La Religion Cuestiona O Consuela

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PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

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Cátedra Santo Tomás

Religión y Cultura Proyecto Editorial dirigido por Reyes Mate, profesor de investigación IF / CSIC

Obras publicadas J. JIMÉNEZ LOZANO, F. MARTÍNEZ, R. MATE Y J. MAYORGA Religión y tolerancia. En torno a Natán el Sabio de E. Lessing (2003) F. BÁRCENA, C. CHALIER, E. LÉVINAS, J. LOIS, J.M. MARDONES, J. MAYORGA La autoridad del sufrimiento. Silencio de Dios y preguntas del hombre (2005) J.M. ALMARZA, J. HERRERO, M. MACEIRAS, J. MAYORGA, V.S. SOLOVIEV La religión: ¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski

Con la colaboración de la Cátedra Santo Tomás y el patrocionio del Excmo. Ayuntamiento de Ávila

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LA RELIGIÓN: ¿CUESTIONA O CONSUELA?

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J.M. Almarza, J. Herrero, M. Maceiras, J. Mayorga, V.S. Soloviev

LA RELIGIÓN: ¿CUESTIONA O CONSUELA? En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski

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LA RELIGIÓN, ¿cuestiona o consuela? : En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski / Juan Manuel Almarza, Jacinto Herrero, Manuel Maceiras, Juan Mayorga, Vladimir S. Soloviev. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial, 2006 143 p. ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 153) ISBN 84-7658-773-2 1. Filosofía y religión 2. Religión - Filosofía 3. Dostoievski, Feodor M. Crítica e interpretación 4. Teología I. Almarza, Juan Manuel II. Herrero, Jacinto III. Maceiras, Manuel IV. Mayorga, Juan V. Soloviev, Vladimir S. “El Anticristo” VI. Colección 230.1 882“18”

Primera edición: 2006 © Juan Manuel Almarza Meñica et alii, 2006 © Anthropos Editorial, 2006 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com ISBN: 84-7658-773-2 Depósito legal: B. 624-2006 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España – Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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PRÓLOGO

La religión es un asunto sólo para espíritus libres. WALTER BENJAMIN

«¿Era Israel feliz con su Dios?, ¿lo era Jesús con el Padre?, ¿da felicidad la religión?, ¿proporciona identidad, patria, seguridad o paz consigo mismo?, ¿apaga la angustia?, ¿tiene respuesta a preguntas?, ¿sacia los deseos, sobre todo los más ardientes?» No siempre ni todos pueden responder afirmativamente a estas preguntas. Entonces, ¿para qué la religión, para qué la oración? Dios, rogar a Dios, es parte fundamental de la Buena Nueva que Jesús comunica a sus discípulos (véase Luc 11, 1-13). Otros consuelos no tiene Él en vistas. El consuelo bíblico no nos desliza en un reino místico en el que la armonía esté ausente de tensiones y la reconciliación con nosotros mismos libre de todo cuestionamiento. Jesús era la paz que el Padre Dios envió al mundo en la plenitud del tiempo (Luc 2, 14), pero Él habló también de la guerra que suponía su aparición (Luc 12, 51). El Evangelio no es un catalizador o un calentador que temple el encuentro con uno mismo. En eso se han equivocado todos los críticos de la religión, desde Feuerbach hasta Freud. «La pobreza en espíritu», raíz de todo consuelo, no se da sin el desasosiego místico que lleva consigo la pregunta y el cuestionamiento que surge de la fe en el Evangelio. Hasta la mística cristiana hay que entenderla como «mística del sufrimiento en Dios». Estas palabras, que han salido de la pluma de un teólogo católico, Johann Baptist Metz, están a la base de la Tercera Cátedra Santo Tomás, celebrada en Ávila del 23 al 26 de mayo del año 2005, bajo el título «La religión ¿consuela o cuestiona?». Como es habitual en esta Cátedra, el debate se nuclea en torno a una obra dramática, inspirada en este caso en «La leyenda 7

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de El Gran Inquisidor» que Dostoievski nos ofrece en Los hermanos Karamazov. Jesús, el fundador del cristianismo, vuelve a Sevilla un Jueves Santo cualquiera. Y aunque quiere pasar desapercibido, es detectado por el Gran Inquisidor que le llama aparte. En este encuentro se enfrentan dos modos de amor al hombre. Por un lado, el que representa el Inquisidor que quiere la felicidad de los hombres y por eso les procura pan, es decir, seguridad y bienestar. Y, por otro, el de Jesús, que quiere que los hombres sean libres, aunque eso cueste sangre. El Inquisidor sabe que compra la libertad con pan para evitar al hombre normal el sufrimiento de tener que decidir por su cuenta. Jesús calla y su silencio es una elocuente requisitoria contra ese cambio a su mensaje. Las figuras de Jesús y del Inquisidor representan dos maneras diferentes de entender la religión: una, que cuestiona, inquieta y obliga a estar alerta; la otra que consuela y protege a cambio de la sumisión. ¿Son dos tareas complementarias o incompatibles? ¿La carga de responsabilidad que pone el cristianismo sobre los hombros del creyente le hacen más infeliz o le dan más esperanza? El pan nos remite a la justicia, pero ¿puede haber pan sin libertad y viceversa? En lo que parecen estar de acuerdo los personajes de Dostoievski es que el cristianismo es cualquier cosa menos banal. Lo suyo no es imitar con gestos vacíos lo que digan otras visiones del mundo, sino abrir caminos, interpelar, trascender los propios límites, arriesgarse. La III Cátedra Santo Tomás vuelve de nuevo con preguntas que deben interesar a una sociedad que no tenga miedo a la libertad, ni que se escude en fáciles consuelos. «El conflicto del relato —dice Juan Mayorga en la presentación de su obra dramática— desborda el campo religioso. Se trata finalmente del conflicto entre el anhelo de libertad y el miedo al sufrimiento. De ahí que, con razón, se hayan reconocido en el cuento de Dostoievski rasgos proféticos, en tanto que anticipa las grandes batallas ideológicas del siglo XX, en cuyo corazón siempre reaparece aquel conflicto. »La adaptación teatral que aquí se presenta ha intentado traducir a lenguaje escénico el original sin reducir su complejidad temática y estética. Teniendo siempre presente que la palabra novelesca no es la misma que la que nace para encontrarse con el cuerpo —la voz, el gesto— del actor.» 8

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Al dramatizar un texto escrito como novela, la tensión entre el pan y la libertad, el Inquisidor y Jesús crece hasta el paroxismo: «El teatro —prosigue— nos da a ver esos cuerpos que se miran cara a cara en la celda inquisitorial: el frágil cuerpo del preso y el poderoso cuerpo de quien lo amenaza. Y el teatro nos ofrece, sobre todo, el silencio. El teatro es el arte en que el silencio se oye, y no hay silencio tan sonoro como el de este prisionero de la Inquisición. Quien al aluvión de palabras de su carcelero responde sólo con un gesto: un beso. En ese beso y en el silencio desde el que ha surgido reconocemos toda su mansedumbre y toda su fuerza». Los distintos temas implicados en ese genial relato han sido analizados desde ángulos muy distintos. Juan Manuel Almarza, teólogo dominico, desmenuza el relato de Dostoievski enfrentándose a las preguntas que el hombre actual plantea al cristianismo como otrora lo hiciera el maligno a Jesús en el desierto. Manuel Maceiras, cualificado filósofo de la Universidad Complutense de Madrid, se centra en la relación entre perdón y justicia, planteándose las condiciones de un perdón a la altura de la justicia. Jacinto Herrero, sólido poeta abulense, se adentra en la literatura para rastrear el sentido que en ella tiene el consuelo y el desconsuelo. Guiados por un interés pedagógico hemos incluido en este volumen un relato inédito en España, «El Anticristo», de Vladimir Soloviev, teólogo ruso contemporáneo de Dostoievski que aporta otra visión a los problemas del novelista. P. MARCOS RUIZ O.P. Director de la Cátedra Santo Tomás

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JUSTICIA CIERTA Y DIFÍCIL PERDÓN Manuel Maceiras Fafián

Si prescindimos del juego de las correspondencias jurídicas y atendemos al lenguaje usual, justicia y perdón no denotan tanto relaciones disyuntivas o excluyentes, cuanto disposiciones de convergencia y coexistencia, que no implican su desfiguración en meros gestos acomodaticios o transacciones de oportunidad, digeribles por el metabolismo de las estructuras de poder o los individualismos de conveniencia. Evitando someter a dimensiones arbitrarias la culpabilidad, los usos cotidianos actualizan a diario la trascendencia normativa de los principios universales mediante actitudes éticas en las que hacer justicia y perdonar se amparan mutuamente, hasta tal punto que, sin merma para el esqueleto lógico de la equidad, con la repulsión y condena del crimen, el lenguaje común se tiñe de retórica para exaltar la belleza del perdón y la grandeza de quien lo otorga, bien es cierto que bajo condiciones imprescindibles. Sin licencias nominalistas, nos acogemos aquí a la posibilidad de la coexistencia, en los supuestos que se verá, pero a partir del imperativo previo que exige con severidad situar el perdón fuera de las previsiones de la estrategia política, insumiso a ser ceñido por la púrpura del poderoso. Proyectada hacia un largo aprendizaje ético, con brevedad y sin ambigüedades, esta convicción puede deducirse del relato simbólico que Dostoievski titula «El Gran Inquisidor», en la parte II, libro V, capítulo V, de Los hermanos Karamasov, contado por Iván, uno de los hermanos.1 1. Tomamos como referencia las Obras completas, 3 vols., trad. R. Cansinos, Aguilar, 1982, Madrid. Los hermanos Karamosovi, en vol. III, pp. 21-596.

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No cabe duda de que el mundo de la gran política es difícil, sustentado en el orden y la jerarquía, obligado a discurrir por el circuito de la satisfacción portador de progreso, reacio a los sentimientos individuales. Y aunque el crimen afecta a todo el edificio político, avanzando al hilo de las provocaciones de Dostoievski, se llega a la conclusión según la cual, sin suspender las garantías de la justicia, la facultad de perdonar no debe ser sustraída a quienes sufrieron el crimen y padecen sus consecuencias. Dejemos también dicho que en los textos de Dostoievski se adelantan previsiones de hechos y comportamientos que, con la misma admiración de Solzhenitsyn, nos obligan a preguntar: «¿cómo lo sabía?».

1. El imposible amor al prójimo y la certeza del dolor El relato «El Gran Inquisidor» parece todavía más sugerente y cargado de incertidumbres éticas si se analiza después de leer el capítulo anterior, el IV, que lleva por título «Rebeldía», donde se prepara al lector para la aproximación coherente al símbolo del Inquisidor. Son páginas puestas en boca del protagonista Iván, cargadas de sentimientos contradictorios y turbadores para las proclamas del banal y cómodo humanitarismo, propenso a sublimaciones irreales. Son también invitación a que cada hombre busque su propio lugar en el mundo de la vida, no del todo ajeno a la fatalidad inmodificable, y distante de cualquier otro universo, posible pero en todo caso lejano. Escindido entre la urgencia del sometimiento y la promesa imaginaria, Iván profiere su actitud rebelde contra la fe que por su radicalismo acaba cerrando también las puertas de su entorno más próximo: «Nunca he podido comprender», confiesa, «cómo es posible amar al prójimo. Sobre todo al prójimo, al mío, es imposible amarlo; si acaso a los lejanos». La usura autárquica puesta al desnudo consuma la resolución de los vínculos y clausura al tiempo la vía del goce de los frutos de la convivencia. Las palabras de Iván se ensombrecen con el tono del desaliento al dar por malogrados Los capítulos aquí comentados, pp. 196-231. El traductor escribe Karamasovi para mantener el plural ruso mediante la i, desinencia característica de número y caso.

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los frutos del amor, lejano a nuestro alcance ni como don o conquista, ni siquiera por procuración del ascetismo o la renuncia. No, en nuestro entorno no hallamos motivos convincentes porque el amor al prójimo es un milagro de Cristo. La diferencia es substantiva: porque es obra de Dios no está al alcance de los mortales, oscilantes entre el desánimo por su impotencia y la lejanía espiritual de las enseñanzas de la fe. La vida cotidiana, en consecuencia, es un don amenazado por la cercanía real, aunque también un estado atravesado por el hilo finísimo de la esperanza que nos suspende de aquello que, para siempre, no deja de estar fuera de este mundo. El valor de lo noble, las antiguas y nuevas excelencias de los demás no pueden ocultar las injerencias de la proximidad y cualquier fenomenología de la vida cotidiana alcanza a poner en evidencia la comprometida simetría entre amor y contigüidad corporal, de tal modo que, según Iván, no se encuentran muchos motivos, mejor, ninguno, para amar al prójimo porque, con variable intensidad, sin una revelación especial somos refractarios a la coordinación afectuosa, por razones que, apurando la hermenéutica del texto, pueden tipificarse en torno a tres, en las que concurren lo objetivo y lo subjetivo, lo interno y lo externo. En primer lugar, bajando del espíritu a la carne, la imposibilidad del amor al prójimo tiene que ver con las regulaciones biológicas y las reacciones convulsas del organismo, que previenen del misticismo o del provincialismo estoico, rigen los encuentros y desencuentros, porque no hay biología que no sea subjetiva, esto es, sólo accesible a experiencias anímicas personales, insondable para los más próximos. Las leyes de la proximidad no son aleatorias, aunque tampoco necesarias, pero están ahí y advierten de antemano sobre los síntomas y el campo de las discrepancias, avisando sobre nuestro estado de seres no privilegiados, sometidos al peso de la humanidad, de los cuerpos, con composición y secreciones. La perspectiva de los volúmenes, los fluidos informes y la relatividad de las medidas incapacitan a los cuerpos para un pacto con los fantasmas y los encasillan en el forzado reducto de la densidad orgánica por la que nos «olemos mal unos a otros», dice textualmente Iván. La fisiología de los sentidos no alcanza a obturar la brecha por la que supura el humor acre que impregna la contigüidad cotidiana de los organismos. Se apunta así nuestra inconsisten13

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cia estructural, porque el mal olor es síntoma de impureza orgánica y del riesgo de descomposición. Reacios a la corrupción y resistentes a la inconsistencia, tendemos a disimular nuestros corruptos humores poniéndonos caras estúpidas, ademanes de insulsa cortesía, inútiles cortafuegos contra la repulsión mutua que rezuma la cercanía. Somos pesados y torpes, por eso «nos damos pisotones», tropezamos unos con otros. No, los cuerpos no motivan ni estimulan el amor al prójimo, más allá de las perspectivas utilitarias de conveniencia, a no ser que nos dejemos ilusionar por la proyección abstracta de los conceptos. O, propiciada la empresa por gracia divina, alcancemos a situarnos en posición sobre natural. La segunda serie de razones puede ser asociada, sin apuros, a la fragilidad afectiva o, con un final más previsible, a la incompatibilidad emocional. Por grandes que sean las proximidades, los seres humanos no somos presencias diáfanas y enunciativas porque cada cual lleva a cuestas una historia, singular e intransferible. Asegura la sinceridad de las intenciones, de lo noble hasta sus tramos más obscuros, cada vida es por sí misma reacia a hacerse traslúcida, insumisa a la transparencia y a la entrega, porque si así fuese dejaría de ser patrimonio personal. Por eso la fraternidad es un hecho, pero sólo biológico, y por grandes que sean las parcelas compartidas, los hombres y mujeres no vamos al unísono en los deseos, ni los ritmos vitales se acompasan a la misma cadencia, de tal modo que las singularidades alejan la utopía de que todo sea negociable por el diálogo, porque el yo y el tú son campos linderos, no espacios compartidos. Con determinación, cada cual reivindica su intimidad y rehusamos a los demás el derecho de entrar en nuestros sentimientos y pensamientos, situados en el exterior del tejido de las correspondencias. ¿Cómo pretender que los demás nos amen y amarlos a ellos cuando desplegamos a diario sutiles argucias por ocultarnos? Reconquistando mayores o menos extensos espacios de interioridad, lo cierto es que vivimos en el cotidiano empeño de enmascararnos. El tercer tipo de argumentos contrarios al amor al prójimo es de orden más ontológico. Son motivos lanzados como reto a las quimeras de la razón, íntimamente poseída por los demonios de la autosuficiencia, a pesar de los testarazos seculares de sus expectativas frustradas. La experiencia es la contrafigura trivial, 14

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cuando no trágica, de la cuenta de resultados de las sublimaciones racionales. Y eso porque el pecado original no es un mito sino la narración matriz de nuestra ontogénesis, siguiendo el modelo de seres esencialmente agusanados, como dirá Sartre, habitados por un germen corrosivo, cual gusano en el corazón de la manzana. En definitiva, como aconteció a Adán o sucede en los mitos griegos, el mal originario y la culpa anudan la paradójica connivencia de la exaltación vanidosa que rapta atrevida el fuego a los dioses, con la estéril e insatisfecha premura por sanar el núcleo podrido que coloniza nuestra esencia agujereada. Los impedimentos para la autosatisfacción, intelectual y moral, no son coyunturales, pertenecen a nuestra armazón óntica, psíquica e intelectual, vedado el acceso al reino de las ideas y de las acciones puras. Convictos de fragilidad, aunque tendemos a reactivar el amor propio apreciándonos como mejores y con más razón que los próximos, lo cierto es que debemos sufrir a diario la humillación de vernos compadecidos por nuestras faltas y carencias. Una leve dosis de realismo impone correcciones permanentes al narcisismo, hasta tal punto que, volviendo a Dostoievski, los demás deben compadecernos también cuando nos falta el pan y tenemos hambre. Cortados por el mimo patrón, los seres humanos normalizados, si prescindimos de entelequias, viven en el apremio derivado de esta serie de motivos que minan por su base el optimismo confiado en la proximidad, sin capacidad para la sorpresa o la expectativa, tanto menos esperadas cuanto mayor y más personal es la cercanía. La conclusión cae por su peso: el amor al prójimo es quizás posible pero sólo en abstracto y desde lejos, esto es, cuando no es realmente próximo. Recorridos los circuitos de la necesidad, las costumbres de la razón apelan con urgencia a las armas de la sensibilidad y a ella encomiendan la transacción entre el orden regulado por la imposibilidad de amar al prójimo y la necesidad de convivir. Regida por la trama de los afectos, la sensibilidad despliega las excelencias del amor, retoño de la escasez y de la abundancia, mediador por tanto de desavenencias, como recuerda el Banquete platónico. Por el amor, las barreras debieran ser rebasables en mayor medida cuando la proximidad corporal es más inmediata y la relación más cercana, puesto que el espacio se duplica por mediación de los sentimientos. 15

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Pero el amor y su buscada perseverancia no es más una añagaza falaz de nuestro egoísmo, si seguimos a Dostoievski, aquí acompañado de Nietzsche, Sartre o Cioran, entre muchos otros. Excluidos el azar y el capricho, amar no es nunca un acto desinteresado sino una forma de sometimiento de los otros sobre los que gravitan las demandas de recompensa, puesto que sólo abre sus puertas a aquellos de los que espera correspondencia. Por eso el orden por él instituido es tan frágil y se derrumba en la ausencia de reciprocidad. Esto quiere decir que el amor no es nunca «amor al prójimo», desinteresado y fraternal, ejercido por amor de Dios, como pide el Evangelio, sino amor a nosotros mismos, cifra o moneda en una operación de cambio que pretendemos legitimar recubriéndola con la túnica de sentimientos y motivos nobles. Ésa es la escapatoria subjetiva que Sartre llama «mala conciencia» o «conductas de la mala fe»,2 en cuanto que amar no es, según él, más que una operación de rescate del egoísmo solícito de correspondencia, aunque disfrazado de desinterés. Por mucho que reconozcamos su realismo, no es ésta la única manera de interpretar y practicar el amor a los demás. El amor, en efecto, como el ser de Aristóteles, «se dice de muchas maneras», que remiten a motivaciones de muy diverso orden. Herederos legítimos del amor evangélico, los sentimientos humanos que el amor coordina nos ponen ante las más nobles pruebas de entrega sin acuse de recibo. Las articulaciones y correspondencias se trenzan sin cuaderno de contabilidad ni estatuto de privilegio, de tal modo que no son pocos los que, sin pasar factura a la opinión pública, no rehúsan a dar la vida por los que aman. El Evangelio atribuye a esta clase de amor un fundamento sobrenatural: «amar al prójimo como a ti mismo por amor de Dios». Pero esta elevación sobrenatural del amor a virtud teologal, no elimina sino que refuerza las motivaciones simplemente humanas y puramente antropológicas cuya genealogía pone al descubierto que no es disfraz sino sentimiento que sobrepuja los egoísmos. Amar, en efecto, no es disimulo gratuito, sino trance laborioso, atención concentrada, perseverante y tensa disciplina. Insumisos a las fantasías, debemos reconocer que si el amor es legítima superación del egoísmo, no por eso su ejercicio gira 2. J.P. Sartre, L’être et le néant, Gallimard, París, 1943. Cfr. I0, c. II, «La mauvaise foi», pp. 82-107.

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en torno al centro fijo que engendra felicidad, sino que se contrae a su opuesto, al dolor y la infelicidad. La doctrina ática de que no hay bien sin mal, se resuelve en la más psicológica convicción de que aumentar el amor es aumentar el dolor, sin remedar a estoicos y epicúreos. Por eso nada más tranquilizador, también más inhumano, según san Agustín, que procurar «no amar a nadie ni ser amado por ninguno».3 Convictos de realismo, aceptemos que somos un elemento, un signo del gran juego del mundo, por eso Schopenhauer equilibra hasta el extremo la balanza del amor/dolor, valiéndose de la sabiduría popular condensada en el refrán castellano: «Quien se casa por amores, ha de vivir de dolores»,4 que no alude solamente a las contrariedades matrimoniales, sino a la experiencia común que hace inseparable querer a alguien y experimentar al instante el incremento de nuestras inquietudes y sinsabores por su suerte. Concurrentes sus formas egoístas con las más sinceras y generosas, no parece dudoso que aumentar el amor lleva consigo un incremento de las medidas del dolor y del sufrimiento. Sin ensombrecer la brillantez del original, la tersura visible de los afectos flota sobre la impulsión agazapada del sentimiento. Es la ley del equilibrio que, no sin paradoja, rige el universo de cada vida.

2. La irremediable presencia del mal y del dolor Dominado por la incoherencia de los hechos, Dostoievski constata la evidente y abrumadora presencia del dolor en el mundo, sin que seamos capaces de identificar sus causas con nitidez. El mal y el dolor recubren la faz de la tierra pero no tenemos certeza del lugar por donde entraron, ni cuales fueron las razones de su presencia, generando así no pocas inquietudes intelectuales, psíquicas y morales. Dostoievski las afronta con 3. La cita de san Agustín está tomada de F. de Vitoria, Relecciones teológicas, BAC, Madrid, 1960, p. 166. Vitoria cita Sobre la amistad, atribuyendo a san Agustín lo que sigue: «Yo más bien que hombres llamaría bestias a los que dicen que se ha de vivir de tal suerte que no se sirva a nadie de consuelo, ni de carga, ni de dolor; que no reciba deleite por el bien de otro, ni amargura a causa de su adversidad, procurando no amar a nadie ni ser amado por ninguno». 4. A. Schopenhauer, Die Welt als Ville und Vorstellung, II/2, Diogenes, Zürich, 1977, K. 44, p. 653. El autor cita textualmente el refrán en castellano, seguido de la traducción en alemán.

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elocuencia retórica y ánimo de comprenderlas, mediante dos puntos de vista complementarios: uno que toma como referencia al individuo y otro a la humanidad. Si se mira el asunto desde la singularidad de cada persona, no es fácil identificar las razones del dolor y del sufrimiento. La explicación ética del mal y del dolor considerándolos consecuencia de la libertad, en la trayectoria de Hegel, parece insuficiente porque cada uno de los seres humanos sufre y padece sin que le sea dado reconocer, con plenitud de conciencia, que él es responsable de sus lágrimas, de sus dolores y desdichas. Puede admitir su parte, pero ellos están ahí antes que él, de tal modo que cada hombre es tanto autor como receptor de las desventuradas secuelas del mal. En el mundo, en efecto, el mal «es radical», reconocemos con Kant, de tal modo que siendo histórico, lo es desde el inicio, como autoriza a concluir Rousseau. O, con más proximidad, aleccionados por Heidegger, el dolor y la desdicha configuran el mundo, comparecientes con cada ser-en-el-mundo. No son, pues, horizonte o ámbito en que vivimos, sino que nos copertenecen ónticamente. El nacimiento, por tanto, además de hecho biológico, es el símbolo que inicia una biografía inseparable e incomprensible sin el dolor, de acuerdo a un determinismo que la imaginación y el deseo son incapaces de doblegar. Como el ojo o la mano no tienen más alcances, aunque soñemos con otra naturaleza más perfecta y poderosa, del mismo modo el mal y el dolor tienen su lugar natural en el mundo. Si nos aproximamos al problema desde un punto de vista global, la humanidad no está exenta de responsabilidades puesto que a las criaturas les fue dado el Paraíso y prefirieron decidir por su cuenta. Se atrevieron a robar el fuego del cielo y escogieron la libertad, en contra de la prohibición del Creador. Con el pecado de desobediencia, se universaliza la pérdida de los privilegios y se generalizan las desventuras que componen su cortejo. Volvemos así a la misma o equivalente convicción: el mal es histórico porque nace de la libertad, pero acompaña al hombre desde el inicio de su andadura. La conclusión final, moralmente previsible pero no exenta de paradoja, es que por la libertad entró el mal en el mundo, pero las desdichas se suceden en la historia cubriendo las etapas de una marcha imparable, de acuerdo a un determinismo incorregible, como reconoce Iván en tono replicatorio: 18

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¡Oh!, a juicio mío —confiesa el protagonista— según mi lamentable, terrestre euclidiana razón, sólo sé que el dolor existe, que no hay culpables, que todo procede lo uno de lo otro, directa y simplemente; que todo fluye y se allana...; pero todo es sólo necesidad euclidiana, lo sé, y no puedo avenirme a vivir según ella. ¿Qué tengo yo que ver con que no haya culpables y con que todo proceda simplemente lo uno de lo otro?5

El mundo, por tanto, no es el reino de fines previstos ni son predecibles cuáles sean las acciones, los rechazos o acontecimientos por donde la espiral dolorosa se perpetúa. Una herencia maléfica irradia su poder anulando la imputación de culpabilidad, trenzada sobre el fondo radical que proyecta su fuerza conformadora. Pero nada de esto está tan claro, ni para Dostoievski ni para nosotros sus lectores. Confesar que del dolor en el mundo «no hay culpables», más que convicción, es un enigma que no acertamos a resolver, porque es evidente que los seres humanos no tenemos la misma responsabilidad y participación en la distribución de responsabilidades. Hay hombres especialmente crueles y malvados; el propio Iván comenta que en Moscú le contaron cómo en Bulgaria los turcos cometían atrocidades inenarrables que dejaban cortas a las fieras, por superiores a la ferocidad animal. Y en Rusia, recuerda el protagonista, las crueldades tienen una interminable historia ligada a los avatares de la indignidad, sin que la política haya sido capaz de atemperar los desmanes. En fin, las crueldades humanas se suceden en todo el mundo con saña tan desmedida que las historietas medievales sobre la crueldad de Lucifer son minucias comparadas con la humana, hasta tal punto que no es ilógico sospechar si no será el hombre quien inventó al diablo a su imagen y semejanza.

3. Compensación al dolor en el mundo En la imposibilidad de romper el anillo de hierro que circunscribe a la humanidad, Iván pide una compensación aceptable, comprensible, alguna razón que le permita avenirse con la vida, porque de lo contrario «me suprimo», confiesa desilusionado. Pero quiere que esa compensación sea terrenal y, como el 5. Dostoievski, o.c., p. 202.

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dolor, «pueda verla con mis ojos», no situada en el infinito o amparada en una justicia trascendente. En fin, compensación que no engendre más ilusiones y disponga para reconciliarnos con la vida. Y parece encontrar una que, tras su propio razonamiento, más que satisfacción será motivo de mayor zozobra: el dolor pudiera interpretarse como pago por la libertad que cada hombre reivindica con exclusividad individualista, pagando con ello el precio de un mundo cuya historia marcha torcida, al ritmo del dolor y el sufrimiento. En contra de esta reducción, la libertad debe ser entendida como instrumento puesto al servido de la construcción de una humanidad futura que debe ser resuelta en la culminación de la concordia universal. La libertad, por tanto, no está encaminada al presente, sino que debe ser supeditada a la construcción de un mundo por venir, prefigurado como totalidad armónica sin desacuerdos, levantado a expensas de los individuos, de su crímenes y dolores. Es esa expectativa la que atempera y, en cierto modo, justifica los males y dolores actuales que padecemos. En esta anticipación proyectiva del porvenir, cada ser humano no es sino la nota aislada al servicio de la sinfonía, la pieza insignificante de una historia que le desborda y en la que queda suprimido como ser con valor singular. Toda su actualidad y presencia, sus espacios, acontecimientos y acciones se supeditan a la anhelada armonía futura, oreados los males presentes al sol de la historia esperada. El hombre singular es la contingencia, el horizonte escatológico, lo necesario, trayecto en el que las individualidades no son más que momento entorpecedor. La conveniencia con el futuro acuña entonces relaciones mutuas en las que cada uno para su prójimo no encaja como objeto de amor sino como obstáculo sobre el que es obligado pasar para contribuir al futuro virtual. La anticipación del porvenir es el precio que los seres humanos deben pagar por haber preferido la libertad al Paraíso, arrogándose el poder de dirimir entre bien y mal. En tal autoatribución, los hombres se reconocen solidarios y ponen en la cuenta de su libertad el precio y el valor de las acciones, los pactos sociales y la estipulación de las leyes. Y si se sienten unidos y solidarios para echar sobre sus espaldas los frutos de la libertad, no pueden dejar de reconocerse también solidarios en el pecado y sus perversas secuelas. Padecemos, es cierto, pero por nuestros 20

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males la humanidad se reconciliará consigo misma en un futuro feliz. Tal prejuicio alienta la contienda entre individualidad y universalidad pero solicita, al tiempo, la intervención de un mediador que, erigido en albacea, tome en sus manos los destinos de cada uno para garantizar el futuro de todos. Y ese será, precisamente, el papel que se arrogue el Gran Inquisidor.

4. Límites e insuficiencia de la compensación Los recursos doctrinales para ofrecer compensación aceptable a la presencia de los males y del dolor no satisface al propio Iván por doble motivo: no encajan en lo razonable y, sobre todo, se hacen añicos frente a los hechos. En primer lugar, contraría a la razón porque nadie entiende que su dolor, el suyo personal, sufrido y/o causado, sirva para redimir una humanidad que, de momento, es una expectativa sin rostro. La humanidad futura, bien vistas las cosas, es nadie. No, reacciona el protagonista, ninguno de los seres humanos debe singularmente ser tomado como medio ni puede ser puesto al servicio de otra causa que no sea su biografía escrita por su propia libertad. Es lo que Kant ha zanjado en lenguaje contradictorio con cualquier complacencia de vasallaje: la persona es siempre fin en sí misma y nunca medio. En segundo lugar, el argumento contraría a los hechos, especialmente a uno evidente: en el mundo está, existe, el dolor de los niños que no tienen todavía capacidad para elegir. Sus padecimientos, por tanto, no pueden ser el precio de su libertad. Y, con vehemencia rayana en el desgarro, Iván acentúa su propio pensamiento replicatorio ante lo incomprensible, con estas palabras: Por enésima vez repito: hay muchos problemas; pero yo he tomado solamente el de los niños, porque ahí se ve con claridad irrebatible lo que quiero decir. Oídme: si todos vosotros estáis obligados a padecer para con vuestro dolor comprar la eterna armonía, ¿dónde poner ahí a los niños? ¡Decidme por favor! De todo punto resulta incomprensible por qué habían de padecer también ellos y por qué habían de comprar ellos también con su dolor la armonía.6

6. Ibíd., p. 202.

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El dolor de los niños carga de emoción las palabras y da fuerza a los argumentos, porque seres rebosantes de inocencia no pueden ser uncidos al carro de los reos solidarios en el pecado, porque no tienen parte en él. Sería escandaloso decir que es razonable sufrir hoy por lo que no se ha hecho todavía. Las lágrimas del niño que sufre, maltratado, vilipendiado, martirizado, asesinado..., no caben en el sentido común, hasta tal punto que si fuese verdad que los niños son solidarios de los pecados de sus padres, «tal verdad», continúa Iván, «no es de este mundo y a mí me resulta incomprensible». Es síntoma de un mundo que no está convenientemente ordenado, y no tendría espacio en él si estuviese causalmente organizado, según postula su «euclidiana razón». Ahora bien, si resulta incomprensible el dolor de los niños, más lo sería perdonar a quienes lo causan. El campo de lo irracional quedaría colmado si se reintegra a su haber la voluntad de borrar lo que con evidencia reconocemos como absurdo. Quien inflige dolor y sufrimiento a los inocentes no tiene rescate ni castigo adecuado y, mucho menos, perdón. Esa potestad no está ni siquiera al alcance de quien lo ha sufrido, porque supondría rehacer la racionalidad de lo que en sí mismo es irracional. Pero la impostura suprema se alcanzaría si alguien se arrogase el poder de perdonar en nombre de quien ha sufrido injustamente el dolor y la muerte. En el caso del crimen, la víctima ya no existe, ha sido aniquilada como ser, como palabra y como sentimiento, sin estados intermedios. Reivindicar su palabra y sus sentimientos sería antropológicamente aberrante. ¿Quién puede hablar en su nombre? Iván recapitula toda la ética del imposible perdón con una desgarradora imprecación: No quiero, finalmente, que esa madre se abrace con el verdugo que hizo que los perros devorasen a su hijito..., si quiere que perdone su imponderable dolor maternal; pero el dolor de su hijo lacerado no tiene derecho a perdonárselo a su verdugo, aunque su mismo hijito se lo perdonase.7

En apariencia cargadas de sentimentalismo, las convicciones de Dostoievski confirman un riguroso racionalismo, visible desde dos puntos de vista. En primer lugar, remedando éticamente a 7. Ibíd., p. 203.

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Kant y existencialmente a Kierkegaard, es reiterativo en radicar la humanidad entera, no en una simbólica universalidad, sino en cada uno de los seres humanos singulares. Por eso lo que uno sufre, el trato o la muerte que padece, es una ofensiva moral contra todos. Y porque cada ser humano, cada persona, encierra en sí misma la humanidad, por eso ninguna, ni la más humilde de las criaturas racionales, puede estar en función de otra ni ser sacrificada en aras de una humanidad mejor. Sobre tales tesis se sustenta la filosofía moral de Kant, cuando reafirma que la persona no tiene precio sino dignidad que debe ser respetada y exige tratarla siempre como fin en sí misma. Ése es el contenido, nada formal, del imperativo categórico sobre el que pivota la estructura del mundo de las personas. En segundo lugar, excluido el sentimentalismo, Dostoievski deja clara la substancia de su pensamiento: el actor y su acto, la víctima y el criminal, quedan asociados para siempre: el crimen instaura un orden real definitivamente inmodificable. El perdón, en consecuencia, se hace incomprensible por razones ontológicas, más profundas que las éticas, ya que perdonar el crimen perpetrado supondría rehacer la realidad, modificar lo hecho, desandar lo andado, en fin, dar la vida a quien se le ha quitado. Pero nada más irrevocable que la muerte. Haberla producido no es remediable porque la realidad no puede ser aniquilada. Se deslindan así territorios y también responsabilidades. Elevando los sentimientos a las razones, Dostoievski sitúa al lector ante la certeza del imposible perdón, única opción razonable para la «euclidiana razón», como había reivindicado Iván. Pero sin metamorfosis de la coherencia ni abdicar de la lógica, queda una duda que suspende la expectativa: quizás pudiera haber alguien en el mundo investido de la facultad sobrehumana de perdonar. Sería ésa una atribución que sobrepasa los límites humanos. Pero ¿ese ser existe?

5. ¿Quién puede otorgar el perdón? Dostoievski ha introducido problemas que, subjetiva y objetivamente, constituyen la materia de no pocas zozobras éticas, religiosas y también políticas: la negación del amor al prójimo, la presencia del dolor en el mundo y, en fin, el imposible perdón. Asuntos comprometidos suscitados con gravedad por Iván y pro23

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fundamente perturbadores para su hermano, que los tacha de provocación contra Dios y contra la propia condición humana. Para avanzar sobre el desencanto, Alioscha intenta buscar una salida que permita escapar del derrotismo antropológico al que conduce la desalentadora argumentación de su hermano. Que el dolor y el crimen estén presentes en el mundo no es discutible, hasta tal punto que el determinismo de su reiteración convierte a los criminales en una categoría sociológica más. Hay que contar con su presencia y de ello se deriva que la relación crimen/ perdón no puede ser orillada, teniendo en cuenta que el criminal e incluso su probable reclusión pertenecen a la esfera pública. Se dirá que la justicia legal y los mecanismos del Derecho penal atienden ya a ese problema, mediante la aplicación de las leyes. Ahora bien, hacer justicia es precisamente una operación que se sustenta en el poder del Estado de Derecho para sustraer a los individuos la facultad de tomarse la justicia por su mano, en vistas a la paz social. Ello quiere decir que la facultad de perdonar no pertenece al orden jurídico ni se inscribe en los mecanismos del Derecho, tanto por su lógica como por su finalidad: ni se sustenta en la legalidad, ni se orienta a su aplicación. El perdón pertenece al orden de la memoria personal que busca borrar la deuda sin suprimir su olvido ni terciar en el proceso judicial de su condena. Sustraído el perdón al orden jurídico, en la encrucijada de los trayectos crimen-sanción-rehabilitación-perdón, se suscita la gran cuestión: ¿quién está legitimado para otorgar perdón que, además, debería ser para todo y para todos? ¿Hay en todo el mundo un Ser que pudiera y tuviera ese derecho? Alioscha, «con centelleantes ojos», se contesta a sí mismo, entre la convicción y la plegaria, sacando el discurso del ámbito jurídico e incluso racional, para encaminarlo por los derroteros de la fe, fuera del marco de la racionalidad argumentativa. Con sus palabras: Pues ese ser existe, y Él puede perdonarlo todo, a todos y a todo, y todo, pues Él mismo derramó su sangre inocente por todos y por todo. Te olvidas de Aquél; pero en Él se funda el edificio, y a Él le clamarán: ¡Tienes razón, Señor, pues nos descubriste tus caminos!8

8. Ibíd.

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Él, no cabe duda, es Cristo, el único que tiene legitimidad para perdonar y, con el perdón, instaurar en el mundo la felicidad. Pero surge entonces un segundo interrogante: ¿por qué Cristo tiene ese poder de desatar, de deshacer lo definitivamente hecho, de perdonar el crimen y restaurar la inocencia mancillada? Dostoievski no concede a Jesús tales atribuciones de forma gratuita o escudado en motivos de fe. Se sitúa, por el contrario, en las demandas de la razón y desde ellas busca los intersticios razonables para contestar. En primer lugar, Cristo tiene el poder de perdonar porque su ser es impecable, sin pecado, inocente y, por tanto, ajeno o extraño a la causa del mal y del dolor en el mundo. Sobre su ser impecable se puede fundar el perdón porque, siendo hombre como los demás, nada tuvo que ver con la historia del pecado. El es, por tanto, franquicia para la felicidad, puesto que ésta no puede ser ajena a la integración social del criminal. El segundo motivo se deriva de que, además de inocente, Cristo entregó su vida «por todos y por todo». No se limitó a solicitar perdón para los hombres, ni impartió absolución invocando un acto de soberanía y de poder natural o sobrenatural, sino que se entregó como víctima, poniendo en evidencia mediante el acto más universalmente humano, la muerte, que estaba pagando con su sangre los crímenes de la humanidad. La muerte inocente se eleva así a mediación única para redimir a los hombres que se asociaron en el pecado por el que entró el mal y con él las desventuras y el crimen en el mundo. El carácter singular de la muerte hace girar las disposiciones entre poder y testimonio, porque ambos guardan entre sí relaciones contradictorias que piden ser reflexionadas. Otorgar perdón mediante la entrega a la muerte es un testimonio, el más opuesto a la reivindicación de poder, la contradicción del perdonar ejerciendo dominio y soberanía. La muerte no es siquiera expresión de un acto de habla —«yo te perdono»—, sino la transparencia diamantina de la fuerza del silencio, despojado de intenciones religatorias. Morir voluntariamente no es sentenciar culpabilidad o inocencia en un proceso penal, sino el testimonio práctico, el acontecimiento por el que sin palabras se entrega lo más valioso: la vida inocente, sin atribución de soberanía ni pedir nada a cambio. Cristo es, por tanto, el único ser facultado para perdonar. 25

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Iván confiesa a Alioscha que no se ha olvidado de Cristo, del Cristo silencioso que pasa desapercibido para quienes le rodean. De hecho, la continuidad de su relato quiere ser una confirmación de que sólo Jesús está legitimado para perdonar. Para hacerlo comprensible, casi visible, no recurre Dostoievski a razones o convicciones teológicas, sino a la vía negativa mediante la parábola del Anticristo, personificado en el Gran Inquisidor.

6. El perdón por el poder y la sumisión: el símbolo del Inquisidor Desde el punto de vista literario, una parábola es un relato al que, en su totalidad, se ha aplicado un procedimiento simbólico. Iván recurre a él para hacer más evidente el sentido de la presencia y de la doctrina de Cristo mediante su figura contradictoria, el Anticristo, históricamente encarnado en el Gran Inquisidor. En Sevilla aparece Cristo, suavemente, ninguno de sus gestos lo delatan, aunque «con una mansa sonrisa de amor infinito»... Sin traza alguna para ser descubierto, inexplicablemente es reconocido por la multitud que le sigue y aclama. Ante ella cura a un ciego y resucita a una niña, rodeado por el gentío emocionado y sollozante. En ese escenario callejero y multitudinario aparece el Gran Inquisidor que la víspera había enviado a la hoguera «cerca de cien herejes, ad maiorem gloriam Dei». Dando la espalda a Cristo, ante él se postra la multitud, a la que bendice. Ordena que prendan a Jesús y lo lleven a la cárcel. En ella, Cristo silencioso y mirándole al rostro escucha la perversa requisitoria del Inquisidor. Comienza reivindicando para sí mismo, mejor, para «nosotros» —la Iglesia, las jerarquías eclesiales— el rango de legítima autoridad depositaria e intérprete de la doctrina cristiana. Sorprendido por la nueva presencia de Cristo, cuando no hacía falta para nada porque ya estaban ellos, le increpa en tono correctivo, entre el temor y la amenaza: Por qué has venido a estorbarnos..., harto lo sabes; [...] eres Él o una semblanza suya; pero mañana te juzgo y te condeno a morir en la hoguera como el peor de los herejes; y ese mismo pueblo que hoy besaba tus pies, mañana, a una señal mía, se lanzará a atizar el fuego de tu hoguera, ¿sabes?

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Cristo es obstáculo para quien de modo eminente pasaba por representante y guardián de la ortodoxia cristiana. El inquisidor carcelero de Cristo, amparado en su indiscutible autoridad, niega la palabra a Jesús y la facultad de añadir nada nuevo a su mensaje: «ya no puedes añadir nada». La doctrina estaba cerrada, definitivamente apropiada e interpretada por la institución que se declara a sí misma conciencia de Cristo, aunque sea su negación, como revelan las propias convicciones que profiere en su tergiversadora perorata, llena de decepcionado antihumanismo.

6.1. Frustración antropológica y servilismo moral En primer lugar, el inquisidor no ahorra calificativos para expresar el desprecio resentido hacia la propia naturaleza humana: el hombre es criatura servil, la más débil, ruin, apocada, viciosa, rebelde y menesterosa. Tan incapaz, que no ha sabido recibir los dones que el propio Cristo quiso otorgarle. Su rebeldía es infantil, de colegial castigado; tan menesteroso que, dice el Inquisidor, la primera actitud de la multitud es pedir pan y echarse a los pies de quien socorre su hambre y le da de comer. Así lo ha entendido él, adelantado visible de todos los poderosos, que como primera provisión han ofrecido pan a los hombres, condición inicial para encaminarlos a la felicidad. A lo largo de la historia sólo ha habido y «sólo habrá hombres hambrientos», de tal modo que su felicidad se medirá por la satisfacción de su hambre, y quien les dé pan será su soberano. El Inquisidor no celebra haber podido satisfacer las necesidades humanas, sino que se escuda en ellas como motivo de desprecio y como instrumento para la sumisión. Que el Inquisidor se aprovecha falazmente de las legítimas necesidades humanas, es deducible del nervio de su argumento: reprocha a Cristo su actitud en la tierra por haberse negado a acceder a las tentaciones de Satanás convirtiendo las piedras en pan a cambio de su obediencia. Con decisión tan equivocada, se cerró el camino para convertirse en soberano y ser reconocido como poderoso hijo de Dios a quien los ángeles habrían salvado si hubiese accedido a tirarse de lo alto del Templo, como le había propuesto el diablo. En fin, rechazó la tentación de convertirse en el dueño del mundo que Satanás le brindó a cambio de su vasallaje. 27

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Vista la historia y sin generalizar el juicio ni excederse en el tono, debemos reconocer que, en contraste con la figura de Cristo, la Iglesia representada por el Inquisidor se ha dejado vencer con no poca frecuencia por las tentaciones del diablo: predica compartir el pan, pero a cambio de obediencia; enseña la vía del espíritu pero se ha extendido como reino y poder en la tierra. Para denunciar semejante perversión, Dostoievski no recurre a la persona del Papa o a la jerarquía institucional, sino a la más visible y simbólicamente más elocuente del Inquisidor español que, sin entrar ahora en disquisiciones y comparaciones, representa la conjunción histórica que sintetiza la confusión entre el poder terrenal dominador y el espíritu cristiano, contradictorio con la transmutación de la necesidad en vasallaje y de la caridad en beneficencia.

6.2. Renuncia a la libertad y servilismo moral El pan es todavía insatisfactorio para un ser tan menesteroso que sigue queriendo ocultar sus propias carencias, mediante el empeño de vivir para algo. Pero no es el suyo un proyecto noble sino la búsqueda de tranquilidad, no por el camino de la inocencia sino por la entrega de su libertad renunciando a la facultad de escoger entre el bien y el mal. Tener pan y disfrutar de libertad, viene a decir el Inquisidor, no son conciliables, por eso el hombre corre a poner su libertad a disposición del poder que el Inquisidor representa, para tener pan y tranquilidad al mismo tiempo. Para garantizar la plenitud del empeño, el poder terrenal y el espiritual se alían con el fin de que ninguna parcela de la humanidad quede fuera del marco hipotecario de la libertad. Por paradójico que parezca, encuadrados en la armonía institucional, los hombres se sienten muy satisfechos, falsamente ilusionados con su autonomía, razones para la complacencia del propio Inquisidor: Esa gente —le dice a Cristo— está más convencida que nunca de que es enteramente libre y, sin embargo, ellos mismos nos han traído su libertad y sumisamente la han puesto a nuestros pies.

Sellado el vasallaje, las instituciones han podido «hacer felices a las gentes...», y el Inquisidor puede reconocerse satisfecho 28

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como benefactor de los hombres, alegres con su dominio de tal modo que, colmada la entrega, se sentirán orgullosos por la cesión. Hipotecada la libertad, dirimir o escoger entre el bien y el mal queda bajo la potestad de la jerarquía inquisitorial, garante de la tranquilidad de las conciencias, ya exentas de la responsabilidad y del arduo peso de la elección. Nada, en efecto, más perturbador que la libertad de conciencia y mientras los hombres no lo entiendan así serán desdichados. Todo debe quedar bajo el amparo institucional, también la facultad de pecar y de conceder el perdón: los hombres podrán pecar, pero con «nuestra venia», dice el Gran Inquisidor. Sin restricciones, la culpabilidad y su remisión quedan al dictamen de los apoderados de la doctrina, de su interpretación y de su aplicación, inaugurando una moral sin responsabilidad. Recortada la iniciativa y generalizando el acatamiento, los hombres serán obligados a trabajar, pero tendrán el descanso programado, como los colegiales. Podrán divertirse con los coros y danzas que la institución organiza e igualmente se les permitirá o prohibirá vivir con sus esposas o queridas, tener o no tener hijos. Todo regulado por la obediencia, confiados en el derecho de gracia, hasta tal punto que... [...] creerán en nuestra absolución con alegría, porque los liberará de la gran preocupación y las terribles torturas de la decisión personal y libre. Y todos serán dichosos.

Consumada la liquidación psicológica y moral, con irónica impostura las palabras del Anticristo adquieren tintes sombríos para encararse con Cristo y decirle en tono retador: «hemos mejorado tu obra», en fin, somos mejores que Tú. Perverso desquite por la herencia recibida puesto que todo su discurso es la perversión más falaz de la doctrina evangélica.

6.3. La sacralización institucional Los instrumentos en los que se ampara la institución inquisitorial son el milagro, el misterio y la autoridad, según el propio Inquisidor. El milagro, no reconocido como testimonio u obra de Dios, sino como estrategia retórica de conveniencia para do29

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blegar voluntades. Lo milagroso, en efecto, es propuesta de lo increíble y cuanto mayor sea su contradicción con los hechos y mayor el reto a lo razonable, tanto mayor motivo dará a la creencia. Lo razonable, en efecto, dejaría de ser milagroso. El misterio, impensable por el entendimiento e inefable para el discurso, utilizado como instrumento del sometimiento y de la reverencia intelectual y obscurantista, coadyuvando a la instauración y el mantenimiento de parcelas cognitivamente inaccesibles. La autoridad manejada en nombre de Dios, solícita de fe incondicional, de creencia irracional, profesada porque la impone quien tiene el poder de decidir e interpretar. Se descartan, en consecuencia, las preguntas por los motivos de la fe encaminadas a hacer razonables las creencias. Queda así delimitada la circunscripción intelectual y espiritual que establece por adelantado las condiciones de la felicidad, hasta tal punto que, sometidos a ellas, los hombres «alegremente se ven conducidos como un rebaño». De la sacralización del orden institucional se concluye que nada puede ser ajeno a sus jerarquías, consagrado su dominio sobre las conciencias. Y entre sus facultades mayores está la de poder perdonar a partir del acatamiento institucional, legal en términos políticos, fuera del circuito de la comprensión, del arrepentimiento y de la regeneración. Es el perdón concedido por voluntad soberana, otorgado, negociado, en fin, mensurable en términos políticos, que lo hacen incluso obsceno. El Inquisidor da otra razón, que considera de peso, para arrogarse la facultad de perdonar: la institución es la que genera y favorece la ciencia y la sabiduría, en fin, el conocimiento. Siendo la ciencia y la sabiduría logros institucionales, por ellos se borrarán los crímenes y los pecados. Según el relato, Cristo oyó en silencio la perorata, cristianamente infamante, del Inquisidor que había permanecido en todo momento con el rostro tapado. Cuando termina, Jesús se aproxima al anciano inquisidor y «dulcemente lo besa en sus exangües nonagenarios labios», sin pronunciar una sola palabra. Su gesto es, sin embargo, símbolo elocuente de una actitud, sin que se vea con claridad su significado último. Quizás sea la profunda y apenada decepción por tan inmensa perversión de su vida y de su doctrina, perpetrada en su nombre. Quizás, no alcanzaremos a saberlo, pueda ser la comprobación de que su presencia en el mundo no ha alcanzado a erradicar o destruir la realidad del mal y del pecado, que él había venido a redimir, porque estos se 30

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han hecho más corrosivos al presentarse y actuar falseados y enmascarados bajo el hábito de ortodoxia evangélica. Quizás simboliza la grandeza del amor de Cristo, que no tiene límites ni se quiebra en pretextos de coyuntura porque absuelve incluso a quien se le encara como su contrafigura moral y doctrinal: perdona al mismísimo Anticristo.

7. Versiones y reencarnaciones del Inquisidor No son infrecuentes, aunque no siempre evidentes, las reencarnaciones actuales del Gran Inquisidor, individuales y colectivas, revestidas con los hábitos de modernidad y disfrazadas con la máscara de la filantropía o engalanadas con atavíos de voluntad soteriológica. Una primera forma de inquisidor aparece al trasluz de la individualidad autosuficiente, sólo confiada en sí misma y en sus propias capacidades taumatúrgicas, sin excesivos escrúpulos sobre los medios para alcanzar sus fines, a los que no son ajenos la tergiversación y la mentira. El lenguaje de la falsa promesa, con rostro benefactor, es instrumento usual de una voluntad salvadora impura que se escuda tras el «todo por tu bien», dando la espalda a la libertad y a la personalidad del otro. Modalidades inquisitoriales que socialmente se amparan en el «todo para el pueblo, para los necesitados y desfavorecidos», sin que medie acción práctica alguna, trabajo o entrega efectiva a su causa. Es el lenguaje banal de la autopromoción, amparado en la dignidad de ideales nobles. Más o menos conceptualizadas, son formas actuales de ideología, en la mejor acepción denunciada por Marx, que se refugian en los lenguajes para ocultar y disfrazar intereses. En una segunda serie de reencarnaciones, aparecen los neosalvadores que, de la ciencia a la política, de la religión al esoterismo, exaltan los empeños a favor de un porvenir armonioso y feliz. En pos de tan deseable propósito, se multiplican las solicitudes de docilidad intelectual y práctica para que los individuos no entorpezcan la voluntad fáustica que sobrepasa el tiempo en un empeño de dimensiones cósmicas. En tales proyectos, cada ser humano, el prójimo, no es fin sino medio o quizás estorbo. No otro fue el diseño de los grandes visionarios y dictadores, felizmente pasados, como Hitler, Stalin, Musolini o Franco, ensimismados 31

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en los fantasmas de una unidad de destino universal, suprapersonal y supratemporal. Aunque atemperadas por las exigencias democráticas, no es pequeña la psicología inquisitorial que se esconde tras muchas de las grandes decisiones políticas actuales, en el sueño americano y/o europeo de un orden universal, sin contar con los ciudadanos y los pueblos a los que atañe. Así sucede también en otras políticas de dominio que bajo la máscara populista o nacionalista, exalta los derechos de culturas y/o pueblos atropellando los derechos personales de los individuos. En analogía con las anteriores, las formas inquisitoriales son más usuales de lo que parece a simple vista si se atiende al titanismo antipersonalista de las más notables parcelas de nuestra cultura. En la ciencia, los derechos del presente parece que deban ser puestos al servicio de una humanidad futura, más sana y más longeva. En su versión técnica, los hombres quedan supeditados a la ciencia y no viceversa. En la religión no son infrecuentes modalidades y prácticas eclesiales en las que el fiel y los fieles quedan supeditados a la Iglesia o a la institución, en dirección inversa a la fe entendida como vivencia que, en todo caso, no puede ser desligada de la conciencia individual. En fin, son hoy frecuentes los proyectos con dimensiones cosmopolitas en los que seres humanos singulares juegan papel subsidiario, ofrecidos en holocausto para la salvación de una humanidad futura soñada. En tercer lugar, el Anticristo también reaparece bajo las formas del amor selectivo, convertido el prójimo en objeto de preferencias, según un orden de conveniencias. Cristo no seleccionó ni definió al prójimo, pero sabemos con certeza que prójimo es cada ser humano que, como el asaltado de la parábola, necesite socorro para poder valerse por sí mismo. Por tanto, el prójimo no es una clase o un categoría sociológica, sino cada uno de los seres humanos, singularmente necesitados. En estricto sentido ético, el prójimo no existe puesto que se constituye mediante la acción que socorre, proscrita la expectativa de reconocimiento. Esto quiere decir que para el cristiano el prójimo es indisociable de las acciones reales por las que cumple el deber de socorrer, no por compasión afectiva, cálculo interesado o sensibilidad estética. El inquisidor reencarnado rechaza la visión singularizada de la Humanidad y considera inaceptable, incluso arrogante, contar con la dignidad singular de cada ser humano. Su propósito radica en inscribirse en el ejército de los que se han propuesto corregir la 32

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obra de Cristo y rectificar el Evangelio, armándose de poder para sobrepasar las singularidades, según un modelo meliorista que toma como perspectiva de acción la humanidad o, si se prefiere, la totalidad del mundo. No se trata, pues, de atender al necesitado que nos salga al paso, como pide la parábola evangélica, sino de incorporarse a los que han preferido el privilegio de decidir a favor de la totalidad, que no cabe en las cercanías y debe desplazarse a largas distancias para practicar la caridad. Lo cual no impide que la obligación caritativa no sea más urgente en unos lugares más que en otros, de lo que tenemos tantos y tan ejemplares testimonios.

8. El difícil pero posible perdón Como hemos comentado, Dostoievski mantiene la atadura insoluble que liga el autor a su acción, el criminal al crimen, y obliga a no volver sobre lo hecho convirtiendo el pasado en irreversible. Poderosa tendencia de los hábitos humanos que, sin embargo, no puede impedir la dialéctica entre la memoria, ligada a lo irrevocable, y el presente, que no es alternativa sin ataduras y carente de patrimonio heredado. Pero aceptar la dialéctica pasado/presente requiere rescatar el tiempo de la ruina con que le agusana su impersonal sucesión y asociarlo a la experiencia vivida, esto es, reconocerlo como tiempo humano, inscrito en el despliegue biográfico de la persona, cuya mediación constructiva es la memoria. Quizás sería más exacto decir las memorias, plural al que recurre sabiamente el lenguaje usual, para hacer más explícito el carácter heterogéneo y los avatares en los que se van resolviendo las tramas mundanas y los episodios, con frecuencia contradictorios, sobre los que discurre cada biografía. Si recordamos a Bergson, la memoria no es una función del cerebro, sino la trascendencia misma del espíritu sobre el cuerpo, lo que equivale a decir que es el espíritu mismo. La memoria guía la percepción —que es la potencia de la acción del cuerpo viviente— y en tal función directriz siempre actúa sobre la base de experiencias, de tal modo que ella retrocede con el fin de buscar en el pasado las representaciones más capaces para la comprensión de nuestra situación actual.9 Actúa, por tanto, a modo 9. Matiére et memoire, Oeuvres, P.U.F., París, 1970, pp. 280 y ss.

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de matriz previa, en cierto modo prospectiva del presente que, en consecuencia, pierde su carácter de irrupción y sorpresa. Pero, con cierto desacuerdo consigo mismo, el propio Bergson reduce luego la memoria a la imaginación, colocándola del lado de la duración: la imaginación absorbe a la memoria y la función simbólica y la imagen se apoderan del recuerdo que, de este modo, queda rehén del presente, en una especie de suspensión del pasado. Es aquí donde las sugerencias de Ricoeur resultan ilustrativas al disociar memoria e imaginación, convertida la función simbólica en eminentemente prefigurativa y prospectiva, no rememorativa o posesiva. La memoria, pues, no disuelve el pasado en imagen, sino que lo reduplica y rescata su densidad, no por regusto del transcurrir sombrío y fatal del devenir, sino porque su rememoración es anuncio prometedor para la iniciativa actual. En vistas a un futuro cargado de realismo incorpora la lección de lo ya hecho y aleja tanto de prefiguraciones alucinatorias como del regusto por los arcaísmos. La memoria, por tanto, es garantía de innovación eficaz, promesa de expectativa y de esperanza que, sin detrimento de la actualidad cotidiana, somete el rumbo anterior a la previsión de nuevas perspectivas e iniciativas. Revestida de previsión, la memoria es depositaria de la verdad, en cuanto espacio trascendental del progreso moral de la humanidad, garantía pedagógica para su aprendizaje, mediante las anticipaciones ocultas en la densidad del tiempo. Porque no es intuición de la duración y escapa a las determinaciones del tiempo, como sucede en Bergson, por eso mismo la memoria puede propiciar el reencuentro con un pasado recuperado para la actualidad. Y porque tampoco es asimilable a depósito o contenedor de las impresiones y huellas de la experiencia pretérita, ella equivale a la «potencia activa del alma», capaz de actualizar estados que ya no son presentes (Enneada IV, 7, 2). No sólo estados del alma, diremos con Ricoeur, sino las vivencias biográficas en su plenitud, en cuanto que la memoria oficia de mediación entre el tiempo, intuido como unidad y continuidad, y sus momentos vividos y experimentados como temporalidad sometida a la diversidad y a la discontinuidad. Por esta vía se restituye la responsabilidad retrospectiva hacia el pasado, que hacemos nuestro aunque no sea obra nuestra, pero con el que estamos en deuda y al que debemos corresponder, puesto que en él radica el impulso que nos ha traído a ser lo que somos. 34

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De acuerdo con tales convicciones, si seguimos a Ricoeur, la biografía no es fijación de una identidad inamovible e invariable (ídem = lo mismo), ni tampoco queda reducida a serie de fragmentos separables, definidos diacríticamente. La identidad biográfica es, por el contrario, tejido de relaciones sustentadas por la memoria y trenzadas sobre la subsistencia del sí mismo (ipse = el mismo) que concita la continuidad unitaria de pasado, presente y provenir. Cada uno de nosotros, como sabemos por experiencia y garantiza el recuerdo, no es lo mismo (ídem) a lo largo de su vida, pero no por eso dejamos de ser el mismo (ipse). En términos ontológicos: entre substancialismo y fenomenismo, la identidad humana es narrativa, esto es, trama con sentido que integra en unidad la diversidad de tiempos, episodios y figuras que van configurando cada una de nuestras vidas. A la luz de estas sugerencias de Ricoeur, puede ser reflexionada la concurrencia memoriosa de los tiempos biográficos, no siempre complaciente mirada sobre el pasado, ni reencuentro inesperado y feliz con los desaparecidos o ausentes. Con más posibilidades estadísticas y combinatorias, la memoria es también tropiezo con una historia en la que, bajo el espejismo de la coherencia, se acumulan los desastres, el dolor y la quiebra de la armonía, el naufragio de la convergencia y de la racionalidad. Evocando el cuadro de P. Klee, W. Benjamin interpreta que el ángel de la historia no ve en el pasado más que desechos de una catástrofe, los restos de un naufragio, allí donde nosotros sólo percibimos una cadena de acontecimientos. Para Ricoeur, la historia no es acumulación de desechos, pero tampoco el reino de la felicidad, tal como la transmiten siempre los vencedores. Si los escuchamos sólo a ellos, ésa no sería una memoria justa y, por tanto, tampoco sería feliz, porque no es pensable «una memoria feliz que no fuese al tiempo una memoria equitativa».10 Llegados a este punto, la memoria deja de ser asunto que atañe a la identidad y a la vida individuales, para elevarse a condición para la comprensión de la memoria colectiva, indisociable de la historia y de la tradición de comunidades, pueblos y naciones. Lo que, como es evidente, reabre el capítulo de la «memoria equitativa» y, por tanto, el de la restauración del deber de la justicia y del posible perdón de los crímenes cometidos. Los super10. La mémoire, l’histoire, l’oubli, o.c., p. 650.

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vivientes de tales tiempos de fricción y muerte, memorizan su biografía —su recuerdo personal— y no pueden olvidar lo que han padecido. El trabajo de los historiadores, por el contrario, narra y transmite los hechos, los acontecimientos despojados de alma y sin rostro. Lacerante y actual alternativa que no concierne sólo a los crímenes de guerra, sino a los gratuitos del terrorismo, a los cometidos contra inocentes y a tantos otros que calificamos «contra la humanidad». También Ricoeur evoca a Dostoievski11 que deja definitivamente atados el crimen y el criminal: el pasado no puede ser aniquilado, destruido o borrado; es irrevocable, porque de él permanece un residuo irreductible. Nos aproximamos así a la lógica del perdón imposible, al destino imperdonable. Prescindiendo de Dostoievski, a Ricoeur le llegan análogas referencias a través de V. Jankélévitch,12 superviviente al exterminio nazi, gran amigo y colega en la Sorbona, al que cita con respeto, sin que eso suponga la adhesión plena a sus convicciones.13 Todo ello reactualizado por las sucesivas conmemoraciones y cincuentenarios del final de la Segunda Guerra y su cortejo de atrocidades. No faltan razones a quienes entienden que el perdón no debe ser inscrito en otra cuenta que no sea la de aquellos que padecieron la ofensa o sufrieron el crimen. Y las añagazas de la confusión entre olvido y perdón son fáciles de desenmascarar cuando las instituciones recurren a la amnistía, figura paradigmática del olvido, que implica atribuir la facultad de perdonar a quien detenta el poder. Es el perdón humillante para las víctimas, que hemos evocado más arriba. Por la amnistía el cuerpo político se declara ajeno a los crímenes pero reivindica al tiempo su facultad para hacerlos olvidar, argumentando que la paz social se funda en el reconocimiento de que la vida pública comienza donde cesa y es vencida la venganza, que pide a la sociedad que no esté eternamente encolerizada consigo misma. A esto puede alegarse que vencer el deseo de venganza y el de tomarse la justicia por su mano, no legitima, sin contar con las víctimas y sin otras compensaciones éticas, una política del perdón, mediante su caricatura, la amnistía. 11. Ibíd., p. 635. 12. V. Jankélévitch, Le pardon, Aubier Montaigne, París, 1967. 13. Ibíd., p. 616.

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Si nos atenemos a las tesis de Ricoeur, la conclusión es explícita: no es justificable una política del perdón. Pero son perceptibles sus vacilaciones puesto que, por una parte, no cabe duda de que el criminal no es individualmente desvinculable de su crimen; por otra, es necesario reconocer que el perdón tiene una dimensión comunitaria y es una experiencia que nadie puede realizar en soledad, sin la presencia del otro. En la vacilante coyuntura, si los hombres, seres sociables, tienen que seguir siendo agentes que convivan en libertad con el objetivo de la paz, parece que deba serles reconocida la capacidad para ejercer su exoneración mutua por el perdón, dirigida también a lo irrevocable. Tesis próximas a las de H. Arendt que comparte Ricoeur. Pero tal decisión no equivale a decir que sea admisible o justificable una política del perdón, entendido como olvido o amnistía, menos aún reclamado como derecho. Sin embargo, se hace comprensible el perdón como gracia y como don, al que no pueden ser ajenas las víctimas y cuantos con ellas comprometieron y compartieron vida y sentimientos. Gracia y don, concedidos al culpable en vistas a «comenzar de nuevo», que debe originarse en el corazón mismo del arrepentimiento y del reconocimiento de la identidad culpable.14 Esto es, ciertamente, negación del olvido feliz, pero también conclusión y confirmación de que la identidad humana no está nunca clausurada, sino que se va configurando narrativamente y escribiendo a modo de biografía, tal como recordamos más arriba. A ella se incorpora el pasado bajo la iniciativa del presente, dirigida la mirada hacia el futuro. Por tanto, el criminal lo será para siempre, pero su identidad puede ser restañada a modo de historia con trama en la que se integren crimen y perdón. Proceso asequible en la medida en que el acto de gracia y de perdón no disocie las víctimas del criminal, comprometido con la voluntad de rehacer su propia identidad que reclama, cuando menos, tres condiciones: reconocimiento de sí mismo como autor, arrepentimiento y compromiso con la defensa de la vida. Por encima de las dudas, nos parece que la lógica de Ricoeur, de H. Arendt, de Derrida,15 entre muchos, suscribirían esta triple 14. En la Symbolique du Mal, interpretando el mito adánico, aparece ya la «promesa del redentor» como contrapartida a la entrada del mal en el mundo. El mal, por tanto, es redimible. 15. Derrida y otros, Cultura política y perdón, Ed. Universidad del Rosario, Bogotá, 2002. VV.AA., El perdón en la vida pública, Univ. de Deusto, 1999.

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demanda impuesta como condición para otorgar gracia y perdón, que por nuestra cuenta proponemos como corolario conclusivo. En primer lugar, reconocimiento del criminal como autor no desvinculable de sus hechos: el crimen debe ser reconocido como crimen imputable a sí mismo. En segundo lugar, arrepentimiento ejercido como acontecimiento o acción permanente que contraría el olvido e impone retribución, reparación y demanda de absolución. En tercer lugar, compromiso con la vida: restañar narrativamente la identidad criminal demanda que quien ha causado dolor y muerte, se integre y comprometa con la defensa de la vida y milite en la causa de los inocentes. No por eso quedan resueltas las antinomias ni se franquea el camino para un fácil perdón que, además de gracia, quiera salvaguardar la justicia. Se hace, sin embargo, razonable «el difícil perdón», en el que convenimos con Ricoeur, porque no hay nunca motivos suficientes para olvidar a los inocentes y eludir la justicia que demanda recordar a los vencidos.

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EL SUFRIMIENTO DEL INOCENTE EN «LA LEYENDA DE EL GRAN INQUISIDOR» DE F. DOSTOIEVSKI Juan Manuel Almarza Meñica

Dostoievski tenía la convicción de que el catolicismo romano había vendido a Cristo por el poder temporal. Por eso alimentó respecto a la Iglesia de Roma sentimientos de aversión y acritud. Es un motivo recurrente en el Diario de un escritor y en el Epistolario. Según el escritor, como la traición al verdadero cristianismo sería obra de la Iglesia romana, sedienta de poder, en particular de la jerarquía y de su expresión más nefasta: el jesuitismo. Partiendo de la idea de que el catolicismo derivaría del Imperio Romano, profetiza también su final. En Occidente ya no habrá más cristianismo, ni Iglesia, si bien habrá todavía muchos cristianos, y nunca desaparecerán. El catolicismo, en verdad, ya no es cristianismo y se va transformando en idolatría, mientras el protestantismo a pasos agigantados se transforma en ateísmo y en una doctrina moral incierta, corriente, cambiante (y no eterna).1

Es clara la opinión de Dostoievski sobre el catolicismo, pero sería superficial interpretar «La leyenda de El Gran Inquisidor» exclusivamente como acusación contra la Iglesia de Roma. Sin excluir esta posible lectura, Romano Guardini señala que el significado de la Leyenda es otro y se revela sólo cuando se la considera enmarcada en el conjunto de Los hermanos Karamazov.

1. Ferdinando Castelli, «Il Cristo di Dostoevskij», en La Civiltà Católica, 1981 III, p. 483, cit. Diario di uno scrittore, Firenze, Sansoni, p. 1.285.

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La práctica habitual de considerar el poema como algo concluso en sí mismo falsea su propio contenido espiritual y destruye la unidad artística de toda la obra. Con este tratamiento, efectivamente, todo adquiere un carácter demagógico. En rigor de verdad sólo puede ser acabadamente comprendido considerado en la verdadera relación en que se encuentra dentro de la novela.2

Para una correcta interpretación de la «Leyenda», hay que situarla en su contexto, sin olvidar que está inventada por Iván y es presentada como respuesta a una afirmación de su hermano Alioscha. Éste, a la filosofía anarco-pesimista de su hermano había contrapuesto la figura de Cristo, el único capaz de perdonar a todos «porque Él mismo ha dado su sangre inocente por todos y por todo». Para Alioscha, Cristo es justificación y rescate del sufrimiento. Pero Iván no acepta esa idea porque el sufrimiento de los inocentes es un escándalo y un absurdo. Según él, Cristo no ha rescatado a nadie porque el escándalo del sufrimiento permanece todavía hoy. Cristo se ha equivocado, no ha entendido al hombre y ha propuesto un evangelio estéril, inhumano, utópico. El pensamiento de Iván es que a Cristo, en definitiva, hay que repetirle las mismas palabras que le dice el Gran Inquisidor: «¡Vete, vete y no vuelvas más... nunca más, nunca, jamás!». En el contexto de la novela, Iván contrapone a Cristo y al Inquisidor y se identifica con éste —con el Inquisidor— porque «se niega a reconocer este mundo y quiere arrancarlo de las manos de Dios para darle un orden distinto y mejor». Para Dostoievski, los escenarios del mundo y del corazón del hombre son dominados por dos antagonistas: Cristo y el Anticristo, Cristo y el Inquisidor, el «espíritu de Dios» y el «espíritu terrible», y están representados respectivamente por Alioscha e Iván. Sus voces son fuerzas contrapuestas no sólo en el ámbito social sino en el propio corazón de cada hombre. Muestran en el ámbito del corazón las contradicciones en que éste se debate, presenta de forma dramática las profundas exigencias de la naturaleza humana creada por Dios pero corrompida por el pecado. A este respecto, Guardini llama expresamente la atención 2. Romano Guardini, El universo religioso de Dostoievski, Emecé Eds., Buenos Aires, 1954, p. 122. A Guardini se le reconoce el mérito de haber subrayado la importancia de enmarcar la Leyenda en el contexto de la novela.

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sobre el modo que tiene Dostoievski de construir los personajes. Un modo que corresponde a la estructura de la mentalidad «oriental» en contraste con la tradición literaria occidental: En Occidente se tiende a construir los personajes de modo tal que, diferenciados en sí mismos y recíprocamente relacionados en distintas circunstancias particulares quedan referidos a un único punto fundamental que constituye su carácter, concepción ésta que se funda en el acento activo ético e histórico de nuestra existencia occidental. Las criaturas de Dostoievski, en cambio, tienen una estructura distinta... La unidad parece darse en una coexistencia de elementos dispares, coexistencia que, por cierto, puede constituir una unidad cuando hay algo que, penetrándolo todo lo domina, una atmósfera, una vibración, un fluido. Los distintos momentos particulares parecen compenetrarse recíprocamente y es preciso que así sea para que se den manifiestamente fluyentes... Así pues, en el conjunto de un personaje de Dostoievski se dan pensamientos, tendencias, fuerzas anímicas coexistiendo de manera tal que en modo alguno serían posibles en la estructura de un personaje occidental.3

La leyenda presenta con dramática nitidez los últimos elementos del alma humana considerada esencialmente como una actividad ética sobre la base de la afirmación de Dimitri de que «el corazón de los hombres no es más que el campo de batalla sobre el que luchan Dios y el diablo». Cristo y el Gran Inquisidor son dos visiones del mundo, dos propuestas de humanidad, dos modos de superar lo trágico de la existencia. Representan los polos extremos del profundo maniqueísmo que domina toda la narración. Para Iván, que rechaza a Dios, que ve y escucha sólo a los niños que sufren y a las masas que no tienen ni pan para quitar el hambre, ni alegrías para legitimar su vida, tiene razón el Inquisidor. No le importa si su ciudad está construida sobre la muerte del hombre. Para Alioscha es distinto: es necesario alinearse al lado de Cristo, que con su cruz y con su beso señala los cielos nuevos y la tierra nueva a los que el hombre está destinado. No hay que perder de vista que el poema está escrito por Iván. Él ve resueltas sus contradicciones de la revolución desde la perspectiva del Inquisidor: hacer un orden nuevo que sustituya al utópi3. R. Guardini, o.c., pp. 121-122.

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co e inservible de Cristo. Para ello es necesario corregir la obra de Cristo: sustituir la fe en la libertad y el amor por el poder, el milagro y la autoridad, sujetando a los miserables rebeldes, pero asegurándoles, en compensación, una vida tranquila y satisfecha. Pero, al final de la narración, Alioscha exclama: «tu poema es un elogio de Jesús y no una condena... como tú hubieras querido». Es un elogio de Jesús, ciertamente, pero sólo quien tiene fe en Cristo. E Iván está sin fe. Para él, el silencio de Jesús es una expresión del fracaso y de la muerte de Dios. Trataremos de presentar esta doble visión de la humanidad y esta doble visión de Cristo sobre el trasfondo de la evolución personal religiosa y política del propio Dostoievski en el contexto de las ideologías y revoluciones europeas para centrarnos a continuación en el núcleo argumentativo que justifica su opción personal y su postura política, una reflexión sobre la libertad y el poder realizada a la luz de las propias palabras de Jesús.

Trasfondo sociocultural y experiencia religiosa como claves de comprensión La libertad, situada entre el amor y el poder, es el tema permanente de la obra de Dostoievski, el motivo dramático que ha atormentado toda su vida y que alcanza su culmen en Los hermanos Karamazov, la obra considerada la suma teológica de su pensamiento religioso. Para comprender esta visón dramática hay que adentrarse en su comprensión de Cristo. Como muestra F. Castelli, «en el universo de Dostoievski la persona de Cristo constituye un centro de gravedad. Todo converge en ella y en ella se explica todo, en la luz con que ve su figura evangélica».4 En su historia personal, confiesa el propio Dostoievski, su visión de la figura de Cristo ha pasado por el gran crisol de las dudas hasta encontrar una fe alcanzada bajo el signo del sufrimiento y la lucha interior. De niño, en la casa paterna había conocido a Cristo, pero, más adelante, bajo el influjo de las ideas liberales perdió la fe, sin crisis, sin rupturas, casi sin darse cuenta. Esto es hoy perfectamente conocido por su Diario y por los Apuntes inéditos publicados por primera vez, en ruso, en 1971. 4. F. Castelli, o.c., p. 225.

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En el Diario, en agosto de 1880 hace esta confesión: «¡No vengáis a decirme que yo no conozco al pueblo! Lo conozco: de él he acogido de nuevo en mi alma a Cristo que había conocido todavía niño en la casa paterna y había perdido cuando me transformé también yo en un “liberal europeo”». Del camino dramático que ha recorrido hasta llegar a la fe da cuenta en sus cuadernos inéditos: «Ni siquiera en Europa hay o ha habido jamás una fuerza de expresión atea semejante a la descrita por mí. Por tanto, no como un niño creo yo en Cristo y lo profeso, sino que mi hosanna ha pasado a través del gran crisol de las dudas, precisamente como dice el diablo en mi novela [Los hermanos Karamazov]».5 Este texto deja claro que Iván representa la manera de pensar del propio Dostoievski cuando estaba influido por el pensamiento liberal europeo, el pensamiento de la revolución marcada por los intelectuales liberales, proudhonianos, anarquistas, populistas, nihilistas..., esto es la intelligentzia ilustrada en el preciso momento en que la servidumbre del viejo sistema feudal ruso es liberada y comienza a configurar la miseria de las ciudades que inician el despertar industrial. Visarión Bielinski, sobre todo, había ejercido sobre él una extraña sugestión. Este famoso intelectual, heredero de la izquierda hegeliana, «quería antes que nada abatir el cristianismo; sabía que la revolución debía comenzar absolutamente por el ateísmo». Dostoievski confiesa que se había dejado contagiar de «aquel quimérico delirio», presentado a la juventud como un conjunto de ideas «sagradas y morales en sumo grado» capaces de fundar el nuevo mundo y suscitar la «santidad de la futura sociedad comunista». «Pero entonces yo estaba ciego, creía en la teoría y en la utopía.»6 Isaiah Berlin destaca la gran influencia ejercida entre los jóvenes escritores por el crítico literario Visarión Bielinski citando el relato del viaje realizado por Iván Aksakov en 1856. Éste, nacionalista eslavófilo, pretendía recibir aliento e inspiración del pueblo ruso y advertir de las acechanzas del liberalismo occidental, pero quedó profundamente decepcionado con el descubrimiento de la enorme influencia del joven crítico literario: 5. Dostoevskij inedito. Quaderni e taccuini. 1860-1881, Ed. de Lucio dal Santo, Vallecchi, Florencia,1980, p. 424. Cfr. F. Castelli, o.c. 6. F. Dostoievski, Diario de uno scrittore, o.c., p. 1.268.

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El nombre de Bielinski es conocido de todo joven con inquietudes, de todo el que necesita de una bocanada de aire fresco entre los miasmas pestilentes de la vida provinciana. No hay maestro rural que no conozca —y sepa de memoria— la carta de Bielinski a Gógol. Si se desea encontrar a gente honrada, gente que se preocupe por los pobres y los oprimidos, un médico honrado, un abogado probo que no tema a una pelea, se les encontrará entre los seguidores de Bielinski... la influencia eslavófila es insignificante... los prosélitos de Bielinski van en aumento.7

Bielinski fue precisamente quien elevó a Dostoievski al estrellato literario. Pobres gentes, su primera novela, publicada en 1846, fue acogida por el crítico como la revelación de un nuevo gran autor, aunque las siguientes narraciones lo desilusionaron. El rechazo por parte de Dostoievski de este «enloquecido sueño» fue gradual, pero definitivo. En los cuatro años de trabajos forzados transcurridos en Siberia, su único consuelo había sido la lectura del Evangelio, el único libro permitido en la prisión y que le fue regalado por las mujeres de los «decembristas», los insurrectos de diciembre de 1825 contra el zar Nicolás II, «esas grandes mártires que habían seguido voluntariamente a sus maridos a Siberia» en el viaje hacia la prisión, «ellas nos bendijeron sobre nuestra nueva vía y con un signo de la cruz regalaron a cada uno de nosotros un Evangelio, el único libro permitido en la prisión. Durante cuatro años estuvo bajo mi almohada en la prisión».8 La fe religiosa había quedado lejana, pero el contacto con el Evangelio y con el dolor de tantos desgraciados rompieron muchas de sus fantasías revolucionarias y provocaron el abando7. I. Berlin, Pensadores rusos, FCE, México, 1979, p. 289. Como todas las formas de actividad social habían sido brutalmente prohibidas por el gobierno, la lucha entre los diversos grupos literarios fue un factor muy importante de la vida social. La literatura era el único medio que quedaba para dirigirse al público y para debatir todas las cuestiones sociales. Por esta razón, los pensadores democráticos de esta época fueron principalmente críticos y literatos profesionales que pusieron de manifiesto las cuestiones sociales en clave estética. Las salas de redacción de las revistas se convirtieron así en centros de expresión del pensamiento social y lucha ideológica. 8. El Evangelio había sido regalado, a él y a los demás condenados, por las mujeres de los decembristas (los insurrectos de diciembre de 1825 contra el zar Nicolás I), Diario de un escritor, p. 14.

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no de aquella «casa de los muertos» que eran cada grupo de conspiradores. Cuando deja la prisión (1854) y después Siberia (1859) es todavía «hijo de las dudas», pero el Evangelio le fermenta en el alma y le colorea proyectos y metas en una dirección claramente contrapuesta a las de los escritores democrático-revolucionarios. Es de febrero de 1854 la famosa carta de Dostoievski a la señora Von Vizin, un documento impresionante, reflejo de los sentimientos del ex-deportado y escrito inmediatamente después de la liberación: No porque seáis religiosa, sino porque yo mismo lo he vivido y probado, os diré que semejantes minutos [en que se recuerda el sufrimiento pasado], como «la hierba reseca» se está sediento de fe y se la encuentra precisamente porque en la desventura la verdad se hace más clara. Yo os diré de mí que soy un hijo del siglo, un hijo de la increencia y de la duda y que (lo sé) lo seré hasta la tumba. Qué terribles sufrimientos me ha costado y me cuesta ahora esta sed de fe, la cual es tanto más fuerte en mi alma cuanto más sueño los argumentos contrarios. Y sin embargo, Dios me manda a veces minutos en los que estoy totalmente sereno; en estos minutos yo amo y descubro ser amado por los otros y en esos minutos he buscado en mí mismo el símbolo de la fe, en el cual todo me es querido y sagrado. Este símbolo es muy simple; es éste: creer que no hay nada más bello, más profundo, más simpático, más razonable, más viril y más perfecto que Cristo [...]. Pero no basta; si se me demostrase que Cristo está fuera de la verdad y efectivamente resultase que la verdad está fuera de Cristo, yo preferiría quedar con Cristo más que con la verdad.9

Aunque esta carta a la Sra. Vizin refleja la fascinación que siente por Cristo, sin embargo no es una profesión de fe cristiana. Cristo es el ser más admirable y amable, pero no es aún el Verbo encarnado. En Dostoievski se da todo un proceso de conversión desde Jesús considerado como encarnación del hombre al Jesús considerado como encarnación de Dios. Este proceso tiene varias etapas que se reflejan en sus diarios.10 9. F. Dostoievski, Epistolario, ed. de E. Lo Gatto, Ed. Scientifiche Italiane, 1951, vol. I, pp. 168-169. 10. Cfr. F. Castelli, o.c., p. 229.

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La primera es su reflexión sobre la vida después de la muerte que hace ante el cuerpo muerto de su primera esposa María Dimitrevna. En esta reflexión sobre el amor en la que ancla su esperanza, Cristo representa real y simbólicamente el ideal de la humanidad, ideal que adquiere su plenitud en el amor, en el darse sin límites que representa la figura de Cristo: Amar al hombre como a sí mismo, según el mandamiento de Cristo, no es posible. Sobre la tierra la ley de la personalidad impera. El yo está de obstáculo. Sólo Cristo podía hacerlo, pero Cristo era el ideal eterno desde el inicio de los tiempos, aquel ideal al que tiende y debe tender el hombre por ley de la naturaleza. En cambio, después de la aparición de Cristo como ideal del hombre encarnado se ha hecho claro cómo el día que el desarrollo supremo, la evolución última de la personalidad debe precisamente llegar [...], a hacer así que el hombre encuentre, reconozca y con toda la fuerza de su naturaleza se convenza de que el uso más elevado que él puede hacer de la propia personalidad, de la plenitud del desarrollo del propio yo, consiste casi en el negar el propio yo, en consignarlo completamente a todos y a cada uno indivisiblemente y sin reservas. Y ésta es la máxima felicidad. De ese modo, la ley del yo se funde con la ley del humanismo, y en la fusión de ambos elementos, el yo y el todo (evidentemente, dos contraposiciones extremas), recíprocamente anulados el uno en favor del otro, al mismo tiempo alcanzan también el fin supremo del propio desarrollo individual, cada uno por su propia cuenta. Éste precisamente es el paraíso de Cristo. Toda la historia [...] es sólo evolución, lucha, persecución y logro de esta meta. Pero si es ésta la meta final de la humanidad (alcanzada la cual ella no deberá desarrollar otras, o sea perseguir, luchar, madurar a través de todas las propias caídas un ideal y esforzarse eternamente por alcanzarlo: como decir que no habrá más necesidad de vivir), he aquí que entonces el hombre, alcanzándola completa además la propia existencia terrena. Por tanto, sobre la tierra el hombre es sólo un ser en evolución, no concluso por tanto, sino transeúnte. Pero alcanzar esta meta altísima, a mi parecer, es del todo insensato si en el momento en que se alcanza todo se apaga y se desvanece, o sea, si el hombre no continúa viviendo también después de haberla alcanzado. Por consiguiente, existe la vida futura, el paraíso.11 11. Dostoevkij inedito. Quaderni e taccuini, 1860-1881, o.c., pp. 93-96.

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El punto final del proceso espiritual de Dostoievski es el descubrimiento del Cristo de la fe, que culmina en Los hermanos Karamazov y está reflejado en las tres tentaciones del «espíritu terrible», en torno a las cuales está elaborado «La leyenda de El Gran Inquisidor». Este episodio evangélico de las tentaciones de Cristo, narrado en Mt 4,1, es una metáfora de la historia humana, tanto individual como social. La escena del mundo está marcada por dos antagonistas: Cristo y el Inquisidor; esto es, el espíritu de Alioscha y el espíritu de Iván; en una palabra: Cristo y el Anticristo. La narración, a la vez que presenta dramáticamente estas dos visiones del mundo, manifiesta la confesión de fe del propio Dostoievski además de su ideal de humanidad.

Primera tentación: ¿pan o libertad? En la primera tentación el «espíritu terrible» le había sugerido a Cristo convertir las piedras en pan para quitar el hambre a las masas: éstas «habrían corrido tras él como un rebaño dócil y agradecido, aunque eternamente atemorizado por la idea de que tú puedas retirar tu mano y dejarlo sin tus panes». Pero Cristo no ha querido privar al hombre de la libertad y ha rechazado la invitación porque «¿qué libertad puede haber si se compra la obediencia sin pan?». El discurso del Inquisidor, en cambio, está a favor del pan y en contra de la libertad porque los hombres «en su simplicidad y en su desorden innato, no pueden ni siquiera concebir la libertad»; más bien «tienen miedo y terror, nada ha sido nunca más intolerable que la libertad para el hombre y para la sociedad humana». Al optar Cristo por la libertad cometió varios errores fatales porque no atendió a los verdaderos deseos y necesidades de los hombres: el primero de los errores es que al optar por la libertad ha optado por el hambre, porque con la libertad los hombres, debido a su egoísmo, son incapaces de solidaridad: Ninguna ciencia podrá darles el pan, mientras sean libres..., pero llegará un día en que depondrán su libertad a nuestros pies y nos dirán: «¡Hacednos esclavos, pero quitadnos el hambre!». Al final lo entenderán por sí mismos, que libertad y pan terreno en abun-

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dancia para todos son dos cosas que no pueden estar juntas, porque nunca serán capaces de repartir entre ellos. Y también se convencerán de que nunca podrán ser ni siquiera libres, porque son débiles, depravados, ineptos y rebeldes. Tú les prometiste el pan celeste, pero, te lo repito, ¿puede este pan, a los ojos de la débil raza humana, eternamente depravada y eternamente ingrata, compararse con el pan terreno?

El segundo error que Cristo cometió al negarse a proporcionar a las masas el pan terreno, es que privó al hombre de una realidad ante la cual inclinarse. Para el hombre libre, «la preocupación más continua y atormentada» es encontrar alguien o algo ante lo cual inclinarse: Tú lo sabías, Tú no podías no conocer este secreto fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera invencible que se te ofreció para inducir a todos a inclinarse ante ti sin discutir: la bandera del pan terreno, y la rechazaste en nombre de la libertad y del pan celeste. Mira qué has hecho después, y siempre en nombre de la libertad...

Finalmente, Cristo cometió un tercer error no menos importante: habría podido evitarle la responsabilidad diseñándole proyectos de vida —no importa cuáles— y evitándole de ese modo la pena de la búsqueda y de la elección, y con ello la conciencia dramática del bien y del mal. El ideal es muy noble, ciertamente, pero también atormenta y es superior a la fuerza de los hombres...

Segunda tentación: ¿amor gratuito o entusiasmo servil? La opción de Cristo ante la segunda tentación multiplicó los errores al actuar en contra de las inclinaciones de los hombres. Los hombres prefieren la fascinación del milagro a la gratuidad del amor. Cristo ha rechazado arrojarse desde la roca y descender de la cruz, renunciando a realizar milagros y prefiriendo una vez más el amor libre a los serviles entusiasmos del esclavo. El Inquisidor le recrimina este nuevo error:

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[...] pero Tú sabías que apenas renuncia el hombre al milagro, renuncia inmediatamente también a Dios, porque el hombre busca no tanto a Dios cuanto a los milagros.12

Tercera tentación: ¿el poder o el amor? El último error del que el viejo Inquisidor acusa a Cristo es el rechazo de la tercera propuesta del diablo: no ha querido recurrir al poder ni aceptar el reino de este mundo; ha renegado de la espada y del cetro confiando siempre en la fuerza de la libertad de elección y del amor. Rechazando las tentaciones, Cristo buscó la ruina para sí mismo y para la humanidad se ha arruinado a sí y al hombre. Por eso —concluye el Inquisidor— «nosotros hemos corregido tu obra: la hemos basado en el milagro, en el misterio y en la autoridad. Y los hombres se han alegrado de que alguien se haya puesto de nuevo a empujarles como a un rebaño y que finalmente su corazón haya sido librado de un don tan terrible, que les había dado tantos sufrimientos». Y ahora que estos hombres viven contentos así, ¿por qué Cristo viene a molestar?, ¿ha olvidado que la nueva humanidad, bajo la guía del Gran Inquisidor y de sus fieles, ya no está con él sino con Satanás? ¿Y que ya no tiene derecho a interferir en los asuntos humanos al haber dejado toda autoridad en las manos de Pedro? «Si alguien ha merecido más que nadie nuestra hoguera, eres precisamente Tú. Mañana te haré quemar. Dixi». Ésta es la visión de Iván. A ella se contrapone la de su joven hermano Alioscha, el cual a la filosofía escéptica y nihilista de Iván contrapone la figura de Cristo como único capaz de perdonar a todos «porque él mismo ha dado su sangre inocente por todos y por todo». Si el personaje Iván representa la personalidad y el modo de razonar de Bielinski y el propio Dostoievski en su juventud, el de su hermano Alioscha, está construido sobre la personalidad y el modo de razonar del gran amigo de Dostoievski, el joven Vladi12. El «Breve relato del Anticristo» de V. Soloviev, que presentamos a continuación, escenifica ampliamente esta segunda tentación. La fascinación representa el modo de actuar del Anticristo y su capacidad de engañar: el espíritu de la mentira.

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mir Soloviev, con el cual, ya casi hacia el final de su vida, hubo de pasar medio año en el famoso monasterio de Moscú, Optima Pústin, estudiando la vida monástica en Rusia. Para Alioscha, Cristo representa la redención por el sufrimiento, pero Iván rechaza. Piensa, por el contrario, que Cristo es un fraude escarnecedor y que el sufrimiento de los inocentes es un escándalo y un absurdo. Por eso toda la existencia es insensata y maldita. Y Cristo no ha rescatado a nadie porque el escándalo del sufrimiento de los inocentes permanece. Cristo se ha equivocado, no ha entendido al hombre y ha propuesto un evangelio estéril, inhumano, utópico. A los ojos de Iván, Cristo representa el corazón del hombre, la fascinación, pero también el engaño. Pero el Inquisidor representa la razón, el realismo y la eficacia aunque carezca de esa fascinación de Jesús. Sus propuestas son las propuestas de Iván, que reflejan con nitidez las realistas e ilustradas propuestas de la izquierda hegeliana y de Bielinski, aquellas por las que había luchado el propio Dostoievski: el poder, la fascinación de la ciencia y la autoridad sustituyen a la fe en la libertad y el amor. ¿Cuáles son las propuestas de Cristo, según Dostoievski? Expresadas por Alioscha, éstas son principalmente tres: libertad, amor y sufrimiento. Antes que nada, la libertad, puesto que sin ella no hay personalidad, la imagen de Dios que destruida y la dignidad pisoteada. La libertad es el constitutivo del hombre y, por tanto, su verdadera grandeza. Pero esta libertad —es la segunda propuesta—... debe ser alimentada por el amor, dado que ella «se hace fecunda y actúa positivamente toda su potencialidad sólo cuando el amor inflama al hombre, un amor inmediato a Dios como absoluto principio de solidez, cuya belleza “encanta y fascina al hombre”».13 Tal libertad —ésta es la tercera propuesta— comporta fatiga, sufrimiento, riesgo. Una libertad simplemente dada y no conquistada no es digna del hombre, no es fecunda, no es redentora. Es necesario que nuestro himno a la libertad pase a través de la barrera del fuego para que adquiera belleza y alcance las esferas superiores. El sufrimiento, por tanto, tiene a los ojos de Dostoievski, un inmenso significado positivo: hace existir y permite el desarrollo de 13. S. Frank, «La leggenda del Grande Inquisitore», Russia Cristiana, 1976, nov.-dic., p. 22.

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nuestras mejores potencialidades. Como por la libertad, este sufrimiento —esta lucha, esta fatiga— se hace creativo cuando está vivificado por el amor libre hacia aquel Dios que fortifica nuestra debilidad y nos ofrece la superación del límite. Ésta es la propia experiencia del escritor, la clave de la autosuperación y la creatividad. Es muy importante, en la antropología de Dostoievski, advierte Berdiaev, la idea de que sólo por el sufrimiento se eleva el hombre. Esta idea tiene su raíz en la concepción que Dostoievski tiene del mal. El hombre, como ser libre, es responsable del mal, pero sólo puede ser experimentado como tal por hombres libres. Esta experiencia inmanente hace que el hombre se queme y purifique. En los personajes dostoievskianos los sufrimientos de la conciencia son más terribles que el castigo externo de las leyes del Estado. Su creador los conduce a través de la libertad, el mal y la expiación. Para él la vida es, ante todo, una expiación de la culpa por medio del sufrimiento. El mal es la prueba de la libertad y por eso debe conducir inevitablemente a la expiación. En el mal engendrado por la libertad ésta sucumbe, pero con la expiación resucita y es devuelta al hombre. Por eso Cristo redentor es la Libertad misma.14

Las propuestas de Cristo —la libertad que se alimenta de amor y de lucha— presuponen el mundo del espíritu, la realidad de Dios, principio y fin de toda existencia humana, el misterio de la redención. Presuponen por tanto la fe que ve más allá, que ve a pesar de todo, que el mal no puede tener la última palabra porque en medio de nosotros está Cristo, el Salvador. Al final de este proceso personal Dostoievski confiesa su fe: «El hombre [...] está salvado [...] por Cristo, esto es, por la intervención directa de Dios en la vida» que ha asumido sobre él los sufrimientos del hombre y lo ha redimido.15 Nicolai Berdiaev precisa que si las tres tentaciones del diablo contra Cristo iban dirigidas contra la libertad del alma humana y su conciencia, para Dostoievski la fe ha de proceder de la libertad y del amor, no de la violencia o del milagro. El milagro debe proceder de la de la fe y no al contrario. Tan sólo en ese caso la fe es libre... La imagen de Cristo no es de violencia; 14. N. Berdiaev, o.c., p. 102. 15. I demoni. Taccuini per «I demoni», Sansoni, Florencia, 1958, p. 1.015.

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ni aun obliga a creer en él como en Dios. No se presentó en este mundo con un poder y una fuerza, sino que predicó el reino de otro mundo, y en eso consiste el misterio del cristianismo, el misterio de la libertad... Y cuando Pedro dijo a Cristo: «Tú eres Cristo. Hijo del Dios verdadero», realizó un prodigio de la libertad. De las profundidades de la libre conciencia humana vienen esas palabras que tan hondo cambio determinaron en el curso de la historia universal. Todo cristiano debe repetir las palabras de Pedro desde lo más profundo de su alma y su conciencia libre.16

La experiencia religiosa le muestra a Dostoievski que Cristo ha descendido a lo más profundo de las miserias humanas, representadas por la muerte y el infierno: Cristo no deja de descender a la muerte y al infierno, a nuestro más opaco infierno interior, para ofrecernos su misma vida [...]. No desciende de la cruz y resucita en el silencio. Sólo el libre amor puede reconocerlo. Y es precisamente este amor, un amor creador, lo que él espera del hombre y que su presencia discreta lo atraiga dentro de él.17

El teólogo ortodoxo P. Evdokimov señala que en la concepción de Dostoievski, la redención operada por Cristo no suprime el sufrimiento, sino que lo rescata; no pone al hombre frente a Dios como un súbdito en espera de recibir ódenes, sino que lo transforma en su amigo, para el que las dos libertades —la de Dios y la del hombre— del libre amor recíproco se hacen convergir en un acorde «sintético», como dice Dostoievski, en un acorde divino-humano. Y éste es su mensaje capital, de una importancia que resuena en todo el mundo. Sólo Dios puede amar verdaderamente y por esto se hace hombre. Pero el hecho de ser amado por Dios eleva al hombre al nivel de este amor: «Dios no habla más que con los dioses». Es para responder al amor de Dios como se necesita superar lo que es humano. «El hombre ha recibido el mandato de hacerse Dios», dice san Basilio, «y Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios», dice san Atanasio.18 16. N. Berdiaev, El credo de Dostoievsky, Apolo, Barcelona, 1951, pp. 82-83. 17. O. Clement, In casa Karamazov. «Dopo il buio, la certeza», Il Sabato, 1824 abril 1981. 18. P. Evdokimov, Gogol e Dostoievski, Ed. Paoline, Roma, 1978, p. 212.

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El silencio de Cristo, el silencio de la humanidad doliente Es conocido que en la intención de su autor, la novela Los hermanos Karamazov debería haber representado la aventura personal de Alioscha, el hermano llamado a una obra de redención. Pero no lo es, ya que su núcleo, «La leyenda de El Gran Inquisidor», se presenta como el monólogo nihilista de Iván, como la justificación del «todo está permitido» que conducirá al parricidio, mientras Alioscha está casi totalmente en silencio, tal como lo está Cristo frente al Inquisidor. Pero la creación artística no sufre por ello, ya que las pocas palabras de Alioscha, precisamente por su parquedad, tienen una extraordinaria eficacia narrativa que adquiere el momento culminante cuando el Inquisidor espera ansiosamente, como Iván, la palabra, pero sólo recibe el silencio total como respuesta. La clave está en que el problema de Iván no es el de la existencia de Dios sino el problema de Job, el del mal injustificado, sin finalidad, como el inferido a los inocentes. El silencio de Dios no es la respuesta al tema de su existencia sino al del mal injustificado, al mal de los inocentes: «No es a Dios a quien no acepto, comprende, sino el mundo por él creado», dice Iván. Es el escándalo del dolor lo que le impide creer en Dios. Por eso, la respuesta no es una «teodicea», un discurso argumentativo, sino una «teofanía», como en el caso de Job. Dios no le responde a Job en términos de justicia sino de poder. Pero si la teofanía del poder es la que convence a Job de que su grito había despertado a Dios de su sueño, la teofanía de Dios en el silencio es la de la bondad. En una palabra, en la teología de Dostoievski, la teofanía de Dios no es la omnipotencia sino la bondad, exactamente la bondad de los inocentes. Para Iván esa misma bondad de los inocentes es un escándalo; para Alioscha, en cambio, es la manifestación de Dios. Para Dostoievski, el silencio es el modo de hacerse presente la bondad, es una epifanía de la misma. En una carta a su íntimo amigo el poeta Nicolaievich Máikov, en 1867, le comunicaba la idea de «representar a un hombre totalmente bueno», pero que «le da miedo construir una novela a partir de ahí porque es demasiado difícil. Nada más difícil, especialmente en nuestros tiempos».19 Esa novela que anunciaba, como sabemos hoy, es El Idio19. Cfr. E. Logatto, «Nota introduttiva» a F. Dostoievski, L’idiota, Florencia, 1958, p. 3

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ta, cuya historia afronta como un reto la representación de un hombre absolutamente bueno, el príncipe Mishkin, desbordado por el odio entre dos mujeres. En el personaje, Dostoievski dibuja la bondad como la absoluta disponibilidad para el otro: escucha siempre, comprende siempre, no porque comparta los motivos, pues la mayoría de las veces no lo hace. Sin embargo, penetra en el ánimo como nadie, pero suspende el juicio ante la condición humana, ese debatirse en el vértigo del bien y el mal. Prueba una infinita compasión ante ello en el sentido propio de soportar el dolor juntos. Nunca da la espalda, no abandona a nadie, Mishkin hace siempre lo poco que los hombres pueden hacer los unos por los otros, no dejarse solos, perdonarse. Condición de esta apertura es la simplicidad. Como si únicamente una persona que hubiera crecido, como el príncipe, fuera del rumor ensordecedor del mundo, fuese capaz de escuchar al prójimo. [...] La bondad no es un hacer ni un dar, sino ser. Ser con otro en la cruz. [...] La bondad es inerme. El príncipe Mishkin se percibe débil, teme no lograr sobrevivir, no está hecho para navegar sobre las turbias olas del presente; en este sentido es «idiota». La bondad es inútil. O al menos no pertenece al universo de la utilidad.20

Para Dostoievski su ideal de héroe personifica la humildad y la compasión. Aunque esté desarmado ante la perversidad social, encarna el único principio que permite la lucha contra la crueldad de su tiempo. En Los hermanos Karamazov, sigue perfilando el verdadero rostro de la bondad en Alioscha, en Zósima, en Cristo, como teofanía silenciosa de Dios. Para comprender el silencio de Cristo durante la invectiva del Inquisidor, es necesario situarse la perspectiva que trasciende el razonamiento que caracteriza a todo lo humano. Es el rechazo a discutir en un plano exclusivamente racional y terreno a la vez que, con su gesto, se pone en el plano que él ha elegido por amor al hombre y que le lleva a su perenne pasión de la cruz. El Inquisidor ha visto que el prisionero le ha escuchado hasta el fondo, mirándolo siempre fijo en los ojos con una mirada dulce y penetrante, y que evidentemente no quiere rebatir. Pero él querría que le dijera cualquier cosa, incluso algo amargo, te20. V. Strada, «Il “santo idioto” e il “savio peccatore”», Introducción a F. Dostoievski, L’idiota, Turín, 1994.

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rrible. Pero él se le acerca en silencio y le besa dulcemente en sus labios exangües. Y ésta es toda su respuesta. Para Dostoievski, a las indagaciones de los hombres sin Dios no hay otra respuesta que la piedad, como el amor silencioso y crucificado. Esto es, una respuesta de otra naturaleza. Cristo con su silencio da testimonio de las realidades ultramundanas, del reino espiritual de Dios, así como del rechazo de las pretensiones de nuestra razón que pretende definir, resolver como última instancia. En realidad, Dios está por encima de la pura razón. Pero no basta el silencio. Falta la respuesta a las acusaciones de Iván, esto es, a las posiciones ateas: «¿cómo es posible aceptar un mundo en el que los niños sufren?, ¿y hablar de “armonía” cuando ésta “comporta el infierno”?». Así le escribía el lector de esta publicación por entregas K.P. Povedonscev a Dostoievski diciéndole que éste era un «problema fundamentalísimo». El escritor respondía por carta a la cuestión que le planteaba su lector: Ésta es ahora mi preocupación, mi inquietud. Por lo cual, como respuesta a todo este lado negativo, yo considero propiamente el 6.º libro, El monje ruso, que saldrá el 31 de agosto. Y por ello temo en este sentido: ¿será una respuesta suficiente? Tanto más cuanto que la respuesta no es directa, no va a las situaciones antes representadas para cada punto, sino que es indirecta, oblicua. Está representado por algo directamente opuesto a la concepción expresada antes, pero no está representada punto por punto, sino, por decirlo así, en un marco artístico.21

Este capítulo que anuncia, dedicado al monje ruso, representa al starets Zósima, un personaje real al que visitó Dostoievski acompañado de Soloviev.22 Él representaba la libertad de Cristo. Ocurre en Dostoievski con frecuencia que toda una doctrina o propuesta se hipostatiza, se convierte en una persona que la representa. Ese personaje es la respuesta de Dostoievski a las acusaciones de Iván —¿cómo es posible aceptar un mundo en el que los niños sufren?, ¿y hablar de «armonía» cuando ésta 21. Epistolario, vol. II, o.c., p. 539. 22. En junio de 1878 el viejo Dostoievski y el joven Soloviev fueron al famoso monasterio de Moscú Optina Pústin para visitar a un starets entonces célebre, el padre Ambrosio. Allí pasaron juntos medio año estudiando la vida monástica en Rusia. Fruto de tales estudios y de la personalidad de Ambrosio fue la figura del starets Zósima.

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«comporta el infierno»? Dostoievski no responde con argumentos racionales ni punto por punto sino con un cuadro artístico o con un icono viviente: de ese modo la respuesta no es directa sino indirecta, como en un espejo. «Tu luz resplandece sobre los rostros de tus santos».23 En realidad, El monje ruso no proporciona ninguna argumentación. Simplemente es la narración de la vida y de las enseñanzas del starets, sin ninguna refutación de las acusaciones de Iván con argumentos racionales. Al rechazo y a la negación, Dostoievski no opone una dialéctica, sino un «cuadro artístico», un icono viviente de Cristo. De ese modo, «la respuesta no es directa sino indirecta, como por refracción: “Tu luz resplandece sobre los rostros de tus santos”, canta la Iglesia».24 El teólogo ortodoxo Evdokimov subraya el estrecho paralelismo entre la descripción que hace del starets y el modo de presencia de un icono que refleja la divinidad. Dostoievski traza un rostro de santo y después lo cuelga en la pared del fondo, como un icono. Pero es con esta luz como se comprende el sentido de los acontecimientos que se desarrollan en la escena.25

Gracias a la luz irradiada por este icono, es posible descubrir una realidad en la cual las antinomias son eliminadas y las zonas de sombra aclaradas por una luz misteriosa pero vívida. Igual que el icono confiere a una sustancia una dimensión nueva y refleja lo invisible de Dios, así el santo revela una nueva manera de ser y testimonia la realidad de Dios y la novedad de la vida en Cristo. En la narración de Dostoievski, el starets Zósima hace el balance de su vida a las puertas de la eternidad. Desde la altura espiritual a la que ha llegado descubre aquellas luces capaces de vencer la oscuridad y transformar la existencia en una aventura de gozosa liberación. ¿Cuáles son estas luces? La primera luz de la experiencia vital del starets es que la vida es un paraíso cuando se adquiere la experiencia de la unidad con Dios. 23. Epistolario, vol. II, o.c., p. 539. 24. P. Evdokimov, o.c., p. 299. 25. Íd., p., 233.

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La vida es un paraíso, y nosotros todos estamos en el paraíso, pero no queremos entenderlo; por el contrario, si quisiéramos entenderlo, mañana mismo todo el mundo sería un paraíso.26

Pero este paraíso es algo que llevamos dentro como una posibilidad de transformación en alegría, libertad y paz en la medida en que sintonizamos y nos fundimos con Dios. El paraíso está oculto dentro de cada uno de nosotros. He aquí que ahora mismo está oculto también dentro de mí y, si quiero, mañana mismo comenzará realmente para mí y durará toda mi vida.27

Es la experiencia vital de la unidad celeste: Paraíso significa un estado en que el mundo y Dios no son dos realidades separadas, sino que el mundo sólo es en cuanto existe en Dios y el deseo divino de amor se cumple en cuanto que Dios puede abrirse en la creatura que se ha entregado a él. «Paraíso» es la unidad celeste.28

Para alcanzar esta experiencia es necesario vaciar el espíritu de egoísmo, orgullo y sensualidad, en una palabra, hacerse libre. El starets, que de joven había sido oficial del ejército, sólo cuando tuvo el coraje de desembarazarse del pesado fardel de sus pasiones pudo encontrar la libertad. La libertad, a la que el starets considera bienaventuranza evangélica porque es pobreza de espíritu, es el humus en que brota la fraternidad que es el inicio de tiempos nuevos, según el Hijo del Hombre. Para que la idea de fraternidad sea fecunda, ésta debe desarrollarse sobre la verdad de que el hombre está hecho a imagen de Dios. Por ello, el hombre tiene una dignidad sagrada, no es siervo de nadie y merece tanto el respeto como el amor de todos. En la experiencia del starets, la fuerza para transformar el mundo entero es el amor humilde que recibe vida de Dios e inspiración de Cristo: Es una fuerza formidable, la más grande de todas [...]. El amor es un maestro, pero es necesario saberlo adquirir, porque se ad26. Íd., p. 414. 27. Íd., p. 434. 28. R. Guardini, o.c., p. 77.

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quiere difícilmente, con un trabajo continuado durante mucho tiempo, porque no se debe amar sólo un instante, accidentalmente, sino hasta el fin.29

Hasta aquí tenemos una respuesta creyente, en clave teológica. Lo más original de esta teología del starets y de Dostoievski se refiere al tema del mal, del sufrimiento, de la culpa, el tema que escandalizaba a Iván: la fraternidad universal, de la que hemos hablado en el punto anterior, presupone también otra verdad fundamental: compartir la culpa. La experiencia profunda del starets y que comparte el propio Dostoievski es que «todo hombre es culpable de todo y por todos, además de sus propios pecados». Por ello, para salvarse sólo hay un medio: «hacerse responsable de todos los pecados humanos». Desde esta perspectiva teológica —explica F. Castelli— el dolor es aceptado y amado, y no se ve ya más mi pecado o tu pecado y dolor, sino el pecado y el dolor de todos, porque todos estamos ligados por una misteriosa ley de corresponsabilidad y de corredención.30 Para el starets ésta es la enseñanza de Cristo, cordero inocente que ha asumido los pecados de todos. La convicción de Dostoievski en su experiencia religiosa —indica P. Evdokimov— es muy iluminadora respecto a su concepción del mal y del sufrimiento: el perdón de Dios no procede de su omnipotencia sino del poder de la víctima que toma el puesto del culpable: No es en efecto el perdón de Dios la expresión de su omnipotencia, sino el poder del Inocente el que toma el puesto del culpable. Él no ama para salvar, sino que salva porque ama. En esto está el misterio de la caridad. El sufrimiento de los inocentes participa del sufrimiento del único Inocente y, según san Pablo, añade algo a su plenitud. «Todo lo demás debe ser venerado con el silencio», como dicen los Santos Padres, y se detienen temblando ante el umbral de la pasión del Impasible.31

A la luz de este icono de Cristo que es el starets Zósima, la rebelión y los razonamientos de Iván pierden consistencia. Cris-

29. P. Evdokimov, o.c., p. 232. 30. Cfr. F. Castelli, o.c., p. 489. 31. P. Evdokimov, o.c., p. 232.

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to resulta ser realmente el restaurador del hombre y de la historia porque es el inocente y como inocente se mantiene en silencio. Si se le rechaza, se nos condena a perdernos, a la arbitrariedad, al asesinato.

El drama de la libertad humana En «La leyenda de El Gran Inquisidor», Dostoievski escenifica el drama de la existencia humana centrado en la libertad. Ésta es fundamental porque cualifica la condición humana, es su constitutivo esencial. Por eso, renunciar a la libertad significa renunciar a ser hombres. Pero la libertad es trágica en el sentido de que puede conducir y de hecho conduce al hombre por senderos de rebelión, de arbitrariedad, de locura. Para Dostoievski el mal tiene su raíz en la libertad del hombre. Y por eso surge aquí el dilema: ¿es preferible la libertad con los riesgos que comporta o la supresión de la misma con el «orden» que se sigue de ello? ¿La anarquía o el hormiguero? Cristo muestra un camino de la libertad, que es el único posible. Propugna una libertad interior que es expresión de amor, don de sí —por tanto superación del egoísmo—, expresión de fraternidad y del compartir la vida divina. El starets Zósima, icono de Cristo, es testimonio viviente de la belleza, la fuerza y la posibilidad transfigurante de la libertad cristiana. Por ello la acepta, a pesar de sus riesgos, porque está vivificada por la fuerza del mensaje evangélico, guiada por la gracia. En cambio, si se elimina a Cristo de la historia —considera Dostoievski— se elimina también la libertad, y si se elimina la libertad se elimina al hombre. Entonces —debiendo superar la anarquía para poder vivir— es necesario organizar el hormiguero. ¿Cómo?, no importa. Si no hay Dios, el hombre es un absoluto, por tanto, ley. Quien puede, se apodera de toda la libertad y la gestiona como mejor cree. Si Cristo ha fracasado, hay que dejar a su antagonista —al Anticristo— la tarea de «salvar» al hombre y de guiarlo por caminos diversos a los de la libertad, caminos más idóneos a su condición de esclavo rebelde y depravado. La muerte de Dios significa ineludiblemente para Dostoievski la muerte del hombre, una muerte que tiene su punto neurálgico en la muerte de la libertad. El Inquisidor refleja la opción por la no libertad, 59

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por el hormiguero, la opción por el poder. Por eso, el Inquisidor, en nombre propio y también en el de sus adeptos —los únicos que han captado inmediatamente el secreto de la muerte de Dios y de la vanidad del hombre—, le dice a Cristo: Nosotros no estamos contigo, sino con él, ¡he aquí nuestro secreto! Es un hecho que no estamos ya contigo, son ya ocho siglos. Exactamente hace ocho siglos aceptamos de él aquello que tú habías rechazado desdeñosamente, aquel último don que él te ofrecía mostrándote todos los reinos de la tierra: nosotros aceptamos de él Roma y la espada de los Césares, y habíamos declarado ser el rey de la tierra, aunque hasta hoy no habíamos podido terminar completamente nuestra obra.32

¿Quién es él? Es «el espíritu de la nada, de la negación, de la autodestrucción», el Anticristo, a quien el evangelio de Juan define como «padre de la mentira».33 La corrección de la obra de Cristo se da en dos direcciones: la transformación de la Iglesia en Estado (lo que alude claramente a la Iglesia católica de Roma), y la negación y la destrucción de la Iglesia mediante la construcción del socialismo anárquico (lo que alude a los proyectos revolucionarios políticos como el de Bielinski, etc.). Son dos expresiones de la rebelión de Iván y que en el fondo se trata de una misma empresa, con coloraciones distintas.34 32. F. Dostoievski, I fratelli Karamazov. I taccuini per «I fratelli Karamazov», Sansoni, Florencia, 1958, pp. 372-373. 33. Jn 8, 44. 34. En el trasfondo de esta posición están las tesis sobre la civilización occidental que Soloviev había desarrollado en sus célebres conferencias que curiosamente habían sido desarrolladas, al igual que el posterior drama de Dostoievski, en torno a las tentaciones de Jesús que eran también las tentaciones de la humanidad. La Iglesia romana, en la edad media, sucumbió a la tentación de forzar a los otros a hacer el bien, sustituyendo la libertad por el poder. El protestantismo fue una reacción contra la tentación del autoritarismo, consiguió liberarse del autoritarismo, pero por su orgullo de espíritu, por la confianza de la razón en sí, sucumbió a la segunda tentación. Y, por ese orgullo, el racionalismo sería finalmente reemplazado por el materialismo y el empirismo. Así, el espíritu humano, que tenía posibilidades de unirse libremente a su fundamento divino, quedó aislado y debilitado. Tanto para Soloviev como para Dostoievski, así como para el paneslavismo en general, Bizancio y Rusia no habían sucumbido a las tres tentaciones, pero guardando en el interior del alma de sus fieles la verdad de Cristo, la Iglesia de Oriente no supo llevar esta verdad a la realidad exterior. Cfr. M. Herman, «Introduction. Vladimir Soloviev. Sa vie et son oeuvre», en V. Soloviev, Crise de la philosophie occidental, Aubier, París, 1947, pp. 49-52.

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Aunque el Inquisidor alude preferentemente a la tentación del poder, en su discurso alude en realidad a las tres, representando no sólo a la Iglesia de Roma sino también al mundo occidental protestante y en última instancia a la sociedad nihilista y atea de los revolucionarios como Iván y el propio Dostoievski según las pautas materialistas que desarrollarían los seguidores de Feuerbach y Schopenhauer. Para realizar el nuevo orden, como propone el Anticristo en las palabras del Inquisidor, es necesario ante todo apoderarse del poder y «declararse dominadores de la tierra»; sólo después será posible «pensar en la felicidad universal». Pero, ésta tendrá como presupuesto la destrucción del hombre como imagen de Dios y como término final la aquiescencia en una beatitud obtusa y una tranquilidad de castrados que prescinden del espíritu. Para alcanzar este objetivo hará falta eliminar la libertad de decisión (todo estará determinado y regulado por los «depositarios de la conciencia») y consiguientemente obtener la desaparición de todo lo trágico, de toda lucha y discordia interior, de la duda y del tormento de la conciencia; y, finalmente, la destrucción de la personalidad, al haber comprendido sus jefes que los hombres deben ser tratados como masa, no como individuos. Se procederá así a la organización del hormiguero. Para que el hormiguero esté tranquilo, los jefes procurarán pan en abundancia, estructurarán la vida «como un juego infantil, con cánticos en coro y danzas inocentes», permitirán también pecar «porque los hombres son débiles e impotentes», pero sin hacer recaer sobre ellos la responsabilidad de los pecados, libres de toda culpa.35 «Nosotros diremos que toda culpa será perdonada, puesto que la cometerán con nuestro permiso; diremos que les permitimos pecar porque les amamos, y que el castigo de estos pecados lo tomamos sobre nosotros». En fin, los ánimos serán «acunados con la idea de una recompensa celeste» y de esa manera «morirán dulcemente, se apagarán dulcemente en tu nombre, y más allá de la tumba encontrarán sólo la muerte». 35. Todas estas ideas quedarán reflejadas con más claridad aún y de modo sistemático en el programa político que presenta el Anticristo en el relato que lleva ese mismo título y fue elaborado posteriormente por V. Soloviev.

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La última dimensión de la batalla del Anticristo será la mentira, que será justificada en razón del bien y felicidad de la humanidad. Pero esta última perspectiva no será revelada para no turbar la paz. Sólo los jefes sabrán que todo confluye en la nada, que todo es engaño y viento ante los ojos. A cambio, «todos serán felices, millones y millones de seres, excepto un centenar de miles, esto es, aquellos que les guían. Porque sólo nosotros, nosotros que conservamos el secreto, seremos infelices. Habrá millones de niños felices y cien mil mártires, aquellos que han tomado sobre sí la maldición de conocer el bien y el mal».36 De hecho, el viejo Inquisidor, como Iván, es un «mártir», pero de la nada. Su obra se funda en la muerte de Dios, en el desprecio del hombre, en el engaño. ¿Se puede vivir sobre estas bases? Cuando Cristo, por él expulsado, se aleja, después de haberlo besado, el viejo tiene una súbita emoción: «Aquel beso le quema el corazón, pero el viejo persiste en su idea». Su papel de Anticristo le prohíbe toda posibilidad de duda sobre aquel que mañana hará quemar. Con ello condena Dostoievski al Inquisidor «al desierto de la soledad y la tristeza sin esperanza que componen la verdadera esencia del Maligno».37 Para Iván, que rechaza a Dios, que ve y escucha sólo a los niños que sufren y a las masas que no tienen pan para quitar el hambre ni alegrías para legitimar su vida, tiene razón el Inquisidor. No importa si su ciudad está construida sobre la muerte del hombre. Para Alioscha es distinto: es necesario alinearse al lado de Cristo que, con su cruz y con su beso señala cielos nuevos y tierra nueva a los que el hombre está destinado. Desde esta perspectiva que proporciona la fe, las contradicciones que causan la rebelión de Iván son superadas: la libertad, que inevitablemente produce los desastres de los hombres está en razón del amor y de la verdad. Por ese motivo, al final de la narración, exclama Alioscha: «tu poema es un elogio de Jesús y no una condena... como tú hubieras querido». Ciertamente, es un elogio, pero sólo para quien tiene fe en Cristo. Pero, para Iván, que no tiene fe, el silencio de Jesús es expresión del fracaso y de la muerte de Dios. 36. Los hermanos Karamazov, o.c., pp. 375-376. 37. Dostoievskij inedito: Quaderni e taccuini, 1860-1881, o.c., p. 688.

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La convicción de Dostoievski, desde su fe y compromiso humano, es que si la sociedad rechaza a Cristo —«¡Vete, y no vuelvas más..., nunca, jamás!»—38 el hombre queda solo consigo mismo para gestionar su propio destino y su libertad sucumbe al egoísmo. Iván Karamazov, Raaskolnikov, Kirillov, Stavroghin, al igual que el viejo Cardenal Inquisidor, se han lanzado a construir un orden nuevo fundado en dar la vuelta a los valores cristianos y en la re-construcción del hombre, han optan por el orgullo que proclama la autosuficiencia y la voluntad de hacer de menos a Dios, en vez de la humildad que reconoce el límite y adora en silencio, han divinizado su propia voluntad. ¿De dónde salen estos monstruos? Unos de la torre de Babel, otros del palacio de cristal y otros, finalmente, del subsuelo. Son las tres metáforas con que Dostoievski se refiere respectivamente al Estado organizado de modo que todos estén contentos y quietos, gracias a la anestesia de los sentimientos, al miedo y a la eliminación de la libertad; al universo de la pura razón, fundado por la ciencia y la filosofía: cientificismo, positivismo, determinismo; por último, los hombres nihilistas, de la anarquía y la irracionalidad cuya actividad y sentimientos ya había descrito en Memorias del subsuelo (1864). En Los hermanos Karamazov, el starets Zósima los describe así: Piensan en ordenar según justicia, pero una vez rechazado Cristo, terminarán con inundar el mundo de sangre, porque sangre llama a sangre, y quien desenvaina la espada perecerá a espada. Si no fuera por la promesa de Cristo, se exterminarían unos contra otros hasta los dos últimos hombres. Y también los dos últimos, con su soberbia, no conseguirían refrenarse, de modo que el último suprimiría al penúltimo y después se suprimiría a sí mismo. Es propiamente lo que ocurriría si no estuviera la promesa de Cristo de abreviar aquellos días por amor a los humildes y a los mansos de corazón.39

Cuando Dostoievski confía sus pensamientos a su diario reafirma la convicción de que sólo en la moral cristiana del amor se puede encontrar un camino de salida de la barbarie, porque el hombre no es prevalentemente instinto, sino voluntad y razón. 38. Los hermanos Karamazov, o.c., p. 380. 39. Íd., p. 454.

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Sin tener el instinto de las abejas y de las hormigas, que buscan sin error las colmenas y los hormigueros, los hombres quieren crear algo semejante a un impecable hormiguero humano. Ellos rechazaron la única fórmula de salvación, proveniente de Dios y comunicada al hombre con la revelación: «ama a tu prójimo como a ti mismo», y lo sustituyeron con deducciones prácticas del tipo «cada uno para sí y Dios para todos» y con axiomas científicos del tipo de «lucha por la existencia». Sin poseer el instinto de los animales, según el cual éstos viven y organizan sin error la propia vida, los hombres han depositado soberbiamente sus esperanzas en la ciencia [...] Se comenzó así a fantasear. La futura torre de Babel se hace así el ideal y, por otra parte, el terror de toda la humanidad.40

Con Dostoievski estamos en la orilla opuesta a la de Nietzsche. Para éste, el judío Jesús es un rival a combatir porque sus ideas saben a debilidad, a inmadurez, a renuncia, a muerte, tal como es presentado en el discurso de Zaratustra: No conocía más que las lágrimas y la melancolía aquel judío, ¡junto con el odio de los buenos y de los justos! Tal vez habría aprendido a vivir y amar la vida —¡y también a reír! ¡Creedme, hermanos! Murió demasiado pronto. ¡Él mismo habría retirado su doctrina, cuando hubiese llegado a mi edad! ¡Era tan noble como para retractarse! Pero era un inmaduro.41

En cambio, la fe de Dostoievski es fiel al evangelio de Juan: «Cristo es el camino, la verdad y la vida».42 Desde esta convicción, el cristianismo no es algo meramente opcional sino que es la condición necesaria del ser y del existir, individual y social. Es su pensamiento recurrente, el fundamento e inspiración de su obra: «Si no fundamos nuestra autoridad en la fe y en Cristo, equivocaremos siempre el recto camino».43 Como observa A. Gide, entre Dostoievski y Nietzsche se da una total transmutación de los valores. «Donde Nietzsche presenta un apogeo, Dostoievski no prevé más que una fracaso».44 Según Nietzsche, la muerte de Dios constituye una desorienta40. F. Dostoievski, Diario de un escritor, o.c., p. 1.181. 41. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 86. 42. Jn 14, 6. 43. Dostoievski inédito, o.c., p. 424. 44. A. Gide, Dostoievskij, Milán, Bompiani, 1946, p. 161.

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ción existencial, un verdadero trauma, pero sólo en relación a un hombre que todavía no ha logrado asumir la irracionalidad y transformarse en superhombre. Sólo quien tiene el coraje de mirar de frente a la vida y de tomar acta de la caótica irracionalidad del mundo más allá de todas las ilusiones metafísicas ya está maduro, para saltar el abismo que separa al hombre del superhombre. Éste tiene tras sí, como condición necesaria de su mismo ser, la muerte de Dios y el vértigo provocado por ella. En cambio, en las obras de Dostoievski, los que rechazan a Cristo, los que afirman el «todo está permitido porque Dios no existe» son fracasados, infrahombres, seres del subsuelo, como Iván Karamazov. Después de haber rechazado a Dios y a Cristo, queda solo: con el desprecio al padre, el odio al hermano Dimitri, el rechazo al hermanastro. Pero, como él mismo reconoce, no se puede vivir de rebelión y de rechazos. De él se apodera de el espíritu de la nada y debe por tanto asumirlo como principio de la existencia. De hecho, en la narración de Dostoievski, se le presenta el diablo, esto es, su doble, la proyección de su miseria y de su vacío pavoroso y le presenta los secretos pensamientos con los que ha alimentado su espíritu, unos pensamientos muy semejantes a los que revela Zaratustra. Pero su verdadero mentor es el diablo: Puesto que Dios y la inmortalidad sin duda no existen, al hombre nuevo, aunque sólo sea a uno en todo el mundo, le es lícito hacerse hombre-dios, y en su nueva cualidad le es lícito naturalmente desembarazarse alegremente de todas las barreras morales del antiguo hombre-esclavo, si esto le fuera necesario. ¡Por encima de Dios no hay leyes! ¡Donde se pone Dios, allí está su puesto! Y donde yo me ponga aquello será inmediatamente el primer puesto... «Todo está permitido» y basta.45

Pero Iván, después de haberse reconocido en el diablo, cae en la locura. Para la fe de Dostoievski, quienes desafían a Dios no se constituyen en superhombres sino en seres del subsuelo. También Raskolnikov, protagonista de Crimen y castigo es un «hombre-dios» frustrado. Según las ideas de la época, había creído que los hombres se dividían en dos categorías: los constructores y dueños del porvenir, que se colocan por encima de toda ley, 45. Los hermanos Karamazov, o.c., pp. 899-900.

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«aquellos que habían tenido el don de pronunciar una palabra nueva» y aquellos que «existen sólo en cuanto materiales útiles para la procreación de seres semejantes a ellos». Para demostrarse a sí mismo que pertenece a la primera categoría, esto es, que todo le está permitido, mata a una vieja usurera. Pero el asesinato lo destroza. No hay un «hombre-dios», es sólo un pobre diablo, aislado de la comunidad humana y espiritualmente devastado. Sólo podrá entrever la regeneración al asumir el sufrimiento de la pena cuando escucha a Sonia el relato de la resurrección de Lázaro y la proclamación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».

La visión trágica y esperanzada de Dostoievski Se abren muchas preguntas sobre Dostoievski y su concepción del hombre en un marco que tiene su referencia tanto en el contexto religioso como en el político. 1. El marco base es el de la dimensión trágica de la libertad del hombre, que sólo tiene dos caminos: el de la libertad, marcado por el espíritu de Jesús, pero que conlleva necesariamente el sufrimiento de los inocentes, cuya respuesta es la víctima inocente del Cordero. La idea dostoievskiana de compartir la culpa es la garantía de la libertad, de que el amor triunfa siempre sobre la culpa y el delito. El otro camino es el del poder y el del pan cuyo precio es la servidumbre y la mentira, la sociedad administrada por el poder. El hormiguero y el permiso de pecar. Esta concepción trágica de la libertad será expresada por Dostoievski en la célebre frase: «Si Dios ha muerto, todo está permitido». En este punto básico podemos preguntarnos: esta dimensión trágica de la libertad, alimentada por la experiencia y la experiencia de sí mismo, ¿no tiene como trasfondo una concepción excesivamente negativa de lo que es el hombre en sí mismo? Su espada levantada contra la modernidad devastadora, el liberalismo, la democracia, el socialismo —el mundo pertenece al mal— parece reflejar algo más que un juicio sobre una circunstancia histórica. Esta concepción tan negativa de la naturaleza humana casa más con la experiencia trágica de san Agustín y de Lutero, o de Jansenio, que con la de santo Tomás o la del humanismo renacentista. 66

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2. En el contexto político, sobre todo en el clima del período existencial en torno a las dos guerras mundiales, se ha visto realizada la predicción del hormiguero tanto en el régimen nazi como en el régimen comunista, que tanto recordaba a los Demonios. Pero, también está claro que Dostoievski dedicó su vida a luchar por la libertad y no a luchar por el pan como intentó, por ejemplo, Tolstoi... ¿Es necesario negar la libertad para proporcionar la felicidad? El Gran Inquisidor, el antagonista de Cristo, propugna un poder totalitario —así es presentada la leyenda del Anticristo por V. Soloviev— dirigido a perseguir una finalidad eudemonista. La suya es una propuesta altamente sugestiva e inmensamente peligrosa como ha demostrado la historia inmediatamente posterior tanto en Occidente como en Rusia con líderes hambrientos de masas. También el Anticristo, como Iván, rechaza el concepto de «prójimo» para hablar a las masas, a millones de hombres, a la humanidad: en pocas palabras, sustituye lo concreto por lo abstracto, tratando después de convencernos de su concreción. Ésta es la perspectiva con que se leía a Dostoievski durante la experiencia de los totalitarismos tan extraordinariamente anticipados por él. Pero hoy, en otro contexto social y político, la pregunta que se nos plantea es más bien otra. ¿Se puede luchar también por el pan desde el mensaje de Cristo o esa lucha siempre ha de realizarse al margen de Cristo y de la libertad? Dostoievski está convencido por su experiencia vital que la conducta de los hombres está determinada por el egoísmo y los bajos instintos que, según él, sólo pueden y deben ser reprimidos por la fe religiosa. 3. Pero la pregunta que más impacta hoy de Dostoievski es la del silencio de Dios, pregunta muy vinculada a la de la verdad y la mentira. Es indudable la fascinación que Nietzsche siente por Jesús —hasta el punto de considerarse a sí mismo como el Ecce Homo— a la vez que su odio por el cristianismo. Lou Andreas Salomé, amiga e interlocutora de Nietzsche, obsesionada por la religión en su libro Jesús, el judío presenta el tema del silencio de Dios. Pero en un contexto muy diferente al que estamos acostumbrados: es el propio Jesús quien experimenta dramáticamente ese silencio. Lou, convencida de que la divinidad es creación del hombre como había mostrado con claridad Feuerbach, se preguntaba ¿cómo la divinidad creada por los hombres 67

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ha podido con su influjo someterlos a su servicio? ¿Y cómo siendo obra del hombre ha podido convertirse en el principio creador de toda su vida interior?46 Creía hallar la respuesta en la vida y la obra de los grandes hombres, de los genios de la religión que logran proyectar hacia el exterior su experiencia personal de Dios, más o menos del modo en que un poeta hace llegar plásticamente hasta nosotros sus más grandes sueños artísticos. El clásico ejemplo de este proceso era para ella Jesús, un joven judío educado en la tradición de una fe que no situaba la promesa de Dios en el más allá sino que partía de la ingenua y explícita premisa de que «toda promesa de Dios debía cumplirse en la tierra, en la vida real»; en ello veía Lou «la verdadera fuerza de una fe verdadera e infantil en la que no cabe duda y, por lo tanto, no teme que la vida acabe por desmentirla y que la bendición de Dios pueda faltar». La tragedia del Jesús histórico residía, según ella, precisamente en que él ofrecía su ardiente corazón a un Padre celestial que había prometido librar a sus hijos del dolor y de la desgracia en la tierra. Y entonces se pregunta: «¿Puede un padre abandonar a su hijo que lo predica?». Y esto fue lo que ocurrió cuando Jesús, en la hora de su mayor dolor, pidió ayuda al Padre: Si se piensa en cuál debía ser el estado de ánimo del verdadero Jesús hombre, del judío de su tiempo, no del pintado, ya sea el Jesús tolerante o el Cristo ortodoxo, si se piensa en lo que pasaba por su interior, la oración de Getsemaní adquiere un significado verdaderamente pavoroso. Y es que entonces, cuando iba a morir, no era sino el primero de los mártires judíos que morirían con una duda espantosa y los ojos suplicantes y fijos en un cielo implacable... Aun en el último momento, cuando ya estaba clavado en la cruz, es posible que disculpara a su Dios, pues el milagro aún era posible y «tenía» que ocurrir: un justo no podía morir de forma tan miserable, vencido por sus enemigos; y, de acuerdo con los conceptos judíos, no podía sufrir la más infame de las muertes, la muerte de la cruz. Aunque no fuera el Mesías, aunque no fuera más que uno de los justos judíos, la firme y sagrada promesa de Dios debía salvarle.47 46. Lou Andreas Salomé, Jesus der Jude, Neue Deutsche Rundschau, vol. 7, 1896, p. 343. 47. Íd., p. 349.

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Y sin embargo, ocurrió. De ahí el angustiado grito de Cristo: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». El silencio de Dios adquiere una connotación completamente diversa en Lou Andreas Salomé y Nietzsche por un lado y en Dostoievski y Soloviev por el otro. Para los primeros, desde la perspectiva de su existencia, representa la mentira de Dios y el engaño del inocente Jesús de Nazaret. Para los segundos, en cambio, desde la perspectiva del sufrimiento de los inocentes, es su silencio ante la libertad de los hombres a la vez que la manifestación de la bondad de Dios. La clave del drama humano radica precisamente en el sufrimiento de los inocentes en la historia de la humanidad. Ello es lo que empuja a los hombres a renunciar a la redención de Cristo como una broma sarcástica o al menos como algo inútil porque no suprime el sufrimiento. Por eso es necesario corregir la obra de Cristo. Según Dostoievski, esta corrección, que tiene su clave en el poder, la seducción y la autoridad, en una palabra, el pan, se da en dos direcciones: la transformación de las Iglesias en Estado con sus ansias de poder y autoridad, y la construcción del hormiguero en la sociedad civil. Para Dostoievski, la humanidad y las Iglesias han dado la espalda a la libertad y al amor, de donde deriva un mundo monstruoso. La opción por Cristo significa para Dostoievski la opción por la libertad y el amor gratuitos que siempre conllevan, necesariamente, el sufrimiento de los inocentes. La respuesta ante la barbarie de la sociedad administrada, sea la de la sociedad civil, sea la de las Iglesias, no puede ser otra que la piedad, el silencio de Jesús. Tras estas consideraciones se oculta una profunda clave teológica, muy personal, que le otorga su mirada creyente y que configura su universo humano-religioso: la culpa compartida. Éste es un aspecto más de esa teología que Dostoievski que descubre en sus lecturas de los Santos Padres y que confirman su propia visión: la recapitulación y la transfiguración del cosmos en Cristo, ideas que Dostoievski también refleja en Los hermanos Karamazov.48 El starets Zósima en su lecho de muerte, haciendo recapitulación de su vida, habla de una clara noche de julio, transcurrida en la orilla de un gran río en compañía de un joven. Los dos hablan sobre la belleza, la inocencia y la bondad 48. Cfr. P. Evdokimov, o.c., p. 225

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de lo creado. Concluyen que no podría ser de otro modo porque Cristo está presente en todo, también en los animales. —¿Pero es posible —me pregunta el joven— que Cristo esté también en ellos? —¿Y cómo podría ser de otro modo? —le respondí—. El Verbo es para todos; toda creatura, todo ser, toda hojita tiende hacia el Verbo, canta himnos a Dios y llora sus lágrimas al Cristo, y lo hace sin saberlo, con el misterio de su existencia inocente.

Esta idea que recoge la teología de san Pablo que ve en el Verbo encarnado la causa ejemplar y final del universo le da pie para considerar que en Cristo «todo se comunica»,49 lo que le lleva a concluir en la solidaridad humana en el bien y en el mal: «Cada uno es realmente culpable por todos y frente a todos» por lo que es necesario «hacerse responsable de todos los pecados humanos», escribe en Los hermanos Karamazov.50 Pero en Cristo, confiesa Dostoievski, no sólo se recapitula, se comunica todo, sino que se transfigura. Cuando Alioscha retorna al convento los monjes velan el cadáver del starets Zósima. Él, agotado tras una jornada llena de emociones y fatigas, se duerme mientras el padre Páisij lee en voz alta el relato evangélico de las Bodas de Caná. Durante el sueño se le aparece el starets lleno de gozo y le invita también a él a las bodas: —Alegrémonos, bebamos el vino nuevo, el vino de la nueva y gran alegría [...] He aquí a nuestro Señor. ¿Lo ves? —Tengo miedo... No puedo mirar... —murmuró Alioscha. —No tengas miedo de Él. Es terrible a nuestros ojos por su majestad, nos amedrenta por su grandeza, pero es infinitamente misericordioso; por amor se ha hecho semejante a nosotros y goza con nosotros, cambia el agua en vino para que la alegría de los invitados no venga interrumpida y espera nuevos invitados, que llama continuamente de Nuevo, y ¡así será por todos los siglos!51

Esa visión transforma al joven Alioscha en «un hombre dispuesto a luchar, que se ha hecho más fuerte para siempre». To49. Cfr. San Pablo, Carta a los Colosenses, 1, pp. 15-17. 50. I. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, o.c., p. 427. 51. Íd., p. 512.

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dos estamos llamados al banquete en el que se celebran las bodas del cielo y de la tierra. El cambio del agua en vino simboliza para Dostoievski la divinización del ser y la nueva dimensión de la historia. En la dramática visión de Dostoievski se comparte el dolor y la culpa. Todo hombre es culpable de todo y por todos. En su visión teológica, es necesario hacerse responsable de todos los pecados humanos. Desde esta perspectiva el dolor es aceptado y amado; y ya no se ve mi pecado o tu pecado, mi dolor y tu dolor, sino el pecado y el dolor de todos, porque todos estamos ligados por una misteriosa ley de corresponsabilidad y corredención. El cordero inocente ha asumido los pecados de todos. Por eso mismo, también la iluminación y el amor de Cristo abraza a toda la tierra, a todos los hombres. Dentro de esta perspectiva cristológica de su fe, la convicción de Dostoievski es que el perdón de Dios no es expresión de su omnipotencia, sino del poder del inocente que toma el puesto del culpable. Él no ama para salvar, sino que salva porque ama. Es en las víctimas inocentes donde radica la esperanza para todos los hombres, por malvados que puedan llegar a ser. Ellas nos muestran que la última palabra en la historia humana y en el corazón de cada uno no es el mal o la violencia, sino el amor.

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BREVE RELATO DEL ANTICRISTO Vladimir S. Soloviev

El Señor Z. (lee): Había en aquel tiempo entre los creyentes espiritualistas un hombre notable —muchos lo llamaban superhombre—, el cual estaba lejos de la infancia de la mente y de la infancia del corazón. Aún era joven, pero gracias a su extraordinario ingenio a los 33 años gozaba de fama de gran pensador, de escritor y de reformador social. Consciente de poseer en sí mismo una gran fuerza espiritual, siempre había sido un convencido espiritualista y su despierta inteligencia siempre le había indicado la verdad de aquello en que se debe creer: el bien. Dios, el Mesías. Creía en ello, pero no amaba más que a sí mismo. Creía en Dios, pero en el fondo de su alma, involuntariamente y sin darse cuenta, se prefería a sí mismo antes que a Él. Creía en el Bien, pero el Ojo de la Eternidad, que todo lo ve, sabía que este hombre se habría inclinado ante la potencia del mal apenas esta llegase a corromperlo, pero no mediante el engaño de los sentimientos o las bajas pasiones, ni siquiera con la suprema tentación del poder, sino solicitando su desmesurado amor propio. Por lo demás, este amor propio no era ni un instinto inconsciente ni una pretensión loca. Además de su talento excepcional, su belleza y su nobleza, también las altísimas demostraciones de moderación, de desinterés y de activa beneficencia parecían justificar con suficiencia el ilimitado amor propio que nutría de por sí al gran espiritualista, al asceta, al filántropo. Si bien se echaba en cara estar tan abundantemente dotado de los dones divinos, descubría los signos particulares de una excepcional benevolencia de lo alto hacia él y se consideraba como segundo, después de Dios, el hijo de Dios, único en su género. 73

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En una palabra, reconocía en sí mismo aquellas que eran las características de Cristo. Pero en la práctica, la conciencia de su alta dignidad no tomaba en él el aspecto de una obligación moral hacia Dios y el mundo, sino más bien el aspecto de un derecho y una superioridad en relación con los otros y sobre todo en relación con Cristo. Pero no tenía por Cristo una hostilidad de principio. Conocía la importancia y la dignidad del Mesías; pero con toda sinceridad veía en él sólo a su augusto precursor. Para aquella mente cegada por el amor propio eran inconcebibles la acción moral de Cristo y su absoluta unicidad. Razonaba así: Cristo ha venido antes que yo; yo me manifiesto en segundo lugar, pero lo que viene después en el orden del tiempo es primero en naturaleza. Yo llego el último, al final de la historia, precisamente poque soy el salvador perfecto, definitivo. Aquel Cristo es mi precursor. Su misión era la de preceder y preparar mi aparición.

Y en base a esta idea, el gran hombre del siglo XXI se aplicaba a sí todo aquello que se dice en el Evangelio acerca de la segunda venida, explicando esta venida no como la vuelta de Cristo mismo, sino como la sustitución del Cristo precursor por el Cristo definitivo, esto es, por él mismo. En este estadio «el hombre del futuro» se presenta nuevamente de modo bien definido y original. Consideraba su relación con Cristo al igual que la de Mahoma, un hombre recto al que no se puede acusar de ninguna mala intención. La preferencia llena de amor propio, que hace de sí mismo en relación con Cristo, vendrá justificada por este hombre con un razonamiento de este género: Cristo ha sido el reformador de la humanidad, predicando y manifestando el bien moral en su vida, yo en cambio estoy llamado a ser el benefactor de esta humanidad, en parte enmendada y en parte incorregible. Daré a todos los hombres todo aquello que les es necesario. Cristo, como moralista, dividió a los hombres según el bien y el mal, mientras que yo los uniré con los beneficios que son igualmente necesarios a los buenos y a los malos. Seré el verdadero representante de aquel Dios que hace salir el sol tanto para los buenos como para los malos y distribuye la lluvia sobre justos y pecadores. Cristo trajo la espada, yo traeré la paz. Él amenazó a la tierra con el terrible juicio final.

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Pero el juicio final seré yo y mi juicio no será sólo un juicio de justicia sino también un juicio de clemencia. Habrá también justicia, pero no una justicia compensatoria sino una justicia distributiva. Haré una distinción entre todos y a cada uno le daré aquello que le es necesario.

Y con esta magnífica disposición espera una clara llamada de Dios para realizar la nueva salvación de la humanidad, un testimonio manifiesto y sorprendente que lo declare hijo mayor, el primogénito preferido por Dios. Espera y alimenta su amor propio con la conciencia de sus propias virtudes y dotes sobrehumanos; en efecto, él es, como se dice, un hombre de moralidad intachable y de ingenio extraordinario. Este justo, lleno de orgullo, espera la suprema señal para comenzar la propia misión que llevará la salvación a la humanidad, pero está cansado de esperar. Ya ha cumplido treinta años y pasan otros tres. Se le enciende en la mente un pensamiento y una intensa emoción le penetra hasta el tuétano de los huesos: ¿Y si... ? ¿Y si no fuese yo, sino aquel otro... el Galileo...? ¿Si él no fuese mi precursor, sino el verdadero, primero y último? Pero en ese caso debería estar vivo... ¿Dónde estará entonces?... Si una vez viniese a mi encuentro ¿qué le diría? Debería inclinarme ante Él como el último cristiano atontado y balbucear estúpidamente como cualquier aldeano ruso: «Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador», o bien postrarme en tierra como una mujeruca polaca? Yo, que soy un genio luminoso, el superhombre. No, ¡jamás!

Y en ese momento, en lugar del antiguo razonable y frío respeto por Dios y por Cristo, germina y crece en su corazón primero una especie de temor y después una ardiente envidia que oprime y contrae todo su ser; finalmente el odio furioso se apodera de su alma. ¡Soy yo, yo, no Él! Él no está entre los vivientes, no lo estará nunca. ¡No resucitó, no resucitó, no resucitó! Estás muerto, estás muerto en el sepulcro, como la última...

Con espuma en la boca, dando saltos convulsos, se lanza fuera de su casa y de su jardín y huye en la noche profunda y oscura por un sendero rocoso... Se aplaca su furor y le sucede una des75

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esperación árida y pesada como aquellas rocas, oscura como la noche. Se detiene al borde de un precipicio que cae a plomo y oye a lo lejos el confuso fragor de un torrente que corre abajo entre las rocas. Una angustia intolerable le oprime el corazón. De pronto algo se agita dentro de él. «¿Le llamaré para preguntarle qué debo hacer?». Y en la oscuridad se le aparece un rostro dulce y triste. «Él tiene compasión de mí... ¡No, jamás! ¡No resucitó, no resucitó!». Y se arrojó al abismo. Pero algo elástico, como una columna de agua, lo mantiene suspendido en el aire, se siente conmocionado como por una sacudida eléctrica y una fuerza misteriosa lo echa hacia atrás. Por un instante pierde la conciencia y se despierta, arrodillado a unos pasos del precipicio. Ante él se recortaba una figura envuelta en un nebuloso nimbo fosforescente y dos ojos le atravesaban el alma con un sutil e insoportable resplandor... Ve aquellos dos ojos penetrantes. Y sin darse cuenta de si proviene de su interior o del exterior oyó una extraña voz sorda, perfectamente contenida y al mismo tiempo nítida, metálica y carente de emoción, como la de un fonógrafo. Y esta voz le dice: Mi amado hijo, en ti he puesto todo mi afecto... ¿por qué no has recurrido a mí?, ¿por qué has honrado al otro, al malo y al padre suyo? Yo soy Dios y padre tuyo. Pero aquel mendigo, el crucificado, es extraño a mí y a ti. No tengo otros hijos fuera de ti. Tú eres el único, el único engendrado, igual a mí. Yo te amo y no exijo nada de ti. Eres bello, grande, poderoso. Haz tu obra en tu nombre y no en el mío. No tengo envidia de ti. Te amo y no requiero nada por parte tuya. El otro, al que tú considerabas como Dios, pretendió de su hijo obediencia y una obediencia ilimitada, hasta la muerte de cruz y en la cruz él no lo socorrió. Yo no exijo nada de ti, pero de todos modos te ayudaré. Por amor a ti, por tu mérito, por tu excelencia y por mi amor puro y desinteresado hacia ti, te ayudaré. Recibe mi espíritu. Como antes mi espíritu te engendró en la belleza, así ahora te engendra en la fuerza.

Ante estas palabras del desconocido, los labios del superhombre se cerraron involuntariamente, dos penetrantes ojos se aproximaron muy cerca de su rostro y tuvo la sensación como si un chorro punzante y helado penetrase en él y llenase todo su ser. Y al mismo tiempo se sintió invadido de una fuerza inaudita, de un vigor, de una agilidad y de un entusiasmo nunca experimen76

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tados. En aquel mismo instante desaparecieron de repente el fantasma luminoso y los dos ojos y algo levantó al superhombre sobre la tierra y de un golpe lo puso en su jardín. Al día siguiente, no sólo los visitantes del gran hombre, sino incluso los sirvientes se asombraron de su aspecto particular, casi inspirado. Pero habrían quedado mucho más asombrados si hubieran podido ver con qué rapidez y facilidad sobrenaturales escribía en su estudio su célebre obra La vía abierta hacia la paz y la prosperidad universal. Los anteriores libros y la acción social del superhombre habían tenido severos críticos, aunque ellos hubieran sido en su mayor parte sobre todo religiosos y por ello carentes de cualquier autoridad; en efecto, hablo del tiempo del Anticristo. Así pues, habían sido pocos los que habían podido escuchar a estos críticos cuando indicaban en todos los escritos y en todos los discursos «del hombre del futuro» los signos de un amor propio absolutamente intenso y excepcional y expresaban dudas ante la ausencia de una verdadera sencillez, de rectitud y de bondad de corazón. Pero con esta nueva obra consiguió atraer incluso a algunos que antes habían sido sus críticos y adversarios. Este libro, escrito tras la aventura del abismo, manifiesta en él la potencia de un genio sin precedentes. Es algo que lo abarca todo y pone de acuerdo todas las contradicciones. En él se unen el noble respeto por las tradiciones y los símbolos antiguos con un vasto y audaz radicalismo de exigencias y directivas sociales y políticas, una ilimitada libertad de pensamiento con la más profunda comprensión de todo aquello que es místico, el absoluto individualismo con una ardiente dedicación al bien común, el más elevado idealismo en términos de principios directivos con la precisión completa y la vitalidad de las soluciones prácticas. Todo esto resultaba así unido y trabado en conjunto con tal genialidad artística que todo pensador y todo hombre de acción podía fácilmente captar y aceptar el conjunto sólo bajo el ángulo particular de su propio y personal punto de vista. Y esto sin sacrificar nada de la verdad en sí misma, sin elevarse efectivamente gracias a ella por encima del propio yo, sin renunciar de hecho absolutamente a su exclusivismo, sin nada que corregir acerca de los errores de opinión o de tendencia, sin colmar para nada las posibles lagunas. Este libro maravilloso es inmediatamente traducido a las lenguas de todas las naciones avanzadas e incluso a algunas de las atrasadas. Du77

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rante todo un año, en todas las partes del mundo, millares de periódicos se publican repletos de la publicidad de los editores y del entusiasmo de los críticos. Ediciones económicas, con el retrato del autor, se difunden por millones de ejemplares y todo el mundo civil (en aquella época, casi todo el globo terrestre) se llena de la gloria del ¡hombre incomparable, grande, único! Nadie osa rebatir este libro que le parece a cada uno como la revelación de la verdad integral. Todo el pasado es tratado en él con una perfecta justicia, todo el presente apreciado con absoluta imparcialidad bajo todos los aspectos y el futuro mejor es anticipado de modo tan evidente y palpable que cada uno dice: «He aquí algo que necesitamos; he aquí un ideal que no es una utopía; he aquí un proyecto que no es una quimera». Y el prodigioso escritor no sólo convence a todos, sino que cada uno lo encuentra agradable y de ese modo se cumple la palabra de Cristo. «He venido en el nombre de mi Padre y no me acogisteis, otro vendrá en su propio nombre y lo acogeréis». En efecto, para ser acogido es necesario ser agradable. Verdaderamente algunas personas piadosas, aunque alaban con calor el libro, se preguntan por qué nunca, ni siquiera una vez, nombra a Cristo, pero otros cristianos les rebaten: ¡Alabado sea Dios! En los siglos pasados todas las cosas sagradas han sido guardadas por toda suerte de celadores sin vocación y ahora un escritor profundamente religioso debe ser muy circunspecto. Está visto que el contenido del libro está lleno del verdadero espíritu cristiano, del amor activo y de la benevolencia universal. ¿Qué queréis todavía?

Esta respuesta hace que retorne el acuerdo entre todos. Poco después de la publicación de La vía abierta, que hace a su autor el hombre más popular que jamás hubiera aparecido en el mundo, debía celebrarse en Berlín la Asamblea Internacional Constituyente de la Unión de los Estados Unidos de Europa. Esta Unión, instituida después de toda una serie de guerras internas y externas, vinculadas con la liberación del yugo de los Mongoles y que había cambiado de modo considerable el mapa de Europa, esta unión estaba expuesta al peligro de un choque, ahora ya no entre las naciones sino entre los partidos políticos y sociales. Los regentes de la política general europea, pertenecientes a la potente confraternidad de los francmasones, se daban cuenta de la ca78

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rencia de una autoridad general ejecutiva. Lograda al precio de tanto esfuerzo, la Unión europea estaba a punto de disgregarse a cada momento. En el Consejo de la Unión o tribunal universal (Comité Permanente Universal) no se había logrado la unanimidad porque los verdaderos masones, votados al efecto, no habían conseguido apoderarse de todos los escaños. Los miembros independientes del Comité estrechaban entre sí acuerdos aparte y este hecho dejaba entrever la amenaza de una nueva guerra. Entonces los «adeptos» decidieron depositar el poder en manos de una única persona, dotada de los plenos poderes necesarios. El candidato principal era un miembro secreto de la Orden, «el hombre del futuro». Era la única personalidad que gozaba de renombre universal. Era científico de profesión, de la rama de la balística, y de posición social un rico capitalista; por ello había podido estrechar por doquier amistosas relaciones con hombres pertenecientes a las finanzas y al ejército. En otros tiempos menos civilizados, se habría interpuesto contra él la circunstancia de que su origen estaba cubierto por una densa nube de dudas. Su madre, mujer de fáciles costumbres, era ampliamente conocida en cada uno de los dos hemisferios, y demasiados hombres de distintas condiciones tenían igual motivo para considerarlo hijo suyo. Pero estas circunstancias ciertamente no podían tener ninguna importancia en un siglo tan avanzado que le había tocado la suerte de ser el último. El hombre del futuro fue elegido presidente vitalicio de los Estados Unidos de Europa con la práctica unanimidad de los sufragios y, cuando aparece en la tribuna en todo el esplendor de su sobrehumana belleza juvenil y de su fuerza, y expone con inspirada elocuencia su programa universal, la asamblea seducida y fascinada, en un arranque de entusiasmo decidió conferirle sin votación el honor supremo: el título de emperador romano. El congreso de clausura entre la alegría general y el gran elegido pronunció una proclama que comenzaba así: «¡Pueblos de la tierra! ¡Os doy mi paz!», y terminó con estas palabras: ¡Pueblos de la tierra! ¡Se han cumplido las promesas! ¡La eterna paz universal esta asegurada! Todo intento de turbarla encontrará inmeditamente una insuperable resitencia. Puesto que de ahora en adelante existe sobre la tierra una potencia central más fuerte que todas las demás potencias, tanto separadamente como juntas. Esta potencia a la que nada puede vencer y que prevalece sobre todas me pertenece a mí el plenipotenciario, el elegido de

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Europa, el emperador de todas sus fuerzas. El derecho internacional posee por fin aquella sanción que hasta ahora le faltaba. Y de ahora en adelante ninguna potencia osará decir: guerra, cuando yo digo: paz. ¡Pueblos de la tierra! ¡La paz esté con vosotros!».

Este manifiesto produjo el efecto deseado. Por todas partes fuera de Europa, especialmente en América, surgieron fuertes partidos defensores del imperio que obligaron a sus gobiernos a unirse, bajo distintas condiciones, con los Estados Unidos de Europa, bajo la autoridad suprema del emperador romano. Aquí y allá, en Asia y en África, quedaban aún tribus y soberanos independientes. El emperador con un ejército poco numeroso, pero selecto, formado por tropas rusas, alemanas, polacas, húngaras y turcas, lleva a cabo un paseo militar desde Asia oriental hasta Marruecos y sin gran derramamiento de sangre somete a todos los recalcitrantes. En todas las regiones de estas dos partes del mundo, nombra gobernadores tomados entre los magnates indígenas educados a la europea y afectos a él. En todos los países paganos, la población, encantada y fascinada, hace de él una divinidad superior. En un año funda la monarquía universal en el propio y verdadero sentido de la palabra. Los gérmenes de la guerra vienen extirpados hasta la raíz. La Liga Universal de la Paz se reúne por última vez, pronuncia un entusiasta panegírico por el gran fundador de la paz y después se disuelve, no teniendo ya razón de existir. En el segundo año del reinado, el emperador romano y universal emite una nueva proclama: ¡Pueblos de la tierra! Os he prometido la paz y os la he dado. Pero la paz sólo es bella con la prosperidad. Aquel que en la paz está amenazado por los males de la miseria no tiene más que una paz sin alegría. Venid pues ahora a mí todos los que tenéis hambre y frío, que yo os saciaré y os daré calor.

Y después anuncia la simple y completa reforma social que ya había trazado en su libro y había entonces fascinado a todos los espíritus nobles y sensatos. Ahora, gracias a la concentración en sus manos de todas las finanzas del mundo y de colosales fondos en propiedad, pudo realizar esta reforma, saliendo al encuentro de los deseos de los pobres sin descontentar de modo sensible a los ricos. Cada uno comenzó a recibir según sus capacidades. 80

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El nuevo señor de la tierra era ante todo un filántropo, lleno de compasión y no sólo amigo de los hombres sino también amigo de los animales. Personalmente era vegetariano, prohibió la vivisección y sometió a los mataderos a una severa vigilancia; las sociedades protectoras de animales fueron promocionadas por él de todos los modos posibles. La más importante de estas obras suyas fue la sólida instauración en toda la humanidad de la igualdad que resulta ser la más esencial: la igualdad de la «saciedad» general. Este evento se realizó en el segundo año de su reinado. La cuestión social, económica, fue definitivamente resuelta. Pero si la saciedad constituye el primer interés de quien tiene hambre, en aquellos que están saciados surge el deseo de algo distinto. Incluso los animales, cuando están saciados, quieren a menudo dormir, pero también divertirse. Tanto más la humanidad que siempre post panem ha reclamado el circenses. El emperador-superhombre comprende muy bien qué les ocurre a las multitudes a él sometidas. En aquel tiempo llega a él en Roma desde el Extremo Oriente un gran realizador de milagros, rodeado de una densa nube de extrañas aventuras y de extraordinarias narraciones fantásticas. Este «facedor» de milagros se llamaba Apolonio; era sin duda un hombre genial, mitad asiático, mitad europeo, obispo católico in partibus infidelium, reunía en sí de modo maravilloso la posesión de los descubrimientos científicos más recientes y de las aplicaciones técnicas de la ciencia occidental, con el conocimiento y la capacidad de servirse de todo aquello que está verdaderamente fundado y es importante en el misticismo del Oriente. ¡Serán maravillosos los resultados de tal combinación! Apolonio consigue entre otras cosas el arte medio científico y medio mágico de capturar y guiar a propia voluntad la electricidad de la atmósfera, y entre el pueblo se dice que hace descender fuego del cielo. Además, aun impresionando la imaginación de las masas con atrayentes prodigios inauditos, no ha llegado aún a abusar de su propio poder para fines particulares. Así y todo, he aquí que este hombre viene al encuentro del gran emperador, le saluda llamándolo verdadero Hijo de Dios; y le declara que ha encontrado en los libros secretos del Oriente predicciones que le designan directamente a él, el emperador, como último salvador que juzgará al universo, propone poner a su servicio su propia persona y todo su arte. Fascinado, el emperador lo acoge como 81

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un don del cielo y, después de haberlo honrado con fastuosos títulos, no se separa ya de él. Y así, los pueblos de la tierra, colmados de beneficios por su Señor, obtienen, además de la paz universal y la general saciedad, también la posibilidad de deleitarse constantemente con los prodigios y las apariciones más sorprendentes. Entretanto termina el tercer año del reinado del superhombre. Después de la feliz solución del problema político y social sale a escena la cuestión religiosa. Fue el mismo emperador quien la planteó, afrontándola sobre todo en sus relaciones con el cristianismo. Ésta era la situación del cristianismo en aquel tiempo. A pesar de una fortísima reducción del número de sus fieles —en todo el globo terrestre no quedaban más de cuarenta y cinco millones de cristianos—, éste se había elevado y se había hecho más sólido moralmente, ganando en calidad lo que había perdido en número. No se contaban ya entre los cristianos a aquellos individuos que no tuvieran por el cristianismo algún interés espiritual. Las distintas confesiones religiosas habían sufrido una disminución muy similar en el número de sus fieles, de modo que se mantenía aproximadamente entre ellas la misma proporción numérica que anteriormente; por lo que concierne a sus sentimientos recíprocos, si bien la enemistad no había sido sustituida por una acercamiento completo, se había dulcificado notablemente y las oposiciones habían perdido su primitiva aspereza. El papado hacía bastante tiempo que había sido expulsado de Roma y después de largas peregrinaciones había encontrado asilo en San Petersburgo, con la condición de no hacer propaganda en la ciudad y dentro del país. El papado se había simplificado notablemente en Rusia. Sin modificar en sustancia el riguroso ordenamiento de sus colegios y de sus oficios, tuvo que hacerse más espiritual el carácter de su actividad y, del mismo modo, reducirse al mínimo la fastuosidad de su ritual y de sus ceremonias. Muchas costumbres extrañas y atractivas, si bien no habían sido abolidas formalmente, quedaron en desuso de por sí. En todos los demás países, especialmente en América del Norte, la jerarquía católica poseía aún muchos representantes de voluntad decidida, de infatigable energía y con una posición independiente: éstos con mayor fuerza que anteriormente custodiaban la unidad de la Iglesia Católica y conservaban su carác82

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ter internacional cosmopolita. Por lo que concierne al protestantismo, a la cabeza del cual seguía manteniéndose Alemania, especialmente después de que una parte considerable de la Iglesia Anglicana se hubiera unido a la Iglesia Católica, éste se había desembarazado de sus tendencias negadoras extremas, cuyos sostenedores se habían pasado abiertamente al indiferentismo religioso y a la incredulidad. En la Iglesia Evangélica habían quedado sólo los creyentes sinceros, a la cabeza de los cuales estaban hombres que reunían en sí una vasta doctrina junto con una profunda religiosidad y que cada vez más reforzaban en sí la aspiración a reproducir en ellos mismos la verdadera imagen del cristianismo primitivo. La ortodoxia rusa, después de que los aontecimientos políticos hubieran cambiado la posición oficial de la Iglesia, había perdido muchos millones de sedicentes fieles, adeptos sólo de nombre; en compensación, tenía la alegría de estar unida a la mejor parte de los viejos creyentes y finalmente a los seguidores de muchas sectas animadas por un espíritu religioso positivo. Esta Iglesia renovada, sin aumentar de número, se dedicó a desarrollar sus fuerzas espirituales, que manifestaba de modo particular en su lucha interna contra las sectas extremistas que se habían multiplicado entre el pueblo y en la sociedad y no carecían de elementos demoníacos y satánicos. Durante los dos primeros años del nuevo régimen, todos los cristianos, todavía temerosos y cansados por la serie de guerras y revoluciones precedentes, demostraban, respecto al nuevo soberano y sus pacíficas reformas, en parte una benévola expectativa, en parte una decidida simpatía y finalmente un ardiente entusiasmo. Pero al tercer año, con la aparición del gran mago, muchos, ortodoxos, católicos y evangélicos, comenzaron a probar serias aprensiones y antipatías. Se ponen a leer con mayor atención y a comentar con más viveza los textos evangélicos y apostólicos que hablaban del príncipe de este mundo y del Anticristo. El emperador, presintiendo por ciertos indicios que se estaba condensando una tempestad, decidió poner las cosas en claro lo más pronto posible. Al principio del cuarto año del reinado publicó un manifiesto dirigido a todos los fieles cristianos de toda confesión invitándoles a elegir o nombrar representantes dotados de plenos poderes de cara a un concilio ecuménico que tendría lugar bajo su presidencia. La residencia imperial en ese tiem83

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po había sido transferida de Roma a Jerusalén. Palestina era entonces una provincia autónoma, habitada y gobernada prevalentemente por judíos. Jerusalén era una ciudad libre convertida en adelante en ciudad imperial. Los lugares sagrados cristianos habían quedado intactos; pero sobre la amplia plataforma de Haram-es-Scerif, partiendo de Birket-Israin y del actual centro militar por un lado, hasta la mezquita de El-Aksa y a las «caballerizas de Salomón» por el otro, se levantaba un enorme edificio que comprendía además de dos pequeñas mezquitas antiguas, un espacioso «templo» imperial, destinado a la unión de todos los cultos, dos fastuosos palacios imperiales con bibliotecas, museos y locales particulares para experimentos y ejercicios de magia. En este edificio, medio templo y medio palacio, debía abrirse con fecha del 14 de septiembre, el concilio ecuménico. Puesto que la confesión evangélica no tiene clero en el verdadero sentido de la palabra, los prelados católicos y ortodoxos, conforme al deseo del emperador, para dar una cierta homogeneidad a la representación de todas las confesiones de la cristiandad, decidieron permitir que participara en el concilio un cierto número de laicos, conocidos por su piedad y dedicación a los intereses de la Iglesia; y una vez admitidos los laicos no se podía excluir al bajo clero, secular y regular. De ese modo, el numero total de los miembros de Concilio superó los tres mil, pero cerca de medio millón de peregrinos cristianos invadieron Jerusalén y toda Palestina. Entre los miembros del concilio tres estaban colocados con particular evidencia. En primer lugar, el papa Pedro II que estaba por derecho propio a la cabeza de la sección católica del Concilio. Su predecesor había muerto mientras realizaba el viaje para dirigirse al concilio y el cónclave, reunido en Damasco, había elegido por unanimidad al cardenal Simone Barionini, que había asumido el nombre de Pedro II. Provenía de una familia pobre de la provincia de Nápoles y se había hecho famoso como predicador de la orden de los Carmelitas y además por haber hecho grandes servicios en la lucha contra la secta satánica que se había afirmado en San Petersburgo y en sus alrededores pervirtiendo no sólo a los ortodoxos sino también a los católicos. Nombrado arzobispo de Moghilev y hecho cardenal a continuación, estaba ya anticipadamente designado para la tiara. Era un hombre de cin84

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cuenta años, de estatura media, de constitución robusta, la tez de rojo vivo, nariz aguileña y espesas cejas. Era ardiente e impetuoso, hablaba con fogosidad, con amplios gestos y arrastraba más que persuadía a sus oyentes. Respecto al Señor del mundo, el nuevo papa mostraba desconfianza, especialmente después del hecho de que el difunto Pontífice, mientras se dirigía al Concilio había cedido a la insistencia del emperador y había nombrado cardenal al exótico obispo Apolonio, ya canciller imperial y gran mago universal, al que Pedro consideraba dudoso católico, pero auténtico impostor. Jefe efectivo de los ortodoxos, aunque de manera no oficial era el starets Juan bastante conocido entre el pueblo ruso. Aunque figurase como obispo «jubilado» no vivía en ningún monasterio y siempre estaba de gira por todas partes. Sobre él corrían varias leyendas. Algunos aseguraban que era Fjodor Kuzmic resucitado, es decir, el emperador Alejandro muerto casi tres siglos antes. Otros iban más lejos y afirmaban que era el verdadero starets Juan, esto es, el apóstol Juan el Teólogo que nunca había muerto y se había manifestado abiertamente en los últimos tiempos. Por su parte, él no decía nada sobre su origen y sobre su juventud. Era ahora un viejo de muchos años pero robusto, de rizados cabellos blancos y con barba que tiraba a un color entre amarillento y finalmente verde; era de alta estatura y cuerpo magro, pero tenía mejillas llenas y ligeramente rosadas, ojos vivos y brillantes y una expresión dulcemente afable en la cara y en el modo de hablar; siempre llevaba una túnica blanca y un abrigo de inmaculada blancura. A la cabeza de la delegación evangélica del concilio estaba el eruditísimo teólogo alemán, el profesor Ernst Pauli. Era un viejecito de baja estatura, reseco, con frente espaciosa y nariz afilada, mentón rasurado y liso. Sus ojos brillaban con una particular orgullosa dignidad. A cada momento se frotaba las manos, agitaba la cabeza, fruncía el ceño de modo terrible y empujaba hacia delante los labios; mientras tanto con ojos radiantes pronunciaba con voz oscurecida por sus interrupciones: «So! Nun! Ja! So also!». Llevaba ropa de ceremonia: corbata blanca y larga levita de pastor con algunas condecoraciones. La apertura del concilio fue imponente. En las dos terceras partes del inmenso templo consagrado «a la unión de todos los cultos» estaban dispuestos bancos y otros asientos para los miembros del concilio, el otro tercio estaba ocupado por una alto pal85

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co donde, además del trono del emperador y otro un poco más abajo destinado al gran mago —pues era en efecto cardenal canciller imperial— se encontraban más atrás filas de sillones reservados a los ministros, a los dignatarios de la corte y a los secretarios de Estado. A los lados había todavía más largas filas de sillones cuyo destino no se conocía aún. En las tribunas se encontraban orquestas de músicos y en la plaza vecina estaban en formación dos regimientos de la guardia y una batería para las salvas de honor. Los miembros del concilio ya habían celebrado sus servicios divinos en las distintas iglesias por cuanto la apertura del concilio debía tener un carácter completamente laico. Cuando el emperador hizo su entrada junto al gran mago y con su séquito, y la orquesta tocó «la marcha de la humanidad unida» que servía de himno imperial e internacional, todos los miembros del concilio se pusieron en pie y agitando sus cabellos gritaron tres veces con gran voz: «Vivat! Urrah! Hoch!». El emperador, de pie junto al trono, tendió el brazo con majestuosa afabilidad y dijo con voz sonora y agradable: ¡Cristianos de todas las confesiones! ¡Mis amados súbditos y hermanos! Desde los inicios de mi reinado, que el Altísimo ha bendecido con obras extraordinarias y gloriosas, ni una sola vez he tenido motivo alguno de estar descontento de vosotros; siempre habéis hecho vuestro deber según vuestra fe y vuestra conciencia. Pero esto no es suficiente para mí. El sincero amor que yo muestro por vosotros, amadísimos hermanos, anhela ser correspondido. Quiero, no por un sentido del deber sino por un sentimiento de amor que proceda del corazón, que me reconozcáis como vuestro verdadero jefe en toda acción emprendida por el bien de la humanidad. Y así, además de las cosas que hago por todos, quisiera daros un signo de particular benevolencia. Cristianos, ¿cómo podría yo haceros felices? ¿Qué puedo daros no como mis súbditos sino como correligionarios, como hermanos míos? ¡Cristianos! Decidme lo que más ardientemente desea el cristianismo a fin de que pueda dirigir mis esfuerzos en esa dirección.

Se detuvo y esperó. Corría por el templo un sofocado rumor. Los miembros del concilio murmuraban entre sí. El papa Pedro, gesticulando con ardor, les explicaba algo a aquellos que estaban en torno a él. El profesor Pauli agitaba la cabeza con fuerza y 86

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chasqueaba tenazmente los labios. El starets Juan, inclinándose hacia un obispo oriental y un capuchino, les sugería algo en voz baja. Después de haber esperado algunos minutos, el emperador se dirigió de nuevo al concilio con el mismo tono afable que antes, pero en sus palabras resonaba una nota de ironía apenas imperceptible: Queridos cristianos —dijo—, comprendo cuán difícil os resulta darme una respuesta directa. Quiero echaros una mano. Desgraciadamente, desde tiempo casi inmemorial estáis divididos en sectas y partidos distintos de tal modo que no haya ni siquiera un motivo que suscite vuestra común simpatía. Pero si no sois capaces de poneros de acuerdo entre vosotros, espero poneros yo de acuerdo a todas las partes demostrándoos a todos el mismo amor y la misma solicitud para satisfacer la verdadera aspiración de cada uno. ¡Queridos cristianos! Sé que muchos de entre vosotros, y no de los últimos, tienen por lo más querido del cristianismo aquella autoridad espiritual que éste otorga a sus legítimos representantes no para su beneficio particular, sino para el bien común, sin duda, puesto que en esa autoridad se basa el justo orden espiritual además de la disciplina moral indispensable para todos. ¡Queridos hermanos católicos! ¡Oh, cómo entiendo vuestro modo de ver y cómo querría yo apoyar mi poder en la autoridad de vuestro jefe espiritual! Y para que no creáis que se trata de lisonjeras y vanas palabras, declaramos solemnemente: por nuestra autocrática voluntad, el obispo supremo de todos los católicos, el papa romano, desde este momento queda reintegrado a su sede de Roma, con todos los derechos y prerrogativas anteriores, inherentes a esta condición y a esta cátedra y que un día le fueron conferidos por nuestros predecesores, comenzando por Constantino el Grande. Pero para ello, hermanos católicos, sólo quiero que desde lo profundo del corazón reconozcáis en mí a vuestro único defensor y único protector. Aquellos que en conciencia y de corazón me reconozcan como tal que vengan aquí, cerca de mí.

Y les indicaba los puestos vacíos en el palco. Con exclamaciones de gozo —«Gratias agimus! Domine! Salvum fac magnum imperatorem!»— casi todos los príncipes de la Iglesia católica, cardenales y obispos, la mayor parte de los creyentes laicos y más de la mitad de los monjes subieron al palco y después de haberse inclinado profundamente ante el emperador, fueron a 87

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ocupar los sillones destinados para ellos. Pero abajo, en medio de la asamblea, erguido e inmóvil como una estatua de mármol, el papa Pedro II permaneció en su puesto. Todos los que antes estaban a su alrededor se encontraban en el palco. Entonces el grupo ahora reducido de los monjes y de los laicos que había quedado abajo se concentró y apretó a su alrededor en un círculo cerrado del que partía un contenido murmullo: «Non praevalebunt, non praevalebunt portae inferi». Mirando con sorpresa al Papa inmóvil, el emperador alzó de nuevo la voz: ¡Queridos hermanos! Sé que están entre vosotros aquellos para quienes las cosas más preciosas del cristianismo son su santa tradición, los viejos símbolos, los cánticos y las plegarias antiguas, los iconos y las ceremonias del culto. Y, en verdad, ¿qué puede haber más precioso que esto para un alma religiosa? Sabed pues, mis queridos, que hoy he firmado el estatuto y he fijado la dotación de abundantes medios para el museo universal de arqueología cristiana que será fundado en nustra gloriosa ciudad imperial de Constantinopla con la finalidad de recoger, estudiar y conservar todos los monumentos de la antigüedad eclesiástica, principalmente de la Iglesia Oriental; os ruego por tanto que mañana elijáis de entre vosotros una comisión con el encargo de estudiar conmigo las medidas a tomar para aproximar cuanto sea posible las costumbres y usos de la vida actual a las tradiciones e instituciones de la Santa Iglesia Ortodoxa. ¡Queridos ortodoxos! Aquellos que tengan en su corazón esta voluntad mía, aquellos que en su más íntimo sentimiento me pueden llamar su verdadero jefe y señor, que vengan aquí arriba.

Y la mayor parte de los prelados del Oriente y del Norte, la mitad de los viejos creyentes y más de la mitad de los sacerdotes, de los monjes y de los laicos ortodoxos subieron con gritos de alegría, mirando de soslayo a los católicos que ya estaban sentados con aire de importancia. Pero el starets Juan no se movió y dio un fuerte suspiro. Y cuando la muchedumbre en torno a él se hizo un tanto escasa, dejó su banco y fue a sentarse junto al papa Pedro y a su grupo. Destrás de él se dispusieron también todos los otros ortodoxos que no habían subido al palco. El emperador tomó de nuevo la palabra:

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También me son conocidos entre vosotros, queridos cristianos, aquellos que en el cristianismo aprecian más que nada la personal seguridad en la experiencia de la verdad y el libre examen respecto a la Escritura. No es necesario que me extienda sobre lo que yo pienso. Tal vez sepáis que desde mi temprana juventud he escrito una voluminosa obra de crítica bíblica que en aquel tiempo tuvo un cierto éxito y dio inicio a mi fama. Y he aquí que, probablemente en recuerdo de este hecho, me ha pedido la Universidad de Tubinga que acepte el doctorado honnoris causa en Teología. He ordenado responder que lo acepto con gozo y gratitud. Y hoy, a la vez que el decreto para la fundación del Museo de Arqueología Cristiana, he firmado también otro para la creación de un Instituto Universal para la Libre Investigación de la Sagrada Escritura en todas sus partes y desde todos los puntos de vista, así como para el estudio de todas las ciencias auxiliares, con un balance anual de un millón y medio de marcos. A aquellos de vosotros que estén interesados en estas sinceras disposiciones y que con sincero sentimiento puedan reconocerme por su jefe soberano, les ruego que vengan aquí junto al nuevo doctor en Teología.

Y los hermosos labios del gran hombre esbozaron levemente una extraña sonrisa. Más de la mitad de los sabios teólogos se dirigió hacia el palco, aunque con alguna tardanza y cierta indecisión. Todos dirigieron la mirada hacia el doctor Pauli que parecía fijado a su asiento. Agachaba profundamente la cabeza curvándose y contrayéndose. Los sabios teólogos que habían subido al palco quedaron confusos, incluso uno de ellos de repente agitó el brazo y saltó directamente abajo junto a la escalera y corrió a trompicones a reunirse con el profesor Pauli y la minoría que había quedado con él. Pauli elevó la cabeza, se levantó con un movimiento un tanto indeciso, se dirigió hacia los bancos que habían quedado vacíos y, acompañado de sus compañeros que se habían mantenido firmes, fue con ellos a sentarse junto al starets Juan, al papa Pedro y sus grupos. La gran mayoría de los miembros del concilio se encontraba en el palco, incluida casi toda la jerarquía del Oriente y del Occidente. Abajo habían quedado sólo tres grupos de hombres que se habían aproximado unos a otros y se apretaban junto al starets Juan, al papa Pedro y al profesor Pauli. Con tono de tristeza, el emperador se dirigió a ellos diciendo:

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¿Qué puedo hacer aún por vosotros? ¡Extraños hombres! ¿Qué queréis de mí? No lo sé. Decídmelo vosotros mismos, oh cristianos abandonados por la mayoría de vuestros hermanos y jefes, condenados por el sentimiento popular; ¿qué es lo más querido de vuestro cristianismo?

Entonces, como un cirio blanco, se puso en pie el starets Juan y respondió con dulzura: ¡Gran soberano! Lo que nosotros tenemos de más querido en el cristianismo es Cristo mismo. Él mismo y todo lo que viene de Él, ya que sabemos que está en Él. De ti, oh soberano, estamos dispuestos a recibir todo bien, pero sólo si en tu mano generosa podemos reconocer la santa mano de Cristo. Y a tu pregunta de qué puedes hacer por nosotros escucha nuestra precisa respuesta: confiesa aquí ante nosotros que Jesucristo hijo de Dios se encarnó y resucitó y que vendrá de nuevo; confiésalo y te acogeremos con amor, como el verdadero precursor de su segunda venida gloriosa.

Calló y plantó su mirada en el rostro del emperador. En éste ocurría algo tremendo. En su interior se estaba desencadenando una tempestad infernal, como la que había experimentado en la noche fatal. Había perdido totalmente su equilibrio interior y todos sus pensamientos se concentraban en el intento de no perder el dominio de sí incluso en su apariencia exterior y de no revelarse a sí mismo antes de tiempo. Hizo esfuerzos sobrehumanos para no arrojarse con un grito salvaje sobre el hombre que le había hablado y despedazarlo con sus dientes. De pronto, oyó la voz ultraterrena, tan conocida para él, que le decía: «Calla y no temas nada». Permaneció en silencio. Pero su rostro, ensombrecido y con la palidez de la muerte, se convulsionó mientras sus ojos echaban chispas. Entretanto, durante el discurso de starets Juan, el Gran Mago que estaba sentado totalmente envuelto en su amplio manto tricolor que escondía la púrpura cardenalicia, parecía ocupado en realizar bajo el mismo arcanas manipulaciones, con la mirada concentrada y se movían sus labios. Por las ventanas abiertas del templo se veía aproximarse una enorme nube negra. El starets Juan, que no separaba sus asombrados y amedrentados ojos del rostro del emperador, enmudecido, de pronto dio un sobresalto por el miedo y echándose hacia atrás gritó con voz entrecortada: «¡Hijos, es el Anticristo!». Al mismo tiempo estalló un tremendo trueno y simultáneamente se vio golpear un fulgor enor90

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me en forma de círculo que envolvió al anciano. Por un instante todos quedaron anonadados y cuando los cristianos se hubieron repuesto del estupor, el starets Juan yacía en tierra cadáver. El emperador, pálido pero con calma, se dirigió a la asamblea diciendo: Habéis visto el juicio de Dios. Yo no quería la muerte de nadie, pero mi Padre celeste vengó a su hijo predilecto. La cuestión está resuelta. ¿Quién osará contestar las determinaciones del Altísimo? ¡Secretarios! Escribid: el concilio ecuménico de todos los cristianos después de que el fuego venido del cielo fulminase a un insensato adversario de la Majestad Divina, reconoce por unanimidad al emperador de Roma reinante como a su jefe y supremo soberano.

De pronto, una palabra nítida y distinta se propagó por el templo: «Contradicitur». El papa Pedro II se puso en pie y con el rostro levantado, temblando totalmente de cólera, levantó el báculo en dirección del emperador: Nuestro único soberano es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo. Pero lo que tú eres ya lo has oído. ¡Apártate de nosotros Caín fratricida! ¡Déjanos, vaso del demonio! Por la autoridad de Cristo, yo, siervo de los siervos de Dios, te expulso para siempre del recinto divino, perro asqueroso, y te entrego a tu padre, ¡Satanás! ¡Anatema, anatema, anatema!

Mientras él hablaba, el Gran Mago se agitaba inquieto bajo su manto: en el fragor del último anatema retumbó un trueno y el último papa cayó a tierra inerte. «Así perecen mis enemigos, por mano de mi padre», dijo el emperador. «Pereant, pereant!», se pusieron a gritar temblando los príncipes de la Iglesia. Él se dio la vuelta y, apoyándose en la espalda del Gran Mago, salió lentamente por la puesta que estaba detrás del palco, acompañado por la muchedumbre de sus secuaces. En el templo habían quedado los dos cadáveres y un restringido círculo de cristianos medio muertos de miedo. El único que no había perdido su sangre fría era el profesor Pauli. El terror generalizado parecía estimular las fuerzas de su espíritu. Había cambiado también su aspecto exterior y había adquirido un aire majestuoso e inspirado. Con paso decidido, subió al 91

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palco y, sentándose en uno de los asientos dejados libres por los secretarios de Estado, tomó una hoja de papel y se puso a escribir. Cuando terminó, se puso en pie y con voz alta leyó: «A la gloria de nuestro único Salvador Jesucristo. El Concilio ecuménico de las Iglesias de Dios, reunido en Jerusalén, después que nuestro beatísimo hermano Juan, representante de la cristiandad oriental, y después de que nuestro beatísimo padre Pedro, representante de la cristiandad occidental, según la ley y la justicia, con la excomunión lo hayan expulsado para siempre de la Iglesia de Dios, hoy ante los cuerpos de estos dos mártires de la verdad, testigos de Cristo, decide: romper toda relación con el excomulgado y su execrable gentío, retirarse al desierto y esperar la indudable venida de nuestro verdadero soberano Jesucristo». Una gran animación se apoderó de la masa y resonaron potentes voces que decían: «Adveniat, adveniat cito! Komm, Herr Jesu, komm!». El profesor Pauli añadió aún una postdata y leyó después: «Aprobando por unanimidad este primer y último acto del último concilio ecuménico adjuntamos nuestras firmas», e hizo un gesto de invitación a la asamblea. Todos se apresuraron a subir al palco y a firmar. Al final, firmó él mismo con grandes caracteres góticos: Duorum defunctorum testium locum tenens Ernst Pauli. «¡Ahora vámonos con nuestra arca de la alianza del último Testamento!», dijo indicando los dos cadáveres. Los cuerpos fueron colocados sobre angarillas. Lentamente, cantando himnos en latín, en alemán y en eslavo eclesiástico, los cristianos se dirigieron hacia la puerta de Haram-es-Scerif. Aquí el cortejo fue detenido por un enviado del emperador, un secretario de Estado, acompañado por un oficial con un pelotón de la guardia. Los soldados se alinearon ante la puerta y desde un podio el secretario de Estado leyó cuanto sigue: «Orden de su divina majestad: para instruir al pueblo cristiano y ponerlo en guardia contra hombres malintencionados fomentadores de discordias y escándalos, hemos considerado oportuno disponer que los cuerpos de los dos sediciosos, ejecutados por el fuego del cielo, sean expuestos al público en la avenida de los Cristianos (Haret-en-Nazàra) cerca de la puerta principal del templo de esta religión llamado del Santo Sepulcro o bien de la Resurrección, para que todos puedan persuadirse de la realidad de su muerte. Sus obstinados partidarios, puesto que maliciosamente rechazan todo beneficio nuestro y cierran los ojos como insensa92

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tos ante las evidentes manifestaciones de la propia Divinidad, gracias a nuestra misericordia y a nuestra intercesión ante el Padre celeste, están exentos de la pena de muerte mediante el fuego del cielo que han merecido y permanecen en completa libertad con la única prohibición, por el bien común, de vivir en las ciudades y otros lugares poblados a fin de que no puedan desviar y seducir con sus malvadas invenciones a la gente ingenua y simple». Cuando terminó, a un signo del oficial ocho soldados se acercaron a las angarillas donde yacían los cuerpos. «Cúmplase lo que está escrito», dijo el profesor Pauli, y los cristianos que llevaban las angarillas sin una palabra las cedieron a los soldados, los cuales se alejaron de la puerta nordeste, se dirigieron rápidamente desde la ciudad hacia Jericó pasando junto al Monte de los Olivos, por la calle que los gendarmes y dos regimientos de caballería habían despejado previamente de la masa del pueblo. Ellos decidieron esperar algunos días en las colinas desiertas cerca de Jericó. Al día siguiente por la mañana, llegaron desde Jerusalén peregrinos cristianos amigos de ellos y les contaron lo que había ocurrido en Sión. Después de la comida de la corte, todos los miembros del concilio habían sido convocados en la inmensa sala del trono (donde se suponía que se había levantado el trono de Salomón) y el emperador, dirigiéndose a los representantes de la jerarquía católica, declaró que el bien de la Iglesia exigía de ellos la inmedita elección de un digno sucesor del apóstol Pedro, pero que en las actuales circunstancias la elección debía tenerse con un procedimiento sumario. Su propia presencia, como emperador, jefe y representante de todo el mundo cristiano, valía ampliamente para compensar la omisión de las formalidades rituales y, en nombre de todos los cristianos, propuso al Sacro Colegio elegir a su querido amigo y hermano Apolonio, a fin de que el estrecho vínculo existente entre ellos hiciese duradera e indisoluble la unión de la Iglesia con el Estado por el bien común. El Sacro Colegio se retiró a una cámara especial para el cónclave y después de una hora y media volvió con el nuevo papa Apolonio. Entretanto, mientras se procedía a la elección, el emperador, con palabras llenas de dulzura, sabiduría y elocuencia, trató de persuadir a los representantes de los ortodoxos y de los evangélicos para poner fin a las viejas disenciones en vistas a una nueva gran época histórica del cristianismo, haciéndose garante con su palabra de que Apolonio 93

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sabría abolir de una vez para siempre los históricos abusos del poder papal. Convencidos por estas palabras suyas, los representantes de la ortodoxia y del protestantismo extendieron el Acta de Unión de las Iglesias, y cuando Apolonio apareció en la sala con los cardenales entre los gritos de júbilo de toda la asamblea, un obispo griego y un pastor evangélico le presentaron su documento. «Accipio et approbo et laetificatur cor meum», dijo Apolonio mientras ponía su firma. «Soy del mismo modo un verdadero ortodoxo y un verdadero evangélico, igual que soy un verdadero católico», añadió intercambiando un cordial abrazo con el griego y el alemán. Después se acercó al emperador, el cual lo abrazó y lo retuvo largo tiempo entre los brazos. En aquel momento en el palacio y en el templo comenzaron a dar vueltas en todas las direcciones pequeños puntos luminosos; se fueron haciendo más grandes y se transformaron en siluetas brillantes de seres extraños; caían de lo alto flores jamás vistas en la tierra, llenando el aire de un perfume desconocido. Se difundían desde lo alto deliciosos sonidos de instrumentos musicales hasta entonces desconocidos que llegaban directamente al alma y se apoderaban del corazón, mientras angélicas voces de invisibles cantores glorificaban a los nuevos soberanos del cielo y de la tierra. Entretanto, en el ángulo noroeste del palacio central, bajo el kubbet-el-aruach, es decir, bajo la cúpula de las almas donde, según la tradición musulmana, se encuentra la entrada del infierno, resonaba un horrendo rumor subterráneo. Cuando los presentes, por invitación del emperador, se movieron hacia aquella parte, todos oyeron claramente innumerables voces agudas y penetrantes —medio infantiles y medio diabólicas— que exclamaban: «Ha llegado la hora, liberadnos, ¡oh salvadores, oh salvadores!». Pero cuando Apolonio acercándose al muro gritó hacia abajo por tres veces algo en una lengua desconocida, las voces callaron y cesó el rumor. Mientras tanto, un inmenso gentío procedente de todas partes había rodeado Haram-es-Scerif. Al caer de la noche, el emperador con el nuevo papa hizo su aparición sobre la escalinata oriental levantando «una tempestad de entusiasmo». Saludó afablemente en todas las direcciones, mientras Apolonio llevaba en grandes cestos situados delante de los cardenales secretarios y lanzaba al aire sin interrupción magníficas candelas romanas y fuegos artificiales que, encendiéndose entre sus manos, se transformaban en perlas fosforescentes y en lumi94

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nosos arcoiris; todos ellos, al caer a tierra, se transformaban en papeles de colores con indulgencias plenarias sin condiciones por todos los pecados pasados, presentes y futuros. La exaltación popular sobrepasó todos los límites. A decir verdad, algunos afirmaban haber visto con sus propios ojos transformarse aquellos papeles de indulgencias en sapos y serpientes extremadamente asquerosos. A pesar de todo, la gran mayoría de la gente estaba entusiasmada y la fiesta popular se prolongó algunos días. Durante ese tiempo, el nuevo papa taumaturgo llegó a realizar prodigios tan asombrosos e increíbles que sería totalmente inútil contarlos. Al mismo tiempo, en los desiertos montes de Jericó, los cristianos se dedicaban al ayuno y a la plegaria. En la tarde del cuarto día, al oscurecer, el profesor Pauli y nueve compañeros montados en asnos y llevando una carreta entraron en Jerusalén. Atravesando varias calles cercanas a Haram-es-Scerif, desembocaron en Haret-en-Nazàra y llegaron a la entrada del Templo de la Resurrección, donde yacían en el suelo los cuerpos del papa Pedro y del starets Juan. A tales horas, estaba desierta la calle: toda la ciudad al completo se había dirigido a Haram-es-Scerif. Los soldados de la guardia estaban inmersos en un profundo sueño. Los recién llegados encontraron que los cuerpos no habían sido tocados por el proceso de descomposición y que tampoco se habían puesto rígidos ni pesados. Los levantaron en andas, los recubrieron con los mantos que habían llevado consigo y, recorriendo las mismas calles, volvieron con sus hermanos. Pero apenas posaron las andas en tierra, el espíritu de la vida entró en los dos muertos. Ambos se agitaron, tratando de desembarazarse de los mantos que los cubrían. Todos se pusieron a ayudarlos con gritos de alegría y enseguida los dos resucitados se pusieron en pie sanos y salvos. Y el redivivo starets Juan comenzó a hablar así: He aquí, hijos míos, que no os hemos dejado. Y he aquí lo que os diré ahora: ha llegado la hora en que se cumpla la última plegaria de Cristo por sus discípulos: que sean uno como Él mismo con el Padre es uno. Así, por esta unidad en Cristo, hijos míos, veneremos a nuestro carísimo hermano Pedro. Le sea concedido finalmente apacentar las ovejas de Cristo. ¡Propiamente así, hermano!

Y abrazó a Pedro. En ese momento se aproximó el profesor Pauli: 95

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Tu es Petrus! —dijo mirando al papa—. Jetzt is es ja gründlich erwiesen und ausser jeden Zweifel gesetzt.1

Le estrechó fuertemente la mano con la derecha, mientras tendía la izquierda al starets Juan diciéndole: So also, Väterchen, nun sind wir ja Eins in Christo.2

Así se cumplió la unión de las Iglesias en el corazón de una noche oscura, en un altozano solitario. Pero la oscuridad de la noche de repente es desgarrada por un vivo esplendor y en el cielo apareció el gran signo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo los pies y con una corona de doce estrellas sobre la cabeza. La aparición se mantuvo inmóvil durante algún tiempo, después se dirigió lentamente hacia el sur. El papa Pedro, levantando el báculo exclamó: «¡He ahí nuestra enseña! ¡Sigamos su ejemplo!». Y se encaminó en la dirección indicada por la aparición junto con los dos ancianos y toda la muchedumbre de cristianos, hacia el monte de Dios, hacia el Sinaí... (En este punto el lector se detiene.) La Dama: ¿Por qué no seguís? El Señor Z.: El manuscrito no continúa. El padre Pansofio no pudo llevar a término su narración. Ya enfermo, me contaba lo que tenía en mente escribir a continuación, «apenas me cure», decía. Pero no se curó y la parte final de su narración está sepultada con él en el monasterio de Danilovo. La Dama: Pero recordaréis ciertamente aquello que os contó: narradlo pues ahora. El Señor Z.: Sólo recuerdo los rasgos principales. Después de que los jefes espirituales y los representantes de la cristiandad se hubieron retirado al desierto de Arabia, a donde fluyeron de todas partes muchedumbres de fieles custodios de la verdad, el nuevo papa pudo corromper sin ningún obstáculo, mediante sus prodigios y milagros, a todo el resto de cristianos superficiales que no habían sido convencidos por el Anticristo. Declaró que, 1. En alemán, en el original. Trad.: «Ahora se ha demostrado y asentado sin duda alguna». 2. Trad.: «Así pues, padrecito, ahora somos uno en Cristo».

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con el poder de sus llaves, había abierto las puertas entre el mundo terrestre y el de ultratumba y, en efecto, se hizo un fenómeno habitual la comunicación de los vivos con los muertos y también de los hombres con los demonios; además se desarrollaron nuevas formas inauditas de orgía mística y de demonolatría. Pero apenas comenzó a creer el emperador que estaba sólidamente apoyado en el campo religioso y después de que bajo la poderosa sugestión de la misteriosa voz «paternal» llegara a declararse única y verdadera encarnación de la divinidad suprema universal, le ocurrió una nueva desgracia por parte de quien nadie hubiera esperado: se habían sublevado los judíos. Este pueblo, cuyo número había alcanzado en aquel tiempo a treinta millones de personas, no estaba del todo ajeno a la preparación y realización de los acontecimienbtos universales del superhombre. Cuando se había transferido a Jerusalén, secretamente había hecho correr la voz entre los círculos judíos de que su principal objetivo era establecer el dominio de Israel sobre todo el mundo; y entonces los judíos le habían reconocido como el Mesías, y su entusiasta entrega a él no tuvo límites. De improviso, se habían sublevado respirando cólera y venganza. Este inesperado cambio, sin duda predicho por la Escritura y por la tradición, está presentado por el padre Pansofio tal vez con excesiva simplicidad y exagerado realismo. El hecho es que los judíos, que consideraban al emperador como un perfecto israelita de raza, habían descubierto casualmente que ni siquiera estaba circuncidado. Ese mismo día en Jerusalén y al día siguiente en toda Palestina estalló la revuelta. La ardiente e incondicional entrega al salvador de Israel y Mesías anunciado se cambió por un odio igualmente ardiente e incondicional respecto al astuto estafador y desvergonzado impostor. Todo el judaísmo se sublevó como un solo hombre y sus enemigos descubrieron con sorpresa que el alma de Israel no vive en el fondo de los cálculos e irreprimibles deseos de riqueza, sino de la fuerza de un sentimiento sincero, en la esperanza y la decepción de su eterna fe mesiánica. El emperador, que no se esperaba semejante explosión tan de improviso, perdió el dominio de sí mismo y emitió un decreto que condenaba a muerte a todos los rebeldes judíos y cristianos. Muchos millares y decenas de millares de hombres que no habían tenido tiempo de armarse fueron despiadadamente masacrados. Pero enseguida, un ejér97

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cito de un millón de judíos se apoderó de Jerusalén y obligó al Anticristo a encerrarse en Haram-es-Scerif. Éste no tenía a su disposición más que una parte de la guardia y no podía dirigirla contra la masa de los enemigos. Mediante las artes mágicas de su papa, el emperador consigue atravesar las líneas de los asediantes y enseguida apareció en Siria, a la cabeza de un inmenso ejército de paganos de distintas razas. Los judíos, si bien las probabilidades de victoria eran escasas, le hicieron frente. Pero, apenas las vanguardias de los dos ejércitos hubieron iniciado el combate, he aquí que se produjo un terremoto de inaudita violencia; bajo el Mar Muerto, cerca del cual habían tomado posiciones las tropas imperiales, se abrió el cráter de un enorme volcán y torrentes de fuego fundidos en un lago de llamas engulleron al emperador mismo, a todos sus innumerables seguidores y a su inseparable compañero, el papa Apolonio, cuya magia no le proporcionó ningún socorro. Mientras tanto, los judíos corrieron a Jerusalén, asustados y temblando, invocando la salvación del Dios de Israel. Cuando apareció la santa ciudad ante sus ojos, un gran arcoiris cruzaba el cielo de oriente a occidente y vieron a Cristo que descendía a su encuentro, con vestimeta real, con los estigmas de sus clavos sobre las manos extendidas. Entretanto, desde el Sinaí partió hacia Sión la muchedumbre de cristianos guiados por Pedro, Juan y Pablo, mientras desde otras partes corrían otras muchedumbres entusiastas: eran todos los judíos y cristianos llevados a la muerte por el Anticristo. Habían resucitado y se disponían a vivir con Cristo mil años. Es con esta visión como el padre Pansofio quería terminar su narración, la cual tenía por motivo no ya la catástrofe del universo, sino sólo la conclusión de nuestra evolución histórica: la aparición, la apoteosis y la ruina del Anticristo. El hombre político: ¿Y vos pensáis que esta conclusión esté tan cerca? El Señor Z.: ¡Bah! En la escena todavía ocurrirán muchas palabrerías y vanidades, pero el drama ya ha sido enteramente escrito de un tirón hasta el final y no les está permitido a los actores ni a los espectadores realizar ningún cambio.

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La Dama: Pero en definitiva, ¿cuál es el sentido de este drama? ¡No entiendo por qué vuestro Anticristo alimenta tanto odio hacia Dios, si en el fondo es bueno y no malvado! El Señor Z.: El hecho es que en el fondo no es bueno. Y en esto está todo el sentido del drama. Retiro las palabras que he dicho anteriormente, esto es, «que el Anticristo no se explica con solo proverbios». Para explicarlo íntegramente basta un único proverbio que es, por lo demás, de extrema simplicidad: «No es oro todo lo que reluce». El esplendor de un bien hecho con artificio no tiene ninguna fuerza. El General: Pero daos cuenta sobre qué evento cae el telón de este drama histórico: ¡sobre la guerra, sobre el choque de dos ejércitos! Y he ahí que el final de nuestro coloquio se remite al principio. ¿Qué os parece príncipe?... ¡Santos del cielo! Pero, ¿dónde está el príncipe? El hombre político: Pero ¿no os habéis dado cuenta? Se ha ido ocultamente en el momento patético, cuando el starets Juan ponía al Anticristo contra la pared. Entonces no quise interrumpir la narración y a continuación se me pasó. El General: Dios, qué verdad. Ha escapado por segunda vez. Ha sabido dominarse. Pero no ha sabido resistir. ¡Ah, Dios mío!

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VLADIMIR SERGÉIEVICH SOLOVIEV (1853-1900) Juan Manuel Almarza Meñica

Este filósofo idealista, periodista, político y poeta, hijo de un famoso historiador, nació en Moscú en una familia austera y piadosa, de gran formación intelectual y alta exigencia moral y religiosa. Fue un alumno precoz que leyó con avidez Energía y materia (1854), la difundida obra de Ludwig Büchner,1 y La vida de Jesús (1835) de David Friedrich Strauss, joven hegeliano y destacado crítico de la Biblia;2 hicieron que naufragara su fe y se 1. La obra de Büchner, conocido médico al que se le impidió la enseñanza universitaria por sus ideas, era una versión divulgativa del materialismo alemán de Vogt y Moleschott que gozó de enorme éxito. Explicaba como resultado de conocimientos puramente científicos que la realidad está constituida sólo por materia, eterna e indestructible e intrínsecamente dotada de energía, cuando en realidad se trataba de concepciones filosóficas generales de la realidad. El estudioso de zoología Carl Vogt explicaba que todas las actividades consideradas espirituales no eran más que secreciones del cerebro, esto es, que «los pensamientos se encuentran respecto al cerebro en la misma relación que se encuentra la bilis respecto al hígado y la orina respecto a los riñones». Igualmente materialista era la filosofía sostenida por el fisiólogo Jacob Moleschott, quien con una base puramente materialista sostenía la importancia del alimento para el desarrollo del hombre, cuya obra La doctrina de la alimentación para el pueblo (1850) resumió Feuerbach en una recensión con la famosa frase: «el hombre es lo que come». 2. La obra de Strauss, una de las más impactantes del siglo, reducía la narración evangélica a un mito, esto es, una narración carente de verdad histórica, aunque dotado de una verdad simbólica. Jesús no era el hijo de Dios, sino que fue creído como tal por sus primeros discípulos porque esperaban al Mesías prometido por su religión y por ello construyeron sobre él toda una serie de narraciones que pretendían ser históricas aunque no lo eran. La verdad simbólica de la narración evangélica está expresada sobre todo por el dogma de la encarnación, el cual significa no que Dios se haya encarnado realmente en un hombre singular, sino que se encarnó en la humanidad entera o, mejor, que el único Dios realmente existente es la humanidad misma.

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hiciera ateo a la edad de trece años a la vez que se apasionaba por las ciencias naturales. No lograba comprender —confiesa— como podían existir personas inteligentes que a pesar de serlo conservasen la fe en Cristo. Me explicaba este hecho extraño suponiendo que era hipocresía o bien una especie de locura propia de los intelectuales [6].3

Supera la crisis... [...] gracias al estudio de Spinoza (que con su visión panteísta del mundo influyó en la futura teoría de la unitotalidad espiritual del cosmos) y del idealismo de Schelling (que admite también los datos religiosos) [7].

Con una actitud hostil hacia las creencias que había recibido, Soloviev cursó en la Universidad de Moscú estudios de Ciencias Naturales. Al final de los mismos se planteó en la Universidad el ofrecerle la cátedra de Paleontología, pero el joven Soloviev decidió dejar esos estudios porque no podía encontrar en ellos la solución a los problemas que le preocupaban. Influido por las lecuras de Schopenhauer y E. Hartmann se sintió decepcionado por las ciencias naturales —«sólo la vida y la naturaleza humana merecen». En 1872, con su formación científica, inicia los estudios de historia y de filosofía a la vez que se produce en él un profundo cambio espiritual que reafirma su actitud cristiana. Dos años antes había entrado en escena el narodnik, un movimiento de los jóvenes que, lleno de amor por el pueblo (narod: pueblo), se esforzaba por ayudarle en sus desgracias y miserias luchando contra su ignorancia y tratando de mejorar su situación material. Sin embargo no le atraía la universidad. El clima de estrecha vigilancia que sufrían profesores y alumnos hizo que raramente asistiera a las clases y que, en cambio, frecuentara la Academia Eclesiástica siendo autorizado a prolongar sus estudios en ella. Pero su formación no dependió ni de la Universidad ni de la Academia, sino más bien de sus numerosas lecturas que se ocuparon sobre todo de los idealistas alemanes.

3. Citado por A. Asnaghi, «Introduzione», en V. Soloviev, L’avvento dell’Anticristo, Milán, Vita e Pensiero, 1951, 11.

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Una vez graduado en Letras, completa la disertación para la libre docencia sobre La crisis de la filosofía occidental (1874), que ya contenía un esbozo de su programa filosófico elaborado en la perspectiva del último Schelling. Lleva a cabo una crítica del pensamiento occidental marcado por el empirismo y racionalismo a los que tratará de asumir en una unidad superior. Siguiendo un esquema dialéctico que aplica a la realidad histórica, propone una sabiduría «unitotalista» de carácter místico, marcada por la tradición religiosa, que integrase todos los elementos de las tradiciones anteriores. Propone... [...] una síntesis de los conocimientos: científico, formal (lógico y filosófico) y teológico o de lo Absoluto. Sólo este último está en condiciones de revelar la razón última de la especulación filosófica y el significado de las ciencias positivas. Para poder alcanzar esta síntesis universal, además de la «perfección lógica» del pensamiento occidental y los datos científicos, es preciso considerar las «grandes contemplaciones llenas de contenidos espirituales propias del Oriente antiguo, y en particular del cristianismo».4

En los años 1874-1881 se dedica tanto a las clases universitarias en Moscú y San Petersburgo como al estudio de los Padres de la Iglesia y Platón, así como a numerosos viajes (Polonia, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Egipto). Cuando en 1881 es asesinado el zar Alejandro II, condena el delito en un discurso público, pero invoca la clemencia para los asesinos en nombre de la moral cristiana, contraria a la pena de muerte. Debemos salir del círculo de sangre, y el gobierno debería ofrecer a todos el ejemplo de la misericordia.

Por asumir semejante posición, se le prohíbe hablar en público y lo obligan a renunciar a sus cargos universitarios. Libre de compromisos académicos se entrega a la reflexión sistemática, a impartir conferencias y a la publicación de sus obras de filosofía, teología, literatura e historia. Las conferencias que dio en San Petersburgo en 1878 como «docente privado», Lecciones sobre Dios-humanidad, alcanzaron gran resonancia. Proponía una renovación cultural bajo el con4. Íd., p. 249.

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cepto de teandria, esto es, una síntesis entre ciencia, filosofía y religión marcada por la influencia del último período de Schelling. Obtuvo la habilitación con el trabajo Crítica de los principios abstractos (1880) enseñando en las universidades de Moscú y San Petersburgo hasta 1881. En una carta escrita hacia 1873, define así el objetivo de su vida: «Expresar el cristianismo en una nueva forma», apartando aquello que «hasta ahora le ha impedido entrar en la conciencia general».5 El impulso de ese objetivo es la convicción de que fe y razón no son realidades antitéticas, sino complementarias, que se encuentran y se fortifican recíprocamente. Moviéndose bajo esa estela, afirma el carácter integral del conocimiento, para lo cual la comprensibilidad de un hecho debe buscarse en sus relaciones con el todo, puesto que la naturaleza constituye una unidad orgánica. Ésta no es tarea de la ciencia, sino de la filosofía y la poesía. Del carácter integral del conocimiento se pasa a la unitotalidad del ser. Todo cuanto existe constituye una unidad; es inteligible si está comprendido en el todo; separado de la armonía de los seres y cerrado en sí mismo, pierde significado. Dios es la unitotalidad. Él «confiere realidad al “todo” que posee en sí, a la multiplicidad infinita, que reducida a la unidad es un organismo viviente, universal e individual, el Cristo».6 Fiel a esta idea, su concepción cristológica, expresada en Lecciones sobre la divinohumanidad, muestra algunos puntos fundamentales que ejercerán una gran influencia sobre Dostoievky a la vez que lo separan de Tolstoi: en primer lugar, criticando a los protestantes liberales que, en su intento de racionalizar la fe, afirmaban que la esencia del cristianismo no era la persona de Cristo sino la doctrina de Cristo en el Evangelio, Soloviev señala que el contenido más propio del cristianismo es Cristo mismo: Si examinamos todo el contenido teórico y moral de la doctrina de Cristo en el Evangelio, vemos que lo único nuevo, específicamente distinto de todas las demás religiones, es la enseñanza de Cristo sobre sí mismo, su declaración de ser la verdad viva encarnada: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; quien cree en mí tendrá la vida eterna». Por eso, si buscamos el contenido carac5. Cit. por A. Men, «L’ereditá di Vladimir Soloviev», Russia cristiana, 169 (1980), 17. 6. P. Modesto, «Introducción», en V. Soloviev, Sulla Divinoumanità, Milán, Jaca Book, 1971, 59.

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terístico del cristianismo en la enseñanza de Cristo, debemos reconocer que este contenido se reduce también aquí al Cristo mismo.7

En segundo lugar, la cristología que elabora tiene un carácter cósmico que apunta a explicar la esencia de la creación y revelar su unidad y a esperar la transfiguración en Cristo de todo lo creado, lo que justifica su optimismo escatológico, el triunfo del bien, a pesar de la experiencia dramática del mal de este mundo. En la última parte de Los hermanos Karamazov se advierte el eco de esta doctrina que compartían el viejo Dostoievski y el joven Soloviev como verdaderos hermanos en el espíritu. Por el contrario, Soloviev y Tolstoi eran dos hermanos enemistados. No había nada en el pensamiento de uno que no chocara con el otro. El utopismo místico de Soloviev sacaba de quicio al realista Tolstoi. Sin embargo, no podían dejar de verse para enzarzarse en malhumoradas discusiones y enfadarse. En 1894, Soloviev trató por última vez de convertir a su amigo íntimo visitándole con frecuencia.8 También le escribió una carta a propósito de lo que les separaba: la cuestión de la resurrección de Cristo cuya necesidad quería demostrarle. Tolstoi, por su parte, no se dejaba convencer. Finalmente Soloviev atacó públicamente la doctrina de Tolstoi, en La justificación del Bien (1897) y luego en los Tres diálogos (1899) criticó con cierta aspereza el «tolstoísmo», esto es, la concepción del cristianismo como doctrina puramente moral y abstracta, sin admitir la resurrección de Cristo. También criticó su principio de la no-resistencia al mal. En 1896 se adhirió a la Iglesia Católica. Reconociendo el pecado de ésta, como Dostoievski, en la ambición de poder, tal como muestra en el «Breve relato del Anticristo», no quiere identificarla con él, como parece sugerir Dostoievski en «El Gran Inquisidor». A pesar de su pecado la acepta. 7. Íd., p. 144. 8. Tolstoi, siguiendo las pautas de Strauss, considera que Jesús es puramente un rabino que predicó una doctrina simple y revolucionaria, contenida en un pequeño número de preceptos morales. Posteriormente se hizo creer que este oscuro mendicante era Dios. Así nació una de las mistificaciones más fatales de la historia religiosa. En realidad —sostiene Tolstoi— no hubo resurrección alguna, milagro alguno, revelación divina alguna; el cristianismo es sencillamente una doctrina ético-social, que da sentido a la vida, enseña el amor al prójimo y rechaza la violencia.

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En su obra Rusia y la Iglesia universal hace su famosa profesión de fe superando los recelos de su gran amigo: Como miembro de la verdadera y venerable Iglesia ortodoxa oriental o greco-rusa, que no habla mediante un sínodo anticanónico ni mediante empleados del poder secular, sino con la voz de sus grandes Padres y Doctores, yo reconozco como juez supremo, en materia religiosa, a aquel que fue reconocido por san Ireneo, san Dionisio el Grande, san Atanasio el Grande, san Juan Crisóstomo, san Cirilo, san Flaviano, el Beato Teodoro el Estudita, san Ignacio, etc., o sea, el apóstol Pedro que vive en sus sucesores y no escuchó en vano las palabras del Señor: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia. Confirma a tus hermanos. Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos».9

El gran sueño de Soloviev es por tanto una Iglesia unida en Cristo, bajo el primado de Pedro. Desde su conversión, todo su inagotable esfuerzo se orientó a la unión de las iglesias cristianas. Estaba convencido de que el Anticristo sería vencido por una pequeña minoría de cristianos unidos, pero el pesimismo final le llevó a pensar que esto sólo podría ser conseguido mediante una catástrofe apocalíptica, como algo inalcanzable para las motivaciones de los hombres. Murió el 31 de julio de 1900 (que corresponde al 13 de agosto del calendario occidental) en la casa del príncipe S. Trubetskoi, quien le atendió en su enfermedad final.

«Breve relato del Anticristo» El «Breve relato del Anticristo» cierra los Tres diálogos. Inspirándose en los diálogos de Platón, pone en escena a algunos exponentes de la cultura rusa de fines del siglo XIX, que dialogan sobre la guerra, la moral y la religión. En estos diálogos pretendía exponer sus ideas y luchar contra los «precursores» del Anticristo, que a sus ojos no eran sino Marx, Nietzsche y Tolstoi, y especialmente contra este último y su doctrina de no-resistencia al mal. Bajo el perfil literario, el «Breve relato del Anticristo» es considerado una pequeña obra maestra por la vivacidad y simplicidad de la representación, por la fuerza y la belleza de la estructu9. V. Soloviev, La Russia e la Chiesa universale, Milán, Comunità, 1947, p. 44.

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ra, por la riqueza de significado y por el estilo brillante, claro y expresivo. En el mismo se funden la teología, el profetismo, la inventiva y el lirismo, y alcanzan tonos de gran calidad. Los cuatro interlocutores del tercer diálogo representan los diferentes puntos de vista de la discusión: un general que defiende el punto de vista tradicional, un político que representa a los partidarios del progreso; el personaje M.Z que representa al propio Soloviev y el del príncipe que representa las ideas del conde León Tolstoi. El diálogo termina por abordar el tema de la realidad y naturaleza del Anticristo. El Señor Z. (portavoz del autor) lo define como «encarnación del mal, encarnación individual, única en su ejecución y en su plenitud».10 Para explicarlo, dará lectura al manuscrito del monje Pansofio, titulado «Breve relato del Anticristo». El propio Soloviev, señalará que ese relato quiere recoger la doctrina de la Biblia sobre el Anticristo. Si bien tiene la forma y la fisonomía de un cuadro histórico imaginario y de anticipación, en mi opinión esta composición ofrece todo cuanto la Sagrada Escritura, la tradición de la Iglesia y la sana razón permiten enunciar, en la forma más veraz posible, sobre este argumento.11

Su construcción está inspirada en algunos textos bíblicos que le permiten hacer sugerentes amplificaciones apocalípticas y escatológicas: «¿Quién es el embustero sino el que niega que Jesús es Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo»; «La venida del inicuo irá acompañada del poder de Satanás de todo género de milagros, señales y prodigios engañosos, y de seducciones de iniquidad para los destinados a la perdición»; «Todo espíritu que no confiese a Jesús, ése no es de Dios, es del Anticristo, de quien habéis oído que está para llegar y que al presente se halla ya en el mundo».12 El manuscrito cuenta la historia del Anticristo y describe el fin del mundo; nos muestra a los verdaderos cristianos, una ínfima minoría aún dividida en las tres Iglesias, pero sus jefes, el 10. El «Breve relato del Anticristo» fue leído en público por el propio Soloviev pero no despertó más que burlas y protestas; sin embargo, la crítica rusa lo consideró a continuación tan grande como «La leyenda de El Gran Inquisidor». 11. V. Soloviev, L’avvento dell’Anticristo, op. cit., 79 s. 12. 1 Jn 2, 22; 2 Ts 2, 8-10; 1 Jn 4, 3.

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último papa Pedro II, el starets Juan y el profesor de teología protestante Pauli, llevan a cabo la unión en la catástrofe en que se hunde el universo. Se abre así un milenio durante el cual judíos y cristianos, que han sido llevados a la muerte por el Anticristo y son resucitados, reinarán con Cristo. En esta historia del Anticristo descorazona infinitamente que la unidad de las iglesias, tan querida por Soloviev, esté todavía pendiente cuando el mismo Anticristo es vencido por una minoría que casi ha realizado los grandiosos sueños de unión. Después de dedicar Soloviev toda su vida a la unión de las iglesias, ¿llegó a pensar que sólo sería posible mediante una catástrofe apocalíptica, que hiciera realidad las esperanzas que había acariciado toda su vida y asegurar así la salvación de los hombres? Es cierto que entre los rusos, lectores asiduos del Apocalipsis, tiene un lugar importante la destrucción. En este sentido se puede comprender en el joven Soloviev este pesimismo de la tradición ortodoxa incrementado por sus lecturas juveniles de Schopenhauer. Pero en su madurez tuvo ideas más optimistas y bajo el influjo del idealismo alimentó la esperanza de que una evolución podía conducir al establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra. Pero, decepcionado de esta espera, al final de su vida volvió a la «intuición escatológica» de su juventud. A medida que se debilitaba su confianza en esta evolución y en la eficacia de los esfuerzos humanos, su fe en Cristo resucitado se hacía cada vez más fuerte y adquiría un lugar dominante en su filosofía religiosa. Desde esta perspectiva se puede apreciar que comparte plenamente con Dostoievski su visión dramática del mundo y de la historia a la vez que se distancia cada vez más de Tolstoi, hasta el punto de consagrar los últimos años de su vida a la lucha contra él. ¿Qué decepciones debió darle la vida para llegar a condenar en el fondo, atribuyéndoselas al Anticristo, sus propias ideas teocráticas, su evolucionismo y su humanismo anterior? En el fondo, ve reflejadas en Tolstoi, que negaba la Resurrección, sus propias ideas humanistas, conciliadas con la razón y elaboradas en el marco del idealismo. El trasfondo del «Breve relato del Anticristo» es el siglo XXI descrito desde la perspectiva de una Europa que ha logrado vencer al «peligro amarillo», esto es, la invasión de Japón y China, mediante la unión de los Estados europeos. La unión de Europa trae seguridad y prosperidad; la ciencia y la técnica llegan a altos 108

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niveles y resuelven muchos problemas. Únicamente permanecen sin resolverse las cuestiones últimas: la vida, la muerte, el destino final del hombre y el mundo. Junto con el materialismo teórico, entra en crisis también la fe del pueblo, como la creación a partir de la nada. Y si la inmensa mayoría de los hombres que piensan siguen siendo totalmente incrédulos, por otra parte algunos creyentes llegan a ser hombres que piensan, cumpliendo las palabras del Apóstol: «Sed niños en el corazón, no en la mente» [18].

El Anticristo es presentado y aclamado como el que afronta y resuelve todos los problemas, elimina todas las contradicciones y satisface todas las aspiraciones. Es evidente por tanto que sea considerado el Mesías y elegido presidente vitalicio de la Unión de Estados Europeos y posteriormente emperador romano. Incluso algunos Estados lo proclaman su Dios. Es presentado como un hombre extraordinario y encantador, como si se cumplieran en él las palabras de Cristo: «Yo he venido en nombre de mi Padre y vosotros no me recibís; si otro viniera usurpando mi nombre, le recibiríais» (Jn 5, 43). De hecho, dice Soloviev, «para ser recibido basta ser encantador». Jesús quiere decir que la auténtica revelación, en nombre de mi Padre, no es aceptada por ser comprometedora. Se creería en cambio fácilmente a quien hablase en nombre propio, buscando su propio interés, porque intentaría agradar y en él se encontrarían satisfechos nuestros deseos mundanos y egoístas. Dostoievski y Soloviev comparten en su experiencia religiosa, que se desarrolla contra corriente del mundo cultural de su época, que la autenticidad frecuentemente está reñida con la seducción. Al cabo de un año logra fundar una monarquía universal —es nombrado emperador— y realizar la paz, la justicia social, la propagación del bienestar, la filantropía, el amor a los animales. Llega de Oriente a su corte romana el mago Apolonio y se pone a su servicio. Únicamente el problema religioso permanece sin resolver. Los cristianos, numéricamente reducidos, se mantienen divididos y hostiles. Los logros conseguidos por el emperador son, sin duda, los logros de la razón abstracta y eficaz de la ciencia. Mediante la llegada del mago de Oriente se une a la razón la capacidad de seducir, la mística oriental. Pero el problema religioso sigue sin resolverse. Para ello convoca un concilio ecuménico presidido por él mismo y cuya ceremonia inicial tiene un carácter laico. Satisface lo 109

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que cada una de las confesiones cristianas considera más importante y esencial del cristianismo con la única condición de reconocerle a él como «único intercesor y protector». ¿Cuáles son las aspiraciones de las iglesias? Soloviev presenta de manera narrativa, en imágenes tan simples como las parábolas del Evangelio, lo que en última instancia desea cada una de ellas como medios necesarios para predicar y hacer presente el reino de Dios: el catolicismo desea más poder y autoridad para poder ser más eficaz socialmente y contener los desmanes de la libertad; el mundo ortodoxo quiere más tradiciones y más fidelidad a las mismas; el mundo protestante, en cambio, quiere más certeza, más racionalidad, más libros... Cuando el emperador ha prometido la autoridad perdida, la custodia de las tradiciones y la posibilidad de incrementar los estudios bíblicos, pregunta con satisfacción: ¿hay algo más precioso? El drama comienza cuando el starets Juan le responde: ¡Gran emperador! Para nosotros, lo más precioso del cristianismo es Cristo mismo» y le propone confesar la divinidad de Cristo. Ésa es la clave del relato cuyo objeto, precisa el monje, al final del mismo «no es la catástrofe del universo, sino únicamente el final de nuestra evolución histórica: aparición, apoteosis y destrucción del Anticristo.

Su proceder gira en torno a estas características: es falsario e hipócrita con un desmesurado amor a sí mismo que le impulsa a usurpar el lugar de Cristo y fundar un reino «suyo» para instaurar «su» propia paz, basada en el bienestar, satisfacción de los propios deseos, posibilidad de diversión, seguridad y tranquilidad en una Iglesia protegida por el Estado, una Iglesia sin Cristo, sin divisiones, sin libertad. El Anticristo, «mentiroso y padre de la mentira»,13 «el que extravía»,14 según Soloviev y Dostoievski, engaña falsificando el concepto de paz, como declara el Señor Z. en el tercer Diálogo: la paz del Anticristo es «mala y mentirosa» porque se afirma en el sueño de la conciencia, en el cual bien y mal, verdad y falsedad se confunden hasta asimilarse. Cristo... [...] vino a traer a la tierra la verdad; y ésta, como el bien, ante todo divide [...]. Existe por tanto la paz buena, cristiana, cuyo principio 13. Jn 8, 44. 14. Apocalipsis 12, 9.

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es esa división que Cristo vino a traer a la tierra, la separación entre el bien y el mal, la verdad y la mentira; y existe la paz en el mundo, la paz mala, cuyo principio es la mezcla o unión externa de aquello que en definitiva está en guerra consigo mismo.

Pero el engaño más peligroso del Anticristo reside en hacer creer que él es el verdadero Mesías, el salvador, que ha venido a corregir la obra de Cristo. El profeta de Galilea complicó la vida, la hizo ser dura, violenta, impracticable; él, por el contrario la vuelve fácil y agradable, porque elimina las divisiones y contradicciones. Las ideas que articulan el relato recogen las convicciones teológicas de Soloviev.15 La primera, frente a Tolstoi, muestra que la esencia del cristianismo no es su doctrina ni su moral, sino la persona de Jesucristo del que reafirma la certeza de su resurrección como primogénito de los muertos. Otro de los temas es el ecumenismo, la unidad de las iglesias cristianas. Aunque se convirtió al catolicismo, siempre sostuvo, como testimonia su íntimo amigo el príncipe Trubetskoi, que «la unidad visible de la Iglesia católica no es toda la Iglesia y que Cristo, como Dios, está infinitamente por encima de la Iglesia».16 Incluyendo a los judíos en su ecumenismo quiso fundir la escatología judía con la cristiana. Inspirándose en la afirmación bíblica «La salvación viene de los judíos»,17 considera que también serán los primeros en ver a Cristo para acoger a sus fieles.18 Otra de las ideas que cierra el relato y que también comparte con Dostoievski frente a Tolstoi, se refiere al mal. Cuando el Sr. Z. pregunta por qué el Anticristo odia tanto a Dios si, después de todo, no es tan malo, la respuesta, es que el bien que procede de Satanás es pura apariencia ya que no está generado por el amor sino por el odio, no por la verdad sino por la mentira. Por eso concluye el Sr. Z.: No es oro todo lo que reluce. El esplendor de un bien artificial no tiene valor alguno.

15. Cfr. B. Schulze, «Vladimir Soloviev e i tre prinzipi nella Chiesa», en Civ. Catt. 1950 III 403. 16. Íd., 52. 17. Jn 4, 22. 18. Cfr. B. Dupuis, «Les juifs, l’histoire et la fin des temps selon Vladimir Soloviev», Istina 32 (1992).

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Esta idea, que recoge el sentido del drama, hermana a Soloviev y Dostoievski con Alioscha y Zósima de Los hermanos Karamazov, hermana a Belinski y Tolstoi con Iván. En última instancia sintetiza su obra La justificación del Bien (1897), donde reprocha a Kant una moral abstracta, como en el aire y sin objeto, eliminando el papel esencial de la piedad y la compasión, como recoge Schopenhauer y ha enseñado siempre el cristianismo. El bien sólo se da en cuanto es realizado y, en ese sentido, no está fuera del hombre. En uno de los artículos que había publicado con el título El sentido del amor (1896) recogía una concepción del amor inspirada en la persona de Cristo y su sentido sacrificial. Igual que Dostoievski, señala que el amor sólo puede consistir «en la justificación y salvación de la individualidad mediante el sacrificio del egoísmo». En cuanto el hombre se diluye en el ser espiritual de otro, va más allá de sí mismo. Sólo con esa transición se reconoce incondicionalmente la dignidad y el rango del otro, y con ello se da satisfacción a las elevadas exigencias de sociabilidad del hombre. Y quien vive desde ese amor entregado se haya ya «en el comienzo de la restauración visible de la imagen de Dios» y está preparado para una inmortalidad, que a la vez pone de manifiesto lo inevitable de la muerte. Un hombre que así ama se pone bajo la ley divina como un principio superior frente a la naturaleza animal y a la ley social y moral. [...] Con ello, el individuo contribuye al verdadero bien de todos los hombres; pues, en efecto, no se excluye a sí mismo, sino que, mediante la colaboración activa, hace una aportación al proceso histórico de la unión universal de los hombres.19

19. G. Böhme, «El sentido del amor en Vladimir Sergevic Soloviev», en F. Volpi, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. III, Herder, Barcelona, 2005, p. 2.012.

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LA POESÍA EN TIEMPO DE INDIGENCIA Jacinto Herrero Esteban

Alguien había definido la poesía como oración y silencio, y Dámaso Alonso, en un lugar de su obra de cuyo nombre no quiero acordarme, decía que toda poesía es religiosa. Contempladas hoy estas afirmaciones desde la perspectiva de la secularidad y la postmodernidad difícilmente se mantienen. Por eso en este tiempo de indigencia espiritual debo hacer precisiones y limitarme a una visión de la poesía desde el ángulo de la fe, no de la religiosidad. Para acercarme al tema permítanme previamente una precisión cronológica. Tres meses después de concluida la novela Los hermanos Karamazov, el 28 de enero de 1881 moría Dostoievski. Desconocía, por razones obvias, la obra de su contemporáneo Sören Kierkegaard. Temor y temblor se publica en 1843, es decir, 37 años antes que la obra dostoievskiana que sirve de referencia a este breve curso de la Cátedra de Santo Tomás, aquí en Ávila en 2005. No tendría importancia alguna esta precisión cronológica si no se hubiera elegido como leitmotiv de estas charlas el interrogante La religión: ¿consuela o cuestiona?, pues casi las mismas palabras son las usadas por Kierkegaard para enfrentarse con la Iglesia oficial danesa a la que acusa de querer tranquilizar las conciencias de la burguesía a la vez que de conseguir prebendas materiales. Distingue Cristiandad de Cristianismo. La fe no es de la Cristiandad. La fe no es consuelo sino temor y temblor (Fip. 2,12). Se trata evidentemente de la lucidez del filósofo enfrentándose a los defectos de su propia confesión religiosa. El problema de la fe es fundamental en su concepción del cristianismo y la 113

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prueba de su fe, como en el caso de Abraham, le llevará a perder a Regina Olsen, el único amor posible de su vida. El problema de Dostoievski es enteramente diverso. Se trata, a mi ver, de la oposición entre la Iglesia de Occidente, considerada como Imperio terrenal del Papa de Roma, y el espíritu de libertad del cristianismo de Oriente. La salvación de Rusia para Dostoievski está en la Iglesia Ortodoxa rusa, cuando todos sus demonios sean arrojados fuera de sí, como a la piara de puercos en el Evangelio de Lucas (8, 26-39). Pero el Gran Inquisidor no ofrece la salvación sino el sometimiento; sus fieles serán felices si depositan en él su libertad, si se hacen esclavos, en definitiva. «No existe para el hombre preocupación más atormentadora que la de encontrar a quién hacer ofrenda cuanto antes, del don de libertad con este desgraciado se nace. Pero sólo llega a dominar la libertad de los hombres aquel que tranquiliza sus conciencias». Dostoievski ha llegado al mismo punto crítico que obsesionaba a Kierkegaard: tranquilizar las conciencias aun a costa de perder la dignidad personal; porque, en el fondo, el difunto obispo Mynster y su digno sucesor Martensen estaban jugando al cristianismo, lo que equivale a no tener fe, y «lo que predicaba [...] tendía deliberadamente a suavizar, oscurecer o callar lo que el cristianismo representa de más decisivo, todo eso que nos resulta incómodo, todo eso que haría difícil nuestra vida...». En pareja posición con el «secreto» del nonagenario inquisidor: la falta de fe en el mensaje del Evangelio. Estos hombres no creen y «todo les está permitido». El pensamiento del Gran Inquisidor sienta las bases de la justificación de todo régimen dictatorial. Se adelanta aquí como en Los hermanos Karamazov, como lo había hecho en Los Demonios (1871-1872) a los acontecimientos políticos y sociales de su patria y que ocurrirían años después de su muerte. ¿Cómo lo sabía? Ésta es la pregunta que nos viene a la mente. Quizás sea Alioscha y no Iván el verdadero protagonista de los Karamazov. Representa esa fe en la religiosidad rusa, frente a las dudas y vacilaciones de los que se han asomado a las filosofías alemanas del momento. Paralelamente, Sören Kierkegaard rechaza la dialéctica de Hegel, aunque a veces caiga en una aporía de contrarios. Y así la fe acucia y cuestiona para buscar salida a una oposición (tesis y antítesis) de una fe vivida como refugio o consuelo y las exigencias de un cristianismo puro y desnudo. 114

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Pero pensemos que estos planteamientos ocurren en ámbitos ajenos a nuestro catolicismo tradicional. Por aquí no ha pasado la Reforma, que es el sustrato de la teología del pensador danés, y nuestros inquisidores estuvieron ojo avizor frente a cualquier cristianismo evanescente y espiritualista. Tal sucede con los escritores místicos y doctrinales de nuestros siglos XVI y XVII. Fueron, en expresión de santa Teresa, aquellos tiempos recios. Y ¿se vivió la fe como consuelo, o bien se cuestionó frente a la presión sociocultural del momento? ¿No podrían darse los dos extremos observados desde una perspectiva diacrónica en un mismo escritor? Un humanista como fray Luis de León, ajeno a la trama de envidias que su éxito universitario suscitaba contra sí, podía admirar a Horacio y tratar de imitarlo, e incluso participar en las novedades de Petrarca introducidas por Garcilaso. Tal su elogio de la vida retirada: Vivir quiero conmigo, Gozar quiero del bien que debo al cielo a solas, sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo.

¿Es aquí la fe consuelo o bien refugio a la inquietud mundana significada en esa enumeración de pasiones que lleva la estrofa? Fray Luis anhela la paz que nunca tuvo: Un no rompido sueño, Un día puro, alegre, libre, quiero

O bien ese seguro o refugio en soledad... ¡oh, campo! ¡oh, monte! ¡oh, río! ¡oh, secreto seguro, deleitoso!

¿Quién no recuerda junto a estos versos aquellos de don Antonio Machado? Campo, campo, campo. Entre los olivos, los cortijos blancos.

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O bien, estos de san Juan de la Cruz: Mi Amado las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos.

Toda esta efusión adánica, casi panteísta, ante la naturaleza nos aleja del sentimiento de culpa del escritor protestante (pensemos en Milton, por ejemplo). Por ello dice Karl Vossler que no «fueron las solas medidas prácticas de la Contrarreforma e Inquisición las que detuvieron y atajaron el movimiento (protestante) sino que éste se paró por sí mismo e hizo alto con encerrarse y aislarse en la soledad, en soliloquios y concentraciones contemplativas del alma. Las Soledades resultaron ser la verdadera vía muerta de las veleidades protestantes en España, por lo menos en el campo literario». Y alaba más adelante «la energía y entereza espiritual con que los poetas y noveladores realistas supieron efectuar la más maravillosa síntesis de las cosas de su tierra de España con las de nuestro cielo». En esa síntesis que andamos buscando entre la consolación (una palabra que trae resonancia en nuestra literatura desde la Edad Media, De consolatione philosophiae), entre el consuelo, digo, y el posicionamiento frente a la injusticia y la arrogancia del poderoso, la autoridad inapelable, como la del viejo inquisidor de Dostoievski, ¿cómo obra fray Luis? Aparte del proceso donde él mismo actúa como defensa, ahí están sobre todo dos poemas A una esperanza que salió vana y A nuestra Señora, ambos escritos en la cárcel, de la que dice: La noche aquí se vela, aquí se llora el día miserable sin consuelo, y vence al mal de ayer el mal de agora. [...] En mí la ajena culpa se castiga, y soy del malhechor, ¡ay!, prisionero.

El P. Ángel C. Vega, editor de la obra de fray Luis, se apresura en nota a pie de página a aclarar que ese malhechor que lo tiene 116

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prisionero no es la Inquisición, ¿y quién si no? Aunque los denunciantes y acusadores sean otros, [...] envidia emponzoñada, engaño agudo, lengua fementida, odio cruel, poder sin ley alguna me hacen guerra a una.

Y toda esta protesta se hace sin menoscabar en un ápice su fe, sino a partir de la seguridad que la fe le presta; porque aquí la fe, como en el caso de Abraham, en el caso de Kierkegaard, está más allá del acontecer o la prueba diaria de este «poder sin ley alguna» de tejas para abajo. Pero los poetas de las generaciones siguientes aceptaron vivir en connivencia con la nueva sociedad surgida en el barroco. La fe no cuestiona a los poetas barrocos. No la niegan tampoco. Se acogen a ella como seguridad, como final de una tortuosa carrera en que amenazan la muerte y la nada. Nada que, siendo, es poco, y será nada en poco tiempo. Esa terrible negatividad de los sonetos de Quevedo que, a estas alturas, nos parece retórica conceptista, bien alejada de la verdad de su vida. Nadie se atreve a decir que Quevedo no cree en sus propias palabras. La seguridad en que se instala Lope de Vega entregado a vivir alegremente y a súbitos arrepentimientos pasajeros es el otro polo de este talante barroco. Podía Lope permitirse toda clase de frivolidades y desenvolturas; su arrepentimiento haría de sus poemas, considerados como poesía religiosa, unas veleidades sin fruto; Mañana le abriremos —respondía— para lo mismo responder mañana. Pero él no pierde la seguridad en la que vive pues alguien le espera siempre y está para esperar los pies clavados. Hay un clérigo que no escribe poesía religiosa a la manera recién apuntada. Mantiene su fe a salvo de molestos inquisidores y se refugia no en la fe, sino en la belleza de los mitos antiguos. A su vez, es la conciencia acusadora del vivir desahogado del Madrid de los Felipes, hasta el punto de ser herido y arrojado de la corte y vuelto a su Córdoba, pobre y desahuciado. Pero si alguien se ha salvado de aquella greña entre escritores y ha llegado limpio hasta nosotros ha sido ciertamente este clérigo, don Luis de Góngora y Argote. Valdría para avalar esta opinión el largo poema que le dedica Luis Cernuda, cuando éste se siente tan acosado como Góngora. 117

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Este comportamiento vitalmente despreocupado en la seguridad de la pertenencia a la llamada Cristiandad no es privativo de nuestro mundo barroco. En su libro póstumo Mi punto de vista, Kierkegaard ha señalado con certeza: «uno vive dentro de las categorías estéticas, y si alguna vez piensa sobre el Cristianismo, aplaza el problema hasta que sea más viejo. Porque —se dice a sí mismo— de hecho soy esencialmente cristiano. No se puede negar ciertamente que, en la Cristiandad, los hay que viven tan sensualmente como cualquier pagano vivía. Sí, incluso más sensualmente, porque tienen esa desastrosa sensación de seguridad de que esencialmente son cristianos». Es, andando el tiempo, el «largo me lo fiáis» de don José Zorrilla, otro autor de poesía y leyendas religiosas que no resisten una lectura seria. No hemos tenido entre nosotros un Byron, con su Caín, un misterio profundamente religioso; una dramatización de los primeros capítulos del Génesis. Unamuno estimó en mucho esta obra de Byron, como en general a todos los poetas románticos ingleses de los que toma el verso blanco endecasílabo. El Caín de Lord Byron se deja entrever en la novela de Unamuno Abel Sánchez. Unamuno es nuestro gran poeta religioso; en él la religión consuela y cuestiona largamente. Hoy está à la page el negar a Unamuno su condición de poeta. Él, que quería que se le recordara como tal en el futuro. Para entender y gustar su poesía no se requiere conocer las coordenadas metafísicas y religiosas en que se debatía su autor. El meollo, la vibración poética de Unamuno llega a través de los símbolos utilizados: el agua, la noche, la niebla, los astros, Sirio, o Aldebarán: Rubí encendido en la divina frente, Aldebarán, lumbrera de misterio, perla de luz en sangre...

y una larga serie de interrogantes seguía a esta invocación. Trascendía los parámetros de la cotidianidad y terminaba imaginativamente más allá de los límites del espacio:

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¿qué hay del otro lado del espacio? Allende el infinito, Di, Aldebarán, ¿qué resta?

Hay una novela poco conocida de Unamuno, Nuevo mundo, escrita allá por 1895 y 1996 y —caso curioso— publicada en 1994 por Laureano Robles, esto es, media un siglo entre su redacción y su publicación. En ella un muchacho, Eugenio Rodero, llega a Madrid para realizar sus cursos universitarios. Un Madrid krausista; el que vivió Unamuno, el que produjo su famosa crisis espiritual. Eugenio Rodero tiene una sensibilidad a flor de piel; una formación religiosa tradicional pero vivida con autenticidad. La breve novela es una etopeya. No interesa lo de fuera, sino la evolución interior de la conciencia del estudiante al tratar de racionalizar la fe. Unamuno estudia a Hegel y trata de salir de ese Absoluto asfixiante volviendo al Kant de la Razón práctica. En los primeros años del siglo se centra en la lectura de Kierkegaard; El concepto de la angustia, Temor y temblor. Con ayuda del alemán trata de comprender el danés para leerlo en su lengua original. Es el único de su generación que conoce la obra kierkegaardiana, como también es el único que se ha enterado del movimiento teológico modernista. (Perdóneseme este excursus apresurado y evidentemente generalizador. Pedro Cerezo Galán ha empleado 850 páginas para aclarar el pensamiento de Unamuno en su libro Las máscaras de lo trágico.) San Manuel, Bueno y Mártir parte de ese mundo teológico y el problema de la fe encuentra solución en la ilusión mantenida de sus fieles que rodean al personaje a la hora de su muerte: «hay que hacer que vivan de la ilusión», dice San Manuel a su confidente agnóstico o ateo. Pero esa ilusión es creadora; como en Kierkegaard, el espíritu de creación es el alimento de la vida, a la vez que, según Unamuno o San Manuel, es «eterna ilusión consoladora». Tenemos aquí los dos opuestos de los que habíamos partido: consolación o cuestionamiento desde la fe porque la Idea Absoluta hegeliana es inhabitable. Al otro polo de pensamiento unamuniano está san Agustín, la carnalidad de su pensamiento, y Pascal, el hombre perdido entre dos infinitos que reclama el salto de la fe; entrar de bruces en la niebla, De las nieblas salí, vuelvo a las nieblas...

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Y no olvidemos que estamos hechos de la madera de los sueños. Todo esto se concentra en el gran interrogante al comienzo de El Cristo de Velázquez (1920): ¿En qué piensas tú muerto, Cristo mío?

Es la gran paradoja. Resuena aquí la negatividad de Nietzsche, muerto, junto a la cordialidad de Cristo mío. Piensa / muerto. Velázquez, que ha retratado al príncipe Baltasar Carlos, a la princesa Margarita, a los reyes reflejados en un espejo, a la hora de darnos el rostro de Cristo lo cubre con una mata de pelo; deja al espectador con su propia imagen, que él componga los rasgos de su Cristo de fe. No escapa esto a la contemplación de Unamuno, la negra cabellera es el velo que oculta el rostro real de ese Cristo muerto. Negro, muerte, cerrada noche. En contraposición, ese cuerpo que ha perdido la sangre está blanco. Blanca hostia, blanca la luna que ilumina la negrura de la noche. Leamos hasta aquí: ¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? ¿Por qué ese velo de cerrada noche de tu abundosa cabellera negra de nazareno cae sobre tu frente? [...] Blanco tu cuerpo está como el espejo del padre de la luz, del sol vivífico; blanco tu cuerpo al modo de la luna que muerta ronda en torno de su madre nuestra cansada vagabunda tierra; blanco tu cuerpo está como la hostia del cielo de la noche soberana.

Como en Calderón, como en la propia obra de Unamuno «es sueño la vida». La tierra sueña, duerme / vela la luna, o lo que es igual, el hombre sueña y vela el hombre sin sangre, blanco. «Mi amado es blanco», dice el Cantar de los Cantares, cita en que se apoya este fragmento. «Soy morena y hermosa», dice la esposa del Cantar, porque «me ha tostado el sol»... Porque el sol de la vida me ha mirado con sus ojos de fuego.

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Estos dos elementos se cruzan en quiasmo —característica de la poesía de Unamuno— para llegar a la exaltación de la noche como nodriza de la esperanza. Mientras la tierra sueña solitaria, vela la blanca luna; vela el Hombre desde su cruz, mientras los hombres sueñan; vela el hombre sin sangre, el Hombre blanco como la luna de la noche negra; vela el Hombre que dio toda su sangre por que las gentes sepan que son hombres. [...] Abres tus brazos a la noche que es negra y muy hermosa porque el sol de la vida la ha mirado con sus ojos de fuego [...] Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre nos guían en la noche de este mundo, ungiéndonos con la esperanza recia de un día eterno. Noche cariñosa, ¡oh noche, madre de los blandos sueños, madre de la esperanza, dulce Noche, noche oscura del alma, eres nodriza de la esperanza en Cristo salvador!

La anáfora ¡oh, noche... oh, noche! Nos remite a nuestros místicos: ¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste Amado con amada, Amada en el Amado transformada!

Alguien recordará El Cristo de Cabrera, la imagen de la pequeña ermita donde buscan consuelo los pesares de los hombres: ¡Cuántos bajo el mirar de aquella imagen, / mirar hierático, / dulce efluvio sedante / sintieron que sus penas adormía / y que el divino bálsamo / tornábales al sueño de la vida! Compárese con el desgarrón emocional que supone El Cristo yacente de las Claras, este Cristo carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra. El propio Unamuno escribe en Andanzas y visiones españolas que «fue cierto remordimiento de haber hecho aquel 121

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feroz poema [...] lo que me hizo emprender la obra más humana de mi poema El Cristo de Velázquez». Son 2.538 endecasílabos, construidos como a golpe de buril entre 1913 y octubre de 1920. Siete años de brega y meditación para realizar lo que él llama «mi cristología realista». Pero no tan realista debió de parecerle a Juan Ramón Jiménez cuando le espetó a don Miguel en la Residencia de Estudiantes: «Esto es mitología, don Miguel», y Unamuno encajó el golpe respondiendo «¡Claro, hombre! ¡Naturalmente!». Aunque es evidente que el término «mito» responde a un concepto diverso usado por Unamuno o por J.R.J. Unamuno se opuso a una secularidad racionalista que venía amparada por el brillante discurso de Ortega y Gasset. Al hombre no le basta la racionalidad, hay que dar sentido a la vida, recobrar la conciencia y, a la vez, la «nostalgia del Absoluto». A diez días de la fecha de su muerte había escrito en uno de sus muchos sonetos: Qué chico se me viene el universo. ¿y qué habrá más allá del infinito, de esa bóveda hostil en el reverso por donde nace y donde muere el mito?

Pasada la contienda civil, ya en 1942, Luis Felipe Vivanco publica en la revista El Escorial una muy amplia antología de Unamuno. Su presencia no cesa de crear nuevos poetas, Gaos, Blas de Otero, desesperadamente unamuniano; o reposadamente Panero y Vivanco. La fe cuestiona la poesía de Vivanco. Al publicar en 1974 Los Caminos, confiesa: «Se trata, en gran parte, de un libro de poesía religiosa, pero que arranca del desprecio que siento hacia las formas y los usos disminuidos y mostrencos de la religión oficial que profeso: el catolicismo. Mi gran pecado es el desprecio hacia todo lo sucedáneo, y por eso mi poesía es, creo yo, un largo esfuerzo —¿o un largo paseo, nada más?— para identificarme con lo poco que me parece auténtico y digno de ser vivido hasta el límite». En el Salmo improvisado de mis cuarenta años leemos: «Alabadle, mis años / de juventud rebelde y casi mística. / Alabadle, mis años / de madurez católica, a sabiendas / de todo lo que cuesta / ser católico en vez de vitalista». 122

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Señalaría dos poemas donde lo «auténtico y digno de ser vivido» trasciende la cotidiana realidad; la evocación del padre en una día de caza: «Asiduo cazador y padre mío de este mundo», y El descampado, ese poema casi místico que arranca de una anécdota baladí, un taxi parado frente a la ventana y el campo, un taxi vacío, donde descubre la presencia del Tú Absoluto. Vivanco, Panero y Rosales, un trío de testigos de la fe, al que había de asociarse José María Valverde. Sus Voces y acompañamientos para san Mateo me pareció siempre la vuelta más sincera a la fe en Jesucristo. No el Dios lejano o metafísico de otros poetas sino el Jesús del Evangelio. Un libro narrativo y teológico, a la vez que íntimo en los acompañamientos y el título recordaba la música de Bach. A partir de los años sesenta y su exilio voluntario a EE.UU. y luego a Canadá, su posición política derivó hacia el comunismo, no al marxismo, pero sí a la teología de la liberación; su gran preparación filosófica le alejó del activismo político. Su fe, por otra parte, emparentaba con otro gran poeta de Hispanoamérica, César Vallejo, como él creyente y comunista. Me admiraba también su amistad con Pablo Antonio Cuadra. La deriva hacia el marxismo de los intelectuales europeos; la oposición al último franquismo, y el creciente secularismo alejan a los escritores españoles de problemas religiosos; muchos ni siquiera se los plantean. Por otro lado, el nivel de vida alcanzado en España se refleja en una actitud hedonista y agnóstica. El «todo vale» de la postmodernidad se instala en la poesía bajo distintas denominaciones. Los pocos que se atreven a un pensamiento trascendente tienen casi que excusarse y pedir perdón. ¿Qué hacer con una poesía de tejas para abajo? No hablar de Patria, de Familia, de Dios. Estos temas frecuentes en Unamuno le condenan a un destierro de nuestras letras contemporáneas. El realismo y la cotidianidad llegan a extremos paradójicamente antipoéticos. Pero el juego con la palabra vacía se agota, es pura logomaquia. Y sin embargo, algo nos dice en susurro o con sordina que no puede morir tanta belleza como el hombre ha atesorado. Cabe todavía la añoranza del Absoluto perdido o, digámoslo con la voz de otro poeta, la desesperanza. Termino con este breve poema de Enrique Elorduy (Bilbao, 1953) a quien yo no conozco y me interesó por la temática de los pájaros: 123

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Los pájaros Llegaron los pájaros perdidos temblando como hojas amarillas. El otoño les susurró una canción y como flores muertas deshojaron la luz. Nada saben del dolor que nos angustia, de la afilada pena que no cesa. Los ocres de la tarde parecen llamar a los pájaros perdidos, para decirles que no existe ya esperanza.

Ávila, abril 2005

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EL SILENCIO DEL PRISIONERO Juan Mayorga

Cuando un espejo es puesto ante otro, se desencadena una secuencia infinita de imágenes reflejadas. Cuando un cuento incluye otro, se abre entre ellos un diálogo infinito. Si ambos son poderosos, el cuento corto desestabiliza al largo, y éste es a su vez resignificado por aquél. Así sucede cuando Lessing pone el cuento de «Los tres anillos» en boca del protagonista de Natán el Sabio. Así cuando, en El proceso, Kafka hace que Josef K. escuche la historia del campesino y el guardián. Así cuando Iván Karamazov presenta a su hermano Alioscha el relato de «El Gran Inquisidor». Relato que, por cierto, a su vez alberga otro: el evangélico de las tentaciones de Cristo en el desierto. «El Gran Inquisidor» aparece en el libro quinto de Los hermanos Karamazov de Feodor Dostoievski. Aquel cuento bastaría para situar esta novela entre las creaciones mayores del siglo XIX. Y entre las más debatidas desde entonces. En efecto, el duelo entre el Inquisidor y su prisionero ha provocado interpretaciones muy distintas, desde muy diversos intereses. Una y otra vez, filósofos y teólogos se han sentido interpelados por los argumentos del Inquisidor. Tampoco el lector común dejará de inquietarse por su caudaloso discurso y por el tenaz silencio de su prisionero: ¿qué dice ese silencio? Dostoievski consigue, para empezar, hacer visible el conflicto entre dos formas de entender el cristianismo. Por un lado, el cristianismo que desafía al hombre y al mundo; por otro, el que se ofrece como refugio y consuelo. El cristianismo del Crucificado, que rechaza la tentación del poder temporal y reclama el amor libre de los hombres, y el del Gran Inquisidor, que prescin125

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de de Cristo y, afirmando amar a la Humanidad, le ofrece seguridad —de cuerpo y de conciencia— a cambio de servidumbre Pero el conflicto del relato desborda el campo religioso. Se trata finalmente, me parece, del conflicto entre el anhelo de libertad y el miedo al sufrimiento. De ahí que, con razón, se hayan reconocido en el cuento de Dostoievski rasgos proféticos, en tanto que anticipa las grandes batallas ideológicas del siglo XX, en cuyo corazón siempre reaparece aquel conflicto. La adaptación que aquí se presenta —que debe mucho al diálogo con el profesor Reyes Mate, sin el cual se habrían pasado por alto aspectos fundamentales del relato dostoievskiano— ha intentado traducir a lenguaje escénico el original sin reducir su complejidad temática y estética. Teniendo siempre presente que la palabra novelesca no es la misma que la que nace para encontrarse con el cuerpo —la voz, el gesto— del actor. ¿Qué puede añadir el teatro a la genial fantasía de Dostoievski? El teatro nos da a ver esos cuerpos que se miran cara a cara en la celda inquisitorial: el frágil cuerpo del preso, el poderoso cuerpo de quien lo amenaza. El teatro puede entregarnos también, aquí y ahora, en voz viva, ese formidable discurso que atrae al tiempo que espanta, que seduce al oído y le hace daño. Y el teatro nos ofrece, sobre todo, el silencio. El teatro es el arte en que el silencio se oye, y no hay silencio tan sonoro como el de este prisionero de la Inquisición. Quien al aluvión de palabras de su carcelero responde sólo con un gesto: un beso. En ese beso y en el silencio desde el que ha surgido reconocemos toda su mansedumbre y toda su fuerza. Para hacer oír ese silencio ha trabajado este adaptador.

«El Gran Inquisidor», de Feodor Dostoievski, en versión de Juan Mayorga, se estrenó en lectura dramatizada el 23 de mayo de 2005, en el Real Monasterio de Santo Tomás (Ávila), bajo la dirección de Guillermo Heras, con el siguiente reparto: JOVEN 1 JOVEN 2 GRAN INQUISIDOR PRESO SATÁN

GERARDO QUINTANA ÁNGEl SOLO FRANCISCO VIDAL ENRIQUE INCHAUSTI TERESA NIETO

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EL GRAN INQUISIDOR de Feodor Dostoievski Versión de Juan Mayorga

(El Joven 1 es un novicio. Lleva un crucifijo al cuello.) JOVEN 1—¿Un cuento? ¿Para eso me has citado, para contarme un cuento? Creí que querías decirme algo importante. Algo relacionado con nuestro padre. ¿Cuánto tiempo hace que no cruzas una palabra con él? A veces me da miedo cómo lo miras. A veces lo miras como si fueses a... Lo miras como si le deseases la muerte. Sé que nunca lo harías, pero lo miras como si fueses a... Como si temieses hacerlo. Como deseando que alguien lo haga para no hacerlo tú. JOVEN 2—No quiero hablar de ese hombre cruel. Quiero contarte un cuento. Si es que tú quieres oírlo. JOVEN 1—Llevamos años sin hablar en serio, y dentro de una hora sales de viaje. No sé cuándo volveré a verte. Envíame ese cuento, te prometo que lo leeré. Aprovechemos mejor este poco tiempo que nos queda. JOVEN 2—No puedo escribirlo. Nunca lo escribiré. En realidad, es un cuento sólo para ti. No se lo contaré a nadie más. (Silencio.) JOVEN 1—Bien, como quieras, soy todo oídos. JOVEN 2—No esperes gran cosa. Sabes que no soy buen narrador. Seguro que le encontrarás mil defectos. JOVEN 1—Veremos. JOVEN 2—Otra cosa debo advertirte. Debo advertirte que en el cuento sale él. (Señala el crucifijo del Joven 1.) ¿Quieres escucharlo, a pesar de eso? (Silencio.) JOVEN 1—Adelante. JOVEN 2—Mi cuento comienza mucho tiempo después de que él se fuese de la tierra, siglos después. Se fue, pero anunció que volvería. ¿Recuerdas su promesa? 127

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JOVEN 1—Mateo, capítulo veinticuatro, versículo treinta y seis: «De ese día y de esa hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre». JOVEN 2—Han pasado quince siglos, pero el hombre lo espera con el mismo fervor que entonces. Aunque el cielo lleva quince siglos sin enviar señales a los hombres, ellos todavía dirigen sus miradas hacia él: «¡Ven, Señor!». Y él al fin los escucha y se digna descender hasta su pueblo. Ahí comienza mi cuento. ¿Te interesa? JOVEN 1—Sigue, por favor. JOVEN 2—La acción transcurre en España, en la época de la Inquisición, cuando, para mayor gloria de Dios, arden a diario las hogueras. Allí y entonces desciende él del cielo. Pero no como se esperaba, en toda su gloria, como un relámpago que brillase súbitamente de Oriente a Occidente. No. Él vuelve en la misma forma humana, humilde y frágil, que había tenido quince siglos antes. Así, humilde y frágil, llega a una ciudad española donde, al día siguiente, va a actuar el Gran Inquisidor. En magnífico auto de fe, en presencia del rey y de toda la corte, ante una multitud que llenará la plaza, la Inquisición quemará al día siguiente, de una vez, a cien herejes, a mayor gloria de Dios. A esa ciudad llega él, en silencio, sin que nada lo anuncie. Pero todos lo reconocen al instante. JOVEN 1—¿Lo reconocen? ¿Cómo? (Silencio.) JOVEN 2—Tienes razón. Si llegase a escribir este cuento, tendría que pensar cómo lo reconocen. Cómo saben que es él. El caso es que el pueblo, nada más verlo, corre hacia él, lo rodea, lo sigue. Él camina entre ellos con una sonrisa de dolor infinito. Un sol de amor arde en su corazón, y de sus ojos fluyen luz y fuerza a raudales. Él se vierte sobre la multitud, les tiende las manos, los bendice, y al contacto con él, con sus vestidos, los enfermos se curan. Entre la muchedumbre se oye la voz de un anciano, ciego de nacimiento: «¡Señor, haz que yo te vea!». Y una escama se le desprende de los ojos y el ciego puede verlo y se arrodilla ante él. La gente llora y besa la tierra que él pisa. Los niños arrojan flores a su paso, y cantan. Todos se dicen: «Es él. Tiene que ser él. No hay nadie como él». De pronto, él se detiene a las puertas de la catedral ante un cortejo fúnebre. El cortejo lleva un 128

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pequeño ataúd blanco, descubierto. En él va una niña, rodeada de flores. La gente dice a la madre: «Él resucitará a tu hija». Los sacerdotes, que salen a recibir el féretro, observan con el ceño fruncido. La madre se arroja ante él: «Si eres tú, resucita a mi hija». El cortejo deja el féretro en el suelo, ante él. Él dice: «Levántate». La niña se incorpora y mira en torno suyo con ojos asombrados, sonriendo. El gentío rompe en gritos y sollozos. Éste es el momento en que aparece el Gran Inquisidor. El Gran Inquisidor lo ha visto todo: cómo ponían el féretro ante los pies del extranjero, cómo ha resucitado a la niña. El Gran Inquisidor dice a sus guardias, señalando al extranjero: GRAN INQUISIDOR—Prendedlo. JOVEN 1—¿Lo manda detener? JOVEN 2—«Prendedlo», ésa es la orden del Gran Inquisidor. Por cierto, si llegase a escribirlo, ése sería un buen título para mi cuento, ¿no te parece? «El Gran Inquisidor». ¿Verdad que suena bien? JOVEN 1—Pero la gente, ¿no lo defiende? JOVEN 2—Tal es el poder del Gran Inquisidor, hasta tal punto está acostumbrada la gente a obedecerlo, que todos, temblando, se apartan a su paso. En medio de un absoluto silencio, los guardias se llevan al extranjero. La muchedumbre, como un solo hombre, se agacha ante el Gran Inquisidor, que la bendice y se aleja. Los guardias conducen al extranjero a un calabozo estrecho y sombrío de la Inquisición. Al llegar la noche, la puerta del calabozo se abre. Es el Gran Inquisidor. Viene solo. La puerta se cierra a su espalda. (Silencio. El Gran Inquisidor observa al Preso.) GRAN INQUISIDOR—¿Eres tú? (Silencio.) GRAN INQUISIDOR—¿Por qué has vuelto? (Silencio.) GRAN INQUISIDOR—¿Sabes lo que va a pasar mañana, en la plaza? Yo no sé si eres él o sólo alguien que se le parece. Seas quien seas, mañana te juzgaré y te condenaré a morir en la hoguera como el peor de los herejes. Y ese mismo pueblo que hoy besaba tus pies, mañana, a una señal mía, se lanzará a atizar el fuego de tu hoguera. 129

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JOVEN 1—No comprendo. ¿Se trata de una fantasía? ¿O es una confusión? ¿Toda esa gente ha confundido a una persona por otra? ¿También el Gran Inquisidor está confundido? JOVEN 2—Piensa lo que quieras. Si quieres entenderlo como un cuento realista, piensa que se trata de una confusión. Quizá el preso se parezca a él, mucha gente se parece a él, y ese parecido excita la imaginación del Gran Inquisidor. O quizá el Gran Inquisidor esté loco. Eso lo explicaría todo: el Gran Inquisidor está loco, su trabajo le ha hecho perder el juicio. O es un viejo que, ante la cercanía de la muerte, se obsesiona con el sentido de la empresa a la que ha dedicado su vida, y esa obsesión le hace ver visiones, sobre todo en días como éste, la víspera de quemar a cien herejes. ¿Confusión? ¿Locura? Piensa lo que quieras. Lo que me importa es que escuches la voz del Gran Inquisidor, que, después de tantos años, se desborda y dice lo que toda la vida ha callado. JOVEN 1—¿Y el preso? ¿No vamos a escucharle? GRAN INQUISIDOR—¿Callas? Claro, ¿qué podrías decir? ¿Qué podrías añadir a lo que ya dijiste? Todo lo que ahora dijeses iría contra la libertad que entregaste a la gente. Porque tu palabra aparecería como un milagro, como una coacción a la libertad de creer. Y a ti la libertad te es más preciosa que nada. Lo repetías a menudo, hace quince siglos: «Quiero haceros libres». Quince siglos de tormento nos causó ese amor tuyo por la libertad. Ya no. La libertad ya no nos atormenta. Nosotros hemos dado solución definitiva a ese problema, en tu nombre. Nosotros hemos resuelto el problema de la libertad. (Silencio.) GRAN INQUISIDOR—Ah, la libertad. Los seres humanos están más convencidos que nunca de que son libres. Y, sin embargo, ellos mismos han cogido su libertad y la han puesto a nuestros pies. Lo han hecho sin coacción, libremente, pero sumisamente también. ¿Es eso lo que tú anhelabas? JOVEN 1—No comprendo. El Gran Inquisidor, ¿se está burlando del preso? JOVEN 2—En absoluto. Presume de haber hecho feliz a la gente arrebatándole su libertad. GRAN INQUISIDOR—Ahora es posible, por primera vez, pensar en la felicidad de la gente. 130

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JOVEN 2—«Ahora.» Se refiere al tiempo de la Inquisición. GRAN INQUISIDOR—El hombre fue creado rebelde. Pero, ¿pueden los rebeldes ser felices? No. Ya te lo advirtieron, pero no hiciste caso de advertencias. Rechazaste el único camino por el que es posible hacer felices a los hombres. Por suerte para ellos, dejaste el asunto en nuestras manos. Nos diste el derecho de atar y desatar, y ahora no puedes quitarnos ese derecho. ¿Por qué has venido a estorbarnos? JOVEN 1—¿Qué significa eso de «no hiciste caso de advertencias»? ¿Qué advertencias? GRAN INQUISIDOR—El espíritu terrible e inteligente, el espíritu de la destrucción y del no ser, el gran espíritu te habló en el desierto. Te hizo tres preguntas, y tú tres veces contestaste «no». Los libros les llaman «tentaciones», yo les llamo «milagro». Porque si alguna vez hubo en la tierra un milagro, fue precisamente aquel día. Precisamente en esas tres preguntas se encierra el milagro. Si algún día esas preguntas desapareciesen de los libros, habría que convocar a todos los sabios de la tierra e imponerles esta tarea: «Encontrad tres preguntas que expresen la futura historia de la humanidad». ¿Piensas que todos los sabios de la tierra podrían concebir algo semejante en fuerza y hondura a esas tres preguntas que formuló el espíritu en el desierto? Al escucharlas, se entiende que fueron formuladas por una inteligencia no humana, sino eterna y absoluta. Porque esas tres preguntas contienen todas las contradicciones de la naturaleza humana y pronostican toda la futura historia del hombre. Entonces, cuando os encontrasteis en el desierto, eso no era aún evidente, porque no se sabía lo que iba a venir. Pero ahora, quince siglos después, sabemos que en esas tres preguntas está todo. Absolutamente todo. Dilo tú mismo, quince siglos después: ¿quién tenía razón, tú o aquel que te interrogaba? JOVEN 2—¿Recuerdas la primera pregunta? JOVEN 1—Mateo, capítulo cuatro. «Jesús fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo. Después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: “¿Eres hijo de Dios? Entonces, di que estas piedras se conviertan en panes”.» ESPÍRITU—Tú te diriges al mundo con las manos desnudas y con una oferta de libertad que ellos, en su infinita simpleza, no pueden entender. Les ofreces algo que les infunde horror. Porque 131

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nunca ha habido para el hombre nada más intolerable que la libertad. ¿Ves esas piedras? Conviértelas en pan y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño, agradecida y dócil. Te seguirán temblando, no sea que tú retires tu mano y se les acabe tu pan. GRAN INQUISIDOR—Así te habló el espíritu de la tierra. Y tú rechazaste su oferta, porque no querías privar a los hombres de libertad. Pensaste: ¿qué libertad es ésa que se compra con pan? Y respondiste al espíritu que el hombre no sólo vive de pan. JOVEN 1—«Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» GRAN INQUISIDOR—Y, sin embargo, ¿no sabes que en nombre del pan se sublevará contra ti el espíritu de la tierra, y luchará contigo y te vencerá y todos irán tras él? Todos irán tras él, diciendo: «¿Quién es semejante a esa bestia, que nos ha dado el fuego del cielo?». Todos dirán: «No existen el crimen ni el pecado, sólo existen el hambre y los hambrientos». Gritarán: «¡Danos de comer y podrás exigirnos que seamos buenos!». Eso expresan las banderas que se alzan contra ti y con las cuales han echado abajo tu templo. Y en lugar de tu templo, han levantado una nueva Torre de Babel. Igual que la vieja torre, tampoco ésta será terminada, pero mucha gente sufrirá hasta que la torre caiga. Tú podrías haber ahorrado a la humanidad todo ese sufrimiento. Siglos de sufrimiento. Porque la humanidad vendrá a nosotros después de haber perdido siglos con su torre. Nos buscarán por todas partes, hasta bajo tierra, y cuando nos encuentren, nos dirán: «Dadnos de comer, porque aquellos que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado». Y nosotros también les edificaremos una torre, pero la levantaremos hasta el final, porque sólo construye del todo el que da de comer, y de comer sólo damos nosotros. En tu nombre. Ninguna ciencia les dará el pan mientras continúen siendo libres. Ellos pondrán su libertad a nuestros pies y nos dirán: «Imponednos vuestro yugo y dadnos de comer». Por fin habrán comprendido que la libertad y el pan son incompatibles. Habrán comprendido que nunca podrán ser libres porque son cobardes y viciosos. Tú les prometiste el pan del cielo, pero ¿pueden compararse el pan del cielo y el pan de la tierra a los ojos de una raza débil, eternamente viciosa y eternamente ingrata? Y aunque detrás de ti y de tu pan del cielo fuesen miles y decenas de miles, ¿qué es eso comparado con los millones y decenas de miles de millones que no dejarán 132

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el pan de la tierra por el de los cielos? ¿Es que tú sólo amas a los fuertes? ¿Qué hay de los débiles, numerosos como las arenas del mar? Nosotros también amamos a los débiles. Son rebeldes, pero finalmente se someterán. Y nos tendrán por dioses, por haber aceptado ser sus señores, por haber aceptado soportar la libertad que ellos temían. ¡Es tan duro ser libre! Nosotros, que decimos ser siervos tuyos, les gobernaremos en tu nombre, y ya no te permitiremos que vuelvas a acercarte a ellos. Para gobernarles, tendremos que engañarles. El engaño nos causará dolor, porque nos duele mentir. Ésa es nuestra respuesta a aquella primera pregunta que el espíritu te hizo en el desierto. Nosotros aceptamos lo que tú rechazaste en nombre de la libertad, a la que pusiste por encima de todo lo demás. Aquella pregunta encerraba un gran secreto de este mundo. Si hubieras elegido el pan, habrías respondido a la eterna cuestión a la que se enfrentan cada hombre y la humanidad. Esa gran cuestión es: ¿a quién adorar? No hay desvelo más constante en el hombre. El hombre busca ansioso algo que adorar. Busca inclinarse ante aquello tan indiscutible que toda la humanidad, como un solo hombre, convenga en su general adoración. Porque la inquietud de esas lamentables criaturas se dirige a buscar aquello ante lo que todos juntos puedan arrodillarse. Ese necesitar la unanimidad de la oración es el tormento más doloroso de la humanidad, desde el comienzo de los tiempos. Por esa unanimidad en la oración se han exterminado unos a otros con la espada. Crearon dioses y se desafiaron entre sí. Los partidarios de cada dios dijeron: «Dejad vuestros dioses y adorad al nuestro. De lo contrario, moriréis con vuestros dioses». Así será hasta el fin del mundo. Así será hasta que los dioses desaparezcan del mundo. Y hasta entonces, una y otra vez los hombres se arrodillarán ante nuevos ídolos. Tú no podías ignorar ese principio fundamental de la naturaleza humana. Sin embargo, rechazaste la única bandera absoluta que hubiera obligado a todos a arrodillarse ante ti: la bandera del pan de la tierra. La rechazaste en nombre de la libertad. ¿No sabías que no hay para el hombre preocupación más grande que la de entregar cuanto antes ese don de la libertad con que nace la desgraciada criatura? Mas sólo se apodera de la libertad de las gentes el que tranquiliza su conciencia. ESPÍRITU—Dale pan y el hombre se arrodillará ante ti. Pero si alguien se apodera de su conciencia, entonces el hombre dejará 133

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el pan y correrá detrás de quien sea dueño de su conciencia. Porque el hombre no puede vivir si no vive para algo. Sin saber para qué vive, aunque esté rodeado de pan, el hombre se suicida antes de continuar en la tierra. GRAN INQUISIDOR—Tú que todo lo sabes, ¿no sabías que la seguridad, de cuerpo y de espíritu, es más valiosa para el hombre que la libertad? No hay nada más atractivo para el hombre que la libertad de su conciencia; nada hay más doloroso. Tú, en lugar de darle cimientos sobre los que afirmar su conciencia, escogiste para el hombre cuanto no estaba a su alcance, como si no lo amases. Eso hiciste tú, aquel que había venido a dar la vida por ellos. En vez de apropiarte de su libertad, la aumentaste y así cargaste su espíritu de sufrimientos. Tú querías el libre amor del hombre; querías que el hombre te siguiese espontáneamente. «No acates ciegamente la ley. Con libre corazón, decide lo que es bueno y lo que es malo, guiado sólo por mi verdad». Así dijiste. ¿No pensabas que acabaría rechazando tu verdad, si lo cargabas con el terrible peso de la libertad de elegir? ¿No pensabas que, en la agitación en que tú lo habías hundido, acabaría rechazando tu verdad? Tú mismo iniciaste la destrucción de tu imperio. A nadie más culpes de ello. Sólo hay tres fuerzas en la tierra capaces de dominar la conciencia de los hombres. Esas fuerzas son: milagro, misterio y autoridad. Tú rechazaste el milagro, rechazaste el misterio y rechazaste la autoridad. ¿No recuerdas cuándo lo hiciste? Cuando el espíritu de la tierra te elevó a lo alto del templo y te hizo la segunda pregunta. JOVEN 1—Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: ESPÍRITU—¿Eres Hijo de Dios? Si lo eres, tírate abajo, porque está escrito: «A sus ángeles se encomendará, y en sus manos le llevarán, para que no tropiece su pie en piedra alguna». GRAN INQUISIDOR—Así te dijo el espíritu de la tierra. Pero tú le contestaste con desprecio. JOVEN 1—«Jesús le dijo: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios”». GRAN INQUISIDOR—Comprendiste que, sólo con que hicieras ademán de tirarte, estarías tentando a Dios y perdiendo toda tu fe en él. Te hubieses estrellado en la tierra que habías venido a salvar, y el espíritu tentador se habría echado a reír. Tú resististe la tentación, pero ¿cuántos hay como tú? ¿Puede el hombre re134

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sistir tentación semejante? ¿Puede rechazar el milagro? ¿Puede, en los momentos terribles de su vida, quedar abandonado a la libertad de su corazón? Tú sabías que tu hazaña se perpetuaría en los libros, se difundiría a lo largo de los tiempos y de las tierras, y te hiciste la ilusión de que, al seguirte a ti, también el hombre se volvería Dios y no sería necesario el milagro. ¿No sabías que el hombre no busca tanto a Dios como al milagro? Y no siendo capaz de renunciar al milagro, el hombre fraguó nuevos milagros y se inclinó ante los prodigios de los nuevos brujos. Ya ves de qué poco te sirvió renunciar al milagro. Tú no bajaste de la cruz cuando te gritaron: «¡Baja y creeremos que eres tú!». No bajaste porque no querías subyugar al hombre por el milagro, querías una fe libre. No querías fervor servil, sino libre amor. No querías obtener nada mediante la fuerza, amedrentando a los hombres. Juzgaste mal a los hombres. Míralos y juzga, quince siglos después. El hombre es una criatura más baja de lo que tú imaginaste. ¿Podría él hacer lo que tú? Al exigirle tanto, actuaste como si no lo amases. ¿No decías amarlo más que a ti mismo? Si lo hubieras amado menos, le habrías exigido menos, y eso habría estado más cerca del amor. ¿En qué son culpables los que no pueden sufrir el hambre y la desnudez, en qué son culpables aquellos que no pueden aguantar lo que tú aguantaste? ¿En qué es culpable el alma débil? ¿Es que tú viniste solamente para los fuertes? (Silencio.) GRAN INQUISIDOR—Nosotros conocemos al hombre mejor que tú. El hombre es leve y ruin; es servil, aunque sea rebelde. Por todas partes se rebela contra nosotros, pero su rebeldía es la rebeldía de un niño. El hombre es un niño desobediente que echa de la clase al profesor. Pero ya se le acabarán los bríos, y le costará cara su rebeldía. Esos niños estúpidos que destruyen los templos y manchan de sangre la tierra, pronto comprenderán que son incapaces de mantener su desafío. Entre lágrimas, acabarán por reconocer que, quien los crió rebeldes, quiso burlarse de ellos. Lo reconocerán desesperados, y reconocerlo los hará más desesperados. Inquietud, turbación y desdicha: ése es el patrimonio de los hombres después de que tú hayas sufrido tanto por su libertad. La solución no está en la libertad de los hombres, sino en el misterio que los hace culpables. Nosotros hemos 135

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extendido ese misterio, que se basa en el milagro, en el secreto y en la autoridad. Y la gente se alegra de verse conducida como un rebaño. La gente se alegra de que les hayamos quitado de encima ese don, la libertad, que tantos tormentos les ha acarreado. ¿Sabes por qué hemos hecho eso? Por amor a la humanidad. La hemos visto tan flaca, tan desvalida, que hemos decidido aligerar su carga. Sin ti. Todo nos lo diste, todo lo pusiste en nuestras manos. ¿Por qué vienes ahora a estorbarnos? (Silencio.) JOVEN 1—¿Nada más? ¿Es así como acaba tu cuento? No puede acabar así. JOVEN 2—¿No tienes bastante? JOVEN 1—¿Es que él no va a decir nada? ¿No va a contestar? GRAN INQUISIDOR—¿Por qué me miras así, con esa mansedumbre? Preferiría que me mirases con enojo. Enfádate, yo no quiero tu amor, yo no te amo. No, no te amamos. Ése es nuestro secreto. Nuestro secreto es éste: no estamos contigo, sino con él. Nosotros aceptamos de él lo que tú despreciaste. Nosotros aceptamos el poder terrenal. Nosotros heredamos a Roma, tomamos la espada del César y nos declaramos emperadores, señores de la tierra. Ésa es nuestra empresa: dominar la tierra. La empresa no está aún completa. ¿Quién tiene la culpa de que no esté completa? Tendremos que luchar mucho tiempo todavía, y mucho padecerá la tierra hasta entonces. Pero lograremos nuestro fin: la felicidad universal de los hombres. Tú podrías haberles ahorrado mucho sufrimiento, si hubieses aceptado la espada del César. Si hubieses respondido de otro modo a la tercera pregunta. JOVEN 1—El diablo le lleva a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria y le dice: ESPÍRITU—¿Quieres todo esto? Todo esto te daré si postrándote me adoras. JOVEN 1—Jesús le dice: «Apártate, Satanás, porque está escrito: «Al señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto». GRAN INQUISIDOR—¿Por qué contestaste así? Si hubieras aceptado la oferta del espíritu, te habrías convertido en eso que todos los hombres buscan: alguien a quien adorar, alguien a quien confiar su conciencia, alguien detrás de quien unirse a los demás hombres como un armonioso hormiguero. Porque el ansia de unión universal es el primer tormento del hombre. La humani136

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dad siempre ha soñado con la unión universal. En la historia, cuanto más grandes, más felices han sido los pueblos, porque los pueblos grandes se acercan a ese sueño. Los grandes conquistadores, aquellos que han cruzado la tierra como un torbellino, ansiando dominarla toda, esos hombres expresaban el anhelo de la humanidad de una unión universal. Si tú hubieras aceptado la espada del César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo. Porque, ¿quién dominará a las gentes sino aquel que domine sus conciencias y tenga en sus manos el pan? Nosotros sí aceptamos la espada del César y, al hacerlo, te rechazamos a ti. Todavía pasarán siglos de libre y desordenada razón, de ciencia y de antropofagia, porque sin nosotros, al querer levantar su torre de Babel, acabarán en antropofagia. Pero, finalmente, la bestia nos lamerá los pies y los regará con lágrimas de sangre. Y montaremos sobre la bestia y alzaremos un cáliz y en él estará escrito: «Misterio». Entonces, sólo entonces llegará para los hombres el reino de la paz y de la felicidad. Nosotros a todos daremos paz; tú sólo das paz a los fuertes. Y cuántos de los fuertes no se habrán cansado, esperándote, y ahora emplean su fuerza contra ti, enarbolando contra ti la libertad que tú les diste. Tú mismo levantaste esas banderas. Con nosotros, todos serán felices, y no utilizarán su libertad para exterminarse. ¿Qué importa, entonces, que digamos la verdad o que mintamos? Ellos aceptarán lo que decimos como la verdad al recordar la confusión y el horror a que tu libertad los condujo. La libertad y la ciencia a unos llevarán a quitarse la vida, a otros a matarse entre sí y a los demás a echarse a nuestros pies, clamando: «Sólo vosotros estáis en posesión del secreto. ¡Salvadnos de nosotros mismos!». Al recibir de nosotros el pan, verán que les damos el mismo pan que ellos amasaron con sus manos. Verán que se lo repartimos, sin milagro. Verán que no convertimos las piedras en pan. Más que el pan, apreciarán recibirlo de nuestras manos. Recordarán que, sin nosotros, ese mismo pan se convertía en sus manos en piedras. Por fin serán felices, cuando se sometan para siempre. En tanto no comprendan eso, serán desdichados. Es la peor ignorancia de los hombres, desconocer que sólo alcanzarán felicidad cuando se sometan. Pero ¿quién ha contribuido más que nadie a esa ignorancia? ¿Quién dispersó el rebaño por senderos desconocidos? Mas el rebaño volverá a reunirse y se someterá para siempre. Entonces les da137

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remos la felicidad de los corderos. Tú les enseñaste a enorgullecerse, nosotros les enseñaremos a abandonar todo orgullo. Les demostraremos que sólo son niños, y que no hay mayor felicidad que la de los niños. Y ellos se apretujarán a nuestro alrededor, muertos de miedo, como los polluelos en torno a la gallina. Nos temerán al vernos capaces de amansar un rebaño de miles de millones. Se echarán a temblar ante nuestra cólera. Llorarán. Pero qué fácilmente, a una señal nuestra, pasarán a la alegría y a la risa. Sí, nosotros les obligaremos a trabajar, pero ordenaremos su vida como un juego, con canciones infantiles. Y no tendrán secretos para nosotros; nos abrirán todas las puertas de su conciencia. Los absolveremos de sus pecados y ellos nos amarán por consentirles pecar. Les diremos que todo pecado será redimido si lo cometen con nuestro permiso. Nosotros cargaremos con sus pecados y ellos nos amarán, porque nosotros responderemos de sus pecados ante Dios. Y aceptarán nuestra absolución con alegría, porque nuestra absolución les librará de la tortura de la decisión libre. Y todos serán dichosos; todos excepto nosotros, los guardianes del secreto, sólo nosotros seremos infelices. Miles de millones serán felices y unos pocos cargaremos con la maldición de la ciencia del bien y del mal. Ellos morirán dulcemente, con tu nombre en los labios, aunque más allá de la muerte sólo hallarán la muerte. Porque si hay algo en el otro mundo, no será para ellos, pero nosotros les prometeremos el premio celestial y eterno, para hacerlos felices. Tú salvarás a los fuertes; nosotros, a todos. Y si tú, en el final de los tiempos, vuelves, yo te mostraré los miles de millones de hombres felices con cuyos pecados yo habré cargado, y te diré: «Júzgame si te atreves». No te temo. También yo estuve en el desierto y me alimenté de saltamontes y de raíces, también yo bendije la libertad que tú concediste a los hombres, y comprendí que yo era uno de los elegidos, uno de los fuertes. Pero yo volví del desierto y me uní a aquellos que han corregido tu obra. Me aparté de los orgullosos y me fui con los humildes, y luché por su felicidad. (Silencio.) JOVEN 1—¿Qué es todo esto? Tu cuento, ¿habla contra esta cruz o a favor de ella? ¿Alaba a Jesús o lo insulta? ¿O es a Roma a quien dirige sus insultos? ¿De qué libertad habla tu inquisidor? ¿Qué es eso de tomar sobre sí los pecados de los hombres? ¿Quié138

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nes son ésos que guardan lo que él llama «el secreto», ésos que cargan con no sé qué peso para que los hombres sean felices? ¿Qué clase de inquisidor es éste? Este inquisidor tuyo, que sufre por los hombres, este inquisidor es una fantasía. JOVEN 2—¿Una fantasía, un inquisidor que ama a la humanidad? Se alimentó de raíces y de saltamontes en el desierto, luchando consigo mismo, venciendo su carne para hacerse libre y perfecto, hasta que comprendió que la perfección de la voluntad no trae la felicidad. Comprendió que la mayoría de los hombres nunca estarán a la altura de la libertad, que no fue para ellos para los que se soñó la libertad. Mi inquisidor comprende ese secreto y cambia de partido. ¿Una fantasía? JOVEN 1—¿De qué partido hablas? ¿De qué secreto? Tu inquisidor sólo tiene un secreto: no cree en Dios. Ése es su único secreto. JOVEN 2—Efectivamente, ése es su secreto. Y la fuente de su dolor. Porque, ¿podría ese secreto no ser doloroso para un hombre como él, que nunca se ha curado de su amor a la humanidad? Ese amor le lleva a recordar las preguntas del espíritu de la tierra y comprender que sólo esas preguntas podrían dar algún orden a nuestra vida de pequeños seres, incompletos, creados para ser motivo de risa. El Gran Inquisidor comprende que es necesario seguir las instrucciones del espíritu de la tierra, que es también espíritu de la muerte y de la destrucción. Comprende que hay que valerse de la mentira y llevar a los hombres a la muerte y a la destrucción, y llevarlos engañados todo el camino, para que no se enteren de a dónde los llevan, para que, al menos durante el trayecto, esos lamentables seres sean dichosos. Comprende que hay que engañarlos en nombre de aquel en quien tanto creyó y en quien ya no cree. (Silencio.) JOVEN 1—¿Cómo acaba tu cuento? GRAN INQUISIDOR—Mañana, ese dócil rebaño, a una señal mía, se lanzará a encender tu hoguera. En ella voy a quemarte. Porque si alguno merece nuestro fuego, ése eres tú. Mañana te quemo. (El Gran Inquisidor espera una palabra del Preso. Pero éste guarda silencio. Por fin, el Preso se acerca al Gran Inquisidor y lo besa. Pausa. El Gran Inquisidor abre la puerta de la celda.) 139

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GRAN INQUISIDOR—Vete y no vuelvas nunca más. (Sale. El Preso sale también. Silencio.) JOVEN 2—¿Por qué me miras así? Sólo es un cuento. Un cuento que nunca escribiré. No hay que tomárselo en serio. Una fantasía. JOVEN 1—¿Por qué me lo has contado? ¿Has querido decirme algo sobre mi vida? ¿Sobre la tuya? ¿Sobre tus proyectos? JOVEN 2—Yo no tengo proyectos. Soy un hombre sin proyectos. Cuando deje de ser joven, tiraré mi copa al suelo. Mientras tanto... Ya sabes lo que pienso: «Si Dios no existe, todo está permitido». Ése es mi credo: todo me está permitido. JOVEN 1—Tienes un infierno en el corazón, hermano, y otro en la cabeza. ¿De verdad crees eso que dices? ¿Que todo está permitido? JOVEN 2—Es en lo único en lo que creo. Pero no quisiera que eso te apartase de mí. Quisiera pensar que en el mundo te tengo al menos a ti. Si pienso «Todo me está permitido», ¿pierdo por eso un sitio en tu corazón? (Pausa. El Joven 1 besa al Joven 2.) JOVEN 2—¡Plagio! Eso lo has copiado de mi cuento. JOVEN 1—Se ha hecho tarde. Ve adonde tengas que ir. (El Joven 2 va a salir.) JOVEN 2—Ahora yo voy en una dirección, tú en otra. Pero si volvemos a encontrarnos, te ruego que nunca más hablemos de lo que hemos hablado hoy. Todo está hablado, todo está dicho. Por mi parte, yo te voy a hacer una promesa. Si algún día me entran ganas de arrojar mi copa al suelo, antes de hacerlo, dondequiera que estés iré a buscarte para que hablemos por última vez. Quizá no volvamos a vernos hasta entonces. Mientras tanto, me bastará con saber que estás en algún sitio para no perderle el gusto a la vida. (Sale, dejando solo al Joven 1.)

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AUTORES

JUAN MANUEL ALMARZA MEÑICA Profesor en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Deusto, Bilbao JACINTO HERRERO ESTEBAN Profesor emérito del Colegio Diocesano de Ávila MANUEL MACEIRAS FAFIÁN Profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid JUAN MAYORGA RUANO Profesor de Historia del Pensamiento y de Dramaturgia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid VADIMIR S. SOLOVIEV (1853-1900) Filósofo idealista ruso, periodista, político y poeta

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ÍNDICE

Prólogo, por P. Marcos Ruiz O.P. ............................................ Justicia cierta y difícil perdón, por Manuel Maceiras Fafián ................................................................................... El sufrimiento del inocente en «La leyenda de El Gran Inquisidor» de F. Dostoievski, por Juan Manuel Almarza Meñica ................................................................... Breve relato del Anticristo, por Vladimir S. Soloviev ........... Vladimir Sergéievich Soloviev (1853-1900), por Juan Manuel Almarza Meñica ..................................................... La poesía en tiempo de indigencia, por Jacinto Herrero Esteban ................................................................................. El silencio del prisionero, por Juan Mayorga ........................ El Gran Inquisidor de Feodor Dostoievski. Versión de Juan Mayorga ................................................................. Autores ......................................................................................

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