La psicología del amor romántico. El amor romántico en una época sin romanticismo
 9788449340765

Table of contents :
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Agradecimientos
Prólogo a la nueva edición
Introducción-1980
1. La evolución del amor romántico
2. Las raíces del amor romántico
3. La elección en el amor romántico
4. Los retos del amor romántico
Epílogo: unas notas finales sobre el amor
Bibliografía
Créditos

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Cita Agradecimientos Prólogo a la nueva edición Introducción-1980 1. La evolución del amor romántico 2. Las raíces del amor romántico 3. La elección en el amor romántico 4. Los retos del amor romántico Epílogo: unas notas finales sobre el amor Bibliografía Créditos

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SINOPSIS

La psicología del amor romántico explora la naturaleza del amor romántico a muchos niveles: filosófico, histórico, sociológico y fisiológico. Nathaniel Branden explica por qué tantas personas afirman que el amor romántico no es posible en el mundo actual. Basándose en su experiencia como terapeuta de cientos de parejas, asegura que ese tipo de amor sigue siendo una posibilidad para todo el que entienda su esencia y esté dispuesto a asumir los retos que plantea.

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Nathaniel Branden

La psicología del amor romántico El amor romántico en una época sin romanticismo

 

 

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A Patrecia Wynand Branden

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El amor romántico es cosa de adultos, no de niños. No es para niños en el sentido literal, pero también en el sentido psicológico: no es para aquellos que, sea cual sea su edad, todavía se consideran niños. Capítulo 4, «Los retos del amor romántico»

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Agradecimientos Por su inestimable ayuda, deseo dar las gracias a Cheri Adrian, que ha compilado y organizado más de quince años de conferencias y escritos míos sobre el amor romántico. Además, ha realizado contribuciones de gran valor a este trabajo en el campo de la investigación histórica. Asimismo, deseo mencionar las aportaciones de Jonathan Hirschfeld en el terreno de la investigación histórica. Gracias a Barbara Branden, que junto con Adrian y Hirschfeld me ha brindado interesantes sugerencias editoriales. Mi gratitud y profunda admiración a mi editor, Jeremy Tarcher, por su sensibilidad y su buen hacer, y a su excelente redactora, Janice Gallagher, cuyas aportaciones mejoran en muchos aspectos la calidad de este libro. Y, por último, mi agradecimiento más sincero a Devers Branden, que ha vivido todo el proceso de escritura de este libro día a día, que ha contribuido con sugerencias útiles y que me ha proporcionado el apoyo emocional sin el cual tal vez nunca lo hubiese escrito.

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Prólogo a la nueva edición Escribí La psicología del amor romántico, publicado originalmente en 1980, en un momento difícil. Mi esposa, Patrecia, había muerto ahogada a la edad de 37 años y yo todavía me encontraba en fase de duelo. Mientras trabajaba en este libro, dos años después del accidente, la herida todavía estaba abierta y yo me sentía vulnerable, inmerso en un caos emocional. El tema del amor nunca había sido tan importante para mí. Era como si escribiese con sangre. Llevaba más de diez años deseando escribir este libro. Mi objetivo consistía en ofrecer una nueva visión del amor romántico e identificar los factores clave que determinan el éxito o el fracaso de este tipo de relación. Poco después de la publicación del libro fui entrevistado por una periodista. Me hizo muchas preguntas sobre mi concepto del amor romántico y sus retos. En un momento dado me dijo: —Doctor Branden, si no le importa, me gustaría hacerle una pregunta personal. ¿El amor romántico le asusta? La pregunta me pilló por sorpresa y me intrigó. —¿Por qué iba a asustarme? —Usted tiene cincuenta años —me respondió—. No es habitual oír a gente de su edad hablando con tanta pasión sobre el amor romántico. Yo tengo veintiocho años y se me ocurren muchísimas cosas que pueden salir mal: que tu pareja te deje, que se enamore de otra persona, que tenga que marcharse lejos por cuestiones laborales, o —aquí dudó, tal vez por temor a abrir una herida— que la persona que quieres fallezca. Es aterrador. Usted ya ha experimentado una tragedia en su vida. Y ahora ha comenzado una nueva relación y ha escrito este libro. No sé de dónde saca el valor, si ésa es la palabra adecuada. Yo tengo la sensación de que no quiero pasión en mi vida; no quiero intensidad, no quiero profundizar tanto. Creo que valoro más la seguridad.

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—¿Quiere decir que evitar el dolor es más importante para usted que experimentar la felicidad? —le pregunté. —Sí. —Bueno, es una elección, ¿no? Pero ella insistió: —Además, la forma en la que escribe... el amor es una gran responsabilidad. Nos exige mucho. —Sí, es cierto —apunté. —Sé que suena terrible —confesó la joven periodista—, pero tampoco estoy segura de querer asumir esa responsabilidad. Nos despedimos y me marché preguntándome cuántos lectores compartirían la idea de que el amor romántico es más una carga que una fuente de liberación y alegría. Y entonces pensé en las necesidades que el amor romántico puede satisfacer. La lista que sigue es más larga que la que incluí en la edición original. En primer lugar, está la necesidad de compañía, de alguien con quien compartir valores, sentimientos y objetivos, las cargas y las alegrías de la vida. La necesidad de amar, de ejercitar nuestra capacidad emocional del modo único que sólo el amor permite. Necesitamos encontrar a alguien a quien admirar, que nos estimule y nos despierte interés, una persona hacia la cual podamos dirigir nuestras energías. La necesidad de ser amados y valorados, de importarle a alguien y de que nos proteja otro ser humano. La necesidad de visibilidad psicológica (que veremos con un poco más de detalle), de vernos en y a través de las respuestas de otra persona con la que compartimos afinidades importantes. Es la necesidad de un espejo psicológico, uno de los aspectos más importantes de las relaciones románticas. La necesidad de plenitud sexual, de un compañero que nos satisfaga sexualmente. La necesidad de un sistema de apoyo emocional, de al menos una persona dedicada verdaderamente a nuestro bienestar; de un aliado emocional que ante los retos de la vida esté siempre ahí.

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La necesidad de autoconciencia y autodescubrimiento, de un contacto ampliado con el yo, que se produce de manera continuada y más o menos natural durante el proceso de intimidad y encuentro con otro ser humano. La necesidad de sentirnos plenos como personas, de explorar el potencial de nuestra masculinidad o nuestra feminidad de maneras que sólo el amor romántico permite. La necesidad de compartir nuestra emoción por estar vivos y de disfrutar y enriquecernos con la emoción del otro. Hablo de «necesidades» no porque sean imprescindibles para vivir, sino porque con ellas vivimos mucho mejor. Poseen un valor de supervivencia, tanto física como espiritual. ¿Y cuáles son las responsabilidades que el amor nos exige a cambio? ¿En qué consisten los retos para los que debemos prepararnos? Como psicoterapeuta en activo, me sorprende que nos centremos tanto en encontrar una pareja «ideal», cuando nuestro principal objetivo debería ser convertirnos en aquello que esperamos encontrar. ¿Somos merecedores del amor al que aspiramos? ¿Sabemos cómo amar? Son preguntas complejas que me inducen a pensar en dos momentos especialmente intensos en las historias de amor que millones de hombres y mujeres protagonizan cada día. El primero tiene lugar durante el comienzo de la historia; el segundo se produce hacia el final. El primero es el momento en el que el hombre y la mujer se miran con plena conciencia de amar y ser amados, cuando sus seres laten a un ritmo callado que sólo ellos escuchan, cuando sus ojos ven en los ojos del otro el reflejo de su alma, cuando los cuerpos experimentan una deliciosa sensación de estar vivos en un mundo insoportablemente hermoso. El segundo es el momento en que se miran y ven los ojos de un extraño; en que sus almas se sienten vacías y sus labios han adoptado la forma del dolor, la ira, la desesperación o la indiferencia; en que sus cuerpos son como una carga y el mundo se ha convertido en una sombra. En algunos casos oyen una voz interior que pregunta sorprendida por qué se ha ido el amor. O si todo ha sido una falsa ilusión. A pesar de todo, mantengo que el amor romántico, entendido desde un punto de vista racional, no es un sueño inalcanzable, una fantasía adolescente o una invención literaria. Es un ideal que está a nuestro 10

alcance. Pero para conseguirlo debemos entender primero qué nos exige el amor. En el contexto de este libro no voy a intentar abordar las complejas cuestiones de la homosexualidad y la bisexualidad. Me centro exclusivamente en la heterosexualidad; tratamos con el modelo de relación hombre/mujer, aunque muchas de las ideas que se aportan también son válidas para las relaciones homosexuales. De hecho, todo lo que se dice es aplicable a ese tipo de relaciones, pero ésa es otra historia.

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Introducción 1980 La atracción apasionada entre un hombre y una mujer que se conoce como «amor romántico» puede generar un verdadero éxtasis. O un sufrimiento inefable cuando ese amor se frustra. La naturaleza de esa unión, su intensidad, no siempre se entiende. Para algunos —los que asocian lo «romántico» con lo «irracional»—, el amor romántico es una neurosis transitoria, una tormenta emocional inevitablemente breve que deja desilusión y desengaño a su paso. Para otros, el amor romántico es un ideal que si no llega a alcanzarse deja la sensación de que uno no ha conocido el secreto de la vida. Tras observar la tragedia y la confusión que muchos experimentan en las relaciones románticas, hay quienes llegan a la conclusión de que la idea del amor romántico es fundamentalmente errónea, una falsa esperanza. En consecuencia, cada vez más personas experimentan con diferentes tipos de relaciones que no implican la intimidad y la vulnerabilidad de un compromiso profundo. Algunos individuos han abandonado toda esperanza de desarrollar un vínculo apasionado por considerarlo no sólo falso, sino también perjudicial. Además, el amor romántico sufre actualmente el ataque de psicólogos, sociólogos y antropólogos, que se burlan tachándolo de ideal inmaduro e ilusorio. Para esos intelectuales, la idea de que un vínculo emocional intenso puede ser la base de una relación duradera y satisfactoria no es más que un producto neurótico de la cultura occidental moderna. Muchas personas comienzan una relación verdaderamente enamoradas y con buena voluntad y esperanzas en el futuro, y después, con el tiempo, de forma trágica, dolorosa y con una buena dosis de desconcierto, observan cómo se deteriora y finalmente fracasa. Rememoran la época en la que estaban profundamente enamorados, cuando todo les parecía bien, y sienten la tortura de no saber cómo y por 12

qué han perdido lo que tenían. Si ese amor ha podido morir, ¿puede durar alguna relación amorosa?, se preguntan. ¿Realmente puedo vivir un amor romántico? ¿Alguien puede? Tal vez haya llegado el momento, se dicen, de dejar el sueño a un lado junto con el resto de juguetes de la infancia. En ocasiones llega un día en el que incluso se olvidan esas preguntas, en el que la angustia del por qué y el cómo se diluye y lo único que queda es una especie de aletargamiento. A veces se consuelan con la creencia de que ese estado de letargo es lo que significa en realidad crecer. En nuestra cultura hay muchas personas que se refugian en esa idea. Y, a pesar de todo, la gente sigue enamorándose. El sueño muere pero renace una y otra vez, como una fuerza vital imparable. El drama se perpetúa. Movidos por una pasión que no entienden hacia una satisfacción que rara vez alcanzan, se sienten perseguidos por la visión de una posibilidad lejana que se niega a desaparecer. La visión se niega a desaparecer porque responde a necesidades humanas profundas. Sin embargo, ¿cuál es la naturaleza de esas necesidades? ¿En qué consiste esa posibilidad que inspira eternamente a nuestra imaginación y enciende nuestro deseo? ¿Qué se interpone entre nosotros y la satisfacción de nuestros deseos? En el transcurso de nuestro viaje intentaremos responder estas preguntas. Permítame aclarar desde el principio que escribo desde la convicción de que el amor romántico no es una fantasía o una aberración, sino una de las grandes posibilidades de nuestra existencia, una de las mayores aventuras y uno de los retos más interesantes. Escribo desde la convicción de que el éxtasis es, o puede ser, uno de los elementos que componen nuestra vida emocional. No considero que el amor romántico sea una prerrogativa de la juventud. Y tampoco lo veo como un ideal inmaduro, adaptado erróneamente de la literatura, que deba desmoronarse ante la «realidad práctica». Creo que el amor romántico nos exige más, en cuanto a evolución y madurez personales, de lo que en general percibimos. De hecho, ése es uno de los temas centrales de este libro.

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Existen diferentes tipos de amor que pueden unir a dos seres humanos. Permítame empezar con una definición general de la categoría de amor que vamos a explorar en este libro. El amor romántico es un vínculo apasionado espiritual-emocional-sexual entre un hombre y una mujer que refleja una alta estima mutua de su valor como persona. No describo una relación como amor romántico si la pareja no experimenta su vínculo de manera apasionada o intensa, al menos en cierta medida significativa. No describo una relación como amor romántico si no existe cierta afinidad espiritual, una reciprocidad de valores y puntos de vista, cierto sentido de ser «almas gemelas»; si no hay una implicación emocional profunda; si no se da una potente atracción sexual. Y si no se produce una admiración mutua (si, por ejemplo, hay un desprecio mutuo combinado con una potente atracción sexual) tampoco describo la relación como amor romántico. Casi todas las afirmaciones que realizamos sobre el amor, el sexo o las relaciones entre hombres y mujeres implican algo de confesión personal. Hablamos desde lo que hemos vivido. Cuando un psicólogo se propone tratar el tema del amor, no puede evitar hablar de sí mismo. Esto no significa que los aspectos implicados sean irremediablemente subjetivos y que no se puedan aportar observaciones generales válidas. Nuestras reflexiones no son únicamente el producto de nuestra propia historia romántica, pero en gran medida se encuentran arraigadas en esa base y trazan, con o sin nuestra participación consciente, muchos de los sentimientos, valores y conclusiones que podemos ofrecer como «obvias». Yo me estaría autoengañando si creyese que este libro sería como es si no hubiese vivido la experiencia de estar enamorado apasionadamente de una mujer durante quince años. Patrecia Wynand Branden murió ahogada en un absurdo accidente el 31 de marzo de 1977. Aquel día por la mañana nos quedamos remoloneando en la cama, haciendo el amor y charlando sobre lo bien que nos sentíamos juntos, una sensación incomparable que casi parecía rejuvenecernos de una forma mágica e irresistible. Cuando Patrecia entraba en la habitación, las luces de mi mundo brillaban más. Y así durante quince años. Sería inadecuado fingir que aquella experiencia no ha influido en los pensamientos que se me

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pasan por la cabeza cuando escucho a algún colega hablando sobre la «inevitabilidad» de la muerte del amor romántico en cuestión de meses (o semanas). Dejando a un lado mi situación personal, este libro se inspira en dos fuentes principales. La primera, en un intento de razonar y entender las relaciones entre hombres y mujeres sobre la base de hechos y datos más o menos al alcance de todo el mundo, que es el material de la historia y la cultura. La segunda, en mis experiencias como psicoterapeuta y consejero matrimonial, en las que se basan mis posturas avanzadas. Al haber tenido la oportunidad de trabajar con miles de personas en los últimos veinticinco años, y de observar la naturaleza de su lucha por conseguir la satisfacción sexual y romántica (y cómo sabotean con frecuencia sus propias aspiraciones), he sacado muchas conclusiones acerca de lo que buscan los hombres y las mujeres, de manera consciente o inconsciente, en sus parejas. Y también he extraído conclusiones sobre los motivos por los que hay tanto fracaso, tanta infelicidad y tanto sufrimiento en las relaciones. He dirigido talleres de tres días y medio sobre «la autoestima y el arte de ser» y «la autoestima y las relaciones románticas». En esos cursos intensivos he tenido numerosas oportunidades de explorar y probar las ideas y las conclusiones que se plantean aquí. Conviene recordar que en el pasado se desconocía el concepto de amor romántico como ideal y base deseable del matrimonio (en algunas culturas del mundo todavía se desconoce). No hace tanto tiempo que las clases con formación de las culturas no occidentales empezaron a rebelarse contra la tradición de los matrimonios concertados y pusieron sus miras en Occidente y en su concepto del amor romántico como el ideal preferido. Si en la Europa occidental la idea del amor romántico cuenta con una larga historia, su aceptación como base adecuada de una relación establecida como el matrimonio nunca ha sido tan amplia como en la cultura norteamericana. En este libro aparece un concepto del amor romántico que va mucho más allá del que se asocia con la idea norteamericana del amor. Sin embargo, se entiende mejor históricamente en el contexto del ideal de este país frente al de culturas anteriores.

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Los jóvenes norteamericanos de hoy dan por sentadas ciertas ideas sobre su futuro con el sexo opuesto, ideas que no son compartidas por todas las culturas. Entre esas asunciones figuran las siguientes: que dos personas que van a compartir sus vidas se elegirán de manera libre y voluntaria y nadie, ni su familia ni sus amigos, ni la Iglesia o el Estado, pueden o deben elegir por ellas; que elegirán basándose en el amor y no en consideraciones sociales, familiares o económicas; que importa mucho qué ser humano elijan y que las diferencias entre seres humanos son de suma importancia; que pueden esperar y desear alcanzar la felicidad gracias a la relación con la persona elegida y que la búsqueda de esa felicidad es perfectamente normal (es más, es un derecho del ser humano), y que la persona que elijan para compartir su vida y la persona con la que esperan encontrar satisfacción sexual sean la misma. A lo largo de la historia, todas esas ideas se han considerado extraordinarias, o incluso increíbles. Así, en el primer capítulo esbozaré los detalles del proceso que dio origen a esa visión del amor y de las relaciones entre hombres y mujeres en el mundo occidental. El propósito de ese repaso histórico consiste en establecer un contexto para la situación actual, ver nuestra lucha en perspectiva y tomar mayor conciencia de actitudes y valores del pasado que todavía conservamos en detrimento de nuestros esfuerzos por alcanzar la felicidad en las relaciones. Para lograr esos objetivos, la visión histórica abarca temas filosóficos, políticos, éticos y literarios, porque todos influyen en nuestra manera de pensar y entender la naturaleza y los problemas del amor romántico. En el segundo capítulo pasaremos de la orientación sociohistórica a una psicológica; empezamos a entender las raíces y el significado del amor romántico, no en el contexto del pasado sino del presente, el intemporal presente, en el contexto de nuestra naturaleza humana. Examinaremos las necesidades psicológicas básicas que generan el deseo de un amor romántico y su consecución. Así podremos empezar a entender las fuentes del éxtasis —o del dolor— de nuestras relaciones amorosas. En el tercer capítulo veremos algunos de los factores fundamentales que influyen en el proceso de selección, de quién tenemos más probabilidades de enamorarnos. En este punto habremos explorado «qué 16

es el amor y cómo nace». En el cuarto capítulo abordaremos las otras dos preguntas: «¿por qué crece?» y «¿por qué muere?». Trataremos también la cuestión de qué nos exige (psicológicamente) el amor romántico para perdurar. Exploraremos los retos del amor romántico. Describiremos los factores básicos que determinan el éxito o el fracaso y profundizaremos en la comprensión de nuestras victorias y nuestras decepciones. Este libro no es un manual de amor ni tampoco de sexo. Aunque aparezcan ciertos elementos prácticos, algo inevitable, de forma explícita o implícita, mi propósito no es dar consejos. El objetivo de este libro es hacer inteligible el amor romántico, enriquecer nuestro conocimiento sobre ese tipo de amor, y celebrar la visión del amor romántico como un logro realista y valioso para hombres y mujeres de todas las edades.

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1 La evolución del amor romántico Prólogo: el amor y el desafío

Las historias de relaciones amorosas apasionadas forman parte de la literatura y de nuestra herencia cultural. Los grandes romances de Lancelot y Ginebra, Eloísa y Abelardo o Romeo y Julieta representan para nosotros símbolos de la pasión física y la devoción espiritual. Sin embargo, esas historias son tragedias (y muy reveladoras). Los amantes resultan extraordinarios no porque tipifiquen sus sociedades, sino porque se rebelan contra ellas. Los amantes son memorables porque son distintos. Su amor desafía los códigos morales y sociales de su cultura, y sus historias son trágicas porque esos códigos acaban derrotándoles. En la naturaleza trágica de esas historias de amor, en el hecho de que el compromiso de los amantes representa una negativa desafiante contra su cultura o su sociedad se halla implícita la idea de que un amor así no se considera un modo de vida «normal» o un ideal cultural aceptado. El ideal del amor romántico se opone en gran medida a nuestra historia, como veremos. En primer lugar, es individualista. Rechaza la visión de los seres humanos como unidades intercambiables y otorga la mayor importancia a las diferencias y a las elecciones individuales. El amor romántico es egoísta en el sentido filosófico, no mezquino. El egoísmo como doctrina filosófica mantiene que la autorrealización y la felicidad personal son los objetivos morales de la vida, y el amor romántico está motivado por el deseo de felicidad personal. El amor romántico es seglar. En su unión del placer físico con el espiritual a través del sexo y el amor, así como en su unión de romance y vida

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cotidiana, el amor romántico representa un compromiso apasionado con este mundo y con la felicidad exaltada que la vida en este mundo puede ofrecer. La definición de amor romántico ofrecida en la introducción —un vínculo apasionado espiritual-emocional-sexual entre un hombre y una mujer que refleja una alta estima mutua de su valor como persona— contiene todos esos elementos, y su importancia se pondrá más de manifiesto a medida que avancemos. Llegaremos a comprender hasta qué punto están íntimamente relacionados los temas del individualismo y el amor romántico. En ese mismo contexto tendremos que reconsiderar la cuestión del egoísmo, ir más allá de los modos de pensamiento convencionales y reconocer lo indispensable que es para nuestra existencia y nuestro bienestar el egoísmo racional o inteligente. Un respeto honesto por el interés propio es una necesidad para la supervivencia y, por supuesto, para el amor romántico. La música que inspira el alma de los amantes existe dentro de ellos mismos y en el universo privado que ocupan. La comparten entre ellos, no con la tribu o con la sociedad. Tener el valor de escuchar esa música y honrarla es uno de los requisitos previos del amor romántico. La importancia de la historia: temas recurrentes

La evolución de las relaciones entre hombres y mujeres forma parte de la evolución de la conciencia humana. Todos llevamos el pasado con nosotros —en ocasiones como un valor positivo, a veces como un lastre —, y los que hemos vivido en el último tercio del siglo XX no podremos entender plenamente los conflictos y los bloqueos de la psique que obstruyen nuestros esfuerzos por conseguir la felicidad en las relaciones amorosas a menos que seamos conscientes de nuestra historia, de los pasos que nos han llevado hasta el punto donde nos encontramos. Cuando examinamos el desarrollo de las relaciones entre hombres y mujeres a lo largo de los siglos, vemos movimiento, progreso, retroceso, desvíos y de nuevo movimiento hacia delante (algo parecido al camino que sigue la propia evolución). La aparición de un concepto racional del amor romántico se produjo después de un largo proceso de desarrollo.

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El propósito del breve repaso que sigue consiste en ayudarnos a entender las fases de ese desarrollo y aislar determinados temas recurrentes que parecen casi atemporales por su persistencia en nuestro pasado y en nuestro presente. Sean cuales sean la época y la cultura en las que nos fijemos, resulta imposible no encontrarnos a nosotros mismos. Empecemos. La mentalidad tribal: la insignificancia del individuo

La economía, y no el amor, era el motivo de unión en las sociedades primitivas (de hecho, en prácticamente todas las sociedades cazadoras y agrícolas). La familia era una unidad establecida con el fin de optimizar las posibilidades de supervivencia. Las relaciones entre hombres y mujeres se concebían y se definían no en términos de «amor» o de necesidades psicológicas de «intimidad emocional», sino en función de necesidades prácticas asociadas con la caza, la lucha, las cosechas, la crianza de los hijos, etc. Dado que la supervivencia en las sociedades preindustriales dependía en gran medida de la fuerza y las habilidades físicas, el reparto de tareas entre hombres y mujeres se decidía básicamente en función de sus respectivas capacidades físicas. La fuerza superior del hombre y la necesidad de protección de la mujer, sobre todo durante el embarazo y la maternidad, se convirtieron en una justificación de la desigualdad de sexos y de la subordinación de la mujer al hombre. Por lo que se ha podido averiguar, en las culturas primitivas no existía la idea del amor romántico. El valor primordial que lo regía todo era la supervivencia de la tribu. El individuo estaba supeditado a sus necesidades y normas en casi todos los aspectos de la vida. Ésa era —y es— la esencia de la «mentalidad tribal». El valor de la personalidad individual tenía muy poca o ninguna importancia, y lo mismo podemos decir de los vínculos emocionales individuales. Si bien estas conclusiones pueden no ser más que inferencias, se sustentan en estudios antropológicos de sociedades primitivas que todavía existen. En palabras de Morton M. Hunt (1960):

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Con diferencia, la estructura de clan y la vida social de la mayoría de las sociedades primitivas proporcionan una intimidad total y una distribución amplia del afecto. La mayoría de los pueblos primitivos no ven grandes diferencias entre individuos, y de ahí que no se impliquen en relaciones únicas al estilo occidental. Todos los observadores con formación han comentado el desapego que demuestran con respecto a sus objetos amorosos y su ingenua creencia en la intercambiabilidad de los amores. La doctora Audrey Richards, una antropóloga que vivió entre los bemba del norte de Rodesia en la década de 1930, les relató en una ocasión un cuento popular inglés sobre un joven príncipe que trepó montañas de cristal, cruzó abismos y luchó con dragones por conseguir la mano de su amada. Los bemba se quedaron muy extrañados, pero no dijeron nada. Finalmente habló el jefe para expresar el sentimiento de todos los presentes en una sencilla pregunta: «¿Por qué no se buscó otra chica?».

El conocido estudio de Margaret Mead sobre los samoanos (1949) también demuestra que los vínculos emocionales profundos entre individuos son muy extraños para la psicología y el modo de vida de esas sociedades. Si la promiscuidad sexual y la breve duración de las relaciones sexuales se consienten y se estimulan, ocurre todo lo contrario con la tendencia a establecer vínculos emocionales fuertes entre individuos. Según las buenas costumbres que regulan la actividad sexual en las culturas primitivas, no es extraño detectar temor, o incluso rechazo, hacia los vínculos sexuales que desembocan en (lo que nosotros llamaríamos) amor. De hecho, la actividad sexual se presenta como aceptable para la mayoría cuando los sentimientos que la impulsan son superficiales, como bien explica G. Rattray Taylor (1973): En las islas Trobriand, por ejemplo, a los adultos no les importa que los niños desarrollen juegos sexuales e intenten llevar a cabo precozmente el acto sexual; una pareja en la adolescencia puede compartir el lecho, siempre y cuando no estén enamorados. Si se enamoran, el acto sexual pasa a estar prohibido y se considera una indecencia que los amantes duerman juntos.

El amor, si surge, se regula en algunos casos de manera más estricta que el sexo. Por supuesto, en muchas ocasiones ni siquiera existe una palabra para «amor» tal como nosotros lo entendemos. Los vínculos 21

individuales apasionados se consideran una amenaza para los valores y la autoridad tribales. Debemos observar que no estamos hablando de primitivismo, sino de mentalidad tribal. La encontramos también en la sociedad tecnológicamente avanzada de 1984, de George Orwell: el poder absoluto y la autoridad de un Estado totalitario tienen como objetivo aplastar el individualismo arrogante del amor romántico. El desprecio de los dictadores del siglo XX hacia el deseo de los ciudadanos de tener «vida propia» y la caracterización de ese deseo como «egoísmo burgués y mezquino» son tan conocidos que no necesitan más explicación. La mentalidad tribal, antigua o moderna, tiende a considerar el amor romántico socialmente subversivo, algo amenazador para el bienestar de la tribu (es decir, de la sociedad). La perspectiva griega: el amor espiritual

El concepto del amor como valor importante y vínculo espiritual apasionado basado en la admiración mutua entre dos seres humanos existió, y de hecho fue tema de debate filosófico, en la cultura de la Grecia clásica. Sin embargo, ese amor se concebía como un vínculo muy «especial» que tenía muy poco que ver con las relaciones reales entre seres humanos y la conducta habitual en sus vidas cotidianas, y menos aún con la institución del matrimonio. A modo de aclaración —debo hacer hincapié en ello desde el principio—, no pretendo sugerir que el sexo sólo es justificable en un contexto donde hay amor o que el amor necesariamente debe conducir al matrimonio. Obviamente, el sexo, el amor y el matrimonio son tres elementos distintos, aunque relacionados en determinados contextos. Más adelante ofreceré mi punto de vista sobre la relación que une esos tres elementos. Ahora considero necesario señalar que el sexo no necesariamente implica amor, pero que el amor romántico sí implica sexo, y que el amor no necesariamente implica matrimonio, pero el matrimonio sí debería implicar amor. Aclarado esto, podemos continuar. A pesar de que gran parte de la cultura griega reflejaba un culto por la belleza física, existía la idea —claramente evidente en actitudes hacia el sexo y el amor— de que el ser humano se componía de dos elementos 22

distintos: la carne, que pertenecía a la naturaleza «inferior» de cada uno, y el espíritu, que pertenecía a la «superior». Las necesidades y los objetivos de la carne eran inferiores a las del espíritu; lo que se exaltaba y lo más preciado era lo más alejado del cuerpo y sus actividades. Existía otra división estrechamente relacionada con la dicotomía entre alma y cuerpo: la que separaba la razón y la pasión. «Razón» significaba desapego neutral y sereno, mientras que «pasión» equivalía necesariamente a un fracaso de la razón. Los griegos idolatraban la relación espiritual, no carnal, entre los amantes. Para ellos, ese amor profundo y espiritual sólo era posible en el contexto de las relaciones homosexuales, por lo general entre hombres mayores y jóvenes. Aunque existe cierto desacuerdo sobre el predominio de la homosexualidad en Grecia, no hay duda de que estaba mucho más extendida que en nuestra cultura. Muchos intelectuales la consideran «la expresión del tipo más elevado de emoción humana» (Hunt, 1960). Mientras que el deseo sexual separado de un sentimiento más profundo se consideraba afeminado e insano, una relación amorosa apasionada entre dos hombres se idealizaba como una relación en la que el amante de más edad inspiraba nobleza y virtud al más joven, y el amor entre ellos elevaba la mente y las emociones de ambos.

Por otro lado, el antifeminismo era un tema destacado en la cultura de la Grecia clásica, y aunque los griegos no eran indiferentes al sexo heterosexual o a la belleza femenina, consideraban ese interés vacío de significado ético o espiritual. Platón y Aristóteles coincidían en que las mujeres eran inferiores a los hombres en cuerpo y en mente. Las mujeres eran educadas para verse como seres subordinados a los hombres en casi todos los aspectos. Apenas contaban ante la ley; requerían guardianes legales y no compartían casi ninguno de los derechos con los que contaban los ciudadanos griegos. Las funciones económicas prácticas que las mujeres habían desempeñado en épocas anteriores habían pasado a los esclavos. Ellas, que dejaron de ser las compañeras de los hombres en la lucha por la supervivencia, habían perdido importancia.

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Si un hombre se enamoraba de una mujer, era muy poco probable que ésta acabase siendo su esposa y muy posible que se convirtiese en cortesana (una mujer con una gran educación, formada para resultar mentalmente estimulante y sexualmente excitante; una compañera intelectual y sexual). Sin embargo, la mayoría de los griegos miraban con desprecio a los hombres que se enamoraban, aunque fuese de una cortesana. Excepto en el sentido ideal de admiración, que sólo podía existir entre hombres, el «amor» se consideraba predominantemente un juego placentero y agradable, un entretenimiento, una diversión sin mayor importancia ni significado. El amor sexual apasionado, cuando aparecía, se veía normalmente como una locura trágica, una congoja que se apoderaba del hombre y lo alejaba de la calma y la neutralidad tan admiradas por los griegos. La noción del «matrimonio por amor» no existía en la cultura griega, como tampoco en la del hombre primitivo. «El matrimonio sólo le aporta al hombre dos días felices: el día en que se lleva a la novia a la cama y el día en que la deposita en su tumba», escribió el poeta griego Palatas. Una esposa era un gasto, una carga y un obstáculo para la libertad del hombre. Sin embargo, se decía que el hombre tenía que procrear porque se lo debía al Estado y a su religión; necesitaba un ama de casa, y además la esposa aportaba la dote. El matrimonio era un mal necesario y una unión desigual. La perspectiva romana: una visión cínica del amor

Desde el punto de vista de la filosofía dominante en Roma, el estoicismo, la implicación apasionada era una amenaza para el desarrollo del deber. El héroe de la épica romana, Eneas, prescinde fácilmente de la pasión de su amada, Dido, para cumplir con su deber de fundar la República romana. Como los griegos, los intelectuales romanos consideraban la pasión un tipo de locura. Los romanos, igual que los griegos, no se casaban por amor. Entre las clases altas, los matrimonios se concertaban entre las familias por razones económicas o políticas. Los hombres se casaban para contar con un ama de casa y tener hijos. 24

Ahora bien, en la cultura romana, la familia cobró un nuevo significado como unidad política y social, principalmente por cuestiones relacionadas con la conservación y la protección de la propiedad. La ley romana, que establecía claramente la transferencia de las propiedades de una generación a la siguiente, pasó a incluir leyes complejas sobre las formas de matrimonio entre ciudadanos romanos de clases distintas y de otros pueblos del Imperio. La importancia cultural y política de la familia otorgó un nuevo valor a la relación entre maridos y esposas. La mitología cultural apoyaba una devoción religiosa hacia la familia romana, ensalzando en particular las virtudes de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas. Ciertos moralistas (e incluso, en ocasiones, legisladores) exigían fidelidad también de los maridos. El aprecio cada vez mayor por la unidad doméstica fue acompañado de avances en el ámbito femenino. Las mujeres de Roma ganaron considerablemente en estatus legal y disfrutaron de mucha más libertad, independencia económica y respeto cultural. Por tanto, tenían más probabilidades de situarse en una posición de igualdad en las relaciones amorosas. En este sentido, se acercaron a una de las condiciones del amor romántico —la igualdad—, ya que la relación de una persona superior con una inferior o de un amo con un subordinado no puede considerarse amor romántico. Los epitafios romanos, las cartas entre maridos y mujeres, y las referencias ocasionales de observadores sociales contemporáneos demuestran la fuerza del vínculo marital y la existencia de uniones largas, armoniosas e incluso afectivas entre algunas parejas. Sin embargo, la pasión continuó siendo ajena a la visión romana del matrimonio. En el momento álgido del Imperio romano, y durante la época de su desintegración, tanto hombres como mujeres buscaron experimentar la pasión, la excitación y el encanto de las relaciones sexuales en aventuras extramatrimoniales como las que relata el poeta Ovidio en su Ars Amatoria. El adulterio por parte de ambos sexos estaba muy extendido y se daba casi por sabido como algo necesario para mitigar el tedio de la existencia. Los aristócratas romanos se entregaban a la sensualidad frenética que asociamos con la decadencia del Imperio: una mezcla depravada de amor y odio, atracción y repulsión, deseo y hostilidad. La literatura romana más conocida sobre la pasión romántica, la descripción 25

del «arte del amor» de Ovidio y los poemas amorosos de Catulo a «Lesbia», retrata a los amantes inmersos en la sensualidad, atormentándose con infidelidades y elaborados juegos de poder. Existe, en particular, un volumen considerable de literatura dedicada a las quejas hostiles contra la sensualidad tiránica de las nuevas mujeres, tal como vemos en la Sátira VI de Juvenal: La esposa es una tirana, y mucho más si el marido es cariñoso. La crueldad es natural en las mujeres: atormentan a sus maridos, azotan a las sirvientas y disfrutan flagelando a los esclavos hasta casi matarlos. Su lascivia es repugnante; prefieren a esclavos, actores y gladiadores; sus esfuerzos por cantar y tocar instrumentos musicales son tediosos, y su glotonería a la hora de comer y beber es suficiente para repugnar a cualquier hombre.

Así, la misma cultura que generó el primer ideal de felicidad doméstica y respeto mutuo entre hombres y mujeres, que institucionalizó formas elaboradas de matrimonio, fue una cultura en la que el sexo y el amor, la pasión y las relaciones afectuosas aparecen como polos opuestos. La unión de sexo y amor, básica en nuestro concepto del amor romántico, se veía, si es que siquiera llegaba a ser reconocida, como algo cínico. El mensaje del cristianismo: el amor no sexual

En los siglos II y III, durante la decadencia del Imperio romano, una nueva fuerza cultural e histórica que influiría en las relaciones entre hombres y mujeres con la misma profundidad con la que influyó en todas las facetas de la cultura comenzó a dejar sentir su impacto en el mundo occidental: el cristianismo. El impulso principal de la nueva religión era un profundo ascetismo, una intensa hostilidad hacia la sexualidad humana y un desprecio fanático hacia la vida terrenal. La hostilidad contra el placer —sobre todo contra el placer sexual— no era un precepto más de la nueva religión, sino una idea central y básica. La animadversión de la Iglesia por el sexo tenía su origen en su hostilidad hacia la existencia física —terrenal— y en la idea de que el goce físico de la vida en la Tierra equivalía necesariamente al mal espiritual. Si esas 26

doctrinas ya estaban presentes en el mundo romano a través del estoicismo, el neoplatonismo y el misticismo oriental, el cristianismo movilizó los sentimientos que subyacían en ellas, fomentando el creciente rechazo hacia la decadencia despreocupada de la época y ofreciendo el atractivo de un ácido limpiador y purificador. San Pablo otorgó una importancia sin precedentes en el mundo occidental a la dicotomía griega entre alma y cuerpo. Según sus enseñanzas, el alma es una entidad separada del cuerpo, al que trasciende, y su ámbito es el de los valores no relacionados con el cuerpo o con la Tierra. El cuerpo sólo es una prisión en la que el alma se encuentra atrapada. Es el cuerpo el que arrastra a las personas hacia el pecado, a la búsqueda del placer, a la lujuria sexual. El cristianismo propugnaba un ideal de amor desinteresado y asexual. El amor y el sexo se consideraban polos opuestos: la fuente del amor era Dios; la del sexo, el diablo. «Para el hombre lo mejor es no tocar a la mujer», enseñaba san Pablo. Ahora bien, si éste carece del autocontrol necesario, «dejemos que contraiga matrimonio, porque es mejor casarse que arder [de deseo]». La abstinencia sexual se proclamaba como el ideal moral. El matrimonio —descrito más tarde como una «medicina contra la inmoralidad»— era la concesión reticente del cristianismo a la depravación de la naturaleza humana que ponía al alcance del hombre ese ideal. Taylor escribió en 1973: La Iglesia medieval estaba obsesionada con el sexo hasta un grado insoportable. Los temas sexuales dominaban su pensamiento de una manera que consideraríamos patológica. No exageramos si decimos que el ideal que ofrecía a los cristianos era principalmente un ideal sexual. Se trataba de un ideal muy coherente, reflejado en un elaborado código de normas. El código cristiano se basaba sencillamente en la convicción de que era preciso huir del acto sexual como de la peste, con la excepción del mínimo necesario para perpetuar la especie. Incluso cuando se llevaba a cabo con ese propósito, seguía siendo una necesidad lamentable. Se exhortaba a evitarlo por completo a aquellos que pudiesen, aunque estuviesen casados. Para los que eran incapaces de un sacrificio tan heroico existía toda una red de reglas cuyo propósito primordial era lograr que el acto sexual fuese lo menos placentero

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posible y restringir su práctica al mínimo, es decir, a la función de procreación. En realidad, no era el acto sexual lo que resultaba condenable, sino el placer que se derivaba de él, placer que seguía siendo condenable cuando el acto se llevaba a cabo con el único fin de la procreación. [...] No sólo era pecaminoso el placer del acto sexual, sino también la sensación de deseo hacia una persona del sexo contrario (aunque no llegase a consumarse). Dado que el amor de un hombre hacia una mujer se consideraba simple deseo, los hombres no debían amar a sus esposas. De hecho, Pedro Lombardo mantenía que amar a la esposa con demasiado ardor era un pecado peor que el adulterio [...].

Aparte de su papel como «medicina contra la inmoralidad», el matrimonio durante la Edad Media todavía se siguió considerando una institución económica y política, aunque declarada sacramento por la Iglesia. A finales del siglo VI, la Iglesia asumió la autoridad política sobre el matrimonio tal como había hecho con otros aspectos de la vida seglar. La severa regulación de las relaciones entre hombres y mujeres por parte del poder eclesiástico no dejaba nada al azar. La Iglesia sustituyó su autoridad por la del consentimiento paterno en cuestiones como el concierto y la autorización de los matrimonios, y prohibió el divorcio y las segundas nupcias sin dispensa papal. Un dato que hoy no se tiene en cuenta, y que resulta especialmente interesante en cuanto a la actitud de la Iglesia, es que la unión de amor y sexo se consideraba no un ideal noble, sino un vicio: A ojos de la Iglesia, que un sacerdote se casase era un crimen peor que tener una amante, y tener una amante era peor que dedicarse a la fornicación ocasional (un juicio completamente contrario a las concepciones seglares de la moralidad, que otorga importancia a la calidad y la durabilidad de las relaciones personales). Cuando se le acusaba a uno de estar casado, siempre era una buena defensa contestar que se trataba de una seducción indiscriminada, ya que eso tenía un castigo leve, mientras que lo otro podía llegar a implicar la excomunión total (Taylor, 1973).

A los ojos de la Iglesia medieval no era un gran pecado que un sacerdote fornicase con una prostituta. En cambio, que se enamorase y se casase —es decir, que su vida sexual se integrase como una expresión de

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su persona— era una ofensa capital. Resulta significativo que la ira más encarnizada de la Iglesia estuviese reservada no para la fornicación, sino para la masturbación. A través de la masturbación, el ser humano descubre el potencial sensual de su propio cuerpo; además, es un acto totalmente «egoísta» porque se lleva a cabo a beneficio únicamente de la persona implicada. Es el acto a través del cual muchos individuos descubren la posibilidad de un éxtasis totalmente distinto al que promete la religión. El antisexualismo de la Iglesia era comparable a su antifeminismo. Con el auge del cristianismo en la Europa medieval, las mujeres perdieron casi todos los derechos que habían adquirido con los romanos. En la práctica eran vasallas de los hombres, a quienes estaban totalmente subordinadas (para ser más precisos, estaban consideradas animales domésticos). Se abrió el debate sobre si las mujeres tenían alma o no. La relación adecuada entre la mujer y el hombre, según la doctrina cristiana, era como la del hombre con Dios: del mismo modo que el hombre acepta a Dios como su señor y se somete a su voluntad sin cuestionarse nada, la mujer debía reconocer al hombre como su señor y someterse a su voluntad. Que la mujer se subordinase completamente al hombre estaba justificado, en parte, por el hecho de que Eva había sido la causante de la caída de Adán y, por tanto, de todo el sufrimiento que el hombre tuvo que soportar después. Más avanzada la Edad Media surgió una nueva visión de la mujer que coexistió con la anterior. Por un lado, la mujer se simbolizaba a través de la figura de Eva, la tentadora sexual, la causante de la caída espiritual del hombre. Por otro, también existía en la imagen de María, la Madre Virgen, el símbolo de pureza que transforma y eleva el alma. Desde entonces, la puta y la virgen —o la puta y la madre— dominan el concepto de la mujer en la cultura occidental. Para plantear la dicotomía en términos modernos: está la mujer que uno desea y la que uno admira; la mujer con la que uno duerme y la mujer con la que uno se casa. En su actitud hacia la mujer, el cristianismo también manifestó un profundo antagonismo hacia la relación amorosa que integra el deseo y la admiración, los valores físicos y espirituales, y que se basa en la igualdad esencial de los compañeros. En el nivel más profundo, el cristianismo siempre ha sido un fiero adversario del amor romántico. 29

La búsqueda de los valores personales, el ejercicio del juicio individual en la propia vida y el disfrute del placer sexual son actos de autoafirmación implicados en la elección y la experiencia de una relación romántica. Pues bien, todos ellos fueron condenados por el cristianismo. El amor cortés: un avance del amor romántico

Dada la brutal e inhumana represión sexual que hubo durante la Edad Media y la estricta regulación del matrimonio por parte de la Iglesia, no es de extrañar que el primer intento a ciegas de mejorar el concepto de la relación entre hombres y mujeres surgiera como una extraña mezcla de creencias sobre el amor y el matrimonio conocida como «doctrina del amor cortés». Se desarrolló en el sur de Francia, en el siglo XI, de la mano de trovadores y poetas cortesanos (las cortes casi siempre estaban dirigidas por las esposas de los nobles, ocupados en las Cruzadas). La doctrina propugnaba como ideal una pasión exaltada entre un hombre y una mujer (no entre un hombre y su esposa, sino la esposa de otro). El amor, en sentido apasionado y espiritual, se identificaba específicamente con las relaciones extramatrimoniales. Así, el amor cortés mantuvo la funesta visión del matrimonio aceptada desde hacía siglos. Aunque existe una considerable controversia sobre hasta qué punto el amor cortés fue un fenómeno real o meramente literario, el hecho de que haya documentos que lo mencionen significa que fue un concepto presente en el ideario medieval. El «código de amor» proclamado por la condesa de Champaña en 1174 expresa en estilo literario los preceptos del amor cortés: (1) El matrimonio no es una buena excusa para no amar [es decir, amar a otra que no sea la propia esposa]... (3) Nadie se puede comprometer con dos amores a la vez... (8) Nadie puede verse privado de su amor si no existen buenas razones para ello. (9) Nadie puede amar si no tiene la esperanza de ser amado a su vez... (13) El amor que se hace público raras veces sobrevive. (14) Una conquista fácil abarata el amor, y una difícil incrementa el deseo... (17) Un nuevo amor nos hace abandonar el antiguo... (19) Si el amor se debilita, muere con rapidez, y pocas veces recupera la salud. (20) El hombre propenso al amor es

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propenso al temor. (21) Los celos verdaderos siempre incrementan el valor del amor. (22) La sospecha, y los celos que ésta provoca, aumentan el valor del amor... (25) El verdadero amante considera que lo único bueno es aquello que complace a su pareja. (26) El amor nada puede negarle al amor... (28) La más mínima suposición lleva al amante a sospechar de su pareja... (Libro del amor cortés, Andrés el Capellán) (Langdon-Davies, 1927).

El famoso código declara, además: Decimos y afirmamos, a tenor de estas normas, que el amor no puede extender sus fuerzas entre dos personas casadas. En efecto, los amantes se dan todo gratuitamente el uno al otro y sin que una razón lo obligue; en cambio, los esposos están obligados, por el deber, a satisfacer sus mutuos deseos y a no negarse nada. Así que nuestro juicio, que ha sido emitido con extrema moderación y con el consejo de un gran número de damas, sea considerado por vosotros como una verdad incuestionable e inalterable (Ibíd.).

A pesar de sus muchas ingenuidades, en la doctrina del amor cortés como ideal figuran tres principios relacionados con el concepto del amor romántico tal como lo entendemos hoy: el amor verdadero entre un hombre y una mujer se basa en, y requiere de, la libre elección de cada uno de ellos, y no puede surgir en un contexto de sumisión a la familia o a una autoridad social o religiosa; ese amor se basa en la admiración y el respeto mutuo, y no es una diversión para los ratos de ocio, ya que tiene una gran importancia en la vida de los individuos. En este sentido, los historiadores que sitúan la doctrina del amor cortés como el comienzo del concepto moderno de amor romántico están justificados. No obstante, el amor cortés queda muy por debajo de la idea madura del amor romántico, no sólo por la magnitud de su irrealismo psicológico (del que apenas hemos hablado aquí), sino porque no logra integrar el amor y el sexo de una forma concreta. El amor cortés era una idealización, hasta el punto de que no se consumaba. El valor de la relación amorosa se justificaba con el ennoblecimiento del amante, que se sentía motivado para llevar a cabo actos virtuosos y valerosos con el fin de ganarse el amor de su ideal. Para la mujer se justificaba con el hecho de que ella era la fuente de ese ennoblecimiento, y el deseo

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insatisfecho avivaba el esfuerzo y la pasión. Las aventuras de los amantes corteses más conocidos —Lancelot y Ginebra, Tristán e Isolda — terminaron en consumación y, por ello, en culpabilidad y desesperación. No era ésa una visión del amor adecuada para los hombres y las mujeres que deseaban vivir con los pies en la tierra. Del Renacimiento a la Ilustración: la secularización del amor

Durante las convulsiones políticas, económicas, sociales y culturales que caracterizaron el Renacimiento, la evolución hacia la formulación de un concepto alegre de las relaciones amorosas siguió adelante, pero sin poner en duda el antisexualismo y el antifeminismo que impregnaban la cultura occidental. Siguió sin cuestionarse la culpabilidad básica asociada al acto sexual, y lo mismo sucedió con la dicotomía entre el cuerpo y el alma. La autoridad y el poder de la Iglesia disminuyeron con el auge del protestantismo, y el matrimonio se consideró cada vez más una institución necesaria. El celibato siguió siendo preferible al matrimonio carnal incluso para la Iglesia de la Reforma, cuyos representantes mantuvieron un odio tenaz hacia la sexualidad humana. Bajo el mandato de Calvino, la fornicación se castigaba con el exilio y el adulterio con la muerte por ahogamiento o decapitación. El objetivo del matrimonio era la procreación y también era «el remedio de la incontinencia». El sexo se consideraba un pecado, pero irrefrenable, y Lutero mantuvo que bajo el matrimonio «Dios tapaba el pecado». No obstante, a partir del Renacimiento la cultura se fue secularizando. El auge del comercio y el desarrollo de la clase media fueron acompañados de un nuevo despertar a las posibilidades y los valores de la existencia terrenal. La aversión religiosa hacia las posibilidades de la vida seglar fue perdiendo fuerza de manera lenta y sutil. Cada vez se respetaba más el matrimonio como una institución importante por derecho propio y como una relación interpersonal satisfactoria. Los intelectuales de los siglos XV, XVI y XVII mantuvieron que el matrimonio debía ser organizado por las familias según criterios

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«racionales», es decir, «distintos al interés personal de los participantes» (Hunt, 1960). En este sentido, la tradición del pasado continuó con el único cambio, tal vez, de que se justificaba en nombre de la «razón». Sin embargo, en gran parte de la literatura de la época —y sobre todo en las obras de Shakespeare— el amor se defendía como un requisito previo y esencial del matrimonio. Algunos escritores, como Heinrich Cornelius Agrippa, llegaron a sugerir que «el amor sea la causa del matrimonio, no la naturaleza de los bienes apartados»; que un hombre debe «elegir una esposa, no una prenda, pues es con la esposa con la que se casa, no con su dote» (Ibíd.) Entre las opiniones publicadas más apasionadas y radicales sobre las relaciones hombre/mujer están las de John Milton, que afirmaba que el divorcio debería estar permitido por razones de «indisposición, incapacidad o incompatibilidad de caracteres surgida de una causa de naturaleza inalterable que impida o pueda impedir los beneficios principales de la sociedad conyugal, que son el consuelo y la paz» (ibíd.) (Nota: consuelo y paz, no excitación, ni arrebato ni éxtasis). Vemos, por tanto, que se produjo un creciente esfuerzo por encontrar el modo de integrar el amor y el matrimonio, de crear una estructura en el que la expresión de la sexualidad humana fuese aceptable y en el que los sentimientos de amor, ternura y afecto pudiesen coexistir con el deseo. A pesar de este nuevo énfasis, la cultura puritana que sucedió al catolicismo en muchos países occidentales siguió siendo antirromántica en su menosprecio de los valores terrenales y duramente represiva en su regulación de la conducta sexual. A finales del siglo XVII y en el XVIII se produjo entre las clases educadas una reacción extrema contra el puritanismo y, en general, una intensa hostilidad contra el poder de la Iglesia en la sociedad y la política. No obstante, en lo que respectaba a las relaciones entre hombres y mujeres, la «rebelión» provocó una capitulación sin precedentes. «Desafiando» a la religión, escritores y pensadores de la llamada Edad de la Razón manifestaron su visión del ser humano no como un pecador, sino como un animal encantador, tal vez débil, pero no depravado (en el sentido religioso), y del sexo como un juego, una aventura tan despojada de significado espiritual como los juegos entre dos animales.

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La Edad de la Razón difundió la idea de la «perversión razonada», defendida por escritores como Diderot y el marqués de Sade, que a su vez influirían en numerosos escritores románticos del siglo XIX. Esta tendencia «desafiaba» la moral religiosa y celebraba la crueldad sexual. «Diderot, de hecho, es uno de los mayores exponentes de ese système de la nature que, al llevar el materialismo hasta sus consecuencias lógicas y proclamar el derecho supremo del individuo a la felicidad y el placer frente al despotismo de la moral y la religión, allana el camino de la justificación de la perversión sexual en nombre de la Naturaleza» (Praz, 1951). La visión de los seres humanos que surgió en esta época no se entiende en toda su magnitud sin tener en cuenta la visión mecanicista de la realidad, puesta en marcha por la nueva ciencia. En un universo newtoniano de causa y efecto puramente físicos, reductible al movimiento ciego de las partículas en el espacio, el espíritu humano — por no mencionar el fenómeno básico de la vida en sí misma— sólo se podía calificar de insignificante. Los intelectuales influidos por esta nueva visión del mundo que intentaron interpretar la conducta humana desarrollaron sus teorías basándose en premisas mecanicistasdeterministas, buscando las causas del comportamiento en los orígenes animales de la humanidad o en el papel del individuo en la maraña de las fuerzas sociales. Intentaron reducir la aparente complejidad de los deseos y los objetivos humanos a unas leyes físicas rígidas. Desde este punto de vista, el concepto de una relación espiritual apasionada entre un hombre y una mujer parecía neciamente «acientífico», un intento iluso de ennoblecer un impulso puramente físico. En esa Edad de la Razón, la dicotomía entre razón y pasión se reavivó con todas sus fuerzas. El sello característico del intelectual era el desprecio hacia las emociones. Según Jonathan Swift (Hunt, 1960), el amor es una «pasión ridícula» que sólo existe en la literatura. Para Sebastien Chamfort (ibíd.), el amor no era más que «el contacto entre dos epidermis». Frente a los supuestos valores exaltados de la religión que llevaban a la represión, la población se volvió en contra del concepto de valores exaltados en las relaciones humanas terrenales (y lo más grave es que fue

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en nombre de la razón). Los intelectuales de la época no se enfrentaron al monopolio religioso de la exaltación y el éxtasis; simplemente, se rindieron a esos dos estados. Sin embargo, del mismo modo que las culturas anteriores asumieron el conflicto ineludible entre razón y emoción, entre valores espiritualesintelectuales y experiencia apasionada-física, la cultura de la Edad de la Razón se obsesionó con las pasiones que intentaba ignorar. Según Hunt (1960): La cultura, a pesar de menospreciar la emoción e insistir en que el intelecto del hombre debería gobernar sus acciones, estaba obsesionada con el amor, o más bien con esa variación especial llamada «galantería», una rutina socialmente necesaria, complicada y ritualizada de flirteo, seducción y adulterio. [...] Los mismos hombres y mujeres que hablaban con nobleza de subordinar su razón, eran irremediablemente adictos a derrochar su tiempo y su dinero en intrigas amorosas y a arruinar su salud con los excesos de la lujuria.

El amor era un juego, una diversión. La seducción y el adulterio eran distracciones. Las mujeres tenían que ser aduladas, engañadas, manipuladas, seducidas, pero nunca tomadas en serio. Lord Chesterfield escribió a su hijo: Las mujeres son sólo niñas mayores. Practican una charla entretenida y en ocasiones ingeniosa, pero por razones sólidas y buen sentido, nunca en la vida he conocido a una con ingenio (ibíd.).

Conviene observar que el amor romántico difícilmente podría coexistir con ese antifeminismo. Si el objeto de la pasión de un hombre no se tomaba en serio, la pasión en sí misma no podía verse como un sentimiento de grandeza. En la cultura de la Inglaterra y la Europa de ese período, por tanto, el matrimonio difícilmente podría basarse en el amor. Sin duda alguna existieron excepciones (como siempre las ha habido), pero aquí estamos hablando de tendencias culturales dominantes. A partir del Renacimiento, la creciente simpatía hacia el concepto de felicidad seglar se había reflejado en la idea de que las parejas podían aprender a amarse después del matrimonio. La idea de la legitimidad de 35

la felicidad conyugal empezó, pues, a cobrar forma en esta época. No obstante, el matrimonio siguió siendo un arreglo de las familias por razones económicas o políticas (es decir, por dinero y/o seguridad y/o poder). En el reino de las relaciones entre hombres y mujeres, por tanto, los pensadores de la Ilustración no aportaron ideas distintas o superiores a las de sus predecesores. Al aceptar la vieja división de la persona en dos mitades enfrentadas —cuerpo y espíritu—, garantizaron que la pasión física y el valor espiritual siguieran sin integrarse la una en la otra dentro de dichas relaciones. La industrialización, el capitalismo y una nueva visión de las relaciones entre hombres y mujeres

Ahora bien, en otras áreas del pensamiento, sobre todo en las ciencias y en la filosofía política, la razón protagonizó avances espectaculares y sin precedentes. Fue una época de descubrimientos incesantes en un campo de investigación intelectual tras otro. En el campo de las ciencias, los pensadores proclamaron el poder de la mente para discernir, «sin ayuda», los secretos de la naturaleza y aportar luz a un mundo que, durante siglos, había estado sumido en la oscuridad por el dominio de la Iglesia. En política, tras esos siglos en los que se sucedieron, una tras otra, diversas formas de tiranía, los filósofos descubrieron los derechos del hombre. Estos dos avances ejercerían un profundo efecto en las relaciones entre hombres y mujeres durante los siglos XIX y XX. El concepto del amor romántico como un valor cultural ampliamente aceptado y como base ideal del matrimonio es un producto del siglo XIX. Surgió en el contexto de una cultura predominantemente seglar e individualista, que valoraba la vida terrenal y reconocía la importancia de la felicidad del individuo. Esa cultura nació en el mundo occidental —especialmente en Estados Unidos— con la aparición de la Revolución industrial y el capitalismo. Pero no podemos entender cómo se convirtió el amor romántico en un ideal cultural si no conocemos el contexto político y económico que transformaría de forma radical el sentido de las posibilidades que ofrece 36

la vida en la Tierra a los seres humanos. Con la Ilustración, la Revolución industrial y el auge del capitalismo en el siglo XIX —tras el colapso del Estado absoluto y el desarrollo de una sociedad de libre mercado—, los seres humanos presenciaron la repentina liberación de una gran cantidad de energía productiva que hasta entonces no había tenido salida. Millones de personas que en las economías precapitalistas no habían tenido posibilidades de sobrevivir, vieron una esperanza. La tasa de mortalidad descendió y la de natalidad aumentó de manera espectacular. La población pasó a disfrutar de un nivel de vida que ningún barón feudal podría haber imaginado. Con el rápido desarrollo de la ciencia, la tecnología y la industria, la mente humana liberada se hizo con el control, por primera vez en la historia, de la existencia material. No obstante, la industrialización y el capitalismo provocaron mucho más que una explosión de bienestar material. Por primera vez en la historia de la humanidad se reconoció explícitamente que el ser humano debía tener la libertad de elegir sus propios compromisos. La libertad intelectual y la económica surgieron y avanzaron juntas. El hombre había descubierto el concepto de los derechos individuales. El individualismo fue el motor creativo que revolucionó el mundo y las relaciones humanas. Y fue en Estados Unidos, con su sistema de gobierno constitucional limitado, donde se puso en marcha el principio del capitalismo (de comercio libre en un mercado libre) en toda su extensión. En la América del siglo XIX, las actividades productivas de los seres humanos no estaban sujetas a regulaciones, controles y restricciones gubernamentales. En el breve período de un siglo y medio, Estados Unidos consiguió libertad, progreso, logros, riqueza y bienestar físico: un nivel de vida sin parangón y no superado por la suma total de los avances de la humanidad hasta ese momento. Estados Unidos creó un contexto en el que la búsqueda de la felicidad en este mundo parecía natural, normal y posible. Nada menos que un opositor del capitalismo como Friedrich Engels atribuyó la elevación cultural de las relaciones amorosas elegidas al auge de la industrialización y el libre mercado:

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[El capitalismo] disolvió todas las relaciones tradicionales, y a las costumbres heredadas y los derechos históricos los sustituyó [...] el contrato «libre» [...].

Sin embargo, los contratos sólo pueden cerrarlos las personas que disponen libremente de sí mismas, de sus acciones y sus posesiones, y que tratan a los demás como a iguales. [Bajo el capitalismo] tanto en teoría moral como en poesía, nada estaba tan firmemente establecido como el hecho de que los matrimonios que no se basaban en el amor sexual mutuo y en el acuerdo realmente libre entre un hombre y una mujer eran inmorales. Resumiendo, el matrimonio por amor pasó a ser un derecho humano: no sólo como droit de l’homme, sino también, por extraño que resulte, como droit de la femme.

En el campo de las relaciones entre hombres y mujeres, este nuevo avance se vivió de manera especialmente intensa entre las mujeres. El reconocimiento social de la igualdad de los sexos tiene sus raíces en ese sistema político-económico que Engels aborrecía tanto. Como hemos visto, antes del nacimiento del capitalismo la familia era para una gran parte de la población una unidad de supervivencia económica. Y dado que la mayoría vivía de la tierra, y de que cuanto más numerosa era la familia más trabajadores potenciales tenía, el papel de la mujer como madre era de vital importancia. Su supervivencia económica dependía de esa función y, de manera más general, de su relación con un hombre. En cambio, en una sociedad industrial, y con la aparición de las ciudades, las habilidades intelectuales robaron protagonismo a las físicas. La fuerza física como tal posee muy poco valor para la supervivencia en una civilización mecanizada. Poco a poco, y contra una resistencia cuyos orígenes eran básicamente tradicionales y religiosos —no políticos o económicos—, las mujeres accedieron a nuevas posibilidades de independencia. Pero la independencia económica de las mujeres, que comenzó su andadura en el siglo XIX y continuó su desarrollo durante todo el XX, llevó irremediablemente a la independencia social y legal. Surgió así la posibilidad de que las relaciones entre hombres y mujeres fuesen relaciones entre iguales hasta límites sin precedentes. 38

El antifeminismo y el antisexualismo difundidos por la religión no desaparecieron en el siglo XIX; su influencia, aunque disminuyó, llegaría hasta bien entrado el siglo XX. De hecho, la batalla todavía no ha terminado. Lo que sí es cierto es que su desaparición se volvió inevitable desde el desarrollo de la industrialización, el capitalismo y la filosofía del individualismo. El antisexualismo y el antifeminismo son hoy anacronismos históricos. Es una pena que muchos defensores actuales de los derechos de las mujeres consideren que el capitalismo es su enemigo, ya que la verdad histórica nos dice que fue precisamente el capitalismo el que posibilitó que la mujer accediese a la independencia económica. Fue el capitalismo, con su filosofía subyacente del individualismo, el que hizo inevitable la aparición del feminismo contemporáneo. Desde los comienzos de la Revolución industrial, muchos críticos sociales se quejaron de que el capitalismo había destruido el tejido social de las relaciones feudales y la institución de la familia. Advirtieron de que la independencia que estaban adquiriendo hombres y mujeres con el capitalismo acabaría con la civilización. Hasta cierto punto, tenían razón: una nueva civilización, radicalmente distinta a cualquier otra conocida, estaba en proceso de desarrollo, y una de sus características era que los hombres y las mujeres podrían decidir compartir sus vidas no por razones de necesidad económica, sino por su deseo de encontrar la felicidad y la plenitud emocional al lado de otra persona. El impacto de la literatura romántica

Los comienzos de la Revolución industrial coincidieron con otra revolución que ejercería su influencia en las relaciones entre hombres y mujeres. Fue el movimiento literario del Romanticismo. La corriente romántica de finales del siglo XIX y principios del XX propugnó una perspectiva de la vida humana que cambiaría la cultura occidental de manera decisiva. En primer lugar, el Romanticismo era individualista: consideraba al individuo un fin en sí mismo y un agente libre en la elección de una senda vital. En segundo lugar, el Romanticismo se orientaba profundamente hacia los valores, al entender que la vida humana no estaba gobernada por fuerzas externas (la 39

sociedad o alguna fuerza metafísica, o una «imperfección trágica»), sino por valores elegidos personalmente por seres individuales. En realidad, la esencia del Romanticismo era la celebración del individualismo apasionado. Como escuela literaria, el Romanticismo fue una expresión del individualismo. En la base de este nuevo movimiento figuraba el concepto del hombre y la mujer como seres motivados por sus valores personales, ya que los valores pasaron a ser elementos cruciales y determinantes en la vida humana. Así pues, en lugar de formalizar el amor cortés, cargarlo de convencionalismos y ritualizarlo, los románticos del siglo XIX celebraron la idiosincrasia y la «naturalidad» de la pasión. Según este nuevo movimiento, el amor era el deseo de unión entre dos almas individuales con una similitud espiritual fundamental, de manera que encontrar al «alma gemela», elegir a la persona adecuada, era de gran importancia. Por primera vez, las mujeres empezaron a figurar en esas relaciones (aunque de manera muy esporádica) como seres iguales a los hombres en cuanto a intelecto y pasión. En su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Mary Wollstonecraft insiste especialmente en la racionalidad y la capacidad intelectual de las mujeres. Cuando Manfred, el héroe romántico de Byron, describe a la mujer que amaba, nos dice que ambos compartían las mismas capacidades: «Tenía los mismos pensamientos y divagaciones solitarios/La búsqueda del conocimiento oculto, y una mente/capaz de entender el universo [...]». Aunque esta visión de la mujer no era la dominante (la literatura romántica está llena de héroes y heroínas perversos, crueles, melancólicos, lánguidos y, en ocasiones, sadomasoquistas), resulta evidente que para los románticos la relación ideal era la que se daba entre seres con la misma capacidad y la misma valía. La necesidad de libertad en la elección de la pareja fue proclamada sobre todo por radicales como el poeta británico Shelley, que insistió en que «el amor es libre» y se manifestó en contra del matrimonio por considerarlo una institución socioeconómica que inhibía la libertad emocional. Conocidos por su conducta escandalosa, los héroesvillanos de la cultura como lord Byron proclamaron su capacidad romántica a través de numerosos romances apasionados y se burlaron incluso de la prohibición del incesto, reforzando una vez más la importancia de la 40

libre elección de pareja. El elemento importante en las relaciones sexuales no consistía en si la pasión sexual era legal, sino en si surgía del amor mutuo. Es fácil comprender el impacto que tuvo el Romanticismo literario en las relaciones entre hombres y mujeres a través de las historias de amor descritas en las novelas, las obras de teatro y los poemas de la época. Sin embargo, esa perspectiva pasa por alto lo que considero una fuente fundamental de la influencia del Romanticismo. Es en la metafísica implícita del movimiento literario (es decir, su visión de la naturaleza de la vida, el mundo, la naturaleza humana y las posibilidades de la existencia humana) donde encontramos la explicación más profunda de su impacto en la cultura y en los ideales y las expectativas culturales. Antes de la aparición del movimiento romántico, la literatura de la civilización occidental estaba dominada por el tema del «destino». Los hombres y las mujeres se presentaban como los juguetes de un destino inexorable y fuera de control —al que en ocasiones desafiaban con rebeldía, o aceptaban con triste resignación, ya que siempre acababan siendo derrotados— que determinaba el curso de sus vidas, fuesen cuales fuesen sus elecciones, sus deseos o sus actos. De una forma u otra, las obras de teatro, los poemas épicos, las sagas y las crónicas que precedieron al nacimiento de la literatura romántica transmitían el mismo mensaje: los seres humanos son peones del destino, están atrapados en un universo esencialmente opuesto a sus intereses, y si alguna vez salen victoriosos no es por sus propios esfuerzos, sino por circunstancias externas fortuitas. Una visión de la vida contra la cual se rebeló el Romanticismo. Por el contrario, en la novela romántica, el curso de las vidas de los personajes depende del objetivo que ellos mismos eligen y tratan de conseguir; surgen problemas relevantes que deben solucionar, obstáculos que deben superar, conflictos que deben resolver (conflictos entre los valores de los personajes y/o conflictos con los valores y los objetivos de otros) a través de una serie de hechos coherentes e integrados que llevan al clímax en la resolución final. La implicación filosófica es que nuestra vida está en nuestras manos, que nosotros debemos dar forma a nuestro

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destino y que la elección es el hecho supremo de nuestra existencia. Éste es el punto de contacto más profundo entre el romanticismo en la literatura y el amor romántico en el sentido moderno. Por desgracia, los escritores que pretendieron dramatizar esta visión de la situación humana cayeron en una trampa: de manera consciente o inconsciente, descubrieron que los valores de la moral tradicional no eran aplicables, no se podían poner en práctica y no servían como guía para lograr el éxito o la felicidad. Ésa es la razón por la que muchas novelas románticas, cuyo sentido de la vida se manifiesta a favor del ser humano y de la Tierra, tienen finales trágicos, como, por ejemplo, Nuestra Señora de París o El hombre que ríe, ambas de Victor Hugo. También es la razón por la que muchas novelas románticas están ambientadas en el pasado, en una época remota de la historia (con una clara preferencia por la etapa medieval), como las de Walter Scott o las «de costumbres» actuales, últimos restos de la escuela romántica que ya están desapareciendo de las librerías. Las novelas que trataban de los problemas cruciales de la época del autor, como Los miserables, de Victor Hugo, eran una rara excepción. Al escapar de los problemas del presente, los románticos contradijeron su propia creencia filosófica fundamental (implícita) en la eficacia humana: veían al individuo (a veces) como un ser heroico, pero la vida como algo (casi siempre) trágico. No podían proyectar y concretar con éxito la plenitud del individuo en la Tierra; ni los valores tradicionales de la religión ni sus propios valores desafiantemente subjetivos (y casi siempre del todo irracionales) eran capaces de hacer realidad esa plenitud. Al huir hacia el pasado histórico o refugiarse en novelas de un sentimentalismo totalmente irreal, los escritores románticos se hicieron cada vez más vulnerables a la acusación de «escapismo» que se lanzaba contra sus obras. Se vieron obligados a alejarse más y más de los problemas reales de la existencia humana y, finalmente, a dar la espalda a los problemas serios. Su obra degeneró en el tipo de ficción ligera que predomina en nuestros días. (Los detractores del ideal del amor romántico lo acusan de la misma falta de realismo que se asocia con la literatura propia del Romanticismo). La visión de la vida de los románticos sufrió cada vez más ataques en la segunda mitad del siglo XIX, no sólo porque su perspectiva estaba totalmente al margen de la visión mecanicista-deterministamaterialista 42

de la época (que, en esencia, consideraba a los seres humanos juguetes indefensos de fuerzas ajenas a su control), ni tampoco por la atracción por el irracionalismo y el misticismo que impregnaron el movimiento, ni porque muchos de sus exponentes fueron incapaces de liberarse del obstáculo que suponía la orientación hacia los valores de la religión, sino, sobre todo, porque no supieron aprovechar la importancia de la razón para su causa. Al aceptar la dicotomía entre razón y emoción, se autoproclamaron defensores del sentimiento frente al intelecto, de la subjetividad contra la objetividad. No entendieron que la razón y la pasión, o el intelecto y la intuición, son expresiones de nuestra humanidad y de la fuerza vital, y que no deben estar enfrentadas. Dieron la razón a sus enemigos: un error fatal. La batalla de los románticos contra ellos no fue, en realidad, de irracionalistas contra racionalistas, sino más bien de irracionalistas (en algunos aspectos) contra irracionalistas (en otros aspectos). Ninguno de los dos bandos se alzó con la victoria. Hemos visto que lo que hace que el término «romántico» sea aplicable a la novela romántica y al concepto del amor romántico es la visión de los valores elegidos por un ser humano como elemento determinante y crucial en su vida. Sin embargo, lo que necesita el amor romántico —y que la visión romántica del siglo XIX no proporcionó— es la integración de la razón y la pasión, un equilibrio entre lo subjetivo y lo objetivo. Podemos expresar ese pensamiento de otra forma: lo que el amor romántico necesita es realismo psicológico, algo que los escritores románticos no supieron transmitir. El siglo XIX: el amor romántico «controlado»

A pesar de los ataques contra el romanticismo en el siglo XIX, el ideal del amor romántico (en el sentido más general) caló en la clase media que surgió en una época en la que las viejas certidumbres filosóficas, científicas y sociales empezaban a desmoronarse. A mediados del siglo XIX, las implicaciones de la visión científica del mundo se percibieron en toda su extensión. La teoría de la evolución fue sólo un elemento más de una larga sucesión de descubrimientos científicos que menoscabaron las verdades religiosas que hasta entonces 43

habían dado significado a la existencia humana. El compromiso con las relaciones humanas interpersonales parecía la única fuente de estabilidad, permanencia y significado de la experiencia humana. Las últimas líneas del poema de Matthew Arnold titulado «Dover Beach» (1867) señalan de manera conmovedora hasta qué punto el amor parecía el último reducto de seguridad: El Mar de la Fe también era uno, en su plenitud, y bordeaba las orillas de la tierra, yacía como los pliegues de una brillante diadema recogida. Pero ahora solamente escucho su rugir lleno de melancolía, largo y en retirada, alejándose, hacia el sereno de la noche nocturna, hacia los vastos horizontes monótonos, y al aire libre hace guijarros al mundo. Oh, mi amor, ¡seamos fieles el uno al otro! Pues el mundo, que parece yacer ante nosotros como una tierra de sueños, tan variado, tan bello, tan nuevo, no tiene realmente ni gozo, ni amor, ni luz, ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor; y estamos aquí como en una llanura sombría envueltos en alarmas confusas de batallas y fugas, donde los ejércitos ignorantes se enfrentan por la noche.

El amor se veía en muchos casos como el único refugio de seguridad y apoyo en un mundo caótico e imprevisible, el único valor al que los hombres y las mujeres podían aferrarse con cierta esperanza de permanencia. Entre las clases medias del siglo XIX, el amor romántico (en un sentido «controlado» y tranquilo) pasó a ser considerado un factor relacionado con el matrimonio. En medio de aquellas turbulencias generales, en medio de todos aquellos cambios sociales y culturales que desató la libertad política, el matrimonio y la familia se idealizaron como instituciones necesarias para la estabilidad social, y la devoción conyugal se convirtió en un deber social. No era una visión muy «romántica» del

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amor. Y dado que su moral era fundamentalmente puritana y que como nuevos ricos aspiraban a la respetabilidad, domesticaron y «sentimentalizaron» la pasión romántica. Conservaron el derecho a elegir pareja libremente, pero por lo demás fue una época de amor romántico controlado. La cultura victoriana se caracterizó por ser severamente represiva. En el ámbito del amor romántico mostró una actitud sensiblera hacia la felicidad del hogar y la vida familiar combinada con una estricta represión de la sexualidad. El deseo sexual, en aquella sociedad fundamentalmente puritana, tendía a ser considerado una pasión animal de los hombres. En el matrimonio, la naturaleza animal del hombre se podía elevar moralmente por medio de una criatura virtuosa, espiritual y asexual popularizada en una influyente novela como «el ángel de la casa». El amor victoriano combinó el respeto mutuo, la devoción y el afecto con el matrimonio, pero ignorando el sexo en gran medida. Si la libertad y el individualismo —pilares del amor romántico— fueron valores aceptados en el terreno económico, la presión del conformismo social en el ámbito personal fue enorme. Entre las clases medias en particular, con sus ansias de «respetabilidad», no había nada de la franqueza emocional y la libertad de expresión sexual elementales con que entendemos el amor romántico en nuestros días. A pesar de todo, se desencadenó algo que ya nada podría parar, y que produjo cambios espectaculares. La posición de la mujer continuó mejorando a medida que; se ganaban nuevos derechos relacionados con la propiedad. El matrimonio se convirtió en un compromiso menos religioso y más civil, y el divorcio fue cada vez más posible. Los cambios legales facilitaron en gran medida la elección de una pareja romántica. Por último, a finales del siglo XIX y principios del XX una nueva psicología sentó las bases de una nueva visión del sexo liberador, al menos en algunos aspectos. La visión religiosa de su carácter «animal» fue sustituida por un concepto del sexo como una función natural con un profundo significado psicológico. El impacto de la «revolución freudiana», sin embargo, fue paradójico. Aunque aportó una perspectiva más clara sobre la sexualidad humana, fue profundamente antirromántica y opresiva para las mujeres. El antirromanticismo de Freud no consistió en negar el derecho de los 45

individuos a elegir a sus parejas. De hecho, no abogó por la vuelta a los matrimonios concertados. Simplemente declaró que el amor era en realidad «una sexualidad con finalidades inhibidas», y que el romanticismo burgués representaba únicamente una «superidealización» del amante, derivada de la frustración del deseo sexual. Según el punto de vista de Freud, el «amor romántico» sólo es una expresión sublimada de los impulsos sexuales más oscuros. El concepto del deseo sexual como expresión de admiración era completamente ajeno a esta visión de las relaciones entre hombres y mujeres y, presumiblemente, lo fue también para él. En su visión de las mujeres, suscribió la doctrina de la «mujercita», esa criatura frágil y no demasiado brillante que necesita ser protegida por el hombre de la dura realidad de la existencia. La vida de una mujer, según él, estaba marcada por el sentido de inadecuación provocado por no tener pene. Así, se consideraba que una mujer demasiado activa en el ejercicio de su inteligencia o ambiciosa en cualquier aspecto ejercía un esfuerzo compensatorio para negar su naturaleza básica defectuosa e incompleta. Por éstas y otras razones, Freud no es precisamente un héroe para las feministas contemporáneas. Y sin embargo, el efecto que produjo su obra fue, al final, liberador, al abrir el camino de la investigación de la sexualidad humana, y centrar la atención de su implacable curiosidad en un campo que las épocas anteriores habían mantenido oculto, con la voluntad de discutir lo indiscutible. Allanó, pues, el terreno para los que después le rebatirían, para los que verían más allá y con más claridad. Y, muy a su pesar, ayudó a la evolución del amor romántico. El ideal «americano»: el individualismo y el amor romántico

Ya hemos hablado de la conexión íntima entre el individualismo y el ideal del amor romántico. Esa relación puede ayudarnos a entender por qué el ideal se impuso por primera vez, y a una escala social muy amplia, en Estados Unidos, y por qué todavía hoy ese ideal se considera típicamente «americano» en muchos lugares del mundo.

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Aunque las actitudes hacia la sexualidad estaban dominadas por la influencia puritana (más tarde victoriana) en la cultura americana, y la tradición antirromántica del «sentido común» en América implicaba la negación de la importancia de la pasión, los americanos del siglo XIX eran culturalmente libres para casarse por amor. Se convirtieron así en un ejemplo para el resto del mundo occidental. Como escribieron Burgess y Locke (1953) en su estudio histórico The Family: From Institution to Companionship, «Estados Unidos es el lugar donde se ha producido la única demostración, y en todo caso la más completa, de amor romántico como prólogo y causa del matrimonio». Aún a riesgo de parecer repetitivo, es necesario hacer hincapié una vez más en que lo que distingue el punto de vista americano, y que representó una ruptura radical con respecto a su pasado europeo, es su compromiso sin precedentes con la libertad política, su individualismo intransigente, su doctrina de la supremacía de los derechos individuales y, más específicamente, su creencia en el derecho del individuo a buscar su propia felicidad en la Tierra. A los estadounidenses actuales les resulta difícil apreciar en toda su extensión el significado revolucionario de ese concepto, sobre todo si lo vemos desde la perspectiva de los intelectuales europeos. Norteamérica ha sido catalogada como la primera sociedad realmente seglar en la historia de la humanidad, ya que fue la primera nación del mundo en considerar al ser humano no un sirviente de la autoridad religiosa, o de la sociedad, o del Estado, sino una entidad con el derecho a existir para su propia felicidad. Fue la primera nación que dio expresión política explícita a ese principio. Aparte de las consideraciones filosóficas y políticas, la elevación del amor romántico en la cultura norteamericana se puede explicar en parte por el hecho de que Norteamérica comenzó siendo una sociedad inmigrante cuyos miembros podían dejar atrás las tradiciones con mayor facilidad; porque la antigua economía de frontera era más arriesgada y abierta en sus actitudes, y porque las difíciles condiciones de vida hicieron que se valorara más a las mujeres (no sólo desde el punto de vista sexual o económico, sino en todos los niveles). A finales del siglo XIX y principios del XX aumentó la movilidad de la población. Hombres y mujeres se mezclaron con mayor libertad en una amplia variedad de ambientes y contextos. La disponibilidad de la contracepción y la aceptación del divorcio incrementaron todavía más la 47

liberación de las relaciones entre hombres y mujeres. En el siglo XX se produjo un declive en la influencia de las actitudes sexuales victorianas, seguido de un conocimiento más profundo de la sexualidad femenina y un auge del reconocimiento de la igualdad entre los dos sexos. Los que vivimos hoy en Norteamérica disfrutamos de una libertad sin precedentes para dirigir nuestra vida privada y, en particular, nuestra vida sexual. Estamos aprendiendo a ver el sexo no como «el lado oscuro» de nuestra naturaleza, sino como una expresión normal de nuestra personalidad. Ya no nos sentimos tan inclinados a embellecer la tragedia al estilo de muchos románticos del siglo XIX. Y como la influencia de la religión continúa en declive, nos sentimos menos tentados a rebelarnos y «demostrar» nuestra «iluminación» por medio de la lujuria. Como resultado, la «naturalidad» del amor romántico se acepta hoy más que nunca. Los críticos del amor romántico

Esto no significa que hoy en Estados Unidos el ideal del amor romántico no tenga críticos. Todo lo contrario. Muchos observadores sociales y psicológicos afirman que el intento de construir una relación a largo plazo —el matrimonio— sobre una base emocional es, en el mejor de los casos, completamente inocente y, en el peor, patológico o socialmente irresponsable. Ralph Linton, antropólogo, escribió en 1936: Todas las sociedades reconocen que entre personas de distinto sexo se producen relaciones emocionales intensas, pero nuestra actual cultura es prácticamente la única que ha intentado [...] convertirlas en la base del matrimonio. [...] Su rareza en la mayoría de las sociedades sugiere que son desajustes psicológicos a los cuales nuestra cultura ha otorgado un valor extraordinario.

Un ataque más elaborado e influyente es el que realizó Denis de Rougemont en El amor y Occidente, publicado originalmente en 1940:

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En los siete mil años en que una civilización ha sucedido a otra, ninguna ha concedido tanta publicidad diaria al amor conocido como romance. [...] Ninguna se ha embarcado en la misma convicción ingenua según la cual la peligrosa empresa del matrimonio coincide con el amor así entendido, haciendo que el primero dependa del segundo. [...] En realidad, [...] el amor romántico falla a la primera cuando se encuentra con un obstáculo: el tiempo. El matrimonio es una institución pensada para ser duradera; de lo contrario, no tiene sentido. [...] Intentar basar el matrimonio en una forma de amor inestable por definición es trabajar para el Estado de Nevada. [...] El romance se alimenta de los obstáculos, de los momentos breves de excitación y de las separaciones; el matrimonio, por el contrario, se compone de deseo, de cercanía diaria, de acostumbrarse al otro. El romance exige el «amor lejano» del trovador; el matrimonio, el amor «del que está cerca».

En un ataque todavía más enconado, James H. S. Bossard y Eleanor S. Boll escribieron estas palabras en Why Marriages Go Wrong (1958): Si uno elige a un compañero y se casa únicamente buscando su felicidad y su plenitud personal, cuando ese compañero ya no cumpla esa función el matrimonio se habrá acabado. [...] La línea entre la persona individualista y la egocéntrica es muy fina. [...] El deseo de felicidad personal degenera en apatía social [...].

Para Bossard y Boll, la insistencia de los norteamericanos en el amor romántico refleja «una psicología de niño malcriado». En un simposio sobre el amor celebrado en 1973, un participante expresó un punto de vista que muchos de los asistentes compartían: En el ámbito sociocultural, y también en el psicológico, el amor podría ser como un freno que impide el desarrollo de nuevas formas sociales muy importantes para el desarrollo de una condición humana y una sociedad del futuro mejores y más satisfactorias.

En un ataque más personal, el libro de John F. Cuber y Peggy B. Harroff publicado en 1965 y titulado The Significant Americans se considera «un estudio de la conducta sexual entre los ricos». En este estudio, los autores comparan dos tipos de matrimonios: el «utilitario», caracterizado por una ausencia de implicación mutua o pasión; 49

mantenido por cuestiones sociales, económicas y familiares, y tolerado gracias a las separaciones prolongadas, la participación en «actividades colectivas» y la infidelidad sexual, y el matrimonio «intrínseco», caracterizado por la implicación emocional y sexual apasionada, una política de compartir las experiencias de la vida en la medida de lo posible, y una actitud de considerar la relación más interesante, más excitante y más satisfactoria que cualquier otro aspecto de la existencia social (en otras palabras, amor romántico). Los cónyuges inmersos en un «matrimonio intrínseco», según los autores, tienden a ser muy egoístas con su tiempo, en el sentido de que son reacios a participar en actividades sociales, políticas, comunitarias o de cualquier otra índole que conlleven una separación, a menos que estén convencidos de que existen muy buenas razones para hacerlo. No buscan excusas para librarse del otro. Si este tipo de relación tiende a provocar cierto grado de envidia entre los que practican un «matrimonio utilitario», según los autores, también provoca resentimiento y hostilidad. Los autores hablan de sentimientos tan hostiles como: «esos inmaduros» deben «ser controlados» de algún modo. Hablan de un hombre con formación en psicología que declaró: «Tarde o temprano hay que comportarse conforme a la edad que uno tiene. La gente que no evoluciona tiene un problema psicológico. Y si no lo tiene, lo tendrá». Según los autores, otro psicólogo declaró con convicción: «Cualquier hombre o mujer que tiene la necesidad de tanta proximidad está enfermo. ¡Necesita apoyarse en otra persona como si fuese una muleta! ¡Es demasiado dependiente! Hay algo insano en eso». (Estos sentimientos negativos no expresan el punto de vista de los autores del libro.) A los críticos les gusta señalar que el país en el que el amor romántico encontró su mejor sede es también el país con la mayor tasa de divorcios del mundo. Aunque un número elevado de divorcios no equivale a acusar directamente al amor romántico (más bien sugiere que muchos norteamericanos están tan comprometidos con el ideal de la felicidad conyugal que no están dispuestos a resignarse a una vida de sufrimiento), resulta indiscutible que muchísimas personas experimentan los esfuerzos que invierten en la satisfacción romántica como fracasos decepcionantes o incluso desastrosos. Es evidente que el desencanto y la desilusión campan a sus anchas. Los experimentos como el intercambio 50

de parejas, la poligamia, las comunas sexuales o los «matrimonios» de tres personas representan caminos alternativos a la satisfacción personal que parecen tener cada vez más adeptos. Sin embargo, nadie habla de éxitos rotundos. Al parecer, las variaciones en la estructura de las relaciones no ahondan en el tema central. El problema llega a un nivel más profundo que esas «soluciones» no alcanzan. La abrumadora e innegable realidad del problema —la dificultad de conseguir una felicidad sostenida en una relación interpersonal— evidencia nuestra necesidad de pensar más profundamente sobre este tema y analizar de qué dependen las relaciones sentimentales y el amor. Pero antes vamos a considerar brevemente por qué el amor romántico ha recibido críticas tan duras. Qué no es el amor romántico

Muchas de las críticas recurrentes contra el amor romántico se basan en observar procesos irracionales o inmaduros que se dan entre personas que manifiestan estar «enamoradas» y después generalizar sobre la repulsa contra el amor romántico como tal. En esos casos, los argumentos no se dirigen en realidad contra el amor romántico (si se entiende por amor romántico «un vínculo apasionado espiritualemocional-sexual entre un hombre y una mujer que refleja una alta estima mutua de su valor como persona»). Existen, por ejemplo, hombres y mujeres que experimentan una fuerte atracción sexual, llegan a la conclusión de que están «enamorados» y dan el paso de casarse basándose en esa atracción, ignorando el hecho de que tienen pocos valores o intereses en común, no se admiran realmente, están ligados principalmente por necesidades de dependencia, tienen personalidades y temperamentos incompatibles y, en definitiva, no están interesados en el otro. Por supuesto, esas relaciones están abocadas al fracaso. No representan el amor romántico. Amar a un ser humano significa conocer y amar a su persona, lo que presupone la capacidad de ver con claridad. Habitualmente se afirma que los amantes románticos manifiestan una fuerte tendencia a idealizar o a hacer atractivos a sus compañeros, a tener una percepción equivocada exagerando sus virtudes y negándose a ver sus carencias. Por supuesto, 51

eso ocurre en ocasiones, pero no es inherente a la naturaleza del amor. Afirmar que el amor es ciego implica que entre dos personas no pueden existir afinidades reales y profundas que inspiren amor. Ese argumento va en contra de la experiencia de hombres y mujeres que ven las debilidades y los puntos fuertes de sus parejas, a quienes aman con pasión. Una vez más, en ocasiones se afirma (como hemos visto en el caso de De Rougemont, y antes que él, en el de Freud) que la experiencia del amor romántico surge únicamente de frustraciones sexuales y, por tanto, debe desaparecer poco después de ser consumado. La frustración puede crear un deseo obsesivo y alimentar la tendencia a dotar al objeto del deseo de un valor temporal. Sin embargo, todo el que asegura que el amor romántico no puede sobrevivir a la satisfacción sexual está haciendo una afirmación personal esclarecedora sobre su persona, y también revela una extraordinaria ceguera o indiferencia hacia la experiencia de los demás. En ocasiones se argumenta que dado que la mayoría de las parejas experimentan sentimientos de desencanto poco después del matrimonio, la experiencia del amor romántico tiene que ser una falsa ilusión. Sin embargo, muchas personas experimentan ese desencanto en algún momento de su trayectoria profesional, y no por ello se sugiere que se hayan equivocado de carrera. También las hay que viven cierto grado de desencanto con sus hijos, y no por ello se supone que el deseo de tener hijos es inmaduro y neurótico por naturaleza. En cambio, se acepta que las necesidades para lograr la felicidad en la profesión o el éxito en la crianza de los hijos pueden ser mayores y más complicadas de lo que normalmente se cree. El amor romántico no es omnipotente (y los que piensan que lo es son demasiado inmaduros para estar preparados para vivirlo). Ante la multitud de problemas psicológicos que muchas personas aportan a sus relaciones románticas —teniendo en cuenta sus dudas, sus temores, sus inseguridades, su falta de autoestima; el hecho de que muchas de ellas no han aprendido que una relación amorosa, como cualquier otro valor de la vida, requiere conciencia, valor, conocimientos y sabiduría para poder mantenerla en el tiempo—, no es de extrañar que la mayoría de ellas acaben siendo decepcionantes. Sin embargo, condenar el amor romántico con ese argumento viene a ser como afirmar que si «el amor no es 52

suficiente», que si el amor por sí mismo no puede darnos la felicidad y la satisfacción de manera indefinida, entonces es que se trata de un error, de una falsa ilusión, incluso de una neurosis. Sin duda, el error no radica en el ideal del amor romántico, sino en las exigencias irracionales e imposibles que se le imponen. Resulta muy difícil abstraerse de la sensación de que al menos algunos ataques contra el amor romántico tienen sus raíces en la envidia, tal como sugiere la cita tomada de The Significant Americans: la envidia, la infelicidad personal y la incapacidad de entender la psicología de las personas cuya capacidad para disfrutar de la vida es mayor que la propia. Sin embargo, existen aspectos filosóficos más profundos que conviene tener en cuenta. Tanto la defensa del amor romántico como los ataques contemporáneos surgieron en un contexto histórico-filosófico. Una vez más, vamos a hablar de la mentalidad tribal (lo que significa adentrarse de nuevo en el campo de la teoría ética y política). Cuando leí algunos ataques contra el amor romántico lanzados por intelectuales contemporáneos, me vino a la mente el lema que aparecía en las monedas nazis: «El bien común por encima del bien individual». Y también la declaración de Hitler: «En la búsqueda de su propia felicidad, la gente cae del cielo para ir a parar al infierno». Una de las tragedias de la historia de la humanidad es que la mayor parte de los sistemas éticos que han logrado cierto grado de influencia mundial son básicamente variaciones del tema del autosacrificio. El altruismo se equiparaba con la virtud; el egoísmo —cumplir las necesidades y los deseos del ego— era sinónimo de maldad. Con esos sistemas, el individuo siempre ha sido una víctima que ha tenido que alejarse de su yo y ser «altruista» para servir con su sacrificio a un ser supuestamente más elevado llamado Dios, o faraón, o emperador, o rey, o sociedad, o Estado, o proletariado... o cosmos. Es una extraña paradoja de nuestra historia que esa doctrina, que nos dice que debemos vernos como animales expiatorios, se haya aceptado generalmente como representante de la benevolencia y el amor hacia la humanidad. Sólo hay que considerar sus consecuencias para estimar la naturaleza de su «benevolencia». Desde que el primer individuo, hace miles de años, fue sacrificado en un altar por el bien de la tribu, hasta los herejes y los apóstatas quemados en la hoguera por el bien del populacho o la gloria de Dios, pasando por los millones de exterminados en cámaras de gas o 53

en campos de trabajos forzados por el bien de la raza o del proletariado, esa moralidad es la que ha servido como justificación de todas las dictaduras y de todas las atrocidades pasadas y presentes. Sin embargo, muy pocos intelectuales han puesto en entredicho la idea básica que da pie a esas matanzas: «el bien del individuo debe subordinarse al bien de la comunidad». Discuten sobre las aplicaciones particulares de ese principio, sobre quién debe ser sacrificado y en beneficio de quién; expresan su horror e indignación cuando no aprueban la elección de las víctimas y los beneficiarios, pero no se cuestionan el principio esencial: que el individuo es un objeto de sacrificio. Al revisar esos ataques contra el amor romántico que le reprochan su falta de atención al «bien mayor de la comunidad», me pregunté cuántos millones más de seres humanos tendrán que sufrir antes de que entendamos que no existe mayor bien que el del individuo. Más adelante recuperaremos el tema del amor y el egoísmo. Sin embargo, sean cuales sean las soluciones a las que tengan que llegar los seres humanos para obtener satisfacción en el contexto de las relaciones de pareja, la renuncia al derecho de cada uno de buscar la felicidad personal no es una de ellas. Por último, para regresar a la curiosa crítica del amor romántico con la que comenzamos este apartado —la afirmación de Linton según la cual la rareza del amor romántico en otras culturas indica que podría ser una «irregularidad» psicológica en la nuestra—, sólo debemos tener en cuenta que según esa lógica deberíamos condenar muchas otras «irregularidades» de la civilización norteamericana, como su mayor nivel de vida, su reconocimiento de los derechos del individuo o su libertad política, cuestiones que ciertamente son «rarezas» en otros muchos lugares. En relación con el resto del mundo, Estados Unidos es un país innovador en muchos aspectos. La importancia que otorga al amor romántico lo diferencia de muchas otras culturas, las clases educadas de las cuales están observando el ideal norteamericano con un deseo creciente. Y en muchos casos hasta están rechazando un concepto del amor y del matrimonio que ya se ha quedado obsoleto. Sobre el movimiento del potencial humano

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Antes de regresar al tema central me gustaría hacer una especie de excursión (o más bien una digresión) por un territorio que puede parecer muy alejado de la cuestión del amor romántico y que, sin embargo, guarda relación con él de una manera indirecta. Se trata del movimiento del potencial humano, surgido en el siglo XX. Dado que vamos a tener que mencionar una vez más el tema del individualismo, empecemos por profundizar un poco más en su significado. El individualismo es un concepto ético-político y éticopsicológico. Como concepto ético-político, propugna la supremacía de los derechos del individuo, el principio de que un ser humano es un fin en sí mismo, no un medio para los fines de los demás, y que el objetivo de la vida es la realización personal. Como concepto ético-psicológico, el individualismo mantiene que el ser humano debe pensar y juzgar de manera independiente, respetando sólo la soberanía de su mente. Está íntimamente relacionado con el concepto de la autonomía (del que hablaremos más adelante). Aparte de los acontecimientos sociales y culturales descritos, la marea histórica del individualismo dio lugar durante la segunda mitad del siglo XX a un fenómeno muy significativo en el campo de la psicología: el «movimiento del potencial humano». Se trata de una rebelión contra la visión estrecha y reduccionista del ser humano mantenida por el psicoanálisis y el conductismo, que supone la búsqueda de un conocimiento más amplio del significado del término «humano» y de las posibilidades «más elevadas» de la naturaleza humana. A diferencia de la psicología y la psiquiatría tradicionales, ocupadas principalmente en la «enfermedad» y su tratamiento, el movimiento del potencial humano se orienta hacia todo lo que se encuentra al otro lado de lo «normal», lo que pertenece al crecimiento, al desarrollo personal y a la exploración y puesta en práctica de potencialidades positivas. Ahora bien, lo que resulta especialmente interesante de este fenómeno en el contexto de nuestro discurso, es que dicho movimiento es atacado actualmente por razones muy similares a las que se esgrimen contra el amor romántico. Se alega que es «egocéntrico», «autoindulgente», «un fenómeno propio de la clase media», y sus exponentes son acusados de mostrarse indiferentes a los problemas «del mundo en su conjunto».

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El movimiento del potencial humano es definitivamente «un fenómeno propio de la clase media» (tal como se aceptó al principio a gran escala el amor romántico). Obviamente, las personas que luchan con el problema de la supervivencia física, para quienes la enfermedad y el hambre son el día a día, no se paran a pensar en la «autorrealización». Eso es algo que sólo experimentan aquellos que han alcanzado un grado razonable de bienestar material y que quieren «más» (no en el sentido material, sino en el espiritual, psicológico, emocional, intelectual). El movimiento surgió en una sociedad rica; es un «fenómeno norteamericano». Aun así, hay que admitir que este movimiento cae muchas veces en el absurdo. Resulta comparable a una frontera del Lejano Oeste: mucho entusiasmo, algunas chispas de genialidad y mucha gente vendiendo «pociones milagrosas». Difícilmente podría ser de otra manera. Es el patrón que siguen todos los principios. Lo triste es que numerosos exponentes del movimiento del potencial humano hayan adoptado posiciones cada vez más apologéticas y defensivas en respuesta a las acusaciones que los tildan de «egoístas». Por supuesto, la búsqueda de la autorrealización es egoísta. Y también la de la salud física. Y la del equilibrio mental. Y la de la felicidad. Y la de la siguiente bocanada de aire. Varios miles de años de adoctrinamiento en la ética del autosacrificio han conseguido que la gente tenga pánico de reconocer lo obvio: que su interés por el crecimiento personal está motivado por el egoísmo y que tienen derecho a ello. Asistimos al triste espectáculo de muchos defensores del movimiento explicando que lo que realmente están haciendo es prepararse a través de la «mejora personal» para servir mejor a la humanidad, admitiendo así que las únicas justificaciones válidas son las «sociales». Una de las ideas implícitas en esos ataques contra el movimiento del potencial humano, directamente comparable a algunos ataques contra el amor romántico, es que el interés por la autorrealización o la satisfacción personal es antisocial o socialmente irresponsable. Pero esta afirmación carece de todo fundamento y existen pruebas indiscutibles para apoyar la visión contraria. Las personas que no se aman a sí mismas no tienen capacidad de amar a los demás. Las personas que no se

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respetan a sí mismas no pueden respetar a los demás. Las personas que se sienten inseguras y llenas de dudas suelen considerar a los demás seres humanos amenazadores y perjudiciales. En realidad, si repasamos la historia del progreso humano en todas las fases que nos han llevado desde las cuevas hasta nuestro actual nivel de civilización, y de la genialidad, la audacia, el valor y la creatividad que han hecho posible ese progreso, no podemos dejar de asombrarnos ante lo mucho que debemos a aquellos que dedicaron sus vidas a la tarea de descubrir y llevar a cabo su propio «destino»: artistas, científicos, filósofos, inventores, industriales... seres humanos cuya trayectoria vital ha consistido en su autorrealización (autodesarrollo, autosatisfacción). Contemplado desde el lado positivo, el movimiento del potencial humano ha ayudado a crear un nuevo clima intelectual para abordar el tema del amor romántico. Frente a la visión reduccionista-mecanicista de la naturaleza humana (la visión de los seres humanos como máquinas), sus defensores han recuperado para la psicología un nuevo respeto hacia conceptos como «mente», «conciencia», «elección» y «objetivo». Los descubrimientos en física y biología han explotado el materialismo anticuado y han llevado inexorablemente hacia lo que se describe como un modelo orgánico, no mecánico, del universo. «Totalidad, organización, dinámica [...] esos conceptos generales podrían considerarse característicos de la visión moderna de la física frente a la visión mecánica», escribe Ludwig von Bertalanffy en Problems of Life. La biología nunca ha sido capaz de salir adelante sin conceptos como función, objetivo y conciencia, que en las últimas décadas han ganado en «respetabilidad». El intento de reducir al ser humano a un autómata pasivo, interpretando su conducta, valores y elecciones como productos mecanizados de las fuerzas sociales e instintivas, nunca fue defendible. Ignoraba la evidencia —violentando gran parte de la experiencia humana y permitiéndose demasiadas falacias— mientras los filósofos ya se avanzaban incluso a los nuevos descubrimientos en física y biología. La falsa ilusión de que las «ciencias experimentales» avalaban o dotaban de credibilidad al reduccionismo está desapareciendo. En el contexto de los nuevos conocimientos se reconoce que podemos hablar de «aspiraciones espirituales» y «afinidades espirituales» sin implicaciones teológicas, irracionales o precientíficas. 57

Ahora somos más libres para mirar a los seres humanos y ver lo que siempre hemos tenido delante: que no somos máquinas, o que no somos «sólo» o «simplemente» máquinas. Los robots no establecen relaciones románticas. Tampoco las marionetas se mueven por instintos. Ni creo poder afirmar que lo hagan los sujetos favoritos de los experimentos conductistas: los ratones y las palomas. Somos la especie más evolucionada del planeta. Tenemos una conciencia sin parangón por su variedad y complejidad. Nuestra forma única de conciencia es la fuente de nuestras necesidades y capacidades específicamente humanas. Una de sus manifestaciones es la experiencia del amor romántico. El amor romántico no es un mito que espera ser derribado; para muchos de nosotros es un descubrimiento que espera ser revelado. Esencial: una nueva comprensión del amor romántico

Está claro que «el amor no basta». El hecho de que dos seres humanos se quieran no garantiza que vayan a ser capaces de crear una relación placentera y satisfactoria. Su amor no garantiza que sean maduros y sabios, aunque sin esas cualidades ese amor corre peligro. Su amor no les enseña automáticamente habilidades comunicativas o métodos eficaces de resolución de conflictos, o el arte de integrarlo en el resto de su existencia. Sin embargo, la ausencia de esos conocimientos puede llevar a la muerte del amor. Su amor no produce autoestima; puede reforzarla, pero no crearla. Y sin autoestima el amor no puede sobrevivir (ni siquiera nacer). Incluso entre personas maduras y realizadas, el amor no necesariamente es «para siempre». A medida que las personas crecen y evolucionan, sus necesidades y deseos cambian. Pueden surgir nuevos objetivos y anhelos que provoquen fisuras en las relaciones. Esto no significa —o no tiene por qué significar— que el amor haya «fracasado». Una unión que proporciona una gran alegría, enriquecedora y estimulante para dos seres

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humanos no es un «fracaso» sólo porque no dure para siempre; puede ser una gran experiencia y que sus protagonistas se alegren de haberla vivido. Cuando surgió el ritual del matrimonio que incluía la fórmula «hasta que la muerte os separe», la esperanza de vida no iba mucho más allá de los 20 años. De hecho, un hombre que moría a los 26, podía haber tenido tres esposas, dos de las cuales habrían fallecido durante un parto. «Para siempre» tenía un significado distinto en ese contexto; hoy, muchos de nosotros viviremos hasta los 80 años o más. Lo que provoca la sensación de fracaso, en ocasiones, no es que el amor no aporte alegría y satisfacción a dos seres humanos, sino que es posible que éstos no sepan cuándo llega el momento de dejarlo correr; luchan por aferrarse a algo que ya se ha desvanecido, y bautizan erróneamente el tormento y la frustración de sus esfuerzos como «el fracaso del amor romántico». Por tanto, debemos reconsiderar qué entendemos nosotros por amor romántico: qué significa, qué tipo de experiencia aporta, qué necesidades debe satisfacer y de qué condiciones depende. Tenemos que verlo como un encuentro único entre un hombre y una mujer, una experiencia única y una aventura única (que, posiblemente pero no necesariamente, implica matrimonio, hijos, exclusividad sexual y «hasta que la muerte nos separe»). En el momento histórico en que nos encontramos, el amor romántico se enfrenta a una crisis. Y no se debe a que el ideal sea irracional, sino a que todavía estamos intentando asimilar su significado, entender sus presupuestos filosóficos y también sus exigencias psicológicas. Exploremos, pues, con más detenimiento las raíces psicológicas del amor romántico, las necesidades que trata de satisfacer y las condiciones que conducen al éxito o al fracaso. Veremos qué es el amor, por qué nace, por qué en ocasiones crece y por qué en otras muere.

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2 Las raíces del amor romántico Prólogo: primero, un yo; después, una posibilidad

Cuando un hombre y una mujer se encuentran y viven un amor romántico en el que buscan la unión, la fusión, la experiencia del contacto más íntimo, ambos proceden de un contexto de soledad. Entender este punto resulta absolutamente esencial para todo lo que viene a continuación. Paradójicamente, si deseamos comprender el amor romántico debemos empezar por entender el concepto de soledad, la condición universal de todos nosotros. Al principio estamos solos y no lo sabemos. Un recién nacido no diferencia entre el yo y el no-yo; no existe conciencia del yo, y tampoco nosotros como adultos experimentamos esa conciencia. Citando a Mahler, Pine y Bergman en The Psychological Birth of the Human Infant: El nacimiento psicológico del ser humano y el nacimiento psicológico del individuo no coinciden en el tiempo. El primero es un hecho dramático observable y perfectamente delimitado; el segundo, un proceso intrapsíquico que se desarrolla muy poco a poco.

Descubrir los límites, dónde termina y el yo y comienza el mundo exterior; entender y asimilar el hecho de la separación, es una de las tareas más importantes de la infancia. De ella depende el desarrollo normal del individuo. La segunda parte de este proceso de maduración (que se superpone a la primera) es la personalización: la adquisición de las habilidades motrices y cognitivas básicas, combinadas con un principio de sentido de la identidad física y personal. Esa adquisición representa los cimientos

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de la autonomía del niño (la capacidad de orientación interior, autorregulación y responsabilidad). La separación y la personalización marcan el nacimiento del niño como ser humano. Sin embargo, esos conceptos no se aplican únicamente a los primeros años de desarrollo. Poseen un significado más amplio que se manifiesta continuamente durante todo el ciclo vital. Si entendemos la otredad y la individuación no como procesos de crecimiento exclusivos de los niños, sino aplicables también a los adultos, los veremos como temas recurrentes en niveles más y más avanzados a medida que el individuo madura y evoluciona. Resulta sencillo apreciar el patrón básico en un niño que pasa a la edad adulta sin problemas (desde aprender a andar hasta elegir una profesión y formar una familia). Sin embargo, podemos ver el mismo proceso en la lucha de una mujer plenamente identificada con el papel de madre que se enfrenta a la compleja pregunta de quién es cuando su hijo crece y ya no depende de ella. Esa madre también se encuentra inmersa en un proceso de separación e individuación. Cuando un matrimonio termina en divorcio, o cuando un miembro de una pareja longeva fallece y el otro debe enfrentarse al tema de la identidad fuera del contexto de la antigua relación, también entra en juego el proceso de separación e individuación. Podemos esforzarnos en eludir el hecho de que en esencia estamos solos, pero siempre acaba apareciendo. Una relación romántica quizá nos dé fuerzas, pero no sustituirá la identidad personal. Cuando intentamos negar esas verdades, son nuestras relaciones las que se resienten: por la dependencia, la explotación, el dominio, la subordinación, nuestra propia ansiedad no reconocida, etc. Puede que la esencia de nuestra evolución como seres humanos consista en seguir respondiendo a la pregunta fundamental —¿Quién soy?— en niveles más y más profundos. Respondemos a esa pregunta, nos definimos, a través de los actos de pensamiento, sentimiento y acción (de aprender a asumir cada vez más responsabilidades por nuestra existencia y bienestar), expresándonos a través de nuestro trabajo y nuestras relaciones. Ése es el significado más amplio del concepto de «individuación»: una tarea que dura toda la vida.

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Cuando un niño descubre que sus percepciones, sentimientos o juicios chocan con los de sus padres u otros miembros de la familia, y se pregunta si debe escuchar la voz del yo o rechazarla en favor de la voz de los demás; cuando una mujer cree que su marido está equivocado en alguna cuestión fundamental y duda de si debe expresar sus pensamientos o descartarlos para proteger la «cercanía» de la relación; cuando un artista o un científico ve de repente un camino que podría alejarle de las creencias y los valores «consensuados» de sus colegas, lejos de la «corriente dominante» de la orientación y la opinión contemporáneas, y duda de seguir ese camino solitario —lleve a donde lleve— o retroceder, olvidar lo que ha visto y limitarse a lo que puede compartir con los demás... en todos estos casos, la cuestión es la misma. ¿Debemos seguir las señales interiores o ignorarlas? Autonomía frente a conformidad; autoexpresión frente a autorrechazo. Los innovadores y los creadores son personas capaces de aceptar la soledad en mayor grado que el resto de los mortales. Están más abiertos a seguir su visión personal aunque ello suponga alejarse de la comunidad. Los espacios inexplorados no les asustan (o, al menos, no tanto como al resto). Ése es uno de los secretos de su fuerza. Lo que llamamos genialidad tiene mucho que ver con el valor y la audacia, con el «nervio». Respirar no es un acto social. Pensar, tampoco. Los humanos interactuamos: aprendemos de los demás, compartimos un lenguaje común, expresamos nuestros pensamientos, describimos nuestras fantasías, nos comunicamos acerca de nuestros sentimientos, nos influimos unos a otros... La conciencia, en cambio, es inmutablemente privada por naturaleza. Cada uno de nosotros somos, en última instancia, islas de conciencia. Y ésa es la raíz de nuestra soledad. Estar vivo es sinónimo de ser un individuo. Ser un individuo consciente implica experimentar una perspectiva única del mundo, al menos en algunos aspectos. Ser un individuo que no sólo es consciente, sino autoconsciente, equivale a encontrar —aunque sea en momentos breves, aunque sea en el espacio privado de la propia mente— el hecho inalterable de la soledad personal. La soledad conlleva autorresponsabilidad. Nadie puede pensar por nosotros; nadie puede sentir por nosotros y nadie puede dar significado a nuestra existencia, excepto nosotros mismos. Para la mayoría de las 62

personas, esa idea resulta aterradora. Puede llegar a convertirse en el hecho al que se resisten con más fuerza, el que niegan con más pasión. Las formas que adopta esa negación son innumerables: negarse a pensar y seguir las creencias de los demás sin cuestionarlas; rechazar los propios sentimientos, los más profundos con el fin de «pertenecer»; fingir estar indefenso o confuso, o ser estúpido, con el propósito de evitar adoptar una postura independiente; aferrarse a la idea de que uno «morirá» si no consigue el amor de esta o aquella persona; unirse a movimientos o «causas» de masas que prometen ahorrarse la responsabilidad de un juicio independiente y obviar la necesidad de una identidad personal; someter las propias ideas a las de un líder; matar y morir por símbolos y abstracciones que prometen la gloria, y dar sentido a la existencia sin aportar nada más que la obediencia; dedicar todas las energías a manipular a las personas para que den «amor»... Y aunque hay miles de casos en los que no estamos solos, ninguno contradice lo que acabo de decir. Como seres humanos, estamos unidos al resto de seres de la humanidad y a todas las formas de vida. Como habitantes del universo, estamos unidos a todo lo que existe. Nos hallamos inmersos en una red infinita de relaciones. La separación y la conexión son polaridades; la una implica la otra. Todos somos parte de un universo, pero dentro de ese universo cada uno de nosotros somos un punto de conciencia, un hecho único, un mundo privado e irrepetible. Si no entendemos esto, no podremos entender algunas de nuestras experiencias de unión y fusión más fascinantes. Ni esos extraordinarios momentos de serenidad en los que nos sentimos unidos a todo lo que existe. Y tampoco el éxtasis del amor romántico. La trágica ironía de la vida es que el intento de negar la soledad provoca la negación del amor. Sin un «yo» que ame, ¿cuál es el significado del amor? Primero, un yo; después, una posibilidad: la alegría sublime de un yo que encuentra a otro. Hacia una definición del amor

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Como todavía no estamos preparados para abordar el amor romántico directamente, debemos empezar a examinar el amor en general. El amor romántico es un caso especial dentro de la categoría general del amor. Existen muchos tipos de amor, desde el romántico hasta el que se da entre padres e hijos, entre amigos, o el que siente un ser humano por un animal, etc. Sin embargo, existen ciertos elementos aplicables a todos los tipos de amor, ciertas verdades universales que forman la base necesaria de cualquier disertación sobre el amor romántico. El amor es, en el sentido más general, nuestra respuesta emocional a algo que tenemos en muy alta estima. Es una experiencia de alegría en presencia del objeto amado, por su proximidad y por la interacción o la implicación. Amar es deleitarse con el ser al que uno ama, experimentar placer en presencia de ese ser, hallar gratificación o satisfacción en contacto con esa persona. Experimentamos al ser amado como una fuente de satisfacción de necesidades muy importantes. (Alguien a quien queremos entra en la habitación; nuestros ojos y nuestro corazón se iluminan. Miramos a esa persona y sentimos cómo crece la alegría en nuestro interior. Nos acercamos y le tocamos; nos sentimos felices, completos.) Sin embargo, el amor es más que una emoción; es un juicio o una valoración y una tendencia a la acción. En realidad, todas las emociones conllevan valoraciones y tendencias a la acción. Lo primero que debemos reconocer sobre las emociones es que son respuestas de valor. Son respuestas psicológicas automáticas —que implican elementos mentales y fisiológicos— a nuestra apreciación subconsciente de lo que percibimos como una relación beneficiosa o dañina entre nosotros y algún aspecto de la realidad. Si nos detenemos a examinar una respuesta emocional, como el amor, el miedo o la ira, veremos que todas las respuestas llevan implícito un juicio de valor dual. Cada emoción refleja el juicio del «conmigo» o «contra mí» (y también «hasta qué punto»). Así, las emociones difieren en función de su contenido y de su intensidad. En sentido estricto, no son dos juicios de valor separados; son aspectos integrantes del mismo juicio y se experimentan como una respuesta.

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El amor es la expresión más elevada e intensa de la valoración «conmigo», «bueno para mí», «beneficioso para mi vida». (En el ser amado vemos muchas de las características que consideramos más adecuadas para la vida —como nosotros la entendemos y la experimentamos— y, por tanto, más deseables para nuestro bienestar y nuestra felicidad.) Cada emoción contiene una tendencia inherente a la acción, es decir, un impulso para llevar a cabo alguna acción relacionada con esa emoción concreta. La emoción del miedo es la respuesta de una persona a algo que amenaza sus valores; implica la tendencia a evitar o huir del objeto temido. La emoción del amor implica la tendencia a conseguir algún tipo de contacto con el ser amado, alguna forma de interacción o implicación. En ocasiones, uno de los miembros de la pareja puede quejarse (con razón) en estos términos: «Dices que me quieres, pero por tus actos no lo parece. No quieres estar conmigo, no quieres hablar conmigo, ¿cómo actuarías entonces si no me quisieras?». Por último, y en un sentido más esencial, podríamos describir el amor como la representación de una orientación, una actitud o un estado psicológico respecto al ser amado, más profunda y duradera que cualquier cambio momentáneo de un sentimiento o una emoción. Como orientación, el amor representa la disposición a experimentar al ser amado como la personificación de valores personales de gran importancia (y, en consecuencia, como una fuente real o potencial de bienestar). El amor entre padres e hijos: un caso especial

Aristóteles sugirió que si deseamos entender el amor deberíamos tomar como relación «modelo» (por la cual medimos, comparamos y contrastamos otras relaciones) el nexo que existe entre amigos más o menos iguales en cuanto a desarrollo, y que están unidos por valores e intereses comunes y por su admiración mutua. A medida que profundicemos en la naturaleza del amor, veremos que ese punto de vista resulta muy recomendable, y especialmente en el caso del amor romántico.

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Ahora bien, curiosamente, es una relación muy distinta —la que une a padres e hijos— la que se considera el punto ideal de referencia para entender la esencia del amor (y, de hecho, de cualquier relación humana «sana» o «deseable»). Y aunque es ésta, la posición adoptada, por ejemplo, por el antropólogo Ashley Montagu cuando dice: «Según creo, se acepta universalmente que la relación entre madre e hijo define mejor que cualquier otra la esencia del amor», yo considero que esta perspectiva es errónea, y me gustaría explicar por qué. Para empezar, si estudiamos el análisis que han hecho del amor filósofos y psicólogos a lo largo de la historia, así como las controversias que han suscitado sus ideas, resulta obvio que el punto de vista de Montagu es cualquier cosa menos «aceptado universalmente». No obstante, lo mantienen suficientes personas como para que merezca la pena refutarlo. Montagu nos guía hasta su conclusión por medio de la siguiente observación: Desde el momento del nacimiento, el bebé necesita el intercambio recíproco de amor con su madre. Desde los primeros momentos, es capaz de aportar grandes beneficios a la madre (si la relación madre-hijo no sufre interrupciones). [...] [Si] el bebé permanece con la madre y ésta le da el pecho, se resuelven de inmediato, en la mayoría de los casos, tres problemas que [...] son responsables de tragedias e infelicidad. [...] La hemorragia del útero después del parto [...] se reduce y el útero empieza a recuperar su tamaño casi normal en cuestión de minutos; la placenta se desprende y se expulsa. [...] El bebé, a su vez, también se beneficia. [...] Teniendo en cuenta [...] los beneficios para la madre y el hijo, tal vez podríamos [...] decir que el amor es la relación entre personas que contribuye al bienestar y el desarrollo de cada una de ellas.

Resulta indiscutible el intercambio de beneficios mutuos, fisiológicos y psicológicos, entre la madre y el hijo. Es igualmente cierto que si compro un libro y lo pago, y el propietario de la librería utiliza parte de sus ingresos para continuar con su formación personal, la relación que haya establecido con el librero también será de bienestar y desarrollo mutuo. Pero eso no significa que el librero y yo nos amemos. Por tanto, está claro que a la definición de Montagu le falta algo esencial.

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Además, si la madre tiene intención de beneficiar al niño, no ocurre lo mismo al contrario. El recién nacido ni siquiera es consciente de que la madre es un ser distinto. ¿En qué sentido, entonces, puede decirse que el bebé «ama» a la madre? Hay que tener en cuenta también, que esta relación concreta es el ejemplo por excelencia de una relación entre no iguales. Es una relación en la que a nivel de intención consciente, una parte es casi en exclusiva la que da, y la otra es casi en exclusiva la que recibe. Una relación de este tipo, cuando se produce entre adultos, se considera de explotación o parasitaria (por supuesto, no es así en el caso de la relación entre madre e hijo por razones biológicas obvias). El significado de la relación entre padres e hijos, vista desde el punto de vista de nuestro concepto del amor en general y del amor romántico en particular, es de naturaleza muy distinta. La madre —o la persona que la sustituye— es la primera representante de la humanidad en la vida del niño. Aporta a su hijo una sensación de seguridad. El bebé, por su parte, aprende a sentir confianza, a experimentar a otro ser humano como fuente de placer y gratificación. Esas experiencias constituyen una valiosa preparación para el amor. Lo ideal sería que el niño adquiriese una base emocional que le permitiera desarrollar la capacidad de amar. Sin embargo, no hay que confundirla con la experiencia del amor en sí mismo, que requiere un nivel de madurez ajeno al mundo de los niños. Incluso más adelante, cuando el niño ya es capaz de amar en un sentido activo, la relación con los padres sigue siendo un «caso especial» que no sirve como prototipo del amor en general. Lo que continúa, al menos hasta la edad adulta, es el problema de la falta de igualdad con todas las limitaciones que eso conlleva. La necesidad y el deseo de amar

En nuestro intento de entender el amor romántico queremos comprender las necesidades psicológicas que ese tipo de amor satisface. Y también queremos entender las raíces de esas necesidades.

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Vamos a abordar nuestra necesidad de compañía, de estar cerca de personas a las que podamos respetar, admirar y valorar, y de interactuar con ellas de diversas maneras y a diferentes niveles. Casi todo el mundo experimenta el deseo de compañía, amistad y amor como algo inherente (que no requiere explicación) a la naturaleza humana. En ocasiones se ofrece una pseudoexplicación en términos de un supuesto «instinto gregario» que, según se dice, poseemos los seres humanos. Pero eso no aporta nada. Podríamos decir que nuestro deseo de compañía se explica en parte por el hecho de que vivir y tratar con otras personas en un contexto social, intercambiar bienes y servicios, y otros actos similares, nos permite una forma de supervivencia incomparablemente superior al que obtendríamos si estuviésemos solos en una isla desierta o en una granja aislada. Nos interesa tratar con personas que tengan unos valores y un carácter similares a los nuestros. Normalmente desarrollamos sentimientos de benevolencia o afecto hacia aquellas personas que comparten nuestros valores y cuyo comportamiento nos beneficia de alguna manera. No obstante, esa respuesta no trata la cuestión esencial, y esas consideraciones prácticas y existenciales no son suficientes para explicarla. El deseo de compañía y amor surge de consideraciones más íntimas que sacan a relucir motivos más psicológicos que existenciales. Casi todos somos conscientes del deseo de compañía, de alguien con quien hablar y estar, que nos comprenda y con quien compartir experiencias — el deseo de proximidad e intimidad emocional con otro ser humano—, aunque existen grandes diferencias en cuanto a la intensidad con la que cada uno experimenta ese deseo. Vamos a centrarnos en primer lugar en la necesidad y el deseo de amar. El origen de nuestro deseo de amar radica en nuestra profunda necesidad de encontrar cosas que nos importen, que nos emocionen y que nos inspiren. Nuestros valores nos relacionan con el mundo, y eso nos motiva a seguir viviendo. Cada acción que llevamos a cabo tiene el propósito de obtener o proteger algo que consideramos beneficioso para nuestra vida o que enriquecerá nuestra experiencia. Si una persona creciese mostrándose totalmente incapaz de encontrar algo enriquecedor, beneficioso o placentero en su entorno, ¿qué le motivaría a continuar luchando por vivir? ¿No se detendrían su 68

crecimiento y su desarrollo desde el principio? Una persona a la que no le importa nada tampoco siente interés por la existencia (con la posible excepción de que tema a la muerte). La vida merece la pena —a cualquier edad— en la medida en que encontramos valores que nos interesa cultivar. Un niño que no encuentra ninguna fuente de placer en su entorno, nada a lo que pueda responder de manera afirmativa, con interés, curiosidad y emoción, está abocado al fracaso. Además, no sobreviviría más allá de los primeros años de vida. Los niños necesitan vivir rodeados de alegría: en sus actividades, en los diferentes aspectos de su entorno físico y en las relaciones con otros seres humanos. El niño es una fuerza activa, no un receptor pasivo. La necesidad de amar del niño puede ser tan intensa —si no más— que la de recibir amor. Y eso no cambia a medida que maduramos. Como adultos, somos muchos los que sabemos por experiencia el dolor que se siente al amar sin ser correspondidos. Deseamos experimentar admiración; anhelamos ver a otros seres humanos y obtener logros que nos aporten verdadero disfrute y que nos inspiren respeto. Si ese deseo no se satisface, nos sentimos alienados y deprimidos. Vivimos en el mundo y deseamos creer en sus posibilidades. Estamos vivos y deseamos ver el triunfo de la vida. Somos humanos y deseamos relacionarnos con representantes de la humanidad que nos inspiren. Si gozamos de una autoestima sana, tendremos más posibilidades de ser conscientes de todo esto. Por el contrario, si padecemos inseguridades profundas, esa necesidad podría distorsionarse por problemas de envidias, celos o resentimiento hacia aquellos que se sienten más satisfechos que nosotros. Aun así, la necesidad continuará existiendo. Estoy pensando en la tristeza que a veces me han manifestado algunas personas que logran el éxito tras años de muchas dificultades y que, contrariamente a sus sueños y expectativas, descubren que las personas que conocen «en la cima» no son más interesantes o más inspiradoras que las que habían conocido previamente. Pienso también en el doloroso anhelo que expresan algunas personas con mucho talento y éxito por ver a alguien o algo ante lo que puedan responder con gran admiración.

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En ese sentido, todos somos niños: esperamos encontrar en el mundo que nos rodea aquellas luces que algún día iluminarán nuestro viaje y harán que la lucha merezca el esfuerzo. Uno de los valores del amor apasionado es que nos permite ejercitar nuestra capacidad de amar. Nos proporciona un canal para nuestra energía; es una fuente de inspiración, una bendición para nuestra existencia, una confirmación del valor de la vida. Sin embargo, el deseo de amar, igual que el deseo de ser amado, incluye otros elementos. Vamos a ahondar un poco más en esto. En la esencia del amor romántico: el principio de Muttnik

En este apartado me gustaría explicar dos experiencias que en mi caso fueron cruciales para entender el amor y las relaciones humanas. Aunque he explicado esta historia de forma más abreviada en La psicología de la autoestima, aquí se impone una versión ampliada, con comentarios adicionales. No conozco un modo más eficaz de llegar a lo que considero el significado esencial del amor romántico. Voy a hablar de lo que en un primer momento llamé «principio de Muttnik» y, más tarde, «principio de visibilidad psicológica». Una experiencia intensa de visibilidad psicológica mutua se encuentra, como veremos, en la esencia del amor romántico. Veamos qué significa, cómo sucede, y por qué es así. Una tarde de 1960, solo, en el salón de mi apartamento, me descubrí contemplando con placer un gran filodendro. Era un placer que ya había experimentado antes, pero ese día se me ocurrió preguntarme: ¿Cuál es la naturaleza de este placer? ¿Y la causa? En aquella época no me hubiera descrito como un amante de la naturaleza, aunque después sí me convertí en uno. Recuerdo haber sido consciente de los sentimientos positivos que acompañaban a la contemplación del filodendro, y sentirme incapaz de explicarlos. El placer no era principalmente estético. Si me hubiese enterado de que la planta era artificial, sus características estéticas habrían sido las mismas, aunque mi respuesta habría cambiado radicalmente; el placer especial que experimentaba se habría desvanecido. Estaba claro que para mi disfrute era esencial saber que la planta era natural en todo su 70

esplendor. Percibí un sentimiento de unión, casi de afinidad, entre la planta y yo. Rodeados por objetos inanimados, estábamos unidos por el hecho de que ambos éramos seres vivos. Pensé en el motivo por el que las personas más humildes plantan flores en las jardineras de las ventanas: por el placer de observar cómo crecen. Al parecer, observar cómo avanza la vida es algo valioso para los seres humanos. Supongamos —pensé— que me encontrase en un planeta muerto donde tuviese todo lo necesario para garantizar mi supervivencia, pero en el que no hubiese nada vivo. Me sentiría como un extranjero metafísico. Y si de repente descubriera una planta viva, sin duda reaccionaría con entusiasmo y placer. ¿Por qué? Porque la vida en sí misma implica una lucha, y la lucha implica la posibilidad de ser derrotado. Deseamos y hallamos placer buscando ejemplos concretos de vida para confirmar que sabemos que el triunfo de la vida es posible. Se trata, en efecto, de una experiencia metafísica. Deseamos verlo, no necesariamente para calmar nuestras dudas o reafirmarnos, sino para experimentar o confirmarnos en el plano de la percepción, el nivel de la realidad inmediata que conocemos de manera abstracta, conceptual. Si ése es el valor que una planta puede transmitir a un ser humano, pensé, la visión de otro ser puede ofrecer una forma mucho más intensa de esta experiencia. Los éxitos y los logros de quienes nos rodean, tanto personales como profesionales, nos proporcionan la fuerza y la inspiración necesarias para llevar a cabo nuestros propios esfuerzos. Tal vez se trate de uno de los mayores regalos que podemos hacernos entre los seres humanos: mayor que la caridad, que cualquier enseñanza explícita o cualquier consejo, es la visión de la felicidad, el logro, el éxito, la satisfacción. El siguiente paso en mi razonamiento tuvo lugar unos meses más tarde mientras me encontraba jugando con mi perra, una fox terrier de pelo áspero llamada Muttnik. Manteníamos una «lucha» muy animada. Me resultaba maravilloso y fascinante que Muttnik pareciese entender la jovialidad de mis intenciones. Gruñía, mordía y se defendía, pero con una suavidad que proyectaba una confianza total. Esos juegos no son nada nuevo para los

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propietarios de perros. Sin embargo, de pronto me asaltó una pregunta que nunca me había planteado: ¿por qué me lo estoy pasando tan bien? ¿Cuál es la naturaleza y la fuente de este placer? Reconozco que parte de mi respuesta fue simplemente que estaba disfrutando con la observación de la sana autoafirmación de un ser vivo. Sin embargo, ése no era el factor esencial que provocaba mi respuesta, ya que pertenecía a la interacción entre la perra y yo mismo, al sentimiento de interacción y comunicación con una conciencia viva. Si considerase a Muttnik una autómata sin conciencia y a sus acciones y respuestas actos puramente mecánicos, mi alegría se habría desvanecido. El factor de la conciencia era de vital importancia. Después se me ocurrió la idea de la isla desierta. La presencia de Muttnik en ella sería de extraordinario valor para mí, no porque pudiese contribuir de alguna manera práctica a mi supervivencia física, sino porque me ofrecería compañía. Sería una entidad consciente con la que interactuar y comunicarme (tal como estaba haciendo en aquel momento). Pero ¿por qué valoramos algo así? La emoción que estaba experimentando aumentó cuando me di cuenta de que la respuesta a esa pregunta explicaría mucho más que el apego a una mascota. Se halla implicado el principio psicológico que subyace en nuestro deseo de tener compañía humana, el principio que explicaría por qué una entidad consciente busca y valora a otras entidades conscientes; por qué la conciencia es valiosa para la conciencia. Cuando identifiqué la respuesta, la bauticé como «principio de Muttnik», dadas las circunstancias en que la había descubierto. Pero veamos cuál es la naturaleza de ese principio. La clave para entender mi reacción placentera al juego con Muttnik radicaba en la autoconciencia que me aportaba. Desde el momento en que empecé a «zarandearla», ella respondió con actitud juguetona, no transmitió señal alguna de sentirse amenazada y proyectó una actitud de confianza, satisfacción y diversión. Si yo hubiese jugado con un objeto inanimado, éste habría reaccionado de manera puramente mecánica, pues no me respondería, no habría posibilidad alguna de que entendiese el significado de mis actos, de que comprendiese mis intenciones, ni de que decidiera comportarse en consonancia. Ese intercambio de comunicación y respuesta sólo es posible entre entidades conscientes. El efecto de la 72

conducta de Muttnik fue que yo me sintiese visto, psicológicamente visible (en una medida modesta). Muttnik no me respondió como si yo fuese un objeto mecánico, sino una persona. Y, como parte de ese mismo proceso, yo experimenté un mayor grado de visibilidad de mí mismo; establecí contacto con un lado juguetón de mi personalidad que había mantenido oculto durante muchos años. Por tanto, la interacción también contenía elementos de autodescubrimiento, un tema al que volveré más adelante. Lo que resulta significativo es que me respondiera como una persona, de un modo que yo consideré objetivamente adecuado; es decir, en consonancia con mi visión de mí mismo y de lo que le estaba transmitiendo a ella. Si me hubiese respondido con temor, apartándose de mí, yo hubiera sentido que me estaba malinterpretando, y no habría disfrutado con el juego. Aunque el ejemplo de la interacción entre un ser humano y un perro puede parecer muy primitivo, creo que refleja un patrón que se manifiesta potencialmente entre dos conciencias capaces de responderse mutuamente. Todas las interacciones positivas entre seres humanos producen la experiencia de visibilidad en mayor o menor grado. El clímax de esa posibilidad se alcanza en el amor romántico, como veremos en breve. Por tanto, ¿por qué valoramos y hallamos satisfacción en la experiencia de la autoconciencia y la visibilidad psicológica que la respuesta adecuada de otra conciencia puede suscitar? Consideremos el hecho de que normalmente nos experimentamos a nosotros mismos como un proceso (en el sentido de que la conciencia en sí misma es un proceso, una actividad, y el contenido de nuestra mente es un flujo permanente de percepciones, imágenes, sensaciones orgánicas, fantasías, pensamientos y emociones). Nuestra mente no es una entidad inmóvil que podamos contemplar de manera objetiva —es decir, como un objeto directo de la experiencia— tal como contemplamos los objetos en el mundo exterior. Por supuesto que normalmente tenemos una percepción de nosotros mismos, de nuestra propia identidad, pero la experimentamos más como un sentimiento que como un pensamiento (un sentimiento muy difuso, intercalado con los demás sentimientos y muy difícil, si no imposible, de aislar y considerar por sí solo). Nuestro «autoconcepto» no es un único concepto, sino un grupo de imágenes y perspectivas abstractas sobre 73

nuestras características (reales o imaginadas), la suma total de las cuales es imposible visualizar de una sola vez. Esa suma se experimenta, pero no se percibe como tal. En el transcurso de nuestra vida, nuestros valores, objetivos y ambiciones se conciben primero en la mente, es decir, existen como datos de la conciencia, y después —en la medida en que nuestra vida resulte satisfactoria— se traducen en acciones y realidades objetivas. Pasan a formar parte del «ahí fuera», del mundo que percibimos. Cobran expresión y realidad en forma material. Ése es el patrón adecuado y necesario de la existencia humana. Vivir de manera satisfactoria consiste en situarnos en el mundo, dar expresión a nuestros pensamientos, valores y objetivos, pues en la medida en que fracasemos en este empeño, no estaremos viviendo. Sin embargo, nuestro valor más importante — nuestro carácter, nuestra alma, nuestro yo psicológico o nuestro ser espiritual, como lo queramos llamar— nunca puede seguir ese patrón en sentido literal, no puede existir fuera de nuestra propia conciencia. Pero aunque no podemos percibirlo como parte del «ahí fuera», deseamos una forma de autoconciencia objetiva y, de hecho, necesitamos esa experiencia. Dado que nosotros somos el motor de nuestras propias acciones, que nuestro concepto de quiénes somos, de la persona en la que nos hemos convertido, es crucial para nuestra motivación, deseamos y necesitamos la experiencia más plena posible de la realidad y la objetividad de esa persona, de nuestro yo. Cuando nos situamos frente a un espejo, percibimos nuestro rostro como un objeto real, y normalmente nos satisface hacerlo al contemplar la entidad física que somos. Valoramos poder mirar y pensar: «Ese soy yo». El valor radica en la experiencia de la objetividad. Insisto: la externalización de la objetivización de lo interno está en la naturaleza misma de una vida satisfactoria. Deseamos ver nuestro yo incluido en ese proceso. Y, en un sentido indirecto, ocurre así cada vez que actuamos según nuestro propio juicio, cada vez que decimos lo que pensamos o sentimos, cada vez que expresamos honestamente nuestra realidad interior a través de las palabras y los hechos. Y ¿qué pasa en sentido directo? ¿Existe un espejo en el que podamos percibir nuestro yo psicológico, nuestra alma? Sí. El espejo es otra conciencia. 74

Como individuos somos capaces de conocernos de manera conceptual (al menos hasta cierto punto). Lo que otra conciencia puede ofrecernos es la oportunidad de experimentarnos de manera perceptual, como objetos concretos «ahí fuera». Por supuesto, las conciencias de algunas personas son tan distintas a la nuestra que los «espejos» que nos proporcionan arrojan las típicas imágenes distorsionadas de un parque de atracciones. La experiencia de la visibilidad significativa requiere conciencias que sean congruentes en cierta medida con la nuestra. Ahí está la limitación de Muttnik o de cualquier mascota. Es cierto que en su reacción vi reflejado un pequeño aspecto de mi propia personalidad. Sin embargo, sólo podemos experimentar una autoconciencia y una visibilidad óptimas en una relación con otro ser humano. Llegados a este punto creo necesario hacer una aclaración. No es mi intención dar a entender que primero adquirimos el sentido de identidad con total independencia de cualquier relación humana y que después buscamos la experiencia de la visibilidad en la interacción con los demás. Nuestro autoconcepto no es la creación de otros, como algunos escritores han sugerido, pero es obvio que nuestras relaciones y las respuestas y reacciones que recibimos contribuyen al sentido del yo que adquirimos. Todos nosotros, en gran medida, experimentamos quiénes somos en el contexto de nuestras relaciones. Cuando conocemos a un nuevo ser humano, nuestra personalidad cuenta ya (entre otras cosas) con la experiencia de otros encuentros anteriores, la internalización de muchas respuestas y las reacciones de otras personas. Y seguimos creciendo y evolucionando a través de nuestros encuentros. En el amor romántico existe una profundidad única de absorción y fascinación por el ser y la personalidad de la pareja. De ahí que pueda darse en los dos miembros de la pareja una experiencia muy potente de visibilidad. Aunque ese estado no se perciba en toda su amplitud, sí es posible percibirlo en un grado nunca antes experimentado. Y ésa es una de las principales fuentes de la emoción —y el sustento— del amor romántico. Queda mucho por decir sobre el proceso de la visibilidad psicológica (cómo se genera y qué implica). Nuestras premisas y valores fundamentales, nuestro sentido de la vida, nuestro nivel de inteligencia, 75

nuestra manera característica de procesar la experiencia, nuestro ritmo biológico básico y otros componentes a los que comúnmente se les llama «carácter» se manifiestan en nuestra personalidad. La personalidad es la suma de todas las características psicológicas que distinguen a un ser humano del resto, y se perciben de manera externa. Nuestra psicología se expresa a través de nuestra conducta, de lo que decimos y hacemos, y de cómo lo decimos y lo hacemos. En este sentido nuestro yo es un objeto de percepción para los demás. Cuando otros seres humanos reaccionan ante nosotros, según su manera de vernos y nuestro comportamiento, lo que perciben se expresa también a través de su conducta, de cómo nos miran, nos hablan, nos responden, etc. Si el concepto que tienen de nosotros está en consonancia con nuestra visión más profunda de quiénes somos (que puede ser bien distinta de la que afirmamos ser), nos transmiten ese punto de vista a través de su conducta, nos sentimos psicológicamente visibles. Experimentamos un sentido de la objetividad de nuestro yo y de nuestro estado psicológico. Percibimos el reflejo de nuestro yo en su conducta. A eso me refería cuando decía que los demás pueden ser un espejo psicológico, aunque eso también se puede producir de otra manera. Cuando conocemos a una persona que piensa como nosotros, que percibe lo que nosotros percibimos, que valora lo mismo que nosotros valoramos, que tiende a responder a las diferentes situaciones de maneras similares a las nuestras, no sólo experimentados una intensa sensación de afinidad con esa persona, sino que también podemos experimentar nuestro yo a través de nuestra percepción de esa persona. Ésta es otra forma de experiencia de la objetividad. Es otro modo de percibir nuestro yo en el mundo, como algo externo a la conciencia por así decirlo. Y como tal, se trata de otra manera de experimentar la visibilidad psicológica. La satisfacción y la emoción que experimentamos en presencia de una persona con la que compartimos ese grado de afinidad acentúan la importancia de la necesidad que se está satisfaciendo. La experiencia de la visibilidad, por tanto, no es simplemente una función de cómo responde otro individuo ante nosotros. Es también una función de cómo ese individuo reacciona ante el mundo. Esas consideraciones se aplican a todos los casos de visibilidad, desde el encuentro más informal a la historia de amor más intensa.

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Del mismo modo que nuestra personalidad y nuestra vida interior poseen aspectos muy distintos, podemos sentirnos visibles en diferentes tipos de relaciones humanas. Experimentaremos un mayor o menor grado de visibilidad, o una gama más o menos amplia de nuestra personalidad total, en función de la naturaleza de la persona con la que tratemos y del tipo de interacción. En ocasiones, el aspecto en el que nos sentimos visibles concierne a un rasgo básico del carácter; otras, a la naturaleza de nuestra intención al llevar a cabo una acción; en ocasiones, a las razones que se ocultan tras una respuesta emocional concreta; en otras, a un tema implicado en nuestro sentido de la vida; en otras, a una cuestión relacionada con nuestro trabajo; a veces, tiene que ver con nuestra psicología sexual; y otras, con nuestros valores estéticos. La gama de posibilidades es casi ilimitada. Todas las formas de interacción y comunicación entre personas — espirituales, intelectuales, emocionales a físicas— se combinan para aportarnos la evidencia perceptual de nuestra visibilidad de uno u otro modo, o, en relación con determinadas personas, para producir en nosotros la impresión de invisibilidad. La mayoría de nosotros no somos conscientes del proceso, sólo de los resultados. Sabemos que en presencia de una determinada persona podemos sentirnos o no «como en casa», experimentar o no una sensación de afinidad, de comprensión, o de vínculo emocional. El mero hecho de mantener una conversación con otro ser humano implica una experiencia marginal de visibilidad, aunque sólo se trate de ser percibido como una entidad consciente. No obstante, en las relaciones íntimas con una persona que admiramos profundamente y que nos interesa, esperamos una visibilidad mucho más intensa, lo que involucra aspectos muy particulares y personales de nuestra vida interior. Aunque aún tengo más cosas que decir sobre los factores determinantes de la visibilidad en una relación, ya ha quedado bastante claro que una reciprocidad significativa de intelecto, premisas y valores básicos y actitud vital es la condición previa de esa proyección de visibilidad mutua, que es la esencia de la auténtica amistad y, sobre todo, del amor romántico. Un amigo, dijo Aristóteles, es otro yo. Eso es precisamente lo que experimentan los amantes en el grado más intenso. Al quererte, me encuentro a mí mismo. El amante reacciona ante 77

nosotros tal como nosotros reaccionaríamos ante nuestro yo en la persona de otro. Así, percibimos nuestro yo a través de la reacción de nuestra pareja. Percibimos nuestra propia persona a través de sus consecuencias en la conciencia (y, como resultado, en la conducta de nuestra pareja). De esto podemos discernir una de las principales fuentes del deseo humano de compañía, de amistad y de amor: el deseo de percibir nuestro yo como una entidad real, de experimentar la perspectiva de la objetividad a través y por medio de las reacciones y las respuestas de otros seres humanos. El principio implicado, el de Muttnik —llamémosle «principio de visibilidad psicológica»—, podría resumirse así: los seres humanos desean y necesitan experimentar la autoconciencia que resulta de percibir el yo como una entidad existente, y son capaces de lograr esa experiencia a través de la interacción con la conciencia de otros seres humanos. La visibilidad y el autodescubrimiento

Cuando hablamos de la visibilidad psicológica siempre nos movemos dentro de un contexto de grados. Desde la infancia recibimos de los seres humanos una determinada medida de reacciones; cada niño experimenta cierto grado de visibilidad. Sin él sería imposible sobrevivir. Algunos niños —pocos— tienen la suerte de experimentar un alto grado de visibilidad por parte de los adultos en sus primeros años de vida. Mientras trabajaba con algunos pacientes dentro del contexto de la psicoterapia y con estudiantes en mis cursos intensivos sobre autoestima y el «arte de ser» no dejó de sorprenderme la frecuencia con la que la agonía de la invisibilidad en el entorno doméstico durante la infancia había supuesto un elemento crucial en sus problemas de desarrollo, en sus inseguridades y en los fracasos de sus relaciones amorosas. A medida que un niño crece, y siempre y cuando ese desarrollo sea satisfactorio, las reacciones y las respuestas de los demás abren la puerta a diferentes observaciones de uno mismo que contribuyen de modo positivo a la elaboración del concepto que el niño tiene de sí mismo. En ocasiones, esas observaciones van más allá de lo que el niño sabe o cree 78

que es cierto. La visibilidad casi siempre implica autodescubrimiento. Y ese factor desempeña un papel decisivo en las relaciones adultas. Una relación íntima en la que realmente nos sentimos vistos por otro ser humano, siempre conlleva elementos de autodescubrimiento, la percepción de unas capacidades de las que no éramos conscientes, de potencialidades latentes, rasgos del carácter que nunca habían salido a la superficie al nivel de reconocimiento explícito, etc. Recuerdo la primera vez que me enamoré. Tenía 18 años. Sentí una enorme alegría y emoción al encontrar a alguien con quien compartir valores e intereses importantes. Experimenté una sensación de visibilidad psicológica más intensa que nunca. Al mismo tiempo, y como parte de ese mismo proceso, se expandió mi conciencia de quién era yo. Dado que el «alguien» en cuestión era una mujer, nuestra interacción llevó a un contacto más profundo con mi propia masculinidad y la correspondiente expansión de mi sentido del yo. Una experiencia constante de visibilidad en una relación genera inevitablemente un contacto con nuevas dimensiones de nuestra persona. Cuando la visibilidad alcanza una profundidad significativa, y especialmente cuando dura un período de tiempo considerable, siempre estimula el proceso de autodescubrimiento. Es uno de los elementos más interesantes de cualquier encuentro entre seres humanos: la posibilidad del aumento de la conciencia del yo. Cuando pienso en cualquiera de las relaciones significativas que siguieron a aquel primer amor, veo que cada una de ellas me ayudó a entender mejor quién era yo. En los quince años que duró mi relación con Patrecia, antes y después de casarnos, me sentí inmerso en un viaje continuo de autoexploración. Fue un proceso mutuo, y a mí me parecía que se nutría de la esencia de nuestras interacciones. Fue una aventura, el reto de ver al otro cada vez con una mayor profundidad. Cuando nos conocimos, Patrecia vivía «en su cuerpo» en mucha mayor medida que yo, y estaba más en contacto con sus sentimientos. Su franqueza emocional y su voluntad de ser transparente facilitaron el proceso de mi propia profundización, de mi contacto con mi vida interior. A través de ella aprendí el poder de la vulnerabilidad, de dejar que otros viesen quién era yo y qué sentía, sin defensas o disculpas; redescubrí el niño que había en mí, y no sólo porque ella también estaba en contacto con la niña que había sido, sino porque ella veía al niño que 79

yo había sido. Paradójicamente, llegué a una comprensión más profunda de mi falta de compasión y permití a Patrecia descubrir la suya. «Amo a la mujer que hay en ti», me decía ella en ocasiones, y así me ayudaba a integrar una parte de mí mismo que no conocía. A veces me enfadaba por algún asunto que en realidad era perfectamente capaz de afrontar, y ella me decía: «Deja de intentar fingir que no eres Nathaniel Branden». En una ocasión, al principio de nuestra relación, me dijo: «A veces eres terriblemente arrogante». Yo le pregunté: «¿Y qué te parece?». «Creo que me gusta porque me da ánimos para aceptar esa parte de mí misma», me respondió. Antes de morir, las únicas palabras que pude murmurarle fueron: «Gracias. Gracias. Gracias». Ahora, mientras estoy sentado ante mi escritorio, escribiendo estas palabras, veo su rostro sonriéndome — casi riendo abiertamente— y parece decirme: «¿Estás escribiendo esto porque realmente te sirve para explicar tus ideas, o lo que pretendes es incluir una carta de amor encubierta para mí?». «No lo tengo del todo claro, Patrecia.» «Bueno, déjalo. A veces, cuando tienes ganas de explicar algo puedes resultar un poco abstracto y lejano. Permite a los lectores que te vean a ti, y no sólo a tus ideas.» ¿Visibilidad o pseudovisibilidad?

Cuando dos personas se encuentran, la voluntad y la capacidad de cada una de ellas para ver realmente al otro determina el grado en el que cada uno experimentará la visibilidad. Ahora bien, aparte de eso, podemos citar dos factores que son fundamentales. Uno es el grado en que coinciden las mentes y valores de esas dos personas, hasta qué punto se parecen, tienen una actitud ante la vida y un desarrollo de su conciencia similares. El otro es el grado en el que el autoconcepto de cada uno se corresponde, con precisión razonable, con los hechos reales de su psicología, en el que cada uno se conoce y se percibe de manera realista, en el que la visión interior del yo concuerda con la personalidad proyectada por la conducta. Como ejemplo del primero de estos dos factores, supongamos que una mujer segura de sí misma y asertiva conoce a un hombre inquieto, hostil e inseguro. El hombre reacciona ante ella con desconfianza y antagonismo; diga lo que diga o haga lo que haga ella, él lo interpreta de 80

manera negativa. Ve su seguridad como el deseo de controlarle y dominarle. En un caso así, la mujer no se siente visible; puede sentirse desconcertada, confundida o indignada por la falsa percepción de él. En realidad no podemos decir que él la vea en absoluto; el vacío entre sus orientaciones es demasiado grande. Ahora supongamos que otro hombre que ha presenciado su encuentro le sonríe de un modo que sugiere que entiende sus sentimientos; ella se relaja y le devuelve la sonrisa: de pronto, se siente visible. Como ejemplo del segundo factor, supongamos que un hombre se siente inclinado a racionalizar su conducta y reforzar su fingimiento de autoestima por medio de fantasías totalmente irreales. Su imagen ilusoria del tipo de persona que es choca inevitablemente con el yo real que transmite a los demás mediante sus actos. La consecuencia es que se siente frustrado e invisible de manera crónica en las relaciones humanas, ya que la reacción que provoca no es compatible con sus pretensiones. Lo irónico es que si alguien «se creyese el papel que representa», tampoco se haría visible porque no puede evitar saber que, en el fondo, no es él (pero si alguien, sin condenarlo y sin desprecio, viese la raíz de la inseguridad que genera su necesidad de tener un papel, eso le permitiría experimentar una visibilidad real). En ocasiones, en un caso de interacción entre dos personas inmaduras, con existencias construidas sobre grandes pretensiones, puede proyectarse una falsa visibilidad en una situación en la que ambos participantes apoyan las pretensiones y los autoengaños del otro a cambio de recibir ese mismo apoyo. El «trato», por supuesto, se produce en un nivel subconsciente en mayor o menor medida. Resulta interesante observar que en este tipo de relaciones —que no son nada raras— se da una experiencia real de visibilidad subyacente que podríamos llamar «pseudovisibilidad superficial». En lo profundo de la psique de cada participante yace la conciencia de que el otro sabe exactamente qué está pasando, pero aun así, se relacionan y refuerzan mutualmente mediante una comprensión silenciosa, no verbalizada. En mi opinión, una relación así no es de amor romántico, sino de amor inmaduro (lo veremos más adelante). Estos ejemplos aíslan la esencia de un proceso. No expresan, ni lo pretenden, toda la complejidad de una relación humana real en la que se mezclan la visibilidad auténtica y la pseudovisibilidad, rasgos reales y 81

propios de la fantasía, con realismo óptimo en un extremo y un autoengaño casi total en el otro. La visibilidad y la comprensión

Nuestro deseo de recibir amor es inseparable del deseo de visibilidad. Si alguien nos quisiera, pero al hablar de lo que le gusta de nosotros enumerase características que no creemos tener, que no admiramos especialmente y con las que no nos identificamos, difícilmente nos sentiríamos queridos. No deseamos ser amados ciegamente; queremos que nos amen por razones específicas. Y si el otro manifiesta que nos ama por razones que no guardan ninguna relación con nuestras autopercepciones o valores, no nos sentiremos gratificados, ni siquiera realmente amados, porque no nos sentiremos visibles, y no percibiremos que el otro nos responde. El deseo de visibilidad se experimenta generalmente como el deseo de recibir comprensión. Si estoy contento y orgulloso por algún logro, quiero sentir que los que me rodean, las personas que me importan, entienden ese logro y el significado que tiene para mí, y le dan importancia a las razones que hay tras mis emociones. Si un amigo me regala un libro y me dice que me gustará, me sentiré alegre si resulta que tiene razón, porque entonces me sentiré visible, me sentiré entendido. O si sufro una pérdida personal, valoraré saber que los que están a mi alrededor entienden mi dolor y que mi estado emocional es real para ellos. Con Patrecia me sentí amado como nunca. Y más comprendido. Sentirse comprendido es la esencia de la visibilidad. Recuerdo una ocasión, en una fiesta, hace muchos años, en que alguien me estaba felicitando de manera exageradamente atenta; cuando el hombre en cuestión se marchó, Patrecia me dijo: «Debe de ser muy incómodo para ti recibir tan a menudo cumplidos de personas tan asustadas e inseguras. Me hubiese gustado decirle que se marchase. Estoy segura de que le has parecido educado y compasivo. A mí me has parecido joven y solo». Para cualquier individuo maduro, el amor «ciego» puede ayudar a mitigar la ansiedad, pero no responde a nuestro deseo de sentirnos visibles. No buscamos un apoyo incondicional y ciego, sino conciencia, 82

percepción y comprensión. La experiencia de la visibilidad puede implicar recibir simpatía, o empatía, compasión, respeto, aprecio o amor, o casi cualquier combinación de los anteriores. La visibilidad no necesariamente implica amor, pero el «amor» desprovisto de visibilidad es una falsa ilusión. El deseo de reconocimiento

En ocasiones se confunde el deseo de sentirse visto, o visible, con el de recibir reconocimiento. Pero no son lo mismo. El deseo de sentirse reconocido, confirmado o aprobado es normal. Sólo puede considerarse patológico cuando adquiere tal importancia en la escala de valores personales que se sacrifican la honestidad y la integridad con el fin de lograrlo, en cuyo caso se sufre claramente de falta de autoestima. No obstante, incluso en sus manifestaciones más normales y realistas necesitamos distinguir entre ese deseo y el de visibilidad (aunque en el nivel de la experiencia directa no cabe duda de que ambos se «superponen» hasta cierto punto). El deseo de visibilidad no es una expresión de un ego débil o inseguro, o de falta de autoestima. Por el contrario, cuanto más baja es nuestra autoestima, más sentimos la necesidad de ocultarnos y más ambivalentes son nuestros sentimientos hacia la visibilidad: la deseamos pero nos aterra. Cuanto más orgullosos estemos de lo que somos, más transparentes estaremos dispuestos a ser (personalmente, casi diría que estaremos ansiosos por ser más transparentes). Autoestima significa confianza en nuestra eficacia y en nuestra valía. Una de las características de la falta de autoestima, de confianza en nuestra mente y nuestro juicio, es la preocupación excesiva por obtener la aprobación y evitar la desaprobación de los demás, acompañado de una búsqueda incesante de reconocimiento y apoyo en cada momento de nuestra existencia. Algunas personas sueñan con encontrar eso en el amor romántico, pero dado que el problema es esencialmente interno, o sea, que la persona no cree en sí misma, ninguna fuente exterior de apoyo podrá satisfacer nunca ese deseo (y si lo satisface será sólo de

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manera temporal). La avidez no es de visibilidad, sino de autoestima. El propósito del amor romántico consiste, entre otras cosas, en celebrar la autoestima (no en crearla en aquellos que no la tienen). Muchos psicólogos (Harry Stack Sullivan es el ejemplo más destacado) consideran que los seres humanos necesitamos la aprobación de los demás para aprobarnos a nosotros mismos. Aunque se trata de un punto de vista muy popular y extendido, las pruebas no lo corroboran. En la medida en que evolucionamos hacia la autonomía (autoconfianza, seguridad en uno mismo y autorregulación), deseamos y esperamos que los demás perciban nuestra valía, no que la creen. Queremos que los demás nos vean como realmente somos, incluso que nos ayuden a vernos mejor, no que nos inventen a partir de sus propias fantasías. Para cualquiera que toque de pies en el suelo, esas fantasías no sirven de nada. Aun a riesgo de simplificar en exceso, un modo de contrastar la mentalidad del individuo maduro y autónomo con el (relativamente) inmaduro y dependiente pasa por la siguiente observación. Cuando conoce a alguien nuevo, el individuo autónomo suele hacerse la pregunta: «¿Qué pienso de esta persona?». En cambio, el individuo inmaduro o dependiente se pregunta: «¿Qué piensa esta persona de mí?». Como hemos visto, podemos sentirnos visibles en diferentes aspectos y grados, en distintas relaciones humanas. Una relación con un desconocido no nos aporta el grado de visibilidad que experimentamos con un conocido. Una relación con un conocido no nos aporta el grado de visibilidad que experimentamos con un amigo íntimo. Sin embargo, existe una relación única por la profundidad y el alcance de la visibilidad que implica: el amor romántico. En ninguna otra relación se implica tanto nuestro yo. En ninguna otra relación se expresan tantos aspectos distintos de ese yo. En el amor romántico se celebran dos yoes como en ningún otro contexto. Para comprender realmente cómo y por qué es así, debemos examinar el papel del sexo en la existencia humana. El sexo en la vida

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El deseo de unión sexual, además de psicológica, es una de las características que definen el amor romántico. No obstante, el significado de la interacción sexual entre un hombre y una mujer no se entiende en toda su dimensión. Antes de situar el sexo en el contexto del amor romántico debemos plantearnos algunas observaciones generales sobre el papel del sexo en la vida. Resulta obvio que el sexo es extraordinariamente importante para los seres humanos. La gente dedica mucho tiempo a pensar en él, a soñar despierta con él, a ver películas y a leer libros sobre el tema (por no mencionar la práctica). La importancia del sexo en nuestras vidas queda evidenciado por el hecho de que no existe prácticamente ni una sociedad que no tenga unas normas sobre conducta sexual. Las tribus más primitivas cuentan con reglas sobre el comportamiento sexual. No cabe duda de que los códigos morales de la humanidad, en especial los religiosos, siempre han mostrado una gran preocupación por la conducta sexual. Parte de la explicación de ese enorme interés radica en que el sexo puede llevar a la procreación. No obstante, no es la única razón por la que los códigos sociales y religiosos se preocupan por controlar el deseo y la expresión sexual. Algunos de los temas filosóficos más profundos ya se han tratado en el primer capítulo. La enorme importancia del sexo radica en el intenso placer que ofrece. Para los seres humanos, el placer no es un lujo, sino una profunda necesidad psicológica. El placer —en el sentido más amplio de la palabra — es un concomitante metafísico de la vida, la recompensa y la consecuencia de algo bien hecho (del mismo modo que el dolor es señal de fracaso, destrucción y muerte). Para vivir debemos actuar, tenemos que luchar por conseguir los valores necesarios para la vida. A través del estado de disfrute, de felicidad y de placer experimentamos el sentido de que la vida es un valor, de que merece la pena vivirla y luchar para seguir viviendo. La alegría es el incentivo emocional que la naturaleza nos ofrece para vivir. Cuando logramos valores que ensalzan la vida, la consecuencia normal es la alegría. El placer contiene otro significado psicológico importante: nos aporta una experiencia directa de nuestra propia competencia para afrontar la realidad, para salir airosos, para lograr valores. En una palabra, para vivir. En la experiencia del placer se hallan implícitos el sentimiento y la idea de que «tengo el control de mi existencia. Me gusta 85

mi relación actual con la realidad». El placer implica un sentido de eficacia personal, del mismo modo que el dolor contiene un sentimiento de impotencia, de ineficacia, de «estoy indefenso». El sexo y la autocelebración

El placer, por tanto, nos brinda dos experiencias cruciales para nuestra evolución. Nos permite experimentar que la vida es un valor y que nosotros también lo somos (que somos eficaces, que encajamos en la vida, que tenemos el control de nuestra existencia). Para nosotros no hay conocimiento más importante que saber cuál es el valor de la vida y el nuestro propio, y son el placer y la alegría los que proporcionan ese conocimiento con la viveza y la intensidad de la experiencia directa. La intimidad y la intensidad del placer y la alegría que el sexo aporta son las razones de su importancia en nuestras vidas. El sexo es único entre todos los placeres por su integración de cuerpo y mente. Integra percepciones, emociones, valores y pensamientos. Nos ofrece la forma más intensa de experiencia de nuestro ser total, el sentido del yo más profundo e íntimo. Ése es potencial del sexo —conviene remarcarlo —, siempre y cuando la experiencia no se diluya y menoscabe por conflictos, culpabilidades, alienación por parte de uno de los miembros de la pareja, etc. En el sexo, la propia persona se convierte en fuente, vehículo y personificación directa e inmediata del placer. El sexo ofrece una confirmación directa y sensorial de que la felicidad es posible. En el sexo, más que en cualquier otra actividad, experimentamos el hecho de ser un fin en nosotros mismos y que el objetivo de la vida es la propia felicidad. Aunque los motivos que lleven a una persona a un encuentro sexual sean inmaduros y conflictivos, y aunque después le atormente la vergüenza o la culpa, si es capaz de gozar del acto sexual, la vida y el derecho de cada uno a disfrutar de esa vida se reafirman en el ser. El sexo es el acto definitivo de autoafirmación. En principio, todo eso es cierto incluso cuando no hay una implicación profunda con la pareja sexual. Esa verdad se muestra en toda su dimensión cuando el sexo es una expresión del amor. El sexo se experimenta con más intensidad cuando es a la vez una expresión de 86

amor por uno mismo, por la vida y por la pareja. Y esto es así porque adquirimos la máxima conciencia de nosotros mismos como entidad integrada. El sexo y la autoconciencia

Durante la práctica sexual experimentamos una forma intensa y única de autoconciencia, generada tanto por el acto en sí mismo como por la interacción verbal, emocional y física con la pareja. La naturaleza de nuestra autoconciencia en una experiencia depende de la naturaleza de la interacción, y del grado y el tipo de visibilidad que proyectemos y que nos hagan sentir. Si disfrutamos de una intensa afinidad espiritual y emocional con nuestra pareja y del sentimiento de compartir personalidades sexuales que se complementan armoniosamente, el resultado es la experiencia más profunda posible del yo, de estar espiritual y físicamente desnudos, y de disfrute de ese hecho. Por el contrario, si nos sentimos espiritual y/o sexualmente alejados de nuestra pareja, el resultado es que la experiencia sexual se percibe como autista o alienada (en el mejor de los casos), o frustrantemente «física», estéril o absurda (en el peor). Eso no significa que todos busquemos el amor romántico desde el punto de vista sexual y que el que no lo encuentra se sienta inevitablemente frustrado, sino que en la medida en que estemos distanciados de nuestro yo, de nuestra sexualidad o de nuestra pareja, estaremos alejados de la posibilidad más extática de unión sexual. El sexo nos brinda la forma más placentera de autoconciencia. En el amor romántico, cuando un hombre y una mujer ponen de manifiesto que desean conseguir esa experiencia por medio del otro, están ofreciendo el tributo más elevado y más íntimo que un ser humano puede recibir, la forma definitiva de reconocer el valor de la persona que deseamos y de ver reconocido nuestro propio valor. Un elemento crucial de esta experiencia es la percepción de nuestra eficacia como fuente de placer para la persona que amamos. Sentimos que es nuestra persona, no simplemente nuestro cuerpo, la causa del placer experimentado por nuestra pareja (queremos que disfruten de nosotros como algo más que un experto en sexo). Sentimos, en efecto, 87

que «porque soy lo que soy, puedo conseguir que sienta (él o ella) lo que está sintiendo». Así, vemos nuestra propia alma y su valor en las emociones que expresa el rostro de nuestra pareja. Si el sexo implica un acto de autocelebración, si deseamos libertad para ser espontáneos, emocionalmente abiertos y desinhibidos, expresar nuestro derecho al placer y hacer alarde de nuestro placer en nuestro propio ser, la persona que más deseamos es con la que nos sentiremos más libres de ser quienes somos, la que consideramos (consciente o inconscientemente) nuestro espejo psicológico, la que refleja nuestra visión más profunda de nuestro yo y de la vida. Ésa es la persona que nos permitirá experimentar de manera óptima todo lo que deseamos experimentar en el reino del sexo. Entre un hombre y una mujer

Cuando un hombre y una mujer se involucran en un amor apasionado, el factor del sexo amplía y profundiza el contacto que desean tener. El ansiado «conocimiento» mutuo lo abarca todo. Deseamos explorar a nuestro amante con nuestros sentidos (a través del tacto, del gusto y del olfato). Exploramos y compartimos sentimientos y emociones en mayor medida y con más frecuencia que en cualquier otro tipo de relación. Las fantasías de nuestra pareja pueden convertirse en el tema de nuestros propios intereses intensamente personales. Los rasgos, las características y las actividades de nuestra pareja pueden adquirir una poderosa carga espiritual, intelectual, física, emocional y sexual. La polaridad masculino-femenino genera su propia tensión dinámica, una curiosidad y una fascinación que pueden absorberse totalmente en el objeto y a la vez ser personal e íntimamente egoístas. Es el gran complemento del amor: nuestro interés personal se expande para abarcar a nuestra pareja. Cada uno de nosotros somos algo más que un simple ser humano: somos un ser humano de un género específico. Si es un error sobrevalorar el significado de ese hecho, también lo es infravalorarlo o negar su abrumadora influencia en nuestras vidas.

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El concepto propio de cada ser humano incluye la conciencia de ser hombre o mujer. Nuestra identidad sexual normalmente es una parte integral e íntima de nuestra experiencia de identidad personal. No nos percibimos simplemente como seres humanos, sino como hombres o mujeres. Cuando una persona carece de una identidad sexual clara, llegamos a la conclusión de que se trata de algún fallo en el proceso normal de maduración. Aunque nuestra identidad sexual, nuestra masculinidad o femineidad, surge de nuestra naturaleza biológica, no se trata sólo de ser físicamente hombre o mujer; no es una característica sexual. Por ejemplo, si un hombre es honesto en su trato con los demás, ese rasgo pertenece a su psicología como ser humano; no es una característica sexual. Ahora bien, si se siente seguro sexualmente, ese rasgo pertenece a su psicología específicamente masculina. O si, por el contrario, se siente emocionalmente abrumado e incompetente en los encuentros personales con mujeres, reconoceremos la existencia de un problema con su masculinidad. Y si una mujer considera que el pene es algo amenazador y aterrador, identificaremos un fallo en su evolución hacia la femineidad adulta. Nuestra identidad psicosexual, nuestra personalidad sexual, es el producto y el reflejo de la manera en que aprendemos a responder a nuestra naturaleza como ser sexual. Nuestra identidad personal, en el sentido más amplio, es el producto y el reflejo de la manera en que respondemos a nuestra naturaleza como ser humano. Como seres sexuales, existen ciertas preguntas a las que debemos enfrentarnos necesariamente aunque rara vez pensemos en ellas de manera consciente. ¿Hasta qué punto soy consciente de mí mismo como entidad sexual? ¿Cuál es mi punto de vista sobre el sexo y su significado en la vida? ¿Cómo me siento acerca de mi cuerpo? (esta pregunta no significa: ¿Cómo valoro mi cuerpo estéticamente?, sino ¿Experimento mi cuerpo como un valor, como una fuente de placer?). ¿Qué pienso del sexo opuesto? ¿Qué pienso del cuerpo del sexo opuesto? ¿Qué pienso sobre el encuentro sexual entre un hombre y una mujer? ¿Cuál es mi nivel de habilidad para actuar y responder libremente en un encuentro de ese tipo? Nuestras respuestas implícitas a preguntas de este tipo subyacen en nuestra psicología sexual.

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Huelga decir que nuestra actitud hacia esas cuestiones no se forma en un vacío psicológico. Por el contrario, en el sexo —tal vez más que en ningún otro campo— tiende a hallar expresión la totalidad de nuestra personalidad. Más de un estudio ha sugerido que cuanto mayor es el nivel de autoestima general, más probabilidades tenemos de responder de manera sana y positiva al hecho de nuestra propia sexualidad y al fenómeno del sexo en general. Dado que nuestra sexualidad es una parte inherente de nuestra condición humana, un individuo maduro y desarrollado de manera sana la experimenta como un elemento integrado en la totalidad de su ser (y experimenta el acto sexual como una expresión natural de ese ser). Estar integrados con nuestra sexualidad es indispensable para hallar satisfacción en el amor romántico. Una masculinidad o una femineidad sana es la consecuencia o la expresión de una respuesta afirmativa a nuestra naturaleza sexual. Implica una conciencia clara y entusiasta de nuestra propia sexualidad; una respuesta positiva (sin miedos ni culpabilidad) al fenómeno del sexo; una disposición a experimentar el sexo como una expresión del yo y no como algo distante, oscuramente incomprensible, pecaminoso o «sucio»; una respuesta positiva al propio cuerpo; un aprecio entusiasta por el cuerpo del otro, y la capacidad de libertad, espontaneidad y placer en el encuentro sexual. Hace bastantes años, mientras dirigía una terapia de grupo, escuché a varios asistentes hablar sobre las diferentes nociones de masculinidad y femineidad en diversas épocas y culturas. Uno de ellos me preguntó qué significado personal hallaba yo en los conceptos de masculinidad y femineidad. Respondí, más o menos espontáneamente, que la masculinidad era la expresión de la creencia de un hombre de que la creación de la mujer era la idea más brillante de la naturaleza, y que la femineidad era la expresión de la creencia de la mujer de que la creación del hombre era la idea más brillante de la naturaleza. Sin duda, aquella formulación carecía de elegancia científica, pero no estoy muy seguro de que pudiera hacerlo mejor ahora. En cualquier caso, no cuesta mucho ver el enorme placer que puede sentir un hombre experimentándose a sí mismo como tal, como habitante de un cuerpo masculino, y el enorme placer que una mujer puede sentir experimentándose a sí misma como tal, como habitante de un cuerpo 90

femenino; y la inefable alegría de encontrar el cuerpo y la persona del otro, el encuentro del hombre y la mujer, de la mujer y el hombre, y el descubrimiento —a través de la pasión y la intimidad— de que «el otro» es, de hecho, la otra parte de uno mismo. Del mismo modo que nuestra personalidad sexual resulta esencial para nuestra percepción de quiénes somos, también lo es para lo que deseamos objetivar y ver reflejado o hecho visible en las relaciones humanas. La experiencia de la visibilidad y la autoobjetivación plenas implica ser percibido y percibir nuestro yo no sólo como un determinado tipo de ser humano, sino como un determinado tipo de hombre o de mujer. En realidad, queremos ambas cosas: ser percibidos como un determinado tipo de ser humano y como un determinado tipo de hombre o de mujer. Un hombre puede desear que su compañera perciba su fuerza; también es posible que quiera que ella perciba su sensibilidad, su vulnerabilidad, su necesidad de no ser siempre «responsable» y de no verse obligado a tener «el control» en todo momento, y de que se entienda que no existe conflicto ni contradicción entre esas facetas de su persona. Una mujer puede desear que se aprecie su sensibilidad y su intuición, pero también su fuerza y su agresividad, y que él entienda que en ello no hay conflicto o contradicción. La experiencia óptima de visibilidad y autoobjetivación requiere la interacción con un miembro del sexo opuesto. Todos poseemos rasgos masculinos y femeninos, pero en un hombre predomina generalmente el principio masculino, y en una mujer, el femenino. Al relacionarnos con el sexo opuesto podemos experimentar la gama completa de nuestra persona. La polaridad entre hombre y mujer genera y acentúa esa conciencia. Por supuesto, existen aspectos de esa capacidad que se consiguen mejor con miembros del mismo sexo. Un hombre sabe qué significa ser hombre de un modo que ninguna mujer podrá llegar a entender nunca, y viceversa. No obstante, entre miembros del sexo opuesto se pueden explorar muchas más posibilidades. Una relación así representa un teclado mucho más amplio que permite tocar más notas y crear una música más rica. Un miembro del sexo opuesto con el que compartimos una gran cantidad de ideas y valores, muchas afinidades fundamentales, y ciertas diferencias complementarias, es capaz de percibir y responder personalmente ante nosotros como un ser humano y como un ser sexual. 91

La perspectiva única inducida por el género que confronta a los sexos opuestos representa, al menos potencialmente, la gama más completa posible para «conocer» al otro. Ser el objeto de deseo sexual, en el contexto del amor romántico — aunque no necesariamente en el contexto de las relaciones más informales— consiste en ser visto y querido por lo que uno es como persona, incluyendo el hecho de que se es hombre o mujer. La esencia de la respuesta del amor romántico es que «te veo como una persona y te quiero y te deseo por lo que eres, por mi felicidad en general y por mi felicidad sexual en particular». Nuestra respuesta espiritual-emocional-sexual a nuestra pareja es la consecuencia de verle como la personificación de nuestros valores más apreciados y como un elemento crucial para nuestra propia felicidad. En este contexto, «más apreciados» no significa necesariamente «más nobles»; significa «más importantes» en lo que respecta a nuestras necesidades y deseos personales, y a lo que deseamos encontrar y experimentar en la vida. Como parte integrante de esa respuesta, vemos al objeto amado como un elemento de vital importancia para nuestra felicidad sexual. Las necesidades de nuestro espíritu y de nuestro cuerpo se funden y experimentamos la sensación más extática de plenitud. La respuesta del amor romántico

Volviendo la vista atrás en el camino recorrido hasta aquí podemos apreciar algunas de las necesidades fundamentales a las que el amor romántico puede responder. Existe la simple necesidad de compañía. Existe la necesidad de amar y admirar a alguien. La de ser amado y sentirse visible. La de autodescubrimiento. La de satisfacción sexual. La de experimentarse plenamente a uno mismo como un hombre o una mujer. En lo que nos queda por recorrer veremos que existen más necesidades que inspiran el deseo de vivir un amor romántico, como la de tener un universo privado, un refugio de la lucha diaria, que el amor romántico proporciona de manera única, o la necesidad de compartir nuestra emoción por estar vivos (y de disfrutar y recibir la emoción de otro). 92

Todas estas cosas no se llaman necesidades porque nos vayamos a morir si no las tenemos, sino porque aportan mucho a nuestro bienestar, a nuestro funcionamiento eficaz. Poseen valor de supervivencia. Normalmente no reflexionamos sobre las necesidades que pretendemos satisfacer a través del amor romántico. Nos limitamos a sentirlas, no las conceptualizamos. Pero el valor práctico de esa reflexión no sólo nos ayuda a entender la naturaleza del amor, sino que además nos proporciona criterios para evaluar nuestras relaciones. Así, por ejemplo, cuando no nos sintamos visibles en una relación con alguien que afirma querernos y a quien afirmamos querer, podremos reconocer más claramente que falta algo (si somos conscientes de la importancia de sentirse visible). Retomaremos este tema en el Capítulo 4. No llegaremos entender a fondo las raíces del amor romántico si no consideramos primero los factores que nos llevan a enamorarnos de un ser humano en concreto. Tenemos que considerar el proceso de selección implicado en el hecho de «enamorarse». Y eso es lo que vamos a examinar a continuación.

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3 La elección en el amor romántico Prólogo: el choque del reconocimiento

En una relación satisfactoria entre un hombre y una mujer, la experiencia del amor, el deseo y el placer no fluye siguiendo un simple camino unidireccional, sino más bien en un ciclo recíproco de refuerzo mutuo continuado. Al amar a una persona la percibimos como una fuente de felicidad real o potencial; nace el deseo; el deseo genera acciones que producen placer o alegría a través de la implicación con la persona amada; el placer funciona mediante una especie de bucle de realimentación que intensifica el deseo y el amor, y así sucesivamente. De este modo, el amor se desarrolla y se refuerza. La fascinación, la atracción o la pasión pueden surgir «a primera vista». El amor, no. El amor exige conocerse, y para conocerse se necesita tiempo. Hay personas que hablan de enamorarse a primera vista porque en retrospectiva puede parecerles que fue así, cuando la poderosa respuesta emocional del primer momento se valida y se confirma con experiencias posteriores, y así es como el amor realmente evoluciona. Con todo, en las primeras etapas de una nueva relación —y, en ocasiones, incluso en el primer momento del encuentro— no es nada raro que los futuros amantes experimenten un repentino «choque de reconocimiento», una extraña sensación de familiaridad, de encontrarse con una persona que ya conocen de una manera un tanto misteriosa y aparentemente inexplicable. Es cierto que se produce una fascinación por la novedad que supone la otra persona, aunque muy a menudo también ocurre casi lo contrario: la sensación de hallarse ante algo conocido de manera sutil pero poderosa, como si se encontrasen con la concretización

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de algo que ya existía potencialmente en su propia psique. Con un choque de reconocimiento ven a ese «otro», que al mismo tiempo no es «un otro». Necesitamos entender qué acciona esa atracción inicial y cuál es la base del nexo que se forma. Ya he mencionado que el amor apasionado se asienta sobre cierta reciprocidad de ideas y valores. Es una abstracción muy general. Resulta necesario considerar específicamente qué implica, cómo se manifiesta y cómo se puede reconocer, en ocasiones, en los primeros momentos de un nuevo encuentro. Las respuestas nos ayudarán a explicar por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra. El sentido de la vida

Existe un concepto esencial para entender el amor romántico y el proceso de selección: el sentido de la vida. El amor romántico implica, en su esencia, un sentido de la vida profundo y compartido. El sentido de la vida es la forma emocional en la que experimentamos nuestra visión más profunda de la existencia y nuestra relación con ella. Se trata de la consecuencia natural de una metafísica personal que refleja la suma de nuestras actitudes y conclusiones más generales y profundas sobre el mundo, la vida y nosotros mismos. Nuestro sentido de la vida puede mostrar una autoestima fuerte y sana, y un sentido íntegro del valor de la existencia, la convicción de que el universo está abierto a la eficacia de nuestro pensamiento y nuestro esfuerzo. O bien puede reflejar la tortura de la duda y la ansiedad de sentir que vivimos en un universo ininteligible y hostil. Puede reflejar una visión de la vida como algo exultante o como un sórdido sinsentido. Puede encarnar la voluntad de mejorar y la confianza en uno mismo, o también las dudas y el amargo resentimiento, o la ansiedad silenciosa, o el desafío angustioso y trágico, o la resignación amable y sufrida, o la impotencia agresiva, o el martirio deliberadamente perverso... o casi cualquier combinación de estas actitudes, mezcladas en diversos grados y proporciones.

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La formación de nuestro sentido de la vida comienza en la primera infancia, mucho antes de que seamos capaces de pensar en el mundo y en el yo en términos conceptuales. En el transcurso de nuestra evolución desde la infancia nos encontramos inevitablemente con ciertos hechos fundamentales de la realidad, hechos sobre la naturaleza de la existencia y de la vida humana a los cuales podemos responder de diversas maneras y con diferentes grados de realismo y efectividad. Es la suma, la acumulación de esas respuestas lo que forma nuestro sentido personal de la vida. Y aunque más tarde, las observaciones y el aprendizaje adulto influyen en nuestras actitudes en esos ámbitos, en un nivel profundo, las que se formaron en los primeros años de nuestra vida, antes de recibir abundante información «dura», se muestran notablemente tenaces y resistentes a los cambios. Empecemos con un ejemplo básico: es un hecho irrefutable de la realidad que la conciencia y la percepción dirigida son necesidades de nuestra existencia; es decir, que necesitamos conocimientos y que la adquisición de tales conocimientos requiere el esfuerzo del pensamiento conceptual. La postura que una persona joven adopta progresivamente respecto a esta cuestión no llega por una decisión explícita; no se trata de una única elección. A ello se llega por la implicación acumulativa de una larga serie de elecciones y respuestas ante situaciones específicas que implican la necesidad de pensar y de expandir el rango de percepción. Dentro de este contexto no nos interesa tratar la cuestión de todos los factores que contribuirán al tipo de modelo que se establecerá, sino únicamente del hecho de establecer un modelo. Dependiendo de muchos factores, podemos aprender a responder de manera positiva, con alegría, a disfrutar; podemos aprender del placer de ejercitar nuestra mente. O podemos aprender a enfrentarnos al esfuerzo intelectual a regañadientes y con sumisión, considerándolo un mal necesario. Otra posibilidad es que veamos el esfuerzo mental con resentimiento o temor letárgico, como una carga injusta, una imposición, y que nos decidamos a evitarlo siempre que sea posible. Lo que se forma y se endurece gradualmente en nuestra psicología es una tendencia, una política, un hábito; una posición o una premisa por implicación. De esta manera se forman todas las actitudes sobre el sentido de la vida. Aunque hay muchos temas implicados en el sentido de la vida de un individuo, yo sólo voy a señalar unos cuantos, los más fundamentales. 96

Es sabido que los seres humanos no somos omniscientes ni infalibles. Descubrimos a una edad muy temprana no sólo que el conocimiento se adquiere mediante un proceso de percepción dirigida, sino que en ningún caso existe garantía alguna de que nuestros esfuerzos resulten necesaria y automáticamente provechosos. Podemos aprender a aceptar de buen grado, de manera realista, y con más o menos osadía, la responsabilidad de pensar y juzgar, preparándonos para afrontar las consecuencias de nuestras conclusiones y de las acciones derivadas de ellas, admitiendo que no existe una alternativa razonable. O podemos aprender a reaccionar con temor y con el deseo de huir de las responsabilidades, reduciendo el área de percepción, pensamiento y acción para minimizar el «riesgo» que implican los posibles errores y/o pasando a otros la responsabilidad que tenemos miedo de afrontar, viviendo así de sus pensamientos, sus juicios, sus valores y sus conclusiones. Si dos personas que se conocen han respondido a ese reto de manera radicalmente opuesta, entre ellas existirá un vacío que supondrá una gran barrera para el comienzo de un amor romántico. Todos sabemos que los seres humanos debemos vivir a largo plazo, que debemos proyectar nuestros objetivos para el futuro y trabajar para conseguirlos, y que eso nos exige la capacidad y la voluntad, llegado el caso, de posponer los placeres inmediatos y soportar frustraciones inevitables. Incluso la forma más sencilla de existencia nos exige que prestemos cierta atención a las consecuencias de nuestras acciones; no podemos escapar a la realidad de que existe un mañana (el error de los que viven únicamente en el futuro, a expensas de negar el presente, es otro tema que no vamos a tratar ahora). Podemos aprender a aceptar que existe un mañana, que las acciones tienen consecuencias, y observar esos hechos de la vida con una mirada realista y sin autocompasión, conservando nuestra ambición por los valores. O podemos rebelarnos resentidos contra un universo que no nos garantiza que podamos satisfacer instantáneamente todos nuestros deseos, pisoteando la realidad y buscando sólo el tipo de valores que se pueden conseguir de manera fácil y rápida. También es un hecho sabido que en el transcurso de una vida un ser humano experimentará inevitablemente, en mayor o menor grado, algún tipo de sufrimiento, y será testigo de él. Lo que no es inevitable, sin 97

embargo, es el estatus que atribuiremos al sufrimiento; es decir, el significado que le daremos en nuestra vida y en nuestra visión de la existencia. Podemos conservar un sentido relativamente claro de la existencia, sean cuales sean las adversidades o los sufrimientos que nos encontremos por el camino; podemos mantener la convicción de que la felicidad y el éxito son normales y naturales, y que el dolor, la derrota, el desastre y la decepción son anormales y accidentales (del mismo modo que consideramos la salud, y no la enfermedad, nuestro estado normal). O podemos decidir que el sufrimiento y la derrota componen la esencia misma de la existencia, que la felicidad y el éxito son lo temporal, lo anormal, lo accidental. Los organismos vivos actúan por propia naturaleza para conservar la vida y el bienestar. Los organismos humanos decidimos por naturaleza valorar nuestra propia vida y nuestra felicidad lo suficiente como para generar la conciencia, el pensamiento, el esfuerzo y la acción que requieren. Para nosotros, como seres humanos, el proceso no es automático; no estamos «enchufados» biológicamente para tomar la decisión acertada, la que favorezca a nuestro bienestar. Podemos desarrollar ese respeto hacia nosotros mismos que garantiza el respeto a la existencia de los seres vivos, y mantener la solemne ambición de experimentar la felicidad como una lealtad inquebrantable a nuestros propios valores, un profundo rechazo a tratarlos como un objeto de renuncia o sacrificio. O temiendo el esfuerzo, la responsabilidad, la integridad y el valor que ese egoísmo racional requiere, podemos empezar el proceso de renunciar a nuestra alma antes de que se haya formado del todo y dejar las aspiraciones, la felicidad, los valores no a algún beneficiario tangible, sino a un letargo o un temor no identificados. Nuestro sentido de la vida es de gran importancia en la formación de nuestros valores básicos, ya que todas las elecciones se basan en una visión implícita del ser que valora y del mundo en el que ese ser debe actuar. Nuestro sentido de la vida subyace al resto de sentimientos, a todas las respuestas emocionales (como si fuese el lema del alma, el tema básico de la personalidad). Ésa es la importancia que tiene el sentido de la vida en el amor romántico. Un alma gemela es alguien que comparte, en los aspectos más relevantes, nuestro sentido de la vida.

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Cuando conocemos a otro ser humano, sentimos la presencia de esa música en su interior. Percibimos cómo experimenta la alegría, o el temor, o su actitud defensiva respecto a la vida. Sentimos el nivel de emoción o de apatía; nuestro cuerpo y nuestras emociones responden antes de que el pensamiento pueda darles forma con palabras. En las relaciones románticas, la respuesta afirmativa de cada parte al sentido de la vida del otro —cosa que puede ocurrir en ocasiones en el primer momento del encuentro— es crucial para la experiencia de amor y la proyección de visibilidad mutua. Por lo general, es el factor que pone en marcha la relación. En el amor romántico sentimos implícitamente que el otro ve la vida como nosotros, que se enfrenta a la existencia como nosotros, que experimenta el hecho de estar vivo como nosotros. En mis talleres intensivos de autoestima y relaciones románticas utilizaba un ejercicio para que los alumnos tomasen conciencia de cuánto sabemos del otro, cómo lo sentimos y respondemos de forma casi inmediata, por lo general sin tener conciencia de ello y sin reconocimiento explícito. Les pedía que se sentasen en el suelo frente a un desconocido y se mirasen en silencio y sin moverse, absorbiendo el ser de la otra persona, dejando que se formasen las impresiones, que se desarrollasen fantasías sobre el otro sin censura alguna, imaginando cómo era esa persona de pequeño, cómo sería como amante o pareja, qué tipo de conflictos o luchas podría estar atravesando, cómo se sentía respecto a sí misma, etc. Después de unos momentos en silencio, dejaba que uno de ellos expresara sus pensamientos, fantasías e impresiones mientras el otro escuchaba en silencio, sin asentir ni disentir, sin confirmar ni negar. A continuación se invertía el proceso; la persona que había hablado permanecía en silencio y la otra compartía sus impresiones sobre su compañero de ejercicio. Posteriormente les pedía que comentasen en qué creían que su compañero tenía razón o estaba equivocado. En ese punto siempre se producía una gran agitación en la sala, porque el grado de aciertos era muy alto; la gente se sentía excitada y en ocasiones se sorprendía de lo sensibles que eran, de lo mucho que sabían y podían ver. La mayoría de ellos no eran conscientes de ello. Entre las diversas maneras de comunicar un sentido de la vida, la menos frecuente tal vez sea mediante la afirmación conceptual explícita. Por supuesto, a medida que una relación avanza, el conocimiento 99

comienza a llegar de formas más identificables: dos personas descubren su afinidad a medida que conocen lo que el otro valora y lo que no (observando por ejemplo su manera de hablar, de sonreír, de estar, de moverse, de expresar emociones, de reaccionar ante determinadas circunstancias, etc.). Lo descubren al ver cómo reaccionan ante el otro, por lo que dicen y no dicen, por las explicaciones que no necesitan dar, por señales repentinas e inesperadas de comprensión mutua. Casi todos hemos vivido esa experiencia. En ocasiones, una de las señales más elocuentes de afinidad respecto al sentido de la vida son los gustos sobre arte. El arte, más que ninguna otra actividad humana, es uno de los campos del sentido de la vida. Y el sentido de la vida de un individuo resulta crucial para determinar las respuestas artísticas personales. Una discusión de dos individuos sobre sus respectivas ideas no carece de importancia; en realidad, puede ser muy importante. Este hecho obvio no debe ser negado o ignorado. Sin embargo, la mera coincidencia abstracta, intelectual, en determinados temas no basta por sí sola para establecer una auténtica afinidad sobre el sentido de la vida. De hecho, esa coincidencia puede ser engañosa; puede crear la falsa ilusión, en ambas partes, de que se tienen más cosas en común de las que en realidad se comparten. He visto a muchas personas jóvenes casarse por equivocación después de asumir que la coincidencia filosófica en campos amplios era base suficiente para una relación íntima; no eran conscientes de las diferencias más profundas sobre el sentido de la vida que les separaban. Sin una afinidad significativa sobre el sentido de la vida no es posible una experiencia íntima, amplia y fundamental de visibilidad. Puede ocurrir que una persona con un sentido de la vida distinto al nuestro nos admire por alguna cualidad o cualidades, pero nuestro sentimiento de gratificación —si llega a producirse— sería extremadamente limitado. Sentiríamos que la otra persona nos admira por razones equivocadas. Un ejemplo de lo que acabo de decir sería un hombre con un sentido de la vida confiado y positivo, inmerso en alguna dificultad, que recibe la admiración de una mujer cuyo sentido de la vida es desafiantemente trágico. La admiración que ella proyecta es la de la

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imagen de un mártir heroico pero condenado. Pero él, a pesar de recibir esa admiración no se siente visible, porque la imagen choca con su propio sentido de la vida. En el amor romántico experimentado de manera óptima somos admirados por lo que deseamos que nos admiren y —lo que es igualmente importante— de un modo y desde una perspectiva que concuerda con nuestra propia visión de la vida. De forma que aquí, en el área de las similitudes vitales, tenemos el fundamento esencial de la atracción romántica apasionada y que perdura. Lo que nos atrae es una conciencia como la nuestra. Ahora bien, si nos detuviésemos aquí, la imagen quedaría incompleta. No estamos buscando una imagen precisa de nosotros mismos. Los cimientos de una relación se encuentran en las similitudes básicas. La emoción de una relación radica, en gran medida, en las diferencias complementarias. Esos dos factores juntos constituyen el contexto en el que nace el amor romántico. Las diferencias complementarias

El principio de las similitudes básicas y las diferencias complementarias se puede observar en el nivel más fundamental en el elemento de atracción que existe entre un hombre y una mujer. En el plano más abstracto, la afinidad, la similitud básica, sin la cual el amor no podría surgir, es el hecho de que ambos son humanos. La diferencia complementaria que aporta una emoción única al encuentro es que uno es hombre y el otro, mujer. En un plano más específico, cuando conocemos a una persona que ha aprendido estrategias de supervivencia similares a las nuestras, cuya manera de estar en el mundo nos resulta muy conocida, y cuyos procesos de afrontamiento y adaptación se parecen a los que nosotros mismos hemos adquirido, se produce el choque del reconocimiento, la sensación de un nexo profundo (y ésa es, en efecto, la base o los cimientos que soportan la estructura de una relación). Sin esa base no puede darse un amor serio y maduro entre un hombre y una mujer. No obstante, no existen dos seres humanos exactamente iguales; no hay dos personas que se desarrollen de manera idéntica ni que realicen (hagan real por medio 101

de sus actos) exactamente los mismos potenciales. Del mismo modo que nos especializamos en el campo laboral, también se produce una especialización en el desarrollo de la personalidad. Ilustremos este punto con algunos ejemplos: una persona realiza sus habilidades intelectuales verbales más que otra; un individuo se mueve más en la dirección del desarrollo de la función intuitiva. Una persona se orienta predominantemente a la acción; la otra es más contemplativa. Una muestra más inclinación artística; la otra es más mundana. Una demuestra un fuerte nexo con el pasado; la otra vive casi totalmente en el presente; otra parece vivir siempre en el futuro. Una persona puede orientarse casi exclusivamente a los logros en el campo laboral; otra, al desarrollo y el enriquecimiento de las relaciones. Una persona puede estar profundamente enamorada de los aspectos físicos de la existencia; otra, de los intelectuales, y una tercera de los espirituales. Poseemos esos potenciales en diferentes grados y los realizamos en grados también distintos. Todas esas posibilidades existen, en cierta medida, en todos nosotros, pero la fórmula para combinarlas de manera precisa en cualquiera de nosotros es tan única y personal como las huellas dactilares. Tenemos más probabilidades de enamorarnos de una persona con la que experimentamos afinidades básicas y diferencias complementarias a la vez. Cuando un hombre y una mujer experimentan las diferencias como complementarias, les resultan estimulantes, desafiantes, interesantes: una fuerza dinámica que realza las sensaciones de vitalidad, de expansión y de crecimiento. Sin duda, no todas las diferencias entre personas son complementarias; algunas pueden ser antagónicas. Es simplificar y generalizar demasiado concluir, como algunos psicólogos sugieren, que los opuestos se atraen, pues resulta al menos igualmente cierto que los opuestos se repelen. Hay hombres y mujeres cuyos estilos cognitivos (su manera de pensar y de procesar las experiencias), y su manera de relacionarse con el tiempo, las acciones y el mundo son tan distintos que entre ellos no puede existir más que fricciones, impaciencia e irritabilidad, sobre todo si intentan establecer un ambiente de intimidad.

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Para experimentar la intimidad satisfactoria inherente al amor romántico es preciso que el hombre y la mujer consideren sus diferencias algo mutuamente enriquecedor, capaz de sacar los potenciales no descubiertos de cada uno, de manera que su encuentro se convierta en una aventura de conciencia y vitalidad expandidas. Dos personas —una cuyo estilo cognitivo dominante es verbalintelectual, y otra cuyo estilo cognitivo dominante es intuitivo— pueden entablar una relación enriquecedora y estimulante si cada una respeta y aprecia el estilo cognitivo de la otra. En cambio, si ambas perciben el estilo cognitivo de la otra como antagonista, las consecuencias serán inevitablemente el conflicto y la disensión. Otro ejemplo: una persona principalmente activa y una persona predominantemente espiritual experimentarán sus diferencias como complementarias o antagonistas, dependiendo en gran medida de la voluntad y la capacidad de cada una de apreciar y valorar la orientación de la otra. Esto, a su vez, depende en gran medida de la capacidad y la voluntad de cada uno para aceptar y respetar ese elemento latente o subdominante que las define. Detengámonos un momento en este último punto. Por lo general, somos más intolerantes con las personas que poseen esos rasgos o posibilidades que rechazamos en nosotros mismos. Conozco a una mujer que rechaza su propia agresividad y a menudo se muestra enfadada por la presencia de ese rasgo en su pareja. O a un hombre que rechaza su propia sensibilidad y que siempre se muestra impaciente cuando una mujer la manifiesta. Por lo general, lo que enfrenta a maridos y esposas y de lo que se quejan, son esos rasgos que ellos mismos poseen y de los que no quieren ni oír hablar. Estoy pensando, por ejemplo, en un hombre que podía tolerar casi cualquier sentimiento excepto la indefensión; por eso, cuando su mujer lo mostraba, él se enfadaba con ella. Él no sabía que valoraba el hecho de que ella se permitiese de vez en cuando sentirse desamparada, y soportase ese estado por los dos. En una ocasión trabajé con una mujer muy activa y ambiciosa, que se quejaba de vez en cuando de la pasividad de su marido, una cualidad que en realidad valoraba. A través de él, ella se permitía experimentarla indirectamente, casi como un lujo secreto que no podía dejar aflorar. Con

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frecuencia, el amor romántico coexiste con esas fricciones que acabo de describir; cada día surgen nuevas parejas que experimentan algunas diferencias como complementarias y otras como antagonistas. La cuestión es que el conflicto se puede resolver casi siempre reconociendo y aceptando en nosotros mismos esos rasgos y características que en ocasiones nos frustran o nos incomodan si las manifiestan aquellos a los que amamos. Si aprendemos a aceptar esos rasgos en nosotros mismos, estaremos más capacitados para aceptarlos en los demás. Las diferencias complementarias entre personas que se aceptan a sí mismas y a su pareja pueden ser una poderosa fuente de estimulación del crecimiento y el autodescubrimiento. Cada uno representa para el otro una puerta de entrada a nuevos mundos. Cuanto más firme sea la autoestima de la pareja, más probable es que eso ocurra y menos inclinados se sentirán sus miembros a percibir las diferencias como amenazadoras. En ocasiones vemos en otro ser humano la personificación de una parte de nuestro ser que ha estado luchando por salir a la superficie. Si esa otra persona ve una posibilidad similar en nosotros, puede surgir una explosión de amor, la sensación de una experiencia de vitalidad realizada a través del contacto, la implicación y la interacción. De hecho, un modo de profundizar en una relación amorosa consiste en preguntarnos: ¿con qué partes de mí mismo renuevo el contacto a través de la relación con mi pareja? ¿Cómo me experimento a mí mismo en esa relación? ¿Qué cobra más vida en mi interior en presencia de esa persona? Al responder a estas preguntas podremos apreciar algunas de las razones más importantes por las que nos hemos enamorado de una persona determinada. Quiero aclarar algo antes de continuar. Las diferencias pueden ser complementarias y contribuir al éxito de una relación sólo cuando los rasgos de cada individuo resultan valiosos y deseables. Los valores y los desvalores no son complementarios. No puede existir una relación apasionada entre una persona con una elevada autoestima y otra con la autoestima baja, o entre una persona muy inteligente y otra profundamente estúpida. Esas diferencias son antagonistas por naturaleza, no se estimulan mutuamente. Para que las diferencias sean complementarias y no antagonistas es preciso que vivan en el reino de lo 104

opcional. No pueden pertenecer a los elementos fundamentales de la existencia. La diferencia entre autoestima y autodesprecio o entre honestidad y deshonestidad no es opcional. No representan orientaciones o estados igualmente válidos. Las diferencias son fundamentales. Y en esos fundamentos deseamos encontrar afinidad. En cuestiones como el estilo cognitivo o de personalidad podemos acoger de buen grado las diferencias y disfrutar de ellas, porque en ese caso pueden ser igualmente valiosas. En ocasiones ocurre que una persona deshonesta se siente atraída por la honestidad de otra, del mismo modo que alguien inseguro puede sentirse atraído por la autoestima de otro, ya que busca lo que le falta. Sin embargo, esa atracción es unilateral, no recíproca. La honestidad no se siente atraída por la deshonestidad; la autoestima no se siente atraída por la falta de confianza personal. Los cimientos del amor mutuo, en esos casos, no existen. Pero cuando los cimientos del amor mutuo sí existen, cuando se produce una combinación adecuada de afinidades básicas y diferencias complementarias entre un hombre y una mujer, y éstos se encuentran en una posición abierta al amor en ese momento de sus vidas, el amor empieza a desarrollarse mucho antes de que la pareja pueda articular los fundamentos de su atracción mutua. La experiencia de muchos hombres y mujeres que han estado juntos durante años es que siguen descubriendo razones para estar enamorados, razones que captaron de manera intuitiva o subconsciente muy al principio de su relación y que han tardado mucho tiempo en verbalizar. No es que se nombren explícitamente las razones y que sea preciso hacerlo. Sin embargo, a las parejas que deseen explorar ese terreno les resultará útil hacerse estas preguntas: ¿En qué aspectos somos similares? ¿En qué aspectos —lo que nos gusta y nos estimula— somos distintos? Quizá debería mencionar que la simple enumeración de rasgos de la pareja nunca será completamente satisfactoria. Siempre está la cuestión de cómo interactúan esos rasgos con la personalidad de cada uno, el grado de desarrollo de cada rasgo y el equilibrio entre ellos. «Equilibrio» y «rasgo» son dos elementos clave. Por ejemplo, a mí siempre me ha gustado un cierto grado de «masculinidad» en la personalidad de las mujeres que me importan. Obviamente, hay una diferencia abismal entre una mujer totalmente integrada con su femineidad y que al mismo 105

tiempo posee un elemento de «masculinidad», y una mujer cuya «masculinidad» es tan potente que uno tiene que recordarse a sí mismo que se trata de una mujer. Siempre he pensado que las mujeres que carecen por completo de algún rasgo «masculino» resultan poco interesantes, y, por contra, muchas mujeres me han dicho que un hombre sin ningún rasgo de «femineidad» en su personalidad resulta igualmente insulso. La cuestión del grado es de enorme importancia. Hasta ahora, al plantearnos la pregunta de por qué nos enamoramos de una persona y no de otra, nos hemos movido más o menos implícitamente por el campo del amor maduro y romántico. No obstante, el principio de las afinidades básicas y las diferencias complementarias se aplica igualmente a las relaciones amorosas inmaduras. A la vista de lo comunes que son esas relaciones según las estadísticas, parece conveniente añadir algunos datos sobre ellas para aclarar el principio que hemos explorado, y apreciar en qué se diferencia el amor inmaduro del concepto de amor romántico que presentamos en este libro. El amor inmaduro

«Madurez» e «inmadurez» son conceptos que hacen referencia al éxito o al fracaso de la evolución biológica, intelectual y psicológica de un individuo hacia la fase adulta del desarrollo. En las relaciones amorosas maduras, la expresión «diferencias complementarias» se refiere básicamente a puntos fuertes complementarios. En las relaciones inmaduras, esa misma expresión tiende a referirse a puntos débiles complementarios (que incluyen necesidades, deseos y otros rasgos de la personalidad que ponen de manifiesto algún fallo en el desarrollo, en la maduración psicológica). Como veremos a continuación, lo que se va a tratar aquí principalmente es el tema de la separación y la personalización, del éxito o el fracaso de un individuo en la tarea de alcanzar un nivel adulto de autonomía. Muchas personas afrontan la vida con una actitud que si se tradujese en palabras (cosa que casi nunca se hace) vendría a decir algo así como: «Cuando tenía cinco años no pude satisfacer algunas necesidades que tenía, y hasta que no lo consiga no pienso cumplir los seis». A un nivel básico, esas personas son muy pasivas, aunque superficialmente pueden 106

parecer activas y agresivas en ocasiones. En el fondo están esperando a ser rescatadas, a que les digan que son buenos chicos o buenas chicas, a ser validadas o confirmadas por alguna fuente externa. Por eso, toda su vida puede estar organizada en torno al deseo de gustar, de importar a los demás o, por el contrario, de controlar, dominar, manipular y forzar la satisfacción de sus necesidades y deseos porque no confían en la autenticidad del amor o los cuidados de nadie. No confían en el hecho de que lo que son, sin sus fachadas y sus manipulaciones, ya es suficiente. Tanto si se muestran indefensos y dependientes como controladores, sobreprotectores, «responsables» o «adultos», existe un sentido subyacente de inadaptación, de deficiencia indefinida, que, según ellos, sólo otros seres humanos pueden corregir. Están distanciados de sus propias fuentes interiores de fuerza y apoyo, de sus potenciales. Tanto si buscan la realización y la satisfacción a través del dominio como de la sumisión, controlando o siendo controlados, ordenando u obedeciendo, se produce la misma sensación fundamental de vacío, un hueco en el centro de su ser, allí donde el yo autónomo no alcanza a desarrollarse. Nunca han asimilado e integrado el hecho básico de la soledad humana; no han alcanzado la individuación en el grado adecuado acorde con su desarrollo cronológico. No logran transferir a su ser la fuente de su aprobación por parte de otros. No evolucionan a un estado de responsabilidad personal. No hacen las paces con el hecho inamovible de su soledad (y, por tanto, se encuentran inhabilitados en sus esfuerzos para relacionarse). Miran al resto de seres humanos con desconfianza, hostilidad y sentimientos de alienación, o los ven como salvavidas que les permiten mantenerse a flote en el mar turbulento de su propia ansiedad e inseguridad. Las personas inmaduras tienden a ver a los demás principalmente como fuentes de gratificación de sus propios deseos y necesidades, no como seres humanos por derecho propio (de forma similar a como los niños ven a sus padres). Así pues, sus relaciones suelen ser dependientes y manipuladoras; no se trata del encuentro entre dos seres autónomos que se sienten libres para expresarse con honestidad y capaces de apreciar y disfrutar del otro, sino de dos seres incompletos que buscan amar para solucionar el problema de sus deficiencias internas, de poner fin como

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por arte de magia a algún asunto de la infancia aún pendiente, de rellenar los huecos de su personalidad, de convertir el «amor» en un sustituto de la evolución hacia la madurez y la responsabilidad personal. Ésas son algunas de las similitudes básicas que comparten las personas inmaduras que se enamoran. Entender cómo nace el amor inmaduro ayuda a entender también la causa de su rápida extinción. Una mujer inmadura mira a su pareja y en lo más profundo de su mente alberga este pensamiento: «Mi padre me hizo sentir rechazada; tú ocuparás su lugar y me darás lo que él no me dio. Crearé un hogar para ti, te prepararé la comida y seré la madre de tus hijos. Seré tu niñita buena». Otro ejemplo: una mujer se siente rechazada o no querida por uno o ambos progenitores. No capta la magnitud de su dolor y sus sentimientos autodespreciativos y llega así a su aparente madurez. Sin embargo, el sentimiento de algo inacabado, de persona incompleta, permanece y continúa influyendo en su motivación por debajo de la capa superficial de conciencia. Se «enamora» de un hombre que comparte importantes características con sus padres. Tal vez sea frío, poco emotivo, incapaz de expresar amor. Del mismo modo que un jugador perdedor no puede resistirse a la tentación de regresar a la mesa donde tuvieron lugar sus derrotas, ella se siente atraída hacia él de manera compulsiva. Esta vez no piensa perder. Conseguirá que él se ablande. Encontrará el modo de que se ablande, de inspirar en él todas las respuestas que desea y que no recibió cuando era pequeña. Y cree que cuando lo logre redimirá su infancia, obtendrá la victoria frente a su pasado. Sin embargo, no se da cuenta de que a menos que intervengan otros factores que generen un cambio positivo en su psicología, el hombre le resultará útil en el drama que ella interpreta siempre y cuando él permanezca un tanto distante y frío. Si él fuese cálido y cariñoso, dejaría de ser un sustituto de mamá o papá, pues ya no sería adecuado para el papel que ella le ha otorgado. Y de ese modo, al mismo tiempo que ella pide amor a gritos, toma las medidas precisas y necesarias para mantener la distancia entre ellos y evitar que él le dé lo que pide. Si, a pesar de sus esfuerzos, él se convierte en un hombre cariñoso y atento, es muy probable que ella se sienta desorientada y acabe distanciándose. Posiblemente, dejará de quererle. «¿Por qué siempre me enamoro de hombres que no saben amar?», pregunta a su psicoterapeuta. 108

Un hombre acaba de casarse. Mira a su mujer y piensa: «Ahora soy un hombre casado. Ya soy mayor, tengo responsabilidades... como papá. Trabajaré mucho, seré tu protector, te cuidaré... igual que papá hizo con mamá. Así, él, y tú, y todos, veréis que soy un buen chico». Otro caso: una madre deja a su familia para irse con su amante. El hijo se siente traicionado y abandonado; es mamá la que se ha marchado, no papá (el egocentrismo natural de la infancia). Se dice a sí mismo (tal vez con el apoyo de su padre), que «las mujeres son así, que no se puede confiar en ellas». Decide no volver a ser vulnerable a ese dolor nunca más. Ninguna mujer le hará sufrir nunca como hizo su madre. Años más tarde sólo conoce dos tipos de relaciones con mujeres: aquellas en las que él pone mucho menos que ella, y es él el que causa dolor y traiciona, y aquellas en las que elige a una mujer que inevitablemente le será infiel y le hará sufrir. Tarde o temprano, casi siempre acaba con el segundo tipo de mujer (para terminar el asunto inconcluso de su infancia, que nunca podrá completar con éxito, ya que la mujer no es su madre, sólo una sustituta simbólica). Cuando la mujer le «decepcione», él afirmará estar sorprendido y desconcertado. Las «historias de amor» intensas de su vida pertenecen a este segundo tipo. Está desconectado del dolor original, de la fuente del problema, de los sentimientos que repudió hace mucho tiempo. Por tanto, no está capacitado para tratarlos y resolverlos de manera eficaz; es prisionero de aquello a lo que no ha logrado enfrentarse, pero en lo más profundo de su ser continúa el drama sin encontrar nunca una solución. La próxima vez hará saltar la banca. Mientras tanto, para consolarse o descansar, o para recrearse o vengarse, por diversión o por venganza, permite que le hieran tantas mujeres como sea posible. «¿Es el amor romántico una falsa ilusión? A mí nunca me funciona», se dice. He elaborado un ejercicio para mi curso intensivo sobre autoestima y relaciones románticas que guarda relación con este tema. El grupo recibe las siguientes instrucciones: «Sacad vuestros cuadernos y escribid “Mamá” a modo de título en una página en blanco. A continuación, escribid seis u ocho frases o palabras para describirla o caracterizarla. Después escribid una frase sobre cómo percibís su capacidad de dar y recibir amor. En una nueva página haced lo mismo con “Papá”. Pasad a otra página y escribid “Uno de los motivos por los que me sentía frustrado con mamá o papá era...” y escribid seis u ocho finales distintos 109

para esa frase. En otra página nueva escribid el nombre de vuestro primer cónyuge o de la persona con la que hayáis vivido la historia de amor más intensa de vuestra vida. Debajo del nombre anotad seis u ocho frases o palabras que describan a esa persona, terminando de nuevo con una afirmación sobre su capacidad para dar y recibir amor. En otra página escribid “Uno de los motivos por los que me sentía frustrado con (nombre de la persona)”, y escribid seis u ocho finales para la frase». Siempre escucho quejas, risas y tacos. «Dios mío», exclama alguien, «¡me he casado con mi madre!». Y alguien replica: «¡Y yo con mi padre!». «Yo por lo menos tuve el acierto de no casarme», añade otro participante. Para muchas personas, las implicaciones de esas cinco páginas son realmente sorprendentes... pero no del todo. Hasta cierto punto, es verdad que una característica del amor inmaduro es que el hombre o la mujer no perciben a su pareja de manera realista; las fantasías y las proyecciones ocupan el lugar de la visión clara. Pero en lo más profundo, aunque normalmente no se reconoce, existe conciencia, reconocimiento y conocimiento de a quién han elegido. Estas personas no están ciegas, pero el juego en el que se hallan inmersas puede exigir que se hagan pasar por ciegos. De ese modo pueden atravesar los estados de desconcierto, dolor, ofensa o choque que experimentan cuando su pareja se comporta exactamente como su propio escenario vital requiere. La evidencia de esto la encontramos en la frecuencia con la que las personas inmaduras contactan con otras personas igualmente inmaduras cuyos problemas y forma de ser se complementan y encajan con los suyos propios. Por ejemplo, una mujer que experimente la necesidad de sufrir, de ser la «segunda» en las relaciones, de asegurarle a su madre que no es una competidora, logrará encontrar a un hombre casado con la precisión de un misil dirigido y se enamorará de él. Éste, por muy entregado a ella que parezca, «no puede» dejar a su mujer bajo ningún concepto. Un hombre que experimenta la necesidad de jugar a hacerse el fuerte, el protector, el responsable, el que tiene «el control», encontrará a una mujer con la necesidad de jugar a ser débil, indefensa, dependiente, infantil. En ocasiones, de esas «diferencias complementarias» surge el «amor».

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Hay mujeres que se sienten cómodas en el papel de madre y de hija, pero no en el de mujer. Y hombres que se sienten cómodos en el papel de padre y de hijo, pero no en el de hombre. Pues bien, aunque estén perdidos en medio de una multitud, acaban encontrándose. Alternan los roles, el de protector y el de indefenso, pasando de uno a otro guiados por un intercambio de señales no verbales. Cada uno proporciona al otro una fase en la que representar el drama de su inmadurez, de su asunto inconcluso de la infancia, al tiempo que juegan a ser adultos. Siempre podemos observar la afinidad básica (la inseguridad, la puesta en escena de roles, el compromiso con una existencia irreal) y las diferencias complementarias (las acciones distintas pero complementarias, las máscaras, los papeles, los juegos) que ofrecen a cada uno la experiencia de haber encontrado un alma gemela. Aunque esas relaciones tienden a ser inestables, a no durar, a estallar o desgastarse, existen ocasiones, momentos, en los que aportan emoción, una sensación intensificada de conciencia, de vitalidad, e incluso de magia. A veces, esas relaciones muestran todas las características de una adicción. La autoestima de los implicados está tan ligada al apoyo y la validación de la pareja que incluso las ausencias más breves, las separaciones más cortas, pueden provocar ansiedad, pánico o desesperación. E, incluso, cuando una relación así termina, el abandonado puede experimentar todos los síntomas del síndrome de abstinencia de un adicto que ya no dispone de su dosis de heroína (Peele y Brodsky, 1975). Trataremos más a fondo la diferencia entre el amor romántico maduro y el amor inmaduro en el Capítulo 4. De especial relevancia será nuestro debate sobre la autoestima y la autonomía. Pero por el momento sólo cabe recordar que cuando hablamos de madurez e inmadurez nos movemos en un terreno de relatividad. Es conveniente, a la hora de aislar un principio, caracterizar a los individuos y a las relaciones de maduros o inmaduros. Al mismo tiempo, reconocemos que en realidad esos conceptos funcionan en una secuencia continua. Señalo este dato ahora porque después de leer la descripción del amor maduro, el lector podría sentirse confuso y pensar que su relación es madura en algunos aspectos e inmadura en otros, con las consiguientes dudas de cómo catalogarlo.

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Lo cierto es que del mismo modo que un individuo puede actuar con madurez en algunos aspectos pero no en otros, una relación también puede ser madura en algunos aspectos y no en otros. Además, debemos reconocer que un hombre o una mujer muy maduros pueden tener momentos de inmadurez, sentimientos y respuestas muy por debajo del nivel general que les caracteriza. Sin embargo, esos momentos tienden a ser aceptados por ese tipo de personas como lo que son y no se convierten en excusas para sentirse culpables. Un hombre o una mujer maduros también pueden sentir el deseo o la inclinación de comportarse como niños, de sentirse indefensos, de ser irresponsables. Si las circunstancias lo permiten, se entregan a esos sentimientos, los aceptan, los reconocen aunque no se queden anclados en ellos de por vida. La decisión de fluir con esos sentimientos y de actuar sobre ellos cuando resulta seguro y adecuado implica una elección, no una compulsión. Un hombre o una mujer maduros aceptan los sentimientos inmaduros ocasionales como normales e incluso placenteros. Un hombre o una mujer inmaduros los niegan y permanecen anclados en ellos. Una curiosa variable: ritmo y energía

Antes de concluir nuestra disertación sobre el proceso de selección en el amor romántico conviene mencionar una variable que he reservado para un comentario aparte, una variable que puede ser muy importante para establecer si el amor nace o no entre un hombre y una mujer y que, sin embargo, apenas se reconoce o se entiende. Su influencia en una relación potencial, ya sea positiva o negativa, puede ser poderosa y sutil a un tiempo. La variable pertenece al campo de las diferencias entre seres humanos en cuanto al ritmo biológico y el nivel natural de energía. En el terreno de la biología se ha descubierto que cada persona posee un ritmo biológico propio, determinado genéticamente y modificable sólo muy ligeramente en los dos o tres primeros años de vida (casi nunca después). El ritmo biológico se manifiesta en los patrones de la voz, en los movimientos corporales y en las respuestas emocionales, y forma parte de lo que conocemos como carácter o temperamento. Un dato estrechamente relacionado con lo anterior es que 112

algunas personas tienen más energía que otras, física y/o emocional y/o intelectualmente: se mueven, sienten, piensan y reaccionan con mayor rapidez o más lentamente, y parecen experimentar diferentes relaciones con respecto al tiempo. Consideremos primero este fenómeno en su vertiente negativa: en ocasiones ocurre que dos personas se conocen y están a punto de enamorarse por las muchas afinidades y diferencias complementarias que comparten, pero entre ellas existe una sutil fricción (que, por lo general, se prolonga misteriosamente en el tiempo). Son incapaces de explicarlo. Se sienten extrañamente desconectadas, a menudo se irritan y tienen dificultades para explicar sus sentimientos. En tales casos, la barrera contra el éxito de su relación podría ser alguna diferencia incompatible en cuanto al ritmo biológico y el nivel de energía. La persona que es más rápida por naturaleza se siente impaciente de manera crónica; la que es más lenta se siente presionada de vez en cuando. Por lo general, la más rápida de las dos reacciona haciéndolo todo más rápido aún, y a la más lenta le ocurre justamente lo contrario; cada una intenta obligar a la otra a ajustar su propio estado natural sin darse cuenta de que lo que piden es casi imposible. Cuando no se entiende ese fenómeno, lo más habitual es inventar razones para explicar sus disputas y sus desacuerdos; buscarán fallos en el otro, y cuando se separen explicarán la ruptura basándose en esos supuestos fallos. Seguirán sin darse cuenta de las razones más profundas de su incompatibilidad. Por supuesto, ese campo de conflicto no impide que hombres y mujeres se enamoren. En ocasiones se dan suficientes elementos positivos en la relación —y la pareja tiene suficiente arte y saber hacer— que permiten superar esa dificultad. Otras veces, en cambio, la dificultad resulta una barrera infranqueable para lograr un amor prolongado en el tiempo. Y lo triste es que la pareja rara vez entiende los motivos. Veamos la parte positiva de todo esto: cuando un hombre y una mujer se conocen y sienten que «conectan» en esta área, puede surgir una experiencia de tremenda armonía, sentir que la relación «funciona» (cuando esa afinidad básica se apoya en otras afinidades). Tienen la experiencia de «conocer» al otro en un sentido muy especial. Cuando vemos a una pareja que comparte otras afinidades básicas y que, además,

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está relativamente bien sincronizada en su ritmo biológico y en su nivel de energía, percibimos una maravillosa especie de resonancia entre ellos, como si se moviesen al ritmo de la misma música silenciosa. Estamos lejos de entender por completo las diferencias entre personas en esta área. No resulta sencillo ofrecer un principio que explique por qué cierta cantidad de diferencias es tolerable y otra no. Por lo que sabemos hasta el momento, se trata de un fenómeno que conocemos principalmente a partir de experiencias directas vividas por nosotros mismos o por personas que conocemos. No obstante, cuando cobramos conciencia de ello, cuando lo percibimos y miramos nuestras relaciones en el contexto de esa comprensión, experimentamos una especie de iluminación. Entendemos una razón más por la que nos sentimos atraídos por una persona concreta o por qué, en una relación amorosa que estuvo a punto de comenzar, pero que no llegó a producirse o que comenzó y fracasó, fuimos capaces de disfrutar de tantas facetas de armonía y compatibilidad, y a la vez nos sentimos emocionalmente debilitados por alguna fricción sutil pero irritante. El amor como un universo privado

A partir de las afinidades básicas y las diferencias complementarias que generan el amor romántico creamos un mundo privado. Dos yoes, dos personalidades, dos sentidos de la vida, dos islas de conciencia se encuentran, se compenetran, empiezan a desarrollar el espacio en el que habitarán mientras dure la relación. Es el universo al que regresamos por la noche, cuando nos reunimos con nuestra pareja. Es un universo hecho de comprensión sin palabras, de miradas elocuentes y señales abreviadas divertidas, de subjetividad compartida. Todo el que ha estado enamorado más de una vez sabe que cada relación posee su propia música, su propia calidad emocional, su propio estilo... y su propio mundo. Tanto si es un universo basado en una visión compartida (amor romántico) como en una ceguera compartida (amor inmaduro), un universo formado por la felicidad o uno que no es más que una fortaleza contra el dolor, se trata por naturaleza (por la naturaleza del amor, maduro o inmaduro) de un sistema de apoyo emocional, un santuario, 114

una fuente de sustento y energía apartado del mundo exterior. En ocasiones se experimenta como lo único cierto, como lo único sólido y real en medio del caos y la ambigüedad. De hecho, se trata de una de las necesidades satisfechas por el amor romántico: la de apoyo proporcionado por ese universo privado, el combustible que ofrece para las luchas que nos plantea la existencia. Si la relación amorosa sale adelante, ese universo siempre empieza siendo una fuente de apoyo. Que continúe depende del hombre y la mujer que lo han creado. Un hombre y una mujer se conocen y se enamoran. La creación de su universo único comienza desde el primer momento y evoluciona con la relación y con sus protagonistas. Después de haberse enamorado, de comprometerse mutuamente, de decidir unir fuerzas, se hallan ante una de las empresas humanas más formidables: hacer que su relación funcione. Hemos definido el amor y por qué nace. Ahora analizaremos por qué en ocasiones crece y por qué en ocasiones muere. Examinaremos los retos del amor romántico.

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4 Los retos del amor romántico Prólogo: los posibles retos

La tarea de definir qué condiciones se necesitan y son suficientes para satisfacer y sostener una relación romántica puede parecer tan difícil como la de definir qué condiciones se necesitan y son suficientes para componer una gran sinfonía. Podemos determinar lo que parece claramente necesario, pero ¿estaremos seguros de identificar también lo que es suficiente? Las condiciones que parecen claramente necesarias en ocasiones se desvanecen, o como mínimo se tuercen un poco. Así, la tarea puede parecer abrumadora no por causa de algo inescrutable o místico, sino por la riqueza y la complejidad de la psicología humana. Por supuesto, son muchas las personas que creen firmemente que el amor es misterioso por naturaleza y que se burla de todos los esfuerzos que hacemos por encontrarle una explicación racional. Esas personas creen incluso que las explicaciones matan el amor romántico, lo cual equivale a decir que la conciencia mata. Pero eso no es cierto. De hecho, la falta de conciencia sí que mata. La ignorancia mata. La ceguera mata. Si no podemos profundizar nuestro conocimiento de, al menos, ciertos elementos esenciales para el éxito del amor romántico, entonces lo único que nos quedará serán más y más siglos de ese mismo sufrimiento provocado por las relaciones entre hombres y mujeres que estuvo presente en los siglos anteriores al nuestro. Pero no creo que el sufrimiento sea la condición necesaria e inevitable de los seres humanos. Ni que la esencia de la vida sea el dolor. En cambio, estoy totalmente convencido de que esa idea en sí misma es una gran causa de dolor para la humanidad. A pesar de lo que diga la religión, la resignación ante el dolor no es una virtud. Más bien todo lo 116

contrario. De hecho, ahí radica el problema: la gente es demasiado tolerante al sufrimiento, y no duda en recalcar: «Al fin y al cabo, ¿quién es feliz?». La resignación al sufrimiento aceptado sin más es mera pasividad, una falta de responsabilidad ante la propia existencia. Incluso podría ser el vicio humano por excelencia. En ocasiones, cuando trabajo con personas en psicoterapia y detecto una actitud malhumorada, de autocompasión, de evitación de cualquier responsabilidad para solucionar los problemas, me resulta muy difícil no sentirme impaciente, no pensar que esas personas están fomentando su propia amargura. Para asumir la responsabilidad de nuestra existencia tenemos que deshacernos de la idea de que la frustración y la derrota son nuestro destino natural e inevitable. Esa creencia, que en ocasiones se mantiene como una expresión de gran sofisticación o sabiduría, es en realidad el incumplimiento del reto de estar vivos, de ser conscientes, de ser humanos. Hay razones por las que el amor crece y razones por las que muere. Es posible que no lo sepamos todo sobre el tema, pero sabemos mucho. Dicho esto, vamos a considerar los grandes retos a los que debemos enfrentarnos con éxito para dar vida a la promesa de un amor romántico. Simultáneamente, trataremos las cuestiones de por qué el amor en ocasiones crece y otras veces muere. Sería artificial intentar abordar esas cuestiones por separado; son las dos caras de una misma moneda. Los aspectos positivos y negativos se arrojarán luz mutuamente y estarán entrelazados a lo largo de toda la disertación. La autoestima

De los diversos factores que son decisivos para que el amor romántico triunfe, el más importante es la autoestima. La primera historia de amor que debemos consumar con éxito es con nosotros mismos. Sólo entonces estaremos preparados para otras relaciones amorosas. La afirmación según la cual si no nos queremos a nosotros mismos no podemos querer a nadie se ha convertido en una especie de cliché. Pero aunque sea cierta, no es más que una parte de la cuestión. Si no nos 117

queremos a nosotros mismos, es casi imposible creer que alguien nos pueda querer. Es casi imposible aceptar y recibir amor. No importa lo que nuestra pareja haga para demostrarnos que nos quiere: sus muestras no nos parecerán convincentes porque no nos sentimos dignos de ser queridos. En otros libros he mencionado el papel decisivo y poderoso de la autoestima en nuestra vida (Branden, 1969, 1994). Un breve repaso a algunas de las ideas centrales nos irá bien para entender la relación entre la autoestima y nuestra capacidad de satisfacción en las relaciones amorosas. La autoestima como fenómeno psicológico presenta dos aspectos relacionados: los sentimientos de eficacia y valía personal. Es la suma de la confianza en uno mismo y del respeto por uno mismo. Es la convicción —o, más exactamente, la experiencia— de que somos competentes para vivir y merecemos vivir. La autoestima es la experiencia de que encajamos en esta vida, que podemos superar sus exigencias y retos. Si un individuo se siente incapacitado para abordar los retos de la vida, si carece de la confianza fundamental, en sí mismo si no confía en su propia capacidad mental, diremos que padece una deficiencia de autoestima. Y si un individuo no tiene un sentido básico de respeto hacia sí mismo, de ser una persona digna, de tener derecho a reivindicar sus necesidades y deseos legítimos, también diremos que padece una deficiencia de autoestima. Ambos elementos son indispensables para gozar de una autoestima sana: el sentido de competencia básica y el de ser una persona digna. Experimentar que soy competente para la vida significa que tengo confianza en el funcionamiento de mi mente, en mi capacidad de entender y juzgar los hechos de la realidad dentro de la esfera de mis intereses y necesidades; en definitiva, que tengo autoconfianza intelectual. Experimentar que soy digno de vivir implica una actitud afirmativa hacia mi derecho de vivir y ser feliz, hacia la declaración de mis propios deseos y necesidades, el sentimiento de que la felicidad es un derecho natural y de nacimiento.

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La autoestima es un continuo, no un sentimiento que se tiene o no se tiene. Es una cuestión de grados. Resulta difícil imaginar a un individuo totalmente carente del más mínimo rastro de autoestima o de capacidad para aumentarla. Aquí no vamos a tratar los factores psicológicos que influyen en el nivel de autoestima de una persona. Sólo necesitamos reconocer el hecho obvio de que cada persona experimenta un nivel distinto de autoestima y de que el nivel de nuestra autoestima ejerce una profunda influencia en nuestra vida. La naturaleza y el nivel de nuestra autoestima influyen prácticamente en todos los aspectos de nuestra vida. Influyen en la elección de la persona de la que nos enamoramos y de nuestra conducta en la relación. Ya hemos observado que las personas con niveles similares de autoestima tienden a buscarse. En general, nos sentimos más cómodos con personas cuyo nivel de autoestima es similar al nuestro. Los individuos con una autoestima alta tienden a sentirse atraídos por personas con esa misma característica; los que tienen un nivel medio de autoestima se sienten atraídos por personas con ese mismo nivel, y los que muestran una autoestima baja suelen buscar a personas con ese perfil. Cuando hablo de sentirse atraído no me refiero a una respuesta sexual momentánea, sino al tipo de atracción que describiríamos como amor. No podemos entender la tragedia de la mayoría de las relaciones si primero no entendemos que la inmensa mayoría de los seres humanos albergan algún sentimiento de falta de autoestima. Esto significa, entre otras cosas, que en lo más profundo de su ser sienten que no son «lo suficiente»; creen que no merecen ser amados, que no es natural o normal que otras personas les quieran. Esas actitudes no siempre son conscientes. En el nivel consciente podrían decir, por ejemplo, algo así como: «Por supuesto, espero que me quieran. Merezco que me quieran. ¿Por qué no iba a ser así?». Sin embargo, los sentimientos negativos, más profundos, están ahí, funcionando para sabotear los esfuerzos destinados a alcanzar la plenitud. En clase de literatura nos enseñaban que el carácter determina la acción. Yo parafrasearía esa idea para decir que el concepto que uno tiene de sí mismo determina el destino. O, para decirlo con más

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exactitud, existe una clara tendencia a que el concepto acerca de uno mismo determine el destino. Por tanto, si tenemos confianza en nosotros mismos, en nuestra capacidad de comprensión, en nuestra competencia mental, estaremos abiertos a la experiencia, motivados para comprender, para esforzarnos por comprender. No nos quedaremos paralizados por los bloqueos que nuestras dudas generen. Y nuestra capacidad de crecimiento reforzará nuestros sentimientos de autoconfianza. Si, por el contrario, dudamos profundamente de nuestra eficacia, si no tenemos confianza en nuestra capacidad cognitiva, si no confiamos en nuestro juicio, nuestras inseguridades nos llevarán a mostrar conductas que provocarán frustración y sentimiento de derrota. Esas conductas y sus consecuencias parecen justificar nuestra falta de confianza inicial. Veamos otro ejemplo de cómo funcionan esas profecías que se hacen realidad. Recuerdo un incidente que se produjo mientras estaba dando una conferencia en la universidad sobre la psicología del amor romántico. Cuando terminé, varios estudiantes me rodearon y empezaron a hacerme preguntas. Entre ellos había una joven que comenzó felicitándome por la conferencia para pasar a explicarme después, con bastante amargura, cuánto le gustaría que los «hombres» entendiesen los principios que acababa de explicar. Mientras hablaba tomé conciencia de que estaba sintiendo el impulso de alejarme de ella. Al mismo tiempo, me sentí intrigado por mi reacción, porque aquella tarde estaba de muy buen humor y en buena disposición hacia todo el mundo. Ella continuó con su monólogo sobre el hecho de que los hombres no aprecian la inteligencia de las mujeres, y yo la detuve diciéndole: «Escucha, me gustaría compartir algo contigo. Ahora mismo estoy sintiendo el impulso de marcharme, de evitarte. Y creo que sé por qué me está pasando. Me gustaría explicártelo, si es que te interesa». Asintió con la cabeza, desconcertada, y yo continué: «Cuando has empezado a hablar, he recibido de ti tres mensajes. Primero he tenido la impresión de que te caía bien y tú deseabas caerme bien, que te respondiese de manera positiva. Al mismo tiempo, he recibido el mensaje de que tú ya estabas convencida de que no podías caerme bien o de que no yo no estaba interesado en nada de lo que pudieras decirme. En tercer lugar, he recibido el mensaje de que estabas enfadada conmigo por rechazarte. Y yo todavía no había dicho ni una sola palabra». Se quedó pensativa y 120

finalmente esbozó una sonrisa apagada en reconocimiento de lo acertado de mi descripción. «Lo bueno de esto es que yo estoy dispuesto a explicarme, pero si estás hablando con un hombre joven y le envías esos mensajes, lo más probable es que se marche. Y mientras observas cómo se va, te dirás que el problema es que los hombres no aprecian a las mujeres inteligentes. Y estarás ciega respecto a tu propio papel al provocar la situación que tanto te molesta», le dije. Resulta evidente que lo que uno piensa de sí mismo suele determinar el destino en el amor romántico. Veamos ahora cómo ocurre. La idoneidad de ser amado

Imaginemos que un individuo siente, tal vez de manera inconsciente, que carece de valía, que no es digno de ser amado, que no puede inspirar lealtad por mucho tiempo. A la vez, ese individuo desea amor, busca el amor, espera y sueña con encontrar el amor. Supongamos que esa persona es un hombre. Encuentra a una mujer que le importa, y el sentimiento parece mutuo; se sienten contentos, emocionados y estimulados por la presencia del otro. Por fin, parece que su sueño se va a cumplir. Sin embargo, en lo profundo de su mente hay una bomba de relojería en marcha: la creencia de que no merece ser amado. Esa bomba hace que él acabe destruyendo la relación. Las posibilidades son varias: podría exigir demostraciones de amor continuamente; volverse excesivamente celoso; comportarse de manera cruel para poner a prueba la intensidad del amor de la mujer hacia él; realizar comentarios de autodesprecio y esperar a que ella le corrija; repetirle una y otra vez que él no la merece; decirle que no se puede confiar en ninguna mujer y que todas son inconstantes; encontrar excusas para criticarla y rechazarla antes de que ella le rechace a él; intentar controlarla y manipularla haciendo que se sienta culpable y obligada a permanecer a su lado; convertirse en un ser callado, retraído y preocupado, levantando barreras que ella no puede atravesar... Al cabo de un tiempo, lo más probable es que la mujer sienta que ya ha aguantado bastante, que está agotada, que él ha acabado con sus fuerzas. Le deja. Él se siente desolado, deprimido, destrozado. Es maravilloso.

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Tenía razón. El mundo sigue siendo como sabía que era. «Escriben canciones de amor, pero no para mí.» Sin embargo, ¡qué satisfactorio es saber que alguien entiende la naturaleza de la realidad! Supongamos ahora que a pesar de sus esfuerzos él no logra apartarla. Tal vez ella cree en él, ve su potencial. O puede que tenga una vena masoquista que le impulsa a estar con ese tipo de hombre. Se aferra a él, le da confianza. Su entrega es cada vez mayor, haga lo que él haga. Simplemente, ella no entiende la naturaleza del universo como él lo percibe. No comprende que nadie pueda amarle. Al seguir queriéndole, la mujer le plantea un problema: hace que él confunda su visión de la realidad. Él necesita una solución, una salida. La encuentra: decide que ya no la quiere. O se dice a sí mismo que ella le aburre. O que se ha enamorado de otra. O que no le interesa el amor. La decisión concreta es lo de menos; el resultado final es el mismo: al final, él vuelve a estar solo (como ya «sabía» que pasaría). Una vez más, puede volver a soñar con encontrar el amor, con buscar una nueva mujer para volver a representar su papel. Por supuesto, no es esencial que su relación termine de manera tan contundente. Ni siquiera es preciso que se produzca una separación real. Es posible que él desee continuar con la relación siempre y cuando los dos sean infelices. Es un «arreglo» con el que puede vivir. Es tan bueno como estar solo y abandonado (casi). Supongamos, por poner otro ejemplo, que una mujer decide que un hombre no puede preferirla a ella. El concepto que tiene de sí misma no le permite aceptar esa posibilidad. Al mismo tiempo, es humana y desea ser amada. Cuando encuentra el amor, ¿cuál es su forma típica de proceder? Quizá siga comparándose con otras mujeres, infravalorándose, o se comporte de manera distinta a la habitual y realice muestras absurdas de superioridad, negando y rechazando sus sentimientos de inseguridad; o señale a las mujeres atractivas para ver cómo responde él; o atormente a su pareja con sus dudas y sospechas, o incluso le anime a que tenga aventuras, sugiriendo que podría ser bueno para él y que a ella no le importaría. De un modo u otro, ella creará una situación que lleve a que su pareja acabe entablando una relación con otra mujer. Por supuesto, ella sufre muchísimo. Está desolada, pero su situación es muy gratificante. Ha creado unas circunstancias tal como ella «sabía» que serían. 122

Hagamos un inciso para observar que el deseo de tener el control de nuestras vidas es totalmente humano, nada irracional. No obstante, puede desembocar en una conducta irracional cuando somos manipulados de manera subconsciente por nuestras creencias autodestructivas y autosaboteadoras. Tener el control significa entender los hechos de la realidad que atañen a nuestra vida de manera que seamos capaces de predecir, con una precisión razonable, las consecuencias de nuestros actos. La tragedia se produce cuando por una noción errónea de la idea de control intentamos ajustar la realidad a nuestras creencias en lugar de nuestras creencias a la realidad. La tragedia se produce cuando nos aferramos ciegamente a nuestras creencias y manipulamos los hechos sin conciencia de estar haciéndolo, insensibles al hecho de que existen alternativas. La tragedia se produce cuando preferimos tener razón a ser felices, cuando preferimos mantener la ilusión de que tenemos el control a observar que la realidad no es como nos habíamos dicho a nosotros mismos que era. Si mantenemos autoconceptos negativos y creencias autosaboteadoras de las que no somos conscientes, seremos sus prisioneros. Sólo cuando tomamos conciencia de nuestras creencias autosaboteadoras somos capaces de cambiar nuestra conducta. Actuamos según nuestra visión de nosotros mismos. Y nuestras acciones tienden a producir resultados que corroboran continuamente nuestro concepto sobre nuestra persona. Con un autoconcepto positivo, ese principio puede funcionar a nuestro favor. Con un autoconcepto negativo, el resultado es desastroso. Cuando nos sentimos rechazados, cuando contemplamos nuestras relaciones del pasado y no vemos más que una serie de decepciones, frustraciones y derrotas, resulta muy revelador preguntarse: ¿Siento que es natural o normal que alguien me quiera? o ¿me parece un milagro imposible?, o ¿podría no durar? La primera exigencia de la felicidad en el amor romántico es tener una visión de nosotros mismos que incluya la justicia de ser amado, la naturalidad de ser amado, la idoneidad de ser amando. Las personas que saben alcanzar la felicidad en las relaciones amorosas son las que están abiertas a aceptar el amor. Y para aceptar el amor deben quererse a sí mismas. Las personas que se quieren encuentran comprensible que otros les quieran. Permiten que los demás les quieran. Su amor fluye fácilmente, con elegancia. 123

A medida que avancemos veremos con mayor claridad hasta qué punto resulta esencial la autoestima en este aspecto de la vida. Disfrutar de nuestro propio ser, estar contentos en un sentido profundo con aquello que somos, experimentar que nuestro yo es digno de ser valorado y amado por los demás: ésa es la primera condición para el crecimiento del amor romántico. La idoneidad de ser feliz

En la experiencia de la autoestima, como ya he mencionado, cabe el sentido de nuestro derecho a exponer nuestros propios intereses, necesidades y deseos: la experiencia de sentirse digno de ser feliz. Durante mi trabajo con miles de personas procedentes de todo tipo de entornos y contextos profesionales, me ha sorprendido una y otra vez el miedo y las dudas que tiene la gente en este campo, su sensación de que no se merecen la felicidad, de que no tienen derecho a que se satisfagan sus deseos. A menudo las embarga el sentimiento de que si son felices, alguien les arrebatará esa felicidad o bien ocurrirá algo terrible para contrarrestarla, algún castigo inconfesable o una tragedia. La felicidad para esas personas es una fuente potencial de ansiedad. La desean pero también la temen. Algunas personas insisten en que tienen derecho a ser felices. En el plano consciente puede ser un deseo normal, incluyendo la felicidad asociada al amor romántico. Sin embargo, cuando la felicidad se experimenta realmente, cuando la persona está viviendo una relación que funciona, ésta suele responder con un sentimiento de ansiedad y desorientación. Se tiene la sensación callada de que «no es así como se suponía que tenía que ser mi vida». A muchos individuos, especialmente a los que crecen en un hogar religioso, se les enseña que el sufrimiento es un pasaporte hacia la salvación, mientras que el disfrute es una prueba casi irrefutable de haberse desviado del camino. He atendido a pacientes en mi consulta de psicoterapia que me han explicado que cuando se ponían enfermos, de pequeños, sus padres les decían que no se lamentasen por ello. «Cada día que sufres, das un paso más para ir al cielo.» ¿Cuál es la implicación de todo esto? ¿A dónde se encaminan los pasos cuando uno es feliz? Otro 124

buen ejemplo es el del niño al que se le dice que no se «emocione» demasiado porque la felicidad no dura. «Cuando crezcas te darás cuenta de lo cruel que es la vida.» Para esas personas, experimentar la felicidad puede equivaler a estar fuera de la realidad y, por tanto, en peligro. Supongamos que un hombre y una mujer que comparten esa orientación se conocen y se enamoran. Al principio están centrados en el otro y en la emoción de su relación, y no piensan en esas cosas. Simplemente, son felices. Sin embargo, la bomba de relojería ya se ha puesto en marcha. Empezó a funcionar en su primer encuentro. Sentados uno frente al otro ante una mesa, se sienten alegres y satisfechos. Sin embargo, de repente, uno de ellos no puede soportarlo y empieza a discutir por una tontería o se retrae y se muestra misteriosamente deprimido. No pueden permitir que la felicidad esté allí mismo, no pueden disfrutar del hecho de haberse encontrado. En su sentido de quiénes son y de su destino no hay cabida para la felicidad. Surge el impulso de sacar a relucir algún problema (aparentemente de la nada, pero se encuentran en los huecos más profundos de la mente, donde reside la programación antifelicidad). Su visión de sí mismos y del universo les permite, quizá, luchar por la felicidad —anhelar la felicidad — «en algún momento futuro», tal vez el año que viene, o al otro. Pero no ahora. No en ese momento. No aquí. Aquí y ahora está demasiado cerca, es demasiado inmediato. Y eso les aterra. Ahora mismo, en el instante de su alegría, la felicidad no es un sueño, sino una realidad. Y eso es insoportable. En primer lugar, no se la merecen. En segundo lugar, no puede durar. En tercer lugar, si dura ocurrirá algo terrible. Es una de las respuestas más habituales de las personas que padecen una falta significativa de autoestima, de confianza en su derecho a ser felices. Siempre me ha impresionado el hecho de que cada vez que sacaba este tema en mis cursos intensivos sobre autoestima y el arte de existir, o sobre la autoestima y las relaciones románticas, la mayoría de los presentes respondían inmediatamente; al parecer no necesitaban demasiadas explicaciones, pues estaban muy familiarizados con el fenómeno. Algunos se ponían a la defensiva, otros luchaban por evitar el problema, pero la mayoría —cosa muy interesante— respondía con honestidad, aunque con tristeza. Una vez que expongo el tema, admiten 125

con qué frecuencia obstaculizan su propia felicidad, la sabotean, crean problemas donde no los hay y hacen cualquier cosa para huir del hecho de que pueden ser felices en ese mismo momento si aceptan esa ocasión no para rechazar la felicidad ni para resistirse, sino para ceder ante el gozo de vivir, de tenerse el uno al otro, el enorme potencial que tiene el amor romántico. Pero no: ellos prefieren asistir a talleres, consultar a asesores matrimoniales, recurrir a psicoterapia, estudiar manuales sobre sexo, acumular libros sobre psicología, etc., para poder ser felices en el futuro, en algún momento no especificado, un momento que nunca llega, como el horizonte que siempre retrocede a medida que nos acercamos. En ocasiones le pregunto al grupo: «¿Cuántos de vosotros ha vivido la experiencia de levantarse una mañana y observar que a pesar de todos los problemas, dificultades y preocupaciones se sentía estupendamente, feliz, maravillado de estar vivo? Y al cabo de unos minutos no podía soportarlo y tenía que hacer algo. Consigues sumergirte en un estado de desdicha. O tal vez estás con alguien que realmente te importa y te sientes muy contento, satisfecho, pero entonces surgen los sentimientos de ansiedad o desorientación y sientes el impulso de provocar un conflicto. No puedes evitar ese camino y dejar que la felicidad entre. Sientes la necesidad de poner un poco de drama en tu vida». Inevitablemente, al menos la mitad de los asistentes levantan la mano. Resulta evidente: para muchas personas, la felicidad-ansiedad supone un problema real, y una poderosa barrera contra el amor romántico. La felicidad-ansiedad es una consecuencia de la imposibilidad de conseguir una correcta separación e individuación. La falta de autoestima y la separación e individuación inadecuadas van de la mano, están íntimamente relacionadas. Sin una separación e individuación adecuadas no puedo descubrir mis propios recursos interiores, mi propia fuerza. Puedo insistir fácilmente en la creencia de que mi supervivencia depende de proteger mi relación con mis padres a expensas de no disfrutar el resto de mi vida. Veamos a dónde puede llevar esa actitud. Supongamos que una mujer ha sido testigo de la relación infeliz de sus padres. No es extraño que el niño interiorice el mensaje sutil de su madre o de su padre: «No vas a ser más feliz en tu matrimonio de lo que yo lo fui en el mío». Una mujer con falta de autoestima, que quiere ser una «buena chica», que siente la necesidad de conservar el amor de su 126

madre o de su padre a toda costa, suele actuar de manera muy dócil al elegir a un marido con el que le será imposible ser feliz o provocar la infelicidad en un matrimonio en el que la felicidad podría haber sido posible. Muchas mujeres confiesan que no pueden soportar que sus madres vean que son felices con un hombre: «Ella se sentiría traicionada, humillada. Podría provocar que se sintiese abrumada por su propio sentimiento de incompetencia y fracaso. No podría hacerle eso». Sin embargo, bajo esas afirmaciones se esconden otros sentimientos evidentes: «Mi madre se enfadaría conmigo. Me rechazaría. Podría perder su amor» (Friday, 1977). Ser infeliz como la madre o el padre implica formar parte del grupo. Ser feliz podría significar quedarse solo ante uno de los progenitores, tal vez frente a toda la familia (y esa perspectiva puede ser terrible). El problema podría darse entre una mujer y su madre o entre una mujer y su padre. Y no se limita a las mujeres. Los hombres también pueden recibir mensajes de sus padres con la idea de que nunca serán felices en una relación romántica. Para muchas personas, ser feliz en una relación romántica significa dejar de ser una buena chica o un buen chico. Puede significar separarse de la familia, lo que exige un nivel de independencia que no tienen. Aquí observamos la interpretación de los temas de la separación y la individuación, de la falta de autoestima y de la felicidadansiedad. Si sentimos que nuestras relaciones siempre parecen ir mal, o son frustrantes, convendría que nos planteásemos las siguientes preguntas: ¿Me permito ser feliz? ¿Mi autoconcepto me lo permite? ¿Mi visión del universo me lo permite? ¿Mi educación durante la infancia me lo permite? ¿Mi escenario vital me lo permite? Si pesa la respuesta negativa, mejor intentar solucionar los problemas románticos aprendiendo habilidades comunicativas, técnicas sexuales o métodos de pelea limpia. Eso es lo que falla en muchas consejerías matrimoniales. Todas esas enseñanzas se basan en la idea de que las personas implicadas están dispuestas a ser felices, quieren ser felices, se sienten con derecho a ser felices. ¿Y qué pasa si no se sienten así? El crecimiento del amor en las relaciones románticas exige reconocer el hecho de que la felicidad es un derecho de nacimiento. Si la felicidad me parece algo natural, normal, puedo permitírmela, abrirme a ella, fluir con ella; no siento el impulso de autosabotearme y 127

autodestruirme. Cuando se produce una actitud de aceptación hacia la felicidad, el amor romántico crece. Cuando se produce una actitud temerosa hacia la felicidad, el amor romántico tiende a morir. Para algunos individuos, el simple hecho de permitirse ser felices, con la independencia y la responsabilidad personal que eso implica, podría ser el acto vital más heroico que realicen nunca. ¿Cómo van a hacerlo? ¿Qué pasará si la felicidad provoca ansiedad? Obviamente, el deseo de reducir la ansiedad es normal. Y si la felicidad provoca ansiedad, el impulso de reducirla o sabotearla resulta muy comprensible. Es una respuesta totalmente humana. Pero hay una solución mejor, aunque es preciso descubrirla, aprenderla... y después practicarla. Cuando nos sentimos felices, y esa felicidad desencadena ansiedad y desorientación, debemos aprender a no hacer nada, es decir, a dejar fluir nuestros sentimientos, observar nuestro proceso, y entrar en las profundidades de nuestra propia experiencia al tiempo que somos testigos conscientes y no nos dejamos manipular hacia un comportamiento autodestructivo. Con el tiempo, podremos desarrollar tolerancia a la felicidad y aumentar nuestra capacidad de manejar la alegría sin caer en el pánico. De ese modo, descubriremos poco a poco que es posible vivir de otra forma. Descubriremos que ser feliz es mucho menos complicado de lo que habíamos pensado. Descubriremos que, si tenemos una oportunidad, la alegría es nuestro estado natural. Y entonces... el amor romántico podrá crecer. La autonomía

El amor romántico es cosa de adultos, no de niños. No es para niños en el sentido literal, pero también en el sentido psicológico: no es para aquellos que, sea cual sea su edad, todavía se consideran niños. Vamos a repasar el significado de «autonomía». La autonomía pertenece a la capacidad de independencia y autorregulación de un individuo. La autonomía y la autoestima son inseparables; ambas presuponen una separación y una individuación adecuadas. Los individuos autónomos entienden que los demás no existen únicamente

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para satisfacer sus necesidades. Han aceptado el hecho de que por mucho amor y cariño que exista entre las personas, cada uno es, en última instancia, responsable de sí mismo. Los individuos autónomos han superado la necesidad de demostrar a todos que son buenos chicos, del mismo modo que no necesitan que su cónyuge o su pareja les haga de madre o de padre. Esto no implica que no pueden pasar por momentos en los que les gustaría que su pareja desempeñase ese papel (es bastante normal), pero no constituye la esencia de sus relaciones. Están listos para el amor romántico porque han crecido, porque no se perciben como niños abandonados esperando a ser rescatados. No necesitan el permiso de nadie para ser quienes son y sus egos no están permanentemente en peligro. Como este último dato es importante, nos extenderemos un poco más. Un individuo autónomo es aquél que no experimenta que su autoestima es cuestionada o está en peligro de manera constante. Su valía no es fuente constante de dudas para él. Y su aprobación reside en sí mismo, sin estar a merced de cualquier relación que mantenga con los demás. En las mejores relaciones se producen fricciones ocasionales, daños inevitables, momentos en los que los individuos se «pierden» en sus respuestas. La tendencia de las personas no autónomas, inmaduras, consiste en convertir esos incidentes en muestras de rechazo, de que no les quieren, de manera que las pequeñas fricciones o los fracasos de comunicación pasan a convertirse en grandes conflictos. Los individuos autónomos poseen una tremenda capacidad de «encajar los golpes», de ver las fricciones normales de la vida cotidiana con una perspectiva realista, de no sentirse heridos por trivialidades y de no convertir los posibles enfrentamientos en auténticas catástrofes. Además, respetan la necesidad de su pareja de seguir su propio destino, de estar a solas de vez en cuando, de preocuparse, de no pensar sólo en la relación y también en otras cuestiones vitales que tal vez no impliquen al otro directamente (como el trabajo, el desarrollo y la evolución personal, las necesidades personales). Por tanto, no necesitan ocupar siempre el primer plano, ni pretenden ser siempre el centro de atención, ni se dejan llevar por el pánico cuando su pareja se preocupa por otras cuestiones. Las personas autónomas se otorgan esa libertad a sí mismas y a los que aman.

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Ésa es la razón por la que el amor romántico puede crecer entre hombres y mujeres autónomos. Y también es la razón por la que entre los hombres y las mujeres que no son autónomos el amor casi siempre muere: aferrarse al pánico ahoga el amor. Pero por muy apasionados que sean el compromiso y la devoción que se profesen los hombres y las mujeres autónomos, éstos son conscientes en todo momento de que debe existir un espacio personal, libertad y, en ocasiones, momentos de soledad. Saben que por muy intenso que sea su amor no son sólo «amantes», sino seres humanos, y en un sentido más amplio, seres que además evolucionan. Los individuos autónomos han asimilado e integrado el hecho definitivo de la soledad humana. No se resisten a él, no lo niegan, no lo experimentan como un motivo de dolor intenso o como una tragedia. Por tanto, no se ven implicados constantemente en el esfuerzo de lograr —a través de sus relaciones— la ilusión de que esa soledad no existe. Entienden que la soledad es lo que aporta al amor romántico su intensidad única. Su relación armónica con la soledad es lo que les permite participar de lleno en él. Cuando dos personas responsables se conocen y se enamoran, son capaces (a un nivel muy superior de la media) de apreciarse mutuamente, de disfrutar el uno del otro, de verse tal como son, precisamente porque no utilizan a su pareja para evitar el hecho de que cada uno debe ser responsable de sí mismo. Sólo entonces pueden abrazarse, amarse, y desempeñar en ocasiones el papel de hijo y padre, sin que eso importe, porque sólo es un juego, un breve descanso; los dos saben la verdad y no la temen, han hecho las paces con ella, han entendido la esencia de nuestra humanidad. Cuando no maduramos hasta el punto de ser capaces de aceptar nuestra soledad, cuando la tememos, cuando intentamos negarla, tendemos a sobrecargar nuestras relaciones con una dependencia insana que las ahoga. No abrazamos: nos aferramos. Sin aire y espacios abiertos, el amor no puede respirar. Ésa es la paradoja: sólo cuando dejemos de luchar contra nuestra soledad estaremos preparados para el amor romántico. El romanticismo realista

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Una de las necesidades más obvias de una relación romántica próspera es que esté fundamentada en una base realista. Se trata de la capacidad y la voluntad de ver a nuestra pareja como es, con sus defectos y sus virtudes, en lugar de intentar llevar adelante un romance como una fantasía. Empecemos por el ejemplo negativo: si yo no veo y amo a mi pareja como una persona real en el mundo real, si lo que hago es elaborar una fantasía sobre él o ella y la utilizo simplemente como un trampolín para mi imaginación y mis deseos, tarde o temprano me mostraré resentido con la persona real por no cumplir mis expectativas. Si opto por fingir que mi pareja no tiene los defectos que en realidad tiene, si me niego a incluir el conocimiento de esos defectos en la imagen global de mi pareja, más adelante no sólo me sentiré herido, resentido y traicionado, sino que además es muy posible que adopte el papel de víctima desconcertada. «¿Cómo has podido hacerme esto?» La verdad, por supuesto, es que en el fondo casi siempre conocemos a quien elegimos, aunque resulta muy sencillo negarlo y rechazar ese conocimiento cuando nos place. Y si nuestro escenario vital dicta que seamos una víctima traicionada, incluso ese autoengaño nos parecerá deseable. Una razón por la que tantos hombres y mujeres parecen enamorarse de una fantasía en lugar de la persona real que afirman amar es que poseen muchas necesidades, deseos y heridas que rechazan, de las que tal vez no son conscientes, al tiempo que buscan satisfacerlas, resolverlas o curarlas. Una persona inconsciente de sus necesidades más profundas puede responder a otra según unas características bastante superficiales, si algunas de esas características desencadenan el deseo o la creencia de que, en la relación actual esas necesidades se pueden satisfacer. Por ejemplo, un hombre sensible e inteligente que no gozó de mucha popularidad entre las chicas durante sus años adolescentes —tal vez era demasiado serio o tímido— podría conocer a los veintitantos a una joven hermosa que se corresponde exactamente con el tipo de chica que nunca habría podido conseguir entonces. Él se siente fascinado, encantado, y en su subconsciente alberga la esperanza de que si puede ganársela logrará sofocar en cierto modo todo el dolor y la soledad de su adolescencia. Borraría así todo el rechazo del pasado; cumpliría todos los sueños no realizados de aquellos años dolorosos y solitarios. Nada de eso se 131

verbaliza, por supuesto; nada se conceptualiza, pero ésas son las consideraciones que operan en su interior. Esto le resulta muy sencillo, sobre todo porque está motivado para autoengañarse, para pasar por alto el hecho de que él y la joven no tienen nada en común: ni los mismos valores, ni los mismos intereses, ni el mismo sentido de la vida, ni el mismo punto de vista sobre los temas importantes. Si él la consiguiese, no sería por mucho tiempo porque ella acabaría aburriéndole. Si ella le correspondiera, si surgiera una relación, podría darse una gran pasión e intensidad al principio, pero como es fácil comprender, ese «amor» moriría rápidamente. Por otro lado, si optamos por ver a nuestra pareja desde un punto de vista realista, sin engañarnos a nosotros mismos, el amor —si es real desde el principio— tendrá las mejores oportunidades de crecer. Sabemos a quién elegimos y no nos sorprendemos cuando nuestra pareja actúa conforme a su carácter. En una ocasión, una mujer felizmente casada me dijo: «Una hora después de conocer al hombre con el que me casé podría haber dado una conferencia sobre los aspectos que me dificultarían la convivencia con él. Creo que es el hombre más interesante que he conocido en mi vida, pero nunca me he engañado sobre el hecho de que también es uno de los más ensimismados. Casi siempre parece un sabio despistado. Se pasa mucho tiempo en su propio mundo. Eso era algo que a mí me convenía saber, porque de lo contrario habría sufrido una gran decepción más tarde. Él nunca fingió ser quien no era. No entiendo a la gente que afirma sentirse herida o sorprendida por el comportamiento de sus parejas. Sólo hay que prestar atención para ver cómo es cada uno. Nunca he sido tan feliz en toda mi vida como lo soy ahora, en mi matrimonio, pero no porque me diga a mí misma que mi marido es “perfecto”. Creo que por eso aprecio tanto su fuerza y sus virtudes. Estoy dispuesta a verlo todo tal y como es». Eso es romanticismo realista, no de cuento de hadas. Cuando la pasión y la visión se integran puede florecer el amor. La autorrevelación mutua: el significado de compartir una vida

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Una de las características de las relaciones amorosas que prosperan es un grado relativamente alto de autorrevelación mutua (la voluntad de dejar que nuestra pareja entre en nuestro mundo privado, a la vez que sentimos un interés auténtico por su mundo privado). Los miembros de las parejas enamoradas tienden a abrirse más entre sí que ante cualquier otra persona. Eso implica que han creado un ambiente de confianza y aceptación, pero hay mucho más. En primer lugar, significa que ambos están dispuestos a conocerse y encontrarse a ellos mismos. Es la condición previa necesaria de la voluntad de autorrevelación mutua. Llegados a este punto nos enfrentamos a uno de los mayores obstáculos del amor romántico: el problema tan extendido de la alienación humana. La autoalienación tiende a convertir la autorrevelación en un acto extremadamente difícil, aunque no imposible. El problema no es nuevo, pero posiblemente nos encontramos en el momento de la historia en que más personas son conscientes de sufrir un sentido de irrealidad personal, de haber perdido el contacto consigo mismas, de no saber qué sienten a pesar de mostrar una actitud olvidadiza y descuidada hacia aquello que impulsa o motiva sus actos. Para el amor romántico, los resultados son desastrosos. La fuente de esa autoalienación (o, como sería mejor describirla, inconsciencia) surge de varios factores. Empezaremos por el más obvio y sencillo: muchos padres enseñan a sus hijos a reprimir sus sentimientos. Lo hacen inconscientemente, como un valor positivo, como uno de los precios que hay que pagar por ser amado, aceptado, tratado como un adulto. Un niño se cae, se hace daño y su padre le dice con severidad: «Los hombres no lloran». Una niña expresa su ira ante su hermano, o su desagrado hacia un pariente mayor, y su madre le dice: «Es terrible sentirse así. En realidad no lo sientes». Un niño entra en casa como un torbellino, muy contento y emocionado, y su padre o su madre le dicen irritados: «¿Qué te pasa? ¿A qué viene tanto alboroto?». Los niños también aprenden a reprimir sus sentimientos por imitación. Los padres emocionalmente distantes e inhibidos tienden a criar hijos emocionalmente distantes e inhibidos, y no sólo a través de sus comunicaciones explícitas, sino también por su propia conducta (que les advierte de lo que es «correcto», «adecuado» o «socialmente aceptable»).

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Los padres que aceptan ciertas enseñanzas religiosas tienen muchas probabilidades de inculcar a sus hijos la desastrosa noción de que existen los malos pensamientos o las emociones negativas, y ellos se llenan así de temores —o terror— por su vida interior. De ese modo, un niño puede llegar a la conclusión de que sus sentimientos son potencialmente peligrosos, que en ocasiones lo mejor es negarlos, que es preciso controlarlos, y eso significa en la práctica que aprende a rechazar sus propios sentimientos y a dejar de experimentarlos. Huelga decir que ese proceso no tiene lugar a través de decisiones conscientes y calculadas; podría decirse que en gran medida es subconsciente. Sin embargo, así comienza el proceso de autoalienación. Al negar los sentimientos, al anular sus juicios y sus valoraciones, al rechazar su propia experiencia, el niño aprende a negar partes de su yo, de su personalidad. El niño parte de un estado natural, en contacto con su organismo. Y un día cualquiera surge un conflicto: se le enseña que determinados sentimientos o emociones son inaceptables. Pero los siente, y por eso adopta una solución: la inconsciencia. Esa misma estrategia la utiliza para defenderse contra los sentimientos que le parecen amenazantes o abrumadores: dolor, ira, etc. Sin embargo, no sólo bloquea sentimientos negativos. La alegría, la emoción o la sexualidad pueden convertirse igualmente en objetivos de la represión emocional (siempre y cuando el niño las experimente como amenazas para su equilibrio, su seguridad o su autoestima). Este problema, que tiene su origen en la infancia, se integra en la personalidad, en la forma de ser y de enfrentarse a la vida, de manera que cuando el niño llega a la edad adulta la condición de autoalienación le parece «normal». No obstante, aquello que se niega y se reprime no deja de existir. En otro nivel, sigue funcionando en nuestro interior, sólo que no se integra. Por tanto, en la medida en que suframos de autonegación viviremos en un estado crónico de falta de armonía con nosotros mismos. Sin embargo, en el amor romántico el yo es precisamente lo que deseamos hacer visible y compartir. En mis talleres intensivos sobre autoestima y el arte de vivir conscientemente, una de las tareas centrales consistía en redescubrir y recuperar las diversas partes repudiadas del yo, de manera que la autoestima pudiera expandirse y con ella la capacidad de amar. En ocasiones (mejor dicho, a menudo), cuando las partes 134

enterradas del yo empiezan a despertar a la conciencia, se produce una resistencia, un forcejeo, y se experimenta ansiedad y desorientación. «¿Cómo reaccionarán los demás? ¿Me seguirán queriendo si se enteran de mi ira? ¿Seguirán preocupándose por mí si se enteran de que no soy un ser tan indefenso? ¿Me abandonarán y me dejarán solo si permito que vean toda mi inteligencia? ¿Seguiré aguantando en mi trabajo —o en mi matrimonio— si confieso quién soy en realidad, si descubro lo que realmente siento y de lo que soy capaz?» La cuestión no es que tengamos que actuar o expresar todo lo que sentimos, ni siquiera en las relaciones más íntimas. Obviamente, en cuestiones de conducta siempre se necesita buen juicio y capacidad de discernimiento. En algunos casos puede ser adecuado comunicar nuestros sentimientos; en otros, no. A veces quizá resulte adecuado compartir pensamientos y percepciones; otras, no. Profundizaremos un poco más en este aspecto cuando hablemos del proceso de comunicación. Lo que nos interesa saber ahora es que la lucha principal no tiene lugar entre nosotros y los demás. Tiene lugar entre nosotros y nosotros mismos. Si somos libres para reconocer honestamente lo que sentimos y experimentarlo (no limitarnos a reconocerlo verbalmente), podremos decidir con quién y en qué contexto resulta adecuado compartir nuestra vida interior. Si nosotros mismos no lo sabemos, si nos prohibimos saber, si tememos saber, si nunca hemos descubierto quiénes somos —si estamos autoalienados—, significa que no tenemos capacidad para una intimidad auténtica, lo que implica que estamos impedidos e incapacitados para el amor romántico. Gran parte de la alegría del amor —gran parte de lo que lo alimenta — guarda relación con mostrar y compartir quiénes somos. La autorrevelación realza la experiencia de la visibilidad, hace posible el apoyo y la validación, estimula el crecimiento. La autorrevelación mutua abre la puerta a muchos de los valores más preciados que buscamos en el amor romántico. No podemos esperar que nuestra pareja aplauda todo lo que sentimos, pensamos, imaginamos o deseamos. «Simplemente» tenemos que poder expresarnos sin miedo a la condena moral o al ataque, en un entorno de respeto y aceptación, ya que tenemos tendencia a crear el mismo ambiente para nuestra pareja. Sin embargo, resulta muy difícil dar 135

a otra persona aquello que no hemos aprendido a darnos a nosotros mismos. Si hemos aprendido a sermonearnos y reprocharnos nuestros sentimientos, emociones y reacciones «inadecuadas», es casi seguro que haremos lo mismo con los demás. Sermonearemos y reprocharemos su actitud a nuestra pareja; sermonearemos y reprocharemos su actitud a nuestros hijos. Animaremos a la persona que amamos a practicar la misma autonegación, la misma autoalienación que nosotros practicamos. Y ésta es una de las maneras de matar el amor y la pasión. Por tanto, debemos preguntarnos: ¿soy capaz de crear un contexto en el que mi pareja pueda sentirse libre para compartir sentimientos, emociones, pensamientos y fantasías sin temor a que yo le condene, le ataque, le sermonee o simplemente me retire? ¿Crea mi pareja ese contexto para mí? Si no podemos contestar a estas preguntas afirmativamente, no debemos sorprendernos del fracaso de nuestra relación. Si respondemos afirmativamente, entenderemos mucho mejor su éxito. Cuando un hombre y una mujer se sienten libres para compartir sus fantasías, expresar sus deseos, reconocer sus sentimientos y comunicar sus pensamientos, confiando en su interés y su compromiso mutuo, llegan a dominar uno de los elementos esenciales del amor romántico satisfactorio. Comunicar emociones

Las relaciones de amor romántico se forman o se rompen por la eficacia o la ineficacia de la comunicación. La esencia de la autorrevelación mutua es la comunicación. Y no existen elementos de la comunicación más importantes para el amor romántico que los sentimientos y las emociones. EL DOLOR En ocasiones nos sentimos heridos, experimentamos dolor. Sentimos el deseo de expresar nuestro estado a la persona que amamos. Experimentamos la necesidad de hablar de ello, de expresar lo que ocurre en nuestro interior, pues lo que queremos recibir de ella es interés, deseo y la voluntad de escuchar. Queremos que se tome nuestras 136

emociones en serio, que las respete. No deseamos que nos diga que no deberíamos sentirnos así o que es una tontería sentirse así. No necesitamos sermones. Con frecuencia, se logra alivio o se encuentra una solución con sólo expresar el dolor. No se necesita nada más. Queremos que nuestra pareja lo entienda, y nuestra pareja necesita que nosotros lo entendamos también. Cuando los dos miembros de una pareja obtienen esa comprensión del otro, se refuerza el lazo del amor. Pero a veces resulta muy complicado que uno de los miembros de la pareja le dé al otro lo que a éste le gustaría recibir, ya que aquél no se permite la libertad personal de experimentar y aceptar su propio sufrimiento. ¿Cómo puede una persona dar a otra algo que no puede darse a sí misma? Al hablar del dolor, al buscar el modo de expresarlo, un hombre o una mujer pueden activar el dolor rechazado o no admitido en su pareja. En general, la primera manifestación de esa situación es la ansiedad. Entonces al querer huir de la ansiedad, la persona afectada impide que su pareja continúe hablando. La intención de ésta no es ser cruel, en realidad no entiende lo que ocurre, pero la comunicación ha fracasado y el otro puede sentirse abandonado. El mayor regalo que podemos dar a un ser querido es, en muchos casos, simplemente escuchar, estar ahí, disponibles, sin ninguna obligación de decir algo brillante, de hallar una solución o de alegrar a nuestra pareja. Sin embargo, para poder dar eso a otra persona debemos ser capaces de dárnoslo a nosotros mismos. Si somos duros y moralistas con nosotros mismos, no trataremos mucho mejor a nuestra pareja. La autoaceptación es la base de la aceptación de los demás. La aceptación de nuestros propios sentimientos es la base de la aceptación de los sentimientos ajenos. Se trata de un arte que se puede practicar y aprender con la sencilla decisión de empezar a hacerlo, pues se basa en entender los principios que estamos viendo. Supongamos, sin embargo, que nosotros hemos contribuido de algún modo al dolor que nuestra pareja está experimentando. No cambia nada; el principio es el mismo. La respuesta adecuada consiste en escuchar, en aportar a nuestra pareja la experiencia de ser escuchado, en demostrar que nos importa, en reconocer honestamente nuestro error si hemos cometido alguno y emprender las acciones oportunas para enmendarlo. Lo primero, sin embargo, es 137

aceptar (escuchar y aceptar, aunque no estemos necesariamente de acuerdo) los sentimientos de nuestra pareja, sin convertirnos en el padre que castiga. EL TEMOR

En ocasiones, nuestra pareja o nosotros mismos experimentamos temor. Resulta útil poder expresarlo, hablar de ello, pero en general nos cuesta mucho. A la mayoría de nosotros nos han enseñado que el temor es una emoción que conviene esconder. Asociamos el hecho de tener miedo con una humillación, con una pérdida de dignidad. Por el contrario, relacionamos la «fuerza» con la mentira, con fingir que no sentimos lo que sentimos. Si somos capaces de expresar nuestro temor con honestidad y dignidad, o escuchar a nuestra pareja expresar su miedo con respeto y aceptación, ocurrirá algo muy hermoso: que dos personas se acerquen. El miedo en sí mismo, al ser aceptado y expresado, puede desaparecer. O, como mínimo, podemos reunir el valor necesario para actuar contra él (por ejemplo, para someternos a una operación quirúrgica necesaria o para llevar a cabo alguna tarea complicada en nuestra vida profesional, o simplemente para afrontar y ser honestos respecto a una verdad difícil). Ahora bien, llegados a este punto aparecerá de nuevo el problema de la autoaceptación: ¿en qué medida podemos responder mejor al miedo de nuestra pareja que al nuestro? ¿Podemos permitirle a nuestra pareja sentir aquello que no nos permitimos sentir a nosotros mismos? La benevolencia siempre empieza en casa... con benevolencia hacia uno mismo. Para que la comunicación sea eficaz, para que el amor salga airoso y para que la relación tenga éxito debemos dejar de lado la absurda idea de que mentir, ocultar lo que sentimos o falsear —por comisión u omisión— la realidad de nuestra experiencia o la verdad de nuestro ser es algo heroico o de personas fuertes. Debemos aprender que si el heroísmo y la fuerza significan algo es la voluntad de afrontar la realidad y la verdad, de respetar los hechos, de aceptar que las cosas son como son.

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En una ocasión, una paciente —sentada junto a su marido— me dijo: «Él cree que hablar del dolor o del miedo es una señal de debilidad. Ojalá entendiese que es una señal de fortaleza». LA IRA

A veces nos enfadamos con nuestra pareja, o nuestra pareja se enfada con nosotros. Es algo normal; forma parte de la vida y no significa que el amor se haya acabado. Expresar la ira y los sentimientos honestamente (describir lo que vemos, o lo que hemos observado, o lo que creemos que ha ocurrido) y explicar cómo nos sentimos al respecto aclara las cosas y abre la puerta a la comunicación productiva. Eso es totalmente distinto a atacar el carácter de nuestra pareja y analizar psicológicamente sus motivos: «¡Siempre te comportas de manera irresponsable!». «¡Has hecho eso para herirme!» «¡Eres como mi ex!» Esas expresiones no tienen la intención de comunicar, sino de provocar dolor. Y, por regla general, lo consiguen. Logran causar dolor —y provocar un contraataque—, pero no desencadenan una comunicación productiva o la resolución del conflicto. Expresar la ira es un arte, y resulta imprescindible que las parejas lo aprendan. Ese arte no consiste en negar la ira. Tampoco en sonreír mientras ardemos por dentro. Ese arte consiste en ser honesto. ¿Honesto sobre qué? Sobre los propios sentimientos (Ginott, 1972). Si queremos mantener una relación sentimental, le debemos a nuestra pareja la libertad de expresar su ira. Le debemos el acto de escuchar, no de interrumpir ni de discutir. Cuando nuestra pareja termine, cuando sienta que ha dicho todo lo que tenía que decir, es el momento de responder. Si entonces creemos que ella ha malinterpretado los hechos, podemos hacérselo saber. Pero si ha quedado claro que estábamos equivocados, la solución pasa por reconocerlo. Las relaciones no se destruyen por expresar honestamente la ira. Mueren día a día por la ira que no se expresa. La represión de la ira mata el amor, el sexo, la pasión.

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Para reprimir la ira, habitualmente «nos desconectamos» ante la persona que nos la ha provocado. «Resolvemos» el problema de nuestra ira convirtiéndonos en personas insensibles, una «solución» letal para las relaciones. Nos interesa saber que si nuestra pareja está enfadada con nosotros, nos lo dirá. No nos interesa una pareja que nunca se queja de las cosas que le duelen o le hacen enfadar. La voluntad de compartir nuestro dolor, nuestro temor y nuestra ira favorece el crecimiento del amor romántico. El hecho de no compartir esos sentimientos impide ese crecimiento. Por tanto, debemos hacernos las siguientes preguntas: ¿en qué medida creo un contexto en el que mi pareja se siente cómoda compartiendo esos sentimientos conmigo? ¿En qué medida me siento cómodo compartiendo esos sentimientos? EL AMOR, LA ALEGRÍA, LA EMOCIÓN

La comunicación es vital para las relaciones, y eso no sólo incluye la comunicación de los sentimientos de infelicidad —como acabamos de ver—, sino también del amor, la alegría o la emoción, a lo que hay que añadir las emociones, las percepciones, los pensamientos y las fantasías (en otras palabras, todo nuestro mundo mental y emocional). Compartir una vida significa mucho más que vivir bajo el mismo techo o «hacerse compañía»; significa compartir nuestros procesos interiores, nuestra experiencia interior, todo lo que pertenece al yo. Esta observación parece obvia, pero he llegado a la conclusión de que es uno de los hechos de nuestra existencia que menos se entiende. Expresar sentimientos de amor, aprecio y deseo es vital para mantener una relación apasionada. A pesar de ello, continuamente observamos que las personas tienen miedo de hacerlo, de verbalizar esos sentimientos, de mostrar cuánto les importa la relación y lo profundos que son esos sentimientos, y por eso se inventan racionalizaciones claramente absurdas para explicar su falta de comunicación. «Me he casado contigo, ¿no? ¿Qué más quieres? ¿No demuestra eso que te quiero?»

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Todavía más extraño es el miedo que sienten algunos a ser los receptores de las expresiones de amor, aprecio o deseo. En ese caso, la persona en cuestión se siente incómoda. Tal vez cree que no se lo merece. O siente la obligación de decir o hacer algo inteligente cuando lo único que se necesita es escuchar, aceptar, estar ahí. ¿Qué debemos hacer si experimentamos temor ante esas expresiones? La solución, como siempre, consiste en aceptar nuestros sentimientos, reconocer el miedo, admitirlo honestamente, permitirnos experimentarlo y expresarlo. Así lo superaremos y no nos convertiremos en sus eternos prisioneros. Debemos hacernos las siguientes preguntas: ¿soy capaz de aceptar las expresiones de amor de mi pareja? ¿De alegría? ¿De emoción? ¿Soy capaz de permitir a mi pareja que sienta, experimente y transmita esos estados, aunque yo no siempre pueda compartirlos plenamente? ¿O lo que hago es ignorar a mi pareja, como antes otros me ignoraron a mí, o como he aprendido a ignorarme a mí mismo? No es de extrañar que las personas que no se mueven bien en el reino de las emociones —felices o no— se lamenten de que la pasión, inevitablemente, «muere». La cuestión, tal vez, no es que la pasión en su caso muera, sino que nunca ha llegado a existir, ni siquiera por un momento. Que puede existir y existe es un tributo al empuje de nuestra fuerza vital interior, que rompe las barreras de la represión y la autoalienación y señala, aunque sea muy brevemente, el camino hacia la posibilidad del éxtasis. Nuestra tarea consiste en aprender a no traicionar esa posibilidad. Más adelante en este capítulo volveré a hablar del temor a la emoción, en nosotros mismos y en los demás. Veamos ahora la cuestión de la comunicación de los deseos. LOS DESEOS

Si tengo miedo de saber lo que quiero o de expresarlo sin ambigüedades, es muy posible que en lugar de admitirlo le eche la culpa a mi pareja. Siento dolor y resentimiento porque mi pareja no me ha proporcionado aquello que no he asumido la responsabilidad de saber que quiero, y mucho menos comunicarlo. 141

Por lo general, la gente tiene miedo de saber lo que quiere, y todavía más de comunicárselo a su pareja, ya que puede que al otro no le importe, y que no responda. Además, eso nos llevaría a ponernos en sus manos, a darle demasiado poder (por mostrarle nuestros sentimientos y deseos más íntimos). Se le tiene miedo a la autoafirmación y a rendirse al amor. Al temor a expresarse. Por tanto, en lugar de comunicación hay silencio, dolor, resentimiento, y la soledad provocada por uno mismo. Podemos entender fácilmente cómo se produce una situación de ese tipo, y por qué es tan habitual, si tenemos en cuenta lo raro que es que a un niño le enseñen que sus deseos importan; o lo extraño que le resulta —aunque sea un niño querido— que le tomen en serio como ser humano, de que se tomen en serio sus sentimientos. Si deseamos que una relación romántica salga bien, tenemos que ser conscientes de las siguientes cuestiones: ¿Sé lo que quiero? ¿Estoy dispuesto a expresar lo que quiero? ¿A aceptar que otra persona no siempre esté en disposición de darme lo que quiero (o que decida no dármelo)? ¿Puedo aceptar eso? Algunas personas justifican el hecho de no preguntar a su pareja qué desea diciendo: «¿Y si se lo pregunto y no me dice nada? ¿Y si no obtengo una respuesta?». La respuesta es: vuelve a preguntar. ¿Y si sigue sin haber respuesta? Pregunta otra vez. ¿Y si aún así no hay una respuesta? Comunícale tus sentimientos acerca de no haber recibido una respuesta. Invita a tu pareja a que comparta contigo sus sentimientos y sus reacciones. ¿Y si se niega incluso a hacer el esfuerzo de entendernos? En ese caso, tendremos que afrontar algo que puede resultar doloroso: a nuestra pareja no parecen interesarle nuestros deseos, ni siquiera quiere hablar sobre el tema. Si es así, es preciso afrontarlo con sinceridad. Podemos estudiar si existe alguna solución y, en caso negativo, si estamos dispuestos a vivir con el problema. Tener miedo de descubrir la verdad no sirve de nada. LA MANIPULACIÓN

Cuando no nos sentimos libres para expresar abiertamente nuestros deseos, a menudo intentamos satisfacerlos de manera indirecta, mediante una conducta manipuladora que, tanto si da buenos resultados como si 142

no, tiende a alienar y contrariar a nuestra pareja. Además, crea distancia en lugar de aproximación e intimidad. Hablamos de una de las principales barreras contra la comunicación: la sustitución de las expresiones honestas de pensamientos, sentimientos y deseos por manipulaciones. Si somos tan inseguros que llegamos a creer que la comunicación honesta nunca nos permitirá conseguir lo que queremos, y que sólo las manipulaciones funcionan, es inevitable que acabemos saboteando nuestras relaciones amorosas. Y todas las relaciones importantes. Por supuesto, hay que remarcar que nadie puede darnos siempre lo que queremos; nadie puede respondernos en todo momento exactamente como nos gustaría y en el preciso momento en que quisiéramos que lo hiciera. No hay una persona dedicada en exclusiva a satisfacer nuestros deseos. Y si intentamos manipular a nuestra pareja para que asuma ese papel, ya sea por compasión o por culpabilidad, lo único que conseguiremos a la larga será provocar resentimiento tanto si logramos que responda a nuestra petición inmediata como si no. La comunicación honesta, por tanto, tiene mucho que ver con la voluntad y el valor de ser quienes somos, de mostrar quiénes somos, de reconocer nuestros pensamientos, sentimientos y deseos (de renunciar a tapar todo eso como una estrategia de supervivencia). Sin embargo, no podemos renunciar a un error que no estamos dispuestos a reconocer. Es preciso dar un salto hacia la honestidad. Del mismo modo que el amor romántico no es cosa de niños, tampoco es para mentirosos ni para cobardes. La honestidad y el valor favorecen el crecimiento del amor romántico. La deshonestidad y la cobardía lo asfixian. Ninguna de las ideas anteriores implica que tengamos que expresar de manera impulsiva y discriminada todos los sentimientos, las urgencias, los impulsos, los deseos, las fantasías y los pensamientos que se nos pasen por la cabeza. Esto no es posible ni aconsejable. Aquí estoy tratando de establecer, de un modo muy general, las conductas comunicativas que favorecen el amor romántico y las conductas que lo ahogan. Pero para llevar estos principios a la práctica se requiere sensibilidad, inteligencia y reconocimiento de los contextos y las situaciones específicas; no son reglas que se puedan seguir de una manera mecánica. 143

Si, por ejemplo, vemos que nuestra pareja tiene dificultades con un problema personal, es muy posible que dudemos de si ése es el momento adecuado para compartir con ella determinados pensamientos o sentimientos. Podemos esperar o enfrentarnos a ellos nosotros solos. Además, la comunicación rara vez resulta eficaz si no va acompañada de generosidad y respeto, sobre todo en el contexto del amor romántico. Hay una diferencia entre expresar deseos de manera sencilla, directa y cariñosa, y hacerlo a gritos, con hostilidad o resentimiento. Y habrá momentos en los que veremos claramente que nuestra pareja no está en disposición de satisfacer algunos de nuestros deseos, y que no se consigue nada aportando reproches y culpabilidad a la situación. Dicho esto, la verdad subyacente sigue estando ahí: si deseamos entender por qué el amor crece en unas parejas y en otras muere, conviene observar cómo hablan y se relacionan, cómo se comunican. Ahí encontraremos el ingrediente esencial de la respuesta. Proyectar la visibilidad

Está claro que el amor romántico implica el deseo de ver y ser visto, de apreciar y ser apreciado, de conocer y ser conocido, de explorar y ser explorado, de ofrecer visibilidad y recibirla. Como hemos visto en el Capítulo 2, no es un elemento fortuito del amor romántico, sino su núcleo, su esencia. Si hablamos con personas felizmente enamoradas, es muy probable que escuchemos afirmaciones como las siguientes: «Me hace sentir valorado/a». «Me entiende mejor que nadie.» «Me hace sentir una mujer de verdad.» «Consigue que me sienta visto/a.» Sólo con observar a dos personas enamoradas, y mirarlos a los ojos, comprendemos que la visión es esencial para el amor romántico. La capacidad de ver y comunicar lo que uno ve (es decir, de lograr que la pareja se sienta visible) es fundamental para la longevidad de una relación romántica. Si observamos a dos personas que se han cansado la una de la otra, veremos que apenas se miran, o que rara vez lo hacen de manera activa. En sus ojos se aprecia falta de brillo, un vacío, como si algo en su interior hubiese muerto. 144

Para los hombres y las mujeres que no tienen miedo de amar, que no están obsesionados con el miedo al rechazo, uno de los grandes placeres de estar enamorados es el de hacer que la pareja se sienta más visible, más consciente de sí misma, y que se aprecie más a sí misma. Uno de los grandes placeres consiste en llevarla hacia niveles de autodescubrimiento cada vez más profundos. Esa actitud surge del hecho de sentirse realmente fascinado por ella, de querer ver y entender a ese otro ser humano, y de comprender que se trata de un proceso sin fin. Contrariamente al cliché de que el amor es ciego, lo cierto es que el amor tiene el poder de ver con la mayor claridad y profundidad, porque en él se encuentra la motivación y la inspiración. Normalmente no miramos tan de cerca o durante tanto tiempo a aquellos a los que no amamos. A veces alguien me dice: «Pero si yo entiendo totalmente a mi pareja. No hay nada nuevo que ver o que descubrir. ¿Qué va a haber? ¡Llevamos diez años juntos!». Una persona que habla así revela algo más, y no sobre su pareja sino sobre sí misma: una actitud de pasividad mental que normalmente se manifiesta también en otras facetas de la vida. Nunca es cierto que no haya nada más que entender. Siempre hay más, aunque sólo sea porque las personas nos encontramos en un proceso de desarrollo constante. Además, nuestro deseo activo de ver a nuestra pareja y nuestra capacidad de hacerlo con nuevos ojos favorecen el proceso de crecimiento y desarrollo en su interior. Estoy pensando en parejas que conozco que han logrado mantener el amor durante mucho tiempo. Se preguntan su opinión y se interesan por sus sentimientos a menudo. Se miran con un interés auténtico; se acercan con entusiasmo y en sus ojos brilla la apreciación de su situación. Disfrutan comunicando lo que ven o sienten sobre el otro. El entusiasmo en su relación es el reflejo de un entusiasmo que existe dentro de ellos como individuos. Es preciso entender mejor ese sentimiento debido a su importancia para mantener la visibilidad en particular y el amor romántico en general. Visibilidad y emoción

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Muchas personas viven como autómatas; viven de pensamientos, percepciones y aprendizajes del pasado. De ese modo, la vida pierde su frescura muy pronto. La emoción muere rápidamente. La pasión desaparece. Se convierten en una especie de máquinas, y como tales hablan con gran autoridad sobre el hecho de que la pasión es inevitablemente breve, que el amor romántico debe morir sin remedio, y que la emoción se marchita sin que se pueda hacer nada. Su engaño es que creen estar hablando de la realidad, cuando lo único cierto es que están hablando de sí mismos. A menudo se observa que las personas creativas poseen un toque infantil, frescura y espontaneidad en el modo de percibir y responder a la vida. La esencia de la creatividad consiste en conservar la capacidad de ver la vida con nuevos ojos cada día y, por tanto, de percibir lo inesperado, de lanzarse a lo desconocido, de estar abierto a lo novedoso. Ésa es precisamente la actitud necesaria para mantener viva la pasión (y para conseguir transmitirle a la persona que amamos que es visible). En la mayoría de las personas, el amor romántico ya está muerto cuando llegan a los treinta (o mucho antes); de hecho, todo su entusiasmo y su pasión prácticamente se han desvanecido también. Entonces, ¿por qué señalar al amor romántico? No se trata de que mantengan sus otras pasiones vivas y sólo se apague el amor romántico. Son ellos los que se apagan. La cuestión no es si el amor romántico muere, sino si son la emoción y el entusiasmo los que mueren. Sea cual sea la respuesta, seremos nosotros los que la formulemos. Las personas que se han convertido en máquinas insisten en que ser una máquina es la esencia de nuestra humanidad. Sin embargo, los que no se convierten en autómatas, los que perciben el mundo como algo nuevo cada día, los que se deleitan con el hecho de ser conscientes de todo y con la actividad de la conciencia escuchan esas declaraciones de desesperación con incredulidad. Su experiencia es distinta. Por supuesto, son una minoría. Pero existen. Y su existencia es una refutación viva de gran parte de las ideas sin sentido escritas sobre el tema del amor romántico por autoproclamados expertos que han perdido muy pronto la capacidad de experimentarlo, si es que alguna vez han llegado a poseer dicha capacidad. 146

Nada de lo anterior pretende refutar el hecho de que el amor romántico tiende a pasar por etapas y que el décimo año de una relación será distinto al primero en algunos aspectos. Sin embargo, no puedo dejar de decir que mientras escribía este apartado vino a verme una pareja para asesorarse. Durante la sesión, incluso entre desacuerdos, no dejaron de dedicarse atenciones. Ella tenía 62 años; él, 65. La emoción es la energía que experimentamos en nuestro interior y que tenemos a disposición para reaccionar. El enemigo de la emoción, y por tanto de la capacidad de experimentar y expresar el valor que otorgamos a nuestra pareja, es la represión emocional, la autonegación, la autoalienación. Las personas aprenden a volverse contra sí mismas, a desconectar para evitar el dolor o para lograr aprobación o estatus, y después se lamentan de los sentimientos de vacío, futilidad y pérdida de la pasión. En algunos casos deciden que el amor romántico es «demasiado egoísta», que la pasión y la emoción son «poco importantes socialmente» o incluso «antisociales», y tratan de descubrir una nueva fuente de vitalidad y afiliación con alguna «gran causa», una doctrina, una ideología, un movimiento, algo «más grande que ellos mismos», algo que les prometa un sustituto de la individualidad y la identidad personal. Son incapaces de amar a un solo ser humano, pero aman a la «humanidad» (Hoffer, 1951). Desde el punto de vista psicológico, nos mantenemos vivos a través del contacto con nuestros sentimientos, con nuestras emociones, con nuestros pensamientos y deseos, fantasías y juicios: con todo lo que pertenece al mundo de nuestra experiencia interior. Y mantenemos las relaciones vivas compartiendo ese mundo interior, exponiéndolo, expresándolo, convirtiéndolo en parte de la realidad vivida de nuestra existencia. Y eso incluye, como un elemento esencial, el hecho de permanecer sensibles a lo que vemos en nuestra pareja y a cómo nos influye, los sentimientos y pensamientos que nos inspira, todo lo cual pertenece al mundo de la visibilidad psicológica. Las relaciones pueden morir debido al silencio, a la ausencia de ese flujo de energía entre dos personas, por no intercambiar la experiencia de la visibilidad. Es una de las razones por las que resulta tan importante expresar los propios sentimientos cuando nos sentimos heridos o enfadados. Si no lo hacemos, al cabo del tiempo enterramos algo más 147

que el dolor y la ira; el amor y el aprecio tienden a quedar ocultos también. Nos convertimos en seres callados, distantes, lejanos. Al suprimir los sentimientos negativos también rechazamos los positivos y nos construimos un muro de protección a base de indiferencia. No experimentamos a nuestra pareja como una fuente de placer, sino de dolor contra el cual nos protegemos mediante el aletargamiento. Nos cerramos, nos negamos a proporcionar a nuestra pareja el placer de sentirse visible y valorada. Y si es así, ¿hacia dónde va la relación? Se convierte en un callejón sin salida. Todos sabemos que nada nos aporta más la sensación de ser amado que sentir que somos una fuente de alegría para nuestra pareja. Por tanto, poco nos ayudará realizar un análisis desapasionado de nuestras «virtudes» o intercambiar cumplidos tan generales que carecen de un significado específico o de carga emocional alguna. En cambio, la sonrisa de placer de nuestra pareja cuando entramos en la habitación, una mirada de admiración por algo que hemos hecho, una expresión de deseo o excitación sexual, una muestra de interés por lo que estamos pensando o sintiendo, el reconocimiento de lo que estamos pensando o sintiendo aunque no lo hayamos expresado, la sensación de alegría de estar con nosotros o de mirarnos sin más... todos estos gestos son maneras de crear la experiencia de la visibilidad y de ser amado. Y son también los medios con los que creamos esa experiencia para nuestra pareja. EL TEMOR A LA EMOCIÓN

¿Puede existir algo más inspirador que brindar a nuestra pareja la ocasión de ver la emoción que despierta en nosotros? Por desgracia, muchos hemos sido educados para ocultar esa emoción, para dominarla, para hacerla desaparecer con el fin de parecer adultos. Por eso tenemos miedo de que nuestra pareja vea lo que sentimos, el amor que desprendemos, el placer que nos puede inspirar. También cabe la posibilidad de que nosotros deseemos expresarla, comunicarla, y que sea nuestra pareja quien se retire, quien se cierre, quien señale que es mejor no comunicar esos mensajes porque la emoción le provoca ansiedad, aunque sea él o ella quien la inspire. Pues bien, el miedo a la emoción mata el amor romántico. 148

En ocasiones, en mis cursos intensivos planteo un sencillo ejercicio. Pido a los asistentes que cierren los ojos y se imaginen de niños jugando solos, felices y llenos de energía, y que después se imaginen primero a su madre y a continuación a su padre entrando en la escena. Acto seguido les pido que perciban qué ocurre físicamente, a nivel corporal: con su respiración, con sus sentimientos y con sus emociones. La mayoría explican que sienten tensión, que se cierran, que renuncian a la emoción; perciben a sus padres como el enemigo de su entusiasmo. Toman conciencia del grado en el que han aprendido a suprimir o reprimir la emoción como algo natural, a tratarla casi como un secreto vergonzante que no hay que compartir ni exponer. Entonces les digo: «Nunca os caséis con una persona que no sea amiga de vuestra emoción». Si un miembro de la pareja no está cómodo con la emoción, al final no se sentirá cómodo con el amor, ni siquiera con el que sentimos hacia él o ella. Y si no percibimos que nuestra pareja se lleva bien con nuestra emoción, no podremos sentirnos totalmente visibles, amados y aceptados por mucho amor que nos profese (ni siquiera sentiremos que acepta plenamente nuestro amor). Como ya he remarcado, la manera de tratarnos de nuestra pareja es sólo un reflejo de la manera en que se trata a sí misma, del mismo modo que nuestra manera de tratar a la pareja es sólo un reflejo de cómo nos tratamos a nosotros mismos. Si no aceptamos nuestra emoción, si no nos sentimos libres para demostrarla, ¿cómo vamos a aceptar la de los demás? Uno de mis recuerdos más felices de Patrecia es la mirada que había en sus ojos cuando venía a recogerme al aeropuerto al volver yo de un viaje: era una mirada de entusiasmo, de expectación y de fascinación, como si algo maravilloso estuviese a punto de ocurrir. Era una mirada especial, más elocuente que las palabras. Al ver aquella mirada me resultaba imposible no sentirme visible, no sentirme amado. Ella no temía experimentar ni demostrar su emoción. Era su mayor don. Y aquella energía se une con la mía en la creación de este libro. Intermedio: un experimento sobre la intimidad

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Hemos hablado de la autorrevelación mutua y del arte de la comunicación, dos elementos fundamentales para la creación de ese tipo de intimidad entre un hombre y una mujer que el amor romántico requiere. La intimidad consiste en compartir el yo en el nivel más profundo, personal y privado (un «intercambio de vulnerabilidades», en palabras de Masters y Johnson, 1970). Me gustaría detenerme aquí para hablar de lo que yo llamo «un experimento sobre la intimidad» y que en ocasiones les propongo a las parejas que acuden a terapia. A veces, cuando trabajo con una pareja que se ha alejado o cuya relación parece muerta y mecánica, les doy deberes para casa. Les pido que pasen un día juntos, totalmente solos. Nada de libros, ni televisión, ni llamadas de teléfono. Si tienen hijos, deben encargarse de que alguien se quede con ellos ese día. No se permite ningún tipo de distracción. Les pido que se comprometan a permanecer en la misma habitación durante doce horas. Además, diga lo que diga el otro, ninguno puede dejar la habitación negándose a hablar. Por supuesto, huelga decir que no se permite —bajo ninguna circunstancia— la violencia física. Pueden sentarse durante horas en absoluto silencio si es lo que desean, pero deben permanecer juntos. Habitualmente, en la primera hora o las dos primeras se produce cierta tensión e inhibición; es posible que bromeen o que salte alguna chispa de irritación. No obstante, casi siempre se da un momento en el que comienza la comunicación. Tal vez uno de los dos habla de algo que le ha molestado. Puede que se desencadene una discusión. Al cabo de una o dos horas más, la situación empieza a cambiar por sí sola; aumenta el acercamiento, surge una nueva intimidad. Casi siempre hacen el amor. Después están contentos, y aunque sólo sean las tres de la tarde, uno de ellos —presa de los nervios— propone que el experimento «ha funcionado» y que podrían ir al cine, a dar una vuelta en coche, a visitar a unos amigos, o cualquier otra cosa. Sin embargo, si mantienen su compromiso inicial —cosa que les pido encarecidamente que hagan— pasan a un nivel de contacto e intimidad mucho más profundo que el anterior y el área de comunicación empieza a expandirse. Por lo general hablan de sentimientos que nunca antes habían expuesto (de sueños y deseos que nunca habían revelado). Descubren cosas de ellos mismos y de su pareja de las que no eran conscientes. Durante esas doce horas tienen libertad para hablar sobre cualquier cosa, siempre y cuando sea 150

personal (nada de trabajo, problemas de los niños, cuestiones domésticas, etc.). Deben hablar de sí mismos, del otro o de la relación. Después de ponerse en una situación en la que no hay ningún otro estímulo, sólo se tienen a sí mismos y al otro. Es entonces cuando empiezan a aprender el significado de la intimidad. Casi siempre se produce una profundización gradual de los sentimientos, una mayor implicación emocional, una experiencia creciente de vitalidad. En la mayoría de los casos, el día termina felizmente. Hay ocasiones, sin embargo, en que la pareja acaba dándose cuenta de que la relación ya no satisface sus necesidades y no desean seguir juntos. No es que el experimento haya fracasado, sino todo lo contrario. Es un éxito porque malgastar dos vidas en un matrimonio o una relación sin sentido es una tragedia. Cuando propuse este experimento por primera vez, recibí dos reacciones (en términos generales): emoción anticipada o ansiedad. Ambas son reveladoras. Si la perspectiva de pasar doce horas en presencia «sólo de mi pareja» es motivo de desasosiego, conviene saberlo. He descubierto que para dos personas que se aman, pero que no saben cómo hacer que su relación funcione o cómo comunicarse de manera eficaz, una sesión de doce horas al menos una vez al mes puede producir cambios radicales en la calidad de la relación. Uno de esos cambios es el descubrimiento inesperado de habilidades comunicativas que ni siquiera sospechaban que podían poseer. Si una persona está siempre de aquí para allá, siempre ocupada, tendrá muy pocas oportunidades (o ninguna) de encontrarse y explorarse a sí misma. Necesitamos momentos de quietud para entrar en nuestro interior, para experimentar quiénes somos, para revitalizarnos. Y lo mismo vale para una pareja. Una relación necesita tiempo, y tiempo libre. Una pareja puede pasar de la pista de tenis a la mesa de mus y después a la sala de baile de los sábados por la noche y afirmar que realmente comparten una vida; no se dan cuenta de que no invierten tiempo en encontrarse mutuamente. Están juntos, pero nunca se encuentran. Todos sabemos que la creatividad exige tiempo libre, ausencia de prisas, tiempo para que la mente y la imaginación puedan flotar y deambular, para que el individuo pueda descender a las profundidades de 151

su psique, para estar atento a las señales apenas audibles que exigen atención. Pueden transcurrir largos períodos de tiempo en los que parece que no ocurre nada. Sin embargo, sabemos que es preciso crear ese espacio para que la mente salga de sus rutinas arraigadas, para apartarse de lo mecánico, lo conocido, lo familiar, lo estándar y generar un salto hacia lo nuevo. Ocurre algo muy similar cuando una pareja crea un tiempo y un espacio privados sin la distracción de las actividades rutinarias, para poder sentarse juntos, en ocasiones sin hablar, a veces pensando en voz alta, permitiendo que sus pensamientos y sus fantasías les guíen, y profundizando poco a poco en sus identidades, en lo que sienten y lo que significan para el otro. Puede que se aburran, o es posible que el día elegido no ocurra nada, que simplemente se sienten y les parezca que el tiempo se estira infinitamente. Correr ese riesgo es necesario, como también lo es para las personas creativas. Aquel que programa cada momento del día por miedo a aburrirse o a no tener nada que hacer está condenado a vivir en la superficie de su mente, de manera mecánica, a base de lo conocido y lo familiar... porque lo nuevo reside en las profundidades, y para acceder a las profundidades se necesita un tiempo sin hacer nada. Pero también se corre otro riesgo: el de descubrir cosas del otro o de los propios sentimientos que se temía saber. Hay relaciones que sobreviven sólo en virtud de lo que la pareja acuerda no comentar nunca; para esas parejas, la intimidad y el tiempo compartido supone una amenaza. En todas las parejas infelices que deciden continuar con la relación existe un acuerdo tácito sobre lo que no se habla, no se menciona, no se afronta o no se reconoce: por ejemplo, cómo se sienten respecto a la calidad de su vida sexual, qué hacen cuando están de viaje solos, o cómo se sienten acerca de algún hábito del otro, etc. Esas relaciones se caracterizan por la falta de vida emocional. Cuando una pareja en una relación así acuerda participar en el «experimento de intimidad» que propongo, se produce un temor considerable a que la situación se les vaya de las manos porque ya no sean capaces de evitar discutir de lo que habían acordado no discutir. Cuando pasan doce horas juntos, habitualmente empiezan entrando en la zona prohibida (en ocasiones, con resultados sorprendentes). Contrariamente a lo que temen, la relación no se destruye, sino que se revitaliza (por lo general, con los 152

cambios necesarios en sus respectivas conductas). Cuando las parejas que no comparten el tiempo de ese modo o que se niegan a hacerlo oyen hablar de otra pareja que sí lo hace, a veces comentan: «Bueno, para ellos es fácil porque se encuentran muy interesantes el uno al otro». Sin embargo, no es menos cierto que se encuentran muy interesantes precisamente porque comparten tiempo de calidad: el método les prohíbe vivir de manera mecánica. Espero que quede claro que el espacio de tiempo asignado no tiene por qué ser de doce horas. Puede durar más o menos. Lo que no vale es esto: un hombre sale de la oficina hacia su casa a toda prisa, se sienta frente a su mujer en el salón, mira el reloj y dice: «Bueno, tenemos media hora antes de ir a vestirnos para salir. Vamos a entrar en materia. ¿Qué querías decirme?». En el mundo no existe un afrodisíaco tan potente y tan fiable como la comunicación auténtica que fluye del núcleo de un ser hasta el núcleo de otro. Ésta es una de las razones por las que muchas parejas consideran que el sexo resulta inusualmente excitante después de una pelea, pues rompe su patrón mecánico de relación. Sin embargo, hay otras formas mejores de alcanzar la intimidad que las peleas a gritos. Las discusiones tienen sus finalidades, es cierto, pero como costumbre permanente o como forma exclusiva de contacto no resultan recomendables. No deberíamos necesitar la fuerza de la ira para romper nuestras barreras, sino que deberíamos dominar el arte de derribarlas por nosotros mismos si deseamos participar en el amor romántico. En una ocasión, después de una conferencia en la que hablé de algunos de estos temas, vino a verme una pareja. Les había entusiasmado la charla y empezaron a explicarme lo enamorados que estaban (realmente parecían felices). El hombre me dijo: «Hay algo que me preocupa. ¿Cómo podemos encontrar el tiempo necesario para esa intimidad?». Le pregunté cuál era su profesión y me dijo que era abogado. «Hay algo que me preocupa a mí», le respondí. «Teniendo en cuenta lo enamorado que está de su mujer, y, viéndoles, está claro que así es, ¿cómo encuentra tiempo para acudir a su bufete?» El hombre se mostró desorientado y perplejo, como si no entendiese la pregunta. «Esa pregunta es incomprensible, ¿verdad?», le dije. «Quiero decir que usted tiene que acudir a su bufete, ¿no es así?; eso es importante.» Poco a poco se le encendió una lucecita en el rostro. Y continué: «Cuando decida que 153

el amor realmente le importa tanto como su trabajo, cuando el éxito en su relación con esta mujer se convierta en un imperativo tanto como el éxito en su profesión, entonces dejará de preguntarse de dónde sacará el tiempo. Sabrá cómo hacerlo». Me gustaría poder afirmar que la idea anterior es un principio que siempre he entendido. No es así. Cuando somos jóvenes actuamos de manera irreflexiva, tanto en la vida como en el amor. Creemos que nosotros y las personas a las que amamos viviremos para siempre. Por eso, si en ocasiones descuidamos el amor, o no le prestamos la suficiente atención a nuestra pareja porque estamos ocupados con nuestro trabajo o con alguna otra actividad, nos decimos que ya lo haremos «más tarde». Patrecia y yo probablemente pasamos más tiempo juntos y a solas que la mayoría de las parejas, pero... Pienso en las ocasiones en que podríamos haber estado juntos y no lo hicimos porque yo estaba haciendo otra cosa, y trato de recordar por qué esa otra cosa me pareció tan importante en aquel momento. No es uno de mis recuerdos más felices. En mi opinión, la mayor amenaza contra el tiempo no es el trabajo, sino las relaciones sociales o lo que consideramos nuestras obligaciones sociales. Con frecuencia, el amor necesita protegerse de esas obligaciones. El tiempo que nosotros y nuestra pareja pasamos en compañía de amigos o colegas puede ser una fuente de placer, pero no es un sustituto del tiempo que se pasa a solas. No existe un sustituto para eso. Las tardes que pasamos con personas que en realidad no nos importan, o al menos no tanto como nuestra pareja, después no se pueden recuperar. Es ahora o nunca. En ocasiones, cuando les doy consejos a personas que realmente parecen enamoradas y que, sin embargo, descuidan su relación y no tienen en cuenta el tiempo, siento ganas de gritarles que no somos inmortales. «¡No penséis que vais a tener todo el tiempo que necesitáis! Nadie puede asegurarte si seguiremos aquí la semana que viene. ¡Estad aquí ahora! ¡Permitid que vuestro amor viva ahora!» El arte de nutrir

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Prácticamente todas las cualidades y actitudes necesarias para la plena realización del amor romántico requieren madurez; no me cansaré de repetirlo. Si sólo vemos nuestras propias necesidades y no tenemos en cuenta las de nuestra pareja viviremos la relación propia de su niño con su progenitor, no entre iguales. En el amor romántico, los iguales independientes no se agotan, se nutren mutuamente. Nutrir a otro ser humano, en el sentido en el que aquí nos referimos, consiste en aceptarle sin reservas, en respetar su soberanía y su integridad, en respaldar su crecimiento y sus necesidades de desarrollo personal, y en mostrar interés —en el sentido más profundo e íntimo— por sus pensamientos, sus sentimientos y sus deseos. Se trata de crear un contexto y un entorno en el que la otra persona pueda vivir y avanzar. Nutrir a otro ser humano significa aceptar a esa persona tal como es y creer que tiene posibilidades que aún no ha desarrollado. Consiste en ser honesto con ella acerca de nuestras propias necesidades y deseos, en recordar siempre que el otro no existe simplemente para satisfacerlos. Significa expresar nuestra confianza en los puntos fuertes y los recursos internos del otro, y a la vez estar disponible para ofrecer ayuda cuando nos la pida (y, en ocasiones, reconocer que podría necesitarla aunque no la pida). Consiste en crear un contexto en el que la persona pueda experimentar que nos importa, que la expresión de sus pensamientos y sentimientos será bien recibida, y a la vez comprender que hay ocasiones en las que nuestra pareja necesita silencio y soledad. Nutrir significa mostrar cariño y ofrecer caricias sin exigir nada a cambio; apoyar y proteger; permitir las lágrimas y brindar consuelo; ofrecer una taza de té o un café sin que nos lo pidan. Sin ninguna implicación de inmadurez, en cada uno de nosotros existe el niño que una vez fuimos y hay ocasiones en las que ese niño también necesita que lo alimenten. Tenemos que ser conscientes del niño que hay en nosotros y en nuestra pareja. Es preciso que mantengamos una buena relación con él. Nutrir a alguien a quien queremos significa cuidar al niño que hay en esa persona adulta y aceptarlo como una parte válida de ella. Nutrir es amar no sólo los puntos fuertes de nuestra pareja, sino también su fragilidad; no sólo su fuerza interior, sino también su delicadeza.

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Es este patrón de cuidados mutuos el que podemos observar entre hombres y mujeres que se quieren y que saben amar. De la plenitud de su propio ser surge su capacidad de nutrir. De su sensibilidad hacia sus propias necesidades surge su sensibilidad hacia las necesidades de su pareja. De la aceptación del niño que llevan en su interior surge la aceptación del niño que vive en su pareja. Resulta muy sencillo entender por qué el amor crece entre esas personas. Y también entender por qué en ausencia de esa comprensión y esa nutrición el amor tiende a disminuir, a agotarse y a morir. Sentirse nutrido significa experimentar que alguien se preocupa por mí. No sentirse nutrido significa verse privado de esa experiencia. Ahora mismo estoy pensando en una pareja que conozco; están muy enamorados y son muy inmaduros (en especial la mujer). Su relación es tensa y tormentosa, apasionada, llena de lágrimas, separaciones y reencuentros. Hay muchas razones para sus conflictos, pero una de ellas guarda claramente relación con la incapacidad de nutrir de la mujer. No es que sea cruel o indiferente, o que no lo intente. Ella se preocupa y lo intenta; cree que hace «las cosas bien» y no entiende por qué su marido se siente insatisfecho. Normalmente «juega» a ser atenta, siguiendo todos los pasos lo mejor que puede: «¿ves lo buena chica que soy? ¿Ahora me cuidarás?» La nutrición que ofrece no es orgánica, no procede de su interior, y el hombre lo percibe aunque no pueda verbalizar sentimientos. Los cuidados de ella no surgen de la plenitud espontánea del amor o del yo. Y son sutilmente manipuladores, aunque dudo que la mujer sea consciente de ello. En ocasiones, hombres y mujeres que realmente se quieren no logran nutrirse mutuamente. Además de lo que ya he señalado, las siguientes consideraciones me parecen relevantes. Si no tenemos un nivel sólido de autoestima, no nos parecerá que lo que hacemos le importe mucho a otro ser humano. No percibiremos que sea efectivo; no seremos conscientes de nuestra capacidad de influir en otra persona y, en consecuencia, no sabremos que tenemos el poder de nutrir a la persona que amamos. Y aunque lo sepamos, la acumulación de heridas y resentimientos del pasado, no superados, podría bloquearnos emocionalmente ante nuestra pareja e inhibir el flujo de sentimientos y energía que el acto de nutrir implica. Otra posibilidad es que después de años de frustración rechacemos y reprimamos nuestra necesidad y 156

nuestro deseo de nutrición, lo que provocará que no percibamos esa necesidad en nuestra pareja. Por ejemplo, mis observaciones y mi experiencia me dicen que los hombres y mujeres insensibles a los momentos en que su pareja necesita cariño no tienen en cuenta su propia necesidad de cariño. Sean cuales sean las razones por las que un hombre y una mujer no logran prestarse esas atenciones, es imposible que el amor no sufra. En el caso de la «buena chica» de la que hablaba, no es que ella sea muy egoísta. Todo lo contrario. Lo que ocurre es que su yo no está desarrollado, es demasiado inmaduro. Al fin y al cabo, el nivel de nutrición de un niño tiene límites. Si ella intentase ser generosa, el problema no haría más que complicarse. Su pareja tendría razones para sentir todavía más resentimiento. No queremos que nos nutran como un acto de autosacrificio. Queremos sentir que nuestra pareja se implica de forma egoísta en el acto de nutrir. El problema de la mujer no es que sea egoísta, sino que su egoísmo no incluye a su pareja, que es precisamente lo que ocurre en el amor maduro. El concepto de egoísmo es tan importante para el amor romántico maduro que vamos a dedicarle el siguiente apartado. El amor y el egoísmo

De todas las tonterías que se han escrito sobre el amor, la más absurda es la de que el amor ideal es desinteresado. Lo que amo es la encarnación de mis valores en otra persona; salvando las distancias, el amor es un acto profundo de autoafirmación. Amar egoístamente no significa ser indiferente a las necesidades o a los intereses de la pareja. Lo repetiré una vez más: cuando amamos a alguien, nuestro concepto del interés en nosotros mismos se expande para abarcar el bienestar de nuestra pareja. Es la mayor declaración de amor: hacer saber a otro ser humano que su felicidad nos interesa de manera egoísta. Si le dijésemos a la persona que amamos que su bienestar y su felicidad no nos interesan egoístamente, no le estaríamos haciendo ningún cumplido. Amar es verse en el otro y desear celebrar el yo con él;

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eso no tiene nada de desinteresado. Y, sin embargo, es la esencia del amor. Si te acepto y te respeto, no es desinteresado. Si respeto tu integridad, no es desinteresado. Si me preocupo por sus pensamientos y tus sentimientos, si te abrazo y te acaricio, si te quiero y quiero a mi propia vida... no es desinteresado. Y cuando los que estamos enamorados somos lo bastante sabios como para pasar tiempo juntos... sin hacer nada (en el sentido en el que se entiende normalmente el verbo hacer)..., tan sólo estando juntos, compartiendo nuestros seres, nuestros pensamientos, sentimientos, fantasías, deseos..., compartiendo el viaje hacia ese yo, utilizándonos mutuamente para profundizar más y más en él, sirviéndonos como guías, como ayuda, como un espejo, una caja de resonancia para explorar nuestra propia personalidad; haciendo del amor un camino hacia el autodescubrimiento, un vehículo de crecimiento personal, una puerta hacia la evolución... ¿no es la expresión más noble y exaltada de egoísmo inteligente? Amar desinteresadamente es una contradicción. Para entenderlo mejor, preguntémonos si queremos que nuestra pareja nos acaricie desinteresadamente, sin gratificación personal en la acción, o si preferimos que lo haga porque le resulta placentero. Preguntémonos si queremos que nuestra pareja pase tiempo con nosotros, los dos solos, y experimentarlo como un acto de autosacrificio o preferimos que experimente esos momentos como algo sublime. Y si queremos que nuestra pareja experimente algo sublime, si queremos que sienta alegría en nuestra presencia, emoción en nuestro ser, ardor, pasión y fascinación, dejemos de hablar del «amor desinteresado» como un ideal noble. Incluso en las relaciones más íntimas y afectivas tenemos que ser conscientes de nuestras propias necesidades y deseos y respetarlos. No es que el compromiso y la adaptación no tengan cabida en una relación amorosa, porque es obvio que sí la tienen. Sin embargo, si a menudo ignoro o sacrifico mis propias necesidades y mis deseos para agradar o satisfacer a mi pareja, estaré cometiendo un crimen contra los dos: contra mí mismo porque traiciono mis propios valores, y contra mi pareja

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porque al permitirle ser el receptor de mis sacrificios también le permito que se convierta en una persona hacia la que sentiré resentimiento. Al amor no le va nada bien esa política. El problema de la persona que afirma amar pero que no entiende el arte de nutrir del que hemos hablado antes, lo que tiene no es un problema de «egoísmo», sino de inmadurez. El amor romántico no requiere autosacrificio, sino entender el egoísmo desde un punto de vista maduro. El sexo como expresión del amor

En ocasiones, cuando pensamos en los retos del amor romántico, en todos los obstáculos que hay que superar, resulta difícil no sentir tristeza (tristeza por las parejas que se enamoran y después observan impotentes cómo se desvanece su amor sin saber qué hacer para detener el proceso y sin saber qué ha ocurrido o por qué). A veces vemos con bastante facilidad por qué algunas personas son irresponsables, o intencionada y perversamente inconscientes, o irritablemente infantiles, y no sentimos demasiada simpatía hacia ellas. Sin embargo, cuando las causas de la desaparición del amor son más sutiles, menos transparentes, y el desconcierto de la pareja es más auténtico, no podemos evitar sentir el dolor de todos los que luchan en la sombra por crearse una vida en común. Estoy pensando en aquellos que crecen alienados por su sexualidad, en los que experimentan sus respuestas, fantasías y conductas sexuales como algo inquietante y extraño, no como una expresión orgánica y natural del yo. Para ellos, el amor puede ser muy complicado, ya que sus deseos no siguen el camino de su admiración, de sus valores, sino las órdenes de una fuente distinta, de un yo que no ha madurado. Por supuesto, aunque reconocemos que el sexo y el amor están relacionados son cosas distintas. Aceptamos que el deseo sexual no implica amor necesariamente. Sabemos que las experiencias sexuales gratificantes no siempre van acompañadas de un gran amor. Pero ésa no es la cuestión, pues también reconocemos que las mejores experiencias sexuales y las más intensas se producen en el contexto del amor, y que ocurren como una expresión de amor. Por tanto, ¿cuál es la tortura de 159

aquellos que afirman que cuando sienten amor no necesariamente sienten un deseo ardiente, o que sus mejores experiencias sexuales son aquellas que se producen «sin las trabas» del amor? Ésas son las personas alienadas, cuyas vidas amorosas son, inevitablemente, insatisfactorias. En ocasiones, su «solución» consiste en declarar con aparente indiferencia que en realidad no les interesa el amor, que para ellos es un «estorbo». No hay que olvidar que la autoalienación sexual, como cualquier otra forma de autoalienación, es un estado mental. Con esto quiero decir que nuestras respuestas sexuales siempre son una expresión del yo, de quiénes somos, pero no necesariamente de cómo las experimentamos. En general se reconoce que los mensajes antisexuales procedentes de los padres y de las enseñanzas religiosas durante la infancia favorecen e intensifican la autoalienación sexual. La tendencia en esos casos consiste en ver el sexo como el lado más oscuro y menos aceptable del yo. Ahora bien, la autoalienación sexual puede tener orígenes muy diversos. Cuando disfrutamos de una autoestima sana, cuando nos queremos a nosotros mismos y estamos en armonía con nuestro ser, el sexo es una expresión natural y espontánea de nuestros sentimientos hacia la pareja, hacia nuestro propio yo y hacia la vida. En cambio, si estamos profundamente inseguros de nuestra valía, si vivimos con la sensación crónica de sentirnos amenazados o «condenados», puede convertirse en un medio para demostrar que somos «malos», tal como decía mamá o papá; o un medio para reafirmarnos que no somos «malos», para controlar a otro ser humano y demostrar así que nos sentimos «seguros», para retomar fantasías inconscientes con mamá o papá, etc. La cama es como un escenario metafísico en el que representamos el drama esencial de nuestra existencia. Sabemos, por ejemplo, que un elevado número de personas muy preocupadas por el poder (en especial por el poder político) tienden a alcanzar las cotas más altas de intensidad sexual en las prácticas sadomasoquistas (véase Janus, Bess y Saltus, 1977). El dolor —la capacidad de infligir dolor y/o de soportarlo— recibe un valor emocional muy alto. Es poco frecuente que las mejores relaciones sexuales de esas personas sean las que mantengan con sus parejas «oficiales»; en general, con ellas no se sienten libres para explorar las

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profundidades de su fascinación por el dolor, la humillación y la degradación. Por tanto, las prostitutas parecen la opción más adecuada en esos casos. La cama puede ser el lugar donde se materializa nuestro miedo a la intimidad, de manera que el sexo nunca va más allá de la masturbación. La cama puede ser el lugar donde dos niños se dan la mano para enfrentarse a los terrores misteriosos del mundo adulto. La cama puede ser el lugar donde un hombre o una mujer representan una y otra vez la lucha por lograr el amor y la aprobación de un progenitor que le rechaza. La cama puede ser también el lugar donde la historia de amor de un individuo con la vida estalla y se desborda en un torrente de alegría y emoción. O el lugar en el que dos amantes que se adoran superan los límites de la carne y el espíritu y sacan a relucir los valores más profundos de su existencia. Para que el amor romántico triunfe se necesita una sexualidad integrada con el yo, que no se perciba enfrentada con otros valores fundamentales de la persona. Si no estamos divididos contra nosotros mismos, si no vivimos una lucha constante para «demostrar» nuestra valía o cualquier otra cosa, nos sentimos libres para disfrutar de nuestro ser, del hecho de estar vivos, de nuestra pareja. No experimentaremos una separación entre la mente y el cuerpo, entre el espíritu y la carne, entre la admiración y la pasión, porque realmente pensaremos y sentiremos que nuestra pareja es maravillosa, y nos enorgulleceremos de nuestros deseos sexuales. El problema es que si no nos gustan nuestras respuestas sexuales, nos sentimos inclinados a rechazarlas incluso cuando actuamos en función de dichas respuestas, negando o evitando la realidad de lo que sentimos y de lo que hacemos, y manteniendo así nuestra psicología sexual herméticamente cerrada, separada del resto de nuestras experiencias conscientes, de nuestro conocimiento y de nuestra inteligencia. Nos quedamos atrapados e indefensos innecesariamente. No podemos esperar superar una situación cuya realidad no reconocemos, no aceptamos, y que no nos permitimos experimentar con plenitud. Y así continuamos prisioneros de nuestra inmadurez, de los asuntos inconclusos de nuestra infancia, alejados de las alegrías y de las gratificaciones de la edad adulta.

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En ese estado de encierro, el amor romántico sólo se puede sentir como un deseo doloroso de un ideal lejano e inalcanzable, quizá posible para los demás, pero nunca para uno mismo. Así, podemos apreciar lo valiosa que resulta una actitud libre de culpa y llena de gozosa aceptación del sexo y de los propios sentimientos y respuestas sexuales, de nuestro cuerpo y del cuerpo del sexo opuesto. Cuando el sexo no se experimenta como una fuente de vergüenza o culpabilidad, sino como un vehículo de adoración hacia uno mismo y hacia la pareja, o se experimenta como una expresión de nuestra vitalidad y de nuestra alegría de vivir, se abre un amplio camino hacia la satisfacción del amor romántico. Al dar y recibir placer sexual, los amantes se reafirman continuamente en el hecho de que son una fuente de alegría mutua. La dicha es un nutriente del amor, lo hace crecer. Por otro lado, es muy difícil no experimentar la desatención sexual como un rechazo o un abandono aunque la pareja manifieste otras muestras de devoción. No, el sexo no lo es todo en el amor romántico, pero ¿alguien se imagina un amor romántico pleno sin sexo? Tal vez pueda ser así en circunstancias muy trágicas y especiales, pero nunca como un ideal de vida. El sexo en su plenitud es la máxima celebración del amor. Voy a permitirme anticipar un posible malentendido. Considerar el sexo un elemento esencial del amor romántico no implica negar que el amor pasa por diferentes etapas y que una relación de muchos años difícilmente mantendrá un nivel de intensidad sexual como el que había durante los primeros años. La frecuencia del acto sexual no es la cuestión que nos interesa aquí. Una relación sigue siendo sexual siempre que dos personas conserven la visión del otro como seres sexuales y siempre que esa visión mutua esté viva en sus interacciones. Existen octogenarios que pueden contemplar a su pareja con amor sexual, y treintañeros que lo hacen con el afecto de un amigo pero sin un ápice de pasión. El hecho de que una relación conserve el romanticismo tiene que ver mucho más con cómo se ven los dos miembros de la pareja, que no con la frecuencia con que se acuestan. La admiración

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Aunque reconocemos la importancia de la pasión sexual, la cuestión sigue siendo que ésta por sí sola no puede mantener unida a una pareja durante toda una vida, pues no proporciona el suficiente apoyo para todo el peso que cualquier relación debe soportar. Eso sólo puede hacerlo la admiración. De las palabras anteriores se desprende que dos personas que viven una relación romántica se admiran mutuamente. Pero por desgracia, no siempre es así. El caso es que ante la falta de admiración resulta extraordinariamente difícil que el amor romántico sobreviva a las presiones inevitables a las que se enfrenta. La admiración entre dos personas es el sistema de apoyo más poderoso que una relación puede tener, la base más sólida. En consecuencia, hay muchas posibilidades de que la pareja pueda afrontar las presiones y superar las crisis que forman parte inevitable de la vida (y, por tanto, tarde o temprano, de todas las relaciones). A muchas personas les da miedo preguntarse si admiran a su pareja, si la quieren, si la desean, si lo pasan bien cuando están juntos. Preguntarme si admiro a mi pareja implica arriesgarme a descubrir que quizá nos une más la dependencia que la admiración; la inmadurez, el temor o la «conveniencia», que un cariño auténtico. Cada vez que en una conferencia planteo el tema de la admiración en el contexto del amor romántico tengo la sensación de ver un gesto de recelo en varias parejas presentes en la sala. El aspecto positivo, debo remarcar, es que también hay parejas que resplandecen de placer y orgullo cuando surge la cuestión. Lo que resulta extraño es lo poco conscientes que son algunas personas en lo que respecta a la importancia de este tema. Pueden hablar durante horas sobre las dificultades de su relación y nunca se les ocurre plantear la cuestión de la admiración. Recuerdo a una mujer que acudió a mi consulta porque no era feliz con su marido. Afirmaba que no tenía ni idea de la razón de esa infelicidad. Le pregunté cómo era su marido y qué pensaba de él. «Es maravilloso», me respondió: «Me trae el desayuno a la cama todas las mañanas. Es muy atento, nunca critica nada, nunca se queja, ni me pide nada. Un auténtico detallista. Nunca en mi vida me habían tratado tan bien. Es maravilloso». Entonces, yo le pregunté: «Aparte de eso, aparte de cómo le trata, ¿qué piensa de él como ser humano?». Y me respondió 163

espontáneamente: «Es horrible. Un mentiroso. Un debilucho. Ahora mismo está estafando a la empresa para la que trabaja. Se aprovecha de su encanto. Es... ¡es un gran don nadie!». Cuando le pregunté con mucho tacto si algo de eso influía en su sentimiento de infelicidad, me miró como si fuese la receptora repentina de una revelación milagrosamente profunda. Las presiones interiores o exteriores pueden hacer que nuestro amor se tambalee en cualquiera de las virtudes descritas en este capítulo; y cuando eso ocurre, la admiración puede mantener una relación. Si no hay admiración toleramos mucho menos lo que percibimos como defectos de nuestra pareja. Además de brindar apoyo en medio de una crisis, la admiración resulta enriquecedora en muchos otros aspectos. Cuando recibimos admiración nos sentimos visibles, apreciados, queridos, y todo eso refuerza nuestro amor hacia la pareja. Al experimentar y expresar admiración nos sentimos orgullosos por haberla elegido, se confirma nuestro buen juicio y se refuerzan los sentimientos amorosos. Dos amantes que se admiran profundamente conocen una forma de placer que mantiene viva la llama del amor romántico. Y esa idea nos remite al principio de este capítulo: la importancia de la autoestima. Cuando dos personas con una elevada autoestima se enamoran, hay más posibilidades de que la admiración ocupe el centro de su relación. Es más probable que admiren y sean admirados. La admiración no ocupa un lugar destacado en las relaciones entre personas con una autoestima baja. De hecho, mi experiencia sobre el tema de la admiración me dice que esas personas prefieren que ni siquiera se plantee el tema. No es de extrañar que el amor crezca cuando un hombre y una mujer se admiran, y que muera cuando no es así. La valentía de amar

Cuando se habla sobre los retos y las dificultades del amor romántico, rara vez se menciona un aspecto: que el amor romántico puede ser aterrador.

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Al enamorarnos, experimentamos a otro ser humano como alguien tremendamente importante para nosotros, para nuestra felicidad personal. Permitimos que esa persona entre en nuestro mundo particular, un mundo en el que quizá nadie ha entrado nunca o del que nadie sabe nada. Por tanto, es como si nos rindiéramos, no tanto ante la otra persona como ante nuestro sentimiento por ella, pues sin esa rendición, el amor se acabaría en el primer momento. Pero ¿qué problema hay en que otro ser humano adquiera tanta importancia para nosotros? ¿Cuál es el obstáculo? Pues muy sencillo, que puede que la perdamos; que puede ocurrir que la otra persona no nos quiera. O que deje de querernos. O que muera. En mis cursos intensivos sobre autoestima y relaciones románticas pido a los asistentes que formen grupos reducidos de hombres y mujeres por separado, y que exploren sus sentimientos sobre el hecho de necesitar al sexo opuesto. Los participantes entran en contacto con sentimientos de temor, pero también de ira, de resentimiento: la necesidad crea una vulnerabilidad que puede resultar aterradora e irritante. Según mi experiencia, gran parte de la llamada guerra de los sexos es el resultado del miedo al rechazo, al abandono o a la pérdida. Por lo general, los hombres y las mujeres nos resistimos a reconocer cuánto nos necesitamos, lo importante que es para nosotros el sexo opuesto como un medio de disfrutar de la vida y para satisfacer nuestras potencialidades. De hecho, casi odiamos necesitar tanto al sexo opuesto. Estoy convencido de que muchas de las tonterías que dicen las mujeres sobre los hombres y éstos sobre las mujeres en momentos de dolor, desconfianza o ira son sólo el producto y el reflejo de anteriores experiencias dolorosas de rechazo o abandono. Normalmente se tiende a no reconocer el miedo, a no afrontarlo honestamente, a no admitirlo tal como es, y en lugar de eso se racionaliza, se justifica en generalizaciones sobre «hombres» y «mujeres» para evitar la ansiedad y el dolor que forman la base real de ese discurso. Dado que la mayoría de las personas han experimentado sentimientos dolorosos de rechazo en su infancia, están preparadas para la catástrofe, para la tragedia, cuando se enamoran en la edad adulta. «Saben» que el amor significa dolor, sufrimiento, falta

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de aceptación y pérdida. Y aparte de las experiencias de la infancia, cabe la posibilidad de que hayan sufrido emocionalmente en relaciones amorosas anteriores. Por tanto, «saben» que el amor significa tormento. Ya he hablado sobre la importancia de la comunicación. El miedo es en sí mismo una enorme barrera contra la comunicación. Cuando una pareja enamorada discute, es muy habitual ver cómo ambos se cierran, desconectan de la profundidad de sus sentimientos y de su amor hacia el otro, con el fin de protegerse en caso de que las cosas no salgan bien. Se convierten en seres impersonales, distantes e incluso hostiles. Tienen miedo, pero no lo reconocen; en su lugar levantan defensas y barreras. No se mantienen abiertos y vulnerables, y de ese modo se bloquea la comunicación, se sabotea. Cuando hablan, rara vez expresan lo que sienten realmente. Sus comunicaciones están distorsionadas porque sus sentimientos más profundos no pueden expresarse. Por eso a veces es tan difícil resolver conflictos. De hecho, no hablan desde su corazón; hablan desde detrás de sus máscaras. Muchos hombres albergan sentimientos conscientes o inconscientes de hostilidad hacia las mujeres, y lo mismo les ocurre a ellas. Por eso no es, ni puede ser, natural. Los hombres y las mujeres se necesitan. Eso debería acercarles. En cambio, a menudo los convierte en enemigos debido al temor y a la anticipación del sufrimiento. No es el miedo como tal el que provoca el daño, sino la negación del miedo, el rechazo a reconocerlo y a afrontarlo con honestidad. Cada uno siente esa hostilidad en el otro, y así refuerza su propio temor y su hostilidad. Si se trata de una historia de amor, es una historia protagonizada por dos fortalezas. Cuando se produce algún problema entre ellos, el hombre o la mujer no dicen: «Te quiero y tengo miedo de perderte», sino «Ya no estoy tan seguro/a de quererte». Se necesita valor para confesar el miedo. Si carecen de ese valor, el precio que acabarán pagando casi siempre será la destrucción de la relación. Y cuando hayan echado a perder varias relaciones debido a su cobardía, estarán más que dispuestos a escuchar a aquellos que les digan que el amor romántico es una ilusión falsa e inmadura. Es mejor culpar al amor romántico que reconocer que no es un juego para los débiles de corazón.

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Yo mismo he escuchado más de una conversación en las que un hombre o una mujer hablan de su miedo al amor romántico, pero no por el temor al rechazo o al abandono, sino por la pérdida del yo. Tienen miedo de que el amor romántico les exija renunciar a su propia identidad, a que la pareja se apodere de ellos, de su cuerpo y de su alma. Nunca he oído expresar ese miedo (con total seriedad) a un hombre o una mujer con un nivel alto de autoestima y una sólida autonomía personal. Por el contrario, mi experiencia me dice que son precisamente los hombres y las mujeres seguros de sí mismos quienes demuestran menos ansiedad ante el hecho de rendirse al amor. Creo que las personas que hablan del temor a la pérdida del yo en este contexto están reconociendo involuntariamente la intensidad de su deseo de amor, de sus ansias de amor, y el miedo de que para obtenerlo tengan que sacrificar algo: sus ideas, sus valores y su integridad. Si eso es así, el problema radica en una autonomía inadecuada, en una identidad personal subdesarrollada, y no en la naturaleza del amor. He hablado con hombres y mujeres que consideran el amor una amenaza para su trabajo. Aseguran que rendirse al amor equivale a obstaculizar su compromiso total con sus carreras profesionales. Pero yo, que soy un hombre que siempre ha luchado por prosperar y que sabe muy bien qué significa amar el trabajo, nunca me he creído ese argumento. Estoy convencido de que se trata de una forma de racionalizar el miedo a la intimidad. En algunos casos existe el temor adicional de que la pareja no respete nuestras necesidades laborales, y por miedo a contrariarle no prestamos la debida atención al trabajo. El problema es muy similar al de la persona que habla sobre la pérdida del yo. Se trata de un problema de madurez inadecuada. Por supuesto, si una persona tiene ese problema y no sabe cómo resolverlo, es mejor que afronte el hecho de manera consciente y no intente entablar relaciones íntimas. Sin embargo, rara vez es eso lo que ese tipo de personas deciden hacer. Quieren amor, relaciones, matrimonio, pero no lo que implica por lógica un compromiso serio. No quieren la obligación de cargar con su propio peso; no quieren estar ahí, en la relación, excepto en momentos imprevisibles, y quieren ser aceptados por sus parejas sin más, sin una queja, y participando en un simulacro de romance. Lo que quieren, por tanto, es una contradicción: estar enamorado y no estarlo.

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Aunque no hayamos cometido ninguno de esos errores, y nadie nos rechazara de pequeños o en una relación sentimental, y nos acerquemos al amor sin ninguno de los temores o recelos que he descrito, todavía existe una amenaza más: la pérdida de la persona amada a causa de su muerte. Es una posibilidad que está ahí, que forma parte de la existencia humana. Alguno de los dos tiene que morir primero. Y no hay forma de saber cuándo. No tenemos que atormentarnos con esa idea, pero tampoco eludir que es una posibilidad muy real. Y aunque poseamos la sabiduría suficiente para aceptarla con serenidad, debemos afrontarla, reconocerla, tenerla en cuenta. Y para eso se necesita lucidez, honestidad y valor. Durante la etapa de angustia que sufrí por la muerte de Patrecia me enamoré de otra mujer; el terror que sentí en aquellos momentos es indescriptible. De hecho, me vi obligado a enfrentarme al nivel más profundo del aspecto más terrible del amor romántico. Ya he hablado del arte de aceptar los propios sentimientos, de no luchar contra la realidad, de fluir con la experiencia personal. Nuestra comprensión de este principio se pone a prueba como en ninguna otra circunstancia cuando debemos enfrentarnos a la pérdida de un ser amado porque ha muerto. Es necesario el luto, el duelo, para que el organismo se recupere y el bienestar emocional vuelva a ser posible. Pero es un proceso terrible. No se trata simplemente de permitirse sentir el dolor. Es cuestión de estar dispuesto a experimentarlo todo, a aceptar sin censuras y sin reproches todos los sentimientos, pensamientos y fantasías que aparecen para atormentarnos en momentos así. Para dejar bien clara la realidad de la situación tengo que decir algo sobre mi situación un año después de la muerte de Patrecia. Algunos días, o durante algunos momentos, o por algunas horas, sentía cómo crecía el horror del accidente y la pérdida en mi interior, y cómo mi cuerpo se tensaba involuntariamente contra el dolor. Y me decía: «Respira. No luches. Acéptalo». A veces me asaltaba la culpa y los reproches, y ni siquiera intentaba argumentar que era algo irracional. «De acuerdo», me decía. «Hoy es el día de sentirse culpable. Acepta eso también». Algunas mañanas me levantaba inexplicablemente eufórico, y a los pocos minutos u horas la euforia se había convertido en lágrimas y

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en lamentos; no podía hacer nada, sólo aceptarlo, no luchar contra ello; debía permitir que el organismo hiciese lo que necesitase hacer, que experimentase lo que tuviese que experimentar. En ocasiones, en momentos imprevisibles, me sobrevenían unos sentimientos sexuales muy intensos —y después una ira violenta—; otras, una devastadora sensación de impotencia. Había días en los que recordaba cada uno de los detalles de la conducta de Patrecia que me molestaban, como si el hecho de centrarme en sus defectos reales o imaginados me permitiese minimizar la magnitud de la pérdida. No intenté luchar ni cambiar o corregir nada. Simplemente dejé que sucediera, observé y esperé. Los peores momentos tal vez fueron aquellos en los que mi interior parecía desintegrarse, como si la estructura de mi mente y mi cuerpo se deshiciese y yo cayese por el espacio sin fin. Podía oír cómo cada célula de mi cuerpo gritaba su nombre. Por supuesto, hubo momentos en los que luché contra lo que sentía, en los que me resistí, en los que me parecía demasiado y todo mi cuerpo se contraía en un inmenso «¡No!». Y después surgió el reto de aceptar la resistencia, de permitir la lucha y la negación, de experimentarlo... y esperar. Fue un acto de confianza en el poder del organismo para autorrepararse, en que si me esforzaba por no negar mi experiencia y aceptar los momentos de negación llegaría el día en que se produciría una integración curativa. Eso es lo que ocurrió, y lo que continúa ocurriendo. Entre la angustia de la situación, el hecho de abrirme a otra mujer, de permitir a otro ser humano que me importase, de importar a otro ser humano, sin reservas ni límites, significó volver a ser vulnerable a ese tipo de angustia en algún momento del futuro, a la posibilidad de que así sucediese. De esa manera tuve que enfrentarme al peor terror del amor romántico. Soy muy afortunado. La mujer de la que me enamoré me anima a hablar y a compartir no sólo mis sentimientos de ansiedad sobre el hecho de volver a enamorarme, sino también los sentimientos acerca de Patrecia. Nunca he tenido que ocultarle nada. ¿Qué debemos hacer si sentimos el terror del que estoy hablando? Admitirlo, expresarlo, hablar de él. No debemos fingir que no existe. 169

No es el miedo a la pérdida lo que nos destruye. Es la negación del miedo. Si lo reconocemos, si lo expresamos, descubriremos que va desapareciendo poco a poco. Y aunque todavía esté presente no nos manipulará para que tengamos un comportamiento que sabotee el amor. Si no tomamos conciencia del miedo, si lo negamos, nos convertimos en rehenes suyos, lo que nos aleja misteriosamente de nuestra pareja, o nos convertimos en personas inoportunamente críticas, o nos preguntamos si en realidad no deseamos ser libres, o practicamos alguna maniobra que perjudica a nuestra felicidad. La inconsciencia siempre es una enemiga, y la conciencia siempre es la solución. La conciencia, la aceptación, la expresión. Ya he dicho que considero el amor romántico uno de los grandes retos y una de las grandes aventuras de nuestra existencia. Nos exige mucho. Requiere un alto grado de evolución personal. Y no tiene piedad (como la ley de la gravedad). Si no estamos preparados, caemos y fracasamos. Y aunque cumplamos con los requisitos del amor, nos preguntamos si durará para siempre, si acabará o debería acabar en matrimonio, cuál es el propósito del matrimonio, si alguna vez amaremos o desearemos a otra persona. La vida cambia y evoluciona a cada segundo y nos preguntamos si el amor romántico podría ser una excepción. Vamos a centrarnos en estas y otras cuestiones. El matrimonio, el divorcio y la cuestión del «para siempre»

Cuando dos personas desean comprometerse, compartir sus vidas, sus alegrías y sus problemas, y comunicar a su entorno la naturaleza de su relación, darle objetividad social, consideran la estructura de un acuerdo matrimonial como un medio para expresar, solemnizar y objetivar su decisión. La institución actual del matrimonio es una respuesta a nuestro deseo (y quizás a nuestra necesidad) de crear una estructura. Eso no significa que cada pareja que se enamora piense automáticamente en el matrimonio; muchas no lo hacen. De hecho, cada vez son más las que deciden vivir juntas sin casarse legalmente. Si deciden contraer matrimonio, creo que el motivo que les empuja es el deseo, muy humano y natural, de formalizarlo. 170

Podemos reconocer las consideraciones legales y económicas que convierten el matrimonio en una opción deseable, consideraciones que están relacionadas con la protección de los hijos, con cuestiones de herencias, etc. Obviamente, son consideraciones importantes, pero no creo que representen la esencia del matrimonio o la razón última de su existencia. El deseo de crear una no es irracional. Sólo es irracional imaginar que la estructura en sí misma solucionará todos los problemas de las relaciones humanas, porque está claro que no es así. Ni la religión ni el Estado crearon el matrimonio. Simplemente se atribuyeron el derecho de sancionar o bendecir o controlar una relación surgida de las elecciones y las necesidades de hombres y mujeres. Conviene hacer hincapié en este punto porque a veces el resentimiento contra la implicación religiosa o política en el acuerdo matrimonial se convierte en resentimiento contra el matrimonio en sí mismo. Y son dos temas completamente distintos. La esencia del matrimonio —especialmente en el sentido en el que aquí nos interesa— no es legal, sino psicológica. Hay personas que viven juntas sin legalizar su situación y en realidad están más casadas — psicológicamente— que otras que han participado de una ceremonia matrimonial formal. La cuestión esencial trata sobre el compromiso. Esto significa, en primer lugar, la aceptación —sin resistencia o negación— de la importancia que tiene la otra persona en nuestra vida. Significa que experimentamos a nuestra pareja como un elemento esencial de nuestra felicidad y que estamos seguros de ello. No obstante, es más que eso, ya que implica que nuestro propio interés se ha expandido para incluir los intereses de la persona que amamos, de manera que la felicidad y el bienestar de nuestra pareja se convierte en un asunto que nos interesa de forma egoísta. Sin negación ni pérdida de individualidad, se produce la sensación de ser una unidad, sobre todo con respecto al resto del mundo. Se produce una especie de alianza: aquel que hace daño a mi pareja me hace daño a mí. Es más: la protección y la conservación de la relación es prioritaria para mí, lo que significa que no hago nada deliberado que la ponga en peligro, que respeto profundamente sus necesidades y que me muestro sensible con esas necesidades.

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Resulta muy sencillo comprobar que si ése es el significado del compromiso, en la mayoría de los matrimonios no se cumple en toda su extensión. Una pareja puede preguntarse qué necesidad hay de preocuparse por todo eso, si no basta con quererse, por qué casarse (sobre todo si no piensan tener hijos). El matrimonio no es una obligación, es una elección. Nadie puede afirmar razonablemente que dos personas «deben» casarse. No existe una norma al respecto. Si ambas desean vivir juntas sin el compromiso formal del matrimonio, no hay ningún argumento para animarlas a cambiar su decisión. El matrimonio es demasiado complicado y arriesgado como para adentrarse en él sin estar absolutamente entusiasmado. Al mismo tiempo, resulta difícil escapar a la impresión —que algunos estudios recientes apoyan— de que la aversión hacia el matrimonio está relacionada en muchos casos con el miedo al compromiso, a dedicarse totalmente y sin reservas a una relación. La capacidad de contraer el tipo de compromiso que el matrimonio exige, presupone por lógica un nivel razonable de madurez. Entre otras cosas, presupone que se tiene el suficiente sentido común para elegir a una pareja con la que sea realista y posible mantener ese compromiso. Por supuesto, sabemos que cuanto más jóvenes son las personas que se casan, más probable es que el matrimonio termine en divorcio. No debe extrañarnos. Por desgracia, la edad ideal para procrear no es la edad ideal para el matrimonio (al menos para nuestra constitución psicológica actual). Debemos aceptar el hecho de que la gran mayoría de matrimonios jóvenes terminarán en divorcio, y son muchas las razones para creer que la tasa de divorcios aumentará todavía más en el futuro. El divorcio se ha convertido en algo totalmente normal; ya no es una desviación de la práctica común: es la práctica común. A pesar de ello, la mayoría de las personas que se divorcian vuelven a casarse. Es posible que dejen de ser felices con una pareja en particular, pero no han perdido su entusiasmo hacia el matrimonio a juzgar por las estadísticas sobre segundas y terceras nupcias. Así pues, el matrimonio sigue representando el estado favorito para la mayoría de hombres y mujeres. Si la monogamia de por vida todavía es el ideal más o menos oficial de nuestra cultura, la realidad social se describe mejor con un patrón distinto: la monogamia en serie. Estamos casados con una sola persona 172

cada vez (monogamia), pero en el transcurso de nuestra vida podemos llegar a casarnos dos o tres veces (monogamia en serie). No hay que verlo como una desgracia o una tragedia. No implica que el matrimonio se tome a la ligera o de manera irresponsable. Es un error dar por sentado que un matrimonio no es válido si no dura para siempre. El valor del matrimonio debe calibrarse en función de la felicidad que aporta, no de su longevidad. No hay nada admirable en el hecho de que dos personas permanezcan juntas, casadas, pero completamente frustradas y desgraciadas durante cincuenta años. Además, sería un error creer que los matrimonios consecutivos se están convirtiendo en la norma sólo por la inmadurez de la gente, pues la mayoría de las personas no saben cómo comportarse en una relación amorosa o elegir a la pareja ideal desde el principio. Aunque se trata de una consideración importante, es sólo una de las razones por las que los matrimonios se rompen. Tenemos que reconocer que el cambio y el crecimiento forman parte de la esencia de la vida. Dos seres humanos que siguen caminos distintos en su desarrollo pueden encontrarse en un momento en que sus deseos y necesidades coincidan, y compartir su viaje durante varios años con gran felicidad y riqueza personal para ambos. No obstante, quizá llegue un momento en el que sus caminos se separen, en el que necesidades y valores urgentes les empujen en direcciones distintas, y sea necesario decirse adiós. Sin duda, resulta doloroso. Deseamos aferrarnos a la relación, queremos continuar, en ocasiones nos resistimos con pasión a las fuerzas interiores que nos empujan hacia situaciones nuevas y desconocidas. Recuerdo un romance (del que fui testigo) entre una mujer de 22 años y un hombre de 41. Él acababa de romper un matrimonio infeliz y ella salía de una relación muy frustrante con un joven muy inmaduro. Al observar al hombre, ella vio una madurez que nunca había conocido en el sexo opuesto, además de una emoción por la vida que coincidía con la suya. Al observar a la joven, el hombre vio en sus ojos que captaba su emoción y que también desprendían una emoción radiante (una sensación que no había experimentado con su mujer). Se enamoraron y durante un tiempo fueron inmensamente felices. Pasó el tiempo y poco a poco empezaron a surgir pequeñas fricciones entre ellos. Ella quería ser 173

libre, jugar, experimentar... en una palabra, ser joven. El quería la estabilidad de un compromiso firme. Fueron dándose cuenta de lo diferentes que eran sus respectivas etapas de desarrollo y, en consecuencia, muchos de sus deseos y necesidades. Se sintieron obligados a decirse adiós. ¿Fue su relación un fracaso? No creo que la considerasen así. Cada uno de ellos dio al otro algo hermoso, enriquecedor y memorable. En ocasiones, las parejas deciden situar la conservación de la relación por encima de otras necesidades de crecimiento o desarrollo y reprimir el impulso de avanzar por nuevos caminos. La seguridad y el valor de lo que tienen les resultan más importantes que la posibilidad de lo que podrían llegar a ser. Es su decisión. Tomamos lo que queremos... y lo pagamos. A veces el amor romántico sobrevive a esa decisión; otras, no. Intermedio: proceso versus estructura

Actualmente es muy habitual escuchar afirmaciones como «la monogamia no funciona» o «el matrimonio no funciona». En cierto sentido, son ciertas. En otro sentido, sin embargo, son totalmente falsas. El hecho es que la no monogamia y el no matrimonio tampoco funcionan. Para la mayoría de las personas, nada funciona. No hay pruebas que sugieran que las personas solteras son más felices que las casadas. Lo contrario es cierto. Tampoco hay pruebas de que no ser monógamo aporta más felicidad que ser monógamo. Cada elección plantea sus propios problemas y genera sus propias dificultades. Cuando me preguntan si creo en la monogamia (más concretamente, en la exclusividad sexual) o en el matrimonio, no puedo responder. Yo no creo o dejo de creer. En la pregunta hay una presuposición inexacta. La implicación de esa pregunta es que un acuerdo estructural entre personas es inherentemente superior al otro sin tener en cuenta a sus protagonistas, su psicología, su conducta, su trato con la pareja... Lo llamo «enfoque estructural» de las relaciones humanas. Por el contrario, yo defiendo el «enfoque procesal». La diferencia es la siguiente: el enfoque estructural hace hincapié en la forma que adopta la relación; el enfoque procesal otorga importancia a lo que sucede específicamente 174

entre las personas implicadas. Cuando hablo de la «forma» de la relación, me refiero a aspectos como que las personas vivan juntas o no; que estén casadas; que las aventuras extramatrimoniales sean una parte acordada de su relación, etc. Cuando hablo de «proceso», me refiero al comportamiento de la pareja, al tipo de elementos tratados en este capítulo. Veamos un ejemplo extremo: dos parejas deciden vivir juntas en un «matrimonio de cuatro personas». Atañe a la forma de la relación, y no nos dice nada sobre cómo se relacionarán, lo que sería un elemento propio del proceso. Por ejemplo, no nos explica si reconocerán sus sentimientos o los negarán, si expresarán sus deseos o los ocultarán, si se interesarán por el contexto de los demás o sólo por el suyo, si sus relaciones serán honestas o manipuladoras, si se harán sentir visibles los unos a los otros o no, si crearán un ambiente de respeto y dignidad o histérico y lúdico. Si los procesos con los que tratan son racionales, adecuados y basados en la realidad, pronto descubrirán si un matrimonio a cuatro les convence. Si los procesos son irracionales, inadecuados y no basados en la realidad, nada les dará resultado: ni un matrimonio de cuatro, ni de dos, ni aventuras casuales ni el celibato. La cuestión es que si una persona no sabe cómo tratar con sensibilidad e inteligencia a su pareja, es poco probable que una relación con una segunda persona mejore las cosas. Simplemente aumentará su incompetencia. Y si una persona posee la sensibilidad y la inteligencia necesarias para tratar con otro ser humano en una relación amorosa, sabrá que no existen reglas absolutas sobre temas como la exclusividad sexual y que esas cuestiones siempre dependen del contexto, de las historias individuales, de los estilos de vida particulares, de las necesidades emocionales y de desarrollo, y de la psicología global de las personas implicadas. En temas como la exclusividad sexual, de la que hablaremos más detenidamente, no podemos plantear recomendaciones realistas útiles para toda la humanidad. Las soluciones deben ser personalizadas, no «al por mayor». Si la ortodoxia antigua dictaba que sólo la exclusividad sexual entre las parejas era moral, adecuada y psicológicamente sana, la nueva ortodoxia —en algunos lugares— afirma que sólo las relaciones sexuales múltiples son morales, adecuadas y psicológicamente sanas. Antes, si 175

una pareja acudía a un consejero matrimonial porque una de las partes deseaba tener una aventura extramatrimonial, el consenso era que el problema lo tenía la persona que deseaba mantener esa aventura; hoy se considera que el problema lo tiene la persona que se opone. No creo que esto sea sinónimo de progreso. Ambos puntos de vista dan por sentado que uno de los dos debe ser culpable, que existe un modelo correcto para todo el mundo, y que aquél que se salga del patrón necesita un «arreglo». Todas nuestras elecciones tienen consecuencias. De los proverbios que conozco, mi favorito es uno español que dice «“Toma lo que quieras”, dijo Dios, “y paga por ello”». Las personas maduras piensan en las consecuencias por adelantado y se responsabilizan de sus actos. Es cierto que en ocasiones no podemos prever todas las consecuencias de una acción, pero si decidimos seguir adelante, debemos tener clara nuestra incertidumbre y el hecho de que las consecuencias podrían no gustarnos. Hay quienes saben cómo conseguir que el matrimonio y la exclusividad sexual les funcionen. Otros (los menos), que saben cómo conseguir que la soltería y la no exclusividad sexual les funcionen. Ambos casos son una minoría. Sé de parejas que empezaron su relación sobre la base de la exclusividad sexual y más tarde decidieron retirar esa condición para volver a introducirla después. Hay parejas que empiezan su relación sobre la base de la no exclusividad sexual y más tarde sienten la necesidad de ella, para volver después a su primera elección. Algunas de esas relaciones sobreviven; otras, no. «“Toma lo que quieras”, dijo Dios, “y paga por ello”.» Según mi experiencia y la de colegas con los que he hablado del tema, la mayoría de las parejas o individuos que experimentan con relaciones sexualmente «abiertas» en sus años de juventud se decantan por la exclusividad sexual cuando llegan a los 40 o los 50. Ésa parece ser la conclusión de Nena O’Neill en La premisa matrimonial (original de 1977; traducción castellana de 1979), escrito unos años después del famoso Matrimonio abierto (1972; del que O’Neill es coautora). Las razones, al parecer, incluyen el deseo de un compromiso firme, la estabilidad y la seguridad que se obtienen de la total dedicación a una sola persona y una sola relación, y todo ello sumado a cierto

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aburrimiento o desencanto hacia la búsqueda de variedad sexual. Existe la sensación de que el amor romántico, en el contexto de una relación exclusiva, podría ser la aventura más emocionante que hay. Así lo creo yo. La exclusividad sexual

¿Y qué pasa con la cuestión de la exclusividad sexual dentro del contexto del matrimonio o de cualquier relación romántica en la que exista un compromiso serio? Cuando amamos con pasión, considero que el deseo de exclusividad sexual es totalmente normal. Existe una investigación que apoya esta idea en el fascinante libro de Helen Fisher, Por qué amamos. Cuando amamos con pasión, experimentamos el acto del sexo como cualquier cosa excepto un «acto meramente físico», porque es un poderoso vehículo para la expresión del amor. Durante el sexo no sólo se encuentran nuestros cuerpos, sino también nuestras almas. Así, la idea de que nuestra pareja comparta ese encuentro con otra persona nos resulta dolorosa. Las culturas que aceptan el sexo extramatrimonial no son culturas en las que el matrimonio se asocia con una pasión intensa. No quiero dar a entender que una aventura extramatrimonial tiene que suponer necesariamente una catástrofe para el matrimonio. En absoluto; todos sabemos que en ocasiones una aventura extramatrimonial puede provocar una crisis que lleva al matrimonio a nuevas cotas de amor e intimidad. Lo que quiero remarcar es simplemente que el deseo de exclusividad sexual es completamente comprensible, que no se trata de una manifestación de neurosis o un vestigio de una situación «anticuada». Al mismo tiempo, somos seres sexuales y no dejamos de serlo — por suerte— cuando nos enamoramos. No dejamos de ver al resto de la humanidad sólo porque estemos enamorados, aunque en ocasiones y durante un tiempo parezca que así sea. No nos olvidamos de que hay otros seres humanos atractivos además de nuestra pareja. En ocasiones, la conciencia de ese atractivo genera en nosotros deseo. Que decidamos

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actuar o no basándonos en ese deseo es otra cuestión, pero que el deseo puede surgir —y sin duda así será de vez en cuando— parece un hecho obvio e inevitable de la psicología humana. Obviamente, cuanto más seguros estemos de nosotros mismos, más fuerte sea nuestra autoestima y más intensa nuestra sensación de ser amados y deseados por nuestra pareja, más fácil nos resultará aceptar esos deseos ocasionales por su parte. No estamos obligados a que nos gusten, pero tampoco debemos hacer de ellos un drama. Por otro lado, si nos sentimos inseguros, si nunca hemos creído realmente posible que alguien nos ame y si tenemos dudas sobre la profundidad del amor y el deseo que nuestra pareja siente por nosotros, cualquier respuesta sexual suya hacia otra persona nos provocará ansiedad, o incluso pánico. En ese caso viviremos esperando a que ocurra lo peor. Si valoramos la cuestión desde un punto de vista realista, es evidente que las relaciones sexualmente exclusivas a largo plazo son más probables en la segunda mitad de la vida de los individuos que en la primera. Cuando alguien de entre 40 y 50 años se enamora apasionadamente, es poco probable que sea una persona sexualmente inexperta; seguro que habrá satisfecho gran parte de su curiosidad sexual, y tendrá más interés y más motivación psicológica en conservar una relación sexualmente exclusiva (o predominantemente exclusiva). Cuando unos veinteañeros se enamoran y se casan, la probabilidad de mantener la relación (con o sin exclusividad sexual) durante toda la vida es muy remota. A los 20 no estamos lo suficientemente desarrollados para asumir un compromiso de por vida. Y aunque nuestra elección de pareja sea acertada en ese momento, y se pueda considerar una decisión sabia, inteligente y madura, el proceso normal de cambio, crecimiento y evolución puede generar deseos y necesidades distintos a medida que pase el tiempo. Para dejar claro este punto, pensemos que si la esperanza de vida fuese de mil años, nadie podría imaginar que una pareja casada a los 20 seguiría casada «de por vida». Reconoceríamos que su compromiso consistiría en compartir parte del viaje, pero no todo. ¿Y si la esperanza de vida fuese de quinientos años? ¿O de cien? ¿Dónde está el límite? Nada de lo anterior pretende negar que hay personas que se casan a los 20 o los 30 y permanecen juntas, felices y sexualmente monógamas durante toda su vida. Lo que se cuestiona aquí es la idea de que los 178

demás modelos implican necesariamente un fracaso. Veamos algunas de las razones por las que las personas implicadas en una relación primaria importante acaban recurriendo a encuentros sexuales externos. No estamos hablando de relaciones en las que no hay un amor serio ni un compromiso serio. Una idea muy extendida (y equivocada, por cierto) es que el motivo principal de las aventuras extramatrimoniales es la frustración sexual en la relación primaria. Aunque en algunos casos es así, está lejos de ser un principio universal. De hecho, muchas personas entablan relaciones extramatrimoniales con parejas que perciben como menos atractivas y menos excitantes sexualmente que su cónyuge, ya que, en general, las aventuras obedecen a un potente deseo de novedad y variedad. Las personas que se casan sin haber tenido experiencias sexuales previas (o muy pocas) tienen muchas más probabilidades de que a la larga se pregunten qué se han perdido, qué podría haber «ahí fuera» que no conocen, y la consecuencia derivada de este planteamiento podría ser una aventura extramatrimonial. Sin embargo, en algunos casos y a cualquier edad —y con independencia de nuestras experiencias pasadas— se busca una aventura extramatrimonial para aliviar lo que percibimos como una existencia estancada, la sensación generalizada de tedio o aburrimiento, o bien para aliviar alguna frustración (no en nuestra relación primaria, sino en el trabajo, por ejemplo). Todas estas consideraciones pueden incluirse en el concepto del deseo de nuevos estímulos, de nuevos niveles de excitación. Pero examinemos más de cerca la cuestión del deseo de novedad y variedad, no porque no sea real y auténtico, sino porque es una explicación que se utiliza con frecuencia para abarcar otros muchos motivos. En otras palabras, en ocasiones es la explicación que se ofrece, pero que no es cierta. Aunque en este contexto resulta innecesario intentar mencionar todos los factores que pueden llevar a un encuentro sexual extramatrimonial, a continuación cito algunos motivos habituales que conviene tener en cuenta. A veces está implicado el deseo de comprobar que todavía se es atractivo. Como un deseo de reforzar o gratificar el ego.

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O el deseo de estar con una persona que no conozca nuestra historia, que no haya presenciado nuestro desarrollo, que no esté familiarizada con nuestros defectos, y que nos vea como una persona nueva. O nos sentimos heridos por nuestra pareja y la aventura es una forma de venganza o de recuperar el ego. En ocasiones es una manera de vengarse de la pareja por haber tenido la aventura extramatrimonial. O nos vemos implicados con alguien cuyo escenario vital requiere un compañero que le será «infiel», que le «traicionará», y nosotros podríamos ser totalmente inconscientes de haber sido manipulados por el cónyuge «agraviado» y «traicionado». En ocasiones, las aventuras extramatrimoniales se producen simplemente por soledad (por ejemplo, cuando las circunstancias obligan a una pareja a estar separada durante un tiempo). También puede pasar que conozcamos a una persona que — pensamos— no habríamos podido conseguir en el pasado y ahora, cuando se presenta la oportunidad, la tentación puede resultar irresistible. O conocemos a una persona y nos toca la fibra de una manera que no sabíamos que se podía tocar; se abren nuevas puertas y se experimentan nuevos conocimientos y nuevas gratificaciones. Nos sentimos inclinados a encontrarnos con esa nueva persona a todos los niveles —incluido el sexual— aunque el vínculo no sea lo suficientemente fuerte para inducirnos a separarnos de nuestra pareja principal. Mi propósito no es determinar si estos motivos son «buenos» o «malos», sino simplemente hacer hincapié en ellos y en el hecho de que no deben ocultarse detrás de clichés sobre el «deseo de novedad». Una cosa está clara: es un error dar por sentado que si dos personas «realmente» se quieren, es imposible que tengan una aventura (o que deseen tenerla). Algunas personas se sienten mucho más cómodas que otras con la exclusividad sexual. Hay quienes piensan que les resultaría imposible mantenerla durante varias décadas, por mucho que quisieran a alguien. No entendemos todas las razones de esas diferencias psicológicas. Lo que sí es cierto es que no sirven de nada el aplauso moral, la condena moral o las fórmulas universales rápidas y fáciles. 180

Es posible que deseemos que esos problemas no surjan en nuestro matrimonio, que no aparezcan nunca. Y no tienen por qué hacerlo. Sin embargo, en caso afirmativo, el buen juicio exige que no dramaticemos, que no lleguemos a la conclusión de que el único significado posible es que el amor se ha terminado, y que nuestra relación está inevitablemente condenada. Como ya he dicho, sé de casos en los que una aventura matrimonial ha servido para reforzar la relación primaria. También recuerdo otros en los que la destruyó. Es preciso valorar cada situación bajo sus propias circunstancias, en su contexto. No creo que nadie pueda negar razonablemente el hecho de que las aventuras extramatrimoniales suponen una amenaza para la relación principal. Cuando abrimos una puerta y la cruzamos, no sabemos con seguridad qué habrá al otro lado. No ignoremos lo obvio: si nuestra pareja tiene aventuras con otras personas, nos sentiremos heridos, y una acumulación considerable de dolor puede provocar la muerte del amor. Esto no significa que la pareja se separe necesariamente; quizá continúe, pero bajo nuevas premisas, ya que el carácter de la relación habrá cambiado. Su nuevo acuerdo podría seguir incluyendo el amor, pero es posible que ya no deseen definirlo como amor romántico, pues la llama se ha apagado. A pesar de todo... estoy pensando en una pareja que tuvo la inteligencia de ver claramente que la implicación de uno de ellos en una aventura extramatrimonial se debía a problemas no resueltos de su relación. Los dos entendieron que no era el momento de rendirse al miedo, sino de armarse de valor y de buen juicio, y luchar por la relación para no abandonarla. Vieron que lo que más necesitaban era entender por qué se había producido la aventura. Les salió bien y su relación renació y se reforzó. Si nuestra pareja se acuesta con alguien, es normal que a uno le duela y se enfade, que tenga miedo y perciba el episodio como una amenaza. Sea lo que sea lo que sintamos, debemos entender que no se consigue nada intentando retener y controlar a nuestra pareja culpabilizándola y haciéndole reproches. El impulso de atacar, de increpar, es muy normal, pero si nuestro propósito es conservar el amor romántico, tenemos que reconocer que esa estrategia no ayuda a curar

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(provoca alienación). Por otra parte, fingir una indiferencia que no sentimos tampoco funciona. Lo que necesitamos no son mentiras, sino comprensión y un esfuerzo honesto de comunicación. Algunas parejas asumen el hecho de que las aventuras amorosas pueden suceder y en principio están de acuerdo en aceptarlas, siempre y cuando no estén al corriente. Otras parejas expresan su preferencia por la discreción y el silencio, y las aventuras pero sin comunicarlas. Ambas opciones comportan sus peligros. Todas las decisiones que toma una pareja tienen sus consecuencias. En ocasiones, la pareja comienza con un acuerdo, se da cuenta de que no le funciona y cambia. Lo que puedo decir, tanto a las parejas inclinadas a la exclusividad sexual como a las que no, es lo siguiente: «Sed todo lo honestos que podáis con el otro sobre vuestros sentimientos, preferencias y actos. No os mintáis a vosotros mismos. No mintáis a vuestra pareja. Ya descubriréis qué os funciona y qué no». En cualquier caso, debo hacer hincapié en que la práctica continuada del engaño puede envenenar la mejor de las relaciones. Las mentiras son inevitablemente alienantes. Las mentiras levantan muros, barreras. Lo que parece estar cambiando (para mejor) es que la gente se muestra menos dispuesta a convivir con la mentira; cada vez se toleran menos los engaños y hay un mayor deseo de que todo salga a la luz. Por otro lado, cada vez son menos las parejas que parecen estar dispuestas o que son capaces de entregarse a la exclusividad sexual durante toda la vida. Por eso, es preciso abordar abiertamente esta cuestión al principio de una relación, y formular un plan de acción con el que los dos miembros de la pareja estén de acuerdo. Lo ideal sería trazar el plan antes de que surja el tema. Considero necesario aportar una observación a modo de advertencia en este punto. Un posible peligro de las relaciones extramatrimoniales (que he observado una y otra vez) es que se mantengan para hacer más llevadero el matrimonio. En ese caso, los que mantienen la aventura evitan enfrentarse al dolor y a las frustraciones de su relación principal; por tanto, sus aventuras no son una solución, sino un simple analgésico. Por eso, aquellos que se sientan tentados a mantener aventuras extramatrimoniales deberían preguntarse: «¿Cómo creo que me sentiría respecto a mi matrimonio si no tuviese estas aventuras?». 182

Resulta muy sencillo decir que la exclusividad sexual es el único estilo de vida posible o que las relaciones sexuales «abiertas» constituyen la única respuesta práctica. Ambas opciones son igual de dogmáticas. Ninguna demuestra el debido respeto hacia las sutilezas y las complejidades de las relaciones o las profundas diferencias entre las personas. No existen respuestas sencillas. Los celos

Éste es el momento adecuado para hablar del problema de los celos en relación con el amor romántico. Lo primero que debemos entender sobre los celos es que se trata de un término utilizado para describir diversos estados emocionales. Por ejemplo, resulta confuso cuando se utiliza la misma palabra para describir el dolor que podemos sentir al enterarnos de que nuestra pareja se ha acostado con otra persona, la sospecha delirante de una persona que ve señales constantes de infidelidad donde no las hay, o la posesividad cargada de ansiedad de la persona que no soporta que su pareja valore o guste de estar en compañía de otro ser humano, sea hombre o mujer. En un contexto romántico-sexual, los celos implican sentimientos de ansiedad, de sentirse amenazado, fantasías de rechazo o abandono y, muy a menudo, rabia como reacción al interés —real o imaginado— de nuestra pareja por otra persona. Hay quienes afirman que los celos son irracionales. Yo no comparto esa visión. Las emociones no son racionales o irracionales. Los seres humanos pueden describirse como racionales o irracionales; los procesos del pensamiento pueden describirse como racionales o irracionales, pero las emociones simplemente son. Podemos sentir la tentación, muy comprensible, de tachar de irracionales a los celos en un contexto si se experimentan en ausencia de toda provocación objetiva, si carecen de una base de realidad externa. Incluso en este caso, desde el punto de vista de los hechos, lo que resulta irracional no es el sentimiento, sino el proceso de pensamiento distorsionado que lo desencadena.

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En ocasiones, las personas sienten celos porque tienen dudas e inseguridades profundas y viven con constantes anticipaciones de rechazo y abandono. O bien, porque se sienten ignoradas o rechazadas por su pareja y ven que otra persona recibe la atención que querrían para ellas. A veces, los celos surgen en una nueva relación debido a experiencias dolorosas en relaciones anteriores, por la implicación de la pareja con otras personas. O aparecen porque una persona niega estar interesada sexualmente en otra y proyecta el problema en la pareja. Hay casos en que surgen de un recelo generalizado de que la felicidad no puede durar mucho. Y también puede que se encienda la chispa de los celos por la ansiedad que provoca saber que la pareja tiene una aventura con otra persona. Obviamente, los celos son perjudiciales para el amor romántico. Por tanto, para contrarrestar este peligro es preciso practicar el arte de controlarlos. Las respuestas típicas en caso de celos son la ira, las acusaciones, las lágrimas y la difamación de la pareja. Todo ello hace que la parte acusada adopte una actitud defensiva y de contraataque. Gritos, negaciones, mentiras o un silencio tenso ocupan el lugar de la comunicación auténtica. Cuando se está celoso, no es habitual reconocerlo honestamente. Supongamos, por ejemplo, que una mujer ve a su marido flirteando con otra en una fiesta. Es más probable que ella adopte una actitud hostil, resentida o acusadora en lugar de confesarle que al verle ha sentido ansiedad, temor, y que ha empezado a tener fantasías de que iba a dejarla. Si ella le hablase de esa manera, lo haría desde la confianza; no le trataría de repente como a un enemigo. Se responsabilizaría de sus propios sentimientos. Habría puesto todo de su parte para crear un contexto en el que puedan hablar de los hechos como amigos. Así el marido, al no sentirse atacado, no tendrá que defenderse. Podrá escuchar y es posible que intente ser sincero sobre sus propios sentimientos. Si hay un problema, podrán afrontarlo juntos. En ocasiones, cuando admitimos honestamente nuestros sentimientos de celos, cuando dejamos de hablar de ellos para comenzar a hablar a un nivel más profundo de la ansiedad, las fantasías de abandono, etc., los sentimientos dolorosos se aplacan o incluso desaparecen. Los dos miembros de la pareja deben aprender el arte de no 184

quedarse en la superficie, y bajar hasta la raíz, hasta los sentimientos de temor e indefensión, tal vez hasta recuerdos de abandonos en el pasado. Si, en el ejemplo anterior, el marido se siente atraído por otra mujer, es preferible que lo reconozca abiertamente. Si niega un hecho que su mujer ha percibido claramente, sólo logrará que la ansiedad y la desconfianza de ella aumenten. Inevitablemente, los celos empeorarían. Más de una mujer casada me ha explicado que lo que le molesta no es que su marido muestre interés por otras mujeres. «Eso lo puedo soportar. Lo que me molesta es que no lo admita, que siempre mienta. Eso me pone de los nervios.» Hay un principio indiscutible: si deseamos minimizar el problema de los celos en nuestra pareja nunca debemos dar motivos para dudar de nuestra honestidad. Y menos aún, ignorar o rechazar sus sentimientos de dolor. Es preciso mirar siempre por debajo de los celos. Si sentimos celos porque nuestra pareja se muestra sexualmente interesada en otra persona, ese principio pasa a ser de extrema importancia. Tenemos que ahondar en el sentimiento, en las raíces del dolor, y experimentarlo, afrontarlo, hablar de ello, no quedarse en la superficie, hablando de «los celos» (que no lleva a ninguna parte). Recuerdo a una pareja que vino a verme porque llevaba varios meses discutiendo por culpa de los celos del marido. Todas las disputas discurrían en torno a la cuestión de si era o no razonable que él sintiese celos. Cuando aprendió a dejar de hablar de ellos y comunicarle a su mujer su dolor y su temor a perderla, se abrió una puerta. Ella le escuchó por primera vez. Se sintió querida. Reconoció sus flirteos en las fiestas y dejó de hacerlo sin más. La vida no siempre nos plantea problemas de fácil solución. Nuestra pareja puede empezar a interesarse seriamente por otra persona; no sabemos cómo terminará la historia, y la ansiedad y el dolor pueden convertirse en una parte inevitable de la historia. En esas situaciones cuesta mucho ser honesto acerca de los propios sentimientos en lugar de atacar y condenar. Por supuesto, no estamos obligados a aceptar esas situaciones; eso también es elección nuestra. Nadie puede decirnos qué debemos aceptar o tolerar. ¿Cómo podrían dictarse reglas para esas cuestiones? A veces, cuando un miembro de una pareja ve el sufrimiento que está provocando por tener una aventura, decide ponerle fin, o no. 185

¿Puede decirle alguien que «debería» o «tendría» que ponerle punto final a la aventura? No sé quién puede estar en posición de realizar una afirmación así. ¿Qué ocurre si sentimos celos en ausencia de una provocación real? ¿Si nuestra pareja no ha hecho absolutamente nada reprochable y aun así nos sentimos rotos por el dolor de la sospecha? Por supuesto, es posible que hayamos percibido una provocación, pero tan sutil que la mente consciente no la registre. Al mismo tiempo, en el nivel del subconsciente sí se recibe la señal. Existe otra posibilidad que ya he mencionado: en ocasiones, cuando negamos y rechazamos nuestros impulsos sexuales, los atribuimos —mediante el mecanismo de la proyección— a nuestra pareja. Por tanto, la persona que manifiesta celos crónicos sin una razón aparente debe preguntarse a sí misma si tiene interés en mantener una relación extramatrimonial. En algunos casos, los celos se perciben como un golpe a nuestra autoestima o al sentido de valía personal en respuesta al interés por otra persona. Con esa definición (que no carece de cierta validez) podríamos decir que cuanto más sólida es la autoestima, menos propensión hay a sufrir celos. Ahora bien, eso podría resultar una interpretación demasiado limitada de los celos. ¿Qué nombre deberíamos darle a ese dolor que expresan incluso las personas más seguras de sí mismas cuando la persona a la que aman se implica sexualmente con otra? Ese dolor puede sentirse sin que la autoestima se vea afectada lo más mínimo. No pasemos por alto un hecho obvio: es posible que nuestra pareja se enamore de otra persona. Es una idea engañosa de madurez insistir en que si eso ocurriese, una persona muy evolucionada estaría por encima del sentimiento de pérdida. Los sentimientos de pérdida son dolorosos. Podemos aceptarlos, no tenemos que volvernos locos o irracionales, pero son dolorosos. Ésa es la realidad. Si mi pareja o yo sentimos celos, sean cuales sean las razones, y compartimos nuestros sentimientos de manera honesta y abierta, sin intentar provocar un sentimiento de culpabilidad, y si el otro escucha con respeto y aceptación, y responde también con honestidad, estaremos haciendo todo lo posible para proteger nuestra relación; el amor romántico podría crecer en esas condiciones. En cambio, si negamos y rechazamos nuestros verdaderos sentimientos, si no reconocemos nuestra ansiedad y sólo hablamos en un plano superficial, mientras el otro se 186

niega a escuchar nuestro grito de dolor, a respetarlo, o responde deshonestamente, estaremos saboteando la relación. El amor romántico, en ese caso, podría morir. Los hijos y el amor romántico

A medida que nos acercamos a la conclusión de nuestra disertación sobre los retos del amor romántico, parece conveniente añadir algunas palabras sobre el tema de los hijos y su impacto en la relación amorosa. A estas alturas está claro que la visión del amor romántico trazada en este libro va considerablemente más allá del concepto general que mantiene la cultura occidental. Aunque tiene sus raíces en la tradición occidental del individualismo y una orientación mundana, está muy alejada del ideal de una casa con jardín y el ruido de unas pisadas de un niño (o, hablando más en serio, de la versión domesticada, «amansada», del amor romántico por un lado y la versión de la fantasía adolescente por el otro). Que no haya dicho nada, hasta ahora, sobre el tema de los hijos o la familia, se debe a que me he centrado en la dinámica psicológica entre hombres y mujeres. Sin embargo, no tocar este tema supondría dejar un hueco importante en este trabajo. Es cierto que los hijos son una hermosa expresión de amor entre dos seres humanos. Pero también lo es que en ocasiones llevan al desastre. Si me centro más en la segunda posibilidad que en la primera, es porque de la primera ya hemos oído demasiadas cosas. Quién no ha oído hablar de las gratificaciones de crear una familia, y así es, pues ¿puede negar alguien la alegría de crear una nueva vida y ver cómo crece? Sin embargo, ahora le dedicaremos más atención a la otra parte de la historia. Empecemos por observar que, según han revelado varios estudios, muchas madres decidirían no tener hijos si tuviesen una segunda oportunidad. No debe sorprendernos. Este dato sale a relucir en mi consulta de psicoterapia muy a menudo. Por supuesto, cuando los niños nacen, lo normal es desarrollar un vínculo con ellos y quererles. Eso no cambia el hecho de que muchas mujeres, al echar la vista atrás, sientan que podrían haber tenido una vida muy distinta y más plena si hubiesen decidido no tener hijos. 187

A lo largo de los años he preguntado a muchas mujeres: «¿Crees que tener hijos ha contribuido positivamente a tu matrimonio, a tu relación con tu marido?». La mayoría responden que tener hijos, aunque supone una satisfacción en muchos aspectos, representa un obstáculo para conservar el romance en el matrimonio. Las exigencias de la maternidad no favorecen el amor romántico, pues ponen barreras que ese amor necesita superar. A pesar de todo, la mayoría de las mujeres han sido educadas de manera que su destino pasa por el papel de esposa y madre. Han sido educadas para definirse únicamente a través de sus relaciones (con un hombre y con los hijos). En ambos casos, la femineidad se asocia con la idea de servicio. Y dado que es normal desear ser femenina si se es mujer, la mística de la maternidad supone una trampa en la que es muy sencillo caer; el cebo es la autoestima. Sin embargo, surge una interesante paradoja: ser femenina, según esa definición, equivale a poner en peligro la propia capacidad de funcionar con eficacia en el amor romántico. Hablando claro: lo más importante que debe aprender una mujer en este contexto es que tiene derecho a existir. Ésa es la cuestión clave. Tiene derecho a existir y es responsable de su propia vida. Es un ser humano, no una máquina de procrear, cuyo destino es servir a los demás. En otras palabras, las mujeres tienen que dotarse de un egoísmo inteligente y honorable. No hay nada bello o noble en la autoaniquilación. Para salir airosas en el amor romántico, por no hablar de la propia felicidad, deben entender ese principio (tanto si deciden tener hijos como si no). Muchas de las mujeres que han hecho terapia conmigo en los últimos cuarenta años me han confesado que han luchado mucho para autoconvencerse de que tenían «instinto maternal» con el fin de sentir que eran «realmente femeninas». A continuación reconocían que después de haber tenido tres o cuatro hijos debían enfrentarse al hecho de que esa idea es absurda y carece de base según su experiencia inmediata y honesta. Recordemos que la vida consiste en tomar decisiones. Cada uno de nosotros poseemos más potencialidades y muchos más impulsos de los que seremos capaces de poner en práctica en toda nuestra vida. Aunque exista cierto impulso de ser madre, eso no significa que haya que 188

seguirlo. Por ejemplo, probablemente todos hemos experimentado atracción sexual hacia varias personas a lo largo de nuestra vida. Pero no hacemos el amor con todas ellas. Diferenciamos. Elegimos. Valoramos nuestras respuestas y nuestras inclinaciones a la luz de nuestros objetivos e intereses a largo plazo (o al menos deberíamos hacerlo). Por tanto, resulta esencial preguntarse: en el contexto global de lo que quiero conseguir en la vida, ¿cómo influirán los hijos en esos objetivos? ¿Estoy preparado para dar lo que exige tener hijos? Ahondemos un poco más en este punto. Si nos preocupa el hecho de reprimir los impulsos naturales, ¿qué hay de todos los impulsos naturales de creatividad, éxito o independencia que normalmente reprimen las mujeres que deciden dedicar sus vidas a tener hijos? Además, si consideramos el impacto de los hijos en la relación entre un hombre y una mujer, debemos tener en cuenta que las parejas son capaces de asumir muchos riesgos —con el fin de avanzar en su crecimiento y su desarrollo— que resultan mucho más difíciles cuando se tienen hijos. Por ejemplo, uno puede dejar un trabajo aburrido y nada gratificante y lanzarse a una nueva aventura con más facilidad si eso sólo afecta a dos adultos capaces de cuidar de sí mismos. ¿Y si hay niños? La situación cambia por completo. ¿Cuántas oportunidades interesantes se dejan pasar, cuántas posibilidades no se aprovechan, cuánto crecimiento se reprime porque un hombre o una mujer teme dar un paso que pueda amenazar el bienestar de sus hijos? Y si sentimos que nuestra vida nos agobia cada vez más, que nos resulta cada vez más anodina porque hemos dejado pasar demasiadas oportunidades, es absurdo imaginar que el amor romántico permanecerá intacto. Los estudios indican que contrariamente al mito popular, los hijos no favorecen el matrimonio, sino que tienden a dificultar su felicidad. El mayor problema al que se enfrenta una pareja que planea tener hijos es cómo va a conservar una relación romántica en el contexto de la paternidad. También revelan que la fricción entre los miembros de la pareja tiende a aumentar con el nacimiento del primer hijo y que la relación mejora cuando el hijo menor se va de casa. Otro tipo de problema al que se enfrenta el amor romántico es el que surge cuando un miembro de la pareja desea tener hijos y el otro no. Obviamente, es mejor resolver ese tema antes de casarse. Tengo un amigo psicoterapeuta que cuando hace las funciones de consejero 189

prematrimonial le sugiere a los novios que se imaginen cómo se ven dentro de cinco años, cómo imaginan su vida, y que después compartan sus fantasías con el otro. A veces descubren que tienen objetivos y sueños muy distintos. Por tanto, es preciso dedicar un buen tiempo a negociar esas diferencias; de lo contrario, el que lo acabará pagando será inevitablemente el amor romántico. No es difícil entender por qué dos personas que se quieren desean compartir la aventura de dar vida a un ser humano. No estoy diciendo que nadie deba tener hijos. Yo sólo estoy en contra de tener hijos como algo rutinario, porque la tradición lo exige, por un sentido del deber, o por la necesidad de demostrar la femineidad o la masculinidad de los miembros de la pareja. Mi argumento va en contra de tener hijos sin ser consciente del impacto potencial que tendrá en el amor romántico. Como conclusión, me gustaría añadir que los hombres y las mujeres que deciden tener hijos después de meditar responsablemente sobre el tema y saben cómo conservar la integridad de su relación amorosa frente a las exigencias de la maternidad y la paternidad son dignos de admiración. Lograrlo no es tarea fácil. Mantener una perspectiva abstracta

Conservar el amor romántico exige dos actitudes o políticas que aparentemente pueden parecer contradictorias. Una es la capacidad de estar en el presente, de vivir el momento. La otra es la capacidad de mantener una perspectiva abstracta y no perderse en los elementos concretos que se nos pongan por delante. Veremos que esto no es una contradicción cuando reconozcamos que es necesario ver los árboles y el bosque. Las parejas discuten en ocasiones; otras se sienten alienadas. A veces nuestra pareja hace algo que nos provoca dolor o nos exaspera. O deseamos con todas nuestras fuerzas estar solos por un momento. Nada de esto es inusual o anormal, ni supone una amenaza para el amor romántico. Una de las características del amor maduro es la capacidad de saber que podemos amar profundamente a nuestra pareja y aún así pasar por momentos de rabia, aburrimiento o alienación, y que la validez y el valor de nuestra relación no se juzga por las fluctuaciones de los sentimientos 190

de un momento al siguiente, de un día para otro o de semana a semana. Hay una ecuanimidad fundamental, surgida del conocimiento de que tenemos una historia con nuestra pareja, un contexto, y que no lo abandonaremos por la presión de las vicisitudes inmediatas. Recordamos. Conservamos la capacidad de ver el conjunto. No reducimos a nuestra pareja a su última acción, ni la definimos únicamente basándonos en eso. Por el contrario, una de las manifestaciones de inmadurez es la incapacidad de tolerar los desacuerdos temporales, las frustraciones pasajeras, la alienación momentánea, y pensar que los conflictos o las dificultades han puesto fin a la relación. Hay parejas que parece que se van a separar varias veces al mes. Tienen muy poca o ninguna capacidad de aguante, de ver pasar el momento, de alcanzar una perspectiva más amplia con respecto a sus problemas inmediatos. Así, su vida y su historia de amor o su matrimonio siempre penden de un hilo. Se trata de un entorno en el que el amor no puede crecer, y en el que tiende a desgastarse tarde o temprano. Necesitamos la capacidad de permanecer en contacto con la esencia de nuestra relación ante los contratiempos, los conflictos, el sufrimiento o los distanciamientos ocasionales. Necesitamos poder ver la esencia de nuestra pareja al margen de lo que haga en un momento preciso. No debemos escapar de ese momento, sino ver en él la esencia de nuestra relación y de nuestra pareja, aunque las circunstancias no sean buenas. Si lo hacemos así, incluso bajo las circunstancias más difíciles el amor podrá salir reforzado. Recuerdo algo muy bonito que me dijo en una ocasión un hombre muy enamorado de su mujer: «No importa que a veces se enfade mucho conmigo —y, créame, echa chispas—; su cara siempre refleja que me quiere y que lo sabe, incluso en esos momentos. Estoy muy contento porque el otro día me dijo que a mí me pasa lo mismo; me dijo que mis ojos siempre reflejan que la quiero». Ése es uno de los secretos de las relaciones que se autorrejuvenecen. Un breve inciso: ¿qué queremos decir cuando decimos «te quiero»?

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Hay cosas que afirmamos deliberadamente o sin saberlo cuando decimos a alguien «Te quiero y deseo compartir la vida contigo». Entrañan compromisos implícitos de un tipo que aquella periodista de 28 años consideraba incómodos, o eso deduje yo. Por ejemplo: Si mantenemos una relación seria y te digo que te quiero, estás en tu derecho de esperar que me interese por tus pensamientos y tus sentimientos, y que cuando hables yo te escuche con respeto y atención. Si te digo que te quiero, estás en tu derecho de interpretarlo como que te trataré con amabilidad y generosidad. Si te digo que te quiero, estás en tu derecho de pensar que seré un apoyo emocional para ti en momentos de estrés y angustia. Si te digo que te quiero, no te estoy prometiendo que nunca me enfadaré contigo o que no desaprobaré algún aspecto de tu conducta, pero sí que estaré a tu lado para darte mi apoyo y mi compasión. Si te digo que te quiero, estoy declarando que tus sentimientos y necesidades son importantes para mí. Si te digo que te quiero, tendrás derecho a suponer que mi intención será estar totalmente presente en todos nuestros encuentros. ¿Y qué significa estar «totalmente presente»? Significa que si me dices algo que es importante para ti, te prestaré toda mi atención de manera imparcial; no discutiré mentalmente contigo mientras finjo estarte escuchando. (En general, te prestaré toda mi atención aunque no digas nada. Ése será uno de los placeres de mi amor por ti.) Si hablas conmigo —para compartir una idea, explicar un problema, transmitir una preocupación o narrar un episodio interesante en el trabajo —, estar presente significa estar plenamente en la realidad del momento. Significa no intentar superar tu relato con un tema personal «más importante». Significa no apresurarme a interrumpirte con un sermón sobre lo que no has entendido. Significa no responder a una queja con un contraataque. Significa situar mi deseo de entenderte a ti por delante de mi deseo de que me entiendas a mí. Estar presente implica dos aspectos: conciencia y aceptación. Una persona que no entiende el significado de estar presente para otro ser humano no entiende qué significa estar enamorado. 192

El deseo de permanencia y la inevitabilidad del cambio

Cuando los hombres y las mujeres se embarcan a los veintitantos o treinta y pocos en una carrera que pretenden continuar a lo largo de toda la vida, rara vez piensan que los cuarenta o cincuenta años siguientes serán un sencillo paseo de triunfo en triunfo. Si poseen algo de madurez, saben que habrá momentos buenos y malos, desvíos inesperados, problemas y retos imprevisibles, crisis ocasionales y días en los que se levantarán por la mañana preguntándose por qué eligieron su profesión y si realmente están capacitados para desempeñarla. Sin embargo, cuando se embarcan en ese viaje llamado matrimonio (o en una relación seria), tienden a hacerlo con una apreciación mucho menos realista de los retos y las vicisitudes que les esperan. La decisión de casarse es, desde un punto de vista racional, la decisión de compartir un viaje, una aventura, de no encerrarse en un paraíso aislado e inalterable. Ese paraíso no existe. El amor es una condición necesaria para la felicidad en el matrimonio, pero como ya hemos visto está lejos de ser una condición suficiente para la felicidad permanente. El deseo de permanencia (sobre todo cuando somos intensamente felices), de capturar el momento para siempre, es completamente comprensible, pero imposible de realizar. Y no porque el amor sea transitorio (el amor puede ser lo más permanente de nuestra vida), sino porque el cambio y el movimiento son los factores más naturales del universo. Alguien dijo que toda relación necesita ser redefinida cada cinco años, más o menos. Podrían ser siete u ocho en lugar de cinco, pero el principio es correcto. Del mismo modo que un ser humano no permanece inmutable, sino que evoluciona a lo largo de las diferentes etapas de su desarrollo, las relaciones también lo hacen. Y, en cada caso, las diferentes etapas plantean sus propios retos y aportan sus gratificaciones. Toda nueva relación está dominada por la emoción y el estímulo de la novedad; también por la ansiedad de no saber si crecerá y seguirá adelante. Más tarde, la seguridad y la estabilidad hacen que se pierda parte de la

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emoción y la novedad; se experimenta la serenidad de los problemas resueltos, de haber alcanzado un compromiso, y la alegría de descubrir que la armonía también ofrece emoción. A veces, especialmente cuando en la relación surgen problemas que hay que afrontar y resolver, se produce un alejamiento del presente y una añoranza del pasado, un anhelo de lo que ya no se puede recuperar. Un hombre sueña con los días en que su mujer era feliz sólo con amarle, sólo con estar ahí para él; ¿por qué ha decidido de repente que quiere volver a estudiar? ¿Qué le ha pasado a la joven con la que se casó? Entonces, en lugar de recibir de buen grado ese proceso de crecimiento, de comprender que él también debe seguir creciendo, se dedica a luchar contra el proceso, se resiste y se convierte en el enemigo de la evolución de su mujer. Pero, tanto si él doblega el espíritu y las ambiciones de ella, consiguiendo que se rinda, como si provoca que se aleje de él por su falta de respeto hacia sus necesidades, el amor y el matrimonio se habrán destruido. En ocasiones, las parejas rompen no porque su crecimiento y su desarrollo lo exijan, sino porque uno de los dos lucha y se resiste contra el proceso de evolución del otro. Uno de los dos trata de detener un momento que ya se había desvanecido. Uno de ellos carece de la flexibilidad y la seguridad interior para permitir que ocurra el cambio que se avecina, para fluir con él, para aprender lo que pueden ofrecerle (y también a su pareja) las nuevas posibilidades. Otro ejemplo: un hombre lleva quince años en el mismo trabajo. Un buen día, de repente (o no tan de repente), se siente insatisfecho, aburrido, no realizado. Necesita un nuevo reto. Su mujer se muestra desconcertada y asustada. ¿Qué pasará? ¿Tendrán la misma seguridad económica de siempre? ¿Por qué a su marido están dejando de interesarle sus amigos? ¿Por qué ha empezado a leer tanto? ¿Lo siguiente será interesarse por otra mujer? A ella le asalta el pánico. Cuando él intenta explicarle sus sentimientos, ella no le escucha. Está aterrorizada ante la idea de perder lo que tiene. Y ese terror es el que provoca que lo pierda. Un marido se queja de que su mujer es una atolondrada que ni siquiera es capaz de cuadrar su chequera. Él la quiere, dice, pero desearía que fuese más madura. Y entonces ocurre algo: por algún misterioso proceso de crecimiento que él no había percibido, ella se convierte en 194

una mujer más responsable. Se interesa en el negocio de su marido. Formula preguntas inteligentes. Decide poner en marcha su propio negocio. Él está destrozado: ¿qué le ha pasado a la maravillosa chiquilla con la que era tan feliz? Ella le mira a los ojos y ve a un enemigo, al enemigo de su realización personal. Quiere su amor, desea continuar con su matrimonio, pero también quiere vivir como un ser humano. ¿Debería volver a ser la chiquilla de antaño... y odiar a su marido durante el resto de su vida? ¿Debería continuar luchando por su desarrollo personal... y alejar a su marido? Ése es el tipo de decisiones difíciles y dolorosas que muchas parejas deben afrontar. Toda relación se apoya en un sistema. Y cuando una parte o un componente de un sistema cambia, las otras partes o componentes también deben cambiar; de lo contrario, se pierde el equilibrio. Si uno de los miembros de la pareja crece y el otro se resiste a hacerlo, surge un desequilibrio y después una crisis, para pasar más tarde a una solución, al divorcio o a algo peor: un largo y lento proceso de desintegración a base de amor moribundo, angustia desconcertante y odio. Pero si confiamos en nosotros mismos y tenemos el buen juicio de llevarnos bien con el crecimiento de nuestra pareja, eso no supondrá un peligro ni una amenaza. Ahora bien, si nos oponemos, estaremos llamando al mal tiempo. Asimismo, si intentamos proteger nuestra relación abortando nuestro crecimiento y nuestra evolución, estaremos llamando de nuevo al mal tiempo. Nos privamos del yo y de nuestra relación de vitalidad. La vida es movimiento. No moverse hacia delante es moverse hacia atrás. La vida sigue siendo vida sólo si avanza. Si no evoluciono, me debilito. Si mi relación no mejora, empeora. Si mi pareja y yo no crecemos juntos, morimos juntos. De todas formas, la inmovilidad es imposible. Se puede vivir el momento, pero no capturarlo. Debemos estar en el momento, sentirlo, experimentarlo, y después dejar que se marche y continuar... hasta el siguiente momento y la siguiente aventura. Y no podemos exigir saber siempre y por adelantado en qué consistirá. Resulta obvio que la actitud que propongo exige autoestima. Una vez más podemos ver la importancia de la autoestima en el éxito del amor romántico. Es la autoestima la que nos brinda el valor de no 195

oponernos al cambio, de no luchar contra el crecimiento, de no enfrentarnos al siguiente momento de nuestra existencia. Y el ejercicio de ese valor, a su vez, refuerza nuestra autoestima. Nuestra mayor posibilidad de permanencia radica en nuestra capacidad de manejar el cambio. El amor tiene más probabilidades de durar si no lucha contra el flujo de la vida, si aprende a unirse a él. Si mi pareja y yo sentimos que nos llevamos bien con el crecimiento del otro, eso supone un lazo más entre nosotros, una fuerza más que apoya y refuerza nuestro amor. Si mi pareja y yo sentimos que, por temor o desconcierto, nos convertimos en enemigos del crecimiento del otro, nos situamos a un paso de ser enemigos del yo del otro. Ahora recuerdo a una mujer que conozco y que le tiene pavor a los cambios, tanto en su vida como en la de su marido. Cuando era pequeña, su padre dejó a su madre por otra mujer, y en lo más profundo de su ser todavía vive la ansiedad por el abandono. Por eso, cuando su marido le propuso ciertos cambios en su profesión, ella le convenció sutilmente — sin oponerse de manera directa— de que no hiciese nada. Se salió con la suya. Sin embargo, yo detecté que algo moría en el interior del marido. Es posible que ni ella ni su esposo reconozcan nunca la cadena de causa y efecto, pero de una forma u otra ella pagará su «victoria». Me gustaría que hubiese reconocido su ansiedad, que hubiese hablado de ella de manera abierta y honesta, y que al mismo tiempo se hubiese llevado mejor con los sueños de su marido. Entender y respetar nuestro deseo de permanencia y, al mismo tiempo, aliarnos con el proceso inevitable de crecimiento y cambio, podría ser, sin duda, el gran reto del amor romántico. Si tenemos el buen juicio y el valor de aceptar los sueños y las aspiraciones de nuestra pareja, tendremos todas las posibilidades de que nuestro amor realmente sea «para siempre».

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Epílogo Unas notas finales sobre el amor No sé si en algún momento de la historia la palabra amor se ha utilizado con tanta promiscuidad como en la actualidad. Constantemente se nos dice que debemos «amar» a todo el mundo. Los líderes políticos declaran que «quieren» a seguidores que no conocen de nada. Los entusiastas de los talleres de crecimiento personal y de grupos que «trabajan el alma» salen de esas experiencias anunciando que «aman» a todo el mundo. Como si se tratase de dinero, que a base de inflar más y más su valor pierde poder adquisitivo, las palabras sufren un proceso análogo de inflación, y al utilizarlas cada vez con menos criterio, se vacían progresivamente de significado. Es posible sentir generosidad, compasión y buena voluntad hacia seres humanos que no conocemos o que conocemos muy poco, pero no amor. Aristóteles ya hizo esta observación hace veinticinco siglos, y todavía necesitamos recordarla. Lo único que conseguimos cuando la olvidamos es destruir el concepto de amor. El amor, por su naturaleza, implica un proceso de selección, de discriminación. El amor es nuestra respuesta a lo que representan nuestros valores más profundos o más elevados. Es una respuesta a las características distintivas que poseen algunos seres humanos, no todos. Si no fuese así, ¿cuál sería el tributo del amor? Si el amor entre adultos no incluyese admiración, aprecio por los rasgos y las cualidades que posee el receptor de nuestro amor, ¿qué significado tendría y por qué lo consideraríamos deseable? Qué podemos pensar, entonces, de una afirmación como la siguiente (realizada por Erich Fromm en 1955, aunque no exclusiva del autor): «En esencia, todos los seres humanos somos idénticos. Todos formamos

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parte del Uno; somos Uno. Por tanto, no debería importar a quién amamos». Si preguntásemos a nuestra pareja por qué le importamos, cómo reaccionaríamos si nos contestase: «Y ¿por qué no debería quererte? Todos los seres humanos somos idénticos. Por tanto, no importa a quién quiera. Mejor a ti que a otro». No todo el mundo condena la promiscuidad sexual, pero nunca he oído a nadie que la ensalce como una gran virtud. ¿Y la promiscuidad espiritual? ¿Es una gran virtud? ¿Por qué? ¿Es el espíritu mucho menos importante que el cuerpo? Lo más amable que podría decirse sobre los usos actuales de la palabra amor es que demuestran dejadez intelectual. Personalmente tengo la impresión de que las personas que hablan de «amar» a todo el mundo están expresando, en realidad, el deseo o la súplica de que todo el mundo les ame. Sin embargo, tomarse el amor en serio (sobre todo el amor entre adultos), tratar el concepto con respeto y diferenciarlo de la benevolencia, la compasión o la buena voluntad en general equivalen a apreciar que es una experiencia única, posible sólo entre algunas personas, no entre todas. En un hombre y una mujer con afinidades espirituales y psicológicas considerables, que se conocen y se enamoran, que han evolucionado más allá del nivel de los problemas y las dificultades descritos en este estudio, y que están por encima de limitarse a luchar para que su relación «funcione», el amor romántico se convierte en el camino no sólo hacia la felicidad sexual y emocional, sino también hacia las cotas más altas de desarrollo humano. Se convierte en el contexto de un encuentro continuado con el yo a través de la interacción con otro yo. Dos conciencias, cada una dedicada a su evolución personal, pueden proporcionarse mutuamente un extraordinario estímulo. Y eso posibilita que el éxtasis se convierta en un modo de vida. Esta visión de las posibilidades del amor es la que me ha inspirado para escribir este libro.

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La psicología del amor romántico Nathaniel Branden

La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad mejor. La propiedad intelectual es clave en la creación de contenidos culturales porque sostiene el ecosistema de quienes escriben y de nuestras librerías. Al comprar este ebook estarás contribuyendo a mantener dicho ecosistema vivo y en crecimiento. En Grupo Planeta agradecemos que nos ayudes a apoyar así la autonomía creativa de autoras y autores para que puedan seguir desempeñando su labor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Título original: The Psychology of Romantic Love Esta edición se ha publicado por acuerdo con TarcherPerigee, un sello de Penguin Publishing Group, división de Penguin Random House LLC. © Nathaniel Branden, 1980, 2008 © de la traducción, Remedios Diéguez Diéguez, 2009 © de todas las ediciones en castellano, Editorial Planeta, S. A., 2023 Paidós es un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2023 ISBN: 978-84-493-4050-5 (epub) Conversión a libro electrónico: Acatia  www.acatia.es 

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Enfermedad mental y psicología Foucault, Michel 9788449332524 128 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Este libro inédito en España es la versión definitiva publicada en el año 1962 de su anterior libro Enfermedad mental y personalidad del 1954, también publicado por Paidós. Las preguntas que animan este texto son «¿En qué condiciones se puede hablar de enfermedad mental en el dominio psicológico?» y «¿Qué relaciones pueden definirse entre los datos de la patología mental y los de la patología orgánica?». Estas 203

preguntas hallan una respuesta en las dos partes de este libro que analizan las dimensiones psicológicas de la enfermedad mental y la psicopatología como un hecho de la civilización. Cómpralo y empieza a leer

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Vida líquida Bauman, Zygmunt 9788449338687 264 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿Qué es la «vida líquida»? La manera habitual de vivir en nuestras sociedades modernas contemporáneas. Se caracteriza por no mantener ningún rumbo determinado, puesto que se halla inscrita en una sociedad que, por su carácter líquido, no mantiene por mucho tiempo una misma forma. Lo que define nuestras vidas

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es, por lo tanto, la precariedad y la incertidumbre constantes. Y el motivo de preocupación que más obstinadamente nos apremia es el temor a que nos sorprendan desprevenidos, a no ser capaces de ponernos al día de unos acontecimientos que se mueven a un ritmo vertiginoso, a pasar por alto las fechas de caducidad y vernos obligados a cargar con bienes u objetos inservibles, a no captar el momento en que se hace perentorio un cambio de enfoque y quedar relegados. Así, dada la velocidad de los cambios, la vida consiste hoy en una serie (posiblemente infinita) de nuevos comienzos... pero también de incesantes finales. Ello explica que en nuestras vidas resulte abrumadora la preocupación por los finales rápidos e indoloros, a falta de los cuales los comienzos serían impensables. Entre las artes del vivir líquido moderno y las habilidades necesarias para ponerlas en práctica, librarse de las cosas cobra prioridad sobre el adquirirlas. Una vez más, Bauman nos brinda un diagnóstico de nuestras sociedades certero, agudo e inmensamente conmovedor. Cómpralo y empieza a leer

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Comunión bell hooks 9788449340819 224 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Íntima, reveladora y provocadora, Comunión es una obra que desafía a todas las mujeres a que asumamos el valor de reclamar la búsqueda del amor como el viaje heroico que todas debemos escoger para liberarnos de verdad. Con su característico lenguaje dominante y lúcido, hooks explora las formas en que el movimiento feminista, la incorporación de las mujeres al mundo 207

laboral y la cultura de la autoayuda han modificado las ideas sobre las mujeres y el amor, y revela cómo las mujeres, independientemente de su edad, pueden llevar el amor a todos los aspectos de sus vidas, a lo largo de toda su vida. Comunión es la conversación sincera que toda mujer —madre, hija, amiga y amante— necesita tener. Cómpralo y empieza a leer

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Deshacer la ansiedad Brewer, Judson 9788449339233 304 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Estamos atravesando uno de los períodos de más ansiedad que cualquiera de nosotros pueda recordar. Ya sea que enfrentemos problemas tan públicos como una pandemia o tan personales como trabajar y tener los niños en casa, actualmente muchos de nosotros nos sentimos abrumados y fuera de control. En este libro tan oportuno, Judson Brewer explica cómo erradicar la 209

ansiedad de raíz utilizando técnicas basadas en las últimas investigaciones sobre el cerebro y pequeños trucos al alcance de cualquiera. Pensamos en la ansiedad como en un todo, desde una leve inquietud hasta el ataque de pánico en toda regla. Pero la ansiedad es la que impulsa los comportamientos adictivos y los malos hábitos en los que caemos cotidianamente para combatirla (comprar compulsivamente, comer por estrés, procrastinar o sumergirnos en las redes sociales). La ansiedad vive en una parte del cerebro que se resiste al pensamiento racional, por lo que nos atascamos en bucles de hábitos de ansiedad que no podemos evitar usando la fuerza de voluntad para superarlos. El Dr. Brewer nos enseña a conocer nuestro cerebro para descubrir los factores desencadenantes de nuestra ansiedad, a desactivarlos con la práctica simple pero poderosa de la curiosidad y a entrenar nuestros cerebros utilizando la atención plena y otras técnicas que su laboratorio ha demostrado que funcionan. Con más de 20 años de investigación y trabajo práctico con miles de pacientes, incluidos atletas y entrenadores olímpicos, y líderes en el gobierno y los negocios, el Dr. Brewer ha creado un programa claro y muy práctico que cualquiera podrá utilizar para sentirse mejor. Cómpralo y empieza a leer

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¿Qué pasa con la nutrición? Sánchez García, Aitor 9788449340765 296 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿Es el ayuno intermitente la solución a todos nuestros problemas? ¿La dieta keto y low-carb es la clave para perder peso y mejorar nuestra salud? ¿Debemos comer como nuestros ancestros con la dieta paleo? ¿Son los ultraprocesados la gran epidemia del siglo XXI? ¿Es la microbiota la tendencia de la década? ¿La dieta vegana salvará a los animales y al planeta? 211

¿Por qué la gente elimina el gluten de su dieta? ¿Por qué los lácteos son tan polémicos? A estas alturas la gente está un poco mareada: somos incapaces de afirmar qué alimentos son realmente saludables o cuáles debería incorporar a su dieta. Y es que la información muchas veces es contradictoria y no es raro que distintos profesionales recomienden dietas y pautas bajo criterios muy diferentes: algunos sostienen que la leche es imprescindible y otros, que es un veneno; unos afirman que hay que comer como nuestros ancestros, mientras que otros proclaman que ahora se come mejor que nunca. ¿Qué podemos hacer ante tanta confusión? Aitor Sánchez, con su capacidad para aclarar términos, establecer límites y dirimir con sensatez, aborda en este nuevo libro los diez temas más controvertidos sobre nutrición —el ayuno intermitente, la dieta keto y low-carb, la dieta paleo, los ultraprocesados, la comida real y el marketing, la dieta vegana, la microbiota, el gluten, los lácteos y los suplementos— y nos presenta los estudios científicos más recientes para zanjar el debate y aclarar de una vez por todas las dudas surgidas de tanta información contradictoria. Con la claridad y el rigor que le distinguen, en ¿Qué pasa con la nutrición? aprenderemos todo lo que necesitamos saber para tomar las mejores decisiones sobre nuestra alimentación y, sobre todo, descubriremos los consejos básicos que hay que seguir para establecer prioridades y aplicar el sentido común a nuestra dieta. Cómpralo y empieza a leer

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Índice Sinopsis Portadilla Dedicatoria Cita Agradecimientos Prólogo a la nueva edición Introducción-1980 1. La evolución del amor romántico 2. Las raíces del amor romántico 3. La elección en el amor romántico 4. Los retos del amor romántico Epílogo: unas notas finales sobre el amor Bibliografía Créditos

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3 4 5 6 7 8 12 18 60 94 116 197 199 202