La tribu liberal: el Romanticismo en las dos orillas del Atlántico 9783954878789

Este libro, consagrado al estudio de las relaciones entre Hispanoamérica y la España romántica del XIX, analiza los hito

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Spanish; Castilian Pages 348 [347] Year 2016

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La tribu liberal: el Romanticismo en las dos orillas del Atlántico
 9783954878789

Table of contents :
Índice
La tribu liberal
El Romanticismo en Cuba: el testimonio de J. M. Andueza en su obra Isla de Cuba pintoresca
Sabores, sones y trazos del costumbrismo cubano
El movimiento romántico español e hispanoamericano en El iniciador de Montevideo
El corsario (Montevideo, 1840), ¿un proyecto romántico?
José Caicedo Rojas -El Mesonero colombiano—, Juan de Dios Restrepo -El Larra colombiano- y el Museo de cuadros de costumbres (1866)
Emilia Pardo Bazán escribe sobre el Romanticismo en periódicos de América
La defensa de la mujer por Gertrudis Gómez de Avellaneda en la revista La América (1862)
Americanos y españoles: El Repertorio Americano de Londres (1826-1827)
En el foco de la linterna mágica periodística (1808-1865)
Los poetas hispanos en las dos orillas del Atlántico
Melancólicos y solitarios: la voz de la tristeza en el Romanticismo
Escribir y sentir entre la Península y América: la presencia del Romanticismo español en las poesías guatemaltecas de María Josefa García Granados
Juan Martínez Villergas, poesía y sátira de costumbres
Algunas noticias y catorce cartas inéditas para la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga
Una pluma romántica. Gertrudis Gómez de Avellaneda y su novela corta Dolores
El Nigromántico mejicano, un caso raro de la literatura romántica en Cataluña
Las ideas románticas de Rizal: historia, identidad y nación
Ese oscuro —y rico— objeto de deseo, o hecho en América: el indiano romántico-teatral
El indiano en la literatura del siglo XIX: el romántico Don Álvaro
Higuamota, de Patricio de la Escosura, o la reescritura romántica de la Conquista
Sobre los autores

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José María Ferri Coll y Enrique Rubio Cremades (eds.) La tribu liberal El Romanticismo en las dos orillas del Atlántico

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JUEGO DE DADOS Latinoamérica y su Cultura en el XIX

5 De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América” CONSEJO EDITORIAL W IL L IA M A C R E E

Washington University in St. Louis C H R IS T OP HE R C ONWAY

University of Texas at Arlington P U R A F E R NÁ ND E Z

Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid BEATRI Z G ONZ Á L E Z S T E P HA N

Rice University, Houston FR A NC INE MA S IE L L O

University of California, Berkeley A LEJAND R O ME J ÍA S -L ÓP E Z

University of Indiana, Bloomington G RA C IE L A MONTA L D O

Columbia University, New York A ND R E A PA G NI

Universität Erlangen-Nürnberg A NA P E L U F F O

University of California, Davis

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José María Ferri Coll y Enrique Rubio Cremades (eds.)

La tribu liberal El Romanticismo en las dos orillas del Atlántico

Iberoamericana - Vervuert - 2016

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Con el soporte económico del proyecto de investigación Romanticismo español e hispanoamericano: concomitancias, influencias, polémicas y difusión

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47) © Iberoamericana, 2016 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2016 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-920-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-463-7 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-878-9 (e-book) Diseño de cubierta: Marcela López Parada Imagen cubierta: © lynea. Fotolia.com, Trasatlantic cable

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Índice

José María Ferri Coll y Enrique Rubio Cremades La tribu liberal......................................................................................

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Enrique Rubio Cremades El Romanticismo en Cuba: el testimonio de J. M. Andueza en su obra Isla de Cuba pintoresca .....................................................

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Raquel Gutiérrez Sebastián Sabores, sones y trazos del costumbrismo cubano ...........................

37

José María Ferri Coll El movimiento romántico español e hispanoamericano en El iniciador de Montevideo ............................................................

51

Luis Marcelo Martino El corsario (Montevideo, 1840), ¿un proyecto romántico? ..............

67

M.ª de los Ángeles Ayala José Caicedo Rojas —El Mesonero colombiano—, Juan de Dios Restrepo —El Larra colombiano— y el Museo de cuadros de costumbres (1866) ......................................

77

José Manuel González Herrán Emilia Pardo Bazán escribe sobre el Romanticismo en periódicos de América ....................................................................

95

Antonella Gallo La defensa de la mujer por Gertrudis Gómez de Avellaneda en la revista La América (1862) ...........................................................

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Salvador García Castañeda Americanos y españoles: El Repertorio Americano de Londres (1826-1827) .......................................................................

129

Marieta Cantos Casenave En el foco de la linterna mágica periodística (1808-1865) ................

137

Leonardo Romero Tobar Los poetas hispanos en las dos orillas del Atlántico .........................

159

Borja Rodríguez Gutiérrez Melancólicos y solitarios: la voz de la tristeza en el Romanticismo ..............................................................................

171

Helena Establier Pérez Escribir y sentir entre la Península y América: la presencia del Romanticismo español en las poesías guatemaltecas de María Josefa García Granados ............................................................

199

Dolores Thion Soriano-Molla Juan Martínez Villergas, poesía y sátira de costumbres ....................

215

Ana M.ª Freire Algunas noticias y catorce cartas inéditas para la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga ..............................................................

233

Rocío Charques Gámez Una pluma romántica. Gertrudis Gómez de Avellaneda y su novela corta Dolores.....................................................................

259

Lidia Carol Geronès El Nigromántico mejicano, un caso raro de la literatura romántica en Cataluña .........................................................................

275

Mónica Fuertes Arboix Las ideas románticas de Rizal: historia, identidad y nación .............

287

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David T. Gies Ese oscuro —y rico— objeto de deseo, o hecho en América: el indiano romántico-teatral ................................................................

297

Alberto Romero Ferrer El indiano en la literatura del siglo xix: el romántico Don Álvaro ...........................................................................................

309

Montserrat Ribao Pereira Higuamota, de Patricio de la Escosura, o la reescritura romántica de la Conquista ...................................................................

323

Sobre los autores ..................................................................................

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José María Ferri Coll

Universidad de Alicante Enrique Rubio Cremades

Universidad de Alicante

A lo largo de estas dos últimas décadas, la crítica ha perseverado en mostrar las huellas literarias que Francia, Alemania e Inglaterra dejaron en el Romanticismo hispanoamericano. En sentido contrario se ha venido recalcando cierto desdén de la América hispana respecto de la influencia literaria y cultural de España. Es evidente que estos juicios de valor no son totalmente exactos, y merecen matizarse, pues tanto en la dramaturgia romántica, como en la poesía y prosa se observa un claro trasvase de contenidos, motivos y temas que forman parte del acervo cultural peninsular. Sabido es que los líricos medievales y renacentistas, Lope de Vega, Calderón y otros ingenios barrocos influyeron en las letras hispanoamericanas de la época virreinal. El romancero y el teatro nacional fundamentalmente pervivieron asimismo en las creaciones literarias españolas e hispanoamericanas de las primeras décadas del xix. Ya en esa centuria, la impronta de Larra así como la de otros autores románticos (Zorrilla, Rivas o Espronceda), que fueron admirados en Hispanoamérica, ha sido difuminada por la crítica anglosajona y francesa, especialmente. Las leyendas de Zorrilla y Rivas encontraron feliz acogida en Hispanoamérica, aunque de estos autores solo se han señalado de forma tímida las posibles concomitancias de su producción teatral con la escena romántica hispanoamericana. Asimismo el escritor romántico hispanoamericano no difiere en nada del arquetipo de escritor europeo en su poliédrica trayectoria literaria, en sus incursiones en los distintos géneros que configuran el Romanticismo: novela, poesía y teatro. Esta polifacética trayectoria se da, prácticamente, en la casi totalidad de escritores del momento. Incluso

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entre periodistas afamados, como en el caso de Larra, que escribió novelas —El doncel de don Enrique el Doliente—, dramas —Macías— y poesías ajustadas tanto a la preceptiva neoclásica como al movimiento romántico. Este singular sello, el arquetipo del escritor romántico, se percibe también con nitidez en las letras hispanoamericanas. Mención aparte merece la influencia del costumbrismo romántico, que vino como anillo al dedo al proceso de emancipación de las antiguas colonias españolas. Una sociedad que aspira a formar un estado político independiente debe ser capaz de catalogar y difundir los signos distintivos que la hacen diferente de la metrópoli. Ese nuevo caldo de cultivo en que se gestaba la nueva nación por fuerza tenía que divulgarse a través de los periódicos, por lo que el artículo de costumbres se convertía en el género más adecuado para conseguir tal fin. El escritor, en suma, ya veía viejos e inadecuados los temas coloniales, que habían sido el asunto principal de la literatura americana hasta el xix, y se quería subir al tren de la actualidad narrando a sus lectores las costumbres del momento. Como dijo el cubano José Victoriano Betancourt (18431885), “las costumbres forman la fisonomía moral de los pueblos”. Algunos artículos de este revelan su admiración por Fígaro. Léanse “Yo quiero ser novelista” o “Gente ordinaria”, por dar dos títulos como botón de muestra. La nueva sensibilidad literaria fue acogida con gusto por otro paladín de Larra, el mexicano Guillermo Prieto (1818-1897), quien, en un significativo artículo de 1845 rotulado “Literatura nacional”, afirmó que “los cuadros de costumbres eran difíciles, porque no había costumbres verdaderamente nacionales, porque el escritor no tenía pueblo, porque solo podía bosquejar retratos que no interesasen sino a un reducido número de personas”. De hecho, cuando Alcalá Galiano, en un artículo titulado “Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura hispanoamericana”, manifestó que esta se hallaba en mantillas por haber renegado de sus antecedentes españoles, recibió en 1846 la airada respuesta de Echeverría (1805-1851), quien consideraba que el español deseaba que los escritores hispanoamericanos volvieran a los asuntos coloniales desatendiendo los temas contemporáneos, es decir, aquellos de que se había hecho cargo ya el costumbrismo. Así el artículo de costumbres llega a ser el termómetro social y político de una comunidad que aspira a subrayar sus valores propios frente a los que se habían importado de la península. En este contexto, el contenido liberal de algunos artículos de Larra y su exaltación de

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los regímenes constitucionalistas y sufragistas se acomodaban perfectamente a las pretensiones de esta hornada de escritores costumbristas hispanoamericanos. Basta con leer esta frase de Alberdi (1810-1884), escrita tras la muerte de Fígaro: “Los que deseen ver una muestra cabal de una literatura socialista y progresista, lean a Larra” (La Moda, noviembre de 1837). Solo hay que recordar el júbilo con que Fígaro había saludado la proclamación del Estatuto Real del 34, o el estreno madrileño de La conjuración de Venecia, acontecimientos que el periodista interpretaba como signos de un nuevo tiempo: “¡Un Estatuto Real, la primera piedra que ha de servir al edificio de la regeneración de España, y un drama lleno de mérito! ¡Y esto lo hemos visto todo en una semana!”. El costumbrismo hispanoamericano se convierte, siguiendo este camino, en la primera forma de compromiso que adopta el escritor de aquel continente con la sociedad en que vive, modo de concebir la literatura que no será abandonado hasta nuestros días. El Romanticismo aportaba los ingredientes necesarios, y especialmente el que Larra había divulgado en 1836 bajo el famoso aserto de que la literatura “debía ser expresión de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo”. En la ideación de las nuevas naciones americanas, la figura de Larra interesaba porque ofrecía a los escritores una nueva manera de entender la literatura que convenía para el desarrollo de las empresas políticas emancipadoras que estaban triunfando en casi todos los países de Hispanoamérica. La nómina de seguidores latinoamericanos de Fígaro es bastante amplia aun conformándose con apuntar a los escritores más significativos. Delmonte y Heredia en Cuba; Guillermo Prieto en México; Alberdi en Argentina; Montalvo, que se confiesa aprendiz de la escuela de Fígaro, en Ecuador; Lastarria en Chile; Hostos en Puerto Rico; González Prada en Perú. Aglutinante de todos estos fueron su afiliación al liberalismo y su convicción de que la emancipación cultural respecto de la metrópoli debía ser provechosa para ellos. Repárese si no en el artículo que firmó Alberdi en El Iniciador de Montevideo titulado “¿Qué nos ha hecho la España?”, en cuyas páginas se puede leer que “después de habernos gobernado por su autoridad, hoy nos gobierna por su espíritu”. El simbolismo romántico del nombre de dicha publicación es muy acorde con la idea de progreso de Larra expresada en frases como la conocida: “El liberal es el símbolo del movimiento perpetuo”. Es probable que el italiano afincado en Montevideo Gian Batista Cúneo inspirara el apotegma colocado al frente de todos

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y cada uno de los números del periódico y que, en italiano, expresaba: “Bisogna riporsi in via” seguido de su traducción al español: “Es necesario ponernos en camino”. Éstos a su vez entendieron la necesidad de crear en América una literatura nacional en la que no se percibieran los puntos de sutura que la ligaban a la tradición española. Del mismo modo, la novela de costumbres española influyó en la narrativa hispanoamericana a través de Fernán Caballero, escritora de tránsito entre el Romanticismo y el Realismo, al igual que Alarcón. Es el caso, por ejemplo, de la novelista boliviana Lindura Anzoátegui de Campero o de la colombiana Soledad Acosta de Samper, escritoras admiradoras de la autora española tanto en sus reflexiones como en su andadura novelística. Como es bien sabido, Fernán Caballero gozó de gran prestigio, y su obra fue traducida y elogiada fuera de España por ser considerada una excelente narradora. La intención moralizadora, la contraposición de tipos, la naturalidad y sencillez de la exposición así como el prurito de las reflexiones morales se hallan por doquier en la obra de una de las más fecundas escritoras bolivianas, Soledad Acosta. Por su parte, la novela histórica hispanoamericana presenta huellas indelebles de los principales autores españoles adscritos al relato histórico-folletinesco, como en el caso de Fernández y González, imitado hasta la saciedad y leído en la América hispana con no poca fruición. Fue digno rival de Walter Scott y sus novelas, especialmente El cocinero de su Majestad, Men Rodríguez de Sanabria, El condestable don Álvaro de Luna, El bastardo de Castilla, Obispo, casado y rey y La Jura de Santa Gadea fueron reeditadas en Hispanoamérica y publicadas por entregas en los principales periódicos durante el segundo tercio del siglo xix. Los célebres escritores mejicanos Juan Antonio Mateos y Vicente Riva Palacio son los máximos exponentes de esta influencia española, al igual que el conocido escritor puertorriqueño Alejandro de Tapia y Rivera, cuyas novelas Póstumo el transmigrado: historia de un hombre que resucitó en el cuerpo de su enemigo y Póstumo envirginado o historia de un hombre que se trasladó al cuerpo de una mujer guardan estrecho parentesco con la novela de Fernández y González Historia de un hombre contada por su esqueleto. Respecto de los contenidos de trasfondo histórico español en la narrativa hispanoamericana cabe señalar la presencia de personajes infartados en una trama o peripecia argumental cuyo desarrollo tiene lugar en un país específico de la América hispana. Un ejemplo de los

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muchos existentes es la célebre novela Antonelli basada en la época colonial de Felipe II o la debida a Vicente Riva Palacio La vuelta de los muertos, cuyo argumento reconstruye la vida de Hernán Cortés. Incluso, se publican novelas en México, por ejemplo, con un contenido basado exclusivamente en la historia de España, como la titulada El misterioso, de Mariano Meléndez Muñoz, donde se narra la azarosa y misteriosa vida de don Carlos, hijo de Felipe II. En las páginas que siguen, lector, hallarás un conjunto de estudios agrupados en cuatro apartados genéricos: costumbrismo y prensa (Andueza y su Isla de Cuba pintoresca; colecciones costumbristas cubanas; El Iniciador; El Corsario; Museo de cuadros de costumbres; colaboraciones americanas sobre el Romanticismo de Pardo Bazán; La América; El Repertorio Americano; Linterna mágica); poesía (panorama de las relaciones entre poetas de los dos continentes; temas poéticos; influencia española en la obra de M.ª Josefa García Granados; la poesía satírica de Juan Martínez Villergas; nuevas noticias sobre Jacinto de Salas y Quiroga); novela (Dolores de Gertrudis Gómez de Avellaneda; El nigromante mejicano; ideario romántico del novelista José Rizal); y teatro (la figura del indiano romántico; el indiano don Álvaro; Higuamota de Patricio de la Escosura). Se ha pretendido así ofrecer una muestra panorámica de las relaciones literarias entre la América latina y la España romántica del xix. En algunos casos se presentan estudios totalmente novedosos sobre obras, autores, publicaciones periódicas muy poco conocidas y raramente estudiadas. En otros, se analizan creaciones literarias más conocidas y escritores de más relumbrón intentando ofrecer datos nuevos y una interpretación sobre la base de estos. Y en todos se ha perseguido ir señalando aquí y allá los hitos fundamentales de unas relaciones culturales, literarias y lingüísticas que nunca cesaron. Firman cada uno de los trabajos investigadores pertenecientes al Centro Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico Ermanno Caldera, fundado por el insigne maestro italiano en 1979 y nombrado así en la actualidad en su honor y memoria. Desde 1982, los miembros de la mencionada institución han ido publicando diferentes monografías consagradas al análisis de variados aspectos dignos de estudio, y circunscritos siempre al ámbito del Romanticismo. Así han salido de las prensas libros sobre el teatro, el lenguaje, la narrativa, lo lúdico, el costumbrismo, la poesía,

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las teorías románticas, la literatura de los exiliados, etc.1 Completa tal catálogo de estudios este que aquí se presenta consagrado a las relaciones entre Hispanoamérica y España en el momento en que las recién nacidas repúblicas americanas se habían sumado a la idea de progreso, divisa que aglutinaba a los jóvenes románticos españoles. El influyente escritor porteño Echeverría ya lo había hecho notar en unas páginas de gran interés histórico (Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37): “La palabra progreso no se había explicado entre nosotros. Pocos sospechaban que el progreso es la ley de desarrollo y el fin necesario de toda sociedad libre”.

1. Aspetti i problemi del teatro romantico (Génova: Biblioteca di Letterature, 1982); Il Linguaggio romantico (Génova: Biblioteca di Letterature, 1984); La narrativa romantica (Génova: Biblioteca di Letterature, 1988); La sonrisa romántica (sobre lo lúdico en el Romanticismo hispánico) (Roma: Bulzoni, 1995); El costumbrismo romántico (Roma: Bulzoni, 1996); La poesía romántica (Bolonia: Il Capitello del Sole, 1999); Los románticos teorizan sobre sí mismos (Bolonia: Il Capitello del Sole, 2002); El eros romántico (Bolonia: Il Capitello del Sole, 2005); Romanticismo y exilio (Bolonia: Il Capitello del Sole, 2009); La península romántica. El Romanticismo europeo y las letras españolas del XIX (Palma de Mallorca: Genueve, 2014).

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El Romanticismo en Cuba: el testimonio de J. M. Andueza en su obra I SLA DE C UBA PINTORESCA

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Enrique Rubio Cremades Universidad de Alicante

José María de Andueza es un patente ejemplo del escritor silenciado por los historiadores de la literatura. Uno de los primeros escritores en vincular la literatura al periodismo tanto en Cuba2 como en 1. Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación Romanticismo español e hispanoamericano: concomitancias, influencias, polémicas y difusión (FFI2011-26137), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. 2. Su producción periodística está dispersa en numerosas publicaciones cubanas y españolas. Material que una vez reunido podrá dar una imagen exacta de su poliédrica figura, de su labor como escritor y colaborador en numerosas revistas románticas. En las investigaciones realizadas hasta el momento presente hemos encontrado colaboraciones periodísticas en varias publicaciones cubanas, especialmente en el Noticioso y Lucero, La Habana, 1831-1844. Polemizó con el Diario de La Habana y El Faro Industrial de La Habana. Con el primero mantuvo una fuerte polémica por sus convicciones literarias, fundamentalmente en los años 1839 y 1840, propiciada por José de Luz Caballero, con escritores afamados, como Manuel González del Valle (conocido con los seudónimos El Frenólogo, El Bayamés y Fray Gerundio Habanero), Domingo de León (El Duende Habanero), Nicolás Pardo Pimentel y José Zacarías del Valle. Todos ellos compañeros de redacción y amigos de Andueza. La segunda publicación cubana en la que Andueza fue redactor sería el Diario de La Habana que en un principio, en su fundación (1790), se denominaba Papel Periódico de la Havana. En la época de Andueza en Cuba, tanto en su primera estancia como en la segunda, se denominaba Diario de La Habana (1825-1848) y constaba de numerosas secciones, desde comercio, política europea, decretos, tribunales, etc., hasta crónicas de sociedad, acontecimientos teatrales, crítica literaria, artículos de costumbres. Las colaboraciones de Andueza figuran al lado de célebres escritores de la época, como Ramón de Palma, Tomás Romay, Narciso Foxá, Rafael de Cárdenas, Ramón Vélez Herrera, Miguel de Cárdenas, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Virginia Felicia Auber... José María de Andueza mantuvo también contactos desde España con el periódico Faro Industrial de La Habana (1841-1851), de gran prestigio gracias a las firmas que

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El Romanticismo en Cuba

España3. Al igual que otros muchos literatos de la primera mitad del siglo xix su obra yace en un completo olvido y, salvo alguna determinada producción literaria, sus escritos constituyen una auténtica rareza bibliográfica. Pese a no gozar de fama literaria en el momento actual, sus vivencias y escritos sobre el Romanticismo cubano son esenciales, pues participó plenamente en los hechos históricos y literarios acaecidos tanto en España como en Cuba. Gracias a su prolongada estancia en tierras cubanas y a su visión sobre los hechos históricos y acontecimientos culturales de las primeras décadas del siglo xix, el lector o historiador de la literatura española tiene conocimiento de los primeros brotes románticos y el afianzamiento del Romanticismo en Cuba durante los años treinta. Todo este material noticioso aparece detenidamente descrito en su obra Isla de Cuba pintoresca (1841). Cabe recordar que el día 26 de noviembre de 1825 se produce la primera llegada de Andueza a la bahía de La Habana. El bergantín

en él aparecen, como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cirilo Villaverde, José Jacinto y Federico Milanés, Antonio Bachiller, Rafael de Cárdenas, José Quintín, Manuel Costales, entre otros. En sus páginas se publicaron numerosos trabajos de índole literaria: poesías, relatos, novelas, biografías de escritores y artistas, crítica literaria, reseñas de libros... Sus principales secciones eran: Amena literatura, Sección Literaria, Folletín, Bibliografía y Variedades. Finalmente, cabe señalar la publicación El Plantel (1838-1839), en la que Andueza aparece como codirector desde noviembre de 1838 hasta agosto de 1839 en sustitución de Ramón de Palma y José Antonio Echevarría, periodistas que mantuvieron fuertes discrepancias con el editor de la publicación, Ramón Oliva. A raíz de este hecho, el propio Oliva se asoció con los españoles Andueza y Mariano Torrente que, a partir de este suceso, figuran como directores de El Plantel. Cfr.. Menocal (1961: 165-172) y Llaverías (1959: 59-68). 3. José María de Andueza fue asiduo colaborador en los medios periodísticos más importantes del segundo tercio del siglo xix. A su regreso a España, después de su segunda estancia en Cuba, publicó numerosos artículos en el Semanario Pintoresco Español, fundamentalmente en la etapa en que Mesonero Romanos era director y propietario de la publicación (1836-1842). Con posterioridad se publicaron artículos de Andueza, aunque ya habían sido editados en volúmenes colectivos, como, por ejemplo, el titulado Tipos españoles. La doncella de labor, publicado en Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844) y editado nuevamente en el Semanario Pintoresco Español en el año 1848. Otro tanto sucede con algunos artículos publicados con anterioridad en Cuba y reeditados en dicho semanario, como el que lleva por título Quinta del conde de la Fernandina en El Cerro, Cuba, que se publicó en el año 1848. Andueza colaboró también con asiduidad en los periódicos madrileños El Panorama. Periódico de Literatura y Artes (1838-1841), El Corresponsal (1839-1844), El Parlamento. Diario Conservador (1854-1859) y El Noticiero (1854-1859).

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mercante “Laurel de Londres”, al mando del capitán M. James Watson, tras una travesía plagada de peligros, tal como constata el propio Andueza, atracó en el muelle. Su estancia duró cinco años. En invierno de 1830, a los veinticuatro años de edad, regresó a España según la nota preliminar que aparece al inicio de su monografía. El segundo viaje a Cuba lo realizó en el año 1836. Su carácter es otro y su estilo o conducta encaja perfectamente con el arquetipo del escritor romántico, pues su producción literaria no solo se circunscribe al preciso campo del teatro4 o novela5, sino también al artículo de costumbres6 y producción poética7, como en el caso de su admirado Larra. Su segunda estancia en Cuba duró hasta mayo de 1840, periplo en el que concibe la gestación y redacción del libro Isla de Cuba pintoresca, consciente de la ausencia de datos y noticias que sobre Cuba existía. Publicación en la que se entrecruzan datos autobiográficos que permite también reconstruir la biografía de Andueza, desde la ideológica hasta sus preferencias estéticas. En este sentido, la publicación presente ofrece un doble interés, pues aporta una nueva visión sobre la apenas conocida trayectoria biográfica de Andueza, plagada de datos imprecisos e interpretaciones de poca utilidad, importancia y atractivo. Andueza

4. Su producción teatral corresponde al siguiente corpus literario: Guillermo. Drama en tres jornadas y cinco cuadros en prosa y verso (1838); Pedro y Catalina, o El Gran Maestro. Zarzuela (1855); La Gitana de Toledo. Música de Cristóbal Oudrid. Zarzuela (1856). 5. La heredera de Almazán o los Caballeros de la Banda. Novela histórica del siglo XIV (1837); Los Caballeros de la Banda o Las Revueltas de Castilla. Novela histórica caballeresca del siglo XV (1856); Rey, emperador y monje. Novela (1856); Don Felipe el Prudente. Novela (1856); Carlos III o los mendigos de la Corte (1859). Llevó a cabo también una traducción de la novela de George Sand, Teverino (1846). 6. Los cuadros de costumbres que mayor fama le dieron fueron los publicados en la colección costumbrista Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844). La relación de artículos es la siguiente: La criada (I, 87-92); El escritor público (I, 209-216) y El guerrillero (I, 283-285). Una obra fundamental sobre el costumbrismo sería su monografía Trabajos y miserias de la vida. Cuadros joco-serios. Entretenimiento traducido y original de AbenZaide (1842). Se trata de una obra de genuino estilo romántico. Las ilustraciones son de artistas franceses inspiradas en Grandville. 7. El corpus poético más interesante corresponde al publicado en el Semanario Pintoresco Español, esencialmente los siguientes títulos: “El Momento” (1840, V: 192); “Moisés” (1840, V: 279-280; “Los dos Jaimes o la justicia humana. Romance andaluz” (1849, V: 295-296); “El Mesías” (1840, V: 311-312); “En una noche de tormenta” (1840, V: 373374); “El Negrero” (1841, VI: 15-16) y “A Elisa” (1841, VI: 32).

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conjuga la complacencia del escritor costumbrista —que recorre tierras extrañas a fin de escrudiñar usos y costumbres de los extranjeros para cotejarlos y adaptarlos en su patria— con la del escritor exiliado, consciente de que sus ideas liberales son harto conocidas y se ve obligado a la huida, al exilio, a fin de evitar el encarcelamiento8. Estos dos aspectos se proyectan desde una perspectiva bicéfala en su monografía, de ahí el interés que entraña su lectura, pues serán estos hechos los que motiven su estancia en Cuba, país de acogida de muchos españoles perseguidos por sus ideales políticos. Desde el año 1836 hasta 1840, Andueza se integrará con total plenitud en la Cuba romántica, siendo pionero en la introducción del movimiento romántico y uno de los más relevantes escritores en la cimentación del Romanticismo en Cuba. De hecho, publicaciones cimeras y referidas a la literatura cubana, consideran a Andueza como un escritor digno de formar parte de su elenco tradicional y literario, convirtiéndole en el primer escritor de tendencia romántica que publicó en La Habana su drama Guilllermo9 (1838). Primera obra teatral

8. Por ejemplo, su primer viaje a Cuba está plagado de sucesos harto dolorosos, pues se vio obligado a abandonar España por motivos políticos. Él mismo, en el inicio de su libro, basado en documentos y en memorias, describe dicho episodio biográfico: “[Las autoridades de Cuba] habían abierto las hospitalarias puertas de la Habana a todos los infelices fugitivos que llegaban a ella buscando un pedazo de pan y una nueva patria [...] Yo era uno de los muchos que habían aportado a la Habana sin pasaporte. El Señor Montalbán, secretario entonces de Mr. Douval, cónsul británico en Santander, me proporcionó los medios de embarque en un buque de su consignación, el mismo día que el gobernador, célebre después, González Moreno, había dispuesto encerrarme en el castillo de Santoña, a causa de mi amistad con los jóvenes negros [liberales] de aquella ciudad. El comandante de Marina Don Vicente Ibáñez de Corbera, me incluyó en el rol como marinero y nombre supuesto, y de este modo pude salir de mi pueblo, en que había vivido feliz un año” (1841: 5). Más adelante, a su llegada a Guanajay se encontrará con antiguos amigos y correligionarios del partido liberal huidos también de España y afincados en Cuba. El propio Andueza refiere esta ayuda: “Yo llegaba pobre a la Habana, como sucede a la mayor parte de los europeos, como había sucedido a mi amigo: necesitaba por lo mismo una casa en que descansar de mis fatigas marítimas, una cama en que dormir, y una mesa en que comer; mi amigo tenía mesa, cama y casa para mí. Esta fraternidad, este deseo de ser útil, esta secreta y general comunión de socorros mutuos, no se halla como en la Isla de Cuba, en ninguna parte [...] La Isla de Cuba, poblada en la mayor parte de naturales y de españoles, es el país más hospitalario de cuantos he recorrido” (1841: 6-7). 9. A José María de Andueza se le cita en la historiografía de la literatura cubana como el primer escritor en publicar y editar un drama romántico, como en el prestigioso Diccionario de la Literatura Cubana: “Aquí estrenó los dramas Guillermo (1838)

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romántica cubana a la que habría que añadir su novela histórica La heredera de Almazán, publicada en La Habana en 1837 y, sin lugar a dudas, pionera también en la historia de la novela romántica editada por una imprenta cubana. Item más, Andueza fue el artífice de la introducción de la litografía en la prensa cubana en la segunda etapa de publicación de la revista El Plantel, siendo dicha revista pionera en la intercalación de esta nueva técnica que ilustraba el texto con excelentes litografías. Precisamente en esta etapa de la publicación El Plantel se incorporaría y colaborarían numerosos escritores exiliados en Cuba y otros residentes en España, estos últimos de renombre literario, como en el caso de Mesonero Romanos, artífice de la implantación y popularización del grabado en España gracias a la fundación del Semanario Pintoresco Español10. La experiencia, las vivencias de Andueza durante sus dos estancias en Cuba ofrecen matices distintos, diversos. Su primera visita está realizada por motivaciones políticas, ideológicas. Prófugo de una España convulsa, la Ominosa Década, en la que el terror y las injusticias acampaban por doquier. Es la España del exilio. La segunda visita, la que plasma en su obra Isla de Cuba pintoresca, se enmarca en torno a la toma del poder de Mendizábal (1835), pues solo unos nueve meses después embarcaría hacia Cuba (1836). Andueza deja una España en la que la revolución estaba en su primer grado. Las juntas desafiaban al poder central y el país entero se hallaba entregado a un fuego graneado de manifiestos. En este segundo viaje no se perciben los imperativos del primero, pero sí la actitud de un progresista liberal que buscaba nuevos horizontes donde plasmar sus necesidades vitales que, en esta ocasión, serían puramente literarias, periodísticas, de creación y forja

—considerado como el primero de tendencias románticas escrito en Cuba—, María de Padilla (1839) y Blanca de Navarra (1839)” (1980, I: 509). Testimonios de dicho hito lo corroboran publicaciones de la época, como los artículos publicados en los periódicos Noticioso y Lucero (13 de junio de 1838: 23) y Diario de La Habana (26 de julio de 1838: 2-3). 10. Precisamente esta publicación incluiría entre sus páginas artículos e impresiones de viaje sobre la isla de Cuba, como los debidos a Emilio Bravo (1840:348-349), Jacinto de Salas y Quiroga (1840: 258-259 y 269-270) o al propio Andueza bajo el seudónimo El Fisgón (1839: 285-288). Incluso se publican poesías o grabados sobre Cuba de gran interés para el conocimiento tanto literario como paisajístico, como la poesía de J. A. Zárraga (1842: 343-344) o el grabado “Vista General de La Habana” inserto en las páginas correspondientes al año 1850 (395).

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de una nueva forma de experimentar la vida. Estos matices los advierte el lector desde el principio de su obra, de ahí que su percepción de Cuba sea distinta, marcada por una época que si no es excesivamente espaciosa en el tiempo, sí está atenazada por un absolutismo férreo. En este segundo viaje descubrirá facetas ignoradas con anterioridad: Esta vez fue diverso el examen. La Isla de Cuba tiene una historia escondida, misteriosa; tiene sus tradiciones populares que nadie ha dado luz: indolencia forzosa de sus hijos, ignorancia evangélica de los sucesores de Diego Velázquez. El primer cuidado del triste viajero ha sido recoger y guardar, como un tesoro, apuntes importantes para esa historia, que está reclamando imperiosamente el rápido incremento de la civilización cubana [...] La Isla de Cuba tiene monumentos históricos, tiene academias científicas, tiene industria fabril, tiene su literatura peculiar y otra imitativa, la nuestra. El viajero ha hecho sus observaciones, las ha comparado, y al estudiarlas ha sometido a examen documentos interesantes tanto antiguos como modernos, facilitados por personas de reconocido saber, que le han abierto archivos preciosos (1841: VII).

Andueza adopta igual actitud que Mesonero Romanos, cuando este publica en 1831 su Manual de Madrid, un breviario histórico de la ciudad, ampliado y refundido pocos años más tarde con el subtítulo Segunda edición corregida y aumentada (1833-1835). Sería también el caso de la edición de 1854, muy ampliada y distinta a la de la edición princeps. El ayer y el hoy se entrecruzan no solo en las obras de carácter histórico o memorialista, sino también en los artículos de costumbres de Mesonero y Andueza. Rasgo que se percibe con nitidez desde el primer momento del libro Isla de Cuba pintoresca, pues Andueza realiza un detenido recorrido y una precisa descripción de los lugares visitados en el momento de apogeo del Romanticismo cubano, manifestando desde el principio de su monografía un sutil hálito de melancolía, tristeza y tedio a la vida11. Spleen romántico que, afortunadamente, no impedirá la descripción exacta y detallada de la Cuba romántica, como 11. En la Introducción al libro Isla de Cuba pintoresca incluye estas reflexiones: “En 1836 no era el joven de diez y nueve años el que por segunda vez ponía el pie en el abrasado muelle de La Habana: era el hombre de treinta. Afligíanle ya los deliciosos recuerdos de otra época, también para él desgraciada, aunque florida, y al visitar de nuevo muchos de los lugares que habían dejado en su corazón impresiones profundas, sentía no haber muerto antes. Meditaba el hombre los extravíos del joven” (1841: VI-VII).

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si se tratara de un conjunto amplísimo de litografías románticas que cobran vida a través de las reflexiones e impresiones del artista: el cabo de San Antonio, el Morro, el canal de Bahama, el muelle de la capital de Cuba (muelle de San Francisco), sus barrios, alamedas, paseos públicos, recorridos por diversas ciudades cubanas y, fundamentalmente, la vida cultural, los teatros, revistas o publicaciones románticas cubanas, polémicas literarias, estrenos teatrales, juicios críticos sobre el mundo de los actores y actrices, fundación de círculos literarios, veladas musicales... El mundo del espectáculo asoma con especial fruición en las primeras páginas, de ahí el protagonismo del teatro principal de La Habana, llamado también teatro de la Alameda de Paula donde en los años treinta se estrenaron las óperas de Rossini y composiciones de músicos cubanos, como en el caso de José Trespuentes. No faltó en esta época el asentamiento de compañías españolas y extranjeras, como las compuestas por Muñoz, Domínguez, Santa Marta y Galino. Compañías que rivalizaban con las italianas, que tuvieron durante el Romanticismo cubano un gran éxito gracias a las actuaciones de excelentes artistas, como Rossi, Montresor y Albini12. En La Habana romántica el éxito de la ópera fue tal que a dicho teatro se le denominaba Teatro de la Ópera, reservándose el llamado Teatro Tacón13 para la representación de la dramaturgia romántica o géneros 12. Material noticioso ofrecido por Andueza que complementa la información proporcionada por estudiosos del teatro cubano en el siglo xix. Los precedentes del Teatro Colón los encuentra el lector en el denominado Coliseo, fundado en 1775. Años más tarde tendría también gran importancia los conocidos con los nombres Circo de Marte y el Diorama, fundados en 1800 y 1828, respectivamente. El célebre actor y autor de sainetes, Francisco Covarrubias (1775-1850) puede considerarse como el verdadero fundador del teatro en Cuba, fundamentalmente el denominado teatro sainetesco o popular (Larrondo, 1928). Andueza en sus dos estancias en Cuba no solo conoció las obras de Covarrubias, sino también las debidas a españoles residentes en la isla, como en el caso de Bartolomé J. Crespo Borbón, más conocido por los seudónimos El Anfibio y Creto Gangá, autor de célebres piezas teatrales en donde se recoge el habla del pueblo cubano, especialmente el bozal, lenguaje de los negros africanos, como en el caso de los juguetes cómicos Laberintos y trifulcas de Canava. Veraero historia en verso de la que pasó a yo Creto Gangá (1846) y Un ajiaco o La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847). 13. Denominación en honor a Miguel Tacón Rosique, nombrado gobernador de la isla en el año 1834, en donde permaneció en el cargo durante cuatro años. Su gestión fue diversamente juzgada, enconadamente atacado por un sector de la sociedad, y defendido con entusiasmo por otros sectores. Lo cierto es que acabó con el bandolerismo, construyó cloacas, empedró por primera vez las calles, creó los cuerpos de serenos y bomberos,

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teatrales en general. Este coliseo supone el eje fundamental de la vida teatral durante el Romanticismo. La descripción que Andueza lleva a cabo del mismo es exhaustiva, parece un cuadro de costumbres abstracto, sin diálogos, ni hilo argumental alguno, como los cuadros La casa de Velázquez, Mi calle, El Salón de Oriente, Una visita a San Bernardino, El teatro por fuera, El Prado... de Mesonero Romanos. Recordemos también El Álbum de Larra y otros muchos de afamados escritores costumbristas, como López Pelegrín, Eduardo Asquerino, Leopoldo Augusto Cueto, Ferrer del Río, Antonio Flores, Modesto Lafuente y Juan Martínez Villergas, entre otros muchos que, al igual que Andueza, vivieron en Cuba, colaboraron en la prensa periódica y fundaron diarios, como en el caso del citado Martínez Villergas, mentor y creador de excelentes publicaciones satíricas cubanas en esta época, como La Charanga14 y El Moro Muza15, esta última continuada en España. Andueza reflexiona también en su recorrido por Cuba sobre numerosos aspectos inherentes a la propia actitud e ideología del cubano, desde sus comportamientos, usos, profesiones, espectáculos, diversiones públicas hasta la peculiar forma de sentir y gozar de los recursos naturales de la Isla en connivencia con los nuevos adelantos del siglo. Cambios que posibilitan la transformación de las configuraciones urbanísticas y la mutación de las costumbres en consonancia con la renovación generacional. El lector puede percibir con nitidez todos estos aspectos desde el inicio hasta el final de la lectura de la Isla de Cuba pintoresca, en su

estableció el alumbrado público y empezó las obras del teatro que lleva su nombre, de varios mercados, de la cárcel, malecón, paseo militar, primera línea férrea, entre otros cometidos. Reformas acometidas de forma brusca, con intransigencia y con un cierto despotismo, de ahí su valoración negativa por parte de un sector social cubano (Tacón, 1836). 14. La Charanga (1857-1868) fue fundado por Juan Martínez Villergas y dirigido por él mismo desde el principio hasta junio de 1858, fecha que marca el relevo de la dirección, pues le sustituiría Manuel Hiráldez Acosta y más tarde R. L. Palomino. Fueron sus redactores El tambor mayor (Juan Martínez Villergas), El Bombo (Víctor Patricio de Landaluce) y El maestro triquiñuelas (Manuel Hiráldez de Acosta). Fue el primer periódico cubano que incluyó caricaturas en sus números, como las debidas al propio Landaluce, Tejada y Ferrán. El contenido de sus artículos era misceláneo, alternando tanto el artículo de costumbres o la poesía como críticas teatrales y biografías de celebridades en el ámbito de la cultura. 15. El Moro Muza (1859-1869), periódico satírico dirigido por Juan Martínez Villergas. A partir del Año V, 1867, empieza la Nueva Época y en el Año VI, n.º 49, tomó el título de Don Junípero. El Moro Muza se editó también en Madrid, con el subtítulo Periódico árabe de raza pura: impolítico. Inició su nueva andadura el 17 de mayo de 1862.

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recorrido por la provincia de Guanajay, Matanzas, la propia Habana y ciudades o lugares frecuentados por los cubanos para un determinado propósito, bien comercial o, simplemente, diletante, curativo, como el episodio titulado los Baños de San Diego, descrito con tal acopio de detalles que parece un cuadro de costumbres que nada tiene que envidiar a los de los maestros del género, al igual que las descripciones detenidas y amenas que el propio Andueza realiza sobre el nuevo cambio urbanístico que experimenta La Habana en la etapa romántica. Testimonio preciso y de gran valor que permite reconstruir su pasado, antes de que se iniciaran reformas urbanísticas arbitrarias y destruyera cualquier vestigio del pasado. Andueza es consciente del correr vertiginoso del tiempo, de las mutaciones del ser humano tanto en gustos estéticos como en sus costumbres, de ahí su enfoque descriptivo, analítico de una Cuba que experimenta singulares mutaciones en el Romanticismo. Material noticioso y descriptivo que se puede percibir con nitidez en las páginas que protagonizan los episodios referidos a las nuevas obras públicas, como el Cementerio, la Cárcel Nueva, la Pescadería, el Palacio del Gobierno, la Aduana, la Casa de Beneficencia... Descripciones llevadas a cabo desde la perspectiva propia del escritor costumbrista, como si se tratara de un boceto o material documental preciso, de una realidad social capaz de nutrir la novela realista cubana de mediados del siglo xix. La vida cultural cubana es analizada por Andueza desde una perspectiva ecléctica, en línea con el sentir de Larra en sus numerosos artículos de crítica teatral publicados, fundamentalmente, en La Revista Española y en El Español. Su visión del mundo de los actores y de la dramaturgia romántica coincide con la de Fígaro, severo censor de los malos actores, pésimas traducciones y piezas teatrales inverosímiles y plagadas de lances truculentos. Andueza descubre nuevos valores cubanos, escritores que adaptan las corrientes estéticas europeas a la cultura cubana, como en el caso de las traducciones y adaptaciones realizadas por Ignacio Valdés Machuca16, cuya producción poética, publicada en

16. Fundador y director de periódicos, como los titulados El Mosquito y La Lira de Apolo. Asiduo colaborador en las revistas y publicaciones románticas, como las insertas en La Moda. Su nombre figura también en publicaciones señeras de la época, como en El Diario Constitucional de La Habana, El Indicador Constitucional, El Revisor Político y Literario, Diario de La Habana y La Cartera Cubana, entre otros. Ha pasado a la historia cubana como célebre versificador, gracias, fundamentalmente, a su obra Ocios poéticos y su drama La muerte de Adonis.

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las décadas de los años veinte y treinta representa la modalidad lírica cubana por antonomasia. Nombres como Heredia17, González del Valle18 y el propio Valdés Machuca son para Andueza los genuinos cantores de las excelencias y bellezas de Cuba, aunque sus formas, versificación y estilo se amoldan, fundamentalmente, a los modelos existentes en España y Francia. Influencia, por el contrario, inexistente en una modalidad lírica popular, la llamada décima del guajiro, la dancita habanera, de honra raigambre habanera, como las debidas a José Padrinez, poeta cubano olvidado y ausente en las historias y repertorios bibliográficos cubanos y españoles. Andueza reproduce en su libro parte de la obra poética de Padrinez para corroborar sus asertos, sus apreciaciones críticas. Hecho que da al libro de Andueza un valor nuevo, pues con frecuencia actúa como un antólogo a fin de justificar los aciertos o desatinos de una obra literaria. Ello permite, precisamente, rescatar un texto literario que de no haber sido reproducido por Andueza el lector o investigador no hubiese tenido oportunidad de conocer. Isla de Cuba pintoresca es una monografía imprescindible para conocer la dramaturgia romántica cubana. Como ya se ha señalado con anterioridad, su drama histórico Guillermo fue el primero en representarse en La Habana, seguido del titulado Don Pedro de Castilla, de Francisco Javier de Fojá, dramaturgo inexistente en las historiografías y repertorios bio-bibliográficos hispanoamericanos. Drama que merece especial atención por parte de Andueza, desentrañando 17. Nada dice Adueza de cambio político de José María de Heredia, que pasó de conspirador contra el gobierno de España a defensor de sus intereses, como en el documento dirigido al gobernador el 1 de abril de 1836 en el que se retractó de sus ideales revolucionarios. Andueza no alude ni a su exilio ni al rechazo de sus amigos cubanos de antaño, defraudados por su acción ante el gobernador Tacón, pues solo se refiere a su corpus poético, a sus célebres odas y canciones, publicadas en la célebre imprenta de Nueva York, Gray y Bunce, en el año 1825. Poesías que leería Andueza durante su primera estancia en Cuba. 18. Manuel González del Valle, reputado escritor que se dio a conocer tanto por sus composiciones poéticas como por sus adaptaciones y traducciones de célebres obras. Tradujo la ópera de Rossini —El barbero de Sevilla— en verso y las obras la Breve historia del proceso en lo criminal, de Pagano, y las Relaciones del Derecho y de la legislación en la Economía Política, de F. Rivet, al castellano. Sus seudónimos Dorilo, El Redactor, Juan Vasallo Caraciolo. El Psicólogo, El Frenólogo, El Bayamés, Fray Gerundio Habanero y El Ontólogo pueblan las páginas de las principales publicaciones periódicas de La Habana durante el segundo tercio del siglo xix, especialmente en La Moda, La Lira de Apolo, El Revisor Político y Literario, El Diario de La Habana, Noticioso y Lucero, El Liceo de La Habana y Brisas de Cuba.

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las fuentes literarias, sus aciertos y desaciertos, actitud del público y múltiples pormenores propios de la vida teatral. La crítica de Andueza se detiene, fundamentalmente, en la falta de verosimilitud, en la utilización de anacronismos, falseamiento de la historia y escasa adecuación de los rasgos del personaje histórico real con el creado por el autor. No faltan tampoco actitudes y comportamientos también denunciados por un sector de la crítica que velaba por la calidad de la obra recién estrenada y denunciaba a quienes desde la tribuna pública o prensa elogiaban una comedia o un drama por amiguismo y conveniencia. En este sentido, Andueza actúa como Larra en sus artículos de costumbres referidos al teatro, como si tuviera siempre en mente el artículo ¿Quién es el público y dónde se encuentra? o sus innumerables artículos de crítica teatral dados a la prensa durante los años 1832-1836. El año 1838 representa la fecha de aclimatación y afianzamiento del drama romántico en Cuba. El Teatro Tacón de La Habana es el templo de la dramaturgia romántica, como lo fue en París el Teatro de la Porte Saint-Martin o el Teatro del Príncipe en Madrid, en cuyo aforo se estrenó por primera vez Don Álvaro o la fuerza del sino. En el Teatro Tacón se representó también el drama romántico El conde Alarcos, del entonces joven escritor cubano José Jacinto Milanés, gran conocedor del teatro clásico español y asiduo colaborador en las publicaciones periódicas habaneras más importantes, como sus creaciones literarias publicadas en la ya citada revista El Plantel (1832), La Cartera Cubana19 (1839), El Álbum20 (1838-1939), El Prisma21 (1846), 19. Revista fundada por Vicente Antonio de Castro. Curiosa publicación miscelánea que daba información cumplida de todo lo referente a la Cuba romántica, desde historia, medicina, educación, crítica literaria, hasta las enfermedades existentes en los hospitales de La Habana o las observaciones meteorológicas de cada día (Llaverías, 1959: 85-107; Menocal, 1962: 48-71). 20. Publicación editada por Luis Caso Sola. En sus doce volúmenes se alternan diversos géneros literarios, desde la poesía y cuentos hasta novelas y relatos breves de corte romántico y costumbrista. Publicación que reúne a los escritores más representativos de esta época. Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Domingo del Monte, José Zacarías González del Valle, José Jacinto Milanés, Rafael Matamoros, entre otros (Pérez Cabrera, 1957: 53-72). 21. Revista miscelánea que publicó, por un lado, trabajos originales sobre poesía, novela, narrativa breve, artículos de costumbres y, por otro, reproducciones de artículos publicados con anterioridad en revistas cubanas de prestigio desaparecidas (Llaverías, 1959: 124-131).

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El Artista22 (1848)... Andueza en su pormenorizado estudio sobre la obra de Milanés elogia su formación libresca, pese a su juventud. En sus reflexiones advierte que dicha formación debe complementarse con el conocimiento de los países eminentemente culturales e influyentes en el mundo del espectáculo y del saber humano en general, de ahí que en sus críticas esté siempre presente la importancia de viajar, de conocer nuevas culturas como fórmula necesaria para el complemento del conocimiento. Andueza aúna la necesidad de viajar como aprendizaje, según la concepción propia del Neoclasicismo —recordemos las Instrucciones dadas por un padre anciano a su hijo que va a emprender sus viajes que figuran al final de Los eruditos a la violeta de Cadalso— y, especialmente, de la prensa periódica del siglo xviii —El Escritor sin título, El Pensador, El Censor...— , con la del escritor costumbrista cuyo objetivo es ver, observar, escudriñar los países europeos para incorporar sus logros y adelantos en España, descartando lo superfluo y absurdo: El Señor Milanés es un joven, cuya instrucción está casi formada, instrucción que no tardaría en ser completa, si la fortuna, tan pródiga en aquellos hombres que para nada sirven en este mundo, no se mostrara con él avara. A este literato le hace suma falta viajar por Europa, pues a las imaginaciones ardientes no bastan los libros, necesitan del estudio de los hombres, del de las costumbres y del de la historia, por medio de la contemplación de los monumentos artísticos. El poeta se nutre como el pintor, de recuerdos, de imágenes, de observaciones sin fin; debe existir aislado, pero aislado en el centro del torbellino universal, para dirigir desde allí su microscopio sobre todos los misterios de la creación, sobre todas las debilidades humanas; solo así se consigue lo que no enseñan las grandes obras, ni los grandes maestros: tacto, gusto exquisito, verdad (1841: 61).

La utilidad del viaje unida a la lectura, al conocimiento del saber humano, serán las principales directrices que debe tener el escritor. 22. Era el órgano oficial del Liceo Artístico y Literario de La Habana, fundado por Gonzalo Aguiar y Loysel. Semanario en el que publicaron lo más granado del mundo literario de la época, como los escritores Ramón de Palma, José Zacarías, José Victoriano Betancourt, Ramón Vélez, Leopoldo Turla, Narciso Foxá, Joaquín L. Luaces, C. Villaverde... Su contenido versaba sobre poesía, narrativa breve, artículos de costumbres, crítica literaria y traducciones (Trelles, 1938: 34, passim; Roig de Leuchsenting, 1962: 149-150).

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Exigencias que de no cumplirse posibilitarán la quiebra del escritor y el fracaso de su obra. Andueza exige, pues, en sus críticas todos estos aspectos, ahondando en las fuentes literarias de los dramas estrenados en la Cuba romántica, en la originalidad en tratar dichas fuentes. Versificación23, estilo, armazón de la obra, adecuación de los caracteres del personaje histórico tratado en consonancia con la estética romántica, actores, público y mundo empresarial serán las coordenadas principales de sus artículos. Reflexiones que desgranan la producción teatral cubana en el comienzo de su andadura romántica. Páginas de crítica teatral que ordenan también meticulosamente el gradual estreno y publicación de los dramas románticos en Cuba, pues sus críticas se ajustan al orden cronológico de representación en el Teatro Tacón. Por ello es por lo que sabemos que el tercer drama histórico estrenado en La Habana fue el titulado María de Padilla, del propio Andueza y, a continuación, el debido a Francisco Gavito, Gonzalo de Córdoba, cuya crítica la realizó también el propio Andueza en el Diario de La Habana el 10 de marzo de 1839. La producción teatral es por estas fechas rica, abundante. En el Teatro Tacón se estrenaron numerosos dramas románticos durante la década de los años treinta, como los titulados Enrique, Conde de San Gerardo o Clotilde de Bolti, El castellano de Cuéllar, El doncel, Inés o Las cruzadas, Bernardo del Carpio... Andueza se ocupa puntualmente de todo el corpus dramático estrenado en La Habana, discerniendo entre el drama histórico truculento, plagado de situaciones inverosímiles, y el drama, por él llamado romántico moderado, el auténtico, basado en un contexto histórico veraz, creíble, verosímil, cuyos protagonistas sienten y aman con pasión, con frenesí pero sin aspavientos, ni ademanes exagerados. Andueza pone como ejemplo el drama El castellano de Cuéllar, pues se ciñe a los postulados de un teatro que hace 23. La versificación plantea problemas en el sentir de Andueza, pues las peculiaridades del habla en Cuba, así como determinadas distorsiones sintácticas aceptadas por público y espectadores, enrarecen y entorpecen la calidad de la versificación de los dramas románticos. A raíz del análisis de la obra de Don Pedro de Castilla, de Francisco Javier de Fojá, Andueza apunta lo siguiente: “En todo el drama hay versos muy buenos, que revelan al poeta lírico, si bien adolece este del defecto, bastante generalizado entre los de La Habana, de tomar por consonantes muchas que no lo son, defecto hijo de la mala pronunciación, mejor dicho, de la confusión de la z y de la s, de la l y la r que se nota por lo regular en aquellos naturales. Así vemos que hace consonar raudal y mar (acto 4.º esc. 2.ª) Dios y voz, (id.) vez y es (id.), promesa y alteza, etc.” (1841: 60-61).

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total abstracción de lo exagerado, de tópicos que nada favorecen al éxito de la obra: “[...] Pero el Romanticismo no consiste en horrores, en puñales, en venenos, como creen muchos; y aunque esto está ya repetido hasta la saciedad, yo creo que debe imprimirse todos los días, para que algunos lo comprendan” (1841: 80). Para Andueza, al igual que Larra, las obras son hijas del ingenio, del buen escritor que sin necesidad de avales sociales triunfa en la escena por méritos propios. El panorama que el autor lleva a cabo de la crítica de la época en La Habana es poco indulgente, pues se sumerge en asuntos que nada tienen que ver con la obra y se ciñen a aspectos sociales, desde su condición profesional o nacimiento de quien escribe el drama hasta su influencia en dicho contexto. Por las referencias que en más de una ocasión surgen en su libro, Andueza parece tener siempre presente la crítica teatral que Larra realizó sobre El Trovador a raíz de su estreno desde las páginas de El Español, 4 de marzo de 1836, especialmente cuando alude a García Gutiérrez, escritor sin títulos literarios, sin antecedentes políticos, solo, desconocido. Su valor radica en que su obra es hija del ingenio y pertenece a la aristocracia del talento. Reflexiones suscritas por Andueza frente a una crítica mercenaria, pagada, parcial, que aplaude un mal drama o censura una determinada obra por prejuicios sociales que nada tienen que ver con la auténtica crítica. Andueza no oculta su animadversión contra la prensa de La Habana por su falta de rigor a la hora de analizar los estrenos teatrales. Reflexión manifiesta tanto desde las páginas de las publicaciones periódicas en las que ejerció la crítica —El Plantel, El Diario de La Habana— como en su libro Isla de Cuba pintoresca: Es muy ridículo y pedantesco que los críticos pretendan ajustar los pensamientos ajenos, los arranques de la imaginación, los cálculos de un escritor, a sus reglas, a sus conocimientos muchas veces limitados, y acaso a sus caprichos [...] Con cuatro bufonadas se llena un artículo... Que responda el apaleado... ¡Infeliz de él, si lo hace! La contestación a su respuesta es una nube de invectivas que llueven sobre él, como aguaceros en mayo; todo se olvida entonces, el drama si es drama, la novela si es novela (1841: 78-79).

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En el Teatro Tacón de La Habana se alternó el drama romántico con comedias de costumbres, refundiciones de Lope y Calderón, traducciones de piezas teatrales francesas, comedias de carácter y juguetes cómicos, fundamentalmente. Andueza, sin embargo, centra su atención en la dramaturgia romántica, en los dramas históricos legendarios y solo en contadas ocasiones se refiere a otros modelos de menor enjundia y valor, aunque no por ello aplaudidos y excesivamente acogidos por la crítica, como en el caso del juguete cómico La Romántica de Juan Cobo, célebre escritor de la época y ausente en las historias y repertorios bibliográficos referidos a la literatura cubana. Fue autor también de la célebre obra titulada Una volante, que en nada desmerece a las comedias de Bretón de los Herreros, su modelo literario, y al que imita en el planteamiento, el carácter de los personajes y la pintura de las costumbres de la época en La Habana, en especial de la clase media. Otro tanto sucede con la comedia El chasco, o vale por mil gallegos el que llega a despuntar, de Bartolomé José Crespo24 que, en opinión de Andueza, es una de las piezas teatrales de mayor éxito estrenadas en La Habana durante el año 1838, al igual que sus sainetes, como el titulado Los pelones, representado en el Teatro Tacón en 1839. En sus piezas teatrales recoge todas las variantes y préstamos idiomáticos cubanos. Utilizó el bozal, lenguaje de los negros africanos, convirtiéndose Crespo en modelo genuino de un teatro de honda raigambre popular. El chasco se asemeja también a las comedias bretonianas, de donde toma Crespo sus caracteres, fundamentalmente los relativos a pretendientes pretenciosos, matrimonios de desigual edad, calaveras... Tipos de la clase media que aparecen desde una perspectiva ridícula y cómica, como una pintura de época, que caricaturiza y parodia determinados usos y costumbres, especialmente el de la relación amorosa, como en el caso de la mencionada obra.

24. Bartolomé José Crespo, natural de El Ferrol, llegó a Cuba en 1821 y desde entonces, hasta su muerte, residió en la isla. Colaboró en época temprana en las principales publicaciones periódicas del Romanticismo cubano, como en La Mariposa, El Nuevo Regañón de La Habana, El Plantel, Noticioso y Lucero. Andueza se refiere a la producción teatral de Crespo en la que se reproduce el habla popular del pueblo. Firmaba con los seudónimos Líndoro, El Caricate habanero, La sirena cubana, El Anfibio, Waltero y Creto Gangá. Su obra más representativa, la citada por Andueza, es Los pelones, que fue representada con el título La Mecontent o Los pelados arrepentidos.

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La vida cultural de Cuba transcurre, fundamentalmente, bajo la premisa marcada por el drama romántico, la comedia costumbrista, refundiciones de los clásicos españoles, traducciones y refundiciones de obras debidas a escritores franceses. Evidentemente, de todo este corpus sobresale el drama romántico, de ahí que Andueza destaque sobremanera todo lo referido a él. El mundo del espectáculo está descrito de forma pormenorizada en su monografía. El Teatro Tacón es el epicentro cultural de La Habana y los hábitos o costumbres de los espectadores se convierten en tema escabroso para quienes ejercen la autoridad en materia de espectáculos. Andueza, desde las páginas de la prensa y de su libro Isla de Cuba pintoresca analiza un artículo de oficio publicado en El Diario de La Habana que dice textualmente lo siguiente: No siendo compatible con el buen orden que debe observarse en los teatros consentir que una parte, aunque pequeña del público, quiera en perjuicio de todo trastocar la regularidad y decencia con que aquel acostumbra a conducirse, se prohíbe aplaudir con palos o bastones. Igualmente debe tenerse entendido que las exigencias a los actores para que ejecuten lo no anunciado en los carteles, no serán toleradas por la autoridad, castigándose en el acto a cualquiera que falte a estas prevenciones. Habana, 8 de febrero de 1841(1841: 103).

Andueza acaba de regresar a España. Su libro Isla de Cuba pintoresca está ya en la imprenta y el periódico en el que aparece dicho decreto censorio le sirve como reflexión para escribir unas páginas encartadas en el mismo. Sus reflexiones que configuran un capítulo, Censura, son una dura diatriba contra las autoridades cubanas por su total dejación en el cumplimiento de la legislación vigente en España, con clara referencia al Real Decreto del 16 de agosto de 1836 que mandaba observar la ley sobre libertad de imprenta de 22 de octubre de 1820, la adicional del 12 de febrero de 1822 y el reglamento para las juntas protectoras del mismo ramo de 23 de junio de 1821. El incumplimiento de esta normativa en Cuba propiciaba durante el Romanticismo situaciones un tanto esperpénticas y absurdas. Incluso se favorecía a determinados periodistas fieles a las autoridades cubanas que con total impunidad incumplieran lo dictado por Madrid. En esta relación de hechos, Andueza se muestra contrario con el decreto anteriormente extractado, aunque censura a los empresarios por sus arbitrariedades y continuos

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cambios en las carteleras teatrales25. Aplaude también las exigencias del público y defiende a capa y espada la libertad de prensa, al igual que ocurre ya en España. Se exaspera con la política que rige los destinos en La Habana, afirmando que la política se halla enteramente excluida del periodismo de la capital cubana, y cuando allí se habla de polémicas, se entiende por polémicas literarias. Carga también contra el terrible veto de la censura en cuanto a revistas literarias se refiere, pues actúa de forma cruel, injusta, propia de tiempos pasados26. Pese a estar instalado Andueza en Madrid en el año 1840, recibe noticias sobre la aparición de revistas literarias de La Habana recién creadas, como las tituladas El Caricato Habanero y El Campanario, auténticas rarezas bibliográficas inexistentes en los estudios sobre periodismo cubano, que fenecieron al mismo tiempo de su nacimiento por culpa de la censura. Andueza critica duramente a los censores por su arbitrariedad y despotismo. Control, como él mismo indica, que acampa en todas partes, hasta en los anuncios o publicidad de los espectáculos: En La Habana nada, absolutamente nada puede imprimirse sin la firma entera del censor y la rúbrica del Capitán general. ¿Qué dirán en Madrid y aun en la misma Isla de Cuba muchos que lo ignoran, cuando lean en mi

25. El comportamiento del público, actores y empresarios queda perfectamente reflejado en este texto: “En cuanto a las exigencias de los espectadores para que se ejecuten piezas o bailes que no estén anunciados en los carteles, me parece justo decir que bien puede tolerarse al público que tal cual vez sea exigente, cuando tantas veces faltan las empresas de los teatros, a lo que al mismo prometen. Nada más común, y en La Habana sobre todo, que variar, media hora antes de empezar la función, la anunciada en los carteles; nada más común que suspenderla con el más frívolo pretexto. ¡Y qué! ¿Son por ventura los actores o el empresario de mejor condición que el público? Se tolera que este sea engañado ¿Y no sufrirá que un día se muestre exigente?” (1841: 104). 26. Andueza comenta que los periódicos cubanos, fundamentalmente el Noticioso y Lucero, mantenían crueles polémicas entre los propios críticos y escritores en general. Polémicas insultantes, plagadas de agravios contra personas de La Habana con sus nombres y apellidos. Escritores envidiosos, pedantes y atrevidos que lanzaban sus crueles diatribas contra los periodistas que ejercían su oficio con total dignidad. Sátiras vergonzosas que Andueza denuncia en su libro, aunque omita siempre los nombres y apellidos de quienes ejercían este tipo de sátira despiadada desde el Folletín del Noticioso, especialmente el responsable de esta sección que publicaba una serie de artículos con el título de Costumbres de La Habana, cuadros repugnantes y mentidos sobre personas de Cuba en opinión de Andueza. Suponemos que el responsable de la publicación, pese a que no se cita en la monografía, es Nicolás Pardo.

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obra que hasta los carteles de las funciones de teatros y toros que se fijan en las esquinas están sujetas a la misma formalidad? (1841: 105).

El libro Isla de Cuba pintoresca refleja con exactitud la Cuba romántica desde una perspectiva amena, atrayente, sugestiva. Es una mirada, protagonizada, vivida y experimentada por un escritor romántico, Andueza, cuyas incursiones literarias no solo se limitaron al específico campo de la dramaturgia romántica, sino también a la poesía y a la novela histórica. La visión del Romanticismo cubano está percibida desde esta mirada, desde la percepción de un romántico que participó en el movimiento y cimentación de la escuela romántica cubana en la década de los años treinta del siglo xix. Bi b l i ogr a fí a El Álbum (1838): La Havana, Imprenta de don José Severino Boloña. Andueza, José María (1837): La heredera de Almazán o los Caballeros de la Banda. Novela histórica del siglo XIV, La Habana: Imprenta de Pálmer, 4 tomos. — (1838): Guillermo. Drama en tres jornadas y cinco cuadros en prosa y verso, La Habana: Imprenta de D. J. M. Pálmer. — (1840): “El Momento”, Semanario Pintoresco Español, T. V, p. 192. — (1840): “Moisés”, Semanario Pintoresco Español, T. V, pp. 279-280. — (1840): “Los dos Jaimes o la justicia humana. Romance andaluz”, Semanario Pintoresco Español, T. V, pp. 295-296. — (1840): “El Mesías”, Semanario Pintoresco Español, T. V, pp. 311-312. — (1840): “En una noche de tormenta”, Semanario Pintoresco Español, T. V, pp. 373-374. — (1841): “El Negrero”, Semanario Pintoresco Español, T. VI, pp. 15-16. — (1841): “A Elisa”, Semanario Pintoresco Español, T. VI, p. 32. — (1841): Isla de Cuba pintoresca, histórica, política, literaria, mercantil e industrial. Recuerdos, apuntes, impresiones de dos épocas, por..., Madrid, Boix, Editor. — (1842): Trabajos y miserias de la vida. Cuadros joco-serios. Entretenimiento traducido y original de Aben-Zaide, Madrid, I. Boix. — (1843): “La criada”, en Los Españoles pintados por sí mismos, Madrid, Boix, I, pp. 87-92. — (1843): “El escritor público”, en Los Españoles pintados por sí mismos, Madrid, Boix, I, pp. 209-216.

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— (1843): “El guerrillero”, en Los Españoles pintados por sí mismos, Madrid, Boix, I, pp. 283-285. — (1846): George Sand, Teverino, Madrid, Espinosa [traducción]. — (1855): Pedro y Catalina, o El Gran Maestro. Zarzuela, Madrid. — (1856): La Gitana de Toledo. Música de Cristóbal Oudrid. Zarzuela, Madrid, Rodríguez. — (1856): Los Caballeros de la Banda o Las Revueltas de Castilla. Novela histórica caballeresca del siglo XV, Madrid/Barcelona, Imprenta Hispana de Vicente Castaños. — (1856): Rey, emperador y monje. Novela, Barcelona, Librería González. — (1859): Don Felipe el Prudente. Novela, Barcelona, Mayol y Cía, 1856; Carlos III o los mendigos de la Corte, Barcelona, Saurí. El Artista (1848-1849): La Habana. Catálogo de publicaciones periódicas cubanas de los siglos XVIII y XIX (1965): La Habana, Biblioteca Nacional José Martí, Dpto. Colección Cubana. La Charanga. Periódico literario, joco-serio y casi sentimental, muy pródigo en bromas pero no pesadas, y de cuentos, pero no de chismes, muy abundantes de sátiras, caricaturas y otras cosas capaces de arrancar lágrimas a una vidriera (1857-1860): La Habana. El Corresponsal (1839-1840): Madrid, Imprenta de la Compañía Tipográfica y de J. Rebollo y Compañía. Bachiller Morales, Antonio (1859-1861): Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la Isla de Cuba, La Habana, Imprenta de P. Massana e Imprenta de Tiempo. Bravo, Emilio (1849): “Literatura Española en Cuba”, Semanario Pintoresco Español, pp. 348-349. Diario de La Habana [continuación del Papel Periódico de la Havana] (18191864). Diccionario de la Literatura Cubana (1980): La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Cuba/Editorial Letras Cubanas. El Fisgón (1839): “Costumbres de La Habana. El Quintrín amarillo”, Semanario Pintoresco Español, pp. 285-288. Faro Industrial de La Habana. Diario de Avisos políticos, mercantiles, económicos y literarios (1841-1851): La Habana. G. P. (1846): “Estudios Literarios. Estado actual de la literatura cubana”, Semanario Pintoresco Español, pp. 349-350. Guerrero, Teodoro (1847): “Viajes. Un año en La Habana”, Semanario Pintoresco Español, pp. 41-44. Labraña, José M. (1940): “La prensa en Cuba”, en Cuba en la mano. Enciclopedia popular ilustrada, La Habana, Úcar, García, pp. 649-786. Larrondo y Maza, Enrique (1928): Francisco Covarrubias, fundador del teatro cubano, La Habana, Cultural.

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Llaverías, Joaquín (1859): “El Plantel”, en Contribución a la historia de la prensa periódica, La Habana, Talleres del Archivo Nacional de Cuba, pp. 59-68. Menocal, Feliciana (1961): “Índice General de El Plantel”, Revista de la Biblioteca Nacional “José Martí”, La Habana [3.ª época], 3 (1-4), pp. 165172. — (1962): “Indice general de La Cartera Cubana”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, [La Habana], 4 (1-4), pp. 48-71. El Moro Muza. Periódico satírico burlesco de Costumbres y Literatura, dulce como los dátiles, nutritivo como el alcurcuz y dirigido por Juan Martínez Villergas (1859-1869): La Habana, Librería El Iris. El Noticiero (1854-1859): Madrid, Imprenta de El Noticiero. Ortiga Rey, Pablo (1855): “Un día de campo en La Habana”, Semanario Pintoresco Español, pp. 258-259. El Panorama. Periódico de Literatura y Artes (1838-1841): Madrid, Imprenta de El Panorama. Papel Periódico de la Havana, Con permiso del Superior Gobierno (17901805): La Habana. El Parlamento. Diario Conservador (1854-1859): Madrid, Imprenta de L. García y en la de T. Fortanet. “Paseo de Isabel II en La Habana” (1851): Semanario Pintoresco Español, p. 25 [grabado]. Pérez Cabrera, José Manuel (1957): “El Álbum: Biografía de una revista”, Noverim, 2 (6), pp. 53-72. Pezuela, Jacobo de (1863): Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Francisco de Paula y Mellado. — (1863): Historia de la Isla de Cuba, Madrid, Imprenta de Bailly-Baillière. El Plantel. Ciencias. Literatura. Artes (1838-1839): La Habana. El Prisma. Repertorio de Ciencias, Literatura, Bellas Artes, Agricultura y Comercio bajo la dirección de varios jóvenes (1846-1847): La Habana. Roig de Leuchsenring, Emilio (1962): “La Cartera Cubana y El Artista”, en Literatura costumbrista cubana en los siglos XVIII y XIX, La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, T. 3, pp.149-150. Romero Ortiz, Antonio (1843): “Costumbres cubanas. Un día en Camarones”, Semanario Pintoresco Español, pp. 302-304. Salas y Quiroga, Jacinto (1840): “Viajes. La Habana”, pp. 258-259 y 269270. Tacón, Miguel (1836): Colección de varias exposiciones dirigidas al Excmo. Sr. Prócer del reino, Gobernador y Capitán General de la Isla Cuba y a S. M. la Reina Gobernadora; artículos comunicados y demás manifestaciones a que ha dado lugar la representación apócrifa contra dicho Excmo. Sr.

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Don Miguel Tacón, inserta en “La Abeja” de Madrid del día 2 del presente año. Sacadas del “Diario de La Habana”, con las fechas que se citan, La Habana, Marzo, Imprenta de Gobierno y Capitanía General, y de la Real Sociedad Patriótica Por S. M. Trelles, Carlos M. (1938): “Bibliografía de la prensa cubana (de 1764 a 1900) y de los periódicos publicados por extranjeros”, Revista Bibliográfica Cubana, 2 (10), p. 213, passim. “Vista general de La Habana” (1850): Semanario Pintoresco Español, p. 395. Zárraga, Juan Antonio (1842): “Poesía. La Isla de Cuba”, Semanario Pintoresco Español, pp. 343-344.

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Sabores, sones y trazos del costumbrismo cubano

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Raquel Gutiérrez Sebastián Universidad de Cantabria

Con casi treinta años de diferencia aparecieron en Cuba dos interesantes colecciones costumbristas, Los cubanos pintados por sí mismos (1852), una de las primeras antologías costumbristas del continente americano2 y Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881). La primera de ellas estaba integrada por treinta y ocho artículos de varios autores, entre los que destacaron José María de Cárdenas, Betancourt o Manuel Costales. En ella se recogían tipos de la sociedad cubana de mediados del xix acompañados de diversos grabados en madera preparados por José Robles e incorporados en forma de viñetas y pequeñas imágenes dentro de los artículos, y se incluían además veinte láminas litografiadas a página completa, “tiradas aparte en papel de china” (Bachiller y Morales:1881:8), dibujadas unas por Robles y otras por el pintor vasco Víctor Patricio Landaluze3.

1. Este estudio ha sido realizado dentro del proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Economía titulado Análisis de la literatura ilustrada del siglo XIX (FFI-2011-26761). 2. Poco después, en 1854, se editó Los mexicanos pintados por sí mismos. Tipos y costumbres nacionales por varios autores. 3. La autoría de los dibujos la conocemos gracias al anuncio de la portada y a las firmas de algunos de ellos. Pese a que los editores incluyeron en la página final un índice de estampas a página completa de la obra, no sabemos con certeza el número de ilustraciones que aparecieron ni tampoco el de estampas a página completa, pues algunos de los artículos no se acompañaron de sus correspondientes dibujos y el hecho de que la obra se editara por entregas hizo que el editor, don José Agustín Millán, al reeditar los ejemplares sobrantes y encuadernarlos como un libro para mejorar su venta, cambiara algunos grabados que no habían gustado al público y le agregara otros, por lo que los ejemplares que podemos ver en la actualidad tienen veinte láminas y no podemos saber lo que realmente recibieron los lectores de la época. Esto ha provocado discrepancias

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La segunda de estas colecciones, Tipos y costumbres de la isla de Cuba, la conformaban cuarenta y tres artículos de varios escritores, textos correspondientes a las modalidades costumbristas de escenas y tipos y en algunos casos a los que posteriormente me referiré, tomados de la colección anterior. El volumen iba precedido de un prólogo a cargo de Antonio Bachiller y Morales e ilustrado con diecinueve dibujos y una cromolitografía, todos ellos realizados por Landaluze. A través del análisis comparativo de ambas colecciones pretendo en este estudio arrojar alguna luz sobre la evolución del costumbrismo en Cuba, que se inicia en la prensa, como en el ámbito europeo, con artículos publicados en Papel Periódico de la Habana (1780) o El Regañón (1800), que tiene su momento de su eclosión en los periódicos y revistas de los años treinta, tales como El Faro Industrial, El Álbum, El Aguinaldo Habanero o El Siglo, que presenta una de sus primeras colecciones de tipos hacia los años cincuenta y una de cuyas últimas producciones es el segundo libro al que acabo de aludir, que los investigadores han considerado el “canto del cisne” del costumbrismo en la isla (Bueno: 1983: XXVI). Mi cala crítica se centrará pues en la comparación de los dos libros a los que me acabo de referir y en ellos analizaré lo que he denominado un tanto metafóricamente en el título de mi trabajo como sabores, sones y trazos. En el español de América, la palabra sabor se emplea para referirse al gusto o sazón de la buena música, y en este sentido es en el que la empleo para aludir a los ingredientes que conforman la pintura de la identidad cubana en las dos colecciones costumbristas estudiadas. El análisis de los prólogos de ambos libros puede aportar algunos datos sobre la cubanidad de los tipos en ellos presentados. En las páginas preliminares de Los cubanos pintados por sí mismos, el escritor español que prologa la obra, Blas San Millán, declara que la finalidad de la misma es mostrar “los defectos o las genialidades peculiares del país” (San Millán: 1852:4), pero, a renglón seguido, añade que muchos de los tipos presentados en ella pertenecen a “la especie entera y no a una nación en particular”(San Millán: 1852:4), oposición entre la particularidad y la universalidad que se resuelve, según él, cuando los

entre los estudiosos pues mientras Trelles le atribuye 332 páginas y veintiún láminas, Antonio Palau en su Manual del Librero Hispano-Americano, tomo II, Barcelona, 1924, señala que la obra tenía 334 páginas y dieciocho láminas.

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escritores pintan lo original que un tipo universal tiene en cada país concreto en el que aparece. Otro de los rasgos de esa posible cubanidad es la presentación de una pintura amable de los tipos. El prologuista insiste en que la intención de los colaboradores del volumen es mostrar un cuadro agradable de tipos, usos, profesiones y modos de vivir, pero sin caer en la caricatura excesiva, ya que no sería lógico, en su opinión, que los propios cubanos incidieran en lo más desagradable de su cotidianidad, como tampoco lo habían hecho los autores de otras colecciones costumbristas con las que está íntimamente emparentada, como Los franceses pintados por sí mismos (1840-42) o Los españoles pintados por sí mismos (1843-44). Patriótico es también el deseo de mejorar la sociedad cubana presente en las páginas del prólogo a Los cubanos y la finalidad moralizadora y didáctica de los artículos, que entronca con el espíritu de la Ilustración dieciochesca: porque el estudio que ha de hacerse de los caracteres y de los usos, de los hombres y de las cosas, del origen de tal costumbre, o de tal extravío o preocupación, si se quiere, ha de obligar a investigaciones de mucha importancia, que interesan a la moral, a la economía y a la misma política (San Millán: 1852: 5).

Estos elementos, la tensión entre la generalización y la peculiaridad de los tipos, la sátira amable, y el fin moral y didáctico de los textos, son en realidad rasgos generales del costumbrismo presentes en la mayoría de los artículos de costumbres de todos los países y el prologuista no hace otra cosa que intentar adaptarlos a la finalidad última de la obra, el deseo de presentar la realidad cubana, su tipismo y su singularidad. Resulta muy curiosa, sin embargo, la ausencia de referencias al tipismo y la idiosincrasia cubana de los tipos, usos y costumbres en el prólogo a la segunda colección costumbrista estudiada, Tipos y costumbres de la isla de Cuba. Se vuelven a recoger en ella tipos publicados en el volumen anterior4 “que no envejecen ni pierden con los 4. Se trata de: “El vividor”, “El calambuco”, “El médico”, “El médico de campo”, “El administrador de ingenio”, “El oficial de causas”, “El gallero”, “El amante de ventana” y “El mataperros”.

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años” (Bachiller y Morales: 1881: 9) y nuevas versiones de algunos tipos, como el del “El tabaquero” presente en ambas colecciones, pero recreado por dos autores diferentes: Salantis se encarga de su pintura en Los cubanos y Francisco de Paula Gelabert lo retrata en la segunda de las colecciones. Precisamente este escritor tiene un gran protagonismo en el volumen, pues es autor de once artículos, muchos de los cuales tienen la peculiaridad de pintar distintas variantes del tipo del negro, uno de los protagonistas del imaginario costumbrista cubano y de la identidad de la isla5. Pero al margen de estas declaraciones de intenciones de los prólogos, es muy interesante analizar con cierto detalle los rasgos específicamente cubanos de ambas colecciones costumbristas. Me centraré en dos aspectos concretos. En primer lugar, los tipos presentados como intrínsecamente cubanos y repetidos en las dos colecciones6, y en segundo lugar estudiaré la presencia de tipos negros en la segunda de ellas, tipos que están totalmente ausentes en Los cubanos pintados por sí mismos. Cuatro son los tipos específicamente cubanos que me interesan entre los varios que se reiteran en ambas colecciones: “El vividor (guagüero)”, “El calambuco”, “El mataperros” y “El gallero”. En los tres primeros advertimos que se trata de tipos generales aparecidos en el costumbrismo español y adaptados a la idiosincrasia cubana a través de su nombre, como el vividor guagüero, correspondiente con el tipo del gorrón de los que “gustan de pedir en todas

5. El autor del prólogo, Antonio Bachiller, no hace ninguna referencia a la presencia de tipos negros en la colección. ¿Cuáles pueden ser las razones por las que al prologuista no le interesa subrayar lo que de esencialmente cubano tiene este libro? Quiero pensar que acaso no fuera necesario ya a la altura de 1881 decir que una colección de tipos y escenas de Cuba iba a tener un sabor cubano por resultar ya una obviedad, pasado el momento de auge del costumbrismo español e hispanoamericano que había mostrado como uno de sus intereses la pintura del pintoresquismo de los tipos, aunque también es posible que Antonio Bachiller no quisiera identificar la identidad cubana con el componente africano. 6. En Los cubanos pintados por sí mismos aparecen los siguientes tipos cubanos: “El tabaquero”, “El calambuco”, “El gurrupié”, “El administrador de ingenio”, “El director de escuelitas”, “El gallero”, “El vividor guagüero” y “El mataperros”. En Tipos y costumbres de la isla de Cuba se repiten algunos de ellos y aparecen otros nuevos, como “El ñáñigo”, “La mulata de rumbo”, “Los guajiros”, “El mascavidrio”, “El calesero”, “El puesto de frutas”, “Los negros curros”, “Un chino, una mulata y unas ranas” y “¡¡Zacatecas!!”.

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partes, valiéndose de halagos y gracias, que, magüer infantes, saben que son de efecto, y a estos pláceme llamarlos guagüeros.” (García de la Huerta: 1852:101), y para cuya caracterización emplea el narrador la denominación simbólica de Críspulo Intruso. Lo mismo sucede en el caso de “El calambuco”, pues el término que designa al tipo es un cubanismo para aludir a quien exhibe una exagerada o falsa devoción religiosa, con su correspondiente femenino, la calambuca, que anuncia que retratará el autor del artículo, José Agustín Millán, aunque según parece no llegó a escribir el retrato de ese tipo, que se corresponde con “La Santurrona” de Antonio Flores recogida en Los españoles. En el caso de “El mataperros” es de nuevo un tipo reiterado en el costumbrismo peninsular, el del niño mendigo, con sus variantes en “El charrán” de Ramón de Castañeira, y “El ratero” de Pérez Calvo de Los españoles pintados por sí mismos (1844), así como en “El granuja” de Antonio Flores en Doce españoles de brocha gorda (1848). Tiene relación además con posteriores retratos de niños mendigos, como “El chiquet de San Vicent” de Los valencianos pintados por sí mismos (1859) o con “El raquero” perediano de Escenas montañesas (1864). El texto de “El mataperros”, cuajado de referencias pictóricas, se inicia con una reflexión sobre la importancia de la educación y concluye con la propuesta de la creación de una casa de Beneficencia para acoger a estos pilluelos huérfanos. Las magníficas ilustraciones de Landaluze ponen de manifiesto la influencia de Murillo que tan patente fue en el costumbrismo andaluz y reflejan a un conjunto de pícaros callejeros y desarrapados. Sin embargo, en el caso de “El gallero”, la cubanidad reside en que el tipo pintado tiene su hábitat natural en la isla de Cuba y es considerado en el artículo como “uno de los tipos más especiales que puede ofrecer la tierra del tabaco.” (Licenciado Vidriera: 1852: 230), tipo que quiere erradicar el escritor, que habla en una jerga propia y tiene un vestuario calificado en las descripciones epidérmicas del narrador como tropical, “de lienzo, zapatos de becerro, regularmente virado, medias de carne, sombrero de paja o jipijapa y gallo en mano” (Licenciado Vidriera: 1852: 231) y cuya figura refleja en imágenes exentas Landaluze en las dos colecciones que estamos analizando. Es destacable la calidad del segundo de los dibujos. Con respecto al segundo asunto que acabo de enunciar, la representación del negro, con presencia únicamente en Tipos y costumbres

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de la isla de Cuba, recoge una serie de tópicos reiterados en el teatro bufo y alejados de los presupuestos críticos sobre la situación del negro de las primeras novelas antiesclavistas de la década de los treinta y que culminaron con la publicación de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel de Cirilo Villaverde (1879-1882) (Rivas: 1990: 347-362). Los tipos del negro y la negra recreados en estos artículos están vistos siempre desde la superioridad del blanco que observa a una serie de individuos diferentes, pintorescos, de costumbres y moral relajadas, como “La mulata de rumbo” de Francisco de Paula Gelabert en el que la protagonista, Leocadia, es una linda mulata amancebada con un ricohombre que la llena de regalos y lujos, que se hace amante del sobrino de su protector y que únicamente piensa en divertirse y bailar el danzón7, mientras a su alrededor las mujeres de su clase crían hijos y pasan todo tipo de privaciones. Los negros de estos artículos son también violentos y maledicentes, y pese a que hay referencias a su trabajo, como sucede en el artículo “El calesero”, se incide sobre todo en la imagen pintoresca, resaltada en los textos por el modo de hablar, y en las imágenes, por la vistosidad y detallismo de caras y vestimentas de los retratos de Landaluze. Los grabados que representan a los tipos negros en la obra los muestran ejerciendo sus diferentes oficios, en un ambiente fundamentalmente urbano, en el que el negro es dueño de la calle y en ella conversa, vive y desarrolla su trabajo. Así se aprecia, por ejemplo, en dos de las más interesantes ilustraciones de Landaluze, las que acompañan a “El puesto de frutas” y “Los negros curros”, cuyos textos corresponden a Francisco de Paula Gelabert y Carlos Noreña respectivamente. En la primera de ellas aparecen conversando ña Tula, la que el texto de Paula Gelabert describe como “una negra gangá”8 (Gelabert: 1881: 117), la mulata Rosalía con su jaba o cesta en la mano, y el calesero Torcuato con su característico uniforme en el que destacan las botas, 7. La llegada de dos jóvenes con los que la mulata va a acudir a una fiesta para bailar el danzón le sirve al narrador para realizar continuas referencias a este tipo de música que surge hacia 1879 y que tiene un fuerte componente africano. Igualmente, en el artículo se alude a los danzones que eran famosos en ese momento. Este tipo de elementos le sirven al narrador para recrear estas celebraciones populares a las que acudían las mulatas de rumbo y los señoritos que las enamoraban, en las que se comía sobre la hierba arroz con pollo y pescado y que solían culminar con un baño en el río. 8. Se trata de una etnia de tipo matriarcal procedente de los esclavos llegados a Cuba a finales del siglo xviii que tenían un culto del mismo nombre.

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la librea y el sombrero de copa. El centro derecha de la imagen está presidido por la impactante figura de María Justa, una negra curra del Manglar. Los tipos de la escena costumbrista se expresan en el texto con un lenguaje lleno de dialectalismos afrocubanos, y con unos rasgos fonéticos propios que inciden en su caracterización y proporcionan pintoresquismo y sabor local a la escena recreada: —Uté cuando jabla parece como cuando yo toca mi maríndola, que sale una música má sabrosa que la caña de la tierra que vende ña Tula; uté muchacha muy graciosa y a mi guta mucho mirá su cara bonito, bonito; dijo de pronto Torcuato que hacía ya rato contemplaba con cierta complacencia a la parlanchina mulata. (Gelabert: 1881: 118)

En lo que se refiere a “Los negros curros”9, la lámina cromolitográfica de Landaluze acompaña a un texto de Noreña que presenta en primer lugar una descripción de las vestimentas del tipo10 y que incluye una escena protagonizada por José Rosario, un curro que pasa su tiempo entre juegos un tanto violentos, visitas a la taberna y a la cuba de aguardiente y requiebros de cortejo a la negra que junto con él protagoniza la ilustración. Este negro curro se convirtió en un estereotipo recogido en la música popular, y así lo recrea la guaracha11 del xix de Ramírez titulada El negro bueno, en la que se canta: Donde se planta Candela, no hay negra que se resista

9. En las primeras décadas del siglo xix, los negros curros habaneros eran los dueños de las calles más oscuras y embarradas de la marginalidad capitalina. Entendían en negocios de juego, ajustes de cuentas, robos, prostitución y matonismo. Vivían extramuros de la gran capital isleña, por el barrio del Manglar, lo que hoy viene a ser, en parte, el barrio de Jesús María, donde vivió el poeta José Martí en su niñez. No eran esclavos. Eran negros horros (habían alcanzado la libertad). Y esa rotunda singularidad los ponía por encima de sus hermanos de raza, esclavos. Los curros eran libres y estéticamente distintos. Vestían como lo que se consideraban que eran, los reyes negros del hampa habanero. 10. Alude además a Guerrero, autor de guarachas en las que se ponían en escena con esa música unos tipos de negros que tenían las mismas vestimentas y actitudes que los negros curros. 11. La guaracha es un género musical bailable originario de Cuba que se incorporó al teatro bufo y en cuyas letras solía presentarse una crítica social. Los protagonistas eran habitualmente el negrito, el gallego y la mulata.

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y si algún rival la cela, al momento vende lista. Candela no se rebaja a ningún negro valiente; en sacando la navaja, no hay nadie que se presente.

El texto literario parece congelar la imagen que Landaluze muestra de la mulata: “recogiendo un extremo de la manta con la mano derecha, y echándoselo por encima del hombro izquierdo” (Gelabert: 1881:133). Al igual que en el texto anterior y en todos aquellos en los que aparecen personajes negros, el modo de hablar es un elemento fuertemente caracterizador y singularizador de los tipos, y así sucede por ejemplo con la negra Guabina, que se expresa a través de muchos refranes, cubanizados en algunos casos, como la expresión “Con el tiempo y un ganchito...” (Gelabert: 1881:134) con la que deja plantado al negro que la requiebra12. En definitiva, los sabores de ese costumbrismo cubano presentaban la sal de unos textos protagonizados por tipos genéricos de oficios, profesiones y modos de vivir y la pimienta de una vertiente pintoresca y exótica cuyas figuras principales son las mulatas pícaras y sensuales y los negros valentones o sirvientes. Un mundo descrito en palabras por los escritores y recogido gráficamente por Landaluze en escenas que, en la segunda colección, recuerdan a las de la vida francesa recreada por el ilustrador Gavarni. Pero dejemos el sabor y vayamos a continuación con los sones, voz que en cubano alude a la música popular bailable, pero que yo emplearé en la cuarta acepción recogida en el DRAE, tenor, modo o manera. Quisiera referirme por tanto al modo en el que el costumbrismo español, y especialmente las colecciones costumbristas como Los españoles pintados por sí mismos o bien los grandes escritores de costumbres peninsulares, fundamentalmente Larra y Mesonero Romanos, influyeron 12. La imagen crítica de los negros se lleva a sus máximas consecuencias en el artículo “El ñáñigo”, subtitulado “Carta cerrada y abierta” de Enrique Fernández Carrillo. El texto se presenta en efecto en forma de epístola a Landaluze, el dibujante responsable de las ilustraciones, y en él se recrea la figura del ñáñigo, individuo que pertenece una sociedad secreta de carácter religioso constituida por los negros de Cuba, que se propone erradicar el autor del texto a través de la educación y cuyas prácticas censura ácidamente deslizando en su discurso muchos comentarios racistas.

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en el costumbrismo cubano, como en las restantes colecciones costumbristas hispanoamericanas. Tomo como base el estudio del profesor Rubio Cremades en el que revisa el influjo del costumbrismo español en estas colecciones y me referiré únicamente al caso específico de los textos costumbristas de la isla (Rubio Cremades: 2008). Desde las páginas del prólogo a Tipos y costumbres de la isla de Cuba, Bachiller Morales, al hilo de una breve historia del costumbrismo cubano se refiere a la importancia que a partir de los años treinta del xix tuvieron en la literatura cubana y especialmente en la prensa, de la que cita El Diario de La Habana, los escritos de Larra y de Mesonero Romanos, nombre que escribe en cursiva y que sospecho que consideraba un pseudónimo. Sin embargo, el modelo más evidente de las colecciones costumbristas cubanas fue el de Los españoles, obra con la que compartía la finalidad de reflejar fielmente los tipos más característicos y genuinos, el deseo de ayudar a la configuración de una fisonomía colectiva, la presentación de los textos acompañados de grabados, y la reiteración de muchos de sus tipos y técnicas literarias (Rubio Cremades: 1991: 67-76). A modo de ejemplo podemos citar la presencia en Tipos y costumbres de la isla de Cuba del tipo de “El calesero”, en un texto de José Triay13 en el que se refleja una imagen nostálgica de esa figura, de la que el narrador nos expone el nacimiento, el oficio y el traje, dentro de esa mirada epidérmica característica del costumbrismo. Este tipo había aparecido en Los españoles retratado por Martínez Villergas14 en un artículo en verso que incidía en la fisonomía, costumbres y modo de expresarse de la figura, y con variantes en el artículo en prosa de la misma colección titulado “El cochero”, de Cipriano Arias. Lo mismo sucede con otros tipos como “El estudiante”, cuyo bosquejo traza en Los españoles Vicente de la Fuente y en Los cubanos Eugenio de Arriaza; con “El médico”, retratado en Los españoles por el Licenciado José Calvo y Martín y que aparece con ciertas variaciones en ambas colecciones cubanas, en artículos como “El médico de campo” de José María Cárdenas y “El médico de ciudad” de José 13. El autor es José Triay, un periodista gaditano que culminó sus días en La Habana, por eso alude al parentesco del quitrín con la calesa gaditana. 14. El periodista español Juan Martínez Villergas (1816-1894) durante una de sus varias estancias en Cuba fundó el periódico El Moro Muza y fue muy conocido en los ambientes culturales de la isla.

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Agustín Millán, aparecido en la segunda colección cubana estudiada, o también “La comadre” de José María Cárdenas, que retrata en Los españoles el Dr. Pedro Recio, y un largo catálogo de tipos procedentes del costumbrismo peninsular15 que no enumero por motivos de tiempo, pero en el que no quisiera dejar de señalar la presencia del tipo de la coqueta, muy frecuentemente pintada en las colecciones costumbristas españolas y en estos dos volúmenes y que merecería un estudio más detallado16. Finalizo este trabajo delimitando los trazos, es decir, delineando los contornos de un costumbrismo isleño que tiene mucho del peninsular, como la reiteración de ciertos tipos que representan fisonomías sociales, el carácter epidérmico con el que se retratan, el afán moralizador, la suavidad de la caricatura, las referencias pictóricas y visuales, la onomástica simbólica o el empleo de los usos lingüísticos en la caracterización de 15. Igualmente emparentados con tipos de colecciones costumbristas españolas, aunque se presenten con distinta denominación, están el tipo de “La casamentera” de Manuel Larios, presente en Los cubanos, “El amante de ventana” del Dr. Canta-Claro en esta misma colección, que puede tener su correlato en “El pretendiente” de El Curioso Parlante; “El calambuco” de José Agustín Millán recogido en las dos colecciones cubanas que está emparentado con “El Demanda o Santero” de José María Tenorio o su variante femenina en “La Santurrona” de Antonio Flores, ambos presentes en Los españoles; “El escribiente memorialista” de García Gutiérrez o “El escribano” de Bonifacio Gómez, tipos del ámbito jurídico que en el libro cubano se corresponden con “El oficial de causas” de Manuel Costales, que aparece en las dos colecciones costumbristas isleñas. También “El poeta” de Zorrilla de Los españoles, en Los cubanos se presenta como “El poetastro” de Joaquín G. de la Huerta y “El escritor novel” de Betancourt. 16. “La coqueta” es un tipo muy frecuente en el costumbrismo español. Una de los primeros artículos que expone las características de este tipo es el publicado en el Semanario pintoresco español en 1842 con el título de “Estudios morales. La coqueta”; posteriormente Ramón de Navarrete en Los españoles pintados por sí mismos pinta el mismo tipo con tintes muy negativos, que reaparecerán en el artículo del mexicano Ignacio Ramírez en Los mexicanos pintados por sí mismos, en los que el narrador describe este tipo social como un entomólogo a su insecto y destaca los vicios inherentes a la coqueta: impostura y artificio, gasto excesivo y una cierta fealdad que tiene que esconder bajo afeites y ropajes. En Los cubanos, el artículo dedicado a la coqueta es obra de la escritora Virginia Auber Noya, más conocida por su novela Ambarina. Inicia el artículo señalando que este no es un tipo cubano: “¿Queréis que os pinte la coqueta cubana?... permitidme que arroje una escudriñadora mirada a mi alrededor para descubrirla, pues en ningún país abunda menos que en el nuestro” (Felicia: 1852:7) y posteriormente recrea la historia de la coqueta Tula, una mujer que tras poner en jaque a varios pretendientes termina casándose con el menos conveniente. Cita al inicio de su narración una obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda en la que se pinta a una coqueta, posiblemente la Catalina de la novela Dos mujeres (1842-43).

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los tipos, especialmente la tropicalización lingüística, pero que presenta también algunos caracteres particulares, asociados fundamentalmente al marco en el que se desarrollan los tipos y a la especificidad de algunos de ellos. Además, en estos dos volúmenes de artículos, advertimos una evolución en la relación entre los textos y los grabados. Los cubanos presenta unos grabados centrados en un imaginario exterior y epidérmico del mundo isleño, una mirada característica del joven bilbaíno Landaluze recién llegado a la isla y que está iniciando su carrera artística. El pintor recoge sobre todo las maneras de vestir y las poses caracterizadoras de los tipos en unos dibujos bastante sencillos cuyo fin es servir como ornamentación subordinada al texto literario y que siguen fielmente el modelo iconográfico de Los españoles, con una lámina exenta representando al tipo y unas imágenes de formato más pequeño en las que lo presenta en una escena. Sin embargo, en la segunda colección analizada, Tipos y costumbres de la isla de Cuba, el dibujo parece haber sido el origen y motor de algunos de los textos creados, como lo prueban los muchos comentarios de los escritores alabando la calidad de las láminas de Landaluze que recreaban los tipos por ellos descritos. Baste como ejemplo, el texto del artículo “El ñáñigo”, de Enrique Fernández Carrillo que recrea a un individuo de una sociedad secreta y que se refiere en estos términos a la ilustración: “¿Para qué he de describirlo a usted, mi señor y amigo don Víctor Patricio, cuando tan perfectamente lo ha pintado usted en esa lámina, en que sólo necesita hablar o moverse, para que tenga vida...” (Fernández Carrillo: 1881:144). Finalmente, la mirada sobre el mundo cubano que plantean ambos libros es un tanto diferente. El primero de ellos retrata un mundo actual pintado en su especificidad, mientras que sobre textos y dibujos del segundo parece desplegarse un pintoresco y colorido mundo colonial que está en trance de desaparición que el lector criollo puede añorar y por el que el público burgués peninsular puede sentir atracción. De ese mundo, la Cuba colonial decimonónica, nos llegan las palabras y las imágenes de las dos colecciones. Por el paseo del Prado, las ferias, los bailes, las calles, las casas de juego, los despachos de los abogados, los establecimientos donde pelean los gallos; por el campo cubano, por las haciendas y por los ingenios, desfilan coquetas, galleros, tabaqueros, niñas casaderas y madres casamenteras, estudiantes,

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solteronas, comadres, médicos, santurrones o niños mendigos y en la segunda colección los acompañan y sirven negros de diversos oficios y condiciones. Es un mundo sugerente y atractivo, en el que también nos invitan a adentrarnos las imágenes de Landaluze, que muestran un diálogo artístico entre texto y grabados sin precedentes en otras colecciones costumbristas. B i b l i ogr a fí a Ayala Aracil, María de los Ángeles (1993): Las colecciones costumbristas (1870-1885), Alicante: Universidad de Alicante. — (1996): “El Madrid urbano en las Escenas Matritenses de Mesonero Romanos”, Caminería Hispánica. Actas del II Congreso Internacional de Caminería Hispánica, (coord.) Manuel Criado del Val, Guadalajara, AACHE ediciones, pp. 317-328. — (2002): “El costumbrismo visto por los escritores costumbristas: definiciones”, en Actas del II Coloquio de la SLESXIX. La elaboración del canon en la literatura española, Díaz Larios, Luis F. y otros (eds.), Barcelona: PPU, pp. 51-58. — (2012): “La mujer: escenas y tipos costumbristas en el Semanario pintoresco español”, Arbor. Ciencia, pensamiento y cultura, vol. 188, Literatura y prensa romántica: El Artista y El Semanario Pintoresco Español en sus aniversarios, In Memorian Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, nº 757, pp. 931-936. Brenot, Anne-Marie (1882): “Escritura costumbrista y tipos cubanos en Cecilia Valdés o La Loma del Ángel de Cirilo Villaverde”, El costumbrismo, nuevas luces, Dolores Thion Soriano-Mollá (ed.), Pau, Presses de l’Université de Pau et des Pays de l’Adour. pp. 301-313. Bueno, Salvador (ed.). (1983): Costumbristas cubanos del siglo XIX, Caracas: Biblioteca Ayacucho. “Estudios morales. La coqueta” (10-X-1842): en Semanario Pintoresco Español, nº 28, pp. 22-223. Gutiérrez Sebastián, Raquel (2013): “A ambos lados del océano: imágenes del tipo costumbrista del indiano”, El costumbrismo, nuevas luces, Dolores Thion Soriano-Mollá (ed.), Pau, Presses de l’Université de Pau et des Pays de l’Adour, pp. 353-367. — y Rodríguez Gutiérrez, Borja (2012): “Gavarni: El dibujante tras el hombre”, Gavarni: Masques et visages en la colección UC de arte gráfico, Santander: Universidad de Cantabria, pp. 9-14.

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El movimiento romántico español e hispanoamericano en E L INICIADOR de montevideo 1

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Vale la pena adelantar esta historia al momento en que apareció el periódico La Moda en 1837 en Buenos Aires, dirigido por Juan Bautista Alberdi. La nueva publicación se erigió en tribuna de expresión de la denominada Joven generación argentina, que se había congregado en torno a la figura de Esteban Echeverría. El objetivo fue muy claro desde los primeros números: la difusión de las ideas en boga en Europa. España habría quedado fuera del circuito de esas ideas que se quisieron difundir en Argentina, pues se orillaron los valores y costumbres arcaicas de la antigua metrópoli con el fin de propiciar el renacimiento de las nuevas formas de vida que tal generación de intelectuales pretendía. En la vieja “madre patria”, cuya estela se pretendía borrar, habían surgido otras voces, críticas con la propia nación, que serían consideradas desde América como la “Joven España”, formada por intelectuales encabezados por Larra (Valero 2011; Martino 2013; Ferri 2015) o Espronceda —cuya Canción del pirata reprodujo El Iniciador2 en su primera entrega haciendo lo propio que la romántica revista madrileña El Artista—, que serían los autores más aclamados desde “la otra orilla”. Fundamentalmente, la influencia de Larra, que se había 1. Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación Romanticismo español e hispanoamericano: concomitancias, influencias, polémicas y difusión (FFI2011-26137), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. 2. El Iniciador, en formato digital, puede leerse en la web del Portal de Publicaciones Periódicas del Uruguay . Cito siempre según esta edición, indicando a continuación del texto volumen y página. Existe también edición facsímile (1941).

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suicidado pocos meses antes de que La Moda comenzara su andadura, en febrero de 1837, no se dejó esperar. Así, una de las plumas más conocidas y reconocidas de La Moda, Juan Bautista Alberdi, firmó sus artículos con el pseudónimo de Figarillo, proceder, como apunta Eduardo Segovia Guerrero, que de suyo ya constituye un verdadero homenaje al romántico español. La encontramos en el n.º 4 de La Moda, con fecha de diciembre de 1837: Por muchas razones me llamo Figarillo y no Fígaro. Primero, porque este nombre no debe ser tocado ya por nadie, desde que ha servido para designar el genio inimitable cuya temprana infausta muerte lloran hoy las Musas y el siglo [...] Me llamo Figarillo y no otra cosa, porque soy hijo de Fígaro, es decir, soy un resultado suyo, una imitación suya, de modo que si no hubiese habido Fígaro, tampoco habría habido Figarillo: yo soy el último artículo, por decirlo así, la obra póstuma de Larra.

La expresión del sentimiento de deuda con el “maestro” no podría ser más rotunda. Y desde esta consideración de sí mismo como “producto” de Larra, Alberdi recurriría una y otra vez a sus páginas e ideas sobre España para adaptarlas a la propia realidad argentina. Así lo vemos en artículo de primero de agosto de 1838 titulado “Reacción contra el españolismo”, donde utiliza las palabras de Fígaro para denunciar la situación de Argentina en aquellos años en los que, paradójicamente, encuentra coincidencias de base con la España del momento. De este modo, la visión de España que se estaba pergeñando en las páginas de La Moda, como también después en las del uruguayo El Iniciador (Ferri/Valero 2013), lejos de ser plana y de reducirse al mero antiespañolismo, ofrece una enriquecedora dualidad que al fin y al cabo muestra la evidencia: que de la ruptura política surgieron ya, en aquellas décadas del 30 y el 40, incipientes puentes de comunicación entre España y América; y que esas relaciones intelectuales fueron posibles por la similitud en problemáticas en el fondo parejas (dentro de las diferencias históricas): el convulso nacimiento de las nuevas repúblicas independientes, y la no menos problemática regeneración que España estaba obligada a protagonizar debido en parte a la pérdida de sus colonias, desde los años de la Emancipación, hasta la conclusión de esta en 1898 (Ferri/Valero 2013).

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La Moda tuvo una vida efímera, ya que feneció en abril de 1838, cuando el grupo de escritores sobre el que se asentaba esta publicación pasó a la clandestinidad y después al exilio en Montevideo, con Alberdi a la cabeza. Sin embargo, cuando este se instaló en la ciudad vecina, otro periódico prometía continuar la tarea principiada en Buenos Aires. En efecto, El Iniciador de Montevideo, fundado el 7 de abril de 1838 por Andrés Lamas y Miguel Cané (íntimo amigo de Alberdi), prosiguió la línea temática —política y social— e ideológica de La Moda, y su objetivo radicó en desarrollar el ideario sociopolítico del pensamiento rioplantense. Entre sus colaboradores, encontramos a los mencionados fundadores, a los que se suman otros nombres como el propio Alberdi, el italiano Gian Batista Cúneo, Juan María Gutiérrez, Félix Frías, Santiago Viola, Juan Cruz Varela y su hermano Florencio, Carlos Tejedor, Esteban Echeverría, Luis Méndez, Miguel Irigoyen, Rafael Corvarán o el joven Bartolomé Mitre, algunos de los cuales habían enviado sus trabajos desde Buenos Aires antes del exilio (Ghirardi 2003: 15-46). La “Introducción”, que lleva fecha de 7 de abril de 1838 (si bien aparece el 15 de abril), en realidad es un editorial en el que se plantearon los objetivos del periódico, y resulta significativo que se anunciara hacia el final que en El Iniciador se publicarían artículos de Larra, celebridad entre la juventud del momento, de quien ya se habían editado en Montevideo dos tomos de artículos en 1838. Así se entiende que en El Iniciador se repitieran los halagos al autor de “Vuelva usted mañana” y a la generación que él representaba. Firmado por la redacción, se publicó el artículo “Fígaro y D. Mariano José de Larra” en que se enarbolan los principios del liberalismo: Así cuando en aquella misma nación se alza una bandera que lleva el mote de libertad y progreso nosotros la seguimos inquietos y curiosos; nos gozamos en sus triunfos, lloramos sus contratiempos; rogamos al cielo porque flamee un día en el seno de la paz y la libertad (II, 38).

En cuanto a la creación literaria hay que reseñar la falta de unanimidad a la hora de juzgar la validez de los modelos peninsulares en la producción artística de las nuevas repúblicas americanas:

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Cuando llega hasta nosotros, la firma de algún español ilustre, los ventajosos ensayos que en la literatura empieza a hacer la juventud española desde el albor del nuevo día que amaneció en la tumba de Fernando, aplaudimos y nos gozamos. [...] La joven España, se ha dicho en este papel, es hermana de la joven América (II, 39).

Se alude asimismo a la aparición de las obras de Larra a las que se refería la redacción al final del anterior tomo. El libro del madrileño se dirige a todos los públicos, igual que El Iniciador —repárese en que esta publicación lleva por subtítulo Periódico de todo y para todos—. Se celebra aquí la vena satírica de Fígaro y su compromiso social y político, recalcando que el autor de El doncel de D. Enrique el Doliente había sido educado en los principios literarios franceses, lo que no había sido obstáculo para que este se hubiera convertido en adalid del progreso, de la duda, del escepticismo, y del desgarramiento interno. Y finalmente no se desaprovechó la ocasión de poner el dedo en la llaga para culpar a la España vieja, a la patria rutinera y perezosa de la muerte de su mejor periodista: “La España le mató, madre viuda cuyos padecimientos no pudieron ser indiferentes a un buen hijo que no podía remediarlos” (II, 44). De vuelta a la “Introducción” de El Iniciador, en esta se define el periódico como “puramente literario y socialista”, combativo contra el lastre que supone la ignorancia para el resurgir nacional, pues “un pueblo ignorante no será libre porque no puede serlo” (I, 1). Para asentar esa libertad sobre cimientos sólidos, lo primero que el artículo se plantea como objetivo crucial es la independencia cultural y espiritual respecto de España, una vez concluida la emancipación política, metaforizadas cada una de ellas en la “cadena material” para esta última, y la cadena “invisible”, para la otra (la espiritual), no menos penetrante y establecida: Dos cadenas nos ligaban a la España: una material, visible, ominosa: otra no menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que como aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos, y todo lo ata, y a todo le imprime el sello de la esclavitud, y desmiente, nuestra emancipación absoluta (I, 1).

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En la misma “Introducción” se advierte de que esta declaración inicial del programa emancipador del periódico no va a ser un mero tema para su desarrollo, sino que se convertirá en eje vertebrador, ya desde estas primeras páginas, pues ocupa la totalidad del artículo. Así pues, se argumenta en esta dirección que la guerra de Emancipación fue “la misión gloriosa de nuestros padres”, mientras que “la nuestra” ha de ser ya otra: la conversión de “la personalidad nacional” en “una realidad” (I, 1). Para ello, se plantea que no habrá más remedio que ocuparse “de producciones extranjeras”, que “poco a poco serán reemplazadas por nacionales” (I, 2). Y entre los autores nacionales, ya en este primer artículo, se destaca a uno que curiosamente no es francés, inglés, italiano... sino español: “El célebre Fígaro llenará algunas columnas con sus artículos no publicados en los dos tomos reimpresos en esta capital: pueden servir como de apéndice a esta colección” (I, 2). Es decir, se aclama a quien consideran que es representante y emblema de esa Joven España de la que han comenzado a hablar desde las primeras páginas del periódico. En este primer número, se dio asimismo a los lectores la traducción española de “Golpe de vista sobre la literatura española”, de P. Leroux, y traducido del francés por la redacción de El Iniciador, tal y como se explicita. La visión sobre España en el seno de Europa, en relación con el desarrollo del saber, se formula desde la negación absoluta de su contribución a tal desarrollo. Tratándose de la opinión de un autor francés, no resulta extraño que se utilizaran en el periódico sus ideas para atizar sobre la maltrecha España los rescoldos del antiespañolismo. De hecho, es habitual en estas décadas la utilización por autores hispanoamericanos de voces autorizadas de la vieja Europa para remachar una posición de España en su historia que convenía desde América, con el fin de justificar la necesidad de zafarse de toda influencia de lo español en sus costumbres, cultura y literatura. Leamos en este sentido a Leroux: No; ella no ha dado un solo hombre ilustre a ninguna de estas cuatro categorías en que se clasifican y resumen todos los trabajos intelectuales de la Francia, de la Italia, de la Inglaterra y de la Alemania [en referencia a la Escolástica, el Renacimiento, la Reforma, la Filosofía]. ¿Qué hacía España mientras Europa trabajaba en su reforma? [...] ¿Qué hacía cuando Francia e

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Italia, y aun la Inglaterra y Alemania, restauraban tan gloriosamente la antigüedad? [...] ella no ha contribuido en nada ni ayudado a construir ninguno de los eslabones sobre que se han alzado los tiempos modernos (I, 11).

En lo que atañe a la literatura española, en la misma línea hispanófoba, Leroux señala lo exiguo de su producción, reduciéndola a unos pocos nombres, que, sin embargo, eran algunos de los más grandes autores de la historia literaria universal: “La España ha sido un caballero siempre en guerra, una ciudadela sitiada. [...] ¿De qué se compone en efecto la literatura española? Del poema del Cid, del romancero de Alonso de Ercilla, Cervantes, Lope de Vega...” (I, 13). El artículo concluye con un fragmento titulado “Sobre la anterior traducción”, en el que la voz de El Iniciador reaparece para vincular la visión de España lanzada por Leroux con la situación de una América heredera de la madre “desgarrada”: La América es un vasto cementerio: impiedad bárbara es cantar alegrías en medio de las tumbas. -Somos hijos del genio destructor; para tener vida desgarramos el seno materno: y bien ¿nos detendremos como el insensato a contemplar las ruinas, cuando el lamento de la Patria nos llama al trabajo, a la producción de todo lo que nos falta? No, no por Dios, si no queremos contrariar el destino de la Patria (I, 16).

Es decir, ante la evidencia de una realidad “ruinosa”, estos intelectuales, como si de los regeneracionistas del fin de siglo peninsular se tratara, asumían la necesidad de oponer el trabajo a las lacras del pasado para fundar la patria. En esta dirección, no deja de ser llamativo que, para cerrar el artículo de Leroux (tan crítico con España, su historia, su literatura y su cultura) en este fragmento final se dé un giro a esta visión, y se concluya aclamando a la otra España, como nueva hermana y amiga, cifrando esa hermandad en la identificación de situación y destino: “La España joven, es nuestra mejor amiga, es nuestra hermana; pues que nuestra misión es idéntica a la suya. La ofrecemos una mano de amigo, y un corazón de hermano. Firmado E” (I, 16). Esta dualidad en la proyección de España que El Iniciador construye, alcanza su cenit en el artículo “¿Qué nos hace la España?” (n.º 6, 1 de julio de 1838). El ataque a la vieja España es abordado aquí desde un punto de vista irónico: España resulta “tan culta, tan libre, tan avanzada,

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tan ilustrada”, que “no puede tener una idea, una ley, una institución, una costumbre, una tradición que no sea de progreso y libertad” (I, 121). A renglón seguido se formula el problema de la relación con la América emancipada, pues España, “después de habernos gobernado por la autoridad, hoy nos gobierna por su espíritu”; es decir, que el tutelaje cultural se seguía sintiendo de forma actuante, y así se seguiría percibiendo a lo largo de todo el siglo xix. Es más, se hace notar en muchas páginas del periódico uruguayo la prevalencia del gusto español incluso en la arquitectura de los nuevos teatros. Al tratar, por ejemplo, sobre el edificio del nuevo Teatro de la Victoria, a Figarillo le parece que es todo él del gusto español. Y no solo la mole sino también las propias representaciones que allí se podían ver, como la del Angelo de Hugo, objeto de reseña, se ejecutan igual que se hubiera hecho en España (I, 200). Pero la España a la que se alude, como se ha dicho, no es uniforme: “Dos son los grados de Cervantes, y por tanto de España: Don Quijote, el uno; Sancho, el otro” (I, 200). El primero corresponde, según Figarillo, al pasado y el segundo al presente. Se sorprende Alberdi de que la obra de Victor Hugo hubiera sido entendida por parte del público, lo que le lleva a sentenciar un tanto a la ligera lo siguiente: “El corazón americano es todavía demasiado inmaduro y tierno para comprender los misterios del corazón europeo” (I, 200). Pero los autores dramáticos españoles de mayor nombradía tales como Moratín, Bretón y Martínez de la Rosa, son valorados muy por debajo de los grandes románticos europeos Schiller, Goethe, Hugo. En otra reseña teatral, la correspondiente a la representación en Buenos Aires el 10 de junio de 1838 de Carlos o el Infortunio, de Luis Méndez, se alude claramente a la emancipación americana y a la regeneración social: Algo más que separarnos de la Corona de Castilla tuvo en vista el heroico pensamiento que concibió en mayo de 1810 la Independencia americana. Su concepción era más grande, más generosa. Se trataba nada menos que de operar la metamorfosis de todo un pueblo: de fundir los gastados elementos de una sociedad gótica, desvirtuada, esclava, para construir una sociedad joven, republicana, ilustrada (I, 209).

Se recalca de la misma forma la visión de España en el artículo de Alberdi ya citado “Reacción contra el españolismo” (n.º 8, 1 de agosto de 1838), tomado de La Moda, tal y como se indica en nota al pie. En él, Alberdi utilizó las palabras de Larra para denunciar la situación de

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Argentina que, paradójicamente, venía a coincidir desde su punto de vista con la España del momento, de modo que las palabras de Fígaro podían aplicarse perfectamente a la historia de su propia nación. Españoles y argentinos venían a hermanarse así en el sufrimiento provocado por una historia compartida. Las siguientes líneas son definitivas para comprender la consideración de España, el sentimiento de filiación dentro de la necesaria emancipación, y el reconocimiento a la parte renovada de la misma: No es una cosa tan agradable atacar las costumbres de nuestros mismos padres, de nuestros mismos amigos, de nosotros mismos; pero si en estas consideraciones se hubiesen detenido los que comenzaron la revolución americana, tampoco seríamos hoy independientes y republicanos. Muchos de nosotros tenemos padres españoles cuya memoria veneramos. Tratamos españoles dignos, que nos llenan de honor con su amistad. Frecuentamos escritores a quienes debemos más de una idea. Pero todo esto no nos estorba el conocer que el mayor obstáculo al progreso del nuevo régimen, es el cúmulo de fragmentos que quedan todavía del viejo (I, 183).

Nuevamente, esta “reacción contra el españolismo” concluye con otra vuelta de la mirada hacia la España joven, para justificar con mayor rotundidad la crítica: ¿Y no es la España misma la que proclama hoy todas estas verdades, la que se agita por arrojar su antigua condición, por dejar de ser lo que era, por transformarse en otra nación nueva y diferente? ¡La misma España persigue a la España; y se nos hace un delito a nosotros de que la persigamos! ¡La joven España, la hermana nuestra, porque venimos de un mismo siglo, se burla de la España vieja, la madrastra nuestra: ¿y nosotros no tenemos el derecho de burlarla? (I, 183).

La apelación a la joven España y la reivindicación de la savia nueva que esta produce vuelve a manifestarse en la contundencia crítica que los intelectuales rioplatenses emplearon en la alabanza de su máximo representante, Larra, a través de la cita extensa entresacada del artículo “Jardines públicos”3, utilizada por Alberdi en “Reacción contra el españolismo”: 3. “Jardines Públicos” apareció publicado en La Revista Española en 1834 (n.º 246).

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Solamente el tiempo, dice Larra, las instituciones, el olvido completo de nuestras costumbres antiguas —esas que nosotros también queremos y debemos olvidar—, “pueden variar nuestro obscuro carácter. ¡Qué tiene esto de particular en un país, en que le ha formado tal una larga sucesión de siglos en que se creía que el hombre vivía para hacer penitencia! ¡Qué, después de tantos años de gobierno inquisitorial! Después de tan larga esclavitud es difícil saber ser libre. Deseamos serlo, lo repetimos a cada momento; sin embargo, lo seremos de derecho mucho tiempo antes de que reine en nuestras costumbres, en nuestras ideas, en nuestro modo de ver y de vivir la verdadera libertad. Y las costumbres no se varían en un día, desgraciadamente, ni con un decreto; y más desgraciadamente aún, un pueblo no es verdaderamente libre, mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres, o identificada con ellas” (Fígaro, “Jardines públicos”) (I, 183).

Se exponen los argumentos a favor de una literatura nacional cuya materia prima proceda de los hábitos y usos americanos en el artículo “Costumbres”, en que se airea la idea muy manida en la prensa americana del momento de que no hay patria sin costumbres: Luego que la lucha de nuestra emancipación peninsular fue coronada, nuestra patria no debió escribir el orden nuevo que quería abrazar en las páginas de una constitución escrita, sino en la vida consuetudinal de la nación. La libertad como el despotismo vive en las costumbres [...] La libertad inglesa existe en sus costumbres. La esclavitud española existe en sus costumbres [...] Quien dice costumbres dice ideas, creencias, habitudes, usos (I, 253).

Por la misma senda, al extractar la redacción de El Iniciador Un año en España de Didier, esta hizo hincapié en el estudio de las costumbres, motivo principal del nuevo ideario romántico europeo, bajo cuyo manto se halla la verdadera esencia de hechos y tipos: Estudiar la España y su revolución: mostrarla sin lisonja ni encono: relatar algunos hechos: hacer algunas observaciones que sirvan de guía al andar el largo camino que separa a Fernando VII de Mendizábal, tal es lo que se propone el autor refiriendo lo que ha visto y oído, estudiando el fondo de las cosas y buscando más arriba de las formas políticas la vida social que estas ocultan o disfrazan: estudiando sobre todo las costumbres, porque ellas ponen en transparencia a los hombres, y sin el conocimiento de estos no pueden entenderse los acontecimientos” (I, 235).

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Cuando esta década de los treinta llegaba a su fin, también El Iniciador acogió en sus páginas la asociación entre el movimiento literario romántico y el ideario independentista. Sarmiento, en su Facundo, resumió, ya en 1845, todas aquellas ideas que la Nueva generación argentina había ido aireando en la prensa: Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse (porque la poesía es como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano), necesita el espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal (2007: 33).

Una naturaleza diferente, un espacio geográfico distinto, engendran costumbres nuevas y todas ellas —naturaleza y costumbres— son las protagonistas del nacimiento de lo nuevo también en literatura. ¿Cómo se desarrolla esta idea en El Iniciador? En el n.º 2 de primeros de mayo de 1838 encontramos un artículo curiosamente titulado “¿Quiénes escriben El Iniciador? Diálogo sobre alguna cosa”. Se trata efectivamente de un diálogo entre varios personajes que debaten sobre la pertinencia, o no, de conocer a los autores de los artículos (pues la mayoría de estos son firmados únicamente con iniciales); o si es suficiente con conocer los escritos para emitir un juicio sobre el periódico. Interesa una de las respuestas para el tema que nos ocupa. Un personaje interviene en el sentido de la necesidad de conocer a los autores, porque de lo contrario sería como robar “a la Patria los frutos preciosos de la primavera para presentarle las hojas secas del otoño”, “y la sociedad será lo que la literatura en manos de los CLASICISTAS4: un eterno pleonasmo; una eterna iniciación; una abnegación completa de progreso; una deserción del porvenir...” (I, 32). Contra ese “clasicismo” se posicionó El Iniciador5, de forma muy clara, cuando en el n.º 3, de 5 de mayo de 1838, el artículo titulado

4. Véase al respecto Martino, 2012. 5. La misma postura había adoptado unos pocos años atrás la madrileña revista El Artista, que pretendió erigirse en portavoz del nuevo ideario romántico representado en una nueva generación frente a los “clasiquinos”, que son incapaces de comprender la idea de progreso. Véase al respecto Ferri Coll, 2011.

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“Literatura” no sólo lanzaba un ideario transido de los discursos principales de la Independencia, desde la “Carta a los españoles de América” (escrita en la última década del siglo xviii) de Juan Pablo Viscardo, hasta la “Carta de Jamaica” (1815) y el “Discurso de Angostura” (1819) de Simón Bolívar: “Nos hallamos en una época de acción, de trabajo: un campo inculto nos legaron nuestros padres, ellos pelearon, destruyeron; a nosotros nos toca alzar el edificio, levantar el templo de nuestras adoraciones y creencias” (I, 49); sino que al mismo tiempo el artículo se construye como manifiesto sobre el Romanticismo como corriente literaria idónea para las necesidades del nuevo tiempo latinoamericano y su independencia: No ha mucho tiempo que la Europa sostenía una lucha encarnizada; la invasión de una literatura toda nueva, hostil y atrevida, se presentó con rostro descubierto a combatir corporalmente las reglas, los gustos formados por ellas, y los colonos que dirijían (sic) los destinos literarios del mundo. La insurrección levantó su estandarte y las generaciones jóvenes corrieron a combatir con él y por él [...]. Los nombres de clásicos y románticos, vinieron a ser la divisa de los combatientes; estos peleaban por la libertad absoluta del arte, aquellos defendían la rutina, las formas iniciadas por Aristóteles... (I, 49).

A continuación ensalza a sus protagonistas europeos: Fácil es concebir que una escuela que levantaba el estandarte de la regeneración, que peleaba denodadamente por romper las cadenas del genio tendría secuaces, fuertes como la juventud, santos como la libertad. Byron, Hugo, Chateaubriant, Hoffman, Novalis, Pellico, Grossi fueron apóstoles de la nueva doctrina (I, 49).

Y más adelante desarrolla las ideas románticas, que venían a coincidir con las necesidades de la independencia latinoamericana, desde el plano global de lo que el surgimiento del Romanticismo significó: “Se ventilaban grandes intereses sociales en esta lucha: la insurrección romántica invocaba los nombres de patria, religión, libertad; los clásicos, los de obediencia, respeto, autoridad” (I, 49), hasta llegar al planteamiento específicamente americano:

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Nosotros concebimos que la literatura en una nación joven es uno de los más eficaces elementos de que puede valerse la educación pública. [...] Para nosotros su definición debe ser más social, más útil, más del caso, será el retrato de la individualidad nacional. [...] Pensamos que las Repúblicas Americanas, hijas del sable y del movimiento progresivo de la inteligencia democrática del mundo, necesitan una literatura fuerte y varonil, como la política que las gobierna, y los brazos que las sostienen. [...] nosotros, digo, no debernos ocuparnos de esa literatura de lo bello, que para los antiguos era todo, sino como uno de los accesorios que puede dar más valor a la obra. Ante todo la verdad, la justicia, la mejora de nuestra pobre condición humana, en fin, todo o que, aun sacrificando la perfección nos dé un progreso moral e intelectual. La obra que no llene esta doble misión, si no es del todo mala, es cuando menos importuna. [...] nos falta todo: somos hijos desheredados de una madre cuyo seno ha sido desgarrado por nuestras propias manos. El patrimonio de la patria es ilusorio; a sus hijos les toca realizarlo. Tal es nuestra misión. Ya veis pues, que ante todo, nuestra literatura debe ser caracterizada por rasgos verdaderamente nacionales. Debe contener la expresión de nuestra vida; sin esta, será un plagio, una ficción de más, y nos presentaremos al mundo como los viles, que toman la fisonomía de todos, y no se parecen a ninguno (I, 51).

En el artículo “Figarillo en Montevideo” se enuncian asimismo los elementos constitutivos del concepto de nación, así como los diferentes lazos que atan a las antiguas colonias con la que fue su metrópoli: El cómo, el porqué atiéndelo cada nación, tú lo sabes [se dirige a su interlocutor poético] se compone de un cierto número de elementos, que ordinariamente se reducen al Estado, el Arte, la Industria, la Filosofía, la Religión. Así estaba compuesta la civilización cuyos funerales fueron anunciados por la campana de mayo. Pero mayo no vio morir todos esos elementos de la antigua sociedad, sino uno solo, el primero, el elemento político. Mayo solo derrocó la España política; quedan, pues, en pie la España literaria (que es la que hoy se trata de enterrar), la España industrial, la España civil, la España filosófica (que por fortuna no es necesario derrocar porque no se sabe lo que es España filosófica). Hasta tanto que todos esos elementos de la vieja sociedad española no hayan sido derrocados uno a uno en el suelo argentino; hasta tanto que cada uno de ellos no haya sufrido su 25 de mayo, no podemos decir que hemos hecho una

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revolución americana, porque una revolución americana no podrá ser sino el triunfo del americanismo, es decir, de los elementos propios de la civilización americana, sobre el españolismo, es decir sobre los elementos añejos y exóticos de la civilización española” (II, 52-53).

Corona lo dicho arriba la afirmación de que “pasó la guerra política, ahora estamos en la literaria” (II, 53). Tales ideas expuestas en El Iniciador, planteadas anteriormente por Echeverría en Los Consuelos, y reformuladas por Sarmiento en Facundo, evidencian la profunda preocupación de la intelectualidad rioplatense por esta problemática, que se desarrollaría a lo largo del siglo xix como un proceso que, tras cuatro siglos de colonización, no podía ser sino progresivo y duradero en el tiempo. Los mismos argumentos fueron desmenuzados en un editorial encabezado por el sugestivo título de “Porvenir”, que constituye de suyo una apretada arenga a la juventud de una “nación joven”: Puros y ardientes espíritus, hombres de corazón y de conciencia, en quienes el amor reboza, y sobre la fe, se lanzan a un mundo nuevo, joven y lleno de esperanza como ellos. No temáis, dadles su puesto. Es una generación que trae la experiencia de los años [...] Si nuestros padres en su edad destronaron al déspota, a la juventud compete levantar el altar del triunfo. Si nuestros padres fueron grandes en las batallas a la juventud toca la grandeza en la paz (I, 186).

Y también en otras páginas del periódico, como en el artículo “A la juventud”, firmado por D. y L.: La joven generación que se levanta proclamando los santos principios de Libertad, Igualdad, Asociación, promete sin duda a la Patria su completa y gloriosa rehabilitación ¿Cuál es en efecto la influencia que han ejercido sobre los destinos de la América española la luz nueva del siglo en que vivimos? Busco la libertad en mi patria y nada más encuentro que una palabra República [...] El nacimiento es solo el germen de la vida, no la vida misma (I, 248)6.

6. El Tomo 2, número 4, 1839 se inicia precisamente con unas palabras simbólicas a propósito del progreso y la nueva generación argentina.

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A la hora de hacer balance de la nueva publicación, en el broche del primer tomo, la redacción de El Iniciador quiso recordar a sus suscriptores las ideas fundamentales que se habían ido desarrollando en las páginas precedentes, al tiempo que agradecen la buena acogida que ha tenido el periódico: Una publicación principiada en medio de la tormenta que bate a nuestra sociedad sin más objeto que proclamar el progreso social, prescindiendo de todo lo que se pasa en el día. [...] Las sociedades americanas, tan conmovidas en su superficie, ofrecen un corazón virgen y lleno de vida, parecidas a aquellos seres que por las circunstancias que se ven arrastrados al laberinto de las pasiones, y que conservan ileso el profundo sentimiento de la paz, del amor. Poned los ojos en los enormes resortes de prosperidad nacional que diariamente se tocan entre nosotros y aquella verdad nacerá por sí sola. Examinad la vida íntima y secreta de esta sociedad y hallaréis que aún palpita plenamente. Lanzad una voz que afecte esos sentimientos, y encontraréis un eco de amistad, de amor; y tenemos la ilusión de haberlo conseguido por nuestra parte. [...] Quisimos mostrar a la patria que sus jóvenes hijos no son indignos de la misión a que están destinados; que las nuevas inteligencias no se han adormecido con el letargo general7, y que es un holocausto lo que la nueva generación hace a la que le dio una patria, una individualidad libre e independiente (I, 271).

Remato con palabras de Esteban Echeverría, quien, en una conocida polémica con Alcalá Galiano8, perseveró en la reivindicación de Larra y de Espronceda como líderes de la Nueva generación y representantes de los nuevos valores románticos que El Iniciador quiso divulgar en América: [...] No nos hallamos dispuestos a adoptar su consejo, ni a imitar imitaciones, ni a buscar en España ni en nada español el principio engendrador de nuestra literatura, que la España no tiene, ni puede darnos; porque, como

7. Curiosamente se había hecho eco el periódico, en el artículo “El alma de los pueblos” de la siguiente cita: “De todas las enfermedades humanas la más triste es el sueño del alma. ¡Cuántos hombres pasan por la tierra sin despertarse nunca!” (I, 256), que P. H. traduce de la obra de A. Martin Educación de las madres de familia. 8. La polémica se recogió en las páginas de Dogma socialista y otras páginas políticas en 1846, como colofón a la conocida Ojeada retrospectiva, que hizo las veces de introducción de tal volumen.

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la América, “vaga desatentada y sin guía, no acertando a ser lo que fue y sin acertar a ser nada diferente”. [...] Sea cual fuere la opinión del señor Galiano, las únicas notabilidades verdaderamente progresistas que columbramos nosotros en la literatura contemporánea de su país, son Larra y Espronceda; porque ambos aspiraban a lo nuevo y original, en pensamiento y en forma. [...] Sin embargo, la América, obligada por su situación a fraternizar con todos los pueblos, necesitando del auxilio de todos, simpatiza profundamente con la España progresista, y desearía verla cuanto antes en estado de poder recibir de ella en el orden de las ideas, la influencia benefactora que ya recibe por el comercio y por el mutuo cambio de sus productos industriales (I, 97, 98, 107).

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E L C ORSARIO (Montevideo, 1840), ¿un proyecto romántico? Luis Marcelo Martino CONICET - Universidad Nacional de Tucumán

“Nuestros románticos [...] discutían como románticos sobre el cadáver del romanticismo” Arturo Berenguer Carisomo

El 1 de marzo de 1840 aparece en Montevideo un semanario dominical de sugestivo nombre: El Corsario. Periódico semanal, compilador; universal (Zinny 1883: 44; Pelliza 1874: 137; Mayer 1973: 302). A cargo del timón de la publicación se encuentra Juan Bautista Alberdi, exiliado argentino y miembro de la llamada “generación del 37”. La publicación está encabezada por un “Prospecto”, atribuido a Alberdi, en el que se ponen de manifiesto sus propósitos: “acelerar la vida de la inteligencia”, destacando la importancia de “la literatura, las artes, las costumbres” en épocas de crisis y guerra civil (“Prospecto”, El Corsario, 1 de marzo de 1840, 2). Se consagrará principalmente, según advierte su redactor, a reproducir y sintetizar artículos de otras publicaciones europeas y latinoamericanas, así como también novelas por entregas (de Eugène Scribe, Victor Hugo, George Sand), con el propósito de captar la atención del “pueblo” y constituirse en representante de sus gustos (“Prospecto”, 2). A pesar de su optimismo y buenas intenciones, las velas de El Corsario no se desplegarán por mucho tiempo: el último número aparece el 5 de abril de 1840 (Pelliza 1874: 139), apenas un mes después, tras anunciar que “obstáculos insuperables” dificultan la continuidad de la publicación1. Consideramos que la crítica especializada no le ha dedicado la debida atención a este efímero periódico. Se ha minimizado y negado su importancia e influencia, tal vez debido a que el propio redactor ya en

1. Así se anuncia en un breve aviso de despedida aparecido en el último número, al pie de la página 200.

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el texto inaugural anticipa el carácter poco original de su publicación, compuesta en su mayor parte por el botín arrebatado a otros diarios latinoamericanos y europeos en sus ataques piratas. Antonio Zinny lo caracteriza como un simple “periódico de circunstancias”, aunque no deja de reconocer sus méritos literarios, garantizados por la presencia de Alberdi (Zinny: 44). Mariano A. Pelliza, a su vez, reduce su propósito a “condensar en forma de libro portátil, de fácil circulación y cómodo transporte, todo cuanto de interés general en la política y la literatura se publicará en la prensa diaria”. Su corta vida se explicaría, para este crítico, en el hecho de que “sus trabajos especiales eran escasos y no de gran mérito” (Pelliza 1874: 138-139). Si bien es cierto que la mayor parte del material publicado carece de originalidad, las páginas de El Corsario alojan algunos textos no reproducidos antes, de cierto valor para el estudio de la prensa y la literatura argentinas. La importancia del periódico puede medirse además por las reacciones que generó en el campo periodístico e intelectual de la época. El prestigioso diario montevideano El Nacional le da la bienvenida y los habituales enemigos de los “jóvenes reformadores” reciben su aparición con desprecio pero no con indiferencia. Por otra parte, la polémica mantenida con El Correo, también de Montevideo, en torno al Clasicismo y al Romanticismo —compuesta de textos escritos ad hoc por ambos diarios— constituye un elemento más de peso a la hora de juzgar el valor de El Corsario. Una vez establecida la importancia de nuestro semanario, cabe preguntarnos por los rasgos de su proyecto editorial. Dado que la crítica y la historiografía literarias adscriben a su redactor a la generación romántica argentina, conviene indagar puntualmente en la eventual caracterización de El Corsario como una publicación romántica. Un primer elemento a tener en cuenta es el nombre mismo del semanario. Emilio Carilla menciona a El Corsario como una de las evidencias de la influencia de José de Espronceda en escritores y obras hispanoamericanas del siglo xix (Carilla 1958: 101). Se refiere, naturalmente, al título de la publicación, que se habría inspirado en la “Canción del Pirata”. Desde el propio bautismo, entonces, se pretende colocar a la publicación bajo el manto protector y consagratorio del popular escritor español y su conocido poema. Dicha filiación se refuerza, a nuestro entender, en el texto del “Prospecto” publicado en el primer número, donde Alberdi declara que su periódico es, en realidad, “Más bien Pirata que Corsario”,

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porque “atacará sin distinción de bandera” (“Prospecto”, 3). Esa suerte de rectificación del nombre contribuiría a señalar de manera más explícita la relación con Espronceda y su “Canción del pirata”, en una suerte de guiño al lector. Carilla explica el prestigio e influencia de Espronceda en Hispanoamérica por “su prédica libertaria, su espíritu disconforme, su escepticismo, su ‘romanticismo social’”2 (Carilla: 98). Esta tendencia —caracterizada como una segunda etapa de la escuela romántica, “cuando dejó la especulación puramente estética y se lanzó a las ‘reformas’ político-sociales” (Berenguer Carisomo 1971: 47)— es la que marca el ideario de Alberdi y su grupo, quienes, no obstante, no se refieren al movimiento como “romanticismo social” o “socialista”, sino simplemente como “arte socialista” o “socialismo”3. Una nota propia del “romanticismo social” es la particular exaltación del “pueblo”, esa categoría difusa, al que consagran todos sus esfuerzos. En consonancia con esta nota, en el prospecto de El Corsario se enuncia enfáticamente el propósito de la adecuación a los gustos e intereses populares: “Pensamos que el pueblo tiene sus gustos y su criterio político, literario, artístico, moral y nosotros procuraremos seguir siempre el criterio y los gustos del Pueblo en todo sentido. He aquí la ley que debe presidir a la confección del Corsario” (123)4. La presencia de Espronceda en el semanario es más acentuada y se deja sentir más allá de su título. En su primer número (páginas 4-9) se publica un poema sin firma titulado precisamente “El Corsario”, que

2. Carlos Rama señala que H. J. Hunt, R. Picard y D. Owens “han acuñado la expresión de romanticismo socialista” para caracterizar a aquellos “autores europeos que no siendo estrictamente socialistas, participan parcialmente de estas ideas que a su vez transmiten a sus lectores, dentro de los cuales muchos fueron intelectuales latinoamericanos” (Rama 1977: XII). Entre estos lectores se cuentan precisamente los jóvenes del 37. Domingo Miliani identifica el socialismo utópico con el Romanticismo social (1985: 109). Para Carilla, tanto el Romanticismo europeo como el americano constan de dos etapas: “A un primer momento, predominantemente evocativo, colorista, había sucedido un segundo momento, predominantemente social” (Carilla: 146). Picard, por su parte, señala que a partir de 1830 se asocia más lo literario con lo social en el Romanticismo, aunque sostiene que esta escuela nunca estuvo del todo desvinculada de las preocupaciones morales y sociales (2005: 49-50, 52). 3. Cfr. en este sentido el artículo de Alberdi “Del arte socialista (fragmento)” (El Iniciador n° 5, tomo 1, 15 de junio de 1838, 36-37) y el de Miguel Cané, “Literatura” (El Iniciador n.° 3, tomo 1, 15 de mayo de 1838, 49-52). 4. Las cursivas pertenecen al original.

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reconoce explícitamente su deuda al incluir como epígrafe dos versos de la “Canción del pirata”: “Es mi Barco mi tesoro, / es mi Dios la Libertad” (4)5. El poema es atribuido a Bartolomé Mitre —quien, al igual que Alberdi, ya había colaborado con El Iniciador algunos años atrás—, e incluido en la edición en libro de sus Rimas, con el agregado de un subtítulo aclaratorio: “Prospecto de un diario político en 1840” (Mitre 1943: 39). Dicho subtítulo ha llevado a algunos críticos a atribuir a Mitre el texto “Prospecto” que encabeza el primer número de El Corsario (De Marco 1998: 36; 2006: 160). Carlos Casavalle, en su edición de las poesías de Mitre, declara que el poema es el prospecto del semanario (Mitre 1876: 37), declaración que podría haber sido el germen de interpretaciones erróneas. No obstante, si nos atenemos a la aclaración de Mitre al reeditar, con modificaciones, su poema, podríamos considerar que se trata efectivamente de un prospecto en verso que acompañaría al prospecto en prosa, escrito por Alberdi. De hecho, ambos textos comparten ciertas ideas centrales, tales como la exaltación de la libertad y el odio a la tiranía y la esclavitud, ideas que entroncan directamente con la “Canción del pirata”6. Por lo tanto, no es aventurado arriesgar que la publicación de ambos textos en el primer número del periódico, uno a continuación del otro, fue concebida como una doble estrategia de presentación, compuesta por una exposición programática de los postulados guía de El Corsario y de una dramatización lírica de dichos postulados.

5. Casavalle caracteriza la composición como una “variación” del poema de Espronceda (Mitre 1876: 37). Carilla, por su parte, menciona este poema, junto al semanario del mismo nombre, como una más de las tantas huellas de Espronceda en el Romanticismo hispanoamericano (Carilla 1958: 101). Adolfo Mitre destaca, sin embargo, que la composición, si bien “en la forma recuerda a Espronceda, está inspirada en los improvisados barcos del ‘aventurero’ italiano [Garibaldi], comandante de las fuerzas navales de la República, en quien ya Mitre admiraba el ‘misterio moral’” (Mitre 1943: 39). 6. “Sin patria, sin religion, sin ley; ó mas bien, teniendo por patria el mundo, por religion la libertad, y por ley el odio á los tiranos, el se mezclará en todo, y batirá la falsa patria, la falsa religion y la falsa ley. Los astros serán sus guias, no los fanales desleales de los hombres” (“Prospecto”, 3); “No hay para mí divisas de partidos, / El odio a los tiranos es mi Ley, / Ciudadano de todo el Universo / Tan solo reconozco a Dios por Rey” (“El Corsario”, 6). Cfr. los siguientes versos de la “Canción del pirata”: “‘Que es mi barco mi tesoro, / Que es mi Dios la libertad, / Mi ley la fuerza y el viento, / Mi única patria la mar’”; “‘¿Qué es la vida? / Por perdida / Ya la dí, / Cuando el yugo / Del Esclavo, / Como un bravo, / Sacudí’”.

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En consonancia con la preocupación por satisfacer los intereses literarios del “pueblo”, Alberdi promete en el prospecto la publicación de textos de Jules Gabriel Janin, George Sand, Eugène Scribe, lord Byron y Victor Hugo, estos dos últimos dirigidos especialmente al público femenino con intención moralizante (“Prospecto”, 4). Esta promesa, sin embargo, se cumple parcialmente, ya que, de los autores prometidos, sólo se publican Claude Gueux, de Hugo, y Judith o El palco de la ópera, de Scribe7. Ambas obras aparecen por entregas en la sección denominada “Literatura romántica”. La novela de Hugo —que en El Corsario aparece con el título de Claudio Geux— reviste una importancia especial, dado que se trata de una traducción que ya había sido leída fragmentariamente en el Salón Literario, aquel foro de lectura y discusión organizado en 1837 en Buenos Aires en torno a la librería de Marcos Sastre (Weinberg 1977: 81-82; Mayer 1973: 190). En los avisos de los diarios de la época que contienen el programa de las reuniones del Salón no se menciona al autor de la traducción8. Podemos conjeturar que el responsable de la misma habría sido Alberdi, dado que estaba en su poder al momento de la publicación de El Corsario9. La sección “Literatura romántica” del semanario sólo consta de las novelas mencionadas. En ambos casos se registra sólo al autor de las mismas, sin incluir datos accesorios —tales como la fecha y lugar de publicación de la obra original o el responsable de la traducción— ni 7. Claudio Gueux se publica en dos partes: la primera en el número 2 (páginas 3444) y la segunda en el número 3 (páginas 69-79), correspondientes a los días 8 y 15 de marzo de 1840 respectivamente (Weinberg 1977: 82), mientras que Judith aparece incompleta en tres entregas (en las páginas 101-108, 135-144 y 167-175 respectivamente). 8. En La Gaceta Mercantil sólo se anuncia que “Se leerá la traduccion de Claudio Gueux, de Victor Hugo” (n° 1817, 19 de julio de 1837). Weinberg anota que en la reunión del 19 de julio de 1837, “Después de darse a conocer un fragmento de la traducción de Claude Gueux de Victor Hugo, Alberdi proporcionó algunas aclaraciones sobre su Fragmento preliminar que ese mismo día se puso en venta” (Weinberg: 81); “La reunión siguiente —compuesta de la lectura de la parte final de la citada traducción de Claudio Gueux y de un discurso original sobre el propio Salón Literario—, y programada para el 24 de julio, se transfirió ‘a causa de la lluvia’ para el 26” (Weinberg: 82). 9. Carilla no menciona a Alberdi ni tampoco la traducción de Claude Gueux en su lista de traductores y adaptadores argentinos de Hugo, aunque aclara que no tiene la “pretensión de citarlos a todos”. De nuestra época sólo registra los nombres de Esteban Echeverría, Domingo Sarmiento, Bartolomé Mitre —como “traductor del Ruy Blas, traductor de poesías líricas”— y Vicente Fidel López, “traductor de Angelo, tirano de Padua” (Carilla 1958: 66).

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textos introductorios o aclaratorios. No obstante, tras la reproducción de la segunda y última parte de Claude Gueux se publica un artículo sin título, cuyo comienzo contiene una referencia a la novela: Cada vez que veamos publicarse una invectiva contra el romanticismo y los románticos, hemos de publicar un artículo como el que acaba de leerse: es la mejor respuesta que pueda darse a burlas impertinentes y miserables (El Corsario, 15 de marzo de 1840, 79)

La invectiva a la que se hace mención aquí no es otra que el artículo “Del romanticismo y los románticos” de Ramón de Mesonero Romanos, que días atrás se había reproducido por entregas en el diario montevideano El Correo10. Dicha reproducción desata una extensa polémica entre este diario y El Corsario, cuyo puntapié inicial es precisamente el artículo que aparece a continuación del final de Claude Gueux11. De este modo, la publicación de la novela de Hugo constituiría un arma defensiva, en tanto respuesta al ataque al Romanticismo percibido en el artículo de Mesonero Romanos y su reproducción. Pero a renglón seguido, inmediatamente después de asumir su defensa, El Corsario declara su distanciamiento con respecto al Romanticismo, en un intento por demostrar el carácter imparcial de su postura: “Lo hemos dicho en otras ocasiones: no tenemos el honor de ser románticos; no deseamos tampoco este honor; no defendemos pues nuestro partido” (El Corsario, 15 de marzo de 1840, 79). El tono irónico y crítico de estas palabras es evidente. Ser románticos se considera un honor, pero un honor que la redacción de El Corsario declina y menosprecia. Esta declaración no puede leerse de manera aislada. Necesariamente debemos remitirnos al tan citado artículo de La Moda —aquel efímero gacetín porteño— donde Alberdi reniega de los aspectos góticos y sentimentales del Romanticismo, aunque identificando a todo el movimiento con dichos aspectos12. 10. El Correo n° 21, 27 de febrero de 1840, 3, cols. 1-2; n° 22, 28 de febrero de 1840, 3, cols. 1-3; n° 23, 29 de febrero de 1840, 2, cols. 2-3 y 3, cols. 1-3; n° 24, 4 de marzo de 1840, 3, cols. 2-3 y 4, col. 1. 11. Para un estudio detallado de la polémica cfr. nuestro trabajo ¿“Guerra de los diarios” o “rencillas de escuela”? Crónica de una polémica en la prensa uruguaya de 1840 (2012). 12. “Al Anónimo del Diario de la Tarde” (La Moda, n.° 8, 6 de enero de 1838, 3-4). Al respecto, Beatriz Curia afirma que “Nuestros románticos, que cultivaron una

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La articulación explícita entre la novela de Hugo y la declaración de principios y posturas remite a una estrategia de instrumentalización de las obras literarias como medio de ejemplificación, exposición y polémica. No es la primera vez que estos intelectuales, que conciben a la literatura como una valiosa herramienta didáctica y de adoctrinamiento, implementan este tipo de estrategias. Recordemos que en las páginas de La Moda se publica en cierta ocasión un poema sin título —titulado “A ella (cielito)” y atribuido a Juan María Gutiérrez, uno de sus colaboradores— acompañado de una crítica despiadada13. El poema —a juicio de Alberdi, autor de la crítica— representaría un ejemplo negativo de literatura por los valores egoístas e individualistas plasmados en él. Alberdi —y la redacción de La Moda— presentan de este modo una suerte de antimodelo, a la manera de Ismenias de Tebas, aquel maestro mencionado por Plutarco en su biografía de Demetrio para ilustrar la finalidad moralizante del género biográfico, quien presentaba a sus discípulos a un pésimo ejecutante de flauta para que aprendieran cómo no se debía tocar el instrumento (Demetrio 1). A diferencia del poema “A ella”, la novela de Hugo no es enjuiciada severamente, sino todo lo contrario. En la breve e incidental crítica se la caracteriza, como vimos, como la mejor respuesta a “burlas impertinentes y miserables” hechas al Romanticismo. En otras palabras, como un digno exponente de dicha escuela. Naturalmente, los valores que la redacción de El Corsario descubre en Claude Gueux, en tanto responden a la línea del “romanticismo social”, justificarían su incorporación en el semanario14, gesto coherente con la defensa del movimiento frente al ataque de Mesonero y de El Correo. Sin embargo, esa defensa resulta un tanto ambigua. La redacción adopta, como vimos, una posición distanciada con respecto al Romanticismo, al que —en el fragor de la polémica con El Corsario— califican de escuela “ya decadente”, al tiempo que juzgan necesario su destronamiento y reemplazo por un nuevo sistema literario (El Corsario, 15 de marzo de 1840, 80).

literatura progresista, de fuerte impronta social, renegaron en líneas generales del romanticismo lacrimoso y melancólico” (Curia 2002: 48). 13. La Moda n.° 2, 25 de noviembre de 1837, 4, cols. 1-2. 14. Picard caracteriza Claude Gueux como “novela social” y afirma que comparte con Los miserables “la pintura de los bajos fondos sociales, lo dramático de la intriga policiaca y sobre todo la piedad, que es el fondo y que forma el lazo de unión de toda la obra del maestro” (Picard 2005: 179).

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Por lo tanto, no deja de sorprender la inclusión de una sección titulada precisamente “Literatura romántica” en un semanario que ya ha decretado su muerte y que se ha impuesto como ley “tomar siempre lo que más diga con las necesidades actuales”, tal como afirmaban en el “Prospecto” (2). Esta contradicción en la que incurre El Corsario se pone de manifiesto de manera más significativa al esgrimir la defensa de Victor Hugo, destacando su brillo y su gloria, mediante la metáfora de los rayos de luz que rodean al escritor y que Mesonero y El Correo, según lo entiende el semanario, quieren oscurecer (El Corsario, 15 de marzo de 1840, 82)15. Cabe preguntarse si la publicación de la novela de Hugo y de la sección “Literatura romántica” estaba programada y prevista al momento de concebirse el periódico, o bien, si se trata de una estrategia puesta en funcionamiento para salir al cruce del gesto de ataque al Romanticismo articulado, a su entender, por parte de El Correo. Si bien ya desde el prospecto se anunciaba la publicación de obras de Hugo, Scribe y Sand, entre otros, hay que tener en cuenta que el primer número de El Corsario sale a la luz el 1 de marzo, es decir, cuando ya han aparecido en El Correo tres entregas del artículo de Mesonero. Se podría pensar entonces que en la concepción y elaboración del prospecto —además de las ideas previas, propias de las convicciones doctrinarias de Alberdi— ejerció algún condicionamiento el gesto de El Correo. Dado el carácter hegemónico del Romanticismo en el sistema literario de la época —hegemonía negada y reconocida al mismo tiempo por el redactor de El Corsario—, la inclusión de una sección consagrada a reproducir obras de la tendencia literaria de moda, probablemente constituya una simple estrategia de venta o captación de lectores. Siguiendo esta hipótesis, podríamos aventurar que, al aparecer el artículo de Mesonero en las páginas de El Correo, la sección romántica, a través de una hábil resignificación, se convierte en arma y escudo. ¿Cómo caracterizar, entonces, la postura de El Corsario? Todo proyecto creador, en términos de Pierre Bourdieu, se define en el cruce entre las “necesidades intrínsecas” de la obra y las “restricciones 15. Berenguer Carisomo, al referirse a la negación del Romanticismo articulada en La Moda, pone en evidencia esta contradicción: “Se daba, pues, la singular paradoja de considerar retrógrada y ministerial la expresión más característica de aquel movimiento de libertad; de poner en tela de juicio a los mismos que, por otra parte, exaltaban como modelos” (Berenguer Carisomo 1971: 52).

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sociales” a las que debe enfrentarse (Bourdieu 2003: 251). El proyecto editorial de El Corsario se articula polémicamente en un campo literario dominado por la tendencia romántica, a la que debe recibir en su seno si pretende lograr la aceptación popular. No obstante, el material literario que publica es cuidadosamente seleccionado en función de dos criterios: por una parte, su adecuación a los postulados del semanario, embanderado en el “romanticismo social”, tal como ocurre con Claude Gueux; por otra parte, su aceptación popular, como es el caso de Judith o El palco de la opera. La publicación del artículo de Mesonero en El Correo incide en su proyecto y le exige, por una parte, un pronunciamiento. El Corsario, entonces, articula la defensa del Romanticismo, a pesar de desahuciarlo y negar su pertenencia a la escuela. Este gesto defensivo resulta ambiguo y confuso. El artículo de Mesonero, en definitiva, criticaba los aspectos lúgubres, tenebrosos, góticos del Romanticismo, con los que el propio redactor de El Corsario —si consideramos sus palabras en La Moda— estaba en desacuerdo. Por otra parte, al ensarzarse en una polémica literaria y estética, altera su plan inicial de publicación, desatendiendo el interés de los lectores de novelas románticas. En ese espacio de negociaciones, El Corsario despliega sus velas, constituyéndose en un proyecto editorial polémicamente romántico. B i b l i ogr a fí a Berenguer Carisomo, Arturo (1971): Las corrientes estéticas en la literatura argentina. Tomo II: La poesía lírica. Los románticos, Buenos Aires: Huemul. Bourdieu, Pierre (2003): “Campo intelectual y proyecto creador”, Textos de teorías y crítica literarias (Del formalismo a los estudios postcoloniales). N. Araújo y T. Delgado, selecc. México/La Habana: UAM-Iztapalapa/ Universidad de La Habana, pp. 239-286. Carilla, Emilio (1958): El romanticismo en la América hispánica, Madrid: Gredos. Curia, Beatriz (2002): “La estética literaria de la generación del 37 en una carta inédita de José Mármol”, Arrabal IV, pp. 41-49. Hauser, Arnold (2011): Historia social de la literatura y el arte. Tomo II. Desde el rococó hasta la época del cine, Barcelona: Debolsillo. Iriarte, Tomás de (1947): Memorias, tomo 5: Luchas de Unitarios, Federales y Mazorqueros en el Río de la Plata, Buenos Aires: Sociedad Impresora Americana.

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— (1948): Memorias, tomo 6: La tiranía de Rosas y el bloqueo francés, Buenos Aires: Ediciones Argentinas SIA. Marco, Miguel A. de (1998): Bartolomé Mitre. Biografía, Buenos Aires: Planeta. — (2006): Historia del periodismo argentino. Desde los orígenes hasta el Centenario de Mayo, Buenos Aires: Editorial de la Universidad Católica Argentina. Martino, Luis Marcelo (2012): ¿“Guerra de los diarios” o “rencillas de escuela”? Crónica de una polémica en la prensa uruguaya de 1840, La Laguna: Universidad de La Laguna, (Cuadernos Artesanos de Latina 31). Mayer, Jorge M. (1973): Alberdi y su tiempo. Tomo I, Buenos Aires: Biblioteca de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales. Miliani, Domingo (1985): “Historiografía literaria: ¿períodos históricos o códigos culturales?”, La literatura latinoamericana como proceso. Ana Pizarro (coord), Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, pp. 98112. Mitre, Adolfo (1943): Mitre periodista, Buenos Aires: Institución Mitre. Mitre, Bartolomé (1876): Rimas, ed. Carlos Casavalle, Buenos Aires: Imprenta y Librerías de Mayo. Pelliza, Mariano A. (1874): Alberdi. Su vida y sus escritos, Buenos Aires: Imprenta y Librería de Mayo. Picard, Roger (2005): El romanticismo social, México: Fondo de Cultura Económica. Rama, Carlos M. (1977): “El utopismo socialista en América Latina”, Utopismo socialista (1830-1893), Carlos M. Rama (comp.), Caracas: Biblioteca Ayacucho. IX-LXVII. Weinberg, Félix (1977): El Salón Literario de 1837. Con escritos de M. Sastre – J. B. Alberdi – J. M. Gutiérrez – E. Echeverría, Buenos Aires: Hachette. Zinny, Antonio (1883): Historia de la prensa periódica de la República Oriental del Uruguay 1807-1852, Buenos Aires: Imprenta y Librería de Mayo.

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José Caicedo Rojas —E L M ESONERO COLOMBIANO —, Juan de Dios Restrepo —E L L ARRA COLOMBIANO — y el M USEO DE CUADROS DE COSTUMBRES (1866) 1

M.ª de los Ángeles Ayala Universidad de Alicante

A finales del siglo xix, en su Discurso de Recepción en la Academia Colombiana (1886), José María Samper, político liberal y hombre de letras2, trazaba la trayectoria que había seguido la literatura en su país en medio de las reiteradas guerras civiles que se desencadenaron en Colombia después de que esta lograra su independencia de España. Texto especialmente significativo para nuestro trabajo, pues en él, sin desdeñar en modo alguno la propia originalidad alcanzada por la literatura colombiana a lo largo del siglo, reivindicaba la importancia que en este camino tuvo la difusión y el conocimiento de la obra de los principales autores españoles en aquellas tierras. Discurso de gran relevancia,

1. Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación Romanticismo español e hispanoamericano: concomitancias, influencias, polémicas y difusión (FFI2011-26137), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. 2. Menéndez Pelayo nos ofrece el siguiente retrato de la figura de Samper en su Historia de la poesía Hispanoamericana: “Samper fue un improvisador fecundísimo en todos géneros: historiador, geógrafo, estadista, orador político, escritor de viajes, poeta lírico, dramaturgo, novelista, profesor de Derecho público y fundador o redactor principal de más de veinte periódicos; el más fecundo de los escritores modernos de Colombia, y uno de los más conocidos en Europa y de los que más han dado a conocer el estado político de su patria. Pero no parece que entre el inmenso cúmulo de sus libros, producidos como a destajo y con facilidad peligrosa, haya nada cabal ni de primer orden. De todos modos, sus bocetos biográficos y sus relaciones de viajes se leen con agrado y logran y merecen más fama que sus poesías” (1948, I: 476).

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MUSEO

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ya que Samper, uno de los miembros más radicales del partido liberal que ascendió a la presidencia en 1849, mantuvo durante este primer periodo de su vida una clara posición crítica contra la herencia española en Hispanoamérica, a quien culpaba del estado de atraso en que se encontraba el país tras tres siglos de colonización (Cortés Guerrero 2009: 153-189). No obstante, con el transcurso del tiempo, su oposición a la península se fue atemperando, uniéndose a los intelectuales, periodistas y literatos que pretendían forjar la identidad colombiana sobre la base de la existencia de unas costumbres, unas instituciones, unas tradiciones y un legado cultural que eran las huellas evidentes de la presencia de España en aquellas tierras. De ahí que a la altura de 1886 José María Samper no tuviese reparo en señalar que, tras el periodo inmediato a la emancipación de Colombia, en el que la literatura francesa parece borrar los antiguos modelos españoles, las obras de los escritores románticos peninsulares comienzan a difundirse. Según el propio José María Samper las novedades literarias españolas llegaron a Colombia a través de Venezuela3 y París, la ciudad que centraliza el mercado editorial español hacia Hispanoamérica durante los años inmediatos al proceso de independencia de los países hispanoamericanos (Marrast 1981; Botrel 1989 y 1993; Fernández 1998)4. Samper

3. Poco después de la aparición en Madrid de la Colección de artículos dramáticos, literarios y políticos y de costumbres publicados en los años 1832, 1833 y 1834 en el “Pobrecito hablador”, la “Revista Española y “El Observador” (1835-1837), se editaba en Venezuela sus artículos bajo el título Obras. Edición completa (1839). Asimismo la obra de Larra se edita en Argentina —Colección de artículos (1837-1839)—, Chile —Colección de artículos (1844)— y México —Obras completas de Fígaro (1845)—. Tampoco debe olvidarse que las editoriales francesas que distribuían libros en Hispanoamérica editaron la obra de Larra —Obras completas de Fígaro (1848; 1853; 1858); Obras completas de Fígaro (1870). Ejemplo de la importancia y difusión de la obra de Mesonero Romanos en Hispanoamérica es la polémica que se desató entre los periódicos de Montevideo El Correo y El Corsario, a raíz de la publicación en el primero de su artículo “El romanticismo y los románticos”, un debate, que como ha señalado Martino (2012), trasciende lo meramente literario y estético y que evidencia cómo Larra y Mesonero son autores extraordinariamente conocidos en Uruguay. Para un visión de conjunto de la influencia de Larra en Hispanoamérica vid. Álvarez Arregui (1962) y Valero Juan (2011). 4. No debe olvidarse que las editoriales francesas que distribuían libros en Hispanoamérica editaron la obra de Larra —Obras completas de Fígaro (1848; 1853; 1858); Obras completas de Fígaro (1870)—. Cabe recordar igualmente que Eugenio de Ochoa dirigió para la importante editorial francesa Baudry, durante los años 1837-1844, la Colección de los mejores autores españoles antiguos y modernos, colección en la que

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M . ª d e l o s Á n g e l e s Aya l a

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sitúa en los años que van de 1843 a 1850 el comienzo de la llegada a Bogotá de las primeras obras de autores españoles: [...] y para dar una idea de su alto mérito, bastará decir que eran creaciones de Mariano José de Larra, Mesonero Romanos, Modesto Lafuente, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Ángel de Saavedra, Eugenio de Ochoa, don José Zorrilla y José Espronceda; amén de numerosos escritos, ya en prosa o ya en verso, que íbamos recibiendo en menor cantidad, fruto de ingenios tan notables como Hartzenbusch, los Bermúdez de Castro, José Joaquín de Mora, don Tomás Rodríguez y Rubí, don Mariano Roca de Togores, Escosura, Pastor Díaz, Ventura de la Vega, Baralt, García y Tassara, doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, doña Cecilia Böhl y otros poetas o escritores contemporáneos (1886: 177).

Autores y obras leídas en época de juventud que influyeron decisivamente en aquellos escritores que contribuyeron al despertar de la literatura colombiana. Samper a lo largo del Discurso, de ahí su interés, señala los autores colombianos que van abriéndose hueco en las distintas manifestaciones y géneros literarios, autores que él relaciona con el influjo específico de modelos españoles, sin omitir en alguna obra concreta la huella de la literatura francesa. Nos detendremos, en esta ocasión, en destacar el desarrollo del artículo de costumbres, una modalidad que se aviene, según apostilla Samper, con el espíritu observador, el aticismo, la agudeza y el talento descriptivo propio de los bogotanos. Entre los más notables escritores de costumbres nacionales destaca, entre otros, a Juan Francisco Ortiz, Rufino Cuervo, José Manuel Groot, José Caicedo y Rojas, Ulpiano González, Eugenio Díaz, Rafael Eliseo Santander, José Ángel Gaitán, Juan de Dios Restrepo, Vergara y Vergara, Manuel Pombo, Ricardo Silva, David Guarín, autores, especialmente los últimos cinco mencionados, en los que se puede afirmar con seguridad “la influencia de los escritos de Larra, Mesonero y Lafuente, sostenida muchos años después, y con muy distintos estilos, por don Antonio de Trueba, Selgas y Carrasco,

aparecen recogidas obras de Espronceda, Alarcón, Larra, Lista, Mesonero, Mora, Zorrilla, etc., hasta más de sesenta autores españoles. Asimismo Ochoa publicó en la misma editorial sus Apuntes para una biblioteca de escritores españoles contemporáneos en prosa y en verso, obra en la que dedica numerosas páginas a reproducir textos de Mesonero Romanos (1840: 340-370) y Larra (1840: 163-200), entre otros escritores.

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don Pedro A. de Alarcón, don José M.ª de Pereda y otros escritores españoles que aquí han alcanzado mucho auge” (1886: 178). La mayor parte de los escritores colombianos mencionados participó en la conocida tertulia de El Mosaico, una reunión de literatos de la que nacerá una revista del mismo nombre en 1858 y cuya vida se dilata hasta 18725. Se trata de una de las más prestigiosas revistas culturales de mediados de siglo que tuvo la virtud de reunir, sin distinción de color político e ideología, a un extraordinario número de hombres de letras que pretendían estimular el decaído ambiente cultural bogotano y fomentar la literatura nacional (Walde 2007). Así, al lado de liberales destacados como Rafael Elisio Santander o el propio José María Samper, aparecen los nombres de escritores inclinados hacia el conservadurismo, como José María Vergara y Vergara, José Manuel Marroquín, José David Guarín, José Joaquín Borda y Ricardo Carrasquilla, grupo que asumió la dirección de la revista (Gordillo Restrepo 2003: 28)6. El propósito de la revista parece claro a tenor de los principales temas presentes en ella: 5. Según Vallejo y Meneses (2012: 301-302), la revista, presentada al público el 24 de diciembre en Bogotá, fue fundada por José Joaquín Borda y dirigida por Eugenio Díaz y José María Vergara, dando cabida en sus páginas a temas varios, como literatura, ciencia, filología, música, economía, moral, arte, agricultura, etc. La revista tuvo cinco épocas distintas que se evidencian por el cambio en su título. Primero se dio a conocer como El Mosaico: miscelánea de literatura, ciencias y música. A partir del 17 de septiembre de 1850 adopta el de El Mosaico: al cual está unida la Biblioteca de Señoritas. Del 22 de julio de 1865 hasta 16 de noviembre de 1865 se le denomina El Mosaico: álbum neo-granadino. El cuarto nombre, Mosaico: periódico de industria, ciencias, artes, literatura e inventos. A cargo de una sociedad progresista, 22 de julio de 1865-16 de noviembre de 1865. En esta etapa su director es Felipe Pérez, quien desplaza el tema literario como eje central para dedicar una mayor atención a los temas económicos e industriales de Colombia. Finalmente, el último nombre, se lo da José Joaquín Borda, quien toma la dirección y lo titula El Mosaico: periódico de la juventud, destinado exclusivamente a la literatura. El periódico sufrió dos suspensiones; la primera por espacio de tres años, desde 29 de diciembre de 1860 a causa de la guerra civil y el segundo, 16 de noviembre de 1865, por espacio de cinco años. 6. Según apunta Gordillo (2003: 30) la revista, como sucede en el Semanario Pintoresco Español, el periódico fundado por Mesonero Romanos, se mantendrá al margen de las disputas políticas y materiales, centrada en el ámbito literario durante, prácticamente, toda su andadura. La excepción a esta tendencia general se encuentra en los años en que Felipe Pérez asume su dirección, julio de 1865, época en la que el liberalismo político se acentúa. De ahí que durante los doce meses en los que la revista sale bajo la dirección de Felipe Pérez, un liberal convencido, se amplía el público de la revista hacia las capas de lectores populares, pues no sólo se incluyen artículos literarios, sino que se ofrece todo tipo de conocimientos y consejos útiles a los artesanos y campesinos con el fin de estimular el progreso material del pueblo colombiano.

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artículos de costumbres y trabajos de carácter histórico sobre sus moradores y sus principales gestas7. Es evidente que lo que pretendían era la construcción de una imagen nacional, apoyada en la descripción de tipos, costumbres, tradiciones, lugares, historia... que la revista, dada su amplia red de distribución, hacía llegar a todos los rincones y regiones de la fragmentada Colombia. La literatura nacional fue la predilecta de El Mosaico, publicándose en sus páginas, de manera sistemática, obras de autores colombianos pertenecientes tanto a la época colonial como al momento presente, evitando las traducciones y potenciando, por ende, el castellano como lengua de cultura8, una forma de contestación al influjo de la cultura francesa e inglesa. Es de resaltar, tal como ha señalado Gordillo (2003), que la presencia de autores españoles en sus páginas contrasta con la ausencia de escritores extranjeros pertenecientes a la órbita francófona o anglosajona, al igual que la escasa participación de autores hispanoamericanos en la revista, pues sólo los ecuatorianos Julio Zaldumbide y Juan León Mera colaboran en ella. Por el contrario, destaca la difusión de escritores peninsulares: Antonio de Trueba y Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber), junto a José Joaquín de Mora fueron de lejos los peninsulares y los extranjeros más publicados, sus novelas aparecían por entregas todas las semanas, Pero escritores españoles hubo bastantes, José Zorrilla, Campoamor, Gabriel García Tassara, Selgas y Carrasco y el duque de Rivas se cuentan entre otros muchos” (Gordillo 2003: 35)9. 7. José María Vergara y Vergara señala en el primer número de la revista la necesidad de recuperar la memoria histórica, base de la identidad nacional colombina: “[...] los tesoros inmensos de esta tierra tan rica y hermosa, son totalmente desconocidos en la actualidad. Los recuerdos tan originales, tan poéticos de los primitivos habitantes de América se van oscureciendo día por día; la varonil constancia de los compañeros de Colón, los preciosos episodios de la Conquista son casi de todo el mundo ignorados. Y pocos son tal vez los que saben cual fue el aventurero que blandiendo con una mano la espada, echó con la otra las primeras hojas de palma y colgó su armadura donde tres siglos después vino a mecerse su cuna. Y los héroes que con su espíritu y su brazo nos dieron libertad y patria no sólo duermen en ignorada fosa sin mármoles ni bronces, sino que sus hazañas existen apenas en la memoria de los contemporáneos que los han sobrevivido” (Apud. Gordillo 2003: 33). 8. A partir de 1860 la empresa de El Mosaico contaba con una editorial propia que promocionará la venta de obras nacionales —literarias e históricas—, manuales de ortografía, gramática y retóricas, al igual que libros piadosos, de derecho o dirigidos a la enseñanza. 9. Gordillo (2003: 59) en su trabajo ofrece un Anexo sobre los colaboradores de El Mosaico durante los años 1859, 1860 y 1865 en el que destacan, al lado de los escritores

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De esta revista que pretendía forjar el imaginario colombiano, sin desdeñar el ascendiente español, nace la primera colección costumbrista publicada en Colombia, El Museo de artículos de costumbres (1866)10, un proyecto dilatado por espacio de seis años que, en un primer momento, iba a recibir el título de Los granadinos pintados por sí mismos, siguiendo la estela de la primera colección costumbrista peninsular —Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844)— y las publicadas en el conteniente americano: Los cubanos pintados por sí mismos (1852) y Los mexicanos pintados por sí mismos (1854). Posteriormente, se pensó en Los colombianos pintados por sí mismos, nombre que se rechaza, arguyendo que el baile de nombres y extensión sufrido a lo largo del siglo por la actual Colombia podría inducir a equívocos a los lectores europeos, pues “nadie podría quitarles de la cabeza que la obra contenía descripción de las costumbres de los venezolanos y de los ecuatorianos juntamente con las de los que éramos neo y ahora somos ex granadinos” (1973: 9)11, tal como se señala en el Prólogo. Afirmación que pone de manifiesto que la colección se proyecta atendiendo a dos tipos de lectores ideales; por un lado, hacia los propios colombianos con la intención de crear lazos afectivos entre ellos. Por otro, ofreciendo a los lectores europeos, que tan atrasados están “en cuanto a nuestra historia y nuestra geografía” (1973: 8), la imagen real de la Colombia de aquellos momentos. El Museo de artículos de costumbres se nutre, a diferencia de las colecciones anteriormente citadas, de artículos escritos y publicados

colombianos, los españoles Eulogio Florentino Sanz, Enrique Pérez Escrich, Eusebio Blasco, Antonio García Gutiérrez, Josefa Massanés, Manuel del Palacio, María del Pilar Sinués y Mariano de Rementería. 10. Contamos también con una edición llevada a cabo en 1973 bajo el título Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes. No se trata de una edición facsímil, pues no recoge la totalidad de los artículos aparecidos en 1866. Por ejemplo, el Tomo I de la edición de 1866 presenta sesenta y cuatro artículos, mientras que en la correspondiente a 1973 sólo se ofrecen treinta y uno, sucediendo lo mismo en los demás tomos. Asimismo en edición digital puede consultarse el contenido, también mutilado, incompleto, de estos cuatro volúmenes. 11. La República de Colombia ha sido conocida con muy diversos nombres. Después de la independencia, desde 1819 hasta 1831, se denominó como en la actualidad, aunque también se le conoció por Gran Colombia, pues estaba configurada por Nueva Granada, Venezuela y Ecuador; posteriormente República de Nueva Granada, de 1831 a 1858; después Confederación Granadina (1858-1863) y Estados Unidos de Colombia (1863-1886). A partir de esta última fecha adoptó el nombre definitivo de República de Colombia.

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con anterioridad a su inclusión en la colección, rompiendo la regla general de las demás colecciones costumbristas, pues, habitualmente, sus directores eran los encargados de solicitar a los escritores invitados a participar en las misma la pintura de un tipo o escena. Los editores de la colección colombiana señalan en el Prólogo que, para su configuración, se procedió a la búsqueda de artículos publicados en los principales periódicos de aquellos años, escogiendo “aquellas piezas que, leídas, cuando estaban recién publicadas, habían dejado en el ánimo una impresión agradable; excluyendo aquellas que en los periódicos que hemos hojeado se han ofrecido a nuestra vista, siempre que nos han parecido de escaso mérito” (1973: 9-10). Afirmación que no implica, en absoluto, la inexistencia de otros excelentes trabajos en la prensa periódica, unos artículos de costumbres que se irán recopilando y apareciendo en volúmenes sucesivos. En el citado Prólogo también se señala que, aunque el grueso de las colaboraciones son cuadros de costumbres, también se han incluido artículos descriptivos de lugares, con el fin de “dar a los que no nos conocen alguna idea de lo que somos y de lo que hemos sido” (1973: 9). Contenido que a partir del II tomo se ampliará, pues los editores se proponen introducir, de forma ocasional, novelas de costumbres y algunas piezas históricas, biográficas y dramáticas de cortas dimensiones, de ahí que a partir del mencionado II tomo la colección aparezca con el título de Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes. En el presente trabajo nos centraremos en las colaboraciones de dos destacados costumbristas colombianos José Caicedo Rojas y Juan de Dios Restrepo, calificados en algunas de las más clásicas historias de la literatura como los Mesonero y Larra colombianos (Díez Echarri y Roca Franquesa 1962: 918; Saz 1968, IV: 497), calificativos que aluden a su labor de observación y plasmación de la idiosincrasia propia de la sociedad colombiana, una observación donde se aúna la gracia en la expresión con la mirada nostálgica y benevolente, en un caso y crítica, en otro. Las colaboraciones del primer escritor mencionado, José Caicedo Rojas12, en el Museo de artículos de costumbres se 12. Según la “Nota Biográfica” inserta al final de sus Apuntes de ranchería y otros escritos (1945: 399-400). José Caicedo Rojas (1816-1889), después de participar en la guerra de 1840, empezó a darse a conocer escribiendo en El Duende, El Trovador, El Museo, El Pasatiempo, El Neogranadino, El Mosaico y la Biblioteca de Señoritas. En esta misma época compuso tres piezas para teatro —Miguel de Cervantes, Celos, amor

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reducen a una serie de cuatro artículos de costumbres entre los que se encuentran los más destacados del autor13. En ellos se manifiesta, por un lado, su profundo amor a su patria; por otro, su intención de describir y resaltar los elementos más autóctonos de la sociedad colombiana, aunque el escritor sea consciente y lamente el primitivismo y atraso en que se encuentra en este momento histórico. Así, en el titulado El tiple, José Caicedo se propone la descripción minuciosa de los instrumentos, sones y bailes característicos de Colombia. Su condición de músico le permite llevar a cabo tanto la descripción física del tiple o bandola, como de los ritmos y movimientos propios de los bailes populares, tales como el torbellino, bambuco, caña, entre otros. Instrumentos, bailes, cantos y trajes regionales que surgen a raíz del asentamiento de los españoles en aquellas regiones, sin haber logrado la perfección de la guitarra española o la gracia y donaire de los fandangos o boleros peninsulares. Así, por ejemplo, señala que “nuestro tiple es una degeneración informe de la vihuela; un vestigio de las antiguas costumbres peninsulares mal aclimatadas en nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indígena y caracterizadas con el sello agreste de nuestra América” (1866, I: 35-36). Aun así, a pesar de su primitivismo y rudeza, Caicedo identifica los cantos entonados al son de un tiple con la “poesía verdaderamente nacional, por su sencillez, por sus conceptos finos a veces, y por el sentimiento que encierran muchas de esas cuartetas” (1866, I: 36). El escritor concluye señalando que es en esos cantos, improvisados en su mayor parte, donde se debe buscar la verdadera poesía nacional y el genio de su pueblo. De ahí que y ambición y Gratitud de un artista o Los dos pintores—. A partir de 1846 participó en la vida política colombiana al ser nombrado Jefe de Sección de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de donde pasó a ser miembro de la Cámara de Representantes en 1851-1852. Fundó, después de la guerra de 1860, la Academia Mutis, institución educativa que regentó durante siete años. En la segunda etapa de su vida colaboró en las principales medios de la prensa representativa del tradicionalismo literario y político, como en la Revista de Bogotá —en la que publicó su novela histórica Don Álvaro—, en El Tradicionalista, El Hogar, La Caridad, el Anuario de la Academia Colombiana, El Zipa, El Papel Periódico Ilustrado, El Conservador, el Repertorio Colombiana, la Revista Literaria y el Correo de las Aldeas. Asimismo debe recordarse, entre otras, sus novelas más destacadas, Juana la Bruja y Los amantes de Usaquén. Caicedo Rojas fue igualmente director de la recién fundada Academia Colombiana. 13. También se insertan una serie de artículos de carácter necrológico que José Caicedo dedica a algún escritor de su generación, tal como sucede, entre otros, con el titulado “Joaquín Garín”, inserto en el tomo III de el Museo de cuadros de costumbres.

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se comprometa a recoger en un próximo trabajo esas cantinelas para dárselas a sus lectores. El artículo se cierra con la inclusión de algunas de las coplas propias de los llanos de San Martín14. El Duende en el baile es un divertido cuadro donde se describe la sociedad del quiero y no puedo. Caicedo nos hace asistir a un baile en el que ni el salón, ni los asistentes, banquete y música brillan por su elegancia, civilización y educación. Al escritor le irrita sobremanera la falta de modales, la escasa elegancia de las jóvenes a la hora de vestirse para acudir a la reunión, las disputas entre mozos, el exceso de bebida, las conversaciones acaloradas que se producen, entre otros muchos aspectos censurados en estas páginas. Como botón de muestra de su sátira reproducimos el siguiente fragmento: Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra todas las reglas del buen gusto, se componía de figuras tan arrevesadas y difíciles, que a la segunda vuelta ya todas las señoras estaban despeinadas, los broches reventados, las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo, a la otra se le caía una peineta, a otra se le enredaban los rizos con los botones de las casacas, a otra le zafaban el zapato con los tacones. ¡Cuándo se bailará contradanzas sencillas y elegantes! Decía yo... ¡Cuándo dejarán de obligar a una joven que pase su linda cara por debajo del sobaco de un hombre, y que este se vea precisado a tocar cosas que no debiera tocar! (1866, I: 203-204).

Artículo interesante también porque en él Caicedo, como el propio Mesonero Romanos o Larra, vincula el artículo de costumbres con la prensa, el medio de difusión que garantiza su lectura y que determina uno de sus caracteres más notables: su breve extensión. Caicedo comienza El Duende en el baile utilizando el verso para cambiar inmediatamente su redacción a prosa, el vehículo apropiado para la descripción de costumbres. Así, dirigiéndose a los lectores señala que “los versos son malos colores para pintar y deben hallarse pocas veces en la paleta del escritor de costumbres” (1866, I: 198). Manifestaciones

14. José Caicedo señala el carácter jocoso de estas coplas, tal como se aprecia, entre otras, en las que reproducimos: “Ayer pasé por tu puerta / Y me tiraste un limón; El agrio me dio en los ojos, / Y el golpe en el corazón; Mi mujer y mi mulita / Se me murieron a un tiempo; ¡Qué mujer, ni qué demonios! / Mi mulita es lo que siento” (1866, I: 39).

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que deberán ser relacionadas con las opiniones que sobre el género costumbrista nos ofrece en el Prólogo a sus Apuntes de ranchería y otros escritos escogidos, pues en él señala que los artículos de costumbres “tienen el doble objetivo de pintar y corregir los usos y manera de vivir de la sociedad moderna y contemporánea” (1945: VII-VIII). Caicedo, como el propio Mesonero (Rubio, 1994: 147-167), alude al modelo horaciano de satira castigat ridendo mores, alejándose por tanto de la concepción que algunos contemporáneos tienen de este género, convencidos de que su único fin es divertir o hacer reír al lector. Caicedo, por el contrario, concede una primordial importancia al género, ya que lo considera complemento indispensable de la historia, pues si esta da cuenta de los grandes hechos, el artículo de costumbres permite “conocer en todos sus pormenores una sociedad, un pueblo, en su modo íntimo de ser” (1945: IX)15. De ahí la importancia “de cierta clase de novelas, como las de Fielding, Walter Scott, Dumas, Fernán Caballero, y los artículos de Larra, Mesonero, Lafuente y otros críticos, que, si hacen asomar la sonrisa a los labios, por eso mismo corrigen, más fácilmente, e instruyen al lector en muchos pormenores desconocidos que no son del dominio de la Historia” (1945: IX-X). En el tomo II se inserta un cuadro, Antiguo modo de viajar por el Quindio, sobre la forma peculiar de viajar por las montañas colombianas, pues a causa de la inexistencia de un transporte moderno los viajeros cruzan los valles y cordilleras sobre las espaldas de un fornido guía o porteador sentado en una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de gran consistencia. Caicedo, sin omitir los inconvenientes que nacen de esta forma primitiva de viajar, destaca la belleza del paisaje con el fin de estimular el amor a la patria. A diferencia de los tres anteriores recogidos por Caicedo de su obra más conocida, Apuntes de ranchería, su última colaboración, Las criadas de Bogotá, no pertenece a este corpus. José Caicedo lleva 15. Reproducimos por su interés el siguiente fragmento: “La Historia se limita a narrar los grandes hechos, las peripecias, los triunfos, la vicisitudes, las guerras, las hazañas, las diferentes situaciones por las cuales ha pasado una nación en el largo periodo de su infancia y desarrollo, los caminos por donde ha llegado a la prosperidad o a la decadencia; pero no entra sino ocasionalmente en aquellas minuciosidades que la pintan por todas sus fases, con sus vicios, virtudes, estilos, trajes, maneras, etc. y denuncian para corregirlas, las extravagancias y defectos sociales” (1945: IX). Desde la perspectiva de Caicedo, de esto último, se ocupa el artículo de costumbres. Concepción de la historia que presenta concomitancias con la sustentada por Galdós en sus Episodios Nacionales.

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a cabo una disección sobre los distintos tipos de criadas que en la actualidad se pueden observar en Bogotá, no sin antes echar una mirada nostálgica sobre las criadas antiguas, esas compañeras vitalicias de la familia, que nacían y vivían en el hogar doméstico de sus protectores, “apegadas a él como el bejuco a la encina, o como la vid al olmo” (1973, III: 120). Frente a estas han surgido diversas criadas que se diferencian entre sí por el cometido y consideración que tienen en el hogar en el que sirven. Desde su punto de vista estas distintas variantes del tipo presentan más aspectos negativos que positivos, pues en algunos casos, como la criada que sirve en una casa acomodada, trata de imitar a su señora, adquiriendo un aire distinguido y desenvuelto, rechazando determinadas tareas encomendadas por considerar que no son dignas de ser desempeñadas por ella. El segundo tipo de criada, la flotante, no se asienta por mucho tiempo en ninguna casa, incapaz de sentir cariño alguno por sus amos, motivada exclusivamente por alcanzar el mejor salario posible con el menor esfuerzo personal. La tercera y la cuarta desempeñan las tareas más pesadas y humildes, pues son las encargadas de ayudar a las cocineras y sacar la basura o desherbar la calle, respectivamente. Caicedo parece aplicar los parámetros propios de las ciencias naturales al estudio del tipo, tal como había realizado Larra en su célebre artículo Los calaveras con el fin de ofrecer una descripción exhaustiva del mismo. La participación de Juan de Dios Restrepo16 en el Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes, como en el caso del escritor anterior, reúne algunos de sus mejores artículos de costumbres, como los titulados Mi compadre Facundo y Los pepitos17, ejemplos indiscutibles de perspicacia e intención. Isidoro Laverde Amaya en 1890 señalaba 16. Juan de Dios Restrepo (1823-1894), más conocido por su seudónimo Emiro Kastos, se dio a conocer a través de sus colaboraciones en los periódicos Amigos del País, El Pueblo, El Neogranadino y El Tiempo, entre 1850 y 1860, trabajos que fueron coleccionados posteriormente en Bogotá (Colección de artículos escogidos, 1859) y Londres (Artículos escogidos, 1885). A partir de esta fecha Juan de Dios Restrepo, sin abandonar por completo su labor como periodista, dedicó todos sus fuerzas a la lucha política, formando parte del partido liberal. En 1864 se le nombró cónsul general de Colombia en Nueva York, durante la administración de Eustorgio Salgar. Después de 1880 se retiró al Valle del Cauca, lugar en el que impulsó negocios comerciales y mineros. 17. De Juan de Dios Restrepo se incluyen dos colaboraciones más que no pertenecen al género costumbrista: La tierra caliente y El lago de las serpientes. La primera, no recogida en la edición de 1873, consiste en un relato epistolar en el que se da cuenta del viaje realizado por Restrepo por las tierras calientes que rodean a Bogotá (1866, II: 13-

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que en Juan de Dios Restrepo las aficiones literarias [...] se habían despertado “leyendo a Mesonero Romanos y a Larra. Este último, sobre todo, era su escritor favorito, y al decir de algunos amigos de intimidad, propúsose imitarlo en la forma y en el fondo” (Vélez 2008: 132). La influencia de Larra parece evidente a tenor de la lectura de estos dos artículos donde se describe con agudeza algunas costumbres de la sociedad colombiana. Mi compadre Facundo es un extenso cuadro donde nos ofrece con vigorosas pinceladas el retrato de un oriundo de Antioquía, mostrando su carácter y forma de vida. Así, pues, a través de la historia de Facundo, Juan de Dios Restrepo señala las virtudes y defectos de estos hombres que no tienen “pasiones a medias” (1866, I: 116), de manera que aquel, como D. Facundo, que no se desalienta por fracasos y obstáculos, y que, obstinadamente, trabaja sin importarle que las faenas sean de lo más humildes, tarde o temprano consigue labrarse una situación desahogada: El sentido práctico de los negocios y el espíritu de movilidad son también en los antioqueños rasgos distintivos. Ninguno se adhiere al lugar en que nace si allí no prospera, ni a la profesión en que se crió si estas no le ofrecen rápidas ventajas. Un individuo es alternativamente agricultor, comerciante, minero; poblaciones enteras andan vagando de Norte a Sur y de Sur a Norte, en busca de tierras más fértiles y de minas más ricas. Y esta inquietud [...] hay que atribuirla [...] al deseo febril de mejorar su condición (1866, I: 117).

Si la energía y entereza de carácter son rasgos positivos del antioqueño, la vida ordinaria del mismo ofrece igualmente rasgos laudatorios, pues se casa con mujer hacendosa que atiende con diligencia las tareas domésticas, sin dejarse llevar por comodidades, extravagancias o lujos. La sobriedad preside todos los actos familiares y sólo, ocasionalmente, cuando se trata de agasajar a algún huésped, don Facundo permite algún despilfarro. La parte negativa de esta tradicional forma de vida estriba en la falta de educación de las hijas, pues, tras una larga semana realizando las tareas más ingratas del hogar, la misa y el mercado son sus únicos pasatiempos. Sociedad tradicional amenazada por esos jóvenes que, como el hijo de D. Facundo, regresan de Bogotá sin 19); el segundo, refiere una anécdota personal al bañarse en un lago en El Choco (1873, III: 223-224). En ambos artículos se pondera la belleza de la naturaleza colombiana.

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haber aprovechado los años de estudio y pretenden vivir con todo lujo de comodidades gracias al patrimonio acumulado por el esfuerzo de sus padres. Juan de Dios Restrepo no desaprovecha la ocasión para señalar la dificultad de que las ideas democráticas lleguen a estos núcleos de población pequeños, pues el desarrollo social viene determinado por la actitud del gamoral del pueblo —D. Facundo, el cacique retratado—, el cura párroco y el picapleitos, triunvirato presente en todos los pueblos de la República. Estas tres omnipresentes figuras de la estructura social se perfilan como los principales obstáculos contra los que chocan las ideas de libertad, igualdad o progreso. Frente a una población analfabeta, ellos son los transmisores de las ideas progresistas que algunos periódicos divulgan. De ahí que censuren o manipulen la información cuando ven amenazados sus intereses. De esta forma, cuando en las páginas de un periódico se aboga por la libertad de conciencia, el cura, proclama herejía y frente a la posibilidad de que el estado imponga algún tipo de impuesto directo a los hombres acomodados, el gamoral, gritará, comunismo, “con la primera de estas palabras intimidan la conciencia del ignorante vecindario; con la segunda asustan los bolsillos” (1866, I: 118). De ahí que se lamente el escritor de que la reciente Constitución democrática aprobada en Colombia, 1863, carta magna que debe regir la vida de sus ciudadanos, sea en estos momentos “un árbol hermoso sin raíces, un diamante montado al aire” (1866, I: 188). Los pepitos constituye una mordaz censura dirigida a los jóvenes bogotanos cuya vida transcurre entre bailes, comidas, y galanteos. Nuevo tipo social que ha eclipsado al antiguo cachazo, a ese joven que se caracterizaba por sus “chistes escogidos, ocurrencias afortunadas, elegancia en el vestir, modales finos, aventuras galantes, calaveradas de buen tono” (1866, I: 252), cuya vida bohemia acababa al contraer matrimonio o desempeñar un trabajo al concluir su carrera. El pepito es un joven, no mayor de diecinueve años que, dada su alta posición social, adopta por esnobismo las posturas más extravagantes. Restrepo los describe reproduciendo la conversación que mantienen entre sí, dejando que sean ellos mismos los que evidencien sus defectos, pues llevados por las modas de este tiempo se levantan a la hora de comer y se acuestan de madrugada, se visten y comen a la francesa, leen a Dumas y Byron y conciben la vida a la manera romántica, como

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un fastidio que hay que remediar procurándose diversiones nuevas18. Restrepo marca las diferencias entre este modo de ser del hombre capitalino y el de los jóvenes de otros puntos geográficos de Colombia: Yo que venía de una provincia montañosa y atrasada, donde los muchachos se acuestan a las ocho y se levantan a las seis, y, en vez de ropa de París, visten cuácaras y chaquetas clásicas; donde no almuerzan a la francesa, ni fuman cigarros habanos, ni están gastados, ni firman pagarés, ni ajustan casamiento con mujeres sarcásticas, ni manejan oro, sino algunos realejos para comprar frutas y confites, me quedé abismado al ver a estos pepitos, preludios de hombres, tan avanzados, tan gastados, tan licenciosos y tan espléndidos (1866, I: 253-254).

Para Restrepo la aparición de este nuevo tipo evidencia un cambio de mentalidad en la sociedad de enorme peligro, pues los jóvenes en vez de formarse para convertirse en ciudadanos serios, honrados y laboriosos abusan de la libertad más absoluta para “cursar galantería, correr aventuras y frecuentar fondas y garitos” (1866, I: 255). El estudiante de antaño, con el capote roto, las botas torcidas, el libro bajo el brazo y los bolsillos limpios, pero lleno de confianza en el porvenir ha desaparecido. Frente a este ya solo se ven “señoritos llenos de colgandejos, perfumados, rizados, adamados, descontando el porvenir, usando precozmente su organización, y perdiendo los mejores años de su vida en los vicios y galanteos” (1866, I: 255). Sátira que entronca con uno de los temas más repetidos en el corpus costumbrista de este escritor: la educación frívola y descuidada que se da a los jóvenes de la época, especialmente a las mujeres, tal como se constata, entre otros muchos, en los titulados Amigos y amigas, Vanidad y desengaño, Coquetería o su célebre Una botella de brandy y otra de ginebra. La publicación del Museo de artículos de costumbres supuso un intento serio de difundir a través de la literatura el imaginario colombiano, bien esbozando los tipos capitalinos o provincianos más representativos, bien denunciando comportamientos erróneos, destacando los elementos autóctonos o describiendo los inmejorables parajes de la 18. Los pepitos son herederos directos de los lechuguinos, petimetres o gomosos, tipos descritos con precisión y detenimiento en la literatura española, desde Liñán y Verdugo y periódicos del siglo xviii, hasta Mariano de Rementería o Mesonero Romanos y Antonio Flores.

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geografía nacional. Los escritores colombianos se apoyaron en modelos extranjeros, especialmente en las obras de Larra y Mesonero difundidas con celeridad en esas tierras, para amalgamar una imagen literaria que ofrecer tanto a los propios colombianos que estaban embarcados en la aventura de regir sus propios destinos, como a los lectores extranjeros, desconocedores de la verdadera identidad colombiana. B i b l i ogr a fí a Álvarez Arregui, Federico (1962): “Larra en España y en América”, en Ínsula, pp. 188-189. Botrel, Jean François (1989): “Le commerce des livres et imprimés entre l’Espagne et la France (1850-1920)”, en M. Espadas y D. Ozanam (eds.), L’Espagne, la France et la Communauté Européenne, Madrid: Casa de Velázquez/CSIC, pp. 115-133. — (1993): “Los libreros franceses en España (1840-1920), en Libros, prensa y lectura en la España contemporánea, Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez/Ediciones Pirámide, pp. 385-470. Caicedo Rojas, José María (1866): El tiple, en Museo de cuadros de costumbres, T. I, Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, pp. 33-39. — (1866): El Duende en un baile, en Museo de cuadros de costumbres, T. I, Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, pp. 196-204. — (1866): Antiguo modo de viajar por el Quindío, en Museo de cuadros de costumbres y variedades, T. II, Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, pp. 90-94. — (1945): Apuntes de ranchería y otros escritos escogidos, Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Imprenta Nacional. Cortés Guerrero, José David (2013): “Las costumbres y los tipos como interpretaciones de la historia: Los mexicanos pintados por sí mismos y el Museo de cuadros de costumbres”, en Estudios de Literatura Colombiana, 13 (julio-diciembre), pp. 13-36. Díez Echarri, Emiliano y José María Roca Franquesa (1962): Historia de la literatura española e hispanoamericana, Madrid: Aguilar. Duffey, Frank M. (1950): Early “cuadro de costumbres” in Colombia (18381880), Chapel Hill: The University of North Carolina Press. Fernández, Pura (1998): “El monopolio del mercado internacional de impresos en castellano en el siglo xix: Francia, España y ‘la ruta’ de Hispanoamérica”, en Bulletin Hispanique, T. 100, 1, pp. 165-190. Gordillo Restrepo, Andrés (2003): “El Mosaico (1858-1872): nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo xix”, en Fronteras de la Historia, 8, pp. 19-62.

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Larra, Mariano José de (1835-1837): Colección de artículos dramáticos, literarios y políticos y de costumbres publicados en los años 1832, 1833 y 1834 en el “Pobrecito hablador”, la “Revista Española” y “El Observador”, Madrid: Repullés. — (1839): Obras. Edición completa, Caracas: Imprenta por George Coster. — (1837-1839): Colección de artículos, Montevideo: Imprenta Oriental, 4 vols. — (1844): Colección de artículos, Valparaíso. — (1845): Obras completas de Fígaro, México, 2 vols. — (1848): Obras completas de Fígaro, Paris: Baudry, Librería Europea, Imp. E. Thunot, 2 vols.; Id., 1853; Id., 1858. — (1870): Obras completas de Fígaro, Paris: Garnier Hermanos, 4 vols. Marrast, Robert (1981): “Impresos españoles en Francia: método y primeros resultados de investigación”, en S. Castillo, C. Forcadell, M. C. García Nieto y J. S. Pérez Garzón (coords.), Estudios sobre Historia de España. Obra homenaje a Manuel Tuñón de Lara, vol. II, Santander: UIMP, pp. 543-552. Martino, Luis Marcelo (2012): ¿“Guerras de los diarios” o “rencillas de escuela”? Crónica de una polémica en la prensa uruguaya de 1840, La Laguna: Universidad de la Laguna. Menéndez pelayo, Marcelino (1948): Historia de la poesía hispano-americana. Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, Santander: CSIC, Tomos XXVII-XXVIII. El Mosaico (1858-1872): Bogotá: Imprenta de J. A. Cualla. Museo de artículos de costumbres (1866): Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, 4 vols. [A partir del vol. II el título es el siguiente: Museo de artículos de costumbres y variedades]. Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes (1973): Bogotá: Imprenta Banco Popular, 4 vols. Museo de cuadros de costumbres (1866): Bogotá: Biblioteca de “El Mosaico”, Impreso por Foción Mantilla, 4 vols. Restrepo, Juan de Dios (1866): Mi compadre Facundo, en Museo de cuadros de costumbres, T. I, Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, pp. 115-122. — (1866): Los pepitos, en Museo de cuadros de costumbres, T. I, Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, pp. 252-256. Rubio Cremades, Enrique (1994): “El artículo de costumbres o satira quae ridendo corrigit mores”, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, 70, pp. 147-167. Samper, José María (1886): “Discurso de recepción en la Academia Colombiana”, en Repertorio Colombiano, XII, pp. 52-81. Saz, Agustín del (1968): “La novela hispanoamericana del siglo xix”, en Guillermo Díaz Plaja (dir.), Historia General de las Literaturas Hispánicas. Siglos XVIII y XIX, Segunda Parte, vol. IV, Barcelona: Vergara.

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Valero Juan, Eva M.ª (2011): “La impronta de Larra en Hispanoamérica en el bicentenario de la independencia”, en Álvarez Barrientos, Ferri Coll y Rubio Cremades (eds.), Larra en el mundo. La misión de un escritor moderno, Alicante: Universidad de Alicante, pp. 345-359. Vallejo murcia, Olga y Xiomara Meneses Cano (2012): “Publicaciones seriadas de la literatura colombiana. Fuentes periódicas para el estudio histórico de la literatura colombina. Compilación y reseña. Segunda entrega”, en Estudios de Literatura Colombiana, 31 (julio-diciembre), pp. 293-307. Vélez, Ana Patricia (2008): Crónica fundacional en Colombia. La raza, la clase y el género, [UMI Microform]. Walde, Erna von der (2007): “El cuadro de costumbres y el proyecto hispano-católico de unificación nacional en Colombia”, en Arbor, CLXXXIII, 724 (marzo-abril), pp. 243-253.

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Emilia Pardo Bazán escribe sobre el Romanticismo en periódicos de América 1

José Manuel González Herrán Universidad de Santiago de Compostela

Quiero comenzar con una afirmación que podría parecer tan categórica como discutible, pero de la que estoy plenamente convencido: por abundante y variada que sea la producción literaria de Emilia Pardo Bazán, su dedicación preferente y más constante en su dilatada carrera literaria fue la periodística; aunque ella nunca llegase a declararlo tan categóricamente como lo hizo Leopoldo Alas, bien podríamos hacer suyas las palabras de Clarín: “cuando se me pregunta qué soy, respondo: principalmente periodista” (en Lissorgues 1989: 35). Como he explicado en otro lugar (González Herrán 2013; González Herrán 2014b), una parte no pequeña de esa amplia obra periodística vio la luz en periódicos americanos; además de colaboraciones esporádicas —todavía pendientes de precisar y completar— en periódicos de Chile (El Nuevo Mercurio2), Méjico (El Álbum de la Mujer3) o Filipinas (Revista Filipina / The Philippine Review4), disponemos de datos bastante completos de su presencia en la prensa estadounidense de lengua española, pero también en la de lengua inglesa: varios neoyorquinos, 1. Este trabajo forma parte del proyecto de investigación Ediciones y estudios sobre la obra literaria de Emilia Pardo Bazán (referencia: FFI2013-44462-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad, que dirijo en la Universidad de Santiago de Compostela. 2. Tomo el dato de Patiño Eirín (2007: 163), donde hay una relación de las ciento diez cabeceras, españolas y extranjeras (entre ellas, dieciocho americanas), “que incorporaron alguna vez, en vida de la autora, un texto pardobazaniano.” 3. Datos que me facilita Carmen Servén (“Presencia...” [inédito]; y Serven [2014]). 4. Según Sinovas Maté (2000), hay colaboraciones de nuestra autora en esa revista de Manila, en 1917 y en 1918.

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como Las Novedades (subtitulado “España y los pueblos hispanoamericanos”), Revista Ilustrada de Nueva York, Plus Ultra (de la “Unión Benéfica Española”), La Tribuna (“Revista semanal defensora de los intereses de la raza hispana”); y en otras ciudades: la Revista Católica, de Las Vegas; Littell’s Living Age, de Boston (Caballer Dondarza 2009)... Por lo que se refiere a la prensa argentina, sus más abundantes, frecuentes e importantes colaboraciones corresponden a Caras y Caretas y a La Nación, ambos de Buenos Aires; pero también —y aparte de los que aún puedan encontrarse (porque la búsqueda sigue abierta)— han aparecido textos suyos en otros diarios de la capital argentina (El Correo Español, Plus Ultra) y en la revista humorística Fray Mocho. En cuanto a la prensa cubana, el principal medio que recoge colaboraciones suyas es el Diario de la Marina, de La Habana. Un grupo especialmente importante es el constituido por periódicos y revistas de la emigración gallega, muy abundante en Argentina, Uruguay y Cuba. Entre sus cabeceras (A Gaita Gallega, La Alborada, Alma Gallega, Aires da miña terra, Bohemia, Cultura Gallega, El Eco de Galicia, Follas Novas, El Gallego, Galicia, Galicia Moderna, Galicia Nueva, Loita, Pro-Galicia, Santos y Meigas, Tierra Gallega...5), hay algunas donde encontramos la firma de Pardo Bazán; casi siempre, con textos tomados de publicaciones españolas, no siempre con permiso o aprobación de su autora. Algo que podríamos hacer extensivo a buena parte de sus apariciones en la prensa americana: con excepción de las tres grandes cabeceras mencionadas (La Nación, Caras y Caretas, Diario de la Marina), que declaran tenerla como colaboradora contratada o corresponsal en Madrid, las demás suelen ser colaboraciones esporádicas y no siempre voluntarias por su parte. Como sucede con la mayor parte de su producción periodística, la publicada en América es muy variada en modalidades y en temática. Al lado de poemas, cuentos (González Herrán 2014b) o capítulos de novelas, lo que predominan son las crónicas —en el amplio sentido

5. Que desde hace algunos años podemos conocer mejor, pues buena parte de ellas se están recuperando, en ediciones facsímiles o digitalizadas, por parte del Centro Ramón Piñeiro para a Investigación en Humanidades, en el proyecto “Recuperación de prensa galega emigrante”. (Conste aquí mi agradecimiento, por su ayuda y materiales generosamente facilitados, a su principal impulsor y responsable, mi colega y amigo, Luis Alonso Girgado). Pueden consultarse en: ; y también en: .

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que entonces tenía ese término—, que tocan todo aquello que a su juicio podía tener interés para sus lectores: literatura, arte, política, sociedad, curiosidades, sucesos, modas, viajes... De esa abundante y variada producción periodística, me ocuparé aquí de lo referido al Romanticismo6. Tema al que, como sabemos, dedicó ensayos y estudios de notable importancia [algunos capítulos de La cuestión palpitante (1882-1883), la serie de artículos “El Romanticismo de escuela”, en la revista Renovación española (1918); y —sobre todo— el volumen primero de La literatura francesa moderna. El Romanticismo (1910)]; pero que no desdeñó tratar de manera más ligera, y con afán divulgativo, en las columnas de la prensa americana. Siguiendo el orden cronológico de su aparición en la prensa americana, las colaboraciones más antiguas aparecen en la revista El Eco de Galicia, publicada en La Habana entre 1878 y 1901, bajo la dirección de Waldo Álvarez Insúa (Neira Vilas 1988), que contó a doña Emilia entre sus firmas habituales, ya desde su primer número, aparecido el 16 de julio de 1878, donde incluye uno de los “Estudios literarios” publicados previamente en El Heraldo Gallego, el 15 de enero de 1877, el titulado “El Norte y la balada”, donde relaciona aquella modalidad poética con el paisaje y las costumbres de los países del Norte (Sotelo 2007: 212): “A los extremos de la Península, dos comarcas unidas por sorprendentes analogías y separadas por radicalísimas diferencias, estaban predestinadas a entregar a sus hijos el arpa soñadora de la balada. Las Vascongadas y Galicia (...) produjeron en breve tiempo a Trueba y Vilinch, a Pastor Díaz y Pondal”; autores a los que dedica breves comentarios. Al primero de esos dos poetas gallegos está dedicada su segunda colaboración en El Eco de Galicia: una serie de cuatro “Estudios literarios. Pastor Díaz”, aparecida entre agosto y noviembre de 1884; también en este caso doña Emilia entregaba a sus lectores cubanos un trabajo previamente publicado en aquel periódico orensano, entre noviembre y diciembre de 1877, y que constituye un valioso repaso a la personalidad literaria, pensamiento y obra lírica del poeta de Viveiro. “En la poesía residió su vocación verdadera y suprema”, afirma; y a

6. Agradezco a quien fue mi alumna y hoy es colega pardobazanista, Emilia Pérez Romero, su ayuda en la búsqueda y localización de varios de los textos que aquí comentaré.

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caracterizar esa faceta de su obra dedica la mayor parte de ese estudio. “Para la poesía reuniéronse en él facultades que escasean harto en los tiempos que corremos. Una riqueza y profundidad de sentimiento que se exaltan hasta el delirio, y una ternura melancólica que blandamente fluye de sus versos (...), una gran copia de imágenes, una viva intuición de la naturaleza y una exquisita idealidad (...) Pastor Díaz es poeta subjetivo, poeta interior, si vale la frase; poeta que no recoge los variados ecos del concierto humano para darles forma y devolverlos al público, sino que exhala en acordados sonidos las quejas de su propio corazón”. Con abundantes citas y pertinentes comentarios pasa revista a las principales composiciones del poeta gallego, con especial atención a sus temas preferidos —el mar y la muerte— sin que falte la referencia a su “muy honda religiosidad”. Pero lo más interesante de estas páginas es la comparación que establece entre el poeta gallego y uno de los líricos del Romanticismo italiano: “El que lea a Leopardi y a Pastor Díaz reconocerá en el canto del primero mayor delicadez, armonía y sublimidad (...); pero como poeta elegíaco, preferirá al segundo, más incorrecto e indeciso, pero también más conmovedor y tétrico, más bañado en la nebulosidad especial que los países de Norte comunican”. Tras estos tempranos estudios literarios (y dejando aparte el texto que luego comentaré), las demás referencias al Romanticismo que encontramos en sus escritos para la prensa americana tienen un carácter más divulgativo, como corresponde al género periodístico de las crónicas que firma, tanto en La Nación, de Buenos Aires, como en El Diario de la Marina, de la Habana. En La Nación publica el 5 de mayo de 1889 “Las mujeres en la Academia. Gertrudis Gómez de Avellaneda” (publicado antes en el número 2 de La España Moderna, febrero de 1889, y en El Liberal, 2 y 3 de marzo de 1889), que recogía dos extensas cartas de doña Emilia dirigidas “A Gertrudis Gómez de Avellaneda (en los Campos Elíseos)”, precedidas de otras cuatro de la poetisa cubana, fechadas en 1853, en las que aquella mostraba su aspiración a ocupar en la Academia la vacante de Juan Nicasio Gallego (Sinovas Maté 1999: 137148). A la pregunta que cabría suponer, respecto a la recuperación de aquellas epístolas (“¿por qué sale hoy a la luz una correspondencia que desde treinta y seis años hace amarilleaba en el fondo de un cofre o cajón?”), responde la coruñesa: “estos días se ha echado a volar otro

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nombre de mujer para cubrir la vacante de un sillón académico, y se ha vuelto a poner en tela de juicio la cuestión de si las mujeres pueden o no pueden ser admitidas en la Academia (...) Y el nombre que se ha pronunciado es el mío” (Sinovas Maté 1999: 141). Por tratarse de un texto pardobazaniano bien conocido, reeditado (Gómez-Ferrer 1999: 73-82) y comentado (González Herrán 2008), no parece necesario que le dediquemos aquí mayor atención. Más breves, y con motivos muy ocasionales son las crónicas que encontramos, años más, tarde, en el diario bonaerense. La del 24 de marzo de 1909 se ocupa de Zorrilla, que en esos días está de actualidad por dos motivos: el estreno en el Teatro Real de una ópera basada en su leyenda Margarita la Tornera, y la proposición presentada en el Senado para darle una pensión a su viuda. Respecto al primer asunto comenta: “A pesar de la inmensa reputación de Zorrilla y de su popularidad aún fresca mediante los desafueros de Tenorio, estas leyendas, que son de lo mejor que ha inspirado su musa, no estoy segura de que hoy se lean mucho, y las figuras de Margarita, del capitán Montoya, del osado burlador contra quien atestigua el Cristo de la Vega van esfumándose entre la penumbra que envuelve a tantas maravillas del romanticismo” (Sinovas Maté 1999: 239). El asunto de la pensión solicitada le da ocasión para reflexionar sobre “el tema asaz trillado de la escasez que suele acompañar a la gloria del poeta y del escritor español” (Sinovas Maté 1999: 240); tras referirse sumariamente a “las cuentas que Zorrilla nos dejó hechas minuciosamente en sus Recuerdos del tiempo viejo”, y exponer la penuria económica en que está la viuda del poeta, aprovecha para recordar una propuesta suya, que pretende ampliar ese reconocimiento: “Hace tiempo eché a volar la idea de que se le erija un monumento, no a él solamente: al ‘romanticismo español’, —coronado por el busto o la efigie del creador de Don Juan, pero donde figuren a su lado sus gloriosos compañeros: Espronceda, Larra, el duque de Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch—, y haya por lo menos un recuerdo para Pastor Díaz y Gil, dos olvidados que no merecen el olvido” (Sinovas Maté 1999: 242). El 4 de mayo de 1909 evoca a Larra con ocasión de su centenario, reseñando dos veladas dedicadas a su memoria, en el Teatro Español y en el Ateneo. Como en ambas ocasiones —lo mismo que todos “cuantos hablaron en estos días de Larra”— se trató sobre su suicidio, la escritora también lo hace, formulando un dictamen en cierta

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medida polémico: “A la fama de Larra, o por lo menos a su prestigio entre la juventud que lo invoca como maestro, no ha contribuido poco ese poético, aunque doloroso fin (...) Larra debe la mitad de su gloria —por otra parte tan merecida— a la bala. Como que fue la bala la que lo afilió en una escuela a la cual no pertenecía, con la cual pugnaba su modo de ser: el Romanticismo. Larra sería romántico por dentro y bien lo demostró; pero si nos limitásemos a leerle, sin conocer su biografía, lo contaríamos entre los clásicos de fondo y forma” (Sinovas Maté 1999: 258-259). El 29 de abril de 1911 escribe sobre Bretón de los Herreros (“nuestro Molière, dicen algunos”), cuyos restos se han exhumado recientemente, lo cual ha dado ocasión para que vuelva a hablarse de un autor “cuyas obras continúan envueltas en el más absoluto y letal de los olvidos”. Y ello porque, como argumenta, “Bretón no ha abierto huella en la memoria de las generaciones que le siguieron. Su teatro cesó de representarse; apenas cada diez años se ha exhumado, con ocasión de alguna solemnidad, alguna de sus comedias”. Según se dice, al abrir el ataúd “se vio que su cuerpo se encontraba en un estado de conservación muy sorprendente (...) No pudiera decirse otro tanto de su fama. Cada día se aleja más Bretón. Es un ilustre desconocido. Sus obras ni interesan, ni divierten” (Sinovas Maté 1999: 520-522). El 25 de noviembre de 1911 vuelve sobre Nicomedes Pastor Díaz, en su centenario: la fecha de su nacimiento, el 15 de septiembre de 1811, “le predestinó a militar en la filas románticas (...) la estructura de su alma le predisponía a ello. Su alma era romántica naturalmente, romántica como el género de belleza de Galicia, en el cual hay un elemento muy predominante de nostalgia y ensueño vago, gris y apacible, sin las violencias de contrastes, de luz y sombra de otros paisajes peninsulares (...) clásico en forma, tenía el romanticismo en las venas”. Un romanticismo que doña Emilia atribuye también a su complexión de carácter: “uno de esos melancólicos que sienten oscuramente la lesión interna que les impedirá disfrutar de los años maduros, de la vejez serena y fuerte. Este sentimiento de melancolía perenne se refleja en sus estrofas, las cuales son lo único que sobrevive de su obra literaria (...) Si se hiciese una Antología de las cien mejores y más típicas composiciones poéticas del Romanticismo español, no habría que vacilar en incluir entre esa selecta cosecha alguna de las de Pastor Díaz” (Sinovas Maté 1999: 584-587).

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Otro centenario, el de Teófilo Gautier, motiva su crónica del 28 de noviembre de 1911: “Gautier es de mis predilectos, entre los de su generación”. Tras declarar que, a su juicio, la crítica ha sido injusta con el poeta, explica su arte: “La fórmula poética de Gautier, en la cual consiste su originalidad, es emplear en la rima los mismos procedimientos que emplean los grabadores de piedras preciosas, los orífices y cinceladores (...) trabajo intenso y minucioso, como el de aquellos camafeístas griegos, que en reducidísimo espacio legaban a la posteridad el perfil de Apolo (...) Entendía Gautier que sin labor tenaz, sin esfuerzo que concentre todas las facultades, no hay obra de arte, porque el arte debe buscar ante todo la perfección”. Pero lo más interesante de su artículo es su explicación del papel histórico de Gautier: “fue quien desorganizó el Romanticismo, quien más contribuyó a su rápida caída (...) Era esta convicción [el arte es la belleza] la que le llevaba a defender calurosamente en plena insurrección romántica, anteclásica, la belleza griega y la que le guio para comprender lo que había de exagerado y de efímero en el Romanticismo”. Y concluye: “Fue pues Gautier un maestro en estética precursor de direcciones que todavía no han agotado su contenido (...) nunca fue de los triunfadores que arrollan y violentan a la fama; pero acaso la posteridad sea con él menos severa que con algunos de sus ilustres contemporáneos” (Sinovas Maté 1999: 589-593). La crónica del 8 de abril de 1917 anuncia que “van a cumplirse cien años del nacimiento del poeta Zorrilla, y algunos (...) se preocupan con la idea de que tal centenario debería celebrarse”. Ello le lleva a evocar, una vez más, la “falta crónica de dinero” del autor vallisoletano, y las gestiones que hizo ella misma, con la colaboración de la Marquesa de Esquilache, para que se le concediese una pensión a su viuda. Aparte de algunas anécdotas y curiosidades biográficas, lo más valioso es el juicio con el que cierra la crónica: “Su papel, en la evolución romántica, es duradero como los bronces. No tuvo ideas, no tuvo vuelo mental, pero tuvo el instinto de lo tradicional, de lo que España lleva en sí por ley histórica, y remontó la corriente, hasta llegar a sus más puros surtidores. Para labor semejante, no hay olvido. Nos olvidaríamos a nosotros mismos, cuando a Zorrilla olvidásemos.” (Sinovas Maté 1999: 1182-1184). Su última crónica de tema romántico en La Nación, el 6 de marzo de 1921, viene motivada por la aparición del libro de Carmen de

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Burgos sobre Larra, con “revelaciones basadas en los autógrafos que conservan los descendientes del escritor”. En consecuencia, observa, “a quien resucita la señora de Burgos no es tanto al escritor celebrado siempre, como al hombre de su tiempo y de su hora, encerrado en ella cual la miniatura en el marco”. Con todo, reconoce que “el libro de la señora de Burgos es un servicio prestado a la historia de las letras”. La conclusión de la crónica es —como muchas veces en la Condesa— una excelente síntesis de su interpretación de aquel autor: “Fígaro es un espíritu desolado, un buque combatido, que las olas acabarían por desbaratar, pues no conocía puerto. Los orígenes de su genio, ni los de su naufragio final no es fácil precisarlos, porque el más experto clínico describe un proceso morboso, lo diagnostica, pronostica su curso, pero no puede definir su evolución a la ciencia (...) Siempre Larra será un caso aparte, y los antecedentes de la familia, con esmero recogidos por la biografía, no nos dicen ni por qué aquel mozo descolló entre su linaje, ni por qué un día dado se aproximó la pistola a la sien. En toda vida humana, y más en la vida de los individuos superiores, hay un abismo y un enigma” (Sinovas Maté 1999: 1437-1440).7 Por lo que se refiere al habanero El Diario de la Marina, mencionaré tres crónicas pertinentes a nuestro objeto: la del 24 de julio de 1910, titulada “Un episodio sentimental en la vida de la Avellaneda”, comenta la reciente publicación de la correspondencia amorosa de la escritora cubana con Ignacio de Cepeda, en un libro que en España ha tenido escasa difusión, por su corta tirada, pero que doña Emilia supone puede interesar a sus lectores cubanos; en la lectura de esas y otras cartas de Tula “se patentiza el modo de ser de la Avellaneda en lo sentimental amoroso, y se evidencia que, a causa de este modo de ser, propiamente romántico, el amor debió de representar en su existencia una serie de sufrimientos, desencantos, y caídas de las nubes al fango terrestre, rompiendo y manchando en ellas alas purísimas de un ardoroso ideal” (Heydl-Cortínez 2002: 86-87).

7. Además de las crónicas comentadas, cabría mencionar también, por tratar en ellas sobre autores en cierta medida románticos, la del 7 de agosto de 1912, sobre Rousseau, con motivo de su segundo centenario (Sinovas Maté 1999: 682-686); la del 17 de noviembre de 1916, sobre Echegaray, con motivo de su fallecimiento (Sinovas Maté 1999: 1156-1159); la del 9 de diciembre de 1917, sobre Campoamor, con motivo del centenario de su nacimiento (Sinovas Maté 1999: 1219-1221).

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La del 26 de febrero de 1911, titulada “Un recuerdo”, está dedicada también a una reciente publicación, la de las Memorias de la Condesa de Espoz y Mina, Juana de Vega, “a quien conocí hallándome yo en la infancia y primera juventud, en A Coruña, donde transcurrieron los últimos años de una existencia llena de interés y enlazada con los fastos de nuestra historia” (Heydl-Cortínez 2002: 114). Y en la del 7 de enero de 1912, versa sobre Pastor Díaz con ocasión de su centenario, como lo había hecho, dos meses antes, en La Nación: en este caso, contrariamente a su costumbre cuando trataba un mismo asunto en colaboraciones periodísticas para distintos medios y escribía una crónica diferente para cada uno de ellos, según he estudiado en otro lugar (González Herrán 2014a), doña Emilia reproduce literalmente lo publicado en el diario bonaerense8. Rompiendo la ordenación cronológica que hasta ahora he venido siguiendo en mis comentarios a las colaboraciones periodísticas sobre el Romanticismo publicadas por Pardo Bazán en la prensa periódica americana, he reservado para el final —y, en cierta medida, como primicia— un curioso texto que (lo digo con la prudente provisionalidad obligada en estos casos) nunca apareció en España, aunque sí por partida doble en América, en 1885; y que, acaso por ello, no se ha catalogado ni comentado entre sus escritos críticos9. Es una breve nota titulada “Victor Hugo”, necrológica del autor francés, fallecido el 22 de mayo de 1885, que doña Emilia escribe un mes después (la carta al director de la revista, José Novo y García, remitiéndole el artículo está fechada el 24 de junio), y que aparece en una de las revistas de la emigración gallega en Cuba, Galicia Moderna, en su número 15, correspondiente al 9 de agosto de 1885, en su página 2. Sospecho que, dada la importancia universal del escritor evocado, y el prestigio de quien firma la necrológica, el artículo estaría destinado a ocupar un lugar preferente —acaso la primera página— de la revista.

8. También aquí cabría mencionar la crónica del 21 de septiembre de 1913, dedicada a un poeta más o menos romántico, Campoamor, con motivo del monumento a él dedicado. 9. Tuve la primera noticia de ese texto en una ponencia leída por Cristina Patiño Eirín en el III Simposio “Emilia Pardo Bazán: el periodismo” (A Coruña, octubre de 2006); ahí menciona (Patiño Eirín 2007: 174) como fuente de ese dato la edición en CDROM de Galicia Moderna. A Habana (1885-1890) publicada en 2002, que ahora puede consultarse fácilmente en la Biblioteca Virtual Cervantes.

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Pero desde que la autora coruñesa envió su colaboración a La Habana (por correo marítimo, claro), a finales de junio, se ha producido en Galicia un suceso que exige atención preferente: el fallecimiento de Rosalía de Castro, el 15 de julio. No olvidemos que, además de su trascendencia para la cultura y la identidad de Galicia, la cantora del Sar tenía una especial vinculación con la colonia gallega en La Habana. De ahí que la revista ocupe toda la primera página de ese número con un artículo titulado “Rosalía Castro”, que firma Victorino Novo y García; en la siguiente, además de anunciar que “en el próximo número empezaremos a publicar un importante estudio crítico de Rosalía Castro, inédito, que forma parte del libro en prensa Los precursores de Manuel Murguía”, se incluye una nota titulada “En memoria de Rosalía Castro”, firmada por La Redacción, donde se propone una suscripción pública para “que se le erija un modesto mausoleo, representación tangible de nuestro afecto y de nuestro pesar”. Sigue, en la misma columna, una carta de Pardo Bazán al Director de Galicia Moderna, fechada en Coruña el 24 de junio de 1885 (esto es: tres semanas antes del fallecimiento de Rosalía), en respuesta a la que Novo le había escrito el 25 de abril, en la que “me pide V. escriba algo para ella”. Y argumenta: “Si tuviese tanto tiempo como buenos deseos mucho escribiría para periódicos, pero esto es del todo incompatible con el propósito de hacer libros. De todos modos, como muestra de mi intención envío a V. esa página breve que casi por asalto he trazado. Es lo único, puede decirse, que hace dos años escribo suelto”. Aparte de la retórica convencional en este género, la carta contiene dos declaraciones dignas de interés: la primera, su decidido propósito de dedicarse preferentemente a hacer libros y escribir menos para los periódicos. Recordemos que a estas alturas, con la publicación y polémica recepción de Un viaje de novios (1881), San Francisco de Asís (1882), La cuestión palpitante (1882-1883), La Tribuna (1883), ya se ha producido su consagración como una de las más destacadas figuras del sistema literario español; dedicación preferente a los libros que la llevará a publicar, en ese mismo año, la novela El Cisne de Vilamorta y el volumen de cuentos La Dama joven; mientras, previsiblemente, ha comenzado ya la redacción de Los Pazos de Ulloa, cuyos dos volúmenes aparecerán en 1886. La segunda declaración (“esa página breve que casi por asalto he trazado”) debe ser tomada con alguna precaución, o matizada: aunque

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doña Emilia da a entender que ha escrito esta nota urgida por la invitación de Novo, lo cierto es que con ella está respondiendo a otro encargo o contrato (rentabilizando doblemente el esfuerzo, como haría bastantes veces a lo largo de su carrera), pues la necrológica apareció también en El Álbum de la Mujer, que dirigía en Méjico Concepción Gimeno de Flaquer, el mismo 9 de agosto de 188510. Dada tal coincidencia de fechas, es difícil saber cuál de las dos publicaciones americanas fue la destinataria preferente de aquella colaboración de doña Emilia. Descritas y explicadas las circunstancias de la publicación (doble, en América, pero nunca en España) de ese interesante texto [cuya reproducción facsímil se adjunta], comentaré sumariamente algunos aspectos. El primero y fundamental —que no podía faltar en la inevitable (y siempre vanidosa) doña Emilia— es su alarde de haber conocido y tratado “al excelso poeta, que acaba de expirar, hará cosa de cuatro o cinco años”. En efecto, había sido en París, poco después de su estancia en el balneario de Vichy (en septiembre de 1880): así lo recordaría en sus “Apuntes autobiográficos”: “quise conocer a Víctor Hugo, último y grandioso resto de la generación romántica. El autor de Hernani me convidó a su tertulia, mejor dijera a su corte, pues no parecía sino monarca destronado en el suntuoso salón alumbrado por resplandeciente lámpara de veneciano cristal, vestido de seda y decorado con soberbios tapices...” (Pardo Bazán 1999: 39). Para abreviar, no alargo más la cita de los “Apuntes...”, aunque sugiero cotejar esa evocación, fechada en septiembre de 1886, con la de la necrológica que nos ocupa: sus coincidencias casi textuales podrían deberse a la proximidad de sus respectivas redacciones. Casi la mitad de la nota está dedicada a evocar aquella visita. Haciendo gala de sus dotes de creadora de ficción, además de estudiosa de la literatura, Pardo Bazán nos pone ante la escena evocada, descrita en sus menores detalles, tanto del lugar (la chimenea, el salón de rojo terciopelo, la araña de cristal veneciano...), como del personaje (“encorvado el cuerpo y apagado el brillante y profundo mirar [...] canas la barba y cabellera, rugosas las manos [...] la surcada frente, las marchitas pupilas”). La idea predominante es la de estar ante un monumento vivo, un

10. Debo la noticia a mi colega y amiga Carmen Servén, quien se ha ocupado de esa y otras colaboraciones de Pardo Bazán en El Álbum de la Mujer en la ponencia y en el artículo citados en la nota 3.

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resto casi arqueológico del pasado, de un movimiento literario definitivamente caducado. Algo que reitera lo que había escrito en los capítulos IV y V de La cuestión palpitante (1882-1883), donde se refería al poeta como “coloso que aún se mantiene de pie” (capítulo IV; en Pardo Bazán 1989: 165); “de la generación romántica francesa sólo queda en pie Víctor Hugo materialmente, porque vive; moralmente hace tiempo que no se cuenta con él” (capítulo V; en Pardo Bazán 1989: 173). Su conocimiento del Romanticismo europeo se manifiesta en la certera recreación de algunos de sus personajes emblemáticos (Manfredo, de Byron; Werther de Goethe; el estudiante salmantino, de Espronceda; Hernani, del propio Hugo), en sus actitudes más representativas: “salvando vertiginosos abismos”, el primero; “pistola en mano”, el segundo; “levantando la copa y apurando con frenesí la vida”, el tercero; “inmolándose en aras de horrible juramento”, el cuarto. Y sigue la referencia, que refleja el conocimiento directo de una devota lectora, a los principales títulos del autor homenajeado. Su genio, fundamentalmente poético, aunque se hubiese mostrado no solo en los versos, sino también en las novelas y en los dramas, es brillantemente analizado mediante un certero símil (“¡Qué notable semejanza existe entre el mar y el genio de Víctor Hugo!”), en comparación con otros líricos europeos de su tiempo: Leopardi, Musset, Heine, Lamartine...; sin que falte, salvando las distancias, el poeta español por quien doña Emilia siempre tuvo —ya desde su adolescencia— una especial predilección: José Zorrilla11. B i b l i ogr a fí a Caballer Dondarza, Mercedes (2009): “Cuentos y ensayos de Emilia Pardo Bazán en la prensa estadounidense”, en: J. M. González Herrán, C. Patiño Eirín y E. Penas Varela (eds.), La literatura de Emilia Pardo Bazán, A Coruña: Casa-Museo Emilia Pardo Bazán, pp. 217-227. “En memoria de Rosalía Castro” [editorial] (1885): Galicia Moderna, n.º 15, 9 de agosto de 1885, p. 2.

11. En prensa ya este libro, y cuando corrijo sus pruebas, mi colega pardobazanista Ángeles Quesada Novás me informa que esta misma necrológica (fechada: “Madrid, Mayo, 25 de 1885”) se había publicado previamente en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (año IX, nº 199, 31-V-1885, pp. 145-146).

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Galicia Moderna. A Habana (1885-1890) (2002): Estudio Introductorio e Índices de Natalia Regueiro, Santiago de Compostela: Centro Ramón Piñeiro-Xunta de Galicia. Gómez-Ferrer, Guadalupe (ed.) (1999): E. Pardo Bazán: La mujer española y otros escritos, Madrid: Cátedra, pp. 73-82. González Herrán, José Manuel (2008): “La emancipación de una mujer de letras: Emilia Pardo Bazán (1889-1892)”, en P. Fernández y M. L. Ortega (eds.), La mujer de letras o la letraherida. Discursos y representaciones sobre la mujer escritora en el siglo XIX, Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, pp. 345-363. — (2013): “Colaboraciones de Emilia Pardo Bazán en la prensa periódica americana (1879-1921)”, en Adalberto Santana (coord.), Setenta años de Cuadernos Americanos (1942-2012), México: UNAM-Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, pp. 135-148. — (2014a): “Reescritura en algunas crónicas periodísticas de Emilia Pardo Bazán (1912-1915)”, en C. Servén e I. Rota (eds.), Escritoras españolas en los medios de prensa (1868-1936), Sevilla: Renacimiento, pp. 117-137. — (2014b): “Introducción” a Emilia Pardo Bazán, El vidrio roto. Cuentos para las Américas. Argentina, Vigo: Editorial Galaxia, pp. 7-25. Heydl-Cortínez, Cecilia (ed.) (2002): Cartas de la Condesa en el Diario de la Marina. La Habana (1909-1915), Madrid: Pliegos, pp. 85-91. Lissorgues, Yvan (1989): Clarín político I, Barcelona: Lumen. Neira Vilas, Xosé (1988): Índices da revista “El Eco de Galicia” (A Habana, 1878-1901), Sada: Ediciós do Castro. Novo y García, Victorino (1885): “Rosalía Castro”, Galicia Moderna, n.º 15, 9 de agosto de 1885, p. 1. Patiño Eirín, Cristina (2007): “Un rosal allí; deixis y periodismo: Emilia Pardo Bazán y el Diario de la Marina”, en: J. M. González Herrán, C. Patiño Eirín y E. Penas Varela (eds.), “Emilia Pardo Bazán: El periodismo”. Actas del III Simposio. A Coruña: Casa-Museo Emilia Pardo Bazán, pp. 161-192. Servén, Carmen (2013): “Presencia de la literatura española en El Álbum de la Mujer (1883-1888) dirigido por Concepción Gimeno de Flaquer en México”, ponencia presentada en el VII Congreso CEISAL, Memoria, presente y porvenir de América Latina, celebrado del 12 al 15 de junio de 2013 en la Universidad Fernando Pessoa de Oporto (Portugal) [inédita]. — (2014): “Concepción Gimeno de Flaquer y los escritores españoles: El Álbum de la Mujer mexicano entre 1883 y 1888”, BBMP, XC, pp. 191-212. Sinovas Maté, Juliana (ed.) (1999): E. Pardo Bazán: La obra periodística completa en La Nación de Buenos Aires (1879-1921), A Coruña: Diputación Provincial de A Coruña. — (2000): “Nuevos artículos periodísticos de Emilia Pardo Bazán: precisiones bibliográficas”, Voz y Letra, XI / 1, pp. 115-119.

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Sotelo Vázquez, Marisa (2007): “Las publicaciones de Emilia Pardo Bazán en El Heraldo Gallego: la forja de su personalidad literaria”, en J. M. González Herrán, C. Patiño Eirín y E. Penas Varela (eds.), “Emilia Pardo Bazán: El periodismo”. Actas del III Simposio. A Coruña: Casa-Museo Emilia Pardo Bazán, pp. 203-231.

Te x tos de E m i l i a Pa rd o Baz án ci tad o s “El Norte y la balada”, El Eco de Galicia, n.º 1 (18): 5-6. 16 de julio de 1878; publicado antes en El Heraldo Gallego n.º 206, 15 de enero de 1877. La cuestión palpitante [1882-1883], ed. J. M. González Herrán, Barcelona/ Santiago de Compostela: Anthropos/Universidade de Santiago. “Estudios literarios. Pastor Díaz”, El Eco de Galicia, n.º 113, 24 de agosto de 1884; “Estudios literarios. Pastor Díaz”, El Eco de Galicia n.º 115, 7 de septiembre de 1884; “Estudios literarios. Pastor Díaz”, El Eco de Galicia n.º 116, 14 de septiembre de 1884; “Estudios literarios. Pastor Díaz”, El Eco de Galicia n.º 127, 30 de noviembre de 1884; publicados antes en El Heraldo Gallego, núms. 231, 232, 233 y 234; 25 noviembre-10 diciembre de 1877. “Victor Hugo”, Galicia Moderna, n.º 15, 9 de agosto de 1885; también en El Álbum de la Mujer, 9 de agosto de 1885, p. 2. “Apuntes autobiográficos” [1886], recogidos en Obras Completas, II (Novelas), ed. de D. Villanueva y J. M. González Herrán. Madrid: Biblioteca Castro-Fundación José Antonio de Castro, pp. 5-59. “Las mujeres en la Academia. Gertrudis Gómez de Avellaneda”, La Nación, 5 de mayo 1889 [antes, con el título “La cuestión académica. A Gertrudis Gómez de Avellaneda (en los Campos Elíseos)”, en La España Moderna, año I, 2 (febrero), pp. 173-184, y en El Liberal, 2 y 3 de marzo de 1889], recogido en Sinovas Maté 1999: 137-148. “Crónica”, La Nación, 24 de marzo de 1909; recogido en Sinovas Maté 1999: 238-243. “Crónica”, La Nación, 4 de mayo de 1909; recogido en Sinovas Maté 1999: 256-261. “Un episodio sentimental en la vida de la Avellaneda”, Diario de la Marina, 24 de julio de 1910; recogido en Heydl-Cortínez 2002: 85-91. La literatura francesa moderna. El Romanticismo, Madrid: Renacimiento, 1910. “Un recuerdo”, Diario de la Marina, 26 de febrero de 1911; recogido en HeydlCortínez 2002: 114-121. “Crónica de España”, La Nación, 29 de abril de 1911; recogido en Sinovas Maté 1999: 520-525.

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“Crónicas de España”, La Nación, 25 de noviembre de 1911; recogido en Sinovas Maté 1999: 584-588. “Crónicas de Europa”, La Nación, 28 de noviembre de 1911; recogido en Sinovas Maté 1999: 589-593. “Una biografía de Pastor Díaz”, Diario de la Marina, 7 de enero de 1912; recogido en Heydl-Cortínez 2002: 150-156. “De España”, La Nación, 7 de agosto 1912; recogido en Sinovas Maté 1999: 682-686. “Crónica de España”, La Nación, 17 de noviembre de 1916; recogido en Sinovas Maté 1999: 1157-1159. “Crónicas de España”, La Nación, 8 de abril de 1917; recogido en Sinovas Maté 1999: 1182-1184. “Crónicas de España”, La Nación, 24 de abril de 1917; recogido en Sinovas Maté 1999: 1188-1190. “Crónicas de España”, La Nación, 4 de noviembre de 1917; recogido en Sinovas Maté 1999: 1213-1215. “Crónicas de España”, La Nación, 9 de diciembre de 1917; recogido en Sinovas Maté 1999: 1219-1221. “Estudios literarios. El Romanticismo de escuela. I”, Renovación española, I, n.º 10 (2 de abril de 1918), pp. 1-3. “Estudios literarios. El Romanticismo de escuela. II”, Renovación española, I, n.º 11 (9 de abril de 1918), pp. 1-2. “La gloria de Larra”, La Nación, 6 y 8 de marzo de 1921; recogido en Sinovas Maté 1999: 1437-1440.

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La defensa de la mujer por Gertrudis Gómez de Avellaneda en la revista L A A MÉRICA (1862) Antonella Gallo Università degli Studi di Verona

Para Marta, mujer excepcional Sabido es que toda la escritura feminista de Gertrudis Gómez de Avellaneda se alimentó de su propia y singular autobiografía, de su ejemplar vida romancesca, que la vieron protagonista, como las heroínas de sus novelas preferidas, de sonados triunfos y amargos desengaños, empeñada con tesón, coraje, y heroísmo en afirmar su individualidad, su talento y sus deseos al margen de cualquier programación social y familiar de su propia vida y pese a los duros golpes del destino. A parte de las circunstancias adversas y de la influencia negativa que determinadas personas tuvieron en su vida, su mismo carácter, contradictorio y complejo, su intensa vitalidad, su exaltada imaginación poética, su exquisita sensibilidad, su gran amor por la libertad y por la literatura, a la par con su inteligencia, “salvaje” franqueza, y exacerbado idealismo le hicieron concebir unos deseos incompatibles con el modelo vigente de mujer “virtuosa” de su época y que no podían ser satisfechos en una sociedad hostil, mezquina y materialista. Ser una mujer, y además una mujer excepcional, y su origen criolla, de colona, la pusieron en una situación de doble marginalidad que, aprovechada con discreción y creatividad, le permitió conseguir una perspectiva privilegiada, más honda y más aguda, a la hora de cuestionar, por una parte, tanto el rol social impuesto a las mujeres de su tiempo (“el ángel del hogar”), como el ideal de la feminidad que está dictado por los gustos / disgustos de los hombres para con sus parejas y, por otra, denunciar las injusticias de las leyes humanas que esclavizan la mujer y asimismo reivindicar por ella el derecho a forjarse un destino diferente, desligado de las pretensiones y necesidades de los hombres

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en ambos continentes. Sin embargo, es importante dar por sentado desde el principio, según lo anteriormente señalado por la crítica (Picon Garfield 1993: passim), que el contradiscurso transgresor de Avellaneda no pudo librarse del todo de la poderosa influencia de la cultura hegemónica masculinizante, y por eso, como sujeto formado dentro de esa cultura, mantuvo un ambiguo hibridismo entre pensamiento femenino y feminista a lo largo de toda su vida, si bien fue capaz de aventajarse subrepticiamente de las contradicciones de la ideología oficial en pro de sus mismas víctimas, como veremos más adelante al analizar el texto que nos ocupa hoy. Por el momento me interesa insistir nuevamente en el hecho de que la poderosa personalidad de Avellaneda avasallo teorías y postulados feministas de todo tipo: si es cierto que las lecturas juveniles de las obras de George Sand y sobre todo de Madame de Staël dejaron una profunda huella en su incipiente subjetividad y en su forma mentis, también es cierto que ningún modelo literario hubiera podido hacerla renegar de sí misma; es decir que, si en su momento Avellaneda abrazó las tesis feministas, sea totalmente o parcialmente, fue sobre todo una cuestión de mantenerse siempre fiel a sí misma, es decir a una persona muy humana, digna, sincera, que siempre estuvo al lado de la honradez y de la verdad, tanto moral como intelectual. Si, por ejemplo, cuestionó la indisolubilidad del matrimonio en sus dos primeras novelas, no lo hizo por enfrentarse con una brillante, pero estéril, especulación teórica, o por el gusto de la provocación, sino más bien para defender a los seres más débiles de los abusos de la familia o de un marido egoísta o tiránico, o bien para aliviar su infelicidad sentimental proporcionando un remedio viable a las desgracias acarreadas por los caprichos del destino, que a veces une dos almas desiguales, o bien para acabar, de una vez por todas, con el pesado yugo de lo irreversible, puesto que nadie es culpable por la fin de un amor ni es propiamente adúltero: los sentimientos son involuntarios y siguen las leyes eternas y naturales de la mudanza. Aunque tuvo una visión pesimista del amor porque no pudo encontrar nunca un alma sincera y ardiente como la suya, de elevados pensamientos y digno de veneración por su parte, que pudiera comprehender y aceptar su vocación literaria y despertarle una pasión auténtica, no renunció nunca a la ilusión de amar y ser amada y a destinar los frutos de su talento literario para la sociedad en la que le tocó vivir. Anheló para sí misma y para las otras mujeres una realización completa de su persona, tanto en la vida privada y familiar como laboral, social y pública, o sea que

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deseó sobremanera vivir con intensidad y solo los caprichos del destino le impidieron conseguirlo. Su pensamiento feminista no nació, vale la pena repetirlo, de la fría especulación y del cálculo personal sino de sus inquietudes emocionales y espirituales, alternando, pues, posturas más pesimistas en la estela de Madame de Staël, y convicciones más optimistas similares a las defendidas por Concepción Arenal, muy amiga suya, según su alma estuviera embargada por el desaliento o por la esperanza y el entusiasmo. Sus profundas convicciones, el impulso vital, junto con la intuición de su superioridad, se tradujeron pronto en acción y ambiciosos proyectos. La percepción instintiva, no del todo consciente, como a veces ocurre en la vida, de un destino ineludible que había que cumplir, guió sus primeros pasos en el mundo de las letras de la capital Madrid: la publicación de sus novelas reivindicativas feministas, Sab (1841) y Dos mujeres (1842), junto con un volumen de Poesías (1841), acogidas favorablemente por los críticos e intelectuales, supuso una deliberada transgresión de los límites impuestos por la cultura oficial patriarcal a la actividad de la mujer, también en calidad de literata. Como bien ha subrayado Kirkpatrick (1991: 131-133; 142), en 1841 Avellaneda traspasó para siempre las fronteras que confinaban la mujer a una escritura exclusivamente privada y familiar, ensayada en la redacción de las famosas Cartas dirigidas a su amado Ignacio de Cepeda (1839-1850)1. La osadía y el coraje de Tula, que se salta los convencionalismos de manera altanera, sobresalen aún más, si medimos, recurriendo a la prensa contemporánea, el grado de aceptación / tolerancia por parte de la sociedad de las reivindicaciones feministas. Pedro Sabater, en su artículo “La mujer”, publicado precisamente en 1842 en el Semanario pintoresco español, ensalza sin vacilaciones el modelo arquetípico femenino del “ángel del hogar” dentro de un discurso ideológico fundamentalmente conservador, aunque conceda que las mujeres padecen muchas injusticias a causa de la mezquindad moral de los hombres: Profundamente raciocinó Madame Staël, cuando hablándonos en una de sus obras del amor, nos dijo que esta pasión era un episodio de la vida del hombre, y la vida completa de la mujer. El bello sexo, señores, ha sido arrojado a la tierra para personificar al amor; el orgullo, la vanidad y las

1. Véase, también, Carlos (1970) y Ayala (1998).

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demás pasiones que dominan en su corazón, están subordinadas a esta, que es su todo. Cumpliendo con su apacible destino, la mujer ama cuando niña a sus juguetes con mucho más cariño que nosotros; ama cuando joven a sus amantes con mucha más violencia que nosotros; ama cuando madre a sus hijuelos con fuego más ardiente que nosotros, y siempre, por último, pero en particular en su ancianidad, ama a sus ángeles y a sus dioses con fe más pura y con mayor vehemencia que los hombres. No por eso se crea que el alma de la mujer se halla exenta de otras pasiones; despedázanla a menudo, como hemos anunciado, pero subordinadas al amor, el orgullo y la vanidad. [...] Respecto a las demás pasiones que agitan a la mujer, ¿quién desconoce que son hijas del amor? Ella es capaz de todo cuando ama; es una leona que todo lo despedazará si así conviene a sus amores; es un Job que todo lo sufrirá con resignación si así lo exige su cariño. Conducidla a los tormentos más atroces, y escupirá su misma lengua en el rostro de sus verdugos, por no descubrir entre los dolores a su amado; decidla que es forzoso cometer un crimen para ceñir las sienes de un hijo suyo con una corona, y mandará matar a Británico como Agripina, para asegurar a su hijo, el discípulo de Seneca, en el imperio del universo (Sabater 1842: 116).

Veremos más adelante, de qué manera la futura mujer de Sabater, a través de su extraordinaria sensibilidad y emotividad romántica, sabrá reapropiarse de estos mismos postulados / enunciados del discurso hegemónico patriarcal, como la indiscutible supremacía afectiva de la mujer con respecto a los hombres, para darles una nueva e inesperada significación progresista. Lo cierto es que, desde muy temprano, la actividad como escritora de Tula corre parejas con una progresiva y lúcida toma de conciencia tanto de sus derechos como de sus obligaciones de mujer en cuanto ser pensante, dotado de talento artístico, y destinado por lo tanto a ser sujeto activo, y no pasivo y sumiso, en la sociedad de su tiempo, es decir una intelectual de primer rango. Tula, alentada por sus propios logros literarios y aventajándose de su posición social privilegiada, se propuso defender la emancipación de la mujer en la prensa periódica femenina / feminista de la época, hecho que marcó asimismo su definitiva afirmación en el mundo de la intelectualidad española y que la instó a fundar ella misma periódicos para un público femenino, primero en España y más tarde en Cuba, tal y como ocurría en todos los países donde se iba consolidando el feminismo. Lo que le dictaba su temperamento, su orgullo, su altivez, llegó a concretizarse en una formulación de un discurso teórico sobre

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la Nueva Eva, sobre su esencia y naturaleza, sobre su educación y en fin sobre sus obligaciones sociales y familiares, cuyos primeros brotes fueron unos cuantos artículos publicados en Madrid en la cuarta década del siglo xix: “La dama de gran tono” (Gómez de Avellaneda 1843); “Capacidad de las mujeres para el gobierno” (Gómez de Avellaneda 1845), reeditado luego en el periódico El trono y la nobleza (Gómez de Avellaneda 1850)2. Por otra parte habrá que señalar que sus colaboraciones con la prensa periódica española fueron continuadas a lo largo de su vida: allí Avellaneda encontró un cauce privilegiado para dar a conocer sus ideas pero sobre todo sus sentimientos puramente románticos, con la publicación por sucesivas “entregas” de poemas sueltos, de temas variados. El exordio en un campo tradicionalmente masculino se dio con la publicación —recién llegada a Sevilla, tierra de sus antepasados españoles— de la poesía “La aurora” en la revista El Cisne (Avellaneda 1838)3. La experiencia adquirida en España en este campo, le fue sumamente útil cuando decidió volver con su segundo marido, Diego Verdugo, a su isla natal, donde los novios residieron cinco años (1859-1864). Durante su triunfante estancia en Cuba, en la que reanudó sus antiguas amistades, conoció mejor a los escritores de la isla, y donde además fue coronada poetisa nacional, la Avellaneda retomó la actividad periodística con renovado ahínco y entusiasmo en pro de sus compatriotas sin perder la ocasión de mantener viva su relación con España y en particular con los literatos madrileños, tan aficionados a su “hija adoptiva” (Bravo Villasante 1986: 175-195; Escoto 1911). En 1860 fundó un periódico para mujeres en La Habana, el Álbum cubano de lo bueno y lo bello, que, a pesar de su corta vida (15 febrero-12 de agosto 1860), fue una singular excepción en la vida cultural de la isla. Como han 2. Un reciente ensayo de Pujol Russel (2005) nos brinda ahora una valiosa herramienta bibliográfica para conocer de cerca la visión de la mujer que tuvieron los contemporáneos de Tula, recurriendo sobre todo a los artículos periodísticos publicados sobre la mujer en la primera mitad del siglo xix (1800-1859), y por ende podemos evaluar mejor cuál fue su aportación original a la formación de la conciencia femenina moderna. Véase, también, Jiménez Morell (1992). 3. Estos poemas sueltos, algunos de circunstancias, a raíz de acontecimientos o celebraciones patriótico-políticas, y unos, más entrañables, de temática amorosa y religiosa, publicados en las principales revistas literarias de la época han sido reseñados por Simón Palmer (1991: 318-321); el inventario ha sido ampliado sucesivamente gracias a las pesquisas bibliográficas realizadas por Checa (2001-2002).

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destacado Picon Garfield (1993: 28-49) y Arambel-Guiñazú & Martin (2001: 49-51), el Álbum cubano de lo bueno y lo bello fue el único periódico en Cuba dirigido por una mujer para un público femenino, contó entre sus colaboradoras a otros talentos femeninos, tanto españolas como cubanas, hecho no tan frecuente en los otros periódicos de la isla, y combinó, con un hábil estrategia editorial, las tendencias feministas y femeninas del pensamiento decimonónico sobre la mujer, es decir que adoptó un tono moralizante y esencialmente religioso, más proprio de una postura masculina y paternalista, dedicando su atención sobre todo a la mujer casada, sin desperdiciar en todo caso la ocasión de denunciar las injusticias sociales que tienen que padecer las mujeres. Esta radical ambigüedad es algo muy típico de las primeras literatas feministas que, en el largo camino hacia la emancipación de la mujer, optaron por dar unas claras señales de pacifica armonización de las reivindicaciones del sexo “débil” con las exigencias de un cada vez más preocupado y atemorizado sexo “fuerte”, defendiendo en la prensa femenina / feminista el estereotipo masculino del “ángel del hogar”. No se pueden olvidar la humildad y la sumisión aprendidas durante siglos en un abrir y cerrar de ojos, alguien pudiera decir4, sin embargo esta “política” generalizada, en el caso de Avellaneda, se sustenta en sus propias convicciones personales. Tula se propuso contrarrestar la avalancha del materialismo decimonónico con el antídoto de la mujer virtuosa y de las obras artísticas e intelectuales, pergeñando un proyecto editorial que hermana filosofía neoplatónica y cristianismo, como nos explica Picon Garfield (1993: 31). En el primer número del Álbum cubano..., Tula se explaya contándonos el vínculo entre lo bueno y lo bello, pues según ella, las obras del sentimiento moral y las obras del sentimiento artístico son dos manifestaciones de una sola verdad, “la aspiración del alma hacia Dios”. El arte, unida a la religión, “tiende a Dios por origen y por término”. Las dos —arte y religión— son facetas de la voluntad divina que Gómez de Avellaneda representa mediante un sistema filosófico neoplatónico, el que culmina en la armonía absoluta. Como Sor Juana Inés de la Cruz en su “Respuesta a Sor Filotea”, la cubana mantiene 4. Simón Palmer (1993: 489) a este propósito comenta: “La inmensa mayoría de las escritoras optaron por hacerse portavoces de los valores tradicionales de la familia cristiana y defendieron la figura de la mujer madre y esposa, para poder de esa forma hacerse perdonar la ‘falta’ de escribir”.

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que todo conocimiento es una emanación de Dios y un paso hacia el conocimiento perfecto. Para Gómez de Avellaneda, la jerarquía de ese sistema origina y termina en la ley suprema de Dios, revelación de los deberes y derechos del ser humano. Esa ley, que domina desde la cumbre y establece la armonía universal, no es inexorable ni subyugadora, sino que ilumina la razón del ser humano capaz de ejercer su libre albedrío. La misión moral y civilizadora que se prometió cumplir con la publicación de su revista dista mucho, pues, de los propósitos meramente lucrativos de la mayoría de los directores y editores de su época, tanto en España como en América, que procuraban aumentar el número de sus subscritoras proporcionándoles simplemente diversión y entretenimiento, a través de figurines de moda, anécdotas curiosas y poesías, enigmas y acertijos, descripción de costumbres extranjeras. El tono sobrio y altamente moral del periódico de Tula se perfila netamente en sus contribuciones al mismo: diez breves semblanzas de mujeres célebres, tres artículos en defensa de la superioridad y del talento de la mujer, tres leyendas y unas cuantas reseñas (Picon Garfield 1993: 34). Ahora bien, los tres artículos en defensa de la superioridad y del talento de la mujer, aparecidos en el Álbum Cubano... en 1860, fueron reeditados integralmente en la revista quincenal La América. Crónica hispano-americana el 8 de abril de 1862, con el título “La mujer” (Gómez de Avellaneda 1862)5. La revista La América. Crónica hispanoamericana fue fundada en Madrid, en 1857, por iniciativa de Eduardo Asquerino, quien la dirigió hasta 1870; siguiendo el patrón inaugurado por La Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855) fundada por Francisco de Paula Mellado (Rubio Cremades 2013: 324), La América se publicó hasta 1886 y fue una de las más importantes y exitosas revistas doctrinales de todo el siglo xix, expresión del liberalismo progresista-democrático español6.

5. El texto, que vamos a comentar en las páginas siguientes, ahora puede leerse en sus Obras completas editadas por Castro y Calvo (1981: V, 275-284). 6. A través de sus páginas se difundieron las ideas de los intelectuales españoles sobre América y se ofreció el conocimiento de este continente brindado por los propios escritores hispanoamericanos; por eso se convirtió pronto en el foro de debate privilegiado tanto de temáticas relacionadas con el entorno cultural, sociopolítico americano como de sus relaciones exteriores, con España y también con Estados Unidos.

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Avellaneda, gracias a su doble nacionalidad e impulsada por un sincero sentimiento de gratitud por su patria de elección, se alistó naturalmente en la lista de colaboradores desde el primer número, junto con otros nombres esclarecidos de la época: José Amador de los Ríos, Víctor Balaguer, Ramón de Campoamor, Mariano Bretón de los Herreros, Antonio Cánovas del Castillo, Agustín Duran, Antonio Flores, Antonio García Gutiérrez y otra poetisa romántica tan famosa como ella, Carolina Coronado7. La oportunidad de tener un público más amplio al que dirigirse probablemente fue la causa que la instó a reeditar un ensayo, que se puede considerar tanto por su originalidad y amplitud como por el dominio de los artificios retóricos y recursos dialécticos la punta de diamante de su discurso teórico sobre la mujer8. Desde el primer arranque de su argumentación, Avellaneda se pone de manera consciente dentro de la larga historia del pensamiento filosófico sobre la esencia de la mujer, nombrando explícitamente un libro español de gran fortuna editorial (Catalina 1861) pero, según un patrón retórico de indudable acierto, el de “la galería de mujeres célebres”, decide contraponer a las especulaciones filosóficas unos cuantos casos concretos de mujeres ejemplares e ilustres de la tradición tanto cristiana como pagana, que atestiguan que la mujer es el verdadero sexo fuerte, debido a su indiscutible supremacía en los afectos, en la capacidad de amar, de compadecer, de luchar, de sacrificarse. El carácter abnegado es 7. La América es una de las revistas madrileñas que cuenta con el mayor número de colaboraciones de la Avellaneda, en total 9 (entre 1857 y 1863), después de El Semanario Pintoresco Español, con 13 (desde 1845 hasta 1851), y de La Alhambra de Granada, con nueve en solo dos años (1840-41), sin contar las colaboraciones de otros autores que aparecen en La América, referidas a Avellaneda: es decir, dos artículos de Coronado en 1861, que analizan su poesía e intentan demonstrar que Avellanada es poetisa y también poeta por su gran capacidad de meterse en el papel de cada uno y expresar sus sentimientos, y el poema de 1860, “A la coronación de la señora doña Gertrudis por el Liceo Artístico y Literario de la Habana” por el poeta cubano Ramón de las Palmas (Checa 2001-2002: 6-7). Dentro de las colaboraciones de Avellaneda con la revista La América, merece la pena destacar el artículo “Luisa Molina”, ejemplo de la típica “hermandad lírica” del siglo xix (Gómez de Avellaneda 1857): Gertrudis da a conocer la poesía de una desconocida y humilde poetisa cubana, cuya sensibilidad poética es un don divino y nada tiene que ver con la especulación y raciocinio. 8. Recuérdese que la prensa feminista/femenina goza de gran auge también en el continente americano gracias a la labor de periodistas/ensayistas notables: Rosa Guerra y Juana Manso en Argentina, y, en la segunda mitad del siglo xix, Clorinda Matto de Turner y Mercedes Cabello de Carbonera en Perú (Arambel-Guiñazú/Martin 2001: 45-76). Véase también Auza (1988).

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la misma esencia de la mujer para Avellaneda: es muy proprio de ella emprender y realizar grandes cosas y echarse sobre sí responsabilidades inmensas: “Las almas grandes —ha dicho un poeta— aspiran a descender, no por laxitud, sino por instinto de la verdadera elevación, que consiste en el sacrificio”. Tal es precisamente el carácter de la mujer: ella posee aquella intuición de la verdadera grandeza, aquel instinto del supremo heroísmo que hace se complazca descendiendo; que hace que se glorifique sometiéndose; que hace, en fin, que consagre su corazón, altar secreto de holocaustos continuos (Gómez de Avellaneda 1862: 8).

Desde el punto de vista cristiano, y por ende universal, la primacía en la lucha y sacrificio heroico le corresponde a la Virgen María, por la que se redime la entera humanidad condenada por el pecado original de Eva. Secundariamente la tierna y piadosa Magdalena fue otro personaje de gran relieve en el cristianismo, en cuanto fue la primera persona en recibir la noticia que Jesús había triunfado sobre la muerte, vencida por el amor, y la primera que lo vio resucitado entre los muertos. María y Magdalena simbolizan el magnífico papel que le ha tocado representar a la mujer en la historia de la humanidad: María y Magdalena, la pureza y la penitencia, ciñen a la par en la divina epopeya del cristianismo la corona inmarcesible del heroísmo del sentimiento y sintetizan también a su sexo, grande siempre por el corazón. Leed las sagradas páginas del Evangelio y en ellas hallaréis toda la historia de la Mujer y por ellas comprenderéis cuán noble, cuán bello, cuán augusto es el papel que le ha tocado representar en la historia de la humanidad. María llena de gracia, Magdalena llena de amor; María madre y modelo de todas las generaciones redimidas; Magdalena hermana y modelo de todas las almas penitentes; ambas amantes, ambas doloridas, ambas al pie de la Cruz, simbolizan igualmente al sexo glorioso, al que concedió el Eterno la soberanía de todos los afectos, y por los merecimientos de todos los sacrificios, las primicias de todos los triunfos (Gómez de Avellaneda 1862: 9).

Pero la indiscutible potencia afectiva y la delicadeza física del sexo débil no son obstáculo para que la mujer adquiera vigor intelectual y moral, y tenga inteligencia y carácter, antes bien los grandes hechos

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heroicos siempre han sido emprendidos por los más ricos y nobles corazones, afirma Avellaneda: Parécenos a primera vista, apenas iniciamos esta cuestión, que lejos de excluir la superioridad afectiva otras cualidades preciosas, se derivan de ella estímulos poderosísimos para todos los resortes del alma, y viniéndosenos a la memoria tantas sublimes cosas ejecutadas por el entusiasmo, no sólo nos sentimos dispuestas a declarar con Pascal que los grandes pensamientos nacen del corazón, sino que nos asalta la idea de que los más gloriosos hechos consignados en los anales de la humanidad han sido siempre obra del sentimiento; que los más fuertes héroes han sido en todo tiempo los más ricos corazones (Gómez de Avellaneda 1862: 9).

Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras facultades y potencias del alma, y este es el punto crucial y más brillante de la disertación de Avellaneda, las mujeres están dotadas de una fuerza asombrosa que se puede manifestar en cualquier situación y ámbito de la vida. Empieza, luego, Avellaneda por enumerar “acciones extraordinarias de valor arrojado y de constancia invencible” realizadas para defender la patria o el pueblo por heroínas tanto de la Antigüedad pagana y cristiana como de la historia reciente, sea en el mundo o en España (menciona a Judith, Boadicea, Artemisa, Juana de Arco, María Pita y Mariana Pineda entre otras). Hechos asombros si consideramos, dice Tula dirigiéndose a sus lectoras, que “en ningún país del mundo, somos educadas para sufrir fatigas, afrontar peligros, defender intereses públicos y conquistar laureles cívicos” (Ibídem). Con hábil estrategia retórica, Avellaneda pasa luego a debatir una posible objeción a su razonamiento, o sea que el entusiasmo pueda prestar a las mujeres un valor momentáneo y una asombrosa energía, pero que en realidad no son aptas para llevar a cabo, como el hombre, empresas arduas y dilatadas. La prueba contundente de que la mujer no solo es igual sino superior a los hombres en el desempeño de encargos que requieren inteligencia, carácter, grandeza de espíritu, es la fama y el prestigio alcanzados por grandes reinas en el gobierno de los pueblos, uno de los pesos más grandes que puede sobrellevar un ser humano: Nada requiere mayores dotes de inteligencia y de carácter; nada aparece revestido de tanta gravedad y grandeza como el gobierno de los pueblos.

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Regir a los hombres es la más difícil de las empresas: regirlos bien es, por consiguiente, la más excelsa de las glorias. ¿Puede la mujer alcanzarla? Un solo ejemplo de ello sería bastante a demonstrar que su organización física no es incompatible con las más poderosas facultades del alma; pero nosotras desdeñamos soberbiamente —porqué ocultarlo—el acogernos a uno ni a dos ejemplos, por gloriosos que sean, y lanzando sin elección, en tropel, según se nos vengan a la memoria, algunos de los infinitos recuerdos que atesora el mundo de mujeres famosas en la administración de los grandes intereses de las naciones, intentamos probar, no ya la igualdad de los dos sexos, sino la superioridad del nuestro en el desempeño de aquella misión augusta, la más ardua de cuantas plugo el cielo encargar a los humanos (Gómez de Avellaneda 1862: 9).

Es deplorable, añade Avellaneda, que el mundo cristiano tardase mucho en reconocer a la mujer el raciocinio, traicionando el verdadero y primigenio espíritu del Evangelio, y de hecho la sabiduría de las mujeres fue más apreciada por los pueblos paganos, como los francos, los celtas y los germanos, que en circunstancias difíciles depositaban en las mujeres toda la autoridad civil y política. Y también en el Oriente pagano las mujeres pudieron empuñar el cetro del poder con gloria antes que las cristianas, como en el caso de Tomiris, reina de los scitas, Dido, reina de los cartaginenses, Semíramis, reina de los caldeos, Zenobia reina del Imperio de Palmira, pero, en fin, también en tierras cristianas y en tiempos más cercanos, hubo esclarecidos ejemplos de reinas ilustres (Isabel la Católica, Isabel de Inglaterra, María Teresa de Austria, las ilustres princesas de Rusia Catalina I y II, por poner algún ejemplo). ¿Necesita acaso el sexo fuerte otra prueba que sin razón ha sido aplicado el adjetivo de “débil” al género femenino? Otra demonstración que la fuerza moral e intelectual se iguala, cuando menos, con la del hombre, hay que buscarla en el campo de la literatura y del arte, donde sobresalen los ingenios femeninos aunque todavía la mujer está considerada como una intrusa y usurpadora, opinión que se echa de ver en el alejamiento en que se la mantiene de las Academias barbudas o de los santuarios donde se aprenden las ciencias matemáticas y físicas. Tener barbas, dice con ironía Gómez de Avellaneda, se ha convertido en la risible conditio sine qua non impuesta por los hombres, cada vez más acosados por la audacia y talento femenino, para formar parte de las Academias, pero mujeres arrojadas y astutas como George Sand

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se burlaron de tan ridículo veto disfrazándose de hombres, y cuando se descubrió el engaño, se habían entrado tan adentro en el templo de la fama que no hubo “medio hábil de negarles que poseían justos títulos para figurar eternamente entre las capacidades europeas”, comenta Tula. Pero, aun es mayor el número de las mujeres que entraron en el campo de las letras y de las artes a cara descubierta, tanto en la antigüedad (Safo, Corinna, Tesalida) como en los tiempos modernos, bien en Europa o en América, donde hay miles de distinguidas hembras “que sostienen en ella el movimiento intelectual, amenazado de sofocación en unas partes por la preponderancia de los intereses materiales, y en otras por las disensiones civiles”: Y ¿cómo no ser así cuando al descubrir Colón una parte de estas regiones vírgenes, pudo notar con asombro que la naciente civilización de aquel pueblo y el genio de su poesía, estaban encarnados en el hermoso cuerpo de una mujer? Anacaona era la Sibila inspirada de una de nuestras ricas islas tropicales; a su voz, que resonaba entre las armonías de los bosques, se suavizaron las costumbres de aquellas tribus bárbaras, se reveló a sus entendimientos la soberanía del genio, y la obedecieron como a reina a la par que la veneraron como a oráculo (Gómez de Avellaneda 1862: 10).

Avellaneda termina su disertación citando dos libros recientemente aparecidos en Francia y reseñados favorablemente por la prensa parisiense, escritos por dos mujeres comprometidas con la noble causa de la emancipación femenina: Marchel Girard y Dora D’Istria. Aunque, con falsa modestia, Tula se niegue a presentarse a sus lectoras como un digno campeón de sus derechos, su “curiosa investigación” sobre la mujer termina con una consideración que suena a máxima filosófica: La humilde persona que suscribe este artículo, queridas lectoras de LA AMÉRICA no aspira en manera alguna a presentarse a vosotras como digno campeón de nuestro común derecho; pero séale permitido, al enorgullecerse de los triunfos del sexo, haceros notar por término final de estas breves observaciones, un hecho evidente que quizá prueba más que todos los argumentos. En las naciones en que es honrada la mujer, en que su influencia domina en la sociedad, allí de seguro hallaréis civilización, progreso, vida pública. En los países en que la mujer está envilecida, no vive nada que sea grande: la servidumbre, la barbarie, la ruina moral es el destino inevitable a que se hallan condenados (Gómez de Avellaneda 1862: 10).

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Ahora bien, antes de terminar, me parece oportuno hacer un balance provisional del texto de Avellaneda. En primer lugar, habrá que subrayar la importancia concedida al sentimiento, a la pasión, a la sensibilidad, al corazón, al amor, prerrogativas exclusivas de la mujer según la visión tradicional cristiana pero también romántica atea, podemos decir. En la novela Sab, como se sabe, la exaltación del sentimiento, como fuente de perfección y de singularidad excepcional, es el motivo central de la obra; el ser humano sin pasiones es despreciable y desgraciado no solo en la ficción narrativa sino también en la vida real, según Avellaneda, y sabemos cuánto amargo desencanto le procuraron sus amores no correspondidos, por Cepeda y Tassara. La exaltación del amor y corazón femenino no es nada nuevo en la literatura femenina y feminista de la época, tal y como mantenía Pedro Sabater en el artículo citado anteriormente, pero sí que es, en cambio, original y genial la idea de considerar el corazón noble, rico y apasionado, poseído privilegiadamente por la mujer, como la cuna de los más nobles pensamientos, y concebir la potencia afectiva como la fuente de las otras facultades y potencias del alma. De este modo, Avellaneda consigue destruir desde los cimientos algunos perniciosos prejuicios masculinos: 1) que el pensamiento racional, profundo y sublime es prerrogativa propia del género masculino, 2) que la sumisión social de la mujer al hombre es un hecho natural y biológico, porque a la mujer le falta carácter y vigor físico y moral, debido a su particular complexión física y psicológica, 3) que el ámbito doméstico y familiar es el único ámbito en que puedan desarrollarse los talentos de una mujer, al contrario la esfera de acción de un sujeto, dotado de la fuerza asombrosa del sentimiento, es muy difícil de determinar, dice Avellaneda. A pesar de su liberación, la “Nueva Eva” vislumbrada por Avellaneda no pierde su consustancial atributo: el de la abnegación, del sacrificio tanto por la patria, como por un reino, por un pueblo, por un ideal, o por la humanidad entera en el caso de la Virgen María. Vale la pena recordar que, en el siglo xix, cualquiera que sea el punto de vista ideológico asumido, las mujeres tienen siempre una misión social que desempeñar; no obstante las atrevidas teorías de los socialistas utópicos franceses, la realización de una mujer se consigue siempre por el otro y a través del otro. Si bien las consideraciones finales de Tula podrían encajar de alguna manera con el discurso patriarcal forjado por el centro hegemónico, en su sutil razonamiento la consabida oposición bipolar genérica del discurso sobre la sexualidad decimonónica queda superada;

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se da cabida a una interpretación subversiva de un tópico manido, mientras que el lector advertido empieza a percatarse del semblante mistificador de la cultura oficial y de sus trampas lingüísticas: En el discurso moderno sobre lo femenino / lo masculino, se refiere a la distinción entre las diferencias “sexuales”, o sea lo biológico innato, y las diferencias “genéricas”, es decir la elaboración cultural de lo físico, la cual se aprende según el contexto social y se expresa mediante características como la personalidad y la habilidad. En el siglo diecinueve, se niegan o se confunden las diferencias “genéricas” con las “sexuales” con el resultado de que se atribuyen características específicas como si fueran innatas y exclusivas del hombre o de la mujer (Picon Garfield 1993: 38).

Avellaneda, a golpes de razonamientos y exempla sacados de la historia, consigue derribar tanto los perniciosos prejuicios masculinos como la profunda y dolorida convicción femenina de que ella no tiene derecho a existir por sí misma, porque ni es un hombre y ni siquiera tiene un hombre a su lado. Si todo en ella es autobiografía, se puede pensar que la madurez la ayudó a mitigar la sensación de vacío, soledad y desamparo, que acompañó su peregrinaje terrenal cuando no sentía o despertaba amor, y a encontrar su sublimación / compensación en otras nobles impresas y compromisos porque, cuando termina el amor, también a la mujer se le ofrecen otras posibilidades de realización, contrariamente a cuanto lamentaba, desesperada, Catalina, alter ego de Tula en la novela Dos mujeres (1842)9. De hecho, en los últimos años de su existencia, no obstante sufra una temible condición de soledad (Bravo Villasante 1986: 197-210), la vemos preparándose para la posteridad, sumida en la edición de sus obras completas y conjurando el espectro de la nada, que acecha la vida de cualquier ser humano, y sobre todo la de una mujer del siglo xix. En 1862, sin embargo, la tonalidad emotiva del ensayo es complacida y nos comunica optimismo y confianza. La galería de las mujeres

9. “[...] para Gómez de Avellaneda el amor es literalmente el único canal de interacción con el mundo del que dispone un sujeto que también es femenino. Entre los rasgos de los paradigmas románticos dominantes que se adivinan en la narración de Catalina, la imagen de la lucha física contra los fantasmas de la nada —el tedio y el vacío— introduce una nota completamente nueva, el pánico claustrofóbico a que da lugar el encierro de la mujer” (Kirkpatrick 1991: 161).

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célebres redactada por Tula es la prueba contundente de que todas las mujeres, que luchan solas por desarrollar sus talentos, su más íntima esencia y por realizar lo que le dictan su conciencia y vitalidad más profunda, siempre triunfan, a pesar de todo. Tal vez por no “aguar la fiesta”, Avellaneda evita deliberadamente tratar de las injusticias o de las insidias intrínsecas a las leyes sociales, sobre todo a la del matrimonio, que ni asegura el porvenir ni mucho menos satisface los legítimos deseos de felicidad duradera de las mujeres, como decía al comienzo de mi trabajo. Ni siquiera menciona las amarguras y las desilusiones reservadas a las mujeres excepcionales, sobre todo a las que se dedican a la literatura, como la poetisa Corina, heroína creada por Madame de Staël y alter ego de Avellaneda, que no pudo conseguir la felicidad sentimental-amorosa por no conformarse con el modelo de mujer sumisa y débil, ansiado por los hombres del siglo xix. Dando prueba de finura psicológica y honda humanidad, Tula parece adoptar una postura piadosa y trata de ocultar a sus “hermanas” parte de la verdad por no hundirlas en el desaliento: era muy difícil que en su época a las mujeres se les reconocieran sus propios méritos tanto en el ambiente doméstico como social, debido no solo a unos prejuicios sociales muy arraigados en la cultura oficial sino también a la envidia y al odio, que son connaturales al género humano. Es muy romántica y “mujeril” esta postura, a la luz de lo dicho y leído, porque a fin de cuentas, les esconde su propia amarga desilusión, la de un alma superior constreñida a vivir en un ambiente mezquino y ruin, condición que le valió el apodo de “incomprendida” (Gullón 1951). En fin, ¿por qué ocultó Avellaneda a sus lectoras las dificultades de ser mujer en la época que les tocó vivir? Se pueden arriesgar varias hipótesis al respecto. ¿Se debió quizá a un avasallador afán didáctico y moralizador que peca de pueril entusiasmo, a una piadosa omisión, quizá, de los pesares para no abrumar a sus lectoras-amigas? ¿Se trató más bien de una hábil estrategia editorial para ganar suscritoras, la mayoría de ellas casadas, y por ende temerosas de sus maridos? ¿Podemos incluso pensar en una parcial revisión crítica de las tesis feministas más extremadas, defendidas en su indócil y orgullosa juventud, que la llevó a suprimir la novela Dos mujeres de sus Obras completas, ¿O se trata más bien de sincero fervor religioso y fe católica que siguen luchando en sus adentros con los modelos literarios fraguados en la Francia de la Revolución causándole un íntimo remordimiento?

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Puede ser que Avellaneda sintiera también un cauteloso respeto hacia el público colonial, del que querría despertar y avivar el ingenio sin imponer el pensamiento del Continente europeo. Y por último, pero igualmente importante, creo que la reticencia de Avellaneda en proponer su propia trayectoria vital y literaria como modélica se explica con su convicción profunda de que cada mujer debe buscar su propio camino hacia la felicidad y la realización, en plena libertad, la “diosa” de los románticos. Ella, la “Peregrina”, como gustaba que la llamasen, prefiere regalar a sus “hermanas”, a través de su galería de mujeres célebres, unas cuantas estrellas que guíen su camino en el mar proceloso de la vida, en vez de dictar normas y modelos de comportamiento ex catedra. B i b l i ogr a fí a Arambel-Guiñazú, María Cristina y Claire Emilie Martin (2001): Las mujeres toman la palabra. Escritura femenina del siglo XIX en Hispanoamérica, 2 vols., Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Auza, Néstor Tomás (1988): Periodismo y feminismo en la Argentina: 18301930, Buenos Aires: Emecé Editores. Ayala, María de los Ángeles (1998): “Dos mujeres, novela reivindicativa de Gertrudis Gómez de Avellaneda”. En Aengus M. Ward et alii (eds.), Actas del XII Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Hispanistas, celebrado en Birmingham del 21 al 26 de agosto de 1995, Birmingham: University of Birmingham, IV, pp. 76-83. Bravo-Villasante, Carmen (1986): Una vida romántica: la Avellaneda. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica/Instituto de Cooperación Iberoamericana. Carlos, Alberto J. (1970): “La Avellaneda y la mujer”. En Carlos H. Magis (dir.), Actas del tercer Congreso Internacional de Hispanistas, celebrado en México, D. F., del 26 al 31 de agosto de 1968, México: El Colegio de México, pp. 187-193. Castro y Calvo, José María (ed.) (1981): Obras de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. 5 vols. BAE, t. CCLXXXVIII, Madrid: Atlas. Catalina, Severo (1861): La mujer. Apuntes para un libro, 2a ed., Madrid: A. de San Martín. Checa, Edith (2001-2002): “Gertrudis Gómez de Avellaneda en la prensa española del siglo xix”, Espéculo. Revista de Estudios literarios, VII, 19, pp. 1-7 [en línea] (fecha de consulta: 10/02/2014).

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Escoto, José Augusto (1911): Gertrudis Gómez de Avellaneda. Cartas inéditas y documentos relativos a su vida en Cuba de 1859 a 1864, Matanzas: Imprenta La Pluma de Oro. Gómez de Avellaneda, Gertrudis (1838): “La aurora”, El cisne, 17 de junio, pp. 55-56. — (1843): “La dama de gran tono”, Álbum del bello sexo, pp. 1-12. — (1845): “Capacidad de las mujeres para el gobierno”, La ilustración. Álbum de damas, 2 de noviembre. — (1850): “Capacidad de las mujeres para el gobierno”, El trono y la nobleza, marzo 1850, 57, p. 457. — (1857): “Luisa Molina”, La América. Crónica hispano-americana, 24 de mayo, I, 6, pp. 9-10. — (1862): “La mujer”, La América. Crónica hispano-americana, 8 de abril, VI, 3, pp. 8-10. Gullón, Ricardo (1951): “Tula, la incomprendida”, Ínsula, 62, p. 3. Jiménez Morell, Inmaculada (1992): La prensa femenina en España (Desde sus orígenes a 1868), Madrid: Ediciones de la Torre. Kirkpatrick, Susan (1991): Las Románticas. Escritoras y subjetividad en España (1835-1850), Madrid: Cátedra. Picon Garfield, Evelyn (1993): Poder y sexualidad: el discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Amsterdam/Atalanta, GA: Rodopi. Pujol Russel, Sara (2005): “La mujer: una visión de época. De la necesaria documentación histórica (1800-1859)”, Anales de Literatura Española, 18, pp. 289-301. Rubio Cremades, Enrique (2013): “Hispanoamérica y España a mediados del siglo xix: el editor Francisco de Paula Mellado y La Revista Española de Ambos Mundos”, Anales de Literatura Española, 25, pp. 317-339. Sabater, Pedro (1842): “La mujer”, El Semanario Pintoresco Español, 10 de abril, 15, pp. 115-116. Simón Palmer, María del Carmen (1983): “Escritoras españolas del siglo xix o el miedo a la marginación”, Anales de Literatura Española, 2, pp. 477490. — (1991): Escritoras españolas del siglo XIX: manual bio-bibliográfico, Madrid: Castalia.

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Americanos y españoles: E L R EPERTORIO A MERICANO de Londres (1826-1827) Salvador García Castañeda The Ohio State University

El Repertorio Americano de Londres fue una revista escrita en castellano por hispanoamericanos y por españoles, dedicada primordialmente al público del Nuevo Mundo, y su lectura me llevó a examinar su impacto cultural así como la presencia de España en sus páginas. Esta conferencia es parte de un trabajo más amplio en el que me ocupo en estos días. La emigración de los liberales españoles al extranjero durante el reinado de Fernando VII, coincidió con los movimientos independentistas de las colonias americanas, la mayoría de los cuales tuvieron lugar en aquellos años. Tras las guerras de independencia, relativamente recientes, la actitud hacia los peninsulares de aquellos criollos, en su mayoría hijos de españoles, fue oficialmente enemistosa y revanchista e incluso los mismos liberales del año 23 no hallaron refugio en los nuevos países. Vicente Llorens cita el artículo “Del reconocimiento de la Independencia de América” publicado en El Español Constitucional de Londres (febrero, de 1825), que destaca que tanto los emigrados peninsulares como los hispanos de ultramar habían padecido una misma tiranía, que los representantes de las antiguas colonias tuvieron en las Cortes de Cádiz los mismos derechos que los españoles, y que en las Cortes aprendieron aquellos el arte de gobernar las nuevas repúblicas. La “leyenda negra”, tan arraigada en Inglaterra, se había exacerbado en aquellos tiempos y los tradicionales ataques contra la colonización española y contra los conquistadores habían llegado al extremo de que “apenas hay quien no se permita denigrar el ilustre nombre de

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Hernán Cortés”. Y El Español Constitucional advertía que quienes habían apoyado la independencia de los americanos lo habían hecho por razones mercantiles y no humanitarias, y que los brutales métodos de colonización de los europeos persistían en el presente en otras partes del mundo. Pero insistía en la hermandad de los unos y de los otros, mostraba su odio por el absolutismo y, sin excusar los excesos de los conquistadores, recordaba los elementos positivos de la conquista de América (1968: 295-298). Los puntos de vista de esta publicación representaban los de la mayoría de los desterrados españoles quienes, como liberales que eran, trataron de estrechar lazos con los republicanos de América, aunque, como patriotas, defendieron con firmeza la obra civilizadora de España. Destaca entre ellos Telesforo de Trueba y Cosío, quien emprendió la tarea de hacer conocer a los ingleses las circunstancias de la Conquista desde otra perspectiva. Escogió a Cortés y a Pizarro, las figuras más conocidas y más denigradas entre los conquistadores, y en su defensa escribió Life of Hernán Cortes (1829) y History of the Conquest of Peru for the Spaniards (1830). Ambos fueron trabajos de vulgarización escritos en inglés, y publicados por editores prestigiosos, que fueron muy bien recibidos por la crítica y por el público británico. Pero la rehabilitación de la España colonizadora en el mundo anglosajón tendría que esperar hasta mediados del siglo con un grupo de hispanistas encabezado por los norteamericanos Washington Irving, y William H. Prescott, el autor de History of the Conquest of Mexico (Nueva York, 1843) y de History of the Conquest of Peru (Nueva York, 1847). Pero la relación personal entre los españoles y quienes hasta recientemente lo habían sido era harto ambigua y ofrecía bastantes matices. No pocos de los nuevos americanos como Mejía Lequerica o José Joaquín de Olmedo representaron en las Cortes de Cádiz a las antiguas colonias y otros, como el “libertador” argentino José de Sanmartín, el comediógrafo mejicano Manuel Eduardo de Gorostiza y el político y periodista colombiano Juan García del Río habían luchado en el ejército español contra los franceses. Frente a la hostilidad a todo lo español de los americanos, y a la de aquellos peninsulares que seguían considerando a estos últimos insurgentes y traidores, estaban las relaciones personales, con frecuencia amistosas, de unos y otros, así como la forzada convivencia en una misma ciudad y en ambientes semejantes. El ecuatoriano Vicente Rocafuerte, secretario de la legación de Méjico

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en Londres, era amigo de Canga Arguelles y de Jaime Villanueva desde los tiempos de las Cortes de Cádiz; Andrés Bello pasó cerca de diez años en Londres donde llegó en 1810 como miembro de la delegación revolucionaria de Caracas, y fue amigo de José Joaquín de Mora e íntimo de Blanco White, quien le consiguió un empleo y un subsidio del gobierno inglés. Y la vida de Gorostiza, exilado en Londres desde 1823 como tantos otros liberales españoles, cambió radicalmente de rumbo cuando en 1825 pasó al servicio de México, el país de su nacimiento, y del que llegó a ser Ministro Plenipotenciario en Inglaterra. La mayoría de aquellos españoles sobrevivía gracias a trabajos y oficios de índole diversa. El editor alemán Rudolph Ackermann, establecido en Londres, les empleó como autores y traductores para orientar su floreciente negocio hacia las nuevas repúblicas, tan necesitadas de prensa y de libros en castellano. Por otra parte, el ex-diputado Vicente Salvá abrió con gran éxito la Librería Clásica y Española en Londres, donde había gran interés por los libros antiguos, y otro emigrado, Marcelino Calero, estableció allí su Imprenta Española. A juicio de Vicente Llorens, sin la empresa de Ackermann, la de Salvá y la de Calero, se habrían podido imprimir muy pocos libros y revistas en español en la Inglaterra de entonces (1968: 153). No deja de sorprender la gran actividad editorial de los emigrados, sobre todo teniendo en cuenta su menesterosa situación económica, ni la cantidad y la calidad de sus periódicos y revistas. Baste recordar los nombres de Las Variedades o El Mensajero de Londres de Blanco White, aquel “self-banished Spaniard”, como le llamó su biógrafo Martin Murphy; El Español Constitucional (marzo 1824-junio 1825); Ocios de Españoles Emigrados (abril 1824-octubre 1826); El Emigrado Observador (julio 1828- junio 1829), y las revistas de José Joaquín de Mora, Museo Universal de ciencias y Artes (julio 1824 - octubre 1826); Correo Literario y Politico de Londres (enero-octubre 1826); y No me olvides (anuarios correspodientes a 1824, 1825, 1826 y 1827). También los políticos, la gente de letras, los profesionales y los periodistas de las nuevas repúblicas coincidían en sus deseos de hacer de la palabra escrita un instrumento de propaganda para elevar el nivel educativo de sus compatriotas y lograr el reconocimiento en Europa de su recién lograda independencia cultural. Y propias de los americanos de Londres y dedicadas a sus compatriotas de Ultramar fueron las revistas Biblioteca Americana aparecida en 1823, de la que no salió

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más que un número y, tres años después, El Repertorio Americano, del que vieron luz cuatro tomos, el primero en 1826 y los tres restantes a lo largo del año siguiente. Aquellas revistas estuvieron patrocinadas originalmente por la Sociedad de Americanos constituida en 1823 y tuvieron breve vida pues no pudieron superar sus problemas económicos. Según Carola Reig Salvá, El Repertorio ya no perteneció a la Sociedad de Americanos sino que fue “obra personal de Bello, apoyado económicamente por la firma Bossange, Barthet and Lowell de Londres y la de Bossange frères de Paris” (Reig, 108). A pesar de haberse publicado poco más de un año (de octubre de 1826 a enero de 1827), esta revista, cuyas cuatro entregas, en la excelente edición de Caracas de 1973 a cargo de Pedro Grases, suman mil doscientas sesenta y ocho páginas destaca especialmente en la historia cultural del Nuevo Mundo tanto por la calidad de lo publicado en ella como por sus propósitos. El ambicioso “Prospecto” redactado por Bello (Londres, 1 de julio de 1826) destacaba su carácter didáctico —“ser útiles a la América”— enciclopédico y divulgador. Además de ser una revista literaria, se proponía potenciar y dar a conocer la historia y los grandes hombres americanos, “hacer jerminar la semilla fecunda de la libertad”, el culto de la moral, y el amor a la patria. Para hacer progresar en el Nuevo Mundo las artes y las ciencias, extractaría lo mejor que diesen a la luz los escritores nacionales y extranjeros, con preferencia en lo referente a los inventos útiles, “la geografía, población, historia, agricultura, comercio y leyes”. Como escribía Anderson Imbert, Europeos trajeron al Nuevo Mundo su caudal de cultura; y a pesar de que se adaptaron al ambiente, y sus hijos y nietos y tataranietos fueron americanos, esa cultura europea prevalece. Cierto que viven en una situación histórica distinta a la europea, pero las influencias europeas no cesan. Los vínculos entre la metrópoli y las colonias son estrechos. La falta de comunicación directa queda compensada por la idealización de la cultura europea que no se conoce, por el deseo de pertenecer a la mejor cultura conocida. En el siglo xviii, por ejemplo, cuando ya las colonias parecerían alejadas de las primeras generaciones de españoles y de las primeras fundaciones de ciudades e instituciones culturales y, por lo tanto, podría esperarse más originalidad, lo cierto es que una nueva ola europeísta viene a cubrirnos (1962: 179-180).

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América contaba con una brillante tradición literaria en castellano desde los tiempos del Descubrimiento, obra de peninsulares y de criollos. En poesía, además de la traducción e imitación de los clásicos griegos y romanos los modelos seguían siendo la épica renacentista y, entre los neoclásicos, Meléndez Valdés, Cienfuegos y Quintana. Las ideas de la Ilustración llegaron a América a través de los criollos que habían viajado por Europa, de los libros y de la prensa, y fueron el germen de los movimientos independentistas que acabaron con el régimen colonial. Cuando El Repertorio Americano apareció en Londres, las nuevas repúblicas apenas contaban todavía con escritores conscientes de estar creando una literatura propia y uno de los propósitos de esta revista fue afirmar su existencia. Sus redactores fueron hispanoamericanos y españoles de ideología ilustrada y formación neoclásica que apenas acusan la presencia en estas páginas de un Romanticismo ya afincado en Inglaterra. Aunque los sentimientos de independencia y afirmación nacional así como la visión de la naturaleza americana, son propios ya de la nueva escuela estas composiciones están escritas siguiendo las formas poéticas tradicionales propias del Neoclasicismo e inspirándose en modelos españoles. De muestra servirían, entre las muchas odas patrióticas y de exaltación de las bellezas del paisaje nativo, En el teocali de Cholula (1820) de José María de Heredia, A la Victoria de Junín. Canto a Bolívar, (1825) de José Joaquín de Olmedo y A la agricultura de la zona tórrida (1826) de Andrés Bello. En la España fernandina se publicaban pocos libros y estos no se enviaban a América, con la que estaba interrumpido el comercio desde los agitados tiempos de las guerras por la independencia. El Repertorio da noticia o reseña, en ocasiones extensamente, las novedades editoriales de Inglaterra y de Francia, presta especial atención a las obras de los hispanoamericanos y de los españoles y publica documentos sobre la historia de la América colonial y la del presente, da cumplida noticia de la publicación en sus páginas de obras recientes tan destacadas como la primera versión de la oda A la agricultura de la zona tórrida de Andrés Bello, el manuscrito de la Historia universal de las cosas de Nueva España por Fray Bernardino de Sahagún, “el padre de la etnografia mexicana” (II: 260); la reciente edición de las Poesías de José María de Heredia (Nueva York, 1825) o la Historia de la Revolución de Colombia, de José Manuel Restrepo, en proceso de impresión entonces.

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En El Repertorio colaboraron varios españoles, especialmente el alavés Pablo Mendívil, a quien se debe una parte considerable de las colaboraciones en esta revista. Como tantos otros emigrados, Mendívil se sustentaba dando clases de español y de francés, y colaborando en las empresas editoriales de Rudolph Ackermann; y poco antes de su muerte en 1831 fue nombrado profesor en el King’s College de Londres, Vicente Salvá contribuyó con un estudio bibliográfico, que quedó incompleta, el botánico Mariano Lagasca comenzó una traducción de la obra latina del Dr. Martius sobre plantas medicinales del Brasil, y el gaditano José Vicente García Granados, del Puerto de Santa Maria, que fue alumno de Alcalá Galiano en Londres y vivió desde su juventud en Guatemala, fue autor del “Canto a la Independencia de Guatemala”. Las colaboraciones de Bello y de Mendíbil fueron en aumento hasta acabar por ser los únicos redactores de la revista en 1827. El Repertorio reseñó muchas obras españolas como la reciente Colección de los más célebres romances antiguos españoles, históricos y caballerescos, de C. B. Depping (Londres 1825), el ambicioso proyecto de una “Bibliografía española antigua y moderna” de Vicente Salvá, y la extensa reseña de la Colección de las piezas dramáticas de los autores españoles (Madrid, 1826) (IV: 75-121) en la que Mendívil, defiende la comedia heroica y la de capa y espada por su calidad, por su carácter nacional y por su estilo, y dedica casi la mitad de la reseña al mejicano Juan Ruiz de Alarcón. Como se podría esperar no pocas de las obras publicadas por los americanos daban una imagen negativa de España y de los españoles como la descripción del cuadro de H. P. Briggs en la Exposición anual en Somerset House de pintura y escultura, de Londres, que ilustra la entrevista entre Atahualpa y Pizarro, en la que “la inocencia, la dulzura, la confianza de los indios” contrasta con “la malignidad, la insensible ferocidad, la perfidia” de los españoles, o la extensa reseña por Juan García del Río de un estudio del peruano Toribio Rodríguez de Mendoza sobre La instrucción pública en la América antes española en el que la considera como el “monumento el más vergonzoso de la ignorancia y tiranía española”. Para contrarrestar la difundida imagen de la España de Cortés, de Pizarro y de un clero obscurantista y fanático, El Repertorio publica otros trabajos que enaltecen y dan a conocer la labor también relacionada con América de otros españoles como Cristóbal Colón (entonces

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no discutido por los revisionistas históricos) y los benefactores de los indios Fray Bartolomé de las Casas y Fray Juan de Sahagún. Bello fue ideológicamente un ilustrado y en literatura un neoclásico que cantó innovadoramente a la naturaleza y el paisaje americanos en la silva A la agricultura de la zona tórrida. Su “Alocución a la Poesía”, publicada en la Biblioteca Americana era parte de un poema que pensaba titular “América” en el que exhortaba a la Poesía a abandonar las cortes europeas y venir a habitar en los nacientes países de América. La “Alocución” tiene el valor de un manifiesto estético (Anderson Imbert, 1962: 194) tanto para América como para España y en ella exhortaba a los poetas a huir de las imitaciones y a buscar nuevos caminos. Y en El Repertorio dio a conocer destacados trabajos de crítica literaria como “Estudios sobre Virgilio”, “Juicio sobre las Poesías de J. M. Heredia” (II: 34-45); “Noticia de ‘La Victoria de Junín. Canto a Bolívar’, por J. J. Olmedo”: “Las poesías de Horacio, traducidas en verso castellano, con notas y observaciones, por don Javier de Burgos, obra dedicada al rey” (III: 93-111); “Uso antiguo de la rima consonante en, la poesía latina de la media edad y en la francesa; y observaciones sobre su uso moderno” (II: 21-33). Andrés Bello, humanista y filólogo, educador y poeta, fue el alma de la Biblioteca Americana y de El Repertorio Americano y como había prometido en el “Prospecto” de esta última revista, desarrolló en ellas una incansable labor patriótica de divulgación cuyo carácter enciclopédico y didáctico incluyó información y crítica sobre trabajos de carácter tan diverso como geografía, viajes e historia americana, publicación de documentos y reseña de obras recientes de interés para los lectores hispanoparlantes. En tiempos de discordia política, El Repertorio Americano tuvo carácter ecléctico y bajo la dirección de Bello, y la activa colaboración de Mendívil, reunió un grupo de gente de letras que hizo de esta revista una de las publicaciones en lengua española más destacadas de su tiempo.

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A m e r i ca n o s y e s pa ñ o l e s

B i b l i ogr a fí a Anderson Imbert, Enrique (1962): Historia de la literatura hispanoamericana, I. México: Breviarios del Fondo de Cultura Económica. García Castañeda, Salvador (1978): Don Telesforo de Trueba y Cosío. (1799-1835). Su tiempo, su vida y su obra, Santander: Institución Cultural de Cantabria. Grases, Pedro (1973): Edición y prólogo de El Repertorio Americano. Londres (1826-1827), Caracas, Edición de la Presidencia de la República en Conmemoración del Sesquicentenario de la Independencia Literaria de Hispanoamérica, 2 vols. Guitarte, Guillermo L.: “Juan García del Río y su Biblioteca Columbiana (Lima, 1821). Sobre los orígenes de la Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826-1827) de Londres”, Nueva Revista de Filología Hispánica, XVIII, núms. 1-2, 87-149. Llorens, Vicente (1986): Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra 1823-1834, Madrid: Castalia. Murphy, Martin (1989): Blanco White Self-banished Spaniard, Yale, Yale University Press. Reig Salvá, Carola (1972): Vicente Salvá un valenciano de prestigio internacional, Valencia: Institución Alfonso el Magnánimo. El Repertorio Americano (1826-1827): Londres, en la librería de Bossange, Barthes y Lowel, 14 Great Marlborough Street. En la imprenta de G. Schulze, 13 Poland Street. Villanueva, Joaquín Lorenzo (1825): Vida literaria, London.

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En el foco de la linterna mágica periodística (1808-1865) 1

Marieta Cantos Casenave Universidad de Cádiz

1 . La proyección de los dispositivos ópticos en la literatura periódica. El caso de la linterna mágica Como instrumento óptico, la linterna mágica, utilizada por los jesuitas desde el siglo xvii para la proyección de imágenes bien con fines pedagógicos bien con fines recreativos, se irá adaptando al curso de los tiempos y seguirá utilizándose con asiduidad en el siglo xx, conviviendo, desde que hicieran su aparición, con las proyecciones cinematográficas. Sin duda esta capacidad de adaptación es lo que explica que podamos rastrear su huella poderosa en un periodo tan prolongado como el que va desde comienzos de la Guerra de la Independencia contra los franceses a los años de desestabilización y crisis de la monarquía isabelina, y aun después. Las reflexiones que se contienen en este estudio forman parte de un trabajo más amplio en el que pretendo analizar las conexiones entre la literatura romántica y la nueva mirada que, iniciada en la centuria anterior, se va conformando a partir de los años veinte y treinta del siglo xix, por mediación de una serie de instrumentos tecnológicos, derivados de los avances científicos, y alcanza su mayor desarrollo coincidiendo con el despliegue del Romanticismo y el desarrollo del costumbrismo. Ese cambio de mirada, que tiene lugar cuando deja de confiarse en la fiabilidad de la cámara oscura como medio de representar la realidad (Vega 2010), viene a superponerse a 1. Este estudio se incluye en el proyecto de excelencia Las Cortes de Cádiz y la revolución liberal en Andalucía e Iberoamérica. Un marco comparativo del Plan Andaluz de Investigación (HUM5410).

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la transformación de un mundo que cambia con una velocidad que ya a mediados de los años treinta se percibe como de vértigo y que llega incluso a convertir a las personas, junto con la realidad circundante, en una sucesión de fantasmagorías, esto es, de imágenes producidas por algún tipo de ilusión óptica, de apariencia fantástica, desprovista de todo fundamento real. Un artilugio, pues, la linterna, que lo mismo que otros dispositivos visuales, va a ampliar su uso ya a mediados del siglo xviii desde el minoritario y privilegiado recinto del gabinete científico cortesano al teatro popular, para asombro y deleite de un público de aficionados y curiosos; una máquina que se contempla como novedoso “retablo de las maravillas” (Labrador 2007-2008) y que llegará pronto a convertirse en una diversión interclasista, sin que sea este disfrute óbice para que pueda seguir utilizándose como un sofisticado instrumento pedagógico. 2 . La e vol uc i ón de l a l i n t e rna m ág i ca p e ri o d í s t i ca El marco de este trabajo coincide con el de la crisis del Antiguo Régimen y el desarrollo incipiente de una vida moderna, asentada en la urbe y capitalizada por la emergente burguesía, en la que se experimenta una aceleración histórica, visible en la progresiva superación de las distancias espacio-temporales que primero la diligencia —desde 1816 vino a sustituir a la galera como medio habitual de transporte de viajeros2— y, luego en los años cincuenta, el ferrocarril3 parecen acortar. Si bien los cambios en el segundo y tercer decenio son aún lentos, por causa de la guerra y de las dificultades para afrontar la recuperación, algunas ciudades empiezan a cambiar su fisonomía tanto 2. El sistema mejora notablemente una vez acabada las Guerras Carlistas, lo que permite a mediados de siglo reducir los viajes a la mitad de tiempo. Buena idea de la extensión de esta red rutera tal como la denomina Vicens Vives (1974) es la Guía del viajero en España que publica Mellado en 1845. 3. Si bien es cierto que en España el primer tren no se inaugura hasta 1848, también lo es como señala Lily Litvak que en 1864 España se situaba después de Inglaterra y Francia, y antes que Prusia y Austria, en la construcción anual de vías férreas, lo que daría una cifra de 5000 kms. en 1868. Aun así, una publicación como el Semanario Pintoresco Español incluía un artículo anónimo titulado “Los caminos de hierro” que incluía un grabado de un ferrocarril con tres vagones y la portada del primer número de El siglo pintoresco (junio de 1845) incorpora también una viñeta de un tren (Litvak 1991: 181, 190-191).

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por la incorporación de una población obrera o artesana cada vez más numerosa, que escapa del mundo rural en busca de mejores oportunidades de subsistencia, como por la necesaria ampliación de su viario y caserío. Aunque a finales del reinado de Fernando VII se realizaron algunas reformas, es a mediados de los cuarenta cuando realmente se produce el ensanche de las principales ciudades. Nuevos barrios obreros, industriales o artesanos van diseminándose por la periferia de las ciudades en que la burguesía ha logrado hacer prosperar sus negocios. Al mismo tiempo, cada vez resulta más visible la incorporación de las clases populares a los usos y costumbres —también en mayor o menor medida las diversiones y placeres— de la clase media y el abandono de tradiciones populares contra lo que claman muchos escritores de la época. No se trata solo de que en el horizonte de los españoles se abra la posibilidad del viaje —solo real para unos pocos y generalmente por Europa—, sino de que desde los años de la Guerra de la Independencia son cada vez más los extranjeros que visitan la península ibérica. Es en este contexto en el que cabe entender de qué manera dispositivos de larga tradición como la linterna mágica habrán de sufrir una notable actualización y modernización en sus usos. Por una parte, para proyectar ese tipo de sombra o imagen fantasmagórica a la que me acabo de referir y, por otra, para tratar de producir un efecto de realidad con que atrapar la atención del observador-espectador. La linterna mágica es un aparato que permite proyectar imágenes pintadas sobre vidrios translúcidos. Para ello, cuenta con una fuente de luz interior, un espejo condensado que multiplica la intensidad de esta y un objetivo compuesto de varias lentes. Su complejidad se acrecienta cuando uso es público y alcanza niveles espectaculares en el llamado “fantoscopio”, término que designa específicamente al aparato para proyectar fantasmagorías; de modo que la presencia de la linterna mágica en la literatura —periódica o no— puede deberse a la intención del autor de revelar bien lo que hay en ella de mera apariencia, de fantasma, incidiendo en la visión distorsionadora de la imagen que proyecta, bien de descubrir una realidad de forma maquinal, mecánica, aspirando a reflejarla del modo más objetivo. En cualquiera de sus modalidades es muy conocido en el siglo xix, razón por la que seguramente es uno de los dispositivos que comienzan por atraer la atención de los periodistas ya a comienzos de la centuria. Como ya he señalado en otro lugar (Cantos Casenave 2013:

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105-130), la recurrencia de los periódicos a servirse del nombre de esta clase de dispositivos para su título, y aun de la imagen de toda suerte de instrumentos ópticos, obedece no solo a la novedad de su sucesiva introducción, sino también al deseo de reflejar un modo nuevo de contemplar la realidad. En esta ocasión, me limitaré a ocuparme de aquellas cabeceras que hacen referencia a esta máquina para ilustrar sus propósitos periodísticos, lo que hasta la fecha me ha hecho enfrentarme con tres periódicos de corta vida que vieron la luz en un periodo singular marcado por la Guerra de Independencia, en que se publica el primero de ellos, y los años en que el Romanticismo triunfa y donde la linterna aún conserva su esplendor, para llegar al momento en que empieza a languidecer, y deja paso a una estética que se fundamenta en un intento de captación automática de la realidad que, desde el punto de vista de la práctica cultural, se singulariza por la irrupción de la fotografía, que marcará un nueva deriva en la cultura visual con la necesaria readaptación del resto de los dispositivos ópticos. 2.1. La función desenmascaradora de las proyecciones de La linterna mágica de México (1809) El primero de los periódicos a los que voy a referirme es la Linterna mágica, o semanario fisonómico, para conocer bien al emperador de los franceses y su honrada familia: dividido en varias escenas y coloquios, una reimpresión realizada en 1809, en la oficina del mexicano Mariano de Zúñiga y Ontiveros4, del periódico publicado por la Imprenta de 4. El pie de imprenta indica que fue impreso en la oficina de Mariano de Zúñiga y Ontiveros, hijo de Felipe de Zúñiga –impresor por cuenta propia entre 1764 y1793, y antes con su hermano Cristóbal desde 1761 en la imprenta Antuerpiana-, al que sucedería tras un lapso de apenas dos años (1793-95) en el que la firma del taller figuraba como de Herederos de don Felipe de Zúñiga y Ontiveros. José Medina Toribio añade además que le sucedió, “también en la redacción de la Guía de forasteros y del Calendario, cuyo privilegio pasó a ser suyo junto con la propiedad del taller tipográfico, y de que años más adelante se aprovechó haciéndolo extensivo a los que se necesitaban para la Puebla de los Ángeles. Para la dirección de este estaba ya instruido en el arte desde tiempo atrás, y para la redacción de aquellos opúsculos y del Pronóstico de temporales le abonaban las enseñanzas de su padre y el título de ‘agrimensor titulado por S. M.’ con que se hallaba decorado no sabemos desde cuándo, pero ciertamente en 1795. Su labor tipográfica fue considerable, habiendo tenido a su cargo la impresión del Diario de México desde mediados de 1809 hasta su conclusión en 1812, y de su taller salieron,

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los Herederos de José Padrino en Sevilla en 1808, según señala Chaves Rey5. El carácter alegórico de la exhibición “fantasmagórica” y la lógica imperial de la monarquía hispánica, con una comunidad de vivencias en torno a las amenazas que suponía el poder de Napoleón, explican que, para este caso, sea indiferente que la obra se publicara primero en Sevilla para ser leída al año siguiente, sin ningún tipo de modificaciones, por los lectores novohispanos. Cabe notar en primer lugar que, más allá de las conexiones que el título de la cabecera nos permitiera establecer con el género de las fisonomías y semblanzas o con los diálogos y otras modalidades ensayísticas, el “Prospecto” incide en un léxico relacionado con la cultura visual, ya ceñido a la observación curiosa, ya a la admiración de la pintura, para pasar a ocuparse específicamente, a continuación, del origen de los espectáculos ópticos más populares que —cuando no vinieran de camino más lejano, como la Saboya, origen frecuente de muchos titiriteros que descollaron en el Madrid dieciochesco (Varey 1972)—, llegaban a la península desde Francia, para asombrar a los españoles con las invenciones de los ingenios de aquel país, como recuerda el redactor:

además, una multitud de opúsculos ascéticos y políticos y muchas, si no casi todas, las tesis de los graduandos en la Universidad”. Cf., “Historia de la imprenta en los antiguos dominios españoles de América y Oceanía”. Tomo I; complemento bibliográfico de José Zamudio Z., en edición digital, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000, . En este sentido, conviene tener en cuenta que el rechazo a Napoleón estaba muy vivo también en América, y que se temía que, si Napoleón conseguía controlar completamente el territorio peninsular, no tardaría en dar el salto al otro lado del Atlántico, de modo que si en la imprenta mexicana se publicaban “opúsculos” de carácter político, como señala Medina Toribio, es lógico considerar que esta obra se reimprimiera en ella. 5. Ya señalaba Bernardo Riego (2006, 85 n.º 94) que en la obra no hay ninguna referencia a América y la ficha de la Biblioteca Nacional apunta a la posibilidad de que se trate de una reimpresión de la realizada en Sevilla. El dato lo aporta Manuel Chaves Rey, que en su Historia y bibliografía de la prensa sevillana, apunta que en el año 1808 se publicó en Sevilla entre julio y diciembre de ese año la Linterna mágica o semanario..., del que añade que se trata de una publicación rarísima, de la que solo ha podido localizar seis números. Por la descripción que hace de la misma y la reproducción de los sueltos “como muestra del estilo de esta publicación” que considera “en extremo apreciable”, resulta evidente que la de México es reimpresión. Añade Chaves que en la Biblioteca Colombina existen ejemplares de la misma publicación sevillana. Cf., Joaquín Guichot. Imp. de E. Rasco, 1896, pp. 12-13.

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A ellos debíamos de cuando en cuando aquellos rasgos de ilustración, que desplomados desde la cumbre de los Pirineos, venían rodando hasta la Corte, donde se les daba pasaporte y salvo conducto para entretener a nuestros compatriotas desocupados, que se alampaban por estos encantamentos [sic] útiles, como los muchachos por huevos moles. Una óptica bien presentada: una cámara obscura o turbia: unas sombras chinescas de las que abundan ahora en su país: un puchinela [sic] de los muchos que se han levantado a mayores dentro de sus tierras, y otras mil invenciones de esta naturaleza eran el ramo de ilustración más elegante que pudiéramos desear, y que nos instruya [sic] a veces mucho más que las obras de los Santos Padres” (Linterna mágica o semanario..., I, p. 1).

Instrucción y diversión aunadas en un tipo de espectáculo popular, que parece competir —y tal vez aventajar en el favor del público— con la doctrina religiosa, en la que el periodista no parece haber encontrado el tipo de “instrucción útil” para la “ilustración de mi patria” que andaba buscando. Según indica el redactor esto no ocurrirá hasta su encuentro con un francés portador de una máquina, que le enseñó después cosas “dignas de admiración”. Podría decirse que la descripción de la proyección encierra un procedimiento alegórico similar al de las modalidades oníricas que abundan en la prensa y la publicística de estos años, pues salvo en el artificio de la exhibición “mágica” este periódico patriótico no difiere mucho de otros discursos de alcance similar. Efectivamente, puede asegurarse que incluso el maquinista, que con su linterna posibilita al periodista el acceso a un mundo oculto a simple vista, viene a cumplir una función similar a la del guía que aparece en los sueños políticos de esta época (Martínez Baro 2014). Es cierto que en esta ocasión el procedimiento que permite descubrir la verdad política es en cierto modo mecánico, pero resulta necesaria la intervención de un “técnico” capaz de manejar hábilmente el dispositivo, para que no ocurra lo que le sucedió al simio de la fábula “El mono y el titiritero” de Iriarte y quede el auditorio a oscuras. Tal vez por esta circunstancia la contemplación del propio artilugio portátil resulta en sí misma misteriosa y motiva su descripción: Era una especie de fanal de hoja de lata, con una gran candileja y mechero para una gruesa torcida que lo iluminaba por dentro, y en un cajoncito llevaba separadamente varias láminas de cristal, que representaban

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diversas figuras y pasajes que yo no podía comprehender por mal delineados y borrosos.

Efectivamente, lo impreciso y confuso de las pinturas que pueden apreciarse a simple vista en las placas de cristal excita la curiosidad del redactor, más aún cuando el francés, al descubrirle que se trata de una linterna mágica, le explica que, por media peseta, “podrá Vd. divertirse a su satisfacción, y abrir los ojos para saber vivir” y, con esta seguridad, el periodista invita a su casa al francés para que proceda a la proyección. El prospecto termina por presentar el periódico como producto de la exhibición que el “caro aliado” lleva a cabo en su casa, una función que el periodista desea “presentar al público, si pudiere semanalmente, en varias escenas y coloquios”. En los seis números que se conocen de este semanario satírico, de ocho páginas en octavo, sin indicación de fecha, solo asistimos a dos escenas. La primera se extiende desde el n.º 1 al 5 y la segunda comienza en el n.º 6, por lo que solo conocemos de ella su planteamiento inicial. El resto de cada número lo completa una serie de cartas, noticias satíricas y, en algunos casos, avisos, anuncios, de similar carácter burlesco, como el que cierra este primer número, sobre “Libros nuevos”: “Historia de la regeneración de España, comenzada con embustes, y acabada a trancazos: escrita en idioma bien conocido por Mr. Bounaparte, y traducida con la mayor perfección al castellano por el gobierno: se hallará en todas partes”. Las escenas que constituyen el grueso de cada número, unas tres páginas, enmarcan el diálogo entre espectador y maquinista entre los pasajes narrativo-descriptivos, en los que se detallan las circunstancias que acompañan las exhibiciones cada noche. En la primera de ellas se destaca, además de la impaciencia del espectador, la penumbra y el misterio con que el francés adoba la proyección, “que estos diablos no quieren que haya más luz que la de su máquina, y que todos los demás hombres andemos a obscuras y sin ver otra cosa que lo que ellos nos quieran manifestar a la luz escasa de su linterna”. Si bien, el redactor destaca la fortuna de haberse topado con “un sujeto ingenuo y verdadero (único quizás entre todos los franceses) que me dijese la realidad acerca de lo que iba a manifestarme”, dejando patente la confianza que como espectador deposita en la verdad que le va a revelar el “linternista”, a pesar de que este procede a la exhibición en medio de una “mal articulada argaravía [sic], que no la entendiera el mismo Mahoma”.

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Inevitablemente, el haz de la linterna enfoca una serie de “ridículas y extravagantes” figuras que aparecen al tirar de las “laminillas”, con las que el español tiene la impresión de haberse asomado al “último calabozo del infierno”, pues se la aparece una vejezuela diabólica que no es otra que “madama Leticia, madre de nuestro augusto y todopoderoso Emperador”. El retrato de este singular personaje no puede ser más grotesco, pero lejos de limitarse al ridículo físico —nariz y la barbilla en forma de “partidor de avellanas” y otra serie de imperfecciones obscurecidas “por una barriga descomunal y despilfarrada”, que parece “cueva de algún tigre”—, cede paso a la agria censura moral, al satirizar la bajeza de sus orígenes, la escasez de su instrucción, la liberalidad de su conducta sexual y la hipocresía de su carácter. El número lo completa la “Copia de una carta dirigida al General Horacio Sebastiani” y otra serie de textos satíricos como “Noticias extranjeras para los franceses”, “Noticia suelta de vientre”. En el n.º 2 “Prosigue la vida y milagros de madama Leticia Raniolini, madre del nuevo omnipotente y segundo D. Quijote”, en cuyo coloquio además de atacar a la hija mayor, profundiza en la etopeya burlesca de Leticia incidiendo en las tradicionales malas relaciones entre suegra y nuera. La escena va seguida de una aviesa “Traducción verdadera a su sentido legítimo de un decreto del todopoderoso...”, por el que supuestamente “Napoladrón”6 ha decidido anexionar los territorios del Papado. El tercer coloquio es muy breve, no llega a completar la segunda página del n.º 3 y prácticamente se limita a incidir en la mala reputación de la madre de Bonaparte, aficionad al vino, por demás. El resto del periódico está ocupado prácticamente por la carta de El Forastero, que exhibe sus escrúpulos sobre la legitimidad del uso de la sátira para denigrar a quien ha merecido el respeto de tantas naciones y la respuesta del Redactor, que la justifica como único medio para “dar a conocer a todo el mundo a ese loco disfrazado en Emperador que ha seducido a tanto mentecato dentro y fuera de nuestra España”. Con este fin promete “a fe de buen patriota que mientras 6. Este nombre recibe también en El fin de Napoladrón, por sus mismos secuaces, con una carta del Infierno al Emperador de los diablos, en que le da quejas de su mal proceder: tragedia burlesca en un acto, publicada en Madrid en 1808 bajo las iniciales P.D.J.O.Y, de la que también existe edición de 1814 a nombre de José Hidalgo. La segunda parte de esta obra se publica en Málaga en 1809, con el título de Napoleón y sus satélites residenciados por el Rey del abismo. Fernández Cabezón (2007).

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alumbre mi Linterna no se llamarán engañados ni sorprehendidos mis hermanos y patricios” (Linterna mágica... n.º 3, p. 24). Rompiendo con la tónica de los números anteriores, el 4º incluye, entre la continuación del retrato de “madama Leticia” y el “Diálogo entre Bonaparte y el Tío Gironda”7, unas discordantes —por su seriedad— “Memorias históricas y políticas sobre la antigua constitución y gobierno de España”. Ninguna sorpresa depara la lectura del n.º 5, que continúa las secciones anteriores y contiene nuevas noticias y avisos burlescos. Mayor novedad promete el n.º 6, pues en él se abre la escena segunda, que trae una nueva figura y da paso al coloquio 1º derivado de esta nueva visión: “Comienza la historia de Carlos Buonaparte, Padre del Corso Napoleón”, al que siguen las memorias sobre la Constitución y el diálogo del tío Gironda, tras el que se inserta la “Fábula del perro y la presa”; pero la publicación del periódico parece interrumpirse en este número, sin que lleguen a cumplirse las expectativas8. Así queda inconcluso este esclarecedor viaje que propone a sus lectores el redactor de La linterna, un breve periplo que asoma a los lectores por una geografía humana apenas insinuada, la corsa, pero desde luego desconocida y misteriosa tanto para el público español como para el mexicano y también por la menos ignota francesa, aunque sea solo atisbada a través de la presentación satírica de la familia napoleónica.

7. El tío Gironda es un personaje que aparece ya en el periódico burlesco Correo del ejército francés, que se publica en Sevilla en 1808. Cf. Romero Peña (2007). Más tarde, en El tío Tremenda o los críticos del Malecón, nº 2 (1812), Gironda aparece feminizada con el nombre de “tía Gironda”. 8. En este mismo año se publica un folleto, del que por su carácter no periódico me limito a mencionarlo. Se trata de la Linterna mágica que manifiesta los toros de estos días de Ilustración o de filosofismo, Palma de Mallorca, 1812, en la oficina de Felipe Guasp, un cuadernillo en 4º (22 cm.). Como señala Riego (2006: 87), el procedimiento de la linterna sirve en esta ocasión para identificar a los liberales como los verdaderos enemigos “que quieren destruir el trono y la religión” y abogan, por ese motivo, por abolir el tribunal de la Inquisición. También, a punto de proclamarse la Constitución, el Diario Mercantil (n.º 63, de 3 de marzo de 1812) publica el artículo “Mentiras que son verdades, y verdades que parecen mentiras”, que se sirve de un procedimiento alegórico similar. Mediante el recurso a la linterna, el autor revela cómo los que cuentan con el favor de los poderosos ascienden con facilidad en la rueda de la Fortuna mientras ocurre lo contrario con los que solo cuentan con el mérito. En la segunda parte, “se plantean otras posibles proyecciones para la linterna mágica, que también cuentan con el elemento alegórico; así, se recrean escenas protagonizadas por la Hipocresía, la Virtud, la Temeridad, la Ciencia o la Ignorancia” (Martínez Baro 2014).

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Similar coyuntura política vuelve a vivirse en España y América en los años veinte, lo que explica que a uno y otro lado del Atlántico aparezcan sendas linternas, si bien de carácter no periódico9. En todo caso esta linterna alegórico-satírica dista aún mucho de la mímesis costumbrista que caracterizará a las producciones periodísticas venideras. 2.2. Linternas mágicas en un mundo panorámico (1850-1865) Desaparecidas las circunstancias políticas que permiten descubrir los engaños de los enemigos de la patria —y del imperio hispánico—, la linterna apaga su luz para reaparecer ya a comienzos de la década de los cincuenta, con un tono completamente diferente, pues la sátira y el sarcasmo se aligeran para la ocasión en la pluma del periodista Wenceslao Ayguals de Izco. España ha sufrido una notable transformación social y política para la que la vieja linterna debe remozarse. Se trata ahora tanto de representar a una nueva nación como de alumbrar las debilidades y contradicciones de la monarquía isabelina y de la élite que la sustenta, un propósito en el que Ayguals tenía bastante experiencia a través del periodismo de sátira política. Efectivamente, desde 1842 publicaba La Guindilla, aunque conjugaba este periodismo con otro más general, el periodismo de empresa, donde había debutado con otra cabecera de más largo aliento, La Carcajada (1841-44), que 9. Me limitaré a señalar aquí que el folleto madrileño se publica en la imprenta de Rosa Sanz y pasa revista al Madrid del Trienio, mientras la Linterna mágica de la Constitución. Carta a los Amantes de la Patria, ve la luz en México, en la Oficina de Alejandro Valdés, y el supuesto encuentro del autor con el italiano que porta la linterna da pie a una reflexión sobre las causas de la decadencia de España: “Il miö carísimo padre lasciome nel suo testamento questa picciola casseta, che é una maraviglia, é che ¡sfortunato jo! per non intenderla non ho trovato fin hora chi la voglia comprare”. El cajón, minuciosamente descrito en el texto, resulta ser una “Linterna mágica de la Constitución” e incluye una explicación en inglés del funcionamiento de la máquina, junto a un letrero que descubre al “espejo claro de la verdad”. Al encender la linterna se descubre una “Exposición”, firmada por “el honrado español L. J. N.”, en la que se defiende la tesis de que a pesar de todos los reveses que han sufrido los españoles, sus ciudadanos han trabajado en beneficio de la patria y pone como ejemplo de ellos a Juan Ruiz de Apodaca, virrey de México, que con otros montañeses afincados en México han sufragado el coste de una serie de navíos para evitar la acción de los enemigos del comercio. Tras esto, el autor de la Linterna mágica, “El Amante de su nación. J. M. S. M.”, expresa su deseo de haber logrado inspirar a otros patriotas contribuciones similares a la suya, que aumenten la prosperidad de “la antigua y nueva España”.

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conviviría con La Risa (1843-44), de modo que denuncia y negocio se van conjugando en otras empresas de mayor o menos compromiso como El Dómine Lucas (1844-46), El Fandango (1844-46) y El Telégrafo (1846-47). Para entonces, el desencanto político se ha instalado en Ayguals y finalmente, la implicación política parece haber sido reemplazada por el individualismo del empresario (Martínez Gallego 2004: 45-90), como puede verse en La Linterna Mágica, “periódico risueño”, desde cuya cabecera proclama a sus suscriptores “¡Cuán tranquilo y feliz el hombre vive / después que a La Linterna se suscribe!”, y promete una entrega mensual, o “función”, encabezada por el lema “jocosidad, jovialidad, hilaridad”; una nueva manera, pues, de que lo lúdico se convierta en fuente de negocio y Madrid, una vez más, en el escenario de la función jocosa. Quizás uno de los motivos que expliquen la paulatina sustitución del humor mordaz de Ayguals de Izco por otro más benévolo se halle en la nueva ley de prensa de 10 de abril de 1844, que exigía el depósito de una fianza de 120.000 reales para Madrid y 80.000 en las demás capitales importantes para garantizar el orden público. En ella se establece, además, que ningún periódico pueda ser publicado sin que el jefe político tome conocimiento de la personalidad del editor. A esta siguen otras medidas más restrictivas que permitían suspender un periódico con rapidez o controlar las obras de menor tamaño por considerarlas más peligrosas; pautas que mantendrán esta tónica garantista hasta que en 1854 se recupere la ley de 1837. A este respecto cabe señalar que desde la primitiva Guindilla Ayguals ya había rebajado el tono de la sátira como evidencian los títulos de las cabeceras La Carcajada a La Risa, para optar luego por la sátira más tradicional y pedagógica de El Dómine Lucas y volver a continuación por la senda de la burla más suave de El Fandango y El Telégrafo. A propósito de este último, creo interesante señalar que en él Ayguals apuesta ya por la novedad mecánica y, si bien es cierto que la linterna mágica no encierra novedad tecnológica, también lo es que se trata de un aparato que viene adaptándose a la demanda de los nuevos tiempos. Por otra parte, la linterna incide en una cultura visual que está en plena transformación y que, con sus continuas novedades, atrae la atención del público, como puede comprobarse al repasar los espectáculos de variedades que se anuncian en los periódicos de la época, basados muchos de ellos en dispositivos ópticos como el diorama, el

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panorama, etc. (Cantos 2013). Parte de ese atractivo visual será uno de los alicientes que pretende reproducirse en las páginas de los periódicos gracias al perfeccionamiento del grabado de prensa. Es evidente, no obstante, que los grabados de La Linterna Mágica no pretenden alcanzar el nivel de los grabados informativos que utiliza ampliamente cierta prensa de negocio, de la que La Ilustración de Ángel Fernández de los Ríos es un buen ejemplo (Riego 2001), pero sí el nivel de aquellos que parecen constituirse un gancho de la prensa de humor. Claro que, a excepción del grabado de la estampa de las portadas de sus dos tomos, en que aparece la escena de una proyección de linterna mágica en una sala a la que asiste un reducido público de todas las clases sociales, el resto de los que ilustran la publicación son pequeños grabados caricaturescos y siluetas que dibujan a los personajes que se mencionan en las diferentes páginas de sus colaboradores. En ellas, literatura y humor gráfico se dan la mano para tratar de interesar a un público amplio y así entre sus páginas literarias descuellan poemas populares —letrillas, epigramas, romances, canciones...—, por los que desfilan diferentes tipos grotescos, desde la joven que se las da de filarmónica y “aúlla”, a la vieja que trata de esconder sus años, el petimetre que lo debe todo, el cortejo viejo, etc. También en romance se publica en cada volumen el respectivo “Juicio del año”10. Del mismo modo, abunda la “fisiología” breve, burlesca, un tipo de literatura panorámica (Peñas Ruiz 2012: 100-106) en la que lo mismo se satiriza a los “pollos” jóvenes de Madrid, que a los maduros “gallos”, los “capones”, o las “cluecas”, que “reúnen los atractivos de una inmensa gordura a las gracias de su vejez” y el ser “neciamente presumidas”. “El hombre de las invenciones” —eterno proyectista sin dinero para materializar sus ideas— es otra de sus fisiología mientras la de los “Monos serios” ridiculiza a los pedantes, que desprecian el humor y cualquier forma de este, como la caricatura; pretenciosos que repudian todo tipo de producto destinado al entretenimiento, incluidas las novelas de “Cooper, Walter Scott, Dumas y Süe” (La Linterna Mágica 15, pp. 113-114)11. 10. Una tradición que se remonta a los pronósticos y almanaques jocosos del xviii, donde autores como Torres de Villarroel ponen al descubierto el funcionamiento del “loco” mundo, revelado también en el mundonuevo (Labrador 2007-2008). 11. La burla provoca el aplauso de algunos lectores, cuyas alabanzas epistolares se insertan en La Linterna Mágica 16. Entre estos “hombres serios”, la Linterna incluye a

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A pesar de la precaución con la que los periodistas deben ajustarse a las directrices de este ministerio, la literatura de La Linterna Mágica, no duda, pues en incluir, junto a la sátira clásica otra modalidad más moderna de literatura costumbrista (Thion-Soriano 2012), la que más recientemente se denomina “panorámica” (Peñas Ruiz 2011: 625-638 y 2012, 77-108), es decir, aquella que trata de enfocar a aquellos tipos sociales que parecen quedar en los márgenes de la sociedad. Así se reivindica la figura del “honrado jornalero”, frente al opresor, frente al ambicioso que “se convierte en criminal”, en unas fechas en que, con motivo del carnaval, la “honrada muchedumbre” sacude su sumisión (La Linterna Mágica 3, pp. 17-19). Excepcional por su seriedad y por tratar de alumbrar esas zonas oscuras de la transformación social es la crítica del artículo “La igualdad en Madrid” (La Linterna Mágica 17, pp. 131-132), donde lejos de alabar la apariencia igualitaria de una parte del pueblo que aspira a identificarse con las clases medias, censura la ostentación de aquellos que, por no desmerecer del conjunto, son capaces de privarse de lo más necesario para gastar ese dinero en pura vanidad exterior. Con ello, puede decirse que La Linterna Mágica se anticipa a la crítica galdosiana del “cursi” o del pueblo del “quiero y no puedo”. En la misma línea, cabe rescatar el artículo que se esconde bajo el sugerente título de “Escenas palpitantes” pues aunque aparentemente solo se anuncia la próxima celebración de los bailes de máscaras, el autor no deja de introducir su crítica social entre broma y broma: “En ellos no hay más que hermanos, todos se tutean y la aristocracia está desterrada del salón. Los comunistas son muy aficionados a los bailes de máscaras” (La Linterna Mágica 14, pp. 105-106). Aunando, pues, estos guiños al pueblo llano con los propósitos mercantiles, La Linterna Mágica incluye también la información y prospecto de las novelas publicadas por La Sociedad Literaria. Así en el n.º 10 se anuncia la próxima aparición de Pobres y ricos o la Bruja de Madrid, motivo por el que se incluye la canción de “La Aguadora” y en el n.º 11 se inserta el prospecto de la obra; pero bien porque el éxito comercial no se haya logrado, bien porque como asegura en el n.º 24 ha cumplido su propósito periodístico, La linterna mágica anuncia su cierre:

sus rivales de El Heraldo, considerado “órgano ministerial” al que se acusa de elogiar y dar “incienso” al ministro de gobernación, conde de San Luis (La Linterna Mágica 17), tan censurado en números anteriores (La Linterna Mágica 14, pp. 111-112).

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¡Españoles! no hay remedio, me apago de una vez, como se apagó hace poco la Lucerna del Gran Teatro Oriental. Os he alumbrado dos años para guiaros por la senda de la felicidad. Prometí salvaros de las revoluciones y del cólera morbo... la historia dirá si he cumplido fielmente mi palabra. Me lancé al palenque en tiempo de peligro; me retiro cuanto todo es paz y bienaventuranza. No lloréis: españoles, pues aunque yo falte, hay faroles de sobra. Además, nada tengo ya que hacer en este mundo; os veo completamente felices. Tenéis Teatro Real, tenéis bibliotecas baratas, tendréis luego un Eolo, ¿qué más podéis apetecer?

El caso es que, tras esta cabecera, Ayguals no volvió a publicar ningún otro periódico, a pesar de que era una forma de acercarse a las clases más populares a las que pretendía educar. Decidió entonces hacerlo de forma más directa, bien ofreciendo una selección de los discursos del Teatro crítico universal de Feijoo (1852), bien ofreciendo una antología didáctica La Escuela del Pueblo, páginas de enseñanza universal (1852), en la que volvió a incluir por cierto los “Secretos de naturaleza” que había publicado entre los del Teatro crítico, o bien a través de una novela epistolar, La Maravilla del siglo, cartas a María Enriqueta, o sea, Una visita a París y Londres durante la famosa exhibición de industria universal de 1851 (1852). Aun así, cabe señalar que en las tres publicaciones aparece una linterna mágica, como recurso pedagógico, o forma de entretenimiento, sumamente atractiva todavía para los que se acercan a contemplar los progresos de la modernidad. ¿Ha dejado la risa de ser un instrumento útil para alumbrar los defectos de la sociedad?, ¿ha dejado de garantizar la felicidad de los españoles? Tal vez lo único que ha quedado en evidencia es el desconcierto dentro de las filas republicanas, que solo sirve para dar nuevos aires a la burguesía más conservadora. Lo cierto es que da la impresión de que Ayguals prefiere a partir de este momento apostar por la enseñanza más “seria” o tradicional, con el fin de cultivar a un pueblo que aún necesita madurar para defender sus propios intereses. Un planteamiento diferente es el que propone La Linterna Mágica. Semanario agri-dulce, joco-serio, no político e inocente12 que, por

12. Me consta, aunque no he podido consultar este periódico, que en Zacatecas también se publicó un semanario de crítica política “perfectamente independiente con caricaturas”, con esta misma cabecera, La Linterna Mágica, cuyo primero número data del 2 de mayo de 1868.

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dos cuartos13, publicó once números en Madrid cada sábado entre el 1 abril y el 1 de junio de 186514. Se estampaba en la imprenta de Lázaro Maroto y figuraba como editor responsable José Sanchiz Bañon, autor también de unas “Breves reflexiones sobre la Historia del Comercio” —contenidas en los n.os 2 y 3— y de “Dos palabras sobre el libre cambio”, que se publica en el n.º 7. Cada número suele incluir una novela en el folletín, cuentos, y una sección denominada “Linternazos”, donde se incluyen chistes, epigramas y otras humoradas en versos que, junto con charadas, logogrifos y enigmas en verso, deben ser obra de Carlos de Palomera y Ferrer, que se responsabiliza en La Linterna de todo lo no firmado. Palomera, más tarde redactor habitual de El Almanaque de los chistes (1869-74), es asimismo autor de algunos versos que publica con las iniciales C. de P. y F. Cabe señalar, en fin, que el único grabado que incluye, además del que se inserta en la cabecera, corresponde a un jeroglífico que figura al final, antes de las declaraciones de responsabilidad. Otra de las secciones más frecuentes son las constituidas por las conversaciones que mantienen Don Ramón Calzasbajas —alter ego del director— y D. Canuto Prolongado, que sirven, con frecuencia para reflexionar sobre la función del periódico y sobre su relativo éxito, para presentar sus novedades y para tratar de adelantarse a las posibles reticencias de los lectores. Así, por ejemplo, en la que lleva por título “En el café de la Concepción Gerónima”, se explica que la idea de servirse de la linterna mágica se debe a que este instrumento permite “ver muchas cosas que no se verían de otro modo” y “enseñar así a los que nos lean las diabluras del mundo”, proyectando “su imagen y no la del cuerpo que la produce”. Es evidente que se trata de no señalar a los responsables de las supuestas “diabluras”, a fin de preservar al periódico de futuros conflictos con el gobierno, pero este propósito no será fácil de cumplir. Si bien es cierto que la ley de imprenta de Cánovas del Castillo (29 de junio de 1864) suaviza las medidas restrictivas de la ley Nocedal, al excluir a los periódicos 13. Efectivamente, desde el nº 4 aparece en su cabecera un complejo jeroglífico, que aparece resuelto al pie: “Ya pareció. Para disipar las sombras De la sociedad moderna, por dos cuartos viene al mundo. Esta mágica linterna”. 14. La colección que manejo se encuentra en la Hemeroteca Municipal de Madrid. Le falta el nº 1 y lleva un sello de la “Biblioteca Nacional, Sala de Varios, Creada en 1867”. Y una anotación manual que indica “Por secretaría 12 septiembre 1871”.

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políticos de la posibilidad de su secuestro por autoridades locales o el fiscal de imprentas, lo cierto es que el 25 de noviembre se decreta una Real Orden con el objeto de poner coto a las “criminales demasías”, lo que, evidentemente, endurece la legislación. Así, en los meses en que se publica esta Linterna mágica, abril-junio de 1865, en medio de un clima revolucionario, agudizado por la destitución de Castelar de su cátedra, acaba de producirse la trágica noche de San Daniel (10 de marzo de 1865) y en esos meses se habían abierto causas contra GilBlas, La Patria, El Pueblo, y repetidamente contra La Democracia, La Discusión y La Iberia (Almuiña Fernández 1979: 5-34). Es este polémico contexto el que explica que en el n.º 3, “Artículo de fondo, sin fondo”, se advierta de la dificultad de abordar lo prometido: “Sobre política nos está vedado, [...] no nos queda más recurso que hablar de las fiestas religiosas. Es decir, que hoy por hoy, la luz de La Linterna permanece apagada y no podemos señalaros las siluetas sociales que más adelante os indicaremos”. Es cierto que se trata de un recurso de preterición y que, a continuación, vemos desfilar a Doña Rita, una elegante que vive con su hija y recorre todas las iglesias madrileñas “para lucir sus trajes” y dar “limosnas para demostrar que no es pobre”, a Doña Sofía, viuda de militar muerto en la guerra de África que recorre los mismos templos en busca de “un sustituto para su marido”; a la “buena” Mariquita, una costurera que vive sola y va a rezar por sus padres; a una joven enferma que ha perdido a todos los suyos y reza por ellos desde su habitación, o a los “recién casados que contemplan moribundo el cadáver de su primer hijo”, mientras las siluetas de “Luis y Tomás se reúnen en una taberna”. La vida y la muerte alternando en este retablo social. Pero el público no parece contentarse con estas imágenes apenas desveladas y así a pesar de que en la conversación contenida en el artículo “En casa de D. Ramón” se asegura el relativo éxito de los tres primeros números, esta afirmación queda matizada por la demanda de D. Canuto, para quien sería necesaria una dosis mayor de sátira para asegurar la supervivencia del periódico. Pero D. Ramón rechaza esta propuesta y explica su política editorial: no están dispuestos a abusar del insulto como hacen otros periódicos, pues “los redactores de La Linterna quieren respetar a las personas para que les respeten”. En esta conversación se abunda, por otra parte, en lo que podría denominarse “poética iluminadora” del periódico. Don Canuto quiere

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averiguar si los puntos suspensivos que se prodigan en el “Artículo de fondo, sin fondo” son también erratas de imprenta, a lo que D. Ramón responde que se trata de un recurso para señalar “erratas de entendimiento, puestas allí a la vergüenza pública”, “porque a veces el foco lumínico ilumina cosas que deben permanecer en las tinieblas”. Así, bien porque los redactores teman escandalizar o enfadar a sus lectores —“la luz no agrada a todos porque hay muchos murciélagos”—, bien porque teman el peso de la ley, lo cierto es que una suerte de autocensura limita el alcance proyectado de su denuncia luminosa. Este miedo constante a ser objeto de la multa terminará por defraudar a unos lectores que pueden encontrar en otros periódicos —caso del Gil Blas— la crítica que demandan; este mismo temor les hace advertir a sus suscriptores que todas las colaboraciones que aspiren a ser publicada —poesías, cuentos o charadas, son algunas de las mencionadas— deben ser siempre “inocentísimas”. A falta de garra satírica los editores del periódico buscan otras formas de distanciarse de otras publicaciones, y así, sin dejar de dar cuenta de las diversiones públicas, La linterna mágica decide pasar revista no a las obras de teatro, sino a otro tipo de espectáculos de gimnástica y similares “que actúa este año en el Circo del Príncipe Alfonso”. No es la única estrategia, pues la competitividad obligaría a seducir a los suscriptores con regalos que el editor no puede sufragar y debe sustituir por otro tipo de alicientes. Este debe ser el motivo de que en el n.º 5 —además de la nueva sección “Mi cartera” inaugurada en el n.º 4— prometa algunas mejoras como la inclusión “de viñetas satíricas dibujadas y grabadas expresamente” para el periódico. Esto no se hará sino a partir del n.º 7, donde, entre los “Linternazos” se halla una silueta humorística acompañada de unas frases esclarecedoras. Un afán de novedad que se persigue también con la inclusión de nuevos colaboradores, entre los que figuran a partir del n.º 7, de 13 de mayo, Vicente R. Bravo, Carlos Cano y Núñez y Enrique García Ladevese abogado y escritor vinculado al Partido Progresista de Ruiz Zorrilla15. 15. Enrique García Ladevese (Bilbao 1850-Madrid 1914) fue secretario y mano derecha de Ruiz Zorrilla, con el que marchó al exilio en Francia. Allí colaboró con numerosos periódicos hasta la amnistía de marzo de 1895. Fue, además, corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. La novedad debe ir acompañada, por otra parte, por el respeto a la propiedad literaria, lo que obliga a indicar las fuentes, cuando ocasionalmente La linterna mágica copie artículos de otros periódicos, una norma que debía seguir

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No obstante y, a pesar del intento de despejar las dudas de los lectores, los editores no creen el éxito asegurado y en el n.º 8 se anuncia un número extraordinario, lo que no ocurrirá hasta dos entregas más tarde. Por otra parte, el miedo parece avivarse en el número de 20 de mayo, por eso, al rumor de que se hace eco D. Ramón sobre la luz opaca que proyecta la Linterna, la respuesta del amigo del redactor es categórica: Y dicen pero ¿cómo han de hacerle mis buenos amigos, si apenas dan a su Linterna un poquito más de torcida para que dé un poquito más de luz, viene el huracán y sopla? No hay hoy por hoy la linterna no puede alumbrar más que a medias, porque a enteras no le está permitido” (“En las ruinas del Barracón”, La linterna mágica, n.º 8).

Claro que no es solo la lucha contra la censura, en el n.º 9 los redactores incluyen una carta donde piden disculpas a los suscriptores por los retrasos de varios días en la publicación de los últimos números, también por la imposibilidad de incluir la caricatura prometida en el número precedente, puesto que la viñeta reproducida tras el jeroglífico en el n.º 8 era repetición de la que, bajo el epígrafe “Progresos del siglo”, se había publicado en el 7. Advierten, además, de la próxima inserción de anuncios con que garantizarse ingresos. Tras la nueva viñeta satírica, “Percances de la vida”, los editores llaman la atención en el n.º 8 sobre un artículo publicado por Ricardo López y López, “La prensa no política”, en El movimiento Económico, donde se trata de demostrar que ninguna ley ampara este tipo de prensa, “quedando sujeta al capricho de un funcionario, más o menos justo, más o menos ilustrado”. No parece muy creíble que los “muchos originales” les haya impedido reproducirlo, sino más bien el temor a molestar al gobierno, pues invitan a otros periódicos a llevar a cabo lo que ellos no se atreven, dado que es “esta cuestión más trascendental de lo que a primera vista parece”. Como “número extraordinario del mes de mayo” se anuncia el n.º 10, cuando el anterior se había publicado el 27. Se ofrece de nuevo a publicar anuncios “a precios convencionales, pero equitativos” con algunas ofertas a los anunciantes, como el regalo del ejemplar del periódico

estrictamente desde el momento en que en el nº 6 había denunciado que una “fabulilla” que publicaba La Gacetilla en su nº 2 se había publicado previamente en La linterna.

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en el que se inserte el anuncio. A continuación se publica “Un artículo como otros muchos”, donde La linterna mágica arremete nuevamente contra la ley de censura, para denunciar que sus responsables carecen de la posibilidad de hacer el pertinente “depósito” que les permitiría escribir de política. El artículo viene sin firma y en él se declara ser obra del “director” del periódico, lo que parece confirmar la idea de que se trata de Carlos Palomera. Pero las dificultades se palpan en el número 11, a través del diálogo entre Don Ramón y Don Canuto “A la vuelta de una esquina”, en que el lector conoce la justificación “oficial” para la reducción de su tamaño —la petición de los suscriptores que desean coleccionarla— y la compensación que se ofrece de dar seis números al mes. El caso es que, según parece, no hay más números después de este, bien porque la iniciativa no resultó bien acogida bien porque los lectores se habían visto defraudados con la supresión de las viñetas en los números 10 y 11, bien porque el número de anunciantes —los dos únicos que aparecen por repetido en los números 9 y 10, desaparecen en el 11— no promete la deseada prosperidad. Difícil era la competencia con El Cascabel (1863-92) con Gil Blas (1864-1872), que gozarían de éxito singular y más allá de la censura —o auto censura— política se impone la ley del liberalismo económico y la luz de esta linterna se apaga sin que ninguna de sus funciones haya llegado a prosperar. 3 . A m o do de c onc l u s i ó n Como explicaba al principio, las consideraciones que acabo de exponer y las que pretenden cerrar estas páginas no pueden sino tener un alcance provisional en la medida en que el hallazgo de nuevos periódicos venga a cuestionar lo que tengo dicho. En todo caso, es evidente que el uso de la linterna mágica como procedimiento alegórico en los periódicos del xix resulta novedoso en las primeras décadas y así se explica que incluso sea necesario —como ocurre en la cabecera publicada en México en 1809— explicar con detalle las partes que constituyen dicho dispositivo óptico, así como su funcionamiento y el ambiente que rodea al “maquinista” o “linternista” y al espectador durante la proyección; pero, poco a poco, al dejar de ser una novedad, lo que había empezado por ser un tópico de esta modalidad periodística deja de serlo. Por otra parte el recurso a este procedimiento varía a tenor del carácter patriótico

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o político que adquiere la literatura en determinadas épocas, como la lucha contra el poder napoleónico o el absolutismo fernandino. Cuando, por el contrario, esta tensión se relaja y, muy especialmente, cuando surge el periodismo de empresa, la utilización de la linterna mágica como procedimiento alegórico pretende descubrir la fragilidad de una sociedad construida sobre engañosas apariencias, en la que la burguesía no sale muy bien parada. Cabe señalar que, si hasta este momento la linterna es un artilugio que no ha conocido la amplitud panorámica, a partir de la década de los treinta tanto la cultura visual como la literaria se caracteriza precisamente por una mirada inclusiva, bien desde arriba bien desde el mismo plano horizontal pero distante, que trata de alcanzar los márgenes más borrosos. Entonces, la linterna periodística se sirve necesariamente de la literatura panorámica, caso de las fisiologías y de los artículos costumbristas, lo mismo que de las viñetas satíricas, para atraer la luz sobre una realidad que permanece oculta a simple vista y tratar de alumbrar a aquellas figuras marginales, como los jornaleros reivindicados por Ayguals, o bien los manejos en la sombra del poder burgués, que la segunda linterna apenas acierta a atisbar. En todo caso, la sátira, que parece asociada desde el principio a la linterna quizás porque el carácter borroso de sus proyecciones favorece la interpretación caricaturesca, abandona ahora el terreno alegórico para descender a las particularidades de la sociedad española y madrileña. Si bien, no se trata sólo de revelar las zonas oscuras. Por su vinculación con otros artefactos que representan la realidad, la linterna mágica, que por servirse quizás de placas de vidrio, se relaciona con los espejos, anteojos, catalejos y otros modos tradicionales de captar la realidad, es capaz de presentar mediante el grabado o el apunte costumbrista un teatro de la memoria, donde se contengan aquellas figuras en trance o no de desaparición, al tiempo que permite vislumbrar otros mundos posibles con los que sueñan los responsables de los periódicos y pretenden ilusionar a sus posibles lectores. Y, aunque estas cabeceras no alcancen sus propósitos, queda el testimonio más o menos luminoso, más o menos sombrío, de sus proyecciones, en un mundo mercantilizado cada vez menos susceptible de dejarse atrapar por sencillas fantasmagorías. De aquí que sea necesario profundizar en el estudio de la literatura ahora ya plenamente panorámica, como representación visual de una modernidad autoconsciente que tan ligada está al Romanticismo.

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B i b l i ogr a fí a Almuiña fernández, Celso (1979): “El antimonarquismo de los progresistas (1864-65). Antonio Cánovas del Castillo y la Ley de Prensa del 29 de junio de 1864”, Cuadernos de Investigación Histórica, 3, pp. 5-34. Cantos Casenave, Marieta (2013): “Los dispositivos ópticos y su recepción en la prensa del Romanticismo (1835-1868). Una aproximación”, Anales de Literatura Española 25, pp. 105-130. Chaves Nogales, Manuel (1896): Historia y bibliografía de la prensa sevillana, Sevilla: Imprenta de E. Rasco. Fernández, Luis Miguel (2006): Tecnología, espectáculo, literatura. Dispositivos ópticos en las letras españolas de los siglos XVIII y XIX, Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela. Fernández Cabezón, Rosalía, “Constitución, patria y libertad en el teatro breve del primer cuarto del siglo xix”, en Lecturas sobre 1812, ed. Alberto Ramos Santana, Cádiz: Ayuntamiento, Universidad, 2007, pp. 153-170. Labrador Méndez, Germán (2008): “Las luces figuradas. Imágenes de dispositivos tecno-científicos y secularización en la España del siglo xviii: retratos, linternas mágicas y globos”, Cuadernos dieciochistas, 9, pp. 49-78. — (2007-2008): “La televisión del siglo xviii. Retablos de maravillas y linternas mágicas en un pronóstico de Torres Villarroel y un dibujo de Goya”, en Revista de Erudición y Crítica, 4, pp. 75-86. Disponible en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes [consultado el 21-09-2014]. Litvak, Lily (1991): El tiempo de los trenes. El paisaje español en el arte y la literatura del realismo (1849-1918), Barcelona: Ediciones del Serbal. Martínez Baro, Jesús (2014): Desvelos y pesadillas de una nación. Sueños literarios españoles entre 1808 y 1814, Cádiz: Fundación Municipal de Cultura, “Biblioteca Cortes de Cádiz”. Martínez Gallego, Francesc A. (2004): “Democracia y república en la España isabelina”, en Manuel Chust Calero, Federalismo y cuestión federal en España. Castellón: Universitat Jaume I, pp. 45-90. Peñas Ruiz, Ana (2011): “Entre literatura y pintura: poética pictórica del artículo de costumbres”, en Borja Rodríguez Gutiérrez y Raquel Gutiérrez Sebastián (eds.), Literatura ilustrada decimonónica: 57 perspectivas. Santander: Universidad de Cantabria, Instituto Cántabro de Estudios Literarios, pp. 625-638. — (2012): “Aproximación a la literatura panorámica española 1830-1850”, Interférences littéraires. Literaire interferenties, n.º 8, mayo 2012, pp. 77-108. Riego, Bernardo (2001): La construcción social de la realidad a través de la fotografía y el grabado informativo en la España del siglo XIX, Santander: Universidad de Cantabria.

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Romero Peña, Mercedes, El teatro de la Guerra de la Independencia, FUE, 2007. Thion-Soriano Mollá, Dolores (2012): El costumbrismo, nuevas luces, Pau: Presses de l’Université de Pau et des Paus de l’Adour. Varey, John (1972): Los títeres y otras diversiones populares de Madrid, 17581840: estudio y documentos, London: Tamesis Books Limited. Vega, Jesusa (2010): Ciencia, Arte e Ilustración en la España Ilustrada, Madrid: CSIC.

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Los poetas hispanos en las dos orillas del Atlántico Leonardo Romero Tobar Universidad de Zaragoza

Los márgenes espaciales del desarrollo de la literatura escrita en español en ningún caso pueden identificarse con las fronteras del Estado peninsular ni con una secuencia cronológica determinada, aunque aquí vamos a situarnos en los años del Romanticismo. La potencia transmigratoria de todo texto literario, la difusión de la lengua española y las peculiaridades creativas de los escritores convierten el continente literario que se acota en los márgenes espaciales y temporales en una realidad extra-territorial cuya naturaleza es preciso atender con sumo cuidado. No parece que lo fuera tan necesario en el siglo xix, cuando más allá de la retórica nacionalista, la actividad editorial en los territorios del Estado español era llamativamente políglota (tal como muestra el repertorio de textos impresos descrito en el lamentablemente no continuado Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español. XIX), y, además los autores bilingües no eran casos anómalos, sino todo lo contrario, en los territorios peninsulares y en las antiguas colonias en las que se hablaban otras lenguas. Situación diferente planteaban los escritores españoles que escribían en lenguas ajenas a las propias de la comunidad hispánica, una tradición políglota que remonta a la Antigüedad clásica y que, en la primera mitad del xix, ofrece las páginas francesas de Badía Leblich (“Alí Bey”) o Juan María Maury y las muchas en inglés de Antonio Alcalá Galiano y otros exiliados, entre los que descuella José María Blanco Blanco White1.

1. He sintetizado los problemas que plantea el multilingüísmo de la Literatura española en trabajo publicado en 2005 y recogido en mi libro de 2006.

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La literatura española del xix no sólo fue literatura escrita en España o en castellano; el espacio común en que se constituyen todas las obras de arte verbal proyectó su sombra sobre los autores y las muy diversas instituciones literarias que dieron coherencia a la escritura producida a lo largo del siglo. La transmigración internacional de acuñaciones léxicas, de imágenes poéticas, de topoi, de personajes, de motivos o de temas literarios tuvo para las literaturas nacionales del xix una intensidad de acción uniformemente acelerada, de modo que los estímulos creadores que llegaban de las lecturas de otras tradiciones literarias, las inexcusables rememoraciones intertextuales o el diálogo literario entre escritores de lenguas distintas fueron notas dominantes en el Romanticismo y en todas sus derivaciones posteriores. La rapidez de la comunicación material, por su parte, hizo accesibles textos lejanos o poco conocidos de una forma hasta entonces insospechada; la multiplicación de las publicaciones —es preciso insistir una vez más en el papel representado por la prensa periódica— y el notable incremento de las prácticas viajeras fueron circunstancias externas que contribuyeron decisivamente a la actualización simultánea de discursos literarios diversos. El fenómeno que el comparatismo tradicional ha considerado bajo la denominación de relaciones literarias tiene en la España del xix una dimensión muy destacada en la relación con la América hispana y con las lenguas cercanas del ámbito románico (catalán y gallego). Respecto a las relaciones entre América y España, como es sabido y suele repetirse las repúblicas recién emancipadas vivieron una singular tensión con la antigua metrópoli, tensión que se manifestó en todos los aspectos de las relaciones culturales; los desencuentros y encuentros suscitados por estas emociones conformaron episodios en las biografías de muchos escritores americanos y españoles y, por supuesto, generaron un aleccionador capítulo de la historia cultural de los hispanos de ambas riberas del Atlántico. Refiriéndonos exclusivamente a los románticos, tenemos que americanos que desarrollan una parte de su vida profesional en España —Antonio Ros de Olano, Heriberto García de Quevedo, Rafael María Baralt, Rafael María de Labra...— y españoles que pasan a su vez una larga temporada de creación literaria en los nuevos países —Martínez Villergas, García Gutiérrez, Zorrilla...— son dos caras de la comunicación literaria entre las dos orillas del Atlántico que hasta el presente han permanecido bastante

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desatendidas por los estudiosos. La atracción que sobre los intelectuales de la joven América ejercía el viejo continente invitaba a fijar una etapa del viaje europeo en la antigua metrópoli, donde podía establecerse una base de actividad literaria gracias a la representación diplomática (Guillermo Blest Gana, Juan Zorrilla San Martín, Francisco de Asís Icaza...) o a las crónicas periodísticas que se redactaban en España: resonantes estancias en Madrid de Luis Bonafoux, Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío; para los escritores del “modernismo” David Fogelquist (1967) trazó un panorama de gran utilidad. Y, por supuesto, la estancia en España entraba dentro de la más completa normalidad si los viajeros eran oriundos de las últimas colonias ultramarinas (recuérdense al cubano José del Perojo, empresario de revistas culturales, al deportado José Martí asistiendo a la Universidad de Zaragoza, o al José Rizal, universitario madrileño). El desplazamiento físico o la búsqueda de otros horizontes culturales acortó distancias y agilizó la capacidad perceptiva de los viajeros y de sus lectores. La importancia del relato de viajes, en una época de expansión de los textos impresos y de divulgación del grabado y la fotografía, es destacable tanto por el número de los escritos que recogen las impresiones viajeras como por la pluralidad de los intereses que mueven a los viajeros. Y la voluntad de comunicación entre los que cultivaban la misma lengua se hizo patente en publicaciones periódicas como —sólo cito revistas de mediados del xix— Revista Española de Ambos Mundos (París,1853-4), Crónica de Ambos Mundos (18601864), La América (1857-1870). L a v i s i ó n b i front e e n l o s p ri m e ro s ro mán t i co s Ahora bien, nuestro encuentro nos sitúa en el ámbito del Romanticismo y, con una interpretación muy amplia de su diacronía, consideraré a continuación el modo en el que escritores y, sobre todo, los poetas desplegaron su actividad literaria en ambas riberas del Atlántico, aunque sólo fuera en breves etapas breves de su vida. Y comenzaré con los americanos que vivieron el prestigio artístico del Neoclasicismo y el proceso histórico de la emancipación. Andrés Bello, el más sólido teórico de la emancipación americana, en su condición de empleado de la Capitanía General de Venezuela, había escrito poemas gratulatorios a Carlos IV, el drama en

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verso Venezuela consolada (1804) y un soneto dedicado a la victoria de Bailén, además de ser el autor de una pieza teatral sobre el mismo asunto que se representó en el Teatro Público de Caracas en enero de 1809. Manifestaciones de patriotismo antifrancés que irá encauzando hacia el criollismo autonomista, en una dirección que lo sitúa camino de Londres (1810) como comisionado de la Junta de Caracas, ciudad esta última en la que permanecería en actividad infatigable hasta 1829 manteniendo relaciones muy próximas con emigrados liberales españoles. Lucena Giraldo (2013, 221) ha recordado recientemente que hubo americanos en el bando “patriótico” (el mulato José Prudencio Padilla en Trafalgar, José de San Martín destacado oficial en Bailén, el chileno José Miguel Carrera también combatiente en la Península) y en el bando “afrancesado” (los neogranadinos Francisco Antonio Zea y Pedro Antonio Valencia, el mejicano José María de Lanz), personajes todos ellos que participaron con los peninsulares en episodios de la Guerra de Independencia española antes de comprometerse en su propia causa independentista. Desde el punto de la construcción ideológico-política, recuérdese la participación en las Cortes gaditanas de figuras tan eminentes como José Mexía Lequerica o José Joaquín de Olmedo (firmantes el 18 de marzo de 1812 del texto constitucional con todos los representantes de América) y que el artículo primero del venerable texto decía así: “La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Con todo, y sin entrar en este debate, “resulta lógico —como ha escrito Lucena Giraldo (2013, 221)— que los nacionalismos historiográficos posteriores a la ruptura imperial sellada en Ayacucho en 1825 carecieran de interés en resaltar la participación americana en la guerra desatada en la Península desde 1808”. Discuten los historiadores sobre las complejas corrientes que cruzan las biografías individuales y las causas profundas que desplazan lo que había comenzado como un movimiento colectivo dirigido contra la Francia invasora para concluir construyendo la constitución de los nuevos Estados hispanoamericanos sin haberse producido la integración nacional, ni en el sentido político ni en el social (HansJoachim König, en VV. AA., 2013, 30). Este proceso se vivió en una prolongada diacronía —desde 1808 hasta el final de la tercera década del siglo xix— superponiendo ideas y acontecimientos políticos,

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violencia bélica y énfasis culturales en los que la producción literaria proporcionaba tejido estimulante en favor de otros fenómenos. He recordado en otro lugar (Romero, 2012) cómo se aclimató en España la germinal idea romántica del “volksgeist” en los términos en que los vetero-románticos alemanes explicaban la naturaleza de la colectividad de individuos agrupados en una nación y cuyo “espíritu nacional” arraigaba en aquellas literaturas —escribía Herder— que habían formado “su propio suelo con productos castizos, de los gustos y creencias del pueblo, de los restos del pasado, y de ese modo su lengua y su literatura se han hecho nacionales, la voz del pueblo ha alcanzado uso y amor”. Un programa de trabajo que, para los españoles, se cifraba en el Romancero, el honor aureosecular y su teatro, la civilización cristiana y una caballerosidad tocada de orientalismo. Estos rasgos adjudicados al “volksgeist” español en parte podrían convenir a los emancipadores americanos, aunque ellos en su proyecto de perfilar una identidad más particularizada los cifraban en la existencia de una población autóctona —aunque los indios tuvieran un papel reducido en esta etapa inicial—, en el fecundo paisaje natural y en las viejas instituciones con su repertorio de personajes entre la Historia y la Mitología. De estas circunstancias y componentes proceden los empeños de las minorías ilustradas americanas para dotar a su Literatura de una eficaz red de comunicación social —creación de Academias, Centros culturales y publicaciones periódicas— en la que encontrara arraigo la nueva perspectiva romántica que identificaba “pueblos” y “naciones”. Los textos políticos producidos desde la Emancipación no hacen sino recoger la visión del mundo construidas en los textos literarios —la poesía por modo eminente— y los medios culturales de difusión que acabo de recordar. Karl Hölz (VV. AA., 1998, 40-42), apoyado en abundante información para este último aspecto, se ha referido a la coincidencia que se dio entre la renovación nacional y la inspiración romántico-liberal y obsérvese que la palabra-clave “emancipación” —Antonio Ribot tituló su manifiesto romántico La emancipación literaria (1837)— encuentra un paralelo lingüístico en el sintagma “regeneración literaria” empleado el año 1842 en la “Sociedad Literaria” de Chile.

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Textos suscitados por las batallas de Junín y Ayacucho sirven el corpus textual que asienta la función de la Literatura en la constitución y arraigo de los nuevos Estados hispanoamericanos. La “Alocución a la Poesía (fragmento de un poema titulado América)” de Bello (1823) sintetiza la exaltación de los paisajes y lugares junto a los héroes autóctonos que ofrecían las bases geográfica e histórica para construir este “espíritu nacional”. Y en las “Silvas” que siguieron a la “Alocución”, Bello intensifica este discurso en el que la declamación antiespañola es reducida y, en mi lectura, se limita al apóstrofe conclusivo de la Silva “La agricultura de la zona tórrida”, cuando el poeta se dirige a las “Jóvenes naciones” para decirles que él pregonará la fama de los que en Boyacá, los que en la arena de Maipú y en Junín, y en la campaña gloriosa de Apurima, postrar supieron al león español.

El texto poético más representativo del cruce artístico entre Neoclasicismo —por el estilo y los modelos literarios tenidos en cuenta—y Romanticismo —por el tono exaltado y el nacionalismo combativo contra los “otros” (los españoles)— fue el poema de José Joaquín de Olmedo La Victoria de Junín. Canto a Bolívar, escrito y publicado entre 1824 y 1826. El canto de las victorias de Bolívar en Junín y de Sucre en Ayacucho divide el poema en dos partes engarzadas por la visión del caudillo inca Huanca Cápac cuya aparición evoca la de otros personajes del trasmundo que habían introducido Martínez de la Rosa o Manuel Quintana en sus poemas Zaragoza y El Panteón del Escorial: Cuando improviso venerable sombra en faz serena y ademán augusto entre cándidas nubes se levanta. Del hombro izquierdo nebuloso manto pende, y su diestra aéreo cetro rige. Su mirar noble, pero no sañudo. Y nieblas figuraban a su planta, penacho, arco, carcaj, flechas y escudo. Una zona de estrella glorificaba en derredor su frente y la borla imperial de ella pendiente.

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Precisamente el canto profético del personaje tan rutilantemente aparecido es el momento en el que se profieren los denuestos más insultantes a los conquistadores españoles: ¡Guerra al usurpador! ¿Qué le debemos? ¿Luces, costumbres, religión o leyes?... ¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos, feroces, y, por fin, supersticiosos! ¿Qué religión? ¿La de Jesús?...¡Blasfemos! Sangre, plomo veloz, cadenas fueron Los sacramentos santos que trajeron. ¡Oh religión! ¡oh fuente pura y santa de amor y de consuelo para el hombre! ¡cuántos males se hicieron en tu nombre (...)!

Este Canto, valorado agudamente en sus defectos y en sus aciertos —los modelos pindárico y neoclásicos— por Caro, Cañete y Menéndez Pelayo es el texto que mejor representa el perfil de la buscada “literatura nacional” de los nuevos Estados recién emancipados. Andrés Bello le dedicó una reseña muy calurosa en el londinense Repertorio Americano (1826) si bien al Libertador Bolívar no le parecían tan convenientes las hiperbólicas alabanzas que le tributaba Olmedo: “Usted, pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado en el abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes”. Para críticos recientes este poema “pretende fortalecer la legitimación política de Bolívar y contribuir, al igual que la referencia repetida a la belleza natural del paisaje, a la constitución de una identidad propia, genuinamente americana frente a la cultura europea” (I. Gunia y K. Meyer-Minnemann, VV. AA., 1998, 224). Actividad literaria y comunicación entre continentes Una vez estabilizadas las nuevas repúblicas y concluido el periodo de exilio de los liberales españoles a la muerte de Fernando VII concluye también la colaboración mutua que americanos y españoles habían mantenido en Londres, especialmente y que, en varios de sus aspectos más relevantes han estudiado Vicente Llorens y García Castañeda. Para la difusión del Romanticismo, tal como se comenzaba a

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manifestar en la Península, y su reflejo americano los testimonios más elocuentes nos los siguen proporcionando las publicaciones periódicas y los escritores que en ellas velaban sus armas. La figura de Larra impresionó a sus coetáneos por la fuerza radical de su prosa periodística y por el final trágico de su vida; José Jacinto Milanés incluía una elegía “A Larra” en sus Obras de 1846. Los ecos de sus artículos de costumbres o de crítica llegaron con celeridad a América, y especialmente al Río de La Plata. Juan Bautista Alberdi recordaba en 1837 que él firmaba “Figarillo” porque “soy hijo de Fígaro, es decir, soy un resultado suyo (Valero Juan, 2011, 351) y Domingo Faustino Sarmiento no se paraba en barras a la hora de reconocer la influencia del madrileño en su reseña de 1841 a la Colección de artículos... (1835-1837): La colección de los artículos de Larra que bajo el seudónimo de “Fígaro”, aparecieron en el Pobrecito Hablador, la Revista Española, el Observador, el Mensajero y el Español, forma hoy día el libro más popular que pueda ofrecerse a los lectores que hablan la lengua castellana, y aun para los extranjeros no carece de interés, si no como un modelo de idioma, como la crítica más picante y más característica de la época y las costumbres españolas.

Una proyección análoga debían de disfrutar los artículos de Mesonero Romanos puesto que su “El Romanticismo y los románticos”, leído originalmente en una sesión del Liceo de Madrid suscitó una polvareda de reacciones encontradas que también alcanzaron a Montevideo, donde, como ha mostrado Luis Marcelo Martino (2012), tras su reproducción en El Correo, otros dos periódicos de 1840 —El Corsario (dirigido por Alberdi) y El Nacional— discutieron con los redactores del primero sobre la función que podía representar la nueva moda social y el movimiento literario del que se ponderaban su popularidad y su carácter innovador , es decir, de “emancipación literaria” respecto de la Poética tradicional. Pero la forma más elocuente de la comunicación literaria entre los hispanos la proporciona la presencia de los americanos en España y de los españoles en América. Esbozaré muy sintéticamente las motivaciones y la proyección social que tuvieron unos y otros en sus viajes y permanencias respectivas en la ribera del océano que no era su lugar

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de nacimiento. Un catálogo de los muchos escritores que, desde los años treinta hasta mediados del siglo —pongamos 1854 como fecha convencional— sería una contribución muy valiosa para la estimación del modo en que unos y otros vivieron y escribieron sus emociones nacionales, pero por mor de brevedad me limitaré a señalar algunas de las circunstancias biográficas que enmarcan estos desplazamientos, más allá de la mera curiosidad del viajero que, como Sarmiento, visitaba el Viejo Continente recalando en España. Si las figuras de Bello y Olmedo corresponden a la etapa de transición desde los virreinatos hasta la independencia, una situación similar vivieron autores americanos instalados en Madrid y regresados posteriormente a su país de origen, como es el caso de Manuel de Gorostiza, regresado en 1824 a Méjico para desempeñar allí empleos diplomáticos y actividades políticas que le distrajeron del cultivo de la escena en el que había cosechado sus éxitos madrileños, mientras que el gaditano José Joaquín de Mora cambiaría su exilio inglés por sus estancias en Buenos Aires de 1824-1828 (invitado por Rivadavia), en Chile desde 1828 a 1831 y en Perú y Bolivia desde 1831 (Monguió, 1967) para regresar a España e ingresar en la Academia Española; las fluctuaciones de su criterio estético y la elaboración de uno de sus libros poéticos nos son bien conocidas gracias a Salvador García Castañeda (1995). Políticas, precisamente, son las causas de viajes e instalaciones de unos y otros, en Inglaterra en una primera fase y en diversos lugares más tarde, circunstancias en las que es de rigor subrayar los traslados punitivos a la metrópoli de independentistas como fue el caso del humanista y cosmopolita Francisco de Miranda, fallecido en la prisión de La Carraca de San Fernando (1816)2. Las incidencias profesionales de funcionarios peninsulares que regresaron con su familia a España, antes o durante la emancipación, explican el nacimiento americano de escritores que desarrollarían su carrera en la Península. El caraqueño Antonio Ros de Olano (18011887) que se instaló en España a los once años y aquí desenvolvió su 2. La rica personalidad de este caudillo caraqueño y la intriga que genera su prisión han estimulado la escritura de teatro, novela y poesía. Sólo para la producción de escritores de Venezuela véase Lancelot Cowie “Imagen de Francisco de Miranda en la narrativa venezolana contemporánea” . Relatos recientes sobre el mismo tema han publicado Antonio Egea (1987), Fermín Goñi (2009), Manuel Lucena (2011) , J. Armas Marcelo (2012).

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vida profesional y literaria como escritor y poeta de extravagancias románticas, o el venezolano Heriberto García de Quevedo (1819-1871), enfrentado en un lance célebre con Pedro Antonio de Alarcón y desde el punto de vista literario muy próximo a José Zorrilla. Otras causas familiares dan razón de la venida a España de Gertrudis Gómez de Avellaneda o de los viajes por América de algunas escritoras reseñadas por Carmen Simón en su página web de Bibliografía de la Literatura Española. El citado José Zorrilla depara una tercera motivación para los traslados de uno a otro Continente. Los intereses profesionales o la estricta voluntad de encontrar un nuevo escenario explicarían las estancias de Rafael María Baralt en Madrid y de Juan Martínez Villergas, Fernando Velarde y, por supuesto, José Zorrilla en América (Menéndez Pelayo, II, 183-4). La actividad profesional del lingüista Baralt (ingresado en la Real Academia el año 1843) y la del activo periodista y editor Martínez Villergas en Cuba son suficientemente trasparentes. En el caso de los poetas Velarde y Zorrilla tendríamos que hilar más fino. Este último, después del cambio del ambiente teatral madrileño y también por motivos matrimoniales abandonó la Corte en 1850 para no volver hasta 1866. Su larga estancia mejicana lo vinculó con la sociedad literaria de la capital y con la corte de Maximiliano, en la que prestó diversos servicios. No es para dejar en olvido la percepción del bello e inmenso paisaje de la nueva tierra que, para el vallisoletano, suponía un agudo contraste con las áridas estepas de la tierra castellana. Recordemos una octava evocadora de El Drama del alma (1867), poema que recoge su dolorida reacción ante el trágico final de la monarquía mejicana: Méjico tiene un cielo que le cubre como un fanal azul y trasparente; tibio, aromado, diáfano y salubre, templa el pulmón y el corazón su ambiente. Tan sereno en abril como en octubre brilla, jamás glacial, jamás ardiente; una sola estación bajo él impera: una suave y perenne primavera.

En los años finales del xix las relaciones literarias y los movimientos de españoles y americanos fueron mucho más intensos, hasta el

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punto que se ha construido el concepto histórico-literario de “Modernismo” como modelo explicativo de las literaturas cultivadas en ambas riberas del Atlántico. Para concluir, sólo recordaré que eruditos consumados como el P. Blanco García y Marcelino Menéndez Pelayo dedicaron parte de sus intereses de lectores a exponer lo que estaba siendo la creación literaria americana. Blanco García en el volumen III de su Historia de la Literatura (1894) y Menéndez Pelayo en la imprescindible Antología de Poetas Hispanoamericanos (R. A. E., 18931895). B i b l i ogr a fí a Fogelquist, Donald F. (1967): Españoles de América y americanos de España, Madrid: Gredos. García Castañeda, Salvador (1995): “José Joaquín de Mora y la sátira política en las Leyendas Españolas (1840)”, Romanticismo 5, Roma: Bulzoni, pp. 117-123. Lucena Giraldo, Manuel (2013): “La nación imperial española y las revoluciones americanas de 1810”, VV. AA., Historia de la nación española y del nacionalismo español, A. Morales, J. P. Fusi, A. de Blas (eds.), Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 217-243. Llorens, Vicente (1968): Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Madrid: Castalia. Martino, Luis Marcelo (2012): ¿“Guerra de diarios” o “rencillas de escuela”? Crónica de una polémica en la prensa uruguaya de 1840”, La Laguna, Universidad de la Laguna. Menéndez Pelayo, Marcelino (1893-1895): Antología de Poetas Hispanoamericanos, 4 vols. Cito por Historia de la poesía hispanoamericana, Santander: CSIC, 1948, 2 vols. Monguió, Luis (1967): Don José Joaquín de Mora y el Perú del ochocientos, Berkeley/Los Angeles: University of California Press. Romero Tobar, Leonardo (2006): “Extraterritorialidad y multilingüismo en la historiografía literaria española”, en La Literatura en su Historia, Madrid: Arco Libros, pp. 37-51. — (2012): “La visión del Volksgeist en la crítica de los románticos españoles”, VV. AA., Individuo y sociedad en la Literatura del siglo XIX, R. Gutiérrez Sebastián y B. Podríguez (eds.), Santander: Tremontorio, pp. 11-20.

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Valero Juan, Eva María (2011): “La impronta de Larra en Hispanoamérica en el bicentenario de la Independencia”, VV. AA., Larra en el mundo. La misión de un escritor moderno, J. Álvarez Barrientos, J. M. Ferri Coll, E. Rubio Cremades (eds.), Alicante: Universidad de Alicante, pp. 345-359. VV. AA. (1998): La literatura en la formación de los Estados americanos (1800-1860), Dieter Janik (ed.), Frankfurt: Vervuert.

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Melancólicos y solitarios: la voz de la tristeza en el Romanticismo Borja Rodríguez Gutiérrez Universidad de Cantabria

Venid todos los que el ceño airado del destino mirasteis en la cuna; los que sentís el corazón llagado y no esperáis consolación alguna. ¡Venid también, espíritus ardientes, que en ese mundo os agitáis sin tino, y cuya inmensa sed sus turbias fuentes calmar no pueden con raudal mezquino! Los que el cansancio conocisteis, antes que paz os diesen y quietud los años.... ¡Venid con vuestros sueños devorantes! ¡Venid con vuestros tristes desengaños! (Gómez de Avellaneda: 2003, 115).

En estos “Cuartetos escritos en un cementerio” Gertrudis Gómez de Avellaneda convoca a los suyos, a sus iguales, a los aquejados de la enfermedad romántica, de la tristeza, de la desilusión vital, del desánimo de la existencia, de la negra melancolía. Melancolía que a la poetisa cubana le había llegado a través del Atlántico y a lo largo de los años: desde la frontera del xix, desde Alemania Yo, solitario, estaba de pie en la árida colina que encerraba la forma de mi vida en un espacio estrecho y oscuro, solitario como no estuvo nunca un solitario, movido de un tremendo miedo, sin fuerza, reducido al sólo pensamiento de la miseria (Braun y Seijo 1993: 253).

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Es un fragmento de uno de los Himnos a la Noche de Friedrich Leopold von Hardenberg, más conocido como Novalis. Escritos entre 1799 y 1800 tras la muerte de su amada, Sophie von Kühn, en 1797, tuvieron una extraordinaria influencia en el desarrollo del sentimiento romántico de tristeza profunda. La árida colina en la que Novalis se encontraba solo frente al mundo, no estaba, en el espíritu, muy lejos del punto en que, unos años, después, en 1824, José María de Heredia contemplaba la noche en un momento de aguda misantropía: ¡Qué triste noche!... Las lejanas cumbres acumulan mil nubes pavorosas, y el lívido relámpago ilumina su densa confusión. Calma de fuego me abruma en derredor, y un eco sordo, siniestro, vaga en el opaco bosque. Oigo el trueno distante... En un momento la horrenda tempestad va a despeñarse. La presagia la tierra en su tristeza. Tan fiera confusión en armonía siento con mi alma desolada... ¿El mundo padece como yo? (Heredia 2004: 97-98).

La soledad y la tristeza que son características del ser romántico como sesenta años más tarde Augusto Ferrán, con el genio sintético que es tan característico del Romanticismo español, plasmó en unos pocos versos: Pasé por un bosque y dije: “aquí está la soledad...” y el eco me respondió con voz muy ronca: “aquí está.” Y me respondió “aquí está” y sentí como un temblor, al ver que la voz salía de mi propio corazón (Ferrán 1969: 42).

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El dolor de la soledad que Bécquer (2004, 74), siempre imprescindible, condensó en los dos últimos versos de la rima LII: “¡Por piedad! tengo miedo de quedarme / con mi dolor a solas”. Este dolor que aterra a Bécquer, ese dolor solitario, es la pasión melancólica de la que está aquejada gran parte de la literatura romántica. Desde la antigüedad se ha contemplado como una de las características del ser humano la tristeza profunda que llena toda la vida y personalidad de un individuo, haciéndole incapaz de apreciar los diferentes goces vitales. Esa es la pasión melancólica. Melancolía es un nombre que proviene de la edad media, pues es como se designa al estado de predominio de la bilis negra, la melanos kolés, uno de los cuatro humores del cuerpo. La bilis negra, pesada, húmeda y fría, era la encarnación de la tristeza. La aparición de la psiquiatría y el estudio de las enfermedades de la personalidad humana, a principios del siglo xix, en paralelo con la literatura romántica, puso sobre la mesa, entre otras muchas cosas, la naturaleza de la melancolía: enfermedad o estado de ánimo, alteración enfermiza de la personalidad o característica de una personalidad individual. En un artículo publicado en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría en 2007, La melancolía, una pasión inútil, Francisco Ferrández reflexiona sobre estas dos posibilidades. Debemos al padre del psicoanálisis la posibilidad de explicar las psiconeurosis funcionales como efectos de una lucha interior. El conflicto, que es la madre de toda la psicopatología analítica, involucra al sujeto [...] tanto en su producción como en las maniobras dedicadas a resolverlo (Ferrández 2007: 174).

El conflicto básico que causa la melancolía es, según Sigmund Freud, la pérdida. A ello dedicó un estudio en 1915: Duelo y melancolía. Ante la pérdida de algo querido, de uno de los elementos básicos de nuestra existencia, de un ser amado, de algo fundamental, la forma de resolver ese conflicto interior es pasar un período de duelo, aceptar, con mayor o menor facilidad, esa pérdida, asimilar la ausencia. Transcurrido el duelo, el sujeto vuelve a la vida normal, diaria, con cicatrices, aún con dolor, pero con capacidad de integrarse en el discurrir normal de la vida, de sus penas y sus alegrías. Pero si el duelo no se supera con éxito, si esa pérdida de algo querido y deseado se convierte

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en un herida imposible de curar, si toda la energía del sujeto se dedica a la contemplación morbosa de su propio y doloroso estado, si no se encuentra capacidad para disfrutar de ninguna alegría, si cualquier pena parece menos penosa que la propia, entonces sobreviene la melancolía, esa tristeza inscrita en el más profundo interior de la persona y que no abandona nunca a su huésped ni jamás le permite un momento de descanso ni de consuelo, y que en su fase última y extrema conduce a la depresión y al suicidio. Psicólogos y psiquiatras posteriores a Freud apuntaron otras salidas a este conflicto interior de la incapacidad de asumir una pérdida, salidas que también están presentes en la literatura romántica: el delirio y la alucinación, la perversión, la ira. ¿Cuál es esa pérdida de la que no consiguen escapar los románticos? Evidentemente hay circunstancias personales en muchos de ellos. En los Himnos a la Noche de Novalis, está, como hemos visto, el recuerdo de su amada Sophie, muerta con apenas quince años. José Cadalso (el primer romántico europeo, según Russell P. Sebold —1974—) se lamenta, en 1771, en las Noches lúgubres, de la muerte de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, que murió, apenas cinco meses después de conocer al autor de las Cartas Marruecas y según nos dice el mismo Cadalso en su Autobiografía, murió “pronunciando mi nombre”. Enrique Gil y Carrasco, poco tiempo después de cumplir los veintidós años, ve morir entre septiembre de 1837 y noviembre del mismo año a su padre, su más íntimo amigo y a su novia (Picoche 1978: 1355) y experimenta, como un mazazo, esa sensación de abrumadora soledad que tanto tiene que ver con la melancolía romántica. Testimonio de ese dolor y de la melancolía subsiguiente es la novela El señor de Bembibre, cuyo discurso narrativo se quiebra y rompe para que la desdichada protagonista, Beatriz Osorio, muera por los daños que la tristeza arrolladora ha causado en su corazón. La trama de esta novela irregular, fracasada como proyecto narrativo y excelsa como testimonio lírico, es poco novedosa y los conflictos se solucionan como era de prever, dejando a la pareja protagonista en disposición de unirse en matrimonio al final de la novela y conseguir la anhelada felicidad. Pero el melancólico Gil y Carrasco sabe que la tristeza que entra en el corazón ahí se queda y que hiere de muerte sin remedio. Por eso los últimos capítulos de la novela son una lenta y morbosa descripción de la agonía de Beatriz, cuyo cuerpo, herido mortalmente

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por la melancolía, va apagándose cuando todo a su alrededor le insta a que viva. Pero la tristeza, la melancolía, es más fuerte. Final autobiográfico y al mismo tiempo profético: “Gil y Carrasco, herido por la muerte de sus más íntimos, llevando siempre para sí el recuerdo de su amada muerta, a quien tantas veces quiso resucitar en su obra, solitario, enfermo, decepcionado, tal vez, de la literatura, abandonando la poesía casi cinco años antes de su muerte, muerto en soledad y olvidado su cadáver en tierra extraña, es testimonio vivo y real de la desgracia de un destino aciago y no es de extrañar que esas vivencias afloren, con desesperación y amargura en su obra” (Rodríguez Gutiérrez 2004: 340). Si Gil y Carrasco vuelca su melancolía en el personaje de Beatriz, Cadalso se convierte en Tediato, el protagonista de las Noches lúgubres, que acude al cementerio para desenterrar el cuerpo de su amada, incapaz de aceptar la muerte y la pérdida, ensimismado en su delirio melancólico, delirio que le emparenta con Egaeus, el enloquecido narrador de Berenice, de Edgar Allan Poe, descendiente de “una raza de visionarios” (Poe 1975: 290), que una noche, en pleno delirio, ultraja la tumba de Berenice, para recuperar los treinta y dos dientes que formaban la sonrisa que le obsesiona. Sabemos también del estado melancólico de Novalis tras la muerte de Sofía y su delectación morbosa en el recuerdo de esta. Una amiga de ambos, Caroline von Kühn recuerda el siguiente episodio: Había extendido en la cama el largo vestido azul que llevaba cuando murió. Puso encima su toca y dejó allí abierto un libro de bolsillo que había leído últimamente, a fin de evocar y retener el aspecto de su figura en el acto de leer (Safranski 2009: 109).

En esta imagen de Novalis contemplando ese recuerdo de su amada en trance de lectura, esa imagen de la mujer leyendo que era la suma de un recuerdo amoroso, hay toda una representación plástica de la unión deseada por los románticos: alma y cuerpo, razón y pasión, forman la unión de los amantes: Isabel no le amaba, ni su alma se hallaba dotada del temple necesario para poder amar; (claro es que no usamos esta palabra en la acepción en que por un abuso suele tomarse, sino con toda la energía que se encierra en

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su sentido exacto.) Buena por naturaleza y por el ejemplo de su madre, Isabel no pasaba de una mujer vulgar, en cuanto a sentimientos: incapaz de concebir un crimen, como de comprender un rasgo heroico o una pasión profunda. Eduardo necesitaba un alma de fuego para unirse y simpatizar con la suya; y en donde creyó encontrarla solo halló un alma vulgar, solo hielo. (Rodríguez Gutiérrez 2008: 234-235).

Son palabras de José Negrete, conde de Campo Alange. Negrete, como Cadalso, como Gil y Carrasco, como Novalis, murió en plena juventud, pero antes de morir pudo dejarnos una preciosa narración, Pamplona y Elizondo, en la que se desarrolla la melancólica decepción y muerte de Eduardo, un militar cristino, enfrentado a la imposibilidad de encontrar esa alma de fuego que aliviara la angustia de su interior. Novalis, más afortunado que Eduardo, encontró en Sophia esa mujer capaz de compartir sus pasiones, pero su ventura no llegó a los dos años. Su pérdida dejó en él una huella que no llegó nunca a cicatrizar. Siguió su vida, sus estudios, sus escritos, pero no volvió a sentir jamás la misma sensación de vida. Como dijo con brutal franqueza en una carta a Friedrich Schlegel “parece que me espera una vida interesante, sin embargo, sinceramente, preferiría estar muerto” (Safranski 2009: 109). Pero más allá de todas estas circunstancias concretas estos autores y otros muchos comparten el intenso sentimiento de pérdida y soledad que está en el epicentro del sentir romántico. La melancolía que aqueja al Romanticismo parte de un intenso sentimiento de haber llegado tarde a la fiesta de la vida. De nuevo Novalis, en su inacabada novela Enrique de Ofterdingen nos indica cuál es la sensación romántica de pérdida: Antiguamente toda la naturaleza debió de estar más llena de vida y de sentido que ahora [...] debió de haber poetas que con el extraño son de maravillosos instrumentos despertaban la secreta vida de los bosques y los espíritus que se escondían en las ramas de los árboles, hacían revivir las simientes y convertían regiones yermas y desérticas en frondosos jardines, domesticaban animales feroces y educaban hombres salvajes. [...] Y lo raro es que a pesar de que nos han quedado estas hermosas huellas que nos recuerdan la presencia en el mundo de aquellos hombres bienhechores, su arte o su delicada sensibilidad ante la naturaleza se han perdido (Martí 1979: 168).

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La unión del hombre con la naturaleza, la sensación exaltada de la perfección, la capacidad de creación, el embriagador sentimiento de la divinidad. Todo lo que desarrolla en sus largos discursos el Enrique de Ofterdingen de Novalis, lo quintaesenció en apenas dos versos, un poeta genial, de tan breve vida como el romántico alemán, como Gil y Carrasco, como Cadalso, como Negrete. Pues ese “extraño son de maravillosos instrumentos” del que nos habla Novalis, que es capaz de tantas maravillas, es, sin duda, el “himno gigante y extraño / que anuncia en la noche del alma una aurora”, de la primera rima de Bécquer. Conscientes de la existencia de ese himno, de ese estado original, primigenio, natural, de esa condición de divinidad en la que vivía el poeta, en la que ellos como poetas tenían derecho a vivir y les habían arrebatado, los románticos sienten que su estancia en la tierra es una suerte de burla cósmica, una burla, una suerte de falsa vida. En ese mismo año de 1799 en el que Novalis decía a su amigo Schlegel que preferiría estar muerto, Friedrich Hölderlin, en carta a Diótima, el nombre literario de su amante Susette Gunthard, habla de otra muerte: Cada día debo recordar la pérdida de la divinidad. Cuando sueño en los grandes hombres de las grandes épocas a cuyo alrededor se propagaba un fuego sagrado y transformaban todo lo que está muerto, el bosque y la paja del mundo, en lenguas de fuego, que los transportaban hasta el cielo; y a continuación pienso en mí que, como un tenue fulgor, yerro y mendigo una gota de aceite, con el fin de brillar todavía un instante en la noche, debes saber que un extraño escalofrío se apodera de mí y, en voz baja, me repito esta palabra estremecedora: ¡Muerte viviente! (Argullol 1982: 72)

Una vida falsa, una mentira, algo que no es vida y que es un castigo. Un débil fulgor, una gota de aceite que recuerda cuando era un fuego sagrado que podía transformar el mundo, convertirlo en lenguas de fuego. Un destierro permanente, constante, sin remedio, sin solución, sin consuelo. Un destino de desdicha: esa es la vida del hombre para el romántico. Un espíritu gemelo de Hölderlin y de Novalis, el italiano Giacomo Leopardi conoció, sin duda, este destino de desdicha. Afectado del raquitismo y de la enfermedad de Pott (tuberculosis ósea que afecta a la columna y provoca deformaciones, cansancio crónico, serias dificultades para caminar y frecuentes e intensos dolores), vivió gran parte de su vida aislado en su palacio familiar de Recanati, con la

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compañía de la biblioteca en que su padre, el conde Monaldo, había gastado gran parte de su fortuna. Especialmente para él, el recuerdo de haber sido ese fuego abrasador capaz de cualquier prodigio era especialmente doloroso. No es extraño que se dedique esta elegía “A sí mismo” que podemos leer en la bella traducción de Antonio Colinas: Ahora descansarás por siempre mi cansado corazón. Murió el postrer engaño que eterno yo creí. Murió. Bien siento en nosotros de los pasados engaños no sólo la esperanza, sino el deseo extinto. Reposa para siempre. Bastante has palpitado. No valen cosa alguna tus impulsos, ni es digna de suspiros la tierra. Amargura y hastío en la vida, no otra cosa; y fango es el mundo. Tranquilízate. Desespera por última vez. El hado a los humanos sólo les dio el morir. Despréciate ya a ti y a la naturaleza, y al indigno poder que, oculto, impera sobre el mal común, y la infinita vaciedad de todo (Leopardi 2006: 229).

Manifestación lírica de un pesimismo vital que ya llega al nihilismo. Todo en la vida es engaño, y cuando el último engaño es desvelado, el corazón cansado puede desesperarse por última vez, pues para siempre va a vivir en la desesperación, en la amargura, en el hastío, en el fango. Todo eso, y nada más, es la vida humana. Al final, Leopardi sólo en encuentra en sí mismo un sentimiento: el desprecio, desprecio hacia el mundo, hacia la naturaleza y hacia Dios, ese “poder indigno” que se oculta para ejercer su dominio sobre una existencia que el poeta define como “mal común”. Una invitación a asumir la tristeza profunda y total, la melancolía como el estado de ánimo de quien se ha dado cuenta de la verdadera naturaleza del mundo. Esta melancolía inacabable, esta tristeza infinita y sin consuelo, está presente en todos los románticos, mayores y menores. Salvador Bermúdez de Castro, en 1836, nos dejó unos versos hermanos de los de Leopardi que acabamos de ver:

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Sentir pasar una ilusión y otra hasta dejar el entusiasmo yerto, sin luz, sin esperanzas, sin un astro que dore el porvenir de los ensueños; desesperar del mundo, de los hombres, entregar la razón al desconsuelo: ¡eso es saber! (Bermúdez de Castro 1840: 88).

José Mármol, en 1841, contrapone los destinos de los hombres, unos felices e irreflexivos, otros, como él, conscientes, pensantes y tristes que: [...] si prueban, algún día, leve gota de ventura esa gota es profecía de torrentes de amargura (Sáenz 1976: 196).

La desesperación del mundo y de los hombres está presente en Mármol, Bermúdez de Castro y en Leopardi. Y eso es porque ambos han llegado al conocimiento, a la verdad del mundo, a la profunda tragedia de la existencia. Como afirma Rafael Argullol, en su magnífico ensayo, El héroe y el único: “La reflexión romántica es, por encima de todo, una concepción trágica del hombre y del mundo moderno” (Argullol 1982: 10). En la esencia misma de la tragedia está la ausencia de esperanza. Es un constituyente básico del sino trágico: todo lo que se pueda hacer, toda lo que se pueda intentar para llegar a la felicidad, es inútil. Ni el amor, ni el éxito, ni el poder, ni la literatura, ni la religión: nada nos va a dar una vida de felicidad. El destino nos aguarda seguro, no ya de que se va a cumplir la fatal sentencia, sino de que esta sentencia de desdicha existencial se está cumpliendo desde nuestro nacimiento. El romántico no encuentra consuelo ni siquiera en los recuerdos de la niñez, pues estos recuerdos no son de felicidad sino del primer conocimiento del dolor. Jean Paul Richter nos lo cuenta en un fragmento de provocador título, Desde lo alto del edificio del mundo, Cristo, muerto, proclama que Dios no existe: “La infancia y sus terrores, más aún que sus alegrías, vuelven a adquirir alas y luz en el sueño y vibran como luciérnagas en la pequeña noche del alma” (Martí 1979: 47). Esos terrores de la

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infancia que brillan como luciérnagas en la noche del alma recuerdan los “tenues fulgores” en los que Hölderlin representaba la vida de los poetas. Terrores de la infancia evoca también Leopardi, en sus recuerdos de niño enfermo, deforme, despreciado y triste. Lo mismo que Richter el recuerdo viene de una noche, o mejor de unas noches, unas noches de la infancia en que el sufrimiento del niño jorobado que era Leopardi se acentuaba. Era la noche del día de fiesta, la noche en que la alegría de los demás iba a herir la sensibilidad de ese niño irremediablemente solitario, deseoso de cariños que no llegarían y temeroso de burlas que descubría en cada mirada. Tan amenazante era la noche que anunciaba ese día como dolorosa era la noche que lo cerraba: En la infancia si esperaba un día de fiesta, o si ya había pasado, doliente me abrazaba velando a la almohada, y había en plena noche un canto que se oía, poco a poco, a lo lejos, morir en los senderos, y el corazón, como hoy, se estremecía (Leopardi 2006: 121).

El corazón del niño se estremecía, el corazón del adulto que recuerda la infancia del niño que fue se sigue estremeciendo igual. Las desdichas infantiles están vivas en el alma de quien las recuerda y esas desdichas niegan a los románticos el refugio de unos recuerdos felices en los que refugiar su pena. Pena que es la compañera del poeta, su escolta, la condición de su vida. Como nos dice en sus coplas Augusto Ferrán hacia 1860: En una noche de luna fuime a la orilla del río, llevando la negra pena que siempre llevo conmigo. La pena que iba conmigo tanto aumentó mi fatiga, que me paré a contemplar cómo las aguas corrían. Y en las aguas que corrían miré mi propio retrato, al resplandor de la luna,

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pasar tembloroso y pálido (Ferrán 1969: 61).

Pena de la que no hay consuelo. Ni en la naturaleza, como nos dice Eulogio Florentino Sanz en un poema sin fecha de la década de 1840: Ni las auras que cruzan ligeras me ofrecen frescura, ni aroma las flores, ni paz el retiro; Ni en mi oído el arroyo trenzado galano murmura, ni vuela entre amores mi débil suspiro. Campo alegre, lujoso y florido cual rica aldeana tu mano me agobia tu risa me hiere; Para el alma que yace entre penas no hay nubes de grana ni galas de novia ni sol que se muere (Bernaldo de Quirós 2006).

Ni tampoco hay consuelo en el amor o en la literatura como indica Ángel María Dacarrete en 1849: Muerto está el corazón: ¡ni aun el suspiro exhala del dolor! Mustio, cansado, enmudece el laúd, desesperado fastidio y soledad do quiera miro. No con sueños poéticos deliro; no suspira mi pecho enamorado, ¡quisiera descansar! sí, que abrumado me siento por el aire que respiro (Dacarrete 1906: 36).

La pena se va convirtiendo en un tributo del poeta, en una seña de identidad. Comienza a aparecer la perversa satisfacción del orgullo melancólico, de la conciencia de superioridad de quien está triste por

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razones tan elevadas que el grosero vulgo no las entiende, de la valoración de la tristeza como la parte más noble de la propia personalidad. Poeta, escritor, intelectual es aquel que está triste y melancólico. Esa tristeza profunda, ese sentimiento dolorido es el atributo de superioridad, la característica con la que los hombres excelsos se reconocen entre ellos y se conocen a sí mismos. Ya en el siglo xx, Azorín puso letra a esta superioridad moral de la tristeza, a esta aristocracia de quien posee y cuida la melancolía. En el relato Una ciudad y un balcón se expone cómo la melancolía supera el paso del tiempo, marcado en tres momentos históricos, en tres descripciones de una ciudad castellana y de los cambios que en ella producen los siglos. Al final de cada una de estas descripciones, el catalejo, con que el narrador va señalando los diferentes cambios se fija en un balcón sobre la plaza. En la primera descripción En el primer balcón de la izquierda se ve sentado en un sillón un hombre; su cara está pálida, exangüe y remata en una barbita afilada y gris. Los ojos de este caballero están velados por una profunda tristeza; el codo lo tiene el caballero puesto en el brazo del sillón y su cabeza descansa en la palma de la mano... (Azorín 1965: 59)

En la segunda En el primero de los balcones de la izquierda, en la casa que hay en la plaza, se divisa un hombre. Viste una casaca sencillamente bordada. Su cara es redonda y está afeitada pulcramente. El caballero se halla sentado en un sillón; tiene el codo puesto en uno de los brazos del asiento y su cabeza reposa en la palma de la mano. Los ojos del caballero están velados por una profunda, indefinible tristeza... (Ibid., 61-62)

En la tercera En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza, hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza empaña sus ojos...(Ibid., 64)

Y concluye Azorín con estas reveladoras palabras:

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¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir. (Ibid., 65)

El final del cuento refleja el verso de Garcilaso que Azorín pone como lema al principio del mismo: “No me podrán quitar el dolorido sentir”. Verso que Garcilaso pone en boca de Nemoroso, en la Égloga primera, cuando el desdichado pastor se está quejando por la muerte de su amada Elisa. Pero el “dolorido sentir” de Nemoroso tiene un hecho constituyente: la muerte de su amada. Es una melancolía proveniente de un hecho. Pero cuando Azorín escribe Una ciudad y un balcón, en 1912, ya ha pasado el Romanticismo y la melancolía se ha convertido en un estado del escritor, del intelectual, en un atributo de superioridad, de excepcionalidad, de aristocracia literaria, intelectual y social: no olvidemos que en las tres descripciones, el hombre de la ventana está descrito como un “caballero”. Nada hay, nada se cuenta que justifique la infinita tristeza que vela los ojos del caballero. Pero ese dolorido sentir, esa eternidad insondable del dolor en la que vive y piensa y contempla el mundo, le hace superior a cualquier progreso humano. El Romanticismo ha dejado su huella. Y es que, a falta de otro remedio, muchos románticos acaban considerando su melancolía como su seña de identidad, como el núcleo de su personalidad. De ahí a la perversión masoquista y a la monomanía depresiva sólo hay un paso. En John Keats encontramos por doquier esa complacencia en el dolor. Cuando sueña, en las tardes de verano, en remontarme quizás con la alada Poesía derramando a menudo una gozosa lágrima cuando hechice mis ojos con una pena armoniosa (Keats 1995, 43).

O cuando dice a Lord Byron ¡Sigue cantando, cisne moribundo, y contando el cuento encantador, el del dolor amable (Ibid., 29).

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Y, sobre todo, esta estampa en la que pinta todas las bellas cosas que nos trae un soleado día de otoño: Juguetean los párpados con el frescor que pasa, cual pétalos de rosa con las lluvias de estío. Nos rodean tranquilos pensamientos: las hojas que despuntan, el fruto que madura, el ocaso de otoño que sonríe a las quietas gavillas, Safo y su dulce rostro, la sonrisa de un niño, la arena en el reloj que pasa lentamente, un arroyo del bosque, la muerte de un Poeta (Ibid., 75).

Una muerte lenta suave, un deshacerse en la nada mezclado en la tranquilidad del universo: un hermoso fin para el melancólico gozosamente engolfado en su lastimosa y aristocrática condición. Un poeta solo tres años menor que Keats, Leopardi, en L’Infinito, se entrega igualmente a la delicia de la desaparición tranquila. Como en su compañero espiritual inglés es la tranquilidad de una naturaleza lo que provoca su deseo de ser uno con la naturaleza, de hundirse en ella y así dejar de ser: Siempre caro me fue este yermo cerro este seto, que priva a la mirada de tanto espacio del último horizonte. Mas, sentado y contemplando, interminables espacios más allá de aquéllos, y sobrehumanos silencios, y una quietud hondísima en mi mente imagino. Tanta, que casi el corazón se estremece. Y como oigo el viento susurrar en la espesura, voy comparando ese infinito silencio con esta voz. Y me acuerdo de lo eterno, y de las estaciones muertas, y de la presente y viva, y de su música. Así que, entre esta inmensidad, mi pensamiento anego, y naufragar me es dulce en este mar (Leopardi 2006: 177).

Leopardi y Keats sucumben a la atracción de la inmensidad, a la llamada de la naturaleza que parece reclamar su vida, ante la inefa-

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ble calma que les rodea, tan distinta de la agitación interior de ambos poetas. Esa calma que su dolorido sentir les hace percibir, esa calma a la que ellos solos en la inmensidad tranquila de la naturaleza, solos en comunión con lo inexplicable, solos, en diálogo de iguales, con la enormidad, pueden asomarse porque su dolorida y privilegiada condición se lo permite. Solo a quien se atreve a contemplar el abismo le seduce la atracción de ese abismo. Aunque ese abismo no es siempre tan tranquilo, claro está. Puede ser salvaje y desatado, puede ser oscuro y misterioso. Puede ser mortal, una puerta al fin, a la solución definitiva de los males de un alma torturada más allá de lo soportable. Todo estaba negro. No se distinguía nada. Oíase el ruido de la espuma, pero no se veía el río. Por instantes aparecía en aquella profunda vorágine una luz que serpenteaba vagamente. Es virtud que tiene el agua de coger la luz, no se sabe dónde, en medio de la noche más completa, y convertirla en culebra. La claridad no tardaba en disiparse, y todo volvía a quedar confuso y negro. La inmensidad parecía estar allí abierta. Debajo no era aquello agua, sino abismo. La muralla del muelle, recta, confusa, mezclada con el vapor y ocultándose en seguida, producía el efecto de una muralla del infinito. No se veía nada; pero se sentía la frialdad hostil del agua y el olor especial de las piedras mojadas. Subía del abismo un hálito salvaje (Hugo 2004: 735).

Contemplando esta muralla del infinito, ante el hálito salvaje del abismo está un personaje que ha intentado, en vano, huir de la melancolía. Ferrández, en el artículo de la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría al que antes he aludido apunta una de las posibles salidas de esta afección, una solución patológica, pero funcional, en una “suerte de normalidad de peculiares características, que incluyen cierta rigidez y gusto por la norma” y añade que esos individuos rígidos se entregan “al cumplimiento de la ley, divina o mundana, como tabla de salvación” (Ferrández 2007: 178). El personaje suspendido ante el “halito salvaje del abismo”, es sin duda un ser humano rígido, que pone a la norma por encima de todo, que está entregado al cumplimiento de una ley, sin importarle nada más, ni los sufrimientos que eso causa a otros ni el sufrimiento que causa a sí mismo, ni el bien, ni el mal: la ley, la ley a la que se entrega con fanatismo como tabla de salvación, la ley que ha convertido en un ídolo al que sacrifica todo.

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Huyendo de su melancólica condición, ha paralizado su pensamiento y su sensibilidad, ha dejado de pensar para no sufrir, para no percibir esa ausencia interior de la que escapa refugiándose en la repetición, la rutina y la negación de su interior. Bécquer, cuyas Rimas son, en buena parte, un tratado sobre la melancolía, ha descrito el interior de este personaje, esta huida de la melancolía, en su rima LVI: Hoy como ayer, mañana como hoy, ¡y siempre igual! Un cielo gris, un horizonte eterno y andar... andar. Moviéndose a compás, como una estúpida máquina, el corazón. La torpe inteligencia del cerebro, dormida en un rincón. El alma, que ambiciona un paraíso, buscándole sin fe, fatiga sin objeto, ola que rueda ignorando por qué. Voz que, incesante, con el mismo tono, canta el mismo cantar, gota de agua monótona que cae y cae, sin cesar. Así van deslizándose los días, unos de otros en pos; hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos, sin gozo ni dolor (Bécquer 2004: 66).

Esta alma que pasa los días sin gozo ni dolor, esta fatiga sin objeto, esta ola que rueda ignorando por qué es el alma de Javert, el implacable perseguidor de Jean Valjean en Los miserables de Victor Hugo. Fanático defensor de una ley cuya validez no se cuestiona, rígido hasta la desesperación, entregado a las normas, seco, frío y sin esperanza, Javert ha sufrido una convulsión que ha puesto su vida al borde del abismo. Ha pensado y ha actuado según su pensamiento. Victor Hugo nos lo dice: “¿El pensamiento! Cosa inusitada para él y que le producía un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de rebelión (Ibid, 732)”.

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Javert aún no lo sabe pero ha terminado su vida. El enfrentamiento con su auténtico yo, con la melancolía que late en su corazón le aniquilará. Pero antes de seguir a Javert y a otros románticos en esa caída al abismo, veamos otras salidas al conflicto interior de la pasión melancólica. Una de ellas nos la indica el caballero azoriniano de la tristeza infinita. La palabra clave es esa: “caballero”. Ahí está condensada la aristocracia del espíritu romántico. Quizás no haya un movimiento literario más individualista, aislacionista y antidemocrático como lo es esta modalidad melancólica del Romanticismo, protagonizada por hombres y mujeres que se creen únicos, distintos, excepcionales, titanes encadenados por dioses injustos, seres ideales arrojados a un mundo vulgar y groseros, ángeles arrojados del paraíso, no ya al infierno, donde al menos podrían encontrar al Belial de Milton, al Mefistófeles de Goethe, al Satán de Baudelaire, sino a la repugnancia del mundo ordinario de los hombres grises y vulgares1. Para los románticos el mundo es un destierro, en el que sobreviven con dolor y con el penoso recuerdo de lo que fueron. Volvamos a Egaeus, el narrador de la Berenice de Poe, vástago, como él nos dice, de una raza de visionarios, de seres excepcionales: Es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de forma aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón (Poe 1975: 290).

El lamento desesperado de Macías y de Elvira, los amantes a los que la muerte les impidió dar cuerpo a su pasión en El doncel de Don Enrique el Doliente de Mariano José de Larra, el “es tarde, es tarde” con el que muere el doncel y que repite la enloquecida Elvira, representa a la perfección el sentimiento romántico de pérdida. Elvira sobrevive durante años a Macías, perdida para siempre la razón, repitiendo sin 1. Y quizás el pensamiento de algunos novelistas del realismo como José María de Pereda, romántico en su juventud (Gutiérrez Sebastián 2011) y aristocrático y reaccionario más tarde (Gutiérrez Sebastián 2012) pueda ser otra manifestación de esa sensación.

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cesar, entre las burlas de la gente, un lamento que ya nadie comprende: “es tarde, es tarde”. Hasta que un sacristán la encuentra exánime ante el sepulcro de Macías: “la loca tenía un hierro en la mano con el cual había medio escrito sobre la piedra: ¡es tarde!, ¡es tarde!. Pero ello estaba muerta. Sus labios fríos oprimían la fría piedra del sepulcro” (Larra 1995: 398). El destino de los románticos es el destino de Elvira. Están solos, incomprendidos, entre la gente que se burla, entre los “filisteos” en palabras del Grupo de Jena (Novalis, los Schlegel, Tieck, Schleiermeier). Se dan cuenta de que ya es tarde para la auténtica vida y sienten el dolor de esa pérdida, pero se ven obligados a vivir dentro de un mundo que no advierte esa ausencia, que no comprende su dolor y que se burla de ellos. Los románticos han nacido tarde, han perdido la relación del hombre con la divinidad, han nacido en un mundo desprovisto de magia, pero lo saben. Recuerdan lo que fueron o si no lo recuerdan tienen esa sensación interna de que hay algo, algo más, algo diferente, algo que es lo suyo, lo auténtico y que no pueden llegar a tenerlo. Y esa sensación de que siempre hay algo más detrás de lo que el mundo nos da, y de que ese algo más es más grande, más hermoso, más placentero, más todo, es su tormento interior, la causa de su infelicidad, de la búsqueda constante y fracasada que consume a muchos de sus protagonistas. No hay carpe diem para ellos, no hay posibilidad de gozar. Pero muchos de ellos se niegan a aceptar esa imposibilidad, esas limitaciones. Sí, sin duda no podrán ser felices en ese mundo que conocen, al que han sido arrojados, donde nadie les comprende y al que desprecian desde su altura de seres superiores, desde su narcisismo monomaníaco y nostálgico. Pero habrá otros mundos, otras tierras, otros lugares donde la felicidad es posible. Y el romántico emprende un viaje. Y de esta manera aparecen tantos personajes y tantos escritores peripatéticos crónicos, incapaces de quedarse en un sitio, en un lugar, siempre a la búsqueda de algo nuevo que nunca encuentran. Sin duda la imagen del romántico viajero impenitente es la de George Gordon, Lord Byron, cuya existencia errante fue la comidilla y el escándalo de la formalista sociedad británica. Desterrado de una patria a la que despreciaba, Byron viajó sin cesar a la búsqueda de ese destino ideal que nunca encontró. Escritor narcisista hasta el extremo contó una y otra vez a través de sus personajes (Manfredo, Lara, el Corsario, Don

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Juan) su propia historia y sus protagonistas están aquejados del mismo virus andariego que él mismo padecía. Pero, aunque Byron sea el ejemplo que más rápido nos viene a la cabeza, hay que recordar que el ideal romántico del viaje es anterior a él. Una vez más tenemos que volver a Novalis, en esta ocasión a su inacabada novela, Enrique de Ofterdingen, entregado a un viaje, a la búsqueda imposible de esa flor azul en cuyo secreto estaban todas las soluciones que Novalis nunca llegó a conocer. Tras Novalis, prácticamente todos los autores románticos alemanes (Ludwig Tieck, Clemens Brentano, Achim von Arnim, Joseph von Eichendorf, Adelbert von Chamisso, Zacharias Werner, E. T. A. Hoffmann) abundarían en los viajes a la búsqueda de ese algo indeterminado que diera sentido a su vida. Una búsqueda que en el fondo era la búsqueda de uno mismo, o si acaso, la búsqueda de esa condición perdida del ser humano sobre la que hablaban Hölderlin y Novalis. Otro de los nombres del Romanticismo alemán, Heinrich von Kleist, explica así la naturaleza de ese viaje: Hemos comido del árbol del conocimiento. Ahora el paraíso está cerrado con llave, y el ángel se alza tras de nosotros. Debemos viajar alrededor del mundo y ver si por ventura está abierto de nuevo en algún lugar del lado de allá... “Entonces, ¿tendremos que comer de nuevo del árbol del conocimiento, a fin de caer de nuevo en el estado de inocencia?” “Sin duda”, contestó. “Ese es el último capítulo de la historia del mundo” (citado en Abrams 1992: 217).

El viaje al otro lado del mundo para buscar lo que se ha perdido, para recobrar esa inocencia, para buscar algo imposible. Un viaje destinado al fracaso. Bécquer, siempre Bécquer, con su prodigiosa capacidad de reducir a unas breves frases lo que otros escritores explican en largos discursos, nos sintetiza el fracaso del viajero romántico en una de sus más famosas leyendas: El rayo de luna. Porque el protagonista, Manrique, es un poeta romántico que como Keats, como Leopardi, como el desgraciado Javert, queda preso en la contemplación de la inmensidad, de la oscuridad: Acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las

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olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo (Bécquer 2004: 154).

Quizá no hay mejor expresión, más clara y sintética, de lo que es el narcisismo de la mentalidad romántica, de su conciencia de excepcionalidad, de su afán de blasonar de una sensibilidad original y distinta, que está última frase sobre Manrique: “En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo”. Este ser excepcional se entrega a una búsqueda incesante, a un viaje al final de cual espera encontrar el amor de los amores, el remedio vital, la solución a esa sensación de vacío que siente dentro. Y lo que encuentra es menos que nada: ni una sombra, ni un vestigio ni un rastro; apenas un rayo de luna, un leve brillo sin sustancia ni realidad. No es extraño que el buscador decepcionado piense que toda búsqueda es un fracaso, un engaño, que nada hay que merezca la pena buscar. Al final solo se encuentra un rayo de luna. De manera que Javert, a quien hemos dejado presa de la atracción del abismo en la contemplación de ese río nocturno, no puede escapar de ese abismo buscando aquello que perdió, o que acaso nunca tuvo, pero que intuye necesario, y que le sumió en la melancolía; esa solución le está vedada. Además, como una burla del destino, ese rayo de luna que enloqueció a Manrique aparece también ante Javert: pero con la siniestra forma de una culebra blanca. Otros románticos se aferran a sí mismos, a su orgullo para sobrevivir. Al fin y al cabo, por muchas razones, son y se sienten excepcionales. Son distintos, diferentes, únicos. Su sensibilidad y su conciencia de la ausencia de la auténtica vida les aparta del resto de la humanidad, les hace ser, al tiempo, malditos y excelsos. Se desarrolla así el tópico de la soledad romántica. El hombre llama mi dolor demencia. ¿Qué importa? Mi dolor es mi consuelo Yo soy mi propio Dios solo en mi cielo (García Tassara 1872: 96).

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Es la voz de Gabriel García Tassara, el desdeñoso y despreciativo amante de Gertrudis Gómez de Avellanada, el poeta al que la bella cubana dedicó sentidos lamentos de amor. Frente a los que se ríen de su dolor, frente a los que quieren convertirlo en un loco, como loca es la Elvira de la novela de Larra, Tassara opone su orgullo. Mi dios soy yo, mi sociedad yo mismo, Ni su voz, ni su imagen, ni su nombre lejos de mí la sociedad y el hombre (Ibid., 94).

Es una forma de afrontar esa soledad existencial que es la esencia del romántico: el orgullo, el desprecio, la sensación de superioridad. Como Hölderlin, como Byron, como Espronceda, Tassara mira a su alrededor y se ve muy superior al mundo en el que vive: desde la colina en la que habían mirado al mundo, con tristeza y desconsuelo, Novalis y José María de Heredia, él encuentra la salida del orgullo satánico: ¡Sueños de un mundo que arrojé al vacío! Un mundo, ¡ay Dios!, de seres tan pequeños. No, no es el mundo que soñé en mis sueños (Ibid., 95).

Y ese mundo lleno de seres pequeños, en el que vive Tassara, en el que viven los que como él se entregan al placer sádico de la ira para acallar su dolor melancólico, es muy poco para ellos. Ante el recuerdo de lo que fueron y la mísera realidad en la que viven se desarrolla una rabia que explota contra todo y contra todos. Es la rebelión romántica, la negación de todo lo correcto, de todo lo vulgar, de todo lo que no sea el propio romántico. Hay una frenética búsqueda, tanto en la literatura, como en la vida, de barreras que romper, de prohibiciones que incumplir, de mandatos que desobedecer. Hölderlin, Byron, Espronceda y muchos otros desafían las normas de la sociedad y hacen gala de conductas antisociales, impías, impúdicas. El escándalo es para los rebeldes románticos una necesidad vital, algo que se busca como expresión de la propia individualidad. No quieren discreción ni disimulo: ansían que toda su sociedad sea consciente de cuánto desprecian sus costumbres, su moral y sus normas y con cuánta perversidad rompe todas sus leyes.

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El rebelde se convierte en el personaje favorito de la literatura. Hasta el conservador, tradicional y meapilas que era Walter Scott se atreve a poner al rebelde Rob-Roy como protagonista de una de sus novelas. Rebeldes políticos, rebeldes sociales. Y sobre todo la rebeldía máxima: la rebelión divina. Titanes rebeldes contra los dioses, como el Hyperion de Hölderlin, filósofos que se enfrentan a la divinidad, como el Empedokles del mismo autor, personajes que se atreven a desafiar a los dioses. En los romanticismos europeos, sobre todo en el alemán, esa rebelión se plantea contra Júpiter, como metáfora representativa del poder absoluto de Dios. Al tiempo, el demonio, que hasta entonces había sido, como personaje literario, un monstruo que sólo traía el horror, comienza a adquirir un carácter diferente: es la llamada belleza medusea, que combina una atracción irresistible, con la más profunda maldad. Y aparecen los seductores demonios de El paraíso perdido de Milton, del Fausto de Goethe, de los Elixires del diablo de Hoffmann. Baudelaire, en irónica blasfemia, dedica una letanía a Satán entre el escándalo de los biempensantes franceses de la época. Pero de nuevo un poeta español, haciendo gala de ese genio sintético de nuestro romanticismo, presentó, en un breve cuento, al más rebelde de todos los rebeldes. Grandiosa, satánica figura, alta la frente, Montemar camina, espíritu sublime en su locura, provocando la cólera divina: fábrica frágil de materia impura, el alma que la alienta y la ilumina, con Dios le iguala, y con osado vuelo se alza a su trono y le provoca a duelo. Segundo Lucifer que se levanta del rayo vengador la frente herida, alma rebelde que el temor no espanta, hollada sí, pero jamás vencida: el hombre en fin que en su ansiedad quebranta su límite a la cárcel de la vida, y a Dios llama ante él a darle cuenta, y descubrir su inmensidad intenta. Y un báquico cantar tarareando, cruza aquella quimérica morada,

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con atrevida indiferencia andando, mofa en los labios, y la vista osada; y el rumor que sus pasos van formando, y el golpe que al andar le da la espada, tristes ecos, siguiéndole detrás, repiten con monótono compás (Espronceda 1984: 110-111).

Es Don Félix de Montemar, el protagonista de El Estudiante de Salamanca, enfrentándose, en el momento culminante de la obra, a la derrota y a la destrucción segura e inevitable. Todo en este poema, en este “cuento fantástico”, que así lo denominó José de Espronceda, su autor, se dirige a este momento, a esta imagen del rebelde indómito que avanza indiferente por el agujero infernal, lleno de fantasmas y apariciones, por el lugar donde va a morir y condenarse sin remedio, tarareando una cancioncilla, arrogante e indiferente a todo lo que le rodea. Desde casi el principio de la obra ha perseguido a una mujer, o a una figura de mujer, y sin saberlo ha avanzado hacia su propia muerte. A través de una Salamanca nocturna e irreconocible, convertida en ciudad diabólica ha ido dándose cuenta poco a poco del destino final de su aventura; ha contemplado su propio cuerpo muerto en el cortejo de su entierro; y ahora, al final de su sombrío y fantasmagórico viaje, llegando a su destino, se da cuenta de que no hay escapatoria, de que no saldrá triunfante de esa encerrona de ninguna manera, de que nada le sirve confiar en su valor, en su fuerza y en su destreza con la espada. Ante esa certidumbre de la muerte, Montemar, egregio ejemplo del rebelde romántico, responde con un desprecio total y absoluto a quienes tienen el poder de castigarle por su impiedad. Tal vez le queda una oportunidad, la oportunidad que aprovechó Don Juan Tenorio cuando la estatua del Comendador le asió con su fría mano y le dijo: “Conmigo al infierno ven”. Don Juan, entonces se arrodilla y pide perdón a Dios: “Yo, santo Dios, creo en ti; / si es mi maldad inaudita, / tu piedad es infinita... / ¡Señor, ten piedad de mí!” (Zorrilla 1990: 224). Pero precisamente esa última oportunidad es la que más provoca la arrogancia del rebelde romántico. Que haya alguien por encima de él, capaz de castigarle, resulta insoportable, pero que haya alguien con el poder de perdonarle, ataca a la esencia misma de su identidad: perdonar supone que el que perdona está por encima del perdonado y Montemar jamás

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admitiría eso. Si Montemar hubiera conocido la obra de Zorrilla habría despreciado a Don Juan Tenorio: el egocentrismo del rebelde romántico le hace sentirse solo frente al mundo y enfrentado a él; la conciencia de su valor y de su importancia y de su diferencia le hace probar todo aquello que está prohibido, precisamente por estarlo. Convencido de su superioridad el rebelde romántico no duda de que aquello que está prohibido a los demás es algo que debe él mismo hacer, para demostrar y demostrarse que es único y diferente. Una frase que las modernas películas de terror han puesto de moda, “ten cuidado con lo que deseas, puede convertirse en realidad”, resultaría absolutamente timorata para el romántico que desea todo aquello que está prohibido, que quiere que todo lo que desea se convierta en realidad y que no tiene en ello ningún cuidado. El arrepentimiento final del Tenorio nos dice que era en realidad un falso rebelde, que en el fondo, no es más que una versión, algo más apolillada, de aquel caballero andaluz del que nos habló Antonio Machado: Murió don Guido, un señor de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero; de viejo gran rezador (Machado 1977: 224).

Pero Montemar no va a ser nunca un gran rezador. Don Félix marcha al momento de su muerte y su eterna condenación, sin el menor arrepentimiento, sin el más mínimo temor, con, podemos decir, un alarde de chulería. Lejos de arrepentirse, como nos dice Espronceda, lo que pretende es que Dios se humille ante él y le dé explicaciones: su rebeldía le lleva a pedir cuentas a Dios, como lo hizo Lucifer antes de su caída. Esta es la más alta expresión de la rebeldía romántica, la orgullosa actitud de Don Félix le iguala al diablo que se atrevió a rebelarse ante Dios. Espronceda con genio sintético, con el arte de la expresión justa de la palabra, nos presenta en unas pocas estrofas a este nuevo Lucifer, al paradigma de rebelde, al supremo malvado. Pero Javert, que sigue todavía ensimismado, en la contemplación del abismo, no puede seguir el camino de la rebelión. Precisamente él, defensor absoluto de la norma y de la ley, rígido hasta el fanatismo, ciego a todo lo que no sea la obligación y el orden no puede escapar

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de su destino rebelándose. No, él escogió otra cosa y su elección le ha llevado hasta ese muelle del Sena donde el río torrencial le seduce con su canto de difuntos. Y así Javert se enfrenta a sí mismo: a la negra sombra que vive dentro de él. Cando penso que te fuches, negra sombra que me asombras, ó pé dos meus cabezales tornas facéndome mofa. Cando maxino que es ida, no mesmo sol te me amostras, i eres a estrela que brila, i eres o vento que zoa. Si cantan, es ti que cantas, si choran, es ti que choras, i es o marmurio do río i es a noite i es a aurora. En todo estás e ti es todo, pra min i en min mesma moras, nin me abandonarás nunca, sombra que sempre me asombras (Castro 2007: 212-213).

En el ocaso del Romanticismo, Rosalía de Castro dio la forma lírica más perfecta a la tristeza que acecha dentro del melancólico, que espera la ocasión para invadirlo y para llevarlo al final del viaje: es el suicidio. Nada queda en el mundo que alivie la melancolía de los románticos: ni el placer, ni el llanto, ni la huida a través del viaje, ni la aristocrática soledad, ni el orgullo satánico. Es la sombra amenazante que cobrará su presa: “únicamente la sombra estuvo en el secreto de las convulsiones de esa forma oscura que desapareció bajo las aguas” (Hugo 2004: 736). Ese fue el fin de Javert, arrastrado por la negra sombra a la muerte en las oscuras aguas del abismo que le llamaba. Tal vez pudo, en esos últimos momentos de su vida, adivinar, recordar o compartir aquellos últimos versos de la rima de Bécquer: “¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo”.

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Escribir y sentir entre la Península y América: la presencia del Romanticismo español en las poesías guatemaltecas de María Josefa García Granados Helena Establier Pérez Universidad de Alicante

Yo también, como tú, desterrada, de la plácida Bética hija, El destino de América fija Mi existir de amargura y dolor1 (García Granados 1952: 35)

Aunque el florecimiento del Romanticismo en España puede fijarse en los primeros años de 18302, década a la que ya pertenecen algunos de sus grandes hitos poéticos, los primeros testimonios de la actividad lírica de las románticas en la Península hay que buscarlos más bien hacia principios de 1840, allá cuando la repentina muerte de Espronceda convertía para siempre El diablo mundo en una muestra incompleta, 1. De la “Dedicatoria del himno precedente, a Don A. Saavedra. Aludiendo al sueño de un proscrito, que compuso”. Todas las citas de Mª Josefa García Granados provienen de la antología más reciente de su obra poética, que es la realizada por Enrique Noriega para la colección “Clásicos de la Literatura Guatemalteca” en 2010. 2. Sobre esto, como ya sabemos, hay mucho escrito. Mientras que Shaw, por ejemplo, sitúa el inicio del Romanticismo español hacia 1833 (1976: 26), fecha en la que Alcalá Galiano escribe el prólogo para El moro expósito de Rivas, Llorens se refiere a una “década romántica” entre 1834 y 1844 (aunque nos ofrece una amplia lista de escritores afines a esta estética en la emigración o bajo censura desde 1824), y Sebold por su parte nos habla de un segundo Romanticismo (el primero, dieciochesco) que comienza en 1830 (1976: 126). En cualquier caso, parece haber acuerdo en la inexistencia de una “escuela romántica” en España hasta los años treinta, retraso —de tres décadas respecto de algunas literaturas europeas, como la inglesa y la alemana— que se explica a partir de la realidad política (el absolutismo fernandino) de nuestro país.

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pero no por ello menos genial, de las infinitas posibilidades de la indagación romántica en materia poética, y también cuando Rivas, Bermúdez de Castro, García Gutiérrez, Arolas, etc., inundaban el panorama literario de su tiempo con romances históricos, moriscos, caballerescos u orientales, y con toda suerte de poemas narrativos de mayor o menor fortuna. No en vano señala Kirkpatrick en su estudio sobre las románticas —obligado libro de cabecera para quienes se interesan por la escritura femenina decimonónica— , que la tradición de la literatura de las mujeres, tras un silencio secular solo turbado intermitentemente por algunas voces excepcionales, se inicia en 1841 (1991: 11). Cierto es que alguna escritora, como Vicenta Maturana, había dado antes de esa fecha algún indicio de incorporación de nuevas formas poéticas3, pero es efectivamente en 1841 cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda y Josefa Massanés publican sus primeros libros (ambos con el título de Poesías) y también cuando comienzan a aparecer composiciones de Amalia Fenollosa en diarios locales. Un poco antes, a finales de 1939, la prensa madrileña había acogido algunos versos de Coronado, y unos años más tarde, en 1843, ven la luz su primer poemario y el de Amalia Fenollosa. Hacia mediados de la década en cuestión, las colaboraciones de las poetas románticas en la prensa son ya más que habituales y para 1855 es rara avis la escritora que aún no ha lanzado al mercado editorial un volumen de poesías4.

3. En 1828 publica Maturana en Madrid unos Ensayos Poéticos de clara inspiración neoclásica pero que ya apuntan, especialmente conforme avanzamos hacia las últimas páginas del volumen, inconfundibles destellos románticos. Véanse, si no, algunos poemas como “La despedida”, “Mi temor único”, “La ostinación de un mal”, “Mi triunfo”, “El más infeliz”, “La resolución”, o los sonetos dedicados al fallecimiento de la reina, donde vemos ya anunciados el tono y la imaginería de la poesía romántica femenina, ambos consagrados por Carolina Coronado en su volumen de 1843 y mimetizados o reinterpretados por sus “discípulas” (Vicenta García Miranda, Encarnación Calero de los Ríos, Robustiana Armiño, Amalia Fenollosa, etc.) a lo largo de esa década y de la siguiente. 4. Nos podemos forjar una idea aproximada de la cronología romántica femenina en España atendiendo a las fechas de las primeras ediciones en volumen de estas autoras; más allá de las citadas (Gómez de Avellaneda, Massanés, Coronado y Fenollosa, cuyas primeras obras ven la luz entre 1841 y 1843), Las Violetas de Maria Dolores Cabrera se publica en 1850, las Poesías de Robustiana Armiño y las de Ángela Grassi en 1851, Días de convalecencia de Manuela Cambronero en 1852, Mis vigilias de Pilar Sinués en 1854 y Flores del valle de Vicenta García Miranda en 1855.

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En la América recién independizada, pese a que la difusión de las formas y de los temas del Romanticismo se adelanta en algunos años a su desarrollo peninsular5, las poetas no proliferan. De hecho, a excepción de María Josefa García Granados (y de Gómez de Avellaneda, claro, cuya carrera literaria se desarrolla en España a partir de los años cuarenta), las escasas mujeres que escriben en América lo hacen ya en torno al medio siglo, al calor de la eclosión del Romanticismo, como la boliviana María Josefa Mujía (1811-1888), la ecuatoriana Dolores Veintimilla de Galindo (1829-1857), la cubana Luisa Pérez de Zambrana (1835?-1922) o las hermanas guatemaltecas Jesús (1820-1887) y Vicenta Laparra de la Cerda (1831-1905). Inútil es, por supuesto, tratar de buscar algún tipo de nexo poético o de “hermandad lírica” entre ellas, al estilo de las “poetisas” españolas, quizá por ausencia de una autoridad poética femenina a la que adscribirse —como la de Coronado, modelo e inspiración de una buena parte de las escritoras peninsulares— o más probablemente por su dispersión inevitable en un continente inmenso y plural como el americano. En este mundo poético absolutamente masculino desarrolla su labor literaria María Josefa García Granados (1796-1848), una guatemalense de sangre y cuna españolas, que bebe de las fuentes del Romanticismo europeo —y en particular, del español— para convertirse en pionera de la presencia femenina en las filas del movimiento a uno y a otro lado del Atlántico. Su obra literaria, sin embargo, no ha conseguido hasta el momento traspasar las fronteras guatemaltecas. Los estudios sobre el Romanticismo en nuestro país, por ejemplo, no la incluyen, pese a su origen español. Bien es cierto que la poesía de las románticas, salvando la de Carolina Coronado y la de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, es todavía un campo de estudio bastante intransitado en el ámbito español, a pesar de las inestimables contribuciones de Mayoral y Kirkpatrick hace ya más de dos décadas; así, pendientes aún de una puesta al día en la materia, y de una actualización de los estudios sobre la obra de nuestras románticas más próximas, la 5. 1825, fecha de la publicación de las Poesías del cubano José María Heredia, es el año que se suele tomar como momento iniciático para la poesía romántica en América, aunque en esas mismas fechas varios jóvenes poetas, como el venezolano Antonio Ros de Olano, el mejicano Fernando Calderón o el colombiano Luis Vargas Tejada, muestran ya una simbiosis de formas neoclásicas y modos románticos (Rivera-Rodas 1988: 14-15).

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falta de atención de la crítica peninsular hacia la obra de García Granados, perdida en una Centroamérica en vías de emancipación, aun siendo lamentable, no sorprende en demasía. Tampoco recogen su obra los principales estudios ni antologías actuales de poesía hispanoamericana (Carilla 1967; Rivera-Rodas 1988; De Vallejo 1993; Barrera/Béjar 1999), salvo aquellos trabajos más locales, dedicados a la literatura centroamericana o guatemalteca (Figueroa, Acuña et al.; Albizúrez y Barrios; Méndez de la Vega; Gallegos Valdés; Hoeg; Ávila; López). Sus escritos son hoy accesibles gracias a dos antologías realizadas en Guatemala por Jorge Luis Villacorta y por Enrique Noriega, en 1971 y 2010 respectivamente, de escasa difusión más allá de sus fronteras. De su trayectoria vital, pocos datos se conocen. De madre guatemalense y padre gaditano, María Josefa García Granados nació en el Puerto de Santa María (Cádiz) en 1796, aunque con quince años, y a resultas del asedio francés a Cádiz, se trasladó a la capital de Guatemala, donde su padre tenía intereses económicos. Según relata en sus memorias su hermano Miguel García Granados6, Guatemala, “a pesar de abundar en elementos de riqueza, era en aquella época, merced al absurdo sistema colonial de España, un país pobre y miserable” (1952: 6). Allí falleció la madre en 1816, dejando once hijos vivos, “voluntariosos, altaneros y faltos de aquel respeto tan necesario para conservar la paz y la armonía entre sí” (ibid.: 8), y allí también contrajo matrimonio dos años más tarde María Josefa con el nicaragüense Ramón Saborío. Apenas un año después de jurar la Constitución española, el 15 de septiembre de 1821, la Capitanía General de Guatemala se separó de la metrópoli. Don José García Granados, en su calidad de español, y sus hijos mayores desconfiaron en sus inicios del afán separatista de la colonia, y de hecho, el padre se negó a jurar la independencia (García Granados 1952: 21). Tres años más tarde, en 1824, se constituyó la República Federal de Centroamérica y se promulgó la Constitución federal, que, teñida del pensamiento liberal de la época, trataba de consolidar los intereses políticos de los grupos progresistas y de quebrar el poder de la oligarquía dominante, a la que pertenecían

6. Miguel García Granados, hermano menor de María Josefa, fue un conocido militar y político guatemalteco, presidente del país entre 1871 y 1873.

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los García Granados. De hecho, cuando en 1829 el ejército liberal comandado por el general hondureño Francisco Morazán tomó la ciudad de Guatemala, el bienestar del que había gozado la familia en América comenzó a verse considerablemente mermado. Desde entonces, “la Pepita”, como la conocía en aquellos tiempos, se convirtió en enemiga de la causa liberal e incluso se atrevió, según relato de su hermano Miguel, a publicar unos retratos poéticos en verso de sus enemigos políticos, afines al presidente liberal Mariano Gálvez, que causaron un revuelo tal que la autora hubo de abandonar Guatemala por unos meses y refugiarse en Ciudad Real (Méjico) hasta que las aguas se calmaran7. En los años treinta cultivó asiduamente el periodismo satírico-político a través de las publicaciones que fundara con su buen amigo el poeta José Batres Montúfar (Cien Veces Una y La aurora), donde firmaba con el seudónimo “Juan de las Viñas”. Estos versos de tipo satírico, jocoso o burlesco, estaban destinados a expresar el descontento ante la política del partido liberal, a ridiculizar públicamente a sus dirigentes, o a provocar a la sociedad de su tiempo burlándose abiertamente de ciertas actitudes y costumbres: además de diversos retratos de políticos y de las composiciones publicadas en los dos periódicos anteriormente citados, incluimos en este grupo un “Sermón” de contenido erótico dedicado al canónigo Castilla y el famoso “Boletín del cólera morbus”, donde, tras la epidemia de esta enfermedad sufrida por Guatemala en 1837, la autora se burlaba explícitamente de la actuación de los especialistas nombrados por el presidente Mariano Gálvez para combatirla. No en vano la sátira —de raíz ilustrada, aunque despojada ya de su pretensión de universalismo moral—, a través del artículo de costumbres pero también en forma de letrillas, epigramas, parodias en verso, etc., es una de las formas más consolidadas de expresión romántica, que encuentra un vehículo muy apropiado en la prensa política y festiva de la España del Trienio Liberal (1820-1823) y del período posfernandino (Cantos Casenave 1993; Rubio Cremades 2000), y que en América se canaliza a través de la parodia descarnada de los sistemas 7. El gobierno de Gálvez finalizó en 1838, cuando el levantamiento campesino montañés encabezado por Carrera inauguró una nueva etapa en la que, además de la caída de Gálvez y Morazán y de la conclusión de la Federación Centroamericana, se produjo la recuperación del poder por parte de la oligarquía conservadora, apoyada por la Iglesia.

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políticos generados tras el proceso independizador y de la manifestación de las rivalidades entre los defensores de las diferentes opciones gubernamentales. Tal y como explica Vela (1943: 157), la sátira estuvo absolutamente arraigada en la prensa americana del período, como manifestación culta pero también como expresión de la cultura popular, a través de letrillas, canciones patrióticas, fábulas políticas, epigramas contra políticos y partidos, parodias, himnos burlescos, etc., siempre centrados en asuntos de interés local y a veces impregnados de auténtica virulencia. A esta misma década, los años treinta, pertenecen también las poesías líricas de la autora. A diferencia de las poetas peninsulares, García Granados jamás reunió sus versos en un volumen, lo cual revela una concepción de la poesía como actividad inmediata y circunstancial (los versos satíricos y jocosos) o como un desahogo íntimo, sin afán de preservarla para la posteridad. Insistíamos en las primeras líneas de este trabajo en la tremenda soledad en la que se desarrolló el talento poético de García Granados, única mujer de letras en la Guatemala de su tiempo, circunstancia que cierra cualquier posibilidad de una hermandad lírica femenina —al estilo de las poetisas románticas españolas— que pudiera haber estimulado el deseo de pervivencia; recordemos ahora que tampoco existe una “escuela” romántica guatemalteca por aquellos años en la que pudiera —quizá— haberse incardinado pese a las limitaciones impuestas por su género. No podemos siquiera descartar que, más allá de los versos con marcada función social o pública, su actividad lírica no fuera más que un juego íntimo entre ella y su buen amigo el poeta José Batres, y que la mayor parte de sus composiciones no se guardara o desapareciera con los papeles personales de la autora. Lo que de todo ello conservamos es un reducido núcleo de doce poemas, en los que la autora se vuelca entera con toda la fuerza del sentir romántico, en cuyo aprendizaje, como veremos, se había ya ejercitado8. De hecho, el ambiente literario de los círculos intelectuales era, en la Guatemala de los años treinta y cuarenta, claramente romántico. 8. Estos poemas son los doce siguientes: “Descripción de la erupción del Cosigüina”, “A la ceiba de Amatitlán”, “A una hermosa joven”, “A un amigo”, “A una abeja”, “A la esperanza”, “Despedida”, “Plegaria”, “La resolución”, “Himno a la luna”, “Dedicatoria del himno precedente, a Don Á. Saavedra” y la traducción de la “Canción de Medora”.

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Tal y como cuenta el político guatemalteco Lorenzo Montúfar en sus memorias, “los romances franceses estaban en boga. Sué [sic] y Victor Hugo se hallaban a la orden del día, en todas partes. No se podía ir a una tertulia de personas medianamente instruidas sin hablar de las obras de aquellas notabilidades francesas” (Montúfar 1898: 36). Pepita García Granados era asidua a las reuniones literarias más selectas, como la del conocido novelista guatemalteco José Milla, tertulia de “liberales” donde se discutían los versos de Zorrilla, los artículos de Larra, las poesías de Lamartine y las obras de Victor Hugo, y a la que la escritora asistía junto a su amigo Batres y a los españoles José María Urioste y Dionisio Alcalá Galiano (Montúfar 1898: 34). Montúfar, de hecho, la recuerda como una gran lectora de la literatura moderna9. Según relata el propio José Milla, primer estudioso de la obra de Pepe Batres, este y García Granados se empaparon de los usos románticos gracias a su amistad con el poeta español José María de Urioste, quien, recién llegado a Guatemala, colaboró en el periódico La aurora, fundado por aquellos dos. Al parecer, la libertad y la variedad de los versos de Urioste, al estilo de los de Zorrilla y Pastor Díaz, causaron una honda impresión en los círculos literarios guatemaltecos (Villacorta 1971: 53), en los que también la influencia de Dionisio Alcalá Galiano fue decisiva para la expansión romántica (Gallegos Valdés 1984: 146). María Josefa García Granados era también lectora y admiradora de Byron, hecho que no es de extrañar en un ambiente general hispanoamericano —y no sólo hispanoamericano (Peers 1973: 390-395)— de casi unánime “byronismo”, de cuyas obras se realizan abundantes traducciones, imitaciones y reflejos parciales de un lado al otro del continente, desde Andrés Bello a José María Heredia (quien en 1826 inicia su serie de artículos sobre los poetas ingleses contemporáneos en El Iris mexicano precisamente con la figura de Byron) o a la misma Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien traduce “Sun of the slepless” (“A la luna”) junto a otros poemas del inglés. María Josefa García Granados se incardina a esta admiración colectiva por la obra de Byron y realiza la única 9. “Aquella señora poseía el don de la palabra y tenía la habilidad de narrar con mucha exactitud lo que leía, suprimiendo lo innecesario. Procuré que la Pepita me favoreciera con su amistad y solicitaba de ella la narración de lo que estaba leyendo y de muchas cosas que había leído ya. Después de haberla escuchado atentamente, podía yo asistir a cualquier tertulia y charlar sobre las obras modernas de bella literatura [...]”. (Montúfar 1898: 37)

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traducción que le conocemos, la de la llamada “Canción de Medora” de El corsario (1814), fragmento en el cual Medora se lamenta de su triste suerte amorosa mientras Conrad, el causante de sus males, la escucha escondido entre los arbustos. No es casual, evidentemente, que de todo el material poético que ofrecía El Corsario, García Granados fuera a elegir para su versión española precisamente un fragmento lírico en el que escuchamos una voz de mujer, la de la languideciente Medora, que enhebra todos los tópicos que van a prevalecer posteriormente en la iconografía romántica femenina: el dolor del amor insatisfecho, el abandono y el olvido, la ingratitud masculina, la vida que se extingue, etc. Traducir a Byron debió de constituir para la autora un excelente campo de aprendizaje de los modos poéticos al uso. Cierto es, tal y como se desprende del estudio de Pedro Grases sobre Andrés Bello en Londres (1962), espléndido a la hora de mostrar las efervescentes relaciones culturales entre lo más granado de la intelectualidad hispanoamericana y la Inglaterra de Wordsworth, Coleridge o Byron, que las obras de los románticos ingleses fueron los textos incitadores del movimiento en América (Barreda/Béjar 1999: 5), junto con las reflexiones teóricas del historicismo alemán desarrolladas a partir de J. G. Herder y a los modelos aportados por la poesía francesa, especialmente la de Victor Hugo. De hecho, algunos estudios actuales sobre el Romanticismo americano, como el de Rivera-Rodas, desmontan las ideas establecidas por ciertos trabajos clásicos (el de Carilla, por ejemplo) acerca de una cronología paralela entre el Romanticismo español y el hispanoamericano, y de una influencia “originaria” del primero sobre el segundo, para establecer como modelos dominantes los ingleses. Para García Granados, sin embargo, el gran modelo es el escritor español Ángel de Saavedra. Se conocieran en persona o no en la etapa gaditana del Duque de Rivas, antes de que la familia de la autora emprendiera su éxodo a América10, lo cierto es que bastantes años después ella quedó impactada por “El sueño del proscrito” (1824), poema perteneciente al exilio londinense de Saavedra, que junto a “El desterrado” y “A las estrellas” (y también años más tarde, a “El faro de Malta” (1828),

10. Las fechas convierten en remota esta posibilidad ya que Saavedra llega a Cádiz el mismo año (1810) en que la familia García Granados emprende el viaje al otro continente.

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confirma el giro romántico que estaba experimentando en aquellas fechas su trayectoria lírica ( Martínez Torrón 2009: 131-133). A partir de esa suerte de iluminación poética que supone la lectura de “El sueño del proscrito”, García Granados compone tres poemas absolutamente ligados entre sí (“Himno a la luna”, “Dedicatoria del himno precedente a D. Á. Saavedra. Aludiendo al sueño de un proscrito, que compuso” y “A un amigo. Contestando a una queja, por haber dedicado a Saavedra la Oda a la Luna”), versos que nos permiten certificar la deuda de García Granados con el Romanticismo español y conocer aún mejor los lazos entre las manifestaciones tempranas de este movimiento a uno y a otro lado del Atlántico. De hecho, el primero de ellos, el “Himno a la luna”, guarda una deuda temática bastante estrecha con “El sueño del proscrito”. Recordemos que en el poema de Rivas, la angustia y el dolor producidos por el alejamiento forzoso de la patria —y del amor—11 solo encuentran alivio en la irrealidad del sueño, en esa visión idílica de una España libre, triunfante, representada por una naturaleza apacible y proclive a la plenitud amorosa del sujeto poético12. Desafortunadamente, el bálsamo del sueño se revela frágil e inestable, y la pesarosa realidad, el destino inclemente —tan caro a Saavedra—, se imponen, pese a las invocaciones del poeta: Oh sueño delicioso Que hace un momento tan feliz me hacías, ¿Huyes y me abandonas inclemente, Y en el mar borrascoso Tornas a hundirme de las ansias mías? ... ¡Ay!... Los fugaces cuadros que mi mente Ha un instante en tus brazos contemplaba, Los juzgué realidad, y mis pesares Y mi destino bárbaro olvidaba (Rivas 1895: 63).

11. Despierto súbito / Y me hallo prófugo / Del suelo hispánico / Donde nací; / Donde mi Angélica / De amargas lágrimas / Su rostro pálido / Baña por mí (Rivas: 65) 12. Encantadas riberas de Betis / Sacros montes de adelfas y rosas, / Apacibles colinas graciosas, / Ha un momento que en vos me encontré; / [...]¡Oh consuelo de todas mis penas! / A mi lado mi Angélica estaba, / Que con voz celestial entonaba / Dulces himnos de gloria y de amor (Rivas 1895: 64).

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La luna que el escritor cordobés contempla en su ensoñación, luna tranquila, fulgente, que ilustra el cielo de zafiro y que insufla paz en el poeta es, precisamente, el motivo central de la pequeña oda en octavillas agudas de García Granados, y cumple en ella la misma función que la ensoñación de la patria en el poema de Rivas: astro apacible, de “pálidos rayos” y “luz blanda y pura”, la luna del himno de la escritora invita a las almas sensibles al ejercicio de la reflexión, inspira ternura y adormece el pecho de los amantes. Pero también es un lenitivo para el propio sujeto poético femenino, que encuentra al contemplarla un alivio para sus males, producto de un destino aciago, paralelo al de Rivas, frente al cual no ha logrado aún salir victorioso. Motivo simbólico de amplio espectro, la luna se asocia al ámbito de la imaginación, de lo oculto y de los sueños, como ocurre en el citado poema del cordobés, pero también representa el principio y el poder femeninos, la Diosa-madre (Astarté, Hécate, Artemisa, Venus, Selene, Diana, etc.), la capacidad cíclica femenina de muerte, renacimiento y transformación (Cirlot 1968: 283-285). No es extraño pues que la autora invoque al que ella misma denomina en otro poema “astro de las mujeres” (“A un amigo”) en una búsqueda de renacimiento espiritual a la luz y a la paz interior perdidas: ¡Salud astro hermoso! Tu dulce influencia Quizá a mi existencia Dará nuevo ser. Que ya de los hados La víctima he sido Y en vano he querido Luchar y vencer. Si fijan mis ojos Tu bello semblante, Percibo un instante Suspenso mi mal; Mas esto no basta: Tu aspecto sereno Derrame en mi seno Su calma inmortal (García Granados 1952: 31-32).

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Precisamente los últimos versos del poema expresan el temor de la autora ante la posibilidad de la pérdida o disolución de esa fuente de calma espiritual, tal y como el sueño patrio de Rivas se deshacía súbitamente para abandonarlo en la cruda realidad londinense13. Que la autora pudiera haber escrito este poema en su “exilio” del año veintinueve, cuando huyó a Méjico para evitar la persecución del partido conservador a raíz de sus sátiras políticas, es más que probable. De hecho, su hermano Miguel, quien se reunió allí con ella en 1830, relata en sus memorias que el humor de Mª Josefa era bastante cambiante aquellos días, que sufría crisis de ansiedad y que incluso contrajo una seria enfermedad pulmonar que la decidió a regresar a Guatemala aun a riesgo de sufrir nuevas represalias (García Granados 1952: 310-311). Si el tono melancólico y angustiado del “Himno a la luna” concuerda perfectamente con el estado de ánimo descrito por el general García Granados para la estancia mejicana de su hermana en 1829, a ello debemos añadir que este poema genera a su vez otra breve composición fechada —esta sí— un año más tarde: “Dedicatoria del himno precedente a D. Á. Saavedra. Aludiendo al sueño de un proscrito, que compuso”. En solo cuatro octavas la autora da cuenta cumplida de su deuda poética con Rivas y nos ofrece algunas claves de su estado anímico al comenzar la tercera década del siglo, de su ideología y de sus vínculos con la madre patria. En las dos primeras estrofas solicita la indulgencia del Duque de Rivas ante su “musa atrevida” y elogia la riqueza descriptiva del sueño inglés que inspira su oda a la luna: “Pues marchitos se ven a tu lado” —dice, refiriéndose a la descripción de Rivas— “los floridos jardines del Edén” (García Granados: 34). Las dos últimas octavas alcanzan un tono bastante más combativo, y en ellas la autora enlaza el triste destino de Saavedra y de España —aún bajo el yugo del absolutismo, tras el amago frustrado del Trienio Liberal— con su amarga situación personal. Así, la poeta alza la voz contra los tiranos de Iberia reclamando libertad y justicia, reivindica con orgullo su origen español, y desde su destierro en Ciudad Real (Méjico) empatiza con el exilio londinense de Rivas en los versos con los que abríamos este trabajo:

13. Y en vez del bálsamo / Del aura plácida / Del cielo bético / Que tanto amé / Las nieblas hórridas / Del frío Támesis / Con pecho mísero / Respiraré (Rivas 1895: 65).

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Yo también, como tú, desterrada, De la plácida Bética hija, El destino en América fija Mi existir de amargura y dolor (35).

Es evidente el vínculo implícito que la autora establece entre ese existir suyo “de amargura y dolor” causado por la persecución del partido conservador y la situación de Rivas con el reforzamiento del absolutismo fernandino tras el fin del Trienio liberal. No es difícil imaginar que en aquellos meses de soledad y de alejamiento de sus seres queridos, el destino americano se le antojara a la autora más amargo que nunca, y que los recuerdos de la Andalucía dejada atrás hacía dos décadas, embellecidos además en el “Sueño” de Rivas, hubieran removido su entraña española. El tercero de los poemas que componen este “ciclo del proscrito”, “A un amigo, Contestando a una queja, por haber dedicado a Saavedra la oda a la luna” es totalmente diferente de los dos anteriores. Presenta un tono más íntimo y coloquial, combinando redondillas y quintillas de pie quebrado en una especie de coqueteo poético con un interlocutor oculto tras el apelativo poético “Fabio”, responsable de la mejoría espiritual de la autora14 y aparentemente insatisfecho del escaso reconocimiento público que esta brinda al afecto por ambos compartido15. La autora se defiende de los injustos reproches literarios de su “Fabio” por el motivo poético elegido en el “Himno a la luna”: Sin justicia me motejas De extravagante y ociosa Porque a Diana deliciosa Dirijo mis tristes quejas (37).

y especialmente por la dedicatoria posterior del mismo al Duque de Rivas: Pero aún es mucho mayor Tu rigor, Criticándome severo 14. “Ya que el pecho me has curado, / Penetrado / Habrás mi modo de amar” (38). 15. “Mas nunca expresa mi labio / Afectos que el alma siente” (38).

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El homenaje sincero Que ofrezco a su amable autor (37).

García Granados se declara ferviente admiradora de Saavedra, “sabio, sensible y honrado / Expatriado / Por amar la independencia” y cierra su jugueteo lírico reconviniendo cariñosamente al celoso Fabio por su exigencia de atención16 y aludiendo en tono cómplice al silencioso lazo afectivo que los une: “Y satisfecho has de estar / De mi afecto, aunque callado”. Como hemos comprobado, la influencia del Rivas del exilio, aquel que ya había consolidado el giro romántico iniciado antes de la década de los veinte en poemas como “Elegía”, “Lamento nocturno”, “Lamentación”, “A Olimpia”, etc., fue un detonante fundamental en la trayectoria poética de María Josefa García Granados alrededor de 1830. La admiración de la escritora hispano-guatemalteca por el autor de Don Álvaro y la materialización de dicho “magisterio” poético en las composiciones primerizas de aquella, son una buena muestra de los lazos entre el movimiento romántico español y su homólogo centroamericano, y de los claros ecos del primero en el segundo. En la década de los treinta, cuando aún en la Península las poetas románticas guardaban silencio, en América una española se atrevía a traducir a Byron, a hacer política a través de la poesía, a escandalizar a la sociedad de su tiempo con versos jocosos de explícito contenido sexual y a trasladar los usos románticos a la recién nacida lírica poscolonial. La reconsideración de la obra de María Josefa García Granados y su merecida inclusión en el aún escueto panorama de las románticas españolas debería quizá conducirnos a un nuevo planteamiento de la cronología de la poesía femenina del período. Valgan las presentes páginas, entre tanto, como homenaje a la primera de nuestras románticas y como punto de partida para una visión más amplia —y quizá también menos peninsular— de la presencia de las mujeres en la lírica de la primera mitad del siglo xix.

16. “Tu amistad quiere, exigente, / Que a ti me dirija ¡oh Fabio!” (38).

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Juan Martínez Villergas, poesía y sátira de costumbres Dolores Thion Soriano-Molla Université de Pau et des Pays de l’Adour

Aunque la extraordinaria trayectoria del vallisoletano Juan Martínez Villergas (1817-1894), y extraordinaria por ser carácter atípica, contendiente, desinhibida, liberal, viajera, política y periodística, fuese cortapisa para el desarrollo de una producción literaria dentro del paradigma romántico canónico, el carácter crítico, polemista, irreverente e independiente de este autodidacta, pero también su gran perspicacidad y mucho humor, orientaron su quehacer hacia la poesía de corte popular y festiva, entre otros modelos y géneros. Juan Martínez Villergas fue vertiendo en variadas estrofas y versos una mirada crítica sobre la sociedad, sus vicios, sus usos y sus costumbres siguiendo la tradición de la sátira española, la cual, había conocido un importante auge durante el siglo xviii. A la figura de Juan Martínez Villergas ya se le han dedicado algunos estudios. La mayoría se han centrado sobre todo en la reconstrucción de su azarosa biografía, agitada por su republicanismo liberal que le llevó al exilio y a la cárcel en numerosas ocasiones. Los trabajos sobre literatura han versado en su visión del Romanticismo y en sus sátiras literarias sobre escritores coetáneos (Álvarez Barrientos, García Tarancón, García Castañeda). Nuestro propósito ahora reside en estudiar algunos aspectos sobre Villergas como epigramista costumbrista, centrándonos en los textos recogidos en su última antología, Poesías Selectas, publicada en La Habana, en 1885. El marco periodístico en que las poesías de Juan Martínez Villergas vieron la luz fue un estimulante acicate para la creación a lo largo de su vida, marcada por el ritmo constante de publicación de las mismas, pero en especial por el carácter satírico de la mayoría de las revistas y periódicos que fundó en España, en Cuba, en Méjico, en Argentina y en Perú (Alonso, Barrantes, Gaviria, Ortega). De hecho, las poesías

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que él mismo recogió en antologías fueron, según sus declaraciones, las que aparecieron en cabeceras de fácil acceso, ya que otras muchas, explicaba el poeta, quedaron desperdigadas y olvidadas en las efímeras y volanderas páginas de los distintos periódicos en los que fue colaborando o que él mismo creó. Esas antologías gozaron de relativo éxito puesto que de ellos se conocen diferentes ediciones, algunas aumentadas y revisadas. Es lo que ocurre en sus ediciones madrileñas de Poesías jocosas y satíricas (1842, en edición aumentada en 1847); y de Los siete pecados capitales (1856 y 1857). Diez años después, en La Habana, bajo el mismo título Villergas volvió a publicar un volumen de Poesías jocosas y satíricas, aunque en él varía las selecciones de poemas. También en la capital cubana salieron a la luz sus dos tomos de Poesías Selectas, en 1885, compuestos con una selección de poemas de los títulos anteriores y otros versos publicados en la prensa cubana. Poesías Selectas fue compuesta por iniciativa y bajo el patrocinio del Casino Español de La Habana, como homenaje a Martínez Villergas, que de 1857 a 1889 había realizado nueve viajes a Cuba y había residido en la isla catorce años de su vida. El Casino pretendía además con estos dos volúmenes hacer frente a las dificultades económicas en las que vivía el escritor. Por ser una antología que él mismo preparó y a pesar de que fuese echando mano de las composiciones en aquellos momentos y a su disposición en La Habana, encarna en cierto modo el legado que él quiso que le trascendiese al final de su trayectoria. En esta antología el polígrafo seleccionó “cuanto en cerca de medio siglo he publicado en reglones desiguales, que es lo que por poesía suele tomarse; y por otra, la de encontrar en ello algo que digno me parezca de la protección del patriótico instituto” (Villergas Poesías escogidas, XI). En La Habana de 1885 era difícil hacer abstracción de composiciones circunstanciales, pero no obstante, salvo algunas poesías relativas a la llegada de legiones y tropas españolas a Cuba, estos volúmenes recogen las composiciones menos circunstanciales y más universales de la obra de Martínez Villergas. La selección está ordenada cronológicamente. En ella se recoge un espectro variado de composiciones poéticas, entre las que cabe recordar letrillas, romances, epigramas y odas, incluso aquellas de asuntos baladíes como la conocida Oda a las patatas1.

1. Con la que se inauguró una curiosa controversia a algunos alimentos, testimonio “de lo que vinieron a ser los discreteos poético-filosóficos hacia la mitad del siglo

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e n p o e s í a b re v e

Juan Martínez Villergas había compuesto gran parte de las poesías breves compiladas en Poesías Selectas muchos años atrás, para las páginas de periódicos y revistas como el Semanario Pintoresco Español, La Linterna, La Nube, El Fandango, Dómine Lucas, El Burro, El Tío Camorra, Don Circunstancias, etc. Por lo tanto, están estrechamente vinculadas a un momento de solaz durante la lectura del periódico y de entretenimiento, en la línea de los pioneros Adisson y Steel y de otros románticos y epigramistas españoles, entre los que caben recordar los nombres de José Joaquín de Mora, de Modesto Lafuente, de José Somoza, de Ayguals de Izco o de Martínez de Rosa entre tantos otros. Años después Martínez Villergas reconoció haber pagado tributo de manera ciega e irreflexiva: a las preocupaciones, no ya del dominante romanticismo, sino de la degeneración de esa escuela, consistentes en suponer que el desenfreno, tanto en las ideas como en la manera de expresarlas, era indicio seguro de lo que entonces se ha llamado genio. Así era que muchos quedábamos contentísimos cada vez que, como muestra de recomendable originalidad, soltábamos una extravagancia, sobre todo si, al vestirla, sabíamos prescindir absolutamente de las reglas del arte, para presentarla con todo el desaliño posible. No había, por consiguiente, nada tan fácil como aparentar genio en aquella época, de la cual quedan algunos resabios sin duda (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, XII-XIII).

Para ese momento de entretenimiento y genialidad provocadora, Villergas optó durante su carrera de escritor por lo festivo y en verso. En nuestra sociedad, lo festivo es sinónimo de ligero, con lo cual se suele sobrentender, fácil, sencillo, descuidado e incluso ramplón. La chispa, la gracia, la agilidad son rasgos asociados a la cultura popular y, en consecuencia, relacionadas con el vulgo, con la incultura y con la improvisación aun cuando conlleven trabajo y formen parte de nuestra tradición cultural. De hecho, Villergas se jactaba de que le xix”. Los huevos, el chocolate y las coles fueron los temas que para dicha controversia trataron Ayguals de Izco, Lafuente y Baldoví (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, XIII y II, 338).

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despreciasen los literatos célebres, pero que su obra fuese bien acogida por un público popular, lo cual, justificaba las reediciones de sus antologías poéticas. Podría pensarse que semejantes reacciones nacieron tan solo de su falta de formación y de erudición. Cierto es que él sentía la necesidad de dar cuenta de su capacidad de trabajo y de los esfuerzos que él había tenido que hacer por no haber contado con la ayuda de nadie, “sin libros ni maestros” (Martínez Villergas Poesías jocosas y satíricas, 2, VII), pero también provenían de la necesidad de afirmación de su genio personal al que aludía en la cita anterior. La formación literaria la adquirió con el tiempo y con la madurez, como también el juicio autocrítico, y con ambas, la autocensura de producciones, que “sin ninguna excusa piden por el esmero con que aparecen escritas, no la merecen por la enseñanza literaria que difunden” (Martínez Villergas Poesías Selectas, II, 338), de lo cual es testimonio la antología objeto de nuestro estudio. La expresión que busca la risa o la sonrisa encierra no obstante una visión de mundo pertinaz y, la perspectiva crítica que se suele adoptar con humor, bien se sabe, puede ser desde un punto de vista comunicativo, altamente productiva y eficaz cuando se pretende denunciar, fustigar y corregir. Fustigat mores, podría ser la divisa de las composiciones poéticas de Juan Martínez Villergas, aun cuando no siempre estén escritas con intenciones ejemplarizantes o admonitorias. “¿Qué es la risa?”, preguntaba retóricamente Villergas cuando salió a la luz la homónima revista, La Risa, enciclopedia de extravagancias (Martínez Villergas 2-IV-1893). Aunque declaraba no saber definirlo, por aproximación lo describía como uno de los sentimientos más comunes y compartidos, “producto de la ridiculez, de la simpleza y de la locura de los mortales” y tras inventariar los más diversos tipos de risa, sus variaciones y formas, lapidario y sentencioso definía la risa como “un sentimiento natural producido por la impresión de los objetos” (Martínez Villergas 2-IV-1893). Ahora bien, en el ámbito social, lo risible sobrepasa esa reacción sensible para convertirse en actitud, en modo de ser y estar románticos en el seno de la colectividad. “Para que la mitad del mundo se ría, es necesario que la otra mitad haga la víctima”, insistía Villergas recogiendo el manido tópico (Martínez Villergas 2-IV-1893). Él se ubicaba entre las víctimas “que menos tienen que agradecer al mundo” (Martínez Villergas 2-IV-1893), y sin embargo el mundo entero era para él su víctima: “Medio mundo se ríe / del

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otro medio; / y yo solo me río / del mundo entero” (Martínez Villergas 2-IV-1893). Adoptaba por lo tanto la pose distanciada y superior que convierte a la víctima en verdugo, en este caso, porque el poeta encuentra la suficiente fuerza personal para autoafirmarse, como refleja su propio testimonio: no soy rana, no se me pone así como quiera la ceniza en la frente, que no me aguanto sin decir esta boca es mía, que podrá torcerme un brazo quien pueda más que yo, pero no será porque yo le dé mi brazo a torcer, y finalmente Que si el mundo furibundo porque de mi ser se ría muestra valor sin segundo, no será en mi cobardía reírme de todo el mundo (Martínez Villergas 2-IV-1893).

Con su libertad de palabra, lo risible es utilizado durante gran parte de su existencia en forma de burla irónica y cruel, de ensañado sarcasmo. Precisamente esa acritud, esa mordacidad despiadada molestaba, pero ante ella se gracejaba el escritor en su letrilla: Gente hay poco recatada que se lamenta no obstante de mi pluma descarada Porque más de que salada La tachan de muy picante Y hoy contra tales hipócritas Pienso hacer una letrilla Punto menos que guindilla (Martínez Villergas Poesías jocosas y satíricas, 2, 252- 255).

La actitud que adopta Martínez Villergas y el tono insolente propio del sátiro irreverente, independiente y malévolo, contribuye a configurar su propio personaje literario. Aunque en las biografías que sobre él se han escrito, esta es la imagen que se repite de manera recurrente —tal vez porque se suelen citar sucesivamente las mismas fuentes—, ahora es imposible distanciar la íntima realidad de la pose literaria. Por otra parte, el temperamento huraño o el carácter a la auto-marginalización, ya

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sean connaturales o artificiosos, no son suficientes para justificar una atracción exclusiva por la sátira ni tampoco sirven de criterio valorativo del conjunto de su obra, como en ocasiones se ha venido haciendo (García Tarancón). Villergas encarnó el modelo de sátiro fustigador, bruto y justiciero y utilizó la pluma como arma durante gran parte de su vida, sobre todo en asuntos políticos y literarios, en tanto que republicano liberal, condenado, encarcelado y exiliado. Célebres fueron sus bravatadas en contra de González Bravo, de Narváez, de la Monarquía, de Sarmiento, contra la reina Cristina, el rey Fernando, pero también, en contra de los trasnochados neoclásicos y de los románticos que lo menospreciaron. Ahora bien, cuando la fuente de inspiración o el blanco de su ataque no es una personalidad concreta, sino los tipos, los usos y los comportamientos domésticos y sociales, la pluma de Villergas pierde su carácter invectivo y brutal para perseguir la sonrisa amable. Hace uso entonces de la inesperada ocurrencia, de la gracia y del chiste, aun cuando exprese sus propias verdades en asuntos de sociales, morales y religiosos. Villergas era “temido por los de arriba”, pero “adorado por los de abajo” (Gómez Villaboa, 9-10), por sus chistosos versos y sus ideas democráticas, que responden a la adscripción social —o romántico sociales— de sus creaciones, a sus sueños utópicos de una sociedad mejor. Ya en 1842, en la reseña que apareció en Semanario Pintoresco Español sobre Poesías jocosas y satíricas indicaba el periodista M. que en la época “de contradicción, de incertidumbre y de antítesis” (M. 11-IX-1842) en la que vivían, existía un profundo desfase entre las costumbres y las doctrinas: con qué risa ¡de todo lo que se le pone por delante!; remontándose solo á ilusiones tangibles y aun manducables; materializando todas las ideas, y encarnándolas á veces basta con la fe de bautismo de los que las tienen; tratando al amor con cierto aire de campaña y no viendo en la mujer un esqueleto carcomido, ni una víctima adornada para el sacrificio, sino una cosa buena que se vende, que se come, y que sabe bien. También la echa á veces nuestro poeta de genio no comprendido, y la emprende con la sociedad, ó lo que él mira en ella á su manera un si es no es brusca y revoltosa. Ministros y magnates, maridos, madres, cesantes y postulantes, yentes y vinientes, príncipes y princesas, todo es blanco de sus dardos certeros, y es preciso confesar que, salva la intención, maneja con gracia la banderilla (M. 11-IX-1842).

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Su actitud era de indignación ante los vicios y defectos de la sociedad, pero a diferencia del sátiro cínico, a la hora de convertir en asunto literario el tipo y la costumbre, quiso provocar la risa jovial o la burla amable antes que la acerba virulencia, en unas poesías ligeras, sencillas y musicales, pero de contenidos acertados y reales. La chanza y la risa constituyen así su actitud vital: Lágrimas fuera, cese el pesar, Ríete Pedro, que esto es vivir, Quien mal te quiere te hará llorar; Quien bien te quiere te hará reír (Martínez Villergas, Colección escogida de artículos literarios, 298).

Puesto que su lector es principalmente el vulgo, sus versos son populares por su sencillez o sencillos para ser populares, poco importa. Tuvo la clarividencia de comunicar con el lector y oyente iletrado del periódico2, aun cuando estaba convencido de que “en composiciones cortas puede haber toda la crítica necesaria para corregir los defectos de la sociedad, ni el lector saca tanto fruto de ellas, ni son para él de tanto valor como una obra dónde el escritor tiene más libertad y más extensión para explanar sus pensamientos” (Martínez Villergas El cancionero del pueblo VII). No obstante y aunque no lo desarrollase, Villergas era consciente de la eficacia comunicativa de sus octosílabos de corte popular. Valoraba la capacidad poética del pueblo español, su tendencia a la expresividad metafórica y su habilidad para hacer composiciones sentidas y sentenciosas, “ricas de filosofía y de inspiración, imprimiendo a todos sus versos el sello de la espontaneidad, o lo que es lo mismo, ocultando el esfuerzo mental o artístico, que es el escollo de los grandes ingenios del mundo” (Martínez Villergas Colección escogida de artículos literarios, 296).

2. Anotemos además que Villergas no descuidaba ningún detalle en ese acercamiento al pueblo en sus textos. Para ello recurre al tradicional tópico del aurea mediocritas, al comentario metatextual sobre su propio quehacer y la burla de su propia manera de componer versos. Allana también la comunicación el hecho de utilizar la primera persona, presencia del poeta en con sus comentarios que tienen que acortan distancias entre el vate y su receptor.

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En su Juicio crítico de los poetas españoles contemporáneos reivindicaba precisamente la tradición poética española frente a las influyentes modas francesas3 y justipreciaba el acervo popular, de cuyo saber hacía acopio como modelo de inspiración y de imitación: “Yo creo que el vulgo inventa y el poeta no hace más que pintar. El vulgo sería un excelente retratista, su poseyera el secreto del colorido” (Martínez Villergas Juicio crítico de los poetas... 167). Villergas, en consecuencia, se puede identificar perfectamente con ese poeta popular y costumbrista, del vulgo y vulgar en el sentido primero del término, porque bebe de las fuentes de la vida inmediata, en el “libro del mundo”, “el primero y más voluminoso, y más verdadero, y más ameno, y más sublime, y más detallado, y más inteligible de todos los libros” (Martínez Villergas Colección escogida de artículos literarios, 295). En sus versos, Villergas recurría a la imitación verosímil, a los temas de actualidad, buscaba la claridad, el orden y la llaneza en la expresión, siguiendo los pasos de Bretón de los Herreros4. Tras observar la realidad, cotidiana e inmediata, el polígrafo vallisoletano lograba extractar aquel cúmulo de generalidades, destilar el rasgo singular y caracterizador, o en otras palabras, el rasgo único o esencial —el que un verso puede contener— para pintar en escueto trazo la mala costumbre, la picardía, la doblez, el vicio, el defecto y el tipo con el que se identifican cualquier tipo de gente, sin gran distinción social. Algunas composiciones son, sin embargo, condenatorias y correctivas, lo cómico instrumenta la risa deliberadamente, incluyendo entonces, una moral silenciada, pero no por ello ausente. Para Villergas era importante transmitir el chiste ingenioso y la gracia oportuna pero también su visión filantrópica de la sociedad; contribuir a crear una conciencia crítica que acercase, como se apuntaba en la reseña del Semanario pintoresco antes citada, el individuo a la realidad social, que le indujese a poner en tela de juicio su presente y que defendiese sus aspiraciones e intereses en aras de una sociedad de bienestar, más justa y más libre. A imagen de Larra y Quintana, a quienes Villergas admiraba, otorgó a la literatura funciones sociales, educativas y morales para que fuese expresión de su tiempo y “para que este hecho tuviera 3. Martínez Villergas, Juan, Juicio crítico de los poetas españoles contemporáneos, París, Librería de Rosa y p.167. 4. A este respecto y sobre las ideas literarias y críticas de Villegas, extractamos algunas de las ideas analizadas por Asunción García Tarancón en La sátira literaria poética.

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los efectos deseados era necesario reclamar en toda actividad literaria dos principios fundamentales: libertad y verdad” (García Trancón, 293). Villergas antepuso la verdad, la idea y el contenido a la belleza formal. Ahora bien, puesto que la expresión, para él tenía que ser asimismo audaz e ingeniosa, el epigrama fue una de las formas métricas que con mayor facilidad cultivó y que más recogió en Poesías Selectas. 2 . P O E S Í A S S E L E C TA S , L a H abana 1 8 8 5 : ac e r ca de l os e p i g ramas En 1885, cuando Martínez Villergas preparó Poesías Selectas vivía ya al margen de las diatribas literarias y de las luchas políticas, lo que le indujo a desechar las poesías de tipo circunstancial y de tema político y literario, en particular, invectivas y ataques personales que habían ido transitando por sus diferentes antologías. Lejos de las circunstancias que vieron nacer muchas de sus poesías, voluntariamente las depuró para aquella edición conmemorativa. Como él explicaba: En esta edición faltan muchas de mis poesías, quizás más de las nueve décimas partes de la que he dado a luz durante mi larga vida; pero no lo sienta el lector, porque si poco valen las que aquí se han incluido, más negativo, por regla general es el mérito de las que faltan; pues lo mismo a mí que a todos los que escriben demasiado es aplicable aquel epigrama que dice: Los diez tomos, vive Dios, Que ha publicado Quirós, Con notas y suplementos, Como los Diez Mandamientos, Pueden reducirse a dos (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 337).

Las que salvó en su testamento literario fueron sus colecciones de epigramas de temas variados, compuestos durante toda su trayectoria, a excepción de aquellos que eran sátiras personales que no incluyó. Además los revisó: modificó palabras y versos, ajustó la puntuación, suavizó el embate y moderó el tono. Componen este corpus 258 poemas reunidos bajo el lema de epigramas al final del primer tomo. En general, la crítica suele admitir que

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fue el género en el que más destacó el escritor, pese a la dificultad que la brevedad de dicha composición exige y aun cuando ofrezca total libertad creativa por no ser una forma poética canónica. Si a Villergas le interesaba el epigrama era, como rezaba la preceptiva, por la expresión de un pensamiento con gracia y con sencillez, con naturalidad y facilidad. Para él, Quevedo entre los clásicos; Modesto Lafuente, Bretón de los Herreros entre sus contemporáneos, eras excelentes poetas epigramáticos. Su concepción del epigrama es la de una sátira en miniatura, pues comparte con ella ideas y sentimientos de tipo medio y vulgar. Por su carácter sucinto, el epigrama, más próximo al arte del ingenio, es forzosamente sustancial, contundente y lapidario. La precisión y agudeza del pensamiento expresado requiere que solo se trate un asunto mínimo, depurado y concentrado, lo cual, favorece el proceso de generalización y síntesis de la realidad inmediata, propia del costumbrismo, observada bajo una perspectiva risible: ¿Juez de Derecho un gibado? Pues bastante hemos hablado (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 249).

Villergas, siguiendo la tradición epigramática, estructuraba sus composiciones en dos partes, con sucinto desarrollo o exposición de ideas que a su vez sugieren ideas, sentimientos, pensamientos nuevos e inesperados, los cuales sorprenden y agradan al lector. El lector es el que ha de desentrañar y redondear el significado, en la línea tradicional de Marcial, como si de una adivinanza o un enigma se tratara: Mostrando un duro, un impío Avaro, á quien Dios confunda, Dije: “¿Es de Isabel Segunda?” Y respondió: “No, que es mío” (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 251). Aquí vive Don Andrés; Aquel que con tanta gloria Anda enseñando el francés, La gramática; la historia... Y los dedos de los pies (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 304-305).

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Pensaba Villergas que las historietas y anécdotas vulgares fruto de la observación quedaban engalanadas por la imaginación y la versificación. Reflexionaba intuitivamente en términos de desvío y sorpresa, porque, a su decir, tras el cincel del poeta, estos materiales “producen en todos nosotros una sensación extraña y deleitable; es la sensación de la novedad” (Martínez Villergas Colección escogida de artículos literarios, 295), al reconocer algo de la cotidianeidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el célebre caso del comportamiento de los comensales en la típica y costumbrista cena: Varias personas cenaban con afán desordenado, y a una tajada miraban, que, habiendo sola quedado, por cortedad respetaban. Uno la luz apagó, para atraparla con modos; su mano al plato llevó, y halló... las manos de todos pero la tajada, no (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 234).

La dificultad que lleva el pensamiento epigramático reside en la enunciación a la vez sencilla, sorprendente por tangencial e inesperada, en el ritmo rápido con el que poeta y lector han de avanzar en el desentrañamiento para que el ingenio surta efecto: “¡Cómo! (le dije a Macías) ¿Aún no has leído de Homero Las egregias poesías?” Y me contestó altanero: “¿Leyó él acaso las mías?” (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 298) Trifón supo, á toda luz Robando, juntar buen pico; Sus mérito de... hombre rico Valiéronle una Gran Cruz. Y así la maledicencia

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Sostiene que fue Trifón “Excelencia1-por ladrón-” Tras “ladrón por excelencia” (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 309).

Aunque preceptivamente el epigrama carezca de forma métrica específica, Villergas cultivó la redondilla cruzada, la cuarteta, la quintilla simple y doble y la décima, entre otras formas que él mismo agrupó en este epígrafe de difícil clasificación. En ellas alaba la virtud, censura el vicio, denuncia lo ridículo, castiga lo necio, la hipocresía, la avaricia, la altanería, la gula, la envidia... pero también males y corrupciones sociales, tales como la miseria, el robo, la estafa, el afán de lucro, el abuso, deseo de medrar, la falsa religiosidad, el alcohol, la moral sexual y las hipocresía en las costumbres, entre tantos vicios y defectos humanos, para mostrar las dobleces del hombre y para denunciar la sociedad corrompida (Martínez Sarrión, 36): Desde que Antonio quebró, en la miseria se ve; También quebró Bernabé, y millonario quedó. No en vano autores selectos sostienen, con noble afán, que las mismas causas dan siempre los mismos efectos (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, 301). A una cátedra Simón Hace oposición, y creo Que colmará su ambición Pues no es el primer empleo que pesca la oposición (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 254).

Villergas hizo alarde de cierto anticlericalismo, con chanzas sobre aspectos interpretaciones de la doctrina y prácticas religiosas: mandamientos, confesión o como en el siguiente:

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A la bella Marcelina, Que era sorda como un cesto, Un confesor indigesto Preguntaba la doctrina, Y dijo: “¿Cuál es el sexto?” Ella creyendo escuchar: “¿Quién es Dios Omnipotente?”, Contestó sin vacilar: “La cosa más excelente que se puede imaginar’ (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 258).

Uno de los temas dominantes es la mujer y todos los tópicos sociales y morales que la han definido tradicionalmente en la sociedad española en torno al matrimonio, a la moral sexual, al gasto económico, la coquetería, la seducción... Anotaba el crítico que bajo M. se ocultaba en el Semanario Pintoresco español, que Villergas planteaba el tema del “amor con cierto aire de campaña y no viendo en la mujer un esqueleto carcomido, ni una víctima adornada para el sacrificio, sino una cosa buena que se vende, que se come, y que sabe bien”. Numerosos epigramas versan sobre costumbres y usos amorosos, presentadas con naturalidad al margen de los códigos religiosos y morales: Habrá doncella lombriz, que no se queje aunque ajeno se le atribuya un desliz; quejárase la infeliz de que no se lo hagan bueno. Siempre soltero Vicente Soñaba que se casaba; Y aunque lo hizo felizmente Cuentan que al dia siguiente Soñó que se divorciaba (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 247).

Como se ha podido ir observando en los epigramas hasta ahora citados, los tipos son esquemáticos pero significativos. Responden a estatus profesionales, oficios y funciones, regionalismos, locativos fáciles de reconocer, todos perfilados por un comportamiento tópico: la

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monarquía, la beata, el sacristán, el clérigo, el banquero, el periodista, el estudiante, el ministro, el comerciante, el vendedor, el estafador. Los onomásticos son de raigambre popular: Tomasa, Baltasar, Paca, Anacleta, Pilar, Isabel, o mesocrática, diferenciados en general por el título de don y doña. En el paradigma de Villegas predomina el tipo del listo —se supone en muchas ocasiones el lector que ha de descifrar— frente al tonto y sobre todo, el tonto-pillo y el falso inocentón o el hipócrita: La beata santurrona que en el entresuelo habita, tiene, según malas lenguas, el amante en las buhardillas. Y dice: “Tanto me embargan las atenciones divinas, que paso días y noches entregada al que está arriba” (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 244).

El epigrama de Villergas es versátil, veloz, sorprendente, ofrece contraste de luces y sombras en de tono conversacional. Usa lengua ágil y viva, con registros de vocabulario estándar y popular: Viendo un entierro, el caribe, de un centinela inexperto, gritó a lo lejos: ¿Quién vive! Y contestaron: ¡Un muerto! (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 246).

Utiliza la rima consonante, que marca el ritmo de timbre con mayor vehemencia castellano, o asonante en versos en general agudos: Desde que Antonio quebró, en la miseria se ve; También quebró Bernabé, y millonario quedó. No en vano autores selectos sostienen, con noble afán,

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que las mismas causas dan siempre los mismos efectos (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 301).

Resume a veces caricaturas que distorsionan a los personajes, exagerando grotescamente los rasgos físicos y gusta de la “confusión de los reinos de la naturaleza: mineral, vegetal, animal y humano” (Martínez Sarrión, 27) a imagen de Quevedo, resaltando rasgos físicos, malformaciones, defectos de alguna persona, animalizaciones, entroncando con lo grotesco y el humor negro: Tu tez, Jeroma, es carcoma, No tienes dientes ni muelas. Eres calva, tuerta y roma Y hoy te han salido viruelas; ¡Buena quedarás, Jeroma! (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 245).

Villergas solía recurrir a dicha estrategia en los epitafios dedicados sobre todo a la política y a la Monarquía. Hablando con maestría De las formas de gobierno Un fabulista moderno, Defiende la monarquía. Rasgos muy originales Tiene el ingenioso autor; Pero ninguno mejor Que ponerla entre animales (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 241). Tanto quisieron tirar Del coche del rey Fernando Los realistas de un lugar, Que segura de volcar Iba la reina temblando. “¡Alto!” Fernando exclamó; Mas, como iban desbocados Y nadie le obedeció,

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Gritóles con rabia: “¡Soooo!” Y se quedaron clavados (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 256).

Villergas no siempre hizo alarde de gran creatividad, pues en muchos casos recurre a juegos sencillos de palabras, a expresiones y a refranes, que tradicionalmente se han considerado recursos facilones para los epigramas. No obstante, hay que tener en cuenta que encerrar una costumbre o un tipo en los breves octosílabos de una estrofa corta no es tarea fácil. Esas estrategias favorecieron la comunicación sencilla con el lector, pero sobre todo, con el auditorio vulgar de tertulias y gabinetes de prensa. Por otra parte, la síntesis del epigrama, a pesar de proponer observaciones inmediatas, tiende de manera natural a la universalización, sobre todo cuando los pocos referentes que el poeta proporciona pueden, por su carácter general, superar las barreras de su presente y depurar una observación que de localista pasa, en otros tiempos y en otros espacios, a adquirir nuevos significados. Obsérvense las claves de desentrañamiento que este epigrama, escrito en torno a 1847, ofrece para un lector de un siglo después, cuya enciclopedia personal ya no es la misma: Sierra y Franco, un eminente Puesto se disputan; pero... Se lo llevará el primero, A juzgar por lo siguiente: Méritos que alega Franco: Muchas acciones... de guerra. Méritos que tiene Sierra: Muchas acciones... del Banco (Martínez Villergas, Poesías Selectas, I, 296).

No fue la poesía —y menos aún breve— el género por excelencia del costumbrismo porque poco se prestaban el marco estrecho de las estrofas a la pintura de costumbres inmediatas. Ahora bien en ese ejercicio de plasmar lo inmediato por el que Villergas y otros románticos optaron desde la risa, como manera de estar en el mundo y, incluso a riesgo de ser el “hazme reír o la irrisión de todo el mundo” (Martínez Villergas Poesías Selectas, I, XI), consiguieron que muchas de sus

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creaciones pudieran perfectamente trascenderles. Precisamente e intuitivamente lo percibió Villergas cuando compuso sus Poesías Selectas, el epigrama destila la costumbre local en esencia humana y universal. No siempre es cuestión de tiempo, sino grado de referencialidad y vigencia de la misma. Muestra de ello es, el ejemplo que nos ofrece el epigrama siguiente, que como licencia tomamos de otras fuentes de Villergas, para cerrar este trabajo dada la actualidad de sus resonancias tan actuales ciento sesenta años después de haber visto la luz: No ha habido este año furor Por enterrar la sardina... En julio se hizo mejor, La sardina fue Cristina y el pueblo el enterrador (El Látigo, 1854).

B i b l i ogr a fí a : Alonso Cortés, Narciso (1913): Juan Martínez Villergas. Bosquejo biográfico-crítico. Valladolid: Vda. de Montero. Álvarez Barrientos, Joaquín (1995): “Las ideas de Martínez Villergas sobre la risa en La risa, Enciclopedia extravagancias”, La sonrisa romántica: (sobre lo lúdico del Romanticismo hispánico), Romanticismo: actas del V Congreso, Nápoles, 1-3 de abril de 1993. Roma: Bulzoni, pp. 9-15. Barrantes, Vicente (1894): “Villergas y su tiempo”, La España Moderna, LXVI. junio 1894, pp. 53-69. García Castañeda, Salvador (1972): “El satírico Villergas y sus andanzas hispanoamericanas”, Anuario de Letras, X, pp. 133-151. — (1973): “Juan Martínez Villergas y un cuadro de Esquivel”, Revista de Estudios Hispánicos, VII. pp. 179-192. García Tarancón, Asunción (1997): La sátira literaria poética en el siglo XIX: Juan Martínez Villergas, Tesis doctoral, Microformas, Universidad de Barcelona. — (1998): “‘¡Mueran los clásicos!, ¡mueran los románticos!, ¡muera todo!’: Juan Martínez Villergas y la sátira del tema literario (1842-1846)”, Del romanticismo al realismo: actas del I Coloquio de la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX. Coord. por Luis Felipe Díaz Larios, Enrique Miralles, Barcelona: PPU, pp. 59-74. — Gómez Villaboa, Emilio (1968): Antología epigramática de Juan Martínez Villergas. El gran humorista y primer satírico del siglo XIX, Madrid: Gráficas Brasil.

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M. (1842): “Crítica literaria. Poesías jocosas y satíricas de Juan Martínez Villergas”. Semanario Pintoresco Español. 11-IX-1842. Martínez Sarrión, Antonio (2003): Antología de la poesía satírica, Madrid: Espasa Calpe. Martínez Villergas, Juan (1842): Poesías jocosas y satíricas, Madrid: Imprenta Plazuela de San Miguel. — (1845): Los siete mil pecados capitales, Madrid: Ext. literario-tipográfico de P. Nados. — (1847): Poesías Jocosas y satíricas, 2ª. edición, Madrid: Imp. de J. M. Ducazal. — (1848): El cancionero del pueblo, I. Madrid: Imp. de Ayguals de Izco. — (1854): Juicio crítico de los poetas españoles contemporáneos, Paris: Librería de Rosa y Bouret. — (1857): Colección escogida de artículos literarios, La Habana: Imp. La Cubana. — (1885): Poesías Escogidas. La Habana: Imprenta militar de Soler. — (1885): Poesías Selectas, I y II, La Habana: Imprenta Militar de Soler, Álvarez y Compañía. — (1893): “La risa”. La Risa, enciclopedia de extravagancias, 2-IV-1893. Ortega Rubio, Juan (1893): Vallisoletanos ilustres, Valladolid: Luis N. de Gaviria.

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Algunas noticias y catorce cartas inéditas para la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga Ana M.ª Freire UNED

1 . I nt ro duc c i ó n Desde el propósito inicial de este trabajo, que trataba de los proyectados viajes al Nuevo Mundo de Jacinto de Salas y Quiroga, hasta su redacción definitiva, la propia investigación fue desviando el rumbo hacia los resultados que ahora presento. Al indagar sobre la persona del escritor, además de los escasos pero impagables recuerdos de su amigo Eugenio de Ochoa (1840 y 1867), hallé el indispensable trabajo de Núñez de Arenas sobre “El pobre Salas” (1926) y el posterior de Alarcos (19762). La bibliografía más reciente —Cristina Patiño (2004), Mª Esther Rincón (2009), Sebold (2009), Torres Nebrera (2012)— no se ocupa tanto de su persona como de su creación literaria. Pero, a medida que fui leyendo unos y otros trabajos y las propias obras de Salas, me fue interesando más su prosa que sus versos, y todavía más su biografía, plagada de incógnitas. Lo que se ha escrito sobre ella procede, casi en su totalidad, de los papeles que manejó Núñez de Arenas, de lo que Salas deslizó en su propia obra literaria, y de algunos testimonios —pocos— de contemporáneos como Ochoa, el único que recuerda haber asistido a su tristísimo entierro.

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Algunas noticias y catorce cartas inéditas

La respuesta a mi interés fue el hallazgo imprevisto, en un lugar tan inesperado como Ámsterdam, de catorce cartas, no solo inéditas, sino desconocidas, dirigidas a Salas y Quiroga por destacados personajes de su tiempo1. El estudio de esas cartas fue una invitación a continuar investigando sobre la persona a la que iban dirigidas, lo que ahora me permite aportar una serie de datos hasta ahora ignorados para la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga. Que las cartas se hallaran en Ámsterdam tiene cierta explicación. El 26 de mayo de 1842, Jacinto de Salas y Quiroga era nombrado secretario de la Legación de España en los Países Bajos, sustituyendo a su amigo José de Espronceda, el cual, aunque nombrado, no había llegado a tomar posesión del cargo. Salas residió en La Haya durante año y medio: tomó posesión el 1 de agosto de 1842 y cesó el 1 de enero de 1844. Todo hace suponer que este epistolario se halla en la Biblioteca de la Universidad de Ámsterdam desde el siglo xix o, por lo menos, forma un corpus desde entonces, que inicialmente debió de constar por lo menos de veinte cartas, pues cada una de las que se conservan lleva un número de serie en el ángulo superior izquierdo, con caligrafía y tinta del xix. Además, una mano también de entonces se ocupó de escribir en algunas de ellas la identificación, en varios casos errónea, de los personajes que las firman. Según esa numeración, que no coincide con su orden cronológico, las cartas conservadas, una vez identificados sus verdaderos remitentes, resultan ser de Ramón M.ª Narváez2 (2), Manuel Cortina

1. Agradezco a Germán Gullón su ayuda en la agilización de los trámites para conseguir la digitalización y envío de esas cartas, y la confirmación por su parte de que nunca habían sido editadas ni estudiadas. Agradezco también la atención del personal del archivo de Santa Marta de Ortigueira y del archivo del obispado de MondoñedoFerrol. 2. Ramón Mª Narváez y Campos (Loja, 1800-Madrid, 1868), militar y político. Ocupó diversas carteras ministeriales —Guerra, Estado, Marina, Comercio y Gobernación de Ultramar— y fue en siete ocasiones presidente del Consejo de Ministros. Luchó contra los carlistas y, liberal de tendencia moderada, mantuvo una posición contraria a Espartero. En 1845 se le otorgó el título de duque de Valencia.

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Arenzana3 (3), Francisco Luján Miguel y Romero4 (5), Francisco Serrano Domínguez5 (6), el Conde de Villanueva6 (8), Mauricio Carlos de Onís7 (9), Tomás Rodríguez Rubí8 (11), Fernando Miranda9 (13), 3. Manuel Cortina Arenzana (Sevilla, 1802-Madrid, 1879), político liberal de tendencia progresista, partidario de Espartero en los años de esta correspondencia, aunque después contribuyó a su caída. Fue diputado en 1838 y ministro de la Gobernación con Espartero entre octubre de 1840 y mayo de 1841. Años después fue presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Un suelto en El Guadalete del 6 de marzo de 1883, firmado por Pedro de Egaña, lo relaciona directamente con Salas al referirse al periódico “La Constitución, órgano del ilustre y sabio ministro de la Gobernación de aquel tiempo Sr. D. Manuel Cortina que redactaba nuestro particular amigo el escritor y poeta gallego D. Jacinto de Salas y Quiroga”. 4. Francisco Luján Miguel y Romero (Madrid, 1795-1867) hijo de un diputado liberal en las Cortes de Cádiz, fue militar, destacado científico y académico de Ciencias. De ideas liberales, fue diputado en varias legislaturas y ocupó distintas carteras ministeriales a lo largo de su vida. Como ministro de Fomento, impulsó notablemente la ordenación ferroviaria y la ley general de ferrocarriles. En lo que se refiere a la correspondencia que ahora editamos, fue ministro de Estado en octubre de 1841, durante la regencia de Espartero. 5. Francisco Serrano Domínguez (Isla de León, 1810-Madrid, 1885), militar y político que ejerció la regencia durante la minoría de edad de Isabel II, fue presidente del Consejo de Ministros y el último presidente de la Primera República española. Aunque a finales de 1840 todavía era partidario de Espartero, en 1843, siendo ministro de la Guerra, se pasó a las filas de Narváez, que derrocó al regente. Años después apoyaría el retorno de Espartero y más tarde contribuiría al derrocamiento de Isabel II. 6. Claudio Martínez de Pinillos (1780-1853), conde de Villanueva, fue desde 1825 superintendente de la Hacienda de Cuba y presidente de la Junta de Fomento en 1832, con una activa implicación en las mejoras de la isla; bajo su impulso se construyó la red ferroviaria de La Habana a Güines. Jacinto de Salas y Quiroga habla elogiosamente de él en Viajes. Isla de Cuba (2006: 89-90). 7. Mauricio Carlos de Onís y Mercklein (Dresde, 1790-Madrid, 1861), hijo de un diplomático español y de madre alemana, siguió la carrera de su padre, ocupando cargos diplomáticos en Gran Bretaña, Alemania y Francia. Comenzó su carrera política a la muerte de Fernando VII. Perteneció al partido liberal progresista. En la fecha de su carta estaba en el apogeo de su carrera política, pues en 1839 había sido nombrado ministro de Estado y en 1843 sería presidente del Senado. 8. Tomás Rodríguez Rubí (Málaga, 1817-Madrid, 1890), dramaturgo español, periodista y político de tendencia liberal moderada. Fue miembro de la Real Academia Española y dirigió el Teatro Español. En el último gabinete de Isabel II ocupó la cartera de Ultramar y tras la revolución acompañó a la reina al exilio. La Restauración trajo para él reconocimientos, cargos y distinciones. Fue senador vitalicio y miembro del Consejo de Estado. Su primera obra dramática, Del mal el menos, la estrenó en la época en que escribe a Salas y Quiroga la carta que ahora editamos. 9. Fernando Miranda (h. 1811-1854) fue, según Valeriano Bozal (1995, II, 36 y 40), uno de los dibujantes más destacados de su época, junto con Leonardo Alenza, con el que compartió la técnica del grabado en madera y sobre metal. Bozal lo define como

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Algunas noticias y catorce cartas inéditas

Luis José Sartorius10 (15), Antonio González y González11 (16), José Joaquín de Mora12 (17), Manuel Eduardo de Gorostiza13 (18), Pedro

“un verdadero creador de tipos representativos de la primera mitad de nuestro siglo xix”. Trabajó como ilustrador en publicaciones como La Risa, La Carcajada, Los españoles pintados por sí mismos o Doce españoles de brocha gorda, e hizo caricaturas políticas, que no firmó con su propio nombre, para revistas como La Guindilla de Ayguals de Izco, de un liberalismo moderado. 10. Luis José Sartorius (Sevilla, 1820-Madrid, 1871), político que ostentó los títulos de conde de San Luis y vizconde de Priego. Ejerció como periodista y fundó El Heraldo, periódico portavoz del partido moderado durante el reinado de Isabel II. Contrario a Espartero, fue con Narváez ministro de la Gobernación. En 1853 fue nombrado presidente del Consejo de Ministros. 11. Antonio González y González (Valencia de Mombuey [Badajoz], 1792-Madrid, 1876), marqués de Valdeterrazo, abogado, diplomático y político liberal progresista, que debido a la persecución de los liberales por Fernando VII se vio obligado a refugiarse en América. En Perú se encontraba preso el joven Espartero, y González intervino en las gestiones ante Bolívar para lograr su liberación. En 1834 regresa a España y comienza su carrera política. En febrero de 1841 fue nombrado embajador en Londres, pero Espartero lo reclama para su gobierno, nombrándolo jefe del Gobierno y ministro de Estado. Junto a Evaristo San Miguel era dueño de El Espectador, periódico afín a Espartero. González fue quien firmó el destino de Jacinto de Salas y Quiroga como secretario de la legación en La Haya. Cfr. la aclaración que hace el propio Salas en El Espectador el 10-VI-1842, en la que, además, hace patente su amistad con Espronceda. 12. José Joaquín de Mora (Cádiz, 1783-Madrid, 1864), jurista, escritor y político de tendencia liberal, profesor en Granada de Martínez de la Rosa y amigo de Alcalá Galiano en Cádiz, donde comenzó una célebre polémica con Nicolás Böhl de Faber sobre el Romanticismo español, al que andando el tiempo se adhirió plenamente. Durante su emigración en Londres al fin del Trienio Liberal, se dedicó a la docencia, al periodismo y a la literatura, fundó un almanaque anual con el título de No me olvides, tomado del Forget me not británico, que Jacinto daría a la revista que a su vez fundó en España en 1837. Salas también dejó constancia de su buena amistad con Mora al incluir al comienzo de sus Poesías (Madrid, Aguado, 1834) unos versos inéditos de este. Mora vivió varios años en Sudamérica dedicado a la literatura y el periodismo, siempre inspirado por sus ideas liberales. De nuevo en España, en 1848 ingresó en la Real Academia Española. El año anterior a la carta que escribe a Jacinto de Salas había publicado en Londres sus célebres Leyendas españolas. 13. Manuel Eduardo de Gorostiza (Veracruz, 1789-Tacubaya, 1851) fue dramaturgo de tendencia neoclásica, periodista y diplomático. De ideas liberales, en 1823 emigró a Londres y allí comenzó su carrera diplomática con una misión en Holanda, país ante el que en 1825 fue nombrado cónsul general de su país, siendo en 1830 ministro plenipotenciario de México en Londres. En 1833 regresó a su tierra natal, donde ocupó, entre otros cargos, el de director de la Biblioteca Nacional y del Teatro Principal de México.

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Chacón Chacón14 (19) y José García de Villalta15 (20). Faltan, por tanto, seis cartas: 1, 4, 7, 10, 12 y 14. Las fechas de redacción abarcan un amplio período, que sobrepasa ese año y medio que Salas pasó en Ámsterdam, pues la más antigua, la de García de Villalta, es del 18 de enero de 1833, y la más reciente, la del conde de San Luis, tiene fecha del 24 de octubre de 1847. Aunque no todas están fechadas, su contenido permite datar con bastante aproximación las que no lo están, excepto los breves billetes de Narváez, Luján y Chacón. Antes de referirme a su contenido, apuntaré que las direcciones que en ellas figuran aportan unas cuantas localizaciones de Salas hasta ahora no conocidas, ya sea el Hotel Sablonière en Leicester (Inglaterra), a donde le escribe su amigo Gorostiza en 1833; el número 3 de la Rue Joubert en París, que es la dirección a la que José Joaquín de Mora dirige la que le envía desde Londres el 3 de diciembre de 1841; o la calle Desengaño 12 de Madrid, que no sería la vivienda de Salas, sino la redacción del periódico que entonces dirigía —La Constitución— de la carta de García de Villalta. Le dirigen sus cartas al extranjero Gorostiza y Mora, que desde Londres le escribe a París, y Onís, Serrano y Antonio González, que le escriben a La Haya. Todas las demás cartas se las envían a Madrid desde Madrid, excepto la del Conde de Villanueva, remitida desde La Habana. Pero por lo mismo que resultaban nuevas esas direcciones, el contenido de las cartas suscitó nuevas pesquisas sobre la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga, al que incluso en publicaciones recientes, como el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, se le atribuye la autoría de obras escritas por uno de sus hermanos, José María. El resultado de esas indagaciones ha sido una serie de datos sobre Jacinto de Salas y Quiroga que, como piezas de un rompecabezas, van encajando

14. Pedro Chacón y Chacón (h. 1879-h. 1854), militar anticarlista, que fue ministro de la Guerra en 1837 y, de nuevo, en 1840-1841. En esa etapa ocupó también durante breve tiempo la cartera de Marina. Después de ser senador electo por Murcia a finales de la década de los treinta, fue nombrado senador vitalicio por Isabel II. 15. José García de Villalta (1801-1846), dramaturgo, escritor y periodista, autor, entre otras obras, de El astrólogo de Valladolid y de El golpe en vago, ambas ambientadas en épocas pretéritas pero con aplicación a su propio tiempo. Amigo de Espronceda y de Zorrilla, prologó las Poesías del primero.

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en los muchos huecos que todavía existen para el conocimiento de su vida, tan breve como intensa. 2 . L a fa m i l i a de l p o b re h u é rfan o s o l i tari o Los primeros datos se refieren a la familia del que conocíamos como huérfano solitario y desvalido, que a los diecisiete años, en 1830, tras el fallecimiento de su madre, partía hacia Burdeos, recomendado a la familia Cabarrús, dejando en Madrid a sus hermanos Agustín y Soledad. Efectivamente existió un Agustín de Salas y Quiroga que, por fortuna para nosotros, alcanzó el grado de general, y cuyo expediente militar ha sido de enorme utilidad para conocer con certeza algunos datos sobre la familia de Jacinto de Salas y Quiroga. Como ya apuntó Ochoa, su padre fue “uno de los magistrados de más crédito en Galicia”. El expediente de Agustín y otras fuentes de archivo confirman que se llamó Miguel de Salas y Herrera y era natural de Granada, donde fue bautizado en la iglesia de los santos Justo y Pastor. Era hijo, a su vez, de Miguel de Salas y Josefa de Herrera. La madre del poeta fue doña Jacinta Quiroga y Acevedo, hija de Luis Antonio Quiroga y de Agustina Acevedo, ambos extremeños, él de Badajoz y ella de Plasencia. Desconocemos la profesión de don Luis Antonio, pero sabemos que en 1810 los abuelos maternos de Jacinto residían en La Coruña y en 1819, en Osuna. El padre de Jacinto ejerció como juez en el partido de Maceda de Limia. Además, fue alcalde de Santa Marta de Ortigueira, y en esa localidad nacieron varios de sus numerosos hijos. El traslado de la familia a Madrid tuvo lugar entre 1820, en que todavía firma las Actas como alcalde de Ortigueira, y 1822, cuando ya consta su residencia en la capital en la Guía de Forasteros en Madrid para ese año. Se le recuerda como uno de los jueces del Trienio Liberal. Pero no fue Ortigueira el primer destino del abogado don Miguel de Salas. Su hijo Agustín nació el 6 de noviembre de 1810 y fue bautizado al día siguiente en la parroquia de San Andrés de Santiago de Compostela. El 30 de noviembre de 1836, siendo capitán del Regimiento de Caballería del Rey, solicitó permiso para contraer matrimonio con M.ª de las Nieves Teresa Bayo, viuda. El 27 de junio de 1849

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se le concedió el grado de coronel “por el mérito que contrajo en la acción de Castelflores”. Ese mismo año, el de la muerte de Jacinto, desempeñó hasta finales de septiembre, la comisión de jefe de la Caballería de la 1.ª Brigada 5.ª División del Ejército de Operaciones de Cataluña, lo que explicaría su ausencia —si así ocurrió— en el entierro de Jacinto. El 11 de enero de 1868 fue ascendido a mariscal de campo. Falleció a primeros de octubre de 1883 (Cfr. La Iberia, 7-X-1883). En 1817 nació Vicente, en Santa Marta de Ortigueira. El 12 de noviembre de 1834, cuando ya vivía en Madrid y era empleado de Telégrafos, fue admitido como cadete en el mismo regimiento en que se encontraba su hermano Agustín, a instancias de este. Resulta interesante que la descripción de Vicente a los dieciocho años, uno más que los que tenía Jacinto en la descripción que consignó Núñez de Arenas, sea tan semejante: “su estatura la de 5 pies 2 pulgadas (...) su estado soltero, su religión C. A. R.; sus señales pelo y cejas negro, ojos melados color trigueño, nariz regular”. Vicente llegó a ser diputado provincial por el partido progresista, alcalde de Valencia en 1889 y gobernador civil. Falleció en Valencia en agosto de 1894 (Cfr. El Correo de España, 26-VIII-1894). Sus herederos donaron un retrato suyo al Ayuntamiento de Valencia (La Voz, 2-III-1926) y una buena suma de dinero para la fundación de escuelas. Cuando en 1929 se le dedicó en Valencia una calle, que todavía existe, se destacaba que había combatido a las tropas carlistas, y su decisiva intervención en la toma de Segorbe. Entre muchos otros datos de interés, en su expediente militar se encuentra un autógrafo de Jacinto, del 23 de noviembre de 1836, dirigido al “Excelentísimo Señor Inspector de Caballería”, en el que, en nombre de su hermano Vicente, solicitaba copia de la fe de bautismo que este había presentado cuando pidió ser admitido como cadete. En noviembre de 1883, Vicente dejó un legado a la Universidad de Valencia, del que forman parte varias obras de sus hermanos Jacinto y José María. José María de Salas y Quiroga nació en Santa Marta de Ortigueira el 5 de febrero de 1819, cuando su padre era alcalde mayor de la villa. En su partida de bautismo, a la acostumbrada mención de los padres y abuelos paternos y maternos, se aporta un dato que añade dos hijos más al matrimonio Salas y Quiroga, pues los padrinos de José María fueron Miguel y María, hermanos del bautizado. Las inclinaciones personales de José María se asemejaban a las de Jacinto pues, como él, fue poeta y escritor y, como él, fue diplomático. En los años cuarenta

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se trasladó a Cuba donde, además de a la creación literaria, se dedicó al periodismo. Como redactor de El Faro Industrial de La Habana, en julio de 1846 hizo un viaje a España —también se proponía hacerlo a Francia e Inglaterra— con objeto de lograr que la prensa, especialmente la española, llegara sin dificultad a Cuba (Cfr. El Popular, 9-IX1846). El año anterior había publicado en La Habana sus Ensayos poéticos (M. Soler, 1845), que erróneamente se han atribuido en varias ocasiones a Jacinto. Su Compendio de la Historia Antigua (La Habana, Establecimiento tipográfico del Faro, 1846) fue declarado texto obligatorio para la enseñanza en la isla (Cfr. El Español, 8-XI-1846). Falleció en La Habana, siendo cónsul en Cayo Hueso en septiembre de 1858, en circunstancias trágicas. La sentida necrológica aparecida en El Museo Universal del 15 de septiembre aporta datos interesantes sobre su vida y su muerte: Según las noticias recibidas de La Habana, el señor Salas y Quiroga fue encontrado muerto en el baño, donde se supone que hallándose solo hubo de ser atacado de algún accidente. El señor Salas y Quiroga, hermano de don Jacinto, arrebatado también por la muerte en temprana edad, era un literato nada vulgar: emigrado por causas políticas en 1848, residió en Francia varios años desempeñando el cargo de intérprete en Burdeos; en 1851 volvió a su país, y habiendo traducido al español una obra francesa, nada peligrosa por cierto, pero cuyo título inspiró recelos al gobierno, fue condenado a una enorme multa que le obligó de nuevo a emigrar, hasta que en 1854 pudo regresar otra vez, siendo nombrado para el destino que ejercía cuando murió. Su residencia anterior en la isla de Cuba le había proporcionado los medios de estudiar las cuestiones que más interesan a aquel país; y tenía escritos sobre esta materia algunos opúsculos de un mérito superior que han quedado, y probablemente quedarán por mucho tiempo, inéditos. Nosotros, que le conocíamos y le estimábamos, deploramos su pérdida como la de un hombre de mérito, modesto y útil a su país.

Otro hermano de Jacinto fue Luis, que en agosto de 1840 era “teniente en cargo de capitán”, y cesante, ese mismo año, del ramo de contabilidad en León, donde fue secretario del Gobierno Político (Cfr. El Espectador, 21-XI-1844). En 1842 era secretario de la Junta Política de Navarra y miembro de la Sociedad Los Amigos del País de

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Pamplona16. Fue autor de un Diccionario Geográfico de la Provincia de León, que comenzó a publicarse por entregas en 1844. Probablemente el menor de los hermanos fue Ángel, nacido el 4 de junio de 1820 en Santa Marta de Ortigueira. Estuvo empleado en el Cuerpo Administrativo del Ejército y debía de padecer alguna limitación o minusvalía pues, además de la corta permanencia en cada uno de sus destinos, en varios documentos de su expediente militar se habla de “la situación poco agradable en que se veía colocado frecuentemente por sus condiciones físicas”, de “sus poco favorables circunstancias personales (...) aun cuando no son culpa suya”, y “de su corta capacidad y de la imposibilidad en que se halla de ejercer las funciones de Comisario”. No obstante, cuando falleció en Valencia, el 22 de octubre de 1882, era Comisario de Guerra de segunda clase retirado. De modo que Jacinto de Salas y Quiroga tuvo cinco hermanos de los que poseemos datos, y por lo menos otros tres —Miguel, María y Soledad— de los que, de momento, solo conocemos sus nombres. 3 . La m ue r t e de Sa l as y Qu i ro ga Si a esto añadimos que “hacia 1847 Jacinto se casa con Leonor, cuyo apellido es desconocido” (Sebold, 2012, 16) resulta más desconcertante que Eugenio de Ochoa no recordara haber asistido jamás a entierro alguno menos concurrido que el suyo (...) Fuera de algún pariente, otros dos amigos y yo, nada más, dejamos en el cementerio de la Puerta de Toledo sus despojos mortales, en una huesa sin lápida, que muchas veces he buscado después y no he podido encontrar. ¡Pobre Salas! (Ochoa, 1867, 277).

Tampoco se conocía fecha de su muerte, más que el haber ocurrido en 1849. Una breve y sentida noticia en la prensa nos confirma que tuvo lugar el 21 de septiembre:

16. Esta sociedad, que nació el 27 de noviembre de 1842 y abrió sus sesiones el 11 de enero de 1843, era restauración de la antigua Sociedad Económica de Amigos del País. Luis de Salas y Quiroga figura el 5º de los dieciséis miembros de la Sección de Instrucción Pública de la Sociedad (Cfr. Clavería, 1974).

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Ayer ha fallecido en esta corte el apreciable literato D. Jacinto de Salas y Quiroga, secretario que ha sido de nuestra legación en Holanda, y persona que ha figurado mucho, tanto en la esfera política, como en la escena literaria. Vivamente sentimos esta desgracia. En el espacio de seis meses han fallecido tres hermanos (La Época, 22-IX-1849).

En este breve suelto, redactado por algún amigo, no se menciona el motivo de su fallecimiento, en todo caso inesperado, ya que pocos días antes se encontraba bien de salud y con proyectos en marcha y para el futuro17. Muchos años después, Ricardo Catarineu, el periodista amigo de Galdós, recordaba, como quien habla de algo conocido, que El famoso Salas y Quiroga (...) acabó por entregarse al opio, llegando a resistirle en tan grandes dosis, que ya no había médicos que se avinieran a recetárselas, ni farmacias donde se las quisieran despachar (...) Un día cierto amigo de Salas y Quiroga buscóle una casa de huéspedes. Era un jueves por la mañana. El poeta se acostó, y el amigo volvió por la tarde a informarse de cómo se hallaba. La patrona apareció asustadísima y hablando así: —Ese señor que usted me ha recomendado está loco. Se acostó en cuanto usted se fue; llamó a la campanilla y me dijo: “Si el domingo por la tarde no me he levantado, entre usted a llamarme” (La Correspondencia de España, 31-X-1898).

Es imposible afirmar con certeza que ese jueves fuera el 20 de septiembre de 1849 —que en efecto fue jueves— y que la patrona no esperara al domingo para entrar a despertar a su huésped, pero el hecho es que la muerte de Salas tuvo lugar el viernes 21. Si el desenlace fue voluntario o fortuito nunca lo sabremos. Lo que sí conocemos es que Eugenio de Ochoa recordaba que Salas “Un día en que llegó a estar tan miserable y desesperado que quiso de una vez acabar con su vida ahorcándose, uno de ellos [un amigo], a quien confió su loco proyecto y la repugnancia que sentía a la idea de ejecutarlo con su propia mano, se ofreció generosamente a ahorcarle... de balde. ¡Y lo hubiera hecho!” (Ochoa, 1867, 276). 17. El 14 de septiembre todavía vivía: Cfr. el anuncio de su Historia del Derecho Español desde 1843 a 1849 en El Clamor Público.

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El tristísimo entierro, la ausencia en él de sus familiares y de amigos y el silencio de la prensa, con la que tuvo tanta relación, hacen todavía más enigmática la silenciosa desaparición de Jacinto de Salas y Quiroga que, consciente o inconscientemente, Ochoa enlaza, a renglón seguido, con otro recuerdo que viene a su mente: ¡Pobre Larra también! ¿Quién hubiera dicho al verle tan excéptico (sic), tan frío al parecer, con aquellas apariencias frívolas, tan dado a todas las elegancias de la vida, que la horrible locura del suicidio había de contar en él una de sus víctimas? (Ibidem, p. 277).

4 . L as ca r tas ha l l a das e n Á ms t e rdam Pero volvamos a las cartas que desencadenaron esta investigación. Su contenido abarca dos facetas de la actividad de Salas: la literaria y la política. Las cartas prueban las fluidas relaciones de Salas y Quiroga con destacados personajes de su tiempo; se advierte un tono de gran confianza con algunos de sus corresponsales, con referencias de carácter familiar en algún caso, como la del futuro general Serrano que, a vuelta de otras noticias, le comenta: “mamá buena en Andalucía”. Antonio González y Pedro Chacón dan cuenta en sus cartas de peticiones y recomendaciones de Salas, que han podido satisfacer o no —Chacón en concreto se refiere a sus gestiones en favor de uno de los hermanos de Jacinto—, de cargos, de puestos, de sueldos. En otros casos se trata de billetes —Narváez, Cortina, Sartorius, Luján— para comunicarle cuándo y dónde le recibirán. Las breves notas de García de Villalta y de Fernando Miranda se refieren a trabajos literarios o periodísticos. García de Villalta le envía un “semi-anuncio” para que Salas lo inserte en el próximo número del periódico La Constitución, y el dibujante Fernando Miranda le adjunta un apunte para una publicación, advirtiéndole “que convendrá alterar algo en lo material de la redacción”. Las cartas más extensas son la del conde de Villanueva, la de Tomás Rodríguez Rubí y la de José Joaquín de Mora. El conde de Villanueva le escribe desde La Habana y el contenido de la carta confirma el propósito que Salas tuvo de fundar una publicación periódica en la isla, para lo que el prócer le ofrece su respaldo, además de referirse al libro

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de viajes que hoy conocemos como Viajes. Isla de Cuba. La carta de Rodríguez Rubí interesa en relación con el todavía no estudiado teatro de Salas y Quiroga, además de confirmar que Salas estaba casado, pues termina disculpándose por no poder acudir a decirle en persona lo que le cuenta en la misiva y ponerse “a los pies de su señora”. La más extensa, y una de las más interesantes, es la de José Joaquín de Mora, que contesta a otra carta que Jacinto había enviado a Pepe (José María de Mora, hijo del escritor), que en ese momento “está navegando para el Nuevo Mundo. Va a pasar algunos meses en Guatemala (...) creo que estará de vuelta en Mayo”. 5. Las cartas en la biografía de Jacinto de Salas y Quiroga Por lo que se refiere a la ubicación de estas cartas en la trayectoria vital de Jacinto de Salas y Quiroga, la de Manuel Eduardo de Gorostiza, fechada el 18 de enero de 1833, cuando Jacinto acababa de regresar a Europa de su primer viaje a Sudamérica, lo sitúa en Leicester. En junio de ese año todavía Jacinto no había podido regresar a España, por falta de recursos18. Cuando por fin lo consiga, residirá en España hasta 1839, primero en Madrid y después en Palencia, por haber sido nombrado, a finales de 1834, oficial segundo de aquel Gobierno Civil. En Palencia están datadas varias de sus composiciones poéticas, pero regresa a Madrid, donde vive años intensos, mientras trata de encontrar un destino que realmente le acomode. En 1838 pasa varios meses en Andalucía, la tierra de su familia paterna. Allí conoce la noticia de su nombramiento como oficial segundo de Correos en Puerto Rico, a donde arribará el 24 de junio de 1839. Alegando cierta enfermedad de la vista —de la que no hay la menor huella en el libro de viajes que entonces escribió—, se traslada a Cuba, donde desembarca el 25 de noviembre. Un año después renuncia a su cargo en Puerto Rico y, ya en España, publica Viajes. Isla de Cuba (Madrid, Boix, 1840). En la Guía de Forasteros en Madrid de 1840, Jacinto de Salas y Quiroga consta como Vicecónsul nombrado de Mazatlán en los Estados Mejicanos, cargo del que no solo no tomó posesión, sino que

18. Cfr. la carta de recomendación fechada el 1 de junio, que reproduce Núñez de Arenas (1926: 28).

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ni siquiera llegó a aceptar el nombramiento, que acabó dándose por revocado o anulado. En esta etapa madrileña puede ubicarse la carta de Tomás Rodríguez Rubí, en la que le da cuenta de su intento fallido de colocar “en la empresa de Talía” una obra de Salas, ya que la actividad teatral de Salas pertenece a este período. Rodríguez Rubí confiesa que tampoco ha tenido éxito en “el otro encargo que tubo (sic) V. a bien confiarme”, sin explicar de qué se trata pero, desde luego, de algo teatral, “pues se me ha contestado de una manera vaga, y por último se me ha dicho que las circunstancias han variado mucho desde la época en que la promesa se hizo, que son otras las ecsigencias (sic) del público, y otras razones que no recuerdo, pero que me hacen comprender la poca esperanza que se debe tener acerca de su representación por ahora”. También es de esta época la breve misiva de Cortina, entonces ministro de la Gobernación en el gobierno de Espartero, en la que le ruega que pase a verle. Jacinto de Salas y Quiroga había escrito el 1 de diciembre de 1840 al conde de Villanueva y de nuevo el 1 de enero de 1841. A ambas cartas le contesta por extenso el conde el 3 de abril, y le habla de su libro sobre Cuba y del proyecto de Salas de fundar un periódico en la isla, para el que Villanueva le ofrece su apoyo; no obstante, prefiere hablar antes con Arazoza19 para estudiar cuál sería el mejor modo de favorecer la empresa. De 1841 o 1842 es la carta que José García de Villalta fechó un 10 de mayo, dirigida al “Sr. D. Jacinto de Salas y Quiroga u otro Sr. Redactor del periódico titulado La Constitución”20, ya que esta publicación era órgano semioficial del gobierno de Espartero, que fue Regente de 1840 a 1843. En 1841 Salas viajó a París y allí recibe una extensa carta que le escribe en Londres José Joaquín de Mora el 3 de diciembre. A sus manos había llegado una de Salas, del 30 de noviembre, dirigida a su hijo Pepe, que en aquellos momentos estaba navegando hacia Guatemala, “en misión de una casa de aquí que le ofrece algunas ventajas”. El tono 19. Se trata de Pascual José de Arazoza y de la Cámara, impresor, en cuya oficina se imprimían libros científicos, de economía y también políticos. En 1821 editaba el periódico El Observador Habanero. 20. En la Hemeroteca Municipal de Madrid solo se conserva un número, el 131, precisamente del 11-V-1841.

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de la carta pone de manifiesto la confianza de Mora, que entonces tenía cincuenta y ocho años, con Salas, amigo de su hijo Pepe. Y continúa hablándole de los deseos que muchas veces había tenido, desde su llegada a Londres, de ponerse “en comunicación con gentes que tubiesen (sic) relación con la Habana. Jamás lo he conseguido, y creo que V. debe inferirlo por las preguntas que Pepe hizo a V. sobre aquella isla”. Se disculpa por no poder hacer “la menor averiguación sobre el señor Silva21 y añade que “con la ida de Pepe, se han suspendido todos los proyectos de Revista. Veremos, cuando vuelva, si las circunstancias permiten atacar la empresa”. El último párrafo de la carta de Mora encierra una invitación a que Salas visite Inglaterra, “este país, tan interesante para un buen observador como V. y sobre todo para un literato, habiendo aquí una mies tan rica y tal superabundancia de publicaciones incesantes, de gran mérito, en tan distintos ramos. Venga V. a hacer una cosecha de que podrá sacar gran partido, en Madrid, aunque no sea más que bajo el punto de vista de la novedad”. Dado que las empresas periodísticas de Salas y Quiroga —aquellas en que dirige la publicación— son anteriores a su nombramiento como Secretario de la Legación en los Países Bajos, puede datarse antes del 26 de mayo de 1842 el breve billete remitido por Miranda, el ilustrador de tantas publicaciones del momento. Con ella le envía un “apunte sobre lo de Toledo”. En el verano de 1842, Salas se trasladó a La Haya. Allí recibió la carta que el 10 de septiembre fechaba en Madrid Mauricio Carlos de Onís, en la que le agradecía la postdata que Salas había puesto para él en una carta del “amigo Bazo22”, con el que compartía destino diplomático en Holanda. Onís lo imagina feliz, “gozando de los hermosos paseos del Haya, y de su amenidad, mientras qe aquí nos achicharramos”. El 9 de diciembre le escribe Francisco Serrano desde Barcelona, contestando a la carta que Salas le había enviado el 18 de noviembre, y en la suya le explica que los sucesos de esa ciudad lo arrancaron de Madrid, y que, por haber sido nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército, se encuentra abrumado de trabajo. Le habla de cuestiones 21. Es probable que se trate de Miguel Silva, al que Salas y Quiroga elogia en Isla de Cuba (2006, 272). 22. Ramón María Bazo era el Encargado de Negocios de la Legación de los Países Bajos cuando Jacinto de Salas y Quiroga era Secretario de la misma (Cfr. Guía de Forasteros 1843, 116).

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políticas y económicas y le asegura que hará con gusto lo que Salas le ha encargado. También recibe en La Haya la carta de Antonio González, fechada en Madrid el 26 de enero de 1843. El político se disculpa por haber retrasado su contestación debido a sus ocupaciones, pero afirma que no olvida a Salas y que hará por él cuanto esté en su mano. De momento, le tranquiliza, pues “Ya tiene V. algún alivio con el aumento de sueldo, y más adelante veremos lo que puede hacerse a su favor y para ello no olvidaré sus deseos”. Y añade que un corresponsal en París propuesto por Salas ha sido admitido en condiciones económicas favorables. La carta más tardía está fechada por L. J. Sartorius, el 24 de octubre de 1847, veinte días exactos desde que hubiera sido nombrado por Narváez ministro de la Gobernación. Es poco más que un billete, en el que se disculpa por no haberle contestado antes debido a una indisposición, y le ofrece recibirle en la secretaría al día siguiente a las tres de la tarde. Las relaciones de Jacinto de Salas y Quiroga con quienes ocupaban el poder en cada momento, fueran progresistas o moderados, quedan patentes en esta correspondencia. Si Chacón y Luján, ministros con Espartero, se interesan por sus asuntos personales, con Narváez tiene Salas la suficiente confianza como para que este, en su breve recado, le invite a visitarle en su casa, aunque se encuentre enfermo en la cama. 6 . U na i nv e s t i gac i ó n e n cu rs o Esta investigación no está concluida y lo escrito es parte —y parte incompleta— de un todo, que quizá nos permita conocer y comprender mejor a Jacinto de Salas y Quiroga, cuya breve vida asombra por su fecundidad. Aunque se le conoce, sobre todo, como fundador y director de la emblemática revista romántica No me olvides, en sus treinta y seis años de vida dirigió en Sevilla El Paraíso y en Madrid La Constitución y La Revista del Progreso, y escribió en numerosas publicaciones como El Castellano, El Renacimiento, El Artista, El Laberinto, La Alhambra, El Espectador, El Guardia Nacional, Museo de las Familias, Semanario Pintoresco Español o Los españoles pintados por sí mismos.

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Sin entrar ahora en valoraciones sobre su producción, consignaré que a los veintiún años publicó en Madrid sus Poesías (Eusebio Aguado, 1834) y años más tarde una novela nada desdeñable, El dios del siglo (Madrid, Imprenta de J. M. Alonso, 1848)23. Escribió para el teatro obras originales (Claudia, 1834; Alen Ferrando o El Cruzado, 1835; El spagnoleto, 1840) y tradujo otras (Luisa, 1838; Stradella, 1838). También se dedicó a los estudios históricos. En 1846 se publicaron en Madrid su Historia de Inglaterra y su Historia de Francia. Cuando falleció tenía en curso de publicación una Historia del partido moderado español desde 1843 hasta 1849, que iba a constar de dos tomos, pero de la que solo vieron la luz las dos primeras entregas (Cfr. La Esperanza, 18-IX-1849). Antes, había proyectado escribir la Historia del gobierno español en los Países Bajos (Cfr. El Laberinto, 16-I-1844). Y además, se le debe la traducción de España bajo el reinado de la Casa de Borbón de Guillermo Coxe (Mellado, 1846-1847). Salas cultivó el ensayo de carácter político: Formación de un ministerio de Ultramar, Madrid, 1840 (Cfr. Boletín del Centro Artístico de Granada, Gutiérrez, p. 121) y Del casamiento de la reina (Madrid, Impr. de D. R. E. García, 1845). Y hasta redactó el prospecto de un Atlas de España de Bachiller para los establecimientos de educación, que vio la luz el mismo año de su muerte (Madrid, Litografía de Bachiller, 1849), del que se conserva un ejemplar en la biblioteca del Palacio Real. Jacinto de Salas y Quiroga participó activamente en la vida cultural, política y social de su tiempo: fue vicesecretario de la Academia de Ciencias Eclesiásticas (El Español, 11-XII-1837); socio de la Sociedad Económica de Granada; miembro del Liceo granadino; miembro de la Junta Directiva del Colegio Español Hamiltoniano, cuyo presidente era Alberto Lista, donde pronunció conferencias, al igual que en la Academia de San Isidro (1836). Y realizó viajes por Europa y América, que tuvo el proyecto de relatar por escrito.

23. Sobre otras novelas que se le atribuyen y cuya paternidad desmintió trataré en otro momento.

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Como diplomático recibió el nombramiento, aunque no llegó a aceptarlo, de Vicecónsul de Mazatlán en los Estados Mejicanos y fue Secretario de la Legación de España en La Haya, además de haber sido comisionado por el gobierno para escribir un Manual diplomático (El Eco del Comercio, 26-X-1841). Fue un hombre de grandes proyectos, algunos de los cuales no llegó a emprender ni otros a culminar, trazados de antemano con todos sus pormenores. El que tuvo de escribir sus viajes lo recogió El Guadalhorce (Málaga) el 16-VIII-1840. El Tesoro histórico o sea colección de tratados de historia de todas las naciones de Europa lo publicó El Heraldo el 25-V-1846. La Historia del Derecho español desde 1843 a 1849 se encuentra en El Clamor Público, 14-IX-1849. Jacinto de Salas y Quiroga fue sin duda un artista, un espíritu sensible e inquieto, un romántico de la primera hora. Los recuerdos de Ochoa nos muestran a un Salas bueno y generoso y también abatido por problemas que le afectaron más que otros de sus contemporáneos menos sensibles: “Grave y muy lenta, doblada la frente bajo el peso de un infortunio tenaz, la pálida y doliente sombra de Salas y Quiroga vaga sola como si aun en la muerte de persiguiera un injusto desvío” (Ochoa, 1867, 276). Es hora de interrumpir este trabajo, aunque no de darlo por terminado. Algunas de las cuestiones aquí expuestas de forma escueta son susceptibles de ampliación y desarrollo, gracias a materiales de archivo, pero habrá que esperar a una ocasión posterior.

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Transcripción de las cartas, ordenadas cronológicamente Mui S.r mío y am.º. La S.ª de Barragán se hallaba en Burdeos hace algunos meses; p.º me persuado que después puede haber regresado a México con su marido. Quedo de V. s[iem]pre aff.mo servor q. s. m. b. M. E. de Gorostiza 18 de En.º de / 833 [Con tinta antigua y otra mano, en la parte inferior:] M.r Gorostiza Poète comique espagnol, ministre et diplomate mexicain. [Con lápiz azul más reciente, inmediatamente sobre lo anterior:] Gorostiza (Manuel Edouard de). Auteur dramatique Mexicain, né 1790. Ambassadeur à Londres. Conseiller d’etat etc. à Madrid. vap. 760 [En el sobre, que es el reverso de la misma carta:] To J. Salas [ilegible] Sablonière Hotel Leicester [ilegible] [Matasellos de 1833] *** S. D. Jacinto de Salas y Quiroga Muy S. mío y respetable amigo: habiendo sido yo el que ha tenido la honra de presentar su comedia de V. a la empresa de Talía, se ha creído en ella por este solo hecho que la producción era mía, por lo que no se me ha permitido tomar parte en su censura. Ayer me la han devuelto con la carta que original acompaño, y juzgue V. cuál habrá sido mi sorpresa, cuando esperaba yo un éxito completamente favorable. No he sido más feliz tampoco en el otro encargo que tubo V. a bien confiarme, pues se me ha contestado de una manera vaga, y por último se me ha dicho que las circunstancias han variado mucho desde la época en que la promesa se hizo, que son otras las ecsigencias

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del público, y otras razones que no recuerdo, pero que me hacen comprender la poca esperanza que se debe tener acerca de su representación por ahora. Si no me encontrara indispuesto a consecuencia de un repentino ataque de sangre a la cabeza que anoche me acometió, iría personalmente a dar a V. cuenta de sus encargos y a P. a los P. de su S[eño]ra, pero no me escuso de hacerlo cuando me restablezca, y entre tanto créame V. su afectísimo y verdadero amigo T. Rod. Rubí [Con otra mano y tinta antigua en la parte inferior de la hoja:] M.r Rubí, poète comique tres distingué *** Am.º Quiroga: ruego a V. me vea antes de irme a la S[ecreta]ria Cortina S/ oy En.º 9/41 [Con otra mano y tinta antigua en la parte inferior de la hoja:] M.r Cortina ancien Ministre sous Espartero. Deputé Chef de Sopprefetura liberal avocat. *** Habana 3 de Abril de 1841 Mui Sr. mío: cuando recibí la apreciada carta de V. de 1º de Diciembre, y los apuntes sobre esta isla que presentó al Sr. Ministro de marina, estaba recién llegado del campo, de donde vine para despachar el correo, y aunque ahora se añaden a las ocupaciones estraordinarias que esto trae consigo, las circunstancias de hallarme convaleciente de una gran indisposición y en los días del duelo por el fallecimiento de mi madre política, no quiero perder la ocasión de contestarla en unión a la de 1º de Enero que también obra en mi poder. Luego que salga el correo y me vea más desahogado y con el espíritu más tranquilo, haré llamar a Arazoza y conferiré con él acerca de los medios más ventajosos de favorecer la naciente empresa del periódico

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de V. a la que auxiliaré con mi subscrición y mis recomendaciones, añadiendo desde ahora que podrá adquirir suficiente circulación si se cuida de remitirlo con puntualidad y a un precio cómodo, pues la falta de una u otra de estas dos circunstancias ha causado el abandono de otros papeles que en diferentes épocas se han remitido a esta isla. Doi a V. las más atentas gracias por sus ofertas, de que no dejaré de valerme si la ocasión se presenta, y deseando se haya realizado la elección que me indica, queda de V. su atento servidor Q. S. M. B. El conde de Villanueva Sr. D.n Jacinto de Salas y Quiroga [En el reverso, que es el propio sobre:] A D.n Jacinto de Salas y Quiroga. Correo de la Empresa Madrid. [Con otra mano y tinta antigua:] Le C.te Villameira (sic) Intendant de la [Ilegible] depuis plus de 25 ans [Ilegible] d’une inmense consideration et d’un plus grand credit par ses fabuleuses richesses. *** Madrid 10 Mayo S.r D. Jacinto de Salas y Quiroga Mi estimado amigo: ¿Me haría V. el favor, y vaya de cuento, de incluir el adjunto semi-anuncio en su prístino número, o séase en el número próximo venturo? De V. s[iem]pre fiel y verdadero amigo Q. S. M. B. José García de Villalta24

24. En efecto, en 1844 García de Villalta fue encargado de negocios en la embajada española en Atenas.

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Es preciso q.e sea en el número de hoy. [En el sobre, que es el reverso de la carta:] Desengaño n.º 12 — Sr. D. Jacinto de Salas y Quiroga u otro Sr. Redactor del periódico titulado la Constitución J. G. de Villalta [Con otra mano y tinta antigua:] M.r Villalta publiciste chargé d’affaires à Athénes *** Sr. D. Jacinto de Salas y Quiroga Londres 3 de Diciembre de 1841 Mi apreciado amigo. Una casualidad ha traído a mis manos la estimada de V. a Pepe de 30 de Nov.e y V. extrañará que yo llame casualidad el arrivo de una carta con un sobrescrito exacto: pero el caso es que habiéndome asesinado a cartas desde el continente gentes cuya correspondencia no me interesa, no recibo otras que las que vienen por las embajadas, en lo que estoi de acuerdo con todos mis amigos, como creo lo estaba Pepe con V. durante su permanencia en Madrid. Creo que no será difícil a V. valerse de este mismo medio en París, único modo de que correspondamos. Pepe está navegando para el Nuevo Mundo. Va a pasar algunos meses en Guatemala, en misión de una casa de aquí que le ofrece algunas ventajas: creo que estará de vuelta en Mayo. Muchas veces, desde mi llegada a esta, he querido ponerme en comunicación con gentes que tubiesen relación con la Habana. Jamás lo he conseguido, y creo que V. debe inferirlo por las preguntas que Pepe hizo a V. sobre aquella isla (A propósito, la respuesta a que V. alude en su última no ha llegado). Así, pues, mi amigo, siento decirle que no me es posible hacer la menor averiguación sobre el Sr. Silva. Sin embargo,

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preguntaré a un conocido que puede saber algo, y si la respuesta es satisfactoria la sabrá V. al instante. Con la ida de Pepe, se han suspendido todos los proyectos de Revista. Veremos, cuando vuelva, si las circunstancias permiten atacar la empresa. No creo que vuelva V. a pasar los Pirineos sin dar un salto a este país, tan interesante para un buen observador como V. y sobre todo para un literato, habiendo aquí una mies tan rica y tal superabundancia de publicaciones incesantes, de gran mérito, en tan distintos ramos. Venga V. a hacer una cosecha de que podrá sacar gran partido, en Madrid, aunque no sea más que bajo el punto de vista de la novedad. Reciba V. expresiones de Mad. y créame su afmo. J. J. de Mora [Con otra mano y tinta antigua:] M.r J. J. de Mora publiciste distingué [En el sobre, que es el reverso de la carta:] Monsieur Monsieur J. de Salas Quiroga 3 Rue Joubert Paris *** Mi amigo d.n Jacinto: va el adjunto apunte sobre lo de Toledo que convendrá alterar algo en lo material de la redacción Suyo afmo Miranda [Con otra mano, en lápiz azul la identificación errónea:] Francisco Miranda, General espagnol, né 1790, + 016 dans la prison à Cadiz. [Con pluma antigua en el reverso, también equivocadamente:] M.r Miranda premier engenieur espagnol. ***

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Madrid 10 de Septe 1842 Mi estimado amigo: Gracias por la P. D. puesta en la del amigo Bazo. Feliz V. q.e está gozando de los hermosos paseos del Haya, y de su amenidad, mientras q.e aquí nos achicharramos. De pagas estamos mal, y ya verá V. pr los papeles como andamos todos. La familia agradece ese recuerdo y yo quedo su afto Amigo Onís Sr. D. Jacinto Salas Quiroga [En el reverso, con tinta antigua y otra mano:] M.r Onís Ancien Ministre et diplomate *** S. D. Jacinto de Salas y Quiroga Bar[celo]na 9 dic.e 1842. Querido amigo. Los sucesos de esta me arrancaron de Ma.d, a mi llegada he sido nombrado Gefe del E. M. G. del Egto. y estoy siempre abrumado de trabajo como V. puede figurarse. Me ha sorprendido muy agradablemente su carta del 18 del pasado, y si se reúnen de nuevo las Cortes, haré con gusto cuanto V. me encarga, tanto en punto a los Ministros [ilegible], como a sueldos y [ilegible] el presupuesto. V. save soy su verdº amigo y que le deseo mil felicidades. — Mamá buena en Andalucía. Suyo afmo. servidor y amigo q. s. m. b. F.co Serrano [Con otra mano y tinta antigua:] Le General Serrano ancien [ilegible] influent en 1847 sur l’esprit de la reine d’Espagne. ***

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Mad.d 26 En.º 1843 Sr. D. Jacinto Salas Muy Sr. mío: Mis ocupaciones no me permitieron contestar a tiempo su apreciable, y ahora le pongo estas letras p.ª decir a V. q.e no le olvido y q.e haré en su obsequio cuanto de mí dependa. Ya tiene V. algún alivio con el aumento de sueldo, y más adelante veremos lo q.e puede hacerse a su favor y pª ello no olvidaré sus deseos. D. Saturnino escrivirá a V. pª decirle q.e el corresponsal de París q.e V. recomendó queda admitido p.r 100 f.s mensuales, bajo las condicion.s q.e se le indicarán. Deseo lo pase V. bien y sin otra cosa disponga de su at.to af.mo S. Q. B. S. M. Antº González [En el reverso, con tinta antigua y otra mano:] Antonio González president du Conseil de ministres sous Espartero grand Cordon du Lion Neerlandais *** Sr. D. Jacinto de Salas y Quiroga Muy Sr. mío y de mi aprecio: no he contestado antes a sus apreciables por haber estado dos días en cama. Mañana a las tres de la tarde puede V. servirse pasar por esta Secretaría y haciéndose anunciar tendrá el gusto de recibirle su af.mo a. y s. q. b. s. m. L. J. Sartorius 24 Oct.e / 847. [Con otra mano y tinta antigua, en la parte inferior de la hoja:] Sartorius (L. J.) Ministre sous Narváez. ***

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Hoy 4 Señor D. José25 Salas y Quiroga Muy Sor. mío: me hallo en cama, y no saldré de casa en todo el día. Cuando V. guste puede tomarse la molestia de venir. Tendrá una satisfacción en hablarle su segº serr Q. B. S. M. Ramón Mª Narváez *** S.r D. J. Salas y Quiroga Amigo mío: aguardo a V. en el ministerio desde ahora hasta las 5 — y tráigame V. el [ilegible] si V. lo tiene. Soy de V. Fr. de Luxán [Con otra mano y tinta antigua en la arte inferior de la hoja:] M.r Luxán deputé de l’opposition. Orateur remarquable. *** 5 Ag.to S. D. J. de S. y Quiroga Amigo mío: Suspendí contestar a V. hasta tener alguna cosa q. decirle sobre el consavido asunto. Me contaron hoy q.e estaba completo el númº de los ind.s de la Secret.ª de la Junta de Ordenanzas; p.º van a ver si podría haber alguna elasticidad en favor de su Sr. hermano de V. Avisará el resultado definitivo su at.º y af.mo amigo de V. q. b. s. m. Pedro Chacón

25. El nombre está corregido, como si Narváez conociera al destinatario por el apellido y dudara al desarrollar la inicial de su nombre, que equivoca.

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[Con otra mano y tinta antigua en la parte inferior de la hoja:] Pedro Charon (sic), Général ministre de la guerra sous Espartero [En el reverso de la hoja unas cuentas, con grafías de la época] *** B i b l i ogr a fí a Alarcos, Emilio (1976): “Un romántico olvidado: Jacinto de Salas y Quiroga”, Ensayos y estudios literarios, Gijón: Júcar, pp. 37-59. Bozal, Valeriano (1995): Historia del Arte en España, Madrid: Istmo, 2 vols. Clavería Arza, Carlos (1974): Los Amigos del País de Pamplona en el siglo XIX, Pamplona: Gómez. Gutiérrez, M. (1889): “Jacinto de Salas Quiroga (Apuntes)”, en Boletín del Centro Artístico de Granada (1-IV-1889). Monguió, Luis (1967): Don José Joaquín de Mora y el Perú del ochocientos, Madrid: Castalia. Núñez de Arenas, Manuel (1926): “Figuras románticas. El pobre Salas”, en Alfar, 59, pp. 27-29. Ochoa, Eugenio de (1840): “Salas y Quiroga (Don Jacinto)”, en Apuntes para una biblioteca de escritores españoles contemporáneos, en prosa y en verso, París: Baudry, pp. 708-720. — (1867): Miscelánea de literatura, viajes y novelas, Madrid: Bailly-Bailliere. Patiño Eirín, Cristina (2004): “El dios del siglo, de Salas y Quiroga: Encrucijada de folletín y novela”, Ínsula: Revista de Letras y Ciencias Humanas, 693, pp. 30-32. Rincón Calero, María Esther (2009): “De la ficción a la historia: La biografía del viajero romántico Jacinto de Salas y Quiroga”, en Crítica Hispánica 31.2, pp. 187-203. Salas y Quiroga, Jacinto de (1834): Poesías, Madrid: Aguado. — (1845): Ensayos poéticos, La Habana: M. Soler. — (2006): Viajes. Isla de Cuba. Edición facsímil con Estudio preliminar de Luis T. González del Valle, Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela. Sebold, Russell P. (2009): “Jacinto de Salas y Quiroga, poeta huérfano, cosmopolita y romántico”, en Salina: Revista de Lletres 23, pp. 67-78. — (2012): “Introducción” a El dios del siglo de Jacinto de Salas y Quiroga, Madrid: Cátedra. Torres Nebrera, Gregorio (2012): “La poesía del ‘bardo sombrío’ Salas y Quiroga”, en Aún aprendo. Estudios dedicados al profesor Leonardo Romero Tobar, Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, pp. 259-268.

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Una pluma romántica Gertrudis Gómez de Avellaneda y su novela corta D OLORES 1

Rocío Charques Gámez Laboratoire Langues, Littératures et Civilisations de l’Arc Atlantique (UPPA)

En este trabajo pretendemos cuestionarnos sobre el grado de Romanticismo que presenta la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda2. Si bien el análisis de la obra completa nos ofrece las respuestas a la cuestión planteada, no resulta menos clarificador el estudio comparado de las distintas versiones que presenta un mismo texto. Para ello, tendremos que acudir a la prensa, principal medio de publicación de la época y soporte indispensable al que ha de acudir el estudioso de la literatura decimonónica. Por nuestra parte, vamos a centrarnos en realizar un análisis de las variantes textuales de una de sus obras en prosa: la novela corta Dolores. El objetivo del presente trabajo no es otro que comparar las distintas versiones de este texto para localizar los pasajes que han sufrido alguna modificación. En efecto estas transformaciones pueden revelar la evolución literaria de La Peregrina. Esta novela corta aparece por primera vez en el Semanario Pintoresco Español en 1851. Cabe puntualizar que las colaboraciones de nuestra escritora en este semanario datan del año 1845 y se extienden hasta 18563. 1. Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación Romanticismo español e hispanoamericano: concomitancias, influencias, polémicas y difusión (FFI2011-26137), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. 2. Rosario Rexach ha estudiado este tema en su artículo “La Avellaneda como escritora romántica”. En él recuerda que críticos como Allison Peers y Enrique Anderson Imbert consideran a Tula como una escritora ecléctica (242). 3. El Semanario Pintoresco Español, fundado en 1836 por Mesonero Romanos, se inspira en los modelos de Penny Magazine y el Magazine Pittoresque, y con él se introduce en España el tipo de “revista ilustrada de divulgación científica y literaria, especie de enciclopedia popular, que triunfaba desde hacía años en Inglaterra y Francia”

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Pese a que no son muy numerosos los textos de Gómez de Avellaneda publicados en él, trece en total, hay que subrayar que su colaboración con esta publicación periódica es la más fructífera de su carrera4. Entre estos textos contamos diez poemas: bien originales o bien traducciones. Por otro lado, las obras narrativas escasean pues se editan solo tres producciones: dos leyendas (La velada del helecho5 y La montaña maldita) y una novela corta (Dolores). Las leyendas que Gómez de Avellaneda recrea en esta publicación surgen de tradiciones suizas. La velada del helecho o El donativo del diablo. Novela, aparece en varios números en 18496, mientras que La montaña maldita. Tradición suiza, se publica dos años después, el 8 de junio de 18517. En contra de lo que pudiéramos suponer, las leyendas no se editan en el mismo periodo en el Semanario Pintoresco Español, en cambio la última leyenda y la novela corta salen a la luz el mismo año, en 1851. Como ya ha subrayado la crítica, se advierte un tratamiento inverso, en cierto modo, de la temática en los textos publicados este año. En efecto, estos desarrollan una historia

(Seoane, 1977: 230). La revista pasa por distintas etapas marcadas por la sucesión de sus directores. En 1843 Mesonero Romanos cesa y la revista se vende a Gervasio Gironella (Rubio Cremades, 2005: 65). Este último se convierte en director del Semanario Pintoresco Español y sigue prácticamente las mismas directrices que en las dos series anteriores. A partir de 1846 en el Semanario se realizan varios cambios, entre ellos, la eliminación de la introducción de producciones extranjeras, pero sigue manteniéndose su carácter apolítico. La dirección literaria pasa entonces a Francisco Navarro Villoslada, que será sustituido por Ángel Fernández de los Ríos de 1846 a 1855. Luego José Muñoz Maldonado (conde de Fabraquer), Manuel Assas y Eduardo Gasset toman el relevo en la dirección, hasta el cierre de esta el 20 de diciembre de 1857 (ibíd.). Por tanto, la Peregrina comienza a colaborar (en 1845) en el momento en que el Semanario pasa a manos de Gervasio Gironella, y continúa haciéndolo con sus sucesivos directores, pues su último trabajo aparece en 1856. 4. Algunas de las colaboraciones en prensa de Gómez de Avellaneda se recogen en el manual realizado por Simón Palmer (1991). 5. Como indica Rubio Cremades (1995), este relato se subtitula “novela”, pero en realidad se trata de un cuento o relato breve. 6. La velada del helecho o El donativo del diablo. Novela, (17 junio) 1849, n.º 24, pp. 188-191; (24 de junio) 1849, n.º 25, pp. 198-199; (8 de julio) 1849, n.º 7, pp. 206-208; (15 de julio) 1849, n.º 8, pp. 220-224. 7. “Los consejos morales presentados mediante relatos que premian la virtud y castigan el vicio son una constante en el Semanario desde que inició su andadura Mesonero. Fernández de los Ríos, a pesar de la opinión contraria que antes hemos visto de Fernán Caballero, sigue manteniendo este tipo de cuentos en la revista” (Rodríguez Gutiérrez, 2004: 85) —este texto de Gertrudis Gómez de Avellaneda formaría parte de este grupo de relatos.

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que presenta el conflicto entre madres e hijos. Por un lado, la leyenda muestra un personaje femenino menospreciado por el hijo, que no ha aceptado ser el hijo ilegítimo de una mujer de baja condición social. Por este motivo recibirá un castigo ejemplar. Por otro, la novela corta nos muestra a una mujer que antepone su orgullo a sus sentimientos maternales, “enterrando en vida” a su hija en un castillo. En esta ocasión, la víctima sabrá perdonar e incluso sacrificará su vida por preservar el buen nombre familiar. Esta temática, como bien nota Evelyn Picon Garfield (1993), se desarrolla en muchos de los textos literarios de Tula. De hecho, como sucede en Dolores, la relación entre padres despóticos e hijos abnegados y obedientes se recoge en otras producciones como en el drama Alfonso Munio, Saúl, La verdad vence apariencias o El príncipe de Viana (Picon Garfield: 85-86). Dolores, como hemos apuntado, se publica por primera vez en 1851 en el Semanario Pintoresco Español. Más tarde sale a la luz en el Diario de la Marina, de La Habana (1860). Esta última versión es la que aparece en 1870 en la colección de obras completas de la autora camagüeña. Una primera diferencia se evidencia, desde el primer momento, entre las dos versiones. El título difiere de una a otra. La primera versión lleva por título Dolores; la segunda, Dolores. Páginas de una crónica de familia. Nuestra comparación se realizará a partir de los textos publicados en el Semanario Pintoresco Español y en las obras completas. Entre enero y febrero de 1851 el Semanario Pintoresco Español publica los capítulos de esta novela corta8. El texto se inscribe dentro de la corriente romántica y recrea un suceso ambientado en la Edad Media que la autora presenta como verídico, extraído de sus archivos familiares. La protagonista, Dolores, se enamora de un hombre que proviene de un linaje no admitido por su familia. La madre, presa del deber y salvaguarda del honor familiar, evita este enlace haciendo creer que su hija ha fallecido. En realidad, hace beber a su hija una pócima para que parezca muerta y, después del entierro ficticio, ella se retira con Dolores a un lugar al que nadie más tiene acceso. En un momento dado, el padre descubre el engaño, pero la magnanimidad de Dolores 8. Dolores, (5 de enero) 1851, n.º 1, pp. 3-5; (12 de enero) 1851, n.º 2, pp. 12-14; (19 de enero) 1851, n.º 3, pp. 21-23; (26 de enero) 1851, n.º 4, pp. 29-30; (2 de febrero) 1851, n.º 5, pp. 38-39; (9 de febrero) 1851, n.º 6, pp. 45-47; (16 de febrero) 1851, n.º 7, pp. 5456; (23 de febrero) 1851, n.º 8, pp. 60-64.

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evita el castigo materno y decide, para defender a su captora, retirarse del mundo. Ingresa entonces en un convento y borra su nombre adoptando una identidad falsa. La novela corta Dolores viene acompañada en ambas ocasiones por una carta-prólogo dirigida al director de la publicación periódica. Nuevas diferencias se advierten asimismo en este momento. Se puede apreciar una mayor cercanía en la carta-prólogo del Diario de la Marina. Así por ejemplo, la epístola recogida en el Semanario Pintoresco Español va encabezada por la fórmula “Sr. Director del Semanario Pintoresco”; mientras que la carta fechada en la Habana en julio de 1860 va destinada a un amigo. A la fórmula “Sr. Director del Diario de la Marina” le sigue: “Muy señor mío y amigo”. A él se dirige como “mi estimado amigo” (p. 367) y en su despedida firma como “su afectísima amiga” (p. 368). Esta cercanía al director es inexistente en la primera carta. No obstante en ambas ofrece una excusa al publicar esta historia. En el primer caso comunica cómo ha pasado dos noches en vela por no lograr satisfacer la petición del director, que le solicita la redacción de una novela para su semanario. En esta ocasión, confiesa, no ha sido capaz de crear una historia a partir de su imaginación y ha tenido que recurrir a otras fuentes para escribir su relato —hecho que puntualiza que no es habitual en su producción literaria, nacida, principalmente, de su fantasía. En otro momento de falta de creatividad recuerda que también recreó historias ya contadas, como es el caso de su famosa tragedia Alfonso Munio. En ambas situaciones, Tula opta por recurrir a sus archivos familiares para buscar inspiración. Cuando le falla la imaginación (“aquella rica abastecedora de halagüeñas mentiras”, p. 3, dice la autora), debe a acudir a otras fuentes y seleccionar episodios que puedan interesar al lector de su época. En la carta-prólogo del Diario de la Marina se excusa por no publicar un texto original e inédito, pues en tres meses no ha dispuesto del tiempo necesario debido a la dedicación que emplea en la dirección del Álbum cubano de lo bueno y lo bello9. Advierte que cuenta con la comprensión del director de la revista, quien sin duda conocerá de primera mano la situación en que se encuentra. La escasez de tiempo no 9. Revista quincenal femenina que Gómez de Avellaneda funda y edita en 1860, cuando vuelve a Cuba (Pastor, 2002: nota 38, 38). Picon Garfield estudia esta revista en el capítulo I de Poder y sexualidad: El discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda (19-50).

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le impide, en cambio, realizar varias modificaciones en el texto, como iremos apreciando a lo largo de nuestro trabajo. Por otra parte, es indudable que Gertrudis Gómez de Avellaneda pretende, con estas introducciones, ganarse la benevolencia de sus lectores. El recurso de la captatio benevolentiae es recurrente en los dos casos. Busca la comprensión del director de la revista y, sobre todo, la del lector. Más particularmente se comunica con el público femenino del Semanario Pintoresco Español, pues sabe que será este el que muestre mayor interés por su novela corta. Incluso la autora se permitirá halagar a sus destinatarios con este propósito. Por ejemplo, en las siguientes líneas de la primera versión leemos: ruego a los suscritores del Semanario, a quienes la dedico en muestra de mi aprecio y buena voluntad, que tampoco se quejen de mí si no alcanza Dolores la fortuna de agradarles [...] formo sincerísimos votos por la dilatada vida del Semanario, y por las ventajas de todo género que merece su ilustrado director, y porque proporcione su lectura completo solaz y entretenimiento a sus constantes suscritores, y principalmente a sus bellas suscritoras (p. 3)

La elección del asunto del texto viene motivada, como la escritora pone de relieve, por el interés personal que despierta en ella el hecho de tratarse de la historia de su familia. Pero se da cuenta de que esto mismo puede ocasionar que los futuros lectores no se sientan atraídos por el tema. La observación queda anotada una vez más para ganarse al público, esos “benévolos lectores del ameno periódico cuya prosperidad deseo” (p. 3) —dice en el Semanario Pintoresco Español. Los sucesos que nos presenta, anota en su carta, se encuentran consignados en las crónicas y tan solo ha tenido que “llenar algún pequeño vacío que solía advertir en el original” (p. 3). Cabe destacar también los calificativos que emplea la autora para referirse a su novela corta, otra manera de conseguir la benevolencia del lector. En la primera carta califica su texto de “pequeño cuadro” (p. 3) y en la segunda, de “desaliñadas páginas” acerca de un “drama doméstico” (p. 367). Por último, la autora detalla que con su novela no persigue transmitir una enseñanza, sino únicamente entretener10.

10. Se opone, por tanto, a la novela de tesis, que empieza a despuntar en esta época (Rubio Cremades, 2005: nota 62, p. 203).

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Si nos fijamos ahora en la estructura de la novela corta, podemos apreciar algunas diferencias entre la primera versión y la última. Existe un cambio de título de algunos capítulos. También se realiza una división del último de ellos en dos11. La división de este último capítulo viene motivada por la extensión del mismo. Puede que la autora decidiera hacerla porque, de esta manera, la extensión de los capítulos sería regular, pues, en efecto, este último ocupa el doble de espacio. Pero podemos suponer que desde un principio quiso presentarlos así, pero que se decidiera editarlos en un solo episodio en el mismo número del Semanario Pintoresco Español. Cabe interrogarse si en ese momento alguna de las colaboraciones con las que contaba el semanario no llegara a tiempo o se decidiera no publicarla. En el Semanario Pintoresco Español, la novela se publica en ocho capítulos. Sus títulos coinciden entre la primera y última versión excepto en el último, por la división del capítulo que ya hemos indicado, y en los capítulos IV y V: “El médico” se llamará “Amor de padre”, y “El amor de una mujer, y el orgullo de otra” se convertirá en “La madre y el médico”. En el primer caso, con la modificación del título (“El médico” cambia a “Amor de padre”) se dirige la atención al cuidado, atención y sentimiento del padre, tal vez para contrastar con más fuerza con la frialdad que demuestra la madre. Además el segundo texto elimina algunos párrafos con el objetivo de centrarse en la figura paterna. Más tarde observaremos las principales variantes textuales y citaremos este capítulo. En el segundo caso, el contraste entre los personajes femeninos, doña Beatriz y Dolores, se deja de lado en el título para centrarse en la relación entablada entre la madre y el doctor Yáñez (“El amor de una mujer, y el orgullo de otra” / “La madre y el médico”). En efecto, en la versión del Semanario Pintoresco Español el diálogo entre la madre y la hija es más extenso, mientras que en el último texto este se recorta. No obstante, el título elegido hace referencia al plan urdido por la madre y el facultativo al final del capítulo anterior. En este título podemos adivinar que este va a ponerse en marcha. Los títulos, por consiguiente, se refieren al asunto que va a desarrollarse en el capítulo (“El día de los contratos”, “La partida”). En general son títulos breves que se refieren a los personajes principales de la trama de ese episodio. Se trata bien de nombres propios (“Dolores 11. “La revelación y la partida”, queda en dos capítulos: “Revelaciones” y “Partida”.

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y Rodrigo”) o comunes (“La madre y el médico”). También se remite a los sentimientos de los protagonistas en una ocasión. En la primera versión se contrasta a los personajes femeninos: “El amor de una mujer, y el orgullo de otra”. Mientras que en el segundo se prefiere resaltar el de un personaje masculino: “Amor de padre”. La figura del médico quiere ponerse de relieve en ambos casos pues si bien el capítulo IV elimina la referencia al doctor Yáñez (“El médico”), en la versión final el largo título que contrasta los sentimientos de doña Beatriz y su hija será sustituido por “La madre y el médico”. Por otra parte, los dos primeros capítulos sitúan la acción en su contexto histórico: “El bautizo de un príncipe heredero”, “Don Juan II y su Corte”. Por último indicaremos que el título del capítulo VII nos anuncia una ruptura temporal, pues nos va a presentar lo que acontece seis años después del final del capítulo anterior. Recogemos en la siguiente tabla los títulos de cada capítulo en las dos versiones: Semanario Pintoresco Español

Diario de la Marina

El bautizo de un príncipe heredero

El bautizo de un príncipe heredero

Don Juan II y su Corte

Don Juan II y su Corte

Dolores y Rodrigo

Dolores y Rodrigo

El médico

Amor de padre

El amor de una mujer y el orgullo de otra

La madre y el médico

El día de los contratos

El día de los contratos

Seis años después

Seis años después

La revelación y la partida

Revelaciones

Conclusión

Partida Conclusión

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Por otro lado, el capítulo V se sitúa en el centro de la novela y no es casualidad que sea entonces cuando se produzca el conflicto directo entre los intereses individuales de la hija, guiada por el amor pasional, y los intereses familiares de la madre, defensora del honor de la familia. El primer título elegido hace hincapié en este hecho (“El amor de una mujer, y el orgullo de otra”), mientras que el que aparece en las obras completas privilegia la referencia al vínculo entre la madre y el médico. Aparte de elegir un título más breve, Dolores pasa a un segundo término. De hecho, nos parece que pese a que la novela corta lleve por título el nombre de la joven, doña Beatriz de Avellaneda adquiere, en muchas ocasiones, todo el protagonismo. Ella es la que mueve todos los hilos y la que decide cuál ha de ser el destino de su familia. Respecto a las variantes textuales podemos observar que los dos primeros capítulos son los menos modificados. Quizás se deba este hecho a que se dedican, en su mayor parte, a presentarnos la trama externa. Entre estos primeros capítulos publicados en el Semanario Pintoresco Español y en las obras completas, se percibe un cambio de extensión, ya que en el segundo se recortan abundantes referencias y diálogos del primer texto. Por ejemplo, en el primer capítulo de la primera versión, la aparición del condestable Álvaro de Luna junto a su consorte se presenta con más detalle. En el capítulo II, hay dos añadidos en la última versión que queremos resaltar. El primero se sitúa en el momento en que se nos describe físicamente al joven Rodrigo, apuesto muchacho de dieciocho años. El rasgo que se pondera de su rostro es la mirada12. Los ojos “negros y rasgados” (p. 13) del primer texto pasan a “magníficos ojos árabes negros y rasgados” (p. 380). Había que añadir una nota más sensual y atractiva a este personaje que, por otro lado, hace su aparición en muy pocas ocasiones. El segundo caso lo encontramos cuando el monarca habla con don Diego Sandoval para proponerle un matrimonio ventajoso a su hija Dolores. Entonces el padre advierte que la elección del esposo coincide, efectivamente, con la hecha por su hija. Por el contrario, en la versión de las obras completas se introduce una interrogante a esta cuestión, puesto que el rey advierte que “tal vez” su elección coincida con la de Dolores.

12. Al tema de las miradas en la novela Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda dedicamos un trabajo recogido en los Anales de Literatura Española (Charques Gámez, 2011).

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La voz de la autora se deja escuchar en varias ocasiones como, por ejemplo, en el capítulo III, donde se posiciona con respecto a los escritores de su época que recrean asuntos medievales en sus obras. A diferencia de estos, ella se muestra contraria a describir minuciosamente episodios típicos como las justas o los amores corteses. Comprende que este estilo cultivado por Walter Scott, verdadero maestro del género, se ha copiado reiteradamente pero sin la calidad del original. Opina, además, que los lectores esperan otro tipo de escritura en ese momento. No nos sorprende que la autora atenuara la nota crítica en la última versión, pues en ella se refiere a los escritores en general, mientras que en la primera señala directamente a los autores españoles. En su texto de 1851 censura a “tantos copiantes de brocha gorda como abundan en nuestra España” (p. 21). Leemos en la primera versión (en la segunda se suprime la referencia a Dumas y su admiración por este): Nada de lo que pudiéramos decir diremos sin embargo; nos hemos propuesto ser lacónicos, por lo mismo de ser rarísima esta cualidad entre los novelistas de nuestra época, que, sin exceptuar al mismo Dumas (cuyo ingenio por otra parte admiramos), tienen tan extremado placer en charlar con el pacientísimo público, que se detienen capítulos enteros en la prolija explanación de los más insignificantes pormenores, rabiando por describir bástalo que parece indescribible (p. 21).

Este tercer capítulo sigue tendiendo un puente entre ambas épocas, ya que la voz narradora deja por escrito cuáles son las preferencias del público de su tiempo. Podemos advertir cómo estas han variado debido a la distancia temporal que los separa. La primera deja consignada la afición por el baile y añade una censura a la falta de ojo crítico en este asunto; si bien, en nota a pie de página, muestra que esta preferencia por la coreografía sobre el teatro ha pasado de moda, lo que ofrece una nueva distancia temporal entre la redacción del capítulo y la publicación en el Semanario Pintoresco Español13. En la versión definitiva comenta que 13. Podemos leer: “ese público bursátil y coreográfico que pasa los días jugando a la alza ó á la baja, y las noches contendiendo por la Guyú por la Fuoco, por la Nena, o por la Vargas: de ese público, a maravilla inteligente en lo tocante o bailables y bailarinas, pero que nos engañamos mucho si fuese digno apreciador de los buenos golpes de lanza y de los platónicos amores” (21). En nota a pie de página leemos: (i) “Estas páginas se escribían en el periodo de mayor entusiasmo que ha alcanzado el baile en nuestra coronada villa: en aquellos, por fortuna ya pasados días, en que el teatro Español se

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los intereses de su tiempo se enfocan, en cambio, en asuntos mercantiles. Entre otras variaciones que se aprecian en los fragmentos que recogemos a continuación, puede subrayarse una nota crítica, pues Gómez de Avellaneda deplora que no llegue el tiempo en que nos rijamos por la inteligencia (inteligencia y virtud, agrega en la última versión— añadido que no puede pasar desapercibido). Obsérvese al respecto el contraste entre estos dos párrafos: 1. [...] que nos es más grato asistir a las contiendas en que las sílfidas del Olana y de Sena se disputan admirablemente la supremacía en ligereza y habilidad pedestre, que nos hubiera placido ser espectadores de aquellas luchas muchas veces sangrientas, en las que se aplaudían las lanzadas como ahora se aplauden las piruetas. Entonces era el reinado de los brazos; a [21] nosotros nos toca la soberanía de los pies; acaso llegue tiempo en que tenga su turno la cabeza, y no sabemos si cuando esta consiga el cetro irán las cosas mejor de lo que han ido hasta aquí. Sea de ello lo que fuere, nosotros rogamos al lector que se sirva atender a los antecedentes de que queremos instruirlo (pp. 21-22). 2. [...] que nos es más grato asistir a las contiendas en que se decide una cuestión de aranceles o ferrocarriles, que nos hubiera placido ser espectadores de aquellas luchas, muchas veces sangrientas, en que se aplaudían las lanzadas como ahora se aplauden las elaboraciones al vapor. Entonces era el reinado de la espada y de los castillos; a nuestra época le ha cabido la soberanía de las cifras y de las máquinas; quizá llegue día en que logren entronizarse la inteligencia y la virtud, y reservamos para entonces —si estamos en este mundo— el detallar todo lo que tuvieron de grandioso las buenas edades de los mandobles; y aun estas —no menos afortunadas— de las operaciones de bolsa y los corsés sin costuras. Lo que nos importa en este instante es que el lector se sirva atender a los antecedentes de que queremos instruirle (p. 387).

veía desierto; el de la ópera no existía, y el público en tropel se disputaba las localidades del Circo, donde cada noche recibían inauditas y costosas ovaciones las dos célebres bailarinas extranjeras que arriba mencionamos; mientras sus compañeras españolas alcanzaban también inequívocas muestras de favor por parte de los asistentes al modesto teatro del Instituto. La vaga del baile ha pasado: las deidades coreográficas yacen caídas de sus altares. Nosotros no podemos menos de alegrarnos de que las líneas que motivan esta nota salgan a luz siendo ya inoportunas”.

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Asimismo, el capítulo III de la primera versión resalta, en primer término, el orgullo desmesurado de la madre de Dolores. Respecto a sus palabras cabe precisar que estas son más duras al referirse al prometido elegido para su hija. Leemos en el Semanario Pintoresco Español: “¿no ha visto a los Portocarreros darse por muy felices en emparentar con el hijo de la prostituta de Cañete?” (p. 23). Compárese esta oración con la siguiente que leemos en la versión definitiva: “¿no ha visto a los Portocarreros darse por felices en emparentar con su privado?” (p. 393). Tampoco se nos pasa por alto que en la versión final se remarca el hecho de que el carácter de doña Beatriz pertenece exclusivamente al sexo masculino: “[...] su madre; cuya alma orgullosa poseía la inflexible firmeza de que en general se juzga desprovisto al bello sexo” (p. 388). Como dijimos anteriormente, el capítulo IV no solo cambia de título (“Amor de padre” sustituye a “El médico”), sino que también elimina parlamentos y otras escenas que sirven para resaltar el amor del padre por su hija, lo que justifica la modificación del título. Además hay otros cambios como, por ejemplo, cuando la familia recibe la visita de Don Álvaro de Luna y su sobrino Rodrigo para conocer el estado de salud de Dolores. En la primera versión el sobrino del adelantado, Gutierre de Sandoval, los acoge sin grandes muestras de hospitalidad y sin darles respuestas concretas. Como consecuencia, Rodrigo se sentirá intranquilo y pasará la noche rondando la casa de su amada. Por el contrario, será don Diego quien les reciba afectuosamente en su casa en el texto de las obras completas. El padre parece más decidido y fuerte en esta última versión en la que también apreciamos que en las discusiones entre los cónyuges, el marido muestra un carácter más enérgico, frente a la imagen un tanto débil que transmite en el texto inicial. Asimismo resulta más evidente el carácter maquiavélico del médico en el Semanario Pintoresco Español. De hecho véase la diferente presentación de este personaje: “de maligno y de hipócrita que era natural a su fisonomía” (p. 30) / “de egoísta y de hipócrita, que era natural a su fisonomía” (p. 399). En términos generales, la última versión es menos “romántica” que la primera desde el punto de vista del dramatismo de los personajes y de la utilización de ciertos recursos del gusto romántico. Por ejemplo, en este capítulo se inserta la parte del diálogo entre doña Beatriz y el médico que una doméstica escucha tras una puerta. En el primer texto se ofrecen más detalles que en el

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segundo. De hecho el empleo de recursos como la mención de unas cartas cuyo contenido desconocemos o la intervención de distintos personajes que multiplican las sospechas o las intrigas, sirven para dar a entender que estamos ante un plan enrevesado, muy del gusto romántico. Pues bien, estas referencias desaparecen en el último texto. El capítulo VI además de sufrir la modificación de su título (“El amor de una mujer, y el orgullo de otra” / “La madre y el médico”) presenta también un recorte importante en algunas escenas. Los recursos románticos continúan restringiéndose y si bien es cierto que proseguimos encontrándonos con ellos, son mucho menos numerosos que en la novela corta publicada en el Semanario Pintoresco Español. El desmayo de una doncella, así como los estremecimientos y la fiebre de la niña tras la confrontación con la madre, se eliminan. Los diálogos también son más breves y, en ocasiones, menos dramáticos. Por último, la suspensión que encontramos al final de los capítulos también disminuye en la versión recogida en las obras completas, pues al cruce de tramas de la primera versión se elimina la más misteriosa. En el final de Dolores en el Semanario Pintoresco Español los progenitores actúan, cada uno por su lado, para resolver el problema de la boda de la hija. Sabemos que el padre envía una epístola al infante de Aragón para buscar una solución a la situación de su hija. No obstante, el plan de la madre no se nos da a conocer por el momento. Lo que sabemos es que esta mantiene una conversación secreta con su hermano. El lector desconoce lo que se trata en esta entrevista, lo que aumenta su curiosidad. La aparición de este último personaje y, por tanto, la conversación privada de este con doña Beatriz, no constan en la versión final, que acaba con la escena del escudero llevando a cabo la tarea encomendada por su señor. Presenciamos este recorte de recursos de corte romántico a lo largo de todo el texto. En el capítulo VII destaca el episodio en que don Diego se reencuentra con sus sirvientas Mari García e Isabel en el castillo en el que se ha recluido su esposa y en el que esta lleva viviendo seis años desde la muerte de la hija. El conde aguarda la visita de la anciana Mari-García quien le ha instado a posponer su despedida debido a que tiene que confesarle un secreto que le afecta enormemente. El tiempo transcurre sin que reciba esta visita y don Diego comienza a buscar a la dueña por el castillo. Mayor intriga y misterio se ofrece en la primera versión, en la que el padre se acerca a una puerta en la que oye voces

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para escuchar una conversación que no conoceremos hasta que se publique el capítulo siguiente, pero que sabemos que altera al personaje. Por el contrario, en la versión definitiva don Diego se encuentra con las dos sirvientas, que no están escondidas tras ninguna puerta, y se entera rápidamente de la conversación. Una vez más el efecto de suspense se ha eliminado. El capítulo siguiente ofrece mayor dramatismo por la escena entre Mari-García e Isabel. Esta última quiere encerrarla y la trata de demente. Los diálogos son más extensos y cargados de dramatismo en el Semanario Pintoresco Español que lo que se nos trascribe en la versión definitiva (que, recordemos, aparece al final del capítulo anterior). Aparte de remarcar la crueldad de doña Beatriz en la primera versión, la conversación entre los esposos, en este capítulo VIII, también realza su sentido del honor. Veamos esta diferencia en el parlamento de la madre en las dos versiones: 1. Hacedlo si os parece preferible el desdoro que quisisteis causaros y trasmitir a vuestros hijos, al pensar que yo os he dado para libraros de aquel (p. 62) 2. Hacedlo, Conde de Castro Xeriz, hacedlo como lo digo, si os asegura vuestro corazón que ha sido culpable el mío (p. 428)

En lo que respecta a la conclusión, anotamos que en la versión final se incluye el apellido paterno en la inscripción de la lápida familiar. Antes leíamos: “Aquí yace María de los Dolores Gómez de Avellaneda” (p. 63). En la última versión se precisa el apellido Sandoval: “Aquí yace María de los Dolores Gómez de Sandoval y Avellaneda” (p. 436). De hecho, la presencia del apellido se corresponde, a nuestro parecer, con el mayor protagonismo y fortaleza del padre en este último texto. Acabamos nuestro análisis comparativo advirtiendo que podríamos haber titulado este artículo “Dolores o el arte de poner la oreja tras la puerta”, ya que este recurso es recurrente en la novela corta. Efectivamente sirve para aumentar el suspense, pues no siempre podemos conocer lo que se habla en la habitación de al lado. Asimismo cuando podemos hacerlo o bien accedemos a parte de la conversación o bien la conocemos por completo y sirve para subir la tensión (pues provoca, por ejemplo, desmayos en los personajes o enredos de situaciones). Los recursos de este estilo y otros elementos de corte

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romántico no aparecerán con tanta profusión en el texto recopilado en las obras completas de Gertrudis Gómez de Avellaneda. La autora presta especial atención a la hora de adaptarlo a los nuevos tiempos y no olvida, desde luego, los gustos de su público, al que tiene presente a la hora de publicar su relato y al que lanza guiños desde el mismo. B i b l i ogr a fí a Charques Gámez, Rocío (2011): “Sab y el juego de las miradas”. Anales de Literatura Española, 23 (Serie monográfica, n.º 13): “Cantad, hermosas”. Escritoras ilustradas y románticas, Helena Establier Pérez (ed.), Universidad de Alicante, pp. 353-362. Gómez de Avellaneda, Gertrudis (1849): La velada del helecho o El donativo del diablo. Novela, Semanario Pintoresco Español (17 junio), n.º 24, pp. 188-191; (24 de junio), n.º 25, pp. 198-199; (8 de julio), n.º 7, pp. 206-208; (15 de julio), n.º 8, pp. 220-224. — (1851): Dolores, Semanario Pintoresco Español, (5 de enero), n.º 1, pp. 3-5; (12 de enero), n.º 2, pp. 12-14; (19 de enero), n.º 3, pp. 21-23; (26 de enero), n.º 4, pp. 29-30; (2 de febrero), n.º 5, pp. 38-39; (9 de febrero), n.º 6, pp. 45-47; (16 de febrero), n.º 7, pp. 54-56; (23 de febrero), n.º 8, pp. 60-64. — (1851): La montaña maldita. Tradición suiza, Semanario Pintoresco Español, 8 de junio de 1851. — (2008): Dolores: página de una crónica de familia, (Diario de la Marina), Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, reproducción digital a partir de Obras literarias de la Señora Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Colección completa. Tomo 4 b: Novelas y leyendas, Madrid, [s.n.], 1870 (Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra), pp. [365]-437, Pastor, Brígida (2002): El discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda: Identidad femenina y otredad. Cuadernos de América sin nombre, dirigidos por José Carlos Rovira, n.º 6. Picon Garfield, Evelyn (1993): Poder y sexualidad: El discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Amsterdam: Rodopi. Rexach, Rosario (1973-1974): “La Avellaneda como escritora romántica”, Anales de literatura hispanoamericana, núms. 2-3, Madrid: Universidad Complutense, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, pp. 241254. Rodríguez Gutiérrez, Borja (2008): “Cuentos en el Semanario Pintoresco Español (1836-1857)”, pp. 69-88. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, edición digital a partir de la Separata de Voz y Letra. Revista

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de Literatura, tomo 15, núm. 2 (2004), [Madrid], Arco-Libro, pp. 69-88,

Rubio Cremades, Enrique (1995): “El Semanario Pintoresco Español: el artículo de costumbres y géneros afines”, en Actas XII. AIH, pp. 248-253. — (2005): Periodismo y literatura: Ramón de Mesonero Romanos y el Semanario Pintoresco Español, Alicante, Universidad de Alicante. Seoane, María Cruz (1977): Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX, Madrid: Fundación Juan March / Editorial Castalia. Simón Palmer, María del Carmen (1991): Escritoras españolas del siglo XIX. Manual bio-bibliográfico, Madrid: Castalia.

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El N IGROMÁNTICO MEJICANO , un caso raro de la literatura romántica en Cataluña Lidia Carol Geronès Universidad de Gerona y Universidad de Verona

Pere Gimferrer, al final de su libro Los raros escribe que: “Raro es lo mal leído o mal comprendido o mal difundido” (Gimferrer 343). Partiendo de esta idea podemos considerar que El nigromántico mejicano1 es, de momento, un caso bastante raro de nuestra literatura. Un libro relativamente poco difundido, como veremos, pero sí poco leído y, consecuentemente, poco o mal comprendido. De hecho, esta novela no figura en los libros de historia de la literatura española ni goza tampoco de ningún estudio —ni aproximativo ni exhaustivo— publicado en España. Sí que existe el breve artículo, “Un precursor olvidado”, del escritor, diplomático y pensador mexicano, Alfonso Reyes Ochoa (1889-1959). Un texto, apenas una página, que se publicó por primera vez en noviembre de 1954 en la Revista de Revistas de México y que se recogió posteriormente en Las burlas veras (1957). Reyes intenta rescatar así al olvidado Ignacio Miguel Pusalgas, destacando que El nigromántico mejicano es “una de las primeras novelas peninsulares sobre la América hispana” (Reyes 480). Es, de hecho, en ámbito hispanoamericano, y más concretamente mexicano, donde notamos un cierto conocimiento de esta novela y su autor. Por un lado, y anterior al texto de Alfonso Reyes, El nigromántico mejicano y Pusalgas aparecen —aunque casi solo citados— en el libro de Genaro Estrada,

1. Para la realización de este trabajo se ha manejado principalmente la primera edición de 1838, porque contiene las litografías originales y las notas del autor. De ahora en adelante las citas provienen de esta edición y, por lo tanto, entre paréntesis solo vamos a indicar el tomo y el número de página.

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200 notas de bibliografía mexicana. Como buen bibliófilo Estrada no sólo cree necesaria la inclusión de esta novela en sus 200 notas, sino que también destaca el hecho de que la novela contiene cuatro magníficas litografías: “Es una verdadera rareza bibliográfica la novela El nigromántico mejicano, de Ignacio Pusalgas, impresa en Barcelona en 1838, en dos tomos, por Ramón M. Indar, librero e impresor. Tiene cuatro excelentes litografías” (Estrada 58). Por otro lado, y en fecha más reciente, la novela de Pusalgas aparece en el estudio “El substrato histórico en la narrativa mexicana de los siglos xix y xx” del escritor y profesor en la Universidad de Guadalajara, el mexicano Marco Aurelio Larios. Aparece en una nota a pie de página y en referencia a la novela histórica de argumento americano, concretamente a Netzula (1832) de José María Lafragua (1813-1875). Larios aclara que Existen obras de españoles anteriores a él que escribieron novela histórica sobre temas americanos: Xicoténcatl, príncipe americano (1831) de Salvador García Vahamonde [o Bahamonde, con b]; El Nigromántico mejicano (1838) sobre la conquista de México y El sacerdote Blanco (1839) sobre la conquista de Cuba, ambas de Ignacio Pusalgas y Guerris (1790-1874); y Pizarro en el siglo XVI (1845) de Pablo Alonso de la Avecilla (1810-1860), sobre la conquista del Perú (Larios 2007).

Se descubre gracias a Larios que, nuestro autor, Ignacio Pusalgas, no sólo tiene dos novelas —ambas históricas y ambas de tema americano— sino también que él no es ni el primero, ni el único autor de la Península en escribir novela histórica sobre la conquista de los españoles del Nuevo Mundo. Seguramente, estos títulos revelan por un lado una evidente atracción hacia lo exótico y, por el otro, un cierto patriotismo. Pe ro ¿qui é n e s I gnaci o P u s al gas y Gu e rri s ? La respuesta nos la da, otra vez, un hispanoamericano, el escritor y biólogo cubano Armando García González. En su artículo biográfico “Ignacio Pusalgas, un médico romántico del siglo xix” García González escribe que Ignacio Miguel Pusalgas y Guerris fue un “médico y literato barcelonés [que] se inserta dentro de la corriente romántica decimonónica de galenos ilustrados que tuvo diversos cultivadores, tanto en España como en otras naciones europeas y americanas” (García

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González 201). Pusalgas es un médico y García González en su trabajo, a parte de hacer un retrato exhaustivo de todas las facetas de Pusalgas como médico también revela dos aspectos que aquí nos interesan particularmente. Por un lado la afición de Pusalgas a la Historia y a la literatura y, por otro lado, su personal visión de la moral y la religión. Como vemos en el anexo que se presenta al final de este artículo, Pusalgas escribió una veintena de obras, de las cuales sólo dos son novelas históricas. El resto de su producción (exceptuando los Cuentos morales para niños) es de carácter médico-científico: básicamente manuales y tratados sobre la higiene, la anatomía y la moral. A medida que Pusalgas gana experiencia como médico crecen sus publicaciones científicas y decrece, aunque sería mejor decir que desaparece, la obra de ficción que, como hemos dicho, se trata casi exclusivamente de novela histórica. L a nov e l a E L

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Seguramente la primera novela de Ignacio Pusalgas, El nigromántico mejicano, tuvo un cierto éxito, ya que al año siguiente la misma Imprenta de Indar le publica su segunda y última novela, El sacerdote blanco. No debemos olvidar, como ha señalado Enrique Rubio, que el Romanticismo “provoca en España la aparición de un género —la novela— que encontrará feliz acogida entre los numerosos lectores de la primera mitad del siglo xix. [...] la novela es el género de moda y [...] la novela histórica es obra de un heterogéneo grupo de escritores” (Rubio 1997: 610). Tan heterogéneo que por lo tanto comprende también escritores médico, como es el caso del barcelonés Ignacio Pusalgas. Para explicar qué es y de qué trata El nigromántico mejicano vamos a empezar por la contracubierta de la segunda edición. En 1988, por lo tanto, 150 años después de su primera publicación en Barcelona, la colección Los Inenarrables de la editorial catalana de Sabadell, Caballo-Dragón, publica El nigromántico mexicano —ahora con la letra equis— en un solo tomo, un libro de ciento ochenta páginas, y, lógicamente, sin las cuatro litografías originales de 1838. En la contracubierta leemos: El nigromántico mexicano es muchas cosas: es la gran novela romántica de la conquista de México; es una fascinante visión de los últimos días de Moctezuma; es un mosaico de vencedores y vencidos entorno a un mismo

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centro: el amor, la pasión y la supervivencia; es un de regimine principum que abomina del tirano y encarece la soñada libertad; y es la joya desconocida del romanticismo español.

Y citamos también la última frase porque nos da una clave de lectura esencial para entender la calidad y dimensión de esta obra: “El avisado lector haría bien en leer Fernando VII donde el texto dice Moctezuma... Que El nigromántico mexicano es una novela de aventuras está claro, pero ¿es también una parábola de España?”. Nos ayuda a responder a esta curiosa pregunta el prólogo de la novela, un elemento, como ha estudiado Enrique Rubio, muy frecuente en las novelas históricas españolas de la primera mitad del siglo xix, imprescindible a la hora de analizar la novela y entender la intención de su autor (2002: 392-393). El Nigromántico mejicano empieza con el prólogo dónde su autor se dirige de una forma directa “Al lector”. Pusalgas, acogiéndose al poeta clásico Horacio, que define como “el más festivo de los moralistas”, confiesa que el objetivo de la obra es el de “divertir al lector instruyéndole”. Por esto, aclara que va a presentar a los personajes sin engaños, es decir, tal cual fueron, ya que “Suficiente es leerlos en la historia de Trajano y Enrique IV para atraer hacia ellos el amor; o de Nerón y Calígula para odiarlos a un alto grado”. A pesar de esto, es decir, de que los personajes de la novela se presenten con sus virtudes y sus vicios, Pusalgas termina esta nota asegurando al lector que “en este escrito se hallará el respeto por la religión y las costumbres, los sentimiento de humanidad y el amor hacia el orden y la virtud” (I, 3). Queda clara ya desde el mismo prólogo la posición conservadora y tradicionalista del autor, por lo que se refiere a la moral y a la religión, y se intuye, mediante los nombres de los emperadores romanos y del rey de Castilla, la posición monárquica sí de Pusalgas pero totalmente contraria a los gobiernos tiranos y despóticos como los de Nerón y Calígula. Así, y volviendo a la pregunta “¿es El Nigromántico mexicano una parábola de España?” decimos que la respuesta es afirmativa y que detrás del retrato del rey de México, Montezuma, hay el retrato del monarca absolutista Fernando VII. Recordemos que Fernando VII nació en 1784 y Pusalgas seis años más tarde, en 1790, y, por lo tanto, Pusalgas vivió en primera persona el absolutismo, el tiranismo y el despotismo de este monarca. La novela empieza con la desesperación del rey de los aztecas, Montezuma, el cual, preocupado por el destino de su imperio, recurre,

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como se ve en la primera litografía, a los conocimientos de un nigromántico. En esta, a parte de darnos cuenta de que no hay preocupación alguna por lo que se refiere a la verosimilitud —ya que el mago indio más que un nigromántico parece el mago Merlín—, se lee la fatal predicción: “¡Poderosos Dioses! exclama el nigromántico, vos moriréis, sí, y asesinado”.

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Esta predicción nos introduce a la dimensión trágica de la novela aunque también hay que decir que abundan diferentes tramas amorosas, como las relativas a la hija de Moctezuma, Morbila, con Ardel, o a la de Marina, la intérprete de Hernán Cortés, con el mismo Cortés. De la conversación entre el nigromántico y Moctezuma, sorprende la opinión del mago y su manera de expresarla, ya que es pronunciada con una elocuencia claramente poco adecuada a su persona (un nigromántico) y más idónea de un europeo como el propio Pusalgas. De hecho, por lo que se refiere a la descripción de los personajes indios, esta se ajusta poco a la realidad ya que no sólo la hija de Moctezuma tiene los ojos azules, sino que a menudo estos —los indios— se comportan como europeos. La opinión del nigromántico sobre el modo erróneo de gobernar de Moctezuma, y, consecuentemente, causa de la crisis de su imperio es la siguiente: Un soberano para sostener su fausto y riqueza, no debe imponer cargos ni sacrificios a sus humildes vasallos que para alimentar su familia deben derramar todo el día el sudor de su rostro. Un soberano para obrar con equidad y recta razón, no debe descuidar la administración de la justicia [...] el buen príncipe no debe tratar a sus súbditos como esclavos. [...] El soberano de una nación no es un tirano, un déspota, es un padre de una gran familia que debe procurar la felicidad de sus hijos (I, 11-12).

La visión rousseauniana de Pusalgas también la encontramos en boca de otros personajes y sobretodo en el larguísimo discurso que Hernán Cortés, hacia el final de la novela, pronuncia delante de Moctezuma y de los nobles y sacerdotes de su corte. El conquistador castellano quiere convencerles de que si se unen a él su nación va a gozar de un gobierno con unas leyes justas y una religión verdadera, convirtiéndose así en una nación libre y socialmente desarrollada. Nobles mexicanos, sabios de este reino, voy con rapidez a manifestaros la naturaleza y atributos de la soberanía y los derechos y deberes de los hombres reunidos en sociedad. Oíd: la soberanía es una e indivisible [...] para que las leyes sean obligatorias, es menester que sean conocidas de los ciudadanos y que hayan sido promulgadas: la ley no puede ser ignorada. [...] La ley religiosa, o sea la regla de nuestra conducta hacia Dios, es el código de nuestros deberes hacia este Ser Supremo. [...] Dios y la ley dicen: No hagas a otro lo que no quieras hagan a ti”. [...] En todas partes excepto en los estados

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despóticos, el verdadero soberano, es la ley, los magistrados, [...] Si queréis, si apetecéis la prosperidad de vuestra nación es necesario que abracéis sus mismas máximas religiosas. [...] Debéis abolir estos horribles y sangrientos sacrificios que deshonran la humaninad (II, 213-223).

A pesar de que a lo largo de la novela emerja la idea de que el vencedor no tiene derecho a esclavizar al vencido, la novela concluye con una sospechosa crítica del narrador omnisciente a los países americanos que se habían liberado: Abramos empero la historia y leeremos que cuantas naciones americanas han pretendido exonerarse de sus primeros conquistadores para entregarse a otras naciones que les han parecido más justas, o han formado un gobierno a su antojo, se han precipitado en el horroroso abismo de las disensiones intestinas, de las guerras extranjeras, o al tratamiento más bárbaro de los que han elegido para ser gobernados (II, 258).

Detrás de esta declaración del narrador identificamos la opinión de Pusalgas, una opinión claramente favorable a la conquista y a la colonización. Co nc l us i o ne s Esta novela sobre la conquista del imperio azteca, usando el pasado histórico con la intención de crear una novela, resulta sobre todo una reflexión evidente en torno al papel de la monarquía española, dejando en un segundo plano el factor verosimilitud en la reelaboración de los hechos históricos y la recreación del mundo de los aborígenes. Consecuentemente, hay una ausencia total de una reflexión por lo que se refiere al encuentro con el diverso que significó el descubrimiento y la brutal conquista del Nuevo Mundo2. Este tipo de reflexión entre culturas y razas muy diversas sí que se percibe en otras obras de la primera mitad del siglo xix, como es el caso, por ejemplo, del relato breve del escritor alemán Heinrich von Kleist (1777- 1811),

2. Para profundizar sobre este tema véase Todorov 1987. Por lo que se refiere al poscolonialismo, la bibliografía es extensa. Véanse, por ejemplo, Bhabha 1994, Said 1993; y Guha & Spivak 1988.

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“Los esponsales de Santo Domingo” (1811)3. Este relato de Kleist no es sólo una historia de amor imposible entre la indígena-mestiza Toni y el joven suizo Gustav von der Ried, sino que es sobre todo una reflexión sobre la lealtad, la confianza y la desconfianza, poniendo a un mismo nivel a conquistados, aquí representados por la sublevada población negra de Haití, y dominadores blancos, aquí los conquistadores franceses. En las tramas amorosas de la novela de Pusalgas, ciertamente muy pasionales (y que bajo muchos aspectos podríamos decir tanto melodramáticas como fantasiosas) no encontramos en ellas la ocasión para razonar sobre el amor entre indígenas y españoles. En este sentido concordamos plenamente con Adolfo Reyes que consideraba estas descripciones amorosas “Ecos desvaídos de Chateaubriand” (Reyes 480). Pusalgas tiene una concepción trágica del amor, pero parece más interesado en confeccionar, sin demasiada destreza artística, una novela en clave donde los protagonistas razonan —pragmáticamente y sin demasiados velos— sobre temas del poder y de cómo gestionarlo y administrarlo cristianamente. Se podría decir que el referente principal de las reflexiones políticas de Pusalgas es el Requerimiento de Palacios Rubios (1514) y las interpretaciones —más o menos liberales— que derivaron, con un particular recelo a las consecuencias que tal documento aún podía tener en la vida de las colonias del siglo xix. En definitiva en El nigromántico mejicano no emerge por ningún lado una posible fuerza revolucionaria de los sentimientos entre individuos que pertenecen a culturas muy diversas. Lacónicamente: una novela sobre el amor hacia el poder y no sobre el poder del amor.

3. Von Kleist 2011.

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Anexo Obra de Ignacio M. Pusalgas (1790-1874) ordenada cronológicamente: 1.

1831, Manual de higiene: arreglado según la doctrina de Sir John Sinclair, Barcelona, Rubió; 1839, Compendio de higiene ó arte de conservar la salud; redactado de las obras de sir John Sinclair por D. Ignacio Pusalgas (2ª. ed. corr. y aum. con un índice alfabético de las sustancias alimenticias con sus nombres sistemáticos), Barcelona, libr. de José Solá; 1843, Compendio de Higiene ó Arte de conservar la salud; redactado de varias obras, mayormente de John Sinclair, Barcelona: Imprenta de Indar, 3ª ed. 2. 1834, Principios didácticos de materia médica esterna, con un apéndice de aguas mineromedicinales más concurridas en Cataluña, Barcelona: Imprenta de Ramón Martín Indar. 3. 1836, Historia compendiada de la medicina. Barcelona, Imprenta de José Tauló. 4. 1838, El Nigromántico mejicano, 2t, Barcelona, Imp. Ramón M. Indar. Segunda edición, El Nigromántico mexicano, Sabadell: Caballo Dragón, D. L. 1988 (Colección Los Inenarrables, 3) Reimpresión de 1838. 5. 1838, (trad. de Ignacio Pusalgas) MONCLAVE, E. Historia de París por Eugenio de Monclave, Barcelona: Imprenta de Oliveros y Gavarró. 6. 1939, El sacerdote blanco, o la familia de uno de los últimos caciques de la isla de Cuba: novela histórica americana del siglo décimo quinto, 2t, Barcelona: Imprenta de Indar. 7. 1939, Lecciones de moral, ó sean, Preceptos de un buen padre á sus hijos, Barcelona: Imp. Ramón M. Indar. 8. 1843, Acontecimientos políticos e históricos de Barcelona desde el 2 de septiembre de 1843 hasta la entrada de las tropas nacionales con las medidas oportunas que tomó el gobierno militar después de haber entrado en el goce de sus derechos, por unos literatos que permanecieron en ella durante aquella desgraciada temporada, Barcelona: Imp. Ramón M. Indar [s.l.] 9. 1844, Cuentos morales para niños, Barcelona: Imp. Ramón M. Indar. 10. 1854, La existencia de Dios por las obras de la naturaleza, Barcelona: Imp. Ramón M. Indar.

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11. 1855, Cólera en 1854: historia descriptiva y médica del cólera morbo epidémico, que invadió la ciudad de Barcelona y pueblos de su provincia, Barcelona: Viuda de Saurí e Hijo. 12. 1857, Reseña histórica del arte de embalsamar los cadáveres, conservar y preparar las piezas anatómicas naturales y artificiales para el estudio y enseñanza de la organización humana normal y patológica, por I. M. P. y G., Barcelona: Imprenta de J. Ribet. 13. 1857, Discurso sobre la Religión, la Moral y la Higiene, Madrid: Imprenta F. Sánchez. 14. 1861, Breve discurso sobre la importancia de la anatomía descriptiva teórico- práctica (principalmente para la Medicina), y su historia, Barcelona: Imprenta de José Tauló. 15. 1861, Métodos de embalsamamiento por tiempo definido e indefinido, mutilando lo menos posible los órganos del cadáver, Barcelona: Imp. de José Tauló; 1992; Métodos de embalsamiento, Librería “París Valencia”, D.L. Reproducción facsímil de la edición de Barcelona: Imp. de José Tauló, 1861. 16. 1862, Ensayo sobre formación y arreglo de un museo anatómico, orden científico de las piezas naturales y artificiales para el fácil y completo estudio de la organografía humana descriptiva, general, topográfica, quirúrgica y patológica, obstétrica, clínica médica, etc., Barcelona: Imp. de Joaquín Verdagues, Rambla, Frente al Liceo. 17. 1869, Discurso preliminar a las lecciones de anatomía práctica en la Facultad de Medicina de la universidad literaria de Barcelona. Curso académico de 1869 a 1870, Barcelona: Establecimiento tipográfico de Jaime Jesús. 18. 1969, Pensamientos acerca de un Reglamento para los departamentos de anatomía práctica y sus museos anatómicos de las Facultades del Reino, Barcelona: Establecimiento tipográfico de Jaime Jesús Roviralta. 19. 1871, Preliminares a los ejercicios de osteología y disección, Barcelona: Establecimiento tipográfico de Jaime Jesús. 20. 1973, Los aparatos y sistemas anatómicos del cuerpo de la mujer y sus funciones fisiológicas, ¿permiten que se ocupe, como el hombre, a todas las artes y a todas las ciencias? Dedicado a las damas españolas poi I. P. y G., Barcelona: Establecimiento tipográfico de Jaime Jesús Roviralta.

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B i b l i ogr a fí a Bhabha, Homi K. (1994): The Location of Culture, London: Routledge. Estrada, Genaro (2014): 200 notas de bibliografía mexicana, Monografías bibliográficas mexicanas 31, México: Imprenta de la Secretaría de Relaciones Exteriores, 1935. García-gonzález, Armando (2014): “Ignacio Pusalgas, un médico romántico del siglo xix”. Asclepio 55 (2003): pp. 201-230. Gimferrer, Pere (1999): Los raros, Palma de Mallorca: Bitzoc. Guha, Ranajit y Spivak, Gayatri (eds.) (1988): Selected Subaltern Studies, New York / Oxford: Oxford University Press. Larios, Marco Aurelio (2007): “El substrato histórico en la narrativa mexicana de los siglos xix y xx”. DEL@investigación 3. Guadalajara: Universidad de Guadalajara. Pusalgas, Ignacio (1838): El Nigromántico mejicano. Barcelona: Imprenta de Indar, 2t. — (1988): El Nigromántico mexicano. Sabadell: Caballo-Dragón, D. L. (Colección los Inenarrables, 3). Reyes Ochoa, Alfonso (1989): “Un precursor olvidado”, Obras Completas de Alfonso Reyes 22, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 480-481. Romero Tobar, Leonardo (1994): Panorama crítico del romanticismo español, Madrid: Castalia. Rubio Cremades, Enrique (1997): “La novela histórica del romanticismo español”. Historia de la Literatura Española, Siglo XIX , Madrid: Espasa Calpe, pp. 610-642. — (2002): “La función del prólogo en la novela histórica”. La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX: II Coloquio de la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX (Barcelona, 20-22 de octubre de 1999). Luis F. Díaz Larios, Jordi Gracia, José M.ª Martínez Cachero, Enrique Rubio Cremades, Virginia Trueba Mira (eds.), Barcelona: Universitat de Barcelona, pp. 392-393. Said, Edward (1993): Culture and Imperialism, London: Vintage. Todorov, Tzvetan (1987): La conquista de América. El problema del otro, México: Siglo XXI editores.

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Las ideas románticas de Rizal: historia, identidad y nación Mónica Fuertes Arboix Coe College, Iowa

“Bedecke deinen Himmel, Zeus, Mit Wolkendunst Und übe, dem Knaben gleich, Der Disteln köpft, An Eichen dich und Bergeshöhn; Mußt mir meine Erde Doch lassen stehn Und meine Hütte, die du nicht gebaut, Und meinen Herd, Um dessen Glut Du mich beneidest”. “Prometheus”, J. W. Goethe 17741

En noviembre de 2011 y coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento, la Biblioteca Nacional de España acogió la exposición “Entre España y Filipinas, José Rizal, escritor”. En el ciclo de conferencias que se realizaron durante este evento se habló de José Rizal como héroe de Filipinas, su vida, su tiempo, y su imagen en el marco literario español y filipino. Se destacó el papel del escritor como héroe de Filipinas, poeta y autor de dos novelas de gran trascendencia, por lo menos en su país, ya que la crítica literaria española decimonónica nunca reconoció la labor de José Rizal como escritor, o para el caso, de ningún escritor filipino que escribiera en español. En febrero de 1887 aparece la primera novela de José Rizal, Noli me tangere. Esta obra fue censurada en Filipinas por instigar la independencia de España, y desprestigiada en España por considerarse una 1. (Fragmento) “Cubre, ¡Oh Zeus!, tu cielo/ con nebuloso velo/ y ejerce como el joven/que cardos coge, /en las cimas del roble y del monte, /mas déjame a mí mi tierra /sí, déjame estar, /y mi cabaña, que tú no edificaste/ y mi hogar/cuya lumbre/¡Tú me envidias!”

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amenaza política. En ningún momento se valoró la novela como una obra literaria de reconocimiento. Las críticas que recibió estaban contaminadas por una perspectiva colonialista eurocéntrica, con una evidente ausencia de rigor en su análisis. A lo largo del siglo pasado, e incluso en la actualidad, estas reacciones y críticas primeras han seguido pesando en todos los estudios sobre su narrativa [...] Esta repetición ha servido para que más de un siglo después de su publicación, todavía se plantee el análisis literario de las novelas de Rizal a partir de la formulación de preguntas semejantes a las que se hacían en el siglo xix, sin tener en cuenta que los presupuestos a partir de los cuales estas preguntas se hicieron responden a una posición colonialista cargada de paternalismo hacia la literatura filipina (Álvarez Tardío, 140).

Básicamente el objetivo de la crítica era “descalificar la producción literaria y ensayística de la intelectualidad filipina” (Álvarez Tardío, 134), con el agravante de que a las obras de escritores filipinos se les añadía un componente ofensivo. Creemos que la dificultad con la que se enfrenta la obra narrativa de Rizal y que entorpece el análisis literario y cultural que merece reside en el fuerte enfoque político que la crítica tanto filipina, que ensalzó la figura del autor, como la española, que la desprestigió, le ha dado. Esto limita su interpretación y minimiza el arte narrativo de Rizal que no hay que desmerecer2. Al valorar la obra literaria se tenían sólo en cuenta las siguientes consideraciones, en primer lugar, se consideraba que un nativo filipino no podía alcanzar la maestría necesaria como para producir una obra literaria de mérito en lengua española: además, cualquier texto que se escribiera en español era susceptible de interpretarse como un desafío a la hegemonía cultural de

2. En 1891, se publicó el folleto Filipinas: Problema fundamental por Fr. Salvador Font, agustino ex párroco de Tondo en Manila. El folleto es un alegato en contra del Noli me Tangere y de la comunidad filipina y a favor de la unidad e integridad españolas que siente amenazadas. “El arsenal de las armas que se esgrimen hoy contra España, contra la Administración, contra el ejército y la Armada, contra los frailes y contra la raza española en fin, y todo lo que puede rebajar a los españoles, está en el Noli me Tangere; es la nueva biblia de esos ilustrados escritores filipinos, con cuyos textos e ideas falsean con el mayor descaro la opinión pública en los más trascendentales asuntos. (Font, 12) Este tipo de críticas sin embargo servían de propaganda a la obra de Rizal.

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un privilegiado grupo social, el de los nativos de España. Si un filipino era capaz de escribir y producir en español esto implicaba que había realizado un proceso de apropiación de la lengua que le iba a permitir transformarla en vehículo de sus propios anhelos y deseos. El temor a esta conquista cultural de la lengua subyacía en la política de los representantes del gobierno colonial español (Álvarez Tardío, 135-136)3.

Desde el punto de vista literario se puede considerar el argumento del Noli me tangere como el propio de un drama romántico. Rizal basa su historia en acontecimientos de su tiempo pero en verdad, a no ser porque en unos pocos capítulos se mencionan acontecimientos contemporáneos al autor4, parecería que nos encontráramos ante el estreno de una drama romántico histórico. La trama de Noli me tangere es, a grandes trazos, la siguiente. El joven y apuesto Crisóstomo Ibarra vuelve a su país después de pasar siete años en Europa estudiando y ampliando sus conocimientos. En su honor, el capitán Tiago, ofrece un banquete donde tiene la oportunidad de reencontrarse con el amor de su vida y prometida María Clara. En la reunión coincide con el Padre Dámaso, un esquivo y desconfiado fraile franciscano crítico del vicio de la juventud de viajar a estudiar fuera del país. Desgraciadamente, Ibarra también descubre los pormenores de la muerte de su padre, al parecer causada por el malévolo Padre Dámaso. Pero Ibarra, con gran entereza y sentido común, aparta de su corazón la sed de venganza, para centrar sus esfuerzos en un gran bien común que ha de traer prosperidad y modernidad a su comunidad y, con el tiempo, a todo el país. Ibarra sueña en construir una escuela, para reformar la sociedad, y para que maduren proyectos que ayuden a modernizarla. Regresa al pueblo donde tiene su hacienda y en el cual se están ultimando los preparativos para celebrar la fiesta del Santo patrón de la localidad. Ibarra, para congeniar con las autoridades que finalmente deben decidir sobre el proyecto de la escuela, hace una comida, a la que también invita al Padre Dámaso.

3. “Las publicaciones de Vicente Barrantes y Pablo Feced contribuyeron a alimentar estas ideas de la incapacidad del pueblo filipino, y Emilia Pardo Bazán las recogió y reforzó ofreciéndoles su apoyo en la revista El nuevo teatro crítico” (Álvarez Tardío, 135). 4. Por ejemplo el impertinente comentario del Padre Dámaso en el capítulo XXXIV, “desde que el canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá”. La construcción del canal se inició en 1859 y se finalizó en 1867.

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Este hace mofa de los jóvenes que han estudiado en Europa y expresa un desafortunado comentario que sugiere que todos ellos terminarán en la cárcel como sus padres. Ibarra, sin poder retener su cólera e indignación golpea al padre Dámaso y lo tumba, pero sin llegar a herirle de gravedad. Las consecuencias de este altercado son terribles y exageradas para Ibarra y la comunidad: su proyecto fracasa, él queda excomulgado y se le detiene, el padre Dámaso prohíbe la boda con María Clara y, aunque interviene el gobernador general en favor de Ibarra, este termina en la cárcel de la que consigue huir gracias a la ayuda de su amigo Elías. Elías, por otro lado, es un joven educado en una familia próspera pero que por culpa de una injusticia cometida en el pasado a su familia se convierte en un paria de la sociedad y vaga de pueblo en pueblo siguiendo su camino. Ve en Ibarra un líder a quien el pueblo puede seguir y así conseguir el deseado sueño de libertad. Ibarra y Elías quieren reformas pero mientras Ibarra confía en el Estado para llevarlas a término, Elías por las tiranías cometidas a su familia en el pasado, está convencido de que sólo mediante la fuerza y la revolución se conseguirá la justicia. El capitán Tiago se apresura a conseguir otro marido para María Clara, un apadrinado venido de España del padre Dámaso, Alfonso Linares “hijo de Don Carlicos y la Pepa”. Elías se entera de que hay una conspiración tramada que inculpa a Ibarra, y corre a avisarle y ayudarle a deshacerse de cualquier documento que pueda comprometerle. En uno de los documentos lee el nombre de Pedro Eibarramendía, bisabuelo de Ibarra y culpable de las desgracias de la familia de Elías. Aún así, ayuda a escapar a Ibarra de la cárcel y muere para salvar su vida. La infeliz María Clara se niega a casarse con Alfonso y pide retirarse a vivir a un convento. Antes, pero, se despide de Ibarra, declarando que siempre le querrá y le confiesa que su padre es en realidad el padre Dámaso. Ibarra regresa en la segunda novela de Rizal, El filibusterismo, como Simoun, pero esta vez preparado para vengarse. Descubrimos en el Noli me Tangere dos temas característicos de una obra romántica: el de las pasiones ligadas al pasado de los personajes y la influencia de la iglesia en la vida política y social del país. Recordemos que muchas de los dramas románticos estrenados en España en la primera mitad del siglo xix amenazan el status quo y fuerzan al público y a la crítica a considerar alternativas a la estructura social, tradicional y conservadora. Pero el objetivo de Rizal no es sólo

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presentar una trama romántica que cuestione la realidad política y social de Filipinas, sino que plantea la necesidad de cambios sociales en Filipinas con el objetivo de crear una nación y una identidad propias. La falta de cohesión social existente en el país junto con la aparición de una nueva élite de hacendados e industriales que quieren impulsar los cambios en Filipinas para forjar la nación, chocarán con la rancia y conservadora clase social dominante regida por la Iglesia y que no está dispuesta a ceder ni un ápice de espacio, social, político o cultural a los nuevos cambios que la juventud europeizante quiere introducir. Rizal muestra el choque entre estos dos mundos y con ese propósito construye su novela que expone, critica y evidencia una problemática social difícil de resolver. Así, las observaciones costumbristas detenidas y analíticas del mundo de Manila y los pueblos de alrededor, las fiestas, la música, las tradiciones, la comida, y sobre todo la naturaleza evocan los mejores cuadros de un Mesonero o un Larra y sirven para construir una identidad propia a la vez que la critican. Rizal en su afán de cimentar la nación filipina se da cuenta de que es imprescindible definir primero qué es la nación y en qué consiste la identidad filipina para poder mostrar a sus propios compatriotas la importancia de la unificación social y la libertad para construir un futuro propio de una nación moderna y desarrollada. No cuestiona que ese futuro tenga que desligarse del estado, es decir, de España, la madre patria, muy al contrario. Como afirma Ibarra, portavoz de esta nueva juventud reformadora, “¡yo me olvido de mí y olvido mis propios males ante la seguridad de Filipinas, ante los intereses de España! (...) Para conservar Filipinas, es menester que continúen como son los frailes, y en la unión con España está el bien de nuestro país” (Noli me tangere, 322). Lo que quiere señalar a los lectores tanto filipinos como españoles es que en Filipinas la unión con España se utiliza para justificar los abusos económicos, la opresión por parte de las órdenes religiosas y la tiranía del poder civil, y que los que infligen esos abusos no son los españoles de primera generación sino sus descendientes, reconozco la deuda de gratitud de aquellos nobles corazones; sé que la España de entonces abundaba en héroes de todas clases así en lo religioso como en lo político, en lo civil y en lo militar. Pero porque los antepasados fueron virtuosos, ¿consentiríamos el abuso de sus degenerados

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descendientes? Porque se nos ha hecho un gran bien, ¿seríamos culpables por impedir que nos hagan un mal? El país no pide abolición, sólo pide reformas que exigen las nuevas circunstancias y las nuevas necesidades. (Noli me tangere, 322)

Señala también que la unión con España no implica que exista la igualdad entre filipinos y españoles, aunque desde principios del siglo xix los filipinos fueran reconocidos iguales por España, ni tampoco que haya representación en las Cortes de diputados filipinos5. De hecho, Rizal quiere para Filipinas un sistema foral, “como el que en España tienen las provincias Vascongadas” (Retana, 420). Como apunta Emilio Retana, Rizal no era, pues, separatista. Cuando Rizal muestra las injusticias está señalando la falta de una identidad filipina, el resultado del choque entre el mundo tradicional y el moderno en un ambiente enrarecido por los abusos, el racismo y el desprecio, y el autor es consciente de que sin una sociedad fuerte que estimule la educación y el cambio social, sin una nación, Filipinas está abocada al fracaso. Ni el reformador Ibarra, ni la rebeldía e independencia de Elías pueden funcionar porque no existe la subjetividad del filipino de pertenecer a una nación determinada. Rizal “trata de concebir la nación como una representación simbólica e imaginaria, como algo perteneciente, fundamentalmente, al mundo de la conciencia de los actores sociales (...)” (Pérez Vejo, 12). Es decir, en el caso de Filipinas no hay un consenso social entre la eficacia de las ideas y la realidad, y su capacidad para influir sobre el comportamiento de los individuos. (Pérez Vejo, 13). Si no se construye una identidad, no se puede construir una nación. Noli me tangere y de hecho también su segunda novela El filibusterismo ponen de manifiesto esta preocupación del autor. Rizal imagina una comunidad ideal pero no nos la enseña, sólo nos muestra lo que no debería ser Filipinas, y lo que no debería permitirse en la sociedad filipina. Pero al hacer esto es muy consciente de que está creando el mito fundacional de su patria, está, en palabras de José Álvarez Junco,

5. “Tales circunstancias fueron posibles porque, en 1809, tras la invasión napoleónica de España, la Junta Suprema y Gubernativa de Estado e Indias, en un intento por mantener unido el imperio, decretó la igualdad de todos los españoles de ambos hemisferios, lo cual conllevó el derecho de los ultramarinos a participar en los órganos de gobierno y representación” (...) Filipinas sólo tuvo representación en las Cortes en tres ocasiones, en 1812, 1820 y en 1835 (María Dolores Elizalde Pérez-Grueso, 53-54).

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dando lecciones morales, siendo vehículo portador de los valores que vertebran la comunidad, y desde el punto de vista político, está creando identidad. De hecho las novelas de Rizal son obligatorias para los estudiantes universitarios en Filipinas y ya “no se leen sólo por su contenido literario, sino, sobre todo como parte de una educación que busca la formación del carácter nacional y mostrar los valores de la ciudadanía” (Ambeth R. Ocampo en Elizalde Pérez Grueso, 81). Rizal utiliza las influencias literarias que apreció desde muy joven, entre ellas, Calderón, Cervantes, Larra, Schiller, Zola, Lope de Vega, Maquiavelo, Shakespeare... y todos ellos se sienten de alguna manera en sus novelas. Rizal fue también médico oftalmólogo, ensayista e historiador. Empezó a escribir poesías desde una edad muy temprana en las que hablaba de su amada patria. Escribió una zarzuela, y tradujo el Guillermo Tell de Schiller del alemán al español. Estudió en Madrid, Alemania y Francia. Afirma Emilio Retana que “después de Alemania acentuó su romanticismo, afirmó su propensión al libre pensamiento y aumentó la nostalgia que sintió desde el día que dejó sus país” (Retana, 108). Y no hay nostalgia peor, creemos, que añorar una patria que no existe. Visitó Estados Unidos e Inglaterra, era poliglota y aprendía con facilidad cualquier tema que le apasionara. Era un erudito. Escribe Rizal en uno de sus artículos, “En el Noli me tangere principié el bosquejo del estado actual de nuestra patria: el efecto que mi ensayo produjo, hízome comprender, antes de proseguir desenvolviendo ante vuestros ojos cuadros sucesivos, la necesidad de dar primero a conocer el pasado, a fin de poder juzgar mejor el presente y medir el camino corrido durante tres siglos” (Retana, 173 el subrayado es mío). Por ello hizo un estudio detallado de Los Sucesos de las Islas Filipinas por el Dr. Antonio de Morga (México, 1609) con el objetivo de “despertar conciencia de nuestro pasado, borrado de la memoria, y rectificar lo que se ha falseado y calumniado”. Como muchos historiadores del siglo xix buscó en el ayer para explicar el presente y proyectar el futuro de su nación. Afirma Pérez Vejo que, “el concepto de historia en el siglo xix aparece indisolublemente ligado al desarrollo del movimiento romántico, a la idea que del pasado y de recuperación del mismo se hicieron los pensadores del Romanticismo6” (Pérez Vejo, 186).

6. “La historia para los románticos no es tanto una ciencia como una religión, y desde esta perspectiva la cultura decimonónica europea es, por encima de cualquier

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“Desenvolver ante vosotros cuadros sucesivos”, y es que muchos de los capítulos del Noli me Tangere son verdaderamente cuadros de escenas filipinas, o bien de la naturaleza o de fiestas y tradiciones, además de ser retratos de la sociedad actual. Estas descripciones que parecen ajenas a la trama principal son las que añaden, en algunas ocasiones, el matiz de humor e ironía a la trama, señalando desde una perspectiva diferente las irregularidades en la sociedad. Ejemplo de estas descripciones es la presentación de Doña Victorina, ridícula y cursi que ejemplifica a la mujer filipina que quiere diferenciarse del resto de mujeres indias y mestizas a las que desprecia (¡siendo ella también mestiza!), imitando lo que imagina son las costumbres españolas. Se nos dice de ella que aunque, “hablaba mal el español, era más española que la Agustina de Zaragoza” (Noli me Tangere, 275), y hace realidad su sueño de casarse con un español al que el orgullo y el prestigio de los españoles no le permitía trabajar. Aunque exageradamente, Rizal está mostrando la decadencia de la sociedad filipina: personajes pomposos y vagos que mantienen la corrompida estructura social del país. Doña Victorina y su marido, don Tiburcio, son ridículos por desproporcionados y exagerados en sus reacciones contra lo Filipino y lo indio y descubren así su carácter sin sustancia y artificial. Doña Victorina es esencialmente una cursi, “Se había vestido lo más elegantemente que podía, poniéndose sobre la bata de seda todas las cintas y flores, para imponer a los provincianos y hacerles ver cuántas distancias mediaba entre ellos y su sagrada persona, y dando el brazo a su marido cojo se pavoneó por las calles del pueblo, entre la estupefacción y la extrañeza de los habitantes” (Noli me tangere, 308). Esta es la identidad filipina que Rizal quisiera borrar de su país, y una manera de hacerlo es mostrarla tal y como es. Mediante la técnica de la descripción detallada y el contraste rápido de escenas, Rizal nos muestra las injusticias sociales primero con la descripción de la riqueza y belleza de la extremadamente blanca María Clara en su cómoda habitación, para rápidamente contrastarla con la pobreza más sobrecogedora, “Cuatro desnudos y sucios muros encerraban un pequeño espacio; en uno de aquellos, allá arriba, había una otro aspecto, una cultura de mitos, y la historia su justificación. Enfrentado el problema de legitimidad abierto por las nuevas revoluciones burguesas, los románticos parecen hacer suya la idea de Maistre de que a una constitución se la puede obedecer, pero no adorar; y que sin adoración no hay cohesión social posible” (Pérez Vejo 189).

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reja; sobre el sucio y asqueroso suelo, una estera, y sobre la estera, un anciano agonizando” (Noli me Tangere, 39). Creemos que es este eclecticismo de técnicas, estilos e influencias literarias el que singulariza la obra de Rizal, y quizás el responsable de que la crítica no haya preponderado el análisis literario sobre el político e histórico, pues son más obvias y sugerentes las opiniones sobre la idea de nación, la independencia, el progreso y las reformas que expresan sus personajes. Rizal es un creador y su novela adquiere una función mítica porque la trama del Noli me Tangere funciona de cohesión social. Rizal escribe la historia que le falta a Filipinas mediante este relato, en que la complejidad de la realidad social filipina asume las características de los personajes. De no haber sido fusilado en diciembre de 1886, estamos convencidos de que también hubiera participado en la política del país, como así lo hicieran Larra o Modesto Lafuente en España. Literatura, historia y política son actividades propias de un espíritu inconformista que sacrifica su vida por el bienestar social, las reformas y la modernización del país. Rizal recoge las ideas de la ilustración, el poder de la razón y la tolerancia que ha de hacer libre al individuo (Ibarra, Nathan el sabio judío de Lessing), pero también aclama la fuerza creadora de los sentimientos apasionados, capaces de liberar al individuo de las estrictas normas sociales que le limitan (Elías, el Prometeo de Goethe). Noli me Tangere es quizás la historia de un fracaso. Miguel de Unamuno dijo de Rizal que era un eterno romántico, un idealista y que no fue toda su vida otra cosa que un soñador impenitente, un poeta, o un Quijote del pensamiento a quien le repugnaban las impurezas de la realidad (Helene Goujat, 110 en Elizalde Pérez Grueso). Exagera Unamuno, porque si es verdad que Rizal recoge las ideas románticas del siglo xix europeo en su concepción de nación e identidad y su preocupación por crear una historia nacional filipina, también se dio cuenta del imposible trabajo que representaba la reforma de una sociedad que todavía estaba gobernada por la tradición y la superstición religiosa. Su romanticismo estriba en el deseo de generar un sentimiento nacional, de crear el mito fundacional de la patria filipina, con España a la cabeza. Noli me tangere no es más que el resultado del conflicto entre la proyección de un sueño y la realidad social, y el aparente fracaso en la ficción de su narrativa, es el triunfo de la realidad. Filipinas cuenta ya con un héroe y una narrativa que explica el cáncer social que hay que evitar.

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B i b l i ogr a fí a Elizalde Pérez Grueso, M.ª Dolores y Álvarez Tardío, Beatriz (2011): Entre España y Filipinas: José Rizal, escritor, Madrid: AECID. Pérez Vejo, Tomás (1999): Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas. Oviedo: Ediciones Nobel. Retana, Wenceslao Emilio (2014): Vida y escritos del doctor José Rizal, Charleston: Nabu Press. Rizal, José (2014): Noli me tangere, Barcelona: Linkgua.

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Ese oscuro —y rico— objeto de deseo, o hecho en América: el indiano romántico-teatral David T. Gies University of Virginia

1535. 1545. Estas dos fechas cambiaron permanentemente el imaginario transatlántico: en 1535 la noticia del fabuloso rescate obtenido de Atahualpa llega a España; diez años más tarde se descubre la inagotable mina de plata de Potosí. Seguidamente, numerosos españoles se lanzan a América, esperando repetir estos descubrimientos y hacer fortuna. “Indianos” los llamaban, y ya en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Covarrubias, esa figura se define como “el que ha ido a las Indias, que de ordinario éstos buelven ricos” (citado por Urtiaga, 1965: 29). “América” cobra el valor semántico equivalente a “riqueza”1. La figura del indiano ha sido objeto de estudio desde hace años, especialmente en su encarnación como protagonista en el teatro del Siglo de Oro. Cuantiosos investigadores comentan y analizan al indiano en las comedias de Lope de Vega (López Reyes 1944, Mariscal 2001, Martínez Tolentino 1991, Villarino 1992), Tirso de Molina (Urtiaga 1965, Simerka 1995), Ruiz de Alarcón (Gaylord 1988), Calderón (Brioso 2001) o en el teatro menor de dicha época (Rípodas 1986, 1991). Se entiende el porqué de este interés: el descubrimiento del Nuevo Mundo

1. “Estos acontecimientos hacen que América se presente a los artistas españoles como una tierra de promisión de la que va a venir a España una ola de prosperidad” (Urtiaga, 1965: 21).

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aporta un sinfín de novedades al mundo antiguo y los literatos, políticos y pensadores de la metrópoli no resisten la tentación de hablar de una figura tan única y problemática. El indiano pronto llega a ser objeto de comentario, de observación, de deseo, de sospecha, de misterio e incluso de burla en la España áurea. Su fama crece con su riqueza y al volver a su país natal después de sus andanzas por ese Nuevo Mundo desconocido y terrorífico se convierte en personaje literario. Ya en La Dorotea de Lope, Fernando (citado por Mariscal 2001) se da cuenta de que, “En no competir con el oro, pienso que fui cuerdo [...]. Contra oro no hay azero” (Lope, 1980: 314). Múltiples son los ejemplos de indianos en el teatro áureo y si su riqueza es notoria, también lo es su múltiple personalidad. Es decir, se le presenta no sólo como objeto de deseo sino también como advenedizo —un “otro”, acusado a veces de ser converso o cristiano nuevo (Castro 1967) o un Otro Peligroso (Simerka, 1995: 311). A veces se le presenta como figura parca o miserable, a pesar de su inmensa riqueza (Mariscal, 2001: 56). Es un hombre que gana su fortuna fuera de las vías “normales” (la de la herencia aristocrática o la de la guerra) y por eso, frecuentemente es objeto de recelo o condenación. Su riqueza, lejos de ser representada como algo positivo, se ve desde este ángulo como algo ilusorio, falso y negativo (Mariscal, 2001: 59). Y todas estas contradicciones tienen que ver, naturalmente, con la inquietud que siente España (o Europa) ante el proyecto colonial-transatlántico y el estado de un imperio antiguo (acaso caduco) de repente insertado en un mundo lleno de promesas. Pero si la desconfianza hacia la figura del indiano que se ve en el teatro del Siglo de Oro surge de una ansiedad y una confusión sobre el valor (o los orígenes) de esa riqueza, el teatro del siglo xix presenta otra imagen, ahora transformada, de dicha figura. El “tío venido de América” —personaje histórico muy documentado en los siglos xvii y xviii— llega a ser un tópico en la literatura decimonónica, problematizado y matizado para servir a las necesidades de una sociedad moderna (o, en vías de modernizarse, o con deseos de modernizarse). A lo largo del siglo una quinta parte de la población española (unos tres millones y medio) partió para las Américas. Larra acierta al notar en 1836 —al comentar la melancolía que se apodera de un hombre que cree (equivocadamente) en la amistad o el amor, o “un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar” (“El Día de Difuntos de 1836”

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580-581) — que ese “tío indiano” ya se vio como la fuente de notables (e inmerecidas) riquezas. Pedro de Escalante y Huidobro habla de ese cuadro decimonónico de un hombre rudo y laborioso que, luego de haber luchado años y años en oscuros trabajos, en almacenes o ingenios de Méjico o Cuba, llega a su pueblo, perdida la juventud, acartonada el alma, para admirar a sus paisanos con sus riquezas y al observador imparcial con el contraste entre sus ‘posibles’ crematísticos y los de índole más elevada. (citado en Conlon, 2002: 57)

Aquí me centraré en unos pocos ejemplos, aunque existen docenas de muestras de esta figura a lo largo del siglo que aquí nos concierne. La primera aparición que tenemos del indiano en el teatro decimonónico español la encontramos en La familia a la moda, comedia escrita por María Rosa Gálvez en 1805. Y no es nada elogioso el retrato de don Canuto, indiano y jugador, que pinta la autora. Don Canuto, hermano de la rica viuda doña Guiomar —que ha venido de su casa en Asturias a Madrid para investigar la posibilidad de dejar su cuantiosa fortuna a sus sobrinos— es un marido débil y dominado por su mujer, la imperiosa Madama. De él dice la criada Teresa: Por las noches mi señor hasta la una no viene porque en jugar se entretiene al tresillo o mediator. (145)

Al reconocer el desorden de la casa, Guiomar declama, En tanto en su casa veo mil criados holgazanes jugando hasta en los zaguanes, que es un desorden muy feo. (154)

No sólo es el juego lo que le preocupa a Guiomar, sino la pérdida de dinero y poder que ha sufrido su hermano a causa de sus extravagantes costumbres. Facundo, el abogado, observa que “Las modas de su mujer / y el juego que lo domina / van a causar su ruina” (155). Cuando Guiomar le pregunta directamente, “¿Pues de América no vino / mi hermano muy poderoso?” (155), Facundo contesta, “Sí,

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pero ya es un tramposo...” (155). Es más: Canuto es perezoso y deja que el juego le domine: “Don Canuto, en jugando, / tampoco se mete en nada” (156) —ni siquiera tiene la cortesía de recibir a su hermana cuando llega tarde a la casa (“Es cosa clara, / porque no era regular, / tía, que por tu venida / mi padre de su partida / faltase” [159]). Es decir, don Canuto, indiano que ha vuelto a España del Nuevo Mundo, no sabe controlar la fortuna ganada allí, la desperdicia en el juego (224) y desemboca en una situación de desorden familiar y muchas deudas (207). Como Guiomar concluye: Nada, pues hallo en vosotros una familia a la moda. La compone un jugador con una esposa insolente y un muchacho impertinente, que sufrirlo causa horror. (230)

Canuto cuenta sus experiencias en América, que sólo confirman los tópicos ya conocidos por el público español a principios del siglo xix: Yo quisiera, voto a Cristo, a estos mozuelos guerreros ver al frente de indios fieros como yo a veces me he visto, cuando con mi espada sola destrozaba a los apaches, los chipiguangos, los caches, y di muerte a Cola-Cola. Maté entonces en tres días lo menos tres mil salvajes, todos bravos personajes ... (198-99)

Sin embargo, esta imagen negativa del indiano no es la única presentada por Gálvez en La familia a la moda. En el segundo acto, se revela que el marido de doña Guiomar también fue ...presidente en Lima, y yo sé de cierto que trajo el riñón cubierto

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de plata y oro luciente. Volviose soltero a España, halló a mi Guiomar doncella, y casándose con ella se estableció en la Montaña. (206)

En Gálvez, la figura de Canuto hace explícito el núcleo sintáctico “América / dinero / juego”, pero la autora también presenta la otra cara de la moneda, el indiano responsable, estable y montañés. Habrá que ver cuál domina el imaginario teatral decimonónico. Años más tarde, en Tanto vales cuanto tienes (1827) Ángel de Saavedra, futuro duque de Rivas, dibuja a la familia de la viuda doña Rufina, que espera la llegada de “este tío / que desde Lima nos viene” (14)2. Todos ellos se apuran en encontrar “muebles, vajilla, / ropa, y el gran aparato” (13) para dejar buena impresión en don Blas, no sólo por la supuesta elegancia de ese ricachón indiano, sino también porque han perdido el dinero que él les había mandado —tres veces ya— desde América. No quieren que él les encuentre “hechos unos pordioseros” (27); la distinción entre el rico indiano y el pobre español no puede expresarse con más claridad. Es interesante notar que no es la presencia de don Blas, sino sólo la promesa de su inminente llegada (“llega / de un momento a otro mi hermano, / cuyo caudal en moneda / sube a trescientos mil duros” 34), lo que inspira acción, pánico y chismes en toda Sevilla. Blas ha llegado a Cádiz y de allí vendrá hacia Sevilla con sus pertenencias y su fortuna (“somos felices, Miguel. / Se acabaron los apuros” 39)3. El tesoro será inmenso; como revela más tarde, de América 2. El concepto de “tanto vales cuanto tienes” —esa “epigramática copla” en palabras de Bretón de los Herreros (1834: 85)— provocó en Bretón en 1834 esta sarcástica observación: “¿Falta a sus deberes algún empleadillo de escalera abajo? ¡A la calle! ¡Formarle causa! ¡A presidio! ¡Picarón! ¡Ingrato! ¡Mal español!... ¿Se acusa de cohecho, de perfidia, de fría y voluntaria ferocidad a un alto magistrado? ¡Eh! Jubilarle con las dos terceras partes de su sueldo... No. Mejor será conferirle otra magistratura” (88). 3. Lógicamente, Cádiz figura en muchas historias de indianos que regresan con sus riquezas de América. Un caso típico es el de Juan Bautista Casabona y Ecay, “que se acababa de establecer en la ciudad [Zaragoza] de manera definitiva tras regresar de América, a donde había emigrado muy joven en busca de fortuna. En el Virreinato del Perú había logrado formar un vasto patrimonio gracias a su habilidad y diligencia al servicio del riojano José Antonio Manso de Velasco (1688-1767), I conde de Superunda y Virrey del Perú entre 1745 y 1761, para quien entró a trabajar como empleado de confianza al poco de llegar este a Lima en julio de 1745. Muy pronto se convirtió en

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Veinte cajas se llevaron todas de dinero llenas; gran cantidad de oro y plata en barras, una completa vajilla, varios productos preciosos de aquellas tierras ... (68)

¿Qué beneficios llegarán con el dinero de Blas? No sólo las ya mencionadas vajillas de plata, etc., sino también poder, respeto y títulos. Según Rufina, con la herencia: Comprará luego un título mi hermano, pretenderá el toisón, un regimiento para Miguel ... Y yo... la banda; es llano. Un duque o un príncipe al momento de mi Paquita pedirá la mano. No sé cómo de gozo no reviento. (48)

Luego, declara que con su nuevo dinero “haré / que tiemble Sevilla, y que / aprendan esos bribones / a respetarnos” (63). 4 La alternativa a la esperada riqueza de don Blas es el dinero del usurero don Simeón, “vejete ridículo, vestido de negro con peluquín” (30), que llega para proponerles un “negocio”: está dispuesto a prestarles 3000 reales, a cambio de unos intereses de 100 por ciento por un período de 3 días. Es un robo (“ladrón” lo llaman), pero como dentro Mayordomo Mayor de la Casa del Virrey, puesto muy destacado que lo convirtió en una de las personas más conocidas e influyentes de la capital del virreinato, lo que sin duda le permitió establecer relaciones, emprender numerosos negocios particulares y enriquecerse. Además, a pesar de residir en las Indias, en 1755 obtuvo a su favor ejecutoria de hidalguía pronunciada por la Real Audiencia de Aragón. Fue uno de los colaboradores más estrechos del virrey, a cuyo círculo más íntimo y de confianza pertenecía. De hecho, le encomendó alguno de sus asuntos más personales y oscuros, como la gestión entre 1750 y 1757 de distintos envíos a Cádiz, de forma encubierta, de grandes cantidades de plata que le pertenecían pero que no podía remitir de forma declarada” (Martínez Molina, 2013: 106). 4. Casabona (ver la nota anterior) volvió a Madrid en 1768 y construyó un palacete en Zaragoza para “vivir de manera acorde al rango social que había logrado adquirir, es decir, con el boato y distinción que correspondía a un indiano ennoblecido y enriquecido, con el fin, entre otras cosas, de lograr su aceptación entre las clases altas de la ciudad, a las que no pertenecía cuando se marchó en plena juventud, pero a las que aspiraba a pertenecer a su regreso” (Martínez Molina, 2013: 109).

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de poco el dinero del “necio indiano” Blas estará en sus manos, les parece un negocio factible (36). Aceptan, cogen el dinero y montan un espectáculo para dejar buena impresión en Blas. Uno podría preguntarse si esta relación entre la riqueza del Nuevo Mundo representada por Blas y la ruina representada por la familia de Rufina no sirve de metáfora de la relación entre la nueva América y la vieja España. Blas, hombre que ha ganado lo suyo por su propio trabajo e inteligencia (el hombre romántico, “hijo de sus obras”) vuelve a una familia desgastada, que juega, discute y se preocupa por las apariencias más superficiales. Para ellos, aspirantes a la aristocracia sevillana, Blas (y, por extensión, el Nuevo Mundo) es un “otro”, un “necio”, “mostrenco”, “socarrón”, “bobalicón”, y “animal” (71). Eso es lo que le llaman a sus espaldas. Delante de él, es “dueño”, “amo”, “rey de esta casa” (59). Es decir, todos los tópicos del indio salvaje se le acumulan a lo largo de la comedia. Al pensar que Blas es tan pobre como ellos (creen que ha perdido su cuantiosa fortuna después de un robo por unos “piratas moros” 65), Rufina y su familia (otro hermano y un sobrino) se enfadan. “Estrafalario”, “impertinente”, “grosero” y “descortés” lo llaman (61), pero la división viejo mundo-nuevo mundo se abre a un racismo apenas escondido. El indiano americano es un “hombre natural” y un “solemne animal” que no sabe quién es ni qué hace (61). Ese “raro personaje” vino, como el animal que es, “a galope” desde Cádiz. El desprecio aumenta: “enorme animal” le dice Rufina (71), “te detesto” (73). Rufina le asocia con el calor infernal de la jungla americana al declarar: “Y su ordinariez, su facha, / y sus bajos pensamientos / van sin duda a abochornarnos” (82), justo antes de arrojarlo al fuego (“y por mí, vaya al infierno / con tal que de aquí se aleje” 82). Lo peyorativo sigue: “aljamel” (alhamel = bestia de carga) con “tosca / facha” le asocia una vez más con lo animalístico (89) y lo bárbaro. Pero Rivas apuesta por la nobleza del indiano contra la inseguridad y conservadurismo de la vieja sociedad sevillana (que recuerdan semejantes insinuaciones que incorpora en Don Álvaro o la fuerza del sino, donde se descubre por fin que el héroe epónimo nace en Lima). La auténtica “conducta bárbara” (91) la exhibe Rufina y su familia, no el “noble salvaje” Blas, que es, a fin de cuentas, más noble que salvaje (“¡Qué amable que es! ¡Pobrecito! / ¡Y con qué paciencia lleva / sus desgracias!” comenta la criada Ana, 81). Blas es el único personaje

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capaz de emplear sus ganancias —¿perdidas? sí, pero aseguradas por una nueva institución decimonónica, ¡la compañía de seguros!5— en asuntos nobles. Otra vez, el Nuevo Mundo se posiciona contra el Viejo Mundo y triunfa aquel. El listo es el limeño, ese “animal” del otro lado del charco, ese indiano “prudente” (106). Saltemos al año 1860, cuando Antonio Alcalde Valladares publica una trivial comedia en un acto, Quiero dinero. La obra tiene poca trascendencia (no tiene ninguna, en realidad) pero sí ofrece una perspectiva interesante sobre la figura del indiano, aunque el antiguo motivo de la riqueza del Nuevo Mundo sigue en pie (doña Pepa espera su fragata de Manila, que llegará a Cádiz “cargada de oro y de plata” 9). En esta obra, el “indiano” es un sobrino de Pepa, “en la Habana desterrado / estaba, y viene amnistiado” (16) (por razones que no se explican) de regreso a Madrid. Pero tiene tierras en Cuba (“mucho” según él, 30). Enamorado de Amalia, la hija de Pepa, que se resiste bendecir la relación (y que amenaza con desheredarlos), Benito decide volver a la Habana con su novia. Cuando llega la noticia del hundimiento de la fragata filipina (con todo el tesoro que esperaba Pepa), Benito revela que no sólo tiene tierras en Cuba, sino también una “gran fortuna” (48). Pepa:

Pues no fuiste desterrado....

Benito:

El Gobierno me amparó y con su apoyo y mi suerte en el comercio gané... (48)

Este indianismo al revés recomienda una vuelta al Nuevo Mundo, no sólo un descubrimiento en aquellas tierras fértiles de la posible salvación de la metrópoli. El tesoro de Benito se quedará en América, donde los amantes florecerán al comenzar su nueva vida juntos y así rechazar la decadencia y corrupción de la España antigua. Mi último ejemplo viene de un (melo)drama en cuatro actos y en prosa, El rico y el pobre, de Francisco Botella y Andrés, estrenado en el 5. La institución es tan nueva en esta época que Rivas hace una pausa para explicar, en palabras del novio de doña Paquita, lo que es: “El seguro, en conclusión, / es quien responda tener / de que no se ha de perder / alguna especulación, / con lo que el interesado / en suma no arriesga nada, / porque el daño se traslada / a aquel que lo ha asegurado, / y hay un establecimiento / formado por negociantes, / que dan fianzas semejantes / cobrando el tanto por ciento” (98).

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Instituto Español en Madrid el 18 de febrero de 1855. En esta obra, el indiano, lejos de ser el típico rico del nuevo mundo cuyo dinero salva a los pobres del antiguo, es el malo de la película. El malvado conde, deseoso de seducir a la joven Adela, intenta comprarla a su padre, el pobre pero honrado Pedro. Descubrimos que Adela no es en realidad la hija de Pedro, sino huérfana de un padre criminal (el hermano de Pedro) que huyó a América. Lo explica Pedro: En mi juventud tuve un hermano a quien el cielo legó un juicio, para nuestra desgracia, harto ligero; víctima inocente de sus amores con una noble señora, fue una hermosa niña abandonada por él y recogida y criada con esmero por otro hombre: la noble señora pereció a la fuerza de los remordimientos, y mi pobre hermano le siguió como en la carrera del crimen, pues ya no he vuelto a saber de él desde su viaje a América. (14)

El conde apresa a Adela, luego la amenaza con la muerte si no cumple con sus deseos, pero el criado negro Tomás llega a salvarla y, en el último instante de la obra, Pedro descubre que el conde es... su hermano perdido (y, por consiguiente, el padre de Adela). Hemos vuelto al modelo presentado por Gálvez —el indiano corrupto, pero ahora con un toque nuevo, más trascendental (y más peligroso). Ahora, ese ser corrupto es un hombre que no sólo contraviene todas las normas familiares, sino que amenaza también la estabilidad política del país (ha sido líder de una conspiración fracasada contra la Reina). Se ve, en conclusión, que la figura del indiano rico forma parte del imaginario dramático decimonónico y que se le revela en formas diferentes. Las múltiples crisis económicas del siglo tienen eco en el teatro, tanto directa como indirectamente. Un estudio del indiano nos revela su función como símbolo o metáfora que revela la inseguridad de una España caduca y conflictiva frente a un (ya no tan) nuevo continente lleno de promesas y —¿cómo no?— de dinero.

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B i b l i ogr a fí a Alcalde y Valladares, Antonio (1860): Quiero dinero, Córdoba: La Alborada. Botella y Andrés, Francisco (1855): El rico y el pobre, Madrid: José Rodríguez. Bretón de los Herreros, Manuel (2000): “Tanto vales cuanto tienes” (1834), Artículos de costumbres, Patrizia Garelli (Ed.), Madrid: Rubiños-1860, pp. 85-88. Brioso Santos, Héctor (2001): “¿‘Trajisteis este animal de las Indias’?: el figurón, el indiano y lo americano en Guárdate del agua mansa de Calderón”, en Calderón: innovación y legado. Actas selectas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro, New York: Peter Lang, pp. 33-51. Castro, Américo (1967): “Sobre lo precario de las relaciones entre España y las Indias”, en Cervantes y los casticismos españoles, Madrid: Alfaguara, pp. 313-338. Conlon, Joy Margaret Ann (2002): Empire and Emigration: The Representation of the Indiano in Nineteenth- and Twentieth-Century Spanish Literature, Diss: Stanford University. Covarrubias y Orozco, Sebastián (1943): Tesoro de la lengua castellana o española, Martín de Riquer (ed.), Barcelona: Horta. Gálvez, María Rosa (1995): La familia a la moda (1805), en Safo. Zinda. La familia a la moda, Fernando Doménech (ed.), Madrid: Asociación de Directores de Escena, pp. 139-257. Gaspar y Roig (eds.) (1851): Los españoles pintados por sí mismos, Madrid: Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig. Gaylord, Mary (1988): “The Telling of Lies of ‘La verdad sospechosa’”, MLN 103.2, pp. 223-238. Larra, Mariano José de (1997): “El día de difuntos de 1836”, en Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Alejandro Pérez Vidal (ed.), Barcelona: Crítica, pp. 580-586. López Reyes, María del Consuelo (1944): “El indiano en la obra de Félix Lope de Vega”, tesina de Máster, México, UNAM. Mariscal, George (2001): “Figure of the Indiano in Early Modern Hispanic Culture”, Journal of Spanish Cultural Studies 2.1 (2001), pp. 55-68. Martínez Molina, Javier (2013): “Juan Bautista Casabona, un indiano en la Zaragoza de la Ilustración: estudio de su casa-palacio (1768-1769), obra del arquitecto Agustín Sanz”, Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII 23, pp. 101-128. Martínez Tolentino, Jaime (1991): El indiano en las comedias de Lope de Vega, Kassel: Edición Reichenberger.

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Rípodas Ardanaz, Daisy (Ed.) (1986): El indiano en el teatro menor del setecientos, BAE 294, Madrid: Atlas. — (Ed.) (1991): Lo indiano en el teatro menor de los siglos XVI y XVII, BAE 301, Madrid: Atlas. Saavedra, Ángel de (1840): Tanto vales cuanto tienes. Comedia en tres actos y en verso (1827), Madrid: Repullés. Simerka, Barbara (1995): “The Indiano as Liminal Figure in the Drama of Tirso and His Contemporaries”, Bulletin of the Comediantes 47, pp. 311320. Urtiaga, Alfonso (1965): El indiano en la dramática de Tirso de Molina, Madrid: Revista ‘Estudios’, 1965. Vega, Lope de (1980): La Dorotea, Edwin S. Morby (Ed.), 2ª. edición, Madrid: Castalia. Villarino, Edith Marta (1922): “El Indiano, un entremés de Lope de Vega”, Revista Signos: Estudios de Lengua y Literatura 25, pp. 227-233.

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El indiano en la literatura del siglo xix: el romántico Don Álvaro Alberto Romero Ferrer Universidad de Cádiz

Nace en las Indias honrado donde el mundo le acompaña; viene a morir en España, y es en Génova enterrado. Quevedo

Una de las características más básicas del drama romántico es la exaltación de la imaginación y del exotismo. Un efecto que se consigue, en la mayor parte de los casos, con el alejamiento espacial y temporal y una ubicación teatral acorde con todo ello, o bien mediante la aparición de determinados personajes en los que el halo de misterio, la extravagancia de su procedencia exótica y la exaltación que la imaginación puede realizar de todo ello concita todas sus miradas (Argullol, 1982). El libertino don Juan, su mística doña Inés, la gitana Azucena de El trovador de García Gutiérrez, la suicida y apasionada Elvira del Macías de Larra o los exóticos Abén Humeya y Zulema de Martínez de Rosa venían a cumplir las nuevas exigencias y expectativas de la imaginación romántica y su concepción del héroe dramático. Y esto mismo es lo que sucede, precisamente con el indiano don Álvaro que nos propone el duque de Rivas en el drama, cuyo nombre toma de su principal protagonista, Don Álvaro o la fuerza del sino (Samper, 2004). Un don Álvaro de orígenes desconocidos, que sufre de anagnórisis y que aparece sobre la escena con toda la teatralidad y el misterio del héroe romántico, pero también como portador del nuevo valor y prestigio social que otorga el dinero (Valero y Zighelboim, 2006) —como trasunto de la emergente burguesía decimonónica—, frente a la posición paterna del marqués de Calatrava, padre de doña

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Leonor, que no lo considera digno de su hija por tratarse de un simple aventurero sin apellidos, de orígenes inciertos y mestizos y procedente de la dudosa aventura americana. Toda una dualidad literaria, pero también social, que enfrenta el nuevo hombre, que simboliza don Álvaro, frente al mundo anclado en el pasado del marqués (Valero y Zighelboim, 2006: 55-56). Y entre ellos, una apasionada historia de amor con fatal desenlace y una acción plagada de “bufos, batallas, conventos, tormentas, y efectivos de toda clase” (Valbuena Prat, 1955: 961). Sin embargo, a pesar de la originalidad de los planteamientos del duque de Rivas en la propuesta del indiano don Álvaro, la elección del dramaturgo cordobés no partía de la nada, pues la figura del indiano ya había sido utilizada de forma bastante recurrente y con cierto éxito en el teatro español de los siglos xvi y xvii, como trasunto literario de una realidad social asociada a la emigración española al Nuevo Mundo y al regreso de muchos españoles que, tras probar fortuna en tierras americanas, volvían a España con una cierta fortuna y una serie de privilegios sociales asociados a los héroes militares y, fundamentalmente, a la nobleza, a la que el indiano no solía pertenecer. Estos eran los “indianos” que de un modo más o menos negativo, ambiguo o cómico se van a ver reflejados en el teatro español del Barroco, de acuerdo con los estereotipos más acusados de la tradición popular que veía en ellos a unos advenedizos y aventureros sin más. Aunque también es cierto que lo podíamos observar en otros registros más positivos y amables. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las comedias de Lope de Vega, cuando lo incluye en diferentes grados de protagonismo en más de 40 comedias entre 1588 y 1635 (Campbell Manjárrez, 2001). Un personaje que aquí veremos más como un hombre discreto y simpático, “cuya limpieza de sangre e interés por los valores aristocráticos garantizan la continuidad de ciertas concepciones tradicionales que —paradójicamente— han sido menospreciadas por la nobleza en su afán de enriquecimiento por vías matrimoniales” (Campbell Manjárrez, 2001: 73) sin desertar por ello de sus fuerte condicionantes económicos, relacionados con su enriquecimiento en tierras americanas y la importancia social de la fortuna económica. Y frente a esta imagen dual positiva / negativa de la comedia, también había que traer a colación su presencia en el teatro puramente cómico del mismo periodo (Bellini, 1990 y Brioso, 1998), en el que la imagen de lo americano sirve de pretexto para ofrecernos un punto de

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vista satírico-burlesco del personaje, como “nuevo rico” y las circunstancias e equívocos sociales que produce su regreso a una sociedad tan cerrada y jerarquizada como la española, donde la oposición burlesca opera en su “no encaje” dentro de los círculos sociales, o bien como personaje fingido —todo un hallazgo de este tipo de teatro breve— como es el caso del entremés de Quiñones de Benavente Los casamientos de Vicente Suárez de Deza y Ávila , donde el protagonista no es sino un indiano fingido, lo que provoca todo tipo de situaciones ridículas y burlescas. Todo ello unido también a una cierta figuración del mundo americano como un mundo edénico, una especie de tierra prometida o paraíso, tal y como se puede apreciar en la trilogía histórica de Tirso sobre Pizarro, donde se nos ofrecía una lectura épico-histórica de las hazañas en tierras americanas de los hermanos Pizarro: Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias, y La lealtad contra la envidia (Brioso, 2001). Con estos antecedentes literarios, estaba claro que la figura del indiano no era una novedad como personaje en el teatro español del siglo xix, como tampoco lo va a ser en la novela realista. Sin embargo, lo que sí va a resultar muy diferente respecto a esas tradiciones anteriores es su significado social, pues si para los siglos xvi, xvii y xviii la imagen literaria del personaje remitía fundamentalmente a su procedencia respecto al pasado y su ubicación americana, para el xix, el indiano, con toda su fuerte carga anterior de la que nunca llega a desprenderse, además se convertiría en una de las imágenes del nuevo hombre que quería proyectar la sociedad española decimonónica, bien en clave romántica, bien en clave realista, aunque ya en el Dieciocho había aparecido con ciertos toques de modernidad (Neal, 2013), de acuerdo con la visión que de América se tenía desde la mentalidad Ilustrada (Yagüe Bosch, 1992). Así, junto a la tradición barroca, el indiano volvía a tener una cierta relevancia literaria en el Romanticismo. En esta ocasión como portador de unos valores asociados a la modernidad y a las formas sociales de conducta pública y privada surgidas del buen / mal salvaje americano que, llegado a tierras europeas, causa la admiración, sorpresa o escándalo de la vieja España. Personaje asociado siempre a la fortuna personal, al espíritu aventurero, a la opulencia, el equívoco y el engaño sirve como pretexto para la comedia posmoratiniana de

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claves costumbristas y satíricas. La familia a la moda (1804-1805) de María Rosa Gálvez, o Tanto vales cuanto tienes (1840) del propio duque de Rivas serían dos buenos ejemplos de este tipo de figuraciones. Y para la segunda mitad del xix y el primer tercio del xx, ahí quedaban, por ejemplo, el indiano Frutos Redondo, que nos presenta Clarín en La Regenta (1884-1885) como el “primer millonario de Vetusta”, los indianos don Celes Galindo y Peredita de Tirano Banderas, (1926) de Valle-Inclán, o los que nos propone Galdós, Palacio Valdés o Pereda en algunas de sus más emblemáticas novelas (Gracia Noriega, 1987), como retratos más o menos críticos de una sociedad burguesa en la que este personaje —más allá de la realidad social que representa— se había transformado en uno de sus símbolos más reconocibles, en la polaridad de su doble significado, del que la novela solo toma sus lecturas más ácidas y críticas, —también es cierto que nos encontramos en la segunda mitad de siglo—, de acuerdo también con la tradición cómica de la comedia romántica, pero que para el caso del Romanticismo en clave dramática venía a representar la otra cara de la moneda: sus aspectos y atributos más positivos y, por tanto, más admirados para la emergente mentalidad romántica y el cuerpo social burgués sobre el que se sustenta dicha idea del héroe romántico. Esta última opción sería el caso del don Álvaro creado por el duque de Rivas, un personaje que, a partir del estreno del drama la noche del 25 de marzo de 1835, se transforma además de uno de los símbolos más visibles del triunfo del Romanticismo en España (Andioc, 1982), desde unas claves fatalistas del personaje —que nada tienen que ver con las formas y contenidos de la tragedia clásica— en las que el duque de Rivas concentra una buena parte de sus rasgos y atributos más principales. Como ya había subrayado el maestro Valbuena Prat (1955), el escéptico y complejo don Álvaro debía condenarse ante la fuerza de un destino incierto, pero siempre fatal, pero desde una actitud que podríamos considerar como “preexistencialista”, con muchos guiños a la tradición barroca de obras como La vida es sueño —ahí quedaba su célebre monólogo—, o su controvertida mezcla de tormentas, batallas, lances, conventos y “efectivos de toda clase”. Por otro lado, nada hay seguro en lo que afecta a nuestro héroe, ni su aparente condenación, ni sus crímenes ni su suicidio final parecen responder de forma cerrada y segura a los problemas existenciales que plantea el dramaturgo en el drama. En definitiva, una obra “típica de

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un mundo desorbitado, en el que las grandes preguntas no tienen contestación” (Valbuena Prat, 1955: 962). Pero la pregunta, más allá de otro tipo de valoraciones en torno a su exotismo romántico —que también puede jugar un papel interesante en el texto— va a girar fundamentalmente en el porqué de todo ello en relación con la procedencia indiana del protagonista. Una condición que desde un punto de vista sociológico (Marrast, 1978) conectaba a la perfección con las expectativas sociales y económicas de la emergente burguesía decimonónica, que no era sino el público del drama (Peña, 1992). Durante el siglo xix, las nuevas naciones que surgen del Romanticismo —también las emergentes nacionales americanas— suponen un nuevo sistema de relaciones socioeconómicas con las antiguas colonias. En el caso español, este entramado resulta a todas luces mucho más complejo y delicado, ya que se asiste a lo largo de toda la centuria a un fuerte proceso de descolonización, presidido en la mayor parte de los casos por numerosas tensiones y desencuentros, hasta la guerra del 98 y la simbólica pérdida de Cuba y Filipinas como las dos últimas colonias de ultramar del antiguo imperio hispánico. En otro orden, de forma gradual también a lo largo del siglo xix vamos asistiendo al progresivo proceso de implantación de la sociedad de mercado y a la institucionalización del intercambio de corte mercantil —ahí están las claves de funcionamiento de la burguesía (Artola, 1973)—, lo que conlleva al desarrollo de otras formas nuevas de sociabilización y estructuración social, cuyos epicentros no son sino la mayor relevancia de la libertad individual, también para relacionarse socialmente, y la mayor libertad mercantil fundamentada en el poder del capital (Simmel, 1978 y Thompson, 1996), y el despegue la revolución industrial en España (Vilar, 1990); todo ello frente a las formas arcaicas del viejo orden tradicional de fuerte carácter inmovilista y estamental. El drama de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino es, en relación con esta nueva situación sociopolítica, pero también cultural y económica, una obra clave, una obra que muestra dichas tensiones extraliterarias, desde una conflictividad emocional e identitaria, en la que el protagonista nunca se desprende, porque tampoco puede ser de otra manera, de sus oscuros orígenes como mestizo indiano, como tampoco se desprende de su condición adinerada como hombre de negocios (Cañizares-Esguerra, 2001). Dos rasgos especialmente significativos

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del personaje, que se transforman en la esencia misma de su indentidad / no identidad, donde reside el núcleo dramático de la obra, y donde el dramaturgo ha querido depositar el epicentro de los conflictos, ante una sociedad, como la española, que no termina de aceptar ni comprender una realidad, demonizada por lo que podía tener de desafío a los valores, las formas y costumbres de la tradición. Unas dialécticas muy teatrales —por cierto— y tremendamente románticas que, por otro lado, trasladaban a la ficción literaria unos conflictos y situaciones que podía resultar bastante familiares para una gran parte de los sectores del público. Desde esta perspectiva, la condición indiana, pues, del protagonista resultaba ser su atributo más importante (Pattison, 1967), porque era ahí donde van a residir todos los conflictos internos y externos del personaje (Galdo, 2001), pero también donde va a residir el propio dinamismo del drama. Dicha condición, que juega en el drama en varias direcciones opuestas y a veces, incluso, enfrentadas, para don Álvaro representará el orgullo —aunque a veces tenga dudas al respecto— de su condición y estirpe, como para el resto de sus oponentes —el marqués de Calatrava, don Carlos y don Alfonso— el motivo de su deshonra. Así, como “infame indiano” se refiere a él de manera explícita don Carlos, en su contradictorio monólogo de la escena, donde también reconoce sus virtudes como “bizarro militar”, cuando descubre la verdadera identidad de su compañero de lances y batallas: DON CARLOS ¿Ha de morir...—¡qué rigor!— tan bizarro militar? Si no lo puedo salvar será eterno mi dolor, puesto que él me salvó a mí. Y desde el momento aquel que guardó mi vida él, guardar la suya ofrecí. (Pausa.) Nunca vi tanta destreza en las armas, y jamás otra persona de más arrogancia y gentileza. Pero es hombre singular, y en el corto tiempo que

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le trato rasgos noté que son dignos de extrañar. (Pausa) ¿Y de Calatrava el nombre por qué así le horrorizó cuando pronunciarlo oyó?... ¿Qué hallará en él que le asombre? ¡Sabrá que está deshonrado!... Será un hidalgo andaluz... ¡Cielos!...¡Qué rayo de luz sobre mí habéis derramado en este momento!...Sí. ¿Podrá ser este el traidor, de mi sangre deshonor, el que a buscar vine aquí. (Furioso y empuñando la espada.) ¿Y aún respira?... No, ahora mismo a mis manos... (Corre hacia la alcoba y se detiene.) ¿Dónde estoy?... ¿Ciego a despeñarme voy de la infamia en el abismo? ¿A quién mi vida salvó, y que moribundo está, matar inerme podrá un caballero cual yo? (Pausa.) ¿No puede falsa salir mi sospecha?... Sí... ¿Quién sabe?... Pero, ¡cielos!, esta llave todo me lo va a decir. (Se acerca a la maleta, la abre precipitado, y saca la caja poniéndola sobre la mesa.) Salid, caja misteriosa, del destino urna fatal, a quien con sudor mortal toca mi mano medrosa; me impide abrirte el temblor que me causa el recelar que en tu centro voy hallar los pedazos de mi honor. (Resuelto y abriendo.) Mas no, que en ti mi esperanza, la luz, que me da el destino, está para hallar camino

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que me lleve a la venganza. (Abre y saca un legajo sellado.) Ya el legajo tengo aquí. ¿Qué tardo el sello en romper?... (Se contiene.) ¡Oh cielos! ¿Qué voy a hacer? ¿Y la palabra que di? Mas si la suerte me da tan inesperado medio de dar a mi honor remedio, el perderlo ¿qué será? Si a Italia sólo he venido a buscar al matador de mi padre y de mi honor, con nombre y porte fingido, ¿qué importa que el pliego abra, si lo que vine a buscar a Italia, voy a encontrar?... Pero, no; di mi palabra. Nadie, nadie aquí lo ve... ¡Cielos, lo estoy viendo yo! Mas si él mi vida salvó, también la suya salvé. Y si es el infame indiano, el seductor asesino, ¿no es bueno cualquier camino por donde venga a mi mano? (vv. 1211-1287)1

Para más adelante, arrostrarle su deshonor, dado sus orígenes aventureros poco claros: DON CARLOS ¿Y me la osáis recordar? DON ÁLVARO ¿Teméis que vuestro valor se disminuya y se asombre si halla en su contrario un hombre de nobleza y pundonor? 1. Las citas del texto se hacen por Rivas (1994). También se ha cotejado Rivas (1974, 1986 y 2007).

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DON CARLOS ¡Nobleza un aventurero! ¡Honor un desconocido! ¡Sin padre, sin apellido, advenedizo, altanero! (vv. 1479-1487)

O las palabras de Don Alfonso: Soy un hombre rencoroso que tomar venganza sabe. Y porque sea más completa, te digo que no te jactes de noble... Eres un mestizo fruto de traiciones. (vv. 2266-2271)

También el hermano Melitón, ya en el convento, se refiere a él como “mulato” y “moreno”: Tiene cosas muy raras. El otro día estaba cavando en la huerta, y tan pálido y tan desemejado, que le dije en broma: “Padre, parece un mulato”, y me echó una mirada, y cerró el puño, y aún lo enarboló de modo que parecía que me iba a tragar. Pero se contuvo, se echó la capucha y desapareció; digo, se marchó de allí a buen paso (Rivas, 1994: 171). Pues ahora caigo en quién es: el alto, adusto, moreno, ojos vivos, rostro lleno... (vv. 1896-1898)

Nos encontrábamos, en realidad, ante un conflicto interno, ante el que se revela don Álvaro para subrayar su nobleza, ante la provocación de sus antagonistas, y que va a considerar como la marca fatal de su destino trágico, no sin antes defender su orgullo y su posición social, porque su “escudo es como el sol limpio”: DON ALFONSO (Con desprecio.) Un caballero no hace tal infamia nunca. Quien sois bien claro publica vuestra actitud, y la inmunda mancha que hay en vuestro escudo.

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DON ÁLVARO (Levantándose con furor.) ¿Mancha?...¿Y cuál?... ¿Cuál? DON ALFONSO ¿Os asusta? DON ÁLVARO ¡Mi escudo es como el sol limpio, como el sol! DON ALFONSO ¿Y no lo anubla ningún cuartel de mulato, de sangre mezclada, impura? DON ÁLVARO (Fuera de sí.) ¡Vos mentís, mentís, infame! Venga el acero; mi furia (Toca el pomo de una de las espadas.) os arrancará la lengua, que mi clara estirpe insulta. Vamos. (vv. 2076-2089)

La dialéctica, pues, del personaje, como puede observarse en los textos que hemos seleccionado del drama del duque de Rivas, se movía, por una parte, en la percepción negativa del indiano, de acuerdo con la tradición literario-teatral mayoritaria de las épocas anteriores, a la que le ponen voz y cuerpo dramático sus antagonistas en la obra —la aristocrática familia de su amante doña Leonor, fundamentalmente—, y, por otro lado, en la nueva imagen positiva que pretende proyectarnos el dramaturgo, personificada básicamente en la compostura literaria del protagonista y la defensa a ultranza de su honor —y su amor—, más allá incluso de su propia vida, pero también por voz de los personajes populares que, a modo de coro costumbrista, dibujaban algunos de los trazos más positivos del nuevo héroe romántico:

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PRECIOSILLA: ¡Como que ha faltado en ella don Álvaro el indiano, que a caballo y a pie es el mejor torero que tiene España! MAJO: Es verdad, que es todo un hombre, muy duro con el ganado, y muy echado adelante. PRECIOSILLA: Y muy buen mozo (Rivas, 1994: 84).

Esta dualidad del indiano don Álvaro funcionaba sobre las tablas de la escena, porque servía para trazar una laberíntica acción dramática, en la que nuestro héroe debía enfrentarse a una sociedad y un destino injusto por sus supuestos orígenes bastardos, que lo condenaban desde el principio del relato a toda clase de suertes y fatalidades. No era sino, “el héroe fatal, que pasa por el amor más puro, entre olas de sangre” y que “llevado tras la gloria guerrera y la meditación de asceta al fin más terrible que cabe imaginar, el gallardo caballero, que da la cara, lucha y perdona, ama y no olvida, ha empezado a ser ante los ojos del pueblo el mejor torero de España” (Valbuena Prat, 1955: 963). También ante sus espectadores, que vieron en su condición indiana las posibilidades de un nuevo mundo y una nueva sociedad que, como don Álvaro, debía hacer frente a su identidad como hombre moderno y desembarazarse de los prejuicios de un anacrónico pasado, que irrumpe como todo un desafío para la emergente sociedad burguesa, esencia misma de la condición indiana del héroe moderno que nos propone el duque de Rivas. Porque el público de la época verá en el don Álvaro no solo al indiano embajador del Nuevo Mundo geográfico, sino fundamentalmente, el embajador de un nuevo mundo económico, social y político —un nuevo mundo histórico, en definitiva— que, desafiante, se enfrenta a las ya viejas y quebradizas certezas del Antiguo Régimen, ahora en proceso de descombros, y cuyo instrumento de desafío no es otro que su posición acaudalada sobre la base de capital mercantil, que diría Marx (1975). Un desafío que aparece camuflado bajo su condición mestiza, desencadenante del fatal sino (Rey Hazas, 1986: 257) así como atributo desestabilizador del orden antiguo. En esta misma línea interpretativa, también debía observarse a don Álvaro como “una confirmación del espíritu de la Constitución de 1812” —representación política de ese nuevo mundo— (Cardwell, 1973: 567), aunque como lo subraya el maestro Caldera (Rivas, 1986, nota 23 del estudio introductorio), en clave negativa, pues “en la conciencia que en España esa carta de los

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derechos humanos tenía escasa posibilidad de ser aceptada” (Cardwell, 1973: 567). Desde nuestro punto de vista estos dos elementos, su mestizaje —que también implicaba la traición a la corona— junto con su posición social basada en el capital (Simmel, 1978) —que asimismo traicionaba las estructuras de la sociedad estamental—, proveniente de sus actividades comerciales en tierras americanas —menos sujetas a las tradiciones de la metrópolis— resultaban ser los dos motores básicos de este héroe romántico, que empezaba a transitar, con todas sus contradicciones, por los caminos culturales de la nueva sociedad capitalista que emerge en la primera mitad del xix, y cuya fase de descomposición crítica ya veremos plenamente reflejada en la figura del indiano que nos ofrece la mejor novela realista del último tercio de la centuria. Pero es ya otra historia. B i b l i ogr a fí a Andioc, René (1982): “Sobre el estreno del Don Álvaro”, en José Amor y Vázquez y A. Kossof (eds.), Homenaje a Juan López-Morillas: de Cadalso a Alexandre, estudios sobre la literatura e historia intelectual españolas, Madrid: Castalia, pp. 63-86. Argullol, Rafael (1982): El héroe y el único. El espíritu trágico del Romanticismo, Madrid: Taurus. Artola, Miguel (1973): La burguesía revolucionaria (1808-1874), Madrid: Alianza / Alfaguara. Bellini, Giuseppe (1990): “El indiano en el teatro menor español del setecientos”, Ínsula, 526, pp. 4-5. Brioso, Héctor (1998): “La figura del indiano teatral en el Siglo de Oro español”, en Mercedes de los Reyes Peña y Concepción Reverte Bernal (eds.). América y el teatro español del Siglo de Oro, Cádiz: Universidad de Cádiz, pp. 423-434. — (coord.) (2001): Teatro. Revista de Estudios Teatrales. Monográfico sobre América en el teatro español del Siglo de Oro, 15. Campbell Manjárrez, Ysla (2001): “La otra imagen del indiano en algunas comedias de Lope de Vega”, Teatro. Revista de Estudios Teatrales, 15, pp. 69-81. Cañizares-Esguerra, Jorge (2001): How to Write the History of the New World. Historiographies, Epistemologies, and Identities in the EighteenthCentury Atlantic World, Stanford: Stanford University Press.

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H IGUAMOTA , de Patricio De la Escosura, o la reescritura romántica de la Conquista 1

Montserrat Ribao Pereira Universidad de Vigo

En la década de los treinta Patricio de la Escosura es uno de los intelectuales más activos de la primera generación romántica. Numantino irredento, miembro de la Partida del Trueno, militar, político, activo partícipe en los debates literarios de Ateneo y del Liceo, colaborador en prensa periódica, poeta, novelista y dramaturgo, durante la regencia de María Cristina lleva a la escena madrileña diferentes dramas históricos que el público y la crítica reciben de manera desigual. Bárbara Blomberg y la primera parte de La corte del Buen Retiro se estrenan en 1837, el annus mirabilis del Romanticismo teatral español, y en 1838 Don Jaime el Conquistador (Ribao 1999 y 2003). También se publican, aunque no se representan inmediatamente, La aurora de Colón e Higuamota. Estas dos piezas, de 1838 y 1839, respectivamente, constituyen con Las mocedades de Hernán Cortés (1845) la trilogía teatral de temática americana de Escosura. Y si bien las tres han de ser leídas como partes de un todo, cierto es que la particular perspectiva desde la que se plantea el conflicto dramático en Higuamota hace de este drama una excepción en la práctica teatral de su autor y constituye una peculiaridad en el panorama de su tiempo. Como ha destacado Pilar Vega, Escosura es uno de los primeros críticos que presta atención a la literatura hispanoamericana, en especial a 1. Este trabajo se inscribe en el ámbito de investigación del grupo Ediciones y Estudios de Literatura Española (e-LITE), de la Universidad de Vigo.

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escritores venezolanos y peruanos coetáneos como José María de Rojas, José Antonio Maitín, Ricardo Palma o Felipe Pardo2. También su práctica creadora manifiesta en diferentes géneros su predilección por determinadas figuras ligadas a la conquista, especialmente Colón y Hernán Cortés, presentes no solo en los dramas que ya he mencionado, sino también en un poema (“Recuerdos de Cristóbal Colón”), en un canto épico (“Hernán Cortés en Cholula”) y en una extensa novela en cinco volúmenes (La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés), ilustrada y por entregas como suele ser habitual en la época3. La coincidencia en fechas de publicación de estas obras (1838 las que giran en torno a Colón; 1845 a 1850 las centradas en Cortés) reflejan el manifiesto interés de Escosura por estos dos nombres en sendos momentos creadores vitales. En las primeras, gestadas en pleno proceso judicial a su superior y amigo Luis Fernández de Córdoba por la sublevación de los cuarteles de Sevilla y simultáneamente a su triunfo en la escena, la peripecia histórica sirve de pretexto para la reflexión sobre el motivo de la difamación y sus consecuencias sociales y personales. Las restantes se inscriben en un período de reconocimiento académico e institucional: los tres títulos sobre Cortés ven la luz apenas nombrado su autor miembro correspondiente de la Real Academia Española; poco después llegará a ser Ministro de la Gobernación (Iniesta 1958; Cano Malagón 1988). Higuamota es el eslabón, si no perdido sí habitualmente olvidado, entre los títulos colombinos de planteamiento crítico y los hernandinos de aventuras y peripecias amorosas. Además, se trata del único texto de Escosura protagonizado por un pueblo indio y planteado escénicamente desde la perspectiva del indígena y en su espacio. En efecto, la acción de La aurora de Colón termina cuando este embarca en dirección a las Indias, dejando atrás un doloroso período de su vida ensombrecido por la sospecha de un crimen que no ha cometido y convencido de la infidelidad de su amada —inocente, sin

2. Son especialmente relevantes sus artículos sobre la literatura de la América Meridional y sus relaciones con la española, publicados en Revista Contemporánea, II, III y VI, 1876. Para todo ello, vid. P. Vega 2007. 3. “Recuerdos de Cristóbal Colón”. Liceo Artístico y Literario I, 1838: 11-14; “Hernán Cortés en Cholula”. Álbum Literario Español, 1846: 126-131; La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés. Madrid: Imprenta de los señores Andrés y Díaz, 1850-1851.

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embargo—, quien muere en el momento mismo en que zarpa la pequeña flota castellana4. Paralelamente, los hechos dramatizados de Las mocedades de Hernán Cortés llegan a su fin cuando el personaje decide olvidar sus estériles devaneos juveniles y afrontar su destino, partiendo desde Cuba a tierra firme con la escuadra del Adelantado Diego Velázquez. Sin embargo, Higuamota se desarrolla en la Española y está protagonizada por dos mujeres, la muchacha que da nombre a la pieza y su madre, Anacaona. De la primera apenas ha trascendido a la Historia su nombre con variantes: Gonzalo Fernández de Oviedo la menciona como Aiguaimota5; Antonio de Herrera Tordesillas se refiere a Hygueymota6; Manuel de la Vega da a la joven el nombre de Higueymóta7. Más relevantes son, en cambio, los datos que hasta hoy han llegado sobre la segunda, una de las mujeres más poderosas de la isla, esposa de Caonabo y cacica de Jaragua, la “unidad confederada más amplia de las Antillas” (Cassá 1992: 119), amante de la belleza y del arte y, a juicio de Pedro Mártir de Anglería —en la primera de sus Décadas del Nuevo mundo— autora de versos y de areítos. La atención que Escosura presta a los indios caribes en su Higuamota no es un hecho aislado en el panorama cultural de esos años. Buena muestra de ello es la “Biografía de Cristóbal Colón” que publica El Panorama, en Madrid, y Guardia Nacional, en Barcelona, en 18398, donde se relata la matanza de españoles que ordena el cacique Caonabo. Ese mismo año El Instructor dedica varias páginas a explicar los ritos asociados a los “Funerales de los aborígenes americanos” y algunos después el Álbum Pintoresco Universal, en el que colabora el propio Escosura,

4. Ya S. Schreckenberg (2009) ha llamado la atención sobre el hecho de que el tema de la Conquista se encuentre prácticamente ausente de los textos dramáticos decimonónicos que tratan de Colón. 5. Historia General de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano. Madrid: Imprenta de la Real Academia de la Historia, 1852, I: 83. 6. Historia General de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del Mar Océano. Madrid: Imprenta Real, 1730: 104. 7. Historia del descubrimiento de la América Septentrional por Cristóbal Colón, dada a luz por Carlos María Bustamante. México: Oficina de la Testamentaria de Ontiveros, 1826: 113. 8. “Biografía de Cristóbal Colón”. El Panorama, 14 de marzo, 1839, nº 11: 1-5; “Biografía de Cristóbal Colón”. Guardia Nacional, 25 de marzo, 1839: 1-2.

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publica una nueva biografía sobre “Cristóbal Colombo o Colón” que, una vez más, menciona a la cacica taína9. La asociación de esta a la figura de Colón es, en efecto, una constante en sus manifestaciones literarias. Ya en la Columbeida, texto épico en latín de Julio César Stella en 1585, aparece Anacaona enamorada del Almirante, asimilados ambos a Dido y a Eneas, respectivamente (Sánchez Quirós 2010). En el siglo xix esta relación amorosa se sustituye por una respetuosa amistad entre iguales que se transmite a sus herederos. Tal es así en la novela Flor de Oro (Anacaona, reina de Jaragua), de 1860, segunda parte de Cristóbal Colón (1858), que Franciso José Orellana publica en Barcelona y en La Habana, por entregas y con ilustraciones de Larrabieta y Llopis10. En ella, Aliguamota se casa con Hernando de Guevara, cambia su nombre por el de Emilia y viaja a España con su esposo para pedir justicia al rey Fernando por los desmanes de Ovando. Llega justo a tiempo de acompañar a Colón en sus últimos momentos y de darle testimonio, una vez más, del afecto que su familia y los suyos han sentido por él. Esta novela es uno de los pocos textos decimonónicos en que tiene cierto protagonismo el personaje de Higuamota. Aparecerá de nuevo, a finales de siglo, en la ópera Cristóforo Colombo, que se estrena en Génova en 1892 (libreto de Luigi Illica y música de Alberto Franchetti) y en la que intervienen estelarmente Anacaona e Iguamota, tal y como anuncia La España Moderna (noviembre, 1892: 173). En 1902 el espectáculo llegará al Liceo y La Ilustración Artística destacará entonces la belleza del dúo que interpretan Guevara y la muchacha (24 de noviembre, 1902: 7). Salvo en estos dos casos y en el drama de Escosura, es la cacica de Jaragua, y no su hija, la que acapara el interés literario suscitado por los primeros años de la conquista. En 1830 José Plácido Sansón escribe Anacaona, tragedia en cinco actos y en verso11. Con el mismo título se

9. “Funerales de los aborígenes americanos”. El Instructor, septiembre, 1839, nº 69: 17-19. “Cristóbal Colón o Colombo”. Álbum Pintoresco Universal, tomo I. Barcelona: F. Oliva, 1842: 152-155. 10. F. J. Orellana. Flor de Oro (Anacaona, reina de Jaragua). Barcelona: Imprenta de El Porvenir / La Habana: Librería La Española, 1860. 11. Se edita en el volumen II, Tragedias, de sus Ensayos Literarios (Santa Cruz: Imprenta de la Amistad, 1841). Según el autor, escribe el drama cuando tiene solo catorce años.

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publican diferentes narraciones a mediados de siglo: en 1856 ve la luz un relato por entregas de José Güell y Renté y una Leyenda histórica en cuatro cantos de Juan Vila y Blanco12. La relevancia literaria de Anacaona no solamente eclipsa la de su hija, sino que llega incluso a asimilarla. Tal es así en la biografía sobre Colón que publica el folletín de El País en 1892, donde se mencionan los amores de Guevara no con Higuamota, sino con la madre: Un joven español que se llamaba Fernando de Guevara inspiró una ardiente pasión a Anacaona, viuda del cacique [...]. Roldán, que gobernaba parte de la isla sometida a la india, se sentía celoso por la influencia de Fernando de Guevara13.

Este es, precisamente, el conflicto del que parte la trama en el drama de Escosura, en el que voy a centrarme. Las líneas generales del argumento de Higuamota aparecen esbozadas ya en un relato muy popular en su tiempo. Me refiero a la Vida y viajes de Cristóbal Colón, de Washington Irving (1827), traducida al español en 1833-1834 por José García de Villalta14, cuyo libro XVII recoge el episodio de los amores entre Higüenamote y Guevara, siendo la primera requerida como esposa por Roldán, quien aspira a convertirse en rey de la isla y expulsar de la misma a Hernando Colón. Pese a que la cronología y los argumentos generales del texto de Escosura parecen proceder de esta novela, el tratamiento que se hace de los mismos confiere una singularidad notoria al drama. Este, sobre las mujeres que gobiernan Haití a principios del siglo xvi, es el único ajustado a la Historia de los tres de temática americana que escribe su 12. J. Güell y Renté. Anacaona. La Ilustración, 24, 27, 31 de marzo y 7 de abril, 1856 (anotado con datos históricos que proceden, entre otras fuentes, de la Historia de la América Septentrional, de Antonio Solís). J. Vila y Blanco. Anacaona. Leyenda histórica en cuatro cantos. Alicante: Rafael Jordá, 1856. C. Vallejo (2011) considera que en la obra de Vila y Blanco “domina la voz del poeta y se conecta mucho más con un espíritu romanticista, en el cual la protagonista se debate más como mujer y madre y donde aflora, en un primer plano, la personalidad de la cacica. Sin embargo, en el segundo, Renté coloca al personaje histórico en primera persona y también desde su propio contexto recurriendo a numerosos términos indígenas. La visibiliza desde su posición de autoridad y resalta el conflicto entre poder y madre, con un tono más épico y heroico”. 13. “Biblioteca de El País”, 15 de noviembre, 1892: 3 (127 del folletín). 14. W. Irving. Vida y viajes de Cristóbal Colón. Madrid: J. Palacios, 1833-1834 y Madrid: Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig, Gaspar y Roig editores, 1851.

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autor, aun cuando, paradójicamente, sea el que con claridad tergiversa el sentido de los datos históricos para permitir la reivindicación patria en el camino hacia la liquidación de las colonias. En efecto, cuando Escosura escribe su drama, La Española está viviendo un momento de especial convulsión política. En 1822 Haití proclama su independencia de Francia y se hace con el control de la parte española de la isla. Durante veintidós años las revueltas son constantes y los actos de insumisión cada vez más efectivos, hasta que en 1844 se proclama la República Dominicana. La vieja Hispaniola, el primer asentamiento europeo en América, y el primero, asimismo, en conseguir (al menos en su parte occidental) su independencia, alberga, por ello, un valor simbólico que redimensiona el alcance del conflicto que plantea Higuamota. No es casual, por ello, que el ambiente general en que se desarrolla la acción sea de desorden y descontento. Nada más iniciarse la pieza, la conversación entre Guevara y Mogica pone en antecedentes al lector de la situación en que viven los soldados españoles en Jaragua, movidos ya solo por la violencia y la ambición: [...] porque a esta nueva región, los que en España nacimos, mal parece que vinimos a traer la religión. [...] sangre española salpica hasta el oro que nos ceba; ni hay hombre ya que se mueva sin el mosquete y la pica. (I, 1: 2).

La deslealtad anida también en sus almas, hay entre los caballeros españoles algunos que comienzan a enarbolar el pendón de la independencia (I, 2: 5) y el propio gobernador Bartolomé Colón es cuestionado por sus capitanes: Todo a Colón importuna; rebelde llama al valor, escandaloso al amor; enriqueciste, es usura;

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pues, si empobreces, locura; callas, malo; hablas, peor. (I, 1: 1). Trata Colón como a esclavos a los nobles de Castilla. (I, 2: 6).

Roldán, alcalde de la Isla, pocos años antes insurrecto, aparece al inicio de la obra como leal a Colón, pero protagonizará una segunda sublevación que es primero sofocada (acto II), que se impone de nuevo por la acción de un indio traidor (acto III) y finalmente termina anulada por la intervención de las tropas leales al gobernador. Como resume Mogica al principio del drama: Roldán es otro que tal. Fue rebelde, ahora es leal, y será siempre tirano. Vendionos como un villano y él solo movió la guerra. (I, 1: 1).

Entre los aborígenes la situación es también compleja. Muerto Caonabo mientras era conducido a España para ser juzgado15, Anacaona se queda al frente del cacicazgo de Jaragua, al que suma el de Maguana tras la muerte, en 1502, de su hermano Behechio. Los jefes de los otros tres reinos de La Española no están conformes con la pasividad de la mujer ante los desmanes castellanos, ni comparten su prudencia. 15. Caonabo agasaja extraordinariamente a Alonso de Hojeda y a sus hombres; es apresado a traición y cargado de cadenas y grillos se le envía a España en 1496 para ser juzgado ante los Reyes Católicos, pero muere ahogado en el naufragio de la flota. A sus esposas alude Higuamota cuando confiesa a su madre su amor por un castellano: “También vuestra hija/ olvida y perdona.../ ¡Oh, más!, que a las plantas/ del mismo se postra/ que puso los hierros/ en manos que adora” (II, 1, 16). Anacaona recuerda la generosidad del guerrero: “[...] también a tu padre / amaba su esposa./ Y él era Caonabo;/ la fama pregona / sus hechos, su nombre / sus triunfos, su gloria”. (II, 1, 18). Caonabo perece en 1496; para esta y otras referencias históricas sobre la isla Española, véase, entre otros, B. de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Madrid, Cátedra, 1996: 80-89) y la Historia de las Indias (Madrid: BAE / Atlas, 1957, libro I, capítulo 102).

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En este contexto se plantean los amores (históricos también) entre Higuamota y Guevara. Las reticencias primeras de la muchacha se expresan en términos convencionales. Pese a los lugares comunes de tipo indigenista a los que acude, las palabras de la joven no la diferencian sustancialmente de ninguna otra protagonista de drama histórico romántico: Sí, me engañas, Guevara. Aunque he nacido en medio de estos, hoy vuestros esclavos, no ha mucho libres, venturosos indios, ya sé que entre vosotros los de Europa engañar a una triste no es delito; sé que a nosotras nos miráis, Guevara, como a esclavas no más; sé que a ti mismo las palabras de amor, los juramentos, para otras indias mil, ya te han servido. Deja, deja a Higuamota su sosiego; ni quieras que te sirva de ludibrio. (I, 5: 10).

Una vez superados estos preámbulos, el matrimonio secreto entre ambos se convierte en un símbolo de la concordia entre pueblos, que se refleja verbalmente en las fórmulas con que cada uno acepta al otro: Guevara:

Jura tú por tu Dios, yo por el mío, que de hoy más y con lazo indisoluble Higuamota y Hernando están unidos.

Higuamota:

Lo juro por el sol que nos alumbra.

Guevara:

Lo juro por la santa fe de Cristo16. (I, 13: 13).

El conflicto surge cuando Roldán descubre que sus planes de boda con Higuamota son imposibles. Su hostilidad hacia Guevara se acentúa e intenta eliminarle para poder materializar sus ansias de poder.

16. Más adelante los jóvenes ratifican su enlace ante Anacaona en términos similares, a los que Guevara añade: “Por mi honor, por mi ley, por mi conciencia/ te juro eterno amor, prenda querida”. La cacica sentencia: “[...] que el Dios clemente/ que dio vida al indio y al cristiano,/ su espíritu repose en vuestra frente”. (II, 7: 27).

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Anacaona se ve entonces incapaz de gestionar la defensa de los derechos naturales de su hija y la libertad de su pueblo frente a los conquistadores. La imagen que los cronistas de indias han dejado de la hermosa, culta y poderosa reina taína deja paso, en la ficción, a la de una mujer prisionera de un justo medio indigenista que la conduce a la inacción primero e indefectiblemente hacia la catástrofe: Y bien: ¿al destino qué haremos nosotras? Su mano de hierro cayó vigorosa, y hundió del caribe poder y corona. Por siglos y siglos ocultos de Europa, vivimos tranquilos merced a las olas. Colón a los mares altivo se arroja; su esfuerzo indomable los vence, los doma... ¿Podrán dos mujeres con lágrimas solas luchar con gigantes que cedros encorvan? El brazo es inútil, las flechas se embotan: Haití es para siempre la isla española. (II, 1: 17)17.

17. Muy similar a este lamento es el de la india que protagoniza el poema La Americana, de E. de Ochoa, publicado en El Artista en 1835 (vol. II: 286-287): “[...] ¿Qué sirve que al cielo/ tu llanto importune?/ ¿Qué sirve en tu duelo/ la lanza blandir?/ ¡Si a aquellos que fueron/ sostén de la patria/ llorando los vieron/ tus ojos morir!/ De climas lejanos/ llegó el extranjero;/ los nuestros hermanos/ su espada venció./ Y templos y hogares,/ ciudades y campos,/ y dioses y altares/ y todo abrasó./ ¿Qué mucho si emplea/ por armas el rayo,/ si un monstruo pelea/ terrible con él,/ y el dardo rechaza/ lo que ellos revisten,/ fulgente coraza,/ morrión y broquel?”. Cita estos versos A. Arroyo Almaraz (2012).

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No todos los indígenas son sumisos. De hecho, el primer revés para Roldán llega de la mano de una facción rebelde de indios, que con sus escaramuzas allanan el camino para que los hombres de Guevara tomen Jaragua. Uno de sus habitantes (“un indio, perro, bellaco”, II, 8: 29) facilita la entrada de los españoles y se convierte en el brazo ejecutor al que Anacaona se resiste a acudir. Este mismo indio será quien, más adelante, no dudará en traicionar a los castellanos y en entregar al propio Guevara y a Mogica a la ira de Roldán a cambio de paz y benevolencia con los indígenas18. Su concepto de la dignidad humana es muy claro: “yo te compro, no me vendo / no equivoques el contrato”, dice al alcalde (III, 4: 46), Indio:

Podrás hacerme pedazos; mas mi muerte vale menos que rendir a tus contrarios. Paz quiero yo; los caribes me interesan, no los blancos. (IV, 4: 45).

De ahí que cuando compruebe que las promesas de Roldán son falsas no dude en concebir un nuevo plan: asesinar a quien se interponga en su camino hacia la libertad y ayudar en la fuga a las dos protagonistas, que han sido encarceladas. Pero la cacica reacciona con pánico ante esta iniciativa: ¡Ah! ¡Qué habéis hecho, imprudentes con irritar al León! La venganza de Colón abatirá nuestras frentes. (II, 9: 30).

Anacaona quiere preservar la paz, como el indio rebelde, pero —a diferencia de él— a costa de cualquier tipo de renuncia. Tanto es así que se humilla una y otra vez hasta el final del drama19 e incluso ruega 18. “Qué me importa que gobierne/ Roldán, Mogica o Hernando?/ Tenga yo paz, pues que al fin/ de uno u otro soy esclavo” (III, 4: 44). 19. Al propio indio que intenta liberarla le dice: “Anacaona: Te perdonan; no te vengues./ Indio: Si la fuerza os trajo aquí/ fuerza y astucia se empleen/ para salvaros.

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por Guevara a Roldán, actitud esta que Higuamota no entiende. Según sus propias palabras: “Primero muerta” (IV, 6: 55): Higuamota:

Tened, mi madre. ¡Suplicándole estáis! ¡Tanto desdoro! Perdí mi libertad, estoy sin padre, tal vez voy a perder a aquel que adoro: moriré de dolor, mas lo prefiero a deberle a Roldán ni una esperanza, a suplicar al lobo carnicero. (IV, 3: 51).

Cuanto más teme Anacaona provocar la ira de los españoles, mayor es el desorden que se vive en la isla. La soldadesca adopta dos posturas diferentes: la altanera reivindicación de su superioridad y diferencia con respecto al indígena y la resignada aclimatación a una realidad, muy diferente a la de la corte, en la que es preciso que se imponga la cordura. El diálogo entre don Rodrigo y un capitán al inicio del cuadro III (entre personajes que juegan a los dados en un campamento que recuerda al de Veletri en Don Álvaro o la fuerza del sino) muestra la improductiva pervivencia de la rancia mentalidad de los hidalgos venidos a menos: Rodrigo:

Capitán, tengamos paz. No hay burlas con la nobleza.

Capitán:

Pergaminos y pobreza, mucho honor, poco solaz.

Rodrigo:

Soy hidalgo en la montaña, Paracuellos de Quirós, y si vine, sabe Dios...

Capitán:

Que fue por trampas en España. Si sabéis que yo os entiendo... Y si os quejáis es de vicio,

Anacaona: Locura;/ perecerá quien lo intente./ Higuamota: Dejadle hablar, madre mía; ¿qué mal hay en que se pruebe?/ Anacaona: Aquí en su tienda, Higuamota,/ entre su pérfida hueste,/ ¿qué esperanza has de tener/ que tus males no envenene?/ Indio: No: la hija del cacique/ mejor que tú me comprende.” (IV, 8: 59).

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como otros muchos sin juicio que contino estoy oyendo. (III, 1: 32).

Mientras, Jaragua y sus habitantes sufren las consecuencias del desgobierno y la desobediencia a la corona: Capitán:

[...] Para el indio mucho palo; a su mujer galanteo; dar rienda suelta al deseo; obedecer poco y malo. Ajustar a puñaladas los pleitos, siendo la ley la tizona; ¡una higa al rey, y a Dios espaldas tornadas! ¡Eso os gusta, voto a Baco! Mas vivir de esa manera tan solo se consintiera donde reinara algún Caco. (Idem).

Roldán, enloquecido por su propia soberbia, ciego a cuanto le distraiga de sus ambiciosos objetivos, no duda en mentir, profanar, humillar... En su delirio recrea la huida de Colón y su desgracia, su propia entronización como rey de la Española, su apoteosis de poder: [...] aquí Roldán, si alguien resiste, del inútil valor muy presto triunfa; ciñe su sien la fúlgida diadema, y a su poder la isla se subyuga... Reinar, ser el primero, sin iguales; postrada ver la reverente turba... Esperanza, esperanza, eres muy bella: ¡tu brillo encantador tal vez deslumbra! (IV, 1: 48).

Serán los vasallos rebeldes, tanto indígenas como castellanos, quienes procuren la solución al conflicto que plantea el drama, tanto en el ámbito político como en el amoroso. Mogica ha estado agrupando las

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fuerzas leales a Colón y cuando es apresado suscita un movimiento general de simpatía que se traduce en revueltas dentro de las filas mismas del alcalde. La reivindicación de su violencia nace del mal proceder de quien, siendo representante de la justicia, se convierte en tirano: Mogica:

[...] Yo fui rebelde contigo, porque tú me sedujiste; cuando después, por la vara con que tirano nos riges, engañando al gran Colón como traidor nos vendiste, te conocí; pero acaso, aunque siempre mal te quise, no llegara a rebelarme su tú no fueras un tigre. (IV, 5: 54).

Paralelamente, el cacique Guarionés hostiga a los hombres de Guevara desde el cuadro tercero y en el quinto preside, con la por fin libre Anacaona, el consejo de caciques para tomar una determinación con respecto a Roldán y sus pretensiones. La suya es una posición de fuerza opuesta a la que ha encarnado, desde el inicio de la pieza, la taína. Su orgullo de raza planta cara a las exigencias del castellano, para quien los indígenas no son esclavos, pero tampoco libres: “[...] que eso ya es mucho: / cadenas no, pero convienen trabas” (IV, 3: 52). El cacique se define a sí mismo como [...] aquel que de libre, de bravo blasona; que solo se humilla, soldado, ante el Sol. Yo soy el que aún puede llamarse caribe. (V, 1: 62-63).

Anacaona persiste en su concepción de la paz como renuncia, acepta el ofrecimiento de Roldán y depone las armas. Guarionés la avisa del error que comete (“Mujer desdichada, tu miedo te engaña; / tú propia apresuras la suerte fatal”. V, 1: 63). El indio rebelde le anuncia el final de Jaragua (V, 5: 66), pero la cacica reafirma su confianza en el Almirante Colón y anima a su pueblo a celebrar los acuerdos. Su invitación al

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goce y a la fiesta se carga de presagios que el devenir histórico, del que sin duda era buen conocedor Escosura, se encarga de confirmar: No más guerra. ¡Pobre pueblo, tú sufres sus males solo! Arriesguémonos por él, pues se lo debemos todo. Id, amigos: que las armas dejen, que cese el enojo; vuelva otra vez la alegría a contemplarse en los rostros. Disponed algunas fiestas en muestra del alboroza. Gozad, gozad [...]. (V, 3: 64-65).

En un guiño a la matanza de Jaragua, que tendrá lugar históricamente pocos meses después de los hechos dramatizados, el texto plantea el apresamiento de los caciques en medio de la fiesta, su tortura y la posterior condena a muerte, individual, de Anacaona. En efecto, en 1503 Fray Nicolás de Ovando ordenó quemar vivos a todos los caciques y asesinar con extrema crueldad a los hombres, mujeres y niños de Jaragua que habían organizado grandes festejos para agasajar a las tropas castellanas recién llegadas. La cacica es conducida a Santo Domingo y, en atención a su rango, será ahorcada. Pero en el drama la justicia que encarna Colón y la Corona española llega a tiempo de evitar, por esta vez, la catástrofe20. Guevara e Higuamota han conseguido del Almirante la deposición de Roldán. El pacifismo de Anacaona la lleva, ya en el desenlace de la pieza, y coherentemente con su discurso a lo largo de toda ella, a rogar por la vida del traidor: Anacaona:

[...] Yo me vengo, Guevara, suplicándote que viva. Huya de aquí el malvado: no emponzoñe el gozo que sentimos con su vista,

20. Se ha sugerido un paralelismo simbólico entre Isabel I la Católica y Anacaona. Esta se mostró siempre leal a la castellana y, según de las Casas, la reina sintió profundamente la matanza de Jaragua y la muerte de la cacica. Esta es la tesis de M. González (2005).

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y lleve por castigo en la conciencia el fuego que devora al homicida. (V, 13: 77).

Guevara, nuevo alcalde de Jaragua, sintetiza la importancia de la cacica en el texto: Roldán:

¡Oh! Mátame, Guevara, te lo ruego.

Guevara:

No, Roldán: ya lo oíste, es bien que vivas. Una mujer te enseña a ser valiente, una mujer, Roldán, sabia te humilla. (Idem).

La última licencia histórica que se permite la obra aparece en sus últimos versos. Anacaona, feliz por haber llevado la paz a su pueblo, manifiesta su deseo de retirarse a esperar tranquilamente el fin de sus días. Guevara, en adelante al frente de Jaragua, entona un alegato final que es preciso leer a la luz de la contienda carlista en que está inmersa España: Guevara:

[...] ya del nombre español, vil no mancilla un pérfido la gloria refulgente. Soldados, el monarca de Castilla su hueste quiere ver justa y valiente; no es digno el que en los débiles se ensaña del nombre del honor de nuestra España. (V, 19: 78).

Espartero y Maroto firman el convenio de Vergara meses antes de la publicación de Higuamota. Don Carlos, que no suscribe el acuerdo, continúa con la guerra y se producen feroces episodios de crueldad protagonizados por su general Ramón Cabrera hasta 1840 y el final de la primera contienda. Teniendo en cuenta el compromiso militar de Escosura, que había participado activamente en la campaña de Navarra en 1835, cabe preguntarse hasta qué punto el tratamiento del asunto dramático de Higuamota no es, como ocurre con buena parte de los dramas históricos románticos de la década de los treinta en España, sino un pretexto para abordar críticamente el presente empírico en que se gesta la obra. La vigencia de

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la temática colonial en paralelo a la pérdida paulatina de los territorios de ultramar presta —en este sentido— al dramaturgo un contexto pretendidamente atractivo y, en cualquier caso, innovador, para abordar un conflicto político en el que, como manifiesta la pieza, no es posible la paz sin convicciones firmes, acciones justas y gobierno honesto. El único texto de temática americana de Escosura que se plantea desde el discurso del Otro no aborda, paradójicamente, la problemática indígena, ni el conflicto colonial, ni siquiera la contradictoria actitud de los intelectuales ante la desaparición de la secular idea imperial de España. Desde un punto de vista romántico, el reino de Jaragua es el marco perfecto para reivindicar valores primigenios y para encarnar los ideales de libertad y justicia que hacen suyos buena parte de los héroes literarios de esta estética. La defensa del indígena facilita, además, la reflexión histórica sobre las consecuencias de la ambición y el abuso de poder en un momento en que, a la coyuntura socio-política de España, se suma la vital del propio Escosura. Tal esa así porque la acción del drama finaliza exactamente en el momento en que el insurrecto Roldán es vencido. Los hechos históricos inmediatamente posteriores, de haber sido tenidos en cuenta, echarían por tierra las tesis sustentadas por la obra. Tras el matrimonio con Guevara, Higuamota cambia su nombre por el de Ana. Nicolás de Ovando llega a la isla y, tras la matanza de Jaragua a la que me he referido ya, ajusticia a Anacaona y comienza a organizar las primeras encomiendas. El cacique Guarionex es enviado a Castilla por Ovando en el mismo barco que destierra a Roldán, y ambos perecen el naufragio de la flota. La hija de los protagonistas, Mencía de Guevara, se casará años más tarde con otro príncipe de Jaragua, protegido y educado por Bartolomé de las Casas, Enrique de Barohuco, Enriquillo, protagonista de la prolongada revuelta contra los españoles en los años veinte del siglo xvi21. Aunque pueden leerse elogios a las representaciones de La aurora de Colón, Higuamota y Las mocedades de Hernán Cortés (Segovia

21. Más datos en J. Priego (1967). El escritor dominicano Manuel de Jesús Galván publica en 1879 el relato histórico Enriquillo, que novela la historia de Higuamota desde que pasa a llamarse Ana de Guevara, la de su hija Mencía y sus amores con Enrique, que contrarían a un capitán castellano y generan un conflicto personal que culmina en la rebelión taína contra los españoles. Véase el documentado estudio sobre este personaje, su contexto y la lectura romántica que la literatura hispanoamericana hace de todo ello en la tesis doctoral de Nancy Joa (2010).

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1921), lo cierto es que su realidad escénica fue muy diferente. Esta última se lleva a escena en el teatro del Príncipe en mayo de 184522, pero no hay indicación en las carteleras teatrales ni en los avisos de la prensa que informen del estreno de la primera en Madrid. Sí consta, no obstante, el éxito de La aurora de Colón en el Teatro de La Habana, del que da cuenta el corresponsal de El Entreacto el 15 de septiembre de 1839, y posteriormente en Cádiz; sobre este último afirma El Eco del Comercio que “por su escaso mérito no se ha representado en Madrid” (11 junio, 1842: 3). El drama recobra actualidad a finales de siglo, coincidiendo con el cuarto centenario del descubrimiento y con el desastre del 9823. De Higuamota, por el contrario, no he podido encontrar noticia alguna sobre su posible representación, si bien he manejado un ejemplar de la primera edición que anota, al final, una borrosa indicación de la censura aprobando el texto para su representación en un año de difícil lectura, acaso 1844. Higuamota es, en definitiva, un drama singular en el panorama romántico español de los años treinta del que pocos especialistas dan cuenta siquiera. Sirvan encuentros como este para traer a la memoria romántica un ejemplo de reescritura de la conquista al servicio del compromiso personal de su autor con la libertad y de individuos y sociedades privados de ella. Bi b l i ogr a fí a Arroyo Almaraz, A. (2012): “América como texto y como pretexto en El Artista”, Arbor, ciencia, pensamiento y cultura, vol. 188-757, pp. 947-957. Cano Malagón, M. L. (1988): Patricio de la Escosura: vida y obra literaria, Valladolid: Universidad de Valladolid. 22. El Heraldo, mayo 1845: 4; El Siglo Pintoresco (mayo 1845: 23): “Imitación de las antiguas comedias de capa y espada, es sin embargo más limada y perfecta que los bellos modelos que sin duda alguna ha tenido a la vista el autor”. 23. El 24 de julio de 1898 Vida nueva recuerda algunas anécdotas en torno a textos colombinos. Entre ellas menciona una referida a La aurora de Colón, recogida en el Índice de piezas dramáticas permitidas sin atajos ni correcciones, de las permitidas con ellos y de las absolutamente prohibidas presentado al Gobierno Superior Civil de la isla por el censor principal de teatros de esta capital en cumplimiento de la disposición superior por la que se le recomendó la formación de esta registro, La Habana, Imprenta del Gobierno y Capitanía General, 1852: “En La aurora de Colón un personaje dice «Viene tanto fraile...». Y la censura, imaginándose arreglarlo, ordena que se diga: «Viene tanta chusma...»” (nº 7: 3).

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Casas, B. de las (1957): Historia de las Indias, Madrid: BAE / Atlas. — (1996): Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Madrid: Cátedra. Cassá, R. (1992): Los indios de las Antillas, Madrid: Mapfre América. González, M. (2005): Lo femenino en lo taíno: religión, mitología sociedad, sexualidad, historia, magia y poesía, Santo Domingo: Biblioteca Nacional de Santo Domingo, Iniesta, A. (1958): D. Patricio de la Escosura, Madrid: Fundación Universitaria Española. Joa, Nancy (2010): Enriquillo, edición anotada y estudio crítico, Tesis doctoral dirigida por Margarita Almela: UNED, . Priego, J. (1967): Cultura taína, Santo Domingo: Ministerio de Educación, Bellas Artes y Cultos. Ribao Pereira, M. (1999): Textos y representación del drama histórico en el romanticismo español, Pamplona: EUNSA. — (2003): “La infidelidad a escena: Patricio de la Escosura o la representación del adulterio que no fue”, Lecturas: Imágenes. Revista de poética, 2: pp. 59-72. Sánchez Quirós, J. (2010): “Introducción” a J. C. Stella, Columbeida, Alcañiz: Instituto de Estudios Humanísticos, XIII-CXVII. Schreckenberg, S. (2009): “El conquistador como héroe romántico. La aurora de Colón de Patricio de la Escosura y Cristóbal Colón de Pablo Avecilla”. W. Floeck (coord.), La representación de la conquista en el teatro español desde la Ilustración hasta finales del franquismo, Hildesheim: Georg Olms, pp. 179-192. Segovia, E. M. (1921): “Los grandes escritores españoles del siglo xix. Don Patricio de la Escosura”, Cosmópolis, 7, n.º 31: pp. 138-147. Vallejo, C., (2011): “La ‘construcción’ de Anacaona, cacica taína en dos textos de España de mediados del siglo xix”, Coloquio Internacional Mujeres y Emancipación de la América Latina y el Caribe en los siglos XIX y XX, La Habana: Casa de las Américas, Vega, P. (2007): “Escosura y Morrough, Patricio de la (1807-1878)”, F. Baasner y F. Acero (dirs.), Doscientos críticos literarios en la España del siglo XIX, Madrid: CSIC: pp. 309-319.

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Sobre los autores

Mª Ángeles Ayala es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Como profesora invitada ha ejercido la docencia en las universidades de Santiago de Chile, Milán, Toulouse y Nantes, entre otras. Ha publicado diversos estudios sobre literatura española de los siglos xix y xx, de entre los que destacan sus monografías dedicadas al costumbrismo español y la figura de Rafael Altamira. Ha llevado a cabo diversas ediciones críticas y anotadas (colecciones costumbristas, Pardo Bazán, López Soler, Altamira, Coloma, Ossorio y Bernard, entre otros). Asimismo, ha publicado en revistas especializadas y actas de congresos diversos artículos sobre escritores de los siglos xix y xx. En la actualidad, participa en el proyecto de I+D “Edición y estudios críticos de la obra literaria de Benito Pérez Galdós” (FFI2010-15995). Es miembro del Grupo de Estudios Galdosianos (GREGAL) y del Grupo de Estudios sobre el Romanticismo Hispánico Ermanno Caldera. Es directora del portal temático “Escritoras Españolas” y de las Bibliotecas de Autor dedicadas a Gertrudis Gómez de Avellaneda, Concepción Arenal y Rosario de Acuña en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Asimismo, ha editado en la Biblioteca Virtual de Andalucía los Cuentos fantásticos de Luis Coloma y La República de las Letras de Manuel Ossorio y Bernard. Marieta Cantos Casenave es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Cádiz y miembro del Proyecto de Investigación I+D “La cultura literaria de los exilios españoles en la primera mitad del siglo xix”. En la actualidad se ocupa de la influencia de la cultura visual en la literatura del siglo xix. Ha dedicado una parte importante de su investigación a la literatura en la prensa periódica, el cuento literario y la literatura escrita por mujeres. Recientemente ha publicado “De novelas, cuentos y otras formas del relato breve” en Edad de Oro XXXI (2012), La mirada romántica de Fernán Caballero al patrimonio andaluz (2013) y Escribir es poder. Mujeres alrededor de

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la prensa del siglo XIX. Mª Manuela López de Ulloa, Fernán Caballero, Mª Josefa Zapata y Patrocinio de Biedma (2014). Rocío Charques Gámez es profesora en el Lycée Maurice Ravel (Saint-Jean-de-Luz) y miembro asociado del Laboratoire Langues, Littératures et Civilisations de l’Arc Atlantique de la Université de Pau (Francia). Su labor investigadora se ha centrado en la literatura del xix, principalmente en Emilia Pardo Bazán. En 2003 publica la monografía Los artículos feministas en el Nuevo Teatro Crítico de Emilia Pardo Bazán y en 2011, Emilia Pardo Bazán y su Nuevo teatro crítico. Editora junto con Enrique Rubio Cremades, Mª Ángeles Ayala Aracil y Eva Mª Valero Juan de dos volúmenes que recogen La labor periodística de Rafael Altamira. Es autora de artículos sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rafael Altamira, Valle-Inclán, Juan Eugenio Hartzenbusch y la Baronesa de Wilson, entre otros. Helena Establier Pérez es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su línea principal de investigación aborda las relaciones entre la literatura y los estudios de género, especializándose en la literatura escrita por mujeres desde el siglo xviii hasta el xx. Ha estudiado la obra de diversas poetas, dramaturgas, novelistas y traductoras de la Ilustración y el Romanticismo, como María Rosa de Gálvez, María Martínez Abello, María Josefa García Granados, María Antonia de Río y Arnedo, Virginia Auber y Noya, Matilde Cherner, Joaquina García Balmaseda, etc.; así como la producción narrativa de diversas escritoras del primer tercio del xx y de la Transición (Carmen de Burgos, Mª Teresa León, Margarita Nelken, Esther Tusquets, Concha Alós, etc.). Es autora de numerosos artículos en revistas científicas y capítulos en volúmenes colectivos, así como de las monografías Vargas Llosa y el nuevo arte de hacer novelas, Mujer y feminismo en la obra de Carmen de Burgos Seguí, y de la edición crítica de la Historia de Rasselas, príncipe de Abisinia y de la Apología de las mujeres de Inés Joyes y Blake. José María Ferri Coll es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Una de sus líneas de investigación es la literatura romántica en España e Hispanoamérica. Entre sus publicaciones recientes relacionadas con el asunto de este libro se cuentan

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las siguientes: “Dos novelas ejemplares: I promessi sposi y El señor de Bembibre” (2012) y “El Artista y la ideación romántica de los géneros literarios” (2012). Asimismo, es editor, en colaboración con otros investigadores, de diferentes monografías: Larra en el mundo. La misión de un escritor moderno (con J. Álvarez Barrientos y E. Rubio) (2011), El modo de mirar. Estudios sobre Rafael Altamira (con Mª Ángeles Ayala y Eva Valero) (2012), Anales de Literatura Española. Revistas literarias españolas e hispanoamericanas (1835-1868) (con E. Rubio) (2013) y La península romántica. El Romanticismo europeo en las letras españolas del XIX (con E. Rubio) (2014). Ana María Freire López es catedrática de Literatura Española en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en la que ha sido vicedecana de la Facultad de Filología. Su investigación, que ha desarrollado en España y en Estados Unidos, se ha centrado con preferencia en la literatura de los siglos xviii, xix y xx, en particular la obra de Emilia Pardo Bazán, sobre la que dirige el portal de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Entre sus líneas de investigación se encuentran las relaciones entre literatura y prensa periódica. Es miembro de la junta directiva del Centro Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico Ermanno Caldera y en 2009 publicó la monografía El teatro español entre la Ilustración y el Romanticismo. Ha trabajado en sucesivos proyectos de investigación financiados y acciones integradas, y actualmente es IP del proyecto “La Literatura Española en Europa, 1850-1914” (). Mónica Fuertes Arboix es profesora en Coe College, Iowa. Sus enfoques de estudio son la sátira política en la prensa periódica española de la primera mitad del siglo xix, los estudios culturales y la cuestión de la identidad nacional. Ha publicado el libro La sátira política en la primera mitad del siglo XIX: Fray Gerundio (1837-1842) de Modesto Lafuente (2014). Antonella Gallo es profesora de Literatura Española en la Universita’ degli Studi di Verona (Italia). Dentro del Romanticismo español, su área de investigación principal son las revistas costumbristas y literarias, con estos enfoques de estudio: la mujer artista e intelectual, recepción y divulgación de la cultura romántica europea, la

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imagen literaria de España como país típicamente romántico. Se ha ocupado también de literatura del siglo xvii, especialmente de teatro breve, novela corta, comedia lopesca y tratados sobre los juegos de azar. Sus publicaciones más recientes son: “Il costumbrismo spagnolo oggi: prospettive critiche e di ricerca alla luce dei ‘Cultural Studies’” en Il Romanticismo oggi (junto con F. Piva, A. Poli) (2013), “Nuovi Quaderni del CRIER” (2013), Fabulaciones en equívocos burlescos: La Chrónica del monstro imaginado (1615) de Alonso de Ledesma y novela corta barroca (2014). Salvador García Castañeda se doctoró en University of California, Berkeley y sus campos de trabajo son el teatro, la poesía y la novela, así como la literatura popular en los siglos xviii y xix. En la actualidad es catedrático emérito de Literatura Española en The Ohio State University. Es el titular de la Cátedra Menéndez Pelayo de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y figura en el portal de Hispanistas de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Ha publicado numerosos libros, entre otros, Telesforo de Trueba y Cosío (1799-1835). Estudio y Antología. (2001) y Del periodismo al costumbrismo. La obra juvenil de Pereda (1854-1878) (2004). Es también autor de varias monografías sobre el Duque de Rivas y Zorrilla, respectivamente, ambas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, y de un estudio introductorio a los Episodios Nacionales. Tercera Serie de Benito Pérez Galdós (2007). Ha publicado numerosas ediciones críticas de obras de Juan Eugenio Hartzenbusch, Muñoz Seca, Zorrilla, Pereda, etc. De publicación reciente es su coedición con el profesor Alberto Romero Ferrer de las Leyendas españolas de José Joaquín de Mora (2011). Lídia Carol Geronès es profesora de Lengua y Cultura Catalana en la Universita’ degli Studio di Verona y miembro del grupo de investigación en Literatura comparada i Teoría de la literatura de la Universitat de Girona. Sus ámbitos de investigación son, principalmente, la literatura catalana contemporánea y las relaciones entre literatura y cine. Sus últimas publicaciones tratan la prosa en lengua catalana de Pere Gimferrer y también el trabajo de este como crítico cinematográfico.

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David T. Gies es catedrático de Literatura Española en University of Virginia. Es autor de varios libros y más de cien artículos científicos sobre la Ilustración y el Romanticismo. Entre los libros se incluyen Theatre and Politics in Nineteenth-Century Spain (1986), El teatro en la España del siglo XIX (1994), The Cambridge History of Spanish Literature (2004) y The Cambridge History of Theatre in Spain (2012). Es presidente de la Asociación Internacional de Hispanistas. José Manuel González Herrán es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Santiago de Compostela. Dedicado a la Literatura española de los siglos xviii, xix y xx, ha estudiado y editado la obra de Pereda y de Pardo Bazán; también ha publicado sobre Moratín, Larra, Gil Carrasco, Rosalía de Castro, Clarín, Palacio Valdés, Pérez Galdós, Menéndez Pelayo, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, Rubia Barcia, Hierro, Hidalgo y Muñoz Molina. Raquel Gutiérrez Sebastián es profesora titular en la Universidad de Cantabria. Sus líneas de investigación son la narrativa decimonónica y, especialmente, el costumbrismo, la literatura con imágenes, y la didáctica de la literatura.Ha publicado varias monografías sobre José María de Pereda, y la literatura con ilustraciones, así como diversos artículos sobre escritores románticos y del realismo-naturalismo. Luis Marcelo Martino es investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y profesor en la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina). Sus enfoques de estudio son la literatura y la prensa periódica rioplatenses del siglo xix y en particular las polémicas entre Clasicismo y Romanticismo. Ha publicado ¿“Guerra de los diarios” o “rencillas de escuela”? Crónica de una polémica en la prensa uruguaya de 1840 (2012). Montserrat Ribao Pereira es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Vigo. Sus líneas de investigación preferente giran en torno a la literatura española de los siglos xviii y xix: formas dramáticas y poéticas dieciochescas, el teatro romántico como producto literario y espectacular, el poder y la tiranía en el xix, el donjuanismo, la lectura romántica de la Edad Media, la reescritura decimonónica

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de la historia y escritoras como Rosalía de Castro, Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán. Borja Rodríguez Gutiérrez es profesor en la Universidad de Cantabria, presidente de la Real Sociedad Menéndez Pelayo, secretario del Instituto cántabro de estudios e investigaciones del siglo xix (ICEL19) y editor del Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Es autor de Historia del cuento español (1764-1850) (2004) y antólogo de cuatro colecciones de cuentos de los siglos xviii y xix. Entre sus publicaciones recientes sobre el asunto de este libro hay que destacar las siguientes: “La literatura de viajes del romanticismo español y sus ilustraciones: el caso de El laberinto (1843-1845)” (2009); “La voluntad iconográfica y aristocrática de El Artista” (2011); “Eco solemne de la multitud. José Zorrilla, poeta popular” (2013); y “La narrativa en La Ilustración (18491857): la Serie B del Semanario Pintoresco Español” (2013). Alberto Romero Ferrer es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Cádiz . Su investigación se centra en el estudio del teatro español de los siglos xviii, xix y xx. Entre sus últimos títulos publicados cabe citar: Antología del género chico (2005), Las lágrimas de Melpómene. Quintana, Martínez de la Rosa y Marchena (2007), La guerra de pluma. Estudios sobre la prensa de Cádiz en el tiempo de las Cortes (1810-1814) (2008), La patria poética. Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintana (2009) y Escribir 1812. Memoria histórica y Literatura. De Jovellanos a Pérez-Reverte (2012). Recientemente ha publicado una edición crítica de los Sainetes escogidos de González del Castillo (2009), las Leyendas españolas de José Joaquín de Mora (2010) y el Diccionario Crítico-Burlesco de Bartolomé José Gallardo (2015). Leonardo Romero Tobar es catedrático emérito de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Su enfoque de estudio es, desde la perspectiva de literatura comparada, la literatura moderna y contemporánea. Ha publicado, entre otros libros, Panorama crítico del Romanticismo español (1994), La lira de ébano. Escritos sobre el Romanticismo español (2009) y La Literatura en su Historia (2006), y editado, de Juan Valera, Correspondencia, 8 vols. (2002-2009); está pendiente de edición Goya en las Literaturas.

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Enrique Rubio Cremades es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Ha ejercido la docencia como profesor visitante en Florida International University, The University of Texas at Austin, Universität Bielefeld, Università degli Studi di Milano, Université de Nantes, Université de Toulouse, Université de Pau et des Pays de l’Adour y Universidad de Santiago de Chile. Ha publicado varias monografías sobre la literatura española del siglo xix (novela realistanaturalista, Clarín, Valera, Mesonero Romanos, periodismo…) y más de un centenar de artículos en actas de congresos, volúmenes colectivos y revistas especializadas sobre escritores pertenecientes a los siglos xviii, xix y xx. Ha editado a los novelistas y escritores costumbristas más representativos del siglo xix (Larra, Mesonero Romanos, Valera, Fernán Caballero, López Soler, Gil y Carrasco, etc.). Ha sido director de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y en ella ha editado las obras completas de Galdós, Valera, Fernán Caballero, Mesonero Romanos, Alarcón, Alberto Lista y Coloma. Dirige también el portal “Novela Histórica” y el de “Liberales Españoles”. Dolores Thion Soriano-Mollá es catedrática de Literatura Española en la Université de Pau. Su labor investigadora se ha centrado sobre todo en la literatura, en los epistolarios y en la prensa de los siglos xix y xx. Ha dedicado a Emilia Pardo Bazán numerosos estudios sobre su correspondencia con escritores e intelectuales españoles o afincados en Francia, así como a su novela y a su teatro. Es miembro del grupo de investigación 2010-2014, Edición crítica y estudio de la Obra de Emilia Pardo Bazán, Ministerio de Investigación y Desarrollo Tecnológico España, I+D dirigido por el profesor J. M. González Herrán (Universidad de Santiago de Compostela).

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