 1909), pero también la edición francesa: Le cantique du soleil (París: Gallimard, 1954). No se olvide que en 1975 Miró ilustra la traducción de Carner. No sorprende que en una entrevista que le concede en 1959 a Yvon Taillandier explicara que buscaba un “movimiento inmóvil” y pusiera como ejemplo la música callada de san Juan de la Cruz. 10  Sobre los vínculos de la alquimia con Miró, véase Corinne Mandel (1995). 8 

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Jacques Dupin al hablar de una alquimia del gesto ya se encuentra mucho antes en este poema de Cirlot, quien hubo de aproximarse a la alquimia a través de sus lecturas de Jung, fascinado seguramente por la fase de la conjunción o disolución de los contrarios. A mi juicio, su atracción por la pintura de Miró se puede explicar, entre otros motivos, porque en ella ve un paradigma de la coincidentia oppositorum, y esta noción la consideraba axial no solo desde la vertiente estético-poética, sino también existencial. ¿Cómo no iba a reconocerse en ella el hombre que estuvo en los dos bandos en la Guerra Civil, el que amaba tanto la tradición como la vanguardia, el que compuso una “Oda a Rudolf Hess” por la que se ganó la antipatía de muchos, pero a la vez adoraba el mundo hebreo? Si nos preguntáramos en qué radicaría exactamente esta consanguinidad entre el principio de la coincidentia oppositorum y la obra mironiana tal como se expone en este poema de 1949 habría que responder que la oposición clave se da entre el pensamiento y la espontaneidad. Eso es lo que vendría a conciliar su obra. “Y todo tan sencillo”, se lee en el último verso. El hallazgo de la iluminación se logra de tal modo que reflexión e instinto se fusionan y se alimentan mutuamente, de manera natural. Otra polaridad que resulta disuelta a ojos de Cirlot sería la que se da entre violencia y candor, palabras que emplea en su acercamiento a la obra gráfica de Miró cuando prologa y traduce la monografía de Hunter (1959)11. Me propongo explorar algo más esta cuestión para demostrar que, en el entorno del Surrealismo, esta percepción cirlotiana es constante y casi obsesiva. Como señala en su Introducción al Surrealismo, el primer manifiesto erige la surrealité como el punto de confluencia entre dos estados en apariencia contradictorios, como son el sueño y la realidad, lo consciente y lo inconsciente. En el segundo manifiesto Breton anatemiza las viejas antinomias y expresa su creencia en “cierto punto en el espíritu desde el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo

Un ejemplar del mismo se conserva en Successió Miró con una breve carta manuscrita de Cirlot fechada el 23 de febrero de 1959: “Mi estimado amigo: Le adjunto este ejemplar de mi prólogo, esperando le cause satisfacción. Saludos, Juan Eduardo Cirlot”. Otras cartas cruzadas entre el poeta y el pintor (siempre muy breves) se encuentran recopiladas por Lourdes Cirlot bajo el título de De la crítica a la filosofía del arte. 11 

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incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradictorios” (1988: 162). En la carta abierta que Cirlot le envía a Breton el 30 de diciembre de 1955 lamenta que en España nadie preste atención al Surrealismo, y advierte después: No ven que estamos con un brazo en el agua y con otro brazo en el fuego, con la cabeza en el ser y con el cuerpo en el no ser, con el alma en el día y con el espíritu en la noche. Ellos tienen bastante con el sentido común y lo que no es común es como arabesco en el humo, poesía, palabra escrita con las letras menores del impresor, con tinta verde sobre papel verde.

La apelación antipositivista, crítica frente al campo literario de la posguerra, se ejerce por mediación de Heráclito y su concepción de lo real como discordia, de donde surgiría la armonía. Aquí la lectura es más existencial que estética. La idea de la coincidentia oppositorum se invoca también como la médula del movimiento cuando en 1959 Cirlot declara su alejamiento del dogma surrealista (Allegra 1988). Y todavía en 1968, cuando da a conocer en La Vanguardia un artículo divulgativo sobre Miró12, encarece esa antigua noción acuñada por Nicolás de Cusa13. Tanto Cirlot como Breton debían conocer el aforismo de Novalis: “Destruir el principio de contradicción es quizás el más elevado cometido de la lógica superior” (1976: 128). En suma: potencia para armonizar el gesto y la razón14. Es un hecho que el pintor caEl título, “Miró, pensador”, además de romper el tópico de un Miró ingenuo y casi ahogado en su mutismo que transmitieron a veces tanto André Breton como Octavio Paz, enlaza con “la flor del pensamiento” (v. 7) de su poema de 1949. 13  En De docta ignorantia (1440), Nicolás de Cusa identifica a Dios con la unidad de contrarios o unidad suprema, ya que en Él —único e infinito— se superan todas las contradicciones. Esta idea estará presente en autores como Bruno, Böhme, Goethe, Eliade (los mitos de los dioses bipolares) y Jung. Acerca de la interpretación desde la psicología que realiza Jung de Nicolás de Cusa, véase David Henderson (2010). Naturalmente, Cirlot esa idea la aplica a su poética en el momento en que alude a un paradójico movimiento de avance y descenso: “Los dos movimientos, de avance y descenso, son equivalentes y, a la vez que divergen, convergen. Divergen porque el movimiento de avance es inteligente y técnico, mientras el descenso es anodadante y místico” (2008: 901). 14  En “Genèse et perspective artistiques du surréalisme” Breton, que en su exilio americano ha entrado en contacto con pintores como Matta y Paalen, enfatizará el hecho de que 12 

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talán puso de relieve la disciplina y el método como ejes de su producción, al tiempo que hacía un guiño a la mirada interior surreal —antimimética— y encarecía simultáneamente lo imprevisto como el otro ingrediente necesario. Marcaba así una estratégica distancia con respecto al automatismo psíquico, hasta llegar a redefinirlo de modo heterodoxo. Recordemos la respuesta que le da a una pregunta de Georges Raillard: ¡La electricidad! Eso es, la electricidad. Y, desde luego, me guía también la inteligencia […]. La mano está electrizada, magnetizada, al principio no se sabe por qué, por el menor accidente del papel. El automatismo es el principio guiado por la materia, por lo que hay sobre una hoja de papel que jamás está vacía, jamás es blanca. No puedo decir si el choque es o no exterior. Constantemente tomo notas gráficas que encuentran el principio de su forma en lo que está impreso en la página de la agenda en que hago un esbozo, pero cuyo origen, con frecuencia poco claro para mí, procede de un choque exterior (2018: 115).

Por mucho que comentara que Carnaval d’Arlequin había sido pintado siguiendo las alucinaciones que le provocaba el hambre, cualquier espectador mínimamente atento percibe los acordes cromáticos, los símbolos y el ritmo de las líneas que preside toda la composición. Tras un primer deslumbramiento, André Breton muy pronto se dio cuenta de este hecho, y dejó escrito en Le surréalisme et la peinture un juicio sobre Miró cargado de reticencia, en el que le acusaba de que su entrega al automatismo distaba mucho de ser completa15. Cuando Michel Leiris (1983: 14) rememora las reuniones de los años veinte en la calle Blomet puntualiza que constituían una especie de grupo aparte y que la exigencia formal y compositiva presidía todas sus inmerel automatismo gráfico es capaz de fusionar la parte intelectiva con la sensitiva (Breton 1965: 68-69). Véase José Pierre (1991: 32-34). 15  “Pour mille problèmes qui ne le préoccupent à aucun degré bien qu’ils soient ceux dont l’esprit humain est pétri, il n’y a peut-être en Joan Miró qu’un désir, celui de s’abandonner pour peindre, et seulement pour peindre (ce qui pour lui est se restreindre au seul domaine dans lequel nous soyons sûrs qu’il dispose de moyens), à ce pur automatisme auquel je n’ai, pour ma part, jamais cessé de faire appel, mais dont je crains que Miró par lui-même ait très sommairement vérifié la valeur, la raison profondes. C’est peut-être, il est vrai, par là qu’il peut passer pour le plus ‘surréaliste’ de nous tous. Mais comme nous sommes loin de cette ‘chimie de l’intelligence’ dont on a parlé!” (1965: 36-37).

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siones en lo maravilloso16. ¿Automatismo? La vehemencia de lo imprevisto, la liturgia de los enjambres, el brazo febril del matarife, sí, pero también la pausa de quien planifica la ejecución en múltiples apuntes preparatorios, notas y esbozos. El centelleo y la brida, la rayuela y el ábaco, la mano que se electrifica, que solo obedece a la ley del instinto, pero también la cercanía, el interruptor, los ritmos, los intervalos capaces de armonizar el conjunto. El relojero (el oficio de su padre) convive con el boxeador (la afición que lo emparentaba con Hemingway, quien le compró La Ferme). Puede constatarse que en Cirlot también se da una evolución en su juicio crítico acerca de Miró. Al principio, observa que todo gravita alrededor del sueño y del inconsciente, pero a comienzos de los años sesenta matiza mucho esta percepción primera: “Más que al automatismo de la visión y de la fantasía, Miró propende al de la ejecución, valorando la instintividad, la fuerza” (1962: 5). Posteriormente, críticos como Jacques Dupin pondrán en tela de juicio la presunta “facilidad” del arte mironiano y serán más contundentes acerca del asunto del automatismo: “La espontaneidad absoluta propia de las pinturas de Miró en la época no es jamás un automatismo, sino algo que nace de la sumisión natural, dócil, temblorosa, de la mano a los impulsos interiores; no es la representación ni la interpretación, sino la realización misma del sueño en la tela” (1993: 120). “Homenaje a Joan Miró” (1957) En 1957 Miró visita con su amigo Artigas las cuevas de Altamira buscando inspiración para los murales de la Unesco que le han encargado pintar. Ese mismo año acepta la sugerencia de su marchante, Pierre Matisse, de realizar una edición facsimilar de las Constellations, compuestas la década anterior, y le propone que sea André Breton el que elabore los textos. Para este se trata A diferencia de Breton, Leiris sí sitúa en el mismo nivel programático las creaciones de Masson y de Miró: “[…] era necesario que los resultados se sostuvieran por su propio pie y —siendo, en gran parte, fruto del automatismo— tuvieran una coherencia comparable a la de un organismo vivo o a la de una estructura musical. Masson y también Miró […] no olvidaban las enseñanzas de sus predecesores y sabían muy bien que la pintura es un arte tanto manual como mental” (1983: 14). 16 

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de un año importante, que culmina con la aparición en mayo de L’Art magique, escrito en colaboración con Gérard Legrand. Cirlot, que ha respondido a la encuesta que le han hecho llegar desde París, publica en el Correo de las Artes el poema “La dama de Vallcarca” y colabora en el homenaje a Miró que le rinde la revista Papeles de Son Armandans17. Tras conocer en Barcelona al etnólogo y musicólogo alemán Marius Schneider, lleva varios años inmerso en el estudio de los símbolos. Su “Homenaje a Miró” ofrece notables diferencias en relación con el poema editado en Cobalto 49. En primer lugar, esas diferencias son formales, ya que estamos frente a un texto más extenso, en tiradas versiculares contrapunteadas por el arte menor, si bien se hallan heptasílabos y endecasílabos como base de la composición, a la que imprimen ritmo el retorno anafórico y la respiración paralelística. La estructura interna se caracteriza por la refutación de ciertas tesis en contra de la pintura de Miró, réplica o dialogismo en el que se inserta ahora un sujeto lírico en primera persona: el mundo poético de Cirlot impregna así la estética mironiana, dando lugar a una reflexión en torno a las funciones catárticas del arte. Puede leerse como un manifiesto estético de cariz romántico o expresionista. Es muy probable que el último apartado de su monografía sobre el artista —Miró (1949)— no agradara al pintor, pues en ella sugería que su obra era más monocorde que la de Picasso, el gran virtuoso, a lo que se sumaba cierto intento de descatalanizarlo y de adscribirlo a una pureza exenta de calado ético, cuestión bastante discutible18. Sea como fuere, lo que Cirlot constataba era un primordialismo radical que lo emparentaba con el arte rupestre19. Y es justo la defensa de esta cualidad lo que traslucen los primeros versos:

Además de Cirlot, participan en este número XXI (diciembre de 1957) poetas como Jean Cassou, Vicente Aleixandre, J. V. Foix, Anthony Kerrigan, Celso Emilio Ferreiro, Luis Felipe Vivanco, Ángel Crespo, Blai Bonet y Caballero Bonald. 18  Este purismo ya lo había planteado Gasch (1948: 34). Antoni Boix aduce razones para sostener que existe un Miró comprometido en su análisis de la trayectoria del artista. Ni que decir tiene que Miró se sentía más próximo a Cirici Pellicer que a Cirlot, pero me parece excesivo afirmar que acabara por rechazarlo (Boix 2010: 70). 19  No en vano Foix hablará de los “alfabets rupestres” de Miró. En el Diccionario de ismos Cirlot se extiende en la categorización del primordialismo subrayando la predilección por los contrastes de colores primarios y por “las formas amplias, sencillas, emotivas por su propia turgencia” (2006: 530). En este apartado incluye a Hans Arp y a Miró. 17 

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“Se dice / que tales constituciones de imágenes al borde horroroso de la prehistoria y del concepto mágico son pobres / sucedáneos de lo sobrenatural” (2005: 660). El héroe mutilado es el mito o correlato objetivo sobre el que se proyecta el yo (todo parece medirse bajo el patrón nietzscheano de la guerra como espectáculo de lo sublime), que termina por afirmar el primitivismo inherente al hombre. Ese yo comprende “que todo son pozos”. Esta imagen de lo subterráneo y del misterio se comunica con otra de naturaleza onírica y surrealizante vinculada con la anterior: “¿por qué / esta misma noche he soñado que yo adiestraba en el manejo de la lanza a quinientos hititas vestidos de negras armaduras en un parque siniestro vigilado por el terrible Pez?” (660). Oscuro pez de fondo, pez-ojo omnisciente, amenazador: imagen del inconsciente reforzada por dos adjetivos —“siniestro” y “terrible”— que reenvían a lo inquietante (Das Unheimliche). Los versículos siguientes amplifican el imaginario de martirio y dolor. El apóstrofe dirigido a la madre actualiza una especie de Pietà religiosa, a la vez que el cuerpo concentra una imagen cifrada del universo merced a las leyes de la analogía20. Esa correspondencia prende como la huella de una salvación lejana: “cuánto he llorado comprendiendo, sin embargo, que hay una relación precisa / entre las estrellas y mis labios de cristal violáceo”. La tercera secuencia tematiza la propia mirada del yo en tanto que espectador frente a las obras. El arte de Miró ofrecería consuelo contra un mundo donde predominan la agresividad y la barbarie del instinto ciego: No importa lo que se diga. Yo sé que muchas mañanas quemadas por el gavilán, que muchos ocasos taladrados por los dientes de los osos del parque, he sentido consuelo mirando estas pinturas, esas u otras de igual condensación crepitante (2005: 661).

El poema se carga después de una concatenación de imágenes fulgurantes en torno a la serie cromática del rojo, el azul y el amarillo. Este expresivo

Coincido con Victoria Cirlot (2002) a la hora de recalcar la importancia de la analogía como puente entre el Surrealismo y la simbología. 20 

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despliegue recuerda al célebre soneto de Rimbaud a las vocales y, a mi juicio, presenta cierto eco con el idiolecto aleixandrino a juzgar por el uso que Cirlot hace de la lítote: “Porque el rojo no es sangre ni es fuego, sino que es un golpe de nuevos animales, un objeto sin forma todavía, una raza”. Desde el topos surrealista de la mano libre de vigilancia racional, Vicente Aleixandre elige también el rojo como el punto de partida de su repertorio e introduce semas de violencia y agresividad dionisiacas21, vehiculados por el encabalgamiento: “[…] Ha estallado / el rojo, concentración chorreante / en el centro mismo de la aurora. Rojo / total del corazón que explota / como una bofetada sobre el mundo / cándido” (1978: 1131-1132). Los versos siguientes de Cirlot perfilan un himno a las potencias del arte por mediación de unos intertextos muy reconocibles. El sujeto lírico abomina de un mundo donde no hubiera lugar para la revelación o el consuelo: Si se prohibiera pintar así, oh, Joan Miró, el brillo de nuestras heridas iluminaría la tierra de tal modo que todos serían centuriones, todos serían palomas con hojitas de olivo, todos serían penitentes y habrían de fundar nuevos monasterios, pues, en verdad, este arte no es solamente arte de pintar y esculpir, arte de dibujar y grabar, de componer y conformar o deformar, es viva exposición de lo que alumbra la nueva mutación en los humanos: su simiente elevada, su vexillum ardiente, el sol de contradicciones; su procesión, sus ecos en los vientres cavernarios; desencadenamiento, porque nada está claro ni cerrado en este mundo nuestro que naufraga creciente a cada instante, coronado de lunas y diamantes, de letras y delirios (2005: 662-663). Es un rasgo señalado por Cirlot cuando hace notar que el color no sirve ni a lo figurativo ni a lo simbólico, sino que “aparece en función de la furia estética mironiana” (1949: 33). 21 

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La vehemencia de la dicción se formaliza a través de la anáfora, mientras que los encabalgamientos fijan expresivamente el vértigo del sentido. El arte mironiano poseería un alcance antropológico y metafísico: “es viva exposición de lo que alumbra”. Schopenhauer (2004: 452) concebía las representaciones artísticas como el anestésico de la voluntad: el placer estético que produce la belleza llevaría a un estado de pura contemplación que aísla del deseo. Al contrario, Nietzsche, en el prólogo a El nacimiento de la tragedia, proclamará que el arte es la actividad metafísica por excelencia, el gran estimulante de la vida22. Algunas líneas de sus escritos póstumos son elocuentes: “El arte como la liberación del que sufre, como camino a estados donde el sufrimiento es querido, transfigurado, divinizado, donde el sufrimiento es una forma del gran embeleso” (2006: 168). Me parece que en este punto Cirlot está muy cerca del filósofo alemán. Dicho poder transformador de la conciencia humana se nombra en el poema mediante una metáfora triple: “su simiente elevada, su vexillum ardiente, el sol de contradicciones” (2005: 662). El vexillum era el estandarte de la legión romana, emblema aquí de poder, mientras que el sol de lo Infinito unificaría y preservaría en sí mismo todas las antinomias (de nuevo Heráclito y la alquimia). Los versos finales terminan con una imagen afirmativa: “Miró; / ¡qué risa en la montaña!” (2005: 663). El pintor catalán manifestó que era un pesimista que creaba cuadros alegres. Admiraba, como todos los surrealistas, el humor grotesco de Jarry. Cirlot estimaba que la existencia era un mal. El estallido de la risa aparece como una fuente de liberación de todas nuestras cadenas, goce carnavalesco, éxtasis del cuerpo, bienaventuranza. Aunque en los años sesenta el interés de Cirlot se centra en la pintura informalista, Pintura catalana contemporánea (1961) está dedicado a Joan Miró23, y este hará lo propio con el artículo de Dupin acerca de sus pinturas sobre cartón (Derrière le Miroir, nº 151-152, 1965), en el

En el cenáculo de la rue Blomet había también lectores apasionados de Nietzsche, como Michel Leiris, Masson y Bataille. El propio Miró conserva en su biblioteca personal las versiones francesas de La gaya ciencia, Ecce Homo y El viajero y su sombra. 23  En Successió Miró se conserva un ejemplar autografiado por el propio Cirlot con la siguiente dedicatoria: “Con la profunda admiración de [firma]”. 22 

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que la caligrafía mironiana juega libremente con todo el margen de la página. El frontis para la plaquette Regina tenebrarum (1966) será obra de Miró. Por la respuesta que Cirlot le dirige a Breton en 1959, cuando este le propone participar en la exposición sobre el erotismo, sabemos que su distanciamiento es un hecho probado (ha comprendido que no hay ruptura sin tradición). Esto viene a refrendarse una década después cuando censure la “verborrea intolerable” (1996b: 139) de la mayoría de los textos automáticos. Y, sin embargo, en una misiva a Juan Larrea defenderá la figura de Breton y seguirá considerándose un surrealista (Allegra 1988: 296-297). Trabaja en su ciclo Bronwyn, pero continúa siendo un poeta secreto24, amante de la ruina, de lo roto y lo vencido. Si Miró se declaró asesino de la pintura, Cirlot lo fue en cierto modo de la lírica canónica de posguerra: rompió a golpe de espada medieval el horizonte de expectativas de su época. Acaso ese temperamento saturnal que nunca le abandonó estuviera transido de una fe en la mano de nieve de un tiempo por venir.

Cirlot era un poeta mal visto por los intelectuales catalanes de izquierda y ganó fama de filonazi por sus publicaciones en CEDACE (Rivero Taravillo 2016: 273). La correspondencia conservada en su archivo personal da a entender la frialdad con que acogieron su obra figuras relevantes del Veintisiete como Gerardo Diego o Dámaso Alonso, a quienes les mandaba sus libros. Alejandra Pizarnik puede considerarse una excepción en este sentido. En una carta inédita la poeta argentina le anuncia su deseo de dedicarle La bucanera de Pernambuco, el texto “más menos ilegible”, un híbrido “de humor y de erotismo rayano en lo obsceno (una obscenidad tierna, de niño con nodriza, o de niña con nodrizo)” [29 de agosto de 1970]. Cirlot sintetiza su poética en una misiva posterior: “La poesía es muy difícil. Primero, porque ha de ser absoluta y profundamente original y originaria. Segundo, porque debe ser trascendente […]. Tercero, porque tiene que servir profundamente al que la escribe para salvarse (de él mismo). Y cuarto, porque ha de ser un valor verdadero para otros seres de este mundo, si bien yo he escrito en Brownyn I ‘Yo soy un ser humano a pesar mío’, y desde la infancia no me sentí de la especie humana” [6 de noviembre de 1970]. 24 

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Ilustración de Joan Miró para la plaquette de Juan Eduardo Cirlot Regina tenebrarum (Barcelona, Imprenta Juvenil, 1966). Colección particular de Alejandro Pons. © Successió Miró 2020

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esa manera de estar entre Julio Cortázar

Huidobro en 1937, ya de regreso en Chile, afirma que “lo mejor de la inteligencia humana se debate en el campo de la física y allí vemos a grandes cerebros alcanzar las zonas poéticas como Einstein, un Planck, un Broglie, un Bohr y algunos otros cuyos estudios nos maravillan y aun sobrecogen” (De la Fuente 1993: 59). Un año más tarde, sostiene que “la imaginación poética de hoy es hermana de la imaginación científica, y hay que ir a la física nueva, a la bioquímica, a la astrofísica, a la astronomía, y dejar esa retórica de carcamales” (Piña 1990: 106). El poeta creacionista advierte la relevancia de la física moderna, que a través de dos teorías revolucionarias elaboradas en las primeras décadas del siglo xx, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, postula una nueva descripción de las leyes de la naturaleza y redefine la imagen del universo. A la vez, entiende que el cambio de paradigma implica una ruptura con la visión newtoniana del mundo, genera problemas epistemológicos y estimula una imaginación transversal ligada a la paradoja, la analogía, la recursividad, la invención de otros mundos y los Gedankenexperimente. Huidobro no es el único escritor de la vanguardia asombrado e interesado en estos temas. Jean Emar, Borges, Adolfo Bioy Casares y Luis Vidales conocieron el pensamiento científico emergente y, en sus obras, de diversas maneras, encontramos la resonancia de los nuevos descubrimientos. Años más tarde, algo semejante se observa en la creación de autores como Julio

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Cortázar, Ernesto Cardenal, Octavio Paz, Ernesto Sábato y Nicanor Parra. En el siglo xxi, el impacto de la física moderna sigue vigente y se manifiesta en el ensayo y en las narraciones del escritor mexicano Jorge Volpi. Los escritores mencionados, salvo Parra y Sábato, no son físicos de profesión, pero dan un uso literario y transfiguran los nuevos principios y leyes de la ciencia. Parra ilustra bien lo que genera esta lectura de la ciencia y cómo la incorpora a su trabajo poético: “Fui a estudiar física atómica [a Estados Unidos a los 29 años] […] lo que fue para mí como una especie de intuición artística de lo científico” (Cárdenas 2018: 251). A partir de estos cruces e interpenetraciones entre distintas formas de conocimiento, en este trabajo definimos algunos ejes de la mecánica cuántica que dialogan con los procesos ocurridos en la vanguardia artística; luego, analizamos algunos cuentos y Rayuela para ver de qué manera Cortázar, con una visión estética, apropia y explora las posibilidades narrativas de aquellos planteamientos que modificaron en forma radical la comprensión de la naturaleza. La nueva física, Cortázar y el Surrealismo La visión newtoniana concibe el universo como un sistema que funciona regido por las leyes del movimiento y la ley de la gravitación universal, y este paradigma domina la ciencia durante los siglos xviii y xix, pero al iniciarse el siglo xx se abandonan los planteamientos y principios de la concepción mecanicista-determinista. La mecánica cuántica se define como “la descripción del comportamiento de la materia y de la luz, […] y en particular, de todo aquello que tiene lugar a escala atómica” (Deligeorges 1990: 11). Al explorar este mundo en el que por primera vez se adentraba la humanidad, los físicos viven una experiencia semejante a la que caracteriza a la vanguardia artística: apertura a zonas de realidad desconocidas, encuentro con “lo nuevo” —fundamento estético-ideológico que la legitima en el caso del arte—, ruptura y polémica con el pasado, experimentación con otros lenguajes, nuevas representaciones e imágenes de lo real. Ellos entran en contacto con una realidad misteriosa e inesperada que socava los cimientos de la física, desafía la capacidad de comprender el universo y los obliga a pensar de manera del todo diferente (Capra 1992: 82).

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Esto porque cada vez que “en un experimento atómico, le preguntaban algo a la naturaleza, esta les respondía con una paradoja […] y fueron llegando a la conclusión de que todos sus conceptos básicos” (82) había que someterlos a una nueva consideración. La conducta cuántica de la naturaleza es una idea insólita y contradice el sentido común más elemental. Es una idea que la física ha aceptado con gran resistencia de muchos y, como señalara Richard Feynman, no es exagerado decir que uno nunca llega realmente a entenderla; a lo más, nos acostumbramos a ella. El desconcierto y la perplejidad son de tal magnitud que Werner Heisenberg se pregunta: “¿Es posible que la naturaleza sea tan absurda como nos lo parece en estos experimentos atómicos?” (Capra 1992: 83). Los cambios en la física provocan alteraciones en las bases del conocimiento y tienen implicancias epistemológicas que resuenan en el proyecto creador de Cortázar, quien ficcionaliza estos temas en su obra creativa y reflexiona sobre ellos en su obra crítica. Él entiende la revolución científica inserta dentro de un cuadro de ruptura y afirma en 1947 que “en un sentido último […] actitudes como el cubismo, futurismo, ultraísmo, la conciencia de relatividad, la indeterminación en las ciencias físicas y la crítica al concepto de legalidad, el freudismo y este niño viejo, el existencialismo, son surrealismo” (Yurkievich 1994: 107)1. El escritor argentino asume que estas manifestaciones de la cultura revelan un cambio de paradigma porque descubren otras dimensiones de la naturaleza; reniegan de una comprensión lógica del universo y abandonan la cosmovisión racionalista y los instrumentos de conocimiento del pasado; ponen en radical entredicho lo considerado inmutable; iluminan regiones secretas y validan la existencia de lo irracional y lo maravilloso para (re)incorporarlo al territorio de lo real; postulan la existencia de otro mundo que amplía los límites de la realidad y obliga a repensarla desde otras bases; delatan una concepción de verdad que niega las certezas y con lenguajes nuevos, elaboran principios y representaciones originales que ofrecen una imagen más compleja e inquietante del mundo y del sujeto. Son propuestas subversivas que no aceptan lo heredado. Cortázar sostiene que “la presencia de lo irracional ocupa posiciones de primer plano en la ciencia, la literatura y la poesía y el arte del siglo xx” (Alazraki 1994: 192). 1 

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Agreguemos que en un sentido más acotado, el Surrealismo, confiesa Cortázar, ha sido para él una lección artística, una ética moral, la “tentativa de un humanismo integrado” (Alazraki 1994: 194); y una metafísica porque le “mostró la posibilidad de enfrentar la llamada realidad cotidiana no solo desde la dimensión de lo convencional, de la lógica aristotélica, sino tratando de ver lo que se daba en los intersticios […] el paréntesis de misterio por el cual se entrevé, a veces una realidad diferente” (Roffé 1985: 56-57). A partir de esta doble comprensión cortazariana del Surrealismo, revisemos qué advierte el escritor en este territorio misterioso e insólito que es la nueva física. El mundo atómico es para Cortázar una “realidad inconcebible” que despierta “el sentimiento del absurdo” (Cortázar 1968: 17), experiencia semejante a la de los físicos, y agrega que el principio de indeterminación postulado por Heisenberg, “abre un terreno de incertidumbre donde las cosas pueden ser y no ser” (Cortázar 2013: 68)2. Más allá de la rigurosidad con que entiende los postulados científicos, lo que importa es la “intuición artística” que tiene Cortázar de ellos. Por un lado, él ve que existe una similitud “evidente” de la mecánica cuántica con “nuestra visión literaria y poética, con nuestra manera de sentir e interpretar la realidad como una cosa infinitamente más porosa y menos escolástica que en el siglo xix” (Castro-Klarén 1980: 16). Por otro lado, y en un plano más específico y cercano a su labor creativa, advierte que “a mi manera alcanzo a comprender algunas cosas que entran para mí en lo fantástico” (Cortázar 2013: 68). Así, la nueva física está a la base de dos conceptos cortazarianos: por una parte, una realidad entendida como esponja o queso suizo, permeable, menos newtoniana porque el escritor descree de “un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas”; por otra El principio de indeterminación plantea que “no podemos conocer con exactitud el lugar y la velocidad de una partícula elemental. Cuanto más exactamente se mide el lugar, tanto menor es la exactitud de nuestro conocimiento de la velocidad, y viceversa” (Heisenberg 1974: 117). Bohr habla de complementariedad entre ambos conceptos —lugar y velocidad— demostrando que, en la física atómica, por lo general, deberán emplearse modos distintos de descripción que se excluyen mutuamente, pero que de otro modo se complementan, de forma que mediante el cambio de las distintas imágenes se llega a obtener finalmente una descripción adecuada del proceso (Heisenberg 1974: 117). 2 

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parte, la noción de lo fantástico que se introduce y se desliza a través de los orificios e intersticios de aquella esponja y “desarticula los principios lógicos, el principio de identidad vacila y la percepción del espacio y el tiempo se experimenta de otra forma” (Belanger 1988: 74). Para Cortázar, en consecuencia, la nueva física es una “rama de la literatura fantástica”. Con esta perspectiva, explicitemos algunas problemáticas de la mecánica cuántica que, como un elemento más, se integran y son resignificadas en el proyecto creador del artista argentino. La dualidad y los temas del yo Las unidades del mundo atómico son entidades duales abstractas y los científicos descubren en su comportamiento una gran contradicción: son, al mismo tiempo, ondas que forman entidades continuas y se propagan a través de una vasta región del espacio; y partículas porque forman también unidades discretas, discontinuas y limitadas a un volumen muy reducido. Según como se las vea, unas veces aparecen como partículas, y otras como ondas. El físico Richard Feynman, al aludir al electrón, señala que “si digo que se comporta como partícula, doy una impresión falsa; otro tanto si digo que se comporta como onda” (1973: 137), porque la partícula se transforma continuamente en onda, y la onda, en partícula. Habrá que aceptar que se comporta de dos maneras distintas pues “para algunos fines es útil pensar en las partículas como ondas, mientras que para otros es mejor pensar en las ondas como partículas” (Hawking 2002: 93). La doble apariencia pone en crisis los principios de la lógica aristotélica. En el mundo atómico se anula el principio de identidad pues sus componentes “tienen tendencia a existir”, carecen de un sustrato lógico que permita identificarlos y no poseen unidad ni estabilidad. Al decir de Feynman, el electrón “no es ni lo uno ni lo otro”. Se niega también el principio de no contradicción que se funda en la imposibilidad de que algo sea y no sea al mismo tiempo y en el mismo sentido. Una cosa no es dos cosas a la vez. Por último, se rompe con el principio del tercero excluido, “dos afirmaciones contradictorias no pueden aplicarse al mismo objeto” (Deligeorges 1990: 26) y se debe reconocer que una alternativa es falsa y otra es verdadera. Sin

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embargo, “en el universo cuántico, los electrones […] son ondas y partículas” (Deligeorges 1990: 26). La dualidad de las partículas, sus sorprendentes paradojas, la ruptura de la lógica aristotélica, en particular el principio de identidad y de no contradicción, son problemas científicos que “a su manera”, Cortázar relaciona con los temas del “yo” propios del género fantástico como el doble, la multiplicación de la personalidad, la metamorfosis, la transformación del tiempo y el espacio, y la desaparición del límite entre el sujeto y el objeto3. Con una visión estética, el escritor argentino refracta este conocimiento científico y al transformarlo, le da una nueva vida. Su propósito no es ilustrar ni elaborar símbolos ni alegorías de la ciencia, sino hacer una lectura oblicua e imaginativa de ella y darle un uso literario; se trata más bien “de un proceso que empieza en el pensamiento y acaba en la fábula” (Cordua 1997: 116). El protagonista de “La isla a mediodía”, Marini, trata de abandonar la vida moderna y solitaria que para él carece de autenticidad y ha perdido sentido; impulsado por el deseo y la utopía, busca una otredad que vislumbra en una isla griega y luego, en la vida primitiva junto a los pescadores que habitan en ella. El personaje principal es un yo que ha tenido la experiencia del otro (de lo otro) dentro de sí, de modo que en Marini existe “el hombre viejo, el que no puede cambiar […] sigue en el avión […] y el hombre nuevo […] que abandona todo [y llega a la isla]” (Cortázar 2013: 56)4. Los límites se disuelven y se transgrede el principio de identidad porque el sujeto es ambos a la vez, “no es ni lo uno ni lo otro”, diría Feynman. El cuento finaliza en medio de la ambigüedad y la indeterminación pues si tratamos de conocer más del hombre nuevo que habitó la isla, no podemos entender al hombre viejo que muere al caer el avión. Queda el malestar ante la modernidad, el impulso utópico y el deseo de libertad y de conciliación del sujeto. En “Lejana”, encontramos los procedimientos de la literatura fantástica sugeridos por Borges: la contaminación de la realidad por el sueño, el viaje Véase Introducción a la literatura fantástica de Tzvetan Todorov (1981). Digamos con Borges que este relato es un “milagro secreto” pues el tiempo “se expande, se modifica la noción ordinaria, causal del tiempo” (Cortázar 2013: 56). 3  4 

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en el tiempo y el doble. Alina, la protagonista, se “desnuda de lo diurno” y además el sueño “se insinúa hacia la vigilia”, de modo que todo lo real se perturba. La experiencia del doble surge cuando el personaje tiene la conciencia del yo y del otro, autorreflexividad llena de certeza —“soy una horrible campana resonando” (Cortázar 1994: 122)— y que la define en relación con una otra. Agreguemos que esta dualidad se amplifica, ya que Alina queda tensionada entre dos tiempos y dos espacios; todos estos fenómenos de interpenetración, dualidad y reversibilidad vividos por el sujeto, tienen su figuración en el lenguaje con el uso de los palíndromas y los anagramas. A través de la resonancia que conecta a la mujer y su doble, al margen de la gran distancia que las separa, Alina se vincula y se hace próxima a la otra; el deseo acelera su decisión de desplazarse a Budapest “nada más que dárseme la gana, la real gana” (Cortázar 1994: 122); ambas se abrazan en un puente y la fusión es “un crecer de felicidad”, pero al abrir los ojos todo deviene distancia, separación y metamorfosis que invierte las identidades. La otra (la mendiga) es ella (Alina), y ella (Alina) es la otra (la mendiga). Feynman diría que Alina, al igual que la mendiga, no es ni la una ni la otra, es ambas. En “La noche boca arriba”, asistimos a una “tentativa de inversión completa de la realidad” (Cortázar 2013: 66) donde otra vez se presentan los temas fantásticos propuestos por Borges. El protagonista es un hombre que sufre un accidente en moto en la época moderna y, a través de una pesadilla que erosiona los límites y contamina la realidad, es también un indio moteca que huye de los aztecas en el mundo precolombino. Dualidad de tiempos y espacios, sueño y vigilia, ciudad moderna y Tenochtitlán, tranquilidad y acoso, hospital y mazmorra, presente y pasado, el relato se estructura a base de fragmentos que se yuxtaponen y alternan. La experiencia onírica se inicia en una sala de operaciones, espacio que remite a la concepción de la imagen surrealista —“bello como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de operaciones”—, la cual funda y articula el relato. Ello porque el sueño del personaje, al igual que la imagen surrealista, aproxima contrarios del todo alejados entre sí —el motociclista y el moteca— confluencia de opuestos que en apariencia son inconciliables. Sin embargo, lo importante es que del acercamiento fortuito de realidades contrastadas surge algo nuevo: los sujetos del cuento escapan a su destino y pierden su identidad para adquirir otra.

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El relato de base surrealista posee una singular elaboración del tiempo5. El motociclista repara que en su memoria hay un vacío temporal entre el choque y el momento de ser levantado de la acera, pues confiesa que hay “un hueco […] que no alcanzaba a rellenar” (Cortázar 1994: 390). Este orificio cortazariano, esta “brecha en la sucesión”, posibilita la irrupción de lo fantástico. El personaje tiene una doble experiencia; en términos temporales, siente que ese vacío, “esa nada, había durado una eternidad”; en términos espaciales, percibe “como si en ese hueco [él] hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas” (Cortázar 1994: 390). Así, se nos preanuncia la distorsión y la evaporación de una realidad que permite la emergencia de una nueva. La pesadilla que lleva al hombre moderno al pasado, deviene en el sueño que lleva al futuro al hombre moteca, quien sueña con una ciudad con luces verdes y rojas, las mismas que mal percibidas, provocan el accidente. Inversión y metamorfosis del sujeto, cinta de Moebius. Asimismo, distorsión temporal porque no existe un tiempo absoluto, único, sino que hay “un concepto más personal, relativo al observador que lo mide” (Hawking 2002: 129). Hawking diría que “las leyes de la ciencia no distinguen entre el pasado y el futuro” y que en el tiempo “imaginario”, “si uno puede ir hacia adelante, debería poder también dar la vuelta e ir hacia atrás” (Hawking 2002: 129). Borges diría: contaminación de la realidad por el sueño, viaje en el tiempo y doble. Y agregaría, ¿y si al moteca le dieran una flor como prueba de que estuvo en una metrópolis? ¿Y si al despertar en Tenochtitlán encontrara esa flor en su mano…?, ¿entonces, qué? La ambigüedad en estos cuentos podría leerse como una situación coexistente que remite a una nueva lógica, porque según Carl von Weizsäcker, en la realidad cuántica hay acontecimientos que contienen ambas alternativas como posibilidades. La palabra situación se trabaja como término expresivo Cortázar señala que con Einstein hubo “una noción concerniente al decurso de la duración del tiempo” y añade la posibilidad de tiempos simultáneos o paralelos, basándose en la premonición […] algo que es para nosotros el futuro, en el momento de la premonición no era para ellos el futuro sino una especie de presente descolocado, paralelo, incierto” (Cortázar 2013: 51). Reitera que el tiempo es poroso, elástico y concluye que “se presta admirablemente para cierto tipo de manifestaciones que han sido recogidas imaginariamente […] por la literatura” (Cortázar 2013: 66). 5 

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de una posibilidad más bien que de una realidad (Heisenberg 1974: 123). Podríamos hablar entonces de estados del sujeto. La noción de complementariedad propuesta por Bohr es otra alternativa de lectura de estos cuentos. Los personajes poseen identidades que no se pueden construir sin un otro que los completa y viven trayectorias opuestas que se excluyen y que no se pueden reunir en una imagen única; sin embargo, al mismo tiempo, los sujetos y sus destinos se complementan y a través de las distintas imágenes necesarias para una comprensión cabal, “se llega a obtener finalmente una descripción adecuada del proceso” (Heisenberg 1974: 117). La observación y los temas de la mirada6 la repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en otra cosa Julio Cortázar

La investigación de los componentes mínimos de la materia y la extrañeza que supone la dualidad onda-corpúsculo dan lugar a una serie de problemas nuevos y uno de ellos es el de la medición. En el antiguo paradigma, las descripciones científicas se consideraban objetivas, independientes del observador humano y del proceso de conocimiento (Capra 1994: 159). En el dominio de la física cuántica, en cambio, la interacción entre los objetos sometidos a análisis y los instrumentos de observación, forma parte inseparable de los fenómenos lo que implica que “no puede ya hablarse del comportamiento de la partícula prescindiendo del proceso de observación” (Heisenberg 1985: 14). Hay que asumir que el estado de un sistema atómico, señala Bohr, queda influido durante cualquier observación y que el conocimiento obtenido de este estado, implica siempre una peculiar indeterminación7. Heisenberg concluye que “la incidencia del método modifica su objeto y lo transforma,

Todorov sostiene que el sentido de la vista es esencial en los temas del yo, al punto que estos se podrían llamar “temas de la mirada” (1981). 7  Véase Bohr (1970). 6 

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hasta el punto de que el método no puede distinguirse del objeto” (Heisenberg 1985: 27). La situación, sin precedentes en la física, trajo consigo un cambio radical en el modo de aproximación a la realidad. John Wheeler explica así el nuevo proceso: “existía una antigua idea de que había un universo allí fuera, y aquí estaba el hombre, el observador, seguro y protegido del universo por una plancha de vidrio […] Ahora aprendemos del mundo cuántico que, incluso para observar un objeto tan minúsculo como un electrón, tenemos que romper ese vidrio cilíndrico, tenemos que llegar hasta el fondo” (Peat 1989: 13). El físico agrega: “la antigua palabra observador simplemente tiene que ser eliminada de los libros, y debemos sustituirla con la nueva palabra participante. De este modo hemos llegado a darnos cuenta de que el universo es un universo de participación” (Peat 1989: 13). El cambio de paradigma se puede relacionar con lo que Cortázar percibe en la literatura y en la antropología. Él sostiene que, para el poeta, el acto de conocer supone una renuncia a conservar una identidad porque el acto inconfundible es el sentirse a cada paso otro. Agrega que el artista sale fácilmente de sí mismo para ingresar a las identidades que lo absorben, por lo que es un ser que se enajena en el objeto que canta, que participa de otra identidad y logra ser otro. Cortázar concluye que la raíz misma de lo lírico es un ir hacia el ser, esfuerzo singular porque en el conocimiento poético el creador procede por irrupción, por asalto e ingreso afectivo a la cosa y deseo de ser otra cosa. Lo que Keats llama tomar parte en la existencia del gorrión: “Si un gorrión viene a mi ventana, participo de su existencia y picoteo las arenillas” (Alazraki 1994: 278). La experiencia del poeta es semejante a la que vive el hombre de mentalidad primitiva. Cortázar cita a Levy Bruhl: qué comunión íntima aseguran las representaciones colectivas de la mentalidad prelógica entre los seres que participan unos de otros. La esencia de la participación consiste en borrar toda dualidad; a despecho del principio de contradicción, el sujeto es a la vez él mismo y el ser del cual participa. Desde el punto de vista de la mentalidad prelógica, esas identidades se comprenden: son identidades de participación (Alazraki 1994: 272-273).

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El poeta y el hombre primitivo, continúa Cortázar, aceptan como satisfactoria la conexión analógica, la imagen absoluta de A es B, la identificación que niega la conciencia de sí como naturaleza dividida o escindida, separada de la realidad a la cual pertenece. Cortázar, “a su manera”, utiliza estos planteamientos y los articula en su narrativa. En el género fantástico, la ruptura del límite entre sujeto y objeto, señala Todorov, se puede leer como un proceso de percepción-conciencia del mundo, vínculo más bien estático que Cortázar complementa y dinamiza. “Axolotl” aborda el tema de la mirada y en el primer párrafo despliega varias líneas de lectura: la observación, la ruptura del límite entre sujeto y objeto, la metamorfosis y el acuario como una versión del espejo que propone una imagen invertida del mundo. El protagonista se obsesiona, observa a los ajolotes todos los días, se informa sobre ellos, descubre que son mexicanos y que si bien viven en el agua, también pueden hacerlo en tierra durante un tiempo —como las anguilas de Prosa del observatorio—. Además, sabe que, entre él y ellos, existe un vínculo ancestral que los une —otra vez la resonancia secreta como en “Lejana”— y no puede sustraerse al misterio que aquellos esconden. El ejercicio de la mirada tiene un carácter biunívoco pues si el protagonista observa a los ajolotes, “se los come con los ojos”, estos también miran al personaje, “eran ellos los que me devoraban”, de forma tal que ambos perturban y son perturbados por el otro. La observación que hace el sujeto, con su cara “pegada al vidrio del acuario”, deviene en su metamorfosis la que ocurre “sin transición” como señala el narrador, porque es un salto ontológico: “vi mi cara […] del otro lado del vidrio” y agrega: “Yo era un axolotl”, inversión que estaba ya planteada en el primer párrafo (Cortázar 1994: 384). En este cuento, “no existen fronteras entre el objeto con sus formas y colores y el observador” (Todorov 1981: 86). El episodio que se puede explicar a partir de la tradición de lo fantástico y de la psicología, también se puede entender con la física8. Wheeler diría: se rompe el vidrio cilíndrico (del acuario) y el observador deviene participante porque no se puede separar Todorov señala, además, a T. Gautier en El club de los fumadores de hachís: “Por un extraño prodigio, al cabo de algunos minutos de contemplación, me fundía con el objeto fijado, y me convertía yo mismo en ese objeto” (1981: 86). 8 

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de lo observado y es parte de la otredad: si él mira al ajolote, él es un ajolote. El impacto de esta transformación alcanza al relato, ya que existe una alternancia entre el yo del personaje y el nosotros de los ajolotes: ambos relatan y son relatados. Las posibilidades de la mirada, ahora desde la altura, las volvemos a encontrar en “La isla a mediodía”. Marini es atraído por el “breve, punzante contacto” (Cortázar 1994: 565) con la isla que ve desde la ventanilla del avión. Como en “Axolotl”, el protagonista adquiere conocimiento de la isla a través de diversas mediaciones: testimonios, libros, fotos, pero todo se aclara al mirarla a través de la ventana del avión y sentir “el frío cristal como un límite del acuario donde […] se movía la tortuga” (Cortázar 1994: 567). El límite del vidrio reaparece, como en “Axolotl” y Wheeler, y Marini lo sobrepasa pues su anhelo se cumple, llega a la isla y se hace partícipe de la vida allí. El narrador es elocuente al revelar los modos en que el protagonista se funde en su objeto y quiere nacer de nuevo: la “isla lo invadía y lo gozaba”, “se dejó llevar”, “se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación”, “entró en un mundo” (Cortázar 1994: 567-568); la isla, además, es también un espacio armonioso y unificado: “el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar” (Cortázar 1994: 568). Los temas de la mirada en “Continuidad de los parques” se plasman en el acto de leer y la función de la literatura. En el cuento hay dos mundos: uno es el del hombre que lee la novela (el sujeto) y otro es el de la novela cuyos personajes son unos amantes (el objeto). Hay también dos lectores: uno toma y deja la ficción, se interesa de a poco en ella, se sienta en el sillón a leer con entera comodidad, comprueba que a su alrededor todo está en orden y da la espalda a la “irritante posibilidad de intrusiones” que lo perturbe; el otro, se deja absorber por la novela, se deja ir hacia ella y deviene testigo del relato. El lector pasivo es un observador, cómodo, instalado en el living detrás de los ventanales (otra vez el vidrio); el activo es un participante, traspasa los límites, se involucra y es parte de la pulsión de libertad y de la tarea que espera a los amantes: destruir otro cuerpo. Agreguemos, por último, que el acto de la mirada es bidireccional porque si el lector activo (el sujeto) se hace parte de la novela (el objeto), los personajes de esta se convierten en sujetos que dan un salto y participan del mundo del lector devenido en

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objeto. El lector activo y los amantes traspasan los límites, son sujetos; el mundo del lector pasivo y la novela son objetos. Los protagonistas de la novela son amantes, paradigma de la unión y del fundirse de los cuerpos; asimismo, son cómplices que planifican y ejecutan un crimen. Ellos matan al lector que muere con la misma actitud y donde siempre estuvo, “arrellanado en el sillón”, detrás de los ventanales. Wheeler diría: el observador es eliminado del cuento. Los personajes de la novela son “cómplices” que matan al lector “hembra”, crimen y salto que nos lleva a Rayuela. La física “no se interesa por los objetos reales sino por el binomio inseparable sujeto-objeto y no habla nunca de la Naturaleza, sino de nuestra forma de aprehender” (Deligeorges 1990: 60). Revisemos qué ocurre en Rayuela con el binomio sujeto-objeto. En el tablero de dirección de Rayuela, leemos que esta novela de 155 capítulos “es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes” (Cortázar 1991: 3). Si opta por la primera, comienza la lectura en el capítulo 1 y concluye en el 56; en cambio, al elegir la segunda, su lectura queda suspendida en una oscilación pues el capítulo 58 reenvía al 131 y este al 58. El lector que escoge la primera opción es pasivo, lee una historia articulada en un tiempo lineal, con una causalidad de acontecimientos que otorga claridad al relato, y que prescinde de numerosos capítulos y de lo esencial de las reflexiones de Morelli acerca del arte y la literatura. Este lector es un observador newtoniano que lee la novela rollo chino y no se hace parte del objeto. El lector que escoge la segunda opción es un cómplice, copartícipe y copadeciente, lee un relato discontinuado que tiene una causalidad y una coherencia ocultas, una historia fragmentada que se revela a base de múltiples lenguajes y tipos discursivos y que propone un modelo para armar. Este lector es un participante que lee una antinovela y se funde en el objeto. Las dos opciones de lectura abren nuevas interrogantes. En la mecánica cuántica es la observación de la realidad la que decide el atributo de esta. Por ello, Heisenberg afirma que la “cuestión de si las partículas existen ‘en sí’ en el espacio y en el tiempo, no puede ya plantearse en esta forma, puesto que […] no podemos hablar más que de los procesos que tienen lugar cuando la interacción entre la partícula y algún otro sistema físico, por ejemplo los aparatos de medición, revela el comportamiento de la partícula” (1985: 14).

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A la luz de estos planteamientos y considerando el doble proceso de lectura que supone dos modos de interacción, podemos preguntarnos por el estatuto de realidad de la novela; en otras palabras, cuál de los dos libros propuestos en el tablero de dirección es Rayuela. La respuesta no la podemos desligar de la elección que hace el lector. Si opta por leer desde el capítulo 1 al 56, para este lector, esta es Rayuela. Si opta seguir el tablero de dirección, para este lector, Rayuela es otra novela muy diferente. Con este enfoque, hay que concluir que no existe el texto en sí, independiente de la interacción entre el texto (el objeto) y el sujeto que lee. Podemos hablar de la novela, pero el estatuto de su existencia dependerá de cómo es leída; Rayuela se construye en relación al modo en que el sujeto elige enfrentarla. La existencia del tablero de dirección de la novela de Cortázar agrega otro aspecto al acto de medir. Al considerar la interacción entre objeto y aparato de medida que es parte esencial del fenómeno cuántico, es imprescindible ofrecer una explicación de todos los detalles pertinentes del montaje experimental para realizar una medición exacta (Bohr 1970: 6). En física atómica, agrega Bohr, solo puede alcanzarse una descripción objetiva haciendo una referencia explícita a las condiciones experimentales. A partir del uso estético que hace Cortázar de esta problemática, podemos señalar que el tablero de dirección es una referencia explícita que rige el vínculo entre la novela (el objeto) y el lector (el sujeto); se trata de un articulado que subraya la inseparabilidad que existe entre el conocimiento y nuestras posibilidades de alcanzarlo y que describe las normas de lectura de la novela; son estas las que fijan las condiciones y posibilidades del tipo de conocimiento que puede tener el sujeto del objeto. El observador newtoniano lee las historias de los personajes ocurridas en París y luego en Buenos Aires; los acontecimientos son cotidianos y a la vez insólitos, develan un desarraigo, un cuestionamiento vital y una búsqueda metafísica; están organizados con una trabazón sistemática y causal donde el tiempo es objeto de una representación lineal a base de una cronología externa. El participante cómplice, en cambio, accede a estas historias, pero de modo discontinuo, interferido y complementado con la reflexión artística de Morelli y las notas, fragmentos, citas de textos literarios y periódicos. Es una “inteli-

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gencia cómplice”9. Agreguemos que su modo de conocer está mediado por la yuxtaposición, el montaje y los saltos que obligan al lector a ordenar la dispersión y a configurar el relato con una coherencia y una causalidad otras. Los dos tipos de lectura que permiten aprehender dos relatos y suponen dos modos de conocerlos, son excluyentes y a la vez complementarios porque ambos son necesarios para comprender la novela. Si el lector tiene información coherente y causal de lo que ocurre en París y en Buenos Aires, no sabe de la autorreflexividad en la novela. Si lee las reflexiones acerca de la novela, los sucesos de París y Buenos Aires tienen otra coherencia y causalidad, y una dimensión más abierta. Por tanto, hay que tomar en consideración las condiciones en las que tal conocimiento se obtiene (Bohr 1970: 96). Palabras finales Los avances científicos redefinen los límites de la imaginación. La ciencia que descubre realidades insólitas y misteriosas, que pone en entredicho a la razón y que se puede insertar en el Surrealismo, es la que le interesa a Cortázar. Dentro de este horizonte, las nociones de la nueva física, mediadas por el Surrealismo, la antropología, la poesía y lo fantástico, le hacen sentido a Cortázar y le revelan, desde otros paradigmas y nuevas dimensiones, un conocimiento que enriquece su literatura. Rayuela es una obra abierta, discontinua, no postula un discurso cerrado y definido ni se organiza de manera unívoca; al contrario, es un texto ambiguo y autorreflexivo, cercano a la poesía y abre posibilidades de organizarse que dependen del lector. Este modo de formar resulta una metáfora epistemológica pues en la novela resuena una visión de mundo ligada a la indeterminación y a la discontinuidad que es propia de la comprensión de la realidad de la ciencia contemporánea y que el arte refracta a través de analogías de estructura (Eco 1979: 89-94). Cortázar, a través de sus historias, propone otras miradas para este mundo atómico complejo y sorprendente, las que están ligadas a la dualidad y a la ruptura de los límites entre sujeto y objeto. Sus textos son “testimonios de

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Véase Cortázar (1999).

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extrañamiento”, “obras abiertas” que liberan de lo real y permiten, por un momento breve, salir a lo abierto y acceder al encuentro de la otredad donde se concilia lo diverso y se disuelven los contrarios. Bibliografía Alazraki, Jaime (ed.) (1994): Julio Cortázar. Obra crítica/2. Barcelona: Algafuara. Belanger, Marcel (1988): “Julio Cortázar et la réalité en forme d’eponge”, Drailles, 9, pp. 70-79. Bohr, Niels (1970): Nuevos ensayos sobre física atómica y conocimiento humano. Madrid: Aguilar. Capra, Fritjof (1992): El punto crucial. Buenos Aires: Estaciones. — (1994): Pertenecer al universo. Madrid: Edaf. Castro-Klarén, Sara (1980): “Julio Cortázar, Lector”, Cuadernos Hispanoamericanos, 364-366, pp. 11-36. Cárdenas, María Teresa (2018): Así habló Parra en El Mercurio. Santiago de Chile: El Mercurio. Cordua, Carla (1997): Luces oblicuas. Santiago de Chile: Andrés Bello. Cortázar, Julio (1968): La vuelta al día en ochenta mundos. 2° ed. Buenos Aires: Siglo Veintiuno editores. — (1991): Rayuela. Edición crítica de Julio Ortega y Saúl Yurkievich. Nanterre et al.: ALLCA XX/Ediciones Unesco (Colección Archivos, 16). — (1994): Cuentos completos 1. Buenos Aires: Alfaguara. — (1999): Prosa del observatorio. Barcelona: Lumen. — (2013): Clases de literatura. Berkeley, 1980. Santiago de Chile: Aguilar. De Broglie, Louis (1939): La física nueva y los cuantos. Buenos Aires: Losada. Deligeorges, Stéphane (1990): El mundo cuántico. Madrid: Alianza Editorial. Fuente, José de la (1993): Vicente Huidobro. Textos inéditos y dispersos. Santiago de Chile: Biblioteca Nacional. Eco, Umberto (1979): Obra abierta. Barcelona: Ariel. Feynman, Richard (1973): El carácter de las leyes físicas. Santiago de Chile: Editorial Universitaria. Hawking, Stephen (2002): Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros. Madrid: Alianza Editorial. Heisenberg, Werner (1974): “Lenguaje y realidad en la física moderna”, en Más allá de la física. Madrid: Bac, pp. 107-125. — (1985): La imagen de la naturaleza en la física actual. Madrid: Orbis.

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“NUEVOS CRONISTAS DE INDIAS”: NARRADORES POSMODERNOS TRAS LA ESTELA DE ARLT Y QUIROGA Laura Ventura (Universidad Carlos III, Madrid)

La crónica en América Latina goza un momento de excelente salud y vitalidad en estas dos primeras décadas del siglo xxi. Este esplendor se traduce en el prestigio y en la visibilidad de sus autores, así como en la contención e impulso que le brinda el circuito que sus propios referentes crearon y continúan edificando, un universo que posee sus propios festivales, premios, colecciones editoriales y publicaciones especializadas y, recientemente, programas educativos dictados en un marco universitario, tanto en Santiago de Chile como en Buenos Aires. La crónica nace como una necesidad humana para registrar acontecimientos verdaderos y relevantes con el fin de que estos hechos y relatos traspasen el umbral del tiempo y el espacio. Respetuosa de una tradición centenaria que ha explorado y conquistado diversos territorios, los autodenominados “nuevos cronistas de Indias” se ubican en el centro de la escena intelectual del continente, propiciados, en gran medida, por la labor de dos instituciones: la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez, con sede en Cartagena de Indias, y la Fundación Tomás Eloy Martínez, con sede en Buenos Aires, impulsada por los hijos del autor argentino. Coherente con sus principios, en ese compromiso por registrar un hecho social, documentarlo y evitar que pase inadvertido en los medios de comunicación, comienzan a aparecer, valga la redundancia, las primeras crónicas de la crónica, entendidas como antologías de autores y entrevistas a sus referentes. A su vez, a pesar de este protagonismo e interés y, paradójicamente, la crónica estará siempre ubicada en una periferia, en un sitio

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marginal, como sostiene Martín Caparrós, por ejemplo, en Antología de crónica latinoamericana actual (2012: 614). A lo largo de los siglos, la crónica en América Latina ha ido mutando, rasgo que emerge de una naturaleza híbrida y polimorfa. El término cobra diferentes significados según su momento de expresión y adquiere una nueva identidad en el siglo xxi. Debe aclararse que también se conoce a la crónica como periodismo literario o periodismo narrativo, aunque no toda pieza de periodismo literario es una crónica. La crónica es un modo de ver, una aproximación a lo real transmitida con un criterio estético, una “poetización de lo real”, en términos de Susana Rotker (2005: 15), donde, y he aquí su especificidad, se plasman innumerables voces, y con ellas, sus experiencias, sus reclamos, sus dialectos y sus léxicos. Aparecen en estos textos personas que no tienen acceso a los grandes medios de comunicación para denunciar, clamar, hacer visible y audible aquello que suele estar oculto o silenciado de modo deliberado por el poder o por la línea editorial de un medio o de un grupo de medios. La crónica, con el devenir de los siglos, ha modificado a sus destinatarios, por ejemplo, en su desembarco en el continente, con los cronistas de Indias, estos textos estaban destinados a la Corona, a sus órganos administrativos y funcionarios, mientras que con el transcurrir de los siglos y con la llegada de los medios gráficos a principios del siglo xx, abrazó a públicos masivos. La crónica también ha sido un laboratorio de experimentación, ha añadido diferentes recursos retóricos y estéticos y ha, finalmente, obtenido su propia autonomía, como señala Susana Rotker (2005: 97). Son los modernistas, en particular José Martí y Rubén Darío, quienes logran este cambio a partir de la dotación de “literariedad” de esta prosa poética, de una “retórica de lo sublime” (2005: 176) que posee la intención de despertar y de sacudir a los lectores. Hay un periplo que realiza este género en América Latina y que puede segmentarse en tres bloques. El primer momento, desde los cronistas de Indias hasta la renovación que le imprime el Modernismo y que culmina con los aportes que le brindarán Horacio Quiroga y Roberto Arlt en un contexto de aparición y posterior ebullición de las vanguardias en la escena rioplatense. El segundo momento, un espacio donde emergen los pioneros de la crónica —la crónica tal como hoy se la conoce—: Gabriel García Már-

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quez, Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis; y el tercero, con la última generación de cronistas: Martín Caparrós, Leila Guerriero, Juan Villoro y Alberto Salcedo Ramos. Estos últimos narradores, posmodernos, reconocen la herencia e incluso la filiación que poseen con sus antecesores, los renovadores del género en la segunda mitad del siglo xx, pero también con algunos exponentes más lejanos. “La crónica fue el modo de contar de una época que no tenía muchos más […] Es lo que hacían, hacia fines del siglo xix, principios del xx, grandes como José Martí, Rubén Darío”, escribe Caparrós en Lacrónica (2015: 48). Este trabajo se centra en la huella, a veces incluso hasta convertida en bandera, de Arlt y Quiroga, en los “nuevos cronistas de Indias”. En 2008, en Bogotá, y en 2012, en la Ciudad de México, se reunió un amplio colectivo de narradores latinoamericanos quienes se autodenominaron, luego de algunos rótulos que aparecían en algunos medios de comunicación y en debates propios de la profesión, los “nuevos cronistas de Indias”, en explícita alusión a aquellos hombres que cruzaban el Atlántico desde Europa con ojos adámicos. En esta ocasión hubo dos oradores principales. La primera de ellas, Elena Poniatowska, un puente entre dos generaciones de estos narradores de no ficción, autora de La noche de Tlatelolco. Testimonios de una historia oral (1971), recordó una conversación con su amigo Carlos Monsiváis, quien le dijo que “el documento es el arte del futuro”, en alusión a la crónica (2012). El segundo orador, Martín Caparrós, pronunció el discurso de clausura. Es Larga distancia (1992), reeditada en 2017 en España, un texto fundante de esta expresión que ha cobrado prestigio en las últimas décadas. El prólogo de esta obra, firmado por Tomás Eloy Martínez, advertía que el por entonces joven autor había llevado a la crónica, un género, quizá el central de la literatura argentina, a su apogeo. En este texto introductorio Martínez recorría a los autores destacados de esta expresión y mencionaba, junto con otros autores y textos las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt (2004: 11). Entre 1928 y 1942, Arlt escribe en el diario argentino El Mundo, un periódico destinado a una clase media, crónicas que rebautiza con el nombre de aguafuertes. “Se convirtieron en un tesoro redescubierto en varias épocas y que llegan intactas al nuevo siglo con toda la potencia de su modernidad ácida y humorística” (2015), sostiene Martín Kohan con ocasión de la

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publicación de Diez aguafuertes comentadas (2015). En esta antología, dos cronistas, Sergio Chejfec y María Moreno, elogian estos textos híbridos que se publicaban diariamente. Arlt plasmó en las aguafuertes una instantánea de su época: el léxico (“El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular”, “Divertido origen de la palabra ‘squenun’” o “El idioma de los argentinos”, etc.) modificado con las influencias de las corrientes migratorias, la nerviosa vida urbana, con sus cafés, teatros, sus calles y sus bajofondos, el mundo delictivo y la atmósfera de un Buenos Aires próspero con las puertas abiertas a la modernidad. En Efectos personales (2006), un libro de ensayos literarios, Juan Villoro le dedica un capítulo a Arlt, “El peligro obediente”, más específicamente a la novela Juguete rabioso. Poniatowska le pregunta a su compatriota en una entrevista pública por el narrador argentino, que pareciera que “nunca ha sido rescatado” por el canon (2002). Indaga la ganadora del Premio Cervantes: “Se le considera un escritor marginal. Piglia dijo que cualquier maestro puede corregir una página de Arlt pero nadie puede escribirla; es un gran elogio, ¿no? ¿Por qué ese ninguneo de Arlt?” (2016). Villoro, quien considera que en el “idioma revuelto [de Arlt] nada es gratuito”, le responde a Poniatowska (2000: 20): Siempre hay escritores que renuevan la tradición desde las orillas y trabajan incluso desde el error, desde los puntos negros de la lengua; creo que eso es importante. La crítica suele reducir a los autores a ciertas categorías básicas; por ejemplo, Arlt aparece como una especie de salvaje que por accidente escribía obras muy intensas y profundas.

Arlt se anima a retratar lo popular sin prejuicios. Entre los múltiples escenarios que describe, aparece el fútbol. Arlt no es aficionado a ningún deporte, y no es tanto la pasión que en él despierta la competencia, sino el hecho de que una actividad física pase a convertirse en un espectáculo e incluso en el ágora de muchas sociedades. El fútbol —el fulbo, football, la pelota— aparece en sus aguafuertes, como también aparecen otros deportes, como el boxeo o las carreras de caballos. Varias décadas después escribirán sobre fútbol, sin prurito y sin prejuicio intelectual, con una aproximación similar, es decir, con una mirada sociológica o antropológica tanto Monsiváis (“La

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hora del consumo de emociones, vámonos al Ángel”), Villoro (Los once de la tribu, Dios es redondo, etc.), como Caparrós (Boquita). El boxeo está representado en la crónica actual a través de la perspectiva de Salcedo Ramos, quien ha escrito, entre otras crónicas, El oro y la oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé (2006), sobre el campeón colombiano caído en desgracia Antonio Cervantes Reyes. Cabe destacar que Horacio Quiroga había escrito antes que Arlt, en 1918, un cuento sobre el universo del fútbol “Juan Polti, half-back”, donde está también presente el suicidio, una temática que, en forma de crónica, casi un siglo después, Villoro tomara para “El último hombre muere primero”, sobre el arquero alemán Robert Enke. Los “nuevos cronistas de Indias” construyen textos polifónicos tejidos con voces de personas anónimas con el hilo conductor de una primera persona de la narración, un narrador subjetivo. Este es un valor fundamental de este género, que, como señala Juan Villoro en su famoso ensayo “La crónica ornitorrinco de la prosa”, recogido en la antología de Darío Jaramillo Agudelo, implica “la restitución de la palabra perdida” (2012: 580). Una de las principales diferencias entre la crónica actual y la del modernismo —y, a su vez, una similitud entre la crónica del presente con la de la segunda mitad del siglo xx— es la incorporación de estas voces. Por ejemplo, en “Los anarquistas de Chicago”, en Escenas norteamericanas, José Martí escribe sobre aquellos obreros ferroviarios que reclamaron condiciones laborales más justas y fueron, en consecuencia, ejecutados en 1886. Martí explica los abusos a los que eran sometidos estos trabajadores: “¿Dónde hallará esa masa fatigada, que sufre cada día dolores crecientes, aquel divino estado de grandeza a que necesita ascender el pensador para domar la ira que la miseria innecesaria levanta?” (2003: 123). La aproximación del cronista actual es diferente: busca rescatar las voces de esa masa, explicar a través de su testimonio en primera persona los motivos de su fatiga, identificarlos con nombre y apellido, ingresar en sus hogares, retratar sus condiciones de vida y no referirse a ellos con sustantivos colectivos e impersonales. “La supremacía del ojo es mitigada por el oído” (2006: 47), escribe Villoro sobre la literatura de Arlt y nuevamente evidencia su huella en los cronistas actuales, quienes requieren de este sentido básico para poder plasmar las voces en los textos (2006: 266). Con gran audacia, Arlt recoge el léxico de la calle, lejos de toda erudición, y el lunfardo de la época. “Es una exploración

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de la posibilidad del habla” (2008: 9:08), señala Villoro junto a Ricardo Piglia, quienes analizan el modo en el que Arlt recoge esas voces en sus textos, un procedimiento que es más un artificio literario que una reproducción fiel de un testimonio. La precisión no es un fin de las aguafuertes, a diferencia de las crónicas actuales que sí buscan proveer al lector datos cuantificables y empíricamente comprobables, por ejemplo, los datos de desnutrición y cifras de varios organismos internacionales que cita Caparrós en El Hambre (2016). Si Villoro reconoce la influencia de Arlt en su obra, en particular en sus crónicas, Leila Guerriero va incluso más allá y explora un subgénero para rendirle un homenaje al autor de El jorobadito. Su estilo para retratar personas de carne y hueso y en particular artistas no es el de un panegírico, no es una exaltación ni una acumulación de epítetos, como lo es por ejemplo Los raros (1986), de Rubén Darío. Por el contrario, Guerriero nunca es complaciente con personajes, encuentra contradicciones, mecanismos de defensa, luces y sombras en sus vidas. En Plano americano (2013) la cronista argentina reúne algunos de los perfiles más interesantes de su producción, artistas únicos, malditos, populares o pioneros de su expresión en diversos campos de las artes. Guerriero sale de un andarivel por el que transitan sus perfiles: la entrevista o, mejor dicho, las múltiples entrevistas con las que construye sus retratos, reportajes tanto al protagonista como a su contexto (amigos, familiares, colegas, académicos, etc.). Crea retratos, pues no se trata de biografías, de artistas que ella conoce y a los que visita con la intención de crear un perfil, como ocurre con Nicanor Parra, Idea Vilariño, Ricardo Piglia, Fogwill, Ebe Uhart, o el más reciente, Opus Gelber. Retrato de un pianista (2019), sobre Bruno Gelber. A modo de excepción, Guerriero apela al mismo procedimiento que domina con maestría para retratar a un personaje ya fallecido. “Roberto Arlt. La vida breve” es un extenso perfil sobre Arlt, un texto inédito que no había sido publicado en un medio de comunicación, a diferencia de los demás que reúne en la antología. Guerriero intenta reconstruir la vida de un hombre que murió a los 42 años, un escritor sobre el cual existen más elucubraciones que certezas. “El equívoco está en el comienzo: en el día, en el nombre del nacimiento. Está en la fundación” (2013: 300). La cronista entrevista a la hija de Arlt, a parientes lejanos del escritor, visita aquellos domicilios donde alguna vez, posiblemente, según los datos de algunos biógrafos, vivió. Flâneur porte-

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ño, buscaba por la ciudad material para aquellas columnas que tuvieron, según escribe Guerriero, un éxito “fulminante” y que lo convirtieron en el periodista más famoso de la Argentina (2013: 301). La cronista desanda también por los pasos de Arlt, una figura clave para la crónica actual, e indaga sobre su estilo y personalidad: Desde 1928 y durante quince años, con un estilo en el que intervenían las técnicas del folletín, la jerga de la calle, las citas cultas y una mirada extraterrestre escribió, una columna por día. No se sabe qué son, de qué están hechos: el estilo, él (2013: 321).

Antes de escribir las aguafuertes en El Mundo, Arlt publica en el semanario humorístico Don Goyo una serie de artículos con algunos elementos de ficción, utilizando la primera persona de la narración y una combinación que, señala Pablo Calvi, incluye el sermón, la carta abierta, la apología. Es decir, explora un género híbrido que tolera diferentes registros y discursos, una expresión que luego terminaría de consolidar con sus populares aguafuertes. En este espacio, por ejemplo, escribe como testigo, como miembro y también con cierta distancia sobre el enfrentamiento entre los grupos Florida y Boedo. No son las discusiones intelectuales precisamente aquello que desvele a Arlt. Villoro aportó a la crónica latinoamericana la definición que logró un amplio consenso entre sus exponentes: “ornitorrinco de la prosa”. Esta metáfora se inspira de la biología, en un mamífero que pone huevos, para dejar en manifiesto la naturaleza híbrida de un género que recoge diversos elementos y recursos y los amalgama con una identidad propia. Este mismo carácter y estilo de compleja clasificación que poseen las aguafuertes de Arlt se evidencia en diversas narraciones, no solo en la crónica, y esferas de la comunicación, como señala Mauro Libertella (2016): […] el aguafuerte, del modo en que Arlt la compuso —un modo libre y desprejuiciado, que mezcla registros— es quizás el género insignia del presente, aunque ya casi no se use ese nombre para etiquetar ese tipo de textos. Textos que hoy proliferan en diarios y libros y que se pueden leer en un universo un poco más amplio junto al diario íntimo, el ensayo bonsái, la diatriba e incluso, por qué no, con el posteo de Facebook.

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Arlt no es un mero escritor en una redacción. También realiza algunos trabajos de investigación periodística, una de las dos actividades centrales que lleva a cabo un cronista, en el sentido actual del término: el reporteo, o el contacto, testimonio y estudio de las diversas fuentes, y la posterior redacción. Señala Calvi que en diciembre de 1932 Arlt se infiltró como trabajador en un hospital municipal para escribir con información meticulosa una investigación sobre el estado deplorable de estas instituciones, una experiencia que luego describiría en “Hospitales en la miseria”. A su vez, Arlt no solo camina por la ciudad de Buenos Aires, por sus arrabales y por su epicentro cultural. Es un cronista y, como todos, es viajero, se desplaza por el espacio y por su tiempo. Escribe y publica más de doscientas aguafuertes —también saca sus propias fotografías— sobre España en 1935 y regresa a Buenos Aires justo cuando estalla la Guerra Civil. En estos textos plasma la tensión de una sociedad, las voces, las creencias, el léxico de cada región con una mirada subjetiva que no olvida retratar la miseria y las vidas de los españoles en el interior del país, lejos de Madrid. La influencia de las aguafuertes de Arlt se palpa en los medios latinoamericanos. Por ejemplo, en la edición digital de la revista peruana Etiqueta Negra, una de las más representativas de la crónica actual, presenta a sus colaboradores en una sección llamada “Cómplices”. Allí, entre otras firmas, aparece a modo de homenaje Roberto Arlt. Mario Vargas Llosa llama “neuróticos curiosos” a Roberto Arlt y a Horacio Quiroga, dos plumas rioplatenses que realizaron un notable aporte a las letras latinoamericanas, un impulso en aquello que el intelectual peruano denomina “novela de creación”, la evolución de la “novela primitiva” del continente (1991: 31). Estas contribuciones trascienden la esfera de la ficción. Los cuentos de Quiroga se ubican en la provincia argentina de Misiones, en un paisaje exuberante, selvático. “El ambiente” es la primera parte de Los desterrados (1926) donde describe en sus cuadros espacios a los que la civilización aún no ha llegado —y quizá tampoco desee hacerlo— con sus avance y tecnología. En la segunda parte de este libro de cuentos, “Los tipos”, aparecen personajes, personas de carne y hueso que Quiroga conoció, desterrados no en un sentido de castigo político o divino, sino de sumisión hacia un destino inevitable. Miguel de Unamuno elabora el concepto de intrahistoria para designar a esos “personajes secundarios” de la Historia, vidas

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anónimas para los grandes medios de comunicación, seres invisibles sin voz. Los “nuevos cronistas de Indias” incluyen estas voces, exploran la riqueza de la oralidad y los testimonios de estas personas alejadas del poder, marginales y marginadas. En la crónica se manifiesta la otredad, o el descubrimiento del otro, en términos del lingüista Tzvetan Todorov. En la crónica, a diferencia del periodismo, no aparecen fuentes, sino seres humanos, con nombre y apellido. En 1949 Emir Rodríguez Monegal viajó a Misiones acompañado por el hijo de Quiroga y analizó con detalle los escenarios y los “tipos” que aparecen en los relatos del autor uruguayo, los hombres que inspiraron aquellos personajes que viven alejados de las grandes urbes, quienes conforman esa masa de almas de la intrahistoria del litoral de la época: Con sus desterrados —de los que Pablo Vandendorp, Juan Brun y don Isidoro Escalera son paradigmas— Quiroga mantuvo una relación humana, no una relación literaria. Lo confirma sin orgullo pero con verdad una carta a Martínez Estrada: “No quiero hablar media palabra de arte con quien no comprenda”. Y no podía esperar comprensión literaria de estos hombres que eran, sin embargo, sus amigos, sus mejores amigos. Quiroga nunca fue un mediocre; nunca posó de literato, y menos entre quienes sólo sabían de vida, de vida vivida realmente. Escribió porque era ése su destino, y para su trato con los otros hombres esa escritura era un accidente (1961: 113-114).

Una crónica carente de empatía es apenas un texto informativo. Hay una mirada particular del narrador hacia aquel desplazado, víctima de injusticias, aquel habitante de la intrahistoria que padece abusos o una vida plena de privaciones. El cronista despliega este recurso no solo para intentar comprender un hecho o contexto, sino porque además suscita en el lector esta emoción que conduce a una toma de conciencia y, con ella, la inclusión en la sociedad de estas personas. Uno de los cuentos trágicos más conmovedores de Quiroga es “Los inmigrantes”, que culmina con una fantasía, un anhelo que jamás podrá cumplir el padre de esa pequeña familia, quizá porque nada peor de lo que acaba de ocurrir puede suceder ya en el relato, una especie de manto de piedad a tanta desdicha. Rodríguez Monegal habla en el prólogo de la edición de cuentos completos de cierta “ternura” en estos relatos (1981: XX), un abordaje propio de la buena crónica que parte de una mirada hacia el otro: “Consisten en profundas inmersiones en la realidad humana, hechas

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por un hombre que ha aprendido al fin a liberar en sí mismo lo trágico, hasta lo horrible”, explica el académico. Quiroga utiliza, en múltiples ocasiones, el punto de vista de narrador testigo (“Un peón”, por ejemplo) que se refiere constantemente a lo que ha visto u oído, un procedimiento propio de la crónica. “Para muchos lectores de Quiroga quizá sea penoso saber que una de sus mejores creaciones —más claras y llenas de sombra, a la vez— esté copiada directamente de la realidad”, asegura Rodríguez Monegal para referirse a Juan Brown, personaje de “Tacuarí-Mansión” (1961: 111). Villoro desmenuza los elementos de la crónica, sus préstamos de otros géneros: la novela, el reportaje, la entrevista, el teatro moderno y el teatro clásico (en particular su esencia polifónica) y del cuento. De este último obtiene “el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica” (2012: 579). El cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, uno de los maestros más prestigiosos de la crónica, escribió “La crónica: el rostro humano de la noticia”, más que un ensayo, un texto —cómo no, híbrido— con vocación docente que propone algunas pautas para explicar a quienes deseen explorar este género con su escritura. En una especie de decálogo que propone, cita a Horacio Quiroga a través de un consejo que propone el uruguayo: “Inútiles serán todos los adjetivos que añadas a un sustantivo débil” (Salcedo Ramos 2011: 19). Hay entre aquellos “tipos” que retrata Quiroga y aquel “ambiente” muchos puntos en común con algunas crónicas del autor colombiano, esos seres alejados de la tecnología y de los avances de la modernidad, distantes de las ciudades, anclados a una geografía exótica de caminos precarios, encallados en contextos de violencia que se manifiesta a través de diferentes rostros, desde la anomia hasta la justicia se impone por mano propia. Guerriero ha pronunciado en diversas entrevistas que Quiroga fue uno de sus autores predilectos y que, además, la impulsó a escribir. La influencia de este autor era también notable en la generación anterior de cronistas a la que ella pertenece, en particular, en Rodolfo Walsh. En la revista Panorama el autor de Operación Masacre escribió “El país de Quiroga” (1966), a treinta años de la muerte del autor uruguayo. Viaja a San Ignacio, Misiones, y persigue los fantasmas de este escritor maldito. En un retrato que se ubica en la misma línea que luego tomaría Guerriero para escribir sobre Arlt, recorre aquellos sitios que pisó Quiroga, aquel escenario que inmor-

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talizó en Los desterrados. Y así Walsh vuelve, en primera persona, a contar la intrahistoria de esas coordenadas del litoral, de ese clima por momentos asfixiante, allí donde el progreso demora en llegar. Walsh agrega “nuevas historias”, es decir, la mirada y la inclusión de aquellas personas en este texto, como, por ejemplo, los agricultores japoneses de la Colonia Luján que Quiroga no conoció. Cuatro décadas después también viajará a esa geografía Caparrós, en el largo periplo por la Argentina que realiza en El Interior (2006) para describir con las herramientas de la crónica a otros “tipos”, otros personajes, aunque no hace hincapié en Quiroga: “San Ignacio es un pueblo muy agradable: árboles, tierra roja, casas bajas —algunas de ellas viejas. Pero llueve y está todo vacío” (2014: 152). Walsh busca la casa donde vivió Quiroga, conocer a los amigos y a las personas con las que se vinculaba el escritor, aquellos “fracasados geniales”, desmontar el mito de un hombre torturado por sus excesos (2008: 299). Emprende Walsh una suerte de peregrinación hacia la aldea de un artista que rompió con algunos estándares de las letras hispanoamericanas, un narrador que convirtió aquel escenario en un “país”, como lo llama el autor de ¿Quién mató a Rosendo? En este viaje y en esta experiencia sorprende a Walsh que Quiroga se ha convertido, en cierto modo, él mismo en un desterrado, en alguien cuya fama y reconocimiento se ha evaporado. “En San Ignacio, Quiroga se ha vuelto anécdota, que es como decir olvido, escolar —conmemoración último grito del tedio—, homenaje de notables, que es auto homenaje”, lamenta Walsh (2008: 299). En cierto modo, Arlt, Quiroga y Walsh se vinculan entre sí ya que hubo un hiato temporal luego de su muerte hasta el momento de ser reconocidos, de su inclusión en el canon. Para poder plasmar aquellas voces de la intrahistoria, para construir aquellos mosaicos, el cronista debe tener la voluntad y la virtud de poder escuchar a los demás para poder luego reproducir aquella voz y su testimonio del modo más fiel posible. “Alguien perdió el habla o alguien la presta para que él diga en forma vicaria. Si reconoce esta limitación, su trabajo no sólo es posible sino necesario”, considera Villoro (2012: 580). Este don lo poseía Quiroga, aquella capacidad de escuchar a los demás y aquella destreza para convertir aquellos testimonios en relatos. Walsh elogia esta habilidad del artista uruguayo y finaliza su texto sobre Quiroga con la certeza de que el rasgo distintivo de su literatura no solo emergía con sus innovaciones retóricas

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o estéticas, sino en su apertura hacia los demás, hacia sus contemporáneos alejados de los circuitos intelectuales: “Sí: las historias existen y no hay más que pararse a escucharlas. Pero un oyente como Horacio Quiroga tardará en nacer, si es que nace” (2008: 305). Si los “nuevos cronistas de Indias” son herederos confesos de esa generación que integró Walsh, entre otros, y Walsh estuvo a su vez influido notablemente por Quiroga, hay posiblemente un puente invisible, pero puente al fin de cuentas, entre los cronistas del siglo xxi y el narrador uruguayo. Hablar de influencias, de aquel palimpsesto intelectual, siempre resulta complejo para los investigadores —por eso se han ilustrado las páginas precedentes con textos concretos—, pero más aún para los propios autores. Harold Bloom se refirió a la “angustia de las influencias” o “ansiedad de las influencias”, donde pareciera que todo escritor está condenado a ser discípulo o deudor de otro anterior. Por ejemplo, Guerriero pronuncia en una entrevista: “Rodolfo Walsh se anticipó a los que creemos que estamos haciendo ahora con la crónica el gran invento nacional” (2016). Incluso aquellos cronistas que piensan que ingresan en territorios no explorados anteriormente no se apartan demasiado de la huella de sus predecesores. Quizá porque en la identidad misma de la crónica y de sus narradores se encuentra la exploración, el ingreso a escenarios convulsos, mágicos o incluso tan insondables como la naturaleza humana. La palabra crónica, en el ámbito del periodismo, estaba vinculada a un género menor hasta fines del siglo xx. El término mutó, y hoy se denomina así a un género que no solo se asocia con un trabajo de investigación y con un cuidado estético en la prosa, sino que la crónica es considerada literatura. Los “nuevos cronistas de Indias” continúan por la senda de Arlt y de Quiroga, pero le aportan una nueva identidad al género, más extenso y quizá más valiente o arriesgado, ya que transita por contextos de violencia de distintos países y regiones del continente. El escenario —el ambiente, en términos de Quiroga— impacta inevitablemente en la forma de narrar historias, en el abordaje y en las miradas de los cronistas y, a la vez, atesora y conserva la voz de un continente, con sus distintos dialectos, con su mismo sufrimiento. La crónica es un género incómodo, no es complaciente ni siquiera con el lector. Sostiene Caparrós que el cronista en la actualidad escribe “contra

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el público” porque no solo escribe sobre aquello que alguien no quiere que se sepa, sino que cuenta aquello que alguien no quiere saber” (2015: 54). Hay un compromiso en la escritura y en la lectura de estos textos. Rebelde, en un mundo que exige cada vez más la urgencia e inmediatez de la información, la crónica se detiene a observar el mundo. La crónica dispara contra la absurda pretensión de alcanzar la objetividad en el texto y le da espacio a un narrador que toma una posición, que no oculta jamás su mirada y su perspectiva. Estos ornitorrincos, rebeldes y marginales, se arriesgan en cada crónica, pero también transitan por aquellos senderos donde algunos pioneros despejaron con sus prosas las malezas de una expresión centenaria. Bibliografía Arlt, Roberto (1986): Aguafuertes porteñas. Prólogo de Abelardo Castillo. Buenos Aires: Libros de la Vorágine. Bloom, Harold (1991): La angustia de las influencias. Caracas: Monte Ávila Editores. Calvi, Pablo (2012): “Buenos Aires, the Suburbs, and the Pampas”, World Literature Today, II, 86, [s. p.]. Caparrós, Martín (2004): Larga distancia. Prólogo de Tomás Eloy Martínez. Buenos Aires: Seix Barral. — (2014): El Interior. Prólogo de Jorge Carrión. Barcelona: Malpaso. — (2015): Lacrónica. Madrid: Círculo de Tiza. Cruz Ruiz, Juan (2016): Literatura que cuenta, entrevistas con grandes cronistas de América Latina y España. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Fernández Teodosio/Millares, Selena/Becerra, Eduardo (1995): Historia de la literatura hispanoamericana. Madrid: Universitas. Guerriero, Leila (2013): Plano americano. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales. — (2016): “El rol del periodismo es entender, incluso cuando duela”, La Nación, Buenos Aires, [s. p.], (20-03-2018). Jaramillo Agudelo, Darío (ed.) (2012): Antología de crónica latinoamericana actual. Buenos Aires: Alfaguara. Kohan, Martín (2015): “Las agujas bajan fuerte”, Página 12, [s. p.], (2003-2018).

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TRAS LAS HUELLAS DE ELENA FORTÚN Y LUISA CARNÉS María José Bruña Bragado (Universidad de Salamanca)

La explicación de esa incoherencia por parte de muchas mujeres emancipadas reside en que no comprendieron nunca el verdadero significado de la emancipación. Creían que todo lo que se necesitaba era la independencia de las tiranías exteriores; de las internas, mucho más dañinas para la vida y el crecimiento, como las convenciones éticas y sociales no se ocuparon. […] El derecho al voto o la igualdad de los derechos civiles pueden ser conquistas valiosas, pero la verdadera emancipación no empieza en los parlamentos ni en las urnas. Empieza en el alma de la mujer. […] Es por eso decisivo que comience con su regeneración interna, cortando la soga de los prejuicios, tradiciones y convenciones sociales. Reivindicar la igualdad de derechos en todos los campos de la vida contemporánea es justo, pero, después de todo, el derecho más vital es el de poder amar y ser amada. […] Es preciso que la mujer aprenda esa lección, que se dé cuenta de que su libertad alcanzará el tamaño de su deseo. Emma Goldman

En estos breves apuntes sobre narrativa de vanguardias veremos cómo se desenvolvieron ideológica y creativamente las autoras Elena Fortún y Luisa Carnés, precursoras de las “mujeres modernas”, pero atravesadas todavía por fuertes contradicciones entre tradición y progreso, tanto en su visión del arte como en su percepción y construcción política del género. Ambas variables, y siempre en una paradoja dolorosa, pero también lúdica —el juego, el humor y la performance son estrategias de resistencia, como sabemos desde Ba-

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jtín o Todorov—, cruzan insistentemente sus novelas y relatos, y muestran, como quería Goldman en 1906, que lo primero es confrontar los prejuicios sociales y convencionalismos éticos “desde dentro”, lo primero es crear una identidad y orientación sexual libre, o denunciar, al menos, su imposibilidad y enfrentar esas constricciones normativas heteropatriarcales a partir de una articulación inteligente del lenguaje, a partir de la creación de personajes, tramas y espacios perturbadores, revolucionarios, híbridos, que nos hagan pensar y constituyan por tanto una apuesta política. Fortún entre tradición y vanguardia: desdoblamiento y desgarro Y lo más difícil es saber vivir. Elena Fortún

Encarnación Aragoneses Urquijo (1886-1952), con seudónimo “Elena Fortún” tomado de una de las piezas teatrales de su marido y precisamente de un personaje sexual y genéricamente ambiguo, es una autora a la que se suele adscribir, sin cuestionamiento crítico y de modo un tanto simplificador, a la categoría de literatura infantil porque su exitosa serie de libros Celia y Cuchifritín consiguió una amplia recepción en la España de la posguerra —Laforet, Bravo Villasante y Martín Gaite escribieron con admiración acerca de esta vertiente, difícil, valiosa y exigente, pero no única, de la escritora—. No era delicada para el régimen franquista, antes bien, era cómoda la imagen de una niña conciliadora que cumplía la mayor parte de los estereotipos asociados a lo femenino por la moral católica excluyente de esas décadas. Celia era maternal, cuidadora y, aunque traviesa, ocurrente, soñadora, locuaz e imaginativa, iba madurando y aceptando los esquemas convencionales, represores de libertad, que la sociedad española ofrecía en esas décadas. Antes de esta claudicación de los 40 y 50 que cristaliza en el hecho de que Fortún case a su protagonista y silencie su voz en vez de convertirla en escritora, abogada o periodista, como era su deseo, había escrito otra novela “secreta” que no se publicará hasta los años 80. En este volumen fundamental recientemente recuperado por la editorial Renacimiento tras años de censura y que lleva por título Celia en la Revo-

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lución (2016) se observan en la protagonista las antinomias ideológicas de la Guerra Civil y una clarividente visión del horror y la violencia bastante lejana de toda complacencia o conformismo sociopolítico. Según Andrés Trapiello en el prólogo, este libro sería representativo, junto a los diarios, crónicas, ficciones y ensayos de Castillejo, Chaves Nogales, Morla y Campoamor, también escritos durante la contienda fratricida o poco después1, de lo que él denomina “tercera España”, “la demócrata y liberal, republicana o no, que, como la carta de Poe, teníamos delante sin verla, víctimas como fuimos del viejo mito de las dos Españas, sostenido interesadamente por los autoritarismos de una parte y otra parte, los fascistas por un lado y los comunistas y demás por otro” (Fortún 2016: 8). Celia en la Revolución no fue publicado, como adelantaba, sino hasta 1987 por Aguilar y el libro desapareció misteriosamente de todas las librerías y solo podía encontrarse en el mercado de segunda mano como rareza. Al margen de mi discrepancia respecto a la tibieza política o falta de matices ideológicos de Celia en la Revolución que señala Trapiello, considero, con él, que esta espléndida novela/crónica es uno de los testimonios más escalofriantes, fidedignos e inspirados acerca de la Guerra Civil española y, en definitiva, de cualquier guerra: hambre, bombardeos, violencia y dolor, venganza y terror, muerte y exilio son plasmados con precisión que conmueve, con conocimiento y una lucidez extraordinaria, en un estilo despojado, intenso y por momentos crudo en su realismo, pero también, insisto, con la base de unas profundas convicciones democráticas y unos firmes valores republicanos y protofe-

Se trata de A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales, La revolución española vista por una republicana de Clara Campoamor, España sufre de Carlos Morla Lynch y Democracias destronadas de José Castillejo. Por cierto, hay muchos otros imprescindibles como Doble esplendor de Constancia de la Mora y los diarios de Delhy Tejero, pintora zamorana, editados y prologados con exquisitez por Tomás Sánchez Santiago como Los cuadernines. También Memorias habladas, memorias armadas de Concha Méndez, Entre el sol y la tormenta de la anarcosindicalista Sara Berenguer, He de tener libertad de Isabel Oyarzábal de Palencia, Memoria de la melancolía de María Teresa León o Mi atardecer entre dos vidas de María Campo Alange, Una mujer en la guerra de España de Carlota O’Neill, Recuerdos míos de Isabel García Lorca, Sucedió y Así de Victorina Durán. Para más información, consúltese el prólogo de Trapiello (2016: 8-9). Estos libros, algunos aún inéditos, casi todos póstumos, constituyen también la memoria cultural de la historia de la emancipación femenina en España. 1 

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ministas. Considero que ser capaz de identificar y contar, sin victimismos, sin abstracciones, el horror humano encarnándolo con destreza en unos personajes nada maniqueos no despolitiza su texto, ser capaz de nombrar “la banalidad del mal” transversal y sin ideología, el intercambio arbitrario víctima/victimario que formularía años más tarde la pensadora Hannah Arendt (1963), no resta un ápice a la contundencia y claridad de unas ideas políticas, desarrolladas posteriormente en el exilio porteño. Su resiliencia, hipersensibilidad, inteligencia crítica y capacidad de adaptación, de curiosidad en medio de la barbarie, de agencia femenina y empoderamiento hacen que no se la pueda situar en esa supuesta e indefinida “tercera España”, no borra su huella política en la vaguedad, sino todo lo contrario: ¡Es la guerra! Una exacerbación de todo lo salvaje y primitivo que todos llevamos dentro… Parece que todo lo que la civilización ha ido tejiendo en torno nuestro se afloja o se rompe… ¿No lo ves en todo? Hasta por la calle se anda de otra manera… Todo se ha desquiciado… Espiritualmente hemos sufrido un terremoto y hasta lo más íntimo y sagrado se tambalea, o se derrumba (2015: 163). Verdaderamente la guerra nos ha descubierto nuevos elementos. ¿Quién hubiera sospechado antes de ahora que el sabor de la bencina no era desagradable, y que la piel de las patatas era exquisita friéndola con cebolla, y que las hojas de las violetas constituían una exquisita verdura? (2015: 283).

Además, Celia, finalmente y por causa de la guerra y sus consecuencias atroces para el género femenino, no puede ser por completo la mujer rupturista, emancipada y moderna que desea, no puede ir a la universidad ni ser escritora: ha de ejercer como madre de sus hermanos, ante la falta de la suya, y exiliarse. Su hermana pequeña, Mila, conseguirá tal vez esas metas, pero la novela apunta con impotencia la existencia de una generación perdida, especialmente de mujeres, y lo funesto de la ideología franquista que se impondría para ellas: sacrificio, dependencia, pasividad y falta de espíritu crítico. Solo con ese gesto, con la derrota vital de Celia, la autora se posiciona abiertamente desde un punto de vista político. Conozcamos un poco más a la escritora. Aragoneses, de origen madrileño y vasco y ejemplo paradigmático, como veremos, de la paradoja en que se mueve la mujer homosexual que está empezando a tomar conciencia de sí misma, se casa con el militar y dramaturgo Eusebio Gorbea, que alcanza cier-

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to reconocimiento con Los mil años de Elena Fortún (1922), ese personaje al que antes aludíamos que se traviste y cambia de sexo a lo largo de diferentes épocas, como el Orlando (1928) de Virginia Woolf. Tiene con él dos hijos, uno de los cuales fallece a los diez años. Esto desequilibra sustancialmente a una pareja ya de por sí heterodoxa, según la biógrafa de Fortún, Marisol Dorao, y acaba con ella, aunque sin divorcio —se separan en 1924—. Las inquietudes lesbianas de Aragoneses, sobre las que se especula durante años y que son enmascaradas con discreción en su abundante epistolario con amigas escritoras, aparecen manifiestamente en su novela Oculto sendero, inédita hasta 2016 y son probablemente otro de los motivos de ese fracaso matrimonial. Antes de la guerra, Aragoneses, precoz activista social y pedagógica, es miembro de múltiples asociaciones femeninas progresistas como el Lyceum Club, dirigido por María de Maeztu, donde conocería a María Lejárraga, Carmen Baroja o María Rodrigo. Es precisamente Lejárraga, miembro de otra pareja íntima amiga —los Lejárraga-Martínez Sierra— con la que frecuentan círculos homófilos y lesbófilos los Gorbea-Aragoneses, quien anima a Fortún a publicar sus escritos para niños en la prensa. En 1928 empiezan a aparecer sus relatos de Celia en Gente menuda, suplemento de Blanco y Negro, junto a los de autores como Magda Donato y Salvador Bartolozzi. Su éxito, instantáneo e inusitado, no es comprendido en absoluto por un marido —del que se había separado, pero no mentalmente— que la considera competencia intelectual y ella debe disimular su pasión por la escritura, aunque sigue publicando relatos infantiles en Cosmópolis, Estampa, Crónica y Semana: “Al año de llegar de Canarias ganaba yo con Blanco y Negro mil pesetas mensuales, que entonces era mucho dinero. Entonces me empezó a odiar Eusebio, que hasta entonces siempre se había dado mucha importancia conmigo” (Capdevila y Fraga 2016: 17). Fortún adquiere nociones como bibliotecaria en la Residencia de Señoritas e inicia asimismo una labor de formación de muchachas en el arte y oficio de narrar historias a los niños a la par que se hace amiga de otras mujeres comprometidas con los derechos feministas como Matilde Ras. De convicciones regeneracionistas volcadas en la idea de la importancia de la educación de la mujer, que debe ir ocupando el espacio público y cultural sin dejar de lado —hélas— el privado y doméstico, experimenta Fortún una evolución hacia un pensamiento político y social feminista cada vez más sofisticado, pero también dual y con lógicas incon-

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sistencias o titubeos. Sus ideas modernas cercanas a la Izquierda Republicana de Azaña también van matizándose y enriqueciéndose con el estallido de la guerra y el exilio. Llega a Buenos Aires, gracias a la ayuda de Victorina Durán —otro personaje fascinante de las vanguardias artísticas hispánicas—, quien trabaja como escenógrafa de Margarita Xirgu. Los derechos de Aguilar les dan para vivir durante un tiempo, pero la primera censura franquista prohíbe la serie Celia hacia 1944, al tiempo que ella publica, en el mismo año, el que probablemente sea, según Nuria Capdevila-Argüelles, el primer texto sobre el exilio español republicano y sus dificultades de adaptación: Celia institutriz en América. Hacia 1948, no obstante, los libros de Celia, a pesar de mostrar muy sutilmente la involución social, sobre todo para las mujeres en el país, vuelven a las librerías españolas y la serie acaba con Celia se casa en 1950 y no con Celia bibliotecaria, manuscrito desechado: Estos volúmenes que narran el proceso de silenciamiento de la voz de Celia y la entrada a la norma heterosexual del personaje se contraponen a la literatura que por entonces Fortún ya oculta, en la que un personaje trasunto de ella misma, como también Celia lo fue, va más allá del matrimonio, se desmorona y vuelve a resurgir agarrándose al arte, única fuente de placer para la narradora consciente de su homosexualidad (Capdevila y Fraga 2016: 20).

Mientras tanto, Fortún trabaja catalogando en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires por mediación de Borges —había sido amiga de Norah Borges en los tiempos del Lyceum Club—. Después de casi una década en Argentina regresa a España para tramitar la amnistía de su esposo y poder regresar ambos, pero él se suicida en Buenos Aires (años más tarde, dos después de la muerte de su madre, también lo haría su hijo). Escribe entonces, desde el autocastigo y el desaliento, Celia. El apoyo moral de la esposa, y pide a su personaje que se sacrifique y acepte con resignación los roles de género tradicionales. Al mismo tiempo, y esto muestra nuevamente la ambivalencia y la tortura interior de la autora, escribe Nací de pie, obra inédita donde indaga en el tabú de la homosexualidad a partir de la biología. Muere en un sanatorio tuberculoso de Madrid y meses antes pide a la escritora argentina Inés Field, a quien ama desde el comienzo del exilio hasta que fallece y con la que recupera parte de su fe religiosa, nueva paradoja de su personalidad compleja donde

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la culpa judeocristiana late de fondo, que queme “sin dejar nada” unos originales que han quedado en Buenos Aires. No lo hizo, y precisamente por ello tenemos Oculto sendero, cuyos principales temas desbrozaré a continuación. Adoctrinamiento, represión burguesa y prácticas de transgresión del género: Oculto sendero de Elena Fortún El dandismo […] cuestionará las cuatro grandes polaridades sobre las que se ha estructurado la normalidad burguesa: la polaridad masculino-femenino, que concibe un género estancado y clausurado biológicamente; la polaridad sujeto-objeto, que genera un ser privilegiado con un yo único e idéntico; la polaridad que diferencia tajantemente lo digno y lo indigno de ser considerado arte; y finalmente, la que separa al ‘artista’ de aquel que, supuestamente, no lo es o podrá serlo. Gloria Durán Somos lo que llevamos y como podemos llevar cualquier cosa podemos ser cualquiera. Virginia Woolf ¿Qué harás cuando seas mayor? Vestirme de hombre y montar a caballo. María Luisa Arroyo en Oculto sendero

Elaine Showalter recrimina a Virginia Woolf, como nos recuerda Toril Moi (1999) en su ensayo ya clásico, cierta cobardía y clasismo porque considera que no es capaz de crear “nuevas imágenes de mujer” al no haber tenido una experiencia negativa. En su opinión, tanto el “cuarto propio” como la androginia en la escritura son nociones poco revulsivas. Kristeva, sin embargo, rescata con denuedo a Woolf y piensa que hay un modo de escribir que es en sí mismo revolucionario y que todo empieza, claro, con la independencia económica y el hallazgo de un estilo distintivo más allá del género. La incomprensión social, la soledad en matrimonios insatisfactorios y una lucha denodada para obtener un espacio creativo a partir de colabora-

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ciones en prensa y un diálogo fructífero o sororidad femenina son frecuentemente relatados en los diarios, epistolarios y novelas de sesgo marcadamente autobiográfico de las mujeres de este periodo. Oculto sendero de Elena Fortún no constituye una excepción en este sentido. Fueron años intensos y convulsos para una sociedad en transformación, en cuyo seno se agudizaron las tensiones de clase y el debate ideológico. En este apartado trataré de demostrar cómo Fortún, ya independiente económicamente, consigue esbozar que los conceptos de masculinidad y femineidad son meras convenciones sociales que no se basan en ninguna realidad objetiva porque responden a la ideología machista dominante cuyos estereotipos se destruyen a sí mismos. La novela Oculto sendero pulveriza el pensamiento por analogías sexuales e indaga, sutilmente, en “el andrógino” de la escritura que va más allá de los géneros de Virginia Woolf. Dos son los temas fundamentales de la novela y dos los discursos, uno más latente, el otro manifiesto: la identidad y orientación sexual, que se confunden con frecuencia por la doble medicalización patológica de la homosexualidad y de la femineidad en las primeras décadas del xx y la búsqueda de un estilo, de un lugar en el campo cultural para la artista mujer que se emparenta mucho, en el caso de Fortún, con la asexualidad en la escritura. Se trata de una novela de aprendizaje, un Bildungsroman extraordinariamente intimista por momentos, volcado a la dimensión pública y social en ocasiones y siempre lleno de matices. Constituye una exploración a partir de la creación de personajes, ambientes y tramas en la cuestión del género y el sexo no normativos que hoy catalogaríamos como “autoficción” por su mezcla de lo biográfico con el relato ficcional. Fortún, como adelantamos, no vivió con plenitud su lesbianismo que apenas se atreve a nombrar y prefiere camuflar su deseo sustituyéndolo por otras búsquedas educativas, y, al final de su vida, también espirituales —espiritualidad consagrada, sin embargo, a una comunidad femenina de afectos, a una sororidad excluyente—. La catarsis que se opera en la novela muestra, sin embargo, como en Celia en la Revolución, las hilachas de un discurso paradójico, contradictorio, de desacomodo y difícil autocomprensión: asumirse como sujeto deseante de otro sujeto femenino, con sus implicaciones y derivas en la concepción de su escritura, supone un combate interior arduo y las páginas dejan rastro del mismo. La dedicatoria del libro es, en este sentido, muy

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reveladora: “A todos los que equivocaron su camino y aún están a tiempo de rectificar” (2016: 69). Con diálogos muy teatrales, contundentes y dinámicos, al igual que en Celia, y capítulos no muy extensos en una primera persona cercana al diario, se nos cuenta, entonces, la búsqueda del alter ego de la autora, María Luisa Arroyo, que se pregunta las razones de su diferencia, de su anomalía desde la infancia, en un estilo económico y preciso no exento de espontaneidad y creación de expectativas folletinescas, con sus efectos sorpresa y sus clímax dramáticos. El libro está dividido en tres partes: “Primavera”, donde se narra la infancia de la protagonista, “Verano”, que comprende la juventud, noviazgo, matrimonio, maternidad y la muerte materna con la que comienza el “Otoño”, periodo de madurez, autoindulgencia y progresiva comprensión a partir de la experiencia. Muchas mujeres están presentes en esa búsqueda angustiosa de la protagonista y la irán ayudando a conocerse, a construirse a sí misma fuera de moldes convencionales. Clave en este conocimiento y punto de inflexión narrativo es el diagnóstico médico o clínico que determina “el desequilibrio de su naturaleza”. Si la mirada del otro puede humanizar y subjetivar, también puede aplastar al sujeto, borrar su individualidad. En el caso de las identidades subalternas la marca pasa, a veces, por la hipervisibilidad y no por la invisibilidad. Ella no está de acuerdo con lo que le prescribe el médico: dejar de vestir trajes masculinos, pintar menos y dedicarse más a las labores “tradicionales” de su género. Desde la medicina, la ciencia, la religión enajenante y correctiva o la educación, la sociedad burguesa determina las pautas de vida, conducta y actuación y María Luisa, con su subjetividad permanentemente en crisis y cuestionada, discrepa con arrojo y da un primer paso en el camino hacia sí misma. El primer capítulo había sido ya crucial en la construcción del género de la protagonista y comenzaba igual que termina Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba de Teresa de la Parra (1924): con un vestido símbolo de una femineidad obligatoria, castradora y abocada al matrimonio. Para la protagonista de la novela venezolana el diálogo con su vestido de novia, que parece una mortaja, señala un destino unívoco y casi determinista y tiene un aura sacrificial. Para la niña de diez años de Oculto sendero ese vestido lleno de puntillas y adornos, cuando ella quiere uno de marinero, apunta una senda por la que intuye que no quiere ir y a partir de ese momento se nos muestra su constante rebelión contra el

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control e hipervigilancia de los cuerpos femeninos desde la infancia —control que ejercen con idéntica violencia madre y padre—. María Luisa, de alguna manera, llena los silencios de Celia, el otro alter ego de la autora, y responde a muchos de sus interrogantes e inquietudes sin verbalizarlos de modo directo. María Luisa se va articulando, de una forma que a ella misma le parece caprichosa, dual, ambivalente: es una actriz de sí misma —el travestismo o crossdressing se observa en el episodio de Carnaval en que se viste de campesino holandés— y al mismo tiempo es un artefacto artístico, sujeto y objeto de artificio, como los dandis: es emisora y receptora simultáneamente de un sistema de comunicación nuevo, heterodoxo, que puede llevarla a la persona que anhela ser. Apenas tiene modelos de libertad y androginia con los que identificarse, pero los pocos que están a su alcance son absorbidos vorazmente por su imaginario: la pareja exquisita de lesbianas en el restaurante, por ejemplo, la amazona del circo cuya belleza la obnubila frente a la fealdad que le transmite el físico masculino, Dulce Nombre, su primer amor, “princesa vestida de blanco con el pelo en rizos sobre la espalda y leyendo un libro” (2016b: 123), o Emilia Ontiveros, su compañera de colegio. También se va configurando la protagonista por oposición a los arquetipos tradicionales: la madre “ángel del hogar”, enferma de ennui y neurastenia, la criada Casiana —la variable de clase aparece tímidamente en las novelas de Fortún, aunque no es prioritaria— o “las mujeres malas” —prostitutas vecinas—; prueba sucesivamente varias máscaras y a través de ellas y con un tono aparentemente ingenuo, de joven que está descubriendo y dando forma al mundo y con mucho sentido del humor en ocasiones se enuncian temas tan graves como la agresión psicológica y sexual hacia las mujeres —el episodio de pederastia del señor juez con María Luisa—, sus limitaciones para crear —empieza por la modesta tarea de pintar abanicos—, la complejidad de la maternidad asumida con perplejidad como obligatoria y la culpa que la acompaña —cuando tarda en recoger a su pequeña enferma de nombre significativamente andrógino—, la obsesión por la belleza como rasgo de la mujer —constantemente se nos recuerda que no es guapa y tiene rasgos físicos peculiares— o lo esclavizador de la institución matrimonial que legitima la venta del cuerpo femenino al hombre, como muestra el intento de los padres por casarla con Antonio, por el que siente aversión, y que recuerda a esa María Eugenia Alonso del ya citado Ifigenia gritando en el balcón: “¡Estoy

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en venta! ¿quién me compra?” (1924: 253), “¡Si yo no quiero ser una madre de familia! ¡Si no me quiero casar, ni estudiar piano, ni coser, ni hacer cuentas…! Solo quiero leer, leer todos los libros que hay en el mundo…” (2016: 221). La mujer moderna y trabajadora que es María Luisa necesita transgredir, travestirse e ir desestabilizado las fronteras entre lo masculino y femenino para representar sexo y género fuera de lo normativo. Tiene ansia de otros mundos y fantasea con la idea del tercer sexo por lo que hace el mencionado repaso de todo el espectro de identidades de mujeres homosexuales y heterosexuales. María Luisa —ese chicazo que dio berridos varoniles al nacer, según la madre— es una mala esposa pese a que consigue casarse con un pintor, Jorge Medina, gracias a la mediación de tía Manuelita, cómplice y único personaje que ejerce la sororidad en toda la novela y no con Antonio, el hombre de negocios que quiere “comprarla”. Es una mujer que no quiere renunciar a ser artista tampoco —identidad, orientación sexual y gusto o sensibilidad se confunden a lo largo de todo el texto— y va encontrando su seguridad y conciencia de autoría, de creadora en ese tercer sexo ideal. Conoce a Fermina Monroy, a Lolín, a Rosita Aguilar en Canarias —islas donde su eros se expande por fin—, Florinda, Lupe y descubre otras formas de femineidad, otras formas de asumir el género, el deseo y el oficio creador. La narración titubea constantemente entre sexo y género porque no hay lenguaje todavía para enunciar el lesbianismo. Se cuestiona, eso sí, de una manera rotunda el papel de la educación heteropatriarcal dominante y “compulsiva” en roles de género y se abre, sutilmente, la puerta a nuevas formas de entender la medicina, la ciencia, el arte, la política, el cuerpo y también el matrimonio como una convivencia no necesariamente carnal, sino como acompañamiento mutuo tanto en la variable heterosexual como en la homosexual. Al final del relato, mientras la protagonista viste un traje de lana masculino, como los que le gustan a Fortún —recordemos con Gubar (1979) que la adopción del traje sastre masculino fue una declarada intención política por parte de las escritoras de la modernidad—, observa y proyecta su futuro con ambigüedad, inquietud y melancolía, pero también con más autoconsciencia, con menos dolor, con más serenidad: la madurez le ha hecho entenderse mejor a sí misma y rechazar el racionalismo científico, pero también la moral burguesa o la religión como explicativos del mundo y la identidad: ella es dueña de su destino y se ha convertido en una persona reflexiva, crítica y

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pionera en una sociedad que todavía tardaría décadas en trascender los ámbitos quirúrgicos y en dejar de patologizar la diferencia, en sacar a la mujer del dominio de la enfermedad y la locura bajo control estatal y patriarcal. Los lectores asistimos a un tortuoso proceso de conocimiento, concienciación y finalmente aceptación parcial de una experiencia femenina que no está presente en las taxonomías sociales de la normatividad burguesa. Y ello, aunque conocemos la involución y el rechazo de Fortún en sus últimos años de vida a su sensibilidad homosexual. Este artefacto humano que es María Luisa, polivalente desde una perspectiva de género, es una pieza literaria de resistencia inestable y camaleónica, in between, que ya no expresa identidades monolíticas, fijas y sería queer avant la lettre. Sabe su autora que todavía no es tiempo para una generación de mujeres homosexuales, y menos aún artistas con un lenguaje propio que se debaten con dolor entre tradición y progreso en las vanguardias, pero abre cauces para un espacio en que sea posible subvertir códigos de comportamiento, mostrar su talento artístico y reinventar el género desde un conocimiento maestro del oficio de la escritura. Así, se evidencia la relación entre los campos de poder y los intelectuales que nos permite situar la posición de descentramiento que ocupa la praxis creadora femenina y que muestra, a su vez, que toda cultura política implica una política cultural (Rancière 2005). En definitiva, este libro, firmado con el seudónimo de Rosa María Castaño, es un testimonio en clave autoficcional crucial para entender históricamente la sexualidad, el homoerotismo, el lugar y la función del arte y la emancipación femenina a partir de un personaje performativo representativo de la España de las vanguardias, pero que no hemos conocido hasta bien entrado el siglo xxi: una mujer artista que no encaja con los códigos y busca un nuevo lugar desde el que funcionar como sujeto múltiple, libre. Carnés o desde abajo también se puede Luisa Carnés (1905-1964), nacida diecinueve años después que Elena Fortún y contemporánea de Nelken, Montseny o Campoamor, es una autora cuyo enorme pulso y potencial creativo acabamos apenas de descubrir. Aunque sería miembro de facto del Grupo del 27 —el hecho de no ser poeta

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complica la clasificación generacional—, se la ha ubicado normalmente en la narrativa social de preguerra con Ramón J. Sender o César Muñoz Arconada. Ciertamente, la mejora de las condiciones de vida de las clases más populares y desprotegidas, de los obreros y campesinos atraviesa argumentalmente la obra de Carnés, que es exclusivamente narrativa y ensayística. La literatura y el periodismo tienen para ella un poder transformador de la realidad, de la sociedad, lo cual no significa que descuide, en absoluto, la forma y experimenta con audacia el lenguaje de vanguardias. Carnés, nacida en Madrid en el seno de una familia humilde, trabaja como obrera manual y en un taller de confección de sombreros desde la adolescencia. De formación autodidacta, devora todos los libros que caen en su mano para suplir la carencia de instrucción escolar y refugiarse así de la dureza de un día a día difícil y extenuante entre fábrica o taller y hogar. Entre 1926 y 1929 publica varios cuentos en la prensa. En 1928 ve la luz su novela Peregrinos de calvario, que critica la institución represora del matrimonio, se plantea la cuestión de la creación y muestra una mirada social empática hacia la clase trabajadora femenina: desigualdad salarial, sindicalización, huelgas. De las tres cuestiones, solo esta tercera no estaba presente en Fortún, lo que evidencia el distinto origen social de ambas que marca inevitablemente sus preocupaciones concretas, también las de género. En 1930 incide en la precariedad vital de las obreras y el círculo vicioso en el que están atrapadas sin remedio en su novela Natacha —reeditada por Renacimiento en 2019—. La promoción que se hace de la obra de esta narradora precoz en prensa es infrecuente e insólita por lo intensa e importante, pero a partir de 1931 su editorial entra en suspensión de pagos y su nombre deja de aparecer por doquier como hasta ese momento. Su situación económica se agrava porque su compañero, Ramón Puyol, ilustra también las cubiertas del fallido grupo editorial. Tienen un hijo y se van a vivir a Algeciras donde se quedan hasta 1932. Pronto se ve obligada a regresar a Madrid y trabaja como camarera-dependienta en la hostelería, lo que inspiraría Tea Rooms. (Mujeres obreras) que recrea, como se verá, el ambiente de una confitería madrileña. Juan Pueyo publica la novela en 1934 y gracias a la buena acogida de la misma, Carnés consigue trabajo como periodista en Estampa —donde también escribe Fortún, veamos lo crucial de la prensa periódica para la profesionalización de la mujer—. Josefina Carabias y Magda Donato fueron sus modelos como periodista cultural.

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Apoya al Frente Popular en los momentos contingentes previos a la Guerra Civil y colabora en un folleto homenaje a Clara Campoamor junto a Elena Fortún entre otras muchas mujeres partidarias de la igualdad política y civil de ambos sexos —sufragio, igualdad de derechos y divorcio son constantes como temas—. Cuando estalla la guerra, Carnés viaja con el aparato político y de propaganda a Valencia y después a Barcelona. Abandona Barcelona horas antes de la llegada del ejército franquista. En sus memorias, De Barcelona a la Bretaña francesa (1939), cuenta las terribles condiciones del avance de los republicanos españoles hacia la frontera —de igual manera que lo hace María Luisa Elío en su extraordinaria película sobre el exilio: En el balcón vacío (1961)—. Es conocida la anécdota de que Carnés lleva consigo únicamente al exilio una cartera con sus cuentos —fotografiada por su nieto Alex Pujol para la edición de Hoja de Lata de Trece cuentos (1931-1963) (2017)—. En 1939 se traslada de Francia a México y vive en el país azteca trabajando en radio y prensa. Sigue escribiendo y editando cuentos y escribe una biografía novelada, Rosalía de Castro (1945). Publica también Juan Caballero (1956), dedicada a los españoles que optan por seguir combatiendo al régimen. Escribe otros muchos libros, la mayoría de ellos inéditos todavía. Entre sus cuentos, Antonio Plaza Plaza señala varios grupos entre los que destacan los de temática española y los de temática mexicana. También se puede dividir su producción cuentística en cuatro periodos: los escritos de la República, los de la guerra y la posguerra, los de temática mexicana y los de temática internacional. Las mujeres republicanas en su triple condición de presas políticas, represaliadas por el franquismo y madres refugiadas son una de las variables o directrices distintivas de toda la obra en el exilio de Carnés. En 1953, tras la formalización de los pactos militares entre España y Estados Unidos, acaba la esperanza del retorno y comienza la aceptación resignada por parte de los exiliados republicanos de un destino permanente. En esta época Carnés se vuelca en su faceta teatral y escribe tres dramas de tema político —revanchas franquistas y marginación de las familias republicanas tantos años después, adulterio y maternidad vistos desde una mujer madura son los principales motivos—. Son Cumpleaños (1951), Los bancos del Prado (¿1953?) y Los vendedores de miedo (¿1951-1953?). Se publica su novela La puerta cerrada (1956) y El eslabón perdido (1957-1958), primera novela editada en España después de su muerte en el exilio, y seguramente el último libro escrito por

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ella. Su tema es el conflicto intergeneracional de los transterrados y podría estudiarse desde una perspectiva posmemorialística. Sin salida: Tea Rooms. Mujeres obreras Lo más interesante de la visión feminista y política de la obra de Carnés es que esta es amplia, plural, diversa, transversal y está plenamente instalada en la vorágine de acontecimientos de su tiempo. Capta en sus relatos, novelas y artículos las dificultades de todos los tipos de mujer, pero especialmente de las más desfavorecidas, con una perspectiva de sororidad evidente, con una acentuada conciencia de clase. Todas las circunstancias de mujer caben para dar visibilidad política a este problema, el dilema del género en el temprano capitalismo: Aquí, las únicas que podrían emanciparse por cultura son las hijas de los grandes propietarios, de los banqueros, de los mercaderes enriquecidos; precisamente las únicas mujeres a quienes no les preocupa en absoluto la emancipación, porque nunca conocieron los zapatos torcidos ni el hambre, que engendra rebeldes […] En los países capitalistas, particularmente en España, existe un dilema, un dilema problemático de difícil solución: el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, el taller o la oficina. La obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador (2016: 131).

Tea Rooms, escrita en una tercera persona que alterna con una primera, abruptamente, y con constantes diálogos en un quiebre de vanguardias y dividida en veintidós capítulos, es una novela social que denuncia la injusticia y desigualdad de las mujeres obreras, sus condiciones de vida miserables y su imposible conciliación entre ámbito doméstico y profesional, entre lo privado y lo público. La acción política es clara en el texto y constituye un modelo de lucha cultural encaminado, en última instancia, a transformar, o al menos incidir en la sociedad y las mentalidades. El divorcio, el aborto, el derecho a la huelga y al voto, la educación, la prostitución o el matrimonio vuelven a estar muy presentes en este texto, y se alza la voz contra la dependencia y sometimiento de la mujer al hombre. Se plantea la idea de que

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la supuesta revolución femenina gracias al trabajo, al ejercicio profesional, puede ser asimismo una nueva trampa, pues está abocada a un doble régimen de precariedad y esfuerzo extenuante. Se denuncia, así, la esclavitud de la clase obrera, explotada desde la infancia y sin perspectivas de cambio, sin derechos ni leyes que la protejan, clase a la que la mujer se había incorporado como nuevo agente y sujeto al que explotar dentro y fuera. Como sabemos hoy sus demandas están plenamente vigentes y queda mucho por hacer para conseguir esa ansiada igualdad de género, aunque otros reclamos por los que Carnés también lucha, como el voto femenino libre, informado, ciudadano y sin condicionantes masculinos, son ya un logro de décadas. La novela, sin embargo, es también un prodigio formal y es sumamente artística, original, lingüísticamente revolucionaria, creativa; está empapada del espíritu y lenguaje iconoclasta, interartístico y visual de las vanguardias no exento de sentido del humor, aunque también de melancolía. Como en el siguiente zoom cinematográfico que concluye a lo greguería ramoniana, en el que comienza ya a hablarse, en la sala de espera de una entrevista de trabajo, de la diversidad de mujeres existente, todas igualmente precarizadas, no obstante, a partir de sus zapatos —genial metonimia—: Unas son tímidas, titubean al hablar y al sentarse en el vestíbulo esconden los pies debajo del banco o de la silla. Otras irrumpen en el aposento triunfalmente, cruzan una pierna sobre la otra, hablan de sueldos fabulosos, citan casas de importancia, e incluso fuman algún cigarrillo, a veces. Antesalas frías. Mujeres de los más variados tipos y edades. Zapatos deteriorados debajo de los bancos o sillas, zapatos impecables, pierna sobre pierna. “Pase la primera”. A esta voz, los zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables subrayan un paso estudiado, elegante (2016: 11).

En efecto, la construcción técnica de la novela está muy medida, el ritmo es ágil, de frases breves, con recurrencias y repeticiones de sintagmas, onomatopeyas y paréntesis muy cinematográficos que semejan didascalias o indicaciones para una puesta en escena visual y que pretenden reproducir la vorágine de los tiempos modernos, el ajetreo de la época del cinematógrafo y el automóvil: “Los aparatos de radio, los ventiladores —‘Prepárese para el próximo verano’—, los libros —terrorismo, sabotaje, revolución—”. (2016: 14).

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Los personajes, urbanos y modernos —reparto de una película coral—, son sumamente transgresores, especialmente Matilde, la protagonista de la novela que cuestiona abiertamente la normativa de género. Al comienzo de la novela se nos presenta a una Matilde desmotivada y hambrienta que no encuentra trabajo —lo que sucede a la propia Carnés en aquellos años— por las calles de Madrid. Tiene que elegir entre comprar unos buñuelos o coger un tranvía hasta Cuatro Caminos. Y tiene que rechazar una propuesta de trabajo que es en realidad una propuesta veladamente sexual al mismo tiempo: Fíjate bien: para escribir a máquina hace falta tener una edad determinada y un cuerpo bonito; ¿crees que una mujer independiente está más capacitada para resolver un problema aritmético que una hija de familia? ¿No adviertes que este M. F. Internacional lo que desea es una muchacha para todo? (2016: 17).

Lo encuentra finalmente en una pastelería selecta de Madrid que se describe con exhaustividad realista salpicada de fogonazos de lenguaje moderno —surrealista, impresionista, absurdo— en el capítulo 4 y concluye con un contundente “Diez horas, cansancio, tres pesetas”, a modo de resumen y denuncia laboral inicial. La sordidez del ambiente de penuria y hambre nos muestra a otro personaje femenino: la madre de Matilde que descarga su impotencia en forma de violencia hacia el otro hijo, pero esa deshumanización o animalización se ve también en la confitería, especialmente en el personaje de Esperanza que “lava y gruñe”, se hace con las sobras a escondidas y del que “no se adivina cuál fue el primer color de su bata” (2016: 38): La dependienta, dentro de su uniforme, no es más que un aditamento del salón, un utilísimo aditamento humano. Nada más. Ella corresponde a esta indiferencia con desprecio. Para ella, el público se compone de una interminable serie de autómatas; de seres de ojos, palabras y ademanes idénticos —todos la misma actitud: el índice, tieso, indicando el dulce elegido y un brillo glotón en los ojos; un brillo repugnante—. “Aquí no son ustedes mujeres; aquí no son ustedes más que dependientas” (2016: 37).

En el personaje de la encargada, a la que se llama “puta vieja” como nueva Celestina en otra suerte de burdel capitalista —de hecho, en varios momentos se hace la analogía con una casa de citas y se enuncia lo cerca que está esta

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explotación de la prostitución, posible siguiente paso de las muchachas si son despedidas—, se observa cómo las mujeres con poder ejercen la violencia con la misma intensidad que los hombres y para cambiar esto solo queda la educación y la conciencia política. Todos los personajes arrastran historias de hambre, desempleo, hermanos enfermos, intentos de abusos sexuales y ven en el trabajo en la confitería una salida para no caer en la prostitución y a veces para encontrar un marido, si no entre los clientes, al menos entre los chicos del reparto. La dignidad y conciencia feminista y política de Matilde, sin embargo, le impide aceptar el cortejo del “chico de la nariz de loro”. La crítica al matrimonio es ácida: Matilde sabe —por referencias, ella no ha conocido otros— que los tiempos han cambiado mucho. Escasean los “príncipes”, y a los pocos que quedan les ha dejado en una situación muy desairada la revolución rusa. ¡Pobres príncipes del siglo xx, convertidos en figuras de “pollos bien”, en primeras figuras de ballet y en héroes de reportaje de revista gráfica! Matilde ha visto de cerca, ha “tocado” la tragedia del hogar, la “felicidad”, la “paz” del hogar cristiano, tan preconizado por curas y monjas. El marido llega a él cansado de trabajar —cuando hay trabajo—. Allí hay unos chiquillos que gritan, que lloran y una mujer mal vestida y gruñona (2016: 130).

Antonia, gruesa veterana en la confitería, es viuda, pero tiene que ocultar su estado civil y solo aspira a salir de este trabajo con el cliente del pastel de grosella. Laurita, coqueta, seductora, se queda embarazada y se ve obligada a recurrir al aborto ilegal, que la lleva a la muerte, para no ser abandonada por un novio y ser estigmatizada. Marta, la joven decidida, consigue su puesto de trabajo contando su triste historia de opresión y es despedida por robar una peseta, lo que la encamina a la prostitución… El espectro de personajes es amplio, pero las estructuras sociales represoras dejan su huella en todos y cada uno de ellos. Hay varios momentos claves en que se sugiere que la unión o sororidad femenina, la unión para protestar y reivindicar que no les supriman las salidas y las vacaciones, aunque teman que les rebajen el salario en este momento de crisis nacional e internacional, es la única solución, pero solo se atreven a comentar, con temor, el despido injustificado de Felisa que se atrevió a señalar la presencia de un ratón con toda la clientela alrededor:

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Matilde siente como nunca el peso de su condición de explotada. La expulsión de la compañera la llena de pesadumbre. Lo legal, lo humano hubiera sido protestar, haber exigido el reingreso de la empleada expulsada. Pero no se puede contar con la colaboración de las demás. Antonia, al cabo de largos años de humillaciones penosas, no ha logrado siquiera obtener de los superiores el reconocimiento de sus derechos, de empleada competente (2016: 81).

La desconfianza hacia los sindicatos es general, el miedo, grande. Hay escaramuzas en la calle, se habla de mítines de izquierda, pero la única que tiene cierta conciencia política y entiende algo más de ese desorden en las calles convulsas es Matilde; las demás prefieren mirar para otro lado. Realmente no hay salida que no pase por la reivindicación de los derechos, según Carnés, en la calle y en el papel. A partir de la creación de personajes perturbadores y con una articulación formal y estilística impecable y renovadora del lenguaje, esta novela da una sacudida al lector, a la lectora, supone un revulsivo. Concluyamos con el final de la novela donde la protagonista trata de buscar esa salida y nos deja con una interrogación retórica: “Esto” no. Ni “lo de Marta”. Ni tampoco la inconsciencia de Laurita. Hay que destruir toda esta carroña. Destruir. Para edificar. Edificar sobre cimientos de cultura. Y de fraternidad. “Antes no había más que dos caminos abiertos ante la mujer: el del matrimonio y el de la prostitución”. […] “Ahora, ante la mujer se abre un nuevo camino…” […] “Ese camino nuevo, dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial” […] Mas la mujer nueva ha hablado también para todas las innumerables Matildes del universo. ¿Cuándo será oída su voz? (2016: 205).

Hasta aquí un modesto ejercicio de recuperación de dos voces imprescindibles de la narrativa española de las primeras décadas del siglo xx que destacan por ser capaces de aunar la preocupación estética con la política. La función y posibilidades de la literatura para elaborar discursos transgresores o de resistencia, de visibilizar voces y reclamar la ciudadanía igualitaria en la República de las letras a la par que se cuida la elaboración estética y se experimenta e innova desde un punto de vista formal sigue siendo de radical importancia todavía. Buceemos en nuestra memoria cultural para seguir construyendo presente.

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Parra, Teresa de la (1924): Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba. Paris: Casa editorial Franco-Ibero-Americana. Poe, Edgar Allan (2001): La filosofía de la composición. San Lorenzo de El Escorial: Cuadernos de Langre. Plaza Plaza, Antonio (2010): “Teatro y compromiso en la obra de Luisa Carnés”, Acotaciones. Investigación y creación teatral, 25, pp. 108-111. — (2012): “Intelectuales hacia México. El viaje del Veendam. Un episodio simbólico en la historia del exilio español de 1939”, en Manuel Aznar Soler y José Ramón López (eds.), El exilio republicano de 1939 y la segunda generación. Sevilla: Editorial Renacimiento-Ediciones Espuela de Plata, pp. 830-844. — (2016): “A propósito de la narrativa del 27. Luisa Carnés: Revisión de una escritora postergada”, epílogo a Tea Rooms. Mujeres obreras. Gijón: Hoja de Lata, pp. 207-248. Rancière, Jacques (2005): Sobre políticas estéticas. Barcelona: Museu d’Art Contemporani de Barcelona. Tejero, Delhy (2019): Los cuadernines (Diarios 1936-1968). León: Eolas.

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MINIFICCIONES Y PROSEMAS: DE LA VANGUARDIA AL SIGLO XXI1 Laura Hatry (Universidad Autónoma de Madrid)

¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una página! Juan Ramón Jiménez El microcuento necesita lectores valientes, es decir, que soporten lo incompleto. Andrés Neuman

Introducción La historia de las minificciones, que reciben su nombre en primer lugar por su extensión reducida, podría remontarse a tiempos tan lejanos como los de Esopo (620-564 a. C.) con su conocida fábula “La liebre y la tortuga”. En definitiva, estas “guarda[n] relación con las parábolas, proverbios y alegorías de la Biblia, con los textos sánscritos e hindúes, con la filosofía china, con los cuentos árabes, con los haikús y tankas japoneses, con las fábulas griegas, con los epigramas latinos o con los exempla medievales” (Encinar y Valcárcel 2011: 13). No obstante, aunque bien es cierto que se han podido encontrar ejemplos de ficciones mínimas a lo largo de la historia, con la aparición de las vanguardias se puede percibir un giro importante en cuanto al modo de crear este tipo de ficción hasta la conAlgunas observaciones mías que aquí elaboro se han publicado en “Latin American Flash Fiction: Julio Cortázar and Luisa Valenzuela”, en Michael Cocchiarale y Scott D. Emmert (ed.), Critical Insights. Flash Fiction. 1 

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ciencia de que se trata de un género literario propio en la actualidad. Se argumentará que en particular fue el surgimiento de la poesía en prosa la que influyó y ayudó a que prosperara esta nueva manera de relatar. El germen se puede encontrar en el año 1842, cuando Aloysius Bertrand publicó Gaspar de la Nuit, que fue una de las principales fuentes de inspiración para la obra baudelairiana Le Spleen de Paris, conocida también bajo el nombre descriptivo Pequeños poemas en prosa de 1869. Junto con Baudelaire influyeron otros poetas malditos, como por ejemplo Mallarmé o Rimbaud, en el ámbito hispánico, donde podemos identificar como precursor más directo de la minificción en lengua española la aparición de Azul de Rubén Darío en 1888. A partir de ahí se podrá observar cómo irrumpieron con fuerza esas nuevas maneras de narrar de escritores valientes que allanaran el camino para que los lectores valientes, en palabras de Neuman, puedan disfrutar de ese género o subgénero literario. Tal como apunta Selena Millares, recordando a Julio Cortázar, se puede considerar “que el nuevo cuento no tiene una diferencia genética con la poesía, tal como se entiende a partir de Baudelaire, porque su estructura no es la de la prosa, sino que más bien se acerca a la del poema o la música de jazz, cuya tensión y ritmo le dan una cohesión única” (2010: 29). Como se demostrará, esta definición se ajusta tan bien a los prosemas de la vanguardia como lo hace a la minificción del siglo xxi. El crítico David Roas, por su parte, sostiene que “el microrrelato no es una forma que nace, como buena parte de la crítica ha señalado, con el Modernismo hispanoamericano y se desarrolla (con conciencia de género) en las literaturas en español a partir de la década de los cuarenta, sino un proceso general de la narrativa breve occidental iniciado en la segunda mitad del siglo xix” (2008: 70). Aquí no queremos defender el hecho de que nazca con el Modernismo, ni que no tenga antecedente en el siglo xix, pero sí creemos que es oportuno señalar, por un lado, que la vanguardia impulsó el cambio que Roas llama “conciencia de género” y, por otra parte, la estrecha relación que existe en este género entre la etapa de la vanguardia y la consolidación del mismo en el siglo xxi. En este sentido, será nuestro objetivo descubrir en estas páginas algunas de las razones de este diálogo estrecho entre los dos momentos históricos. Cabe mencionar la gran cantidad de estudios teóricos sobre la minificción cuya existencia

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en sí ya demuestra una preocupación que, a su vez, justifica denominarla “conciencia de género”, puesto que ahora muchos autores se sienten identificados con el mismo, habiendo tomado conciencia de sus diferencias respecto al cuento. De hecho, los propios escritores aportan definiciones teóricas sobre la minificción, donde destaca la sección “Testimonio de escritores” del volumen La era de la brevedad. El microrrelato hispánico2. En esta sección, Ana María Shua nos brinda una definición metafórica que de nuevo rinde homenaje a la importancia del legado vanguardista: “sin olvidar que toda frontera es convencional, los límites geográficos del género son: al norte, el poema en prosa; al sur, el chiste, al este, el cuento corto; al oeste, el vasto país de los aforismos, reflexiones, sentencias morales” (2008: 581). La nomenclatura Una de las primeras cuestiones que surgen es el modo de nombrar a estas piezas mínimas. La primera fórmula que destaca es la de Ramón Gómez de la Serna con su metáfora + humor = greguería, como ejemplo por antonomasia de la ingeniosidad breve en España. Al otro lado del Atlántico, encontramos los membretes de Oliverio Girondo, que publica en Martín Fierro, donde aparece una gran cantidad de textos breves y se publica en 1927 “Leyenda policial”, la primera ficción de Jorge Luis Borges, que ha sido descrita como “viñeta”3.

Los escritores que integran la lista de los testimonios son Juan Pedro Aparicio, Raúl Brasca, Luis Britto García, Luis Mateo Díez, Gabriel Jiménez Emán, José María Merino, Julia Otxoa García, Guillermo Samperio, Ana María Shua, Javier Tomeo y Luisa Valenzuela. 3  Esta minificción sería la semilla que se convertiría más tarde en el cuento “Hombre de la esquina rosada”. 2 

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Manuscrito ológrafo de “Leyenda policial” de Jorge Luis Borges, c. 1927. Colección privada, cortesía del propietario.

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En 1924 publica Leopoldo Lugones Filosofícula, un libro compuesto por cuarenta y tres piezas en prosa breves y siete poemas que cierran la recopilación —en la que se hace patente de nuevo que en este nuevo modo la prosa y la poesía están estrechamente ligadas—. Víctor Zonana explica el título de la siguiente manera: remeda el modo del diminutivo en latín: auris: oreja > auricula: oreja fina, pequeña, delicada; lens: lenteja > lenticula: lentejuela. Filosofícula sería, respetando la analogía morfológica, la manera de caracterizar una filosofía menor. Para comprender el sentido dado por Lugones a este modo de filosofar, conviene recuperar fragmentariamente sus palabras en la “Advertencia”: “Como su nombre lo indica, este libro es modesto y ligero; lo cual, a despecho de las graves palabras, no le impide ser filosófico […]” (2013: 23).

Sin embargo, se podría discernir otra preocupación por denominar aquello que hasta entonces se ocultaba sin ser nombrado explícitamente: al unir ‘filosofía’ y el sufijo ‘-ícula’ el lector puede pensar con facilidad en la palabra partícula y así se reconocería la importancia de la unión entre fragmentariedad y brevedad, donde estas partículas forman parte de un tejido más amplio4. Más adelante volvemos a encontrar una preocupación por nombrar a los textos atómicos y van apareciendo las opciones del minicuento, cuento brevísimo, ultracorto, nanocuento, miniatura, etc. o variantes más personales como ‘varia invención’ de Juan José Arreola, los ‘casos’ de Anderson Imbert, los ‘miniminis’ de Luisa Valenzuela, los ‘articuentos’ de Juan José Millás, hasta extravagancias como la definición de Iwasaki de las historias de Roas: “Minúsculas croquetas literarias de arroz con Poe y fibra borgeana, que mantienen el pelo Wilde y resultan ideales para hacer Kafka en el espacio” (Iwasaki 2010). La nomenclatura no es una cuestión secundaria, ya que reafirma esa conciencia de género y la voluntad de diferenciarse de otros géneros, y busca explicar hasta cierto punto la esencia de la minificción. En inglés se han utilizado “sudden fiction”, “short-shorts”, “minute stories”…, pero la opción de uso extendido no es en vano “flash fiction”: tal como ocurre con la palabra “miMás tarde, Julio Cortázar utiliza el mismo sufijo para bautizar algunos de sus textos breves no sin cierta ironía “textículos”. 4 

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nificción”, ya no hace hincapié en “relato” o “cuento”, sino que opta por la más neutra “ficción”5 e incorpora la noción “flash” puesto que, “like a lightning bolt, a very short story can flare intensely and linger in the mind’s eye, stunning the senses and imprinting itself upon the memory” (Cocchiarale y Emmert 2017: vii). Esta definición recoge lo que Pedro Aullón de Haro diría ya en 2004 sobre la categorización de géneros breves y que engloba un aspecto importante tanto de la minificción vanguardista como de la actual: Piénsese a su vez que los pocos centímetros de las breves líneas de un aforismo, o de un eslogan, o los tres versos de un jaiku de Basho, cuya lectura puede realizarse en unos diez segundos, dada su transportabilidad mental y su factible y consiguiente permanencia como reiteración memorística, podría llegar a consumir ciertas horas a lo largo de una vida y multiplicar su correspondiente extensión lineal alcanzando la supuesta dimensión de una obra no breve (2004: 21, nota al pie 27).

Pollastri recoge una noción similar y compara la minificción con “un mínimo manjar envenenado, cuya degustación retorna y nos vuelve rumiantes de la palabra, el microrrelato se expone, tarascón gozosamente emponzoñado, mientras rebota en las paredes de nuestro cerebro en busca de un significado que nunca termina de cerrarse” (2007: 11). No son solo los teóricos quienes demuestran lo relativo de la brevedad, sino también los propios autores de la misma que, en forma de minificción, referencian la subjetividad de lo breve y largo; así, por ejemplo, lo expone Gabriel Jiménez Emán en “La brevedad”: “Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte” (2004: 8). Es decir, la minificción no termina con ella, sino que siempre necesitará de la cooperación del lector, esto es, el lector cómplice de Cortázar o el lector valiente de Neuman. Es justamente el lector de quien habla también David Roas en su Este dato tiene importancia tanto en inglés como en español, ya que “Mientras el minicuento contiene una narración completa y autosuficiente (y por lo tanto es de carácter tradicional), en cambio la minificción puede ser moderna y fragmentaria (como parte de una totalidad a la que pertenece) o posmoderna y fractal (como parte de una serie con cuyos otros textos comparte rasgos específicos)” (Zavala 2007: 91-92). 5 

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“Pragmática del microrrelato: el lector ante la hiperbrevedad”, donde anota que si “el lector de ficciones es siempre una figura activa, cocreadora del texto, dicho proceso se intensificaría en el microrrelato”6 (2012: 54). También a la hora de definir el género podemos ver influencias o paralelismos entre las vanguardias y el siglo xxi. Así, escribe Valenzuela que “la novela es como un mamífero, manso como una vaca o temible y veloz como un guepardo. El cuento, en cambio, podría ser un pez o un pájaro. Y los microrrelatos son insectos, iridiscentes en el mejor de los casos” (Valenzuela 2007). Esta afirmación recuerda a la advertencia que ya haría Julio Torri sobre los prosemas cuando sentencia que hay “dos peligros del poema en prosa: ser una simpleza o un chascarillo de almanaque. Elabóralo pacientemente con trabajo concienzudo y ponle un feliz remate, a modo de aguijón” (1987: 39). Los dos escritores comparan la minificción con los insectos —casi como si fueran parásitos con los que el escritor puede irritar deliberadamente al lector— y coinciden en la punzada que nos debe transmitir la minificción, encrespándonos con un final que puede recordar a los finales cool de Horacio Quiroga. El des-género Si analizamos las maneras en las que se han definido, por un lado, las prosas poéticas de las vanguardias y, por otro, las minificciones del siglo xxi, nos encontramos con similitudes curiosas. Así, leeremos en la siguiente caracterización de las prosas de vanguardia de Millares que aquellas son un género sin género, esto es, sin poética ni marbetes, porque su diversidad difícilmente admite teorizaciones. Se trata de prosas breves que tal vez podrían definirse por vías de negación: no se identifican con el poema tradicional —por carecer de rima y medida— ni con el cuento tradicional —no cuentan una historia con planteamiento, nudo y desenlace—. Se trata de iluminaciones Sin embargo, termina concluyendo que en definitiva “la exigencia de un lector hiperactivo [no] define por sí misma dicha forma narrativa ni es un rasgo que determine su supuesto estatuto genérico frente al cuento [… y] habría que concebirla como otro efecto más de su dimensión hiperbreve” (Roas 2012: 61). 6 

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libres, experimentales, donde lo poético puede admitir también lo lúdico o el humor, y sobre todo, las exploraciones en lo invisible, en el lado oscuro de la realidad o la conciencia (Millares 2013: 30).

Por otra parte tenemos a Violeta Rojo, que en un reciente estudio sobre la trayectoria de la minificción resume que “Sus características implican elegancia escritural (porque en tan poco espacio debe utilizarse la palabra justa); hibridez, proteísmo y des-género (porque cambia de forma y de género); uso de la intertextualidad (porque de esa manera el lector conoce los antecedentes y el autor puede dar por sabidas muchas cosas), así como el uso de la parodia, la ironía, la elipsis y el humor” (2016: 376). Ha de añadirse que el artículo que sigue a esta definición demuestra, entre otras cosas, cómo esta definición que se daba por cierta, con el tiempo ha ido difuminándose y que hay muchas dudas alrededor del género: “Si hay un género que rechaza los absolutos, las certezas, las afirmaciones contundentes es este que nos ocupa. Su longitud es variable dentro de su corta extensión; su expresión como género es complicada, ambigua, inaprensible, elusiva; sus características son pocas o demasiadas, dependiendo de quién las enumere; su definición es poco clara, su nombre varía de país a país, de autor a autor” (2016: 376). No obstante, incluso este titubeo subraya una vez más la cercanía con el género de la vanguardia. Incluso la recepción la podríamos relacionar con una genealogía similar, puesto que Rojo afirma que “Ha pasado de no existir, a ser despreciado por ser algo raro, a estar de moda, a ser omnipresente, a ser una extravagancia y, otra vez ser desdeñado esta vez por ser demasiado común” (2016: 377). Sería difícil pensar en la vanguardia sin recordar que fue algo raro, algo de moda, algo extravagante, y finalmente algo que los lectores esperaban y por tanto ya no cumplía su intención primera de romper los moldes literarios tradicionales. En definitiva, podemos concluir que los dos modos encuentran un lugar común en su no-definición y por su carácter camaleónico. El extremo Una de las características diferenciantes de la minificción que han señalado repetidamente los críticos es la fragmentariedad y podemos encontrar ejemplos de ella hasta tal extremo que los textos se amputan o ni siquiera se

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llegan a escribir. En “Novela guillotinada”, Pablo Palacio nos presenta al que será el protagonista de su novela: “con este haré mi novela, novela larga hasta exprimirme los sesos; estirando, estirando el hilo de la facundia para tener un buen volumen” (2000: 90). Aunque poco después vuelve a insistir en la longitud, la novela no llega a las dos páginas cuando termina abruptamente: Pero, para, que un tendero limpia su escopeta tras la puerta de la esquina. Mi hombre pasa y tan!, un tiro le raja la cabeza. He aquí la novela guillotinada. Un curioso profundizará su ojo con el microscopio para buscar en los muñones que el corta frío — las cristalizaciones romboidales. Oiga, joven, no se haga soldado………………………………………………… (2000: 91).

Mientras Palacio amputaba su novela larga para quedarse en un texto muy breve, ya en la época de la minificción actual, hay verdaderas carreras por ver quién escribe el relato más corto —el pistoletazo de salida lo daría Augusto Monterroso con “El dinosaurio”, de nueve palabras, incluido el título7—. Él mismo opone con humor la diferencia de la novela del siglo xix con la minificción en “Fecundidad”: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea” (2005: 61). Jiménez Emán se une a la tradición de la novela guillotinada con grandes expectativas sobre el autor de minificciones, que se quedan en un solo cuento de una línea: “Quiso escribir los 1001 cuentos de una línea, pero solo le salió uno” (2004: 5). Ana María Shua, por su parte, reflexiona sobre la página en blanco que limita todos los mundos posibles en “Cuatro paredes”: “Siempre encerrada entre estas cuatro paredes, inventándome mundos para no pensar en esta vida plana, unidimensional, limitada por el fatal rectángulo de la hoja” (2009: 404). Pero es Guillermo Samperio quien lleva la “amputación” o la brevedad del relato al extremo y quien juega más que todos los anteriores con esa hoja Tal vez el aspecto más curioso del cuento es que en oposición a las escasas palabras que lo integran, su escrutinio ha sido tanto más extenso, hasta tal punto que las nueve palabras han merecido toda una edición anotada: Lauro Zavala (2002): El dinosaurio anotado: edición crítica de “El dinosaurio” de Augusto Monterroso, de 135 páginas. 7 

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en la que habita la minificción: en “El fantasma” (2011: 170) el lector se encuentra con nada más que este título, seguido por una página en blanco, donde la forma refleja a la perfección el contenido. Esta ocurrencia recuerda a Un coup de dés de Mallarmé, aunque tiene otro predecesor más actual, pero no menos digno de nombrar: el arte moderno. La influencia de otras artes en la vanguardia ha quedado patente8 y así, por ejemplo, “el nacimiento de las prosas de vanguardia no es sólo deudor de la poesía. También lo es de la pintura: el cubismo fragmenta la realidad en planos discontinuos y anula el concepto del tiempo a partir del efecto extrañador del simultaneísmo” (Millares 2013: 31). También es deudor del collage o del cine —principalmente mudo— y la gran mayoría de las manifestaciones artísticas del momento. Volviendo a “El fantasma” de Samperio, hay una obra con la que podemos establecer un lazo especialmente directo: La spécialisation de la sensibilité à l’état matière première en sensibilité picturale stabilisée, Le Vide, conocido en español como El vacío de Yves Klein, título de una exposición que llevó a cabo en la galería Iris Clert de París en 1958, delante de la cual unas tres mil personas esperaron impacientemente la inauguración de la nueva exposición de Klein, solo para encontrarse con una habitación pintada de blanco y vacía —con la excepción de un armario—. El nombre lo presagiaba, tanto como “El fantasma”, pero el espectador o el lector caerá igualmente en la sorpresa al encontrarse con la nada o el blanco9. La velocidad En el Manifiesto futurista afirmaría Marinetti que “la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad [y] ya vivimos en lo absoluto, pues hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente” (en Humphreys 2000: 11), no solo es aplicable para este movimiento sino también a gran parte de las prosas —breves o no— de la Véase al respecto el volumen de Selena Millares (2017). Noguerol relaciona en la misma línea “Pesadilla de escritor” de María Elena Lorenzín, que consiste en un rectángulo vacío, así como “Partir de cero” de Monterroso, “un texto que consiste en la reproducción gráfica de la cifra, provocando una vuelta de tuerca en la expresión hecha que le sirve de paratexto: 0” (2008: 197). 8  9 

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vanguardia, que se empapan de una presencia importante de las urbes, las nuevas maneras de transporte, el cine, que incorpora una velocidad desconocida para la época. La fragmentariedad está estrechamente ligada a esta velocidad, ya que el relato fragmentario literario es capaz de reflejar la velocidad de la sociedad al mostrar en el contenido también la forma de la vida moderna. De esta manera, mientras que la escritura nueva y rompedora definía la vanguardia, la minificción, por su parte, ha sido definida, por parte de Lauro Zavala, como “un género del tercer milenio, pues es muy próxima a la fragmentariedad paratáctica de la escritura hipertextual, propia de los medios electrónicos” (2004: 70). En consecuencia, aporta seis características —llamadas problemas en el texto— que la definen: la brevedad, la diversidad, la complicidad, la fractalidad, la fugacidad y la virtualidad. Es de nuevo la fragmentariedad la que debe reflejar la nueva velocidad —llevada a extremos impensables— por lo que el siglo xxi evidencia muchas características similares a aquellas que vivieron los vanguardistas, como si estas olas de velocidad que experimentaron los dos tiempos empapasen las letras. Podríamos decir, así, que la minificción es, a la vez, el género más característico de la vanguardia y del siglo xxi. Sin embargo, hay una contradicción aquí: nuestro siglo, en grandes pinceladas y con muchas excepciones, tiende a celebrar la grandeza —en cuanto a tamaño— de las cosas y se ha argüido que este afán por lo grande lleva una crítica implícita de las cosas pequeñas (Cocchiarale y Emmert 2017). Este argumento podría ser la razón por la cual la minificción tiene sus detractores, pero creemos que es más probable que, en cambio, ha sido capaz de prosperar porque ha sustituido una de las características de la vida moderna —lo grande— por otra con más peso —lo rápido—10. La vida propia de los objetos Un elemento recurrente tanto en la minificción vanguardista como en la actual es lo fantástico, y dentro de este género, la posibilidad de animar lo Cabe mencionar una manera de interpretar los gustos de nuestra época de manera radicalmente opuesta: “El fragmentarismo daría cuenta, pues, no solo de la desorganización/ discontinuidad de la trama narrativa sino, sobre todo, del gusto posmoderno por lo pequeño y, en lo que nos atañe, por el microcuento” (Garrido 2009: 59). 10 

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inanimado. En una pieza aguda de Macedonio Fernández, “Colaboración de las cosas”, el lector asiste a una discusión entre miembros de una familia porque no aparece una sartén, nada más empezar el microrrelato ya se le advierte al lector que se oye un ruido —“Tac, tac, tac”— que va aumentando, hasta que Al fin, se aclara el misterio: lo que venía cayendo escalón por escalón era la sartén. Ahora sólo falta la explicación del misterio: el niño, de cinco años, la había llevado hasta la azotea, sin pensar que correspondiera restituirla a la cocina; al alejarse por ser llamado de pronto por la madre, después de haber estado sentado en el primer escalón de la escalera, la sartén quedó allí. Cuando trascendió el clima agrio de la discusión conyugal, la sartén para hacer quedar bien al niño, culpable de todo el ingrato episodio, se desliza escalones abajo y su insólita presencia a la entrada de la cocina calma la discordia. Nadie supo que no fue la casualidad, sino la sartén. Y si es verdad que puede haberle costado poco por haber sido dejada muy al borde del escalón, no debe menospreciarse su mérito (Fernández 1981: 77).

Comparemos este texto con dos contemporáneos, de Óscar Esquivias, sin título, y la secuencia 238 de La sueñera de Ana María Shua, respectivamente: Últimamente ocurren cosas extrañas en casa. […] Los tenedores se niegan a pinchar, el papel de las paredes muda de formas y colores diariamente y el cuadro de cacería del salón un día amaneció con ríos de sangre procedentes del pobre ciervo atacado por los perros. Mi bufanda trató de estrangularme y sólo pude zafarme de su abrazo criminal gracias a la ayuda de los criados, que vieron cómo daba tumbos y rodaba asfixiado en el recibidor. Estos trastornos y otros más, han surgido desde que cambiamos la instalación eléctrica. Yo sospecho que, al igual que en las clínicas devuelven la vida con electrodos a los que sufren un colapso, nuestra vieja casa, la que heredamos de mis abuelos y llevaba tanto tiempo aletargada, ha resucitado gracias a la nueva instalación y se ha dado cuenta de que somos unos intrusos. Nos odia (Esquivias 2011: 344). Cuando mi sillón favorito avanza por el living con los brazos extendidos y el paso decidido pero torpe, sé que se trata de un sueño. Vaya a saber qué pesadilla lo tiene otra vez así, sonámbulo (Shua 2009: 248).

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En los tres textos son objetos que forman parte de nuestra cotidianidad, y que cobran vida y revierten el orden establecido y esperable de las cosas. En los tres hay también una explicación lógica de lo que ocurre —lo que de nuevo recuerda a las explicaciones ‘racionales’ de los cuentos fantásticos de Quiroga— y un elemento sorpresivo para el final. Podemos encontrar la misma tendencia en Valenzuela con su “Explicación racional de un evento insólito”, que forma parte de su “Serie 201”, que a su vez es la respuesta a otra minificción de David Roas, “Demasiada literatura”. En ella, dedicada a la propia Valenzuela durante una conferencia en Neuchâtel, cuenta su experiencia en tres hoteles en los que durmió durante unas vacaciones en los que le dieron siempre la habitación 201 —“algunos dirán que es una simple coincidencia” (2011: 324)— y, cómo no, en el cuarto hotel le dan de nuevo la misma habitación. El intento de pedir otra fracasa, ya que es la única que queda libre y finalmente acepta la habitación 201 con un aumento de tensión, a la vez que va preparando al lector para el giro fantástico: “Subimos en silencio. Meto la llave en la cerradura y abro la puerta con un escalofrío. Marta aprieta mi mano. Con un rápido movimiento enciendo la luz y miro a ambos lados, esperando que suceda lo inevitable. Pero no ocurre nada. Todo es absolutamente normal. Maldita realidad” (Roas 2011: 324). Aquí Roas le da la vuelta a las minificciones que hemos visto y juega justamente con la expectativa del lector de que el final traerá un vuelco inesperado y al esperar este vuelco se sorprenderá más con su no-existencia. Valenzuela recoge entonces en “Explicación racional de un hecho insólito” —durante la conferencia se hospeda ¿casualmente? en la habitación 201 de su hotel— el misterio planteado por Roas: a todos los turistas que llegan a un hotel completo se les lleva a “un cuarto, el 201, que podría llamarse multiuso o mejor milhojas [y] en el acto de colocar la tarjeta en la ranura de la puerta el magnetismo del sistema ultrasecreto lo transporta —sin que se note en absoluto— de este consuetudinario mundo de tres dimensiones conocidas a otro de dimensiones X” (Valenzuela 2008: 114). La vida propia de la escritura Tanto el título como la explicación “racional” nada racional recuerdan a otro minitexto vanguardista: “Explicación falsa de mis cuentos” de Felisberto

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Hernández, que ironiza sobre esta “explicación” al admitir desde el título que es falsa, puesto que según esta explicación sus cuentos son inexplicables. Así comienza con que el hecho de explicarlos supone una autotraición y que se crean a partir de una intervención misteriosa —si desapareciese este misterio, desaparecería también el encanto—. Y es aquí donde la escritura se empieza a comportar de la misma manera que los objetos inanimados: adquieren una vida propia ajena a sus dueños y se convierten en sus propios dueños. Así nacen los cuentos de Hernández de manera espontánea: “En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico” (1975: 216). El autor ha de ignorarla y dejarla crecer por sí misma —siempre sin descuidar que no se explaye innecesariamente—. El cuento puede incluso no solo parecerse a un organismo vivo, sino a una persona: “Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado” (1975: 216) y cada cuento tiene, en definitiva, “su vida extraña y propia” (1975: 216). Encontramos similitudes en cuanto a esta noción del microrrelato como organismo en Julio Cortázar y Valenzuela. Así, arguye el primero que “Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador” (2004: 78). Y Valenzuela recogerá esta noción, no solo en cuanto a organismo vivo, sino incluso en cuanto a la idea de organismos autosuficientes: “Un organismo unicelular, vivo, que logra a veces reproducirse por partenogénesis, transformándose y enriqueciéndose en el camino del cambio hasta constituir un animal múltiple y complejo” (2003: 98). Los últimos ejemplos han demostrado también otro rasgo común de la minificción tanto en vanguardia como en la minificción actual: su interés por reflexionar sobre su propia escritura y cómo se lleva a cabo esa creación mínima. Julio Torri utiliza el andamio de la minificción para destripar en su “Prólogo de una novela que no escribiré nunca”, con un título autoexplicativo, todas las opciones por las que podría pasar la narrativa hipotética de una novela —similar a lo que vimos en la “Novela guillotinada” de Palacio—. El texto es algo más largo que las otras minificciones de las que nos hemos ocu-

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pado aquí, pero cuando llega a la parte de describir los temas que han agotado los novelistas, la esquematización y la concisión no podría ser mayor: Los novelistas han agotado los temas siguientes: I. Las mujeres. II. Los amigos. III. El dinero. IV. El éxito. V. La política. VI. Los hijos. VII. Los ideales (Torri 1987: 35).

A continuación, le presenta al lector modos subordinados, como por ejemplo en el grupo II, los amigos se pelean o no se pelean, en el grupo III, el dinero se consigue o no se consigue, etc. El texto termina con la siguiente ingeniosidad: “Ahora bien, lector mío, la novela que no escribiré nunca tiene la fórmula siguiente: 5 - | - 9 - | - 11 - | - 17 - | - 19” (Torri 1987: 37). Con “Escrituras” de David Lagmanovich encontramos un ejemplo de minificción en la cual se mezcla el organismo vivo y la imposibilidad de escribir un texto más largo, ahora por miedo a la integridad física del que escribe: La línea levantó la cabeza y me mordió la mano con que la escribía. Comprendí que mi obsesión con el microrrelato era excesiva y me puse a escribir un cuento de extensión convencional. Un párrafo se enroscó y saltó hacia mí, hiriéndome en el calcañar con su cola ponzoñosa. Entonces me instalé en el territorio más conocido de la novela. Algunos capítulos suscitan mi desconfianza. Vivo inquieto, maquinando estrategias para proteger la yugular (Lagmanovich 2005: 31).

Mientras el narrador en el cuento de Lagmanovich solo teme por su vida, en “Revolución de letras” de José Ángel Barrueco las herramientas del escritor —el teclado y sus letras— se convierten en asesino en serie: Las letras del teclado, comenzando desde los extremos (la cu, la a y la zeta en la izquierda; la pe y la eñe en la derecha), ascendieron en orden por las yemas de sus dedos. Como un veneno disuasor de avance veloz, contaminaron sus venas

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con la negrura de sus signos […]. Pero un hombre no puede ser libro y la tinta clausuró su respiración. El literato expiraba en la alfombra, enfermo de literatura y saber, cuando las letras regresaron obedientes al teclado, al acecho de otra víctima (2013: 62).

La muerte Justamente el asesinato, el crimen o la muerte aparecen como uno de los contenidos comunes de la minificción en ambos tiempos cronológicos. Como modelos podemos encontrar los Crímenes ejemplares de Max Aub —escritos en México—, libro que Fernando Valls ha clasificado como “el punto de partida de lo que hoy entendemos como microrrelatos” (2004: 281) o los Crímenes naturales de Juan Ramón Jiménez que, a su vez, dividió en los amorosos (la mujer), los poéticos (la obra), los ético-estéticos (la muerte) y los espirituales (el punto divino-humano). Sobre estas dos obras destaca Antonio Rivas el “doble paralelismo de ambas denominaciones, que asocian sendas micropiezas con el crimen, al tiempo que le adicionan una categoría incongruente. Precisamente es este juego con la paradoja y la autorreferencia lo que también caracteriza el tratamiento del crimen que encontramos en algunos microrrelatos actuales”11 (2012: 101). Nos encontramos con objetos asesinos, como las teclas de Barrueco, la uña de Aub que lleva a cabo una venganza póstuma en “La uña”, o la cortina de Ramón Gómez de la Serna que va envolviendo a sus víctimas en un despiste momentáneo hasta que se dan cuenta de que se encuentran “en manos del verdugo de terciopelo” (2013a: 146). Gómez de la Serna convierte los objetos no solo en asesinos, sino también en suicidas: “Subían el piano a aquel cuarto piso en medio de toda la expectación de la calle, entre el chirrido emocionado de las cabrias, cuando el gran piano vertical se escapó de sus amarras y se estrelló en mil pedazos y en más de mil notas” (2013b: 209). El motivo del suicidio se extiende a personas, como en “La ruleta de los recuerdos” de Alfredo Castellón, “¡Abrió los ojos!” de Juan Ramón Jiménez, “Suicidio, o morir de error” de Dulce Chacón o “El sicario” de Raúl Brasca. En todos estos ejemplos la muerte es el elemento 11 

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Para un análisis detallado de este punto, véase Rivas (2012).

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sorpresa que mantiene la tensión en las minificciones, ya sea por el grado del absurdo de cómo mueren las personas en cuestión, como por ejemplo por una cortina que adquiere facultades humanas, por el hecho de que el piano antes de someterse a las lecciones prefiere morir, o el sicario que acepta un encargo para recibir dinero para poder ver a su padre y resulta que el encargo consiste en matar al padre que, a su vez, elige suicidarse antes de que el hijo no cumpla con su palabra. Puesto que las minificciones tienden a condensar toda la tensión y el clímax en sus pocas líneas, no sorprende que el motivo de la muerte sea recurrente ya que es un tema que en sí causa desconcierto en el lector. Cuando se une, además, con un elemento fantástico como ocurre a menudo, este desconcierto aumenta más y se consigue la reacción esperada12. Repertorios Los diccionarios, así como las instrucciones, son otro elemento que suele frecuentar la minificción con gusto. Desde el precursor Diccionario del diablo (1906) de Ambrose Bierce empieza esta estirpe de diccionarios personales en los que los autores transgreden el diccionario tradicional con cortas definiciones lúdicas e irónicas de un vocabulario selecto. Juan Ramón Jiménez ya se queja cuando lee en un diccionario “Asnografía, s.f.: Se dice, irónicamente, por descripción del asno” (2003: 61) y escribe al margen “Asnografía, s.f.: Se debe decir, con ironía, ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe Diccionarios” (2003: 62). A Bierce le siguen “Manuel Peyrou —en su columna del diario La Prensa (1958) publicado bajo el seudónimo de Septimio— y […] Adolfo Bioy Casares con el Diccionario del argentino exquisito (1971), así como [… Raúl] Renán —Gramática fantástica (1983)— y […] Agustín Monsreal —Diccionario de juguetería (1996)— y Guillermo Samperio —Cuaderno imaginario (1989)—” (Noguerol 2011: 610). A esta lista podríamos añadir el Diccionario abreviado del surrealismo de André Breton y Paul Éluard, Otra manera de incorporar lo fantástico son los muertos que no saben que están muertos que pueblan las minificciones, como por ejemplo en “Ayyyy” de Angélica Gorodischer, “En el insomnio” de Virgilio Piñera o “VIII” de Javier Tomeo. 12 

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ejemplos cortos como “Instrumentación” de Luis Buñuel, un minirrepertorio de diferentes instrumentos donde el flautín es el “Hormiguero del sonido” (2013: 331) o el platillo es “Luz hecha añicos” (2013: 332), así como más recientes como El ABC de la microfábulas (2009) de Luisa Valenzuela —algo alejado ya que cada letra tiene solo una entrada, pero cada entrada contiene, a su vez, numerosas palabras que empiezan por la letra en cuestión— o los Barbarismos (2014) de Andrés Neuman13. A las (a veces absurdas) definiciones del diccionario se une otro tipo de minificción, que es la de la instrucción: el escritor le acerca al lector inexperto en la vida humana cómo se han de usar aquellas cosas que utilizan estos extraños seres humanos. Podemos encontrar un precedente de este modo en “Para hacer un poema dadaísta” de Tristán Tzara que, aunque bien se acerca también a lo descrito anteriormente sobre el proceso de la escritura, destila en esta obrita la importancia del absurdo en el surrealismo mediante un prosema a modo de instrucción. Cortázar nos regaló, en este sentido, la serie “Manual de instrucciones”, donde nos explica cómo llorar, cantar, tener miedo, entender pinturas famosas, matar hormigas en Roma, dar cuerda al reloj y subir las escaleras. Tomaremos como ejemplo este último para ilustrar el humor con el que el autor le explica al más ajeno a nuestras costumbres cómo proceder: “Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie” (Cortázar 1964: 26). En diálogo con este manual encontraremos la minificción “Cosa” de Valenzuela, que, aunque tenga un título inocente, explica la copulación humana de manera “extremely logical and mathematical, like a chess game, and which, instead of provoking erotic sensations, succeeds in achieving just the opposite. […] We can do nothing but laugh at the absurdities Valenzuela has juxtaposed” (Fores 1986: 44). Otro tipo de diccionario lo conforman los bestiarios, también muy frecuentados por los minificcionistas; véase al respecto el capítulo “De los bestiarios y otros géneros breves” de Lauro Zavala (2006). 13 

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Conclusiones Con este recorrido a través de las minificciones de ambos lados del Atlántico se ha podido comprobar que existe un diálogo fecundo no solo en el eje geográfico entre España y Latinoamérica, sino también en el temporal, donde la actual minificción le debe pleitesía a los relatos hiperbreves y a los prosemas practicados por los vanguardistas. La separación entre la minificción y el prosema se hace prácticamente imposible, ya que sus límites son borrosos y confusos, “however, this is cause not for despair but for celebration. This kind of ambiguity might frustrate a certain kind of literary critic for whom taxonomy is all-important, but for readers, it is one of the things that makes flash fiction so endlessly compelling” (Cocchiarale y Emmert 2017: xix). Además, se ha visto que los escritores contemporáneos han sabido recrear y reinterpretar tanto la temática como el estilo de sus maestros en creaciones que a menudo podrían calificarse como minihomenajes. Bibliografía Andres-Suárez, Irene y Antonio Rivas (eds.) (2008): La era de la brevedad. El microrrelato hispánico. Palencia: Menoscuarto. Aullón de Haro, Pedro (2004): “Las categorizaciones estético-literarias de dimensión. Género/sistema de géneros y géneros breves/géneros extensos”, Analecta malacitana: Revista de la Sección de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras, vol. 27, nº 1, pp. 7-30. Barrueco, José Ángel (2013): “Revolución de letras”, en Clara Obligado (ed.), Por favor, sea breve. Antología de cuentos hiperbreves. Madrid: Páginas de Espuma, p. 62. Buñuel, Luis (2013): “Instrumentación”, en Selena Millares (ed.), Prosas hispánicas de vanguardia. Antología. Madrid: Cátedra, pp. 330-332. Cocchiarale, Michael y Scott D. Emmert (eds.) (2017): Critical Insights. Flash Fiction. Ipswich: Grey House Publishing. Cortázar, Julio (1964): Historias de cronopios y famas. Buenos Aires: Minotauro. — (2004): Último round, vol. 1. Ciudad de México/Buenos Aires: Siglo XXI Editores. Encinar, Ángeles y Carmen Valcárcel (eds.) (2011): Más por menos. Antología de microrrelatos hispánicos actuales. Madrid: SIAL Ediciones.

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EL GÉNERO POLICIAL Y LA VANGUARDIA: JORGE LUIS BORGES Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid)

El interés por el relato policial, al menos durante algunos años, está más que confirmado en los escritos de Jorge Luis Borges, y ha sido ya debidamente analizado (Pellicer 2001; Mascioto 2017). La relación de ese interés con su pretensión de renovar la narrativa y con lo convencionalmente reconocido como literatura de vanguardia es lo que trataré de precisar en las páginas que siguen. Para ello es necesario recordar que las ficciones policiales que le interesaron fueron las concebidas como “relato problema”, lo que invita a considerar que sus preferencias estaban condicionadas por aquella estética “hostil al psicologismo” (1925: 84) heredado del siglo xix, estética que parecía ligada a su concepción del Ultraísmo y que se manifestaba con nitidez en ensayos tempranos como “La nadería de la personalidad” o “La encrucijada de Berkeley”. Aquella predisposición parece alentada después por las polémicas que animaron la vanguardia porteña, de las que me atrevo a destacar la iniciada con “Martín Fierro y yo”, un breve artículo donde Roberto Mariani proclamaba sus diferencias con esa revista desde una posición que se decía de “extrema izquierda revolucionaria y agresiva”, ponderando que el gaucho Martín Fierro se hubiera sentido más próximo a quienes por entonces hacían literatura “realista” y que él denominaría “humana” (Mariani 1924: 4). La redacción de Martín Fierro no tardaría en recordar a Mariani que las páginas de la revista habían acogido tanto sus discrepancias como las colaboraciones de otros “izquierdistas” que con él ya anunciaban la aparición de un órgano propio de expresión, que consecuentemente iba a titularse Extrema Izquierda; reprochaba también a sus críticos que fueran “conservadores en

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materia de arte”, nutridos “de Biblioteca Sempere y naturalismo zoliano”, y eso en el mejor de los casos; además, no olvidaban que Mariani y los suyos habían “elegido como patrono, regalándolo con burdo incienso, a Manuel Gálvez”1. En efecto, Nicolás Olivari y Lorenzo Stanchina se habían ocupado de él en Manuel Gálvez. Ensayo sobre su obra, no sin concluir que su “ruta espiritual” no era la que jóvenes como ellos pretendían seguir, pero con la justificación de que “por su simpatía humana hacia los tristes, los perseguidos, los fracasados, la solidaridad palpita emocionalmente en todas las novelas del escritor” (Olivari y Stanchina 1924: 121-122). Por entonces Martín Fierro incluía una carta “De Gorki a Manuel Gálvez”, donde “el más grande de los escritores rusos vivos” declaraba haber leído Nacha Regules (en traducción alemana) y a su autor “el verdadero apóstol de los atropellados obreros de su país” e incluso “el mejor filósofo y moralista de Sud América”2. Precisamente fue entonces (y quizá por eso) cuando Martín Fierro empezó a marcar distancias que serían cada vez más agresivas frente a Gálvez y frente al costumbrismo o realismo nacionalista que el Zola (o el Tolstoi) argentino representaba, y que además exigía a los escritores jóvenes lamentablemente afectados de esnobismo cosmopolita. En adelante los martinfierristas no carecerían de razones para asociar a los escritores de Extrema Izquierda (o de Boedo) con las manifestaciones artísticas más reaccionarias, con el naturalismo más sórdido (y a la vez monótono y epidérmico) del momento, lo que por entonces no significaba mucho, pero lo habría de significar cuando Gálvez, protagonista de más de un incidente “literario”, se identificara decididamente con el nacionalismo católico y conservador. Para las relaciones con Borges ofrece especial interés que Mariani considerase “pecado capital” de Martín Fierro su “excesivo respeto” a Leopoldo Lugones, adorado “como prosista, como versificador, como filólogo, como fascista” (1924: 4), pues acusaciones similares habría de proferir Juan Antonio Villoldo, ampliando “Suplemento explicativo de nuestro ‘Manifiesto’. A propósito de ciertas críticas”, Martín Fierro, segunda época, año I, números 8 y 9, agosto-septiembre de 1924, p. 2. En la página 8 se celebraba la publicación de la revista Extrema Izquierda: “¡Salutte! Muy realista, muy, muy humana. Sobre todo esto: hay en sus páginas un realismo exuberante; el léxico que zarandean sus redactores es de un extremado realismo: masturbación, prostitución, placas sifilíticas, piojos, pelandrunas, que lo parió, etc., etc... Muy realista”. 2  Martín Fierro, segunda época, año II, números 14 y 15, enero de 1925, p. 5. 1 

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el número de los enemigos: “Don Leopoldo Lugones hace escuela. Inicial en primer término, Proa enseguida y Revista de América después, suscriben con peregrina complacencia las temerarias divagaciones políticas del poeta cordobés” (Villoldo 1925: 332). Borges, comprometido con Inicial y responsable de Proa también en su segunda etapa, incluyó en el número 9 (abril de 1925) de esta revista una “Breve rectificación” donde aseguraba que “en los ocho números que ha publicado Proa, no existe ni un artículo, ni un párrafo, ni una palabra de prédica fascista”, a la vez que defendía la condición exclusivamente literaria de la publicación. “Y no nos gusta que vengan los del Comité”, añadía, disgustado con la dimensión política que se adjudicaba a las preferencias literarias (Borges 1997: 205). La disputa parecía olvidada para Borges hasta que en una reflexión que tituló “El arte narrativo y la magia” decidió que la causalidad era “el problema central de la novelística” (1932b: 117). Eso le permitió observar que “una de las variedades del género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real”, y advertir que su caso no era el común: esa motivación “realista” resultaba improcedente en “la novela tumultuosa y en marcha”, y en “el relato de breves páginas”, y en “la infinita novela espectacular que compone Hollywood”, géneros que compartirían otro modo de causalidad: “Un orden muy diverso los rige, lúcido y ancestral. La primitiva claridad de la magia” (1932b: 117). Varios ejemplos le permitían ilustrar las características de esa causalidad y su presencia en narraciones de índole diversa hasta resumir: “He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica” (1932b: 121-122). Entre los relatos adscritos a esa causalidad mágica se recordaban algunas “fantasmagorías” de Gilbert Keith Chesterton (tres en esa ocasión), lo que invita a creer que el relato policial ya había encontrado un lugar en las reflexiones de Borges sobre el arte de narrar: cabe deducirlo de la opinión favorable que emitió por entonces a propósito del recién fallecido Edgar Wallace, incluida como apéndice a la autobiografía de ese celebrado representante del género publicada en 1932 por J. C. Rovira Editor (en su colección “Misterio”), uno de los sellos editoriales propuestos por Juan Carlos Torrendell y su

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editorial Tor para la publicación de libros y revistas de precios accesibles para un público variado y a menudo de exigencias escasas; Borges no había leído a Wallace, pero le resultaba útil para disparar contra los blancos que volvería a señalar sin apenas variaciones en “Leyes de la narración policial”, artículo publicado en el número dos de la revista porteña Hoy Argentina (abril de 1933): No soy, por cierto, de los que misteriosamente desdeñan las tramas misteriosas. Creo, al contrario, que la organización y aclaración, siquiera mediocres, de un algebraico asesinato o de un doble robo, comportan más trabajo intelectual que la casera elaboración de sonetos perfectos o de molestos diálogos entre desocupados de nombre griego o de poesías en forma de Carlos Marx o de ensayos siniestros sobre el centenario de Goethe, el problema de la mujer, Góngora precursor, la ética sexual, Oriente y Occidente, el alma del tango, la deshumanización del arte, y otras inclinaciones de la ignominia (Borges 2001: 39).

El esfuerzo realizado en el último artículo citado para precisar las características o “leyes” del género no obtuvo resultados de especial interés —quizá no eran del todo ajenas a los “mandamientos” fijados por Ronald Knox para el London Detection Club, ni incluso a las “reglas” de la novela policiaca propuestas por S. S. Van Dine—, pero lo tienen las preferencias personales que declaró en un juicio reiterado casi exactamente en su ensayo “Los laberintos policiales y Chesterton” (Sur, 10, julio de 1935) para referirse desdeñosamente a las narraciones policiales entonces más leídas (las de Wallace, entre otras): Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rôget, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años (1935b: 92).

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En los tres ensayos mencionados, el relato policial (o los relatos policiales, incluidos los del no leído Edgar Wallace) parecía ligado a dos incompatibles pasiones inglesas: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad (o de las aventuras singulares o corporales y la inmaculada o rencorosa legalidad). Eso significaba declarar improbable el desarrollo del género en la Argentina, país del todo ajeno a esas pasiones que impulsaban su desarrollo en el ámbito británico. Prometedoramente, sin embargo, en “Modos de G. K. Chesterton” (Sur, julio de 1936) la muerte del escritor exigía presentar las distintas “caras” que ofrecía su fama (1936b: 47), y Borges recordó que una de ellas era la de narrador policial, capaz de dar al género un tratamiento menos inglés que personal: “Presenta un misterio, propone una aclaración sobrenatural y la remplaza luego, sin pérdida, con otra de este mundo” (1936b: 49), con el añadido de que en sus relatos “todo se justifica: los episodios más fugaces y breves tienen proyección ulterior” (1936b: 50). Por otra parte, a las tres “fantasmagorías” invocadas como muestras de causalidad mágica en “El arte narrativo y la magia”, casi exactamente recuperadas ahora, Borges añadía otro cuento que también confirmaría las “innovaciones” y los “rigores” (1936b: 51) que, según recordaba, en “Los laberintos policiales y Chesterton” ya habían servido para reiterar las leyes de la narración policial pormenorizadas antes en el ensayo al que tales leyes habían dado título. Dudo que merezcan más atención esas ocasionales observaciones sobre el relato policial provocadas por la muerte de Wallace y unas leyes del género que parecían ajustarse a las aportaciones de Chesterton, aportaciones que constituyen ejemplos (como podrían ser otros) de la causalidad mágica que Borges consideraba legítima en la literatura. Ni esa causalidad ni esas leyes encontraban eco en los relatos que escribió por entonces, por más que el “Prólogo” a Historia universal de la infamia asegurara que los allí incluidos derivaban de relecturas (entre otras) de Chesterton y no fueran o no trataran de ser “psicológicos” (1935a: 5). Aunque aparecieran inicialmente (con la excepción de “El asesino desinteresado Bill Harrigan”) en la Revista Multicolor de los Sábados, el suplemento literario y cultural del diario Crítica que Borges y Ulyses Petit de Murat dirigieron y que ofreció una sección dedicada al cuento policial, no se adscribían al género si se presta atención a las reflexiones publicadas el 30 de octubre de 1936 en El Hogar, al reseñar Half-Way House de Ellery Queen, donde Borges advirtió que la novela poli-

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cial “no se debe confundir con la novela de meras aventuras ni con la de espionaje internacional, inevitablemente habitada de suntuosas espías que se enamoran y de documentos secretos”, y volvió a señalar los “primeros requisitos” del género: “declaración de todos los términos del problema, economía de personajes y de recursos, primacía del cómo sobre el quién, solución necesaria y maravillosa, pero no sobrenatural” (1986: 40)3. Ninguno de los relatos de Historia universal de la infamia tiene que ver con la discusión y la resolución abstracta de un crimen, ninguno con la organización y aclaración de un algebraico asesinato. Tampoco sirven de mucho las menciones de Wilkie Collins, de Chesterton y de Dorothy L. Sayers —“siempre infalible en el error” (1940d: 61), la definiría algún tiempo después— previas a la reseña de la novela The Approach to Al-Mu’tasim del abogado Mir Bahadur Alí, por más que Philip Guedalla advirtiera en ella algo de “aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en los hoteles más irreprochables de Brighton”, y por más que las observaciones de Mr. Cecil Roberts corroboraran el “mecanismo policial de la obra y su undercurrent místico” (Borges 1936a: 107), sin que tal “hibridación” tuviese que ver con Chesterton. De especial interés, porque permite precisar la función renovadora atribuible a las ficciones policiales, resulta el agresivo desdén con que Borges se refería por entonces a la novela “psicológica” e incluso a quienes (como José y Ortega y Gasset en La deshumanización del arte) la consideraban propia de los nuevos tiempos y de la nueva sensibilidad, al tiempo que declaraba preferir el “intrínseco rigor” de la novela “de peripecias”: La novela característica, “psicológica”, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena termina por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil […]. La novela de aventuras, en cambio, no Olvidó (o eliminó) esta vez “el pudor de la muerte” que incluía en “Leyes de la narración policial” y reiteraba en “Los laberintos policiales y Chesterton” (1935b: 93-94). 3 

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se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada (1940a: 10).

No es de extrañar que Borges, al encarecer los méritos de La invención de Morel, se acordara de “las ficciones de índole policial” (1940a: 11) como otro género ligado a las exigencias del argumento o de la trama que consideraba propias de la narrativa del siglo xx. No creía que pudiera trasladarse a esas ficciones el rigor peculiar de la novela de peripecias, o al menos eso fue lo que él mismo dictaminó al ocuparse de Monkshood, de Eden Phillpotts: “Toda novela policial que no es un mero caos consta de un problema simplísimo, cuya perfecta exposición cabe en cinco minutos, pero que el novelista —perversamente— demora hasta que pasen trescientas páginas. Las razones de esta demora son de orden económico; el novelista quiere elaborar un volumen, o sea un objeto lucrativo, considerable...” (1940b: 110). En esa lógica, el género inventado por Poe y consolidado por Chesterton parecía encontrar su único desarrollo legítimo en el cuento, no sin matices: curiosamente, “las únicas infracciones felices” a las reglas del género eran las “novelas trágicas, ‘psicológicas’, con algún elemento policial” (1940b: 110), como en aquel momento le parecían las de Collins o Phillpotts, de quienes ya había tenido en cuenta The Moonstone y Mr. Digweed and Mr. Lumb, respectivamente, cuando años atrás advertía que “la novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica” (1935b: 93). No tardaría en encontrar nuevos ejemplos tolerables de esa conjunción, como fue el caso de Death at the President’s Lodging, de Michael Innes, comentada en El Hogar el 29 de enero de 1937 (Borges 1986: 77-78). Eso no le impediría desdeñar poco después la nueva orientación emprendida por Ellery Queen en The New Adventures of Ellery Queen, la de caracterizar por “manías” a los personajes, opción inaugurada por Arthur Conan Doyle y que podría estudiarse, “no sin algún horror y sin mucho tedio, en los productos de Miss Dorothy Sayers o de Mrs. Agatha Christie” (1940d: 62). La preferencia por los “razonadores” se mantenía, por tanto, y también el rechazo a la “humanización” de los detectives, a su caracterización psicológica. Desde luego, seguía interesado en las variadas manifestaciones del género y en los pareceres de la crítica literaria, como demuestran tanto sus reseñas de los libros mencionados —y de otros: The Black Spectacles, de John Dickson Carr; Le roman policier, de Roger Caillois; Murder for Pleasure, de Howard

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Haycraft— como la ocasión que ellos le dieron para recordar otras lecturas y para dejar patente que lo suyo no era el policial identificable con lo hardboiled, “uno de los signos más evidentes (y menos agradables) de las letras norteamericanas de hoy”, según recordó al comentar una edición reciente de Stories of the Old West de Bret Harte (Borges 1941a: 121). El género policial, por otra parte, le dio ocasión para tratar con desdén e incluso con notoria agresividad a quienes no compartían sus preferencias, como fueron los casos de Roger Caillois y de Howard Haycraft. Con Murder for Pleasure el segundo le dio ocasión para burlarse de los “juicios alarmantes” que parecían disminuir la relevancia de las aportaciones de Chesterton y tener en cuenta las opiniones de Dorothy Sayers. Más incómodo resultó el intercambio de opiniones que sostuvo con Roger Caillois a propósito de Le roman policier, estudio cuya vertiente histórico-sociológica resultó para Borges “muy unconvincing” (1942a: 56), sin duda porque no se ajustaba a sus convicciones, y quizá molesto por las irrupciones francesas en un género que consideraba “un ejercicio de las literaturas de idioma inglés” (1942b: 73), según habría de hacer constar en la “Observación final” con que dio por concluida la polémica. Cabe tener en cuenta también que Caillois no había ignorado debidamente las contribuciones teóricas y creativas de Miss Sayers ni considerado del todo indiscutibles las aportaciones teóricas de Borges o los aciertos de sus relatos. Las diferencias con el crítico francés interesan sobre todo porque le dieron ocasión de confirmar y resumir sus planteamientos: “Mediocre o pésimo, el relato policial no prescinde nunca de un principio, de una trama y de un desenlace. Interjecciones y opiniones, incoherencias y confidencias, agotan la literatura de nuestro tiempo; el relato policial representa un orden y la obligación de inventar” (Borges 1942a: 57), aseguró cuando cuestionaba los planteamientos de Caillois, quizá sobre todo porque rechazaba tajantemente tanto el materialismo dialéctico como sus derivaciones en la crítica literaria4. Contra Haycraft añadiría que para el género

“La interpretación económica de la literatura (y de la física) no es menos vana que una interpretación heráldica del marxismo o culinaria de las ecuaciones cuadráticas o metalúrgica de la fiebre palúdica” (Borges 1939: 67), había dictaminado tras lamentar la conjunción de psicoanálisis y marxismo con que Jack Linsay había perfeccionado la confusión de su A Short History of Culture. 4 

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“lo esencial, lo intrínseco, es el problema. Una novela policial sin problema es inimaginable, no así una novela sin un detective, una novela (o cuento) impersonal que planteara un problema y que luego declarara la solución” (Borges 1943: 67). Borges había preferido imaginar a escribir una aportación tal vez original cuando resumió la atribuida a Herbert Quain en el relato dedicado al examen de sus obras, publicado en Sur en abril de 1941. Entre ellas, The God of the Labyrinth (eclipsada por la casi simultánea aparición de The Siamese Twin Mistery, de Ellery Queen, a finales de 1933) se consideraba decididamente una novela policial, pues no en vano ofrecía “un indescifrable asesinato en las páginas iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución en las últimas”5, sucesión que nada ofrecía de particular. El narrador o reseñador parecía encontrar insuficiente ese relato, incluso como resumen, y añadió una posible vuelta de tuerca: Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que contiene esta frase: Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Esa frase deja entrever que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de este libro singular es más perspicaz que el detective (1941b: 45).

Solo con “La muerte y la brújula”, que la revista Sur publicó en mayo de 1942, Borges ofreció por fin un relato policial, a la vez que (como cabía esperar) infringía sus leyes. Narraba el caso del detective Erik Lönnrot, quien, “bruscamente bibliófilo y hebraísta” (1942c: 29), quedó atrapado en el laberinto o la telaraña que él mismo había ayudado a construir o tejer,

En términos idénticos había referido años atrás, cuando se disponía a comentar Excellent Intentions de Richard Hull, su propósito de urdir una novela policial “un poco heterodoxa” —eso le parecía relevante, pues entendía que “el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes”—, cuyo final corrigiera la solución alcanzada: “Luego, casi en el último renglón, agregar una frase ambigua —por ejemplo, ‘y todos creyeron que el encuentro de ese hombre y de esa mujer había sido casual’— que indicara o dejara suponer que la solución era falsa. El lector, inquieto, revisaría los capítulos pertinentes y daría con otra solución, con la verdadera. El lector de ese libro imaginario sería más perspicaz que el ‘detective’” (Borges 1986: 227-228). 5 

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en una suerte de inversión o parodia de la fórmula más característica del género. Era otra variación posible sobre las propuestas ofrecidas por Poe en “Los crímenes de la rue Morgue” (con su abusiva presentación de las insólitas capacidades del investigador y con su increíble orangután de Borneo), en “El misterio de Marie Rôget” o en “La carta robada”, despojada también de la amistosa admiración que el narrador dispensaba al Chevalier Auguste Dupin y que mostraba también Monsieur G., prefecto de la policía de París, a pesar de la irritación con que aceptaba las intromisiones en su trabajo. El narrador y el asesino tejían aquí minuciosamente un enigma y una trampa en torno a las cuatro letras del tetragrámaton, insistentemente apoyadas por figuras romboidales (en la pinturería, en los arlequines del carnaval), para llevar a Lönnrot hasta el lugar en que la cuarta y exacta muerte lo esperaba. Borges no parecía confiar demasiado en la inteligencia de su detective y de sus lectores, pues hizo que Scharlach el Dandy explicara detalladamente la trama urdida para el asesinato; tampoco encontró suficientemente intelectual el mero mecanismo policial del relato, pues lo enriqueció con profusión de laberintos —la trama elaborada por el asesino, la simple línea recta sugerida por la víctima, la casa de la quinta de Triste-le-Roy donde Lönnrot encuentra su destino—, confirmando un interés quizás inaugurado cuando en febrero de 1936, en el número 3 de la revista Obra, publicó “Laberintos”, reseña de Daniel Haslam sobre A General History of Labyrinths, título atribuido allí a Thomas Ingram y después a Silas Haslam en nota a pie de página de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940c: 32). Borges no fue justo con el relato “El jardín de senderos que se bifurcan” cuando escribió en el prólogo del libro homónimo que su séptima y última pieza “es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo” (1942d: 7; cursiva en el original). Adolfo Bioy Casares, quizá condicionado por el prólogo de Borges, decidiría que se trataba de “una historia policial, sin detectives, ni Watson, ni otros inconvenientes del género, pero con el enigma, la sorpresa, la solución justa, que en particular puede exigirse, y no obtenerse, de los cuentos policiales” (Bioy 1942: 63). No es inevitable compartir esa opinión. Este lector se permite observar que la narración del asesinato se incluye en el cuento, cuyos últimos párrafos explican la conducta del espía chino que da muerte al sinólogo inglés; el misterio

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atañe sobre todo a las supuestas lagunas de información de que adolecería la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, y la solución no se refiere a quién cometió el crimen, sino a las razones que lo llevaron a cometerlo en la persona de Stephen Albert, para así comunicar a Berlín la información de que derivaron las actuaciones que forzaron el retraso de una ofensiva de las divisiones británicas. Confieso que solo al conocer que fue Albert la ciudad francesa bombardeada por la aviación imperial conocí (o dejé de ignorar) y comprendí simultáneamente el propósito que había guiado la actuación del arrestado y condenado Yu Tsun. Aunque despojado de espías suntuosas y enamoradizas (no tanto de documentos secretos o antes desconocidos), el relato se ajusta mejor a las características de las ficciones “de espionaje internacional” alguna vez desdeñadas por Borges, sin perjuicio del rigor de su construcción y del asombro que pueda producir en otros lectores la pausa que la morosa descripción de la laberíntica novela de Ts’ui Pên supone en la sucesión de los hechos narrados, quizá precisamente con la intención de evitar que “El jardín de senderos que se bifurcan” incurriera en el relato de las meras aventuras de un espía chino al servicio de Alemania durante la Primera Guerra Mundial. En “El jardín de senderos que se bifurcan” había quedado de manifiesto la necesidad de superar los límites estrictos del género policial. Con “Las doce figuras del mundo” (Sur, 88, enero de 1942) y “Las noches de Goliadkin” (Sur, 90, marzo de 1942) habían llegado los primeros resultados de la colaboración entre Bioy Casares y Borges firmada por Honorio Bustos Domecq, que, como todos los textos reunidos ese mismo año en Seis problemas para don Isidro Parodi, parecían más interesados en trasgredir las leyes del género que en cultivarlo, y no solo por la personalidad criolla del detective encarcelado: los hechos son menos complicados que los discursos de quienes los relatan —ya Gervasio Montenegro advertía en su “Palabra liminar” que “los gruesos trazos del caricaturista” se obstinaban en “los modos de hablar” (Bustos Domecq 1942: 13)—, de modo que el atractivo principal poco o nada tiene que ver con la trama a veces imperceptible de los casos planteados e infaliblemente resueltos. Cuando al comentar Las ratas, novela breve que José Bianco publicó en 1943, trató de aumentar el número de sus contribuciones personales al género, Borges incluyó “Hombre de la esquina rosada” —“Hombres de las orillas” cuando se publicó en la Revista Multicolor de los Sábados (16 de septiembre de 1933)— entre esas ficciones policiales “cuyo

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narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última que el asesino es él” (1944a: 76). No está de más recordar que él mismo había situado el origen de ese relato en la “Leyenda policial” con la que empezó a abordar el carácter de los orilleros antiguos, publicada en el número 38 en la revista Martín Fierro (26 de febrero de 1927) y reproducida como “Hombres pelearon” en El idioma de los argentinos. No parece necesario confundir las noticias de episodios violentos con los relatos policiales, por más que puedan encontrarse crímenes en unas y en otros. Borges se había mostrado consciente de que las primeras perfilaban el carácter o la psicología determinante de una conducta criminal y los segundos exigían la dilucidación “intelectual” de algún misterio relacionado con una muerte o un crimen. Ni el interlocutor Borges ni la policía ni los lectores tienen oportunidad de desvelar misterio alguno en “Hombre de la esquina rosada”, por más que el narrador demore hasta el final del relato la información de que ha sido él quien ha asesinado al Corralero, en una confesión que además aclara las circunstancias del crimen. Como al adjudicar a “El jardín de senderos que se bifurcan” una condición policial, al atribuírsela (con justificación aún más dudosa) a “Hombre de la esquina rosada” (y a Las ratas) Borges volvía a modificar sus opiniones sobre el género, lo que invita a extraer una conclusión: el relato policial no era más que una de las opciones o apoyos posibles a la hora de desarrollar una variada literatura de ficción ajena y superior a la ofrecida por la narrativa realista argentina, una ficción que en Las ratas y en La invención de Morel aprovechara de “las literaturas de idioma inglés” las preferencias por “un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida” (1944a: 78). Novelas como esa de Bianco —una novela “premeditada, interesante, legible”— parecían prefigurar “una renovación de la novelística argentina, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez” (1944a: 78). En esa función se cifraba la condición vanguardista de la propuesta: se trataba de dejar atrás las novelas psicológicas y las novelas “patrióticas” (similares a las anteriores, “salvo que el escenario es rural”) que dominaban la literatura del momento (1944a: 78), aunque para ello se necesitara renovar a la vez un género degradado en la mayoría de sus manifestaciones por los autores que lo cultivaban, por las editoriales que las proponían y por el mal gusto de sus lectores.

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En efecto, el género seguía necesitado de legitimidad cuando Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron en 1943 Los mejores cuentos policiales, que ambos habían seleccionado y traducido. La solapa del volumen justificaba su interés por “el más reciente de los géneros literarios” —“inventado en 1841 por el insigne poeta Edgar Allan Poe”, de quien incluían “La carta robada”— recordando que lo frecuentaban los más exigentes lectores (André Gide, Hermann von Keyserling, Victoria Ocampo, Carl Jung, Alfonso Reyes, Aldous Huxley), con lo que trataban de conjurar el menosprecio que había relegado las ficciones policiales al territorio de la literatura de masas o de la subliteratura, valoración justificada por los sellos editoriales difusores de un género que en los años treinta llegaba a un numeroso público argentino “consumidor de literatura detectivesca y de novelones de acción e intriga” (Lafforgue y Rivera 1996: 14)6. Se recordaba también que esas ficciones habían contribuido a la formación de Nathaniel Hawthorne, Charles Dickens, Robert Louis Stevenson, Guillaume Apollinaire, Gilbert K. Chesterton y Eden Phillpotts, todos ellos (salvo Dickens) con presencia en la antología, que incluía también relatos de Poe, Arthur Conan Doyle, Jack London, Ronald Knox, Anthony Berkeley, Milward Kennedy, Ellery Queen y Georges Simenon, además de algunas aportaciones nacionales a un género que ya contaba en la Argentina con cultivadores notables. Junto a “La muerte y la brújula”, las elegidas fueron “A treinta pesos”, de un enigmático Carlos Pérez Ruiz7, y “La espada dormida”, de Manuel Peyrou8. “A treinta pesos” constituía una buena prueba de las inseguridades criollas al abordar el género, al recurrir a una historia de ingleses en la India en la que alguien revela la verdad sobre una muerte que no pudo divulgar en su día. Peyrou, por su parte, propuso un crimen concePor la difusión de la primera de esas opciones merecen mención la Editorial Tor, con su “Colección Misterio” (de J. C. Rovira Editor), y la Editorial Molino, con la serie “Amarilla” de su “Biblioteca de Oro”. 7  Fue uno de los “fundadores” de la Revista Oral “inventada” por el peruano Alberto Hidalgo, entre los cuales también se contó Borges. Realizaron dieciséis emisiones en 1926, la gran mayoría en el café Royal Keller (Corrientes 778, Buenos Aires). 8  Quizá porque en 1940 aún no tenían claros los límites del género que proponían a los lectores, Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo habían incluido en su Antología de la literatura fantástica el relato “La noche incompleta” de Manuel Peyrou, tan evidentemente policial que quedaría excluido en ediciones posteriores. 6 

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bido simultáneamente por el asesino, la víctima y el investigador, planteado y resuelto en dos cartas escritas antes del suceso. Cuando Ediciones Sur reunió en 1944 ese cuento y otros en La espada dormida, Borges aprovechó su reseña del volumen para insistir en que “el cuento policial nada tiene que ver con la investigación policial, con las minucias de la toxología o de la balística”, y esta vez lo hizo incluso contra “los individuos del erróneo y funesto Detection Club” (1945a: 74), de modo que un mero escritor argentino como Peyrou habría captado la esencia de ese ejercicio propio de las literaturas de idioma inglés mejor que los miembros de aquella asociación londinense cuyo primer presidente había sido Chesterton, autor de cuentos que curiosamente ahora solían “adolecer de un propósito apologético” (1945a: 73), también negativo para un género siempre amenazado: “Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula” (1945a: 74). La coherencia discutible de esos planteamientos importa menos que los esfuerzos realizados en pro de la dignificación del género policial. La pretensión de demostrar que podía ofrecer una calidad acorde con las exigencias de un público selecto determinó que la Editorial Emecé pusiera en manos de Borges y de Bioy Casares la colección El Séptimo Círculo, iniciada en 1945 con la publicación de La bestia debe morir, de Nicolas Blake, y que con frecuencia pondría a prueba los planteamientos de sus directores9. Por lo demás, en “Nota sobre Chesterton” —artículo publicado en Los Anales de Buenos Aires a finales de 1947 antes de ser incluido en Otras inquisiciones (1952) como “Sobre Chesterton”—, expuso opiniones que no diferían esencialmente de las ofrecidas años atrás en “Modos de G. K. Chesterton”, como esta, que elijo en su última versión: “Cada una de las piezas de la Saga del Padre Brown presenta un misterio, propone explicaciones de tipo demoniaco o mágico y las reemplaza, al fin, con otras que son de este mundo” (1947a: 49). Ciertamente, esta vez esas consideraciones eran el paso previo para advertir que Chesterton se En “Nuevas tendencias de la novela policial” (Sur, 171, enero de 1949), Carlos Mastronardi había valorado como “gratas infracciones” de las normas “ya seculares” del género los esfuerzos recientes de “los tratantes de misterios policiales que se complacen en la presentación de almas complejas y en el análisis de rasgos psicológicos”, y había inscrito dentro de esa tendencia innovadora Veredicto de doce, “excelente novela semipolicial” de Raymond Postgate publicada en 1948 en El Séptimo Círculo (Mastronardi 1949: 77-78). 9 

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diferenciaba de la mayoría de los escritores policiales porque él no trataba de explicar lo confuso, sino lo inexplicable, porque “algo en el barro central de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central” (1947a: 50), lo que respondía a las nuevas significaciones que por entonces Borges pretendía dar a la literatura. La atención dedicada al género pareció atenuarse hasta 1951, año en el que Emecé Editores publicó La muerte y la brújula, volumen que recuperaba “Hombre de la esquina rosada”, “Emma Zunz”, “La espera”, “Funes el memorioso”, “La forma de la espada”, “Tema del traidor y del héroe”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “El milagro secreto” y “La muerte y la brújula”. No es imposible que esa selección estuviera determinada de algún modo por la afinidad de los relatos incluidos con el que daba título al volumen y que Borges parecía recordar sobre todo por transcurrir “en un Buenos Aires de sueños”10 y por los Hasidim y las cuatro letras del nombre que dictaron la trama del cuento, según se podía leer en el “Prólogo” (1951a: 13). Borges volvía sobre la “índole policial” de “El jardín de senderos que se bifurcan” (1951a: 12-13), y relacionaba “La espera” con una “crónica policial” que Alfredo Doblas le había leído diez años atrás, mientras clasificaban libros “según el manual del Instituto Bibliográfico de Bruselas” (1951: 12). Lo cierto es que el volumen incluía los relatos que antes o después serían relacionados con el género policial, a veces, como se habrá podido deducir, por razones difíciles de precisar. Eran también los casos de “Tema del traidor y del héroe”, aunque Borges lo declarara imaginado “bajo el notorio influjo de Chesterton” (1944b: 23), o de “Emma Zunz”, cuyo argumento volvió a atribuir a Cecilia Ingenieros, como había hecho en el “Epílogo” de El Aleph (1949: 145). Estela Canto, que reseñó en Sur ese volumen de relatos, reiteró esa atribución y la enriqueció asegurando que Cecilia Ingenieros creía que Eso era una moderada transgresión de las reglas del relato policial si se considera que “es conveniente que su acción esté ubicada en otro país. Así lo entendió Poe, su inventor, con su Rue Morgue y con su Faubourg Saint-Germain; así Chesterton, que prefiere un Londres fantasmagórico. Tales artificios impiden que para juzgar la ficción (en la que priman el rigor y el asombro) se recurra a la mera realidad (en la que priman la rutina y la delación, el imprevisible azar o el vano detalle). Quienes reprochan a Peyrou la elección de escenarios extraños, olvidan que en un cuento policial escrito en Buenos Aires, Buenos Aires no puede figurar, o solo puede figurar deformado, como en las páginas de Bustos Domecq” (Borges 1945a: 74). 10 

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esa historia “era un cuento policial ingenioso”, opinión que no podía compartir quien como ella, en un alarde de precisión, veía relación de los cuentos de Borges con “el terreno del sueño y el mito”, pero “nunca de la novela policial” (Canto 1949: 97 y 95). Quizá convenga reducir el número de las aportaciones de Borges al género, entre las que debe figurar, desde luego, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, que Sur publicó en agosto de 1951. En ese cuento no podía faltar, por cierto, el laberinto, ahora en la forma de esa casa increíble que “tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía su curvatura” (Borges 1951: 2), y que más que un laberinto era una telaraña, con su interior de una sola habitación y leguas de corredores quizás innecesarios, pero esta vez esa métaphore obsédante (Charles Mauron dixit) apenas distrae del misterio que Dunraven plantea en algún confín de Cornwall y Urwin aclara en alguna cervecería de Londres pocos días después, apenas iniciado el verano de 1914. El Séptimo Círculo ya llevaba ochenta y tres títulos publicados —se contaban entre ellos El asesino desvelado, de Enrique Amorim, Los que aman, odian, de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas, de Manuel Peyrou— cuando, también en 1951, Emecé Editores publicó una “segunda serie” de Los mejores cuentos policiales, donde Borges y Bioy Casares incluyeron “Julieta y el mago” de Peyrou, relación de un crimen del que resulta víctima el cómplice de quien lo planeaba, y “Las doce figuras del mundo”, ahora a nombre de los antólogos y antes asignado a H. Bustos Domecq. No faltan razones para creer que a esas alturas los planteamientos de Borges sobre el relato (policial o no, pero con las características señaladas) no encontraban en el realismo argentino la única propuesta literaria que combatir. En la defensa del relato policial parece percibirse con insistencia algo que cabe relacionar con la “defensa de la inteligencia” a la que Victoria Ocampo había juzgado oportuno dedicar el número 46 de Sur (julio de 1938), precisamente porque los escritores relacionados con esa revista no ignoraban la situación que entonces sufrían quienes pretendían dedicarse a las mismas tareas en la Unión Soviética o en Alemania; algo que tampoco era ajeno a la discusión que Borges había abordado muchos años atrás en su ensayo “La Aventura y el Orden”, donde recordaba que Guillaume Apollinaire “separa los escritores en estudiosos del Orden y en traviesos de la Aventura” (1926: 70). La “longue

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querelle de la tradition et de l’invention / De l’Ordre de l’Aventure”, planteada y comentada en el poema “La jolie rousse” (Apollinaire 1974: 183) le dio ocasión entonces para advertir que “toda aventura es norma venidera; toda actuación tiende a inevitarse en costumbre” (Borges 1926: 71). Algún tiempo después vio en Paul Valéry al “héroe de la lucidez que organiza” (1932a: 49), de modo que no es de extrañar que a su muerte en 1945 le adjudicara la preferencia incesante por “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden” (1945b: 31). La discusión se había activado cuando Guillermo de Torre publicó La aventura y el orden, algunas de cuyas páginas recordaban la condición de “poeta intelectual” atribuida a Valéry, su “vindicación de la inteligencia” (una inteligencia atenta al proceso de gestación de lo poético) y su significación en una época donde la “lucidez mental” escaseaba “en un angustioso horizonte de cerrazones” (Torre 1943: 250-252). Borges habría de precisar mejor ese contexto y la significación atribuida al poeta francés pocos meses después de que la Segunda Guerra Mundial llegara a su fin: “Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry” (1945b: 31). A propósito de ese imparcial rechazo del nazismo y del materialismo dialéctico, no es inútil recordar la atmósfera creada por la guerra: “Escribo en julio de 1940; cada mañana la realidad se parece más a una pesadilla. Solo es posible la lectura de páginas que no aluden siquiera a la realidad: fantasías cosmogónicas de Olaf Stapledon, obras de teología o de metafísica, discusiones verbales, problemas frívolos de Queen o de Nicholas Blake” (1940d: 62), escribía Borges cuando comentaba The New Adventures of Ellery Queen. En el mes de mayo anterior, poco antes de poner fin a “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, la anticipada “posdata de 1947” precisaba el clima intelectual previo al estallido de la guerra: “Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres” (1940c: 45), recordaba a propósito de los tiempos que desembocaron en el presente funesto de la redacción del relato. Los planteamientos de Borges en contra de las intromisiones del Estado en la vida del individuo eran decididamente explícitos, y hasta don Isidro Parodi los hizo suyos claramente en “La prolongada búsqueda de Tai An”

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al negarse a aceptar la sugerencia de Fang She, reconocido su crimen, para que lo entregase a las autoridades; “el hombre tiene que bastarse”, afirmaba Parodi, incluso a la hora de espiar sus culpas, y el criminal no solo asentía: “Muchos hombres están muriendo ahora en el mundo para defender esa creencia” (Bustos Domecq 1942: 164), afirmaba, dando a esa fe una significación precisa en un tiempo preciso también. No parece descaminado relacionar el rechazo del materialismo dialéctico con las diferencias que habían distanciado a Borges de los rusos y los discípulos de los rusos. Más difícil de precisar resulta el blanco de sus ataques a los augures de la secta de Freud y a los comerciantes del Surrealismo, al menos si se trata de valorar su significado en función de la literatura argentina y de la función que a este respecto debía desempeñar el relato policial. En “Un caudaloso manifiesto de Breton” (El Hogar, 2 de diciembre de 1938) había recordado con desdén las proclamas vanguardistas de años atrás, “papeles charlatanes” superados entonces por la hoja Por un arte revolucionario independiente que Diego Rivera y André Breton (y León Trotski) acababan de “emitir” en México (Borges 1986: 287). No cabe eludir el asunto si se tiene en cuenta que al ocuparse de Peyrou, de La espada dormida y de las novelas psicológicas y patrióticas, no olvidó la existencia de otro género que con los anteriores agotaría la novela argentina contemporánea; un “tercer género” que gozaría “de la atención de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor…” (1944a: 78)11. Probablemente Borges sentía que se reanimaba el espíritu de las vanguardias12, que ya consideraba superado, precisamente No veo razón para olvidar la broma final, en nota a pie de página, a costa del famoso autor de La gloria de don Ramiro: “A esos tres géneros, el doctor Rodríguez Larreta ha añadido un cuarto: la novela dialogada. En el prefacio, invoca (inexplicablemente) el nombre de Shakespeare; olvida (inexplicablemente) el nombre de ‘Gyp’” (1944a: 78). Sin duda se refería a Tenía que suceder…, “novela dramática” que ensayó “un género literario que tuviese la ceñida construcción y la forma dialogada de las obras dramáticas y, a la vez, por momentos, la holgura descriptiva y psicológica de la novela” (Larreta 1943: 9). 12  Recordando un tiempo proclive a ocuparse de las generaciones literarias, Arturo Cambours Ocampo apuntaría apenas, pero significativamente, la aparición de una de ellas a partir de 1940: “Su beligerancia frente a la generación de 1930 y su acercamiento a la de 1922, 11 

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cuando en ese año 1944 el único número de la revista Arturo puso en marcha el invencionismo y con ello la recuperación de experiencias dadaístas, creacionistas y surrealistas como base para una nueva propuesta contraria a la representación, posición refrendada cuando al año siguiente se creó la Asociación del Arte Concreto-Invención, con la revista del mismo título. Resulta significativo que algún tiempo después convirtiera a Averroes en un ultraísta arrepentido de sus errores pasados y le hiciera condenar “por ambiciosa y por vana la ambición de innovar”, convencido de que el objetivo del poema no es el asombro y de que “la imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca a ninguno” (1947b: 43). Entre quienes auspiciaban proyectos ambiciosos y vanos estaban los surrealistas, que encontraron respaldo en la Asociación de Amigos de APA (Asociación Psicoanalítica Argentina) fundada por Enrique Pichón Rivière. Las relaciones de Borges con los surrealistas porteños fueron inexistentes o malas, con el capítulo curioso de la burla de Bustos Domecq titulada “De aporte positivo” y publicada en febrero de 1954 en Buenos Aires Literaria, donde él y Bioy se divertían a costa del número 3 de Letra y Línea, con mención expresa de algunos versos del poema “A Francis Picabia” de Aldo Pellegrini, allí publicado, y de algunas propuestas renovadoras de Osvaldo Svanascini también incluidas, valoradas por su autor como “paradojas de la poesía”, como la que sirvió para dar título al comentario: “La destrucción, defensa de las actitudes insólitas o conjugación del fracaso, son elementos de aporte positivo” (Svanascini 1953-1954: 5). Bustos Domecq se refería después a las “firmas espectables, valores sólidos, plumas de fuste” que prestigiaban a aquel “informativo” enfocando con aportes novedosos “los más candentes y modernos temarios”, y advertía que “se destacan, en el vistoso elenco, Vasco, Vanasco, etc.” (Bustos Domecq 1954: 63). No es extraño que el número 4 de Letra y Línea respondiera con un análisis de Los nombres de Silvina Ocampo a cargo de Juan Antonio Vasco, quien veía en ese poemario y en su autora el “pináculo” de la poesía órfica nacional y “tal actitud estética” como “un ejercicio obstinado del aburrimiento” (Vasco 1954: 10). Esos desdenes no deben distraernos de la intención de estas páginas. “Tal vez da razón de su existencia y confirma nuestra teoría pendular —rechazo o acercamiento— de las generaciones” (1963: 13).

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el género policial no haya producido un libro”, reflexionaba Bioy Casares antes de asegurar que había producido “un ideal de invención, de rigor, de elegancia (en el sentido que se da a la palabra en las matemáticas) para los argumentos. Destacar la importancia de la construcción: este es, quizá, el significado del género en la historia de la literatura” (1942: 61). Por entonces Borges compartía, sin duda, esa valoración. Bibliografía citada Apollinaire, Guillaume (1974 [1918]): Caligrammes. Poèmes de la paix et de la guerre (1913-1916). Prefacio de Michel Butor. Paris: Gallimard. Bioy Casares, Adolfo (1942): “Jorge Luis Borges: El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, Buenos Aires, 1941)”, Sur, 92 (mayo), pp. 60-65. Borges, Jorge Luis (1925): “La nadería de la personalidad”, en Inquisiciones. Buenos Aires: Editorial Proa, pp. 84-95. — (1926): “La aventura y el orden”, en El tamaño de nuestra esperanza. Buenos Aires: Editorial Proa, pp. 70-74. — (1927): “Leyenda policial”, Martín Fierro, 38 (26 de febrero), p. 4. — (1928): “Hombres pelearon”, en El idioma de los argentinos. Buenos Aires: M. Gleizer, pp. 151-154. — (1932a [1930]): “La supersticiosa ética del lector”, en Discusión. Buenos Aires: Gleizer Editor, pp. 43-50. — (1932b): “El arte narrativo y la magia”, en Discusión. Buenos Aires: M. Gleizer, Editor, pp. 109-124. — (1935a): “Prólogo”, en Historia universal de la infamia. Buenos Aires: Editorial Tor, Colección Megáfono, pp. 5-6. — (1935b): “Los laberintos policiales y Chesterton”, Sur, 10 (julio), pp. 92-94. — (1936a): “El acercamiento a Almotásim”, en Historia de la eternidad. Buenos Aires: Viau y Zona, pp. 107-114. — (1936b): “Modos de G. K. Chesterton”, Sur, 22 (julio), pp. 47-53. — (1939): “Jack Lindsay: A Short History of Culture (Victor Gollancz)”, Sur, 60 (septiembre), pp. 66-67. — (1940a): “Prólogo”, en Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel. Buenos Aires: Losada, 1940, pp. 9-13. — (1940b): “Eden Phillpotts. Monkshood (Methuen)”, Sur, 65 (febrero), pp. 110-111.

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— (1940c): “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Sur, 68 (mayo), pp. 30-46. — (1940d): “Ellery Queen. The New Adventures of Ellery Queen (Victor Gollanz)”, Sur, 70 (julio), pp. 61-62. — (1941a): “Bret Harte: Stories of the Old West (Houghton Mifflin)”, Sur, 76 (enero), p. 121. — (1941b): “Examen de la obra de Herbert Quain”, Sur, 79 (abril), pp. 44-48. — (1942a): “Roger Caillois: Le roman policier (Éditions des Lettres Françaises, Buenos Aires, 1941)”, Sur, 91 (abril), pp. 56-57. — (1942b): “Observación final”, Sur, 92 (mayo), pp. 72-73. — (1942c): “La muerte y la brújula”, Sur, 92 (mayo), pp. 27-39. — (1942d): “Prólogo”, en El jardín de senderos que se bifurcan. Buenos Aires: Sur, pp. 7-8. — (1943): “Howard Haycraft: Murder for Pleasure. (Peter Davies, London)”, Sur, 107 (agosto), pp. 66-67. — (1944a): “José Bianco: Las ratas (Editorial Sur, Buenos Aires, 1943)”, Sur, 111 (enero), pp. 76-78. — (1944b): “Tema del traidor y del héroe”, Sur, 112 (febrero), pp. 23-26. — (1945a): “Manuel Peyrou: La espada dormida (Sur, Buenos Aires, 1944)”, Sur, 127 (mayo), pp. 73-74. — (1945b): “Valéry como símbolo”, Sur, 132 (octubre), pp. 30-32. — (1947a): “Nota sobre Chesterton”, Los Anales de Buenos Aires, nº 20, 21 y 22 (octubre, noviembre y diciembre), pp. 49-52. — (1947b): “La busca de Averroes”, Sur, 152 (junio), pp. 36-45. — (1949): “Epílogo”, en El Aleph. Buenos Aires: Losada, pp. 145-146. — (1951a): “Prólogo”, en La muerte y la brújula. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 11-13. — (1951b): “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, Sur, 202 (agosto), pp. 1-8. — (1986): “Half-Way House de Ellery Queen” (El Hogar, 30 de octubre de 1936), “Death at the President’s Lodging, del Michael Innes” (El Hogar, 29 de enero de 1937), “Excellent Intentions, de Richard Hull” (El Hogar, 15 de abril de 1938) y “Un caudaloso manifiesto de Breton” (El Hogar, 2 de diciembre de 1938), en Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939), edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal. Barcelona: Tusquets Editores, pp. 4041, 77-78, 227-228 y 288-289. — (1997): “Breve rectificación” (Proa, 2ª época, año 2, número 9, abril de 1925), en Textos recobrados. 1919-1929. Barcelona: Emecé, p. 205. — (2001): “Leyes de la narración policial” [Hoy Argentina, abril de 1933], en Textos recobrados (1931-1955). Barcelona: Emecé, pp. 36-39.

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Borges, Jorge Luis y Adolfo Bioy Casares (1943): Los mejores cuentos policiales. Buenos Aires: Emecé Editores. — (1951): Los mejores cuentos policiales, “Segunda serie”. Buenos Aires: Emecé Editores. Bustos Domecq, H. (1942): “Palabra liminar”; “La prolongada búsqueda de Tai An”, en Seis problemas para don Isidro Parodi. Buenos Aires: Sur, pp. 9-15 y 141-164. — (1954): “De aporte positivo”, Buenos Aires Literaria, 17 (febrero), pp. 61-64. Cambours Ocampo, Arturo (1963): El problema de las generaciones literarias (esquema de las últimas promociones argentinas). Buenos Aires: A. Peña Lillo, Editor. Canto, Estela (1949): “Jorge Luis Borges: El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949)”, Sur, 180 (octubre), pp. 93-98. Lafforgue, Jorge y Jorge Rivera (1996): Asesinos de papel. Ensayos sobre narrativa policial. Buenos Aires: Colihue. Larreta, Enrique (1943): Tenía que suceder… (Novela dramática). Buenos Aires: Librería y Editorial “El Ateneo”. Mariani, Roberto (1924): “Martín Fierro y yo”, Martín Fierro, segunda época, I, 7 (25 de julio), p. 4. Mascioto, María de los Ángeles (2017): “Pistas del Detection Club en la sección ‘Cuento policial’ de la Revista Multicolor de los Sábados: entre Borges y Crítica”, Rilce. Revista de Filología Hispánica, vol. 33, nº 2, pp. 623-647. Mastronardi, Carlos (1949): “Nuevas tendencias de la novela policial”, Sur, 171 (enero), pp. 76-81). Olivari, Nicolás y Lorenzo Stanchina (1924): Manuel Gálvez. Ensayo sobre su obra. Buenos Aires: Agencia General de Librería y Publicaciones. Pellicer, Rosa (2001): “Borges, Bioy y el género policial”, en José Luis de la Fuente (coord.), Borges y su herencia literaria. Valladolid: Universidad de Valladolid, pp. 27-49. Peyrou, Manuel (1940): “La noche incompleta”, en Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Antología de la literatura fantástica. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, pp. 210-223. Svanascini, Osvaldo (1953-1954): “Paradojas para la poesía”, Letra y Línea, 3 (diciembre-enero), p. 5. Torre, Guillermo de (1943): La aventura y el orden. Buenos Aires: Editorial Losada. Vasco, Juan Antonio (1954): “Sobre la poesía órfica (a propósito de Los nombres, de Silvina Ocampo)”, Letra y Línea, 4 (julio), p. 10. Villoldo, Juan Antonio (1925): “La revisión fascista”, Nosotros, 190 (marzo), pp. 332-342.

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SOBRE LOS AUTORES

Raquel Arias Careaga (Universidad Autónoma de Madrid). Es directora de la revista Cultura de la República. Revista de Análisis Crítico, y autora de los libros Escritoras españolas (1939-1975): poesía, novela y teatro (2005) y Julio Cortázar. De la subversión literaria al compromiso político (2014), y también de ediciones de Tristana, de Benito Pérez Galdós (2001) y Cuentos, de Rubén Darío (2002). Entre sus publicaciones destacan, además, artículos sobre diversos autores españoles y latinoamericanos, como Miguel de Cervantes, Benito Pérez Galdós, Andrés Carranque de Ríos, Carlota O’Neill, Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Elena Garro, Luisa Carnés o Alejo Carpentier, entre otros. Se encargó de la primera edición anotada de El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier y ha participado en el volumen colectivo ¿Qué hacemos con la literatura?, publicado en 2013. María José Bruña Bragado (Universidad de Salamanca). Ha publicado los libros Delmira Agustini. Dandismo, género y reescritura del imaginario modernista (2005) y Cómo leer a Delmira Agustini: algunas claves críticas (2008), así como, junto a Valentina Litvan, Austero desorden. Voces de la poesía uruguaya reciente (2011). Se hizo cargo de la edición crítica Todo de pronto es nada (2015) de la poesía de Ida Vitale. En 2019 vieron la luz, en la colección Al bies de Relee, que coordina junto al escritor Eloy Tizón, Cuando ellas cuentan. Narradoras hispánicas de ambas orillas y Peregrinaciones de una paria de Flora Tristán. También se ha ocupado de la introducción crítica al poemario Manca y otros poemas de Juana Adcock y del volumen colectivo La escritura como morada. Ida Vitale. Ana María Díaz Pérez (Universidad Autónoma de Madrid). Autora de “Octavio Paz y Rufino Tamayo. Convergencias estéticas en el arte mexicano de posvanguardia”, en R. Hernández Arias, G. Rivera Rodríguez y M.

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T. del Préstamo Landín (eds.), Nuevas perspectivas literarias y culturales (2017); “Un canto mineral. Paisajes y materiales en la obra de Gonzalo Rojas y Benito Rojo”, en M. Alcántara, M. García Montero y F. Sánchez López (coords.), Lingüística y literatura. Memoria del 56º Congreso Internacional de Americanistas (2018); “Redes de la vanguardia: La transgresión de Mandrágora y el Surrealismo de 1940”, en Carmen Luna Sellés y Rocío Hernández Arias (eds.), Más allá de la frontera. Migraciones en las literaturas y culturas hispano-americanas (2019). Jorge Dubatti (Universidad de Buenos Aires). Fundó y dirige desde 2001 la Escuela de Espectadores de Buenos Aires. Ha contribuido a abrir 34 escuelas de espectadores en diversos países, la más reciente en Francia. Ha publicado más de cien volúmenes sobre teatro argentino y universal. Es responsable de la edición del teatro de Eduardo Pavlovsky, Ricardo Bartís, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Alejandro Urdapilleta y Alberto Vacarezza, entre otros. Entre sus libros figuran Filosofía del teatro I, II y III, Concepciones de teatro. Poéticas teatrales y bases epistemológicas, del Centenario al Bicentenario: dramaturgia, cien años de teatro argentino, teatro-matriz, teatro liminal. Estudios de Filosofía del Teatro y Poética Comparada, poéticas de liminalidad en el teatro. Ha recibido el Premio Shakespeare (2014) y el Premio María Guerrero (2014). Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid). Entre sus publicaciones se cuentan El teatro chileno contemporáneo (19411973) (1982), La poesía hispanoamericana en el siglo xx (1987); Rubén Darío (1987), La poesía hispanoamericana (hasta el final del modernismo) (1989), Los géneros ensayísticos hispanoamericanos (1990) e Historia de la literatura hispanoamericana (1995, en colaboración), así como ediciones de Huasipungo, de Jorge Icaza (1994), Garduña, de Manuel Zeno Gandía (1996), Teoría y crítica literaria de la emancipación hispanoamericana (1997), Amalia, de José Mármol (2000), Sin rumbo, de Eugenio Cambaceres (2014), y El reino de este mundo, de Alejo Carpentier (2014). Es Académico Correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua. Jorge Fornet (Casa de Las Américas, La Habana). Ha sido profesor o investigador invitado en universidades de América Latina, Europa y los Estados Unidos. Es investigador titular y miembro de número

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de la Academia Cubana de la Lengua; dirige la revista Casa de las Américas y el Centro de Investigaciones Literarias de esa institución. Autor, entre otros, de los libros El escritor y la tradición; en torno a la poética de Ricardo Piglia (2005), ¿Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno? (2006), Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi (2006, Premio Alejo Carpentier de Ensayo y Premio de la Crítica), El 71: anatomía de una crisis (2013, Premio de la Crítica), Elogio de la incertidumbre (2014) y Salvar el fuego. Notas sobre la nueva narrativa latinoamericana (2016). Rosa García Gutiérrez (Universidad de Huelva). Es autora de Contemporáneos. La otra novela de la Revolución mexicana (1999) y editora de Obra poética, de Xavier Villaurrutia (2006), Los cálices vacíos, de Delmira Agustini (2013) y Antología de la poesía mexicana moderna de Manuel Maples Arce (2018). Ha trabajado principalmente sobre literatura mexicana de la primera mitad del siglo xx y las relaciones literarias entre España e Hispanoamérica en el periodo de entreguerras. Su último libro es Juan Ramón Jiménez e Hispanoamérica: viajes, exilio, resiliencia (2019). Es directora de la Cátedra Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Huelva. Laura Hatry (Universidad Autónoma de Madrid). Es autora de la monografía Poder, violencia y política en el cine y la literatura hispanoamericana (2017), y de ensayos como “Cine y literatura en vanguardia” (2014), “Las adaptaciones cinematográficas del género testimonial en Argentina” (2015), “The Existentialism of Roberto Arlt’s The Seven Madmen and its cinematic adaptation” (2016) o “Latin American Flash Fiction: Julio Cortázar and Luisa Valenzuela” (2017). Sus líneas de investigación se centran principalmente en adaptaciones cinematográficas de obras literarias latinoamericanas, así como estudios interdisciplinares. Es editora de ReFocus: The Films of Pablo Larraín (2020), y también ejerce como traductora profesional. Patricio Lizama Améstica (Universidad Católica de Chile). Autor de artículos como “La máquina en la vanguardia chilena” (2011), “Emar: cavilaciones, campo cultural y ficciones” (2011), “Intelectuales, poe-

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mas en prosa y manifiestos” (2014), “Sara Malvar, una propuesta de poema en prosa” (2016) o “Wanda Morla en París de los años veinte: una experiencia de la modernidad” (2016). Entre sus libros destacan las ediciones de Notas de Arte. Jean Emar en La Nación (1923-1927) (2003) y Pedro Lastra. Sala de lectura: notas, prólogos y otros escritos (2012), y las coediciones Las vanguardias literarias en Chile: bibliografía y antología crítica (2009), Juan Emar: Cartas a Guni Pirque. Epistolario de Juan Emar a Carmen Cuevas (2010) y Biografía y textualidades, naturaleza y subjetividad. Ensayos sobre la obra de María Luisa Bombal (2015). Esperanza López Parada (Universidad Complutense de Madrid). Autora de monografías como Una mirada al sesgo: literatura hispanoamericana desde los márgenes (1999), Bestiarios hispanoamericanos contemporáneos (1999) o El botón de seda negra: traducción religiosa y cultura material en las Indias (2018), y ensayos como “Terrores vanguardistas: el miedo a la modernidad y la llamada al orden” (A través de la vanguardia hispanoamericana, 2012), así como numerosos artículos. Ha traducido a escritores como SaintJohn Perse y Jules Laforgue, y es autora de los poemarios La rama rota, El encargo, Los tres días y Las veces. Ha colaborado regularmente en prensa periódica y en la sección literaria del diario El País, y en suplementos culturales como “Babelia”, “ABC Libros”, Revista de Occidente, Revista de Libros, Revista de la Biblioteca de México o Letras Libres. José Antonio Llera (Universidad Autónoma de Madrid). Es autor de siete monografías: El humor verbal y visual de La Codorniz (2003), El humor en la obra de Julio Camba. Lengua, estilo e intertextualidad (2004), Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006), Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012), Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013), Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta (2017, XVII Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria) y Donde meriendan muerte los borrachos. Lecturas de Poeta en Nueva York (2018). Preparó la edición del epistolario inédito de Miguel Mihura y una antología de artículos de Wenceslao Fernández Flórez. Ha publicado cuatro libros de poesía y en 2017 obtuvo el XXIII Premio Café Bretón por el dietario Cuidados paliativos. Colabora habitualmente en Cuadernos Hispanoamericanos.

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José Antonio Mazzotti (Universidad de Tufts, Boston). Ha publicado numerosos estudios sobre el Inca Garcilaso, la épica virreinal, poesía contemporánea y documentación de lenguas amazónicas. Es director de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana y presidente de la Asociación Internacional de Peruanistas. Tiene en su haber once títulos de poesía, y su colección El Zorro y la Luna (poemas reunidos 1981-2016) recibió en 2018 el Premio Internacional de Poesía José Lezama Lima de Casa de las Américas, Cuba. Es además autor de títulos como Poéticas del flujo: migración y violencia verbales en el Perú de los 80 (2002), Incan Insights: El Inca Garcilaso’s Hints to Andean Readers (2008), Encontrando un inca: ensayos escogidos sobre el Inca Garcilaso de la Vega (2016) o Lima fundida: épica y nación criolla en el Perú (2016). Selena Millares (Universidad Autónoma de Madrid). Autora de libros como La maldición de Scheherazade (1997), Rondas a las letras de Hispanoamérica (1999), Alejo Carpentier (2004), Neruda: el fuego y la fragua (2008), La revolución secreta. Prosas visionarias de vanguardia (2010) o De Vallejo a Gelman (2011). También de ediciones de El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias (1995), Poetas de Hispanoamérica (1997), El lugar sin límites de José Donoso (1999), Prosas hispánicas de vanguardia (2013), Poesía de Centroamérica y Puerto Rico (2013) o Toda la luz, toda la sangre de Roberto Fernández Retamar (2018), y de poemarios y novelas como Páginas de arena, Cuadernos de Sassari (Premio L’Isola dei Versi), El faro y la noche (Premio Antonio Machado) o La isla del fin del mundo. Francisca Noguerol (Universidad de Salamanca). Es autora y editora de monografías como La trampa en la sonrisa: sátira en la narrativa de Augusto Monterroso (1995), Escritos disconformes. Nuevos modelos de lectura (2004), Narrativas latinoamericanas para el siglo xxi: nuevos enfoques y territorios (2010), Literatura más allá de la nación (2011) o Letras y bytes. Literatura y nuevas tecnologías (2014), en las que se dedica a los movimientos estéticos de ruptura, desde las vanguardias históricas a la narrativa reciente. Es autora de numerosos trabajos de investigación publicados en libros y revistas nacionales e internacionales, en los que se manifiesta su interés por los movimientos estéticos más innovadores desde las vanguardias históricas

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hasta la narrativa reciente, sin desatender los imaginarios culturales, las relaciones entre imagen y literatura y la brevedad narrativa. Domingo Ródenas de Moya (Universitat Pompeu Fabra, Barcelona). Como especialista en las letras españolas de vanguardia, ha publicado las antologías Proceder a sabiendas (1997) y Prosa del 27 (2000), y los ensayos Los espejos del novelista. Modernismo y autorreferencia en la novela vanguardista española (1998) y Travesías vanguardistas (2009). Es autor de La crítica literaria en la prensa (2003) y de Poéticas de las vanguardias históricas (2007). Ha estudiado y antologado al grupo de escritores mexicanos Contemporáneos (2004) y ha editado diversas obras de Benjamín Jarnés: El profesor inútil (2000), Paula y Paulita (1997), Obra crítica (1999), Salón de Estío y otras narraciones (2002), Epistolario y Cuadernos íntimos (2003), Sobre la Gracia artística y Cervantes (2004 y 2006), la antología Elogio de la impureza (2007), Stefan Zweig, cumbre apagada (2010) y Venus Dinámica (2013), y es también editor de Guillermo de Torre. De la aventura al orden (2013). Anthony Stanton (El Colegio de México). Autor de los libros Inventores de tradición (1998), Alfonso Reyes/Octavio Paz: correspondencia (1998), Las primeras voces del poeta Octavio Paz (2001) y una edición crítica de El laberinto de la soledad de Octavio Paz (2008). Con Rose Corral publicó la edición facsimilar de la revista literaria argentina Proa (2012). Es coautor del catálogo de la muestra Vanguardia en México, 1915-1940 (Museo Nacional de Arte, 2013), y editor de Nocturna rosa de Xavier Villaurrutia (2013) y Modernidad, vanguardia y revolución en la poesía mexicana 1919-1930 (2014). Sus libros más recientes son el extenso estudio El río reflexivo: poesía y ensayo en Octavio Paz (1931-1958), publicado en 2015, y, a finales de 2018, un libro colectivo coeditado: Laboratorios de lo nuevo: revistas literarias y culturales de México, España y el Río de la Plata en la década de 1920. Carmen Valcárcel (Universidad Autónoma de Madrid). Entre sus publicaciones destacan sus trabajos sobre Jusep Torres Campalans (1995), Juego de cartas (1996), Crímenes ejemplares (2003) y Campo francés (2018) de Max Aub, “Ensayo bibliográfico sobre la Vanguardia en España”

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(1998) y, en colaboración, “La neovanguardia literaria española y sus relaciones artísticas” (1998), “Las republicanas: Teresa Gracia tras las alambradas” (2011), “Remedios Varo: espacios de la creación” (2017), “Leonora en la orilla de la locura: Memorias de Abajo” (2013), “La historiografía literaria de Juan Chabás: voluntad de estilo” (2015), “Escenas de cine mudo de Julio Llamazares: la reconstrucción imaginaria de la memoria” (2018), “De aquí y de allá: Salsa de Clara Obligado, la novela mestiza” (2019). Laura Ventura (Universidad Carlos III de Madrid). Es profesora universitaria de Historia del Periodismo, y se desempeña como redactora en diversas secciones del diario argentino La Nación (Cultura, La Nación Revista, Ideas, Espectáculos, Exterior, etc.), donde también ejerce la crítica teatral. Sus líneas de investigación son el teatro argentino contemporáneo y la crónica latinoamericana. Ha asistido a talleres en el marco de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en México y en El Salvador. Es autora de La crónica en América Latina: Los murmullos de la intrahistoria (2018), y junto con Pedro Luis Barcia escribió El camino en la literatura. Viaje a través de lenguas y culturas (2013), reeditado en 2019; con él trabaja actualmente, también en coautoría, en una investigación sobre la imagen del túnel en la literatura.

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