La rebelión en las palabras. Interludios I

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IVAN APAZA CALLE

LA REBELIÓN EN LAS PALABRAS INTERLUDIOS I

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Título: La rebelión en las palabras. Interludios I Autor: Iván Apaza Calle Diseño y maquetación: Wilmer Machaca Cuidado de edición: Daniel Averanga Montiel Es propiedad del autor. Derechos reservados Primera edición: Jichha/Octubre de 2021 La Paz-Bolivia

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A Benjamín, Valeria y Maya.

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ÍNDICE PRIMERA PARTE 1. “La náusea”. El espectro que nos persigue y los motivos para .

existir (Pág-8) 2. Caminando con Rainer María Rilke (Pág-16) 3. Gatsby y los juegos del negador (Pág-20) 4. J. D. Salinger, un guardián contra el abismo (Pág-25) 5. Knut Hamsun, un novelista del hambre (Pág-31) 6. El domador del viento (Pág-37) 7. Steve Jobs en los Andes (Pág-43) SEGUNDA PARTE 1. “No quiero que mi hija sea su sirvienta” (Pág-48) 2. Como el Mallku en el cielo (Pág-56) 3. Libros, saber y emancipación en el agricultor del indianismo (Pág-59) 4. Ayar Quispe y la rebelión en las palabras (Pág-66) 5. Roberto Choque Canqui, el ilustre de la historiografía Aymara (Pág-74) 6. Una tarde en la vida de Siku Mamani (Pág-76) 7. Oscar Martínez y las crónicas de una vida (Pág-81) 8. Macusaya y las batallas por la identidad (Pág-90) 9. “No hay racismo, indios de mierda” (Pág-96) 10. Los desertores de “Seúl, Sao Paulo” (Pág-101)

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PRIMERA PARTE

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“LA NÁUSEA”. El espectro que nos persigue y los motivos para existir

—¿Qué llevas ahí? Metió la mano en mi mochila y sacó la novela. Esperábamos a los pasajeros que faltaban en la furgoneta. La espera me hacía sentir como un demonio. —¿“La náusea”? —Preguntó. —Sí. Siempre llevo un libro para no aburrirme en el trayecto — dije. — ¿Por qué, La náusea? Es un libro viejito; es de tu abuelo, ¿verdad? —Claro que no, mi abuelo no sabía leer ni escribir, era pongo de una hacienda. Lo compré de un traficante de libros usados, por eso se ve así. Sally hojeaba el libro, como queriendo encontrar algo, solo halló la portaminas que estaba en la página 177. Leía algo, pero luego lo dejaba.

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—¿De qué trata el libro? —Preguntó nuevamente. No supe resumir. Solo dije que trataba sobre la existencia y callé; me devolvió la novela. —Toma, guárdalo. Me contarás la historia cuando lo acabes de leer —dijo. El chófer encendió el automóvil. Todos los asientos estaban ocupados. El motorizado por fin recorría la autopista. “Va a la mierda”. Me dije por dentro. No le supe contar a Sally la historia de A. Roquentin y sus momentos de angustia. Por un momento el silencio se impuso entre nosotros. Ella miraba la ciudad contenta. Su belleza era incomparable, la brisa que ingresaba por el parabrisas levantaba sus delicados cabellos; me quedé absorto observándole. Llegamos al hospital, trabajaba ahí, nos dimos un beso y bajó del automóvil. —Te esperaré en la banca del frente —le dije. —Ve a leer y acaba ese libro —respondió. Aquella mañana, luego de acompañarle, me dirigí a la Biblioteca Central de la universidad. Busqué el sitio más silencioso y donde no pudiera moverme. En el fondo del salón había una silla vacante. “Qué suerte la mía”. Me dije. Comúnmente siempre están ocupadas. Después de dos horas de lectura, acabé las pocas páginas que me faltaban. Estaba satisfecho, en mi mente tenía muchas preguntas sin respuestas. El diario de Antoine Roquentin me causaba náuseas.

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Quizá el motivo más fuerte para leer los libros de Sartre, salieran de las crisis existenciales que me perseguían cual espectros. Por qué existía, para qué existía, ¿acaso mi existencia tenía justificación? Preguntas así eran constantes. Es verdad, el filósofo tiene pocos lectores en nuestra ciudad, quizá raros, pero las angustias, las depresiones y las crisis existenciales que se leen en las publicaciones en el Facebook, se parecen a esas crisis existenciales después de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Me antojé un cigarro. Aquí no podía fumar. Salí de aquel lugar y caminé rumbo al jardín. Encendí el tabaco y aspiré. Después de unos minutos terminé el cigarrillo: se había consumido y convertido en humo, como el tiempo; aquello me servía para reflexionar e ingresar en esto. Saqué la libreta de apuntes y escribí: Quisiera detallar la obra y hacer una reseña esquemática donde pueda explicar la esencia de la novela, pero es preferible que uno lea, sería una pérdida de tiempo y falta de respeto al lector darle mi versión. Una reseña es una invitación a la lectura, una sugerencia, pero no quiero hacer eso. Cada quien lee según sus necesidades, en fin, uno busca respuestas en los libros, trata de buscarse y encontrarse. Mis razones para elegir “La náusea” fueron por necesidad. Solo eso.

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Continué caminando por el jardín. La necesidad y el interés me habían llevado a la elección de la novela, al terminar de leerlo también sentí que la desesperación me atacaba. La banca estaba libre, me senté y el lápiz nuevamente corrió sobre el papel: La náusea. Qué es eso que me persigue, que viene sin anunciar y desaparece. Pienso, me detengo a reflexionar unos minutos y es trágico, más aún para alguien que sobrevive. Roquentin describe su soledad, las cosas que observa y responde sus preguntas. ¿Qué razones hay para existir?, ¿acaso la existencia se justifica por sí misma?, ¿por qué la náusea aparece y desaparece? Es un sujeto que existe en la soledad, que investiga la vida del marqués de Rollebon, quiere justificar la existencia de ese ser, escribiendo su vida. La historia justifica la existencia, pero, mientras el ser existe: ¿acaso hay algo que pueda justificar esa existencia? Sin hacer nada, frente a la nada, el hastío es constante. Antoine anota: “Viernes: Ya no tengo ganas de trabajar; lo único que me resta es aguardar la noche”, más tarde, a las cinco y media: “¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea”. El ser frente a la nada, he ahí el llamado a la náusea; la gente que se mantiene ocupada, esquiva a las crisis existenciales, ahora que recuerdo, Gustave Flaubert hacía eso todo el tiempo, trabajo, trabajo y más trabajo, porque “(...) después de todo, el trabajo, esa

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es la mejor forma de escamotear la vida”. Roquentin aguarda, espera la noche y en ella surge la reflexión, el “pienso luego existo” de Descartes se enciende, pero uno no piensa y luego existe, simplemente existe, y sus preguntas pueden ser de diversa índole; otra vez la Náusea. El acto de pensar, sí. El acto reflexivo es lo que trae la náusea, lo que sitúa a uno en un lugar, en una condición; si no pensamos, la existencia es una monotonía, es vida, “cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Nunca hay comienzos. Los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable...”, y el resultado es la siguiente afirmación: “uff, el tiempo pasó rápido”. De hecho, no pasó rápido. El tiempo solo sigue su curso, el que vivió no se da cuenta del tic y tac del reloj. Y no darse cuenta es vivir; puede pasar 20, 30 años sin darnos cuenta, una vida así es controlada por lo externo, porque no decidimos y somos tragados por el engranaje, consecuentemente esperamos la muerte. Y, en el velorio los allegados musitarán, ¿qué fue de nuestro destino? Domingo, domingo de las tragedias, bueno no solamente ese día, empieza el viernes, después de salir del engranaje, los amigos se dirigen al bulevar, como las moscas al dulce, ya con unos tragos en el estómago, el acto reflexivo renace, se habla cómo le fue con tal muchacha, en el trabajo; la conversación es sobre todo hasta quedar anulado. Duermen, es lunes y nuevamente el engranaje. Es el absurdo de la existencia.

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La descripción de Roquentin del domingo es demoledora; observa la existencia a su alrededor, camina de un lugar a otro, escribe: “En algunos rostros más descuidados, creí leer un poco de tristeza; pero no, esas gentes no estaban ni tristes ni alegres; descansaban…, por el momento querían vivir con el mínimo de gastos, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día” y todo el resto de la semana, a sobrevivir. Para Roquentin, la única causa para seguir existiendo después de preguntarse sobre lo mecánico de los días en los demás, son sus investigaciones. Él también es parte de lo monótono, de un eslabón de una determinada especie que se dedica a ciertas labores. Antoine también tiene su ocupación, investiga la vida de un personaje, duerme, desayuna, fuma, bebe, conversa, hace el amor, camina y por supuesto va a la biblioteca a trabajar, la única diferencia con los demás, radica en sus reflexiones sobre la existencia, lo que produce sus encuentros constantes con la náusea. Él también tiene esperanzas, espera ver a Anny, y la espera le mantiene aún con vida, de lo contrario, ¿acaso querría suicidarse?, es lo más probable, porque ya no habría motivos para existir, lo que le mantiene con vida es ver al ser amado, después no sabemos qué será de él. Después de encontrar a Anny, las expectativas de Antoine caen, no esperaba ese tipo de encuentro. Decepcionado vuelve a su trabajo, pero se da cuenta de que el trabajo también es vano, ¿por qué justificar

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la existencia de alguien que ya no existe?, hasta hace unos días atrás, M. de Rollebon representaba su única justificación de existencia, pero no, menudo error ha cometido, anota: “La historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente”. La suerte está echada, es libre y su libertad tiene sabor a muerte, no está atado a nada, y su existencia depende de su decisión, espera el tren para marcharse y dejarlo todo, es su única esperanza, y un motivo para seguir viviendo. Sentado en el bar, se despide de Madeleine, por unos momentos escuchan música, dentro de unos minutos el tren partirá rumbo a París. Ahora es su objetivo, pero no lo piensa más. La canción le conmueve, quiere saber por qué quien escribió la canción hizo semejante arte, quiere conocer por qué hizo todo eso. Ahora todo acabó con las investigaciones sobre M. Rollebon, sus objetivos ya no son los mismos, se da cuenta de que existe, que es yo, y que su yo es parte de una conciencia: es Antoine Roquentin, quiere justificar su existencia, puede elegir, es su decisión, entre el sí y el no hacer algo; incluso abstenerse a no elegir entre estas dos opciones también es una elección, lo más importante es que ha entendido algo, que el existente que puede justificar su existencia y es únicamente él. Dejé de escribir, era suficiente. Miré el reloj, faltaban solamente 20 minutos para que dieran las 13: 00 horas, tenía que estar en la banca, esperar a Sally e ir a comer algo aquella tarde. Guardé mi libreta de apuntes y caminé al encuentro. Yo también existía

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aquel día, y un motivo más para existir, lo confieso, era volver a ver a Sally.

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CAMINANDO CON RAINER MARÍA RILKE

Viareggio, cerca de Pisa (Italia), 23 de abril de 1903, III carta del poeta Rainer María Rilke, a mi vista salta las palabras: “La paciencia lo es todo”. Desesperado, como si todo estuviera perdido, por los años que me consumen, por donde vivo y veo: enemigos de la lectura, de los libros, amigos aspirantes a ser escritores, buscando cómo paliar el hambre, ganando premios y vendiendo sus libros, en una sociedad donde pocos o ninguno lee, trabajando ocasionalmente de albañiles, haciendo churros, revisando textos escolares... La lista se alarga, las razones para desesperar también; en fin, como en cualquier época en el país, el escritor está luchando contra viento y marea. Camino por las calles desiertas y encadenadas sin que puedan pasar automóviles; en ellas, perros resguardando el hogar de sus amos; unos ladran a cualquier sospecha, otros duermen y alguno que otro disimula no ver, como si no estuviera pasando nadie, como si fuera el hombre invisible; invisible. Sin destino alguno, en mi mente aún giran las palabras: “La paciencia lo es todo”. Esas palabras, cual destello, es todo para un desesperado. Las “Cartas a un joven poeta” de Rilke, contienen chispazos que llevan a tomar el hilo artístico, da señuelos en la oscuridad al

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aspirante a escritor para que siga su vocación, arriesgándose a todo: accidentes, equivocaciones, tropiezos, morir de hambre, incluso arriesgando el riesgo. Y quizá un día escribir una obra memorable. Es la prueba. La búsqueda de cualquier artista a costa de todo. No era un poeta, es verdad, pero las cartas de Rainer dan señuelos a quien las lee, despertando ese artista que existe en cada quien; son cartas escritas en un tiempo lejano, específicamente para una persona: Franz Xaver Kappus, el joven poeta. Puede que esa persona sea cualquiera que recorra por esos escritos, cualquiera que aspire a ser artista. Hoy, Rilke, se dirige al lector como a un amigo, como a un joven poeta, así tan íntimo, tan profundo y sincero. La correspondencia, como quien dice, “enseña a pescar un pez”, no nos da el pez que uno quisiera, como un manual de escritura, no. Rilke solamente despierta el demonio de la solitaria, arrojando consejos y aun cuando no está de acuerdo con ello, él habla: “Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adentrarse en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir”, y eso requiere de la soledad, “(...) estar solos como estuvimos solos cuando niños, mientras en derredor nuestro iban los mayores de un lado para otro (...)”, soportar esa soledad hasta que uno se encuentre, hasta que fluyan las palabras exactas. Ese aprendizaje requiere una espera larga, “un largo periodo de retiro y clausura” dice Rilke, un coraje como el personaje de “El viejo y el mar” de Hemingway, que se esfuerza y vence las adversidades, luchando tenazmente, perseverando hasta el final. La espera es larga, el caminar también.

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Rilke no le teme a la soledad. Los pocos personajes que la historia nos muestra, como Schopenhauer, Nietzsche, Newton, Buda, Jesús, Cioran, J. D. Salinger, Rulfo, por no decir otros, tampoco le temieron a la soledad, la amaron, vivieron junto a ella, se descubrieron, se examinaron y se vencieron en la soledad. Y, por cierto, hay una soledad para Rilke: “es grande y difícil de soportar”; algo más, en la VI carta confiesa a Kappus que la soledad crece y “su desarrollo es doloroso como el crecimiento de los niños y triste como el comienzo de la primavera”, pero va más allá de lo imaginado, y se vuelve un motivo más para enfrentarlo. Si la soledad es difícil, “debe ser para nosotros un motivo más para hacerlo”. Sigo andando por las calles desiertas de una ciudad de migrantes que trabajan de sol a sol, algunos sin la necesidad de la claridad del astro, quieren ser “alguien” en su medio a costa de dinero; luchan, pujan para sobrellevar la miseria como en cualquier país “subdesarrollado”. En medio de la calle, aparentemente desolada, también, camina un niño al lado de su madre, lento, balanceándose, como queriendo caer. Inocente, el muchachito sonríe, no toma en cuenta los pequeños huecos donde puede tropezar, solo camina, y de repente pierde el equilibrio, cae asustado y llora. ¡Qué dolor!, rápidamente las manos de la madre auxilian al pequeñín. Así también las “Cartas a un joven poeta”, como los brazos y abrazos maternales, calman las angustias, los dolores espirituales, el abrazo dice: la soledad es grandiosa, hay que aprenderla a vivir bajo sus dolores y hostilidades; nada de mentiras. La existencia tal cual es y como ha escrito Rilke en “su modo más amplio posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de

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ser viable en ella. Este es, en realidad, el único valor que se nos pide y exige: tener ánimo ante las cosas más extrañas, más portentosas y más inexplicables, que nos puedan acaecer”. Sigo recorriendo por esa calle alteña. Recuerdo otra vez las palabras: “la paciencia lo es todo”. Bajo las consolaciones de su madre, el niño se levanta adolorido. Camina otra vez y sigue su rumbo. Han pasado 8 años desde la VI carta al señor Kappus. Es diciembre. Giro la esquina, hay pocos árboles y la ausencia viviente está vigente. París, al día siguiente de Navidad de 1908, Rainer María Rilke, en la última correspondencia, responde: “lleno de confianza y paciencia, deje obrar en su ánimo la grandiosa soledad”. Aún insiste en la paciencia y en la soledad, sí, lo aprendió del escultor Augusto Rodin, a quien ha dedicado un libro y aprendió que “uno no debe nunca precipitarse”. Seguir caminando sin precipitarse, como yo camino por las calles desoladas de El Alto, como un fantasma, como el hombre invisible de H. G. Wells, hasta poder encontrar la fórmula, ¿hasta ser visible? Sin embargo, puede que nunca pase y en eso es claro Rilke cuando termina la X carta, “(...) el arte es sólo un modo de vivir. Aun viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para el arte, sin saberlo”. Y no hay necesidad de ser visible, si es un modo de vivir. Camino, las 19 letras: “la paciencia lo es todo” de Rilke, siguen repitiéndose en mi mente. Cierto. Esas palabras hoy son suficientes para un desesperado.

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GATSBY Y LOS JUEGOS DEL NEGADOR “Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse” (Hermann Hesse; Demian)

Fue uno de los libros que trascendió la noche, que salió del tiempo, como cuando uno recorre páginas sin darse cuenta de las horas. Supe de su existencia a través de la reseña (llamémosla así) de Mario Vargas Llosa, en “La verdad de las mentiras”. Tenía en mente el título y al autor, pero cada vez que caminaba por “la riel” en la feria 16 de julio, domingos o jueves, no hallaba ese misterioso libro. Había pasado buen tiempo de la tentadora reseña de Vargas Llosa; a veces me pregunto por qué no busqué en las bibliotecas o en los anaqueles de las librerías de lujo, quizá no era el momento, quizá sí hubiese encontrado la obra en aquel año (2013) y no era para mí, o no estaba preparado para recorrerlo. Era la tarde de domingo de fines de marzo, caminaba para despejar mis angustias por algunos puestos de libros, que por las mañanas están atestados de pinches traficantes. El libro estaba encima de un nylon tendido en el piso, junto a otras bellas obras, ¿acaso no pasó un librero o un lector sediento por ahí? Quién sabe, pero como todo libro esperaba a su lector, no

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a su intermediario; a su lado estaban otros, alcé “Siete noches”, una compilación de conferencias de Jorge Luis Borges, también levanté “1984” de George Orwell y “El Gran Gatsby” de Scott Fitzgerald; lo había encontrado por fin. Regresé contento. En el camino, bajo ruedas, ojeaba sus páginas, leía: “En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dado de darme vueltas en la cabeza. ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien— fueron sus palabras—recuerda que no todo en el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tuviste’”. Fue conmovedor. Así, aquel atardecer, Nick Carraway iniciaba su relato sobre la historia de Jay Gatsby. La narración inicia en el verano de 1922, de los locos años 20’s, del jazz, de la sequía de alcohol. Es una historia de amor, de aquellas que están limitadas por el dinero y que aleja al ser amado. Gatsby es una persona misteriosa y murmuran muchas cosas sobre él, pero lo cierto, sí, sí, es que es un millonario que vive en una lujosa mansión en West Egg. Creí que se trataba de un personaje como Dorian Gray, pero estaba equivocado, era todo lo contrario. Gatsby no asistía a fiestas sino era el anfitrión, acogiendo a gente de lujo, de dinero, de influencias políticas, artistas y celebridades del espectáculo de New York. Realizaba esas fiestas con la esperanza de llamar la atención de su amada Daisy, a quien había conocido en 1917, pero ya estaba casada con Tom Buchanan, un adinerado; ella también pertenecía a una familia de esas, Gatsby era todo lo contrario, un joven de origen humilde. Carraway, —quien escribe la historia— aquel verano había alquilado una vivienda al lado de la lujosa mansión. Un día recibe la invitación del

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señor Gatsby para asistir a la fiesta, luego se convierte en su amigo y le ayudará a acercarse a su prima Daisy... ¡Alto!, sí, ¡Alto!, fue suficiente hasta aquí, no tengo planeado re-contar la novela ni romper esa magia que tiene, sea en el libro o en la película, dirigida por Baz Luhrmann y estrenada en 2013, con la actuación de Leonardo DiCaprio y Tobey McGuire, la película per se es, en mi opinión, casi fiel al libro; obviamente el libro es más conmovedor e íntegro, pero ese detalle se lo dejo a gusto de cada quien. Mejor ambas, porque lo que sigue es un esfuerzo por comprender patrones comunes entre Jay Gatsby y gente como Sebastián Maisman (de la película “La nación clandestina”, dirigida por Jorge Sanjinés), el “muchacho provinciano” de Chacalon y Domy Perales, de “La niña de sus ojos”, novela de Antonio Díaz Villamil. La historia de Gatsby estremece, choca, conmueve y hasta se siente como tal, uno puede decir, “Oye, estás equivocado, yo no me identifico con ese tal Gatsby”, pero no hablo de usted, sino de aquel muchacho que se niega a ser lo que es: pobre, humilde y modesto, cuya familia no da lo que uno quisiera a esa edad, así niega a sus padres, se crea la ilusión de ser hijo de Dios; en fin, llega a la rebelión, se rebela contra lo que se es y apunta por otro “destino”, el hombre exitoso, progresista que alcanza lo que le impedía estar con el amor de su vida: el dinero. Esa vida se parece a la vida de un migrante, de un campesino que busca mejores oportunidades en la ciudad en países como Perú y Bolivia, cuyo pensamiento gira en torno a ser alguien por no ser otro o algún día tengo que ser algo, ¿por qué ser alguien?, ¿Acaso no se es alguien? Sí, exacto, no se es a la vista

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del Otro, porque este Otro niega en algún momento, y si es así, me temo que juegan su peligroso juego de frustrada identidad. Jay se niega a ser pobre, escapa de esa condición para conquistar lo que no tiene, lo que le falta; cumple sus anhelos con ese optimismo inquebrantable. La condición de ser pobre, haber nacido en la pobreza le niega y él niega esa misma negación afirmándose como Otro, no afirmando esa negación. Era James Gatz, ahora es Jay Gatsby. Al finalizar el libro, Fitzgerald anota la forma organizativa de Jay para trabajar, practicar la postura, leer, hacer ejercicios físicos; el proceso constitutivo a la larga lleva al personaje a otros espacios, a caminar en el lujo, a poseer instrumentos modernos y, por supuesto, a actuar como caballero. Alcanza a poseer las cosas necesarias para recuperar lo que perdió un día, pero en cuanto está frente al ser perdido, hay una dificultad, ella quiere escapar y pasar su vida a su lado, no quiere la mansión que compró para estar cerca; ella ama y él también, pero hay una condición, ser rico; a Gatsby no le hubieran mirado más si supiesen que no era tal. Tenía el destino de enamorarse y a través de esa emoción vivificante cambiar lo que era, ¿acaso solo importaba el dinero? ¿Sin la riqueza económica no era Gatsby? No, no, fue algo más que billetes, fue su optimismo, su imaginación, su habilidad y ambición le llevaron a enriquecerse a través del contrabando y el alcohol en plena Ley Seca en ese tiempo. Pero la personalidad de Jay tambalea, pierde la calma y la elegancia que tanto había practicado frente a las acusaciones de Tom Buchanan, el racista, el marido mujeriego, que ahora se había vuelto de la noche a la mañana en un moralista, defensor de los valores de su clase. Buchanan

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cuestiona el dinero de Gatsby, lo hace porque está a punto de perder a su esposa y amante, en la novela se presenta como el ofendido, su yo es quebrantado por el nuevo rico de camisas elegantes y traje rosado que regresó después de casi 5 años en busca de su amada; el negador no tiene otra salida, niega el dinero de Gatsby, pone en juicio los orígenes de su riqueza, cuestiona que es producto de contrabando, del alcohol que se vende en farmacias y estaciones; busca fundamentos para legitimarse como el rico genuino. Para Tom, no basta tener el dinero, los modales, la elegancia, la cultura, se necesita nacer rico y Jay, que no poseía el requisito, tambalea, salta eufórico al negador, está a punto de golpearlo, pero no, el puño se paraliza. Ella, confundida por el suceso, insegura de decidir correctamente, regresa a su cauce. Y, otra vez, aquel que surgió de la nada está en el juego, en las manos y las reglas del negador. Necesita su aprobación. He ahí la interminable explicación de Tom al nuevo rico, que no tiene el dinero limpio, tan limpio como el dinero de Buchanan. ¡Bah!, dejémonos de pavadas, los billetes que poseía también eran sucios, como cualquier otro billete. Eso es parte de la colección de discursillos, que pronuncia para legitimar su posición. Pero esperen, no vayamos lejos, es mucho atrevimiento “filosofar”, todavía no, tan solo por ahora, recordemos el consejo que recibió Carraway de su padre: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien—fueron sus palabras—recuerda que no todo en el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tuviste’. No tuvimos las mismas oportunidades, ni nadie las tuvo.

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J. D. SALINGER, UN GUARDIÁN CONTRA EL ABISMO

1 El pequeño Sony aspiraba a ser escritor; su padre era contrario a su vocación, solamente su madre sabía sobre el talento que poseía y tenía fe en él. El muchacho era expulsado de colegio en colegio, nadie le comprendía. Había nacido en 1919, el 1 de enero en Nueva York en una familia de clase media. Su ingreso a un curso de escritura en la Universidad de Columbia le ayudó mucho para iniciar la escritura de sus primeros relatos; los desafíos que le había puesto Whit Burnet, editor de la revista Story, sobre querer ser escritor y ser escritor, inspiraron a que siguiera escribiendo rechazo tras rechazo. Este año se ha cumplido un siglo desde el nacimiento de Jerome David Salinger, el autor de “El guardián entre el centeno”. 2 No sabía nada sobre J. D. Salinger. Una tarde cuando caminábamos por las callejuelas repletas de cafeterías en La Colmena de El Alto, oí al viejo Tupa elogiar a Salinger y a su legendario personaje, Holden Caufield. Tiempo después, como es costumbre en mi caso, hallé una copia de su novela en la feria de la 16 de Julio; sí, una fotocopia anillada; quién sabe, quizá fue el material de estudio de un estudiante de la carrera

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de Literatura, que vendió aquellos duplicados para comer con el dinero adquirido. La copia llevaba el título: “El cazador oculto”, cuya traducción al español le pertenece a Manuel Méndez Andes. La novela había dormido en mi pequeña biblioteca entre otras por un año; el olvido le mantuvo empolvado en un rincón hasta la noche de fin de invierno del 2018. Esa noche fría (después de haber visto la película “Rebelde entre el centeno” dirigida por Danny Strong, que retrata la vida de Salinger), busqué en medio de otras novelas a “El cazador oculto”. El libro estaba empolvado, pero al tomarlo entre mis manos despertó a la vida. 3 Esa noche Holden Caufield, sin convencionalismos, empezó a narrar su vida de adolescente; no tenía ganas de contar su historia con máscaras e hipocresías, nada de eso. El adolescente apenas tenía 16 años; rebelde e incomprendido, blasfemaba con palabras descaradas toda su historia. Holden no paraba de deprimirse: a veces, cuando escuchaba una mentira, se sentía más furioso que el mismo demonio. Frente a la hipocresía de los demás, parecía un loco a quien nadie le entiende, él hacía las cosas al revés, y los adultos trataban de enderezarlo según sus reglas. No podían. La confesión inicia un sábado de diciembre. Faltan pocos días para navidad, Holden no quiere regresar a casa, no quiere oír los regaños de su padre, es su cuarta expulsión de la preparatoria; había reprobado todas las materias, salvo una:

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inglés. No es que sea un tonto, no; el muchacho lee muchos libros, entre los autores que leyó están: Isak Dinesen, Ring Lardner, Thomas Hardy, Somerset Maugham y Hemingway…; solo que no cumple las reglas, aquellas establecidas por los adultos, además ellos le han advertido que: “la vida venía a ser algo así como un gran partido, y de que era necesario jugar de acuerdo a los reglamentos”, aparentemente Holden está de acuerdo con la idea, pero no: él también miente, es capaz de decir cualquier cosa cuando se le pregunta algo. En el fondo odia las reglas. Después de enterarse de los resultados, está en su habitación, quiere irse del maldito colegio, pero no a casa, sino a otro lugar, donde pueda estar tranquilo y solo, donde no pueda ir a otro colegio ni tener una maldita conversación con alguien. En la espera, discute con Stradlater, su compañero de cuarto, la discusión termina en golpes, Holden sangra; por fin sale de aquel sitio, va en busca de un Hotel para pasar la noche. Está cansado de ver los mismos rostros con acné en su habitación, y también, porque no tenía nada qué hacer en ese lugar. En el Hotel contrata los servicios de una prostituta con quien no tiene sexo, sino una pequeña conversación; luego, la muchacha abandona la habitación. Después de unos minutos, alguien golpea la puerta, es el proxeneta..., otra discusión, recibe otro golpe, pero esta vez del hombre sucio que ha venido a sacarle más dinero del bolsillo por los servicios de la muchacha. La servil y el amo le han engañado, la falsedad se presentaba nuevamente esa noche. Después de todo, hace llamadas, quiere ver a Sally, una vieja amiga, y va a la espera de ella; mientras ella patina, él bebe y le propone marcharse lejos

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donde puedan vivir ambos; Sally no está de acuerdo. El encuentro, después de todo, termina en una discusión. Holden se deprime aún más. Le han entrado ganas de beber. Se embriaga hasta perder el conocimiento. Va en busca de patos, pregunta al taxista, ¿a dónde van los patos en invierno?, no recibe respuesta. Ahora solo tiene un deseo, ver a su hermana menor, a la pequeña Phoebe; es lo único bueno y puro en el mundo para Holden. Entra a escondidas a la habitación, sus padres han salido, la pequeña niña está dormida; una vez despierta, Holden le cuenta cuán deprimido está por las cosas que le ocurren, confiesa que no está de acuerdo con nada ni con nadie, en tanto la pequeña Phoebe, le responde: “A ti no te gusta nunca nada de lo que ocurre en ninguna parte”, al escuchar la respuesta, Holden se deprime más, no obstante, hay algo que desea y le gustaría hacer; su confesión es contundente, imagina: “a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de niños y nadie allí para cuidarles, nadie grande...”, salvo él, que se encuentra “…al borde de un profundo precipicio”. Quiere capturar a los niños que vayan al precipicio, quiere ser el encargado de salvarlos del abismo, es lo que quiere hacer todo el día, salvar niños. Quiere ser un guardián. De repente, un sonido se escucha desde la puerta, son los padres. Holden toma prestado el dinero de la pequeña Phoebe. Llora al hacerlo, luego sale sin ellos que se dieran cuenta. Ahora va en busca de su maestro, Antolini. Es el único que le entiende; después de todo, llega a su objetivo, charlan; el maestro le dice: “tengo la sensación de que te diriges hacia una

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caída terrible... Pero, honestamente, no sé de qué clase”. Holden está en un precipicio, se da cuenta de ello. Pero escapa frente a un mal entendido. Ahora deambula por las calles, ha concertado el sueño en una banca en la estación. Va en busca de su hermanita, sus mareos son constantes, va a la escuela donde está Phoebe. Le deja una nota y le espera en el museo, muy cerca de donde está la pequeña. Quiere devolverle el dinero prestado y despedirse. La espera no es larga. La pequeña Phoebe aparece a lo lejos y arrastra una valija, piensa marcharse con su hermano, y él no lo acepta. Ahora tiene una responsabilidad, ella quiere marcharse con su hermano, lo que enoja a Holden. Pero no puede y acepta volver a casa. Aquella tarde el muchacho es feliz, mientras la pequeña Phoebe sonríe y levanta la mano, saludando. Observa con felicidad a su hermana menor mientras llueve. Ahora sabemos que Holden está enfermo y recluido. Narró su historia desde ese lugar para enfermos, y tiene 17 años. El psicoanalista le pregunta si piensa aplicarse en el colegio... 4 Han pasado tres días desde aquella noche, donde “El cazador oculto” o “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger cobró vida hoja tras hoja. En cada página Salinger retrataba su vida, su miedo a envejecer y caer en el precipicio de la etapa adulta. Para él ese mundo era algo perdido, era la perversión, donde existían personas falsas e hipócritas, y los niños en la medida que crecían iban hacia el precipicio; por ello, lo único que deseaba hacer Holden Caufield era capturar a los niños que se

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dirigían al abismo, a ese abismo de la falsedad y la apariencia. Quería ser eso, un guardián entre el centeno. Holden también iba hacia el precipicio, Antolini le había dicho que se dirigía a una caída terrible, al precipicio, era alejarse de la inocencia y de aquella sinceridad existente solo en la niñez. La pequeña Phoebe representa ese mundo de la inocencia, ella le causa lágrimas a Holden cuando le presta sus ahorros, pero la decisión de marcharse con él enfada al muchacho, porque tiene responsabilidad con ella; ahora tiene que jugarse con las reglas, quiera o no. Decide quedarse y regresar a casa. En “Nueve cuentos” de Salinger, aparece también el tema de la inocencia. Un retrato claro es el de la pequeña Sybil, de “Un día perfecto para el pez plátano”. En el cuento existen dos mundos, los niños y los adultos, la pequeña Sybil y Seymour Glass, este último después de ir por el pez plátano, termina su existencia. La vida adulta se parece a un teatro para Salinger, donde cada quien cumple y actúa bajo un papel en el escenario, pero además cada quien usa diferentes máscaras convencionales, de ahí su menosprecio a las actuaciones. No menos que los análisis del sociólogo Erving Goffman, quien también tocó el tema en sus estudios sobre los individuos y la representación de papeles en la vida cotidiana. Y los niños están exentos de esas actuaciones, son inocentes y como ha sentenciado Salinger en el rodaje de Strong: “(...) aún no han sido destruidos por el mundo”.

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KNUT HAMSUN, UN NOVELISTA DEL HAMBRE

Camino por las calles alteñas, me dirijo a la calle 2 de la Ceja. La parada de los automóviles que pasan por la universidad está vacía, no hay muchos pasajeros; sin embargo, un automóvil blanco está a punto de salir; en mis manos llevo “Hambre” de Knut Hamsun. Subo a la furgoneta cuyo nombre en sus franjas dice COTRANSTUR. En el transporte me siento al lado de un turista, me pongo cómodo y empiezo a leer. Mientras recorro los párrafos del libro, veo de reojo que el turista me observa, continúo leyendo; el automóvil se detiene de repente, cierro el libro gris y observo: “Hay un tráfico terrible”. El señor de al lado se esfuerza por leer las letras de la tapa: Knut Hamsun, HAMBRE. ¿Acaso el título le recordó que tiene que comer? Noto que está sorprendido, me mira con cierta indiferencia, dejo de lado su mirada, separo nuevamente el libro y continúo leyendo. Las horas han transcurrido en la Biblioteca Central de la Universidad. Muchos estudiantes con la cabeza gacha se entretienen con el celular, otros hojean las páginas blancas de un libro, algunos escriben y uno que otro resuelve ejercicios matemáticos y no falta en el sitio un lector que se pone a dormitar. El vigilante de los libros se da cuenta de aquello. Se dirige a despertar al soñoliento. Vaya manera de castigarlo.

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Frente a mí está el libro de color gris, cuyas letras azules resaltan en la tapa y lomo. Tiene unas líneas artísticas de forma rectangular que no puedo clasificar. La obra de Hamsun es una edición de 1952; ha pasado más de medio siglo desde su nacimiento y empaste, no obstante tiene 129 años desde su publicación, en 1890. Lo compré en la feria de libros viejos; quien lo tenía falleció recientemente y, como es común, sus familiares habían ofrecido a don Jaime, el mercader de libros viejos, para que los comercializara. Había cuatro yutes repletos de libros, las manos de coleccionistas, revendedores y lectores se movían sin cesar aquella mañana de invierno, pero aquellos libros del fallecido, en verdad, jamás le pertenecieron, tampoco a nosotros. Los libros no pertenecen a nadie, simplemente están ahí, así como este libro gris que ya no me pertenece. 1920. Hamsun es galardonado con el premio Nobel de Literatura; poco tiempo después estaría apoyando al régimen nazi, como el filósofo de los bosques, Martin Heidegger; a partir de su apoyo, sus escritos “habían caído bajo”, tuvo la mala suerte de ser juzgado por sus actos y pensamientos; consiguientemente, ha tenido pocos lectores y se lo ha condenado al silencio. A veces los lectores juzgamos la obra de arte sin haberla leído, oído o apreciado; más hacemos caso a los juicios de otros u otras; juzgamos sin exprimir lo sustancial de una obra. Es verdad que la ideología que profesa un artista puede ser motivo de un prejuicio que puede llevar a encasillar o descalificar la obra de arte, pero son aspectos diferentes.

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Se relaciona por ejemplo a la obra de Mijail Sholojov con el régimen comunista, pero cuando uno lee sus cuentos, no existe nada de comunismo, solo la “capacidad” con que cuenta sus historias; en cada una de ellas sobresale lo trágico, la alegría, la tristeza y la felicidad humanas, todo eso narrado grandiosamente. Sucede lo mismo con la obra de Hamsun. En Hambre uno puede hallar lo majestuoso de una novela, la forma cómo hilvana la narración es exacta, simple y conmovedora, hasta que la narración del escritor hambriento le recuerda al lector que es hora de ir a comer, no porque la novela sea aburrida, sino porque cuando se lee los momentos constantes de hambre del escritor anónimo, se siente el mismo deseo de satisfacer el estómago. El hambre del personaje de Hamsun causa hambre. No estamos ante una novela como “El lobo estepario” de H. Hesse, donde hay una estructura complicada, que hasta Mario Vargas Llosa ha confesado en “La verdad de las mentiras” que no ha sido capaz de entrar en esas “complejas interioridades del libro”. Hambre nos recuerda al hambre de los niños desposeídos en países de pobreza, asimismo nos recuerda a esos momentos donde no hay ni pan duro para llevarnos a la boca y poder callar los crujidos del estómago. Quizá si el personaje de Hamsun, por aquellas épocas, hubiere vivido en los Andes, estaríamos seguros que paliaría su hambre pijchando coca, como muchos indios hambrientos lo hicieron en la época colonial, en las minas, en las haciendas y en cada rincón.

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El hambre del personaje es una descripción a nivel micro sobre la tragedia humana. El hambre que acecha en cada rincón puede ser el del escritor anónimo que narra a cada momento el llamado de su estómago, pero también puede ser el hambre muy bien descrito y analizado por Josué de Castro en “El libro negro del hambre”; hambre a nivel global, esa miseria endémica que reina el mundo. El personaje principal de Hambre es un escritor que proporciona varios nombres, quizá en verdad sea un Fulano de Tal, o finalmente represente a todos los escritores del mundo; lo cierto es que no sabemos su nombre. Se parece a Meursault de El extranjero de Albert Camus, narrando su historia en primera persona o, mejor dicho, Meursault se parece al escritor anónimo de Hambre; como se quiera. Ambos son extraños para su medio y cuentan su historia y las condiciones de su existencia plagada de infortunios. Al personaje de Hamsun le persigue a cada momento el hambre. Tiene hambre, mucha hambre; de hecho, siempre está entre la vida y la muerte; anda días sin comer, deambula ofreciendo sus cosas y quizá con el dinero que obtenga, comprar un alimento y llevárselo a la boca para seguir sobreviviendo. Se sabe muy poco de él, a veces cuando se le pregunta por su nombre, contesta: “Yo me llamo Wedel Jarlsberg”; en otra ocasión responde: “Tangen... Andrés Tangen”. No se conoce a sus amigos, a su pasado o a su familia. La mayor parte de su

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existencia está solo, tanto que los demás le consideran un loco, un solitario loco; en fin, un sinónimo de lo que se considera un escritor. Escribe artículos en el periódico “Morgenbladet”. Lo poco que recibe le sirve para comer, pero en su supervivencia el hambre no le permite escribir; muchas veces, cuando está frente a la hoja tratando de trazar palabras, frases o arreglando las partes oscuras de sus escritos, los dolores de cabeza y los "gusanos" que le carcomen el estómago, le impiden lograr su hazaña. Ha vendido hasta lo más pequeño de su propiedad, ha llegado hasta rogar para vender aquello que le cubría para dormir en las noches frías. El comprador le rechaza, no quiere la prenda ni para guardarlo, ni mucho menos como regalo. El hambre ha llegado hasta causarle mareos, no puede escribir así, pero se esfuerza y continúa con la hazaña de escribir algo genial. Continúa escribiendo…, a veces sus escritos son rechazados por el periódico; no vale el esfuerzo, el hambre le acecha a cada hora. Y cuando consigue algún monto de dinero, se lo regala al que lo necesita. No es capaz de soportar la crisis de su conciencia, por eso cuando trata de cerrar los ojos por la noche, con el estómago vacío, las tinieblas empiezan a reinar en él, de modo que solo queda mantenerlos abiertos, pero no; todo está oscuro a su alrededor, no le sirve. Muchas veces se pone a discutir con los demás, como con aquella mujer encinta que le ha abierto las puertas de su hogar y le ha dado de comer; discute con el anciano que está sentado

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en la banca, con los gendarmes, hasta con la muchacha a quien le persigue y le acusa de pobrete. Discute, discute... Supervive entre el escribir y el hambre, y muchas veces el hambre obstruye su mente y ello no le deja trabajar, pero continúa haciendo los esfuerzos para acabar los pequeños artículos que quizá le puedan dar de comer. El bullicio y las hostilidades del lugar no le permiten hilvanar las ideas que tiene en mente. Al fin se ha puesto a escribir un gran drama: "El signo de la cruz" y a través de ello llegar al éxito y poder comer, pero el hambre le ha derrotado, el manuscrito cae en pedazos; a pesar de los esfuerzos, no logra sus objetivos. La vida le ha negado sus sueños y con ello ha obstruido su talento frente al papel. Los pequeños trozos del drama están en el aire, esparcidos aquí, allá, a su alrededor. Caminando por el muelle y buscando donde sentarse, el hambriento se sitúa de repente en ese lugar y con la cabeza atontada se queda inmóvil. Estando ahí se encuentra con un marinero. El escritor aparta sus gafas de su rostro y las guarda en el bolsillo, como si abandonara el oficio de escribir y decide embarcarse por el mar; ahora se pone trabajar de lo que sea, de lo que sea. El hambre mató a miles de escritores, pero no fue el caso de Hamsun. Él venció el hambre con este libro y pasó a ser un coloso de la literatura.

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EL DOMADOR DEL VIENTO

En mi niñez deambulaba en los basurales… Donde vivía y por aquellos años, se lo conocía como qhillapata (cenizal). En esos lugares buscábamos algún objeto que pudiera servir para construir los cochecitos que fabricábamos, quizá una sandalia para extraer de ello las llantas, o quizá una lata de leche para elaborar una cisterna que transporte gasolina, o un galón de aceite para construir un micro. En otras estaciones, buscábamos nylones para fabricar cometas que volarían a voluntad del viento del Titicaca; esos días de invierno, de chuño o de trillar la cebada, el trigo, hacíamos competencia de cometas, como esos muchachitos en la novela de Khaled Hosseini “Cometas en el cielo”; la diferencia es que nunca perdimos nuestras cometas en la competencia. Poco tiempo después, leí la historia de un muchacho que también husmeaba en los basurales, su nombre, de hecho su apodo, era “Cara sucia”, un personaje fantástico que el escritor José Camarlingui había creado con esa pluma de poeta. El pequeño huérfano que buscaba comida en los basurales tenía la devoción a ese objeto mágico que puede transportarnos en el tiempo, un objeto semejante a la piedra filosofal: el libro. Supe estos días de otro muchacho, que también deambuló por los desechos de chatarras. Esta vez no fue por un libro sino por

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una película: “El niño que domó el viento”; un niño de un territorio desconocido para muchos: Malawi, país mediterráneo como Bolivia, y que también es un pueblo racializado, cuya sociedad rural depende de la naturaleza, de los malos años agrícolas o años fértiles de producción. La historia del domador del viento, basada en la memoria de Kamkwamba y Bryan Mealer:“The boy Who Harnessed The Wind”, se estrenó el 25 de enero (2019), cuyo director, Chiwetel Ejiofor, escribió y protagonizó; el mismo no solo revela la vivencia y el sufrimiento de una aldea habitada por negros racializados, sino que va más allá, conmueve por las imágenes, los movimientos, el trama que nos presenta, y todos los elementos que componen esa totalidad llamada película, rebelando a quienes experimentan y sufren por esa existencia. He ahí la diferencia de quien vive y escribe su propia historia; en este caso, Kamkwamba, Mealer y Ejiofor tocaron con la película la llaga del hambre, del color, del olvido, de la sequía, ergo: de la supervivencia. Reinaga, como Ortega y Gasset, estaban en lo cierto, la vivencia es más cercana a la realidad; a diferencia de aquellos que solo son espectadores, los que viven y sufren, pueden describirnos o representar la realidad de tal manera que, en esas descripciones o representaciones, recrean su vivencia. Así la película del domador del viento se torna en vida; pero el mero hecho de la recreación también involucra volver a tocar la llaga que aún persiste en la memoria de sus actores, tanto que al escribir sobre esto, uno revive el dolor.

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William Kamkwamba, habitante de una aldea negra, tiene la oportunidad de asistir a la escuela, pero a un precio, sí, su asistencia a las aulas vale dinero; tiene como amigo a un perro: Khamba, quien le espera recostado, a veces sentado, pero le espera cerca de la puerta, frente a ella, bajo la lluvia o el viento. El peludo siempre fiel. El muchacho estudia en casa con la luz natural, que a veces quema y otras calienta. No puede usar el queroseno, no hay suficiente. Si existiera al menos alumbrado público, seguro estudiaría bajo un poste, como ese niño peruano. Casi siempre va en busca de algo al basural, como si en ese lugar encontrara el remedio para estudiar de noche. Sí. Siempre encuentra algo. En cada entrega de nuevos desechos junto a su amigo, el muchacho halla algo que le puede servir para sus invenciones. Busca, busca, aquí y allá..., encuentra cables, focos y chatarras, ¿algo nuevo más?, una batería aparentemente inservible. Por ese mismo tiempo en Malawi, la industria tabaquera ha sembrado y ha comprado a sus habitantes. La división de la aldea ahora está a la orden del día. A la compañía no le interesa si se tala todos los árboles existentes, lo que importa es ganar más dinero. Trywell, el padre de William, va contra viento y marea, el señor apuesta por la educación de sus hijos, pero la educación cuesta dinero y aquí cada uno tiene que pagárselo.

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La producción de tabaco es extensa, no obstante, cuando acabe de llover Malawi debe prepararse para la hambruna. Y de repente al año siguiente deja de llover y la agricultura cae. El muchacho aún sigue buscando algo en el basural, la nueva entrega le regala otra batería, ahora tiene el objetivo de recargar esas carcachas. El dínamo de su maestro y futuro cuñado Cachigunda es la clave, ese artefacto que tiene la magia de crear energía y encender los faroles de su bicicleta. William quiere saciar su sed de conocimiento. Le pide a Cachigunda que interceda con la señora Sikelo, quien controla la biblioteca; la profesora acepta al muchacho. Ahora tiene la oportunidad de examinar todos aquellos libros sobre energía. Lo tiene, está en uno de ellos, el libro titula: ¿Cómo usar la energía? Mientras el muchacho busca satisfacer sus inquietudes, afuera, en el campo político, la gente es instrumento de políticos, Wimbe, el jefe de la aldea, protesta frente a la vista gorda del gobierno a la hambruna que viven sus habitantes, pero solo recibe pateaduras de parte de la seguridad del presidente. La historia se repite: negros pateando a negros. La cosecha es una miseria. Ahora el padre de William tiene que vender las calaminas de su hogar y con el dinero conseguir alimentos para sobrevivir el año. Sigue, el muchacho sigue buscando... Ahora ha descubierto a través del libro, a través de su inquietud y frente a la necesidad, que se puede producir energía y con ello salvar al pueblo de la hambruna. Ahora que sabe algo y por no pagar, le

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han echado de la escuela; la escuela le ha negado, la sociedad también. Todos corren, ha llegado el grano de la existencia. La vida cuesta dinero, más aún en tiempos de hambruna, donde sea, en cualquier rincón es así; cuesta billetes. Y el único refugio es rezar. Ahora que ya todos dejaron de estudiar, el muchacho accede otra vez a la biblioteca de la escuela de Kachokolo. Tiene el plan de ejecutar un sueño. Cada día intenta algo. Su padre no le cree nada de lo que dice. William persiste a pesar de todas las negativas, cada día las cosas son más difíciles, mientras ve desesperanza en los suyos parece derrumbarse todo, parece que todo está perdido por un momento, y más cuando Khamba, su amigo fiel, muere de sed y de hambre. Esa muerte le causa dolor. No es un sueño, le dice el muchacho al viejo. Es posible. A veces necesitamos la confianza de alguien, a veces solo necesitamos creer; creer en uno mismo, dice R. W. Emerson. Sin embargo, el muchacho solo necesita una mano. Lo que se ha empezado a nivel micro ahora es macro, y el aparente sueño, una realidad. Hombro a hombro los habitantes levantan una torre. El invento funciona por fin; mientras el aspa jira al soplo del viento, la energía que provee el dínamo a la batería impulsa al motor y la manguera expele agua y esta corre por los canales. La historia no es lejana, es una memoria reciente (2001) y no solamente sucedió y sucede en ese país, sino en cada rincón

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del mundo. La geografía del hambre estremece y desespera. Quizá en esos momentos lo imposible para un adulto sea algo real, para un muchacho no, apenas es una palabra, una opinión. Puede revivir aquello que aparentemente no sirve o es una basura, y también, puede hacer renacer la siembra... Sí. Domar al viento. Se trata de eso, de creer. Así nos enseña el filme sobre William Kamkwamba, y ese muchacho puede ser el que está sentado a nuestro lado.

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7 STEVE JOBS EN LOS ANDES

—Buenas noches, señor escritor “loco”. Escribió. No sabía qué responder. Respondí con el silencio, que dice todo, que no dice nada. La noche era fría, tan fría que se me helaban las manos y no podía continuar recorriendo el libro que narraba la vida de un autodidacta, visionario, genio, intuitivo, iconoclasta inventor, es decir, de Steve Jobs. Años antes pensaba que era un escritor, que escribía libros exitosos, que llegaban a ser best sellers; encontraba su mirada cada vez que pasaba por un puesto de libros en el pasaje Nuñez del Prado, en “El Lanza” y en esos puestos a la intemperie de “La Ceja”, tenía la mirada de seguridad con esa pose diciéndome Puedes hacerlo. Aquellos libros llevaban siempre su fotografía. Un amigo me sugirió las películas que trataban sobre su vida, me enganché a tal sugerencia, vi “Steve Jobs” de Danny Boyle y “Jobs” dirigida por Jhosua Michael Stern. El primero enfoca la relación padre e hija, asimismo la tiranía y frialdad que poseía Jobs; el segundo trata de la construcción de Apple, los obstáculos, los éxitos, la derrota y nuevamente el éxito de Steve. Fue conmovedor ver cómo un joven raro y rebelde inicia un proyecto que para muchos es imposible. Volví a los puestos de libros, busqué toda referencia sobre él y me topé con que

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no escribió nada, ni un libro; en ese momento me sentí un comprador que no sabe nada de lo que compra. Uno de los libreros—mientras preguntaba—me dijo: —Hay alguien que escribió sobre su vida y él colaboró en el nacimiento y crecimiento de ese libro —se refería a la obra de Isaacson. El señor sacó de un rincón, donde guardaba tesoros de libros, uno que no tenía color. Estaba ansioso de verlo, quería tomarlo y hojearlo de una vez, no importaba el precio, aunque muchas veces los vendedores, al ver los ojos brillantes de un lector, aprovechaban para saciar su codicia, no todos por cierto, hay libreros que conocen esa magia de leer dando una rebaja. Aquel era uno de esos. Acabé comprando dos libros, “Steve Jobs” (2012) de Karen Blumenthal y “Steve Jobs. La biografía” (2011) de Walter Isaacson. Terminé de leer el primero, salí doblemente conmovido por la hazaña de Jobs, sobre todo por su opinión sobre el tiempo y la muerte, leer ese consejo contundente: “Vuestro tiempo es finito, así que no lo malgastéis viviendo la vida de otro”, fue certero aquella noche fría, ¡cuánta verdad había en esas letras! No pude dormir pensando en esa idea, ¿Acaso darle vueltas y vueltas era perder el tiempo?, quizá. La muerte es un tema que tiene mucha relación con el tiempo, los seres humanos o cualquier ser vivo, cumple un ciclo vital, solo somos tiempo en el espacio, cada uno va camino hacia la muerte, cada día morimos, como sentenció Quevedo en “¡Ah de la vida!”:

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“Ayer se fue, mañana no ha llegado, Hoy se está yendo sin parar un punto: Soy un fue y un será, y un es cansado. En el hoy y mañana y ayer, junto Pañales y mortaja, y he quedado Presentes sucesiones de difunto” El no pensar en la muerte o no tenerla sentada a nuestro lado hace que no valoremos la existencia. Uno de los méritos de Jobs, y no solamente de él sino de muchos genios, es entender que solamente todos somos como una estrella fugaz que pasa rápidamente, en un abrir y cerrar de ojos; siendo así, uno vive para sí. Suena raro ¿verdad? Suena a individualismo, lo cierto es que, no hay otro modo de aprovechar y exprimir el jugo de la existencia al máximo. La idea de ser solo una estrella fugaz en el universo, nos conduce a la conclusión importantísima de Jobs: “(...) el valor de seguir los dictados de vuestro corazón y de vuestra intuición” y no perder horas en estériles opiniones negativas. La confianza en uno mismo es un elemento clave de los hombres simbólicos que ha tenido la humanidad hasta hoy; podemos no estar de acuerdo con tales ideas y con la personalidad extravagante, tiránica, rebelde, arrogante y terca de cada uno de ellos, pero no es posible ocultar que, gracias a las invenciones y descubrimientos de T. A. Edison, N. Tesla, G. Galilei, I. Newton, A. Einstein, L. Pasteur o S. Jobs, la especie humana no hubiera gozado de sus revoluciones tecnológicas. El carácter que sale a flote en las películas y por su puesto en el libro de Karen Blumenthal sobre Steve Jobs, es el mismo que tuvo Albert Einstein, el clásico genio que sigue sus inquietudes

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sin hacer caso de las opiniones bullangueras que se oyen aquí y allá, el demonio que les posee es el mismo que los consume, es símil a la solitaria de Flaubert, que escamotea a la vida con el trabajo y el esfuerzo desenfrenado hasta la muerte. En ambos genios se encuentra caracteres comunes, Jobs desconoció a Lisa, su hija, y cada vez que se negaba, entraba de lleno a ser poseído por ese demonio de seguir e insistir en crear el mejor ordenador personal, así como Einstein que, al no poder ver a sus hijos, se refugiaba en resolver complejas ecuaciones. Jobs y Einstein tuvieron la pasión incesante de cumplir y concretar las imágenes que llevaban en sus mentes, esa marcha sin cesar ni desmayar en el proceso de la creación que, para muchos, es un acto de locura, aparentemente al inicio no se pinta bien, no hay quien crea en las proyecciones que se establecen, por eso parece ser algo descabellado. La insistencia con que arremeten sin hacer caso a las reglas establecidas ni a las opiniones de los demás, a la larga surge poco a poco, va ganando terreno y legitimidad hasta que es real, en ese momento, aquellos que contrariaban con sus opiniones negativas son los primeros en decir que sí se podía. Aquellos jóvenes que hicieron posible los ordenadores Apple, el Apple Lisa, el Macintosh, el iMac, el iPod, el iPad, el iPhone. Eran los locos inadaptados, los rebeldes arrogantes. Sí, esos que, a partir de su creatividad, dieron saltos progresivos en el conocimiento, ese cambio que va por ellos, que: “Va por los locos, los inadaptados, los rebeldes, los problemáticos. Los que están fuera de sitio, quienes ven las cosas de un modo distinto…Y

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aunque algunos lo vean como a unos locos, lo que vemos nosotros es genialidad. Porque aquellos que están lo suficientemente locos como para creer que pueden cambiar el mundo son quienes lo cambian”. Eso, eso fue el texto poético de Steve Jobs al finalizar la película de Stern. Al leer esto después de las “Buenas noches” que ella escribió, después de leer las dos palabras: “escritor y ‘loco’”, sobre todo después del largo silencio, respondí horas más tarde: —Es el mejor cumplido que me han hecho.

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SEGUNDA PARTE

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“NO QUIERO QUE MI HIJA SEA SU SIRVIENTA”

De la lúgubre celda de un prisionero en 1989 se escuchaba una voz aparentemente olvidada; escuchen este rugido: “A todos los oprimidos y explotados del campo nos toca cambiar nuestros viejos arados egipcios por un moderno fusil... y ahora los surcos que abrimos para depositar las semillas se convertirán en una trinchera de combate...”. No, no es la locura de un blanco-mestizo haciéndose pasar por revolucionario, ni es un heredero del Che Guevara; es otra voz, con otro tono. ¿Quién es el atrevido?, por el mensaje, es una persona de manos encallecidas que labra la tierra, que ha decidido abandonar la existencia servil frente al q’ara, llevando su voluntad hasta el límite, para poder transmutarse de oprimido en un ser libre. Es el rugido de un aymara, es el mensaje de Felipe Quispe Huanca. Hasta este momento pueden decir: Palabrerías y más palabrerías; nadie creía en este mensaje aun cuando el mismo metía el dedo en la llaga, ¿por qué?, Sartre nos arroja esta razón: “uno no cree de inmediato en lo que quiere creer; es necesario alguna práctica”1. Poco tiempo después, aquel 1

SARTRE Jean-Paul, “El muro”, Buenos Aires: Losada, 2007, p. 239

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mensaje que ya era praxis sale a flote para todos. Los rumores corren de ayllu en ayllu, de calle en calle, pero la prensa calla para no aterrorizar a los nietos de los que ya han sido cercados en 1781. El silencio es rotundo, pero en tanto lo es, cualquier pequeño sonido alarma más a los administradores del Estado colonial. No tienen otra salida; estos se ponen a combatir al indio rebelde. En las épocas pasadas, las naciones autóctonas han sufrido el sometimiento de su voluntad, no hubo derecho a reclamo en ese tiempo ni a través del consentimiento del ocupante; la injusticia, la violencia, el saqueo, etc., estaban a la orden del día. La rebelión metafísica rondaba bajo el gorro y sombrero de las y los indios. Pero la rebelión metafísica tiene límites, no tarda en concretizarse. Las personas, a medida que quieren explicar algo, no meramente recurren a la reflexión, sino a otras cosas como la literatura, la música, la religión, la política, etc. Quieren satisfacer con respuestas a sus preguntas; muchas veces no dan al clavo, sino que lo postergan hasta que se pierde en el olvido y se vuelve normalidad; sin embargo, otros dan al clavo en esa búsqueda, y puede ser la de un adolescente o un joven en un país colonial bajo el cual existe, como el Mallku frente al “Manifiesto del Partido Indio de Bolivia” de Fausto Reinaga. Zambullirse en sus páginas fue para él como mirarse al espejo; a partir de ahí: adiós al “Manifiesto comunista” de Marx y Engels de contexto remoto. Pero las preguntas tienen más sed, aún no están satisfechas con el escrito de fuego de Reinaga; la búsqueda de aquel joven

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se agudiza, el impulso diario a cada minuto es fatal, donde quiera que ve, donde va, está la opresión de sus pares; mira al indio cargando la canasta del q’ara, oye los gritos racistas de una blanca a una empleada en medio de la calle: le causa dolor y sufrimiento; esta experiencia le sirve como impulso. Escucha la radio para informarse, en eso, se topa con un programa radial que emitía una radionovela; ¡ah!, ahí está, trata la vida y las muertes de Tupak Katari-Bartolina Sisa, la llamarada se extiende y pasa a la realidad, en ella encuentra personas que también viven su situación; pero estos desfallecen en el camino. Él continua; apenas ha andado poco, falta mucho por recorrer. En medio de carnicerías y charcos de sangre, en 1975, durante el gobierno de Banzer conoce al conductor de un programa radial; a partir de ello Felipe inicia lo que él llamó: “el indio en escena”. Con esta experiencia, la voluntad política dormitada del Mallku se enciende en llamas para no apagarse por las adversidades de la existencia: la difamación y el hambre que vive su familia y la muerte de sus tres hijos no lo detienen2; para ser claros, esa voluntad es símil al pensamiento de F. Nietzsche: “…, el que no me mata me hace más fuerte”3. Al verse reflejado en el escrito indianista de Reinaga, se dio cuenta de su condición: de indio; esto implica una existencia muy particular para los oprimidos, pues nacer, crecer bajo ese orden colonial, es llevar cargada esa experiencia lamentable en el presente eterno y actuar influenciado de alguna forma 2 3

Cf. QUISPE Huanca Felipe, “El indio en escena”, Qullasuyu: Pachakuti, 1998. NIETZSCHE F., “El crepúsculo de los ídolos”, Bolivia: Latinas ed., 1999, p., 10.

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por ella. Esta condición devenida en conciencia a través del indianismo produce lo que Ayar Quispe llamó el indio rebelde. Los aymaras nos conocimos como aymaras a través del habla y el discurso del indio rebelde, no porque haya memorizado lo que Reinaga dice, ni aquel y el otro, sino que ese lenguaje fuerte y áspero es resultado de la misma vivencia bajo la cual existe, esa es la razón principal por la que nos redescubrimos como somos en verdad. No es que Felipe haya optado vivir bajo este sistema opresivo, ni ninguno de los que lee este escrito; el orden colonial ya estaba ahí cuando surgimos. En cuanto nacimos bajo la colonia, ya estábamos determinados de alguna forma por lo externo como seres inferiores, como indios, en efecto. Lo externo ya estaba dividido en dos grupos contrarios y contradictorios. Pero validar como absoluto esto, seria anular la capacidad reflexiva de cada persona y su constitución; El indio rebelde es producto de esa capacidad y reflexión. Cada uno en tanto existe se construye. Consiguientemente, el indio rebelde no ha nacido para satisfacerse de los lujos, placeres de lo externo; no posee bienes materiales como un q’ara o un qamiri, solo tiene verdades de fuego que incendian, solo tiene la voluntad libertaria que no cesa de impulsar su praxis para eliminar lo pre-determinado que impone el sistema. El destino que cada uno construye es negado. La negación del sistema a las personas es constante, pero esto no basta, llega hasta los límites de la existencia de uno, a la sobrevivencia. La condición existencial de hoy: el indio es un constructo del opresor, “(...) el indio es producto de la instauración del

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régimen colonial. Antes de la invasión no había indios, sino pueblos particularmente identificados”4. El indio es una persona determinada por lo externo, no es el individuo libre dentro de las estructuras coloniales, las acciones que realiza son dirigidas hacia un fin. El comportamiento y la forma de pensar son moldeados. Pero hay algo más, su voluntad está limitada; en cambio en el indio rebelde, el asunto ya es otro, este ha roto el esquema, quizá solo tenga el límite de la muerte, pero no es nada raro que también otro le reivindique después de su muerte y aun siga en acción su pensamiento, pero su rebelión en tanto monacal no sirve, pues tarde o temprano fracasa. Algunos piensan que el Mallku es aquel loco maniático que dice absurdidades, pero este discursillo solo tiene valor en el entorno desde el cual surge; leamos: las palabras emitidas para transmitir un mensaje vienen cargadas de la vivencia, en este caso lo que las sensaciones nos dictan a través de lo concreto; los opresores están partiendo desde la realidad que ellos están viviendo. Los pensamientos de un determinado individuo encierran una vivencia particular. El q’ara y el indio rebelde tienen vivencias distintas y contrarias; en consecuencia, los pensamientos que se expresan de ambos, difieren el uno con el otro, porque en el pensamiento interviene no solo la vivencia sino el pasado, “(...) el pasado está presente en todo nuestro funcionamiento cerebral, y es el fundamento de los hábitos, de los reflejos condicionados…, 4

BONFIL Batalla Guillermo, “México profundo. Una civilización negada”, México: Grijalbo, 1994, p. 121.

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(el) pasado está presente en nosotros, en tanto en cuanto nos ha hecho lo que somos”5. El impulso del Mallku no son las lecturas, sino que, la condición en que se halla es la que le empuja a la política; no tiene la voluntad servil hacia el q’ara, sino que el poder de su voluntad hace que sea un aymara que pretende libertar despertando la conciencia externa que dormita; para esto utiliza el lenguaje que está viviendo los aymaras: fuerte cual viento áspero de las cordilleras, pero sobre todo demuestra con la práctica, le habla al q’ara de frente, sin pelos en la lengua, pero aún hay más; no le teme. Sus palabras son firmes y seguras, es un corajudo fornido en el sentido estricto del término; su mirada profunda anula la del opresor pues este agacha, las dubitaciones no están para él, porque su conciencia y pensamiento son libres. Después de ser torturado hasta las últimas consecuencias para que delate a toda la organización guerrillera, uno puede pensar que ya es un manso ante el colono; pero no, sería una equivocación garrafal balbucear tal idea, ni aun cuando se lo electrocuta en los testículos, ni mucho menos los golpes que recibe por doquier, que intentan domar a ese indio rebelde; se intensifica su voluntad de lucha por la liberación. La prensa ha querido hacerle pisar el palo, hacerlo parecer terrorista, no pudo; fracasó. Cuando se le preguntó por qué escogió el camino del terrorismo, este respondió: “No quiero que mi hija sea su sirvienta, tampoco que mi hijo sea su cargador de canastas”6. 5 6

CHAUCHARD Paul, “La memoria”, España: Ed. Mensajero, 1979, pp. 73, 33. QUISPE Huanca Felipe, “Mi captura”, Qullasuyu: Pachakuti, p. 30.

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No creo que el homo politicus en su sentido estricto sea un sujeto que actué mecánicamente, sin reflexiones para su praxis ni mucho menos aquel llunk’u que transita de partido en partido, sino que tiene que ver con aquella persona que tiene un compromiso social, que cree posible poder cambiar una realidad; ese es un político, que dedica tiempo completo, un profesional que cabe en la definición de Max Weber. El Mallku sobre los Andes, no es una praxis mecánica, sino que deviene de un pensamiento, esta surge de la experiencia particular de indio. El pensamiento se ha hecho praxis, aquello que estaba en ebullición debajo del ch’ullu, alistando la estocada final al q’ara; el indianista en el final del siglo XX y XXI, cerró una época y abrió otra. No hay más indianistas, los que sí existen son como las piedras, es el indianismo teórico, consecuencia de la teoría del indianismo. Pocas veces se puede ver un compromiso político hasta sus últimas consecuencias, sino es en la consecuencia de principios, es en la guerra anticolonial donde la existencia solo tiene significado en tanto se destruye el orden instituido, todo lo contrario, es no existir para el colonizado; los tupakataristas mostraron esa actitud en 1781 durante el cerco, demostrando que “de lo que se trata es morir matando”. El compromiso político anula los bienes materiales e intereses particulares. El indio rebelde no es, sino el servil a la ideología de la liberación; no hay términos medios, se es o no se es; su derrotero es ser o no ser, la vida y la muerte. Si en el escritor es satisfacer a la solitaria, el demonio que tiene sed de escribir y leer porque

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“exige a sus adeptos una entrega total”7, en el político ocurre similar pasión: sacrifica a sus seres queridos, sus sueños íntimos son echados abajo, lo que importa es constituir su proyecto político. El retrato que realiza Ayar sobre el Mallku es rotundo: “’el oprimido es el oprimido’ y su lucha puede ser imparable e incomparable cuando lo realiza por una causa sagrada, liberadora y justa. Por lo que sí ha perdido una guerra siempre estará dispuesto a combatir en otra y en otra… por eso, no teme a la cárcel, la tortura o la muerte”8.

7VARGAS

Llosa Mario, “Antología mínima de Mario Vargas Llosa”, Argentina: Tiempo Contemporáneo, 1969 p. 169. 8 QUISPE Ayar, “Los tupakataristas revolucionarios”, Qullasuyu: Pachakuti, 2009, p 15.

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COMO EL MALLKU EN EL CIELO

Le habían dado por muerto político; otros, queriendo sobreponerse, lo acusaron de fracasado, y fue soportando varias calumnias de los descendientes de Pizarro y Almagro; hasta ahí todo parecía venirse contra el Mallku, que daba vuelos majestuosos en el escenario político durante la temporada 2000-2003. En aquellos años, el mundo del espectáculo político, “orangutanes” mostrando malabares al estilo de otros extracontinentales, hacían de políticos. Los espectadores de la pantalla chica observaban absortos los malabarismos de estos, a veces entretenidos, pero no se daban cuenta que a su alrededor, hermanos y parientes suyos se encontraban, aquí y allá, enfrentados los unos frente a los otros. Los diarios cada mañana estrenaban sus titulares a nuevos baleados y ensangrentados; charcos de sangre llegaban a los ríos, así como en 1781, aymaras y qhiswas habían decidido “morir matando”. Era el horror del siglo. De esto se sabía por demás. La generación de esa época se despedía, narrando cuantas veces a la nueva generación en los almuerzos, en el trabajo o cuando los recuerdos dictaban a la lengua, sobre la condición por la que habían sido masacrados. Pero nadie se atrevía a levantar la voz para causar rebeliones

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ni encausar la rebelión contra el amo de los siglos. El miedo rondaba por la piel de gallina, sus cuerpos se estremecían por las imaginaciones. Habían perdido antes de batallar. Pero ese cóndor que tenía todas las de ser olvidado, resurgía, y a pesar de recibir amenazas de muerte, de soportar palabras duras de los maniatados, es uno de los valientes que tiene la verdad para romper ese enmudecimiento político; no es que sea un simple atrevido que encara al rostro déspota, conoce muy bien a los caudillos letrados y al caudillo mandón, sabe quiénes son sus enemigos, conoce su terreno, cuando guerrea, se siente como el cóndor en el cielo andino. Todos mascullaban que jamás regresaría, ni se les pasaba por la mente que volverían a ver los vuelos majestuosos en el escenario político; aun después de tantas mentiras que fueron tomadas como verdades. Muchos pensaban, por los años de vida que llevaba, además por el hijo que fue asesinado por escribir contra el mandarín y una compañera de vida, que tampoco existía en el terreno físico. Aparentemente no había las esperanzas para que vuelva. Pero NO. Se han equivocado. Él estaba vivo y podía volver cualquier momento, así como hoy dirigiendo un bloqueo, digno de los aymaras. El corajudo odiado por los q’aras, hacía brotar de su boca palabras e ideas de fuego que incendiaba las mentiras pronunciadas por el rostro en apariencia caucásico, provocando ensoñaciones en la indiada. Algunos mandarines pretendían apagar el incendio dando emboscadas discursivas. Salieron derrotados, ya que este era maestro en aquellas artes.

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La bronca crecía y crecía contra el Mallku, ayer fue por los pelados de la historia, por esos falsos chauvinistas de una patria que no existe y hoy se repite ese odio acérrimo contra el cobrizo. ¿Y qué esperábamos? ¿Qué sea elogiado?, no, no, mil veces no; no se puede esperar eso ni en los sueños. Pero ¡esperen!, no concluyamos nada todavía, están pensando enterrarlo; son los sepultureros del rebelde, seguro inventarán algo: una calumnia. No tienen otra salida, ya lo hicieron sus pares, es de esperarse. No quieren pasar el temor y temblor que les provoca al recibir las palabras que quitan el ropaje con el que se encubren, va en contra sus intereses. A ustedes que no son los floreros, les pasa otra cosa, experimentan frialdad al escuchar la voz libertaria. Y es verdad, que las verdades que nos echa en el rostro son como el agua fría, nos despierta para que no estemos adormecidos. Así es la costumbre de la que no queremos liberarnos. No queremos saber la terrible verdad. Entonces no es él el problema, sino nosotros, que tenemos esa voluntad servil de seguir como estamos: indios.

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LIBROS, SABER Y EMANCIPACIÓN EN EL AGRICULTOR DEL INDIANISMO

En mi adolescencia me sumergí en las obras indianistas de Fausto Reinaga; la obra “La revolución india” (1970) me la concedió mi hermano Marco Antonio Apaza Calle, quien a partir de los movimientos acaecidos en 2000-2003 dirigidos por Felipe Quispe, el “Mallku”, fue directamente influenciado por aquel. Recorrí aquellas páginas combativas y mi perspectiva de mirar la existencia fue diferente, más aún cuando el Mallku discursaba en las radios. Continué escudriñando otras obras indianistas de Reinaga y entendí la existencia del indio. El 2006 conocí a Felipe Quispe Huanca en Cochabamba, en una conferencia de prensa. Mi relación con este aymara descendiente de los valerosos Quispes comenzó en ese momento. Al año siguiente, escribí un artículo en el mensual “Pukara”; celebré mis cumpleaños con dicho trabajo de principiante. En el mismo órgano de difusión indianista en aquellos años aparecieron los escritos de un tal Ayar Quispe, con los que estaba de acuerdo. Dos años antes había leído una obra suya, el 2005 mi padre compró un libro, “Indios contra indios” (2003) en el mercado de libros viejos, cuando contemplé sus páginas al azar, y tuve sed de recorrerlas, ante aquella alegría mi progenitor sonrió.

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Finalmente el 2008, conocí a Ayar Quispe frente al colegio Omasuyos de Achacachi, era una persona que no acostumbraba hablar. Nuestros encuentros eran raras veces aquel año, salvo cuando tenía la oportunidad de acompañar a su padre, y cuando entablamos conversación era netamente de libros, así me prestó las obras de Guillermo Carnero Hoke, Virgilio Roel, Frantz Fanon, Guillermo Bonfil Batalla, Albert Memmi, Eldridge Cleaver y otros. Como ambos escribíamos en aquel mensual, necesitaba sus consejos para escribir. Él me enseñó a hacerlo; aún recuerdo sus duras críticas sobre las contradicciones que tenían mis escritos. El 2009, nos propusimos a escribir un libro sobre el indianismo que nunca se consolidó, pues me retrasé en escribir y él se adelantó en la publicación el 2011, me refiero a su obra “Indianismo”; una vez que salió a luz pública aquella obra, publiqué recién mi “Colonialismo y contribución en el indianismo” pero tardé 6 meses para que saliera de la imprenta. Ayar tenía la naturaleza de ser un indio rebelde, jamás gustó de aquellas ideas lisonjeras respecto al q’ara, fue enemigo a muerte con los escritores blanco-mestizos que trafican con el indio, lo indio y la ideología de la liberación, de ahí que no le temblaban las manos para sepultarlos en sus obras; guerreaba con la intelligentsia q’ara, con los secuaces indios sumisos, porque estos, a diestra y siniestra, confunden al indio y lo alejan del indianismo-tupakatarismo. Esta labor de Ayar era incesante, no solamente en el escribir, sino en las mismas conversaciones que teníamos.

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El lazo de nuestra amistad fue en primera instancia la ideología de la liberación, pero hay que agregarle la afinidad por la lectura. No le gustaba que maltrate las obras que tenía prestado, se enojaba a regañadientes cada vez que sucedía esto; los libros de cabecera los poseía bien conservados, tres de ellos: “Los condenados de la tierra” de Frantz Fanon, “Alma encadenada” de Eldridge Cleaver y “La revolución india” de Fausto Reinaga, eran sus tesoros. ¿Qué significaban los libros para Ayar? Eran armas de lucha contra el sistema q’ara, además, un diálogo constante con otros. Los pocos momentos que fuimos a comprar, enloquecía por aquellos autores raros; asimismo, cuando íbamos en busca por las bibliotecas especializadas de la Universidad Mayor de San Andrés sobre un tema en particular, primero contemplaba el libro y su contenido, para luego sacar una copia; era cuerdo en el campo de recolectar bibliografía, así que no podía tener cualquier “libraco” en su biblioteca personal. Además, hay algo más allá en estas ideas: el saber, esa búsqueda constante impulsada por la inquietud demoniaca; Ayar poseía el demonio del saber, pero no el saber por el saber, sino aquel que le ayudaba a entender la realidad concreta: la condición de indio. Pero ¿para qué entender lo concreto? Para tener las cosas claras, una vez despejado el caos que se presenta desde fuera, Ayar planteaba acciones para cambiar esa realidad desfavorable para los indios, ya que el sistema ha sometido a los indios a un lavaje cerebral, a un noentendimiento de su existencia oprimida; consiguientemente, a la vivencia mecánica y no-reflexiva.

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Los libros y el zambullirse en su interior, ese no era un fin para Ayar, las lecturas no terminaban ahí, en el puro placer. Tenía en claro que los libros solo eran instrumentos que conducían a las ideas y el leer conducía a pensar a partir de lo abstracto y abstraído. Pero hay otro modo de llegar a lo concreto, y es pensar a partir de la experiencia. Y lo que se nos presenta en la experiencia son fenómenos, hacer reflexión a partir de todo esto, es ser creativo según Ayar, porque son situaciones nuevas. En una ocasión, me dijo: “Para qué vas a comprar más libros, tengo muchos libros sin leer. Es una mentira que uno lee toda su biblioteca, nadie termina de leer lo que uno tiene. Mejor hay que pensar y reflexionar sobre lo que está pasando”. Tenía mucha razón. Ahora me doy cuenta que los juicios de otras obras sobre el indianismo en nuestro medio, eran repetitivas, nada novedosas ni innovadoras, lo que en realidad estaba buscando Ayar era re-crear el indianismo a partir del tiempo actual. Teniendo estas dos fuentes de adquisición del saber, de nada sirve mantenerlas almacenadas en la mente; necesitamos escribirlas para comunicarlas a otros. En realidad, el acto de escribir nos conduce directamente a la reflexión, es un diálogo con nosotros mismos y es una comunicación con nuestros pares. Ayar entendía que no podíamos escribir abstracciones teóricas de la realidad colonial en lenguaje académico, porque eso era soporífero para los indios, eso era echar agua a la arena y no a la siembra; los indios necesitan verdades directas que tengan correspondencia con su vivencia, parafraseando a Malcolm X: A los oprimidos hay que hablarles en su lenguaje.

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En los encuentros en la ciudad, Ayar siempre llevaba un libro, “(...) estoy leyendo esta obra”—decía—, o como en otras ocasiones el borrador de algún escrito suyo; tenía el papel y el bolígrafo a mano, sus hermanos (as) creían en su oficio de escritor, porque la mayor parte de su tiempo se lo dedicaba a la lectura, a la par de escribir; en uno de sus cumpleaños — me contó con esa alegría que tenía en el rostro— su madre le obsequió un par de guantes, su hermana un bolígrafo; este gesto al parecer nimio, legitimó más su trabajo de leer y escribir. El escribir para Ayar era un acto de compromiso, no se escribe por escribir, sino que esto tiene en primera instancia una relación íntima con uno, ya que, si uno es indio, más aún si se considera indio, entonces, el escribir automáticamente se traduce en un compromiso con la sociedad colonizada; consiguientemente, el indianista escribe para liberar a su pueblo, no puede ser de otra forma, eso era el agricultor del indianismo: un escritor comprometido. Entonces, escribía para sí mismo, pero esto no se quedaba ahí; por lógica a quienes están dirigidos esos escritos son directamente a los indios, porque habla de ellos. Los escritos de Ayar son combativos, esta es una característica de sus acciones, de su modo de ser, su experiencia está empapada con la revolución. Desde muy joven participó de muchas acciones, como pintar paredes con la sigla MITKA; fue fundador y militante del EGTK junto a su padre, participó en el movimiento indio del 2000-2003. Descuidaba mucho su salud, lo que le importaba era trazar ideas en el papel, así terminó de

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escribir “Los tupakataristas revolucionarios” en medio de fiebres y dolores al borde de la muerte. Hay una cosa en la que coincide con Reinaga: fue un escritor que no gustaba hacer pasar ningún error de redacción en sus escritos. Cuidaba mucho esa parte, revisaba una vez tras otra un párrafo, y aun así no estaba contento; en el acto de escribir era un verdadero artesano. Creo que tuvo presente siempre eso y en todos los aspectos. Cuando nos empapábamos de barro y tierra en la construcción, era un verdadero contramaestro, que revisaba cada detalle del nivel, la plomada y la medida, cada vez que hacía esto, a veces mostraba un error y salía diciendo: ¡Qué Iván! Si revisamos los escritos de Ayar hay una evolución en su forma de escribir, precisamente en cómo lanza las ideas. Existe una profundización en el lenguaje en que está hablando a los indios en sus libros, y es esa manera combativa que mencioné más arriba: el escribir era guerrear contra los opresores. Ayar pensaba que a los indios hay que despertarles del sopor colonial, dándoles verdades que sean de fuego, que toquen la herida de más de 500 años de opresión, eso es lo que no quieren nunca los opresores, porque corren el peligro de que puedan ser cercados nuevamente. Ayar era un escritor combativo, porque las mismas letras plasmadas en el papel guerreaban con otras ideas; así los indios, en el momento de recorrer por esas páginas, pueden despertar y mirarse como en el espejo y ponerse en dinámica contra colonial; prueba clara es su última obra “Indianismo-katarismo” (2014) donde se ve una característica del indianismo: la guerra contra

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colonial. No dudamos que el agricultor del indianismo, sembró en sus obras ideas que harán surgir otros como él, pero sobre todo sus pensamientos se convertirán en llama flameante, y consiguientemente, en movimiento indio.

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4 AYAR QUISPE Y LA REBELIÓN EN LAS PALABRAS

Puede que recordar sea sumirse en un determinado tiempo y dejar pasar el presente, quizá lo más congruente, respecto al recuerdo, sea la reflexión de las experiencias que uno deja trazadas en los papeles, pues como se ha visto a lo largo de la historia, las palabras en el papel han conservado las ideas de los pensadores; si no fuera por las palabras en el papel, se dejaría al olvido muchas experiencias y conocimientos en la nada. La única manera de poder conocer un pensamiento, conocimiento de un determinado ser, es a través de sus escritos, como los escritos de Aristóteles, o en otros casos el escrito de otro sobre aquel, así podemos conocer a Sócrates a través de “Los diálogos” de Platón. Pero además podemos no solo conocer el conocimiento de una persona a través de las letras, sino que también las características de una determinada sociedad y época, como es el caso de las novelas y los cuentos. Hay algo más; a través de las palabras podemos conocer el carácter y espíritu de una persona, especialmente en aquellos que escriben con sangre9. Este es el caso de Ayar Quispe. NIETZSCHE Federico, “Así hablaba Zaratustra. Un libro para todos y para nadie”, Madrid: Sempere, s/a, (De todo lo escrito no me gusta más que lo que uno escribe con su sangre. Escribe con sangre y aprenderás que la sangre es espíritu) p. 31. 9

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No dudamos que Ayar Quispe, en este tiempo, ha sido un escritor autóctono rebelde; y es esa rebeldía que corre por sus venas, la que está plasmada en sus libros, ¡SÍ!, estamos plenamente en lo cierto, Ayar no dejó de ser un guerrero de las letras; con sus escritos, como el viento fuerte de las cordilleras del altiplano, limpia uno a uno, de rincón a rincón, a los antilibertarios. Pero ¿solo eso?, no, además cuando destruye a estos chitakus del sistema q’ara, despeja la mente del indio, dejando así debajo del ch’ullu la ideología de la liberación. Toda la producción de Ayar siempre ha estado dirigida al indio como tal, por eso quien recorra por las páginas de sus libros estará en suelo firme, ya no existirá apabullado, obtendrá firmeza de sí, se convertirá en el aymara y guerreará para sí; eso es precisamente el aymara, que tomando conciencia de lo que es en la totalidad colonial, deja de ser lo que había sido hasta entonces: indio, para devenir en aymara. En cada aseveración que nos arroja Ayar en sus libros, existe una “verdad de fuego” que incendia la falsedad colonial que nos impuso el blanco, ¡ah!, despoja los determinismos que nos han hecho creer que estamos destinados a ser oprimidos y no tener una existencia libre, sino de indio, pero escuchar este bramido del fornido aymara: “(...) no podemos cruzarnos de brazos ante los opresores seculares; ya que combatirlos es proseguir la campaña que comenzaron nuestros antepasados guerreros; si se hace eterna la opresión, eterna puede ser la guerra”. Sí, sí, es la voz del aymara, son las palabras rebeldes de Ayar Quispe que, al igual que otros que aman la liberación, jamás de los jamases estuvieron vencidos por el colonialista,

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de ahí que de tiempo en tiempo, de generación en generación, existe la guerra de liberación y no parará mientras estemos como estamos. No nos cansamos ni cansaremos de luchar hasta lograr la liberación de los aymaras en este siglo, por eso —en palabras de Gamaliel Churata —: “el deber de quienes detentan la Wiphala del Inka es no abandonar la batalla antes de la Victoria”10. Ayar no cesó de escribir, es un aymara que sin descanso escribió palabras que incendian la aparente calma del sistema q’ara, para provocar la guerra total, es uno de esos escritores que extrae la piedra entorpecedora que se encuentra en medio del barro y el adobe, pruebas concretas son sus escritos, provocando cual si fuera viento como en las pajas bravas el movimiento y la melodía de guerra en los llamados indios; cosa contraria es esto: racismo, mentira dice el q’ara al leer sus libros, ¡bah!. Son calumnias y a las deshonras hay que enterrarlas con verdades. Cualquiera que se zambulla en la producción de Ayar Quispe a partir de sus primeras obras hasta la última, se dará cuenta que hay una agudización sobre el colonizado, la guerra y su liberación, la misma literatura que leía eran referente a estos temas. La causa para que se remitiera a este tipo de textos radica en la carencia de estos en los movimientos de liberación. CHURATA Gamaliel, “El pez de oro. Retablos del Laykhakuy”, Perú: II Festival del libro Puneño/CORPUNO, 1987, Tomo I, p. 36 10

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Cada una de las personas son particulares, en la medida que viven experiencias especificas; no existe otro Ayar ni existirá, quizá haya alguien que se acerque a su tipología. Esto se debe a la complexión personal; la experiencia de Ayar tuvo mucha influencia de las acciones y las ideas de su padre, no es raro que inicie escribiendo sus primeras palabras en los boletines rebeldes de la ORAT y sea uno de los fundadores y militantes del EGTK a temprana edad; hubo algo en Ayar, un doble compromiso, con su identidad y con su padre. La misma situación social, su condición que negó sus sueños personales, la reacción frente a ella es la destrucción de aquello que le niega para poder hacerse como se quiere; dejar el proyecto de ser un médico, no ha sido por gana y gusto, sino por una negación externa; la frustración condujo al entendimiento de lo que se es en el país colonial, esos sacudimientos proporcionados por lo externo le liberaron del aturdimiento al que había sido sumido. ¿Acaso no es así?, vemos que la gran mayoría en el mundo colonial no quiso ser lo que es, y dejan ese objetivo a sus descendientes, solo son cuando el hijo o la hija llega a ser lo que ellos no pudieron ser. Que haya optado por la antropología, no quiere decir que sea un impulso meramente personal, sino que necesitaba de insumos y herramientas para entender su vivencia, esa elección era por la necesidad social y no por la satisfacción intima; era, exclusivamente por un compromiso con sus pares, la misma temática en el que estaba inmerso: la violencia, es consecuencia de la necesidad y de lo que estaba viviendo. Necesitamos plantearnos lo siguiente para entender más: ¿Por qué se tiene sed?, porque el cuerpo necesita de esta materia

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para mantenerse con vida, y el ser vivo tiene que satisfacer esta necesidad, de lo contrario perecerá. Jean-Paul Sartre, se preguntaba de manera general lo siguiente respecto al tema que tratamos: “¿Por qué se lee novelas o ensayos?”, reformulemos la pregunta ¿por qué se lee ensayos y novelas sobre un tema? La respuesta de Sartre nos da luces para resolver esta cuestión: “Hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y eso es lo que busca en el libro. Lo que le falta es un sentido, pues precisamente ese sentido total es lo que él dará al libro que lee. El sentido que le falta es evidentemente el sentido de su vida, de esa vida que para todo el mundo está mal hecha, mal vivida, explotada, alienada, engañada, mistificada, pero acerca del cual, al mismo tiempo, quienes lo viven saben bien que podría ser otra cosa”11. De hecho, las acciones de las personas vienen dirigidas por intereses e inclinaciones y quieren ser satisfechas; a menudo en los escritores y filósofos ocurre tal situación, pues un vacío puede conducirles a una amplia bibliografía o a una búsqueda interminable a través de la reflexión para llenar ese vacío y eso se puede notar cuando se lee su producción. Pongamos en claro. Las obras de Ayar tienen esa característica. Si se analiza en forma general, a partir de “Los tupakataristas revolucionarios”, “Indianismo” e “Indianismo-katarismo”, Ayar está tratando de llenar el vacío que hay; esto es, la guerra contra colonial. Él había puesto como elemento fundamental y fundacional del indianismo a la guerra, ya que así había surgido y se había mostrado en la historia, no como un mero discurso sino en la praxis. Las cosas eran al revés, la misma SARTRE Jean-Paul y otros, “¿Para qué sirve la literatura?”, Buenos aires: PROTEO, 1967, p. 102 11

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praxis contra colonial ya estaba ahí y necesitaba un discurso para ser legítimo, Ayar entendía la liberación así, precisamente lo que trataba de explicar y fundamentar en sus escritos era eso. La clave para la liberación según Ayar, descansaba en que los indios, una vez conscientes de la situación en la que se encuentran, pasen a la guerra de liberación, ya que en ella se develarían muchas cosas como quién es quién; es en esas instancias donde el colono camuflado de descolonizador se muestra en su condición real; así se aprecia cuando se leen los diarios de los españoles en la revuelta de 1781-1783 y en las jornadas 2000-2003 lideradas por Felipe Quispe Huanca. Pero lo que escribía no era la de un escribidor de ficciones descontento de la vida queriendo mejorarla en una novela, o en un cuento, no era de esa calaña; él escribía la realidad tal como se presentaba, no cambiaba el nombre de una localidad con otro, ni el tiempo, mucho menos sus personajes tenían otros nombres. Escribió la verdad, escribía sin tapujos. Las ficciones no estaban para él. La tesis sobre la literatura de Vargas Llosa, la realidad-ficción, donde los lectores se refugian en el mundo de las letras y escribiendo en sus escritos un mundo mejor que la que vive, solo descansa en los ensueños trazados en el papel que pueden ser dignos de ser leídos sirviendo como refugio para aquellos que sufren el descontento de la externalidad; sin embargo, ello puede ser para algunos un impulso para transformar la realidad; tengo en claro que, entre estos dos tipos de escribir: realidad-ficción y realidad, el trabajo de Ayar era de un militante que escribe

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pensamientos que quieren liberar sin la ficción sino solo con la realidad y a partir de esta. En cada escritor hay una experiencia, una vivencia que orienta el carácter de un escrito. Uno no escribe por escribir a no ser por la vanidad, pero aun esta es un empuje para que se tracen letras al papel; hay otras razones profundas para que uno escriba; en el caso de Ayar, fue un compromiso con la nación aymara. Si cada escritor tiene una vivencia, esta se viene reflejada en sus escritos. El escritor negro Richard Wright, por ejemplo, trazó toda su experiencia de vida en sus novelas y cuentos; en “Black Boy” podemos hallar como el racismo de los blancos sobre los negros era tan soberbia y diferencial que recorriendo sus páginas el lector puede imaginar esa vida agria y áspera de la opresión donde había una fila de blancos y otra de negros para tomar el tranvía12. Aquí Wright refleja su vivencia, no puede ser de otro modo, uno no deja de estar condicionado por su contexto; el problema que se presenta exteriormente es tratado de entender: ¿Qué tiene que ver esto con el tema que tratamos? En primera instancia, Ayar como escritor y pensador, escribía a partir de su vivencia; su crítica a la intelligentsia blanco-mestiza, en “Indianismo” (2011) e “Indianismo-katarismo” (2014), fue fuerte para los lectores contrarios a la vivencia de Ayar, pero satisfactoria para los aymaras conscientes de su condición, esto producto Cf. WRIGTH Richard, “Black boy. Recuerdos de infancia y juventud”, España: s/e, 1973. 12

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de la misma vivencia: “Solo el que ha sido indio comprende lo que es ser indio”, de otro modo solo se produce la descripción de una contemplación. Entre la contemplación y la experimentación hay una diferencia abismal. En mi opinión en la descripción de la contemplación solo llega a mostrar desde un determinado punto de vista algo; en cambio, los escritos a partir de la experiencia pueden conmover a aquel que vive eso que está escrito, pues habla de él; al leer las palabras rebeldes, el sujeto que lee se observa como en un espejo, convirtiéndolo en rebelde; José Ortega y Gasset, en un gran análisis sobre “la escala de distancias espirituales entre la realidad y nosotros” señala que “(...) los grados de alejamiento (de la realidad), por el contrario, significan grados de liberación en que objetivamos el suceso real, convirtiéndolo en puro tema de contemplación”13, consecuentemente, “(...) en la escala de realidades corresponde a la realidad vivida una peculiar primacía que nos obliga a considerarla como ‘la’ realidad por excelencia”14; en consecuencia, aquel que vive la opresión colonial puede mostrar esa experiencia a través de las letras, de otro modo, solo es la descripción de la contemplación, ya lo dijo Reinaga, “Se revela al indio pero no se rebela”15, pues solo el espíritu que es resultado de la vivenciación puede encender la llamarada de la liberación, y esta solo es posible cuando se vive.

ORTEGA y Gasset José, “La deshumanización del arte e ideas sobre la novela”, Madrid: Revista Occidente, 1928, p. 27. 14 Ibíd., p. 28. 15 REINAGA Fausto, “La revolución india”, Bolivia: PIB, 1970, p. 455. 13

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5 ROBERTO CHOQUE CANQUI, EL ILUSTRE DE LA HISTORIOGRAFÍA AYMARA

Fue un inminente y brillante historiador aymara. Pertenece a la primera generación de aymaras que trazaron con finura y elegancia la historia de una lucha desigual. Ayar Quispe lo recordaba como a un tipo que no se jugaba con el manejo de datos históricos, que era minucioso, que tenía dominio en la metodología, en las letras y que merecía respeto. Nació en 1942 en una hacienda en Caquiaviri de la provincia Pacajes, su padre era pongo, pero poseía el espíritu de lucha lo que influyó considerablemente en su formación académica, ya que le pagó sus estudios iniciales en una escuela adventista luego de ser echados de su comunidad por rebelarse contra el patrón en 1947. Supo salir de esa situación servil convirtiendo sus desventajas en oro. No se victimizó culpando sobre su condición de indio. En su juventud trabajaba en el día y estudiaba en la noche, y desde esa edad tenía en mente ser un “aymara letrado”, así estudió historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UMSA. Cuenta él mismo que andaba aislado por sus compañeros por ser el único aymara; luego participó en la organización del Archivo Histórico por su interés en conocer la documentación, así fue ayudante de investigación de Alberto Crespo Rodas.

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Animado por el historiador, leía documento tras documento. Su compañera, la historiadora Mary Money, lo describe como a un sujeto que se empeñaba en leer los documentos y que nunca se sentaba a descansar. Lo que aparentemente lo iba a estancar no fue sino su ventaja, a través del orden, la disciplina y el trabajo. Así escribió libros como: “La masacre de Jesús de Machaca”, “Jesús de Machaca: marka rebelde”, “Situación social y económica de los revolucionarios del 16 de julio”, “Sociedad y economía colonial en el sur andino”, “Pablo Zárate Willka y la rebelión indígena”, “El indigenismo y los movimientos indígenas” y con la colaboración de Cristina Quisbert Quispe, “Líderes indígenas aymaras”, “Historia de una lucha desigual” y “Educación indigenal en Bolivia”. Roberto Choque Canqui no politizó la historia, supo diferenciar muy bien el campo académico y el político, y describiendo la historia aportaba a la autonomía de su nación y cultura. Su trabajo desmitificó la historia oficial; derrumbó con los insumos de la ciencia, la historia que se había escrito y que se enseñaba en las escuelas. Él presentó otra versión de la historia, así la creencia en personajes históricos a quienes, cuando éramos niños, dábamos cantos, semblanzas y poesías, quedaban en el olvido. Adiós a Murillo, Bolívar, Sucre, Colón... Adiós a todos esos personajes postizos gracias a la pluma del insigne historiador. Escribió temas específicos, pero también hizo estudios generales, como el ABC de las luchas indígenas pre y post revolución nacional, donde el despliegue de datos, los saltos de acontecimientos la secuencialidad en sus descripciones, hacen única su forma de escribir. Con las explicaciones de

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Choque Canqui, uno se da cuenta sobre la situación desventajosa y difícil que pasaron los indios luchando por la igualdad ciudadana. Situación que él revertió con su esfuerzo y trabajo en la academia hasta codearse con colosos en la antropología como L. Guillermo Lumbreras, o en la etnohistoria como John V. Murra. Money tiene un recuerdo sobre este último. Hacia 1977, “Roberto trabajaba conmigo — narra la historiadora— en el Archivo de La Paz, una mañana a las diez se abrió la puerta de golpe, el señor era moreno, de cabellos negros con un terno que nunca olvidaré, era de un color plomo, entró, no saludó a nadie, y le dijo a Roberto que estaba a mi lado en una mesa cercana, soy John Murra, ¿podrías criticar este articulo?, vamos a tomar un café, y salieron, fueron grandes amigos”. ¿Acaso ahora que ambos no están, toman un café en la otra vida (si la hay), charlando sobre esto y aquello de la historia andina?

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UNA TARDE EN LA VIDA DE SIKU MAMANI

Primer día de agosto de 2019, el nuevo hechicero de los andes llegó desde las tierras cálidas. El encuentro después de meses se consolidó por fin, después del ¿Cómo has estado hermano...? Después del Te veo más vejete, caminamos en medio de la multitud de estudiantes de aquella ciudad joven, de muchachos y muchachas provincianas. Aquella tarde en la Universidad Pública de El Alto, los puestos de libros exponían joyas literarias. Entre risas sobre recuerdos de mengano y fulano, nos dirigimos hacia los libros. En uno de aquellos puestos estaba Siku Mamani. Él estaba detrás de aquellas joyas y al lado de su querida compañera. Caminamos hacia la pareja. Saludamos alegremente y ellos respondieron con la sencillez y calidez que los caracterizaba. —Revísalo nomás hermano, hay buenos libros. —Dijo el músico. Y señaló un ejemplar cuyo título era ¿Khitiptansa? (¿Quiénes somos?) de X. Albó. Miraba todo lo que había en la mesa, no supe qué libro llevarle, hay muchas cosas que uno quisiera leer y según el interés que tiene, pero es casi imposible. —Escógete uno hermano —dijo nuevamente. —¿Uno? —Pregunté sorprendido.

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—Sí, uno. Te debo un favor, así que escoge un libro hermano — rápidamente se me vino a la mente el recuerdo de la noche que me pidió una redacción no sé para qué. —¿Es en serio, hermano? —Volví a preguntarle. —Sí, hermano. Escoge uno —respondió. Pasó unos minutos y seguía observando. Había otros compradores que le preguntaban sobre algunos libros de historia, él respondía saciando cada duda de aquellos curiosos. Aún no sabía qué elegir. Fue un gesto grandioso. —Ya pues, escoge un, de una vez —dijo el hechicero. Y para impulsarme me dio unos golpecitos en la espalda. —Haber, haber, mmm... No sé qué escoger, hermano, en verdad —Siku empezó a sonreír de repente. Me di cuenta que mi indecisión le causaba gracia. Así de repente, debajo de su gorro multicolor esbozaba su sonrisa picarona; sí, esa sonrisa que siempre nacía en él después de armonizar sus sentimientos en las cuerdas del charango. —Con confianza, hermano —respondió nuevamente, entre risas. Ya lo tenía, estaba ahí. Alcé el ensayo de René Zavaleta “El poder dual”. Saqué de mi mochila un bolígrafo, entregué el libro y la tinta a sus manos prodigiosas. —Quiero tu autógrafo, Siku. Este momento será historia —le dije. Agarró el bolígrafo y se puso a pensar, luego escribió lo siguiente: Un joven intelectual con grandes expectativas. Jallalla sarantaskakim. Luego me devolvió el libro y el

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bolígrafo, y esta vez le entregué a su compañera para que trazara otra dedicatoria. Ella escribió debajo de aquellas palabras: Que la pacha te bendiga. Ahora que el libro está frente a mí, pienso y siento que la mejor bendición fueron estas líneas que escribieron. Agradecí y le di un apretón de manos ¿Quién imaginaría que fuera el último apretón? Ninguno de nosotros. —No se pierdan pues —dijo, lo recuerdo bien. En otros momentos de despedida también me decía: Hay que hacer muchas cosas. Sus ganas de difundir por el mundo los elementos-culturales-en-potencia de los aymaras no tenían límites. Así había fundado el periódico Chakana, instituido el Premio Pachakuti, el Centro Multidisciplinario Chakana Uta, el círculo de los Mamani y el grupo musical Ayllu Chakana. Siku Mamani tenía el espíritu de transformar la música, el arte y a través de ello cambiar a la sociedad, así combinaba con otros recursos tecnológicos los sonidos que había escuchado en su niñez. Él tuvo esa facultad de oír el canto de las montañas, de las olas del lago sagrado, de la paja brava y del silbido del viento. Ahora que no está y no leerá jamás esto, después de todo, solo puedo decir que la vida nos da golpes duros que vemos venir y los recibimos sabiendo que seremos lastimados, pero hay golpes de los que no logramos recobrarnos, porque que no los advertimos por su naturaleza sorpresiva. Esos son los golpes bajos que nos anulan.

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Así es la muerte de un ser querido, como un golpe bajo que no lo esperamos y que nos anula.

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OSCAR MARTÍNEZ Y LAS CRÓNICAS DE UNA VIDA “Todo libro es un conjunto de retazos..., todo hombre es una serie de retazos de sus antepasados” R. W. Emerson, “Hombres simbólicos”.

Decía el pensador y poeta Henry D. Thoreau, que “(...) si un hombre no va al mismo paso que sus compañeros, tal vez sea porque oye el redoble de un tambor diferente. Dejadle al son de su música que oye, sea ella rítmica o lejana”, quizá este pensamiento retrate la diversidad de representaciones de las personas y que cada quien va a su paso, a su ritmo, no hay motivos para unificar la marcha de las personas. Pero, así como la diversidad de caracteres, de pasos, de ritmos de cada persona en el mundo, en cada una de ellas existe también una diversidad que constituye una unidad. Así es cada cosa. La música de fondo con que escribo, también está compuesta de tonos, de ritmos, suenan de manera secuencial y conforman una totalidad. Las personas, sí, las personas. Cada quién con su vivencia, con su experiencia, retazo tras retazo, van conformándose a diario. Algunas que perduran en el tiempo y otras que tratan de sobrevivir a través de la oralidad; digo esto porque asumo que

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cada vida es un libro, un libro diverso, con contradicciones, pero un libro vivo. Sería interesante que cada historia de vida devenga en un libro escrito, así permanecería en el tiempo para otras generaciones, o de lo contrario, para el olvido. En la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury sucede lo contrario, una persona no se torna en libro sino el libro se torna en persona, porque en la sociedad descrita por Bradbury, el libro está prohibido, así un libro regresa a su punto inicial; en una persona. Si todas las personas se dedicaran a escribir, contarían su vida; sin embargo, no todos asumen el oficio de escribir, de tal modo, no sabemos cuántas historias interesantes se quedan en la nada o se pierden para siempre. Lo poco que conocemos lo llevamos en la mente, unos porque nos lo contaron y otros porque los leímos. Así cada historia personal cobra vida en cuanto es narrado a otra persona, al papel, o en otro caso, cuando el lector revive una vida ajena al leer un libro. Oscar Martínez, el lluqalla jailón, hizo posible que su vivencia sea leída por el lector; una vez sumergido en sus páginas, uno revive la vida azarosa del autor, por suerte no hay prohibiciones de lectura de un libro de este estilo, como sucedería en el Fahrenheit 451. Los escritos son crónicas que describen la Martínez, cuya colección está bajo el título: llokalla jailón” (2019). El título del libro transgresor y llama la curiosidad de quien

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existencia de “Crónicas del es llamativo, está al lado.

¿Llokalla jailón?, la pregunta ronda por la mente del pasajero. Uno piensa que es inaudito; sin embargo, representa la multiplicidad de vivencias descritas y narradas en cada página. Así como la existencia de una persona es diversa y a la vez contradictoria, hay unidad en ella, y eso es precisamente lo que es uno y va haciéndose a cada segundo, y a cada tic tac del reloj, se torna en otro. En cada crónica Oscar Martínez, paraliza un determinado tiempo; en esas hojas ahuesadas, uno puede leer un extracto perenne de su existencia particular. Lo que por cierto puede llevarnos, según el interés o necesidad de cada lector, a diversas descripciones, como la existencia del migrante, del muchachito que es obligado a leer y resolver ejercicios matemáticos, del niño que pierde su idioma por las prohibiciones de la directora y que llora porque no puede nombrar las cosas con otro idioma, del hombre perseguido por sus actos inconscientes y que trata de desfogarse de ellos, narra como si el papel fuera el doctor Sigmund Freud, que atiende u oye las voces del vagabundo, del maleante, del enamorado, del bachiller que busca estudiar Derecho y que por el azar del destino termina cursando Psicología; en síntesis, la existencia del lluqalla jailón. UN GRANUJA El pequeño ser apenas tiene tres meses y ha empezado a viajar. Viaja en los brazos de su madre adolescente cuyo destino está escrito en un retazo de papel. No son los únicos, ni del lugar ni en el tiempo, hay muchos quienes escapan de la vida rural en busca de mejores oportunidades y por varias

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razones. En el espacio urbano la situación es difícil, mucho más difícil para todos los que escaparon de la miseria y, por supuesto, contrario de lo que habían imaginado al partir. Pronto el muchachito se topa con las dificultades de la vida y descubre muchas cosas. El pequeño filósofo observa el mundo de una manera diferente a sus mayores. No se libra de la tragedia de Sófocles, ni de las definiciones que ha dado Freud de ella (de la tragedia, se entiende). Como algunos seres, posee un Complejo de Edipo, el recuerdo de su padre le persigue, está en los sueños y en las crónicas que escribe. Teme, sí, teme al padre, al padrastro, al coronel, a la directora..., no hay refugio alguno para el niño, quizá los únicos lugares seguros para sí los ha encontrado en su madre, en Maritza (aquella mujer que ha sido su verdadero padre) o en los libros y en la literatura. La sociedad está contra el niño, peor aún si el muchacho balbucea un idioma diferente y todos le miran sorprendidos, hasta negarle su manera de interpretar y entender el mundo. Así fue creciendo y perdiendo su quechua como el miedo, hasta pensar como blanco y hablar en serio. La directora de la escuela le ha negado su idioma, las risitas cojudas y las miradas de desprecio, también. Ha llegado a creer que el serrano es cara de borracho. La situación económica social de ese entonces ha influido en su constitución, no solamente de él sino de toda una generación de migrantes. Negación tras negación, la felicidad consistía en parecerse y pensar como blanco. Adolescente y rebelde, el muchacho es acusado de todo y de nada, nadie cree en él, solo un tío y porque le tenía fe, lo

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aprecia demasiado y le hace caso; para los demás el lluqalla es un maleante, mañudo, asalta borrachos, delincuente de poca monta y una vergüenza familiar… Un granuja. Alguien que no encuentra un lugar sino en aquellos raleados y poco entendidos. Con ellos quiere cambiar el mundo, dar a la desposeída ayuda. Escapan de las aulas para toparse con la sociedad establecida y así las circunstancias van convirtiéndoles en “delincuentes”; sí, en aquello que no pensaban ni planearon ser. Alcohol, cigarros, bares de mala muerte y experiencias juveniles, he ahí el mundo de Oscar Martínez. Víctor Hugo Viscarra está al otro lado, en el mundo del hampa. El lluqalla camina entre el límite del hampa y la familia, como si estuviera andando sobre una cuerda. Describe en las crónicas ese límite, no está sumido en el mundo de Viscarra, pero sí coincide en algo con él: escribe sobre su experiencia, no en relatos testimoniales como lo hacía el autor de “Borracho estaba, pero me acuerdo”, sino en crónicas. El mundo que vive Martínez es riesgoso, más riesgoso que el mundo de un jailón. Hay ocasiones que recibe pateaduras y cabezazos, experimenta riñas y peleas; pero, sobre todo, observa la muerte en varias ocasiones, de sus familiares, de sus amigos, y eso es precisamente lo que le cambia y le invita a pensar en el sentido de su vida. No solamente la muerte, hay ratos en que la soledad monacal de viajero, le invita a examinarse y a disecar sus dolores, asumiéndolo como un pasado que no da temor.

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El estudio le ha costado un ojo de la cara. Educarse y tener una profesión, en vez de sacarle de la miseria le ha vuelto doblemente mísero; endeudado, todo un vago y sin empleo, su existencia se torna en un no-tener, “no tenía casa, tesis, plata, novia por quien sufrir, amigos dispuestos a beber un martes por la tarde”. No tiene nada. Si en un inicio de la vida universitaria le hace feliz pensar como blanco y hablar en serio, la idea le lleva al parecer dejando el ser. Se mimetiza. Pero ello no es absoluto, tarde o temprano la idea se derrumba, pronto el notener le afecta aún más. Sí. Está frente a la nada. Por poco el abismo de la nada le embota y se lo traga; pero no. Sale de la mierda y por fin logra su objetivo: Psicólogo Social. LAS CRÓNICAS DE UNA VIDA Hay una diversidad de experiencias en las crónicas de Martínez, diferentes entre sí. En todas ellas salta el tema de la dicotomía entre lo jailón y lo indio, a veces el autor está en un lado, en otras ocasiones en el otro, pero muchas veces vive en el límite fronterizo de esos “dos mundos” aparentes. Y al fin vive entre la interacción de ambos; el resultado: el lluqalla jailón. Ni lo uno ni lo otro. Ambas cosas. Pero no hay que confundirlo como el ch’ixi de Ch’ixipampa, porque no tiene nada de eso. A través de sus crónicas muestra la complexión de lo que es ahora, un Oscar Martínez que no acepta el pachamamismo, ni el discurso modernista de H. C. F. Mansilla que son contrarios a las tradiciones culturales de los Andes. Él cree en la ch’alla y en los mitos profundos muy bien descritos por el filósofo Guillermo Francovich.

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Otro de los temas que aparece como una constante en la mayor parte de las crónicas de Oscar Martínez es el kolla, el indio y el lluqalla. Observa y recuerda lo observado (como etnógrafo), los aspectos cruciales de la migración, la existencia de migrante frente a una ciudad que le observa con indiferencia, manteniéndole en la diferencia y el estigma. En Mi papá y mamá, Margarita (“la papá de verdad” de Martínez) le habla en quechua sobre su pueblo y los muertos, e incluso le enseña a armar mesas del día de difuntos. En El por qué y el para qué, el lluqalla que aún no es jailón describe las relaciones coloniales entre los sujetos sociales pertenecientes a diferentes estratos, el sujeto racializado se vislumbra ahí cuando está haciendo fila en medio de las muchachas rubias, el lluqalla que “piensa como blanco y habla en serio”, experimenta “la mirada de desprecio por un lado y por el otro la mirada más paternalista que pudo haber sido vista”, ¿acaso era el hazmerreír del día? Probablemente. En La Escuela de México, el autor resalta las representaciones que se les dan a los personajes históricos como Murillo y Katari en el aula y retrata a la profesora Chepa y las explicaciones que daba sin éxito sobre la historia no-oficial en ese entonces. En Fernando el inexistente, también saltan a la vista los procesos burocráticos de los trámites de nombres errados del tan odiado tinterillo a los que tienen que enfrentarse los denominados indios; viaja hasta el lugar de origen, y en el camino experimenta el conflicto de wiphalas y fusiles de los bloqueadores. En Amaneceres indios, vuelve al tema del estigma, esta vez, la directora acusa al niño de huraño, por no acusarle de indio, así Martínez entiende una parte de su vida.

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La Crónica de la ciudad de Tarija, es quizá una de las mejores escritas por Martínez, no solo porque tiene los recursos verbales en la forma sino porque también al leerlo el lector se percata del fondo; puede un escrito tener todos los recursos del idioma y los elementos del género literario, pero muchos de ellos carecen del espíritu del escritor, y no es el caso de esta crónica, porque posee los recursos literarios, la buena escritura y la descripción de la experiencia. Como en las anteriores crónicas, también aparece ese “colla cochino” hecho el gringo, como siente y piensa Martínez a partir de la mirada de los otros. En Villas y muertes, así como en Siete imágenes, aparece el tema religioso, el mundo del p’axpaku, del yatiri y las supersticiones de la sociedad andina, aspectos culturales que sobreviven y acompañan las dinámicas e interacciones sociales. Él y el mundo. He aquí el asunto central de las crónicas de Oscar Martínez. Es el cronista que describe su entorno, los lugares, las personas, los sueños, en una palabra, su existencia. Hay una relación estrecha entre el hombre y el mundo, de hecho, el filósofo Max Scheler, en El saber y la cultura, definió esta relación aduciendo que “la totalidad del mundo está plenamente contenido en el hombre como una parte del mundo. Las esencias de todas las cosas se cruzan en el hombre y están todas solidariamente en él”. Si la totalidad del mundo está contenida en el hombre, ese contenido sustancial es reelaborado por las reflexiones y puestas en orden, lo que nuevamente sale al papel como un resumen, en este caso, como una crónica. Las descripciones que hace Martínez, en ese sentido, son reelaboraciones del

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mundo que él ha visto y vivido, y ello es precisamente lo que mantiene fresco a sus escritos. No es como leer un libro de historia, que relata y retrata un hecho histórico, donde la descripción gira sobre algo pasado; en cambio, las crónicas del lluqalla jailón dan la sensación de frescor y que parecen ser tan actuales, tan presentes, que las experiencias contadas de varias edades por las cuales pasó, adquieren vida. Las Crónicas del llokalla jailón reflejan la diversidad de experiencias vividas por Oscar Martínez, la síntesis de lo diverso es él, así se ha ido formando, experiencia tras experiencia, retazo tras retazo, así se hizo lluqalla jailón que va a su paso, al son de su interior. Y si queremos oírlo, pongámonos cómodos, respiremos profundo y leamos.

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MACUSAYA Y LAS BATALLAS POR LA IDENTIDAD

Las calles ardían por aquel año (2003), las balas y los gases lacrimógenos dispersaban los grupos que bloqueaban en todas las esquinas; las voces que se oían eran de llanto, de protesta y de esperanzas. Eso se oía en los relatos de las radios, eso se observaba en la pantalla chica de blanco y negro que teníamos en casa. Por esos mismos años en las comunidades rurales, cada quien empuñaba un fusil, una q’urawa, unos palos, unas flechas… Septiembre de 2003, la Plaza de Warisata estaba atestada de comunarios, muchas personas encapuchadas portaban el legendario máuser de la guerra del Chaco, algunos con los rostros absortos, preguntaban por los desaparecidos, los adolescentes también. Carlos Macusaya, el cobrizo barbilampiño por entonces, también se fogueaba en la ciudad de El Alto, se dio cuenta sobre los procesos de lucha que acaecían, sobre las diferencias marcadas por el Estado colonial, diferencias entre indios y q’aras, pero a la par, notó que ciertos grupos de indianistas y kataristas habían iniciado anteriormente la lucha por los derechos al Estado colonial, el derecho que tienen como nación; no obstante, en ese fogueo del que tantos fueron partícipes y correteaban en medio de las balas, de los gases lacrimógenos había otro bando, los nietos de los patrones de nuestros padres y abuelos, y estos balbuceaban en las calles:

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¿Qué quieren estos indios de mierda? Macusaya, escuchó esas palabras agrías cuando protestaba marchando en El Prado paceño. La situación caótica, de batallas y muertes se había calmado con la asunción del presidente de origen “indígena”. Las cosas se habían volteado, los indios que eran odiados y todo lo que les relacionaba, ahora estaban de moda, todos querían ser indios, todos buscaban sus raíces ancestrales, los bicheros o los cazadores de gringas estaban en auge. Y de repente esa voz y el rostro que se petrificó en la memoria de Macusaya, reaparece, ahora le inquieta, le molesta, sabe que esa hipocresía contiene algo: instrumentalización. No está de acuerdo con ello y socializa todos sus pensamientos en los debates públicos, en la lucha de ideas “cara a cara”; no es suficiente. Necesita hacer algo más. Escribir. Sí. Escribe algunos garabatos que los guarda hoy, pero los garabatos aun no son suficientes, necesitan ser publicados. El inicio de todo siempre es difícil. Macusaya caminaba una hora cada día, recorría desde las laderas de Villa Fátima hasta la Universidad Mayor de San Andrés. En el trayecto pensaba las ideas que iba a escribir. El bibliotecario se había hecho amigo suyo; a veces tomaba prestado un libro, en otras ocasiones la computadora y cuando sucedía eso, tecleaba cada letra frente a la pantalla ajena, así letra tras letra, palabra tras palabra, formaba oraciones dando a luz a sus escritos. En otros tiempos, se encontraba detrás de varios libros tendidos en el piso, libros malditos para el q’ara, folletos digeribles para principiantes, obras pirateadas. A su alrededor

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había personas de todas edades que le escuchaban y debatían sobre el destino del indio y observaban aquellos objetos que contenían signos en sus hojas. Esos libros tendidos sobre un nilón, se asemejaban a una fogata que ardía en plena noche, alguna de estas personas le compraba el fuego para iluminar su camino y los demás se acercaban para iluminarse y calentarse un momento. Macusaya, hablaba y a través del habla transmitía lo que había leído; así se hizo orador, de esos que, de su boca salen ideas con esa rapidez alucinante, que muy pocos saben seguir. A Carlos Macusaya, porque escribía y hablaba con la rapidez de liebre, muchos no le entendían, y empezaron a desconfiar de sus ideas sobre el indio, lo indio, el pachamamismo, las pachamamadas y los pachamámicos… No le importaba la desconfianza que le tenían, solo escribía; tomaba poca atención a las críticas; era lo de menos, él escribía al calor del escenario político e impulsado por la pasión de escribir, escribía lo que no se decía, pero que se observaba y se oía bien para los demás. Quería denunciar la hipocresía de quienes en el pasado odiaban a los indios y que hoy esos mismos hacen de paternalistas y maternalistas. Después de Ayar Quispe, Macusaya es uno de los escritores indianistas prolíficos. Es verdad que ambos no tuvieron la oportunidad de entablar un debate; sin embargo, tras el asesinato de Ayar, Carlos le dedicó un pequeño escrito en vez de llevarle flores en su entierro. Ambos desde sus sitios, tan cerca y tan lejos, escribían a su manera. No podía ser de otro modo, cada quien trataba de desmontar y explicar el indianismo, el katarismo; en fin, al indio en el mundo colonial.

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¿Acaso escogieron nacer en este tiempo y en este contexto social? No. La historia, la condición de indio, les dieron una condicionante para dedicarse a escribir sobre los temas que ambos sufrieron en carne propia: la racialización. Han pasado años, parece ser ayer, pero es abril de 2019. Sobre los papeles se halla el libro inédito de Carlos, “Batallas por la identidad” (2019) ayer entre esos papeles estaba “Indianismo” (2011) e “indianismo-katarismo” (2014) de Ayar Quispe, escritos que tratan de sistematizar las ideas sobre la realidad colonial y que, medio siglo atrás, Fausto Reinaga había dedicado toda su vida. Hay temas comunes en los papeles inéditos, de hecho, los autores también tienen una cualidad común, la experiencia de los escupitajos racistas que vieron y experimentaron en la ciudad colonial, en esa ciudad de calles mugrientas de desechos que causan un olor nauseabundo, barridas y recogidas por unas caras morenas, tan morenas como el color de la tierra, tierra que en un tiempo les dio de comer, ciudad de paredes, de edificios edificados por manos callosas, en cuyas esquinas o en los bancos de dinerales, gendarmes de cuello moreno quemados por el sol, resguardan la riqueza robada. Los libros inéditos (ahora publicados) de Macusaya y Quispe hablan de esa realidad. De las diferencias sociales establecidas, del indio y lo indio, de la división social del trabajo a partir del color de la piel, de los procesos e intentos de libertad, de los fracasos, contradicciones y mixtificaciones, de las políticas de Estado que se asemejan al sopor en el cual existen los denominados indios o indígenas, cual vida

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mecánica, donde quizá el único sentido es sobrevivir, salir adelante sea como sea. El autor de “De dónde venimos los cholos” (2016), sentenció sobre el nuevo libro de Carlos: “a Macusaya hay que leerle con los sentidos muy abiertos y con la expectativa que uno puede deparar a experiencias llamadas a remover lo que sabes y lo que eres. Terapia, psicoanálisis y ayahuasca. Hay quienes sentirán que no son los mismos después de conocerlo. Uno puede entrar a este libro como un cholo paria de la ciudad y salir de él siendo un indio en busca de su destino”. Sí, es verdad. La descripción de Marco Avilés es tan cierta que los cholos que lo leen salen tan indios que empiezan a reconstruir su pasado para legitimarse y buscar su destino, tal como había proyectado Reinaga, pero en otros casos, salen siendo aymaras o quechuas que dejan de ser indios y arrojan el oprobioso denominativo para seguir con su existencia como cualquier ciudadano del mundo. Macusaya, con sus libros, convierte al cholo en indio, convierte al indio en aymara. Indianiza así como desindigeniza. “Batallas por la identidad” de Macusaya, proporciona una apertura al debate sobre la identidad, la racialización y los procesos políticos que se suscitan hoy. Un mérito de esta obra es que los racializados nos demos cuenta que también reproducimos ese racismo en la vida cotidiana sin darnos cuenta de ello, el mero hecho de que nos distanciemos o evitemos debatir con los otros, evidencia esa reproducción, Macusaya reflexiona en cómo funciona el racismo, la manera en que uno se identifica y lo identifican.

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Asimismo, la obra expone las experiencias históricas e ideológicas de otras generaciones y a partir de ello, observa y describe los nuevos procesos políticos, sociales y el papel que se da a los “indígenas” y lo que se oculta en esa retórica y hace un llamado a “dejar los papeles exóticos y el juego de victimización”; no se confunda con la “llamada de la tribu” que tanto criticó Mario Vargas Llosa, Macusaya también está en desacuerdo con la subordinación al brujo o al cacique todopoderoso. En fin, Macusaya ya no es el mixtificador de aquellos años al que una vez criticamos desde la ortodoxia, ahora es el desindigenizador. Queramos o no, el aporte de sus reflexiones en este libro, no es la polvareda que asfixiaba; sí, todo lo contrario, hay una madurez en la capacidad de abstracción y su mérito más grande es tratar de entender el presente. He ahí la diferencia.

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“NO HAY RACISMO, INDIOS DE MIERDA”

El ensayo fue censurado en las redes sociales, el primer diseño de la tapa fue denunciado y en los comentarios muchos aducían que el título era racista. Hablar sobre el indio supuestamente era vetusto y arcaico, que no correspondía a la época y que debería ser almacenado en los archivos de historia. Lo que era un tema que no se tocaba más, salía a flote nuevamente en las calles; las pequeñas noticias sobre las pateaduras que habían recibido mujeres de pollera, las agresiones físicas, las voces discriminatorias en pleno movimiento contra Evo Morales y la estigmatización a toda persona que se parecía al indio que gobernaba, estaba de moda. El racismo no había desaparecido. La situación no quedaba ahí, el racismo de las redes sociales saltaba a los medios de comunicación. Así llamar horda a un movimiento social era tan normal que hasta los mismos darwinistas criollos de finales del siglo XIX se habrían alegrado. Palabras como salvajes, hordas, terroristas, delincuentes, en fin, “indios de mierda”, se usaban para identificar a los movilizados por la quema de la wiphala; pero esta usanza,

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para sus empleadores, no eran palabras denigrantes ni mucho menos racistas. Esta vez el problema del racismo era negado por los mismos racistas. El nuevo fenómeno expresado muy bien en el título del libro de Carlos Macusaya, “En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”, no había sido analizado; de hecho, era esquivado para no tratarlo con seriedad por muchos intelectuales de izquierda y derecha, así el problema del racismo, seguía su curso normal. Ningún intelectual se atrevía a meter el dedo en la llaga, porque no sufrían el racismo, no eran los sujetos racializados, no eran parte de los salvajes ni de las hordas que bloqueaban las calles. Por lo que no tenían la necesidad de manchar sus reputados títulos académicos con temas que consideraban caducos. El libro inició como un artículo coyuntural y fue escrito a velocidad de liebre altiplánica. En la medida que Macusaya reflexionaba sobre el tema, las hojas se llenaban letra tras letra, hasta que el pequeño escrito cobró musculatura y forma. No es una investigación académica sino un ensayo donde el sujeto racializado reflexiona a partir de su experiencia personal, así los recuerdos de la infancia y la adolescencia sirven para demostrar algunas características de la racializacion en la sociedad boliviana. Como “analista callejero”, no fundamenta sus ideas en especialistas en temas de racismo, diferencia y estigma, le ha dado adioses a Wieviorka, Goffman, Memmi, Mbembe...

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Entonces nos encontramos frente a un subalterno que escribe a partir de su vida y su experiencia ¿Cuánto tiempo pasó para que el indio escriba sus reflexiones? No mucho. No obstante, desde que el sujeto racializado asume la escritura, se sirve del escribir para liberarse, para salir de las mixtificaciones y para denunciar su situación. Eso es lo que hace Macusaya en el ensayo, denunciar a partir de sus análisis el racismo negado de los racistas. “En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”, parte de una explicación general sobre las ficciones de raza que se construyeron en el imaginario social y que han adquirido legitimidad y “naturalidad”. La clasificación racial y la jerarquía social a partir del color de la piel, eran razones suficientes para justificar una explotación, dominación y discriminación. Macusaya desmitifica esas ficciones de raza, señalando que no hay razas y que el racismo es una construcción social y que se reproduce a través de un orden social. Este mismo orden social regulará la división racializada del trabajo, por lo que, el trabajo manual será para los indios y el intelectual para los no-indios. Lo que consecuentemente fijará la construcción de identidades. Así el proyecto del mestizaje del nacionalismo revolucionario, para Macusaya, no es más que una retórica para encubrir las diferencias sociales y para justificar la bolivianidad; el indio en este caso, solo sirve y sobrevive como folklore. En el orden social establecido hay movilidad y dinámica de grupos sociales, los individuos se movilizan de un espacio a

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otro, de lo rural a lo urbano, se acercan lo más posible de la periferia al centro. El imaginario que se establece es que lo rural y la periferia son el lugar de los indios, lo urbano y el centro de los q’aras. Los indicadores de racialización son tan evidentes hasta en el mismo espacio en el que está asentado un individuo, hasta en el orden de migración, de vestimenta, de profesionalización… Macusaya señala que eso no es todo, que, a partir de ese orden, existe la idealización desde la ciudad sobre la vida en el campo; es decir, el lugar de los indígenas puros, que no están contaminados y que son la esperanza de vida y: ¿Qué de los que migraron del área rural al área urbana? Bueno, estos son los impuros y los manchados que han perdido su pureza, por lo tanto, no son indígenas, y si estos inician a politizarse para denunciar el racismo, los únicos racistas suelen ser ellos. Esto es importante, porque es un juego del mismo imaginario construido por las élites del país. Carlos señala que, “en un afán ‘pro-indígena’ en este ejercicio de definir quién es o qué es indígena suele ser motivo de controversia aquello que se toma como muestra o evidencia de autenticidad, de pureza cultural o de virginidad cultural. Se pasa así de la ‘naturaleza racial’ a la ‘naturaleza cultural’ donde el racismo es menos ofensivo”. En ambos casos el racismo deviene en su doble cara, el violento y el pasivo, pero en fin, racismo. Si el racismo menos ofensivo es sutil, el racismo ofensivo identifica al racista. Así, en tiempos de tranquilidad social, el indio es el buen salvaje, pero en tiempos de conflicto es la horda, los salvajes, los delincuentes. El último carácter implica la politización de la sociedad racializada, porque la disputa

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pone en evidencia “la igualdad de los ciudadanos”. Macusaya es categórico en esto: “la situación de tensión por la disputa llega a un momento en el que pasa de la confrontación discursiva y simbólica a la movilización”, es en estas instancias donde los artificios del lenguaje racista se ponen más claros, pero en la medida que los racializados demandan y condenan el racismo la famosa frase en Bolivia no hay racismo, indios de mierda, encubre el carácter racializado del conflicto. Sin duda, con este libro Macusaya nos ha echado agua fría para retomar el tema del racismo en los análisis sociológicos, pero sobre todo, ha metido el dedo en la herida que nos aqueja a todos.

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LOS DESERTORES DE “SEÚL, SÃO PAULO”

Hubo una década cuando se escuchaba: Wewa wuliwya, wuliwya, wuliwya..., liwya, wya... Era el eco de campesinos que marchaban frente al nuevo presidente Paz Estenssoro, en 1952. Campesinos y obreros con fusiles aún humeantes daban gritos de victoria. No tenían el verbo, no escribían ni sabían leer, pero balbuceaban las frases dictadas por sus amos. Hasta ese entonces no existía poeta que cantase los dolores de esa multitud. Tres décadas más tarde, en medio de los mudos y bajo la bota militar, un poeta cantaba los versos más hirientes y era símil a los sonidos que producen las pajas bravas frente al viento, pero era un canto en el desierto: aquellos mudos también eran sordos, y así Rufino Paxsi pasó desapercibido. Luego silencio. Hubo un largo silencio. La literatura era para pocos. Solo un sector privilegiado disfrutaba de las delicias que prodigaba el arte, los demás apenas tenían un pequeño estante o una caja de cartón que refugiaba colecciones de libros escolares, Condoritos, almanaques Bristol, afiches de partidos políticos, hojas de carpeta, folletos... Aparentemente nada iba a surgir. El silencio seguía su curso.

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En los desfiles y marchas se escuchaba todavía el wewa wuliwya. Millares de indígenas llenaban los cuarteles. Servir a la “patria” se había vuelto un orgullo. Solo después de mucho tiempo, aquellos que inundaban las calles prohibidas, pisando suelo empedrado y refinado, esos que no sabían leer ni escribir, habían logrado el verbo para sus nietos y biznietos. En sus años de niñez, Gabriel Mamani Magne vivió en el barrio de migrantes La periférica. Frente a su casa todavía existe una vista panorámica de la ciudad; detrás, en una cima, se encuentra aún la cancha áspera, de la cual, cualquiera sale empolvado hasta las narices o embarrado hasta los oídos. Si tomamos en cuenta sus cualidades, podemos esquematizar una tipología de escritor. Siendo niño buscaba el silencio. Adquirió el amor a la lectura y a los libros por el silencio; algo más, durante sus estudios en la secundaria, el muchacho agregaba libros a la lista de materiales escolares, lo que evidencia que la educación era deficiente y desde ya la cultura a los libros era extraña en la sociedad boliviana. Es raro ver a un estudiante pedir libros a sus padres sin que ellos lo sepan; como se observa, estaba atraído por la lectura, pero también estamos frente un adolescente que todavía no estaba domesticado por la sociedad, que todavía era libre y fresco en sus reflexiones. El adolescente tenía esas potencialidades. Siendo estudiante y con 16 años fue testigo de los conflictos sociales de Octubre de 2003. Ha observado a sus pares apedrear al Palacio de

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Gobierno. Ha oído los sonidos estridentes de la balacera entre militares y policías, ha observado la represión y gasificación a los campesinos y a obreros que protestaban en las calles. Se ha enterado de las muertes en la ciudad de El Alto. Hasta cierto curso de la secundaria cumple con sus obligaciones. Observamos que le va bien con los libros, ha experimentado de cerca la crisis política y el momento constitutivo del país racializado; sin embargo, le falta cumplir algo más, el servicio militar obligatorio. No hay otra salida, opta por el servicio premilitar. Una vez inscrito, básicamente choca con todo el mundo militar, con su autoritarismo, machismo, homofobia, arcaísmo, con sus deberes, con su mofa y con todas las reglas de juego. Al fin se rebela. No puede soportar más las charradas de los orangutanes y renuncia a la obligación que le ha encomendado la “patria”. La sociedad quiso moldearle a su gusto, a través de maestros que le encasillaban a la tipología del ciudadano que se odia a sí mismo y con el servicio militar para ponerle el orgullo patriotero. No lo lograron. El muchacho ha escapado. Es un desertor, un bribón para los demás. Estudia leyes, el mundo de los abogados también le da asco, pero culmina la carrera, la tortura acaba con la defensa de su tesis. Ahora busca una carrera más reflexiva, no filosofía, ni literatura, ni ciencias políticas; de hecho, siente repugnancia frente a los actores políticos. Se inscribe en la carrera sociología, cursa dos años, en ella también encuentra una sequía.

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No bastó que sus opresores le hayan quitado su cultura hasta volverla folklore sino también su idioma nativo. Despojado de su forma originaria de pensarse, Mamani, asume el idioma de los españoles, escribe bajo sus reglas, pero esperen, escribe para tomar conciencia de lo que le sucede. Su narrativa no está en Europa, no está en las nubes, porque describe el sufrimiento, la lucha, las alegrías, las conquistas, los dilemas de las pieles morenas. No escribe sobre la señorita de Calacoto ni los romances de un hacendado en los andes. ¿Qué esperaban? ¿Que escriba sobre lo glamuroso del mundo señorial, las galanterías, los amoríos de aquellos, que le negó su idioma? No, no. Menuda creencia. Pertenece a esos escritores que escriben para saldar con aquello que les inquieta. Usa en su narrativa todos los recursos de su experiencia personal. En este caso los personajes del galardonado XX Premio Nacional de Novela 2019 de Bolivia están empapados de retazos existenciales. Para constatar, solo hay que recordar que en su obra “Tan cerca de la luna” (2012) los muchachitos que aparecen jugando y que quieren contemplar la súper luna en la cima del lomo del Dinosaurio Dormido, son él y sus yo. Así, la novela “Seúl, São Paulo” (2019) es consecuencia de las inquietudes del autor, es parte de sus cuentas a saldar consigo mismo. Empezó a pensarlo seriamente el 2017 cuando estaba en Brasil. El 10 de septiembre del mismo año está con la tesis de maestría hasta el cuello; sin embargo, tiene en sus manos el tono de la futura escritura, ronda en su cabeza primero un cuento, alternamente busca información sobre la migración, la vida militar, la segregación... ¡Ya lo tenía!

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Primero fue su experiencia en el servicio militar obligatorio y el laberinto de la soledad; es decir, la cuestión de la identidad, la pertenencia, la discriminación, en fin, el ser o el parecer tan característicos en sociedades racializadas, luego Mamani llega a la repulsión contra el patrioterismo que se inculcaba a los jóvenes que cumplían con la ley, y que, en vez de unificar o crear paz en sus habitantes, les llenaba de odio, machismo, homofobia... Para él, odiar al país vecino y la imbecilidad se habían normalizado. Es verdad, el autoritarismo, el caudillismo y la bota militar en la política y la formación ciudadana no solamente son cualidades de los “bolivianos”, desde luego, han estado presentes en los países latinoamericanos. Su última novela narra la experiencia de los adolescentes/jóvenes que cumplen con el servicio militar obligatorio para luego ser tragados por un sistema que les obliga a marchar del país o en todo caso a formar una familia y sobrevivir. A primera vista la novela resalta por la portada: tres soldados alrededor de un monumento. Es el soldado anónimo. Representa al “caído no identificado” en las guerras perdidas por el ejército boliviano. Y ese desconocido es el indígena que ha empuñado el fusil en defensa de la patria que le hizo añicos. La narración es ágil y fresca. Para un lector que conoce el argot paceño y alteño es divertido a ratos. Los espacios existentes en el libro hacen amena la lectura, como que son descansos para tomar aire o un sorbo de mate. Llama la atención el último párrafo del libro que produce una sensación a nada. Similar a

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esa nada es la condición de los adolescentes que aparecen en la novela. La novela gira en torno a dos personajes principales: los primos Pacsi. Los adolescentes cumplen el servicio premilitar, en un contexto donde los migrantes aymara-quechuas se dedican al comercio informal. La familia Pacsi pertenece a esa sociedad que puja, que trabaja de sol a sol para cumplir sus objetivos; ganar dinero. Salvo la familia del narrador, que no vive en la opulencia. Ambos sufren las influencias de las estructuras sociales, son tragados y atrapados por ella. Tayson es atrapado más que su primo, porque vive bajo el azar. El primo de Tayson por lo menos se da cuenta de las artimañas de la sociedad y en cómo funciona. Solo basta ver a Tayson después de la deserción. Las acusaciones de sus pares han alimentado su crisis de identidad. Su refugio es ahora parecerse a los coreanos, tiene la facha, incluso posee unos ojos pequeños y rasgados. Cuando Dino le pregunta qué se considera, al fin, Tayson responde con un: no sé. La respuesta del huérfano fanático, por los libros que lee y por el club de autoayuda al que pertenece, es simple, ni boliviano ni brasileño: “Vos, taysito, eres igual que nosotros: aymara”. Pero las reflexiones en la borrachera no le bastan ni la respuesta que recibe. Tayson continúa el camino del refugio en la apariencia. El personaje sin nombre de la novela de Mamani tampoco tiene escapatoria, su destino marca el destino de muchos.

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Hay una idea vieja sobre la relación intrínseca del artista y su obra literaria; es decir que, el producto artístico, en este caso del narrador, está relacionado con su experiencia personal. El mundo social bajo el que habita un individuo influye en su constitución personal. Sí pensamos que Mamani surge, crece, habita en una sociedad industrial, su producto artístico será muy diferente del que ahora sabemos, o quizá no estemos tratando con un escritor sino con otro ser que oficia en otro trabajo. Por los datos biográficos, por las entrevistas concedidas a periódicos y revistas, una vez anunciado al ganador del concurso nacional de novela en Bolivia, Mamani se refleja en los primos Pacsi; obviamente, no son reflejos precisos de la personalidad del autor, pero en las características existenciales de los primos hay rasgos comunes que salen a flote cuando comparamos la novela con el autor, como el tema de la migración, el dilema de la identidad, la rebeldía de los adolescentes, la reproducción social de las estructuras raciales y el deseo. En el tema de la migración, Mamani hizo la maestría en Brasil, y observó la vida de migrante en ese país, donde a bolivianos y peruanos se los identificaba más por el color de la piel. Esta cualidad en la familia Pacsi le ha servido al autor para describir el dilema de la identidad en Tayson que no sabe si es boliviano o brasileño. A través de la migración, Mamani cuestiona el tema de la identidad en el país y una de las instituciones fuertes de esa construcción es la institución militar; muchos adolescentes de

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las diversas culturas, antes de pasar a la juventud salen bajo el canon identitario del Estado, así surge una aparente identidad llamada “boliviana”. Hemos visto en un inicio que el autor fue parte del servicio militar obligatorio; adolescente y rebelde, también observó de cerca la vida militar, a esto hay que agregar la experiencia conflictiva del momento constitutivo del 2000-2003 y que, en dicho escenario social y político, hubo el resurgimiento del discurso de las “dos Bolivias”, la autodeterminación de la nación aymara y los símbolos culturales como la wiphala que aparecen en la novela, consideramos, han influido en el autor y en la producción de su obra. Dino, que es un personaje influyente en los primos Pacsi, juega el papel de la afirmación en las ideas de Mamani; es decir, está de acuerdo con las ideas que hay en “La revolución india” de Reinaga, pero a la misma vez no está de acuerdo con el fanatismo. Uno puede estar de acuerdo con las ideas, pero no así con el accionar de las personas que lo propugnan. Por ende, la mejor forma de propugnar esas ideas para Gabriel Mamani Magne es “escribir un libro que le escupa su raíz cobriza en la cara a este país, su raíz india”. En efecto, los tres personajes, los primos Pacsi y Dino representan, obviamente no de manera fiel, a Mamani, sus intereses, sus convicciones, sus pensamientos y sus negativas a actuar de determinada manera. Hay una estrecha relación entre los temas de migración, identidad y adolescencia que saltan en la novela analizada; la

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migración de los personajes devela la cuestión de la identidad, el traslado de un país a otro hace que Tayson se pregunte a qué nacionalidad pertenece; mientras que la personalidad de Dino juega el papel de los activistas fanáticos que tratan de crear reflexión en la sociedad, pero que, por su mismo fanatismo, adquieren la cualidad de revolucionarios ortodoxos que en vez de sembrar reflexión en la sociedad, por sus mismos métodos, culminan en complejizar el problema. Es con esos rasgos con el que no está de acuerdo Mamani. El vacío que sufren los personajes principales en la novela, también, es un tema que se relaciona con el “qué soy” y “la pertenencia”, así “el-ser, no-ser y el-parecer” en el que viven los adolescentes hacen que provoque en ellos laberintos de soledad. Tayson y Dino solo existen en la medida de cumplir con algún objetivo. La existencia del librero consistirá en escribir una obra que escupa la raíz india al país, y solo así él se sentirá bien, solo así “será gente”. En Tayson la situación es diferente pero no escapa al dilema de la nada, su existencia tiene sentido cuando su rutina cambia drásticamente. El narrador de la novela tampoco está exento de ese dilema, al final de la narración, cuando ya está en un país extraño: Bolivia es geografía, recuerdos, miradas, familia, pero, al final esa apariencia desemboca en nada, en un “Es:”, que no está concluido. Y esa nada que siente el lector, interpelado y persuadido a través de la vida de los primos Pacsi, es el gran mérito de la novela de Gabriel Mamani Magne.

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La esencia de la obra, entonces, no radica en los temas que trata, eso solamente es una excusa para meter el dedo en la llaga: el laberinto de la soledad.

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