La sabiduría de la humildad. Espiritualidad de la vida cotidiana
 9788428540360

Table of contents :
La sabiduría de la humildad
Prólogo
La sabiduría de la humildad
Un lugar en el mundo
Cuando la vida amanece
La ermita de la solidaridad
El arte de sonreír
La música del corazón
La ciencia de la Tierra
El beso de la luna al sol
El murmullo de la vida
La perfecta alegría
El camino interior
La primavera de la vida
La paz se nos resiste
Hacia el fin de la Tierra
La noche es el prólogo del día
Iluminar la oscuridad
Muy dentro de ti
Tendiendo puentes de solidaridad
Las huellas en la arena
Domesticar el lobo interior
Amada por primera vez
La Navidad de los pobres
Atardece sobre el lecho de la Tierra
Cuando la vida ahoga
El mayor regalo de la vida
El Cántico espiritual
En las entrañas de la Tierra
Tu verdadero rostro
La fuerza del amor
El rescoldo de la vida
Confiar en Dios
La encrucijada de la vida
La dulzura de la mirada
Los rostros de la vida
Tiempo de sueños
La palabra del silencio
El santo de los milagros
En la intimidad de Dios

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La sabiduría de la humildad

Espiritualidad de la vida cotidiana

Francisco J. Castro Miramontes

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Versión electrónica SAN PABLO 2012 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] [email protected] ISBN: 9788428540360 Realizado por Editorial San Pablo España Departamento Página Web

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«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Jesús de Nazaret).

A María, Nazaret y José, a todas las mujeres y hombres de Dios nacidos del amor, la paz y la esperanza, a todos los humildes de la tierra, a san Francisco y a todas las familias franciscanas.

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Prólogo

Algunas personas nacen con el don de la pintura, otras con la capacidad para realizar hermosas esculturas, pero aquí vamos a descubrir a alguien capaz de hacer arte con la escritura, capaz de transformar en relato sus propias vivencias, capaz de engrandecer pequeñas anécdotas de la vida. Cuando me ofrecieron escribir el prólogo de esta «humildad» como «sabiduría de vida», no estaba segura de poder hacerlo, porque, aunque parezca mentira, al ponerme manos a la obra, me resultó increíblemente difícil hablar de algo que es tan desconocido y de lo que no me había dado cuenta hasta ahora. Entonces comprendí que con nuestra arrogancia de cada día hemos ido cubriendo nuestra humildad hasta tenerla tan oculta que somos incapaces de encontrarla. Así que, pensé, si desconozco la humildad, ¿cómo puedo convencer a los demás para que se interesen, para que mis palabras inviten a leer este libro y a profundizar en su esencia? Aun así me decidí a leer el borrador y descubrí que en tan sólo dos días lo había devorado gracias a su sencillez y a la cotidianidad de sus relatos. Ahora sí me sentía con fuerzas para poder narrar lo que había leído. A continuación prepárate para el encuentro, mediante el filtro de una lectura amena y elocuente, con un ser emblemático por su sencillez y su cercanía, que habita en un lugar maravilloso en el que todos hemos estado alguna vez. La sabiduría de la humildad se sitúa en un lugar idílico que en realidad es el nuestro, aquel donde nos refugiamos cuando realmente queremos estar a solas con nosotros mismos, ya sea grande o pequeño: un armario, tras una mesa de despacho, en la cocina, en una playa, en la montaña, en el coche, en casa de nuestros padres..., en ese rincón íntimo de vida de cada persona. Ese lugar en donde somos capaces de ser humildes, en silencio o a gritos, llorando o riendo, o simplemente serenando el pensamiento, para poder así reconocer ante Dios, y ante nosotros mismos, nuestros fallos, nuestros vicios, nuestras debilidades, nuestros errores, y de esta manera comprometernos a cambiar y a mejorar. En ese lugar nos encontraremos libres ante la inmensidad de un océano, con la discreción que su grandeza otorga, protegidos por el vientre de una madre dentro de la pequeña «ermita de la solidaridad», o acompañados en el recoleto convento de San Antonio, cargado de historias que contar. Gracias a este libro, que me han brindado como privilegio y primicia, he sido capaz de sentarme y observar el mar desde mi sofá, de sentir la caricia de la brisa de la montaña mientras leía con la ventana de mi habitación abierta, de oler las flores de rocalla con el simple pasar de las páginas, de agradecer el calor del sol que me llega a través del cristal... el mismo calor que lleva tiempo calentándome y en el que no había reparado hasta ahora. Espero que del mismo modo tú seas transportada/o a ese «lugar mágico» y 5

natural para encontrar tu propia paz en la inmensidad del océano o en la profundidad del bosque. Cuando no te sientas «útil, reconocida/o, o reconfortada/o», cuando creas que la vida pasa por ti sin dejar huella, piensa en esa ermita construida con el esfuerzo de varias manos, manos multidisciplinares. Piensa que una de esas piedras la has puesto tú. Que entre la multitud, tu piedra, tu vida, no es significativa, pero cuando la depositaste era esencial para continuar construyendo, y que si la retiras harás que se derrumbe la edificación, harás tambalear los cimientos de la férrea «catedral». ¿No crees que merece la pena construir la vida con nuestra piedra de humildad? Dios te ha dado todas las herramientas para defenderte en la vida; pero, en su gran humildad, se retira, como cualquier padre, para observar tus movimientos en la distancia, dejándote elegir libremente uno u otro camino. ¿No es gran humildad mantenerse al margen, no interfiriendo en las acciones de otros, sabiendo que tienes toda la sabiduría y todo el poder para elegir la mejor decisión? Sí, Dios lo ha hecho. Nosotros deberíamos intentar buscar la paz de la que disfruta el humilde, esa paz que se nos resiste. A ese lugar evocador de esperanza te lleva de la mano un personaje: fray Francisco. Un hombre sencillo, joven, a veces niño, pero lleno de sabiduría, lleno de fe, fe en la Humanidad y en el gran potencial de esta. Un hombre que mira a los ojos de su interlocutor, un hombre que lava cada día su corazón, para que a la mañana siguiente brille de amor y comience de nuevo. Fray Francisco, como buen fraile, sabe escuchar, sabe observar, da sabios consejos, pero a su vez sabe sonreír, tiene debilidades y reconoce que llora y que duda, porque es humano. Capaz de encontrar las palabras más maravillosas para despedir a un amigo que emprende el camino de la vida eterna, es también quien ora ante el Santísimo escuchando música. Déjate llevar por su mano y ojalá tú también encuentres un fray Francisco que te escuche, que te abra los ojos a la grandeza de la naturaleza que te rodea, que te consuele, que se ría contigo con una sonrisa bien enraizada en el corazón, que comparta tus momentos de felicidad y de amargura. Yo ya lo he encontrado. Gracias, fray Francisco, por ser tan especial. Tus extravagancias te hacen humano, te acercan a las necesidades reales, te imprimen autenticidad, te hacen partícipe de la sociedad en que vivimos, te hacen ser actual. Aprendamos todos a ser humildes siendo humanos, siendo cercanos, siendo naturales, siendo amigos, siendo tú misma/o. En nombre de todos los que hemos disfrutado con esta lectura, me gustaría manifestar mi agradecimiento a quien le regaló el reproductor de CDs a fray Francisco, que le hace bailar mientras ora; a quien le mostró ese lugar maravilloso; a todos los que le han hecho vivir intensamente: a Chus, a María, a Mónica y a todos los personajes de este maravilloso libro, y a ti, Paco, por relatar con tanta sencillez los aspectos más complicados de esta vida, y por compartir con nosotros tus propias vivencias. Gracias por regalarnos esta «sabiduría de la humildad». María Jesús Castro Gigirey

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La sabiduría de la humildad

Existe una sabiduría que no se alcanza con el ejercicio de las facultades intelectuales. Un saber que nace de la vida misma y se aposenta en el corazón de quien, libre de prejuicios, miedos y complejos, se deja llevar por el rumor de la vida palpitando al ritmo de un corazón universal. Un comprender que sólo llegan a poseer personas expertas en sí mismas, sabiendo auscultar y reconocer el corazón de las cosas, de las personas, de la vida misma. Hubo un tiempo en el que muchos hombres y mujeres se refugiaban en el desierto de Egipto buscando el camino del encuentro con uno mismo, para alcanzar así la integración y el equilibrio psicofísico como cimiento de la espiritualidad y el encuentro con Dios. Algunas de estas personas nos son conocidas merced al legado histórico de sus dichos (apotegmas), recopilados por algunos de sus discípulos. Hoy son conocidos como «padres del desierto», cristianos de convicción que buscaban en la soledad, al principio, y luego en el compartir de vida e ideales, una novedosa forma de vida. Surgió así una forma de comprender la vida cristiana que se convirtió en un verdadero modus vivendi, basado en la ascesis como camino para el crecimiento y la maduración personal. La sabiduría de aquellos hombres, avezados luchadores contra las tentaciones del cuerpo y del alma, sigue teniendo hoy gran vigencia. Pero lo cierto es que los tiempos han cambiado en exceso, sobre todo en las últimas décadas, en las que los cambios y transformaciones sociales promovidos por el desarrollo económico, industrial y tecnológico han creado un nuevo orden de cosas en el que el ser humano vive, más que nunca, la paradoja de la vida, sin llegar a alcanzar una síntesis siempre necesaria, un equilibrio sereno entre las verdaderas necesidades y las imposiciones del nuevo modo de ser capitalista. En el siglo XIII floreció en Europa un nuevo modo de comprender al ser humano. Se trataba de un auténtico humanismo cuyo máximo exponente es san Francisco de Asís, hombre de su tiempo que supo hacer suya la sabiduría de la humildad amoldándola a las situaciones de aquella época. Hoy nos toca a nosotros seguir adaptando esta experiencia de encuentro con lo inefable, de apertura a la trascendencia, aunque para ello haya que ejercitar de nuevo una ascesis y una mística pero, eso sí, acorde con las nuevas sensibilidades. De este intento surge un lugar y una persona: el convento de San Antonio, y fray Francisco, un joven franciscano de hoy, hijo de su tiempo, que sin embargo ha salido al encuentro de esa vieja sabiduría para adaptarla a las nuevas necesidades de un mundo desbordado por la injusticia y la violencia. Fray Francisco es en cierto modo un humilde representante de la espiritualidad de Occidente, ahora que tienen tanto auge filosofías y 7

concepciones mistéricas provenientes de Oriente. Y es también un hombre de Dios y del mundo, experto en corazones heridos. Fray Francisco es un religioso, es decir, un hombre religado a Dios con el nudo de la humildad, un hermano «hermanado», como el fundador de los franciscanos, con todo lo creado. Su vida es una referencia para otras personas, no por habitar más allá del mundanal ruido, sino sobre todo por ser capaz de sintetizar su ser hombre en sociedad viviendo en un lugar recóndito. Por eso es un experto en vida, porque ejercita constantemente la mansedumbre, la misericordia y la comprensión. Es como un hermano mayor en el que poder depositar penas y angustias, proyectos y esperanzas, sabiendo que él las comparte contigo. El literato Atanasio escribió una biografía de san Antonio, uno de aquellos eremitas egipcios de antaño de quien hoy hemos llegado a conocer el perfil de su vida. El biógrafo le describe así: «El aspecto de su interior era limpio. No se había vuelto huraño ni melancólico, ni inmoderado en su alegría, ni tampoco tuvo que luchar con la risa o la timidez. Como la visión de las grandes cosas no le desconcertó, no se notaba nada su alegría de que tantos vinieran a saludarlo. Antonio era más bien todo equilibrio, ponderadamente guiado por su meditación y seguro en su estilo particular de vida. A muchos que tenían dolencias corporales les curó el Señor por medio de él. A otros los libró de los demonios. Dios concedió también a nuestro Antonio gran amabilidad en su conversación. Así, consoló a muchos tristes, a otros que estaban reñidos los reconcilió, de tal manera que se hicieron amigos». Y fray Francisco, en esencia, responde también a este perfil. Él solía hacer pequeños milagros curando las heridas que más duelen: las del corazón. Su palabra, pero sobre todo su escucha, se convertirán así en un bálsamo «divino» que logra que el alma herida reciba alivio. Y Dios, siempre jugando al escondite, se hará un hueco a través de su mediación. Necesitamos gente así, y la hay, quizá ya no en un convento sino en tu misma casa. Acaso seas tú persona de paz y misericordia que pueda poner cura a tanta frustración y desesperanza como existe en la vida de muchas personas. No hay otra medicina que la de la humildad, consecuencia misma de un vivir en positivo, contentándose con lo que uno es y compartiendo lo que se tiene, lo que se es. Según el diccionario, humildad es la condición de quien no presume de sus logros y reconoce sus fracasos y debilidades. Lo primero es harto más fácil que lo segundo, porque para reconocer fracasos y debilidades hay antes que reencontrarse con la propia verdad («andar en verdad», que diría Teresa de Jesús). Según Anselm Grün, «sólo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es el que experimentará al verdadero Dios», al Dios de la humildad, tan humilde que parece querer ocultarse para no ser protagonista en el gran teatro del mundo. Humildemente te invito a que te acerques, a través de estas palabras, a un lugar que quizá esté dentro de ti, en tu corazón, en lo más íntimo. Allí podrás vivir nuevas sensaciones hasta ahora apenas experimentadas, redescubriendo esa sabiduría arcana que nos puede hacer alcanzar la mayor de las felicidades: tú, tu vida, y Dios. Esta es la sabiduría de la humildad. 8

Un lugar en el mundo

Existen lugares en el mundo que están dotados de una significación muy especial. Estos lugares tienen mucho que ver con nuestras propias vidas, y se nos cuelan por los sentidos merced al afecto que sobre ellos desplegamos. Uno de estos lugares es un centenario convento franciscano bajo la advocación de un franciscano singular: san Antonio de Padua y de Lisboa. El convento de San Antonio es uno de esos rincones del mundo en donde casi se puede palpar la eternidad, un ámbito sagrado en el que se hace posible soñar con los ojos muy abiertos, amar en la oración, y sentirse acogido por el marco natural que lo rodea y por los frailes, herederos de la más tierna y sensible espiritualidad franciscana. El convento al que me refiero es una edificación de corte medieval, como otro cualquiera de su tiempo, con su claustro alcantarino, sus celdas para los religiosos, su comedor y cocina, su huerta, despensa natural de la que recolectar el frugal alimento, y por supuesto, su iglesita modesta con un aún más modesto campanario que a las horas señaladas estremece el cielo con su tañido desgarrado. La voz de la campana evoca la profundidad de la voz silente del Dios al que se busca por los caminos de la vida y que se deja atrapar tan sólo por corazones sensibles abiertos a la vida y la esperanza. Y un convento, más que historia dilatada de luces y sombras, o que un museo de piezas de arte, es un hogar de Dios, una casa de espiritualidad y reencuentro del ser humano con lo mejor de sí mismo, en armonía con el medio natural, e intuyendo el valor de la trascendencia. Así visto, el convento de San Antonio podría ser uno de tantos, una pequeña joya regalada por la historia, pero sobre todo es, insisto, un espacio sagrado de encuentro con la espiritualidad que descubre el corazón de las personas y las interna en el núcleo del misterio de la existencia humana. Las piedras centenarias son callados testigos del tránsito de las personas y de cómo la naturaleza nace, muere y renace con vigor. Porque las vetustas piedras del convento conocen los secretos de la vida, de las personas que a su amparo se liberan de sus miedos y complejos mientras la naturaleza, siempre desbordante de vida, parece querer contribuir al renacer de quien se siente abatido por la vida, porque uno de los grandes misterios del convento es su romance con las plantas, las flores y los pájaros que pueblan el entorno y que, en cierto modo, son más de casa que los mismos frailes. El convento fue edificado sobre roca, en el corazón de un bosque frondoso y mirando al océano inmenso, que se extiende a los pies de un extenso arenal que sugiere y evoca imágenes del desierto. El mar es misterio profundo en su aparente quietud que por momentos se vuelve pura fuerza bruta que inquieta y llega a asustar, y de esto saben 9

mucho las gentes del mar. Más arriba de la playa se sitúa una montaña que tiene como vigía centenario el convento de los frailes que, casi con humildad, se asoma al mar en un claro del bosque profundamente verde y arbolado que viene a ser como una madre que custodia y cuida este recinto sagrado en el que la vida se cita consigo misma, con las vidas de todos los que por él pasan, pasaron o pasarán, siempre en camino, como peregrinos de la vida, así los frailes como los huéspedes o visitantes circunstanciales. Un lugar puede llegar a convertirse en una evocación profunda de la felicidad, o al menos en un espacio para transformar la propia vida, o incluso para renovarla. En cierto modo toda persona tiene un lugar, un humus vital en el que se enraíza y del que se siente parte. Pero, más allá de propiedades privadas, existen lugares que son de nadie y de todos al mismo tiempo, que más allá de pertenencias jurídicas son patrimonio del alma porque su valor no es tanto lo que son o tienen cuanto lo que sugieren o evocan. Y en este sentido, el convento de San Antonio es un lugar para solazar el alma al tiempo que el cuerpo se sosiega en su reencuentro con la historia, el arte, la naturaleza y la espiritualidad. Y es ahí, en medio de la vida, en donde tienen lugar las historias que siguen. Una vida que se sigue abriendo paso por entre las vicisitudes y adversidades, como resplandor constante de la fe y la esperanza que un día obraron el milagro de edificar un lugar en el mundo, un hogar de paz que anima y sosiega. También tú, si lo deseas, si te dejas llevar, puedes acudir a este lugar mágico. También para ti se ha pensado un rincón entre las piedras del convento de San Antonio, en el bosque frondoso de vida plena, en la montaña espectacular, o sobre la arena junto al mar inmenso: un lugar para el reencuentro con lo mejor de ti, con tu hermosura interior. Si buscas la sabiduría de la vida, ven, siente, saborea, disfruta... y, quizá, halles lo que realmente necesitas para sobrevivir en sociedad a fuerza de humildad.

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Cuando la vida amanece

Sonaba melodiosa la campana de la pequeña iglesia conventual. Su voz se colaba por todos los rincones del claustro hasta alcanzar a inundar, con su profundo y monótono sonar, las celdas de los frailes de san Francisco. La campana hace las veces de gallo cantante que alerta de la llegada de la luz de un nuevo día. Fray Francisco amanecía también cuando aún las estrellas juguetonas se resistían a irse a dormir habiendo velado toda la noche. Entre sueños, el fraile balbució una oración apenas perceptible para los oídos humanos. Un breve pero intenso encuentro con la hermana agua fría acariciando el rostro del somnoliento que se resiste aún a despertar fue la siguiente sensación del nacimiento de un nuevo día. Un poco de música gregoriana o moderna, según el CD que estuviese más a mano, insistía y prolongaba el aviso de la campana. Una túnica marrón con su capucha a juego, y un humilde ceñidor –un cordón blando con tres nudos– cubrieron al instante a quien acababa de emerger del calor del lecho. Todo un ritual repetido a diario, cada vez que el hermano sol, a veces tan inoportuno cuando el sueño se hace más delicioso, se decidía a comenzar a despuntar. En el coro, en penumbra que invita al recogimiento, los frailes más ancianos mascullaban desde hacía tiempo las oraciones de siempre, que son como un eco que sólo se hace perceptible en donde el silencio acampa. Un fraile que se acerca al altar, una lámpara de aceite que se enciende, y el Cristo de San Damián que se ilumina una vez más. El Cristo de San Damián es conocido por ser el icono bizantino que encontró san Francisco en la iglesita ruinosa de San Damián, en las afueras de Asís. Las fuentes franciscanas insisten en que este encuentro maestro-discípulo marcaría profundamente el alma del joven rico que desde entonces decidió dejarlo todo e irse a vivir con los empobrecidos y los leprosos. Por eso es una imagen muy significativa para un franciscano. Allí, en el convento de San Antonio de Galicia, suspendido sobre un muro de la iglesia conventual, el Cristo seguía, sigue hoy, contemplando con sus ojos abiertos y su mirada profunda a las generaciones que se suceden y a las personas que abren el corazón a la trascendencia. A continuación, el guardián de la casa saluda al nuevo día con el rezo del Ángelus en recuerdo de la encarnación del Hijo de Dios: «Angelus Domini nuntiavit Mariae; et concepit de Spiritu Sancto. Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Iesus. Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

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Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum. Ave Maria... Et verbum caro factum est, et habitavit in nobis. Ave Maria... Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix ut digni efficiamur promissionibus Christi. Oremus: Gratiam tuam, quaesumus Domine, mentibus nostris infunde: ut qui, angelo nuntiante, Christi filii tui incarnationem cognovimus, per passionem eius et crucem ad resurrectionis gloriam perducamur. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen. Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. sicut erat in principio, et nunc et semper, et in saecula saeculorum. Amen».

Tras la invocación a la Madre, patrona de la Orden Franciscana, los frailes se disponían a cantar y recitar el oficio divino de la mano de la palabra de Dios: «Señor, ábreme los labios; y mi boca proclamará tu alabanza». El canto se hace evocación de la esperanza cuando los frailes, a una sola voz, vacían la copa del silencio para servir la palabra musicalizada con el acompañamiento del órgano: «Alegre la mañana que nos habla de ti, alegre la mañana. En nombre de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu, salimos de la noche y estrenamos la aurora; saludamos el gozo de la luz que nos llega resucitada y resucitadora. Tu mano acerca el fuego a la sombría tierra, y el rostro de las cosas se alegra en tu presencia; silabeas el alba igual que una palabra; Tú pronuncias el mar como sentencia. Regresa desde el sueño el hombre a su memoria, acude a su trabajo, madruga a sus dolores; le confías la tierra, y a la tarde la encuentras rica de pan y amarga de sudores. Y Tú te regocijas, oh Dios, y Tú prolongas en sus pequeñas manos tus manos poderosas; y estáis de cuerpo entero los dos así creando, los dos así

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velando por las cosas. ¡Bendita la mañana que trae la gran noticia de tu presencia joven, en gloria y poderío, la serena certeza con que el día proclama que el sepulcro de Cristo está vacío! Alegre la mañana que nos habla de ti, alegre la mañana». (De la Liturgia de las Horas, Laudes)

Y entre espacios de silencio y meditación, la Fraternidad va desgranando su oración como respiración del alma que se sabe huérfana en los trabajos de la vida. Tras la voz compartida, unos instantes de silencio parecen querer de nuevo dejar hablar a la voz de Dios en lo íntimo del corazón. Tras lo cual, poco a poco, los Hermanos se van dispersando para, después de un frugal desayuno, retomar los trabajos dejados ayer o iniciar otros nuevos: la limpieza de las estancias conventuales, la huerta con sus frutos y flores (a san Francisco le gustaba que el hermano hortelano dejase siempre un espacio de tierra para sembrar flores), la atención a grupos y visitantes, la labor pastoral en la iglesita y en pueblos cercanos, el estudio y la meditación..., el trabajo que nos hace conquistar palmo a palmo la humildad. La mañana concluye con el nuevo repicar de la campana, que anuncia próxima la oración, la hora intermedia (sexta), hacia el mediodía solar, tras lo cual el almuerzo da un respiro a los frailes, que al tiempo que se alimentan comparten experiencias en animado diálogo. A partir de ahí –lo exige la más loable tradición–, tiempo de siesta, o si se quiere de descanso, que cada cual aprovecha a su gusto. Hay quien pasea, quien dormita en el coro, quien lee, y quien, directamente, se deja llevar por el sueño, que guía hacia un lecho. La tarde es tiempo de trabajo y también de ocio santo en el que los frailes pueden disponer, según las necesidades del convento, de un tiempo libre a discreción, hasta que de nuevo la campana anuncia que atardece el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida: «Quédate con nosotros; la noche está cayendo. ¿Cómo te encontraremos al declinar el día, si tu camino no es nuestro camino? Detente con nosotros; la mesa está servida, caliente el pan y envejecido el vino.

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¿Cómo sabremos que eres un hombre entre los hombres, si no compartes nuestra mesa humilde? Repártenos tu cuerpo, y el gozo irá alejando la oscuridad que pesa sobre el hombre. Vimos romper el día sobre tu hermoso rostro, y al sol abrirse paso por tu frente. Que el viento de la noche no apague el fuego vivo que nos dejó tu paso en la mañana. Arroja en nuestras manos, tendidas en tu busca, las ascuas encendidas del Espíritu; y limpia, en lo más hondo del corazón del hombre, tu imagen empañada por la culpa». (De la Liturgia de las Horas, Vísperas)

Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas: «Como el niño que no sabe dormirse sin cogerse a la mano de su madre, así mi corazón viene a ponerse sobre tus manos al caer la tarde. Como el niño que sabe que alguien vela su sueño de inocencia y esperanza, así descansará mi alma segura, sabiendo que eres Tú quien nos aguarda. Tú endulzarás mi última amargura, Tú aliviarás el último cansancio, Tú cuidarás los sueños de la noche, Tú borrarás las huellas de mi llanto. Tú nos darás mañana nuevamente la antorcha de la luz y la alegría, y, por las horas que te traigo muertas, Tú me darás una mañana viva. Amén».

Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret: «Salve, Regina, mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve. Ad te clamamus, exsules filii Evae. Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle.

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Eia ergo, advocata nostra, illos tuos misericordes oculos ad nos converte. Et Iesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exsilium ostende. O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».

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La ermita de la solidaridad

Fray Francisco desgranó parte de su vida en la tarea de edificar una ermita en un lugar retirado del bosque, desde el que se podía contemplar en lontananza el océano inmenso. Cada día, durante años, acudía al recóndito lugar con alguna piedra o elemento que pudiese formar parte de la edificación. Cuando venía alguna persona a verle y sabía que se encontraba en la ermita, acudía allí, y tras practicar la escucha atenta y afable, sin juzgar, y mucho menos condenar, invitaba a su interlocutor a colocar una piedra sobre otra, de tal manera que finalmente, cuando la ermita estuvo concluida, resultaría ser obra de varias manos. Era su forma de desprenderse de su propia obra, para evitar así la vanagloria del ego que dicta: «Esto es mío». Así, cada vez que acudía a la ermita, él sabía que no era obra suya, sino expresión misma de la solidaridad de incontables personas que aportaron su granito de arena, un poco de esfuerzo casi simbólico que haría posible la realización concreta de una obra. «Así sucede en la vida –decía–: todo es obra de todos, aunque a unos les toque más trabajo y esfuerzo. Bueno es reconocer que no somos el fruto de nuestras obras, que no podemos sino dar a Dios gloria. Dios es el cimiento de toda construcción, nosotros tan sólo unos humildes obreros ignotos que nos hemos limitado a llevar a cabo, mejor o peor, nuestro trabajo. Piedra a piedra se logra el equilibrio de la mayor de las catedrales, lo pequeño es germen de lo grande, lo humilde sostiene la grandeza de la obra». Quienes años después retornaron al lugar y contemplaron la ermita edificada sentían una mezcla extraña de orgullo por haber participado en la edificación, y de humildad, porque sabían que su piedra era una más entre muchas otras. La ermita de fray Francisco resultó ser un monumento a la solidaridad y testimonio vivo de cómo la colaboración anónima es capaz de crear grandezas, de cómo el trabajo desinteresado edifica monumentos y alivia el peso de la vida. Años después, cuando la obra se vio concluida, llegó el tiempo de la consagración de las piedras ensambladas para ofrecer un espacio de paz y recogimiento. Francisco esculpió en una tablilla unas palabras: «Estás es tu hogar porque es mi hogar». Poco tiempo después la ermita de la solidaridad se convirtió en lugar de peregrinación. El peregrino recién llegado encontraba la puerta abierta, y podía así disfrutar de lo que otras personas, con tesón, habían hecho posible. A día de hoy, la tradición, casi siempre caprichosa, manda, o al menos sugiere, que cada visitante traiga consigo una piedra y que la deposite al lado de la ermita, como símbolo de colaboración en la edificación de la paz. Si algún día llegas hasta ella, no dejes de sosegar tu espíritu por unos instantes: entra y deja que la paz de la solidaridad te embriague. Si sales de ella necesitando poseer menos, incluso tu propio ser, se habrá obrado de nuevo el milagro del amor solidario de quien se siente capaz de construir la civilización de la esperanza para 16

toda la Humanidad.

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El arte de sonreír

Fray Francisco era un hombre muy risueño. Él solía sonreír. Y curiosamente, cuanto más arreciaban los problemas, él más sonreía. Su sonrisa era diáfana. Había Hermanos que disfrutaban mucho contemplándole el rostro. Pero también había un Hermano que, hambriento de motivos para la alegría que no lograba alcanzar, solía murmurar acerca de su Hermano. La envidia es una carcoma que produce infelicidad en quien la padece, pero hay que tener mucha paciencia y comprensión. La envidia es una enfermedad maligna a la que hay que tratar dejándola en cuarentena, una cuarentena que a veces dura toda una vida. Fray Francisco sonreía, sonreía a cada instante: en la oración, en el trabajo, en el descanso. Sonreía sobre todo al cruzarse en el camino con alguna persona. Sonreía también con fraterna sonrisa al Hermano envidioso de felicidades ajenas que no era capaz de hallar felicidad en el hontanar de su propio corazón. Cuentan que en cierta ocasión estalló la cólera del aquejado de envidia y que derramó toda su furia sobre el hermano Francisco. Pero toda una sarta de improperios y difamaciones no logró desdibujar la sonrisa de su rostro. Él sabía de dónde brotaba su sonrisa, una sonrisa probada también por el sufrimiento, una sonrisa que es como la planta que se mantiene enhiesta gracias a las raíces. Cuando la furia se vio desbordada e inútil, el Hermano decayó en su energía violenta dejándose mecer por la paz que sobreviene tras la tormenta y, casi por milagro, amaneció la serenidad. Todos sabían, ahora también el Hermano envidioso, que la sonrisa de Francisco era reflejo de un alma feliz y que, además, es contagiosa. En una ocasión, un joven vino al convento para hablar con fray Francisco. Le contó sus desdichas y miedos, sus frustraciones y desasosiegos. Francisco, sonreía y hablaba con su mirada. Al final, el joven dijo al Hermano: «Enséñame a sonreír como sólo tú sonríes, ¿cuál es el secreto?». Francisco elevó la mirada, suspiró, y sentenció: «La felicidad es la fuente de la sonrisa, la sonrisa es el destello de la felicidad interior, una felicidad nacida de la paz que da el estar y sentirte en armonía con todo lo creado, mirando a todos con mirada de comprensión y misericordia. No lo dudes, ejercita tu sonrisa; llegará un momento en el que serás un experto. El amor es la clave, el amor es felicidad en la lucha, el amor es la sonrisa de Dios en el mundo. Si la descubres ya no podrás sino sonreír por fuera, pero sobre todo por dentro». El joven, con su mirada inquieta, terminó por sonreír. Francisco le alertó: «¿Te das cuenta? Hace un instante tu rostro reflejaba turbación, ahora sonríes. Te has puesto en camino, el camino es el amor; la meta, la felicidad». Caminar, caminar... hacia la felicidad. 18

La música del corazón

A fray Francisco le encantaba la música. En cierta ocasión una amiga le regaló un reproductor de Cd. Para escándalo de sus frailes, a veces él llevaba el reproductor al oratorio. Muy pocos, a decir verdad ninguno, comprendía la actitud del joven: «¿Se habrá vuelto loco?, ¡qué falta de devoción, estar ante el Santísimo escuchando música!». Pero esto no era todo. A veces Francisco, escuchando lo que él llamaba «la sinfonía de la creación», llegaba incluso a danzar. Hubo un fraile que llegó a aseverar que tenía un demonio, que esos arrebatos no podían ser obra de Dios. Francisco lo sabía, por eso trataba de ser comedido en estas extravagancias, pero a veces la cadencia de la música que sonaba en sus adentros era tal que no podía por menos que corresponder cantando y bailando. En su diario he podido leer: «Hoy he estado sentado sobre una roca contemplando el reflejo de la luna sobre el tapiz del océano. Por unos instantes me quedé absorto, como un chiquillo que acaba de descubrir algo maravilloso que nunca antes había visto. Al cabo del tiempo elevé la mirada y pude jugar con las estrellas que sembraban el firmamento. Caí entonces en la cuenta de que estaba rodeado de silencio, de un silencio sonoro: el silencio estaba vestido por el rumor de las olas, por la tenue y fresca brisa que acariciaba las hojas de los árboles, y por todos los ecos de mi corazón. Todo era como una sinfonía, un concierto armonioso en el que ninguna nota era disonante, ni siquiera yo mismo, pequeña criatura extasiada ante el espectáculo de la creación. Me levanté entonces, abrí los brazos como queriendo abrazar a la creación entera, y me dejé llevar por los compases llegando a danzar con mi cuerpo y con mi alma. Dios era el concertista, el director de orquesta que hizo posible este tiempo de emoción del alma. La música, las criaturas, yo mismo, somos instrumentos que sonamos al compás de la batuta de Dios: y entonces amé». Sólo el alma sensible, en sintonía con toda la creación, puede hacer sonar la música de Dios en el corazón de la vida. Hay un concierto para ti, abre el oído, ensancha tu corazón, no sea que pases por la vida como aquel que ni se enteró de que estaba rodeado de hermosura, y que se perdió el amor. Francisco oraba con la música, porque la música era un lenguaje que le hablaba de Dios. Quien es capaz de contemplar la belleza de una noche estrellada forma parte de este concierto cósmico que perdura en el recuerdo. El amor es la sintonía de la felicidad.

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La ciencia de la Tierra

Fray Francisco era un gran enamorado de la tierra, madre de flores y frutos. Le gustaba salir a diario a pasear por el bosque, unas veces por los senderos ya labrados por los pies de los caminantes de ayer y de hoy, otras veces por el bosque salvaje, por entre la maleza, dejándose rasgar los pies por las púas de los tojos y por la rugosidad de los helechos. «La naturaleza es nuestro hogar común», solía decir. Hablaba del bosque como quien describe la belleza de un amor secreto. A veces incluso se quedaba en silencio irradiando emoción a través de la mirada, al no ser capaz de hallar las palabras justas para expresar lo que para él era un constante milagro. Los mismos frailes de su Fraternidad estaban un poco cansados de tanta poesía naturalista. Alguno incluso llegó a afirmar que el Hermano Francisco corría el grave riesgo de caer en la herejía del panteísmo, porque hablaba de las plantas, de los árboles, de los animalitos, del bosque mismo como si se tratase de auténticas deidades. En verano solía bajar al arenal junto al mar para pasear descalzo por la arena, ejercitando así el sentido del tacto, lo que hacía también acariciando las hojas de las plantas y los árboles. Su olfato era sensible a todos los olores de la naturaleza, era capaz de distinguir el aroma de cada una de las flores que brotaban en el bosque. Su oído se había afinado tanto que distinguía perfectamente el canto de los pájaros; es más, conocía incluso al pájaro concreto que solía anidar en tal o cual árbol. El sentido del gusto se deleitaba en los sabores de la naturaleza, algo que era no muy bien visto por sus Hermanos, para quienes, según la tradición ascética de la Orden, había que mortificar los sentidos y reiterar ayunos a fin de adiestrar y mantener a línea al «hermano cuerpo». Francisco solía recordarles que lo que Dios ha hecho con sus manos de escultor solemne es para disfrutarlo, y les recordaba que el fundador de la Orden, justo antes de morir, tuvo el capricho de pedir a una amiga suya que le preparase el dulce que a él tanto le gustaba y que ella le cocinaba con primor cuando iba a visitarla. La mirada del Hermano también se confabulaba para comprender la ciencia de la Tierra. Era capaz de distinguir todas las formas posibles llamándolas por su nombre, formas que, según él, eran hermanas: la hermana ortiga, la hermana verdura, la hermana manzanilla, la hermana uva... Francisco había logrado así ser él mismo el corazón del bosque, un ánima que alentaba los días de nuestro tiempo signándolos con un toque de sensibilidad. Todavía se recuerda aquella ocasión en la que, estando arando en el huerto del convento, comenzó a llover y se quedó literalmente extasiado mientras el agua de lluvia empapaba su cuerpo y la tierra fértil que pisaba. Dicen que sonreía y bendecía, y que los frailes incluso tuvieron que salir para hacerle entrar en el hogar y guarecerse de la lluvia. Existe una sabiduría natural que sólo comprenden los sencillos. 20

El beso de la luna al sol

Fray Francisco vivía una intensa relación, casi un romance, con la naturaleza. Le gustaba y se emocionaba contemplando el cielo, que era como un lienzo celeste en el que de día el sol reinaba, y por la noche la oscuridad tapaba con su manto a todos los astros celestes, menos a las rebeldes estrellas, que humildemente delinean su perfil de tenue luz apenas el sol se va adormeciendo. Su alma sensible le mantenía despierto para poder contemplar los fenómenos que la naturaleza misma genera cuando el orden cósmico así lo determina. En cierta ocasión asistió atónito a un acontecimiento histórico en el que la madre naturaleza, siempre sorprendente y superándose a sí misma, obró el milagro de mantener el corazón de millones de personas en vilo en torno al esplendor del hermano sol, que preside nuestros días. La hermana luna, juguetona, en alarde de poder, quiso oscurecer, o al menos menguar, el resplandor de quien por definición es la luz más pura e intensa. En aquella mañana no pocos adultos permitimos que brotase en nosotros el niño que llevamos dentro para dejarnos mecer por el juego y casi romance sol-luna. Un acontecimiento (eclipse anular) que fue definido por una niña como el «beso» que la luna le dio al sol. A la caída de la noche, inmerso en el silencio de su celda conventual, el fraile contemplativo, rememorando las sensaciones vividas durante el eclipse, escribió en su diario personal: «Dios es como el sol: no le puedes contemplar directamente ante el peligro de ser cegado, pero sí puedes disfrutar de la luz que dimana de su corazón». Tú puedes ser el resplandor de Dios en el mundo, como lo fue Francisco, a quien hoy, casi ochocientos años después, seguimos recordando como el gran amante de la creación. El amor es la revolución iniciada por Jesús de Nazaret, un proceso de transformación que requiere nuevos heraldos de la paz. Tú puedes, el amor es la clave: ama y vencerás. Abrir los ojos para contemplar lo que nos rodea, abrir, sobre todo, el alma y el corazón, es exponerse a estar constantemente saboreando la experiencia de la hermosura que causa emoción. Pero para ello hay que ser un poco niños, recuperar la capacidad para disfrutar con todo y con cualquier cosa, con libertad, sin miedos ni complejos. Existe un orden natural en el que el ser humano ocupa un lugar, humilde lugar por cierto, que sin embargo nos hace triunfar frente a la frustración y la desesperanza. Somos pequeñas criaturas inteligentes capaces de generar vida por la fuerza del amor, aunque a veces tengamos que vivir momentos de eclipse personal. Pero siempre es posible recordar la hermosura de un beso: el beso que la luna, sin rubor, dio al sol imponente de esplendor que, sin embargo, menguó en su luz, como ruborizándose. Hay que aprender a ver, con el corazón sensible a la hermosura. 21

El murmullo de la vida

La

naturaleza humana es compleja y contradictoria. Constantemente nos vemos sometidos a la paradoja de vivir lo que nos resulta contradictorio con nuestros propios principios. De ahí que el ser mínimamente coherentes es una ascesis que sólo logran domesticar los espíritus más firmes y constantes en la virtud. También los frailes – hombres son– han de vivir estas contradicciones de la vida, contradicciones tan íntimas que llegan a ser una parte más de nuestra propia personalidad. Pero para los problemas se crean, o al menos se sueñan, remedios. La sabiduría del alma cristiana también tiene una palabra que decir. En la selva de las pasiones, hay que desbrozar caminos ante el peligro de perecer. Fray Francisco tenía un espíritu pacífico y pacificado. Sus hermanos sabían que era un hombre de paz continua, paz contagiosa (porque todo lo bueno se contagia a poco que nos dejemos convencer por la fuerza de la bondad). Sin embargo, lo que casi nadie sabía era que el hombre de paz es consecuencia de sus propias luchas, que la paz sobreviene después de la tensión constante que se produce entre el bien y el mal, la fortaleza y la debilidad, la frustración y la esperanza. La paz es la síntesis de la experiencia de la vida. Fray Francisco amaba la paz, luchaba por la paz, transmitía paz. Su fuente íntima era el Dios en el que creía, el Dios de Jesús de Nazaret, de Francisco de Asís y de Teresa de Calcuta. Pero de vez en cuando la amargura rasgaba su corazón. Entonces buscaba un lugar evocador de la paz. Su espacio favorito era un trozo de paraíso en medio del bosque. En aquel lugar en el que la vida vence a la muerte existe un arroyo que baja recoleto y sencillo desde lo alto de la montaña, en donde nace de una fuente clara y diáfana. El arroyo se derrama sobre las tierras de labor del convento y da de beber a los frailes y a los visitantes, a todos aquellos que se acercan a su curso, a su fuente. Fray Francisco acudía con frecuencia al encuentro del hermano arroyo, precisamente en un punto enigmáticamente hermoso, justo en donde las piedras y la orografía hacen saltar las aguas delineando formas delicadamente hermosas. Él se sentaba en una roca contemplando el juego de la naturaleza. A veces pensaba, reorganizaba su pensamiento; otras tan sólo silenciaba su mente, espacio interior en el que fluyen proyectos, emociones y pasiones. Después de un tiempo de silencio envuelto por el murmullo del agua en sus devaneos por entre piedras, Francisco se levantaba, abría los brazos en actitud de abrazar, y daba gracias a Dios por sus criaturas, y al arroyo por sus palabras fraternas. Pedagogía natural, dejar que tu vida siga su curso, sin violentarte. Por cierto, las piedras del arroyo, rocosas, fueron alisadas por la fuerza suave de las aguas: la vida misma lima asperezas. 22

La perfecta alegría

Fray Francisco era un entusiasta seguidor de san Francisco de Asís. Con frecuencia le venía al pensamiento aquel hombre singular que con la fuerza de la paz y el amor escribió una de las páginas más loables de la historia de la Humanidad. Él solía contar una historia referida a su fundador que titulaba: «La perfecta alegría». Cuentan las fuentes franciscanas que san Francisco caminaba en cierta ocasión con el Hermano Leone en dirección a Santa María de los Ángeles, cerca de Asís, cuna y madre de la Orden de los Menores. Era tiempo de crudo invierno. Según iban de camino, san Francisco, un poco rezagado, elevó la voz asegurando: «Leone, has de saber que aunque vengan a la Orden y se hagan frailes los hombres más poderosos de la Tierra no está en ello la perfecta alegría». El silencio se hizo de nuevo durante un tiempo, hasta que el Hermano de Asís volvió a prorrumpir: «Leone, has de saber que aunque convirtiésemos a nuestra fe a todos los infieles del mundo no está en ello la perfecta alegría». Leone fruncía el ceño en señal de desconcierto, pero estaba ya acostumbrado a las salidas ingeniosas y al mismo tiempo profundamente sencillas de su Hermano. Avanzando, el santo volvió a rasgar el silencio con su tenue voz: «Leone, has de saber que aunque hagamos muchos milagros, resucitemos muertos, curemos a muchos enfermos y expulsemos demonios, no está en ello la perfecta alegría». Ya se divisaba en el horizonte la pobre techumbre de Santa María, cuando Leone abrió la boca y dirigiéndose a Francisco le invitó a desentrañar el misterio de aquel acertijo: «Entonces, Francisco, ¿en qué consiste la perfecta alegría?». Francisco sonrió, y como transformado por la paz interior aseveró: «¿Es aquella iglesita, Hermano, Santa María». «Sí», contestó Leone. Entonces Francisco, aterido y mojado hasta los huesos, dijo a Leone: «Cuando lleguemos a Santa María y no nos abran la puerta nuestros frailes, y estemos atormentados por el hambre, y bañados por la lluvia. Si finalmente tras mucho insistir nos abre el Hermano portero y nos echa como a ladrones, y si insistiendo nos muele a palos, has de saber, Leone, que si soportamos todo sin murmurar, con paciencia, entonces habremos hallado la perfecta alegría». En vencerte a ti mismo está la perfecta alegría. En amar contra viento y marea está la perfecta alegría. En no desear lo ajeno y compartir lo propio está la perfecta alegría. En practicar la ciencia de la paz está la perfecta alegría. Pero para llegar a ella hay antes que andar mucho camino, soportar muchos inviernos y contrariedades y, sobre todo, vaciar de egoísmo el propio corazón. El camino es el amor; la meta, la perfecta alegría de quien ya nada desea y todo lo agradece.

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El camino interior

En cierta ocasión un novicio se acercó al fraile más anciano del convento, un hombre que tenía fama de santo merced a su carácter afable y a su humilde generosidad. El joven novicio, casi como quien no quiere molestar, se dirigió al anciano con las siguientes palabras: «¿Qué puedo hacer para que Dios sea el centro de mi vida y fluya de mí el amor?». El fraile le miró con una de esas miradas que brotan de lo más profundo del ser y le contestó con voz afable: «Hijo, tan sólo recorre el camino de tu interior y déjate encontrar». La vida es un camino; ¿no te da esta misma impresión? Desde que nacemos estamos de paso caminando hacia una meta ignota que se nos resiste. Pero lo importante es precisamente eso, que sigamos caminando, que profundicemos en nuestra propia vida y nos dejemos cazar por todas las hermosuras que nos rodean. Pero para llegar a esta síntesis de vida hay que ser muy humildes. El peregrino sabe que sólo cuando concibe en sí la humildad comienza a ser verdaderamente peregrino, en armonía con todo cuanto le rodea: las piedras, los paisajes, el cielo, el arroyo y los demás peregrinos de la vida. Dicen que aquel novicio aprendiz de vida es hoy un fraile experimentado en las cosas del alma y del cuerpo que, cuando alguna persona le manifiesta sentir cierta inquietud interior, suele decirle aquello de: «tan sólo recorre el camino de tu interior». Y todo para que nos dejemos encontrar por la vida misma, por la fuerza de la esperanza y el amor. En un mundo como este necesitamos forjadores de esperanzas, mujeres y hombres pacificados y pacificadores. Quizá seas tú la persona llamada a ofrecer luz en tanta oscuridad, la luz que brota en ti una vez que has comenzado tu camino interior. En la oscuridad de la noche, cuando las seguridades se tambalean, conviene que tengamos firmemente anclado el corazón en una serie de esperanzas que mantengan viva la llama interior que ilumina el sinsentido. Andar hacia dentro, descender a lo más profundo del ser, es un ejercicio de ascesis que pocos se atreven a practicar, pero es también un esfuerzo de liberación de quien se siente empantanado en la vida sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. La vida interior alimentada de esperanza es una coraza con la que no pueden los embates de los acontecimientos o las circunstancias. San Francisco de Asís invitaba a su hermana Clara y a sus compañeras a dedicarse a vivir siempre en la verdad no viviendo la vida «de fuera», puesto que «la del espíritu es mejor». Sabiduría de vida: aprender a transitar por el camino interior.

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La primavera de la vida

En el convento de San Antonio se seguían puntualmente los acontecimientos del mundo, tanto los más cercanos como los más distantes. Parte de la oración de la Fraternidad se refería a sucesos y acontecimientos trágicos o felices, de tal manera que la oración de los frailes naciese de la raíz de la vida misma, haciendo posible sentir los gozos y pesares de la Humanidad entera, sin distinción de credo, raza, o cualquier otro elemento de separación entre las personas. San Antonio era espacio sagrado para el respeto y la solidaridad, de tal manera que una de las máximas más respetadas era la de la acogida fraterna, logrando que las personas se sientan a gusto entre los muros del convento. Francisco solía escuchar muy de mañana las noticias de la radio, para así comenzar el nuevo día en sintonía con el mundo; y aunque a veces llegó a reconocer que había tenido más de un deseo de desconectar por completo, habida cuenta de la desazón que le producía la virulencia de muchos de los acontecimientos, sin embargo quería hacer suyos los afanes del mundo. También internet se fue imponiendo como medio idóneo de información. El convento también navega por la red de redes como una propuesta de espiritualidad y paz en medio del mar tempestuoso de este mundo. La noticia del tránsito del papa Juan Pablo II sorprendió a los frailes tras la oración de vísperas. Los frailes de aquel convento sintieron más que nunca su comunión con la Iglesia, pero al mismo tiempo interpretaron estos acontecimientos desde la paz de quienes saben que la vida es un retorno a la casa del Padre. Aquella misma noche, fray Francisco escribió una carta abierta en recuerdo de Karol Wojtyla, un Papa, un hombre, por el que sentía una profunda veneración y cariño. Esta es la carta, que tituló «La primavera de la vida»: «La cincuentena pascual es el tiempo en el que celebramos, rememorando y actualizando, un acontecimiento sugerido, que no narrado, en los textos sagrados: la resurrección de Cristo. Hecho singular que ha llevado a muchos teólogos a hablar de un acontecimiento “meta-histórico”, más allá de la historia, tan desbordante de la realidad concreta, definida y científica, que sólo se puede comprender aludiendo a la palabra “misterio”. De la resurrección sabemos lo que nos narran algunos testigos, mujeres y hombres que tuvieron la certeza, hecha luego experiencia de fe, de que la muerte injusta no tenía la última palabra. Jesús, el justo, el amante de la verdad que nos hace libres, venció, por la fuerza del Espíritu, por la gracia de Dios. Quien quiera seguir a Jesús ha de saber que no ha de llegar a ser más que su Maestro. Dejarse llevar por la fuerza del Evangelio es comprometer la propia vida hasta el sacrificio en la cruz, pero siempre con la mirada reposando sobre el horizonte de la esperanza. Vida y muerte son las dos caras de la moneda de la existencia, dos momentos en el espacio de la eternidad. Antes o después todos habremos de consumir nuestra cera como el cirio pascual que en estos días arde radiante en nuestros templos. Karol Wojtyla está ya viviendo su pascua personal, su primavera del alma. Se trata de una pascua final que es consecuencia de su vivir y sentir cristiano, identificado, como discípulo fiel, con el mensaje de salvación del Señor Jesús. Hombre consumido en un servicio al bien común como heraldo de la paz. La Pascua no es

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tiempo de tristeza, aun cuando el sentimiento humano tenga su razón de ser, sino tiempo de agradecimiento, agradecimiento por una vida entregada a la causa de la edificación de la civilización del amor. La Pascua es tiempo de gozo profundo en la comunión de los santos que nos fortalece. Por eso las lágrimas han de dejar pronto paso a la “paz” que los relatos evangélicos perfilaron en labios del Resucitado. Ahora que vives la primavera del alma, hermano Karol, recibe nuestras oraciones y acúnalas sobre el regazo del Dios-Abbá en el que creíste, amaste y serviste. Con Francisco de Asís, ahora sí, poetas ambos, podréis cantar a saciedad el “cántico de las criaturas”, y junto a tu amigo Juan de la Cruz, dialogar acerca de su “cántico espiritual”, versos divinos que te enardecieron el corazón. En la paz de Cristo no dejes de acompañar nuestro tránsito por esta vida de terribles injusticias y opresión de los más débiles. La causa del Reino, a la que has servido con tenacidad, continúa. Y en este tiempo de la historia, inmersos ya en el nuevo milenio cristiano, no dejes de alentarnos en el espíritu para que abramos las puertas a Cristo, sin miedo ni ataduras. Que nos ciña la verdad con caridad. Tu vida se ha consumido, y un algo de nosotros mismos se nos va contigo, directamente a la casa del Padre. Ya formas parte de la eternidad de Dios tras ascender a tu Monte do Gozo personal. Desde la cima, acuérdate de todos nosotros. Somos peregrinos de la vida».

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La paz se nos resiste

Fray Francisco era un gran amante de la paz, una paz que él concebía como la consecuencia misma de las luchas del ser humano contra sí mismo, no contra los demás. La paz brota de lo más profundo del ser humilde que se encuentra con su propia verdad, desenmascarando todos los engaños. Una paz humilde que se va haciendo paso a fuerza de frustraciones. Una paz que tiene más que ver con una actitud constante ante la vida que con acciones reivindicativas que exacerban las pasiones. Una paz al estilo de Jesús de Nazaret, su Maestro; de Francisco de Asís, su ideal de vida; de Gandhi, en su transformación pacífica de una realidad de opresión, y de Teresa de Calcuta, en su compromiso de amor activo en la práctica del bien, que es consecuencia misma de ese pacifismo vivido desde lo más profundo del ser. Una paz que al fraile se le antojaba como auténticamente mística, como experiencia cotidiana profunda de la esencia de lo divino. En cierta ocasión, recordando al santo de Asís, llegó a escribir: «La experiencia existencial de Francisco de Asís es la del hombre reconciliado consigo mismo, con las criaturas y con Dios, el hombre deificado que encarna a la perfección las bienaventuranzas evangélicas: “Bienaventurados los pobres y los pacíficos”. Su trayectoria vital supone un gran contraste entre el Francisco joven de sueños caballerescos que se alista y llega a participar en una contienda bélica cayendo prisionero, y el otro caballero, el de “Dama Pobreza”, que busca denodadamente la paz y se la ofrece al mundo como su mejor legado. Francisco no se entiende sin Jesús, ni la paz franciscana sin la evangélica. Cuentan los biógrafos que Francisco pidió a los suyos que fuesen por el mundo como seres pacíficos predicando el amor de Dios y que saludasen con el consabido “El Señor te dé la paz”. También algún texto clásico del franciscanismo menciona a un peregrino que, al igual que Juan Bautista, preanunció que venía “alter Christus”, y que lo hizo por las calles de Asís pronunciando un “Paz y Bien” que hoy en día es seña de identidad de las familias franciscanas. Una paz basada en la actitud existencial de Jesús de Nazaret: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con vosotros’. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: ‘La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío’”. “Paz, Paz, Paz...”, podría ser uno de los lemas de Francisco. Una paz que es –él lo sabía muy bien– una gracia que hay que pedir al Altísimo, pero que, sobre todo, es una ardua tarea, una tierra por descubrir que tan sólo conquista quien confía plenamente en el Dios del amor: “Paz a vosotros”. Así pues, Francisco de Asís, su espíritu, sigue siendo fuente de inspiración para quienes creemos firmemente que la solidaridad es un camino para la paz: “Padre mío, Padre nuestro, Padre de todos. Santificada sea tu PAZ. Ayúdanos a hacer presente tu reino de justicia para que tengamos PAZ. Una PAZ no sólo celestial, también terrena, aquí y ahora. Danos hoy nuestra ración de PAZ de cada día para que la compartamos con quien no tiene suficiente. Enséñanos a perdonar y a reconciliarnos con nosotros mismos, con los demás y contigo. No nos dejes caer bajo la tentación de la violencia. Y líbranos del odio. Amén”».

Fray Francisco creía firmemente que los pacíficos son los depositarios de las bienaventuranzas, y que sólo quien está en paz consigo, con los demás, con la naturaleza 27

y con Dios es una criatura nueva, en armonía con la creación entera. Por eso deseaba en su corazón que el convento de San Antonio, en el bosque y mirando al mar abierto en inmensos horizontes, se convirtiese en un espacio para el encuentro y el diálogo en la paz, generando lo que él llamaba la «cultura del amor, la paz y el bien». La paz es una actitud ante la vida, una forma de ser y de estar, de posicionarse ante la existencia real y concreta. La paz es una opción decidida por un orden nuevo de cosas, es una conquista constante que se elabora en lo más íntimo, en lo profundo del corazón, que es en donde más se nos resiste y, en caso de fructificar, en donde más se solidifica y fortalece. El convento de San Antonio tiene su propia historia contada, escrita e inventada también. Las leyendas son así de caprichosas. Cuentan que la fundación del convento tuvo su origen en un eremitorio construido con sus propias manos por un fraile asceta que quiso simbolizar así, construyendo un lugar de oración y silencio, un monumento a la paz en una época en la que los señores feudales del contorno batallaban entre sí y sometían bajo el yugo de la opresión a los campesinos. La paz es así de ocurrente y atrevida, así de rebelde. Cuando los campesinos comenzaron a venir a visitar al ermitaño y contarle sus cuitas, este medió ante los grandes para que dejasen de oprimir al débil. Milagro o no, por lo que se cuenta, finalmente sobrevino un tiempo de paz como respeto a aquel hombre que, más allá del apego a las cosas de este mundo, se dedicaba a orar y trabajar con sus propias manos sin que jamás saliesen de su boca malas palabras, según el consejo paulino: «Que no salgan de vuestras bocas malas palabras; si decís algo, que sea bueno, oportuno, constructivo y provechoso para los que os oyen... que desaparezca de entre vosotros toda agresividad, rencor, ira, indignación, injurias y toda suerte de maldad. Sed más bien bondadosos y compasivos los unos con los otros, y perdonaos mutuamente, como Dios os ha perdonado por medio de Cristo» (Ef 4,29ss).

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Hacia el fin de la Tierra

Al convento llegaban con frecuencia peregrinos que habían caminado a Compostela y que no querían retornar a sus lugares de origen sin contemplar el mar inmenso en Finisterre (fin de la tierra). Fray Francisco solía pasar mucho tiempo dialogando con ellos, sobre todo escuchando atentamente su historia personal y sus experiencias en el Camino. Diálogo que se perpetuaba en el tiempo y en la distancia, ya que no era infrecuente que al convento llegasen cartas y e-mails desde diversos puntos del planeta remitidos por peregrinos que querían mantener vivo el contacto con fray Francisco. En cierta ocasión llegó la siguiente misiva: «Atardece sobre Fisterra y me dejo llevar por el rumor de las olas que, repentinas y fastuosas, se estrellan sobre un mar de rocas que, robustas, soportan estoicamente el embate. En la tarde me quedo a solas conmigo mismo, con mi todo y mi nada, con la fragilidad y la firme voluntad de emprender un nuevo camino en mi vida. Estoy sentado entre piedras de historia inmemorial con la mirada reposada sobre el horizonte, allí mismo en donde la línea del mar besa el cielo sobre el que navega, una vez más, el eterno sol que fue, también él, protagonista de mi caminar durante casi un mes, que es ya como un ayer que tuvo la rara virtud de “herirme” por dentro. Desnudo mis pies y los dejo acariciar por la suavidad de la brisa marina mientras las últimas raiolas de sol (que así le dicen por estas tierras) me bañan con su tenue luz. La tarde, el mar, el cabo Fisterra, y mis sueños, se confabulan en este instante único y eterno en el que sosiego el ser y dejo que fluyan los pensamientos, las experiencias vividas a lo largo de estos días, estas semanas de esfuerzo y sufrimiento, también de gozo, profundo gozo. Mis pies, mis pobres pies, héroes silentes de mis andanzas, son testigos ahora de cuanto escribo. Las cicatrices de las ampollas, compañeras de camino, me hacen recordar los momentos de incertidumbre, de tensión, de sufrimiento, de dudas. “No sé qué pinto yo aquí”, me decía aquel peregrino brasileño que con gran dolor caminaba hecho un guiñapo de hombre, dolorido y quejumbroso, pero firme, firme en la esperanza de que el Camino, su camino, todo camino, el camino verdadero, va por dentro. No lo haces tú, te va haciendo él. Ahora mi pensamiento vuela y hace las veces de aquellos trovadores medievales que contaban musicalmente cuentos y leyendas que, fuesen o no así, al menos algo de verdad sí encerraban, la verdad de la experiencia, la verdad del ingenio más sutil, la verdad del caminante de todos los tiempos, de todos los caminos. Comencé a caminar en mi casa, comencé a peregrinar en mi vida desde que soy un trozo de existencia, puesto que el Camino –hoy lo sé mejor– es la vida misma. La vida es un camino, un ir avanzando, ir siguiendo el rastro del sol hacia occidente: tu rastro de sol, tu occidente personal. Todo fue fruto de un sueño de una noche de verano. Conocí lo “xacobeo” a través de Jaime, un buen amigo que tras caer en una depresión profunda decidió salir al encuentro de la medicina natural que ofrece la naturaleza, la historia, el arte, las personas... y si acaso: la fe. Jaime regresó recuperado, casi feliz. Me dio mucha envidia aquella noche en la que estuvimos charlando hasta altas horas de la madrugada. Fue entonces cuando surgió el proyecto de hacerme al Camino. Sólo necesitaba realizar algunos preparativos, informarme un poco más y disponer de la fuerza de voluntad suficiente para vivir la experiencia de caminar siguiendo la ruta del sol, hacia Galicia, tierra de ensueño, hacia el FINISTERRAE. Llegada la primavera tuve el privilegio de “cobrarme” mis vacaciones anuales. Preparé la mochila con todo

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lo necesario (al final, casi todo sobra): un saco de dormir, una esterilla, productos de aseo, un botiquín, ropa, linterna, cantimplora, una buena guía, algo de dinero y, por supuesto, mi ya tan amada “credencial de peregrino”. Dos autobuses me llevaron a mi destino, un destino itinerante, un destino para hoy que haría posible el destino de mañana. Así sucede siempre en la vida, hoy caminamos sin saber muy bien hacia dónde, pero de no ser así no hubiéramos llegado a donde hoy estamos y nos hubiéramos perdido la riqueza y grandeza del hoy que mira hacia el horizonte con la mirada de la esperanza. Comencé mi ruta en Roncesvalles. En la hermosura silvestre de la mañana paseé por el campo que ya dejaba ver su rostro primaveral. Estuve en la bellísima colegiata y allí asistí, con los ojos abiertos como un crío, al rito de la “bendición del peregrino”, que me resultó algo así como un espaldarazo, como una palmadita en el hombro que me animaba a la aventura que pronto iba a emprender. La primera jornada fue dura, muy dura. Llegué al albergue literalmente “hecho polvo” y hasta me vinieron ganas –lo reconozco– de volver a mis orígenes y disfrutar de mis vacaciones de otro modo. Al principio todo me resultaba de lo más atractivo: los campos, las fuentes, la gente con la que me encontraba y a la que saludaba jovial... pero luego llegó la oscuridad. Poco a poco me fui sumiendo en una especie de noche interior de manera que ya no prestaba atención a lo que sucedía por fuera. El dolor del cuerpo y las primeras ampollas fueron la primera gran prueba. Pero luego, ya en el albergue, pude reconocer que todo, también el sufrimiento, está anudado al secreto de la vida. Mayte, una hospitalera muy cariñosa, me ayudó a recuperar el ánimo. Ella fue quien me “trató” las ampollas y quien, con su conversación amena, me invitó a seguir adelante sin desfallecer, tratando de ver lo bueno, lo positivo, lo hermoso de la ruta, también de la vida. Fue ella mi primera “caricia” en una jornada que había puesto a prueba mi fuerza de voluntad. Vinieron luego momentos de transición. Una especie de rodamiento que me fue haciendo entrar en la onda del camino. Navarra y su primavera frondosa fueron engatusándome y haciéndome sentir un trozo más de vida en el gran puzzle de la creación. En Puente la Reina pude asumir, por primera vez, el gran legado histórico de la ruta jacobea, allí mismo en donde todos los caminos se hacen uno hacia el extremo occidental del continente. Aquí, camino de Compostela, fue en donde se comenzó a gestar la idea de la unidad europea, según el parecer del literato germano Goethe. Recuerdo que en el puente sobre el río Arga cerré los ojos y por un instante me imaginé cómo serían aquellos primeros peregrinos de la historia que abrieron el camino que hoy, con más servicios y comodidades, aún seguimos recorriendo los hijos de este nuevo milenio. La historia es una escuela que conviene no menospreciar, porque de la experiencia surge la sabiduría. Burgos me sobrecogió con su catedral gótica. Por unos instantes enmudecí contemplando sus torres espigadas que apuntan directas al cielo azul de esta capital castellana (el cielo, techo común, que cubre a toda la humanidad). Pensé entonces que nuestra vida es una obra de arte que hemos de ir elevando entre todos, puesto que la unión hace la fuerza. La capital burgalesa me hizo apetecer la compostelana, que era mi objetivo, como lo fue antes de las riadas de peregrinos que provenientes de todos los rincones del planeta desearon (unos lo consiguieron y otros no) alcanzar la basílica compostelana. ¿Qué tendrá de especial este lugar que traspasa historia, cultura y llega hasta nuestros días? Castilla se me antojó ancha, ancha y serena. Ancha porque la planicie me permitía contemplar en lontananza extensiones inmensas de campos en los que los trigales campean a sus anchas. Y serena porque la quietud de la tierra y la contundencia del calor invitaban a hacer un hueco de sombra dentro de uno mismo, la sombra que negaban los árboles. Bajo el sol me hice humilde, comprendí que el ser humano es frágil, que como una amapola puede ser abrasado por el sol, salvo que el agua salvadora aliviase la sed que tuve, sí, que tuve con frecuencia, y que siempre acabó siendo saciada por las fuentes del camino o por la generosidad de algunos vecinos que, comprendiendo el esfuerzo del peregrino, se mostraban prestos a ofrecer un trago de agua fresca, o un vaso de vino de la tierra. León, de hondas raíces romanas, supuso para mí una isla en medio de un mar de tierra, un oasis en el desierto. En lontananza, su catedral, conocida como la “pulcra leonina”, semejaba ser hermana gemela de la de Burgos. Lo primero que hice al llegar fue entrar en sus entrañas, dejarme llevar por el oleaje manso de sus columnas, arcos, capiteles y, ¡oh, alarde de hermosura!, por el torrente de luz multicolor que produce la claridad del día que atraviesa las vidrieras inmensas. La luz policromada es sedante del alma. Uno, por unos instantes, no puede sino pensar en lo divino, en lo más noble del ser humano. En León me adormecí en el silencio y me dejé llevar por un sentimiento de hermosura. Sí, el camino ya estaba “trabajándome” por dentro, con suavidad y rigor, con sufrimiento y esperanza. Algo estaba sucediendo en mi ser que me estaba conmoviendo como nunca lo hubiera imaginado. Vendría luego la risueña Maragatería con su capital, Astorga, coqueta y acogedora, como prólogo del

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Bierzo, en el que el verde frondoso y las montañas comienzan a ganar terreno. Primero Ponferrada con sus templarios y luego Villafranca con sus monumentos medievales invitan a soñar con la ya no lejana tierra gallega, cuyos acentos y palabras comienzan ya a dejarse oír por las rúas de la orilla del río Burbia. Recuerdo que salí de Villafranca antes del amanecer. Sabía que en ese día había llegado la hora de acometer la subida más dura del camino francés. En la cima me aguardaba un poblado casi mágico (así lo sentenciaba la guía) al que se llega tras mucho esfuerzo, un esfuerzo de unos 9 kilómetros cuesta arriba, ¡ufff!, muy cuesta arriba. O Cebreiro es un poblado de origen celta que corona un alto y que casi se diría que roza el cielo. No en vano allí las nubes conviven con los vecinos. En O Cebreiro disfruté de la ternura de sus gentes, de la hospitalidad y también de la compañía de muchos peregrinos de aquí y de allá, incluso de allende los mares. Pero el corazón palpitante del reino de las pallozas es su iglesita de Santa María, templo prerrománico del siglo IX que encierra en sí el misterio de la sencillez. Después de contemplar la imagen románica de la patrona del lugar, con sus ojos enormes que parecen querer hablar, me senté en un banco y pasé tiempo, horas, en silencio, con los ojos cerrados, re-pensando mi vida, haciendo una especie de síntesis en profundidad, sin miedos ni máscaras, quedándome a solas con mi verdad. O Cebreiro fue un punto de inflexión en mi vida. Sí, decididamente el Camino me estaba transformando por dentro, ya casi me costaba reconocerme. O Cebreiro fue el mejor prólogo antes de la meta jacobea. Ya sólo me quedaba descender a Santiago, ese lugar que, a fuerza de deseo, se había convertido en una obsesión. Galicia es simplemente hermosa. La naturaleza aquí se ha hecho un monumento a sí misma entronizando al verde como color victorioso que anima a la esperanza. “Esperanza, esperanza, la vida es esperanza” –me repetía con frecuencia al transitar por esta tierra en la que la lluvia es un peregrino más que va y viene a su antojo-. Alto do Poio (último gran repecho, que casi me deja sin aliento), Triacastela y su iglesia de Santiago, Samos y su monasterio junto al río Ouribio, Sarria y su calle “Real”, Portomarín con su fortaleza de San Nicolás, Palas de Rei y San Tirso, Melide y Arzúa, son lugares de tradición jacobea que no hacen sino hacer apetecer al peregrino la ciudad que da nombre al Camino que, a base de caldo, queso, vino, carne, pescados varios, etc... ya va alimentando el cuerpo para recobrar las fuerzas que flojean después de tanto trasiego entre calor, frío, lluvia, sol... Y al fin Compostela. El Monte del Gozo tiene un aire muy especial que te empapa pulmones y corazón a un tiempo. Aquí está la prueba de fuego del Camino, la constatación de si verdaderamente eres peregrino. Cuando contemples la silueta de las torres catedralicias junto a unos monumentales peregrinos que guardan memoria del nombre del lugar se te escapará una lágrima y brotarán los recuerdos. El descenso a la ciudad se te hace duro y largo, duro porque sabes que va a concluir un acontecimiento grande en tu vida. Largo porque no quieres concluir. Pero debes caminar, sí, siempre hacia delante, sin mirar atrás. El barrio de San Lázaro, la rúa de Os Concheiros y la de San Pedro te hacen derivar en la Puerta del Camino que, tras leve ascensión por las Casas Reais y un leve descenso por Cervantes y Azabachería, te permiten recibir el último abrazo, el de la catedral románica que se convierte en tu casa, en casa de todos, y el abrazo al Apóstol más que tu abrazo es el abrazo que tú mereces tras tanto sacrificio, sufrimientos y dudas. Ahora ya no dudas, ahora disfrutas y te dejas hacer mientras el Botafumeiro, rey de los incensarios, perfuma el ambiente y tú te dejas perfumar los olores desagradables acumulados en el camino, los “malos olores” acumulados a lo largo de tu vida. Compostela te purifica al tiempo que te sumerges en un mar de piedra y asistes estupefacto al milagro de la lluvia que, una vez más, invita a interiorizar la experiencia y a compartir, a ofrecer la solidaridad, que es la gran lección del camino. Atardece en Fisterra y me dejo llevar por el rumor de las olas y por el recuerdo. Ahora descanso. Mañana regreso a mis orígenes. Mañana continúo camino pero de otra forma, con la experiencia que da el haber caminado hacia SANTIAGO DE COMPOSTELA».

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La noche es el prólogo del día

En cierta ocasión pidieron a fray Francisco que escribiese unas líneas para publicar en recuerdo de una amiga llamada Chus, que había entregado su vida en plena juventud dejando tras de sí un resplandor de luz. La palabra tiene gran fuerza de evocación, y hacer memoria de los ángeles de luz que pasan por este mundo es una forma de hacerles inmortales y provechosos para quienes se recreen en lo que fue una vida de entrega y servicio a unos ideales. La estela dejada por quienes nos preceden en el camino de la vida eterna es un indicador en ruta para quien busque metas elevadas. Chus dejó su huella indeleble en el corazón de quienes tuvieron el privilegio de conocerla. Necesitamos personas así, personas-luz que son capaces de iluminar incluso cuando están viviendo en la oscuridad de la noche, como aquel ciego que al caer la tarde salía por las calles de su pueblo con un farol encendido para poder ofrecer luz al transeúnte que se extravía en medio de la oscuridad en un lugar desconocido. Este es el artículo que escribió el fraile para compartir su recuerdo acerca de una amiga cuyo cuerpo se ha desvanecido, desprendiéndose así de su alma, que ahora, con el paso del tiempo, se va dejando sentir con la fuerza de Dios: «En nuestra vida, entendida esta como un camino hacia un horizonte de esperanza que a veces nos inquieta y otras nos enamora sobremanera, siempre hay un momento para el recuerdo hecho agradecimiento. Aunque a veces caminemos en la oscuridad de la noche nunca faltará una luz, un “lucero”, que ilumine nuestro caminar cansino. Esa luz nos la ofrecen algunas personas tocadas por el dedo de Dios, que pasan por el mundo como una primavera regalándonos las hermosas flores de la generosidad, la bondad, la entrega, la sonrisa, la amabilidad... En realidad estas personas son auténticos ángeles de la guarda que velan nuestro paso, sobre todo cuando creemos desfallecer. A través de estas palabras que siguen voy a recordar con agradecimiento a una de estas personas que han pasado por la vida de los mortales dejando tras de sí un rastro de hermosura que con el paso del tiempo gana en nitidez e intensidad. Y no está de más que, de vez en cuando al menos, dejemos que el pensamiento vuele para recordar a estos ángeles de luz que Dios nos ha regalado un tiempo en la Tierra y que ahora conforman ya el espacio sagrado de la eternidad en la más plena libertad de quien ha agotado su vida dándola en servicio a los demás y que ahora se ha transformado no sólo en un recuerdo agradecido sino en una nueva forma de ser y estar entre nosotros con la fuerza del Espíritu, ese Espíritu sorprendente y desconcertante que sigue alentando nuestras luchas en medio de frustraciones y desidias, de trabajos y fracasos. Quien vive según la fuerza espiritual que brota de nuestro interior, de todo el caudal de bondad que atesoramos, acabará meciéndose suavemente en la cuna de la eternidad, que lejos de ser olvido perpetuo se convierte en recuerdo constante que alienta nuestros pasos en este caminar por la tierra de los vivos, en donde tantas veces la negatividad hace parada y fonda inquietándonos e incluso derrumbándonos. No sé lo que es la muerte. Supongo que no se sabe verdaderamente hasta que no se experimenta en persona. Sí sé de otras pequeñas-grandes muertes cotidianas: la de una madre rota de sufrimiento y pesar porque su hijo ha caído en la esclavitud de las drogas, la del parado que refugia su frustración en el alcohol, mal compañero de camino, la del “sin techo” que no sabe si dormirá o no hoy mismo bajo un techo acogedor, la del ser humano que sufre la violencia que provoca el odio destructor... Y también sé de la muerte de seres

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cercanos, unos cumplido ya un ciclo vital dilatado en el tiempo, otros recién iniciada la aventura de la vida. Los años no perdonan y poco a poco nos vamos encontrando de bruces con la realidad de la muerte, que se me asemeja a un atardecer de la vida que, pese a todo, augura siempre un nuevo amanecer. La fuerza de la realidad nos invita a no ser inconscientes, superando el dolce far niente o el “vive el momento presente” en sus vertientes más negativas, entendidos como el pasotismo más zafio unido al individualismo insolidario más feroz. La muerte, en clave de esperanza, puede ser una fuerza de choque que despierte muchas conciencias dormidas, aun cuando para ello tengamos que hacer un esfuerzo de integración psicológica, emocional y racional de lo que supone, como negación de la vida, de los proyectos, de nuestros mejores deseos. Sin embargo, a ojos vista de la fe cristiana, la muerte no es sino el paso definitivo traspasando el umbral de la puerta de Dios, un Dios de misericordia que nos aguarda como sólo un padre o una madre saben aguardar a un hijo que se ha ido de viaje y regresa tras un periplo de ausencia perdido por los caminos del mundo. Una amiga mía concibe la cruz de Jesús como experiencia misma del amor misericordioso de Dios, por eso la representa con el palo transversal de mayor longitud que el vertical, sugiriendo así que Dios tiene unos brazos muy largos, lo suficientemente amplios como para poder abrazar a toda la humanidad herida y sufriente. Hace años conocí a María Jesús, Chus, en un lugar idílico: el monasterio de Santa María de Sobrado (A Coruña), espacio sagrado en el que historia, arte y espiritualidad se aúnan al servicio de quien busca razones para su esperanza. En Chus contemplé una sonrisa; la de quien, pese a su juventud, ya había vivido intensamente su condición humana finita y trascendente. Ella sonreía con una sonrisa sincera y humilde, la de una mujer con experiencia de cruz que sin embargo dedicaba sus últimos tiempos en la Tierra a hacer el bien, en el que creía con firme convicción. Sus servicios como médico, primero de modo profesional y después de forma altruista (cristiana) a favor de los más pobres, es quizá la expresión misma de su corazón, el corazón de una mujer enamorada de la vida, de Juan, su esposo, y de todos los pobres. En aquella ocasión estuvimos charlando sobre la naturaleza y cómo Dios se manifiesta a través de sus criaturas. Ella y Juan acababan de regresar de un viaje en el que habían disfrutado de la majestuosidad de la creación hecha vida. Chus tenía una mirada lo suficientemente limpia como para comprender que la huella de lo divino se perpetúa en la creación misma, que no hay que hacer equilibrismos teológicos o espiritualistas para comprender que la vida misma encierra en sí un misterio divino que se descubre a fuerza de experimentación y no de teorías o teologías desencarnadas que poco o nada saben de la vida misma, la concreta, la de todos los días, la que se va confeccionando a golpe de fe, esperanza y amor. Tiempo después pude acompañarles (a Juan y Chus) en una visita a mi amada ciudad, Santiago de Compostela, hogar común de peregrinos, visitantes, estudiantes y compostelanos. La catedral, corazón latente de la ciudad, en la que concurren gentes venidas de todos los rincones del mundo, fue el marco ideal en el que Chus pudo expandir su alma ante la imagen del profeta Daniel, que como por milagro pétreo luce una pícara sonrisa desde su espacio en el Pórtico de la Gloria. La piedra modelada es también expresión de la presencia de Dios, un Dios al que ya sin duda Chus percibía con la misma rotundidad de la piedra que ha de ser esculpida a fuerza de martillo y cincel. También ella estaba ya siendo esculpida por un escultor ignoto que poco a poco iba dando forma a lo mejor de sí misma, aunque sufriendo en silencio. Sé que hoy ella, como todas las personas que han pasado por la catedral compostelana, forma parte de ese mosaico de vida eterna que sugiere, o mejor delinea con la forma de la piedra, el Pórtico de la Gloria, antesala visual y tangible del Reino de los cielos tal y como lo describe la Sagrada Escritura. Un tercer encuentro recordado se produjo en torno a una mesa en Colmenar Viejo, compartiendo el pan, pero sobre todo disfrutando del don de la amistad. Fue un momento intenso de fraternidad, de sinceridad, en el que desde la verdad de nuestra vida hablamos de cómo nos veíamos mutuamente, de cómo habíamos ido evolucionando con el tiempo. Hablamos de lo humano y de lo divino, y en Chus se podía intuir un corazón fortalecido en el amor y el compromiso a fuerza de sufrimiento. Sólo ella sabrá cuál ha sido su camino, los demás tan sólo somos espectadores de la acción de Dios en la vida de los demás. Un Dios misterio a quien se puede ir modelando a través de la amistad que se construye a base de pequeños detalles: basta una sonrisa, un simple gesto de acogida, unas palabras amables. Con Chus era posible crear la amistad, y a uno le queda la pena de no haber podido disfrutar más de todo ese caudal de bien que manaba de su mirada. Cuando llega el ocaso de la vida nos sentimos desconcertados, máxime si la “hermana muerte”, tal y como la llamaba san Francisco de Asís (que también él entregó su espíritu más o menos a la misma edad que Chus), llega prematuramente. A veces pienso que esto no es casual, sino causal, que hay una causa, una razón, un motivo por el que el Dios de la vida se lleva consigo a quienes en poco tiempo han vivido con una profundidad tal que ya están preparados para habitar en el Reino de los cielos, y desde allí seguir beneficiándonos con su presencia y compañía benéfica. La naturaleza, siempre sabia, sabe que todo es un

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constante transformarse: que el gusano que se arrastra acaba convirtiéndose en la mariposa más hermosa que vuela libre entre flores, que la flor acaba siendo sabroso fruto silvestre, que la vida es cambio constante, aunque duela. Chus habita ya junto a todos aquellos hombres y aquellas mujeres que han creído firmemente en la bondad: Francisco de Asís, Teresa de Calcuta, y por supuesto, Jesús de Nazaret. Una bondad comprometida a la que Chus dedicó sus mayores ansias de lucha por un mundo en el que los excluidos y marginados lo sean menos. Chus, como Francisco, intuyó, casi tuvo la certeza, de que Dios es vida y esperanza, por eso ambos entregaron sus vidas a una búsqueda, dolorosamente real pero dichosamente feliz, de “alguien” más grande que nuestras penurias. Un Dios que ilumina con la llama de la fe el postrero instante de la vida. José Luis Martín Descalzo lo supo expresar con la sensibilidad del poeta y del místico: “Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba”.. Hay personas cuya pérdida supone un gran vacío en el corazón. Pero para quien se atreve a ver más allá de las apariencias no hay despedidas eternas, la vida es un camino jalonado de encuentros y reencuentros, de idas y venidas, y el amor es más fuerte que la tristeza, auque esta trate de envolvernos con su manto de angustia y oscuridad. Quizá el mejor legado de Chus sea el de su fe, una fe sincera y esperanzada, una fe comprometida a favor de los demás, una fe que sin duda ha hecho que su camino de encuentro con la enfermedad y el sufrimiento se haya convertido en una plataforma de lanzamiento hacia la plenitud. Llegará el tiempo en el que todos probemos del cáliz del fin de una etapa, del tránsito por esta tierra de injusticias, de amor, de Dios. Recordando a Chus, orando con Chus, os invito a la esperanza, a que miréis con los ojos de la fe, la misma fe que ella tenía, y que nos permitirá ver más allá de las apariencias. Ella veía más allá de la espesa niebla de la enfermedad. Recientemente he tenido que compartir momentos tristes con la familia de David, un joven amigo mío que ha perdido la vida en una carretera recién estrenada su paternidad. A los primeros momentos de desconcierto, rabia y lágrimas, siguieron momentos de paz. David experimenta ya la pascua de Jesús, a quien él seguía en el compromiso con los más pobres. A él le oí decir en una ocasión: “Estamos amenazados de vida”. Chus, como David, ya vive la pascua de la vida eterna habitando en el corazón de Dios. A nosotros nos queda seguir peregrinando, aunque sea de noche, sabiendo que nunca faltará alguna estrella, ¿Chus?, que nos acompañe con la luz que recibe de Dios, velando nuestro paso, velando nuestro sueño, mientras seguimos caminando hacia el horizonte de la esperanza. Y cuando nos llegue el momento de romper el velo para que se produzca el encuentro definitivo, susúrranos tú, Chus, amiga de Jesús, que el amor suaviza hasta la prueba más severa, y que Dios es más sencillo, más amoroso de lo que nos imaginamos. Tú participas ya de la experiencia cumbre de habitar en el corazón del Dios en el que creías y en el que ahora no necesitas creer. Cuando más oscura sea nuestra noche sé tú una estrella que nos indique el camino, un resplandor divino que nos ayude a continuar con tesón nuestro camino. A veces nuestro paso es pesado y cansino, porque la vida duele y nos va hiriendo por dentro, tú lo sabes: ayúdanos a confiar, a amar, y desde el amor, a servir. Ahora, Chus, “doctora divina”, ayúdanos a seguir tus huellas en el amor hecho servicio a los más pobres. Confiamos en que desde Dios nos sigas ayudando a ser mejores personas. Dale recuerdos a nuestros seres queridos que ya caminan por la eternidad y que seguro que ya han coincidido contigo en la luz sin ocaso. El atardecer precede a la noche y la noche es el prólogo del nuevo día, en el ahora mismo de Dios, en el que estamos, existimos y somos. Gracias, Chus. Gracias a Dios por ti».

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Iluminar la oscuridad

Al convento venían personas llegadas de muy lejos, buscando el sosiego de las piedras y la caricia de la naturaleza. Solían permanecer algunos días en la hospedería conventual, participando en la vida orante de la Fraternidad y disfrutando del bosque y del mar, del arte sencillo y de la espiritualidad del lugar. Fray Francisco solía dedicar parte de su jornada a estar con los huéspedes y visitantes, acompañando por unos instantes sus gozos y sus tristezas, sus proyectos y frustraciones, practicando sobre todo la escucha atenta, sin juzgar, comprendiendo, respetando, amando. Frecuentemente –quizá sea un signo de nuestros tiempos– llegaban personas atenazadas por el miedo: miedo a las relaciones interpersonales, miedo al fracaso laboral, miedo a dar lo mejor de sí mismas para no ser heridas, miedo, en fin, a la vida. Fray Francisco solía entonces contarles su propia historia de miedos infantiles, que aún de vez en cuando se dejan ver por los campos del alma y de este modo, desmenuzando su propia historia, lograba aliviar la carga de quien se sentía abocado a una profunda soledad por la falta de comprensión de los demás. En su diario personal llegó a escribir: «Recuerdo que de niño tenía muchos miedos, miedos implícitos y explícitos, miedo al sufrimiento, miedo a algunas personas, miedo al futuro... Lo cierto es que a veces incluso tenía pesadillas que me hacían sufrir. Entonces, en mitad de la noche, mi organismo reaccionaba casi inconscientemente buscando el interruptor que encendiese la luz de la habitación, para poder así espantar todos mis fantasmas mentales. Cuando lo conseguí, el niño que era sentía un gran alivio, el primero e inmediato, comprobar que todo había sido irreal, una pesadilla molesta que como viene se va. La luz me daba confianza y sosiego. Aun así los miedos continuaban asaltándome, al tiempo que me iba enfrentando conmigo mismo y, sobre todo, con los demás. Recuerdo también que en alguna ocasión, por causa de alguna tormenta traicionera, se iba la luz en nuestra casa familiar. Entonces, mi madre, siempre previsora, sacaba de la lacena de la cocina una vela con el fin de iluminar un poco. Era una vela simple pero que en aquel entonces se convertía en el centro de nuestras atenciones, y no por ella misma sino por la luminosidad que desprendía y que nos permitía ver y hacer nuestra vida. Así ha de ser, cuando la oscuridad nos impida ver tenemos que sacar de la lacena de nuestro corazón una vela que nos ofrezca generosa su tenue luz; pero no nos quedemos en la vela misma: sigamos el resplandor de su luz. Enciende la luz de la confianza, de la esperanza, del amor, y todos tus miedos se diluirán como la oscuridad huye del sol. El miedo es ausencia de confianza; lo vencemos a fuerza de esperanza».

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Muy dentro de ti

La sabiduría de la vida religiosa cuenta con muchos siglos de experiencia, por eso los conventos pueden ser pozos de sabiduría, sabiduría según las ansias firmes de felicidad. Muchas veces, la sabiduría «cientifista» del mundo se queda corta a la hora de ofrecer un espacio para la felicidad. En el convento de San Antonio se sabía perfectamente que la sabiduría de la humildad es la que fortalece el intelecto y el corazón, la que predispone para la felicidad. Los frailes saben que la palabra, a veces, es un estorbo para el crecimiento y la maduración de la persona, por eso tratan de guardar silencio en lo posible. Y la palabra más profunda es la que te descubre tu valor, el de tu silencio interior, pacificado por la esperanza. En la puerta del oratorio de la Fraternidad hay un letrero escrito con caracteres medievales que reza así: «¿Adónde vas? No me busques más allá de ti, estoy en ti, estoy muy dentro de ti». Los visitantes suelen sorprenderse, pero lo cierto es que la reacción inmediata es la de hacer silencio y meditar por un instante acerca del significado oculto de esta expresión. Cada cual habrá de dar su propia respuesta, casi ninguno lo logra de inmediato, pero la frase queda escrita en el corazón y es recordada al regreso al hogar. La vida es más de lo que se ve. Esto lo saben perfectamente los frailes, que son, han de ser, expertos en la vida interior. Un santo con alma de monje, san Agustín de Hipona, escribió que la verdad reside en el ser humano interior. Por eso es de sabios prestar atención a lo que somos, a lo que forma parte constitutiva de nuestro ser más íntimo. Corre gran riesgo de extravío el ser humano que después de muchos años de brega sobre el mar de la vida no es capaz de profundizar, quedándose en la superficie de las cosas. La esencia radica siempre en lo más profundo, los tesoros más valiosos se ocultan en el corazón de la tierra. Con frecuencia, los frailes, en momentos libres, acudían al oratorio a estar en silencio en meditación profunda, o musicando por dentro las melodías de Dios. Entonces, si un visitante entraba en el interior, solía sentir una extraña sensación de paz al contemplar a los frailes orando en silencio. Necesitamos recuperar el valor del silencio, haciendo silencio interior, espacio fructífero para que germinen los más loables proyectos. Buscar la verdad, no fuera de ti, sino en ti: está dentro de ti. Busca y hallarás. Cuando fray Francisco se veía acometido por turbaciones merced a la embestida de pensamientos irrefrenables, solía poner en práctica las enseñanzas que había aprendido de los frailes mayores. A veces el trabajo manual lograba el milagro de acallar las voces interiores. Otras veces, por el contrario, sentarse a contemplar el paisaje que circunda el convento era bálsamo que curaba y pacificaba. Y en ocasiones el silencio exterior surgido del corazón del oratorio, e incluso la oscuridad, se convertían en pedagogía de 36

vida. Los ruidos son molestos, por ello hay que contrarrestarlos allí mismo en donde hacen daño, dentro de nosotros mismos. En cierta ocasión un visitante se acercó a un venerable y anciano fraile. Por largo espacio de tiempo habló y habló hasta la saciedad. Tras dos horas de atenta escucha, el fraile, un poco turbado en su mente frente a la acometida de tantas ideas hechas palabras, a veces inconclusas, miró a su interlocutor y le dijo: «Ahora escucha». El visitante se quedó aguardando el magisterio del religioso por unos minutos. Pero ante el silencio volvió a incidir: «¿No tiene nada que decirme?». El monje rebatió: «Tan sólo escucha». Al poco tiempo incidió: «¿Qué oyes?». El hombre agregó: «Todo el ruido de mis pensamientos». «Entonces aún no estás escuchando de verdad», repuso el anciano. Tras unos instantes de silencio, aquel hombre comprendió: se acallaron sus pensamientos y comenzó a oír el rumor del arroyo que pasa por la huerta del convento, el tañido de la campana conventual que convoca a la oración, y el trino de algún pájaro lejano. El anciano fraile sonreía y sentenció: «Ahora ya estás en disposición de vencer tus turbaciones».

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Tendiendo puentes de solidaridad

No lejos del convento, montaña arriba, a poca distancia del manantial del que brota el agua pura y limpia que da vida a los habitantes del bosque, y entre estos también a los frailes, se tiende un puente construido con troncos de madera que, desde tiempo inmemorial, une dos márgenes allí mismo en donde el arroyo se ensancha. La tradición cuenta que un fraile muy creativo decidió, hace cien o más años, fabricar con rústicos instrumentos de labor un puente que facilitase el acceso a la fuente del arroyo, para así poder acudir a tomar de sus aguas, las más puras. De este fraile ya no se guarda memoria en lo referido a su identidad, pero lo cierto es que en su anonimato, seguramente deseado, legó a la posteridad de frailes, y hoy también de visitantes del convento, un hermoso puente de madera que ha sido ya mil veces retratado por los visitantes que, arroyo arriba, buscan el encuentro más natural con la naturaleza viva, allí mismo en donde la frondosidad del bosque se adueña del espacio y las aguas del arroyo invitan al silencio exterior e interior. Fray Francisco solía subir a la fuente del arroyo, llamado «Salvador». Las leyendas del convento y del bosque quieren hacer creer que en cierta ocasión, siglos atrás en la historia, hubo una gran sequía por aquellas tierras, ante lo cual los frailes, además de acudir a la oración tratando de arrebatar a la Providencia al menos una promesa de aguas, idearon un sistema de desalinización del agua de mar, siempre abundante, que servía así para regar campos, lavar ropa y cuidar la higiene personal, pero no para el consumo humano. Continúa la leyenda afirmando que fray Lázaro, hombre penitente y santo, subió a la cima de la montaña y allí permaneció en oración intensa durante varios días. Cuando abrió los ojos después de un tiempo de silencio pudo comprobar cómo de debajo de la roca sobre la que estaba sentado brotaba un hilillo de agua. La intuición del orante le llevó a descubrir el tesoro ansiado. Milagro o no, lo cierto es que, avisados los demás frailes, excavaron y vieron cómo brotaba agua a raudales que enseguida se convirtió en un arroyo tan deseado como la llegada del «Salvador». Milagro o no, lo cierto es que la vida misma es un auténtico milagro, y que a veces basta pacificar nuestra mirada para poder descubrir lo que siempre buscamos y resulta que siempre ha estado ahí, bajo nuestros pies. Hoy, el arroyo sigue brotando, y el puente sigue tendiendo un camino entre dos orillas. «Hay que tender puentes de solidaridad», solía decir fray Francisco cuando alguien se le acercaba ardiendo en egoísmo. El puente une, acerca al menos, y posibilita siempre el encuentro a poco que una persona decida caminar sobre él. 38

Las huellas en la arena

Fray Francisco solía bajar a la playa en días desapacibles, en los que resultaba harto difícil encontrarse con otras criaturas que no fuesen las gaviotas. Con frecuencia paseaba sobre la arena descalzo, para sentir así el roce de la arena acariciando la planta de los pies, como una forma más de despertar los sentidos y dar gracias a Dios por todas las maravillas de la creación. Su paseo pausado sobre la arena concluía en el roquedal que, como si fuese un arroyo de piedras, parece querer derramarse sobre el mar, sin mediación ni transición de arena. Sentado sobre alguna roca, el fraile soñaba recordando su infancia vinculada a los juegos en la arena y el mar. Y siempre, irremisiblemente, al mirar hacia el camino andado sobre la arena, descubría allí unas huellas, las huellas de sus pies, cruzadas con otras huellas de otras personas andariegas. La vida es así, un camino sobre la arena al borde del mar, que es el misterio. Un camino que nunca es completamente rectilíneo sino en zigzag, como dando tumbos, aunque siempre hacia delante. Un camino que se hace más fácil transitar cuando la arena está mullida, pisando sobre otras huellas. Pisar sobre huellas de otros aventureros es facilitar el paso. Pero el caso es caminar, ir caminando sin mirar atrás, salvo lo imprescindible. Fray Francisco solía concluir su excursión a la playa cerrando los ojos y dejándose acariciar por la brisa marina y mecer por el rumor de las olas. Así los sentidos espabilan para lograr el equilibrio interior que tanto necesitamos. El mar, las rocas, la arena y unas huellas bastan para despertarnos a un mundo de sensaciones y espiritualidad tan natural como la vida misma. Pero para captar la profundidad de la sencillez hay que tener muy despiertos los sentidos, y la sensibilidad a flor de piel. El ser humano contemporáneo ha de despertar del sopor del materialismo esclavizante, para elevarse a nuevos vientos de libertad, paz y amor. El mar es una pedagogía que abre nuestro entendimiento hacia un horizonte de esperanza. Luego, en el oratorio del convento, el silencio orante se convertía en un paisaje marino, en una brisa suave y en un rumor de olas. Dios sigue creando y estableciendo espacios sagrados para dejarse encontrar, casi atrapar. Nada hay que no tenga su lugar en el campo de la creación, por eso todo estímulo, toda experiencia, toda sensación pueden ser un mensaje divino, un adelanto de la felicidad anhelada y que tanto se resiste. El corazón sabe intuir nuevos caminos para el alma; basta con dejarse llevar por la fuerza del amor que guía en alta mar, como aquellos barcos que de cuando en cuando se dejan divisar en el horizonte, en mar abierto, rumbo siempre a un destino prefijado, aunque el mar, como la arena, no deje huellas en su faz. Caminar por la vida dejando huellas que otros hayan de saber aprovechar para su propio caminar. Lección de vida: caminar 39

abriendo caminos que otros llegarán a caminar.

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Domesticar el lobo interior

Es conocida la escena de san Francisco de Asís domesticando al lobo de Gubbio. Cuentan las fuentes clásicas que Francisco hizo parada y fonda en sus aventuras apostólicas en un pueblecito italiano llamado Gubbio, en donde pudo saber que una fiera salvaje, un lobo, tenía atemorizados a sus habitantes debido a su fiereza y a todo el daño que causaba. El biógrafo cuenta que Francisco, ni corto ni perezoso, salió al bosque al encuentro del susodicho animal, con ánimo de enfrentarse a él con las armas de la disuasión y la compasión. Una vez que el santo se hubo encontrado con el lobo, le reprendió severamente por su comportamiento con los vecinos del pueblo, a lo que el lobo, desorientado por aquella reprensión, parecía avergonzarse. Fue entonces cuando el Pobrecillo de Asís hizo un trato con el animal: si dejaba de comportarse así, los vecinos le proveerían a diario del alimento necesario, con lo cual todos saldrían ganando. Hay quien sostiene que el lobo en realidad era un gran terrateniente que tenía sometidos bajo el yugo de la opresión a aquellas personas, y que Francisco en realidad lo que hizo fue reprenderle en nombre de Dios por su comportamiento despiadado. Sea como fuere, la imagen del lobo vencido en su fiereza por el santo de la paz no deja de tener una gran fuerza de evocación. Todos llevamos dentro un lobo salvaje que hay que domesticar, ante el peligro de que nos destroce. La ira es un enemigo de la Humanidad, una bestia salvaje que se traduce en violencia y destrucción. Una vez liberada, es muy difícil poder reducirla. Sólo la fuerza de la paz y el amor pueden con su fiereza. Sólo el hombre o la mujer pacificados y pacificadores pueden reeditar esta imagen del santo de Asís amansando a la fiera. En un mundo tan convulso como el nuestro cada cual se debe cuidar de no soltar al monte de la vida la fiera que lleva dentro. Lograr amansarla, comprender que la violencia no conduce a ningún buen fin, es ya una forma de ser también nosotros heraldos de la paz en un mundo en guerra constante. El pacifismo de Francisco nace de vencerse a sí mismo, de lograr mantener a raya lo peor de nosotros mismos. Por eso es tarea ardua pero urgente la de pacificar nuestro propio ser, poniéndolo en armonía con la creación entera. Buscar la paz, luchar resistente y esperanzadamente por la paz, es ya una forma de lograr domesticar nuestras tendencias y actitudes más salvajes. A veces nos obsesionamos con el pecado original sin valorar que lo original es el estado de paz y armonía criatura-Dios. El lobo de Gubbio ha pasado a la historia como una referencia concreta para quien quiera vivir con paz y prestar servicio a la paz, como quien rinde pleitesía a una gran señora. 41

Amada por primera vez

María nació en una familia acomodada. Desde niña vio satisfechos todos sus caprichos. Su padre, un adinerado empresario, se desvivía por la buena marcha de sus negocios, de manera que casi nunca estaba en casa. María apenas le veía. Su madre, quizá sufriendo la ausencia constante de su marido, delegó en amas de cría –lo que hoy llamamos «canguros»– la educación de su única hija, dedicando su tiempo a hacer vida social. Cuando María concluyó brillantemente sus estudios de enseñanza media, ingresó en una prestigiosa universidad. Para ella significaba al fin ser mujer de verdad, con libertad, liberada del ambiente familiar, y además con tanto dinero como pudiese desear, porque al fin y al cabo ella era «el ojito derecho de papá». Los primeros meses de universidad fueron configurando la vida de María. Descubrió de golpe la vida vivida «a tope», sin medir las consecuencias. De juerga en juerga, la niña «bien» comenzó a internarse en el lúgubre mundo de la noche. Y allí tomó contacto por primera vez con la droga, que acabaría configurando y marcando decisivamente su vida, sin ella ser consciente en aquel momento. Finalmente, María cayó en la cuenta de que su vida de desenfreno la había conducido a lo profundo de un pozo del que ya no se sentía con fuerzas para salir. Ahora se trataba tan sólo de sobrevivir, de lograr cada día seguir adelante. Sus padres descubrieron su adicción, pero al principio no quisieron darle mayor importancia. Llegó un instante en el que María robaba en su propia casa. La ruptura conyugal de sus padres no había hecho sino acentuar la situación, afectándola profundamente. Sus padres decidieron repudiarla como hija, puesto que había manchado el honor de la familia, y un hombre de negocios tan importante y una mujer tan conocida en círculos de glamour no podían avalar a una hija desquiciada por la droga. Fue entonces cuando María se internó en los lóbregos senderos de la prostitución, para sobrevivir y conseguir la maldita sustancia que la mata poco a poco pero sin la cual dice no poder vivir. Las malas experiencias con hombres, el sentirse un despojo humano, el verse maltratada por todos la han hecho reaccionar, tratando de atisbar un poco de luz, al menos, desde lo profundo del pozo. Fue entonces cuando una religiosa oblata se acercó a ella en una calle y comenzó a hablarle con mucha amabilidad. Se trataba de una mujer cuya congregación religiosa se dedica a acoger y tratar de ofrecer alternativas de vida a las mujeres que caen en la red de la prostitución. La invitó a ir a una casa en las afueras en la que podría quedarse si lo deseaba. María dudó, pero finalmente decidió ir. Allí, junto a otras mujeres rotas acompañadas por un grupo de religiosas, comenzó a ver la luz que se le negaba. Fue allí mismo en donde supo de la existencia del convento de San Antonio, con el que las religiosas estaban muy relacionadas. 42

Cierto día decidieron hacer una excursión a la costa, recalando en el convento, en el que comieron y pasaron parte de la tarde. María conoció a fray Francisco y comenzaron a hablar. El fraile le mostró el convento explicándole el porqué de una vida así, el porqué de una opción de este tipo. María escuchaba atentamente y sentía un poco de envidia de aquel fraile, cuyo rostro reflejaba una alegría muy especial. Sentados en el recoleto claustro del convento, María comenzó a desgranar su vida de infortunios. Fray Francisco escuchaba atentamente con la mirada clavada en los ojos de la mujer. Una vez que hubo descargado todo el peso de su existencia, que comparaba con un «buque insignia hundido que ya no puede navegar», Francisco habló tratando de desplegar con la voz y las palabras un mundo hermoso, de modo que María pudiese ver más allá de sus heridas. Le habló de la vida misma, de lo trágica que puede llegar a ser, pero también de cómo la esperanza es capaz de vencer todas las adversidades. Le habló de una tal María Magdalena, amiga íntima de Jesús de Nazaret, y de cómo nunca es tarde para la felicidad. María escuchaba con atención. Era la primera vez que alguien le hablaba con pasión de la hermosura de la vida y no la juzgaba, ni menos aún la condenaba por ser una mujer «de mala vida». Pero lo que más la cautivó fue la mirada del fraile, que le parecía profunda y honesta. Una mirada bastó para recuperar a la persona herida por la vida. Era la primera vez que María se había sentido amada de verdad. Aquella no era una mirada de desprecio ni de deseo, como tantas veces había tenido que soportar en la sociedad. Una mirada basta para destruir el odio y la negatividad. «El amor es la clave –recuerda que le dijo el fraile–: amarte y amar, amar siempre, sin miedos, sin complejos, con esperanza. El amor cura heridas y nos indica cuál es el camino de la felicidad. María, tú eres amada en lo más profundo de ti misma». Hoy María desempeña una ímproba labor de atención a las personas rotas por la vida, al frente de una asociación benéfica llamada «Vida en la esperanza». Se ha casado, tiene un niño al que llama Francisco y una niña llamada María, y lo más importante: ha salido del pozo de las drogas. Una tarde de despertar la conciencia puede producir el milagro de la transformación del mal en bien, de la desesperación en esperanza, del odio y la tristeza en amor.

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La Navidad de los pobres

Fray Francisco solía escribir cartas circulares a sus amigos y amigas, e incluso a todos aquellos visitantes del convento que le dejaban una dirección convencional o electrónica de referencia. A veces escribía a alguna persona concreta, tratando de ofrecer un poco de esperanza en la distancia a través de palabras escritas. Otras veces escribía a varias personas coincidiendo con algún acontecimiento especial, como podía ser la Navidad. Hubo un año en el que dejándose llevar de la poesía latente en el mar y el bosque hizo llegar la siguiente «carta de Navidad» a su gente. La tituló «La Navidad germina en el pesebre de tu corazón»: «Se acerca el día de Navidad, en el que la luz del sol “invicto” comienza nuevamente a vencer la oscuridad de las tinieblas, la noche más espesa, todas las noches (también las tuyas personales). Recuperar el corazón puede ser una pedagogía necesaria, imprescindible, para el progreso de la Humanidad, la Humanidad de los pobres para quienes la esperanza aún tiene sentido, y la de los ricos y poderosos que tienen el alma enlatada y acorazada bajo la fortaleza del poder del dinero. Hoy, más que nunca, la Navidad puede adquirir un significado profundo, casi revolucionario, como motor de transformación de la sociedad, comenzando por los corazones, por las personas, protagonistas de la historia, que se sigue escribiendo a cada instante. Te invito a la esperanza, a ser pobre, a dejarte vencer por la hermosura de una vida (la nuestra) que, pese a todo, es bella. Si tú así lo quieres estás de enhorabuena: ¡Feliz Navidad!». «La Navidad, otra vez la Navidad, otra vez la invitación a recobrar el corazón, a hacer un ejercicio de fe y de bondad. Otra vez la Navidad, que nos invita a recuperar la emoción y hacer nuestra la huidiza felicidad. La Navidad, el misterio de la encarnación, de un Dios que se hace suprema caridad. La Navidad de un niño que nace en la exclusión de un mundo que no vive en la verdad. La Navidad de todos los niños que viven en la marginación, en la más trágica crueldad. La Navidad de ayer, la de hoy, la de siempre: el misterio de un amor más grande que la mezquindad. La Navidad de la revolución, de la transformación de la realidad. La Navidad

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de los pobres en la progresión de sus conciencias en la verdad. La Navidad mía y tuya: de todas/os. Sólo el amor lo hará posible, sólo el amor resuelve el gran enigma del ser humano: un mundo más justo y fraterno, sí, más humano, sólo así se comprende. Entonces sí, de verdad, será Navidad».

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Atardece sobre el lecho de la Tierra

Cuando la Tierra se serena después de una jornada de labor, surge fácil el pensamiento recreado sobre lo que el ser humano ha vivido a la luz del día. Cuando atardece, el alma se solaza en un mar de serenidad como quien desde la cumbre de una montaña divisa toda la Tierra. Fray Francisco era muy aficionado a la meditación y a compartir sus pensamientos con los demás, al menos con aquellas personas que le hubiesen antes demostrado tener la sensibilidad a flor de piel, o al menos en lo más recóndito del ser. Cierta tarde escribió lo que sigue: «La tarde otoñal de este domingo ya se ha convertido en noche serena. A través de los vidrios de la ventana tan sólo diviso el vaivén de algunos árboles cercanos, mientras una leve neblina va acariciando la oscuridad y envolviendo a la vida misma en un manto de misterio, porque la niebla, como la vida misma, es misterio. En la tarde, siguiendo los ecos de la música gregoriana que acompaña estas letras, medito y hago oración – si me lo permites– contigo, dejándome acompañar por ti. Ahora que la noche invita al recogimiento, rememoro los acontecimientos vividos a lo largo de esta jornada dominical. Desde la sonrisa e inocencia de los críos que han visitado hoy el convento acompañados por sus catequistas, hasta las armonías de los paisajes contemplados a la vera del mar. Todo es puro don, milagro constante para quien se deje seducir por la fuerza de la esperanza. La noche había sido un torrente de agua caída del cielo. La fuerza del viento hacía que el arroyo naciente de las nubes batiese férreo contra los cristales de la habitación que ocupo en el convento (sí, no es “mi” habitación, es la habitación que “ocupo”, porque estamos de paso en este mundo, en peregrinación constante, porque somos un poco “ocupas”). En la noche, arropado por sábanas y mantas, me dejé abrazar por el lecho, pero no sin dejar por ello de lamentarme, una vez más, porque la vida es terriblemente injusta. ¿Qué será –pensé– del hermano/hermana que esté ahora en la calle, sin un techo bajo el que poder cobijarse? Me resisto a creer que esto tenga que ser así. No, no es justo, es terrible pero no irremisible. Salí por la mañana del convento con la lluvia como compañera. Salí como peregrino de la paz. El caminar nos ayuda a profundizar en nuestra esencia humano-divina. Compartí luego momentos de oración y esperanza con un grupo de cristianos adultos e infantes. La eucaristía nos vincula y «sólo para quien tenga sensibilidad» nos transforma. Estar rodeados de niños es siempre una pedagogía. Los mayores deberíamos estar muy atentos a las genialidades de los más pequeños. Les narré una historieta referida a san Francisco y la perfecta alegría. Cuando les pregunté cuál creían ellos que es la perfecta alegría, una niña me contestó que la alegría perfecta consiste “en amar”. En ese momento exclamé en voz alta: “Esta niña es sabia”. La sabiduría del amor, la fuerza del amor, la fecundidad del amor que nos lleva a hacer milagros cada día, a cada instante. Compartí también unos instantes con el equipo de catequistas, cuyo servicio la Iglesia jamás podrá agradecer suficientemente. Estuve con Teresa y Judith, que derrochan energía femenina a través de la fuerza del cariño con el que están llevando adelante su labor. Dios sabe... Parte de la tarde me la tomé libre dejándome guiar por la intuición, puesta al servicio del corazón ávido de encontrar espacios poblados de hermosura. Decidí seguir la “ruta del agua”, siguiendo así el rastro del agua de vida que vivifica esta eternamente verde tierra gallega. Estuve junto al mar contemplando las olas y dejándome mecer por su rumor; paseé por la playa, reposé sobre una roca, y admiré a una colonia de gaviotas que eran amas y señoras del arenal. El mar es sorprendente, desconcertante, pero tiene una gran fuerza de evocación. En la arena, una vez más, me fijé en las huellas de mis pies. Mi caminar, nuestro caminar en la vida nunca es completamente rectilíneo, vamos con frecuencia dando tumbos, en zigzag. Para eso se inventaron los caminos, para que caminen los peregrinos de la vida, aunque nunca por completo en línea recta.

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Más tarde me interné en un lugar no lejano al convento pero ignoto para mí. Un espacio natural poblado de árboles y de hojarasca en donde hasta las piedras parecen pozos de los que brotan aguas a raudales. Llegué, dejándome llevar por las señales, a una cascada que desciende impetuosa sobre un tobogán de roca. La fuerza del agua limpia y purifica, arrastra y da vida. Es importante que en la vida, aún conservando un espíritu aventurero, nos dejemos guiar por los signos y señales. Así se llega a donde pretendes, aunque a veces haya que echarse monte a través afrontando los problemas tal y como vienen, pero que, al igual que el agua, como vienen se van; y si no, hay que echarlos a base de fuerza de voluntad. Regresando al punto de partida pude divisar desde la altura el mar inmenso, y como gran regalo: el sol, que en estos días tanto se nos esconde detrás de las nubes grises, y que se dejó ver y me saludó con su esplendor. En lontananza divisé la ría, delineada con el perfil del monte, y junto a él, casi como si estuviesen galanteando, el sol del atardecer, que se iba recostando sobre el océano, que se bañaba en una nueva luz. En el bosque, el agua torrencial de este otoño de lluvias deja su huella patente en el curso de la naturaleza. Pude comprobar también cómo el agua que desciende por la montaña va abriendo un surco, y pensé que así debiéramos hacer también nosotros: ser como el agua que desciende, abriendo siempre surcos por los que fecundar la vida. Así lo viví, así lo experimenté en este día santo en el que gocé de la caricia de la hermana Naturaleza, siempre generosa. Ahora doy gracias a Dios por tanta hermosura. También doy gracias por ti, con quien he compartido este momento de oración. Si estas líneas te pueden ayudar a ser un poco más feliz, a contemplar la vida a través de los cristales de la esperanza, entonces esta oración habrá sido como un pequeño milagro cotidiano. Te deseo la paz y el bien».

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Cuando la vida ahoga

Mónica era una joven emprendedora y decidida. Desde niña había sentido una extraña necesidad de ir más allá de las apariencias tratando de auscultar, como un médico, la raíz de los problemas que afligen al mundo. Por eso encauzó sus inquietudes hacia el mundo del estudio, llegando a sacar adelante, muy brillantemente, tres carreras y dos doctorados. Sin embargo, la chica brillante y envidiada, no sólo por sus dotes intelectuales sino también por su belleza física, hubo de soportar sobre sí el peso del sinsentido, una vez que la vida la sacudió con toda su dureza privándola de la presencia amable de sus padres. En aquellos instantes, a la hora del adiós forzoso e incomprendido, Mónica salió derrotada del examen más importante. Su frustración la llevó a rebelarse contra lo que ella llamaba «el destino implacable». Emprendió así una lucha frenética, dedicando más horas de las que puede resistir un cuerpo y una psique a desarrollar su labor como médico y a la investigación en busca de remedios elaborados para menguar el sufrimiento de las personas. Por si fuera poco, se alistó en las filas de una ONG, para dedicar sus vacaciones anuales a ayudar a los más empobrecidos de la Tierra. Tras años de trabajo hasta la extenuación, Mónica se vio abocada a una gran crisis existencial, teniendo que dejar incluso de trabajar puesto que su organismo ya casi no era capaz de sostener la fuerza de su alma, generosa y solidaria. Fue entonces cuando cayó en una profunda depresión. En su juventud había tenido que asistir atónita al sufrimiento de miles de personas y a la impotencia de comprobar cómo algunas de ellas se le quedaban entre los brazos. Después de unas semanas de lucha contra la más nefasta negatividad, Mónica comprendió que la vida humana tiene sus límites, y que forma parte del misterio de la misma el tratar de sobrevivir cimentando nuestra propia vida sobre unas cuantas esperanzas. Necesitaba respirar desde lo más profundo, tomarse un tiempo de relax en el que poder reorganizar su mundo interior, que se le antojaba ahora como un gran edificio amenazando ruina y que podría desmoronarse en cualquier instante. Por si fuera poco, los acontecimientos recientes no hacían sino ahondar la herida de su sensibilidad. Las guerras explícitas e implícitas, entre ellas la violencia doméstica, con la que le había tocado lidiar en su oficio de médico, las catástrofes naturales dantescas, o la construcción de nuevas vallas para contener el afán de los empobrecidos de la tierra, eran motivos suficientes para tratar de hallar nuevas razones, que ninguno de sus títulos académicos esgrimían, para poner así coto a sus sentimientos de tristeza y de frustración. Ahogada por las malas sensaciones, enemigas del intelecto casi tanto como de la vida misma, Mónica decidió salir al encuentro de la vida. Animada por una amiga, emprendió un viaje hacia tierras del «finisterre» occidental, para visitar un vetusto y recoleto convento en la cima de una montaña, poblado de una frondosa arboleda y que mira al 48

mar. Mónica se puso en camino, quizá como quien huye del mundanal ruido por unos instantes, aunque no sabía muy bien si en el fondo estaba tratando de huir de sí misma. Hoy recuerda con gozo aquel encuentro con el convento, y sobre todo con la naturaleza otoñal que vestía sus muros. Un fraile joven la atendió con amabilidad, como si la conociese de toda la vida. Después de visitar y saber algo más sobre la historia del convento, aconsejada por el fraile emprendió camino con paso cansino hacia el interior del bosque, en busca de un manantial que brota montaña arriba. Caminando, desembocó en un mar de árboles, frondosos algunos, lampiños otros. Fue allí mismo, en el corazón de un bosque, en donde Mónica, habituada como estaba al asfalto de la gran ciudad, pudo experimentar una sensación de alivio, y casi de libertad. Era otoño, y la naturaleza, sobre todo los árboles, se había transformado de tal manera que el campo mismo parecía uno de esos cuadros expresionistas que tratan de reflejar la realidad en una sinfonía de colores trazados a grandes rasgos. No, más, mucho más; el bosque era un torrente de vida y de colorido: marrón, ocre, naranja, rojo, amarillo y, por supuesto, verde, policromía natural que acariciaba la sensibilidad de Mónica, que casi sentía ganas de llorar de emoción, arrancando así de su alma la tristeza que la iba matando poco a poco. Bajo sus pies, trémulos por la emoción y la debilidad física, crepitaba la hojarasca desprendida de los árboles caducos que, aunque pareciesen mortecinos, se estaban regenerando apoyados en tierra y alentados por las primeras lluvias de otoño. Un viaje, un corazón atento y una sensibilidad muy viva, unidos a una terapia natural –salir para contemplar la hermosura–, obraron un nuevo milagro de una vida humana que se regenera en sí misma, fortaleciendo las raíces, ahí mismo, en donde las razones ya no alcanzan a satisfacer nuestras ansias de plenitud. Entre árboles y lágrimas, Mónica desembocó en una ermita en medio del bosque. En su interior un pequeño cirio vestido de plástico verde alentaba y hacía visible en la penumbra un icono que representaba a un hombre enjuto, vestido con un sayal ceñido con una cuerda, que con los brazos abiertos y una gran sonrisa parecía querer abrazar el aire, o quizá al caminante necesitado de ser acogido. Junto al icono, tallado en madera, un texto rezaba así: «Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor: tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención. Loado seas por toda Criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano Sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor. Y por la hermana Luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana Agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano Fuego, que alumbra al irse el Sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor!

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Y por la hermana Tierra, que es toda bendición, la hermana madre Tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor! Y por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación: ¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación! Y por la hermana Muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! ¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén». San Francisco de Asís

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El mayor regalo de la vida

A San Antonio llegaban con frecuencia personas a las que fray Francisco definía como buscadoras en el camino de la vida. Él trataba de dedicar tiempo a quien manifestase necesitar atención. Normalmente eran personas rotas por la vida, con una autoestima por los suelos. De ahí que fray Francisco, experto constructor de ermitas, piedra sobre piedra, supiese perfectamente que toda obra es fruto de trabajo y tiempo, y que cada persona ha de ser el arquitecto de su propia vida. Después de tiempo y tiempo de conversación, las personas solían sentirse aliviadas e infinitamente agradecidas al fraile de la sonrisa y las palabras amables. Esta gratitud acababa convirtiéndose frecuentemente en regalos y donativos que fray Francisco ponía al servicio del convento y de quien pudiese necesitarlo más que él. Era una forma de hacer partícipes de la alegría ajena a cuantas más personas mejor. De ahí que en la ermita de la solidaridad de vez en cuando hubiese algo para compartir con los visitantes: unos pasteles, unas galletas, un bizcocho. Francisco los dejaba a la vista, de tal manera que el caminante de paso, que por prejuicios u otra causa no desease entrar al convento, pudiese al menos compartir la generosidad de personas agradecidas. Fray Francisco también hacía regalos. Normalmente eran frutos de la misma naturaleza: castañas, peras, manzanas, o cualquier otro fruto en sazón. También conchas y piedras recogidas en la arena de la playa, una vez que la marea se retira. Normalmente estos presentes entregados a los peregrinos iban con un mensaje explícito y personal. En cierta ocasión, después de estar un rato con una persona presa de pánicos irracionales, le entregó una concha de berberecho que había tenido en la mano durante la conversación, agregando: «Esta es tu vida, cuídala. Cuando tengas miedo agarra tu concha y dile al miedo que tus ansias de felicidad son mayores, y no pierdas más tiempo, trata de ser feliz haciendo felices a los demás». Cuando llegaban grupos de niños de colegios, después de visitar el convento, los invitaba a pasear por el bosque o a bajar a la playa para recoger piedras o conchas, «una para ti –les decía– y las demás para tus personas queridas», a las que se habían de entregar con un mensaje personal de cariño, de agradecimiento, de confianza... La vida se juega en los pequeños detalles, y la felicidad no necesita dinero ni precios con los que tasar cuanto somos o hacemos. Fray solía concluir sus encuentros con personas concretas afirmando: «Tú eres tu propio tesoro, el mayor regalo de la vida eres tú», lo cual solía descolocar a su interlocutor. Pero estas frases, sencillas como el arroyo que brota de la montaña, fueron estímulo suficiente para que algunas personas, desde su visita a San Antonio, naciesen de nuevo a un mundo de posibilidades basadas en el amor al prójimo, a la vida y a uno 51

mismo. La vida tiene un orden preestablecido; quienes la hacemos compleja somos nosotros. ¿Te has parado a pensar alguna vez que tú eres para ti el mayor regalo de la vida, y que todo lo demás tiene sentido si hallas en ti el sentido de tu existencia? Unas palabras simples y comprensibles pronunciadas en el momento oportuno pueden ser origen del milagro de una vida cerrada y oprimida que se abre libremente a la mayor de las felicidades. En ti está el secreto.

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El Cántico espiritual

Fray Francisco, al igual que su homónimo de Asís, era un gran enamorado de la naturaleza, a la que concebía como manifestación palpable de la existencia de un Creador magnánimo. El oleaje del mar, el susurro del viento al pasar y acariciar las hojas de los árboles, el canturreo del agua del arroyo que corre ligero monte abajo, el trino de las aves al amanecer, o la primavera florida son realidades que han ido cincelando el alma del fraile, que así, con la pedagogía divina de la creación, se deja llevar hasta los brazos de la divinidad. Uno de sus entretenimientos favoritos era la lectura, un poco de todo y un mucho de espiritualidad y poesía. La influencia de los místicos castellanos, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, era tal que con frecuencia y recurrentemente se sumergía en la pasión amorosa de la poesía mística de ambos, llegando a adornar lugares señalados del convento y del bosque con poemas nacidos de la pluma de una y otro. Entre sus escritos preferidos estaba el Cántico espiritual de Juan de la Cruz, auténtica joya literaria y que pone voz al corazón que ama y que necesita amar. Incluso solía escucharlo musicado por un cantautor, que dio vida y sones a lo que nació siendo un cúmulo de palabras con rima vertidas sobre un pliego. Su afecto por estos versos tan divinos como humanos lo hizo patente diseñando la «Ruta del Amado» a través del bosque. Previamente escribió sobre tablillas de madera algunas de las estrofas del Cántico, situándolas luego estratégicamente en algunos puntos del bosque cercano al convento. Luego, sobre un mapa trazó una ruta que facilitaba un paseo por el bosque. Era una forma de animar a los visitantes a saborear la hermosura de la naturaleza, al tiempo que se profundiza en nuestra esencia humana y en la fuerza del amor como causa de transformación de los corazones y del mundo. La primera tablilla estaba situada a la puerta misma del convento, inicio de la ruta, simbolizando que la vida es un constante salir de nuestras seguridades, de nosotros mismos. Sólo se hace camino buscándolo, saliendo afuera en busca de nuevos senderos, renaciendo por la inercia del amor, que procura siempre hacerse con la presencia de un/a amado/a. Esta primera tablilla reza así: «¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?, como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido. Pastores los que fuerdes allá por las majadas al otero, si por ventura viéredes

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Aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero».

La segunda formaba parte del jardincillo a la entrada del convento, que el propio fray Francisco cuidaba con denuedo plantando todo tipo de flores y plantas, y desde el que podía observarse una perspectiva espectacular del bosque, la montaña y el océano inmenso: «Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras».

Una tercera tablilla formaba parte de un paisaje de pradera no lejos del convento. Cuando la primavera amanecía en el bosque, el campo se teñía de flores multicolores que derramaban su fragancia esponjando el corazón más duro que, a fuerza de belleza, participaba de la sinfonía de la vida: «¡Oh bosques y espesuras plantados por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras de flores esmaltado!, ¡decid si por vosotros ha pasado!»

La cuarta formaba parte de un conjunto natural de árboles autóctonos que desde un altozano otean el horizonte marino. En la época de la floración, el verdor de los árboles se convierte en una sinfonía de colores que engatusan la mirada y que hacen nacer, por fuerza de belleza, la actitud de agradecimiento ante este espectáculo de la naturaleza: «Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de su hermosura. ¡Ay!, ¿Quién podrá sanarme? ¡Acaba de entregarte ya de vero; no quieras enviarme de hoy ya más mensajero, que no saben decirme lo que quiero!»

La quinta etapa de este itinerario del alma que camina por entre la espesura se sitúa en el corazón del bosque, poblado de arboleda, plantas y los propios «habitantes», un auténtico bosque animado en el que el silencio impresiona hasta que, desconcertados, acallando nuestros pensamientos, comenzamos a escuchar la voz de la fraga viviente que trae lejanos ecos, reclamo para el amor: «Y todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo. Mas, ¿cómo perseveras,

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¡oh, vida!, no viviendo donde vives y haciendo porque mueras las flechas que recibes de lo que del Amado en ti concibes? ¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste? Y, pues me le has robado, ¿por qué así le dejaste y no tomas el robo que robaste?»

La sexta parada se verifica en el lugar mismo en el que un manantial de aguas puras y limpias se hace fuente de vida entre rocas. El agua evoca la vida misma, también la vida espiritual que se recrea en la imagen de un huerto regado: «¡Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacellos, y véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos y sólo para ti quiero tenellos! ¡Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura! ¡Oh, cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados! ¡Apártalos, Amado, que voy de vuelo!».

La séptima etapa del itinerario espiritual desemboca en un acantilado desde el que el mar, y algún islote cercano, representan la grandeza y emoción del ansiado encuentro, que por fin se lleva a cabo teniendo como testigos silentes a los elementos terrenos y celestiales: «¡Vuélvete paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo, y fresco toma! Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos, la noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena, que recrea y enamora».

El camino del encuentro producido no concluye. La vida sigue fluyendo incluso cuando el amor se adueña del corazón y lo colma de dicha. Un octavo instante para 55

sosiego del corazón se produce allí mismo en donde unos rosales florecen con todo el esplendor de la hermosura: «Cazadnos las raposas, que está ya florecida nuestra viña, en tanto que de rosas hacemos una piña, y no parezca nadie en la montiña. Detente, cierzo muerto; ven, Austro, que recuerdas los amores, aspira por mi huerto y corran sus olores y pacerá el Amado entre las flores. ¡Oh ninfas de Judea! en tanto que en las flores y rosales el ámbar perfumea, morá en los arrabales y no queráis tocar nuestros umbrales. Escóndete, Carillo, y mira con tu haz a las montañas, y no quieras decillo, mas mira las compañas de la que va por ínsulas extrañas».

La novena parada supone ya un descanso en el esfuerzo de subida a la montaña. Desde la cima todo se ve distinto: la espesura del bosque contemplada a vista de pájaro, el océano distante y misteriosamente hermoso, y el arroyo que brota de su manantial entre peñas, cuya agua es como un murmullo que invita al sueño y solaz: «A las aves ligeras, leones, ciervos, gamos salteadores, montes, valles, riberas, aguas, aires, ardores y miedos de las noches veladores: por amenas liras y canto de sirenas os conjuro que cesen vuestras iras y no toquéis al muro, porque la esposa duerma más seguro».

Y tras tanto trasiego, tensión y final solaz en brazos de lo ansiosamente deseado, llega el tiempo de recogerse a cubierto. El noveno movimiento de esta ruta se interna de nuevo en el corazón del bosque. Quien quiera seguir su trazado habrá de entrar por fuerza en el interior de la «ermita de la solidaridad», en donde una nueva tablilla a la puerta invita a entrar y sentir el calor del hogar recobrado: «Entrádose ha la esposa en el ameno huerto deseado, y a su sabor reposa el cuello reclinado sobre los dulces brazos del Amado. Debajo del manzano allí conmigo fuiste desposada, allí te di la mano

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y fuiste reparada donde tu madre fuera violada. Nuestro lecho florido, de cuevas de leones enlazado, en púrpura tendido, de paz edificado, de mil escudos de oro coronado. A zaga de tu huella los jóvenes discurren al camino, al toque de centella, al adobado vino, emisiones de bálsamo divino».

Una puerta es siempre una invitación a entrar, a gustar de ese mismo calor del hogar. La décima etapa te adentra en el misterio del silencio y el recogimiento. La ermita es hogar de espiritualidad tendente a la paz. Un reproductor de música y un CD invitan a la escucha atenta. Se trata del Cántico musicalizado. En el interior, junto a un icono que representa al «Amado», una nueva inscripción reza así: «En la interior bodega de mi Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta vega ya cosa no sabía y el ganado perdí que antes seguía. Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa, y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosas; allí le prometí de ser su esposa. Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio; ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio. Pues ya si en el ejido de hoy más no fuere vista ni hallada, diréis que me he perdido, que, andando enamorada, me hice perdidiza y fui ganada».

El undécimo movimiento se sitúa en los aledaños del convento, de nuevo junto a flores, bajo una viña, y al lado mismo de un inmenso palomar. En el muro del convento, una nueva tablilla canta al amor perdido, deseado y finalmente encontrado: «De flores y esmeraldas en las frescas mañanas escogidas haremos las guirnaldas, en tu amor floridas y en un cabello mío entretejidas. En solo aquel cabello, que en mi cuello volar consideraste, mirástele en mi cuello, y en él preso quedaste, y en uno de mis ojos te llagaste.

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Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían; por eso me adamabas y en eso merecían los míos adorar lo que en ti vían. No quieras despreciarme, que si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste. La blanca palomica al arca con el ramo se ha tornado, y ya la tortolita al socio deseado en las riberas verdes ha hallado. En soledad vivía, y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad la guía a solas su querido también en soledad de amor herido».

La ruta del Cántico concluye a la puerta misma de la iglesia conventual. En las jambas de la entrada, una nueva tablilla deletrea la dicha y el gozo del amor desplegado al viento del Espíritu. Entrar, contemplar el espacio románico que invita al silencio y dejarse mecer por el candor de las vidrieras creadas por el propio fray Francisco, que representan el Cántico de las criaturas, es a un tiempo evocación y provocación; evocación de la hermosura de la naturaleza contemplada en la ruta recién concluida, y provocación para que el corazón sensible estalle en una sinfonía de hermosura: «Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado, do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura. Y luego a las subidas cavernas de la piedra nos iremos, que están bien escondidas, y allí nos entraremos y el mosto de granadas gustaremos. Allí me mostrarías aquello que mi alma pretendía, y luego me darías allí tú, ¡vida mía!, aquello que me diste el otro día. El aspirar del aire el canto de la dulce Filomena, el soto y su donaire en la noche serena, con llama que consume y no da pena. Que nadie lo miraba, Aminadab tampoco parecía, y el cerco sosegaba, y la caballería, a vista de las aguas descendía».

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En las entrañas de la Tierra

Los primeros franciscanos solían pasar largas temporadas en unos lugares que ellos mismos denominaban «eremitorios», que en realidad eran espacios recónditos de difícil acceso en los que se aseguraban el poder dedicarse a la oración y a la vida contemplativa sin distracciones exteriores ni preocupaciones mayores que la de tener algo que comer, guardando los preceptivos ayunos que disciplinan el cuerpo. El eremitorio se componía de grutas naturales excavadas en las rocas y de cabañas edificadas por los frailes. En unas pasaban la mayor parte del tiempo en oración, en las otras daban cobijo a sus cuerpos para el necesario sustento, para compartir fraternalmente las mociones que cada uno había sentido en su propio corazón, o para compartir la oración en un improvisado y natural oratorio en medio del bosque. Quizá emulando a los avezados «monjes del desierto», los frailes solían enfrentarse a sus dudas, miedos y preocupaciones en la soledad, aunque siempre con la cercanía de algún Hermano. Recargaban así las pilas para luego poder desarrollar su gran labor evangelizadora y pacificadora a lo largo y ancho del mundo, al que se sentían llamados a servir. San Francisco de Asís quiso ordenar esta convivencia de carácter eremítico para la posteridad. Surgió así la llamada «Regla de los eremitorios», en la que se perfila el medio idóneo para que los Hermanos se dedicasen a la vida contemplativa en soledad, pero en la que la Fraternidad seguía teniendo cierta relevancia: «Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María (cf Lc 10,38-42). Tengan un claustro, y en él cada uno su celdita, para orar y dormir. Digan siempre las Completas en cuanto se ponga el sol; y procuren guardar silencio; y digan sus horas; y levántense a la hora de Maitines; y busquen primero el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). Digan Prima a la hora conveniente, y después de Tercia interrumpan el silencio y puedan hablar e ir a sus madres. Y, cuando les agrade, puedan pedir limosna a las madres, como pobres pequeñuelos, por el amor del Señor Dios. Después digan Sexta y Nona; y digan Vísperas a la hora conveniente. En el claustro donde moran no permitan que entre ninguna persona ni coman con ella. Los hermanos que son madres procuren permanecer lejos de toda persona, y por obediencia a su Ministro protejan a sus hijos de toda persona, para que nadie pueda hablar con ellos. Y los hijos no hablen con ninguna persona, sino con sus madres y con su Ministro y Custodio, cuando este tuviera a bien visitarlos con la bendición del Señor Dios. Pero los hijos tomen a veces el oficio de madres, tal como les pareciere establecer los turnos para alternarse de manera que procuren guardar solícita y esmeradamente todo lo dicho anteriormente».

El día a día en el convento a veces, sobre todo en verano merced al aumento de visitas, se convertía en un continuo bregar en medio de actividades y ruido, lo que alteraba en parte la jornada de los frailes. Cuando esto sucedía, haciendo primar siempre la acogida y el trato amable, el guardián de la casa aconsejaba a los frailes que encontrasen a lo largo de la jornada momentos de silencio para dedicarse a la oración o a 59

la meditación. Fray Francisco era un gran enamorado del silencio. En invierno, una vez liberado de las ocupaciones cotidianas, solía pasar la mayor parte del día en su celda (de voluntaria y libre reclusión) leyendo, escuchando música, tratando, en definitiva, de cultivar el intelecto y el corazón. Cada uno de los frailes tenía un lugar preferido, bien fuera dentro de los muros del convento, bien en el bosque o en la montaña. Fray Francisco tenía también su lugar preferido, su espacio secreto para el encuentro y la intimidad con Dios. Nadie sabía en dónde estaba aquel lugar, hasta que la curiosidad, siempre aventurera y con frecuencia inoportuna, hizo que un fraile siguiese a fray Francisco uno de esos días en los que la Fraternidad celebraba su retiro espiritual. Y, por si no fuera poco el descubrir secretos ajenos, el fraile indiscreto no pudo guardar su descubrimiento en la trastienda del recuerdo, con lo cual dio a conocer a los demás cuál era el lugar preferido del fraile, aunque sin desvelar su localización que, por datos genéricos, formaba parte del roquedal que hay cerca de la playa. Sí, con el tiempo se pudo saber en dónde se refugiaba el fraile en tiempos de calor y, sobre todo, en tiempos de tempestad exterior e interior. Se trata de una gruta, una cavidad en una gran roca granítica en las entrañas de la Tierra, acondicionada como improvisado hogar para el eremita penitente, cuyo ajuar consistía en un par de mantas para esquivar el frío, una vela para espantar oscuridades, y un papel moldeado al estilo de los antiguos papiros en el que podían leerse unos versos de san Juan de la Cruz: «¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! Pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres; ¡rompe la tela de este dulce encuentro! ¡Oh cauterio suave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna sabe y toda deuda paga! Matando, muerte en vida la has trocado. ¡Oh lámparas de fuego, en cuyos resplandores las profundas cavernas del sentido, que estaba oscuro y ciego, con extraños primores calor y luz dan junto a su Querido! ¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno, donde secretamente solo moras; y en tu aspirar sabroso, de bien y gloria lleno, cuán delicadamente me enamoras!».

La gruta es como el seno materno, es como volver a gestar lo mejor de nosotros mismos, es entrañarse para enraizarse, refugiarse en roca viva contemplando el mar 60

batiente sobre el roquedal, hogar improvisado para quien está de paso en el camino de la vida y necesita hacer un alto para recobrar las fuerzas limadas por el mismo caminar. Fray Francisco había colocado junto a la entrada de la gruta una enorme piedra lisa, redondeada por la fuerza del mar, en la que había escrito: Cella est valetudinarium (la celda es un sanatorio), según un dicho de origen medieval. Sí, en la gruta, muy cerca de los nidos de las gaviotas, el fraile estableció su sanatorio del alma, para poder reencontrarse consigo mismo luchando con sus tendencias insanas y permitiendo que Dios mismo, como la brisa marina que acaricia las olas y las rocas, se convierta en el oxígeno que alienta toda su vida, su alma, su ser.

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Tu verdadero rostro

Al convento acudían con frecuencia personas cargadas con el fardo de algún problema enquistado que no sabían afrontar, y menos resolver. Fray Francisco, pacientemente, escuchaba hasta la saciedad, hasta que la persona se quedaba seca de palabras. Ese era el instante preciso en el que él, con palabras sencillas, profundas y oportunas, metía el dedo en la llaga. En cierta ocasión, ante una persona desbordada por la violencia interior contra todo y contra todos, le advirtió de que destruir no es el camino, que destruir es la cobardía de la persona que se cree omnipotente. Lo difícil es construir cimentando bien la propia vida. Una vez que aquella persona hubo vaciado todo su resentimiento, el fraile oyente la invitó a guardar silencio, a escuchar sin juzgar su voz interior, todo ese crepitar de ira y rencor que la atenazaba por dentro. Ambos cerraron los ojos y se serenaron. Tras unos minutos de silencio, el fraile oyente alertó a su interlocutor de los peligros de no enfrentarse a su propia realidad. Lo cierto es que detrás de todo ese rechazo a la vida había una auténtico rechazo a sí mismo, un no aceptarse en su propia realidad, y por supuesto un no amarse en absoluto. Una autoestima por los suelos es como una presa inundada de agua que acaba reventando por alguna grieta. Unas veces, cayendo en profunda depresión; otras, como era el caso, arrancando a golpe de violencia. Entonces fray Francisco le contó la siguiente historia: «En cierta ocasión un fraile turbado por las tentaciones decidió iniciar una larga peregrinación, para tratar así de purificarse de corazón antes de retornar al convento. Durante media vida estuvo caminando errante por bosques y montañas, evitando entrar en lugares poblados, para no tener que encontrarse con nadie. Su ascetismo llegó a ser tal que él sentía que estaba arrebatando a fuerza de santificación el Reino de los cielos. Sin embargo, las luchas continuaban sin solaz. Tras años de lucha interior con las tentaciones, sintió cómo todo había sido un gran error, y llegó a reprocharse a sí mismo ser el mayor pecador del mundo. Nada le satisfacía ya, ni siquiera las muchas horas de ascesis y oración en las que trataba de espantar todos sus fantasmas interiores. Cuando ya estaba a punto de desistir se le acercó un ángel, que se ofreció a guiarle en su camino de vencimiento interior; pero para ello el fraile asceta debía ser obediente y dejarse guiar. Aceptó pensando que esta era ya la última oportunidad que se le brindaba de ganar el cielo. La primera instrucción del ángel fue: “Hoy no has de orar ni luchar contra las tentaciones; tan sólo dedícate a disfrutar del día, de la hermosura de este paisaje, del canto de los pájaros y del sabor dulce de esas frutas que te serán de provecho para reconfortar tu cuerpo mortecino por tantas penitencias inhumanas”. No sin un cierto desconcierto, el fraile obedeció al ángel. Pasadas unas horas, el ángel invitó al asceta caminante a descansar: “Ahora debes dormir como un niño en brazos de su madre; no te preocupes, yo velaré tu sueño, duerme en paz”. Y el fraile se dejó mecer por un sopor que poco a poco lo fue envolviendo hasta quedar profundamente dormido. Al despertar pudo contemplar una sonrisa de ángel que le decía: “Ahora debes caminar hacia aquel estanque que la naturaleza misma ha esculpido, vete y bebe”. Fue, y una vez a la orilla del estanque cayó en la cuenta de que sobre la faz de las aguas se reflejaba un rostro de hombre demacrado y decrépito. Era un hombre, tan sólo eso, un hombre como otro cualquiera, un hombre que había perdido parte de su vida luchando contra fantasmas de

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la imaginación y que ahora, en un instante mágico de consciencia, volvía a nacer. Nunca antes un sorbo de agua le había reconfortado tanto. El ángel compañero de camino aseveró: “Yo soy tu ángel de la guarda, estaba triste, me tenías muy triste, ahora puedo sonreír, el estanque en el que tú bebías a diario estaba turbio, por eso tu imagen se distorsionaba, ahora has sido capaz de ver en profundidad tu propio rostro. Vete, regresa a tus orígenes...”».

Cuando te asomes a las aguas de un estanque y te veas reflejado/a en sus aguas mansas, recuerda que la verdadera hermosura no es tu reflejo en las aguas sino tú mismo/a, y que lo importante del agua no es que esculpa reflejos sino que sustenta vida y da vida. A veces buscamos por fuera lo que está muy adentro. Erramos el camino, por eso es preciso reorientar nuestro caminar. No por mucho salir vamos a lograr la sabiduría. Tu rostro interior, tu vida íntima en lo profundo de tu corazón, es tu primera y gran tarea en la vida. Sólo quien es capaz de observarse y no escandalizarse, ni temer ni perderse en tentaciones vacuas, podrá ayudar a los demás caminantes de la vida a reorientar sus trayectorias hacia la finalidad última: la felicidad más plena.

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La fuerza del amor

Atardecía sobre el mar. A lo lejos, un frente de nubes grises inquietó el corazón del Hermano hortelano. Una borrasca galopaba presurosa sobre las aguas marinas, que se transformaban de azules en grises. La prudencia invitaba al recogimiento. El hermano hortelano apuró algunos trabajos en el huerto, y con las primeras gotas de agua de lluvia se refugió en una pequeña cabaña adaptada para guardar y guarecer los aperos de labranza. El sonido característico del agua al caer y deslizarse por la techumbre de paja comenzó siendo leve, pero en un instante se transformó en un estrepitoso tintinear que, unido a un fuerte viento, se convirtió en una amenaza. El hermano hortelano comenzó a temer por las consecuencias de la borrasca sobre el campo. Y con el temor sobrevinieron los recuerdos del pasado, que reviven con el miedo. La tormenta arreciaba, y con ella una sucesión de sensaciones negativas que asolaban el alma. Él se sentía ahora como un conejito agazapado en su madriguera. Nuestra fragilidad es un eco profundo que nace del interior, es una voz de la verdad que nos alerta de que no debemos ser orgullosos y soberbios. La naturaleza puede llegar a ser inmisericorde para quien no actúa desde la humildad y la prudencia. Basta un esbozo de tormenta para que se destapen todas las violencias que llevamos dentro, y que no siempre logramos convertir en agua benéfica. Tras unos instantes de chaparrón incontenible, sobrevino la calma (siempre sobreviene). Los ruidos del improvisado temporal fueron feneciendo, hasta que amaneció la serenidad. El hermano hortelano salió de nuevo de la cabaña y agradeció a Dios la bendición del agua, que en un instante había regado con primor las semillas plantadas a primera hora de la mañana. Todo tiene su tiempo. Las tempestades de la vida, como las de la naturaleza, acaban empapándonos para que demos fruto en sazón. La naturaleza es sabia; también la tempestad tiene su razón de ser: maduramos a golpe de vida. Aquella noche, fray Francisco escribió en su diario: «El amor es como la lluvia que intensamente riega nuestras entrañas hasta hacernos fructificar o florecer en sencilla hermosura. Nunca es tarde para amar porque el amor es eterno, viene y va como la lluvia. Los enamorados lo saben perfectamente: amando de verdad se pierde la noción del tiempo. Amar es simplemente vivir, vivir amando, haciendo de nuestras vidas un pequeño y continuo milagro de amor. Pero hay que aprender a amar. Aprender a amar es primeramente amarte. Es dejar que el Amor mismo te atraviese con su dulzura y su dolor. Quien se ama, ama. El corazón humano es sagaz y sabe que finalmente lo que más le conviene es amar y dejarse amar. Tras la tormenta del egoísmo sobreviene el amor sereno». 64

El rescoldo de la vida

Cuando llegaba el invierno al bosque, el convento parecía agazaparse sobre sí mismo, invitando al recogimiento hogareño entre sus muros centenarios. La actividad se reducía merced a las inclemencias del tiempo, que impedían las tareas en la huerta. Era este el tiempo de mayor soledad, puesto que los peregrinos y visitantes dejaban de afluir. Los frailes aprovechaban el tiempo en tareas domésticas, sobre todo en la limpieza de los espacios conventuales. Un fraile anciano solía decir que, al tiempo que uno limpia por fuera, en cierto modo también está purgando las impurezas del alma, siempre caprichosa en querer salirse con la suya. Cuando arreciaba la hermana lluvia, fray Francisco solía salir al recoleto claustro para contemplarla caer sobre la piedra y escuchar su monótono timbre de voz. El agua sugiere fuerza que arrastra y limpia; la lluvia evoca la palabra de Dios: «Como baja la lluvia... del cielo, y no vuelve allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (cf Is 55,10-11). El invierno era, pues, tiempo de contemplación y recogimiento, buscando el calor del hogar. Uno de los lugares más ansiados del convento en tiempo de invierno era la cocina con su chimenea que, al igual que las casas aldeanas de Galicia, es lugar sagrado de encuentro entre los moradores del espacio doméstico. Allí se reunían los frailes al anochecer para compartir palabras y sueños, al calor del fuego que, robusto, da lumbre al hogar. Fray Francisco solía quedarse hasta tarde contemplando las llamas, hasta que poco a poco se iban extinguiendo. El crepitar del fuego le resultaba todo un espectáculo, una polifonía de colores vivos que consumían la leña almacenada en otoño en la «leñera» del convento, en previsión de los fríos invernales. Todo lo percibía como un gran milagro. Y cuando ya sólo permanecían mortecinas apenas unas brasas, como memoria de vida de lo que poco antes había sido una hoguera, el fraile tomaba un palo y con él removía el rescoldo, que originaba por momentos nuevas llamas. «Así es nuestra vida –pensaba entonces–, un fuego que arde hasta que nos consumimos, pero he aquí que cuando nos sentimos mortecinos, con sólo remover un poco la ceniza, resurge la llama». Y entre meditaciones acaba brotando de su boca un salmo mil veces repetido, mil veces ansiado: «Señor, tú me examinas y me conoces, sabes cuándo me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos. Tú adviertes si camino o si descanso,

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todas mis sendas te son conocidas. No está aún la palabra en mi lengua, y Tú, Señor, ya la conoces. Me envuelves por detrás y por delante, y tus manos me protegen. Es un misterio de saber que me supera, una altura que no puedo alcanzar. ¿adónde podré ir lejos de tu espíritu, adónde escaparé de tu presencia? Si subo hasta los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo sobre las alas de la aurora y me instalo en el confín del mar, también allí me alcanzará tu mano, y me agarrará tu derecha. Aunque diga: que la tiniebla me encubra, y la luz se haga noche en torno a mí, no es oscura la tiniebla para ti, pues ante ti la noche brilla como el día. Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime, tus obras son prodigiosas. Tú conoces lo profundo de mi ser, nada mío te era desconocido cuando me iba formando en lo oculto y tejiendo en las honduras de la tierra. Tus ojos contemplaban mis acciones, todas ellas estaban escritas en tu libro, y los días que me asignaste, antes de existir. ¡Oh Dios, qué profundos son tus designios, qué incalculable su conjunto! Si los cuento son más que la arena y aunque termine, aún me quedas Tú... Examíname, oh Dios, y conoce mi interior, ponme a prueba y conoce mis pensamientos; mira si en mi camino hay maldad, y guíame por el camino eterno!». (Salmo 138)

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Confiar en Dios

A San Antonio solían venir personas, incluso familias enteras, para acogerse a la austeridad conventual durante algún tiempo. Los frailes sabían perfectamente que no hay mayor muestra del amor de Dios que el lograr que el convento se convirtiese en lugar de encuentro, de descanso y de acogida fraterna. De vez en cuando se acogían a la hospitalidad franciscana sacerdotes, religiosas y religiosos, necesitados de un espacio de paz, a veces impulsados por encontrarse viviendo un momento de crisis existencial. Los frailes prestaban especial atención a aquellas personas que venían buscando un poco de luz en la oscuridad de la noche. En cierta ocasión llegó al convento un joven sacerdote que estaba sufriendo lo indecible debido a la gran frustración que le habían provocado los primeros años de ejercicio de su ministerio. Él decía vivir en una duda constante de si habría dado el paso acertado cuando solicitó por escrito a su obispo ser admitido a la ordenación. Además había tenido que soportar situaciones pastorales muy adversas en las que se manifestaba en cuántas contradicciones incurren los seres humanos. También los cristianos, también los sacerdotes. Pero lo que más escocía al joven era que de un tiempo a esta parte esa insatisfacción se le estaba convirtiendo en un sinfín de tentaciones que a veces le desbordaban. Su instinto de supervivencia en el medio eclesial le había hecho caer en una especie de fariseísmo, una doble vida que estaba llegando a afectarle de tal manera que se sentía en un callejón sin salida, o sin otra salida que abandonar la nave a la deriva. Lo aprendido en el seminario en sus años de formación se había quedado en agua de borrajas. Ahora su vida se desplomaba como un castillo sin cimientos, y se sentía llevado como una cometa por cualquier viento fuerte que soplase a su vera. Fray Francisco habló con él, y después de escucharle horas, le invitó a cerrar los ojos y a quedarse a solas con el misterio de Dios, con su propio misterio de vida, una vida contradictoria pero, como todas, llamada a una mayor plenitud. Como el tiempo apremiaba y las graves cuestiones necesitan un tiempo para ser meditadas, fray Francisco le recordó aquella expresión atribuida a un gran batallador de la fe, san Ignacio de Loyola, según la cual en tiempo de turbación no conviene hacer cambios. Y más adelante le escribió una carta que remitió a su parroquia. Una carta titulada «A mi amigo cometa»: «Estimado ............: te deseo la paz y el bien. Ahora que los días se van acortando y la oscuridad de la noche parece vencer a la claridad del día. Ahora que los árboles de hoja caduca siembran de hojarasca los caminos cercanos al convento. Ahora que todo parece mortecino, me dirijo a ti para referirme al contenido de nuestra última conversación: diálogo fraterno

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y en busca de la verdad. Santa Teresa de Jesús, mujer de luchas grandes y grandes logros, decía aquello de “nada te turbe, nada te espante... la paciencia todo lo alcanza”. Comprendo perfectamente tus sentimientos en este momento de tu vida en el que te sientes ante una encrucijada. Conozco a muchos peregrinos que han ido caminando hacia Santiago, y sé por sus testimonios que el Camino, todo camino, la vida misma, se recorre paso a paso, con la mirada puesta en el horizonte, para divisar en ruta las flechas amarillas que, como sabes, orientan al peregrino. Te invito a que tú también levantes la mirada y trates de leer e interpretar los signos de tu vida, esas flechas que no te ofrecen otra seguridad que la de alertar que estás en el buen camino, aunque a veces haya que equivocarse siguiendo sendas ocultas y desconcertantes. Es entonces cuando la fe, es decir, la confianza, ha de convertirse en compañera de camino. Tú camina, como peregrino de la vida, sin mirar atrás, antes bien, viviendo en el hoy como a quien se le ofrece una gran oportunidad para ser feliz haciendo felices a los demás. Comprendo tus zozobras eclesiales, tus luchas por querer ser más evangélico tratando de lograr una Iglesia, comunidad, pueblo de Dios, más evangélica. Nadie, ostente la autoridad que ostente, tiene derecho a prohibirte seguir a Jesucristo con la radicalidad que crees conveniente. Pero te invito también a que todas estas luchas y decepciones las sitúes en el plano del Evangelio, que, como agua fresca y pura que desciende de lo alto de la montaña, se ha de ver enturbiada y sacudida por el barro y por la acción del egoísmo humano. Tú lucha, pacíficamente, no con resignación sino con esperanza. Pero recuerda que la obra no es tuya: somos trabajadores de un campo que hay que sembrar, pero que no es nuestro. La Iglesia, el Evangelio, avanza entre contradicciones, como un gran navío en medio de un mar tempestuoso. Tú rema, no dejes de remar mar adentro. Acerca de tus miedos y tentaciones te advierto, como hermano tuyo en la fe, de que forman parte del arte de la vida, de nuestro ser. Pero has de saber que en realidad no son más que tú, no son más poderosos que tu fuerza de voluntad, antes bien, son el laboratorio en el que se pone a prueba tu personalidad. Tus luchas personales me recuerdan las que habían de soportar aquellos titanes de la fe y del ascetismo que eran los monjes del desierto que, aun huyendo del mundanal ruido, sufrían los embates de las tentaciones. Uno de los más renombrados, el abad Antonio, decía: “Esta es la gran obra del hombre: presentar sus pecados ante el rostro de Dios y contar con la tentación hasta el último aliento de su vida”. Él mismo advertía: “Nadie puede entrar en el cielo sin haber sido tentado. Quita las tentaciones y no habrá nadie que pueda encontrar salvación”. Y es que las tentaciones forman parte inherente de nuestra vida, de nuestra finitud. Quizá sean mensajes de Dios para fortalecernos en la confianza, una vez que nos curtimos en la lucha. Quizá te pueda ayudar el saber que aquellos monjes expertos en Dios y en humanidad sabían perfectamente que “si el árbol no es sacudido por el viento, no crece ni echa raíces. Lo mismo sucede con el monje: si no es tentado y no aguanta las tentaciones, no se hace hombre”. Y tú no vas a ser más que aquellos ascetas expertos en los secretos de la vida. Un monje de nuestros tiempos, Anselm Grün, escribe: “El que está familiarizado con la tentación se encuentra con la verdad de su alma, descubre en sí el abismo de su subconsciente, mortales pensamientos, sádicas imaginaciones, fantasías inmorales. Llegaremos a ser hombres maduros únicamente si nos confrontamos con esta verdad, si resistimos en la tentación”. La prueba nos curte y fortalece si es que logramos equilibrar cabeza y corazón, intelecto y afecto. Si prima más uno que el otro, entonces la turbación está servida. El hombre de Dios es sencillo como una paloma y astuto como una serpiente. Y esto se consigue a fuerza de amor inteligente. Diles a tus dudas, a tus miedos, a tus tentaciones que estás dispuesto a resistir pacíficamente, porque los humildes arrebatan la paz y el sosiego a quien se empeñe en destruir. No temas: quien te llamó responderá a esa misma llamada con la fuerza de la paz que sobrevendrá cuando comprendas que, aun siendo sacerdote, eres hombre de pasiones y afectos, y que estas tan sólo te obedecerán cuando encuentren en ti una confianza existencialmente anclada en Dios, que es el mejor remedio contra los males de nuestra mente, porque muchos problemas que se nos plantean tan sólo existen como fantasmas en ella. No pierdas de vista el sentido de la felicidad: Dios nos quiere felices para así poder hacer felices a los demás. Con afecto, tu hermano: Fray Francisco, OFM».

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La encrucijada de la vida

No lejos del convento hay una encrucijada de senderos que conducen a donde sólo el que los ha caminado, o quien tenga espíritu aventurero, sabe. Dos de ellos ascienden zigzagueando hacia la cima de la montaña. Uno de ellos es más largo en distancia; otro, más corto pero con mayores dificultades orográficas, ya que asciende casi en línea recta. Otro sendero desciende hacia los acantilados de roca viva, en los que las gaviotas y cormoranes conforman sus colonias. Hay una cuarta senda, que suavemente desciende hasta desembocar en el arenal. Un quinto camino es el que conduce a la puerta misma del convento. Pero hay un sexto sedero que se pierde en medio del bosque y que no tiene fin, o cuyo fin es el bosque mismo, con su frondosidad. Y, justo en la encrucijada, un cruceiro típico de Galicia invita a descansar, a meditar, a orar, antes de tomar la decisión de continuar o retroceder. El cruceiro referido es un monumento en piedra granítica y supone un alarde por parte del anónimo escultor, que ha sido capaz de arrancar unas formas a la dura piedra. La cruz corona un pilar sobre un basamento de piedra. En una de las caras de la cruz figura Jesucristo en su pasión, pero se trata de un Cristo muy especial puesto que su mirada, insinuada en la forma de los ojos esculpidos en piedra, parece perderse en el horizonte marino, como si el crucificado entreviese más allá del sufrimiento y la muerte. Por la parte posterior, dos imágenes femeninas representan a una madre, María de Nazaret, que baja la mirada hacia quien la eleva, y otra María, la de Magdala, amiga de Jesús y primer testigo de la resurrección, de la vida tras el ocaso. El artista ha sabido labrar la piedra con tal destreza que parece que las mujeres perdieran la rigidez pétrea para acariciar la mirada del caminante, que por fuerza se ha de cuestionar su propia vida, la vida en sí misma. A los pies de la cruz, esculpida en una losa, una inscripción alerta: «La vida es un camino, opta tú por el tuyo». Y es que en esencia la vida es una encrucijada de caminos en la que siempre se hace posible y casi obligatorio dar un paso en una u otra dirección, aunque a veces haya que retroceder, o seguir el camino conocido y más seguro. A los más avezados les tocará abrir nuevos senderos, idear atajos que puedan llevar al mismo lugar con menor esfuerzo y en menos tiempo. Así, el cruceiro de la encrucijada se convertía en una de las fotografías típicas de la visita al convento y, al mismo tiempo, en un memorial constante que hace pensar, hasta al más descreído, acerca del sentido de la vida y de la necesidad de ir caminando, unas veces cuesta arriba (ascendiendo a la montaña), otras cuesta abajo (hacia la playa), otras hacia el convento, puerto seguro, o hacia los acantilados peligrosos, o adentrándose en un camino que no conduce a ningún lugar. 69

Junto al cruceiro, clavado en tierra, un letrero de madera invita al caminante de todos los tiempos a no desfallecer en su intento de alcanzar la meta ansiada: «Si no sabes hacia dónde caminar, si soportas tu vida con sufrimiento, si te da la impresión de que te hundes en el mar tempestuoso del mundo, recuerda que, antes que tú, otros han andado esos o parecidos caminos, y que gracias a personas avezadas y valientes, hoy podremos atravesar el bosque de la vida sabiendo hacia dónde vamos. No dejes de guiarte por las señales que te indicarán el sendero, pero de vez en cuando haz una parada para hacerte consciente de tu propio caminar: el mar, la montaña, los acantilados, un convento, o el bosque mismo, son la meta de estos senderos que te proponemos como pedagogía de vida. Piensa en ti, piensa en los demás, abre nuevos caminos. Ya lo sabes: tu vida es tu camino, camina ligera/o, sin pesos que te impidan caminar». Nadie sabe quién desbrozó estos senderos. Acaso algún fraile anónimo hace años o siglos. Lo cierto es que nadie guarda memoria al respecto. Pero lo que seguramente no saben quienes abrieron nuevos caminos es que hoy estas sendas naturales se han convertido en una pedagogía de vida para quien quiera reencontrarse con sus raíces naturales y trascendentes. La inmanencia de la creación es evocación profunda de la alteridad, de la trascendencia, de Dios. Felices tantos anónimos peregrinos que abrieron caminos, felices todos los escultores de la vida que dan forma a la mayor obra de arte: el amor.

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La dulzura de la mirada

San Francisco de Asís fue un gran amante de la Navidad, entendiéndola como el misterio de la ternura y la humildad de Dios. Su fina sensibilidad le llevó a realizar un «Belén viviente» (el primero en la historia). Aconteció en Greccio (Italia) hacia el año 1224, tal y como narran los biógrafos del Poverello. En un alarde de misticismo, Francisco exclamó: «Hay que hacerse niños por la dulzura de la mirada». Una mirada de inocencia que el santo de Asís había reconquistado a fuerza de amor y misticismo. De él se llegó a escribir: «Francisco prefería entre todas las solemnidades el nacimiento del niño Jesús, y la celebraba con enorme alegría. La llamaba la fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho un pequeño niño, se crió alimentado por los pechos de una madre humana. Besaba con mucho cariño las imágenes del niño de Belén, y la compasión hacia él, que había colmado su corazón, inclusive le hacía balbucir palabras de ternura como hacen los niños. Y el nombre del niño Jesús era para él como un panal de miel en la boca». Y esto no resulta extraño viniendo de quien viene: un hombre que supo que el amor es la verdadera gran noticia, a favor de la cual merece la pena entregar la propia vida. Por eso la Navidad anual se convirtió para san Francisco en un acontecimiento cumbre que merecía ser celebrado con toda la intensidad del corazón. Tomás de Celano, biógrafo privilegiado del santo, retrató en palabras lo que sucedió en una de estas Navidades medievales: «Unos quince días antes de Navidad, Francisco dijo: “Quiero evocar el recuerdo del Niño nacido en Belén y de todas las penurias que tuvo que soportar desde su infancia. Lo quiero ver con mis propios ojos, tal como era, acostado en un pesebre y durmiendo sobre heno, entre el buey y la mula...”. Llegó el día de alegría... Convocaron a los hermanos de varios conventos de los alrededores. Con ánimo festivo la gente del país, hombres y mujeres, prepararon, cada cual según sus posibilidades, antorchas y cirios para iluminar esta noche en la que verían levantarse la Estrella fulgurante que ilumina todos los tiempos. Llegado el santo, vio que todo estaba preparado y se llenó de alegría. Se había dispuesto un pesebre con heno; había un buey y una mula. La sencillez dominaba todo, la pobreza triunfaba en el ambiente, toda una lección de humildad. Greccio se había convertido en un nuevo Belén. La noche se hizo clara como el día y deliciosa tanto para los animales como para los hombres. La gente acudía y se llenaba de gozo al ver renovarse el misterio. Los bosques saltaban de gozo, las montañas enviaban el eco. Los hermanos cantaban las alabanzas al Señor y toda la noche transcurría en una gran alegría. El santo pasaba la noche de pie ante el pesebre, sobrecogido de compasión, transido de un gozo inefable. Al final, se celebró la misa con el pesebre como altar, y el sacerdote quedó embargado de una devoción jamás experimentada antes. Francisco se revistió de la dalmática, ya que era diácono, y cantó el Evangelio con voz sonora... Luego predicó al pueblo y encontró palabras dulces como la miel para hablar del nacimiento del pobre Rey y de la pequeña villa de Belén».

Por su parte, san Buenaventura lo describió así en su Legenda Maior (LM 10,7):

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«Tres años antes de su muerte, se dispuso Francisco a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles. Pero, para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al Sumo Pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno. Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne. El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la Misa solemne en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo Evangelio. Predica después al pueblo, allí presente, sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo –transido de ternura y amor–, lo llama “Niño de Bethlehem”. Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso al que, estrechándolo entre sus brazos, el bienaventurado padre Francisco parecía querer despertarlo del sueño. Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no sólo por la santidad del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo, y con evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su santa oración».

Los frailes del convento de San Antonio celebraban cada año la Navidad con toda su carga simbólica, y como fieles seguidores de san Francisco de Asís prestaban una especial atención a los detalles. En la iglesita montaban un Belén de grandes dimensiones, expresión viva de una gran creatividad. Se convirtió casi en una tradición la visita al «Belén de los frailes». Eran muchas las personas que en esos días se acercaban ex profeso para disfrutar del alarde imaginativo y de la belleza plástica del «Nacimiento». A través de las imágenes se puede despertar el corazón dormido y elevarlo a nuevos ideales. En cierto modo la Navidad es la celebración de la infancia, del niño que llevamos dentro. Hubo un año en el que fray Francisco, emulando a su homónimo, decidió dar mayor realismo a la celebración de la Navidad. Para ello habilitó la «ermita de la paz» como improvisado «portal de Belén». Su idea era poder transmitir a los visitantes, y a sí mismo, lo que aquel acontecimiento había supuesto a lo largo de la historia, y sobre todo, actualizarlo, de tal manera que todos pensemos, siquiera por un instante, en todas las personas que nacen en el pesebre del sufrimiento y la exclusión. Así pues, con ánimo firme, ayudado por algún fraile y vecinos del pueblo, almacenó por todo el espacio heno, de modo que el suelo estaba completamente cubierto de paja. En el centro colocó un pesebre con una imagen del Niño Jesús, acompañado de María y José (dos imágenes de tamaño natural), de algunos pastores y de animales (de verdad) que campaban a sus anchas por la estancia. La estampa navideña de aquel año aún perdura en la memoria de sus visitantes. En la entrada del improvisado «Belén», una inscripción alertaba: «Tan sólo los humildes de corazón podrán comprender lo que van a ver». Y, al igual que en la basílica de la Natividad de Belén, un recubierto de cartón piedra simulaba una puerta de poco más de un metro de altura, de tal manera que quien quisiese entrar debía agacharse, como símbolo de humildad, ante la humildad de Dios. 72

Por supuesto, para quien no fuese capaz de ejercitar el cuerpo de tal manera, se apartaba por un instante la puerta de pega y se hacía posible el milagro de la vida en medio de la pobreza.

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Los rostros de la vida

A San Antonio afluían gentes venidas de los más recónditos lugares del mundo entero, merced a la vinculación que el «Finisterrae» tiene con Santiago de Compostela, lo que conllevaba que no pocos peregrinos, después de concluir su peregrinación a la tierra de Santiago, se acercasen al océano en busca de un atardecer más allá de tierra firme, con toda su carga simbólica. Moría el día, fenecía un hombre/mujer viejo/a, naciendo al instante un nuevo ser. Pero también solían venir personas huyendo por un instante del estrés de las ciudades. El convento se convertía así en una especie de oasis de silencio y quietud en medio de la naturaleza, terapia siempre apreciada por quien se siente privado de paz interior sujetándose al estatus, a la apariencia, al poder mundano. En cierta ocasión llegó al convento una joven que, según el entender del portero, era «una buena moza». Pidió hablar con un fraile. Normalmente estos menesteres estaban ya reservados a fray Francisco. Con lo cual el diligente portero le llamó al instante, invitando a la mujer a entrar y aguardar en un pequeño recibidor. Fray Francisco acudió presto al reclamo de su Hermano. Al llegar se encontró con la figura estilizada de una mujer en la que la mano del escultor divino se había detenido con esmero. Pero al instante, con sólo una mirada a los ojos, el fraile pudo detectar que detrás de una fachada esplendorosa había una casa que amenazaba ruina. Se trataba de una famosa modelo (su nombre no viene al caso, porque las personas son más que un nombre o un titular de prensa) que estaba atravesando un momento crucial de crisis existencial, llegando a plantearse incluso el suicidio. El fraile, habituado ya a caminar al lado de muchas personas heridas por la vida, pudo saber que en realidad aquella chica era víctima de una sociedad de postín que la estaba esculpiendo como un producto más de mercado. El negocio en torno a la imagen, las amistades ficticias, el agobio de los flashes, el no poder llevar una vida normalizada y estable desde su adolescencia, habían deteriorado de tal manera su ser interior que ella misma decía no reconocerse, no amarse. Tan sólo una mirada de comprensión y unas palabras humildes invitando a la reflexión y a la esperanza hicieron el milagro de recuperar a quien se encontraba inmersa en un pozo, cegada por las luces de la sociedad de las apariencias. Francisco escuchó, y tan sólo de vez en cuando delineaba en el aire su voz invitando a la joven a volver a su corazón, a reencontrarse con su propia verdad, a recobrar la autoestima, a cambiar de vida si era necesario. Se trataba de una pedagogía tan sencilla como eficaz. Era el método del mayeuta («partera» en griego), es decir, tratar, a través de las palabras y de los gestos, que tu interlocutor vaya descubriendo por sí la verdad de su propia vida y en cuántas mentiras está afianzando su existencia. 74

Aquella mujer lloraba con lágrimas sinceras, primero de sufrimiento y tristeza, luego de liberación y gozo. Alguien, por primera vez, la había confrontado con su propia verdad, animándola a mirarse sin miedos a un espejo veraz que no distorsiona la imagen: el propio corazón, el de la persona, que es digna en sí misma, independientemente de la crítica de una revista o de los comentarios en los programas televisivos del corazón. Hoy es una mujer rehecha, amaneció el amor en su vida, está casada y tiene tres hijos. Ha estudiado psicología y ha abierto una consulta en una gran ciudad. En su agenda profesional siempre hay espacio para quienes no pueden pagar sus servicios. Ella aplica la técnica del mayeuta, aprendida en un convento. Esa misma noche, fray Francisco, en su diario, escribió: «Esta es la sociedad de las apariencias, que mata por dentro, que destruye identidades al tiempo que crea mitos de pies de barro. El camino es otro, el camino es de ida y vuelta: primero hacia dentro, hacia tu corazón. Después, una vez recobrado el sentido de tu propia vida, hay que galopar libre como el viento hacia los campos de la vida, y allí romper mitos con la fuerza del amor y la esperanza. Hoy he visto llorar, hoy he visto a una mujer morir en lágrimas, y he asistido también atónito a un renacimiento a través de las mismas lágrimas. Dios sabe, a nosotros nos basta con adorar aprendiendo a ensimismarnos en sus mensajes de amor: la vida es un milagro; la apariencia, un engaño. Ha que aprender a amar el propio corazón para amar la vida, para amar a los demás».

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Tiempo de sueños

Tomado del diario de fray Francisco al tiempo que admiraba con los ojos del corazón la naciente primavera: «Los seres humanos tenemos la virtud, o el defecto, de tratar de poner nombre a todas las realidades que nos rodean, y a veces tratamos de reducir la esencia de las cosas a una mera formulación matemática que, más que explicar y dar satisfacción a la necesidad que sentimos de interpretarlo todo, lo que hace es complicarnos más la vida. Habrá que decir aquello del sabio hinduista que ante las preguntas inquisitoriales del discípulo respondía neti, neti, “no es eso, no es eso”. Y es que no hace falta ser muy sabio para comprender que la vida misma tiene su propio ser, su inteligencia, de modo que no se deja invadir por las teorías, ni mucho menos por la necesidad que siente el ser humano de controlarlo todo. La vida es como el aire: puedes tomar una bocanada, pero nunca aspirarlo por completo. Toda persona es un filósofo que ha de ir dando sentido a su propia existencia, tan finita como llamada a auto-trascenderse. Y la Naturaleza, la Hermana Madre Naturaleza, nos ayuda a ir dando pasos. No hay nada tan contraproducente para el ser humano en busca de dar sentido a su experiencia vital que el rebelarse contra la Naturaleza, el querer ser lo que no es, o más de lo que se es. Somos lo que somos, y en eso mismo reside nuestra pequeña grandeza. La Naturaleza es maestra de la vida, pedagoga que nos lleva de la mano. Está a punto de iniciarse la primavera. Poco importa que sea pasado mañana a tal o cual hora; la primavera viene y eso basta, no necesita que los seres humanos, organizadores de guerras y destrucción, le pongamos hora. Ella llega antes o después, llega y eso basta. La primavera es la estación de las flores y la hermosura campestre. El otoño y el invierno fueron el largo prólogo de este libro de poemas que ahora comienza a desplegar su manto de hermosura. Una hermosura que nos invita a soñar, a elevar el canto del corazón, y a contemplar las cosas y a las personas con nuevos ojos, con mirada renovada. La primavera nos invita a renacer, a ser como críos recién nacidos ávidos de sentir, de tocar, de comprender, de gozar. Estamos muy necesitados de muchas floridas primaveras en nuestra vida, aunque las multinacionales y los poderes económicos se empeñen en destrozar el medio ambiente con el pretexto de un falso progreso. Estamos necesitados de recobrar el sentido de la vida, de la hermosura, de la bondad y del amor. La primavera es el tiempo del Amor. Cuentan que Francisco de Asís, gran amante de la Naturaleza y las criaturas, pedía a sus frailes que, cuando tuviesen que cortar leña para la lumbre, redentora frente al frío del invierno, no arrancasen de cuajo ningún arbusto ni árbol sino que dejasen que el tronco siguiese ocupando un espacio en la tierra. Sabía el sabio Paco que la Naturaleza es vida y germina en cualquier ranura a poco que no se le impida. Recientemente una amiga me comunicó que había quedado sobrecogida de gozo al comprobar que, pocos días después de haber sido talados unos árboles cerca de su casa, la vida volvía a asomarse sin rubor en donde antes florecía y ahora parecía mortecina. La naturaleza es así. Y así somos nosotros/as. Como árboles talados que debemos resurgir, volver a germinar pese a las dificultades y contrariedades de la vida. Estamos rodeados de vida y a ella nos debemos. Si confiamos en la existencia, si confiamos en nuestras capacidades innatas y adquiridas, no hay huracán ni sierra eléctrica que nos derribe. La primavera es un aldabonazo en la conciencia adormecida de la bondad que nos constituye. Si confiamos en nuestra capacidad para hacer el bien, aún es posible un mundo en Paz. Te invito a contemplar los campos en este tiempo de amapolas, manzanillas y almendros en flor. La primavera es el monumento a la vida, esa vida que no tiene sentido sin amor. El amor verdadero es la revolución pacífica que se nos resiste, es el

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pedazo de paraíso que debemos y podemos reconquistar, es lo único que puede salvar este mundo de egoísmos del caos. Pon un poco de primavera en tu vida y todo irá mejor, tú y el mundo: todas-todos. Tú puedes, confío en ti».

Días después volvía a incidir en el tema de la floreciente primavera: «La primavera ya va alcanzando su cenit natural. Así lo atestiguan los campos, en los que prima el verde (ha llovido mucho últimamente) cubierto por un manto blanquecino confeccionado a base de manzanillas. Y el cielo, la bóveda celeste, es ya por esta época espacio sagrado surcado por golondrinas y vencejos. Desde niño estas aves me informaron de la proximidad del verano y por tanto del fin del suplicio de las clases y de los exámenes. La Naturaleza es una escuela de vida a la que deberíamos prestar más atención. Nuestros trabajos, nuestras luchas y desvelos cotidianos, son algo así como un muro que nos impide ver más allá de nuestras narices. Estamos ya tan acostumbrados a dejarnos llevar por las situaciones que, más que vivir nuestra vida, lo que estamos haciendo es dejando que ella nos viva a nosotros, que nos arrastre impetuosa a fuerza de acontecimientos mientras nosotros, en nuestra innata contingencia, nos limitamos a seguir tirando del carro sin otro objetivo ni estímulo que ese ir tirando como se pueda. Y es que la vida es don y misterio, es una tierra por conquistar palmo a palmo, siendo a la postre ella la que nos sostiene y no a la inversa. Vivir es ir viviendo. Fuimos dotados por naturaleza de cinco sentidos que nos constituyen, identifican y acreditan ante el resto de las criaturas. ¿Se nos habrán atrofiado el gusto, el olfato, el oído, el tacto y la vista a base de tanto vivir mecánicamente, casi sin sentir? Me sorprende el hecho de que muchas personas busquen “emociones fuertes” más allá de sí mismas, en las cosas más superficiales y artificiosas. Tenemos en nosotros mismos un ser que nos habita, un mundo por descubrir, unos sentidos con los que atrevernos a explorar el mundo que somos y que nos rodea. La Naturaleza es maestra y guía en este empeño. La contemplación de un paraje de exuberante vegetación, el olor fragante de las flores, el sonido de los trinos de las aves al amanecer o al atardecer (cuando los ruidos del ser humano en sociedad tienden a amainar), el sabor delicioso de un alimento, el tacto suave de la hierba bajo los pies, o la compañía de un ser querido son emociones fuertes que sacian nuestra sed de plenitud y trascendencia. Deberíamos atrevernos a vivir con intensidad este don y tarea de ser criaturas dotadas de medios y cualidades adaptados al medio, y que debemos desarrollar convenientemente. Las mañanas dominicales de primavera son del dominio de las aves. Cuando el sol comienza a asomar su esplendor por el horizonte ya ellas iniciaron su jornada. Los gorjeos y los trinos son los reyes de la mañana. Siempre me han fascinado las aves. En el panorama de mi infancia los gorriones, las golondrinas y vencejos, las palomas, las gaviotas y las lavandeiras ocupan un lugar central. Sus vuelos son un auténtico alarde de libertad, y sus trinos, una sinfonía digna de las mejores orquestas. De ellas también podemos aprender mucho. Las aves se limitan a ser lo que son, a hacer aquello para lo que están capacitadas. Jesús de Nazaret también las observaba y las ponía como ejemplo del amor de Dios: “Mirad las aves del cielo”. Ser lo que somos, ser sin más, sin pretensiones, sin violencia. La primavera inspira canciones y poemas. Dicen que es el tiempo de los sentimientos, la estación del corazón, “cuando los enamorados van a servir al amor”. Debemos tratar de disfrutar, amar mucho el ser natural que somos, y hacer lo propio con las personas y las criaturas, porque el amor transforma y nos transforma. No hay invierno tan duro ni triste que no ceda ante el empuje de la primavera. Recuerda que “el mayor regalo de Dios es el don de la vida. Sería un gran error el que devolviésemos ese regalo sin agradecerlo ni abrirlo. Y la primavera va en el lote de la vida”. El convento es escuela de vida y laboratorio de felicidad, la de quien desarrolla la mirada del corazón para sentirse en armonía con la creación entera. El hombre de Dios es tan natural como una flor, como el viento fresco que ofrece alivio en tiempo de calor. Siempre hay un tiempo para albergar nuestros mejores sueños y permitir que florezcan como los campos en primavera».

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La palabra del silencio

Fray Francisco comenzó a turbarse interiormente al saber que por el mundo adelante se estaba extendiendo el rumor de su supuesta santidad. Su remedio era dejarse estar en los brazos de la misericordia de Dios, el único santo de verdad. Por eso cada vez eran más las personas que llegaban a San Antonio con la finalidad de conocer al «santo» por pura curiosidad (la curiosidad positiva nace de la inquietud por la búsqueda de la verdad, pero hay otra curiosidad, negativa, que nace del egoísmo; esta curiosidad flirtea con la maldad). En cierta ocasión, en pleno verano, llegó un grupo de peregrinos con el ánimo de poder hablar con fray Francisco. Enterados de que desde antes del alba se había ido a lo alto de la montaña para orar, ascendieron hasta la cima misma. Era muy temprano. El sol amanecía en aquel instante sobre un mar de bruma que inundaba el ambiente de frescor. Al llegar a la cumbre, los visitantes divisaron a un fraile sentado sobre una roca con el rostro vuelto hacia el naciente y los ojos cerrados. El color pardo del hábito le confundía con la piedra terrosa sobre la que se sentaba, pareciendo ambos un mismo ser, hechuras de una misma materia, esculpidos ambos por un mismo artista. El silencio del amanecer y una leve brisa refrescante invitaban al descanso. La estampa serena y pacífica de aquel hombre sentado y orando fue palabra elocuente que remansaba las aguas turbias de los problemas, pesares e insana curiosidad. Nadie se atrevió a hablar ni a molestarle. Todos se esforzaron en dar culto al silencio del amanecer contemplado desde la cumbre de una montaña. Quienes buscaban soluciones aquietaron el ser y se dejaron llevar por el murmullo de la brisa. Y fue así como en la mañana floreció un rosario de silentes contemplativos. Fray Francisco, tras un tiempo de oración profunda, se irguió, sonrió levemente saludando con una mano a los improvisados eremitas, y retornó al convento para realizar sus quehaceres cotidianos. Poco a poco, todos fueron desfilando montaña abajo, de regreso a sus vidas. Un amanecer contemplado con serenidad, la fresca brisa de la mañana en una jornada estival y el silencio de un hombre sencillo obraron el milagro de la paz. Al anochecer, el fraile orante escribió en su diario personal: «El silencio calma las voces de nuestra negatividad. El silencio amansa las fieras de nuestros miedos, frustraciones y pasiones desaforadas. A veces el silencio es la palabra más elocuente, el discurso más efectivo, la medicina más curativa. Muchas heridas del alma se curan con el ungüento del silencio en armonía con lo que somos y experimentamos. Amanece en nuestra vida cuando dejamos que la vida misma, preñada de la verdad, se vaya haciendo un hueco».

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El santo de los milagros

Fray Francisco era muy aficionado a los cuentos porque, como él decía, «son un poco verdad y un poco mentira, como la vida misma, y nos obligan a recuperar la sabiduría del corazón para poder desgranar la verdad que encierran, y que tanto tiene que ver con la vida». En cierta ocasión narró a un grupo de ejecutivos de visita en el convento el siguiente cuento que tituló «San Benedicto de los milagros»: «Cerca de una gran ciudad había una pequeña ermita que en tiempos era casa de oración de un anacoreta con fama de santo milagrero. Su historia en realidad es la de un hombre completamente normal que hubo de sufrir, eso sí, los horrores de la guerra y la persecución, y por supuesto la miseria. De él cuentan que era muy devoto de la Virgen y que ya desde niño acudía con frecuencia a aquella ermita de la “Virgen de los milagros” a pedir a la Madre de Dios que pidiese a su Hijo que hiciese una vez más el milagro del amor en el mundo, poniendo paz y reconciliación entre los combatientes y todas aquellas personas que eran presas del odio. El niño creció y decidió irse a vivir a la capillita que estaba en lo alto del cerro, para poder dedicarse a una vida de oración y penitencia. Poco a poco, eran muchas las personas que se acercaban hasta este lugar para dialogar con aquel hombre tan espiritual que había optado por una vida tan sacrificada viviendo de la limosna. El “santo” Benedicto, que así se llamaba, porque sus padres lo recibieron como una auténtica bendición después de un parto muy complicado, recibía a todo el mundo a cualquier hora. La “Casa de María” –así llamaba él a aquella cabañita sagrada– era la casa del pueblo. Nunca nadie se fue de lo alto del cerro de vacío. Benedicto se esforzaba por escuchar con atención las penas y cuitas de sus convecinos, sin juzgarles ni condenarles. Y siempre concluía el encuentro con una mirada de misericordia y con unas palabras de paz. De modo que todos cuantos peregrinaban a la ermita siempre volvían para estar con “san Benedicto”, un hombre vulgar que hacía cada día el pequeño milagro de la escucha misericordiosa. Aún vive quien dice que aquel hombre hizo grandes milagros a favor del pueblo. Pero hay un anciano, que fue amigo de infancia de Benedicto, que dice que su mayor milagro, y eso la gente no acababa de verlo, fue el de entregarse del todo, darse a sí mismo sembrando paz en donde abundaba el odio y las rencillas. Santo es el que se da a sí mismo por el bien de todos. Bendito “San Benedicto de los milagros”, que todos podemos ser».

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En la intimidad de Dios

La noche cubría con su manto de oscuridad el cielo, al tiempo que el bosque frondoso se convertía en un cúmulo de sombras y un tapiz de sonidos casi imperceptibles. El bosque se dormía una vez más, y en él, sus habitantes: árboles, plantas, animales y frailes, al tiempo que algunas estrellas comenzaban a sembrar de tenue luz el horizonte celeste sobre el bosque, el convento y el mar. La noche es tiempo de silencio y de serenidad, las inquietudes y los pensamientos tienden a sosegarse, y surge así fácilmente la amistad con Dios, significada en el hecho mismo de vivir en armonía con todo lo creado. Surge así la oración, al tiempo que el cuerpo comienza su periplo de somnolencia, cansado por los vaivenes de las actividades diurnas. Sí, la noche, según el entender del orante de todos los tiempos, es «tiempo de salvación». En este marco solemne de la creación se hace posible el milagro de comunión criatura-Creador. Sobre una peña un hombre, vestido con una túnica marrón ceñida por un cordón, sonreía extasiado ante la hermosura de la noche, al tiempo que la luna, mecida por la caricia de algunas nubes juguetonas, asomaba su rostro redondo de plenilunio. Fue entonces cuando un fraile, irguiéndose sobre el silencio de la noche y abriendo los brazos como quien se dispone a abrazar en señal de afecto, modeló una voz tímida que esculpió sobre el viento unas palabras evocadoras de paz: «Cuando la noche sea oscura, sé tú, Señor, la luna que ilumine mi caminar. Cuando me cueste continuar mi camino, sé tú, Señor, un reguero de estrellas que pueda rastrear. Cuando la ceguera del egoísmo no me deje ver, sé tú, Señor, el fuego devorador que queme mis impurezas. Cuando mi orgullo no me deje sentir, sé tú, Señor, la fuente viva que sacie mi sed de amar. En todo caso, Señor, cuando no vea la luz, dame al menos tu paz, tu amor y tu esperanza, para que pueda alcanzar la sabiduría de la humildad».

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Índice La sabiduría de la humildad Prólogo La sabiduría de la humildad Un lugar en el mundo Cuando la vida amanece La ermita de la solidaridad El arte de sonreír La música del corazón La ciencia de la Tierra El beso de la luna al sol El murmullo de la vida La perfecta alegría El camino interior La primavera de la vida La paz se nos resiste Hacia el fin de la Tierra La noche es el prólogo del día Iluminar la oscuridad Muy dentro de ti Tendiendo puentes de solidaridad Las huellas en la arena Domesticar el lobo interior Amada por primera vez La Navidad de los pobres Atardece sobre el lecho de la Tierra Cuando la vida ahoga El mayor regalo de la vida El Cántico espiritual En las entrañas de la Tierra Tu verdadero rostro La fuerza del amor El rescoldo de la vida Confiar en Dios La encrucijada de la vida La dulzura de la mirada Los rostros de la vida Tiempo de sueños La palabra del silencio El santo de los milagros 81

En la intimidad de Dios

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Índice La sabiduría de la humildad Prólogo La sabiduría de la humildad Un lugar en el mundo Cuando la vida amanece La ermita de la solidaridad El arte de sonreír La música del corazón La ciencia de la Tierra El beso de la luna al sol El murmullo de la vida La perfecta alegría El camino interior La primavera de la vida La paz se nos resiste Hacia el fin de la Tierra La noche es el prólogo del día Iluminar la oscuridad Muy dentro de ti Tendiendo puentes de solidaridad Las huellas en la arena Domesticar el lobo interior Amada por primera vez La Navidad de los pobres Atardece sobre el lecho de la Tierra Cuando la vida ahoga El mayor regalo de la vida El Cántico espiritual En las entrañas de la Tierra 83

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Tu verdadero rostro La fuerza del amor El rescoldo de la vida Confiar en Dios La encrucijada de la vida La dulzura de la mirada Los rostros de la vida Tiempo de sueños La palabra del silencio El santo de los milagros En la intimidad de Dios

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